CUADERNOS 1957-1972
 9788490668634

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SINOPSIS Inauguramos la Biblioteca Emil Cioran con el volumen íntegro de los diarios que el genial escritor y pensador rumano afincado en París redactó a lo largo de quince años, un periodo de madurez creativa durante el que vieron la luz algunos de sus títulos más importantes. En ellos abundan las anotaciones íntimas y personales —el insomnio atroz que lo persiguió siempre, encuentros con amigos como Eugène Ionesco o Mircea Eliade y feroces retratos de la vida literaria—, al tiempo que descubrimos interesantísimas incursiones en los temas que no dejaron de obsesionarle nunca: su escepticismo radical, la desesperación convertida en arte, la música de Bach o la literatura como única forma de redención.

Emil Cioran

CUADERNOS 1957-1972 Prólogo de Simone Boué

Traducción de Mayka Lahoz

Prólogo Durante mucho tiempo hubo sobre la mesa de Cioran un cuaderno siempre cerrado. A su muerte, al reunir sus manuscritos para confiárselos a la Biblioteca Doucet, encontré treinta y cuatro cuadernos idénticos. Solo diferían sus cubiertas, marcadas con un número y con una fecha. Iniciados el 26 de junio de 1957, se interrumpen en 1972. Durante quince años, Cioran guardó en su escritorio, al alcance de la mano, uno de esos cuadernos, que parecía ser siempre el mismo y que yo jamás abrí. En él encontramos entradas generalmente breves («Llevo el fragmento en la sangre»), la mayoría de las veces no fechadas. Están fechados únicamente los acontecimientos que se consideran importantes, es decir, las salidas al campo y las noches de insomnio —lo que da: «Domingo, 3 de abril. Caminado todo el día por los alrededores de Dourdan...», «10 de abril. Seguido el canal del Ourcq», «24 de noviembre. Noche espantosa», «4 de mayo. Noche atroz». A pesar de su carácter repetitivo y monótono, he conservado todos esos pasajes porque esas cantinelas están fechadas. Los cuadernos de Cioran no son un diario en el que él consignara con todos los detalles los acontecimientos del día —género que no tenía para él ningún interés—. Uno tiene más bien la impresión de hallarse ante esbozos, borradores. Encontramos inalterados en los libros más de una reflexión, más de un fragmento. Algunas entradas están marcadas con una cruz roja en el margen o encuadradas, como si se guardasen ahí de reserva. En junio de 1971 escribe: «He decidido reunir las reflexiones dispersas por estos treinta y dos cuadernos. Dentro de dos o tres meses veré si pueden constituir la sustancia de un libro (cuyo título podría ser “Interjecciones” o, si no, “El error de nacer”)».

Cuadernos de borrador pero también cuadernos de ejercicios. La misma reflexión se retoma hasta tres y cuatro veces de formas diferentes, trabajada, depurada, siempre con la misma preocupación por la brevedad, por la concisión. En diciembre de 1968, Cioran anota: «Voy a aferrarme a estos cuadernos, ya que es el único contacto que tengo con la “escritura”. Hace meses que no escribo nada». Y añade: «Pero este ejercicio cotidiano tiene algo bueno, me permite reconciliarme con las palabras y verter en ellas mis obsesiones, al mismo tiempo que mis caprichos. [...] Puesto que nada es más desecante y más fútil que la persecución de la “idea”». De ahí que haya anécdotas, relatos de encuentros, retratos o, más bien, esbozos más o menos feroces de amigos o de enemigos nombrados con iniciales o con la letra X. Un nombre reproducido primero con todas las letras ha sido completamente tachado, como si, manteniéndolos en el anonimato, Cioran hubiera querido proteger a aquellos a los que ataca o de los que se burla. ¿Creyó, por consiguiente, que esas páginas podrían un día ser leídas? En la cubierta de los cuadernos I, II, IV, VIII y X leemos: «Para destruir». En el primer cuaderno, Cioran añadió y subrayó: «Todos estos cuadernos son para destruir», también en los cuadernos VIII y X. Sin embargo, esos cuadernos los conservó y los guardó con esmero... Le ayudaron a saldar las cuentas con el universo y, sobre todo, consigo mismo. Día tras día, desgrana fracasos, sufrimientos, angustias, terrores, rabias, humillaciones. Tras ese desgarrador relato secreto se borra el Cioran diurno, socarrón y vigoroso, divertido y cambiante. Pero ¿no afirmó varias veces que él solo cogía la pluma cuando tenía ganas de «meterse una bala en el pellejo»? De los acontecimientos que recoge, de las escenas que describe (el anuncio de la muerte de su madre, por ejemplo), escenas a las que asistí, he conservado el recuerdo; un recuerdo que a veces difiere sensiblemente del testimonio de Cioran. Es porque él los vivió y los sintió solo. Es porque siempre y en todas partes está SOLO.

en vida y SOLO muerto. En el momento en que se pone en la picota al joven provocador y loco que fue en un pasado lejano, en que aparecen análisis de su obra, estudios pretendidamente objetivos, y se desata la jauría de los biempensantes, el círculo está cerrado. Solo en vida, doblemente solo en la muerte. En junio de 1995, Fernando Savater escribía en El País un emotivo adiós que acababa así: «A las tinieblas inferiores cada cual tiene que bajar solo». Me viene también a la memoria el título con el que fueron reunidos en 1990 en Humanitas algunos artículos de juventud escritos en rumano, ese bello título que para mí resume a Cioran: Singurătate şi destin, SOLEDAD Y DESTINO. SOLO

Simone Boué Fallecida accidentalmente el 11 de septiembre de 1997, en vísperas de corregir las pruebas, Simone Boué no tuvo la dicha de ver aparecer este libro, que le debe mucho.

Cuadernos*

26 de junio de 1957 Leído un libro sobre la caída de Constantinopla. He caído con la ciudad. ¡Ganas de llorar en medio de las calles! Tengo el demonio de las lágrimas. Mi escepticismo es inseparable del vértigo, nunca he comprendido que se pueda dudar por método. Emily Dickinson: «I felt a funeral in my brain».1 Podría añadir, como Mademoiselle de Lespinasse, «en todos los momentos de mi vida». Funeral perpetuo del espíritu. ¿Se comprenderá alguna vez el drama de un hombre que, en ningún momento de su vida, ha podido olvidar el paraíso? Tengo un pie en el paraíso; como otros lo tienen en la tumba. ¡Ayúdame, Señor, a agotar la execración y la piedad de mí mismo, y a no sentir ya su inagotable horror! Todo se vuelve en mí plegaria y blasfemia, todo deviene en mí llamada y rechazo. Sentencia de un mendigo: «Cuando se reza al lado de una flor, esta crece más rápido». Ser un tirano sin empleo. Perpetua poesía sin palabras; silencio que brama por debajo de mí mismo. ¿Por qué no tengo el don del Verbo? ¡Ser estéril con tantas sensaciones! He cultivado demasiado el sentir en detrimento de lo expresado; he vivido a través de la palabra..., así he sacrificado el decir. Tantos años, toda una vida... ¡y ningún verso!

Todos los poemas que podría haber escrito, que he ahogado dentro de mí por falta de talento o por amor a la prosa, vienen de repente a reclamar su derecho a la existencia, me gritan su indignación y me desbordan. Mi ideal de escritura: hacer callar para siempre al poeta que albergamos dentro de nosotros; liquidar nuestros últimos vestigios de lirismo; ir a contracorriente de lo que somos, traicionar nuestras inspiraciones; pisotear nuestros impulsos y hasta nuestros gestos. Cualquier tufo a poesía envenena la prosa y la vuelve irrespirable. Tengo un coraje negativo, un coraje dirigido contra mí mismo. He orientado mi vida fuera del sentido que ella me ha prescrito. He invalidado mi futuro. Le saco una inmensa ventaja a la muerte. Soy un filósofo aullador. Mis ideas, si las hay, ladran; no explican nada, estallan. Toda mi vida he sentido adoración por los grandes tiranos hundidos en la sangre y en el remordimiento. Me metí en las Letras por la imposibilidad de matar o de matarme. Esa incapacidad, esa cobardía, solo ha hecho de mí un escriba. Si Dios pudiese imaginar cuánto peso supone para mí el más mínimo acto, sucumbiría a la misericordia o me cedería su lugar. Y es que mis imposibilidades tienen algo infinitamente vil y algo infinitamente divino al mismo tiempo. No se puede estar menos hecho para la tierra que yo. Pertenezco a otro mundo, que es tanto como decir que soy de un submundo. Un escupitajo del diablo, en eso fui moldeado. ¡Y sin embargo, y sin embargo! Desgarrado entre el ensañamiento y el pavor. Mongolia del alma.

Era un hombre corrompido por el sufrimiento. 2 de agosto de 1957. Suicidio de E.: un inmenso abismo se abre en mi pasado. Mil recuerdos exquisitos y desgarradores surgen de él. ¡A ella le gustaba tanto la decadencia! Y sin embargo se ha matado para escapar de ella. Si hubiese llevado a buen término una décima parte de mis proyectos, sería, de lejos, el autor más fecundo que haya existido jamás. Desgraciadamente para mí, o afortunadamente para mí, siempre he estado mucho más apegado a lo posible que a la realidad, y nada es más ajeno a mi naturaleza que el cumplimiento. He profundizado hasta el más mínimo detalle en todo lo que nunca habría hecho. He ido hasta el final de lo virtual. 22 de diciembre de 1957 Vacío sobrehumano, súbito hundimiento de todas las certezas adquiridas penosamente en estos últimos años... El 18 de este mes, muerte de mi padre. No lo sé, pero siento que le lloraré otra vez. Estoy tan ausente de mí mismo que ni siquiera tengo fuerzas para el pesar, y tan hundido que no puedo elevarme a la altura de un recuerdo o de un remordimiento. Percibir la parte de irrealidad en todas las cosas, señal irrefutable de que se avanza hacia la verdad... Sensación mística de mi indignidad y de mi decadencia. Visto hoy, miércoles 25 de diciembre de 1957, el rostro de mi padre muerto, en su ataúd. He buscado mi salvación en la utopía y solo he encontrado algo de consuelo en el Apocalipsis.

Colegio de Francia. Curso de Puech sobre el Evangelio según Mateo (apócrifos de Egipto). Sensación terrible: los asistentes me parecieron, de pronto, todos muertos. 17 de enero de 1958 Hace unos días... Estaba a punto de salir cuando, para arreglarme el fular, me miré en el espejo. Y, de repente, un indecible pavor: ¿quién es ese hombre? Imposible reconocerme. Por más que identificase mi abrigo, mi fular, mi sombrero, no sabía, sin embargo, quién era; porque yo no era yo. Duró unos treinta segundos. Cuando conseguí encontrarme, el terror no cesó de inmediato, sino que se fue desvaneciendo lentamente. Conservar la razón es un privilegio que nos puede ser retirado. ¡Barbaridades de la abulia! Para escapar de ella, leo de vez en cuando algún libro sobre Napoleón. El coraje de los demás nos sirve a veces de tónico. Por fin sé lo que son mis noches: en ellas remonto mentalmente todo el intervalo que me separa del Caos. Creo desde hace mucho tiempo que la capacidad para renunciar es lo único que mide nuestros progresos en la vida espiritual. Y, sin embargo, cuando reexamino algunos de mis actos de renuncia, me doy cuenta de que cada uno de ellos estuvo acompañado de una muy grande, aunque secreta, satisfacción de orgullo, movimiento absolutamente opuesto a toda profundización interior. ¡Y pensar que estuve a punto de rozar la santidad! Pero esos años quedan lejos, y su recuerdo es doloroso para mí. De la mañana a la noche no hago más que vengarme. ¿De quién? ¿De qué? Lo ignoro o lo olvido, puesto que todo el mundo se ve afectado... La rabia desesperada, nadie sabe mejor que yo lo que es. ¡Oh, las explosiones de mi decadencia! «Y los últimos serán los primeros.»

Esa promesa bastaría por sí sola para explicar la suerte del cristianismo. (En mi terrible decadencia, oír esa promesa no está exento de cierto trastorno. Es lo que me sucedió el 30 de enero, en el Colegio de Francia, en un curso de Puech sobre el Evangelio —apócrifo— según Tomás.) ¿Cuál será el futuro? La sublevación de los pueblos sin historia. En Europa está claro; en ella solo triunfarán los pueblos que no han vivido. Solo mi incapacidad para vivir iguala mi incapacidad para ganarme la vida. El dinero no se me pega a la piel. ¡He llegado a los cuarenta y siete años sin haber tenido jamás ingresos! No puedo pensar nada en términos de dinero. Para ganarse la vida hay que ocuparse de los demás; sin embargo, yo solo soy requerido por... Dios y por mí mismo, por el todo y por la nada. Acabo de morir... ¡Alcanzar el límite inferior, el extremo de la humillación, adentrarse en él, dejarse caer en él sistemáticamente, por una especie de obstinación inconsciente y malsana! Volverse un blandengue, un indeseable, hundirse en el lodo; y después, bajo el peso y el terror de la vergüenza, estallar y recomponerse, recogiendo las propias migajas. No puedo caer más abajo en mi nada, no puedo franquear los límites de mi decadencia. La noche circula por mis venas. ¿Quién me despertará?, ¿quién me despertará?

A fuerza de descubrir que nada tiene importancia, ahora no tengo ningún tema, ningún pretexto para ejercitar mi mente. Si quiero evitar el desastre, tengo que reinventarme a toda costa una materia, crearme objetos nuevos, algo, en fin, que no sea yo, que no exija más el «yo». Escribir una «Apología de Prusia»... o «Por una rehabilitación de Prusia». Desde que Prusia fue oprimida, aniquilada, he perdido el sueño. Quizá yo sea, aparte de Alemania, el único que se lamenta de la ruina de Prusia. Era la única realidad sólida en Europa; destruida Prusia, Occidente debe caer bajo el poder de los rusos. El prusiano es menos cruel que cualquier «civilizado». Prejuicios ridículos contra Prusia (responsabilidad de Francia en ese asunto); prejuicios favorables a los austriacos, a los renanos, a los bávaros, infinitamente más crueles; el nazismo es un producto de la Alemania del Sur. (Es evidente, pero nadie lo reconoce.) Ha llegado por fin el momento de decir la verdad. Al incitar a la destrucción política de Prusia, los rusos sabían lo que hacían; los anglosajones solo seguían un prejuicio que habían heredado de los franceses (que tienen disculpa), que desde la Revolución imponen su opinión en el mundo, es decir, los prejuicios. [Palabra ilegible] política americana; por otra parte, Inglaterra, por primera vez en mil años, trabaja contra sus propios intereses y renuncia —verdadero suicidio— a la idea del equilibrio europeo. Exaltación atroz, incandescencia intolerable, ¡como si el sol acabara de agazaparse en mis venas! No poder vivir más que en el vacío o en la plenitud, en el interior de un exceso. Podría, si no hay más remedio, mantener relaciones auténticas con el Ser; con los seres, jamás.

Todas las imposibilidades no son más que una: la de amar, la de salir de la propia tristeza. La desesperación es un pecado, seguramente; pero un pecado contra uno mismo. (¡Qué profunda intuición, la del cristianismo! ¡Haber situado la falta de esperanza entre los pecados!) La enfermedad ha venido a darle sabor a mi indigencia, a resaltar mi pobreza. Gritar, ¿a quién? Ese ha sido el primer y único problema en toda mi vida. 19 de febrero de 1958. ¡Felicidad intolerable! Miles de planetas se expanden en lo ilimitado de la conciencia. Felicidad aterradora. Sensaciones de pobre diablo... y sensación de un dios... no he experimentado otras. Nada e infinito, mis dimensiones, mis modos de existencia. Si la sensación de vanidad con respecto a todo pudiera por sí sola conferir la santidad, ¡qué santo no sería yo! ¡Ocuparía el primer lugar en la jerarquía de los santos! El fondo de la desesperación es la duda sobre uno mismo. Estoy acabado, estoy al borde de la plegaria. Hoy, 20 de febrero de 1958, he pensado en el estado de putrefacción en el que se encuentran mis amigos muertos y mi padre, y he pensado en mi propia putrefacción. Solo el trabajo podría salvarme, pero no puedo trabajar. Mi voluntad fue dañada desde mi nacimiento. Proyectos infinitos, quiméricos, desproporcionados respecto a mis capacidades. Algo en mí me invalida, me ha invalidado desde siempre. Un mal principio consustancial a mi sangre y a mi espíritu.

No hay un solo tema que merezca que le dediquemos nuestra atención más allá de unos instantes. Para reaccionar contra esa certeza, he intentado transformar todas mis ideas en manías; es la única manera de hacerlas durar —a ojos de mi... mente. Alcanzo el Caos con el simple juego de mi fisiología. ¡Desgarros de las entrañas! Esbozo de una teología muy especial. No soy de aquí; condición de exiliado en sí; en ninguna parte estoy en casa...; impertenencia absoluta a lo que quiera que sea. El paraíso perdido..., mi obsesión constante. ¿Qué sería yo, qué haría yo sin las nubes? Paso la mayor parte del tiempo viéndolas pasar. 24 de febrero de 1958 Desde hace algunos días vuelve a rondarme la idea del suicidio. Pienso en él, es cierto, a menudo; pero pensar en él es una cosa y sufrir su dominación, otra. Acceso terrible de obsesiones negras. Por mis propios medios, imposible durar mucho tiempo así. He agotado mi capacidad para consolarme. Córcega, Andalucía, Provenza...; así pues, este planeta no habrá sido inútil. Su falta de talento rozaba la genialidad... Concebir más proyectos de los que conciben un estafador o un explorador y ser golpeado, sin embargo, por la abulia, alcanzado —sin metáfora— en la raíz de la voluntad. Cerebro enfermo, estómago enfermo..., y todo en concordancia. Lo esencial está comprometido. Visión de derrumbamientos. Es en lo que vivo de la mañana a la noche. Tengo todas las imperfecciones de un profeta, no sus dones.

Y, sin embargo, sé —con un saber impetuoso, irresistible— que poseo, si no iluminaciones, sí, en cualquier caso, destellos del futuro. ¡Y qué futuro, por Dios! Me siento contemporáneo de todos los pavores futuros. Mi gran predilección por los naufragios. Lo tengo todo de un epiléptico, salvo la epilepsia. ¡Accesos de violencia sobrehumanos, inhumanos! A veces tengo la impresión de que toda mi carne, todo lo que tengo de materia, se transformará un día de repente en un grito cuya significación se les escapará a todos, excepto a Dios... Falso profeta: mis decepciones mismas han naufragado. Lo único que me conviene es el fin del mundo... ¿Necesidad de terror o infinita apatía? He renunciado, entre otras cosas, a la poesía... Sean cuales sean mis recriminaciones, mis violencias, mis amarguras, todas provienen de un descontento conmigo mismo cuyo equivalente no podrá nadie experimentar jamás en este bajo mundo. Horror de uno mismo, horror del mundo. Lo que no puede traducirse en términos de religión no merece ser vivido. «Una vez se me ocurrió la idea de que, si se quisiera aniquilar, machacar, castigar a un hombre de manera implacable para que el peor bandido temblara de miedo de antemano, bastaría con dar a ese trabajo un carácter de perfecta absurdidad, de inutilidad absoluta.» (Memorias de la casa muerta) Casi todo lo que hago para ganarme la vida lleva esa marca de inutilidad, puesto que todo lo que no me interesa en absoluto me parece de una gratuidad que raya en el suplicio.

A veces siento fuerzas infinitas en lo más profundo de mí. Por desgracia, no sé en qué emplearlas; no creo en nada, y para actuar hay que creer, creer, creer... Me pierdo todos los días, puesto que dejo morir el mundo que me habita. Con el orgullo de un loco, hundirse sin embargo en la indignidad, en una tristeza estéril, en la impotencia y el mutismo. Rusia es una «nación vacante», dijo Dostoievski. Lo fue, ya no lo es, ¡desgraciadamente! «La tristeza según Dios produce un arrepentimiento saludable que no se lamenta jamás, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte.» (San Pablo) «Que la [la muerte] buscan más ardientemente que a un tesoro...» (Job) Hay cierta voluptuosidad en resistir a la llamada del suicidio. ¡Rusia! Siento una atracción profunda por ese país que ha destruido el mío. Misericordia..., solo esa palabra encierra mundos. ¡Qué lejos llega la religión! He subestimado, he negado voluntariamente a Cristo, y es tal la perversión de mi naturaleza que no puedo arrepentirme de ello. Es necesario, para escribir, un mínimo de interés por las cosas; pero también hay que creer que estas pueden ser atrapadas o, al menos, rozadas por las palabras; yo ya no tengo ni ese interés ni esa creencia... Su sonrisa rudimentaria. Dividido entre el cinismo y la elegía. Si pudiese escribir todos los días un salmo, cuánto se aligeraría mi destino. ¡Qué digo, escribir! ¡Si al menos pudiera leer uno, nada más! Estoy lejos de mi salvación o, mejor dicho: concibo los medios para salvarme, pero esos medios no los tengo, no puedo tenerlos...

Los dos mayores sabios de la Antigüedad tardía: Epicteto y Marco Aurelio, un esclavo y un emperador. 4 de junio de 1958 Cada uno cree que lo que hace es importante, excepto yo; así que no puedo hacer nada... Leído algunos poemas de Aleksandr Blok... ¡Ah, esos rusos, pero qué próximos me son! Mi forma de aburrimiento es totalmente eslava. ¡Dios sabe de qué estepa vinieron mis antepasados! Tengo dentro de mí, como un veneno, el recuerdo hereditario de lo ilimitado. Además, soy como los sármatas, un hombre en el que no se puede confiar, un individuo dudoso, sospechoso e inseguro, de una duplicidad tanto más grave cuanto que es desinteresada. Miles de esclavos claman dentro de mí sus opiniones y sus dolores contradictorios. Tras una noche en vela he salido a la calle. Todos los transeúntes parecían autómatas; ninguno tenía pinta de estar vivo, todos parecían movidos por un resorte secreto; movimientos geométricos, nada espontáneo, sonrisas mecánicas, gesticulaciones de fantasmas...; todo estaba anquilosado... No es la primera vez que registro, tras el insomnio, esa impresión de mundo anquilosado, desertado por la vida... Esas vigilias reabsorben mi sangre, incluso la devoran; fantasma yo mismo, ¿cómo vería en los demás las señales de la realidad? Más cerca de la tragedia griega que de la Biblia. Siempre he comprendido y sentido mejor el Destino que a Dios. Nada de lo que es ruso me es ajeno. Mi aburrimiento es explosivo. Es la ventaja que tengo sobre los grandes aburridos, que por lo general eran pasivos y dulces. El ruido..., el castigo o, más bien, la materialización del pecado original. 7 de junio de 1958

Encontrado en un rincón un trozo de queso, arrojado ahí desde hace mucho tiempo. Un ejército de insectos negros por todo alrededor. Los mismos insectos que uno se imagina consumiendo los últimos restos de un cerebro. Pensar en el propio cadáver, en las horribles metamorfosis a las que este se verá sometido, tiene algo de tranquilizador: te curte contra las penas y contra las angustias; un miedo que destruye otros mil miedos. La persistencia en mí de visiones macabras me acerca para siempre a los Padres del desierto. Un ermitaño en pleno París. No creo que las virtudes estén interrelacionadas, ni que poseer una de ellas implique poseerlas todas. En realidad, no hacen más que neutralizarse las unas a las otras; son celosas. De ahí vienen nuestra mediocridad y nuestro estancamiento. Señor, ¿por qué no tengo la vocación de la plegaria? No hay nadie en el mundo más cerca de ti, ni más alejado. Una brizna de certeza, una pizca de consuelo, eso es todo lo que te pido. Pero tú no puedes responder, no puedes. 8 de junio de 1958 Domingo agobiante. Acabo de levantar el párpado de Dios. Ese mismo domingo. Desde hace treinta años siento todos los días en mis piernas mil millones de hormigas que velan sin descanso. Mil millones de picaduras diarias, a veces apenas perceptibles, a veces dolorosas. Mezcla de malestar y desastre. Para hacer una obra hay que tener un mínimo de fe, en uno mismo o en lo que se hace. ¡Pero cuando uno duda de sí mismo y de sus empresas, hasta el punto de que esa duda se eleva al rango de una creencia! Fe negativa y estéril que no conduce a nada, solo a complicaciones interminables o a gritos sofocados.

París: insectos comprimidos en una caja. Ser un insecto célebre. Cualquier gloria es risible; a aquel que aspira a ella debe de gustarle realmente la decadencia. 9 de junio de 1958 El universo explota en mi cerebro. Fiebre inaguantable. Estoy a un paso del Caos. Los elementos se desatan. Pierdo pie. ¿Quién me reconciliará con lo que quiera que sea? Un punto fijo, busco un punto fijo y no encuentro más que incertidumbre y fango, y un irreprimible delirio. El ser es un texto borrado, y a mí ya no me quedan fuerzas para reescribirlo. Todo es apariencia..., pero ¿apariencia de qué? De la Nada. Hay en mí un fondo de escepticismo sobre el que nada tiene influencia y que resiste al asalto de todas mis creencias, de todas mis veleidades metafísicas. ¡Esta fiebre en estado puro, estéril, y este grito helado! Tener la sensación obsesiva de la propia nada no es ser humilde, ni mucho menos. Un poco de humildad, un poco de humildad, eso es lo que yo necesitaría más que nadie. Pero la sensación de mi nada me llena de orgullo. Sensación de insecto fijado a una cruz invisible, drama cósmico e infinitesimal, cae sobre mi persona el peso de una mano feroz y esquiva. Debo fabricarme una sonrisa, armarme con ella, ponerme bajo su protección, tener algo que interponer entre el mundo y yo, camuflar mis heridas, acometer, en fin, el aprendizaje de la máscara. Una vida de fracasado, de vileza, de tristezas inútiles y agotadoras, de nostalgias sin objeto y sin dirección; una nada que se arrastra por los caminos y que se revuelca en sus dolores y en sus risas socarronas...

¡Ah, si pudiera convertirme a mi esencia! Pero ¿y si estuviera corrompida? Definitivamente, yo me invalido y todo me invalida. No hay más huella de mí en mí mismo. Cuando los demás han dejado de existir para nosotros, nosotros dejamos de existir a nuestra vez para nosotros mismos. Sábado, 21 de junio de 1958 Mi padre murió hace exactamente seis meses. El aburrimiento reaparece, ese aburrimiento que conocí en mi infancia algunos domingos, y después el que devastó mi adolescencia. Un vacío que evacúa el espacio y del que solo el alcohol podría defenderme. Pero el alcohol me ha sido prohibido, todos los remedios me son prohibidos. ¡Y pensar que todavía me obstino! Pero ¿en qué persevero? En el ser, seguramente, no. Mi pusilanimidad me ha impedido ser yo mismo. No habré tenido el coraje ni de vivir ni de destruirme. Siempre a medio camino entre mi cuasi existencia y mi nada. «Un solo día de soledad me hace saborear más placer del que todos mis triunfos me han dado.» (Carlos V) A los veinte años tenía un insaciable deseo de gloria; ahora ya no lo tengo. ¿Y cómo actuar sin él? Ya solo me queda el consuelo de un pensamiento íntimo e ineficaz. Desde hace meses, vivo todos mis momentos de angustia en compañía de Emily Dickinson. 24 de junio Siento que voy a reconciliarme con la poesía. No podría ser de otro modo: no puedo pensar más que en mí mismo... La abdicación de Carlos V es el momento de la historia más entrañable para mí. Viví en Yuste, literalmente, en compañía del emperador gotoso.

Renunciar a la «conversación de las criaturas», a eso aspiro desde hace mucho tiempo y, sin embargo, solo lo consigo raramente, ¡a trompicones y con pesar! Me fortalezco con el desprecio que los hombres quieren dispensarme, y solo pido una gracia: la de no ser nada a sus ojos. El Libro acorde con mi naturaleza profunda: una Imitación sin Jesús. El éxito no llama necesariamente al éxito; pero el fracaso llama siempre al fracaso. Destino es una palabra que solo tiene sentido en la desdicha. ¡Fuerzas del Cielo! ¡Cómo anhelo el tiempo en que se os podía invocar, en que no se exclamaba en el vacío, en que el vacío mismo no existía todavía! 25 de junio de 1958 De joven pensé tanto en la muerte que, de viejo, no tengo nada que decir de ella: un pavor conocido. 25 de junio de 1958, cuatro de la tarde Sensación de una felicidad inaudita. ¿De dónde puede provenir? ¡Qué misterioso y absurdo es todo! No hay nada más enigmático que la alegría. 27 de junio de 1958 La melancolía es el pesar por otro mundo, pero yo nunca he sabido cuál es ese mundo. Ni el mismo Dios podría poner término a mis contradicciones. He introducido el suspiro en la economía del intelecto. Por decencia he moderado mis gritos; de lo contrario habría sido motivo de espanto para los demás, no menos que para mí. Oigo dentro de mí, por poco que profundice, las llamadas y los desgarros del Caos antes de convertirse o de descomponerse en universo...

Ataquemos lo real de raíz, cambiemos su composición y su sentido. X es tan falso e interesado que es incapaz del más mínimo movimiento espontáneo. Todo en él es premeditación y artimaña: parece que respira por interés. Que se aporree un piano desafinado: ríos de melancolía fluyen en mí. Mi artículo sobre la Utopía, aparecido en la edición de julio de la NRF, es tan malo que he tenido que acostarme... por desesperación. No puedo escribir sin estimulantes; y los estimulantes los tengo prohibidos. El café es el secreto de todo. Vértigo inmóvil, pereza sobrenatural. Decirle a todo un no fulminante, contribuir todo lo que se puede al incremento de la perplejidad general. Mi madre y mi padre, no es posible imaginar dos seres más divergentes. No he logrado neutralizar en mí sus caracteres inflexibles; así que pesa sobre mi espíritu una doble e irreconciliable herencia. El odio sin objeto, el odio puro, es una forma de desesperación, quizá la peor. Pero ¿cómo explicar eso? Mis insomnios, a ellos les debo lo mejor y lo peor de mí mismo. Su sonrisa pasada de moda. X: un escritor inanimado. 13 de julio Domingo cruel, no sin acordarme de todos aquellos en los que experimenté la absoluta inanidad de todo.

He profundizado tanto en mi vacío, he ahondado y me he detenido tanto en él, que me parece que ya no queda nada de él: lo he agotado, he secado su fuente. Cuanto más pienso en el vacío, más me doy cuenta de que he hecho de él un concepto místico, o un sustituto de lo infinito, tal vez de Dios. Moverse estúpidamente en un planeta fallido. «... la pereza es como una beatitud del alma, que la consuela de todas sus pérdidas y suple todos sus bienes.» (La Rochefoucauld) El paraíso es todo, y a veces conozco ese todo. El aburrimiento: sufrimiento vacío, tormento difuso. Uno no se aburre en el infierno, uno solo se aburre en el paraíso. (Desarrollar en el comentario al «Sueño de un hombre ridículo».) Aburrimiento en Dios. No ha conocido jamás el aburrimiento aquel que ignora la voluptuosidad de abandonar un proyecto. Por más que hiciera, no podría aceptar este universo sin sentirme culpable de fraude. Estoy maravillosamente capacitado para imaginar la desesperación de una hiena. Describir esos momentos en los que la vida se vacía de repente de todo sentido, en los que la saciedad te invade y parece que pone fin a la efervescencia del espíritu. Me habría gustado vivir en una corte corrupta, ser el escéptico de un príncipe... 27 de julio

Ahrimán es mi príncipe y mi dios. Se dice que, después de doce mil años de luchas con Ormuz, este ganará.1 Mientras tanto... Debo expiar la libertad de la que gozo. Pago ese lujo de exiliado con desdichas reales o imaginarias. 8 de agosto Acepto ser el último de los hombres, si ser hombre es parecerse a los demás. He colgado en la pared un viejo grabado que representa el ahorcamiento de partisanos de Armañac, cuya mirada tiene elementos de risa socarrona y de hilaridad. Es un espectáculo del que no consigo saciarme. Hasta donde puedo recordar, siempre he creído en las virtudes de la fiebre. 22 de agosto No niego que hay una mezcla de periodismo y metafísica en todo lo que hago. Vivir es componer. Cualquier hombre que no muera de hambre es sospechoso. 14 de septiembre Regreso de la isla de Ré. Una semana entera. Sensación de paraíso terrenal. Volver a París, ¡qué decadencia! Recorro las calles como un alucinado. ¿Qué buscar en ellas? Ahí me siento separado de todos. Ningún punto de contacto con nadie. ¡Ah, esa voluptuosidad de la no voluntad en una playa! En ella uno se sustrae a la «vida» (me sonrojo solo de emplear una palabra semejante). Definitivamente, no fui hecho para bregar entre los hombres. Sufrimiento constante. ¡Qué progresos no habré hecho yo en la carrera de las lágrimas! Hay en mí un fondo de veneno que nada podrá mermar o neutralizar.

29 de octubre de 1958 Ser igual a esa Unidad primordial, fuera de la cual no hay nada, de la que el décimo himno del Rigveda dice que «respiraba por sí misma sin aliento». Se convertía en un maestro en el arte de exterminar con el elogio. Entregar «las llaves de mi voluntad» (por emplear la metáfora de Teresa de Ávila) a «nuestro» Señor. Releído algunas páginas de mis pobres Silogismos; son fragmentos de sonetos, ideas poéticas aniquiladas por el escarnio. Devoro libro tras libro, con el único propósito de eludir los problemas, de no pensar más en ellos. En medio del desconcierto, la certeza absoluta de mi soledad. Hay momentos de debilidad y de duda en los que la verdad y la idea misma de verdad nos parecen tan inaccesibles y tan inconcebibles que la menor verosimilitud se nos presenta como una perspectiva inesperada. He vencido el deseo, no la idea, del suicidio. Moderado a fuerza de derrotas. A menudo me inclino a pensar, con los estoicos, que cualquier sensación es una alteración y cualquier afecto, una enfermedad del alma. Un filósofo es un hombre que se lanza; pero yo, entorpecido por mil dudas, ¿qué afirmar?, ¿hacia qué precipitarme? El escepticismo seca el vigor del espíritu; o, mejor dicho: un espíritu seco cae en el escepticismo y se consagra a él por sequedad, por vacío. En el punto álgido de mis dudas me hace falta una pizca de absoluto, una brizna de dios.

«Si tuviese que referir con todo detalle la conducta de Nuestro Señor conmigo...», así habla santa Teresa. ¡Cómo envidio a esas «almas» que creen que Dios o Jesús velan y se interesan por ellas! De cerca, todo lo que vive, el insecto más pequeño, parece cargado de misterio; de lejos, nulidad sin límites. Hay una distancia que suprime la metafísica; filosofar es ser todavía cómplice del mundo. La autobiografía de Teresa de Ávila..., ¿cuántas veces la he leído? Si no he abrazado la fe después de tantas lecturas es porque estaba escrito que no la tendría jamás. La carne, ¡si me horroriza! Una suma infinita de caídas, el modo en que se realiza nuestro deterioro cotidiano. Si hubiese un dios, nos habría dispensado de la ingrata tarea de acumular podredumbre, de arrastrar un cuerpo. Si algún día me echo a los pies de Dios será por furia, o por un asco supremo de mí mismo. Jamás un aburrimiento se ha parecido al vitriolo tanto como el mío. Todo aquello hacia lo que dirijo mis miradas se desfigura para siempre. Mi estrabismo se transmite a las cosas. Un tratado de medicina de la época de Hipócrates se titulaba Carnes. He ahí un libro acorde con mi naturaleza profunda, y que yo podría escribir en tono subjetivo. Weltlosigkeit...,1 otra palabra acorde con mi naturaleza profunda, intraducible como todas las palabras extranjeras que me seducen y me llenan. Algunas mañanas, mal despertado, mal conciliado con el día, me parece oír mi nombre pronunciado por transeúntes, llevado por el aire. Hoy, 28 de noviembre, en la oficina de correos, calle de Vaugirard, una anciana

telefoneaba desde una cabina, y he oído: «Cioran...». Hasta ella hablaba de mí. Es ridículo y terrible. ¡Qué síntoma! Que todavía haya gente que me cree «utilizable», ¡no, no me lo puedo creer! No hay locos en mi familia; de lo contrario, con qué canguelo no viviría yo. Un escéptico y un entusiasmado al mismo tiempo... Eternizarse en un equilibrio inestable. Tengo la sensación de la nada, pero no tengo humildad. La sensación de la nada es lo opuesto a la humildad. No es humilde aquel que se odia. 8 de diciembre de 1958. Señor, ¡ten piedad de mi esterilidad, sacude mi espíritu ausente, asísteme en este extremo de abandono y de embotamiento! Un ángel apático y desmoralizado, petrificado en el remordimiento de su caída. Solo me redimen la obsesión por mi decadencia y la voluntad de escapar de ella. La piedad, ese vicio de la bondad. La piedad o la bondad como vicio... La descortesía de ser «profundo». Hubo un tiempo en que, creyéndome el ser más normal que hubiera existido jamás, me asusté, y pasé todo un invierno leyendo libros de psiquiatría. Vivir como un eterno pedigüeño, mendigar constantemente de puerta en puerta, humillarme para respirar. ¡Un destituido del aliento!

Procedo como los pintores: dibujo, quiero decir, escribo los contornos de un texto; después le doy cuerpo, procedo por capas sucesivas, lo que necesariamente conlleva contradicciones, incompatibilidades, disparidades; es un riesgo que hay que asumir, que asumo. Pero un espíritu coherente, ¿qué hace? Formula una definición y no quiere desistir de ella; viola el problema del que se ocupa, lo tortura, en cualquier caso; ahí gana la lógica; la vida se resiente. Él también asume sus riesgos. 12 de enero de 1959 Muerte de Susana Soca.1 I am not sorrowful but I am tired Of everything that I ever desired.2 ¡Cuántas veces, por Dios, me habré repetido esos versos de Dowson! Mi vida está repleta de ellos. Voluptuosidad de lo inacabado. Mejor: de lo inempezado, de lo no comenzado. Los Vedas, las Upanishads, vuelvo a ellos de vez en cuando. Todos los años tengo accesos de indianidad. Si el español sale de lo sublime, se vuelve ridículo. Toda la filosofía hindú se resume en el horror, no de la muerte, sino del nacimiento. La única experiencia profunda que he tenido en mi vida: la del aburrimiento. En la tierra no hay para mí «ocupación» ni, a decir verdad, «diversión». He superado incluso el vacío: por eso me es imposible matarme. 12 de marzo de 1959

Es increíble hasta qué punto todo, pero absolutamente todo, y en primer lugar las ideas, emana en mí de mi fisiología. Mi cuerpo es mi pensamiento, o, mejor dicho, mi pensamiento es mi cuerpo. Desde hace veinticinco años vivo en hoteles. Tiene una ventaja: no estás fijo en ninguna parte, no te aferras a nada, llevas una vida de transeúnte. Sensación de estar siempre a punto de partir, percepción de una realidad extraordinariamente provisional. 26 de marzo de 1959 ¡Segunda gripe en tres meses! Agotamiento completo, opresión, imposibilidad casi total de respirar. ¿He pasado ya al otro lado? ¡Hace tantos años que mi cuerpo es una carga para mí! Si alguna vez en mi vida he comprendido algo, se lo debo a mis males. Siempre he sido un semienfermo, incluso en los momentos de salud. Ataque de llanto. Acabo de leer un mal libro sobre Mademoiselle de Lavallière. La escena de la cena con el rey y con Madame de Montespan, antes de partir hacia el convento, me ha turbado... Todo me turba, es cierto. La debilidad extrema nos distancia de todo y, paradójicamente, confiere al mismo tiempo un sentido extraordinario a cualquier cosa, o a acontecimientos pasados y que no tienen ninguna significación directa para nuestra vida. Me compadezco de cualquier cosa, tengo estremecimientos de niña. Quizá también sea por imposibilidad de llorar por mí mismo. ¡Nervios destrozados ya a los diecisiete años! ¡Apenas es creíble que haya aguantado hasta ahora! 30 de marzo de 1959 El Mesías de Händel. Es necesario que el paraíso exista, o por lo menos que haya existido..., de lo contrario, ¿a qué viene tanta sublimidad? Carillones de Brujas, vuestro recuerdo remueve en mí vestigios de cielo, vosotros me hacéis retroceder a antes de mi caída.

Desde los diecisiete años estoy aquejado de un mal secreto, imperceptible, pero que ha arruinado mis pensamientos y mis ilusiones: un hormigueo en los nervios, noche y día, que no me ha permitido, salvo en las horas de sueño, ningún momento de olvido. Sensación de someterme a un tratamiento eterno o a una tortura eterna. He leído demasiado... La lectura ha devorado mi pensamiento. Cuando leo tengo la impresión de «hacer» algo, de justificarme ante la «sociedad», de tener un empleo, de escapar a la vergüenza de ser un ocioso -------, un hombre inútil e inutilizable. Se olvidan todos los dolores, pero no se olvida ninguna humillación. Ayer, 5 de abril, pasé la tarde en un pequeño bosque cerca de Trappes pensando en la venganza, tema inagotable... No vengarse envenena tanto el alma, si no más, como vengarse. ¿Tenemos derecho a no vengarnos? Concierto por el cumpleaños (cincuenta años) de O. Messiaen. Yo me encontraba detrás del músico, pero podía verlo de perfil. Él escuchaba religiosamente: sus obras eran realmente un universo..., tan solo para él. Yo escuchaba en otra parte, y pensaba que cada cual está encerrado en su propio mundo y que lo que uno hace no es nada para el otro. Solo existimos para nuestros enemigos... y para algunos amigos que no nos quieren. Viernes, 24 de abril de 1959. Desde enero, prácticamente enfermo; imposibilidad de trabajar, paso de una dolencia a otra, parece que cada órgano espera su turno... La Naturaleza experimenta conmigo y yo me presto a ello, incapaz de oponerle la menor resistencia. El «buen uso de las enfermedades», ¡qué lejos estoy de eso! Este invierno, un día que, presa de la gripe, miraba desde mi cama el cielo más desolador que se pueda uno imaginar, vi dos pájaros (¿qué clase de pájaros serían?) persiguiéndose el uno al otro, en plena caza amorosa sobre

ese fondo lúgubre. Un espectáculo semejante te reconcilia con la muerte e incluso quizá con la vida. Cambiaría a todos los poetas por Emily Dickinson. Ceno fuera... y mi «alma» está enterrada. Diógenes Laercio habla del encanto de la doctrina de Epicuro y de que tenía, por así decir, la dulzura de las sirenas. La tristeza ha destruido todos mis talentos. Soy un mongol devastado por la melancolía. Domingo 17. Jardín Botánico. Cada vez más fascinado por los reptiles. Los ojos de las pitones. No hay animal más misterioso, más alejado de la «vida». Todo eso se remonta al fin del Caos. Sensación de dar un salto hacia atrás, de volver a la eternidad. Tácito, mi historiador preferido. No conozco nada más bello que la caída de Vitelio, Historias, párrafos LXVII-LXVIII. «Nadie podía olvidar las vicisitudes humanas hasta el punto de no sentirse conmovido al ver semejante espectáculo: un emperador romano, hasta hace poco dueño del mundo...» Felicidad sin predicado, por hablar como en los manuales de lógica. Vivo en una eterna falsa inspiración: ¿cómo extrañarse de que nada salga de ella? Pero ¿no es ese el secreto de mi esterilidad? Todo se vuelve agrio en mis entrañas y en mi espíritu. Tengo una capacidad infinita para convertirlo todo en sufrimiento o, mejor dicho, para agravar todos mis sufrimientos. Generación de los dolores.

No ofrezco verdades, sino semiconvicciones, herejías sin consecuencias, que no han hecho ni mal ni bien a nadie. Seré para siempre el hombre sin discípulos, y es mi intención no tenerlos. Solo te siguen si decides cosas, si asumes una postura o si hablas en nombre de los hombres o de los dioses. Pero ni los unos ni los otros son cosa mía. Estoy solo y no me quejo de estarlo. Un mendigo al que aprecio por sus taras y por su desequilibrio y que duerme al raso desde hace años me dijo el otro día: «Soy libre en extremo». Quien tiene piedad de sí mismo tiene, por lo tanto, piedad de Dios. 27 de septiembre de 1959 De malestar en malestar, de enfermedad en enfermedad. ¿Adónde voy? Sensación de radical impotencia ante todo. Nacido desvalido. El Mal es, al igual que el Bien, una fuerza creadora. De los dos, el primero es sin embargo el más activo. Puesto que demasiado a menudo el Bien descansa. Hubo un tiempo en que no pasaba ni un solo día sin escuchar varias horas de música o sin leer un poema. Ahora la prosa lo reemplaza todo. ¡Qué disminución, qué decadencia! El único problema que me interesa: el de lo monstruoso. Neutralizar los efectos de la Creación. El menor acto plantea para mí el problema de todos los actos; la vida siempre se convierte para mí en Vida, lo que complica hasta el sofoco el ejercicio de la respiración. Accesos de cólera de la mañana a la noche. Me peleo con los comerciantes, con todo el mundo. Tras cada arrebato, sentimiento de humillación. Reacciones de individuo «odioso» y, en consecuencia, asco de uno mismo. Todo aquel que vende algo me pone fuera de mí.

Tras una noche en vela, el cigarrillo tiene un sabor fúnebre. Soy un escritor que no escribe. Sensación de faltar a mis noches, a mi «destino», de traicionarlo, de malgastar mis horas. Opresión. Certeza de ser un no llamado. En mis momentos de «epilepsia» me siento desgraciadamente próximo a san Pablo. Mis afinidades con los violentos, con todos aquellos a los que detesto. ¿Quién se ha parecido alguna vez a sus enemigos más que yo? Los apasionados, los violentos, son en general unos enclenques, unos «reventados». Es porque viven en una combustión perpetua, a expensas de su cuerpo. Si no avanzo en ningún terreno, y si no produzco nada, es porque busco lo inencontrable o, como se decía antaño, la verdad. Como no puedo alcanzarla, me estanco, espero, espero. Soy un escéptico desenfrenado. En los primeros siglos de la era cristiana yo habría sido maniqueo, más exactamente discípulo de Marción. La piedad: una bondad depravada. No sé quién se definió a sí mismo así: «Soy el lugar de mis estados». Esa definición se ajusta plenamente a mí, y agota casi mi naturaleza. 18 de noviembre de 1959 Tarde de sueño. Cuando me he despertado, he sentido durante un segundo lo que sentiría un muerto. Era como la iluminación fulgurante de un cadáver. Si todos los días tuviera el valor de aullar durante un cuarto de hora, disfrutaría de un equilibrio perfecto.

Todos mis «escritos» no son, en última instancia, más que ejercicios de antiutopía. Siempre tengo la tentación de darle una bofetada a aquel que me asegura no conocer el rencor, para demostrarle que se equivoca. Después de todo, la vida es una cosa extraordinaria. 29 de noviembre de 1959 No hay nada más decepcionante, más frágil y más falso que una mente brillante. Prefiero a los aburridos: ellos respetan la banalidad, lo que es eterno en las cosas o en las ideas. No comprendo a X: es aburrido sin ser banal. Es el aburrimiento que se desprende de la búsqueda de la originalidad, de la persecución de lo insólito, de la sorpresa permanente e inútil. Nada choca más que un pensador que cree en su deber de dilucidar todo lo que dice, que inunda de palabras cada problema. La volubilidad..., pecado contra el espíritu. Los más grandes no han escapado a ella. Tipo de hombre al que admiro: Rancé. Un dios empieza a volverse falso en el momento en que nadie se digna morir por él. ¡De qué turbio interior surgen mis obsesiones cosmogónicas! Se comprende que sean tan frecuentes en los locos. Tácito, mi escritor preferido. Ratifico enteramente el juicio de Hume, quien lo consideraba la mente más profunda de la Antigüedad. No es la felicidad, son los méritos del prójimo los que nos importunan y nos perturban. La Plegaria surge de mi estado de depresión, que exulta.

Solo estoy unido a las mentes consumidas por la esterilidad; o: que destacaban en la esterilidad. El mismo Joubert me parece a veces demasiado fecundo. Una religión está acabada en el momento en que ya no alumbra herejías. 12 de diciembre de 1959. Hace algunas noches tuve un sueño que no puedo olvidar: una procesión de serpientes pasaban por delante de mí — desfilaban, más bien— y cada una de ellas, cuando llegaba su turno, se erguía para mirarme con ojos centelleantes, que se dilataban: parecían dos soles en miniatura. Lo que lo ha falseado todo es la cultura histórica. Ya no nos hacemos preguntas sobre Dios, sino sobre las formas de dios; sobre la sensibilidad y la experiencia religiosa, y no ya sobre el objeto que justifica una y otra. 16 de diciembre de 1959 Los moralistas franceses, maniqueísmo por medio de la anécdota. O: maniqueísmo anecdótico. O: a nivel «mundano». Divinidad de la Prosa. Cuanto más avanzo, menos me conmueven los versos. Melodía agotada, alma obstruida. Siempre tenemos a alguien por encima de nosotros mismos; más allá del mismo Dios se alza la Nada. ¿Cuál es ese rey visigodo que, en el siglo VI, escribió un comentario sobre el Apocalipsis? El manuscrito fue publicado, ¿por quién y cuándo? Recuerdo vago de una ficha leída deprisa en no sé qué biblioteca. Ante cada insulto, oscilamos entre la bofetada y el golpe de gracia; y esa oscilación, que nos hace perder un tiempo precioso, consagra nuestra cobardía.

Anatomía de la melancolía, de Robert Burton. El más bello título que jamás se haya encontrado. ¿Qué más da que después el libro sea ilegible? Cualquier hombre que tenga una convicción, cualquiera que sea, tiene un dios; qué digo, cree en Dios. Puesto que toda convicción postula lo absoluto o lo suple. No se pide la libertad, sino la ilusión de libertad. Por esa ilusión brega la Humanidad desde hace milenios. Por lo demás, siendo la libertad, como se ha dicho, una sensación, ¿qué diferencia hay entre ser libre y creerse libre? Un libro que hay que leer: Tratado de la tribulación, del padre Rivadeneira, un contemporáneo de santa Teresa. 19 de diciembre de 1959 Entiendo a los místicos, ya que, al igual que ellos, estoy consumido por la concupiscencia a pesar de detestar la carne. Los tormentos de la sensualidad, las «tentaciones», se puede morir de eso. 20 de diciembre Esta tarde, al querer escribir sobre la gloria y no encontrar nada que decir al respecto, me he acostado. A menudo mis grandes empresas me han conducido a la cama, final lamentable de mis ambiciones. Espíritu precipitado y, sin embargo, irresoluto. Mi gusto enfermizo por Tácito, la necesidad que tengo de complacerme con horrores. Después, la elocuencia y la poesía de la indignación. Los Anales y Macbeth, los libros..., no, las imágenes de mi tren cotidiano. Nada entorpece tanto la continuidad de la reflexión como sentir la presencia física del cerebro. Quizá sea esa la razón por la que los locos no piensan más que a fogonazos.

Es la tentación de la gloria lo que ha arruinado el paraíso. Cada vez que queremos salir del anonimato, ese símbolo de la felicidad, cedemos a las sugerencias de la serpiente. Nada aprecio tanto como una prosa raquítica atravesada por un estremecimiento. El hombre va inevitablemente hacia la catástrofe. Mientras siga estando convencido de ello, me interesaré por él, con avidez, con pasión. La poesía propiamente dicha me parece cada vez más inconcebible; ya solo puedo soportar aquella que es implícita, indirecta, aquella que precisamente no es dicha, quiero decir, la poesía sin los medios ni los subterfugios con los que habitualmente cuenta. La originalidad es incompatible con el «buen gusto», patrimonio y maldición de las antiguas civilizaciones. No hay genio sin una fuerte dosis de mal gusto. Este mundo no tiene más consistencia que el episodio de una sonrisa. X..., le admiro porque no sabe hasta qué punto es ridículo. ¡Perecer!, esa palabra que tanto me gusta y que no me evoca, curiosamente, nada irreparable. Tener «gusto» es seguir lo acordado y amar delicadamente la mediocridad. Para oponerlo al gran gusto, al gusto de arriba, como lo llama magníficamente Hugo. En las mentes solo me gustan la amenidad o la vehemencia. En el orden de la amenidad: Joubert, Valéry. ” ” ” de la vehemencia: Tertuliano, Nietzsche. Para que nazca un escéptico es necesario que mil creyentes causen estragos.

25 de diciembre de 1959 Recibo de un poeta español una tarjeta navideña que representa una rata, símbolo, me escribe, de todo lo que podemos «esperar» del año 1960. ¡Resfriado seis meses al año! Debería escribir un libro con este título propio de la Sorbona: Fenomenología de la congestión nasal. Cuando Mara, el tentador, intenta mediante todo tipo de seducciones y de intimidaciones desviar a Buda de su camino, este le dice, entre otras cosas: «¿Con qué derecho pretendes reinar sobre los hombres y sobre el universo? ¿Acaso has sufrido por el conocimiento?». Y, en efecto, la magnitud y la profundidad de un espíritu se miden por los sufrimientos que este ha asumido para adquirir el saber. Nadie sabe sin haber pasado por adversidades. Un espíritu sutil puede ser totalmente superficial. Hay que pagar por el más mínimo paso hacia el saber. (Valerme de eso para distinguir a los moralistas: Pascal, por un lado; Montaigne, por el otro.) ¡Cuánto les envidio a los creyentes la posibilidad que tienen de poder virar hacia la herejía! Por estúpida que sea, una teoría puesta en la lista negra es salvada para siempre del ridículo. ¡Ay de los heresiarcas a los que la Iglesia no se ha dignado condenar! Después de la Antología de los moralistas, escribir La caída en el tiempo.1 Me inclino a la exageración, por aburrimiento, por saciedad, por necesidad de sensaciones fuertes, por voluntad también de salir de mi marasmo. 31 de diciembre de 1959. Medianoche. Debería pasar mi vida solo, y pensar sin descanso en el Tiempo. 1 de enero de 1960. Hace años que ya no leo a Baudelaire, pero pienso en él como si hiciera su lectura cotidiana. ¿Será porque me parece que solo él ha ido más lejos que yo en la experiencia de la «depresión»?

Encontrado por casualidad a X..., siempre esa mezcla desconcertante de crápula y loco, pero en el fondo inapreciable: un hombre que ni siquiera tiene la noción de «veracidad», fisiológicamente «inexacto» y amoral. Su gran excusa es el desprecio universal que ha conseguido suscitar en torno a su persona. Hay una víbora dentro de él. Siempre he experimentado respecto a él una sensación de repugnancia... y de curiosidad. Terror también ante un rastrero, malestar ante su facha; ojos fríos y brillantes, hay metal en su mirada. En su sangre se mezclan seguramente lo griego y lo eslavo, dos elementos inconciliables, que solo podían dar a luz a un monstruo. Reservado y arrogante. Sensación de vértigo. Su obsequiosidad monumental. Todo eso conlleva, como contrapartida, unos dones. Cuando lo conocí por primera vez, y sin haber leído nada de él, le dije a M.: «Tiene seguramente talento. Es demasiado horrendo». Horrendo en lo moral y en lo físico. Escribir un día sobre él: «Retrato de una víbora». P.D. Esas notas están tan desprovistas de misericordia que me avergüenzo de ellas. La piedad, en mí, llega después de la repugnancia: ¡ah, cuánto dolor me causan los seres! Todavía a propósito de X. Lo que él es, el fenómeno que él encarna, solo es concebible en un país como el nuestro, en el que las aportaciones étnicas dispares no han sido «soldadas», fundidas, mezcladas orgánicamente, en el que la sangre está, por así decir, sin cultivar, porque la «cultura» no ha podido ejercer su obra de individualización, al mismo tiempo que de nivelación. Él es el monstruo en estado natural, no corregido; su astucia, su falsedad, que son inmensas, carecen totalmente de «barniz», es hipocresía... no velada, es el impostor a la vista de todos, el infame a la luz del día, y ello precisamente a causa de sus continuos y evidentes disimulos. Llama la atención su total insinceridad, perceptible en todos sus gestos, en todas sus palabras; pero el término no es justo: porque ser insincero es ocultar la verdad, o alguna maniobra o Dios sabe qué; pero él, que lo esconde todo, no esconde nada; puesto que no hay ninguna verdad en él, ningún criterio según el cual él actuaría o juzgaría; en él no hay más que una enorme

testarudez, una voracidad inmunda, una sed de ganancia y de celebridad al más vulgar nivel. Es un cerdo, un fanático sin creencia, un demente interesado... Nada puede estropear completamente a nadie, salvo el éxito. La «gloria» es la peor forma de maldición que puede caer sobre un ser. La vulgaridad es contagiosa, siempre; la delicadeza, jamás. El dolor es una sensación; el sufrimiento, un sentimiento. No se puede decir correctamente «una sensación de sufrimiento». Era al pie de los acantilados de Varengeville. Ante ese escaparate de roca, tuve hasta el espanto la percepción de la fragilidad, de la inexistencia de toda carne. Y de la ridiculez de la vida. ¡Cómo echamos de menos la duración! Nunca olvidaré esa revelación, de una intensidad todavía no alcanzada hasta entonces. Un gran carácter no es abierto, sino cerrado: su fuerza reside en sus negativas, en sus negativas masivas. En cualquier desfallecimiento, en el menor síntoma de desvanecimiento, hay una pizca de voluptuosidad. ¿Sería el placer una forma de desintegración? Cualquier sensualidad es dolor. Un dolor especial, es cierto. Mis alegrías son tristezas latentes. Albert Camus se ha matado en un accidente de coche. Muere en el momento en que todo el mundo, y quizá él mismo también, sabía que ya no tenía nada que decir y que viviendo no podía más que degradar su gloria desproporcionada, abusiva, incluso ridícula. Inmensa pena al enterarme de su muerte, anoche, a las once, en Montparnasse. Un excelente escritor menor, pero que fue grande por haber estado totalmente exento de vulgaridad, a pesar de todos los honores que han caído sobre él.

X: se interesa por todo, de ahí sus evidentes debilidades... Solicitado por lo accesorio, por lo «vivo», se le escapa lo esencial, ya no sabe qué es lo que importa ante todo. Penosa y universal dispersión. 6 de enero de 1960 No hablé con Camus más que una sola vez, en 1950, creo; he hablado mal de él muchísimas veces, y ahora siento el azote de un terrible e injustificado remordimiento. Pierdo todos los papeles ante un cadáver, sobre todo cuando es tan respetable. Tristeza atroz. Debilidad cercana a las lágrimas. Pero hay que salvar las apariencias y perseverar en el combate sin creer en él. ¡Qué mal ser vivo habré sido! La justicia es, literariamente, un ideal mediocre. Dondequiera que vaya, la misma sensación de impertenencia, de juego inútil e idiota, de impostura, no en los demás, sino en mí: mi interés por lo que apenas me importa es fingido, interpreto constantemente un papel por apatía o para salvar las apariencias; pero no estoy en el ajo, puesto que lo que es importante para mí está en otra parte. Arrojado fuera del paraíso, ¿dónde encontraré mi lugar, mi hogar? Desposeído, mil veces desposeído. Hay en mí como un hosanna fulminado, himnos reducidos a polvo, una explosión de pesares. Un hombre para el que no hay patria en este bajo mundo. ¡Hablar de negocios cuando no se es de ninguna parte, bregar con lo cotidiano cuando se vive un drama religioso! Luchando con la lengua francesa: una agonía en el verdadero sentido de la palabra, un combate en el que siempre estoy en desventaja. «... pero Elohim sabe que, el día que comáis de él, vuestros ojos se abrirán...» ¡Vuestros ojos se abrirán! Ese es todo el drama del conocimiento. El paraíso: mirar sin comprender. La vida solo sería tolerable con esa condición.

Quizá el relato de la caída sea lo más profundo que se haya escrito jamás. Ahí se dice todo lo que íbamos a experimentar y a sufrir, toda la Historia en una página. «Entonces oyeron el ruido de Yahvé-Elohim, que pasaba por el jardín con la brisa de la tarde...» Al leer eso, uno siente, comparte el miedo de Adán. «¿Quién te ha dicho que estás desnudo?» Dios dio a Adán y a Eva la felicidad, a condición de que no aspirasen ni alcanzasen el saber ni el poder. Un crítico observó muy acertadamente que el dios del jardín del Edén es un dios rural. ¿Por qué Adán y Eva no probaron en primer lugar del árbol de la vida? Porque la tentación de la inmortalidad es menos intensa que la del saber y, sobre todo, que la del poder. 11 de enero. Jornada devorada por la conversación. Todas las muertes naturales son comprometedoras. Si el relato de la caída es tan bello es porque su autor no describe en él figuras simbólicas, ni mitos: ve a un dios de carne y hueso en el jardín, y no a una entidad. Un día el hombre abolirá el saber y el poder; renunciará a ellos, o si no morirá por su causa. Todos los climas me sientan mal, mi cuerpo no se amolda a ninguna latitud. Quien habla de mito proclama su descreimiento, su total ausencia de sentido religioso. Hay que pensar en Dios, y no en la religión; en el éxtasis, y no en la mística. La diferencia entre el teórico de la religión y el creyente es tan grande como la que hay entre el psiquiatra y el loco. Todo lo que es

civilización es derivado, y todo lo que es derivado no vale nada. Cuanto más se alejan los hombres de Dios, más avanzan en el conocimiento de las religiones. La Historia, cualquiera que sea la forma en que se conciba, es una cortina que nos oculta lo absoluto. Solo lo original es verdadero. Todo lo que la mente inventa es falso. He perdido muchos de mis antiguos defectos; a cambio, he adquirido otros. El equilibrio se mantiene intacto. Me he dado cuenta de que no puedo entenderme del todo bien con un hombre más que cuando este ha alcanzado la cima de la derrota y ha perdido todos sus cimientos y, con ellos, todas las certezas de su éxito. Es porque, en esos momentos, se ha despojado de todas las mentiras, está desnudo y es auténtico, ha sido devuelto a su esencia por los golpes del destino. No pierdas el tiempo criticando a los demás, censurando sus obras; ocúpate de lo tuyo, conságrale todas tus horas. El resto es fárrago o infamia. Sé solidario con lo que en ti es verdad e incluso «eterno». Alguien dijo muy bien que «existir es ser distinto». Se deja de existir en cualquier régimen, religioso o político, que suprima la herejía, la voluntad de ir contra el dogma o contra la corriente. Esos ataques de pánico, sin motivo, sin fundamento, sin ninguna justificación aparente, que nos agarran por el cuello, que nos paralizan y nos sumen en un estado de estupor humillante. Así, el otro día, al subir las escaleras totalmente a oscuras, me sentí paralizado por una fuerza invisible, procedente a un tiempo del exterior y de mí mismo; imposible avanzar, permanecí allí durante algunos minutos, petrificado, clavado en el lugar,

angustiado y avergonzado. Y esa no es la primera vez que me ocurre, pero siempre acaba en furia y desolación. ¿De qué son síntoma ese tipo de fenómenos? Al juzgar sin piedad a tus contemporáneos, corres el riesgo de tener razón y de ser considerado para la posteridad una mente incisiva y clarividente. Pero al mismo tiempo renuncias al lado aventurero de la admiración, a los calurosos errores que esta supone. Sí, la admiración es una aventura, tanto más bella cuanto que casi siempre se equivoca. Es aterrador, aunque razonable, no tener ninguna ilusión respecto a nadie. Nada hay más lamentable que tener ineluctablemente razón. (A propósito de los moralistas que han caído precisamente en ese defecto.) Ningún tipo de originalidad literaria es posible mientras todavía se respete la sintaxis. Hay que destrozar la frase si se quiere sacar algo de ella. Solo el pensador debe atenerse a las antiguas supersticiones, al lenguaje claro y a la sintaxis acordada. Es porque la originalidad en cuanto al fondo tiene las mismas exigencias que en tiempos de Tales. Heráclito, Pascal, el primero aún más afortunado que el segundo, porque de su obra solo quedaron fragmentos..., ¡qué suerte para ellos no haber organizado sistemáticamente sus interrogaciones! El comentarista se lo pasa en grande, le encanta llenar las lagunas, los intervalos entre los «pensamientos» o máximas, y divagar impunemente; puede construir sin gran riesgo una figura a su antojo. Porque lo que a él le gusta es lo arbitrario, que le concede la ilusión de la libertad y de la invención: es rigor barato. ¿Me piden que escriba un artículo sobre Camus? No acepto. Su muerte me ha conmocionado, pero no se me ocurre nada que decir sobre un autor que se ha cubierto de gloria y cuya obra, como he dicho en mi carta de abstención, es de una «significación desesperadamente evidente».

Camus, que tanto protestó contra la injusticia, debería haberlo hecho contra la de su gloria, si hubiera querido ser consecuente consigo mismo. Pero eso habría sido indecente. Y seguramente él creía que su gloria era merecida. Si llevásemos hasta el final la manía de la justicia, caeríamos en el ridículo o nos autodestruiríamos. Hay más elegancia en la resignación que en la rebeldía, y más belleza en el anonimato que en el jaleo, en el alboroto en torno a un nombre. Es despreciable cualquiera que se apegue a su fama, quien no sea humillado ni herido por ella. Mis admiraciones, por apasionadas que sean, conservan siempre una pizca de veneno. No tengo madera de panegirista. Sin un fondo de desolación que coloree todos mis pensamientos y dirija todas mis actitudes, dándoles una apariencia de seriedad e incluso de sistema, habría tenido motivos para ser un perfecto diletante. Tan solo como un Dios en paro. Cualquier ficción es saludable y, como tampoco pueden hacerlo los demás, yo no puedo prescindir de ella. (Cuanto más avanzo, más me veo llevado a multiplicar mis confesiones de derrota.) Los primeros historiadores romanos obtuvieron de los archivos de las familias patricias todos sus documentos, que no eran más que oraciones fúnebres, necesariamente engañosas. Y como cada familia hacía remontar sus orígenes a algún dios, se comprende la magnificencia, y la belleza inútil, de la remota Antigüedad. El lado charlatán de cualquier hombre talentoso. Es como si el don no estuviera en la naturaleza y fuera inventado y recreado por aquel que lo posee. E incluso que este se sorprendiera de estar dotado de él. Entre los poetas sobre todo; investidos con la gracia, pero con una gracia equívoca.

La negación tiene para mí tal prestigio que, al aislarme de todo lo demás, hace de mí un ser estrecho de miras, terco, incapacitado. Así como algunos viven bajo el hechizo del «progreso», yo vivo bajo el del No. Y, no obstante, entiendo que se pueda decir sí, plegarse a todo, aunque semejante hazaña, que admito en los demás, exige por mi parte una progresión de la que ahora mismo no me siento capaz. Es porque el No ha entrado en mi sangre, tras haber pervertido mi espíritu. Hay algo repugnante y penoso en el empleo del estilo abstracto: todas esas palabras vacías yuxtapuestas para reflejar lo irreal, lo que se llama «pensamiento». ¡Ah, cómo me gustaría limitarme únicamente a la sensación, a un mundo anterior al concepto, a las variaciones infinitesimales de una impresión sentida que tendría que reflejar con mil palabras sorprendentes y sin ton ni son! ¡Escribir directamente desde el sentido, convertirse en intérprete del cuerpo y del alma incoordinada! Transcribir tan solo lo que veo, lo que me afecta, hacer lo que haría un reptil si se pusiera manos a la obra; no un reptil, sino un insecto, ya que el reptil tiene la desafortunada fama de intelectual. Un libro que sería poético por pura fisiología. He frecuentado demasiado a los clásicos para poder alguna vez remontar a los orígenes, y para ir por medio del lenguaje más allá del lenguaje. James Joyce: el hombre más orgulloso del siglo. Porque quiso y, en parte, alcanzó lo Imposible, con la testarudez de un dios loco. Y porque jamás transigió con el lector ni tuvo la intención de ser legible a toda costa. Culminar en lo oscuro. Lograr abolir al público, prescindir de él, no contar con nadie, tragarse el universo. Lo que arruina la mayoría de los talentos es que no saben limitarse.

Nada esteriliza tanto a un escritor como la persecución de la perfección. Para producir hay que dejarse llevar por la propia naturaleza, abandonarse, escuchar sus voces..., eliminar la censura de la ironía o del buen gusto... Dos textos de la Antigüedad, uno bello en sí mismo y el otro significativo a más no poder: la descripción de Plinio, el naturalista, de la erupción del Vesubio y del fin de Pompeya; la carta de Plinio a Trajano sobre la manera en que los cristianos deben ser tratados. Todo lo que tengo de bueno viene de mi pereza; sin ella, ¿qué me habría impedido dar cumplimiento a mis malos propósitos? Ella me ha mantenido, por suerte, dentro de los límites de la «virtud». Todos nuestros vicios provienen del exceso de actividad, de esa propensión a realizarnos, a dar una apariencia honrosa a nuestros defectos. Todos esos pueblos felices, atiborrados, franceses, ingleses... ¡Oh, no soy de aquí, tengo a mis espaldas siglos de desdicha ininterrumpida! Nací en una nación sin suerte. La felicidad acaba en Viena; más allá, ¡Maldición! Inmensa cobardía ante la vida, y como un estremecimiento de apatía. Nunca he pronunciado o escrito la palabra soledad sin sentir voluptuosidad. Artículos sobre, estudios, libros sobre, siempre sobre alguien, sobre autores, sobre obras, sobre las ideas de los demás; reseñas exageradas, comentarios inútiles y mediocres; aunque fueran notables, la cosa no cambiaría. Nada personal, nada original; todo es derivado. ¡Oh, más vale hablar con nulidad de uno mismo que con talento del prójimo! Una idea que no es vivida, que no cae por su propio peso, no vale nada. Qué repugnante espectáculo, esa humanidad fingida, cerebral y erudita que vive como un parásito del espíritu. El historiador de la filosofía no es un filósofo. Lo es más un chismoso que se hace preguntas.

En lo tocante a invención, el hombre debería haberse ceñido a la carretilla. Cualquier perfeccionamiento técnico es nefasto y debe ser denunciado como tal. Parece que el único sentido del «progreso» es contribuir al aumento del ruido, a la consolidación del infierno. Juro no hablar nunca de cosas que conozca poco, no improvisar por nada del mundo, no ser indigno del tema que esté abordando, no desacreditarme ante mí mismo. (Juramento hecho a la salida de una conferencia de M., particularmente superficial.) El 20 de enero de 1960. Los franceses serían el pueblo más feliz de la Tierra si la vanidad no viniera a enturbiar su felicidad. La vanidad es la manera en que expiamos nuestra felicidad (la vanidad es el castigo de la felicidad). Renunciar a las propias ambiciones conduce a menudo al remordimiento de haber renunciado a ellas, lo que es más grave que complacerse en ellas y cultivarlas. Todo transcurre como si el hombre fuese capaz de cualquier cosa, salvo de alcanzar la sabiduría. Espantoso embotamiento, como si estuviera por debajo del nivel de insensibilidad de un elemento y mi mente hubiera expirado. Salvo raras excepciones, vivo muy lejos de mí mismo, con el peso de una culpabilidad y de un insigne deshonor sobre la conciencia. Cuando pienso en todos mis proyectos abandonados por pereza o por humor, me siento como el peor desertor que haya existido jamás. No se vive impunemente en la idolatría de la tristeza. Como si el Tiempo se hubiera coagulado en mis venas... Reduce tus horas a una entrevista contigo mismo y, mucho mejor, con Dios. Destierra a los hombres de tus pensamientos, que nada exterior venga a estropear tu soledad, deja para los payasos la preocupación de tener

semejantes. El otro te disminuye, puesto que te obliga a interpretar un papel; suprime de tu vida el acto, limítate a lo esencial. Escribir – Un comentario sobre el Génesis. – Sobre el tiempo: el problema de la autobiografía. San Agustín (G. Misch: Geschichte der Autobiographie). – La experiencia del tiempo. La gloria se le echa encima a un autor en el momento en que este ya no tiene nada que decir; consagra a un cadáver. Cada cual cae en su propia trampa, como si supiera su destino de memoria. Cuanto más original es un escritor, más corre el riesgo de quedarse anticuado y de aburrir: tan pronto como nos acostumbramos a sus trucos, está acabado. La verdadera originalidad es inconsciente de sus posibilidades y un autor debe ser guiado por su talento, en lugar de dirigirlo y de explotarlo. Una mente ingeniosa huye de su talento, es decir, lo inventa. ¿No es esa la definición del literato? En una obra lo horrible debe exaltar; si genera malestar, es porque es de mala calidad. Solo me entiendo en profundidad con aquellos que, sin ser creyentes, han atravesado una crisis religiosa que los dejará marcados para el resto de sus días. La religión —como debate interior— es la única manera de agujerear, de perforar la capa de apariencias que nos separa de lo esencial. A veces me he acercado a ese «glorioso delirio» del que habla Teresa de Ávila para señalar una de las fases de la unión con Dios..., ¡por desgracia, hace tanto tiempo! La ironía, privilegio de las almas heridas. Cualquier declaración que se rija por ella da muestras de una fisura secreta.

La ironía, por sí misma, es una confesión, o la máscara que toma prestada la piedad de uno mismo. Este terrible proverbio: «Mientras el cuerdo piensa, el loco piensa también...». 24 de febrero de 1960. Hoy, al escribir mi nombre en un formulario, ha sido como si lo hubiera escrito por primera vez, como si no lo reconociera. El día, el año de mi nacimiento, todo me ha parecido nuevo e inexplicable, sin ninguna relación conmigo. Los psiquiatras llaman a eso «sentimiento de extrañeza». En cuanto a mi cara, a menudo tengo que hacer un esfuerzo para identificarla, un esfuerzo de adaptación penoso y humillante. Postrado, desconcertado, asqueado ante la revelación de ser uno mismo. La libertad es como la salud: solo tiene valor y se toma conciencia de ella cuando se pierde. Por eso no puede constituir un ideal para aquellos que la poseen, ni una seducción. El mundo llamado «libre» es un mundo vacío, para sí mismo. De repente, felicidad sin límites, visión del éxtasis. Y ello después de haber visto a mi inspector de Hacienda, de haber hecho cola en la jefatura de policía para mi carné de identidad, de haber visto a una enfermera para una inyección y de cosas por el estilo. Misterio de nuestra química interior, metamorfosis que desconcertaría a un demonio y pulverizaría a un ángel. En Francia, basta con ser insolente para ganarse una reputación de inteligencia y de ingenio. O En Francia, la insolencia sirve de inteligencia y de ingenio. Hoy, en casa de J. Supervielle, se hablaba de J.C. Yo lo he calificado de inmundo. Han protestado. Dominique Aury y Paulhan han manifestado que no se merecía el epíteto, que no llegaba tan lejos. De acuerdo: digamos que es un fracasado de lo inmundo.

Un hombre sin dimensiones. Dos épocas en las que me habría gustado vivir: el siglo XVIII francés y la Rusia zarista... El aburrimiento elegante y el aburrimiento taciturno, crispado, infinito... Solo he conocido estados de felicidad desbordante tras problemas nerviosos, insomnios prolongados, dolores sin motivo, ansiedades intolerables. ¿Compensación o conclusión natural? Cada instante me envía un requerimiento... que yo eludo. Definitivamente, he faltado a mi deber para con el Tiempo. Solo soy por mis lagunas, por mis deserciones y por mis rechazos. Una existencia completamente negativa. Me sublevo contra todas mis buenas resoluciones y las abandono con empeño, con una perseverancia digna de una mejor causa. H.M. ha escrito tres libros sobre la mescalina. Esa necesidad de profundizar, esa insistencia, no es francesa. La ventaja y el inconveniente de haber nacido en Bruselas. D., antes de su enfermedad, era historiador; después cayó en la metafísica. A un francés le hace falta una caída, un «abismo», para abrirse a la divagación esencial. Escribir un diario, ¡qué prueba de impotencia para coordinar los pensamientos! Es lo propio de una mente discontinua, rota en sus raíces, profundamente cómplice y víctima de las fluctuaciones del tiempo, de su tiempo. Inepta para meditar, se medita... Es filosofía rebajada a calendario íntimo. Cuanto más se conoce uno, menos apuesta por sí mismo. Palabras de un devastado...

Mi artículo sobre el rencor es lo más valiente que he escrito sobre el prójimo, y, de todas mis elucubraciones, es la que menos eco ha suscitado... Nadie se ha reconocido en él. Es porque el espejo no tenía fisura alguna. Lo máximo que la prosa puede lograr es tener un barniz de sublimidad; si se impregna de ella, se vuelve ridícula, ampulosa, pesada. Francia, un país de aficionados, y, lado positivo de su diletantismo, el único país del mundo en el que el matiz todavía cuenta. Querría apartar de mí cualquier exceso, y sin embargo solo me gustan los tonos apasionados y las posibilidades de grito contenidas en cada verdad. Un don más, un suplemento de gracia, un verdadero amor por el recogimiento, y ¡qué místico no habría sido yo! Pero, haga lo que haga, tengo que permanecer muy lejos del paso decisivo. ¡Demasiadas voces se han apagado en mí! ¡Ay de aquellos que son indignos de su alma, que valen menos de lo que son! Jacqueline Pascal, Lucile de Chateaubriand, Madame de Beaumont y, entre los hombres, Joubert..., almas de mi gusto. Esa tristeza que roza el vértigo... ¡Cómo desearía poder ponerme bajo la protección de un ángel! Me he dejado tentar por los demonios, y ahora tengo que pagar para siempre por un instante de criminal debilidad. Amor por la agonía y horror por la muerte, expío ese movimiento contradictorio que he cultivado con la severidad de un cínico y de un mártir. B.: un muchacho que cuando era pobre me hablaba de la inanidad de la vida, y ahora que es rico no sabe más que contar historias guarras. No se traiciona impunemente la miseria. Cualquier forma de posesión es causa de muerte espiritual. A menudo me despierto por la mañana con un sentimiento opresivo de culpabilidad, como si llevara el peso de mil crímenes...

Son una elocución defectuosa, mis balbuceos, mi manera entrecortada de hablar, mi arte de farfullar y, sobre todo, la mortificante obsesión por mi acento los que me han impulsado, por reacción, a cuidar mi estilo en francés y a hacerme un poco digno de una lengua que masacro, con la palabra, todos los días... De haber hablado como los autóctonos, jamás me las habría ingeniado para escribir bien, ni para todo lo que el refinamiento estilístico comporta de coquetería y de vanas sutilezas. El secreto de una habilidad reside en un defecto más o menos clandestino. Desde hace unos días, fiebre continua que el termómetro no registra; él está siempre alrededor de 37 grados, pero yo, yo estoy en medio de una ebullición en la que mi razón se convierte en vapores... Unos buscan la Gloria; otros, la verdad. Yo me atrevo a colocarme entre los segundos. Una tarea irrealizable ofrece más seducción que un objetivo accesible. La aprobación de los hombres, ¡qué humillación aspirar a ella! Conversación con D... Es inteligente, sobre todo se hace el inteligente, quiere parecerlo. Casi todas las mentes brillantes que he conocido han sido vanidosas en grado sumo. Por lo demás, la vanidad no es un defecto en el orden intelectual. 12 de marzo de 1960. Pasado la tarde en un estado de nostalgia aguda, nostalgia de todo, de mi país, de mi infancia, de todo lo que he echado a perder, de tantos años inútiles, de todos los días en los que no he llorado... La «vida» no me conviene. Fui hecho para llevar una existencia de salvaje, para la soledad absoluta, fuera del tiempo, en medio de un paraíso crepuscular. He forzado hasta el vicio la vocación de tristeza. La proximidad de la primavera disuelve mi cerebro. Es la estación que más temo. Sensación de melodía helada..., alma muda, postrada, en la que se apagan mil llamamientos.

Baudelaire, al que ya no leo desde hace muchos años, no es un hombre en el que piense muy a menudo. Solo me interesan las mentes provistas de la dimensión de lo fúnebre. Debería escribir un Tratado de las lágrimas. Siempre he sentido una inmensa necesidad de llorar (por eso me siento tan próximo a los personajes de Chéjov). Lamentarlo todo mirando el cielo fijamente durante horas..., en eso empleo mi tiempo, mientras esperan de mí trabajos y me exhortan por todas partes a la actividad. «La alegría es la pasión por la que el alma pasa a una perfección mayor. La tristeza es una pasión por la que el alma pasa a una menor perfección.» (Spinoza) ¿Es eso verdad? No tengo ninguna aptitud para la filosofía: solo me interesan las actitudes, y el lado patético de las ideas... Un error referido enérgicamente vale más que una verdad reflejada en términos incoloros. El esplendor de las herejías, la sosería de las ortodoxias. Solo son profundos los sentimientos que se esconden. De ahí la fuerza de los sentimientos viles. Solo puedo vivir allí donde soy... y me llaman extranjero. Una patria —¿mi patria?— me parece tan lejana y tan inaccesible como el viejo Paraíso. «No escribas sobre la nieve», una de las prohibiciones de Pitágoras. ¿Cuál puede ser su significado? ¿La falta de duración? Voy de dolencia en dolencia. Mi cuerpo es mi verdugo. Me cuesta comprender cómo he podido acumular tantos años sin sucumbir bajo su peso.

Casi todos mis amigos son hipersensibles, de una susceptibilidad enfermiza. Pensando en ellos he escrito sobre el Rencor. ¿Habré generalizado demasiado al hacer de él una dimensión común a todos los hombres? No lo creo. No hay más que una nostalgia: la del Paraíso. Y quizá la de España. No puedo leer nada sobre las «islas afortunadas» de los antiguos o sobre las «islas doradas» de los chinos en la época taoísta sin experimentar una especie de abatimiento físico. ¡Qué pocas afinidades tengo con ese mundo, puesto que la menor alusión al Paraíso y hasta las más ramplonas formas o expresiones que me sugieren una imagen de él desencadenan en mí un torrente de pesares! A todos mis «escritos» les falta soltura. Es el problema de los que escriben poco, de los que no escriben como «respiran». Autor por accidente, ya que solo cojo la pluma para liberarme de una opresión momentánea. El zen: ocurrencias que la obsesión y la búsqueda de la salvación perdonan. Un malabarismo, como en segundo plano, con lo absoluto. La tristeza, en su paroxismo, suprime el pensamiento, y se convierte en una especie de delirio vacío. «Cuando sueña, el hombre no duda jamás», reza un texto chino. Escribiendo un ensayo sobre la esencia del hombre (!) me doy cuenta de que sería mejor que lo redactase en tono de confesión. Es un tema autobiográfico por excelencia. Me arrastro día tras día por un pequeño pedazo de espacio, al margen del universo, en medio de una infinidad de palabras silenciadas. Ama nesciri (Imitación de Jesucristo): ama ser ignorado. Solo se es feliz cuando se es lo bastante sensato para plegarse a ese precepto.

¡Este universo tan magistralmente fallido! Es lo que me digo a menudo, para consolarme, en mis momentos de confianza y de optimismo. He sufrido demasiado para sentir realmente grandes pasiones. Mis males han ocupado el lugar de estas. Aparte del sueño por la noche, y de los momentos de embotamiento durante el día, mis incomodidades me han reducido a una continua reflexión sobre mi estado y me han conducido a una especie de automatismo de la conciencia, con todo lo que ello puede tener de espantoso y de horrible. En definitiva, he vivido en la antivida. Soy un obsesivo, no hay duda, y sin embargo no me gustan los espíritus que insisten. Imaginar milagros, poseer la facultad de hacerlos, ser un taumaturgo... Escribir, ¡qué decadencia! Si odio a los occidentales es porque a ellos les gusta ser odiados. ¡Qué increíble sed de destrucción! ¡El paraíso en medio de cadáveres! Fervor demoniaco, ese es el matiz de mi religiosidad. No trabajar nunca en lo inesencial; conducirse como si se tuviera que rendir cuentas a un dios inteligente; llevar el deseo de probidad intelectual hasta la manía escrupulosa. No escribas nada de lo que tengas que avergonzarte en tus momentos de suma soledad. La muerte antes que el engaño o la mentira. Sé cínico respecto a todo, salvo respecto a la imagen ideal de tus deberes para con el espíritu. ¡Qué conflictos secretos, qué disensiones cuando uno asume una postura noble! El coraje de aceptar con toda naturalidad las propias villanías es raro, incluso imposible.

Creer únicamente en lo absoluto y reconocer, descubrir en uno mismo todas las tentaciones y todas las miserias de un espíritu frívolo. X..., ¿por qué está loco? Porque no disimula, porque no puede nunca disimular su primera reacción. Todo está en él en estado bruto, todo en él evoca el impudor de la verdadera naturaleza. R. intenta, en Arts, explicarme a través de mis lecturas. Yo le respondo que soy el resultado de mis dolencias, y que habría sido el mismo aunque no hubiera leído ningún libro. Mi visión de las cosas precede a mi formación intelectual. Lo que realmente sé lo he sabido siempre, aunque me hubiera quedado en mi poblacho. Dolores de cabeza, sensación de idiocia, sinusitis, oídos tapados, etc., todos los años la misma historia. Es ahí donde hay que buscar la explicación de mi Odisea del rencor. Tengo una apariencia de salud y un fondo de enfermedad. Como no percibimos más que el exterior de los seres, la gente cree que soy insincero o un individuo que sigue los dictados de la moda. Los viejos hacen bien en criticarlo todo, en añorar las costumbres pasadas, el estilo de vida de su época. El presente y el futuro siempre valen menos que el pasado, que sin embargo no valía mucho... No sabemos ni por qué ni hacia qué avanzamos. Esa doble ignorancia es toda la historia. Las «preocupaciones» son el mayor obstáculo para la profundización, para el avance metafísico del hombre. De ahí la necesidad del celibato, de la ascesis, etc., si se quiere tener influencia sobre lo absoluto. El poder de un hombre capaz de renunciar es infinito. Cualquier deseo vencido vuelve poderoso, y uno se engrandece en la medida en que frustra sus ambiciones naturales. Todo lo que no es victoria sobre uno mismo es derrota.

No es en la inquietud, es en la insatisfacción en lo que siempre he vivido; una insatisfacción esencial, y de tal magnitud que nada ha podido ni podrá jamás vencerla. Contra el pensamiento disperso. Me gustaría vivir en una sociedad de faquires, de hombres que actúan sin moverse y que tienen tanta más influencia sobre este mundo cuanto que se alejan de él, cuanto que no se adhieren a él. Disponer de una inmensa voluntad, sin dirigirla hacia el acto, de una energía desmesurada y, aparentemente, inempleada... En cualquier mortificación almacenamos explosivos. El deseo insatisfecho por rechazo voluntario nos acerca ya al santo, ya al demonio. Tengo que ponerme con una antología del retrato de Saint-Simon a Tocqueville. Ese será mi adiós al hombre.1 Solo nos volvemos invulnerables mediante la ascesis, es decir, negándonoslo todo. Solo entonces el mundo ya no tiene ningún poder sobre nosotros. «Las ideas llegan caminando», decía Nietzsche. «La caminata disipa el pensamiento», profesaba Shankara. Yo he «experimentado» las dos teorías. El hombre hace, siempre y necesariamente, un mal uso de la libertad. De ahí que todos los regímenes que se basan en ella y que recurren a ella estén condenados a la ruina. El hombre es un animal vago. «Un árbol no se sabe miserable.» (Pascal) Mi nostalgia de lo vegetal...

No hay infierno más espantoso que el de la piedad. Compadecerse de todo lo que existe, del hecho puro de ser. (6 de julio de 1960. Jornada consumida por la piedad.) Solo se reflexiona porque se elude el acto. Pensar es estar en segundo plano. M.S. se habría arrodillado ante el tribunal para pedir su absolución. En vano. Condenada a doce años, se habría suicidado. Seguramente por vergüenza. ¡Ser humillada hasta tal punto! Hay que tener reservas infinitas de piedad para planear algunos destinos. La menor impresión, cualquier nadería, aumenta en mí desmesuradamente y adquiere proporciones alarmantes, aires de catástrofe. Es como si estuviera debajo de la tierra y esta me aplastara con todo su peso. Nunca he podido entusiasmarme con causas abocadas al éxito. Mi predilección siempre ha sido por aquellas que me parecían secretamente condenadas. Siempre he estado, por instinto, del lado de los perdedores, aunque su causa fuera mala. Preferir la tragedia a la justicia. ¡Cuánta razón tiene ese moralista que sostiene que estamos acabados en cuanto ya no hay, para nosotros, seres ni cosas irreemplazables! Siempre he vivido como un transeúnte, en la voluptuosidad de la no posesión; jamás fue mío ningún objeto, y me horroriza lo mío. Me estremezco de horror cuando oigo a alguien decir «mi mujer». Soy metafísicamente soltero. Poseer, besitzen, es el verbo más execrable que existe. De un monje me atraen incluso sus lados repulsivos, y Dios sabe que los tiene. Habría que poder renunciar a todo, incluso al propio nombre, lanzarse al anonimato con pasión, con furia... El desposeimiento es otra palabra para lo absoluto.

Entwerden, sustraerse al devenir..., la palabra alemana más bella, la más significativa que conozco. Lo vivo me da miedo, lo vivo, es decir, todo lo que se mueve. Tengo una piedad inmensa hacia todo aquello que no es materia, porque siento hasta el sufrimiento, hasta la desesperación, la maldición que pesa sobre la vida como vida. Lo que se me podría reprochar es cierta complacencia en la decepción, pero, puesto que a todo el mundo le gusta el éxito, es necesario, aunque solo sea por deseo de simetría, que haya quienes se inclinen por la derrota. Más de un dios me ha abandonado y no sé a cuál culpar, al no haber tenido la oportunidad de encariñarme verdaderamente con ninguno. Dudar de las cosas no es nada, pero concebir dudas sobre nosotros mismos, eso es lo que se llama «sufrir». Solo entonces ascendemos al vértigo por medio del escepticismo. Todo fluye por sí mismo cuando el yo está en tela de juicio; no ocurre lo mismo cuando se trata de nosotros, de nuestro yo. La duda adquiere entonces una dimensión fatal, malsana, y puede volverse intolerable. La necesidad de gloria proviene de una sensación de total inseguridad que experimentamos respecto a nuestro propio valor, de una falta de confianza en nosotros mismos. Y cuando yo dudo en reconocerme el más mínimo mérito, deseo una celebridad cósmica y querría ser conocido por todo lo que vive, por una pequeña mosca, por una larva. Jamás un hombre ha estado más desarmado ante la «vida» que yo. Hacer la menor gestión práctica me parece una hazaña heroica. El lado externo de la existencia me es completamente ajeno. Incluso, siendo muy joven, envidiaba a los pastores de los Cárpatos, y ahora los envidio más intensamente que nunca. Todo lo que compete a la civilización me parece una señal de decadencia, de estancamiento y de desolación.

D., a quien le decía que desde hace treinta años vivo en hoteles y que no logro echar raíces en ninguna parte, me respondió, como judío orgulloso de serlo, que yo soy el «no judío errante». Solo me entiendo con aquellos que no tienen ninguna clase de patria. Mis afinidades profundas con los judíos. Todo lo que está condenado a terminar, eso es lo que siempre me ha gustado. Y solo han tenido encanto para mí las cosas sin futuro. Esa química efímera de la que se componen nuestros días. La idea del suicidio es la idea más vigorosa que existe. 20 de julio de 1960. He soñado con un apartamento durante los últimos diez años. Mi sueño se ha cumplido, sin aportarme nada. Ya echo de menos los años de hotel. La posesión me hace sufrir más que la indigencia. Por cierto, ¡he vivido en hoteles desde 1937! Tener un hogar, ¡que Dios me perdone semejante decadencia! «Tu voluntad es tu Eva», dijo san Buenaventura. Y, en efecto, la voluntad es cadena, ambición, sujeción, sometimiento comparable a la influencia que la mujer ejerce sobre nosotros. Salvarse, buscar la liberación, es apartarse, alejarse del reino de la voluntad. Vivir en una isla exigua, aburrirse y rezar, rezar y aburrirse... Soy la sucesión de mis estados, de mis humores, busco en vano mi «yo», o, mejor dicho, no lo encuentro más que cuando todas mis apariencias se volatilizan, en la exultación de mi aniquilación, cuando se suspende y se anula lo que precisamente se llama «yo». Hay que destruirse para encontrarse; esencia es sacrificio. Aquellos que dicen que todas las aberraciones contemporáneas y todos los excesos que ha conocido nuestro siglo se deben a nuestro alejamiento de Dios olvidan demasiado rápido que la Edad Media fue aún más cruel que

nuestra época y que la fe, lejos de atenuar nuestra ferocidad, la exacerba más. Porque cualquier fe es pasión, y pasión significa deseo tanto de sufrir como de hacer sufrir. Tan pronto como dejamos de ser objetos, y en cuanto ya no nos amoldamos a la materia, al universo indiferente y frío, caemos en las locuras y en la desmesura del alma que es fuego, y que solo existe en la medida en que se devora. Solo notamos que transcurre el tiempo durante esas interminables horas en vela en las que nos hacemos uno con la noche, en las que somos fluir nocturno, noche líquida. El valor intrínseco de un libro no depende de la calidad ni de la importancia del tema; de lo contrario, los teólogos serían los mejores escritores... Lo esencial no es el hecho de la literatura, e incluso se puede aventurar que un escritor vale por su manera de abordar y de presentar lo accidental y lo ínfimo. En las artes cuentan principalmente los detalles; solo en segundo lugar, el conjunto. Maestría supone limitación. Lo que hace que el pasado sea interesante es que cada generación lo considera de una manera diferente. De ahí la novedad inagotable de la Historia. Sentencia, digna del Maestro Eckhart, de un místico musulmán: «La verdad que no destruye a la criatura no es una verdad». Arrastrarse lentamente como un caracol y dejar la huella, con modestia, con aplicación y, en el fondo, con indiferencia..., en la voluptuosidad tranquila y en el anonimato. Lo que me ha faltado es la voluntad de hacer una obra. Esa insuficiencia es propia de las mentes de segundo orden. Todo lo que sobreviene en nosotros y fuera de nosotros sucede a la vez por suerte y por desgracia. Doble perspectiva de cada acontecimiento, imposibilidad de ver un solo lado de las cosas, naufragio en la ambivalencia.

Me he embriagado de pesares, como otros de ilusiones. Adquirir títulos en lo irreparable, esa ha sido siempre mi función. Reflexionar es hacer el vacío alrededor de uno mismo, es evacuar lo real, no conservar del mundo más que el pretexto necesario para las interrogaciones y para los tormentos del espíritu. La reflexión suprime; lo aniquila todo, excepto a sí misma. Cuanto más pienso en la vida como fenómeno distinto de la materia, más me aterroriza: no se apoya en nada, constituye una improvisación, una tentativa, una aventura, y me parece tan frágil, tan inconsistente, tan despojada de realidad, que no puedo reflexionar sobre ella y sobre sus condiciones sin sentir un escalofrío de terror. No es más que un espectáculo, una fantasía de la materia. Dejaríamos de existir si supiéramos hasta qué punto somos irreales. Si se quiere vivir, hay que abstenerse de pensar en la vida, de aislarla en el universo, de querer delimitarla. Nunca he emitido ideas, siempre he sido poseído por ellas. Cuando creo concebir una, es ella la que me agarra y la que me somete. Las grandes épocas de la historia siguen siendo las de «despotismo ilustrado» (siglo XVIII). El espíritu no se desarrolla plenamente ni en los excesos de la libertad ni en los del terror. Le hace falta una imposición soportable. Una época agradable es una época en la que la ironía no te lleva a la cárcel. Casi todas las mañanas, esa rabia impotente y autodestructiva..., y esa invasión de recuerdos desgarradores, y mi infancia que estalla ante mis ojos. Soy el resultado de herencias contradictorias, reconozco en mí el carácter de mi padre y el de mi madre, sobre todo el de mi madre, vanidosa, caprichosa, melancólica. Además, no soy en absoluto propenso a suavizar

mis incompatibilidades (o, más bien, en mí las suyas), al contrario, las he cultivado, las he exacerbado y cuidado. Desde mi viejo entusiasmo (muy superado ahora) por Rilke, nunca me he encariñado tanto con un poeta como con Emily Dickinson. Su mundo, que me resulta familiar, me lo resultaría más si yo hubiera tenido la osadía y la energía de abrazar totalmente mi soledad. Pero he carecido de ellas muy a menudo, ya sea por apatía, por frivolidad o por miedo. He escamoteado más de un abismo, por interés y por instinto de conservación mezclados. Porque me falta el coraje para ser poeta. ¿Es por haber reflexionado demasiado sobre mis gritos? Mi exceso de raciocinio me ha hecho perder lo mejor de mí mismo. Así como algunos se acuerdan con precisión de la fecha de su primera crisis de asma, yo podría indicar el momento de mi primer acceso de aburrimiento: tenía cinco años. Pero ¿para qué? Siempre me he aburrido enormemente. Recuerdo algunas tardes en las que, en Sibiu, cuando estaba solo en casa, me tiraba al suelo aquejado por un vacío intolerable. Entonces era un adolescente, es decir, vivía más intensamente esos humores negros que a veces ensombrecían mi infancia tan dichosa. Aburrimiento terrible, generalizado, en Berlín, sobre todo en Dresde, luego en París, sin olvidar mi año en Braşov, donde escribí Lacrimi şi Sfinţi, del que Jeni Acterian me dijo que era el libro más triste que se hubiera escrito jamás.1 No hay sentimiento más disolvente. No solo te hace percibir la insignificancia universal, te impulsa a ahogarte en ella. Sensación de zozobrar, de hundirte sin remedio, implacablemente, de tocar el fondo de la nada; infinito negativo, que siempre conduce a sí mismo, éxtasis de la nada, impase en el... desierto. Aburrirse es sentirse inconsustancial con el mundo. Siempre he visto un cielo cubierto como una bendición. El cielo azul te invita a partir; es indiscreto, se inmiscuye en tu vida, despierta también en ti lo malsano que hay en tus aspiraciones religiosas, el lado demoniaco de tus veleidades místicas.

Es tan difícil soportar el anonimato como la notoriedad cuando se tiene la mala suerte de ser un «escritor». ¿Y si hubiera menos impostura en el literato que en el sabio? 15 de agosto de 1960 La Misa en si menor. Pronto hará tres años que perdí el contacto con la música. Estaba muerto, Bach me ha resucitado. 1 de septiembre de 1960 Ideas y sentimientos confusos y turbios... expresados bastante claramente, así es como más o menos se podrían definir mis diversos opúsculos. ¡Curiosos, esos antiguos! Porque el hombre no es más que el «sueño de una sombra» (Píndaro), en lugar de decantarse por la abdicación, predicaban el amor por la gloria, única réplica para ellos a la evidencia de la inanidad universal. Los modernos han perdido ese sentimiento de la gloria (a excepción de Napoleón, que es un hombre de la Antigüedad: de ahí el carácter episódico de su aparición). Ante el teléfono, ante el coche, ante el menor instrumento experimento un insuperable arrebato de asco y de horror. Todo lo que ha producido la ingeniería técnica me inspira un terror casi sagrado. Sensación de impertenencia total ante todos los símbolos del mundo moderno. En la angustia, incluso metafísica, cabe un residuo de apatía. Porque la angustia, en todas sus formas, es construcción, retirada, huida y malestar. Un crápula metafísico, ese es el fondo de nuestra naturaleza... «Todo lo que me traen las horas es para mí un fruto sabroso, ¡oh, Naturaleza!» Quizá sea a ese consentimiento al que hay que tender. Marco Aurelio..., ese reproche. Debería gustarnos lo fulgurante, y no lo brillante.

Ser tan inactual como una piedra. La sensación de llevar diez mil años de retraso —o de adelanto— con respecto a los demás, de pertenecer al principio o al fin de la humanidad, de estar en casa solo en los dos extremos de la historia. Tengo la voluptuosidad de la palabra. Eso es lo que me une tanto al siglo XVIII. Dios, «our old neighbour»,* como lo llama Emily Dickinson. Dudo. Sé de dónde viene mi ineptitud para la sabiduría; son esas ganas de proclamar, esos discursos mudos que hago ante multitudes imaginarias, esos accesos de megalomanía que envenenaron mi juventud y cuyo penoso regreso sufro en cada momento de exaltación o de cansancio. Un veleidoso del escepticismo, un curioso de la sabiduría. Y un frenético que vive en la interminable poesía del fracaso. Spinoza tiene razón al sostener que la alegría representa un paso hacia una perfección mayor. Es porque es un triunfo sobre las fuerzas del mundo, sobre el destino; una traición a lo irreparable. Hace veintitrés años (en 1937) escribí todo un libro sobre las lágrimas. Y desde entonces, sin derramar ni una sola, no he dejado de llorar. Relatos de los contemporáneos de Goethe. Los he leído con placer, empiezo a interesarme por las palabras de un espíritu por el que jamás he sentido el menor apego. Uno no puede interesarse por Goethe antes de la cincuentena. Introducir el lamento en el concepto. Sentimiento de frustración desde siempre: «No es eso, no es eso», estribillo de todos mis momentos.

Habré conocido hasta la saciedad el drama religioso del incrédulo. La nulidad del aquí y la inexistencia del en otra parte..., laminado por dos certezas. Yeats...; después de Emily Dickinson, ¿podía yo creer que me gustaría otro poeta? Nadie me recuerda tanto a Shelley como él. ¡Y yo que creía que mi entusiasmo por la poesía se había desvanecido irremediablemente! Tener de repente la percepción exacta del caos original, gracias a una extraña disgregación de la memoria. Todo lo que en mí es materia se fija de golpe a su primer recuerdo. Para olvidar penas y abandonar obsesiones fúnebres, nada mejor que el trabajo manual. Me he dedicado a él durante unos meses, como un manitas, con el mayor provecho. Hay que cansar el cuerpo a fin de que la mente ya no tenga de dónde sacar la energía para ejercitarse, para divagar o para profundizar. Días enteros en los que tengo que luchar contra esa niebla que desciende sobre mi cerebro... El clima del desierto es el único que conviene a mi naturaleza. Y no solo el clima, el desierto entero me llama, me fascina, me es necesario. Sin embargo, me arrastro por las ciudades, me ahogo en medio de las calles, bordeo lo humano. Solo valgo por aquello por lo que no me adhiero al mundo. La verdadera poesía empieza más allá de la poesía; así ocurre con la filosofía y con todo. La adinamia, por emplear la jerga de los psiquiatras, es mi estado constante..., contra el que no dejo de encabritarme. Adinamia relativa, muy afortunadamente, ya que, si fuera absoluta, ¿dónde, dentro de mí, podría hallar fuerzas para combatirme? ¡Qué desgraciado soy por vivir en una época en la que la palabra desesperación está desvirtuada y en la que utilizarla es comprometerse!

Cualquier hombre lúcido que soporta la vida hasta el final demuestra que dispone de una importante dosis de santidad de la que no puede, de la que no podrá ser consciente. Es una ventaja, un heroísmo secreto..., que lo humillaría si adivinase su presencia. Toda mi vida no ha sido más que una serie de dolencias en cuya realidad nadie ha querido creer. Ellas, literalmente, me han hecho; sin ellas yo no sería nada. Ninguna influencia literaria me ha marcado tanto como esos males cotidianos que me han hostigado, que han alimentado mis pensamientos y mis humores. He vivido clavado, crucificado en un lecho ideal; puesto que de pie permanezco en el fondo estirado, presa de mil torturas. No puede haber sentimientos puros entre personas que hacen lo mismo. Un novelista no envidia a un filósofo, pero los novelistas se detestan necesariamente entre sí, como los filósofos, por cierto, como los poetas, sobre todo. Pensemos en las miradas llenas de odio que las putas que se reparten una acera se dirigen las unas a las otras. Adán no fue más que un principiante; es Caín quien queda como maestro de todos nosotros, él es el verdadero antepasado de nuestra raza. Siempre que leo mis textos traducidos, reducidos a lo inteligible, degradados por el uso de todo el mundo, caigo en la desolación y en la duda. ¿Todo lo que escribo solo tendría que ver con palabras? Lo brillante no se transfiere a otra lengua; se transfiere menos aún que la poesía. ¡Qué lección de modestia y de desánimo supone leerse en un estilo de acta, después de haber sufrido durante horas trabajando en cada vocablo! Ya no quiero que me traduzcan, que me deshonren ante mí mismo. ¡La extraordinaria lengua rumana! Cada vez que vuelvo a sumirme en ella (o, mejor dicho, que pienso en ella, puesto que por desgracia he dejado de practicarla) tengo la impresión de haber cometido, al distanciarme de ella, una infidelidad criminal. La posibilidad que tiene de prestar a cada palabra un matiz de intimidad, de convertirla en un diminutivo; hasta la muerte se beneficia de esa dulcificación: morţişoara...* Hubo un tiempo en que no

veía en ese fenómeno más que una tendencia al empequeñecimiento, al rebajamiento, a la degradación. Ahora, por el contrario, me parece señal de riqueza, una necesidad de conferir un «suplemento de alma» a todo. Hasta tal punto estoy contaminado por la contradicción, que todos mis movimientos se neutralizan los unos a los otros. En el mismo momento en que tomo una resolución, esta es abolida por una resolución contraria. A veces, afortunadamente, un arrebato súbito viene a zanjar mis debates, y me obliga al acto. Sin esa irrupción imprevista, yo estaría condenado para siempre a la inmovilidad. Lo que es intolerable es vivir en situaciones falsas. Escribí el Breviario, en el que lo aniquilé todo: me dieron un premio. Sucedió lo mismo con la Tentación. Ahora quieren premiar Historia y utopía. Me niego, y no quieren mi negativa. Por todas partes se me niega la satisfacción de ser incomprendido. ¡Haber proclamado la vanidad de todo y exponerse a los honores! Me dicen: «No hacía falta, en esas condiciones, escribir libros y publicarlos». Pero Salomón también publicó, y Job y todos los demás. Así pues, mi humillación es comprensible e, incluso, perdonable. Sin embargo, no quiero que digan que voy detrás de los laureles. La idea misma de que yo pueda perseguir la gloria me humilla y me arruina ante mí mismo. Estoy harto de avergonzarme de mí mismo. Cuanto más avanzo en edad, más advierto cuán profundos son los vínculos que me atan a mis orígenes. Mi país me obsesiona: no puedo desapegarme de él ni olvidarlo. En cambio, mis compatriotas me decepcionan y me exasperan, no puedo soportarlos. A uno no le gusta ver sus defectos en el prójimo. Cuanto más los frecuento, más distingo en ellos mis taras: cada uno de ellos es un reproche para mí y casi mi caricatura resplandeciente. La euforia tiene en mí el mismo efecto que la ansiedad. Me turba, me sume en la perplejidad, me deja desvalido en medio de una soledad y de una exaltación llena de presentimientos.

Después de una buena pelea, uno se siente más ligero y más generoso que antes. El punto débil, el defecto, de la coraza de cada uno de nosotros es lo que escondemos. Nuestro secreto atormenta a los demás, y no podemos ocultárselo por mucho tiempo. Cuanto más nos afanamos en ello, más se vuelve objeto de conversación y, finalmente, de escándalo. Por otro lado, no hay nada más enriquecedor que ocultar una infamia (o lo que el mundo califica como tal); y quizá no existamos realmente más que por aquello que nos esforzamos en disimular. El secreto de cada uno de nosotros es nuestro tesoro. Son dignos de compasión aquellos que no tienen revelaciones que temer. Ya hace dos meses que no escribo ni una palabra. Mi antigua pereza me invade de nuevo. Solo tengo actividad en el pesar y en el remordimiento. Cada día me hundo un poco más en el desprecio por mí mismo. Ideas que se deshilachan, proyectos que abandono tan pronto como son concebidos, sueños que pisoteo con ensañamiento, con sistema. Y, sin embargo, no dejo de pensar en el trabajo, y todavía veo en él mi único medio de salvación. Si no consigo rehabilitarme ante mí mismo, me perderé sin remedio. He visto a demasiados fracasados a mi alrededor para no temer convertirme en uno de ellos. Pero quizá ya lo sea... Cenas fuera de casa, visitas, pesados que me asaltan. No respetar el tiempo, ese es mi estado habitual. Para preservar mi soledad tendría que tener el coraje de ser odioso. Inspirar odio a los hombres para poder protegerme de ellos. Como he despotricado tanto contra la voluntad, hasta hacer de ella el principio del mal, no es de extrañar que haya acabado abandonándome. ¡No hay nada que se parezca tanto a la nada como la gloria en París! ¡Y pensar que aspiré a ella! Estoy curado de eso para siempre. Y es el único verdadero progreso del que pueda felicitarme después de tantos años de tanteos, de fracasos y de deseo. Trabajar con vistas al anonimato, afanarme

en borrarme, cultivar la sombra y la oscuridad..., mis únicos propósitos. ¡De vuelta con los ermitaños! Crearme una soledad, elaborar en el alma un convento con los restos de ambición y de orgullo que poseo. Esos griegos, todos sofistas, abogados profundos. Un obsesivo sin convicciones... 8 de abril de 1961 ¡Hoy cumplo cincuenta años! Es propio de un vanidoso exagerar sus desdichas. Solo se gana dinero a costa del honor. He sido enfermizo toda mi vida. La atención que he consagrado a mis males me ha permitido exorcizar el demonio del aburrimiento. Habré sido un hombre ocupado a pesar de todo. Por más que me levante, mi sangre de plomo me hace caer. Leído una biografía de Marat. Qué error pensar que los «demonios» son una especialidad rusa. Nadie ha puesto la Indiferencia en un lugar tan alto como yo. Pero yo he aspirado a ella apasionadamente, frenéticamente, de manera que cuanto más la he querido alcanzar, más me he alejado de ella. Ese es el resultado al que se llega cuando uno se forma un ideal en las antípodas de lo que es. Para conseguir mis fines me he equivocado indefectiblemente de medios y de método, siempre he tomado el desvío más largo y más complicado. Nuestras plegarias reprimidas se transforman en sarcasmos. Cuando se es inepto para la Indiferencia, no se puede vivir sin implorar. El alma es una eterna crucifixión.

5 de mayo de 1961. En la biblioteca del Instituto Católico leía un libro de Pierre de Labriolle. De repente todo se desvanecía a mi alrededor y yo estaba en pleno «amok»* en el mismo lugar. No tengo el consuelo o la escapatoria de creer que mi total inadherencia al mundo proviene del orgullo; no, deriva de todo lo que soy..., de todo lo que no soy. Prefiero los atajos, las formas lacónicas, las inscripciones funerarias de la Antología. No soy un escritor, no encuentro las palabras que convienen a lo que siento, a lo que soporto. El «talento» es la capacidad para colmar el intervalo que separa el sufrimiento y el lenguaje. Para mí, ese intervalo está ahí, abierto de par en par, imposible de colmar o de escamotear. Vivo en una tristeza automática, soy un robot elegiaco. La negación en mí jamás ha salido de un razonamiento, sino de una especie de desolación primordial; los argumentos llegan después, para apuntalarla. Cualquier no es primero un no de la sangre. Lady Macbeth, Brinvilliers..., mujeres acordes con mi naturaleza profunda. En los momentos de profundo desánimo hay no sé qué nostalgia de la crueldad. 27 de mayo de 1961 El Réquiem de Mozart. Un soplo del más allá planea sobre él. ¿Cómo se puede pensar, después de semejante audición, que el universo no tiene ningún sentido? Tiene que tener uno. El corazón, tanto como el entendimiento, se niega a admitir que tanta sublimidad se resuelva en la nada. Algo debe de existir en alguna parte, una brizna de realidad debe de estar contenida en ese mundo. Borrachera de lo posible que redime la vida. Temamos la recaída y el retorno del saber amargo. Solo puedo escribir en estado de pasión; y evito las pasiones. Mi empeño por la Indiferencia me reduce a la esterilidad.

Tan pronto como vislumbro una certeza, mil dudas se perfilan en el horizonte, que la cubren y la silencian antes de que tenga la posibilidad de afirmarse, de decir su nombre... No creo en ningún acto, y, sin embargo, en cuanto me embarco en una empresa y la llevo a buen término, ¡qué satisfacción! 30 de mayo. Anoche, antes de quedarme dormido, vi con una precisión alucinante cómo la Tierra se reducía a un simple punto, cómo adoptaba, por así decir, las dimensiones de un cero, y comprendí, algo que he sabido desde siempre, que es inútil y ridículo agitarse y sufrir, sobre todo escribir, en un espacio tan minúsculo y tan irreal. Para entregarse al hacer, para existir a secas, no habría que tener la funesta capacidad para volverse ajeno a los propios actos, para situarse con el pensamiento fuera del planeta y del universo mismo. Aprecio a un espíritu solo en la medida en que no encaja en su época, de la misma manera que solo admiro a aquel que deserta de ella. Mejor: que es traidor del tiempo y de la historia. El ángel del Apocalipsis no dice: «Ya no hay tiempo», sino: «Ya no hay plazo». Siempre he vivido con la sensación de que el tiempo se consume desde dentro, que está a punto de agotar sus posibilidades, que carece de duración. Y esa carencia suya siempre me ha llenado de satisfacción y de pavor. (Para comentar.) Curado de mi ansiedad, ni siquiera tendría la consistencia de un fantasma. Mi voluntad, enferma, paralizada, ¡cuántos esfuerzos no habré hecho yo por enderezarla, por obligarla a cumplir con su deber! Por desgracia está dañada en su esencia, ha caído en la fascinación ante alguna fuerza maléfica. Ya no es ella misma, ya no sabe... querer. ¡Y cuando pienso que más de una vez he

hecho de ella el principio del mal, la fuente de todas las anomalías en este bajo mundo! Hay algo que me hace caer y que la neutraliza, la desarma y la disloca, algo que viene del demonio. Cuando se aísla la vida de la materia y se contempla, por así decir, en estado puro, se percibe mejor su excepcional fragilidad: una «construcción» en el aire, en la cuerda floja, sin ningún punto de apoyo, sin ningún indicio de realidad. Y seguramente por haberla separado demasiado a menudo de su base, para mirarla de frente, a solas, he llegado yo mismo a no tener ya en qué apoyarme ni a qué aferrarme. Todo lo que me impide trabajar me parece bueno, y mis momentos son otras tantas escapatorias. Si me examino sin complacencia, me parece que el rasgo dominante en mi naturaleza es la huida ante la responsabilidad, el miedo de asumir una, aunque sea ínfima. Tengo alma de desertor. Y no en vano veo en el abandono, en todo, el sello distintivo de la sabiduría. Alguien definió muy acertadamente la tristeza como «una especie de crepúsculo que sigue al dolor». La ansiedad, que trata lo posible como un déjà vu, ¿no es una especie de memoria del futuro? Es poco decir que lo lamento todo; soy un lamento ambulante, y la nostalgia devora mi sangre y se devora a sí misma. No hay remedio en este bajo mundo para el mal que padezco, solo hay venenos para volverlo más activo e intolerable. Qué resentido estoy con la civilización por haber desacreditado las lágrimas. Por haber desaprendido a llorar, estamos todos sin recursos, pegados a nuestros ojos secos. No es hablando de los demás, es examinándonos a nosotros mismos como tenemos la oportunidad de encontrar la Verdad. Puesto que todo camino que no conduce a nuestra soledad o que no procede de ella es rodeo, error,

pérdida de tiempo. ¡Buscar el ser con palabras! Ese es nuestro donquijotismo, ese es el delirio de nuestra empresa esencial. Si alguna vez ha habido un mortal atormentado, torturado por las dudas respecto a sí mismo, he sido yo. En todo. Cuando entrego un texto a una revista, mi idea inicial es retomarlo, retocarlo y, sobre todo, abandonarlo. No confío en nada de lo que hago ni pienso. Y si tengo alguna certeza, es la desconfianza de mí mismo, que pone en tela de juicio no solo mis capacidades, sino también los fundamentos y la razón de mi ser. Estoy literalmente armado de escrúpulos. ¿Cómo he podido, en esas condiciones, emprender cualquier cosa y, con tantas perplejidades, decidirme por el menor acto, por el menor pensamiento? «El terror del rostro humano», del que habla De Quincey, lo he experimentado toda mi vida. ¿Quién nos librará de esa turba que prolifera y de esos pequeños monstruos bulliciosos? Surgidos todos de las inmundicias de la reproducción, exhiben en sus rostros el horror de sus orígenes. ¡Y pensar que puede haber padres! «... la mejor definición que se pueda dar de una lengua muerta es esta: se la reconoce por el hecho de que no se tiene derecho a cometer faltas en ella.» (Vendryes) Yo fui hecho para la insignificancia y para la frivolidad, y los sufrimientos se han abatido sobre mí y me han condenado a la seriedad, para la que no tengo ningún talento. Tengo una percepción tan directa de los desastres que nos reserva el futuro que me pregunto dónde encuentro todavía fuerzas para afrontar el presente. ¡Ay del hombre que, cuando los dioses lo han abandonado, no tiene otro recurso que el orgullo!

Fuera de la extrema soledad, en la que estamos completamente reducidos a nosotros mismos, vivimos de la impostura, somos impostura. Siempre que no pienso en la muerte tengo la impresión de hacer trampas, de engañar a alguien dentro de mí. Cuando doy un paseo y miro a los transeúntes, me siento tan lejos de ellos que me parece recordar una pesadilla que habría tenido en otra vida. En sentido propio y figurado, ninguna denominación me conviene ni me halaga tanto como la de extranjero. Yo no fui hecho para tener una patria. Es el Destino, definitivamente, el que ha decidido que no tenga ninguna o que haya perdido la mía. Si me he interesado tanto por el estilo es porque he visto en él un desafío a la nada: por no poder transigir con el mundo, ha habido que transigir con la palabra. No hay nada más degradante que ver cómo vuelven cada día las mismas obsesiones estúpidas que nos deshonran a nuestros propios ojos. Su frecuencia, su regularidad, hay que interpretarla como un castigo; de lo contrario, moriríamos de vergüenza. La nostalgia y la ansiedad..., a eso se reduce mi «alma». Dos estados a los que corresponden dos abismos: el pasado y el futuro. Entre ambos, el aire justo para poder respirar, el espacio justo en el que mantenerme de pie. La civilización sería innoble si no estuviese condenada. Aunque tenga que formular algunas reservas con respecto al cristianismo, no puedo negar que en un punto —capital donde los haya— tiene razón: el hombre no es dueño de su destino, y si hay que explicarlo todo a través de él, no se puede explicar nada. La idea de una mala providencia se abre cada vez más camino en mi mente; y hay que recurrir a ella si se quiere comprender el desconcertante recorrido del hombre. Dejó de escribir: ya no tenía nada que ocultar.

El patrimonio de un escritor son sus secretos, sus derrotas amargas e inconfesadas; y la fermentación de sus vergüenzas es la prueba de su fecundidad. 17 de julio de 1961 He pasado la mañana preguntándome si hay locos en mi familia, entre mis no demasiado lejanos antepasados... Todo el «misterio» de la vida reside en el apego a la vida, en una obnubilación casi milagrosa que nos impide discernir nuestra precariedad y nuestras ilusiones. Todas esas naciones occidentales..., cadáveres opulentos. Fue Sieyès, si no me equivoco, quien dijo que hay que estar borracho o loco para creer que se puede expresar cualquier cosa en las lenguas conocidas. Escritores..., solo puedo leer a los enfermos graves: aquellos cuyos males iluminan cada página, cada línea. Me gusta la salud deseada, y no la salud hereditaria o adquirida. En cuanto dejo de atacar y de maldecir cuando escribo, me aburro y abandono la pluma. A veces me pregunto si existo realmente fuera de mis frenesíes. Si estos me dejan, vegeto y me arrastro como un pingajo. He leído un número considerable de memorias sobre la situación antes de la Revolución: todos esos libros me han convencido de que fue necesaria e inevitable; he leído más o menos otros tantos libros sobre la Revolución misma, y la he execrado..., con pesar. Todo lo que me da miedo me estimula. Muerte de N.J.H... Es imposible «asimilar» la muerte de un amigo. Es una noticia terrible que queda fuera de nuestra mente, que no puede entrar en ella, pero que se insinúa lentamente en nuestro corazón, como una pena

inconsciente. Cada muerte vuelve a ponerlo todo en tela de juicio, y nos obliga a retomar y casi a recomenzar nuestra vida. Los españoles tienen corazón, como todos los pueblos crueles... La increíble indiscreción de la muerte... La creencia en la irrealidad del mundo no destruye el miedo. Para algunos, entre los cuales me cuento, separarse de España es separarse de sí mismos. Hay dentro de mí una nostalgia de algo que no existe en la vida, ni siquiera en la muerte, un deseo que nada sacia aquí abajo, salvo en algunos momentos la música cuando evoca los desgarros de otro mundo. Encuentro el reflejo de este universo echado a perder en esa mezcla de duda y ensueño por la que se define cada uno de mis momentos. Los escépticos griegos y los románticos alemanes, ¿cómo pueden combinarse en una misma alma? Atormentarse en medio de aporías líricas... Creo que prescindiría de pan y de agua antes que de tristeza. Tengo una necesidad de ella, ¿cómo decirlo?, sobrenatural. Hay noches en vela que el más dotado de los verdugos no podría haber inventado. Uno sale de ellas hecho trizas, alucinado, estúpido, sin recuerdos ni presentimientos y sin saber quién es. Y es entonces cuando la luz parece tan inútil como perniciosa, peor incluso que la noche. 2 de septiembre, cuatro de la mañana Imposibilidad de dormir. Me duele todo. ¡Mi cuerpo! Acabo de salir a la terraza: me parece que es la primera vez que miro así las estrellas, sin ninguna esperanza ni pesar. Percepción absoluta sin pensamiento, por

miedo seguramente a pensar en el drama que se representa en mis huesos, por miedo también a romper para siempre con el día. 5 de septiembre. Mañana demencial, sensación de envenenamiento súbito. He salido a la calle; imposibilidad de mirar a nadie a los ojos; en la farmacia no he podido evitar hacerle un comentario hiriente al dependiente. Desenfreno contra todo el mundo, furia desesperada e inútil. Sentir que se tiene veneno en las venas y que se ha ido más lejos que cualquier demonio. Para poder dominarme me harían falta algunos siglos de educación inglesa, pero vengo de un país en el que se aúlla en los entierros... En las montañas de Santander, en medio de un paisaje soberbio, vacas que parecían tristes, según mi amigo Núñez Morante. —¿Por qué lo están? —le pregunté. Tienen todo aquello con lo que yo sueño: silencio, cielo... —Están tristes por ser —me respondió él. Fue él quien otro día me dijo algo que bien podría ser verdad: «El obrero no quiere mejorar su condición, quiere mandar». También en las montañas de Santander, un pequeño pueblo perdido. En el bar, algunos pastores se pusieron a cantar. En Europa occidental, España es el último país que todavía tiene alma. Todas las hazañas y todos los incumplimientos de España han pasado a sus cantos. Su secreto: la nostalgia como saber, la ciencia del pesar. Por más que busco lo que me podría reconciliar con la vida, sé que la solución está fuera de ella, encima o más allá. Este bajo mundo es el lugar en el que todas las esperanzas son invalidadas y abolidas, en el que no se perfila ninguna posibilidad de respuesta y en el que la interrogación sería perniciosa si no fuera vana. Un periodista inglés me telefoneó el otro día para preguntarme mi opinión sobre Dios y el siglo XX. «Justamente estaba a punto de ir al mercado», le dije, y añadí que no tenía el ánimo necesario para hablar de un problema tan

absurdo. Cuanto más se avanza, más se degradan los problemas y adoptan el rostro de la época. Solo puedo interesarme con pasión por Dios y por lo infinitamente mezquino. Lo que se sitúa entre los dos, los asuntos serios, me parece improbable e inútil. Chéjov..., el escritor más desesperado que haya existido jamás. Durante la guerra le prestaba libros suyos a Picky P., gravemente enfermo, que me suplicaba que no le dejara más, porque solo de leerlos perdía el coraje para resistir a sus males. Mi Breviario... es el mundo de Chéjov degradado a ensayo. Siempre he sido, durante toda mi vida, un enamorado del mal tiempo. Las nubes me tranquilizan; cuando, por la mañana, desde mi cama, las veo pasar, me siento con fuerzas para afrontar la jornada. Pero nunca he podido amoldarme al sol; no tengo suficiente luz dentro de mí para poder llevarme bien con él. Lo único que hace es despertar, remover mis tinieblas. Diez días de cielo azul me sumen en un estado cercano a la locura. Cualquier hombre quiere ser una persona diferente de la que es. Yo soñé con acción en mi juventud; después, con filosofía. Confundí el delirio con el acto, y la desesperación con el pensamiento. ¿En qué soy bueno? En mirar y en aburrirme, en esperar el estallido de las horas. Viví durante quince años en la buhardilla de un hotel; sigue siendo una buhardilla lo que actualmente ocupo en un «apartamento». Siempre he vivido debajo del tejado. Soy el hombre del último piso, el hombre de los canalones. El «civilizado» está acabado cuando se deja fascinar por el bárbaro. Es entonces cuando empieza a confiar en aquello que lo niega, definitivamente seducido por el futuro de otro. Salviano, en el siglo V, ya solo encontraba virtudes entre los godos.

Esas épocas en las que el civilizado y el bárbaro se miraban de frente, antes de la última «explicación». Cenas fuera de casa, ¡menudo despilfarro! Al día siguiente, imposibilidad de trabajar. Se conserva el eco de lo que se ha dicho u oído, se rumian durante todo el día los motivos de una conversación frenética e inútil. Así nace la costumbre de estar siempre cambiando de tema, esa deshonra del espíritu. Todo me invita a abandonar la partida, pero no quiero, me obstino. Piedad delirante: imagino hasta los sufrimientos del mineral. Si todo continúa, es porque los hombres no tienen el coraje de desesperar. Escribir una «Metafísica del adiós». Entrar en el sueño como en un matadero. Ese filósofo griego (¿Diodoro?) que hizo de sus cinco hijas unas dialécticas les dio a estas nombres masculinos, y designó a sus criados con conjunciones: pues, pero, etc. Poder soberano sobre el lenguaje, desprecio también por la arbitrariedad que implica. 8 de enero de 1962 No hay límite en la experiencia del horror de uno mismo. Caer cada vez más bajo... en el infinito negativo del alma. Mi «vocación» era vivir al aire libre, hacer trabajo manual, hacer bricolaje en un patio, en un jardín, y no leer ni escribir. En el fondo, la mayor ruptura que he vivido fue la que tuvo lugar en 1920, fecha en la que tuve que dejar mi pueblo natal, en los Cárpatos, para ir al instituto, en Sibiu. Más de cuarenta años han transcurrido desde entonces, y, sin embargo, no puedo olvidar el desgarro de desubicación que experimenté en ese momento, y que todavía experimento de otra forma.

17 de enero de 1962. Dejé de fumar hace dos semanas; dos semanas de suplicio. En lo sucesivo seré más indulgente con los «intoxicados». Después he vuelto a coger un cigarrillo... ¡Qué vergüenza! Ningún escritor soporta la menor restricción en lo que hace. Tiene suficientes dudas acerca de sí mismo para poder afrontar las que los demás conciben respecto a él. Jamás he escrito una línea sin sentir después una incomodidad, un malestar intolerable, sin dudar radicalmente de mis capacidades y de mi «misión». Ningún espíritu clarividente debería coger la pluma, a menos que le guste torturarse. La confianza en uno mismo equivale a la posesión de la «gracia». Que Dios me ayude a creer en mí mismo. ¿No provendrían las conversiones de la imposibilidad de soportar durante mucho más tiempo la lucidez? ¿No serían cosa de personas sumamente sensibles..., por examinarse en retrospectiva a sí mismos con demasiada frecuencia? El infierno de conocerse, que ni el oráculo ni Sócrates adivinaron. Cualquier soledad es para mí demasiado escasa, incluso la del Vacío, incluso la de Dios. Qué exigencia terrible se ha insinuado en mis nostalgias. ¡Suprimir todos los deseos! ¡Ese es mi propósito, mi deseo absoluto! 12 de febrero de 1962 Me siento al margen de todo, de lo que se dice todo. Han debido de echar un maleficio sobre mí. Estoy hechizado. Me controlan. Pero ¿quién me controla? Días, semanas sin escribir una palabra, sin comunicación con el prójimo ni conmigo. Esta tarde miraba las nubes pasar, me parecía que tocaban, que envolvían mi cerebro. Tendría que salir de ahí, tendría que rezar...

Lérmontov..., un hombre que me gusta. Sus consideraciones sobre el matrimonio... Ese Byron ruso nos hace olvidar, afortunadamente, al otro al que eclipsa. El escéptico es el hombre menos misterioso que existe, y, sin embargo, a partir de cierto momento ya no es de este mundo. Cada vez que escucho a Bach me digo que es imposible que todo sea apariencia. Tiene que haber otra cosa. Y después la duda vuelve a apoderarse de mí. Alardeaba demasiado de la ventaja que tenía de ser poco valorado. Esterilidad atroz. Imposibilidad de escribir, de pasar del proyecto al acto. Sensación de sequedad y de inutilidad que raya en la enfermedad. Síntoma grave: tengo, por así decir, cada vez menos ambición. Y la ambición es, con toda evidencia, el resorte de la actividad. Para producir hay que ser luego sensible a la opinión de los hombres. Ahora bien, yo soy cada vez más indiferente a ella. Y lo grave es que mi soledad no está hecha a base de orgullo, sino de indiferencia y de frialdad para con todo, para conmigo mismo en primer lugar. Los seres ya no son mi pasión. ¿Y si esa pasión solo estuviera adormecida? Eso espero. Pero ¿quién sabe? Viraje funesto hacia la sabiduría... Sócrates, a Critón, antes de morir: «No hay que hablar nunca impropiamente; puesto que no solo se ofende a la gramática, se hace daño a las almas». (Para comparar con las palabras de Arvers en su lecho de muerte... y citar el comentario de Rilke: «Era un poeta, no le gustaba la inexactitud».) Si consideramos bien nuestros actos, no hay ninguno, por muy generoso que sea, que desde algún punto de vista no sea censurable o incluso dañino, y hasta encaminado a inspirarnos el arrepentimiento de haberlo ejecutado,

de manera que, en el fondo, solo podemos elegir entre la abstención o el remordimiento universal. Qué error haber contestado a las cartas de Dinu.1 Le escribía por piedad hacia su soledad, y también por deber de amistad. Sin quererlo, he proporcionado armas contra él y contribuido a su ruina. Maestro Eckhart: «Si posees la clara voluntad y solo te falta el poder, en lo que concierne a Dios lo has cumplido todo». Ese tiempo que pasa, que se deshilacha ante mis ojos y que no lleno con nada, excepto con mi remordimiento, el remordimiento de no hacer nada. La conciencia desgarradora de mi inutilidad es mi único contenido positivo. El fondo de mi remordimiento: una mezcla de miedo y vergüenza. El empeño de Lucrecio en demostrar que el alma es mortal, el empeño de Lutero contra la libertad..., habría que buscar sus razones, sus trasfondos. Voluntad de autodestrucción, sed de humillación. Me gusta cualquier forma de violencia contra uno mismo. Oído en el mercado. Dos mujeres gordas y viejas a punto de acabar su conversación. Una de ellas le dice a la otra: «Para estar tranquila hay que mantenerse en la normalidad de la vida». En Saint-Séverin, un coro italiano que canta Missa brevis de Palestrina y las admirables Lamentaciones de Jeremías de Cavalieri. Cuánto me conmueve esa música del siglo XVI. Y sin embargo mi atención se ha relajado un momento, justo lo suficiente para pensar que debería abofetear a X... Me he dado cuenta de que cuanto más puras son mis emociones, más suscitan en mí, por reacción, deseos ridículos, horribles, abyectos. Siempre y en todas partes, encuentro con la Vergüenza. Sensación extraña en una vieja iglesia: ¿adónde han ido todas esas plegarias proferidas durante siglos? Es aterrador pensar que no han sobrevivido a quienes las dijeron, a sus esperanzas y a sus ansiedades.

Solo se acerca a la esencia del Tiempo aquel que sabe malgastarlo. El hombre de nula utilidad. Diferir el encuentro con lo irreparable. 4 de abril de 1962 Sé que la tristeza es un pecado, pero no puedo hacer nada contra ella, no tengo ningún medio para defenderme de ella o para superarla. Por otra parte, cuando no tiene ninguna causa evidente se alimenta de sí misma, bebe de su propia fuente. A decir verdad, no es un pecado, sino un vicio. ¿Sería el resultado de una costumbre? Pero ¿y si se estuviera predestinado a esa costumbre? Todo lo que pienso, todo lo que escribo está marcado por una terrible monotonía. No podría ser de otra manera: la idea de que todos nosotros somos proyectados hacia un universo fallido se vuelve en mí una obsesión. En mi caso, cualquier posibilidad de pena se convierte en pena. Es significativo que uno de los enemigos más virulentos de Buda fuera alguien que lo conocía bien, algo así como un amigo de la infancia. ¿Cómo admitir la gloria (y, con mayor motivo, la santidad) en alguien que era tan anónimo como nosotros? Tengo todos los defectos de los hombres, y, sin embargo, todo lo que hacen me parece incomprensible. «Si todas las montañas fueran libros, y todos los lagos, tinta, y todos los árboles, plumas, ello aún no sería suficiente para describir todo el dolor del mundo.» (Jakob Böhme) Estaba solo en la terraza, abandonado al sol; de repente, la idea de que todo eso acaba bajo tierra, en plena podredumbre, me dio escalofríos. La muerte es inadmisible. La inconveniencia de morir...

Viendo las cosas según la naturaleza, el hombre fue hecho para vivir orientado únicamente hacia el exterior. Para ver en sí mismo tiene que cerrar los ojos, renunciar a la acción, salir de la corriente... Lo que se llama «vida interior» es un fenómeno tardío que no ha sido posible más que por una ralentización sistemática de nuestras funciones vitales, de manera que el «alma» solo ha podido surgir a costa de nuestros órganos. Mi fuerza es no haber encontrado respuesta a nada. A decir verdad, podría haber sido feliz en otra civilización y en otra época, en la India, en tiempos védicos, etc., etc. ¡China, Japón! Hay en mí un fondo de Oriente que encuentro siempre que abandono este intolerable mundo moderno. Oriente, ese universo sin tiempo, esa región absoluta..., objeto de todos mis pesares. Hace exactamente tres meses que cada día pospongo para el día siguiente el comienzo de un trabajo concreto. Pero precisamente no puedo comenzar. He desaprendido a escribir, y todas las palabras se me escapan. Estoy fuera de las lenguas, de todas las lenguas. 7 de abril de 1962 Escuchado en la radio música cíngara húngara. No la escuchaba desde hacía años. Vulgaridad desgarradora. Recuerdos de borracheras en Transilvania. El inmenso aburrimiento que me impulsaba a beber con cualquiera. En el fondo soy un «sentimental», como todos los tipos de la Europa central. 8 de abril (¡mi cumpleaños!). He vagado por el distrito V: calle de Rataud, donde vivía Éveline; calle de Lhomond, donde viví yo un mes en 1935; y después todas esas viejas calles que me recuerdan mi «juventud»: calle del Pot-de-Fer, calle de Amyot, la parte alta de la calle del Cardinal-Lemoine, etc. Paseo fúnebre: llevaba luto por mi espíritu.

Regalo de cumpleaños: la vieja idea del suicidio vuelve a apoderarse de mí desde hace algún tiempo, y me ha atrapado muy particularmente hoy. Reaccionemos, sigamos en pie. Pienso en Sibiu, la ciudad que más he amado en el mundo, y en los terribles ataques de aburrimiento que sufrí allí. Tardes de domingo en que frecuentaba las calles desiertas o, si no, solo, en el bosque o en el campo... Si lamento tanto esos momentos es a causa de su entorno. Tengo alma de provinciano. Los días en que era capaz de explosiones líricas creía saber lo que es la desesperación, pero a decir verdad solo lo sé desde que he caído en esta triste y fría sequedad, en este horrible vacío de todas mis facultades, en la perfecta nada de mi ser entero. A causa de mis miserias y no de mis virtudes he hecho algunos progresos en el desapego. «Sabio» por necesidad en vez de por mérito. Quizá por eso hasta los frutos de la sabiduría son amargos para mí, si es que la sabiduría puede hacer germinar y florecer cualquier cosa. 9 de abril de 1962 ¿De qué sirve haber practicado a los sabios si su enseñanza no te ayuda a superar la pena? Pero es porque, al ignorar la pena, eran los menos indicados para mostrarnos cómo desprendernos de ella. Toda nuestra felicidad deriva del apego, y toda nuestra desdicha también. La Salvación y la Perdición vienen de los seres. El desapego es deseable, e imposible. Si el cristianismo hubiera situado la Indiferencia en el lugar de la caridad, nos habría hecho la existencia mucho más soportable. La única manera de afrontar nuestras adversidades sin morir por ello es considerar que todo lo que nos sucede en este bajo mundo es en el fondo irreal, y que todo se desvanece sin dejar rastro, incluso nuestros dolores. Quizá la locura no sea más que una pena que ya no evoluciona.

Desde hace algunos días me atormenta el motete de Bach Jesu, meine Freude... escuchado en Saint-Séverin. La música empieza de nuevo a contar en mi vida: señal siempre de una imperiosa necesidad de consuelo. He vuelto a dejar de fumar. Anoche me desperté sintiendo tal odio hacia el tabaco que al levantarme destrocé el último paquete de cigarrillos que me quedaba, la boquilla y todo el pequeño arsenal de la intoxicación más grotesca que existe. Es inútil querer deshacerse de un hábito con la voluntad; son el punto de saturación, el asco y la exasperación los que están en el origen de una deshabituación. Solo se triunfa sobre lo que se odia, después de haberlo amado. ... Si persisto aquí abajo es porque mi horror de este mundo es insuficiente e incompletamente sincero. ¿Cómo, cuando se tiene la sensación de no ser nada, puede uno obstinarse en ser algo? No he encontrado en ningún libro el menor argumento que resista bien contra la evidencia de la inanidad universal. Lo que salva a los hombres es que no saben lo pequeños que son. Maldición o privilegio, siempre he sentido hasta el vértigo mi propia irrealidad, y la de todos. La tristeza, que se ha vuelto en mí un estado permanente, es el gran obstáculo a mi «salvación». Y mientras dure y no consiga librarme de ella, permaneceré clavado a las miserias de este bajo mundo. Porque esa es la paradoja de la tristeza: nos hunde en este mundo en la misma medida en que nos separa de él. Es complacencia en el desgarro y en el desconsuelo. En este universo en el que la vida desentona. 10 de abril de 1962 En un banco, un hombre con pinta de «meteco», incómodo y nervioso, y una mujer con aire crispado, devastado. Oigo, cuando paso por delante de ellos, estas palabras que ella le dice a él: «Se acabó».

Son exactamente las palabras que esperaba de su rostro. Pascua. Solo puedo escribir para atacar o para lamentarme. Si se secaran en mí las fuentes de la violencia y de la tristeza, renunciaría para siempre a la pluma. Heródoto..., cuando lo leo, me parece escuchar «filosofar» a un campesino rumano (no en vano viajó a la tierra de los escitas). «No le está permitido a nadie crear nuevas palabras, ni siquiera al soberano.» (Vaugelas, en 1649) En los tiempos en que recorría Francia en bicicleta y pendoneaba por ahí durante meses, recuerdo que mi mayor placer era detenerme en los cementerios de pueblo para fumar... Tengo más que talento, tengo el instinto del pesar. «Hope without an object cannot live.»1 (Coleridge) No creo que haya hombre más intrínsecamente solo que yo. La nostalgia..., bálsamo y veneno de mis días. Me disuelvo literalmente en el en otra parte. Dios sabe por qué paraíso suspiro. Dentro de mí está la melodía, el ritmo del Excluido, y me paso el tiempo tarareando mi desconcierto y mi exilio en este bajo mundo. Si uno pudiera volverse loco por el desarrollo puro, «lógico», de la tristeza, yo habría perdido la razón hace mucho tiempo. Si el dolor es la esencia de la existencia, ¿cómo explicar que sean muy pocos los que intentan librarse de él, que la búsqueda de la salvación sea tan rara? La esencia de la existencia es el apego a la existencia, es decir, la existencia misma. Todo el mundo reconoce, sin querer extraer sus consecuencias, que ese apego conduce en última instancia al dolor. En el

fondo, el grito de la humanidad es: «¡Antes el dolor que la liberación!». Es porque el dolor todavía es existencia, mientras que la liberación no es más que una felicidad vacía. Nadie en Occidente se atreve a hablar como de una evidencia del «abismo del nacimiento», expresión que a menudo se repite en los escritos búdicos. Y sin embargo el nacimiento es precisamente un abismo, una sima. Paradoja atroz: estoy preparando un ensayo sobre la... gloria, en el momento mismo en que mi ineficacia, mi apatía y mi decadencia han alcanzado su punto máximo, en que he agotado hasta mis posibilidades de despreciarme, en que, en suma, me he rechazado a mí mismo y me trato como a un indeseable. La inocencia, la inocencia..., no se puede vivir sin inocencia. El diablo no es escéptico: niega, no duda; puede querer inspirar la duda, pero él mismo está exento de ella. Es un espíritu activo. Puesto que toda negación implica acción. Se puede hablar de los abismos de la duda, no de los de la negación. La situación del escéptico es menos cómoda que la del demonio. No se debería firmar lo que se escribe. Cuando se busca la verdad, ¿qué importa el nombre? Solo cuentan, al fin y al cabo, la poesía y el pensamiento anónimos, las creaciones de eso que se ha llamado «épocas sinceras», anteriores a la literatura. Solo los escritores menores se interrogan todo el tiempo sobre el destino de su obra. Cualquier libro es perecedero; solo la persecución de lo esencial no lo es. Lo trágico de las cosas humanas se desvanece tan pronto como uno las mira desde cierta altura. En realidad, solo hay tragedia para el hombre de acción.

El mal que padezco me parece cada día más claro: incapacidad para trabajar, distracción perpetua, lasitud de un esfuerzo que se prolonga más de allá de una hora, chochez, en pocas palabras. Siempre fui lo bastante lúcido para percibir las señales de mi decrepitud precoz hace mucho tiempo, hace treinta años ya... El descontento conmigo mismo linda con la religión. Cambio de mesa, de silla, de habitación cada cinco minutos —digamos, por complacer, cada hora—, como si buscara un lugar ideal para trabajar, pues aquel en el que estoy nunca me parece el bueno; esa risible trepidación me aflige más de lo que podría decir. ¡Llegar a eso, Señor! ¡Y a la edad en que los demás se meten con júbilo en empresas largas y duras! Mejor reventar que continuar así. (7 de mayo de 1962.) La prueba de que el diablo no es un escéptico es el papel que se le ha atribuido a lo largo del tiempo. Si se hubiera complacido en la duda o hubiera querido convertir a los hombres a ella, su importancia se habría visto considerablemente disminuida. Se le asignó el imperio del mal, infinitamente más vasto que el de la duda; reina sobre toda la humanidad, en lugar de limitarse a atender las incertidumbres de algunos solamente. Además la duda, lejos de llevar a la actividad, aleja por el contrario de ella: queda así plasmado el poco peso de aquel que la profesa y la propaga. Mientras que la negación siempre es de una manera u otra cómplice del acto. «Aquel que siempre dice que no» está casi tan lejos del escepticismo como un ángel. Y no es casualidad, por otra parte, que él sea un exángel. Cuando ya no se cree en el amor se puede todavía amar, del mismo modo que se puede combatir sin convicciones. Sin embargo, en uno y en otro caso, algo se ha roto. Un edificio cuya grieta sirve de estilo. Ningún tema me parece lo bastante importante para tomarme la molestia de tratarlo. Ello viene de una imperfección de mi espíritu que, a falta de algo mejor, yo llamaría «frivolidad desesperada». ¡Llegar a eso, a esa

imposibilidad de centrarme, y tener al mismo tiempo todos los síntomas de un obsesivo gravemente tocado, es decir, del todo inepto para salir de un círculo reducido, siempre el mismo, de temas, precisamente! El menor cambio de temperatura pone en tela de juicio todos mis proyectos, no me atrevo a decir todas mis convicciones. Esa forma de dependencia, la más humillante que existe, no deja de desesperarme, a la vez que arruina las pocas ilusiones que me quedan sobre mi posibilidad de ser libre, y sobre la libertad en general. ¿Para qué pavonearse si se está a merced de lo Húmedo y de lo Seco? Uno desearía una tiranía menos lamentable, dioses de otra calaña. El remordimiento es mi vitalidad y mi mayor recurso. Mi incapacidad para coincidir con lo que sea agranda día tras día el intervalo que me separa de las cosas; a decir verdad, ella es la causa de que se produzca dentro de mí un engendramiento, una generación de intervalos... En filosofía y en todo, la originalidad se reduce a definiciones incompletas. Cualquier visión original es una visión parcial y voluntariamente insuficiente. Sé que todo es irreal, pero no sé cómo demostrarlo. Sensaciones de asesino elegiaco. Renunciar a todo, incluso al papel de espectador. No comprendo que se pueda escribir un libro mediocre; y, sin embargo... Llega un momento en que ya no se puede seguir lo inesencial, y en que justamente escribir se reduce a un suplicio, incluso a una prueba. 31 de mayo de 1962

Mi humor constantemente taciturno proviene de mi incapacidad para trabajar, del espectáculo de mis jornadas echadas a perder, del ambiente de remordimiento difuso en el que vivo. Soy infiel a la imagen que tenía de mí mismo, he traicionado y destruido todas las esperanzas que había puesto en mí. El hombre fue hecho para vivir bajo la protección —y con la complicidad— de los dioses. Abandonado a su suerte tiene algo espantoso y lamentable a la vez. Un monstruo fulminado. Cualquiera que produzca más allá de sus recursos y de sus capacidades es impulsado a ello por una pasión inconfesable. Envidio y desprecio a cualquier hombre que, habiendo demostrado de lo que es capaz, aún se empecina y quiere superarse. La desgracia del escritor (y de cualquier hombre comprometido con una obra) es no saber parar a tiempo. Fui hecho para el trabajo manual, para vivir fuera, para moverme y atarearme en el campo, junto a las bestias, y no para confinarme en una habitación, a una mesa de «trabajo», inclinado sobre una hoja eternamente en blanco. Vivimos en el siglo que ha visto desaparecer al hombre del universo pictórico. Ya no hay retrato, ya no hay rostro. El proceso era inevitable. De todos modos, ya no se podía sacar nada de la cara humana: ha desvelado sus secretos, sus rasgos ya no interesan a nadie. ¿Les sacaría ventaja la pintura a las otras artes? ¿Percibiría mejor que ellas el momento crucial al que hemos llegado? Una vez abolido el rostro del hombre, ¿no debería llegarle el turno al hombre mismo? En definitiva, este siglo es más importante de lo que creemos. Correspondencia de Hegel. ¡Qué decepción! Por lo visto, mi ruptura con la filosofía se agrava. Además, ¡menuda idea, leer las cartas de un profesor!

Ayer, domingo 3 de junio, en el tren que me llevaba de Compiègne a París. Enfrente de mí, una muchacha (¿diecinueve años?) y un muchacho. Intenté combatir el interés que sentía por la muchacha, por su encanto, y, para conseguirlo, la imaginé muerta, un cadáver ya muy descompuesto, sus ojos, sus mejillas, su nariz, sus labios, todo en plena putrefacción. No hubo nada que hacer. El encanto que desprendía todavía actuaba sobre mí. Ese es el milagro de la vida. Llega un momento en que hay que poner las ideas en práctica. Jamás he vivido totalmente en contradicción con las mías; temo, no obstante, plegarme un día a ellas y extraer sus últimas consecuencias. Puesto que mis ideas me excluyen. Desde los diecisiete años arrastro dudas frente a las cuales otros, más fuertes que yo, habrían sucumbido. Pero yo tengo esa debilidad obstinada que reemplaza el vigor y que se amolda a todo lo que frustra la vida. De nuevo el catarro. ¡Seis meses al año resfriado! Fenomenología de la congestión nasal..., bello título para una tesis doctoral... No tengo dolores de cabeza, tengo algo mejor: una pesadez constante en el cerebro, un toque fúnebre en el espíritu. Visto La sonata de los espectros (en sueco) en el Teatro de las Naciones. Es inadmisible que conozca tan poco a Strindberg, uno de los pocos que aún tienen algo que enseñarme en cuanto a horror de la vida. No se puede dar el menor paso hacia la «perfección» mientras se permanece prisionero de la cólera. Ahora bien, haga lo que haga, yo soy propenso a ella. Sé muy bien que es degradante dejarse llevar por ella, no puedo hacer nada. Sí..., logro no pasar al acto, no extraer las conclusiones a las que mis «accesos» deberían inevitablemente llevarme. La obsesión por la inanidad universal, a ella le debo no haber cometido ningún acto irreparable. Puesto que solo he triunfado sobre la cólera y, sobre todo, sobre sus consecuencias recurriendo al beneficioso ¿para qué?

Todos mis problemas podrían haberse resuelto si hubiera sabido aferrarme a una fe cualquiera. Pero creer (me refiero a una creencia que conduce a la mística) no entra dentro de mis posibilidades. Porque creer de verdad es amar; ahora bien, yo no puedo amar; puedo tener entusiasmos, accesos de admiración e, incluso, de veneración, pero esa lírica fidelidad a Dios, o a la criatura, la he vislumbrado, la he sentido, incluso. Debo sin embargo reconocer que no es en eso en lo que yo podría destacar. 13 de junio. Después de diez horas de sueño, me levanto con una sensación de pesadez y con dolores por todas partes. Jamás he tenido hasta tal punto la sensación de que nada ni nadie podrán modificar el curso de mis malestares, de que la necesidad a la que estoy sometido es inquebrantable e «irrompible», de que es inútil querer sustraerse a ella y de que no soy libre más que para constatar que ella me quita cualquier libertad. Por más que intento olvidar «mi» destino, todos mis males vuelven a hundirme en él. Y mi asombro empieza de nuevo: ¿cómo creer en la libertad, si no se tiene buena salud? La idea de destino es una idea de enfermo. No dejaré obra tras de mí, pertenezco a la familia de los que están condenados a no poder salir de sí mismos. Si la intensidad de las sensaciones bastara para conferir talento, yo podría haber sido alguien. Pero... Leído algunos «retratos» de Jules Lemaître. El de Hugo es admirable; al igual que el de Rochefort. Sorprendido por tanta finura en un crítico al que ya no se lee. Sigo adelante, y tengo la mala suerte de leer lo que escribió sobre... Pierre Loti. Pues bien, se lo presenta como un tipo muy grande, se lo compara, cuando no es presentado como superior, con Balzac, con Shakespeare, etc. ¡Es deplorable! Qué lección de modestia, no solo para un crítico, sino para cualquier «plumífero». Realmente, hay que tener una dosis muy grande de ingenuidad para creer en la «gloria».

Todo lo que el hombre hace me parece artificial e inútil. Solo el animal halla gracia a mis ojos. ¡Qué absurdo, ese mono que va a la oficina! Confinarse en una habitación, sentarse a la mesa de trabajo, permanecer ahí durante horas..., no, la última de las bestias está más cerca de la verdad que el hombre. ¡Y cuando pienso en esa raza maldita de funcionarios que emplean sus jornadas en ocuparse de cosas que no son asunto suyo, que no tienen nada en común con sus problemas o con su ser mismo! Nadie, en la vida moderna, hace lo que debería hacer, lo que le gustaría hacer, sobre todo. ¡Y cuando pienso, también, que el campesino está en vías de extinción! Definitivamente, nada podrá nunca reconciliarme con el futuro del hombre. Ante la enfermedad no hay orgullo que valga. Se rompe frente a ella. Es ella la que nos llama al orden, a la realidad, y la que destruye nuestras pretensiones. Humillación constante. Puesto que estar enfermo es como ser abofeteado sin cesar por una fuerza invisible. Emitir un juicio moral sobre el prójimo es casi siempre una señal de bajeza. Solo los dioses —¡y quizá ni ellos!— tienen derecho a sopesar nuestros actos. 17 de junio. Domingo. Al no poder dormir, me he levantado hacia las cinco y media de la mañana. Paseo alrededor del Luxemburgo. Solo hay una luz pura: la de la mañana. Tan pronto como se avanza en el día, la luz se prostituye. La vida siempre me ha parecido enigmática y nula, profunda e irreal: una nadería que invita al estupor. Desde hace cinco días sigo una cura en Enghien. Mis nervios no aguantan. Insomnio. El menor remedio me deja hecho polvo. Tratarse es enfermar de otra manera. Escuchado las cantatas de Bach n.º 189 y n.º 140, por la coral Bach de Mannheim. Inmenso apaciguamiento y ganas de llorar.

Después de atravesar mil dudas, tengo mérito por haber descubierto que solo hay realidad en nosotros. Mi posición «filosófica» se sitúa en alguna parte entre el budismo y el vedānta. Sin embargo, por todas mis «apariencias» pertenezco a Occidente. ¿Por mis apariencias solamente? Por mis taras también. Y de estas últimas procede mi incapacidad para optar por un sistema, para encerrarme en una definición o en una forma de salvación. En el fondo, solo me conviene el tono patético. En cuanto empleo otro, me aburro y abandono la pluma. He vuelto a sumirme en el Memorial de Las Cases, después de haber releído los Pensamientos. ¡Pascal y Napoleón! Necesito combatir a uno con el otro. Soy estúpido, hace mucho tiempo que debería haberme convertido a alguna pamplina de este mundo, y así borrar de un plumazo mi existencia, acabar conmigo mismo. Mi espíritu no está al nivel de mi sensibilidad. Por más que intento alejarme de mí, mis males me traen de vuelta a mí ineluctablemente. El dolor de encontrarse siempre con uno mismo, el dolor de la identidad..., ¡sí, lo conozco! Napoleón, en Santa Elena, hojeaba de vez en cuando una gramática... Con eso, al menos, demostraba que era francés. Me encuentro en la imposibilidad de escribir. La Palabra es un muro contra el que tropiezo, que se me resiste y se yergue ante mí. Sin embargo, sé muy bien de qué quiero hablar, domino el tema, veo el dibujo del conjunto. Pero es la expresión lo que me falta, nada salva la barrera del Verbo. Nunca he experimentado una parálisis semejante y que me afecta hasta la desesperación y, peor aún, hasta el asco. Hace seis meses que emborrono papel, sin haber escrito ni una sola página de la que no me avergüence. Ya

no leeré ni una línea de filosofía hindú: es la meditación sobre «la renuncia al fruto del acto» lo que me ha llevado a eso. ¡Si por lo menos hubiera realizado un acto cualquiera! Mi abdicación, desgraciadamente, precede incluso a mis veleidades. Para hacer algo tengo que renunciar a imponerme cualquier tipo de sabiduría. No puedo luchar indefinidamente contra mi naturaleza. La violento tonta e inútilmente al querer convertirme en un sabio. Estoy hecho para desencadenarme, no para vencerme. Está en mi destino realizarme solo a medias. Todo está mutilado en mí: tanto mi manera de ser como mi manera de escribir. Un hombre a fragmentos. De acuerdo, he sufrido mucho: sin embargo, mis sufrimientos, en lugar de convergir en un centro y organizarse, si no en sistema, al menos en un conjunto, se han dispersado, cada uno creyéndose único y anulándose, por no saber esperar y madurar. Solo podría ser feliz en un mundo en el que no existiera sentido del tiempo. Mi país ofrecía esa ventaja. Allí las iglesias no tenían reloj, y seguramente no lo tienen todavía. En fin, se ignoraba la hora..., al menos en el campo. Medir el tiempo..., es verdad que eso es un atentado no solo contra el tiempo mismo, sino también contra el hombre. En cuanto se analiza algo, se profana. El espíritu es profanador por excelencia; no deja nada como está, ni el tiempo ni el alma. Solo hay felicidad en la mirada sin reflexión. Me he embarcado en una empresa irrealizable: escribir sobre la «gloria». El tema no me conviene; he reflexionado en torno a él durante meses... sin provecho alguno. Nada puede salir de él. No puedo hablar de un problema que me produce malestar... por el hecho mismo de abordarlo. Estoy harto, por otra parte, de hablar siempre de la indiferencia, del desapego, etc. Yo no soy ni indiferente ni desapegado..., soy un abúlico, pero la abulia no es desapego.

Y además no puedo resolver este conflicto que me divide: por un lado, tengo sed de cierta energía e incluso de eficacia; por el otro, no aprecio más que el esfuerzo que se hace para disociarse del mundo. Dos tendencias contradictorias, irreductibles. Intentar conciliarlas es imposible. Lo único que me queda es sufrirlas a ratos..., con un mínimo de desapego o de asco. No veo ningún lienzo moderno sin que me alegre de la desaparición del «rostro». ¿Qué Dios se ensaña conmigo? Decadencia, palabra que siempre ha tenido en mí un efecto mágico..., un entusiasmo por la decadencia. Anoche vi de refilón en el teatro a la ---- con su gigoló. Estaba horrible con su monstruosa cabeza, que habría exigido una peluca para ser soportable. Su visión me ha atormentado toda la noche. Antes que acostarme con ella, preferiría pasar diez horas en el dentista. 27 de junio. Almuerzo fuera de casa. Purificación por medio de la vergüenza. Deshonra liberadora. No habiendo logrado encontrar el arte de soportarme a mí mismo, ¿cómo podría haber aprendido el de soportar el mundo? El mal siempre reside en nosotros, y buscarlo en otra parte es demostrar que todavía se está en los albores de la sabiduría. Un entierro en un pueblo de Normandía. Le pedí detalles a un campesino. «Él era joven, apenas sesenta años. Lo encontraron muerto en el campo. ¿Qué quiere? Es así.» Y repitió varias veces: «Es así». ¿Qué otra cosa podría haber dicho? ¿Qué otra cosa se puede decir sobre la muerte? «Es así, es así.» Lo irreparable vuelve estúpido. Lo que me condena para siempre es que he desperdiciado en el mundo lo mejor de mi espíritu.

Le decía a un italiano, en un almuerzo, que los latinos no valen gran cosa, que yo prefiero a los anglosajones, que la mujer italiana, francesa o española, cuando escribe, no es nada en comparación con la inglesa. «Es verdad», me dijo. «Cuando narramos nuestras experiencias, nada resulta de ahí, puesto que las hemos contado delante de testigos veinte veces por lo menos.» Los pueblos latinos son pueblos sin secreto. Un anglosajón suple con su timidez y con su moderación su falta de talento. Un escritor que no es tímido en la vida no vale nada. Juzgo a los seres según lo que son, no según lo que hacen. Un hombre que no ha escrito nada puede inspirarme más admiración que algún autor conocido con el que me he codeado y al que he despreciado. Mi simpatía se dirige con toda naturalidad hacia aquel que no ha explotado sus dones, hacia los grandes chapuceros. Hasta ahora he hablado de impase; ya no hablo de él, estoy en él. Casi no puedo avanzar en mi desierto, me siento idealmente estéril y estancado en el punto más bajo de mí mismo. Solo la gracia de arriba podría salvarme. Pero tendría que tener fuerzas para implorarla o al menos para esperarla. No creo que se pueda ir más lejos que yo en la falta de inspiración. Un soplo de sequedad ha devastado mi espíritu y se lo ha llevado todo, y me ha dejado solo, en compañía de un tropel de pesares. 1 de julio. Domingo pasado en el campo, después de dos meses de enclaustramiento en París. Crecer en la indiferencia como los árboles, ser tan mudo como ellos. Se me hace cada vez menos difícil imitarlos..., afortunadamente. Los pensadores de primera mano meditan sobre cosas; los otros, sobre problemas. Hay que vivir frente al ser, no frente al espíritu. Solo han encontrado la «clave» aquellos que han dejado plantado al tiempo.

Pascal y Baudelaire..., los únicos franceses realmente apasionados. Los otros parecen premeditados, si no delirantes. No hay literatura más cerebral que la francesa. Yo solo tengo afinidad profunda con la rusa. Cada vez me libero más del prejuicio del estilo. ¡Y pensar que he seguido sus dictados durante tantos años! Mi horror al estilo difuso ha tenido las consecuencias más funestas: por él he perdido el gusto de escribir. Si al menos supiera dónde estoy con relación al hombre... «El estilo es el arte de las fórmulas», dijo alguien... Ese es más o menos el único tipo de estilo que poseo. El hecho de que este instante, que acaba de pasar, pertenezca irremediablemente al pasado me hiela de terror. Varias veces al día experimento ese pavor que da la conciencia aguda del tiempo. ¡Cuántas veces he tenido la impresión de que no hay problema del que yo no tenga la clave! Pero cuando se trata de indicar cuál es el problema y cuál es la solución... Creer de repente que se sabe tanto como Dios acerca de todas las cosas, y despertarse también de repente de esa ilusión. Aparte de algunos raros momentos que me redimen ante mí mismo, mis días son los de un desposeído, los de un miserable, los de una golfa afligida y architriste. Mi «pensamiento» se reduce a un diálogo con mi voluntad, con las deficiencias de mi voluntad. Hasta donde puedo recordar, he experimentado verdadero terror ante cualquier acto de responsabilidad. Lo opuesto a mí: el ejercicio de la autoridad. Tanto en la escuela primaria como en el instituto, hacía que mis

padres hicieran gestiones para que yo no fuera «monitor». Aún hoy, la idea de que alguien pueda depender de mí o de que yo sea responsable de la «vida» de otro me vuelve loco. El matrimonio siempre me ha parecido una aventura desproporcionada para mis fuerzas morales. No tengo gusto por el prójimo. Sin embargo, llevo el descontento con uno mismo hasta el delirio. Detesto a los demás, en la medida en que me detesto a mí mismo. Quien se odia no ama a nadie. Pero ni el mismo demonio es lo bastante sutil para poder desenredar los hilos o seguir los recodos del odio a uno mismo. ¡Qué mala costumbre tengo de pensar contra alguien o contra algo! Esa necesidad de disputar con los medios de la inteligencia, ¿no proviene de una maldad insatisfecha e incluso de una cobardía en la vida? Es cierto que, pluma en mano, tengo un coraje que no recupero nunca delante del enemigo. La indiferencia..., ideal del enconado. Leído una biografía de Madame Tallien. Solo hay destino en las revoluciones y en los imperios. La historia de Francia..., una historia por encargo. Todo en ella es perfecto..., desde el punto de vista teatral. Es una historia representada. Acontecimientos para espectadores. De ahí que Francia haya gozado, durante diez siglos, de una increíble actualidad, de una fama perpetua. La historia universal solo se detiene en los pueblos que, en un momento dado, han poseído el monopolio de la gloria. El escéptico es la desesperación del diablo. Porque el escéptico, al no ser el aliado de nadie, no podrá ayudar ni al bien ni sobre todo al mal. No coopera con nada, ni siquiera consigo mismo. Fuera del instante todo es mentira.

Vivo con una obsesión lúcida la conversión del presente en pasado. ¿Conversión? No, degradación. Y esa degradación la pienso y la siento a cada momento. 13 de julio de 1962 Noche espantosa. Es después de noches semejantes cuando uno siente la necesidad de volver a empezarlo todo, de reaprender la vida. Siempre he envidiado la soledad del hombre odioso. 14 de julio. Antes de la guerra, en esta época del año, iba en bicicleta por Bretaña. ¡Lluvias en la isla de Bréhat, en la punta de Raz, en Pont-Aven! ¡Y las aventuras en los albergues con profesoras! Me aburría entonces al aire libre, me aburro ahora entre cuatro paredes. Roscanvel, Rostrenen, Locq Mariaquer (?), los arenales de Lilia, yo no conocería el pesar que solo vuestro nombre podría revelarme. Solo recuperamos fuerzas por medio de esa cura diaria de inconsciencia que es el sueño. El estado de vigilia implica cansancio y desgaste, aunque no nos movamos, aunque permanezcamos tumbados. Mediante el sueño nos reintegramos a la corriente anónima de la vida, comulgamos en un estado de preindividuación, estamos como estábamos antes de aislarnos del cosmos como personas; mediante el sueño volvemos a ser germen universal. Mientras que mediante la conciencia atentamos contra nuestros orígenes. Mientras nos domine y estemos atados a ella no habrá salvación para nosotros. Ella es el principio envenenado de nuestra vida. Desde que he perdido el gusto por la declamación o por la diatriba, escribir es un suplicio para mí. No estoy hecho para verdades objetivas, sin contar con que la argumentación me aburre y me cansa. No me gusta demostrar, ya que no quiero convencer a nadie. El prójimo es una realidad para el dialéctico o para el filántropo.

Me encuentro en la cuasi imposibilidad de escribir a A.G., que acaba de publicar en Culture française un interesante artículo sobre mi «obra». ¿A quién se dirigen esos elogios? Ya no soy aquel que escribió esos libros, ya no soy yo mismo. Leo esas consideraciones sobre mí como si se tratara de un extraño, con desapego y con aire de satisfacción impersonal. Tarde de domingo en Sibiu. Iba a dar un paseo por las calles de la parte baja de la ciudad, donde no había más que chachas húngaras y soldados. Me aburría mortalmente, pero creía en mí. No tenía ningún presentimiento acerca del anodino personaje en el que me iba a convertir, pero sabía que, adviniera lo que adviniera, sobre mis días se cernería el Ángel de la perplejidad. Por extraño que pueda parecer, solo estoy bien en la calle. No sé cuándo, a qué edad, algo se rompió en mí que determinó el curso de mis pensamientos y el estilo de una vida incumplida; lo que sí sé es que esa rotura debió de tener lugar bastante pronto, al salir de la adolescencia. Exceptuando mis años en Răşinari, he vivido con ansiedad, con miedo a... la angustia. ¿Quién tiene, quién tendrá alguna vez una infancia como la mía, una infancia coronada? Caroline von Günderrode. Nadie ha pensado en ella tanto como yo. Me he saciado con su suicidio. Cuando dudo de mí mismo hasta el vértigo o hasta la náusea, recuerdo que soy, pese a todo, alguien que ha escrito todo un libro sobre las Lágrimas. Quizá solo haya verdadera felicidad en la renuncia. ¡No tener ya necesidad de este mundo! Siempre he vivido en el final de algo, he vagado por todas partes con la idea de desenlace aplicada a cualquier cosa. Pero, a decir verdad, se aplica a todo y no está en ninguna parte fuera de lugar.

Cuanto más envejezco, más rumano me siento. Los años me devuelven a mis orígenes y me vuelven a sumir en ellos. Y a esos antepasados a los que tanto he denigrado, ¡cómo los comprendo ahora, cómo los «perdono»! Y pienso en un Panaït Istrati, que, después de haber conocido una gloria mundial, volvió allí a morir. Esos antiguos tenían más sentido que nosotros de las vicisitudes del destino, estaban incomparablemente preparados para las solemnidades, para la pompa de la derrota. «Tratad de coger vuestra conciencia y sondeadla, veréis que está hueca, en ella solo encontraréis futuro.» Ningún poeta suscribiría esa sentencia de Sartre (en el artículo sobre Faulkner). De hecho, si fuera verdad, haría inexplicable la existencia misma de la poesía. ¡Cuando pienso que son tantos los que, para hablar de la absurdidad de todo, citan indefectiblemente a Macbeth, por no poder encontrar en sí mismos el tono necesario! No me intereso por mis experiencias, sino por mis reflexiones sobre ellas. «Podré encerrarme sin el tiempo, sin el espacio, con la soledad charlatana del papel.» (Maiakovski) Con la soledad charlatana del papel. Oh, cómo me gustaría poder decir lo mismo, yo también. Para mí, la soledad del papel es glacial, opaca, taciturna. Hasta donde puedo recordar, mi mayor manía ha sido siempre una excesiva atención al tiempo, objeto de obsesión y de tortura para mí. Siempre me he detenido en él, pero la cosa aumenta con la edad. Pienso en él sin descanso, a propósito de todo y de nada. El tiempo me domina. Ahora bien, la vida solo es posible mediante un escamoteo continuo de la idea de tiempo, mediante una bienaventurada imposibilidad de tenerlo presente. Vivimos por y en lo que hacemos, no por y en el marco de nuestros actos. Para mí no hay acontecimientos, solo hay el paso, el flujo del tiempo entre ellos, y ese devenir abstracto que constituye el intervalo entre nuestras experiencias. Y

luego esa percepción nítida de la caída de cada instante en el pasado; veo el pasado formarse y espesarse por la aportación de cada instante que desaparece, que se precipita en el pasado. Y ahora tengo sentido del pasado totalmente reciente, del pasado que acaba de instaurarse. 23 de julio Ayer, en ese tren de cercanías, una niña (¿cuatro años?) leía un cuento ilustrado. Se topó con la palabra paso, se detuvo y le preguntó su significado a su madre. Esta le explicó: «Paso es el tren que pasa, es un hombre que pasa por la calle, es el viento que pasa». La niña, que tenía aspecto de ser muy inteligente, no pareció entender. Tal vez encontró demasiado concretos los ejemplos que le dio su madre. La otra mañana fui al mercado (como todos los días). Después de haberle dado tres veces la vuelta, lo abandoné por la imposibilidad de decidirme por nada. Nada me tentaba, nada me decía nada. La elección en todo ha sido mi azote durante toda mi vida. 24 de julio Ese sol, y en la chimenea ese viento que se insinúa en mis nervios. Desde que sigo un régimen alimenticio bastante estricto y llevo una vida regular, ya no hago nada bien. Cinco años de esterilidad, cinco años de razón. Mi mente solo funciona gracias al desorden y a alguna intoxicación. Pago caro el abandono del café. Me deja estupefacto ver hasta qué punto me esfuerzo e invento pretextos para no pensar, para no perseguir una idea y profundizar en ella. Seguramente he puesto a punto, de manera instintiva, una técnica de frivolidad. Todo el mundo a mi alrededor termina algo. Solo yo no tengo nada que anunciar. Eso me pone en una situación bastante penosa, incluso humillante. Y sin embargo desprecio a los que realizan (o se realizan), no tengo nada

que aprender de ellos, puesto que sé que mi esterilidad se debe al hecho de que he ido más lejos que ellos. Pienso de repente en ese artículo que publiqué hacia 1937 en Vremea1 y en el que repetía como una cantinela: «Nimic n’a fost niciodatà» («Nada ha existido jamás»). Y pienso también en ese amigo de Braşov que, habiéndolo leído en el tren, me confesó que había querido tirarse por la ventana. 17 de agosto de 1962 Acabo de pasar tres semanas en Austria, principalmente en Burgenland, en Neusiedlersee, en Rust. Allí he sido casi feliz. Moverme, caminar..., para mí la felicidad consiste en el cansancio físico, en la imposibilidad de reflexionar, en la abolición de la conciencia. En cuanto dejo de moverme, la depresión vuelve a apoderarse de mí y todo vuelve a ser imposible. Debería haber seguido siendo un «hijo de la naturaleza». ¡Cómo se me castiga por haber traicionado mi infancia! La soledad es lo único que aprecio, y sin embargo cuando estoy solo tengo miedo. Aunque nací en los Cárpatos, me asfixio en la montaña. De niño entendía su encanto. Ahora ya solo soy sensible a la poesía de la planicie. No está en mi poder salvar mi espíritu. ¡Dios, qué batacazo el mío! Fue en Austria donde comprendí que soy un hombre de la Europa central. Tengo todos los estigmas de un antiguo sujeto austrohúngaro. Quizá venga de ahí mi incapacidad para sentirme at home* en Francia. Llega un momento en que ya no nos es posible eludir las consecuencias de nuestras teorías. Todo lo que hemos expuesto, ya sea por necesidad interior, ya sea por espíritu de paradoja, se convierte en el elemento mismo de nuestra vida. Y es entonces cuando añoramos las ilusiones que hemos destruido y que querríamos restablecer. Pero es demasiado tarde.

Solo sentimos realmente que tenemos un «alma» cuando escuchamos música. No se socavan impunemente los fundamentos de la propia vida. Tarde o temprano, la teoría se convierte en realidad. Nada surte tanto efecto como los ataques que dirigimos contra nosotros mismos. «Ca timpul drag surpat în vis.»1 Ese verso de Ion Barbu es uno de los más bellos que conozco. (Oul dogmatic) Si no tengo gusto por el Misterio, ni en literatura ni en nada, es porque para mí todo es inexplicable, ¿qué digo?, vivo lo Inexplicable. Bien sopesado todo, mi sensibilidad se parece a la de los románticos, quiero decir que, al ser incapaz de creer en valores absolutos, tomo mis humores por mundos, los considero sustitutos de la realidad última. La alegría no tiene argumentos; los de la tristeza son innumerables, y eso es lo que la hace tan terrible y nos impide curarnos de ella. Desesperación sobrenatural. No puedo dejar de pensar en Austria, que ya no es más que la sombra de sí misma. Por otra parte, solo me encariño con los países regidos secretamente por un principio de no vida. No es mera casualidad que yo haya nacido en un Imperio que se sabía condenado. Se quiera o no, el sufrimiento existe; de no ser así, suscribiría íntegramente la tesis de la vacuidad universal. 23 de agosto Muerte de Rolland de Renéville. He observado que la muerte se ensaña con aquellos que aman la vida. Lo lamento, voy a sentir especialmente su pérdida. No se puede uno imaginar a alguien más francés y, sin embargo, con una dimensión no francesa (obsesión por el «misterio», pasión por el ocultismo, etc.).

Ni mi inteligencia ni mis medios de expresión están a la altura de mi facultad de sentir, quiero decir, de mis torturas. ¡Si tuviéramos plena conciencia de lo que hemos sufrido! ¡Si pudiéramos recordar nuestras penas! Nadie lo consigue, ¡afortunadamente! A excepción de Adolphe, de El tiempo recobrado, de Pascal y de Baudelaire, la literatura francesa me parece una sucesión de ejercicios. Todos esos escritores que nunca llevamos directamente en la sangre, que son perfectos SIN MÁS. El gemido del viento en la chimenea me evoca el paseo que di por los moors, en Haworth, tras las huellas de Emily Brontë. Y pienso en los moors de Cornualles. ¿Hay en el mundo desolación más fascinante? Me sorprende que en las regiones donde sopla el viento, que tan provechosamente reemplaza la música y la poesía, se busque un modo de expresión diferente del suyo. La única utilidad de los entierros es que nos permiten reconciliarnos con nuestros enemigos. Mi tristeza... es un peso muerto que recae en mi espíritu y dificulta su crecimiento. ¡Dios, adónde no iría sin ella! Pero ella me impide mirar al futuro. Ella es realmente «pecado», porque nos fija a lo irrevocable, al pasado, a algún acontecimiento que inmoviliza el tiempo. Hay que mirar al futuro, aunque el futuro sea la muerte. 1 de septiembre Ayer y hoy he paseado solo durante horas por el campo. Solo la caminata me libera de mis obsesiones. En cuanto me tumbo y contemplo el cielo, la sensación de insignificancia general me aniquila.

No tengo nada que decirle a la gente y lo que ella me dice no me interesa. Pese a ello, soy innegablemente sociable, puesto que me animo tan pronto como me encuentro en compañía de otro. Solo las naturalezas elegiacas son susceptibles de remordimiento. Pero hay que añadir que lo cultivan, que se complacen en él. Viven en el placer del remordimiento. No hay nada más estéril que llorar indefinidamente a los desaparecidos. Mirad el rostro de un muerto: ya no forma parte de nuestro mundo. Es porque precisamente mira a otra parte, nos ha abandonado. Hay una deformación malsana (y una pizca de cobardía) en la imposibilidad de olvidar. Las penas interminables, como el remordimiento, son por lo demás señales de una vitalidad agotada. Demuestran, en cualquier caso, que aquel que se entrega a ellas ha renunciado a tener la menor misión en este bajo mundo. 4 de septiembre. Hoy he buscado durante horas una definición del infierno, y no he encontrado ninguna que sea satisfactoria. Es cierto que no se trataba en este caso del infierno cristiano, sino de una experiencia personal, de la que el diablo y Dios estaban ausentes. A pesar de Pascal, hay más sabiduría en el «divertimento» de lo que se cree, a condición de que sea concertado, deliberado. Bien mirado, me parece que solo están en lo cierto los espíritus frívolos por premeditación. En la vida existe algo que no se sostiene, algo frágil y, lo que es más grave, falso, que escapa a la religión y a la tragedia, culpables ambas de dar demasiada importancia al hombre. Debía de tener alrededor de dieciséis años cuando empecé a desconfiar de la vida. No dejo de sorprenderme de que haya podido llegar a la cincuentena con disposiciones tan poco favorables para la ilusión.

Cuanto más leo —¡y leo demasiado, por desgracia!—, más descubro que «no se trata de eso», que lo «verdadero» escapa a todos esos libros que mi pereza devora. Puesto que lo «verdadero» hay que encontrarlo en uno mismo, no en otra parte. Pero en mí yo solo encuentro duda y reflexión sobre esa duda. Solo tendré alguna estima por mí mismo el día que haya superado definitivamente mis accesos de rebeldía. [Tengo más facilidad para imaginar la desdicha de la que otros tienen para hacer planes y deleitarse con el futuro.] La desdicha desempeña para mí la función de la ilusión: tiendo a ella de manera natural. Ya no soy capaz de amistad, por la razón de que he perdido cualquier «contacto vital» con los hombres. Pronto solo seré bueno para la «conversación». Y sin embargo tendría que inventarme vínculos si quiero salir de ese simulacro de existencia al que me veo reducido. El apego a los seres es la fuente de todos nuestros sufrimientos, pero está tan fuertemente arraigado en nosotros que, si se relaja, toda la economía de nuestro ser se ve desequilibrada. No podemos salir de este apuro: para hacer algo importante, una obra, en definitiva, tenemos que creer en nuestra misión o imponernos una. Pero tener esa creencia o esa voluntad es tenerlo todo. Ante la muerte solo hay dos fórmulas posibles: el nihilismo y el vedānta. Paso de una a la otra sin poder detenerme o asentarme en ninguna. Es verdad que este mundo es irreal, y además es evidente. Pero esa evidencia no es una respuesta, no ayuda a vivir. ... ¿Desde cuándo una verdad debe ayudar a vivir? Tan pronto como profundizamos en una cosa, nos damos cuenta de que no puede ser de ninguna ayuda para nadie.

No eres más que un desertor..., has traicionado tu propia causa, te has dejado plantado a ti mismo. El ruido me vuelve loco, particularmente el de la radio, que me sume en convulsiones de epiléptico. La civilización, no nos engañemos, es la producción de ruido, la organización de jaleo. Que una vieja inmunda tenga la facultad de hacerte la vida insoportable con solo apretar un botón supera el entendimiento. La técnica otorga a cualquiera poderes de monstruo. En resumidas cuentas, la naturaleza era mejor. Y puesto que el hombre ya no es dueño de sus creaciones y su obra resulta cada vez más nefasta, ¡que llegue ya la guerra atómica! Siempre que domino un acceso de cólera me siento feliz por ello, triunfo, literalmente, pero la cólera reprimida se venga y me atormenta en secreto. Un editor americano, de paso por París, me escribe para preguntarme si puede venir a verme a mi «oficina». ¡Mi oficina! Es como para sentir náuseas para la eternidad. Mi desconcierto me supera, es más grande que yo, y no consigo reflejarlo, condensarlo en una fórmula. Me siento cada vez más el centro de un drama que se eleva por encima del accidente de un «caso». En cualquier individuo se forma y se destruye un mundo. Habría que decir, mejor: el mundo. «Ya no entiendo nada de sentimientos», decía una loca. A veces, e incluso a menudo, yo soy como ella. «Cualquiera que no piense como yo es un viejo chocho», esas son las palabras que cada cual se dice a sí mismo más o menos conscientemente. Cualquier apego es a fin de cuentas fuente de dolor. Afortunados, mil veces afortunados son los que pueden prescindir de él. El solitario no llora a nadie ni nadie le llora a él. Que se emancipe de los seres quien no quiera sufrir, quien tenga terror a la pena.

Espero que estos largos meses de indigencia y de esterilidad den sus «frutos». Quizá solo seamos realmente nosotros mismos en esos periodos de espera indefinida, de vacío evidente, quizá solo acumulemos reservas interiores durante esa sequedad aparente. Hay que esperarlo, hay que esperarlo. En cualquier caso, de manera absoluta, los momentos de fervor y de actividad son más infecundos, están más desprovistos de futuro que nuestros momentos de abatimiento o de abdicación. «¿Qué haces?»... «Me espero.» No todo está perdido, mientras estemos descontentos con nosotros mismos. Lo que más me complacería es ver el sol explotar y fragmentarse, desaparecer para siempre. Por eso, ¡con qué impaciencia y con qué alivio espero y contemplo los atardeceres! Es extraño que al envejecer no se renuncie a considerar la eventualidad de otro universo. La resignación es el fenómeno más raro en el hombre, más naturalmente propenso a esperar lo peor que a aceptar el mal tal cual, el mal natural y mediocre, el mal de siempre. Cuanto más avanzo, más me encuentro, se mire por donde se mire, en el lado opuesto a las ideas de Nietzsche. Cada vez me gustan menos los pensadores delirantes. Prefiero a los sabios y a los escépticos, a los no inspirados por excelencia, a aquellos a los que ningún dolor excita o trastorna. Me gustan los pensadores que evocan volcanes enfriados. Cualquier desgracia, vista desde fuera, parece mínima o incomprensible. Es esa óptica la que hay que adoptar si se quiere soportar la vida. Nadie es más hábil que yo para multiplicar los obstáculos al acto mismo de trabajar. 14 de septiembre ¡De pronto, sensación de ser el Señor del universo! ¡Y de poseer la clave de todos los enigmas!

¿Cómo, dada mi apatía habitual, mi mirada ácida sobre el mundo, la certeza de mi insignificancia..., cómo experimentar vértigo tan tónico, y tan poco merecido? 28 de septiembre Llega un momento en que ya no podemos eludir las consecuencias de nuestras teorías, en que todo lo que hemos pensado exige ser vivido, en que todas nuestras ideas y todas nuestras fantasías se convierten en experiencias..., y es entonces cuando el juego acaba y empieza la adversidad. Solo soy feliz cerca del grado cero de lucidez. Cuanto más vacío me siento interiormente, más me apasionan las cuestiones de lenguaje. El escritor indiferente a todo, incurioso y agotado acaba de gramático. Desenlace insignificante y honorable; la mediocridad tras el exceso y los gritos. Por más que me controle, me dejo llevar por la idea de Destino. No he encontrado nada que dé mejor cuenta del espantoso embrollo sublunar. Y esa idea, que no tiene ningún sentido, confiere uno a nuestros dolores y a las iniquidades de todo tipo que sufrimos. Hace que hasta la muerte sea tolerable. Pensándolo bien, es más cómodo y, por supuesto, más provechoso creer en el Destino que creer en Dios. A decir de Plutarco, en el siglo I de nuestra era ya no se iba a Delfos más que para formular preguntas mezquinas, domésticas (matrimonio, compras, etc.). El destino de los oráculos podría servir de modelo para el estudio de cualquier institución que empiece a afirmarse en el orden espiritual. El final es inevitablemente decepcionante... Decadencia de los oráculos, decadencia de la Iglesia. El paralelismo se impone.

Una obra solo está viva en la medida en que es una protesta. Pero lo que causa su vitalidad causa por ende su caducidad. Puesto que llega un momento en que las razones de la rebeldía que la hizo nacer nos parecen incomprensibles o fútiles. Eso no quita que cualquier obra digna de ese nombre tenga un carácter insurreccional. Unos días en Bretaña, en playas en las que estaba absolutamente solo. He hecho el litoral de Le Croisic hasta La Roche-Bernard, remontando el Vilaine. En esa soledad perfecta, más de una vez pensaba en el placer derivado de una guerra atómica: ¡por fin la Tierra sin hombres! El asco es un estado activo y una prueba de vigor. No es asco lo que he sentido todos estos meses, no, sino insensibilidad. Una especie de somnolencia taciturna, de rechazo casi irreflexivo. ¿Sabemos lo que significa ser hermético a todo? Esa era mi situación. Nada me afectaba, nada me irritaba, nada me estimulaba. ¡La muerte del alma! En comparación, el asco es efervescencia y dinamismo. Juzgo a todo el mundo y todo el mundo me juzga. Si pudiera verme con los ojos de los demás, desaparecería en el acto. Por muy lúcido que uno sea, nunca lo es hasta el punto de poder mirarse absolutamente desde fuera. Me conozco como no está permitido conocerse, pero no me conozco como los otros me conocen: no consigo ser el espectador puro, desinteresado y, en el fondo, indiferente de mí mismo, ni imaginar mi muerte como un asunto que no me concierne directamente. Habría que aprender a morir lejos de uno mismo, y a considerar la propia agonía con toda objetividad, como si se tratara de un fenómeno ajeno, de un accidente que le ocurre al prójimo. Sé por qué, a la edad a la que he llegado, prefiero leer a historiadores que a filósofos: es porque, por muy aburridos que sean los detalles relativos a un personaje o a un acontecimiento, el desenlace de uno o de otro intriga necesariamente. Pero las ideas no tienen desenlace, ¡por desgracia!

Nada peor que estar inspirado, lleno de ideas, de fantasía y de fuego, y tener que pasar la noche con gente ante la que habrá que estar necesariamente apagado. Mis humores están siempre fuera de lugar: ¡me juegan malas pasadas! Nunca son por encargo. El aburrimiento en las cenas es un argumento contra la Providencia. Llega un momento en que, después de haber perdido las ilusiones respecto a los demás, se pierden respecto a uno mismo. En la fisonomía de R., una vez muerto, ya no había rastro de burla. Es porque amaba apasionadamente y casi sórdidamente la vida. Pero aquellos que están menos apegados a ella esbozan, una vez muertos, una sonrisa burlona, la sonrisa de la liberación y del triunfo. No van a la nada, la han abandonado. Por mis gustos y por mis deficiencias, estoy hecho para vivir en un Imperio que se agrieta. Me habría gustado arrellanarme en la Viena de antes de la guerra del 14. «El mar es mi confesor.» ¡Cuánto me gusta esa frase de Isabel de Austria! No se puede uno imaginar a alguien más tontamente «sentimental» que yo. Arrastro todas las taras de la Europa central... como una dulce maldición, contra la que no quiero ni puedo luchar. Vivo con la certeza de que todos los problemas están agotados y de que es indecente, incluso insensato, abordar uno, sea cual sea y por muy importante que pueda parecer. Es como si, fuera del dominio del intelecto, viviera en un comercio directo con los elementos y yo mismo fuera uno de ellos. Se ha observado con toda la razón que un Schopenhauer o un Rousseau jamás habrían sido tomados en serio en la India, porque vivieron en desacuerdo con las doctrinas que profesaron; para nosotros, esa es precisamente la razón del interés que mostramos por ellos. El éxito de

Nietzsche se debe en gran parte al hecho de que defendió teorías a las que jamás en su vida se plegó. Nos gusta que un enfermo, un débil, un habitual de las pensiones para solteronas haya sido el apologista de la fuerza, del egoísmo, del héroe desprovisto de escrúpulos. Si hubiera encarnado el tipo que exaltó en sus escritos, hace mucho tiempo que habría dejado de intrigarnos. Solo nos gustan, en el fondo, los pensadores que no han encontrado una solución ni a sus problemas ni a sus males y que, por no haber podido saldar cuentas ni con los demás ni consigo mismos, hacen trampas tanto por capricho como por fatalidad. Una pizca de engaño en lo trágico, un poquito de insinceridad hasta en lo incurable, ese me parece el sello distintivo de lo moderno. No hay problema aislado; sea cual sea el que abordemos, plantea implícitamente todos los demás. Así, cada problema, por ínfimo que sea en apariencia, es infinito en realidad. Nada limita la mente en su expansión, excepto los límites que nosotros le imponemos arbitrariamente. Cualquier problema se vuelve inextricable tan pronto como se profundiza en él. Hojeado una revista para jóvenes. En ella solo se habla de literatura; nada que surja de una experiencia directa, de una cosa vista o de un drama personal. Todo gira en torno a ciertos autores, siempre los mismos: Blanchot, Bataille, balbuceadores de cosas «profundas», espíritus confusos y verbosos, sin brillo ni ironía. C. me dice que yo le evoco, por mis modales y por mis rabias improductivas, esta frase de Lear: «Voy a hacer algo terrible, pero no sé qué». El Fin del Mundo..., ¡qué alivio pensar en él! Sin embargo, solo se puede hablar honestamente del Fin del Hombre, que es previsible e incluso cierto, mientras que el otro apenas parece concebible. No veo, en efecto, qué

sentido podría tener hablar del fin de la materia; puesto que un fin tan lejano no concierne a nadie. Quedémonos cerca del hombre, donde el desastre forma parte del paisaje y del programa. 6 de octubre de 1962. Un cielo azul, del que la ciudad no era digna. Procesión inmunda de coches a lo largo del bulevar Saint-Germain. La multitud, no menos inmunda. En medio de ese espectáculo, las hojas que caían de los árboles aportaban una nota de poesía inmerecida, inactual, conmovedora. La ciudad no era más digna del otoño que del cielo. En política y en todo, nada es más abyecto que atacar a un solitario. 7 de octubre. Domingo en el campo. Tumbarse y oler la tierra. Solo se puede descansar en ella. Nuestros cansancios la llaman. Y mientras la sentía tan cerca de mí, pensaba que no era tan horrible disolverse en ella. Realmente nuestros cansancios la llaman y la rehabilitan. Mi miedo heredado ante la vida, un regalo de familia. Intento en vano librarme de mis antepasados; y, por más que los aparto y los hago retroceder, vuelven a la carga. Cuanto más avanzo, más constato que me llevan ventaja y que mi lucha contra ellos se vuelve desesperada. Regreso a mis orígenes, esperando hundirme en ellos. Leo en los Tagebücher 1914-1916 de Wittgenstein: «Die Furcht vor dem Tode ist das beste Zeichen eines falschen, d. h. schlechten Lebens».1 Esa es una verdad que descubrí hace mucho tiempo (pensando en mí, desgraciadamente). Esta tarde, en una oficina, en un espacio relativamente exiguo, he contado dieciocho empleados. Las mujeres, arrugadas, horribles. Pero la muchacha que me ha dado la información deseada parecía del todo una chica de granja, fea y sana. ¿Qué busca ella en ese infierno?, ¿qué demonios la impulsó a dejar el campo? Yo preferiría mil veces el olor de la boñiga a las

emanaciones deletéreas de esa oficina. No hay nada que hacer: el hombre huele mal. Cuando se tiene un olfato enfermizamente agudo, debe evitarse cualquier presencia humana. Solo triunfan las filosofías y las religiones que halagan al hombre. El cristianismo ha dominado durante siglos no a causa del pecado original ni del infierno, sino porque el hijo de Dios se dignó encarnarse. Con ello se le concedió al hombre un estatus desmesurado, estatus que le reconocen las visiones del «progreso», cualesquiera que sean. El hombre tiene una necesidad absoluta de situarse en el centro de todo; si tuviera la percepción exacta de su insignificancia, del carácter accidental de su aparición, perdería una parte de su «brío»; tal vez, lo que sería realmente inesperado, hasta depondría las armas. Con una visión de las cosas como la mía, es dudoso que otro hubiera logrado perdurar tantos años. También, y por extraño que parezca, hay días en los que me doy a mí mismo la impresión de ser un héroe. Solo aquellos que no hablan más que de sí mismos, de sus experiencias y de sus adversidades, corren el riesgo de topar con alguna verdad y de hacer descubrimientos significativos. Trabajan en lo que conocen, así que aportan necesariamente algo a los demás. No es el filósofo, es el poeta el que alcanza la universalidad. Ese filósofo que cree haber elaborado un sistema, en el fondo no hace más que aplicar el mismo esquema a todo, con desprecio de la evidencia, de la diversidad y de la sensatez. El error de los filósofos en general es ser demasiado previsibles. Al menos uno sabe a qué atenerse con ellos. Lo que no recuperaré jamás es mi capacidad para entusiasmarme, en la que residían el encanto y el tormento de mi juventud. ¿Dónde estáis, años fanáticos? Vuelto a escuchar el motete de Bach Jesu, meine Freude. Después de eso, todo lo que no es piedad parece inútil y vulgar.

Lulú, de Alban Berg, sigue siendo para mí el descubrimiento musical más importante que he hecho en los últimos años. Cada vez siento más horror por cualquier forma de efusión lírica. Pero, sin lirismo, tengo una enorme dificultad para escribir; desaparecido este, recupero toda mi lucidez, escucho la conciencia de mis imposibilidades. Anoche, eran las tres de la mañana y yo estaba aún despierto porque me era imposible dormir. Abrí el primer libro que encontré: una antología de los moralistas. Leí algunas páginas de La Bruyère..., que me parecieron notables e incluso profundas. Podemos estar seguros de que un autor que resiste a esa hora nocturna es de primerísimo orden. Es menos amargo o, mejor dicho, menos sistemático en su amargura que La Rochefoucauld. Imaginemos a un intermediario entre este y Pascal. Pascal es el único moralista angustiado; los demás solo están amargados. La superioridad que tiene sobre ellos se debe esencialmente a su desequilibrio, a su mala salud. Por miedo a ser cualquiera, he acabado por no ser nada. El escéptico que hay en mí reprime cada vez más al místico (si es que puedo emplear esa palabra cuando se trata de mí). Mis dudas son realidades, mientras que, en lo que a plegaria se refiere, soy menos que un veleidoso. Soy escéptico por fisiología, por herencia, por hábito y por inclinación, y por gusto filosófico también; a todo lo demás, a lo absoluto y a lo que se relaciona con él, solo accedo por algunos fallos de mi naturaleza, o por eclipses repentinos de mi clarividencia desecante. Conocemos la frase de Pascal en respuesta a su hermana, que le reprochaba no hacerse tratar: «Es que no conocéis los inconvenientes de la salud y las ventajas de la enfermedad». Fue en un libro de Chestov donde topé por primera vez con esa frase, que me causó una impresión extraordinaria. Recuerdo que estuve a punto de pegar un grito. Tenía diecisiete años, fue en la biblioteca de la Fundaţia Carol, en Bucarest.

11 de octubre. Misa por Renéville en Saint-Sulpice. Encima del altar se ve, en la capilla del fondo, a María elevándose con su hijo sobre el globo terrestre. La imagen es fea en grado sumo; tanto más cuanto que revela el lado conquistador del cristianismo. Es una religión marcada para siempre por sus orígenes externos, quiero decir, por la Roma imperial. Una secta judía que conquistó un imperio, el más grande que haya existido jamás, y que heredó sus cualidades y sus taras. Leo cada vez menos en inglés y en alemán; son lenguas que generan demasiada borrosidad en mi mente, que realmente no tiene necesidad de ello. Y además, más que la impresión, tengo la certeza de que solo se puede formular en francés, de que en cualquier otra lengua uno se deja llevar por el encanto y por el exceso de la aproximación. El francés es la lengua no genial por excelencia. Cualquier sistema se construye a costa de otro, en cierto sentido de todos los demás. Es increíble hasta qué punto la agresividad forma parte de la naturaleza íntima de un filósofo. El mismo Bergson reconoció que toda su obra era una obra de protesta. Siempre se piensa contra alguien o contra algo. El truco es disimular ese ataque y prestarle un disfraz impersonal. Los pensadores objetivos son más astutos que los demás. Cada vez que veo a un alemán y hablo con él, me digo que ese pueblo no merecía dominar el mundo. La ingenuidad es una bella cualidad, pero no se requiere para la instauración de un imperio universal. Los alemanes carecen por completo de finura psicológica. Y cuando son cínicos, lo son toscamente. ¡A su lado, los ingleses y los rusos —los unos representando el pasado, los otros, el futuro— son mucho más finos! En el mundo del espíritu, todo aquello de lo que se habla es de falso valor. «¡Dejarás escapar lo esencial!», esa es la maldición que pesa sobre los escritores o sobre el filósofo que tiene un público.

Lo terrible del escepticismo es que debe ser superado. Hasta el que no quiere se afana en ello, sin embargo, sin darse cuenta. Una fuerza secreta lo impulsa a hacerlo. No obstante, siempre se vuelve a las primeras dudas. La fidelidad es loable, pero tiene algo malo, nos cubre de mugre. Esas ganas de revisar todas nuestras amistades y todas nuestras admiraciones, de cambiar de ídolos, de ir a rezar a otra parte, demuestran que todavía tenemos recursos, ilusiones de reserva. ¿Por qué no valerse de la imposibilidad de hacer algo como camino hacia la santidad? De la ruina de cualquier vocación en este bajo mundo nace la pasión por lo absoluto. Destruyamos nuestras capacidades según el mundo, si queremos triunfar sobre el mundo. Escribir una carta de pésame es algo imposible, aunque se sea sincero. Es el género más falso, y es curioso que no sea suprimido por acuerdo unánime. Esta mañana, en el cementerio, incineración de Sylvia Beach. Durante una hora, Bach. El órgano da a la muerte un estatus que esta no posee de manera natural. El órgano transfigura o nos oculta esa miserable caída en lo inorgánico, que tiene algo horrible y deshonroso; de todos modos, nos eleva por encima de la evidencia de nuestra destrucción. Nos impide mirarla de frente, la escamotea. Nos sitúa demasiado alto, no nos permite estar al mismo nivel con la muerte. No es el diablo, es la muerte lo que merodea a nuestro alrededor. Pero la gran habilidad del cristianismo es haber logrado hacernos creer lo contrario. Es porque el diablo invita a la lucha, puesto que es el gran luchador, mientras que la muerte se desvía de ella. Cuando trabajo durante horas y me atrapa lo que hago, no pienso en absoluto en la «vida», ni en el «sentido» de nada.

Reflexión y acción se excluyen. La abstención es la condición de la conciencia. No sé realmente por qué me aflijo cada vez que me descubro incapaz para todo. Alguien dijo muy bien que no había que privarse del «placer de la piedad». «The Garden of Love», de Blake..., es uno de los poemas importantes en mi vida. La lectura es una actividad nefasta y esterilizante. Más vale para el progreso, para el mantenimiento del espíritu, garabatear y divagar, exponer sandeces de cosecha propia, que vivir como parásito del pensamiento del prójimo. Y eso es precisamente lo que dice, en un plano más general, la Bhagavad-Gītā cuando sostiene que más vale perecer en el propio camino (¿o ley?) que salvarse por seguir el de otro. Al abolir el tiempo, el sueño abole la muerte. Los difuntos vienen a hablarnos. Esta noche he vuelto a ver a mi padre. Estaba como siempre. Nos besamos a la rumana, pero con la frialdad que siempre percibí en él. Por ese beso glacial, púdico, supe que era en efecto él. Solo hay resurrección en sueños. Como para desesperar a todos los creyentes. Se dice en el Zohar: «En cuanto el hombre apareció, inmediatamente aparecieron las flores». Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier hombre que nace supone la muerte de una flor. Una de las pocas ventajas que he tenido es haber comprendido, a los veinte años, que la filosofía no tiene respuesta para nada, y que incluso sus interrogaciones son inesenciales. Es extraño que aquellos que no me conocen me nieguen cualquier «sinceridad», cuando esta es la primera cualidad que me reconozco...

Vivir es poder indignarse. El sabio es un hombre que ya no se indigna. Es porque no está por encima sino al margen de la vida. Mis males me sirven de excusa: me dispensan de realizarme, me cubren ante mí mismo, justifican mi ineficacia. Todos aquellos que tienen los mismos defectos que nosotros (más aún aquellos que tienen defectos similares) nos resultan insoportables. El desprecio de los franceses por los italianos, o su incuriosidad por las cosas españolas (en literatura, se entiende). Todos esos pueblos llamados «latinos» son pueblos de farsantes. No se tendría que responder jamás a las cartas de desconocidos. Cuando yo recibía alguna, era, lo comprendo ahora, porque se hablaba de mí en la «prensa». Desde que dejé de publicar y después de cierta «conspiración del silencio» (!), ya nadie se percata de mi existencia. De lo cual me felicito. ¡Pero qué lección! ¡Y pensar que creía, como todo el mundo, en los «admiradores»! Intento, desde hace unos días, ver lo que significa la idea del superhombre. Pues bien, cuanto más me esfuerzo por precisar su sentido, más descubro que no posee ninguno. Es una idea más pueril que delirante. O, más bien, una gran idea para adolescentes o para el populacho. Hay un lado muy penoso en Nietzsche, que se debe en gran parte a su exceso de talento y a su falta de madurez, al hecho de que no tuvo tiempo de envejecer, quiero decir, de conocer el desengaño, el hastío sereno. Desde que he dejado de escribir, creo que todo lo que hacen los demás carece de realidad. Lo pensaba antes también, pero sin la certeza de ahora. La esterilidad vuelve lúcido y despiadado. Y frío. Solo hay calor en la ilusión, en la facultad de engañarse respecto al prójimo y respecto a uno mismo.

Después de la cincuentena, el tiempo parece querer hacer el movimiento inverso, recular hacia sus orígenes, desplegar a contrapelo sus instantes, como si tuviera pavor de avanzar y hubiera dado lo mejor de sí. ¿De qué serviría, en efecto, que en lo sucesivo se empleara en meter broza? Entre Enghien y París, y luego entre la estación del Norte y el Odéon..., una increíble multitud apretujada en el tren y en el metro. Muchas chicas. ¿De dónde han salido? ¿Por qué se las ha traído al mundo? Toda esa carne innecesaria, todo ese escaparate de nada humana me llena de asco. La multiplicación espantosa del hombre me parece el indicio más preciso de que está amenazado, de que se acerca a un momento fatal. En la sala de descanso del balneario de Enghien, cuatro o cinco personas solamente. ¡Cómo me gusta el fin de temporada en todo! Antes de la batalla de Salamina: «Su [la de Temístocles] conducta hacia el intérprete de los embajadores que el rey [Jerjes] había enviado para pedir a los atenienses la tierra y el agua le honró entre los griegos. Propuso arrestarlo, y lo hizo condenar a muerte, por decreto del pueblo, por haber osado emplear la lengua griega para expresar las órdenes de un bárbaro.» (Plutarco, Temístocles) Me impresiona ver hasta qué punto santa Teresa insiste, particularmente en sus Fundaciones, en la importancia de la obediencia, que ella sitúa por encima de todo. La razón de ello es que se trata de una virtud a la que el alma española no se inclina por naturaleza. Se nota, por otra parte, que la santa debió de desplegar bastantes esfuerzos para aprender a obedecer, y que tenía todas las cualidades requeridas para hacer carrera en la insumisión y en la herejía. No conozco a nadie a mi alrededor que haya leído a Plutarco. Y yo mismo vuelvo a él después de quince años..., aunque hasta finales del siglo XVIII se tenía como libro de cabecera.

Se me tendría que dar la orden de trabajar, de escribir e incluso de vivir. Los hombres políticos de la Antigüedad se rodeaban gustosamente de filósofos; los de hoy prefieren el comercio con los periodistas. 22 de octubre Esta tarde, paseo con un tiempo radiante por el Luxemburgo. De repente, uno de esos ataques de furia sin motivo cuyo secreto conozco. Al instante habría declarado la guerra al universo y fulminado las naciones. Esas explosiones, o, mejor dicho, esos humores explosivos, son estimulantes al instante, pero agotadores después. No proceden de ningún vigor real, sino de una falsa vitalidad. No hay que confundir energía con fiebre. En las Fundaciones de santa Teresa hay todo un capítulo sobre la melancolía. Si la santa le dedica tanto tiempo a ese tema es —dice ella— porque, mientras que de las otras enfermedades nos curamos o nos morimos, de esa es imposible sanar. Así pues, la medicina no puede hacer nada, y las superioras de un convento, cuando tienen a enfermas de ese tipo, solo disponen de un medio para dominarlas: asustarlas e inspirarles el temor de la autoridad. En definitiva, un mal que solo recula un poco ante el prestigio. El entusiasmo por la técnica ya no es posible hoy. El que sucumbe a él es un ingenuo o un loco. Cada día que pasa aumentan los peligros que corre la humanidad. Esta pagará caro el «progreso» que no deja de hacer. Los medios para preservar la vida son irrisorios en comparación con aquellos que son capaces de destruirla; y, haga lo que haga el hombre, no podrá nunca vencer esa desproporción. Lo que tarda meses o años en crecer, se aniquila en un instante. Lo que hace que la destrucción en general sea tan inmoral es su facilidad. Exceptuando el suicidio, cualquier destrucción es fácil. Esos son pensamientos edificantes...

Cualquier actividad consciente entorpece la vida. Espontaneidad y lucidez son incompatibles. Cualquier acto esencialmente vital, en cuanto la atención se aplica a él, se realiza con dificultad y deja tras de sí una sensación de insatisfacción. La mente interpreta, con relación a los fenómenos de la vida, el papel de un aguafiestas. El estado de inconsciencia es el estado natural de la vida, en él ella está en casa, en él ella prospera y conoce el sueño beneficioso del crecimiento. Tan pronto como se despierta, tan pronto como está en vela, sobre todo, se vuelve jadeante y oprimida, y empieza a languidecer. Cuando se quiere tomar una decisión, lo más peligroso es consultar a otro. Exceptuando a dos o tres personas, no hay ningún ser en el mundo que quiera nuestro bien. Los sentimientos entre amigos son necesariamente falsos. ¿Cómo apegarse sin segundas intenciones a alguien al que se conoce demasiado bien? Se diría que la materia, celosa de la vida, se emplea en espiar a esta para encontrar sus puntos débiles y atacarla en el momento en que menos se lo espera. Es porque la vida solo es vida por una infidelidad a la materia. Podemos imaginar muy bien los elementos asqueados de sus combinaciones siempre idénticas, sin variación ni sorpresa, queriendo romper el machaqueo de un tema trillado. La vida no es más que una digresión de la materia. ¡Cuando pienso que, en mi juventud, el anarquista me parecía el tipo de humanidad más consumado! ¿Es un progreso, es una decadencia haber llegado a una resignación que me hace ver cualquier acto de rebeldía como una señal de infantilismo? Y sin embargo, si ya no me rebelo, sigo indignándome (lo que quizá viene a ser lo mismo). Es porque vida e indignación son términos casi equivalentes. Nada de lo que está vivo es neutro. La neutralidad es un triunfo sobre la vida, no de la vida.

Solo aprecio a aquellos que pueden sufrir en abstracto, y que no distinguen entre sufrimiento e idea de sufrimiento. Si el mundo desapareciera, no tendría ninguna importancia. Lo importante es que haya existido y que exista todavía, aunque solo sea por un segundo. Cada vez que el futuro me parece concebible y admisible, tengo la impresión de haber obtenido una victoria sobre mis humores y sobre mis ideas. Mejor: de haber sido visitado por la Gracia. 26 de octubre de 1962 Tras meses de buen tiempo, aquí está por fin el cielo cubierto. Respiro. Las nubes me son tan necesarias como a otros el cielo azul. El sistema de los tres adjetivos en Proust, que parecen anularse y que en realidad se complementan. Un ejemplo entre cien, entre mil. La ironía de M. de Charlus es caracterizada así: «amarga, dogmática y exasperada». Cada vez que vuelvo a Proust, al principio me irrito, me parece que está anticuado y solo tengo ganas de una cosa: tirar el libro. Pero al cabo de cierto número de páginas (y saltando algunas escenas), el encanto actúa de nuevo, aunque solo sea a causa de algún hallazgo verbal o de alguna notación psicológica. (Proust está totalmente en la línea de los moralistas franceses. Rebosa aforismos: se encuentran en cada página, incluso en cada frase; pero son máximas arrastradas por un torbellino. Para que el lector las descubra, tiene que detenerse y no dejarse llevar demasiado por la frase.) El pensamiento roto, fragmentario, tiene todo lo inconexo de la vida; mientras que el otro, el coherente, no respeta más que sus propias leyes y jamás condescendería a reflejar la vida, menos aún a transigir con ella. Llamo «ingenuo» a aquel que no se da cuenta de su insignificancia y que, por consiguiente, se regocija ante un elogio. Veo que la definición engloba a la cuasi totalidad de los hombres.

Es un suplicio para mí salir al mundo. Descubrir las propias debilidades en el prójimo, descubrir por todas partes las huellas del pecado original, verse multiplicado, leer los propios defectos en la mirada de cualquiera. Mi desgracia ha sido haber aprendido bastante pronto a desconfiar. Y si fuera creyente, en mi impulso hacia Dios habría restricciones y una pizca de insinceridad. Es humanamente imposible perdonar una palabra hiriente; se puede olvidar..., involuntariamente, por supuesto. Es lo que ocurre la mayoría de las veces. El instinto de conservación está en el origen de los fallos de la memoria. Todos estamos trabados; el santo mismo está encadenado... a la eternidad. Hace años que no dejo de desilusionarme con Valéry. ¡Cuando pienso en la influencia que tuvo sobre mí (palpable en el Breviario de podredumbre)! Su estilo, que me gustaba, ahora me irrita. Además, siempre quiere parecer inteligente. La elegancia perjudica el pensamiento. Y él es demasiado elegante. Más sobre Valéry. La atención a las palabras es nefasta. Pero no solo es eso. Para que un pensamiento dure y nos atrape, tiene que tener algo necesario y patético (lo patético manteniéndose bastante secreto). Pero Valéry fue un hombre que se las dio de inteligente, que abusó de la idea que se hacía de su inteligencia. Su nihilismo me cautivó. Es necesaria una pizca de tragedia... cuando no se cree en nada. De no ser así, se cae en el ejercicio. Ese fue el caso de Valéry. Cualquier hombre eficaz crea su propia leyenda..., en la que acaba creyendo, en la que debe creer, so pena de abandonarlo todo y de hundirse en la inutilidad. Ese y ese otro —¿para qué nombrarlos?— que multiplican sus libros para decir indefinidamente lo mismo.

A partir de cierta edad, un escritor debería cambiar de género..., o dejar de escribir o, al menos, de publicar. Repetirse es un pecado contra el espíritu. ¡Cómo me gustan los escritores que no han escrito casi nada! La confesión más verdadera es la que hacemos indirectamente, hablando de los demás. En uno de los libros mejor traducidos que conozco, pienso en Las variedades de la experiencia religiosa, de James, no he encontrado más que una sola cosa dudosa: «los abismos del escepticismo»... Habría que decir «de la duda», puesto que, en francés, «escepticismo» incluye un matiz de diletantismo y de ligereza que excluye cualquier asociación con «abismo». Es necesario que un libro tenga peso y se presente como una fatalidad, que nos dé, al leerlo, la impresión de que no podría no haber sido escrito. En fin, que surge por una decisión de la Providencia. El genio francés es el genio de la fórmula. Es un pueblo al que le gustan las definiciones, es decir, lo que menos relación tiene con las cosas. Tan pronto como se cae en una certeza, ya no se busca; se deja de desconfiar de uno mismo y, por ende, de las cosas. La confianza en uno mismo es fuente de acción y de error. El estilo hablado es el único soportable. No hay nada como el tono directo. No adoptamos una creencia porque sea verdadera (lo son todas), sino porque tenemos necesidad de ella y porque una fuerza oscura nos impulsa a ello. Si esa fuerza nos falla..., el escepticismo está ahí. El escepticismo radical, «doloroso», si se quiere, apenas es concebible sin un reflujo de la vitalidad que es responsable de nuestras dudas.

O incluso: no hay escepticismo sin una vitalidad refluyente. Tarareo todo el santo día fragmentos del Réquiem de Mozart. ¿No busqué en Viena, y en primerísimo lugar, la casa en la que lo compuso? ¡Fue demolida, por desgracia, hace más de un siglo! «La muerte es demasiado segura, olvidémosla.» (Balzac) Leo en un estudio psiquiátrico el caso de una religiosa que, con un punzón mojado en su sangre, escribe en una hoja de papel: «¡Oh, Satanás, mi Amo, me entrego a ti para siempre!». Para ahuyentar al demonio hay que quemar azúcar a los pies de la cama. Práctica popular en Francia. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, he odiado a todos mis vecinos. Sentir que alguien vive al lado, tras la pared, oír el ruido que hace, percibir su presencia, imaginar su respiración..., todo eso siempre me ha vuelto loco. Al prójimo, en el sentido físico de la palabra, no, nunca lo he amado, y además no se le puede amar. Es esencialmente odioso... para todo el mundo. Y si no se puede amar al prójimo al que se conoce, ¿a qué viene amar a aquel al que no se conoce, y del que se tiene una imagen en abstracto? En resumen, se puede sentir piedad hacia los hombres, pero amor... Nada verdaderamente profundo puede salir de la rebeldía. Renovarse es cambiar de opinión, es desdecirse. Afortunadamente, en cualquier negación hay un placer secreto, equívoco a más no poder, del que sería absurdo privarse. Intentado releer Fausto, después de más de treinta años. Siempre es la misma imposibilidad: no entro en el mundo de Goethe. Solo me gustan los escritores enfermos, tocados de una u otra manera. Goethe sigue siendo para mí frío y envarado, alguien a quien no se te ocurriría recurrir en un momento de desamparo. Te sientes más cerca de un Kleist que de él. Una vida sin fracasos capitales, misteriosos o sospechosos, apenas nos seduce.

Un libro solo es un acontecimiento para el autor. Siempre me sorprende ver que un escritor que ya ha publicado bastantes siente emociones de debutante. Un autor es un hombre que no ha comprendido nada. Desde hace unos días leo las novelas de Kleist. Son bellas, pero es el suicidio de este lo que les da una dimensión que no habrían tenido de otra manera. Ya que es imposible leer una línea de Kleist sin pensar en el hecho de que se mató. Su Freitod* se confunde con su vida, como si se hubiera suicidado desde siempre. ¡Esos accesos de cólera, de locura! Hago discursos que me agotan dirigidos a enemigos reales o imaginarios —digamos reales— a propósito de incidentes imaginarios. Cada vez que le he hablado de mis trastornos de todo tipo a alguien más o menos versado en psicoanálisis, la explicación que ha dado de ellos me ha parecido siempre insuficiente, incluso nula. No «cuadraba», simplemente. Por otra parte, yo solo creo en las explicaciones biológicas o, si no, teológicas de los fenómenos psíquicos. La bioquímica, por un lado; Dios y el Diablo, por el otro. He vuelto a sumirme en los escépticos griegos..., con voluptuosidad, debo añadir. Me gustan esos malabaristas cuyo juego conduce a la nada, esos charlatanes que llegan a las mismas conclusiones que un Buda. Creo haberlo dicho ya: esos griegos eran abogados profundos. Nunca he querido una cosa sin querer al mismo tiempo o inmediatamente después la contraria. En los países latinos en los que la palabra no cuesta nada, el laconismo es considerado tontería. Cualquier certeza que se retira de nuestra conciencia la alivia al principio, después la vuelve más pesada con una nueva interrogación.

Escribir no es pensar, es una mueca o, en el mejor de los casos, una imitación del pensamiento. ¡Es increíble hasta qué punto me he liberado de Rilke! En él hay un abuso del tono poético que es completamente intolerable. No comprendo mi antiguo entusiasmo por él. Probablemente, he cambiado con los tiempos. Que hay cursilería en Rilke (excepto en algunos sonetos y en las elegías) es algo que lamento muchísimo decir. Lo que en él parecía representar la poesía misma, ahora suena a hueco. De nuevo un adiós. 11 de noviembre de 1962 No es por medio del razonamiento como se sale del escepticismo, es por medio de un acto de voluntad, quiero decir, por medio de una decisión instintiva. (Es una certeza para mí que yo no saldré jamás de la duda, cualquiera que sea mi «evolución». Porque ha sido fisiológicamente como yo he adquirido un hábito escéptico.) La única cosa que me enorgullezco de haber comprendido muy pronto, antes de los veinte años, es que no hay que engendrar. Mi horror al matrimonio, a la familia y a todas las convenciones sociales viene de ahí. Es un crimen transmitir las propias taras a una progenitura, y obligarla así a pasar por las mismas adversidades que tú, por un calvario quizá peor que el tuyo. Jamás he podido consentir en dar vida a alguien que heredaría mis desgracias y mis males. Los padres son todos unos irresponsables o unos asesinos. Solo los animales deberían dedicarse a procrear. La piedad impide ser «genitor», la palabra más atroz que conozco. «Despiadado por vanidad»: esas palabras de Custine sobre el francés son de una innegable exactitud. Sirven, en cualquier caso, para explicar la Gran Revolución y las pequeñas también. 13 de noviembre de 1962

Anoche me desperté definitivamente tras dos horas de sueño. Rara vez he conocido semejante intensidad en la toma de conciencia de la conciencia (!), quiero decir, en el hecho de tener conciencia de que se es consciente. La astilla en la carne, no, el puñal en la carne..., eso me parece la conciencia. Leído ayer Heinrich von Kleists Lebensspuren, un libro que contiene todos los documentos que se tienen sobre la vida de Kleist, sobre su vida constantemente transfigurada por el fracaso. La dispersión..., el mayor vicio de mi espíritu. Soy un obsesivo que no puede concentrarse. ¡Un poco de método, Dios mío! Espero ese método como otros esperan la gracia. El otro no es más que un alimento de mi ansiedad. Soy sociable... contra mí mismo, por autocastigo. Realmente no vale la pena escribir Confesiones si no se dirigen a Dios. Por haber comprendido eso, san Agustín merece ser releído a menudo, por muy irritante que sea, por otra parte. (Yo le encuentro una facundia que no deja de recordar la de Cicerón.) He probado indebidamente el placer de abandonar una idea antes incluso de haber trazado sus contornos. Nada nos revela tanto como nuestras reacciones más mezquinas. Son ellas las que reflejan nuestro verdadero fondo, puesto que aparecen sin que tengamos el menor poder sobre ellas. Siento una gran necesidad de romper con bastante gente, en primerísimo lugar con amigos; después renuncio a hacerlo, el tiempo se encargará de ello. Comprendo perfectamente que a partir de cierto momento ya no se quiera ver a tal y a cual. Pienso en X. y en Y., que me llamaban regularmente cuando estaban de paso por París y que se han esfumado. Me he equivocado

al estar resentido con ellos, puesto que mi reacción es idéntica a la suya, excepto en que apunta a otros. La vida es una escuela de separación; hay que aprender a romper las ataduras que nos unen a nuestros amigos. Mis recuerdos, es decir, imágenes, invaden sin cesar mis ideas; no me impiden pensar, me impiden tener inspiración pensando. A veces me parece que he perdido el control de mi memoria. El pasado aparece de forma desordenada para obstruir el instante e impedir al espíritu desarrollarse en él. Para un escritor es preferible escribir sin decir nada que leer. La escritura es un ejercicio, la lectura no. (Ich habe mich... totgelesen.)1 Escribir una postal se parece más a una actividad creadora que leer la Fenomenología del espíritu. Una frase de nuestra cosecha exige el empleo de todas nuestras facultades; basta un poco de atención para hojear un texto. Los grandes lectores son unos voluptuosos, unos perezosos, unos abúlicos; simple y llanamente, gente que huye de la responsabilidad. Todavía recuerdo la profunda impresión que me causó, a los dieciséis años, esta anotación de Amiel: «La responsabilidad es mi pesadilla invisible». El autor de un artículo sobre el zen cuenta que un misionero cristiano que llevaba en Japón dieciocho años no había convertido, en total, más que a sesenta almas. Pero se le escaparon en el último momento. Todos esos conversos murieron a la manera japonesa, sin tormentos ni remordimientos, como si al nacer no hubieran puesto más que un pie en la tierra. En el fondo, el desapego no se aprende, está inscrito en una civilización. No es un objetivo, es un don. De un canto de soldados japoneses de la época de las luchas contra los mongoles: «En el mundo no hay una pulgada de tierra donde se pueda clavar un palo. Me regocijo ante la nada de todas las cosas, de mí mismo y

del universo entero. Honor al sable largo de tres pies que blanden los grandes soldados mongoles, puesto que es como el relámpago que corta la brisa primaveral». (Citado por Tucci en Présence du bouddhisme.) ¡Pensar en los salones literarios alemanes románticos, en Henriette Herz, en Rahel Levin, en la amistad de esta, judía, con el príncipe Luis Fernando, y saber que un siglo después íbamos a asistir, en el mismo país, al nazismo! Definitivamente, la creencia en el progreso es la más tonta y la más estúpida de todas las creencias. Que hay falsedad en el Romanticismo alemán (debería decir en los románticos) es algo de lo que me doy perfecta cuenta; pero esa misma falsedad me gusta, hasta tal punto me satisface el fenómeno. Querría estudiarla y dedicarle todo mi tiempo, leer todas las cartas de la época, las de las mujeres en primer lugar. ¡Y yo que creía que se había acabado mi pasión por esas figuras semirreales! El desequilibrio y una pizca de declamación, qué prestigio para mí. Me sorprende ver la cantidad de tiempo que he dedicado a lamentarme de todas las cosas, y de mí principalmente. Pero si valgo algo, es por ese tiempo malgastado según los hombres, no según Dios. Continúo paralelamente con la lectura de libros que no tienen nada en común, y trabajo en tres textos diferentes que se parecen demasiado, porque reflejan mis humores uniformemente sombríos. Ayer, en la Samaritaine, una mujer a mi lado, en la caja, olía tan mal que a punto estuve de desmayarme. Jamás ningún animal, estoy seguro, ha despedido semejante olor. Si me encerraran con una mujer así, podrían arrancarme cualquier secreto. Todo, el deshonor y la traición, antes que soportar un minuto de esa clase de pestilencia. Los verdugos no tienen imaginación. Hay una poesía francesa, pero no hay nada poético en la vida francesa (a excepción de la Bretaña de antes del turismo).

«La tristeza durará siempre»: esas fueron, al parecer, las últimas palabras de Van Gogh. Esas mismas palabras podría haberlas dicho yo en cualquier momento de mi vida. En mí todo tiene una base fisiológica y metafísica. Me he saltado lo «psíquico»... Llega un momento en la vida en que ya no nos imitamos más que a nosotros mismos. Nada peor que un sabio... charlatán. Un libro de sabiduría no debería superar las dimensiones del Tao Te King. ¡Y pensar que el mismo Lao-Tsé se repite! Anoche —¿fue en sueños o en estado de vigilia?, ya no lo sé— vi algunos episodios de mi primera juventud, con una precisión alucinante. Me siento literalmente atrapado por mi infancia..., que se despierta y ahuyenta al viejo en el que poco a poco me convierto; en el que me he convertido, debería decir, más bien. Tengo algo de eslavo y algo de magiar, no tengo nada de latino. Los escritores, los poetas, sobre todo, que ejercen una influencia demasiado grande se vuelven muy pronto ilegibles. Byron es el ejemplo más ilustre de ello. Rousseau también, aunque en un grado menor. Una obra pasa por tres fases: la de los fervientes, después la de los curiosos, por último la de los profesores. «Lo que es impermanente es dolor; lo que es dolor es no yo. Lo que es no yo no es mío, yo no soy eso, eso no soy yo.» (Samyutta Nikaya) Lo que es dolor es no yo. Es difícil, es imposible estar de acuerdo con el budismo en ese punto, sin embargo capital. Para nosotros el dolor es lo más yo que hay. ¡Qué extraña religión! Ve dolor por todas partes y al mismo tiempo lo declara irreal.

Acepto el dolor, no podría prescindir de él, y no puedo en nombre de la piedad (como hace Buda) negarle cualquier estatus metafísico. El budismo asimila la apariencia al dolor, incluso los confunde. De hecho, el dolor es lo que le da una dimensión, una profundidad, una realidad a la apariencia. Todo lo que es inestable no es necesariamente dolor. La apariencia no es dolor, la ilusión no es dolor; de no ser así, el dolor, en su esencia, sería él mismo ilusorio. Lo que es difícil de admitir. «Para aquel que ve, nada permanece.» (Buda) 3 de diciembre. Anoche, crisis «fúnebre». Todo adoptaba a mis ojos un rostro de muerte, quiero decir, el rostro de la muerte. ¡Reúma, reúma! Hace treinta años que lo padezco. Sin embargo, es más bien neuritis. Durante los grandes fríos o los grandes calores, arrastro sobre todo la pierna izquierda. Cuando no me duele, sensación de hormigueo muy irritante. Treinta años de conciencia del cuerpo. Mis «ideas» se resienten por ello, por no hablar de mis humores. Cuando adoptamos una actitud extrema, es difícil hacer creer a la gente que somos sinceros. No obstante, la violencia es sufrimiento, y es difícil simular el sufrimiento. Lo que escribí en La tentación de existir sobre mi país suscitó en él una tormenta de protestas que está lejos de haberse apaciguado. Una decena de artículos llenos de injurias, y no todos son fingidos. ¿Dónde encontrar la razón profunda de esa duradera indignación? Creo haber dado en la diana planteando la cuestión de nuestra inferioridad histórica; eso despertó algo en las conciencias. Me insultan, pero siento la herida que he avivado en los demás, ya que es la mía. Dudamos de nuestro papel, de nuestro valor, de nuestra misión; en nuestro fuero interno no creemos en ellos. Somos uno de los pueblos más lúcidos que hayan existido jamás. Somos frívolos, chismosos, livianos, pero también amargos y, bajo nuestro aire fanfarrón, nihilistas hasta la desesperación. Estamos increíblemente desengañados, a

escala colectiva. El contacto con mis compatriotas siempre es desalentador y su influencia, disolvente, como corresponde a la gente que ha comprendido demasiadas cosas porque ha sido demasiado humillada. Esclavos clarividentes. Tengo tanto orgullo como se puede tener, pero a veces, a menudo incluso, con el menor examen retrospectivo de mí mismo me entran ganas de vomitar. Todas mis contradicciones provienen del hecho de que no se puede amar la vida más de lo que yo la amo, ni sentir al mismo tiempo y de una manera casi ininterrumpida una sensación de impertenencia, de exilio y de abandono. Soy como un tragón que perdiera el apetito a fuerza de pensar en la inanición. Admiro la facilidad con la que los demás superan sus conflictos. Yo siempre soy prisionero y víctima de los míos. Por eso se me ha acusado de no haber salido de la adolescencia, edad, precisamente, en la que los conflictos no son escamoteados. X. se jacta de ser «profundo». No es el único. Uno siente cierto placer en parecer superficial a ojos de esa clase de gente. Cuando se tienen que considerar las relaciones de dos o de varios seres que trabajan en el mismo sector, no olvidar jamás la historia de Caín y Abel. Ahí se encuentra la clave de las relaciones humanas. Todo lo demás es teoría y florituras. Puesto que pienso que todo lo que se hace es pernicioso y, en el mejor de los casos, inútil, ¿por qué quieren que participe en la mascarada general? ¿Y por qué me obligan a ello? Cuando se tienen convicciones como las mías, todo lo que se emprende para evitar la muerte es deshonor. Había puesto a L. Blaga1 en un pedestal (por hablar como las chachas), pensaba que estaba por encima de nosotros, que planeaba, despreocupado o meditativo, ajeno a nuestras disputas, incapaz de tener reacciones

balcánicas, arrebatos de cólera o accesos febriles de celos. La lejanía lo había embellecido, no conservaba de él en mi memoria más que rasgos puros, apreciaba su silencio, su falta aparente de temperamento y vulgaridad. ¡Por desgracia, el dios se ha venido abajo! Quizá sea mejor así. Ahí está como todos nosotros (¡pero él está muerto, el desgraciado!), ahí lo tenemos, humano y despreciable. (Debería ser menos feroz con alguien al que he apreciado durante tanto tiempo. Pero las páginas agrias y de una maldad tan penosa que escribió sobre mí y que acaban de aparecer entre sus papeles, dos o tres años después de su muerte, tienen un cariz de testamento, de injuria de ultratumba, que me impide ser todo lo objetivo que debería.) Solo nuestros males nos dan alguna «profundidad». Aunque tuviera talento, alguien con buena salud es inevitablemente superficial. Me he enredado en las palabras, como otros en los negocios. Cuando se tiene una facilidad tan grande para desesperarse, la desesperación ya no tiene valor ni sentido (y, sin embargo, no es menos terrible). Algunos escriben con lo puro que hay en ellos, con su inocencia; en cuanto a mí, yo no puedo escribir con otra cosa que no sean mis escorias. Escribo para purificarme. Por eso mis producciones solo dan una imagen insuficiente de lo que soy. Wordsworth, sobre Coleridge: «Eternal activity without action».* Esa frase me ha impactado por mil razones. También de Wordsworth: «Los dioses aman la profundidad, y no el tumulto, del alma». El hombre que se retira. Genio del abandono. Transfiguración por medio de la derrota.

Solo me gustan esa categoría de escritores de los que no se habla y cuyo prototipo sigue siendo Joubert. Escritores de penumbra. El mayor arte es saber hablar de uno mismo en un tono impersonal. (El secreto de los moralistas.) En el ámbito que sea, hay que saber rechazar. El sabio es el hombre que más rechaza, a pesar de llevar la máscara de la aceptación. Es decir, que dice «amén» a todo porque no se identifica con nada. No conozco más que dos definiciones de la poesía: la de los antiguos mexicanos («El viento que viene de los dioses») y la de Emily Dickinson (allí donde dice que reconoce la verdadera poesía porque la invade un frío tan glacial que siente que nada la calentará jamás). (Buscar el pasaje.) Debería prohibirme la lectura de libros de sabiduría oriental, porque solo saco de ellos aquello que favorece mi inadaptabilidad a la vida. El escepticismo tiene mala prensa. Y sin embargo, bajo su enfoque altivo y distante, ¡qué desgarros! Es el fruto mismo de una vitalidad incierta, profundamente mermada. 14 de diciembre. Anoche tardé mucho tiempo en dormirme. Me atormentaba, en el sentido propio del término, tal horror a la carne que, en lugar de acostarme, debería haber ido a alguna parte a emborracharme. Pensaba que una planta no apesta, que su descomposición no tiene nada de horrible. Pero la carne es podredumbre pura y dura. La vida no debería haber hecho el esfuerzo de superar lo vegetal. Todo lo que ha venido después es completamente repulsivo, espantoso. Definición de lo viviente: lo que no apesta todavía. Me aterra el espectáculo de todos esos cadáveres que me rodean, sin exceptuar el mío. Del insecto al hombre, todo lo que se mueve me hace estremecer y me sume en un asco trémulo. El reino animal es una traición con relación al reino vegetal, como lo es este con relación al mineral.

Esta mañana he pensado durante toda una hora, es decir, he agravado un poco más mis incertidumbres. Si mi mente fuera un poco más clara y precisa, me dedicaría exclusivamente al estudio de las enfermedades del lenguaje. «Tengo una conciencia en venta y nadie la quiere comprar», gustaba de repetir un periodista rumano. El cinismo en los Balcanes alcanza proporciones que un occidental no puede sospechar. Con él se expresan humillaciones atroces, y una desesperación demasiado antigua para ser todavía consciente de ella. Centenario de Barrès. Ningunas ganas de releerlo. Y sin embargo, hace treinta y cinco años, ¡qué eco suscitaban en mí Amori et dolori sacrum, Sangre, voluptuosidad y muerte, Un jardin sur l’Oronte! Ningún francés, en este siglo, habrá tenido un sentimiento más profundo de la muerte que él. Nadie, tampoco, habrá encontrado con tal fervor el secreto de la melancolía. Cuando has estado «loco» y has dejado de estarlo, te sobrevives necesariamente a ti mismo. ¡Yo, a los veinte años! No puedo pensar en ello sin execrar mi personaje actual. Cualquier movimiento creador implica una pizca de prostitución. Eso se aplica a Dios, así como a quienquiera que esté dotado de un talento cualquiera. Uno no debería abrirse si quiere permanecer puro. Ensimismarse, en cada encuentro..., ese parece ser el deber del hombre «interior». El otro, el exterior, apenas cuenta: forma parte de la «humanidad». 15 de diciembre. Jornada de lluvia. He dormido todo el día. Necesidad de hundirme en la materia, de volver a ella, de confundirme con ella. Ese ha sido mi Descenso a los Elementos. Que a los cincuenta años se puedan atravesar crisis de cansancio como las que yo sufro actualmente me supera y me asusta. Me siento el centro de un entorpecimiento cósmico. Me desindividualizo a ojos vistas. ¡Acabemos

con ese viejo Yo! El arte del desprecio, si existe uno, solo puede consistir en el arte de perder el tiempo: solo eso nos concede una superioridad sobre la vida, si no sobre los seres. Solo existen las cosas que hemos descubierto por nosotros mismos; son también las únicas que conocemos. Todo lo demás es palabrería. Hay que desconfiar de la pasión de instruirse. Siempre se dirige contra nosotros, nos perjudica, en cualquier caso. Hay que saber pocas cosas, pero saberlas de una manera absoluta. La sentencia profunda de la Gītā, que hay que tener siempre presente: «Más vale perecer en la propia ley que salvarse en la de otro». Realizarse es saber limitarse. El fracaso es la consecuencia de una disponibilidad demasiado grande. Todo lo que nos molesta nos permite definirnos. Sin dolencias no hay conciencia de nosotros mismos. 19 de diciembre. Ayer perdí dos horas en la biblioteca de la Sorbona. Hoy, dos horas también, en la del Instituto Católico. ¿Para qué? Para buscar libros. Esta tarde, después de haber rebuscado en el fichero de esta última hasta la ebriedad, hasta el vértigo, he ido a dar un paseo, asqueado, por el Luxemburgo, sumido en tristes reflexiones sobre mi caso. ¿Para qué prestarse a esa lamentable huida, cuando no engaña a nadie, ni siquiera a mí mismo? Sé muy bien que voy detrás de libros, que me cubro de ellos, por así decir, con el único propósito de no trabajar, de eludir el deber que tengo de hacer una «obra», de escribir, de no regalar a las risas burlonas de los demás la imagen de un fracasado. Pero me disperso, me esfuerzo en decepcionar a todo el mundo y, por eso mismo, en agriarme. En el fondo, ya no soy más que un erudito bastante penoso, puesto que mi erudición, si es que la tengo, la disimulo, desde luego no la exploto.

Ay del escritor al que haya admirado demasiado. Mi admiración se convertirá pronto en odio o en asco. No puedo perdonar a aquellos a los que he convertido en mis ídolos. Tarde o temprano me erijo en iconoclasta. Yo, yo, yo..., ¡qué cansancio! Todo el mundo habla de teorías, de doctrinas, de religiones; de abstracciones, en suma; nadie lo hace de algo vivo, vivido, directo. La filosofía y lo demás son una actividad derivada, abstracta en el peor sentido de la palabra. Ahí todo es exangüe. El tiempo deviene ahí temporalidad, etc. Un conjunto de subproductos. Por otro lado, los hombres ya no buscan el sentido de la vida a partir de sus experiencias, sino a partir de los datos de la historia o de tal o cual religión. Si en mí no hay motivos para hablar del dolor o de la nada, ¿para qué perder el tiempo estudiando el budismo? Hay que buscarlo todo en uno mismo, y si ahí no se encuentra lo que se busca, ¡pues hay que abandonar la búsqueda! Lo que me interesa es mi vida y no las doctrinas sobre la vida. Por más que hojee libros, no encuentro en ellos nada directo, absoluto, irreemplazable. En todas partes es la misma letanía filosófica. 20 de diciembre. Esta tarde he entrado por despiste en el Colegio de Francia, en una sala en la que el profe escribía en la pizarra fórmulas de matemática superior. Durante una hora he mirado con estupor admirativo a ese mago que no dejaba de hacer surgir signos maravillosos y, para mí, perfectamente ininteligibles. Qué vulgares parecen nuestros trabajos literarios en comparación con ese ejercicio alucinante, que suprime prácticamente la palabra: el profe, por otra parte, solo recurría a ella para hacer conexiones. Entregarse a una actividad inaccesible para los profanos, a una actividad que solo puede ser seguida por algunos, que se pueden contar con los dedos, oh, eso es lo que me habría gustado hacer, y no escribir artículos que cualquiera puede leer y despreciar. Una forma envidiable de gloria, quizá una de las más bellas: asociar tu nombre a la ruina de una religión.

21 de diciembre. He dormido nueve horas de un tirón, con una interrupción, sin embargo, de algunos minutos. Me he despertado del todo descansado. Por eso mi mente no funciona. Acabo de leer los artículos políticos de Heine, escritos en 1842. Están anticuados, naturalmente, pero lo que dice es verdad. Observaciones muy profundas sobre el carácter de los franceses, sobre su versatilidad; asimismo, visiones proféticas sobre el comunismo. La apertura del ferrocarril de Ruan y de Orleans le inspira exactamente las mismas reflexiones que se hicieron después sobre el avión o sobre las naves espaciales. De todo ello emerge una gran lección de modestia para el lector. Por nuestros asombros formamos parte de nuestro tiempo. No entusiasmarse es un lema saludable, incluso indispensable, para cualquiera que quiera ahorrarse pesares. Es increíble hasta qué punto se queda anticuado el más mínimo giro poético en la prosa. La poesía es el lado perecedero del estilo. No perdura, solo permanece viva si es implícita, no evidente, involuntaria, secreta e incluso imperceptible. Soy un apasionado que se extenúa acercándose a la Indiferencia, y que jamás la alcanza si no es por el rodeo y por la desgracia del entorpecimiento. Regla general: un autor empieza a ser reconocido y alabado en el momento en que ya no tiene nada que decir. El advenimiento de la gloria coincide con el de la esterilidad. El talento llega escribiendo. Es un ejercicio transfigurado. Ella se había acostumbrado a llorar; desde entonces, todo le salía bien. Uno consigue fácilmente sus fines siempre que tenga un método. Desde hace años busco una definición de la tristeza... Espero no encontrarla jamás.

Toda la noche el viento ha entrado con violencia en las chimeneas. Bramaba, se atormentaba a unos centímetros de la cama. Una noche que me ha consolado de la ausencia de música que padezco desde que dejé de ir a conciertos y de poner la radio. He observado que tan pronto como un hombre se identifica completamente con algo, alcanza una especie de genio. Me he acercado a algunos aspirantes a la sabiduría que querían fundar «escuelas» para regenerar espiritualmente a la humanidad. Todos eran desequilibrados de manera muy evidente. Ninguno de ellos había comprendido que había que empezar la obra de regeneración por y para sí mismo. En el fondo, lo que querían —de modo inconsciente, es cierto— era comunicar al prójimo su desequilibrio, descargar sobre la humanidad el exceso de contradicciones y de deseos caóticos que los abrumaban. Cualquier obsesivo parece profundo y genial. No es ni lo uno ni lo otro. Nada es peor que un hombre consciente de sus méritos y que da la impresión de pensar en ellos a cada instante. Navidad. Nieva. Toda mi infancia afluye a la superficie de mi conciencia. Ayer, en el mercado, oí el siguiente diálogo: «Hace frío». «No importa. Siempre que no nieve.» Definitivamente, no soy de aquí. Concierto para clarinete y orquesta de Mozart. ¡Qué papel habrá desempeñado en mi vida! A medida que avanzamos en edad, dejamos de lado los problemas y ya solo nos interesamos por nuestro pasado. Es porque es más fácil tener recuerdos que ideas. Cuando evoco mis años jóvenes en los Cárpatos, tengo que hacer un esfuerzo para no llorar. Es muy simple: no puedo imaginar que haya alguien cuya infancia se pueda comparar a la mía. El cielo y la tierra me

pertenecían, literalmente. Incluso mis aprensiones eran felices. Me levantaba y me acostaba como Señor de la Creación. Conocía mi felicidad, y presentía que la iba a perder. Un miedo secreto consumía mis días. No era tan feliz como ahora pretendo. Tengo, respecto a todas las cosas, al menos dos puntos de vista divergentes. De ahí mi indecisión teórica y práctica. Un libro solo es fecundo y perdura si es capaz de generar varias interpretaciones diferentes. Las obras que se pueden definir son esencialmente perecederas. Una obra vive por los malentendidos que suscita. Nada podrá destruir en mí ni la duda ni la nostalgia de lo absoluto. Hacia la cuarentena, o quizá antes, dejé de creer en mi «destino», renuncié incluso al deseo de tener uno. Fue en esa época (y seguramente para suplir la nada de mi vida) cuando empecé a interesarme por aquellos que tienen uno, y cuando me orienté hacia la historia. Aún hoy, entre un escritor y un historiador, es a este último al que leo preferentemente. A los veinte años leía a los filósofos; más tarde, hacia la treintena, a los poetas; ahora, a los historiadores. ¿Y a los místicos? Siempre los he leído, pero desde hace algún tiempo los leo menos. Un día, quizá, los abandonaré completamente. ¿Para qué, cuando uno se ha vuelto incapaz de experimentar, ya no digo un trance, sino una pizca de trance, perseguir los de los demás? He rozado —no, he conocido— el éxtasis tres o cuatro veces en mi vida; fue al estilo de Kirilov, no de los creyentes. Experiencias divinas, sin embargo, puesto que me colocaron por encima de Dios. El escritor verdadero ama apasionadamente las apariencias, no busca la Verdad. (Después de haber leído algunas páginas de Saint-Simon.)

No es verdad que no podamos vivir sin dioses. En primer lugar, nos formamos simulacros suyos, y, después, el hombre lo soporta todo y se acostumbra a todo. No es lo bastante noble para perecer por decepción. Cada día lo experimento: todas las personas que conozco, y que se dan a conocer de una u otra manera, buscan ardientemente la gloria, o al menos el renombre. Pasión asquerosa y, sin embargo, comprensible, incluso inevitable. Cuando uno mismo ha deseado esa misma gloria, se molesta al ver a los demás aspirar a ella y atormentarse por una quimera. Apartarse de ella es perder una innegable fuente de sufrimientos. Pero no se puede tener todo. No se puede uno imaginar a un Pascal queriendo ser «original». La búsqueda de la originalidad casi siempre es el sello de un espíritu de segundo orden. Parezco un corredor que, retirado de la carrera, se pusiera a meditar sobre ella. El acto de pensar corre parejo con cierto ahogo. El espíritu es a la vez causa y efecto de nuestras inhibiciones, de nuestras tentativas abortadas, de cualquier manifestación de impotencia, sea cual sea. Solo he conocido a dos hombres que, en contacto con la religión, me hayan parecido haber alcanzado una especie de santidad: un periodista de provincia en Rumanía y un diamantista argentino. El primero era uniato; el segundo, judío (había pasado dos años en la India que lo habían marcado enormemente). Nadie me ha hablado de cosas religiosas con tanta pureza como ellos. Uno y otro desprendían una luz que jamás he vuelto a encontrar en otra parte. A fuerza de repetirme a mí mismo que los demás hacen demasiado, ahora yo no estoy haciendo suficiente, por emplear un giro «eufemístico». Si no es reconfortante, en cualquier caso es halagador pensar que moriremos sin haber demostrado de lo que somos capaces.

Los últimos a quienes perdonamos su deslealtad para con nosotros son aquellos a los que hemos decepcionado. O: perdonamos su deslealtad a todos, salvo a aquellos a los que hemos decepcionado. O: siempre somos inflexibles con aquellos a los que hemos decepcionado. Pienso en un montón de gente a la que he conocido y que ya está muerta. ¿Qué ha quedado de ella? Nada, ni siquiera mi recuerdo, puesto que confirma su nada. Es indecente decir «yo» cuando el «se» se ajusta más. Es posible, ¡pero el «yo» es mucho más cómodo, más agradable! Hipocresía de la impersonalidad. No nací del lado del objeto. Durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, pedí al levantarme el deseo de que el fin del mundo ocurriera en el transcurso de la jornada. Para abrirse a otra realidad hay que hacer estallar las categorías en las que la mente está confinada; hay que recomenzar el Conocimiento. Hablar sin ironía de los propios éxitos es señal de gran indelicadeza (es incluso más indelicado que hablar de las propias riquezas, porque la riqueza es un hecho, y el renombre, una opinión, un juicio de valor). 31 de diciembre de 1962... Dejémoslo. X me expresa sus deseos y me habla de sus enfermedades con voz de desesperación. Todo lo que puedo decirle es que hay seres que deben sufrir, ya que ese es su destino. Añado, a modo de consuelo, que se puede vivir y sufrir, que se puede muy bien incluso continuar, a pesar del desaliento. Me pongo como ejemplo: ¡más de treinta años de males diversos! «Aun cuando la demostración de Leibniz fuera verdadera, aun cuando se admitiera que, entre los mundos posibles, este es siempre el mejor, esa demostración no daría aún ninguna teodicea. Puesto que el creador no solo

ha creado el mundo, sino también la posibilidad misma: por consiguiente, debería haber hecho posible un mundo mejor.» (Schopenhauer) La Schadenfreude...,1 expresión incorrecta. Hay crueldad en todos los estados, excepto en la alegría, que es lo más puro que se puede experimentar en este bajo mundo. El placer puede ser cruel, la desesperación, la tristeza, todo excepto, una vez más, la Alegría. «La muerte, ese cambio de estado tan marcado, tan temido, en la naturaleza es solo el último matiz de un estado precedente...» (Buffon) «No se deben reflejar la cólera o el odio más que con actos. Los animales de sangre fría son los únicos que tienen veneno.» (Schopenhauer) El amor es un sentimiento totalmente anormal, puesto que se acompaña de todos los turbios estados que caracterizan por lo general a un espíritu trastocado: angustia, desesperación, desconfianza malsana, estallidos de felicidad, egoísmo llevado hasta la ferocidad, etc. Es una felicidad de rabioso. Nada más insoportable que una mujer que conoce algo a fondo, que estudia un problema, que demuestra competencia en las materias vagas, como la literatura o el arte. Para conservar su encanto, una mujer debe tan solo tocar superficialmente o adivinar; tan pronto como sabe, ya no seduce. Del mismo modo, nada es más exasperante que un poeta que profundiza, que insiste, que quiere agotar un tema o un asunto. Es necesario, por el contrario, si quiere mantenerse vivo, que dé un vistazo único. Tiene que rumiar sobre todas las cosas, y no meditar. Solo los poetas que han perdido la inspiración vuelven y vuelven sobre el mismo motivo, solo ellos quieren ser autoridad en un sector cualquiera. El abandono es lo más difícil de conservar del mundo. Si no me entiendo con los franceses es porque me mosqueo tan pronto y tan a menudo como ellos. Solo puedo ser feliz entre los daneses, entre los alemanes, entre aquellos que parecen «gilipollas».

Combato la desesperación con la cólera, y la cólera con la desesperación. ¿Homeopatía? Me hago el olvidado. ¡Como si antes hubiera sido conocido! Todo el mundo me pregunta: «¿Qué haces? ¿Para cuándo un nuevo libro?». Es increíble hasta qué punto la necesidad de publicar se ha convertido en una costumbre. Se está obligado a ello, so pena de pasar por un fracasado. Sin embargo, no hay que ceder. El tipo de melancolía que padezco no está hecho para entenderse con la palabra. Es música lo que habría sido necesario. No es de la muerte de lo que tengo miedo, es de la vida. Hasta donde puedo recordar, es esta la que me ha parecido insondable y terrorífica. Mi incapacidad para integrarme en ella. Miedo, luego, de los hombres, como si yo perteneciera a otra especie. Siempre la impresión de que mis intereses no coincidían en ningún punto con los suyos. Lo que siempre me lo ha arruinado todo es que antes de profundizar en cualquier cosa veo sus límites, ya se trate de un ser, de un objeto o de una idea. Al respecto, hay que hablar de intuición. Me la habría ahorrado con mucho gusto. No se puede uno imaginar don más funesto. «El encanto se ha roto»... ¡A propósito de cuántas cosas no habré yo repetido eso en mi vida, y con qué crueldad! Porque mostrar semejante complacencia en la decepción es ser cruel. Siempre tengo la impresión, incluso la convicción, de que lo que hacen los demás yo podría hacerlo mejor. ¿Por qué no tengo la misma reacción con respecto a lo que hago yo? Por poco que me encuentre bien, la inspiración me abandona, los temas mismos me faltan. No es casualidad que la frase que más me ha marcado sea aquella de Pascal respondiendo a su hermana, que lo invitaba a hacerse

tratar: «Es que no conocéis los inconvenientes de la salud y las ventajas de la enfermedad». Recuerdo perfectamente que cuando lo leí, en la biblioteca de la Fundación Carol de Bucarest, tuve que hacer un esfuerzo para no pegar un grito. Podemos sublevarnos contra las injusticias, pero no contra el cansancio ni contra el desgaste del mundo. Ningún amigo nos dice nunca la verdad. Por eso solo es fecundo el diálogo mudo con nuestros enemigos. Es en la cima de su carrera cuando cada cual conoce su mayor amargura. Podría citar mil ejemplos. No puedo más, no puedo más. ¿Es posible que desperdicie así mis horas? Esta mañana, cuando he visto que era casi mediodía y que, como de costumbre, aún no me había puesto a trabajar, he estado a punto de llorar. Voy hacia el abismo, está claro. Nuestro himno nacional, que empieza con «Despierta, rumano, de tu sueño de muerte»..., ¡ah, qué eco no suscita en mí! Consejo a un joven: «No olvides que nunca se les puede decir la verdad a los superiores ni a los amigos». Hoy he visto por primera vez a X, de quien he leído todos los libros. Un hombrecito, una voz de falsete, una muñeca amable. Quizá Bergson no causara mejor impresión. Y, por otra parte, qué más da que tengamos un cuerpo en vez de otro. Es señal de infantilidad sentirse decepcionado con la apariencia física de la gente. Y, sin embargo, ¿qué hacer para ser insensible a ella? ¡Y pensar que hay gente que se concede el derecho de aburrirte durante tres horas seguidas!

El miedo de importunar, de no poder distraer a los demás, la verdad sea dicha, hace que yo no pueda visitar a nadie, a menos que me esfuerce mucho. Enero 13. Domingo por la mañana. Un frío que pela. Algunos transeúntes que parecen abatidos, que me ven —quizá me tomen por loco— cantar a voz en grito cancioncillas húngaras. Este frío me recuerda los inviernos de mi infancia (menos la nieve, con la que este país no es obsequiado, desgraciadamente), me pone contento. He observado que casi siempre estoy alegre cuando todos los demás están tristes. «Yo era Profeta cuando Adán estaba aún entre el agua y el barro.» ¡Qué orgullo en esa frase de Mahoma! Solo se puede pensar realmente en la eternidad estando tumbado. Se comprende que haya sido particularmente captada por los orientales: ¿no adoraban la posición horizontal? Dirigir los ojos hacia el cielo modifica necesariamente el curso de los pensamientos. En cuanto nos echamos en la cama, o en el suelo, el tiempo ya no pasa y deja de contar. La historia es el producto de una humanidad en pie. El hombre, como animal vertical, debía acostumbrarse inevitablemente a mirar hacia delante, no solo en el espacio, sino también en el tiempo. ¡A qué humilde origen remonta la idea de futuro! Los celos —en el amor, se entiende— confieren talento a cualquiera y lo elevan por encima de los más imaginativos. Rivarol, que tradujo el Infierno, reprocha a Dante haber escrito esto: «El aire estaba sin estrellas». La estética del XVIII alcanza un paroxismo de antipoesía. Los estragos de Voltaire son increíbles. Mi incapacidad para decir a la gente la verdad a la cara, mi cobardía, en definitiva, me han metido en más complicaciones que si hubiera sido un héroe moral.

Arremeto contra el hombre en general, pero no tengo coraje delante de un individuo. Tengo un miedo terrible de herir, y seguramente de ser herido yo mismo. Se puede ser pusilánime por exceso de sensibilidad. Soy vomitado, soy escupido por el Tiempo, estoy embriagado de mi decadencia. Encontrarse de pronto en medio de lo Incomunicable, sentir sobre uno mismo el peso de la vaguedad que no podrá ser dicha... El dolor no condena la vida, el dolor la redime. (Por qué yo no soy budista.) Solo son dignos de compasión los que, con un fondo religioso, no pueden mantenerse en ninguna religión y tropiezan (¿exceso de lucidez o impotencia?) en el umbral de lo absoluto. ¡Con qué admiración no contemplan ellos a cualquiera que sepa rezar! Los dolores imaginarios son los más reales de todos, puesto que son aquellos de los que tenemos necesidad y que hemos inventado porque no podemos prescindir de ellos. Lo compruebo todos los días: se puede tener piedad de los hombres, pero amarlos es imposible. Es ahí, en ese punto central y preciso, donde el cristianismo se equivoca. Francia, la nación más dotada de Europa. No estoy hecho para «pensar»; cuando me entrego a ello, el orden lógico de mis razonamientos es pronto interrumpido por la irrupción de alguna cantinela interior, de un murmullo, más bien. Mi propio «pensamiento» es musical. Todos los espíritus crueles me atraen, ya sean personajes literarios o históricos. Mi tristeza oculta una increíble crueldad que no puede ni quiere satisfacerse.

Sábado, 26 de enero de 1963 Ganas de llorar. He triunfado sobre todos los deseos. Desgarro (en sentido propio) de toda la trama de mi ser. Sensación de soledad tan nítida y tan potente como en la «demencia lúcida». La Vida me echa a un lado para ella poder avanzar. Sentirse como un obstáculo al curso de las cosas. Importuno el Devenir. Lo que me hace perder el gusto por el futuro es la certeza de que en él todo será más feo que en el presente. Solo de pensar en el deterioro de la arquitectura desde principios del XIX hasta nosotros me da un escalofrío. ¿Se puede uno imaginar lo que será en el futuro? Más vale no pensar en ello. Cualquier cuestión, la que sea, es ilimitada. Es nuestro espíritu estrecho de miras, nuestra manía de definir, lo que le impone fronteras. Esos tejados horribles y ese cielo gris, que contemplo hasta el embrutecimiento. ¿Dónde encontrar ahí el menor indicio de esperanza y de realidad? La desolación del aquí abajo en estado puro, del catastrófico aquí abajo. Todo lo que veo a mi alrededor favorece mi desesperación y me confirma en mi horror del mundo. Mi vieja teoría: no se puede vivir ni con Dios ni sin Dios. ¡Santillana del Mar! Pienso en ella en disposición de plegaria con el tono del desgarro más profundo, según el modo de un pesar lacrimal.1 Esos momentos en los que nuestros pensamientos descienden, descienden cada vez más abajo —hasta nuestra tumba, que atraviesan— y luego remontan hacia no se sabe qué... Hay un estado de desconveniencia entre el mundo y yo que se acentúa con los años; en tono de frialdad, es cierto, y no ya de lirismo, como era el caso antes. (Creo muy sinceramente que un ángel se sentiría mucho más en casa

en este bajo mundo que yo. La comparación no es buena: ya que no es la pureza lo que me impide estar al unísono con este mundo, no, es otra cosa, un veneno nostálgico, del que solo los demonios, esos exángeles, pueden tener el presentimiento o la idea.) Una melodía remendada. Cuando nos hemos desentendido de las cosas, nada se produce..., afortunadamente. Quien dice «acontecimiento» dice «testarudez». 1 de febrero de 1963 He escuchado esta tarde durante dos horas a un compañero de clase al que no había visto desde hacía quince años. Digo bien, escuchado, puesto que ha hablado sin parar de sus hazañas, de sus éxitos, de su fortuna, de su mujer y de todo el mundo. No creo que haya inventado, pero tiene una manera de adornar el más mínimo detalle de sus aventuras que te deja entre el asombro y el asco. ¡Una cosa tras otra! «Le he dicho», «he tomado la delantera», «he trabajado veinte horas cada día». Al final, me ha pedido que acuda a él si algún día estoy necesitado... Es bueno frecuentar a estos rumanos: los defectos de los hombres en general se revelan en ellos en toda su desnudez. Aunque falsos, no saben disimular, o, mejor dicho, tienen una manera de disimular que no hace más que denunciarlos completamente. «El Espíritu Santo no es escéptico.» (Lutero) Una de esas frases inagotables, a las que querríamos dedicar todo el ocio de nuestros insomnios. Antes de la guerra vivía ese viejo poeta enfermo que había sido del todo olvidado y que, lo he leído en alguna parte, había dado la orden de que no estaba para nadie. Su mujer, por caridad, iba de vez en cuando a llamar a su puerta... Los escritores menores están menos anticuados que los mayores. (O mejor dicho: son más legibles.) La razón de ello es que están menos marcados que los demás por los defectos y por las cualidades de la época en que viven.

Ayer fui a un cóctel, del que volví furioso, airado. Ya no puedo asistir a ese tipo de mascarada. Ver a gente reunida sin necesidad me resulta insoportable. El espectáculo del «gran mundo», a mi edad ya no se debe barajar esa posibilidad. He decidido rechazarlo todo en el futuro, aislarme de los demás, vivir en París como si no estuviera ahí. El comercio de la inocencia es tan pesado como el de la picardía. Hay que buscar un término medio entre la sociedad y la naturaleza. ¡Si el descontento con uno mismo pudiera proporcionar talento! «... hemos contraído al nacer la obligación de morir.» (San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales) Es destruyendo lo que ha hecho, arrojando al fuego los textos con los que no está contento, como un escritor demuestra fuerza. Publicar lo menos posible, ese debería ser su lema. En el fondo, estoy agradecido a mi pereza por haberme desviado de la inflación en la que los demás caen por exceso de vitalidad, de trabajo o de talento. Si estuviera seguro de que tengo tantos defectos como los demás, como la gente a la que conozco, me mataría en el acto. ... Pero ¿cómo dudarlo? Los «buenos», los generosos, que se ocupan de buen grado de los demás, son casi siempre unos vanidosos, unos jactanciosos simpáticos, entrañables. La bondad es una forma especial de vanidad y de jactancia. La bondad es una versión noble de la vanidad y de la jactancia. El papel del insomnio en la historia. De Calígula a Hitler. La imposibilidad de dormir ¿es causa de la crueldad o consecuencia? El tirano está en vela, eso es lo que lo define propiamente.

Todo lo que hacen los demás, como todo lo que hago yo, me parece innecesario. De ahí que todo acto me pese y que «vivir» sea para mí un suplicio. Escribir es proclamar que algo no funciona en sus relaciones con el ser. Acabo de terminar un artículo sobre la gloria que no vale nada. ¡Menuda idea, abordar semejante tema! ¿Por qué proceso he llegado a hablar de él? Qué estúpido es. Cualquiera que haya sido ídolo, por muy poco que lo haya sido, está condenado a estar anticuado. La fama es la muerte del espíritu. Mi país: encanto, vulgaridad y desolación. He leído en una Historia de Inglaterra un retrato de Guillermo el Conquistador que me ha entusiasmado enormemente. Amaba tanto a las bestias salvajes que solo se atrevían a abatir alguna a sus espaldas. Por amor a ellas paseaba por bosques espesos y oscuros. Detestaba a los hombres, hablaba poco y no perdonaba a nadie. He hecho voto de soledad. Estamos tanto más despiertos cuanto que percibimos la parte de vacío en cualquier cosa. O: Estar despierto es percibir la zona de vacío en cualquier cosa. Ocurre con la vida como con un texto que hemos trabajado muchísimo, que querríamos mejorar aún más sin conseguirlo, porque estamos hartos de él: ni una coma más que ponerle. Por más que sabemos que es insuficiente e incompleto, no encontramos nada para darle cuerpo. Lo propio del escepticismo es que una vez que lo hemos conocido, por mucho esfuerzo que hagamos por librarnos de él volvemos a caer en él inevitablemente. Es una enfermedad cíclica.

Alguien dijo que yo estaba torturado por dos problemas solamente: Dios y el estilo. Si hubiera podido tener relaciones sinceras con los hombres, seguramente habría prescindido de la idea de Dios. Nacimiento, matrimonio, entierro..., ¿por qué los acontecimientos irreparables suscitan siempre sentimientos falsos? 26 de febrero de 1963 Soy distinto de mis sensaciones. ¿Cómo? Jornadas perdidas en conversaciones, y esa habituación a mi nulidad. Lo que me interesa es ver hasta qué punto puedo disociarme de este mundo. El otro día, en el autobús, conocí a un joven escritor de vanguardia (!) que me reprochó no ser revolucionario, no querer innovar en nada, no aportar, en definitiva, nada nuevo. «Pero yo no quiero cambiar nada de nada», le dije. No entendió nada acerca de mí. Me tomó por modesto. Siempre me han gustado los dioses agonizantes, las religiones desafectadas, sin futuro, con el agua al cuello. De ahí mi pasión por Celso. Cuanto más avanzo, más crece la cantidad de libros ilegibles. Llegará un día en que ya no podré leer nada, en que me contentaré con mirar. Esta tarde he ido a una reunión de «negocios» con la idea de ser palmario, tajante, claro. Se trataba de presentar mi dimisión como director de colección de Plon. Como era de esperar, he dudado, he oscilado entre sí y no, y me he ido sin haber resuelto nada. Soy incapaz de tomar una decisión ante un rostro. Cualquiera me hace perder todos los papeles. Cualquier momento que no se pase a solas con uno mismo es un momento perdido.

Liquidar, es mi manía, mi vicio. ¡Con qué voluptuosidad me entrego a ello! ¡Y el gusto amargo después! Cuando uno ya no puede pensar más que en su infancia, entonces se cierra el ciclo de una vida. Cuanto más atormentado está un hombre por la muerte, más desea la gloria. La idea de la vanidad universal es un excitante. «El que es Dios por naturaleza conversa con los que Él ha hecho dioses por la gracia...» (San Simeón, el Nuevo Teólogo) Toda la esencia de la mística cristiana está ahí. 5 de marzo de 1963. Escuchado anoche la Pasión según san Juan, alegría próxima al éxtasis. Una vez en la calle, ese contacto con lo innoble, con lo cotidiano, me hizo preguntarme si las tres horas «sublimes» que acababa de pasar no tendrían elementos de alucinación. Y sin embargo esas horas me habían proporcionado a la vez la certeza y la emoción de la suprema realidad. Quien tenga la sensación del tiempo se aferrará tanto mejor a lo que resiste a él, a lo que trasciende su fragilidad. Salvo raras excepciones, todos los fervientes de la forma tienen una conciencia aguda de la futilidad universal, de la nada de los actos y de la vida como tal. Y para aferrarse a algo sólido, duradero, apuestan por las palabras y se sirven de ellas. El gusto por la perfección deja entrever alguna herida secreta. Cuanto más dañados estamos por el tiempo, más queremos escapar de él. Escribir una página impecable, una frase solamente, nos eleva por encima de las corrupciones del devenir. Triunfamos sobre la muerte por la obsesión por la perfección, por la búsqueda apasionada de lo indestructible a través del verbo, a través del símbolo mismo de la caducidad. La vida cumple con todas las condiciones que exige lo Insoluble. Un entierro representa a la vez el triunfo y la ruina de cualquier metafísica.

¡Si nos estuviera permitido reflexionar sobre cualquier cosa, excepto sobre la vida y la muerte, excepto sobre esas banalidades devastadoras! Filosóficamente, la libertad apenas es concebible: como idea es superficial, no se sostiene; como creencia es profunda, e ilegítima. En un libro gnóstico, El Evangelio según Tomás, topé anoche, antes de acostarme, con estas palabras: «Jesús dijo: “¡Ay de esa carne que depende del alma, y ay de esa alma que depende de la carne!”». Impresión extraordinaria, para perder el sueño. Se habla de las enfermedades de la voluntad, y se olvida que la voluntad misma es una enfermedad, que querer es una actividad no natural. Lo veo todo a través de los conceptos, tanto los detalles más mezquinos como los más raros. De ahí mi ineptitud para la poesía. Nerviosismo de fin de mundo. ¿De qué sirve haber leído a todos los sabios? Amoldarse a la materia, seguir su ejemplo, imitar su calma..., por más que me obligo a ello, no lo consigo. Cuando pienso en todos aquellos que han triunfado, y que conozco de cerca, veo que nadie ha alcanzado la forma de gloria que esperaba. ¿Es una ley? ¿Es una artimaña de la naturaleza? Nadie encuentra el destino con el que ha soñado; y cuanto más satisfecho está, menos se acerca a él. El reinado de la ironía universal. Si valgo algo, es únicamente porque no hago nada por demostrar de lo que soy capaz. Una flor es una plegaria muda. Lo mismo se puede decir de todo lo que no sirve para nada, de lo inútil en sí mismo. Domingo, 10 de marzo. He salido a dar un paseo, pero he vuelto rápido. Imposibilidad de mirar a los transeúntes, su mera «existencia» me parece inconcebible. No se puede pasear con la cabeza gacha, con los desgarros de

la vergüenza. ¿Vergüenza de qué? ¡Ojalá lo supiera! ¡Esa depresión metida en mi sangre! Todos mis sentimientos son subproductos de mi depresión. «Es llorando como se divierte el húngaro.» ¿Es un verso? ¿Es un proverbio magiar? No lo sé. Pero lo que sí sé es que pertenezco a ese mundo, aunque solo sea por mi depresión. La huida del trabajo. Me precipito hacia cualquier ocupación mezquina, estoy seguro, con el único propósito de no pensar, de evitar un encuentro con lo esencial. Fui hecho para el claustro o para el baile, no para ser un escritor que no escribe. Hay un límite incluso para el remordimiento. ¿Lo he alcanzado? Me temo que sí. Al examinar bien a los seres, no encontramos a ninguno al que realmente podamos envidiar. ¿Qué conclusión extraer de eso? Mi desgracia es atacar siempre los problemas, cuando estoy hecho para confesiones. Hojeado un libro de imágenes sobre Proust. La moda 1900 es intolerable. Impresión de tristeza y de asco. El traje siempre está más anticuado que las ideas o los sentimientos. Cuanto más avanzo, menos es el Lenguaje mi «fortaleza», mi «feste Burg». Depender de alguien es una pesadilla para mí; nadie sabe tanto como yo lo que cuesta afrontar la pobreza; no, el espectro de la indigencia. Pasión por el ser; asco por los seres. ¡Llegar a tener miedo de todo lo que no es uno mismo, miedo, miedo!

Meditar es poner un intervalo entre el pensamiento y la palabra. Pocos hombres lo consiguen. Tres horas de conversación. He perdido tres horas de silencio. 14 de marzo. Anoche, cena fuera de casa. Apenas dije una palabra. Un aburrimiento que rayaba en la desesperación. En cada célula del cuerpo, ese vacío destructor y cantarín..., eso es lo que yo llamo Melancolía. Kierkegaard: pensamiento voluble, profundidad difusa. ¡Qué lástima que no supiera resumir! Lo más difícil, una vez rotos los vínculos entre los seres y las cosas, es volverse a acostumbrar a unos y a otras, readaptarse a las viejas ilusiones, retomarlas una a una. Habría que renunciar a emitir un juicio de orden moral sobre nadie. Nadie es responsable de lo que es ni puede cambiar de naturaleza. Eso es evidente y todo el mundo lo sabe. ¿Por qué entonces alabar o calumniar? Porque vivir es valorar, es emitir juicios, y porque la abstención, cuando no es efecto de la cobardía, exige un esfuerzo agotador. Esa angustia sorda que preludia la imbecilidad... Los filósofos empiezan con reflexiones sobre la física y acaban con consideraciones sobre la moral. Véase Grecia. Leo en un filósofo del siglo XIX que La Rochefoucauld tenía razón para el pasado, ¡pero que sus Máximas no se aplicarán al hombre del futuro! Es a base de excitantes (café, tabaco) como he escrito todos mis libros. Desde que no puedo tomar ninguno, mi «producción» ha caído a cero. ¡De lo que depende la actividad de la mente!

No puedo concentrarme más que en recuerdos lejanos. Ellos absorben toda mi capacidad de atención. ¿Es un principio de envejecimiento, o estoy en plena chochez? Cualquier análisis que acaba con una nota de esperanza sigue la convención y se destruye a sí mismo. Mis amigos, uno tras otro, me envían sus libros. Solo yo no escribo ninguno. Intento vanagloriarme de ello, y a veces lo consigo. La amargura resulta de la ambición insatisfecha, frustrada, desmesurada. La amargura es señal de una imperfección muy grande, por no decir de una bajeza muy grande. Es fácil escribir cuando se puede hacer sobre algo que no sea uno mismo... Cualquier forma de prisa refleja algún trastorno mental. Tengo que escribir un texto sobre el Dolor. Veo bien lo que tengo que decir de él..., pero ¿por qué decirlo? ¿Por qué no sufrir en silencio como las bestias? En las inmediaciones, un gallo canta todo el tiempo (¡plaza del Odéon!). Es mi amigo, mi único amigo. Debe de vivir en alguna buhardilla de la casa de enfrente. Su presencia —su canto, sobre todo— me reconcilia con París, e incluso conmigo mismo. Fui hecho para ser un chico de granja, para acomodarme en la boñiga. Con un alma elegiaca es imposible vivir en la Historia y hacer un buen papel en ella. ¿Cómo presentarse en ella, cuando se sabe, cuando se siente que cada día que pasa nos aleja un poco más del Paraíso? El Fin del Mundo se manifestará cuando la idea misma de Dios haya desaparecido. De olvido en olvido, el hombre logrará abolir su pasado y abolirse a sí mismo.

Entre una explicación científica y una explicación «mística», del tema que sea, siempre es la primera la más superficial y la más decepcionante. Eso no quita que uno pueda cansarse también de las explicaciones «profundas». Si fuera crítico, jamás hablaría de un escritor cuyos méritos son evidentes. Encontrarse en un estado de inspiración sin ideas, en un entusiasmo vacío, compaginar el aliento con la nulidad, el éxtasis con la carencia, vivir en un lirismo sin poemas..., abdicar en el umbral de lo expresado, conocer ese silencio convulsivo frente al Verbo... 25 de marzo de 1963 Esta mañana me he sentido prisionero de una legión de demonios. El Infierno al alcance de la mano. Suerte que existe el Tiempo; de no ser así, jamás escaparíamos a la humillación ni a la vergüenza. Vivo con sentimientos que no exigen la eternidad, que por el contrario la temen. Esos miedos repentinos, esa espera de que algo suceda, de que la suerte del cerebro se decida... Huelo la impostura en todo y en todos, no veo más que irrealidad y mentira en todas partes. Mi trato con los demás se encuentra extraordinariamente comprometido por ello. Cuando conozco a un hombre verdadero, mi primer impulso es pensar que se trata de una equivocación o de una alucinación. Cuando veo en el prójimo el miedo al futuro, me da vergüenza experimentarlo yo mismo e intento deshacerme de él. Solo nuestra cobardía nos parece legítima y soportable; la de los demás es repugnante, siempre. La despreocupación, señal por excelencia de un «corazón noble». En la ansiedad entran pusilanimidad e incluso cobardía. La tristeza es un dolor que se reduce indefinidamente.

Tropiezo con un muro, a cada instante. Imposible desembocar en lo que sea, si no es en una interrogación que degenera en duda. 29 de marzo Noche atroz. Cada minuto, interminable. Los nervios, el reúma, el estómago, sobre todo..., como en una conspiración, todos se han empleado en aplastarme, en dejarme fuera de juego. Es una pérdida de tiempo buscar una fórmula de salvación. Hay que despreocuparse y extraer las conclusiones de lo que se es. Y, sobre todo, no olvidar la recomendación de la Bhagavad-Gītā: «Más vale perecer en la propia ley que salvarse por la de otro». Domingo, 30 (o 31) de marzo. Esta tarde, después de llevar a S. a la estación, crisis depresiva rayana en el suicidio. ¡Vacío, vacío, vacío! Nada dentro de mí ni a mi alrededor. Momentos semejantes te llevan directamente al psiquiátrico. Además, estás realmente enajenado, en el sentido propio del término. Ya no eres tú mismo. He pasado junto a una iglesia, sin siquiera pensar en entrar. ¿Para qué meter a Dios en lo intolerable? Sin embargo, habría que encontrar una fórmula para rezar. No sé por qué milagro consigo durar. Hablar mal de la existencia no es en mí ni un capricho ni una costumbre, sino una terapéutica. Me alivia, lo he experimentado un número incalculable de veces. Para no sucumbir a la angustia ni al horror, me empleo en execrar lo que causa una y otro. Solo nos apegamos a lo que hemos perdido o a lo que no tenemos. Regla general: si queremos dar en el clavo, hay que alabar los defectos de alguien, nunca sus cualidades. Ir a un espectáculo o a una reunión en los que se conoce a todo el mundo es una auténtica pesadilla. No entiendo cómo un hombre sensato puede aspirar a la celebridad. «¡Haz, Señor, que permanezca desconocido!»... Esa plegaria de Reverdy es bella, por supuesto, pero no era del todo sincera.

¿De dónde sale que, en la vida, la rebeldía nos aburre pronto, mientras que la decadencia siempre suena bien? En la humillación, ¡qué incendio de la sangre! Un hierro candente que baila en nuestras venas. Cada día empaña un poco más la imagen que tengo de mi Indiferencia. Ya no quiero ser nada, pero no me gusta que los demás me tomen la palabra. Definitivamente, no me amoldaré jamás al poco caso que se me hace. Vergüenza y desolación. ¡Ay de aquel que no ha vencido su nombre! Las naturalezas sensuales tienen miedo a la muerte (Tolstói). Las «seráficas» (Novalis), no. Para descubrir el secreto de un ser, solo tenemos que ir a lo más bajo. No porque se agote en esos lados mezquinos que le suponemos y que seguramente posee, sino porque son esos lados los que explican no hacia qué se dirige, sino por qué actúa en general. Todos a mi alrededor hablan de doctrinas, y casi nadie de realidades o de experiencias. Pensadores, críticos, escritores, eruditos..., variedades del hombre exterior. Mi pasión por las verdades jadeantes... ¿sería señal de inmadurez? ¿Una prueba de mi ineptitud para la sabiduría? Si fuera creyente, sería cátaro. Lo que hace de mi vida una prueba continua es que las cosas que existen para los demás no existen para mí, y que, si quiero seguir el juego, tengo que realizar un esfuerzo que no deja de torturarme, de agotarme. Mi mente está tocada. ¿Vislumbrará algo, quizá, aprovechando sus fisuras? ¡Cuánto miedo tengo a veces por el futuro de mi cerebro!

7 de abril de 1963 Por primera vez desde hace seis meses he abandonado París para ir al campo. Sensación de salir de la cárcel. Maravillado. He hecho veinte kilómetros a pie siguiendo el curso del Ourcq, hacia La Ferté-Milon. Que yo sea un habitante de una gran ciudad es la mayor ironía de mi destino. En medio de un bosque, cerrar los ojos y escuchar a los pájaros: imposible pensar que su canto sea parloteo, y que no sean conscientes de su felicidad. Odio a los jóvenes, a todos aquellos que me recuerdan mis entusiasmos de antaño. La Ferté-Milon, pequeña ciudad bastante fea, pero que me gusta porque las casas ahí son minúsculas, apenas más grandes que los hombres. La arquitectura debería haberse atenido a esas dimensiones. No hay ataúdes de varios pisos. No creo, como Marción, que el demiurgo fuera aciago, creo que era incompetente. Es increíble hasta qué punto todos los pensamientos que he concebido contra mí se han convertido en experiencias y, finalmente, en realidades. He meditado bien mi ruina. Mi manera de ser sabio: todas mis dudas teóricas se han convertido en dudas prácticas. Mi coqueteo con el escepticismo lo pago ahora. Sabiduría y desgracia, el único que comprende esos términos soy yo. Es porque mis aspiraciones y mis ambiciones profundas no son las de un sabio. Fue Lamennais, creo, quien definió el halago como la «cortesía del desprecio». Tan difícil es estar loco como ser cuerdo. Renunciemos a las jerarquías, no sopesemos más las condiciones, contentémonos con una alta abulia.

La gloria solo se encariña con aquellos, santos incluidos, que han tenido sentido de la actitud y —¿por qué no?— de la provocación. Eso es cierto incluso en el caso de un Pascal. Pero no es cierto en el caso de un Joubert, espíritu más puro y, por delicadeza, menos atormentado. Mi predilección es claramente por aquellos que han escapado a la Celebridad. Cuando se escribe, siempre se tiene tendencia a completar el propio pensamiento, y esa es la manera segura de arruinarlo. El mayor arte es detenerse, no profundizar. Es más fácil agotar un problema que sugerir sus dificultades. (Esta última frase lo arruina todo.) Conozco a muchos que no se detendrían ante nada por un gran fracaso. Pero el fracaso compete al destino y no a la literatura. Cuando no tenemos un objetivo hacia el que converjan todos nuestros actos, solo nos gusta el pensamiento discontinuo, roto, imagen de nuestra vida hecha pedazos. Tras la muerte de su hija, Tulia, Cicerón, retirado al campo, se dirigía a sí mismo cartas de consuelo. Lamentamos y nos alegramos de que se hayan perdido. Hasta en medio de la desesperación, seguía siendo un hombre de letras. Tenía una vanidad de griego. Era más inteligente que Tácito, pero era la única ventaja que tenía sobre este. Defensa de Francia: una nación de avaros no puede ser superficial. He observado que todos los que realizan un esfuerzo importante lo logran gracias a pasiones sórdidas, a la enfermedad, a la sed de gloria, a los celos, etc., nunca por la mera espontaneidad de su mente. El hombre sería un abúlico sin una fuerza más o menos extrínseca que lo impulsara a actuar, a realizarse, a conquistar. ¡Qué falso es el idealismo en filosofía y qué pésimo en psicología!

Los días en que escribía en primera persona, todo fluía por sí solo: desde que he desterrado el «yo», la menor frase exige un esfuerzo que no me siento nada inclinado a realizar. La impersonalidad paraliza mi espontaneidad. Formo parte de esos espíritus, dudosos, a decir verdad, que solo se sienten cómodos cuando hablan de sus preocupaciones o de sus hazañas. Antaño no pensaba que fuera posible caer en la demencia por exceso de aburrimiento; ahora lo pienso a veces... Basta con contemplar las nubes inmóviles durante algún tiempo para que se tambalee el resto de vitalidad y de equilibrio que aún poseo. 13 de abril. Anoche fui a escuchar la Mathäuspassion a Pleyel. En cierto momento pensé que todos esos hombres y mujeres de la orquesta y del coro serían cadáveres dentro de cincuenta años. Y de repente vi a unos esqueletos cantando, tocando el violín, la flauta, etc. Los dos pueblos que más he admirado: los alemanes y los judíos. Esa doble admiración, que después de Hitler es incompatible, me ha llevado a situaciones cuando menos delicadas y ha suscitado en mi vida conflictos que podría haberme ahorrado. No son tus experiencias lo que me interesa, sino tu manera de presentarlas. Una vida no es una obra. Cuando esperamos a alguien que se retrasa o que simplemente no llega, cada instante azota nuestros nervios, y, al cabo de una hora de vana espera, sentimos que estamos a punto de estallar con todos los instantes que hemos soportado en la exasperación. Un monólogo cuyo contenido se reduce a un desfile de objetos..., eso es la novela contemporánea. Sábado noche, víspera de Pascua. Salgo a dar un paseo. Delante de SaintSulpice, aglomeración de fieles. A la entrada de la iglesia, sacerdotes y monjes sueltan con voz artificial palabras, unas veces en latín y otras en

francés, que hablan a menudo de «Jesús», pronunciado con tono imperativo pero sin convicción. Me he ido asqueado. Esta mañana ya he tenido un ataque de anticlericalismo. El Gobierno, decía el periódico, ha destinado millones a la construcción de cuatro iglesias en París..., es decir, en una ciudad en la que todo es posible, conocer la gloria o lo que sea, excepto encontrar un apartamento. (¿Es posible que todavía me indigne? Por lo visto, sí.) En cuanto profundizo en un tema, deja de apasionarme; y, cuando lo conozco, me distancio de él y solo puedo hablar de él esforzándome muchísimo. Podría ser «fecundo» si aceptara hablar de un problema sin conocerlo (al estilo de un Valéry, por tomar un gran ejemplo). Todo este mundo, todos estos seres no son más que el sueño del espíritu absoluto, proyecciones de la maya, de la ilusión cósmica. Me inclino a pensar que el vedānta es el sistema más profundo, el más próximo a la «realidad». Son los libros sobre el lenguaje los que leo con más placer. Hacia la cincuentena uno se vuelve de buen grado gramático. Pasión por la fruslería. Hay en mí una vena por la que me identifico con los no metafísicos, con el linaje de los pensadores que derivan de un Epicuro y de un Lucrecio, pasando por La Rochefoucauld y los filósofos ingleses. El reproche que hago a la metafísica superior, del vedānta al idealismo alemán, es que conceda demasiada importancia al Hombre, que no distinga su carácter irrisorio y grotesco. Debería decir «el Espíritu», y no «el Hombre». Pero son uno. La modestia no le sienta bien al metafísico. Me he vuelto escéptico por humildad y por orgullo roto. Hasta tal punto el mundo exterior ha dejado de existir para mí que responder a una carta, venga de donde venga, me parece un suplicio. Que ya no se acuerden de mí, eso es todo lo que pido. Me vacío poco a poco de todos mis sentimientos.

La alegría secreta que uno siente cuando se cree abandonado por los dioses. Esos filósofos que creen decir algo cuando hablan sin cesar del ser, del ente, etc., etc. Ese machaqueo demuestra bien que no se trata en ese caso ni de verdaderos problemas ni de experiencias, sino de terminología. Esos pensadores piensan sobre las palabras, no a través de las palabras. ¿La fórmula de mi vida y de mis contradicciones? Represéntese la plegaria de un ateo. Cualquier mujer se hace puta o maestra de escuela. El razonamiento de Marco Aurelio según el cual apenas cuenta que vivamos unos días o siglos, puesto que la muerte solo nos arrebata el presente, y no el pasado ni el futuro, que no nos pertenecen, no resiste al análisis ni a las exigencias profundas de nuestra naturaleza. Pero ¡qué patética es la Antigüedad tardía en sus tentativas para minimizar la importancia de la muerte! En lo tocante a consuelo, solo tenemos dos libros capitales: los Pensamientos del emperador romano y la Imitación. Es imposible no preferir la desolación del primero, a pesar de las promesas del segundo. No es la poesía, es la ironía lo que es intraducible. Es porque la ironía aprecia las palabras, su matiz imperceptible y su carga afectiva, más aún que la poesía misma. Por naturaleza, por inclinación profunda, me siento más cerca de la locura de los emperadores romanos que de la sabiduría de los estoicos. Me piden que produzca, que escriba, que publique, me urgen a ello, me acusan de pereza, de esterilidad, y olvidan que esos son defectos de los que yo he hecho elogio, y que es ridículo exigir ajetreo de alguien que siempre ha proclamado la inutilidad de todo. Nadie podrá imaginar hasta qué punto estoy de acuerdo con lo que pienso, ni cuánto pago, en profundidad, a escondidas, por todo lo que sé, por todo lo que he denunciado.

Noche y día me siento fatal por no estar en paz conmigo mismo. No se ha declarado impunemente durante años el desequilibrio santo. Los únicos pensamientos verdaderos son aquellos que surgen entre las preocupaciones de la vida, en los intervalos de nuestros aburrimientos, en esos momentos de lujo que se regala nuestra miseria. Los antecedentes de la Duda siempre son de orden afectivo. No hay disolución lógica, y la razón no se rebela contra sí misma sin un motivo que le sea extrínseco. Los dos mayores sabios de la Antigüedad tardía: Epicteto y Marco Aurelio, un esclavo y un emperador. No me canso de resaltar esa simetría. «Cada hombre del pueblo en rebelión esconde cinco tiranos.» (Lutero) Cada vez que espero a alguien o que tengo que ir a una reunión, se apoderan de mí unas ganas locas de trabajar y la inspiración, que habitualmente me deja plantado, me transporta al séptimo cielo..., ¡seguramente porque no tiene que dar muestras de su aptitud! ¡Qué complicados son los caminos de la apatía! Mi estado de constante desolación viene del hecho de que, ya sea ilusión, ya sea realidad, tengo la convicción de que estoy en todo por debajo de lo que valgo, es decir, que no llego a estar a la altura de mí mismo. Me siento aplastado por el peso de mis incumplimientos. Mis veleidades me consumen: un veneno que me devora. Tengo demasiados remordimientos para tener madera de sabio. El sabio no se atormenta, no se come la cabeza. ¡Al diablo la sabiduría! Estoy harto de esa monomanía. Desde hace algunos años, el cansancio, que estaba distribuido «equitativamente» en mi cuerpo, parece haberse concentrado particularmente en el cerebro: todos los días constato esa ruptura de equilibrio y no veo cómo ponerle remedio.

Todo lo que es malo y perecedero en Marco Aurelio proviene del estoicismo; todo lo que es profundo y duradero, de su tristeza, es decir, del olvido de la doctrina. (Pascal ofrece un caso simétrico.) Seis horas de conversación, de vergüenza, de un hastío tranquilo. Nada nos turba tanto como algunos lugares comunes leídos en determinados momentos, aquellos, sobre todo, que tratan sobre la inestabilidad de las cosas, sobre la vanidad de la gloria y sobre el olvido. ¡Despreciar a todo el mundo y aceptar los elogios de cualquiera! Una sentencia del Talmud que le gustaba a Kafka: «Nosotros, los judíos, como las aceitunas, solo damos lo mejor de nosotros mismos cuando se nos machaca». En la época romántica, todos mis defectos me habrían servido maravillosamente... Nacido en los Cárpatos, ¿cómo he podido llegar a atravesar todos los matices de la saciedad, y sentir ese regusto a nada al principio y al final de cada día? ¡A qué iba a conducir el vigor de mis antepasados! 20 de mayo de 1963, siete de la tarde. Hace un rato, impresión terrible: el termómetro descendía vertiginosamente hacia el cero y la misma operación, a la misma velocidad, se producía en mi sangre. El drama de Kierkegaard: el pesar por ser una excepción, la imposibilidad absoluta de vivir como todo el mundo. Su «astilla en la carne», a ella vuelve a menudo en su lecho de muerte. ¡Todo ello por haber estado en la incapacidad física de contraer matrimonio! Entre Epicuro y Marco Aurelio, solo diferencias aparentes. Uno y otro me ayudan a vivir, y vivo en su compañía. En comparación con ellos, un Séneca no es más que un charlatán.

Solo tengo del cristiano el amor por torturarme, por complicar inútilmente mi conciencia y mis días. Todas las ventajas que tengo sobre mis contemporáneos provienen de mi falta de rendimiento. De vez en cuando suspendo la lectura de los periódicos..., durante una semana, durante dos, a veces durante un mes e incluso más. Hasta me exhorto a no leerlos ya en absoluto. ¡Qué paz! Un baño de intemporalidad diario. Vivir en París tan lejos de los acontecimientos como si viviera en una aldea lejana. Hace algún tiempo empecé a escribir un artículo sobre la enfermedad. El artículo avanzaba... cuando caí enfermo (gripe, sinusitis, etc.), y desde entonces no tengo más ideas sobre la cuestión. Todos estos últimos tiempos he frecuentado a los antiguos (Epicuro, etc., etc.). Por una estúpida necesidad de variedad, he vuelto a sumirme en Kierkegaard; para mí es veneno leerlo: era muy poco pagano, no tenía ningún «arte de vivir» y fue víctima de su alma (cosa inimaginable para un espíritu antiguo). Pienso en mis paseos por los Cárpatos, en ese silencio en las cimas desnudas, donde solo se oía el temblor de algunas briznas de hierba. ¿Dónde encontrar el equivalente de esos recuerdos? ¿Qué he vivido después que pueda hacerme olvidar esos momentos de soledad? Si se quiere ser feliz, no se debe hurgar en la memoria. Por haber querido convertirse en un santo, cuando nada en su naturaleza lo predisponía a ello, Tolstói debió acabar en la tristeza, en el hastío y en el horror. Solo se puede amar a aquellos que se han destruido a sí mismos por haber apuntado demasiado alto. «Conócete a ti mismo» es una máxima esterilizante. Cuando uno se conoce ya no corre ningún riesgo, se niega a

tener un destino. El menor resfriado que pillo degenera en sinusitis, con dolores de cabeza y sensaciones casi ininterrumpidas de idiocia. ¡Qué calvario habrá sido mi vida! Pero nadie quiere creerme, ya que pese a todo tengo buen aspecto. Sin embargo, tres o cuatro meses al año los paso sintiéndome incapaz de escribir, ocupado exclusivamente por mis dolencias. No puedo forzar la «barrera» del cerebro, esa pesadez de la que no soy dueño y que durante tanto tiempo me vuelve inutilizable. Retírale al hombre la facultad —quiero decir, la voluptuosidad— de quejarse, le quitarás todos sus recursos, lo hundirás en la completa desolación. Si Bach puede suplir para mí el resto de la música, no veo al escritor que pueda reemplazar él solo a todos los demás —ni siquiera Shakespeare—. Nos cansamos de las palabras, aunque sean las de Macbeth o las de Lear; no nos cansamos jamás de los sonidos, cuando componen algunos motetes, algunas cantatas. Un alma cantarina... Pese a lo ridículo de la expresión, ¿hay algo más bello, más elevado? Voy a tener que combatir con todas mis fuerzas mi aptitud para desesperar. La vida se agota en el miedo a la muerte, y sanseacabó. Quien ya no tiene ese miedo es más o menos que un ser vivo. Ha superado la condición del hombre o ha caído por debajo de ella. Cuando te has ocupado mucho de la idea de la muerte, pierdes todos los papeles ante la muerte misma. 26 de mayo de 1963. Noche pasada rozando la pesadilla.

Leo Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Un libro lleno de horrores, como a mí me gustan y a la medida de mis necesidades. Resplandezco en lo negro, en todo lo que evoca mi insaciable tristeza. Mi drama es querer reaccionar como un sabio, cuando en todo me comporto como un «desesperado». El hombre..., el gran Profanador. Vivo en la desolación aun cuando no tengo ningún motivo para ello; ¡qué pasará cuando tenga uno, Señor! Para nuestros momentos difíciles, para nuestras pruebas capitales, ¿qué libro de consuelo coger? ¡Hay tan pocos! Y cuando pensamos en su escasez, ¿a qué imputarla si no es a la imposibilidad del consuelo? El tiempo, solo el desgaste cura las penas; los consejos no pueden hacer nada, menos aún los «pensamientos». No hay originalidad, ni en la vida ni en el arte, sin «mal gusto». Mientras vivía por debajo de lo terrible, encontraba palabras para expresarlo; desde que lo conozco desde dentro, desde que estoy en ello, ya no encuentro ninguna. Bien sopesado todo, es imposible no perder la razón. 30 de mayo. Noche atroz. Dolores en las piernas sin interrupción. Treinta años de neuritis (?). No quiero saber lo que tengo, he roto con los médicos, he roto con... Por emplear un mal estilo, vivo en la categoría de lo Fúnebre. Contarle las penas o simplemente los problemas a otro, incluso a un amigo, es crueldad, es un acto de verdugo. Hay que ser de un temple excepcional para poder dejarse devorar por el dolor... en silencio.

Para los débiles, el escepticismo es una ayuda eficaz: les permite guardar cierta distancia respecto a sus flaquezas o respecto a sus sufrimientos. Los hace más fuertes... por medio de la apatía. Hecho para lo exiguo, para lo ínfimo, he admirado lo gigantesco, lo cual me ha granjeado problemas e incluso desdichas cuyas consecuencias no están enteramente «agotadas». Tan pronto como no se acepta lo irreparable, se cae en la obsesión por el suicidio. Los sufrimientos no siempre agrian: pueden incluso volver generoso. ¿Para qué infligir dolor al prójimo, cuando uno mismo sufre por varios? Solo cuenta lo que emana del sufrimiento y lo supera. Aquel que sucumbe a él no se redime espiritualmente. El ser por el que has conocido la felicidad te hará conocer la desdicha. Es bendecido por los dioses el hombre que no se apega a nadie. Los sufrimientos de alguien a quien amamos son moralmente más insoportables que los nuestros propios. Para ser escritor no basta con tener talento, además hay que ser capaz de no olvidar nada. El escritor excelente es un hombre de rencores. Esta mañana (4 de junio) he visto en el escaparate de una librería un libro cuyo título, La importancia de vivir, me ha generado un malestar que me es difícil vencer. Mis relaciones con la vida se han vuelto improbables más allá de todo lo que se puede uno imaginar. Chapoteo en lo problemático, no, me ahogo en ello. Hasta donde puedo recordar, he abrazado causas perdidas, quiero decir, que estaban consagradas al ser. ¡Qué complicidad secreta con el fracaso, en todos mis entusiasmos! Es normal que haya soportado la tragedia de mi

país, pero lo es menos haber compartido la de los demás. ¿Por qué haber llorado por la suerte de semejante nación? ¿Por qué derramar lágrimas por Hécuba? Si quieres que se hable de ti, aplícate en la alteración del lenguaje, vuélvete un verdugo del lenguaje (al estilo de Joyce). Habría que introducir la pena de muerte para la gente que se retrasa. No todo el mundo, es cierto, padece angustia, porque la puntualidad es cosa de un angustiado. Para ser puntual, yo sería capaz de cometer un crimen. Aunque sea un genio, alguien que no es puntual en una cita está «liquidado» para mí. Jamás emprenderé nada con él. Esos momentos de dilatación cuyo beneficio experimentamos a menudo en plena calle o en cualquier sitio, y nos decimos que, si estuviéramos solos y pudiéramos escribir, saldrían maravillas... En cuanto dejamos ir el cerebro, se complace en la anécdota y en la insignificancia. Anoche (8 de junio), espectáculo lamentable. X, borracho, repitiendo sin cesar: «Odio a los franceses, odio a los franceses»..., sin sospechar ni por un momento que los hacía responsables de su fracaso y de su decadencia. Para «regenerarse», uno tendría que arremeter contra sí mismo. Pero eso es precisamente lo que el venido a menos no puede hacer. El espectáculo de la muerte es infinitamente menos desgarrador (y menos instructivo) que el de la decadencia. Quien tiene miedo de convertirse en un mendigo es mucho más desdichado que un mendigo (suponiendo que este lo sea). Un mendigo ha llegado al límite; no puede, socialmente, caer más bajo, así que, en cierto sentido, ha resuelto todos sus problemas. Está fijado a su destino; mejor: su destino está fijado.

Esta mañana (10 de junio), un instante antes de despertarme, en el momento en que expiraba una pesadilla, he soñado que me encontraba al borde del precipicio original, en plena elaboración del caos. Obsesión por el primer hombre. Estoy atormentado por Adán. Me refiero a él en todo lo que escribo, desde hace algunos años. El último hombre ocupa mis pensamientos también, menos, sin embargo, que el otro. Todo ello proviene del hecho de que no me siento cómodo en la historia, de que solo me encuentro bien fuera de ella, en sus extremos. Todas mis ideas han salido de pretextos mezquinos, de cóleras de las que debería avergonzarme; muy pocas tienen un origen «puro». Tan pronto como se busca el sentido de la vida más allá de sí misma, esta adquiere inmediatamente otro peso. Esa búsqueda, por sí misma, es de esencia religiosa, aunque se emprenda sin ninguna segunda intención teológica. Recuerdo de repente esa pasión tortuosa que sentía en el instituto por una chica del montón perteneciente a la burguesía de Sibiu. Se llamaba Cella. Durante dos años pensé a cada instante en ella, sin haberle hablado ni una sola vez. Esa timidez de mi adolescencia tuvo un papel determinante en mi desarrollo ulterior. ¡Sufrimientos útiles, quizá, locura atroz! Recuerdo una tarde de domingo, en el bosque, cerca de Sibiu. Estaba allí con mi hermano y leía a Shakespeare (¿qué obra? Ya no me acuerdo). De pronto vi pasar a Cella en compañía de uno de mis compañeros de clase, el más despreciable y el más despreciado de todos. A más de treinta y cinco años de distancia, puedo recordar el suplicio y la vergüenza que sentí entonces. Le llamábamos el Piojo. Pero ¿acaso me agito realmente? Querría la gloria... sin conmoverme, sin manifestarme de ninguna manera. Una gloria que caería sobre mí como un milagro.

Me habría gustado vivir entre pueblos tristes, o al menos cuya música es lánguida o desgarradora: el fado, el tango, lamentos árabes, húngaros... Estamos vivos en la medida en que concedemos una importancia desproporcionada a todos los actos de la vida; todavía vivimos, pero ya no estamos vivos, en cuanto percibimos el valor exacto de esos actos. «En los vicios ardientes se descubre la otra cara de la Luna, que nunca se ha vuelto hacia mí.» (Rózanov) Escribir un artículo sobre los libros de consuelo. Otro sobre la... cólera. A menudo me embarga una pasión repentina y malsana por la música. Leo en un libro sobre Daniel Defoe: «A ratos mercero, panfletista, agente del fisco, inspector de loterías, ladrillero, consejero secreto del rey, periodista, confidente de la policía, fue expuesto a la picota, entró dos veces en bancarrota, fue tres veces a la cárcel, inventó una forma original de estafa: la novela moderna». Para aquel que vive en una desolación crónica, la más mínima pena adquiere proporciones desmesuradas. Pero ¿qué ocurre cuando la pena es realmente desmedida? Siempre que realizo una acción en flagrante contradicción con mis ideas, primero siento una ligera voluptuosidad, después llega el asco. No nos enmendamos al envejecer, solamente aprendemos a camuflar nuestras vergüenzas. ¡Qué extraño es perseverar en escribir cuando no se milita por nada, cuando no se ha asumido ninguna misión y no se conservan más que migajas de convicciones y de creencias! Estoy hecho para dar consejos de cordura... y para reaccionar como un loco.

«Vivir y morir desconocido»... Esa conclusión a la que llegó Voltaire, el hombre más célebre de su tiempo, dice mucho de la esencia de la gloria. Pero un hombre que ha sido conocido jamás podrá resignarse a no serlo ya: para sustraerse al veneno de la gloria es necesaria una auténtica mutación, un milagro, ni más ni menos. En cuanto alguien me habla de élites, sé que me encuentro en presencia de un cretino. Como remedio contra la «vana gloria», Ignacio de Loyola propone atribuir a Dios todo lo bueno que se hace, y dejarle así a él su mérito exclusivo. Pero ¿qué hará el incrédulo, sobre quién descargará sus ventajas? Durante mi dichosa infancia conocí crisis de soledad y de melancolía cuyo recuerdo, perdido desde hace mucho tiempo, se anima de pronto y revive a medida que avanzo en edad y que conozco esos momentos en los que los años se abolen de repente y, en su lugar, surge la tristeza de mis comienzos. ¡Ojalá pudiéramos describir detalladamente cómo se opera en el alma la separación de Dios! ¡No puedo más, no puedo más! ¡La decadencia de tanta gente excepcional a nuestro alrededor! Se sobrevive a sí misma, puesto que cualquier espíritu que cuenta se sobrevive a sí mismo a partir de cierto momento. Cuando se admira a alguien apasionadamente habría que hacerle el favor de asesinarlo. Las mujeres destacan en el arte de exagerar sus penas. No hay pena límite. Querría retirarme a alguna parte y escribir una larga meditación sobre la plegaria, quiero decir, sobre el drama de no poder rezar.

Se dice en el Zohar: «Todos los que hacen el mal en este mundo ya han empezado en el cielo a alejarse del Santo, bendito sea su nombre; se han precipitado a la entrada del abismo y se han adelantado al momento en que debían descender sobre la Tierra. Tales fueron las almas antes de venir entre nosotros». (En Franck, La Kabbale, pág. 183.) Solo hay felicidad en la inocencia, en aquello de lo que el hombre es particularmente incapaz, en aquello que ha perdido para siempre. Por muy fuerte que sea nuestro deseo de anonimato, no nos gusta, sin embargo, que ya no se hable en absoluto de nosotros. Soñamos con un olvido perfecto, pero, si ocurriera realmente, nos resultaría difícil amoldarnos a él. Sería ridículo considerar tiempo perdido todos esos siglos durante los cuales el hombre se ha agotado buscando una definición de Dios. Solo los espíritus obtusos están provistos de voluntad. O: La voluntad es la marca de los espíritus obtusos. No se puede uno imaginar un animal idiota. Había superado la edad en que uno se mata. Leído la autobiografía de Ignacio de Loyola. El personaje es tan extraordinario que te entran ganas de ser jesuita. Volverse modesto por cansancio, por incuriosidad... Cuando el alma está enferma, es raro que el cerebro esté intacto. Los demás, afortunadamente, ignoran lo bueno y lo malo que pensamos de nosotros.

Mi cobardía ante la vida es congénita: siempre he tenido horror a cualquier responsabilidad, a cualquier tarea..., un horror instintivo a todo lo que no es directamente asunto mío. Lo contrario de un «jefe». Y si, cuando era joven, envidié a menudo a Dios, ¿no fue porque Dios, al estar por encima de todo, me parecía el Irresponsable mismo? Mientras haya un Dios en pie, el cometido del hombre no habrá acabado. Misión maldita. Puede decirse todo lo que se quiera, es imposible vivir sin ninguna esperanza. Mantenemos siempre una, sin nosotros saberlo, y esa esperanza inconsciente compensa todas las esperanzas que hemos rechazado o perdido. Se paga siempre por cualquier esfuerzo que se haya hecho. El que se abstiene no paga por nada. 22 de junio de 1963 En las últimas seis semanas no he fumado ni un solo cigarrillo y no he leído prácticamente ni un solo periódico. Cura de desintoxicación más eficaz que una temporada en un convento. Domingo espléndido... y yo estoy sumido en pensamientos fúnebres. Existir se agota en el placer de no pensar. Ser un objeto que mira: y sanseacabó. Manera eficaz de escamotear la pena: empollar (?) el diccionario de una lengua que no se conoce bien, buscar en él especialmente palabras que estamos seguros de que no utilizaremos jamás. El embrutecimiento es un antídoto contra todos los males del alma. Cuando se está predestinado al Pesar, todo lo que no contribuye a él apenas cuenta.

¡Qué paradoja atormentarse en francés, sufrir en una lengua gramática, en el idioma menos delirante que existe! ¡Sollozos geométricos! He denunciado la sed de gloria. Pero ¿estoy yo exento de ella? ¿Y tengo yo el derecho de darme aires de superioridad, aires de asqueado? El miedo de aburrirme me impide concebir el menor proyecto. Encuentro el Vacío en todas partes, puesto que Él lo es todo. Es curioso ver hasta qué punto el tono de una voz o una palabra imprudente pueden despertar en nosotros tal angustia que nos afanemos por dormir. Con la palidez mostramos qué poco pertenecemos a este mundo. El refugio en la irreflexión. La poesía y el egoísmo del viento... Fuente de la esterilidad: el repliegue del pensamiento sobre sí mismo. Es «civilizado» cualquiera que logre disimular sus humores y, sobre todo, sus penas. Es evidente que en este bajo mundo no estoy en mi elemento. Esas noches en que se da la vuelta a todas las pesadillas, y en que surgen mil recuerdos que se encanallaban desde hacía mucho tiempo en los bajos fondos del cerebro. Uno no puede evitar sentir cierto desprecio por los escritores que han ejercido una influencia desproporcionada respecto a sus capacidades. JeanJacques, por ejemplo. Domingo, 23 de junio de 1963 En la calle he comprendido que dos sentimientos contradictorios o, más bien, sucesivos pueden muy bien surgir al mismo tiempo y coexistir: la angustia y el aburrimiento. En cuanto a describir la mezcla, el estado que

resulta de ella, no me siento capaz de hacerlo. No deseo nada, nada, nada, nada... ¡Señor! De nuevo esa música cíngara que resurge en mí y, con ella, mil nostalgias que me devoran. La Europa central me habrá marcado para siempre. No se elude el espacio natal, ni los primeros recuerdos. Las enfermedades están ahí para recordarnos que nuestro contrato con la vida puede ser rescindido en cualquier momento. Visto el otro día Morir en Madrid, la película sobre la Guerra Civil hecha de fragmentos y de comentarios. Ese despliegue de crueldad, de rabia por ambos lados, esas ejecuciones sumarias, ¡qué espectáculo tan insensato y, lo que es más grave, gratuito! Puesto que todo ello parece ser concebido para divertimento del Diablo. ¡Y quizá ni eso! Si viésemos en una pantalla el desfile de las naciones, es decir, un revestimiento de la historia universal, ¿no experimentaríamos la misma sensación de inutilidad, de demencia vana y lamentable? Las crisis de desesperación pasan; pero el fondo del que emanan subsiste siempre y nada tiene influencia sobre él. Es inatacable e inalterable. Es nuestro fatum. Ayer, en un cóctel, conversé con un gran cardiólogo, antiguo profesor de la Facultad de Medicina. Parecía un notario de provincia o un tendero parisiense. Se sorprendía de todo lo que yo le contaba; la impresión que él me dio es que lo ignoraba todo de la vida. Sin embargo, ¡a cuántos enfermos ansiosos o desesperados no habrá tenido que tratar! Los ha tratado, quizá, pero no ha pensado nunca en su drama. Todo eso es banal y espantoso. X acaba de ser alcanzado por una felicidad de la que no se recuperará.

Tres horas pasadas en el vestíbulo de una clínica. ¿Qué ha hecho que todos esos hombres y todas esas mujeres vayan ahí, a ese lujoso hotel matadero? Es el miedo a la muerte. A esa vieja repulsiva tenía ganas de decirle que no era favorecedor a su edad tener miedo de morir. Cuando te invade la inquietud, lo mejor es confundirte con la multitud, observar los rostros, hacer observaciones indiferentes o descabelladas, ganar tiempo sobre lo que más te importa. 9 de julio de 1963 Todo el mundo me hace la misma pregunta: «¿Cuándo te vas?». No sé qué responder, puesto que no puedo tomar una decisión que vaya más allá del día siguiente. A eso me ha llevado la sensación demasiado nítida de mi precariedad y de la de todo. Debo escribir un texto sobre «Tolstói y la obsesión por la muerte». Pero no necesito el drama de los demás: el mío me basta sobradamente. Experimentamos con respecto a cualquier hombre conocido, mucho más conocido que nosotros, una mezcla de envidia y conmiseración. Es porque sabemos que ha obtenido lo que nosotros deseamos, al mismo tiempo que se ha perdido, por su mismo éxito. Cuanto más conocidos somos, menos preservamos nuestra soledad, menos somos nosotros mismos. Por poco que permanezcamos fieles a nuestro ser propio —y no se puede lograr más que con el aislamiento y con el anonimato—, concebimos no orgullo, sino algo más elevado que nos permite mirar con piedad a cualquiera que se haya expuesto a la aprobación de los hombres. Noche espantosa. Desde hace treinta años, ese hormigueo en las piernas con el menor cambio de tiempo, a decir verdad todos los días. Nací y fui hecho para una vida fútil, y no para este interminable martirio. Los romanos de la decadencia ya no apreciaban más que una cosa: el descanso griego, otium graecum, que antes despreciaban.

Si para consolar a la gente que está de luto invocamos tan a menudo lugares comunes como: «todo el mundo muere, los mayores y los pequeños, los imperios y lo demás», es porque, como se ha observado, aparte de esas banalidades no hay nada que pueda servir de consuelo. Cualquier afirmación supone un grado de instinto que no siempre se posee, que algunos ni siquiera poseerán jamás. 14 de julio de 1963 15 de julio de 1963 El miedo al aburrimiento me paraliza y compromete mis proyectos y mis empresas. Es una auténtica enfermedad de la que no sé cómo curarme y que me humilla y me degrada ante mí mismo. Con más de cincuenta años, estar todavía en... Estos americanos, definitivamente, nunca comprenderán nada de lo insoluble que alberga cualquier vida, ni de la distancia que uno mantiene con respecto a su propia vida. Cuando, con tono cansado, respondí con un «It is too late» a la invitación que uno de ellos me hizo de ir a América, este se sobresaltó: «Never too late».* Su respuesta fue un reflejo. Por otra parte, ¿cuánta gente comprende que todo es siempre demasiado tarde? Todo es siempre demasiado tarde, eso forma parte de mi blasón. Solo aprecio un libro por lo turbio, por el veneno que vierte en mí. Todos aquellos que van en el sentido de la vida poseen una capacidad infinita de olvido; por eso aquellos que no pueden olvidar, los ansiosos, los elegiacos, caen a la fuerza del lado de la muerte. «Who has not found the heaven below Will fail of it above.»1 (E. Dickinson)

El cielo es la recompensa de aquellos que ya lo han encontrado aquí abajo. Sueño con un sistema filosófico formulado con atajos a lo Emily Dickinson. No tengo nada que enseñar, soy el no especialista por excelencia. X, octogenario, me habla de su muerte como de un acontecimiento lejano y totalmente improbable. Cuando se ha alcanzado una edad tan avanzada, se adquiere el hábito de la vida. Mi odio a la humanidad me impide razonar. Es exasperación ininterrumpida. Ya no puedo soportar la proximidad del hombre. Esta mañana, en una estación de metro, un ciego, ese de verdad, estoy seguro, extendía la mano. Había en su actitud, en su rigidez, algo que te helaba, que te cortaba la respiración. Te pasaba su ceguera. ¡Potencias del Cielo, ayudadme a no disolverme, impedid que desaparezca ante mis propios ojos, haced que no asista como espectador a mi propia ruina, sino que, al contrario, la combata o, si no, que la asuma por completo, que me precipite a ella sin remordimientos! He observado que la «inspiración» solo me viene cuando tengo que ir a una cita... Siempre acudo a ella con la sensación de perder una ocasión de tener talento. El sabio no escribe cartas. Primera condición de una sociedad perfecta: poder matar a todos aquellos a los que se detesta. Cualquier prosa que tenga un tono mallarmeano es ilegible..., más allá de tres frases.

Lo bueno de los grandes ambiciosos es que casi siempre realizan lo contrario de lo que pretenden. Se es mucho más franco en una conversación que en un libro. Por eso es infinitamente más importante tratar a un escritor que leerlo. Cuando se sufre, el horror de sufrir representa un suplemento de sufrimiento (o representa un sufrimiento de más). Lo más difícil del mundo es hablar de uno mismo sin exasperar al prójimo. Una confesión solo es tolerable si el autor se disfraza en ella de pobre diablo. Nadie nos perdona haber sido sinceros con él, mejor dicho: haber osado ser sinceros con él. Decir la verdad a alguien es cometer una indelicadeza, es concederse una superioridad sobre él. «Nada te autoriza a ser sincero conmigo.» «¿Con qué derecho me espetas la verdad a la cara?» ... ese santo cuya tierra labra un ángel, para que no tenga que suspender su plegaria... Todo el secreto de la vida es consagrarse a las ilusiones sin saber que son ilusiones. En cuanto se las conoce como tales, el encanto se rompe. Un hombre que está llamado a crear o que simplemente tiene algo que decir no se interroga todo el tiempo sobre sus facultades, sobre la naturaleza o los límites de estas. Se lanza. Desprenderse de las ilusiones, más vale atentar contra el propio ser. 16 de agosto. Regreso de Austria (Zell am See y la Salzkammergut). Unterach am Attersee.

Desde hace dos semanas no escribo ni una sola línea. Por otra parte, si todavía me llamo «escritor» es por impostura y por necesidad de prevalerme de una «profesión». Fue en Thumersbach, cerca de Zell am See, durante las vacaciones. Una noche me desperté sobresaltado, hacia las cuatro de la mañana, con la sensación, con la certeza de que estaba despierto para siempre y de que ya no había lugar para mí en el mundo del sueño. 17 de agosto de 1963. Dejé de fumar hace más de dos meses, sin sufrir en absoluto por ello y sin sentir las más mínimas ganas de volver a empezar. Pero, desde ayer, esas ganas han hecho irrupción y lucho desesperadamente para no retomar un hábito que para mí es funesto (estómago, garganta, oh, todo está deteriorado a causa del tabaco). Me juré no fumar nunca más. Y heme aquí ahora a punto de recaer. ¡Qué penosa agonía! Tengo la mayor indulgencia y la mayor conmiseración con los borrachos, con los drogadictos y con los libertinos. Los vicios emanan de nuestras profundidades; somos nosotros mismos. No podríamos curarnos de ellos sin destruirnos. Esquilo murió en Gela, Sicilia; no sé qué fisonomía debía de tener esa ciudad en la Antigüedad; lo que sí sé, en cambio, es que es la ciudad más horrible que yo haya visto jamás. Por su culpa me fue imposible ir a Agrigento. Ya que, para ir allí, como había perdido el enlace, tuve que pasar la noche en Gela, lo que me pareció inconcebible. ¡Ya hace años que estoy constantemente por debajo de mí mismo! Solo tienen un secreto los escritores que han escrito poco. O: Solo disfrutan del privilegio del secreto los escritores que no han escrito casi nada. En cualquier originalidad, incluso real, hay una parte de afectación.

X, que debe de tener la edad de los patriarcas (tiene, seguramente, más de ochenta años), me dice, después de haber calumniado durante dos horas a todo el mundo: «No odio a nadie. Esa es la gran debilidad de mi vida». Si la muerte es horrible e incluso inconcebible, y lo es, sin duda alguna, ¿por qué al cabo de algún tiempo consideramos feliz a cualquiera de nuestros amigos que haya dejado de vivir? La manía española de volver a abrir los ataúdes explica más de una laguna de la historia hispánica. El esqueleto no es una buena introducción al mundo moderno. He leído en alguna parte esta frase muy acertada sobre Mallarmé: «Sentía pasión por lo exquisito». «Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz.» (Keats, a Fanny Brawne.) Se ha calculado en cuatro mil millones de años la edad de la Tierra. Pienso en ello esta mañana en que siento el peso vertiginoso de otro día que soportar. He vuelto a ver Múnich después de veintiocho años. Durante todos estos años no he hecho más que añorarla y embellecerla; en mi imaginación había tomado la apariencia de un paraíso perdido. Decepción total. Los estragos de los bombardeos tienen en parte la culpa. La ciudad está estropeada, sin duda: apenas la he reconocido. Y sin embargo no puedo evitar considerar un error esa nostalgia tan larga, tan duradera, que he tenido de ella. Hasta ahora solo he dado muestras de un coraje: el de no matarme. El ser no es mi elemento. Todas mis desgracias provienen de ahí. He concebido tomar la resolución de no encolerizarme más, de soportar cualquier agravio y de replicar solo a las injurias sutiles. Eso es tanto como decir que nunca lo haré.

Durante tres meses no he fumado ni un solo cigarrillo. Los dolores de garganta, el asco, el acre olor en la boca, todo me preservaba de hacerlo. Estaba convencido de que esta vez era definitivo, de que jamás retomaría ese viejo y para mí funesto hábito que me ha estropeado el estómago para el resto de mi vida. Pero resulta que hoy he tenido un desliz. ¡Vergüenza, vergüenza, vergüenza! La estúpida idea de que solo puedo trabajar intoxicado por el tabaco me ha hecho volver a él. Sin embargo, me había jurado que, aunque tuviera que renunciar al trabajo, no retomaría un hábito tan miserable. ¿Por qué escribir si solo se puede hacer bajo la influencia de un excitante? Además, el tabaco ni siquiera lo es; es, por el contrario, un embrutecedor. Meses y meses sin producir nada; y, ahora que tengo que ejecutar un trabajo indispensable, me encuentro totalmente desamparado y furioso. Tengo que escribir un artículo sobre Tolstói, un prefacio, mejor dicho, y me doy cuenta de que me es casi imposible hacerlo. Es necesario un mínimo de objetividad para poder hablar de alguien que no sea uno mismo. Ahora bien, yo ya no puedo ser objetivo con nadie, yo ya no puedo hablar más que de mí mismo. Ser objetivo no es ser imparcial, es tratar al otro como objeto, eso es lo que hacen los críticos. Yo soy incapaz de hacer eso. Yo trato al otro como si ese otro fuese yo mismo. Por consiguiente, ¿por qué escribir un estudio o un prefacio? ¿Por qué mentir? El grado de subjetividad que he alcanzado me vuelve no apto incluso para el trabajo elemental de exponer los datos de un problema o, en este caso, de una semblanza. Y sin embargo hay que hacerlo, hay que hacerlo.1 Me horroriza el deber; sin embargo, todos mis ásperos humores provienen del hecho de que escamoteo el mío. No se falta a las obligaciones impunemente, ni se abandona proyecto tras proyecto sin sufrir por ello algunas desafortunadas consecuencias. Mi morosidad no es, en el fondo, más que la suma de esos abandonos: a través de ella se vengan todos esos proyectos que no quieren morir.

A los veinte años estaba a dos pasos del suicidio; después eso cambió; no porque durante estos treinta largos años yo haya dejado de tenerlo presente e incluso, a veces, de pensar en él seriamente, sino porque finalmente algo indefinible me aseguraba que era incapaz de cometerlo. Tengo mucho miedo de que ese algo, esa «voz», no se calle ahora; al menos, desde hace algún tiempo, la oigo cada vez menos. Me he hundido tanto en el Vacío que bastaría con cualquier cosa para que se transformara en Dios. Mi pasión por el atajo me impide escribir, porque escribir es desarrollar. Hacer creer a los demás que eres un incumplido, que te habías consagrado a un Gran Libro, cuando ya hiciste una obra y expresaste en ella todo lo que tenías que decir..., esa fue la habilidad, medio inconsciente, medio premeditada, de Mallarmé. Crear la leyenda de una esterilidad por exceso de exigencia para consigo mismo, ¡qué cálculo mezclado con una verdad tan noble! En el caso de Mallarmé, la posteridad ha adoptado escrupulosamente el retrato que él trazó de sí mismo. No ha dudado ni un instante de las imposibilidades desproporcionadas que él dijo haber encontrado o concebido; también forman parte del personaje: lo engrandecen sin que se sepa que es él el autor de su desmesura. Escribir se ha convertido para mí en un suplicio, en una imposibilidad. Las palabras me parecen tan ajenas (a mi esencia) que no consigo entrar en contacto con ellas. La ruptura es absoluta entre ellas y yo. Ya no tenemos nada que decirnos. Si me valgo de ellas, si las empleo, es para denunciarlas, y para deplorar el abismo que se ha abierto entre nosotros. Menons Klagen um Diotima.1 Cuando se ha perdido todo, la elegía sirve de esperanza. Tengo que escribir un texto sobre la crisis de Tolstói, crisis durante la cual la idea del suicidio no lo abandonó. ¡Ay! Atravieso el mismo tormento. ¡Miseria de las miserias! Salgo de casa porque, si me quedara en ella, no

estoy seguro de poder triunfar sobre alguna resolución repentina. ¿Cómo he podido llegar a esto? Pero, la verdad sea dicha, así es como más o menos he vivido toda mi vida. Cualquier obra es tributaria de un desconcierto. El escritor es el parásito de sus sufrimientos. Es curioso que, teniendo las convicciones que tengo, logre sacar placer de mi trabajo (¡cuando trabajo!). Solo el trabajo nos hace olvidar lo esencial, es decir, aquello en lo que no hay que pensar si se quiere emprender algo y dejar huella. El trabajo..., ¡divina obnubilación! ¡Ojalá pudiera olvidar todo lo que sé! ¡Ojalá pudiera triunfar sobre mis indignaciones y sobre mi odio a los hombres! ¡Ojalá pudiera ascender al desprecio! La razón por la que nadie ve sus defectos, y sobre todo ningún escritor, hela aquí: cuando escribimos, incluso sobre cosas insípidas, nos encontramos necesariamente en un estado de excitación que confundimos fácilmente con la inspiración; incluso para redactar una postal es necesario un mínimo de «calor», en cualquier caso una falta de indiferencia, una pizca de ritmo. Como nada se hace en frío, en cuanto hemos ejecutado algo nos creemos que tenemos... talento. Nadie llega a persuadirse de la nada de lo que hace. Cualquier forma de «creación» exige una participación de nuestro ser. Y no podemos concebir que lo que emana de nosotros no valga estrictamente nada. 29 de agosto. Una de la mañana. No puedo dormir. Mis nervios contraídos me duelen. Siempre ese mismo hormigueo. Es para volverse loco. La enfermedad vela noche y día. Todo duerme, todo descansa, excepto ella. ¡Si escribir una tragedia fuera tan fácil como vivirla! Una enfermedad, por muy terrible que sea, es soportable a condición de no darle un nombre.

Solo soy feliz cuando he encontrado una «fórmula». Esa mujer que vive en una soledad total, ¿qué ha ganado con ello?, ¿qué ha sacado de ello? Nada, puesto que imita en lo que escribe el estilo de X, que vive en el mundo. Cuando se lee una historia de los dogmas, o simple y llanamente una historia de la Iglesia, no se puede evitar pensar con indulgencia en los sarcasmos de Voltaire. Pero al fin y al cabo Voltaire fue él mismo un fanático a su manera. Al final, si se quiere estar seguro de no equivocarse demasiado, hay que permanecer cerca del escepticismo. Soy bueno para rumiar pesares y rencores, para saciarme de mi bilis e idiotizarme en el aburrimiento. No creo que tenga un solo órgano en buen estado. 2 de septiembre. Ahí está París repoblándose, ahí están las ratas volviendo a casa. Todos esos días en los que mi cerebro no responde a mis llamadas. Escribo un texto sobre el miedo a la muerte en Tolstói; y, como siempre, pienso más en mí que en el autor del que tengo que hablar. Pensar las propias sensaciones es, pese a todo, pensamiento... ¡Cuando no se puede hacer nada mejor! 23 de septiembre. He salido para España, ahí he pillado la gripe. Mi unión con la Enfermedad es definitivamente indisoluble. ¡Ese ataque de rabia contra mí mismo cuando, lleno de escalofríos, en lugar de ir a bañarme me he metido en la cama! Jamás he estado tan cerca del suicidio por horror a mis males. ¡Ojalá pudiera habitar otro cuerpo! Ya no soporto el mío y, sin

embargo, tengo que hacerlo. Me invento esa obligación por cobardía y por canguelo. Pero mi mano podrá muy bien levantarse un día sobre mi cuerpo, y liberarme por fin de él. 1 de octubre. Cualquier idea es una exageración. Pensar es exagerar. La antirreligión solo se justifica si emana de la voluptuosidad de derribar a un dios. Si es combate contra la Iglesia o contra los fieles, no vale nada. Formo parte de aquellos que, entre el sistema y el caos, siempre se inclinarán hacia el caos. Desde hace años observo la relación que existe entre mi estado de ánimo y el de mi cerebro. Nada invita tanto a la modestia como constatar que dependemos del desorden de nuestras células. X me escribe que quiere enviarme a un joven muy leal, con carácter, etc., para que le dé algunos consejos en materia literaria. Le contesto que no le puedo dar ninguno, por la razón de que no los hay; pero el verdadero motivo de mi negativa es que a priori es dudoso que ese joven moralmente sin tacha tenga madera de escritor. No son nuestras cualidades, son nuestros defectos los que prometen. Desconfiar de la gente buena, no esperar nada de ella en el terreno del espíritu. El talento presupone una fuente envenenada, un infierno virtual, una suma de vicios que no se ejercen. ¿Quién podría decapitar mis gritos? Desde hace mucho tiempo ya no se habla de mí; no podría decir si siento o no alguna pena por ello. He hecho mis pinitos en el olvido. Excepto Villon y quizá Rimbaud, los poetas franceses son técnicos del verso, quiero decir que no son poetas, sino letrados. No tenemos nada que pedirles, y no esperamos nada de ellos.

La literatura francesa es un discurso sobre la literatura. Desde hace algún tiempo, en casi todos los poemas que leo solo se habla del... Poema. Una poesía que no tiene otra materia que ella misma se agota pronto y cansa al lector. ¡Se trata justamente del lector! ¿Se puede uno imaginar una plegaria cuyo objeto fuera la religión? Fue Guardini, creo, quien tituló Oraciones teológicas una recopilación de su cosecha, lo que es una contradicción en los términos. La música remueve todo lo impuro que hay en mí, y cuanto más «noble» es, más despierta mis rencores adormecidos y los odios que normalmente me da vergüenza confesarme a mí mismo. Es a Bach muy especialmente a quien debo conocer la magnitud y la profundidad de mis pestilencias. Cualquier convicción es un obstáculo a la libertad. El hombre libre no se preocupa de nada, ni siquiera del honor. Este frío que padezco, y que no es más que la expresión física de mis terrores. Creía que, con la edad, me resignaría a mis males; los soporto peor que antes. Es porque los conozco demasiado, ya no me sorprenden. En nuestras dolencias es necesario por lo menos un mínimo de imprevisto, sin el cual no merecen ser soportadas. Fraccionó la suma de sus dudas. Mis males no dejan de hacerme volver a mí mismo. Gracias a ellos me encuentro a cada momento... para detestarme, para dirigir todas mis rabias contra mí, contra ese yo del que intento en vano disociarme. ¡Haber sufrido tanto y no ser capaz de decir más que evidencias acerca del dolor!

8 de octubre. Hoy he pasado dos horas en los grandes almacenes. De repente, cuando escogía en el sótano del Louvre una cuchara de palo, sentí —revelación frecuente en mi vida— que no pertenecía a este mundo, que mi lugar no estaba entre los hombres. Escribimos con mucho más entusiasmo cuando conservamos nuestras convicciones que cuando las hemos perdido. Ellas estimulan el espíritu limitándolo; sin ellas, este se ensancha hasta el punto de no tener ya contornos. Se identifica con el todo, pero no posee nada en nombre de lo que poder divagar. Solo tengo entusiasmo cuando ataco. Pero ¿a quién atacar y para qué? El espíritu que lo pone todo en tela de juicio llega, al cabo de mil interrogaciones y análisis, a una casi total apatía práctica, a una situación que el apático, precisamente, conoce de inmediato y por instinto. Puesto que la apatía es la perplejidad congénita. Tan pronto como empecé a reflexionar, adopté el tono del desengaño y ya no lo he abandonado desde entonces. Cuando pienso en las pasiones, en el ardor de mi juventud, me arrepiento de haber llegado a esta acritud plana, a esta nada penosa en la que vegeto. Domingo por la tarde. Paseo por las calles que conozco, ¡que recorro desde hace veinticinco años! Monotonía, desolación, fealdad. Vivir en una ciudad de la que ya no se puede extraer nada es un contrasentido y una estupidez. He desgastado París tanto como me he desgastado a mí mismo. Ni por un lado ni por el otro hay que esperar la menor sorpresa ni la menor decepción. Cualquier pensamiento que no esconde alguna aspereza me aburre. Racine, pidiendo en su Testamento que lo entierren en Port-Royal aunque, dice, no haya sido más que un «estéril admirador» de las virtudes de los solitarios...

La literatura francesa, la lengua sobre todo, habría tomado un giro completamente diferente si Amyot hubiera traducido la Biblia. Lo que hace que yo permanezca fuera de cualquier religión es mi incapacidad para concebir mi salvación con ayuda de alguien. Me siento más cerca de la sabiduría pagana que del cristianismo o del brahmanismo. El éxito actual del taoísmo se debe al hecho de que el tao es totalmente indeterminado, lo que permite a los occidentales adoptar una creencia religiosa sin adaptarse a sus exigencias. Como el dios personal ya no es oportuno, nos orientamos cada vez más hacia las religiones que lo reemplazan por un nombre vago, por una entidad a la que, por supuesto, no tenemos cuentas que rendir. Quiero «liberarme» yo mismo, sin la ayuda de nadie. Llevo la desesperación en la sangre; en mí no es un sentimiento o una actitud, sino una realidad fisiológica, no me atrevo a decir física. La desesperación es mi fe, mi fe innata. Todas las enfermedades son incurables. Hasta el resfriado. De todos modos, siempre vuelven, se despiertan cuando uno se cree curado de ellas, es porque en el fondo se han vuelto a dormir. La salud es la enfermedad aletargada. A decir verdad, nadie puede soportar ser ignorado, y, sea cual sea la conciencia que tengamos de nuestros méritos, no podemos tolerar la indiferencia de los demás. Pero mientras dependamos de la opinión del prójimo, la vida será un infierno. A pesar de mi horror a las enfermedades y a los enfermos, no puedo sin embargo tomarme en serio a alguien con buena salud. Para un escritor, la única manera de conservar una pizca de prestigio es dejar de escribir.

Dante y el Maestro Eckhart, los dos espíritus más profundos y los más apasionados de la Edad Media. Por la tarde, siguiendo el curso del Viosne, más allá de Pontoise. Las hojas muertas cayendo al agua: doble símbolo de la evanescencia. Mi hermano me ha escrito esto a propósito de los trastornos y de las pruebas que soporta mi madre: «La vejez es la autocrítica de la naturaleza». Nada es más revelador de lo que soy que mi pasión por Isabel de Austria. Lo que me gusta de los judíos es la voluptuosidad con la que rumian su insoluble destino. En el fondo, no hay otra cosa que les concierna realmente. Soy perpetuamente una veleidad de canto, pero el canto no llega. Es en las épocas sin profetas cuando uno se ocupa de la interpretación de los sueños y busca en ellos la imagen del futuro. Si tuviera fe, dejaría el mundo inmediatamente, sin advertir de ello a nadie. Pero incluso sin fe, en el punto en el que estoy, debería romper con todo y vivir en un desierto cualquiera. Lo que ha contado en mi vida son esas noches en que, una tras otra, mis certezas se han venido abajo. Por más que se diga, el cristianismo lo ha echado todo a perder. Un aguafiestas. Siglos inútilmente profundos. Cuánto lamento haberme alimentado de su sustancia. Me he atiborrado de ella. ¡Maldición, mil veces maldición! Habré pasado mis días en el dolor y en sus subproductos. En estos últimos sobre todo. Tengo mérito por haber «seguido» hasta la cincuentena. Fui hecho para disfrutar de todo, tenía un fondo de alegría que el mal estado de

mi salud ha destruido; este malestar perpetuo en el que no dejo de agriarme nació de la contradicción entre mis inclinaciones primitivas y mis humores adquiridos. Solo nos acercamos a cierta serenidad después de haber agotado la piedad de nosotros mismos. He aquí una de las pocas cosas de las que estoy seguro: la única razón que tienen los hombres para vivir en común es atormentarse, hacerse sufrir los unos a los otros. No me cansaré nunca de repetir esa evidencia. Apenas empiezo a pensar pierdo el hilo. Es la trama lo que le falta a mi mente. Y, por continuar con la metáfora, ¿qué hay más deshilvanado que mi «género»? Estoy hueco, hueco, y no hay rastro de «música» dentro de mí. El espíritu, devastado para siempre. ¿Cómo he llegado a esto? ¿Cómo ha sido posible? 20 de octubre. Desde hace unos días, veo en el hotel de enfrente, en el último piso, a alguien (¿americano?, ¿alemán?) que escribe a máquina sin parar. ¿De dónde le llegan las palabras? ¿Y qué tiene, pues, que decir? Parece un bruto, y no lo creeríamos ni siquiera capaz de acceder a alguna banalidad. Acabo de leer unas páginas que escribí en rumano hace más de veinte años. Mala poesía donde la haya. Una especie de «estremecimiento» continuo que me da asco. Si ahora tuviera la vitalidad de entonces, quizá haría algo bueno, en cualquier caso menos penoso. Abstenerse de la poesía como de la peste. O, si no, escribir directamente poemas. Una sola cosa positiva: llegué a París, durante la guerra, con un conocimiento del rumano que me deja estupefacto. Leía la Biblia (en nuestro idioma, por supuesto) todos los días. Recuerdo que iba a la iglesia de la calle de Jean-de-Beauvais1 (vivía al lado) para buscar allí libros

«religiosos». Así remonté a las fuentes de la lengua. Hoy, cuando miro lo que escribí en esa época, me veo obligado a reconocer que mi esfuerzo de entonces no dio los frutos que yo esperaba. El sufrimiento no conduce necesariamente a la modestia: más bien ocurre lo contrario. Puesto que cuanto más se sufre, más se cree uno alguien, aunque el exceso de sufrimientos lleve a la sensación de la nada. Esa sensación es, por otra parte, perfectamente compatible con el orgullo. Aunque tuviera todos los méritos, un ambicioso solo puede ser honesto en la superficie. Confiad solo en los indiferentes. No conozco nada más misterioso en este bajo mundo que el agua. Mi mayor placer sería poder partirle la cara a quien yo quisiera. Es totalmente malsano refrenar los impulsos que exigen de nosotros la eliminación de aquellos a los que execramos. Acabo de hojear mi «cuaderno» de hace seis años. ¡Qué desconcierto, qué acritud y qué intoxicación! Estoy conmocionado por la gravedad de mi depresión. Un libro solo es un acontecimiento para el que lo escribe. Para ahorrarse chascos, más de un autor debería pensarlo e impregnarse de ello; es cierto que, si se convenciera de ello, dejaría de escribir. Me siento absolutamente incapaz de un esfuerzo continuo tanto en el pensamiento como en la acción. Nunca un obsesivo fue más voluble. Lucrecio, Bossuet, Baudelaire..., ¿quién ha comprendido la carne mejor que ellos, todo lo que en ella hay de podrido, de horrible, de escandalosamente efímero? De repente pienso en la cara de todos los muertos que he visto, en su último e insoportable rostro, y veo también los rasgos de todos mis amigos cuando fallezcan, y me veo a mí mismo al principio y al final del desfile macabro.

Ten piedad de nosotros, de todos nosotros. Tú, a quien no se puede nombrar. Mi drama es ser un exambicioso. De vez en cuando discierno las prolongaciones de mis aspiraciones, de mis locuras de antaño. No estoy totalmente curado de mi pasado. Insomnio. «Cuando el pájaro del sueño pensó hacer su nido en mi pupila, vio las pestañas y se asustó de la red.» (Ben al-Hamara, poeta árabe de Andalucía, siglo XII.) Por temperamento, yo era un hedonista; mis males han hecho de mí un «mártir». Siento todos los días el drama de esos instintos frustrados. Al principio de nuestra era, se acusaba a los judíos de ser cristianos, se les hacía responsables de Jesús, de quien sin embargo habían renegado; dos mil años después, se les hace responsables de Marx, a quien no obstante recurren cada vez menos, y van a sufrir por su culpa tanto como sufrieron por culpa de Cristo. Querer justificar un fracaso es menoscabarlo y comprometerlo. Montaigne, un sabio, no tuvo posteridad; Rousseau, un histérico odioso, aún suscita discípulos. He hablado sin cesar durante dos horas, por miedo a escuchar. ¡En el punto en el que estoy, miserable y triste hasta la depravación, pasar por animador! La seducción que han ejercido sobre mí las fuertes personalidades que no han dejado obra, que no se han rebajado a componer un libro. Cuando esperamos a alguien que se retrasa, cada minuto que pasa deteriora un poco más su prestigio; al cabo de una hora, ya no cuenta para nosotros, está desacreditado a nuestros ojos.

Si algún demonio tomó posesión de mí, fue el de la procrastinación. Ser un fanático del laconismo y querer ganarse la vida como escritor. Cuando veo a X y a Y dándose siempre importancia, ya no tengo más que un deseo: esfumarme, hacer desaparecer mi rastro. ... Y sin embargo tengo cierto gusto por los destinos «arreglados», por los presumidos brillantes, tipo Byron. Es un remanente de mi pasión por la gloria anterior a mis veinte años. Solo envidiamos a aquellos a los que conocemos bien, a aquellos a los que frecuentamos mucho y cuyos éxitos deberían complacernos. Por eso hay algo «podrido» en cualquier amistad y solo amamos realmente a nuestros allegados en la medida en que son víctimas. En cuanto dejan de serlo, los acechamos con desconfianza y con ansiedad. Tenía disposición para la desgracia. Nada te vuelve más escéptico que la necesidad en la que te ves de vivir en la duplicidad, de decir «amén» a este y a aquel, y de asistir así al espectáculo de tu propia versatilidad. Cualquier hombre en una situación subalterna, si quiere mantenerse en ella, debe desdeñar la verdad, o al menos dudar de que sea posible. Es peligroso frecuentar a ancianos: los vemos tan lejos de la sabiduría y tan inaptos para acceder a ella que, con relación a ellos, nos creemos con una madurez totalmente excepcional. Y la ventaja, real o ficticia, que tenemos sobre ellos incita al orgullo e incluso a la arrogancia. El mundo no vive en la mediocridad sino en la mala desmesura, lo que explica por qué nada ni nadie están en él en su lugar, mientras que si fuera mediocre habría alguna proporción en las situaciones y en los destinos. A cualquier hombre que quiera dar que hablar debemos considerarlo un enemigo virtual.

Quizá no sea más que locura por mi parte, pero no consigo encontrar a nadie en el mundo tan atormentado y tan paralizado por lo esencial como yo. Lo más difícil del mundo es representarse el rostro de alguien al que se admira o al que se odia sin haberlo conocido jamás. Podemos adivinar sus secretos, pero no sus rasgos. Lo más visible de un ser es lo que más desconcierta nuestra imaginación. Paso por un periodo en el que ni la poesía ni la mística me dicen nada. El lirismo, sea cual sea el disfraz con el que se presente, me parece vomitivo. Solo me place la prosa ácida, corrosiva. 28 de octubre. Conversación con un joven alemán de diecinueve años, muy inteligente y muy abierto, que lo sabe todo de todo. En comparación con él, yo parecía anquilosado, chapado a la antigua, un hombre de otra generación. Pago caro mi horror a los jóvenes, estoy anticuado, lo que todavía me causa más horror. Del pensador me interesa el escritor; del escritor, el temperamento. El único hombre que ha comprendido es el que no se preocupa, el que pone el honor y el deshonor al mismo nivel. Alles ist einerlei.1 Esas son las últimas palabras de la sabiduría, y a quien le repugne adoptarlas o simple y llanamente se muestre incapaz de suscribirlas, ¡qué sufrimientos, qué miserias le esperan! La vida me parece mucho más tolerable desde que he aceptado mi indignidad como un hecho al que ya no hay que darle más vueltas. Ya no tengo ningún atributo, soy un hombre desocupado, es decir, que podría fácilmente convertirme en un sabio... Cada palabra tiene un pasado, en el sentido en que se dice de una mujer que ha vivido que tiene uno... «Hay que estar borracho o loco», decía Sieyès, «para hablar bien en las lenguas conocidas.»

Hay que estar borracho o loco, añadiría yo por mi parte, para atreverse aún a valerse de palabras, de cualquier palabra. Por más que nos atareamos, la muerte continúa en nosotros sus largas cavilaciones, su soliloquio ininterrumpido. Los aplausos prolongados me hacen pensar en las revoluciones. Cuando veo a una multitud delirante, aunque sea en una sala de conciertos, mi primera reacción es largarme de inmediato. Sin duda soy un Gemütskranke2 (intraducible). Tengo accesos de odio increíbles, de una virulencia que dan miedo. Pero son enteramente gratuitos, lo que revela un vicio de constitución, una avería profunda de la máquina. Yo odio sin ninguna necesidad; pero, por cierto, ¿se trata de odio? ¿No es más bien un estado duradero de locura no declarada? Acabo de leer en el Decamerón la descripción de la peste en Florencia. (¡La peste de Atenas narrada por Tucídides vale muchísimo más!) Cualquier plaga me llena, me tranquiliza. El horror me fortalece, si está bien dicho. No podríamos iniciarnos en los Misterios si asumiéramos la responsabilidad de un crimen. Nerón, que hizo matar a su madre, no pidió la iniciación cuando hizo su viaje a Grecia. 5 de noviembre de 1963. Noche atroz, como tantas otras. Empleo demasiados remedios; mi organismo ya no los soporta. Debería dejar mis males en paz. Ya solo puedo leer lo que me «conmueve». (Después de haber leído La confesión de un granuja, de Serguéi Esenin.) Tiberio, purista. Según Suetonio, le puso furioso que se utilizara la palabra griega monopolio e insistió en que se encontrara su equivalente en latín. No se rodeó impunemente de gramáticos en su juventud.

He visitado la plaza de los Vosgos, el Museo Victor Hugo. Ni siquiera intento comprender por qué no me interesa nada de su obra ni de su vida. La idea de conocer a escritores me pone realmente enfermo. Encontrar los propios defectos en peor es intolerable. Y además no podemos soportar a alguien más vanidoso que nosotros. La jornada de ayer (6 de noviembre), solo, siguiendo el curso del Oise, entre Beaumont y Boran. No conozco nada más bello en este bajo mundo que bordear un río en otoño, que correr, fluir con el agua, sin esfuerzo, sin prisa, sin nada de lo que marca las actividades del hombre. Se puede decir de la angustia todo lo que se ha dicho del mar... El soltero no es un egoísta, como se afirma comúnmente, sino un hombre al que no le gusta martirizar a nadie. Asociarse con alguien, ya sea mediante el matrimonio o de otra manera, es poder atribuir al otro todo lo desafortunado que experimentamos o encontramos. Cualquier forma de vida en común supone la voluntad de descargar sobre el prójimo nuestros malos humores. Acabo de escuchar Ramona, la cancioncilla de moda hacia 1929, cuando yo dejaba Sibiu para ir a Bucarest, a la universidad. El comentarista la encuentra ridícula; quizá lo sea, pero, para mí, evoca un periodo de mi vida mucho mejor de lo que lo harían los mayores esfuerzos de mi memoria o un regreso a los lugares de mi juventud. Madame de Staël habla de la pedantería de la ligereza en los franceses. 15 de noviembre de 1963. Noche interminable que me hace pensar en este verso de Rilke: «In solchen Nächten wissen die Unheilbaren: wir waren».1 Escribir sobre el prójimo es reconocer que no se tiene nada que decir sobre uno mismo. Leído en la Ética a Nicómaco el capítulo luminoso sobre la igualdad y la justicia.

Solo los malos pensadores ejercen una gran influencia. Un Fourier, que es prácticamente ilegible, dominó todo el siglo XIX en Rusia. Los espíritus se dividían allí en fourieristas y antifourieristas. Dostoievski perteneció a los primeros antes de Siberia; después, a los segundos. Tolstói, que lo despreciaba con una pizca de envidia, le llamaba siempre «ese fourierista». ¡Ay del escritor o del pensador que crea escuela! Todo lo que aún está vivo en el folclore viene de antes del cristianismo. Lo mismo ocurre con todo lo que aún está vivo dentro de cada uno de nosotros. Me parece curioso que no envidiemos a los que tienen la facultad de rezar, mientras que estamos llenos de envidia por las riquezas y por los aparentes éxitos de los demás. Nos resignamos a la salvación del prójimo, no a sus prosperidades. ¿Qué relación hay entre la Misa en si menor y la doctrina de la pequeña secta de Judea? ¿Cómo concebir que esta haya podido conducir a aquella? Es cierto que no veo tampoco cómo de la sinagoga o de las catacumbas se pudo llegar a las catedrales góticas. Una religión no es nada por sí misma; todo depende de la comunidad que la adopta. El cristianismo alemán de algunos teólogos nazis solo era una absurdidad en el plano teórico, doctrinal; en el plano práctico, histórico, se correspondía con una realidad. La vida... es el equilibrio de luto. Todo el mundo, sin excepción, se excede. La salvación a través de la abulia. El artista que busca lo extraordinario a toda costa y de manera constante cansa pronto, puesto que nada es más insoportable que la monotonía de lo insólito. No hay arte verdadero sin un mínimo, ¿qué digo?, sin una buena dosis de banalidad. Lo importante en el arte es la necesidad. Hay que sentir de una manera absoluta que una obra es necesaria, de no ser así no vale nada y aburre. Sentir que si nos da, aunque solo sea por un instante, la impresión de que es

intercambiable, todo se viene abajo. Cada uno es esclavo de su propio juego, y todos, unos y otros, no hacemos más que exagerar. Para deshacerme de mis malos humores negros me he vuelto más «negro» de lo que soy. No he vencido mis humores; al menos he logrado soportarlos. Lo falso es más frecuente en el arte que en la vida. Es el artista reflexivo el que cae en ello, el artista que carece de instinto. El artista que reflexiona demasiado sobre sus posibilidades lo hace a costa de su instinto. Soy hijo del café y del cigarrillo. He dejado de fumar y de tomar café. Me siento desheredado, estoy desposeído de todo mi haber: del veneno, del veneno que me hacía trabajar. Aunque vaya de un lado para otro y me hunda en las mismas obsesiones, me cuesta tratar un problema hasta el final; tan pronto como lo he comprendido, me aburre, y sin embargo me atormenta y no dejo de pensar en él. «Todo lo que nos sucede es tan ordinario y tan previsto como la rosa en primavera o la cosecha en verano. Así son también para nosotros la enfermedad, la muerte, la calumnia que nos desgarra...» (Marco Aurelio) Visión profunda, la de colocar la calumnia, en la jerarquía de los males, inmediatamente después de la enfermedad y de la muerte... Días enteros pasados en una tensión vacía, sin ninguna idea, por debajo del pensamiento, por debajo del Espíritu. Una vacuidad lúcida, la nada que se contempla indefinidamente a sí misma. La idea de la muerte ya no me conmueve; pienso en ella sin pensar. Algo dentro de mí se ha escapado definitivamente de la vida. ¡Ah, la época de mis frenesíes!

La objetividad es señal de agotamiento. El vigor escoge y rechaza. Es la debilidad lo que hace justicia a todo y escamotea lo irreductible. El eclecticismo, cualquiera que sea la forma en que se presente, demuestra impotencia e insipidez. La muerte de Kennedy adquirió para mí la amplitud de una pena. (P.D. «Amplitud» para una pena es impropio, y casi incorrecto: se puede hablar de la amplitud de un duelo, puesto que este tiene un carácter externo; la pena no tiene extensión.) (¡Qué estúpidas son esas observaciones!) Gramática de lo fúnebre. Por más que me empleo en considerar la vida como una superstición que ya es hora de abandonar, algo en mí resiste a mis esfuerzos y anula su efecto. Siendo el entusiasmo un estado malsano, ¿qué tiene de extraño que lo encontremos en el origen de las grandes desgracias públicas y privadas? Mi juventud fue desesperada y entusiasta; aún hoy no he acabado de asumir sus consecuencias. Un hombre solo vale por lo que no ha hecho, por sus momentos de abstención y de ensueño. Cada uno de nosotros es el producto de sus horas malgastadas, de su tiempo perdido. Con cada año que pasa, mis males ganan en precisión. Creerse libre, nada más bello... y más superficial. 29 de noviembre. Noche en vela... durante la cual he abordado muchos problemas y he encontrado algunas fórmulas «felices». Pero ahora no tengo presentes ni esas fórmulas ni esos problemas. Unas y otros se han disuelto en el aire de la mañana. Debe de haber equívoco en la famosa «profundidad» de los insomnios. El respeto que sentía por ellos disminuye. ¡Jamás habría pensado que un día llegaría a hablar mal de ellos!

No hay que escribir humoradas. Es el error que cometí en mis Silogismos. Prueba casi terrible, la de escribir una carta de agradecimiento o de felicitación. Extenuado por la gratitud... Tengo, cada vez más, un punto de vista de viejo sobre los problemas de hoy. Me dan miedo y me horrorizan el desorden, la iniciativa, los jóvenes y los pobres, todos los descontentos, el futuro, en suma. Estoy, como todos los mendigos, a favor del statu quo. No puedo soportar ni el poema mal hecho ni el poema laborioso. Y sin embargo eso es lo que se nos propone desde todas partes. Apenas hay alternativa más lamentable. ¿Para qué abrir el libro de este o de aquel? Sé muy bien que ya no tienen nada que decir desde hace mucho tiempo; pero prefieren aburrir antes que ser olvidados. A partir de cierto momento, todo el mundo se repite, tanto el artista como el erudito, tanto el delicado como el vulgar. Y aquel que intenta renovarse de vez en cuando solo lo consigue por medio de negaciones sucesivas. Cambia de cara, ya no es él mismo. En el fondo, en la vida solo podemos hacernos más profundos o volvernos superficiales, es decir, podemos evolucionar, pero no metamorfosearnos. No hay mutación en la vida del espíritu. Porque todas nuestras crisis, como todos nuestros cambios, estaban virtualmente en nosotros. Una obra de arte huele a moho por la forma, no por el contenido. En poesía, el verso melodioso está anticuado y exaspera; en prosa, todo lo que es demasiado refinado, lo que está demasiado bien escrito. Cierta profundidad en el inacabamiento me parece el sello esencial de lo moderno. Un arte se debilita cuando toma prestado demasiado de un arte vecino. Robar a la música su bien..., idea funesta de la poesía, fantasía descabellada de poeta. No hay que pedir a las palabras lo que no está en su naturaleza

dar. Leído todo un libro de recuerdos sobre Georg Simmel, de sus alumnos y sus amigos. Hace treinta años era mi filósofo preferido..., lo ignoraba casi todo de su vida. Y ahora ese libro me revela un montón de detalles suyos que, curiosamente, me conmueven tanto como lo habrían hecho en mi juventud. Todos esos filósofos que hablan de Historia y que, evidentemente, no tienen ninguna cultura histórica. Hacia 1820, Hegel era el gran filósofo de moda. Schopenhauer, en la misma época, probó la universidad, pero fue un completo fiasco. No tuvo alumnos. Cincuenta años después, se convirtió en Modephilosoph* y su pensamiento dominó la enseñanza de la época, en detrimento de Hegel, quien de nuevo pudo con Schopenhauer, a quien nuestro siglo no quiere. Tengo que volver al fragmento propiamente dicho. Mi espíritu está hecho de tal manera que no puede «construir» ni ir más allá de una serie de esbozos. Sin haber conocido ni un solo ataque de epilepsia, ¡vivir constantemente en el embotamiento que habitualmente sigue a los ataques! ¡Luchar sin cesar contra la opacidad que invade el espíritu! Cuando pienso en la cantidad de inteligencia, de reflexión y de tiempo que se ha gastado para justificar el espejismo (???) de la Trinidad, me siento presa de la desesperación. Y sin embargo, ¡qué más da a qué se dedique nuestro pensamiento siempre que tenga un pretexto, algo parecido a un objeto que legitime los esfuerzos que realiza y que no puede evitar realizar! He observado que todos los que tienen una voz melodiosa dan muestras de cierta insuficiencia mental. Mal humor... casi sin interrupción; veo su causa: no cumplo con mi deber, no consigo realizar ninguno de mis proyectos. Solo con pensar en asumir un compromiso me pongo en un estado parecido a la pesadilla. Huida, huida...,

único secreto de mi vida. Debo de sentir la pasión inconsciente por lo inacabado. Pero lo que seguramente tengo es un miedo desmesurado de valerme de otra cosa que no sea mi incapacidad para tomar parte en lo que sea. Para mí, lo supremo pasa por la abstención. He soportado bastantes cosas al comparar mi condición con aquella, menos envidiable, de este o de aquel. Pero ese tipo de consuelo es falso, si no perverso. Suscita en nosotros sentimientos viles, nos hace incluso desear que los demás sean más desdichados que nosotros, sin contar con que no nos ayuda en lo más álgido de nuestra desdicha, sino solamente después, cuando salimos del pánico o de lo intolerable. Casi ninguna de las personas interesantes que he conocido tenían talento, excepto el de ser, precisamente, interesantes. Debo a la Providencia la facultad de no realizarme. En todos los sectores del arte y de la vida, solo merecen atención los incomprendidos. ¡Morir despreciado! He leído en alguna parte que Goar (¿era un poeta?, ¿un santo?, ¿un loco?) colgaba por descuido su manto de un rayo de sol... Felicidad y búsqueda de gloria son incompatibles. La felicidad, como dijo Aristóteles, pertenece a aquellos que se bastan a sí mismos. Si se quiere escribir e incluso pensar, hay que abstenerse de practicar el análisis lógico del lenguaje. Fulano dice: «Yo no odio a nadie, salvo a X». Eso basta, y es como si odiara a todo el mundo. Tiene dentro de sí, por lo tanto, tanto veneno como el que lo detesta todo indistintamente. Retractaciones..., me gusta ese título de san Agustín, que fomenta la pasión que siento de renegar.

¡Es increíble hasta qué punto el invierno es poético! El orgullo en un alemán es intolerable; es agresivo, sin matices. Y ello incluso entre los mejores. ¡Qué lástima que esa nación sea insensible al escepticismo! (Puede ser nihilista, pero no escéptica.) La filosofía desarrolla el orgullo, y además lo presupone: ¿cómo construir un sistema, cómo tener incluso la idea de construirlo, si uno no se cree un dios? Solo soporto el orgullo en los réprobos, en los desheredados, en los incapacitados. Releído algunos poemas de Emily Dickinson. Conmovido hasta las lágrimas. Todo lo que emana de ella tiene la propiedad de emocionarme. 10 de diciembre. Desde mi cama veo pasar un gran pájaro negro, tan apropiado para este cielo ahumado y opaco. El Mesías, anoche en Pleyel. El júbilo me parece la característica afortunadamente exento de cualquier metafísica.

esencial

de

Händel,

«Durostor», «Silistra»..., esos departamentos del sur de la Dobruja,1 cuyo nombre búlgaro seguramente me impactó tanto a los seis años, cuando entré en la escuela primaria de Răşinari..., acabo de recordar de repente su existencia, mientras me veo remontando la calle para ir a clase. ¡Eso ocurría hace «exactamente» cuarenta y seis años! Lo que es tranquilizador es que habremos muerto sin que nadie adivine ni la cantidad ni la intensidad de nuestros sufrimientos. Así nuestra soledad será preservada para siempre. Haworth —creo haberlo dicho— es, de todos los lugares destacados que he visitado, el que más me ha conmovido. Una sonrisa exterminadora. Tú no necesitas acabar en la cruz, puesto que naciste crucificado.

11 de diciembre de 1963. 11 de diciembre de 1963. Delirios de grandeza y sueño. Después del asesinato de su marido, Jacqueline Kennedy me llama por teléfono. Paseo por un bosque (por el bosque de Sénart). Discusiones apasionadas, alegría, etc. Después de la Conferencia de Yalta, Stalin, Roosevelt y Churchill vienen a verme, a mi habitación de hotel, para disculparse por no haberme consultado antes de ir a la conferencia. (Ver también el sueño del asesinato de la reina de Inglaterra.) En una de las primeras cavernas descubiertas en la región de Lascaux se encontraron tres esqueletos, uno de los cuales tenía el cráneo destrozado. Incluso en las épocas en que la presencia del hombre era escasa, seguramente los conflictos y las pasiones apenas eran menos exasperados que hoy. La historia de Caín y Abel prefigura —en una síntesis definitiva— toda la historia humana. ... Sin embargo, sigo creyendo que el hombre era entonces más «feliz» que ahora. Estoy incluso seguro de ello. No se puede vivir ni con dioses ni sin ellos. El Hombre de Depresión. A cada instante percibo, con una agudeza a ratos fría y a ratos alucinante, el no ser de la carne. Las melodías que se improvisan dentro de nosotros testifican en contra de la soberanía del vacío. Mañana fúnebre y cantarina. Un poema muere dentro de mí. Mi paradoja es ser un obsesivo cuya mente no consigue centrarse. El caos en torno a los mismos temas.

Solo me intereso por las obras que tienen un alcance espiritual. Eso significa que tres cuartas partes de la literatura me resultan inútiles. He observado que no puedo concentrarme más de un cuarto de hora si tengo el cielo a mi... alcance. Quiero decir que, si estoy en una habitación que da al horizonte, mis pensamientos se deshilachan y se convierten en esclavos de mis miradas (!). En realidad, ya no soy entonces más que ojos, y caigo en un ensueño de idiota durante horas. Si quieres pensar, ¡ciega tus ventanas, aíslate del infinito! El que quiere avanzar en la vida del espíritu debe abstenerse de reflexionar sobre la literatura. Lo que cuenta son las experiencias y no los problemas. «No he venido a traer la paz...», y es muy cierto que el cristianismo no la trajo. Pero, con palabras tan agresivas, ¿cómo no iba a inspirar horror a los sabios del paganismo? ¿Se puede uno imaginar a un estoico profiriendo sentencias similares? Me parece tranquilizador haber superado la cincuentena. Se ha realizado el mayor esfuerzo, se ha llevado el fardo más pesado. No me gustan los libros escritos en frío. Por otra parte, los que vibran de calor no dejan de ser irritantes. ¿Cómo encontrar el tono justo? «Impostor caluroso»... ¡A cuánta gente a la que conozco no me gustaría a mí dirigir esas palabras de Léon Daudet sobre Herriot! De la mañana a la noche, y horas durante la noche, un monólogo descabellado, de una inepcia atravesada por destellos. ¡Ojalá pudiéramos fotografiar nuestros sueños! Por más objeciones que tenga que hacer a los escritores franceses en general, no olvido que solo ellos saben componer delicadamente una frase.

Mi sentido del ridículo es culpable de haber matado mi gran inclinación por la exclamación. ¡Morir de exclamación! Mejor dicho: Sus exclamaciones lo han matado. El asco nace del contacto con las personas, no del contacto con las cosas. Leo, leo y, salvo raras excepciones, no encuentro ninguna realidad en las obras que leo. ¿Qué les falta? No sabría decirlo. ¿El peso? Seguramente, pero ¿qué les confiere peso? Una pasión o una enfermedad..., ninguna otra cosa. Pero también es necesario que los enfermos y los apasionados tengan algo de talento. Lo que es seguro es que un talento sin pasión ni enfermedad no vale nada o casi nada. El hombre amargado podrá a lo sumo encontrar el descanso, pero no la salvación. Hay una poesía en todo; por eso el género «noble» (¡Rilke!) es a la larga insoportable. El ruido más intolerable es el que hace el hombre cuando habla o berrea. Apenas llegado a París, en 1938, escribí un artículo en rumano: «Păcatul vocii omeneşti».1 Leído los primeros poemas de Gottfried Benn: Morgue..., así es exactamente como yo veo la vida en ciertos momentos. Pero ¡qué placer, saber que otros han experimentado e imaginado los mismos horrores que nosotros! Benn hablaba como médico; su visión, por terrible que sea, es normal y, hasta cierto punto, sana. Pero ¡imaginarse las inmundicias de la carne sin necesidad aparente, por simple impulso malsano! Siempre que te encuentres ante un texto demasiado bien escrito, debes saber que no te las ves con un sabio. Nadie adivinará nunca qué capacidad de depresión tengo.

Me he acostumbrado a desconfiar de casi todo lo que es literatura. Emitir un juicio sobre una obra en razón de la emoción, pequeña o grande, que esta te inspira es equivocarse necesariamente. La emoción engaña siempre, y eso es tanto más fastidioso cuanto que no hay literatura sin ella. Pero solo mucho después de haber formulado nuestros juicios sabemos qué emoción es verdadera y qué emoción es engañosa. Para estar en lo cierto, solo tenemos que mantenernos, en todo, a la misma distancia de los entusiastas y de los amargados. Todo lo que me impide trabajar es bueno para mí. Hago bricolaje de la mañana a la noche..., por huida, por miedo, por nada... La muerte del espíritu: incapacidad para concentrarte en otra cosa que no sean las mismas, las eternas monomanías que te obsesionan. Nadie ha cultivado sus defectos con tanta minuciosidad y con tanto empeño como yo. Leído una biografía de Necháyev. Solo los fanáticos tienen una vida. Desconfío de cualquier hombre que quiera mandar a otro hombre. Ese es un instinto profundo, común a todo el mundo; ¿es superioridad?, ¿es deficiencia? Yo no creo poseerlo. La idea misma de dar una orden me resulta ajena. Recibirla, no menos. Ni dueño ni esclavo. Eternamente, nada. Mis ideas se asocian según un ritmo demasiado precipitado y demasiado arbitrario. Paso de una a otra sin pensar (nunca mejor dicho). Me desbordan, sin que pueda sacar de ellas el menor provecho. Me gustaría poder decir a cada una de ellas: «¡Detente!». Pero no me da tiempo. Si dijera en voz alta lo que me viene a la cabeza, me encerrarían inmediatamente; y no por la incoherencia de las ideas o de las imágenes, sino por su sucesión vertiginosa, por su desfile monstruoso y casi ridículo.

Mi vieja obsesión: romper con todo el mundo, retirarme a una cueva... ¡Ah, si no temiera el frío, sé que tendría el coraje de dejarlo todo...! Mi debilidad me vuelve cobarde y me obliga a todos los compromisos. Obsesión por el paso del tiempo. ¡Y pensar que cada instante que pasa ha pasado para siempre! Esa observación es banal. Deja de serlo, sin embargo, cuando la hacemos tumbados en la cama y pensamos en ese instante preciso, que se nos escapa, que cae irrevocablemente en la nada. Entonces, querríamos no levantarnos nunca más y, en un acceso de sensatez, pensamos en dejarnos morir de hambre. Percibo físicamente la caída de cada instante en lo irreparable. Y luego pienso en algún paisaje de mi infancia: ¿dónde está aquel que fui? Somos tan insustanciales como el viento, y por más que escribamos poemas o que vayamos detrás de las verdades, solo son reales las certezas de la Inanidad. ¡Todo es vano excepto la idea de la Vanidad! Escuchado a Chopin..., después de ya no sé cuántos años de indiferencia hacia él. No se es orgulloso cuando se sufre, sino cuando se ha sufrido. Nuestros sufrimientos no son una lección de modestia. Y, a decir verdad, nada vuelve modesto. Formo parte de esos escritores que tienen poco resuello porque sienten horror por las palabras. A un amigo que me ha consultado (???) sobre su próximo matrimonio lo he disuadido. «Pero yo querría por lo menos dejar mi apellido a alguien, tener descendientes, tener un hijo.» «¿Un hijo?», le he dicho. «Pero ¿quién te dice que no será un asesino?» Desde entonces mi amigo no me ha vuelto a llamar.

¡Extraña religión, la cristiana! Su figura central es un perseguido. 24 de diciembre. Diez de la noche. Solo. He leído este año tres o cuatro libros sobre Isabel de Austria. Acabo de terminar otro. Mi pasión por ella se remonta a la primavera de 1935, cuando leí en Múnich «Una emperatriz de la soledad», de Barrès. La diferencia entre los creadores y los no creadores es que a los primeros les encanta hablar de sí mismos, mientras que a los segundos les repugna. Una obra personal es necesariamente una confesión más o menos disfrazada. En tu alma había un canto: ¿quién lo ha matado? La única ciudad en la que el ridículo no mata es París. Es porque lo falso se admite en ella y triunfa casi siempre: nada más propicio para anular el sentido del ridículo. Hay una voluptuosidad muy grande en hablar mal de alguien al que se conoce bien, o incluso que se supone que es un amigo. Después, vergüenza y tristeza. Los únicos amigos a los que queremos realmente son aquellos con los que tenemos muy pocos puntos en común, aquellos que no tienen las mismas preocupaciones que nosotros, y a los que vemos lo más raramente posible. Por otra parte, la amistad solo subsiste mientras no nos manifestemos, mientras no queramos ser más de lo que somos. Telefonear a alguien y luego, de repente, por miedo a oír su voz, colgar. Esas son, en resumen, mis relaciones con el prójimo. Un eremitismo teñido de sociabilidad. Fulano es ahora mi bestia negra. Mengano lo será mañana, y así sucesivamente. Hay que considerar como un don de la Providencia la posibilidad que tenemos de descargar sobre alguien todas nuestras reservas

de bilis (sin que además lo sepa ni se dé cuenta en modo alguno de ello). Nuestro equilibrio es a ese precio, de lo contrario seríamos nosotros el blanco de todas nuestras pullas. Gottfried Benn..., un poeta bastante grande con rasgos de cantautor macabro. No puedo interesarme por un ser sobre el que no pese alguna fatalidad. (Mi pasión por los Habsburgo.) Anoche, 28 de diciembre, cantada por la coral de Heilbronn, la cantata n.º 68, Also hat Gott die Welt geliebt. El coro final —una fuga acompañada de trombones— fue una mezcla de alegría y algo extraño y poderoso que casi me volvió loco. Parecía el júbilo del Juicio Final. Aplaudí como un energúmeno. Hacía mucho tiempo que no conocía semejante exaltación. Este mal crónico que padezco —no, uno de los males crónicos que padezco — es un catarro tubárico, acompañado de atrofia de las mucosas nasales..., auténtica maldición para un escritor. Por otra parte, es muy sencillo: si no escribo es en gran parte por culpa de esa pesadez que desciende sobre mi cerebro y que paraliza mis facultades. Los oídos tapados y las fosas nasales congestionadas me sumen en una semiidiocia cotidiana. Conozco el miserable, el lamentable origen de esas inhibiciones de la mente, de esa agonía de la idea ante mis ojos, de esa derrota de la inspiración... He leído en una revista inglesa la lista de los monumentos demolidos por el barón Haussmann. Lo asombroso es que la población le haya dejado hacer, que no haya habido motines, etc. Nunca se ha desfigurado una ciudad, en tiempos de paz, tanto como París. Saber que es imposible determinar quién es inocente y quién culpable y seguir juzgando es lo que más o menos hacemos todos. Yo solo podría estar contento si un día consiguiera no emitir ya juicio alguno sobre nadie.

Vanidad aparte, a veces comprendo y justifico a todo el mundo. El verdugo no es más libre que la víctima. En cuanto practicamos el oficio de existir, somos como los demás, apenas valemos más que ellos. No podemos evitar admirar en secreto a aquellos que tienen el coraje de arrastrarse, de ser cobardes abiertamente, de confesar sus debilidades. Admirar quizá no sea la palabra. Dejémoslo. Aquellos a los que sin duda envidiamos son aquellos que, para triunfar, no retroceden ante el ridículo. No temer el ridículo, incluso exponerse a él..., hace falta cierta firmeza de espíritu para eso. Los aventureros, en el sentido positivo y negativo de la palabra, dan sin duda muestras de ello. Temer el fracaso es temer el ridículo, no hay nada más mezquino. Avanzar es justamente no temer convertirnos en el hazmerreír de nuestros semejantes. No he conocido a un solo hombre interesante que no haya tenido alguna dolencia más o menos secreta. ¿Para qué detenerse en cosas dichas ya tantas veces? La mente solo da algunos pasos adelante si tiene la paciencia de ir de un lado para otro, es decir, de profundizar. Los buenos escritores, observa Nietzsche, no escriben para «die spitzen und überscharfen Leser» («para los lectores demasiado sutiles»)... Eso es cierto, el gran escritor no es ningún esteta. El refinamiento es señal de una vitalidad deficiente, en arte, en amor y en todo. El escritor verdadero se apega a su lengua materna y no va a fisgonear en este y en aquel idioma extranjero. Saber limitarse, ese es su secreto. Nada es tan funesto para el arte como una amplitud de miras demasiado grande. Jamás perdonamos a los que apelan a nuestro orgullo.

Según Suetonio, al principio de la guerra civil, como Pompeyo había declarado que consideraría enemigos a todos aquellos que no estuvieran de su lado, César, y esa fue una pulla realmente genial, anunció que él situaría entre sus amigos a los indiferentes y a los neutrales. Trabajar, producir, no es reflexionar, es justo lo contrario. Reflexionar es situarse fuera de todos los actos, y casi fuera de todas las ideas. Señor, ¿por qué no me has dado facultades a la medida de lo que siento, palabras que sean dignas de mis accesos de felicidad o de depresión? Siempre viví con el terror de ser sorprendido por la desgracia..., lo que amargó mis días. Ese terror, bien sopesado todo, era legítimo. Así que intenté tomarle la delantera: me lancé a la desgracia antes de que esta sobreviniera. Armarse de paciencia, ¡qué acertada es la expresión! La paciencia es, efectivamente, un arma, y nada podrá abatir a quien se provea de ella. Es la virtud que más me falta. Sin ella somos automáticamente abandonados al capricho o a la desesperación. Lo más difícil es ponerse a tono con el ser. Pillar el tono del ser. La muerte de Mircea Zapraţan.1 Escribo a mi hermano, que me decía en su última carta que perdía al único amigo que tenía allí. Le hablo de la alegre desesperación de Zapraţan, y, a decir verdad, no conozco a nadie que haya sido la encarnación de esa paradoja tanto como él. Si no hubiera disipado sus dones, quién sabe lo que podría haber salido de ellos..., quizá una obra. Qué más da. El hombre estaba ahí, tenía talento, y, si hubiera hecho una obra, no habría desplegado su «infinite jest»* ante cualquiera. Querría poder escribir con la libertad de un Saint-Simon, sin preocuparme de la gramática, sin la superstición del buen uso ni el terror al solecismo. Hay que rozar la incorrección a cada instante si se quiere dar un aspecto

vivo al estilo. Controlarse, corregirse, es matarlo. La desgracia de escribir en una lengua prestada: no puedes permitirte el lujo de renovarla con faltas muy tuyas. El verdadero escritor no piensa en el estilo ni en la literatura: escribe..., simple y llanamente, es decir, ve realidades y no palabras. En un artículo de Jorge Guillén sobre Lorca se habla de la efervescencia intelectual en España hacia el año 1933. Tres años después, la catástrofe. Todas las épocas intelectualmente fecundas anuncian desastres históricos. El conflicto de ideas, las discusiones apasionadas que comprometen a una generación, nunca se limitan al ámbito del espíritu: ese burbujeo no presagia nada bueno. Las revoluciones y las guerras son el espíritu en marcha, es decir, el triunfo y la degradación final del espíritu. Cuando Saint-Simon nació, su padre tenía sesenta y ocho años. Hijo de un viejo (como Baudelaire). ¿Qué demuestra eso? ¿Un genio tan vigoroso, salido de la decrepitud? El hecho merece ser destacado, pero hay que abstenerse de sacar de él ninguna conclusión precisa. Leído textos sobre la fenomenología de Husserl. Es increíble el orgullo de esos «filósofos» atrapados en una terminología de escuela. Orgullo sectario. Además, en este caso se trata justamente de una secta. ... Y luego toda esa gente que habla de «antropología filosófica» y no del hombre. Por lo demás, he pasado por todo eso, y he sido arrastrado a la misma aventura e impostura verbal. Fueron Pascal, Nietzsche y Chestov quienes me sacaron de ahí. ¡Es tan difícil mirar las cosas de frente, y tan cómodo atenerse a los problemas! Desde siempre nos preguntamos en qué consiste el acto de pensar, o quién piensa. Cualquiera que no acepte los datos tal cual son. El primer pensador fue seguramente el primer maniático del porqué. En el fondo, hay muy pocos hombres que tengan esa manía. Yo he conocido, en cualquier caso, un número muy restringido de ellos. Ir al fondo de las cosas —querer ir, mejor

dicho—, sufrir por no conseguirlo, eso exige una forma de inteligencia más rara de lo que se cree. De todos modos, el porqué es una enfermedad insólita, por lo tanto en absoluto contagiosa. Pienso en mis «errores» pasados, y no puedo lamentarlos. Eso sería pisotear mi juventud, lo que no quiero hacer por nada del mundo. Mis entusiasmos de antaño emanaban de mi vitalidad, de mi deseo de escándalo y de provocación, de una voluntad de eficacia a pesar de mi nihilismo de entonces. Lo mejor que podemos hacer es aceptar nuestro pasado; o, si no, no pensar más en él, considerarlo muerto y bien muerto. En el funcionamiento de mi mente hay algo que no anda bien. Es incluso más grave: es sabotaje. Pero más vale que no pierda demasiado el tiempo en identificar su origen. Me habría gustado pasar la noche en compañía de un poeta... Pero es a un prosista a quien espero. Rózanov..., mi hermano. Es seguramente el pensador, no, el hombre con el que tengo más afinidades.

7 de febrero de 1964 El sentimiento de maldición solo lo experimentamos realmente cuando pensamos que lo sentiríamos en medio mismo del Paraíso. Tres días de paseo por la Soloña..., ¡y pensar que se pueden encontrar paisajes tan melancólicos tan cerca de París! (El estanque de Favelle.) Aullar para asustar a los ángeles... Creerse en estado de inspiración, casi al borde del delirio, cuando en realidad solo se trata de un cansancio próximo a la fiebre. Aspirar a la dignidad de monstruo es fácil, pero llegar a ella, acceder a ella, es trabajoso. Esos instantes en que dudo de todo, en que nada aguanta, en que la materia se pulveriza, en que incluso el granito me parece demasiado friable... Acabo de escribir una apología del odio. Pero, en el fondo, lo que entiendo por «odio» es un arrebato de desesperación, la negrura de la desesperación, estado puramente subjetivo que no tiene nada que ver con la voluntad de hacer daño, con el ensañamiento contra el prójimo. Como Macbeth, lo que más necesito es la plegaria, pero, como él, yo tampoco puedo decir amén. Me gusta contradecirme hasta la demencia; no, no se trata de un gusto, sino de una fatalidad: no puedo hacer otra cosa. Alguien está «muerto» no cuando deja de amar, sino de odiar. El odio conserva. Soy un elegiaco que ataca las ideas, entra en ellas y ya no puede librarse de ellas.

Pensándolo bien, siento la piedad más intensamente que el común de los mortales. Pero eso no demuestra que yo sea mejor que ellos, no, sino más débil. Llegado a casa a las cuatro de la mañana, algo achispado. Las calles del XVI, desiertas; los postigos, bajados por todas partes: parecía una ciudad abandonada, no, una ciudad cuyos habitantes yacieran todos muertos en sus apartamentos. ¿Cómo se puede circular de día? He ido a Gallimard por la entrega a P. de su espadín de académico. Todo el público de los cócteles. Impresión fúnebre: P., de uniforme, rodeado de mujeres mayores y de escritores dudosos, después de haber rechazado, durante toda su vida, los honores. Muy claramente, impresión de entierro o de boda provinciana. Ataques de depresión como los míos solo son «normales» en la adolescencia o en la decrepitud extrema. Pasado dos horas maravillosas con una familia rusa. ¡Esa gente ha cambiado tan poco desde sus grandes novelas! Su inadaptación es bella. Por otra parte, la adaptabilidad es señal de falta de carácter y de vacuidad interior. Me detuve en alguna parte entre la poesía y la prosa, sin poder optar por una o por otra; de los poetas tengo el ritmo; de los prosistas, la insistencia. Mucho me temo que en realidad no fui hecho para la palabra. Puede ocurrir que el alemán tenga genio; nunca ocurre que tenga talento. (Fueron los judíos los que tuvieron talento en Alemania..., para su gran desgracia; puesto que fue eso lo que suscitó la envidia de sus conciudadanos más torpes.) Cada generación vive en lo absoluto, es decir, reacciona como si hubiera llegado a la cumbre de la historia. El gran secreto de todo: sentirse el centro del mundo. Es exactamente lo que hace cada individuo.

22 de febrero... Hace un tiempo primaveral. Todo se deshace en mí, cada célula se abre de par en par. La primavera —ya he sufrido cincuenta y tres — siempre se ha esforzado en abrir todas mis heridas. Por más que crea que me he emancipado de la opinión, en realidad no es así, cualquier declaración sobre mí que me comuniquen no deja de «darme no sé qué». Lo cierto es que la idea de indiferencia ha hecho en mí progresos tan increíbles que la tomo por un estado. A., que ha propuesto mis «Definiciones del Dolor» a una revista inglesa, ha recibido esta respuesta: «It is too “depressing”».* La idea de Spengler de que la autobiografía tiene su origen en la «confesión» católica es profunda. ¿Hay «confesiones» antes del cristianismo? Mi estado habitual es incompatible con la discusión seria de un problema. Soy demasiado febril o demasiado depresivo para eso. Un mínimo de objetividad, eso es todo lo que querría alcanzar, sin conseguirlo. He intentado escribir algo sobre la historia, tema que tanto me apasionaba antaño y que ahora me intriga tan poco que me ha sido imposible dedicarme a él más allá de unos días. Todo lo que no me concierne directamente me aburre... Me resulta bastante penoso hacer esa confesión, que al menos tiene la excusa de parecer perfectamente natural para un poeta y para cualquiera que persiga su propia salvación. Querría «convertirme», pero ¿a qué? Hace falta cierta grandeza de espíritu para resignarse a ser poco valorado; solo se consigue después de haber agotado el fondo de amargura del que se dispone. O: El ambicioso solo se resigna a la oscuridad después de haber agotado todas las posibilidades de amargura de las que dispone.

Situarse fuera de los propios méritos, como espectador de uno mismo. «El sauce pinta el viento sin necesidad de pincel.» (Saryu) Anoche, en la iglesia de San Roque, El Mesías. Dos horas de júbilo. Me avergüenzo de haber creído tanto en la depresión durante tantos años. Es cierto que llego a ella sin esfuerzo (y cada día), mientras que podría, si acaso, contar las veces que realmente he conocido el júbilo. Pero entonces era el Alma del Mundo. «En medio de vuestras actividades más agitadas, deteneos un momento para “mirar” vuestro espíritu.» Ese es el octavo precepto (hay diez) de la práctica zen según la escuela de Tsao Tung. «Se sueña para no tener que despertar, porque se quiere dormir.» (Freud, Lettres à Wilhelm Fliess, pág. 251) Aparte de un breve «brillo» en el momento de la publicación del Breviario, solo he conocido la oscuridad: ¿he sufrido realmente por ello? Todavía me lo estoy preguntando. La melancolía de ser comprendido..., no hay mayor melancolía para un escritor. Mis ataques de depresión: solo puedo librarme de ellos saliendo; la calle como remedio... Mientras permanezca entre cuatro paredes, es imposible que un ataque remita. No hay ataque profundo que no tenga un fundamento fisiológico y metafísico al mismo tiempo.

1 de marzo de 1964. En aproximadamente un año solo he visto dos películas terribles: Mein Kampf y Les Animaux. Esta última está dirigida a las «familias»; en realidad, debería estar prohibida para todo el mundo excepto para los asesinos y para los «pesimistas». La «vida» es peor que todo lo que se pueda imaginar: es una pesadilla en estado permanente. Todos los seres vivos tiemblan, incluso los leones. Es horrible, horrible. La piedad es lo mejor que se ha imaginado. 2 de marzo. Esa película sobre Les Animaux me ha conmocionado. Pensé en ella anoche, he pensado en ella cuando me he despertado, pienso de nuevo en ella esta mañana. No hay nada nuevo en ese espectáculo de las bestias que acaban las unas con las otras, y no de las bestias de presa que devoran a los débiles: es algo que siempre se ha sabido. Pero yo jamás había visto en el espacio de una hora tanto miedo y tanta huida. ¡Todos esos animales, los agresores y las víctimas, involucrados en una carrera desesperada! Porque la vida solo puede mantenerse destruyéndose a sí misma, hay que tener el coraje de extraer sus consecuencias. ¿Cuáles? Huir de ella, para empezar. Estoy muy mal armado en la «lucha por la vida». Es porque la «vida» no me interesa lo suficiente para combatir en su nombre. Nada grande puede hacerse sin crueldad. Tener «carácter» es ser capaz de actuar con crueldad. He soportado a los hombres durante cincuenta y tres años..., en eso debería pensar siempre que me asalten las dudas sobre mí. En cada uno de nosotros hay motivos para hacer a un santo, ¿qué digo?, cada uno de nosotros sería considerado un santo si sus dolores fueran conocidos. Siempre la misma cantinela: querríamos conversar con los ángeles, y tenemos que ir a cenar fuera... 5 de marzo. La caída en el tiempo... es el título del «libro» que acabo de terminar. ¡Ojalá pudiera creer en lo que hago!

«Enemigo del género humano», único título al que sería halagador aspirar, y que ya no se concede. Para soportar una derrota, apenas se tiene otro recurso que no sea lo absoluto o el cinismo. (Refugiarse en lo absoluto para escamotear una derrota supone, por otra parte, cierta dosis de cinismo, de ironía, más bien.) La depresión está ligada a todos los fenómenos importantes y, por lo tanto, cotidianos de la vida: a la digestión en primerísimo lugar. Ya lo he dicho bastante: todo lo que es profundo en nosotros tiene sus raíces en la fisiología. Nada podrá quitarme de la cabeza que este mundo es tenebroso, de un demiurgo maldito. Lazos secretos me pertenezco a su descendencia, prolongo su sombra, me pensar que me corresponde agotar las consecuencias suspendida sobre él y sobre su obra.

fruto de un dios unen a ese dios, inclino incluso a de la maldición

Lo que más gusta en París* es asistir a la caída de un hombre. *¿Por qué en París solamente? Se trata de una característica fundamental de la naturaleza humana. Nadie es modesto, porque nada vuelve modesto. El orgullo de la derrota. Llevaba en la frente los estigmas del éxito. Según la tradición judía, Adán fue creado en el lugar donde se encontraba el altar de Jerusalén; y ahí vivió hasta su muerte, después de su expulsión del paraíso. Vergüenza, vergüenza, vergüenza. Disputa con un comerciante a propósito de una bombona de butano. Le amenazo, me pongo tan furioso que ya no puedo hablar, aúllo, tiemblo. Y estoy tan desatado que no consigo ni siquiera mirarme, ya no me «percato» de mi estado, contrariamente a mis cóleras ordinarias, en las que me veo enfurecerme.

Sé lo que me ha puesto fuera de mí: he sentido que ese comerciante, a quien odio desde hace mucho tiempo aunque no lo haya visto más que tres o cuatro veces en total, estaba contento de no satisfacer mi pedido. La desaparición de los animales, su liquidación, en realidad, es un acto de una gravedad sin precedentes. Su verdugo ha invadido, literalmente, el paisaje. Ya solo hay espacio para él. ¡Qué tristeza ver a un hombre allí donde se podía contemplar un caballo! Si los aztecas practicaban el sacrificio humano era para apaciguar a los dioses, a los que se ofrecía sangre a fin de que impidieran que el universo se sumiera en el caos. ¡Cuánta razón tenían esos precolombinos al creer que hacía falta una operación contra natura, repetida todos los días, para que la naturaleza no se disloque ni se derrumbe! ... Haga lo que haga, no puedo creer en las «leyes»; el universo no subsiste más que por alguna intervención sobrenatural. Llegado el fin de un periodo cósmico, y una vez detenida esa intervención, el mundo se deshace en el acto. Ahogado en el fracaso... Una religión solo está viva antes de la elaboración de los dogmas. Solo creemos realmente mientras ignoramos lo que tenemos que creer exactamente. La injusticia..., base de este mundo. La injusticia es el fundamento de este mundo. Sin ella nos preguntamos qué habría de sólido y de duradero en este bajo mundo. La amargura de las entrañas. Hace falta un gran coraje para afrontar la primavera. Me siento sumamente cerca del byronismo ruso, de Pechorin a Stavroguin.

Le he escrito a Armel Guerne a propósito de La caída en el tiempo: «Mis dudas no han podido vencer mis automatismos. Sigo realizando acciones a las que me es imposible adherirme. El drama de esa insinceridad constituye el fondo mismo de mi opúsculo». En París, lanzo gemidos tan gratuitos como los que lanzan los campesinos en mi país. Esos suspiros que llegan desde hace milenios, esos suspiros de siempre. El aciago demiurgo Este mundo solo puede ser obra de un demiurgo sospechoso, incluso aciago. «A finales del siglo XII, algunos partidarios del dualismo moderado en Italia creían que, después de haber formado a Eva, el demonio tuvo él mismo comercio con ella, y que Caín fue su hijo; de la sangre de este nacieron los perros, cuyo fiel apego a los hombres tiene que demostrar que son de origen humano.» (C. Schmidt, Histoire et doctrine de la secte des Cathares ou Albigeois, París, 1849, tomo II, pág. 69) Según un escrito maniqueo, la cólera es la raíz del árbol de la muerte. Nadie es más apto que yo para comprender los entresijos de la maldición. Las abdicaciones del cerebro. No soy el mártir de una causa, soy el mártir del ser. El puro hecho de ser como factor de sufrimiento. «¿De qué sufres?»... «De ser aquí o allá, de ser en cualquier lugar.» Primer deber de cada uno, al levantarse: avergonzarse de sí mismo. Si el perro es el más despreciado de los animales es porque el hombre se conoce demasiado bien para poder apreciar a un compañero que le es tan fiel.

Soy como esas viejas locas que ven a un asesino en cualquier desconocido. El reino de lo inesencial. Hay que decir las cosas como son: todos mis pensamientos dependen de mis miserias. Si he comprendido algunas cosas, el mérito corresponde únicamente a las lagunas de mi salud. Las cartas de Simone Weil al padre Perrin, escritas durante la guerra y publicadas en A la espera de Dios..., rara vez he leído algo tan fuerte en lo tocante a exigencia absoluta con uno mismo. El respeto a la Verdad alcanza ahí lo trágico. ¿A quién rezar en lo más hondo de este universo marchito? Esa angustia que se alimenta de sí misma. Cualquier pretexto le sirve para hincharse, para exasperarse. Saber que no tiene «razón» y sin embargo seguir experimentándola y sufriéndola. No puedo dominarla, emana de todas mis incapacidades, de una debilidad que hay que calificar de ontológica... En la medida de lo posible, huir como de la peste de las palabras «infinito» y «eternidad». Pueblo desdichado y deshonesto... Cualquier trabajo en profundidad supone cierto gusto por el machaqueo. Esos días en los que cualquier cosa, la menor noticia desfavorable, me sume en una depresión total de la que me es imposible deshacerme y que me da la impresión de que no acabará jamás, de que incluso me sobrevivirá. Nada me gusta más de Calígula que la orden que daba a sus guardias para que hicieran reinar el silencio alrededor de las cuadras la noche anterior a la carrera de su caballo en el circo.

El discurso de Otón antes de suicidarse. Se niega a quejarse o a acusar, puesto que, dice, «echar la culpa a los dioses o a los hombres es señal de que todavía se quiere vivir». 17 de marzo de 1964 Hace un rato, recuerdos muy precisos de mi pequeña habitación de la Schumannstrasse de Berlín, ¡de hace treinta años! ¡Qué desdichado era yo en esa época! Jamás desde entonces he conocido soledad más opresiva. Heidegger y Céline..., dos esclavos de su lenguaje, hasta el punto de que, para ellos, liberarse de él equivaldría a desaparecer. Esclavizarse al propio estilo, ahí entran necesidad, juego e impostura. ¿Cómo distinguir la parte de cada uno de esos elementos? Lo cierto es que el fenómeno primordial es la necesidad. Eso es lo que absuelve a los maniáticos de su lenguaje. L. Muerto de tuberculosis en 1942 o en 1943. Durante la ofensiva alemana de 1940, recuerdo que había venido a verme al hotel, a mi habitación, donde había dos estudiantes rumanos que estaban de visita, ya no recuerdo quiénes eran. Tuve que ausentarme durante media hora. En cuanto volví, los estudiantes se fueron y me quedé a solas con L., que me dijo: «Tus compatriotas son gilipollas, sí, gilipollas. ¡Aman a Francia!». L. tenía tanto miedo de ser movilizado que deseaba una derrota rápida. Sin embargo, no he conocido a nadie más francés, en el buen y en el mal sentido, que él. La pasión por la música es ya en sí misma una confesión. Sabemos mucho más de un desconocido que se entrega a ella que de alguien que es insensible a ella y al que vemos todos los días. El masoquismo alemán es intolerable. Anoche, conferencia de Hans M. Enzensberger. Según él, solo los alemanes cometieron crímenes durante la última guerra. Ese pueblo solo puede ser arrogante o llano, provocador o cobarde.

Cada uno cree que solo él persigue la verdad, y que los demás son incapaces de buscarla y no merecen alcanzarla. No me cansaré de repetirlo: la libertad solo tiene sentido para el que tiene buena salud; para el enfermo es una palabra vacía de sentido. La cruzada contra los albigenses. Cuando lees esos horrores, te sientes realmente feliz de estar fuera de la Iglesia. Una institución que ha sido capaz de tales excesos merece llamarse sobrenatural. ¿Lo que yo quiero? ¿Lo que yo quiero? ¿Quién me dirá alguna vez lo que yo quiero? Sin ilusión no hay nada. Es curioso descubrir el secreto de la realidad en la irrealidad. Saber lo que es importante..., lo más raro del mundo. Entre todos los que he conocido, hay tan pocos que destaquen en ese tipo de conocimiento que podría nombrarlos (cuatro o cinco en total). Desde el punto de vista biológico, la caridad es una herejía. Una sociedad «sana» no cae jamás en ella. Tras haber suspendido mi juicio, y hasta mis dudas, ya no me queda más que suspender mi sangre. ¿Qué es mejor, morir olvidado o despreciado? (El desprecio participa aún de la gloria, es una reminiscencia de ella.) Leo, leo. La lectura es mi escape, mi cobardía cotidiana, la justificación de mi incapacidad para trabajar, la excusa para todo, el velo que cubre mis fracasos y mis imposibilidades.

Los Tagebücher de Musil. Me convence más en esos fragmentos que en su interminable novela. Su observación sobre la fidelidad (Irene) como desfallecimiento de la voluntad de vivir (fidelidad conyugal, principalmente). Lo que quiere decir es, creo, que la fidelidad es señal de incuriosidad, una falta de apertura. Ahora bien, la vida... El primer deber de un moralista es despoetizar su prosa. 21 de marzo de 1964 La literatura contemporánea es, punto por punto, la antípoda del romanticismo. El soñador de hoy es un anti-Novalis. ¡Ah, si pudiese elevarme al nivel de aquel que me habría gustado ser! Pero no sé qué me tira hacia abajo con un vigor que aumenta con los años. Hasta para subir a mi superficie tengo que realizar un esfuerzo que no podría imaginar nadie que me juzgara desde fuera. Ningún adjetivo encaja totalmente. Así que cualquier adjetivo es criticable, y, si lo utilizamos, nos arriesgamos. El adjetivo supone un juicio de valor, una interpretación. Debería usarse con moderación. Lo propio de los malos autores es abusar de él. Soy lo contrario de un aventurero: todo me da miedo y todo me cansa en este bajo mundo. Solamente en el «ámbito» de la idea tengo un vago gusto por la aventura. «Un perverso polimorfo»..., admirable definición del niño hecha por Freud. Una de las últimas sentencias de Sócrates: «Sin embargo, deberías saber, Critón, que hablar impropiamente es un daño que se hace a las almas». En la agonía, pensar en el lenguaje..., eso es bonito. 23 de marzo. Ataque de despondency.* Toda la mañana, crisis de desesperación. Hay momentos en los que Dios se impone.

Freud..., su psicología, su comportamiento de fundador de religión. Su intolerancia, sus maniobras, su miedo a la «herejía»; las traiciones, las deserciones, las relaciones dramáticas con sus discípulos, la necesidad de discípulos, etc. Fascinante y repugnante. Para mí es incomprensible que alguien pueda desear discípulos. Y sin embargo, en mis años locos, yo tenía toda la fiebre y todo el orgullo de un profeta. Desde entonces, cuánto camino recorrido... Tres días maravillosos en el Jura. Las gargantas de Bienne y Lamoura, estación de esquí. La simple caminata me cura —momentáneamente— de todos mis males. El pesimismo —como, por otra parte, el optimismo— es señal de desequilibrio mental. 1 de abril de 1964 Accesos de melancolía de los que el mismo Diablo estaría celoso. Se piensa al principio de la depresión; pero ya no se puede pensar cuando esta alcanza una intensidad anormal. (De otra manera: sobrepasado cierto grado de depresión, ya no se puede pensar.) La gran depresión apaga la mente. 3 de abril. Esta noche, al volver a casa, la palabra «desamparado», salida espontáneamente de mi boca, ha llenado el apartamento... y el universo. Todo lo que escribo no es más que quejido, blasfemia, palinodia. Ser un héroe de la retractación. Si una lombriz pudiera experimentar mis sensaciones, ¡qué gesto de piedad no tendría hacia mí!

El otro día, en el mercado, miré un instante una cabeza de buey de la que habían retirado la piel. Sus ojos, o lo que quedaba de ellos, me dieron unos escalofríos terribles. ¡Qué eco despiertan en mí los versos de Aleksandr Blok! ¡Y el personaje al que me siento tan próximo! Aleksandr Blok, en su Diario, con fecha de 15 de abril de 1912: «El hundimiento del Titanic me regocijó ayer indeciblemente: todavía hay, pues, Océano». El menor recuerdo destruye mi presente. Ese pasado que afluye y me desborda, todos esos años, todos esos miles de días, ¿cómo soportar su asalto? Si al menos supiera lo que se ha roto en mí, y lo que todavía queda de aquel que fui. Vivo entre la nostalgia de la catástrofe y el éxtasis de la rutina. Leído un texto, que no aporta nada nuevo, sobre Caroline von Günderrode. Pero no me hartaré nunca de leer cosas sobre ella que sé desde hace mucho tiempo. Es como si las leyera por primera vez, tan profundo es el eco que despierta en mí el menor aspecto que guarde relación con Ella. 8 de abril de 1964. Mi cumpleaños. Cualquier hombre que realiza una obra cree —inconscientemente, es cierto — que esta está llamada a sobrevivir al universo. Si percibiera, mientras la hace, que es perecedera, no podría hacerla. No fui hecho para pensar sino para tararear. Por otra parte, mi «pensamiento» no es más que una cancioncilla..., taciturna, interminable.

He ido a la estación de Montparnasse a esperar a S. El final de las vacaciones de Pascua. Una multitud considerable, como en tiempos de las revoluciones o de otras grandes desgracias colectivas. He cerrado los ojos, sumido en el asco y en mis pensamientos. Esa multitud repulsiva tiene el don de ponerme fuera de mí..., en el sentido a la vez odioso y poético. Salir de este mundo, he ahí a lo que invita y constriñe. La ausencia en medio del bullicio, un desgarramiento místico cuando todo pulula a tu alrededor. Se había parapetado en su tristeza. El vino, según los maniqueos, era la hiel del Príncipe de las Tinieblas. Una interrogación que se rumia indefinidamente mina tanto como un largo y sordo dolor. En mi contacto con las personas, solo se hace valer lo malo que hay en mí. Hay un «pesimismo rumano» o, mejor dicho, un «miedo de vivir» nacional que he heredado, indiscutiblemente. X acaba de telefonearme... para hablarme de su total desconcierto. Ha consultado a un psiquiatra, quien le ha prescrito drogas que le provocan euforia, seguida de crisis depresivas. Le he dicho que esa «alegría comprada» no vale nada, y que tiene que dirigirse a alguien que sea capaz de comprenderlo. Un psiquiatra, a menos que sea alguien excepcional, no lo conseguirá jamás. Pero también le he dicho que esas crisis son el precio de su gloria, y no menos de su obra. Hay que pagar por cualquier éxito, sea el que sea. Uno no se eleva impunemente por encima de la naturaleza. Y un escritor, sobre todo, debe expiar su nombre. Durante la lucha contra la infiltración luterana en España, la Biblia en lengua vulgar estaba absolutamente prohibida; el mismo Carlos V, para leerla en francés, tuvo que dirigirse a la Inquisición para pedir su autorización, ¡que le concedió no sin algunas vacilaciones! Y sin embargo fue él, desde su retiro de Yuste, después de su abdicación, quien en sus cartas incitaba a su hijo al exterminio de los herejes.

«No hay nada peor que un enfermo curado.» ¿Es un proverbio alemán? Lo he leído en las Charlas de sobremesa, de Lutero. La frase es de una exactitud maravillosa. La afirmación de Orígenes de que cada alma tiene el cuerpo que se merece es falsa. Por más que pienso en ello sin cesar, no consigo saber lo que busco en este bajo mundo. La actividad que mejor casaría con mis sensaciones sería una reflexión indefinida sobre la condición de los ángeles. Primavera. No estoy preparado para ninguna estación: cada una me sorprende sin que yo sepa cómo afrontarla, cómo soportarla. La «alegría de descender» de la que habla Baudelaire, yo la habría conocido, cultivado, temido... ¡como nadie! El libro de bolsillo solo podía hacer su aparición en una época en la que ya no hay iniciados. No hay nada más penoso que saberse poco valorado. Solo es admirable el mérito inconsciente. En el fondo no soy de este tiempo. Incluso mi Breviario es de otra época. Mi inactualidad es a la vez histórica y metafísica. Cualquiera es más contemporáneo que yo. Única regla «válida»: continuar la propia obra, sin pensar en los demás, permanecer en uno mismo, sin amargura ni altanería, igual que un Dios sin fieles. Siempre que sufro por culpa de los hombres me refugio en el desprecio por mí mismo. Así es como triunfo sobre ellos y como olvido sus golpes.

Imposible entenderse con alguien que no tiene alguna herida secreta. Si quisiera reflejar el tono de lo que siento, tendría que poner un signo de exclamación después de cada palabra. Por más que intento oponerme a mi tristeza, siempre es ella la que gana. Cualquier suspensión del movimiento me sume en la tristeza. Siempre he estado obsesionado con los dioses desfasados y con los templos vacíos. J.-P. Sartre: un maestrillo aquejado de masoquismo. Querría escribir una rehabilitación general de las herejías. El verdadero profeta es aquel que sufre obsesión por el futuro sin creer en el «progreso». Leo los tratados antimaniqueos de san Agustín. Después de haber sido, durante diez años, un seguidor de Mani, se convierte en su peor adversario. Tiene todas las sutilezas del tránsfuga. Charlatán, porfiado, tiquismiquis como no se encuentran ni siquiera entre los sofistas. Además, una verdadera pasión, que hace de él el digno continuador de san Pablo. Su mayor defecto: la prolijidad. Cuando tenemos depresión y nos vemos desbordados por ella, qué consuelo pensar que podríamos estar enamorados y no lo estamos, que nos libramos así de una inagotable fuente de tormentos. (Hubo un tiempo en que me consolaba de todo con la idea de que podría haber tenido la desgracia de ser... ¡rey!) Lo propio del falso profeta es suscitar una aprobación unánime. Eso ocurre con el escritor, con el hombre político y con cualquiera que tenga éxito con los hombres.

Todos mis problemas estarían resueltos si conociera tantos instantes de júbilo como instantes de depresión conozco. (En el júbilo se asume la totalidad del ser.) Paso la mayor parte de mis días partiéndole la cara a la gente, denostando a este o a aquel hasta el punto de que llegamos a las manos. De la mañana a la noche desencadeno escándalos de los que me avergüenzo, provoco a desconocidos, lo derribo todo a mi paso..., ¡en la imaginación todo ello, por desgracia! Por norma general, recordamos a aquellos que han sido odiosos con nosotros y sufrimos por ello; pero a veces también —rara vez, es cierto— recordamos las ocasiones en que nosotros mismos fuimos odiosos e incluso innobles: el sufrimiento que experimentamos entonces es mucho más punzante. Tenía el arrepentimiento fácil: ataques de conciencia sin esfuerzo ni dificultad. Un autómata del remordimiento. Exposición surrealista. Todo lo que es «choque», todo lo que es provocación, se anula por sí mismo al cabo de algunos años. En arte, como en todo, solo se sostiene lo que se ha hecho en soledad, frente a Dios, se sea o no creyente. El hombre es como Macbeth después del crimen: retroceder sería para él mucho más difícil y más fastidioso que perseverar, que hundirse más en lo irreparable. Por más que X se esfuerce, solo tiene alma de discípulo. Durante mis peregrinaciones por el Jura vi un gato que, al querer cruzar la carretera, fue alcanzado por un coche, que lo proyectó lejos. Lanzó un grito que no podré olvidar; después se quedó ahí, al borde de la carretera, inmóvil, mirando fijamente no sé qué punto del espacio; esa mirada tampoco la podré olvidar.

Dos categorías de gente a la que aborrezco: los que lo admiran todo y los que no admiran nada. Ya que hay que elegir, prefiero a los primeros. He reprimido todos mis entusiasmos: pero existen, constituyen mi fondo inexplotado, mi futuro, quizá. Siempre que me pongo a «profundizar» en un problema, el proceso de mi pensamiento es interrumpido y pronto suspendido por la irrupción de viejos rencores que se apoderan de mi conciencia y expulsan de ella el tema que la ocupaba. No aceptaba vivir a remolque de Dios. Kierkegaard: un Tertuliano después del Romanticismo alemán. 27 de abril. Domingo por la tarde. Sol, así que las calles están atestadas de una multitud... fea más allá de todo lo que se puede imaginar. Monstruos. Todos, pequeños, degenerados, llegados de todas partes: las sobras de los continentes, el vómito del globo. Uno piensa en la Roma de los Césares, inundada por la hez del Imperio. Cualquier ciudad que, en algún momento, se convierte en el centro del universo es la cloaca de este... por eso mismo. Nunca he sabido qué hacer conmigo mismo y no me puedo creer que haya podido escabullirme durante tantos años. No espero nada de nadie, y sin embargo espero, no dejo de esperar... ¿Qué?... Me resultaría difícil decirlo. Leo en una biografía este comentario ingenuo y profundo sobre el proceso de la decadencia de Aleksandr Blok: «La risa desaparece, luego desaparece la sonrisa». Debilitado por un largo ejercicio del desprecio.

Nada paraliza tanto el esfuerzo creador del espíritu como alargarse en la historia de las ideas. La historia de la filosofía es la negación de la filosofía. (Con esa afirmación empecé mi licenciatura en Filosofía, en Bucarest, en 1931, para estupefacción del viejo profe, que me pidió «explicaciones».) 1 de mayo. Cuatro días de marcha (a pie) por Picardía. Saint-Valery-surSomme, Cayeux, Criel, el valle del Yères, el Bosque Alto cerca de Gamaches... Espléndido, pero acabó en una crisis: demasiado verde no me sienta bien; el mar era verde, el campo lo era más allá de lo tolerable. Jamás he experimentado tan intensamente ese malestar, que yo llamaría de buen grado la neurastenia del verde. «Jesús dijo: “Un profeta no es aceptado en su ciudad, y un médico no opera ninguna curación en aquellos que lo conocen”.» (Evangelio según Tomás, 31) Cualquier hombre, por muy dotado que esté, desde el momento en que cuenta para sus semejantes es su esclavo, en cualquier caso ya no es libre. Y solo puede mantener su postura frente a ellos rozando la impostura a cada paso. La ventaja de ser «desconocido» es no tener que interpretar un papel, ni siquiera el de «poco valorado», más execrable aún que el de estrella. El sufrimiento es lo que da valor a la extravagancia y la redime. Puesto que, sin sufrimiento, esta no es más que una bufonada. Cualquier originalidad, literaria o de otro tipo, que no se pague muy cara, que no se expíe, es juego y acrobacia. Es la vieja historia: solo podemos creer a los mártires. Cualquier forma de impotencia comporta un carácter positivo en el orden metafísico. Solo nuestros gritos nos sobreviven.

No es fácil escribir sobre Dios cuando no se es ni creyente ni ateo: y seguramente nuestro drama es no poder ser ya ni lo uno ni lo otro. Cumplo con la condición primordial para hacer literatura: vivo en lo inesencial. Condición primordial para hacer literatura: vivir en lo inesencial. Solo somos felices si nos dejamos devorar por la sed de lo inesencial. 9 de mayo. Seis horas y media de conversación. Asco, cansancio, furia, ganas de volarme la tapa de los sesos. Todas mis horas giran en torno a la misma certeza: Imposibilidad. Esa palabra tiene en mí una virtud mágica. Resuelve mis problemas, me hace feliz ante lo Infranqueable. Las almas que cuentan son aquellas que cultivan una exigencia absoluta (o: que tienen la exigencia de lo absoluto). Todas las demás son polvo humano o escoria. Cualquier pensamiento sacrílego tiene algo pueril. Comparto la opinión de Hume sobre Tácito: «El espíritu más profundo de la Antigüedad». ¡Y pensar que se ha perdido buena parte de su obra, cuando conservamos íntegramente la de algún Padre de la Iglesia! Hay demasiados hombres, demasiados rostros..., ¡ya no podemos quedarnos cara a cara con Dios! Tengo que ir a un concierto, en el que me esperan. Imposible acudir. Tan fuerte es a veces mi necesidad de soledad, que la sola idea de ir a ver a alguien me pone en un estado próximo a la locura. Hay en Simone Weil algo de Antígona, que la preservó del escepticismo y la acercó a la santidad.

Cuando topo con el cliché «aburrimiento incurable»... siento angustia: ese cliché es un diagnóstico, mi diagnóstico. Retorcerse como un dios envenenado. La calumnia como buena acción. «Creo que el cambio de religión es tan peligroso para un hombre como lo es el cambio de lengua para un escritor.» (Simone Weil, Lettre à un religieux, pág. 34.) Pentecostés. Acabo de hojear un libro sobre el último amor de Madame de Staël. La idea de que todos los personajes que se evocan en él están muertos me ha parecido tan insoportable que he tenido que tumbarme. El hombre que ya no podría vivir en absoluto sería el que acabara de tener una visión fulgurante y exacta del Futuro. Vivir es una imposibilidad de la que no he dejado de tomar conciencia, día tras día, durante, pongamos, cuarenta años... Para un escritor, la «liberación» es un desastre sin precedentes. Él, más que nadie, necesita sus defectos; si se libera de ellos, está perdido. Así pues, ¡que se guarde mucho de volverse mejor! Lo lamentará amargamente. Recuerdo la desolación de algunos pueblos rumanos: solo de pensar en ellos me siento desfallecer. El neurótico es un hombre que no puede olvidar. (Cualquier neurosis emana de la imposibilidad del olvido.) El odio, no, el horror que siento por mis contemporáneos es ilimitado. Dudo que hubiera reaccionado de la misma manera si hubiera vivido en otra época.

Lo que me aterroriza no es el presente, es el futuro. Cada vez que pienso en él me siento realmente mal. Miro a lo lejos en los tiempos venideros..., como antiprofeta. Al final, lo más auténtico que hay en mí es mi escepticismo. No podría ser de otra manera en alguien que carece tan manifiestamente de «carácter». Algunas mañanas me levanto completamente limpio de cualquier convicción. Después, un día entero en el que hay que fingir que se cree en las cosas. Si me desanimo tan pronto, ¿no es porque, en el fondo, me gusta la derrota hasta el punto de no poder prescindir de ella? «Conócete a ti mismo.» ¿Hay que hacer de eso el deber de cada uno? Seguro que no. Solo en la medida en que no me conozco a mí mismo puedo realizarme y hacer algo. Conocerse es, afortunadamente, una imposibilidad. Puesto que nada nos paraliza tanto como saber por dónde vamos, sopesar nuestros defectos y nuestros méritos, tener una visión exacta de nuestras capacidades. Solo el que se engaña respecto a sí mismo, el que ignora los motivos secretos de sus actos, puede obrar. Un creador que es transparente para sí mismo ya no crea. El conocimiento que tiene de sí mismo lo transforma en crítico... de sí mismo y de los demás. El conocimiento de nosotros mismos acalla a nuestro demonio. Es ahí donde hay que buscar la razón profunda por la que Sócrates no escribió nada. No había desconfiado lo suficiente de los conocimientos que tenía sobre sí mismo, ignoraba que iban a reducir e incluso a comprometer esas tinieblas secretas de las que nadie puede prescindir si quiere dejar una obra. Visto Les Jumeaux de Goldoni de una compañía italiana. Espectáculo perfecto. ¿Por qué? Porque no se puede uno imaginar una versión mejor, porque la mente no puede concebir nada más allá de la interpretación, otra interpretación.

Todos los escritores romanos procedían de las provincias. Solo Julio César y Lucrecio nacieron en Roma. Me gusta bastante esa idea gnóstica de que el mundo fue echado a suertes entre los ángeles. Los hijos que no se avergüenzan de sus padres están irrevocablemente condenados a la mediocridad. Nada es más esterilizante que admirar a los «genitores». 25 de mayo de 1964. ¡El inconveniente de no poder seguir varias ideas a la vez ni, sobre todo, varios caminos! Lo sufro más que nadie. Me comprometo en una dirección; vienen a hacerme una propuesta que me aparta de ella. ¡Estoy perdido! Abandono el primer proyecto, para ya no pensar más que en el segundo. De ahí el fracaso inevitable de todo lo que emprendo. La discontinuidad es la maldición del espíritu. La dispersión es funesta; la obsesión también lo es, menos, sin embargo. Los espíritus fecundos son unos obsesivos capaces de renovar sus obsesiones. Solo una inteligencia perseguida por un mismo círculo de ideas es capaz de realizar algo. Hay que saber repetirse en profundidad. Solo las obras fracasadas nos permiten entrever la esencia del arte. «Amargura refluyente.» (Baudelaire) Saber que nada es real es haberlo comprendido todo. Pero ese saber no se adquiere con la meditación; viene al mundo con nosotros, y se desarrolla con nosotros. No tenemos ningún mérito en poseerlo. Un ensayo general. Los críticos estaban ahí: ¡qué profesión! ¡Pasarse la vida juzgando! Preferiría descansar en la neutralidad de la tumba. 27 de mayo de 1964 Días enteros sin poder hacer nada. Abdicación del cerebro. Fallos diarios de memoria. Hace falta cierto coraje para afrontar todos esos síntomas.

¿Hasta qué punto puede la mente luchar contra el desgaste del organismo? ¿No siente sus efectos, cualquiera que sea la tensión en la que se mantenga? «El gusto por lo extraordinario es el carácter de la mediocridad.» (Diderot) Todo el siglo XVIII francés está ahí. No es de extrañar que haya tratado a Shakespeare de «bárbaro». 28 de mayo. Anoche, en un salón, contemplaba el cuello de una señora y pensaba que esa carne blanca estaba condenada a la tumba. Algunos vasos de whisky me quitaron, afortunadamente, esa idea, esa imagen, más bien. La frecuencia de las obsesiones fúnebres es señal de que mi espíritu pasa por un mal periodo. Los que escriben sobre la humildad, aparentando creer en ella, me hacen reír. Es un sentimiento imposible. ¿Para qué hablar de lo que no puede existir? Y sin embargo, si tuviera que haber uno obligatorio, es precisamente ese. Imaginémoslo general, común a todos los mortales: la vida cambiaría con él de arriba abajo. Pero no puede ser, puesto que a la vida, como empuje, como afirmación del ser, le repugna la humildad, la rechaza con toda su energía y ni siquiera la concibe. Sueño con una lengua cuyas palabras, cual puños, destrocen mandíbulas... Estoy enfadado desde esta mañana. En las editoriales solo encontramos la escoria de la literatura. Llamadas de teléfono acerbas. Broncas con imbéciles. ¿Cómo puedo perder mi tiempo con gente semejante? Después de un arrebato de cólera. Sensación de vergüenza, evidentemente, acompañada de esta invariable reflexión: «Eso, al menos, es la vida». Tras una explosión de furia uno no desea ni persistir en la cólera ni calmarse; desea, más bien, las dos cosas a la vez, como si pudiera conciliar la rabia con la serenidad.

Veo a través del tragaluz cómo los pájaros se arremolinan en el cielo a la hora del crepúsculo. ¡Desde hace millones de años hacen siempre lo mismo! Sabiduría hereditaria absoluta. Nosotros deberíamos haber sido como ellos, puesto que es mejor ser cualquier cosa antes que lo que somos. ¡Y pensar que el burdo Rafael fue el ídolo de los románticos alemanes y que fue considerado luego, a lo largo de todo el XIX, como el sumun de la pintura! O que el ilegible Schiller representó la poesía misma durante el mismo periodo, y que un Hölderlin solo cuenta realmente desde principios de este siglo. Lo que condena a casi la totalidad de los filósofos (las excepciones se pueden contar con los dedos) es que no nos acordamos de recurrir a ellos en los momentos de pena. Sé muy bien de dónde vienen todas mis explosiones de humor: estoy furioso conmigo mismo, me contraría no poder trabajar, el resultado es que la tomo con los demás y descargo sobre ellos esa furia cuyo único objeto debería ser yo. El demonio de la dispersión. El miedo de crearse enemigos puede provenir o de la delicadeza o de la cobardía. Hay que conocer bien a un hombre para saber si la que gobierna ese miedo es una o bien es la otra. Cualquier hombre que se acalora y eleva la voz refleja una falta de confianza en sí mismo. Los pesimistas no tienen razón: vista de lejos, la vida no tiene nada de trágica, solo es trágica de cerca, observada en detalle. La visión de conjunto la vuelve inútil y cómica. Y eso es igualmente válido para nuestra experiencia íntima.

Es imposible decir por qué una idea se apodera de nosotros para ya no soltarnos. Se diría que surge en el punto más débil de nuestra mente o, más exactamente, en el punto más amenazado del cerebro. La facultad de desesperar supone alguna ferocidad secreta. Desconfiar de cualquiera que guste de perder cualquier esperanza, de cualquiera que esté a gusto en lo irreparable. (¿A qué círculo del Infierno precipitó Dante a aquellos que cultivan su tristeza?) Si escuchara a mi instinto más profundo, gritaría de la mañana a la noche, y durante todas mis noches: «¡Socorro!». ¿En qué viejo libro leí que la tristeza se debía a la «ralentización de la sangre»? ... Y eso es, la sangre estancada. La prisa es el único origen de cualquier tragedia. (Recordar la frase de Stalin sobre Hitler, en vida de este: «Es un hombre capaz, pero no sabe esperar».) Todo cambia en un ser a lo largo de los años, excepto la voz. Únicamente ella asegura la identidad de un individuo. Habría que tomar las huellas vocales. 11 de junio. Tumbado en mi cama, esta tarde..., como si velara mi cadáver. ¡Y pensar que un día «adoptaré» esa postura para la eternidad! La mente, bloqueada, impermeable a cualquier otra idea que no sea la del mal creador. Señor, ayúdame a liberar mi espíritu, rompe las cadenas que le ha puesto el Adversario. Ya no puedo vivir hechizado, en el punto muerto del Tiempo. ¡Ojalá pudiera dar un salto fuera de este estancamiento, de este disfavor divino que me ha golpeado! He sufrido el gran rechazo de los dioses.

Cenas fuera de casa. En ellas comprendemos, cuando oímos a la gente perorar, que el cansancio pueda degenerar en odio. Me pregunto de dónde puede provenir esta angustia que me invade por intermitencias algunos días, y a veces día tras día durante largos periodos. Era de una bondad malsana. Generalmente me creen (algunos, debería decir) más bien bueno; es porque no tengo tiempo suficiente para ser malo. Además, como tengo una capacidad muy grande de remordimiento, sufro inevitablemente a causa de todas las vilezas que a veces cometo. Me arrepiento de todo el bien y de todo el mal que hago. Debería permanecer para siempre por debajo o más allá de los actos, agotarme en lo virtual... De hecho, es lo que hago normalmente. No se es más veleidoso de lo que yo lo soy. Un aborto, un pobre diablo..., con algunas excusas metafísicas. No soy un escritor, no sé organizar las transiciones, ignoro el arte de la verborrea, lo que hace que todo lo que escribo parezca brusco, entrecortado, discontinuo, torpe. Me horrorizan las palabras, ahora bien, etc., etc. La concisión..., mi privilegio y mi desgracia. Tengo razones de todo tipo para creer que mi padre murió en la desesperación. Uno o dos años antes de apagarse, le contó a un actor que conoció en las escaleras de la catedral de Sibiu que se preguntaba si, después de tantos sufrimientos injustos, Dios todavía significaba algo. Con más de setenta años, después de cincuenta de carrera eclesiástica, ¡poner seriamente en duda al dios al que se ha servido! Quizá fuera ese el verdadero despertar para él después de tantos años de sueño. La resurrección de los cuerpos..., es increíble que se haya podido admitir cuando basta la visión de un cadáver para acabar con ella. Cuanto más inimaginable hay en una religión, más posibilidades tiene esta de durar. En ese punto el cristianismo se superó. No se puede ir más lejos en lo inconcebible.

Al cabo de algún tiempo, casi todos los que me encontraron algún mérito han acabado por abandonarme. He perdido a todos mis «admiradores», si es que alguna vez tuve alguno. Inspiro decepción. El sentido del ridículo vuelve penoso el menor acto. ¡Dichosos los que no están dotados de él! La Providencia habrá velado por ellos. M... Tiene sentido del ridículo, en grado casi enfermizo: es y será desdichada. A la que más detesto es a la gente con sistema, la que no tiene ideas sino un tampón que pone a las ideas. Tiene una firma, no tiene personalidad. X..., él siempre tiene la misma respuesta, sea cual sea la pregunta que se le haga. Por eso ha resuelto todos los problemas. La herencia..., la sola palabra me da escalofríos en la espalda. La fatalidad antigua era más tolerable y más clemente. Un día el psicoanálisis estará completamente desacreditado, no hay ninguna duda al respecto; aun así, habrá destruido mis últimos restos de ingenuidad. Después de él ya nunca se podrá ser inocente. El espíritu desfondado por la lucidez. Me es imposible corregir mis defectos... Debería afanarme en ello. Pero lo he hecho. Sería más sensato aceptarse. Renunciemos a las ilusiones cristianas. Afirmemos gallardamente lo irreparable. Y si llegamos a vencer algún defecto, es porque estaba en nuestra naturaleza triunfar sobre él. No era, a decir verdad, un defecto, sino solamente un obstáculo. «Qué mal nos ha concebido la naturaleza», me dijo un día una vieja con muchas dolencias. «Pero es la misma naturaleza la que está mal concebida», debería haberle respondido yo.

Fui hecho para el himno, para la blasfemia, para la epilepsia. A pesar de todas mis risas socarronas, concibo perfectamente que un día pueda disolverme en Dios, y esa posibilidad que me concedo a mí mismo me vuelve un poco indulgente con mis sarcasmos. El hombre puede vivir sin plegaria, pero no sin la posibilidad de la plegaria... El infierno es la plegaria prohibida. Imposible desprenderme de esta sensación de desamparo cuyo carácter religioso no tiene para mí ni sombra de duda. «La falta de fe es un defecto que debería ocultarse cuando no se puede vencer.» (Swift) No hay más que un remedio contra la desesperación: la plegaria..., la plegaria, que lo puede todo, que puede incluso crear a Dios... No todo el mundo es capaz de atacar al propio país cuando ha caído, administrarle el golpe de gracia por medio de la calumnia: para eso hace falta un coraje poco común. (¿Hay que llamarlo el coraje de la abyección?) Cuando solo de pensar en el hecho de existir se corre el riesgo de perder la razón... es porque entonces se está muy cerca de dar un salto a Dios. Es estrictamente imposible entrar en uno mismo con los ojos abiertos... ¿Es cierto, como se ha dicho, que el pesar no es más que una «forma sutil de egoísmo»? Lo increíble es que uno se pueda inscribir en una religión fundada por otro. En Saint-Séverin, el Collegium Musicum de la Universidad de Bonn. Un concierto de Marcello, de una elegancia sobrenatural, de una suavidad para arrancarte las lágrimas.

El viejo C., octogenario desde hace mucho tiempo, descarga su ira sobre mí porque he publicado La muerte de Iván Ilich. La noticia lo ha puesto literalmente enfermo. Me dice que es malsano. Es la excusa que encuentra para no reconocer que tiene un miedo cerval a la muerte y que detesta todo lo que lo obliga a pensar en ella. Viendo todos los pretextos que invento para huir de mis responsabilidades, para eludir el trabajo, no puedo considerarme una especie de genio. Todo es bueno para mí, excepto lo que debo hacer. Lo único positivo que hay en mí es mi necesidad de soledad. Todo lo demás es mentira y traición, infidelidad a mí mismo. Concebir un pensamiento, uno solo, pero que hiciera añicos el universo. De todo lo que se hace, solo me importa lo que sugiere una alusión a un mundo distinto del nuestro. En definitiva, la nota religiosa, un acento que viene de otra parte. No poder pensar la eficacia más que en términos de destrucción. El escepticismo es la forma más sutil de la intolerancia. Dentro de un siglo, o quizá antes, se hablará de nuestra época como del paraíso terrenal. Cuando toda la Tierra esté poblada, el hombre solo podrá encontrar un poco de esperanza en el pasado... Digan lo que digan, si no tengo éxito en mis empresas es porque no me entrego a ellas enteramente, y porque los demás, al percibir mis segundas intenciones, no pueden fiarse de mí. Cuando no se pertenece esencialmente a este mundo, todo lo que se hace en él está condenado al fracaso. Mi único error es quejarme de ello a veces, en lugar de alardear e incluso de sacar un poco de alegría de ello. Nada puede igualar en intensidad el odio de un viejo. El rencor no disminuye con la edad; al contrario, aumenta.

Cualquier crueldad arraiga en la tristeza. Esos humores negros de los que salimos con el alma de un criminal. Solo escribo para liberarme de mis crisis de abatimiento. No es divertido para los lectores. Pero yo no escribo para ser leído. Ejemplo de bobada, encontrada en un ejercicio de bachillerato: «El pasado no es el presente, y sobre todo no es el futuro». Sin embargo, es el tipo de fórmula que se podría encontrar en Sartre, y en cualquier filósofo. Cada vez que leo sobre Swift no puedo evitar experimentar una fuerte emoción, puesto que todo en su vida es conmovedor. No conozco destino más extraño que el suyo. No se puede ir más lejos que yo en la percepción del vacío de la vida. Soy el producto exclusivo de mis males. Ese terror que me inspira la vida, y cuyo remedio busco en vano. Cuando sufro muy particularmente mi incapacidad para trabajar, me consuelo diciéndome que podría estar muerto desde hace mucho tiempo y que así habría trabajado aún menos. Sus nervios no eran a prueba de vida. Cada individuo es un himno destruido. Un solo suspiro vale más que todo el saber. Me espero. La de pesares que he podido liquidar... ¡y el stock del que aún dispongo! Lo que se llama comúnmente «tener inspiración» es ser prolijo.

Solo hay misterio allí donde la vida se retira. Mi obsesión por el desierto. (Domingo, 12 de julio. París, casi vacío..., oh, maravilla.) Cuando la mente se desata y ya nada la detiene, ni siquiera esa barrera suprema que es Dios. Solo comprende realmente la «religión» aquel que, si escuchara a su instinto más profundo, lanzaría un «Socorro» tan fuerte, tan devastador, que ningún dios sobreviviría a él. Por más que busco la causa de mi inadaptación a la «vida», no la encuentro: ¿y si fuera una fisura original, a propósito de la cual habría que emplear el sospechoso epíteto de «metafísica»? Me aburriría hasta en Dios, sobre todo en Dios. En ese miedo a un aburrimiento supremo veo la razón de mi incumplimiento religioso. (Cuando sufres un vacío crónico, tienes miedo de aburrirte en todas partes, hasta en Dios.) Cualquier pesadilla es un sueño de contornos demasiado precisos, demasiado nítidos, y en el que todo tiene relieve. Cuanto más avanzo, más creo que lo más profundo que hay en el hombre es el deseo de vengarse. Nadie «digiere» un insulto ni una humillación, por muy insignificantes que sean. La Venganza es el dato fundamental del universo moral. Solo experimento una sensación de bienestar cuando ningún pensamiento me pasa por la cabeza. O: Solo se experimenta una sensación de bienestar en ausencia de pensamiento. (Solo hay bienestar por debajo del pensamiento.) Mi artículo sobre el «aciago demiurgo» no avanza. Es porque quiero escribir sobre ese dios como si creyera en él..., pero no creo en él. Tengo necesidad de él; pero eso no tiene nada que ver con la creencia.

El hombre satisfecho no teme la muerte; solo la teme el amargado. Es porque es terrible morir cuando no se han cumplido las promesas. La sentencia de Ruusbroec1 sobre la suerte de los réprobos: «Morirán para siempre, sin haber acabado nunca de morir». No soy un pesimista, me gusta este mundo horrible. Los dolores de oído son los más propicios para hacerte la vida insoportable y el mundo, odioso. Comprendo muy bien a Swift, que los padecía. No consigo imaginarme sin mi mala salud. Esta noche (19 de julio), cuando daba mi paseo habitual alrededor del Luxemburgo, me invadió un sentimiento tan violento de horror a todo que sostuve mi cabeza entre mis manos, como en los grandes abatimientos. La única función de mi memoria es ayudarme a lamentar. Solo puedo amar a aquellos que demuestran cierta impotencia para vivir. Mi incapacidad para concentrarme, para centrar mi atención en un punto, viene seguramente de mi constante aburrimiento; pero, entonces, ¿cómo es que soy propenso a las obsesiones, es decir, a la forma malsana de la concentración? Porque ¿qué es una obsesión sino una atención exasperada? Pocos escritores me han «requerido» tanto como Swift. Soy insaciable de todo lo que se refiere a él. Estoy releyendo la biografía que le dedicó Walter Scott. Padecía una lucidez crónica. Hace dos días que cargo con X por París. Ni un momento de soledad. Para mí, la felicidad es aburrirme en compañía de mí mismo.

X: un surtido considerable de medicamentos en su mesa del hotel. Así que ese es el secreto de la longevidad moderna. Una pastilla por la mañana, una pastilla por la noche, una pastilla con cada comida. El hombre de hoy es un hombre que se alimenta de remedios. Observo cómo la tristeza socava lentamente mi espíritu... ¿A cuántas personas realmente inclasificables he conocido en mi vida? A tres o a cuatro. El resto, materia humana. Siento una necesidad imperiosa de caminar. Cuanto más tórrido es este julio, más se exaspera dentro de mí esa necesidad. Pero en lugar de ir al campo, me arrastro por el apartamento, con la idea de que quizá consiga trabajar. En una Historia de España de un tal Maurice Legendre se puede leer esta barbaridad: «La habitual tolerancia española». ¡Y eso en el capítulo sobre la Inquisición! Los malos poetas leen casi únicamente a sus colegas, como los malos filósofos, a otros filósofos. Para un poeta, es mejor leer un libro de botánica o de historia que una recopilación de versos. En general, es peligroso seguir la producción de un rival. 1 de agosto. Mientras París se vacía, doy vueltas en el Luxemburgo como una fiera enjaulada. El único favor que podemos pedir a los demás es que no adivinen hasta qué punto somos lamentables. 2 de agosto. En tres semanas, primera mañana en que el cielo está cubierto. Un verdadero alivio. Después del ensayo sobre el demiurgo pienso escribir algo sobre el aburrimiento..., una confesión en la que describiré cómo me aburro, etc.

X. Lo conocí por primera vez hacia 1932 en Bucarest, en la Facultad de Letras. Al cabo de media hora de discusión, estuvimos a punto de llegar a las manos. Desde entonces, cada vez que lo veo, es decir, una vez cada tres años aproximadamente, tengo la misma reacción que hace treinta años. Rara vez alguien me ha exasperado tanto como él. Verboso, engreído, «ideólogo», «legionario»,1 pretende saber de todo mucho más que tú, y quiere demostrártelo y no te suelta... Esta tarde he visto, en los puestos de libros a orillas del Sena, un libro de un jefe de Estado africano, Nkrumah, de Ghana, creo, cuyo título no requiere comentario: El consciencismo. Los hombres sobre cuya vida no me canso de leer: Swift, Napoleón, Talleyrand, Kleist. Un republicano español conoce al final de la guerra, en un cóctel sudamericano, a un oficial franquista, al que le dice: «Cuánto lo envidio. Van a estar ustedes tan solos». Era la época en que España estaba completamente aislada. No conozco palabra más española. 30 de agosto de 1964. Noche espantosa. Me he levantado diez veces, pero me esforzaba en vano por dominar mis nervios. Finalmente, he tenido que recurrir a la ayuda de un Equanil. Todo porque ayer, en el bosque de Vincennes, paseé una hora a pleno sol... para broncearme. He sido castigado por ello: hoy estoy más pálido que nunca... Toda la noche me he repetido: El sol es el enemigo del hombre. Y decía la verdad. Mi madre, muy positiva, me escribe: «Todas tus cartas están impregnadas de melancolía. ¡Cuida tus nervios!». Un hombre completo debería tener el coraje de tener todos los vicios, y de haberlos practicado, aunque solo fuera por curiosidad.

Tourtrès (Lot y Garona), en el cementerio, la tumba reciente de un suicida, sin nada encima, solo un pequeño ramo marchito, depositado no por la familia, sino por el sepulturero. (Antes de suicidarse, el «difunto» había matado a su mejor amigo, y antes a su mujer.) Mis «escritos» solo han tenido cierto éxito entre las mujeres, algunas, muy pocas. Encuentro la explicación en esta sentencia tan justa de Hipócrates: «La mujer es la enfermedad». Alguien con buena salud no puede interesarse por lo que hago. «Coloso del pensamiento de álbum», dice Julien Gracq sobre Valéry. ¡Esa frase tan malintencionada es bastante acertada, desgraciadamente! Cuando se piensa en la cantidad de escritores a los que Valéry despreció... Uno no puede entregarse a la metafísica y tener muy desarrollado el sentido del ridículo. (Metafísica y sentido del ridículo son incompatibles.) 11 de septiembre. Depresión. Sensación de que todo lo que emprendo está condenado al fracaso. Intento entrar en razón, lo consigo por un momento, y después vuelve la crisis. Hay que decir que tengo algunos motivos para creerme perseguido por el destino. No puedo soportar la idea de que haya gente —por muy poco numerosa que sea— que cuente conmigo. No tengo nada que aportar a nadie. ¡Oh! ¡Qué lamentable es todo eso! Solo concedo valor absoluto a la soledad. Todos mis juicios y mis mismos sentimientos dependen de ese criterio límite. La continencia sexual es una de las cosas más difíciles que existen. Hay que creer realmente en Dios para poder triunfar sobre el deseo. Todas mis afirmaciones proceden de mis instintos, de mi vitalidad, mi mente no desempeña más que una función de agente transmisor. ¡El peligro de haber visto en el fondo de todas las creencias!

El prejuicio de la «cultura». La gente más interesante* que he conocido (en Rumanía sobre todo) no sabía ni leer ni escribir. *Y la más auténtica. En cuanto damos vueltas a un problema y examinamos todos sus aspectos, nos percatamos de que no hay manera de resolverlo, y de que no tiene solución. Voltaire, en una carta del 3 de agosto de 1775, habla del «barullo de París». ¿Qué diría hoy? Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que la gente no hace más que mentirse a sí misma, que engañarse..., por miedo a la verdad. Eso es íntegramente cierto para «los literatos y para los artistas». Kafka, a Milena: «Sin ti no tengo a nadie más, a nadie más aquí, que al miedo: echado sobre él, que se echa sobre mí, rodamos a través de las noches aferrados el uno al otro». Si pudiéramos ver nuestro futuro, nos volveríamos locos enseguida. En 1940, durante la «guerra de broma»,* me había acostumbrado a volver a casa muy tarde. Vivía en la calle del Sommerard. Una noche, una vieja puta de pelo blanco y de aspecto extraño me pidió que la acompañara, ya que temía una redada. Charlamos de todo un poco. La noche siguiente, me la encontré de nuevo. Nos habíamos hecho amigos. Cada noche, hacia las tres, momento en que yo regresaba a casa, me esperaba impacientemente, hablábamos, a veces hasta el alba. Eso duró hasta la entrada de los alemanes en París, cuando desapareció. Tenía un talento extraordinario para describir a un personaje o una situación, y, con sus gestos, parecía una actriz de tragedia. Una noche en que yo había descargado mi ira sobre todo ese mundo que dormía, sobre esos piojosos de todas partes, como yo los llamaba, ella tuvo una reacción digna de la más bella escena del mundo, con sus manos y su rostro vueltos hacia el cielo: «¡Y el piojoso de arriba!».

2 de octubre. Estación del Norte, Saint-Denis, Enghien. Ni siquiera se puede mirar fuera: ahí todo es de una fealdad de pesadilla. En cuanto a la gente, en el tren..., un escalofrío de asco insoportable, casi religioso. Todos esos teólogos que quieren estar al día. Uno de ellos, más o menos discípulo de Chardin,1 que solo veía el futuro, me contestó esto cuando le dije que olvidaba el pecado original: «Usted es demasiado pesimista». ¿Cómo explicarle a esa gente que no hay una teología de izquierdas? 14 de octubre. Nerviosismo de fin del mundo. ¿Cómo resistir físicamente a tanta ebullición? Estoy lejos de haber agotado mis indignaciones; ellas me controlan, y son ellas las que me agotan a mí... Casi todos los días tengo accesos en los que ataco a este o a aquel verbalmente en la imaginación. Soliloquio de un polemista. Uno disipa su furia como puede. Tal es mi capacidad de sufrir, que siento pena hasta por la caída de mis enemigos. La palabra que la mayoría de las veces se repite bajo mi pluma y en mis rumias interiores es «malestar»..., en su doble sentido: fisiológico y metafísico. Cualquier juicio moral es falso en principio. El bien y el mal no tienen ninguna realidad intrínseca; es porque son precisamente juicios. La abstención es una forma de imperativo para cualquiera que haya pensado en esas cosas. Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que los seres a los que menos comprendo son aquellos a los que mejor conozco. Mis amigos son enigmas. Vivir es para mí un problema que tengo que resolver cada día... como si fuera la primera vez.

En medio de las amarguras, no olvides la idea de la muerte, la más consoladora, la más fortificante de todas las ideas. No hay hombre más despreciable que yo. Acabo de disertar durante tres horas sin interrupción en casa de unos amigos, en lugar de quedarme en mi casa y trabajar, trabajar... La única manera de vivir sin drama es soportar los defectos de los demás sin querer jamás que los corrijan. Por otra parte, no lo conseguirían, ya que todos los defectos son irreductibles. (Puesto que lo propio de un defecto es no poder ser reducido.) Me horroriza volver a ver a amigos de juventud, así como volver a ver a todos aquellos que desempeñaron algún papel en un determinado periodo de mi vida. A través de ellos calculo o mi decadencia o la suya, o, la mayoría de las veces, ambas a la vez. París, es decir, la novela, la pintura y el teatro..., las formas externas del espíritu (no me atrevo a decir comerciales). 29 de octubre. Niebla ligeramente dorada, y esas hojas color de cobre, en el Luxemburgo. Pero el otoño está aún más avanzado dentro de mí. Petre Ţuţea.1 El único genio auténtico que yo haya conocido jamás. Mil ocurrencias desaparecidas para siempre, ¿cómo dar una idea de su elocuencia? ¿Y de su locura? Un día le dije: «Eres una mezcla de don Quijote y Dios». En aquel momento se sintió muy halagado, pero al día siguiente por la mañana, muy temprano, vino a verme, y lo primero que me dijo fue: «Esa historia de don Quijote no me gusta». Teilhard de Chardin, el único antídoto que se encontró contra la bomba atómica. Pobre humanidad. 1 de noviembre. En el Luxemburgo, las hojas caen como confeti. Diversos pensamientos me reclaman, de los que ninguno me es propicio.

15 de noviembre. Anoche soñé que X., mi peor enemigo, me daba un beso en la boca. Sentí tal asco que me fue imposible volverme a dormir. Séneca, contra la crítica: «Es una enfermedad de los griegos elucubrar cuántos remeros había en el navío de Ulises; si la Ilíada es anterior o no a la Odisea, y si ambas son del mismo autor». En un artículo publicado en un semanario británico, un profesor dice que plantearse cuestiones de metafísica no tiene más sentido que preguntar: «What is the colour of Wednesday?».* Acabo de entregar al Mercure el artículo sobre el Demiurgo. Estoy terriblemente descontento con él, pero me ha sido imposible, por falta de inspiración, hacerlo mejor. Sin embargo, oh, paradoja, después de haberlo entregado he advertido que podría haberlo mejorado considerablemente, aprovechando un estado febril que se ha apoderado de mí. ¡Qué comedia! Estación del Norte. Un reloj indica los minutos: cuatro y cuarenta y tres minutos de la tarde... Pensé que ese minuto no volvería jamás, que había desaparecido para siempre, que se había hundido en la masa anónima de lo irrevocable. ¡Qué fútil y sin fundamento me parece la teoría del eterno retorno! Todo desaparece para siempre. No volveré a ver este instante. Todo es único y sin importancia. El orgullo pretencioso del «científico» que hace filosofía o del filósofo que recurre a las ciencias. Cualquiera que se forje una «visión del mundo» se vuelve odioso e insoportable. Pero hay algo peor: los autores de sistemas. Ellos son verdaderos monstruos. Los dos espíritus de la Antigüedad que, por razones diferentes, más me gustan son Epicuro y Tácito. No me sacio de la sabiduría de uno ni de la prosa del otro. (No vivo en algún pesar, vivo en el pesar en sí.)

22 de noviembre de 1964. El otro día me levanté hacia las cinco y media de la mañana y salí a dar una vuelta. Hacia las seis y media, oí, avenida del Observatoire, a un pájaro intentando cantar, antes de la llegada de la luz del día. Ese pájaro, el primero seguramente que se había despertado, me había sumido en una gran exaltación... cuando de repente oí unos gruñidos horrorosos en las inmediaciones. Imposible saber de dónde venían. Después comprendí: dos mendigos dormían en el suelo entre el bordillo y un coche. Uno de ellos tenía una pesadilla, seguramente, puesto que no parecían ni uno ni otro estar despiertos. Plaza de Saint-Sulpice, me esperaba un espectáculo mucho más atroz. En el urinario que hay ahí divisé a una viejecita, una mendiga, probablemente, que estaba... Lancé un grito de horror y, furioso, entré... en la iglesia, donde precisamente un sacerdote jorobado, de mirada maligna, explicaba a una quincena de desheredados las maravillas del cristianismo, que el Señor, ante la inminencia del fin del mundo, no nos abandonará nunca y estará con nosotros, pase lo que pase. Tengo que reconocer que su exposición parecía convincente, a juzgar por el semblante serio de la asistencia. El eco profundo que despierta en mí cualquier alusión al desvanecimiento de los deseos... Acaba de publicarse La caída en el tiempo. Me niego a conceder entrevistas, como me niego a hacer absolutamente nada para el lanzamiento del libro. «Eso sería realmente degradante», le dije a alguien. «Pero, entonces, ¿por qué lo ha publicado? Es usted inconsecuente», me objetó. «Seguramente, pero hay grados en el impudor», esa fue mi respuesta. Solo hay una enfermedad incurable: el miedo..., el que uno trae consigo al venir al mundo y que el mundo mantiene, justifica, estimula. El sabio al que más necesito es Epicuro. Me agoto en la nostalgia de la ataraxia. Ni Sófocles, ni Esquilo ni Eurípides escribieron comedias. ¡Época dichosa en que un autor no podía hacer más que lo que le correspondía!

La literatura moderna nació de la confusión o, si se quiere, de la equivalencia de los géneros. Es «chocante» que Shakespeare haya podido escribir con igual soltura tragedias y farsas. «Cuando se habla amorosamente de Dios, todas las palabras humanas se parecen a leones que se han quedado ciegos, que buscarían una fuente en el desierto.» (Léon Bloy) Recuerdo el gran efecto que me produjo esa frase, hace treinta años. Desde entonces he roto con la hipérbole sistemática de Bloy, que ahora encuentro casi ilegible, pero grandiosa. Cena burguesa. Decir ingeniosidades es el intolerable defecto de los franceses, el vicio nacional. En la cena había un caballero muy rico que pretendía ser espiritual: cualquier conversación era imposible por su voluntad de introducir un «comentario ingenioso» sobre cualquier cosa. La ingeniosidad, que es el ingenio degradado, impide debatir un problema. El mismo ingenio, por otra parte, lo definió acertadamente Benjamin Constant como «disparos de fusil sobre una idea». Querer parecer más inteligentes de lo que somos es pesado. El defecto contrario, frecuente entre los ingleses, es mucho más soportable. ¡Apuntar al ingenio! 2 de diciembre. En el metro, anoche. Pavor insoportable ante esos esqueletos recubiertos de carne. El pensamiento confuso es una sucesión de ideas que se encadenan sin necesidad; es un pensamiento que, en lugar de avanzar, se desborda en todas direcciones y acaba viéndose desbordado por sí mismo. Es como un río que, por no poder seguir un curso regular, se anegase en su propia agua. He llevado bastante lejos la indiferencia hacia los motivos de los actos. Por suerte, mi naturaleza, con sus vicios, iba a reaccionar contra ese avance de la sabiduría.

¡Epicuro escribió más de trescientos volúmenes! ¡Suerte que se perdieron! ¡El más grande de los sabios, un polígrafo! Qué decepción. Encontrar esa página en la que Kierkegaard habla de Job y de todo lo que este significó para él. Lo que el mismo Job y el Eclesiastés han sido para mí, ellos y los sermones de Buda, leídos después de intensas borracheras. Actitud equívoca ante nuestros calumniadores: no sabemos si hay que estar resentidos con ellos o agradecerles haber hecho el vacío a nuestro alrededor. Conocido a un crítico literario, célebre antes de la guerra, que me ha dicho que presentó (¡como un principiante!) un manuscrito hace meses en Gallimard y no ha recibido respuesta. En París todo está determinado por las leyes de la moda. El lector verdadero es aquel que no escribe. Solo él es capaz de leer un libro ingenuamente..., única manera de sentir una obra. Demasiado lúcido para tener carácter. Cuando, en mi pueblo, después de la guerra del 14, se introdujo la electricidad, hubo un murmullo unánime por parte de los campesinos. «Es el diablo, es el diablo», podía oírse por todas partes. Cuando por fin se instaló en las iglesias (¡había tres!), hubo consternación. «Es el Anticristo, es el fin de los tiempos.» Tengo que reconocer que esa gente simple, aislada del mundo, vio bien, es decir, vio más allá. En la época, los perjuicios del progreso técnico no eran evidentes, y esa gente tuvo mérito por alarmarse ante él por instinto. Pero ¿para qué machacar con esas banalidades? Mi manía de acusar a todos, a dioses y a hombres indistintamente, para no evaluar mi responsabilidad en las miserias que sufro. Es infinitamente más meritorio creer que no creer.

El mismo Dios no podría decir en qué punto estoy en materia no de fe, sino de religión. ¡Me adhiero tan poco a este mundo que me es imposible considerarme un incrédulo! Por esa inadhesión pertenezco a lo «religioso» (por hablar como Kierkegaard). Cuando era muy joven, recuerdo el efecto que me produjo el título rumano de La bestia humana, de Zola: Bestia umană. La obra se encontraba en el escaparate de una librería de Sibiu y permaneció ahí durante muchos meses. Tácito..., el escritor al que más admiro: no me sacio de leerlo. Sus fórmulas me encantan: alimentan, estimulan todo lo amargo que puede haber en mí. No hay veneno que me llene más. Tácito: «La buena acción conserva su mérito mientras se crea poder cumplir con ella; cuando se eleva demasiado alto, se reemplaza el reconocimiento por el odio». «Para los sabios mismos, la pasión por la gloria es la última de la que uno se despoja.» («Etiam sapientibus cupido gloriae novissima exuitur.») (Historias, IV, 6) C.M., médico, hombre totalmente honesto, me dice que La caída en el tiempo lo ha hecho tambalearse hasta el punto de preguntarse si todo lo que hacía tenía el más mínimo sentido. Sin embargo, me hace esta pregunta: «¿Cree usted realmente lo que dice, es usted sincero?». Intento demostrarle que su pregunta no se sostiene: «¿Qué interés podría tener yo en mentir? ¿A quién engañar? No tengo lectores, así que no soy el esclavo de nadie. Escribo para mí. Y además no me considero un escritor». Vemos hasta qué punto el hombre con pluma es sospechoso y menospreciado. En lo que hace no se ve más que un ejercicio. La literatura se asimila así al periodismo. Para dar impresión de sinceridad, quizá no habría que publicar nada en vida.

Para arruinar el apego a nosotros mismos, deberíamos educarnos para despreciar o para olvidar nuestra cara y nuestro nombre. Destruyamos nuestros espejos y nuestra firma. Desaprendamos a mirarnos. Ser un espíritu combativo... ¡y no poder recurrir a ninguna certeza! 18 de diciembre. Siete años desde la muerte de mi padre. Es decir, ya no queda nada de lo que fue, nada, salvo el esqueleto. Un desánimo tan profundo que uno se pregunta cómo se las arregla este mundo para sobrevivir a él. No puedo imaginar juventud más atormentada, más desdichada que la mía. Y, sin embargo, ¡qué plenitud en esos años funestos! Nadie es modesto, porque no podemos serlo. La imposibilidad es física, así que no tiene remedio. Me parece que solo Baudelaire tuvo un sentimiento más vivo de lo irreparable que yo. (Ya que acabo de hablar de la modestia...) Un escritor no debería leer lo que se escribe sobre él. Es muy malo verse «explicado», saber quién se es y cuánto se vale. Cualquier ilusión sobre uno mismo es fecunda, aunque sea fuente de errores, o precisamente porque es fuente de errores, por lo tanto de «vida». Solo cuenta lo que se escribe por necesidad, por necesidad interior. Todo lo demás es absolutamente inútil. Tan pronto como salgo de mis obsesiones, me aburro. Por eso voy de un lado para otro y tengo tan pocos «temas» de los que poder hablar. La desgracia de tener ganas pero no la facultad de trabajar. Tengo una necesidad visceral de lo horrible; no consigo prescindir de ello. Cada uno busca su equilibrio como puede y donde puede.

25 de diciembre. Anoche, al encontrarme por casualidad a medianoche en los alrededores de la iglesia de Saint-Séverin, entré en ella con la multitud. En el momento en que los curas se pusieron a dar la vuelta a la iglesia, precedidos por un diácono (?) que agitaba el incensario, estuve a punto de estallar de risa. Es porque había leído el mismo día que, con los primeros emperadores cristianos, quemar incienso significaba seguir a los antiguos dioses, y el que lo hacía se arriesgaba a la pena capital si era descubierto. Así, se iba de improviso a las casas de los paganos, y ¡ay de aquellos en cuya casa se oliera a incienso! Los dos poemas de Dylan Thomas que me han conmovido profundamente: «And death shall have no dominion»1 y «The force that through the green fuse drives the flower».1 De este último, sobre todo el final: «And I am dumb to tell the lover’s tomb How at my sheet goes the same crooked worm».2 Qué lástima que el escepticismo no pueda ser una religión. Cualquier recién nacido es para mí un desdichado más, de la misma manera que cualquier muerto es un desdichado menos. En mí es una reacción mecánica. Condolencias por el nacimiento, felicitaciones por la muerte. Por más que me escudriño, no encuentro ni actitud ni afectación en mi comportamiento: me alegraría bastante de que hubiera un poco. Casi todas las bobadas que profieren tanto los inteligentes como los imbéciles provienen de una segunda intención finalista. (Ejemplo, Fénelon: «El agua está hecha para sostener esos prodigiosos edificios flotantes que llamamos navíos».) El escepticismo es un estado de desfascinación. En el fondo mi tristeza es religiosa. Por eso es incurable.

Hay gente que encuentra interés en mi último libro. Pero yo no olvidaré nunca el aburrimiento que sentí en agosto cuando tuve que leer dos veces las pruebas. 27 de diciembre. Anoche sentí hasta la náusea la imposibilidad del Eterno Retorno. Oí dar (en la capilla de la Sorbona, creo) no sé qué hora. Pero en el mismo momento comprendí que ese minuto no volvería jamás, que había sido engullido para siempre y que ninguna vida lo recuperaría en ningún momento. H.M. Reflexión sobre la sensación, sobre sus sensaciones. Sin embargo, lo que importa es, al expresarnos, hacer perder al lector (¡y a nosotros mismos!) el camino que lo conduce a la fuente de nuestros pensamientos. Pensar es transfigurar nuestras sensaciones, olvidarlas, no considerarlas más que como una materia informe de la que solo nos valemos para desecharla. Transformar cualquier sensación en problema. Limitarse a la idea. Hacer el mínimo de «psicología». Leído en una entrevista de un profesor soviético con «estilo» (dirige una escuela para escritores) que solo un genio tiene derecho a emplear «tres adjetivos seguidos». Tiene razón... En principio, a sus alumnos solo les permite emplear uno. Por más que busco una palabra que convenga totalmente a la esencia del hombre, siempre vuelvo a profanador. Imposible encontrar nada mejor. Veo una foto mía en los periódicos: ¿seguro que soy yo? Y esos elogios, ¿me conmueven realmente? ¡Ojalá pudiera mantener la misma indiferencia respecto a los ataques! Estar inmunizado contra las alabanzas pero no contra la calumnia. Me gustan los sensuales que tienen horror a la carne (el Eclesiastés, Baudelaire, Tolstói).

El Aburrimiento: tiempo frenado. Tan pronto como nos manifestamos de una manera u otra, nos creamos enemigos. Si queremos hacer amigos o conservar los que tenemos, la abstención es de rigor. Hacer psicología a costa propia, acecharse, interpretar el papel de indiscreto con uno mismo. 30 de diciembre. «In solchen Nächten wissen die Unheilbaren: wir waren.»1 (Rilke) Noche espantosa; el viento atravesaba mis huesos y mis pensamientos me excluían del futuro. 30 de diciembre. Acabo de leer el artículo contra mí publicado hace una semana en Combat. Bajeza y violencia sin precedentes. Efecto casi nulo en mí. Sin embargo, en él se me trata de «asesino por temperamento». Ni más ni menos. Me gusta mucho decir de mí que soy un «asesino», pero, en cuanto otro lo afirma, encuentro su afirmación insensata y calumniosa. Por otra parte, creo en la utilidad de la calumnia. Y esa creencia me sostiene al mismo tiempo que neutraliza los efectos del ataque. No podemos enfadarnos con alguien que nos trata de «monstruos». ¿Por qué? Porque cualquier monstruo está solo, y la soledad, aunque sea la de la infamia, supone una idea positiva y un estado de gracia al revés. Alguien llamó al sueño «novela en clave». ¡Maravillosa definición! 31 de diciembre de 1964. Esta tarde, desde mi cama, contemplaba el cielo, de un gris sombrío, amenazador. El viento soplaba como en una tempestad a orillas del mar. Sin el sentimiento del yo, sin la vanidad, sin esa profunda mezquindad que nos ata a nuestra nada, ¿quién podría vivir y bregar en medio de un mundo que nos ignora, en medio de unos seres para los que nadie cuenta?

Dentro de un momento voy a tener que salir, ver a amigos, celebrar juntos el final del año, etc. Querría quedarme solo y llorar. A.B. considera mi libro un «ejercicio cínico», «puro virtuosismo». Si se pueden equivocar hasta tal punto conmigo, asumo en parte la responsabilidad de ello: esas paradojas a las que recurro, ese aire de escéptico que me doy (en lugar de aparentar escepticismo, debería más bien profesarlo, puesto que también creo en él), esas burlas respecto a mí mismo, esa manera de minimizar todo lo que hago... Pero debo decir que todos esos remilgos emanan en mí de un escrúpulo de delicadeza: me avergonzaría proclamar mis méritos, cualesquiera que fuesen, incluso el más mínimo. Para proteger a los demás me hago más pequeño que la vida, e incluso me burlo de mi ser. «El que cultiva una viña ajada culpa al tiempo y aburre al cielo con sus quejas. No ve que todo se marchita lentamente, que todo lo que vive, agotado por la larga sucesión de los años, se encamina al ataúd.» (De rerum natura) Todos los pasajes «pesimistas» de Lucrecio me convienen, sobre todo aquellos en los que parece sentir el cansancio de las cosas, el agotamiento de la materia. «La tierra, debilitada, agotada por la edad, ya solo crea animales raquíticos, ella que creó tantas especies y que alumbró el cuerpo poderoso de las grandes fieras.» Esa visión desoladora acaba dándote una especie de coraje: la verdadera «grandeza» viene de la abolición de los dioses. Cuando ya nada queda ante nosotros, lo que sobrevive somos nosotros mismos, y nuestra soledad. Cuando los demás empiezan a creer en nosotros, el riesgo para nosotros es hacerles caso, ir más lejos que ellos. Ese peligro es particularmente grande para el escritor: está perdido tan pronto como sus libros existen. Su público lo mata.

Las relaciones más difíciles y las más complicadas son con nuestros amigos, porque nos conocen y los conocemos. La amistad es algo prácticamente imposible. Quizá sea esa la razón de que no dejemos de elogiarla. (Es cierto que ese tipo de ejercicio ya solo tiene vigencia en las escuelas. Es un tema: y sanseacabó.) El único aspecto interesante del problema es el de las amistades trágicas (del tipo Nietzsche-Wagner). (En esa clase de amistad, casi siempre es el admirador el que se levanta contra el admirado.) 1 de enero de 1965 Anoche, en el metro, dos borrachos —especie de medio mendigos, de medio no sé qué— discutían apasionadamente. Estaban resentidos con Dios sabe quién, amenazaban, adoptaban un aire cómplice y, de vez en cuando, cuchicheaban, se guiñaban el ojo. Uno, delgado, parecía un poeta venido a menos de la época de 1900; el otro, gordo, inmundo, sin ojos, sin rostro, con la cabeza en forma de bola en la que los orificios eran sospechosos sin más, escuchaba más que hablaba, y se sentía realizado, se hinchaba, si ello fuera posible, hasta reventar, a medida que el otro se acaloraba. Ahí estaban los dos, tan importantes como cualquier otro en la ciudad, arrebatados ellos también por la locura o por la ilusión. Georges Poulet me conmina a calmarme, a renunciar a atormentarme, a ser el supliciador y el supliciado al mismo tiempo. Eso querría. Pero he superado ese estadio en el que todavía se puede elegir. Estoy en conflicto con la Creación, y no se me concede retroceder. Sin contar con que tengo una necesidad física de pelearme con las leyes de este mundo. He sufrido demasiado para poder sufrir menos. No puedo faltar a mi destino. Estoy aquí para testificar contra el universo, y contra mí. Para exultar también, a mi manera. Para mí, escribir es vengarme. Vengarme contra el mundo, contra mí. Más o menos, todo lo que he escrito es producto de una venganza. Así pues, un alivio. La salud, para mí, consiste en la agresión. Nada temo tanto como el hundimiento en la calma. El ataque forma parte de las condiciones de mi equilibrio.

Los judíos, porque fueron maltratados por los reyes godos, «colaboraron» con los árabes cuando estos invadieron y ocuparon España. Al principio de la ocupación, incluso aseguraron las funciones de policía en las ciudades. Siete siglos después, los Reyes Católicos decretaron su expulsión. (¡Y se acusa a los judíos de tener demasiada buena memoria, de no poder ni olvidar ni perdonar!) Imposible no descubrir constantes en la historia. Es lo que el XVIII llamaba «fanatismo», «superstición». Pero esas taras no son privativas de la religión, puesto que las encontramos en cualquier forma de fe, dondequiera que haya un entusiasmo cualquiera. Las extraordinarias palabras de Verjovenski a Stavroguin: «Lo he inventado a usted mirándole». Toda mi vida he soñado con un enemigo apasionado y sin embargo honesto. Desgraciadamente, no he encontrado en mi camino más que a enemigos de los que he tenido que avergonzarme. (La desgracia de no haber reclutado más que a enemigos de los que hemos tenido que avergonzarnos.) La gente solo habla de lo que ocultamos. El defecto del que más nos avergonzamos es el que alimenta las conversaciones. ¿Cometimos un error en el pasado? Cuanto menos lo confesamos, más vuelven sobre él los demás y lo comentan. 4 de enero de 1965. Esta mañana, al levantarme, sensación agobiante, incontenible, del engaño universal. Ni siquiera nuestros sufrimientos vienen a cuento, y todo es como si nada hubiera existido jamás. Imposibilidad casi absoluta de escribir. Sucumbo en el umbral de cada palabra. Me han amputado todas las palabras. Soy metafísicamente judío. Job..., mi patrón.

Desconfiar de los pensadores cuya mente solo funciona a partir de una cita. Barramos de nuestra memoria todos los textos. O se tiene el sentido del matiz o el sentido de la fórmula. Yo estoy en el segundo caso, ¡por desgracia! Tengo ochenta páginas de notas sobre el politeísmo. Pero para hacer de ellas un artículo hace falta un impulso que yo no tengo. Adoro los esbozos, la preparación, los trabajos de aproximación. ¡Que no me pidan más! Todos seríamos mucho más normales si nos hubieran enseñado, en nuestros catecismos, que el Creador era sospechoso e incluso culpable. París..., cementerio en el que las tumbas tienen varios pisos. No me consolaré jamás de la mediocridad de mis enemigos. Lo que debería volvernos modestos es no haber podido suscitar odios de los que estemos orgullosos. Mi artículo «El aciago demiurgo» acaba de publicarse en el Mercure de France. Tengo tal incertidumbre y tales escrúpulos en todo lo que hago, que he tenido que leerlo tres veces para encontrarle algún mérito... Por muy desengañados que estemos, un día pareceremos necesariamente ingenuos, puesto que el futuro sobrepasará de lejos nuestras visiones más negras. Tengo la debilidad de considerarme uno de los hombres menos ingenuos que hayan existido jamás. Para poder trabajar me hace falta un aguijón, una obligación contraída con alguien, me hace falta también fijar una fecha, puesto que por mí mismo me descuido o me sumerjo en mi incuriosidad.

¡Durante siglos, los hombres no han hecho más que envidiar a aquellos que vendrían después que ellos! La superstición del futuro es abolida para siempre. Desde varios lados se me habla de mi fondo(s) cristiano. ¿Es eso verdad? ¿Es eso mentira? Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que nadie puede escapar de lo que es: esa es una ley absoluta. A X, que se castiga terriblemente porque se cree responsable del suicidio de su mujer, le explico que el suicidio estaba en ella, que ella solo esperaba un pretexto para matarse, y que, si él es culpable, es de haberle dado ese pretexto; y sanseacabó. «El suicidio estaba en ella, como el remordimiento estaba en ti», le he dicho. ¿Qué es el remordimiento? Es la voluntad de creerse culpable, es el placer de devorarse, de verse y de sentirse más negro que la vida. Sea cual sea la calumnia que nos espeten a la cara, hay que avanzar como si nada, imperturbables y sin ilusiones. «Me lancé a la vida con una vía de agua en el dique desde el principio.» (Kierkegaard) Si es verdad que los hombres no pueden vivir más que obedeciendo algo exterior a ellos, entonces mi drama consiste en la desobediencia, en el rechazo de toda orden objetiva. Pongo a Epicuro por encima de Sócrates. Epicuro, el gran libertador. Cuando combatimos a alguien, nos ponemos necesariamente al mismo nivel con él. Los adversarios se parecen. Mejor: dos enemigos son el mismo hombre dividido.

El odio tiene seguramente virtudes vitales. No podemos librarnos de él mientras vivimos. Abdicar es no experimentarlo más. Pero, experimentarlo, ¡qué envilecimiento, qué decadencia! Quien ama la libertad debe prestarse, para salvaguardarla, a cualquier cobardía. La peor condenación para mí sería vivir bajo un cielo eternamente sereno: las nubes son mi único recurso poético. En Francia no se conoce la nostalgia, ahí solo se conoce la depresión. Cada vez que me centro en el «fenómeno vital» (!), que sondeo obsesivamente sus profundidades, tengo la clara sensación de estar al borde de la locura. ¿Cómo, en efecto, pensar en la «vida» sin perder la razón? El país con el que sueño: Mongolia Exterior..., donde hay más caballos que hombres (y donde los niños aprenden a montar a caballo antes de saber andar). 17 de enero. Anoche volví a casa hacia las tres de la mañana, invadido en la calle por una angustia apenas soportable. Afortunadamente pude dormirme; de no ser así, podría haberme estallado la cabeza. El Hombre es mi bestia negra. En la calle, anoche hacia las once, me abordó una mujer ahogada en lágrimas... «Se han cargado a mi marido, Francia es podredumbre, por suerte yo soy bretona, me han quitado a mis hijos, me han drogado durante seis meses, etc., etc.» Al principio no me di cuenta de que estaba loca, tan real parecía su pena (y lo era, por otra parte). La dejé monologar durante más de media hora, convencido de que hablar la aliviaría. Después pensé que cada uno de nosotros, en nuestras recriminaciones, nos volvemos como ella, somos como ella, salvo que nosotros no vamos a soltarlas ante el primero que

llega. A mí mismo, ¿no me ocurre a menudo que me creo perseguido, víctima de los hombres, del destino, etc.? Si diera libre curso a esos humores, ¿no sería como esa pobre mujer? De la mañana a la noche me agoto queriendo trabajar. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, miedo enfermizo a la gente. Ahora sé la razón: es porque, siendo aún un niño, lo que los otros hacían no me interesaba. Lo mismo ocurre hoy. No discierno ninguna realidad en lo que hacen y me creo totalmente inepto para colaborar en su obra. Me siento excluido de sus actos, no soy apto para nada. En este mundo de abortos y de fulanas, se trata, a pesar de todo, de ser digno. Huelo a un cabrón en cualquier hombre que se instituye en censor. (Costumbres literarias de París: ahí todo el mundo supervisa a todo el mundo, con una severidad de la que la Iglesia, en sus peores momentos, no sería capaz.) X, el único escritor digno de respeto y que no se compromete con nadie, para su mayor suerte. Pero hay que añadir que debe esas ventajas a una dolencia (la de Rousseau). Ser forzado a la soledad, ser puesto fisiológicamente en la imposibilidad de hacer concesiones y de prestarse a compromisos, ¿hay regalo más útil que la naturaleza pueda hacer a alguien? Almuerzo en casa de una amiga. Furioso al final. Me dice: «Tu libro es deprimente. No dejas que subsista nada. Dostoievski no es deprimente, ni Baudelaire, ni siquiera Chéjov». Durante toda la comida, ella, habitualmente tan delicada, no ha hecho más que insistir en los penosos efectos que provoca en el lector mi Caída. Tenía ganas de decirle: «Pero yo no te he obligado a leerlo. Un ensayo no es una obra de arte. No debe ni

cautivar ni exaltar. Yo constato, y sanseacabó. Un artista crea, hace vida; yo analizo esa vida, sin pensar en las consecuencias, sin preocuparme del bienestar o del malestar que de ello resulten para el lector». Los cumplidos negativos son peores que las injurias. No se debe elogiar el talento de alguien diciéndole: «No tienes talento». Ni siquiera hacerle observar que no es Dios. Es una falta de generosidad formular restricciones en el elogio que se dirige a alguien, en la fórmula misma de cortesía que se utiliza respecto a quienquiera que sea. El derecho a la insolencia debería estar reglamentado. Solo se debería poder hacer uso de él después de un concurso de lo más riguroso. ¡Qué decir de un país en el que todo el mundo se cree en el deber de ser insolente! Me gustaría mucho poder precisar el origen de esas crisis de angustia, localizarlas; puesto que me doy perfecta cuenta de que están en relación con mi fisiología, quiero decir que las siento en estado difuso en mi cuerpo, sin que me sea posible relacionarlas con tal órgano o con tal otro. Es como un dolor disperso, dirigido hacia el futuro, mientras que el dolor mismo es siempre actual, presente. La angustia es, pues, un malestar grave y repentino que invade el futuro (o la conciencia de nuestro futuro), es una perturbación aguda (?) de nuestra sensibilidad temporal. Por más que este mundo sea odioso, sin embargo me inspira, hasta ahora no he encontrado un tema que lo pueda reemplazar seriamente. Estoy enganchado a sus miserias, ¿qué digo?, me he identificado con ellas, hasta el punto de sentirme indistinto de ellas. En el «mundo», solo en París, en una sociedad de veinte o de treinta personas, se puede discutir de literatura sin que nadie tenga la menor cualificación para hablar de ella. Francia es el único país en el que la mediocridad es tolerable. He berreado más que nadie, y sin embargo soy un hombre que ha reprimido sus gritos.

Solo podemos odiar aquello a lo que nos parecemos secretamente (y sin saberlo nosotros). Hay que interrogarse sobre los propios odios, es la única manera de deshacerse de ellos. Son esos odios los que nos revelan y nos desenmascaran. Solo debemos dejarnos llevar por ellos con la segunda intención de triunfar sobre ellos y liquidarlos. Una obra de cierto peso no procede de búsquedas verbales, sino del sentimiento absoluto de una realidad. Ni Saint-Simon ni Tácito participaron en la literatura. Eran escritores, no literatos. Un gran escritor vive en el lenguaje; no se preocupa de su exterior. No medita sobre el estilo; tiene su estilo propio. Nació con su estilo. Los dioses del Olimpo, cuando descendían sobre la tierra, adoptaban la mayoría de las veces la apariencia de un animal. Eso dice mucho de la estima en la que tenían a los hombres. De nuevo resfriado. «No juzgues a nadie antes de ponerte en su lugar.» Ese viejo proverbio (¿de dónde procede?) hace imposible cualquier juicio, puesto que solo juzgamos a alguien precisamente porque no podemos ponernos en su lugar. Comprender no es solamente perdonar, sino también abstenerse, renunciar a la idea misma de veredicto. Solo eres escritor mientras estás ávido de hablar de ti mismo. Cuando te cansas de ello, estás a puntísimo de abandonar la pluma. No hay que tomar demasiada distancia con las propias sensaciones. Corremos el riesgo, si nos alejamos demasiado, de no interesarnos ya lo más mínimo por ellas. Mi madre acaba de escribirme a propósito de los reproches y de los remordimientos que me hago y que tengo con o sin razón: «Emprenda lo que emprenda el hombre, lo lamentará siempre». Es en mi tribu donde hay que buscar mis «fuentes», y no en mis lecturas.

A Madame B., que me habla de mis libros, le respondo que para mí no existen y que es como si nunca los hubiera escrito. Y eso es cierto. No me son de ninguna ayuda, no me ayudan ni pueden ayudarme. Debería permanecer absolutamente indiferente cuando los atacan. Mi tiempo no es el tiempo de la acción: actuar es vivir en el presente y en el futuro inmediato. Pero yo solo vivo en un pasado lejano y en un futuro más lejano aún. Se dice (la ciencia dice) que Gran Bretaña quedará completamente sumergida y cubierta de agua dentro de quinientos mil años. Si yo fuera inglés, ese hecho por sí solo bastaría para paralizarme y para justificar mi rechazo del acto. Me siento tan distante de mis libros como de este o de aquel acontecimiento de mi pasado, que ahora ya no despiertan ningún eco en mí. Solo existe lo que se hace mientras se hace. Tan pronto como se sale de la agitación, se entra en el peligro de la distancia. La generosidad es la facultad de hacernos ilusiones sobre aquellos a los que amamos. Hacérnoslas sobre aquellos que nos aman es, al contrario, una debilidad universal, a la que es inútil darle más vueltas. Judíos y cristianos..., un malentendido de dos mil años. Todo se arregla en apariencia, y nada en el fondo. Todo el mundo hace esa constatación, y nadie extrae sus consecuencias. Gracias a ese «ilogismo» avanza la historia. No conozco nada más evidente ni más inaceptable que la idea de fatalidad. No podemos escapar de lo que somos, y, sin embargo, es lo que intentamos día tras día. Estamos clavados a nuestros males. Se esfuman, reaparecen, se esfuman de nuevo, etc. Pero deshacernos de ellos está fuera de nuestro poder. Sentir en el cuerpo el reinado de la fatalidad es tener fisiológicamente un destino judío.

Se mire donde se mire, se vuelve a caer en la vieja idea de una maldición original. Hacerse el genio incomprendido es, de todas las posturas, la más penosa (es lo que hizo un André Suarès a lo largo de toda su vida). Es cierto que querer sorprender con la modestia no vale mucho más. Rechazado por el Tiempo. Todo el mundo está condenado y, sin embargo, todo el mundo avanza. En esa paradoja reside toda la belleza, toda la excusa del mundo. De todos mis años, de todos mis sufrimientos, ¿qué ha quedado? Algunas páginas... que no releo jamás. Nieva. Y pienso en ese invierno (¿1937?) en el que escribía en Braşov Lacrimi şi Sfinţi...,1 exactamente en lo alto de la colina (Livada Posţii), desde donde tenía vistas a las montañas. ¡Qué soledad! Esa fue la época culminante de mi carrera de aborto elegiaco. En el mundo hago el papel de buena persona. La afabilidad es mi máscara. Es cierto que estoy harto de ser siniestro..., lo que siempre soy cuando me quedo solo. Si queremos saber lo que es la vida, lo que vale, es importante que recordemos que lo único que nos reconcilia con ella es el sueño, es decir, lo que precisamente no es ella, lo que es su negación. Me horroriza la gente que medita sobre el arte, siento aversión por el filósofo que hay en cada hombre, con mayor motivo en cada artista. Si yo fuera poeta, sería como Dylan Thomas, que, cuando se ponían delante de él a explicar sus poemas, se tiraba al suelo con convulsiones reales o fingidas...

Napoleón perdió a treinta mil hombres en la batalla de Wagram, sin sentir por ello ningún remordimiento. Solamente mal humor... Pero ¿para qué resaltar esas cosas? El remordimiento no es conocido más que por aquellos que no actúan, que no pueden actuar. El remordimiento les sirve como acción. — Usted acaba en el impase. — Error. He empezado en el impase. ... De ahí la sensación, al menos por ese lado, de que nada me limita y de que soy enteramente libre. Estar habitado por el espíritu de Dios..., antípoda de la maldición. Y sin embargo los judíos lograron esa paradoja de estar en bendición y en maldición al mismo tiempo. «Prin aer, timpu-i despărţit de ore.»2 (Arghezi) Solo la desesperación lo inspiraba. La obsesión por mi inacabamiento tenía que tomar inevitablemente un cariz religioso. El pesar, en su esencia última, es religioso. Incluso es él lo que caracteriza a cualquier hombre capaz de rezar. Sin embargo, los profetas no viven en el pesar. Es porque están a la vez animados y devastados por el futuro, por lo que tendrán que lamentar en el futuro. Churchill. La posteridad recordará mucho menos de él que de su enemigo. Hitler era un monstruo. Ventaja, si es que las hay, en materia de gloria. Para mí, escribir es acusar. Incluso «analizar» es acusar, y se entiende, puesto que el análisis es una empresa destructiva. Robert Amadou me escribe una carta de una insoportable suficiencia, en la que habla de mis conocimientos sumarios de teología a propósito de mi artículo del Mercure. El demiurgo, dice, no es aciago; solo juega, mueve los hilos... Siguen unas precisiones que uno se pregunta de dónde ha sacado. Me reprocha en tono hiriente haberme equivocado respecto al sentido de la

Inmaculada Concepción. ¡Por desgracia, tiene razón! Yo había tomado ese dogma en el sentido que le da el vulgo, es decir, que Jesús fue concebido sin acto sexual, cuando se trata de María, del hecho de que ella fue concebida sin pecado. Me gustan esos heresiarcas cuyas obras fueron destruidas, y de las que no quedan más que algunas frases truncadas y misteriosas a más no poder. Todo lo que llevamos a cabo, todo lo que sale de nosotros, aspira a olvidar su origen, y solo lo consigue convirtiéndose en nuestro enemigo. De ahí el coeficiente negativo que acompaña a todos nuestros triunfos. «Cuando echo una mirada a mi Zaratustra, me paseo durante media hora por mi habitación, incapaz de dominar un intolerable ataque de sollozos.» (Nietzsche, Ecce homo) El rencor es de la misma esencia que el pesar, puesto que, al igual que este, se reduce a la imposibilidad de olvidar. Ser comprendido es una humillación mayor que ser incomprendido. La fosa común es preferible al funeral nacional. Siempre he deplorado mis primeras reacciones... por ser demasiado generosas y demasiado ingenuas. Por su culpa me han surgido y me surgen problemas. Espero una visita. Lo daría todo para que no tuviera lugar. Hay muy pocos seres a los que pueda esperar sin segundas intenciones, y sin terror. Empezar..., mi pesadilla. El primer gesto me parece siempre el más difícil, puesto que es el más contrario a mi visión de las cosas y también a mi necesidad de dejar las cosas como están. Mi esterilidad me parece un castigo divino. No la puedo explicar por causas naturales.

El sufrimiento me ha hecho; el sufrimiento va a deshacerme. Soy su obra. Por mi parte, le presto un servicio: vive a través de mí, subsiste por mis sacrificios. (Existe una solidaridad extraña entre el enfermo y su enfermedad.) Mis males me arrastran tras de sí. ¿Dónde acabaremos? Tengo que escribir un artículo sobre los nuevos dioses. Tengo más notas de las que necesito para hacerlo, y sin embargo no puedo arrancar... Para escribir no hay que dominar la materia, conocer el tema, sino sentir el impulso que te pone en marcha y que te hace encontrar palabras para las ideas que esperan, mudas, postradas. He llegado a tener piedad hasta de un trozo de metal, de cualquier cosa, tan abandonado, desafortunado e incomprendido me parece todo lo que existe. Quizá también sufra el granito. Todo lo que tiene forma sufre, todo lo que está separado del caos para perseguir un destino separado. La materia está sola. Todo lo que existe está solo. ¡Nadie, ningún dios que pueda liberar a este mundo de una soledad tan antigua! M. me escribe que le gusta La caída en el tiempo, y que mis otros libros le parecen «baladronadas metafísicas». Sin embargo, a propósito de esos mismos libros, él había dado una conferencia en la que me comparaba con Pascal, ni más ni menos. ¡Cuánto derecho tengo a desconfiar y a no dar a los elogios ningún crédito, vengan de donde vengan! Escuchando una cantata de Bach en casa de G.M.: tengo indudablemente un fondo(s) religioso, que se expresa en el sentimiento muy acusado de mi decadencia, en esa certeza de vivir en un nivel de existencia inferior a aquel al que estaba destinado. (Por nivel entiendo orden metafísico.) En resumidas cuentas, no habré leído con pasión más que a dos novelistas: Dostoievski y Proust.

... ¿Será porque tienen un ritmo propio, que no he encontrado en ninguna otra parte? ¿O será la fascinación que ejerce sobre mí esa forma de jadeo en la que son insuperables? No hay impaciencia más voluptuosa que esperar a alguien, amigo preferentemente, que tenga que contarte las infamias que ha cometido desde la última vez que lo viste. En Francia todo emana de una «experiencia literaria» o lleva a ella. Ahí cualquier obra procede de otra obra. Ahí la literatura reemplaza la existencia, y ahí todo evoluciona a costa de lo vivido. Morir es cambiar de género, es renovarse. Solo puede permitirse ser sincero el escritor sin público, porque no se dirige a nadie. Los perseguidos, los desgraciados, los enfermos son, de manera absoluta, la gente menos digna de compasión. Puesto que, si no recordamos más que lo que hemos sufrido, son ellos los que, a fin de cuentas, habrán vivido con más provecho. Los demás, los afortunados, tienen una vida, pero no el recuerdo de una vida. No sé lo que hemos perdido al nacer, pero seguramente hemos perdido con la existencia, igual que perderemos con la muerte. Hasta su sonrisa era violenta. Cuanto más empeñado estoy en denunciar la decadencia de los demás, más evidente e irrecusable me parece la mía propia. ¡Tonterías todo lo que no sea conversación callada con lo más escondido que hay dentro de nosotros!

A veces me alegro de que me roben el tiempo o de perderlo yo tontamente de un lado para otro; eso me salva de la desgracia de haber dicho más de lo que tenía que decir, de la vergüenza de haber dejado una «obra». Cualquier hombre en posesión o bajo dominación de una doctrina está condenado a vivir en lo falso y a crear falsedad. Ser verdadero y parecer verdadero no coinciden casi nunca. Es porque el hombre ha sido pervertido para siempre por la idea, es decir, por simulacros. 21 de febrero. Cuatro días en Soloña. Es reconfortante pensar que pueda haber un paisaje tan cargado de poesía a una hora de París. El Sauldre en dirección a Romorantin, y luego el canal del Sauldre del estanque del Puits hasta Lamotte-Beuvron. Caminata en la gloria. ¡Deleite de no pensar! Y de saber que no se piensa. Pero se dirá: saber que no se piensa sigue siendo pensar. Sí, seguramente, pero el «pensamiento» se detiene en esa constatación: no va más allá. Se congela en la percepción de su propia ausencia, en la voluptuosidad de su suspensión. No hay exclamación más patética que la del último poeta pagano, Rutilio Namaciano: «¡Pluguiese a los Dioses que Judea no hubiera sido jamás conquistada!». La oscilación entre el éxtasis y la risa socarrona..., soy eso y nada más. En mi peluquería. Espero una media hora larga. Detrás del biombo, el dueño charla. Pienso que se ocupa de una clienta. Cuando por fin aparece y me dice que estaba haciendo su declaración de la renta, le digo: «... Si lo hubiera sabido, me habría marchado». «Hay otras cosas en la vida además de cortarse el pelo», me responde su mujer con el tono más insolente. Se me ha helado la sangre en las venas. Y sin embargo me he callado, contra mi costumbre. Esa victoria sobre mí mismo ha sido tan inesperada que me ha producido una gran satisfacción. Solo cuenta el libro que se clava como un cuchillo en el corazón del lector.

Todos mis deseos, pendientes; todas mis pasiones, de vacaciones. Las ganas de brillar, la «inteligencia», solo se encuentran en los vanidosos. Habla con un inglés, con un alemán o incluso con un americano, no querrán infundirte respeto, no harán nada para parecer más dotados de lo que lo están; nada, tampoco, para divertirte. El «ingenio» es fanfarrón, y no se encuentra en las razas sólidas. Los griegos antiguos y los franceses — pueblos de tablados— tienen casi su monopolio. El francés piensa para el prójimo; así pensaba el griego. Deslumbrar por todos los medios, incluso por la profundidad... Es aburrido cualquiera que no tenga vanidad, cualquiera que no quiera causar ninguna impresión. El vanidoso puede ser exasperante, pero no aburrido. ¿Qué hacer con alguien que no pretende ningún tipo de efecto? ¿Qué decirle? ¿Y qué esperar de él? La poesía occidental ha perdido la costumbre del grito. Ejercicio verbal, trámite de saltimbanquis y de estetas. Acrobacia de agotados. No puedo pensar en mis humillaciones futuras sin una sensación casi alucinante de cobardía. 28 de febrero. Domingo. Visitado el Museo de Historia Natural. Ante imágenes que representan dinosaurios, una madre le dice a su hijo: «¿Cómo pudieron sacar esas fotos?». Hace muchos años, leí El barco ebrio a alguien que no lo conocía (y que, además, era profano en literatura). Se diría que viene del terciario, fue su comentario cuando acabé su lectura. Lo que más difícilmente soporto es la humillación. Mi incapacidad crónica para ganar dinero... y todas las mortificaciones que resultan de ella. Orgullo herido, orgullo enfermo. La única realidad beneficiosa, positiva, reside en el olvido. El olvido de nuestras vergüenzas, de nuestras derrotas, de nuestros miedos.

Todo el mundo se excede, desde Napoleón hasta... Es por exigencia de simetría por lo que otros permanecen por debajo de lo que podrían hacer. Yo pertenezco a esa categoría..., por fatalidad y no por opción. No sé qué peso me hace caer siempre. ¡Ese plomo en la sangre! Lo asombroso es que no esté más derrotado de lo que ya lo estoy. A mi manera, soy un héroe: vivir sabiendo lo que sé..., esa es una hazaña de la que poca gente, estoy seguro, sería capaz. 2 de marzo Noche atroz. Horas y horas durante las cuales me parecía que pensaba, que se amontonaban ideas en mi cerebro. Ninguna de ellas resistió a la luz del día, ninguna que pueda recordar y formular. Fantasmas: y sanseacabó. Destacó en el fracaso, cualquier otra gloria le estaba prohibida. «Soy extranjero en la tierra y en el cielo» (Lérmontov). Soy hijo del aburrimiento ruso. ¿Cómo dudar de mis orígenes eslavos? 2 de marzo de 1965 Miles y miles de ejemplos demuestran que no somos un dios para aquellos que nos conocen. El más ilustre es el de Buda y su primo (el nombre se me escapa), que lo envidiaba, que intentaba perjudicarlo, que no creía en él. Pero tenía que ser un primo. Un amigo de juventud, por otra parte, también podría haber desempeñado ese papel. Todo el mundo puede hacerse ilusiones sobre nosotros, excepto nuestros amigos. Son ellos los que destruyen la leyenda que se crea en torno a nosotros, y solo esperan nuestra muerte para reducirnos realmente a nada. La amistad como destructora de mitos. Al principio de la Revolución, solo se citaba a Rousseau; al final, a Tácito. Es curioso que nadie haya percibido mis afinidades con Swift, ni siquiera la influencia que ha ejercido sobre mí.

Frente al desfile de las modas filosóficas o de otras, hay que tener la dignidad de un dios al que ningún templo recurre. Todos mis defectos —y quizá todos mis méritos— provienen de mi impotencia para escribir «a vuelapluma». A mis enemigos: si os tomáis por puros, yo me alegro de ser un cabrón. La caída en el tiempo. Es un libro sin peso, sin pasión. No me perdono haber escrito algo tan aburrido..., tan desagradablemente transparente. Leído una biografía de Branwell Brontë. En lo que escribo hay, me parece, más sufrimientos, más «vivencias» que en la mayoría de mis contemporáneos. Pero ¿se trata de una superioridad? Marzo..., ambiente de primavera. Mi cerebro se embrolla y se nubla, como siempre con el cambio de estación. Un organismo como el mío solo se amoldaría a una temperatura eternamente igual. Pero ¿cuál? Eso es lo que querría saber. Siempre he salido herido en todo lo que me ha gustado. «¿Qué es el remordimiento?» «Es el tormento del miedo, que castiga la debilidad de haber intentado las obras de la fuerza.» (Paracelso) Despierto en medio de la noche, viéndome en la imposibilidad de volver a dormirme, me consolaba diciéndome que esas horas de las que tomaba conciencia se las arrancaba a la nada, y que, si hubiera dormido, nunca me habrían pertenecido, ni siquiera habrían existido jamás. Nada queda más pronto anticuado que una revuelta. Solo puedo vivir en París, y envidio a todos los que no viven ahí.

Tengo realmente la sensación de haber caído en este bajo mundo, y de no encontrar en él ningún empleo de ningún tipo. Hubo un tiempo en que me alegraba de estar fuera, de recorrer calles y calles: en ellas me siento ahora extraño y solo irrumpo en ellas de mala gana. 10 de marzo. Anoche, en la iglesia de las Billettes, la Pasión según san Juan. Antes leemos el Evangelio de Juan, en el que, al menos a partir de la detención de Jesús, solo oímos una diatriba sobre los judíos. El antisemitismo cristiano es el más virulento de todos, puesto que es el más profundo y el más antiguo. ¡Uno se pregunta cómo se pueden leer textos semejantes en público! Todos esos críticos literarios, dramáticos, etc. Pasarse la vida juzgando las producciones de los demás, actuar como un dios, pero como un dios estéril, incapaz de un arranque de vida. Esa sensación de frío que me abruma periódicamente... y que, cuando me penetra, vuelve irrisorias todas mis tentativas o tentaciones de ser. Mi suerte es no tener a mano ningún veneno eficaz. No hay plegaria original. Tenemos que rezar como todo el mundo. Es ahí donde reside una de las grandes dificultades de la fe. Lo que le pedimos a un amigo es que mienta, que no nos diga la verdad. Por eso la amistad es algo tan agotador, y tan impuro. La preocupación permanente por la delicadeza que requiere es antinatural. Nos sentimos cómodos con todo el mundo, excepto con los amigos. A fuerza de estudiar mis miserias pasadas y mis miserias futuras, he descuidado las del presente, lo que me ha permitido encontrarlas más tolerables que si hubiera gastado en ellas mis reservas de atención.

Cuando eres dado a la depresión, nada te invita tanto a ella como el azul del cielo. Es porque seguramente el símbolo de la serenidad solo puede irritar un humor negro. Se trata en este caso de un tipo de intolerancia fisiológica. No hay utopía negra, por la razón de que el infierno, definitivamente, siempre ha existido, y porque está al alcance de todo el mundo, ingenuos inclusive. No siempre es cierto que amemos, como pretende La Rochefoucauld, a aquellos que nos admiran; a menudo ocurre incluso que los despreciamos. Estamos inconsolables por tenerlos solo a ellos para exagerar nuestro valor, para hacernos ilusiones sobre nosotros. ¿Y si no mereciéramos nada mejor? Cuanto más se desarrolla y se refina una literatura, menos cuenta en ella el «sentimiento». A partir de cierto momento está casi completamente desterrado de ella. La literatura deviene por ello una técnica y nada más..., como en Francia actualmente. Lo que en el fondo busco no es la salvación, sino el consuelo; mejor: una palabra (¡una sola!) de consuelo; y eso es lo que no puedo encontrar en ninguna parte. ... Ese es el estado de aquel que nació afligido. Del nepente a los «tranquilizantes». Homero, en la Odisea, IV, 220: «El que bebe de él [del nepente] no derramará ni una lágrima durante el día; ni siquiera si su padre o su madre hubieran expirado delante de él, ni siquiera si un hermano o un hijo querido hubieran sido degollados por un bronce enemigo ante sus ojos». Me piden que escriba sobre Paulhan, que presente el quinto volumen de sus Obras completas. Pero, para escribir sobre Paulhan, me falta esa alegría de espíritu en la que él destaca, esa jovialidad tan francesa ante la cual todo lo que puedo decir y hacer sería propio de un torpe.

Por una especie de complicidad instintiva, siempre he estado del lado de los perdedores, ya fuera su causa buena o mala..., indistintamente. Por el bien general, vale mil veces más ocuparse de uno mismo que de las cosas que conciernen a los demás. Las imperfecciones de la Creación estallan a cada momento y en cada detalle. ¡Qué chapuza! ¡Ojalá pudiera expresar lo que siento! Pero no estoy a la altura de mis sensaciones. Estar, por culpa de la palabra, por debajo de uno mismo, no encontrar palabras para lo que uno es, acordes con lo que uno experimenta o sufre, vivir constantemente por debajo de la realidad... Marco Aurelio, a sí mismo (forja este neologismo): «Ten cuidado con cesarizar». El halago actúa en mí como en los demás. Pero, al contrario que ellos, cuando constato sus efectos en mí lo paso mal (sin, a decir verdad, permanecer insensible a él). Pero lo cierto es que no me sorprende nunca; y que siempre soy consciente cuando disfruto de él. El francés es una lengua cuya savia está agotada; por eso, poema, novela, filosofía, todo parece en ella un ejercicio, un número de virtuoso. A los visitantes que ven mi mesa de trabajo y que me preguntan: «¿Es ahí donde usted escribe?», tengo ganas de responderles: «Yo no escribo en ninguna parte». Acabo de rechazar escribir el prefacio del quinto volumen de las Obras completas de Paulhan. Alivio primero, después mala conciencia, malestar, asco de mí mismo. No me gusta ser ingrato. Señor, ayúdame a soportar las horas, haz que ninguna sea tan pesada como imagino que lo son todas.

Proyecto todos mis sentimientos en los objetos. Percibo la desesperación de la materia, la siento como si se tratara de un ser, esta mesa delante de mí está sin esperanza; así ocurre con todas las cosas. Y lucho contra esa desolación objetiva, contra ese tumulto, contra ese derrumbamiento interno del mundo material..., lucho como puedo contra mí mismo. El naufragio de mis antepasados, mi sangre los arrastra, ella es el punto de encuentro de todos esos desechos. Pretendía la ineficacia de los ángeles y él no estaba lejos de alcanzarla. Lo que más me gusta en el mundo es caminar. Y ahora resulta que desde hace algunos meses un dedo del pie congestionado, que me duele en cuanto me muevo, ha venido a frustrar mi última pasión. De una manera o de otra, siempre he vivido de «caridad» (beca, ayudas, premio, etc., etc.). He puesto mi obra (!) por encima de mi dignidad (¡a costa de qué humillaciones!). Tantas palabras inútiles y extraordinarias... Todos aquellos que han apostado por nosotros y a los que nosotros nos hemos empleado en decepcionar. Seguro que he decaído (caído, más bien), pero mi excusa es que mi decadencia viene de lejos y es de un orden diferente del de la fisiología o del de la historia. El sentimiento de la Inanidad no impide saborear la vida, pero impide triunfar en ella. Al final, la estupidez es preferible a la vulgaridad (que desgraciadamente es compatible con la inteligencia e incluso con el ingenio). Solo tenemos miedo al futuro cuando no estamos seguros de poder matarnos (si fuera preciso).

Mientras que el animal conserva sus sentidos intactos, el hombre solo se ha convertido en hombre debilitándolos, sacrificándolos. Ni Bossuet, ni Malebranche ni Fénelon hablan de los Pensamientos: aparentemente, Pascal no les parecía lo bastante serio. No sé lo que busco en este mundo. Y nadie puede saberlo, ni para sí mismo ni para el prójimo. Esa «ignorancia» se convierte en mí en obsesión, en malestar: pienso en ella sin parar. La voluptuosidad que siento ante cualquier declaración amarga sobre el Conocimiento. Sufrir, sufrir, sufrir... La esencia de la vida reside en el miedo a morir. Si ese miedo desapareciera, la vida perdería su razón de ser. Dejémoslo todo, tengamos el coraje y el pudor de reventar en soledad, como los elefantes y las ratas. X cree honrar a Dios mediante su fe. No desesperes: si todo el mundo te abandona, siempre podrás contar con tus dolores. Por más que haga, no puedo olvidar el escepticismo. «Has llegado a un impase», me reprochan este o aquel. Curiosa objeción. ¿Diríamos de Las flores del mal que llevan al impase? Cuando pienso en algo, pienso en la solución menos aún de lo que pensaría en ella un poeta. He recibido una clase de ruso. Pero no quiero continuar: ¿para qué saturar mi memoria con tantas palabras? Y sin embargo es una lengua que me conmueve profundamente.

Releído Custine (Cartas de Rusia). No conozco libro más penetrante y más profético. Rebuscando en un diccionario doy con esta cita: «El tiempo destruye hasta el menor vestigio»... que me da un verdadero escalofrío metafísico. A decir verdad, el escalofrío estaba en mí..., cualquier otra banalidad lo habría suscitado. Que la Materia continúe su juego, yo me desintereso de ella. B. escribe en un periódico alemán que los mejores estilistas, entre los ensayistas de Francia, somos Roger Caillois y yo. Aceptemos que la afirmación sea cierta. Busquemos su razón profunda: Caillois escribe bien porque farfulla; yo, porque mascullo. Yo nunca habría hecho un esfuerzo de estilo si hubiera podido articular bien. Los que son de palabra fácil (los oradores o los conversadores) escriben generalmente mal. Es la dificultad de expresarse, son los obstáculos, los inconvenientes que encuentra la palabra, el habla, los que nos obligan a medir (o a acariciar) las palabras cuando escribimos. (Pensemos en el ejemplo de Valéry, ese tipo farfullero.) Un día esta carne ya no se adherirá a mis huesos. (Si se quiere conservar algún equilibrio y mirar con una pizca de confianza el futuro, hay que pensar en todo, excepto en la propia carne.) 22 de marzo Ayer, visita en casa de R. Imposible recordar su nombre, en su presencia. Ese suplicio duró algunos minutos, y me pareció tanto más intolerable cuanto que no tenía necesidad de recordar el nombre de mi amigo. Ahora adivino la angustia de los viejos chochos que a veces no consiguen recordar su propio nombre. Hasta donde puedo remontar en mi pasado, solo encuentro en él malestar, ambición insatisfecha, miedo de emprender y más aún miedo de triunfar..., violencia que se devora a sí misma, avidez eternamente convertida en sufrimiento.

La mayoría de los sueños son mala literatura. Pero los hay que no pueden ser más significativos: son aquellos en los que aparecen nuestros enemigos. El laconismo puede ser señal tanto de rigor como de pereza. 25 de marzo Me he levantado con necesidad de venganza. Pero no sé contra quién vengarme. Acabo de comprar un libro de segunda mano sobre Fontenelle, ¡y otro sobre Buda! ¿Es mera casualidad? No lo creo. Esos dos espíritus, que aparentemente no tienen nada en común, están en realidad igualmente desengañados, aunque en niveles diferentes. Pero lo cierto es que me siento emparentado con los dos, porque comprendo tanto el desengaño frívolo como el desengaño serio. Lo importante es que uno esté de vuelta de todo; el resto es cuestión de matiz. Una conversión (a cualquier cosa) es la manera más segura de evitar un ataque de locura. En la verdadera desolación solo se puede pensar en Dios, se sea o no creyente. Tengo que escribir un artículo que, tal como lo he concebido, debe ser anticristiano. No puedo, sin embargo, ponerme a ello; no estoy inspirado para vilipendiar ni a Dios ni al Hijo. La fe es una inmensa realidad, y no sabremos jamás qué perdida ha sufrido el hombre desde que dejó de recurrir a la plegaria. En el fondo, fuimos hechos para rezar, y para nada más. Los apasionados y los abúlicos, por razones opuestas, tienen un fondo religioso.

Dormir y, después, dormir. Solo el sueño puede devolverme una parte de la energía que han devorado mis años de insomnio. Cualquier vigilia es pérdida, desgaste, y por eso se habla muy acertadamente de sueño reparador. Acabo de hacer, durante algunos largos minutos, el esfuerzo de verme tal como me ven los demás. Pues bien, no lo he conseguido, a pesar de mis dotes para desdoblarme. No se puede ser ajeno a uno mismo. Y cuando se dice: «Soy extraño a mí mismo», se trata casi siempre de una ilusión, de una deformación poética. Formar parte de un país con destino menor pero trágico. (Tragedia de segundo orden. Desde el nacimiento he sido inducido a interesarme por los países que no han triunfado, y cuyos propósitos siempre han sido atravesados por la Historia.) Lucha cotidiana contra el agotamiento, contra un cansancio despótico, inmemorial. No soy «amargo» por bilis o por espíritu de venganza, sino por avidez, por voluptuosidad de amargura, precisamente. No puedo prescindir de ella y, siempre que la encuentro, ya sea en la vida o en la literatura, me precipito hacia ella y en ella me revuelco. Ella es el pasto ideal del caído. Ella es lo que él necesita, y no le des nada más si quieres satisfacerlo. Domingo en el campo. He dado un paseo hacia Saint-Chéron, en la meseta. Ataque de melancolía, sensación punzante de que siempre estaré solo, pase lo que pase. Mientras camino y me canso, todo va bien; en cuanto me detengo, vuelvo a ser invadido por mis humores y por mis pensamientos habituales. La «naturaleza» misma no puede ayudarme; al contrario, favorece mi depresión. Cuán falsa es la idea que tengo de que, si viviera en el campo, sería otro totalmente distinto, curado de mis obsesiones. La verdad es que el silencio y la soledad no pueden alejarme de mis miserias, y que no hay lugar en este bajo mundo en el que pueda ser diferente de lo que soy. La

felicidad no es un remedio contra la melancolía; al contrario, la agrava, puesto que se alimenta con la misma avidez de nuestros placeres y de nuestros dolores. Todo le conviene, a nuestra costa. ¿Quién eres? Soy un extranjero..., para la policía, para Dios y para mí mismo. La sinceridad..., cosa imposible en la amistad. X, un amigo cuya inteligencia y cuyo gusto no aprecio particularmente, me ha comentado — ¡con qué tono!— la decepción que le ha causado mi artículo sobre el Demiurgo. En el momento, su juicio me ha dejado frío; después, me ha dado «no sé qué». Soy como todo el mundo, y todo el mundo es como yo. Nadie soporta la verdad sobre sí mismo. Hay que mentir o perecer. Solo nos agolpamos alrededor de los vendedores de ilusiones, en filosofía y en todo. El vacío se hace siempre alrededor del que no se rebaja a proponer. Perder la confianza en uno mismo es la muerte en vida..., ni más ni menos. Si el miedo a la muerte desapareciera, todo se volvería de una simplicidad espantosa. Mientras temamos la muerte seremos esclavos, aunque tengamos todos los dones y todos los bienes que un mortal puede tener. Ser libre es ignorar ese miedo. 30 de marzo. Noche horrible. Tras algunas vigilias ya solo podemos elegir entre empezar una nueva vida o acabar con todo. Unos han nacido para esperar; otros, todo lo contrario. Nadie es responsable de su desesperación. Para explicar las vicisitudes de las cosas humanas, el Destino es lo mejor que se ha inventado. ¿Y qué es sino la Providencia decapitada?

Hay que acostumbrarse a no poseer nada. En ese sentido, yo he hecho un buen aprendizaje durante los veinticinco años que he pasado en hoteles. Una biblioteca es una propiedad, un fardo. No acumular nada, ni siquiera los años, distanciarse del propio pasado y del propio futuro, afrontar el presente, no, resignarse a él. Una religiosidad atea, esa es la Stimmung1 de los contemporáneos. La escena en la que el rey Lear, al ver a Edgar harapiento y casi desnudo, desgarra sus ropas, esa escena es la que más me conmueve de toda la obra. El otro día, cuando paseaba solo por el campo, me acordé de repente de los versos de Hölderlin que antaño me gustaba citar: Me has gritado siempre tu soledad en el corazón de la belleza del mundo, ¡oh, mi amado! Soy al mismo tiempo un caído y un teórico de la decadencia. Desde siempre tengo el sentimiento de la nulidad universal y, sin embargo, continúo como si nada. Esa inconsecuencia expresa por sí sola todo el misterio de la vida. (P.D. «Como si nada.» Quizá sea mucho decir. No me siento en casa ni en la vida ni en la muerte: el sentimiento de la inanidad general me paraliza, al contrario, a cada instante y me impide hacer frente a la «realidad».) Tendría que explicar un día por qué voy de fracaso en fracaso. El otro día, en mi editorial, recibí una negativa que en principio debería haberme encolerizado y obligado a hacer una escena. No dije nada, me contuve, e hice bien. Saber dominarse..., lo que solo se puede hacer naturalmente si se procede de una nación de esclavos.

Cuando se vive de manera permanente en una desgracia abstracta, la desgracia concreta, cuando sobreviene, es tan imprevista que uno no sabe cómo hacerle frente. Estoy asombrado de la cantidad de libros que no me dicen nada, que no me conciernen, y a los que me es imposible reconocer un valor objetivo. Sé que no deberían haber sido escritos. Solo puedo escribir con excitación, con furia. Ahora bien, por culpa de mi gastritis y de otras dolencias, me atiborro de calmantes; saboteo yo mismo, en consecuencia, mi trabajo, mi «inspiración», mi «obra». Sin fiebre no valgo nada, y me prohíbo cualquier exceso, es decir, todo lo que me permitiría tener un mínimo de rendimiento. El francés sabe que es inteligente; de ahí vienen todos sus defectos. 1 de abril Esta mañana, antes de despertarme, he tenido una pesadilla de un horror tan hábil, tan elaborado, que desafío a un pintor o a un visionario a que puedan alguna vez imaginar una igual. En cuanto a intentar describirla, no me arriesgaré a hacerlo. 2 de abril Anoche, en Saint-Séverin, El arte de la fuga, en órgano. «Esa es la refutación del “Aciago Demiurgo”», no he dejado de repetirme durante dos horas. Las noches en que hemos dormido son como si jamás hubieran sido; solo permanecen en nuestra memoria aquellas en que hemos sufrido, en que no hemos podido pegar ojo, de manera que la suma de nuestras noches es la suma de nuestros insomnios. 3 de abril. Después de días y días de abatimiento, hoy, durante unas horas, euforia ininterrumpida. ¡Y pensar que hay gente que vive más o menos toda su vida en esa exaltación casi paradisiaca!

Abstente de reprender a nadie. Si los hombres pudieran cambiar, cambiarían. Pero no pueden. Y tú menos aún que ellos. Estoy fascinado por Soloviev. Todo lo que leo sobre él me turba (me gustaría poder decir lo mismo de su obra). No podía apreciar a Tolstói: los profetas no coexisten. De los dos, era él, Soloviev, el más auténtico, y solo él estuvo más cerca de la santidad. Lo daba todo, se despojaba en la calle de su ropa (¡y a veces de sus zapatos!), que distribuía entre los mendigos. Él era lo que Tolstói habría querido ser. Se dice de Heidegger: «Ha hecho esto y aquello. Es imperdonable por parte de un filósofo». «De un sabio», habría que decir. Ahora bien, Heidegger no es un sabio, ni pretende serlo. No hay nada más esterilizante para un poeta que leer a otros poetas. De igual modo, leer a filósofos y solo a ellos (eso es lo que hacen los profes) es condenarse a no tener jamás un solo pensamiento filosófico. Estómago, intestinos hechos polvo. Ya no digiero casi nada. Verdura hervida... o la muerte, esa es la única opción que me queda. Anoche, en sueños, le decía a un crítico dramático: «En el teatro tengo a menudo la impresión de que yo podría actuar tan bien como este o como aquel actor. Eso me agua toda la fiesta. Por eso he optado por ir cada vez menos». 5 de abril, cinco y cuarto de la tarde. Necesito ir a dar un paseo, de lo contrario estoy seguro de que emprendería algo contra mí. Dios mío (pero ¿para qué?). Tengo que superar esta crisis, una de las más terribles que he sufrido en mi vida. Mis males me asedian y arruinan mi coraje. Si no estuviera enfermo me recuperaría, estoy seguro. Pero la enfermedad, ¿cómo combatirla? Más vale declarar la guerra a la materia. Mi cuerpo no me pertenece, es de ella, de la materia, precisamente.

La pobreza, la enfermedad, la muerte. Son estados duraderos y, por lo tanto, verdaderos. Todo lo demás no es más que accidente y engaño. Si salgo de esta prueba, prometo no considerar ya nada como mío. El desposeimiento es el gran secreto. Si uno puede ponerse fuera de su propia vida y tratarla como si perteneciera a otro, tiene que llegar a vencer el miedo e incluso a despreciar su propia muerte. El antídoto contra el aburrimiento es el miedo. Es necesario que el remedio sea más fuerte que el mal. Toda mi vida no habrá sido más que una experiencia alternante de uno y otro. ¡Ojalá tuviera fuerzas para considerarme un superviviente! ¡Cuántas veces no habré dicho y escrito que no soy de aquí! Ahora es casi un hecho. Mi táctica es la única buena, la única eficaz: desgastar mi desesperación, debilitarla y reducirla a fuerza de pensar en ella y de analizarla. 6 de abril. Anoche, sala Pleyel, la Pasión según san Juan, con el Berliner Chor. Emoción intensa. «Morir no significa nada, la muerte es una forma de alegría»..., ese era el estribillo que, por mi parte, cantaba yo. Soloviev, unos instantes antes de expirar, rezó una plegaria por los judíos, en vista de «las grandes pruebas que les esperan». Era en 1900. A su muerte, se rezó por él en todas las sinagogas de Rusia. Me es imposible hablar de un problema objetivo a menos que sea de los males de los demás, es decir, de lo que, en el prójimo, me hace pensar en mí. 8 de abril de 1965

Mi cumpleaños. Tengo, pues, cincuenta y cuatro años. Habré necesitado toda una vida para acostumbrarme a la idea de ser rumano. Emplearía mucho mejor mi tiempo rezando que escribiendo artículos. Los ausentes siempre tienen razón..., en la vida literaria. El escritor no debe mostrarse. Ansiedad metafísica y mala digestión..., la melancolía nace de su confluencia. El verdadero escritor lo sacrifica todo por su obra, incluso el honor. 10 de abril. Noche atroz. Los mismos males. Quizá esté condenado. Lo importante es no dejarse llevar por la desesperación y, si hay que partir, ponerse por encima de cualquier pesar. El viejo Ciotori1 ha muerto atropellado por un coche. Poor Yorick!* 13 de abril. Anoche, como no dejaba de percibir el paso de los segundos, de los minutos, de las horas (¡el paso!, apenas «pasaban»), pensaba que, si hubiera dormido, esos instantes ni siquiera habrían existido para mí y que, por lo tanto, no todo era negativo en la calamidad de estar en vela. No podemos evitar pensar que los muertos se libran de todas nuestras turbaciones, y que hay alguna ventaja en volverse para siempre indiferente. Cuando leo que este o aquel producto «calman» el dolor, sé muy bien que hay un dolor que nada calmará jamás. Biológicamente, soy un desecho de la «Evolución». Pero el hombre en general lo es, si nos fijamos bien en él.

13 de abril. El médico al que vi ayer por mis intestinos me preguntó si tengo «pensamientos suicidas». «En toda mi vida no he tenido otra cosa», fue mi respuesta. Me miró con aire satisfecho, quiero decir bobo. Siempre o casi siempre que quería evitar cometer alguna infamia (la venganza es una de ellas, quizá la peor), hacía un esfuerzo por verme muerto... y eso me calmaba y me ablandaba. Nuestro cadáver presenta algún interés. Hay en mí una necesidad periódica de volverme a sumir en el budismo. Esta vez resisto a ello. ¿Por qué no acabar el texto sobre los dioses? No puedo: es, en el estado en que estoy, un tema demasiado ajeno a mis turbaciones, es casi política (y lo es, efectivamente). Es acertada la observación de que el especialista es el hombre que aprende cada vez menos cosas. Si todo es ilusorio, no es real más que la ilusión, precisamente. El hombre es, indiscutiblemente, una aparición extraordinaria, pero no es un logro. Un callo infectado. Operación. Pascua con antibióticos. No tengo sentido del pecado, ni siquiera del mal..., solo lo tengo de la desdicha. La cabeza solo funciona cuando se siente malestar. Cualquier acto de pensamiento se deriva de una sensación contrariada. Las tres ciudades que más he amado: Sibiu, Dresde, París. Dresde ya no existe. París me pesa. Sibiu es inaccesible. No creo que haya habido jamás infancia más salvaje (copil al naturii!)1 que la mía. Eso explica muchas cosas, eso lo explica todo, en realidad. Siempre he experimentado, en otro sentido que Freud, «das Unbehagen in der

Kultur».2 El entierro de Ciotori en el cementerio de Bagneux. Hemos llegado con un poco de retraso. Delante de la tumba, a medio llenar, no he podido evitar decirle a Tupasco:3 «¡Es insensato!». Ya no había ningún rastro del Viejo, ni de todas sus bromas. Pronto ya nadie se acordará de él. Sin embargo, ¡qué pelma, por Dios! En mí siempre hay una falta de convicciones, que explica todos mis fracasos y que nunca he podido remediar. Nunca he tenido religión (en el sentido etimológico), puesto que nunca he estado unido a nada. No he tenido más que la nostalgia de la religión, el suspiro religioso. Solo me ha gustado una cosa: ser libre. Quiero que me dejen tranquilo, que no se ocupen de mí de ninguna manera. Por eso la solicitud, los regalos, me molestan tanto como un insulto. No me gusta depender de nadie. Esa es la fuente de mi soledad y de mi descreimiento. 22 de abril. Durante cinco horas he luchado para dormirme, incluso me he puesto un supositorio de morfina. Hacia las cuatro de la mañana, por fin algo ha cedido y me he hundido en la beatitud de la inconsciencia. La única cosa de la que no se puede hablar si no se ha conocido es el insomnio. Lo que Shakespeare dice sobre el sueño viene de un hombre que evidentemente no podía dormir o que dormía mal. En esa materia no se inventa. La literatura, la filosofía, la religión, todo da demasiada importancia al hombre. Los años han hecho de mí un experto en la nada de todas las cosas. Tras cada noche en vela, el mundo parece un poco más descolorido que antes.

«¿Quién eres?» «Soy el Desengañado.» En medio de la noche, precipitarse sobre el exquisito somnífero. A medida que profundizamos en las cosas, nos damos cuenta de que la distinción entre «bien» y «mal» está desprovista de cualquier fundamento metafísico. En un libro sobre el budismo zen de A.W. Watts, leo esto: «But the anxietyladen problem of what will happen to me when I die is, after all, like asking what happens to my fist when I open my hand, or where my lap goes when I stand up».1 Diez días después de la operación del pie, le he dicho al cirujano que temía una infección; ha quitado el apósito, y me ha respondido con tono de reproche y de triunfo: «Su dedo es válido». ¡Un dedo válido! Es en función de los adjetivos como se debería juzgar a la gente. Cada vez que quiero trabajar hay alguien que me lo impide, y ese alguien no siempre soy yo. El francés, que maneja tan bien la ironía, no se ha hecho teórico de esta como muchos alemanes, que no conocen su uso práctico y se sentirían muy incómodos si tuvieran que utilizarla. Solo Kierkegaard hizo las dos cosas. La diferencia enorme entre una conversión espontánea y una palinodia forzada. Sin duda alguna, la institución más opresiva de todos los tiempos fue la Inquisición. Jamás podré convertirme al catolicismo, a una religión que pudo dar origen a algo tan monstruoso. Durante la última guerra, en Zúrich, Joyce y Musil vivían muy cerca y, sin embargo, no hicieron ninguna tentativa para conocerse, para encontrarse. Los creadores no se comunican entre sí. Necesitan admiradores y no iguales.

X no es un hombre, sino un esbozo de hombre o, por emplear el lenguaje de la paleontología, un homínido. Acabo de escribir un artículo contra el cristianismo; al final, no he podido evitar lamentarlo y decirlo, y por eso he arruinado toda la arquitectura de mi texto. Casi siempre me he convertido a las ideas que había empezado atacando (la Iron Guard, ¡por desgracia!).1 En este caso, me había propuesto hacer apología del politeísmo, situándome en la perspectiva de la tolerancia, por lo tanto en un punto de vista casi político; y luego, gracias a mis problemas de salud, cuando recuperaba mis antiguas angustias, el cristianismo necesariamente me ayudó a soportarlas; el paganismo es demasiado exterior, no ofrece nada que nos pueda aliviar en lo más álgido del desconsuelo. Los hombres me hacen sufrir tanto que, muy a pesar mío, no puedo hacer más que reflexionar sobre su suerte, odiarlos y compadecerme de mí y de ellos. La única manera de llegar al prójimo en profundidad es ocuparse de uno mismo y únicamente de uno mismo, de lo más profundo que hay en uno mismo. Los «altruistas», los filántropos, los espíritus «generosos» no comprenden y no ayudan realmente a nadie; son gente que tiene energía para gastar, y sanseacabó. 3 de mayo. Desde hace dos semanas me paseo en zapatillas a causa de la operación que me han realizado en el pie izquierdo. Hoy, después de un pequeño paseo, en el momento en que, para regresar, cruzaba la plaza del Odéon, un clavo oxidado se me ha clavado en el mismo pie. Al permitir al hombre, la naturaleza cometió un error de cálculo. 7 de mayo. Noche infernal. Imposible dormir, a pesar de los dos supositorios que me he puesto. No sin razón (y sin algún presentimiento) publiqué La muerte de Iván Ilich.

Hay noches tan agotadoras que, tras ellas, deberíamos cambiar de nombre, puesto que ya no somos los mismos. He terminado un artículo contra el cristianismo. Como siempre, acabo abrazando la causa que he atacado violentamente, y paso al bando contrario. Lo más difícil es escribir una pequeña nota en la que tienes que agradecerle a alguien que te haya enviado unas líneas elogiosas, tan breves como delicadas. 16 de mayo. Estoy en un estado en que físicamente comprendo que podamos mover montañas..., más allá de todas las metáforas de la fe. No dejes, Señor, que sucumba a este fuego, a mi fuego o al tuyo..., ¿quién sabe? 22 de mayo. Me basta con imaginar cuánto debe de aburrirse alguien, a menudo un desconocido, para que su aburrimiento se vuelva mío y me inunde. Los animales de la misma especie no se matan entre sí. Solo el hombre mata al hombre. Es el gran reproche que se le hace. Pero, dicho sea entre nosotros, esa anomalía no es tal. ¿A quién matar sino al hombre? ¿Quién se merece ese trato tanto como él? Acuso a todo el mundo de ser enfermo mental. ¡Como si yo no lo fuera! Consigo controlarme..., de no ser así, dejaría pasmados a los psiquiatras. ¿Qué es religioso? Es algo que se agranda en nosotros a costa del mundo, es una progresión hacia un silencio cantarín. Solo me siento real cuando todo se desvanece, excepto lo que espero encontrar cuando escucho mi soledad. Estoy hecho de todo lo que se me escapa. (Mi ser se reduce a todo lo que lo niega.)

He adelgazado, parezco un esqueleto. Todo el mundo me pregunta: «¿Qué tienes?», «¿Estás enfermo?», etc. Salir al mundo se ha convertido en una pesadilla para mí. Regla que hay que seguir: no decir a nadie «Tienes mala cara». Uno no puede imaginar el daño que hace con esa conmiseración fuera de lugar. El otro día llegué a casa hacia las dos de la mañana, y estaba tan sobrecogido por la manera como me habían mirado durante la cena que me fue imposible dormir por la noche. No soy budista, pero comparto las obsesiones del budismo. El apego a la existencia. Tengo muchas ganas de abordar una vez más ese tema, del que no he dejado de hablar desde que «pienso». Siempre son mis dolencias las que me impulsan a ello. Con una salud como la mía, ¿qué otra cosa puedo hacer sino meditar sobre mi escasa existencia? Cualquier sufrimiento es combate. Quizá incluso el único combate real. ¿Qué es, en comparación, el gasto de energía de un luchador? A veces pienso que la multiplicidad es fruto de la ignorancia o incluso de un desequilibrio mental; la mayoría de las veces, sin embargo, me resisto a hacerlo, por reflejo, por costumbre, por instinto. Tentación y rechazo del «monismo». Habría que aprender a convertir el dolor en misión, a estar orgulloso de sufrir. Yo a veces me empleo en ello, con un éxito muy relativo. Y no obstante mi salvación está ahí, si es que puede haber salvación para mí. No recordamos más que los momentos en que hemos sufrido, moral o físicamente. Todo lo demás, la «felicidad», por lo tanto, es como si jamás hubiera existido. He leído en el metro una carta de Mozart a Da Ponte escrita algún tiempo antes de su muerte: «Siento, en mi estado, que llega la hora; estoy a punto de expirar, estoy en el final, antes de haber podido disfrutar de mi talento...

Termino, aquí está mi canto fúnebre, no debo dejarlo imperfecto». Terminaba La flauta encantada y trabajaba en el Réquiem. Pienso en el viejo Ciotori. Compraba tres o cuatro periódicos cada día. Ahora, en su tumba, ¡qué le importan las últimas noticias! «Se ha vuelto indiferente...», eso se dice, al parecer, de alguien que acaba de morir en algunos países de América Latina. Fenómeno nuevo: ya prácticamente no hay heimatlos1 entre los judíos. Todos tienen un pasaporte. Eso representa un hito en su historia. Pero solamente ha cambiado su estatus jurídico; por lo que respecta al estatus metafísico, ninguna modificación. Hay que sufrir hasta el final, hasta el momento en que se deja de creer en el sufrimiento. Llegado ese momento, depón las armas y abandona la escena. El escritor profesional es una invención de la época burguesa. Juvenal, el último poeta importante de Roma; Luciano, el último escritor de gran categoría de Grecia. Uno y otro trabajaron con la ironía. Dos literaturas que acaban en sátira. «Emotividad», esa horrible palabra de la que se sirven los médicos incompetentes, expresa bien, sin embargo, el estado en que me encuentro habitualmente. Tengo que escribir un pequeño prefacio para la edición de bolsillo del Breviario. Me siento muy incómodo. He consentido que se ponga al alcance de todo el mundo una obra tan «destructora» por debilidad... y por necesidad de dinero. Debo advertir al lector que es preciso que la lea a contracorriente, que no saboree su hiel. Si es joven, se arriesga a sufrir su efecto desmoralizante. Así pues, se trata de un toque de atención, con todo lo que puede tener de pretencioso y de penoso. Parece que quiera decir: «¡Atención! ¡Vas a leer un libro peligroso! Sé prudente y no lo tomes por un

evangelio, no creas que es verdad todo lo que se dice en él. A veces he exagerado, a menudo he ido demasiado lejos. Ni se te ocurra seguirme, etc., etc.». Desde que escribí el Breviario no he tenido más que una sola ambición: superar el lirismo, evolucionar hacia la prosa... Lo que soy, lo que sé, todo viene de mis dolencias. Son ellas las que me han enseñado a ser diferente. Al estar el hombre condenado a la enfermedad, el menor de sus actos tiene valor de síntoma. Como no conservo memoria de nada, ni siquiera de lo que yo mismo he escrito, a veces me repito bastante desagradablemente. Para evitar ese inconveniente, tendría que releerme antes de empezar cualquier trabajo. He decidido no tratarme más: que sea lo que Dios quiera. He vivido cincuenta y cuatro años: ¿qué más puedo esperar de la «vida»? Los males que padezco vienen de lejos: no molestemos más a los médicos. No se puede cambiar de herencia. La acción erosiva de la noche: ¿cómo puede esta pobre carne sobrevivir a ella? He visto esta mañana, en Cochin, a un gran especialista en reumatología. Después de esperar dos horas, ha llegado mi turno. He explicado mi caso, el hormigueo permanente en las piernas desde hace treinta años. El especialista me ha examinado rápidamente y se ha vuelto hacia sus alumnos: «Es subjetivo». Y me ha despedido, para mi gran alivio. Es obvio que me había tomado por un chiflado. Casi todos los pensamientos de Pascal parecen haber sido concebidos hacia las tres de la mañana, en medio de una vigilia dolorosa.

¡Cómo se ha vaciado el catolicismo de todo contenido! Porque en mi último libro hablo de caída, de pecado, de maldición, ¡en las revistas católicas se me trata de nihilista! Evidentemente, si en él hubiera abordado algún problema «social»... De todas las desgracias, las más intolerables son las que se han previsto. Ahora bien, como yo estoy hecho de la madera de Casandra... Si se deja de tener miedo a la muerte, la vida se vuelve de repente bella, fascinante y enteramente inútil. Un enfermo que sufre de artrosis me decía el otro día que, ante la más mínima desviación de su régimen, su enfermedad lo llamaba al orden. Y ese es precisamente el papel de la enfermedad: nos llama al orden, no permite el olvido. En la espera se manifiesta, se revela la esencia del tiempo. ¡Qué superioridad no esperar ya nada! En literatura, la gran ley es el desprecio. Los escritores se excluyen. Incompatibilidad. Alguien me pide una declaración sobre Valéry. Me escaqueo; casi todo el mundo se escaquea, los jóvenes sobre todo. Sin embargo, he admirado y sigo admirando a Valéry, aunque ya no lo relea. 16 de junio. El hombre durante la era glacial. Pensé en ello durante todo el día de ayer. Al cabo de media hora, ya no teníamos nada que decirnos. La conversación duró aún una hora entera mortal. Y nada es peor que una conversación que se perpetúa. Me he encontrado con X, un rumano cuyo nombre he olvidado. Un perfecto imbécil. Sin embargo, lo he soportado durante media hora, porque es el único ser humano que en estos últimos meses me ha dicho que tenía buena

cara... ¡Qué difíciles son las relaciones con los seres! Es un consuelo muy grande pensar que hay cosas. La susceptibilidad del fracasado. Fue después de la Liberación, en el Luxemburgo. Estábamos W.K., un refugiado alemán, J.C.N. y yo. En el momento en que nos sentamos en un banco, tuve la mala inspiración de decir: «Tres fracasados». W.K., que habitualmente me manifestaba alguna consideración, se enfureció de pronto, se volvió agresivo, casi me insultó y mostró el peor humor durante el resto del tiempo que pasamos juntos. Fue imposible calmarlo. Sin yo saberlo, había dado en el blanco. Era quizá la única palabra que no debería haber pronunciado en su presencia. Lo había herido sin querer. 16 de junio. Esta tarde, de golpe, el miedo, el acceso de miedo cuyo tormento conozco mejor que nadie. El hombre es un animal agotado. Ionesco me dice que el monólogo de Hamlet no contiene más que banalidades. Es posible. Pero esas banalidades agotan lo esencial de nuestras interrogaciones. Las cosas profundas no precisan originalidad. De nuevo esas ganas de llorar que conocí en Braşov, en los tiempos en que escribía Lacrimi şi Sfinţi, en 1937 (?).1 Vivo con una temperatura de cosmogonía. No hay nadie que pueda imaginar mejor que yo el terror en el que vivía el hombre de las cavernas. Acosado en todas partes por las bestias salvajes, sus descendientes tenían que vengarlo. Sabemos lo que resultó de ello. ¡Qué miedo hemos heredado! ¡Ay del escritor que no ha sufrido injusticias, que tiene su sitio!

Un escritor comprendido es un escritor sobrestimado. «¡Lev Nikoláievich, reza por nosotros!» ¡Cuánto se equivocaron con Tolstói sus contemporáneos! Era él quien necesitaba que se rezara por él. Además, él tenía piedad de sí mismo, era más miserable que cualquiera de aquellos que pedían su ayuda. Lo doy todo por debajo del acto, me agoto en el mismo lugar; por eso me falta energía cuando se trata de emprender de una vez por todas. Todos mis problemas se habrían resuelto si hubiera recibido el don de rezar. 17 de junio. Noche atroz. Todo se ha vuelto a poner en tela de juicio. Lo mejor que un autor puede hacer es olvidar sus propios libros. No hay nada más cómico que releerse a uno mismo. Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que estoy «atrapado». Mi libertad de movimiento está cada vez más comprometida por mi estado de salud. Mi cuerpo se me escapa, ya no soy su dueño, si es que lo he sido alguna vez. Hubo un tiempo en que creía que tenía una misión. Ese tiempo debe de haber quedado muy atrás, puesto que me cuesta recordarlo. Es increíble hasta qué punto pienso en Pascal. Sus temas son los míos, y sus tormentos también. ¡Lo que debió de sufrir, a juzgar por mi caso! Pocos hombres se han afanado tanto como yo en no tener destino. La Tierra: cinco mil millones de años. La vida: dos mil o tres mil ” ” ¿Para qué turbarse, atormentarse? Esas cifras contienen todo el consuelo que necesitamos. Tendríamos que acordarnos de ello en los momentos en que nos tomamos en serio, en que osamos sufrir.

No me sacio de leer sobre Napoleón. Esa es una pasión de abúlico. Escritores de allí vienen a visitarme. No tengo nada que decirles, no conozco sus obras, casi he olvidado nuestra lengua. Me siento como un patriarca bonachón y desafectado a cuya casa se va en peregrinación. Heme aquí como «figura». Se aprende mucho más de la conversación de un mal escritor que de la de uno bueno. El malo hace un esfuerzo, mientras que el otro, al haberlo hecho ya en su obra, se libra de él en la vida. Todos mis libros son libros a medias, ensayos en el sentido propio del término. Durante cincuenta años no he dejado de luchar y de aburrirme. Continuemos, si los dioses quieren. Mi salud está quebrantada desde los diecisiete años. Eso significa treinta y siete años de inseguridad, de espera y de miedo. ¿Habría pensado alguna vez, cuando era joven, que llegaría a una edad tan avanzada? Todo este espacio de tiempo que se me ha concedido sin que yo lo pidiera. Se trata, pues, de un regalo que yo no he sabido aprovechar. Mi próximo artículo será sobre el esqueleto. Museo de paleontología. Pues eso es lo que sobrevive, todo lo que queda de nosotros, todo lo que queda de todo. Hamletizar en un museo. No, Hamlet en un museo. Tengo que escribir un pequeño prefacio para la edición de bolsillo del Breviario. No lo consigo; no puedo hablar ni bien ni mal de ese libro: es como si hubiera sido concebido por un desconocido. No me pertenece, yo no soy su autor. Y ni siquiera puedo renegar de él, puesto que la visión de las cosas de la que parte sigue siendo, a mi juicio, acertada. Por lo demás, me resulta penoso escribir sobre mis obras ahora que me he estancado y que ya no produzco nada. Mis nervios están desquiciados... hasta el ridículo.

Por encargo no puedo escribir sobre nada, ni siquiera sobre mí mismo. ¿Es posible que haya caído tan bajo? ¿Tanto he pecado contra los dioses? La mente no resiste al batacazo del cuerpo. A veces consigo tener bajo control ese miedo que me consume, que me somete y me rebaja; pero pronto se venga, y se apodera de mí con más virulencia que antes. Nada se puede contra el miedo ancestral, contra el miedo innato. 23 de junio. Noche en vela. El insomnio me seca las venas y me quita la poca sustancia que me queda en los huesos. Horas dando vueltas en la cama sin ninguna esperanza de perder por fin el conocimiento, de desvanecerme en el sueño. Es un auténtico saqueo del cuerpo y de la mente. El miedo vuelve consciente..., el miedo malsano, y no el miedo natural. De no ser así, los animales habrían alcanzado un grado de conciencia superior al nuestro. 25 de junio. La muerte..., «la mejor amiga del hombre». Es curioso, pensaba anoche, que fuera Mozart el que lo dijera (en la carta a su padre moribundo). Lo he dicho y no dejo de repetirlo: solo podrá haber felicidad en la Tierra para aquellos que no puedan imaginar el futuro. (= La felicidad es privativa de los que no pueden imaginar el futuro.) (= Solo hay felicidad en la imposibilidad/incapacidad para imaginar el futuro.) La enorme tristeza que expresan los ojos de un gorila. Es un animal elegiaco. Yo desciendo de su mirada. Insomnio, insomnio.

Lo curioso durante esas noches es que uno logra reconciliarse con la muerte. Ahora bien, esa reconciliación es, o debería ser, el fin supremo del hombre. Visitado la exposición sobre Marcel Proust en la Biblioteca Nacional. Todos esos fantoches de los que Proust hizo gigantes, monstruos; todas esas mujeres convencionales promovidas al rango de diosas (o, por la importancia que adquieren y que no merecen, de caricaturas); todas esas casas solariegas, esos campanarios, esos balnearios, esas playas miserables, investidos con un poder mágico y transfigurados..., el arte consiste en la capacidad de magnificar. Con toda la razón se habla del mundo de Proust; creó, efectivamente, un mundo. (Lo creó más que lo describió.) El hombre como animal es viejo, pero como animal histórico es reciente. Es incluso un advenedizo, que no ha tenido tiempo de aprender cómo mantenerse en la vida. La cama en la que murió Proust, que se podía ver en la exposición de la Biblioteca Nacional. 29 de junio Pasado tres días en Dieppe. Ese rumor del mar desde hace millones de años... y nuestras angustias de un instante. Recuerdo que, no lejos, en Varengeville, hace unos doce años, cuando me encontraba al pie del acantilado, fui golpeado, herido por la fragilidad de la carne en comparación con la duración de la roca. Todo eso es la banalidad misma. Sin embargo, cuando experimentamos esos contrastes, un gran desgarro se opera en nuestro espíritu. Endzeiterwartung.1 Ese sentimiento extraño cuando somos cobardes, cuando lo sabemos y saboreamos nuestra propia cobardía. Conozco todas las formas de cobardía excepto la intelectual. Tengo innegablemente cierto coraje ante el papel en blanco.

(Debo añadir también que jamás he escrito una sola línea en contra de mis convicciones.) He vivido cincuenta y cuatro años con la sensación de que la vida es inconcebible. No hay bajo el sol individuo más lamentable que yo. Prácticamente solo Baudelaire experimentó la obsesión por la desdicha tanto como yo. (¡Que me perdonen esa vanidad!) 2 de julio. Ayer, en el hospital, esperé mi turno durante dos largas horas. Dos mujeres mayores cotorreaban a mi lado. Esas charlatanas inmundas también quieren vivir, se empeñan en durar, cuando su existencia no es necesaria para nadie y en absoluto viene a cuento. Es increíble que Raskólnikov, después de su saludable acto, se enredara no en el remordimiento, es cierto, sino en una especie de malestar y de confusión. La naturaleza no conoce el remordimiento. Me gustaría olvidarlo todo y despertarme un buen día delante de una luz virgen, como después de la Creación. La melancolía redime este universo, y sin embargo es ella la que nos separa de él. Sobre la elaboración secreta de las lágrimas. ¿Cómo se puede no rezar? «La literatura como procedimiento»..., título de un artículo de una revista para jóvenes. ¡Eso dice mucho del gusto de esos castrados! Angustia de efecto retardado. 3 de julio. Suicidio de Henry Magnan.

Lo vi hace ocho días. Un ser exquisito y pelmazo como solo se encuentran entre los alcohólicos. La bebida realzaba sus cualidades y sus defectos. En el punto en el que estaba, no tenía otra salida. Conversación telefónica con X, en la que emplea continuamente expresiones como «historicidad», cuando hablamos de cuestiones administrativas y de nada más. 6 de julio. Acceso de depresión que un loco me envidiaría. Tengo que echarme a la calle, puesto que solo, en mi casa, temo... Si va a ser así, me voy a pasar a la poesía. Pascal, Dostoievski, Nietzsche, Baudelaire..., todos aquellos a los que me siento próximo estuvieron enfermos. Para un enfermo, es infinitamente más fácil concebir el paraíso que la salud. Entierro de Magnan. La fealdad del Père-Lachaise supera la imaginación. Habría que derribarlo enseguida y transformarlo en jardín. ¿Qué sentido tienen esas tumbas horribles, inútiles, insultantes? Uno se queda estupefacto de ver que puedan existir cosas semejantes. Ese hacinamiento roza la locura o la cagalera. Ya no hay espacio para los muertos; tampoco lo hay para los vivos. No hay remedio contra el miedo esencial. El único drama es el drama metafísico. Todo lo demás, tonterías. Mi máquina siempre está en reparación (como esos viejos cacharros que no salen del taller más que para volver a él inmediatamente). No hay nada que me guste tanto de Pascal como su aversión a las ciencias. Desde 1937, los acontecimientos de mi vida están unidos al jardín del Luxemburgo. En él he rumiado todas mis penas.

No escribir más que por necesidad. Ejercitarse en el silencio. Subproducir. «A seiscientos millones de años de distancia, muy cerca de nosotros, en definitiva» (la cursiva es mía). Tomo prestada esa cita de Teilhard de Chardin, por supuesto. El sentido del ridículo no es oportuno en paleontología. Camino durante horas, me impregno de las calles, recorro barrios que desafían el Infierno..., todo eso para olvidar mis imposibilidades, para escapar de esos pensamientos que me corroen tan pronto como me quedo a solas con ellos. Quien tiene gusto por la duda tiene gusto por la tortura. En el escepticismo entra innegablemente una parte de masoquismo. Quien me cure de mi depresión me librará al mismo tiempo de todos mis males. A menos que mis males sean la causa de mi depresión. He observado el alivio que siento al tener una gramática durante mis horas negras. La palabra que más me viene a la mente, esté fuera o en casa, es engaño. Por sí sola resume toda mi «filosofía». De todo lo que se supone que pertenece a lo «psíquico», nada compete tanto a la fisiología como el aburrimiento. Se siente en la carne, en la sangre, en los huesos, en cualquier órgano tomado aisladamente. Si se le dejara hacer, destrozaría hasta las uñas. Releído algunas novelas cortas de Chéjov, que fue mi dios durante los años de la guerra. Decepcionado. Explica demasiado a sus personajes, hace demasiados comentarios sobre ellos. Lo que lo salva es su desesperación. Quizá no haya escritor que haya alcanzado un grado tan alto de desolación.

El francés nunca ríe wholeheartedly (?), desde el fondo del corazón. La suya es una risa cerebral..., que nada tiene de contagioso ni de francamente humano. La falsa alegría de París. Cínico y, sin embargo, elegiaco. Los dos escritores franceses más importantes del siglo, Proust y Valéry, fueron mundanos. Cuanto más avanzo, menos ganas de trampear tengo. La edad le quita cualquier oportunidad al farsante que habría podido ser. «Conócete a ti mismo»... Nunca se ha expresado en una fórmula más breve el estado de maldición. Solo estamos celosos de aquellos a los que conocemos íntimamente. Sea lo que sea lo que hagamos, sea lo que sea lo que emprendamos, somos derrotados antes de empezar el combate. «La verdad permanece oculta para aquel al que hinchen el deseo y el odio.» (Buda) ... Es decir, para todo ser vivo como tal. 30 de julio Muerte de Manuel Núñez Morante, farmacéutico de Santander, espíritu extraordinariamente cultivado y quizá el amigo más sincero que he tenido en estos últimos años. A principios de mes me había ofrecido su casa de Castilla para las vacaciones. Había instalado en ella una gran biblioteca, consuelo y recurso para la jubilación, pensaba él. Él, que solo temía el cáncer, ha muerto a los cuarenta y cinco años de un ataque al corazón. Ese Morante, ¡qué encantador era en su febrilidad! Mi pena no es violenta, pero será duradera. Tras noches en vela, uno es aspirado, atrapado por el vacío.

He pasado una semana consagrada enteramente a trabajos de jardinería cerca de Nantes, en casa de mis amigos los Nemo. No pensar es un gusto; saber que no se piensa es un gusto aún mayor. De este he disfrutado durante esos maravillosos días en los que, de la mañana a la noche, he manejado el pico. La salvación a través de los brazos. Hay algo redentor en el trabajo manual. Insomnio en el campo. Una vez, hacia las cinco de la mañana, me levanté para contemplar el jardín. Visión del Edén, luz sobrenatural. A lo lejos, cuatro álamos se estiraban hacia Dios. El Viento, ese agente metafísico. (Oyéndolo soplar en una chimenea en el campo.) Anoche, conversación con un chino de Hong Kong. Extremadamente inteligente y escurridizo. Su desprecio total por los occidentales. Tuve claramente la impresión de que era superior a mí, sensación que no tengo a menudo con la gente de aquí. Sus respuestas siempre tenían varios sentidos. Tiene estudios de economía política. Hablamos de Lao-Tsé. No cree en la filosofía occidental, que encuentra verbosa, superficial, exterior, puesto que está desprovista de realidad, de práctica. Además, muy caluroso, y hacía más gestos que un español. Escribir un texto sobre el deleitoso estado de ser consciente de no pensar. ¿Sería la conciencia del vacío? Hay más: el placer de saber que no se piensa. Hay que tener la ingenuidad de un escritor para creer que escribir significa pensar. Esos amigos demasiado solícitos que te hacen favores que no les has pedido. La peor forma de indiscreción. No deberían ocuparse de nosotros sin nuestro consentimiento.

Todo lo que pienso de las cosas se resume en esta fórmula de un representante del budismo tibetano: «El mundo existe, pero no es real». La obsesión por el conglomerado, la sensación cada vez más viva de que no soy más que una confluencia efímera de algunos elementos. Sentirse compuesto, y no un bloque sin fisuras, es señal de despertar. (La meditación sobre el esqueleto.) (La utilidad de meditar sobre el ” ) Para soportar la idea de la muerte hay que tener siempre presente esto tan simple y tan difícil de aceptar, a saber, que estamos constituidos de elementos, soldados juntos por un tiempo y que solo esperan separarse. La idea del «yo» como realidad sustancial, tal como nos la ha enseñado el cristianismo, es la gran proveedora de nuestros terrores. ¿Cómo, en efecto, aceptar que cese eso que parecía aguantar tan bien junto? ¡Pienso de repente en Benjamin Constant, con quien tengo tantos puntos en común! Como él, yo solo tengo convicciones impulsivas. Flaubert, ataques de epilepsia desde los veintidós años. ¿Por qué lo he frecuentado tan poco? Su enfermedad lo hace más cercano a mí. Se ha dicho muy bien de Rivarol que perdió el tiempo haciendo «cabrillas en el agua con monedas de oro». Siento periódicamente la necesidad de sumirme en el budismo. Cada vez se trata de una completa intoxicación. El vedānta y el budismo —el sí mismo y la negación del sí mismo—, dos maneras de amoldarse a la muerte y triunfar sobre ella. Esencia o conglomerado. Entidad o «formación». Yo o continuación discontinua, serie de instantes de conciencia momentáneos. Realidad de la persona o la irrealidad del ego.

7 de agosto. Ataque de cólera en la estación de Austerlitz, por la insolencia de una empleada. Me he sentido muy mal por ello toda la mañana. La vida es intolerable en un país en el que todo el mundo es tan irascible como yo. Hay cóleras que te quitan la piel, la carne, y te reducen al estado de esqueleto tembloroso. He intentado releer Cumbres borrascosas. Hasta los libros extraordinarios acaban quedándose anticuados. Nada cambia tanto como el lenguaje de la pasión. 13 de septiembre de 1965 Acabo de pasar un mes maravilloso en Talamanca (Ibiza), es decir, he logrado el milagro de escamotear todos mis problemas durante todo ese tiempo. Vivir al nivel de los objetos, no hay otra solución. El sol es una respuesta o puede serlo. No tengo que sobrestimar el paraíso de Ibiza. He pasado allí más de una noche en vela. Al principio del todo, fui alguna vez antes de la salida del sol a orillas del mar. Soledad perfecta. Paseo que, en otro entorno, podría haber sido siniestro. Recuerdo esa noche en que, por un camino solitario, meditaba sobre mis males... «Todo el mundo duerme excepto yo», era mi cantinela impronunciada, cuando un perro vino a mi encuentro a hacerme fiestas durante un buen rato. Volví a la casa en la que vivía totalmente reconciliado con las cosas, conmigo mismo. Tengo la intención de escribir un ensayo sobre ese estado que me gusta por excelencia, y que es el de saber que no se piensa. La pura contemplación del vacío. «Ninguna criatura puede alcanzar el más alto grado de naturaleza sin dejar de existir.» (Santo Tomás de Aquino) Ahí está la respuesta anticipada a las aberraciones del Superhombre.

El hombre está condenado a ser lo que es. No puede cambiar de naturaleza. No podría (ni) siquiera mejorar impunemente. Su naturaleza es ser un caído. Con mayor motivo su carrera. Durante más de un mes no he escrito una sola línea. Escribir es un hábito y un oficio. Si uno no se entrega a ello todos los días, cuando vuelve a ponerse, después de una larga interrupción, es un verdadero tormento. ¡Y cuando pienso que me pagan por producir! 16 de septiembre He salido a dar un paseo hacia las seis y media de la tarde. Afluencia loca. Jamás he odiado tanto París. Tengo que evadirme de él a toda costa. No he decaído lo suficiente para vivir aquí. Sade no es ni un escritor ni un pensador; es un caso, y nada más. (Los surrealistas, Blanchot, Bataille, Klossowski, se equivocaron completamente respecto a él.) Cualquier sensación de crueldad me inspira. Vivo en una crueldad vacía, en una ferocidad abstracta, filosófica, irrealizada. En mi cabeza se enrosca y convulsiona una bestia de presa. El espíritu de desmesura en mis relaciones conmigo mismo. Me trato o demasiado bien o demasiado mal. No he encontrado el camino más corto hacia mi centro. Me he acordado de algunos detalles precisos de una vieja relación de hace treinta años, en Braşov. Todo eso está acabado, muerto, como si jamás hubiera existido. Tengo cincuenta y cuatro años: ¿adónde han ido las sensaciones que experimenté durante ese espacio de tiempo? ¿Las sentí realmente, puesto que todas han desaparecido? Soy un extraño que tiene mi edad. No encuentro mi identidad, ya no sé quién soy. La santa ignorancia. Por una rehabilitación de la ignorancia.

Me prodigo en vano, soy devorado por una fiebre cuyo origen desconozco. Querría estar solo, solo, solo. Y en mi casa hay un desfile diario de gente a la que no tengo nada que decir. Habría que cambiar de barrio, de ciudad, de país, de continente, etc., etc. 19 de septiembre. ¡Siete horas de conversación ininterrumpida! Solo me interesan las cuestiones religiosas, y las circunstancias hacen que no hable más que de política. B.T., un amigo de la infancia, me escribe que está amargado porque no ha podido «realizarse». Es una amargura que no está justificada. Cada uno se realiza a su manera. Y los que piensan que se han quedado por debajo de sus posibilidades se equivocan. No tienen más que mirar a los que han tenido éxito, a los que lo han dado todo y que, ya sea por mérito, ya sea por suerte, son conocidos: desechos, despojos, fracasados. Me horroriza toda esa gente que se ha realizado y que figura como tal a ojos del mundo. No tengo nada que aprender de ella, me aburro a su lado; mientras que los demás, ¡qué impresión de riqueza en contacto con ellos! ¡Huid de todos los que tienen una obra detrás! «En filosofía, una cuestión se trata como una enfermedad.» (Wittgenstein) Nada me asombra y me molesta más que un francés confuso. La lengua rechaza el caos mental. Estar confuso es pecar contra ella, contra su genio. Pensar en francés es aislarse del caos, de todas las riquezas y de todas las sorpresas que trae consigo. No me gusta el positivismo lógico, no me gusta desarticular (desmantelar) proposición tras proposición, ni alargarme en cada una de ellas antes, durante y después del trabajo de análisis, de zapa metódica. Me gusta más sopesar una palabra que una proposición, no tengo nada de lógico.

Cualquier verdad es un fardo. Una verdad nueva, un fardo más. Meditar es oponerse a la abundancia de las ideas, es procurar que una sola de ellas te retenga durante mucho tiempo y tenga el privilegio de ocupar exclusivamente la mente. La meditación: monopolio de una idea en toda la extensión de nuestra mente. En definitiva, una monomanía fecunda. Lo único que me sienta del todo bien es el trabajo manual. Ninguna otra cosa podría hacerme feliz, puesto que ninguna otra cosa suspende agradablemente el torbellino de las interrogaciones sin respuesta. Es propio de un enfermo mental creer que este mundo existe, y es igualmente propio de un enfermo mental creer que no existe. 26 de septiembre. Toda la mañana, sensación de alegría, incluso de felicidad. Nuestros humores, y nada más, son los que deciden nuestra visión del mundo. Pero no tenemos ningún poder sobre esos humores. Para soportar la muerte, para afrontarla con indiferencia, hay que admitir que esta vida es pura apariencia, que en el fondo es irreal...; de lo contrario, no podemos resignarnos a morir. Sabía que Wittgenstein tenía que ser un hombre extraño: ¡habla muy a menudo del dolor en sus análisis lógicos! Estaba atormentado con el suicidio, nos dice Bertrand Russell en un pasaje de recuerdos suyos. Un filósofo en el sentido antiguo del término, ese Wittgenstein; habiendo heredado una gran fortuna, la distribuyó para deshacerse de ella y se fue a un pueblo (en Austria, creo) para ser profesor. Birault, que está enfermo del corazón, le dice a Gabriel Marcel: «No veo por qué tendría que trabajar para terminar mis dos tesis, cuando no es en absoluto seguro que pueda vivir otros seis meses más».

A. Siento amistad por él, pero no estima. O, mejor dicho: existe para mí por el automatismo de la amistad. 28 de septiembre. He emprendido un «comentario» sobre el nirvāna. Pero casi he perdido el coraje para continuarlo: una carta en la que mi madre me describe todas las dificultades que encuentra (tiene que ocuparse con mi hermana de los tres hijos de mi sobrino) me hace ver de repente la futilidad de mis preocupaciones metafísicas. Este estado de combustión permanente. Esta tarde, pensando que mi último libro ha pasado más o menos desapercibido, he tenido una reacción de autor, es decir, he estado resentido con todo el mundo. Hace falta un coraje muy grande para desesperar. Lo contrario también es cierto. Cada vez consigo peor estar al unísono con un ser o con lo que quiera que sea. No estar nivelado. La euforia es un miedo exaltante. Quizá nadie haya sufrido más que yo por la presencia inmediata de los seres. Cualquier vecindad, del tipo que sea, me pone literalmente enfermo. (Tengo el «complejo» del vecino.) Todas las «cosas buenas» se pagan enseguida. Sexualidad, comilonas, etc. El placer es un estado excepcional al que la naturaleza no parece amoldarse. (El placer es un favor que la naturaleza solo concede con pesar.) 1 de octubre. Acabo de tirar a la basura un montón de cartas. Es agua pasada, es agua pasada. Todo eso está muerto. Deshagámonos de ello. Olvidemos.

Este viejo terror: cada momento se convierte en pasado, ¡ante nuestros ojos! Es necesario un grado inconcebible de insensibilidad para soportar el transcurso del tiempo cuando se ha tomado una conciencia aguda de él. La idea de presente es aún más espantosa que la de pasado o la de futuro. Días, semanas, meses durante los cuales no puedo hacer nada, sentir nada: soy madera, soy piedra, soy abstracción. Me niego a imaginar lo que puede presagiar semejante estado. Es como si todos los seres estuvieran muertos y yo fuera el superviviente..., más muerto aún que ellos. Hemos hecho de la Historia una especie de entidad, un tiempo en sí, una esencia de devenir. ¡Qué voluptuosidad leer a los antiguos, no sentir la historia en un segundo plano de sus reflexiones! Solo pongo pasión en las futilidades y en las cuestiones metafísicas. Todo lo que se extiende entre ambas, es decir, la «vida», me desconcierta y me paraliza; no me adhiero a ella, en cualquier caso. Horas de apacible euforia. ¡Y pensar que hay quienes conocen eso toda su vida! Pero ignoran la suerte que tienen...; de lo contrario, perderían la razón de felicidad. 6 de octubre. De ahora en adelante ya no emplearé la palabra Dios. Meses y meses de mal humor. Cada uno tiene que hacer su trabajo. Yo no hago el mío, que es, a pesar de todo, escribir. De ahí mi rencor contra todo el mundo, cuando sería más sencillo tomarla conmigo mismo. Pero hasta eso he hecho: he agotado las quejas que he merecido dirigirme. El hombre no es solamente un animal enfermo, sino que es el producto de la enfermedad. Eso es algo que he dicho a menudo, pero que necesito repetir. Es lo que se llama «inventarse excusas».

Con unos nervios como los míos, lo mejor sería quedarse en la cama todo el día y no preocuparse más que de la eternidad. Para evitar las repeticiones inútiles hay que releerse, es decir, afrontar una prueba terrible para un autor: conocer el aburrimiento que han debido de sufrir tantos lectores suyos en contacto con sus libros. 8 de octubre Anoche, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, pensaba, mientras escuchaba un motete de Bach, que, en lo tocante a nerviosidad, prácticamente solo Hitler me ha superado..., y que, por temperamento, yo soy un Hitler sin fanatismo, un Hitler abúlico... De aquellos que han hablado de él, solo Henri Hell ha leído La caída en el tiempo. ¿Por qué dar cuenta de un libro si no se ha tenido la curiosidad de abrirlo realmente? Y además una crítica debe hacerse por medio de citas, que por sí solas pueden dar una idea del tono de la obra. Pero para dar esas citas, hay que leer. Sería demasiado pedir a nuestros críticos. Rimbaud emasculó la poesía durante un siglo. El verdadero genio vuelve impotentes a todos los que llegan después que él. Los kōan en el zen y la interpretación de los sueños en el psicoanálisis..., las dos cosas más arbitrarias (fantasiosas) que se puedan concebir. No soy un escritor, soy alguien que busca; libro un combate espiritual; espero que mi espíritu se abra a alguna luz que no tenga nombre en nuestras lenguas. Esos ataques de ausencia en plena calle, durante los cuales entreveo la solución de algunos de los problemas que me preocupan. Y después, de pronto, al volver a casa, cuando examino con toda tranquilidad la solución entrevista, me doy cuenta de que la mayoría de las veces solo se trataba de una ligera euforia filosófica sin ningún desenlace fértil. 11 de octubre

Ayer, domingo, hice más de veinte kilómetros a orillas del bosque de Lyons, especialmente en el admirable valle de la Lovrerie (partiendo de Gisors). Hoy, euforia y frenesí filosófico. Mi cerebro solo funciona cuando ejercito mis músculos. Un día escribiré un Tratado de la caminata. Cada estación me atenaza. OM MANI PADME HUM.1

Me he encontrado con X. Durante más de una hora ha criticado a casi todos sus amigos, luego a nuestros conocidos comunes y finalmente a todo el mundo. Ese lo ha decepcionado, ese otro también. Pero ¿quién es él para tener derecho a no ser decepcionado? ¿Qué ha hecho él que justifique sus pretensiones? Ni siquiera es un fracasado. Pero «liquidando» a los demás se arroga méritos y se dota de coraje para creerse superior a sus semejantes. Esa gente horrible y acerba, no hay nada peor. ¡Nunca más hablar mal de nadie! Estoy sumido en el zen. Tengo que alejarme de él. El texto que quiero escribir sobre el aspecto positivo de la experiencia de la irrealidad debo sacarlo de mí mismo, de mis reflexiones y sobre todo de mis sensaciones. Sobre el satori no leemos; lo aguardamos, lo esperamos. 14 de octubre Esta tarde me he tumbado para «meditar». No lo he logrado; en cambio, recuerdos extremadamente precisos, viejos, de hace cuarenta años, han surgido a la superficie de la conciencia. ¿Cómo es que en el ínterin se han borrado tanto? Si no hubieran aparecido hoy, las experiencias que ellos evocaban habrían desaparecido en la nada para siempre. «... ese hombre [Mirabeau] que a menudo desafió a la opinión pública pero sostuvo siempre la opinión general.» (Madame de Staël) (Eso se aplica a Sartre muy especialmente.) Solo hay dos actitudes legítimas en la vida: el diletantismo o el vedānta.

«El mundo es la sombra de Dios.» (Ibn Arabí) Pero quizá sea más acertado decir: «Dios es la sombra del mundo». Jeannine Worms hacía el otro día la observación de que la gente no se atreve a decir de un fallecido que «está muerto», sino, la mayoría de las veces, que «ya no existe». Sin embargo, y eso es lo terrible, el eufemismo es mucho más brutal que la expresión corriente. ¡Ya no existe! Esos arrebatos de violencia casi diarios, durante los cuales imagino masacres, revoluciones sin precedentes en las que me veo involucrado y desempeñando un papel capital... Ese lado de mi naturaleza es lo que hace que en la abstracción pura no me sienta realmente en casa. Hasta pensar es para mí una forma de violencia..., una manera de hacer valer mi crueldad inexperta. El pecado más grave, el pecado sin redención: el pecado de indiscreción. «De todos los males, los más crueles son los que uno se inflige a sí mismo.» (Sófocles, Edipo rey) Palabras pronunciadas al final por el mensajero del palacio. 22 de octubre. Furia ininterrumpida toda la mañana. ¡Para alguien que lee y que medita sobre el nirvāna desde hace algunos meses, es un logro! 22 de octubre. Tengo que escribir algo importante, quiero decir, algo que me redima ante mí mismo. Será, como siempre, fruto de la exasperación. No puedo más, es preciso que estalle, que me rehabilite, que rompa el encanto de mi decadencia. 23 de octubre. Hace un rato me he encontrado en la calle con la camarera del hotel Racine (durante la guerra) y, en respuesta a mi «¿Qué tal?», me ha respondido: «Todo sigue su curso». Esa respuesta archibanal me ha turbado de pronto profundamente, tanto como una imprecación del rey Lear. Es la idea de «curso», por lo tanto de tiempo, etc., etc.

Desde siempre, las palabras han despertado un profundo eco en mí, sobre todo las palabras trilladas pero cargadas, a pesar de todo, de significación. A veces, cualquier cosa, la expresión más gastada, se eleva al rango de revelación. Es porque yo mismo estoy virtualmente en estado de revelación, y porque solo espero una señal para que lo extraordinario tenga lugar. Busco la salvación, y no el equilibrio. Busco el nirvāna..., o la tragedia. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, el budismo siempre me ha tentado. Pero también lo he postergado siempre hasta el último momento. Me gusta la búsqueda de la liberación más que la liberación. De no ser así, hace mucho tiempo que habría encontrado la paz y la serenidad, y quizá más. Cuando pienso que entre los miedos más «serios» que he experimentado en mi vida, el de convertirme en santo no era el menor... Todos los días sin excepción, cometo al menos una acción que es, innegablemente, muestra de debilidad mental. De debilidad mental, no de locura. 23 de octubre. Angustia intensa. Con el tiempo que hace que me empleo en combatir mi miedo de morir, ya tendría que haber triunfado sobre él. Pero ¡no! Es demasiado viejo, me embarga de vez en cuando, con una violencia aumentada. Humillación atroz. Lo que me ha calmado hoy es pensar en el número incalculable de muertos desde que la «vida» hizo su aparición. Esos vivientes, hombres o no, murieron todos, por así decir, sin dificultad. Entre ellos, algunos debieron de sufrir ese miedo más que yo; y, sin embargo, pasaron al otro lado sin demasiado apuro. A decir verdad, no es la muerte, es la enfermedad lo que temo, la inmensa humillación que conlleva arrastrarse por los parajes de la muerte. No soy lo bastante modesto para saber sufrir. Cualquier prueba me parece un insulto, una provocación del destino. Mientras no se sepa sufrir, no se sabrá nada. Sufro una distracción crónica. Cualquier concentración prolongada me cansa y me aburre. Suerte que soy un obsesivo; ahora bien, la obsesión te obliga a concentrarte, es concentración automática.

«¡Has cometido un error al apostar por mí!», estamos tentados de decir, en los momentos de desánimo, a los que esperan de nosotros no sé qué milagros. Quedarse por debajo de lo que se podría haber hecho, de lo que se debería haber hecho..., no hay constatación más amarga. El tormento como necesidad, como anhelo, como necesidad vital. ¡Hace seis meses que no escribo una sola línea! Me pasa por primera vez desde que soy «escritor». A cualquier pensador le hace falta un mínimo de cinismo, so pena de imbecilidad. Mi miedo a la vida es de esencia religiosa (al menos eso creo yo). Tomarla todo el tiempo con uno mismo, lo que hago yo sin parar, seguramente es dar muestras de una preocupación, de un escrúpulo de verdad; es herir, golpear al verdadero culpable. Desgraciadamente, también es paralizarlo, asustarlo y, por eso mismo, hacerlo incapaz de mejorar. El exceso de verdad para con uno mismo es incompatible con la acción. Es incluso nefasto. Felipe II ordenó que se construyera cerca de El Escorial un hospital cuyo reglamento preveía esto, entre otras cosas: «Para dar la extremaunción a los moribundos, que se disponga de una habitación aparte, a fin de que ese espectáculo no afecte a los otros enfermos... Cuando uno de ellos esté agonizando, que se haga sonar la campana, para que en el monasterio y en el pueblo se rece por él y no muera como una bestia». 27 de octubre. Rebuscando en viejos papeles he topado con mi cartilla militar, con una foto en la que aparento como mucho dieciocho años. Tenía en realidad veinticinco. Ese encuentro inesperado con mi juventud ha sido para mí como un cuchillo clavado en todo el corazón. ¡Qué lapso de tiempo desde entonces! ¿Y de qué me habrán servido todos estos años? He sufrido, he escrito algunos libros, he... Desde hace seis meses solo tomo calmantes (homeopáticos). ¿Cómo va a funcionar mi mente? Está adormecida, en

cualquier caso entorpecida por esos extractos de plantas, por esos remedios caseros. Sin embargo, son esos remedios lo que mis entrañas necesitan. He sacrificado la cabeza, me he sacrificado por una pizca de salud. La locura: incapacidad de diferir la ejecución de una idea. En la locura, la idea se confunde con el impulso. La desgracia de ser un impulsivo a la par que un apático. Cuanto más avanzamos en edad, más nos deshonramos. Deshonrémonos, pues. Aun sabiendo que, en última instancia, todo es irreal, me entusiasmo tontamente por algunas cosas. Me entusiasmo, no me apasiono, es decir, no siento un interés real por ellas. Aparte del sufrimiento, nada existe realmente. Todo lo que no es él se inscribe en una escala de apariencias, existe más o menos. Con mi manera de ver el mundo, no debería atormentarme por nada. Pero me atormento sin parar, salvo en esos momentos en los que me persuado realmente de que nada tiene existencia intrínseca. ¡Qué alivio, entonces! Mi misión es rebelarme contra el hombre. No creo que lo deje en paz. Casi siempre he acabado adoptando las opiniones de aquellos a los que he combatido. (La Iron Guard,1 a la que al principio había detestado, se convirtió para mí en fobia obsesiva.) Después de haber atacado a De Maistre, sufrí su contagio. El enemigo triunfa insidiosamente sobre un hombre sin carácter. A fuerza de pensar contra alguien o contra algo, nos convertimos en sus esclavos, y esa servidumbre nos llega a gustar. La conciencia de que no cumplo con mi deber amarga todos mis instantes. En lugar de trabajar, me muevo mucho o me lamento.

Mi escepticismo no puede hacer nada contra mi remordimiento. ¿De qué sirve haber dudado de todo para llegar a caer en crisis de orden moral? ¿Qué importancia tiene que uno se realice o no? Me he hecho cierta idea de mí mismo. Bien. ¿No es ingenuo preocuparse por que no me corresponda con ella de ningún modo, por que no esté a la altura de esa idea? Tengo restos de ambición y de dignidad de los que me es difícil deshacerme. La última simplificación..., la Muerte. La incomodidad, el malestar que experimentamos ante aquellos que nos «admiran». ¿Es el miedo de decepcionarlos? ¿Es el miedo de que sean ellos los que nos decepcionen a nosotros? ¿De que estén demasiado por debajo de nosotros, y el miedo a la humillación de no haber encontrado o merecido nada mejor en lo tocante a fervientes o a aduladores? En definitiva, La Rochefoucauld se equivocó. No amamos necesariamente a aquellos que nos admiran. Ni siquiera nos gustan en absoluto. El humor de todos los vencidos. Más o menos todas las mañanas, al despertar, estoy, durante pongamos media hora, en estado de ebullición: todos mis viejos rencores surgen uno a uno. Después la furia se calma, y, por la noche, me acuesto en la apatía. No es a una obra a lo que aspiro, es a la verdad. No producir, sino buscar. Mis preocupaciones no son las de un escritor, ¿serán las de un sabio? Tampoco. Querría ser un libertador. Hacer al hombre más libre respecto de sí mismo y respecto del mundo; y, para que lo logre, permitirle que se sirva de todos los medios. No tener ningún escrúpulo para vencer la servidumbre. La emancipación a costa del deshonor. Nada es más contrario a mi naturaleza que querer escribir un libro. Solo creo en los valores espirituales, en los valores que cuentan en sí mismos y por sí mismos, y que son tanto más reales cuanto que no dan ninguna señal

material de su presencia. Un libro es un rastro del que hay que desconfiar y alejarse. Un libro es un sedimento, un poso del espíritu. Trabajar durante meses en un tema que no se consigue calibrar ni definir, que ni siquiera se ve con claridad, atascarse en vaguedades..., ¡ese es mi caso! Me hago preguntas sobre los límites de la conciencia, le doy vueltas y más vueltas al problema, y el problema se me escapa, como si no existiera. Y puede que efectivamente no exista. Ayer vi un librito: ¿Cómo curar el miedo? Lo hojeé, sin encontrar nada en él que me fuera de alguna ayuda. Quien me curara del miedo me curaría de mí mismo. Después, abrazaría una salud intolerable. Dharmanairātmya = inexistencia en sí de las cosas, del pensamiento o de la materia. No podemos decir nada de nada. Por eso podemos escribir impunemente libros sobre cualquier cosa. El problema es que una felicidad consciente ya no es felicidad y que una felicidad que no es consciente de serlo tampoco lo es. «¡Ayúdame a soportar mi felicidad!» He ahí una petición que no se oye jamás... y que yo a veces he querido articular. Se ha calculado que, para construir su concha, una ostra tiene que filtrar por su cuerpo alrededor de cincuenta mil veces su peso en agua de mar. No soy más que el lugar donde diversos males luchan entre sí por la primacía. Una de las razones por las que, en el yoga, se regula la respiración es porque se considera una plegaria continua.

Cuanto más descontento estoy conmigo mismo, más me encolerizo contra los demás. ¡Qué suerte tienen los fatuos! Casi siempre están de buen humor. El espectáculo que ofrecen solo es penoso para los atrabiliarios. Desde hace algún tiempo me he vuelto insensible a la poesía. Mi locura está de capa caída después de seis meses de calmantes. En este caso, hasta un loco furioso cualificado descendería al nivel de un abúlico. Solo me inspira el espectáculo o, si no, la idea de la decadencia. Nadie ha estado más hecho que yo para saborear el pecado original e impregnarse de él hasta la embriaguez. Es acertada, aunque ridícula, la observación de algunos «heréticos» budistas: Buda lo conoce todo en materia de salvación, pero no conoce todos los insectos. Plinio, que vive en el campo, escribe sobre las ocupaciones de los urbanitas: «Parece que, tomados por separado, y en el momento en que se llevan a cabo, cada uno de esos actos sea indispensable; y, sin embargo, cuando los queremos considerar desde lejos y todos juntos, no tienen ninguna importancia y no dejan ningún recuerdo». El deseo..., realidad universal. El pesar mismo no es más que un deseo que ha cambiado de dirección. El deseo de lo que ya no es. Me reprochan que escriba, y que entre así en contradicción con mis ideas; me reprochan al mismo tiempo que no escriba lo suficiente. Todos esos reproches provienen de la misma fuente. Están resentidos conmigo por cometer una inconsecuencia que es menos grave que la que se acaba de declarar. De acuerdo, dados mis principios, no debería publicar nada. Pero ¡publico tan poco! Apenas un poco más de lo que escribo. Y luego siento la necesidad de explicar e incluso de justificar mi esterilidad. El miedo de decepcionar a aquellos que nos admiran nos hace desear el anonimato y nos aleja de nuestros talentos.

La melancolía puede ella sola ocupar y colmar toda una vida. Tan pronto como percibo fisiológicamente el paso del tiempo, me compadezco de inmediato de mí y de todo. Estoy literalmente desbordado por el pasado, por mis recuerdos más lejanos. Me ahogo en nostalgia. Sobre Shankara «El saber», dice, «solo es saber si tiene por objeto el Ser, la realidad eterna; cualquier conciencia que concierne a lo impermanente, a lo aparente, es un no saber. Los pasajes de las Escrituras dedicados al Ser en sí nos aportan el saber, la vidya; pero los que nos hacen conocer a un brahmán contingente, a un brahmán que crea y que actúa, a un brahmán objeto de culto, son muestra de nesciencia, de avidya.» (Oltramare, L’histoire des idées théosophiques dans l’Inde, pág. 171) Debería haber hablado, en mi artículo sobre el demiurgo, de la distinción entre el brahmán superior y el brahmán inferior. Para soportar fracaso tras fracaso sin el recurso consolador a la Maldición, hace falta «grandeza de espíritu» o, si no, un humor infinito. Hay algo peor que el antisemitismo: el anti-antisemitismo. Domingo, 14 de noviembre La Ferté-Alais, Boutigny, Maisse, bordeando el Essonne, uno de los ríos más poéticos de los alrededores de París. 16 de noviembre Anoche, a consecuencia de una pesadilla (¡un combate con un asesino!), pegué gritos, rugidos que podrían haber despertado a todo el edificio. Yo mismo los oí muy bien, no sin sentir una profunda vergüenza. Soy más capaz de piedad que cualquier otro, pero mi piedad es caprichosa, no activa, irreal, y se dirige a cualquiera, salvo a contemporáneos.

Me gusta todo, excepto el hombre. Cuando pienso en él, me pongo furioso. Si no puedo avanzar, es porque he vivido demasiado en la euforia de la derrota. 17 de noviembre Tengo que responder a algunas cartas. Escribo la dirección en el sobre, luego cojo el papel y, tras haber escrito: «Señor» o «Señora», me detengo, alcanzado por el hastío. No tengo nada que decir a nadie, hace mucho tiempo que entré en lo Incomunicable. ¿Quién sueña dentro de nosotros, quién es ese desconocido que cada noche concibe nuevas monstruosidades con una invención y con una fecundidad dignas de un genio? Solo soy sensible al lado negativo, destructor, del tiempo. Sin embargo, el tiempo también es «crecimiento», «vida», «progreso». En el germen mismo discierno el principio de la putrefacción. No veo del tiempo más que su lado impuro. «... la magia de la palabra justa» (Baudelaire). ¡Qué bien conozco esa magia! ¡Y el daño que me habrá hecho! Es ahí donde hay que buscar la fuente de mi esterilidad. (¡¡Fuente de una esterilidad!!) La tristeza según Dios, y la tristeza según el demonio. ¡Es esta última la que conozco, por desgracia! Domingo Galería de mineralogía. ¡Lo que la Naturaleza ha podido trabajar, lo que ha podido desvivirse por poner a punto esa variedad de formas y de colores! No le faltan ni la aplicación ni la imaginación. El arte no es nada a su lado. Hace más de dos años que no veo a X, con quien tengo grandes obligaciones. En lugar de sentirme culpable, de acusarme a mí mismo, es a él a quien detesto. Lo hago responsable de mi negligencia y de mi comportamiento.

La época inconcebible en que el Tiempo preparaba sus primeros instantes. Me horroriza el positivismo lógico. Considerar la metafísica como una «enfermedad del lenguaje», como el producto de una «sintaxis mal hecha», va en contra de todo lo que pienso y siento, de todo lo que soy. Todo, incluso la enfermedad, antes que la ausencia de todo. 22 de noviembre. No tengo piedad de mí, pero me doy lástima, me avergüenzo de mis miserias. La vergüenza y la desolación sin rodeos. Soy olvidado, y merezco serlo. Hay un límite para la apatía. Solo experimento dos placeres, ya no tengo más que dos intereses: leer y comer. Un animal lector, una bestia con libros. Cuanto menos productivos somos, más nos encariñamos con lo poco que hemos hecho. Los escritores estériles están tan atormentados con sus obras que no comprenden que los demás puedan hacer otra cosa que leerlas y releerlas. «Cumplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo.» (San Pablo, Col. 1, 24) ¡Qué orgullo! Mayor que el de su maestro. Via negationis... Escribir sobre el drama de la esterilidad en el escritor, de la sequedad en el místico. La falta de inspiración en uno, la imposibilidad de rezar en el otro. En los dos casos, ausencia de éxtasis. (Es una bendición estar afectado por la esterilidad, si no tenemos que ganarnos la vida. Durante ese tiempo no gastamos nuestra sustancia, no nos empobrecemos. Es un estado excelente, a condición de no perseverar en él. Cuando persistimos en él, llegamos al remordimiento y al drama.) Todo lo que pienso en materia de política está contenido en esta reflexión de Montesquieu: «Los dioses, que han dado a la mayoría de los hombres una ambición cobarde, han destinado a la libertad casi tanta desdicha como

a la servidumbre» (Diálogo de Sila y Éucrates). El remordimiento es para mí la única manera de alcanzar la concentración de la mente. Todo lo demás es dispersión, distracción..., ese preámbulo, a decir de los psiquiatras, de la alienación. «La naturaleza es una casa encantada, pero el arte es una casa que intenta ser encantada.» (Emily Dickinson) No quiero hacer la exégesis de su sonrisa... En vista de la falta de eco de todo lo que escribo, ¿no debería callarme y recluirme en mí mismo? No, tengo que continuar como si nada, tengo que seguir mi ley. Lady Montagu..., a los sesenta y ocho años, hacía once que no se miraba en un espejo, por horror a la vejez. Hay en mí un monje y un esteta, y sin —ni que decir tiene— ninguna posibilidad de síntesis. A cada instante, alguien dentro de mí protesta y se lamenta, a la espera de tomar el control. Todas mis desgracias vienen de estar demasiado apegado a la vida. No he conocido a nadie que la ame tanto como yo. Mientras no hayamos tocado los extremos de la humillación y de la vergüenza no tendremos derecho a abordar los grandes problemas. El calvario de la esterilidad, del espíritu mudo. 29 de noviembre de 1965 Ya no quiero ver a nadie, tanto me avergüenzo de mí mismo. Ya no sé realmente sobre quién ejercer mi desprecio, me siento más ruin que aquellos que ni siquiera existen para mí.

Me telefonean para preguntarme si conozco a un escritor rumano llamado Mihail Sebastian,1 cuya madre se encuentra en París (por temas de derechos en Alemania). Me he conmovido. Sebastian, atropellado después de la Liberación por un camión, acababa de ser nombrado agregado cultural en París. Habría hecho una gran carrera aquí, puesto que difícilmente imagina uno a un rumano más francés que él. ¡Qué aguda inteligencia! ¡Qué hombre admirable y devastado! Y es desconocido. Y para mí, que me quejo todo el santo día y maldigo mi suerte, ¡qué lección! Hay que acostumbrarse a pensar en las injusticias de las que los demás son víctimas para poder olvidar las propias. No debería lamentarme, no tengo derecho a ello; por otro lado, no puedo lanzar hosannas. Tengo que encontrar el tono justo entre el horror y el júbilo. Según una leyenda estonia, que cita Grimm, «el viejo dios, cuando los hombres encontraron su morada demasiado estrecha, resolvió dispersarlos por toda la tierra, y dar a cada nación su propia lengua. Por consiguiente, puso al fuego un caldero de agua, y ordenó a las diversas razas que se acercasen a él, cada una a su vez, y que eligieran los sonidos que les convenían entre los gemidos del agua cautiva y torturada». (Max Müller) Hace seis meses que, para tratar mi estómago, me atiborro de calmantes: estoy literalmente borracho de tisanas, intoxicado de sedantes. Mi cuerpo ha sacado provecho de ello; pero mi mente está desbordada: está embotada, paralizada por tantos cuidados contrarios a sus necesidades y a su naturaleza. ¿Cómo escribir, cómo trabajar cuando me he empleado en sosegarla, en calmarla, en esterilizarla? Sin el tabaco ni el café quizá no habría escrito nada (en francés, sin embargo). Ahora bien, hace dos años que no fumo, y seis meses que no pruebo un solo sorbo de café. Hojas de casis, romero, tomillo..., todo el arsenal de la homeopatía después..., ¿cómo, con esos productos soporíferos, hacer funcionar el cerebro? ¡Qué cara me cuesta la salud! En el hecho de ser incomprendido entra tanto orgullo como vergüenza. De ahí el carácter equívoco de cualquier fracaso. Alardeamos de ello por una parte; y nos mortificamos por la otra. ¡Qué impuras son nuestras derrotas!

Ese temblor de miedo, que es una especie de inspiración al revés y que prefiero a la triste neutralidad en la que habitualmente me estanco. 3 de diciembre de 1965 Estoy corrigiendo las pruebas del Breviario, para la colección Idées. ¡Cuánto me decepciona ese libro, en el que, sin embargo, puse todos mis defectos! Lo encuentro un coñazo, lleno de repeticiones inútiles, pesado bajo sus apariencias alertas, «desfasado», demasiado lírico y desagradablemente Spätromantik.* En el fondo soy un romántico tardío, salvado por el cinismo. «Me veía morir del deseo de ver a Dios y no sabía dónde debía buscar esa vida de la que tenía sed si no era en la muerte misma.» (Teresa de Ávila) Concentrarse, se dice pronto; pero hay que saber en qué. Solo se sabe bajo el efecto de una pasión. Y las pasiones no se inventan. Los problemas, sí, pero un problema no es nada. 4 de diciembre. Anoche, pasada la medianoche, cuando corregía las pruebas del Breviario, el fragmento «Filosofía y prostitución» me conmovió más de la cuenta. La causa de esa emoción repentina no fue seguramente el texto, sino el estado en que yo estaba, el ligero temblor interior que iba a impedirme dormir. Ku no shaba ya Sakura ga sakeba Saita to te *

Qué sufrimiento este mundo: incluso cuando las flores florecen en él. Y a pesar de las flores. (Le Haïku, de Georges Bonneau) La gran ventaja que hay en ir a ver mundo es pensar que lo tenemos todo para ser felices siempre que nos quedemos a solas con nosotros mismos.

Grimod de La Reynière, gastrónomo, que decía que, si el Terror hubiera continuado, «Francia habría perdido hasta la receta del fricasé de pollo». 6 de diciembre. Estoy asombrado de hasta qué punto el Breviario es un libro destructor. Se necesita más coraje para leerlo que para escribirlo... Siempre he sido sensible al batacazo de los demás. El de D.G. en las elecciones1 me ha dado no sé qué. Hace algunos días estuve a punto de enviarle, para que la estudiara con tranquilidad, esta «máxima» de Lao-Tsé: «Retirarse, en el apogeo del mérito y de la fama, es el camino mismo del cielo». ¡Hay tan mal gusto en todo lo que he escrito! Debería controlar mis humores, en lugar de dejarme llevar por ellos. Pero el mal gusto pertenece a mi naturaleza; deshacerme de él es deshacerme de mí mismo. He atacado el cristianismo en todos mis libros. Me doy cuenta de que ya no lo odio, de que ya no tengo sentimientos turbios con respecto a él, e incluso siento cierto remordimiento de haber hablado mal de él. Mi gran debilidad es no haber conseguido no tomar la vida en serio. (= Tomar la vida en serio es una debilidad que no he podido evitar.) He acabado de corregir las pruebas del Breviario (que escribí hace diecisiete años). A fin de cuentas, es menos nulo de lo que pensaba al empezar a releerlo. Nadie sabrá los sufrimientos y las humillaciones de los que surgió, puesto que yo mismo los he olvidado. Yo, que he hecho elogio de la cólera, ¡me felicito y estoy contento conmigo mismo cada vez que consigo dominarla! Con excepción de la sexualidad, cualquier superioridad para el hombre se reduce a un triunfo sobre la naturaleza. «Uno de los mejores poetas de ese tiempo [el Renacimiento], el cardenal Bembo, secretario particular de León X, disuadió a un amigo de leer las epístolas de san Pablo: su latín era mediocre y existía el riesgo de que su

práctica le estropeara el estilo.» (FunckBrentano, La Renaissance, pág. 89) «... mi veleidosa patria» (Voltaire). Ese adjetivo conviene idealmente a Francia. En una carta del 22 de octubre de 1782, dirigida a un tal Le Noir, el marqués de Sade dice: «No es de una imaginación demasiado viva de donde provienen errores como los míos, es de un temperamento gastado». El marqués estaba en esa época encerrado en el torreón de Vincennes. Estaréis solos en vuestro ataúd..., título de una novela de la colección Serie Negra. Es curioso cuánto nos gusta lo macabro y retrocedemos ante lo trágico. (Lo macabro es la forma grotesca de lo trágico.) Aunque fuera el nuestro, un admirador siempre es detestable. No sabemos cómo reaccionar con respecto a él: ¿hay que conservarlo o apartarlo? El problema es que no podemos estar resentidos con él. En vez de deshacernos de él, esperemos a que gaste su entusiasmo. Por nuestras venas fluye la sangre de los monos. Tenemos que acostumbrarnos a pensar en ello para que no nos vuelva locos. El estado que mejor comprendo es la desolación que incita a la plegaria pero que no supera el estadio de la veleidad. Es lo que se podría llamar la «probabilidad improbable de la plegaria»... La ansiedad es señal de vida; ella es lo que nos mantiene en el tiempo, lo que nos permite afirmarnos en él. Deshacernos de ella, desterrarla de nuestra conciencia, es privarnos del mejor ayudante que tenemos en los conflictos de todos los días. Me piden una reseña autobiográfica para un diccionario de autores americano. No puedo decidirme a redactarla. Me horroriza pensar en mí como autor, no me siento escritor y, además, no lo soy. La idea de hablar de

mi «obra» me da asco. No se puede sentir más asco por lo que uno hace y por lo que uno es. Soy como ese loco que a todas las preguntas que le hacían respondía: «Ich will meine Ruhe haben» («Quiero que me dejen en paz»). Fue en el curso de psiquiatría, en Berlín, en tierra de Bonhoffen (?), en el Charité. Solo me gustan los escritores de carácter, porque, cuando los lees, oyes su respiración, y porque casi los ves. Pueden ser exasperantes; en cambio, no aburren jamás. 12 de diciembre. Concierto Varèse, en Gaveau.1 Música que prefigura y que comenta la «edad atómica». Admirable visión del fin del mundo. Es el arte, y no la filosofía, el que siente las amenazas que se ciernen sobre nuestra especie. Él (el arte) no parece disfrutar más que esta de un futuro de color de rosa. Por otra parte, en el punto en el que está, ¿cómo podrá evolucionar? ¿Hacia qué? Solo queda, como solución, el estallido. Conozco horas, incluso días, de ligera euforia. Transcurren entre el pensamiento y la ausencia de pensamiento. Nos amoldamos a todo, lo soportamos todo y, oh, maravilla, nos soportamos a nosotros mismos, desconocemos el asco por lo que somos. El violín (como el soneto) pertenece al pasado. Es la periferia de la orquesta de antaño lo que ahora es protagonista: tambor, trompeta, etc. Sentimientos secretos necesitan instrumentos en consecuencia. 14 de diciembre. La ventaja de escuchar una obra sin participar en ella es que se puede estudiar fríamente su arquitectura. Anoche, vacío de cualquier posibilidad de sentimiento, seguí El Mesías como si se hubiera tratado de una construcción formal. Así es como deberíamos leer algunas obras, o, mejor dicho, releerlas, para ver si durante el primer contacto no fuimos engañados por la emoción. Santidad y exhibicionismo. Los estilitas. El escritor es un estilita en el siglo.

Por mi obsesión por el Destino, me siento más cerca de la Antigüedad que del cristianismo (del que no acepto más que la idea de pecado original). H.M., sobre la mescalina. ¿Cuatro, cinco, seis o cuántos libros ha escrito al respecto? Aquí se impone esta sentencia de Voltaire: «El secreto de aburrir es querer decirlo todo». Cuando no ataco me duermo. Mi «género»: pensamiento obsesivo..., estilo acrobático. «Perderse en Dios»..., no conozco expresión más bella. La ansiedad no es otra cosa que la rumia del futuro. (La ansiedad no es otra cosa que la mente fija en el futuro.) Tengo que sacudirme este adormilamiento mortal en el que he caído. A pesar del horror que siento por los hombres, me resigno mal a no ser nada para ellos. Esa inconsecuencia por mi parte me hace sufrir y me humilla. La sensación de que no lo he dicho todo choca a cada instante con la sensación de que no hay nada más que decir. Y lo que resulta de ello es precisamente nada. Sin la certeza absoluta de la inanidad universal, no sé cómo lograría sobrevivir a algunos accesos de vergüenza ante el despilfarro que hago de eso que se puede llamar mis dones. Ich habe genug..., la cantata que G.M. me hizo escuchar el otro día me conmovió profundamente, especialmente el final, con ese tono de alegría en Ich freue mich auf meinen Tod. A Schopenhauer le horrorizaba el ruido, especialmente el del chasquido de los látigos en la calle.

Envidiaba a los murciélagos porque tienen las orejas provistas de revestimientos herméticos. ... ¿A quién no habría envidiado hoy en día? 20 de diciembre. El problema más importante para mí siempre ha sido el del acto; es el mismo problema de todos los abúlicos. Esa cosa tan simple —actuar— es para ellos un misterio, una realidad inaccesible. Así que se preocupan por ello, no sin suscitar algún asombro entre aquellos que los observan. Porque ¿a qué vienen esos seres que dedican más energía al pensamiento del acto que al acto mismo? En el libro de Alan Wood sobre Bertrand Russell encuentro esto: «Bertrand Russell was a child who began asking questions, as soon as he could speak —in fact, three days after he was born, his mother wrote that “He lifts his head up and looks about in a very energetic way”».1 Cuando se quiere tener sentido del humor a toda costa, se cae inevitablemente en la necedad. 25. Navidad. La felicidad, tal como yo la entiendo: caminar por el campo y mirar sin más, agotarme en la pura percepción. 26 de diciembre. Hoy he caminado cinco horas sin parar, siguiendo el curso del Oise. Ya solo hay una terapéutica para los males del espíritu: el cansancio físico, el movimiento. 28 de diciembre. Últimamente he estado leyendo sobre el zen hasta la saturación. Y ahora, tras la tentación, de nuevo el hastío de la sabiduría: vuelvo a mí mismo. Afortunadamente. Puesto que la sabiduría no es mi camino. No me puedo creer el grado de ambición que observo a mi alrededor. ¿Por qué se empuja así toda esa gente? Podría encontrar cualquier explicación de ello, pero renuncio a hacerlo. El deseo en el prójimo me deja estupefacto.

Tengo tantas explosiones de cólera como se quiera. Pero no puedo ponerme en estado de pasión. Puedo retomar todos los días sin dificultad el contacto con las cosas, ¡pero con las personas! Me dan miedo, no sé dónde encontrarlas, a qué altura subir o descender para encontrarme al mismo nivel que ellas. 28 de diciembre. Anoche pensaba que solo una obra que fuera un grito y una redención, otro Breviario pero sin lirismo, podría alejarme de la decadencia a la que he llegado. E. no conocía el miedo (ni el pudor). Se volvió loca. No hay nada más malsano que el exceso o sobre todo la ausencia de miedo. Solo un desequilibrado tiembla excesivamente..., o nada en absoluto. Los intervalos, las lagunas del instinto de conservación, siempre son muestra de una incertidumbre orgánica. Todo es nada, de acuerdo; pero uno mismo no puede ser nada para sí mismo; no podremos incluirnos en la vanidad universal. El yo sobrevive a sus certezas, el yo se obstina. La envidia es el sentimiento más bajo, por lo tanto es el más natural. Se dice en los Cuentos jasídicos (Buber) que el gran maguid, Dov Ber de Mezritch, «que llegó a ser bastante conocido en el mundo, se puso a rezar y rogó a Dios que le revelara de qué pecado era culpable». El mayor pecado que existe en el mundo es la indiscreción. La de los benevolentes, la de aquellos que nos aman. (Santa Indiferencia, ¿dónde estás?) 31 de diciembre. Solo puedo escribir sobre lo que siento; ahora bien, actualmente no siento nada.

He dejado de «producir» durante algún tiempo. Intento no sacar de ello ninguna amargura... ni ninguna vanidad. ¿Cómo he podido estar hasta tal punto ligado al hecho de escribir? Por más que haga, mi esterilidad presente es una experiencia dolorosa para mí. ¡Meses y meses arrastrándome con este asco, con esta impotencia pasmada ante la página en blanco! ¿Qué me deparará 1966? ¿Me va a abandonar mi apatía? He pasado un año medio muerto. ¿Voy a renacer por fin? Ni siquiera tengo fuerzas para estar triste. Ahora bien, la tristeza fue el orgullo de mis días. ¿Qué va a ser de mí, Dios mío? Lo que me paraliza es que encuentro a todo el mundo ingenuo, las grandes mentes inclusive. Me deja estupefacto constatar hasta qué punto un Nietzsche me parece, pese a su brillantez, o más bien a causa de ella, de una juvenilidad que provoca una sonrisa. Me siento mucho más cerca de un Pascal y, sobre todo, de un Marco Aurelio. No hay nada que hacer: yo he madurado. 1 de enero de 1966. He ido a pasear por el Marne, en dirección al Trilbardou (?). Las inundaciones dan al río el aspecto del Misisipi. Cinco horas de caminata, casi todo el tiempo con el viento en contra. Alegría de moverme, de gastarme físicamente, pero detrás de esa alegría sentía la presencia de una melancolía que, en cierto momento, incluso estuvo a punto de provocar un ataque de llanto. Todo ello sin la complicidad de ningún pensamiento. 2 de enero. Anoche, en el metro, una gorda e inmunda madame que hablaba mal el francés, con acento sudamericano (?), acariciaba la mano de un joven endeble, también extranjero, su favorito, probablemente árabe. El espectáculo fue tan horrible que cuesta recuperarse de él. No conozco ningún animal que pueda inspirarme una repulsión semejante. Esa horrenda fulana me puso literalmente enfermo. No es admisible que el ser humano pueda adoptar apariencias semejantes.

La depresión se anuncia casi siempre con las ganas de canturrear viejas cancioncillas. El recuerdo del pasado nos sitúa de pronto ante la evidencia de lo irreparable. No se puede resistir imperturbablemente la sensación del transcurso del tiempo; la idea misma de ese transcurso es difícil de soportar. Cuando pienso que todos los instantes que he vivido están abolidos para siempre, me sorprendo de mi apresuramiento por vivir otros. No cabe la menor duda de que en mi juventud fui un ambicioso; no menos duda cabe de que he dejado de serlo. Si a veces me felicito por ello, la mayoría de las veces me aflijo, puesto que, sin ambición, si bien me he vuelto en cierto modo superior a mí mismo, he perdido al mismo tiempo el resorte mismo de mi ser. En los puestos de libros a orillas del Sena, en toda una caja llena de novelas policiacas inglesas, ¡encuentro un san Juan de la Cruz en formato de bolsillo! Es, creo, por el título: The Dark Night of the Soul. También es cierto que la cubierta era demasiado llamativa y que la confusión era posible, si no inevitable. Mostradme al hombre que no juzgue a nadie, lo declararé santo. Existir es juzgar, es ser injusto. Porque todo juicio lo es, dado que nadie es responsable de lo que es, ni siquiera de lo que hace. La culpabilidad está en la superficie, en el nivel de las convenciones. Tan pronto como se desciende hacia el fondo de las cosas, ya no tiene ningún sentido. ¡Ojalá pudiera abstenerme de cualquier juicio de valor! Cada vez que emito uno, estoy orgulloso en el acto, luego me arrepiento de él y casi me avergüenzo. Mi tendencia es primero acusar, después perdonar a todo el mundo. Pronunciarse sobre lo que quiera que sea es señal de cinismo. 3 de enero de 1966. Anoche, durante una vigilia bastante larga, de nuevo la obsesión por el transcurso del tiempo: cada instante que pasaba, sabía que pasaba y que no lo recordaría jamás. No tomamos conciencia de esa sucesión de instantes, cada uno dolorosamente irreversible, mientras actuamos, ni siquiera mientras reflexionamos. Únicamente es percibida en

esos momentos en los que somos ajenos a nuestra existencia, en los que solo apreciamos en nosotros un gran silencio que por lo general debería transformarse en plegaria en lugar de rumiar su propio desarrollo. Mientras un amigo está vivo, disfrutamos criticándolo, revelando sus vicios a los demás, a los que no lo conocen íntimamente. Cuando muere, sentimos una auténtica pena. Eso es lo que no nos sucede, a pesar de todo, cuando desaparece uno de nuestros antiguos enemigos. Cuatro horas de monólogo, durante las cuales he soltado mis maldades más secretas. Y pensar que me atrevo criticar a los demás... ¡Qué lepra! Más vale un estilo duro y vacío que un estilo blando y plagado de pensamientos. (Después de haber intentado releer a Amiel.) 5 de enero. Anoche me enteré, en una cena, de que acaban de internar a P. Celan en un sanatorio, después de que haya intentado degollar a su mujer. Al volver a casa, tarde por la noche, me embargó un auténtico miedo y me costó muchísimo trabajo dormirme. Esta mañana, al despertar, he vuelto a encontrar el mismo miedo (o angustia, si se quiere), él no ha dormido. Ese hombre imposible, de trato difícil y complicado pero al que se lo perdonabas todo en cuanto olvidabas sus quejas injustas, insensatas, contra todo el mundo, tenía un gran encanto. La mente no es casi nada cuando la consideramos desde la perspectiva de la locura. Está a merced de un accidente, funciona por la gracia de una química impura. Que un poco de sangre se constituya en grumo, y su destino estará resuelto. Más vale no alargarse en esas miserias. Cuando pienso en todas las astucias que empleo para no trabajar, ¿qué paso adelante no daría yo si me sirviera de ellas con un propósito de eficacia?

Imagino a menudo que subo al tejado y me coge vértigo, y que estoy a punto de caer y pego un grito. Imaginar no es la palabra justa, puesto que es más fuerte que yo, estoy obligado a imaginar ese tipo de acrobacia. La idea del asesinato debe de llegar de la misma manera. Hacia 1934 me encontraba en Múnich. Allí vivía en una tensión que incluso ahora mismo, cuando pienso en ello, me hace estremecer. Entonces me parecía que no me faltaba mucho para fundar una religión, y esa eventualidad me inspiraba los mayores terrores. ... Después me calmé..., peligrosamente. Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que los que me pueden ser de alguna ayuda no son histéricos como Nietzsche, sino espíritus tranquilos, que han conquistado la serenidad con mucho esfuerzo, como Marco Aurelio. «Pronto la tierra nos cubrirá a todos, luego ella misma cambiará; todo adoptará otras formas hasta el infinito, y después otras de nuevo hasta el infinito. Que se piense en esas transformaciones, en esas alteraciones que se suceden como las olas, con rapidez, y no se sentirá más que una profunda indiferencia por todo lo que es mortal.» (Marco Aurelio) ¡Qué sensible soy a la dulzura de esas banalidades! ¡Cuánto bien me hacen! Soy realmente feliz cuando las leo o las medito. Cualquier comentario sobre nuestra insignificancia, todo lo que tiene relación con ella, me colma de placer y favorece lo mejor y lo peor que tengo. No ser contemporáneo de nadie. X me escribe para decirme que querría hablar de mi «obra», demasiado poco conocida. No sé qué responderle. A decir verdad, no me gusta ni que se ocupen ni que no se ocupen de ella. Los que me desean el bien me cansan casi tanto como los que me hacen daño. ¡Divina neutralidad! Sé lo que hay que hacer para ser un sabio, pero me falta empuje para convertirme en uno.

Mi aptitud para la tristeza es el mayor obstáculo que me impide acceder a la sabiduría. En una oficina de recaudación, más de veinte personas que trabajan duro, inclinadas sobre papeles que no les conciernen y por los que es humanamente imposible que se interesen lo más mínimo. Entre ellas, una chica que parece un ángel un poco estropeado. Más le valdría hacer la calle. ¡Trabajar ocho horas al día con cifras! ¿A qué hemos reducido a las personas? Que una chica de granja prefiera la ciudad al campo, o que un campesino cambie su libertad por la fábrica, eso es lo que resulta totalmente incomprensible. Lo que comprendo cada vez menos son las naturalezas fuertes, generosas, fecundas, en perpetua emanación, siempre contentas de producir, de manifestarse, de ser. Su energía me supera, pero no se la envidio. No saben lo que hacen... De lo que nos cansamos más rápida y profundamente es de la gratitud. Agradecer, agradecer de la mañana a la noche, durante toda una vida, no, eso a la larga no es soportable. Nací entre un pueblo de esclavos; es ahí donde hay que buscar el miedo increíble que tengo a la autoridad, a cualquier autoridad, la que sea. Tan pronto como veo a un hombre de uniforme o tras una ventanilla, a un empleado del ESTADO, pierdo todos los papeles. El drama de esa gente demasiado dotada (Sartre) que puede abordar el género que desee, que produce por deliberación, por decisión, que puede ser cualquier cosa, porque no es nada. Lo mejor que tengo lo he desperdiciado en conversaciones, sobre todo en mi juventud. Mis libros, tanto rumanos como franceses, no son más que un reflejo muy miserable de lo que era, de lo que soy. Mis frenéticos monólogos de antaño no subsisten ni siquiera en mi recuerdo. Me prodigaba con una generosidad que ahora echo de menos; está gastada, no quedan de

ella más que migajas. Aunque aún la poseyera, ya no podría soportarla, sostenerla físicamente, por falta de energía y de vitalidad. Es necesario cierto cuerpo para ciertas virtudes. La crueldad es la «cosa» más antigua que poseemos. Es muy nuestra. Nunca es falsa, puesto que sus orígenes se confunden con los nuestros. Se dice muy a menudo de este o de aquel que su bondad es solo aparente, mientras que es muy raro hablar de crueldad fingida, simulada (cuando rara vez se habla de crueldad...). La bondad es reciente, adquirida, no tiene raíces profundas en nuestra naturaleza. No es heredada. Estoy invitado a una especie de congreso en Hamburgo. Seguramente no voy a aceptar. La idea de ir allí, sobre todo de encontrarme allí con gente, me da asco. En cuanto a participar en la discusión, está más allá de mis fuerzas. La genealogía de la moral es un libro que anuncia tanto el nazismo como el psicoanálisis. La importancia de Nietzsche es haber sido el profeta de movimientos y de doctrinas que se excluyen. La idea de escribir sobre el museo de paleontología se me ocurrió en el momento en que, llegado a un grado inquietante de adelgazamiento, me creí particularmente capacitado para reflexionar sobre el esqueleto en general. Me sentía solidario con todas esas sombras, ya no era más que una criatura de hueso, la carne ya solo era para mí un recuerdo. Todos los días me congratulo de sufrir cada vez menos por no ser nada para los hombres. Por poca estima que tenga por mí, a veces soy indulgente conmigo. ¡Suerte que están los demás! Sus defectos me hacen ser más justo con los míos. Mientras viva creeré que nuestra naturaleza está degradada, lo que hará que jamás pueda romper totalmente con lo esencial del cristianismo.

No pedir nunca a nadie que escriba sobre mí; por mi parte, no escribir jamás sobre nadie. (¡Ah, las obligaciones, el drama de la gratitud, etc.! Antes matarme que prostituirme, que escribir sin convicción.) Puedo hacer verbalmente más de un enfoque interesado; pero en cuanto escribo, estoy inhibido. Es porque, como escribo poco, creo necesariamente en lo que escribo: las palabras tienen un peso para mí, una realidad. Me siento responsable para con ellas, sin contar con que cada una de ellas tiene para mí el privilegio de ser irreemplazable. ¿Por qué no dejo de frecuentar a Marco Aurelio, a Epicteto, a Buda, el zen y lo demás? ¿Por qué recurro a ellos casi todos los días? ¿Qué es lo que espero de ellos? No veo más que una respuesta: aprender a no sufrir (más) y a minimizar mis miserias. Por mis propios medios no lo consigo: y esa es precisamente mi miseria. Es a través de la música como se crean los vínculos más profundos entre los seres. Uno se convierte virtualmente en un sabio cuando ve de qué locuras son capaces aquellos a los que estima. Tendría alguna consideración por mis capacidades si soportara mi actual periodo de esterilidad con indiferencia o con humor. Pero me aflijo en exceso por él..., lo que, por parte de un «cínico», es una debilidad inadmisible. La ansiedad..., ella fue el Unterton1 de mi vida. La clave de todo es la humillación, y lo que resulta de ella. Todo gira en torno a ella; lo que hacemos en secreto es rumiarla, en espera de explotar. Tengo tanto miedo de ser humillado que, para no exponerme a ello, prefiero mantenerme al margen. No hagamos nada, es más seguro. El Yo es una herida abierta. Si no queremos sufrir, tenemos que eludir ese yo, arreglárnoslas para vivir sin él. Se dice pronto. De todos modos, está ahí. Tenemos que amoldarnos a él, bajo pena de sangrar... interminablemente.

Los éxitos hacen que nos desengañemos; los aceptamos como una evidencia; por el contrario, ante cada fracaso reaccionamos como si fuera el primero; la experiencia no desempeña ahí ningún papel, no es de ninguna utilidad. ¡Qué profunda es la expresión «armarse de paciencia»! Pero eso es justamente de lo que menos capaces somos. ¡Lo que he podido sufrir a escondidas! ¡Tantos sufrimientos y terrores sobre los que no he podido triunfar! Han sido mis compañeros invisibles, que han impedido que mi soledad fuera perfecta. 14 de enero. En la calle, hace un rato, ataque repentino de dudas, sensación de ser incomprendido, rechazado, de estar al margen de lo que se hace, cuasi certeza de una existencia episódica, sin eco, hundida en el anonimato, si es que alguna vez ha salido de él. La increíble atracción que ejercen sobre mí los caídos, mi solidaridad con ellos, el hecho de que me considere uno de ellos y de que efectivamente lo sea..., todo eso se remonta a mi adolescencia, a mis noches en vela desplegadas durante años, a mi voluntad dañada, a mi inadaptación al mundo. Para escapar a las seducciones del orgullo no hay más que una actitud, la que preconiza Ignacio de Loyola (a decir verdad, es corriente en el cristianismo): considerar que todos nuestros dones, todos nuestros éxitos, no vienen de nuestros méritos, sino de la benevolencia de Dios para con nosotros; nuestras mismas obras se las debemos a él, a su asistencia, a su gracia, a su misericordia. Si somos excepcionales, esa excepción, esa excelencia, es deseada arriba; nos es dada; no tenemos ningún derecho a jactarnos de ella. Ese es, quizá, el único planteamiento que lleva a la humildad. Pero, para valerse de él, hay que tener fe. 15 de enero. Si no me contuviera, creo que tendría un ataque de llanto sin tema. Es decir, sin tema aparente, puesto que ese llanto emanaría, por hablar como Mademoiselle de Lespinasse, de todos los instantes de mi vida.

Anoche soñé que estaba en Japón. Calles japonesas, rostros japoneses, paisajes japoneses..., qué trabajo requiere eso, qué desgaste del cerebro para inventar esas formas que no he entrevisto jamás. La conversación misma tuvo lugar, no digo ya en japonés, sino en un idioma que no conozco... No hay de qué sorprenderse si al día siguiente se está cansado, si se bosteza y se tienen muchas ganas de dormir en pleno día. Nada mejor que un libro de gramática para ayudarnos a vencer la melancolía. La gramática es el mejor antídoto contra la depresión. Aplicarse a un idioma extranjero, rebuscar en diccionarios, perseguir apasionadamente fruslerías, comparar varias gramáticas de la misma lengua, hacer listas de palabras o de giros que no tienen nada que ver con nuestros humores..., hay tantas maneras de superar la depresión... Durante la Ocupación, llevaba encima listas de palabras inglesas que aprendía de memoria en el metro o haciendo cola delante de los estancos o de las tiendas de comestibles. 17 de enero. Ayer, domingo, pasé seis horas en el bosque de Rambouillet. Con la nieve, fue una exaltación ininterrumpida. Fue como si hubiera recuperado mi infancia. Nietzsche me cansa. Mi lasitud llega a veces hasta el asco. No se puede aceptar a un pensador cuyo ideal se sitúa en las antípodas de lo que es. Hay algo repugnante en el débil que predica el vigor, en el débil sin piedad. Todo eso está bien para los adolescentes. Ver hasta el fondo de las cosas, en su última vacuidad. En mi ficha de afiliado a la Seguridad Social figura esta indicación: «escritor no asalariado». Si se añadiera otro no delante de «escritor», la fórmula sería exacta y mi situación estaría bien y claramente definida.

Dos mujeres muy viejas viven debajo. Una me molesta con su TSF;* la otra, que es sorda, habla —y le hablan— muy fuerte. Son económicamente débiles, arrastran desde hace años su agonía, me provocan una depresión bestial. Odio a esas víboras, que, en lugar de morir tranquilamente, llaman mi atención tan a menudo como pueden. Si fueran usureras, tendría con respecto a ellas tentaciones a lo Raskólnikov. Pero, aun no siendo así, siento a menudo tentaciones de ese orden; y si no me dejo llevar por ellas, es porque soy demasiado cobarde y demasiado normal. Lo que le pido a un escritor es que escriba correctamente. Que un libro esté bien o mal escrito me parece algo totalmente secundario. El «estilo», que fue mi obsesión durante tanto tiempo, ya no me interesa: creía en él en los tiempos en que para mí «no había más» que Valéry. Ahora es la sustancia, el «contenido», lo que me solicita. Además, me repugna cada vez más suscribir la vieja disyunción entre forma y contenido. Barramos esos falsos problemas. Hay que tratar de hacerse comprender, y sanseacabó; permanecer, si es posible, inteligible es un objetivo a la vez difícil y modesto. Atengámonos a él. Lo demás no cuenta. Es totalmente equivocado que se me atribuya o que se me reconozca «estilo». No tengo estilo, tengo, como observó Saint-John Perse, un «ritmo». Y ese ritmo corresponde a mi fisiología, a mi ser, es mi cadencia orgánica, mi jadeo de histérico, que logra introducirse en mis frases. Pero es un error haber asimilado a un «estilo» o a un talento cualquiera esa facultad que tengo de proyectar en ellas mi movimiento interno. No, no tengo ni talento ni estilo, tengo un tono cadencioso, que proviene, entre otras cosas, de mi estado más o menos constante de ansiedad. He recriminado demasiado en mi vida; ya es hora de que me apacigüe. Pero tengo una necesidad orgánica de quejarme, perdería mi equilibrio si consiguiera neutralizar mis descontentos. Dejemos, pues, que nuestros humores se ejerciten y se descarguen, sigámoslos, puesto que sin ellos carecemos de identidad, no somos nada.

Acabo de leer un artículo de René Guénon sobre la «enfermedad de la angustia», impregnado del más intransigente dogmatismo. ¿Es posible escribir con tanta seguridad y con un orgullo tanto más condenable cuanto que se hace profesión de impersonalidad, cuanto que se denuncia con vigor y todo el tiempo el yo? Hubo en Francia, en la primera mitad del siglo, tres espíritus inflexibles, lo más diferentes posible, pero que, en nombre de la Inteligencia, dieron a conocer un fanatismo desmesurado: Maurras, Benda, Guénon. Tres maniacos de la Inteligencia. 21 de enero, sábado. Esta mañana, en lugar de trabajar, he ido a una librería, en la que he rebuscado durante más de una hora, sin ninguna necesidad. He removido en ella libros que no me interesaban en absoluto, y el colmo es que sabía que no encontraría nada que valiera la pena. Todo ello para escamotear el deber —no, la obligación— de sentarme a mi mesa de trabajo. El hábito que he adquirido de dejar las cosas para mañana es un crimen contra mí mismo. Al cabo de una hora de «libreteo» inútil, la cabeza me daba vueltas. Y he vuelto a casa con una sensación de vergüenza y de asco que no logro tener bajo control. Un individuo acabado, un miserable en todos los sentidos de la palabra. ¿Cómo he llegado a esto? Prácticamente ya solo la sensación de mi batacazo es mayor que mi batacazo mismo. Lo único que ahora podría apasionarme sería escribir un interminable ensayo sobre la Decadencia, sobre todas las formas que presenta; y si no lo hago es porque todo lo que he escrito hasta ahora lleva precisamente a ese tema. Sería degradar, comprimir en un sistema los fragmentos contradictorios que he concebido a merced de mis humores. ¿Quién me curará de mi terrible Bildungstrieb?1 ¿A quién culpar de mi amor por los libros, de la necesidad que tengo de «cultivarme», de la sed de aprender, de almacenar, de saber, de acumular fruslerías sobre todas las cosas? Prefiero, por razones de comodidad, achacar esos defectos a mis orígenes; procedente de una nación en la que el analfabetismo era la realidad dominante, ¿no soy un fenómeno de reacción por mi curiosidad insaciable? O mejor: ¿no debo pagar por todos mis antepasados, para

quienes existía un solo libro, que llamaban «el libro», es decir, la Biblia? Es a la vez agradable y humillante pensar que, hace algunas generaciones, los míos eran salvajes, indígenas. Jurídicamente eran esclavos, estaban en la obligación de ignorarlo todo; yo me siento en la obligación de aprenderlo todo: por eso lo leo todo, hasta el punto de que ya no tengo el tiempo necesario para mis propias elucubraciones. Las descuido para ver lo que han dicho los demás. Solo el consumo de libros que puedo hacer iguala el de alimentos: tengo, en efecto, constantemente hambre, y nada me sacia..., ni comiendo ni leyendo. Bulimia y abulia van juntas. Necesito devorar para sentir que existo, para ser. Recuerdo que, siendo niño, a veces comía yo solo tanto como toda la familia. Una necesidad antigua, pues, de tranquilizarme con la comida, de encontrar certezas mediante un acto bestial, de escapar de mis vacilaciones, de lo vago y de lo indefinido en que vivo mediante algo preciso, animálico. Cuando veo a un perro o a un cerdo precipitarse sobre la comida, lo comprendo fraternalmente. Y pensar que desde hace meses y meses mis lecturas tratan esencialmente de la renuncia y que los libros que más me gustan son los de filosofía hindú... Los libros que leo con mayor interés son los de mística y los de dietética. ¿Habría una relación entre ellos? Seguramente, en la medida en que mística implica ascetismo..., no siendo este último, en definitiva, más que una cuestión de régimen. Cualquier hombre que se manifiesta tiene su momento de gloria, por muy fugaz que sea. Domingo. En el campo de los alrededores de París solo encuentras obreros portugueses, con los que es imposible entenderse. Eso cambia hasta el paisaje. Tienes la impresión, por el hecho de que no consigues hacerte comprender por esos nuevos indígenas, de que estás en alguna parte muy lejos de París. Sensación beneficiosa que te gustaría experimentar cada día. X..., gruñón, siempre descontento. Alguien dijo muy acertadamente de él: «Tiene el pesimismo de la gente humilde».

Nada es a la vez más convincente y más exasperante que el pesimismo. Cuando leo un libro negro, me adhiero a él mientras lo leo; en cuanto he dejado de leerlo, me arrepiento de haberlo aprobado, lo abandono y busco por todos los medios echar por tierra sus tesis. Eso me pasa incluso (diría que sobre todo) con mis propias producciones, sombrías a más no poder. Después de cada una de ellas, siento muchas ganas de negarlas, y de negar también todo lo que he hecho; pero no lo consigo, no puedo repudiar mi Lebensgefühl,1 ni adoptar otro, puesto que el que tengo se confunde con la cuasi totalidad de mis experiencias, con mi existencia misma. No puedo cambiarlo por otro ni preferir otro. La ansiedad, llevada muy lejos, grave y crónica, puede conducir o al heroísmo o a la apatía. En el primer caso, se vuelve contra sí misma en una exasperación repentina; en el segundo, se hunde irremediablemente en sí misma. La norma es ese repantigamiento, él expresa la condición común, la esencia de cada uno de nosotros, mientras que el heroísmo no es más que un fenómeno insólito, incluso monstruoso, de la ansiedad. Lo que debo a los libros destructores, negadores, «ácidos». Sin ellos ya no seguiría con vida. Por reacción contra su veneno, por resistencia a su fuerza nociva, me he fortalecido y me he pegado al ser. Libros fortificantes, puesto que despertaron en mí todo lo que debía negarlos. He leído más o menos todo lo que hace falta para zozobrar; pero precisamente por eso he podido evitar el naufragio. Cuanto más «tóxico» es un libro, más actúa en mí como un tónico. Solo me afirmo por lo que me excluye. Estoy seguro de que la «civilización» debe desaparecer, pero no veo por qué podríamos reemplazarla. El Breviario y la Tentación, mis «mejores» libros a decir de los críticos, están terriblemente anticuados para mí, por la «poesía» que hay en ellos, poesía, hay que decirlo, chapada a la antigua, todo lo romántica que se quiera, en absoluto contemporánea. La influencia de Rilke, del primer Rilke, fue de las más desafortunadas para mí; luego, la lectura casi diaria de Shelley durante la Ocupación me alejó de la actualidad, del «gusto»

literario más reciente. Comprendo muy bien que en Alemania, país en el que todo se hace por decreto, y en el que se ha decretado que solo cuenta la vanguardia, yo no tenga ningún éxito. Ser culo de mal asiento, esa es mi enfermedad. No puedo estarme quieto, en cuanto me paro me pongo nervioso y me invade un temblor secreto. Me emboto, me aburro en mi habitación. Me despierto, me siento vivo, me divierto únicamente cuando tomo la resolución de salir de ella. Estar fuera a toda costa, olvidar entre la turba. Estando solo, aparecen el remordimiento, el esplendor de mis defectos, la intolerable evidencia de mi decadencia, presente, invasora, deslumbrante... Desde siempre, un mal principio debió de colarse en mi voluntad, una tara congénita que la marcó y la debilitó para siempre. Solo puedo querer fuera del tiempo, y me siento un Hércules tan pronto como me imagino en un mundo que suprime las condiciones mismas del acto. Si quiero calificar mi estado, creo que la mejor expresión sería: «Me han hechizado». Y es que no puedo dejar de atribuir lo que siento a la intervención de alguien o de algo, de una fuerza hostil proveniente del exterior y en absoluto situada en la intimidad de mi ser. Eso no, no puede provenir de mí, yo no puedo ser así; eso se ha abatido sobre mi cabeza. En los tiempos en que había dioses y demonios, las cosas eran más sencillas, se explicaban más fácilmente y, hay que decirlo, más naturalmente: se sabía dónde estaba el enemigo; ahora que se nos dice que lo busquemos en nosotros mismos, nos sentimos incómodos, sin contar con que nuestra experiencia, nuestras sensaciones, lo sitúan más bien en otra parte, fuera de nuestro ser, probablemente porque durante tantos siglos se nos ha enseñado a proceder así; el hecho es que esa interpretación se nos ocurre de manera espontánea, y que sostener lo contrario sería mentir. 25 de enero de 1966 Esta tarde, en la peluquería. Me confían al aprendiz, quien, de entrada, me hace un corte, con la navaja de afeitar, cerca de la oreja izquierda. Siento subir mi cólera, me levanto para marcharme, luego me vuelvo a sentar como si nada. Para un ser tan irascible como yo es una victoria. No habrá

sido absolutamente inútil frecuentar la literatura búdica: en ella habré aprendido el orgullo de triunfar sobre mi propia naturaleza. Hace unos meses habría montado un verdadero follón por la misma historia y habría vuelto a casa asqueado, enfermo, furioso y desbordado por la vergüenza. Schopenhauer observa que Francia, la nación más ligera, produjo a Rancé, el fundador de la orden más severa de todas; habría podido añadir que Italia, el país más frívolo y más vacío, produjo a Leopardi, el poeta más pesimista que haya existido jamás. En mi juventud, a veces pasaba unas vacaciones en un pueblo de los Cárpatos, no muy lejos de Sibiu (Râu Sadului). Recuerdo la vuelta que di una mañana, después de una noche en vela, por el pequeño cementerio, invadido de hierbas. Las cruces, todas de madera, estaban cubiertas de ellas. En una de esas cruces, ningún nombre, solo estas palabras apenas legibles, casi borradas y con una letra torpe a más no poder: «Viaţa-i speranţă, moartea-i uitare».1 Quizá haga más de treinta y cinco años de eso, pero la emoción que provocó en mí ese epitafio está tan viva como en aquel momento. «¡Viva Inglaterra! ¡Viva el inglés tímido, estreñido, rígido!» Eso es lo que tenía ganas de gritar después de la visita de un profesor polaco, en absoluto antipático pero indiscreto más allá de cualquier límite. 27 de enero Esta mañana, ataque de indignación, luego enternecimiento y asco, sensación de ser víctima de una injusticia abominable, etc. Y yo que creía que me había quitado de encima el complejo de incomprendido... Nunca he podido ganarme la vida normalmente, vivo y he vivido siempre con rodeos, si se me permite hablar así. Formulario de impuestos. ¡Tengo que inventarme ingresos! Esa palabra por sí sola tiene en mí el efecto de un vomitivo. La Vacuidad es para mí todo lo que fue el ex-Dios.

No dejes que tu pluma corra, que retroceda ante las palabras, que execre la abundancia, que se ahogue tomando atajos..., tomar ejemplo de... ¿de quién? Hay que desprolijar la literatura y, más aún, la filosofía. Los franceses tienen todos los defectos, excepto uno: no son obsequiosos. Lo demostraron bastante durante la Ocupación; no vi a ninguno de ellos que, en la calle o en otra parte, se arrastrara ante el ocupante o adoptara un aire servil (la Colaboración es algo muy distinto; los colaboradores se vendieron: eso es diferente). Es ahí donde los franceses tienen una clara superioridad sobre los alemanes, que, tan pronto como son derrotados, se vuelven rastreros. Pero, incluso fuera de la derrota, están siempre cuerpo a tierra ante un superior jerárquico: su obediencia es a base de cobardía civil y no de consentimiento al orden. Pensemos en las relaciones del profe y los estudiantes en las universidades: la verdadera o falsa cordialidad disimula una relación de Dios con simples mortales. En la época que pasé ahí, en esas universidades, recuerdo haber estado asqueado del aire beato de esos rubiancos, siempre en éxtasis delante de su maestro. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que concebí una verdadera idolatría por esa nación! Mi entusiasmo cesó hace una eternidad. No por ello dejo de seguir reprochándomelo y culpándome de ceguera y de estupidez. Lo que debió de fascinarme de aquellos germanos fue el hecho de no tener nada en común con ellos. El drama de cualquier desemejanza esencial, de cualquier atracción a causa de una incompatibilidad profunda. Siempre, para mi desgracia, he buscado en los demás lo que no he encontrado en mí mismo, en lugar de atenerme a mis insuficiencias y contentarme con ellas. Cada día me pregunto si soy un sabio o un enfermo mental. Por los sueños que tengo, debería haber escrito relatos fantásticos, en lugar de ensayos de lo más tranquilo. Mis noches no coinciden con mis días; o, mejor dicho: por la noche tengo pesadillas concretas, abigarradas, dramáticas, mientras que durante el día es una misma pesadilla monótona, abstracta, que no puede ser más fastidiosa, que se confunde con las rumias de mi ansiedad.

La prolijidad de Platón. Diógenes ya le reprochaba la extensión de sus discursos. Hasta los más grandes de esos griegos llevaban dentro de sí a un abogado. La evolución en la escuela cínica. «Vive conforme a la virtud», había dicho Antístenes; pero a ese principio socrático se uniría un principio nuevo: «Vive conforme a la naturaleza», decía Diógenes (en Antisthène, de Charles Chappuis, París, 1854, pág. 130). Diógenes: «El sabio es la imagen de los dioses, los dioses no necesitan nada; nos acercamos más a ellos cuantas menos necesidades tenemos». Nada es más insoportable que el poeta que reflexiona sobre la poesía, un Valéry, por ejemplo, por quien hace mucho tiempo yo tenía una forma de devoción y que ya no es nada para mí. 30 de enero Domingo en el Vexin (Santeuil, Marines, Chars, Neuilly-en-Vexin, Heaulme). De diez sueños que tenemos, solo uno es significativo, ¡y quizá ni eso! El resto..., desperdicios, mala literatura, imaginería grotesca. Se diría que el «soñador» no sabe cómo acabar los sueños largos, se afana en encontrar un desenlace sin conseguirlo. Es exactamente como en el teatro, donde el autor multiplica las peripecias por no saber cómo y dónde parar. ¿Nos aburrimos soñando? Yo creo que sí, aunque me sea difícil recordar algún sueño cuya sustancia haya sido el aburrimiento. Pasar toda una noche en compañía de un hombre que vive en la mentira, que es un cerdo y que ignora (o no lo cree) que lo es, te deja un asco que te atormenta aún al día siguiente y te estropea la jornada.

Si no dejo de darle vueltas a la sabiduría es porque todavía espero encontrar en ella un remedio contra mis obsesiones. X..., un cabrón que se hace el despistado. Esa fiebre vacía que no lleva a ningún descubrimiento, que no es portadora de ninguna idea, pero que nos da una sensación de poder casi divina, que se anula en cuanto intentamos analizarla. ¿A qué corresponde? ¿Qué valor tiene? Imposible saberlo. Quizá no venga a cuento, quizá sea más importante que cualquier revelación metafísica. El mayor favor que se le puede hacer a un escritor es impedirle que publique y, sobre todo, que escriba... durante algún tiempo. Tendría que haber, para su mayor beneficio, regímenes tiránicos de corta duración, cuyo objetivo fuera suprimir cualquier actividad intelectual. El peligro del escritor es prodigarse demasiado, no tener tiempo de acumular. La libertad de expresión sin interrupción alguna es nefasta: atenta contra las reservas del espíritu. El único tema que comprendo a fondo es el del peligro de la libertad, y el del peligro al que esta expone los talentos. Estábamos todos en los Cárpatos. Mi sobrino debía de tener tres o cuatro años. Una tarde, mientras pasaban nubarrones, nos llamó: «Venid a ver. El cielo se ha marchado». (En rumano: «Cerul a plecat». Quizá sería mejor traducir: «El cielo se acaba de marchar» o «El cielo se ha ido».) Un desconocido me pide que aporte un pequeño testimonio a una recopilación sobre Jean Genet. Me niego. Hablamos por teléfono de esto y de lo otro. Me dice que Genet está terriblemente envejecido, enfermo, y que ya no escribe. (Como Genet se lo ha confesado.) «Ya no escribe»..., eso ha sido para mí como una puñalada. Es exactamente lo que me pasa a mí. La fuente de mi «inspiración» es la piedad de mí mismo. En cuanto siento el menor acceso de esa piedad, pienso que habría que coger la pluma...

El único hombre real es el campesino (debería decir era, puesto que prácticamente ha desaparecido como prototipo humano, al menos en las civilizaciones industriales). Hacer siempre lo mismo, cada año volver a empezar la misma vida, como las bestias, como los pájaros, como los insectos..., ese es el secreto de la existencia verdadera. La monotonía en la naturaleza y no en la fábrica..., a eso es a lo que el hombre debería haberse limitado, si hubiera actuado en su propio interés. Lo que se llama «instinto creador» no es más que una perversión de nuestra naturaleza: no hemos sido traídos al mundo para innovar sino para vivir. Si he logrado dominar o camuflar algunos de mis defectos, la razón es porque he sufrido tanto los de mis amigos que he intentado constantemente remediar los míos. 9 de febrero. Todo el día, confusión, fiebre, ganas de gritar, de hacer algo importante, irreparable. Ataque de odio contra los cinco continentes. Un hombre modesto nunca es muy desgraciado. Necesitas una dosis de pretensión y de orgullo para sufrir y para quejarte de lo que te pasa. Por una hora de auténtica humildad, yo daría todos los «talentos» que creo tener. A través de mi tragaluz veo un trozo de nube iluminado por el sol, sobre un fondo de azur. El Mont Blanc no es más bello. La máxima estoica según la cual debemos resignarnos sin murmurar a las cosas que no dependen de nosotros, e incluso ser totalmente indiferentes a ellas, solo toma en cuenta desgracias exteriores, que llegan independientemente de nuestra voluntad; pero ¿cómo amoldarnos a aquellas que provienen de nosotros mismos? Si solo nosotros somos la fuente de nuestros males, ¿a quién echar la culpa? ¿A nosotros mismos? Pero olvidamos pronto que nosotros somos los verdaderos culpables, y cada uno tan solo espera la primera ocasión para encontrar a cualquiera y cualquier cosa para descargar sobre ellos el peso de su propia responsabilidad.

En la vida cotidiana, los hombres actúan, como todo el mundo sabe, por cálculo; pero, en las grandes opciones, la mayoría de las veces hacen lo que les da la gana, y no se comprende nada ni de los dramas individuales ni de los dramas colectivos si se hace abstracción de ese comportamiento insensato, de ese olvido del instinto de conservación, tan frecuente en los momentos decisivos de un destino. Que nadie intente descifrar el «sentido» de la Historia si no percibe esa fatalidad que impulsa al hombre a actuar contra sus propios intereses. Todo sucede como si el instinto de conservación solo actuara ante la amenaza de una muerte inmediata y cesara ante la perspectiva de un gran desastre. ¡Cuántas horas no habré pasado pensando en las lágrimas que no he derramado, que no he podido derramar! Toda mi vida habré vivido con la sensación de haber sido alejado de mi verdadero lugar; si la expresión «exilio metafísico» no tuviera ningún sentido, mi existencia le daría uno. No se puede ser menos de este mundo que yo..., por eso he pensado tanto en las lágrimas. Podría escribir todo un libro sobre ellas; escribí uno, por cierto, en rumano. Sentir que la propia carne llora, que la propia sangre arrastra lágrimas. Desde dentro de semejantes sensaciones se comprende a Plotino cuando dice que la existencia en este bajo mundo es «el alma que ha perdido sus alas». Cuanto más avanzo, más me horroriza la verborrea; ahora bien, la literatura, salvo cuando se trata de los grandes, es verborrea y nada más. ¡Hasta qué punto carecen de peso tantos libros que leo u hojeo! No se disfruta de la salud, nadie es consciente de tener buena salud..., mientras que el más mínimo malestar estremece nuestra inconsciencia natural. La enfermedad es la mayor invención de la Vida. Quizá mis libros no sean buenos..., pero al menos tienen el mérito de surgir de todos mis sufrimientos.

No hay que renegar nunca de los orígenes, sea cual sea el lugar del que uno tenga que avergonzarse. Es una apostasía vergonzosa y, además, físicamente imposible, una contradicción en los términos: es un rechazo de la identidad, es como si uno proclamara «Yo no soy yo», cosa que se puede decir, por supuesto, pero que no corresponde a nada..., a menos que se trate de un giro retórico o de una paradoja de circunstancias. 11 de febrero. Almuerzo con rumanos. Borrachera. Me he bebido el equivalente a una botella de burdeos. Imposibilidad de mantener el control de «mi» cerebro. He dicho chorradas durante horas. ¡Qué estúpido es todo eso! Geniu pustiu...1 es la clave de mi país. El Breviario ha sido publicado como libro de bolsillo. Lo he visto en la Samaritaine. Después de algo así, ya solo tienes que tirarte por una alcantarilla. Cuanto más mezquinos somos, más cerca estamos de la «vida». Puesto que solo en las pequeñas cosas logran todos nuestros defectos hacerse valer, dar su máximo. Cuanto más insignificante es el objeto de una pasión, más se anima esta y se exaspera. Las verdaderas locuras casi siempre tienen lugar por naderías. 12 de febrero. En el momento en que se apagó la luz, comprendí de repente lo que era la noche en sí, inclusive la de la tumba. Me avergüenzo tanto de mí que, si pudiera llorar, lloraría. Quizá fuera la única manera de vencer esa vergüenza. Cada vez que leo sobre Lutero, comprendo, mejor que con la lectura de otras biografías, por qué carezco de temple. En el conflicto que lo enfrenta a Cayetano en Augsburgo, unas veces estoy de su lado y otras veces del lado del legado. Este era un hombre refinado, un escéptico, un espíritu altamente civilizado y, por lo tanto,

corrompido..., frente a un bárbaro que creía en todo lo que decía. Duplicidad italiana..., ingenuidad germánica. La Reforma vale tanto o más que la Revolución francesa. Así pues, los alemanes no están tan exentos de espíritu revolucionario. Pero se emanciparon en el plano espiritual mucho antes de emanciparse políticamente. Se diría que no se recuperaron jamás de su ruptura con Roma, que estaba, sin embargo, inscrita en su naturaleza y en su destino. Cuanto más envejezco, más carezco de carácter. Siempre que doy muestras de ello, me da la impresión de ser alguien que no ha comprendido nada. A los hombres enteros, íntegros, aquellos que, en religión o en política, apestan a fe, los envidio más de lo que los desprecio. No sé cuál de los dos, mi corazón o mi mente, es el que está más roto. Una chica me dijo al principio de la guerra: «Cuando pienso en ti, la palabra voluble es la que más a menudo me viene a la cabeza». Todo lo que procede de un desequilibrio muy marcado suscita un vivo eco, en literatura muy particularmente. Y si bien es muy cierto que una obra no podría surgir de la indiferencia, ni siquiera de la serenidad, esa indiferencia positiva, esa indiferencia decantada, consumada, casi triunfal, es la razón por la que, en momentos difíciles, en momentos de desequilibrio, precisamente, encontramos tan pocas obras que puedan calmar o consolar. ¿Cómo podrían hacerlo, cuando ellas mismas son el producto del desasosiego y del desconsuelo? Me piden todo el tiempo que escriba sobre este y sobre aquel. Me niego. En el punto en el que estoy, la mayoría de las obras de las que se trataría de hablar me parecen piruetas y nada más, y me arrepentiría de alargarme en ellas e incluso de leerlas. He roto prácticamente con los literatos, sean del género que sean. El escritor que se precia teme el éxito más de lo que lo desea.

Los rumanos. En contacto con nosotros todo se vuelve frívolo, hasta nuestros judíos. Nosotros los hemos esterilizado, les hemos hecho perder su genio, sobre todo su genio religioso. No hay rabinos milagrosos entre nosotros, no hay jasidismo. El escepticismo visceral de nuestra raza habrá sido funesto para ellos. Su estancia entre nosotros ha sido para ellos más nefasta que una asimilación. Los hemos vuelto casi tan superficiales como nosotros; un poco más, y los habríamos asimilado enteramente. Lutero..., el mayor temperamento religioso desde san Pablo. Me gustan los temperamentos agresivos y contradictorios, violentos y desgarrados, y que con sus excesos te estimulan, te desconciertan. Mi abulia necesita látigo. ¡Ojalá tuviera un mínimo de convicciones para poder liderar una campaña a favor o en contra de algo! Pero he enervado, extenuado, vaciado mis convicciones, una tras otra y todas juntas. Los obsesivos deberían abstenerse de ser fecundos, escribir lo menos posible, so pena de repetirse. Solo hay grandeza allí donde un hombre está solo contra todos. La desesperación o la herejía. Se es mil veces más feliz en «compañía» de un jactancioso que en la de un llorón. Me horrorizan los que siempre se quejan sin ton ni son. ¡Qué placer, por el contrario, pasar una hora con un gascón! He ahí, por fin, a alguien que tiene que hacer un esfuerzo para sentirse decepcionado. Conozco a uno que, cuando fue despedido por su tuberculosis, me lo anunció como una hazaña. Del gascón a don Quijote, el intervalo es mínimo. Cuando le dije a un colaboracionista que los judíos habían sido los agentes más eficaces de la cultura alemana, me respondió: «Los alemanes han destruido su mayor capital».

Si los alemanes han destacado en metafísica es porque son, de todos los pueblos, el que más carece de sensatez. Habría que recurrir todos los días a otro dios para poder afrontar ese miedo que se renueva al final de cada noche. Toda la literatura contemporánea, en la medida en que procede de Rimbaud y de los surrealistas, se funda en la disconveniencia de las imágenes. El Demiurgo se llama en hebreo Ialdabaôth, es decir, «hijo del caos». A Joyce y a Wittgenstein (lo he leído en reseñas biográficas sobre ellos) les gustaba particularmente Tolstói, y sobre todo su pequeño cuento ¿Cuánta tierra necesita un hombre? De repente, recuerdo la primera película que vi (¿en 1919?) en Sibiu, en el cine Apollo. La película se llamaba, si no me equivoco, La dama del mar (Doamna Mării) (???). Recuerdo la conmoción que sentí al ver el mar agitándose en la pantalla. Nunca debería haber olvidado esa sensación; y, sin embargo, solo me vuelve hoy, ¡cuarenta y cinco años después! ¿Por qué me interesa el hombre hasta el punto de hacer de él mi única preocupación? ¿No sería esa una vía indirecta para enmascarar la obsesión que tengo por mi querido pequeño yo? Tanto para un escritor como para cualquiera, más vale acabar abucheado que aplaudido. En la ignominia se está más cerca de lo esencial que en la gloria. Acabo de releer algunas páginas del Breviario (¡publicado como libro de bolsillo!), y me ha dado no sé qué. Mi emoción, he acabado dándome cuenta de ello, no se ha debido a la calidad del texto, sino a los recuerdos vinculados a él, a los sufrimientos de los que surgió. (Permitir que ese libro caiga en las manos de cualquiera me parece imprudente. Tiene con qué aplastar a un débil y debilitar a un fuerte. ¡Qué cantidad de veneno había acumulado para poder escribirlo!)

Cuando escribía el Breviario, recuerdo haber repetido bastante a menudo: «Voy a ajustarle las cuentas a la Vida». Se trataba, hay que decirlo, de una ejecución. Todos mis libros proceden del mismo pensamiento. 18 de febrero. Es medianoche pasada. Tensión nerviosa parecida a la epilepsia. Tengo ganas de gritar. Me duelen todos los miembros. Me contengo para no estallar en pedazos. No somos nada en absoluto, pero podemos ser alguien por lo que sentimos. Soy indigno de mis sensaciones. Cuántas veces al día llego a decir: «¡La Liberación! No tienes ninguna aptitud para ella. Harías bien en no hablar más de ella». Es porque, la verdad sea dicha, en cada ocasión constato que el «viejo hombre» está dentro de mí tan enérgicamente presente como si no hubiera dado ningún paso hacia la sabiduría. Conozco mis defectos y al mismo tiempo sé que no puedo corregirlos. ¿Qué otra cosa puedo hacer sino reivindicarlos? Solo los vanidosos son amargos. 19 de febrero. Hace un tiempo primaveral. Y, como siempre, esa benignidad prematura me sume en una depresión a ratos melodiosa y a ratos atroz. Mis huesos crujen por todas partes, lo que en mí es la señal misma que anuncia la primavera. Descubro en mí, y para mi mayor humillación, reacciones de autor allí donde menos me lo esperaría. Esa sorpresa me resulta penosa cada vez, y se repite desagradablemente. No tengo influencia sobre mi fondo, sobre mi ser, no tengo ninguna manera de controlar mis secretos, mi yo. 20 de febrero. Anoche fumé, por primera vez en mi vida, hachís, en cantidad insuficiente, puesto que no sentí ningún efecto marcado, salvo cierto placer (que bien podría no ser más que una ilusión).

El rumano..., la lengua más fea y más poética que existe. Y si los rumanos no son grandes poetas, la razón es porque la lengua no ofrece ninguna resistencia, y no constituye ningún obstáculo que salvar. La tentación de la facilidad es grande, y es comprensible que se ceda a ella. Es consolador que haya un Piotr Rawicz1 en París. Me horroriza manifestarme. Y, como le escribí a alguien, estoy jodido, ya que empiezo a extraer las consecuencias de mis ideas. Cuanto más me pliego a ellas, más en vilo me siento con relación a la existencia. ¡Recogerse indefinidamente en uno mismo, como Dios después de la Creación! Durero, el Greco, Van Gogh. Jamás habría que escribir para hacer un libro, es decir, no hay que escribir con la idea de dirigirse a los demás. Hay que escribir para uno mismo, y sanseacabó. Los demás no cuentan. Un pensamiento no debe dirigirse más que a aquel que lo concibe. Esa es la condición indispensable para que los demás puedan asimilarla con fruto, hacerla realmente suya. La obsesión por la obra que hay que crear, que hay que dejar, me parece cada vez más pueril. Hay que ser alguien, la obra es secundaria: una superstición, en resumidas cuentas, bastante reciente. ¡Las civilizaciones orales valían mucho más que la nuestra! En realidad, incluso la Antigüedad tenía el prejuicio de lo escrito. Hay que remontarse a Homero para encontrar un mundo que aún estuviera en lo cierto. El horror, el miedo al libro en el universo rural: D. Ciotori, que escribe en el campo, en Oltenia, las memorias de su infancia, le dice un día a su vecino, un tal Coman, que hablará de él en su libro. Al respecto, Coman le dice: «He cometido seguramente muchos pecados. ¡Pero no creí que fuera tan ruin como para que me sacaras en un libro!».

Siento el mayor desprecio por los escritores que se proclaman y se creen malditos, cuando llevan admirablemente sus asuntos. Como el que se las da de solitario y aparece en las revistas, hace la corte a los jóvenes y no pierde ninguna ocasión para hacer que se hable de él. Todo ello, con aire en apariencia distante; en realidad, con el mayor deseo de estar presente en todas partes. Cualquier escritor es odioso, porque es escritor. Quizá habría que generalizar: es odioso cualquiera que se emplee en obrar, de una manera u otra. La ventaja de vivir en París es poder ejercer el desprecio donde y cuando se quiera; es una facultad que se agota pronto en otras partes, por falta de objetos; aquí se desarrolla plenamente, en contacto sobre todo con los talentos. Se diría que cuanto más dotado está alguien, más tiene que decepcionar en el nivel espiritual. Imponerse el mínimo, lo he convertido en mi lema. Cuando muera, me gustaría decir: «No he hecho todo lo que podría haber hecho». Orgullo a contrapelo, me temo. ¿No hay cierto engaño, por no decir deshonestidad, en dar a suponer dones que no se tienen o que solo se poseen en ciernes? Cualquier hombre que busque el elogio o solamente la aprobación demuestra que es insuficientemente orgulloso. El poeta que medita sobre el lenguaje demuestra que la poesía lo ha abandonado. ¡Miseria de las miserias! Hoy, los poetas escriben sobre la poesía; los novelistas, sobre la novela; los críticos, sobre la crítica; los filósofos, sobre la filosofía; los místicos, sobre la mística. Lo que se hace se ha convertido en el único objeto del hacer; la profesión ha sustituido lo real; el procedimiento, la experiencia; en todas partes, deficiencia de originalidad, de vivencia; la reflexión es lo más

importante; el sentimiento ya no es oportuno en ninguna parte..., es como si ya no hubiera nada que sentir. Cada vez que abandono un proyecto o que falto a un deber, primero siento un alivio, después un poco de vergüenza. Lo que persigo es el alivio; si a veces la vergüenza no está ahí, él nunca se ha hecho esperar. Aceptarnos tal como somos, única manera de evitar la amargura. Tan pronto como «nos rechazamos», en lugar de tomarla con nosotros mismos la tomamos con los demás, y ya no segregamos más que hiel. Los hombres se dividen en dos categorías: los que buscan el sentido de la vida sin encontrarlo y los que lo han encontrado sin buscarlo. Los enfermos son de una crueldad a prueba de bomba: no tienen piedad de nadie... (Esa es una verdad que admite excepción.) (Ese es un ejemplo típico de verdad a medias.) No siento ninguna afinidad con ningún escritor con buena salud (¿hay alguno?, digamos, por simplificar..., tipo Goethe). A un grupo de estudiantes que me invitan a dar una conferencia, les respondo que «pierdo todos los papeles ante la cara humana». Hablar en público me parece inconcebible; además, soy totalmente incapaz de hacerlo. Se trata de una incapacidad malsana. En cuanto estoy delante de una multitud (incluso íntima, en un salón), dejo de articular, me siento como una bestia muda, y vinculado de repente a un universo anterior a la palabra. He pensado a menudo que La Rochefoucauld se negaba a entrar en la Academia por miedo a tener que pronunciar allí el discurso de rigor. Escuchando en casa de G.M. dos cantatas de Bach, exaltación rayana en la felicidad. Soy capaz de horror o de embeleso pero no de felicidad. He saltado el punto intermedio entre los dos extremos.

Mis males me ocupan tanto que los de los demás son un peso insoportable para mí. No tengo espacio para destinar a los sufrimientos ajenos; los míos me han desbordado, me han hecho capitular. Mis ataques de desánimo siempre culminan en accesos de crueldad. 23 de febrero. La desesperación es esto, este estado en el que estoy en este momento, y que no se deja expresar. Querría desprenderme de él, dormir un número incalculable de horas, hasta que pierda el recuerdo de estos instantes atroces: ¿quién me quitará este vinagre del espíritu? Mi cobardía ante la «vida», esa formalidad con la que no consigo cumplir. Qué oficial es todo, incluso la existencia, incluso el SER. No venceré el miedo, de acuerdo, pero ya no me dejaré abatir por él. Vivimos juntos y quizá acabemos llevándonos bien. Una mente enferma, consumida por obsesiones, solo puede salvarse con la supresión temporal de la reflexión, con una cura de idiocia. Todos los hombres buscan el placer... La proposición es cierta, a condición de que se le añada que los hay que buscan el dolor y que eso también es una persecución del placer. Es el hedonismo al revés. Habría que ser como Ātman, «alegre y sin alegría», como se dice en la Katha Upanishad. Alles ist einerlei! All is of no avail!1 Habré vivido aferrándome a todos los giros que traducen la Vanidad de todo. 27 de febrero. Humor de perros, incapacidad de mirar a nadie a los ojos, tristeza homicida. Domingo por la tarde. He entrado en Saint-Séverin. No había prácticamente nadie, salvo el organista, que improvisaba o, mejor dicho, daba palos de ciego. Pero yo estaba en tal estado de receptividad que el menor acorde me

conmovía, me elevaba, me hacía estremecer. 28 de febrero. Un autor dramático es un hombre de acción. Con cada obra que representa libra una batalla. Pienso en Ionesco, en el drama de cada «ensayo general». Hace falta coraje para afrontar o para siquiera considerar la posibilidad de un fiasco. He escrito en francés cinco libros; aparte del primero, ninguno ha funcionado. Pero el fracaso apenas lo he notado. Es porque el destino de un libro no se decide en una noche. Inmensa ventaja. Más vale dejar de escribir que escribir un libro como cualquier otro. Evitar a toda costa repetirse. No hay que seguir el propio juego. Nada es peor que el automatismo, en pensamiento sobre todo. No optar por el camino fácil del No. Acabo de comprar los dos volúmenes de memorias de Matila Ghyka.2 Abro el primero y veo su foto de joven teniente de navío, por último la de ministro plenipotenciario, sobrecargado de condecoraciones. La única vez que lo vi fue en Londres, dos años antes de su muerte, en una residencia para ancianos indigentes. Parecía azorado, miserable, confundido, como si acabara de salir de un ataque de apoplejía. Intercambiamos algunas palabras convencionales. Para complacerlo, le dije: «¿Aceptaría que le dieran un premio en París, el de la Academia, por ejemplo?». Su cara se iluminó de repente. El contraste entre esa ruina humana y esas brillantes fotos que acabo de ver ha estado a punto de darme vértigo; me ha deprimido, en cualquier caso, y me he metido en la cama, como durante una gran pena. Es casi increíble hasta qué punto me siento próximo a un La Rochefoucauld. Veo la razón de ello en una idéntica y enfermiza ineptitud para la ilusión. No escribir nada que no sea arrancado de tu ser..., no escribir nada con vistas a una obra, sino a la verdad.

Cada uno de nosotros, durante toda nuestra vida, no dejamos de sorprendernos de ser precisamente quienes somos. El drama de la unicidad es inagotable e insoluble. Estamos tanto más adelantados en la vida espiritual cuanto que encontramos inútil lo que hacen los demás. (Eso no tiene nada que ver con la reacción del egoísta, quien podría expresarse así: «Llamo inútil todo lo que hacen los demás».) Todo el mundo me parece demasiado ingenuo, incluso el Eclesiastés. Si desde hace algún tiempo me cuesta tanto escribir, es porque ya no aprecio ni la violencia ni la provocación; ahora bien, mi mente se encuentra cómoda y funciona sin esfuerzo en una y en otra. La ponderación, que me he impuesto a mí mismo, me deja sin recursos. La sabiduría es mi desgracia. Siempre he querido ser singular, si no único, pero nunca estar al frente de los demás, de nadie. Mandar, ejercer una autoridad incluso espiritual, me repugna absolutamente. Querría ser cualquier cosa menos un dios. Cualquier forma de consagración, la suprema muy particularmente, me pone fuera de mí solo de pensar en ella. Solo me gusta el retraimiento, con el orgullo que eso implica. Ser alguien a espaldas del mundo, a eso es a lo que aspiro por naturaleza, más aún que por cálculo o por «ideal». Un hombre solo puede mejorar si, por algún accidente, llega a perder sus ambiciones. En cualquier lugar, pero sobre todo en París, no hay mayor placer que el que suscita la caída de un renombre. Se pierde el nombre, en efecto; la gloria era su consagración. En la chimenea de mi habitación, una estatuilla de Buda y un recorte de periódico que representa un chimpancé. ¿Esa cercanía se debe al azar? Sí, sin embargo corresponde con mis preocupaciones actuales. Los comienzos del hombre y la Liberación.

Cada día, en un momento dado que me es imposible prever, surge este malestar que se agranda, que se insinúa dentro de mí y me somete: es la angustia, que se señala y se afirma; es su hora, ella raramente falta a la cita. Mi desesperación proviene casi únicamente de mi abulia, que está en contradicción con una exigencia moral secreta que existe dentro de mí y persevera a pesar de mis convicciones tan próximas al universo de los abúlicos. Tengo una nostalgia más o menos inconsciente de la acción, de la eficacia, del hacer, cosas, todas, que desprecio en teoría; pero nuestras teorías no tienen nada que ver con nuestras realidades profundas. Soy supersticioso hasta el ridículo, no he entrado totalmente en el juego de la civilización..., por lo que sé de mí, pertenezco al mundo anterior al concepto, anterior a los melindres de la razón. Si he adelgazado tanto desde hace un año es porque dudo terriblemente de mí y, lo que es más grave, porque no me acepto. Me rechazo, y, en consecuencia, mi mismo organismo se tambalea. Para mantener el peso hace falta un mínimo de confianza en uno mismo y de esperanza. Paso mis días en una desolación estéril que me desgasta, que me reduce peligrosamente. En la India antigua, sabiduría y santidad se confunden. Imaginemos la síntesis perfecta de un estoico y un místico cristiano, por tener su equivalente (muy relativo, por otra parte). Mi pensamiento es monocorde. Y sin embargo los males que lo han alimentado no pueden ser más diversos. Los ha asimilado todos, y solo ha conservado de ellos su esencia, que les es común. Si he comprendido algo en la vida, se lo debo a mi condición de vencido. El fracaso, en el plano filosófico, es todo provecho. En cuanto uno se siente radicalmente solo, todo lo que experimenta compete más o menos a la religión.

Entre la inquietud metafísica y la inquietud en estado puro, sin razón, la diferencia es prácticamente nula... Sin embargo, la primera es casi normal y la segunda es necesariamente malsana. El hombre que ha vencido completamente el egoísmo, que ya no conserva ningún rastro de él, no puede durar más de veintiún días, enseña una escuela vedántica moderna. 14 de marzo. Me he levantado esta mañana con la idea de trabajar. Tras haber tomado cuatro tazas de té muy fuerte, me he sentado a mi mesa de trabajo. Me han telefoneado, me han telefoneado de nuevo. Luego una invitación a almorzar en el último momento. Imposible negarse, por múltiples razones. He vuelto a casa hacia las cinco de la tarde. Sueño, malestar, aburrimiento. Pensaba acostarme pronto. Cena con amigos, decidida en el último momento. Todos esos atentados son perpetrados por teléfono, ese instrumento diabólico del que no consigo desembarazarme. En los momentos de extrema furia contra mí mismo y contra los hombres, me aferro a Dios. Sigue siendo lo más sólido. Siendo el hombre un animal enfermizo, el menor de sus actos tiene valor de síntoma. El hombre pasará. Me gusta esa creencia hindú según la cual algunos demonios son el resultado de la promesa que se hizo en una vida anterior de encarnarse en un ser, enemigo mortal de Dios; ya que el odio nos lleva a pensar más en Él que el amor. «El asno me parece un caballo traducido al holandés.» (Lichtenberg) 18 de marzo. La idea fija de Valéry en... el teatro. Aburrimiento serio, casi mortal. El ingenio es inaguantable cuando llega de manera automática, de corrido, y cuando se reduce a una sucesión de piruetas y de astucias. Y

luego hay en Valéry ese fetichismo de la inteligencia, de su inteligencia, que es completamente exasperante. Lo brillante no vale nada, y sobre todo no suple la emoción. Hasta 1950 (¡por dar una fecha!) creí en Valéry. Pero desde entonces no he hecho más que distanciarme de él, hasta el punto de que hoy me es totalmente ajeno. 12 de abril. Un jasid, discípulo de Baal Shem, reconoció que habría tenido la intención de publicar un libro si hubiera estado seguro de tener por único objetivo «el placer de su Creador». Pero, como dudaba de ello, renunció a hacerlo. 17 de abril. Acabado el artículo para la NRF, «Paleontología».1 Divagaciones en el museo. Como siempre cuando he acabado un trabajo, alivio al principio, después duda. He pasado todo un mes, no, varios, meditando sobre el esqueleto y la carroña. Resultado: apenas quince páginas... El tema, es cierto, no invita a la prolijidad. Enfermedad real o enfermedad imaginaria, para mí es todo uno. Quiero decir que siempre sufro en alguna parte, que tengo una conciencia exasperada de mi incapacidad para encontrarme bien. Más que mi cuerpo, me duele mi ser. La cosa más estúpida, la menos «filosófica» que existe en el mundo, es envidiar a alguien. No conozco a ningún ser vivo del que me gustaría estar celoso. Si se tratara de objetos, todo cambiaría. 24 de abril. Domingo por la tarde. Salgo a dar un paseo. Aburrimiento mortal. Telefoneo a amigos, que me invitan a su casa. Acepto. Apenas he aceptado, mi aburrimiento aumenta, se vuelve angustia y fiebre. Qué no habría dado por quedarme solo, por devorar mi estado. Imposible. No podía no ir. Y he hablado durante cuatro horas de esto y de lo otro. Ahora el remordimiento ha venido a relevar el aburrimiento. ¡Qué chapucero!

El miedo de sufrir es el mayor obstáculo a la realización de un ser, a la ambición y al deseo de tener un «destino». Todos estos últimos tiempos le he dado vueltas a la filosofía hindú. Pero estoy harto de ella..., de momento. En todo lo que emprendo me acecha la saturación. Detrás de cada una de mis sensaciones se oculta el aburrimiento, mi sensación fundamental. Él es la verdad de todo lo que siento, él es el fondo de lo que soy, no, de lo que es, de todo lo que es. Me gusta leer biografías, complacerme con manías de los demás, encontrar en ellas una justificación de las mías. Si alguna vez un maniático frecuentó esta tierra, fui yo. Una de las últimas disposiciones adoptadas por Schopenhauer antes de su muerte es la siguiente: «Lleno de indignación por la vergonzosa mutilación que miles de escritores sin juicio infligen a la lengua alemana, me veo obligado a la siguiente declaración: “¡Maldito sea cualquier hombre que, en las futuras reimpresiones de mis obras, haya cambiado en ellas intencionadamente alguna cosa, o una frase o solamente una palabra, una sílaba, una letra, un signo de puntuación!”». ¿Fue el filósofo o fue el escritor que había en él quien le hizo hablar así? Los dos a la vez, más bien, y esa combinación es muy rara. ¡Un Hegel no hubiera proferido semejante maldición! ¡Ni ningún otro filósofo de gran categoría, excepto Platón! Goethe, que era muy indulgente con los que criticaban sus obras literarias, era inflexible en cuanto se trataba de sus trabajos científicos, particularmente de su teoría de los colores (por culpa de ella se peleó con sus mejores amigos). Cuando se escribe, en el momento de la elaboración, se cree que es importante todo lo que se ha dicho... Cuando finalmente se ha escrito o publicado, ¡qué despertar! Cualquier creación es un sueño (y eso es cierto para la Creación misma).

28 de abril. El otro día vi pasar, en la calle de Médicis, a Sartre, que llevaba del brazo a una chica rubia de cabeza grande. Parecía estirado, vestido y calzado a la italiana, con zapatos puntiagudos y de tacón alto, de punta en blanco. Al verlo así, peripuesto y alegre, sentí malestar. ¿Por su fealdad? No precisamente, puesto que, a todas luces, tiene mucho encanto. No puedo explicarme, a decir verdad, ese malestar, pero me figuro que se parece al que debían de sentir ante Voltaire sus contemporáneos, un poco deslumbrados y seguramente superados por la monstruosa notoriedad del tipo. Tener miedo de la propia sombra. ¿Cómo no tener miedo de ella? Tengo cincuenta y cinco años, y es la primera vez en mi vida que me «percato» de que yo tengo una sombra... y no soy yo el que la proyecta, es ella la que me proyecta a mí. 30 de abril. Buen tiempo; una multitud considerable. Hormiguero demente, insensato. ¡Que llegue pronto el Juicio Final! Con la edad, pierdo cada vez más el gusto por la paradoja. Es la verdad lo que me importa, y no la expresión por sí misma. Huyamos de lo brillante como de la peste. Mis accesos de humor sombrío me impiden tener una línea de conducta en el orden espiritual. Paso de un estado a otro, sin ninguna utilidad. Cuando se está atormentado por demasiados impulsos contradictorios, ya no se sabe a cuál sucumbir. Carecer de carácter es eso y nada más. Todavía no sé si quiero o no ser desconocido. Si tuviera la gloria, estoy casi seguro de que no podría soportarla, en cualquier caso la soportaría peor de lo que soporto mi casi total oscuridad. No escribir para nadie, ni siquiera para uno mismo, ¿no sería esa la única manera de acceder a la verdad y reflejarla? (¿De nivelarse con la realidad?)

«Metaphysics is the finding of bad reasons for what we believe on instinct.» (F.H. Bradley) («La metafísica es la búsqueda de malas razones para justificar lo que creemos instintivamente.») 2 de mayo. Humor sombrío a más no poder. Acabo de ver a una madre soltera, alojada en una pequeña habitación realquilada, con un bebé de siete meses y un niño de tres años. Ni gas ni posibilidad de calefacción. El Luxemburgo bajo un cielo de verano, lleno de gente. Pensamientos suicidas. Realmente no veo por qué todavía me arrastro entre esa turba. De nuevo, tentación del desierto. Sumido en un estado de no deseo. El para qué tiene su utilidad. Impulsado por accesos de indignación, en estos últimos tiempos he escrito cartas insultantes a varias «personalidades». No he enviado ninguna: incluso me he compadecido de los «insultados», me ha parecido que había sido injusto con ellos. Los hombres no pueden ser otros diferentes de los que son. ¿Por qué molestarlos en sus hábitos y en sus vicios? Cada vez que, en mi vida, he roto una carta surgida de un arrebato de cólera, me he felicitado por ello. Por otra parte, en total, ¿habré enviado una decena desde que existo? Apenas. Quedémonos fuera del juego, dejemos que los demás se consuman en él. Me sorprenden mis recursos en materia de tristeza; ¿de dónde pueden provenir? Son literalmente inagotables. ¿Qué progreso espiritual podría hacer yo con ese peso en la sangre? Cuando hablo de «liberación» no hago literatura; respondo a un llamamiento surgido de mi espíritu y de mi fisiología, de todo lo bueno y malo que tengo, de todo lo religioso que hay en mi desolación. El único «mito» al que me adhiero sin restricciones es al del Paraíso perdido. Mis estados habituales, digamos que predominantes: piedad, asco, desolación, horror, nostalgia, pesares en serie.

¿De dónde puede derivarse esta tristeza inhumana? Veo su causa en un doble desastre: metafísico y fisiológico. Depresión cósmica. Solo escapo de ella refugiándome en la cama y tapándome la cabeza. Olvido dichoso, huida, hundimiento en una cobardía suprema. La crueldad como producto de la depresión. El gusto por la crueldad es inseparable de la depresión. Necesidad de leer libros sobre el Terror. Bunin cuenta en sus memorias que el príncipe Kropotkin, que había vuelto a Rusia durante la Revolución, había sido festejado allí. Pero pronto lo abandonaron. Tuvo que cambiar varias veces de vivienda hasta que acabó alojándose en un apartamento muy pequeño y miserable, abandonado por todos. Era muy mayor, y ya no tenía más que un ideal: conseguir un par de botas de fieltro. Hay que acostumbrarse a la idea de ser olvidado, resignarse a ello después, alegrarse si es posible. Lo más ridículo es sufrir por ello. Un imbécil me tiene al teléfono durante más de media hora. No tiene nada que decirme, yo tampoco tengo nada que decirle a él, pero como no tengo fuerzas para colgar de golpe, merezco el castigo que me inflige con su estúpida charla. En cierto sentido, me hace un favor: me revela la profundidad de mi cobardía, de mi presunta «delicadeza». La ascensión de asco cada vez que me preguntan si escribo y sobre qué, etc. ¡Si supieran! Vergüenza, remordimiento, exasperación..., ¿qué no entra en el drama del escritor que no escribe? A., a quien detesto tanto como él me detesta a mí: un Trakl vacío, un Trakl que ya solo tendría tics. Un poeta sin sustancia. Pero si la frialdad es un mérito, la suya es excelente. Cada palabra, pesada y repesada. Poesía en dosis homeopática. ¡Un poco de aliento, señores!

Repetir las cosas que se han dicho contra nosotros es muy grave. Desconfiar de esos indiscretos que en apariencia nos desean el bien. Repiten con la misma facilidad nuestros comentarios venenosos. Los odios profundos nacen casi todos de las cosas referidas. El que nos dice lo que se dice de nosotros es nuestro peor enemigo. Es imposible no dar crédito a una calumnia que han propalado sobre nosotros y que nos comunican. ¡Qué vulnerables somos! Me quejo de los demás pero yo no soy mejor que ellos en nada. Tengo todos los vicios que denuncio en ellos. Y lo que es más grave es que me doy cuenta de que alguno de mis defectos, que yo creía haber dominado y superado, en realidad es más vigoroso que nunca y solo está a la espera de manifestarse. Soy un violento al que su cobardía hace parecer sensato. Sin esa cobardía, ¡de qué no sería capaz! Hay que decir también que me gusta mi tranquilidad y que no tengo ningún interés en hacer valer mis impulsos, mis instintos vehementes. Fundamentalmente, tengo un temperamento epiléptico. Lo que más tememos son las cosas que dicen de nosotros aquellos de nuestros enemigos que fueron, en cierto momento, nuestros amigos. Como nos conocen a fondo y ya no tienen ningún interés en tratarnos con consideración, emiten sobre nosotros juicios de una verdad insoportable e irrevocable. La iniquidad no es un misterio, sino la esencia visible de este mundo. Cuando nos refieren un juicio desfavorable o calumnioso respecto a nosotros, en lugar de enfadarnos deberíamos pensar en todo lo malo que hemos dicho de los demás, y encontrar que es justo que también lo digan de nosotros. Pero eso no ocurre jamás. Y, de todos los hombres, los más vulnerables, los más susceptibles y los menos inclinados a pensar en sus propios defectos son los criticones. Basta con citarles la menor cosa propalada en su contra para que pierdan la compostura y se enciendan.

El padre de Saint-Simon tenía cerca de setenta años cuando tuvo a su hijo. Como se ocupó de su educación, le impuso el estilo y la lengua de principios del siglo XVII. Eso explica muchas de las anomalías y de las curiosidades que encontramos en el memorialista. 7 de mayo. Una violencia que no puede ejercitarse, que, replegada en sí misma, está obligada a vegetar, a pudrirse, a esperar indefinidamente su hora..., ese me parece mi caso. (P.D. Acabo de pensar que si por casualidad cometiera un crimen, la observación anterior constituiría casi un cuerpo del delito...) ¡Qué lástima que yo no sea novelista! Todo lo que en mí es impuro, turbio, malo, todo lo que es mala acción y veleidad de mala acción, ¡sería tan bien asumido por un personaje, por un asesino irreal! Cena fuera de casa. Un francés de origen polacorruso al que le pregunto si todavía sabe ruso lo bastante bien para poder leer un poema, me dice: «No lo he intentado, no tengo tiempo». La mujer de ese señor, una fulana de una estupidez monstruosa, cuando le digo que en Rusia ya solo quedan unas pocas personas muy cultivadas que sepan francés, me responde: «En Rusia todo el mundo es cultivado, todo el mundo es inteligente. Ya no es como antes». «Para ser feliz hay que tener buen estómago y mal corazón.» (Fontenelle) «El mayor secreto de la felicidad es estar bien con uno mismo.» (Fontenelle) Sobre Fontenelle, Madame Geoffrin decía que lo daba todo cuando estaba en compañía «excepto ese grado de interés que hace desdichado». Me gusta esa secta judía del siglo XVIII, creo, en la que se convertían al cristianismo por gusto y por pasión por la decadencia. He observado que en todos los momentos esenciales de mi vida, tras algunas reflexiones de un orden, digamos, elevado, mis pensamientos tomaban invariablemente un cariz mezquino, prosaico, incluso grotesco.

Así ha sido, así es siempre en todas mis crisis: en cuanto das un salto capital fuera de la vida, la vida se venga... y te lleva de vuelta a su nivel, incluso por debajo de su nivel. La crueldad y la piedad, abstractas, cerebrales una y otra, son mis rasgos característicos. Tirano o ermitaño, he ahí en lo que sería bueno: un monstruo en los dos casos. La mayor parte de mis días transcurren en una fiebre metafísica sin pensamiento. Una historia aburrida, de Chéjov, una de las mejores cosas que jamás se hayan escrito sobre los efectos del insomnio, o, mejor dicho, sobre la irrupción del insomnio en una existencia. Lo que hace que un libro sea interesante es la cantidad de sufrimiento que hay en él. No son las ideas, son los tormentos del autor los que nos solicitan; son sus gritos, sus silencios, su impase, sus contorsiones, sus frases cargadas de insoluble. Por regla general, es falso todo lo que no surge de un sufrimiento. El verdadero secreto de la felicidad consiste en «estar bien con uno mismo»... Si se aplica a alguien esa sentencia de Fontenelle, es precisamente a mí, pero negativamente. Por mucho que me esfuerce, no logro reconciliarme conmigo mismo, siempre estoy en malos términos con mi «ser». Mi furia no tiene límites, sea yo su objeto o lo sea el universo..., indistintamente. Un indio de América del Sur, convertido al cristianismo, se lamentaba de acabar siendo el pasto de los gusanos en lugar de ser comido por sus hijos, destino honorable que habría tenido si hubiera permanecido fiel a las creencias de su tribu. Si algún pesar fue legítimo, fue ese.

Estoy hecho para soportar los golpes metafísicos, pero no los golpes del destino. He transformado, para no tener que resolverlas, todas mis dificultades prácticas en problemas. Frente a lo insoluble, respiro por fin... Los judíos no son un pueblo, sino un destino. Me intereso cada vez más por Mongolia, cuya carrera histórica satisface mis gustos. Difícilmente se encontrará otro ejemplo de gloria tan grande seguida de una decadencia tan lamentable. «La muerte no está representada, para el hombre moderno, ni por el joven que apaga una antorcha, ni por una Parca, ni por un esqueleto; solo él no ha encontrado símbolo para ella...» (Max Scheler, Mort et survie, Aubier, París, pág. 41) 14 de mayo. Nerviosismo apocalíptico. He movido mi mesa de trabajo cuatro veces* esta mañana, con la esperanza de encontrar el lugar propicio para «trabajar». Sé que el defecto está en mí, y no en la mesa; sin embargo, la comedia ha durado toda la mañana. Es una lástima que no crea en el psicoanálisis, ya que tendría una gran necesidad de que esclarecieran mi caso de alguna manera. Por lo demás, competo mucho más al confesionario que a esa técnica sospechosa. *OCHO veces. A propósito de lo que dice Scheler sobre la muerte. Si el hombre moderno no ha encontrado símbolo para ella es porque, al no tener ninguna creencia religiosa precisa, ¿dónde encontraría los elementos necesarios para la elaboración de un símbolo? ¿A qué imagen se aferraría, si para él la muerte no es más que un proceso y nada más? Un proceso no evoca precisamente una imagen, ni mucho menos un símbolo. Logia, las conversaciones del padre Pouget, publicadas por Jacques Chevalier. No he encontrado ninguna que me haya llamado realmente la atención. Todo está en el hombre, en su presencia, en sus inflexiones. Esa impresión de profundidad visible, de santidad, no emerge del texto. Hasta la santidad es una cuestión de acento.

Ello hace pensar en esas conversaciones brillantes, incluso excepcionales, que pierden toda su gracia tan pronto como se ponen sobre el papel. Hay que hablar de las figuras que nos fascinan, hay que trazar su retrato, pero no hay que querer dar una idea de ellas a través de las cosas que decían. En el Retrato de M. Pouget, lo mejor proviene de Guitton, de lo que dice sobre la fisonomía y sobre las singularidades del padre. Todo es difícil para mí, puesto que cada instante equivale a un obstáculo. El Tiempo está dividido en una infinidad de trabas, que lo detienen y me detienen. Esa discontinuidad es otro nombre para la desolación. Si supiera hasta qué punto soy lamentable, sin duda me mataría. Es a la vez extraño y normal que un hombre tan inapto para la salvación como yo haya hecho de ella el único tema de sus meditaciones. 15 de mayo. Domingo en el campo, tras una noche de insomnio. Todo me parece irreal en ese bello bosque de Compiègne: ¿de veras he ido allí? El mundo solo existe para el que duerme; para el que está en vela y tiene que afrontar el día, todo se vuelve sueño. Renunciar, «presentar la dimisión», abandonar, capitular, despedirse y sobre todo despedir, ser despedido..., etc., etc. Encuentro un placer casi sano en todos los matices del fracaso. X, crítico literario, novelista, etc. No hay remedio contra su confusión intrínseca, contra su caos congénito. M. Blanchot habla de la «obscenidad deshonesta» (?) de Chateaubriand, que opone a no sé qué «pureza» de Sade... Carecer de exactitud y de sentido común hasta ese punto es desconcertante. 19 de mayo. Ascensión. Habría que estar loco para negar que la depresión tiene un sustrato orgánico; o no haber experimentado nunca realmente la depresión.

La mayoría de las veces, la depresión es un cansancio que no es consciente de serlo. La mayoría de las veces, la depresión es el bello nombre para un cansancio que no es consciente de serlo. matiz O bien: es un cansancio de metafísico/a. tendencia A algunos, la perspectiva de morir (Proust, Hitler...) los empuja a una pasión por la actividad: quieren terminarlo todo, concluir su obra, eternizarse a través de ella; ni un instante que perder, están estimulados por la idea de su final; a otros, la misma perspectiva los paraliza, los lleva a una sabiduría estéril y les impide trabajar: ¿para qué? La idea de su final favorece su apatía, en lugar de sacudirla, mientras que en los demás excita todas las energías, tanto las buenas como las malas. ¿Quién tiene razón, dónde está el sentido común? Es difícil decirlo, tanto más cuanto que las dos reacciones se justifican. Todo depende de nuestras inclinaciones, de nuestra naturaleza. Para conocer verdaderamente a alguien, habría que saber lo que desencadena en él la idea de su final: ¿es exaltante o embotadora? ¡Dichosos aquellos que se ponen manos a la obra porque creen que van a morir, que encuentran en esa idea un impulso de lo más dinámico! Menos dichosos son los que deponen las armas y esperan, puesto que tienen demasiado tiempo para pensar en su final. Mueren durante todos los instantes que consagran a la idea de la muerte: son moribundos en el pleno sentido de la palabra, moribundos inagotables. Mongolia, país que me gusta porque en él hay más caballos que hombres. Un periodista inglés cuenta que un joven indígena le dijo, quejándose de que su país apenas superara el millón de habitantes: «Sin embargo, hemos dominado Rusia, China y la India». Desde hace setecientos años, Mongolia está en decadencia. Es incluso una decadencia única, sin precedentes, un descalabro histórico alucinante. Un país que lo ha perdido todo. El mayor imperio que haya existido jamás (en extensión, se entiende), reducido a un pequeño pueblo, condenado

aparentemente a la mediocridad. Pero quizá su destino no esté sellado. Más vale ser mongol que pertenecer a un país sin pasado y sin futuro. Si yo fuera mongol, estaría tan orgulloso como si fuera judío (por un pasado tan insólito). 21 de mayo. Hoy, hojeando un mal libro sobre Rimbaud, topo con la reproducción de la ficha del hospital de la Concepción, donde Rimbaud fue internado a su regreso a Marsella. Ahí se lee: «Profesión: comerciante...». Me ha dado un vuelco el corazón. Rara vez algo que sabía me ha producido una inquietud tan violenta. Después de un choque semejante, huir a algún desierto parece la única salida que de nuevo se le presenta al espíritu. Lo más grave para un escritor, especialmente para un poeta, es seguir su propio juego. gusto Tener es saber tachar. La acumulación de hallazgos es una acumulación de debilidades. talento Más vale decepcionar por laconismo que por profusión. En todos los momentos de vacío, de nada interior, de sequedad irrevocable, me aferro al lenguaje. Peor: a la gramática. Libro cautivador de Gusty Herrigel sobre las composiciones florales en Japón. De tanto querer deshacerme de mis defectos, ya no sé en qué punto estoy. Ikebana..., nombre japonés para el arte de arreglar flores. Creo que yo sería el peor psiquiatra imaginable, porque comprendería a todos mis pacientes y les daría la razón. Mozart y Japón son los éxitos más exquisitos de la Creación.

A veces me digo: «Eres el hombre más desgastado que conozco». Exageración o no, poco importa; pero es un hecho que, en comparación conmigo, todo el mundo me parece de una frescura increíble, tanto física como moral. Esa impresión proviene también de una vieja y delirante convicción mía, a saber, que yo soy el único que no se deja engañar, que todos los demás son crédulos, papanatas, están hundidos para siempre en la ilusión, son ineptos para el despertar, para la verdad, para lo irremediable. Poder visitar la Tierra después de una guerra atómica en toda regla es un deseo legítimo, pero... Para mí, cualquier estación es un sufrimiento: la «naturaleza» solo cambia y solo se renueva para golpearme. Pienso en ese poetastro que se ha sentido ofendido porque, en el Mercure, yo figuraba antes que él. Estoy resentido con él y no lo estoy al mismo tiempo. Mi primera reacción es de venganza, pero la reflexión me invita al olvido, si no... En mí, el perdón siempre es una segunda reacción, fruto de la conciencia que tengo de la inanidad de cualquier acto. 24 de mayo de 1966. S., hijo de una amiga, veintiún años, hace meses que cayó en una crisis depresiva de la que no puede salir. Tienen que hacerle un tratamiento en una clínica. Insomnios, hastío de todo, etc. Creo que mi estado está a medio camino entre el suyo y el estado normal. D. quiere hacerme llegar un manuscrito en el que se habla de los horrores que conoció en las prisiones de allí. Pero aquí sus sufrimientos no interesan a nadie: ¿cómo decírselo? Es allí donde tendrían una significación y un eco, y un valor literario; en Occidente ni siquiera tienen un alcance anecdótico. La gente de mi país tiene el don de sufrir inútilmente y de manera inoportuna.

Nací en un país en el que la actividad esencial de cada uno consistía en lamentarse. Mis antepasados no estaban, seguramente, orientados hacia el futuro. Y no seré yo el que los censure por ello. Raza elegiaca, escéptica, desheredada. Inauguración de D.Th. Me encuentro con Leonor Fini, a quien no veía desde hacía años y que me pone mala cara: ¿por qué? No vale la pena salir al mundo si no se pueden disimular los sentimientos. 24 de mayo. He ido a un cóctel en el que no conocía a nadie. Incomodidad, malestar, asco. ¿Qué buscaba yo ahí, por Dios? Cuando se es pobre se tienen obligaciones, y las obligaciones implican humillaciones. Salir al mundo es una de ellas para mí (... se ha convertido en una de ellas, mejor dicho, puesto que hubo un tiempo en que una estúpida curiosidad me hacía frecuentar los salones). Una cena en la que hay más de cuatro personas es un sufrimiento. A decir verdad, cualquier «compañía» me deprime al principio, después me pone furioso. Aceptaría salir al mundo si las bofetadas estuvieran permitidas en él. Nuestra Madre la Depresión. Es inelegante quejarse de la vida mientras se pueda disponer cada día de una hora de soledad. Todos los artefactos, todas las herramientas, incluso, que el hombre crea se transforman en instrumentos de tortura y se vuelven contra él. Eso es particularmente cierto en todo lo que forja para su placer. ¿El sentido de mi existencia? Acumular estupores... Hay que echarse a un lado cuando se lee un poema, y no sustituirlo, que es lo que hacen todos los franceses cuando se obstinan en leer alguno. Esos temblores, esos arrebatos retóricos, esa afectación, esas inflexiones nasales

destruyen la música interna, inconfesada, del poema a través de una especie de sobrepuja de melodía vulgar, falsamente patética. El teatro es la causa de esa falsificación, de ese atentado contra la esencia de la poesía... Habría que prohibir a los actores, a las actrices sobre todo, recitar el más mínimo verso, en Francia, por supuesto. Las mujeres adoptan una voz afligida o aulladora, se diría que sufren una violación. Siempre es esa necesidad de destacar, de actuar, que es un rasgo nacional y que es tan funesto para la expresión, para el decir. El actor es el enemigo del poema. En 1928, el Maestro Takaeda invitó a Sendai a los principales Maestros de Flores de Japón, y yo pude asistir a esas reuniones. Cada uno de ellos debía producir trabajos representativos de su manera de interpretar el arte floral. Empezaban por la mañana temprano, y sus trabajos eran expuestos en floreros escogidos con esmero. Hasta la tarde, había un desfile ininterrumpido de visitantes competentes y respetuosos que no se cansaban de admirar la perfección y la diversidad infinita de las obras realizadas sobre un solo y único tema. »Al final de la semana, los Maestros se reunieron por última vez. En el transcurso de esa última entrevista, se expresó el pesar por que las flores que habían servido para los arreglos tuvieran que ser retiradas de sus floreros la misma tarde a fin de dejarlos libres para las lecciones del día siguiente. Las flores no podrían así alcanzar su plena realización. Sus horas estaban contadas... Los Maestros resolvieron honrar, en ese acto solemne, a esas flores que desde siempre son cortadas para que sirvan a las composiciones florales, después tiradas cuando están marchitas o bien, siguiendo una costumbre antigua, abandonadas en la corriente de un río. »Así pues, decidieron por unanimidad enterrar las flores en el jardín del Maestro Takaeda. Se erigió una estela que llevaba, en su cara, esta inscripción: “Al alma de las flores sacrificadas”, mientras que en el anverso se trazó el nombre de los Maestros presentes. (Gusty L. Herrigel, Le Zen dans l’art japonais des compositions florales, Paul Derain, Lyon, 1961)

22 de mayo. Horas durante las cuales no hago más que llorar sin lágrimas, lamentarme interiormente y murmurar romanzas deprimentes como una chica clorótica o una puta desafectada. Me intereso por las religiones orientales, estoy atormentado por la liberación, por la pureza, por el nirvāna, y sin embargo alguien dentro de mí me susurra: «Si tuvieras el coraje de formular tu deseo más secreto, dirías: “Querría tener todos los vicios”». Heidegger habla de Hölderlin como si se tratara de un presocrático. Aplicar el mismo trato a un poeta y a un pensador me parece una herejía. Hay sectores que los filósofos no deberían tocar. Desarticular un poema como se hace con un sistema es un crimen contra la poesía. Cosa curiosa: los poetas están contentos cuando se hacen consideraciones filosóficas sobre su obra. Eso los halaga, tienen la ilusión de un ascenso. ¡Qué penoso! Solo el aficionado sincero a la poesía sufre a causa de esa intromisión sacrílega de los filósofos en un dominio que les debería estar prohibido, que les está prohibido naturalmente. ¡No hay ni un solo filósofo (¿Nietzsche?) que haya hecho un solo poema aceptable! (Hay, es cierto, sistemas con tendencia poética: Platón, Schopenhauer; pero se trata de la visión, o de una obra marcada por la frecuentación de los poetas: Schopenhauer.) Mi amigo X..., me preguntan qué es de él. «Administra su gloria», es mi respuesta. Es ridículo morir. Solo se ama realmente a un amigo cuando ha muerto. El Tiempo es mi vida, mi sangre; los demás..., vampiros que viven de él y que me agotan. Cualquiera que se ponga en contacto conmigo me arrebata mi sustancia, la desgasta en cualquier caso. El drama de Alemania es no haber tenido un Montaigne. ¡Qué ventaja para Francia haber comenzado con un escéptico!

Jacob Taubes me dice que su hijo, que tiene trece años, ya no cree en Dios: «Cuando hago mis deberes de matemáticas, los hago sin la ayuda de Dios». Y añade: «Durante la guerra, cuando Hitler mataba a los judíos, Dios se paseaba por otro planeta». Elie Wiesel, judío de Sighetu, al norte de Transilvania, me cuenta que volvió a su ciudad natal hace dos años. Nada había cambiado allí, salvo que los judíos ya no estaban. Antes de que se los llevaran los nazis, habían escondido joyas y todo en la tierra. Él mismo había enterrado allí un reloj de oro. Al llegar a Sighetu, fue al hotel y, en plena noche, salió a buscar el reloj. Lo encontró, lo observó, pero no se lo pudo llevar. Tenía la sensación de cometer un robo. En la ciudad fantasma, su ciudad, no encontró a nadie conocido, él era el único superviviente de la matanza. 5 de junio. Cena anoche en casa de los Bosquet con Beckett, que casi no abrió la boca y se marchó precipitadamente después de que terminara la comida. ¿Fue la locuacidad de Jacqueline Piatier lo que lo exasperó? No lo sé. ¿Estaba borracho? Es triste ver odioso a un hombre al que se respeta. Toda la noche hizo gestos bruscos, como un neurópata con tics, que me pusieron literalmente enfermo. Me transmitió su angustia o su exasperación..., me arruinó la noche. No mires ni hacia delante ni hacia atrás, mira dentro de ti mismo, sin miedo ni pesar. Nadie profundiza en sí mismo mientras permanece en la superstición del pasado y del futuro. 9 de junio. Anoche, paseo por el campo. Casi diez horas de caminata entre Limours y Rambouillet. De nuevo, esos pájaros. Cada uno canta sin preocuparse del otro, cada uno se repite interminablemente. La naturaleza es el rechazo de la originalidad. 8 de junio de 1966. La radio de la vieja que vive debajo estaba demasiado alta. He bajado y he empezado a aullar como un loco, con una voz que me aterrorizaba a mí mismo. Resultado: palpitaciones, dolor de estómago, de hígado, dolor en todas partes.

Por reacción contra mis humores, contra mi temperamento, me he dedicado tanto al nirvāna. Toda mi vida he vivido en situaciones falsas. La razón es porque no me he identificado nunca plenamente con nada. Siempre al margen, en apariencia en regla con todo, en realidad irregular en todo. Todo un sector de mi «ser» compete al psiquiatra. La mayoría de mis obsesiones son malsanas, por lo tanto estúpidas, quiero decir, estériles e inutilizables. En lugar de agradecérmelo, los amigos me reprochan que no escriba nada, que no publique nada. 10 de junio. Mi cobardía ante las autoridades. Pierdo todos los papeles ante alguien que tiene carácter oficial, en lo cual soy un verdadero descendiente de un pueblo de esclavos, de humillados y de maltratados durante siglos. En cuanto me enfrento a un uniforme, me siento mal. ¡Cómo comprendo a los judíos! ¡Vivir siempre al margen del Estado! Su drama es el mío. A decir verdad, por proceder de un pueblo cuya maldición es mediocre, pero maldición de todos modos, yo fui hecho para adivinar la maldición por excelencia. Cómo odio mi cobardía, mi falta hereditaria de dignidad. Esta tarde he pasado por el trance del asco de uno mismo, incluso me he execrado hasta llegar a una furia mortífera. A veces me pregunto por qué milagro consigo aún soportarme. Odio hacia mí mismo cercano al grito o a las lágrimas. Haga lo que haga, jamás echaré raíces en este mundo. El día que no he sufrido no he vivido. En un mundo en el que todos hacen demasiado, yo me he impuesto con éxito el mínimo: mi temperamento me impulsaba a ello, por lo demás. Pero tengo el mérito de haber compuesto una sabiduría con mis lagunas.

Rinitis crónica, catarro tubárico..., no se necesita más para odiar el mundo y para odiarse a uno mismo. Esos son solo mis males más frecuentes. Pero el estómago, el hígado, los nervios, las piernas... He heredado un cuerpo con el que ya no sé qué hacer. ¡Ah, esos padres que no supieron abstenerse! En accesos de orgullo, recordar la manera como fuimos concebidos; nada invita ya a la modestia, ni siquiera la muerte. No hay que pensar demasiado a menudo en el proceso innombrable al que le debemos el hecho de existir si queremos conservar una pizca de respeto por nosotros mismos. Leo en un libro de psiquiatría: «Para que haya angustia, es necesario que haya una vida en juego». ¡En absoluto! La angustia no necesita un peligro exterior; generalmente vive bajo una amenaza sin objeto. 11 de junio. Noche atroz. Vómitos, asco... Con semejante tripa no se puede ir muy lejos. Leído anoche un artículo de Cyril Connolly sobre Leopardi: «This Way to the Tomb»... Un título para mí.* Después de algunas noches hay que volver a empezar. Es como si se volviera del Infierno. Vomitar nunca es un acto puramente físico. ¡Cuántos vómitos irrealizados no he arrastrado yo a lo largo de los días! Un mamífero asqueado donde los haya. 14 de junio. Seis de la tarde. Tal necesidad de soledad, que solo de pensar en un rostro humano me entran ganas de gritar. Un poco más tarde: meterme en la cama y llorar, eso es todo lo que deseo. No se les pedirá originalidad a nuestros humores negros: lo propio de la depresión es no renovarse, y lo que la hace tan terrible es su inagotable monotonía. Cuanto más a menudo vuelve, más cuesta deshacerse de ella.

Cuando estamos expuestos a ella, no hay ninguna manera de esquivarla. Inveterada, es incurable; se fortalece, crece, cae sobre nosotros con todo su peso. ¿Cómo he podido acumular tanta? A menudo pienso en medio de una cena, entre una muchedumbre, en una sala de conciertos o en un jardín: «Toda esa gente está condenada a morir, no se escaqueará de ello». Y esa evidencia, según mi humor del momento, me alivia o me abruma. Un espíritu de repente iluminado por el vicio. 16 de junio. Agobio. Palabra que define tanto la canícula como mis humores en cualquier estación. Pensándolo bien, la naturaleza está tan desequilibrada como el hombre. Me aferro a la duda para no caer en la desesperación y en la desesperación para no hundirme en la duda. Hundir es la palabra justa: me hundo en todo lo que me es dado experimentar, en todos mis estados. «Eres gástrico», me dijo hace una decena de años alguien que acababa de leer el Breviario. Tenía razón, y sin embargo estaba muy lejos de la realidad: de dolencias estoy bien provisto y no temo la competencia de nadie, no soy un advenedizo. Cualquier presencia me contraría, me hace daño. Mi obsesión por el desierto viene de todo mi ser, de mi fisiología en particular. Debería haber nacido antes de la aparición de los vivos. A P.C., que sabía que estaba en Sainte-Anne, me lo encontré anoche por casualidad en la calle. Tuve miedo como si estuviera ante una aparición. Recuerdo hasta qué punto me quedé conmocionado cuando, hace algunos meses, supe que acababa de ser internado.

A pesar de un siglo de psiquiatría, no estamos acostumbrados a la locura; sigue pareciendo «vergonzosa» y se disimula por todos los medios en las familias; sin embargo, cuando alguien la padece, todo el mundo lo sabe y habla de ello, salvo los parientes cercanos del paciente. Me gusta que un estilo tenga la claridad de algunos venenos. 17 de junio. Erwin Reisner ha muerto. Reisner, muerto a los setenta años, es un hombre al que siempre he querido y admirado. Lo conocí en Sibiu hacia 1931. Hoy, en el momento en que me arreglaba el nudo de la corbata para ir a almorzar fuera, me decía que él, Reisner, ha escapado de todo eso. Que algunos busquen en mí consuelo y apoyo es una de las cosas que más me desconciertan. Incapaz de resolver ninguno de mis problemas, me veo obligado a encontrar una solución a los de los demás. Me sorprende y me decepciona ver que la muerte de Reisner no ha suscitado en mí una pena digna de la idea que tenía de semejante amigo. Si comprendo fácilmente las dolencias de los demás sin compadecerme nunca de ellos, es porque he agotado mis reservas de piedad conmigo mismo tratando mis males continuos, pensando en ellos sobre todo. Si nos alargáramos de manera absoluta en cada caso, estoy seguro de que llegaríamos a absolver a todo el mundo, grandes criminales inclusive. Cualquier juicio moral emitido sobre el prójimo procede de un examen insuficiente, de un conocimiento superficial. Verdugos y víctimas están hechos de la misma pasta..., a esa conclusión se llega cuando se han escrutado bien su naturaleza y sus motivos. No consigo tener un peso normal, adelgazo desde hace años, solo prosperan mis uñas, como en los cadáveres.

Los ambiciosos se encuentran entre los tarados. (¿Mi apatía demostraría que yo soy normal?) Si es cierto que Epicuro vomitaba dos veces cada día, ese detalle por sí solo nos proporciona la clave de su ataraxia y nos dispensa de buscar sus razones en otra parte. ¡Qué revolución en el organismo, incluso en el «alma», cuando se vomita! Entonces se comprende perfectamente que uno quiera paz, serenidad, y que execre cualquier tipo de turbación. Solo debería haber biografía de nuestros males. Simone Weil..., esa mujer extraordinaria, de un orgullo sin precedentes y que se creía sinceramente modesta. Semejante desconocimiento de uno mismo en un ser tan excepcional es desconcertante. En lo tocante a voluntad, a ambición y a ilusión (digo bien, «ilusión»), podría haber rivalizado con cualquier gran delirante de la historia contemporánea. (Me recuerda a una especie de Sorana Gurian, más el genio.) Desde hace poco más de seis años, lidero una campaña sistemática contra mis ambiciones. La caída en el tiempo es una manifestación de ello, un ataque, el más claro, pero no el más eficaz. El verdadero trabajo de zapa lo practico en secreto y en silencio en este retorno continuo sobre mí mismo, contra mí mismo. 19 de junio. Todavía el mismo pesar por ver la mediocridad de mi pena con ocasión de la muerte de Reisner, cuando en principio debería haber caído en un abatimiento extremo. Soy demasiado esclavo de mis dolencias para tener la mente libre, es decir, abierta a las desgracias objetivas. Luego está el hecho de que no puedo compadecer a los muertos, por mucho apego que haya tenido por ellos cuando estaban vivos. Renuncia a la salvación..., el tema de mi próximo artículo, pienso en él de vez en cuando, pero no avanzo de ninguna manera. Todo gira en torno a esto: demostrar que la renuncia a la salvación es la forma suprema de renuncia.

Jacob Taubes me ha dicho una cosa asombrosa, a saber, que los sufrimientos recientes de los judíos no han generado ninguna plegaria original que pueda ser adoptada por la comunidad y recitada en las sinagogas. 19 de junio. Después de una semana de buen tiempo, ¡con qué satisfacción contemplo el cielo cubierto! El cielo azul permanente me volvería loco. Tengo una necesidad física de las nubes. Por lo demás, armonizo automáticamente con ellas: son yo. Bergson reconoció que no podía leer a Nietzsche; ¿qué diría hoy si viera que no podemos leer a Bergson? El orgullo filosófico es el más estúpido de todos. Si un día, milagrosamente, la tolerancia se instaura entre los hombres, los filósofos serán los únicos que no la querrán y que no se beneficiarán de ella. Es porque una visión del mundo no puede concordar con otra visión, ni admitirla, menos aún justificarla. Ser filósofo es creer que eres el único que lo es, que nadie más puede tener esa cualidad. Solo los fundadores de religiones tienen una mentalidad semejante. Construir un sistema es como la religión pero en más tonto. Hay algo dentro de mí, cuya naturaleza no consigo definir, que hace que nunca esté en regla con este mundo. Sufrir es producir conocimiento. La más mínima corriente de aire despierta mi dolor de oídos y mi sinusitis. El frescor que buscan los demás, yo lo evito: solo lo soporto estacionario, inmóvil. Es preciso que el aire se detenga; de lo contrario me mata. Odisea del rencor... es fruto directo de mis problemas con mi nariz y mis oídos. Podría haber puesto como subtítulo: ORL.

Nada es peor que el cretinismo que adopta la máscara de la inteligencia. (Eso es lo que vemos en todos los que se sirven de una u otra jerga filosófica.) La angustia de etiqueta, como la llama Cyril Connolly. El despliegue de la Angst. Emitir un juicio moral sobre el prójimo, erigirse en censor, es lo propio de un canalla. Se trata, por supuesto, de aquellos que emiten ese tipo de juicio de manera sistemática, espíritus inflexibles, de todos aquellos que no muestran ninguna indulgencia ante las debilidades de los demás. Pienso en X, el hombre de todos los compromisos, exento de escrúpulos tanto en lo que hace como en lo que escribe, pero que no pierde ninguna ocasión para reprender e incriminar a todo el mundo, es decir, a todos aquellos que valen más que él. 22 de junio. Visto anoche a P.C., que ha salido de una clínica psiquiátrica después de seis meses (o más). Totalmente restablecido, salvo por una expresión dolorosa y por un ligero envejecimiento inquietante. Hay en mí un cachondo y un trapense. Mi error es haber reflexionado demasiado sobre los seres, y no lo suficiente sobre el ser. 25 de junio. Llorar y dormir. En otras palabras, volver a la infancia, eso es todo lo que quiero en este momento. Tendría que leer menos libros teológicos..., tendría, sobre todo, que distanciarme de Oriente. En definitiva, tendría que volver a mis impurezas. De la generación Sartre-Bataille, ya solo me interesa Simone Weil. Solo estoy inspirado cuando denuncio mis miserias.

¡Mis miserias! Lo único por lo que me intereso realmente. Todo lo que he escrito se reduce a una rumia sobre ellas; ellas han sido siempre la materia misma de mis reflexiones, el único objeto de mis obsesiones. Por eso tenía que orientarme inevitablemente hacia las religiones. Empleo con criterio ese plural, puesto que es a través de ellas como he buscado comprender mi múltiple decadencia. ¿Cómo es que hay tan poca gente buena? Estoy harto de esos esbozos de humanidad, de esas caricaturas, de esos seres logrados a medias. 26 de junio. Acceso de aburrimiento que mataría a un elefante. En el aburrimiento hay una crueldad que se disuelve y que, al disolverse, carcome y destruye nuestra carne, nuestra médula. (En mis accesos de aburrimiento, son el estómago y el cerebro los que están más tocados. Es como si se formara en ellos un veneno, un corrosivo, un ácido agresivo y aniquilador.) Que Dios libre a mis enemigos de semejantes sensaciones, que les ahorre su conocimiento. La ansiedad no está provocada (condicionada) por nada; busca dotarse de un contenido, y, para ello, cualquier cosa le sirve. De ahí la desproporción entre un estado, en sí mismo considerable, y los miserables pretextos a los que se aferra. La ansiedad es realidad en sí, que precede a todas sus formas particulares, a todas sus variedades; se suscita, se engendra a sí misma. Es «productividad infinita» y, como tal, más propicia para ser formulada en términos de teología que de psiquiatría. Para captar su naturaleza hay que superar los límites de la psique, remontarse hasta la soberanía del ser mismo. Ella es, en efecto, soberana, y prácticamente ya no hay atributo que le convenga más. Sorana Ţopa,1 a quien Marga Barbu debía llevar una carta de mi parte (pero se encontró en la imposibilidad de venir a verme antes de su partida), hace que la misma M.B. me telefonee desde Bucarest: que no hace falta que le escriba, que estará ausente de Bucarest durante todo un mes, etc. El verdadero motivo, no tengo ninguna duda de ello, es el miedo..., miedo de

que le escriba cosas que podrían comprometerla (lo que es completamente ridículo, puesto que nadie es más prudente que yo cuando escribo allí). Lo irónico es que, en la carta que ella me remitió a mí después de veinticinco años de silencio (forzado, hay que decirlo), solo se hablaba de anonimato, de aniquilación del ego... y de toda la salsa krishnamurtiana. Esa cobardía llevada tan lejos, aunque explicable, me desagradó mucho. Esa palurda que peroraba sobre la Nada (como la llamó P.T.) siempre me inspiró un malestar atenuado por una pizca de admiración, ahora no queda en mí más que el recuerdo de ese malestar. Me equivoco, lo reconozco, y mi severidad me condena. Me sorprende verme tan injusto y tan mezquino. Es acertada la observación de Simone Weil según la cual el cristianismo era al judaísmo lo que el catarismo debía de ser respecto al cristianismo... El momento más extraño del dolor físico es cuando nos sorprende en plena noche. Entonces es ilimitado, como esa noche, a la que él imita. Cuando se está lleno, como lo estoy yo, del sentimiento de la inanidad general, todo parece ridículo, incluso ese sentimiento. Mirado desde demasiado arriba, un vértigo, aunque sea metafísico, se degrada. 29 de junio. Si este universo fuera vaciado de la vida, ya no habría motivos para quejarse de él. (Oyendo una voz horripilante.) Los romanos y los ingleses pudieron fundar imperios duraderos porque, desprovistos de espíritu filosófico, y refractarios a las ideologías, no impusieron ninguna a las naciones que sometían. Eran administradores y parásitos sin Weltanschauung,1 y por lo tanto sin verdadera tiranía. Mientras que los españoles, con su catolicismo estrecho de miras, vieron derrumbarse pronto su imperio, y los alemanes, con su espíritu de sistema, que trasladaron de la filosofía a la política, fracasaron solo después de algunos años. Lo mismo les esperaba a los rusos. Las ideologías solo ayudan a la expansión para obstaculizarla mejor. Los turcos ejercieron una hegemonía tan larga porque no pidieron ninguna adhesión teórica, ninguna creencia,

ningún asentimiento profundo a los pueblos sometidos. No es fácil ser autoritario y escéptico. Sin embargo, es esa contradicción lo que hace al verdadero Maestro. Mis defectos son seguramente grandes; pero, al fin y al cabo, solo son los de un indolente; los de los demás, los de los activos, los de los emprendedores ambiciosos, me parecen mil veces peores, puesto que perturban e incomodan mi indolencia misma, invaden lo más sagrado que tengo. (¿Se puede hablar de indolencia respecto de alguien que no deja de atormentarse, que es, por lo tanto, activo a su manera? Soy un perezoso sui generis, un inquieto en el mismo lugar, devorado por una furia sin rendimiento.) 2 de julio. He vuelto a casa a las tres de la mañana, completamente borracho. Hoy, resaca, vómitos, una excitabilidad malsana. Me he peleado tontamente en una librería con otro cliente. Es increíble lo que E. puede comer y beber. A las dos de la mañana tomamos una segunda cena. Él pidió caracoles. 3 de julio. He intentado releer el tratado de Schelling sobre la Libertad, que leí en Rumanía hace una treintena de años. Gran decepción. Confuso, abstracto a más no poder y de una sutileza para sacarte de quicio. Se comprende que, después de elucubraciones semejantes, el materialismo se impusiera como una reacción saludable. 6 de julio. Me preparo para ir al mar; necesitaría más bien un sanatorio, un psiquiátrico... Todo este tiempo he leído muchísimo, por mera afición, y por cobardía, por miedo a trabajar. Si no estoy loco es únicamente porque no ha habido locos en mi familia.

Ayer, en la biblioteca del Instituto Pedagógico, hojeé el viejo diccionario rumano-francés de Damé. Todas las palabras rumanas tenían una fuerza, una poesía extraordinaria; sus equivalentes franceses eran huecos, insípidos, convencionales, didácticos; es latín en el peor sentido de la palabra. 6 de julio. Esta tarde, mientras daba un paseo por el Luxemburgo, me ha fulminado la sensación —tan habitual en mí, sin embargo— de la inanidad. Ha sido como una torsión del vacío sobre sí mismo. He decidido escribir un Ensayo sobre la depresión, con la esperanza de que, si analizo ese mal tan mío, podré conseguir comprometer su virulencia. Puesto que no es posible continuar con estados semejantes. En el escepticismo, la duda no es un medio, sino un fin, es decir, la salvación misma. Ya que solo la duda puede liberarnos, y alejarnos de nuestros apegos. Lo que para el común de los mortales es un estado apenas tolerable, casi una pesadilla, para el escéptico es una forma de perfección, en cualquier caso una culminación, un estado positivo. (El escepticismo o la salvación por medio de la duda.) ¡La resignación o el coraje que se necesitan para no romperse o disolverse, para conservar el rostro y la identidad! Para vivir mucho tiempo hay que vencer la «voluntad de vivir», el apego obstinado a la vida. Buda murió octogenario; Pirrón, nonagenario. Teóricamente, me es tan indiferente vivir como morir; prácticamente, me atormentan todas las angustias que abren un abismo entre la vida y la muerte. He vuelto a ver a Petru Comarnescu1 después de veinticinco años. Alegría de ver que no ha cambiado; malestar justamente por que no haya cambiado. (Todos esos amigos que han sufrido tantas adversidades y que a pesar de todo han conservado una frescura, una febrilidad, una juventud que nosotros, al abrigo de los golpes del destino (políticos, se entiende), no

hemos sabido conservar. Precisamente, nosotros estamos tan amargados porque no hemos sufrido tan intensamente como ellos: la acritud es, justamente, señal de un sufrimiento incompleto.) Paso horas al teléfono escuchando los problemas de los demás; mi papel es el de un confesor..., acechado por el asco. El juicio de un escritor sobre otro escritor* no vale nada. Mejor tener en cuenta la opinión de un chismoso sobre otro chismoso. *(Quiero decir de un escritor contemporáneo sobre otro escritor contemporáneo.) De repente, pienso en el comienzo de mi carta de pésame a la viuda de Reisner, escrita hace un mes: «Me sorprende que un hombre tan excepcional haya podido morir...». Es absurdo, pero lo decía en alemán. 10 de julio. Tarde agobiante. Miro a la gente en el Luxemburgo, inmóvil, postrada bajo el calor. ¿Qué espera, pues? Espera la muerte, ya está muerta. Estoy harto de mirar las caras de esos condenados. ¡Huyamos! 12 de julio. Esta tarde, en la biblioteca del ayuntamiento del 6.º, he oído, procedente del patio o quizá de la calle, una cancioncilla muy vieja que me ha conmovido por completo. No he tardado en encontrar la razón: había dormido muy poco la noche anterior; mis nervios estaban anormalmente receptivos. Le he contado hace un rato por teléfono a Fred Brown que si se suprimieran las postales ilustradas ya no habría turismo, porque la gente solo viaja para poder enviar saludos a aquellos que no pueden moverse. Ya solo tengo gusto por las anécdotas, y por la metafísica hindú. Los Atridas y los Habsburgo.

Pascal y Hume..., he frecuentado bastante al primero, muy poco al segundo, pero presto mucha atención a los dos. Los alemanes hicieron teoría de la ironía por la incapacidad de hacer de ella un uso práctico. Doy dos pruebas de ello bastante concluyentes. Al director de una revista casi clandestina, que se publica dos veces al año, le escribo que todo iría bien en este bajo mundo si su revista se publicara todos los días... Él me responde a vuelta de correo: «Tengo una buena noticia. La revista se va a publicar cuatro veces al año». El otro es el director del Merkur, a quien escribí que, para que los alemanes sean un pueblo bueno, habría que suprimir la cerveza y la universidad. Al respecto me respondió que, si voy a Múnich, está seguro de poder hacerme cambiar de idea sobre la cerveza, etc., etc. Es tal mi pereza mental, que cada idea, si no es instantánea, fulgurante, me parece un suplicio: es pesada, oscura, y debo levantarla penosamente, arrastrarla hacia la luz. Fuera de París, mis «escritos» prácticamente solo han encontrado algún eco entre los judíos de América, que se han vuelto aún más neuróticos por el psicoanálisis. Necesito todos los días mi ración de duda. Me alimento, literalmente, de ella. Nunca un escepticismo fue más orgánico. Y sin embargo todas mis reacciones son las de un histérico. Dadme dudas y más dudas. Más que mi alimento, son mi droga. No puedo prescindir de ellas. Estoy intoxicado con ellas de por vida. Así que cuando encuentro una, la que sea, me precipito sobre ella, la devoro, la incorporo a mi sustancia. Puesto que mi capacidad para asimilar las dudas es ilimitada; las digiero todas, son mi subsistencia y mi razón de ser. No puedo imaginarme sin ellas. Dadme dudas, más y más dudas. Cualquier exaltación implica una sed de perecer. Lo que triunfa al borde del éxtasis es la voluntad de desaparecer, la borrachera de lo irreparable.

Cuando grito «¡Señor!»... hay espacio para mi grito. Eso basta: ¿qué más puedo desear? 14 de julio. En la calle, mirando las rodillas de una chica, se me ocurrió espontáneamente la idea de que se trataba de un esqueleto, de un detalle de esqueleto, y de que no había motivos para dejarse turbar por ningún deseo. Una vez que el escepticismo se ha apoderado de nuestro espíritu, aunque logremos librarnos de él volveremos a caer en él, sin embargo, periódicamente: es un mal intermitente; vamos de recaída en recaída, cada una con su propio carácter y con su propia intensidad. La densidad demográfica de las playas y de los cementerios. 16 de julio. Visto de pasada en la calle, con un intervalo de pocos minutos, a Adamov y a Sartre, los dos envejecidos. Si yo he cambiado en proporción, lo que me parece inevitable, ¡qué tristeza! Eugen Barbu1 escribe en su Diario que yo no tengo ninguna razón especial para ser desdichado, que cultivo la inquietud (neliniştea) por sí misma..., todo ello sin maldad y sin ninguna intención de hacerme daño, más bien con simpatía. Deja constancia de una conversación que tuvimos en París, hace un año. ¿Cómo es posible que se adivinen desde fuera mis dolencias? En cierto modo, es bueno que se crea en la gratuidad de nuestra desdicha, y nosotros mismos deberíamos acabar creyendo en ella. En el Sunday Times de esta semana acabo de leer un artículo de Raymond Mortimer contra Marco Aurelio, quien habría sido un «prig» («pedante»), un filisteo, un hipócrita. Evidentemente, se puede decir cualquier cosa. Me he enfurecido y he estado a punto de escribir una carta insultante al autor. Luego, pensando en el emperador, me he calmado. Después de todo, ¿qué necesidad hay de leer periódicos? Cuando pienso en todos aquellos a los que conozco bien, amigos o no, y me hago preguntas acerca de los motivos que los hacen trabajar (pienso en los que han «triunfado»), casi siempre veo un vicio o, mejor dicho, una no

virtud, que explica su actividad, su fiebre productora. A., pasión malsana por el dinero, del que sin embargo no hace ningún uso: es solo la imposibilidad de rechazar cualquier oferta, sea la que sea; lo mismo ese viejo G., que recorre el mundo para juntar pasta, de la que no se sirve más que A.; B., ambicioso, sed de publicar; C., miedo de ser olvidado, necesidad de omnipresencia; D., ambición casi autodestructora... Pero ¿qué sentido tiene ese desfile? Cualquiera que se mueve lo hace bajo el impulso de una razón inconfesable, y que ni siquiera se confiesa a sí mismo, que quizá ignora. Cualquier acción es, en el fondo, impura. Es el monstruo que hay en nosotros el que nos hace salir de nosotros mismos. 19 de julio. Todavía no he logrado contener mi cólera contra el imbécil que ha ejecutado a Marco Aurelio. He imaginado toda clase de fórmulas de insulto para vengar la memoria de un pensador al que siempre recurro en mis momentos de sufrimiento. Mi reacción violenta, sin embargo, está en flagrante contradicción con todo lo que enseñó el gran estoico. Mis arrebatos me hacen muy indigno de él. No hay nadie que tenga tanta necesidad de sabiduría como yo; nadie, tampoco, que sea tan incapaz para ella. Me deja estupefacto constatar que soy tan malo, si no peor, como cualquier otro. Encuentro en mí todos los bajos instintos que la moral denuncia. Y si son tan virulentos en mí, que sin embargo he hecho algunos esfuerzos para librarme de ellos, ¿cuánto más fuertes no deben de ser en aquellos que no se controlan ni se analizan? Escribir una carta me aburre, cuando hubo un tiempo en que nada me gustaba tanto como eso. Es porque me he vuelto incurioso de los seres, y porque nadie me interesa lo suficiente para tomarme la molestia de contarle nada. (El poco caso que Pirrón hacía del prójimo: cuando hablaba con alguien, si este lo dejaba, él continuaba hablando como si nada. Cómo querría tener la fuerza de indiferencia del gran escéptico. Encuentro en mí

más la acritud de un Chamfort que la serenidad y el desapego de los que daba muestras el sabio antiguo.) Al crítico inglés que acusa a Marco Aurelio de ser un simple imitador que no profirió más que banalidades, habría querido decirle que la grandeza del sabio coronado proviene de un tono propio que transfigura los truismos y les confiere un valor patético, más importante que una reflexión original o una paradoja, que esos truismos participan de la plegaria, de una plegaria desencantada y ligeramente amarga que le impide degenerar en la insipidez. El espíritu de incuriosidad. 19 de julio. Hoy he pensado que ese deslizamiento —no, que ese repantigamiento— diario en el sueño debería reconciliarnos con la muerte, puesto que el proceso o el «acontecimiento» es el mismo. Eso explica por qué uno muere sin dificultad si se abandona. Dejar de filosofar sobre la muerte es la verdadera manera de aprender a morir. Pienso naturalmente en la muerte, como otros piensan naturalmente en la vida. Pero en el fondo, en uno y en otro caso, se trata de una sola y única obsesión expresada de manera diferente. En mí, «el horror y el éxtasis de la vida» son absolutamente simultáneos, una experiencia constante. Un desfile de gente en mi casa: tengo la impresión de ser alguien que da audiencias, sin motivo, sin objeto, sin necesidad. Horas irreales en compañía de fantasmas, y yo mismo, ¿no soy yo mismo más irreal que todos ellos? Hay cierta poesía en el aburrimiento; no la hay en la depresión. ¿Cómo explicar el fenómeno? Magny se saca con su flauta a la salida de las salas de concierto, o en la terraza de los cafés, alrededor de veinte mil francos cada noche. Nunca se afeita él mismo; va todos los días a la peluquería y cambia todo el tiempo

de hotel. Podría, si «trabajara» todo el día, sacarse alrededor de sesenta mil, por lo tanto dos millones cada mes. De ahora en adelante seré yo quien tienda la mano a los mendigos, de lejos la profesión más lucrativa actualmente. Los burgueses tienen mala conciencia; ellos lo aprovechan. J.P. Jacobs me escribe desde Berlín que le horroriza esa ciudad y que su fealdad le aterra. Todas mis impresiones sobre esa ciudad, en la que viví entre 1934 y 1935, remontan a la superficie de mi conciencia. En ella llevé una vida de alucinado, de loco, en una soledad casi total. ¡Ojalá tuviera el coraje o el talento para evocar esa pesadilla! Pero soy demasiado débil para poder volver a sumirme en tales horrores. Lo cierto es que esa estancia me habrá marcado para siempre. Es el sumun negativo de mi vida. P.V., que ha alquilado una casa en Bretaña, me cuenta sus conversaciones con una campesina que cree en la reencarnación. Está muy entusiasmado con las tradiciones celtas que continúan soterradamente. Le pregunto si la campesina sabe leer y escribir. «Sí, lee incluso libros de ocultismo», me dice... Kleist y Rodolfo (el protagonista de Mayerling) buscan y encuentran los dos a mujeres con las que matarse. ¿A qué pueden corresponder esas propuestas de suicidio en común? ¿Es miedo de morir solo o, lo que es más probable, necesidad de acabar con todo en esa plenitud que debe necesariamente preceder a la muerte compartida? Uno no puede ser Dios, ni siquiera convertirse en un dios para los suyos. El peor enemigo de Buda fue uno de sus primos. Jesús dijo: «Un profeta no es aceptado en su ciudad, y un médico no opera ninguna curación en aquellos que lo conocen». (Evangelio según Tomás) Un pueblo al que se ha prohibido la opinión y al que se ha dado a cambio una ideología, un estimulante, un «latigazo». Hace cincuenta años nos reíamos del «peligro amarillo»; ahora es un truismo. Lo que se llama

«aceleración de la historia» no es más que un cambio de ritmo que se ha operado en el paso de lo inverosímil a la evidencia (no es más que una conversión más rápida de lo inverosímil en evidencia). 24 de julio. Esta noche he pensado que, si tengo algún mérito, es el de haber dado expresión a una forma inusitada de escepticismo: el escepticismo violento. El secreto de Charles de Gaulle es ser un espíritu a la vez quimérico y cínico. Un soñador sin escrúpulos. «¿Quién eres?» «Soy el hombre al que todo le molesta.» Quiero que me dejen tranquilo, que no se ocupen de mí, que no se interesen por mí. Me empleo en suscitar respecto a mí una incuriosidad total. Y sin embargo... Todo en este bajo mundo me cansa, todo. Continúo, no obstante. Hasta yo tengo un lado luchador. Resisto a mis desfallecimientos, soporto mi estado de salud, me soporto. Eso raya en el heroísmo. 28 de agosto de 1966. Regreso de Ibiza. Solo soy capaz de una única forma de coraje: el coraje de desesperar. (¡Algo es algo!) Lo malo que hay en mi manera de escribir son los vestigios del estilo filosófico. Y lo que hace que la lectura de mis libros sea un poco ardua es la supresión de las frases intermedias, explicativas, aparentemente superfluas pero en el fondo necesarias, puesto que simplifican la tarea del lector. Pero, como he escrito cada uno de mis textos tres o cuatro veces, he suprimido con empeño esas frases parásitas pero útiles. Quizá no habría que publicar más que el primer esbozo, es decir, la versión en la que uno se explica a sí mismo lo que quiere «demostrar», «probar», lo que cree que ha descubierto. En metafísica, como en todo, me comporto como un aguafiestas. Es el don más seguro que poseo, y disminuye con la edad (y por mis pretensiones a la sabiduría).

(En mi juventud, dondequiera que iba, me gustaba montar un follón. Cenas, reuniones, sesiones literarias, ya fuera en un medio intelectual o en uno burgués, en todas partes creaba confusión y tumulto con sarcasmos y con provocaciones. Todo eso, a decir verdad, no se debía a ninguna voluntad premeditada de escándalo, sino a una histeria incoercible, a una sed de autodestrucción orientada hacia el exterior.) Los escritores que no tienen nada que decir cuentan sus sueños. Es una de las peores formas de pereza o de vacío. (Ello también se debe al psicoanálisis, cuya influencia en la literatura es tan profunda como nefasta.) Nada más regresar a París, el teléfono suena. La pesadilla vuelve a empezar. Un desconocido me envía el Cuestionario Proust. Responder a él es como responder a un interrogatorio policial. En principio, nunca habría que responder a las cartas de los lectores. Cuando lo he hecho, casi siempre he tenido que arrepentirme de ello. Solo los fastidiosos se dirigen a los autores. Releído —por quinta, sexta vez— La dulce. Tan conmovido como con la primera lectura. Ya solo Dostoievski y Shakespeare consiguen hacerme alcanzar extremos que por mí mismo solo entreveo. Me ponen, en sentido propio, fuera de mí, me proyectan más allá de mis límites. Por más que me subleve contra la pasión, sin ella todo es hueco en este bajo mundo, ella es un soplo que atraviesa el vacío y nos lo enmascara. Tan pronto como se calma, el vacío es más terrible que antes. ¿Qué hacer? ¿Por qué existen los demás? Los demás son aquellos a los que jamás me amoldaré. Quiero estar solo y no lo consigo. Como se suele decir, soy agredido continuamente por gente con la que no tengo nada en común. No necesito a nadie y veo a todo el mundo. No supe apreciar la felicidad de estar en Ibiza, de la que era bastante consciente, como se merecía.

Corregir mis textos traducidos al inglés o al alemán, estar obligado a releerme con lupa, ¡qué suplicio! ¡Perpetuar, reencontrar, al intentar descifrarlos en otra lengua, la dificultad que tuve para escribirlos! Escribir en una lengua prestada para luego corregirse en otra lengua prestada, todo eso es demasiado. Humor de perros..., estado ideal para concebir lo extraordinario. En resumidas cuentas, lo que busco es la verdad. Esa es la razón por la que no soy escritor, o por la que solo lo soy accidentalmente. 29 de agosto. He visto de lejos a X..., escritor de gran reputación. Parecía saciado y contento de sí mismo. ¿Qué decirle? He fingido que no lo veía. Doy vueltas a las mismas cosas; he reprimido algunas obsesiones, no las he superado. Hay que sentir realmente pasión por el matiz para discernir las diferencias que existen entre los textos que he escrito, tanto en rumano como en francés, desde hace más de treinta años. En el fondo no he hecho más que hinchar los mismos temas, y profundizarlos en algunas partes. En eso me parezco a todos los escritores con mala salud, que no pueden abandonar el estrecho espacio de sus males. Es preciso que cada cual agote la dosis de locura que le fue asignada al nacer y que luego desaparezca. Acabo de hojear en la NRF de agosto los «pensamientos» de un tal G.P. Furioso, he tirado la revista. Es pretencioso. Hablar de ti mismo cuando no eres nada, empezar tu texto hablando de tu edad, luego comentar a Barthes, creer que tu postura es «trágica», etc. ¿Es posible que se publiquen cosas semejantes? Desconfiar del fragmento: creemos poner mucho en él, pero el lector no está obligado a suplir nuestras deficiencias de talento, ni a encontrar significativos nuestros silencios proclamados. Recuerdo la mala acogida que se dio a mis Silogismos..., fue legítima. ¡Menuda idea, reunir algunas máximas y darles un título pomposo! Todo eso se lee en un cuarto de hora.

En fin, quise imitar a mi querido La Rochefoucauld y fui castigado por ello. El arte de no hacerse ilusiones respecto a uno mismo es muy difícil. No lo aprendemos nunca, sobre todo cuando creemos que lo hemos aprendido (como fue mi caso). Una de las pocas cosas que he aprendido: resistir a las ganas de publicar. Pero ¿puede un indolente vanagloriarse de ello? En este caso solo saco beneficio de mis defectos, me aprovecho de mi ineficacia. ¡De cuántos fracasos y de cuántos desastres no me ha protegido hasta ahora! Si hubiera ejecutado todo lo que planeaba hacer, si todos mis deseos hubieran sido otros tantos actos, hoy estaría loco o fusilado. Cuando estamos solos, aunque no hagamos nada, no tenemos la impresión de perder el tiempo. Pero casi siempre lo malgastamos en compañía. ¿No tengo nada que decir? ¡Qué más da! Esa nada es real, es fecunda, puesto que no hay conversación estéril con uno mismo. Siempre sale algo de ella, aunque solo sea la esperanza de encontrarnos un día a nosotros mismos. Lo que más me sorprende cuando pienso en mi pasado no son tanto mis decepciones como mis entusiasmos. Si escribiera un día mis recuerdos, debería titularlos Historia de un entusiasta. De un entusiasta al que yo me he empleado en minar (más incluso que las circunstancias exteriores o el contacto de los hombres), de un entusiasta socavado. El pensamiento, en su esencia, es destrucción. Más exactamente: en su principio. Pensamos, empezamos a pensar, para romper los vínculos, para disolver las afinidades, para comprometer la armazón de lo «real». Solo después podemos intentar consolidarlo. Es porque entonces el pensamiento se repone y se subleva contra su movimiento natural. En casi todos los dominios solo encuentro gente que cree saber y que no sabe. Nada es peor que imaginarse conocer. Pienso aquí particularmente en los traductores que se contentan con la ilusión de comprender. Un autor no

está obligado al rigor; un traductor lo está, él es incluso responsable de las insuficiencias del autor. Pongo a un buen traductor por encima de un buen autor. Solo recordamos las horas, los días o los meses en que hemos sufrido. La «felicidad» no tiene memoria: si vivir es recordar, entonces haber sido feliz es como si no se hubiera vivido. La enfermedad solo nos destruye en apariencia, puesto que es ella la que salva, la que perpetúa, la que hace eternamente actual el tiempo durante el cual se empleaba en perjudicarnos; inversamente, el tiempo durante el cual tuvimos buena salud ha desaparecido para siempre; y, si deja huellas, ninguna es consciente, ninguna se distingue en nuestra mente. En ese sentido, la salud representa una pérdida, un pasivo mucho más grave que la enfermedad. Lo que me impide innovar en francés es que quiero escribir correctamente. Ese escrúpulo, llevado hasta el matiz, proviene del hecho de que empecé a «componer» en esa lengua a los treinta y siete años. Es exactamente como si escribiera en una lengua muerta, y conocemos la diferencia que hay — según Meillet, creo— entre una lengua viva y una lengua muerta: que en esta última no tenemos derecho a cometer faltas. (La obsesión con la falta me estropea todo el placer de escribir en francés. Es lo que he llamado la «sensación de estar con una camisa de fuerza»..., que siempre me produce ese idioma, demasiado rígido para mi gusto. Una lengua en la que no puedo olvidarme de mí mismo, en la que estoy constreñido, crispado, entorpecido, una lengua cuyas reglas me paralizan y me atormentan, y me quitan todos los recursos. Un profeta fulminado por la gramática.) Olvidamos a aquellos a los que hemos insultado, herido, pero ellos no nos olvidan. (Pienso en ese poeta que me persigue con su odio: parece ser que le dije cosas desagradables en una discusión sobre Sainte-Beuve; apenas lo recuerdo.) Las cosas que decimos sobre los demás solo conciernen a estos, nosotros no les prestamos ninguna atención. ¿Qué puede importarnos a nosotros tratar a alguien de idiota?

En Talamanca, la camarera del Melodía estaba loca por... Talleyrand. Solo había leído sobre él el libro de Duff Cooper, pero este había desencadenado en ella una verdadera pasión, puesto que había ido a visitar el castillo de Valençay. Todos los días iba yo a decirle —¡en inglés!— alguna sentencia de su ídolo, de la que me acordaba durante la noche. Pero ¿cómo traducir esos hallazgos tan delicados, esos giros imperceptiblemente irónicos, esas naderías tan concentradas, tan significativas? Incluso estropeados por mí, a Ann le gustaban todos, puesto que procedían de Él. Una mañana, en Ibiza, asistí a la partida de un submarino francés que estaba allí desde hacía algunos días. En el momento en que dejó el puerto, se giró —con qué gracia—, de manera que pudiéramos verlo de perfil: su silueta negra y su aspecto fúnebre —parecía que transportaba el cuerpo de un héroe— me conmovieron hasta las lágrimas. Hay que decir que esa torreta oscura bajo un sol resplandeciente tenía motivos para conmoverte. En las antiguas civilizaciones, espontaneidad y vulgaridad corren parejas. Para los refinados, lo natural solo es admitido si se desea, es decir, en estado virtual. Los que lo poseen son considerados groseros o ridículos. 2 de septiembre. He retomado mis paseos nocturnos alrededor del Luxemburgo, he vuelto a ser autómata. Todo el mundo ha engordado durante las vacaciones; solo yo me he quedado con mi delgadez. La carne no es mi fuerte. Me he impuesto una filosofía escéptica para poder contrarrestar mi temperamento amargo, mis enloquecimientos, mis reacciones malhumoradas. A cada momento necesito dominarme, frenar mis impulsos, combatir mis indignaciones, en las que no creo, pero que me surgen de la sangre o de no sé dónde. El escepticismo es un calmante, el más seguro que he encontrado. Recurro a él en cualquier ocasión; sin él reventaría, literalmente.

Solo conocemos una lengua extranjera cuando podemos contar una anécdota en ella. Todos los pueblos están malditos. El pueblo judío lo está más que los demás. Su maldición es automática, evidente, sin lagunas. Cae por su propio peso. El judío rumano es antirrumano; el judío americano, antiamericano; y así sucesivamente. Pero el judío francés no es antifrancés. No osa serlo. ¿Por qué? Francia tiene —o, más bien, ha tenido— el monopolio del prestigio. Se ha creado a su favor un prejuicio favorable del que todo el mundo quiere sacar provecho. X, un imbécil, me tiene al teléfono media hora para darme noticias que no me interesan. Ese atentado contra mi tiempo me deja completamente desamparado y rendido. Es lo que debe de sentir el que recuerda una sesión de tortura. Al otro lado de la línea había efectivamente un torturador. Sócrates, la víspera de su muerte, aprendía una melodía para flauta. «¿Para qué te servirá eso?», le preguntaron... Para saber esa melodía antes de morir. 3 de septiembre. Anoche, en la calle de Guynemer, miraba a una nórdica (?) de pelo dorado apoyada en su marido. Tenía tan buen aspecto que no podía apartar la mirada de ella. Como la pareja iba por la otra acera, me puse a seguirlos; al adelantarlos, constaté con horror que ella tenía una voz cavernosa, desagradable a más no poder, y que hablaban una lengua de una fealdad casi insoportable. También de cerca, ella era bonita; sin embargo, ¿cómo podía proferir sonidos semejantes? No tenía ninguna excusa para tener una voz así. Me alejé sin ninguna pena. Esta mañana, de regreso de Enghien, he asistido en el metro de la estación del Norte a una escena lamentable. En los dos lados se esperaba el metro. En el andén de enfrente, una chica de unos veintidós años llamaba a un hombre de unos cuarenta, que se alejaba de ella. Él volvía. Ella se refugiaba

en sus brazos, lloraba, pataleaba; él se alejaba, ella gritaba, pataleaba; él hacía gestos, ella volvía a empezar con más fuerza. Había una maleta, que ella levantó y dejó caer varias veces. Finalmente, él volvió, cogió la maleta y la chica se pegó a él, suspiró y desaparecieron juntos. ¿Era su mujer, su amante o... su hija? El comportamiento de ella y, por otra parte, el comportamiento de él justificaban las tres hipótesis, tan turbias y, sin embargo, normales parecían sus relaciones. Desde fuera, cualquier clan, cualquier secta, cualquier partido parecen homogéneos; desde dentro, la diversidad es tan grande en ellos como sea posible. Los conflictos en un convento son tan reales y tan frecuentes como en cualquier sociedad. Incluso en soledad, los hombres no se agrupan más que para eludir la paz. Nos hemos interesado por Sócrates durante siglos; veíamos en él al filósofo mismo, a un modelo y también a un personaje enigmático. Ya, por así decir, no nos concierne, su figura ha perdido cualquier misterio; ya no inquieta a nadie. El último que lo tomó en serio fue Nietzsche. Pero desde entonces dejó de ser un problema. Es porque, pese a su atracción, para nosotros no es lo bastante complicado y sus interrogaciones no son lo bastante dramáticas. De todos modos, para nosotros es demasiado razonable y apenas vemos qué podríamos empezar con él. Sus perplejidades metódicas ya no son un principio para nosotros Su ironía no nos parece que tenga más sentido que la sonrisa de la... Gioconda. Arcanos agotados, falsos abismos. Sueño, broma, impostura..., en los momentos esenciales, incluso fúnebres, solo encuentro esas tres palabras que me ayuden a comprender la existencia. Y es que, en esos momentos, esta no parece trágica, sino irreal. Ante una tumba, aunque sea la de un amigo, es absolutamente imposible pensar que existir sea un fenómeno serio. Todo sucede como si hubiera una trampa al principio, en el origen. Esa es al menos la impresión casi constante que tengo de las cosas de este mundo.

Una cosa que comprendí muy pronto, y que me ha protegido de muchas locuras: el martirio se reduce a un conflicto con la policía. Todo es preferible a ese modo de «diálogo». Destruirse en condiciones semejantes, y a un nivel tan bajo, es deshonrarse. Y, sin embargo, quizá el martirio (sobre todo político) extraiga su valor y su prestigio de ese consentimiento a rebajarse y a sufrir por lo más abyecto que hay en la sociedad. «La música podría, en cierto modo, subsistir sin que el universo existiera.» (Schopenhauer) 5 de septiembre. Anoche me encontré a K.G., judío húngaro al que conozco desde hace mucho tiempo (treinta y ocho años, creo). Habla un francés horrible, él lo sabe y sufre por ello. De toda la gente de la que le hablo me dice que no le gusta, que la encuentra antipática. Reconoce su valor intelectual, pero esas personas no le gustan como hombres. «A Raymond Aron lo aprecio como pensador, pero al hombre no puedo soportarlo.» Feo, sardónico, crispado y, por supuesto, desdichado, K.G. sabe, y sin embargo se niega a reconocerlo, que todo el mundo lo encuentra antipático, él no encuentra ningún encanto en nadie. Acusa a los demás de lo que a él mismo se le acusa. No puedo evitar decirle: «Pero Raymond Aron tiene muchísimo encanto como hombre». «Quizá», me replica él, «pero no como profesor. Presenté mi tesis con él como director. Fue odioso.» En el fondo, G. incomoda a todo el mundo, lo que no se le puede perdonar. Quiere volverse agradable y no lo consigue nunca; siempre encontrará la desafortunada palabra que te herirá, cuando quería hacerte un cumplido. Si no tuviera el recurso de acusar a los demás, de hacerlos responsables de sus malas relaciones con ellos, su vida sería un infierno. Para él se trata de una reacción de autodefensa de la que no tiene conciencia. ¡Qué no haría uno para soportarse a sí mismo! Estamos todos en el mismo punto. En lugar de decir «A ese no le gusto», preferimos tacharlo de horrible o de maleducado en general. En materia de conocimiento de uno mismo, eludir la verdad es plegarse al instinto de conservación, es ceder a un imperativo vital.

Cada vez, antes de escribir una carta, pequeño ataque de neurastenia. ¡Me es tan difícil entrar en contacto con aquel al que me dirijo! Nunca me encuentro a la altura necesaria para comunicarme con él. De ahí el esfuerzo, ya sea para ascender, ya sea para descender, según la calidad del «correspondiente». No hay nada más penoso que retractarse sin ser absolutamente necesario. Pienso en D.N., quien, con tres artículos de retractación, ha destruido su propia leyenda y ha anulado seis años de sufrimientos. El masoquismo solo conduce a la gloria si es hábilmente dirigido. En la voluntad de martirio entra masoquismo, provocación y un inmenso orgullo a base de despecho. Cualquier mártir murmura interiormente: «Les mostraré de qué soy capaz». Al decir eso, piensa tanto en sus enemigos como en la galería. Una noche, en Ibiza, solo frente al mar, tuve la sensación muy nítida de la absurdidad del honor o, si se quiere, de la honorabilidad. Cuando las olas venían a romper contra las rocas, me dije: «¿Qué me importa la opinión de los hombres? Si todos, sin excepción, me tomaran por un canalla, por un monstruo, por la vergüenza de la especie, ¿en qué me afectaría? Estas olas, estas estrellas, esta noche, ¿qué relación tienen con el hombre? ¿Y qué realidad podría tener, entre los elementos, un juicio de valor, aunque fuera emitido por la humanidad en conjunto?». Y pensé en mis reacciones de hipersensible, en mis rencores, en mis derrotas, o si no en mis entusiasmos, y me dije que había que ser realmente muy tonto para sufrir o para emocionarse por lo que quiera que fuese. En cuanto estoy fuera, quiero decir, delante de un árbol, de una roca, delante de un paisaje sin presencia humana, recibo de inmediato una lección de indiferencia, que me llenaría de satisfacción si sobreviviera al primer contacto con el hombre. Sueño idiota. Tenía cita con las dos hijas de Bergson. Después de terribles complicaciones, logramos coger el tren de Ocna-Sibiu..., él (!); la vía estaba en reparación, el tren apenas avanzaba; las chicas no sabían rumano.

¿Es posible que el cerebro no tenga otra cosa que hacer que inventarse gilipolleces semejantes? ¿Qué secretos adivinar en este asunto? Lo que le falta al psicoanálisis es el sentido del ridículo. Una disciplina teóricamente seductora, prácticamente grotesca. Es inconcebible que tantas inteligencias se la hayan tomado en serio. No conozco nada más penoso que una vida exitosa, satisfecha, aunque superficialmente sea agradable ver un rostro radiante que emana del contento. Al releer algunos poemas de Leopardi he comprendido hasta qué punto estoy curado del romanticismo..., en cuanto a la forma, pero no en cuanto al fondo. En lugar de trabajar, le doy vueltas y más vueltas a los resentimientos (iba a escribir «presentimientos»); mis humores son mis problemas. Me he levantado con la certeza de haber sido golpeado, de haber pasado por las manos de varios verdugos, cada uno más experto que el otro. Eso se llama sueño. Soy el único contribuyente de Francia que declara más de lo que gana. Cualesquiera que sean mis ingresos, no puedo declarar por debajo del mínimo vital. Ha habido años, sin embargo, en que he estado muy por debajo. Sobre ese capítulo, silencio, cualquier detalle equivale a una vergüenza o a un lamento. No me gusta la gente que se obstina, que quiere que se hable de todos sus actos, incluida la agonía, que no sabe apartarse en el momento oportuno y que no adivinará jamás la voluptuosidad que hay en el hecho de saberse olvidado, en el hecho de ser el artífice del olvido en el que se ha caído. Mientras envidiemos el éxito de cualquiera, aunque sea de un dios, seremos viles esclavos como todo el mundo.

Nadie se alegra realmente del éxito de sus amigos: no podemos soportar el éxito de aquellos a los que conocemos bien, mientras que nos resignamos de buen grado al de un desconocido o al de cualquiera al que hayamos tratado poco. La historia de Abel. Esa es la forma más evidente y más cotidiana de la maldición. La verdadera elegancia moral es el arte de disfrazar las victorias como derrotas. Después de una ocurrencia, ya no tengo ganas de «pensar». El fragmento, la humorada, la máxima, verdadero atentado contra el espíritu. (El «espíritu» es enemigo del espíritu.) Una raza inteligente y sin misterio. La mujer no tiene ahí ningún «coeficiente» poético. Ella solo es buena para el amor y para la conversación. No hay «nostalgia» gala, solo «depresión». La melancolía no es de por aquí. «El ídolo nunca querría ver a su escultor, ni el agradecido a su benefactor.» (Baltasar Gracián, El hombre de la corte) Para leer: Adolphe Coster, Baltasar Gracián, 1913. Si me hubieran vaticinado que pasaría meses y meses sin música y que, a fe mía, me amoldaría a ello bastante bien, habría abofeteado al autor de ese vaticinio. Sin embargo, es lo que me ha pasado este año. La música se aleja, ya no mejora mi vida. Mi sequedad actual, ¿es la causa o el efecto de ello? No puedo pronunciarme. 10 de septiembre. Noche espantosa. Mis nervios —bajo el efecto del calor —, como trapos retorcidos. Y luego esos dolores en las piernas, ese hormigueo toda la santa noche. Siempre ese encuentro con el propio cuerpo, siempre frente a ese azote.

«Comprender es comprender como verdad. Pero ver una tesis como falsa es necesariamente no comprenderla.» (El padre Valensin) Esa afirmación es típicamente teológica, quiero decir que ese tipo de paradoja inútil, de sutileza fuera de lugar, es característico de la mentalidad del teólogo (o del lógico). Por alguien de éxito, cien fracasados, no, mil. M. Lusseyran, profesor de francés en América, me comenta la imposibilidad de tener una conversación profunda, íntima, con un americano en inglés, el cual se abre de inmediato si habla francés. Es porque, en su lengua, el anglosajón es esclavo de todos los clichés, de todos los lugares comunes, de todos los prejuicios que le han inculcado; mientras que en otra lengua nada lo retiene de ser lo que es secretamente, es decir, verdaderamente, de ser él mismo y no lo que la sociedad ha hecho de él. Quizá eso sea cierto para todo el mundo y no solamente para el anglosajón (aunque en él el fenómeno tiene una agudeza mayor, debido a las prohibiciones, que lo dominan todo tanto en América como en Inglaterra). Cuanto más lo pienso, más me parece que Atenas debió de ser un infierno. En un espacio tan pequeño, ¡reunir a tantos espíritus opuestos, obligados a conocerse, a hablarse, a pelearse! Entre el misterio y la oscuridad concertada hay un abismo. La literatura contemporánea, llena de la segunda, está exenta del primero. (No hay nada más ridículo que querer ser oscuro para parecer profundo.) El que hace literatura ilegible desde hace años y se repite descaradamente, ¿por qué dejaría de hacerlo, puesto que para él todo va tan bien y cada una de sus producciones se pregona como una revelación?

No conozco nada más penoso que los accesos de aburrimiento durante una conversación, los agujeros que estos abren en ella y el miedo de verla acabarse de una vez por todas. Nadie sabe marcharse a tiempo, antes de que el tema abordado esté irremediablemente agotado. «¡Vete!», tengo ganas de gritarle al pesado que no puede abandonar el sillón en el que se ha repantigado... como torturador. No hay injusticia que haya cometido deliberadamente o por cambio brusco de humor que, a veces enseguida, a veces años después, no me haya inspirado un pesar punzante. Mis errores nunca han dejado de suministrar materia a mis tormentos. «De todas las monotonías, la de la afirmación es la peor.» (Joubert) 12 de septiembre. Esta mañana, cuando limpiaba pieza por pieza el revestimiento metálico del radiador de gas, el ruido resultante despertó en mí sensaciones extrañas: ¿dónde había oído yo los mismos «grupos» de sonidos, el mismo tintineo y la misma discontinuidad sonora? Al cabo de una hora, lo descubrí: en los conciertos del Dominio Musical, el último grito en música. Al manejar un objeto de uso doméstico, estaba en plena vanguardia sin sospecharlo. Releído páginas de Schopenhauer. Lo que sobrevive es el moralista y el hombre de carácter. El lado propiamente filosófico está anticuado: todas esas referencias a la voluntad, a propósito de cualquier cosa, hacen pensar en un capricho o en la insistencia de un maniático. Para una época como la nuestra, a la que le gusta la oscuridad a toda costa, mis escritos no presentan ningún interés: son demasiado claros... Pero esta época fácil no podrá imaginar qué combate he librado, primero contra mí, luego con la lengua, para adquirir esa apariencia de claridad que tanto desprecian a mi alrededor. La piedad es el único sentimiento que deberíamos sentir legítimamente hacia cualquier ser, hacia el cabrón mismo.

L. quiere ver si tengo la línea del suicidio; pero oculto mis manos, y, antes que mostrárselas, llevaré siempre en su presencia guantes negros. El reproche más grave que se puede hacer a las revoluciones es que, bajo el efecto del miedo, se sacrifican cartas, diarios íntimos, y son los propietarios y los autores los que se deshacen de ellos; no le dejan a la policía su cuidado. (La destrucción del diario de Madame de Rémusat a la vuelta de los Borbones.1 Había consignado en él, día a día, sus conversaciones con Napoleón y con la gente de la corte. Sus «Memorias», escritas después, no son más que un pálido reflejo de ese diario, fruto del recuerdo.) 12 de septiembre. Anoche, una mujer que era seguida por un negro me pidió ayuda. Me acerqué y el negro se metió la mano en el bolsillo. Comprendí. Era el bulevar Arago. La buena mujer no arriesgaba nada, pero yo lo arriesgaba todo, tontamente. Los abandoné a su conversación, no sin experimentar por ello un sentimiento de vergüenza. Mi cerebro no está en muy buen estado, y no veo más que a desequilibrados. Tras haber hojeado un libro de imágenes sobre España: Nada de lo que es español me es ajeno. 14 de septiembre. Explosión de cólera en una tienda de dietética. En los meses que hace que voy, no he dejado de odiar a la buena mujer que es, creo, la dueña. Es horrible, odiosa, lleva gafas y te mira por debajo. Para colmo de ironía, la tienda se llama La Vida Clara. Jamás he ido allí sin presentir que iba a estallar. Hoy me han ofrecido dos panes de centeno extremadamente planos (parecía que los hubieran pasado por el laminador) y me han dicho que costaban menos (un franco cada uno) porque no habían subido. «Entonces deme uno solo», he dicho. La buena mujer ha hecho una mueca intolerable que me ha puesto fuera de mí. He tirado la moneda de un franco y me he marchado furioso. Ante caretos semejantes, ¿cómo podría seguir siendo dueño de mí mismo? Y sin embargo sería preciso que lo

hiciera. Cada mañana, al salir de casa, debería proponerme conservar la calma pase lo que pase. Es realmente humillante no poder controlarse. Pero esa incapacidad no es accidental: está inscrita en mi naturaleza. 14 de septiembre. Ayer me encontré con la señora (?), que vive en mi edificio y cuyo marido murió hace dos meses. La paré para presentarle una vez más mis condolencias. Me lanzó una mirada terrible, llena de odio y de crueldad. Ello me sorprendió y me trastornó, porque inmediatamente se puso a llorar. Comprendí que lo que yo había tomado por crueldad y por odio no era nada más que desesperación. Por más que sepa que no es noble considerar el reconocimiento como un fardo, lo siento, sin embargo, así. No soy libre cuando me encuentro frente a alguien a quien debo gratitud: es como si él ocupara un lugar más alto en una jerarquía invisible; yo soy su subalterno. Las relaciones entre nosotros se encuentran distorsionadas por ello; ya no hay sinceridad posible; la obligación interviene. ¿Para qué mantener aún relaciones con él? Ninguna espontaneidad ni por mi parte ni por la suya; la buena acción de la que es autor se interpone a cada instante entre nosotros y nos paraliza a los dos. Es raro, es extraño encontrar a un solo hombre de mérito que se rodee de personas dignas de él; a menos que lo haga por su interés. Jamás he comprendido que se pueda aceptar de buen grado la servidumbre de tener discípulos. Siempre somos esclavos de aquellos que nos imitan. Tengo una experiencia bastante grande de los hombres y de las cosas. Sin embargo, no me sirve para nada, o para casi nada, en la vida diaria. Teóricamente, en cambio, me es de una enorme utilidad. Pero, una vez más, no saco de ella ningún beneficio. He analizado a toda la gente a la que podría envidiar. Al final, he constatado que no cambiaría mi suerte por la de nadie. Todo el mundo está en el mismo punto. Es por el hecho de ser únicos. Incluso un sapo es único; todo lo que

respira es único. El mayor genio no es nada en comparación con esa maravillosa unicidad. Entonces, ¿cómo es que la envidia es el sentimiento más profundo, el más antiguo que experimenta la criatura? Leído algunas páginas del último volumen del Diario de Goncourt con un asco enorme. ¿Es posible que un escritor sea chismoso hasta ese punto? Hay cierta bajeza de espíritu en querer, cuando somos desgraciados, que los demás se interesen por nuestras desgracias. Pienso en la viuda desesperada del otro día. Al dejarla me dije que los mayores sufrimientos, desde la perspectiva de lo absoluto, no son más que un juego y que habría que educar a los hombres para que se mofen de sus desgracias. Pero, ante todo, habría que hacer todo lo posible para impedir que se apeguen profundamente a lo que sea: destruir la superstición del amor, extirpar la raíz de las idolatrías, el culto a un ser e incluso a una idea. Puesto que, mientras creamos que hay algo real en este bajo mundo, nos aferraremos a ello y lo exaltaremos, lo que nos llevará a un número incalculable de sufrimientos. Así pues, postular la fantasmagoría universal es una obra saludable e incluso un deber al que ningún corazón caritativo debería sustraerse. Lo que más me llama la atención en los críticos de hoy (críticos literarios, plásticos, filosóficos, etc.) es la insistencia, la voluntad de método y de sistema, que les permite disimular su falta de talento y hacerse perdonar el aburrimiento sin límites que desprenden sus producciones. En cuanto un literato se disfraza de filósofo, podemos estar seguros de que es para camuflar sus defectos, su ausencia de dones, su inspiración deficiente. La idea, o algo parecido a la idea (es todo uno para el público), ¡qué tapadera! La mayoría de las veces no se esconde nada detrás. El desfile, la exhibición de ideas que despliegan en los comentarios críticos es un robo apenas disimulado, cogen los pensamientos de otro, les dan vueltas y más vueltas, los comparan y los oponen en una especie de baile indigno de un espíritu serio, y se erigen en jueces durante todo el tiempo en que saquean la fortuna de un miserable que, él, sí ha producido algo directo y vivo.

15 de septiembre La misma pregunta obsesiva: «¿Qué haces, qué preparas?». «Espero», tengo ganas de responder a todo el mundo. Pero la respuesta correcta sería, más bien: «¿Es que tengo cara de ser un hombre que tiene que hacer algo?». A partir de hoy voy a volverme a poner con mi texto sobre las dificultades de la renuncia. A mi alrededor, todo el mundo brega, se afirma, mientras que yo me devoro, me devoro. El Oráculo manual, de Baltasar Gracián, se parece en el tono al Tao Te King. Pero podría ser que entre esos dos pequeños libros hubiera analogías más profundas, correspondencias misteriosas. ¿Es una ilusión por mi parte? ¿O se trata de una impresión legítima? Tengo que verificar todo eso. Ese gran personaje que ha traicionado a todos sus amigos y todas las causas no deja nunca de ir a misa en las ciudades y en los países que visita. ¿Cómo se atreve a dirigirse a Dios? ¿Qué puede decirle? ¡Se trata justamente de Dios! Quien recurre públicamente a una religión, por eso mismo la desdeña. Cuanto más avanzo, más la sensación de irrealidad se convierte en mí en la certeza de una farsa general. Moscas trágicas todos y todas. «¿Tiene el talento, pues, necesidad de pasiones? Sí, de muchas pasiones reprimidas.» (Joubert) 16 de septiembre. Me he despertado en medio de la noche después de una pesadilla tan terrible que mi primer pensamiento ha sido que ese despertar sería definitivo, que no volvería a dormirme nunca más. Cosa extraña, en mi mente solo subsiste la impresión dejada por la pesadilla; cualquier fabulación ha desaparecido de ella; me es imposible recordarla.

«Un enemigo es tan útil como un Buda.» ¡Qué bien comprendo eso! Debo a mis enemigos haber cometido menos errores de los que habría cometido de otra manera. Ellos han velado por mí, velan todavía: mi gratitud para con ellos es ilimitada. La persistencia de mis defectos me deja estupefacto. Me quejo de que visitas inoportunas me impiden trabajar. Es cierto. Pero más cierto aún es que yo me impido a mí mismo cumplir con mi deber, que soy especialista en malgastar mi tiempo. Esta tarde, cuando nada me obligaba a salir, he pasado dos horas en la biblioteca del 6.º hojeando tontamente libros más o menos interesantes. Claro que no: he mirado fotos de Grecia, de las islas griegas..., por primera vez en mi vida. Todo lo que me gusta se encuentra ahí. Ha nacido una nueva pasión. Siempre que haya cipreses en alguna parte, no pido más, me declaro satisfecho de este mundo. Es el prejuicio rumano contra los griegos lo que ha hecho que jamás haya querido ir a su país. Todo eso es tonto, monstruosamente tonto. Heine cuenta que cuando era niño, en Düsseldorf, se creía que, si se hacía descender con el extremo de una cuerda el dedo de un ahorcado (preferentemente inocente) hasta un barril de cerveza, la cerveza aumentaba en volumen y en calidad. Y Heine añade: «Aufgeklärte Bierwirte pflegen ein rationaleres Mittel anzuwenden, um das Bier zu vermehren aber es verliert dadurch die Stärke».1 No conozco nada más insoportable que la ironía continua, sin fisuras, sin descanso, que no te deja tiempo para respirar, y menos aún para reflexionar. La ironía, que debería ser delicada y ocasional..., ¡vuelta grosera, es decir, automática! Incluso ella está condenada a degenerar, a seguir la ley común. Todos esos profesores, Heidegger a la cabeza, que viven como parásitos de Nietzsche, y que creen que filosofar es hablar de filosofía. Me recuerdan a esos poetas que se figuran que la misión de un poema es cantar la poesía. Por todas partes el drama del exceso de conciencia: ¿se trata de un agotamiento de los talentos o de un agotamiento de los temas? De los dos, seguramente: falta de inspiración que corre pareja con falta de materia.

Desaparición de la ingenuidad; demasiado malabarismo, habilidad, en las cosas capitales. El acróbata ha suplantado al artista, el mismo filósofo no es más que un pedante que se menea. M.F. dice que la importancia de Nietzsche proviene del hecho de que fue uno de los primeros en estar interesado en muchos dominios (filología, psicoanálisis, política, etc.). ¿Qué decir, entonces, de Hegel? Contrariamente, él se ciñó a un dominio mucho más limitado. Spengler tiene razón cuando afirma que la época de los grandes filósofos, que abarcaron todos los dominios, ha terminado, que la filosofía se ha especializado como cualquier rama de saber. Condición esencial si se quiere pensar: abstenerse de reflexionar sobre la filosofía. En la calle, una fiebre extraordinaria se apoderó de mí: ¡cuántas cosas me quedan por decir! No estoy perdido, puesto que soy capaz de experimentar sensaciones tan fuertes, tan raras. «Quizá sea el último de los hombres, pero no le reconozco a nadie el derecho de juzgarme.» Pienso en Erwin Reisner, filósofo auténtico, muerto desconocido, y en ese otro, impostor, al que se alaba por todas partes. Pero ¿para qué detenerse en esas evidencias de siempre? El mérito solo es recompensado cuando se encuentra en un ambicioso sin escrúpulos. Y cualquier hombre de valor que ha triunfado es eso. Es una sensación bastante curiosa pertenecer a un país sin monumentos, a un país cuyo único recurso es el futuro, y que quizá no tenga más futuro que pasado. Si bien puedo hacer bastantes cosas sin convicción (y casi toda mi existencia cotidiana se desarrolla de esa manera), me es imposible, en cambio, escribir sin creer en ello, por simple ejercicio o por necesidad. Todo lo que he escrito (no hablo de mis cartas, a estas no les doy ninguna

importancia y, además, la mayoría solo fueron dictadas por la cortesía), todo lo que he escrito, todo lo que he publicado, corresponde a lo que efectivamente pensaba en el momento en que lo concebí. Es curioso ese respeto por la pluma, dadas mis disposiciones escépticas. Debería, si fuera consecuente con algunas de mis ideas, no detenerme ante nada, afirmar cualquier cosa y apoyar cualquier causa. Si puedo mentir en la conversación, no puedo hacerlo ante la hoja en blanco: me es imposible ser cortés al escribir. Por lo visto tengo un fondo de honestidad, de ingenuidad, en cualquier caso. Los escrúpulos de un cínico... sería más que el título de un libro, sería el estandarte de mi carrera. Tirando del equívoco. 18 de septiembre, una de la mañana Desesperación atroz. Vengo de pasar la noche con unos amigos; todo ha ido bien, y sin embargo ni siquiera tengo fuerzas para desvestirme, querría tirarme al suelo y llorar. 19 de septiembre. Los demás no tienen la impresión de ser impostores, y lo son; yo... yo lo soy tanto como ellos, pero lo sé y sufro por ello. (Por haber buscado lo verdadero, era inevitable dar con lo falso y descubrirlo en todos los actos de los demás, y en los propios.) Tener buenos modales es saber disimular las alegrías y las penas, no hacer nada que pueda suscitar en un tercero envidia, desprecio o enternecimiento. La única parte interesante de una doctrina de salvación (ya se trate de religión o de política, no tiene importancia) es la parte destructora. De nuevo la desolación y ese regusto a ceniza que impregna todo mi ser. Me reprochan mi esterilidad, cuando ella es mi razón de ser y mi título de gloria. Solo valgo algo porque escribo poco. A mi postura filosófica le repugnan los desarrollos. En cuanto me explico, me liquido a mí mismo. X, de éxito en éxito, se ha vaciado completamente; se ha hundido en sus éxitos. Para seguir siendo nosotros mismos, no tenemos que plegarnos por nada del mundo a la imagen que los demás tienen de nosotros. Incluso

conocidos, incluso célebres, debemos vivir como si solo existiéramos nosotros y... Entre la mística y el «nihilismo» la diferencia es puramente verbal, quiero decir que cualquier experiencia de la nada es de orden místico. 20 de septiembre. Alguien llama a la puerta. Miro por la mirilla. No abro. Es D.L., que nunca telefonea antes. Esas visitas inesperadas me ponen enfermo, equivalen a una violación de domicilio, a una profanación de la soledad. Solo podemos engañar a la Angst* con lecturas frívolas o técnicas; con nada, en cualquier caso, que afecte al «alma». No consigo comprender cómo, en vista de mi pasión por los paisajes, he podido despotricar tanto de esta tierra. Los biombos, de Genet. Una opereta al revés. Me fui en el entreacto, asqueado, decepcionado, exasperado: ¡menuda idea, ir a ver ese espectáculo tan «parisiense»! ¡Menuda idea, también, ir al teatro! Hay un montón de «placeres» que ya no significan nada para mí. A decir verdad, todo lo que es espectáculo me aburre. (Aburrimiento por aburrimiento, sigo prefiriendo una obra de teatro a la lectura de una novela.) Rabí Mijal confesó un día a sus hijos: «La bendición de mi vida es que jamás necesité nada antes de tenerlo». (Cuentos jasídicos) 21 de septiembre. Esa opereta indecente de Genet... ¿Cómo explicar que se admitan todas esas palabrotas, todo el arsenal de la vulgaridad y de la oscuridad, sin que nadie se inmute por ello? Es únicamente por el desgaste del lenguaje: esas palabras han perdido toda su frescura, toda su virulencia, han sido demasiado empleadas, y todavía se emplean demasiado en la conversación. Apenas hay expresión referente a la sexualidad de la que no se pueda hacer uso en sociedad. En otra lengua, la que sea, una obra como la de Genet sería completamente intolerable. En rumano, imposible. En francés, todo está vaciado de su contenido, ya ninguna palabra conserva su

valor de imagen. Así que ya no choca nada, ya nada es indecente. ¿Qué decir de una lengua en la que nombrar tal acto o tal órgano no es más grave que decir tenedor? Cada día me propongo no ver a nadie más, no aceptar ya ninguna cita. Y luego el teléfono suena, y alguien al que me es imposible despachar sin más la toma con mi tiempo, quiere apoderarse de él y robármelo. Cuando eres extranjero en medio de una nación que has adoptado por las buenas o por las malas, ya no ves, después de algún tiempo, más que sus defectos, y te vuelves ciego para las virtudes que esos defectos suponen. Ya no distingo más que los lados negativos de los franceses. Sin embargo, empiezo a volver a ser equitativo con ellos desde que mis compatriotas me acosan: ¡sus defectos son mucho peores que los de los franceses! Nadie es más religioso que yo. Ni menos. Estoy a la vez más cerca y más lejos de lo Absoluto que nadie. A juzgar por los jóvenes, asistimos a la nietzscheanización de Francia. Desde hace años solo escribo sobre las virtudes de la Indiferencia, y no pasa un día sin que atraviese una crisis de violencia que, no reprimida, justificaría un internamiento. Por suerte, esos debates vehementes se desarrollan entre yo y yo, pero, a decir verdad, siempre a causa de alguien. Todavía no soy capaz de odios imaginarios; mis delirios no carecen de objeto. Ver a toda una sala admirando de oficio, a todos esos jóvenes que tienen miedo de tener una opinión, miedo sobre todo de que no les guste lo que tiene que gustar. Es para preguntarse si la gloria en París no está por debajo, cualitativamente, de la de cualquier otro lugar, y si las ganas de ser conocido aquí no son muestra de alguna dolencia. Un apasionado que no sabe dónde poner sus pasiones, a qué engancharlas.

Si todas las horas que dedico a los demás las empleara en conocerme mejor, el camino hacia la verdad, hacia la verdad con respecto a mí mismo, estaría despejado. Mi malestar cada vez que me preguntan qué hago. La gente todavía no ha comprendido que soy inapto para el «hacer», que para mí se trata simplemente de dejar pasar el tiempo, en realidad de pasar con él... Pensado de nuevo en la utilidad del enemigo. Pero tiene que ser un buen enemigo, es decir, que se ocupe de nosotros sin parar, y enteramente dispuesto a señalar, a divulgar el menor de nuestros fallos. Tarde o temprano, uno tiene que extraer las consecuencias de sus ideas, es decir, pagar. Y es entonces, y solamente entonces, cuando la obra se vuelve contra su autor. Pienso en S.B., quien se parece cada vez más a sus personajes: es el desquite de estos; ellos lo obligan a decaer, a caer tan bajo como él los había hecho caer a ellos. He hablado bastante de la imposibilidad teórica de vivir; ahora me parece que esa imposibilidad tiene toda la pinta de haberse vuelto práctica. Pero ¿no lo ha sido siempre? ¿Cuándo he estado en el ajo, en el mismo ser? Mi escepticismo no es más que la transcripción teórica de mi neurastenia. La prueba de que, por hablar como Rivarol, la probidad define la lengua francesa es que el subjuntivo abunda en ella más que en otras. El francés o el respeto de la incertidumbre. 23 de septiembre. Anoche él estaba, digamos, borracho. Habló, en un tono medio jovial, medio serio, de su «obra». Mi obra por aquí, mi obra por allá... En el fondo, todos los escritores están en el mismo punto, y eso es lo que los pierde. Son prisioneros, esclavos obnubilados de lo que han hecho. No se lo pueden creer. «Tengo una obra», eso es lo que todos repiten sin cesar. Y, sin embargo, la manera más segura de arruinar esa obra, de echarla a perder, es pensar en ella sin parar. Hay que escribir para decir algo, no

para realizar una obra. Todo se degrada si se hace con vistas a un libro. No hay nada como lo que se piensa para uno mismo, como lo que no se dirige a nadie. Me es absolutamente imposible saber si me tomo o no en serio. El drama de la indiferencia es que no se puede medir su progreso. Avanzas en un desierto, y nunca sabes por dónde vas. Pienso en H.M., que finge ignorar lo que se escribe de él, pero que en realidad está al corriente de todo. Su soledad misma es una estrategia; con la apariencia de vivir en otro planeta, gana constantemente en este. A propósito de él se puede citar esta conocida frase sobre ya no recuerdo quién: «X es un ermitaño que conoce el horario de los trenes». El otro día hablábamos del éxito de algunos autores con las mujeres. Una joven, citando el nombre de X, se sorprendió de que alguien se pudiera acostar con él, aunque lo admirara. No podía concebir el acto físico con semejante gordo, abotagado, congestionado. Creo haber encontrado una respuesta. Un escritor que ha triunfado, que es célebre, pasa por ser un conquistador. Y X lo es; ha vencido en una batalla, ha aplastado a sus adversarios. Vence, y dicta sus condiciones. Esa es una vieja ley, a la que las mujeres son inconscientemente sensibles. Por parte de estas, se trata en este caso del consentimiento a la violación. Cuando los defensores cedían, la ciudad era entregada al enemigo: aunque las mujeres lo odiaran, lo admiraban en su fuero interno. Había ganado. El escritor horrible físicamente ejerce el mismo tipo de fascinación. Él también, a su manera, es dueño de la Ciudad. Siento pasión por la Indiferencia. El Éxtasis es lo que todo el mundo busca por todos los medios... y el único que es auténtico solo se obtiene mediante la renuncia. La renuncia no es un «medio»; la renuncia lo es «todo».

De vez en cuando me escribe un joven. No sé qué responder. Siempre es a propósito del Breviario. Por más que haya «hecho» varios libros, solo se conoce uno; los otros, que quizá sean mejores, no los quieren porque son menos histéricos. El lirismo desenfrenado se toma por fuerza, y se confunde retórica con energía. No quiero hacer ninguna concesión a mis lectores, no quiero seguir mi propio juego para complacerlos. La ventaja de no haber tenido éxito es poder seguir imperturbable el propio camino, no ser detenido por el camino con peticiones o recriminaciones. No se traiciona a nadie, salvo a esos pocos lectores que no quieren o no pueden seguirte, que se han quedado con cierta imagen de ti, de la que no quieren separarse. Avancemos sin ellos. Además, me daría vergüenza tener una clientela. El discípulo es mi pesadilla. Jamás perdonaría a los que me imitaran. Prefiero a un enemigo que a un compañero. Y lo que detesto por encima de todo es reconocerme y verme en alguien. Llamamos a alguien «viejo amigo» cuando constatamos que ya no tenemos nada que decirnos. En cada encuentro me doy cuenta de que ya no tengo casi nada en común con la gente a la que frecuento, debería decir con los hombres en general. No hay diferencia fundamental entre una vieja amistad y una vieja pareja: en los dos casos, el mismo desgaste, la misma nada. Por todas partes se me reprocha que no produzca nada, cuando en mí se postula la esterilidad; ella es incluso mi modo de «realización». El hombre que más me deprime es el satisfecho de sí mismo. No comparto sus razones, su éxito no me parece tal, que se vanaglorie de él me parece ridículo o demente, aunque todos lo consideren legítimo. Es porque para mí cualquier éxito exterior es peor que un fracaso, y siento lástima de cualquiera que se eleve sobre el mundo.

Cuando estoy en vela hasta bien entrada la noche, me visita mi genio malo, como a Bruto le visitó el suyo antes de la batalla de Filipos... Un amigo que no es sincero, y que no nos sondea más que para espiarnos, es peor que un verdugo. Regla general: cualquier amigo es envidioso. Prácticamente envidia hasta nuestras derrotas. Cuando me gusta alguien, casi siempre es por sus derrotas, y solo a veces por sus éxitos. 24 de septiembre. Desde hace diez días hace tan buen tiempo que la idea de estar en París es un suplicio constante para mí. Toda la mañana he rumiado los reproches que ayer me hizo M.E.: «¿Qué ocurre?», «¿Por qué ya no escribes?», etc., etc. Debería haberle respondido que, en total, Wittgenstein solo escribió la cuarta parte de lo que yo he producido, y que, con relación a él, a E., W. no fue —si el número de libros fuera el único criterio— más que un miserable fracasado. Pero me callé, puesto que estaba visiblemente demasiado contento consigo mismo para poder soportar sin reaccionar la más mínima insinuación hiriente. Me he impuesto la concisión; los amigos, en lugar de agradecérmelo, no dejan de imputármelo como un crimen. Lo que ha hecho M.E. conmigo en las últimas tres semanas lo he merecido, aunque solo sea como castigo por lo que hice con Mircea Zapraţan, en Sibiu, hace una treintena de años. Durante toda una noche, le reproché que desperdiciara sus talentos en los bares, que no leyera ni escribiera nada, que fuera un Zongoramester1 (?) en el burdel de Tilea; como un verdugo, me ensañé con él, creyendo que hurgar en la herida era una acción caritativa, que iba a ayudarlo a enmendarse, etc. A las cinco de la mañana prorrumpió en sollozos. Ese fue el único resultado de mi requisitoria. Pensaba que actuaba como un amigo: en realidad, no fue más que un ejercicio de

crueldad; me serví de él para dar libre curso a mi necesidad de afirmarme impunemente por medio del sarcasmo. Lo que me ocurre ahora es justo, y haría mal en quejarme de ello. Respecto a la muerte, solo hay que citar a los antiguos..., los cristianos han falseado su sentido. ¡Qué chapucero, ese Salvador! 24 de septiembre. Visita de R.F., profesor de francés de la Universidad de Búfalo. Origen polaco. Sus padres murieron en Auschwitz. En 1942 fue deportado. Tenía doce años. En una estación, saltó de un tren y montó en otro de mercancías. Cuando su tren (con los deportados) partió, lo embargó la angustia; se encontró en un vagón lleno de sacos de patatas. Se alimentó con ellas...; huyó a Toulouse, donde trabajó en una granja. Tras la Liberación se fue a América, donde trabajó en todos los oficios... Me dice que está contento, que tiene una bonita mujer, que le gusta América, que le pagan bien..., lo contrario de lo que cuentan la mayoría de los intelectuales americanos de origen europeo, casi todos amargados. Lo que una buena naturaleza puede operar: él, que debería haber estado desesperado, no lo está en absoluto. Se nace feliz o desgraciado. El encanto de la poesía contemporánea reside en la arbitrariedad absoluta de la imagen. Para imponernos eficazmente la modestia, tendríamos que recordar siempre que todo lo que nos ocurre es en el fondo un acontecimiento solo para nosotros. «Entonces, ¿estás resignado?», me pregunta E.I. «No, pero tengo accesos de resignación.» ¡Todo lo que mi pasado tiene de futuro irrealizado! El grito es lo que mejor concuerda con mi naturaleza, pero he perdido la costumbre y las ganas de gritar. En las antípodas del lirismo. Mis únicas relaciones con la poesía se deben a mi deseo de llorar, él mismo, sin embargo, bastante raro y cada vez menos exaltante.

25 de septiembre. Pasada la medianoche. Hace un rato, mientras daba mi paseo alrededor del Luxemburgo, pensaba que hay una inclinación a la negación extremadamente acusada en mí y que todos mis otros gustos, en primer lugar el de la mística, se derivan de ella. Todo me aburre, excepto cuando se trata de destruir este mundo. Lo más difícil para mí es hacer proyectos y creer en ellos. Si hago alguno de vez en cuando, es únicamente por razones prácticas. Un papa que perdería la fe y que desertaría del Vaticano tras una profesión pública de ateísmo... Intentado releer a Susón, a Taulero e incluso algunos textos de Eckhart (El libro de la consolación divina); no he podido; es una forma de mística que he superado. Ese dios demasiado personal del cristianismo ya no me dice nada, ni tampoco ese fervor directo, lírico y casi erótico que tanto me gustaba en otra época de mi vida. Después de haber frecuentado durante algún tiempo el budismo, es imposible volver a las cursilerías cristianas (excepto el Maestro Eckhart, a pesar de lo que acabo de decir). Necesitamos algo más impersonal y también más radical, diría que más definitivo... Imposibilidad de escribir. Retrocedo ante todos los temas. Sin la cuasi permanencia de mis males físicos caería en un marasmo digno de ser envidiado por el más experto de los faquires. Henri Thomas me contó, hace mucho tiempo, que en un cementerio normando vio una tumba con la inscripción «X, nacido el... muerto el...», y debajo: Propietario. Leído un artículo sobre la destrucción del gueto de Varsovia. El heroísmo judío que ahí se despliega se acerca al de la lucha contra Adriano, Vespasiano y Tito. Un intervalo de casi dos mil años. ¡Qué vitalidad! Pienso en X, un monje amigo mío que venía a París para ver a su notario.

¡Valéry reprocha a Nietzsche que hubiera sido en exceso un hombre de letras! Él, Valéry, quien, pese a sus aires desdeñosos, ¡no era más que eso! Campanas. Son tan extrañas en París... A través de ellas, el pasado se lamenta al mismo tiempo que envía una advertencia al presente y un requerimiento al futuro. Procrastinación. La pasión por el aplazamiento llevada hasta la manía. Solo respiro cuando dejo las cosas para más tarde. Pero esa sensación de libertad es efímera; se convierte pronto en remordimiento, y yo me desespero por no haber hecho lo que debería haber hecho aun sin creer en ello. Ese escritor que, desde hace años, evoca en su crónica semanal la hora de su muerte, lo que no le impide actuar como partidista y ceder a humores de chismoso. La idea de la muerte no nos mejora; multiplica y agrava nuestras dificultades ya existentes y nos vuelve aún más inaptos para resolverlas. Lo vemos fácilmente en aquellos que están obsesionados con ella: todo les es más difícil que a los demás. ¿Por qué? Porque piensan en la muerte, mucho más que en su muerte. Pensar en la propia muerte a veces vuelve bueno; la mayoría de las veces, mezquino; se comprende: analizamos nuestros intereses personales, nos preocupamos de nuestra persona, nos hundimos en terrores sin alcance metafísico..., mientras que la muerte en general puede afectar mucho más el curso de nuestros pensamientos. Es todo el intervalo que separa la contemplación de una tumba y la de un cementerio. Cuando mi mente se descuelga de las palabras, ¿cómo funciona entonces? ¿Cuál es su identidad? ¿Quién es? ¿Existe todavía? Mi maldición: me gusta tomar un libro en las manos, y siempre siento alegría cuando abro uno, sea cual sea. Pero no tengo biblioteca: es mi salvación.

Tengo la suerte de que puedo evitar leer los libros de los que se habla. Los hojeo, es cierto, años después, cuando se han cansado de ellos. La decepción de esos viejos engañados la comparto a menudo, pero no siempre. Me es imposible precisar mi sentimiento con respecto a mis libros. Son míos, y, sin embargo... Estoy obligado a pensar en ellos y a juzgarlos, puesto que me hablan de ellos; pero ¡cuánto más libre, cuánto más yo mismo no sería si no existieran, y si el tiempo empleado en escribirlos lo hubiera dedicado a distanciarme alegremente del mundo y de mí mismo! He superado todas las cosas una por una, pero no he superado el universo; he superado el universo, pero no las cosas. De esas dos proposiciones, ¿cuál es verdad? ¿Cuál expresa el estado en el que estoy, la etapa que he alcanzado? No lo sé, no lo sé. Solo hay que escribir y sobre todo publicar cosas que hagan daño, es decir, que recordemos. Un libro debe remover heridas, incluso suscitarlas. Debe estar en el origen de un desasosiego fecundo; pero por encima de todo un libro debe constituir un peligro. He turbado a algunos seres, no he salvado a ninguno. A menos que la turbación sea un síntoma de salvación. 29 de septiembre. Por fin respiro: el mal tiempo ha vuelto. El deseo de parecer inteligente aumenta las capacidades de una inteligencia. Cualquier vanidad estimula. Los que están desprovistos de ella permanecen por debajo de sí mismos, dejan inexplotada una parte de sus dones. (Hace un rato me he encontrado por casualidad con X, a quien no veía desde hacía años. Hemos pasado poco más de una hora juntos, tiempo que él ha aprovechado para fanfarronear; pero, a fuerza de intentar decir cosas interesantes sobre sí mismo, lo ha conseguido, en parte, por supuesto.

Habría sido infinitamente más aburrido y penoso si solamente se hubiera dirigido a sí mismo elogios razonables. Al exagerar, ha rozado el ingenio, e incluso ha estado a punto de tenerlo.) Ya no hay más que jóvenes. Hijos subvencionados, nacidos del subsidio familiar. Tienen algo irreal: carne por dinero. Soy de la opinión de que esa carne no vale nada. Antes se engendraba por error o por necesidad; hoy, para cobrar suplementos y para pagar menos impuestos. Ese exceso de cálculo no puede dejar de perjudicar la calidad del espermatozoide. Si me he apasionado tanto por la suerte de los alemanes y de los judíos es porque, con la misma fatalidad, todo lo que emprenden se vuelve contra ellos. Siempre han sido víctimas de lo que más aman. Ni los unos ni los otros son diplomáticos. (La fatalidad en los judíos: desempeñaron un papel considerable en el advenimiento del comunismo, se adhirieron a él con un fervor casi religioso; en cuanto se instaló en alguna parte, los rechazó al cabo de algún tiempo. Así que siempre han pagado caros sus entusiasmos, como los alemanes sus sueños de poder.) Sobre Susana Soca1 «Dioses que moran más allá del ruego la abandonaron a ese tigre, el Fuego.» (Borges) Verhängnis («fatalidad», «decreto de la Providencia», «cosa funesta»), la palabra que más me gusta de la lengua alemana. Después de un mes con buen tiempo, cielo cubierto. Me encuentro bien en compañía de las nubes; cuando las veo deslizarse por encima de mí, siento que rozan mi cerebro. Lamentación y escarnio..., las dos actividades para las que tengo más aptitudes.

En la guerra de Troya hay tantos dioses en un lado como en el otro. Esa es una visión justa de la que los modernos son incapaces, estos quieren que la «razón» esté en un solo lado. Homero era mucho más objetivo. Todo lo que compete a la biología justifica con la misma fuerza la admiración y el cinismo. 2 de octubre. Jackson Mathews me ha llevado esta mañana a la iglesia rusa de la calle de Daru. Impresionado, conmovido por el servicio, por las voces. Es la primera vez en mi vida que he sentido algo de orgullo por ser ortodoxo. Su sonrisa interminable. Era experto en el «Para qué». (La neurastenia es el automatismo del para qué.) Si hay algo justificado en este bajo mundo es justamente esa cantinela interrogativa. Le he escrito a un teólogo japonés que vive, al parecer, en un lugar solitario que lo peor que nos ha pasado tras la pérdida del paraíso es la pérdida de la soledad. ¡Cómo envidio a ese hombre, que seguramente no debe de conocer el azote de las visitas! 3 de octubre de 1966 Me he encontrado con Beckett esta noche hacia las once. Hemos entrado en un bar. Hemos hablado de esto y de lo otro, de teatro y después de nuestras respectivas familias. Me ha preguntado si estoy trabajando. Le he dicho que no, le he explicado la nefasta influencia que tiene el budismo, que no dejo de frecuentar, en mis actividades de escritor. Toda la filosofía hindú ejerce sobre mí efectos anestésicos. Y luego le he dicho que he llegado a extraer las consecuencias de mis teorías, que me he convencido a mí mismo de lo que he escrito y que me he convertido en mi discípulo. Y que si quisiera volver a ser escritor tendría que hacer el camino inverso al que he recorrido.

No sé, pero debía de haber algo triste y penoso en mí, puesto que, cuando nos hemos despedido, Beckett me ha dado dos palmaditas en el hombro, como se hace con alguien que se cree perdido y para demostrarle simpatía, al mismo tiempo que se le quiere dar a entender que no debe preocuparse, que todo va bien. En realidad, merecía piedad y aliento. ¡Qué desarmado estoy en este mundo! Y lo más grave es que no veo por qué no hay que estarlo. 4 de octubre de 1966. Anoche le dije a Beckett que el grueso, el inmenso volumen de Sartre sobre Genet era un fenómeno tan monstruoso como Auschwitz. Lo poco que hago es a pesar de lo que sé. ¿Mi saber sería mi enemigo? No mío, pero seguramente de mis actos. No tengo vocación de faquir, aunque, de manera absoluta, la catatonia me parece un extremo deseable y legítimo. La actitud metafísica por excelencia... El hombre que medita debería imitar a algunos reptiles y enroscarse alrededor de sí mismo, indefinidamente. He despotricado tanto de la vida, que ahora, para hacerle justicia, no puedo encontrar ninguna palabra que no suene a falso. Pienso de repente en esa película sobre la carrera de Churchill. En ella vemos, hacia 1924, algunas escenas de la vida alemana de la época, particularmente una manifestación nazi: Hitler aparece ahí en primer plano, y parece totalmente un loco de psiquiátrico, con la mirada perdida, la cara tensa y enloquecida, el rostro muy abierto. Una bala que lo hubiera abatido habría salvado millones de vidas. Pero la Providencia protegió al monstruo y lo colmó de días... Respecto a todo lo que es importante, empezando, como es debido, por Dios, solo se puede tener una actitud equívoca. Esa amiga inglesa que trabaja en la autobiografía. Eso no tiene ningún sentido. Cualquier obra, ¿es otra cosa? Un escritor objetivo es aquel que camufla su yo; el subjetivo lo despliega. Pero uno y otro no hablan, en

última instancia, más que de sí mismos. Un escritor que hable de otra cosa que no sea él mismo comete un abuso. Lo que más me gusta son los suspiros impersonales, los dolores que no tienen nombre. No conozco expresión más cargada de sentido que la de «golpeado por el Destino», por un dios completamente anónimo, por un dios sin cabeza pero que se escribe con mayúscula para mostrar bien a quién le quita el sitio. Vanini..., ese filósofo libertino que acabó en el cadalso en 1618 (?) en Toulouse, que simuló la fe e hizo apología de varias religiones y, dentro del cristianismo, de varias órdenes..., por puro interés y también para poder socavarlas desde dentro. En fin, un verdadero napolitano. Tengo muchas ganas de leer sus Diálogos. Un filósofo decapitado por ateísmo. Durante siglos, las personas han luchado y han arriesgado su vida para liberarse de Dios. Y nosotros, en mitad del siglo XX, añoramos las cadenas que Él representaba y no sabemos qué hacer con una libertad por la que no hemos hecho ningún sacrificio, que no hemos conquistado. Somos los herederos ingratos del ateísmo heroico, los epígonos de la revuelta, un montón de rebeldes que deploran secretamente la desaparición de las «supersticiones», de los «prejuicios» y de los antiguos «terrores». 4 de octubre de 1966 Cuando echo una pequeña cabezada en mitad del día, tan pronto como me despierto me pongo a canturrear algunas cancioncillas de música cíngara húngara. Eso me vuelve a sumir al instante en plena Europa central y desentierra más de un recuerdo. El violinista, el actor, el conferenciante, etc. Me parece inconcebible que un hombre que se respete a sí mismo pueda desear y aceptar aplausos. Podemos pensar en la muerte todos los días y «perseverar en el ser»; no sucede lo mismo si pensamos sin cesar en la hora de nuestra muerte; aquel que solo tuviera presente ese instante cometería un atentado contra todos

sus otros instantes. Borges escribió un poema sobre el tango. Lo comprendo. «¡Que me den mi tango diario!», tengo ganas de gritar. Llevo dentro de mí una Argentina secreta. No sé por qué me preocupo tanto por la traducción de mis libros. Mis traductores (excepto Marthiel) siempre parecen hacerme un favor, una concesión: traducen a cualquiera, pero, cuando se trata de mí, siempre es lo mismo: se diría que hacen un sacrificio, que pierden dinero por darme a conocer. Para mí todo eso es extremadamente humillante, y he acabado por hartarme. Si mis libritos valen algo, se traducen un día; si no, ¿por qué luchar por ellos? De todos modos, no me reportan nada: ni dinero ni ninguna otra cosa. Liquidemos esos problemas, que me exasperan y me amargan inútilmente. ¡Guardaré mi hiel para una mejor causa! Adiós a la renuncia. El deseo renace eternamente de sí mismo. Es una locura imaginar triunfar sobre él. Es de la naturaleza de las enfermedades incurables. El deseo es INCURABLE. Acabo de (re)leer «Paleontología», en la edición de octubre de la NRF. Ese texto, que yo creía que era malo, lo es mucho menos de lo que pensaba. Solo es claro en apariencia; en realidad, metí en él bastantes cosas y, al leerlo, me ha parecido fatigoso. Seguramente lo es, en efecto. Si hay un fracasado de lo absoluto, soy yo. Lo digo con todo el orgullo necesario. Allí donde el hombre seguramente ha innovado es en el miedo; él es lo que él ha moldeado, diversificado, transfigurado y agravado. Su invención más original es el miedo sin razón, el miedo continuo, a cada paso, el miedo que socava el espíritu (o que emana, mejor dicho, de un espíritu socavado).

No conozco a nadie (ni siquiera a E.I.) que esté más dañado que yo en su sustancia. Existir se reduce en mi caso a un triunfo constante sobre mí mismo. Quizá le haya cogido gusto a ese combate y a esas victorias. Puesto que no veo cómo podría explicar de otra manera la duración de mi carrera. 5 de octubre. Esta tarde, durante mi paseo habitual alrededor del Luxemburgo, no he dejado de canturrear estribillos españoles, por lo visto bastante fuerte, puesto que todo el mundo se volvía. Estaba en una de esas crisis en las que la exaltación puede con la depresión. Desde fuera debían de tomarme por un loco o, probablemente, por un feliz (no de la tierra sino de Dios sabe qué). Y en cierto sentido era feliz. Puesto que pude revivir mentalmente toda esa noche en Talamanca en que me levanté súbitamente hacia las tres o las cuatro de la mañana para ir a las abruptas rocas que están suspendidas sobre el mar para acabar con todo. Estaba en pijama, con un impermeable negro encima; y me quedé algunas horas sobre esas rocas, cuando la luz vino a ahuyentar mis negros pensamientos. Pero, incluso antes de la salida del sol, la belleza del paisaje, esas pitas en el camino, el sonido de las olas, el cielo, por último, todo eso me pareció tan bello que mi proyecto me pareció nulo y sin efecto y, en cualquier caso, precipitado. «Si todo es irreal, este paisaje también lo es», me decía. «Es posible, es incluso cierto», fue mi respuesta; «pero esta irrealidad me place, me seduce, me consuela.» La belleza no es una ilusión completa, es una ilusión mermada, un comienzo de realidad. 6 de octubre de 1966. Seis horas de caminata por la región de Dourdan bajo un sol soportable para mí. Todo el tiempo, sensación de estar satisfecho, de no desear nada más, de no esperar ya nada de las cosas ni de nadie puesto que todo me había sido dado. ¡Qué contraste entre ese delicioso cansancio físico y el sombrío trabajo intelectual! Solo estoy contento cuando estoy nivelado con la naturaleza. Gente mucho más dotada que yo me pide cartas de recomendación para diversas fundaciones extranjeras. ¿Desde cuándo los mendigos tienen que avalar a aquellos que no lo han sido nunca?

Me defiendo cada vez más de los peligros de la poesía. Evoluciono en el sentido contrario al del Breviario, cuyo mal estilo, contaminado por la lectura de los románticos (ingleses sobre todo), es para mí un perpetuo reproche. No ceder a la tentación del lirismo, desprenderse del tufo nietzscheano, a eso es a todo lo que aspiro; por otro lado, lo he logrado en parte. La necesidad de rigor puede en mí con la histeria; más exactamente: quiero que esa necesidad se imponga. Giza acaba de casarse en Argentina. Tengo que escribirle unas líneas para felicitarla, yo, que considero el matrimonio una institución pura y simplemente abominable. Pero hay que ser caritativo e intentar imaginar la felicidad con los ojos del prójimo. Convertir mis repugnancias en normas, fastidiar a los demás con mis imposibilidades, es propio de un maleducado; eso es lo que he sido toda mi vida. Siempre me he llevado bien con los pocos españoles a los que he conocido: todos estaban un poco locos, y su locura era real, no era ni fingida ni literaria; en pocas palabras, no tenía nada de parisiense. Que yo sepa, no se ha insistido lo suficiente en la importancia del suicidio en Dostoievski. Es, sin embargo, después del humor, el aspecto que más me llama la atención en él. 8 de octubre. Es un poco antes de medianoche. Angustia. Siento que es de origen orgánico y que no tengo ningún poder sobre ella. Humillación de no poder desprenderme de ella, de ser arrollado por ella. Mi cuerpo es mi dueño. Me doy cuenta de ello durante mis crisis, sean de la naturaleza que sean. Cualquier intensidad corresponde en mí a una modificación en el organismo, a una perturbación que se produce en él y que a menudo se transforma en desequilibrio..., en un desequilibrio a veces positivo. Cualquier neófito es un aguafiestas. En cuanto alguien se convierte a lo que sea, hay que dejar de frecuentarlo. La convicción como factor de ruptura.

No sé cómo es posible, pero para mí todo es difícil, cada acto, el más elemental, alcanza las proporciones de un problema. Nací en la incomodidad, vivo en ella, persevero en ella: ella es mi condición natural. Nada más normal para mí que estar incómodo, que estar al margen y fuera de todo. 9 de octubre. Domingo por la tarde. Depresión que se eleva hasta el cielo. Un diario (Tagebuch) quizá impida trabajar; en cambio, es útil, reemplaza provechosamente a un amigo. Ya es algo poder arreglárselas sin confidente. Esta mañana, de nuevo en la iglesia rusa gracias a Jackson Mathews, que va todos los domingos. He sentido de nuevo la beneficiosa influencia de esas voces profundas, llegadas de otro tiempo. En cierto sentido, es como un regreso a mi infancia. No tengo fe; ¿la tenía sin embargo entonces? Me parece que fui despojado de ella en todas las épocas de mi vida. Eso no quita que sea, a pesar de todo, una tentativa para volver a mis orígenes. Me ejercito en encontrarme a mí mismo. Mi Lebensgefühl:1 todo lo que sucede no es más que un juego insensato, apenas realzado por alguna vaga intención demoniaca. (Todo lo que emana del Demonio tiene un sentido, aunque sea negativo, un objetivo, aunque sea destructor. Arrastro demasiadas dudas tras de mí para poder creer sinceramente o en el Bien o en el Mal, para inclinarme ante la soberanía de uno o del otro.) «Siento que estoy en tal estado que, si tuviera la cabeza bajo el agua, no sé si daría una patada para salir a la superficie.» (Keats, en una carta del 1 de junio de 1818 a Benjamin Bailey) Si las cartas de Keats son tan bellas, quizá las más bellas de la literatura inglesa, es porque todas ellas están marcadas por la proximidad de la muerte.

En París, la única manera de seguir siendo uno mismo es no interesarse por las cosas que aquí ocurren. Tan pronto como uno se pone al día con la ciudad, está perdido. Si pese a todo tengo cierta idea de mí, es porque consigo afrontar los días con la visión que tengo del futuro. Presiento, siento, sé la suerte que le espera al hombre, hacia qué destinos se encamina este, y, sin embargo, logro arrastrarme mal que bien. Me parece, por el contrario, que otro no lo conseguiría, que solo yo puedo resistir a esa visión. Me halago a mí mismo, tal vez. Pero ¡si adivinaran lo que yo adivino! Inanidad del Progreso: cualquier nueva adquisición supone una pérdida, un abandono, un rechazo de la cosa a la que reemplaza. El beneficio casi nunca compensa la pérdida. Pero ese falso beneficio es inevitable, atrae a todo el mundo, nadie osa despreciarlo, de manera que es muy cierto decir que el Progreso es fatal, pero fatal como lo es una enfermedad, una calamidad, un siniestro. (La electricidad fue recibida como una bendición; sin embargo, la mayoría de los horrores que sufrimos se derivan de ella. Cuánta razón tenían los campesinos de nuestro país al considerarla, en el momento en que se la impusieron, una obra del Diablo.) La Francia «atrasada» de preguerra está a punto de desaparecer; se moderniza vertiginosamente, a costa de su genio. El verdadero orgullo es tan raro que merece que nos prosternemos ante él siempre que lo encontremos. Soportamos los humores de alguien pero no sus pretensiones. Cualquier cosa importante, éxito o fracaso, que nos pasa solo es importante para nosotros, no olvidemos nunca eso si queremos comprender el comportamiento de los demás respecto a nosotros. Lo que es un acontecimiento para nosotros es una bagatela para nuestros amigos e incluso para nuestros enemigos. La única manera de evitar la infatuación o la acrimonia es considerar que precisamente nada importante podrá

sucedernos, que lo que nosotros llamamos «acontecimiento» no es más que un accidente más o menos irrisorio. Todo eso es simple, evidente y, sin embargo, irrealizable, ya que lo propio del individuo es hacer una montaña de todo: regocijarse y sufrir es magnificar cosas sin importancia, es inflar fruslerías. El poeta que dijo las cosas más profundas sobre la poesía fue Keats, en sus cartas. Infinitamente más lúcido que cualquiera de sus contemporáneos, incluido Coleridge, o incluso que los románticos alemanes, Schlegel y Novalis inclusive. Por inclinación natural soy dado al resentimiento; cedo a él a menudo y lo rumio, y solo paro cuando recuerdo que he envidiado a algún sabio, que incluso he deseado parecerme a él. 11 de octubre. Dos de la mañana. Silencio casi total. ¡Ah, si toda esa gente perseverara indefinidamente en su sueño! ¡O si el hombre volviera a ser el animal mudo que fue! Me gustaría la ingenuidad sin restricción alguna si siempre se pudiera distinguir de la estupidez. La impertinencia es el rasgo esencial del parisiense, y seguramente del francés en general, salvo cuando olvida que es francés; lo que le ocurre a veces. Escribiré en mi puerta: Cualquier visita es una agresión. O: No entres, sé caritativo. O: Cualquier rostro me molesta. O: Nunca estoy. O:

Maldito sea el que llame. O: No conozco a nadie. O: Loco peligroso. Me sorprende la cantidad de pesados que se arrastran bajo el sol. ¿Qué decirse uno a otro? «Protege mi soledad», tengo ganas de gritar. Por no haber sabido defender la suya, muchos amigos han acabado como fantoches, como pingajos, como caricaturas. La tristeza lleva al desvarío. Eso ocurre con cualquier estado del que no se puede salir, incluida la alegría. (Aunque, a decir verdad, no puede haber alegría permanente, mientras que la tristeza lo llega a ser fácilmente y casi de manera automática. La alegría excesiva y duradera está más próxima a la locura que la tristeza grave. Es porque esta se justifica mediante la reflexión e incluso mediante la simple observación, mientras que la otra participa del delirio. Es imposible estar alegre por el puro hecho de vivir; es normal estar triste tan pronto como se abren los ojos. La percepción como tal puede conducir al desengaño: casi todos los animales están tristes... Ya únicamente parecen estar alegres los ratones.) El acto menos espiritual es crear una obra y consagrarse a ella. A menudo me parece inconcebible que los grandes místicos hayan escrito tanto, que hayan dejado un número tan importante de libros. Seguramente creían glorificar con ellos a Dios y nada más, lo cual solo es verdad en parte, puesto que en ellos hablan menos de Él que de sí mismos. No hay ninguna fórmula, ningún pensamiento que, analizado, examinado a fondo, no se haga añicos. Deberíamos recordar eso siempre que estemos contentos con cualquier hallazgo. En el orden del espíritu, la primera reacción es de orgullo; la segunda, mucho más importante, de modestia. Por norma general, nos limitamos a la primera.

Cualquier hombre que no ha muerto a tiempo muere dos veces. La ocurrencia es la muerte del pensamiento. 14 de octubre. Ayer, larga conversación con un guarda de caza cerca de Bordes (a cuatro kilómetros de Cernay). Me cuenta que el bosque se ha convertido en algo increíble, que hay parejas que, a plena luz del día, se desnudan completamente en él, que ha sorprendido a varias, como él dice, «haciéndolo». Está resentido con esas parejas porque tiene una hija de dieciséis años que se ha topado varias veces con amantes en plena actividad. Por venganza, ha hecho varios atestados. Al parecer, una vez, un industrial le ofreció cien mil de los antiguos francos para que no diera curso al asunto. Él no aceptó: el industrial fue condenado a dos meses con suspenso de sentencia; la mujer, a un mes. Otra vez, un señor fue a suplicarle que retirara su atestado, porque su mujer, madre de dos jóvenes alumnos de instituto, había sido sorprendida con su amante en el bosque. «¿Qué dirían mis hijos si se enteraran?» La cosa había sucedido así: el guarda de caza iba vestido de paisano. Vio a la pareja más o menos desnuda, les echó la bronca. El hombre le dijo que eso no era asunto suyo. En ese momento, fue a coger su uniforme y su escopeta y regresó. La pareja le suplicó, él fue inflexible. Fue el marido, el cornudo, quien había ido a suplicarle para evitar el escándalo. Era demasiado tarde. Lo grave es que ese guarda de caza, que parece un buen tipo, le haya cogido gusto a ese tipo de espectáculo; seguramente acecha a las parejas, mira lo que ocurre en el interior de los coches detenidos en pequeños senderos. Se ha vuelto voyerista. ¡Con qué voluptuosidad me repetía cada vez: «Atentado contra el pudor»! Eso le excita, por lo visto. Sin embargo, tiene buena cara, y seguramente no es malo, pero probablemente es vicioso. La casa en la que vive con su mujer y con su hija está en medio del bosque, bastante lejos de la ciudad. Debe de aburrirse en ella. Y se divierte a expensas de esos desgraciados parisienses que no quieren correr el riesgo de cometer adulterio en un hotel. No saben lo que les espera en el campo. Es increíble que la ley conceda semejantes atribuciones a un pobre diablo, que, con un simple atestado, puede destruir una carrera e incluso una existencia.

Debería tener el derecho de cobrar una multa, pero no de entregar a inocentes a la justicia, aunque sean industriales. Pero la gente de pueblo no tiene más corazón que la otra. Hölderlin no fue a visitar Grecia. Cuando uno quiere resucitar dioses muertos, no debe frecuentar el suelo que ellos pisaron. Solo los puede hacer revivir de lejos. El turismo corta cualquier vínculo viviente con el pasado. Mi mayor placer, cuando tengo que tratar de un tema, es leer libros que no guardan relación con él. Eso me da una sensación muy viva de libertad..., análoga a la de un alumno que engaña a su profesor o que escapa de alguna vigilancia molesta. André Breton..., falso espíritu revolucionario, presumido distinguido, el contemporáneo que más en serio se tomó a sí mismo. Creía que sus peleas con los amigos eran objetivamente acontecimientos. Supo ser alguien con una obra mediocre. Se es escritor porque no se ha podido ser orador... (Según mis teorías, los tartamudos deberían ser todos unos genios...) Tener pretensiones por lo menos es algo, es querer ser más que otro. Así pues, hay una pizca de drama detrás del penoso juego del pretencioso. Cada uno cree que lo que hace es difícil, que no es apreciado en su justa medida, etc., etc. El otro día, en el campo, cuando le dije al guarda de caza «Su trabajo es agradable», me lanzó una mirada furiosa. «¿Agradable?», me dijo, como si lo hubiera insultado. «No es eso lo que quería decir. Es duro pero agradable.» En ese momento se calmó. La fórmula le gustó; repitió en voz alta: «Duro pero agradable». 16 de octubre. Esa especie de largo puente de metal que han erigido a lo largo de la orilla, frente al Louvre, es de una fealdad insoportable y he sentido su horror como un insulto personal. No sabía que me gustaba tanto esta ciudad.

Los médicos de Francia son aceptables; los de Alemania, nulos. La vida solo es posible en los países que tienen talento para la mediocridad. Ahí el promedio de vida es excelente. Quizá sea eso la civilización. Un pensador solo interesa si oculta dramas o vergüenzas. La prolijidad de Kierkegaard. Sensación muy nítida de que no puede parar, desbordado como está por un flujo verbal a veces insoportable (para el lector). Pero el patetismo salva todo eso. La prolijidad es el mayor pecado... intelectual. Platón mismo no estuvo exento de ella. Solo la evitamos cogiendo tirria a las palabras o, mejor aún, imponiéndonos la pereza. Lo que se escribe sin pasión acaba aburriendo, aunque sea profundo. Pero, a decir verdad, nada puede ser profundo sin una pasión patente o secreta. Secreta preferentemente. Cuando leemos un libro, percibimos muy bien dónde ha tenido dificultad el autor, dónde se ha esforzado y ha inventado; nos aburrimos con él, pero, en cuanto se anima, un calor beneficioso, aunque se trate de un crimen, se apodera de nosotros. Solo habría que escribir en estado de efervescencia. Desgraciadamente, el culto al trabajo lo ha arruinado todo, sobre todo en arte. La superproducción, verdadero azote, funesta para la obra, para el autor, para el mismo lector, proviene de ese culto. Un escritor solo debería publicar, en el mejor de los casos, la tercera parte de lo que ha escrito. Solo puedo emprender algo haciendo abstracción del futuro. En cuanto pienso en él, pierdo todos los papeles. Tan inconcebible me parece. Saint-Simon llamó a Madame de Maintenon la «sultana frustrada». 17 de octubre. Mi madre me escribe que ha caído en una melancolía que «según dicen», añade, «es la de la vejez». ¡Ah, esa arteriosclerosis familiar! Me siento expuesto a ella, pese a la dieta que sigo. La herencia es el tipo de fatalidad más terrible que hay. Y pensar que nuestra suerte y, lo que es más

grave, nuestras ideas, la dirección que estas debían tomar, estaban todas ahí, virtualmente, en la cita de un espermatozoide y un óvulo... Eso es para desanimarse. Recordarlo en los momentos en que nos tomamos demasiado en serio. En el cristianismo, la ascesis es inconcebible sin la fe; el yoga no sería posible en él. El ejercicio puro, la disciplina en sí, indiferente a todo credo, participa, para el cristiano, de la aberración o del nihilismo. Nos hacemos una idea de nosotros mismos; esa idea es pura locura, puesto que nadie la suscribe y ni siquiera la comprende o la imagina. Sin embargo, vivimos con ella, y ni siquiera sospechamos que no viene a cuento, excepto a trompicones, en esas lagunas, en esos intervalos que rompen por un instante la continuidad de dicha locura. ¿Se trata entonces de lucidez? ¿O de una locura aún mayor? ¡Benditos sean mis fracasos! Les debo todo lo que sé. 17 de octubre. Esta tarde, a propósito de una tontería (conflicto con un restaurador griego de al lado), me he encolerizado más allá de todo lo que se pueda uno imaginar. Llegar a eso, ¡qué vergüenza! Cualquier violencia es sufrimiento. Hay que compadecer a un hombre que pierde el control de sí mismo: se expone demasiado a menudo al ridículo. Y el ridículo es sufrimiento, precisamente. Mi admiración por Talleyrand. Un hombre consecuente consigo mismo, que no creía en nada y que lo demostró. Toda su carrera: un hábil juego entre convencidos o marionetas. Elevó al rango de arte la falta de escrúpulos. Engañó y traicionó a todo el mundo; al mismo tiempo, le fue más útil a Francia de lo que lo fueron aquellos que se creían y eran sinceramente patriotas. «Instante y causa. Lo discontinuo en el pensamiento filosófico de la India», tesis bastante notable de Lilian Silburn, está dedicada a Buda, ni más ni menos. Es como si se le dedicara a Jesús una tesis sobre la filosofía en la

Edad Media. 18 de octubre. En el plano espiritual, cualquier sufrimiento es una oportunidad..., en el plano espiritual solamente. Durante horas he estado dando vueltas en la cama; esperaba sacar partido de esa vigilia forzada, encontrar alguna verdad a la que agarrarme o de la que pudiera alardear un poco: ha sido inútil. En el mercado, una mujer horrible, con cara de águila, ha empezado a gritarme porque acababa de pasar entre ella y el estand. «No es usted educado. Un caballero no debe pasar por delante de una mujer, etc.» Ha insistido. Debilidad increíble por mi parte, que he tratado de justificarme y me he puesto tan nervioso como la buena mujer. En ese momento, como siempre, sensación de malestar físico. Definitivamente, solo accederé a la indiferencia cuando esté muerto. «El acto no va con el hombre»..., verdad de las Upanishads, contrariamente al budismo, que se funda en la soberanía del acto. El megalómano es un hombre que dice en voz alta lo que cada uno piensa de sí mismo en voz baja. Lo que significa el vicio. Hoy, cuando iba a la biblioteca del 6.º, me había propuesto devolver los libros sin coger otros para, desembarazado de ellos, poder trabajar mejor. Cuando he llegado a la biblioteca, he rebuscado durante una hora para precisamente llevarme otros. Furia atroz cuando he visto que no hay nada que hacer, que, al ser mi vicio la lectura, tengo que satisfacerlo a toda costa. Necesito la presencia material de libros en mi casa, libros prestados; hasta donde alcanzan mis recuerdos, siempre ha sido así, en todas las ciudades en las que he vivido, en Rumanía, en Alemania, en Francia. Por otra parte, es inútil querer corregir un vicio cuando es tan inveterado; deshacerse de él sería tanto como suicidarse. El mayor error que se puede cometer con alguien es atacarlo en lo más íntimo, en lo más duradero, en lo más él mismo que tiene: su vicio. Al contrario, hay que

favorecer ese vicio o bien no hablar de él; pero denunciarlo es convertirse en enemigo mortal del que es propenso a él. Ya que ese vicio no es algo externo, adventicio, sino interno y, por así decir, inmanente, dejémoslo prosperar en nosotros y en el prójimo, puesto que no hay manera de arrancarlo de nosotros. Un vicio profundo es inextirpable; si no lo fuera, sería reemplazado por otro peor. Ninguna curación. «Afortunadamente», estaría uno tentado de decir. Porque cualquier vicio es una certeza. La prueba de ello es que colma perfectamente una existencia, y satisface las más difíciles. Lo malo está en la acumulación, en la posesión. Al menos, en ese plano, la suerte me ha protegido. Cualquiera que disponga de bienes ya no es él mismo, sobre todo si es él quien los ha amasado, puesto que se apegará a ellos mucho más que si los hubiera recibido como herencia, debido al trabajo y a las preocupaciones que le habrán costado. No son las fortunas adquiridas, son las fortunas heredadas las que uno despilfarra. Mirad el careto de aquellos que han triunfado, que han sufrido, quiero decir. No descubriréis en ellos el más mínimo rastro de piedad. Están hechos de la madera de la que está hecho un enemigo. He vuelto a sumirme en el budismo, cuyo veneno es demasiado fuerte y demasiado seductor para resistirme a él. Sin embargo, me había prometido no tocar más Oriente. 18 de octubre de 1966. Una de la mañana. Muerte de mi madre. Me he enterado por un telegrama que ha llegado esta noche. Ha cumplido su tiempo. Desde hacía algunos meses daba señales inquietantes de extrema vejez. Sin embargo, esta misma mañana he recibido una postal suya del 8 de octubre que no reflejaba ningún debilitamiento mental. En ella decía que era presa de una melancolía que según dicen, añadía, es la de la vejez. Esta noche estaba J.M. en mi casa; celebrábamos su cumpleaños. Alguien ha llamado; no he abierto. Unos minutos más tarde he ido a ver si había alguna nota o algo. Nada. Una hora después, al ir a buscar un libro, he visto un telegrama que habían deslizado por debajo de la puerta. Antes de abrirlo ya sabía lo que contenía. He entrado sin decir una palabra de lo que

había pasado. Hacia las once, sin embargo, J.M. me ha dicho que se iba, que yo debía de estar cansado, que estaba pálido. No obstante, he ocultado lo mejor que he podido mi pena, y creo haber estado muy alegre todo el tiempo. Pero un trabajo secreto debía de operarse en mí que se me traslucía en el rostro. Todo lo bueno y lo malo que tengo, todo lo que soy, lo tengo de mi madre. He heredado sus males, su melancolía, sus contradicciones, todo. Físicamente, me parezco a ella rasgo por rasgo. Todo lo que ella era se agravó y se exasperó en mí. Soy su triunfo y su derrota. 19 de octubre. La joven literatura francesa de hoy recuerda a malas traducciones de textos embrollados. Traducciones del alemán. Fenómeno nuevo en literatura: en ella se puede emplear cualquier palabra, forjar cualquier sandez lingüística. En la cantidad hay necesariamente hallazgos. Después de tres siglos de lenguaje mutilado (por culpa de la Academia y de Racine), de lenguaje perfecto y pobre, la lengua vuelve a la libertad que conoció en el siglo XVI. Debería haber continuado en Montaigne. ¡Qué fracaso cuando se piensa que de él se llegó a Voltaire! Ni el inglés, ni el alemán, ni el español (el ruso menos aún) han sufrido la censura de una institución ni han sido víctimas de la superstición del «gusto». Son lenguas que se han desarrollado naturalmente como un árbol o como una melodía. El francés, lengua de invernadero desde el siglo XVII, está emancipándose; vuelve a ser salvaje. Pero ¿no es demasiado tarde? ¿Puede todavía tener un destino? Es lícito dudarlo. Por lo menos vuelve a ser vivo y libre como lo era en sus comienzos. 19 de octubre. La muerte de mi madre es como mi muerte, puesto que ella me ha transmitido todas sus dolencias. Sé a qué atenerme respecto a mi futuro. En mi familia hay una propensión al desánimo; de todos nosotros, nuestra madre aguantaba mejor, ella era la más intrépida. Además, ¡con qué tenacidad ha resistido a la muerte!

Imposible alejar mi mente de lo que debe de estar pasando en Sibiu. Los míos, casi todos reducidos a la miseria, reuniendo todo lo que necesitan para salvar las apariencias, es decir, para prepararle a nuestra madre unas exequias decentes. Ante la muerte, ¿cómo decir «eso me pertenece», «eso es mío»? ¿Cómo decir yo? Ante ella todo es impostura, todo; quizá ella misma no sea más que la impostura suprema. Con mi estado de salud, es increíble que haya podido durar tanto tiempo. Siempre estoy enfermo, desde los diecisiete años. Toda mi vida no ha sido más que sufrimiento y reflexión sobre el sufrimiento. Ese reúma, ese hormigueo perpetuo en el nervio ciático y ahora en todos los nervios, esos dolores con el cambio de tiempo, esas noches pasadas retorciéndome en la cama como una serpiente alcanzada por yo no sé qué maldición..., a veces estoy muy harto de todo eso a pesar de mi sed, de mi insaciable sed. No se puede discutir con el dolor físico. Mi madre ya no sufre. Es como si no hubiera sufrido nunca, existido nunca. Lo que más me humillaría es tener el éxito de este y de aquel, ver publicarse estudios, libros sobre mí. Soporto infinitamente mejor el estado de desconocido, que es el mío, que lo que ganaría con aquella situación: tener un nombre bien consolidado..., no conozco derrota más penosa. La obsesión por la tumba me ha quitado las ganas de gloria; de esta solo conservo la idea y, vagamente, el gusto. Para mí es una imposibilidad que no lamento y que, si fuera posible, me deshonraría ante mí mismo. 19 de octubre. Le he escrito a mi hermano que la muerte de nuestra madre ha sido una liberación e incluso una solución. Esta última palabra es del todo horrible, tanto más cuanto que se podría creer que es una solución para nosotros, cuando, por supuesto, solo lo ha sido para mi madre.

Esta mañana, justo en el momento en que debían de enterrarla en Răşinari, la princesa G. me ha tenido media hora al teléfono para pedirme información sobre la posibilidad de traducir al inglés las «memorias» de su marido. Podría haber cortado por lo sano y haberle dicho que tenía otras preocupaciones, pero incluso prefiero ese tipo de conversación a las frases convencionales con las que me habría obsequiado si le hubiera dicho que estaba de luto. Doreen, una amiga inglesa que se cree que tiene cáncer o que realmente lo padece, acaba de telefonear para decir que pasará dentro de dos horas para despedirse. Deja definitivamente París para irse a Niza. ¿Qué voy a decirle? ¿Cómo evitar lo falso, las mentiras, la piedad? Nunca deberíamos hablar a los demás de lo que nos afecta profundamente. Los problemas de salud, de dinero, así como los duelos, tendrían que ser desterrados de una vez por todas de la conversación. ¡Qué falta de caridad! Eso sería quitarles a los hombres el placer de quejarse, el mayor de los placeres. Lo incomprensible en los judíos, en gente tan fina, tan refinada, es su empeño, es ese lado conquistador que siempre me ha llamado la atención en ellos y que no deja de maravillarme y de desconcertarme. Comparado con ellos, cada vez que trato con uno veo mi abulia en todo su horror, en toda su gravedad. Ya lo he dicho en otra parte, pero siento la necesidad de repetirlo, tan real, tan importante, tan impenetrable me parece ese rasgo. Ahí es donde debe de residir la clave de su larga peregrinación. 20 de octubre. Recibido de mi hermana una postal del 12 de octubre, por lo tanto seis días antes de la muerte de mi madre, en la que dice: «Uneori are o indiferenţă pentru toate».1 La visita de Doreen. Tiene tanto encanto e ingenio, y su inglés es tan bello, que ha sido un verdadero placer. Su manera de hablar de su enfermedad, como si fuera a la vez algo grave y una tontería, suscita admiración. Además, ¡cuando cuenta alguna anécdota! Nadie le pone un énfasis igual. Es conmovedor de... finura.

Intentado releer a Bloy, sus Diarios. Es apasionante al principio, luego penoso. El automatismo de la injuria, del chantaje, de la pose sobrenatural (si puedo decirlo así) es cansino a la larga. Sin embargo, encontramos en él acentos que son solo suyos. Una agresividad única. Lo leí hace exactamente treinta años, en 1936, en Sibiu, durante mi servicio militar. Un capitán, Alexius, tenía toda su obra o casi: veintidós volúmenes. Los leí todos, creo. No encuentro mi entusiasmo de entonces, pero sería injusto hablar de decepción. Resiste mucho mejor que muchos de sus contemporáneos a los que aún se lee. La sabiduría es dejar las cosas como están. Cada vez que he intentado remediarlas, me he sentido peor, debido a complicaciones imprevistas y, a decir verdad, imprevisibles, inherentes a cualquier cambio, incluso para bien. Todo llega demasiado tarde para algunos: nacieron póstumos. Mi madre ha muerto en una cuasi desesperación; mi padre, en una desesperación completa. (Hay que ser justo: su destino, comparado con el de aquellos que murieron en campos de concentración, parece, es envidiable: los dos murieron con un montón de años... y de enfermedades.) Mi facultad de enternecerme no está completamente embotada. Mi cinismo es superficial, verbal, abstracto. Cuando hago daño, ¡soy tan torpe! Novato en el arte de perjudicar... en la práctica, lo repito, puesto que en la teoría me siento capaz de competir con el Demonio. El heroísmo es pueril. Hay que mirar más allá. Mi mala costumbre de escribir solamente bajo el efecto de la «inspiración» es la causa de que haya llegado a una edad en la que uno ya ha dejado tras de sí una obra y yo no pueda presumir de haber producido una. Ni mucho menos. Fragmentos, ese es el resultado de tantos años de trabajo diferido. Pero eso estaba escrito en mis huesos, en mi sangre...

Bloy cita el lema de un viejo reloj de sol: «Es más tarde de lo que creéis». La tristeza vacía, sin pensamiento, existe, pese a los aires profundos y raciocinantes que finge, no, que le son naturales. Tarde por la noche, cuando uno ya no sabe qué hacer con su vida ni con su muerte. He querido ser olvidado y lo he conseguido sin dificultad. 21 de octubre. Es totalmente extraño el efecto que me ha producido una carta de mi madre que envió el 12 de octubre y que no he recibido hasta hoy, tres días después de su muerte. Como un mensaje desde más allá de la tumba. Es, cosa singular, la única carta desde la primavera en la que no me da noticias de su salud, ni se queja de sus dolores de cabeza. ¡Bah! 22 de octubre. Para mí, la felicidad es estar fuera, caminar. Sentado, soy presa de un irreprimible nerviosismo. El hombre no fue hecho para estar atado a una silla. Pero quizá no merezca nada mejor. Una originalidad que no viene a cuento, eso es lo que tengo ganas de decir de la mayoría de los escritores de los que se habla. La muerte de mi madre ha removido todo mi pasado: se ha reanimado de repente. A semejanza de los muertos, yo también dejo mi vida tras de mí. La muerte de un ser querido se siente como un insulto personal, como una humillación que se agrava por el hecho de que no sabemos a quién culpar: a la Naturaleza, a Dios o al mismo difunto. Es cierto que estamos resentidos con este último y que no le perdonamos fácilmente que haya elegido esa opción. Podría haber esperado aún, consultarnos... Solo dependía de él que siguiera viviendo. ¿Por qué esa precipitación, ese apresuramiento, esa impaciencia? Aún estaría vivo si no se hubiera apresurado tanto hacia la muerte, si no le hubiera dado su consentimiento con tanta ligereza.

Me han contado el caso de una mujer, sorda desde hace treinta años, que acaba de recuperar el oído tras una operación y que, aterrada por el ruido, ha pedido que le devuelvan su sordera... Le resulta imposible dormir, su vida es una pesadilla. Le ha pasado lo que le pasaría a cualquier hombre que hubiera muerto hace, digamos, cincuenta años y al que se resucitara. Pediría otra vez su tumba. Eso me ha recordado lo que me dijo un día Henry Corbin: tras ponerse el aparato, fue a la ventana; retrocedió horrorizado ante el jaleo que se elevaba de la calle. Ese día estuvo contento, casi feliz, de estar aislado del mundo exterior. 22 de octubre. Dos de la mañana. Regreso de mi habitual paseo alrededor del Luxemburgo. Acceso de ????1 La Nada como fondo de todo, la no realidad esencial de este mundo, incluso de los afectos. ¿Qué es un ser? ¿Cómo se puede llamar ser a una figura condenada necesariamente a la ruina, inestable y frágil de una manera absoluta? No, no hay en ninguna parte nada a lo que podamos agarrarnos. ¿Es posible que ya no valgamos? Sí, es posible. Miro al lecho como única salida. Volvamos a caer en la inconsciencia, regresemos a una época anterior a las preguntas, anterior al hombre, anterior al mayor error de la naturaleza. Acabo de terminar el Diario de Bloy. (Cochons-sur-Marne, El invendible). Decepción, irritación. Definitivamente, no encuentro el entusiasmo de hace treinta años. Se dijo de él que «deshonraba la pobreza». La expresión es acertada. Es que también, ¡menuda idea, por mi parte, releer a un... panfletista! La rabia automática, la impertinencia por sistema, la calumnia, el veneno, la epilepsia ininterrumpida por parte de alguien que pretendía la santidad y que no era más que un hombre de letras, un maniático dotado, un gritón excepcional. Como escritor, a veces es extraordinario, en la invectiva, evidentemente. ¡Qué lástima que no haya cuidado sus adverbios! La mayoría de las veces son inútiles o intolerables. Pero, al fin y al cabo, fue alguien, y no se ha hecho mejor desde entonces en el género gruñón.

24 de octubre. Acabo de darme cuenta de que X, un viejo amigo, como suele decirse, se comporta conmigo como un trapacero, de que en el fondo quiere hacerme daño, de que me envidia aunque yo a su lado sea un mendigo. Cometo un error al preocuparme por eso, después de haber denunciado tantas veces las ilusiones de la amistad. Por muy desengañados que estemos, conservamos un lado ingenuo, no coincidimos con lo que sabemos. 25 de octubre. La exposición Vermeer en el Orangerie. Mi reacción ante la Vista de Delft (que ya conocía) ha sido, como siempre ante las cosas exaltantes: la depresión ha quedado atrás, es menor, hay que superarla... Esa luz, esa gloria íntima en Vermeer te hace olvidar todo lo infernal que puede haber en este bajo mundo. 26 de octubre. Seis horas de caminata entre Étampes y Dourdan. Souzy, Villeconin, Breuillet, Étréchy. Casi nadie en los caminos, entre semana. Después, ¡qué felicidad entrar en un pequeño pueblo sin ruido, sin niños, sin señales fastidiosas de vida! Todo lo que he escrito es producto de la depresión. Pero no siempre vivo sumido en la depresión, así que mis escritos solo dan una imagen incompleta de lo que soy. He gastado mi alegría en la vida, en las conversaciones; no ha quedado para mis libros: a ellos les he reservado toda la hiel que poseo. Solo puedo escribir bajo la presión de mis humores negros; disminuyen en cuanto extraigo de ellos alguna fórmula. No se trata en mi caso ni de filosofía ni de literatura, sino simple y llanamente de terapéutica. Eso quizá sea agradable y útil para mí, no para el lector. ¡Se trata justamente del lector! Sobre Madame de Staël: «Había en su alma demasiados hábitos apasionados para no haber amado mucho, demasiada imaginación en su espíritu para no haber creído a menudo que amaba». (Madame de Rémusat) Desde hace muchos años, por la mañana al despertar, sensación de una estepa en lugar de cerebro.

En un libro sobre Talleyrand se habla de su «sed de desprecio»..., que me parece el rasgo más destacable del personaje. En materia de absoluto, no he superado el estadio de la tentación. Mi hermano se sorprende (o se maravilla) de que mi madre, una vez muerta, conservara la sonrisa. «Pe faţa imobilă a mamii era un zâmbet care m’a uluit. Părea că a murit fericită.»1 Es porque, efectivamente, debió de morir feliz. Fue liberada de sus sufrimientos, encontró lo que buscaba, aunque no deseaba conscientemente la muerte. Pienso, muy al contrario, en la máscara de Rolland de Renéville: en ella se traslucía un horror, un terror, un retroceso; es porque él no quería de ninguna manera morir, y porque no tenía motivo para quejarse de la vida. La muerte no podía aportarle nada. Por eso todo su rostro expresaba el desconsuelo. 3 de noviembre. Nieva. La ciudad está completamente blanca y enterrada. ¡Cómo comprendo la abulia rusa, la aciaïnia, a Oblómov, la kátorga y a la Iglesia ortodoxa! Debe de estar nevando también en Răşinari, sobre la tumba de mi madre. Anoche vi, lo que se dice ver, esa tumba y a mi madre tendida en su pequeño ataúd. He pensado en el poema de Emily Brontë «Remembrance». No olvides diferenciar entre frenesí y prolijidad. No encuentro verdadero frenesí entre los escritores actuales; en cambio, encuentro una inflación verbal a prueba de bomba. Un «falso problema», así llamamos a un problema que ha dejado de interesarnos. Cuando recibo un libro de máximas, de notas, de fragmentos de cualquier orden, mi primera reacción es de exasperación... y la segunda también.

París..., ciudad en la que habría algunas personas interesantes a las que ver, pero en la que se ve a cualquiera menos a ellas. Aquí nos crucifican los fastidiosos. 5 de noviembre. Escribir un diario es adquirir hábitos de chismoso, observar naderías, detenerse en ellas, dar también demasiada importancia a lo que te pasa, descuidar lo esencial, hacerte escritor en el peor sentido de la palabra. Es muy malo escribir sobre alguien. Hay que interesarse por los problemas, o si no por el sentido oculto de las experiencias que vivimos. No siento que tenga ningún vínculo con los escritores de hoy, de Francia al menos, me desapego cada vez más de la literatura en general. Me intereso definitivamente por otra cosa. Sensación de soledad total en París (a pesar de la gente con la que me encuentro, pero no son escritores). X, Y, Z, etc. ¿Cuánto les cuesta escribir sus libros? La vida, en sus momentos más bellos, no es, a lo sumo, más que un equilibrio de inconvenientes. Es fácil minimizar el papel del individuo en la historia. Sin embargo, si Hitler hubiera muerto durante el atentado de julio de 1944, ¡cuántas vidas se habrían salvado! ¡Millones! Una nación, la más seria de Europa, y la misma Europa, entregadas a un enfermo mental. Eso explica el retraimiento de ese rincón del mundo. Me horrorizaría ejercer alguna influencia; sin embargo, querría ser alguien... por mi ineficacia. Turbar los espíritus, sí; dirigirlos, no. De la mañana a la noche, romperse la cabeza por gente a la que se desprecia.

Cuando Rostopchín, el futuro autor del incendio de Moscú, joven oficial todavía, fue presentado a Suvórov, este, sin dirigirle la palabra, dio tres volteretas; luego, dirigiéndose a Rostopchín, dijo: «Señor, ¿cuántos peces hay en el Neva?». Rostopchín, sin desconcertarse, dio una cifra cualquiera. Suvórov, impresionado, le tendió entonces la mano. ... He ahí una de las mejores historias zen que existen. Acabo de leer, en un libro sobre santa Teresa, el capítulo sobre las sucesivas exhumaciones de la santa. Lo que me ha fascinado es el lado malsano de España, y ese país me ha gustado principalmente por sus obsesiones fúnebres. Muerta Teresa de Ávila en el convento de Alba, dos religiosas, según la tradición, «profanaron» la tumba de la santa para sustraerle el corazón. Es porque sabían que el cuerpo era reclamado por el obispo de Ávila. Lo cierto es que esas dos religiosas fueron «penitenciadas», y que desaparecieron en no se sabe qué convento o prisión. Tengo el gusto por el cadáver y sin embargo no me gusta el cristianismo. Cuando se pasa del cristianismo al budismo, la superioridad de este sobre el otro es aplastante. Simple y llanamente, hemos perdido el tiempo sometiéndonos a la Cruz. (Sin embargo, cuando pienso en el Greco, en Rembrandt o, si no, en el Maestro Eckhart, mi repugnancia por el cristianismo me parece excesiva, injustificada. ¿Qué hacer?) Hacerlo todo en la vida, excepto literatura. Se dice pronto: es porque precisamente eso es todo lo que se puede hacer. Cuando ya no me rebaje a ninguna pena... Pero eso es la muerte. La vida es la aptitud para la pena. Imposible dirigirse a alguien que está apenado, sobre todo si esa pena se comparte. «Ni la vida ni la muerte tienen ninguna importancia. Se trata solamente de salvaguardar las apariencias, puesto que no hay nada más

allá.» Eso es todo lo que he podido encontrar a modo de consuelo para mi hermana. Mejor habría sido que me hubiera abstenido. 8 de noviembre. Sala Gaveau. Recital de la clavecinista Zuzana Růžičková. Las Variaciones Goldberg. La primera vez desde hace por lo menos cinco meses que voy a un concierto. Entusiasmo y plenitud. 11 de noviembre. He mirado largamente el cedro del Líbano del Jardín Botánico. Su lugar no es ese. Me he complacido en imaginarlo en un segundo plano desértico. La presencia de otros árboles a su alrededor lo desmerece. 12 de noviembre. Paseo por el bosque de Rambouillet. Seis horas de caminata. Mañana soleada, después niebla divina. He leído en un libro —anticuado— sobre el lenguaje que una metáfora «debe poder ser dibujada». Todo lo «válido» que se ha hecho en literatura desde Rimbaud, siendo él el iniciador, es la negación de esa definición, que no se aplica, la verdad sea dicha, más que a los clásicos o a la literatura de inspiración didáctica. La metáfora coherente ha vivido. En un libro de gramática se define el pleonasmo como un exceso en la búsqueda de la «propiedad de los términos». Definición acertada. Con la lengua francesa entablé un combate que está lejos de haber terminado, que no lo hará jamás. ¡Con un enemigo así! Todo es sufrimiento en este bajo mundo, incluso el placer. El drama de formar parte de una nación improvisada. 16 de noviembre. Leído la biografía de Frederick Rolfe,1 el «barón Corvo», de Symons. Muy fuerte impresión. Ese Rolfe es nuestro maestro en decadencia.

He visto de refilón a V.G... y he fingido no verlo. ¿Mi asco por él está justificado? Me sorprenden mis indignaciones. ¡Qué importan los cabrones! Y, además, ¿quién es cabrón? De nuevo, ganas de rezar, de llorar, de disolverme, de no ser nada, de volver al cero inicial, anterior a cualquier nacimiento. El agua me parece inconcebible. Es como si la viera por primera vez y hubiera ignorado completamente hasta ahora su existencia. Redescubro el universo, renazco todos los días. Ojalá ese estado de revelación no esconda nada malsano. ¿Semejante virginidad «metafísica» puede, a mi edad, presagiar algo bueno? El hecho es que no deja de impresionarme la presencia de las cosas, su novedad, su carácter insólito, de nunca visto. ¿Un segundo nacimiento? O... Estoy frente a los elementos, los percibo como inmediatamente después de la Creación. Disimular los rencores, ahí está todo el secreto del hombre como es debido. No vengarse es la cosa más difícil, la más antinatural que existe. Pero, al vengarnos, nos ponemos exactamente a la altura de aquel al que queremos castigar. Vengarse o no vengarse..., toda la moral está ahí. No tiene otro problema. 18 de noviembre. Una revista provinciana me invita a colaborar en un número sobre el suicidio. Rechazo la invitación con unas líneas. Han extraído de ellas una breve frase y la han publicado en la cabecera del susodicho número, ¡como si la hubiera escrito expresamente! He aquí la frase en cuestión: «La idea del suicidio me ha acompañado en todas las circunstancias de mi vida graves o frívolas. Se trata, efectivamente, de una obsesión saludable al fin y al cabo, ya que me ha permitido hasta ahora resistir a la urgencia de destruirme».

Soy un gran aficionado a las biografías, como todos los que no tienen «vida». Byron es exasperante; pero hay algo intrínsecamente impuro en mí que hace que lo envidie siempre que leo un libro suyo. Mi lado sardónico, seguramente. Mis celos de Satán vienen de ahí también. Me habría gustado vivir en la época romántica, pero nuestro tiempo no me desagrada en exceso. Intentado en vano, por décima vez, leer en francés Holzwege.1 Me pregunto qué puede suscitar en un cerebro «joven» ese estilo exasperante, a menudo ininteligible, aparentemente profundo. En alemán no carece de belleza, aunque muestra una desmesura y una pretensión totalmente insoportables. Se puede leer el Diario de un escritor; son fragmentos en los que hay vida. Pero lo que puedo consumir cada vez menos son máximas, pensamientos, fórmulas oraculares que significan todo y nada. Cuando pienso que yo mismo he escrito eso, ¡me embarga el asco! ¡Olvidemos! 19 de noviembre. Tendré que decidirme de todos modos a escribir La noche de Talamanca, proyecto que abandoné vergonzosamente. 20 de noviembre. La plaza de los Vosgos, con sus árboles bastante pelados, de los que todavía cuelgan algunas hojas amarillas, nunca me ha parecido tan bella como hoy, y me decía al contemplarla esta tarde: «Rehabilita París». (Debería haber dicho, mejor: «Me consuela de París».) Hay un lado aberrante en el gnosticismo que me explica el interés que siento por él. Me he vuelto a poner con las Confesiones de san Agustín..., por enésima vez en mi vida. Me gusta y detesto a ese rétor. Pero, en fin, es algo así como escribir tus memorias dedicadas a Dios. Agradecer un libro que no se ha podido leer es una tarea a la que no consigo acostumbrarme, pese a una vieja práctica.

Solo las preocupaciones nos impiden a todos volvernos locos. Sin ellas, la existencia sería completamente infernal. Primero, son ellas las que nos impiden pensar en la muerte; luego... 23 de noviembre. Cuanto más intentamos distraernos de nosotros mismos, más corremos el riesgo de convertirnos en el único objeto de nuestros (propios) pensamientos. Cuanto más me horrorizan los hombres, a más tengo que ver. Pago caro ser libre, no tener una ocupación precisa. Mis obligaciones son otras tantas servidumbres. Tan alta es la idea que me hago de la soledad, que cada cita me parece una crucifixión. James Joyce. Correspondencia. Me conquistó por sus... problemas de salud. La banda de los enfermizos. Lo que hace que no me guste realmente Ulises es que está demasiado elaborado; es casi una novela... didáctica. Y luego le falta ese ritmo jadeante que encontramos en Dostoievski y en Proust. Lo extraordinario es haber concebido un libro semejante. La idea primera me infunde casi más respeto que la ejecución. Por otra parte, nunca he podido leerlo más que a trozos, y jamás íntegramente. Es una sarta de «chismes», un compendio de chorradas, las divagaciones de un cotilla universal. La única manera de salvar a las criaturas es amarlas en Dios, según la recomendación de san Agustín, que escribió una bella página al respecto, recordando la muerte de uno de sus amigos, adolescente. Cada vez que tengo que encontrarme con alguien, lo odio; después lo perdono. Es el efecto del alivio, pero también el remordimiento de haber sido injusto con él.

24 de noviembre. Muerte de mi hermana. Cinco semanas después que mi madre. Es mi hermano quien me lo dice en un telegrama redactado así: «Y nuestra hermana ha muerto».1 Mi hermana, muerta; mi cuñado, inválido; y mi sobrino, desamparado, perdido, incapaz de ocuparse de sus tres hijos. Heme aquí moralmente obligado a ayudarlos, a cubrir sus necesidades, yo, que siempre lo he hecho todo para no perpetuarme, para no tener herederos (?!), por una especie de horror instintivo a compartir las responsabilidades de todo el mundo, por un lado, y por una viva repulsión hacia todo lo que es futuro, por el otro. Y heme aquí ahora bien castigado, y puesto ante unas obligaciones que no me es posible esquivar. He ayudado a mi familia hasta ahora como un diletante; de ahora en adelante será más serio. Una nueva época comienza para mí. En los momentos de pena, ganas locas de trabajar. Síntoma sano en mí. 24 de noviembre. No me atrevo en absoluto a imaginar la desolación que debe de reinar en casa de mi cuñado. De mi familia ya solo quedamos mi hermano y yo. 25 de noviembre. Desde hacía casi dos años, mi pobre hermana se quejaba, en cada carta, de estar cansada, agotada. Esa cantinela se había vuelto insoportable para mí. Ahora ha encontrado el descanso. No puedo llorarla. No se puede llorar a alguien que ha soltado un fardo. Excepto mi madre, en nuestra familia todos hemos sufrido cansancio crónico. Cuando leo a Tolstói, lo prefiero a Dostoievski, y cuando leo a este, lo prefiero al primero. Para disminuir mi capacidad para sufrir, he recurrido al escepticismo. Hago de cada duda un antitormento. Es porque la duda, formulada, consciente, es un tormento superado, por lo tanto un remedio. 26 de noviembre. Hoy han debido de enterrar a mi pobre hermana, supongo.

Han pasado, creo, treinta años desde la última vez que la vi. Mi pena tiene necesariamente algo abstracto. ¿Cómo llorar por alguien cuya imagen apenas se conserva? Para encontrar realmente a mi hermana tengo que remontarme a mi infancia. 27 de noviembre. Ya casi no hay hojas en los árboles del jardín del Luxemburgo. Solo deseamos la muerte cuando nos encontramos más o menos bien; la tememos en cuanto estamos un poco enfermos. Medianoche. Paseo medio fúnebre alrededor del Luxemburgo. Pensado en las posibilidades de ayudar a lo que queda de mi familia. Los tres hijos de mi sobrino están prácticamente a mi cargo. ¡Y no tengo ningún ingreso real! Rezar indica cierto grado de desolación; pero todo eso no es nada comparado con la necesidad de que recen por nosotros. Esa es la desolación misma. Guanahani..., la isla en la que atracaron las tres carabelas de Colón el 12 de octubre de 1492. Los indígenas reciben a los forasteros con todas las atenciones posibles. Catorce años después, la isla estaba completamente desierta, los indígenas habían sido masacrados o deportados. 28 de noviembre. Esta tarde, en Saint-Séverin, una orquesta alemana ensaya para el concierto de esta noche. Una hora de Händel... Concierto para órgano y orquesta, concierto grosso (¿cuál?). Lo que me gusta de ese tipo de concierto es que se estudia una pieza, que se ensaya en ocasiones tres o cuatro veces. Acabamos impregnándonos de ella. Sensaciones que no puedo calificar, cualquier adjetivo aquí sería necesariamente pomposo. ... He encendido dos velas para mi madre y mi hermana... Ese placer, en Saint-Séverin, de escuchar una orquesta que interpreta para ti solo y para Dios..., puesto que en la iglesia no había nadie más. Y, además, esas sillas vacías tenían algo exaltante. Tenía la impresión de sentir, de

vibrar en el lugar de todos los que no estaban ahí. Puede no gustarnos Ulises. Pero después de él ya no podemos soportar las otras novelas. 29 de noviembre. Recibido esta mañana una postal de mi hermana. La escribió el 18 de este mes; seis días después ya no existía. Pienso de repente en aquellos días en los Cárpatos en que, en un silencio irreal, escuchaba el temblor de la hierba bajo una brisa imperceptible. Cuando las desgracias se repiten, nos volvemos poco a poco insensibles a ellas, y nos decimos que Job lo fue todo salvo un sabio. Espero llegar un día a ese estadio en que la palabra desgracia ya no tenga ningún significado ni ningún encanto para mí. Con algunas excepciones, mis «libros» solo hallan crédito en los fracasados, en los caídos, en los desheredados (mujeres sobre todo), en los adolescentes; en definitiva, en lo informe y en lo malogrado. La envidia no es un «sentimiento», sino un humor de base fisiológica, una reacción orgánica, tan involuntaria como una secreción. Lo mismo podría decirse de cualquier fenómeno llamado afectivo. La envidia solo existe entre hermanos, amigos, vecinos, entre gente de la misma categoría y del mismo valor. 30 de noviembre. Esta tarde me he quedado dos horas en la cama en una especie de letargo, durante el cual me he preguntado sin cesar si dormía o no. Los tipos a los que me parezco: Oblómov, Kirilov, Adolphe y... Pero en más cobarde, en más desesperado.

Una y media de la mañana. La eternidad anterior a nosotros y la de después solo se distinguen, dice Schopenhauer, por «el intermedio del sueño efímero de la vida». Esa banalidad «romántica», leída a esta hora, tras una vuelta a través de la ciudad, me ha conmocionado como una revelación. Todo lo que tiene relación con nuestra inconsistencia me conmueve automáticamente. El «romanticismo» está seguramente gastado, pero no es falso. Entre la nada y las glándulas lacrimales hay comunicación directa, al menos en mi caso. Cl.M., malentendido ridículo. En casa de E.I., en una cena, cuando le dije que su mujer no había cambiado (no la había visto desde su boda), él me respondió: «¿Qué quieres? ¡Once años no son moco de pavo!». Había entendido que su mujer había cambiado. Durante toda la cena no dejó de atacarme, de decir lo contrario de todo lo que yo decía; al final estallé, y lo dejé más o menos en ridículo. Lo curioso es que yo no haya hecho nada por restablecer la verdad. Podría haber enderezado la situación inmediatamente. Pero, en el fondo, el malentendido me venía bien, lo había elegido inconscientemente. «¿Qué hacéis en París?» «Nos despreciamos los unos a los otros.» Quizá Historia y utopía sea el libro que mejor me expresa. Un escritor no debe expresar ideas, sino su ser, su naturaleza, lo que es y no lo que piensa. Solo podemos hacer una obra verdadera si sabemos ser nosotros mismos. Quien haya sufrido una «crisis depresiva» siempre estará expuesto a ella, la llevará dentro de sí, y jamás se curará de ella. (A propósito de J.B., que me ha dicho que ya no lee mis libros porque ha salido de su «crisis depresiva».) Ser «deshonrado»..., muy bien. ¿Ante quién? Cuando uno se siente solo frente a todos, no puede perder su honor más que ante sí mismo, para sí mismo; a los demás no les reconocemos la condición de jueces.

Fuera de la muerte todo es impostura, lamento decirlo. Tengo que escribir esa Noche de Talamanca, pero no lo consigo. No estoy de humor para extenderme sobre el suicidio, aunque el tema no puede serme más familiar. La civilización es un mal, estoy seguro; pero es inútil e incluso ridículo repetirlo, después de tantos otros, tanto más cuanto que ese mal es inevitable y no tiene remedio. El hombre solo podrá curarse de él destruyéndose a sí mismo. 3 de diciembre. El contacto con la gente me desgasta. No puedo en absoluto comprender cómo los hombres de negocios, los políticos, los comerciantes se las arreglan para ver a tanta gente sin palmarla. Diez siglos de rigor, de metáfora coherente, de lenguaje esclerótico fueron abolidos en pocos años, gracias en parte al surrealismo, a la boga de Rimbaud, a las influencias de la ciencia. Es en ese estadio de lenguaje dislocado cuando es posible traducir por primera vez al francés a autores considerados hasta ahora intraducibles. 3 de diciembre. La idea de que existe un dios y de que responde si se le pide ayuda es tan extraordinaria que por sí sola puede servir como religión. No hay nada más humillante que pedir dinero, con el pretexto que sea. Suerte que hay sabiduría o cinismo para permitirnos triunfar sobre escrúpulos tan irrisorios. La única manera para mí de recuperar alguna confianza en el ser es dejar de frecuentar a los seres. Veo a demasiados, y por desgracia estoy demasiado desengañado con respecto a ellos. La mayoría son marionetas siniestras en cuyo trato no se permite ninguna ingenuidad. Así que mi tendencia al sarcasmo se acentúa cada día. Mi cuñado acaba de escribirme que mi hermana ha muerto, como mi madre, de una hemorragia cerebral.

En la esquela de defunción, esos «rămăşiţele pămînteşti» me golpean dolorosamente. ¿Cómo traducirlo? «Restos mortales» es plano; «sobras mortales», imposible. Yo lo traduciría directamente por «residuos mortales», pero ese no es el estilo de una esquela. 7 de diciembre. Leído algunas páginas de Bloy y algunas otras de las Conversaciones de Eckermann con Goethe. Cielo y tierra. Imposible imaginar espíritus más diferentes. Goethe es aburrido, pero finalmente fecundo; Bloy es divertido, pero decepcionante, no se saca ningún provecho de él. Un temperamento para sudamericanos. Esos presentimientos de éxtasis con los que no se sabe qué hacer y que, inexplotados, desaparecen sin dejar rastro. ¿Sin dejarlo? En cuanto envío un texto a una revista, solo tengo una idea en la cabeza: reclamarlo para rehacerlo, tanto miedo tengo —no, la certeza— de que no valga nada. Pero me faltan fuerzas para escribir la carta necesaria, y me vuelvo de pronto fatalista para no hacerme mala sangre. Mi cuñado me ha escrito una postal en la que no hay ni una sola queja, ni ningún rastro de pánico o de desolación retórica. Parecía un inglés. Eso me ha conmovido mucho más que si hubiera dado expresión a una violenta desesperación. Su abatimiento no debe de tener límites; con más razón aún aprecio su contención. Paul Bourget (¿hacia 1910?): «Cuatro barreras nos separan de la barbarie: el gran Estado Mayor alemán, la Cámara de los Lores de Inglaterra, el Instituto de Francia y el Vaticano». 8 de diciembre. Oigo las campanas de Saint-Sulpice, creo. Emoción repentina. Irrupción del pasado en una época siniestra como la nuestra. Pese a todo, es un ruido diferente del de los coches.

La ciencia lo ha arruinado todo. Y no tiene nada que ofrecernos. Está vacía o, si no, es satánica. Destruye todas las apariencias. Si a veces es benéfica, en su esencia es perniciosa. Habríamos prescindido de ella de buen grado. La única tarea grandiosa que todavía le corresponde al hombre es destruirse. Emplearse en otra cosa es repetirse, es quedarse estancado. 9 de diciembre. Anoche, El Mesías en Pleyel. Para alcanzar la claridad he tenido que sacrificar buena parte de mi «yo», mis lados más íntimos, mis experiencias más profundas. La claridad es exclusión: me he rechazado a mí mismo para ser claro. Ese esfuerzo me ha agotado. He cometido un atentado contra mi naturaleza. ¡Todo ello por una falsa idea del «estilo»! Nietzsche, que quiso trastocar tantas cosas, no fue en el fondo más que un ingenuo. Arrastraba tras de sí demasiadas inocencias. El malestar que sentimos al leer un artículo sobre nosotros, incluso favorable, sobre todo favorable. Sensación de autopsia, sentimiento muy nítido de ser póstumo. Y además todas las observaciones que nos hacen en forma de elogio o de crítica nos usurpan, nos incomodan, y son tan mal recibidas como el comentario del profe sobre una redacción. Y eso es, efectivamente: el alumno Cioran, que lee la apreciación del maestro. ¡Qué trabajo, el de crítico! Un buen punto para mí es que siempre me ha horrorizado. Lo tranquilizador es que los escritores de los que se habla, salvo raras excepciones, serán necesariamente olvidados antes de que mueran. El óbito literario es más cruel y más justo que el óbito propiamente dicho. Acabamos por no tener ya ganas de leer a un autor citado demasiado a menudo. Su nombre es profanado de tanto circular. Preferimos leer a alguien menos conocido e incluso de menor talento, aunque solo sea porque no pertenece a todos. Es imposible tener una virtud sin el vicio que le corresponde.

Quizá la avaricia no sea más que la forma sórdida de la ansiedad. Encontrar el móvil secreto de cualquiera que haya hecho algo en la vida. 11 de diciembre. Domingo. Seis horas de caminata entre Dourdan y Étampes. Paseo que no puede ser más exaltante a través de los campos, por senderos llenos de fango. Esta noche, ansiedad atroz. Si se rompe una amistad que ha durado algunos años, debemos aceptar el hecho sin acritud; un día tenía que acabar. ¡Recordemos solamente lo que fue, no lo que ha sido de ella! 12 de diciembre. Esta noche he comprendido el miedo que debe de sentir el asesino. Había matado a alguien y había enterrado su cadáver bajo una losa en una calle sombría de aspecto medieval. No sé cómo, me traicioné en una conversación. Iban a ir a levantar la losa. Imposible volver a dormirme durante unas horas. Cada vez que descubro en mí al hombre de letras, ya no sé dónde esconder mi vergüenza. Ayer, domingo, durante el paseo. En un pueblo cerca de Étampes, Bouthinvilliers (?), una pequeña y maravillosa iglesia, y, contiguo, un cobertizo en el que se podía ver una bomba contra incendios y un coche fúnebre anticuado, tal como debió de haberlos hace un siglo. Solo de echar una ojeada me sentí presa de una depresión violenta. La víspera había recibido de mi cuñado dos fotos de mi hermana echada en el catafalco. Cada vez que retomo las Conversaciones de Eckermann, me deja estupefacto ver hasta qué punto Goethe se había equivocado con sus contemporáneos. Solo le gustaban los falsos valores, al menos en literatura. Sus consideraciones sobre sus «rivales» son las de un pedante; pero cualquier reflexión general es admirable.

13 de diciembre. Hubo un tiempo en que invocaba el miedo para quitarme de encima el aburrimiento. Cualquier cosa me parecía preferible al vacío, a la desolación del vacío. Bloy habla del «escepticismo negro» y de la «oculta mediocridad» de Pascal. Esa «mediocridad», oculta o no, no me parece absolutamente falsa, puesto que es cierto que en Pascal hay un exceso de sensatez que a veces no deja de ser decepcionante. Pienso en mi madre, en mi hermana, en Reisner, en Mircea Zapraţan, seres para los que yo existía y que existían para mí. ¿Qué puedo hacer con tantas tumbas a la espalda? Paul Valet, a quien le he contado por teléfono que tengo la responsabilidad de tres niños, me ha dicho que eso está muy bien, que en general los niños le son queridos, puesto que, me ha dicho, «no me gusta la existencia, pero me gusta la vida». Lo que más miedo me daba cuando era pequeño eran las historias sobre las inhumaciones prematuras, sobre los muertos que oíamos mover, etc. Paso por una fase de no religión, quiero decir, por una insensibilidad a lo oculto. Es como si todo se hubiera vaciado de cualquier misterio y viviéramos en una incomprensible carencia de significación. 14 de diciembre. Hace ahora tres años y cinco meses que renuncié al tabaco y al café, hace ahora tres años y cinco meses que perdí mi alma. Lo más tonto que se puede hacer es estudiar filosofía. Se puede estudiar un problema, pero es absurdo limitarse al... conjunto de los problemas. ¡Y pensar que yo cometí ese error! Vi a mi hermana por última vez en 1937, creo; a mis padres, en enero de 1941. Desde entonces, pocas fotos, y las de su lecho de muerte (excepto la de mi madre, quiero decir, su última imagen, que no me han querido enviar, no sé por qué: ¿para no entristecerme demasiado?).

Pienso en los años 1933, 1934 y 1935, en la locura que se había apoderado de mí, en mis ambiciones desmesuradas, en el delirio «político», en mis miras positivamente dementes..., ¡qué vitalidad en el desequilibrio! Estaba loco sin fatiga. Ahora estoy loco con fatiga. A decir verdad, ni siquiera estoy loco, solo conservo el residuo de mis antiguas locuras. La fatiga, lejos de haberse retirado, está, por el contrario, en expansión, está en su apogeo. No sé adónde me va a llevar. Me horroriza hacer el menor trámite para mis libros; hago alguno, sin embargo, de vez en cuando, y siempre con una viva sensación de asco. Necesitaría intoxicarme con una droga que me diera el vigor de mis veinte años, o lo que necesitaría, más bien, es un látigo, para que sacudiera mi sobrenatural apatía. Ya no puedo leer más que libros indiferentes, de hielo, exentos de cualquier vibración, o si no libros huracán, que se te llevan y te dejan en medio de tu mayor peligro. Día tras día veo desvanecerse la imagen que me forjé de mis ambiciones y de mis dones. Voy cuesta abajo, y mi cerebro se vela, se oscurece. 15 de diciembre. Exposición Picasso.1 Un plagiario universal. Todas las formas de arte están representadas en él: se diría que se empleó en hojear álbumes y luego... Desmesura; no es la obra de un hombre lo que uno mira, sino la de cuarenta. Siguió todas las modas: oportunismo único, extraordinario. Imitador genial, charlatán superdotado. Sincretismo, recapitulación general antes del advenimiento del arte abstracto. Todo eso es pasado, ¿qué digo?, es el pasado. El pasado, resumido en un hombre. Entusiasmo y decepción. Hay algo deshonesto, falso, en esa superproducción. Alguien cuya carrera no es para imitar..., en ningún aspecto. ¿Picasso? Es un genio para todo. Esta tarde, postración. He dormido dos horas. Cuidemos de nuestro cerebro (o, más bien, de lo que queda de él).

Esas oscilaciones sin fin entre el fervor y la acritud. Hay que tener piedad de todo el mundo. De lo contrario, reaccionamos como panfletistas..., como todo el mundo, precisamente. Gabriel Marcel se muestra muy inquieto porque le han dicho que los teólogos alemanes ya no creen en la resurrección. Intento tranquilizarlo y abrazar su angustia, por pura amistad, por supuesto. Encontrado en la biblioteca de la Sorbona con el profe H.G., que me estrecha la mano sin decirme una palabra. Soy un escritor desechado. En los tiempos en que se hablaba de mí, me trataban de otra manera. (Cuando estamos demasiado amargados, nos volvemos ridículos.) 17 de diciembre. Esta mañana, como no podía dormir, me he levantado temprano y he ido a dar un paseo, a la hora de los pájaros y de los basureros. Leído los pensamientos de Demócrito. Banalidad desconcertante. Pero el personaje era otra cosa. Esos antiguos tenían una vida; no eran sosos como nuestros modernos profesores. La boda de Hitler con Eva Braun tuvo lugar unas horas antes de su suicidio. Se llamó a toda prisa a un funcionario, que le hizo a cada uno de ellos por separado la pregunta reglamentaria: «¿Es usted ario?». Respondieron afirmativamente. Si Hitler hubiera dicho «No», habría sido la respuesta más extraordinaria de la Historia. 19 de diciembre. Ayer, seis horas de caminata entre Maintenon y Rambouillet. Única «actividad» con la que estoy contento. Leído cartas de Gottfried Benn a mujeres, con el más vivo interés. ¡Qué cambio con respecto a Rilke! Hemos sido arrojados a este mundo para conocer en él el drama de no poder llorar.

Tengo tal necesidad de sueño, que tengo que hacer un esfuerzo para no quedarme dormido. ¿Quién está cansado? ¿Mi cerebro o qué? Tendría que volver a tomar café; pero eso sería la ruina física dentro de algunos meses, el retorno a la época heroica de mi gastritis. 20 de diciembre. Sensación de poesía reprimida, ahogada, sensación de poesía asfixiante. En los sueños, esas conversaciones interminables sobre temas difíciles me cansan, me agotan, y, al despertar, me enfurecen. Desde hace años, mi atención se larga; se concentra en todo, salvo en lo que tiene que examinar; cualquier tema la requiere, excepto el que tengo que profundizar. Voluptuosidad de la distracción. Desviarme de lo esencial a toda costa, de mi (???)1 esencial, esa parece mi ley. Nací para la digresión. Me gusta revolcarme en lo accesorio. Creía que un día lograría no tener ya piedad de mí mismo, emanciparme de esa obsesión malsana; lo único que han hecho los años ha sido hundirme más en ella, clavarme a ella irrevocablemente. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que temía ser canonizado en vida! ¡Qué caída desde entonces! En esa época seguramente era alguien. Evolucionamos a nuestra costa. Esa es la razón por la que hay tan pocos santos. Me sería incomparablemente más fácil vivir sin rastro de creencia que sin rastro de duda. La duda destructora, la duda nutricia... 22 de diciembre. Agrura de cada célula. La acidez es la constante de mi fisiología. Hay en mí un fanático y un escéptico que no pueden ponerse de acuerdo en nada. Soy la suma de sus desacuerdos. La duda me sume en un estado de embriaguez.

El verdadero escéptico quiere dudar; se lanza a la duda y se afana en ella a cada momento. Cada día me propongo vengarme contra este y contra aquel, y cada día me empleo con éxito en neutralizar, en arruinar mis proyectos de venganza. No hay que corregir la falsa imagen que tienen de nosotros. El elogio equivocado equivale a la calumnia. Dejemos que el error circule. Sobre todo, ningún desmentido. La verdad será un día restablecida; quizá no sea así nunca. ¡Qué más da! He leído la muerte de Madame de Montespan en la traducción inglesa de las Memorias de Saint-Simon de Francis Arkwright. Es tan potente, tan viva, que la mala traducción no constituye un obstáculo a la emoción. 24 de diciembre. Anoche, cuando escuchaba por teléfono el parte meteorológico, sentí una fuerte emoción en la parte en la que se hablaba de «lluvias dispersas». Lo cual demuestra perfectamente que la poesía está en nosotros y no en la expresión, aunque dispersas tenga algo que suscita una imperceptible vibración. No hay sensación falsa. La ciudad está vacía; el cielo, cubierto, casi negro. Se diría que se espera una catástrofe. Cena de Nochebuena acorde con mi naturaleza profunda. Para mí, la felicidad es muy simple: no pensar en el futuro. 25 de diciembre. Anoche, en casa de los Corbin, audición de El Mesías; después, un coro ruso —un canto litúrgico de Glazunov— realmente extraordinario. Tres horas de emoción intensa. Lo terrible de la música es que, después de ella, ya nada tiene ningún sentido, puesto que nada, pero absolutamente nada, aguanta cuando salimos de sus «maravillas». Todo parece degradado, inútil, mediocre en comparación con ella. Comprendo que podamos odiarla y que estemos tentados de asimilar sus maravillas a prestigios, su «absoluto» a un

espejismo. Es porque hay que reaccionar a toda costa contra ella cuando se la ama demasiado. Nadie comprendió su peligro mejor que Tolstói; lo denunció con vigor, sabía que ella podía hacer con él lo que quisiera. Y empezó a odiarla para no convertirse en su juguete. Es inútil escribir sin emoción. En mí, ese es un prejuicio del que no consigo librarme..., para mayor perjuicio mío. Puesto que, en lo tocante a emoción, soy cada vez más deficiente. Me parece que desciendo cada vez más hacia la sensación, que me hundo en ella, y que me encamino así hacia un terror frío. Dormir: lo más inteligente que se puede hacer. ¡Poder salir a voluntad del tiempo! Es degradante morir. ¡Convertirse de repente en objeto! Tan pronto como abordo un problema, desemboco en lo insoluble. Si dejara de interrogarme, ¿no sería esa una manera de progresar por fin? 26 de diciembre. Seis horas de caminata entre Arpajon y el valle de Chevreuse. En un pequeño pueblo, en el lavadero, una portuguesa lanza esos lamentos entrecortados de esas canciones desgarradoras en las que estalla todo lo profundo y todo lo fascinante que hay en la saudade. Me resguardo tras el muro del lavadero para escuchar sin ser visto. Efecto extraordinario, en ese pueblo desértico y gris, de esas entonaciones, de esos llamamientos de una melancolía tan lejana. Pienso al mismo tiempo en mi estancia en Braşov, donde los cantos de las chachas húngaras me hundían en una depresión melodiosa a veces insoportable, y que me sumía en la histeria. Destino... B.T., que estaba loco por París, que había acabado un libro sobre la Defensa de la Civilización con esta afirmación increíble, exasperante y magnífica: «Después de la Razón, Francia es el mayor honor del hombre»...

B.T., digo, se quedó en Rumanía para morirse allí de aburrimiento, y yo, que había idolatrado otros países, vine a eternizarme a este, con el que tengo las relaciones más extrañas. Para que me guste un país tiene que ser, en algunos aspectos, gilipollas. ¡Francia no lo es en absoluto, por desgracia! Es al estar tumbado cuando me vienen las «ideas», cuando, en cualquier caso, me siento yo mismo. De pie soy más o menos libresco, vivo como un parásito, no consigo eliminar lo accesorio. Mientras no haga algo que me rehabilite ante mí mismo, arrastraré todos los santos días estos humores agrios, estos sarcasmos automáticos, esta desolación en la que se despliega mi inspiración vacante, y el duelo de mi orgullo. Dentro de mí hay alguien que me ha abandonado. Yo también debería pensar, como Eveline, en la Virgen de los Desamparados, ¿qué digo?, dirigirle plegarias. Mi vida..., ¡qué naufragio desde el interior, por mis deficiencias, por mi propia culpa! Yo mismo he creado las condiciones ideales para arruinarla, he elaborado mi decadencia. Una felicitación con firma ilegible, procedente de Bucarest, en la que se habla de mis «éxitos», del «honor» que hago a mi país, en la que se me asegura que soy «querido y admirado», me sume en la perplejidad y en el malestar: ¡si esa gente supiera a qué pobre diablo «quiere y admira»! A menos que todas esas efusiones no sean más que entusiasmo e hipérbole balcánicos..., lo que me parece más verosímil. Efecto de la «liberación» en Rumanía: la gente se precipita sobre cualquier libro, siempre que no sea de propaganda. Pero le esperan desengaños inevitables. Así, se vendieron en una semana seis mil ejemplares de la Fenomenología del espíritu. Cuando, algún tiempo después, se publicó la Lógica, el número de compradores disminuyó considerablemente. Un amigo me cuenta que, durante la propaganda para la colectivización, intentó, en un pueblo cerca del Danubio, convencer a un campesino de la superioridad de los nuevos métodos y de las ventajas que tendría trabajando

en horas fijas, en común, como un funcionario, del mayor rendimiento, etc., etc., etc. Pero el campesino, que, prudente, no quería decir ni «sí» ni «no», solamente señaló con el dedo, a modo de respuesta, un pájaro que acababa de volar por encima de sus cabezas. No se atrevió a hablar de libertad, pero tuvo el coraje de designar su símbolo... Desconfiar de los que nos imitan. El espectáculo de un «discípulo» no puede ser más desolador. Qué lección de humildad. He ahí lo que finalmente hemos alumbrado, he ahí el imitador cuyo modelo somos. Nosotros mismos no éramos más que imitadores..., imitadores exitosos, triunfadores. 29 de diciembre, una de la mañana Tenemos una necesidad profunda de que haya alguien muy por encima de nosotros que nos tenga piedad. Ahí está el origen de la religión y no hay que buscarlo en otra parte. A estas horas habría que rezar. ¡Ojalá pudiera hacerlo! La gente solo se interesa por lo que ocultamos. Todo lo que habría querido disimular de mi pasado ha acabado sabiéndose, porque es de eso de lo que les gusta hablar a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Es al denunciar nuestros secretos cuando empiezan a elogiarnos o a difamarnos. Saber encajar sin responder, sin siquiera considerar la eventualidad de una venganza..., esa es la clave de todo, ese es un arte que hace mucho tiempo que yo me afano en aprender sin lograrlo, excepto en raras ocasiones, pero, incluso entonces, ¿cómo saber si mi victoria no es fruto de la cobardía? Renunciar a vengarse no por ahora sino en la eternidad, encajar todos los golpes para siempre. La omnipresencia de la venganza, he ahí el escollo con el que tropiezan todas las utopías, he ahí el mayor e invencible obstáculo a la instauración del Paraíso. Quiero reprimir mi venganza, pero ella actúa secretamente, y yo me vengo sin saberlo hasta en los momentos en que me pavoneo, en que me jacto de estar más adelantado en sabiduría que cualquier otro mortal. Mi sangre arrastra venganza; esta la espesa, la entorpece, la...

Ensimismarse, escuchar en uno mismo ese silencio tan viejo como el ser, más antiguo, incluso..., el silencio anterior al tiempo. En el Louvre, la Pintura japonesa del siglo XII al XVII. Triunfo absoluto de lo preciso y de lo vaporoso al mismo tiempo. En Occidente ya solo los franceses son —han sido— capaces de tanto rigor unido a tanta delicadeza. Cada uno tiene su droga; la mía es el escepticismo. Estoy intoxicado de él. Pero ese veneno me hace vivir, y, sin él, necesitaría algo más fuerte y más pernicioso. Le explico a Edern Hallier que leer a Blanchot es interesante por la sensación de ahogarnos que tenemos siempre que leemos cualquier cosa de él. A partir de cierto momento perdemos pie, después nos hundimos sin ninguna sensación de vértigo, sin tampoco el pavor del abismo, puesto que solo se trata de un momento ininteligible del texto, en el que vamos de un lado para otro como en un torbellino suave; luego subimos a la superficie, nadamos, comprendemos de nuevo; después de algún tiempo, bastante breve, nos ahogamos nuevamente, y así sucesivamente. La culpa es del autor, espíritu profundo pero chiflado, es decir, incapaz de distinguir entre el pensamiento y la nada de pensamiento; la mente a menudo funciona en él en balde, sin que él se dé cuenta de ello. Al orientarse hacia el cristianismo, Roma se interesaba por y se convertía en un dios no solo extranjero, sino también subalterno; adoptaba la religión de una colonia..., la más despreciada del Imperio. Cuando una civilización ya no puede contar con sus dioses, cuando los ha agotado, busca su salvación en otra parte; se salva pereciendo. He leído un libro sobre Treblinka.1 Pesadilla inverosímil, apenas imaginable. Es el horror absoluto, mecánico; es el sistema. Todos esos libros se parecen; los verdugos son fantoches, funcionarios, convencionales, estilo pobre diablo; los jefes, siempre «bellos» con su inevitable sonrisa sarcástica; el academicismo de lo horrible; igual decadencia de los

torturadores y de las víctimas. Sin embargo, siempre vivaz, el asombro que se tiene ante el destino impenetrable de los judíos. Todos los demás pueblos tienen una historia; solo ellos tienen un destino. 2 de enero de 1967 Toda una tarde para enviar felicitaciones en francés y sobre todo en rumano. No vuelvo a mi lengua materna, vuelvo a caer en ella, me ahogo en ella. El naufragio natal. Acabo de escribir a una amiga de Sibiu que me evocaba en su carta el encanto de su jardín de Gura Râului... y me decía que quizá yo había cometido un error al venir a Occidente, que todos deberíamos vivir y morir en el paisaje en el que nacimos. En el fondo, los campesinos tienen razón y su estilo de vida es —era, más bien— el único razonable, el único «humano» (si esa palabra conserva todavía un sentido). En Treblinka vemos, en un momento determinado, a unos judíos, que habían perdido a toda su familia en las cámaras de gas del campo, representar un espectáculo (concierto, baile, boxeo) delante de sus verdugos, que aplaudían a rabiar, igual que los judíos presentes (aproximadamente un millar, y que estaban precisamente a cargo de esas famosas cámaras). Todo es tan horrible, tan loco, tan inverosímil, que el lector, llegado ahí, cae fuera de la realidad. Y, de hecho, ese infierno parece un sueño, puesto que no nos lo podemos representar y no podemos creer en él. 3 de enero. Escuchado un madrigal de Monteverdi. Tan bello como un coro ruso. Me han citado el ejemplo de un perro un poco decrépito que, celoso de otro perro, más joven, que habían llevado a la casa, se puso a cojear para provocar piedad y, por lo tanto, favor. Cuando no lo veían, caminaba y corría con normalidad. El deseo de gloria no es más que una de las expresiones más sutiles de la sed de poder.

El drama de no poder rezar... ¿Rezar a quién? ¿A qué? ¡Ah! ¡Dios mío! La imposibilidad de la soledad como fenómeno de condenación. Nada recuerda más el infierno que la corte de Versalles. Saint-Simon es el mayor historiógrafo de los réprobos. En un libro sobre Heráclito, una imagen sobrecogedora: algunas piedras, todo lo que queda del templo de Éfeso, que Eróstrato incendió por deseo de gloria. Los efesios prohibieron que se pronunciara su nombre, tan horrorizados estaban de su acto. Fue su gran suerte. Lo que se condena al olvido seguro que sobrevive. Lo que se llamaba, en el estilo de la piedad clásica, jansenista, más bien, las «virtudes de la perdición». Cada ser emerge de no se sabe dónde, lanza su pequeño grito y desaparece sin dejar rastro. Visitar, en el Marais, en el 6 de la calle de Orléans, la casa en la que Lucile de Chateaubriand murió el 18 brumario año XIII. Mi gastritis me ha curado de mi romanticismo. ¡Seguro! L.G., mi enemigo más encarnizado, que no deja de calumniarme desde hace una veintena de años. Ha creado el vacío a mi alrededor; los críticos que me habían apoyado me detestan, ya ninguna revista pide mi colaboración. Me ha impedido entrar en la Investigación, me ha hecho perder a más de un amigo. Y sin embargo le debo mucho. Sin su campaña de denigración, todo habría sido demasiado fácil para mí, hoy tendría un nombre, es decir, sería un cadáver. Quizá lo sea también así, pero de otra manera, más honorable, al menos para mí. Habría entrado en la Investigación, habría hecho una tesis, así que nada en absoluto. Sí, le debo mis libros a L.G., y si en cierto modo existo, es gracias a él. Quiero decir existir no tanto literalmente como espiritualmente. El aislamiento con relación a los hombres que cuentan, la

sensación de ser rechazado, de estar fuera, al margen, de ser un paria, todo eso es beneficioso a la larga. Si yo no me desprecio totalmente, ¿no es reconfortante debérselo a alguien que se ha especializado en el odio hacia mí? 5 de enero. Tres horas en vela en medio de la noche. Una multitud de pensamientos me han visitado, y ahora que quiero aislar algunos de ellos, los más interesantes, no encuentro ninguno. Sí, aquel sobre el sueño: pero ya lo había tenido otra vez. Mis afinidades con el espíritu judío. Gusto por el escarnio, cierta inclinación a la autodestrucción, obsesiones malsanas; agresividad; melancolía atemperada o agravada por el sarcasmo, según el momento; complacencia en la profecía, sensación de ser víctima, siempre, incluso en los momentos de felicidad. M.S., el único sabio de mi generación. Su sabiduría le viene seguramente de nacimiento, pero los acontecimientos han contribuido a ella en buena medida. Si se hubiera quedado en París, habría escrito libros, habría hecho una carrera universitaria, habría tenido, en definitiva, una existencia cualquiera; allí, durante veinte años de silencio, ¡y qué silencio!, ha comprendido cosas que ni siquiera podría haber adivinado si se hubiera quedado aquí. Cuando dicen que ha desperdiciado su vida, dicen una tontería. Nosotros, que parece que hemos triunfado, somos los que hemos desperdiciado la nuestra, y es muy cierto que, con relación a él, somos unos venidos a menos. «Empleamos en las pasiones el empuje que nos ha sido dado para la felicidad.» (Joubert) 7 de enero de 1967 Esta tarde, al mirar esos geranios, fuera, en el antepecho de la ventana, amenazados por un frío intenso (el primer día de invierno), me ha embargado literalmente la piedad hacia ellos y los he metido en el

apartamento con un cuidado que no tendría para con mis semejantes. (Se puede amar una flor pero no a un hombre.) Odio al hombre; pero no puedo decir «odio al ser humano». Es porque en esa palabra, ser, hay algo que no evoca precisamente lo humano. Algo lejano, misterioso, entrañable, cosas, todas, ajenas a la idea del prójimo. ¡Necesitaría tanto a un hombre que haya encontrado! 9 de enero de 1967 Ayer, domingo, en un pueblo muy pequeño cerca de Dourdan (¿Ponthévrard?), el dueño del bar en el que yo estaba peroraba ante tres peones agrícolas de lo más estúpidos; uno sobre todo, grande, de aspecto enfermizo, la mirada fija e inquietante, vestido como un mendigo, parecía no entender nada del discurso de ese señor pretencioso, pico de oro, jactancioso en exceso y que, cosa inaudita, hacía verdaderas piruetas verbales ante esa audiencia. Así, en un momento determinado, cuando hablaba de no sé qué venta, dijo: «X juzgó y calibró el terreno». Creí entender que el dueño era de Lille: un gascón del norte. La importancia extraordinaria del lenguaje en todos los niveles de la sociedad. Es ahí donde el francés está en su elemento. Rasgo eminentemente positivo de la nación. Ahí reside el secreto de su prestigio. Leo un libro sobre Ramakrishna (de Mukerji). Me deja estupefacto constatar, una vez más, lo importante que es el papel de la voluntad en los santos. Debería decir: de la ambición, del orgullo. El lado conquistador. La necesidad de ser único. Con treinta años, después de haber pasado doce de ellos consagrado a la meditación y a la plegaria, le dice a la diosa Kali, a la que adoraba: «Oh, Madre, si no recibo hoy mismo la Iluminación, mañana me quitaré la vida». La obtuvo; lo que él entendía por «Iluminación» era ver la Cara de la Madre. Con esa visión, que lo cambió radicalmente, vivió algunos días sin comer ni beber, en la experiencia continua de la luz. «A veces, mientras

hablaba, el resplandor de su rostro se volvía tan intenso que los que lo escuchaban se veían obligados a taparse la cara para no ser cegados por él.» (Mukerji, Le visage du silence, París, 1932) Falsos poetas, falsos profetas, falsos dioses... En un mundo que no es exitoso, ¿cómo iban a serlo los seres? ¿A cuántos de ellos he conocido de los que pueda decir que lo han sido? A algunos, que podría nombrar si tuvieran un nombre. Pero precisamente no son autores..., en ningún sentido. Ninguna obra traba su camino. Son libres, porque han alejado de ellos la tentación de cualquier forma de éxito. Debería decir: eran. Puesto que algunos ya no son seguramente de este mundo. Me siento completamente bloqueado. No consigo escribir mi Noche de Talamanca. No tengo ningunas ganas de hablar del suicidio. Y sin embargo me repugna abandonar un tema. De este es absolutamente necesario que hable, de lo contrario acabará envenenándome. Ramakrishna recuerda en más de un aspecto a san Serafín de Sarov. Es curioso que hombres de esa talla hayan podido vivir en el siglo XIX, época ajena a la santidad. (Mi asombro es estúpido: habría sido sensato si uno y otro hubieran vivido en París o en Londres. Pero la santidad desertó de Occidente. ¿Para siempre? Mientras nuestra civilización no cambie de estilo.) Me sorprende ver hasta qué punto me han influenciado mis ideas. Me parece que solo es ahora cuando las comprendo realmente. Se encarnan, toman definitivamente posesión de mí. Hasta ahora no eran más que obsesiones, o ideas, precisamente. Ahí están finalmente elevadas o degradadas (como se quiera) a fatalidades. ¿Cómo librarme de ellas? Me he convertido en mi propio discípulo. Soy víctima de mis visiones. Me asfixio en mi escuela. Y, sin embargo, todo lo que he aprendido, todo lo que sé, a otro lo habría llevado directo a la plenitud, a la plenitud del vacío, es decir, a la sabiduría.

Solo los hombres poseídos por una gran ambición hacen grandes cosas, porque concentran toda su energía en un solo punto. Son obsesivos incapaces de dispersión, de negligencia, de desenvoltura. ... Soy un obsesivo que pertenece a la categoría de los distraídos. Ese es el secreto de mi ineficacia. Poder mendigar es algo extraordinario. Yo no he podido hacerlo más que por carta... ¡Qué lamentable sannyasin!1 Para hacer una obra hay que ser impermeable al aburrimiento. El Aburrimiento es el equivalente afectivo de la Duda. (Se podría decir también: el Aburrimiento prepara para el escepticismo, es el terreno donde este crece.) Tan pronto como un sabio quiere tener discípulos, es sospechoso. Eso es cierto también para un poeta o para un santo. Es increíble que queramos contemplar en los demás nuestra propia imagen degradada, y que breguemos por adorar nuestra caricatura. Creía, hace muchos años, que estaba amenazado de santidad, que no había manera de escapar a ella. Ese terror me parece ahora completamente inconcebible y me pregunto si estaba en mi sano juicio en la época en que lo sentía. De lo que ya no soy capaz es de escribir libros. Para eso hace falta una inocencia que yo perdí hace mucho tiempo. Cualquier autor, como autor, es un ingenuo. Me gusta esa idea hindú según la cual se puede confiar la propia salvación a algún otro, a un santo preferentemente... Ramakrishna pide a un gran actor borracho, venido a menos, inepto para salvarse por sus propios medios, que confíe en él, que le permita rezar en su lugar; el actor duda, después consiente... Eso es venderle el alma... a Dios.

Intentado leer el Doctor Fausto, de Thomas Mann. Imposible. Está anticuado. Es aburrido, es atrozmente alemán. Verborrea pretenciosa. El país de la metafísica y de la música no ha producido —no podía producir— ninguna gran novela. (En el fondo, el espíritu metafísico es lo más opuesto a la novela como tal.) Además, esa prosa lenta, metódica, me saca de quicio. Es soportable en un Tolstói; pero, excepto en él, en todas partes es soporífera. 11 de enero. Permanecer desconocido es una ventaja que requiere una gran fuerza moral para poder soportarla. Pero, si se consigue, el beneficio es evidente. Cuanto menos existimos para los demás, más realidad adquirimos en profundidad. De doce y media a dos y diez, curso de Lacan, en la Escuela Normal. Talento de director de orquesta. Sabe atraparte con entusiasmos repentinos, con la alternancia del andante y el alegro. Dueño de sí mismo como lo son los payasos o los curas. Todo el tiempo que habla da la impresión de pensar, de buscar. Sabe admirablemente volverse a veces incomprensible. Emplea sin parar palabras alemanas..., la manera más segura hoy de infundir respeto en Francia. Depresión ancestral, acritud que me arruina, abatimiento. No sé qué sed diabólica me impide denunciar mi pacto con mi aliento. Me juzgarán por lo que habré escrito, y no por lo que habré leído. Esa perogrullada la pierdo de vista demasiado a menudo. Me atribuyo algún mérito tras cada libro que devoro. ¿A qué se deben estos terrores súbitos? Sería demasiado fácil buscar su causa fisiológica, y además no los explicaría. ¿Reducirlos a arrebatos malsanos? ¡Como si hubiera algo patológico en el hecho de que una nada tiemble porque se percibe a sí misma de repente como nada! La ansiedad es mi alimento, mi menú básico, cuya ración diaria recibo invariablemente. Los días felices no están desprovistos de ella. Más bien es cierto lo contrario.

No emplear nunca las palabras «mito» y «estructura» me parece el primer deber de higiene mental. 13 de enero. Esos gritos en plena noche, que desgarran, que podrían desgarrar todos los sueños. Para llevar a buen término una obra, incluso para comenzarla, hay que creer en ella. Lo que ha muerto dentro de mí es la fe, el estado de fe, el acto de adhesión inicial en defecto del cual nada puede arrancar. La influencia que tiene la música sobre nosotros en plena oscuridad. La luz se interpone entre nosotros y ella; la luz es un obstáculo. Pese a todo, es curioso que, cuanto más avanzo en edad, más me sorprende el hecho de morir. Siempre he creído que ocurriría lo contrario. Pero cuanto más pienso en ello, más me parece que la muerte es inconcebible, inadmisible y vergonzosamente banal. En el fondo, estamos aquí para agotar los pocos dones que hemos traído al nacer; acabado el ejercicio, deberíamos retirarnos sin querer aprovechar las pocas migajas de vitalidad de las que aún disponemos. ¡Ojalá supiéramos morir a tiempo! ¡No! ¡Ojalá supiéramos matarnos a tiempo! Mi posición filosófica está hecha de una doble tentación: la del vedānta y la de los mādhyamika. Lo absoluto y el vacío; la suprema realidad, la suprema irrealidad. Pienso en Fulano y en Mengano; la idea de invitarlos —y no me queda más remedio— me pone enfermo. ¡La cantidad de gente a la que hay que aguantar! Sin embargo, S.G., pese a su avanzada edad, es encantador..., ¡pero la posibilidad de mantener una conversación con su mujer durante dos o tres horas...! En muchos aspectos soy más sociable que mucha gente. Sin embargo, ¡qué miedo tengo a las personas! ¡Y qué bien entiendo a los que han reducido su existencia a un diálogo con Dios!

Pienso en Dios a la vez por miedo y por nostalgia de la soledad. Lo más profundo que hay en nosotros es la preocupación religiosa. En cuanto se apodera de nosotros, se diría que nos remontamos a las fuentes mismas de nuestro ser. Y además es cierto, puesto que la religión se confunde con nuestros comienzos, con lo mejor que había en ellos. En Heráclito hay un lado Delfos y un lado manual escolar de su tiempo, una mezcla de observaciones fulminantes y rudimentos (para todo lo que concierne a la física especialmente). Un visionario y un maestro de escuela. Un filósofo jamás debería utilizar los datos científicos de su época. Pero ¿entonces? Que piense fuera de la ciencia simple y llanamente. Juliano el Apóstata. Drama de cualquier apostasía. Al abandonar el cristianismo, al convertirse en su enemigo, no hizo, en el fondo, más que ser fiel a él de otra manera, puesto que la religión renegada lo atormentaba hasta el punto de no poder distanciarse de ella. El tránsfuga, el traidor, el converso obsesionado con su conversión, no cambia de pasión, le da otro rumbo, otro sentido. Cualquier apóstata violento, que se agota denunciando su antigua fidelidad, demuestra que en el fondo no ha encontrado una nueva. El anticomunista ha seguido siendo comunista, en el sentido de que sigue estando centrado en el comunismo, de que hace de él, a pesar suyo, el centro de su vida. Así que su antigua pasión no ha cambiado esencialmente. Para eso debería haberla olvidado. Los obsesivos, ya sea en la vida o en la literatura, se repiten necesariamente: no pueden salir del estrecho círculo de sus preocupaciones, siempre vuelven a caer en sí mismos. Como escritor, el obsesivo es un viejo chocho superior. El extraordinario orgullo del que emplea una jerga inaccesible. Cuando, siendo estudiante, me servía de la jerga de la filosofía, despreciaba a todos los que no hacían uso de ella.

Si despojáramos a Heidegger de su lenguaje, es decir, si expusiéramos su filosofía con términos corrientes, Heidegger perdería no su importancia, que es real, sino su prestigio, que es, como la palabra indica, ilusión, engaño. En lugar de disfrutar del presente, no hago más que imaginar lo que será su exacta y terrible negación; como quien no quiere la cosa, topo inevitablemente con la muerte. Se trata justamente de saborear el instante, después de tales... El virtuosismo en todos los dominios es señal de nada; no existe en los albores de una civilización. Por eso hay tanta verdad en los comienzos y tan poca en el éxito y en la finalización. En todo no cuenta más que el momento del deseo. Lo que viene después solo es acabado, rutina, complacencia. Media hora en el despacho de un notario para la autentificación de mi firma al pie de una declaración de renuncia a la herencia de mi madre. Todas esas mujeres con gafas que escribían cifras a máquina me han provocado una depresión insoportable. Las putas de la calle de Saint-Denis, justo al lado, me parecen mucho más afortunadas. ¡Y pensar que se puede condenar a un ser humano a estar sentado cada día ocho horas delante de una máquina de escribir! Me siento más desvalido ante un notario que ante un verdugo. Por norma general, cuando los padres mueren se va al notario para recibir bienes; yo acudo a él para renunciar a lo mío. Pero en este caso la herencia es ficticia. Firmo papeles para renunciar a la nada. Adamov se muere en un hospital parisiense. Esa noticia me ha conmovido más de lo que esperaba. Las amistades difuntas no son necesariamente amistades muertas. «... Esa borrachera de alejamiento que precede y facilita el suicidio.» (Drieu, Relato secreto)

Lo que hace que mi posición sea extremadamente difícil de soportar es que, habiéndolo destrozado todo a mi alrededor y seguramente en mí, tengo que vivir y vivo en la ecuación existencia = destructibilidad. Ahora bien, es necesaria una pizca de solidez en este bajo mundo si se quiere conservar no la razón sino el coraje. Pero precisamente yo ya no tengo coraje, y solo afronto mis «problemas» con persuasión, con ejercicio, con mentira. 19 de enero. Esta mañana, en la cama, pensaba en esos millones de condenados que, en París, tienen que levantarse para ir a hacer un trabajo que no les gusta... Si les gusta, merecen su suerte. Allí donde no hay voluntad, no hay conflicto. No se hacen tragedias con abúlicos. Sin embargo, la ausencia de voluntad puede sentirse más dolorosamente que un destino trágico, aunque interesa más a la psiquiatría que a la literatura. Hacemos progresos hasta los treinta años. Después vamos a tientas, nos acabamos, nos perfeccionamos, nos preparamos para el declive. Deberíamos morir hacia la cincuentena. Eso es lo que ocurría antes. La ciencia representa la consolidación de la decrepitud. Se ha apresurado en ayudar a los cadáveres. Habría que dejar a la gente extinguirse como siempre lo ha hecho. No contenta con haber trastocado la economía de la naturaleza, la ciencia ha introducido también en ella una nota de indiscreción, incluso de indecencia. Puesto que es indecoroso arrastrar, exhibir la propia osamenta más allá de un determinado número de años. Es triste decirlo, pero lo que queda de alguien, digamos de un escritor, es su obra. Nuestros restos no son nada, absolutamente nada. Trabajemos, a pesar de todo, puesto que tampoco tenemos la firmeza de espíritu para querer desaparecer sin dejar rastro. Escribir un libro es señal de abdicación metafísica. Abdiquemos. En cuanto topo con una explicación psicoanalítica de un autor (o de cualquier cosa), suspendo la lectura. Esa facilidad para emitir hipótesis tan arbitrarias sobre los secretos de la gente me saca de quicio. Por otra parte, la

mayoría de las veces no se trata de secretos, sino de deficiencias bastante simples que ese método funesto complica a más no poder. Sin embargo, todos somos psicoanalistas en los juicios que emitimos, en nuestras conversaciones sobre todo. Podemos rechazar de plano la doctrina y estar impregnados de ella secretamente: eso es lo que nos ocurre a todos. No conozco a nadie que sea indemne a ella, que no haya sido contaminado por ella. En ese sentido, es cierto que Freud domina nuestra época. Nuestros reflejos son freudianos y marxistas. Eso es más importante que lo que pensamos deliberadamente. Intento explicarme mi gusto por ese crápula de Talleyrand. Creo haber encontrado la razón: cínico en el pensamiento, no puedo serlo en la vida; ahora bien, admiro a todos los que tienen ese coraje, a los que saben desafiar a la opinión de otro modo que con palabras. El cinismo práctico me fue más o menos prohibido; me consuelo de ello leyendo cualquier cosa que tenga relación con tipos como Talleyrand. Solo nos gustan los autores que sufren, cuyos dolores y cuyas taras secretas sentimos. Cualquier lector es un sádico que no es consciente de serlo, y no hay grito del que no esté ávido. Es un insaciable al que solo el infierno saciaría, si pudiera ser su espectador, su crítico. 20 de enero. Una religión es un arte de consolar. Cuando el cura te dice, a ti, que estás afligido, que Dios se interesa por tu angustia, es un consuelo cuyo equivalente, en eficacia, no se encontrará jamás en una doctrina secular. Nos preguntamos cómo, una vez liquidado el cristianismo, se comportarán los hombres en sus adversidades. Quizá en el futuro la necesidad de consuelo se deje sentir menos y, al haber disminuido la esperanza, disminuya lo contrario en la misma proporción. Con la edad, un montón de defectos que había conseguido reprimir o camuflar emergen y se descubren. ¿Qué puedo hacer con ellos? ¿Son realmente míos? Constato su existencia y los veo desarrollarse plenamente como testigo más que como sujeto. Están ahí, me invaden, y yo me siento demasiado viejo para poder corregirlos. Y, por otra parte, si están ahí es

porque precisamente intenté, en otra época, atenuarlos, incluso triunfar sobre ellos: se apartaron solamente, y ahora, con un vigor nuevo, me tratan como vencedores. Si los hubiera dejado tranquilos, habrían prosperado a su tiempo, se habrían desgastado y hoy apenas sentiría su presencia. Leo las conversaciones de Gustav Janouch con Kafka,1 cuyas observaciones me recuerdan las que le hizo Isabel de Austria al estudiante griego Christomanos. Se trata, por supuesto, del tono, no del contenido, de esas observaciones. Pesar, remordimiento, sindéresis. Tengo nostalgia culpable. En todos los periodos de largas persecuciones, llega un momento en que las víctimas están tan degradadas y son tan despreciables como sus verdugos. Este invierno templado me mina y hace que se diluya toda mi resistencia, toda mi energía. Mi sustancia se reduce hasta la inexistencia. Soy cada vez más aquel que perpetúa el recuerdo de sí mismo, un signo de aquel que fui. El fanático es asceta por naturaleza. Me gusta comer..., como a todos los hombres sin convicciones profundas. (Lo que puede decirse es que los ascetas se encuentran entre los fanáticos y no entre los escépticos, que es imposible imponerse rigores (?) si no se es capaz de sufrir por una idea. Siempre es la misma historia: ser limitado para ser fuerte. El instinto implica falta de horizonte.) 21 de enero. Noche horrible: he soñado —o pensado, ya no lo sé— con el estado de descomposición en que debían de estar mi madre y mi hermana. Las veía. Suficiente para perder el sueño o, por el contrario, para precipitarse en él para siempre. 23 de enero. Me despierto y me duermo con el remordimiento.

Mi drama es haberle cantado las cuarenta a la existencia. Todo lo que podría añadir a eso es accesorio. Solo podemos renovarnos desdiciéndonos; pero yo no puedo desdecirme, ni siquiera tengo ganas de hacerlo, puesto que en mí no se trata de una concepción, sino de un sentimiento de la vida. Y no se cambia de sentimiento. Eso sería tanto como intentar abolir todas mis experiencias pasadas. Para mi desgracia, creo en mis ideas porque antes las he vivido, las he sentido, las he experimentado todas. Encerrado en mi universo, solo puedo salir de él destruyendo mi memoria. En mí todo es instantáneo, vehemente, sin continuidad. Casi todos los días me acuerdo de alguna cosa desagradable que se ha dicho sobre mí en mi presencia o que me han contado; eso basta para que mi rencor se ponga a funcionar como si fuera una glándula... Mi reacción no dura, como he dicho, más que un instante..., un instante de humillación, puesto que me revela las profundidades de mi mezquindad, de mi nada espiritual. Quizá los demás reaccionen de la misma manera; pero no deben de ser conscientes de ello, puesto que, de lo contrario, ¿cómo podrían estar tan contentos de sí mismos? Yo no lo estoy de mí mismo, de acuerdo. Pero eso no me hace avanzar mucho en el orden moral. No somos menos mezquinos porque sepamos que lo somos. 24 de enero. Todas las mañanas, al despertar, depresión de primera. Después, la cosa empieza a arreglarse. Uno deja de ser escritor tan pronto como ya no se interesa por su propia vida. La indiferencia hacia uno mismo arruina un talento. Cuando hemos destruido la materia prima de la inspiración, no nos rebajaremos luego a ir a beber en sucedáneos. Vuelvo a verme, me considero de nuevo como un ser vivo, siempre que la música me conmueve, siempre que me sugiere la idea de llorar. Mirando la almohada de mi cama. ¡Qué mejor apoyo para la cabeza de un muerto!

En mis sueños siempre hay salidas hacia continentes que no quiero visitar. En el momento en que finalmente hay que partir, me despierto, con gran alivio. Podemos amar a cualquiera, salvo a nuestro vecino. (Si no hay más remedio, podemos amar a nuestro prójimo pero no a nuestro vecino.) Lo más grave, y también lo más frecuente, no es matar sino humillar. Quizá sea eso la crueldad en el orden moral. La encontramos precisamente en aquellos que han sido muy humillados. No pueden ni olvidar ni perdonar; no tienen más que una idea: humillar a su vez. Son verdugos sutiles que saben ocultar su juego y que se vengan sin que se les pueda acusar de inhumanidad. Hace falta al menos una semana para recuperarse de una noche pasada entre escritores. 28 de enero. Dos filósofos dialogan en la radio. Fraseología pretenciosa, vacío total de pensamiento. ¡Qué raros son los tipos exitosos! El deseo de concisión, llevado demasiado lejos, compromete el desarrollo, incluso el movimiento, del pensamiento. Hay que dejar a las palabras probar suerte. Si las vigilamos continuamente dejan de vehicular ideas, ya no transportan nada. La misma esterilidad amenaza tanto al pensador como al artista demasiado rigurosos. No hay creación, en ningún dominio, sin un mínimo de caos. Que cada uno se reserve una zona de oscuridad y de irreflexión dentro del espíritu, de no ser así sucumbirá a una transparencia mortal. La poesía que se acerca a la plegaria es superior a la plegaria y a la poesía. Lo más terrible en la vida es ya no buscar más. El misterioso fenómeno de la decadencia.

31 de enero. Esta tarde, como dormí muy mal anoche, he hecho la siesta. Más de una hora de sueño pesado, tan pesado que, al despertarme, he tenido claramente la sensación de haber coincidido durante siglos, milenios, con la materia bruta. La nostalgia de la muerte quizá no sea otra cosa que ese deseo de coincidencia, de retorno definitivo al estado de no conciencia y de irreflexión. Me gusta el hundimiento en el sueño, la sensación de ser engullido por él, como si se tratara de un abismo materno, del envolvente universo anterior al nacimiento. La gente que ha sufrido mucho acaba, con algunas excepciones, en la arrogancia y no en la humildad. Te echa a la cara sus desgracias, y no para hasta que sufres tanto como ella. Pienso en X. Ha soportado mucho en su vida, ha sido humillado, de acuerdo. Pero la manera como trata a la gente es odiosa. Y no sabe que es cruel. Cree que se le debe todo; no tiene piedad. Para aceptar sus modales habría que ser un santo. Se cree pisoteado porque no aceptan rebajarse ante él. Lo que él quiere es humillarte, y nada más. Pero ignora que es inhumano porque ni siquiera imagina que tú también puedas tener tu dignidad. Ha sido perseguido; se ha convertido en perseguidor. Por desgracia se cree todavía víctima. De ahí que aún sea más despiadado. Si lo que hacemos no debe conservar alguna realidad dentro de cincuenta años, no hay que hacerlo: es tiempo perdido. Ese juicio es estrictamente literario: no tiene ningún valor de manera absoluta, es decir, dentro de algunos siglos o de algunos milenios. Pretender la duración es ser ingenuo, es creer que afrontar el «tiempo» puede valer algo en la eternidad; no se alcanza con «obras», con «creaciones», sino con esa concentración en uno mismo, con ese repliegue que suprime la historia, que la abole por un momento que parece precisamente intemporal, que lo es, por lo demás. 3 de febrero. Los problemas nos permiten soportar los días sin revelarnos demasiado su nulidad.

A decir verdad, eso no es cierto para mí. Puesto que yo prefiero mirar de frente la nada del tiempo a tener que llenarla con preocupaciones, con proyectos y con visos de pasión. Todo lo que el hombre hace —del bostezo al martirio— solo tiene por objetivo la huida ante la visión nítida de su propia decadencia. Emprender lo que quiera que sea y a toda costa para no ver las cosas tal como son..., las cosas y a sí mismo. Así que todos engañan y se engañan. Raza de tramposos alucinados. Me siento perdido entre ellos. No necesito sus ilusiones: consigo vivir sin mentirme. («Vivir» quizá sea mucho decir.) Las revoluciones hacen estragos únicamente en los pueblos en los que la impertinencia se halla en estado endémico. Comprender es captar con la imaginación lo que se oculta detrás de una frase, de un poema, de una melodía, los esfuerzos que ha costado concebirlos. Cuando escuchaba hace un rato música tirolesa, me decía que esta significaba algo para mí únicamente en la medida en que percibía y sentía el espacio, las alturas, el paisaje, los valles, los ríos y la nostalgia que emanaba de ella. En todo hay que remontarse a los orígenes; cualquier otro enfoque es superfluo. Ser contemporáneo de los comienzos... 4 de febrero de 1967 El chivo expiatorio. No podemos prescindir de él, su existencia es reclamada por la constitución biológica de cada uno. Alguien tiene que pagar por nuestros errores y por nuestros fracasos: si nos consideramos sus únicos responsables, qué complicaciones, qué torturas suplementarias. Tener buena conciencia es todo lo que pedimos: el chivo expiatorio cumple ese cometido. Se necesita un esfuerzo casi sobrehumano para poder incriminarnos en todo a nosotros mismos. Pero cuando hemos hecho el esfuerzo tenemos la nítida sensación de que nos acercamos a la verdad. ¡Por desgracia, no nos volvemos con ello más modestos sino más orgullosos!

(Hoy mismo, R.J. me ha dicho una cosa desagradable: he estado a punto de enfadarme. Ella tenía, sin embargo, razón. Me he esforzado y he vencido mi arrebato de cólera. Reconocerse culpable, errado, confesar sinceramente los propios errores, aceptar cualquier crítica justa..., eso es algo raro, un acontecimiento. No estamos en lo cierto más que cuando comprendemos a nuestros enemigos o, lo que es más difícil, a nuestros amigos, jueces mucho más severos.) Me veo rodeado, asaltado, invadido por la calumnia. Y lo único que puedo permitirme es dejarla hacer: me provee de soledad, me protege contra los hombres, los aleja de mí sin que yo tenga que mover ni un dedo. En cuanto alguien triunfa, está amenazado. Tener éxito es fracasar..., casi siempre. No podemos resistir al éxito, a esa prueba, la mayor a la que un hombre puede someterse. El fracaso puede llevar a la salvación; el éxito, rara vez o nunca. 6 de febrero Parece que Paul Celan se habría suicidado. Esa noticia, todavía no confirmada, me conmueve más de lo que puedo decir. Desde hace meses yo también estoy agitado por ese «problema». Para no tener que resolverlo, intento descifrar su significación. Del 7 al 12 de febrero, Dole, Frasne, Lausana, Thorens, las Glières, La Clusaz, Annecy; una media de diez horas fuera cada día. Mientras contemplaba el Parmelan, pensaba en la indiferencia a la salvación, de la que él me parece un ejemplo «viviente». 13 de febrero de 1967 Mi cuñada acaba de escribirme una carta en la que me dice que mi hermano se encuentra a las puertas de un hundimiento total. Después de la muerte de nuestra madre, habría dicho que no pasará de este año. Vino después la desaparición de nuestra hermana. Parece que sufre una «insatisfacción» profunda, que cree haber desperdiciado su vida, que se lamenta de no haberse «realizado». Esa obsesión es muy de nuestro país, donde ha

adoptado una forma totalmente enfermiza, aunque la encontremos por todas partes, incluso en las sociedades más felices. Deberíamos, sin embargo, deshacernos de ella, puesto que ¿qué puede significar estar «realizado» o no? «Realizado», ¿con relación a quién? Mi experiencia es bastante amplia: entre la gente considerada no realizada he encontrado los especímenes humanos más interesantes, mientras que los demás, aquellos que para el hombre medio han triunfado, no eran más que pura nada. Los que se habían «realizado» carecían precisamente de «realidad». Pero ¿cómo escribirle esas cosas a mi hermano? La influencia tranquilizadora de las cimas. Cinco días en comunión con ellas. Superioridad sobre el deseo. ¡Qué lección de indiferencia! Nulidad del odio, del remordimiento, del pesar, del para qué y de lo demás. Nací al pie de los Cárpatos. (Los Alpes son los Cárpatos triunfadores.) Montañas..., voluntad de salir del tiempo, de atravesar sus barreras. Sensación nítida, material y metafísica a la vez, de la superación de este bajo mundo. Así que ya no hay necesidad de buscar, de perseguir la salvación. El apaciguamiento por encima de la vida. Inutilidad del esfuerzo, vanidad de la búsqueda. Durante esos cinco días al aire libre he verificado una vez más que fui hecho para llevar una vida sana, al nivel de la «naturaleza». La ambición me agota, la competición me agria. El contacto del hombre despierta todo lo malo que tengo. Hubo un tiempo en que creía en el poder. Es un viejo sueño que no me ha abandonado completamente. Inconscientemente siempre deseo ser alguien. Mientras sea así, siempre estaré desgarrado, carcomido, insatisfecho. La paz supone el triunfo sobre la ambición, la aspiración apasionada al anonimato. Si mis escritos no encuentran prácticamente ningún eco, es porque no responden a las necesidades de mis contemporáneos. Son demasiado subjetivos, es decir, inoportunos. No sigo la corriente, solo pertenezco a la época por el frenesí. Además, no aporto ninguna ilusión; ahora bien, no nos agrupamos en torno a un mensaje lúcido hasta la destrucción.

Creo, con Calvino, que estamos predestinados a la salvación o a la reprobación en el vientre de nuestra madre. Vorherb-estimmung.1 Fue Buda quien dio en el clavo, quien tocó lo esencial. Todo gira en torno al dolor; el resto es accesorio, y casi inexistente (ya que solo recordamos lo que duele). Mis sobrinos nietos me escriben para agradecerme unas cosas que les envié. Para esos tres niños soy un apoyo, una esperanza, ¡el tío de América y Dios sabe qué más! ¡Si los pobres supieran! Las responsabilidades que hemos eludido en nuestra juventud las volvemos a encontrar, sin poder esta vez escapar de ellas, en nuestra vejez. ¡Qué castigo por haber detestado tanto el matrimonio! La Providencia acecha al soltero y lo castiga: para ella pasa por ser un desertor. En el fondo no le perdona haber comprendido, haberse negado a ser engañado, a ser como todo el mundo. 14 de febrero. Esta tarde he vuelto a pensar que no ha quedado nada de mi madre ni de mi hermana, que han desaparecido como si jamás hubieran vivido, y que lo mismo les ocurre a todos, y que siempre ha sido así y que lo será de igual modo, ineluctablemente. Nada, nada..., es para perder la razón. Sin embargo, eso siempre lo he sabido, y me sorprende verme, a mi edad, presa de estupores tan ingenuos. (Mi hermana y mi madre murieron hace tres meses, pero hasta hoy no me he dado cuenta realmente de que ya no están. Pena de efecto retardado. Más activa, quizá, que la otra.) Mi capacidad de desánimo supera los límites de lo... malsano. Es completamente inconcebible. Estoy predestinado a la perdición; ningún dios podrá jamás hacer nada por mí.

La Predestinación me fascina tanto como antaño la Desdicha. En realidad, son la misma palabra. No poder ser otro que aquel que se es. Soy inmutable, y sufro por ello a cada instante. ¡Dame otro yo mismo! Voy a reunir los tres ensayos ya publicados («El aciago demiurgo», «Los nuevos dioses», «Paleontología»), y voy a añadirles «La noche de Talamanca», «Pensamientos estrangulados», «Humores». Eso hará un pequeño volumen muy ácido que llevará el título del primer capítulo: El aciago demiurgo. La iniquidad no es un «misterio», sino una evidencia, una evidencia universal. Es lo más visible que hay en este bajo mundo. 16 de febrero de 1967 Hoy, sensación de vergüenza de una violencia intolerable. ¡Qué chapucero soy! Hace meses que no hago nada, que me arrastro un día tras otro con la esperanza siempre anulada de que acabaré trabajando. Y siempre vuelvo a caer en mi apatía, en mis remordimientos, etc. Querría ser a la vez conocido y desconocido; y, si tuviera que elegir por fuerza, preferiría la oscuridad (creo). (En honor a la verdad, es peligroso pronunciarse sobre cosas semejantes. Por muy bien que nos conozcamos, hay sectores en los que nuestra lucidez incurre en una falta. No sé estrictamente dónde estoy en lo que concierne a la opinión de los demás. Siempre observo con pesar y a veces con consternación hasta qué punto pueden herirme cosas tontas. Mi vulnerabilidad es una derrota diaria que acuso sin poder remediarla.) 18 de febrero Bebido anoche en casa de S.T. cuatro whiskys muy fuertes. Regresado a las tres y cuarto de la mañana. Hoy, resaca. Se ha observado (De la Vallée-Poussin) que la antinomia que existe en el budismo entre la transmigración y la no sustancialidad del yo es paralela a la que en el cristianismo opone la libertad humana y la omnipotencia divina.

«El acto no va con el hombre»..., verdad de las Upanishads; para el budismo es lo contrario, puesto que se podría designar como la doctrina de la soberanía del acto. Me gusta esta frase de Yeats sobre Wilde: «... a causa de toda la sangre medio civilizada que corría por sus venas, no podía soportar el trabajo sedentario del arte creador...». 23 de febrero. Detesto a escritores del estilo de Rousseau que han marcado a varias generaciones y cuyas ideas han tenido una irradiación desproporcionada respecto a su valor. De falsos soles. Mis pensadores: Pascal, Marco Aurelio, Montaigne, si acaso, que no tuvieron ninguna influencia. Quiero decir ninguna influencia sobre los acontecimientos. Nunca inspirarán a Robespierres; sus análisis no fueron hechos para ninguna tribuna. Lo que me interesa realmente no es producir sino comprender. Y comprender significa para mí discernir el grado de despertar al que un ser ha llegado, es decir, su capacidad para percibir el coeficiente de irrealidad que presenta cada fenómeno. Me arrepiento de ser yo. Acabo de leer una carta de Disraeli en la que pone de vuelta y media a Robert Peel porque este no lo había incluido en su equipo ministerial. La carta está llena de acritud. Me he dicho: «¿Por qué la escribió? ¿Qué importancia tiene ser ministro o no? ¿No tenía que morir, de todos modos? ¿No murió, en efecto?». ... Ese es más o menos el razonamiento que hago para mí mismo cada vez que hay que tomar una decisión..., para, precisamente, evitar tomarla. No hay santidad sin cierto gusto por el escándalo. Eso es verdad en todos los dominios. Cualquier hombre del que se hable demuestra que no está enteramente limpio de cierta inclinación a la provocación.

(El genio es la forma más llamativa y la más cumplida de la Provocación.) Cualquier «concepción de la vida» es un obstáculo a la verdad. Hay que deshacerse de un sistema como de un viejo traje. Un hombre libre ha triunfado sobre todas las concepciones, empezando por las suyas. Inanidad de todos los puntos de vista. De una treintena de alumnas de Simone Weil, solo dos aprobaron el bachillerato (instituto de Saint-Étienne, creo). Eso me recuerda algo: mis alumnos de Braşov tuvieron igual suerte. Incluso recibí una amonestación del ministerio. Leo, entre la admiración y la exasperación, una biografía de Simone Weil. Su inmenso orgullo me impresiona aún más que su inteligencia. Hacer algo que detenga la historia, que suspenda el devenir. Siempre he soñado con una anticreación. A lo que soy más sensible es a la caída de alguien, aunque sea mi enemigo. Solo me intereso por la otra vertiente de un destino, y solo me animo con el espectáculo de una decadencia. Es entonces cuando veo a un ser realizarse realmente; es entonces cuando empieza a existir para sí mismo. Solo somos nosotros mismos si los hombres nos dan la espalda. 1 de marzo. Ayer, visita de Madame P.C. Descripción del infierno. Imposible dormir después de semejantes revelaciones. 2 de marzo. La mujer de S.G. Él, gentilhombre inglés, irónico, distinguido, discreto; ella, charlatana, agresivamente banal (¡el rebuscamiento en la banalidad!); en contacto con su mente, cualquier observación que uno avanza se degrada, basta con que se adueñe de ella. Un Horace Walpole que se hubiera casado con una cocinera francesa. (¡Qué sufrimiento oírla hablar de Joyce!) La vulgaridad, especialmente en una mujer, es el exceso de amabilidad; es superar cualquier límite en las ganas de ser agradable, gentil. ¿La vulgaridad? El ardor sumado a la estupidez.

Con la edad vuelvo a ser tímido. Todos mis arrebatos de bondad se los debo al escepticismo. • No se puede ser bueno sin escepticismo. • El escepticismo hace posible la bondad. • Sin mi escepticismo habría sido un monstruo. • El escepticismo ha matado en mí la bestia de presa. 6 de marzo. Esta noche, debían de ser las cinco, me he despertado sobresaltado, con esta pregunta: «¿Adónde va ESTE instante?». «A la muerte», ha sido mi respuesta. Y he vuelto a dormirme. Buscado durante más de dos horas mi declaración de la renta de los últimos cinco años para poder completar una declaración que me envía el Subsidio Familiar. Es para volverse loco. Que esté metido en este lío... ¡Como si formara parte de la sociedad! Siempre he pagado impuestos en función de ingresos más o menos ficticios, en cualquier caso exagerados por mí..., para poder justificar mi condición de escritor. ¡Como si fuera escritor! ¿Qué soy, por Dios? Hace mucho tiempo que renuncié a ser algo. 7 de marzo. Abro una revista: todo lo que leo en ella me parece falso, innecesario, irrisorio. Definitivamente, la literatura como tal ya no me interesa, si es que me ha interesado alguna vez. ¡Ojalá pudiera convertirme a algo, a cualquier cosa, y todo eso estuviera liquidado! Lo terrible es quejarte de tus dificultades delante de un rico y escucharlo, a él, quejarse más que tú, de manera que al final estás obligado a compadecerte de él. ¡Hay que consolar a los que son más afortunados que tú! Pienso cada vez más en los sufrimientos que no tienen ningún sentido, que no sirven para nada, y me sublevo contra la ilusión cristiana que les confiere a todos una gran, una inmensa significación.

El paganismo, al fin y al cabo, se engañaba menos. Con el cristianismo, sensación de ser engañado, aun cuando me colma. Volvamos a los antiguos. ¡Qué error haber creído en la santidad! Mirado un tratado de Cálculo operacional. Es insensato. Es más extraño que el vicio. Siempre me he quejado de haber sido rechazado por la Historia. Habría tenido mucho más motivo para quejarme si me hubiera adoptado. Más de ocho millones de hombres apiñados alrededor del Sena y cuya misión es atormentarse, acecharse, hacerse sufrir noche y día. Creo que voy a romper con el cristianismo, incluso con los místicos. He perdido mi fervor de antaño, y mis fiebres son cada vez más frías. No me siento fuera de la sociedad, me siento fuera de la humanidad. ¿Tuve antaño la obsesión por el ángel de manera totalmente gratuita? Pensaba en él sin parar. Y luego la obsesión se desmoronó. Así que toda mi vida no es más que una sucesión de cesaciones. 8 de marzo. Frechtmann ha muerto. ¿Suicidio? Muy probablemente. Lo conocí en 1950, si no me equivoco. Fue un año después cuando me habló de su primera crisis. Regresaba de Italia, creo. A aproximadamente doscientos kilómetros de París, en el tren, sintió una sensación extraña. Era, me dijo textualmente, como si acabara de «perder su alma». Gracias a él leí Guerra y paz, libro que a priori me desagradaba. Me había hecho de él, con pocas palabras, una «descripción» de lo más tentador. Decía, lo recuerdo, que era la novela que mejor hacía sentir el paso, el avance del tiempo, y que ese tiempo progresaba en bloque. Un espíritu fino, devastado, ávido y duro. Cualquier innovación, en materia de patrimonio biológico, es a la larga funesta. Las mutaciones son sospechosas. La vida es conservadora; no soporta la revolución. El equilibrio y la prosperidad son para ella la repetición, el «cliché», el déjà vu..., eternamente.

... Es decir, todo lo contrario del arte. 10 de marzo. Noche con Eugène I., que estuvo durante tres horas constantemente inspirado. En el Luxemburgo. Empecé a envidiar a un pájaro que daba saltitos: «Ese desconoce la neurastenia», me decía yo. Sin embargo, debe de conocer algún equivalente de esta, ya que no creo que haya un solo ser animado que no haya experimentado nunca una forma cualquiera de depresión. La depresión es universal. Incluso los piojos deben de conocerla. No hay ninguna manera de protegerse contra ella. Me distancio de Oriente, vuelvo a los venenos occidentales, a los que me han socavado desde siempre. Pienso en J.G., y en algunos otros que se han interesado por el escepticismo: todos un poco desequilibrados, debilitados, incómodos en su piel. Fue su estado el que determinó su curiosidad; la duda era en ellos una consecuencia, y no una causa, de su equilibrio inestable. No podían ser otra cosa que más o menos escépticos. En materia filosófica no hay opciones, solo hay fatalidades. Hay que agarrarse a una tarea, sumirse en ella; es la única manera de suprimir ese intervalo que nos separa de las cosas y del que está hecha la conciencia. Conciencia, es decir, no participación, mi estado habitual. Cualquier plegaria participa, literariamente, del «fragmento»: es una máxima un poco desarrollada y desnaturalizada por el lirismo. Lo que sé destruye lo que quiero. M.E., sesenta años. Su increíble ineptitud para el envejecimiento.

Vengo de un espacio que habían frecuentado esos tracios que lloraban con el nacimiento de los hombres y se alegraban con su muerte. Bismarck, en la cima de su grandeza, confesaba haber provocado tres guerras y causado la muerte de ochenta mil hombres. Fue hacia 1877 cuando le embargó el remordimiento. Menos de un siglo después, Hitler..., pero este desconocía el remordimiento. Estaba demasiado loco para eso. 13 de marzo. Ayer, domingo, seis horas de caminata siguiendo el canal del Ourcq, en dirección a La Ferté-Milon. Aburrimiento matador en casa. Tendría que salir. Pero tengo miedo de salir, tengo miedo de todos los puntos de este mundo, de este mismo mundo..., tengo miedo de mi incuriosidad. Recuerdo las épocas en las que sufría un aburrimiento de aúpa: siendo adolescente —horas en los parques de Sibiu, con un libro en la mano; en el Stadtpark—, el piano me hundía en la zozobra; en Braşov, más tarde, en lo alto de la Livada Posţii, solo de oír cantar a las chachas húngaras me revolvía en la cama llorando; luego, los primeros años en París, calle del Sommerard, aburrimiento loco, demoniaco, destructor. Mi primer ataque de aburrimiento, que recuerdo perfectamente, fue en Drăgăşani, durante la Primera Guerra Mundial. Debía de tener cinco años; una tarde de un desgarro vacío pero imborrable. Quizá mi aburrimiento se confunda con mi miedo al mundo, con mi retroceso ante todo lo que atañe a él. Cuanto más avanzo, menos cosas encuentro que me permitan perseverar... Y sin embargo me gustan los álamos y todos los paisajes de los que el hombre está inmediatamente ausente. Ayer, domingo, un pescador acababa de atrapar un gran gobio (?) en el canal del Ourcq. El pez estaba ahí, en el suelo, al borde del camino de sirga. Respiraba a duras penas y tenía en los ojos una expresión que debía de ser

de angustia. Puesto que, en el fondo, ¿qué significa estar angustiado si no es no estar en nuestro elemento? Ese naufragio en tierra firme. Lo que me caracteriza propiamente es el horror a manifestarme. La perspectiva de estar presente, dondequiera que sea, me pone la carne de gallina. Me he conformado con el Vacío por necesidad de seguridad... Paul Tillich cuenta que, cuando empezó a enseñar teología en América, en 1933, sus estudiantes aceptaron sin dificultad sus visiones bastante poco ortodoxas sobre Dios, sobre Jesús, sobre la Trinidad, sobre la Iglesia; pero, cuando tocó la idea de Progreso, hubo un coro de protestas... «¿En qué vamos a creer si nos quitáis esa creencia?» Fueron estudiantes de una Divinity School los que reaccionaron así. El Progreso es una idea judeocristiana. Los profetas y el Apocalipsis corregido, enmendado, mutilado fueron sus grandes responsables. El Juicio Final como cumplimiento, como coronamiento; el Juicio Final en rosa. Acaban de reeditar, uno tras otro, tres libros de Chestov. No tengo ganas de releerlos. Eso me llevaría demasiado atrás. Chestov me liberó de la filosofía. Es una deuda de gratitud que tengo para con él. Pero no quiero volver a sumirme en sus libros. Ya no necesito sus lecciones de desasosiego. Ya he hecho yo solo bastantes progresos en él después de tantos años. Si he trabajado mis escritos, no es por el «estilo» sino por la claridad. Habré pagado caro para alcanzarla. Pero ¿lo he logrado realmente? 15 de marzo. De nuevo, una de esas noches en que todo vuelve a ser puesto en tela de juicio. Sensación nítida de carne descompuesta. Toda la mañana, el cerebro en compota. Exposición Bonnard.1 He ahí a un pintor que siempre hizo lo mismo profundizando, y no buscando el faroleo como un Picasso, víctima de sus múltiples dones, aficionado increíble, impostor genial.

16 de marzo. De nuevo, dolores nasales, de oídos. Esas dolencias crónicas que se señalan en cada estación, que hacen acto de presencia por exceso de cortesía, y que parecen ellas mismas cansadas de ese ceremonial tan gastado. ... Y yo mismo estoy harto de reclamar otro cuerpo. Puesto que mi misión es sufrir, no comprendo realmente por qué intento imaginar mi destino de otra manera, todavía menos por qué me enfado con sensaciones. Porque el sufrimiento es sobre todo eso. Pero nosotros hacemos de él un universo: por eso nos parece definitivo e intolerable. Corregir la traducción inglesa (americana) de La tentación de existir, ¡qué suplicio! Releerme me da asco. Chapotear en mi pasado, ¡oh! Mi hermano me pide que le envíe lo que publico. No sabe que ya no escribo nada. Como ya es bastante desgraciado así, no quiero hacerlo aún más desdichado poniéndolo al corriente de mi lamentable estado. ¡Que conserve al menos algunas ilusiones respecto a mí! Eso puede sostenerlo en cierto modo, si es que algo puede aún sostenerlo. Dormirnos con la visión clara de uno de nuestros defectos que no nos atrevíamos a reconocer. Eso es lo que me pasó anoche, para gran vergüenza mía, no, para gran honor mío. Es bastante extraño releer un texto que escribiste hace bastantes años con la sensación de que no eres su autor, de que no te concierne directamente. ¿Es mío o no es mío? De todos modos, ya no soy el mismo, sin, no obstante, ser otro. Esa relectura forzada de la Tentación es para mí una fuente de malestar. X..., adulador enfermizo. Cuando estamos a solas, sus cumplidos no me molestan y ni siquiera les presto atención. En cuanto los prodiga delante de testigos, me siento incómodo ante la idea de que estos puedan creer que «acepto», que espero esos elogios ridículos.

Tan pronto como sabemos que alguien es adulador por temperamento o por interés, todo lo bueno que nos dice es nulo y sin efecto. X, mujer pintora, frecuenta a filósofos, entre otros a S.L. El tema de conversación, el otro día en una cena, acabó siendo Nietzsche, y ella dijo: «Nietzsche encarna la lógica de lo contradictorio». Eso te arruina la noche. Visto, en el escaparate de una librería católica, un libro con un título pasmoso: La alegría de envejecer. La Iglesia, ¡qué empresa de escamoteo! 18 de marzo Lo obtenemos todo en este bajo mundo, salvo lo que deseamos más secretamente, más ardientemente. (Un deseo secreto es necesariamente irrealizable: no se atreve a declararse, porque sabe que no puede tener éxito; y se exaspera, se enardece precisamente porque no puede manifestarse, desplegarse.) Seguramente es justo que aquello que más queremos no pueda traducirse en acto, que lo esencial de nuestra vida permanezca oculto y no actualizado. De todos modos, sería demasiado bonito que una existencia triunfara, cuando únicamente EXISTE en la medida en que no triunfa. A un autor, su obra no le ayuda en absoluto a vivir. No cuenta para él, es como si fuera la de otro. Mis libros, cuando los veo en una librería, no me parece que tengan ninguna relación conmigo. Son como habitaciones, casas en las que vivimos hace mucho tiempo. Rara vez pensamos en ellas; están vacías, ya no cumplen ninguna función en nuestra vida. Ya no son nada para nosotros. El delirio es más bello que la duda, pero la duda es más sólida. Como no he podido aceptar los sacrificios que exige el éxtasis, me he conformado con la Duda, que se amolda al drama y a la frivolidad. El éxtasis es una recompensa que solo es para aquellos que se han impuesto un martirio, que se han torturado sin necesidad exterior.

En Montparnasse he visto de refilón a un tipo que frecuentaba los cafés de allí hace una veintena de años y al que conocía bastante bien. Los años lo han marcado tanto que, para no tener que observar más de cerca sus efectos sobre él, he preferido fingir que no lo reconocía. Pienso en el rostro de A.R. de R., en su ataúd, antes del «cierre», hace tres años. ¡Qué desesperación! Imposible imaginar una cara humana menos sosegada. Ni un solo instante se había reconciliado con la muerte. Reconciliarse con la muerte..., eso está muy bien, pero, después, ¿qué interés se puede aún tener en vivir? Sin las sorpresas del miedo, la existencia ya no tendría encanto. ¡Novalis vio tan bien que la muerte era el principio romantizante de la vida! Sin ella todo es plano, todo es falto de sabor. La muerte es el aroma de la existencia. Solo ella da sabor a los instantes, solo ella combate su insipidez. Solo podemos soportar la Vida gracias al principio que la destruye. Se lo debemos todo, digamos que más o menos todo, a la muerte. Esa deuda de gratitud que consentimos en pagarle tiene de vez en cuando algo exaltante, COLMANTE (si se puede decir así). Nadie es más vulnerable, más «hipersensible» que yo; y yo no hago más que repetir una y otra vez lo mismo sobre el desapego, la renuncia, el nirvāna. Escuchado en la radio el Sermón sobre la Muerte de Bossuet. Esa repetición de Señores cuando se trata de evocar la podredumbre no deja de actuar y de conmover. Sé muy bien que Señores tenía su pleno sentido, que la palabra no había sido aún degradada; eso no quita que... Es provocación mirar a alguien a los ojos, incluso si lo conocemos bien y desde hace mucho tiempo. Hay que afanarse por una mirada abstracta. (La mirada debe emanciparse de los seres.)

Treinta años atrás. Recuerdo un artículo, publicado en un periódico rumano, en el que fui alabado con indecencia. En él se decía que había escrito el mejor libro publicado desde Eminescu. Era, en dimensiones balcánicas, una forma de gloria. De todo eso no ha quedado nada. Es mejor pensar en los momentos en los que ya no estaremos que en aquellos en los que hemos estado. Hacer una inmersión en el olvido futuro. Futuro es mucho decir. El olvido ya está aquí..., no hay ninguna necesidad de esperarlo. Siempre habría que pensar en alguien más desfavorecido que uno mismo. Piensa en P.C., quizá en este momento «encamisado» en Sainte-Anne. Tú aún conservas la ventaja de poder dominarte; ¿qué más puedes desear? Ser dueño de tus arrebatos, si no de tus humores, es una hazaña, un éxito cuando ya no sabes dónde estás con relación a nada. A propósito de X, L.G. me dice: «Come por miedo a la muerte, se ha refugiado en el papeo». En realidad, la bulimia es una consecuencia de la angustia..., o de la idiocia. Si no supiera defenderme, pasaría el tiempo escribiendo sobre mis contemporáneos y, lo que es más grave, sobre mis amigos. Me he negado a hacerlo sobre Paulhan, sobre Michaux y, ahora, sobre Beckett. No puedo extenderme sobre escritores cuyos méritos son reconocidos casi unánimemente. ¿Para qué escribir sobre alguien al que se ha comprendido? Esos números de L’Herne tienen algo imponente y fúnebre: son una losa funeraria que se echa sobre un vivo. Es un entierro, y es incluso peor que un Premio Nobel. Por otro lado, no puedo admitir que gente que se mantiene al margen y que profesa su desprecio por el mundo de las letras acepte esos homenajes recibidos de todas partes, mendigados a diestro y siniestro. ¿Qué les importan esos elogios convencionales, pesados, inoportunos? Definitivamente, no lo comprendo (no quiero comprenderlo, mejor dicho). Empresas semejantes pueden tener sentido en la universidad; pero ¿para los

escritores? Misceláneas, Festschrift..., todo eso es lo más desagradablemente universitario que hay, y proviene, como es debido, de Alemania. Las pocas cartas que escribo son cartas de rechazo. Me horroriza escribir sobre los demás. Tengo la reputación de alguien que está de vuelta de todo, y sin embargo me piden admiración de todas partes. ¡Como si tuviera algo de admiración que prodigar! Solo admiro algunos éxitos y algunos fracasos extremos. Pero no me gustan los grandes nombres, las estrellas..., las glorias desmesuradas, desproporcionadas, aunque sienta amistad o estima por los que sufren sus beneficios o sus perjuicios. Lo más difícil es renovar nuestras admiraciones. Solo admiramos realmente hasta los veinte años. Después no son más que entusiasmos o caprichos. He cambiado de opinión sobre todo el mundo, excepto sobre Shakespeare, sobre Bach y sobre Dostoievski. De los tres, es a Bach a quien preferiría. Se puede decir de él: «Ese no decepciona jamás». En el Observer, a propósito de la huida de la hija de Stalin, leo que, durante la época de Jruschov, ella era una apestada, nadie se atrevía a hablarle. Un día, en el instituto en el que trabajaba, alguien la ayudó a ponerse el abrigo. Se conmovió hasta las lágrimas. Era Siniavski..., que más tarde sería condenado a siete años por su denuncia demasiado vigorosa del estalinismo. Tengo la piedad devoradora. Más que de mí, es de la Creación en conjunto de lo que tengo piedad. No sé a qué apela la música en nosotros; pero es cierto que toca una zona que es inaccesible a todos los demás medios, a todos los demás trastornos, locura inclusive. Soñé que destruía palabra tras palabra, que las tachaba todas. Solo una debía sobrevivir a la masacre y permanecer intacta: soledad.

En literatura, todo lo que no es despiadado es aburrido. Creo, sin presunción, que, en lo que respecta a la percepción e incluso a la experiencia del vacío, he llegado tan lejos como un ermitaño hindú o tibetano; puesto que todo lo que hago y todo lo que pienso gira en torno a esa irrealidad fundamental. Sin embargo, no tengo ni fuerzas ni ganas de romper con este mundo. ¿De qué sirve una ruptura con lo que no es? Pero eso no es una respuesta. Creo que no tengo vocación espiritual, eso es; estoy hecho para comprender, no para servir de modelo, menos aún para realizarme. En el libro sobre Răşinari, que mi hermano acaba de enviarme, leo, en el capítulo de Bocete,1 el lamento de una niña que perdió a su madre hace algunos años: «¿Dónde estás?», dice ella. «¿Por qué no escribes? ¿Es porque allí donde estás no hay papel? ¿O quizá la tinta se ha secado?» Es del más puro humor negro. Confieso que esa historia de la tinta me ha conmocionado. He visto en Plon al académico H.M., ochenta y un años, aspecto más bien miserable. Me cuentan que hace algunos años lo encontraron desmayado en su despacho (el más lamentable de la casa). Llamaron al director, que, un poco conmovido, dijo a la asistencia en voz baja: «Ya saben, no siempre puede saciar el hambre». Cinismo y necedad. Evidentemente, con lo que le daban cada mes. Me gustan las viejas civilizaciones aisladas del mundo, encerradas en sí mismas, que durante siglos han rumiado siempre los mismos problemas, civilizaciones obsesivas, que encontraron su fórmula de salvación hace mucho tiempo y solo viven para darle vueltas y más vueltas en todos los sentidos sin añadirle nada nuevo. Pero ese es el verdadero trabajo de profundización. A dos kilómetros de mi pueblo natal hay una aldea habitada únicamente por gitanos. Hacia 1910, Păcală (el autor del libro sobre Răşinari) va allí acompañado de un fotógrafo. Logra reunir a los gitanos que aceptan dejarse

fotografiar, sin, a decir verdad, saber muy bien lo que es. En el momento en que se les dice que no se muevan, una anciana exclama: «¡Nos están robando el alma!». Y entonces todos se precipitan sobre los dos visitantes, que solo consiguen zafarse de ellos prometiéndoles darles todo el dinero que quieran. 23 de marzo. Anoche, alrededor de las once, daba mi paseo habitual alrededor del Luxemburgo cuando pasó un coche que hizo un ruido ensordecedor: parecía un motor que explotaba. De pronto, una nube de pájaros levantaron el vuelo enloquecidos; todos los que dormían cerca de la calle de Guynemer. «Les está bien empleado», me dije. Cuando eres pájaro, no vienes a instalarte en París. Esta noche, estoy seguro, he encontrado la definición de libertad. En cuanto a haberla retenido, eso ya es otra cosa. La emoción que sentí el otro día al leer «¿la tinta se ha secado?» en un bocete seguramente era explicable. Por desgracia, acabo de constatar que la historia de la falta de papel, de tinta o de pluma sale en casi todos los bocete. Era pues un cliché, un proceder, de la literatura. Por otra parte, no me hago ninguna ilusión respecto al talento poético de mis consăteni:1 no se puede uno imaginar gente más burlona; ahora bien, el talento satírico es antipoético por definición. Soy definitivamente viejo: mi infancia se me hace más presente que nunca, y todo lo que he vivido desde entonces me parece un recuerdo lejano, casi una ilusión. Así, llegado a cierta edad, lo que permanece son los comienzos y el final, todo salvo la existencia. Sufrimos tan pronto como tenemos necesidad de alguien o de algo. Arreglárselas para depender de tan pocas cosas y de tan poca gente como sea posible. Hay que resignarse a la pobreza, al anonimato y a la muerte. Reducir al máximo las propias ambiciones, aceptar la oscuridad, acostumbrarse a la idea de desaparecer.

... Todo eso es fácil de desear, ¡pero cuando se trata de pasar a la acción! Eso no quita que se puedan hacer algunos progresos. Yo ya he hecho bastantes, he comprometido casi todos mis deseos... La melancolía, ¿no sería señal de envejecimiento precoz? Si eso es cierto, yo estoy senil desde siempre. Si fuera honesto, es decir, si extrajera las consecuencias de lo que siento y de lo que sé, tendría que huir hacia la soledad (convento, desierto, etc.) o emborracharme de la mañana a la noche. Por desgracia, tengo deseos. Estoy seguro de que, retirado completamente del mundo, no podría olvidar a la mujer. Así que tengo que resignarme a vivir como siempre he vivido: en la tirantez, entre la obsesión por el esqueleto y la obsesión por la carne. Solo se puede soportar este mundo en estado de embriaguez. Pero ese estado tendría que durar las veinticuatro horas del día. Pero incluso entonces no estaría todo resuelto, la peor lucidez, la más destructora, en cualquier caso, es la que surge en los intersticios de la embriaguez, precisamente: lucidez fulgurante..., como una muesca del espíritu. C.M. Fuimos «amigos». Hablaba «bien» de mí y yo se lo agradecía. Un día la mentira se quebró. Y nuestra amistad también. Esa chica a la que no veo desde hace años y que, por teléfono, me dice, de entrada: «Parece que ya no escribes nada...». Lo encuentro inconcebible. ¿Y eso qué le importa a toda esa gente, ya que ni siquiera ha leído lo que ya he publicado? 24 de marzo. Anoche hablé durante cinco horas. Hoy tengo la voz ronca. Qué absurda pérdida de energía. Habría sido infinitamente más sensato dejar hablar a los demás, ya que solo esperaban eso. Pero le corté la palabra a todo el mundo. Lo mejor que he hecho son plegarias degeneradas en máximas.

Visita de un profesor japonés, Tadoo Arita, y su mujer. Definitivamente, ese pueblo tiene clase. ¡Ni el menor rastro de vulgaridad! Tienen «estilo», como los franceses debían de tenerlo en otro siglo y como los ingleses tienen aún un poco. Rigidez y gracia..., paradójicamente combinadas. Pensar es turbar. 25 de marzo. Víspera de Pascua. París se vacía. Ese silencio tan inhabitual como en pleno verano. ¡Qué feliz debía de ser la gente de antes de la era industrial! Claro que no. Ignoraban completamente su felicidad, como nosotros ignoramos la nuestra. Nos bastaría con imaginar en detalle el año 2000 para tener, en contraste, la sensación de estar todavía en el Paraíso. Jornada extraordinariamente bella. Hace un rato, en el Luxemburgo, hasta ese odioso hormiguero parecía aceptable, incluso el cielo, de un azul supremo, lo realzaba todo, hasta al hombre. La vehemencia de Händel. Tiene más brío pero menos profundidad que Bach. Cuando hemos comprendido que nada tiene realidad intrínseca, que nada existe, y que no podemos conceder a las cosas ni siquiera un estatus de apariencia, ya no necesitamos ser salvados: estamos salvados..., y somos desgraciados para siempre. Arrastro tras de mí jirones de teología... Nihilismo de hijo de pope. Pascua. Volver a casa, después de haber recorrido las calles vacías, con la idea de acostarte durante mucho tiempo, para siempre. ¿De dónde puede provenir mi propensión al aburrimiento? Siempre lo he sufrido, en todas las ciudades, en todos los lugares en los que he vivido, a todas las edades. No tengo la impresión de sufrirlo menos ahora. Me inclino a creer que esa disposición se debe a mi temperamento, a mi fisiología, al estado de mis arterias, de mis nervios, de mi estómago, a los males crónicos con los que la naturaleza me ha obsequiado con una liberalidad insensata.

Creo que prácticamente solo Baudelaire y Leopardi experimentaron los tormentos con una intensidad análoga. Cualquier sufrimiento moral sin causa evidente es malsano. Ahora bien, el aburrimiento es un sufrimiento de ese tipo. A decir verdad, cada vez que lo experimento me parece legítimo, razonable, justificado. ¿Qué otro sentimiento podría inspirarme este mundo? Así ocurre con el miedo, con el asco e, incluso, con el entusiasmo. No olvidar que hace exactamente treinta años escribí un libro sobre las Lágrimas y los santos..., sobre las lágrimas más que sobre los santos. Esas ganas de llorar que habré conocido desde mi periodo de insomnios (de los veinte a los veintisiete años). Según la doctrina de Buda, existen cinco obstáculos al progreso espiritual: la sensualidad, la malevolencia, la inercia física y moral, la inquietud y la duda. Todos esos obstáculos los conozco bien; conseguiría superar los cuatro primeros, me sería imposible vencer el último, al ser en mí la duda el mal por excelencia, mi mal, el impedimento mismo a cualquier progreso. Siempre he puesto la verdad por encima de mi salvación. O más exactamente: lo que yo llamo «la verdad» no concuerda nunca con mi salvación. Mi sentimiento de la vida es destructor de mi vida. En mis conversaciones directas o telefónicas no encuentro casi nunca la palabra justa cuando se trata de una cuestión delicada o a veces administrativa. Pero la encuentro indefectiblemente tan pronto como se marcha el interlocutor o en cuanto he colgado. Ese retraso, que demuestra algún vicio de mi espíritu, siempre me exaspera y agrava mi malestar habitual. Creo haber definido la ansiedad como una memoria del futuro.

Y, en efecto, el ansioso es alguien que recuerda, que ve, no, que ha visto lo que puede sucederle. Buda se esforzó tanto, ¿para lograr qué? La muerte definitiva..., lo que nosotros estamos seguros de obtener sin meditación, sin extinción del deseo, sin nostalgia del nirvāna. ... La única diferencia es que para el budista es voluptuosidad todo lo que para nosotros es terror. ... También es cierto que se puede, en el budismo, realizar el nirvāna desde esta vida, es decir, saborear, antes de la muerte, el placer de ya no ser (una muerte voluptuosa en la vida). Desde hace mucho tiempo —¿cuántos años?, ¿veinte?, ¿treinta?—, para mí pensar se reduce la mayoría de las veces a un diálogo con Buda..., a una pelea a menudo, puesto que, si bien tengo las mismas obsesiones que él, no extraigo de ellas las mismas consecuencias. (¡Vaya una idea! ¡Compararme con el mayor iluminado que haya existido jamás! Pero no me comparo, hablo con él. Los creyentes tienen el derecho de conversar con Dios. ¿Por qué no tendría yo el de definirme con relación a alguien que solo fue un hombre y se tuvo por tal, aunque habría podido, con toda la razón, atribuirse el estatus de divinidad?) Sartre... Intentado leer o releer algunos ensayos. Malestar. Demasiado sistemático. Mala fe permanente. Nada profundo. Pretende la brillantez, a menudo la alcanza. No sé por qué me recuerda a un Giraudoux riguroso, germánico. Ironía ininterrumpida, pesada, ironía alsaciana. Además, preciosista, sí. En eso se parece a Giraudoux. No tengo necesidad ni del escritor ni del pensador. Prefiero a cualquier otro. Soy injusto con él, pero no veo la necesidad de hacerle justicia. ¿Y qué significación tendría esa elegancia, puesto que él no me es de utilidad? Lo que me molesta de Sartre es que siempre quiere ser lo que no es. 28 de marzo. Un libro tuyo que ha sido traducido ya no es tuyo: es principalmente de tu traductor, puesto que él te ha impuesto su estilo. Así que tendrías que firmarlo con él, y presentarlo como una obra escrita en

colaboración. Los alemanes y los judíos tienen en común que inspiran sentimientos violentos, a favor o en contra; nunca o casi nunca sentimientos normales. El secreto de la Historia es el rechazo de la salvación. Esos nubarrones, perseguidos por el sol, vistos a través de mi tragaluz, me dispensan del mundo exterior: me colman en casa, y reemplazan todos los paisajes con los que sueño. La prosa de Mallarmé; no conozco nada más ilegible. Pienso en X, que lo imita, y al que tampoco puedo leer. Mi horror del mundo es impuro, equívoco y quizá sospechoso, eso es seguramente lo que me ha permitido durar tanto tiempo. Mi combate con la lengua francesa es uno de los más duros que se puedan imaginar. Victoria y derrota se alternan en él..., pero yo no cedo. Es el único sector de mis actividades en el que muestro algún empeño. En todos los otros, me siento en la obligación de flaquear. 28 de marzo. La gracia es esa alegría que, sin que sepamos de dónde viene, se apodera de nosotros algunos días durante una hora o dos. ¿Cómo admitir que la alegría, la que nos invade y a la que nadie podría resistirse, procede de nuestros órganos y que no tiene su fuente en Dios? ¿Cómo no asimilarla a la gracia? Se ve muy bien cómo ha podido operarse el deslizamiento, y cómo de la fisiología se ha pasado a la teología. Ese deslizamiento es lo más natural y legítimo que hay. Es demostrar mucha frivolidad no concebirlo ni aprobarlo. Cualquier alegría nos viene de Dios, como cualquier tristeza nos viene del Demonio. La alegría es dilatación; y cualquier dilatación participa del bien. Pero la tristeza es reducción (con el infinito como segundo plano, infinito que la aplasta en lugar de liberarla).

(Si creyera realmente que la alegría nos es dada por Dios, estaría resentido con él por concedérmela tan raras veces; pero, aunque solo viniera de mí, está tan cargada de sustancia, de realidad, que debido a ella creería en Dios por necesidad de gratitud, puesto que esa alegría es tan densa, tan plena, tan divinamente pesada, que no se puede soportar sin una referencia suprema.) He vuelto a sumirme en la filosofía hindú y he recaído en esa alternancia de apaciguamiento y desesperación inherente a esa filosofía. El budismo mahāyāna, al que, sin embargo, me siento tan próximo, me desconcierta completamente. La dialéctica de Nāgārjuna, la de Chandrakirti, la de Shantideva..., destruyen todos los conceptos, todas las supersticiones, para que, reafirmada más que nunca la vacuidad como única «realidad», nos agarremos a ella y saquemos de ella consuelo y fuerza para dominar nuestras pasiones. La intención moral es evidente detrás de ese despliegue de argumentos destructores: se aniquila todo para encontrar la paz al final. Mientras algo sea, viviremos en el desconcierto. Aniquilemos el edificio de nuestros pensamientos y de nuestras «voliciones» y descansemos sobre sus escombros. Solo hay paz si hemos adivinado que todo es fantasía; tan pronto como algo existe, entramos en el drama. Habría que decir «tan pronto como se cree que algo existe», puesto que solo se trata de nuestras locuras y de nuestros entusiasmos, que no ocultan nada tras de sí, ya que no hay nada más que ellos. Lo que se les puede reprochar a los judíos es que cada uno de ellos tiende a ocupar demasiado espacio, que nada lo satisface y que no deja de extenderse, de manifestarse. No conocen límite en nada. Es su fuerza y su debilidad. Van demasiado lejos en todo, y es inevitable que topen con los demás, con aquellos que también querrían avanzar pero no tienen los medios para hacerlo. Medianoche. Esta amargura recurrente, ¡quién pudiera curarse de ella! Litiga, ¡ay!, contra mí. Pero hay que añadir que sobreviene en horas tardías, cuando se trata de hacer el balance del día (¡como si alguna vez hiciera

semejante balance! Eso sería arruinar todas mis costumbres, todos mis defectos). Cualquiera está más contento de sí mismo que yo de mí mismo. Pero no debería despreciar a los demás por estar orgullosos de lo que son. Es ahí donde reside mi debilidad. Cuando pienso que esta tarde meditaba sobre la alegría, que me dedicaba por completo a ella... Que me ahogaba en ella... El francés es una lengua que no soporta el candor, a la que le repugnan los sentimientos demasiado sinceros, demasiado verdaderos. Se diría que ha quedado marcado para siempre por la corrupción sutil, por la abstracción perversa del siglo XVIII. Exceptuando el sueño, nada me ayuda, nada me es favorable. Una hora de sueño en pleno día me regenera durante algunas horas, y hace funcionar mi mente. Son mis dolencias, mis cansancios, mi interés forzoso por las cuestiones de fisiología los que me han llevado a desconfiar de la metafísica. Quizá no haya hecho ningún progreso durante tantos años; al menos habré aprendido lo que es un cuerpo. La palabra carnal tiene para mí su pleno sentido, quiero decir que todas mis ideas las he vivido en mi carne. Mi carne las ha censurado, verificado, sufrido todas. No se describe una sonrisa. Cuatro días (del 29 de marzo al 3 de abril). Montargis, Saint-Fargeau, Coulanges-sur-Yonne, Châtel-Censoir, Arcy-sur-Cure, Voutenay... Un centenar de kilómetros tirando por lo bajo. Cansancio relajante. La caminata es mi salvación. Me gustaría escribir un paralelo entre Shankara y Nāgārjuna..., dos tipos de pensadores opuestos. Me inclino evidentemente por el segundo. Los escritores que están más anticuados son los que han sido contaminados por la filosofía.

El arte de la desolación, eso podría servirme de estandarte. «El misterio es la marca de la barbarie.» (Fontenelle) La sentencia más francesa que conozco. Ya no escribiré más que fragmentos; mi pensamiento, ya quebrado, lo pulverizaré. Será mi manera de avanzar. 5 de abril. Cualquier forma de progreso es una desviación, en el sentido de que el ser es una desviación de la nada. Hubo un tiempo en que sufría por ser desconocido; ahora experimento cierto goce en ello. (¿Acaso Chamfort o Joubert eran conocidos? ¿O traducidos? No lo son ni siquiera hoy.) De vez en cuando alguien lucha por mí, en el extranjero, ante algún editor. Invariablemente, me responden: «No». Me lo espero, pero no siempre es grato verse «cateado» en todas partes y en cada «examen», tanto más cuanto que esas gestiones se hacen independientemente de mí: la mayoría de las veces solamente se me comunica su respuesta negativa. No concedamos a esas fruslerías más importancia de la que merecen. En el tejado de una casa vecina, un tejador español se ejercita en el flamenco, bajo un cielo de un gris siniestro. Esa voz ronca y quejumbrosa me conmueve profundamente. Si por mí fuese, me iría al instante a Andalucía. Leído la autobiografía de Ignacio de Loyola. Cualquier conquistador parece un abúlico a su lado. La única reforma que me convendría sería la de mi voluntad. Se percibe en Ignacio una voluntad obstinada de resistir a la «vana gloria». Resistió a ella, en efecto, pero para caer en un orgullo enorme, y de tal magnitud que difícilmente se podría encontrar uno igual.

Soportar un papel subalterno sin acritud es mucho más difícil que ser un excluido, un réprobo. Esa última condición comporta grandes satisfacciones de orgullo. Es un éxito al revés. 6 de abril. Pasado la tarde con una señora que quería conocerme. Durante dos horas me ha hablado de sí misma. Al final, me ha dedicado, de todos modos, cinco minutos. Sin embargo, no ha sido en absoluto antipática, ha sido incluso humana en el mejor sentido de la palabra. Libro sobre Fulano, coloquio sobre Mengano, todo el mundo escribe sobre todo el mundo. El circo de la gran esterilidad. Siglo de los críticos. Sincretismo funesto. La inteligencia que se agota en sí misma. El más bello título: Exclamaciones. ¡Ay! Está cogido... por santa Teresa. A veces me inclino a pensar que es mejor sacrificar la vida a una obra que vivir. Pero a veces pienso lo contrario. Y en los dos casos tengo razón. Podría devorar todos los días un libro de recuerdos. Como no puedo escribir mis memorias, me intereso por las de los demás. Me gusta devorar vidas. Soy el menos sabio de todos los sabios, pero sabio, de todos modos... 8 de abril de 1967. Mi cumpleaños. Dejémoslo. En todo lo que he escrito, no he rendido a la sexualidad el homenaje que merece. Cuanto menos pienso en el paso del tiempo, más me amoldo a los actos. La atención al transcurso de los instantes es, se mire por donde se mire, ruinosa para la salud. Si se quiere soportar la vida, hay que olvidar el tiempo. Léon Bloy o Nietzsche o Dostoievski..., lo que me ha gustado de ellos es el sufrimiento y la exageración, o, mejor dicho: las exageraciones del sufrimiento.

Rilke, Chestov, ¡y tantos otros por los que tenía devoción! Todo eso es agua pasada. He aprendido a desentusiasmarme, a decir verdad no he hecho otra cosa. 10 de abril. Anoche, en casa de Kuipers, cuando Jacoba van Velde me preguntó lo que podía comer, y si mi dieta era muy severa, le respondí que en principio comía de todo, incluso cadáver. Ella me dijo que me había hecho pescado. «Un cadáver», le respondí. «Un cadáver limpio», me replicó ella. En la primera mitad del siglo XVIII, ¿qué autor de moda podría haber imaginado que Saint-Simon, pequeño duque olvidado, contaría un día como el mayor escritor francés? Tengo accesos de pasión que rozan la demencia, yo, que titubeo ante todo y dudo de todo. Sin esa dualidad esencial a mi naturaleza, ahora estaría en prisión o con una camisa de fuerza. Hojeado el número de la NRF dedicado a André Breton.1 El personaje, extremadamente limitado, no merecía tantas consideraciones, que por fuerza no podían aportar nada nuevo. Dejé de interesarme por él cuando supe que detestaba a Dostoievski y la música. Tenía más afinidades con Bossuet que con Rimbaud, y lo mejor que había en su prosa provenía de Valéry. Un inquisidor de poca monta..., en cuanto a su carrera. Pero tuvo la enorme ventaja —desde el punto de vista de la historia literaria— de identificarse con un movimiento hasta convertirse en su estandarte. Y en lo que hizo y en lo que escribió fue la antípoda de lo que predicó. El teórico del delirio emplea un estilo que es la distinción misma; nada más forzado y, a veces, más estreñido. Esa contradicción fundamental me dispone a su favor, porque lo humaniza. De lo contrario, me parecería demasiado altivo y demasiado encorsetado. Una carrera para tesis, un destino que colma a los profesores de universidad. El error más grave que un escritor puede cometer es proclamar que está poco valorado. Uno tiene el derecho de quejarse como hombre pero no como escritor.

El error de creer, como S.L., que la contradicción es señal de vitalidad, cuando el individuo, como la colectividad, sucumbe a sus «contradicciones», como tan acertadamente se suele decir cuando se analiza la precariedad de un régimen. Cuantas más contradicciones encierra este, más amenazado está. Hay una tensión sin contradicciones: eso es la vitalidad..., tanto en la historia como en la vida individual. Tener conciencia moral, tener escrúpulos, conocer el remordimiento..., todo eso significa que no se ha franqueado el horizonte humano, que no se ha visto más allá del hombre y que todavía se le presta a este mucha atención. Solo me consideraré un hombre libre el día en que, como los grandes asesinos y los grandes sabios, me eleve por encima del remordimiento. En Toulouse, en la Edad Media, cada año, el Sábado Santo, el gran rabino era abofeteado en público por el deicidio cometido por sus antepasados. André Breton. La muerte de un Inquisidor. (La contradicción entre lo que él quería hacer y lo que hizo. El teórico de la espontaneidad que escribió la prosa más forzada desde Valéry..., de quien fue, con Caillois, el mayor continuador. Elegancia perfecta, tanto más extraña cuanto que recurría a Rimbaud.) En una entrevista a Claude Simon, este dice que se esfuerza en abstraerse del relato, en no intervenir en él al estilo del novelista ordinario que se erige en juez; él quiere ser perfectamente objetivo, dejar que las cosas y los seres se entreguen ellos mismos. ... Y yo creo que si Saint-Simon es hoy el prosista francés más vivo, es porque está presente en cada línea que escribe, porque lo sentimos palpitante, jadeante, detrás de cada «invectiva», de cada embestida, de cada adjetivo. Él escribía, no hacía teoría del arte de escribir, como se hace comúnmente en Francia, en perjuicio de la literatura. Todos esos tipos exangües, escleróticos, raciocinadores carecen de temperamento, son sutiles

y aburridos: son cadáveres prolijos, disfrazados de esteticistas. No tienen alma, sino método. Solo tienen eso, todos. ¡Cómo detesto a todos esos literatos, qué inútil me resulta su talento! Me digo a veces: «Nadie habla de ti. Es como si estuvieras muerto desde hace mucho tiempo». Y después me avergüenzo de esa acritud. Todo lo que tengo que hacer es continuar como si nada... y trabajar para merecer mi propio respeto. Puesto que no es el desprecio de los demás el que duele, es el nuestro propio. Mientras esté a malas conmigo mismo, los aplausos de los mismos dioses no podrán ablandarme a mi favor. Hay que estar bien con uno mismo, plegarse a la idea que uno se había hecho al principio de sus propias capacidades y no traicionarlas por apatía, por indolencia y por asco de sí mismo. Desde hace años vivo por debajo de mis ambiciones y de mis fuerzas. Nadie es más traidor a sí mismo de lo que yo lo soy. Es el único dominio en el que destaco realmente. La vitalidad de mis remordimientos desafía la imaginación. La indiferencia es apropiada para la vejez. Pienso en X, octogenario, que se agita a propósito de cualquier cosa. Dicen que está «vivo», cuando solo es ridículo y lamentable. No hay que interesarse por todo, a ninguna edad. El exceso de curiosidad es señal de frivolidad y de infantilismo. Pensar es rechazar, eliminar, seleccionar. La disponibilidad excesiva suprime precisamente la selección; para ella todo es importante, lo que equivale a poner al mismo nivel catástrofes y fruslerías. En materia de prosa no existe ninguna regla; sí, ser parco en adverbios. En cuanto he tomado una decisión, me arrepiento y empleo todos los medios, inclusive el deshonor, para volverla a poner en tela de juicio y para que su efecto sea anulado.

No comprendo cómo alguien tan indolente como yo puede pensar tanto en la Destrucción. ¿No será porque es la única forma de actividad que no me parece envilecedora? Y sin embargo construir, crecer, edificar son infinitamente más lentos, más delicados y más complejos que aniquilar. Eso es cierto; pero aniquilar da una sensación de poder y favorece algo oscuro, original en nosotros que ninguna obra podrá suscitar. No es construyendo, es destruyendo como podemos adivinar las satisfacciones secretas de un dios. El hombre solo tiene realmente la sensación de superarse cuando medita alguna mala acción. No escribir sobre autores con los que tengo afinidades. Es indecente. Es hablar de uno mismo de una manera apenas disfrazada. Pero ese juego no engaña a nadie. Cualquier triunfo tiene algo profundamente abyecto, si lo juzgamos por la cara del triunfador. Desgraciadamente, el vencido, si hubiera ganado, habría adoptado la misma expresión que su rival más afortunado. No hay nada que hacer: en todo éxito hay un elemento de degradación. Cuento con que jamás tendré ocasión de cantar victoria. Un dios vela por mí. Tan pronto como estudio un tema con más detenimiento, me doy cuenta de que se ha dicho todo sobre él y de que, para renovarlo, hay que deformarlo, falsearlo, reducirlo a algunas fórmulas no evidentes. Es lo que se llama originalidad. La cretinización por la filosofía..., fenómeno nuevo en Francia. Hasta ahora, solo Alemania parecía tener su privilegio. Topo en el libro de Foucault Las palabras y las cosas,1 que no tengo ningunas ganas de leer, con una frase en la que pone al mismo nivel a Hölderlin, Nietzsche y Heidegger. Solo un profesor de universidad podía cometer semejante error de leso talento. ¡Heidegger, un profe, al lado de Nietzsche y de Hölderlin! Eso me recuerda a ese crítico que se permitió

escribir «De Leopardi a Sartre», como si de uno a otro pudiera haber la menor filiación. Un poeta, un espíritu extraordinariamente auténtico por un lado, un aficionado dotado, pero aficionado, por el otro. Ese tipo de comparaciones, esa confusión de los valores, me pone fuera de mí. 17 de abril París y la región parisiense tienen más de nueve millones de habitantes, dentro de veinte años habrá catorce. Es terrorífico. Ayer, domingo, en un pueblo, Mauchamps, muy cerca de SaintSulpice-de-Favières, un joven parisiense le daba este discurso a la propietaria del único bar del pueblecito: «Comprenda usted, construirán aquí un almacén, habrá veinte camiones que transportarán material de la mañana a la noche, abrirán nuevas carreteras, el suelo será más caro, el municipio crecerá, usted tendrá clientes, su tienda de comestibles crecerá, habrá quizá otras, yo quiero desde ahora mismo comprarme una casa, estoy seguro de que muchos seguirán mi ejemplo», etc., etc. La propietaria del bar, una mujer mayor, escuchaba encantada, casi en éxtasis. Yo sentía escalofríos en la espalda. Habría matado a ese entusiasta en el acto. Y debería haberlo hecho. Nacido en las montañas, cualquier planicie ejerce una gran atracción sobre mí. La Beauce colma mi sed de estepa, de Puszta; me basta con mirarla proyectando en ella una pizca de desolación. Lo cual no me cuesta nada. Simone de B. acababa de morir. Yo la velaba con Sartre, que resultó ser exquisito. Hablamos de esto y de lo otro. Me dijo: «Está muy bien su “gramática rumana” (!)». No dejé de repetir a quien quería escucharme: «¡Qué hombre tan encantador!». Hace muy bueno. Y ese sol me recuerda que mi madre y mi hermana ya no están aquí para disfrutar de él. La Muerte no es nada; la muerte de alguien lo es todo.

Solo envidiamos a amigos, a vecinos, a conocidos, a gente que trabaja en el mismo sector y en la misma dirección que nosotros, que comparte nuestras ideas, que nos han hecho bien, etc. En suma, la historia de Abel. Querría desaparecer dentro de mí mismo como un caracol o una tortuga, o imitar la misantropía del erizo. Si hubiera algo, el miedo de no poder apoderarse de ello se convertiría en la única sensación. Puesto que no hay nada, todos los instantes son perfectos y nulos, y es indiferente que disfrutemos de ellos o no. Ataco a todo el mundo y nadie se da cuenta de ello. La violencia gratuita..., ¿hay algo más penoso? Agotarse dando golpes de los que ninguno surte efecto, atacar a todo el mundo sin que nadie se dé cuenta de ello, ¡lanzar flechas cuyo veneno eres tú el único que lo siente! Pienso en G. Si le pidieras dinero, haría un drama. Pero si le pides un favor que implica un gran número de gestiones pesadas, no dudará ni por un instante en hacértelo. La conclusión que hay que sacar de ello es que se puede ser avaro y, sin embargo, generoso. A decir verdad, hay dos categorías de generosos: la primera, esa de la que G. es un ejemplo. La otra es la de un J.P.S., que, por lo que dicen, ayuda sobradamente más o menos a cualquiera, pero no se molesta, no pierde el tiempo corriendo para solucionar las tareas de otro. Así que están los avaros y los pródigos-cómodos. ¿A cuáles preferir? Están muy igualados. Ni los unos ni los otros son mezquinos, egoístas, cabrones. 19 de abril. E. me telefonea desde Lucerna, donde se supone que tiene que hacer una cura en una clínica. Son las diez de la mañana, y me dice que no puede más, que no puede salir de sus crisis depresivas, y me pregunta cómo lo hago para vivir. Le respondo que esa es precisamente la pregunta que me hago yo, y que me admiro de poder continuar. Sin embargo, no bebo, y le he dicho a E. que el alcohol es diabólico, que, mientras se entregue a él, no podrá salir del infierno.

Tenía una voz ronca, convincente, desgarradora a más no poder. Su gloria malsana, absurda, aciaga no ha hecho más que agravar su estado y sus problemas. Tiene el rostro de la maldición. 20 de abril. E. me telefonea a medianoche exactamente desde Zúrich. Llora, suspira, maúlla casi, me dice que por la noche se ha bebido una botella de whisky, que está al borde del suicidio, que tiene miedo; me pide que vaya a verlo a Zúrich a su hotel o al menos que lo llame a las seis de la mañana. Hablamos siempre de las mismas cosas, le suplico que deje de beber, que abandone Suiza y venga a instalarse en una clínica de París, o en las afueras, para que podamos verlo. La soledad es nefasta para él. Le he dicho que es absolutamente necesario que domine el alcohol; me ha dicho que no puede, que lo ha intentado y que sabe que no puede lograrlo. Esa conversación me ha conmocionado; su estado me inquieta, apenas he podido dormir algunas horas. Esta mañana, a las nueve, telefonea de nuevo: está mucho mejor. La conversación continúa en un tono menos patético pero también «serio». Le he dicho que si no renuncia, aunque solo sea durante una semana o dos, al alcohol está perdido. Hoy le he dicho: «No bebas, si sientes ganas de hacerlo, coge un catecismo, reza alguna plegaria». Me dice que ya no puede hacerlo, que lo intentó en el pasado pero que ahora le es imposible. Y vuelve a empezar con sus quejas, con sus recriminaciones: «Ya no apuestan por mí en Alemania», etc. Le he dicho que todo eso no tiene ninguna importancia, y que sus problemas (gloria, amor, etc.) no puede resolverlos con el alcohol, que, por el contrario, no hace más que agravarlos. «Debería haber seguido siendo un pequeño funcionario, modesto, que no se ocupara más que de su mujer y de su hija, habría sido infinitamente más feliz», me dice. Es evidente que la disminución de su gloria lo pone fuera de sí. Me dice que está acostumbrado a que sepan su nombre cuando va a un hotel..., en fin, ha adquirido la costumbre de las estrellas. Su «gloria» es un veneno, una droga de la que no conoce más que los inconvenientes, de la que no extrae ningún placer real: una tortura, un castigo, una verdadera agonía, pero de la que no podría prescindir.

La prueba de que mi vida es un naufragio es que nadie me envidia. Los locos pueden odiarme pero no envidiarme: vivo demasiado al ralentí para eso. Cualquiera puede tomarme la delantera. Esa es mi gran ventaja, que me preserva de muchos golpes. Entierros en mi país. Al. Căparian me cuenta que en Lancrăm, el pueblo natal de Blaga, estaban al borde de la tumba de este la viuda y las «amantes», tres o cuatro. En cierto momento de la «ceremonia», una de estas prorrumpe en llantos histéricos: las otras la siguen inmediatamente y aquello se convierte en un coro de lamentos. Solo la viuda está o parece impasible. Para calmar o reprender a las «plañideras», les dice: «No vale la pena llorar, es mucho más feliz ahí donde está». Frase convencional, tan convencional como las lágrimas de sus «rivales». Entierro de otro poeta. En el momento en que bajaban a la tumba el ataúd de Ion Barbu, su «amante» se tiró encima gritando: «Tierra, ¿sabes a quién te vas a tragar?». No han podido decirme si la mujer de Barbu, una alemana, estaba ahí, quiero decir si vivía todavía.1 E. me telefonea dos veces al día desde Zúrich. Por la mañana me promete no beber, por la noche está borracho y me habla de suicidio. Y yo, que he hecho apología de este, me empleo en quitárselo de la cabeza. Hojeado el libro de Barthes sobre Racine: bastante notable pero agobiante. ¡Qué lenguaje! Un crítico no debería jamás frecuentar tratados de psicología, menos aún de psicoanálisis. Barthes llama a Jules Lemaître (al que no ha leído) crítico vulgar. Pero si Lemaître hubiera empleado la jerga filosófica de su tiempo no sería, evidentemente, vulgar, sería ilegible. Lo que hoy se llama «renovación de la crítica» es adoptar un lenguaje externo, ajeno a la literatura. No hablar como los escritores sino como los filósofos, los sociólogos y demás. Toda la crítica actual se hace en nombre de Marx, de Freud, de Heidegger o en nombre de cualquier disciplina nueva cuya terminología se ha adoptado.

La idea de la impermanencia debería haberme traído la paz, una paz duradera, quiero decir; en realidad, solo me ha salvado en momentos difíciles, y sanseacabó; el resto del tiempo he tenido que apañármelas solo. Eso significa que no tengo una vocación especial por la liberación. Pienso de nuevo en E., en la escena del otro día, a medianoche, llorando como un niño por teléfono, en ese hotel de Lucerna, y diciéndome que tenía que matarse pero que no tenía fuerzas para hacerlo, que el miedo se lo impedía, que había que ayudarlo a eliminar ese último obstáculo. Desamparo atroz comparable al de Marilyn Monroe, estrella ella también. De dos cosas estoy seguro: el alcohol y la gloria son obras diabólicas. No hay que entregarse al primero, no hay que buscar la segunda. Son dos peligros que no me conciernen, aunque haya rozado el primero en mi juventud. Anoche le explicaba a un inglés que cuando un francés cuenta un acontecimiento del que ha sido testigo, se concede un lugar privilegiado, se pone en el centro de la historia. Media hora antes le había contado la entrada de De Gaulle en París, durante la Liberación. Era tan alto, superaba tanto a los demás, que yo, que estaba en la plaza de la Concordia, pude divisarlo en la de la Estrella, en el momento en que se disponía a bajar por los Campos Elíseos. Y añadí para mi inglés: «Cuando hace un rato le describía esa escena —De Gaulle en la Estrella y yo en la plaza de la Concordia—, reaccionaba como un francés, era realmente un reflejo francés el que me dictaba la descripción». El verde suave de los abedules sobre un fondo gris malva en las colinas entre Maisse y Milly-la-Fôret. Siempre he pretendido ser ajeno a todo. No tener ninguna convicción, ni siquiera noción; puesto que cualquier forma de idea supone un contacto, es decir, una complicidad con la ilusión. Más allá de todo. Eso es. Estar al mismo nivel con la nada.

Cuantas más vueltas doy a las cosas, más me parece que los únicos seres que han llegado al final de todo son los que le han dado la espalda al mundo. En el libro de Foucault1 se habla a menudo de la «finitud antropológica». Imagino el efecto que tales fórmulas pueden tener en los jóvenes. Evidentemente, es más inteligente que «miseria del hombre», «el hombre como animal condenado» o «la duración ínfima» de la historia humana. De todas las imposturas, la peor es la del lenguaje, porque es la menos perceptible para los estúpidos de nuestro tiempo. Hay que decir que Heidegger abrió el camino, y que un filósofo, si quiere experimentar el ostracismo, si quiere sentir en su carrera la susodicha «finitud», no tiene más que rechazar la jerga y emplear el lenguaje corriente, sensato. El vacío se hará automáticamente a su alrededor. 24 de abril. En este mismo momento, en todas partes del mundo miles y miles de hombres están muriendo, mientras que yo, yo agarro mi pluma sin encontrar una sola palabra para comentar su agonía. La venganza..., el único problema moral. La venganza es una liberación de la que no nos recuperamos jamás. Nos venguemos o no, somos desdichados. Quizá sea mejor elegir la desdicha de no vengarnos. «Haga lo que haga el hombre, lo lamentará siempre», me escribió mi madre un tiempo antes de morir. Era su testamento. Reconozco bien ahí la filosofía de nuestra tribu. No he inventado nada. Solamente he perpetuado el desengaño de mis antepasados. 25 de abril. Almuerzo agradable con amigos. He vuelto a casa descontento de mí. Cualquier discusión me deprime. ¿Por qué? Por naturaleza, me gusta afirmar, no me gusta ofrecer argumentos y los de los demás me desagradan... Estoy hecho para el monólogo violento. Me horroriza «justificarme». Me ahogaría en un Parlamento, en el que sería

como ese escocés, Hamilton, que, después de haberse pasado la vida en la Cámara de los Comunes, solo hizo allí un único discurso. En un viejo libro de psiquiatría se distingue entre aburrimiento adquirido y aburrimiento original. Pues bien, ¡el mío es original! Nací con él, incluso me precede. Me aburrí en el vientre de mi madre. M. Arland me pide un artículo para la NRF. Voy a escribir uno sobre el suicidio (partiendo de la reciente «discusión» telefónica con E.). En el fondo, es volver al tema de La noche de Talamanca, que se quedó en proyecto. 28 de abril. Durante más de un mes he trabajado sobre Saint-Simon para una eventual versión inglesa, de común acuerdo con Marthiel Mathews. La empresa se ha revelado desproporcionada a mis fuerzas y, lo que es más grave, muy poco rentable. Inmenso alivio al abandonarla. 1 de mayo. Nada me exaspera tanto como leer a un filósofo o a un crítico que te dice en cada página que su método es «revolucionario», que lo que dice es importante, que nunca se ha dicho antes, etc., etc. ¡Como si el lector no fuera capaz de advertirlo por sus propios medios! Sin contar con que una invención de la que se es demasiado consciente tiene algo indecente. La originalidad tiene que ser percibida por los demás, no por uno mismo. La lectura..., el mayor placer pasivo. La Iglesia, en su pasado, cometió tantos crímenes que es inexplicable que todavía pueda haber conversiones. ¿Cómo hacerse solidario de las fechorías de las que ha sido culpable? De todas las reflexiones, las más fútiles son aquellas sobre la literatura. La crítica es lo más estéril que hay; es mejor ser tendero que escribir sobre los demás.

Hay que leer un libro y luego tirarlo; inútil hablar de él, resumirlo y comentarlo. ¿Para qué sopesar sus méritos y sus defectos? Si es bueno, nos lo incorporamos a nuestra propia sustancia; si es malo, habrá sido causa de una pérdida de tiempo. Y sanseacabó. ¿Por qué reflexionar indefinidamente sobre lo que hemos leído? Esos monjes que, en tiempos de Buda, utilizaban una calavera como bol de limosnas. Buda les prohibió mendigar con una calavera, debido al miedo que inspiraban a la gente. Acabo de leer las Reflexiones sobre el suicidio de Madame de Staël. Muy malo. El ensayo fue publicado en 1814. En su juventud, en su escrito sobre La influencia de las pasiones, había intentado una justificación del suicidio. En este, es lo contrario... Debió de escribirlo hacia finales de 1811, puesto que en él dedica algunas páginas al suicidio de Kleist, al que llama Mr. Kleist, «poeta y oficial de mérito». Por lo visto, comenta el doble suicidio basándose en las gacetas y no sabe quién era Kleist. ¡Pero qué acusaciones grandilocuentes lanzadas contra la mujer que ha abandonado a su hijita para compartir la muerte de un exaltado! Si le hubieran vaticinado a Madame de Staël la gloria de Kleist, y que un día ella no sería nada en comparación con él, ¿qué habría pensado? Mañana por la noche voy a ver al Teatro de las Naciones El príncipe de Homburgo en alemán. Esa coincidencia es lo que me ha sorprendido al leer a la señora de Coppet. La orina de vaca era el único remedio que los monjes estaban autorizados a utilizar en las primeras comunidades búdicas. Y, si reflexionamos sobre ello, era justo y normal. Si se persigue la paz, solo se puede acceder a ella rechazando todo lo que es factor de turbación, es decir, todo lo que el hombre ha añadido a la simplicidad original. Multiplicar los remedios es volverse esclavo de ellos. No es ese el camino de la curación, ni el de la salvación. Nada revela mejor nuestra decadencia que el espectáculo de una farmacia: todos los remedios que se quiera para cada uno de nuestros males, pero ninguno para nuestro mal esencial, para aquel del que ninguna invención humana puede curarnos.

Me gustan esos monjes que, en los primeros tiempos del budismo, utilizaban una calavera a modo de bol de limosnas. Nada invita tanto a la paz como el comercio cotidiano con los símbolos que la niegan. ¿La sabiduría? El arte de desprenderse. El insensato se entusiasma, el sabio se desprende. 3 de mayo de 1967. Después de haber leído las reglas que el monje búdico debe seguir (prohibición de poseer nada, aparte de su sayal y de su escudilla), he ido al banco a buscar dinero. He aprovechado para revisar mi cuenta, módica, es cierto, pero cuenta de todos modos. Mientras la leía, el contraste entre mis lecturas y mis meditaciones por un lado y ese acto infame de pequeño tendero por el otro me ha parecido tan intolerable que me he sonrojado de vergüenza. Si hubiera cometido una profanación no habría estado menos asqueado de mí mismo. Pero, de hecho, de lo que acababa de ser culpable era de una profanación. Puede haber felicidad en el apego, pero la beatitud solo aparece allí donde cualquier apego se ha roto. La beatitud no es compatible con este mundo. Ella es lo que busca el monje, por ella ha destruido todos sus vínculos, por ella se destruye. No logro aceptar mi indiferencia a la salvación. No la creo sincera. Y sin embargo veo su imagen en todo: el mar, la montaña, una mota de polvo, este cuaderno, este lápiz; todo me recuerda a ella, todo la evoca, todo es su reflejo, incluso su ilustración. El monacato no es más que el código de la renuncia, la renuncia administrada. La amargura..., el sentimiento menos espiritual que existe. Con ella estamos seguros de no avanzar hacia la pureza, hacia el desposeimiento. No nos imaginamos a un santo amargado. Es el sentimiento mundano por excelencia, la expresión más adecuada de este bajo mundo, y la imposibilidad absoluta de estar en otra parte.

Me gusta todo lo que puede gustar en este bajo mundo, y, sin embargo, mis pensamientos, uno tras otro, están atrapados en un convento invisible. 4 de mayo. En el Jardín Botánico miré largamente un flamenco rosa que, en su jaula, iba y venía a lo largo de la pared, recorriendo la misma distancia excepto por algunos centímetros, es decir, como máximo dos metros. Empecé a gritar, con la esperanza de que mi vociferación lo hiciera cambiar de lugar, puesto que ese movimiento uniforme, agravado por la elegancia de los pasos, me ponía fuera de mí. Pese a mi intervención, continuó como si nada sus movimientos, de una monotonía intolerable, que provocaron verdadera angustia en mí. Finalmente, al ver que no me escuchaba, lo abandoné. Mariana Sora me telefonea esta noche hacia las diez desde un café. Está sola. Por desgracia, tengo ganas de trabajar. Quedo con ella la semana que viene. Acabada la conversación por teléfono, me embarga el remordimiento. He ahí a alguien llegado de tan lejos y que, después de dieciocho años, encuentra inaccesibles a sus antiguos amigos. Si fuéramos realmente humanos, en París no tendríamos ni un solo instante para nosotros mismos. Sin embargo, es desagradable ver que aquí solo podemos preservar nuestra soledad con dureza, incluso con grosería. 5 de mayo. Me he levantado con ansiedad, con una ansiedad, por así decir, objetiva, es decir, que tenía la impresión de que mi estado venía del exterior, de que era el de las cosas, de que estaba contaminado por ellas, de que ellas me habían comunicado su temblor, su profundo malestar, su espera convulsionada, su terror a secas. Atacar, aunque solo sea por el placer de atacar, es demostrar que se tienen convicciones, es demostrar que se cree en algo, aunque solo sea en ese placer, justamente. 6 de mayo. Ayer, visita de J.R., un berlinés muy agradable. Hablamos de todo y de nada, ¡durante cinco horas!

Cualquier hábito es un vicio. Y el vicio no es más que un hábito supremo. J.P.S., en la NRF, escribe sobre la muerte: «El no valor más absoluto». La fórmula es falsa también en cuanto al fondo y a la forma. No se puede decir «el más absoluto»; es como si dijéramos «el más infinito». En cuanto a decir que la muerte es un «no valor», es pura absurdidad. Por nerviosismo, me agoto hablando e impido a los demás hablar para no tener que compadecerme de mí mismo o explotar. Cuando bebo me vuelvo locuaz. De ahí el asco de uno mismo consecutivo a las libaciones. Todo el día ganas de llorar sin ninguna lágrima a la vista. Me horroriza desarrollar, explicar, comentar, apoyar, me horroriza todo lo que recuerda al filósofo, por lo tanto al profesor. La filosofía: un pensamiento extendido (como se dice de una boñiga que se extiende, que se esparce). Solo me gusta el pensamiento recogido, fulminado en una fórmula. J.P.S. ¿Cómo un hombre tan dotado puede creer en tantas cosas? ¿Y cómo puede perseguir el éxito cuando su obra está acabada y lo que le añade no hace más que disminuir su valor? Es como si hubiera sido lanzado en paracaídas entre dos idiomas: ¿cuál elegir? Todavía me lo pregunto, ninguno responde totalmente a mis caprichos profundos. Realizamos cada uno lo contrario de lo que queríamos hacer. Esa es la clave de cada destino, al mismo tiempo que una ley de la historia. Hitler, que llegó de todo punto a la negación de lo que había proyectado, bien podría ser el símbolo del hombre en general. Es absolutamente imposible decir a qué tiende la humanidad; a cada instante es superada por lo que alumbra; no deja de ser una sorpresa para sí misma. Aquel que menos percibió su esencia fue Hegel. La historia es algo totalmente distinto de lo que él imaginó que era.

A veces me digo: la verdad reside en el aburrimiento. O: El aburrimiento es la verdad misma. Lo que quiero decir con eso es esto: El aburrimiento no es cómplice de nada, ni víctima. Resulta de la distancia a la que estamos de todas las cosas, del vacío intrínseco de todas las cosas sentido como un mal a la vez subjetivo y objetivo. Por lo tanto, no entra en sus operaciones ningún tipo de ilusión; cumple las condiciones de una búsqueda. El aburrimiento es una investigación. Los desdichados son la gente más egoísta porque, mucho más que los afortunados, solo pueden pensar en sí mismos. Están enteramente absortos en su desdicha, a la que sacrifican todo lo demás. Únicamente cuando su desdicha disminuye son capaces de imaginar la de los demás y compadecerse de ellos. La generosidad no es, como se cree, lo propio de los que sufren; a veces puede serlo de los que han sufrido. Pero ni siquiera eso es seguro en absoluto. No todo el mundo tiene la suerte de un infortunio especial. 10 de mayo. Espero a una amiga de la infancia, Rică B., a la que no veo desde hace al menos treinta y cinco años. ¿Cómo voy a reaccionar? En mi juventud, en Rumanía, el trastorno mental, el insomnio, las singularidades, la melancolía, el genio e incluso el talento, aunque fuera insignificante, se explicaban invariablemente ya por la masturbación, ya por la sífilis. En la época, era tan fácil ser enfermo como psiquiatra. No se herniaban ni por un lado ni por el otro. Eran buenos tiempos, el antiguo régimen de los trastornados. 10 de mayo. A.G., periodista oficial sin ninguna cultura, me telefonea; le pregunto qué hace, me responde que se agita de la mañana a la noche para —precisa— acabar un día encerrado dentro de una caja.

El sentimiento de la nulidad universal, de la inutilidad flagrante de todo, es un sentimiento nacional, y que comparto con todos mis compatriotas. Visitas, visitas. Me devoran, me vampirizan. Habría que suprimir el teléfono o abandonar París. Mis compatriotas tiran de mí hacia atrás, me llevan a mis orígenes, a todo aquello a lo que no he dejado de darle la espalda. Ya no quiero recordar nada. ¡Al diablo mi pasado, mi infancia y lo demás! No se escapa de aquello de lo que se ha querido huir. Me persiguen fantasmas, mal exorcizados, de mis primeros años. De pronto he pensado en N. Herescu, muerto hace algunos años, y he visto su cráneo completamente descarnado. Un amigo en estado de esqueleto. Visión casi intolerable. Para no tenerla, la gente se atarea y dirige sus pensamientos hacia el futuro inmediato. Lo peor para el que quiere vivir es profundizar en ciertas cosas. No es bueno pensar más allá de la carne. H.M., completamente absorto en la idea de su obra hasta el punto de no poder ya pensar en otra cosa. ¡Volverse esclavo de los propios libros! Cada uno es castigado por la obra que ha perpetrado. Todas las molestias que sufrimos en la vida hay que considerarlas como castigos que recibimos por todos esos instantes de despreocupación durante los cuales no pensábamos que otros sufrían o morían. ¡Me dicen que mi hermana fumaba cien cigarrillos al día! Quienquiera que quiera dejar una obra no ha comprendido nada. Hay que aprender a emanciparse de lo que uno ha hecho. Hay sobre todo que renunciar a tener un nombre, e incluso a llevar uno. Morir desconocido, quizá sea eso la gracia. 12 de mayo. Cualquier compromiso que asumo se convierte inevitablemente en una pesadilla, y tanto más cuanto que no tengo la suficiente fuerza de carácter para no respetarlo.

Literariamente, un error poco usual es mejor que una verdad conocida, probada, banal; espiritualmente, es todo lo contrario. Lo insólito no tiene ningún valor en el plano espiritual. La profundidad es lo único que cuenta, el grado de profundización de una experiencia. Cóctel en casa de una joven japonesa. Habría que aprender la sonrisa nipona. El resto es accesorio. María Estuardo y Lady Macbeth. Desde que estoy completamente entregado a la prosa ya no leo a Shakespeare. El otro día, en casa de los Collin, yo decía que todos los rumanos eran impostores. Mounir Hafez me formuló esta pregunta: «¿Se considera usted uno de ellos?». «En cierto sentido, sí», le respondí, sin poder precisar mi pensamiento. Lo que habría querido decirle es que es impostor quienquiera que, por exceso de lucidez o por otra razón, no consiga identificarse con nada. En mi opinión, el impostor no es el que voluntariamente se hace pasar por lo que no es, sino el que no puede ser la expresión de nada, el que mantiene una distancia demasiado grande con todo lo que hace para poder encarnar una idea o una actitud. Es el hombre de los simulacros, no deliberadamente sino fatalmente. Conviene añadir que, en el lenguaje corriente, no es eso lo que se entiende por «impostura», que siempre significa una voluntad de engañar. Pentecostés. Pienso en mi juventud, en tanto frenesí gastado para nada... y en todos esos artículos en los que puse lo mejor de mí mismo, difundidos en periódicos cuyo mismo nombre se me escapa. Concibo que se escriba sobre Dios, ¡pero no sobre un escritor! La idea de infierno es una de las que hacen más honor a las religiones que la concibieron, y la insistencia con la que el cristianismo habla de ella es lo que para mí lo redime.

Me siento culpable por no tener el don de la renuncia, el único del que es legítimo sentir orgullo. Pero una renuncia de la que se está orgulloso ya no es una renuncia. Que Dios tenga piedad de nosotros. Todo es mejor que la piedad de uno mismo. Pentecostés, dos de la mañana ¿Cómo he podido dejarme invadir por los demás? Puesto que no he sabido defender mi soledad, merezco lo que me pasa. 15 de mayo. Sensación de hombre abatido, molido, crucificado. Cerebro dañado: esa certeza no logra asustarme, tan vieja es. «Al volver a ver, varios años después, a una persona que conocimos cuando era pequeña, la primera mirada casi siempre hace suponer que alguna gran desgracia ha debido de alcanzarla.» (Leopardi) Hace dos o tres años que vuelvo a ver a mis amigos de la infancia, verifico en cada encuentro lo bien fundado de esa observación. Observo en mí desde hace algunos años fallos de memoria, una lamentable incapacidad para concentrarme, señales evidentes de un reblandecimiento del cerebro. Estas arterias, ¡cómo las odio! 16 de mayo. Cena en casa de G., de quien lo menos que puede decirse es que carece completamente de escrúpulos, como demuestra su vida. En toda la noche no ha dejado de emitir juicios de orden moral sobre este y sobre aquel, sin admitir que se hiciera la menor concesión en nada. Ha sido como estar en presencia de un héroe ibseniano. Incluso con sus amigos ha mostrado la misma intransigencia: según él, casi todos son unos cabrones. Desconfiar de la gente inflexible y, sobre todo, de aquellos que se erigen en justicieros. El estilo triste..., tipo M. Blanchot. Pensamiento incomprensible, prosa perfecta e incolora.

Me preguntan: «¿Trabajas?». «Sí, en un artículo sobre el suicidio.» Mi respuesta le quita a la gente las ganas de saber más de él. 18 de mayo. Creo firmemente que si he podido aguantar hasta ahora, es porque a cada tristeza que se ha abatido sobre mí le he opuesto una tristeza aún mayor para neutralizarla, para ablandarla, de manera que, estando abatido, he intentado estarlo más; para no sucumbir al primer abatimiento, me he impuesto un segundo más fuerte. Es la saludable política de lo peor..., saludable para mí, en cualquier caso. Es un método difícil de aplicar, pero es el único para aquellos que se ven asaltados casi diariamente por accesos de desánimo. En el infierno, para amoldarme a él, pediría que me hicieran pasar de un círculo a otro y que los multiplicaran indefinidamente: uno para cada día, con todo tipo de nuevas torturas. Sobre la imposibilidad para un occidental de asimilar las doctrinas orientales. El testimonio de un católico que dice no haber encontrado en la India a ningún europeo que no fuera orgulloso, creído de sí mismo, incapaz de impersonalizarse. Un hindú le habría dicho que habría que enviar a esos buscadores de sabiduría a cuidar leprosos durante un año. No hay nada que hacer: solo se puede actuar si se olvida que las apariencias son apariencias, si estas se toman por realidades. De lo contrario..., se cae en la contemplación. Si este mundo está vacío, el otro no lo está menos. La salvación es hueca si se supone que la perdición lo es. La Nada para el budismo (a decir verdad, para Oriente en general) no tiene la «connotación» un poco siniestra que tiene para nosotros. Se confunde con una experiencia límite de la luz o, si se quiere, es un estado de eterna ausencia luminosa, de vacío resplandeciente; es el ser que ha triunfado sobre todas sus propiedades, un no ser extraordinariamente positivo puesto que dispensa una felicidad sin materia, sin sustrato, sin ningún apoyo en ningún mundo.

20 de mayo. Sienta bien escribir sobre el suicidio o, mejor dicho, pensar que se va a hacer. ¡No hay tema más relajante! Pensar en el arte de matarse hace casi tan libre como el acto mismo. Quien se mata mentalmente (el arte de matarse mentalmente) ya no es un esclavo. 22 de mayo. Domingo, en la región de Boutigny. El Essonne, he podido cerciorarme de ello una vez más, es el río más poético de los alrededores de París. 24 de mayo. Ayer, con Jerry Brauer, recorrí bastantes tiendas para comprar unos pendientes... A medianoche, ataque de rabia y palpitaciones. Con Henri Michaux tengo tres preferencias en común: Ángela de Foligno, Brinvilliers, Saint-Simon. Ataque de maldad próximo a la locura. Me gustaría destruirlo todo, y perseguir incluso a mis enemigos difuntos hasta en su tumba. He buscado lo absoluto..., no hay duda al respecto. Y cuanto más lo buscaba, más, por despecho de no poder alcanzarlo, retrocedía hacia la duda. (Es curioso que ponga esa persecución en pasado, cuando sigue exactamente en las mismas condiciones que antes.) Acabo de telefonear a mi editor. En dos departamentos diferentes, no conocían mi nombre. Eso me ha ofendido, y después me ha dado vergüenza haberme sentido ofendido. ¿Qué pequeños podemos ser! Releído algunas páginas de san Agustín. ¡Qué pasión! El relato de su conversión. Nuestro drama: vivir en una época en la que no tenemos a qué convertirnos. (Más bien hay que felicitarse por ello. Pero es demasiado cierto que cualquier relato de una conversión tiene algo exaltante e invita a una mutación.)

Escribir un libro, publicarlo, es ser su esclavo. Puesto que cualquier libro es un vínculo que nos ata al mundo, una cadena que hemos forjado nosotros mismos. Un «autor» no llegará nunca a la plena liberación: no será más que un veleidoso para todo lo que concierne a lo absoluto. Un rabino jasídico que proyectaba un libro pero no estaba seguro de poder escribirlo para el mero placer de su Creador prefirió, ante la incertidumbre, renunciar a él. 29 de mayo. En vela horas y horas. En el silencio de la noche, es como si los hombres no existieran. Nos creemos —y somos, en efecto— los únicos sobre la tierra. Lo único que podría aliviarme sería atacar violentamente a este o a aquel. Pero esa escapatoria ya no me está permitida: sería infligir un mentís a todo lo que pienso y a todo lo que profeso. Mantenerme al margen se ha convertido, en efecto, en mi norma de conducta, una cuestión de honor intelectual. Cada vez me es más difícil escribir, estoy harto de este eterno ajuste de cuentas con la vida... En lugar de escribir, hablo mal de todos los que escriben. Ese es el fracasado. Recuerdo a ese pintor, en un pueblo del Perche, que pintarrajeaba las paredes de los restaurantes (paisajes horribles con estanque, etc.) y que ponía a todos sus colegas a caer de un burro, empezando por Picasso, ¡al que llamaba «gorrón»! La acritud solo es aceptable en el nivel especulativo, en estado de pura abstracción: hiel decantada. Prometí hace algunos meses entregar un texto en junio. Al prometer, tenía la sensación de que el plazo era tan lejano que no llegaría nunca. La fecha límite está ahí, sin embargo. Así es como debe de surgir, de todas las horas, la de la muerte.

Me horroriza la verborrea, no me gusta describir un proceso sino presentar un resultado. Lo que me interesa es el desenlace de un pensamiento. De ahí mi gusto por los moralistas y por los escritores «estériles». Nos cansamos más pronto de un admirador que de un enemigo. Es porque el enemigo casi siempre es igual que nosotros y a veces nos supera, mientras que el admirador es necesariamente inferior a nosotros. Y además, ¿no se pone en una posición subalterna al imponernos un pedestal? Se ha observado acertadamente que, en el plano religioso, los judíos no fueron reformadores sino solamente innovadores. Así pues, fieles al espíritu y a la letra de la Ley, tradicionalistas empedernidos. Se desquitaron en el plano político: ahí fueron más que reformadores..., revolucionarios. 2 de junio. Por teléfono, discusión con E.I. sobre las perspectivas del Estado de Israel, cuya viabilidad pongo en duda después de los recientes acontecimientos. «Hay que hacerlo todo pero no hay nada que hacer», le dije para concluir, puesto que hay «maldición».1 5 de junio. Hacia 1919 (tenía ocho años), yo dormía, en Răşinari, en la habitación de mis padres. A menudo mi padre leía en voz alta algún libro, por la noche, para mi madre. Un día me impresionaron particularmente unas cosas que no parecían normales. Se trataba de un monje ruso que hacía locuras con religiosas en un convento. Pero fue sobre todo un detalle el que se grabó para siempre en mi memoria. Fue cuando el padre de Rasputín, en su lecho de muerte, en Pokróvskoye, le dijo a su hijo: «Ve a Moscú, conquista la ciudad, no retrocedas ante nada y no tengas escrúpulos, porque Dios es un viejo cerdo». Esa frase leída por mi padre, que era sacerdote, me trastornó, y me liberó. Ni que decir tiene que durante esas lecturas yo habitualmente dormía; pero esa noche el demonio me mantuvo despierto. Creo que no pegué ojo en toda la noche. ¡Si mis padres hubieran podido imaginar que estaba a la escucha!

Si la mayor satisfacción que se puede alcanzar deriva de la conversación con uno mismo en soledad, la forma suprema de «realización» es la vida eremítica. El prójimo: alguien que me impide ser yo. Cuando estamos solos, somos ilimitados, somos como Dios. En cuanto alguien está ahí, tropezamos con un límite, y pronto ya no somos nada, apenas algo. 6 de junio. El duodécimo estudio de Chopin, escrito en Stuttgart en 1831, cuando se enteró de la caída de Varsovia. Muerte de André Thérive. He leído su Clotilde de Vaux tres veces. Todo se esfuma en los seres, salvo la mirada y la voz: sin la una y sin la otra no se podría reconocer a nadie al cabo de treinta años. 8 de junio. Exequias de Thérive. Es inaudito ver dentro de una caja a un espíritu tan vivo, tan irónico. En la iglesia, abarrotada, miraba a todos esos cadáveres verticales... Y al cura, que hacía los gestos de un farmacéutico preparando alguna poción. 9 de junio. Me invaden mis compatriotas. Esta mañana ha llegado un amigo de allí. No lo he visto desde 1937. No he podido evitar decirle: «¿Por qué venís todos a París? Hay que visitar la provincia, o Italia. En París no hay nada que ver». Volver a hablar rumano es para mí una catástrofe lingüística. He desconectado de esa lengua, he luchado contra ella, y he intentado —con cierto éxito— romper cualquier vínculo afectivo que me uniera a ella. Todos los progresos que he podido hacer en francés se deben a mi desapego de ella. Pero ella se venga ahora, quiere poner en tela de juicio todas mis adquisiciones, todas mis victorias. ... Lo malo de esas visitas es que, a fuerza de evocar acontecimientos de hace mucho tiempo, me dejo desbordar por recuerdos que adquieren tal fuerza que, por su insistencia, me distraen de mis preocupaciones. Me

importa un bledo mi pasado, no veo cómo podría explotarlo intelectualmente ni, por otra parte, literariamente: no me sirve para nada, tan solo me molesta. Y me molestará cada vez más, puesto que no deja de reafirmar su derecho a la vida, a la revida, mejor dicho. Todo lo ayuda a ello, ¡por desgracia!..., mi envejecimiento precoz en primer lugar, con ese despertar de la primera memoria. Encuentro muy acertada la observación de un moralista según la cual la esperanza es un instinto. 13 de junio. Estaba de mal humor al levantarme. Afortunadamente, me ha llegado una carta del extranjero, aduladora a más no poder, falsa casi en su totalidad, que me ha animado rápido. Sabía muy bien que los elogios que me prodigaban en ella no correspondían con nada, qué más da, llegaban justo en el momento preciso: no podía rechazarlos, los necesitaba. Por más que desconfiemos del halago, este actúa, se abre paso, corresponde para cada cual a una necesidad. Anoche, visita de un amigo de Sibiu al que no veía desde hace una treintena de años. Impresión catastrófica. Antiguamente era un chiflado gentil, ridículo, amable; se ha vuelto maniático, grotesco, penoso. Toda la noche estuvo soltando fruslerías. Imposible sonsacarle nada importante o siquiera preciso ni sobre él ni sobre nadie. Se llevó unas conservas y unos biscotes, y me dijo que solo gastaba un franco cada día en comida, es decir, el café que toma todas las noches. Durante las tres horas que estuvo en mi casa, hizo cálculos: cómo ir a tal lugar sin exceder tal cantidad, etc., etc. Me recordó a los personajes de Almas muertas. Sin embargo, es médico, ha leído muchos libros (su biblioteca de Sibiu era excepcional), es el primer psicoanalista (el único, a decir verdad) de Rumanía. Aun así, era un gusano lo que estaba ahí, delante de mí. Tras su marcha me cogió un ataque de depresión y me juré no volver nunca a mi país. Sería insoportable para mí sufrir decepciones en serie. Al menos una experiencia semejante tendrá el mérito de haberme curado de cualquier home sickness.*

El contacto de un subhombre siempre tiene algo fecundo. ¡Qué mejor ocasión para entrever el futuro del hombre mismo! «Un trastorno de memoria en la Acrópolis», de Freud. Es increíble hasta qué punto todo lo que concibió ese hombre participa de la divagación. De la divagación hábil. Una facilidad de hipótesis llevada hasta el delirio. Uno se embarca en cualquier explicación; cuanto más inverosímil es, más seduce. Son la arbitrariedad y la aventura disfrazadas de ciencia. El auge del psicoanálisis evoca el del mesmerismo, el de la fisiognomía (Lavater), el del magnetismo animal, etc. Necesitamos explicarlo todo desde un punto de vista extremadamente limitado, erigir en principio universal un hallazgo o una monomanía. La manía filosófica es funesta para la Verdad. Visita de un inspector del Subsidio Familiar. Me cargan con impuestos para que haga funcionar esa empresa. Es para perder la razón. Cualquier representante de una autoridad me inspira un terror insuperable. El último peatón. Así es como me veo. Mi escepticismo es el disfraz de mi neurastenia. No hay nada más vivo ni más despreciable que la cólera. El fracaso llama al fracaso..., esa es una ley que confirmo todos los días a mi costa. Cualquier derrota tiene un efecto de bola de nieve. Quiero pronunciarme sobre algunos temas y dejarlo ahí. Me horrorizan personas como Sartre, que quieren imprimir su sello en todas partes. Limitémonos, frustremos nuestra funesta tendencia a la expansión, seamos menos de lo que somos por naturaleza, dejemos de henchirnos. La verdad reside en la reducción. Es lo que antaño se llamaba gusto. «Si Dios te quiere en un cuerpo enclenque, ¿quién eres tú para estar irritado por ello?» Esos Padres del Desierto definitivamente tenían remedio para todo.

A alguien que me pregunta por qué no vuelvo a mi país: «De los que conocí, unos están muertos, los otros están peor». 3 de julio. Una semana en Dieppe. A partir de Berneval, paseo por el acantilado hasta Penly. Sendero «miedoso» (como dicen los campesinos). Uno de los espectáculos más bellos que haya visto jamás. Contra Baudelaire, hay que señalar que la civilización no hace más que acentuar las huellas del pecado original. 7 de julio. Cualquier presente ya está muerto. Solo está vivo el futuro. Eso es tan cierto que solo se puede actuar olvidando el hoy para no pensar más que en el mañana. El remordimiento, orientado hacia el pasado, es el gran enemigo del acto. El secreto de este bajo mundo, diría que el milagro, no es la esperanza, es la posibilidad de esperar. La vida se agota en esa posibilidad, la vida es esa misma posibilidad. ¡Qué por debajo estoy de lo que habría querido ser! Por otra parte, si he comprendido algunas cosas ha sido en virtud de ese fracaso. Hoy le explicaba a Piotr Rawicz1 que mi política es la del caracol: esconderme, retirarme, salir solo si se tercia. Él me ha respondido que no es tan sencillo, que de todos modos estamos solicitados por el mundo. Convengo en ello. «Soy un falso caracol», le he dicho. Estoy esperando a Ion Frunzetti. Tres cuartos de hora de retraso, y todavía no ha llegado. Felicito en abstracto a mis compatriotas por el hecho de que no tengan sentido del tiempo. Cuando se trata de una cita es otra cosa. Ni que decir tiene que la puntualidad no puede significar nada para alguien que vive en un tiempo indiferente, en una especie de eternidad... cotidiana. Pero es que, en esas condiciones, hay que quedarse en casa, y no ir a países en los que cada minuto cuenta. N’a fost să fie... It wasn’t to be.*

Imposible encontrar una traducción francesa satisfactoria. Chagall regala un lienzo a Jean Wahl. Uno de los hijos de este, de diez años, pintor en sus ratos libres, se pone a retocar la obra del maestro. ¡Parece que había imperfecciones! 11 de julio. Anoche hablé de las nueve de la noche a las tres de la mañana. 12 de julio. Visita a los mataderos de La Villette. Esos toros que no quieren entrar en el desolladero, que, seguramente, huelen lo que les espera, y a los que se empuja por detrás. Uno de ellos, en el momento en que iba a entrar, lanzó un mugido desgarrador. Otro tenía en los ojos una expresión de una angustia contagiosa, terrible. Dicen: «Tienen miedo porque ven». Claro que no, tienen miedo antes de ver, en el exterior. Es seguramente el olor. El matadero israelita, el más cruel. Al menos cinco minutos de agonía. Después, ese medio rabino con el cuchillo en la mano para practicar la sangría, ¡qué odioso espectáculo! Todo el tiempo que estuve en esos mataderos pensé en los campos de concentración. Son el Auschwitz de las bestias. Hace treinta grados en mi habitación. Escucho a Chopin, sumamente acorde con la canícula. 13 de julio. Ayer pasé más de siete horas con Ion Frunzetti. En cierto momento, cuando le dije que había que tener cuidado y no contar cosas que pudieran comprometerlo, me dijo que no tenía miedo, que no tenía nada que temer, que para lo que le quedaba de vida, dos o tres años como mucho... En ese momento, como me sorprendieron esas palabras, me dijo que padecía una enfermedad fatal de la médula espinal, que un médico se lo había dicho sin saber que la radiografía era la suya... Me fue imposible decirle nada porque no había nada que decir. Y la conversación continuó como si nada. Era la mejor manera de proceder. Si alguna vez me vuelvo loco, seré un loco furioso.

17 de julio. Mis vacaciones estarán «enteramente» dedicadas al ensayo sobre el suicidio. Lo bueno de una obsesión convertida en «deber» es que no me dejará tiempo para aburrirme. Es otro tanto ganado. Escuchando a Händel... Sé que la música me conmueve realmente cuando, gracias a ella, morir ya no significa nada para mí, porque no puedo morir, porque estoy para siempre por encima de la muerte. Ese milagro solo lo opera la música y, quizá, cualquier forma de éxtasis. Del 18 al 28 de julio, en Cré, en casa de los Nemo. Estancia inolvidable en la casa más perfecta que haya habitado jamás. 29 de julio. Nerviosidad sobrenatural. Mi mano tiembla. No puedo escribir nada, ni siquiera una reclamación. Un poco de desapego, eso es todo lo que me atrevo a esperar. Soy un cadáver tembloroso. Lo que siempre me ha sorprendido es que haya seres que apuesten por mí, que se empeñen en creer que no los decepcionaré. Pero los decepciono, puesto que soy el decepcionante por excelencia, y casi por oficio. Diez días de jardinería. Es mejor, pese a todo, que diez días de biblioteca. Entre layar y leer, mi elección está hecha. Además, prefiero manejar una pala que una pluma. Mis pensamientos siempre han evolucionado cerca del suicidio. No han podido nunca asentarse en la vida. 30 de julio. Tengo el sentimiento preciso de la irrealidad de todo. No se trata de una impresión sino de una certeza. Siempre la conciencia del juego universal, de la zarabanda de las apariencias. Un canónigo inglés muy conocido acaba de soltar, en un congreso de no sé qué, que Jesús debió de ser pederasta porque a su edad debería haber estado casado, como exigía la costumbre de su tiempo; además, se rodeaba

principalmente de hombres... Toda la Inglaterra actual está ahí. Un país en el que la homosexualidad es el problema dominante y casi el único. París, 25 de agosto. Una de la mañana. Una semana extraordinaria en Londres, del que me gusta su poesía siniestra. Es ahí donde podría haberme realizado, si es que pudiera realizarme en alguna parte. 28 de agosto. Quizá no sea un espíritu religioso, pero solo un espíritu religioso puede comprenderme. (Leyendo un manuscrito de George Bălan sobre mis libros rumanos.) Para encontrar, por fin, un poco de equilibrio, se voló la tapa de los sesos. En la obsesión por el suicidio rivalizan el apego a la vida y la vergüenza de estar vivo; pero es la vergüenza lo que predomina. 17 de septiembre. Una semana de caminata por el Lot y por Corrèze. Creysse, Carennac. En La Roche-Canillac, en la puerta de entrada del cementerio: «Nosotros fuimos lo que vosotros sois, vosotros seréis lo que nosotros somos». Esa inscripción idiota y cierta me ha arruinado las vacaciones. Y sin embargo resume todas mis obsesiones, todo lo que pienso en cada momento. Si no creyera en la validez de mis obsesiones, me tomaría por el mayor impostor que haya existido jamás. 23 de septiembre. ¿Mi secreto? Un amor malsano por la vida. (Acabando mi texto: «Encuentros con el suicidio».)

He soñado que era condenado a un mes de prisión. La prisión me parecía intolerable. Cada instante era para mí un suplicio. «Qué pobre diablo», me decía yo. ¡Y de repente pensé que mi hermana había cumplido cuatro años de presidio y mi hermano, siete! Y de la vergüenza me desperté sobresaltado. El 19 de agosto, en el Museo Británico. Las momias. La de una cantante. Su retrato. Los ojos, alegres. Alegres desde hace tres mil años. Esas uñas que atraviesan las vendas, es para volverte loco. Vivir puede tener cierta significación, pero no importancia. Las cosas solo tienen importancia con relación al presente; en cuanto ya no pertenecen más que al pasado, tienen toda la irrealidad de lo caduco. El bien y el mal son igualmente categorías del presente. El verdadero crimen es el crimen reciente; en cuanto se evoca uno perpetrado hace mucho tiempo, sería ridículo emitir un juicio moral sobre él. Con la distancia, ya nada es bueno ni malo. Por eso el historiador que toma partido, que se empeña en juzgar el pasado, reacciona como polemista: hace periodismo en otro siglo. «Nada de lo que poseo me pertenece exclusivamente», deberíamos repetirnos sin cesar; y, si nos convenciéramos realmente de ello, ya no tendríamos malos sueños. Tener..., vocablo maldito, fuente de turbación y de inquietud. ¡Mi vida! ¿Cómo se puede decir «mi vida»? Habría que poder decir: «Todo me pertenece salvo mi vida». 23 de septiembre de 1967. Escuchado discos de Chaliapin: baladas populares rusas y algunas piezas sacras. Han despertado toda mi pasión por Rusia. 28 de septiembre. En el campo, cerca de Saint-Sulpice-de-Favières, una perdiz herida arrastrándose por los campos. No podía levantar el vuelo. Algún cazador, algún asesino, mejor dicho, debió de apuntar hacia ella el domingo pasado. Me ha dado más pena que si hubiera visto a un hombre en las mismas condiciones, incapaz de caminar.

30 de septiembre Oliver Brachfeld murió el 2 de septiembre en Quito, Ecuador. Y pensar que lo veía todos los días en 1938 y en 1939... Era la época de La Source..., donde nos encontrábamos tres veces al día, con él y con María. Esos años pasados juntos son ahora barridos por su muerte. ¡Rara vez he conocido a un hombre tan radicalmente incapaz de ser malo! ¡Qué encanto tenía! ¡Y cómo sabía hacerse perdonar su fealdad! Siempre que pudiera hablar, no pedía más. Su vanidad era infantil, a flor de piel, ridícula y por lo tanto en absoluto molesta. Todo el comienzo de mi estancia en París está ligado a su nombre, toda mi preguerra en el Barrio Latino. Doce y media de la noche. Desesperación atroz. Terror y deseo al mismo tiempo de morir inmediatamente. ¿Es posible que en esta pizca de carne, de sangre y de alma quepan tantos sufrimientos, tantos tormentos? Lo más necesario y lo más inconcebible es que un dios tenga piedad de nosotros. 1 de octubre. Cena anoche con E.I. La comida no me sentó bien. Como no podía dormir, me he levantado hacia las seis y he paseado. El cielo era de una belleza extraordinaria: azul seráfico, con una luna de encargo. Aun cuando todo fuera vulgar, la luz del alba no lo sería. Habría que contemplarla todos los días para volver a ser puro... Mis desplazamientos durante el verano. En Londres, en los museos o en los castillos (Windsor), siempre caminar sobre tumbas (Westminster)..., o si no en el campo, en Francia, en la Corrèze, atravesar los pueblos con su cementerio a la vista. En todas partes esa llamada al orden, a la realidad. La «nada» tiene una connotación fúnebre en Occidente. Ahí no es un coadyuvante de la salvación: es su impedimento.

De igual modo, todo lo que hace libre está marcado ahí con un coeficiente negativo. La libertad es la desposesión, es la impertenencia deliberada, deseada, cultivada. El querido Oliver se ha vuelto indiferente. Ya nada de lo que nos concierne le concierne a él. ¡Y pensar que la humanidad solo se compone de muertos, puesto que los vivos no son más que muertos futuros! El sarcasmo es menos profundo que la piedad pero encierra más verdad; se está más seguro con él; y quizá sea el único tono que hay que emplear cuando se habla de la «vida». Sin la conciencia de la desdicha sería el mayor impostor que existiera. (Hay impostura allí donde el exceso de lucidez no va acompañado de la conciencia de la desdicha.) 3 de octubre. Gloom.* Abatimiento mortal. Todo lo que releo, oigo, veo me sume en la oscuridad, me carcome, me precipita a las tinieblas. (Encontrado con X, marchante de arte, de regreso de Cuba, de la que habla como de un paraíso. Según él, ¡Che Guevara es el mayor crítico de arte de hoy!) He acabado mi artículo sobre el suicidio. Me es absolutamente imposible saber lo que vale. Me inspira las mayores dudas, y no me atrevo a entregarlo. Sin embargo, es preciso que lo haga, se lo prometí a Marcel Arland. Homero emplea varias veces la expresión «disfrutar del dolor» (en la plegaria de Príamo a Aquiles, entre otras), ese sentimiento tan moderno. 4 de octubre. El otoño de todas las cosas. Podemos perdonarnos un crimen pero no una bajeza. Plegaria o cinismo.

Son las dos únicas fórmulas que permiten, cada una, superar cualquier prueba. Lo ideal sería poder practicarlas por turnos, ya que, a la vez, se necesitaría la síntesis de Dios y el diablo en una sola y única persona; ningún ser, ni siquiera imaginario, podría contener tanta contradicción. Mi sobrino, padre de tres hijos, fue abandonado por su mujer, que se echó un amante, con el que tiene dos hijos. Me acabo de enterar de que ese sobrino ya no da un céntimo para su progenitura, ¡incluso se sospecha que envía la mitad de su sueldo a su esposa infiel! Y soy yo el que tiene que cubrir las necesidades de esos tres niños, de los que él, el padre, se desentiende. Hace tres años, Paulhan me pidió —por mediación de un joven poeta— que escribiera el prefacio del sexto volumen de sus Obras completas. Me negué, a pesar de cierta deuda de gratitud que había contraído con él. Cometí un error, seguramente, al no ceder. Pero en el momento en que me pidieron el prefacio yo estaba tan fuera de todo, que si el mismo Dios me hubiera implorado que escribiera sobre Él, me habría negado. Tarde. Una hora con una rumana... que me ha exasperado, que, para hacerse la interesante, se ha puesto a contradecirme punto por punto. Falta de sencillez, de confianza en sí misma, que la lleva a darse aires. Ninguna agudeza en su mente, pero, de todos modos, una especie de inteligencia. ¿Quién me librará de mis compatriotas? Hay tan poca gente buena. ¡Y es tan difícil ser alguien! 10 de octubre. No perdonamos a nadie que nos haya decepcionado: estaremos siempre resentidos con él. Medianoche. Para mí, la felicidad es inseparable de la ansiedad. El alemán puede ser pesimista pero no escéptico. El escepticismo exige un refinamiento del que él no es capaz.

11 de octubre. He buscado inútilmente, durante dos horas, bulevar Lenoir, dos grifos para la cocina, modelo viejo, ¡por desgracia! Comerciantes maleducados hasta la provocación. Visitado el rastro del susodicho bulevar. Cansancio, repugnancia: ¿cómo han podido reunir a tantos monstruos en un espacio tan estrecho? Todo lo que hago está en contradicción con lo que predico. Elogio la indiferencia, y de la mañana a la noche estoy al borde de la epilepsia. (He desperdiciado mi vida: debería haber sido epiléptico.) El escepticismo es la fe de los espíritus volubles. Solo se puede traducir a los autores sin estilo. De ahí el éxito de los mediocres, ¡son admitidos fácilmente en cualquier lengua! Ese japonés que dijo que había que comprender el «¡ah!» de las cosas. Aspiraba a convertirme en un santo... y no me he convertido más que en un saltimbanqui. Solo estamos despiertos cuando todos los demás duermen, solo somos presentes para nosotros mismos en plena noche. El fin del mundo, no, el fin del hombre, sea cual sea la manera en que tenga que llegar, es la primera y la única esperanza. Parezco un monje que paga impuestos. 12 de octubre. Resaca. Sábado. Almuerzo con G.B., médico, un viejo amigo. Me pregunta sobre qué escribo. Le digo que acabo de terminar un ensayo sobre el suicidio. Al respecto, con aire afligido, me dice: «No me sorprende de ti». ¡Cuando pienso que en su juventud solo le interesaba Schopenhauer! (Hay que añadir que incluso Schopenhauer condenaba el suicidio.)

El mismo amigo me pregunta cuánto gano al mes. Imposible decirle la verdad: eso habría creado un malestar. Así que he mentido, le he dicho que estaba en unos mil francos. Lo cual le ha parecido ridículamente poco. Pero ¡si hubiera sabido la realidad! Boileau..., el gran desastre en la historia literaria de Francia. Castró a los espíritus durante siglos. Domingo en el campo. Cerca de Épernon, en medio de los pinos verdes, un castaño amarillo (?), golpeado por el otoño. Lunes, 16 de octubre. Me he levantado con rabia, una rabia invencible que recae sobre cualquier cosa: idea, ser, cosa. Me gustan estas palabras de Baudelaire sobre Las flores del mal: fruto de quince años de «furia y de paciencia». La ignominia de la muerte llamada «natural». 16 de octubre. Esta tarde, en el banco, a punto de rellenar un formulario para cobrar un cheque, me ha sido imposible recordar el número de mi cuenta. Es decir, solo estaba seguro de las últimas cifras, pero no de las primeras. He tenido que irme de repente, lo que ha debido de sorprender a la empleada, que parecía consternada (ya que me he vuelto para mirarla). ¿Son síntomas de esa «imbecilidad» de la que se quejaba Baudelaire? («Hoy siento el ala de la imbecilidad.») Tengo las mayores dudas sobre el futuro de mi cerebro. Baudelaire, en toda su vida, solo ganó quince mil francos. 17 de octubre. Esta mañana, en el mercado, una buena mujer ha pasado delante de mí sin pedirme permiso. Durante cinco minutos he tenido que contenerme para no explotar. Mis ideas me imponen corrección. Si me dejara llevar por mi temperamento, montaría un follón en todas partes. Vergüenza, sentimiento abrumador de incompetencia.

17 de octubre. Doce y media de la noche. Un año de la muerte de mi madre. Es como si no hubiera vivido. Solo existe aún en el recuerdo de mi hermano y en el mío; para el resto, olvido. ¿Se puede llamar sobrevivir al hecho de perpetuarse en la memoria de dos seres débiles y amenazados? 18 de octubre. Estoy definitivamente en la otra vertiente de la vida. ¡Es tan cierto que no escapamos a nuestro destino! Nací en una tribu. Pues bien, esa tribu me persigue, me invade, me enriquece o me empobrece, me domina: no puedo hacer nada. Mis compatriotas me asaltan, devoran mi tiempo: pero es normal, puesto que para ellos el tiempo no es nada, puesto que ellos siempre tienen tiempo. ¿Por qué pensarían en el mío? De todos modos, para ellos no tiene ninguna importancia, sea el suyo o el de los demás. Por eso les gusta tanto palabrear. Ir a casa de alguien es demostrar que no lo estimamos, que menospreciamos su soledad; respetar a un ser es respetar su soledad, y nada más. El gran crimen es impedirle a alguien estar solo, ser él mismo. La indiscreción..., pecado donde los haya. Si fuera creyente, no querría molestar a Dios con mis plegarias. Discusión con S. sobre el futuro de nuestro país. Siempre las mismas aprensiones, y las mismas perplejidades. Maldición de un pueblo aplastado por la historia. Al respecto, no tengo nada más que añadir a lo que ya dije en otra parte. Fatalismo: miseria de las miserias. En los textos búdicos, el nirvāna se asimila al frescor... El clima nos persigue, sobre todo cuando se trata de metáforas. Nietzsche, mirándolo bien, no es más que un ingenuo muy grande. 19 de octubre. Jornada extraordinariamente bella. Hemos caminado durante seis horas —dando rodeos— de Saint-Rémy-lès-Chevreuse hasta SaintChéron. La felicidad para mí: caminar por una carretera solitaria. Lo que quiere decir que ya no se puede ir al campo en domingo.

20 de octubre. Concierto en ut menor de Benedetto Marcello para oboe y orquesta. S. me ha contado algo espantoso. Después de una conferencia sobre E., la hermana de este fue a agradecerle que no hubiera hablado de su madre, puesto que, dijo, «mi marido es antisemita e ignora que mi madre era judía». El antisemitismo es odioso y de una crueldad inimaginable. Solo hay un remedio para la ansiedad, o para el aburrimiento: el trabajo manual. Me doy cuenta de ello todos los días. Así que me aplico a él tan a menudo como puedo, ya que nada es más real en mí que mi vocación de manitas. Acostarse, dormir profundamente, y despertarse desesperado... Visita de dos japoneses, absolutamente encantadores: un joven poeta que prepara una tesis sobre Baudelaire y una chica, preciosa, que me trae — ¡con qué gracia!— un ciclamen. Los dos son vivos, cultivados. A su lado, yo parezco un patriarca. Durante la conversación, se habla de ya no recuerdo quién: «¿Es mayor?», pregunto. «¡Oh, sí!», dice la ninfa. «Nació en 1928.» Estuve a punto de interrumpirla: «Pero, si ese es mayor, ¿qué diríais de mí, que nací en 1911?». Esta historia de la edad empieza a exasperarme. ¡Cuando pienso que a los veinte años despreciaba a todos aquellos que habían superado la treintena! Merezco lo que me pasa. La música de iglesia ortodoxa (rusa, claro) recuerda a un Monteverdi mongol. 24 de octubre. Esterilidad, asco, imposibilidad de trabajar, de producir aunque sea algo parecido a la idea. El cerebro, fulminado.

26 de octubre. Esta tarde me he quedado acostado durante dos horas en un estado de nada próximo a la depresión y a no sé qué: he meditado sobre el Vacío e incluso he estado a punto de experimentarlo. 27 de octubre. Anoche, en una cena muy agradable, hablé sin parar, dije tonterías. Esta mañana, al despertarme, me he hecho reproches: «En lugar de ir a ver a gente y palabrear, sería mejor que pensaras en el tema del que tienes que hablar: el Vacío. ¿El Vacío? Pero si anoche estabas de lleno en él, y hasta el cuello». Martin Buber, después de haber jugado al apóstol durante cuarenta o cincuenta años, descubrió el amor... físico justo al final de su vida. Las cartas que escribió a su amante representan, al parecer, una negación de las ideas que había profesado hasta entonces. Por eso sus discípulos no quieren que se publiquen. El prestigio de Israel se resentiría por ello. En el fondo, Buber debería haber escrito unas Confesiones; al revés de las de san Agustín, las suyas habrían sido una conversión a la sensualidad, una rehabilitación de los sentidos a costa del alma. ¿Qué se puede hacer con un calumniador? Matarlo o perdonarlo. Matarlo sería más sencillo y más fácil. Los únicos momentos que me colman son aquellos en los que, caminando o haciendo algún trabajo manual, mi espíritu se equipara con los objetos, es objeto. 30 de octubre. He observado que cuando se trata de pensar en el Vacío, en la Impermanencia, en el nirvāna, la mejor posición es tumbado o en cuclillas. Es la misma postura en la que esos temas fueron concebidos. Solo en Occidente se piensa de pie. De ahí vendría, quizá, el carácter fastidiosamente positivo de su filosofía. Lo más profundo que hay en nosotros es el deseo de vengarnos. Ser desgraciado es estar en la imposibilidad de vengarse, es hacer retroceder indefinidamente la venganza.

Alimentar ideas de venganza es, en el plano espiritual, más grave que vengarse. Porque de la venganza consumada nos recuperamos moralmente; la esperanza de una «regeneración» subsiste, en cualquier caso; mientras que la rumia interminable de la venganza nos envenena y nos hace no aptos para cualquier progreso espiritual. El asesino está más cerca de la salvación que el obsesivo del crimen. Me preguntan: «¿Has experimentado la influencia de X y de Y?». «No. Solo he tenido dos maestros: Buda y Pirrón.» Cualquier «contemporáneo», por muy profundo que sea, es solo un periodista. Mi amor por Bach ha vuelto. Me gusta escucharlo en la oscuridad. Apago la luz, y me deleito en una tumba. A veces es como si escuchara música después de mi muerte. ¡Cuántas veces me digo a mí mismo cada día: «Eres un enfermo mental»! Sucede así: me propongo no hacer algo. Pero sé que lo haré. Y, en el momento en que lo hago, me repito la fórmula. Todos los Santos. Ya no recuerdo en qué Upanishad (hay tantas) he leído que «la esencia del hombre es la palabra, la esencia de la palabra es el himno». Acabo de escuchar la Missa solemnis. No me conmueve. Beethoven no tuvo sentido de lo divino. Exceptuando sus cuartetos, me deja frío. Esa indiferencia se remonta a mucho tiempo atrás. Excepto Pirrón, Epicuro y algunos otros, la filosofía griega es decepcionante: no busca más que... la verdad; por el contrario, la filosofía hindú solo persigue la liberación, lo cual es mucho más importante. El alcalde (?) de Andorra, en su discurso de bienvenida, le decía el otro día a De Gaulle: «En sus peregrinaciones sucesivas y trascendentes...». Parecía que se dirigía a un dios.

2 de noviembre. Ayer miraba las nubes desde mi cama, y pasaban con una celeridad alarmante. Y me decía que nuestros pensamientos se suceden al mismo ritmo, anulándose unos a otros, debido a su misma inestabilidad. Acceso clásico de self-pity.* Sentimiento tan legítimo como despreciable. Pensaba que lo había agotado y superado. Pero no, está ahí, intacto. Sin embargo, ha pasado algún tiempo desde que me pareció que había triunfado sobre él. Pero no se triunfa sobre nada esencial. 6 de noviembre. Ayer, hacia la medianoche, un español (o sudamericano) me pidió que le indicara la estación de metro más cercana. Como no entendía el francés, lo hice, bastante mal, en español. Tras ello, para agradecérmelo, me dio palmaditas en el hombro, me estrechó la mano como si fuéramos viejos conocidos. Unos días antes, un inglés me preguntó la dirección de una tienda de la calle de Tournon. Lo acompañé hasta la tienda, que estaba cerrada. Entonces le pregunté al portero el horario de apertura. Quería entablar conversación con el inglés, le dije que ese verano había visitado Londres; no hubo manera de arrancarle una palabra. Sí, una sola: «I appreciate».** El solícito y el estreñido: de esos dos tipos de humanidad, es el segundo, evidentemente, el que tiene más clase. 7 de noviembre. Ganas de llorar sin tristeza. Al contrario, la beatitud de la irrealidad. La vacuidad, única conclusión positiva a la que me ha llevado mi escepticismo. Desde Rumanía no dejan de pedirme favores de todo tipo. Ahora bien, dado que me cuesta tanto ocuparme de mis propios asuntos, ¿de dónde puedo sacar el coraje y la energía para ocuparme de los de los demás? Y dejo de lado la cuestión del dinero... 11 de noviembre. Vivo al mismo tiempo en la precipitación y en la indolencia.

Mirando la luna. Ir allí es ciertamente una hazaña extraordinaria, pero desprovista de cualquier significación espiritual. El ser es fácil, el ser es contagioso; el no ser no lo es. Esa es una gran desgracia. Tengo muchos vínculos con el espíritu francés pero ninguna afinidad profunda. 13 de noviembre. Noche memorable: sufrimiento en todo el cuerpo. Estaba por pensar que la liquidación general era inminente. Lo es desde hace treinta años..., pero desde hace algún tiempo todos mis males se vuelven singularmente precisos. De camino a los ferrocarriles, llevando un paquete, me he sorprendido diciendo: «Llevo este paquete para alguien que va a morir...». Hasta tal punto la sensación de inestabilidad se ha apoderado de mí. Cualquier tema, en cuanto lo profundizo un poco, me aburre mortalmente. Acabo de dedicar un mes al Vacío. Estoy harto, harto. Pronto, otra monomanía. ... Y sin embargo el vacío es mi pan cotidiano, me alimento de él, literalmente. «Nadie puede llegar al fondo del alma, solo Dios.» (Maestro Eckhart, De la naissance éternelle) 24 de noviembre. Noche espantosa. En vela hasta las cuatro. Los viejos dolores en las piernas, ese hormigueo misterioso que no ha dejado de torturarme desde hace treinta años, y eso todos los días, y casi todas las horas. Estoy harto, harto. 1 de diciembre. Esta mañana, buscando en el diccionario el sentido exacto de una palabra, he dado por casualidad con maduro, y con un ejemplo de lo más banal: «Una fruta muy madura... que se desprende de la rama». Esta

última parte de la frase me ha sumido en la más oscura depresión. ¡Estoy tan invadido por el otoño! El Quinteto para clarinete de Mozart. Acabo de escucharlo, y recuerdo que hacia 1936, en Berlín, un día que lo escuchaba en mi radio a galena (?), mi Wirtin,1 que era una fulana enorme y mala, vino a llamar a mi puerta para decirme, al final de la pieza: «Wunder schön nicht wahr?».1 ¿Cómo podía ese monstruo ser sensible a una obra de tan profunda melancolía (y que Mozart compuso el año de su muerte, al mismo tiempo que el Réquiem)? Esa fue la pregunta que me hice entonces. Me gusta mucho esta idea de Alberto Magno: el mundo es un accidente de Dios, accidens Dei. Domingo, 3 de diciembre. A ese bar de Sainte-Mesme, cerca de Dourdan, van a beber los ancianos que viven en el asilo al final del pueblo. Evidentemente, se aburren. Uno de ellos quiere mostrarse ingenioso. Solo es grotesco. Pienso en los viejos que describe Gulliver. Todos esos tipos han trabajado toda su vida para llegar a eso. Son viudos, y están más o menos abandonados por los suyos. Cuanto más humana, ¡más natural y más caritativa es la conducta de los caníbales cuando devoran a su padre y a su madre! Antes, en el campo, ahogaban con su almohada al anciano impedido. Ahora, con la Seguridad Social, las pensiones, etc., conservan celosamente a esos fantasmas. Álvarez de Paz cita, entre otros obstáculos a la contemplación, la excesiva «preocupación por la salud». Lunes Esta tarde, visita de Hans Newmann y la señora Von Massenbach, que se queja de que sus zapatos le molestan. Entonces le ofrezco un par que quería enviar a Rumanía. Me dice: «Pero ¿para quién, ahora que su madre y su hermana han muerto?». Le respondo que sirven como moneda de cambio, y que un par de tan excelente calidad es suficiente para que una persona viva

durante un mes. Los coge, no obstante, sin escrúpulos, ¡ella, que acaba de comprarse por dieciocho millones de los antiguos francos un apartamento en Italia! Y todo sin una palabra de agradecimiento. 5 de diciembre. ¡Acabado el texto sobre el Vacío! Más de un mes en contacto con el pensamiento oriental, exclusivamente. Prácticamente no he leído nada más. Tengo la impresión de volver de un mundo muy lejano y, sin embargo, muy próximo. Y ahora tengo que orientarme hacia Valéry, es decir, hacia alguien al que no he frecuentado desde hace muchos años. ¿Voy a reencontrarlo? Es posible pero no seguro. En fin, el prefacio tiene que hacerse, pese a una eventual decepción.1 ¡Cuando pienso que un estreñido como Gide pudo dominar la literatura en Francia durante cincuenta años! El ser es un descubrimiento; el vacío, una conquista. El no liberado no es un conquistador; no es más que un frenético de la liberación. Susan Sontag escribe, en su prefacio a la edición americana de La tentación de existir, que mi ensayo sobre los judíos es el capítulo más superficial, el más precipitado del libro. Yo creo, al contrario, que es el mejor, y de lejos. ¡Hasta qué punto carecen de instinto esos críticos! Un texto tan apasionado no puede ser «cursory»,2 lo he llevado dentro de mí durante años. ¡Y menuda idea, declarar algo superficial porque no nos gusta! No leer jamás las críticas, solo a los autores. Toda la crítica es disertación. Es pedante y pretende ser más inteligente que la vida. He observado, en efecto, que casi todos esos fracasados que escriben críticas fuerzan su inteligencia y querrían hacer creer que esta produce ideas sin esfuerzo, como por inadvertencia. Pero ¡qué laborioso y pretencioso es todo eso! Quedémonos por debajo de nuestras posibilidades y de nuestros dones: es la única manera de conservar alguna decencia.

La crítica impresionista era la única legible. Ahora cualquiera se cree autorizado a hacer teorías a propósito de cualquier cosa. Eso es lo que he llamado la «cretinización por la filosofía». Escribir cartas es una pérdida de tiempo. Pero es mejor que abordar un «tema» y tratarlo seriamente. De todo lo que escribió y pensó Schopenhauer, solo se mantienen vivas sus explosiones de humor. Cada vez que habla de su sistema, y bien sabe Dios que insiste en él, es aburrido, una cantinela; en cuanto olvida que es filósofo, y que debe ser fiel a sus teorías, no puede estar más vivo. Lo que queda de un pensador es su temperamento, es decir, lo que hace que se olvide de sí mismo; divierte, desconcierta, interesa por sus contradicciones, por sus caprichos, por sus reacciones imprevisibles e incompatibles con las líneas fundamentales de su filosofía. Lo mejor es hablar de un tema, el que sea, olvidando aquello en lo que creemos. Nada es más esterilizante que el miedo de contradecirnos, tanto más cuanto que no nos contradecimos realmente si seguimos la línea de nuestro temperamento, si nos dejamos llevar por nosotros mismos. Hoy estamos en una posición maravillosa para comprender lo abominable que debió de ser para el patricio o para el esteta antiguo el advenimiento del cristianismo. La empresa de vivir y de morir, ¿tendría una base real, sería algo más que una ilusión reprimida, que la llevaría hasta el final? Lo que la hace tentadora es su nulidad intrínseca y su condición de universo. Lo es todo porque no es nada. Después de tantos años de alejamiento de cualquier música, ahora reconciliación definitiva. Si estoy contra la jerga es porque crea una suficiencia completamente inverosímil y porque el que la emplea, el que hace alarde de ella, el que la cultiva, es un individuo pretencioso. Los filósofos, incluso los buenos, están

en ese caso. Ese prefacio sobre Valéry..., ¡ah, me horroriza juzgar! El oficio de crítico es abominable. No escribir nunca sobre nadie, abstenerse de cualquier requisitoria. 7 de diciembre. Esta mañana, en la radio, un profe, hablando de los antiguos sofistas, los culpaba, después de Sócrates, de haber vendido sus enseñanzas, de haberse dejado pagar por sus alumnos, de haber hecho «giras» por las ciudades más importantes para ganar dinero en ellas con «conferencias», etc. ... «Y usted», le habría dicho yo a ese pedante, «seguramente hace esas comunicaciones eruditas y necias cada semana por nada...» No tengo ningunas ganas de releer a Valéry. Todo él me parece polvoriento e inútilmente inteligente. Confundió preciosismo con pensamiento. Mi enemigo número uno, mi detractor titular, ese calumniador profesional, L.G., da la vuelta al mundo y me socava ante algunos amigos que creo tener aquí y allá. ... «Amad a vuestros enemigos»... Pero si eso fuera posible, hace mucho tiempo que el paraíso estaría instaurado en la tierra. En realidad, odiamos a todo el mundo: a amigos y a enemigos, con la diferencia, sin embargo, de que no sabemos que odiamos a nuestros amigos. Pero los odiamos en cierto modo. Lo que hay en el fondo del corazón es la amargura: ella es la hez del alma. No hay que removerla demasiado. 9 de diciembre. La carne no es materia; o si no es una materia trágica. 14 de diciembre. Anoche, en el Odéon, Un delicado equilibrio, de Albee. Dos horas de aburrimiento. Sin embargo, la obra no es mala. Pero ya no puedo soportar un diálogo normal, menos aún burgués. Discusiones que no admitiríamos en nuestra casa, por demasiado banales, ¡ir a escucharlas a

otra parte! He salido de todo eso. Es realmente intolerable. Ya solo puedo soportar el teatro de «vanguardia», a condición de que el espectáculo no supere la media hora. Solo soy capaz de acciones espasmódicas; todo procede en mí por accesos; me falla la continuidad, en actos y en el pensamiento. Mi caridad es intermitente, pero podría ser bueno e incluso generoso a condición de que ello no implique ningún compromiso ni ninguna responsabilidad, lo cual es imposible y hasta contradictorio. Tengo miedo de atarme a lo que sea: ahora bien, hay que decirlo, hacer e incluso querer el bien supone una terrible cadena. Ser también es una responsabilidad. La libertad está fuera del ser. El judío es la síntesis extremadamente exitosa de un francés y un alemán: vivacidad y tenacidad juntas, combinadas y confundidas. El francés tiene esto en común con el judío: cree que todo se le debe. El ermitaño es alguien que solo asume responsabilidades consigo mismo o con todo el mundo, pero en ningún caso con una persona determinada. Se persigue la soledad para no tener a nadie a cargo; uno mismo, y Dios, bastan. La insolencia de los cementerios. Ver en la calumnia palabras y nada más es la única manera de minimizarla, de reducirla a nada y de soportarla sin que nos afecte. Desarticulemos cualquier cosa que se diga de nosotros, contra nosotros, aislemos cada vocablo, tratémoslo con la indiferencia que merecen un adjetivo, un sustantivo, un verbo. ... Si no, hay que liquidar al calumniador. Nunca he sido nada, nunca he pertenecido a nada..., nunca he tenido convicciones; como mucho he sido guiado por obsesiones; pero también ellas han acabado por sucumbir a mis dudas.

Desde los quince años no hago otra cosa que esperar a descubrir un sentido a la vida; ha sido la manera más segura de no encontrarle ninguno. ¡Habría sido mucho más sencillo vivir en lugar de fingir! El problema del perdón, siempre vuelvo a él. ¿Podemos perdonar las injurias? Puede que sí, pero no las podemos olvidar. ¿Qué es el rencor sino la imposibilidad de olvidar? Si elimináramos los sentimientos falsos, ¿qué quedaría de la «psique»? Pero esa clase de sentimientos son producto de la condición singular del hombre, por el hecho de que este no tiene lugar fijo en la naturaleza, y porque tiene que valerse de la astucia doblemente: por instinto y por razón. Es el animal menos sincero que se pueda uno imaginar. 16 de diciembre. La enfermedad es una inmensa realidad, la propiedad esencial de la vida..., no solo todo lo que vive está expuesto a ella, sino también todo lo que es: la misma piedra está sujeta a ella. Solo el vacío no está enfermo; pero para tener acceso a él, hay que estarlo. Puesto que nadie sano podrá alcanzarlo. La salud espera la enfermedad; solo la enfermedad puede conducir a la negación saludable de sí misma. ¡Qué ironía! Hace dos años, cuando Guy Dumur me pidió para L’Express un artículo sobre Valéry, me negué porque, le dije, no me gusta volver sobre un autor que dejó huella en mi vida pero del que hoy me he distanciado completamente. Pues bien, ahora lo releo casi entero, así lo han querido las circunstancias y mi condición financiera... El «misterio» de la iniquidad del que habla el apóstol, sí, seguramente; pero más importante, más significativo es el de la decadencia, ley secreta de cualquier ser, hado más que ley; puesto que la decadencia participa del destino más que de la naturaleza.

En el fenómeno de la vida misma está inscrita una inmensa posibilidad de decaer; cualquier ser vivo es virtualmente un caído, e incluso más que virtualmente. 17 de diciembre. Vuelta a pie por la Beauce. Día magnífico. El cielo solo es bello en invierno. Llegado a un pueblo, Moulineux, a unos diez o quince kilómetros de Étampes, me invadió y me sacudió el aburrimiento que reinaba allí, que planeaba, que emanaba de las calles, de cada casa y, singularmente, de esa Beauce. No podríamos vivir en medio de un abandono semejante, de ese desierto que cultivamos, de ese infinito corrompido por la agricultura. No, yo no podría soportar esa confrontación cotidiana con tanto espacio. Pero la depresión no estaba en la extensión tan vasta que tenía delante sino dentro de mí; la había llevado de París. Caminar en medio de una soledad tan perfecta y tan pura con el veneno, o el microbio, ¡dentro de uno mismo! 18 de diciembre Valéry contó en mi evolución intelectual, no, en la toma de conciencia que tuve del lenguaje. Pero desde hacía mucho tiempo ya no me interesaba. Había sacado de él todo lo que había que extraer. ¿Para qué releer todo eso, que conozco y que ya no me aporta nada? Siento malestar al pasar de nuevo por tantas fórmulas brillantes y a menudo huecas; ese lenguaje engalanado me cansa, y todas esas pretensiones serían intolerables si no hubiera como contrapartida un desengaño muy real que se eleva a veces hasta la desesperación intelectual. (¡Qué fastidioso es juzgar a una persona, ya sea alabándola, ya sea reprobándola! Y qué penoso es entregarse a ese tipo de actividad por razones estrictamente económicas.) La especie, la nuestra, tiene que desaparecer y desaparecerá mucho más pronto de lo que pensamos. Creo a pies juntillas en la futura subhumanidad. Así como los grandes saurios se hundieron bajo su propio peso, así el hombre sucumbirá a su ambición, a sus crímenes y a su talento.

Intento releer Nota y digresión (1919), que Valéry escribió para la reedición de su Introducción al método de Leonardo da Vinci. Imposible, es quisquillosidad; todo ahí es atrozmente verbal; además, me horroriza ese texto, que antaño me influenció, que me transmitió el gusto por la «frase»..., ¡ay!, son frases, mariposeo, palabras, palabras; todo eso es demasiado brillante, y fastidioso al final; un juego de lenguaje que pretende ser sutil y que lo es, pero que, una vez que no nos dejamos engañar por él, ya no puede seducirnos. Carece de sustancia, te deja con hambre. ¡Cuando pienso en todo lo que tendré que releer antes de poder enviar este prefacio! Desconfiar del estilo como de la peste. Es necesario que haya una realidad detrás, como en Proust; de lo contrario, funciona en balde. El medio olvido en el que cayó Valéry está justificado. No habría que volver nunca sobre los propios entusiasmos; es cierto que, en este caso, he vuelto a él por necesidad, no por gusto. Los autores que hemos superado nos aburren necesariamente. Ni a Nietzsche releo sin que me cueste. Un autor está echado a perder para mí tan pronto como tengo que leerlo para hablar de él. La verdadera lectura es ingenua, desinteresada. Solo ella da placer. ¡Cómo compadezco a los críticos! Me gusta leer como lee un cotilla: identificarme con el autor y con el libro. Cualquier otra actitud me recuerda al espía o al detective. O al descuartizador de cadáveres. Nos hacemos una idea de nosotros mismos. Avalados por esa idea, nos presentamos ante alguien, que, pronto nos damos cuenta de ello, no la comparte en absoluto. La humillación siempre es doble: ante el prójimo y ante nosotros mismos. Esta última es la que explica por qué afecta a un ser en profundidad. Un hipersensible que se ha erigido en teórico del desapego. Reconciliación con la música. Encuentro en sus quimeras lo que la sabiduría no ha podido ofrecerme con sus preceptos. Irrealidad por irrealidad, optemos por la irrealidad sonora.

Mis defectos son demasiado grandes para que puedan enmendarse en contacto con los sabios. Es indigno dejarse abatir, seguramente, pero ¿y si el abatimiento estaba en ti, antes, mucho antes, de la causa que supuestamente lo desencadenó? Debo frenar mi desánimo, puesto que si lo dejara seguir su inclinación natural, me llevaría lejos... En el ámbito de la mente, y en el de la práctica, todo es, a fin de cuentas, pretensión, es decir, ilusión. En mi artículo sobre el Vacío1 debería haber hecho la comparación entre la Blossheit de Tauler, la desnudez, y la śūnyatā, la vacuidad mahāyānista. Pero ese tipo de comparaciones solo interesan a los eruditos, a condición de que abunden en ellas citas y referencias. Reacciono ante las «indelicadezas», ante las humillaciones, como cualquier hipersensible. Pero, después de haber sufrido, me recupero, razono. Mis pretensiones al desapego me ayudan siempre, no a parar los golpes, sino a «digerirlos». En todas las heridas de amor propio hay una primera y una segunda vez. En la segunda se revela útil nuestro entrenamiento en la «sabiduría». Cuanto más releo a Valéry, más ganas tengo de vengar a Pascal de las estúpidas páginas que V. le dedicó. Las palabras de Henri de Régnier sobre Mallarmé: una mezcla de Platón y el príncipe de Ligne. Solo me gustan las obras de cariz romántico o, si no, brutales, cínicas; detesto la literatura propiamente dicha, la que no es más que ejercicio, «oficio». Hay que escribir sin pensar en el pasado ni en el futuro, ni siquiera en el presente; hay que escribir para aquel que, sabiendo que va a morir, todo está suspendido para él, excepto el tiempo en que se desarrolla el pensamiento

de su muerte. Y es a ese tiempo al que hay que dirigirse. Escribir para gladiadores... Si hay una decadencia de la poesía, empieza en el momento en que los poetas se interesan teóricamente por el lenguaje. Solo aprecio realmente a Buda y a Pirrón..., el primero adquirió rango de dios, el segundo fue algo más que un hombre. Cuando paso días y días entre textos en los que se habla de quietud, de contemplación, de renuncia, a veces me entran ganas de salir a la calle y de partirle la cara al primero que pase. 24 de diciembre. Fuertes ganas de llorar. ¡Qué ridículo! Habría que tener, más bien, ganas de pensar. Pero me siento tan incapaz de producir ideas como de producir lágrimas. 25 de diciembre de 1967 Escuchado en casa de los Corbin, como el año pasado el mismo día y a la misma hora, El Mesías de Händel. La misma impresión de poder y de continuidad en la inspiración. Ni una laguna, ni un cansancio, ni una relajación del movimiento, ni un desfallecimiento del aliento. ¿Dónde encontrar, en literatura, su equivalente? Creo haber sentido algo comparable en una representación hacia 1935, en Berlín, de El rey Lear con Werner Krauss. Pero las impresiones son inconmensurables entre sí. 27 de diciembre. Mi misión es dudar de todo hasta la explosión del cerebro. En El «Ten o’clock» de M. Whistler, ¡Mallarmé traduce «glorious day» por «día glorioso»! Lo que sin duda alguna arruina una mente es la multiplicidad de sus dones, su vasta curiosidad, su proteísmo.

Mallarmé y... Céline, su punto en común es haberse creado ambos un lenguaje muy suyo y no poder nunca faltar a él, en ninguna circunstancia (¡las cartas de Mallarmé a Méry Laurent, por ejemplo!). 30 de diciembre. Cuando el mismo Buda me parece ingenuo, sé que he llegado a un extremo peligroso, y que es hora de retroceder. Es bastante entristecedor pensar que hemos dicho lo que teníamos que decir, que hemos proferido nuestro No a todas las cosas. 31 de diciembre. Hoy he hecho una treintena de kilómetros por la región de Étréchy y Boutigny. Nevada, carreteras solitarias. Estar solo en una carretera, solo con tus pensamientos, ¡e incluso sin ellos!..., cómo me gusta eso. Lejos de esas ciudades de cadáveres, puesto que París no es más que un cementerio bullicioso. Cuando hemos hecho algo, estamos contentos. Habría que superar esa satisfacción que sucede a la cosa realizada. Habría que superarlo todo, disociar para siempre el acto de la sensación. 1 de enero de 1968 Solo tengo una religión: Bach. Hay una élite de ansiosos: el resto es la humanidad. ¡Con qué paciencia he edificado mi desdicha! Esta mañana he escuchado un sermón de Ginebra en el que el buen pastor decía: «Ninguno de ustedes puede estar seguro de no morir durante este año que comienza». Ese lado maleducado del cristianismo ha asegurado su éxito. Cualquier religión es exceso de indiscreción, violación de almas. Me piden actos, pruebas, obras, y todo lo que puedo ofrecer son llantos transformados.

X..., toda la gran alma que se quiera, pero mal pintor. No fue hecho para aferrarse al mundo visible, menos aún para vivir del color. Es demasiado parásito del otro mundo. Tengo que escribir sobre Valéry y no lo consigo. Es porque pertenece, a pesar de todo, a la literatura (por más que lo negara, a ella correspondía esencialmente) y en estos últimos tiempos he estado a mil leguas de ella. Todo lo que es literatura me es ajeno. Estaba a punto de estudiar a Nāgārjuna y su concepto de śūnyatā, que es, de todos modos, algo distinto de la Nada valéryana. En mi texto sobre el suicidio olvidé precisar que el suicidio es en mí una idea y no un impulso. Eso explica las contradicciones, las cobardías, los titubeos que ese gran tema me inspira. Recibo de Rumanía, de Sibiu más precisamente, una foto de 1936 tomada en los Cárpatos; en ella se ve a campesinos, a pastores y a algunos urbanitas heteróclitos entre los que, con mucha dificultad, me descubro al fin. Es mi cara, la reconozco, no he cambiado tanto como para no conseguir identificar mi careto de hace más de treinta años; pero lo que me es totalmente imposible recordar es esa excursión, las circunstancias que la rodearon. En cuanto al lugar mismo, ningún recuerdo ni siquiera aproximativo. Una cosa de la que no nos acordamos es como si no hubiera existido jamás. Tres cuartas partes de mi pasado se me escapan completamente; tres cuartas partes de mi vida ya no forman parte de mi vida. De pronto, esa palabra, olvido, a la que nunca he prestado gran atención, me parece intolerablemente cargada de significación y de amenaza. «Es imposible amar por segunda vez lo que verdaderamente se ha dejado de amar.» Esa frase de La Rochefoucauld se aplica muy bien a mis relaciones con Valéry. Hubo un tiempo en que lo leía con delicia; ese periodo ya pasó; ahora tengo que volver a él para hablar de él; me es imposible reencontrar ya no digo el ardor, sino la debilidad de antaño. Jamás deberíamos aceptar trabajos por encargo, por muy necesitados que estemos.

Acabo de escribir a una amiga rumana que me anuncia que es abuela: «Los años nos devoran y un buen día nos despertaremos viejos y completamente ridículos...». El prosista debe evitar la poesía como la peste. La poesía debe permanecer para él como una tentación sobre la que se aplica en triunfar. Sintamos dentro de nosotros la posibilidad —o el pesar— de la poesía. De lo contrario, imitaremos a Voltaire. 3 de enero de 1968 Acabo de encontrarme con Celan, al que no veía desde hacía un año; ha pasado unos meses en un hospital psiquiátrico, pero no habla de ello. Se equivoca, puesto que, si hablara, no tendría ese aire violento (y que siempre tenemos cuando disimulamos algo capital que se supone que todo el mundo conoce). Es cierto que no es fácil hablar de nuestras crisis. ¡Y qué crisis! He intentado hacer algo por este o por aquel. En vano. No podía ser de otra manera. ¿Cómo podrías hacer algo por el prójimo cuando no puedes hacer nada por ti? Para salvar a alguien, es necesario haber consumado antes la propia salvación. Un no liberado no podrá ayudar a nadie. Uno no se aferra a un pecio. Tras meses de lecturas «espirituales», he vuelto a la literatura. No es tan despreciable, solo se ocupa de réprobos, proporciona las estrellas del Infierno. ¿Y qué es la vida espiritual sino el rechazo del Infierno, por lo tanto una rumia ininterrumpida sobre el Infierno? 4 de enero de 1968 Soy fundamentalmente (!) ajeno a todo lo que se hace en este bajo mundo. Leo por obligación cosas impersonales. Pero no es de ellas de lo que tengo necesidad. Tengo necesidad de plegarias. Es impersonal todo lo que no es plegaria. Todo lo que no es plegaria no es nada. ¿Cómo se puede vivir sin rezar? Pero ¿a quién rezar?

(La plegaria: el terror y la melodía que acompañan la disolución del cerebro.) Solo se remuneran los trabajos de parásito, de chulo, los artículos críticos, los textos sobre este y sobre aquel; me pagan seiscientos mil por un prefacio, cuando todos mis libros no me han reportado durante todo un año más que ochenta mil de los antiguos francos. Es muy acertada esa idea de Musil de que los filósofos son Gewalttäter1 y de que los grandes sistemas siempre han sido contemporáneos de los regímenes tiránicos. 6 de enero de 1968 Mis «Encuentros con el suicidio» se han publicado en la NRF. Los he releído. Gran decepción. No resisten. Casi me avergüenzo de haber parido algo tan claro, tan fastidiosamente transparente, tan desprovisto de cualquier misterio. Esos instantes sin piedad en los que nos vemos como nos vería un Indiferente, un desengañado de todo. 7 de enero de 1968 Años y años para despertar de ese sueño al que se libran los demás; y después años y más años para escapar de ese intolerable despertar. Veo exactamente mi lugar en el mundo: un punto, y ni siquiera eso; ¿por qué sufrir, puesto que soy tan pequeño? ¡Cuánto me fijo a esa visión, cuánto cultivo esa ilusión de punto! Me aplico a ella, y la logro. Y después, de nuevo, ese punto se dilata y se hincha. Y todo vuelve a empezar. Esta tarde he ido a Valvins para ver la casa en la que vivió Mallarmé. Luego he buscado su tumba en el cementerio, afortunadamente sin encontrarla. Bien sopesado todo, el suicidio es el acto más honroso que un hombre puede cometer.

Blanchot. Tiene talento para oscurecerlo todo. El crítico menos luminoso que existe. Si queremos confundir nuestras ideas sobre una obra, no tenemos más que leer el comentario que hizo de ella. Un amigo me dice de Mallarmé y de Valéry, muy acertadamente, que eran «pequeños burgueses megalómanos». E.R. me da, para que lo lea, el manuscrito que Gallimard le acaba de rechazar. Lo leo, lo encuentro interesante y tranquilizo al autor: sin duda encontrará editor. Al respecto, me responde: «Estoy convencido, mi libro es único». Y, en cierto sentido, tiene razón. Pero también se puede decir que cualquier libro es único, como lo es cada ser. Todo el mundo imita a todo el mundo, de acuerdo; pero esa imitación nunca es perfecta; hay deformaciones y desviaciones; es lo que se llama originalidad. La función de un crítico es hacer inteligible una obra oscura o voluntariamente oscura. El crítico tiene que ser más claro que el autor; ¿para qué leer un comentario más difícil que la obra que comenta? (Blanchot es el crítico más profundo y el más exasperante que conozco.) Un autor que escribe en Suiza libros improbables, de los que nadie habla, me envía el último, y me dice, en la dedicatoria, que los dos somos igual de «poco valorados»..., lo que quizá sea cierto; pero él es rico, y no tiene necesidad de ser reconocido, no le hace falta escribir prefacios para vivir, puede atenerse a sus divagaciones. Tan pronto como alguien se convierte a una fe cualquiera (religiosa o política), primero lo envidiamos, después lo despreciamos. He mirado en la Sorbona el fichero de Valéry: enorme, desproporcionado, ridículo. Un libro en alemán, una tesis, seguramente: «Der Begriff der “absence” bei P. V.».1

Esa biblioteca, en la que hormiguean jóvenes espectros, en la que el aire es pestilente y los empleados son odiosos, me ha provocado una terrible depresión. Qué cloaca de imbéciles es la universidad, en todos los países del mundo. 13 de enero de 1968 Se quiera o no, el suicidio es una «promoción»..., un imbécil que se da muerte ya no es un imbécil. Creía que me desharía de la idea de suicidio con solo hablar de ella. Pero no es tan sencillo. Solo se acaba con ella gracias a la chochez o a una conversión, quiero decir, a un deslumbramiento perpetuo. 14 de enero. Domingo por la mañana. Acabo de escuchar en la radio un sermón sobre los niños y la muerte en el que se han citado fragmentos de cartas sobre todo de niñas (diez años aproximadamente) enfermas o palabras de moribundos, de moribundas, mejor dicho, puesto que siempre se ha tratado de niñas. Al acabar, el cura casi sollozaba, y yo estaba a punto de llorar... P.S. Pues bien, he llorado. No conozco nada más desgarrador que las últimas palabras de un niño. Ese cura ha citado algunas, que me han conmovido profundamente. Esa clase de patetismo es seguramente fácil, pero ¡qué más da! Jamás olvidaré la emoción que sentí, hace mucho tiempo, cuando leí en Barrès la «anécdota» siguiente: un niño (siete, ocho años) enfermo había caído en un completo mutismo. Lo velaba su padre. Un día el niño rompió su silencio para decir solamente estas palabras, y qué palabras: «Papá, me aburre morir». Otón, en Tácito, dice antes de darse muerte: «La mejor prueba de que mi resolución es irrevocable es que no acuso a nadie: acusar a los dioses y a los hombres es propio de alguien que aún aprecia la vida».

Ese es mi caso, ¡por desgracia!, puesto que yo también me paso el tiempo lanzando imprecaciones..., mudas, es cierto. No siempre mudas, debería añadir. «Es ridículo rebelarte contra cosas que no dependen de ti», me repito diez, veinte veces cada día. Y sin embargo me rebelo, y continúo a pesar de la rectitud aparente de la máxima estoica, que, de todos modos, me sirve a veces y no es por lo tanto íntegramente inútil. El francés es generoso en sus ideas y mezquino en sus actos; caritativo en teoría, sin corazón en la práctica. Su fuerza, su tenacidad, su relativa seriedad provienen de ese contraste, afortunado para él. Este tiempo templado y húmedo en invierno, este sopor fuera de lugar, despiertan en mí al malhechor. 16 de enero. El sueño sigue estando en el pensamiento en imágenes. Esta mañana me he despertado sobresaltado; pero me ha sido imposible deslindar entre el estado de sueño y el de vigilia; el sueño se perpetuaba en ese último estado, y era tan embargante que no conseguía salir de él. He observado que incluso en sueños siento la necesidad de encolerizarme, y que en ellos me peleo más que en estado de vigilia. Cuando tengo que llevar a buen término una tarea que se me ha confiado y que he asumido por necesidad o incluso por gusto, todo me parece importante, todo me seduce, excepto ella. Tan desarrollado está en mí el gusto por las empresas ineficaces que no hay día en el que no ponga en tela de juicio mi nacimiento. Y sin embargo ese cuestionamiento no está tan desprovisto de sentido, puesto que el nacimiento es uno de los factores más importantes del malestar de ser. No es su causa; la causa hay que buscarla en las razones que hacen posible cualquier nacimiento. Así que hay que remontarse más lejos, hasta el deseo.

Con lo que sé, con lo que siento, no podría dar vida sin entrar en total contradicción conmigo mismo, sin ser deshonesto intelectualmente y criminal moralmente. Es curioso que esa actitud ya sea vieja en mí, antes incluso de tener ideas precisas al respecto. El horror de engendrar me llegó muy pronto; respondía a mi terror, no, a mi sed y a mi terror, ante el hecho de vivir. Nunca he admitido la sexualidad fuera del placer. Su función propiamente dicha siempre me ha inspirado una aversión insuperable. Jamás habría aceptado por mi propia voluntad asumir la responsabilidad de una vida. Pensar por vocación o por profesión: en los dos casos hay necesidad. La única diferencia es que una es interna y la otra, externa. En cantidad, esta última puede de lejos con la primera; se le deben casi todos los conocimientos y las invenciones secundarias. Las escorias, en definitiva, la cuasi totalidad del bagaje humano. Mallarmé exigía que se tachara del diccionario la palabra «como». El fino instinto del poeta. Desde hace algún tiempo vivo prácticamente en la clandestinidad... en cuanto al mundo literario. A veces me pongo en el estado en el que deben de encontrarse los creyentes; pero el suplemento de adhesión que ese estado exige para convertirse en fe no puedo proporcionarlo. A veces reúno las condiciones psicológicas del acto de creer sin la convicción que lo haría inseparable de la presencia de Dios. Esa presencia no es para mí más que una suposición o una posibilidad, nunca un dato o una certeza. En definitiva, puedo perfectamente desarticular el mecanismo de la fe según mis propias experiencias pero sin poseer, en ningún momento, la facultad de creer. Todo lo que soy, lo poco que valgo, se lo debo a la extrema timidez de mi adolescencia. Mi lado Tonio Kröger.

Reúno en mí todos los atributos del «pobre diablo»..., con algo más que no sabría definir pero que debe de existir, estoy bastante seguro... Con la edad, cada vez soy menos sensible a la poesía, y estoy cada vez más abierto al lenguaje bruto. Lo que juega en mi contra, en cuanto escritor, es que solo se me puede «comprender» si se llega al nivel de abatimiento en el que yo estaba cuando escribí tal o cual texto. En el plano moral, todo es preferible al estancamiento. Una bajeza es un salto hacia delante, no hay ninguna duda al respecto. Te hace vivir, te da un latigazo; tiene algo de heroísmo al revés, aunque solo sea por la «intensidad» que implica. Una bajeza, cuando la has cometido deliberada o automáticamente, no importa, nunca te deja indiferente; cuenta en tu vida, es una forma de acontecimiento. Es a pesar de todo un triunfo, puesto que da vigor... No sobreviven más que los que aportan una fórmula de salvación en cualquier ámbito. Pero su supervivencia no va más allá de la duración de esa fórmula: el cristianismo, dos mil años; el hitlerismo, diez. A G.M., que debe de ser octogenario, acaba de darle un leve ataque. No se come la cabeza en absoluto: habla del futuro como lo hace cualquiera. Es desconcertante y es prodigioso. El hecho de vivir participa del escándalo y del milagro. Un imperceptible pánico en los millones de células que pueblan el cerebro, ¿hace falta más para ver cómo la ansiedad sustituye a aquel que éramos, para robar nuestro nombre, para usurpar todos nuestros posibles yos? Cualquiera que no haya muerto joven merece morir. 20 de enero Levantarse por la mañana con la idea expresa de cometer alguna bajeza.

Mis dos virtudes, mis dos vicios: la indolencia y la violencia, la apatía y el grito, el pesar y el cuchillo. Cada ser, en cuanto tal, me pone fuera de mí. Fui hecho para dialogar con alguna sombra de Dios. Pensándolo bien, hasta ahora ha habido más afirmaciones que negaciones. Neguemos, pues, sin remordimientos. Las creencias siempre pesarán mucho más en la balanza. 22 de enero. Mis «Encuentros con el suicidio» me parecieron lamentables cuando los leí en la NRF, hace dos semanas. Hoy he visto a Jacqueline Bour y a Jean Denoël en Gallimard, quienes me han dicho haberse sentido conmovidos por el tono que desprenden. También los he releído ahora, y encuentro que, en efecto, expresan un sentimiento verdadero y casi profundo... J.B. me ha dicho que es extraño publicar en revista cosas semejantes; es cierto, pero me ha sido absolutamente imposible sacar de esas notas algo coherente e impersonal. Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que no puedo resolver nada, de que no hay solución a nada; pero reconozco que los demás, si se les fuerza a reflexionar un poco, llegan casi todos a las mismas conclusiones... 23 de enero de 1968 El ángel exterminador, la bestia del Apocalipsis y cualquier genio de la Destrucción, es de ellos de quienes me siento cerca, son ellos mis «hermanos». Solo me siento contemporáneo del Génesis y del Fin. Los franceses, pueblo a la vez suave y duro. 25 de enero Le decía el otro día a Madame B.: «Todo es engaño, estoy seguro. Se puede encontrar cierto encanto en ese engaño, convengo en ello de buen grado. Sin embargo, hay que juzgar la empresa en función del resultado. Ahora

bien, el resultado no es solo decepcionante, sino desesperante, terrible. La conclusión de cualquier vida, incluso de la más bella, da necesariamente la impresión de quiebra». Odiar a alguien es dar prueba de que somos igual que él, de que no hay diferencia de esencia entre él y nosotros. ¡Cómo lamento no haber nacido resignado! Nací vencido: es peor. Cuando estamos contentos con nuestra suerte es cuando más ganas tenemos de acabar con todo. Necesito el aciago demiurgo como una indispensable hipótesis de trabajo. Prescindir de él equivaldría a no comprender nada del mundo visible. Tengo que escribir sobre Valéry, y es con Mallarmé, su maestro, con el que me he encaprichado. ¡Cuántas veces, cada día, he reaccionado a ratos como un dios y a ratos como un pobre diablo! Tengo una marcada debilidad por la sabiduría apesadumbrada. Debería vigilar un poco más mis humores. Podemos compararnos sin indecencia con Dios, pero no con Napoleón. Eso es lo que un Chateaubriand no comprendió. Mi texto sobre el suicidio representa una recaída, un retorno al Breviario y a los Silogismos, con menos énfasis (respecto al Breviario). Soy el hombre de la cantinela, en música, en filosofía, en todo. Me gusta todo lo que es obsesivo, lancinante, haunting,* todo lo que hace daño con la repetición, con ese interminable retorno que llega a las últimas profundidades del ser y suscita en él un dolor delicioso y sin embargo intolerable.

Estoy corrigiendo la versión alemana de los Silogismos. ¿Cómo pude escribir un libro tan atroz? Paso de un aforismo a otro con una sensación de sofoco. Se diría que fue escrito por un demonio desengañado; puesto que el demonio puede e incluso debe de ser entusiasta a su manera; aquí, nada, nada sino un sarcasmo incurable. Todo eso soy yo, ¡por desgracia! No creo en nada, salvo en la libertad. Reconozco esa gran debilidad. Para todo lo demás, carezco de convicciones; solo tengo opiniones. Acabo de corregir la versión alemana de los Silogismos. ¡Qué cansancio! Hay tanto mal humor en ese libro, que se vuelve repugnante e intolerable. ¡Con qué alegría, después de ese ejercicio sofocante, he escuchado la Misa que Scarlatti compuso el año de su muerte! Se hace una obra con pasión, no con neurastenia, ni siquiera con sarcasmo. Incluso una negación debe tener algo exaltante, algo que te levante, que te ayude, que te asista. Pero esos Silogismos, atrozmente corrosivos, son vitriolo, no ingenio. Prefiero a un escritor exasperante que a un escritor aburrido. No hay ninguna manera de demostrar que es preferible ser a no ser. Versalidad, viraje, giro radical. Ayer, al regresar de un paseo por el campo, encontré una nota de C., que me anunciaba que habían traducido al rumano el texto que escribí sobre Vulcănescu1 en francés y que tenía que ser leído en francés. En ese momento, decidí telefonear a Vivi V., la hija de mi gran amigo, y decirle que era indigna de su padre, que deshonraba la memoria de tan gran hombre..., ¡menos mal que no estaba! Pedí que me llamara en cuanto volviera. Intentó ablandarme, adoptó una voz tierna, y yo me desinflé. No se puede luchar con mis compatriotas, me doy cuenta de ello cada día. Siempre te la pegan. La gente acostumbrada a mentir, hereditariamente falsa, es imbatible, siempre se te escapa, te aplasta con la sonrisa. 2 de febrero

He acompañado a Gabriel Marcel. Está muy mal, sube las escaleras con una dificultad que te parte el corazón. Y sin embargo ninguna angustia, ningún terror evidente. Va casi todas las noches al teatro, se interesa por la Guerra de Vietnam, reacciona como un vivo. Y en el fondo estamos todos en la misma situación: nadie tiene derecho a creer que está más lejos de la muerte que un moribundo. Todo el secreto de la vida reside en el rechazo de la muerte, y en nada más. Orgánicamente no podemos resignarnos a morir; es un hecho inconcebible, que no podemos admitir, del que no nos «percatamos», que rechazamos con cada célula de nuestro cuerpo. Una vez más, en ese rechazo se agota el secreto de la vida. Mi sentimiento de la vida: estoy en lo más hondo de un infierno del que cada instante es un milagro. Un joven editor ha venido a verme para pedirme un eventual manuscrito. Le he contestado que le entregaré uno pero que no sé cuándo y que, en el momento en que tenga algo listo, su editorial muy probablemente estará en quiebra. Ayer, jueves, 1 de febrero, paseo por el bosque de Rambouillet. Niebla y llovizna..., eso es todo lo que necesita el caminante. La niebla realza cualquier cosa al difuminar sus contornos, sobre todo cuando se insinúa en un bosque. Entonces cada árbol parece ahí una plegaria yerta. Escuchando un oratorio de Händel: ¿cómo creer que esas imploraciones exaltantes, esos gritos de desgarro y de júbilo no se dirigen a nadie, que no hay nada tras ellos, que deben perderse para siempre en el aire? ¡Cuántas veces, en plena noche, he cogido mi sombrero para ir a matarme! «Llegado a la plaza de la Concordia, mi idea era suicidarme.» ¡En cuántos otros lugares de París y de fuera no he tenido una reflexión y un deseo análogos!

«Hace falta más espíritu para prescindir de una palabra que para emplearla.» (Paul Valéry, en una carta a F. Brunot, Lettres à quelques-uns) Los que buscan intensamente la Verdad están a menudo desprovistos de talento. Puesto que el talento implica complacencia, gusto por uno mismo y pasión por ejercitarse; te detiene por el camino. Es un obstáculo a lo absoluto. Cualquier talento implica compromiso, como todo lo que se complace en la expresión. Cuando era joven, a veces me tiraba al suelo en un ataque de epilepsia voluntario, y golpeaba el suelo bajo el peso del vacío que me aplastaba. Gemía, suspiraba en busca de un sentido, de una respuesta. Todavía busco un sentido, todavía espero una respuesta, pero ya no tengo fuerzas para precipitarme, ni siquiera para suspirar, para gemir. Bach sigue siendo, a pesar de todo, el mayor descubrimiento que habré hecho en este bajo mundo. Conozco a muchas personas maravillosamente inteligentes, pero muy pocas de ellas son capaces de juicio. A decir verdad, excepto dos o tres, no veo en quién confiaría cuando se trata justamente de juicio. En cualquier escritor oscuro hay una parte de superchería inconsciente: quiere ser más profundo que la vida. A menos que se trate de un defecto de su mente, o incluso de una tara. He acabado mi Valéry, he intentado hacerlo más complicado de lo que era. 13 de febrero. He tenido que felicitarme cada vez que, en lugar de seguir un impulso, he conseguido contrarrestarlo con la reflexión, quiero decir, con la cobardía. Contenerse es ceder a un reflejo de deshonor. La sabiduría es una cobardía que no te compromete.

El sabio es el único ser que sabe combinar cobardía y dignidad. Al ser la felicidad y la desgracia males casi iguales, la única manera de evitarlos es ser ajeno a todo. Claro que sí, se puede vivir con la sensación de que todo es imposible. Aquí estoy yo para demostrarlo. Toda mi vida he abrazado causas perdidas, no por premeditación, por supuesto, sino por necesidad secreta de sufrir, por gusto inconsciente por el fracaso; si no, ¿cómo explicar que siempre haya estado al lado de los futuros pecios? He olido en cada empresa, incluso en las más brillantes, el naufragio, y me he entregado a él en cuerpo y alma, cuando por naturaleza no soy apto para las convicciones y me repugna cualquier forma de fanatismo. ¡Qué modestia entre los antiguos! Epicteto dice sobre la Providencia: «No pudo hacerlo mejor». ¿Qué teólogo cristiano habría tenido la honestidad de decir lo mismo de su dios? Nunca hay que estar de acuerdo con la multitud, aunque tenga razón. Durante milenios, la humanidad ha sido corroída por la esperanza; tendrá todo el futuro para curarse... Tan pronto como aspiramos a algo, tan pronto como sentimos la menor ambición, estamos expuestos a las mortificaciones. Y no es fácil soportarlas. A decir verdad, solo las soportamos imaginando las escenas de la venganza, el triunfo que tendremos sobre el monstruo que nos habrá humillado. La vida en común no sería soportable sin el recurso ideal a la venganza, sin la esperanza de la venganza. La idea del prójimo no evoca la idea de futuro sino de venganza, ya que la ley no escrita de cualquier comunidad se reduce al Odiaos los unos a los otros. Pero lo que permite

soportar el odio, lo que permite evitar que seamos invadidos y aniquilados por él es la escapatoria imaginada de la venganza, es la espera del momento en que el humillador será humillado. Si la venganza desapareciera por milagro, la cuasi totalidad de los hombres caerían presas de enfermedades mentales desconocidas hasta entonces. La Rochefoucauld es el moralista que más me gusta. Me gusta de él esa amargura que debía de ser constante, cotidiana, para haber impregnado hasta tal punto su pensamiento. Además, ¡qué delicadeza de giros, qué esmero por ennoblecer mediante la forma una bilis tan ostensible! Nada aprecio tanto como la amargura elegante. La ansiedad precede siempre a los pensamientos ansiosos. Nadie es directamente responsable de lo que piensa. «Un solo día de soledad me hace saborear más placer del que todos mis triunfos me han dado.» (Carlos V) La voluntad, que da un impulso al organismo, lo cansa y lo arruina por la misma razón. Son los abúlicos los que conservan su energía; los voluntariosos gastan la suya, y ello tanto más cuanto que viven hasta el final en la ilusión de la salud. Le decía el otro día a un joven profesor americano que Yeats era un Shelley exitoso. (Entre paréntesis, ¡qué injusticia para Shelley, a quien tanto frecuenté, y con qué fervor, durante la guerra!) La carne asediada..., todo es enemigo de la carne, todo se ensaña con ella; la carne solo está ahí para permitir que el sufrimiento se haga valer. La agonía más interesante es la del ambicioso, la del conquistador, la del intrigante y la del cínico. Talleyrand y Napoleón.

Lo que para uno es apariencia, es realidad para otro, y viceversa. Es real para cada cual lo que le hace sufrir, lo que es fuente de tormento. Todo lo demás es aparente. Por eso es tan difícil clasificar a las personas, decir quién es superficial, quién es profundo. Llegar muy lejos en la frivolidad es dejar de ser frívolo. El desenfreno es necesariamente «profundo». Llegar a un límite, aunque sea en la farsa, es acercarse a extremos de los que, en su sector, un metafísico no es en absoluto capaz. Hojeado los dos tomos de Fabre d’Olivet, Histoire philosophique du genre humain. Imposible sacar nada de ahí. Lo explica todo por la combinación de tres principios: Destino, Providencia, Voluntad del Hombre, pero de una manera tan sistemática, casi «more geometrico»,* que se vuelve repugnante. Miseria del ocultismo; sobre todo miseria de cualquier filosofía de la Historia. Hegel es eso pero en mejor. En este bajo mundo, solo los caídos han rozado lo esencial. 3 de marzo. Admirable paseo entre Maintenon y Dreux. (Esta noche, cuando volvía a casa, me he dicho que saberlo todo es sentir todo el alcance de la palabra ilusión, único vocablo que merece ser profundizado.) Cualquier hombre que ha comprendido es necesariamente un pelín charlatán; nunca está por entero en lo que dice ni en lo que hace. 4 de marzo. Anoche, al acostarme, me dije que los sueños carecen de cualquier significación, que participan de la mala literatura, y que en el fondo no tienen ninguna relación con nuestra vida profunda. Esa misma noche tuve un sueño en el que todas mis obsesiones, pongamos filosóficas, desfilaban... Entre los escritores todos son aficionados, excepto los enfermos y los desgraciados.

De manera absoluta, la Superstición y la Ciencia son parecidas: son dos explicaciones, dos interpretaciones igualmente legítimas, e igualmente inútiles. 9 de marzo. Todo lo que he escrito hasta ahora ha sido para reflejar mis ataques de depresión o para librarme de ellos por medio de la expresión. Una función terapéutica, he ahí a lo que se reduce para mí el acto de escribir: a hacer saltar la tiranía de esa depresión. De ahí la monotonía de mis libros, que encierran las mismas obsesiones y el mismo combate. Quizá nunca haya habido escritos que hayan desempeñado una función más utilitaria. Todo lo que he «hecho» proviene de una necesidad, de un llamamiento urgente, de una tensión irreprimible. No tengo ningún mérito en escribir lo que he escrito. Todo eso ha llegado de lo más remoto de mí mismo: no he hecho más que ejecutar una orden, ella misma fatal, irresponsable, inevitable. Nadie ha amado la vida más apasionadamente que yo y, sin embargo, he vivido como si no fuera mi elemento. Soy, en cierto modo, teórico de la decadencia, un parásito y un epígono del Pecado original. Solo los caídos han rozado lo esencial. ¿Por qué? Porque son ellos los que están más cerca de la condición del hombre, porque solo en ellos nos vemos realizados. El caído es un hombre como nosotros pero que no ha sabido guardar su secreto, que lo ha revelado, que lo ha mostrado. Por eso estamos resentidos con él y lo evitamos: le recriminamos que no haya seguido el juego, le reprochamos que nos haya traicionado. El argumento de los antiguos contra el miedo a la muerte: ¿por qué temer la nada que nos espera, cuando no difiere de la que nos precede? Ese argumento no se sostiene, es inconcebible incluso como consuelo. Antes no éramos, ahora somos, y es esa cantidad de ser que representamos lo que teme desaparecer. Pero cantidad no es la palabra, puesto que cada cual se prefiere a sí mismo o, en el peor de los casos, se iguala con el universo.

Vivo en la ansiedad como otros viven en el futuro, en el pasado o en el presente. La ansiedad es el fondo de todas mis experiencias; no forma parte de mi definición, es mi definición. 14 de marzo. He salido. He visto a gente pasar, a chicas innobles, a toda la plebe humana. Asco sobrenatural. Cualquier rostro me parece inconcebible. ¡Si, en lugar de a todos esos «humanos» que se apresuran por la calle, pudiera ver perros, o jabalís, o pájaros, lo que fuese! Solo cuentan los hombres que han visto más allá de nuestras más raras visiones. Este mundo no es más que una pausa entre la anarquía original y la anarquía final. Catecismo de los vencidos,1 ese podría ser el título colectivo de mis libros. Me ha impresionado para siempre el espectáculo que ofrecen los desechos de la humanidad. ¿Desechos? Pero ella misma no es otra cosa que la suma de esos desechos. ¿Los caídos? Distingo tres categorías: los que avanzan, los que están estancados, los que retroceden. Los sabios quizá se encuentren en el medio, entre los que están estancados. J. entrega su manuscrito sobre Robespierre a Éditions Universitaires. El director literario suprime todos los imperfectos del subjuntivo y los dos puntos, con el pretexto de que eso ya no se lleva y a los lectores les podría chocar. La sustancia de una obra es lo imposible..., lo que no pudimos alcanzar, lo que no podía sernos dado: es la suma de todas las cosas que nos fueron negadas. Cada vez que veo a alguien aferrarse a mí, poner esperanza en el más enclenque de los seres, me invade una auténtica crisis de desesperación. Me cuesta tanto soportarme a mí mismo que la idea de una carga suplementaria

me parece intolerable. (Una amiga de Rumanía me escribe dándome a entender que está cerca de la muerte —¿enfermedad o suicidio?— y que debo reconfortar a su marido.) En el escritor francés, la extrañeza casi siempre es deliberada, por lo tanto insoportable. Gógol fue a Jerusalén con la esperanza de una «regeneración», y allí no encontró más que la sequía que había llevado consigo. En Nazaret se aburre como en una «estación de Rusia». Gógol, tras haber arrojado al fuego el segundo volumen de Almas muertas, se puso a llorar. Muerte de Jean Muselli a los cuarenta y dos años, de un ataque al corazón. Muselli se habría suicidado. Stere Popescu, en Londres, se ha suicidado tras un fracaso. Una carta me anuncia la intención de una amiga de suicidarse. ¡Esas tres noticias el mismo día es demasiado! El instinto de conservación es una realidad; pero no es menos cierto que a veces ya solo un hilo nos ata a la vida, y que ese hilo nos parece fácil de cortar. Lo que explicaría la dificultad y la facilidad del suicidio. Unas veces nos parece inconcebible, otras tentador e incluso irresistible. Matarse porque se es, lo comprendo; pero matarse por un fracaso, es decir, por la opinión de los demás, eso me supera: y, sin embargo, la cuasi totalidad de los suicidios vienen de ahí. Si la humanidad entera me escupiera en la cara, me daría cuenta, de acuerdo, pero no extraería las consecuencias de ello. No sucedería lo mismo con un impulso durante el cual distinguiera demasiado nítidamente la desmesura de mi insignificancia. Cuanto más lo pienso, más creo que no hay ninguna razón para vivir ni tampoco para morir. Vivamos y muramos, pues, en la gratuidad absoluta.

Es la vida la que se desapega de nosotros, no nosotros los que nos desapegamos de ella. Se retira poco a poco, y un buen día nos damos cuenta de que le sobrevivimos. ¿En qué momento un ser empieza a sobrevivirse a sí mismo? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos, la más importante que existe para cada uno de nosotros. Yo me inclinaría a creer que nos sobrevivimos tan pronto como hemos empezado a comprender, a distinguir una ilusión allí donde antes creíamos en una realidad. Cuando ya no hay realidad en ninguna parte, pasamos necesariamente por ser supervivientes, por muy fuerte que sea nuestra vitalidad, por muy imperiosos que sean nuestros instintos. Pero ya no son más que falsos instintos y falsa vitalidad. Mi prefacio a Valéry ha sido rechazado.1 Acabo de «perder» cuatro mil francos... Ese rechazo se ha producido porque he dicho la verdad. En el fondo, me pedían que mintiera. No he seguido el juego, es cierto, pero me felicito por ello. Esos ingenuos o esos tunantes de la Fundación Bollingen viven de un dios al que he tratado de pedante; puesto que Valéry es eso en primer lugar. Hace veinte años que es el sostén de Jackson Mathews. Este ha reaccionado brutalmente ante mis «revelaciones»: ha defendido a su ídolo, a su razón de ser..., financieramente, se entiende. Pero voy a vengarme, no puedo evitar hacerlo, a pesar de todas mis pretensiones a la «sabiduría». Fracaso en cascada. ¿Cómo reaccionar ante un golpe bajo que te ha asestado un amigo? Si adoptamos una actitud noble, caemos en la falsedad; si nos vengamos, somos tan indignos como él; pero en ese último caso al menos no hay mentira. No hay que tragarse el despecho. Al contrario, hay que soltarlo, única manera de deshacerse de él. Los malvados son los que almacenan bilis; tenemos que liberarnos de ella, escupirla en cualquier circunstancia. Para vengarme de ese imbécil de J., he escrito cartas a nuestros amigos comunes, en las que lo he colmado de sarcasmos y de injurias. ¡Qué alivio después!

Los peores malvados se encuentran entre los tímidos y los taciturnos: los que no se atreven o no pueden palabrear. Cualquier actitud noble es falsa. No se pueden perdonar las injurias, salvo aquellas que provienen de desconocidos; jamás si proceden de un amigo o de un conocido. Se puede olvidar un golpe bajo, no perdonar. Cualquier perdón es una actitud y nada más. Estamos hechos de una materia que no concuerda con el perdón, somos físicamente inaptos para el perdón. No habría nunca que herir a nadie. ¿Cómo se hace? No manifestándonos. Puesto que cualquier acto hiere a alguien. Con la abstención se salva a todo el mundo. Pero quizá sea la muerte mejor aún que la abstención. ¡Qué extraordinaria sensación, para un escritor, ser olvidado! Ser póstumo en vida, no ver ya tu nombre en ninguna parte. Puesto que toda literatura es una cuestión de nombre y de nada más. Tener un nombre, la expresión lo dice todo. Pues bien, no tener ya nombre, si es que alguna vez se ha tenido, quizá sea mejor que tenerlo. La libertad es a ese precio. La libertad y, más aún, la liberación. Un nombre es todo lo que queda de un ser. Es increíble que uno pueda afligirse y atormentarse por tan poca cosa. 22 de marzo. Esta mañana, en la morgue, levantamiento del cadáver de Jean Muselli. Tiempo atroz, ambiente de una fealdad que hace que la muerte y, por lo tanto, la vida sean más insignificantes y más risibles de lo que son. Ese metro que pasa al lado, ese puente horrible enfrente, esas chimeneas de fábricas, luego esos ataúdes dispuestos en el pasillo, y el atareamiento de los empleados, que clavan tapas a brazo partido... Es a ese lugar al que hay que ir para curarse de todos los tormentos que nacen del hecho de tomarse las cosas en serio. No hay pena ni preocupación que sobrevivan a semejante espectáculo. Único punto tranquilizador: Muselli no tenía ese rictus de los muertos que tan bien habría coincidido con el personaje que fue.

Era, como le decía hace un rato a Dort, irregular..., en el sentido profundo de la palabra. No podía soportar a nadie, buscaba bronca, no fue hecho para ser actor, para jugar con los demás; debió ser poeta, es decir, único, tener un destino singular en el sentido propio de la palabra. Nos impulsa el demonio cada vez que no queremos «seguir el juego», que decimos una verdad que se vuelve necesariamente contra nosotros. Maravilla de la palabra dicha y escrita. Mis «salidas» orales y epistológrafas contra la traición de Jackson me han calmado. De lo contrario, habría hecho un drama. Tengo pesar, incluso remordimiento, por haber «atacado» a Valéry. Pero he recibido mi castigo..., por parte de un impostor, es cierto. En la morgue, esta mañana, una mujer del pueblo prorrumpe en sollozos en el momento en que ve ¿a su hijo?, ¿a su marido?, yaciendo en el ataúd, para el levantamiento del cadáver. Solo ella, en todo ese universo, estaba desesperada por un ser que no es nada para nadie. ¡Qué demente es cualquier apego! Deberíamos protegernos de él como de la peste. Apegarse es infligirse automáticamente tormentos futuros, es castigarse de antemano. El fracaso en serie, el fracaso como destino, solo se encuentra en aquel que, de manera inconsciente, considera cualquier éxito como una vergüenza y una humillación. Yo siempre he deseado superficialmente el éxito y profundamente el fracaso. 23 de marzo. Esta tarde he dormido dos horas. Hundimiento en el sueño, sensación de haber alcanzado en él el punto más profundo, el más inconsciente, el más lejano del ser. Me he despertado como se debía de despertar un dinosaurio. Sensación de no poder descender más profundamente, más abajo en la inconsciencia.

Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de la inutilidad y de la nocividad de la violencia. Pero no se puede hacer nada contra las reacciones del humor, contra el temperamento. En todo lo que me ocurre, mi primera reacción es de violencia; cedo y me entrego a ella hasta la furia, hasta la epilepsia; después, con ayuda del cansancio, me calmo y me desintereso del objeto o del pretexto que me ha puesto fuera de mí. La conclusión que hay que extraer de ello es que la razón está en el escepticismo y que siempre habría que empezar por él. Pero de eso es precisamente de lo que soy incapaz. De no ser así, habría resuelto desde hace mucho tiempo todos mis problemas. Lo que debe de hacer que la vejez sea soportable es el placer de ver desaparecer uno a uno a todos los que habrán creído en nosotros y a los que ya no podremos decepcionar. Leo en Le Figaro un reportaje sobre Budapest en el que se dice, a propósito de los húngaros, el pueblo más engreído que existe en el mundo, ¡«ese pueblo modesto»! Toda mi vida me ha gustado pisotear lo que he adorado. Solo nos definimos contra nuestros ídolos. Contrariamente a lo que se piensa, los sufrimientos apegan a la vida: son nuestros sufrimientos, nos sentimos halagados de poder soportarlos, demuestran que somos seres y no espectros. Y tan virulento es el orgullo de sufrir, que solo es superado por el de haber sufrido. Los enfermos están atareados: son demasiado requeridos por sus sufrimientos para tener tiempo de matarse. Atentamos contra nuestra vida en todas partes, excepto en los hospitales. El verdadero suicidio no está vinculado al fracaso sino a la sensación de que no hay ninguna salida en ninguna forma de mundo. Todo lo que puede ser comprendido no merece serlo.

Falso... es la palabra que empleo la mayoría de las veces. Seguramente es porque, al parecerme todo irreal, no encuentro mejor vocablo para reflejar esa impresión, esa certeza, más bien. Si he atacado a Valéry, es porque su influencia es esterilizante, castrante incluso espiritualmente, y no menos literariamente. Fue una desgracia para mí haberlo tomado como modelo en el momento en que empecé a escribir en francés. Esa prosa desvitalizada me había seducido tontamente, así como esa apariencia de rigor, solo apariencia, puesto que en el fondo es pretensión de cabo a cabo. Es un espíritu estreñido, sutil y quisquilloso, que podía engañar con facilidad al bárbaro decadente que yo era. Recuerdo que yo buscaba por todas partes la perfección, cuando es la savia lo que debería haber perseguido. Siempre se cambia de ídolo demasiado tarde. Sin embargo, yo me deshice de Valéry mucho antes de haber terminado el Breviario, y desde entonces no había vuelto a él, salvo recientemente por culpa de ese desgraciado prefacio. ¿Qué nos aporta una derrota? Una visión más exacta de nosotros mismos. Lamentar es una costumbre que adquirimos de muy jóvenes y de la que no hay manera de deshacerse en este bajo mundo. Unos se agotan esperando; otros, lamentando. El pesar alcanza la misma intensidad que la esperanza: es incluso esperanza invertida. El pesar se instala como un vampiro, y nos chupa hasta la última gota de sangre. De tanto lamentar, he revivido mi pasado indefinidamente, de manera que es acertado decir que he vivido varias vidas. El pesar no es necesariamente disolvente: nos hace revivir de modo indefinido todos nuestros momentos esenciales, y a él le debemos haber conocido una vida miserable y una existencia colmada.

Impide vivir, eso es cierto; pero hace revivir; y así nos desquitamos. El pesar no es tan evidentemente perjudicial como estamos tentados de pensar. Intenta salvar el pasado, es el único recurso que tenemos contra las maniobras del olvido, el pesar es la memoria que pasa al ataque. 30 de marzo. Escuchado en la radio piezas de Stockhausen, Xenakis, Berio... Luego, al darle al botón, ¡doy con un minué! La música, ¡qué dramático paso adelante —¿hacia qué?— ha dado! Mi pasión por Talleyrand: veo su explicación en el hecho de que estoy harto del escepticismo en palabras y me alegra ver a alguien que lo ha convertido en práctica, en norma de acción. Las extravagantes pretensiones del joven Schlegel de fundar una nueva religión preceden a las de un Mallarmé que proyecta escribir el Libro... Lo que para mí estropea la Revolución del 89 es que en ella todo sucede en un escenario, que los promotores se mueven como actores, que la guillotina misma no es más que un espectáculo. Por otra parte, toda la historia de Francia es una representación: son una serie de acontecimientos a los que uno asiste más que los sufre. De ahí la impresión de frivolidad que incluso da el Terror, desde fuera. Pienso de repente en Molinié, que entró en el convento por culpa de Dostoievski... y de Charlot. (En cualquier caso, fue en el cine, durante una película de Chaplin, donde tuvo la idea de hacerse monje. Precisamente decía que Charlot, como él, siempre estaba al margen.) Mi misión habrá sido enumerar los aspectos insoportables de la vida. Los años han hecho de mí un especialista de lo Intolerable. Encontrar una fórmula... y morir. La hora de la verdad llega para algunos, para la mayoría, una sola vez; para otros, no deja de llegar.

Tengo todos los instintos de un aguafiestas y todas las convicciones de un espíritu complaciente. Tengo a la vez el gusto por la provocación y el gusto por la indiferencia. El escándalo y la decencia. No conozco nada más halagador, cuando se han acumulado derrotas, que explicarlas por la Mala Suerte; ella lo explica y lo excusa todo, tiene virtudes casi mágicas: de resultas, estamos redimidos a ojos de todo el mundo... La Mala Suerte triunfa allí donde fracasa la Providencia. Sin la idea de Mala Suerte, y sin sus virtudes tranquilizadoras, ¡habría tantos suicidios como fracasos! Pero en cuanto pensamos en Ella, nos calmamos; lo soportamos todo, y casi nos alegramos de ser golpeados por el destino. La explicación mediante la Mala Suerte es el mayor truco en este bajo mundo. Nunca se inventará uno mejor. Nos servimos de él en las cartas de pésame sobre todo, y siempre con una innegable eficacia. Podemos soportar una conversación archibanal durante horas sin sufrir por ello. Pero, después, llega la crisis de desesperación, indefectiblemente. ¿Cómo se puede hablar durante tanto tiempo sin decir nunca nada imprevisible? La estupidez absoluta es preferible, con diferencia, a la inteligencia media, convencional, correcta. Es porque la estupidez desconcierta, irrita, sorprende: plantea, pues, problemas, mientras que... Ya no creo en los libros, quiero decir, en los libros para publicar. El que he acabado, El aciago demiurgo, espera ahí y no puedo decidirme a llevarlo al editor. Es porque no creo que sea útil publicar otro libro. ¿Para qué? Un libro es un acto de ingenuidad. Ahora bien, tengo la pretensión de que me desengañen más allá de lo permitido. 5 de abril. Cuatro días de caminata, de Beaugency a Sancerre. De Sury-enVaux a Sancerre, paisaje de Urbino... Por una carretera solitaria cerca de Vailly, encuentro con una campesina que guardaba cabras. Muy inteligente. Hablamos de la huida a la ciudad, de los pueblos abandonados, de los dramas de la «concentración parcelaria». Nos pregunta adónde vamos así, a pie, nosotros le decimos que venimos de lejos y que nos gusta caminar así,

sin destino. «A mí», nos dice, «me gustaría mucho esa vida errante...» Hay, en el pequeño rebaño, un cabrito que nos acompaña, que ya no nos quiere abandonar. La campesina me dice que tiene un hijo carnicero, que no le gusta matar corderos, porque se mueven después de haberlos matado... Y hablamos y hablamos. Es como estar en un pueblo perdido de Rumanía o de Rusia (pienso en esa campesina que Rilke conoció en un pueblo de allí y con la que conversó durante horas)... Sensación de verdadera vida. Esa campesina, hablando de su padre, que ahora tiene ochenta y cuatro años, decía que antes se levantaba en verano a las cuatro de la mañana y trabajaba «de sol a sol». Una obsesión es un problema que, por no haberlo sabido resolver en su debido momento, nos acompaña toda la vida. 7 de abril. Velada con Jane, negra americana que vive en Inglaterra. Me cuenta su asombro y casi su consternación al ver que los intelectuales ingleses repudian la tradición humanista europea ¡y ya no admiran más que lo primitivo en todo! Le digo que en Francia es lo mismo, quizá peor aún. Esos negros, ¿por qué no creer en su futuro? A veces dan muestras de más sensatez que los occidentales, cansados y asqueados de sí mismos, y sobre todo de su «civilización». 8 de abril. Las explosiones de un Réquiem. He recibido hoy, día de mi cumpleaños, La tentación de existir en inglés. ¡Por fin! Estoy lejos de la verdad, y no puedo admitir que los demás la hayan encontrado. ¿En nombre de qué podría yo juzgarlos, en nombre de qué podrían ellos juzgarme a mí, a su vez? Siempre he sentido una irreprimible necesidad de ser injusto con aquellos que han contado en mi vida, con aquellos a los que he venerado... Deseo de liberarme, de romper las cadenas de la admiración.

No se trata, pues, de ingratitud, lo que sería realmente demasiado sencillo, sino de aspiración a encontrarme a mí mismo, a ser yo mismo. Y solo podemos ser nosotros mismos a costa de nuestros ídolos. Me ha complacido mirar y hojear la Tentación en inglés. Pero el placer no ha durado más de cinco minutos. Soy fundamentalmente un espíritu frívolo. Quizá sea porque estoy tan atormentado con la nada por lo que me intereso tan profundamente por naderías. Lo ideal: ser alguien sin someterse a una obra, ser sin más. Cualquier obra supone una disminución de nuestro ser. Producir es disminuir, es perder sustancia, es reducirse, es desplomarse metafísicamente. Escuchado con mucho interés, en la radio, a Adamov contando recuerdos sobre Artaud. En una provincia remota de la India lo explicaban todo por medio de los sueños; también en función de ellos curaban las enfermedades y se orientaban en los asuntos importantes o cotidianos. Hasta la llegada de los ingleses. «Desde que están aquí», decía un indígena, «ya no soñamos.» Los tracios lloraban cuando nacía un ser. No es casualidad que yo naciera en un espacio donde se veían las cosas de un modo un poco diferente que en otras partes. Imposible no estar resentido con aquellos que nos escriben cartas conmovedoras. Lo que hace que no me interese por las revoluciones literarias ni políticas es que todas me parecen insignificantes en comparación con las mutaciones, con los cuestionamientos espirituales como aquel del que fue autor Buda. ¿Para qué preocuparse por el desfile de las modas de todo tipo del que la historia deja constancia, cuando tenemos ante nosotros el ejemplo de una experiencia que hace que cualquier otra experiencia sea fútil?

Nuestro cuerpo nos inspira nuestras doctrinas. Solo tenemos la impresión de conocernos en profundidad durante ese malestar que sucede a una bajeza que hemos cometido. 12 de abril. En el piso de abajo, ese muerto que enterrarán mañana. Tendríamos que ir a la morgue todos los días durante algún tiempo, para acostumbrarnos a los cadáveres. 13 de abril. Entierro del vecino. Oficio en Saint-Sulpice. Todo lo que ha leído y ha dicho el cura, totalmente inconcebible. «Todos nosotros recuperaremos nuestros cuerpos.» (!) Las simetrías, las habilidades de san Pablo, en una de las epístolas a los corintios: «Estamos condenados a la muerte por causa de un hombre y recuperaremos la vida por causa de otro» (algo parecido). Es retórica, no puede ser más sutil y, por otra parte, eficaz: ¿qué decir, en efecto, ante un cadáver? ¿Qué proferir sino absurdidades que impresionan y que consuelan por su total gratuidad? Aunque esté bastante «blindado», no dejo de admirar todo lo que ocurre; voy de sorpresa en sorpresa, de consternación en consternación: ¿para qué me habrá servido entonces mi escepticismo? Para asombrarme un poco más que antes, y para comprender la inutilidad de mis asombros. Sábado de Pascua. Partita n.º 1 en si menor de Bach. El suicidio es el acto más normal que se puede realizar. A él debería conducir cualquier reflexión y con él se debería concluir cualquier carrera. En todas partes debería reemplazar el final involuntario y degradante. Y que cada uno escogiera finalmente su último momento. Me deja estupefacto la energía de mi taedium vitae.* No pasa día que no sienta su vigor y su virulencia. Y eso desde aproximadamente los diecisiete años. (¿Por qué datar un sentimiento tan esencial? Más vale remontarse a mi nacimiento.)

Pascua.

Ich habe genug Cantata 82... Bach

Siesta de hora y media. Me he levantado entorpecido, con esa imagen de un «dios desportillado» en la mente desde que me he despertado. Ayer, en el Luxemburgo, me crucé con J. Weightman, crítico inglés, que iba cogido del brazo de su mujer. No me reconocieron. Los seguí de lejos durante algunos minutos. En dos años, él ha envejecido hasta el punto de estar irreconocible..., envejecido no de cara, sino de andares. Parecía un octogenario todavía sólido. En el Luxemburgo, también. Me he encontrado allí con M. Hafez. Él también ha envejecido. Si a mí me ha ocurrido lo mismo en proporción — ¿y cómo dudarlo?—, qué bonito. Por otra parte, M.H. ha estado a punto de no reconocerme..., ¡qué indicio! Hace aproximadamente doce años, una gripe seria. Al cabo de algunos días, neutralizados todos mis instintos. Ningún miedo de ningún tipo. Si me hubieran dicho que moriría dentro de una hora, no habría tenido ninguna reacción de ninguna clase. No creo que el sabio más «avanzado» pueda alcanzar un estado semejante, aunque tuviera tras de sí años de ejercicio en el desapego. Era la Indiferencia en su punto más alto o más bajo (como se quiera). Le he dicho a Mounir Hafez, hoy al mediodía, que los judíos y los alemanes tienen en común que no pueden realizarse, no, instalarse en la historia. Era a propósito del Estado de Israel, cuya destrucción prevé Mounir en el futuro inmediato (tres años, ha dicho; yo le he respondido que durará mucho más). Esa necesidad de proferir algo tremendo que sacudiera el Tiempo mismo y lo sumiera en la consternación. 18 de abril Giardino d’amore, de Alessandro Scarlatti.

Hacia la mitad de la «serenata», un fragmento mítico a dos voces..., obsesivo, inolvidable: la perfección en el desgarramiento. Cuando pienso en todas las preocupaciones que me causó esa edición americana de la Tentación, en todas las inquietudes y en todas las ilusiones de las que pudo ser causa o pretexto..., ¿para llegar a qué? A nada. No más de cinco minutos, eso es todo lo que ha durado la atención que le he consagrado. En cuanto al prefacio, solo he leído el principio. Lo que en el fondo quiero es ser una de esas «almas avanzadas» de las que se habla en los textos «espirituales». 21 de abril. Domingo. Un aburrimiento tal que el cerebro no parece capaz de sobrevivir a él. ¿Cómo son posibles semejantes sensaciones? ¿Qué crimen se debe expiar con ellas? Todo es fundamentalmente imposible. He vivido en el éxtasis de la imposibilidad. La impersonalidad oriental..., la idea, tan del gusto de la pintura china, de pintar un bosque «tal como lo verían los árboles»... En Occidente, pintura, filosofía, poesía: siempre es yo, yo, yo... 22 de abril. Desconfiad de aquellos que halagan a los jóvenes, desconfiad de cualquiera que pretenda ser un maestro espiritual. Hasta la treintena solo tuve una idea en la cabeza: el exterminio de los viejos; ahora que he superado la cincuentena, el de los jóvenes. Nunca hay que hacer una cosa sin sentir ganas de hacerla. Esta tarde he escuchado —contra mi deseo— una parte de la misa en si de Bach, en France Musique. Pues bien, no me ha complacido nada: o, mejor dicho, ha sido un deleite estéril, sin provecho; mientras que, otras veces, un cuarto de hora de jazz te da escalofríos metafísicos.

No se puede llegar más lejos en la esterilidad de lo que yo lo hago desde hará pronto dos meses. He alcanzado el fondo de esa esterilidad, si es que se puede hablar de fondo allí donde no hay nada. 24 de abril. ¡Quién pudiera reventar en pedazos! El día en que el suicidio ya no será una tentación sino un deber. La conciencia ha roto para siempre la unidad, así que ya no hay simplicidad, así que ya no hay inocencia. Solo es revolucionario el que cuestiona el hecho mismo de existir; todos los demás, el anarquista a la cabeza, transigen con el orden establecido. 25 de abril Cementerio de Choisel, cerca de Chevreuse. Leo en una tumba solo esta palabra: Paz. En efecto, la paz está ahí. La vida es, pues, lo contrario: la inquietud. Friedhof,* es decir, todo lo que un vivo no tiene. Ni un lugar en el que estar tranquilo, ¡excepto la muerte! (Si es que la muerte es un lugar. Pero no importa.) Y pensar que la teoría del superhombre fue concebida por alguien que estaba consumido por todas las enfermedades, por un ser enclenque y extraordinariamente vulnerable..., ¡qué lección! Cuando nos lamentamos por algo, siempre es por nosotros por quien llevamos luto, siempre es por nosotros por quien lloramos..., no por egoísmo, sino porque cualquier pena se alimenta de sí misma, de su propia sustancia. El ser no era necesario: es un lujo ruinoso. Deberíamos aprender a prescindir de todo lo que es. La lucidez sin ambición no es más que la nada. Es necesario que una se apoye en la otra, que una combata la otra sin victoria, para que una obra sea posible, para producir lo que sea.

La hipertrofia, o, mejor dicho, el vicio de la lucidez, destruye todos nuestros actos futuros. Jamás un incrédulo ha pensado tanto como yo en la urgencia de una plegaria posterior a Dios y a la Fe misma. Lo maravilloso de la idea de la muerte es que todas las conclusiones que se quieren sacar de ella son igualmente legítimas. Es la idea más inmoral que pueda haber. Esa «necesidad enfermiza de novedades arbitrarias» que caracterizaba a Madame de Guermantes, Proust podría haberla extendido a toda la sociedad parisiense. La paradoja del pueblo rumano es ser a la vez desgraciado y frívolo. Armand Robin, ese extraño traductor que conocía toda la poesía, un día que yo le hablaba de Chuang Tsé me dijo que lo ponía por encima de todos los poetas y de todos los pensadores, y que solo podía compararlo con algunos paisajes desnudos de Escocia. No se puede mirar el Tiempo de frente. Las sociedades prósperas son las más amenazadas, puesto que no les queda nada más que esperar su propia destrucción, ya que el bienestar no es un ideal cuando se tiene, menos aún un sueño cuando se está cansado de él. Dinu Noica1 acaba de escribir que es la nueva generación, y solo ella, la que merece a Eminescu. No hay que halagar a los jóvenes, no hay que aumentar su orgullo: ya es lo bastante grande. La ambición de D.N. siempre ha sido ser un maestro espiritual: solo se puede llegar a serlo halagando a los jóvenes, justamente. No comprendo que se pueda desear tener discípulos. Es encadenarse uno mismo, es aceptar ser el esclavo de tus imitadores.

Releído algunas páginas de La metamorfosis, de Kafka. No se puede llegar más lejos en el asco como maldición. ¡Vivir en una ciudad de ya no sé cuántos millones de habitantes y pensar como si se viviera en una gruta del desierto! Querría petrificarme y no pensar más que en la voluptuosidad de haber vencido el movimiento. «¿Cuál es su actividad?» «Deploro.» Toda esa gente, todos esos amigos de paso que devoran mis horas. (En cierto sentido, nadie ha sufrido tanto como yo por la muerte de Stalin. Puesto que, mientras seguía con vida, ¡nadie se movía y yo estaba tranquilo!) Todo es cuestión de distancia: desde dónde vemos un problema. La desesperación que no desemboca en Dios, que no tropieza con él, no es verdadera desesperación. La desesperación es casi indistinta de la plegaria, es, en cualquier caso, el germen de todas las plegarias. Vivir es perder terreno. La desesperación que no pasa a la acción se convierte en veneno. El problema de la responsabilidad solo tendría sentido si se nos hubiera consultado antes de nuestro nacimiento y hubiéramos consentido en ser el que precisamente somos. En el instituto de Sibiu tenía tres compañeros, hijos de campesinos iletrados, que, en todas las materias, lo sabían todo sin trabajar. Escuchaban las lecciones, lo retenían todo e igualaban, si no superaban, a todos los profesores, por muy especializados que estuvieran.

Uno de ellos se convirtió en pope, otro en oficial, y al tercero le perdí la pista.

16 de mayo Cuando un conquistador se pone a hacer reflexiones filosóficas es porque las cosas van mal. Eso es cierto para cualquier hombre político, para cualquiera que haya triunfado pero que siente, ve, su decadencia. (Así, De Gaulle dijo ayer en Rumanía, seguramente pensando en las manifestaciones contra él en París: «Todos los vivos, en cuanto tal, tienen problemas que resolver. Solo los muertos no tienen ninguno».) Soy superficial por naturaleza, solo conozco a fondo el inconveniente de haber nacido. Cualquier acontecimiento tiene como causa y como efecto un malentendido. 17 de mayo Todos estos días he pasado la noche en compañía de amigos de paso, cena tras cena... Es intolerable. ¡Qué placer estar por fin solo! Acabo de enterarme de que mi cuñada, en el momento en que mi hermano decidió abandonarla, hizo en el patio un montón con toda su ropa y todos sus libros y le prendió fuego... 17 de mayo Leído en los muros del Barrio: «La cultura es la inversión de la vida» y «Estoy al servicio del desorden». ¿Fue el mismo estudiante quien escribió las dos «declaraciones»? Cualquier «revolución» recurre más o menos a Rousseau. Rică me cuenta una cosa bastante curiosa. Teníamos, en la escuela de Răşinari, un compañero al que llamaban «cerdita». Se comportaba como una chica, cosía, cocinaba y bizqueaba terriblemente. Parece ser que se casó con una maestra de escuela, con la que tuvo dos niños y una niña. Hace

unos años, durante un viaje, conoció en el tren a un muchacho de quince años, al que llevó a un hotel y violó. Un escándalo que pronto fue acallado, puesto que el Partido, del que es miembro, no quiere dar curso al asunto. T.H., que ha cumplido cuatro años de prisión, a mi pregunta: «¿Cómo has podido soportarlo?», me dice: «Con humor». Si yo me hubiera tomado en serio mi situación, no habría podido aguantar. Jornadas agitadas, marcadas por los estudiantes de filosofía. Leo en un azulejo de la calle del Odéon: «... por la transparencia de las relaciones intersubjetivas». Las revoluciones se hacen a base de folletos. Es porque nada es más convincente que un texto breve que te da la sensación de haber captado un tema. Mis preferencias: la edad de las cavernas... y el siglo XVIII. Pero las grutas desembocaron en la Historia y los salones, en el Terror. La única manera de durar es minimizando todo lo que nos ocurre. La vida es o parece tolerable porque nada tiene significación en sí mismo. Ese pueblo gramático. En el Odéon, ocupado por los estudiantes, uno de ellos decía hace un rato que a los obreros no les gusta participar en las discusiones por miedo a cometer errores en francés... Hace algunos años compré una vieja edición de Marco Aurelio que llevaba esta dedicatoria: «Que sea tu amigo en las horas difíciles y que te ayude como me ha ayudado a mí». No conozco, aplicado a un libro, elogio más bello que ese «amigo en las horas difíciles». Los niños se vuelven contra sus padres, y los padres merecen su suerte. Todo se vuelve contra todo, cada cual engendra a su propio enemigo. Esa es la ley.

21 de mayo. Todo el mundo me consulta sobre la situación. Como si fuera posible prever algo. Se habla de «progreso». ¡Pero pensemos en Alemania y evaluemos el paso adelante (!) que representó Hitler respecto a un Federico II! La Historia es más bien un perpetuo batacazo. El paraíso terrenal: una muchedumbre... escéptica. Nada está más lleno de peligros que una larga felicidad. Ningún individuo, ninguna sociedad resisten a ella. El bienestar es un factor de disolución (¿disgregación?). ¿Por qué? Porque es un estado anormal y afecta a los vivos en profundidad. Está en contradicción con los instintos, debilita su vigor, los socava y los compromete. El bienestar es tan raro como funesto: la naturaleza no lo ha previsto. Si lo hubiera hecho, habría sido inspirada por el demonio. Los dioses debieron de sucumbir a una sensación de seguridad; los hombres parecen muy tentados de desaparecer de la misma manera. Pero, por suerte para ellos, todo demuestra que no tendrán esa facultad. Un escritor tiene que vivir en la misma lengua y no meditar sobre ella. Lo propio de una literatura agotada, vaciada de sustancia, es caer en la reflexión. 22 de mayo. Has hablado mal de la Historia, incluso has creído poder darle la espalda y olvidarla. Ella no tiene ningún problema en que te den recuerdos de su parte. Siempre es curioso asistir a acontecimientos a los que no se ha contribuido en ninguna medida, ni siquiera como ser vivo. Cuando creemos en una cosa o la negamos, siempre pensamos que la podemos modificar, tener influencia sobre ella, manejarla. Pero cuando te es completamente ajena, se te escapa y te resulta imposible encontrar la manera de someterla a ti por interés o por odio.

De todos los fundadores de religión, Buda fue el que llegó más lejos; solo él vio el problema esencial, único: vencer este mundo, salir de él sin abandonarlo. Ni paraíso ni infierno, sino victoria sobre este mundo, y sobre todos los mundos. Tantos años en los que no hemos hecho otra cosa que trabar vínculos; cuando comprendemos que no ha servido de nada, es demasiado tarde para destrabarlos: hemos cogido gusto a las cosas y es infinitamente más difícil alejarse que aferrarse a ellas. Para que el desapego fuera posible, sería necesario que lo aprendiéramos con el alfabeto y que supiéramos desde el principio que desear es trascender el deseo, vivir es ponerse por encima de la vida. Los acontecimientos, cuando se vive en ellos, tienen como propio que impiden considerar la Historia. Cualquier actualidad es necesariamente no filosófica. Una pasión siempre tiene razón en lo inmediato: nunca en el futuro. El hombre que permanece al margen nunca se equivoca... porque nunca ha tenido razón. «Sooner murder an infant in its cradle than nurse unacted desires.» («Es mejor ahogar a un niño en su cuna que albergar un deseo insatisfecho.») (Blake) Si se llamara a las cosas por su nombre, ninguna forma de sociedad podría subsistir más allá de un segundo. No es casualidad que la Trapa naciera en Francia. Pero se dirá: «¿No hablan mucho más el italiano o el español que el francés?». Seguramente. Pero no se escuchan hablar; mientras que el francés saborea su elocuencia y jamás olvida que está hablando; es extraordinariamente consciente de ello. Solo él podía considerar el silencio como una forma extrema de ascesis.

Releo el Infierno. Y me digo que quizá sea el libro más bello que jamás se haya escrito. Impresión extraordinaria. Mi desprecio por la lengua italiana no está justificado. ¡Qué lacónico, y qué emoción en cada verso! Walpole escribía en 1765 que la religión en París era el ateísmo y que, en algunos medios, el mismo Voltaire era considerado un santurrón (porque tuvo la debilidad de reconocer la existencia de un creador). La felicidad de saber que no se tiene nada que proclamar. Febrero, marzo, abril, mayo..., rara vez he conocido época más estéril, más insípida. «... el único secreto de la felicidad es abandonarlo todo.» (Cristina de Suecia) La ansiedad perpetua gasta la energía que se necesitaría para sentir realmente miedo. Así que casi es una fórmula de vida, hacia la cual hay que tender. Todo lo que conocemos a fondo deja de contar para nosotros. Cualquier convicción emana de un examen insuficiente de las cosas, no es más que un punto de vista fijo. Puedo reconocerle a alguien todos los méritos (pienso en J.P.S.) y, sin embargo, considerarlo un pobre diablo. ¿Por qué? Porque, más que la impresión, tengo la sensación de que no ha comprendido nada, de que lo esencial se le escapa y se le escapará siempre. He perdido hasta la capacidad de imaginar un acontecimiento que me sea favorable. 1 de junio de 1968

Delante del Odéon. Entre un grupo de estudiantes más o menos anarquistas, un señor de cierta edad vende La Lumière, órgano de los curanderos (?), y habla de «Dios» como única respuesta a las grandes preguntas. La discusión sube de tono, los estudiantes se vuelven agresivos, y uno de ellos pregunta al señor en cuestión: «¿Sabe usted en qué consiste la prueba ontológica?». «No soy un sabio», responde el viejo vendedor ambulante. Habría que renunciar a buscar la esencia de cualquier cosa. Es una mala costumbre que nuestra mente ha adquirido querer, en cualquier ocasión, fijar lo evanescente y encontrar su razón duradera. No hay nada detrás de nada. Pero puede haber algo en nosotros. A eso es importante agarrarse. No leer a los escritores de los que se habla. Leer únicamente por necesidad y por casualidad, como venga. Más o menos todos los libros que he leído por causa de algún artículo no han tenido futuro. Fenómenos de época, y nada más. Más vale leer por gusto a un autor anticuado que por esnobismo a un autor de moda. En el primer caso, nos enriquecemos con la sustancia de otro; en el segundo, consumimos sin provecho. Leer a autores inactuales en épocas turbias es la mejor desintoxicación que existe. La bomba atómica es la esperanza... inconsciente del siglo. Hablar de la bomba atómica participa del periodismo y del Apocalipsis, del mal gusto, en definitiva. Vacilidad, rasgo esencial de Madame de Maintenon, según Saint-Simon. En su pésimo libro Autorretrato, el pintor americano Man Ray cuenta que, al haber empezado a tener insomnio, decidió acabar con todo. En consecuencia, una noche dejó su revólver junto a la cama con la idea de utilizarlo en caso de que el sueño no llegara. Se durmió profundamente y el insomnio ya no volvió nunca más a partir de entonces.

Ese «milagro» solo fue posible porque había tomado seriamente la decisión de matarse. Su «inconsciente» prefirió dormir antes que morir. La cobardía vuelve sutil. Royer-Collard escribía, en 1837, a Tocqueville: «No siempre se necesita un martillo contra edificios mal construidos; una ráfaga de viento puede ser suficiente...». Timón de Atenas empezó como bailarín. Buen comienzo para un escéptico. 6 de junio P.V., médico en las afueras, me dice que hay gente que durante estos últimos diez días ha envejecido diez años, tanto le ha marcado la perspectiva de perderlo todo por la guerra civil. ¡La posesión! Imposible sentirme solidario con el burgués, sea quien sea. Si cada uno viera con claridad el ínfimo lugar que ocupa en la sociedad —y en el universo—, las cosas irían muy bien, sin contratiempos. Pero como cada cual vive como si fuera el centro de todo, todo no puede más que acabar mal. La modestia, si fuera posible, y si fuera compatible con la vida, sería el único recurso. Pero tendría que ser vivida por todos, lo que es inconcebible. Se diría que un vivo solo está vivo porque no puede ser modesto. Agitar a una sociedad es despertar la megalomanía que está más o menos adormecida en el corazón de cada uno. Gobineau, en una carta a Tocqueville, cuenta que el espectáculo del 48 le horrorizó tanto que, si no hubiera estado casado, habría entrado en un convento. Sus ideas sobre la desigualdad de las razas, sobre el bastardeo de los blancos, los niños degenerados, etc., tuvieron su origen en lo que experimentó durante la Revolución del 48. Por lo tanto, son principalmente la venganza de un aristócrata.

No conozco nada más cansino que un incomprendido, alguien que se siente poco valorado. Hace que todo gire alrededor suyo; sus risas burlonas apenas ocultarán los elogios que no deja de dirigirse a sí mismo y que suplen sobradamente, demasiado sobradamente, los que no le han concedido. Que llegue pronto esa gente, tan escasa, a decir verdad, que ha triunfado y que es más modesta de lo que dicen. Al menos ella no tiene todo el tiempo recriminaciones que hacer y su vanidad nos consuela de la altanería de los vencidos. Tácito alaba a Nerva por haber sabido «conciliar dos principios antaño incompatibles, el principado y la libertad». (Como quien dice «socialismo» y «libertad».) ¿Es cierto que se necesita generosidad para no ser amargo? La diferencia entre un hombre de acción y un pensador es que un pensador no comete ni puede cometer —jamás— un error trágico; por eso no se juega ni puede jugarse la vida, mientras que el hombre de acción no hace más que eso. Domingo. Después de un mes de anquilosamiento, primer día en el campo. Caminata penosa, falta de entrenamiento. Para escribir con facilidad hay que escribir todos los días; para caminar, lo mismo. Lunes He visto de pasada a Adamov en el Luxemburgo. Parecía feliz. ¡Hace tantos años que no nos hablamos! ¿Por qué? En París nunca sabes a qué atenerte con nadie. Unas palabras que se han dicho en alguna parte y que han llegado transformadas a oídos de Fulano, quien se las ha repetido a Mengano, etc. No veo por qué razón las amistades habrían de durar más que las pasiones o que los sentimientos ordinarios (estima y demás). Vuelto a sumir (refugiado) en Tácito. La Antigüedad para mí es él... y Esquilo.

Tocqueville, en una carta de 1858 —¡un año después de la publicación de Las flores del mal!—, le escribe a Gobineau que Lamartine es el último gran poeta y que habrá que esperar mucho tiempo para ver surgir un genio tan excepcional. Reprocha a Gobineau que dude de Francia, ¡cuando tiene mentes tan eminentes como Thiers, Villemain, Cousin!!!... Solo se es desgraciado porque se tiene una idea demasiado clara sobre el bien y sobre el mal. 11 de junio. Anoche, durante las peleas, doblaron las campanas en la Sorbona hacia las cuatro de la mañana. No sé por qué pensé en la isla de San Bartolomé. A la edad en que escribía en rumano Cartea Amăgirilor1 (¿veinticinco años?), vivía con tal intensidad que tenía miedo, literalmente, de acabar siendo el fundador de una religión... En Berlín, y en Múnich, conocí éxtasis frecuentes... que seguirán siendo para siempre las cimas de mi vida. Desde entonces no he tenido más que simulacros. Entre un pueblo vivo pero sin juicio y un pueblo torpe pero reflexivo, ¿cómo elegir? Según las circunstancias, habría que vivir unas veces entre el primero y otras veces entre el segundo. En todas partes del mundo, pero particularmente en Francia, todo está regulado por un principio de contagio: no se resiste a la moda, sea cual sea. Se trata de estar al día. Esa manía es causa de renovación al mismo tiempo que de frivolidad. Hay que encontrar en uno mismo un principio de cambio; todo lo que viene de fuera es insignificante. 12 de junio. La única «filosofía» verdadera es la del ermitaño que no quiere tener nada que ver con este mundo. A la larga, la tolerancia engendra más males que la intolerancia, ese es el drama real de la Historia. Si esa afirmación es cierta, no hay acusación más grave dirigida contra el hombre.

La ley del hombre, en estado salvaje, era luchar cada día por su subsistencia. Vivía en una inseguridad continua, constantemente al acecho, sin ningún descanso, sin ninguna posibilidad de escapar del miedo, no al futuro, sino al mañana en el sentido estricto del término. Era un luchador feroz y astuto, que no podía permitirse el lujo de dormirse en paz. Pues bien, hemos hecho de esa bestia acosada un funcionario, la hemos metido en una jaula en la que ya no tiene preocupaciones ni inquietud. Eso no es normal. Un día la jaula reventará. Y la bestia recuperará su libertad y sus sanos terrores de antaño. No conozco nada más falso que la imagen que los románticos alemanes tenían de la Grecia antigua. Todo lo que en ella tenía que ver con el abogado y con el sofista, con el charlatán inagotable y con el impostor, con el histrión, sobre todo..., se les escapaba completamente. La Grecia de Nietzsche también es falsa: nadie menos que él fue hecho para sentir lo que indudablemente era frívolo y —¿cómo decirlo?— anticipadamente parisiense en el ateniense en particular. Por naturaleza soy violento; por opción, escéptico. ¿Cómo conciliar tendencias tan divergentes? ¿Cómo vivir, a cada instante, en contradicción con uno mismo? ¿Hacia qué lado, en cualquier ocasión, me voy a inclinar? ¿Por quién me voy a decidir? ¿A qué yo adherirme? ¡Si por lo menos tuviéramos el coraje de no tener opiniones sobre nada! O, si no, emitir una debería constituir un acto tan importante como rezar. ¡Ponerse en estado de oración para atreverse a tener una opinión! Solo con esa condición podría la palabra adquirir un poco de dignidad o reconquistar su antiguo estatus, si es que alguna vez ha tenido alguno del que pueda estar orgullosa. ¿Por qué cualquier silencio es sagrado? Porque la palabra es, salvo en momentos excepcionales, una profanación. Lo único que eleva al hombre por encima del animal es la palabra; y también es ella la que lo pone a menudo por debajo. La palabra..., instrumento de la elevación y de la caída del hombre.

Solamente de tarde en tarde debería el hombre tener la libertad de abrir la boca. Y la función esencial de la sociedad debería ser el exterminio de los charlatanes. Hacia una generalización de la Trapa. He combatido todas mis pasiones y he intentado seguir siendo escritor. Pero eso es algo casi imposible, ya que un escritor solo es tal en la medida en que salvaguarda y cultiva sus pasiones, en que las excita incluso y las exagera. Escribimos con nuestras impurezas, con nuestros conflictos no resueltos, con nuestros defectos, con nuestros resentimientos, con nuestros restos... adámicos. Solo se es escritor porque no se ha vencido al viejo hombre, ¿qué digo?, el escritor es el triunfo del viejo hombre, de las viejas taras de la humanidad; es el hombre antes de la Redención. Para el escritor, el Redentor no ha llegado, efectivamente; o su acción redentora no ha tenido éxito. El escritor se felicita del error de Adán, y solo prospera en la medida en que cada uno de nosotros lo renovamos y lo asumimos como propio. Es la humanidad tarada en su esencia lo que constituye la materia de cualquier obra. Solo se crea a partir de la Caída. Todo lo que el hombre hace, solo lo hace porque ha dejado de ser ángel. Cualquier acto, en cuanto tal, solo es posible porque hemos roto con el Paraíso. Cualquier creador se subleva contra la tentación del angelismo. J.Cl.F. me cuenta que un tal Monod (?), al que acaba de ver hoy, ¡le ha dicho que pasó cuarenta días en un ataúd al fondo de un sótano! Ese mismo M. se habría convertido más tarde en nazi, luego en francmasón, luego en ya no se sabe qué. La gente interesante solo se encuentra entre los espíritus de segundo orden, entre los fracasados sobre todo (aunque la palabra fracasado no significa gran cosa). Un hombre que se consagra totalmente a una obra no puede permitirse el lujo de tener un destino. Pienso en esa carta de Schiller en la que pone a Hölderlin en guardia contra la prolijidad a la que están acostumbrados los poetas alemanes.

Cualquier obra alemana, poética o de otro tipo, ganaría en fuerza si se redujera al menos a la mitad. Ni Hegel, ni Schopenhauer, ni siquiera Nietzsche supieron detenerse a tiempo. La manía de profundizar, de explicarse indefinidamente, de no omitir nada, hace que los leamos con la aprensión de no poder leerlos hasta el final. En cuanto doy con un ensayo filosófico en el que se habla de «metafísica» o precisamente de «filosofía», lo descarto enseguida. Quiero ver pensar y no interrogar sobre las maneras y las disciplinas que invitan a pensar. Pascal habló de su angustia y no de la psicología de la angustia. Todas esas ramas modernas del saber están hechas para aquellos que no pueden sacar nada de sí mismos, que no tienen sustancia y ni siquiera experiencias con las que ejercitar su mente. Debería filosofarse como si la «filosofía» no existiera, como si fuéramos el primer filósofo. Al estilo, por lo tanto, de un troglodita deslumbrado o pasmado ante el espectáculo que se desarrolla ante sus ojos. «No debería tomarse nada en serio»..., ese tendría que ser el primero de los mandamientos (el primer precepto de un nuevo decálogo). Me siento culpable cada vez que sufro, y no pierdo ninguna ocasión de sufrir. El secreto de la poesía de Rimbaud con relación a los contemporáneos reside en la destrucción de la metáfora; cuanto más incoherente es una metáfora, más nos place y nos sorprende. Los grados de destrucción de la metáfora. La lógica de la metáfora clásica nos parece intolerable. 17 de junio. En medio de acontecimientos importantes, el único papel al que puedo aspirar es el de espectador atareado. La raíz de todos los ascos es el asco de uno mismo. Se agota afligiéndose. Todo en mí empieza con las entrañas y acaba con la fórmula.

Vivo entre la risa socarrona y el aullido. En medio: un suspiro roto. A menudo releo libros que tomé prestados del Instituto Católico o de otro lugar; por todas partes rastros de ceniza, residuos de mi pasión de fumador. Dejé completamente de fumar hará pronto cinco años, y esa decisión es el mayor orgullo de mi vida. Más vale una humorada que un tratado indigesto. Cuanto más «profundo» es un filósofo, más demuestra que es insensible al aburrimiento. Profundidad e insensibilidad al aburrimiento son términos correlativos. Me he liberado totalmente de Alemania y de la cultura alemana. E incluso de la lengua. Las pretensiones, la prolijidad, la tontería por sistema, el esnobismo sin matices, la profundidad estúpida, el cretinismo por principio..., afortunadamente todo eso se ha vuelto ajeno a mí. He triunfado —a decir verdad desde hace mucho tiempo— sobre una idolatría ridícula, infantil, con la que tanto he tenido que sufrir. Una superstición menos. Tanto mejor. Siento verdadero afecto por la óptica de Tocqueville. 20 de junio de 1968 Me gustan mucho los espíritus apasionados, y razonadores, y secretamente heridos..., como Tocqueville. Discernir, cuando se lee un libro, si procede de una necesidad interior o solamente del trabajo, esa debería ser la función del crítico. Pero como la mayoría —en verdad, la cuasi totalidad— de las obras son fruto de la aplicación, el crítico está demasiado acostumbrado a ellas para poder percibir las excepciones.

Jane Howard telefonea desde Londres para ver si hemos sobrevivido a los «riots».1 Los acontecimientos casi siempre parecen más grandes de lejos que de cerca. Incluso una carta, para escribirla de manera adecuada, pide que estemos en estado de gracia. Tendría que reconsiderar el «problema» del suicidio: me parece que he descuidado sus aspectos más interesantes. Podría considerarlos ahora, puesto que he observado que es preferentemente en verano cuando me siento dispuesto a abordar una cuestión así. ¿Es el calor? ¿Es la luz? El sol siempre me ha incitado a repensar este mundo y ha suscitado en mí crisis de melancolía a veces insoportables. Mis «tinieblas» me impiden ponerme al unísono con el esplendor circundante; del choque entre lo que siento y lo que veo nace este humor negro y todo lo que resulta de él. El verano es la estación de las grandes imposibilidades. El sol es abastecedor de ideas negras. Nada invita tanto a la melancolía como un paisaje aniquilado por la luz. Huir de los veranos como de la peste. Mediante un extraordinario esfuerzo de memoria, habría que examinar todas las ocasiones que tuvimos de matarnos, todos los momentos en los que tuvimos esa idea, por el motivo que fuese. 21 de junio. Le dije ayer a Doreen que el Gobierno debería poner a disposición del público alguna sala o algún edificio en los que la gente pudiera reunirse, hablar, hacer discursos, aliviarse con palabras. Ella me responde que, en la antigua China, las mujeres, cuando estaban enfadadas o tenían algún motivo de aflicción, subían a pequeños estrados, levantados especialmente para ellas en la calle, y daban libre curso a su furia o a su tristeza. Esa «institución» me parece mucho más eficaz que el método psicoanalítico o el confesional.

Voltaire escribe sobre Carlos de Austria que este ordenó la apertura de las tumbas de su padre, su madre y su primera mujer: «Besó lo que quedaba de esos cadáveres, ya fuera porque en eso siguiera el ejemplo de algunos antiguos reyes de España, ya porque quisiera acostumbrarse a los horrores de la muerte o porque una secreta superstición le hiciera creer que la apertura de esas tumbas retrasaría el momento en que él debería ser llevado a la suya». (El siglo de Luis XIV) Es difícil, de todos modos, acostumbrarse al cadáver que seremos... Cualquier idea que triunfa es necesariamente una pseudoidea. Todos esos compatriotas que se aferran a mí, que creen que puedo representar un apoyo, cuando toda mi existencia está en vilo, si no está completamente patas arriba. ¿Cómo explicarles mi situación? ¿Y cómo me creerían? Desamparados que van detrás de un pecio. 22 de junio He ido al mercado. Para cuatro huevos, he esperado media hora. Ataque de nervios, furia, esas mujeres charlatanas me ponen fuera de mí. He esperado únicamente para demostrarme a mí mismo que controlaba mis nervios, que podía contenerme, y he soportado, efectivamente, a todas esas buenas mujeres sin gritar. Pero después he estado a punto de gritar. Siempre es la misma historia: cualquier esfuerzo que hacemos en nosotros mismos se vuelve contra nosotros o nosotros nos volvemos contra él. La salud es dar libre curso a nuestros humores, es ser lo que somos. Hace un rato, en el bulevar Saint-Germain, miraba a la gente pasar. Me parecía que era la primera vez que contemplaba a seres de esa especie. Todos me eran extraños. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿En qué categoría de vivientes clasificarlos? ¿Qué nombre ponerles? De pronto, la revelación: «¡Pero si son simple y llanamente monos!».

(Quiero decir que nunca he tenido una impresión tan clara y casi molesta de nuestros orígenes. No deberíamos nunca perderlos de vista cuando hablamos del hombre.) «Querría tener la virtud de ser indiferente al éxito, pero no la poseo.» (Tocqueville, en una carta a Madame Swetchine) Lo que me asusta es que yo he hecho grandes progresos en esa «virtud». Y eso no es bueno para mi «rendimiento». Es necesario que me controle y que frene esa sed de anonimato. Ganas de estar más abatido de lo que estoy, y lo estoy, sin embargo, tanto como se puede estar..., peor: accesos de «despondency», de «dejection»,* de melancolía virulenta y anticuada. Se puede caer en la demencia por el automatismo del desaliento..., simple mecanismo. El único valor en el que creo es la libertad. Una obra, si se trabaja en ella, impide ver la realidad en cuanto tal: o, mejor dicho, en cuanto no realidad. Lo que es en lo que no se es y lo que no es en lo que se es, eso solo lo puede discernir un espíritu emancipado de cualquier faena, así como de cualquier proyecto. Una obra a la que estamos consagrados es una traba, un obstáculo, puesto que paraliza el vuelo libre del espíritu; además, le impide acceder a la idea de la irrealidad, porque esa obra es infinitamente real para el que trabaja en ella y la hace; a este le parece, a medida que la elabora, indudablemente existente, se dedica a ella, ella sustituye la «realidad», hace las veces de realidad. Por eso un espíritu comprometido, activo, eficaz, solo podría tener una visión abstracta de la irrealidad, y no una experiencia. Esa experiencia es privilegio de los espíritus voluntariamente vacantes y que, para percibir el vacío exterior, el vacío en todo, antes lo han sentido y cuidado en sí mismos. Deshagámonos de todo si queremos conocer el todo, su esencia, es decir, lo que no es. El hombre vacante..., solo él está en condiciones de descender hasta lo más profundo del ser, allí donde ya no hay ser en el ser, donde lo que es es indistinto de lo que no es, allí donde todo es y no es..., para siempre.

La pasión por el suicidio. El suicidio es una cuestión de impaciencia. Se está harto de esperar la muerte. Un poco de paciencia arreglaría todo eso, evidentemente. Pero hablarle de paciencia a un apasionado es equivocarse... Nada podía turbarlo, ni siquiera el éxito. Las revoluciones son lo sublime de la mala literatura. La palabra revolución actúa en un francés como un afrodisiaco. El hombre, ese exterminador... Todo lo que vive va a acabar sucumbiendo a sus ataques, y pronto se hablará del último piojo. Se ha dicho que al ser el mono «sedentario», el hombre no podría estar en todas partes si descendiera de él; pero, una vez que se distanció de él, nada podía impedirle seguir sus instintos de nómada, de animal malvado ávido de insinuarse en todas partes. De lo que tengo necesidad es de intoxicarme de... renuncia. Es acertada la observación de Karl Barth de que la fe no mata la voluntad sino que la pone en movimiento. Del mismo modo, señala, que no reprime la inteligencia sino que la pone a su servicio. El odio es el remedio contra el aburrimiento. Por eso el tiempo no parece largo en épocas agitadas. Cualquier literatura empieza con himnos y acaba con ejercicios. 25 de junio. Hace un rato, en Presses Universitaires, ante la acumulación de libros sobre lingüística, he perdido los estribos y he salido de allí furioso y asqueado.

La verdadera ecuación no es vida = dolor, sino vida = ilusión. Mientras un ser pueda engañarse, vivirá; dejará de vivir en cuanto ya no lo logre. La ilusión es el motor y el secreto de los actos. El suicidio debería ser una cuestión de conveniencia(s), de decoro, de honor «burgués». Me apego a los bienes de este mundo como cualquier otro. Y cada vez que lo constato, me aflijo y no puedo hacer nada. Antaño solo tenía un traje, y me sentía bien con él; ahora tengo cinco, seis o siete, y aún quiero más. Es un detalle un poco ridículo, pero «esclarecedor» y penoso. Si mi deseo de renuncia superara el estadio de un deseo y se convirtiera en una obsesión y en una necesidad, ¡qué paso adelante! Pero en mí todo sigue siendo veleidad, desgarro, contradicción, apetito insatisfecho. 27 de junio. Esta mañana, en la cama, me he percatado de pronto de que soy viejo: ¡cincuenta y siete años! Justo acababa de despertarme, en realidad estaba medio dormido. Esa constatación, en un estado de semisueño, me ha conmocionado. ¿Para qué me habrán servido tantos años? Para encontrar algunas fórmulas contra Dios y contra mí mismo. Los blancos se merecen cada vez más el nombre de Pálidos que les dieron los indios de América. Imposibilidad de discutir con alguien que se refiere a un «dios». (Impresión de deshonestidad que dan los libros de teología.) No hay nada que hacer: para todo lo que es actitud ante la vida, solo puedo fiarme de los antiguos. De los modernos solo me interesan las extravagancias, la fanfarronada, los caprichos y una pizca de tragedia de la que no son conscientes. En la historia, todas las desgracias vienen de los jóvenes. Eso es tanto como decir que vienen de la vida.

Mientras los jóvenes consideren que la inexperiencia es un criterio a la vez de verdad y de acción, debemos esperar acontecimientos. Dos maneras de equivocarse: ser joven y ser viejo. No se puede reprimir una sonrisa siempre que se habla con un joven o con un viejo. Los jóvenes solo valen algo si están frustrados y, sobre todo, perseguidos. Soy un curioso, cansado de todo el mundo. Oír a Bach en los grandes almacenes, ¡mientras se compran unos calzoncillos! Cada vez que me sumo en algún tratado de teología, lo dejo rápidamente, tan insoportable es para mí la importancia desmesurada que en ellos se concede a Dios y al hombre. Todo el mundo traiciona a todo el mundo. La infidelidad universal. La libertad, como la salud, no se disfruta cuando se tiene: una y otra, degradadas a evidencias mientras están ahí, se convierten en milagros en cuanto se pierden. Nadie clama que se encuentra bien o que es libre: y, sin embargo, eso es lo que deberían hacer todos los que tienen esa doble suerte. Nada es más característico de nuestro destino que la imposibilidad en la que estamos de ser conscientes de nuestra felicidad. Mi única excusa: no he escrito nada que no haya surgido de un gran sufrimiento. Todos mis libros son resúmenes de adversidades y de desconsuelos, quintaesencia de tormento y de hiel, todos ellos no son más que un único y mismo grito. 27 de junio. He ido a Santa Genoveva, después de más de treinta años. ¡Era, en efecto, en 1935 cuando iba allí con Bucur Ţincu y con Zoiţa!1 Emoción muy viva. ¡Cuando pienso que durante tantos años he pasado tan a menudo por delante de esa biblioteca sin entrar!

He recibido hace un momento una carta de Sorana Ţopa, que me anuncia su visita para el mes de agosto. Cólera, furia, exasperación. Siento que no tengo nada que decirle, que sus problemas ya no me interesan en absoluto, que es ridículo retomar las divagaciones de hace treinta y cinco años, ¡y todo ello en París y en rumano! ¡No, no y no! Además, tiene setenta años..., lo que me parece inconveniente y terrorífico. Es cierto que solo tengo trece años menos que ella, así que nada en absoluto de diferencia. Lo que no quiere decir que ese Tiempo recobrado al que asisto desde hace tres años, ese desfile de fantasmas, esas conversaciones centradas en mi pasado sean beneficiosos para mí. Muy al contrario. ¡Es como si ya no viviera en Francia! Por otra parte, aquí ya no tengo amigos. Los de allí los han excluido..., lo cual lamento profundamente. Tengo que liberarme de mis orígenes. Me arrastran demasiado atrás y me quitan incluso las pocas ganas que tengo de avanzar. Todas esas cartas de Rumanía me ponen, literalmente, enfermo. Amigos o desconocidos que cuentan conmigo, ¡que vienen a París por mí! Cuando pienso hasta qué punto soy un peso para mí mismo, la idea de ser un apoyo para algún otro me da a la vez vértigo y asco. Siempre he tenido cierto gusto por la destrucción, pero en el plano metafísico e implicando la fragmentación del cosmos como exigencia mínima. 1 de julio. Ayer, domingo, paseo por el campo, en dirección a Sermaise. Debido a la canícula, derroche de perfumes: flores, árboles, hierbas..., se diría que rivalizaban en olor. Estoy escuchando el quinteto para clarinete... que ha marcado mi existencia. Cada vez que lo escucho, no puedo olvidar que Mozart lo escribió al mismo tiempo que el Réquiem..., es decir, durante el último año de su vida. Leo en un libro sobre el zen: «La duda y el temor, la envidia y el odio, todos los demás sentimientos contrarios a la fe».

Esos sentimientos negativos que «dividen» no son en absoluto contrarios a la fe; en sí mismos, sí, pero no en hecho: las guerras de religión tuvieron lugar en épocas en que dominaba la fe. Lo que me parece cierto es que la fe es compatible con todos los sentimientos que teóricamente excluye. Prospera incluso y se ensancha en la medida en que es inconsecuente consigo misma. Para la paz del espíritu y, con mayor motivo, para la meditación, no hay nada como ser «olvidado». Es la mejor condición si uno se quiere encontrar a sí mismo. Ya no hay nadie entre uno mismo y lo que cuenta: se está al mismo nivel con lo esencial. Cuanto más nos abandonan los demás, más trabajan por nuestra perfección: nos salvan al abandonarnos. Escuchando el Cuarteto en re menor de Fauré: es floritura, no talento. Hacer algo que no sea extraordinario es realmente inútil. Hacer una obra que no interesa a nadie. Casi lo he logrado. 3 de julio. Nostalgia del Diluvio. Depresión atroz. No hay nada más terrible que la desesperación espiritual. Caos, sangre de plomo, materia pisoteada, carne extraña, cuerpo expropiado. La ansiedad nos estimula y nos fascina, regula todos nuestros movimientos, dispone de nosotros. Así que es sensato confiar en ella y esperar que nos dispense todo el bien que está en condiciones de concedernos. La Decepción en estado puro, la Decepción como fuente. Me sorprende lo que dice Retz de La Rochefoucauld: «Siempre ha tenido una irresolución habitual; pero ni siquiera sé a qué atribuir esa irresolución... Vemos los efectos de esa irresolución, aunque no

conozcamos su causa. Nunca ha sido guerrero, aunque fuera muy soldado. Nunca ha sido, por sí mismo, buen cortesano, aunque siempre haya tenido buena intención de serlo. Nunca ha sido buen hombre de partido, aunque toda su vida haya estado comprometido con él. Ese aire de vergüenza y de timidez que le ves en la vida...». ... irresolución, ¿cómo no vería en ella el rasgo esencial de mi carácter? No puedo decidirme por nada. Vacilo hasta el vértigo, nunca puedo ser de una opinión o de un lugar, ser de un lado o de otro. De mí también se podría decir a propósito de todo lo que he hecho o, mejor dicho, he tenido la intención de hacer: «Nunca ha sido eso, aunque...». Soy lo contrario del hombre entero, quiero decir que solo me adhiero a algo parcialmente. Soy el hombre de las segundas intenciones, solo avanzo para retractarme inmediatamente, no me identifico con nada, solo con el ritmo de mis pretendidas convicciones, abrazo al máximo mis incertidumbres. Mi escepticismo es visceral antes que intelectual. Es el producto de mi química más íntima, es el portavoz de mis órganos. La causa de la irresolución habitual que padecía La Rochefoucauld hay que buscarla en su melancolía. Puesto que la melancolía mina todos los actos: no se puede empezar ninguno sin que ya lo haya socavado. Es inadhesión al mundo; por eso mismo invita a vacilar antes de emprender cualquier cosa dentro de ese mismo mundo. Me tientan los extremos, todo lo que hace que la existencia sea extraordinaria e... irrisoria. No puedo verme nivelado con el ser: siempre por encima o por debajo, rara vez al mismo nivel y más rara vez aún dentro. X me dice que las instituciones de aquí tienen algo podrido. Le hago observar que la expresión es inexacta: esclerótico, debería decirse, puesto que podrido significaría que todavía conservan algo vivo.

El francés y el espíritu de Utopía. La facilidad con la que el francés construye un sistema social, la pasión que pone en erigir uno, sin tener en cuenta los datos concretos, irreductibles, es simplemente pasmosa. Mientras que carece de imaginación metafísica (es totalmente inapto para los grandes sistemas a la alemana), da muestras, en cambio, de invención tan pronto como se trata de repensar la sociedad: ahí ya nada lo detiene, ninguna consideración de ningún orden, ninguna llamada a la «realidad»; se desata, delira razonando, va hasta el final de sus divagaciones sin preocuparse de la experiencia. Tiene «sensatez» en metafísica, es decir, no es metafísico; casi no la tiene en sus visiones «sociales»; por eso ahí pasa fácilmente por ser innovador, e irresponsable, puesto que en ellas puede decir cualquier sandez «generosa». Está obsesionado con la igualdad, por eso lo tienta tanto la utopía, ya que ¿qué es la utopía sino construcción pura, en sí, a partir o con vistas a la igualdad instaurada? La idea central de los sistemas utópicos no es la libertad sino la igualdad. Si fuera la libertad, la construcción utópica sería difícil, incluso imposible. En el fondo, cualquier utopía es una serie de postulados que solo suscribe el utopista (y los ingenuos a los que este logra convencer). Por reflejo de conservación o por piedad hacia su futuro, el escritor solo debería ocuparse de palabras y no de lenguaje, menos aún de lingüística. Hay un grado de conciencia que es mortal para cualquier creación, e incluso para cualquier iniciativa del espíritu. Ya sé. (... al haber sonado el teléfono, ya no recuerdo qué quería decir. Si alguna vez ha habido un pensamiento «quebrado», es ese.) Me horroriza todo lo que sale de las combinaciones puras del intelecto, todo lo que, de una manera o de otra, no ha sido marcado por la impureza del alma.

Le digo a ese ucraniano francés, profesor en América, que Sartre, al que estima demasiado para mi gusto, carece de «corrección» o, como dicen los alemanes, de «forma interior» (innere Form). Sartre es alguien demasiado fabricado para ser vulgar o solamente vivo. Todo en él es profundamente irreal. Es una muñeca y un monstruo. 6 de julio Imposible interesarse por otra cosa que no sea lo absoluto. A veces uno tiene ganas de gritar a todos los exdioses: «¡Tened piedad de nosotros, procurad volver a existir!». Si leo tanto, es con la esperanza de encontrar un día una soledad mayor que la mía. No nos interesaríamos tanto por los seres si no tuviéramos la esperanza de encontrar un día a alguien más solo que nosotros. 7 de julio. ¡Hombres, hombres, por todas partes hombres, a cualquier hora del día y de la noche! La indiferencia consciente..., la actitud más elevada que se puede adoptar en este bajo mundo. Utopía: ser tan indiferente como un idiota y comportarse como él pero con reflexión, con deliberación. ¡Rivalizar en indiferencia con los idiotas, esforzarse mediante la lucidez en alcanzar una perfección que ellos poseen de nacimiento! A menudo por la mañana, cuando me hago el nudo de la corbata, pienso en alguna muerte reciente: a X le importa un bledo, ya no lo sabe. 8 de julio. No he aportado nada nuevo, solo una desolación más luminosa, puesto que es más nítida, más tajante. Soy tan refractario a los actos que para decidirme a ejecutar uno antes tengo que leer una biografía cualquiera de Napoleón...

Al ser el suicidio la conclusión lógica de todo, el único recurso que nos queda es lo irracional. Pensándolo bien, si no nos matamos es porque hay demasiadas razones para matarnos. Escuchando Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de Haydn... Hace un rato me decía que mi escepticismo es en el fondo religioso y que no es casualidad que los espíritus a los que me siento más próximo sean Pascal y Dostoievski. ¡Cuánto me alegran esos momentos en los que consigo elevarme por encima de mis dudas! ¡Nunca, me parece, soy más yo mismo que en esos momentos! Quizá porque son inhabituales para mí. El desánimo, esa iluminación al revés, nos descubre el otro lado, la sombra interior de las cosas. Por eso nos da una sensación tan viva de verdad... De pronto, nos parece que todo estalla, que todo salta en pedazos en cuanto nos separa de todo..., y esa separación es conocimiento. (He malogrado mi vida por amor al desánimo.) «¿En qué trabajas?», me ha preguntado Marga B. «No trabajo, nunca he trabajado», le he respondido. Esa vieja e invariable réplica que suelto en cualquier ocasión me dispensa de cualquier explicación suplementaria. ¿Se le podría haber planteado a Pirrón una pregunta semejante? Las preguntas que no se le podrían haber dirigido a mis modelos, tampoco quiero que me las dirijan a mí. ¿Es que tengo la pinta de alguien que prepara algo, que fabrica un libro? La pobre Sorana Ţopa, que quiere venir a París a discutir problemas metafísicos conmigo. Comprendo que ella, que está sola, tenga necesidad de hablar; para mí, que veo a tanta gente, cualquier encuentro es un

sufrimiento más, un suplemento agotador de palabreo. La ilusión que tiene cada visitante de que tenemos tiempo para él, porque no piensa en los demás, en los que vinieron antes que él a robarte, a violar tu tiempo. El hecho de ir todos los días al mercado, ¡qué contacto con la realidad! Si por casualidad hay un lugar en el que no estemos en las nubes, ¡es ese! Hay quienes quieren vivir y morir en paz; hay otros que ven las cosas de otra manera. No es más complicado que eso. La Historia es simple en su base, múltiple y desconcertante en sus manifestaciones. La locura de los agitados siempre prevalecerá sobre la sabiduría de los pacíficos..., por la razón de que el demonio, que inspira a los primeros, está más cerca de la intimidad de la «vida» que el dios que guía a los segundos. Es porque, efectivamente, la «vida» no es de esencia divina sino demoniaca. Estoy literalmente cercado por mis compatriotas. Imposible escapar de ellos, salvo declarándoles la guerra. Hay desdicha en tener ambiciones; no la hay en no tener ninguna. El único hombre fuerte es el que ha olvidado desear. Sentencia muy acertada de mi portera sobre la Francia invadida por obreros extranjeros: «Los franceses ya no quieren trabajar, todos quieren escribir...», me dice. Seguramente pensaba en el hecho de que el francés quiere convertirse en funcionario... Le he enviado una carta a Sorana Ţopa, en la que le digo que no creo que valga la pena volver a verla, quiero decir que para mí es sumamente penoso enfrentarme después de más de treinta años a gente que ha contado en mi vida. ¡Tengo tanto miedo de decepcionarlos! Lo que debería haber añadido es que también tengo miedo de que ellos me decepcionen a mí. Eso no quita que haber enviado esa carta haya sido, por mi parte, un acto de crueldad atroz. Pero estoy harto de ese Tiempo recobrado perpetuo en el que vivo desde hace tres o cuatro años.

Esa angustia que precede a todas las razones para estar angustiado, que inventa todas esas razones. El proceso del angustiamiento es el siguiente: siento crecer en mí un malestar incoercible, malestar vacío, invasivo, que se busca un contenido o que quiere aferrarse a lo que sea: el primer pretexto que encuentra le sirve, se abalanza sobre él, lo envuelve y lo devora; por fin ha encontrado un alimento. Y así es cada día: un suceso, una carta, una llamada de teléfono, un recuerdo, una sensación, todo, absolutamente todo, le place; esa angustia no es realmente difícil, se amolda a todo. Por eso prospera en todas las latitudes. Está hecha para triunfar, puesto que todo le va bien, incluso lo que la combate. Es un veneno que se fortalece con su antídoto. 13 de julio. He topado, en una biografía de Byron, con el nombre de Malamocco, pequeño pueblo cerca de Venecia. Y pensar que he ido allí varias veces... ¡Qué melancolía pensar en él en este momento! Me gusta el escepticismo, pero el escepticismo patético. Esa restricción es la clave de mi vulnerabilidad. ¿Cómo evitar la sensación de que la vida no es más que un poco de materia sospechosa? La única manera de salvaguardar la propia soledad es hiriendo a todo el mundo, empezando por aquellos a los que se ama. Sartre el oportunista, el filósofo rastrero. Cada solución que el hombre cree haber encontrado a sus problemas no hace más que desplazarlos, si no aumenta su gravedad. Nada compromete más en filosofía que la necesidad de ser aplaudido. 14 de julio. Acabo de pensar en los días que durante el verano de 1944 pasé en Courtenay, en Loiret. Desde entonces nunca había pensado en ellos de una manera tan precisa. Acabo de distinguir, de ver el ambiente, los detalles

de la vida que llevé allí, con la gente y con los acontecimientos. Todo eso ha desaparecido definitivamente. La idea del pasado es estrictamente intolerable. Lo que ha sido, no, eso está por encima de mis fuerzas. Vivir es bregar en función del futuro próximo. Cuando evoco cualquier periodo de mi vida, sé muy bien que en él solo vivía esperando. Incluso ahora, cuando ya no debería mirar tanto hacia delante, justo delante de mí, sigo, sin embargo, esperando, apuesto por algún simulacro de futuro. Hasta tal punto vive el hombre en la espera, que ha concebido la idea de inmortalidad por necesidad precisamente de espera durante la eternidad. ¿He hablado aquí de mi intoxicación con tabaco? Le decía hace dos meses a un cirujano australiano que había venido a cenar a nuestra casa que yo había sido un fumador tan empedernido que me era imposible tomar la menor decisión sin encender un cigarrillo y que había acabado encontrando intolerable esa dependencia total, esa esclavitud. Cuando dejé de fumar fue una auténtica liberación. El cirujano, que parecía visiblemente interesado en lo que yo decía, me contó que él había llegado al mismo punto que yo, y que una vez, en medio de una operación muy seria, se detuvo bruscamente al no poder decidir en qué dirección debía continuar. Así que abandonó la sala y salió a fumar un cigarrillo. Después, sin dificultad, supo lo que tenía que hacer, tomó una resolución que resultó ser buena, puesto que la operación, contra todas sus aprensiones, iba a salir bien. Desde que no fumo me siento menos capaz de afrontar los problemas de la vida práctica (¡sin contar la disminución del rendimiento intelectual que siguió!), pero, en fin, ya no tengo la sensación de estar sometido a un veneno, a un amo despiadado. Escribir libros, escribir libros. Epicuro escribió trescientos, y no quedó ninguno. Si una página, si un «pensamiento» mío pudiera sobrevivirme, sería suficiente. Y, por otra parte, eso no tiene la menor importancia. No es el respeto de la posteridad ni, por supuesto, del presente lo que hay que

buscar, sino el respeto que uno se tiene a sí mismo, eso es lo que importa: estar bien con uno mismo, eso es el busilis. Y puesto que yo no lo he logrado, estoy en vilo siempre y en todas partes. Lo que importa no es lo que piensan los demás de nosotros, sino lo que nosotros pensamos de nosotros mismos en lo más profundo de nuestro ser. Si nos estimamos sincera, realmente, todos los mortales podrían ponernos de vuelta y media que ni siquiera nos daríamos cuenta de ello. Pero lo difícil es estar realmente convencido de que el buen concepto que tenemos de nosotros mismos corresponde con el mismo que Dios se ha forjado de nosotros. Estoy cansado de todas las banderas. Hacer una obra es pensar en esa obra y en nada más. Ahora bien, yo no consigo pensar en lo que debería hacer; solo me gusta hacer lo que no debo, me gusta traicionar mi causa, erigirme en enemigo de mi deber. Dios mío, haz que no sea el último..., ¡o si no que lo sea de una vez por todas! ¡Poder vengarse como Dante! En lo que nunca he variado es en mis dudas en cuanto a la utilidad de la filosofía en los momentos importantes de la vida. La filosofía me habrá ayudado a teorizar mis malestares, a trasponerlos a fórmulas, a encontrar su equivalente, abstracto, convencional, uno cualquiera, a vaciarlos, a empobrecerlos, a hacérmelos soportables... Con el tiempo que hace que me carcomo, es asombroso que todavía tenga algo que carcomer. 15 de julio. Creo que Sorana ha debido de recibir hoy la carta inhumana, estúpidamente cruel, que le escribí y que no merecía. ¿Qué hacer? Me es imposible volver atrás. Pero no tenía derecho a redactar la carta en esos

términos. Habría sido mejor callarme, ser un cobarde, en lugar de darme unos aires de los que me avergüenzo y hasta me horrorizo. Pero si quiero defender mi soledad, tengo que hacerlo en primer lugar contra amigos, son ellos los que realmente la usurpan, los que se insinúan en ella. Los indiferentes nos protegen. Nuestros enemigos nos ejercitan en la guerra. Solo nuestros amigos nos debilitan, puesto que con ellos es el drama permanente, un clima de heridas sutiles..., nefasto a más no poder para nuestro equilibrio y para nuestra salud «moral». Es seguramente por precaución instintiva por lo que he «liquidado» a todos mis amigos. Me defiendo como puedo contra todos aquellos a los que se supone que tengo que rendir cuentas. Puesto que los amigos son censores terribles, y hay que temerlos y huir de ellos so pena de complicaciones atroces. 16 de julio. «Nunca dejes que te invada la melancolía, porque impide cualquier bien.» (Tauler, Sermones para emplear bien el día) Cada día, al levantarme, debería hacer mía esa exhortación. Daría mucho por saber si busco realmente la paz. Un día sin citas, sin palabreo, sin repeticiones repugnantes de los mismos temas, sin los sempiternos comentarios sobre los «acontecimientos», sin la charlatanería pro o antirrevolucionaria. Georges Bălan me cuenta que, habiéndose llevado de Solesmes el reglamento de San Benito, lo abre al azar y lo primero que lee es que el religioso que, por una razón u otra, se ausente del convento no debe contar, a su regreso, lo que ha visto o hecho en el mundo. Seguramente para no dar ideas a los monjes... Para hablar de la crisis religiosa que atraviesa, Bălan ha ido a ver a Gabriel Marcel, por recomendación mía. Este, muy emocionado, se ha levantado en plena conversación para tenderle la mano, a modo de comunicación. Bălan,

ya por influencia rumana, ya rusa, se la ha besado... Ese gesto, inusitado e incluso inconcebible en Francia, seguramente ha conmovido de manera profunda a G.M. El momento más crítico para un profeta es aquel en el que acaba convenciéndose de lo que declama... La dualidad de mi naturaleza y de mis gustos: acabo de coger de la biblioteca los Sermones de Tauler y un libro sobre Nerón. Entre el Desposeimiento y la Ferocidad. Sorana ha respondido a mi carta. Su respuesta no puede ser más noble. Ha comprendido que yo estaba triste y ha visto y percibido lo que había de falso en mi desfachatez, en mi negativa a verla. P.S. Pero ahora, justamente, podría volver a verla. No quiero volver a ver a mis antiguos amigos. La idea de esa confrontación me pone fuera de mí. No quiero ver hasta qué punto han decaído, y tampoco quiero que vean hasta qué punto lo he hecho yo mismo. Además, está ese miedo que tengo ante cualquier abuso de la emoción y también de esas demostraciones efusivas a las que mis compatriotas están acostumbrados. Ya no quiero saber nada de mi pasado, voy a olvidarlo, no me inspira en absoluto, no consigo sacar nada de él. ¡Que mis antiguos amigos desaparezcan! Soy un viejo loco, huyo de mis testigos. A los veinte años nos hacemos una idea turbia y lírica del suicidio. Después se vuelve cada vez más clara y seca: poco a poco adopta los contornos de una evidencia, y no concebimos que antaño nos pudiera parecer extraña. Una existencia cambia a partir del momento en que el suicidio parece normal en ella. El lector febril siempre es mal juez. Pero el autor febril no necesariamente es mal escritor. No es la Sabiduría sino el Tiempo el remedio para todo.

(Se me ha ocurrido esa banalidad a propósito de mi pelea con Jackson por mi prefacio sobre Valéry. Mi furia ha amainado únicamente por el desgaste, por el olvido, y no por las reflexiones que yo haya podido hacer para calmarme.) Cuántas noches no habré vivido yo en las que todas mis razones para perseverar eran puestas en tela de juicio y en las que el mañana no solo parecía imposible sino también inimaginable. El momento crucial para un profeta es aquel en el que acaba convenciéndose de lo que declama, en el que se ve desbordado por sus vaticinios. A partir de ese momento, como ya no es libre sino que es un esclavo, un autómata y un desesperado, se empleará en lamentar la época en que anunciaba catástrofes sin creer demasiado en ello, en que sus amenazas eran ejercicios y sus aprensiones, ironías. El papel de Jeremías o de Isaías, mientras sea sincero, no será cómodo. Por eso la mayoría de los profetas prefieren ser impostores. 19 de julio. Hace un rato me he encolerizado en la oficina de correos, porque no querían entregarme una carta que iba dirigida a un tal señor Cibran. Cada día, esa desdicha renovada de no controlar mis nervios, de verme, en suma, sobrepasado por mí mismo. Seguramente la historia no se repite en detalle, pero conserva algunos rasgos permanentes que hacen que cualquier acontecimiento, por muy imprevisto que sea, solo lo sea en apariencia. El fondo es el mismo y, en cuanto rascamos, topamos con los estigmas del mono descarriado. El alivio consecutivo a cualquier pensamiento amargo: es como si acabáramos de deshacernos de una gran cantidad de bilis. De repente nos vemos más dulces y más ligeros, sentimos que nos crecen alas...

En cuanto se trata de «perdón», de «gesto generoso», de grandes sentimientos, de «reconciliación», caemos en la falsedad, en lo teatral, y ya no sabemos dónde estamos. Pero esa falsedad nunca existe en las ocasiones —más frecuentes, es cierto— en que somos mezquinos. Y es que mezquinos lo somos naturalmente, sin esfuerzo alguno. A S.T., que dice tener setenta años, preveo volver a verla con auténtico terror. No, no hace falta que venga. Fue una reacción sana por mi parte haberme negado a volver a ver a mi madre. Después de cierta edad, ya no deberíamos mostrarnos ante aquellos a los que hemos conocido bien, por miedo a estropear la imagen que conservan de nosotros. Ayer por la tarde, entre las ocho y las ocho y media, en el jardín del Palacio Real, un silencio de claustro, en medio de París. 21 de julio. Seis horas de caminata, bajo un sol activo, por el Vexin... Chars, Vigny... Por una carretera solitaria he pensado esta tarde en el hecho tan banal y, sin embargo, tan espantoso del pasado, de cualquier pasado como tal: ¿dónde están los años que he vivido? Cuando pienso que este instante en que me atormento se incorporará dentro de un momento al inmenso cementerio temporal que es cada existencia, pierdo los últimos vestigios de deseo de durar. 22 de julio. No hay nada más justificado que la piedad de uno mismo. ¿Por qué soy un fracasado? Porque he aspirado a la felicidad, a una dicha sobrehumana, y porque, al no poder alcanzarla, me he hundido en lo contrario, en una tristeza subhumana, animal, peor incluso, en una tristeza de insecto. He deseado la dicha que se saborea junto a los dioses, y no he obtenido más que esta postración de termita. No sé qué pudo detenerme en el camino de la felicidad. Seguramente no estaba hecho para ella. Como siempre en mi caso, la predestinación lo explica todo.

Me creía llamado a convertirme en un místico (¡como si uno se convirtiera en místico!, místico se es)..., pero hay que decir que estaba en mi naturaleza ser un escéptico o, mejor dicho, un hereje del escepticismo. En el fondo, el escepticismo es la antípoda de la felicidad. Caí en la duda porque apunté demasiado alto. El escéptico es un místico fracasado. Encalla en la duda porque había sobrevalorado sus fervores y, al ser abandonado por estos, ya no le quedaba ninguna otra posibilidad que no fuera aferrarse a una doctrina que los denuncia, cuestiona su valor y los reduce a arrebatos de cólera, superficiales y sin dimensión metafísica: caprichos o alteraciones de la psique. El escepticismo es un autocastigo: es porque el escéptico, efectivamente, no puede perdonarse haberse detenido en el camino. Y se venga contra lo que ha perseguido, incrimina el ideal que no ha podido alcanzar, lo rebaja y lo ridiculiza, se golpea a sí mismo mediante su sueño más antiguo y más preciado. 23 de julio. Noche atroz, hormigueo doloroso en las piernas y todos mis nervios tensos, torturados. Este cuerpo asediado por el dolor. ¿Por qué pienso tanto en el suicidio? Porque tan pronto como me remonto más allá de mi pasado o que me imagino el día después de mi muerte, no consigo encontrar un sentido al accidente ínfimo sobrevenido entre esas dos duraciones. No es bueno para el hombre alargarse en el tiempo que precede a su nacimiento ni en el que debe suceder a su muerte. Esa reflexión es funesta en el intervalo ínfimo que se interpone entre los dos. Lutero muerto, de Lucas Furtenagel. Una expresión terrorífica, plebeya, agresiva, de una sublimidad porcina. Es señal de gran debilidad conmoverse por lo que uno mismo ha escrito. El pecado de complacencia es el más lamentable y el más frecuente. Es agradable e incluso halagador hablar de este «bajo mundo» cuando no se tiene ninguna esperanza en otro. Se saborea así el lado amargo de la fe.

Aprender a no dejar huellas es una guerra constante que libramos contra nosotros mismos con el único fin de demostrarnos que podríamos convertirnos en sabios, que casi somos uno de ellos. Un gran problema: ¿cómo desaparecer sin sufrir por ello? Me he sublevado contra mis ambiciones, las he sofocado, en lugar de aprovecharlas, de extraer de ellas un incremento de vigor como todos los que han hecho que se hable de ellos, que han sobrepasado a los demás en renuncia. Con vestigios de pasión obtenemos vestigios de pensamiento. 25 de julio Poder matarse y no hacerlo es ser un autócrata que no haría uso de su autoridad. Angustia visceral, indomable, invasiva: cualquier cosa, noticias o recuerdos, adquiere proporciones inusitadas, como si se tratara de catástrofes inauditas. Fruslerías promovidas al rango de realidades cósmicas. Todo se muda en angustia, todo es angustia. Soy manejado por ella, como un don nadie, como un insecto. Sensación de intolerable humillación. Cada vez que soy presa de grandes sentimientos negativos (la angustia es uno de ellos), tengo la impresión de ser menos que nada, una vergüenza de la naturaleza. ¿Qué se puede hacer contra la humillación de sentir miedo en medio de esa no realidad general en la que vivimos? Este mundo, que no vale un escupitajo, es capaz, no obstante, de sumirme en estados de pánico que solo tendrían sentido para un creyente. He logrado la hazaña de conocer todos los tormentos imaginables en el corazón de un universo que, sin embargo, no es nada para mí. Todas las herejías cristianas me tientan: son otras tantas verdades desagradables o peligrosas que el cristianismo oficial descartó o acalló. Es ahí, en ellas, donde está la vida e incluso la auténtica vida.

Si el hombre se impone creer en lo que quiera que sea, es únicamente para no matarse, puesto que el suicidio es la consecuencia lógica de la constatación de que nada resiste a un análisis riguroso, a una reflexión cruel. Es curioso que esté hablando tanto de suicidio, cuando me gusta la vida tanto como a cualquiera, más que a cualquiera. Pero desde hace mucho tiempo tengo la convicción (¿funesta?) de que soy el único que lo ha comprendido todo, y de que los demás están todos condenados a la ilusión. Exceptuando a Buda y a Pirrón, no veo más que a ingenuos por todas partes, pobres ingenuos brillantes. Leo en alguna parte: «Nerón fue la personificación de la crueldad». Error. Fue la personificación del miedo. Es muy diferente. Siempre he vivido con la conciencia de la imposibilidad de vivir. Y lo que ha hecho que mi vida sea soportable ha sido la curiosidad que he tenido de ver cómo iba a pasar de un instante, de un día, de un año a otro con esa conciencia. Intrigado por un insoluble, procedente de lo más profundo de mí mismo. 27 de julio. Hace un rato me he cruzado con P.C., quien, a mi saludo, solo ha respondido con una inclinación de cabeza apenas perceptible. Parecía, con sus aires untuosos, un obispo distante y altivo haciendo un esbozo de bendición para disfrazar una mueca. Para no estar resentido con él, debo pensar en sus desgracias (en sus desgracias, que lo han vuelto tan despiadado, tan exigente y tan feroz con sus amigos y con todo el mundo). Que sea pronto un hombre feliz, para que podamos detestarlo sin tantos remilgos. Si pudiéramos hacernos inhumillables, resolveríamos con ello el mayor problema..., seríamos superiores a los dioses. Si encontrara una definición exhaustiva de la ansiedad, no escribiría, creo, ni una palabra más y consideraría mi carrera triunfalmente acabada.

Cuando quiero escribir algo mientras espero una visita, me siento tan violento como si me apuntaran con una ametralladora. La tendencia que tiene un creyente a considerar frívolo a cualquiera que no tenga convicciones religiosas. Nótese que el descreído no juzga superficial a un creyente porque sea creyente. Esa diferencia de óptica dice mucho. ¿Quién tiene razón? No se sabe. Pero el hecho es que todo lo que es religioso de una manera u otra participa de cierta profundidad, aunque solo sea de esa profundidad de obnubilación sin la cual no hay fe. Perder las ilusiones no es ser profundo. Pero conservar muchas, adquirir muchas, sobre todo, eso sí, eso tiene alguna relación con el espíritu de profundidad. 28 de julio Domingo. En un campo cerca de Auvers-Saint-Georges (no lejos de Chamarande), me he tumbado y me he sentido de repente solidario con ese suelo, uno con él. Tocaba el barro del Génesis, era como él, era él. La muerte no es más que el retorno a lo que se es. Con una visión de la vida como la que yo tengo, cualquiera se habría matado. Siento algo de estima por mí cuando pienso que he aguantado. 29 de julio Es evidente que aquel que no piensa prácticamente nunca en el suicidio se mata más fácilmente que el que no deja de pensar en él. La razón de ello es sencilla: el acto mismo es violento, rápido y exige una decisión pronta, casi irreflexiva. Aquel cuyo pensamiento está virgen de cualquier preocupación suicida, una vez que se siente incitado a él, no tendrá ninguna defensa contra ese impulso súbito: estará fascinado, abrumado, cegado y finalmente vencido por la revelación de una salida definitiva que no había contemplado antes..., mientras que el otro siempre podrá retrasar un acto al que le ha dado vueltas indefinidamente en su cabeza, que no tiene para él ninguna novedad, que conoce a fondo y por el que se decidirá fríamente, si es que se decide por él alguna vez. Pensar es temporizar, no es actuar, es...

Leído una biografía de san Jerónimo. Sus maceraciones en el desierto de Calcis, sus recuerdos de Roma, su carta de Belén tras el saqueo de Roma por parte de Alarico. Los siglos IV y V, insuperables en horror... y en interés. Después del año 410, las romanas, violadas o no por los godos, huyeron de Roma y se las volvió a ver en las playas de Egipto y de Asia Menor, donde las vendían como esclavas. Nunca olvidaré la impresión que me causó esa carta de san Jerónimo cuando la leí por primera vez hace muchos años. Siempre me ha parecido de una innegable actualidad. El papa acaba de condenar los métodos anticonceptivos, la «píldora». Estoy indignado. Es una medida criminal. Ese célibe imbécil se atreve a meterse en la vida íntima de las familias, y a condenar a la desesperación o a la infamia a tantas chicas que han tenido un «desliz»... La juventud de Roma, en lugar de protestar a diestro y siniestro, haría mejor en tomar el Vaticano por asalto. Acabo de conceder una entrevista para Time Magazine: durante dos horas he hablado de mí, quiero decir que he respondido a las preguntas que me han hecho sobre todos los temas imaginables. En Francia no me habría prestado a una operación semejante; pero como en este caso se trata de otro continente... Le he dicho a ese periodista que la vida es para mí «an intriguing Nothingness».* Quería decir que lo que para mí hace que la vida sea interesante es precisamente el hecho de que es imposible e impracticable. Debería haberle dicho que soy «a religious-minded nihilist» («un nihilista de mentalidad religiosa»). (Recuerdo haber comprado en Gibert, antes de la guerra, Lacrimi şi Sfinţi,1 que había pertenecido a una especie de gran papanatas llegado a París no se sabe para qué, si para cursar estudios de derecho o qué: al cabo de tres meses, una vez gastado el dinero que le habían enviado para todo un año, volvió a Rumanía. Pues bien, ese tipo había registrado en los márgenes

de las páginas una serie de notas en parte furiosas, de las que me parece que la más acertada, ahora que lo pienso, es esta: «Se observa en este imbécil una tendencia persistente a caracterizarse». El papanatas tenía razón.) Pagamos por cualquier acto, bueno o malo: se vuelve necesariamente contra nosotros. La salvación reside en el no acto. Felicidad de la abstención. ¿Es posible que haya consentido en conceder una entrevista para una revista con una tirada de millones de ejemplares? Me avergüenzo de ello, pero no es la primera vergüenza de mi vida. Quizá no lo habría hecho, pero tengo ciertas ganas de existir en otra parte, dado que en Francia ni siquiera tengo el estatus de fantasma. Le explicaba hace un rato al periodista americano, un poco estupefacto, que soy obra del insomnio, que no son las desdichas las que me han llevado a ver las cosas tal como las veo sino únicamente mis vigilias, esas noches en que, con veinte años, me pasaba horas con la frente pegada al cristal mirando la oscuridad. He visto a C., a quien yo creía interesante y que me ha parecido un pequeñoburgués cualquiera afanándose en el sarcasmo. La vida es sagrada, decís. Muy bien. En una eyaculación hay alrededor de ochocientos millones de espermatozoides. Solo uno triunfa. ¿Qué ha sido de los demás? ¿No eran también sagrados? Mis objeciones son tan estúpidas como las afirmaciones que querían destruir. Hace un rato, hacia las once de la noche, filmaban una escena en la plaza de Saint-Sulpice. Volvían a empezar los mismos movimientos un número considerable de veces, según el consabido rito. Un CRS,* por lo visto de provincia, le dijo a uno de sus compañeros (ya que se congregan en la plaza desde hace algún tiempo): «Después de esto, por nada del mundo daría diez francos para ver una película».

Podríamos decir lo mismo de todo aquello cuyos entresijos hemos visto (amor, etc.). Sin embargo, hay ginecólogos que aman, sepultureros que tienen hijos, cínicos que escriben, desesperados que hacen planes. En mi edificio vive un antiguo contable, herido en la guerra, que se queja todo el tiempo de su salud, se come la cabeza, exagera sus males. Tiene setenta y cinco años. Le dije que había que tomar las cosas con «filosofía». —Obligatoriamente —fue su respuesta. De la utilidad de los adverbios... ¡Cómo se encadena y se complica todo en la vida! Acepté esa entrevista de Time por debilidad. El periodista, sin pedirme autorización para ello, ha empezado a telefonear a todo el mundo (a Ionesco, a Beckett y Dios sabe a quién más) para preguntarles su opinión sobre mí. ¿Es posible? Esa gente va a pensar que soy yo el que está detrás de esa acción. Es humillante y estúpido..., me está bien empleado. No debería haber aceptado. ¿Me habría rebajado a conceder una entrevista a Match? Es realmente increíble. Por mi parte, es una capitulación y una negación. ¡Haberme mantenido al margen durante tanto tiempo para llegar a esto! Si pudiera parar todo eso lo haría. Pero es demasiado tarde. Acabo de cometer una traición a todo lo que yo representaba ante mí mismo. (Es cierto que todo eso no habría ocurrido si yo no hubiera sufrido esa humillación atroz en Gallimard...) Es de un gran coraje querer asumir la condición de subestimado. Yo tengo ese coraje, para Francia, pero no para el extranjero. ¿Es porque la opinión del extranjero me es indiferente? Soy pusilánime, quiero decir que soy incapaz de molestarme por ninguna verdad. Soy pasivo, solo puedo sufrir... por cualquier cosa, enorme o irrisoria. «Toda la filosofía no vale una hora de esfuerzo.» He hecho inconscientemente esa afirmación de Pascal desde mi época de insomnios, cada vez que he leído o releído a un filósofo.

El solitario que transige con el mundo es más despreciable que el hombre frívolo que hace profesión de frivolidad y que es, por lo tanto, honesto consigo mismo y con los demás. Qué profunda es la observación de Tácito de que el último deseo sobre el que el sabio triunfa es el deseo de gloria (o mejor dicho: que la gloria es el último prejuicio, la última vanidad de la que se despoja el sabio). La fuerza de permanecer desconocido es rara, incluso inexistente..., en aquel, por supuesto, que ha probado la fama. Tengo que reconocerlo: la idea misma de combatir por lo sea me repugna y me supera. He abandonado definitivamente la edad en que a uno le gusta luchar, hacerse valer, destacarse. Además, desde hace años no hago más que abandonar mis antiguas posiciones, empeñarme en la negación. ¡Quiero que me dejen tranquilo! Y sin embargo... Estoy sumido de lleno en Lutero. Y lo que me gusta de él es la vehemencia, la furia, la invectiva, la acción. He ahí a un hombre que me gusta y que, sin embargo, contrariamente a mis gustos actuales, quería removerlo, trastocarlo todo. Me recuerda el orgullo demente que yo tenía en mi juventud y por eso, creo, me apasiona. Por otra parte, nunca he dejado de sentirme atraído por su temperamento, por su sabrosa grosería, por su profetismo realzado por la escatología. 2 de agosto. Tiempo desapacible..., tiempo por encargo. Tiempo acorde con mi naturaleza profunda. Mis amigas las nubes (he hablado mucho de los tiranos como amigos). La ausencia del sol siempre es ventajosa para el «alma». (¿Cómo reemplazar alma, por qué palabra? ¡Es tan fácil recurrir a ella, y tan inactual! Sin embargo, no hemos encontrado otra mejor. Pero quizá deberíamos abolir su uso de ahora en adelante..., para siempre.) Ese rasgo de mi carácter... Vivo bastante retirado, una existencia de timorato, lejos de todo y sin ninguna pretensión a la actualidad. Y, sin embargo, no hay acontecimientos, conferencia internacional, reunión de no sé qué que no me den pretexto para discursos interiores, para

proclamaciones mudas, para intervenciones violentas sin actos, como si estuviera en el corazón de la historia presente y fuera uno de los protagonistas más importantes. Y pienso en toda esa gente con la que me cruzo diariamente en las calles, y que habla sola y alto, que gesticula, que persigue un debate interminable, que lanza la réplica a un interlocutor ausente, que cree estar en la tribuna de la Cámara o en pleno mitin en alguna parte, o en plena revolución..., pienso en toda esa gente y me pregunto si no soy uno de los suyos. Si me gusta tanto Lutero es porque no podemos leer nada de él, carta, tratado, declaración, sin decirnos: «He ahí a un hombre de carne y hueso». Y, de hecho, nunca es abstracto, todo lo que dice está lleno de savia, es él en todas partes. Es lo contrario del desapego..., ese ideal, tan opuesto a mi naturaleza, en el que me empeño desde hace tantos años para nada. Me lancé al escepticismo como otros al desenfreno o a la ascesis. La cuasi totalidad de nuestros tormentos provienen del hecho de que nos ocupamos de lo que no nos concierne. Es casi seguro que solo el topo ha desarrollado una fórmula eficaz para pasar los días. ¡Increíble! La dirección de Time Magazine le pide desde Nueva York a su corresponsal en París una precisión suplementaria: ¿son todos mis libros tan slim1 como la Tentación? Medianoche. Hace un rato, durante mi paseo nocturno, he pensado que, a pesar de todo, la muerte tiene algo bueno, y pensaba en ese alborotador de Muselli, que seguía encolerizado, y al que ahora ya nada perturba, ni indigna ni irrita. Obtuvo esa paz muy fácilmente, sin ningún esfuerzo, parecía el final de un elegido, lo que seguramente no fue. La concepción antigua según la cual muere joven aquel al que aman los dioses es seguramente una de las cosas más ciertas y más insostenibles que jamás se hayan dicho. Ese es un juicio sobre la vida del que esta no puede

recuperarse. He observado que triunfa en la vida la gente que parece ausente, caótica, generosa y calurosa, pero que en el fondo no es más que cálculo, astucia, intriga. Pienso en este y en aquel... Llamo ingenuo a un espíritu que no sabe lo que es una negación, que no ha apurado ninguna. Un profeta de la duda más que un auténtico incrédulo. La reflexión sobre la vida no es necesariamente interminable. Tiene un límite, puesto que es imposible, cuando se rumia su objeto, no tropezar tarde o temprano con el suicidio, que detiene la progresión del pensamiento, que se erige como un muro ante la reflexión. Así, cuando nos perdemos en la vaguedad del vivir, el suicidio se presenta como un mojón, como un punto de referencia, como una certeza, como una realidad positiva; el pensamiento tiene por fin sobre qué rumiar, ya no divaga. En el vértigo que se apodera del pensamiento tan pronto como este se aplica a la vida, es decir, a la vaguedad misma, el suicidio aparece como un pretil. Siempre he tenido miedo de un escándalo, siempre temo la calumnia, contra la que no hay manera de defenderse. Pero yo me digo: «Si estuviera muerto, ¿qué podría importarme que digan de mí determinados horrores?». Para el hombre más despreciado de la tierra, la Muerte no es solo una liberación sino también una absolución. Ya no se es culpable, ya no se es un monstruo en cuanto se está bajo tierra. La Muerte es realmente inmoral. El suicidio lo es todavía más. Uno tiene ganas de cometer todos los crímenes y de decirse: «Qué más da, una sola bala me liberaría del remordimiento y conocería una paz tan completa como aquella de la que disfrutan los inocentes».

6 de agosto. La ansiedad en sí misma es síntoma de «locura», al mismo tiempo que reacción que no puede ser más normal dada la calidad dudosa del ser como ser. Paseo por el campo. Torfou, Saint-Sulpice-de-Favières. El único placer para mí en todos esos pueblos es la iglesia. Son las iglesias, por otra parte, lo que más me gusta de Francia, más incluso que el paisaje. El escepticismo es mi droga. Me anima... y me aniquila. 1 de septiembre de 1968 Diez días maravillosos en casa de los Nemo, en La Crétinière, luego dos semanas perfectas en Dieppe, en el apartamento de Albert. Desde hace unos días se habla de la invasión de Rumanía.1 Estoy harto de todas esas tragedias previstas por mí desde hace mucho tiempo. Es insensato, e incluso ridículo, querer desempeñar un papel en la superficie de un planeta semejante. ¿El verdadero infierno? Sería no poder olvidar nada. El destino de quien se ha rebelado demasiado es no tener ya energía más que para la decepción. Pascal, sobre Montaigne: «Inspira una indolencia de la salvación». 3 de septiembre Hablado durante seis horas en inglés. Chorradas interminables. «Siempre que pienso en la crucifixión de Cristo, cometo el pecado de la envidia.» (Simone Weil) Me deja estupefacto el orgullo de esa mujer insoportable que rozó la santidad. Su voluntad de martirio, su sublime impudicia. Pero ¿qué es un mártir? Una mezcla de santo y provocador.

«Así pues, Dios solo tiene el poder de recompensar los esfuerzos que no tienen recompensa en este bajo mundo, los esfuerzos realizados en vano...» (Simone Weil) «El amor de Dios es puro, cuando la alegría y el sufrimiento inspiran igual gratitud.» (Simone Weil) No conozco ese amor, puesto que no puedo decir que mis sufrimientos me dilaten, me pongan en ese estado de euforia enérgica que experimenta el verdadero creyente frente a cualquier inconveniente e incluso frente a los golpes del destino. Comprendí que no tenía «vocación» espiritual cuando vi hasta qué punto todo se volvía agrio dentro de mí, tanto los sufrimientos como las alegrías. En ese sentido, los Silogismos —el libro que más me revela— me condenan. Una americana me pregunta si creo en la eficacia de los tapones para los oídos. Le respondo con una negativa. Luego quiere que le recomiende algún método de defensa contra el ruido. «Solo hay uno», le he respondido. «¿Cuál?» «El suicidio.» No ha insistido. 4 de septiembre. Toda la mañana, una violencia interior que por la tarde todavía no consigo controlar. Necesidad de atacar casi insuperable. La agresividad es seguramente un rasgo esencial, iba a decir el rasgo dominante, de mi naturaleza. ¿Con quién tomarla? Mi elección recae sobre este y sobre aquel. Pero, tan pronto como examino un poco al «sujeto», constato que no merece la pena. Solo deberíamos atacar a Dios. Solo él vale la pena. Madame de Lafayette: «Es suficiente con ser». Claudel declaró un día: «Estoy con todos los Júpiter contra todos los Prometeos». Cualquier «creador» es en gran parte un destructor. Siempre se crea contra alguien o contra algo. Cualquier creador es malvado.

Esa isla de la Polinesia donde, por la más mínima afrenta sufrida, los indígenas se tiraban al mar desde un picacho. No soy creyente, ni siquiera religioso, de acuerdo, pero no puedo compadecer a los que solo tienen a Dios. Ese grito inarticulado en el fondo de cada ser, esa soledad que se extiende más allá de Dios... Dios mío, haz que me salve o que perezca. Cualquiera que perezca está salvado. Perecer es la fórmula secreta de la salvación. ¿Por qué cosa reemplazará el hombre la plegaria, ya que ha rezado tanto durante milenios? Es una costumbre, y casi un instinto, que pide sucedáneos. 6 de septiembre. Hace un rato, al cometer la gilipollez de cruzar la calle con el semáforo en verde, he estado a punto de ser atropellado por un coche que iba a mucha velocidad. Creo que me puse pálido al instante. Dos y media de la mañana. He cenado en casa de unos amigos, en Montmartre. Servía la portera. He hablado todo el tiempo como un histérico. La portera le ha dicho a la señora de la casa: «¡Qué hombre más interesante!». En ese momento, le he dicho a la señora de la casa: «Quiero casarme con ella». La portera, que está casada, me ha lanzado una mirada nostálgica al marcharse. Sin comentarios. La duda, como la fe, es una necesidad. El escepticismo es tan inquebrantable como la religión, y tan duradero. Quién sabe si no habrá de tener una carrera más larga que la de esta. Para el escéptico, la duda es una certeza, su certeza. Sucumbiría si se viera obligado a renunciar a ella. Así que no puede prescindir de ella.

El escéptico caería en una postración completa si le quitaran sus razones para dudar. La duda tiene raíces tan profundas como la plegaria. En el infierno se puede todavía esperar; pero en el paraíso ya no hay lugar para la esperanza, ya no hay lugar para nada. Por eso no hay nada más desmoralizante que el ideal realizado. 9 de septiembre. Esa mujer que ha huido de su marido y que se ha quedado en una clínica psiquiátrica..., me doy cuenta de que la distancia que nos separa no es muy importante, de que la angustia que la atormenta a ella también está dentro de mí, menos aparente, seguramente, pero tan real como dentro de ella, y de que en el fondo consigo controlarme por accidente. Es cierto que he tenido la suerte de poder comentar mis estados y dominarlos, aunque solo haya sido durante esos momentos en los que me los explicaba a mí mismo. La experiencia fundamental que he tenido en este bajo mundo es la del Vacío..., el vacío de todos los días, el vacío de la eternidad. Sin embargo, gracias a ella he vislumbrado estados que harían palidecer de envidia al místico más puro o más furioso. Cuando pienso en lo que he querido hacer, me parece que he buscado una fórmula de vida, una manera de amoldarme a la existencia, y que mis esfuerzos han fracasado o han encallado. La verdad es que me ha sido imposible aferrarme a una de esas fórmulas que me han tentado. He pasado por varias etapas o, mejor dicho, me he debatido en varios niveles, sin encontrar un momento o un lugar privilegiados. No, no he encontrado una fórmula de vida a la que pueda recurrir. Ese fracaso es mi característica y casi mi gloria. El otro día divisé en una alameda secundaria del Luxemburgo a Beckett, que leía un periódico más o menos como lo haría uno de sus personajes. Estaba ahí en una silla, con aire absorto y ausente, como es habitual en él.

Con aspecto un poco enfermo también. No me atreví a abordarlo. ¿Qué decirle? Lo aprecio mucho, pero es mejor que no nos hablemos. ¡Es tan discreto! Ahora bien, la conversación exige un mínimo de dejadez y de comedieta. Es un juego; pero Sam es incapaz de ello. Todo en él revela al hombre del monólogo mudo. 12 de septiembre. Visita de A.A., a quien no veía desde hacía treinta y cinco años. Era delgado, enjuto, apenas materialista, y estaba lleno de artificios y de tics..., que ha conservado y agravado durante todos estos años. He tenido un verdadero «choque» al verle transformado en ese gordo señor barrigudo, pesado, pero vivo a pesar de todo y con la misma voluntad de mostrarse ingenioso a toda costa. Su jactancia y su fatuidad son desarmantes. Se cita a sí mismo sin parar, me ha traído una entrevista que concedió no sé cuándo y que lleva en su cartera, presume de sus conocimientos y hace muchos gestos que te dan ganas de reír y que finalmente exasperan. Pero, esto es importante, es sincero e incluso se emociona cuando evocamos a amigos comunes, vivos o muertos, y habla de ellos con pertinencia pese a su egocentrismo ridículo. Ni un solo momento me ha dado la impresión de que sea un falso. Es incluso afectuoso. Para un personaje como él, eso es extraordinario e inverosímil. Lo que hace que, a pesar de todo, no podamos tomarlo en serio es su voz estridente. Parecía una mujer mayor hablando en un mitin. Le decía hace un rato por teléfono a D. que deberíamos suicidarnos a los treinta y cinco años, puesto que no habría que ir más allá, mucho después tenemos un aspecto lamentable, físicamente. No deberíamos aceptar el principio de envejecer, deberíamos rechazar la idea misma de arruga. Argintescu ha empleado una expresión muy acertada: «banalidades superiores», «simplezas superiores». Es triste que un hombre de ingenio siempre esté a punto de ser brillante, a las puertas de la humorada... pero nunca del genio.

Explicar cualquier cosa por medio de Dios es optar por el camino más fácil. Dios no explica nada, ahí está su fuerza. Por otra parte, solo recurrimos a él cuando no nos atrevemos a afrontar una realidad y damos un rodeo. Él es ese rodeo. Tomo partido por los cátaros y por cualquier herejía perseguida por la Iglesia. Pero si una de esas sectas se hubiera impuesto, habría sido tan intolerante como lo fue el cristianismo oficial. Los cátaros, algunos de cuyos puntos doctrinales tanto me gustan, habrían superado, de haber salido victoriosos, a los inquisidores. Si queremos seguir estando en lo cierto, tengamos piedad sin ilusiones de cualquier víctima en general. 13 de septiembre. Al despertarme me he acordado de la profecía de Aleksandr Blok: «El mongol mira con sus ojos oblicuos la bella Europa agonizante». Acabo de encontrarme con C.V. Gheorghiu,1 sacerdote. Siempre incomprensible. No sé qué pensar de ese hombre. Es un abismo. Me cuenta su estancia en Turquía, junto al patriarca Atenágoras, su viaje a Grecia, después sus conflictos con los rumanos de París o de Rumanía. Actualmente oficia en una iglesia rusa que depende del patriarca de Moscú, y todo el tiempo habla pestes de los «bolcheviques». Ha trabajado con nuestra embajada de aquí y escrito al mismo tiempo contra el régimen comunista. Es una mezcla de loco, tunante, rastrero y Smerdiakov. El mismo malestar que hace diez años, durante el último encuentro que tuve con él. Realmente no sé qué pensar de ese hombre. Mi sentido psicológico cae en falta. Estoy, en cierto sentido, demasiado «occidentalizado» para poder comprenderlo. Encarna un fenómeno específicamente balcánico. Es una mezcolanza de rumano, ruso, cíngaro y griego. Lo que dije de él cuando lo vi por primera vez sigue siendo cierto: «Este hombre tiene demasiados defectos para no tener talento». Extremadamente obsequioso, pero en el fondo increíblemente agresivo y calculador. Cuando nos hemos

encontrado, me ha besado. ¡Dios! Que un hombre así haya llegado a cura, ¿qué mejor prueba de que la Iglesia está jodida? ¡Y esa pequeña cruz (¿o adorno?) que llevaba en el ojal! Lo que me sorprende es que no me inspire el asco que normalmente debería despertar en mí. ¿Por qué? Porque, como he dicho, está un poco o incluso muy loco, y por eso hay algo real en él. Y, en efecto, falta mucho para que todo sea mentira en él. Ayer hablaba con Paléologue de la situación de Rumanía. Y decíamos que es una lástima que no consiguiéramos desapegarnos, ser indiferentes. A decir verdad, es difícil lograrlo, porque es un país no realizado y maltratado por la Historia. Un francés o un inglés pueden decirse a sí mismos que su país ha cumplido su tiempo, de acuerdo, pero ha realizado aquello para lo que nació, ha cumplido con su deber. ¿Qué más da, por consiguiente, su futuro? Mientras que de un país que no ha podido realizarse por culpa de condiciones históricas, que no ha superado el estadio de la promesa, es difícil desapegarse, precisamente porque no ha vivido, porque ha sido sofocado de raíz. Puntos metafísicos de Leibniz. Esa expresión me parece del más alto interés. Cada vez que he empezado a dudar de mis previsiones siniestras, la historia ha venido a confirmarlas y a devolverme así la confianza. Lo peor ocurre siempre, sí, pero no en la fecha que habíamos previsto. Por término medio, me he equivocado en diez años en mis profecías. Cualquier previsión, incluso la más siniestra, se realiza, a condición de tener la paciencia de esperar un siglo. Schilem, que vino a verme hace un año, ha muerto de cáncer. Todo el tiempo que estuvo en mi casa (unas tres horas) parecía disculparse por ser judío. Estuve a punto de decirle: «Tus complejos son ridículos. Ser judío es algo, ser rumano no es nada en absoluto. Tienes la ventaja de estar abrumado con un destino prodigioso, ¿por qué estar avergonzado de él? Son los rumanos los que deberían sufrir tus complejos, puesto que ellos, en

efecto, ¿a qué podrían recurrir? No conozco nada más estúpido que el desprecio que muestran por los judíos. Deberían estar orgullosos de tener un número importante de judíos entre ellos». 15 de septiembre. Escuchado un programa sobre Federico II y Voltaire. ¡El rey ponía a Voltaire por encima de Sófocles, de Esquilo, de Virgilio! Desaconsejaba a los escritores alemanes practicar su propia lengua, en la que no se podía, decía, expresar ninguna verdad sutil, ningún sentimiento profundo. Lo que Francia fue en el siglo XVIII casi no tiene equivalente en la historia, puesto que es dudoso que Atenas tuviera, a ojos de los romanos ilustrados, el prestigio del que gozaba París en el extranjero, en la época de los salones. Todas esas cosas son conocidas y archiconocidas. Hablo de ellas, sin embargo, porque invitan muy particularmente a la tristeza, hoy que Francia y Europa occidental en conjunto ya no son ni siquiera la sombra de sí mismas. La Historia no es más que una sucesión de centros de interés y de poder. Quizá valdría más formular así esa evidencia: una sucesión de dimisiones. Todo lo que he escrito se reduce a un Pequeño Inventario de lo Insoluble. A decir verdad, he encontrado lo Insoluble en todas partes, en cualquier acto de vida, puesto que no hay salida para nada. Profundicemos en cualquier realidad, veremos en qué desemboca. Del 18 al 24 de septiembre, Saint-Émilion, Dordoña (¡Cadouin!), el Lot, el valle del Célé, la meseta en dirección a Livernon. Ir siguiendo el curso de los ríos y cascar nueces como los niños y los mendigos..., eso es la felicidad. Todos los defectos vuelven malvado; puesto que ¿qué es un defecto sino la conciencia de una limitación? Ahora bien, eso es lo que nadie puede soportar sin acritud.

No se trata de trabajar sino de ser. Eso es lo que olvidan los escritores, porque les interesa olvidarlo. Es normal el que descubre el secreto de sus aversiones. Ese es un conocimiento, una operación de la que pocos son capaces. I. me dijo un día: «Detesto a Sartre porque no me cita nunca». Solo un hombre de verdad es capaz de semejante confesión. 27 de septiembre. Tres horas de conversación con un periodista sobre Ionesco, cuya semblanza quiere hacer. De todo lo que le he dicho, solo ha anotado algunas anécdotas: nada importante. ¡Dos hojas como mucho! Me he esforzado para nada. Dos horas pasadas con Nicolae Comşa, quien, de vuelta de Rumanía tras veinticinco años de ausencia (¡dejó París en 1943 para ir a ver a su padre, que estaba enfermo!), me cuenta la suerte que han corrido nuestros amigos comunes. Tristeza de medio a medio. El juez Vâlcu, que durante diez años crió gallinas, e Ion Tatu, una especie de genio, que vendía helados. El remordimiento: una forma superior de insistencia, de machaqueo punzante, una desviación del pesar. 28 de septiembre. Me he encontrado con Pierre Nicol, al que no veía desde hacía muchos años, puesto que vive en Madagascar, y me ha citado unas palabras que yo le habría dicho hacia 1952: «Occidente es una podredumbre que huele bien». En efecto, un cadáver perfumado. Veo a algunos de mis amigos devorados por la ambición, desperdiciando su vida, envenenando su existencia, matándose a trabajar, cometiendo cualquier bajeza... ¿Para qué? Para que se hable de ellos. Anton Golopenţia..., el hombre más delicado que he conocido, el amigo exquisito cuya muerte en prisión (ocurrida hace quince años) me conmocionó.1

Ayer pasé tres horas en compañía de su hija, que es inteligente y encantadora. En el momento en que me despedía de ella, tenía una pequeña sonrisa y un destello en sus ojos que, de repente, me restituyeron la imagen física de su padre. Fue Golopenţia quien me descubrió el Rembrandt de Georg Simmel y quien me prestó el Zauberberg.2 1 de octubre. Furia, nerviosismo. Dos noches seguidas de frustración y aburrimiento. Se anuncia que el alma está desapareciendo en Francia... y seguramente en todas partes. «La plegaria del hombre triste nunca tiene fuerzas para subir hasta el altar de Dios.» (El pastor de Hermas, libro redactado hacia el año 140 de nuestra era.) La literatura contemporánea en Francia se reduce a las relaciones del lenguaje consigo mismo. A. Bosquet me ha pedido que escriba un texto sobre él para un número especial que le dedica una revista belga. He escrito uno pero sin complacencia y sin amabilidad. Dudo que se declare satisfecho con él. Pero todos esos amigos que te piden elogios acaban exasperándote. 3 de octubre de 1968. Gabriel Marcel me inflige una sesión de televisión, una obra de teatro, La tribu, en la que indígenas marroquíes actúan como actores de la Comedia Francesa. Luego, una sesión en que Nikita Magaloff toca Chopin adoptando aires lánguidos. La tele es una vergüenza, una abominación, y es desolador ver a un filósofo de ochenta años interesarse por semejantes payasadas. 4 de octubre de 1968. Pierre Nicol, que es abogado en Luméa (?), en Madagascar, cuenta que, en las altiplanicies, el robo de bueyes es una calamidad. Un chico no puede casarse si no ha robado alguno. Esa hazaña se considera una prueba de virilidad. Antes era el Consejo de los Ancianos

el que resolvía los litigios; hoy es la justicia. Se condena severamente el robo de un buey: ¡cinco años de prisión! Pero cuando el ladrón vuelve a su pueblo, una vez que ha purgado su pena, lo festejan, matan un buey, y hay una comilona general, con baile y orgía. Nicol ha conseguido sacar de la cárcel a uno de esos ladrones, pese a ser culpable. El individuo en cuestión, envuelto en su «toga», llega al bufete, extiende su toga en el suelo, se revuelca en ella y, en señal de reconocimiento, besa los pies de su abogado. He ido a la clínica psiquiátrica de la ciudad universitaria a ver a Jean-Yves Goldberg. Le he hecho una treintena de preguntas. Sus respuestas han sido tan lacónicas que no se podían encadenar. Una faraway look.1 Te tendía una mano ausente. No parecía tener miedo, y me ha dicho que no siente que su estado actual represente un cambio con relación a su estado anterior. Lo he dejado en la calle, sintiéndome más desamparado que él. Algunos minutos después, he divisado en la plaza de Saint-Sulpice a Henri Massis, una sombra fúnebre, avanzando lentamente, de vuelta de los infiernos para asustar a los transeúntes. Hace cuarenta años escribió Defensa de Occidente, un libro malo y vivo que dio mucho que hablar. Hace al menos treinta años que se sobrevive a sí mismo. Claudel explica muy bien por qué Pascal no marcó su vida. Es porque, al haberse convertido bruscamente, no pasó por todo un periodo de titubeos y de perplejidades en el que precisamente Pascal es útil para aquellos que todavía no han encontrado su camino. En efecto, Pascal es un pensador para incrédulos. De ahí su «perennidad». Toda la noche atormentado con la cara extraviada, impenetrable de JeanYves Goldberg. Una Esfinge: ¿es esquizofrenia? Existe un grado de silencio, rebasado el cual rozamos el estado de muerto viviente, la palabra es señal de vida, y por eso el loco que habla está más cerca de nosotros que el no loco taciturno, que no puede abrir la boca.

5 de octubre. Ese Arg. Amza..., ¡qué personaje! Me telefonea, me exaspera, quiero despacharlo..., entonces me dice: «No te puedes imaginar el placer que siento escuchándote. Es un placer enorme, monstruoso. Podría analizarlo en cuatro páginas...». Entonces quedo con él para esta misma tarde... He sacrificado dos años por mis compatriotas; ahora, se acabó. Me han devorado a medias. 7 de octubre. Velada con H. Michaux. Antes de separarnos, hablamos de la eventualidad —lejana— de una guerra que entrañara la destrucción de buena parte de la humanidad. Michaux me pregunta si eso me afectaría. Respondo que sí, pero que al mismo tiempo espero esa catástrofe, que preví hace tanto tiempo. Él me dice que le es indiferente que Argentina sobreviva si este mundo tiene que desaparecer. Acabo de leer el estudio de Simone Weil sobre la Ilíada. Visión equivocada. ¿Cómo puede decir que el mundo griego empieza con la epopeya y acaba con el Evangelio? ¿Qué hay en común entre Aquiles y el resto y los pecadores de Judea? ¡Hablar de ternura a propósito de la Ilíada! Y luego este juicio pasmoso: «Los romanos y los hebreos se creyeron, unos y otros, sustraídos a la común miseria humana, los primeros como nación elegida por el destino para ser la dueña del mundo, los segundos por el favor de su Dios y en la medida exacta en que lo obedecían. Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos, a sus súbditos, a sus esclavos; así que no tuvieron ni epopeya ni tragedias. Reemplazaban la tragedia por los juegos de gladiadores. Los hebreos veían en la desgracia la señal del pecado y por lo tanto un motivo legítimo de desprecio; veían a sus enemigos vencidos como horribles ante Dios mismo y condenados a expiar crímenes, lo que hacía que la crueldad estuviera permitida e incluso fuera indispensable. Por lo que ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono comparable al de la epopeya griega, excepto quizá algunas partes del poema de Job. Romanos y hebreos han sido admirados, leídos, imitados en

los actos y en las palabras, citados siempre que era preciso justificar un crimen, durante veinte siglos de cristianismo». («L’Iliade ou le poème de la force», La source grecque, pág. 41) «El Evangelio es la última y maravillosa expresión del genio griego, así como la Ilíada es la primera.» (Pág. 39) 10 de octubre. Jean Paulhan ha muerto. Fue un amigo, y después se convirtió en mi «enemigo». Cometió un error al pedirme un prefacio al último volumen de sus Obras completas. No acepté, e hice que el emisario que me había enviado apresuradamente le dijera que no podía escribir sobre él en el estado de ánimo en el que me encontraba en ese momento..., pero que hablaría de él en otra ocasión en un texto pensado, etc. Resultado: estuvo resentido conmigo desde entonces, y en el Premio de los Críticos movilizó a todos sus amigos en mi contra. Ese acto mezquino por su parte atenúa mi «pena». De todos modos, fue alguien. La jovialidad era el rasgo esencial de Paulhan. Sobre eso era precisamente sobre lo que no podía extenderme en la época en que me pidió que escribiera sobre él. He hojeado vagamente un libro de Karl Rahner sobre santo Tomás. Jerga pasmosa y repugnante. En el fondo, Heidegger, en lo peor que tiene, procede de la escolástica. No hay risa en el cristianismo. Solo podría adherirme a una religión en la que el Creador se riera de la Creación..., un dios burlón. Todo sería mucho más sencillo si aceptáramos a un dios burlón. Simone Weil es ridícula: ¡encontrar piedad en la Ilíada y crueldad únicamente en el Antiguo Testamento! En lo tocante a crueldad, la cosa está igualada. El Dios de los ejércitos no es más feroz —¡ni mucho menos!— que Zeus y su banda. Gengis Kan hizo llamar al mayor sabio taoísta de su tiempo, que lo acompañó en la expedición contra Samarcanda, Bujará...

Trató muy bien a los chinos. ¡En cuanto a que comprendiera una sabiduría tan sutil! Sin embargo, la crueldad es perfectamente compatible con cierto sentido metafísico... Ir al entierro de un amigo es señal de insensibilidad. No deberíamos permitirnos verlo en semejantes circunstancias. El otro día, en la conferencia de Elie Wiesel sobre el rabí Najman, cuando el conferenciante habló del orgullo del rabí, que decía que si los hombres supieran lo que le debían, se prosternarían todos ante él, oí a una mujer detrás de mí decirle a su joven vecina, su hija quizá: «¡Querida!». Paulhan me pidió que escribiera sobre él. Quería, pues, que lo juzgara. Creí oportuno no aceptar. Se enfadó. No estábamos hechos para comprendernos. Él era huidizo..., en el buen y en el mal sentido. A fuerza de escabullirse, acabó no siendo ya nada. Gengis Kan me recuerda a Guillermo el Conquistador. En ambos, una crueldad extraña, compleja. 13 de octubre. En la Antigüedad, tener una biblioteca era un privilegio que no tenían los particulares. Aristóteles parece haber sido el primero en poseer una. Los libros eran tan costosos que era prácticamente imposible acumularlos, a menos que uno fuera rey, tirano, etc. ¡Tiempos felices! Noica,1 a propósito de la palabra caída, escribe que también existe tragedia en la ascensión. Sí, en la medida en que presagia el batacazo. Bien sopesado todo, solo ha habido dos imperios: el romano y el mongol. Este supera al otro en extensión, en poder y, sobre todo, en fasto. Gengis Kan hizo matar a un historiador persa que lo describía en un estilo demasiado florido. Había creído que se burlaba de él. Guénon, Daumal..., fanáticos.

15 de octubre. Esta mañana, en la cama, he pensado en la gran suerte que tengo de no haber sido devorado por la sed de poder. A decir verdad, esa sed la conocí en mi juventud. Pero tengo el mérito de haber triunfado sobre ella. Al menos en ese plano puedo hablar de progreso. He aprendido a escribir a máquina sirviéndome de El último hombre de Blanchot. La razón es sencilla. El libro está admirablemente escrito, cada frase es espléndida en sí misma, pero no significa nada. No hay sentido que te enganche, que te detenga. Solo hay palabras. Texto ideal para tantear sobre el teclado de la máquina. Ese escritor vacío es, de todos modos, uno de los más profundos de hoy. Profundo por lo que entrevé más que por lo que expresa. Es el hermetismo elegante; o, mejor dicho, retórica sin elocuencia. Un pedante enigmático. Alguien, un periodista, lo dijo un día: un charlatán. Alarico decía que «un demonio lo empujaba contra Roma». «La mezcla de lo grotesco y lo trágico es agradable al espíritu, como las discordancias a los oídos hastiados.» (Baudelaire) Esos «oídos hastiados»..., es ahí donde hay que buscar la pasión por la música atonal. Gastamos más energía en una hora de conversación que en una hora de caminata. Todo el mundo está descontento de ser lo que es, salvo los franceses. No hay nada más innoble que un adulador. ¿Por qué? Porque ante él estamos indefensos. No podemos asentir sin hacer el ridículo a lo que pregona a nuestro favor: no podemos tampoco desairarlo y darle la espalda. Nos comportamos tontamente como si estuviéramos contentos con sus exageraciones. Él cree que nos la ha pegado y saborea su triunfo, sin que podamos desengañarlo. ¡Qué innoble!

Atila no marchó sobre Roma porque sus consejeros temían que tuviera el destino de Alarico, que murió poco tiempo después del saqueo de Roma, en el 410. Atila se dejó, al parecer, ablandar. Es increíble hasta qué punto la mente es poco capaz de prever, de admitir, de asimilar las catástrofes. A mi alrededor solo veo a gente que no quiere creer en ellas. Ello se debe a una reacción de defensa totalmente natural, pero también a una falta de cultura histórica. Ahora bien, ¿qué es la Historia sino la disciplina de lo peor? El que la cultiva se acostumbra a ella, incluso le coge gusto... No se atreverán (eso es lo que han pensado los checos recientemente..., hasta el momento en que han visto). Los romanos tampoco creían que Alarico se atrevería. Un hombre político que se niega a aceptar la idea de catástrofe es un ingenuo y prepara la ruina de su país. Estoy dando el último toque al Aciago demiurgo. ¿Lasitud, aburrimiento, «repugnancia» profunda? No habrá que olvidar esas reacciones cuando las encontremos idénticas en el lector. Un manuscrito que se ha guardado durante demasiado tiempo en casa se vuelve un huésped incómodo. No sabemos cómo deshacernos de él, cómo ponerlo de patitas en la calle. En ese momento de exasperación es cuando por fin vamos al editor. Es por masoquismo por lo que buscamos un sentido a cualquier cosa. Tengo intención de escribir un ensayo sobre la desmembración del Imperio romano. Releer a Gibbon, entre otros. Todo el ensayo tiene que inspirarse en la situación actual de Europa occidental, que evoca mucho la Roma del siglo V. Acabo de leer un libro sobre Genserico. Los libros de historia invitan al cinismo, tanto como los de biología y más.

El aciago demiurgo..., a lo largo del libro he abusado de la palabra vértigo. Hay que desechar alguna antes de entregar el manuscrito al editor. ¿Voy a escribir un artículo sobre la Völkerwanderung?1 22 de octubre. Acabo de pensar en las tías Marie y Thesi, como llamábamos a las dos hermanas en cuya casa, en Sibiu, nos hospedábamos. Sin duda, soy el único ser en el mundo que aún piensa en la existencia de esas dos solteronas..., ¡cada diez años! Recuerdo esa mañana en que la tía Marie vino a anunciarnos: «Kinder, Thesi Tante ist gestorben».2 Todos estallamos de risa..., nosotros, es decir, los cuatro rumanos. Ese Aciago demiurgo, por fin terminado, ninguno de mis libros me ha dejado tan indiferente. Y sin embargo es fruto de algunos años de malestares..., ¡pero no de trabajo, desgraciadamente! Quizá sea esa la razón por la que no siento ningún alivio, ninguna satisfacción de haberlo acabado. No me habrá costado ningún esfuerzo, así que no tengo ningún motivo para odiarlo ni tampoco para encariñarme con él. Determinar a partir de cuándo un pueblo pierde su genio. He hojeado el Diario de dos jóvenes sacerdotes italianos que hablan de la miseria en Sicilia con un tono de verdad, raro en los eclesiásticos. En cierto momento, ante una familia miserable, en plena indigencia, dicen que, para consolarla, estuvieron tentados de valerse de una cita bíblica, pero que vieron hasta qué punto sería inútil e incluso estaría fuera de lugar. Si la palabra nobleza tiene un sentido, este solo podría designar el consentimiento para morir por una causa perdida. Un manuscrito está terminado cuando cualquier mejora que se le hace no es en realidad más que un antihallazgo (!). Ayer, domingo (¿27 de octubre?), una treintena de kilómetros a pie. Siete horas de caminata más allá de Étampes. Momento ideal de otoño. Me gusta el amarillo tanto como detesto el verde.

Como le he dicho a S.: «El otoño está en su punto». 28 de octubre. Hoy he entregado al editor El aciago demiurgo. Alivio. En el punto en que estoy, acudir a un editor es entrar en contradicción con todo lo que pienso, con todo lo que creo. Pero necesito traicionar mis convicciones más íntimas, puesto que si mis actos fueran absolutamente conformes a ellas, dejaría de escribir, dejaría incluso de manifestarme de cualquier manera. Ahora bien, todavía soy capaz de sensaciones... A partir de cierto momento de su evolución, una nación ya solo tiene talento para la capitulación. 31 de octubre. He pintado terraza, paredes y reja, durante cuatro horas, en las que no he pensado en nada. Otro tanto ganado. 1 de noviembre. Toda la noche, un torturador invisible me ha pinchado con mil agujas. ¡No era un sueño, desgraciadamente! Cometí un error al socavar mis pasiones; no se puede producir nada sin ellas. Lo que se llama «vida» son ellas y nada más. 2 de noviembre. Acabo de escuchar un programa sobre el problema de la muerte hoy. Ninguna observación sorprendente o, al menos, conmovedora. He pasado de la visión poética a la visión objetiva de la irrealidad, del «sueño de la sombra» a la decepción rigurosa. He escrito en El aciago demiurgo que la señal de que se ha comprendido todo es derramar lágrimas sin razón, llorar sin motivo. Pensándolo bien, lo he encontrado cursi, y me he propuesto suprimirlo. Pero, al escuchar ayer el Réquiem de Mozart, he cambiado de opinión. Historia de la conversación..., me gusta ese título de un libro que no he leído y cuyo autor me es desconocido.

Cuando el Gran Ejército cruzó el Niemen, no encontró ninguna resistencia. Nadie. Napoleón se adentró solo a caballo en el bosque algunos kilómetros. Nadie. Es en momentos semejantes cuando es realmente extraordinario. ¿Quién, aparte de Alejandro, habría tenido un gesto así? Nunca he tenido «buena salud», pero he logrado no parecer demasiado enfermo. 3 de noviembre. Sueño fantástico cuando estaba a punto de despertarme. El mar encrespado, retrocediendo inexplicablemente, mientras unos polis avanzaban en el fango, en el que se debatían unos ahogados: algunos saltaban en el aire, despegaban realmente, como helicópteros. Siempre que he seguido mi «línea», he tenido motivos para felicitarme por ello. Tan pronto como, por una razón u otra, me he apartado de ella, he caído en lo falso. Mi yo es lo que sobrevive a la eliminación de todas las influencias que he sufrido. Cualquier «influencia» es mala mientras sea perceptible, sentida. Si es asimilada y superada, puede ser útil. Olvidar a todos aquellos a los que hemos admirado, he ahí un imperativo saludable. El hombre ha nacido de una voluntad de superación, y se ha convertido en locura de superación. Superarse, superarse siempre, esa es su manía, su enfermedad. Si hubiera sabido permanecer en sí, no franquear los límites de su ser, vivir en su fondo, en su capital, en lugar de extenderse y de querer acumular y conquistar, ¡qué criatura admirable no sería! Ayer le decía a un joven que, sin el cristianismo, san Agustín habría sido un escritor cualquiera de finales del mundo antiguo. Pero la nueva religión, que vino a socavar, a atacar su fondo pagano, suscitó en él una tensión de lo más violenta y de lo más benéfica..., literariamente, se entiende. Solo hay fuerte pasión cerca de un dios reciente.

5 de noviembre. Si por milagro desapareciera el miedo a la muerte, la «vida» ya no tendría ningún medio de defensa: estaría a merced de nuestro primer capricho. Perdería, por lo tanto, cualquier valor y quizá cualquier significación. Los sabios, al recomendarnos con tanta insistencia que nos liberemos de ese miedo, no saben lo que hacen. Ignoran que son destructores. He ido a la exposición de M. No tenemos derecho a hacer lo mismo, a repetirnos excesivamente. Tres lienzos habrían sido aceptables e incluso bellos. Veinte..., eso es abuso. ¿Por qué no cien, ya que estamos? El pintor, el poeta, el novelista, el filósofo, etc., trabajan, de acuerdo, según sus leyes, y siguen sus géneros: y si se repiten, lo que es inevitable, tienen que hacerlo siempre de otra manera. De no ser así, caerían en el automatismo. Si queremos pensar, tenemos que liberarnos del recuerdo. El pensamiento avanza, no vuelve atrás; o, si lo hace, es con vistas a una operación del espíritu que implica necesariamente el concurso del futuro. Hay que mirar hacia delante, si no nos enredamos en el pesar. La disposición elegiaca no es apta para el pensamiento, paraliza su desarrollo. El espíritu vive en lo posible aunque no ceda a ningún espejismo. Cuando miramos hacia delante, llegamos necesariamente a un resultado, por muy mediocre, por muy ilusorio que sea. Por otra parte, ser práctico es eso y nada más. Por eso rumiar el propio pasado nunca le ha ido bien a nadie. La idea cristiana de la vida después de la muerte es esencialmente práctica, «prospectiva». Nos aferramos al futuro, vivimos en proyecto, precisamente por delante de nosotros. El cristianismo es todo lo que es positivo. ¿Qué hay de sorprendente en que haya sido tan emprendedor en su carrera histórica y siempre haya favorecido la acción? En el Bardo Thodol, El libro tibetano de los muertos, se dice que, si nos impregnamos de la enseñanza que en él dispensa, es imposible olvidarla aunque un centenar de verdugos nos persigan.

Libro admirable, ilegible en la traducción francesa, hecha por una buena mujer. Leído algunas páginas de Orlando, de Virginia Woolf. Hay que decir que no he tenido suerte, puesto que he topado con aquellas en que se burla de los salones, y del siglo XVIII, especialmente de Madame du Deffand, a la que trata con una superioridad ridícula al decir que de todo lo que dijo y escribió la gran ciega no quedaban, como mucho, más que tres ocurrencias en el fondo bastante insignificantes. He tirado el libro, que me ha parecido exasperante. El círculo de Bloomsbury no valía, seguramente, lo que valía el de la amiga de Walpole. El cristianismo..., ¡qué sádica empresa! La aproximación es la única certeza que concibo. No escribir sobre nadie. Pensar en realidades y no en problemas, en las cosas y no en las ideas. Los problemas y las ideas son impases o culminaciones. Lo importante es pensar —o creer pensar— a partir de lo viviente. (Hay que pensar a partir de uno mismo. Pero en apariencia es lo más fácil, en realidad lo más difícil, puesto que solo se logra si se ha tenido la suerte de acumular desastres secretos.) 7 de noviembre. Bazar del ayuntamiento. La pesadilla de la opulencia. Acumulación fantástica de todo. Una abundancia que inspira náuseas. Y es la tienda más barata de París. Se comprende el asco que sienten los jóvenes ante la sociedad de consumo. Pero ¿cómo detener ese proceso de multiplicación de los objetos? En las condiciones actuales, es fatal. Y solo podría ser realmente detenido con la destrucción, no de esa sociedad, sino de cualquier sociedad. La fisonomía de esas tiendas cambia completamente cada cinco años. Antes, se producía y se vendía durante un siglo el mismo modelo de objetos, excepto por algunas florituras.

Los lobos son muy sociables. Tienen su lenguaje propio. Un inglés que los ha estudiado cuenta que en Alaska, cuando se hacen una visita (!), avisan mediante cierta forma de aullido y que esa señal se transmite de lobo a lobo, a través de los territorios que ocupan, de manera que están prevenidos de la llegada de este o de aquel con mucha antelación. A lo largo de los siglos, el hombre se ha agotado creyendo. ¡Ha dedicado tan poco tiempo a la duda! Ha pasado de creencia en creencia, de una convicción a otra, y sus dudas no han sido más que los breves intervalos entre sus entusiasmos. A decir verdad, no eran dudas sino pausas, momentos de descanso consecutivos a las fatigas de la fe, de cualquier fe. Estoy hecho para la invectiva y para la oración sin palabras. Explosión y mutismo. La quietud, a partir del siglo simple mirada».

XVII,

era llamada por algunos «oración con la

8 de noviembre. En el Breviario logré la hazaña de reunir retórica y escepticismo. No alardeo de ello, muy al contrario. La insolencia solo es aceptable en los locos. (Por otra parte, la insolencia es una forma de locura, el primer grado de la locura. Ser insolente es no conocer nuestra propia pequeñez, nuestra propia insignificancia, nuestros verdaderos límites..., es, con otras palabras, estar desequilibrado. El equilibrio significa saber lo que somos y lo que valemos, conocer nuestras insuficiencias y querer remediarlas, discernir nuestros límites y atenernos a ellos.) Creo que yo sería muy diferente si hubiera podido vencer el estupor de ser hombre. Hace un rato, una joven sueca me ha abordado en inglés para pedirme dinero. Le he dado algo —no mucho, a decir verdad—, y cuando he querido decirle que yo estaba, como ella, en el paro, no he encontrado la palabra

inglesa... Todos esos jóvenes que me piden dinero porque se imaginan que soy rico. Ven que llevo sombrero, lo que a la vez es señal de holgura y, ¡ay!, de vejez. No puedo decirles que el sombrero está más relacionado con mis resfriados que con mis medios... Acabo de hojear el último número de Éphémère. Poesía vitrificada. Oscuridad... transparente, fría, deliberada, muerta. Versos vidriosos..., en el sentido en que se dice de los ojos vidriosos. Solo como un monstruo. ¿Quién encarna mejor la idea de soledad, Dios o el diablo? Napoleón le dijo a Metternich que para él un millón de hombres no contaba. «¿Qué me importan, a mí, un millón de hombres?» Cualquier orden de grandeza, cualquier grado de excelencia, llevado al extremo roza lo monstruoso. El santo es también un monstruo..., en el sentido en que Dios lo es, como el conquistador lo es en el sentido en que el diablo lo es muy seguramente. Es monstruoso todo lo que es único e inspira admiración, es decir, asombro, es decir, mezcla de fascinación y miedo. Un monstruo, por muy horrible que sea, nos atrae secretamente, nos persigue, nos atormenta. El monstruo realiza exteriormente lo más profundo que hay en nosotros, es el aumento fantástico de nuestras ventajas y de nuestras taras íntimas. El monstruo es nuestro abanderado... Las mayores desgracias son las desgracias previstas. Epicuro y Heráclito deben muchísimo al hecho de haber sobrevivido solo en fragmentos. Un filósofo gana siendo completado por sus discípulos, aunque lleguen dos milenios después. Su misión es imaginar lo que contenían las partes desaparecidas, y colmar lagunas a voluntad.

Lo que me parece bonito es que los estudiantes, durante los acontecimientos de Mayo, no hayan recurrido ni a Gide, ni a Valéry ni a Claudel, sino a Artaud, que apenas era conocido y seguramente era despreciado por esas tres estrellas. Lo que me gustaría escribir es un libro de consuelo, una Imitación para descreídos. Pero estoy demasiado dividido conmigo mismo, y demasiado tentado por la ironía, para poder, ya no digo llevar a buen término esa tarea, sino siquiera empezarla. Son los contemporáneos los que mejor captan las ridiculeces de un escritor. Anoche leí un fragmento de un artículo en el que Möller parodia el estilo de Kierkegaard. Este es tan venerado ahora que si alguien se entregara a un ejercicio como el de Möller, se descalificaría a sí mismo. Y sin embargo Möller captó muy bien lo irritante de los escritos de Kierkegaard..., cuya prolijidad es completamente intolerable. Nunca se ha sido tan profundo con tanta afectación. La vida no es irreal, es el recuerdo de una irrealidad. Para mí, Dios no es nada. Y sin embargo conozco, como cualquier otro, esos estados de invocación que hacen de Él algo más importante que nada. La necesidad física de algo supremo, digamos de Dios, solo aparece de verdad en la desolación. Esencia del abandono. Solo somos abandonados realmente por Dios. Los hombres solo pueden dejarnos. Un creyente que ha perdido la fe, la «gracia», podría, con toda la razón, acusar a Dios de traición. La famosa «agresividad» que Freud presentó como un gran descubrimiento es uno de los componentes esenciales del Pecado original. El psicoanálisis es en lo esencial tributario de la teología. En uno y en otra, la misma visión despiadada del hombre.

El genio indefenso..., un librito muy malo publicado en una colección médica que he hojeado en una librería. En él se cita, entre otros, a Hume, a Gibbon, a Swift, a Kierkegaard, es decir, espíritus francamente apasionados. 13 de noviembre. Resaca. Anoche —esta mañana, mejor dicho—, en la cama, pensé que debería escribir un ensayo sobre la atención al tiempo. Puesto que es a la exasperación, al aguzamiento de esa atención, a lo que se reduce mi enfermedad de todos los días. Esta mañana, pues, al despertarme, la primera sensación que he tenido ha sido la del transcurso de las horas, de las horas independientes de cualquier acto, de cualquier referencia externa a ese transcurso como tal. Esa conciencia desesperada del tiempo ha sido mi azote toda mi vida. Desde mi infancia he percibido la disyunción del tiempo de todo lo que no es él, desde la infancia he sentido la existencia autónoma del tiempo, su estatus separado del del ser, su reinado propio. El reinado del tiempo, el reino del tiempo, el imperio del tiempo. Recuerdo perfectamente aquella tarde de verano —yo debía de tener cinco o seis años— en que todo se vació a mi alrededor, y ya solo me quedó la sensación de un paso sin contenido, de una fuga en sí, de un transcurso que me dio miedo. El tiempo se desprendía del ser a mi costa. Ya no había mundo, ya solo había tiempo. Desde entonces, ya solo vivo accidentalmente en el acontecimiento; ya solo vivo en la ausencia de acontecimiento, en el tiempo que no se rebaja al acontecimiento. Quizá el infierno no sea más que la conciencia del tiempo. Sin la facultad de olvidar, nuestro pasado pesaría tanto en nuestro presente que no tendríamos fuerzas para abordar otro instante y, por así decir, entrar en él. Por eso la vida les parece tan soportable a las naturalezas ligeras, a aquellas, precisamente, que no recuerdan. 16 de noviembre. Bodhidharma (?), quien introdujo el budismo en China, se quedó dormido un día en plena meditación y, para castigarse, se cortó los párpados.

«Dios no está libre de pecado puesto que hizo el mundo» (proverbio búlgaro). Seguramente es un proverbio bogomilo.1 En el fondo, el hombre, en lugar de imitar a Dios, debería haber hecho lo contrario: descrear. Pero me parece que empieza a hacerlo, y que incluso lo logrará. Concierto n.º 17 en sol mayor (?) para piano y orquesta de Mozart. Barenboim. Tan bello y tan desgarrador como el concierto para clarinete. De inmediato te invade una melancolía que ya no te abandona. Hoy he encontrado al Mozart que me gustaba y sobre el que escribí en París, en 1935, un pequeño texto publicado en Vremea: «Mozart y la melancolía de los ángeles». Todavía a propósito del concierto de Mozart. ¡Es extraordinario hasta qué punto puede colmar la melancolía! Nada cuenta en comparación con ella. Prajāpati se inmola voluntariamente, se desmiembra: cada parte de su cuerpo da nacimiento a algún sector del universo. El universo como desmembración de Dios. Servirse de las mitologías y de las teologías para confidencias indirectas. Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de Haydn, por el cuarteto danés. Es mucho más bello sin coro. P.V. me dice que la Rusia actual se parece a la de Nicolás I. La analogía es solo aparente. Puesto que, en la primera mitad del siglo XIX, Occidente era vigoroso, existía: estaban Inglaterra, Francia, Prusia, mientras que actualmente todos esos países son semificciones. Rusia quizá no sea conquistadora; pero el vacío occidental la atrae y es posible que un día no pueda resistirse a las ganas de llenarlo. 17 de noviembre. Nieva copiosamente. Toda mi infancia se despliega ante mí.

Sigo hechizado por el concierto de Mozart. La melancolía como límite, como grado supremo de inadhesión al mundo, es lo propio de las almas religiosas que no pueden creer. La melancolía es estacionaria: no avanza hacia Dios, impide la fe. Lo repito: se trata de la melancolía, que no permite un estado más fuerte, más intenso que ella (desesperación, etc.), y que es el máximo que se puede alcanzar de rechazo de este bajo mundo. 17 de noviembre. Hace un rato estaba en la cama tras haber echado una cabezada por la tarde. Al despertarme, imposibilidad de levantarme por culpa del frío. Y pensaba en tantas horas antaño pasadas de la misma manera, y pensando en todo y en mí. Me decía: «Así estarás en tu tumba, solo, solo, solo». Hay que decir que esos momentos en los que tomamos conciencia, con una intensidad extrema, de nuestras justas dimensiones, por lo tanto de nuestra inexistencia, son los más verdaderos, los más defendibles, por consiguiente los más ricos en argumentos: tienen la evidencia de su lado, si no la profundidad. Esa nieve que veo en los tejados despierta las neurosis paradisiacas de mis primeros años. Vivimos, si no la hemos superado, la última fase del Dios de los dos Testamentos. ¿Qué otra divinidad se ha desmigajado de una manera tan regular? Cuando los dioses se desmigajan, aparecen señales. Se puede decir que nuestra civilización actual es el conjunto de esas señales, que todo el mundo percibe pero que cada uno interpreta según sus presentimientos o sus esperanzas. Tu pesar por no haber vivido en el siglo IV o en el siglo V de nuestra era es ridículo: vives esa misma época ahora. Tienes que felicitarte por una suerte que te permite y te permitirá ver cosas inauditas. Tengo que dejar de pensar en el tiempo si quiero integrarme en él.

Si quiero recuperar el tiempo, es preciso que lo destruya en mi conciencia, que ya no lo perciba como algo distinto de mí. 18 de noviembre. Cuando veo quién es conocido, me sorprende haber esperado alguna vez serlo. Koestler critica el zen como periodista. No sabe nada de él pero discierne muy bien algunos aspectos dudosos. Son sus encuentros los que son significativos. Así, habla de un bonzo que llegó al estado de Buda y que acababa de comprarse un aparato de televisión... No pedir nunca a nadie que escriba sobre mí. Creo que nunca lo he hecho. Es, en cualquier caso, algo horrible. Y sin embargo eso es lo que hace cualquiera que te haya hecho un favor y, lo que es más grave, cualquiera que tenga derecho a creerse amigo tuyo. Hojeado una obra sobre la crítica. Todo lo que es teoría literaria me saca de quicio. Se ejercitan en ella los que no sienten nada por sí mismos. El defecto de la literatura francesa es que la crítica siempre ha desempeñado en ella un gran papel. ¡Un escritor que tiene en cuenta tesis de algún Aristarco! Boileau y la Academia, los dos desastres de las letras en Francia. Menos mal que Saint-Simon, que no se consideraba escritor, hizo rancho aparte. Sigo bajo el hechizo (en el sentido fuerte) del concierto de Mozart. ¿Qué ha podido tocar en mí, qué cuerda secreta? En Mozart hay el recuerdo de otro mundo, de algo de lo que nuestra memoria ya no conserva ninguna marca. Sartre ha logrado imitar bien a Heidegger pero no a Céline. La imitación es más fácil en filosofía que en literatura. Ese ambicioso que se imaginaba que bastaba con querer para tener talento ni siquiera ha conseguido dar la ilusión de la «profundidad», lo que es muy fácil para cualquier filósofo que usurpa las letras.

18 de noviembre. En el almuerzo he hablado con una chica de dieciocho años, es decir, con alguien que tiene cuarenta años menos que yo. La diferencia es a la vez fantástica y lamentable. Hay, tengo que reconocerlo, cierto placer en charlar con alguien que no está de vuelta de nada. Hasta las mentes muy agudas dicen tonterías. Así, Chamfort trata a los jansenistas como a una banda despreciable, y le sorprende que una secta semejante haya tenido partidarios como Pascal y Arnauld. Después de tanto tiempo, he vuelto a escuchar a Wagner, el primer acto de La valquiria. Pues bien, la antigua seducción todavía actúa hasta cierto punto. Esa repetición interminable de un mismo motivo acaba arrastrándonos, y estamos fascinados por agotamiento. Ya no tenemos ganas de resistir, de hacer obstrucción, volvemos por un momento al viejo entusiasmo. Seguramente hay algo falso en Wagner. ¡Pero qué fuerza en lo creado! No es un dios, como creía Mallarmé; es un semidiós. Nietzsche lo envidiaba, sus ataques equivalen a una desacreditación. Y es a él, y no a Wagner, a quien escuchamos hoy. Los envidiosos, los mezquinos, los acechantes, los injustos siempre acaban ganando. La repetición insistente de un motivo en literatura es exasperante (salvo en el caso de los orientales, si pensamos en los textos búdicos); en música acaba volviéndose obsesiva; te entra en la sangre. De ahí viene el efecto del canto gregoriano y de todas las plegarias cantadas, rítmicas: son una técnica perfecta para inundar las «almas». He leído que, en Bombay, de tres millones y medio de habitantes en 1959, había setecientos mil que dormían en la calle. Dentro de cincuenta años, un tercio de la humanidad dormirá fuera. He dejado de creer en la destrucción, es decir, todavía creo en el futuro de la destrucción, pero sin añadirle ninguna nota sentimental, ningún matiz de entusiasmo. Estoy en la situación de un demonio desengañado.

El Diablo es un fanático, un esperanzado: cree en todas las pamplinas del romanticismo. El desengaño del diablo equivale a la «muerte de Dios». Puesto que un diablo que ha dejado de ser emprendedor ha caído tan bajo como un dios difunto. 19 de noviembre. En la biblioteca del Instituto Católico, escena grotesca. Entro en el baño, y un empleado de la limpieza extranjero, con voz de castrado pero muy agresiva, me dice que no debo entrar: está limpiando y hay agua por todas partes. El tono con el que me ha hablado me ha exasperado y yo le he respondido con mi propio tono, el tono de los grandes días. Estaba literalmente fuera de mí. Ha faltado poco para que le saltara al cuello. Esas reacciones están ligadas a la locura, no hay ninguna duda de ello. Estoy hecho para comprender a fondo a los locos furiosos y a los locos apáticos: llevo las dos formas de demencia dentro de mí. He hojeado unas cartas de Teilhard de Chardin escritas durante la guerra. En una de ellas, fechada en Pekín, deplora que Hitler, al asociarse con los rusos y con los japoneses, haya tenido que renegar de una de sus teorías más preciadas: el racismo. ¡Una «pérdida espiritual» para él, para Hitler, tiene que resultar de ello! Hablar de «pérdida espiritual» refiriéndose a Hitler es hacer muestra de una penosa ingenuidad. No menos penoso e ingenuo es el comentario que hace el padre respecto a la posguerra: como resultado de la tensión general en todo el mundo, ¡qué fuerzas constructivas no se liberarán desde el fin de las hostilidades! Y todo por el estilo. Es optimismo a prueba de bomba. He ahí a un hombre que no ha aprendido nada de los gnósticos, ni siquiera del catecismo. Uno sufre por estar del lado de la Iglesia, por admitir la legitimidad de su desconfianza respecto a una doctrina que no aporta más que ilusiones y delirio. ¡Qué imbécil, ese jesuita! Sus gustos literarios: encuentra El idiota casi ilegible y solo recuerda de él un pequeño párrafo, más bien insignificante para mi gusto, que le gustó y que cita. En cambio, habla a menudo de las novelas de Sartre, que lee atentamente, afortunadamente sin admirarlas.

Lo importante es que Dostoievski no lo engancha. ¿Hay algo más revelador y más comprometedor? ¿Qué mejor prueba de indigencia espiritual? ¿De dónde proviene mi miedo a todo? De un desequilibrio nervioso, sin duda. Pero también de la idea que me hago de los seres, de todo lo que se mueve. Desconfío de lo existente como tal. Tengo miedo de lo que es, no de lo que no es. Panikkar hace una observación muy acertada: si la India sobrevivió a los mongoles, a los musulmanes e incluso a los ingleses, lo debe al sistema de castas. Es más fácil destruir una sociedad igualitaria que una sociedad compartimentada. No creo haber recibido una sola carta de un desconocido que fuera normal. De un desconocido, por supuesto, que me haya escrito entusiasmado, al que yo haya aportado algo y que me confesara que sentía que tenía afinidades conmigo. Ruinas humanas, caídos, desgraciados, enfermos, desgarrados, incapaces de inocencia, atormentados, golpeados por toda suerte de dolencias secretas, cateados en todos los exámenes de este bajo mundo, arrastrando tras de sí su joven o su muy viejo desasosiego. Nunca me pidieron nada, puesto que sabían que yo no podía ofrecerles nada. Solo querían decirme que me habían comprendido... Es curioso cómo, desde hace algún tiempo, vivo con la obsesión de una explosión inminente; me parece que la oigo. Muchos años atrás, cuando escribía La tentación de existir, tenía la sensación de un próximo hundimiento, del batacazo, de la ruptura, del desmoronamiento. Todo eso es ansiedad en un grado anormal. Hay que resignarse a ella y dejarla que se agote por sí misma. Porfirio comienza su Vida de Plotino con estas palabras: «El filósofo Plotino, que ha vivido en nuestros días, parecía avergonzado de tener un cuerpo».

No conozco principio más brillante. Es lo extraordinario de entrada. Siempre habría que arrancar así, con lo esencial. Modelo de diatriba filosófica: el ataque de Plotino contra los gnósticos. Ejecución perfecta, rigurosa, pero no necesariamente convincente. Leyendo (releyendo sería más acertado) la Vida de Plotino, de Porfirio, he pensado en Wittgenstein. Dos espíritus misteriosos y... generosos, dos santos incanonizables. Soy un escéptico devastado por toda clase de nostalgias. Ahora bien, cualquier nostalgia arrastra restos religiosos. Un escepticismo amenazado por la nostalgia. 21 de noviembre. Durante dos horas he intentado reparar el lavabo, donde había una fuga. Lo he conseguido pero me he hecho daño en la mano. Mis aventuras como fontanero siempre acaban de esa manera. Habría que acostumbrarse a la visión de la sangre. El objeto solo tiene realidad para el trabajador manual. No tiene ninguna para el que habla de él en abstracto. Esta tarde, en la cama, he pensado en las batallas de Napoleón, después en algunos de mis amigos, que bregan hasta la locura para que se hable de ellos, en tantos y tantos escritores que conozco personalmente o por su reputación, y luego me he remontado en el pasado hasta Plotino, y me he dicho: «¿Qué forma de vida representa un error menor que otra? ¿A quién preferir?». Mi conclusión ha sido de una complacencia a prueba de bomba: al que permanece tumbado y medita sobre lo que los demás hacen. ¿Pereza o sabiduría? ¿O reacción de pobre diablo que se resigna? Lo que importa es que, al optar por mi forma de vida, por mi «solución», no he tenido ni por un segundo la sensación de que quisiera justificarme, excusarme; al contrario, lo creía y sigo creyéndolo en este momento; mi punto de vista es el único que se puede defender de manera absoluta.

A veces pienso que he llegado a los límites de la conciencia, es decir, que ya no hay nada inconsciente ni instintivo en mí, que no solo soy el que se ve, sino el que ha agotado el fenómeno de verse y que, por lo tanto, ya no tiene ninguna reserva de existencia que le permita desdoblarse, mirar la existencia, y mirarse mirándola. 22 de noviembre. Esta mañana, hacia las tres, de la Escuela Militar al Odéon tomé unas callejuelas completamente solitarias. Ni rastro de hombre. Frío. Y se me ocurrió la idea de que caminaba por una ciudad en la que todos los vivos habían sido aniquilados instantáneamente (¿guerra bacteriológica?). Ninguna angustia ni satisfacción. Y me dije que nos amoldamos rápido a la condición de supervivientes. Mi debilidad es no ser nunca superior al daño que hago. De nuevo, arrebato de furia. ¿Es posible que deje pasar los días como lo hago? ¡Hace meses que no escribo nada, nada, nada, nada! ¡Me revuelvo como una puta sin clientes, hablo pestes de todo y me maldigo a mí mismo! O me consuelo de mi esterilidad y de mis fracasos entregándome a esa voluptuosidad de saber que ya no existo para nadie. ¡Como si alguna vez hubiera existido! Invento ese olvido, que, falso o real, me genera una amargura apaciguadora. ¡No existir ya para nadie! Pero todo el mundo, tarde o temprano, llega necesariamente a eso. Es el gran consuelo del vencido. Una desgracia de la que no he conseguido librarme: la dulzura de la conmiseración hacia uno mismo. Esta mañana he pensado de nuevo en las posibilidades que ofrece el suicidio. Y he superado rápidamente mi acceso de furia. Habría que grabar en el frontispicio de los ayuntamientos y de las iglesias: Todos somos unos vencidos. Es más fácil vivir con ese lema que con falsos boletines de victoria. He leído en un libro de crítica, a propósito de un poeta del siglo pasado: «Indignado con las monstruosidades de la historia, pero desarmado ante el interés de su mecanismo». ... Ese es exactamente mi caso.

Sentirse vigilado por Dios, no es en absoluto seguro que el hombre experimente alguna vez en el futuro esa sensación. Cuanto más avance la historia, más desconfiará el hombre de sí mismo, y un día conocerá el miedo absoluto ante sí mismo. Estamos en el punto en que el Pecado original ha empezado a dar sus frutos, ¿qué digo?, en que ha dado realmente sus frutos, en que es abolido por la perfección de su obra y en que el hombre entra en la fase decisiva de su maldición. Se encamina hacia su estadio histórico. Físicamente, el hombre sobrevivirá a la historia, a su historia. El pecado original habrá agotado entonces todos sus efectos. No creo en el Pecado en el sentido cristiano. Pero creo que el hombre es un animal marcado, que padece realmente una tara inicial, y gracias a ella pasó rápidamente de la condición animal a la condición humana. ¿De qué naturaleza es esa tara? No puedo definirla, pero mucho me temo que reside en la fuerza de una ambición mayor que el ser que la experimenta. Ambición desproporcionada a las fuerzas del hombre, y que se ha insinuado en este para empujarlo fuera de sus límites. Puesto que, en todos los aspectos, el hombre ha intentado —con éxito— salir de su naturaleza y alejarse de ella trágicamente. Se puede atribuir a una tara esa fuerza centrífuga, esa fuerza funesta que lo aleja de sí mismo; cuanto más busca su verdadera naturaleza, más se aparta y huye de ella, y, cuando llegue al extremo de esa huida, reventará o se hundirá. Esa tara está en el origen de sus hazañas, ella es la causa de su éxito e, implícitamente, de su ruina. Poshistoria. Veo claramente al hombre, una vez terminada su carrera y cuando ya no tenga nada que decir. Mis dos obsesiones, que, a decir verdad, no son más que una: el Pecado original y el fin de la historia, el comienzo y la interrupción del hombre. Cuando se nos anuncia una mala noticia, un fracaso que nos esperábamos, el orgullo nos obliga a decir: «Qué le vamos a hacer» o «Me da igual», etc.

Siempre, sin ninguna excepción, esa indiferencia es afectada. Lo que se llama un «fracaso doloroso» es un fracaso esperado, sobre el que hemos rumiado durante mucho tiempo. Cuando se nos avisa de que efectivamente ha ocurrido, de que está ahí, todas las horas que le hemos dedicado, durante las cuales era el único objeto de nuestras «meditaciones», se suman unas a otras y se confunden en una misma decepción que solo podemos disimular dándonos aires de indiferencia y de superioridad. Pero cuanto menos puede manifestarse esa decepción acumulada, aritmética, más nos devora en secreto; escuece, nos quema a fuego lento. Nada consume más que ella, y únicamente porque no nos atrevemos a proclamarla. E.B. se pone a polemizar con Koestler a propósito del zen. ¿Por qué discutir con periodistas? Es porque el mismo E.B. es uno de ellos... de teología. Solo combatimos a alguien que se nos parece, si estamos al mismo nivel que él. Quererse, odiarse, es reconocer que se es de la misma calaña. Estar por encima de los propios sentimientos, más allá de cualquier condición. Para comprender a los demás hay que estar obsesionado con uno mismo hasta el asco, pues ese asco es un síntoma de salud, una condición necesaria para mirar más allá de las propias miserias. El acto supremo de la vida espiritual es la renuncia. Tener bienes es grave; pero lo que es mil veces peor es estar apegado a ellos. Puesto que el apego como tal es la fuente de todos los males, y el desapego, la causa de todos los verdaderos bienes. 26 de noviembre. Querría escribir algo sobre el problema del nivel espiritual. Pero no estoy seguro de que sea capaz. Pienso de repente en ese cementerio de Răşinari en el que mis pobres padres se han confundido con la tierra.

«Dios mismo no está libre de pecado puesto que creó el mundo.» Ese proverbio búlgaro que cité aquí, creo, hace algunos días no deja de atormentarme. Debería haberlo puesto como epígrafe del Aciago demiurgo. Soy espiritualmente, y geográficamente, un bogomilo. Todo lo que me pone en desacuerdo con el mundo me es consustancial, es mi bagaje de nacimiento, mi patrimonio hereditario. He aprendido muy poco por medio de la experiencia. Mis decepciones siempre me han precedido. 26 de noviembre. Este tiempo primaveral, este veranillo de San Martín, me sume en una melancolía... radical. No entiendo por qué Kierkegaard luchó contra la Iglesia. Desde que he dejado de atacar, de pelearme por escrito, ya no comprendo la indignación de los demás, y no me puedo creer que un espíritu que abordó los grandes problemas pudiera aún arremeter contra instituciones. Mi escepticismo, la larga práctica que tengo de él, ha acabado embotando mis garras. Demasiado tiempo tras los barrotes, la fiera no se digna —o ya no puede— precipitarse sobre nadie; el escepticismo es la jaula del filósofo, que pierde en ella sus instintos; después, es libre, de acuerdo, más libre incluso que cualquiera, pero su libertad ya no le sirve para nada. Es libre en un desierto. ¿El escepticismo? Una libertad total e inutilizable. Desde hace mucho tiempo, desde mi primera juventud, sé que no soy bueno para nada en este bajo mundo. Por eso, y únicamente por eso, he adquirido una especie de dimensión religiosa. Sí, soy un hombre sin empleo «terrenal», alguien al margen de lo que hacen los demás. Mi vocación es la de un irrealizado. Cuantos más progresos «interiores» hacemos, más disminuye el número de aquellos con los que realmente podemos comunicarnos. Al final, los perdemos a todos y ya solo nos queda lo Importante.

Un fracasado de la Duda y un fracasado del Éxtasis. Creo haber logrado bastante bien ese doble fracaso. La enfermedad te proyecta fuera de la Especie. Cualquier enfermo está al margen de la zoología. Un ejército que avanza no tiene la sensación, ni siquiera el presentimiento, de la derrota. La humanidad se arrastra hacia delante y cree que va hacia la victoria. Adónde va realmente solo lo adivinan los que se han retirado de esa marcha, los que adivinan su final. La verdad solo se le revela al rechazado, a aquel que jamás firmará un boletín de victoria. Durante la guerra del 14, mis padres fueron deportados por los húngaros; nosotros, los niños, nos quedamos con nuestra abuela y una de nuestras tías, Stanca (?). Esta nos contaba, todas las noches, historias terroríficas de raptos de niños, de crímenes cometidos por demonios, de baños a medianoche en el río cercano, en el que retozaban hadas desnudas y nefastas... Esa loca había conseguido asustarnos, hasta el punto de que ninguno de nosotros se atrevía a salir a la oscuridad. Mi hermana, especialmente, debió de quedar marcada para toda su vida. Y yo mismo he arrastrado a través de los años algo de esas noches en que nos quedábamos petrificados mirándonos mudos mientras esa tía maldita hablaba, hablaba... «El peor tipo de hombre es aquel que presenta en estado de vigilia las características que le encontramos en estado de sueño.» (Platón, La República, 576b.) Cita para comunicar a Michaux, a propósito de Temperamento nocturno. La verdadera felicidad es el estado de conciencia sin referencia a nada, sin objeto, en el que la conciencia disfruta de la inmensa ausencia que la llena.

Hace un rato me he encolerizado al escuchar las noticias en la radio. He sentido que me «hervía» la sangre. En ese momento habría sido capaz de cualquier cosa. Y luego he recordado que tengo que controlarme y no dejarme llevar más. La sabiduría quizá es una invención de los pueblos vivos, crueles. Los japoneses se consagraron al zen como a un antídoto y a una salvaguardia; vieron en él un arma contra sí mismos, un remedio elaborado por su carácter para defenderse de sus propios excesos. Solo un individuo —o un pueblo— capaz de exceso elabora una sabiduría y se consagra a ella. Alguien por naturaleza moderado no tiene necesidad de ella; son excitantes lo que más bien secretará. (Esas explicaciones por medio de la necesidad de compensación se vuelven a la larga fastidiosas; además, son demasiado fáciles: todo el mundo recurre a ellas..., por pereza mental, por automatismo, por moda. Servirse de ellas es parecer ingenioso, y estar al día. Antes, se prescindía perfectamente de ellas; eran tiempos, es cierto, en que a la gente se le pedía sabiduría y nada más.) Ya no leo en alemán. Hace meses que no leo hasta el final un solo libro en esa lengua, que tanto me sedujo. Definitivamente, forma parte de mis entusiasmos pasados. Hay muchos elementos que intervienen en ese abandono. ¿Para qué enumerarlos? Citaré solo uno: no tengo la mente lo bastante clara para practicar durante mucho más tiempo sin riesgos un idioma que invita al equívoco, que incluso vive de él. Kierkegaard es profundo, seguramente. Pero también es prolijo: por ese defecto hizo una carrera tan grande entre los profesores. (Su prolijidad solo puede compararse con la de Platón, no, es mucho mayor. Esos solitarios sufren de demasiada abundancia. Hablan poco; cuando escriben, ya no pueden parar. Vemos que la conversación tiene algo bueno: disminuye el entusiasmo ante el papel en blanco.) Lo que me atrae de los místicos no es su amor a Dios, es su horror de este bajo mundo, por el cual les perdono todos esos suspiros de felicidad en los que tanto se prodigan.

Nunca he podido leer a Lautréamont hasta el final. Recuerdo haberlo intentado por primera vez en Bucarest, hacia 1930 o 1931. Decepción. Demasiada retórica. Volví a empezar dos veces, con el mismo resultado. Esa elocuencia byroniana me desagrada, quizá porque siempre ha sido una tentación muy fuerte para mí. Mi primer libro en rumano, Pe culmile disperării,1 y mi primer libro en francés, el Breviario, tienen una vena desagradablemente lírica, contra la que reaccioné lo mejor que pude. Fue, por lo tanto, un sano instinto lo que me impidió apreciar y practicar Los cantos de Maldoror. Quizá sea por las mismas razones por lo que he frecuentado poco la obra de Sade. También habría que añadir que tengo cierto horror de todo lo que le gusta al literato parisiense. Solo se puede comprender a Sade si se ha pasado por épocas de abstinencia sexual forzada, por muy cortas que hayan podido ser. A veces, en medio de las peores obsesiones «carnales», he pensado en los tormentos que debió de conocer el marqués en prisión. A Occidente ya solo le atrae la blasfemia. El ateísmo ruso y el ateísmo hindú..., los dos tienen una coloración religiosa. El francés, por el contrario, no la tiene en absoluto. Es desastrosamente laico. Toda la noche, sueños inverosímiles, invasivos, y que no puedo desenmarañar una vez despierto, puesto que se enmarcan en la novela policiaca, género imposible de tragar. Esas miserias embrolladas, inextricables, que desgastan nuestro cerebro inútilmente y que hacen que salgamos de la cama más extenuados que cuando nos metimos en ella...; habría que encontrar una manera de hacer desaparecer ese siniestro galimatías nocturno. Para Quintiliano, una frase en la que abundan los adjetivos evoca a un ejército en el que cada soldado sería seguido por su ayuda de cámara.

Cuando se escribe, hay que pensar en el martirio del lector y del traductor. Pensando en este último, sobre todo, el escritor debería hacer cualquier sacrificio para ser claro y comprensible. No hay que pensar en escribir libros, sino en decir algunas cosas esenciales, de las que no nos avergoncemos al final de nuestra de vida. Un filósofo es alguien que explica indefinidamente su pensamiento. El artista, por suerte, no es capaz de ese mal gusto. Llamo «no filósofo» a aquel que no puede tener el mal gusto de explicar su pensamiento. Atardecer en el Luxemburgo envuelto en la niebla. Así es como imagino un parque danés. Estoy tan cansado de la «fraseología» cristiana que, para poder leer un texto «espiritual» en el que Dios sale demasiado a menudo, lo reemplazo por Tao..., a veces con un éxito absoluto. Pero no siempre puede ser. Todo ese lenguaje es demasiado personal y está demasiado cerca del «amor» profano. No podría ser de otro modo en una religión en la que todo es diálogo, conversación, relación entre personas. La culpa radica en la calidad del mismo dios que está involucrado. Puesto que el dios cristiano no es más que un Jehová depurado, solamente en apariencia. Por más que admire a algún místico cristiano, nada puede hacer que no considere que estos dos últimos milenios son locos, nefastos, extraviados. El cristianismo es realmente una aberración, tan pronto como uno se vuelve hacia los antiguos. Cuando los olvido, soporto bastante bien la Cruz. Lo que me gusta del cristianismo es el lado malsano. Es el desequilibrio institucionalizado. En el Jornal do Commercio, de Río de Janeiro, del 2 de noviembre de 1968, un desconocido, Correia de Sá, acaba de escribir uno de los artículos más serios que jamás se hayan escrito sobre mí. Que sea en un «Periódico del comercio» me gusta.

1 de diciembre. He caminado durante seis horas sin parar. Por encima de Sermaise, en el bosque, las hojas caían esta mañana como confeti. Seguí a varias en su graciosa caída, en su baile perpendicular..., y al final no pude evitar hacer algunas reflexiones elegiacas. La melancolía era de rigor. Nada faltó en ellas, ni siquiera la comparación que hace Homero entre los mortales y la «generación de las hojas». Nivel espiritual ¿Por qué hemos inventado a Dios, a los ángeles, etc.? Para tener con quién hablar. («De ahora en adelante ya no hablarás con los hombres sino con ángeles», le dijo Jesús (?) a santa Teresa.) Con cierto grado de soledad o de intensidad hay cada vez menos gente con la que poder conversar; acabamos incluso constatando que ya no tenemos semejantes. Llegados a ese extremo, nos volvemos hacia nuestros desemejantes (?), hacia los ángeles, hacia Dios. Por lo tanto, es por falta de interlocutor (!) en este bajo mundo por lo que nos buscamos a otro en otra parte. El sentido profundo de la plegaria es este: la imposibilidad de dirigirse a alguien aquí, no porque se viva en un nivel espiritual elevado sino por sentimiento de abandono... Mientras que en el caso de los santos, de los místicos, no se trata de abandono sino de estado límite, de aislamiento por imposibilidad de dialogar más con el prójimo. No habría absoluto si el hombre pudiera soportar un grado extremo de soledad. No se trata de la soledad del abandono; al contrario, puede haber, en ese extremo, una plenitud en la soledad; pero esa misma plenitud es insoportable, puesto que es demasiado grande para un yo: el éxtasis crea a Dios casi automáticamente; de no ser así lo mataría, precisamente porque está demasiado lleno, es demasiado vasto para uno solo. Es preciso que haya una mayúscula, ya sea Dios, ya sea el Vacío..., persona suprema o impersonalidad suprema. Cualquier mayúscula surge de un paroxismo. 2 de diciembre. Anoche pensé en la palabra rumana nimicnicie, que viene de nimic, de nada, y que expresa el sentimiento de vanidad, de frustración, de inanidad. Un sentimiento de nadedad. Me piden que haga alguna gestión, que intervenga ante X o ante Y.

Es imposible hacer por el prójimo lo que no se puede hacer por uno mismo. O, mejor dicho: quiero arriesgar e incluso sacrificar mi vida por otro, pero no desplazarme por él, ir a una oficina, solicitar, esperar. Los hombres solo siguen a aquellos que les prodigan ilusiones. Nunca se ha visto aglomeración alrededor de un desengañado. Acabo de leer varios artículos sobre Paulhan en los que se dice que no era huidizo, que se ha cometido un error al creer que lo era. La verdad es que lo era en grado sumo, tanto por naturaleza como por táctica: era su manera de disimular su incapacidad de pronunciarse, era también la precaución que tomaba contra cualquier chasco futuro. Emitía un juicio equívoco, una sentencia de oráculo que le permitía «salir del paso». Tenía talento para irse por la tangente. Un farsante de gran categoría, un «artista». La lectura es enemiga del pensamiento. Más vale aburrirse que leer, puesto que el aburrimiento es pensamiento en ciernes (o vicio o lo que quiera que sea)..., mientras que las ideas de los demás solo serán obstáculos para nosotros; en el mejor de los casos, remordimientos. Se puede amar a cualquiera, excepto al prójimo. Las religiones han triunfado porque han negado esa evidencia. Al no poderse cumplir el amor al prójimo, no corrían el riesgo de verse desfasadas: sus mandamientos, por lo tanto, permanecían siempre «válidos», «nuevos», sorprendentes, deseables y admitidos. El paraíso suprimiría cualquier forma de religión. (En ese sentido, las utopías hacen bien en ser ateas.) La existencia de las religiones es la señal más reveladora de la pérdida del paraíso. (Quizá habría que decir: la tierra no es el infierno, simplemente es el no paraíso. Eso es poco más que un eufemismo.) «¿Qué es la iluminación?» «Ver el fondo de las palabras.»

La ilusión es creer en las palabras. Dejar de dejarse engañar por ellas es el despertar, el conocimiento. Los franceses tenían hasta ahora grandes cualidades, y los defectos de esas cualidades. Ahora solo tienen los residuos de esas cualidades. Pero los defectos han permanecido extrañamente intactos. 1934-1935. Mi soledad berlinesa no la puede imaginar un hombre normal. ¿Cómo pude aguantar nerviosamente hablando? Jamás he estado tan cerca del hundimiento y de la santidad... Creo haber rozado, gracias a algunos momentos excepcionales, inauditos, esos límites que a menudo alcanzan los santos, y que hacen de ellos monstruos positivos, monstruos afortunada y desafortunadamente inimitables. Sea cual sea el problema que me preocupa, no puedo hablar de él sin ponerle una pizca de amateurismo, de insinceridad desesperada. Tan arraigado está en mí el horror de cualquier convicción. El drama de la curiosidad (Adán), del deseo (Eva), de los celos (Caín)..., así empezó la historia, así continúa y así acabará. Los celos son el sentimiento más natural, el más universal también, puesto que los mismos santos se envidiaron entre sí. Dos hombres que hacen lo mismo son virtualmente enemigos. Un escritor puede admirar sinceramente a un torero pero no a un colega. La envidia es fisiológica. Vivir es secretar bilis. Nietzsche y Wagner. El drama estalló por culpa de los celos del primero, que tan bien supo camuflar. Es por cobardía por lo que llamamos ilusión a lo que no es más que una farsa.

He leído que en quinientos mil años Inglaterra estará completamente cubierta de agua. Si yo fuese inglés, esa perspectiva por sí sola bastaría para paralizarme, para impedirme hacer cualquier cosa. Cada uno tiene su unidad de tiempo. Para unos es el día; para otros, la semana, el mes o el año. Para otros más, una vida o un siglo o un milenio. Esa unidad aún es a escala humana; así que es perfectamente compatible con cualquier proyecto y con cualquier tarea. Pero los hay que toman como unidad el tiempo mismo y que se elevan a menudo por encima de él; para ellos, ¿qué tarea, qué proyecto merecen ser ejecutados? Quien ve demasiado lejos, quien es présbita con respecto al tiempo, ya no puede moverse; o, si se mueve, es por automatismo y no por convicción. Leído unas cartas de Sade a su mujer y a su suegra. Fueron escritas en Vincennes, entre 1778 y 1784. Patéticas y prolijas. 6 de diciembre (?). De Clichy al Odéon en taxi. ¡Una hora! Imposible avanzar. Esos condenados se apretujaban los unos contra los otros. El coche se inventó para que pudiésemos ir más rápido. Y resulta que se ha convertido, en las ciudades, en un factor de inmovilidad. Tarde o temprano, todo lo que el hombre inventa, cualquier cacharro, llega a negar su función primitiva. Podríamos llamar a ese fenómeno traición de los objetos. El hombre realmente no tiene suerte: todo lo que descubre solo le sirve para un rato, después se vuelve contra él. Mientras atravesaba París, esta tarde, me decía que el profeta más sombrío no podría haber imaginado un espectáculo tan atroz como ese del que yo era testigo y que es absolutamente cotidiano. Por más que intento imaginarme el futuro no lo consigo, no tengo suficiente horror en la mente. Cualquier «progreso» comporta un coeficiente negativo; no hay nada que hacer. Esta noche, durante mi paseo habitual, he visto con todos los detalles la obra que podría hacer de la historia de esa falsa santa portuguesa, María de la Visitación, cuyas hazañas he leído en un libro sobre los fenómenos físicos del misticismo. Ella sola habría ocupado el escenario durante dos

horas, y el monólogo habría tratado de todos los aspectos que comporta una santidad dudosa pero patética. Ni que decir tiene que esa obra, después de haberla elaborado perfectamente en mi cabeza, se quedará en ella. Podemos creer en Dios si nos mantenemos en un nivel muy alto y muy abstracto. Pero, en cuanto nos remitimos a los accidentes cotidianos, que, en definitiva, componen una vida, no encontramos en ellos nada que conduzca a Dios, ni siquiera a un dios. La fe es una imaginación que rechaza lo concreto, que no se desvela por lo que la reprueba. No se puede creer sin imaginación. Durante la Ocupación, Picky Pogoneanu, aquejado de poliomielitis y destinado en Estocolmo, vino a tratarse a París, donde vio a todos los grandes médicos y a todos los grandes curanderos. Un día me dijo: «Es absurdo todo este sufrimiento que soporto. No sé qué hacer con él. Si fuese un poeta, podría extraer algo de él. Por desgracia, soy diplomático». Todo el mundo, incluido mi hermano, me pregunta en qué trabajo, qué escribo: ahora bien, no escribo, no trabajo, y, si lo confieso, no me creen. Por otra parte, es muy difícil explicar a los demás que se ha perdido el gusto por esas cosas, que a uno le parece indigno «producir», «manifestarse», hacerse «visible», que cualquier expresión tiene que ver con el «hombre exterior», que se ha abandonado el reino de los actos. Siempre es el mismo problema: el del nivel espiritual. Si uno no está al mismo nivel que alguien, no puede entenderse con él. El nivel espiritual se mide por el grado de alejamiento del mundo. Pero ¿cómo establecer objetivamente ese grado? Sé, cuando hablo con alguien, a qué atenerme respecto a él, hasta dónde puedo discurrir con él. Pero él no lo sabe. Él cree que me comprende. Y quizá me comprenda a su manera. Puesto que nada dice que, en un campo determinado, no haya llegado mucho más lejos que yo. Sin embargo, de la experiencia espiritual solo es capaz aquel para quien cada vez cuentan menos cosas, para quien el círculo de sus intereses se restringe a medida que avanza.

No importa saber, importa ser. Ahora bien, ser es la hazaña más difícil que existe. Puesto que ser en el plano espiritual es no ser nada en el plano del mundo. 13 de diciembre. Noche en vela. Es increíble hasta qué punto, en medio de la noche, el suicidio parece lo más normal que hay. La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Reside en el cuestionamiento de la sociedad y de quienes la atacan. Después de una noche en blanco, casi siempre somos presas de la necesidad de profetizar. La salud, como la libertad, no tiene contenido positivo, puesto que no se disfruta de ella conscientemente cuando se posee. Por lo tanto, no nos aporta nada, no puede enriquecer a nadie. Así que sería absurdo decir que este o aquel han hecho tal descubrimiento o han tenido tal visión porque se encuentran bien. Es al encontrarnos mal cuando descubrimos algo nuevo, ya que la salud es un estado de ausencia, puesto que no la retenemos. Tendríamos que poder decirnos en cualquier momento: Me encuentro bien, y extraer de ello un bienestar real, consciente. Pero esa toma de conciencia estaría en contradicción con la salud y simplemente demostraría que esta está comprometida o a punto de estarlo. Cualquier salud consciente es una salud amenazada. La salud es un bien, desde luego, pero a aquellos que la poseen les ha sido negada la posibilidad de saber la suerte que tienen. Y se puede hablar sin exagerar de un castigo justo a los que tienen buena salud. 13 de diciembre de 1968. Y pensar que, en lo infinito del tiempo, jamás habrá otro 13 de diciembre idéntico a este... El Eterno Retorno es una chiquillada. Todo es único y se pierde para siempre. En principio debería dejar de escribir y de manifestarme. Sí, si viviera en otra época. Pero en la nuestra hay que hacer un mínimo so pena de morir. No tengo la fuerza moral para ser mendigo; por eso tengo que producir (o

producirme) de vez en cuando. Hace cinco días que no salgo de la habitación. El mundo exterior ya me parece lejano, incomprensible. Es cierto que fuera tengo la misma sensación, menos fuerte y menos misteriosa, se entiende. 14 de diciembre. Cara a cara con el Tiempo, oírlo transcurrir, asistir al desvanecimiento de cada instante, a esa agonía inagotable. ¿Qué es un instante en la vida del Tiempo? ¡Si intentásemos imaginarnos la totalidad de los instantes, quiero decir, los que han pasado desde que el mundo es mundo! Ningún cerebro podría resistir semejante operación, quiero decir que el hecho de concebir esa operación pone en peligro la mente. No es la aspiración a otro mundo, es la lasitud de este lo que hace que me interesen las religiones. Cuando no estoy bien, me meto en la cama, cierro las cortinas y espero. A decir verdad, no espero nada, me vacío, intento olvidar todo lo que me preocupa, hombres u objetos, intento olvidarme también de mí mismo, y permanezco tumbado como si estuviera en un ataúd en el fondo del universo. Esa es la terapéutica de la vacuidad: volverse ausente de todo, sumirse en lo más íntimo de esa ausencia y purificarse en ella de todas esas manchas que empañan y obturan el espíritu. Liberarse y triunfar sobre uno mismo, hacerse el muerto con una conciencia absoluta, es decir, sin contenido alguno, liquidar toda la herencia mental..., durante un cuarto de hora o durante un minuto. Dos tipos de verdades: las que se han descubierto mediante razonamiento y las descubiertas mediante sufrimiento. Yo solo soy sensible a las de la segunda categoría. Eso me limita considerablemente.

Anoche soñé que Mircea Vulcănescu1 iba a dar una conferencia en una iglesia de París. Así que fui a esa iglesia con Ionesco. Estaba abarrotada, y no se parecía a ninguna de las iglesias de París. Esperamos casi una hora. No había conferenciante. Salimos, Ionesco se fue y yo volví a la iglesia, a la que llegó Mircea, escoltado, entre otros, por Jeanne Hersch (lógica del sueño: J.H. es amiga íntima de la hija mayor de Vulcănescu). La conferencia fue brillante, profunda, pero, a medida que avanzaba, el conferenciante cambiaba de rostro y yo ya no reconocía a mi amigo. (Un detalle: al principio de su conferencia, M.V. se disculpaba con el público por haber sido retenido en Versalles... Ahora bien, fue en Versalles, en 1938, donde nos expuso a Noica,2 a Wendy y a mí mismo su visión del parque como mundo con una ventana abierta al infinito...) He leído un «conjuro» del siglo X en el que se «invitaba» al demonio a salir del enfermo o del poseído. En él se enumeran todas las partes del cuerpo, incluso las más diminutas: parece un tratado de anatomía loco. La belleza de ese exorcismo consiste en esa profusión de detalles, en el exceso de precisión, en lo inesperado. Decir al demonio: ¡Sal de las uñas! Eso es absurdo y bello. La ignorancia es un estado perfecto. Y se comprende que el que lo disfruta no quiera salir de él. Hace un rato alguien ha dicho en la radio que Saint Glinglin (?), de Queneau, es la obra maestra de nuestro tiempo... La arbitrariedad en literatura es realmente demasiado grande. Cuando nos damos cuenta de ello hasta la exasperación es cuando comprendemos la voluptuosidad que hay en cultivar la geometría. ¿Qué es un escritor sino alguien que lo exagera todo por temperamento, que concede una importancia indebida a todo lo que le ocurre, que por instinto exaspera sus sensaciones? Si sintiera las cosas tal como son, y solo reaccionara ante ellas en proporción a su valor... «objetivo», no podría preferir nada y, por lo tanto, profundizar en nada. Es a fuerza de adulterarlo todo como alcanza la verdad.

Es extremadamente difícil ser impostor si no se está predispuesto a ello. El impostor es un escéptico que no padece una conciencia moral. Lo que hace que siga luchando es que, secretamente, estoy convencido de que la conciencia de ser un caído me impide serlo. El caído que se juzga a sí mismo deja de serlo. Tan dueños nos hace de nuestro estado la conciencia que tenemos de él. Todo el mundo repite hasta la saciedad que los griegos no tenían sentido de la historia. Eso es cierto solo en parte. ¿Cómo explicar la visión de las edades en Hesíodo, que es específicamente una visión histórica, si se descarta cualquier apertura al devenir histórico, a la sucesión de las generaciones, etc.? ¡Y pensar que en los albores de Grecia, en pleno mundo poshomérico, Hesíodo creía que la humanidad estaba en la Edad de Hierro, casi al final de la historia! ¿Qué habría dicho algunos siglos después? ¿Qué diría hoy? Salvo en los siglos entontecidos por la idea de progreso, el hombre siempre creyó que había llegado a los límites de lo peor. Y eso dice mucho del devenir humano. Mirando la historia en conjunto, uno se pregunta por qué prodigio el hombre, sabiendo lo que sabía, pudo renovar sin cesar sus ilusiones. Lo que se llama experiencia no es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos apasionado durante algún tiempo. Cuanto más fuerte haya sido el entusiasmo, más lo será la decepción. Tener experiencia significa expiar los entusiasmos. Yo quizá no habría entendido nada de la vida si no hubiera abrazado tonta, febrilmente, algunas causas que ahora, cuando pienso en ellas, me hacen sonrojar. Pero a esas vergüenzas, a esos «remordimientos», debo la poca sabiduría que he adquirido. He empezado hace un momento una carta «violenta» dirigida a K.L., «mi» traductor alemán, que no se digna responder a mis cartas. Pero solo he escrito la primera frase, porque he recordado, muy oportunamente, el efecto catastrófico que siempre tuvieron las cartas de ultimátum que envié a mis

verdaderos o a mis presuntos amigos. En lugar de «aclarar» una situación, no hicieron más que enturbiarla para siempre. Eso no quita que haber interrumpido esa carta, con la idea de escribir otra más tarde, con tranquilidad, me haya parecido de una cobardía imperdonable. Es mejor romper con todo el mundo que tragar humillación tras humillación. No confundir vehemencia y talento. La mayoría de las veces, la vehemencia es lo propio del falso genio. Sin ella, por otro lado, lo que hay es aburrimiento. Puesto que es ella la que le pone picante a las verdades y, por supuesto, a los errores. 18 de diciembre. Toda la sabiduría consiste en saber ser un perdedor. La riqueza engendra la podredumbre. Lo peor es el tiempo libre. El hombre no resiste a él. Cuando la automatización se haya saldado con éxito, habrá que esperar trastornos y desastres desconocidos. El trabajo es una maldición necesaria, a la que el hombre se ha acostumbrado y de la que no puede librarse. Eso es tan cierto que, entre la esclavitud absoluta y la libertad absoluta, soportaría mucho más fácilmente la primera que la segunda. Las cadenas ofrecen una seguridad que no encontraremos en la libertad, que es un vértigo. Las revoluciones son fomentadas por los miserables (los pobres) y por los ociosos: los unos por necesidad, por desesperación; los otros por aburrimiento, por odio a sí mismos. Los ociosos languidecen después de los trastornos. Por motivos contrarios, los dos extremos de la escala social se encuentran. Así se explica el papel que desempeñó la aristocracia en el 89 y en la agitación política durante el siglo XIX en Rusia. De igual modo, la intelligentsia de origen burgués en los movimientos revolucionarios de hoy. En el fondo, todos los que están hartos se odian a sí mismos secretamente y desean ser barridos de una manera o de otra. Prefieren, en cualquier caso, que sea con su propio concurso. Quizá sea ese el aspecto más interesante, el más característico de cualquier revolución.

Habría que acostumbrarse a la idea de que no ganamos nada con vivir ni, por otra parte, con morir. A partir de esa certeza podríamos organizar decentemente nuestra existencia. El peor estado, el más peligroso, para un mortal es la tristeza. En ella realiza íntegramente su condición de mortal, en ella es mortal de una manera absoluta. Yo he estado durante mucho tiempo enamorado de la tristeza, así que he estado en pecado. Puesto que la tristeza es un pecado contra la esperanza. ¡Cuánta razón tiene la teología! No hay que suspirar por lo que nos perjudica. Ahora bien, la tristeza es exactamente eso, me refiero a la tristeza que amamos, que cultivamos, que saboreamos. La tristeza no es una desgracia extrema sino una desgracia constante. Hay que humillar al hombre. Los peligros que resultan de ello son mucho menores que los que suscita su arrogancia. Un animal naturalmente arrogante..., la única manera de hacerle sentar la cabeza es mostrándole con qué lodo está moldeado. Pero no deben subestimarse los peligros de la humillación. ¿Quiénes me han hecho sufrir más? Los que fueron humillados. Tengo miedo de todos los que han sufrido. Tiemblo ante una víctima inocente. 20 de diciembre. Anoche me enteré de que el padre de Simone Weil era epiléptico. Eso explica muchísimas cosas, excepto, por supuesto, lo esencial. Anoche, M.-M. Davy me dijo que no hacía bien en poner el acento en el pecado original, que no era cierto que Jesús viniese para redimir al hombre, etc. Según ella, vino para que el hombre se convirtiese en Dios. ¡Me pareció tan absurdo en medio de una comida! Hojeado un libro sobre san Pablo. Siempre la misma antipatía hacia esa figura siniestra, terrorífica..., que comprendo tan bien.

Anoche se hablaba de la vida después de la muerte. Todo el mundo parecía creer en ella. Pero si se cree en lo que es completamente inconcebible, ¿por qué no creer en cualquier cosa? ¿Por qué emitir reservas y sospechar de alguien? Deberíamos ser consecuentes y decir amén a todo. En cuanto un escritor ha encontrado su género, está acabado. Un joven crítico, hablando de una de las primeras obras de Michaux, Ecuador, la califica de ontología anecdótica (!). Evidentemente, se puede decir todo. El loco como tal no es nada. Solo presenta interés durante el tiempo en que sabe que está loco. A decir verdad, no se trata de intervalos lúcidos que pueden ser momentos cómodos sino de esa angustia en la que, pese a estar lúcido, siente que está loco. Curiosamente, los «intervalos lúcidos» coinciden con el olvido de la locura. Por eso no son significativos. He acabado sintiéndome más o menos solidario con todos los escritores a los que he atacado. No son nuestros amigos, son nuestros enemigos los que marcan nuestra vida. 24 de diciembre. ¿Cómo reaccionar ante el adulador desinteresado, que te elogia porque está en su naturaleza hacerlo? Decirle que deje de hacerlo es insultarlo: es tanto como decirle que deje de ser lo que es. Lo mejor es sufrir sus cumplidos. Él estará contento de sí mismo, y tú, por lasitud, lo imitarás. Evidentemente, no se trata del trapacero, del calculador, ni siquiera del adulador por piedad, por generosidad, que quiere hacerte feliz porque te encuentra demasiado lamentable..., no, se trata solamente del adulador nato, del adulador por temperamento..., de un enfermo, en definitiva. Lo más penoso es cuando te alaba delante de testigos... que creen que estás de acuerdo, que te alegras mucho. Lo mejor, en ese caso, es considerar el halago una prueba y soportarla con resignación, como se soportan

muchos otros inconvenientes más o menos cotidianos. 24 de diciembre. El Mesías de Händel. El comentarista de la radio se atreve a decir que Händel era indiferente en materia de religión, que incluso se burlaba de ella, por el testimonio de sus contemporáneos. Sin embargo, el mismo Händel confesó que mientras trabajaba en El Mesías tuvo la sensación de vivir en el cielo... Lo sublime continuo... 25 de diciembre. La señal de que me gusta una pieza de música, de que se dirige a lo más profundo que hay en mí, son las ganas que siento, cuando la escucho, de apagar la luz si es de noche, de bajar las persianas si es de día. Es como si la escuchara en la tumba. Así es como escucho a Bach habitualmente. Bach, mi compañero más fiel a lo largo de los años. En un bar en el campo he leído, en France-Soir, un reportaje sobre el viaje a la Luna de los tres astronautas americanos. El periodista habla en él de la plegaria que Borman compuso el día de Navidad y que comunicó a sus compañeros de la NASA. Y el periodista añade: «Fueron algunos minutos de malestar». Lo que quería decir, según el contexto, era: «algunos minutos de emoción». Quizá el malestar era para él, en ningún caso para los amigos del cosmonauta. 26 de diciembre. Una joven cantante alemana me pregunta cuál es el verdadero significado de mi pasión por Bach. Le respondo que Bach es para mí un antiduda. (Es casi un calambur, y me horrorizan los calambures.) La piedad de uno mismo comporta una melodía secreta que la hace soportable e incluso agradable. Todo el día he estado intrigado por una mosca —espectáculo insólito en pleno invierno— que no ha dejado de moverse por mi habitación. Esta noche la he visto aterrizar en mi mesa, sin prestarme atención, sin temerme: tan saltarina por naturaleza, se ha quedado inmóvil durante algunos largos

minutos. Se ha parado en este sobre blanco, en plena postración. Me he compadecido de ella, he pensado en ella, pero ¿cómo podía ayudarla? De pronto, ha echado a volar y ha dado una vuelta a la habitación. Me he sentido liberado y casi alegre. Encuentro en un libro sobre Bertrand Russell esta acertada observación: «Se puede definir un clásico como un libro que la gente cree conocer sin haberlo leído». 27 de diciembre. Esta mañana, al despertarme, lo primero en lo que he pensado ha sido esto: la intuición más profunda que el hombre ha tenido es la del juego universal. Tan pronto como dejamos de sufrir y pensamos en todos los sufrimientos de siempre, en su increíble inutilidad, en el hecho de que han desaparecido tan radicalmente como aquellos que los habían soportado, no podemos evitar considerar todo eso como un espectáculo que no podría divertir a nadie, ni siquiera a un dios. El para qué, cantinela banal y sin embargo terrorífica, puede, a fin de cuentas, con todas las promesas y con todas las ilusiones. Ese para qué es la verdad en este bajo mundo, e incluso la verdad a secas. He vivido cincuenta y siete años, y, en lo tocante a revelación filosófica, confieso no haber podido encontrar nada mejor. Música y matemáticas, sí; lenguaje, no. ¡Dar un salto fuera de las palabras! Marie-Madeleine Davy, que conoció bien a Simone Weil y escribió un librito sobre ella, me dijo el otro día que de S.W. no le gustaba el gusto por la desgracia. Eso es justamente lo que a mí me gusta de ella. Por otra parte, solo puedo interesarme por un ser si tiene ese gusto, si la desgracia le preocupa como realidad y como problema, si hace de ella la sustancia de sus meditaciones. Pero, para poder pensar en ella hasta tal punto, se necesita —hay que reconocerlo— no la gracia, sino una especie de gracia de la que el descreído se beneficia tanto como el creyente.

Cualquier carta de un desconocido es turbadora. Las mujeres tienen un estilo directo, un tono propio que los hombres no pueden imitar sin caer en la afectación. Una obra solo cuenta, solo existe, si es preparada en la sombra tan minuciosamente como lo es un golpe por un bandido. En los dos casos, lo que importa es la cantidad de atención. 28 de diciembre. Nieve..., es decir, mi infancia, es decir, la felicidad. 29 de diciembre. Nieva, y escucho Jesu, meine Freude. ¿Qué más puedo desear? (La buena mujer responsable del programa, como no el sentido de la palabra «Freude»,* dice, una vez acabado el motete: «¡Vamos a escuchar algo menos triste de Bach!».) Mi profundo interés por los judíos y por todo lo que es judío. Todos los casos. Simone Weil, Kafka. Figuras de otro mundo. Solo ellos tienen misterio. Los no judíos son demasiado evidentes. Intento escribirle algo bonito a alguien para Año Nuevo. No lo consigo, no siento la presencia de aquel al que querría o debería dirigirme. Ya solo la pasión o el interés encuentran inmediatamente el lenguaje necesario. El desapego es, por desgracia, triunfo sobre el lenguaje. El desapego no inspira: corta el paso hacia las palabras. Tan pronto como se deja de amar el lenguaje, se pasa al otro lado. Es el amor por la palabra lo que nos une a los vivos. Solo en ese sentido se puede admitir que el lenguaje sea calificado de santo (¡oh, Valéry!). Voy a aferrarme a estos cuadernos, ya que es el único contacto que tengo con la «escritura». Hace meses que no escribo nada. Pero este ejercicio cotidiano tiene algo bueno, me permite reconciliarme con las palabras y verter en ellas mis obsesiones, al mismo tiempo que mis caprichos: lo esencial y lo inesencial quedarán igualmente consignados en ellas. Y será

mejor así. Puesto que nada es más desecante y más fútil que la persecución exclusiva de la «idea». Lo insignificante debe tener derecho de ciudadanía, tanto más cuanto que es a través de ello como se accede a lo esencial. La anécdota está en el origen de cualquier experiencia capital. Por eso es mucho más cautivadora que cualquier idea. Es muy raro encontrar a un espíritu libre. Y si existe alguno, no es en los libros. Cuando escribimos, llevamos misteriosamente cadenas. Pero a veces un ser se libera y se da a conocer en una conversación íntima, en la que necesariamente se aparta de sus convicciones habituales, en la que incluso disfruta mostrando sus fallos. Solo somos libres en medio de nuestras dudas y de nuestras debilidades..., y heréticos con relación a nosotros mismos. Hace un rato le decía a un alemán que es ridículo hablar de filósofos existenciales y meterlos en el mismo saco. La diferencia entre Pascal y Heidegger es la que hay entre un Schicksal y un Beruf.1 He hablado casi sin parar durante dos horas y media. Después, ¿dónde encontrar la fuerza para escribir y, sobre todo, la ingenuidad? Y es que en la conversación hay un escepticismo extremadamente nefasto para cualquier creación. La «democracia» es un fenómeno de envejecimiento, digamos de madurez, de incuriosidad... instintiva (!), de agotamiento. Francia estuvo madura para el régimen parlamentario después de Napoleón. La democracia solo es posible si un pueblo está cansado de la aventura, si ha perdido el gusto por la provocación y por la conquista. Eso es cierto para muchos países, salvo para Inglaterra. Esa restricción es importante. Puesto que es el único país que puede permitirse el lujo de conquistar y de debatir. (¿Y el Senado romano?) Pienso de repente en ese maquis atrapado por los alemanes que, en el momento en que el teniente iba a ordenar su ejecución, le dijo: «¿No le da vergüenza hacer fusilar a un tuberculoso?». Esa genialidad le salvó la vida.

Todo es cuestión de generación. Si la que viene después de ti no se interesa por tu obra, es como si no hubieras vivido nunca. Le he hablado de Simmel a un sociólogo alemán (treinta años aproximadamente). ¡Apenas conocía su nombre! El Progreso es la injusticia que cada generación que viene comete con la que la ha precedido. Se han publicado en volumen las «poesías» de Simone Weil. ¡Qué error! No tenía nada de poeta. Imitadora de Valéry; de la no poesía. En su prosa no hay ni un átomo de lirismo. En cambio, hay una firmeza, un rigor soberano. No deberíamos, como Valéry, escribir «pensamientos» al amanecer, sino esperar al final del día, momento mucho más propicio para los aforismos, esos pequeños balances más o menos cotidianos. No tener fe, ¿es una imperfección o una injusticia? Ni lo uno ni lo otro. 1 de enero de 1969 He paseado entre Étréchy y La Ferté-Alais. Nieve y niebla, una niebla tan suave que los árboles parecían humo inmovilizado. Rara vez he visto un paisaje tan poético. Todo era irreal..., y además, a causa del hielo, las carreteras estaban desérticas. He entrado en un bar de Villeneuve-sur-Auvers, donde he oído una cancioncilla americana (¿inglesa?), Those Were the Days, que, por su tono elegiaco, me ha conmovido más de la cuenta. Anoche, escuchado en casa de los Corbin el tercer concierto para piano y orquesta de Rajmáninov. Aparte de algunos momentos muy bellos, mucha paja, que estropea la pieza. Cada vez soy más incapaz de tolerar el estilo difuso en música y, por supuesto, en literatura. Salvo los muy grandes, todo el mundo se emplea en inflar un texto o una pieza de música. Ya no acepto nada de oficio. Casi en todas partes, valores dudosos, falsos. Este bajo mundo es el reino de lo inesencial.

Ya no puedo leer a Nietzsche ni interesarme por él. Me parece demasiado ingenuo. Hace ya mucho tiempo que dejé de admirarlo. Un ídolo menos. También se complació en la prolijidad, en la paja, lo difuso grandioso. Hace más o menos tres años, Pierre Oster, un joven poeta, vino a pedirme que escribiera un prefacio al sexto volumen de las Obras completas de Paulhan. No acepté. Consideré entonces que Paulhan se había convertido en mi enemigo, y ya no lo volví a ver. Le dije a todo el mundo que nos habíamos enemistado, que Paulhan era vengativo. Ahora bien, el otro día me encontré con Pierre Oster, y le hice más o menos responsable de esa riña. Le pregunté en qué términos le había presentado a Paulhan mi negativa. Él me respondió que no le había hablado de ella en absoluto, que Paulhan le había dado algunos nombres, uno de los cuales era el mío, y que no había sido informado de mi respuesta negativa. Durante tres años he vivido con la idea de la venganza de Paulhan, pero esa venganza solo era, precisamente, una idea forjada en mi mente. 2 de enero de 1969 «Mi vida es la vacilación ante el nacimiento.» (Kafka) ... Eso es lo que siempre he sentido yo. Recuerdo muy mal a la gente y los lugares. ¿Cómo podría permanecer fiel a ellos? La fidelidad requiere buena memoria. La memoria es la condición y el fundamento de la vida moral. También se puede decir que la memoria es la base de todos los malos sentimientos, empezando por el rencor. ¿Quién olvida, quién perdona? Aquel cuya memoria, defectuosa, no conserva todas las ofensas. La fidelidad y el resentimiento tienen el mismo fundamento. Quien es capaz de una, es capaz del otro. Son inaptos para ellos los espíritus inconexos, fútiles, desenvueltos (los veletas). No se matan por nadie, y no matan a nadie. Cuando escribía en rumano, pensaba que debía escribir en otra lengua, en alemán o en francés. Opté por el francés. Ahora que lo he practicado durante bastantes años, querría dejarlo plantado y orientarme hacia el

inglés... Hace un rato le decía a Piotr Rawicz:1 «En cuanto tienes un sueldo fijo, te vuelves francés». No es su caso, ni el mío..., desgraciadamente. Le decía también que era peligroso tener casa propia. Así, desde que tengo un apartamento he dejado de escribir. En condiciones normales, hay que ser por lo menos epiléptico para hacer algo que esté bien. La inseguridad es sinónimo de dinamismo. Me dicen que debería dar clases en una de esas facultades que acaban de crear. De acuerdo. Pero ¿clases de qué? ¿De neurastenia? Es prácticamente la única especialidad a la que puedo recurrir y en la que he adquirido alguna autoridad. 4 de enero Soy una naturaleza profundamente descreída y profundamente religiosa: soy un hombre sin certezas y podría decir, como el Otro, que mi reino no es de este mundo. Pienso en alguno de mis conocidos. Es gente más bien alegre, llena de entusiasmo, al menos en sociedad. Los telefoneas, los coges desprevenidos: tienen una voz sepulcral, parece la de un espectro ronco. ¿Qué ocurre con ellos? ¿Cuándo son auténticos? ¿En sociedad o solos? El hombre que más daño me ha hecho es Valéry. Tuve la ingenuidad de creer, como él, que el lenguaje lo era todo. Esa es, por otra parte, una superstición francesa. No, el lenguaje no lo es todo, no es casi nada. Un Dostoievski o un Tolstói no hicieron ningún caso de él. Si se tiene algo que decir, se dice, y sanseacabó. La búsqueda de la elocuencia es una de las empresas más ociosas que existen. Saint-Simon no meditó sobre el lenguaje. Y, sin embargo —o mejor dicho: debido a ello—, quizá sea el escritor francés más potente. Meditar sobre la «escritura» equivale a una castración. Literatura de castrados. La obsesión por el decir desviriliza.

Cualquier influencia que sufrimos, si se prolonga demasiado tiempo, resulta esterilizante y nefasta. El odio del discípulo contra el maestro es señal de salud. Solo se llega a ser uno mismo mediante el rechazo de las influencias, a condición, por supuesto, de que ese rechazo sea el efecto de una exigencia profunda, de una llamada interior, y no del cansancio o de la insolencia (como ocurre en la cuasi totalidad de las emancipaciones literarias o filosóficas). «Me has enseñado demasiadas cosas, no te lo perdonaré nunca», murmura el discípulo al ver alejarse al maestro. Sufrir una influencia es admitir que otro trabaja para nosotros. Kafka: judío y enfermo, por lo tanto doblemente judío o doblemente enfermo. Si hubiese sido francés, creo que no habría prestado ninguna atención a la escritura. Pero el drama del meteco es imaginar sin cesar que maneja una lengua que no es la suya. Además, vivir en un país en el que el giro del lenguaje cuenta no arregla las cosas. El «estilo» es la mentira misma. Cualquier lector es un parásito que no es consciente de serlo. Cualquiera puede hacer (¡qué palabra!) un libro. Y, efectivamente, casi todo el mundo se aplica a ello y lo logra más o menos. Pero un libro no debe exponer o resolver un problema. Un libro debería ser un desafío, un requerimiento supremo, un ultimátum. ¿A quién? Es un secreto que solo el autor conoce, si es que lo conoce. La cuasi totalidad de los libros son inútiles, puesto que les falta justamente ese secreto. ¿Qué es una obra? Es la manera como este o aquel se han debatido con el universo. ¡Pero si no se ha debatido en absoluto! Muy bien. Entonces no se trata de obra sino de producción. Cualquiera puede producir.

Tengo que escribir la nota de prensa del Aciago demiurgo. Ahora bien, acabo de releer —en diagonal— el primer capítulo, que ha dado título al libro. Es una sucesión de proclamas jadeantes, a medio camino entre, digamos, una epístola de san Pablo (!) y un artículo periodístico. Una teología barata, pero que sin embargo ha surgido de lo más íntimo de mí mismo. Esa sangre que sube de repente a la cabeza con la más mínima humillación, con la más mínima vergüenza. Los mismos síntomas que con las ganas de vengarse. Cuando paso por delante de un cementerio, me digo: «He ahí un lugar en el que ni la ambición, ni la decepción, ni la angustia, ni el resentimiento, ni, ni... tienen vigencia». Se replicará: «Ni la felicidad, ni la alegría, etc.». Sin embargo, ¿qué son esos vestigios del paraíso al lado de las marcas tan nítidas, tan visibles, tan punzantes también, que deja cualquier forma de desgracia? Cualquier ser vivo es ambicioso: esa es su maldición. Es porque se es ambicioso por lo que se sienten la humillación y la vergüenza. Yo solo soy feliz cuando mis ambiciones se desvanecen, se duermen. En cuanto se despiertan, la inquietud vuelve. Lo que se llama vida es un estado de ambición. El instinto de conservación sigue siendo ambición, en el nivel más bajo, el más universal. El topo que excava sus pasadizos subterráneos es ambicioso. La ambición está en todas partes, salvo en el rostro de los cadáveres. En cuanto se va al fondo de las cosas, todo estalla. Y luego ya nada se mueve. 7 de enero Calle de la Ancienne-Comédie, descargan cajas de vino. Un mendigo pasa y se lleva una. Un poli lo detiene. ¡El mendigo está completamente borracho a las nueve de la mañana! Cuando el poli lo llama delante de testigos «ese individuo», el mendigo dice, enfadado: «¿Individuo, yo?». «Ese señor», prosigue el poli.

Ese borracho parecía tan venido a menos que no pude evitar sentir un estremecimiento de piedad por él. Cuando me siento demasiado decaído, demasiado lamentable, me digo a modo de consuelo: «Reponte, recupera el coraje, podrías, has estado a punto incluso, de ser un borracho». Un historiador observa muy justamente que a los primeros cristianos no les molestaba ser tomados por judíos, porque la religión de los hebreos era admitida por las leyes del Imperio romano. Pero al mismo tiempo, señala el historiador, los cristianos sufrían los efectos de la gran impopularidad que estaba asociada a todo lo que era judío. Insomnio. En medio de la noche me he visto producir sensaciones dolorosas. Fue durante las persecuciones de Nerón cuando la separación entre cristianos y judíos se hizo muy clara. Nerón solo persiguió a los cristianos. Escuchar la lluvia es una operación que se basta a sí misma. No veo por qué pensaríamos en otra cosa. Prácticamente cualquier experiencia es una experiencia completa, es decir, no hay ninguna razón para intentar otra. Eso es cierto en teoría. Cada cual ha tenido en su vida una experiencia extraordinaria (privilegiada o nefasta) que será para él, por el recuerdo que conserve de ella, el mayor obstáculo a su metamorfosis interior. 8 de enero. Leído unos poemas de Ajmátova en una mala traducción. Qué más da. Solo cuentan el aliento y la potencia. Pienso sobre todo en los poemas del periodo estalinista, los más desesperados. A su lado, esas búsquedas formales de la poesía francesa de hoy me parecen irrisorias, incluso grotescas.

9 de enero. ¡Un joven ingeniero de Rumanía me envía sus felicitaciones por carta certificada! Desea que gane el Premio Nobel... Mis compatriotas son en general unos pobres diablos. La intuición primitiva que tuve de mi país, de su ausencia de destino, me parece cada vez más acertada. Entretanto, me he hecho ilusiones gracias a algunos afortunados contactos. Un individuo, como un pueblo, solo vale vencido. (Pienso en los judíos.) En cuanto alguien triunfa, ya no presenta ningún interés. Lo que podía atraer de los alemanes, durante las dos últimas grandes guerras, era la cuasi certeza de que se dirigían hacia la catástrofe. No se trata aquí en absoluto de la fascinación del fracaso por sí mismo, sino de ese algo capital que en el fracaso se revela como la esencia, como la verdad de un ser. Ahí es donde realmente es él mismo, y no en la ilusión y en la arrogancia del éxito. Por eso un héroe solo es realmente héroe en el hundimiento, que es su glorioso castigo. Eso viene a significar que la verdad está en el sufrimiento o, mejor dicho, que el sufrimiento es verdad. He leído en alguna parte que en la India no se toma en serio a un Rousseau o a un Schopenhauer porque vivieron en contradicción con su pensamiento. Nietzsche tampoco debería ser tomado en serio, al ser sus «ideales» lo contrario de lo que era. De hecho, Nietzsche no ha hecho carrera en la India. Pero su triunfo en Occidente se debe precisamente a la discordancia entre su vida y su pensamiento. ¿Por qué? Porque esa discordancia se presta a desarrollos psicológicos interminables. Eso es lo que podría llamarse la biografía de un pensamiento, la pasión intelectual por la anécdota. La felicidad de morir sin descendencia. Plotino, según Porfirio, se había hecho amigo de un senador romano que había despedido a sus esclavos, liquidado su casa y sus bienes, y que dormía y comía en casa de amigos porque ya no poseía nada... Ese senador, ¿era un sabio? ¿Un santo? ¿O un decadente? Desde el punto de vista del

Imperio, seguramente era un decadente, pero el punto de vista de Plotino seguramente era otro, y es el único que cuenta para nosotros. Viva la decadencia, si ha de producir ejemplares humanos de ese temple. El mariscal Antonescu, que quizá era un loco, dio muestras, sin embargo, de sabiduría y de humanidad: salvó la vida de al menos seiscientos mil judíos rumanos. Ni una palabra de gratitud, ni un monumento, ni una calle que, en Israel, recuerde su nombre.1 Leído un poema conmovedor de Nelly Sachs, «Chor der Geretteten».2 G.B. me escribe que mi hermano ha presumido delante de él y le ha confiado (?) todo lo que he concebido y publicado, y también todo lo que se ha publicado sobre mí hasta que me marché al extranjero. Me siento póstumo... El vacío es la dimensión metafísica del silencio. (O: el vacío es el matiz extremo del silencio.) Heidegger dice Ser con el mismo tono con el que no hace mucho se decía Dios. Por otra parte, desde hace un siglo, para lo esencial no se hace más que reemplazar a Dios. Todas las mayúsculas reemplazan a Dios. En una traducción de una carta de Pessoa, el traductor emplea la expresión «crisis psíquica»: debería haber dicho «crisis moral», puesto que no se trataba de un desaliento cualquiera sino de una revisión de su actitud para con sus semejantes. En Pessoa, es casi la crisis de Tolstói. Una crisis de orden moral, por lo tanto. He intentado leer las Cartas de Broch. Poco interesantes y mal traducidas. El traductor no hace ninguna trasposición, no busca ninguna equivalencia, es alemán en francés.

Soy el hombre de las cancioncillas, me gusta la melancolía un poco vulgar e incluso sórdida. Eso daña los nervios y me causa unas disposiciones que no pueden ser más metafísicas. Todas las grandes interrogaciones metafísicas empiezan con la depresión. Esa necesidad de salir fuera de mí y de ya no detenerme, de ir más allá de todos los límites que jamás se hayan franqueado, de alejarme del reino del cerebro. Desesperación «sin motivo», sin conciencia de desgracia, sin ninguna sensación de decadencia —desesperación pura—, y de nuevo la certeza — en absoluto triste— de que el suicidio es la única salida, el único consuelo, la puerta, la puerta grande. Pasar al otro lado soslayando la muerte. La desesperación no me deprime, me eleva. La desesperación es distinta de la desolación, es llama, una llama que atraviesa la sangre. Cuanto más pienso en los que fueron los lugares de mi pasado, menos ganas tengo de volver a verlos. Querría evadirme de mi pasado, pero se agarra a mí, tira de mí hacia atrás y, cuanto más hacia delante huyo, más me acerco a mis orígenes. Así que cualquier vida vuelve a su punto de partida, que nunca debería haber abandonado. 11 de enero. En Match, una foto de la Tierra tomada por los astronautas. ¡Esa bola en la que bregamos, nos atormentamos, nos despellejamos mutuamente! ¡Qué ínfima parece! ¡Y pensar que morimos y vivimos en ella! Es en ella, en su insignificancia, en lo que habrá que pensar de ahora en adelante en medio de cualquier preocupación o pena. Por otra parte, eso es lo que más o menos he hecho yo siempre, con un éxito de lo más relativo. Un crítico americano que da cuenta de La tentación de existir me llama «beduino del pensamiento». ¿Acaso Pascal fue vanguardista?

He observado que son los medio imbéciles los que creen en la vanguardia y los listos los que hablan de ella. Nunca he visto a un espíritu serio prestarle la menor atención. 11 de enero. Cóctel ofrecido por Germaine Bré en casa de Madame Marks, con la que he hablado de la Muerte, tema de sus meditaciones en este momento. Me habría gustado decirle que, por culpa de la muerte, no he podido hacer nada con convicción. Siempre he vivido al margen, nunca me he identificado con ninguna de las opiniones que he profesado. La muerte es la gran generadora de intervalos. Por culpa de ella nunca se está en el ajo, y en cualquier encuentro parecemos improvisadores o supervivientes, debutantes y... Ella ha hecho que lo eche todo a perder, pero al mismo tiempo ha hecho que lo soporte todo. Solo de pensar en ella se soporta cualquier posibilidad de pena. Se habla de éxito, de éxito. Cada instante que pasa es un fracaso. Creo que la esencia del tiempo es fracaso, y por eso el tiempo es tan apasionante, tan cautivador también. No sabemos qué forma adoptará ese fracaso, ignoramos su rostro. Y esa ignorancia es lo que le da «encanto» a la vida. Siempre he prestado muy poca atención a las ideas y a las creencias de alguien. Es lo que era lo que me interesaba. Lo que eres, no lo que crees o lo que piensas, eso es lo que cuenta. Católicos, protestantes, judíos..., no, lo que cuenta es lo que un hombre es. El resto es bagatela. Desgraciadamente, el mundo solo toma en consideración ese resto. 12 de enero. Cinco horas de caminata por el bosque de Rambouillet. Los árboles, al caer la noche, pelados y negros, eran como plegarias congeladas. En la oscuridad, el bosque es una imploración muda. 13 de enero. He recibido de Klett los fragmentos de prensa publicados sobre la edición alemana de Historia y utopía.

No hay nada que hacer: todos esos intelectuales alemanes están marcados por la universidad. Sus criterios son academicistas. Tienen alma de profesores. Una nación didáctica. De ahí su «estupidez», su «esnobismo» ridículo. Porque el editor ha tenido el mal gusto de compararme con Nietzsche en la nota de prensa, en todas las reseñas se esfuerzan por echar por tierra esa comparación, en lugar de omitirla. Es la facilidad de los torpes, de los espíritus pesados. Luego, esa necesidad de poner una etiqueta. Nihilismus, nihilismus. Ya que estamos, prefiero a los franceses. Dos afirmaciones contradictorias me han llamado la atención: una dice que voy por delante de nuestro tiempo; la otra, que soy un epígono del siglo XIX. ¿Lo que soy? Un «pensador» de la humillación. (Debería decir «lo que querría ser» más que «lo que soy». Pero quizá lo sea, en efecto.) En las reseñas de mis libros, habitualmente se valen de las pullas que he dirigido contra mí mismo. Nada es más deshonesto y más estúpido que explotar la autoironía de... otro y aprovecharla para machacarlo. 14 de enero «Tod und Verklärung.»1 La muerte, es cierto, tiene un lado «transfiguración», pero el lado humillación es más evidente, más frecuente. Morir: ¿liberación o humillación? En unas cartas que publica una revista, encuentro este comentario de ese Cocteau al que siempre he despreciado: «No pensemos nunca en la gloria como una gran broma. (No nos podemos imaginar que una flor sueñe con acabar en un jarrón...)». Leído un artículo sobre Armand Robin en el que se dice que hablaba treinta lenguas. En realidad, podía leer las lenguas que había aprendido pero no hablaba ninguna de ellas. Un día me confesó que era incapaz de expresarse

en otro idioma que no fuese el francés... En realidad, no conocía todas esas lenguas pero tenía una maravillosa capacidad para adivinarlas. La expresión «todo y nada» a la vez se aplica a algo, es a la sexualidad, digamos que al orgasmo. Detalle extremadamente importante: la madre de Churchill, una neoyorquina, tenía sangre india. En lo tocante a escritura (!), puedo jactarme de un doble éxito: he logrado deshacerme de la jerga filosófica (germánica) y de las afectaciones literarias (Valéry, etc., etc.)... No tengo vocación espiritual. Estoy hecho para sufrir en este bajo mundo sin más. Dos tipos de insurrección en la historia: la de los explotados y la de los parásitos. Se trata de no confundirlas. Un día le pregunté a Armand Robin por qué no traducía a Chuang Tsé. Me dijo que quizá lo haría algún día, que lo consideraba el mayor poeta que jamás hubiese existido. «¿Con qué lo compararías?» «Con los paisajes desnudos del norte de Escocia.» «Es lo más bello que hay en el mundo», añadió. Le dije que los conocía. Pareció conmovido por ello. 16 de enero ¡El orgullo judío y el orgullo alemán juntos! (Es esa extraordinaria conjunción lo que me hizo admirar tanto a los judíos alemanes.) El otro día hablaba aquí mismo de la «filosofía de la historia» de Hesíodo. Claro que sí, me parece más «exacta», más «realista» que la de Hegel, y hace comprender más fácilmente lo que falla en la evolución de la

humanidad de lo que lo hace el esquema hegeliano, muy atascado en el desarrollo humano y de un simplismo apenas creíble, pese a una intencionada oscuridad. Un largo sueño de una belleza inaudita. Visión de la montaña como nunca la he tenido, paraíso desplegado ante mis ojos fascinados... ¿De dónde he sacado esas maravillas? ¿Y cómo han salido de mi cerebro, donde solo habita lo siniestro? La enfermedad vuelve rencoroso. ¿Por qué? Porque es una derrota constante. No soy ni un pensador, ni un hombre de acción (!), ni, ni, ni, ni, ni todo lo que se quiera..., soy un elegiaco del fin del mundo. Todo lo que es disolvente roza la poesía. Las palabras rezar, llorar todavía tienen sentido para mí. Respecto al concepto, nunca me he comportado como ciudadano. Pertenezco, en muchos aspectos, a un estadio «desfasado» del hombre. Armel Guerne me ha enviado su traducción de las novelas cortas de Stevenson. Ayer, hacia la medianoche, cuando me cambiaba de atuendo para dar mi paseo nocturno, tuve la impresión de ser el Dr. Jekyll disfrazándose para ir a hacer una mala jugada... Tengo mucho más que sentido metafísico, tengo el sentido malsano de la Vergänglichkeit.1 Estoy, literalmente, enfermo de la caducidad universal, no consigo prescindir de ella, estoy intoxicado con ella. Todo es perecedero, intrínseca, absolutamente. Estoy tan convencido de ello que extraigo conclusiones contrarias: un inmenso consuelo y una desolación atroz. Acabo de escuchar (¿cuántas veces?) el Réquiem de Mozart y, en un momento de entusiasmo, me he dicho que quizá sea él el hombre más completo, el más frívolo y el más profundo, que supo destacar en las

florituras y en las tinieblas, y que permaneció puro tanto en la alegría como en la extrema desolación. Una semblanza solo es interesante si se consignan en ella las ridiculeces. Por eso es tan difícil escribir sobre un amigo o sobre un autor contemporáneo al que respetamos. Son las ridiculeces lo que humaniza a un personaje. 20 de enero Todos mis entusiasmos se han «consagrado» a causas cuyo desenlace solo podía ser desastroso. Tengo el instinto de las causas perdidas. En un libro, Mi vida entre los brahmanes, el autor, una mujer, cuenta una visita a casa de un sannyasin cultivado, que iba a la montaña durante el periodo de lluvias. Ella va a verlo, acompañada de su gurú. Son tres en la veranda donde vivía el sannyasin. Permanecieron sentados durante tres horas sin decirse una palabra, y se separaron de igual modo. ¡Qué lección! He leído esta mañana la historia de arriba, no sale de mi mente. Estoy obsesionado con ella, me perturba profundamente, y sé por qué. Porque todo lo que hacemos, porque todo lo que hago yo, es exactamente lo contrario: creo en las virtudes del silencio, solo me atribuyo alguna realidad cuando me callo, y hablo, hablo, y hablamos todos. El verdadero contacto entre dos seres, y entre los seres en general, solo se establece por la presencia muda, por la no comunicación aparente, como lo es cualquier comunicación verdadera, por el intercambio misterioso y sin palabra que se parece a la plegaria interior. El exceso de clarividencia vuelve fumista. Anoche, desde las nueve hasta las dos de la mañana, hablé sin parar en casa de unos amigos, muy agradables, por cierto. ¡La víspera me había conmovido esa historia del sannyasin silencioso!

22 de enero. Nada me parece más absurdo que ir a alguna parte a buscar la sabiduría. Si no la encuentro en mi pequeña habitación bajo techo, no la encontraré tampoco en las alturas de los Himalayas. No solo llevo una existencia marginal, sino que soy marginal como ser. Vivo en la periferia de la especie, y no sé ni con quién ni a qué afiliarme. «El conocimiento vale más que las prácticas ascéticas; la contemplación puede con el conocimiento, y con la contemplación la renuncia al fruto de los actos; la renuncia conduce inmediatamente a la paz de la salvación.» (La Bhagavad-Gītā) No podríamos vivir si no diésemos importancia a lo que no la tiene. En mi vida, he leído o intentado leer diez, veinte veces la Gītā. Cada vez he quedado más o menos decepcionado. Solo ahora tengo la impresión de haberla comprendido, es decir, de estar nivelado con las cuestiones que plantea. En cuanto a vivirlas, a traducirlas a experiencia, quizá lo consiga en otra vida..., en esta seguramente no. La Bhagavad-Gītā. El secreto de su vitalidad reside en la cantidad de contradicciones, de disparidades, de incompatibilidades que contiene. Las hay para todas las exigencias y, por lo tanto, para todos los gustos, para los activos y para los indolentes, para los santos y para los apáticos, a condición de que se reconozca la primacía de Brahman y que se haga caso omiso de lo demás, adaptándose a ella según las circunstancias. La Gītā es elástica; cada cual puede estirar de ella por su lado. Lo mismo ocurre con el Tao Te King, con los Evangelios y con cualquier libro inspirado que no esté anticuado, porque se dirige a cualquiera. El malestar que sientes ante tu editor cuando eres un autor cuyos libros no se venden. Tu presencia no viene a cuento en su editorial. Uno piensa en la puta sin clientes de un burdel, que teme las miradas del dueño.

Acabo de leer el largo prefacio de Mircea Popescu a la traducción italiana de Historia y utopía. En ella hay bastantes citas de mis libros, toda una serie de paradojas, un derroche de declaraciones demoniacas y frívolas, un acertijo infernal, florituras luciferinas; un esteta del Apocalipsis. «He cambiado, ya no soy el mismo», me he dicho al leer todo eso. Soy más sereno pero también más maduro, menos acróbata. He perdido ese espíritu de provocación que era mi «talento» (?), pero en cambio he ganado en dignidad, en aburrimiento, en verdad. Me he encontrado con Hirsch, el director comercial de Gallimard, al que no veía desde hacía mucho tiempo: «¿Qué es de su vida?», me pregunta. «Me he retirado del mundo», le he respondido. Y él: «Pero ¿el mundo se ha retirado de usted?». Hoy he meditado sobre la Gītā, y esta noche he buscado un bar que tuviese aparato de música para escuchar la cancioncilla de moda y que me gusta bastante, tengo que decirlo: Those Were the Days, de Mary Hopkins. Macbeth o Los demonios..., he ahí los libros que me habría gustado escribir... 25 de enero. En 1969 me encuentro más o menos en la situación en la que estaba en 1949, cuando publiqué el Breviario. No hay ni una sola revista en la que pueda publicar algo, me siento completamente aislado del mundo «literario». Es un mal por un bien. Si queremos ser, tenemos que hacer el vacío a nuestro alrededor. Cultivemos, pues, ese vacío, agrandémoslo, sustituyamos por él todo lo que es. Cada ser debería vivir y morir en el lugar donde nació. Cuando era niño, estaba extremadamente apegado a mi pueblo, lo amaba únicamente. Nunca olvidaré el terror, el pavor, el dolor que sentí cuando tuve que ir a la ciudad para mis estudios secundarios. Todavía me veo el primer día, una vez que mis padres se fueron, en la ventana de esa pensión alemana. ¡Qué angustia,

qué desgarro! Solo he encontrado algo parecido en Emily Brontë, desconsolada por haber dejado Haworth, y volviendo allí después del episodio de Bruselas. Estamos tanto más apegados a un lugar cuanto que está lejos de todo. Mi pueblo estaba escondido en un valle: los Cárpatos por todas partes. Para mí era el fin del mundo, o el centro, más bien el centro. Dicho eso, si me hubiera quedado allí, los problemas esenciales que habría tenido que afrontar no habrían sido en absoluto diferentes de los que he tenido que considerar aquí. A partir del momento en que se hace abstracción de la historia, ya no hay lugar privilegiado. Vivir en un pueblo perdido o en alguna metrópolis viene a ser lo mismo en cuanto se trata de las verdaderas preguntas, de las preguntas sin respuesta. Cualquier neurosis es una meditación ininterrumpida. Acabo de leer Gelassenheit,* de Heidegger. Tan pronto como emplea el lenguaje corriente, se ve lo poco que tiene que decir. Siempre he pensado que la jerga es una inmensa impostura. Para mejorar las cosas, podríamos decir: la jerga es la impostura de la gente honesta. Pero presentar las cosas así es ser indulgente. En realidad, tan pronto como se sale del lenguaje vivo para instalarse en otro, fabricado, hay una voluntad más o menos inconsciente de engañar. Violento e intolerante por temperamento, fui hecho para actuar. Pero resulta que hace veinte años, si no más, que me empleo en ser inactivo, y, a fe mía, lo he conseguido. Un hombre solo es interesante si cuenta sus sufrimientos, sus fracasos, sus tormentos. En la Autobiografía de Karl Jaspers, que acabo de leer, solo están vivas las páginas dedicadas a sus experiencias dolorosas durante el régimen nazi. El peligro para mí es dejarme llevar por el prestigio de las fórmulas demasiado vastas, demasiado honorables, tales como Liberación, etc.

... Solo puedo ser fiel a mí mismo si preservo mi fondo de cinismo, por el cual hay que entender una duda desmesurada, es decir, rigurosa, conquistadora. Y, en efecto, en mí la duda se extiende, invade, ocupa el espacio de mi pensamiento. Querría llegar a meter en el mismo saco a los arrogantes y a las almas en pena. Es de la diferencia que hacemos entre unos y otras de donde nacen todos los malentendidos. (Esa diferencia es, sin embargo, el fundamento moral de este bajo mundo. Si queremos suprimirla, hay que suprimir al mismo tiempo este bajo mundo.) El grado supremo de libertad se alcanza en el éxtasis de la vacuidad. Todo a su lado es cadena, esclavitud, enfeudación. Solo se hace algo que esté bien si se es desconocido. Yo solo me siento yo cuando no existo para nadie. Puedo decir, asimismo: solo pienso en Dios cuando he hecho el vacío a mi alrededor hasta el punto de que ya nada existe salvo Él. 28 de enero. La cantata Ich habe genug... La alegría de Ich freue mich auf meinen Tod. ¿El remedio contra la fatiga? Descartar el pensamiento, limitarse a la percepción. Redescubrir la mirada y los objetos anteriores al Conocimiento. Quizá era necesario mantenernos en estado larvario, eximirnos de evolucionar, permanecer libres e inacabados, iniciarnos en el fracaso y agotarnos interminablemente en un éxtasis embrionario. Exasperado por la lectura, en Questions III, de Heidegger, del diálogo: «Para servir de comentario a Serenidad». En francés eso no tiene ningún sentido, y en alemán es una Wortspielerei.1

Acabo de leer algunas páginas de mi prefacio a Iván Ilich. En él ataco a Tolstói solo en apariencia. Casi todo, en cuanto al fondo, está dirigido contra mí mismo. A decir verdad, no me intereso por mí sino por mis malestares. Y ni siquiera por mis malestares, sino por lo que ocultan o por lo que revelan, por el ser, por lo tanto, o por la negación del ser. Solo es universal el drama individual. Si realmente sufro, sufro mucho más que un individuo, supero la esfera de mi yo, alcanzo el ser de los demás. Por eso la única manera de permanecer en la verdad es ocupándonos de lo que nos concierne..., únicamente. 29 de enero Desde que el mundo es mundo, no hay ningún acto, ningún acontecimiento de los que hubiera querido ser el agente. Que nada lleve mi nombre. Pero debe de haber alguna sentencia que me habría gustado decir, aunque por el momento no veo cuál. Hace un rato he hojeado los gruesos libros de Ernst Bloch, en el Instituto Goethe. He pensado en llevármelos, después he renunciado a ello. Son demasiados minuciosos, y también demasiado didácticos para mí. Todo lo que es alemán se ha vuelto ajeno a mí. En el escrito de Kandinsky De lo espiritual en el arte se hace alusión todo el tiempo a Maeterlinck, el gran hombre de la época (era un poco antes de la guerra del 14). Hoy, ¿quién lee todavía a Maeterlinck? Pienso en algunos de mis contemporáneos de los que se habla en todas partes y que dentro de diez, de veinte años... Un teólogo, Guardini, dijo muy acertadamente que «la melancolía es algo demasiado doloroso, penetra demasiado profundamente hasta las raíces de la existencia humana para que podamos dejársela a los psiquiatras». «Ein ungewöhnlicher Gedanke auch das gewöhnliche Wort ungewöhnlich macht.»1 (T. Haecker)

Haecker ataca a todo el mundo en nombre del humor. Pero el cristianismo, que él opone a todo el mundo, ¿tiene humor? No se puede uno imaginar una religión que esté más desprovista de él. ¡Haecker habla del humor de los alemanes! Eso demuestra que él mismo carece de él. Entre los ingleses, incluso el humor no es más que un tic..., ¡cuán loable y saludable! Solo hay dos pueblos que tienen un humor profundo, significativo, cautivador: los judíos y los gitanos. Dos pueblos desarraigados, errantes. Eso arroja luz sobre la esencia del humor. Para traducirlo mañana, como ejercicio, con una inglesa, acabo de mecanografiar un texto de una decena de líneas sobre Egipto de Gabriel Bounoure, hombre exquisito, espíritu delicado. He tenido que forzarme para ir más allá de la primera frase, tan intragable me parece la prosa saturada de poesía. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que me gustaba! Hay que devolver a la poesía su libertad expulsándola de la prosa. Ya veo por qué lado está amenazado Proust. Si pudiese soportar el sol, iría a los países cálidos, puesto que me gusta esa sensación intensa de futilidad que se experimenta en ellos en medio de las noches. ¡Ibiza! Una traducción es mala cuando es más clara, más inteligible que el original. Ello demuestra que no ha sabido conservar sus ambigüedades, y que el traductor ha cortado por lo sano, lo que es un crimen. Pienso en Morante, ese amigo de Santander, que había creado una biblioteca extraordinaria, en la que dilapidó millones, para leerla más tarde cerca de Palencia, en la casa de campo que se había comprado. Murió a los cuarenta y ocho años de un ataque al corazón. A ese hombre encantador, caluroso y loco no le echo suficientemente de menos, a mi juicio. 30 de enero El francés es el ser menos poético que se pueda uno imaginar.

Nunca he conocido en Francia a un campesino que me dijera que el paisaje en medio del cual vivía era bello. Y, sin embargo, ¡el francés es por naturaleza pintor! ¿Cómo explicar esas contradicciones? La nostalgia no es francesa. Ahora bien, ella es la fuente secreta de cualquier poesía. Deberíamos declarar sagrada cualquier medida que reduzca el número de humanos. No dejo de apasionarme por este problema: la desaparición de nuestra especie. Nada me excita tanto como imaginar ese espectáculo, como ver la tierra libre de hombres, poblada solamente por insectos y por algunas bestias supervivientes. Antes de la concentración parcelaria, los campos eran jardines, con sus setos, sus bosquecillos, su fisonomía propia, sus contornos individuales, irregulares, vivos. Ahora es como estar en América: un desierto sembrado. Después de la desaparición del caballo asistimos a la del árbol. La época más desgraciada de mi vida: de los diecinueve a los veinticinco años. No puedo entender cómo logré aguantar. Insomnio perpetuo. Tensión nerviosa que me fatigaba y exigía que estuviera acostado todo el día: pasé, efectivamente, la mayor parte del tiempo tumbado, como en un sanatorio para tuberculosos. Fue durante ese periodo cuando comprendí, cuando desperté a lo atroz. Por más que me he empleado en olvidar las verdades que descubrí entonces, no lo he conseguido. En su Ensayo de semántica, Michel Bréal escribe: «El nombre se vacía rápidamente de su significación etimológica, que podría convertirse en un apuro y en una molestia... Cuanto más se ha distanciado de sus orígenes, más está al servicio del pensamiento». Toda la filosofía de Heidegger procede de una tesis exactamente opuesta. Se funda en la legitimidad, incluso en la necesidad, de la etimología en la búsqueda de la verdad. Se diría que, para Heidegger, pensar es volver al sentido original de las palabras.

La tesis de Bréal funciona para el racionalista, para el «intelectualista», como se solía decir no hace mucho. La de Heidegger concuerda perfectamente con las exigencias de la filosofía existencial. Me doy cuenta de que mi estilo tiene algo forzado. Es a la vez demasiado nervioso y demasiado trabajado. Mi primer esbozo es siempre el mejor, pero en general no es claro, sin contar con que abundan en él las repeticiones y los tics. Por otra parte, un extranjero debería desconfiar de su «primer esbozo», en el que pueden desplegarse sus «ignorancias». No puede ser realmente natural, puesto que escribe en una lengua prestada, extraña a su naturaleza, una lengua añadida, sobreimpuesta. Es importante que haga olvidar que la ha aprendido tardíamente. Es todo lo que puede esperar en lo que a naturalidad se refiere. 30 de enero de 1969 ... Una iletrada tendrá experiencias espirituales más profundas que alguien cultivado, ya que no tendrá la capacidad de pensar en otra cosa, se identificará con lo que siente e irá hasta el final, porque cualquier posibilidad de hacer trampas, cualquier tentación de juego intelectual, le será negada. A propósito de su estigmatizada, P.N. me cuenta de nuevo esto. Se habría caído, hace treinta o cuarenta años, de una escalera y se habría roto la columna vertebral. Jesús se le habría aparecido para decirle que se salvaría si aceptaba sufrir por él y renovar todos sus sufrimientos. Ella acepta. Desde entonces, todos los jueves siente dolores atroces, sangra, grita como una posesa. Se creyó que era presa del diablo pero más tarde se cambió de opinión. Ella habría ordenado a su cura crear por todas partes estancias donde reunirse para rezar y para hacer retiros. El cura habría fundado una treintena de ellas, puesto que al parecer, inspirado por ella, habría reunido unos dos millones de los antiguos francos. Le digo a P.N., que me pregunta qué pienso de... Dios, que me es absolutamente imposible imaginarlo como una persona, e incluso que, si lo lograse, no podría creer que un espíritu tan poderoso, a decir verdad infinito, se ocupara de la vida cotidiana de tres millones de habitantes, y que

pronto serán el doble, que la idea de Dios solo tiene un sentido: inventar a alguien con quien hablar cuando uno ya no tiene a quién dirigirse y está solo, solo, solo... Todo lo demás es antropomorfismo y cuento. Acabo de hojear la biografía de Kafka (la juventud). Las imágenes de Praga y las costumbres que en ella se evocan me recuerdan Hermannstadt.* Yo viví en la otra punta del Imperio austrohúngaro. Si se quiere conocer un país, hay que leer a sus escritores mediocres, solo ellos reflejan verdaderamente sus defectos, sus tics, sus virtudes y sus vicios. Los otros escritores, los buenos, reaccionan por lo general contra su patria, se avergüenzan de formar parte de ella. Por eso expresan imperfectamente su esencia, quiero decir, su nulidad cotidiana. Nacimiento del miedo. El 3 de septiembre de 1943 recibí, en el hotel Racine, la visita de un rumano —alto, sombrío, siniestro y tonto— al que conocía desde hacía mucho tiempo y que nunca había venido a mi casa. Alarma. Veo a mi visitante volverse de repente más siniestro que la vida. Me dice: «Hoy es el aniversario de la declaración de guerra. Los Aliados han venido a bombardear el Senado, donde se encuentra el Estado Mayor de la aviación alemana. ¿Por qué he venido a verte hoy? Nos van a bombardear y voy a morir». En ese momento, se puso a llorar. Ese espectáculo me pareció tan cómico que estuve a punto de estallar de risa. Pero conseguí contenerme. Intenté hacer entrar en razón al tipo diciéndole que, pese a todo, los Aliados no iban a bombardear el centro de París, que pondrían a la opinión pública en su contra, que, además, los servicios alemanes instalados en el Senado no eran tan importantes, etc., etc. Mis argumentos todavía no lo convencían. Suspiraba, se lamentaba, tratando, sin embargo, de hacer el mínimo ruido posible. No me lo podía creer. Ese individuo forjado como un atleta, enorme y serio, ya no era más que un despojo humano. La alarma duró media hora, durante la cual viví interiormente entre la risa y el estupor. Pero esa visita debió de marcarme.

Mientras que antes no tenía ningún tipo de temor durante las alarmas, llegué a sentirlo posteriormente. El miserable me había contagiado su miedo. Puesto que nada es más contagioso que él... He ido a la clínica de la calle de Assas para que me quiten un tapón del oído. La buena mujer de la caja me pregunta: «¿Trabaja usted en este momento o está en el paro?». De repente, heme ahí sumido, hundido en la sociedad. Si la buena mujer me hubiera preguntado «¿Sigue usted siendo un asesino?», su pregunta me habría creado un malestar menor. La utopía es muestra de infantilismo. Comporta un procedimiento mental que me da asco. Nada es más contrario a mi naturaleza, a mis ideas, a mis sensaciones. Ello no me impide reconocer que representa una constante del espíritu humano y que el hombre no puede prescindir de divagaciones utópicas si quiere actuar, enseñar, predicar, etc. No se agita a la sociedad con las Máximas de La Rochefoucauld. Odio a los amargados, pero les debo mucho: es por reacción contra ellos, por exasperación ante sus cantinelas, por lo que he logrado suavizar aquí y allá las ideas amargas que me he hecho de los seres. Si solo los viese a ellos, caería en un optimismo bobo. Tan intolerable es encontrar en los demás la caricatura de nuestras obsesiones, de nuestros tormentos o de nuestros tics. Acabo de hacer una siesta de media hora y me he despertado con una fuerte sensación de cansancio en el cerebro y una sensación aún más fuerte de la inmensa realidad del tiempo, del tiempo en que no tengo qué buscar, en que cualquier incursión me está prohibida, en que ni siquiera tengo la libertad de perderme. Cada mañana, tras el sueño, me encuentro ante el tiempo, a veces en situación de vencido, a veces de indiferente. Pero a veces también de conquistador, situación en la que corro, corro hacia no sé qué. Tan pronto como algo se trastoca en nosotros, nuestra conciencia del tiempo se ve afectada. ¿Por qué?

«... durante toda mi actividad literaria he tenido cada vez más necesidad, día tras día a lo largo de los años, de la asistencia de Dios, porque él ha sido mi único confidente...» (Kierkegaard, Mi punto de vista...) Porque él ha sido mi único confidente. Esa es la única forma de fe que puedo concebir y el único papel que se le puede conceder a Dios. D., alguien al que no aprecio, contaba una anécdota tan estúpida que me desperté sobresaltado. La gente que no nos gusta raramente brilla en nuestros sueños. Le escribo a mi corresponsal americano, que ha roto con Roma y que siente un profundo horror ante el mundo moderno: «El drama de vivir y de morir es el mismo, ya se viva en una caverna prehistórica o en el cabo Kennedy. El hombre tendría que liberarse de la superstición de la ciencia o, mejor dicho, considerar la ciencia como un mal inevitable y, seamos objetivos, interesante». No vivo en la renuncia sino en la idea de renuncia. Como todos los falsos sabios. Sospecho un poco de mi sinceridad cuando a veces afirmo que no hay nada que merezca ser. Dos títulos que me gustan: Retractaciones, de san Agustín, y Exclamaciones, de santa Teresa. Hace media hora, en un cartel fijado en la verja del claustro de SaintSulpice que anunciaba El arte de la fuga, un imbécil ha escrito en mayúsculas: Dios ha muerto. A propósito de Bach, del mismo músico que manifiesta que Dios puede resucitar, en el caso de que sea difunto, mientras escuchamos esa cantata o esa fuga precisamente. El cretinismo contemporáneo no tiene límites. Por otra parte, seguramente ha sido un joven el que ha escrito esa fórmula, muy vista, estúpida, que ya no significa nada. Parece un lema electoral, tan tonto es.

El ateísmo agresivo siempre me ha parecido tan odioso como la intolerancia religiosa. Por otra parte, no es nada más que religión al revés. Las Iglesias y las anti-Iglesias son igualmente sospechosas y engendran el mismo tipo de males. No se debería estar ni a favor ni en contra de ningún dios. Cualquier postura en esas materias es de mal gusto. Es lo menos que puede decirse. 2 de febrero. Fontainebleau. Desierto de Apremont. Le contaba a S. esta tarde la angustia, la gran pena que sentí cuando me llevaron a Sibiu, al instituto. Habría dado cualquier cosa por quedarme en Răşinari, a la que estaba apasionadamente apegado. No tenía ningunas ganas de aprender, quería quedarme en mi pueblo para no hacer nada, para pasear siguiendo el curso del río o escalar las montañas de alrededor. Andaba descalzo hasta en noviembre, y fue en ese río helado que pasaba al lado de nuestra casa donde cogí, a los seis años, un reúma que todavía me atormenta. Recordar, y no llorar... El pesar es un estado automáticamente poético. Tengo la desafortunada costumbre de responder a las cartas. Eso me ha dejado abandonado a un montón de pelmas. Es cierto, por otro lado, que el que no responde a mis cartas ya no cuenta para mí. No tengo ninguna confianza en él y no le perdono su grosería o su negligencia. 3 de febrero. El «sentimiento» está anticuado. La impertinencia en un escritor sirve casi siempre para enmascarar la indigencia, si no la nulidad, del fondo. Los únicos tipos buenos de Alemania eran los judíos. Desaparecidos ellos, ya no quedó más que una especie de Bélgica monstruosa.

Un pueblo que ya no tiene misión es como un artista que se repite, no, que ya no tiene nada que decir. Puesto que repetirse es demostrar que se cree en lo que se dice. Pero una nación acabada históricamente ya ni siquiera es capaz de repetir una y otra vez sus lemas de antaño, que le habían asegurado su preeminencia. En París, la más mínima capa de nieve es considerada una calamidad. En mi país, donde a veces había dos metros de nieve, nadie se lamentaba. Hay dos clases de pueblos: los mimados y los resignados. Pertenezco a una nación en la que el fracaso es endémico. Es cierto que siempre he tenido una predilección teórica por las lágrimas. La depresión en todos los niveles, del tango al Apocalipsis. Ese es mi clima habitual. Hacia 1940, mi ideal era tener dinero, instalarme en un hotel suntuoso, hacer poner en mi habitación una alfombra tupida y suave, revolcarme en ella y llorar. La vida no tiene seguramente ningún sentido. Pero eso no tiene ninguna importancia cuando se es joven. No ocurre lo mismo a partir de cierta edad. Entonces nos empezamos a preocupar por ello. La inquietud se convierte en problema, y los viejos, que ya no tienen nada que hacer, se aplican a él, sin tener el tiempo o las capacidades para resolverlo. Eso explica por qué no se matan en masa, como deberían hacerlo si estuviesen un poquito menos absortos. Mi misión es sacar a la gente de su letargo de siempre, sabiendo que con ello cometo un crimen y que valdría mil veces más dejarla perseverar en él, puesto que, además, cuando despierta no tengo nada que proponerle. De pronto imagino mi apartamento sumergido en agua y, por miedo a ahogarme, salgo precipitadamente. No es un sueño, es un miedo entre dos reflexiones. La ansiedad llena en mí el intervalo entre los pensamientos.

Recibo justo ahora las pruebas (las tres cuartas partes, a decir verdad) del Aciago demiurgo. Es un librito, un folleto. ¡Qué miseria! Me invade una desesperación repentina y ni siquiera tengo ganas de hojear todo eso. Además, me horroriza enormemente releerme. Romper para siempre con todo lo que es academicista, profesoral, pedante, instructivo, actualizado, «objetivo», «profundo», «significativo», «conocido», «reputado», etc., etc., etc. Cada vez que leo en un libro solemne (¡ay!, casi todos lo son) que la duda no es seria, que el incrédulo, al decir que todo es dudoso, pone en tela de juicio sus propias afirmaciones, etc. (así es, por lo demás), tengo ganas de gritar: «Es cierto, el escéptico se contradice a cada instante..., ¿y qué pasa? La proposición “Nada es seguro” es la más segura de todas las proposiciones inciertas. El escéptico reconoce su vulnerabilidad no como una debilidad sino como una fuerza. Es honesto consigo mismo más allá de todo lo que se pueda imaginar. Ese es su orgullo». Estoy corrigiendo las pruebas del Aciago demiurgo. Hasta ahora, el único capítulo serio me ha parecido que es «Paleontología». Pero es difícil de leer y un coñazo. Esas páginas me han costado muchos sufrimientos y muchas reflexiones, y ahora que las veo ahí, muertas, yacentes frente a mí, las encuentro decepcionantes, insuficientemente pensadas, medio desperdiciadas y en absoluto claras. La claridad no es mi fuerte, ¡por desgracia! Siempre he tenido la mente un poco embrollada, como todos los de mi nación. Acabo de escuchar en la radio algunas muestras de música de las repúblicas soviéticas: Turquestán, etc. Me sorprenden algunos rasgos que recuerdan la música popular rumana. El fondo oriental de mi pueblo es evidente. Venimos de Asia, como todo el mundo, por lo demás. Para escribir una carta de pésame que no sea ni tonta ni falsa hace falta talento.

No he escrito con mi sangre, he escrito con todas las lágrimas que nunca he derramado. Aun siendo lógico, seguiría siendo elegiaco. La exclusión del Paraíso la vivo cada día, con la misma pasión y con el mismo pesar que el primer desterrado. Ahora que no puedo retirar el Demiurgo, que está impreso, siento una vergüenza próxima al terror. Otro libro que podría haber hecho mejor. Pero, en fin, no lo he hecho, y solo puedo culparme a mí mismo. La comedia dura desde siempre: los escrúpulos y los pánicos improductivos. 5 de febrero. Soy bogomilo1 y budista. Al menos eso es lo que se deduce del Aciago demiurgo. Esta tarde he ido a pagar mi cuota a la Sociedad de Escritores. En un año no han citado absolutamente nada mío, ni en la radio ni en otra parte, ya que lo que había en mi cuenta era esto: nada. ¿Boicoteo? ¿Indiferencia? Me he instalado en la cómoda condición de «filósofo desconocido». Exposición Baudelaire. Al salir he recordado haber escrito en alguna parte, en uno de mis libros rumanos, creo, «Desde Adán... hasta Baudelaire», pero ya no recuerdo a propósito de qué. Baudelaire, cuyas poesías ya no leo (son demasiado clásicas), es una de las personas que más han contado en mi vida. Su figura es lo que me ha atormentado. Sobrevivirá a su obra: es grande en sí mismo. Te obsesiona aunque haga mucho tiempo que ya no lo lees. Prácticamente solo Pascal me ha preocupado tanto. El hombre en ellos. 6 de febrero. No puedo abrir una revista sin topar con un artículo sobre el lenguaje. Incluso en esa vieja e inútil NRF. Se ha convertido en una obsesión. Creo que voy a acabar retirándome de la literatura francesa. Parece que esa gente realmente no tiene nada mejor que hacer que practicar esa especie de masturbación en común que es la palabrería en torno a las

palabras. Me siento absolutamente solo en Francia, literariamente, se entiende. Es un país en el que todo se rige por la moda, desde hace más o menos cinco o seis siglos... A Ajmátova, como a Gógol, no le gustaba poseer nada. Todo lo que le daban, regalos, etc., lo distribuía a diestro y siniestro. Así, un chal que le habían regalado se encontraba en casa de algún otro solo algunos días después. Me gusta enormemente ese rasgo, que recuerda las costumbres de los nómadas, que no podían ni querían acumular nada, y con razón. Todo en ellos es provisional por necesidad y por filosofía. J. de Maistre habla de no sé qué príncipe ruso que dormía en cualquier lugar de su palacio, en el que no tenía, por así decir, cama fija, puesto que tenía la sensación de estar ahí de paso. Toda esa gente tenía la sensación de haber entrado en la vida deprisa y corriendo. Desde que existo, mi primer y único problema ha sido este: ¿cómo dejar de sufrir? Solo he podido resolverlo por medio de escapatorias, es decir, que no lo he resuelto en absoluto. Seguramente he sufrido mucho por culpa de diversas dolencias, pero la razón esencial de mis tormentos se ha debido al ser, al ser mismo, al puro hecho de existir, y por eso no hay sosiego para mí. He vivido en la nostalgia del premundo, en la embriaguez anterior a la creación, en el éxtasis puro de todo, he sido contemporáneo de Dios, que conversa consigo mismo sumido en su propio abismo, en la felicidad anterior a la luz, anterior a la palabra. El atributo dominante de la sabiduría es el desengaño. Eso marca bien la diferencia entre sabiduría y santidad. Un santo nunca está desengañado. Y, en efecto, ¿qué sentido podría tener un santo decepcionado? Estoy leyendo un texto realmente excelente de Antoine Berman sobre el Romanticismo alemán. Prácticamente todas las citas que da en él me son conocidas, puedo incluso decir que viví mucho tiempo con ellas. Novalis, Schlegel. Todo eso se aleja, es mi pasado, mi juventud. El lado literario de

la aventura me parece que está anticuado. Pero el fondo permanece, debería decir las reflexiones de fondo, tales como las de Novalis sobre la enfermedad, sobre la muerte, sobre el suicidio, o las de Schlegel sobre el fragmento. Pero todo lo que es divagación sobre el yo me irrita. Huele a la filosofía de la época. De mi país he heredado el nihilismo congénito, su rasgo fundamental, su única originalidad. Zădărnicie, nimicnicie...,1 esas palabras extraordinarias, no, no son palabras, son las realidades de nuestra sangre, de mi sangre. Es pese a todo inaudito que haya podido escribir un libro sobre las lágrimas. No me lo puedo creer. ¡Lo que pude sufrir en mi juventud y desde entonces! Era mi «vocación», no cabe la menor duda. Sufrir por culpa del aburrimiento, del enorme aburrimiento que me ha perseguido desde la infancia, sufrir luego por todos los males inherentes a una constitución frágil y a unos nervios predestinados al desequilibrio. He heredado toda la melancolía de mi madre. Pero mi madre era activa, resuelta, emprendedora, ella sabía resistir a las solicitaciones de su mal, mientras que yo cedo a él, lo cultivo, me complazco en él. Hay que decirlo: cuanto más profunda es la melancolía, más se deja querer y nos hundimos en ella día tras día. Suerte que me queda el placer de leer y de caminar. De no ser así, estaría loco de atar. 9 de febrero. Siete horas de caminata por la región de Dourdan. El admirable cementerio de Rochefort-en-Yvelines, desde donde se tiene una vista que recuerda a... Uzès. Tan pronto como le dices a alguien la verdad sin rodeos, se enfada. Pero también se enfada cuando se la dices con tacto. ¿Por qué? Porque lo que te pide no es la verdad, que conoce y que no se atreve a reconocer explícitamente, sino una mentira agradable. Por eso viene a consultarte. Espera de ti una ilusión y no un diagnóstico. Puesto que cada cual, más o menos inconscientemente, sabe a qué atenerse consigo mismo.

He escuchado un disco en inglés: fragmento de Gulliver, el capítulo de los yahoos. Nunca se ha llevado tan lejos el horror de ser hombre, el asco, la aversión física y moral que este inspira. Conocía bien el texto en francés, en inglés es aún más fuerte. Gulliver regresa a su casa después de cinco años de ausencia y, al besar a su mujer, se desmaya del asco. Viene del país de los caballos y no puede soportar el hedor del animal humano. El hombre huele mal, es un monstruo hediondo, esa es la conclusión de Swift. Se comprende que le horrorizara la sexualidad y que muriera virgen. Ningún asceta en ningún momento de la historia ha llegado tan lejos como él. Un olfato demasiado fino hace impracticables los actos más importantes de la vida. Quizá la santidad misma no sea más que el terror, el pánico ante ciertos olores. Los alumnos de trece, catorce años leen a Freud. Esa pornografía casi científica en la que destacó me da asco. Pero apasiona a los jóvenes, a los ociosos, a los falsos médicos, a los desequilibrados de todo tipo y también a los que quieren tener la clave de un montón de fenómenos que, a decir verdad, no la tienen. Eso no quita que todos seamos psicoanalistas..., por la razón de que el modo de explicación que propone esa presunta ciencia es tentador, aparentemente complicado y profundo, pero en el fondo fácil y totalmente arbitrario. Recurrir a él se ha convertido casi en una necesidad. Las explicaciones teológicas eran mucho más interesantes, pero ya no son apropiadas. Cuando se haya liquidado el psicoanálisis, se habrá dado un paso hacia la libertad intelectual. Liberadnos del psicoanálisis, ya nos liberaremos nosotros después de los males de los que habla. El fragmento es mi modo natural de expresión, de ser. Nací para el fragmento. El sistema, en cambio, es mi esclavitud, mi muerte espiritual. El sistema es tiranía, asfixia, impase. Mi antípoda, como forma de espíritu, es Hegel y, a decir verdad, cualquiera que haya erigido sus pensamientos en cuerpo de doctrina. Odio a los teólogos, a los filósofos, a los ideólogos, a los...

Menos mal que Job no explica demasiado sus gritos. (Quizá soy culpable de haber comentado demasiado los míos...) Nunca hay que insistir demasiado en lo que surge de nuestras profundidades. Toda mi vida he querido ser otra cosa: español, ruso, alemán, caníbal..., todo salvo lo que soy. En insurrección permanente contra el destino, contra mi nacimiento. Esa locura de pretender ser diferente de lo que se es, de abrazar en teoría todas las condiciones excepto la propia. Solo hay una palabra para calificar el pueblo del que procedo y al que sigo siendo fiel, ya que encuentro en mí todos sus defectos: menor. No es un pueblo «inferior», es un pueblo en el que todo se convierte en miniatura (por no decir en caricatura), incluso la desgracia. 11 de febrero. He abolido en mí la idea de misión, e incluso la de deber. Es cierto que hubo un tiempo en que creía en mí, en que no dudaba de que tuviese un papel que desempeñar... Ahora lo veo claro. Solo los «ciegos» tienen una misión o se asignan una. La única misión que todavía me atribuyo es observar, ver las cosas como son: es lo contrario de una misión. Hace algunos años, en Múnich, tras pedir una información, el buen hombre al que me había dirigido me dijo: «Coja la primera calle a la izquierda, luego cruce la plaza (ya no recuerdo cuál) en diagonal». Se detuvo para decirme: «¿Sabe usted lo que quiere decir diagonal o quiere que se lo explique?». Toda Alemania está ahí. Nación atrozmente didáctica. Lo que es cierto es que todo es engaño. Una vez establecida esa certeza, nada está resuelto. Los verdaderos problemas acaban de empezar. Y sin embargo, en rigor estricto, no debería haber problemas, ni verdaderos ni falsos, tras la constatación del engaño universal. Pero el ser sobrevive al rigor. Ese es incluso el carácter esencial, la definición misma del ser. El ser es lo increíble en estado permanente.

Leo en las memorias de Iliá Ehrenburg sobre Remizov que este tenía la costumbre de bautizar a todos los que conocía o al menos a los que veía a menudo. No lo vi más que dos o tres veces y, efectivamente, me llamaba por un nombre del que me es imposible acordarme. Mi Demiurgo es tal vez decepcionante; al menos no tiene redundancias demasiado molestas. Quizá mi nombre figure un día en una antología del laconismo. Hay al principio y al final de las Variaciones Goldberg un tono, un recuerdo de otro mundo. Marthe Robert, a propósito de Freud: «La heroica trivialidad de su lección». Freud me interesa como hombre y como escritor tanto como detesto su doctrina, cuyas monstruosas exageraciones me repugnan. Freud tenía mucha inteligencia y muy poco humor. Quiero decir que no estaba a suficiente distancia de su obra. Era un profeta, el cabecilla de una secta, un reformador «religioso». Confundió constantemente su misión con la verdad, con gran menoscabo de esta. Uno no se imagina mente menos objetiva, entre los hombres de ciencia, por supuesto. Había en él un fanático, un hombre de la antigua Alianza. Sonatas para violín de Bach. Hay que emanciparse, no solo en música sino también en filosofía y en todo, de la orquesta. Hay al principio de las Variaciones Goldberg un tono de serenidad y de desgarro que uno quisiera escuchar después de la muerte. Acepto que mi vida sea un fracaso total, según la gente. Pero, entonces, ¿por qué esos accesos de desesperación? Tiútchev. Siempre he sospechado que ese poeta debería interesarme. Los pocos poemas que leí de él me intrigaron. Estaban, por desgracia, demasiado mal traducidos. Es una figura extraña, del estilo de Chaadayev.

El escéptico puede ser cualquier cosa excepto revolucionario. Quiero decir revolucionario sincero, de buena fe. En efecto, ¿cómo imaginar un escéptico entusiasta? Yo me apasioné por la utopía. En cuanto profundicé un poco en ella, la aborrecí. Lo mismo me ha ocurrido con todo, salvo con las grandes dudas y con los grandes desgarros. Soy lo contrario de la utopía en todo. Entre ella y el Apocalipsis, mi elección está hecha; una elección temperamental. Todas mis opciones son orgánicas, viscerales, antes de ser intelectuales, elaboradas, conscientes. Soy esclavo de mis órganos. Creí que había acabado con los poetas. Pero los comprendo bien, demasiado bien a mi juicio, sobre todo a aquellos que han tenido gusto por el desastre personal. 13 de febrero. Esta mañana he pensado de nuevo que el suicidio es la única solución, que todo lo demás no es más que un remedio para salir del paso. Marthe Robert escribe sobre Freud que este encontró la verdad, «una verdad universal, la más simple y la de más graves consecuencias que haya ocultado jamás la historia del espíritu». Esa afirmación monstruosamente exagerada, casi delirante, concluye el estudio que dedicó a «Freud en Viena» y que figura en su libro Acerca de Kafka. Acerca de Freud. Es la última frase del libro. Así que la autora pensó que era muy importante. No es una afirmación a la ligera. Dejemos de lado esa estupidez ridícula. Vayamos al problema real. Freud odiaba Viena por el antisemitismo que reinaba allí. Marthe Robert hace una descripción bastante exacta del fenómeno. Pero olvida hablar de la condición de las otras minorías. Desde el punto de vista de un serbio o de un rumano, los judíos tenían una posición privilegiada con la monarquía dual. Todos esos pueblos tratados como esclavos merecían que se evocara un poco su condición. Ni una palabra. No tengo ganas de continuar, puesto que, si el antisemitismo me repugna, las jeremiadas del otro lado no me causan mejor impresión. He decidido escribir un ensayo sobre la calumnia. Intentaré describir en él la figura del calumniador. Cada uno tiene el monstruo que merece. El individuo que te acecha día y noche, la sombra que te sigue, y cuya

presencia horrible, maléfica, sentimos, el ser bilioso, siniestro, que vela y contra el que no podemos hacer nada, es tan poderoso como el demonio, es el demonio..., puesto que es omnipresente, indiscreto, curioso, fisgón, ¡tan cerca de ti! El amor más apasionado no une tanto a dos seres como lo hace la calumnia: el calumniado y el calumniador son absolutamente inseparables, constituyen una unidad «trascendente», están soldados para siempre uno al otro. Nada podrá jamás desunirlos. Uno hace el mal, el otro lo sufre. Pero si lo sufre es porque se ha acostumbrado a él, porque ya no puede prescindir de él, porque incluso lo reclama. Sabe que se cumplirán sus deseos, que estará saciado, que no será olvidado, que está eternamente presente en la mente del difamador. Se puede lanzar cualquier cosa contra ti. Todo el mundo se lo tragará. El calumniador es más que un enemigo, el enemigo está delante de ti, él está detrás, te sigue, te persigue, golpea en la sombra; el calumniador es repulsivo, se comporta como el traidor, no se mide contigo como lo hace el enemigo, te perjudica sin riesgo, te mata sin tener la dignidad de un asesino. Es una especie de maldición ruin, de cerdo predestinado, de vampiro vil que se pega a tu nombre y a tu sangre y los devora los dos. Vuelvo a la música, ya he vuelto, tras una pausa de seis o siete años. Tengo la impresión de haber recuperado lo mejor que poseo, lo mejor que albergo. La música es el ser de mi esencia..., si es que puedo emplear ese lenguaje bárbaro. Cuando te quedas todo el día en casa y ves a poca gente en general, la visita de un desconocido adopta aires de acontecimiento, de violación, de golpe de suerte y de desastre. ¿Qué va a traer él, que viene de ese mundo lejano al que ya no perteneces desde hace mucho tiempo? Teología atea. Teólogos que pretenden ser tales pese a querer prescindir de Dios, e incluso prescindiendo muy bien de él. No conozco forma más original de autodestrucción.

Quiero hacer (!) un libro compuesto únicamente de fragmentos, de notas, de aforismos..., únicamente. Quizá sea un error, pero esa fórmula está más cerca de mi naturaleza, de mi gusto por lo inacabado, mejor dicho, que esos ensayos elaborados en los que hay que mantener una apariencia de rigor a costa de la verdad interna. La vida es extraordinaria, en el sentido en que el acto sexual es extraordinario: durante, y no después. En cuanto nos situamos fuera de la vida y la miramos desde fuera, todo se hunde, todo parece engaño, como después de la hazaña sexual. Cualquier placer es extraordinario e irreal, y lo mismo ocurre con cualquier acto de vida. No estoy influenciado por nadie. Hablo por mí. Es ridículo citar a Schopenhauer o a Nietzsche o a quienquiera que sea para definir mi Lebensgefühl,1 que me viene de mis antepasados y de mi propensión a convertir mis sinsabores en desdichas y mis desdichas en calamidades. No lo vemos todo negro por culpa de nuestras lecturas. El cometido de nuestros enemigos es inventarnos un pasado. Lo logran fácilmente, dado que los demás están dispuestos a creerles. Este siglo —bajo la influencia de la crítica histórica del siglo pasado, de la manía biográfica, del psicoanálisis, de la obsesión por el «secreto»— se emplea con empeño en «desenmascarar» a todo el mundo. Pero se «desenmascara» a un impostor, no se desenmascara a alguien que nunca ha pretendido ser otra cosa que lo que era. Pero precisamente ya no se concibe esa integridad ni, por otra parte, esa conformidad con uno mismo. Y quizá ese tipo de fidelidad ya no sea, efectivamente, posible. Nunca ha sido mi intención dejar una «obra», sino expresar, lo más brevemente posible, mi parecer sobre lo que se llama «vida» y «muerte». Me he situado, por lo tanto, fuera del arte. Mis escritos no son los de un escritor. El hecho de escribir en sí mismo ya no me interesa, en cualquier caso, si es que me ha interesado alguna vez.

17 de febrero. Colette habría dicho de Bach: «Una sublime máquina de coser». No hay nada peor que el espíritu parisiense. En la biblioteca de Bach estaba Antigüedades judías de Flavio Josefo. Tiene una explicación en tan gran lector de la Biblia. ¡Por eso están los judíos tan presentes en sus Pasiones! Anna Magdalena Bach sobrevivió diez años a su marido y murió en la mayor indigencia. En la época, la industria del disco no mantenía a las viudas... 20 de febrero. Acabo de leer un librito sobre la expedición a Egipto. Es extraordinario. Releído con emoción la carta de Bonaparte a Josefina: «Las grandezas me aburren, el sentimiento está endurecido, la gloria es anodina». Bach era roñoso, pleitista, pendenciero, ávido de títulos, etc. Bueno, ¿qué puede importar eso? Schweitzer, citando las cantatas en las que el cantor había tomado la muerte como tema, afirma que nadie más tuvo tanta nostalgia de ella como Bach. Eso es lo único que importa. Todo lo demás es... música. Mi desgracia es ser incapaz de estados neutros como no sea por medio de la reflexión y del esfuerzo. Lo que un idiota obtiene de nacimiento, yo tengo que bregar día y noche para lograrlo a trompicones. Los dos inviernos que pasé en Berlín se cuentan entre los más «malditos» de mi vida. Era propio de Malte Laurids Brigge,1 no en París, sino en la fría, en la siniestra ciudad prusiana. ¡Ojalá tuviera el coraje moral de describir un día todo lo que experimenté allí! Fue allí donde se elaboró mi visión de las cosas, fue allí donde extraje todas las consecuencias de mis insomnios, que empezaron hacia mis veinte años. Lo mejor sería no pensar más en ello. No removamos el Infierno.

Cuando salta a la vista que la gloria y la felicidad son incompatibles, ¿cómo explicar que tanta gente persiga la primera? La persigue por las mismas razones por las que el primer hombre se volvió hacia el árbol de la ciencia, hacia los prestigios, hacia el oropel del saber, a costa de la verdadera vida. La falsa inmortalidad contra la verdadera, el aparentar contra el ser. El hombre es fútil y miserable, quiere dejar huellas visibles, y solo lo logra agitándose ante sus semejantes, en lugar de tender a Dios y, como Él, aislarse en sí mismo, negarse a manifestarse, hundirse en la felicidad de no dejar ninguna marca en ninguna parte, abrazar la condición de desconocido, perderse en el éxtasis del anonimato. Dios mío, yo querría ser más desconocido que tú, agazaparme en la esencia de la esencia de aquello por lo que siempre eres el totalmente distinto, el otro irremediablemente, la cima de la no comunión, lo intransmisible, lo incomunicable hipostasiado, ajeno a cualquier génesis, a cualquier estallido en el ser. 21 de febrero. Hay que liberarse a toda costa de los orígenes. La fidelidad a una tribu no debe degenerar en idolatría (los judíos). El nacionalismo es un pecado contra el espíritu —pecado universal—, desgraciadamente. Los estoicos no eran tan malos y no se ha hecho nada que mejore su concepción del hombre como ciudadano del cosmos. Por más que se encuentre ridícula la idea de progreso, el cristianismo representa un tremendo paso adelante respecto al judaísmo: es toda la distancia de una tribu a la humanidad. El nazismo es el espíritu del Antiguo Testamento aplicado a los germanos, el nazismo es el Jehová alemán. He advertido mi incapacidad para entenderme con cualquiera que esté marcado por la universidad. Tan pronto como detecto el más mínimo elemento didáctico en la mente de alguien, considero que es inútil continuar la conversación. Prefiero a los diletantes, que al menos son divertidos. Además, como tengo la manía de leer, no siento la necesidad de aprender

por medio de la conversación; para mí es un divertimiento, y nada más. ¡Ay de aquellos que quieran instruirme! Prefiero cenar con un mundano que con un especialista. Macbeth..., mi hermano. (El tiempo habrá sido mi bosque de Dunsinane.) 22 de febrero. Me acosté pasadas las tres de la mañana. Al despertarme pensé de nuevo en lo que se dice en algunos países de América Latina sobre alguien que acaba de morir: «Se ha vuelto indiferente». Lo leí en Keyserling, hace muchos años, y desde entonces lo recuerdo de vez en cuando «maravillado». ¡La indiferencia! La muerte, esa promoción al estado de indiferencia. La muerte es un ascenso. Seis de la tarde. Escucho las Variaciones Goldberg, el cielo es azul pálido, un pájaro pasa deprisa, vuelve a casa, seguramente. Bach. Tanto virtuosismo y tanta profundidad..., prácticamente solo Shakespeare reunió con la misma fuerza esas dos realidades irreconciliables. Acabo de enterarme de que Abellio se levanta a las cinco de la mañana para escribir hasta las nueve, hora a la que va a la oficina. Y yo... Pero ¿para qué? No hago nada, de acuerdo. Pero veo pasar las horas..., y quizá eso valga más que llenarlas. No son los pesimistas, son los decepcionados los que escriben bien. «Puesto que solo tiendo a conocer mi nada.» (Pascal) ... Eso es lo que yo he hecho toda mi vida, y sin embargo no he tenido la recompensa de la fe. Es cierto que la fe no la esperaba. Ahora bien, esa expectativa es otra palabra para la gracia. He puesto en mis libros lo peor de mí mismo. Afortunadamente, puesto que, de lo contrario, ¡qué cantidad de venenos no habría acumulado! Mis libros rebosan sañas, humores de asesino, rencores..., pero tal vez era

necesario, de no ser así no podría haber salvaguardado cierta apariencia de equilibrio, de «razón». Hablo sobre todo de mis escritos rumanos, en los que el delirio está por todas partes. Toda mi vida he sido víctima de injusticias. Podría haber escapado a ellas o haberlas disipado. Las he sufrido por masoquismo, como he sufrido calumnias sin intentar combatirlas solo por el placer secreto de ser víctima. La Derrota del 40, la Ocupación y la Liberación..., esos tres acontecimientos, que habré conocido de cerca, me convencieron de que el hombre era capaz de todo y de que la ilusión es un pecado. Siempre he pagado por todos mis errores..., más, por supuesto, por el de vivir. 28 de febrero Me reprochan algunas páginas de Schimbarea la faţă,1 ¡libro escrito hace treinta y cinco años! Tenía veintitrés años, y estaba más loco que nadie. Ayer hojeé ese libro; me pareció que lo había escrito en una existencia anterior, en cualquier caso mi yo actual no se reconoce como su autor. Se ve hasta qué punto el problema de la responsabilidad es inextricable. ¡Cuántas cosas pude creer en mi juventud! Hace veinte años, ¿qué digo?, treinta que me calumnian, que parezco un réprobo. El fuerte encanto de la injusticia. En cierto sentido, no me gustaría que fueran justos conmigo. Es mucho más fecundo ser rechazado, e incluso olvidado, que admitido. No quiero estar bien visto por mis semejantes. 1 de marzo. Deberíamos dejar que hablen. Un día la verdad será restablecida. Cualquier cosa es mejor que la humillación. La injusticia es necesaria para el espíritu; lo fortalece, lo depura. Una víctima siempre está, en lo tocante a lucidez, por encima de sus perseguidores. Ser víctima es comprender.

Eugène Ionesco, con quien he hablado largamente por teléfono de la Guardia de Hierro1 y al que he dicho que siento una especie de vergüenza intelectual por haberme dejado seducir por ella, me ha respondido muy acertadamente que «comulgué» porque el movimiento era «completamente loco». Benjamin Fondane2 me contó el caso siguiente: durante dieciocho años, un ruso (blanco, sin duda) había sospechado que su mujer lo engañaba. Nunca le había hablado de ello, pero sufría muchísimo a escondidas. Tras dieciocho años de agonía moral, le planteó la pregunta: ella le respondió con una franqueza irresistible que sus temores eran absolutamente infundados. Él entró de inmediato en la habitación de al lado y se voló la tapa de los sesos. No había podido soportar la idea de haber sufrido inútilmente durante tanto tiempo. Acabo de encontrarme con Goldmann en casa de Gabriel Marcel, después hemos ido a dar un paseo y luego hemos entrado en un café. Me ha acompañado hasta mi casa. Es un hombre que tiene cierto encanto. Durante veinte años me ha creado fama de antisemita, y me ha generado muchísimos problemas.3 En una hora nos hemos hecho amigos. ¡Qué curiosa es la vida! Un marxista no puede comprender el aburrimiento en sí, la ansiedad en sí. Le hablo de ello a Goldmann citándole a Pascal. Sostiene que las condiciones económicas y sociales en las que vivió Pascal han cambiado, que no hay razón para aferrarse a la «angustia». La historia no es más que un malentendido interminable. Para los jóvenes de Francia no hay más que Mao. Mañana se descubrirán sus crímenes, lo denunciarán como se hizo con Stalin. Nada habrá cambiado: se encontrará un ídolo de repuesto, lo más lejos posible, para que no se vea de cerca, para que no pueda decepcionar enseguida.

Menos mal que existe la vanidad. De no ser así, no podríamos vencer a nadie. Pero con ella estamos seguros de poder con un gigante o con un convencido. Las cosquillas son mucho más eficaces que la fuerza o el fanatismo. Eugène me telefonea. Me dice que ya no puede escribir ni leer nada, que querría atacar a los «jóvenes» pero que no sabe cómo... Intento explicarle que no tiene la menor importancia si, por el momento, ya no puede escribir nada, que su obra está ahí, que existe, y que una obra de más o de menos apenas tiene importancia. Me responde que siente que todavía tiene algo que decir. Le contesto que eso es seguramente cierto, pero que al fin y al cabo lo importante es haber dicho lo que tenía que decir sobre la muerte, el único problema que cuenta, y que lo demás es secundario. Pero él me dice que está carcomido por el remordimiento, que se atormenta. Creo que tengo afinidades profundas con él, que somos casi tan ansiosos el uno como el otro, pero que su desgracia actual es mayor que la mía. Me causa una pena infinita que raya en la desesperación. ¿Para qué sirve la fortuna, la gloria, si eres más miserable que el más desconocido y el más desheredado de los hombres? Voltaire, al final de su vida, al preguntarse en qué consiste la felicidad, responde: «Vivir y morir desconocido». He observado en mí que, desde que sufro menos por ser ignorado, olvidado, «desconocido», soy mucho más feliz que antes. En mi juventud deseaba el bombo, quería que se hablara de mí, quería ser influyente, poderoso, envidiado, me gustaba ser agresivo, humillar a la gente, etc., etc. Pues bien, era más desdichado que ahora. Desde que concibo que puedo muy bien no existir para nadie, me siento aliviado pero no colmado..., lo que demuestra que el viejo hombre está lejos de estar dormido. Al principio de su matrimonio, Tolstói escribió: «Tengo constantemente la impresión de haber robado una felicidad inmerecida, ilegítima y que no me estaba destinada».

... Yo he tenido toda mi vida, para todo lo bueno que me ocurría, la sensación de que no me estaba destinado. Mi impresión dominante, por lo que a mí respecta, es que soy víctima de una gran injusticia, pero me resultaría difícil decir cuál. Está maldito el que piensa y siente que lo está. 7 de marzo. Casi siempre nos interesa suprimir un adjetivo. Por culpa del mercado común y de la concentración parcelaria de las tierras, el campesinado francés ha desaparecido en menos de cinco años. Las consecuencias de ello serán incalculables. Cuando un país pierde a sus campesinos, se aparta de sus tradiciones, de su continuidad histórica, de una clase afortunadamente atrasada, puesto que ejerce una especie de freno, de obstáculo necesario, sin el cual iría de sacudida en sacudida. Es preciso que haya innovadores pero no lo es menos que haya desconfiados, suspicaces, consternados. El miedo al cambio es tan inherente a la vida como la avidez por lo nuevo. Me gusta el campo... y vivo en una metrópolis; me horroriza el estilo y cuido mis frases; soy un escéptico empedernido... y leo principalmente a los místicos..., y podría seguir así indefinidamente. 9 de marzo. Domingo primaveral. Paseo entre Dourdan y Auneau. En una vía férrea prácticamente abandonada, una casita en un paso a nivel. El corral. Un gallo todo rojo merodea por los alrededores de la casa, y después se detiene para, en un momento convulsivo, lanzar no sé qué llamada, incomprensiblemente llamada canto. La planicie se extiende hasta donde alcanza la vista. En el horizonte, un campanario. En ese contexto, el grito del susodicho gallo me ha provocado de repente un ataque de desesperación. 10 de marzo. Así que escribí hace un año un texto sobre Valéry, que debía figurar como prefacio al VIII volumen de sus Obras completas publicadas en América. El prefacio fue rechazado porque era demasiado negativo,

demasiado mordaz. Anoche tuve un sueño. Valéry, relativamente joven, me hacía una visita para agradecerme mi prefacio, que no podía ser más correcto, más justo... Luego nos íbamos a un bar a jugar al billar (?)... Vuelvo a pensar en esa historia del gallo de ayer. La Beauce..., fascinación por lo llano. Y también emoción ante esa imagen del grito en el desierto. Símbolo de lo que soy, de mi existencia marginal, de mi ineficacia. La conmiseración hacia uno mismo es la fuente de casi todas las emociones desgarradoras, desproporcionadas, inexplicables. Leyendo un artículo de mi cosecha publicado en Hermès.1 Destaco en la falta de rigor. Cierta vibración no corre pareja con el rigor. El gallo. El grito en el desierto. Gemir, hablar, gritar, eso puede tener sentido en una habitación, en una sala..., pero ¿en esa extensión llana, en ese espacio puro? El verbo exige la posibilidad, la idea de un límite, un mínimo de frontera, algo parecido a un universo cerrado. Todo lo que se puede hacer en el desierto es rezar. ¿Por qué? Porque se supone que la plegaria se dirige a Alguien sin límites. Estoy infinitamente más cerca de la música y de la poesía que de la sabiduría o de la religión. Es porque, para mí, lo absoluto es cuestión de humor. Exige continuidad, precisamente lo que me falta. Estoy demasiado deprimido para poder realizar el esfuerzo necesario para el más mínimo perfeccionamiento interior. Solo puedo ser el que soy. Como Dios... Me encuentro en una posición falsa con respecto a todo el mundo, puesto que no estoy con nadie y he abandonado una tras otra las diversas creencias que he podido defender. Tres horas de conversación con Ioan Alexandru (veintiocho años); de todos los jóvenes rumanos, el más auténtico, el más profundo.

Llamo «conversación esencial» la que uno podría tener también consigo mismo como único interlocutor. Decir cosas que emanan de lo más profundo de tu ser, hablar de Dios, del suicidio, de todo lo que no te concierne más que a ti. Hay muy pocos seres que den la sensación de buscar la verdad, de que esta existe para ellos. I.A. es uno de esos raros espíritus. El pasado. Esta tarde, mientras rebuscaba en el altillo de mi habitación, he dado con una carta de L. contra M. (un conflicto violento a propósito de una chica que, un año después, resultó ser despreciable). Al leerla he sentido dolorosamente la irrealidad de todas las relaciones humanas. Lo que hace veinte años era rebeldía, fiebre, ahora ya no es nada. ¿Veinte años? Un mes, diez días bastan. En mi altillo hay un número importante de cartas que se remontan a treinta años atrás. No quiero releerlas. Sería demasiado desalentador. Parece que, fuera del instante, todo es irreal... No podríamos vivir si pensáramos que el instante es instante; no espera más que convertirse en pasado, ya es pasado. Esas cartas enterradas ahí contaron en mi vida, las esperé, fueron la causa de muchos de mis tormentos, yacen ahí, no tengo ningunas ganas de hojearlas. Cojo una de ellas, con letra particularmente bonita; procedía de mi padre, una de las últimas que me escribió. Ni siquiera la leí hasta el final..., sino solo una frase en la que me conminaba a entonar el mea culpa para detener la campaña desatada contra mí en la prensa rumana a consecuencia de las cosas que dije sobre Rumanía en La tentación de existir. Todo eso se ha enfriado mucho, todo eso está más muerto que la muerte, todo eso es agua pasada. 11 de marzo de 1969 Anoche, en la inauguración de la exposición Max Ernst. Estaba la mujer de Mandiargues, Bona, que llevaba un gran sombrero. Naturalmente, no la reconocí, y no la saludé. Solo reconozco a los monstruos (entre las mujeres sobre todo). De ahí mi terror a ese tipo de reuniones.

Me he encontrado con E., que me ha dicho que no le gusta el campo, que es hombre de ciudad: «Es», me dice, «mi lado judeobaudelairiano». Primavera y suicidio son para mí dos nociones conexas. Es porque la primavera representa una idea para la que no estoy maduro o, más exactamente, que no entra en mi sistema. La rivalidad entre los santos, los celos que existen entre ellos, hace creer que realmente la perduta gente* lo está sin excepción. Incluso Buda era detestado por los sabios de su tiempo. En todos los niveles, la misma miseria. Y nos sorprende que tal plumífero deteste a un colega suyo. No hay salida para ese mal. La historia de Abel y Caín resume toda la historia, incluso la vuelve superflua. Las intuiciones originales son casi siempre definitivas. Habría que rumiarlas y solo apartarse de ellas por gusto por la paradoja. Podemos concebir el orgullo cósmico, creernos iguales o incluso superiores a Dios. Eso sí, pero rivalizar con hombres, ser alguien para ellos, no, definitivamente. Por eso aprecio al místico, por muy «simple» que sea, que reduce sus relaciones a las relaciones con Dios. 12 de marzo. Velada maravillosa con Octavio Paz y su mujer. Pienso en la visita el otro día del joven poeta rumano I.A. Me habló de Jesús como si ese dios apenas acabara de ser descolgado de su cruz. Ese es el resultado de la propaganda atea. A la gente se le prohíbe la religión; la descubre en secreto y cree que acaba de nacer, cuando está acabada e incluso muerta. Esta tarde, en la peluquería, he percibido muy bien la indistinción entre la violencia interior y la inspiración como estados vividos, como sensaciones. Pero si se hubiese tratado de escribir, de decir algo, creo que habría

comprendido que esa fiebre vehemente solo tiene en común con la inspiración ese estado de dichosa ansiedad que se vive en una y en otra. 15 de marzo. Cada pueblo, en cierto momento de su historia, se cree elegido. Y es entonces cuando da lo mejor y lo peor. 17 de marzo. Se ha dicho de Talleyrand que era un rebelde para la monarquía, un tránsfuga para la nobleza y un apóstata para la Iglesia. Es el traidor más elegante, el más refinado, el más aceptable que haya existido jamás. Hace un rato, una rumana, Madame K., me ha preguntado qué pienso de la «felicidad» y si soy feliz. Ese tipo de preguntas no tienen respuesta, sin embargo he respondido de manera liosa, difusa, cuando habría sido más sencillo decir que, aunque fuese feliz, no lo sería, puesto que el hecho primordial en mí es la superstición de la desgracia. Cometo un error al quejarme de mis compatriotas y de sus preguntas indiscretas, puesto que tienen sus ventajas: te provocan, te irritan, te conmueven, te... Te causan el mismo efecto que algunos procedimientos brutales empleados en el zen para suscitar el «satori».1 ¿Por qué una gilipollez no habría de desencadenar la iluminación? Merece un puñetazo en plena cara. En mi artículo sobre G.M., lo más difícil ha sido hablar de su vejez. ¿Cómo hacer alusión a ella sin herir? Los eufemismos son aún peores que el empleo brutal de las fórmulas corrientes. Quizá lo mejor sería silenciar ese delicado capítulo. Pero ¿cómo?... Me horroriza cuando un joven me habla de mi edad. Me siento más joven que cualquiera, no me siento viejo, me he extraviado en el tiempo. Sé de dónde viene mi pasión por Talleyrand: es porque toda su vida se encontró en situaciones falsas, por eso pudo traicionar a todo el mundo.

He visto a una joven rumana. Es cierto que mi pueblo tiene encanto, e incluso que no tiene nada más. El escepticismo y el encanto. Invadido por los seres, intento librarme de ellos..., sin gran éxito, hay que decirlo, puesto que vivo en el corazón mismo de la mayor feria que existe. Pero cada día consigo reservarme algunas horas de conversación con aquel que querría ser. Según Bossuet, fue Caín quien creó la primera ciudad, para tener dónde aturdir sus remordimientos. La extraordinaria figura de Talleyrand. El día después de la escena en que Napoleón lo trató de «mierda en una media de seda», T. fue a las Tullerías y aprovechó un momento en que N. estaba cerca de él para besarle la mano. Ya conspiraba con Metternich y le pagaba la corte de Austria. T. es el oportunismo de calidad. Jamás abrazó una causa perdida. Desertó de la monarquía, de la Revolución, de la Iglesia, del Imperio tan pronto como percibió que el futuro estaba en otra parte. Al traicionar no hacía más que seguir el movimiento de la historia y, en ese caso, responder a las aspiraciones de los franceses. En el fondo, traicionaba porque estos últimos cambiaban. Su talento fue saber cuándo empezar a traicionar. Nunca esperaba al último momento, se ponía a ello desde el primer indicio de debilidad por parte del régimen o del amo al que servía. Me habría gustado tener el cinismo de Talleyrand. Por desgracia, demasiados antepasados humildes y honestos frustran mis ambiciones y estorban mis movimientos. Soy demasiado débil para librarme de una herencia tan pesada. Cada día es para mí un triunfo sobre la depresión. Así que soy un luchador. ¿Qué es la depresión? Es el estado en el que se expresa en la vida cotidiana la disconveniencia entre el mundo y uno mismo, es el malestar de una

disparidad sin salida. En la cima o en lo más bajo de ese malestar, la pregunta que viene a la mente es invariablemente la misma: «¿Qué busco aquí?». 25 de marzo. Esta mañana, arranques de actividad: he hecho dos llamadas telefónicas. El aciago demiurgo sale a la venta la semana que viene. Cl. Gallimard me dijo que le llamase antes, para que diese la orden de volver a distribuir mis otros libros al mismo tiempo. ¿Por qué telefonear? He hecho todas las consideraciones razonables a favor de la abstención: para qué ocuparnos de nuestra «obra»..., etc. Y después he telefoneado de todos modos. He observado que mis decisiones positivas las tomo sin convicción y a pesar de mí mismo. Hojeado una biografía de Mahoma. Cuando uno se ha ocupado un poco de budismo, el islam parece lamentable. Es ridículo afirmar que las religiones se parecen. No se parecen en absoluto. Quizá seamos iguales ante Dios, pero la manera de cada uno de expresar esa nivelación es única, y hay una jerarquía en la expresión de ese sentimiento de dependencia. En el fondo solo me gustan las religiones que han superado la idea de Dios. Por eso pongo el budismo tan alto. El estado que más necesito es la alegría. Sin ella no se puede hacer nada vivo. Todo lo que se hace gracias a ella es bueno aunque no sea profundo. Pero podría ser que la «profundidad» no fuese más que un prejuicio. El pensamiento libre, desapegado, alerta, que no se aferra a nada, yo soy incapaz de él, por la razón de que en mí todo es o capricho u obsesión, es decir, frivolidad o pesadez.

27 de marzo. Ayer tuve una discusión con una inglesa sobre los prejuicios. Ella sostenía que los de Inglaterra son mucho peores que los de Francia. Le respondí que cada nación los tiene e incluso que son ellos los que aseguran su cohesión. Políticamente, es lo mismo. ¿Qué hace un nuevo régimen? Introduce nuevos prejuicios a costa de los antiguos, etc., etc. También se puede decir que las costumbres de un país son otros tantos prejuicios, prohibiciones. Cuando una sociedad ya no los tiene, se hunde. Pero son ellos los que la cimentan. Así pues, las costumbres son prejuicios elaborados lentamente, prejuicios consolidados. El manejo de las ideas exige menos talento que el manejo de las palabras. Con aplicación, se puede llegar a ser filósofo pero no escritor. En los artículos que han escrito en América sobre la Tentación se han valido de los ataques que dirigí contra mí mismo y de los que la Tentación está llena. Ese proceder es fácil y casi deshonesto. Yo mismo me valí de él en mi artículo sobre Valéry. Es inteligente... La metafísica y, con mayor motivo, la teología son de un antropomorfismo escandaloso. Una y otra se reducen a una suprema coquetería del hombre, en éxtasis ante su propio genio. En cuanto se echa un vistazo a sus divagaciones, no queda ni una que escape al ridículo. No creo que haya placer más completo que pisotear lo que se ha adorado. He observado que, cuando no estoy muy bien —mentalmente, quiero decir —, siempre tengo ganas de proclamar. Dolores de cabeza en los que las ideas gimen, porque querrían nacer y no lo consiguen. Tener piedad de nuestra mente..., caer en la desesperación intelectual. La palabra «lucidez», que empleo a menudo, se traduce en inglés por «lucidity», vocablo poco corriente tanto en América como en Inglaterra, mientras que en Francia cualquiera lo emplea. Así, ayer mismo, en la radio,

un camionero lo usó de manera muy natural a propósito de un accidente. Ya sé que no pensó en el sentido filosófico de la palabra, pero da igual. Lo que cuenta es que la palabra es familiar y banal. En los países de lengua inglesa es casi técnica. Ese ejemplo muestra que la frecuencia con la que se emplea una palabra debería guiar en primer lugar al traductor en la elección que sus equivalentes. Acabo de recibir el ejemplar justificativo del Aciago demiurgo. Lo abro, y lo primero con lo que topo es con una falta en francés. Esta tarde he ido a la biblioteca del 6.º. He abierto un libro sobre los indios de América. Antes incluso de leer una frase, me ha venido la idea de que los blancos acabarán como ellos, de que los meterán en parques, en reservas, para poder guardar de ellos algunas muestras. ¿Quiénes serán los nuevos amos? ¿Los negros? ¿Los amarillos? ¿O los dos a la vez? ¡Qué revancha! ¡Será el regreso en grupo de los mongoles! El despertar de todos esos pueblos oprimidos por los blancos, que ahora, débiles, abúlicos, carcomidos por la droga, por la mala conciencia, idiotizados por el remordimiento, no esperan más que el momento de ser humillados, apartados, aplastados. 30 de marzo. El cristianismo es inútil para mí. Excepto en dos o tres puntos (¿cuáles?), representa un retroceso con relación a la Antigüedad. Veinte siglos perdidos. Cuando salía de casa de los Masui me he dado de narices con Salah Stétié, que vive, cosa que yo ignoraba, en el mismo edificio. Así que he ido a su casa: conversación que no ha podido ser más fructífera de casi dos horas. El puesto que ocupa y las obligaciones diversas que resultan de él no lo han estropeado en absoluto. 1 de abril. Todo el día de ayer, y la mañana de hoy, servicio de prensa. Charlas de todo tipo. En el momento de terminar, un empleado de cierta edad (¿sesenta?), un extranjero que parece triste, agobiado, me dice para mi gran sorpresa: «Sabe, apruebo lo que dice en su libro». Y me pide una dedicatoria. Muy

intrigado, le digo: «Sabe, a decir verdad no soy un escritor. Escribo de vez en cuando por necesidad». Él me dice: «Sí, hay que sacar lo que hay dentro. Eso ayuda también a los demás. Eso ayuda igualmente a uno mismo. Claro que sí», me dice. Su nombre es Antoine Sánchez, así que no es francés. Forma parte del servicio de expedición, lo más «bajo» que hay en una editorial. Y es ahí donde he encontrado a mi verdadero lector. 2 de abril. Anoche, en casa de Ionesco, volví a ver, después de treinta años, a L.P. ¿Es posible que el tiempo estropee a los seres hasta tal punto? La impresión inmediata que me dio fue la de una enferma grave en el umbral de la muerte. Parecía no comprender nada de lo que se decía, hacía preguntas estúpidas, fuera de lugar. Entiendo perfectamente que no esté al corriente de lo que ha ocurrido durante todos estos años. Pero se habló, entre otras cosas, del pecado original. Eso no exige estar al día. Pero lo más grave es que daba la impresión de que estaba a punto de llorar o de que incluso lloraba. A los cincuenta y cuatro años, parece una viejecita, arrugada, torcida, encorvada. Me horroriza volver a ver a la gente que conocí en mi juventud. Para una mujer, es impúdico mostrarse después de un cuarto de siglo. El horror que tengo de volver a ver a mis antiguos amigos viene del hecho de que me recuerdan de una manera brutal que yo también he envejecido: es lo que sé de una manera abstracta; pero ellos, ellos vienen a confirmar y a ilustrar esa certeza, que, sin su ejemplo demasiado concreto, conservaría una pizca de vaguedad y de dulzura. El pecado no es estar triste sino amar la tristeza. Yo la he cultivado por todos los medios, a decir verdad por necesidad y en absoluto por coquetería. Me han gustado las cancioncillas españolas, húngaras, argentinas, me ha gustado la tristeza en todas sus formas, en todas las latitudes, en todos los niveles, del más bajo al más elevado. Escuchado en la radio música ortodoxa rusa, es turbadora, es profunda, es sublime. Te conmueve hasta las lágrimas.

No hay gran pueblo sin dimensión interior o, si se quiere, sin tonos profundos. (Los franceses son la excepción; claro que no, están las catedrales, está Port-Royal.) Es cierto que estamos marcados por el espacio «cultural» (?) del que venimos. Transilvania conserva una importante impronta húngara, «asiática». Yo soy transilvano, así que... Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que pertenezco, no solo por mis orígenes sino también por mi temperamento, a la Europa central. Treinta años de residencia parisiense no borrarán el hecho de haber nacido en la periferia del Imperio austrohúngaro. 4 de abril. Escuchado esta mañana a dos críticos hablar de poesía religiosa (hoy es Viernes Santo). Uno de ellos emplea cosas como «complejificación laicizante». No soy escritor, puesto que no me gusta escribir. No busco la «verdad» sino la realidad, en el sentido en que puede buscarla un ermitaño, que lo ha dejado todo por ella. Quiero saber qué es real y por qué no podemos asumirlo. El principio de las Variaciones Goldberg no tiene ninguna relación con este bajo mundo; es realmente el recuerdo de otro mundo. Lo que viene después participa en gran parte del ejercicio. ¡Pero el comienzo! Hay que desprenderse de los orígenes, de la superstición de la «tribu». Yo soy rumano, muy bien; sin embargo, no puedo en absoluto soportar la música popular rumana (excepto la doina).1 En cambio, la música húngara me conmueve, me trastorna, me afecta hasta en la sangre. Los húngaros son nuestros enemigos. Pero, en cierto sentido, esos enemigos me son más próximos que mis compatriotas. ¿Qué conclusión sacar de eso? El aciago demiurgo solo puede ser apreciado por alguien herido. Mis libros, esa es su excusa, arrojan algo de luz sobre el fenómeno de la autodestrucción. En ese sector puedo, en ciertos aspectos, aspirar a la dignidad de modelo.

No puedo creer que mi libro sea del todo malo, incluso creo que contiene algunas verdades; o, mejor dicho, que es un libro fallido que tiene fondo. También es, a excepción de los Silogismos, lo menos lírico que he escrito. Paro: ¡qué odioso es estar contento con uno mismo! 8 de abril de 1969 Es mi cumpleaños. Lo había olvidado completamente. Cincuenta y ocho años cumplidos. He pasado la tarde en la playa de Berneval, ¿pensando en qué? En nada, solo en sentir los elementos. Tiempo radiante: era como estar en alguna Ibiza del Norte. Al pie de un acantilado no puedes evitar pensar en una cosmogonía, no, vivir cosmogónicamente. Te remontas, a pesar tuyo, hacia la histeria de los orígenes, hacia las contorsiones primordiales. Percibes la tierra entregada a sus demonios, presintiendo la carrera que le esperaba. Etc., etc. A su manera, mirando las olas, rumiar el inconcebible hecho de existir. 9 de abril El pensamiento es indiscreción, intrusión. Pensar es no dejar las cosas en su sitio..., es un trabajo de dislocación. El pensamiento es la forma más sutil de la agresividad. Aunque hable de piedad, el pensador lo hace como un espíritu capaz de todo. La tensión secreta que se esconde detrás de cualquier pensamiento revela su naturaleza aventurera, implacable..., brutal. Se necesita un alma dura para poder llevar un pensamiento hasta sus últimas consecuencias; ningún gran pensador se ha quedado corto en eso. En lo alto de los acantilados, en Belleville-sur-Mer, en un día radiante: el encuentro de la bruma y el sol, esos bordes de acantilados sin árboles, ese desierto por encima del más bello abismo... Recuerdo la frase de una

inglesa en Piana, en Córcega, mirando el mar: «It is just sublime».* Hay palabras que nos da vergüenza pronunciar, y sin embargo hay que tener el coraje de hacerlo. Álgebra de los valores morales, de Jouhandeau, acaba de publicarse como libro de bolsillo. Lo leí antes de la guerra, al principio con entusiasmo, luego con indiferencia, incluso con irritación. Treinta años después, la misma reacción. No es fácil ser alguien. M.J. parece la mayoría de las veces un personaje anodino. Juega con los conceptos de la moral y, lo que es más fastidioso, con los de la mística. Casi nunca encontramos en él una verdadera desesperación, sino solo desesperaciones instantáneas. En La Quinzaine, una foto de Nietzsche, seguramente del periodo de la Umnachtung,1 que curiosamente se parece al autorretrato de Van Gogh, en el umbral del delirio. Acabo de leer un artículo de Klossowski sobre Nietzsche que no viene a cuento, que pretende ser profundo y que solo es enrevesado. No se sabe adónde quiere ir a parar el autor. Y eso es lo más grave que se le puede reprochar a un escritor. Por otra parte, lo confuso y lo misterioso son muy apreciados entre los jóvenes, que, incapaces de un pensamiento claro, se alegran inconscientemente cuando encuentran sus defectos en sus maestros. Los grandes reformadores religiosos fueron casi todos o epilépticos o enfermos del estómago. El primer caso se comprende y no sorprende a nadie; el segundo parece menos evidente, y, sin embargo, nada invita más a trastocarlo todo que una lenta, que una laboriosa digestión. 11 de abril ¡Qué placer vivir en una ciudad en la que nadie te conoce! Ahí estás en la situación de un malhechor que se esconde, con menos miedo. Sin teléfono, sin transistor: ¿qué más se puede desear?

Mar encrespado. Esta tarde quería comprarme una gorra de pescador. Pero me he dicho que soy indigno de llevar una, en vista de los peligros que afrontan esos marineros. Esa sensata reflexión me ha venido al leer una inscripción, cerca del faro: «Socorro a los náufragos». Lo que le debo a la Iron Guard.1 Las consecuencias que tuve que extraer de un simple arrebato de juventud fueron y son tan desproporcionadas que luego me ha sido imposible convertirme en el paladín de una causa, aunque fuese inofensiva o noble o Dios sabe qué. Es bueno haber pagado muy cara una locura de juventud; luego te ahorras más de una decepción. El nacionalismo es un pecado del espíritu. Pertenecer a un pueblo no tiene significación profunda (excepto para los judíos, quizá). La única comunidad verdadera es la que se funda en la «familia espiritual», y no nacional ni ideológica. Solo me siento solidario con aquellos que me comprenden y a los que yo comprendo, con aquellos que creen en algunos valores inaccesibles a las masas. Todo lo demás es mentira. Un pueblo es una realidad, seguramente; una realidad histórica, y no esencial. ¡Cuando pienso en la efervescencia en la que estaba en mi juventud por mi tribu! ¡Qué locura, por Dios! Hay que desprenderse de los orígenes, o al menos olvidarlos. Yo tengo tendencia a retrotraerme a ellos, seguramente por masoquismo, por gusto por la esclavitud, por las «cadenas», por la humillación. Los momentos superficiales en mi vida, los momentos histéricos, fueron aquellos en que la Historia contó más que nada..., fue la época de mis extravíos. Solo he estado en la verdad, en lo esencial, cuando he reaccionado como si solo existiéramos yo y el Todo, no me atrevo a decir Dios. Silencio original, anterior al Caos. Se puede pensar que algo debería de proceder de él, el mundo, por ejemplo. Lejos del barullo de París, el descanso de los seres y de las cosas te parece tan anormal que te inspira

fantasías cosmogónicas. Dieppe, hacia medianoche, bajo la lluvia: en las calles desiertas, visión de novela negra. Casi tienes miedo, y disfrutas teniendo miedo, tanto tienen que ver esas sensaciones con la literatura. 12 de abril. Regreso a París. Con Bach, la vida sería soportable hasta en una alcantarilla. P.N., de educación católica y de derechas, no puede consolarse del hecho de que Jesús fuese judío. Le explico que eso mismo es lo extraordinario. Pero los prejuicios... P.N., que ha vivido una quincena de años en el África negra, conserva su nostalgia y no puede readaptarse a la vida de París, que encuentra, con toda la razón, horrible. Me dice que todos los franceses que han vivido en las colonias reaccionan como él. Me ha hablado pestes de los negros, a los que encuentra deshonestos, perezosos, apáticos, corrompidos; al mismo tiempo cree en su futuro, los encuentra sanos, y me cita las recientes palabras del obispo de Dakar, según el cual los negros vendrán a evangelizar a los europeos... Yo también creo en el futuro de los negros. De los blancos uno acaba hartándose. Y, además, ellos están hartos de sí mismos, y lo confiesan y lo gritan a cuál más. Han agotado su capital de ilusiones, ya no saben a qué aferrarse; están vencidos interiormente, al menos los occidentales, puesto que los rusos parecen intactos. Tendría que leer a Gobineau. Debe de tener algunas intuiciones que se hayan verificado, que hoy hayan adquirido carácter de evidencia. Lo curioso es que fueron los rusos, Soloviev, Blok, los que percibieron la debilidad de los blancos, de los occidentales, en nombre, es cierto, del peligro amarillo. Pero el «peligro» amarillo y el «peligro» negro no son incompatibles: uno y otro representan lo que hay que llamar el futuro.

La sucesión de las generaciones, la lucha de las generaciones, es más importante para comprender la Historia que la lucha de clases. Lo «nuevo», el «cambio», el «devenir»..., todo eso solo existe porque cada generación siente la necesidad de cuestionarlo todo. No se trata, en ese caso, de un engaño, sino de una ley biológica y espiritual, a menos que esa ley sea, ella misma, la expresión de un engaño más fundamental. Me he reprochado todo el día haber escrito que la profundidad solo tenía sentido en las épocas en que el monje era considerado el ejemplar humano más noble. Sin embargo, esta noche tengo bastante buena conciencia: en efecto, ¿cómo apreciar a otro que no sea el que ha renunciado al mundo? Solo pondría por encima de él al que hubiese renunciado a todos los mundos. Pero, en el fondo, renunciar al mundo no significa a este mundo, sino a todos. Mi concepción del suicidio es muy sencilla: me parece la única solución, si queremos llegar al fondo de las cosas. En la superficie, en cambio, podemos transigir, diferir, hacer trampas, escribir. En la superficie hay tantas soluciones como queramos, provisionales, útiles sin más. Llueve. Ese ruido regular en el silencio de la noche tiene algo sobrenatural. Me pregunto qué haría si todos los seres desapareciesen de repente y yo fuese el único superviviente. Creo que continuaría. Intentar extraer la esencia de cada día y, si es posible, de cada hora, como si tuviese el tiempo contado. Y... lo tengo, yo y todos. Pero no pensamos lo suficiente en ello, y así es como perdemos el tiempo, como lo dejamos pasar sin intentar retener su sustancia, si es que tiene sustancia. Reír burlonamente o rezar..., todo lo demás es accesorio.

Mi misión es sufrir por culpa de (?), por (?) todos los que sufren sin saberlo. Tengo que pagar por ellos, tengo que expiar su inconsciencia, la suerte que tienen de ignorar hasta qué punto son desgraciados. No me falta nada en el orden físico o psíquico, tengo todo lo necesario para ser normal y, por lo demás, lo soy. No es menos cierto que tengo todo lo necesario para estar tarado y, por otra parte, lo estoy. La mejor manera de pensar es meterse en la cama, taparse la cabeza y dejar que la mente exulte o se aflija a voluntad. Pero, para meditar, hay que imponerse un tema y limitarse a él. Puesto que meditar es negarse a la improvisación y a la aventura. La meditación es lo contrario de la aventura espiritual; es incursión en uno mismo; ahora bien, cualquier aventura, incluso espiritual, implica la idea de extensión, de conquista interior por medios externos. Hace un rato, rabia reprimida contra un supuesto amigo, poeta en sus ratos libres. ¡Oh, cómo hace vivir la rabia, qué dinámica es! De repente ha sacudido mi abulia, ha despertado mis instintos y me ha arrojado entre los vivos. El tiempo se suaviza, se ablanda: ¡eso me costará algunos ataques de depresión de primera! La primavera es mi enemigo hereditario. Y además, como yo, es demasiado equívoca. Hace un rato decía que estoy tarado. Por ese lado también soy «religioso». No tengo fe, pero reúno algunas de las condiciones que empujan a ella, estoy incómodo en mi piel, en mi envoltorio terrenal. Tendría que acceder a otra forma de inseguridad: eso es todo lo que puedo esperar ante las certezas del creyente. París es una ciudad en la que pasas el tiempo hablando un mal francés con extranjeros que están de paso. Cualquier carne es una posibilidad de herida.

Carne es una palabra cristiana, puesto que se ha hecho de ella el centro del pecado. Me horroriza el cristianismo y, sin embargo, lo comprendo en lo que tiene de horrible precisamente. Hacer es difícil; deshacer es fácil. Sin esa facilidad, el mal no existiría. La muerte, tampoco. Se escribe un libro para todo el mundo, salvo para los amigos. Para ellos es un regalo envenenado, del que se alegran con una mueca. 16 de abril De nuevo el tormento de la duda sobre mí mismo. ¿Por qué? ¿De dónde puede venir? ¿Para qué dudar de mí mismo, puesto que, en principio, me he situado fuera del reino de los actos, por lo tanto fuera de los valores y de su jerarquía? En realidad, todo sucede más o menos así: por un lado, el viejo hombre está muy vigilante en mí; por el otro, he dado un salto fuera de su esfera... Entre esos dos extremos no hay nada, es decir, nadie ocupa el espacio que antes estaba ocupado por mí. Pienso de pronto en Shelley, poeta del alma, quiero decir que, para mí, nadie ha sido nunca más poeta que él, aunque sus poemas, excepto los breves, sean en su mayoría ilegibles (lo que jamás se dirá de un Hölderlin). La muerte es la variedad más extraña —y la más natural a la vez— del fiasco, del malogro, del fracaso. No hay fiasco más completo que la muerte. Si mi padre, que fue deportado durante la guerra del 14 a Sopron, viese que en París escucho música cíngara húngara durante horas, ¿qué pensaría? Pero, a decir verdad, esa música pertenece tan orgánicamente a ese mundo de la Europa central del que vengo que cualquier forma de reacción patriotera respecto a ella está fuera de lugar.

Me siento rumano y húngaro en el alma, y quizá más húngaro que rumano. Mi drama: un violento iniciado en el camino de la sabiduría, un violento que se castra, que refrena todos sus arrebatos. ¿Cuál es mi verdadera naturaleza, cuáles son mis deseos? Abofetear, escupir en la cara a la gente, gritar, arrastrar a alguien por el suelo, pisotearlo, rugir, contorsionarme. Me he ejercitado en la sabiduría para humillar mi rabia, y mi rabia se venga tan a menudo como puede. El que no ha conocido grandes cóleras lo ignora todo del suicidio, que es un fenómeno de rabia. Me he encontrado en el Luxemburgo con A.J. Cara de cansancio, voz cascada (profesor, sus alumnos hablan en clase y él tiene que forzar sus cuerdas vocales para hacerse oír: ¿por quién, ya que nadie le escucha? Pero no sabe que lo abuchean desde el principio de su carrera en la enseñanza), un poco perdido, pero todavía apasionado por cosas raras, por los autos sacramentales de Calderón, por ejemplo. J. es ateo, desagradablemente laico, y ya solo traduce —para su placer— cosas contrarias a sus convicciones. Es porque secretamente es creyente, de lo contrario no habría adoptado una postura tan clara contra la religión. Esta tarde, por teléfono, J.W. me ha dicho que está de acuerdo con El aciago demiurgo pero no con el Vacío, que a ella le gusta pelear, liderar la lucha, y que eligió el teatro precisamente por eso. Me explica cómo le vino ese gusto por afirmarse, por no ceder. Cuando era pequeña, en la escuela la llamaban «perra judía». Sufría por ello y se defendía, pero finalmente comprendió que no había nada que hacer, que, pasase lo que pasase, siempre la llamarían así y que, por lo tanto, si las cosas son así, no hay razón para abdicar, hay que plantar cara, seguir el propio camino, no tener en cuenta lo que dicen los demás, avanzar. Yo haría bien en tomar como modelo esa extraordinaria obstinación, o al menos en imitarla.

Más que nunca, tengo que alejar de mí la idea de acabar con todo, ya que tengo demasiados motivos para aferrarme a ella y traducirla en acto. Deshagámonos de ella..., al menos durante algún tiempo. El pesimista es el hombre menos preparado para soportar una desgracia. Es porque ha reflexionado demasiado sobre la desgracia misma, y porque ha perdido esa fuerza innata, esas reservas de vitalidad que permiten afrontar lo terrible finalmente encarnado. Lo he consignado a menudo en estos cuadernos e incluso lo he escrito en mis libros, pero vuelvo a ello una vez más porque es muy cierto. Una desgracia predicha, cuando por fin sobreviene, es diez, cien veces más dura de soportar que una desgracia que no esperábamos. Es porque, mientras han durado nuestras aprensiones, la hemos vivido de antemano y, cuando surge, al sumarse esos tormentos pasados a los del presente, forman juntos una masa de un peso intolerable. Solo hay un problema: el de la muerte. Debatir sobre otra cosa es perder el tiempo, es dar muestras de una increíble futilidad. ... Eso es lo que las religiones han comprendido muy bien. De ahí su superioridad sobre la filosofía. He escrito diez libros: cinco en rumano, cinco en francés. Desde el primero hasta el último son las mismas obsesiones, que vuelven, se retiran, reaparecen una vez más. A los veinte años tenía en mí todos los elementos que debían conducir al Demiurgo. Un bogomilo del siglo XX. Czapski,1 ese hombre maravilloso, me escribe que mi libro hiere al «lector» y lo obliga a «ponerse en pie». 21 de abril Esta noche he pensado en la vida, en la aventura, en el prodigioso error que representa en la superficie de esta materia hostil, y he sido presa de un arrebato de piedad por ella, y por la infinidad de los vivos, por esa

improvisación trágica que es cualquier individuo. «Todo lo que se perfecciona por progreso perece también por progreso.» (Pascal) Epicteto y Montaigne son prolijos, sobre todo el primero. La fuerza de Pascal viene de la concisión. Tenía talento para la fórmula. Mi fondo quizá sea cristiano; pero soy pagano en todo lo demás. Esta mañana, me he levantado. Luego, al no ver ninguna razón para levantarme, me he vuelto a acostar, me he tapado la cabeza con la manta y........................ he pascalizado. Ioan Alexandru, después de haber leído mi libro, me escribe que reza por mí y que le da pena que «el alma de un transilvano pueda descender a tan espesas tinieblas». No detesto que tengan piedad de mí, y Ioan Alexandru ha dado muestras de instinto reaccionando así. Como es profundamente religioso, ha percibido mejor que los demás la increíble derelicción en la que estoy. El desamparo, el abandono, etc., si esos estados no desempeñaran un papel tan importante en la mística, esta nunca me habría requerido. Pero me gusta, porque encuentro en ella mis heridas. En lo más álgido de mis insomnios (había superado la veintena), mi madre, si mal no recuerdo, hizo celebrar una misa por mí. No es una, sino treinta mil las que habrían hecho falta. Es la cifra que indicó Carlos V en su testamento. Su alma realmente necesitaba descanso. Pero es en la vida donde ese «descanso» es necesario. El desconcierto que espera a mi alma después, no pienso mucho en él. Beckett, a propósito del Demiurgo, me escribe: «En tus ruinas me siento a salvo».

24 de abril. Recibido otra carta de Ion Alexandru, muy bonita, en la que me dice que mi libro lo ha sumido en la tristeza. Se siente casi herido en sus sentimientos cristianos. ¿Qué puedo responderle? No parece concebir la existencia, sin embargo real y legítima, del réprobo. Me habla del Padre con un fervor que me supera. Tengo la impresión de ser Iván ante Aliosha. ¿Quién está equivocado, él o yo? Él cree que posee la verdad, cuando solo posee la esperanza. La verdad es algo más terrible de lo que él piensa, y podría ser, lo que le sorprendería mucho, que yo estuviese más cerca de ella que él. Y el creyente y el incrédulo sufren una misma forma de orgullo: solo varía el contenido. Los dos creen detentar la verdad; de lo contrario no podrían vivir. Pero esa palabra, verdad, no deberíamos utilizarla. Recurrir a ella es presunción e incluso impudor. Tercera sinfonía de Brahms. A veces me pregunto si, tras Bach, no es a Brahms a quien prefiero: ¿dónde encontrar aliento trágico comparable al suyo? Quizá sea él el último gran músico de Occidente. Me gustan las cartas que no hablan de ideas, sino de problemas. Por eso leo las de Cicerón, releer sería la palabra correcta, puesto que ya las conocía. Qué vivo está ese hombre, y cómo desvela sus defectos, pese al interés que tiene en dejar a la posteridad la imagen de un carácter sin fallos. Pero solo vemos estos últimos, y por eso sobrevivió ese abogado. Nada es más coñazo que leer cartas espirituales que solo hablan del alma, y nunca de las preocupaciones cotidianas. Es necesario, en todo, algo mezquino para tener la impresión de lo verdadero. Si los ángeles se pusieran a escribir, ¡qué aburrimiento no desprenderían sus obras, sus cartas! La pureza es lo que más difícilmente sucede, porque no es compatible con la vida y es esencialmente irreal. La desesperación es mi estado normal. Por eso la soporto tan bien. La pena vuelve teatral.

27 de abril. Pienso de nuevo en Ioan Alexandru. ¡Menuda idea, rezar por mí! Quizá lo necesite, pero me parece que hay cierta presunción en el joven. Puesto que es ponerse muy por encima del miserable atreverse a rezar por él. Además, su plegaria solo tendría sentido si tuviéramos el mismo dios. Pero él apela a una autoridad de la que yo no dependo. No quisiera abrazar la fe porque sea más infeliz de lo que nunca lo haya sido. Hay que ser fuerte, continuar sin apoyos, sin muletas, sin la asistencia de nadie. No quiero recurrir a Dios porque esté en apuros. El hombre en el que más pienso es Marco Aurelio, el único que puede serme de alguna ayuda. Por el momento, sin embargo, no lo frecuento, por miedo a una decepción. Ayer le decía a Eugène I. que no conozco nada más cierto que lo que Voltaire dijo de la felicidad: «Vivir y morir desconocido». Eugène no parecía muy convencido de ello. 28 de abril. El origen de todas nuestras servidumbres reside en el apego. Cuanto más libres queremos ser, menos nos vinculamos con los seres y con las cosas. Pero una vez que nos hemos vinculado, qué drama deshacerse de ellos. Empezamos a vivir creándonos vínculos; cuanto más avanzamos, más fuertes se vuelven. Llega un momento en que comprendemos que representan otras tantas cadenas, que es demasiado tarde para sacudirlas, puesto que estamos demasiado acostumbrados a ellas. Conversación sumamente interesante de tres horas en el Jardín Botánico con Jean Hémery. Hemos hablado mucho de mística, de Dios, es decir, he intentado explicarle esta paradoja muy mía: Dios me parece inconcebible normalmente, pero en algunos momentos puedo concebir dirigirme a él sin creer realmente en él. Paul Valet me dice, a propósito del Aciago demiurgo, que es «budismo frenético».

30 de abril. Después de dos semanas de intolerable angustia, una extraña euforia esta mañana. La «vida» se defiende como puede. Todo lo que me atormenta, esas nostalgias de todo tipo, esos desgarros aulladores, esa depresión oculta y esos escalofríos de más allá de todos los mundos..., es a través de la música como podría haberlos expresado, y con razón puedo declararme fracasado porque no soy músico. Esa herida secreta de no ser músico. Dinu Noica1 me escribe muy acertadamente que mis «Nuevos dioses»2 es mi postura de hace treinta años pero vuelta del revés, invertida. Y me cita una frase que dije en aquella época: «Envidio a Jesús, puesto que logró dar un gran golpe en la Historia». La expresión rumana a dat lovitura tiene un matiz vulgar que no es fácil reflejar en francés. Cuanto más leemos sobre Freud, más nos convencemos de que nos las vemos con el fundador de una secta, con un profeta intolerante disfrazado de hombre de ciencia. 6 de mayo. Fouad El-Etr, de regreso del Líbano, me cuenta que su madre pone cada día el cubierto para todos los miembros de la familia que están ausentes. Así, tiene un hermano que vive en Berkeley desde hace años: su lugar en la mesa está marcado, el cubierto, puesto, está presente. Estos orientales tienen un encanto muy grande. Fouad está un poco loco. Lo he acompañado un trecho antes de separarme de él. Plaza de SaintSulpice (era la una de la mañana), me pregunta cuál es mi signo astrológico. No entiendo. «El mes de tu nacimiento», me dice. Le digo que es abril, Aries. Al respecto, Fouad me dice que es el único signo que detesta, que incluso le horroriza. Y estalla en una enorme carcajada y se va sin ningún otro comentario. Esta mañana he leído algunas páginas sobre el Terror que me han animado. Tengo una necesidad orgánica del horror y no consigo prescindir de él. Me habría gustado ser hijo de verdugo.

Georges Roditi me reprocha que haya atacado demasiado injustamente el cristianismo y que haya hablado demasiado bien del mundo pagano. He exaltado este, es cierto, pero porque era superficial, y he atacado la nueva religión porque era demasiado profunda, con eso quiero decir que era una fuente de malestares más que de salvación. G.R. no ha visto que «Los nuevos dioses» era un ataque político y no religioso. Me acusa de haber cometido una exageración «voluntaria y consciente». En realidad, no se trata de exageración, sino de exasperación. Simplemente me ha exasperado el cristianismo. A mi juicio, mi texto se ha confundido con un «certificado de defunción», que naturalmente no puede dejar de enfadar a los creyentes. Mi afirmación de hace un rato: «Me habría gustado ser hijo de verdugo». Se dirá que es una provocación o una humorada o Dios sabe qué. ¿Qué es para mí? Una verdad, pero una verdad del momento, una verdad del talante, que no tiene carácter permanente, sino que procede espontáneamente del estado en que estaba cuando la sentí. Puesto que es eso: una verdad experimentada, sentida, surgida del «alma» y no del razonamiento. Porque es demasiado cierto que vivo en el horror no por opción sino por fatalidad. El horror es la sal de la vida, el horror es tormento, y he sufrido tanto en mi vida que ya no puedo vivir sin sufrir. Por eso las palabras de Teresa de Ávila me han perseguido durante tantos años: «Sufrir o morir»..., y creí, en mi locura, que tenía cierta predisposición hacia la santidad. Puedo comprender a los santos, y sanseacabó; en cuanto a querer rivalizar con ellos (a eso es a lo que aspiraba hace treinta años, en la época de Lacrimi şi Sfinţi),1 es una pretensión grotesca... y patética. Recuerdo haber leído, en Sibiu, un texto en el que se hablaba mucho del infinito, de la vida interior, de Dios, creo, y, después de la clausura de la sesión pública, Matei C. me dijo en francés: «Señor, es usted un santo». ¿Quién podría decirme eso ahora? Tengo una cantidad enorme de languidez... en el espíritu. Sufro una nostalgia generalizada. ¿Nostalgia de qué? De una última exclamación.

7 de mayo. Noche terrible. Este viejo, este atroz hormigueo en las piernas (ningún médico ha podido decirme qué es). No hay razón para no morir durante vigilias tan agotadoras. Escribir un libro comporta los mismos marrones que una boda o un entierro. Cartas de felicitación o de pésame. Triunfo del género convencional. Me he acordado hace un rato del trágico destino de la familia Barcianu en Răşinari. ¡Quién fuera novelista o memorialista! Anoche, alrededor del Luxemburgo, escuchaba a un amigo explicarme la situación política después del fracaso del general.1 Le prestaba una atención más bien distraída cuando, cerca del instituto Montaigne, divisé a alguien que, con la cabeza gacha, bordeaba la pared, se reía y hablaba solo, con un rápido movimiento de los labios y totalmente indiferente al mundo exterior. Solo lo reconocí cuando estaba a un metro de él. Me entró angustia y casi tuve un ataque de desesperación. Él me miró, y ni siquiera se dio cuenta de que yo pasaba, aunque no había nadie en la calle a esa hora tardía (eran aproximadamente las once de la noche). Cuando uno conoce las largas temporadas que ha pasado en diversos sanatorios, su tentativa de matar a su mujer y luego de suicidarse, ¿cómo no sentir una angustia horrible y los presentimientos más terribles y más legítimos? Hace dos años, cuando yo creía que estaba en Sainte-Anne, me lo encontré pasada la medianoche en la calle de Garancière. Tuve un estremecimiento muy grande, y cuando vino hacia mí me pregunté si no era un fantasma. Esta vez estoy seguro de que está en el umbral de una nueva crisis. Semejante mímica solo la he visto en los hospicios de enajenados. ¡Qué risa agitada y self-sufficient!* Un dios fulminado se reiría así. La risa de un ser aislado de todo, excepto de sus fantasías. ¿A quién se dirigía? ¿Qué desencadenaba tanta movilidad en su rostro? Cuando pienso en ello, todavía siento un escalofrío en la espalda. Solo Bach puede reconciliarme con la muerte.

La nota fúnebre siempre está presente en él, incluso en la alegría. Nota fúnebre y seráfica. Morir por encima de la vida, y de la muerte, triunfo más allá del ser. Superar la vida en el centro, en el corazón de la muerte, y la muerte. Un agonizante llorando de alegría... Bach es a menudo eso. Yo tenía una vitalidad sin límites; mis emociones la han arruinado. Poco a poco nos acostumbramos a las iniquidades de las que somos víctimas, incluso acabamos amándolas. Forman parte del decorado y de la economía de nuestra existencia, se confunden con ella. Leído de Paulhan, en el número especial de la NRF dedicado a él, algunas cartas en tono íntimo y a veces profundo que me hacen lamentar la «ruptura» sobrevenida entre nosotros, en gran parte por mi culpa. He dado muestras de ingratitud para con él. Es que también... menuda idea, por su parte, pedirme que escribiera sobre él. Para mí, ese es un error muy grave y no puedo perdonárselo a los que lo cometen. Me horroriza hablar de los que me han hecho algún favor. Paulhan creyó que no podría decir que no. En eso se equivocó y, naturalmente, se vengó. ¡Qué absurdo es todo eso! En las cartas de Paulhan vemos que André Suarès pasaba por ser un gran hombre, incluso era él el gran hombre. ¡Qué error! Era pura apariencia solemne, «sublimidad» fabricada. Hueco, pretencioso, falso, diluido. Ese Suarès estaba tan convencido de su superioridad que acabó convenciendo de ella a sus contemporáneos. La posteridad es menos indulgente. ¡Si pudiésemos limitarnos a mirar! Pero la desgracia quiere que nos empeñemos en comprender. 9 de mayo. Después de la conferencia de Imre Tóth1 en la Sociedad de Filosofía, un señor enclenque y lleno de tics toma la palabra. Le he dicho a Imre T. que ese señor me inspiraba confianza, porque parecía un degenerado.

«No es un degenerado, es un árabe», ha sido su respuesta. El concepto de Ser no se aplica a la vida. O mejor dicho: la «vida» tiene, peligrosamente, poco ser. El concepto de ser solo se aplica a Dios, a lo inconcebible. Es completamente absurdo pretender renunciar al yo, al amor propio, a la vanidad y al orgullo; todo eso no se supera, sino que, tan pronto como nos imaginamos haber triunfado sobre ellos, caemos en una sucesión interminable de mentiras. El yo es incurable. No se hable más. No nos curamos del yo. Si alguna vez un hombre se ha devorado a sí mismo, soy yo. Cuando De Maistre dice que el tiempo es «algo forzado que no pide sino acabar», expresa un pensamiento que en mí tiene un valor de sentimiento y casi de obsesión. Así es realmente como vivo yo el tiempo. No dejo de preguntarme qué espera el tiempo. Negar es sufrir. No conozco a nadie que haya negado tanto como yo. Yo he inventado la negación sollozante. No es la muerte, es el nacimiento la hora de la verdad. Un libro tiene que provocar una lesión en el alma del lector. Publicar es exponerse a ser juzgado por cualquiera; y no solo juzgado, sino visto. El escritor es necesariamente exhibicionista. Deberíamos poder pensar para nosotros mismos y para nadie más. No mostrarnos, no divulgarnos, no desnudar nuestro espíritu. Tener el pudor de nuestros secretos, no jugar con nuestras profundidades. 10 de mayo. Quizá el escepticismo no sea más que el resultado de una falta de imaginación. Solo me entiendo en profundidad con los judíos.

Tenemos taras comunes. Un pensador abandonado. Siempre le he dado mucho valor a la conversación, de la que he llegado a hacer la única excusa para vivir. A.J., a quien he visto como máximo dos veces en mi vida, me telefonea para decirme que está enamorado. Siguen algunos detalles. La indiscreción es sin duda una forma de extravagancia. Pero me gustan los extravagantes fulminados, que necesariamente no aspiran a la extravagancia, que son inconscientemente excéntricos; tipos raros por fatalidad. En Bach, la exultación y la desolación son igualmente naturales, igualmente frecuentes. Por eso es tan normal, tan completo. En eso es en lo que yo debería afanarme, multiplicando mis buenos momentos de modo que sean simétricos respecto a los malos. ¡Pero estos ganan de tal manera en número, en peso y en significación! 11 de mayo de 1969. En el bosque de Dourdan. Día maravilloso. En el tren, a la vuelta, he pensado que no hay ninguna razón para que el sol no explote al instante, y que ese acontecimiento sería en muchos aspectos una solución. Anoche, cena con el Dr. Z. y su hijo, al que adora y al que se lo permite todo. Este se comporta como un tirano, desprecia manifiestamente a su padre, quien, sin embargo, es un gran especialista en oftalmología. Malestar toda la velada. «Como ese hijo déspota, así imagino que habría sido el mío si hubiera tenido uno», le he dicho a S. después de que se marchara la trágica pareja. 12 de mayo. A Swift le gustaba La Rochefoucauld. Me lo imaginaba, pero no estaba seguro de ello. El autor de las Máximas es el patrón de todos los espíritus amargos.

La «historia de las ideas»..., los profesores destacan en ella. Es preferible, por lo tanto, ocuparse de cualquier otra cosa. Dejemos el campo libre a esos parásitos intelectuales. ¡La cantidad de imbéciles y de locos a los que he podido admirar! Cuando pienso en mi pasado, la vergüenza me invade. Tantos entusiasmos que me descalifican. En 1950 comía en Sainte-Barbe; un día que iba hacia allí, le eché un vistazo al escaparate de una librería de la calle de Cujas: un montón de huesos se exhibían en él. Iba a apartar la mirada cuando vi en lo alto de ese siniestro amontonamiento el Breviario de podredumbre. No lo contemplé durante mucho tiempo... A uno no le gusta ver las cosas en las que piensa. La imagen interior basta. Así, el obsesionado con la muerte se limita a la obsesión y con mucho gusto dejaría de lado la muerte misma... Acabo de leer, en una vieja Historia de la Iglesia, unas páginas sobre Joviniano, san Basilio y algunos otros. La lucha entre la ortodoxia y la herejía, en la época, no parece más razonable ni más absurda que la de las ideologías de hoy. El molde es el mismo, solo cambia el contenido..., lo que hace que la Historia sea, a cada instante, tan curiosamente nueva y tan ridículamente vieja. La forma de los conflictos no se modifica en absoluto; solo cambian los pretextos, las creencias y las locuras que los desencadenan. Ya nos peleemos por culpa de la Virgen o por culpa de la Revolución, las pasiones que entran en juego, su intensidad y su duración, se parecen extrañamente: las modalidades mismas de la controversia son casi idénticas, ya que en los dos casos se trata de creencias. Lo importante es creer..., todo lo demás es accesorio. La mujer era alguien mientras tuviera sentido del pudor. Ya no lo tiene, lo muestra todo por nada, destruye la ilusión al impedir que la imaginación trabaje. ¡De qué falta de instinto da muestras! Cree emanciparse y no hace más que destruirse. Ya no vale nada. Una de las últimas grandes mentiras que le daban encanto a la vida acaba de anularse.

Es imposible ser buen cristiano sin una especie de desesperación cariñosa. Esa es precisamente la desesperación que no conozco. 13 de mayo. Son los «malos deseos», los vicios, las pasiones dudosas y condenables, el gusto por el lujo, la envidia, la emulación siniestra, etc., los que ponen en marcha a la sociedad, ¿qué digo?, los que hacen posible la existencia, la «vida». Me gusta ofrecer resultados, no procesos. Produzco residuos. Los posos del pensamiento, las heces, mejor dicho. La plegaria es el residuo de la desesperación. Mi melancolía magiar. Desde que le he puesto ese adjetivo a mi mal, siento alivio. Es como si supiera qué sufro. 14 de mayo. Esta mañana, en el mercado, me he acordado de la frase búdica según la cual todo lo que uno come está condenado a la putrefacción. Creo incluso que el texto es más claro, y que dice que cualquier alimento no es más que podredumbre. El budismo no es «pesimista». El budismo es la serenidad consecutiva a una liquidación general..., la beatitud de la no posesión. Salgo de algunas siestas como de una tragedia. Hacia 1946, el pintor X me dijo que subiera a su taller para mostrarme sus lienzos. Los vi y no me gustaron. Por cumplir, le pregunté si vendía muchos. «Ninguno, y hace veinte años que pinto.» En una pared, en letras grandes, pude leer: «El aburrimiento, fruto de la sombría incuriosidad»... Baudelaire es la providencia de los vencidos. Debería escribir un libro sobre las irlandesas (profas de inglés) de París. Miss d’Arcy, cuando le recité los versos de Dowson: I am not sorrowful but I am tired

Of everything that I ever desired,1 añadió: «The man was crazy».2 O esa otra —¿cuál era su nombre?— que estallaba de risa a la más mínima falta que yo cometía. O tal otra que solo tenía «Almighty God»* en la boca. Una nación profundamente original lo es incluso en sus ejemplares mediocres. Una nación sin prejuicios no vale nada. Por otra parte, no existe tal cosa. La fuerza de una nación son sus prejuicios. Debe deshacerse de ellos poco a poco, si no se hunde. Una nación acabada es una nación que ya no tiene prejuicios que liquidar. 16 de mayo. Mi objeción contra el cristianismo: solo ayuda si tienes fe, mientras que el budismo es de gran ayuda sean cuales sean tus creencias. Desconfío de una religión en la que se tienen relaciones tan complicadas, casi mezquinas, con un dios personal en el que no se puede creer si no se tiene la gracia, es decir, si él no te la concede..., mientras que el budismo solo apela a la reflexión, al esfuerzo hacia el conocimiento. Cualquier exceso de alcohol o de comida lo pago caro. Mi estado de salud me condena a lo que más detesto en el mundo: la prudencia, la mediocridad alimenticia. Ayer, en el Jardín Botánico, un león marino que había salido de su piscina dormitaba al sol. Esa masa de grasa, alelada, prostrada, no ha dejado de atormentarme: difícilmente se encontraría mejor imagen del aburrimiento estúpido, denso, primordial... (Ese león marino abúlico soy yo. Por eso me persigue y me obsesiona.) Todo lo que está al margen de los seres suscita en mí un eco inmediato.

Ayer, con excepción de una hora, hablé desde las nueve de la mañana hasta medianoche, en francés, en rumano y en alemán, mutilando a placer cada una de esas lenguas. Agotamiento y asco. Para aquel que escribe muy poco, o que incluso ha dejado de escribir, mantener una correspondencia es una manera de mantenerse en activo y de ser fiel al oficio que ha abandonado. Es también evitar oxidarse. Y además una carta bien hecha nos da más satisfacción que una conversación, por muy interesante que esta sea. Acabo de hojear un número especial de una revista sudamericana dedicado a Heidegger. ¡Con qué voluptuosidad se regodean esos «filósofos» con la Nada! Hay que decir que fueron preparados para ello por la mística española; en cuanto a la terminología del autor de Sein und Zeit, no les debe de repeler, puesto que se parece a la de la escolástica, que ellos debieron de practicar en sus colegios católicos. Lo más difícil es tener una experiencia filosófica profunda y formularla sin recurrir a la jerga de escuela, que representa una solución fácil, un escamoteo y casi una impostura. Releído Suetonio sobre César y el capítulo de Carcopino en Perfiles de conquistadores. No consigo, sin embargo, tener una imagen siquiera aproximada del hombre del Rubicón. La razón es porque estoy acostumbrado a ver en los dictadores romanos a unos monstruos; ahora bien, César no era uno de ellos, lo que hace que sea más complejo y menos definible; a veces incluso es muy normal; sí, eso es, un hombre extraordinario y sin embargo normal. El motivo de su asesinato: perdonó, después de Farsalia, a demasiada gente..., eso es lo que a la larga les debió de parecer intolerable a todos los amigos que lo habían traicionado. Había humillado a los republicanos al tratarlos sin rencor. No inspiraba suficiente miedo. Y si lo mataron no fue porque fuese un tirano, sino porque temían que no lo llegase a ser.

Hace un rato he visto, en el camión de Éditions du Seuil, escrito en letras muy grandes: Todo Baudelaire en un volumen. Si Baudelaire hubiese previsto tal horror, el que sentía por el mundo moderno habría degenerado en furia convulsiva. Un tipo como César parece haber sido ajeno a cualquier sentimiento religioso profundo. Por eso creía que descendía de los dioses o que podía elevarse a su rango. Se aplaudía el asesinato de César bajo la monarquía (ya bajo Luis XIV) y se consideraba un desastre bajo la República (bajo la tercera, debido a las incoherencias del régimen). Solo admiraría a un hombre deshonrado y feliz. «He ahí a alguien», me diría yo, «que hace caso omiso de la opinión de sus semejantes y que obtiene felicidad y consuelo de sí mismo.» En La Quinzaine, un documento «sensacional»: el padre de Baudelaire habría sido sacerdote. El autor del artículo acaba con una cita de los Diarios íntimos sobre la tendencia a la misticidad y las «conversaciones con Dios» del poeta cuando era pequeño. Es ridículo. Los hijos de sacerdotes (algo sé de eso) no son en absoluto místicos. Pero el problema no es ese. ¿Cómo creer que un espíritu tan dado a la provocación y al escándalo como Baudelaire no habría explotado esa anomalía? Tener como padre a un sacerdote ordenado y que viró durante la Revolución, ¡qué oportunidad para el papel que quería hacer y para el tono que se daba ante sus contemporáneos! El autor del artículo solo cita dos testimonios totalmente secundarios en los que vemos a Baudelaire confesar que era hijo de sacerdote. A decir verdad, la cuestión no me interesa. Pero me imagino el partido que la crítica va a sacar de esa revelación de ahora en adelante. Habrán encontrado el porqué de la obsesión por el pecado y, a decir verdad, de todos los temas de Las flores del mal. La sífilis explicaba mucho más y mucho mejor.

Durante años viví con la sensación de que yo era el único hombre normal y todos los demás estaban locos, locos de atar. La vida me parecía difícil de soportar bajo el peso de semejante diferencia, de tal privilegio. Más tarde llegué a emitir un juicio más matizado sobre mí y sobre el prójimo. Eso no quita que, de vez en cuando, la halagadora obsesión reaparezca y arruine mis días. Hace veinticinco años, el poema que fue un acontecimiento para mí fue «The Garden of Love», de Blake. Veía en él el tipo de decepción acorde con mi naturaleza profunda. Incluso cuando era joven, cuando era capaz de entusiasmos y de frenesíes, me gustaban y frecuentaba a todos los hombres amargados. Ya tenía la costumbre, si no la superstición, de la decepción. 19 de mayo. Cuando alguien no tiene nada que decir, se convierte en crítico literario..., y cuando tiene aún menos que decir, se convierte en crítico de los críticos. Es esterilidad de segundo grado. Acaba de telefonearme la señora Beckett. Tiene una voz muy bonita. Hacía más de dos años que no me llamaba. Me da una muy buena noticia. Sam estaría fuera de peligro. El absceso que tenía en el pulmón habría cicatrizado. He oído esa noticia con verdadero alivio. Como me habían dicho que había que temer lo peor, sentía opresión solo de pensar que un hombre tan acostumbrado a lo horrible tuviera aún que experimentarlo en su carne. Sam es un hombre extraordinario y, sin embargo, entrañable, el único contemporáneo incorregiblemente noble. Hace unos veinticinco años recibí la visita de un joven de pelo largo al que una vecina un poco loca me había recomendado como un «genio». Hablamos de esto y de lo otro, de un viaje que ese estrafalario había hecho a América, de sus proyectos, de sus ideas, etc. En todo lo que me decía había algo que no cuadraba, que me incomodaba. Decía ser escritor y no había escrito nada, quería escribir y al mismo tiempo no veía la necesidad de hacerlo, y todo por el estilo. En determinado momento de la

conversación, se levantó, me miró fijamente, yo me levanté también, sus ojos brillaban, estaba crispado, alucinado, y avanzó lentamente hacia mí. Recuerdo haber hecho esta reflexión: «Este genio quiere asesinarme», y di un paso atrás, con la firme intención de darle un puñetazo en plena cara si seguía avanzando hacia mí. Se detuvo en seco, hizo un gesto nervioso, como si se contuviera y, como otro Dr. Jekyll, se resistiese a alguna siniestra metamorfosis, después se calmó, volvió a sentarse en el otro extremo de la mesa y esbozó una sonrisa forzada. Evité hacerle preguntas sobre lo que acababa de ocurrir; al contrario, retomé el diálogo más o menos donde había sido interrumpido y solo tuve una idea: verlo marchar cuanto antes. Eso es lo que hizo. Nunca he vuelto a verlo ni he querido después preguntar por él. A fin de cuentas, solo estamos aquí para burlarnos del universo. 20 de mayo. La liberación como «estado de no pensamiento». Solo puede ser feliz un hombre libre..., libre de cualquier vínculo, de cualquier atadura, es decir, el hombre cuya vida no tiene ningún «sentido», según la gente. Comprenderlo todo —¡y no estar amargado!—, deberíamos imponernos esa cuasi imposibilidad y aplicar a ella todos nuestros esfuerzos. Poder decir: «Ya nada me engaña»... y acabar en la alegría. Asesinado César, la comunidad judía de Roma se reúne para llorarle. Es porque era el vencedor de Pompeyo, responsable de tantas atrocidades cometidas en Jerusalén. 21 de mayo. Visita a Port-Royal. En un país en el que se ha tomado en serio la religión, una vez desaparecida la fe se impone la pasión ideológica. El francés cree en las ideas. Eso puede tener consecuencias nefastas, como demuestra la historia de Francia. Los ingleses no saben la suerte que tienen.

Port-Royal. ¡Atormentarse por sutilezas teológicas en medio de esa vegetación! Al cabo de algún tiempo, cualquier creencia parece ininteligible o gratuita como la contracreencia que la ha arruinado. Solo subsiste la duda que una y otra inspiran. A propósito de la historia de «hijo de verdugo»... nueva versión. Necesidad física de deshonra. Me habría gustado ser hijo de verdugo. Cualquier cosa (como cualquier doctrina) en la que profundizamos demasiado acaba esterilizándonos. Eso es particularmente cierto para un escritor; en cuanto al especialista, él no corre ningún peligro: es estéril de nacimiento. Ese débil mental que siente el tiempo, que es víctima de él, que muere por él, que no conoce ni experimenta nada más, que es tiempo a cada instante, logra lo que un metafísico solo alcanza a trompicones y un poeta, por inspiración, por milagro. 25 de mayo. He rumiado, en el mercado, ese «pensamiento» del otro día, a saber, que solo estamos aquí para burlarnos del universo, que quizá la existencia no tenga otro sentido. Ponerse en tela de juicio, a uno mismo y el mundo, y burlarse de uno y de otro. Luego, burlarse de la burla, y así sucesivamente. Las relaciones más complicadas, las más terribles, las más indefinibles no son las que tenemos con nuestros superiores o con nuestros enemigos, sino con nuestros amigos. Cada uno de ellos es un enemigo virtual. Así que lo tenemos que temer todo de él: hay que estar en alerta continua. Mientras que con un enemigo sabemos a qué atenernos. En nuestras relaciones con él, lo peor está a nuestras espaldas. Y lo que es tranquilizador es que un día podría llegar a ser nuestro amigo. Esa esperanza es de la mayor ayuda mientras no se realice. Puesto que, una vez realizada, volvemos de nuevo a la incertidumbre y a la perplejidad.

Cuando me examino un poco de cerca, no me puedo creer que haya podido conocer largos entusiasmos e incluso pasiones. Y sin embargo esa es la verdad. Toda mi vida he aspirado a la indiferencia; nunca la he sentido realmente. Eso no quita que haya aspirado a ella con ardor y que, para camuflar mi fracaso, haya fingido ser superior a todo. Soy el lugar de tantos movimientos contradictorios, y eso a propósito de todo, que me pregunto por medio de qué prestidigitación todavía consigo esbozar un gesto. 26 de mayo Lo que no funciona en la Historia es que está escrita por profesores, gente pacífica que describe existencias tumultuosas. Por otro lado, cuando espíritus activos, militantes, se transforman en historiadores, son incapaces de respetar la verdad o simplemente de tender hacia ella. En épocas turbias, si yo desempeñara un papel importante, me parecería más bien a Cicerón, espíritu indeciso, y que solo entraba en un partido para echar de menos el que acababa de dejar. Anoche, en La Grille, cuando hablaba casualmente de Esteban el Grande, Yvonne Lupasco me preguntó quién era: «Es el Napoleón rumano», repliqué... 27 de mayo. Los que tienen demasiados dones, en realidad no tienen ninguno, y todo lo que hacen es mediocre. Las doctrinas pasan..., las anécdotas permanecen. Me desnacionalizo cada vez más. ¿Cómo he podido sacrificar tanto por mis orígenes? No pertenezco al mundo, ¿cómo podría pertenecer a una patria? La experiencia del nirvāna es tan completa, tan enriquecedora como la del ser, si no lo es aún más. Puesto que el nirvāna representa más que el ser, es el ser atravesado, asimilado y superado, es el ser superior a sí mismo.

Stuart Gilbert (ochenta y un años)... La última vez que fui a cenar a su casa, a mi pregunta al abrir la puerta: «¿Cómo estás?», respondió: «Me sobrevivo a mí mismo». La sociedad es un sistema, un cuerpo de envidias. No es fácil saber quién nos envidia. En principio, somos envidiados cada vez que hacemos algo que otro, conocido o amigo, habría querido realizar. Un desconocido no nos envidia o rara vez lo hace; la condición esencial de la envidia es que se conozca nuestra cara. Por eso el que no se muestra, el que se esconde, no es objeto de ese sentimiento eminentemente natural y ruin. 28 de mayo. Acabo de saber por Gabriel Marcel, al que Bosquet ha pedido un artículo, que en Le Monde preparan una doble página sobre mí. Le he escrito a Bosquet una carta solemne para rogarle que no haga nada de eso y que suspenda el proyecto. La idea de que se puedan mendigar artículos, de que se movilice a mis amigos, me pone enfermo. Yo mismo he sufrido tanto por esa indiscreción practicada en París que consiste en pedirte que escribas sobre tal o sobre cual, que la idea de que se inflija la misma tortura a los demás, y por mi culpa, me atormenta. Intento hacer todo lo que está en mi poder para matar en ciernes un proyecto que es tan contrario a mí. Acabo de telefonear a Piotr Rawicz1 para pedirle que me ayude. No ha comprendido mi negativa ni mi empeño. Le he replicado que un proyecto así es contradictorio con lo que soy y con lo que pienso, y que, después de haber escrito sobre el suicidio, no quiero que me pongan como una estrella. Ha insistido, y me ha dicho que todo eso me debería ser indiferente. Yo le he respondido: «No soy del todo impostor». Con eso quería decir que mi escepticismo no es completo, que todavía creo en la decencia, que todavía tengo prejuicios, que aprecio cosas como el respeto a uno mismo. Mi teoría es, en efecto, que, cuando se han comprendido ciertas cosas, todo lo que se hace después carece de sinceridad y raya, por lo tanto, en la impostura. Pero yo no he comprendido las cosas hasta el final, yo no paso de todo, aún creo en lo que escribo, y aceptar que me rindan homenaje es renegar de lo

esencial de mis ideas. Aceptar un premio es otra cosa, puesto que se trata de dinero. Pero elogios recogidos, solicitados, no, no, no. No puedo ser cómplice de semejante deshonra. Ich will meine Ruhe haben, Ich will meine Ruhe haben.1 Nunca olvidaré esa respuesta, que un loco repetía delante de un psiquiatra que lo interrogaba en Berlín, durante sus clases. Es cierto que el loco había empezado diciendo que se había comprado EL AIRE entero para estar solo y vivir en paz. Nada es más humillante que sabernos apreciados, que pensar que nuestros «méritos» son reconocidos. No es que tengamos que buscar la «injusticia», sino que tenemos que aceptarla cuando llegue y, si no hay más remedio, esperarla. Lo peor es ser un réprobo cubierto de laureles. 28 de mayo. El suicidio: muramos antes de morir. Puesto que nacer es una catástrofe, todos somos supervivientes del nacimiento. Roma solo produjo dos escritores: César y Lucrecio. Todos los demás escritores llegaron de las provincias. Seguramente es mi obsesión por el nacimiento, con el cuestionamiento de este, lo que me ha acercado al budismo. Es importante tener el coraje de no apoyarse en ninguna religión ni en ninguna filosofía. 29 de mayo. En «Los nuevos dioses» hice una apología de los dioses paganos. No es seguro que tuviera razón. Epicuro (y Lucrecio) los detestaba; y solo los conservaba manteniéndolos alejados del mundo; puesto que eran fastidiosos e impertinentes, y su impertinencia era siniestra. A pesar de mis restos de religión, creo que es mejor apañárselas solo que con dioses.

Gabriel Marcel dice estar «trastornado» por mi libro. Esa reacción me recuerda la de mis padres, hace treinta años, después de la lectura de Lacrimi şi Sfinţi. Incluso me escribieron que un libro como ese debería haberlo publicado tras su muerte. Su lectura fue para ellos una prueba insoportable: se metieron en la cama... Hace un rato, cuando iba al mercado, me he cruzado con una joven embarazada (¡último mes, por su apariencia!). Asco, náuseas. Y al instante he pensado que mi madre debió de parecerse a ese horror cuando me llevaba dentro. (Esas terribles palabras que me dijo un día: «Si lo hubiese sabido, habría abortado». Lo recuerdo, eran aproximadamente las dos de la tarde, después del almuerzo. Yo acababa de desplomarme en el sofá con muchos suspiros y diciendo que ya no podía más. Debía de tener veinte, veintiún años. Quizá menos. Sufría insomnio. Con somníferos, conseguía dormir tres, cuatro horas como máximo. Siempre me despertaba tras alguna pesadilla intolerable. Debería haber escrito el diario de esas terribles noches. Todas mis reservas de poesía se esfumaron con ellas. Después, solo podía ser prosista. A medida que el sueño volvía, perdía lo que podía tener de lirismo.) 30 de mayo. A las cinco de la mañana, despierto por esos dolores misteriosos en las piernas que me martirizan desde hace una treintena de años con el más mínimo cambio de tiempo. Los médicos no entienden nada. Dejémoslo. Me he levantado y he paseado por los muelles. A esa hora temprana, pocos coches, y tengo la impresión de que la ciudad es mía. Pero es la luz anterior al sol lo que me pone en un estado de felicidad especial..., esa luz virgen, esa primera luz. El aciago demiurgo..., obra de una víbora melancólica. Se puede decir lo mismo de todo lo que he escrito. El primer español al que conocí en mi vida fue en 1936. Me dijo delante de testigos: «Me gustan la muerte y lo sublime».

La soberbia gilipollez española. (Ese español decía ser discípulo de Unamuno. No es de extrañar. En el maestro había, no solo en potencia sino también en acto, tanto mal gusto y más.) Concebir el pensamiento como un veneno autodestructor, como el producto de una víbora levantada contra sí misma. «La humanidad contemporánea de las naciones llamadas civilizadas, por debajo de treinta años ignora la sonrisa o la risa y no tiene mirada en los ojos...» (Armel Guerne, carta del 28 de mayo de 1969) En la Antigüedad se creía que bañarse era una manera de ahuyentar la pena. San Agustín, cuando murió su madre, tomó un baño que —reconoce— resultó ineficaz. Entre los antiguos, Crantor fue autor de un libro de consuelo, que se perdió, en el que enumeraba todas las razones filosóficas que se podían invocar para vencer el dolor moral. Una especie de Imitación pagana. El libro de Crantor se llamaba De la aflicción. Todos los moralistas debían beber de él. ... Un libro así es el que me gustaría poder escribir. Pero hay que reconocer que ese es un tema totalmente agotado, debido a su eterna actualidad. En este momento siento dolor. Esa sensación solo tiene sentido para mí; coincide con mi vida..., ahora, en cualquier caso. Ese acontecimiento crucial en lo que me concierne es inexistente y casi inimaginable para el resto de los seres. Excepto para Dios, si esa palabra fuera algo más que una palabra. Se comprende aquí el papel de la religión y lo que tiene de irreemplazable, de única. Nunca he sabido de manera precisa en qué sentido soy religioso, ni si tengo otra cosa que un fondo religioso. Quizá sea una naturaleza religiosa al revés. A decir verdad, no puedo proporcionar ninguna precisión al respecto.

Soy «religioso» como lo es cualquier ser que se encuentra en la linde de la existencia y que nunca será un verdadero existente. Hay cierta forma de desequilibrio que participa automáticamente de la religión. Pero ¿cuál es esa forma? El extraordinario argumento que Plutarco utilizó para su mujer después de la muerte de su hija: «Por qué llorar, no estabas afligida cuando aún no tenías hijos; ahora que ya no tienes, estás en el mismo punto». A propósito del optimismo de Dinu Noica.1 El sabio —¿decía qué antiguo?— es feliz incluso en el toro de Falaris.2 Creo que esas palabras realmente se aplican a Noica. 2 de junio. Domingo, inolvidable paseo. Sermaise, Plateau, Boissyle-Sec, Sermaise. Lo que para un alemán es la Weltanschauung, para un francés es la Ideología. No consigo saciarme de El arte de la fuga, geometría blanda, ejercicio sobre fondo metafísico. Hace un rato, en casa de Gabriel Marcel, he conocido a Friedrich Weinreb, matemático y teólogo judío que me ha causado una impresión muy grande. Su aspecto de rabino jasídico, sus observaciones sobre el mundo contemporáneo, su interpretación del mito del árbol de la ciencia y del árbol de la vida... Mientras hablábamos de esas cosas ha hecho aparición un obispo de Ruanda (?). Ha hablado de su país, y lo más triste que ha dicho ha sido: «Allí la gente compra un transistor a cambio de una cabra». 3 de junio. No conozco nada más humillante que un sueño. Ese en el que pienso y que he tenido hace dos horas es tan estúpido y tan inconcebible que solo de pensar en él me entran ganas de no soñar nunca más.

La enorme reputación de Heidegger. Todo el mundo se ha dejado atrapar en su inmensa impostura lingüística. Sin embargo, mi opinión sobre él está hecha. Lo que me dijo Ioan Alexandru sobre la conversación que tuvo con el gran hombre me ha edificado: a las preguntas sencillas y profundas que el poeta rumano le hizo, el filósofo respondió con banalidades. Fue porque, al no poder valerse de su jerga habitual, no podía decirle nada en la lengua corriente, viva, normal. La trampa era imposible. Pienso en Weinreb..., encarnación de todo el misterio de un pueblo. «El día en que él [Germánico] pereció, lanzaron piedras contra los templos, derribaron los altares de los dioses, algunos individuos echaron a la calle a algunos lares de la familia o expusieron a sus hijos recién nacidos.» (Suetonio) Durante la era cristiana no creo que, con motivo de un duelo público, se lanzaran piedras contra las iglesias. ¿Qué debemos concluir de ello? Es cierto que las transformaron (durante la Revolución) en cuadras. He hablado largamente con D. de R. de Par., ese poeta rumano que vive del cuento y que no retrocede ante nada. A él no le viene de una estafa más. Su estilo de vida es inconcebible para un occidental. Pero yo enseguida reconozco en él el increíble nihilismo del hombre de Bucarest y, a decir verdad, de la antigua Valaquia. Ese Par. fue a Berna, donde permaneció seis meses sin pagar, al lograr, a fuerza de mentiras, engatusar al propietario. ¿Qué hacía? Nada, al parecer. Se quedaba en su habitación, ni siquiera leía. Extraño. D. de R. fue a verlo. Par. lo invitó a un restaurante y pidió el mejor vino, sin pagar un céntimo, naturalmente. Es prodigioso. El estafador es un ser necesariamente misterioso, puesto que es un hombre cuya existencia se basa en una mentira insondable. 4 de junio. El otro día, en presencia de Friedrich Weinreb y de FischerBarnicol, cuando yo decía que en los países primitivos (Rumanía, por ejemplo) los campesinos iletrados consideraban que leer otro libro que no

fuese el Libro (la Biblia) era una señal de perversidad, Gabriel Marcel me respondió que él coincidía con los analfabetos de mi país, puesto que todos los libros que tiene (las paredes de su apartamento están empapeladas con ellos) ya no le sirven para nada, al estar sus ojos demasiado cansados para poder seguir leyendo. Todo lo que es estilo me cansa más de lo que uno pueda imaginar. ¡Cuando pienso que yo mismo me he prosternado durante tanto tiempo ante ese ídolo! La filosofía «pagana», que se había esforzado en derribar a los dioses, cuando vio que el cristianismo tomaba la delantera y estaba a punto de vencer, hizo causa común con el paganismo, cuyas supersticiones le parecieron preferibles a las extravagancias cristianas. Ironía: al atacar a los dioses y acabar con ellos, la filosofía creía hacer una contribución capital a la liberación de los espíritus, cuando en realidad los abandonó a una nueva servidumbre más abrumadora que la anterior, al ser el Dios que iba a reemplazar a los dioses peor que estos. Se objetará: pero la filosofía no es responsable del advenimiento de ese Dios, no era a él al que recomendaba. Es cierto, pero debería haber comprendido que no derribaba a los dioses impunemente y que en la historia casi siempre un mal que se combate es reemplazado por un mal mayor. El monoteísmo judeocristiano es el estalinismo de la Antigüedad. Ante lo inevitable, no habría que reaccionar de ninguna manera. Yo me alarmo por ello, y esa es la razón por la que no me valoro... tanto como querría. El malestar que siento todas las veces (dos o tres al año) que voy a ver a «mi» editor. La razón es que siempre tengo miedo de encontrarme allí con escritores, la calaña que más detesto en el mundo. No les perdono los defectos que encuentro en mí. Un escritor soporta la vanidad de un pintor, de un músico o de cualquiera, salvo la de otro escritor. Eso es cierto para todas las profesiones, y sospecho que los barrenderos de las calles tienen los mismos sentimientos de intolerancia los unos con los otros. Por eso el que

aspira a la tranquilidad tiene que frecuentar a gente que tiene gustos y ocupaciones diferentes a los suyos. Me gusta hablar con un abogado, con un médico, con un enfermero, con un artesano, pero me horroriza la conversación con plumíferos. La duda es el comienzo y, quizá, el fin de la filosofía. Carnéades, durante su célebre embajada a Roma, habló una primera vez a favor de la idea de justicia... y al día siguiente lo hizo en contra.1 A partir de ese día hizo su aparición la filosofía, hasta entonces inexistente en ese país de costumbres rudas y sanas. ¿Qué es, pues, esa filosofía? El gusano en la fruta. La filosofía, al menos en sus intenciones, no socava las virtudes, incluso quiere preservarlas, pero en realidad las debilita; mejor: solo puede nacer si empiezan a vacilar. Y la filosofía, a pesar suyo, les asesta a la larga un golpe fatal. Es extraño, es increíble pensar que aceptemos vivir sabiendo que, en el mejor de los casos, solo llegaremos a los años destinados a un mortal. Pero aunque llegásemos hasta el final de los tiempos, el problema sería el mismo. Es realmente el ser el que está en juego, ese ser por el que todos suspiran y que, sin embargo, no conviene a nadie. 5 de junio ¿Qué es un mártir? Es un orgulloso sin igual y un monstruo egoísta... intelectual, ya que no quiere ni puede concebir las razones de los demás. Y, puesto que no nos inclinamos ante su voluntad, prefiere perecer antes que ceder. Podemos admirar a un mártir, no lo apreciamos. Preferimos la compañía de un sofista a la de un mártir. El mártir no está de acuerdo con tus razones, el sofista está de acuerdo con todas las razones. No se discute con un candidato a mártir. El fanatismo es la muerte de la conversación.

Acabo de leer un libro sobre Franz Jägerstätter, ese campesino austriaco que se opuso a Hitler y que ejecutaron por negarse a portar armas. De la utilidad del enemigo. Solo nos es útil el que crea el vacío a nuestro alrededor. Mi gratitud va para aquellos que me han dejado más solo, que, a pesar suyo —pero qué más da—, han contribuido a mi fortalecimiento espiritual. Nuestros allegados son los menos inclinados a reconocer nuestros méritos. Los santos siempre han sido «cuestionados» por sus amigos y por sus vecinos. No olvidemos que Buda tuvo a los más temibles: su primo y solo después el diablo. Solo contamos para aquellos que ignoran nuestros antecedentes. Lo más difícil del mundo es decir algo que tenga apariencia de realidad, es decir, que vaya más allá de las palabras. Nunca habría que escribir sobre nadie. Estoy tan convencido de ello que, cada vez que me veo obligado a hacerlo, mi primer pensamiento es atacar a aquel del que debo hablar, aunque lo admire. ¿Cuántas decepciones conducen a la amargura? Una o diez mil, según la persona. Cualquier decepción que atenuamos, escamoteamos o combatimos alimenta secretamente la insaciable amargura. Solo la decepción reconocida, proclamada, no se convierte en fuente de acritud. Sin embargo, tan pronto como queremos ser «nobles», «decentes», salvamos las apariencias pero nos dañamos en profundidad. El caballo no sabe que es caballo... ¿Y qué? No vemos qué es lo que ha ganado el hombre sabiendo que es hombre. He topado en un libro de historia con esta pregunta sensata: «¿Podemos imaginarnos a san Pablo yendo a predicar a Roma en tiempos de Catón el Censor?».

Es devorándome como he descubierto todo lo que he descubierto. Me he disminuido para poder entrar en algunas verdades. 7 de junio Esta mañana he vuelto a pensar en la embajada de Carnéades a Roma,1 en el siglo II antes de nuestra era. Catón el Censor asistió a los juegos dialécticos del griego y se asustó. Pidió al Senado que se diera satisfacción a los delegados de Atenas, a fin de que volviesen a su país cuanto antes, tan perjudicial e incluso peligrosa le pareció su presencia. La juventud romana no debía de relacionarse con espíritus tan disolventes. Carnéades y sus dos compañeros parecían, en el plano espiritual, tan temibles como lo eran los cartagineses en el plano político y militar. Los imperios nacientes temen por encima de todo la contaminación intelectual, que proviene casi siempre de las viejas naciones. No podemos renovar el escepticismo, pero siempre podemos multiplicar sus aplicaciones. 9 de junio. Paseo por la región de Dourdan. Contra los estoicos. Si nos educamos para llegar a ser indiferentes a las cosas que no dependen de nosotros y logramos soportarlas sin afligirnos ni alegrarnos por ello, ¿qué nos queda por hacer, por experimentar, dado que casi todo lo que sobreviene es independiente de nuestra voluntad? Los estoicos tienen razón en teoría. En la práctica, todo juega en su contra. De la mañana a la noche, no hacemos más que posicionarnos a favor o en contra de las cosas sobre las que no podemos hacer nada. La «vida» es eso, es una tentativa loca para salir de nuestra impotencia; la «vida» es la carrera a la vez deseada e inevitable hacia (... acaba de sonar el teléfono y he olvidado lo que quería decir). Acabo de redactar una reseña autobiográfica para un periódico. No conozco nada más agotador que hablar de mi pasado por fechas. Ese tipo de literatura se parece a la necrología. Es como si me enterrara a mí mismo en

un... diccionario. Cavamos nuestra propia tumba siempre que hablamos de nosotros mismos en estilo diccionario. Dos de la mañana. He paseado por París durante cuatro horas con J.F. Hemos hablado de la situación de Rumanía y de sus desgracias de siempre. Me ha dicho: «En mi próxima reencarnación, no querría ser rumano». 10 de junio. Después de la conversación con J.F. de anoche. Se asusta de lo que le digo sobre el hombre, a saber, que todo lo que este hace acaba volviéndose contra sí mismo. J.F. me replica que, personalmente, se siente solidario con todo; me señala una estrella, y me dice que se siente solidario con ella. Le respondo que yo también tengo una especie de sentimiento cósmico pero que, sin embargo, me siento marginal con relación al cosmos, y que en general vivo con un sentimiento casi permanente de impertenencia. Intento explicarle cómo he podido llegar a vivir, a durar, pese a mi convicción profunda de que el suicidio es la única salida, la única solución razonable. Pero en ese momento me embrollo..., ya que no consigo hacer inteligible esa paradoja en la que me he metido. A propósito del sentimiento «cósmico»... Una lombriz que se sintiera solidaria con la... tierra, que proclamara esa solidaridad, ¿cuál sería nuestra reacción con respecto a ella? ¿La despreciaríamos menos? ¿Y qué significación objetiva podría tener esa toma de conciencia? Nosotros somos esa lombriz. Y sin embargo nos negamos a admitir nuestra «poca realidad». Puesto que la «conciencia» vuelve orgulloso y el orgullo impide a la conciencia ser ella misma. El orgullo obnubila. Mezcla de sabio y esteta, un réprobo elegante. La puntualidad solo existe en las sociedades que han perdido cualquier sentido metafísico o religioso, en las sociedades desacralizadas. Las sociedades anacrónicas ignoran el tiempo; en ellas las citas tienen lugar en cualquier momento. 11 de junio. Vaciado por horas y horas de charla.

Soy devorado por la Conversación. Analizada, una palabra ya no significa nada, ya no es nada. Como un cuerpo que, después de la autopsia, es menos que un cadáver. 12 de junio. Ioan Alexandru me escribe que acaba de hacer una peregrinación a Asís y que en la capilla de san Francisco ha rezado, entre otros, por mí. ¡Qué cansancio! Jamás he estado tan sinceramente lejos del cristianismo como ahora. Hasta el Maestro Eckhart me irrita, pese a sus extraordinarias dotes de escritor. J.T., de vuelta de Londres, me decía que Inglaterra le ha dado la impresión de ser un barco cuyos marineros estarían locos y el capitán, borracho. Los ingleses saben que su país no tiene futuro, que incluso está perdido, pero no sufren por ello, aceptan su desaparición como una evidencia en la que no hay que detenerse. Le digo a mi amigo que esa es exactamente la constatación que hice durante mis viajes a Inglaterra, que me recuerda la Roma del siglo IV, si no del V. (El drama de esas naciones sin campesinos, sin reservas biológicas y que tienen un pasado demasiado rico, demasiado pesado.) Hace algunos años, la compañía de Laurence Olivier representó en Moscú Romeo y Julieta. El espectáculo fue tan logrado y conmovedor que los espectadores, al final, se abrazaron con un entusiasmo espontáneo, como si se hubiese tratado de la misa de medianoche en Pascua. ¿Dónde, en Occidente, encontraríamos tanta frescura, ardor y piedad? Acabo de escribirle a Arşavir1 que sin el orgullo del fracaso la vida apenas sería tolerable. Ahí está la clave de la sabiduría para aquellos que no son sabios. Sinceramente, creo que no hay derrota más grave que el éxito, la aprobación, el consentimiento, el bravo, vengan de donde vengan, incluso de los solitarios. No conozco peor humillación que la de ser reconocido. Antes en el fondo de una alcantarilla que sobre un pedestal.

(Por eso no me perdono cuando concibo la más mínima amargura por el silencio que se hace en torno a mis actividades, imperceptibles, debo reconocerlo.) Lo único religioso que hay en mí es el asco del mundo. Pero ese asco mismo es impuro. Así se explican mis relaciones intermitentes e inacabadas con lo absoluto. Hace algunos días le prometí a Marcel Arland un artículo para la NRF. A decir verdad, no sabía de qué trataría. Mientras tanto, me decía que lo haría sobre el problema de los «niveles espirituales», pero veía que el tema no me convenía en este momento. Cuando iba hace un rato al mercado he hojeado en un librero el último número de La Quinzaine. Un artículo malintencionado de Gandillac sobre Hermès1 en el que, entre otras cosas, cita el trozo de una frase de mi cosecha: «la dulzura anterior al nacimiento». «Pues bien», me he dicho, «voy a hablar para la NRF del nacimiento, de lo que un día llamé la catástrofe del nacimiento.» Y enseguida he sentido que estoy de humor para hacerlo, y ello tanto más cuanto que no haría más que dar un complemento al Demiurgo. No conozco nada más triste que una carrera que empieza. De ahí mi horror por las bodas, por los comienzos de todo tipo. Ante cada caso solo pienso en la decepción que coronará tantas promesas e ilusiones. 15 de junio Todos estos últimos días me había prometido dejar de beber. Anoche llegué a casa totalmente borracho. Paseyro, Henein, Messadié..., mis compañeros de anoche la emprendieron conmigo por mi artículo sobre A.B., que todos ellos desprecian con una pasión para mí incomprensible y en cualquier caso exagerada. Intenté «justificarme», sin conseguirlo..., naturalmente. Qué horrible ciudad en la que todo el mundo juzga a todo el mundo. Por reacción, me siento movido a la indulgencia. Cuando hablo mal de la gente, aunque sean «cabrones», me invade el remordimiento. Deberíamos

perdonar a todos. 16 de junio. El insomne es por necesidad un teórico del suicidio. Pasado toda la mañana en un sótano, cerca del puente de Neuilly, donde se ha instalado la Oficina de los Refugiados. Impresión que no puede ser más deprimente, análoga a la que se tiene en los hospitales, en la prefectura de policía, en las estaciones, en el metro y dondequiera que se haga cola. Pero aquí, porque todo el mundo es extranjero y la mayoría no habla francés, uno se siente todavía más rechazado, más al margen que en otras partes. Uno es finalmente reducido a sus justas proporciones, casi no cuenta, es lo que es, nada, mientras que en cenas, etc., en las que suelta impertinencias entre comensales incompetentes y admirativos, pierde de vista su propia insignificancia y se cree sin dificultad el centro del mundo. Es bueno conversar con alguien más decaído que tú. Anoche, con Marion, durante ese paseo casi filosófico, sentí que, en comparación con ella, yo aún estaba lleno de vitalidad, de brío, de coraje. Y le expliqué que, para vivir, no necesitábamos tener razones teóricas muy sólidas, que la vida se justifica si a uno le gustan los árboles o Bach o lo que sea. Veía perfectamente que mis «argumentos» no influían en ella y que ella me sacaba una ventaja importante, incluso considerable, y que, en consecuencia, al igual que su psiquiatra, yo no podía hacer nada por ella. Tengo sobre mi mesa una reproducción de la cabeza del Buda de Java, que se encuentra en el museo de Leiden. No conozco cara que exprese tanto dolor asumido. Once de la noche. Me he encontrado en la calle con Paul Celan. Hemos paseado durante media hora. Ha estado exquisito. A.B., en la radio, me reprocha que escriba, que publique, que firme dedicatorias. ... Pero Lao-Tsé también escribió y, quizá, hizo algunas concesiones, como todo el mundo.

Los censores más despiadados son sospechosos. Pienso en B., que se presta a todo, que está dispuesto a vender una conciencia que no tiene... y que, sin embargo, se compra... Pues bien, escuchándolo, es un santo que no acepta ningún compromiso, y los demás son unos cabrones, más o menos, por supuesto, ya que en sus incriminaciones se digna introducir alguna gradación. Hace un rato, ante el escaparate de una librería, he tenido un arrebato, ¿cómo decirlo?, de furia pensando en mi suerte... literaria. Pero me he calmado inmediatamente pensando que estaría más furioso aún si fuese reconocido. (Nunca he sentido un arrebato en un sentido sin experimentar el arrebato contrario casi al mismo tiempo. Tan grande es en mí la preocupación... por la objetividad.) Algunos momentos en Bach me hacen pensar que había llegado a ese extremo en que todo le parecía un juego que Dios se regala a sí mismo. Esa impresión de irrealidad divina que desprenden El arte de la fuga, las Variaciones. Todo el mundo sin excepción me reprocha mi amistad con A.B. Y tengo que decir que esos reproches a veces tienen peso. 24 de junio. Cada mañana la misma historia: empiezo sintiéndome incómodo. Después esa sensación se atenúa y las cosas solo se arreglan por la noche, más exactamente hacia la medianoche. Por temperamento soy hablador, y, sin embargo, todo lo bueno que puedo tener se lo debo al silencio. 27 de junio. No veo el artículo que tengo que escribir sobre la «catástrofe del nacimiento», aún no se dibuja en mi mente. ¿Cómo transformar presentimientos, sensaciones, en problemas? ¿Cómo formular malestares?

Para agradecerle su artículo sobre el Breviario, que bellamente tituló «Pavana para una civilización difunta», le escribí a André Maurois que los espíritus a los que me sentía más próximo eran Job y Chamfort.1 Quizá sea eso lo más exacto que he dicho de mí mismo. 2 de julio. Jacques Borel y yo hablamos anoche de los peligros de practicar una lengua que no sea la tuya, y me dijo que, después de una estancia bastante larga en Inglaterra o en América, cometía anglicismos. El inglés es todavía para él una lengua extranjera. Pero ¡qué decir de mí, después de unas horas de conversación en rumano! El peligro es mucho más grave, sobre todo si la conversación trata de temas serios, de carácter un poco íntimo, como lo son, por ejemplo, los problemas religiosos. Así, el año pasado, al final de una tarde de conversación filosófica con Ioan Alexandru sobre cuestiones de fe, tuve la impresión de haber salido del francés y de que solo me quedaba volver a entrar en él, incluso volver a aprenderlo. Pasan los días uno tras otro y no produzco nada. Soy milagrosamente estéril. Por otro lado, en el punto al que he llegado en lo tocante a indiferencia, ese estado de sequedad debería parecerme una buena señal, una ilustración de mi realización y de mi madurez. Ese no es el caso, y el despecho, el remordimiento y la rabia me carcomen al verme por debajo de aquel que era. Esa es la miseria del hombre contaminado por el acto, por el culto al acto. «La vida es una perpetua desviación que ni siquiera nos permite tomar conciencia del sentido del que se desvía.» (Kafka) 10 de julio. Nunca dudo tanto de mí como cuando recibo una carta con elogios frenéticos. En el Luxemburgo con Gabriel Marcel, que me dice que, si inculcamos el sentimiento de respeto por los ancianos, quizá sea para darles confianza, para alejar de ellos la sensación de que son inútiles o molestos.

Aristóteles, Tomás de Aquino, Hegel..., los grandes esclavizadores del espíritu, al que encadenaron por la coherencia y el terror de sus sistemas. La peor forma de despotismo es el sistema, ¡en filosofía y en todo! Días de esterilidad atroz. No hago nada bueno, ni siquiera malo. Nada sin fisuras, vergüenza absoluta. Enescu, hablando de Bach, decía «el alma de mi alma». Esa expresión sencilla y aparentemente ingenua refleja exactamente mi sentimiento para con el Cantor. Los grandes calores transmiten un sentido del misterio: es como si estuviésemos cerca del desierto. Es cierto que la canícula pone a prueba los nervios y los vuelve más sensibles a lo imperceptible. El temblor de las hojas algunos días de verano. El encuentro más importante de mi vida: Bach. Luego, Dostoievski; después, los escépticos griegos; luego, Buda..., después, pero qué más da lo que venga luego... Es increíble que me puedan pedir consejo, ¡a mí! Pero más increíble todavía es que me gusta dar consejos, que se los prodigo al primero que llega. 24 de agosto. De vuelta de Dieppe. Sinusitis, dolor de cabeza, etc., etc., etc. 25 de agosto. He observado que solo soy malo cuando estoy profundamente descontento conmigo mismo. Desgraciadamente, eso me ocurre a menudo. Estoy resentido con todo el mundo tan pronto como me... desapruebo. Acaban de publicarse en alemán los Silogismos de la amargura. Así que los he releído en esa lengua, en la que, curiosamente, parecen todavía menos serios que en francés. Eso no quita que más de uno me haya recordado

cierto acontecimiento doloroso. Quizá sea el libro más personal que he escrito: todo en él es confidencial, desde la humorada hasta el «pensamiento» más elaborado. Me deja estupefacto ver lo que he podido sufrir en mi pasado. No he hecho otra cosa, ya que, en efecto, ¿qué ha resultado de tantos años de trabajo? Nada, solo algunos folletos. 30 de agosto de 1969 Visita de dos rumanos, uno de los cuales me dice que es mi primo (!). Me cuenta que mi tío Tavi, aquel por el que el viejo barón había desheredado a sus siete hijas, vive en una instalación de camping, en un pueblo, ya que su casa de Braşov pertenece a su hijo y a su hija, con los que se ha peleado. Sin embargo, parece que conserva su buen humor, y a los setenta y dos años está más resplandeciente que nunca. ¡Cuando pienso que, en 1937, ese mismo tío, que era abogado en Braşov, donde yo era profesor de instituto, me decía que ganaba en un día lo que yo ganaba en un mes! Estaba loco, era tonto y simpático. Y parece que se ha mantenido así. Los defectos de mis compatriotas son pura y simplemente asombrosos. Falta de sustancia, elasticidad increíble, inconsistencia generalizada. Son eslavos italianizados. Es necesario un mínimo de temple, de lo contrario no nos las vemos con psicología sino con gelatina. Al ser transilvanos, esos dos rumanos que han venido a verme no hablan, naturalmente, francés. Se han dirigido a la portera en alemán y en húngaro, y les ha sorprendido que ella no los haya entendido. Incluso me han dicho que quizá haya sido por germanofobia por lo que no ha querido responderles en alemán... ¿Quién dijo que «Dios solo habla de Sí mismo»? ¡Qué semejantes somos a Él! Cuatro y media de la mañana. El que está obsesionado consigo mismo no piensa en los demás, pero puede perfectamente pensar en Dios. Por eso vemos a tantos auténticos creyentes incapaces, sin embargo, de caridad. Es

porque son más o menos modelados siguiendo el ejemplo del Egoísta supremo. De seis de la tarde a nueve de la noche, maravillosa conversación con Lavastine. Hemos hablado de todo... ¡Qué placer ver a un hombre al que todo le divierte y con el que se puede hablar del vedānta tronchándose de risa! El tema del nacimiento no es tal, me he embarcado en un mal tema y sigo una mala pista. Tengo mala conciencia. En lugar de ponerme con el artículo prometido para la NRF, ¡voy a viajar por España! Es cierto que pensaba que lo terminaría en agosto, pero las notas que había tomado han resultado inutilizables y desentonadas con el tema. Sobre el nacimiento habría que escribir en un estilo oracular, intentar no explicar nada, mantener claroscuros, el equívoco; como se hace siempre que se escribe sobre un tema que no se ha desenmarañado bien, al estilo de mis contemporáneos. Esta mañana, programa sobre los vikingos, con fragmentos de las sagas, de gran belleza, particularmente los pasajes relativos a América, al Vinland, el país del vino, como se la llama en ellos. Cuando se piensa en lo que fueron los escandinavos, que llegaron hasta Persia, y en lo que son hoy, ¡hay que ser un imbécil redomado para no creer en la decadencia! La epopeya de los vikingos tiene algo más bello y, pese a su piratería, más puro que la de los Conquistadores, que incluso eran muy «pueblo», mientras que los nórdicos, aunque solo fuese por su tamaño, tenían otro estilo. (Creo que Gobineau captó algo importante a pesar de todo y a pesar del descrédito en el que cayeron sus ideas, debería tener el coraje de leerlo, puesto que nunca he estado ni siquiera tentado de leer Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, aunque, cosa curiosa, lo compré en Sibiu hacia 1929, ¡hace por lo tanto cuarenta años!)

Nadie tanto como yo desea tener paz: los otros son todos molestos, precisamente porque son otros. Todo el mundo me cansa, puesto que me prodigo en la conversación tanto como un epiléptico en sus crisis. 12 de septiembre. Regreso de España. Una semana por el Camino de Santiago, a pie. Momento supremo: en Estella, un domingo por la noche, baile en la plaza principal de la ciudad; un centenar de niños de tres a diez años (principalmente chiquillas) se ponen a bailar, con un brío y una seriedad pasmosos. Digo seriedad porque lo que me impresionó fue que bailaban como si no los miraran: para sí mismos. Ahí había algo religioso, iniciático. Rara vez he asistido a un espectáculo más fascinante, más convincente. Pienso sobre todo en una niña muy pequeña que apenas debía de tener tres años y que se meneaba sola, con el brazo derecho levantado en el aire, y con tal solemnidad que me fue difícil disimular mi emoción de espectador arrebatado por una experiencia tan inesperada. Lo real, si es que hay realidad, no puede reflejarse en una opinión; una opinión no es nada, ni siquiera una visión del espíritu. Una «visión del espíritu»: eso es lo que es todo, incluido el ser. 13 de septiembre. Esta tarde me he acordado de la siguiente historia: hace una decena de años, plaza del Odéon, en pleno verano, dos extranjeras mayores que llevaban grandes sombreros y que debían de ser holandesas o suizas, me preguntaron dónde estaba Notre-Dame. «No hay ninguna Notre-Dame. Hace veinte años que vivo en París y, si existiera, podría haberla visto.» En ese momento las buenas mujeres, sin decir una palabra, se alejaron bajo el efecto del más intenso terror. Lo curioso del asunto es que no se trataba, por mi parte, de una broma. Al contrario, yo parecía muy serio, y lo estaba, por otra parte. Me sentía raro... 14 de septiembre. He tirado parte de las cartas que se habían acumulado en un rincón de la entrada. He encontrado algunos esbozos y a veces algunas misivas en toda regla y de mi cosecha, que estaban ahí porque, por suerte,

había dudado en enviarlas a los destinatarios. Es de locos lo que se puede hacer bajo el efecto de la cólera. Jamás deberíamos escribir una carta bajo el influjo de una mala emoción. ¡Coger, comer nueces a lo largo del Camino de Santiago y hablar con pastores! Wittgenstein: muy entusiasmado con los escritos moralizantes de Tolstói; con lo peor de su obra. Acabo de hojear un libro sobre Bernard Shaw. ¡Y pensar que antes de la guerra lo comparaban con Shakespeare! Los autores de éxito deberían, para ser modestos, frecuentar ese tipo de biografías. No hay ni un átomo de poesía en la vida ni en la obra de Shaw. Fue un periodista extremadamente dotado y en él el humor era automático, casi en estado reflejo. 17 de septiembre Ayer le decía a Henri Michaux que el fracasado es un ser misterioso; disfruta de la mayor de las ventajas: la de no haberse realizado. Escribo sin pasión sobre cosas insoportables. Hace un rato, cuando disfrutaba de mi paseo nocturno, en la avenida del Observatoire, una castaña ha caído a mis pies. «Ha cumplido su tiempo, ha recorrido su carrera», me he dicho. Y es cierto: de la misma manera acaba su destino un ser. Maduramos, y después nos desprendemos del «árbol». Nada es peor que un imbécil desconfiado. 20 de septiembre. Inicio de las clases. Sábado por la tarde, bulevar SaintMichel. ¿Cómo creer que esa multitud de jóvenes, no aptos para nada, pueda permitir a la «sociedad» continuar como antes? Por otra parte, son ellos los que constituyen la «sociedad». Esas chicas prácticamente desnudas, esos chicos con el pelo largo, ¡qué siniestra guarrada! ¡Todo eso se agrietará, inexorablemente!

Mis compatriotas son mis vampiros. Devoran mi... tiempo. ¡Qué locura haber respondido a sus cartas! De ahora en adelante se acabó. No quiero ver a ninguno más. Necesito tener la mente libre. Las visitas me ponen fuera de mí, me hacen, por lo tanto, salir de mis problemas. El hombre que no sabe defender su soledad no tiene derecho a quejarse de ser un pingajo. Soy rumano: hay que pagarlo. Pues bien, ¡yo lo pago! 21 de septiembre. Releído algunas páginas de Tácito. La muerte de Británico. Tan pronto como este cae bajo el efecto del veneno, los menos prudentes huyen; pero los otros no se mueven y miran fijamente a Nerón. Tras un momento de silencio, el festín continúa como si nada. Me piden que dé clases en Chicago. ¡Como si pudiera hablar de otra cosa que no fuera yo! Buda, delante de sus discípulos, coge una flor de loto y sonríe. Todos se preguntan cuál es el significado de ese gesto. Solo uno comprende su sentido: él mismo sonríe. Me siento asediado por el otoño. Gasto mi mala salud. ¿Qué otra cosa podría hacer? Están los que pueden vivir y los que no pueden. Pero estos últimos también viven, si se puede llamar con ese nombre a la interrogación insensata a propósito de todo y de nada. V. me telefonea. Me dice que es más inadaptado que nunca. Pero siempre lo ha sido. Y sin embargo vive, pero solo él sabe cómo. Concierto para viola y orquesta de J.S. Bach. 29 de septiembre. Ayer, domingo. Iglesia de Gallardon. Fui porque leí hace mucho tiempo que Iorga había ido allí precisamente por esa iglesia.

4 de octubre. Pasé la noche de ayer en casa de Jacoba van Velde. Me describió detenidamente el deslizamiento hacia la locura de su amigo Frits Kuipers, que tenía que traducir el Breviario y no lo ha hecho, creo. La primera crisis estalló hace once años, a las seis de la mañana, con un bramido. Frits empezó diciendo que Jesús no era nada, que era él el verdadero crucificado y que iba a cargar con todo el sufrimiento del mundo. Había que ver a Jacoba, con su francés más que aproximativo, describir las conmovedoras escenas durante las crisis que transformaban a Frits en un monstruo odioso, a él, que, dice ella, normalmente era tan bueno, tan dulce. Un día ella lo sacudió y le gritó: «Frits, ¡despierta! ¿Quién eres? ¿Dónde estás?». Él la miró con ojos desorbitados, sin comprenderla. Ahora está en una absoluta decadencia. Su padre, su madre y una de sus hermanas se han suicidado. Otra de sus hermanas está internada. El otro día fue a Ámsterdam, a la morgue, para donar su cuerpo a la investigación médica. Seguramente va a suicidarse pronto... 13 de octubre. Oficio de difuntos. Muerte de la señora Doré. He pensado durante el oficio que el cristianismo ya no corresponde a nada. En lugar de esos remilgos, debería leerse un bello texto, hacer escuchar algunas piezas para órgano y después dejar a la asistencia durante una decena de minutos pensar y meditar en silencio sobre el «acontecimiento». Al final de la ceremonia me han venido a la cabeza las palabras de Renan: «Vivimos del perfume de un jarrón vacío». La idea de nacer es mucho más terrible que la de morir, puesto que al terror a la muerte añade la visión de la inutilidad del nacimiento. La idea de la muerte se acompaña de la sensación de la inutilidad del nacimiento. Por haber pensado demasiado en la muerte, he llegado a no temerla ya; en cambio, no puedo desprenderme de la sensación de que es inútil nacer. El que ha superado el miedo de morir acaba por pensar solo en la inutilidad de nacer. ¿Qué ha ganado con ello?

¡Mis compatriotas me joden más allá de todo lo que uno se pueda imaginar! No es el tiempo que me devoran, es el hecho de pensar en esas citas, a menudo penosas, lo que me exaspera. Como todas las personas nerviosas, soy más sensible a la espera de un acontecimiento que al acontecimiento mismo. Si tengo que encontrarme con alguien, no puedo dejar de pensar en ello todo el tiempo (más o menos), lo suficiente, en cualquier caso, para que esa expectativa me paralice o me asuste. 14 de octubre. Cuando alguien no está de acuerdo contigo en temas esenciales, te acusa de insinceridad, ya que no puede concebir que tú puedas honestamente seguir otro enfoque que no sea el suyo. De ahí la tendencia del ateo a considerar hipócrita al creyente, y este..., etc. He observado que, más o menos, todos los que ponen sistemáticamente en duda la sinceridad de los demás son individuos dudosos, incluso impostores. ¡Menuda pretensión, creer penetrar en el ser íntimo de alguien y juzgarlo desde dentro, como se supone que hace Dios! Me he encontrado esta mañana con Paul Monnet, que me ha dicho que, en la Feria de Fráncfort, el 40 por ciento de los libros tenían que ver con el erotismo y con la pornografía, y que el libro religioso prácticamente no ocupaba en ella ningún lugar. Lo real es lo que creemos; una opinión degenerada en certeza. Lo real es lo que pensamos, lo que sentimos. En la apatía lo real se borra, se desvanece. Lo real es una cuestión de grado de sensibilidad, disminuye y se difumina a medida que nuestra indiferencia crece. Cierro los ojos: el mundo exterior deja de existir. Hago un esfuerzo por resucitarlo. Lo consigo por poco tiempo. Lo mejor es volver a abrir los ojos... Solo puedo dar el residuo de un pensamiento. Todo lo que he escrito es la hez de mi mente.

El otro día, en casa de unos amigos, me encontré con V., al que no veía desde hacía mucho tiempo. Hablamos de esto y de lo otro, del fanatismo de este o de aquel, y yo le dije que no había encontrado nada que me permitiese salir de mi escepticismo. «Su escepticismo le ha sentado muy bien», me dijo, «es usted el único que conozco que no ha cambiado en veinte años. Sigue tan joven como cuando lo conocí.» Eso me complació durante dos o tres minutos. Lo grave es que ese placer fue real, auténtico, sentido. En aquel momento reaccioné como todo el mundo, pero me repuse pronto, ya que no me abandona la idea de que no debemos dejarnos engañar. Al nacer rompí un pacto. ¿Con quién? 15 de octubre. «Solo somos fuertes por lo que creemos y no por lo que sabemos.» (Maine de Biran) En la terraza, en la pared de la izquierda, aún subsisten algunas hojas de parra. El viento las hace estremecer. Estoy en el umbral de un haiku. Más vale parar. Hace un momento he intentado representarme la imagen que los demás tienen de mí, lo que soy para ellos; imposible lograrlo. He pensado, por ejemplo, en B.; pues bien, sé quién es, cómo lo ven los demás, lo sé todo de él, excepto cómo se ve él a sí mismo. Mi sensación habitual es que no existo para nadie; y, sin embargo, parece que sí. Cuando aparezco en alguna parte, sé lo que es cada uno, cómo vemos a cada uno; el único desconocido para mí soy yo. Amarnos a nosotros mismos es algo absurdo, increíble, insensato: ¡amar a alguien de quien no sabemos nada! Un bonzo de la secta búdica japonesa kousha le dice a un visitante occidental: «Medite solo una hora sobre la inexistencia del “yo” y se sentirá otro hombre».

Me he tumbado en la cama y me he puesto a meditar sobre ese tema. Pero, a decir verdad, he practicado ese método toda mi vida: ¿cuántas veces no me he puesto a pensar en la irrealidad de todo, por lo tanto del yo? No me he convertido en otro hombre, pero la meditación en cuestión siempre me ha servido. 20 de octubre. Mis resfriados me han arruinado la existencia. Ayer, en Versalles, en la avenida que lleva al castillo, una ráfaga de viento levantó las hojas muertas, que se arremolinaron en el aire. 22 de octubre. Solo tres personas acompañaron los restos mortales de Leibniz. Ya no puedo leer a Nietzsche. Es una parte demasiado importante de mi pasado. La literatura alemana llegó a ser ella misma en el momento en que se emancipó de la influencia francesa. Antes, carecía singularmente de talento. Hay una mediocridad que solo es exitosa en Francia y que... Francia tiene talento para la mediocridad. La mediocridad francesa tiene un carácter particular que le permite suplir el talento. Paseo por el valle de Chevreuse. Cementerio de Choisel. Estar solo en un bosque y oír caer las hojas por todas partes a tu alrededor. En el cementerio de Choisel (uno de los más bellos que conozco) había tres buenas mujeres que miraban las tumbas. Una de ellas era muy mayor, y sin embargo no parecía que la perturbara ese espectáculo tan extraño que son esos muertos tan bien ocultados. El otoño es mucho más demostrativo que un cementerio. El otoño en un cementerio es casi una redundancia. Todo está llamado a caer. Ese es incluso el sentido profundo del tiempo.

23 de octubre Esos cientos de miles de estudiantes. ¡Y cuando pienso que tuve que hacer, durante tantos años, grandes esfuerzos para olvidar lo que la universidad me había enseñado, para borrar las huellas que había dejado en mí! Las huellas, no, las manchas. Samuel Beckett. Premio Nobel. ¡Qué humillación para un hombre tan orgulloso! ¡La tristeza de ser comprendido! Beckett o el anti-Zaratustra. La visión de la poshumanidad (como se dice «poscristiandad»). Beckett o la apoteosis del subhombre. 24 de octubre. O.C. me cuenta el final de Sorin Pavel, el hombre que siempre me recordaba a Stavroguin. Estaba, pues, en Sibiu, fue a ver a su médico, que le diagnosticó una neumonía. S.P. fue inmediatamente a un bar y se bebió doce cañas de cerveza helada. Esa misma noche murió de un ataque al corazón. O.C. me dice que Sorin Pavel era un «fracasado». Yo le digo que los únicos rumanos interesantes que he conocido habían sido unos fracasados, que lo que llamamos con ese nombre es el modo auténtico, la verdadera manera en que un rumano puede dar el máximo, que es ahí donde se manifiesta el genio propio de la nación. Todos los rumanos que han contado en mi vida, Sorin Pavel precisamente, Ţuţea, Zapraţan, Crăciunel y el más grande de todos, Nae Ionescu, eran «fracasados», es decir, se realizaban en la «vida», sin ascender o rebajarse a una «obra». El hombre fue engañado por los dioses. La Historia no se puede comprender de otra manera. Nacimiento y culpabilidad son conceptos correlativos. Culpabilidad objetiva, estaría tentado de decir: una culpa de la que no podemos ser responsables, aunque podamos imaginar que lo somos... Así, puedo atribuirme la culpa de mi nacimiento pero nadie me considerará

«culpable». ¿En qué medida soy responsable de mi nacimiento? Lo soy siempre y cuando esté contento de haber nacido. 25 de octubre. Respecto a la muerte, oscilo todo el tiempo entre el «misterio» y el «nada en absoluto», entre las Pirámides y la morgue. El anti-Zaratustra. Es más probable que el futuro sea del subhombre que del superhombre. Es ridículo hablar de superhombre, puesto que el hombre, desde que existe, no hace más que superarse, que alejarse de sus orígenes; pero solo se aleja de ellos para volver a caer mejor en ellos, y, cuando más lejos esté de sus comienzos, entonces caerá más bajo que nunca. Pagará caro su voluntad de elevación y de superación. Veo al hombre reduciéndose cada vez más, hasta que ya no quede nada de él. Cualquier visión lírica del mundo, a lo Nietzsche, se ha vuelto insoportable para mí. Si hay que hablar a toda costa de «misterio», el nacimiento lo es, y mucho más considerable que la muerte. Manifestarse quizá sea un pecado. 26 de octubre. Paseo por el Vexin. En Lavilletertre, cerca de Chars, las campanas se pusieron a sonar a las cuatro y cuarto. Su sonido me recordó el que hacían las campanas de Răşinari. Me detuve conmovido. ¡Cincuenta años atrás! Al final de la Guerra de los Cien Años había en París veinticuatro mil casas abandonadas; en 1435, Limoges ya solo contaba con cinco habitantes. 27 de octubre. No comprendo por qué me ocupo tanto de mí mismo.

Prometeo maleducado. Acabo de leer el ensayo de Kant sobre el «fracaso de cualquier teoría racional». El escrito es de 1791. El filósofo esperó a la vejez para ver los lados sombríos de la vida. En su crepúsculo se discierne el presentimiento de las dolencias que iban a asaltarlo. Ahí hay un lado humano al que no se puede ser indiferente. ... Otros vieron eso a los veinte años. De todas las tristezas, la más terrible es la de la consagración. Es mil veces preferible morir desconocido. Mis pretensiones a la sabiduría... Las he denunciado demasiado para que no escondan una brizna de realidad. 29 de octubre. Hay un lado juvenil en Nietzsche que me exaspera. En la entrada del Bon Marché me he topado con Miss d’Arcy, la irlandesa que me daba «clases» de inglés durante la Ocupación. Como un higo que ha alcanzado el último grado de arrugamiento. Por lo demás, sin cambios. Siempre las mismas historias. Me cuenta cómo en los muelles del Sena le ha dicho a un joven de pelo largo que estaba sucio, que tenía que lavarse, porque olía mal, etc. Durante la Ocupación, cada vez que me la encontraba en el Mahieu y que había allí algún soldado u oficial alemán, ella me hablaba muy alto en inglés, para hacerse notar y, eventualmente, para suscitar alguna protesta del ocupante. Nunca ocurrió nada, el alemán era indiferente, como lo es actualmente el hippie al que ha echado la bronca. Esa necesidad que siempre ha tenido de estar presente, de saberlo todo sobre la gente; encima, una imbécil o casi. Cuando le he dicho que Beckett acababa de ganar el Nobel, me ha replicado inmediatamente: «Es irlandés». Y sus ojos apagados se han iluminado de inmediato. Lebensgefühl. Mi sentimiento de vida: ein völlig unbrauchbarer Mensch.1

No puedo servir para nada, y no quiero servir para nada. No conozco a nadie que sea más inutilizable que yo. Esa es, para mí, una evidencia que debería aceptar simple y llanamente, sin vanagloriarme de ello lo más mínimo. Mientras esté orgulloso de ello, no habré dado ningún paso hacia la sabiduría. Me alejo cada vez más de la exclamación. ¿Es cansancio, vejez o solamente sensatez? La vanidad es comparable al fuego, a la sangre, al aliento: es la que hace funcionar la máquina. Por lo tanto, no es superficial, frívola, efímera: es sustancia. Donde ella falta, falta todo. (Después de una conversación con mi fontanero, que no ha dejado de fanfarronear durante toda la charla. Y, a fe mía, tenía motivos.) 30 de octubre Reflexionar es sopesar las cosas, es sentir lo que valen. Eso es malo. Por eso el trabajo manual es tan saludable. Precisamente impide medir el peso de las cosas, salvo su peso físico... Examinar su valor intrínseco, su contenido, es obra de la reflexión. Nada sobrevive a ese examen. Reflexionar va más lejos que pensar; pensar no compromete a nada; se puede ser un pensador profundo y no haber comprendido nada; la reflexión se sitúa en otro nivel: se puede haber comprendido todo sin siquiera parecer un pensador. La reflexión es una calamidad íntima, consustancial, y no tiene nada que ver con las diversas pruebas que se pueden sufrir. Es una luz de nacimiento. Toda mi vida me he empleado en sopesar las cosas, en intentar ver lo que valen. Actividad contra natura por excelencia. Nietzsche es sin duda el mayor estilista alemán. En un país en el que los filósofos escribían tan mal, debía nacer por reacción un genio del Verbo, como ni siquiera existe en un pueblo amante del lenguaje como lo es el

pueblo francés. Puesto que en Francia no existe el equivalente de un Nietzsche..., en el plano de la expresión, quiero decir, de la intensidad de la expresión. De vez en cuando diviso la sombra de Adamov en las calles. Digo bien, la sombra, ya que ese hombre encantador, profundo y sin talento es un aparecido. No nos hablamos desde hace años. ¡Qué más da! Recuerdo nuestras conversaciones, su voz, sus ojos de Cristo armenio y sus increíbles defectos. En suma, una fuerte personalidad. Lupasco:1 quizá el hombre más vivo que haya conocido jamás. 31 de octubre. ¡¡Esta mañana he pensado de repente en la madre de Kant!! El cielo malva, entre el atardecer y la noche. En el salmo 32 se dice que es feliz el hombre «en cuyo espíritu no hay fraude». Job, Chamfort y la depresión magiar..., así me resumiría. Un dios personal es absolutamente inconcebible. ¡De qué profunda turbación debe de surgir la fe! Esta mañana, aunque sea Todos los Santos, me he despertado con alegría. ¡Y pensar que hay gente que conoce ese estado todos los días al levantarse! ¿Cómo puede separarse de esta vida? La muerte debería estar reservada solo a los deprimidos. Mircea Zapraţan,1 ese amigo exquisito, ese genio que desperdició su vida y que dijo miles y miles de palabras de las que nadie se acordará nunca. En la época en que lo veía en Sibiu, bebía mucho. Le regañaba casi todos los días, pero a veces me emborrachaba con él. Una noche, era en verano, hacia las tres, cuando estaba especialmente borracho y yo le decía que debería cambiar de vida, abrió la ventana y, con su voz ronca, profunda y resonante, gritó hacia el cielo: «¡Perdóname, Señor, porque soy rumano!».

2 de noviembre. Vernon. Fourges. Descubrimiento del valle de Epte. «Cualquier artista viene al mundo para decir una sola cosa, una sola cosa muy pequeña, eso es lo que se trata de encontrar agrupando el resto alrededor.» (Paul Claudel, en una carta del 10 de diciembre de 1910 a Jacques Rivière) Debería detenerme en el fenómeno del nacimiento, no remontar más allá. Pero no puedo, me arrastro cada vez más hacia atrás, retrocedo hacia yo no sé qué, voy de principio en principio. Quizá un día logre alcanzar el origen mismo, para descansar por fin en él, o para hundirme en él. Solo me siento realmente yo mismo en esos estados de más allá de la desesperación. 5 de noviembre. El fenómeno totalmente nuevo en las letras de Francia es la desaparición de la ironía. Pedantes, maleducados, contaminados por lo peor que hay en la filosofía alemana, los espíritus caen en la gravedad, aun cuando son tentados por la rebeldía. O, cuando no son graves, son impertinentes. Pero la impertinencia no es la ironía. O, mejor dicho, es su degradación y su penosa falsificación. Unas palabras de Barrès. Le escribió a un joven que acababa de publicar un libro demasiado desbordante sobre un rey de España: «Es muy colorido, repujado y excesivo, como corresponde..., puesto que el arte debe ser una caricatura que no se deje reconocer como tal». Solo deberíamos escribir para nosotros mismos, eliminar cualquier didactismo. Explicamos a los demás; a nosotros mismos, como mucho nos sugerimos. No hay nada más fastidioso que una teoría en un diario íntimo. Ludwig Marcuse (no confundir con su célebre homónimo)1 habla, a propósito de Heidegger, de paranoia etimológica.

Gertrud Kantorowicz, de viaje con todos los inéditos de Simmel, los perdió todos, ya que le robaron la maleta mientras estaba en el vagón restaurante. Las cartas de Tsvietáieva a Pasternak, un centenar, él se las había confiado a una amiga, bibliotecaria en Moscú. Durante toda la guerra, para preservar un tesoro tan importante, las llevaba en su cartera todos los días; por la mañana se las llevaba al despacho y luego de vuelta a casa por la noche. Un día olvidó su cartera en el metro y nunca pudo recuperarla, a pesar de innumerables gestiones. De todos nuestros semejantes, es a nuestros enemigos a quienes más nos parecemos. No es casualidad que nos interesemos por ellos y ellos, por nosotros. 8 de noviembre. En La Croix se dice, a propósito del Demiurgo, que es el libro de un esteta de la desesperación, que el autor no es sincero, etc. Es imperdonable poner en duda la sinceridad de un escritor porque no comparta tus opiniones. En ese caso, cualquier adversario es un impostor. Pero, por lo que a mí respecta, yo no soy adversario de nadie. Y ese crítico imbécil ni siquiera ha visto que yo no soy en absoluto hostil a la religión, muy al contrario. Cualquier pesimista es un humorista. Ese tema del nacimiento no puede ser más estéril. He «elegido» un impase, ¡y me sorprende no avanzar! Los grandes sistemas del siglo XIX —Hegel, Schelling, Schopenhauer, Hartmann— se parecen a los sistemas gnósticos. Todas esas grandes construcciones metafísicas solo podían surgir en medio de una nación tan manifiestamente desprovista de ironía y de sensatez. La ironía es la muerte de la metafísica. Releído a Heidegger: caso único de profundidad y de impostura.

La falta de «probidad» de la lengua alemana. La impostura está, por lo tanto, en el origen. 12 de noviembre Paseo ayer entre Saint-Chéron y Dourdan. Todos los árboles, de color óxido. Por la tarde, al atravesar un bosque, pensé en Lenau. Estaban ahí todos los motivos: Waldeinsamkeit, Herbststimmung, Wehmut,1 etc., cosas, todas ellas, que la poesía actual no necesitaría para nada. Claudel es la personalidad más fuerte de la generación Valéry-Gide. Esos imbéciles de surrealistas que lo ridiculizaron, ¿qué son a su lado? ¡Y pensar que Breton hablaba de él con desprecio! Pero ¿qué es Breton en comparación? No me gustan ni el teatro, ni las Odas ni los comentarios sobre la Biblia, pero la figura de Claudel en conjunto es impresionante. Debemos soportar una infamia como soportamos una dolencia. Todo lo que nos ocurre es adversidad, tanto lo bueno como lo malo. Lo bueno sobre todo. La venganza es una liberación. No vengarse es amargarse. Es impuro cualquiera que no tenga fuerzas para vengarse o, si no, para superar el deseo de vengarse. La melancolía es la lánguida avidez por lo insoluble. Se nace sabio, o se llega a serlo después de haber amado y luego traicionado todas las causas. La alegría es mi máscara, mi salvación. Un veleidoso de la violencia. Todos aquellos a los que no he partido la cara son otros tantos reproches que me hago y que amargan mi existencia.

15 de noviembre Concierto para piano y orquesta de Chopin, ¡escrito a los diecinueve años! ¡Qué profundidad y qué brillantez! En mí, la vena más «auténtica» es la vena romántica. Me he equivocado de época... y, añadiría, de historia, de mundo, de universo, de ser. Era orgulloso, habría querido derramar las lágrimas más raras. 17 de noviembre. Con excepción de Ecce homo, ya no me gusta el último Nietzsche. Lo que me aleja de él es la megalomanía, que no abandona jamás. Eso me gustaba cuando era joven; ahora he cambiado de tono. (Sin embargo, Ecce homo es lo más delirante que escribió. Seguramente. Pero ahí está más allá incluso del delirio de grandeza.) Lo que se llama la «locura de la fe en uno mismo» es lo que más me falta, es lo que se aleja de mí a medida que avanzo en edad. Un pueblo está acabado cuando ya no puede crear dioses, cuando se los busca en otra parte; eso es más cierto aún en política que en religión. Durante todo el siglo XIX, Francia imitó su propia Revolución; en este siglo, ya solo puede imitar las otras. Mi vida «intelectual» comenzó con mi fe en mi misión (la época de la Schimbarea la faţă).1 A los veintitrés años yo era profeta; y después se debilitó esa fe, y de año en año he asistido al declive de mi creencia en una misión que cumplir, en una influencia que ejercer. Mucho me temo (?) que sea el escéptico que hay en mí el que al final se salga con la suya. Con la edad me he vuelto modesto, es decir, cada vez más normal. Ahora bien, un hombre un poco equilibrado no puede arrogarse una misión ni creer apasionadamente en sí mismo. Cuando pienso que en 1936 (?), en Múnich, vivía con tal intensidad que llegué a pensar que una nueva religión iba a

surgir en los Balcanes..., tanta confianza en mí mismo me daba mi fiebre. Una confianza que me aterrorizaba, puesto que no creía que pudiera soportar semejante tensión por mucho más tiempo. (He seguido exactamente el trayecto opuesto al de Nietzsche. He empezado con... Ecce homo. Puesto que Pe culmile disperării2 es eso: un desafío dirigido al mundo. Ahora cualquier desafío me parece demasiado infantil, y yo soy demasiado escéptico para lanzar otro.) Mi misión es no tener ninguna. No en vano me he ocupado un poco de budismo. Tender al nirvāna es emanciparse de la idea de misión, con todo lo que ella tiene de demoniaca, y también de fortificante. 18 de noviembre. Si a la humanidad le gustan tanto los salvadores, alucinados que se arrogan una misión, que creen fanáticamente en sí mismos, es porque se imagina que es en ella en lo que creen. Conversación de casi tres horas con un joven editor italiano, principalmente sobre el futuro de Europa. Las cosas que le he dicho me parece que lo han desmoralizado. Solo apreciamos a los escritores que tienen influencia, discípulos, que crean escuela, que tienen una posteridad; en definitiva, que tienen semejantes. 20 de noviembre. Si no despreciamos, no podemos afirmarnos. Cada generación minimiza lo que ha hecho la precedente; de no ser así, no tendría fuerzas para forjarse una originalidad. A la pregunta «¿Qué es el nirvāna?», Buda no responde, pero tampoco se responde a la de Pilato: «¿Qué es la Verdad?». 21 de noviembre. Desde que escribí y publiqué mi texto sobre el suicidio, la obsesión que tenía por él ha disminuido considerablemente. Lo que demuestra que no es tan malo eso de ser autor.

22 de noviembre. Cada uno cava su propia tumba. Mi hermano, al negarse a casarse con la hija del presidente de la República rumana, se volvió vulnerable. Si hubiese hecho esa concesión (enorme, lo reconozco), seguramente no habría cumplido siete años de prisión. Cuando ya no tenga nada que decir, tendré que retirarme o matarme. ¿Lo lograré? La vivacidad que supera ciertos límites degenera en vulgaridad. La vulgaridad es la vivacidad sin finura pero no sin inteligencia. Un tonto no es vulgar, es simplemente tonto. La vulgaridad exige cierto nivel, y también ciertas pretensiones. La mayoría de las veces se cae en la vulgaridad cuando se quiere estar por encima de lo que se es. La imitación visible raya en la vulgaridad. 23 de noviembre. «Mi destino es acabar como un perro», me he dicho esta mañana al despertar. Como no tenía fuerzas para levantarme, he dejado vagabundear mi memoria y me he visto de niño trepando por las montañas de Răşinari. Un día me topé con un perro atado a un árbol desde hacía seguramente mucho tiempo, y que estaba tan flaco, tan transparente, tan vaciado de cualquier vida, que no pudo ni ladrar ni alegrarse de mi presencia. Solo tuvo fuerzas para mirarme sin moverse..., sin embargo estaba en pie. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿Y no habría sido más caritativo matarlo que condenarlo a morir de hambre? Lo contemplé unos instantes, después, presa del miedo, hui. Hay un fondo de cobardía en cualquier aprensión. Nada puede salir bien, a fin de cuentas; eso deberíamos saberlo, y al mismo tiempo tener el coraje de no pensar en ello. Para el ansioso no hay ninguna diferencia cualitativa entre el éxito y el fracaso. Su reacción hacia uno y otro al final es la misma. Los dos le molestan por igual.

Paseo por el bosque de Fontainebleau. Todo el tiempo, una angustia difusa, que me he negado a analizar. Según uno de sus discípulos, Alain solía decir: «Todo lo que va mal cae por su propio su peso». Una nación, más aún, una civilización, desaparece cuando en ella desaparecen las prohibiciones. La euforia es el pariente pobre del éxtasis. Goethe es el último maestro en banalidades. Hay que remontarse a la Antigüedad para encontrar a sus semejantes... Me reprocho no haber hecho nada para evitar nacer. 25 de noviembre. Solo cuenta una cosa: seguir nuestra naturaleza, hacer lo que estábamos llamados a hacer, no ser indignos de nosotros mismos. Toda mi vida, por miedo de traicionarme, he rechazado todas las oportunidades que se me han presentado. Por eso mi primera reacción ante el éxito es retroceder. Si es cierto que lo que distingue una lengua viva de una lengua muerta es que en la última no se tiene derecho a cometer faltas, entonces el francés es una lengua muerta. Cuando dos franceses se pelean, si no se dejan llevar por la violencia, se reprochan, último argumento, faltas en francés. Evitar a toda costa cualquier falta, e incluso cualquier incorrección, en una carta de injurias. Es ese pecado de forma el que más seriamente te reprocharán, y pasarán por alto el fondo. La Hudson Review publica mi texto sobre Valéry, seguido del de Auden. El tono de este último es el bueno, sin risas burlonas, sin quejas, sin insinuaciones, sin ese constante mal humor que desluce el mío. Uno no tiene derecho a erigirse en juez: ¿por qué razón me he convertido en el inquisidor literario de Valéry?

Hay una respuesta: no le perdono haber contado en mi vida, haberme marcado. Me horroriza la ingratitud, pero no puedo dejar de experimentarla, sobre todo cuando se sitúa a cierta altitud. Y además estoy resentido con él por haberme hecho creer demasiado en el estilo, o, como se dice hoy, en la escritura. He sacrificado demasiado por ella. ¡Qué pérdida de tiempo por pequeñas cosas! La confianza en uno mismo es buena para producir pero no para descubrir. Las verdades se revelan por debajo o más allá de esa seguridad, en la incandescencia o en el frío de la conciencia. Toda la gente a la que aprecio, a la que venero, más bien, ha sido incapaz de ganarse la vida... Lo único que puede redimirme en el estado de miseria moral en el que estoy es escribir un libro que sea más yo que los otros. Cualquier deseo en mí suscita un contradeseo; en cualquier caso, el deseo contrario. De manera que, haga lo que haga, solo cuenta lo que no he hecho. Esta mañana he pensado en la cama en las razones por las que Weininger1 me apasionó tanto en mi juventud. Me gustaba, evidentemente, su odio a la mujer. Pero lo que me seducía más aún era que, siendo judío, detestaba su «raza», como a mí, siendo rumano, me horrorizaba serlo. Ese rechazo de los orígenes, esa incapacidad para resignarse a ser lo que se es, ese drama de soñarse otro, yo conocía todo eso; pero me parecía que Weininger había llegado lo más lejos posible en esa voluntad, en esa búsqueda de autodestrucción, que representaba un caso límite en ella, el caso. Quien no ha tenido el coraje de matarse en plena juventud se lo reprochará toda su vida. En mi caso, no es de coraje de lo que se trata. He diferido: y sanseacabó. Al cabo de algún tiempo, caemos en la cuenta de que es demasiado tarde, de que hemos perdido demasiadas ocasiones y de que hay que resignarse.

En mí, el miedo al futuro se incorpora al deseo de ese miedo, deseo que me ocurra aquello que evito. Desde que he dejado de escribir sobre la Historia y, en parte, de pensar en lo que tiene de increíble o de espantosa, estoy mucho más sereno que antes. Habría que extender la operación a todos los sectores, y conseguir no pensar ya en nada. Esa sería la serenidad perfecta. Es evidente que Dios era una solución, y que nunca se encontrará otra que sea tan satisfactoria. De la mañana a la noche, fuera de mí, inútilmente. ¡Qué feliz debe de ser un árbol! ¡Y una piedra! Esas violencias internas, que no conducen a nada, me consumen tontamente y me impiden concentrarme en algún problema impersonal. Me reducen al estado de volcán grotesco. Nunca reacciono enseguida ante la calumnia: dejo que se difunda y solo intervengo en el momento en que es aceptada por todos, en que ya nadie está dispuesto a escucharme. Ich bin nun einmal so!1 28 de noviembre. He observado que solo puedo aceptar una donación (digamos francamente: de dinero) si, de una manera u otra, esa aceptación está ligada a una humillación por mi parte. Ese es el precio que pago, que debo pagar, para absolverme ante mis propios ojos de la indignidad que consiste en mendigar honradamente. He vivido toda mi vida como un mendigo. Un mendigo al que le han dado, y que no ha pedido. Hace mucho tiempo que comprendí que no tengo nada que aprender de los filósofos, y no sé por qué me obstino en hojear sus libros. Es cierto que prefiero a los teólogos, que tienen sobre ellos la ventaja de moverse en lo extraño y en lo inverificable: su superioridad sobre el filósofo es aquella del vicioso sobre el virtuoso.

Dos cosas que han contado enormemente en mi vida: música y mística (por lo tanto, éxtasis)..., y que se alejan... Entre los veinte y los veinticinco años, orgía de las dos. Mi gusto apasionado por ellas estaba ligado a mis insomnios. Nervios incandescentes, tensos cada instante hasta el estallido, ganas de llorar por una intolerable felicidad... Todo eso fue reemplazado por la acritud, el pánico, el escepticismo y la ansiedad. En definitiva, una bajada de la temperatura interior... que explica por sí sola por qué todavía sigo con vida. Puesto que si hubiese tenido que perseverar en estado de ebullición, hace mucho tiempo que habría reventado. Soy el prototipo del negador sediento de otra cosa, de algún catastrófico sí. ... y que está desesperado por no haberlo encontrado de este lado del nacimiento. El gran halago rumano. Un escritor de allí me envía su último libro con la dedicatoria siguiente: «Al divino E.C., su febril admirador». La hipérbole es el vicio nacional. Yo no estoy exento de ella, ¡desgraciadamente! A fuerza de oír a gente exagerar, exageramos nosotros mismos poco a poco, y la imitación se vuelve hábito. También hay que decir que hay una especie de calidez en la exageración e incluso de generosidad que a veces uno querría encontrar en los franceses, tan calculadores, tan fríos en sus cumplidos. ¡Se diría que, cuando sueltan uno, pierden diez kilos! Tanto se contienen y parecen estar incómodos. Es porque los esperan ellos, no les gusta hacerlos. La originalidad no es un criterio. Paganini es más original que Bach. Leo un librito bastante ingenioso y muy malintencionado de Gracq. En él ataca a Cocteau y a gente de la misma calaña, muertos en vida. ¿Para qué gastar tanta vehemencia para nada? Pienso en mi artículo sobre Valéry, tan injusto, tan inútilmente agresivo y malicioso. Tengo verdadero remordimiento por haberlo escrito. Es un ladrido de gozque. ¡Qué vergüenza!

La semblanza de Marguerite Jamois en Capitulares, de Julien Gracq, es una obra maestra. Ella había interpretado con mucha brillantez el papel de Maya...1 «Y ese papel, como sucede excepcionalmente, la había realizado y físicamente desarrollado..., no como Juana de Arco para Ludmilla Pitoëff, sino como vi, durante la guerra, que la estrella amarilla daba de repente porte, nobleza y no sé qué fuego hechizante a algunas judías.» 3 de diciembre. Hace un rato, en la radio, J.L. Barrault, hablando de Artaud, decía que en el teatro hay que elevarse sin perder contacto con el público, con la multitud, pero que Artaud lo perdía, ya que estaba enfermo. La observación es muy acertada: la enfermedad hace perder el contacto con la multitud. Va a la esencia, al Uno. No podemos creer que un enfermo no piense en Dios, en lo que sobrevive cuando todo ha desaparecido. Dios es lo que sobrevive a la evidencia de que nada merece ser pensado. Minuto de recogimiento: saborear la voluptuosidad de no pensar en nada, descansar en la conciencia de una nulidad en calma, de una parada en lo supremo. En la tienda de dietética que frecuento desde hace años, la vendedora, una solterona fea, antipática, me saca de quicio. Hoy, a un comentario desagradable que ha hecho, he respondido en el mismo tono, pero sin armar un escándalo por la gente que se encontraba allí. Cuando se detesta a alguien desde hace mucho tiempo, es humanamente imposible evitar una invectiva. Sin embargo, eso es lo que habría que hacer. En este caso, yo sabía que un día, por cualquier cosa, me encolerizaría contra esa buena mujer. Si no hubiera habido nadie, habría armado un escándalo que me habría amargado durante días. ¡Cómo me gustaría ser un poco inglés! Debería llevar un bombín para recordar en cualquier enfrentamiento que hay que seguir un modelo enteramente diferente de mi naturaleza.

Leído algunas páginas de Schopenhauer. Releído, mejor dicho. Es menos lo que dice que la pasión con la que lo dice lo que hace que aún podamos leerlo. Un filósofo apasionado es algo tan raro que, más que seguirlo, hay que celebrarlo. Lo que me gusta de Schopenhauer son sus manías, sus caprichos, sus ocurrencias, sus extravagancias y esa mezcla de gravedad y mala fe, realzadas por el humor, que hacen de él el mayor de los moralistas alemanes después de Nietzsche. (Sobre Nietzsche tiene la ventaja del humor, del que el poeta de Zaratustra está completamente desprovisto. Nietzsche era demasiado puro, había vivido demasiado poco en contacto con la gente, además estaba demasiado invadido por un aliento trágico para ser capaz de esa forma de escepticismo que supone el humor. Schopenhauer también tenía un lado «canalla», y estaba infinitamente más cerca de un Voltaire que Nietzsche, que se creía su heredero.) Podría decir de mí lo que dijo de sí mismo, con menos sinceridad, SainteBeuve: «No le he dado a nadie el derecho de decir: Es de los nuestros». Mi «prefacio» a Valéry se ha publicado en la NRF. Lo que le reprocho a Valéry es la falta de modestia. No tenemos el derecho de atribuirnos un estatus que no tiene ningún fundamento, menos aún de despreciar a aquellos que han tenido la honestidad de proclamar sus límites. Me sublevo contra el delirio de grandeza en los demás, porque yo ya no tengo la oportunidad de experimentar sus beneficios. Yo he salido, en efecto, de todos los delirios, y me desespero por ello secretamente. Envidio la locura de todo el mundo. Querría escribir un ensayo sobre la conciencia, tema que me atormenta desde siempre y que he abordado, sin profundizarlo, en todo lo que he escrito. Los grados de la conciencia. Blake: «Es mejor ahogar a un niño en su cuna que albergar un deseo insatisfecho».

Todo el psicoanálisis ya está ahí. El papa Inocencio IX encargó un cuadro en el que aparecía representado en su lecho de muerte, y que miraba siempre que tenía que tomar alguna decisión importante. Tendría que hacerme con el libro de Rank sobre el Trauma del nacimiento. Ese ataque de aburrimiento que tuve a los cinco años (1916), una tarde que nunca olvidaré, fue mi primer y verdadero despertar a la conciencia. De esa tarde data mi nacimiento como ser consciente. ¿Qué era antes? Un ser sin más. Mi yo comienza con esa fisura y esa revelación al mismo tiempo que marcan bien la doble naturaleza del aburrimiento. De pronto sentí la presencia de la nada en mi sangre, en mis huesos, en mi aliento y en todo lo que me rodeaba, estaba vacío como los objetos. Ya no había cielo ni tierra, sino una inmensa extensión de tiempo, de tiempo momificado. Sin el aburrimiento no habría tenido identidad. Fue a través de él, y por causa de él, como me fue dado conocerme. Si no lo hubiese experimentado nunca, me ignoraría totalmente, no sabría quién soy. El aburrimiento es el encuentro con uno mismo..., a través de la percepción de la nulidad de uno mismo. Nací esa tarde de verano en que tenía cinco años y en que me fue dado asistir a la evacuación del universo operada ante mis ojos. El aburrimiento es malsano si se repite a menudo, si se vuelve crónico. El aburrimiento puede ser una crisis o una aventura orgánica, una fantasía, un episodio metafísico; como tal, no cuenta; pero, si se organiza, si se vuelve crónico, subyuga todo el ser. Acabo de hojear un texto en que C., mente rigurosa, archiclásica, se ejercita en lo fantástico. Eso es falso, eso es pastiche. Jamás deberíamos probar un género para el que no estamos hechos. El error del intelectual, en Francia, es creer que puede hacerse valer en cualquier dominio, que basta con ser ingenioso para destacar en él y que, mediante razonamiento, se puede suplir el don. En realidad, no deberíamos aventurarnos allí donde no se nos llama.

Una vocación no se inventa ni se fabrica. Debemos tener el coraje de seguir nuestra propia ley y de no desviarnos de ella, con la segunda intención de enriquecernos, de renovarnos. No nos renovamos, no nos enriquecemos haciendo piruetas. Solamente divulgamos nuestros límites y nuestras pretensiones. 8 de diciembre de 1969 Ayer, domingo, en esa meseta cerca de Dourdan, la nieve lo había cubierto todo. Mar en calma congelado. Un gallo avanzaba solo. Sus andares estirados, su aspecto pretencioso, en ese fondo de infinito mágico y triste, me hicieron comprender que de lo ridículo a lo fantástico puede haber solo un paso. El suelo blanco y el bosque gris combinan la magia con lo siniestro, que la realza y la complica. Al escuchar hoy en la radio a Ruggiero Ricci interpretar la partita n.º 1 de Bach, he sentido que no hay que renunciar, que no tenemos derecho a abandonarnos y que, por lo que a mí respecta, tengo el deber de reponerme. En su ensayo sobre Poe y Francia, Eliot escribe: «Una incompleta inconsciencia del estilo puede significar que la poesía todavía no ha hecho su aparición; una completa indiferencia hacia el tema puede significar que la poesía ha llegado a su fin». 9 de diciembre. Leído con agrado Descubrimientos, de Eugène. El tono es desapegado, y a veces casi sereno, tal como corresponde a alguien que se aleja cada vez más de su vida e incluso de su obra. No conozco nada más estúpido que tener una «obra» y recurrir a ella. Los que nunca han escrito ni publicado nada no saben la suerte que tienen, y su extraordinaria libertad. Una obra es una cadena, quizá la peor, porque no se deja olvidar. Encontrar en El nacimiento de la tragedia la historia de Midas y Silena... sobre la felicidad de no haber nacido.

Dentro de cinco años, los jóvenes, finalmente desempleados, montarán un follón bárbaro. Actualmente son pensionistas de veinte años, que viven a expensas de sus padres o del Estado. Cuando vean que no hay ninguna salida para ellos, se sublevarán. Después, el terror será inevitable, y se ejercitará contra ellos. Solo sentimos que existimos en la agresividad, en la necesidad de partirle la cara a cualquiera. (Los jóvenes se mueven hoy en pandillas; ahora bien, las pandillas no tienen razón de ser y solo pueden durar si tienden a destruirse las unas a las otras.) Tan pronto como se finge un tono profético, hay un principio de aglomeración. Pero, cuando dudas, ¿quién quieres que acuda? La duda no es una trompeta. El grandioso mal gusto de Claudel, que encontramos por doquier en su obra, y especialmente en su epitafio: «Aquí yace la semilla de Paul Claudel». La enorme vanidad de los que no han triunfado, de los que no son reconocidos y que no olvidan ni un solo instante sus méritos. ¡Es mucho más soportable la vanidad del hombre que ha dado muestras de su valía y que, muy a menudo, cansado de su éxito, se emplea en minimizarlo! 12 de diciembre. No conozco nada más triste ni más patético que la vida de Nietzsche en Sils-Maria, entre otros lugares, donde se mostraba servil con señoras mayores inglesas y rusas y les rogaba que no leyeran sus libros. Tenía especial respeto por las mujeres piadosas. No hay nadie, en toda la historia de la filosofía, que haya vivido tanto como él hasta tal punto en contradicción, yo no diría con sus ideas, sino con su moral. Era un cordero que se soñaba lobo. Escribir sobre el suicidio es haberlo superado.

La bondad es la cualidad suprema que uno puede poseer. Desgraciadamente, nunca es adquirida; se nace con ella y, a lo largo de la vida, puede mejorarse o corromperse, pero no podrá surgir de un esfuerzo, de un cálculo de altruismo y de generosidad. Si uno no es bueno por naturaleza, no llegará a serlo jamás; y lo que es muy grave es que la mayoría de las veces esa cualidad no se encuentra en las grandes inteligencias. Es como si fuera inconciliable con el funcionamiento de la mente. Se ha dicho bastante que es más frecuente entre los simples. Y eso, por desgracia, es cierto, aunque, cuando estos se empeñan en ser malos, lo son mucho más que los complicados y —oh, maravilla— de una manera más refinada, más ingeniosa. Yo querría ser bueno, en cualquier caso mejor de lo que soy. Solo podré conseguirlo renunciando a emitir un juicio sobre la gente. Pero eso es imposible, puesto que soy un hombre de temperamento(s), es decir, me siento visceralmente inclinado a juzgar, a detestar, por lo tanto, a mis semejantes, casi todos odiosos, hay que reconocerlo. Siempre he pensado que el hombre no salió muy bien, y que Dios o la Naturaleza no podían hacerlo de otra manera, que había una especie de fatalidad en que fuese lo que es. Como a cualquier individuo condenado a la introspección, me horroriza el hombre. Es porque lo he frecuentado demasiado en profundidad para poder permitirme el lujo de hacerme la menor ilusión con respecto a él. Eso no quita que uno se quede estupefacto ante la idea de que de un espermatozoide haya podido surgir a veces un santo. Visto anoche Las aguas sombrías, de Yeats. La sala, vacía. A la juventud actual no le puede gustar una obra tan intrínseca, tan totalmente poética. Y la comprendo. Es necesario un mínimo de cinismo que corrija el exceso de poesía; de lo contrario, se corre el riesgo de caer en lo anodino, en lo pueril, en lo sublime, en lo exangüe. Beckett, cada vez que corre el riesgo de caer en el lirismo o en la metafísica, hace soltar un hipo a sus personajes, y ese

volverse contra sí mismo, mediante el cual el «protagonista» recupera el control de sí mismo, no puede ser más afortunado ni más actual. Yeats es un gran poeta, pero su teatro no es más que un Maeterlinck muy bueno. Exposición Giacometti.1 Pintor y escultor sobrevalorado. Deberían haber hecho una selección y exponerla en una o dos salas, en lugar de diluirla en todo el Orangerie. Sus últimos años son admirables. ¿Por qué sacar su obra de preguerra? Solo es original y sorprendente a partir del momento en que se encuentra, es decir, los años en que jirafiza, en que adelgaza el cuerpo y la cabeza hasta el punto de quitarles grosor, masa, peso. Es un atentado de lo más sutil contra la materia, contra la pesadez. Giacometti tenía talento para la disminución; aun cuando es grandioso, lo es en... diminutivo. Hay algo ridículo en querer «hacer» una obra. Pero ¿cómo designar el rechazo a empezarla cuando se tienen los medios para ello? 14 de diciembre. En un artículo sobre la India, Béguin se sorprende de que los hindúes sean incapaces de fechar sus monumentos con exactitud. Un guía, dice, «aventurará una fecha que estará equivocada en tres o en cuatro siglos». Uno se pregunta qué importancia puede tener para gente que vive fuera de la Historia saber que tal templo data de tal o tal siglo, que tiene cinco o nueve siglos de antigüedad. El punto de vista histórico no tiene ningún valor cuando se trata de realidades espirituales. Los sermones de Buda se remontan, al parecer, al siglo IV antes de nuestra era. Cuando los leemos por necesidad interior y no por curiosidad filosófica, ¿pensamos que fueron concebidos en una época tan lejana? ¿Representa el dolor, del que tratan principalmente, una realidad situada en el tiempo? ¿Sufrimos menos de lo que se sufría entonces? El tormento no tiene fecha; solo cambia la manera de reflejarlo. ¿Cualquier elección como elección es necesariamente mala? No en teoría, sí en la práctica. Aunque, habría que añadir, sea inevitable. Puesto que no se puede dejar de elegir, y la falta misma de elección es la elección por

excelencia. La violencia es lo que me define propiamente. Y por no poder ejercerla, por tener que reprimirla, almacenarla, me siento desentonado con el que realmente soy. Irrealizado por moderación, por apatía, por «sabiduría», por reflexión, por atavismo. La explosión, no, la necesidad de explosión, eso es lo que siento, y, como sé que no puedo explotar, me consumo en remordimientos, me agoto odiándome a mí mismo, me avergüenzo de no estar a mi propio nivel..., querría partirme la cara por exasperación contra mis acomodaciones, contra mis concesiones, contra mis resignaciones. No puedo más de tanto contenerme. Al final habrá que aullar..., aullar para ya no aullar. Los primeros días de su locura, Nietzsche no dejaba de pedir mujeres... Reacción de un gran casto. Erwin Rohde, hablando de una visita que hizo a Nietzsche dos años antes del hundimiento, dice: «Parecía venir de una región en la que no vive nadie». 15 de diciembre. Desde que escribo sobre el nacimiento, nunca he encontrado tantas dificultades para tratar un tema. Podemos cuestionar la vida, la muerte y cualquier cosa, lo aceptamos, es normal. ¿Por qué no lo es en absoluto abordar, atacar el nacimiento? ¿Por qué ese malestar cuando hablo de él, por qué ese aire de no convicción, mejor dicho, de traición? Es porque es antinatural, antinosotros mismos, criticar nuestros comienzos, cuestionar nuestros orígenes. Es como si todos los puntos de un recorrido fueran despreciables salvo el primero: se diría que es invulnerable e incluso sagrado. Podemos deshacernos sin dificultad de Dios, del origen, pero no de nuestro propio nacimiento, de nuestro propio origen. Por eso siempre que ataco mi nacimiento tengo la sensación de perpetrar un crimen sin igual y de liberarme al mismo tiempo de todo y de mí mismo: una liberación sin precedentes, llena de riesgos, la mayor liberación de la que un mortal es capaz.

Le acabo de escribir a Christoph von Schwerin, que ha hecho una interesante crónica en un periódico alemán sobre los Silogismos con el título «Job, entre los moralistas», que me gustan, precisamente como a Job, «la lepra y la sintaxis». Tendríamos que pensar a cada momento que ya no nos queda mucho tiempo y trabajar, realizarnos, terminar lo que tenemos que terminar; en efecto..., pero también podemos pensar que, puesto que ya no nos queda mucho tiempo (¡qué más da que sea un mes, un año, diez años o más!), no hay razón para apurarnos, que es más sensato abandonarlo todo, que una obra no vale más que la ausencia de obra. Las dos actitudes tienen sus protagonistas. Pero hay que precisar que solo aquellos que representan la primera son conocidos; de los otros, por no haber dejado huellas, la posteridad no pudo ocuparse. Qué más da que viva o que muera o..., pero eso es todo. No hay otra alternativa. ¡Qué pobreza! 18 de diciembre. ¡Qué más da!: son las palabras que más a menudo me vienen a la mente cuando me encuentro en alguna perplejidad. Es, si se quiere, un tic, pero un tic revelador y no un automatismo. La gran suerte de Nietzsche de acabar como acabó. Me conozco..., intolerablemente. Durante los últimos años de su Umnachtung,1 Nietzsche, mudo, postrado, miraba sus manos fijamente durante horas. Como Macbeth después del crimen. La libertad, la fantasía, el dichoso desaliño antes de nacer. Nacimiento y esposas son sinónimos para mí. El nacimiento como traba, como cadena, no es esa la impresión corriente, general; pero se puede llegar a ella; basta con considerarlo durante mucho tiempo y con pensar en él más de la cuenta (¡como es mi caso, por

desgracia!). 19 de diciembre. Esta mañana me he enfurecido más allá de todo lo que se pueda imaginar contra «mi» fontanero, que ha venido, con un retraso de dos meses, a acabar un trabajo que no había terminado durante la instalación de un radiador de gas. (Estoy tan avergonzado de mi arrebato que solo puedo pensar en una cosa: pedir disculpas a ese fontanero insolente.) Está hecho, he telefoneado al fontanero. Lo más grave es perder el control de uno mismo. Hubo un tiempo en que me gustaba insultar a la gente. Todavía lo hago si se tercia, a pesar mío, y siempre con un intenso remordimiento después. Cuando era joven tenía la voluptuosidad de crearme enemigos..., ahora no sé qué hacer con aquellos a los que a duras penas arrastro tras de mí. Soy un obsesivo, así que debería ser un fanático, y no lo soy. No se puede decir que la satisfacción de haber hecho una obra que no interesa a nadie sea pura. Eso no quita que exista y que, incluso impura, sea una fuente de orgullo y a veces de voluptuosidad. En el Japón feudal, la vendetta estaba legalmente permitida —puesto que no se tenía «derecho a vivir bajo el mismo cielo» con el asesino de un padre o de un hermano—, siempre que se notificara debidamente a las autoridades judiciales, fijando una fecha límite para el cumplimiento de la venganza. En cuanto nos sentimos pisoteados y pensamos en la injusticia, todo se convierte en Amargura de las Amarguras. La alegría no es un misterio: es simple y llanamente una sensación pura..., que solo experimentamos en esos raros momentos en que desaparece la obsesión de ser víctima, en que ya no envidiamos a nadie, en que perdonamos a todos, en que somos envidiados por un dios.

La alegría: ya nada de lo que me pasa me importa, y además ya no pasa nada, ni podrá pasar. Es una luz que se devora a sí misma, inagotablemente; es el sol en sus comienzos. Solo hay alegría allí donde la victoria de otro, aunque sea sobre nosotros mismos, no es una derrota para nosotros: la alegría es un momento de suprema invulnerabilidad. Los débiles, los enfermos, los encamados que se atreven a proponer un nuevo credo a la humanidad: Nietzsche, el más lamentable y el más esperanzado de todos. Pasó del pesimismo al delirio; y por eso tuvo tantos discípulos, la mayoría grotescos. 22 de diciembre. Maravilloso paseo ayer por el bosque de Rambouillet. Desde lo alto del peñasco de Angennes (?), envuelto en la bruma, uno tenía la impresión de encontrarse en alguna parte del Jura. Leído Los orígenes del Doctor Faustus, de Thomas Mann. Todo en él es mediocre, salvo las tres o cuatro páginas sobre Gerhart Hauptmann. Es curioso ver a un hombre al final de su carrera tan lleno de vanidad. ¿Para qué reproducir todos los cumplidos de sus amigos? Cuando uno sabe que ningún elogio es intrínsecamente sincero, lo mejor es no mencionarlos nunca. Quizá el francés sea más bello que el inglés, pero una voz inglesa siempre es más melodiosa, más conmovedora que una voz francesa. Esas voces de falsete, ¡qué pesadilla! Cualquier furia contra mí mismo o contra los demás acaba en mí en furia contra mi nacimiento; mejor, todo lo que me pasa participa de la furia, de manera que ese desgraciado nacimiento, que debería serme indiferente, que debería haber olvidado como todos olvidan el suyo, se instala en el centro de mis preocupaciones y sustituye mi vida, mi ser mismo.

Solo una «cura» podría curarme, liberarme de mi nacimiento. Pero ¿cuál, por Dios, cuál? He empleado demasiado a menudo el sarcasmo como remedio para que ahora encuentre alivio en alguna terapéutica ingenua. Solo me gusta el estallido, y considero que el único periodo de mi vida que se puede calificar de heroico es el de mi primer libro rumano, Pe culmile disperării;1 en todo momento sentía que el instante siguiente bien podía no llegar nunca. Si hay algo inexplicable en mi existencia es el hecho de que haya podido sobrevivir a tanta fiebre, a tanto éxtasis y a tanta locura. Ninguna camisa de fuerza habría sido lo bastante sólida para resistir mi delirio. Tenía poderes sobrenaturales y era al mismo tiempo la criatura más débil. Temblaba noche y día, propagaba con mis palabras y con mis actos mi falta de sueño, prodigaba mi desasosiego, sudaba mis terrores. 23 de diciembre. El mayor cambio sobrevenido en mi vida reside en mi actitud ante mis enemigos, suponiendo que todavía los tenga. Cuando era joven —a decir verdad, ¡hasta los cuarenta años!— sentía una necesidad profunda, casi orgánica, de crearme enemigos: deseaba, quería tenerlos a toda costa y me los creaba por todos los medios. ¿Iba a alguna parte? No dejaba de machacar a alguien cuyas palabras —o cuyo careto— me irritaban. Me gustaba provocar un follón en todas partes, me empleaba también en ser injusto. Lo lograba fácilmente, y me encontraba mejor. Ahora cualquier conflicto me causa malestar y, si me creo un enemigo, mi primer pensamiento es reconciliarme con él, sea quien sea y por muy despreciable que sea. Ya no tengo suficiente vitalidad ni confianza en mí mismo u orgullo para poder ocuparme de otro enemigo. Un fardo me basta, ya no puedo asumir el de los demás. Ahora bien, para tener enemigos hay que tener un gusto muy desarrollado por la responsabilidad. Eso es de lo que yo carezco cada vez más, e incluso totalmente. 24 de diciembre. He pensado en A.B., con ese gran alivio que se siente cuando se liquida una amistad basada en un malentendido.

Esa idea descabellada que tengo de solo poder imaginarme satisfecho si hubiese vivido antes de la aparición del hombre o después de su desaparición. Frecuentar a mis semejantes es para mí una derrota constante, una pesadilla insoportable. Tener semejantes y tener que frecuentarlos es una pesadilla insoportable. Es poco más que una monomanía el solo poderse imaginar uno satisfecho antes de la irrupción del hombre o después de su desvanecimiento. Me daría miedo tener fe, tan alto concepto tengo de las obligaciones que comporta. Me parece insensato, y ridículo, recurrir a Dios y comportarse como el resto de los mortales. Es sin embargo lo que sucede. Hace mucho tiempo que el creyente dejó de ser un fenómeno extraño, impenetrable, inaudito. Cuando existe, es como todos los demás. Es como si no existiera. Mis afinidades con Swift. A veces me pregunto si no es el desdichado al que más he admirado. Navidad... Silencio extraordinario. Solo ese hecho debería hacerme feliz a más no poder. Conozco mi felicidad pero no tengo fuerzas para vivirla. Es cierto que no puedo evitar pensar en el regreso de la gente. 26 de diciembre. Claudel, en su Diario, unos días antes de su muerte, dice que no se debe llamar infinito a Dios sino inagotable. ¡Como si no fuera más o menos lo mismo! Eso no quita que esa preocupación por la exactitud, ese escrúpulo teórico en el momento en que advierte que su «contrato» con la vida está a punto de acabar, tenga algo bello y reconfortante, sobre todo noble. Lamento no tener fuerzas para desinteresarme completamente de mi «obra» (si puedo llamar así a los pocos opúsculos de mi cosecha). 27 de diciembre. Sueño interminable.

Mi hermano estaba en París. Compartíamos un gran apartamento con los C., propietarios del edificio en el que vivo. Mi hermano, una hermosa tarde, se fue a acostar a la cama de los C., que vinieron humildemente a quejarse de ello a mí. Es cierto que el sueño es la revancha que cada uno se toma impunemente. En el sueño casi siempre se es alguien, aunque sea en medio de una pesadilla. Es ahí donde el desheredado triunfa. Si se suprimieran los sueños, habría revoluciones todo el tiempo. Hegel..., el filósofo menos leído y el más citado. La idea de pisar esta tierra sin dejar en ella la menor huella no puede ser en sí misma más exaltante. Mientras la concebimos nos sentimos más puros y más maduros que los demás. En este mismo momento, ningún reproche que provenga de los hombres o de los dioses podría afectarme: tengo tan buena conciencia como si jamás hubiese existido. Domingo... Vernon, Vétheuil por la carretera de las crestas. Nieve y niebla, por lo tanto dicha, casi felicidad. En cierto momento, envuelto en la bruma por ese camino que domina el Sena, me he repetido esta sentencia capital de Valéry: «La sensación de serlo todo y la evidencia de no ser nada», sin sentir ningún estremecimiento desesperado. Al contrario, una gran seguridad, el sentimiento de una certeza sin fisuras. 29 de diciembre. Escuchado esta mañana una conversación entre viejos generales y algunos historiadores no menos viejos sobre la guerra del 14..., que ponían en ella una pasión tan grande como si acabara de finalizar. La vida es el futuro; todo lo que entra en el pasado parece arbitrario (?), estúpido y totalmente vano. Recordar en plena angustia que lo que uno teme un día ya no tendrá ninguna realidad ni ningún sentido, que el pasado acecha todo lo que sucede, que el pasado es peor que la muerte.

Las naciones. Una nación se afirma por medio del orgullo y de la arrogancia. Mientras conserva la conciencia de su superioridad constituye un peligro; por otro lado, es gracias a esa megalomanía como crea valores y se define a sí misma. Llega un momento para ella en que ese proceso de dilatación y de toma de conciencia decae, en que va de derrota en derrota, hasta que deja de creer en sí misma. Se humaniza, pierde su orgullo, ya no cuenta. El Imperio romano del final, la Inglaterra de hoy, la Francia de después de la guerra del 14, etc. ¿Cuál es el sentido de la Historia? Permitir a unos pueblos ejercer y liquidar su genio. Hace un rato, un general que hablaba de Foch decía que este era además diplomático, porque había comprendido que no había que herir la susceptibilidad de los americanos. Asimismo, en lugar de integrar a sus soldados en unidades francesas, comprendió que era mejor aceptar el principio de una contribución independiente; así es como se constituyeron las divisiones americanas... Treinta y cinco años después, ya no había ejército francés... Compárese la fuerza americana con la debilidad francesa. La primera nación del mundo se convirtió en una nación provincial... La historia universal es eso, y nada más: energías, fuerzas que se sustituyen. Llega la hora para tal o para cual nación. Pero hay naciones para las que nunca llega la hora, que están condenadas a arrastrarse en la penumbra de la historia. No necesariamente para su desgracia. Desde siempre, todos los hombres han vivido en vano y han muerto en vano. Así pues, el gran error es el nacimiento. La verdad, hay que decirlo, es intolerable, el hombre no está hecho para sostenerla; por eso la evita como la peste. ¿Qué es la verdad? Lo que no ayuda a vivir. Es todo lo contrario de un apoyo. Así que no sirve para nada, excepto para colocarnos en un equilibrio inestable, propicio para todas las formas de vértigo.

Percibo enseguida si un libro es necesario o no, si una admiración es sincera o no. Pienso en Jean Guitton, admirable retratista. Logró todos sus modelos, salvo el papa Pablo VI. Aquí, fue la profesión del modelo lo que lo determinó todo. El retrato huele a oficio, a esfuerzo; ahí hay una acumulación de detalles poco significativos, un desleimiento penoso. Y además, ¡escribir sobre alguien sin poder tener la menor reserva! Un día el papa llevó a su visitante a una terraza, invisible desde el exterior, desde donde Pablo VI dominaba la ciudad sin ser visto. Allí se puso de repente a rezar, con las manos juntas, como si estuviera solo. Eso no se imponía, y el entrevistador se dio perfecta cuenta de ello, pero, como escribía una apología, había que encontrar una justificación para un acto tan inesperado. No había que buscarla, había que reflejar su malestar y dar libre curso a su asombro. He ahí, pues, un libro innecesario. (Un libro innecesario es un libro que habría sido mejor... si no hubiera sido escrito.) Beethoven..., genio impuro. La historia del hombre y Dios es la historia de una decepción recíproca. 31 de diciembre. Una obra solo tiene peso si sacrificamos la vida por ella. Un libro debería ser un vampiro: chupar nuestra sangre. (Dos de mis libros corresponden más o menos con esa exigencia: mi primer libro escrito en rumano y el primero escrito en francés. Pe culmile disperării1 y el Breviario. Los otros me han costado menos sustancia.) La Tierra, esa bola vista desde la Luna, ¡y pensar que millones de sujetos parlantes, por emplear la jerga de la lingüística, sufren y se hacen sufrir en ella los unos a los otros! No me puedo creer que haya astronautas que se tomen en serio sus propios males. Me siento tan pequeño que tengo ganas de maullar. ¿Cómo es que se puede ser tan poco?

Explosión de una sombra. Balance de 1969 Mi desánimo antes de cualquier acto. Habré vivido, año tras año, en la borrachera de lo imposible. 1970 1 de enero Esta mañana, en la cama, sensación física, incluso visual, del tiempo como un torrente que nos arrastra... «La palabra que no has dicho es tu esclava. La palabra que has dicho es tu ama.» (¿De quién es?) Analizar es des-hacer; conocer, profundizar, ir a los elementos es entregarse a una obra de destrucción. Eso es lo que hace a veces el filósofo y casi siempre el crítico. Cualquier conocimiento es un atentado a la integridad del ser. Tan pronto como intentamos vencernos, hay sufrimiento, aliviado por la satisfacción inherente a cualquier esfuerzo —inútil— sobre nosotros mismos. Se ha dicho que un filósofo cristiano no puede ser, estrictamente hablando, un filósofo porque ya no busca, porque ha encontrado. Sí, seguramente. Pero un filósofo cristiano siempre corre el riesgo de perder la fe, creyendo tenerla, y ese riesgo, que alimenta su inquietud, hace que nunca haya encontrado realmente. 2 de enero. Cinco llamadas telefónicas. Cinco opiniones diferentes; cinco mundos cerrados. Es imposible acceder a la verdad a través de opiniones; cualquier opinión me parece un punto de vista loco sobre la realidad. Toda presencia humana me inspira, según mis humores, malestar o terror. Nunca me siento natural frente a un humano.

Si me quitaran, uno tras otro, todos los deseos que he podido concebir, en lo más profundo de mí seguiría residiendo, intacta, inatacable, la nostalgia del desierto. Si, al actuar, pudiésemos vernos, partículas de materia bregando en lo ilimitado, pararíamos inmediatamente. El horizonte limitado es la condición del acto, e incluso de la aventura. No podríamos movernos si nos viésemos, y menos aún si nos viésemos en el «infinito». Siempre que paso por la calle de Servandoni, y paso por ella a menudo, no puedo evitar pensar, delante del edificio en el que se escondió Condorcet durante el Terror, que es ahí donde escribió el ensayo sobre el progreso indefinido del espíritu humano. ¡Qué ironía, exaltar justo en ese momento el «progreso»! Pero en realidad él es su primer teórico explícito y su profeta. (Pienso en el caso de mi amigo Dinu Noica,1 que, al salir de prisión, casi agradece a sus verdugos sus atenciones para con él. Si hubiese sido condenado a muerte, habría escrito un ensayo sobre la felicidad. Quizá haya ahí un gusto por la paradoja, magníficamente disfrazado.) 4 de enero de 1970. Se nota en los hijos de Bach la voluntad de distinguirse de su padre, no profundizando sino multiplicando las diferencias llamativas. La originalidad siempre es más fácil que la profundidad. Inventar es una huida; y se logra como consecuencia de cualquier desorden; descender a la intimidad de las cosas o de uno mismo supone una concentración, un agotamiento no tanto de la mente como del alma. Le decía ayer a Sanda Stolojan, que me hablaba de negación, de mis negaciones, que no había que dejarse impresionar por las palabras, que una negación apasionada es una afirmación, y que en el fondo todo es afirmación. El diablo afirma, afirma contra Dios. Una negación pura, total, sería la que no se definiera contra algo. Pero no hay negación en sí.

Así que es correcto decir que negar es afirmar al revés. La negación es una afirmación invertida. Por eso el negador no es necesariamente un desesperado; a veces incluso vive como los demás. Incluso el último de los fracasados, sobre todo él, tiene derecho a decir: «Mi hora todavía no ha llegado». Que llegue realmente, poco importa; pero esa esperanza es el fondo de cualquier aventura. Sobreviene la muerte: es una manera de afirmarse, de señalarse, de creer que, esta vez, se ha logrado. Prefiero ser objeto de reprobación que de solicitud. El éxito me perjudica, me rebaja ante mí mismo, socava mi confianza en mí mismo, mientras que el fracaso es mi afrodisiaco. Tras cada derrota, me repongo, vuelvo a cogerle gusto a la vida. Autoflagelación ininterrumpida, ancestral..., fuente de vigor. Freud es el santo Tomás de Aquino de la generación joven. Una nueva dogmática. Pensándolo bien, la muerte es una especie de triunfo. Sócrates debió de ser un gran pelma..., o, en cualquier caso, eso debió de parecer a ojos de sus no admiradores, es decir, la gran mayoría de los atenienses. En la primera página del Herald Tribune, una foto: en una escuela del sur, en los Estados Unidos, unos niños blancos alrededor de una mesa; en otra mesa, una negrita sola, con la mirada infinitamente triste. Esos escolares blancos la rechazan, no quieren dirigirle la palabra. Un día, América tendrá que pagar caro ese prejuicio terrible, explicable y sin embargo inadmisible. Me entiendo mejor con los judíos rumanos que con los rumanos «propiamente dichos». Ya fue así hace treinta y cinco años, antes del malentendido creado por la Iron Guard.1 Con los judíos todo es más complejo, más dramático y más misterioso que con esos pastores y esos campesinos hundidos en su destino desgraciado y, sin embargo, mediocre.

Nada es peor que un drama desprovisto de alcance, que un sufrimiento no significativo. Es el caso de mi país. Pero finalmente es el caso mismo de la Tierra, si nos situamos en la perspectiva de Sirius o simplemente de... París. Así que hay que meterse en la cabeza que cualquier valor es una cuestión de distancia: ¿desde dónde me ves? Es cierto que la proximidad física no significa nada, si interiormente estamos más lejos que si viviésemos en otro planeta. Podemos estar a mil leguas de una cosa estando al lado. Así, la facultad más importante del hombre es la de abstraerse, la de no estar allí donde está. Por eso puede emitir sobre sí mismo un juicio tan impersonal y tan devastador. Esa foto de la negrita me atormenta. Mucho más que artículos, libros o manifestaciones antirracistas, esa imagen me ha iluminado sobre un drama del que solo tenía un conocimiento abstracto. «“¿Preferirías, mi querido Apolodoro, verme morir justamente antes que injustamente?”, y [Sócrates] acompañó esas palabras con una sonrisa.» En Jenofonte. Es la réplica que, tras su condena, dio Sócrates a Apolodoro, quien le había dicho: «Me da mucha pena verte morir injustamente». Quizá sea esa la réplica más bella de Sócrates, por la sonrisa. El argumento de Sócrates frente a sus amigos, que le proponían la evasión antes y después de la condena, era que morir en ese momento era morir bien, en el umbral de la vejez y de la decadencia, y que no había para él mejor ocasión para desaparecer. Todo le parecía preferible a las humillaciones de la edad. Qué lección para los modernos, que no se dedican a nada más que a retrasar su muerte. Habría que inventar una nueva vergüenza: la de envejecer. Sócrates habría aceptado hoy los planes de evasión de sus amigos y se habría, si no rebajado, en cualquier caso inclinado un poco ante sus jueces. Siempre es la misma historia: hemos desaprendido el arte de retirarnos a tiempo. Viviremos hasta el final la infamia de envejecer. Revolcarse en la decrepitud, eso es lo que define propiamente a la sociedad desde hace bastantes siglos.

El increíble, el pasmoso orgullo de Sócrates en su discurso ante sus jueces. Había motivos para poner fuera de sí a gente que no podía concebir que alguien se atreviese a situarse tan por encima de los demás ciudadanos. En lugar de escribir, hago buenas acciones. Apaciguo mi conciencia para apartar de mí remordimientos mucho más importantes, puesto que se trata de mi ser mismo, y de los poderes que puede contener. 9 de enero Tengo tres amigos octogenarios a los que les ha asqueado mi «Paleontología».1 En ella hacía, es cierto, apología del esqueleto. Anoche les decía a unos amigos que hay tres acontecimientos en mi carrera: mi nacimiento, la renuncia al tabaco y mi muerte. Puedo decir que hay dos periodos en mi vida: antes y después de haber dejado de fumar. Antes, treinta años de nicotina, de fiebre, de «inspiración»; después, desintoxicación, por lo tanto esterilidad. El último cigarrillo que fumé fue hace seis años. Desde entonces ya no puedo escribir sino con esfuerzo, deliberación, repugnancia. Durante cinco años, antes de dejar de fumar, luché diariamente contra esa esclavitud en la que se había convertido para mí el cigarrillo. ¡Tres paquetes cada día! No podía más. La primera vez que lo dejé estuve cinco meses, durante los cuales me consideré el último de los hombres. Hay que hacer todo lo posible para evitar someterse a un hábito tan funesto. Desde que dejé de fumar, me siento completamente decaído, pero ¡¡libre!! Y, cuando me desprecio, me digo que pude desprenderme del mayor placer que experimentaba en este mundo: encender un cigarrillo. Es el único triunfo verdadero sobre mí mismo, mi única victoria. Prueba irrefutable de que estoy totalmente desintoxicado: una noche, en un sueño, estaba fumando. Me desperté de inmediato con sensación de asco. La obsesión por el nacimiento solo es, en el fondo, la obsesión por el pasado, la omnipresencia del pasado. Pero con esa obsesión no se puede ser, solo se puede existir.

De una exacerbación suprema del recuerdo nace la obsesión por el nacimiento. De una avidez también: la del impase, la del primer impase. No hay apertura ni alegría que provengan del pasado, sino únicamente del presente y de un futuro emancipado del tiempo. 13 de enero. Depresión insuperable. He ido a Gibert a hojear libros. ¿Qué habría hecho en un pueblo pequeño? Dudo que la «naturaleza» pueda serme de alguna ayuda en momentos semejantes. Si fuese creyente, me ocuparía de Dios. Como no lo soy, me ocupo de mí... Carlos V era un culo de mal asiento, Felipe II, su hijo, se encerraba en El Escorial. Se hereda una tendencia a la exageración, pero no una forma de exageración. El genio político de Francia es un genio verbal, es el genio del eufemismo. Actualmente, llaman al déficit impase; a la guerra, pacificación o acontecimientos (los acontecimientos de Indochina, de Argelia); no dicen que son proárabes, sino que hablan de la política mediterránea de Francia. Un escritor solo puede sosegarse si deja de pensar en el destino de su obra. Conciencia quiere decir peso. La parte de conciencia en una sensación es otro tanto suprimido de la sensación. Un libro solo tiene realidad si se puede leer dentro de cincuenta años o dentro de cien. Si no es el caso, el autor ha perdido el tiempo. Debería haber hecho cualquier otra cosa. Pero la suerte o la desgracia quieren que todos, al escribir, crean inconscientemente que trabajan para la eternidad. Puede que, sin esa ilusión implícita, no declarada, sentida, en cualquier caso, nadie pudiese ponerse manos a la obra. Para mí, la alegría, y casi la felicidad, es pasear y mirar sin dar una expresión intelectual a mis impresiones, sin formular nada.

Es la una de la mañana. Ese silencio extraordinario justificaría por sí solo la adhesión a una forma cualquiera de esperanza. ¡Qué proscripción, el nacimiento! Deberíamos decirnos cada día: soy uno de los que, entre millones, se arrastran por la tierra. Uno, y nada más. Esa constatación puede conducir a cualquier conclusión, lo justifica todo: derroche, virtud, suicidio, trabajo, crimen, pereza o frenesí. De ahí hay que deducir que, a fin de cuentas, cada uno hace bien en hacer lo que hace. 16 de enero «Me moriré en París..., un día del cual tengo ya el recuerdo.» «Es para terminar, mañana... ¿Es para eso, que morimos tanto? ¿Para solo morir, tenemos que morir a cada instante?» César Vallejo:1 «... dicha tan desgraciada de durar.» Ser algo de una manera total..., a eso es a lo que deberíamos aspirar. Estar vivo es seguramente una gran ventaja; estar muerto es otra, mayor aún. 17 de enero. Ayer pensé de nuevo en la legitimidad del suicidio pero sin el más mínimo rastro de emoción, ni siquiera de sensibilidad: como se piensa en una evidencia que no exige ninguna participación afectiva. Y como si hubiera que descartar de inmediato cualquier otra solución. 18 de enero No es mi nacimiento lo que me importa, es el nacimiento. Mi obsesión es cosmogónica. Me persigue el origen. Es él lo que me intriga, es él lo que amo y lo que odio. 19 de enero

Abro las Poesías de Álvaro de Campos (Pessoa) y doy con «Seja o que for, era melhor não ter nascido». «Sea lo que fuere, era mejor no haber nacido.» Es un error creer que hay una relación directa entre el sentimiento de desgracia y el cuestionamiento del nacimiento. La incriminación del hecho de nacer tiene raíces profundas, y tendría lugar aun cuando no se tuviera ninguna queja de la existencia. Es porque el fenómeno de nacer considerado en sí mismo es tan desconcertante para la razón, tiene tan graves consecuencias y es tan extraño fuera de cualquier otra consideración que es más fácil aceptarlo como una anomalía que como una evidencia. No me puedo creer que haya nacido. Por lo demás, que otro también haya nacido no me sume en un asombro menor. Todos los nacidos me turban. 21 de enero Fingir creer, esperar, existir es el máximo de realidad que se puede alcanzar. Pienso en la velada pasada, el otro día, en compañía de Sorin A. Si sentí cierto malestar es porque recuerda, en su fisonomía y en sus gestos, a Mircea, su tío. Ese aire de familia siempre me molesta. Es una reacción ridícula por mi parte, pero no puedo evitarlo. Quizá venga de ahí mi actitud con mi familia, el miedo que tenía de tener que volver a ver a mi madre, y ahora a mi hermano. 23 de enero. Ayer, elección de Eugène para la Academia. Me dijo, aterrorizado: «Es para siempre, para la eternidad». Lo tranquilicé: «Claro que no, piensa en Pétain, en Maurras, en Abel Hermant y en algunos otros. Fueron expulsados. Quizá tú también tengas la ocasión de cometer algún acto de traición». Él: «Entonces hay esperanza». Cualquier ceremonia de consagración se parece necesariamente a un entierro. Cualquier gloria es fúnebre. Al menos en vida del escritor. 26 de enero

Exposición Klee.1 Una hora de embeleso. A la vez bonito y profundo, poético y pensado. Rara vez una exposición me ha satisfecho tanto. Mientras busquemos un chivo expiatorio seremos prisioneros del viejo hombre. Cuando asumimos la responsabilidad de nuestros propios fracasos empezamos a ser hombres libres. Pero esa forma de responsabilidad está en contradicción con las tendencias más profundas de nuestra naturaleza. He escuchado mucho a Chopin estos últimos días. Comprendo que fuera la única música ante la que todavía, cuando estaba loco, reaccionaba Nietzsche. A veces tengo la impresión de que, incluso estando muertos, nos seguirá conmoviendo. (Me propongo dar una vuelta por Nohant el mes que viene... No dejo de pensar en Valldemosa.) Acabo de recibir una carta de Yvon Belaval, en la que me habla muy bien de mi artículo sobre Valéry. La carta está extremadamente bien trabajada. ¡Y me ha convencido! Acabo, en efecto, de releer algunas páginas de mi artículo. Oh, milagro, me ha parecido bueno e incluso justo... ¡Hasta qué punto nuestros juicios sobre los demás y sobre nosotros mismos dependen de sugestiones externas y de circunstancias! Cuanto más avanzo, más me acostumbro a las realidades más sombrías (suicidio, horror del nacimiento, etc.) sin ninguna reserva mental de pena ni de desolación. Concibo lo irreparable sin tristeza, estoy hundido hasta el cuello en el desconsuelo objetivo, evidente, impersonal. Llanto con ojos eternamente secos. «El fin del mundo de los cristianos, con su Juicio Final y su división entre justos e injustos, es patético. Un fin del mundo provocado por una enorme bomba causa gran efecto, es cierto, pero es grotesco. Tal fin del mundo, tanto para los cristianos como para los marxistas, es intelectualmente inadmisible. Sería un fin del mundo bufonesco.» (Jan Kott, Shakespeare, notre contemporain, pág. 124)

Ese razonamiento es erróneo; puesto que la bomba atómica es el resultado de todo el saber humano; es una culminación, es también un símbolo. Si hubiera sido inventada por casualidad, y fuese un simple explosivo como cualquier otro, sí, el fin por medio de ella sería grotesco; pero, por su aparición misma, se ha convertido en el emblema del Juicio Final. No veo qué podría haber de bufonesco en eso. ¿Por qué el suicidio es una «solución»? Porque solo él es una respuesta muy nuestra a un nacimiento que no hemos elegido; un acto personal opuesto a un acto con el que no se tiene nada que ver. El suicidio es la revancha suprema del «yo». Un Job debilitado por el escepticismo. Mis dudas han socavado mis fuerzas, y es sorprendente que me hayan dejado la suficiente energía para poder seguir pensando en destruirme. «Melancolía desordenada», como se dice en lenguaje místico, ese es mi mal, y nada más. Viene del hecho de que «sopesamos cosas que no deberíamos sopesar». «Si la presencia de la muerte es amarga, al menos pone fin a cualquier amargura.» (Susón) La verdad es que todo está podrido al principio. Veo en cada niño a un futuro Ricardo III. Durante esas largas noches en las cavernas, innumerables Hamlet debían de andar de aquí para allá, puesto que es lícito pensar que la época heroica del tormento metafísico se sitúa mucho antes de esa mediocridad general, consecutiva a la irrupción de la Historia. Cualquier apego es sufrimiento y causa de sufrimiento. Mientras no nos emancipemos de los seres, viviremos en la pura vulnerabilidad.

De la obsesión por el suicidio he pasado a la obsesión por el nacimiento de una manera totalmente natural. Esta última es más aterradora que la primera. Puesto que siempre hay una pizca de coqueteo en cualquier juego con el suicidio; por el contrario, es la seriedad más absoluta lo que reina en el debate interior concerniente al acontecimiento de nacer. Releído el episodio sobre Francesca de Rímini.1 Cada vez la misma turbación. Los recursos poéticos del italiano son más ricos que los del francés. Para expresarme de manera tonta, el francés es demasiado abstracto para dirigirse al alma; es un idioma des-animado, que ha perdido el alma de tanto controlarse, de tanto ocuparse de sí mismo. La Torá: Dios la creó, según la tradición judía, ¡dos mil años antes que el mundo! ¡Jamás un pueblo se creyó más importante! ¡Atribuir a su libro sagrado semejante antigüedad! ¡Creer que precede a la Creación! Así es como uno se crea un destino. 3 de febrero. En la radio, esta mañana, fragmentos de El arte de la fuga. Empezar el día con esa obra suprema es una verdadera bendición. El rechazo del cristianismo por parte de los judíos solo se puede calificar de genial. (Y hay que decir que la maldición que pesa sobre los judíos es una maldición genial, quiero decir, única.) El budismo, la suprema tentativa de poner término al nacimiento. Eso es el nirvāna. «De ahora en adelante ya no habrá nacimiento», así hablaría el ángel del apocalipsis búdico. Ser original es fácil, se logra con trucos (Borges, por ejemplo); ser profundo es difícil, incluso imposible. Hacen falta, entre otras cosas, dolencias... superadas, y miles y miles de secretos no divulgados.

8 de febrero Visita al Louvre. He contemplado los Rembrandt, después he pasado a toda velocidad por delante de los pintores franceses de los siglos XVII y XVIII y de la era napoleónica. La pintura, como la poesía, no empieza en Francia hasta la segunda mitad del siglo pasado. Me ha impresionado el Viejo de Rembrandt, porque ahí está la esencia de la edad y, yo diría, de las arrugas. Sé por qué me ha exasperado el enorme amontonamiento del Louvre. Por la mañana acababa de cerrar con rabia el segundo volumen de la correspondencia de Martin du Gard y Gide. En él encontramos, es cierto, algunas cartas excelentes del primero. ¿Por qué no haberlas reunido en un volumen muy pequeño? ¿Por qué imponer al lector el suplicio de leer, o de hojear, dos gruesos volúmenes, cuando una selección juiciosa habría sido tan fácil? Cualquier hombre con gusto podría haberla hecho sin dificultad. En el Louvre es precisamente la selección lo que falta. Es a la vez museo histórico y bazar. Toda la tarde he canturreado interiormente cancioncillas húngaras. Mi «sensibilidad» es magiar, pero mi visión de las cosas, el pliegue de mi espíritu, es «valaco». 12 de febrero Tres días lejos de París. Beaune, Autun, Semur-en-Auxois. (El Juicio Final, en el frontón de la catedral de Autun.) Mi padre tenía la costumbre, todas las mañanas al levantarse, de contarle a mi madre sus sueños. A mí me horrorizaba ese ritual, y no veía su justificación. ¡Cuando pienso que desde Freud ese ejercicio es practicado en todas partes, especialmente por aquellos que deberían ser reacios a ello, los «intelectuales»! (Michaux, esta mañana, me ha hablado largamente por teléfono de sus sueños y del sueño en general con profunda seriedad. Y sin embargo es uno de los pocos que no comparten las visiones extremas de los psicoanalistas, esos ingenuos que se entregan a la sutileza, que viven de ella.)

Ser metafísico o espía, dos condiciones realmente interesantes; las demás... Reflexionar demasiado sobre un misterio es despoetizarlo..., no descubrirlo. «Nada consuela, porque nada reemplaza.» (Marie Lenéru) 13 de febrero No seré un mendigo ingrato. La única manera de soportar una buena acción es olvidándola. De lo contrario es un veneno mortal. Aquellos que tienen dotes demasiado múltiples y demasiado diversas son incapaces de crear una obra que marque. Nada podría corregir mi visión de las cosas: si me ofrecieran la tierra o incluso el universo en bandeja, seguiría viendo el nacimiento como lo veo. Leído una carta de Étiemble sobre Brasillach, tan impregnada de odio que uno casi querría rezar por asco. Tan horrible es el espectáculo que ofrece el que lleva el rencor hasta el delirio. 16 de febrero Bajo el Terror, durante una visita domiciliaria a casa de la marquesa de Condorcet, esta, buena dibujante, hizo rápidamente el retrato de los que iban a arrestarla, todos ellos miembros del Comité Revolucionario. Resultado: la dejaron en su casa... Ayer, domingo, paseo espléndido por la Beauce. 17 de febrero Anoche, en el teatro Récamier (se representaba Los días felices, de Beckett), Jacqueline Piatier sacó a colación un artículo para una página de Le Monde dedicada a Caillois.1 Como siempre, mi primera reacción fue negativa. Sin embargo, en el entreacto, le di una respuesta afirmativa. La razón de mi viraje es de lo más sencilla: Caillois, a quien Bosquet pidió que

contribuyera en la doble página que hicieron para mí el pasado julio, se negó. Si yo, a mi vez, me negara, parecería mezquino ante mí mismo. Creí que era bueno aceptar para evitar complicaciones de conciencia... 19 de febrero. Ayer, cena: palabreo, palabreo, palabreo. Esta mañana, tal lasitud que me he sorprendido a mí mismo envidiando a los muertos. La mala cocina y el parloteo: una me mata y el otro me vacía. E. me telefoneó ayer, ligeramente piripi. Me dijo que no deja de maravillarse cuando piensa en su carrera, como pequeño profe en Rumanía, luego como trabajador en Ripolin y como corrector del boletín del Ayuntamiento, para acabar finalmente en la Academia. Le respondí que no hay ninguna diferencia esencial entre su nueva condición de académico y la de antaño, cuando era casi un mendigo, que no se debe dar ninguna importancia a las promociones y que lo mejor es olvidarlas. 20 de febrero. Anoche, velada con los Beckett. Sam estaba en forma e incluso inspirado. Me contó que había llegado al teatro por casualidad, por necesidad de distracción, después de haber escrito novelas. No pensaba que lo que no era más que una distracción o una tentativa fuese a adquirir tal importancia. Añadió, es cierto, que escribir una obra de teatro plantea muchas dificultades porque hay que limitarse, y que eso lo intrigaba y lo tentaba después de la gran libertad, de la arbitrariedad y de lo ilimitado de la novela, en la que realmente no hay límites. En pocas palabras: el teatro comporta convenciones, la novela ya no supone casi ninguna. 23 de febrero Oficio de difuntos, en Saint-Sulpice, por una anciana de mi edificio. He seguido los «textos» que ha leído el cura. Ni uno al que me haya adherido. Impresión de falsedad de cabo a rabo. Y ese Cristo —juez y emperador—, ¡menuda burla! Esa anciana, que me ha jodido durante años con su TSF..., ¡osar decir que Jesús la espera con los ángeles en el Paraíso! No solo hay que rechazar los remilgos del catolicismo, sino también casi toda la «mitología» cristiana.

24 de febrero De nuevo, caigo en la obsesión por el nacimiento. Mientras no termine y publique el ensayo que he empezado sobre ese tema imposible, me será imposible no pensar en él de vez en cuando e incluso frecuentemente. Justo medianoche. Me siento solo en presencia de una desesperación más fuerte que yo. Y de nuevo me refugio antes de mi nacimiento. Mi lugar, mi patria, es, como para los místicos, esa nada que precede a Dios. Ayer, en el campo, hice esta reflexión, reflexión que, a decir verdad, hago cada día, pero en la ciudad menos detenidamente que en medio de un paisaje: soy un insecto que se pasea por un breve periodo de tiempo, y no comprendo por qué, sabiendo eso, me encandilo con todo lo que veo, por qué estoy encantado de mirar árboles, de contemplar nubes, un río o una flor. A finales de agosto de 1939, unos días antes de que estallara la guerra, conocí, en el bulevar Saint-Michel, a un tal Bernard que pertenecía a la misión francesa en Rumanía. Me contó sus inquietudes y el horror que le inspiraba la idea de ir a luchar: «¿Qué quiere? Me gusta la vida, me gusta leer un libro, me gustan las mujeres, me gusta mirar una catedral...». La catedral fue algo realmente inesperado, y esa palabra, en boca de un personaje mediocre y en semejantes circunstancias, me conmovió profundamente. 3 de marzo. El carácter eruptivo de mis ansiedades. El menor motivo de angustia desencadena en mí una angustia total. Y es más fuerte que yo, no puedo parar ese proceso automático, solo consigo atenuar sus efectos entrando en razón, repitiéndome que nada, absolutamente nada, es digno de hacernos sufrir.

Ningún trapense, ni siquiera el más apasionado, vivió más que yo en la intimidad del Memento mori. Nunca he olvidado que soy mortal; ahora bien, únicamente podemos bregar si solo pensamos en ello de vez en cuando, como todo el mundo. En el artículo sobre Caillois he escrito que la nada es una versión más pura de Dios, y que por eso los místicos preferentemente se hunden. Jacqueline Piatier ha leído entera La caída en el tiempo. A menudo, en nuestras conversaciones, ha hecho alusión a ella, y he visto que efectivamente la conoce. Y también creía que había captado su verdadero espíritu. Error. Ayer, en Le Monde, cuando yo le decía que hay parte de acrobacia en Caillois, ella me replicó: «No, en ti, puesto que la Caída termina diciendo exactamente lo contrario de lo que había empezado sosteniendo». Así pues, ¡ha tomado por un juego el viraje del final! No ha entendido nada, o no más que un periodista inteligente. 6 de marzo de 1970 Berdiáiev dice con toda la razón que Soloviev, como personaje, es más interesante que su obra. Y añade que Soloviev no era una criatura de la tierra sino del aire. 7 de marzo. En el TNP. La danza de la muerte de Strindberg. Un escritor al que he frecuentado tan poco y con el que siento que tengo tantas afinidades. Alguien al que le gustaba torturarse más aún de lo que lo hago yo. Podemos estar seguros de que el hombre nunca alcanzará profundidades comparables a las que conoció durante siglos de conversación egoísta con su Dios. Dios es alguien que se devora a sí mismo desde siempre..., no lo puedo imaginar de otro modo. El universo no es más que el espectáculo de una roedura suprema.

Almuerzo con Christophe von Schwerin y Hélène. Me entusiasmo y les explico mi visión de la Historia. Liquido época tras época, les «demuestro» la superioridad del pasado y les digo que, pensándolo bien, es a Adán al que hay que remontarse para encontrar una fórmula de vida aceptable. «¿Incluso después de la caída?» «Sí, incluso después de la caída. Porque Adán todavía estaba cerca del paraíso y conservaba un recuerdo preciso de él.» 8 de marzo El momento de lucidez suprema para un autor es aquel en el que percibe sin ilusión alguna el valor exacto de su obra. Se comporta respecto a ella como lo haría un enemigo honesto. Tendríamos que tener la fuerza y el coraje de no citarnos nunca, menos aún de hacer la menor alusión a nuestras propias producciones. No imitar jamás a los franceses: no hablar por nada del mundo de nuestros éxitos, por muy modestos que sean, y si alguien hace alusión a ellos, cambiar de tema enseguida. Se paga cara cualquier cobardía..., pero también cualquier acto de coraje. 11 de marzo Anoche, Esperando a Godot. Una obra realmente grande. Después de quince años, sigue de actualidad. 12 de marzo Fluctuaciones... Querría escribir un libro que llevara ese título. Me siento ajeno a los asuntos humanos. Cada día, lo primero que pienso, al despertar, es que todo sucede fuera de mí, y que ese todo es una agitación desprovista de sentido. En los tiempos en que iba en bicicleta, a menudo me dirigía a Saint-Cloud y desde lo alto tenía una vista de toda la ciudad. La idea de ser alguien allí, de hacerme un nombre allí, me parecía absurda, y más bien simpática la perspectiva de no ser nada.

Pero incluso fuera de esas reacciones puramente subjetivas, lo que me impresionaba era lo insensato de este conglomerado humano, en el que todo el mundo atormenta a todo el mundo..., hormiguero grotesco y condenado. El otro día hice una gestión ante Robert Gallimard relativa a mis libros, que no se encuentran en ninguna parte, ni siquiera en las dos librerías de la casa, donde dicen que están agotados. Mi gestión, naturalmente, no llevó a nada. Me avergüenzo de haberla hecho. Puesto que manifestar el más mínimo talante con respecto a mis libros, a su suerte, sobre todo, es entrar en flagrante contradicción conmigo mismo y con lo que pienso en general. Ser fuerte no es mirar de frente el peligro sino la desesperación, ese peligro reforzado, ese peligro en segundo, ¿qué digo?, en milésimo grado. Cuando hemos vivido días y días con el temor de un peligro terrible, si finalmente resulta infundado no tenemos fuerzas para alegrarnos de ello, porque hemos agotado todas nuestras reservas de energía en la lucha contra el desánimo y el miedo. Un sabio escribiendo... ¿Se puede uno imaginar semejante monstruosidad? Sin embargo, mi querido Marco Aurelio... Ramana Maharshi no pronunció ni una sola palabra durante tres años. Eugène me anuncia que Adamov acaba de morir. Ya no nos hablábamos. Hace diez años o más, a consecuencia de no sé qué, empezó a darme la espalda. Qué más da. Por él fui a Girolata,1 que él consideraba el lugar más bello del mundo. Un recuerdo «inolvidable»: en pleno verano, con un calor tórrido, lo encontré en la cama, con Jacky. Estaba probablemente desnudo, y parecía, con esa manta gris extendida hasta medio cuerpo, un Cristo bizantino. Su encanto «armenio», profundamente no francés. Hubo un tiempo (1950-1955) en que saber que Adamov estaba en el Barrio y que podía encontrarlo cuando quisiera era para mí una forma de certeza e incluso de

consuelo. Salía e iba a recorrer todos los cafés en los que se suponía que iba a estar. Durante esos años en los que no nos hablábamos lo veía a menudo y su rostro, marcado por la enfermedad, de un color gris, casi negro, me llenaba de pavor. Ayer, paseo por Chantilly. En el museo, un curioso retrato de Molière. El de Talleyrand también; parecía una bella anciana, con un rictus contenido. Hoy, huelga de periódicos, lo que hace que Eugène diga que Adamov no tiene suerte. Como si, allí donde está (esa expresión es de una inadecuación, de una estupidez atroz), ¡Adamov todavía fuera sensible a los elogios! La ventaja de la muerte es ponerte objetivamente en la situación de un cínico absoluto. Ya no cuenta nada: el mayor cínico, con una pena infinita, está muy por debajo de cualquier cadáver. Cualquier actitud, aunque sea la del vivo más desapegado, el más desprendido de todo, es una farsa al lado de la soberanía de la más mínima osamenta. Solo hay sabiduría perfecta allí donde cualquier vida ha sido evacuada. De ahí viene la sensación de malestar filosófico, incluso de inferioridad, que se experimenta ante un muerto. Ante una osamenta, ya querría yo ver al que se atreviera a lanzarse a una justificación del nacimiento. Leído la conclusión testamento de Bertrand Russell.1 Cuántas ingenuidades por parte de alguien que, toda su vida, hizo profesión de escepticismo. Revolviendo en un cajón para buscar una foto he encontrado un montón de ellas que se remontan a veinte, a treinta años atrás. ¿Es posible que ese joven, de aspecto un poco romántico, sea yo? Y mis amigos, ¿cómo creer que de verdad son ellos? ¡Lo que hace el tiempo con nosotros! ¡Nuestra

identidad a través de los años solo está garantizada por el nombre! Habría que cambiarlo cada cinco años. Es realmente imposible creer que hayamos sido los que llegamos a ser. En la calle, hace un rato, la agitación de la gente me pareció ridícula, grotesca. «Adamov se ha vuelto indiferente a todo eso», me dije. Eso es lo que me repito cuando muere un amigo. Hacia 1950 (?), Adamov fundó una revista, de la que solo publicó, que yo sepa, un único número: L’Heure nouvelle. Llevaba como epígrafe: Sí, la hora nueva es al menos muy severa. ¡Con qué brío citaba A. a Rimbaud! Al llegar a severa, miraba hacia un cielo imposible, con aire de creyente herido. La prueba de que alguien ha contado para nosotros es que nos sentimos disminuidos cuando muere. Es una pérdida de realidad que sufrimos..., de pronto existimos menos. Adamov estaba, sin duda, dentro de mi horizonte, y a mi manera he participado en su larga agonía. 18 de marzo. Esta tarde, en la cama, he intentado acercarme al estado en que se encuentra nuestro querido Adamov. He cerrado los ojos y me he dejado invadir por esa pesadez anterior al sueño. En cierto momento he podido percibir esa nada, esa realidad infinitesimal que aún me enganchaba a la conciencia (a la conciencia de estar vivo). ¿Estaba en el umbral de la muerte? Un instante después ya no era nada, me había hundido en el fondo de un abismo, sin ningún rastro de ansiedad. Quizá morir sea así de sencillo. (Sí, seguramente, si la muerte fuera solo una experiencia; pero es la experiencia misma. Y, por otra parte, menuda idea, experimentar morir, jugar, en definitiva, con un fenómeno que no sobreviene más que una sola vez. Se experimenta lo que se repite y no lo único. Eso no quita que uno se ejercite en la muerte, ya sea por contaminación cristiana, por gusto malsano o, finalmente, por solidaridad con los amigos desaparecidos.)

«¡Líbrame de mi nacimiento!» No es así como se exclamaría un cristiano. Pero ese es el viejo grito de toda Asia y de la tragedia griega, a decir verdad de cualquier tragedia. 19 de marzo. Sílabas: para proponer como título de revista. Una cosa pierde cualquier realidad en cuanto se realiza. El inmenso peso del futuro. Un acontecimiento que se dibuja, que se espera o se teme, es un universo; tan pronto como sobreviene, pierde su magia o su terror. Todo eso es evidente, pero es una evidencia capital. Habría que poder reaccionar ante el futuro con la indiferencia que se tiene con respecto al pasado, alcanzar una omnisciencia desengañada, hacerlo, en suma, mejor que los muertos. 20 de marzo. Entierro de Adamov. Levantamiento del cadáver. ¡Qué odioso puede ser un ataúd! ¡A eso conduce el nacimiento! Razón suficiente para detestarlo. Anoche, en el metro, una chica (dieciséis, diecisiete años) que iba sentada me ofreció su asiento. Rehusé, naturalmente. ¡Ofrecerme su asiento, a mí, que acababa de hacer, por la tarde, veinticinco kilómetros a pie! Parecía más bien endeble, y dudo que pudiera hacer la mitad de lo que yo acababa de hacer. Eso no quita que, para ella, yo fuese un viejo. Y en efecto lo soy, con este careto de presidiario descansado. Sé que soy viejo, pero no lo siento; normalmente me comporto como un tipo de treinta años como mucho, y no sentiría el ridículo que implicaría cortejar a una joven de veinte años. Es esa ilusión de vigor, esa insensibilidad «instintiva» al paso del tiempo, lo que hace que creamos habernos sustraído a los efectos de la edad. 27 de marzo. Toda la noche de ayer, hasta la una de la mañana, conversación extraordinariamente interesante con Marie-France Ionesco. Quinteto de cuerda en ut mayor, opus 163, de Schubert.

28 de marzo. Repartimos nuestros libros entre nuestros amigos, ponemos en ellos dedicatorias afectuosas, creemos que van a leernos, que se compadecerán de nosotros o nos admirarán. Son errores. No habremos hecho más que excitar su mal humor. En definitiva, ejemplares sacrificados. ... Sin embargo, en alguna parte un desconocido nos leerá religiosamente y esperará años antes de atreverse a dirigirse a nosotros. Una idea, en cuanto se encarna, se vuelve grotesca. Así ocurre con los seres mismos. Ojalá pudiéramos mantenernos en una virtualidad eterna, no caer nunca en el nacimiento. 31 de marzo. He ido a Le Monde para corregir las pruebas de mi artículo sobre Caillois; los caracteres son tan pequeños que me han dolido los ojos al leerlo. Además, todos los matices de lengua y de pensamiento se borran en esa monotonía de palabras minúsculas. ¡No me he puesto colérico, afortunadamente! 1 de abril. Ayer fui a Le Monde para corregir el artículo sobre Caillois. J.P. me había dicho que había suprimido algunos pasajes de él. En aquel momento solo tuve una débil reacción de despecho, pronto reprimida. Luego dejé de pensar en ello. Pero anoche, al acostarme, y esta mañana, al despertar, ese despecho aparentemente superado ha estallado en furia. ¡Qué tontería! Nadie se come la cabeza tanto como yo, y a propósito de todo. Puesto que cualquier cosa es pretexto para el tormento. Y no puedo hacer nada. Por eso siempre me ha fascinado Oriente, quiero decir, el budismo. Calle de la Amargura..., era en Valldemosa. ¿Se puede uno imaginar una calle de la Amargura en Francia? Pienso también en el paseo de los Tristes, en Granada. 3 de abril. Expresar una obsesión es deshacerse de ella en beneficio de otra. Así, si pienso menos en el suicidio desde que hablé de él un poco detenidamente en El aciago demiurgo, es porque he caído en una obsesión

parecida: la del nacimiento. Pero, de todas formas, ese relevo es saludable, es fuente de renovación, causa de respiración. Así pues, hay catarsis..., purificación y alivio por medio de la expresión. Una idea que nos persigue y nos molesta, es formulándola como nos deshacemos de ella. Ahora bien, formular un mal es proyectarlo, es ponerlo fuera de nosotros, es expulsarlo de nuestra sustancia, es exorcizar al demonio. Pero las obsesiones son los demonios de un mundo sin fe. (Hay que exorcizarlas, como se hacía con estos.) Heidegger..., creador de lengua, innovador abusivo. Nietzsche no renovó la lengua, solo acabó con algunas palabras. «Hubo un tiempo en que el tiempo no existía», se lee en un texto antiguo. El rechazo del nacimiento coincide con la nostalgia de ese tiempo anterior al tiempo. El rechazo del nacimiento no es otra cosa. 3 de abril Para combatir la astrología, san Agustín plantea la objeción de los gemelos: he ahí a dos seres nacidos en el mismo momento y cuyos destinos son tan diferentes. Lo que debemos reprochar al psicoanálisis es que para él todo es significativo, todo tiene un sentido; ahora bien, nuestras actividades, empezando por nuestros sueños, conllevan una parte considerable de residuos. Pues bien, para el psicoanalista no hay residuos, solo hay símbolos. 4 de abril. Símbolo de la nada: un artículo que solo dura un día. En cuanto una expectativa se cumple o se frustra, entramos en lo irreparable, es decir, nos deslizamos hacia el pasado. ¡Qué montón de instantes muertos, qué carga de pasado tengo que arrastrar!

Esta tarde he dormido una hora. Al despertarme, he sentido pesar sobre mí la inmensidad de esos momentos que he atravesado hasta ahora. Sensación de aplastamiento rayana en la desesperación. Creo haber lanzado un gruñido en el instante mismo del despertar, tan profundo era mi terror. 10 de abril Un día preguntaron a Fontenelle, casi centenario, cómo había logrado tener solo amigos y ningún enemigo. «Siguiendo dos axiomas: todo es posible y todo el mundo tiene razón.» Sé por qué me intereso tanto por el escepticismo: a saber, por la negación que supone, y también por la crueldad, una crueldad tan hábilmente disimulada. Dudo, luego destruyo. Desde hace días y días, indiferencia hacia todo, pero especialmente hacia mi «obra». Ya no creo en ella, es como si no hubiese escrito nada. Ya no me intereso por lo que soy, ¿por qué debería interesarme por lo que he escrito? Tengo que separarme de mi pasado... y de mi futuro. Inventarme una especie de presente. Esta tarde me he acordado de la experiencia, de la sensación, más extraordinaria de mi vida. Fue en Berlín (¿en 1934?), una mañana, faltaban unos minutos para las once, iba a coger el tren elevado en la estación Bellevue, cuando de repente tuve un estremecimiento «sobrenatural», la certeza de que todo el tiempo de siempre se había concentrado en mí, culminaba en mí, y que era yo el que lo hacía avanzar, que yo era a la vez el creador y el portador del tiempo. Esa sensación no duró mucho tiempo: un fogonazo, pero de un fulgor y de una intensidad apenas tolerables, aunque estuvieran ligados a una impresión de felicidad inaudita. (Ese tipo de experiencia se ha vuelto muy raro con la edad. Es porque los estados extáticos (o casi) que experimenté en mi vida estaban ligados a mis insomnios, a la intoxicación de las vigilias, a la locura y al delirio de las noches en vela, que me ponían, durante el día, en un estado febril que no

podía ser más agotador. Si hubiese seguido sintiendo extremos semejantes nunca habría conseguido vivir tanto tiempo. Seguramente no habría superado la treintena. Solo vivimos porque nos hemos vuelto indignos de cierta fiebre.) 16 de abril. Visto ayer un médico. Me encontró la tensión alta. Enfermedad de familia. 21 de abril, martes A las tres de la mañana, despierto. Imposible dormir. Dolor de estómago. El remedio —el veneno, mejor dicho— que M. me ha dado para la tensión me deja hecho polvo. A las cuatro me he levantado y me he vestido, y luego he ido a dar una vuelta por la ciudad hasta las seis. París es maravilloso antes del amanecer y en el momento mismo en que el día despunta. Cerca de Notre Dame, los pájaros se manifestaban bastante ruidosamente, a partir de las cinco menos cuarto. 24 de abril Esta mañana he abierto una antología de textos religiosos y enseguida he topado con estas palabras de Buda: «Ningún objeto merece que lo deseemos». Impresión extraordinaria. He cerrado el libro porque, después de eso, ¿para qué leer más? ¿Y qué? Es una verdad que me ha traspasado el corazón, aunque vivo con ella desde hace años y me la repito todos los días (me la murmuro más o menos conscientemente). Pero, en fin, topar con ella de repente en un momento en que necesitabas que viniera del exterior y que fuera dicha por alguien al que pones por encima de todos los hombres, ¡eso es otra cosa! La única manera de ser superior a todo el mundo es no deseando nada. Cuando triunfamos sobre el deseo, ¡qué beatitud! ¡Así que la beatitud total no puede ser más que la victoria sobre todos los deseos! ¿Qué es el paraíso? Es el mundo anterior al deseo. Y efectivamente fue el deseo lo que destruyó el paraíso.

25, víspera de Pascua La gente que nos ha humillado, que nos ha hecho daño, ya no está en absoluto resentida con nosotros; ha olvidado la herida que nos ha infligido. Solo las víctimas tienen memoria. Por eso el rencor es tan estúpido. Solo afecta a aquel que lo alimenta. Si realmente pudiésemos perdonar, el paraíso se instauraría enseguida en la tierra. (A propósito del olvido. Los panfletistas que de la mañana a la noche abruman a todo el mundo se extrañan al descubrir que tienen enemigos. Simplemente habían descargado su mal humor sobre este o sobre aquel y no comprenden después que se les guarde rencor. Nunca habría que tomar en serio un insulto, una calumnia. Cada vez que lo he hecho, me he sentido mal y lo he lamentado.) Existir: un rodeo bastante largo para deshacerme del nacimiento. 26, Pascua. Ninguna significación. Los franceses que han conocido a rumanos no les tienen ninguna simpatía. Es comprensible: tienen defectos parecidos. El viernes pasado, un actor irlandés, MacGowran, él solo durante más de dos horas, interpretó partes de la obra dramática y novelesca de Beckett. Me impresionaron las afinidades que existen entre la Weltanschauung1 de Sam y la mía. Fundamentalmente, la misma imposibilidad de ser. Ya no pienso en el suicidio, tan natural y aceptable me parece. Antaño, la idea que me hacía de él siempre iba precedida o acompañada de alguna amargura. Ahora no. Es la evidencia de todas esas cosas que olvidamos hacer. 27 de abril Toda mi vida he pensado en la muerte, y ahora que me acerco a ella constato que no me ha servido de nada haber pensado tanto en ella, y que habría sido mucho más provechoso para mí no preocuparme por ella. Es porque la idea de la muerte no ayuda a morir.

Nadie ha amado este mundo tanto como yo y, sin embargo, si me lo hubieran ofrecido en bandeja, incluso de niño habría exclamado: «¡Demasiado tarde, demasiado tarde!». Incluso el sufrimiento, una vez acabado, parece tan irreal como un sueño. ¿Qué queda de lo que parece existir? Mientras sufrimos no podemos concebir que eso que sentimos pueda desaparecer o que, al cesar, no quede nada de ello. Y sin embargo eso es lo que sucede, salvo, por supuesto, por la deformación de nuestra óptica que suscitan una larga serie de dolores. La enfermedad marca el espíritu, pero ella misma se desvanece como si jamás hubiese existido, como la euforia, por ejemplo. Me siento culpable de ser. (Pero esa culpabilidad me estimula, me gusta...) Esta tarde he ido al hospital. Sala de espera. ¿Qué esperaba toda esa gente? Vivir un poco más, no morir normalmente. Y yo pensaba en un hospital de moscas, en el que estas recibirían tratamiento para llegar hasta el final de la estación, e incluso en una sala de espera para efímeras, para obtener una hora o un minuto más. 30 de abril. Pasado la velada de ayer con Christophe von Schwerin y la hija de H. von Hofmannsthal, viuda de Heinrich Zimmer. H. v. H. tenía diecisiete años. Un día recibió en el instituto (Gymnasium) un gran ramo de rosas rojas de parte de Stefan George. Estaba muy confundido por culpa de sus compañeros, que se burlaban de él. En Mitos y símbolos de la India, Zimmer dice que la India es la Vida que reflexiona sobre sí misma. Lovecraft escribe una novela corta que no es más que el relato de una pesadilla. En una carta a un amigo se pregunta si tiene derecho a cobrar por una producción de la que no puede asumir toda la responsabilidad... Si todo lo que he escrito es tan manifiestamente siniestro es porque solo emborrono el papel cuando me invaden las ganas de pegarme un tiro.

Exposición Czapski.1 Ese hombre caluroso: se ve perfectamente que no es de aquí. Casi todo el mundo es polaco. Casi. Uno se da cuenta de ello por la sonrisa sincera que tiene la gente cuando habla entre sí. 3 de mayo Cerca de Saint-Sulpice-de-Favières hay un pueblecito, Mauchamps, cuya pequeña iglesia de piedra es de lo más conmovedora. ¡Qué consuelo volver a verla cada vez! Pero hoy, horror, veo que han construido una especie de cobertizo contiguo a un almacén, abierto recientemente. La iglesia queda empequeñecida por él. No se puede imaginar una profanación peor. Suerte que me he propuesto no encolerizarme nunca más ante la barbarie de los civilizados. El hombre mancilla todo lo que ha creado. Por fortuna quedan algunos árboles, sobre los cuales no puede nada todavía. En los tiempos en que era mujer de Scarron, Madame de Maintenon escribió, bajo el seudónimo de Fanchon, un tratado de erotismo, el primero de ese tipo publicado en Francia (dicen). 5 de mayo. ¿Qué es una única crucifixión al lado de la infinitamente repetida del insomnio? La cobardía puede ser una forma de delicadeza. Absoluto, palabra que solo hay que utilizar cuando no queda más remedio, en casos realmente desesperados. El otro día releí dos páginas del Breviario con absoluto desapego y también con asco del patetismo que se despliega en él. Mala poesía, proveniente de una desdicha real. ¡Qué lástima que no supiera emplear otro tono! Con más frialdad habría hecho un buen libro. Con mi manía de alzar la voz solo podía arruinarlo. Quien quisiera conocerme debería tener en cuenta mi debilidad por el Regente, en quien a menudo me he visto reconocido. Mis lados frívolos los veo en él realizados y llevados a una expresión suprema. Era como yo (!),

«nacido aburrido» (Saint-Simon), y no podía ni amar ni odiar realmente. Una existencia en fragmentos. Siempre he tenido un alto concepto de mis propensiones a la frivolidad. Por desgracia, soy menos fútil de lo que me imagino. Existir es mi manera de ser fútil. Cualquier existencia es una concesión a la futilidad. 7 de mayo. Paul Celan se ha tirado al Sena. Encontraron su cadáver el lunes pasado. Ese hombre encantador e imposible, feroz y con accesos de dulzura, al que yo estimaba y evitaba por miedo a herirlo, porque todo lo hería. Cada vez que me lo encontraba, me ponía en guardia y me controlaba, hasta el punto de que al cabo de media hora estaba extenuado. 8 de mayo. Cualquier verdad es insoportable. Cualquier verdad es, en última instancia, ruinosa. Se diría que su misión es hacer daño. Si todas las apariencias son iguales, si son igualmente irreales, ¿por qué realizar un solo acto más, puesto que cualquier acto es apariencia e irrealidad? La vida es el amor por las apariencias y nada más. Pero cuando, a veces, nos desprendemos de esas apariencias, ¿dónde estamos, más allá de la vida o al margen? ¿O nos acercamos a otra cosa más importante? Pero ¿puede haber algo importante que no se parezca en absoluto a la vida? 9 de mayo. Leído algunas cartas de Proust en las que solicita medallas. Antaño, ese tipo de debilidad me habría asqueado, ahora mi interés por el autor aumenta por ello. Es porque esas debilidades son cosa de un ser vivo, concreto, y no de una máscara o de un símbolo. Y además, en el caso de Proust, esas gestiones no tienen nada de anormal, no predicaba el desapego.

10 de mayo. Anoche, Christiane Vaubourg me enseñó algunos deberes de su sobrino (trece años), alumno de un instituto de provincia. Me llamó especialmente la atención uno en el que tenía que describir la nieve. El hombrecito, a modo de preámbulo, explica que empleará hasta el final el se, preferible al yo o al nosotros, para, dice él, mejorar la calidad de su estilo. ¡Con trece años! ¡No es de extrañar que toda la literatura francesa de hoy esté obsesionada con el lenguaje y esté a punto de sucumbir a él! En este país se pasa sin transición del biberón a la escritura. ¡Si pudiese decir algo único, terrible, definitivo sobre el nacimiento! 11 de mayo. Noche atroz. He pensado en la sabia resolución de Celan. (Celan fue hasta el final, agotó sus posibilidades de resistir a la destrucción. En cierto sentido, su existencia no tenía nada de fragmentario ni de fallido: él se realizó plenamente. Como poeta, no podía ir más lejos; rozaba, en sus últimos poemas, el Wortspielerei.1 No conozco muerte más patética ni menos triste.) A Klee le gustaba citar: «El arte del dibujo es el arte de la omisión» (Liebermann). Se podría definir así el arte del aforismo. Para mí, escribir es omitir. Ese es el secreto del laconismo, y del ensayo como género. 12 de mayo. Cementerio de Thiais. Entierro de Paul Celan. En el autobús, de la Porte d’Italie al cementerio, la fealdad de la periferia me ha parecido tan espantosa que, una vez llegado al cementerio, que es bello, he tenido una sensación de liberación. Anoche, Michel Random me contó la siguiente historia: los monos que viven en grupo rechazan a aquellos de entre ellos que se han relacionado con hombres. Hicieron, sin embargo, una única excepción con el que se había encariñado con Ramakrishna.

Los que buscan, y encuentran, «misterio» en todas partes no van necesariamente al fondo de las cosas; la mayoría de las veces, el «misterio» corresponde a un tic del espíritu más que a un sondeo y a una verdadera investigación. ¿Hay que detestar el propio siglo o todos los siglos? ¿Vemos a Buda abandonando el mundo por culpa de sus contemporáneos? El hermetismo, en literatura, a veces es señal de sutileza, y casi siempre de impotencia (y de charlatanismo). 13 de mayo. ¡Hacer proyectos cuando nuestros amigos están bajo tierra! Ay del benefactor que ha abusado de nuestro capital de gratitud. Casi cada día recibo un libro que no tengo ningunas ganas de leer y que casi siempre me decepciona, puesto que toda esa gente no tiene nada que decir; rumia lo que han dicho otros, que habrían sido más sensatos si se hubieran callado. Lo único profundo, extraordinario, que el hombre ha descubierto es el silencio, y también es lo único a lo que no puede atenerse. Si pudiese callarme durante un año, al cabo de la experiencia me declararía Dios... Eso mismo demuestra que no soy digno del silencio, ya que saco de él conclusiones de charlatán. (Y además habría que dejar de hablar de dioses, ni bien ni mal. Con ello no avanzan ni el conocimiento ni la conducta que se debe tener ante la vida.) El hermetismo es aceptable en este o en aquel, en casos extremadamente raros. Es ridículo como moda. Nada peor que la oscuridad como procedimiento. Eso es lo que ocurre hoy en Francia. Lo que en literatura no es fatalidad es ejercicio.

Me gusta caminar, no me gusta la gimnasia. 18 de mayo. Hace un rato, cuando escuchaba a Bach, en lugar de depurarse, mi memoria se ha puesto a desenterrar viejos rencores que yo creía hundidos y olvidados, recuerdos humillantes a más no poder, reacciones viles y odiosas y todo lo que en mi pasado podría incitarme a sentir un asco absoluto de mí mismo. A menudo he observado ese efecto nefasto de la música sobre mí. Tiene el don de remover nuestras profundidades, por lo tanto también nuestra hez. No todo es metafísico en ella. ¡Ni mucho menos! Me intereso por algunos aspectos de la actualidad, es cierto. Pero, cada vez que centro mi atención en ellos, me digo que es estúpido, que entro en contradicción conmigo mismo, con mis convicciones, y que, cuando uno deplora haber nacido, no se ocupa de la situación política de tal país o de las cosas que han dicho este o aquel. Sin embargo es así, y no puedo hacer nada. En un ensayo de La última cinta de Krapp, cuando le dije a la Sra. B. que Sam estaba realmente desesperado y que me sorprendía que pudiera seguir, «vivir», etc., me respondió: «Hay otro lado en él». Esa respuesta, salvando las distancias, también se aplica a mí. 19 de mayo. Ciática. 20 de mayo. Ciática también. Mis males siguen una política que sigue siendo impenetrable para mí. A veces se conciertan y van juntos, a veces cada uno hace rancho aparte, muy a menudo luchan entre sí, pero, tanto si se ponen de acuerdo como si se pelean, siempre es a expensas mías. 22 de mayo. Con mi inspectora de Hacienda. Una señora de mirada fría, casi malvada. Cree que no gano lo suficiente o, mejor dicho, que no he declarado lo suficiente. «Va bien vestido. Su traje es nuevo.» «Me visten amigos.»

«¿Y en cuanto a la comida?» «Tengo la ventaja de tener gastritis. Estoy a régimen. Jamás voy a un restaurante.» 31 de mayo. Unas inundaciones han devastado Rumanía. Un país sumergido por la Naturaleza y por la Historia. He ido a llevar algunas cosas a la embajada. He ido a Le Monde para corregir las pruebas de mi artículo sobre Beckett, que he encontrado insuficiente.1 Solo se escribe con pasión, con verdad, cuando se está acorralado. La mente trabaja bajo presión. En condiciones normales es improductiva, se aburre, aburre. 11 de junio. Segunda sonata para violín de Bach, en la interpretación de Szeryng (?). Siempre que me desprecie, debería pensar en el eco que Bach suscita en mí, y decirme que no soy tan nulo ni estoy tan vacío. 12 de junio. Esta mañana me decía en la cama que me ha faltado una condición esencial para realizarme plenamente: ser judío. Así que he sido privado de una experiencia capital de la desgracia. 13 de junio. Velada con Suzanne B. Creo entender que mi artículo sobre Sam ha desagradado a este. Y en efecto no es bueno. Pero eso no quita que uno se sienta ofendido como si se tratara de un rechazo. He llegado a casa cansado, desesperado. Decisión «importante»: no escribir nunca más en los «periódicos». Lo que he buscado desde que busco es una manera de soportar la vida. Evidentemente, no he encontrado nada, a menos que la búsqueda haya sido la manera... «El vacío traicionero de los espejos que no olvidan nada.» (Arthur Symons)

A propósito de mi artículo sobre Beckett, discusión por teléfono con Paul Valet. Nos hemos puesto de acuerdo en que el superhombre de Nietzsche era ridículo (porque era teatral), mientras que los personajes de Beckett nunca lo son. Los personajes de Beckett no viven en lo trágico sino en lo incurable. Es miseria, no tragedia. En pleno día bajo las persianas, ciego las ventanas y me tumbo con la cabeza tapada. Ese contacto con la noche y ese duermevela me sientan bien: es un estado en el que me acerco a algo muy primitivo, muy próximo a la materia y a los orígenes, en cualquier caso. Cura suprema. Todo lo que disminuye la actividad de la conciencia es saludable. Releído poemas de Trakl. Sin entusiasmo. Me sorprende mi progresivo desapego de cualquier poesía en general. Veo en él una señal de madurez funesta, de lasitud y de envejecimiento..., pero también de conocimiento, de despertar. Ya no hay imágenes, ya no hay lenguaje (puesto que la poesía, por desgracia, es principalmente eso), sino sensaciones extremas, y que no pueden ser más frías. Conversación telefónica muy útil con Paul Valet, médico sin clientes, como yo soy un autor sin lectores. Uno y otro, marginados atrozmente, y totalmente inutilizables. Entendimiento profundo con todos esos judíos profundos y clarividentes. Cada vez más, solo con ellos logro entenderme. Si la «probidad» es, según Rivarol, la cualidad dominante de la lengua francesa, la lengua alemana, en cambio, está completamente desprovista de ella. Porque es una lengua de la que no te puedes fiar, que se te escapa, que se escabulle y en la que se puede dar libre curso a la trampa y a la impostura, ya que es una lengua, en todos los sentidos de la palabra, elástica. Me gustaría ser desastrosamente libre. Libre de todo. Libre como un mortinato.

Esos Padres griegos que decían que el monje está exento de curiosidad. En eso es en lo que me he esforzado toda mi vida, con gran fracaso. Seguramente tiene un sentido profundo que haya escrito todo un libro sobre las lágrimas (y sobre los santos). Todo lo que he escrito se reduce a eso, a lágrimas agresivas. Un troglodita y un esteta. Ojalá se pudiese penetrar el secreto de la euforia. Esta llega de una manera más extraña —y más rara— que el abatimiento, tiene algo francamente divino. Al principio y al final de cualquier alegría hay un dios. 23 de junio Friedemann Bach. Fantasía en mi menor. (Buscar el libro del padre De Nys.) En cierto sentido, ¡Friedemann era mucho más innovador que su padre! ¡Y sin embargo! Lo importante es profundizar, no inventar formas nuevas. En arte, inventar es desintegrar las fórmulas de la generación precedente. Inventar es poseer talento para la desintegración. Explosionar una forma rígida, consagrada. En cuanto nos elevamos un poco por encima de los asuntos humanos, nos damos cuenta de que están desprovistos de cualquier sentido y de que es imposible tomarlos en serio y participar en ellos. Realmente no sé por qué brego y hago lo que hacen los demás. Quizá podría acabar con todo. De ninguna manera, ya que eso significaría que todavía tengo alguna duda relativa a la futilidad universal, cuando esta es para mí completamente evidente. No te puedes matar cuando está tan claro que no hay ninguna razón para actuar. Lo que aún puedes hacer es «vivir», saborear la existencia fuera de cualquier acto.

Me distancio del suicidio, porque he superado la búsqueda de una solución. Mi Lebensgefühl1 está infinitamente más cerca de los paganos, de los griegos, que de los cristianos. Del cristianismo solo me gustan algunos excesos, y la histeria que se deriva de ellos. Ante cualquier forma de infortunio, reacciono como el coro en la tragedia. Me importa un bledo la Providencia. ¡Amar a nuestros semejantes, cuando se cifran en miles de millones! Podría amar al hombre, una vez que hubiera desaparecido de la faz de la tierra..., no antes. ¡Que desaparezca, para que podamos echarlo de menos! Recuerdo aquella conversación, pasada la medianoche, en que Michaux me dijo un poco ingenuamente que a pesar de todo el hombre había hecho cosas y que pensaba con cierta tristeza en el destino de nuestra raza. «Pese a todo fue alguien», parecía decir. Y es cierto. Esas conversaciones tardías no hay que evocarlas de día; son incluso incompatibles con las verdades diurnas. Esas conversaciones siempre tienen algo sincero, profundo y, por lo tanto, ingenuo. Hablábamos del hombre en pasado, y ello con toda naturalidad. Y sin embargo Michaux es un «optimista». Sus declaraciones sobre la «mentalización» progresiva de la humanidad, visión casi teilhardiana que me dejó perplejo. Un hombre tan lúcido, ¡engañarse hasta tal punto! Pero tenía accesos de «cientificidad». ¡Curioso! ¡Íbamos a ver documentales científicos al Gran Palacio! Él creía en la ciencia. Además, era, es, minucioso como un científico. ¡Su obra podría haber sido escrita por un entomólogo angustiado, de espíritu corrosivo! Había Swift en él. Por eso no es un verdadero poeta. Es un observador y no un visionario. Entre el documento y la alucinación. Nadie menos insensato, menos loco. Un alucinado en un laboratorio. He pensado, a propósito de él, en esa frase malintencionada de Forain: «Un ermitaño que conoce el horario de los trenes». «At once terrifying and boring»,* escribió un crítico inglés sobre uno de los libros de M. sobre la mescalina.

26 de junio de 1970 Nuestros compatriotas, por su falta total de principios en la vida práctica, se parecen a los árabes: apatía, pasotismo, arbitrariedad, incumplimiento de la palabra dada, «caotismo»... Esa joven rumana a la que su padre, campesino de ochenta y dos años, dijo: «Tuvimos a Nixon y no dio resultado, luego a De Gaulle y tampoco. La única esperanza son otra vez los rusos, que sabrán “ponernos de rodillas” para siempre». Los griegos antiguos y los judíos: los más dotados de todos los pueblos. ¿La solución? La inconsciencia. El descanso en la inconsciencia. Hacia eso se orienta el «proceso cósmico» (!). El hombre aspira, en sus últimas profundidades, a volver a su condición inicial, anterior a la conciencia. Quizá la Historia no sea más que el rodeo que da para volver a sus orígenes. Podemos imaginar que el hombre va hacia un mayor grado de conciencia. Pero ¿hasta dónde? Debe de haber un límite más allá del cual no se puede ir impunemente. Un teólogo (Festugière) advierte la ausencia de la palabra «alegría» en Marco Aurelio. Ese bello pensamiento que he leído en alguna parte, a saber, que el tiempo es una «distracción del alma». «Dear Barbarian Sovereign»,* así es como los chinos se dirigieron a la reina Victoria hacia 1840, puesto que para ellos bárbara era cualquier persona que viviera fuera de las fronteras chinas. «En 1858, año de los tratados de Tientsin, se estipuló que el término bárbaro ya no debía emplearse en los documentos oficiales chinos para designar al gobierno o a los súbditos de Su Majestad británica.» (Vie et langage, noviembre de 1968)

Más de un teólogo cristiano de los primeros siglos veía en Jesús a aquel que liberó a la humanidad del terror de los astros. Eso es cierto, a condición de que se añada inmediatamente que el cristianismo lo sustituyó por el terror del Infierno: a los caldeos les sucedieron los predicadores. 28 de junio. Marx y Gobineau: los dos profetas más actuales. Remontarse a los orígenes, al origen, es constatar, es analizar un defecto de fabricación. Hacer una obra digna de Dios. (Escuchando una cantata de Bach.) Soy dado a ver cualquier fenómeno como el aspecto malsano de otro fenómeno más vasto. Así, el tiempo me parece una enfermedad de la eternidad; la Historia, una enfermedad del tiempo; y la vida, una dolencia de la materia. En esas condiciones, ¿qué es sano? ¿La eternidad? Pero veo en ella una disminución de Dios. Desde hace años, mi único propósito se reduce a esto: no agitarme más. Vivir sin agitación y casi sin acto. Para Heráclito el mundo estaba «eternamente vivo». Mi intención: existir al margen de ese «fuego eternamente vivo». Fuera de esa ebullición cósmica. El imperativo de enfriarse. 1 de julio Anoche, cena con Michaux. Me habló de mi artículo sobre Beckett y me dijo que no está de acuerdo conmigo sobre la «vida», que es, en su opinión, algo extraordinario. No es la primera vez que me llama la atención el «optimismo» de Michaux. No me molesta en absoluto, y me parece muy bonito que, después de haber estado crispado y sido desgraciado durante tanto tiempo, se llegue a una visión serena de las cosas. Una bella «vejez» (aunque difícilmente imaginemos a alguien menos «viejo» que Michaux).

Me habló de su viaje a Nueva York, de la que hizo un retrato terrorífico. Una ciudad de asesinos. Nada de lo que hay en ella recibió su aprobación. Me gustan mucho esas reacciones temperamentales, que son tan vivificantes para el oyente. Michaux me acusa de ser hablador. Pero en toda la velada no tuve tiempo de meter baza en la conversación. Tanto mejor, puesto que normalmente no hay quien me calle. Pensé también que M. está a menudo solo, necesita «desahogarse» de vez en cuando. El fado me llena tanto como la música húngara. ¡Qué nostalgia! Solo se siente si se vive en el extranjero. Es porque la nostalgia supone una patria perdida. Mi nostalgia es religiosa. Puesto que, en lo que a patria se refiere, por más que yo haya perdido la mía, no tengo nostalgia de ella. Me siento mal en el ser, al que, sin embargo, me unen vínculos increíblemente fuertes. 2 de julio. Hace un mes tuve que corregir la traducción americana de la Caída; ahora las pruebas, que tengo que leer de cabo a rabo. No conozco suplicio comparable al de releernos y, lo que es peor, corregir nuestro propio texto en una lengua que no conocemos bien. Pensar en un texto que se va a escribir, elaborarlo interiormente, pensar en él día y noche, eso sí, eso es un placer; redactarlo luego lo es menos; leerlo y releerlo en otro idioma, bueno, ese es el castigo por haberlo concebido. Llamo trabajo a cualquier esfuerzo exento de placer, o mejor dicho: un esfuerzo que te disminuye a tus propios ojos. Ante el menor follón, me digo que, si no hubiera existido, no habría tenido que afrontarlo. Así que cada día estoy obnubilado con la ventaja de no haber existido jamás. Hay que comportarse como si no se estuviera vivo, al estilo de una sombra desenvuelta.

Habría que encontrar la razón por la que lo único que todavía me produce placer es el trabajo manual. Me parece que he llegado al punto de partida del hombre, que estoy recuperando el bienaventurado tiempo anterior al cerebro. 8 de julio Me impresiona lo que hay de realmente vivo en todos los bajos sentimientos. Cuando los experimentamos, nos sentimos revitalizados, resucitados, al mismo nivel con la zoología universal. Me disgusta hacer semejante constatación, verificarla, mejor dicho, y ello tanto más cuanto que no pongo nada por encima del desapego. Platón, Kierkegaard: demasiado prolijos para mi gusto. Casi todos los filósofos lo fueron. Excepto Pascal. Pierdo el tiempo escribiendo cartas..., bastante convencionales, hay que decirlo. Ser sincero es herir y herirse. Puedo perfectamente hacerme daño a mí mismo, y me empleo en ello lo mejor que puedo, pero no me gusta apuntar al prójimo, al menos no directamente. «Los metafísicos son músicos sin don musical.» (Carnap) «... Para trazar un límite al pensamiento hay que poder pensar los dos lados de ese límite.» (Wittgenstein) Larga discusión anoche con un poeta húngaro (Pildusky) sobre Simone Weil, a la que él considera una santa. Le dije que yo también la admiraba pero que no era una santa, que había en ella demasiada de esa pasión e intolerancia que ella detestaba en el Antiguo Testamento, del que procedía y al que se parecía a pesar del desprecio que sentía por él. Era un Ezequiel o un Isaías femenino. Sin la fe, y las reservas que esta implica e impone, habría sido de una ambición desenfrenada. Lo que destacaba en ella era la voluntad de hacer que se aceptase a toda costa su punto de vista, atropellando, violentando incluso, al interlocutor. También le dije al poeta magiar que tenía dentro de sí tanta energía, voluntad y empeño como

Hitler... En ese momento, mi poeta abrió los ojos de par en par y me miró intensamente, como si acabara de tener una iluminación. Para mi asombro, me dijo: «Tiene usted razón...». Odio a la gente que se muestra ingeniosa, y no odio menos a la que es incapaz de hacerlo. Intentar decir con palabras lo que las palabras no pueden decir. Escribo cartas. Es prácticamente mi única actividad. Si al menos valieran algo, pero están llenas de excusas, de escapatorias, de peticiones y de quejas, cartas de un pobre diablo. Y cuando pienso en lo que me cuesta escribirlas. Escribo futilidades que me agotan. No tengo la paciencia de precipitarme sobre un pensamiento y luego centrarme en él. Me aburre enseguida, y si vuelvo a él, es como un obsesivo, no como un espíritu que medita. (Soy un obsesivo, no soy un pensador. Solo medito sobre mis obsesiones.) Me gustaría escribir unas variaciones sobre la «isla de los Bienaventurados».1 Pero, en el fondo, eso sería volver a caer en la Utopía. Quizá el tema todavía me atraiga, pero siempre que se enfoque desde otro ángulo. 12 de julio. El arte de la fuga. Cuando escucho a Bach, creo. Visto la exposición sobre el expresionismo europeo.2 Solo me ha gustado Kandinsky. ¡He visto dos lienzos de Ludwig Meidner, sobre el que escribí un artículo en 1932! (A veces me inclino a pensar que soy un hijo del expresionismo.) Edvard Munch recuerda a Strindberg. Mis pintores: Kandinsky y Klee.

Tras veintitrés años de servicio, el ama de llaves de Gabriel Marcel se retira, cansada, enferma, a Bretaña. G.M., mientras ella todavía está en su casa, le escribe una carta de agradecimiento, ya que considera que la palabra no basta para expresar su gratitud para con una sirvienta tan devota. Bello gesto que es de la «vieja escuela» y que, de conocerse, parecería incomprensible a los franceses de hoy. En materia de filosofía de la historia nunca lo haremos mejor que Hesíodo. La Historia como marcha en el peor de los casos. Desde hace meses y años que tomo calmantes, ¿qué hay de extraño en que mi mente se haya apagado? No se combate la locura impunemente. Las Variaciones Goldberg. He vuelto a pensar todos estos días en las palabras de Enescu sobre Bach: «el alma de mi alma». Hace un rato, Walter Kirschberger ha hecho una observación interesante en respuesta a su mujer, que me ha calificado de «pesimista»: ha dicho que yo no soy un pesimista sino un desengañado. (¿Cómo traducir esa palabra al alemán? Solo hemos encontrado enttaücht. Pero no es exactamente eso.) En lo tocante a lenguaje, al contrario que mis contemporáneos, voy cada vez más hacia el desposeimiento y hacia una transparencia deseada, conquistada. Los sentimientos falsos suscitan un lenguaje falso. Lo veo en las cartas que tengo que escribir. Las que prolongan una correspondencia que desde hace mucho tiempo perdió su razón de ser reflejan ese malestar desde la primera línea; otras, aunque carezcan de interés, tienen algo vivo, por el placer que se siente al pensar en el destinatario. He superado la edad en que se escriben cartas apasionadas, injustas, agresivas o tiernas. En otras palabras, ya no las puedo escribir más que incoloras o razonables. ¡Menudo batacazo! En el fondo, me he visto llevado

a reflexionar sobre el tema de la sabiduría por un debilitamiento progresivo de mis capacidades y de mis dotes. Lavastine está al borde de la locura por la rabia de no poder escribir un libro. Si no lo escribe, podremos —con razón— seguir diciendo de él que es un hombre extraordinario; por el contrario, si logra, como todo el mundo, terminar uno, ya no podremos emitir ese juicio en cuestión. 27 de julio Una semana en la propiedad de los Nemo, cerca de Nantes. La idea de felicidad es inseparable de la de jardín. M.N. ha vivido toda su vida en la ilusión; la enfermedad ha llegado: no sabe cómo amoldarse a ella, la escamotea o reacciona ante ella con caprichos de vieja coqueta. Me dijo: «He vivido bastante». En aquel momento era sincero, pero sentí que aún no estaba lo bastante maduro para tal confesión, que le habría gustado no proferir jamás. Yvonne N. me dijo que leyó mi artículo «El horror de haber nacido» mientras M. estaba en su peor momento. Estuve a punto de decirle que era la lectura más apropiada para esa circunstancia, o la más inapropiada. Cualquier hombre que, colmado de años, recapitula su vida tanto puede decirse «Estoy contento de haber existido» como «Más habría valido no haber nacido». Las dos reacciones son igualmente legítimas e igualmente profundas. Muy sugerente comparación la que hace Berdiáiev entre Necháyev e Ignacio de Loyola. El revolucionario como asceta... Si tuviese que elegir entre la ascesis y el desenfreno, me inclinaría por este último. Por otra parte, también el desenfreno es una lucha contra la «carne»; abusa de ella, la extenúa y la empobrece. Además, llega al mismo resultado que la ascesis con métodos diametralmente opuestos.

«El que es propenso a la lujuria es compasivo y misericordioso, los que son propensos a la pureza no lo son.» (San Juan Clímaco) El ascetismo es pura locura. El alto concepto que tenía de él antaño no deja de sorprenderme. Luchar contra la «bestia», contra la «carne», más vale matarse de inmediato. Todo lo que afecta a la sexualidad es ilimitado y decepcionante. Es un falso infinito. Pero infinito, a pesar de todo. El deseo se parece a una enfermedad de la que no querríamos curarnos. Hace un año, en Dieppe, escuché un programa de la BBC durante el cual un novelista inglés, Ellis (?), dijo, en respuesta a la pregunta de una oyente sobre el sentido de la vida, que él habría preferido no haber nacido. Y añadió que no tenía nada contra la existencia, que más bien se sentía colmado por ella y que estaba contento con la carrera que había hecho, etc. Pero, totalmente de pasada, añadió que, cuando era joven, tuvo que guardar cama durante cinco años por culpa de ya no sé qué dolencia, de la que consiguió curarse. ¿Cómo no vio que fue gracias a esos cinco años de miseria fisiológica como pudo emitir ese juicio sobre el nacimiento, con tono de gran convicción e incluso de emoción? Jamás, sin una experiencia semejante, habría podido ascender a ese alto rechazo. ¡Hasta qué punto la gente puede ser inferior a su propia experiencia! ¡Cuántas veces, yo mismo, no me he quedado por debajo de mis negaciones! ¡Cuántas veces no he sido indigno de mí mismo! Si quieres neutralizar a un enemigo, si quieres librarte de él, la mejor manera es hablando bien de él. Se lo comentarán, y él ya no tendrá fuerzas para hacerte daño: en lo sucesivo será incapaz de perjudicarte; has roto su motor, es inservible. Hace un rato, en una emisora inglesa, he escuchado un programa sobre la vida de C.M. von Weber. Inglaterra le había encargado una ópera. Weber aceptó y se puso a componer Oberón, pero su enfermedad, la tuberculosis,

se agravó. Su médico le dijo que si aceptaba llevar una vida tranquila y se abstenía de cualquier esfuerzo, podría vivir aún unos años; si no, no le quedaba mucho tiempo. Weber continuó trabajando en su ópera, que acabó en Londres, donde murió poco tiempo después de haberla terminado. Y he pensado hasta qué punto yo soy un pobre diablo, yo, que, en lugar de ponerme manos a la obra, no hago más que cuidarme, sigo un régimen debilitante, puesto que es calmante, tomo medicamentos que perjudican el poco ímpetu del que dispongo. No es la salud, no es la duración (los años) lo que cuenta, es la obra. Mi horror, tanto teórico como práctico, por el hacer me habrá jugado muchas malas pasadas. Hacia 1935, P., general rumano, me dijo que el campesino rumano no se llevaba el pan a la boca sino que se inclinaba, bajaba la cabeza, como si, cada vez que lo comía, le rindiese homenaje y se inclinase ante ese alimento medio sagrado para él. ¡Cuántos siglos de miseria habrán sido necesarios para que se muestre ese respeto casi religioso por el pan cotidiano! Dieppe. Estoy en un salón muy grande que da al mar y que recuerda a alguna casa de novelas inglesas o rusas del siglo pasado. 30 de julio Descontento con uno mismo rayano en el delirio. No detesto la vida, no deseo la muerte, solo querría no haber nacido. Prefiero el no nacimiento a la vida y a la muerte. La voluptuosidad de no nacer. Cuanto más vivo, más me entrego a la voluptuosidad de no nacer. Tipos como yo nunca deberían haber existido. Soy producto de un descuido, no estaba previsto en los decretos de la Creación. Es curioso y desolador: cuanto más avanzo, más me intereso por la teología y cada vez menos por la mística. Ese es un principio de decadencia espiritual, que puedo constatar sin ver cómo remediarla.

El lenguaje de la piedad me exaspera, y si sigo leyendo a los teólogos es porque son tan maravillosamente secos: razonadores casi cínicos a fuerza de abstracciones y de acrobacias, para quienes Dios importa poco en vista de las demostraciones y de las sutilezas de las que él es el pretexto. Hago poco caso de alguien que prescinde sin dificultad del Pecado original. Reconozco que yo recurro a él en todas las circunstancias de la vida, y que sin esa idea no veo cómo evitaría un estupor permanente. (Sin la idea de Pecado original, el estupor sería la única sensación acorde con todo lo que sobreviene y con todo lo que nos pasa. Esa idea es un principio explicativo de valor universal, que nos permite comprender todas las miserias que nos abruman, y principalmente las que están ligadas al hecho de ser hombre. Puesto que quien dice «hombre» dice «Pecado original» encarnado, actual, más vivo que nunca. Un escándalo inicial preside nuestros destinos, inicial e inagotable...) Paseo por Offranville. Fue aquí donde, durante el verano de 1947, decidí romper con el rumano. Traducía a Mallarmé a esa lengua, lo recuerdo; en cierto momento, me di cuenta de la absurdidad y de la inutilidad total de mi empresa. Mi patria había dejado de existir, mi lengua también... ¿Para qué seguir escribiendo en un idioma accesible a un número ínfimo de compatriotas, en realidad a una veintena, como mucho? Decidí en el acto acabar con él de una vez y consagrarme al francés. Dos años más tarde, el Breviario de podredumbre estaba terminado, no sin una dificultad considerable. Cielo azul (excepcionalmente) y litoral demasiado verde. He pensado, entre Varengeville y Pourville, en la estancia de hace diez años (más o menos) en La Ciotat. Nada como un atardecer sobre el Mediterráneo. Ese verde intenso no me inspira. Sueño desde hace años con el desierto, y me agobio con un cielo verde, con un mar verde, con un paisaje superverde. Esos pastos no me dicen nada. El paraíso, ¿por qué aberración se ha imaginado casi siempre de ese color normando?

En un pueblo a unos kilómetros de Dieppe, Auppegard (?), conversación con la panadera. Nos cuenta que se va a Sainte-Geneviève-des-Bois, cerca de París, que está harta de ese pueblo en el que la gente es reservada (ella y su marido proceden de Turena) y en el que no han entrado aún en una sola casa. La gente habla entre sí en el umbral, pero nadie invita a pasar al interior. Son raros, esos normandos, vikingos hogareños, idiotizados por el exceso de leche y de alcohol. 1 de agosto Mala noche. He intentado pensar en temas serios y no lo he conseguido. Eso no quita que, desde la interrupción del sueño, haya comprendido que estaba consciente, que acababa de salir de un estado de plenitud y de nada: puesto que el sueño no es otra cosa que esa contradicción. Nos han arrancado del sueño, nos han desterrado de él: la conciencia está en el exilio. Solo la inconsciencia es una patria. Se acepta sin demasiado pavor la idea de sueño eterno; en cambio, un despertar eterno (la inmortalidad, si fuera concebible, sería eso) es intolerable, tanto en el pensamiento como en la realidad: te da escalofríos. No haber nacido nunca: imaginar la vida anterior al nacimiento como un sueño sin comienzo, remontando, en cualquier caso, hasta algún origen inimaginablemente lejano, un sueño «infinito» del que nos molesta haber sido arrancados. La nostalgia de esa infinidad anterior no es más que el pesar de ver interrumpido un estado en que se presentía la conciencia sin desearla..., en que la no manifestación era una voluptuosidad, enturbiada, desgraciadamente, por la inmanencia del ser. Para mí, el deseo de lo no nacido se reduce a una sed de no manifestación. Me horroriza lo manifestado. Querría desvanecerme en lo no manifestado, ¿desvanecerme en ello?, no, volver a ello, puesto que derivo de ello. La idolatría de lo virtual, el amor casi enfermizo por lo que escapa a la actualización. El fetichismo de lo que precede a cualquier acto.

Todo lo que pienso no hace más que debilitar mi «carácter», mi «vitalidad», mis posibilidades de afrontar las dificultades y las preocupaciones, el futuro, en una palabra. He demolido lo mejor que he podido, una tras otra, las razones que incitan de ordinario a los hombres a realizarse, a vaciar su destino, a ser ellos mismos. Habré dado solo cierto parecido con mi verdadera imagen. He pretendido ser incompleto. He desperdiciado mis posibilidades por fidelidad a mí mismo. 2 de agosto. Al principio de la Ocupación veía a menudo a Pierre de Lapparent, un tipo raro, inteligente, dogmático y enfermo (tenía que morir de tuberculosis en un sanatorio para tuberculosos en 1943). Estoy resentido con él retrospectivamente por haberme inoculado el desprecio por Claudel, cuya obra se complacía en resumir con una fórmula tan sorprendente como idiota: «Soy un gilipollas, soy un gilipollas, soy un gilipollas». Esa fórmula la repetía cada vez que el nombre de Claudel era citado en su presencia. Como tenía buen gusto, compartí de oficio sus prevenciones, en ese caso sobre todo. Fue la relectura hacia 1950 (?) de la Introducción a la pintura holandesa lo que me descubrió al Claudel prosista. Desconfiar tan pronto como alguien exprese un rechazo tajante, sin matices. La estupidez que cometí, tras tantas otras, de creer en la juventud. Al menos he comprendido. De ahí mi desconfianza hacia todos aquellos que le hacen la corte, que la adulan (Sartre, etc.), que, por interés o espontáneamente, se consagran a ella, pensando que los salvará del peligro de volverse inactuales. Querer estar al día es correr el riesgo de estar anticuado. Hay que abordar los problemas fuera de cualquier idea de actualidad, de cualquier superstición de momento histórico. La causa segura de estar anticuado es haber sido actual, haber contado demasiado en una época determinada. Pero, al margen de todo, solo me gustan los espíritus que han vivido en la sombra, que no han tenido influencia en su tiempo, que no han sido ni serán jamás importantes, los olvidados, que siempre tendrán lectores

discretos y apasionados, pero de una pasión contenida, que siempre excitarán el fervor, pero un fervor solitario, un auténtico fervor. Estoy leyendo Lo que yo creo, de Teilhard de Chardin, con vivo interés, a causa principalmente del estupor: ¿cómo se puede ser tan ingenuo? Esa gnosis en apariencia grandiosa que elabora es en realidad pueril, ¡y no me puedo creer que alguien se dedique a ella en pleno siglo XX! El padre hace alarde en ella de un optimismo... alucinante. Es la Cruz que danza en el Cosmos, ¡una especie de Carnaval universal! Esa marcha hacia la Perfección, hacia la Plenitud (ese jesuita, definitivamente, me habrá vuelto odiosas para siempre las mayúsculas por el extraordinario abuso que hace de ellas), hacia supremas realizaciones, ¿dónde lo ha visto? La lectura de los Evangelios y de Bergson por un visionario ha permitido la elaboración de un sistema que existe, en la medida en que el delirio existe. 14 de agosto. Esa fe cósmica de Teilhard no carece de cierto aliento. Si yo fuese creyente, la suscribiría. Aporta algo al cristiano que quiere renovar sus ilusiones. Vuelta al puerto en una tarde soleada. La felicidad reside en la percepción pura. Ninguna consideración debe entrar en ella, ninguna reflexión de ningún tipo. La felicidad es pasiva por definición. Leyendo tres páginas sobre san Pablo en una Historia de la Iglesia no he podido evitar pensar en Marx. Es cierto que tienen afinidades y que pertenecen a la misma «familia espiritual». 15 de agosto. Nadie ha estado tan lleno como yo de la futilidad de todo, y tampoco nadie se habrá tomado trágicamente un número tan grande de futilidades. Nuestro «nivel espiritual» es proporcionado a nuestras derrotas. Quien dice interioridad dice fracaso en la «vida».

Ayer, en Saint-Valéry (Osmoy), cerca de Neufchâtel, una iglesia abandonada, muy vieja, cuyo campanario estaba inclinado. En el cementerio, algunas viejas tumbas, cubiertas de hierba. Me gustan esos cementerios normandos en medio del pueblo. En Răşinari, más que en cualquier otra parte, el cementerio lo dominaba todo; era el centro del municipio. Los muertos estaban allí presentes, como en todas partes aquí en Normandía, así como en Haworth. De repente pienso en «Lines written in dejection near Naples»,* ese poema de Shelley que resume por sí solo varios años de mi vida y, quizá, mi vida. En cierto sentido, todo el Breviario es una variación sobre ese poema. Prácticamente solo «Rugăciunea unui Dac»,1 de Eminescu, ha desempeñado un papel análogo para mí. Llamo «depresión» a un estado que produce espontáneamente ideas suicidas y asesinas. La depresión es un suicidio o un asesinato irrealizados. Escuchando El Mesías: ¿cómo es posible semejante muestra de invención de principio a fin sin el menor declive? Es milagroso. Además, hay una especie de júbilo e incluso de alegría que no existen en Bach. ¿En qué obra literaria encontrar un logro tan constante, un nuevo universo en cada capítulo? Lo que me gusta de Claudel es la violencia, la intensa y sana violencia. (No la encontramos ni en Gide ni en Valéry.) La increíble delgadez de la poesía francesa. El lado «campesino» de Claudel lo preservó del peligro de anemia. Claudel es una naturaleza; los demás son escritores. Aferrarnos a la hoja en blanco hasta que la veamos roja y reaccionemos como un toro... 21 de agosto. Regreso de Dieppe.

Anoche, Suzanne B. me contó que Sam perdía muchísimo tiempo con gente de segundo orden y que se ocupaba de sus asuntos. Le pregunté de dónde podía venir esa extraña solicitud. «De su madre», me contestó, «a la que le gustaba cuidar enfermos u ocuparse de los miserables, y los abandonaba en cuanto estaban mejor o dejaban de estar en apuros.» Escribir un comentario sobre Hesíodo. Remordimientos por haber escrito maldades sobre Valéry. Acabo de leer un pequeño texto sobre él. Son los recuerdos de Aubry, que dice no haber conocido hombre más encantador. ¿Con qué derecho lo he juzgado desde una posición de superioridad? Nunca le he perdonado haberme conducido hacia la idolatría del lenguaje (y de los retoques). Él fue quien me enseñó a rehacer indefinidamente un texto. El gusto desastroso por la perfección. ¿Por qué desastroso? Porque lleva a la esterilidad. 25 de agosto Al hombre le gusta atormentarse, incluso la búsqueda de la salvación es también un tormento..., el más sutil y el mejor camuflado de todos. Una estudiante italiana que hace una tesis sobre «mí» ha venido a hacerme unas preguntas, durante tres horas. Cuando respondía a ellas tenía la impresión de hablar de otro. De todas las actividades, la menos agradable es la de comentarse uno a sí mismo, la de explicarse, la de escudriñarse. Un pensamiento demasiado elucidado es necesariamente un pensamiento mediocre. La italiana, una calabresa, me ha dicho que aprueba mi visión de las cosas. Sin embargo, sabe muy pocas cosas. Ni siquiera ha oído hablar de Los demonios, hasta me pregunto si ha leído un solo libro de Dostoievski. Pero es inteligente, y parece comprender bastante bien la tortuosa marcha del espíritu solicitado por la duda y por el éxtasis.

26 de agosto. Sanda Golopenţia me cuenta que la universidad americana de Bloomington, en la que acaba de pasar un año, tiene cuarenta mil estudiantes, y la ciudad del mismo nombre, solo treinta mil habitantes. Una anomalía semejante es anunciadora de desastre. En esas sociedades llamadas «avanzadas», en las que el fontanero es tan raro como el genio, solo prolifera el falso intelectual, el universitario nulo y pretencioso que se erige en revolucionario para disimular su nada. 27 de agosto Escuchado un programa literario. Siempre el mismo defecto: la vanidad desplegada, vicio francés por excelencia. Definitivamente, los ingleses tienen más clase. J.D. cuenta que en 1956, en una cena en casa del cónsul de Francia en Washington, había un señor mayor que llevaba una levita raída y una camisa de celuloide (?) que permaneció allí sin abrir la boca. Era, dice, Saint-John Perse. Todo es falso en ese retrato. Saint-John Perse es hablador, se viste bien y, cuando lo vi por última vez en 1965, por lo tanto aproximadamente diez años después del año que indica J.D., parecía no haber superado los sesenta y cinco años. Su pelo era negro (teñido, es cierto, pero ¿qué más da?). No conozco nada peor que el espíritu parisiense, que se reduce a brillar a costa de los demás. Maledicencia sistemática por vanidad, resorte del genio francés. Cualquier pasión es una forma de autodestrucción. Añadiré: la forma más segura y la más directa. No he tenido pasiones, sino arrebatos. Pero, por culpa de la época, me tomaron por un fanático y sufrí las consecuencias de mis caprichos como si se hubiera tratado de convicciones. 28 de agosto. Dolores por todas partes y desesperación constante. Además, he escuchado en la radio alemana un programa sobre la manera en que los americanos y los ingleses entregaron a Stalin a los refugiados rusos, tanto civiles como militares. Escenas dignas de Treblinka

y de Auschwitz. El programa lo había realizado un tal Eckstein, judío alemán naturalizado americano. Y pensar que los anglosajones tienen buena conciencia... Al escuchar semejantes horrores perpetrados por esos rubiancos que solo tienen los Evangelios en la boca, uno piensa que es estúpido preferir una nación a otra, y que el desprecio por el hombre en general es la única actitud sensata. 29 de agosto Ser poco valorado, incomprendido, solitario..., no veo qué más hace falta para ser feliz. La única forma de crueldad que puedo comprender y practicar, la crueldad por desesperación. Tengo un temperamento de panfletista, y, sin embargo, cualquier desmesura, por lo tanto cualquier injusticia, que cometo me hace desdichado, más desdichado, en cualquier caso, que aquel al que he herido. 30 de agosto. He vuelto a ver, después de treinta años, a Sorana Ţopa.1 Igual de aguafiestas, siempre haciendo preguntas fuera de lugar y creando un malestar bastante penoso, hay que decirlo. Anoche parecía —más que de costumbre— una campesina rusa extraviada en una ciudad. Si se hubiera quedado en el campo, sin duda habría sido el alma de una secta cualquiera en su poblacho. Una pelma apasionada de la metafísica. Toda su vida ha hablado del retraimiento, de la superación del yo, y en realidad nunca ha podido disimular sus fuertes «ambiciones», sus veleidades de dominación, su temperamento imperioso. Nunca he visto a una mujer más apta para incomodarte. La presencia de Sorana en París me molesta considerablemente: es como si toda una parte de mi pasado estuviese ahí delante de mí.

Querría destruir a todos los testigos de mi vida, todos esos reproches que surgen ante mí. Y ahora esa tremenda Sorana, como un fantasma pesado surgido del fondo de los años (su voz tiene una dulzura de ultratumba o, mejor dicho, la dulzura de otro mundo). Quizá «El error de nacer» sea el peor texto de todos los que he escrito y al mismo tiempo el que me ha costado más. ¿Por qué? Porque no se puede afrontar un tema que es lo más opuesto a nuestros impulsos más naturales. Eso es «pensar contra uno mismo». Escribir sobre el suicidio era relativamente fácil, porque era comentar una inclinación profunda y que cada cual, aunque solo sea en un grado mínimo, conoce. Pero ¿a qué viene el rechazo del nacimiento? Morimos, nos podemos matar, pero no podemos anular un hecho sobre el que nadie tiene ningún poder. Es el típico falso problema; y, sin embargo, rara vez una obsesión me ha dominado con semejante fuerza. Durante las inundaciones en Rumanía, alguien de allí le dijo a un periodista de la radio parisiense que toda la historia de Rumanía es una sucesión de azotes. A una amiga de aquí, de izquierdas a su manera, le chocó que un representante de un país progresista pudiera expresarse con semejante lenguaje. «Pero es el lenguaje mismo de mi país, y en él se refleja el sentimiento que siempre ha experimentado frente a la Historia», fue mi respuesta. 31 de agosto. Solo me he preocupado por la religión, quiero decir, por la mística, en mis periodos de histeria, de fiebre, de locura. Podía entonces comprender todas las formas de exceso, tanto las religiosas como las otras. En frío, ningún dios resiste. ¿Cómo puede un dolor transformarse en idea? El otro día escuché en la radio First Construction in Metal, de John Cage, que me gustó.

Dios, el gran Desconocido. El pequeño poema de Emily Dickinson que empieza con: «The Soul selects her own Society Then shuts the Door...»1 Al releerlo esta noche he pensado en Frechtman, quien, aquí mismo, me lo recitó una noche con tono convencido. Ese pobre Frechtman se ahorcó hace unos años. Fuera de la experiencia, es decir, del sufrimiento, todo es de segundo orden, no, de tercera mano. Por eso encontramos tan pocos libros auténticos. Solo he leído para buscar en las experiencias de los demás con qué explicar las mías. Hay que leer no para comprender al prójimo, sino para comprenderse uno a sí mismo. Leído en un libro de Montchrulski un fragmento del Diario de Suslova relativo a sus relaciones con Dostoievski; la escena transcurre en BadenBaden, en la habitación de la chica: clara impresión de que D. padecía el defecto de Mishkin: la impotencia. De ahí lo extraño de sus relaciones con la estudiante. Si en esas novelas el hombre y la mujer no se encuentran, si se atormentan uno al otro, es porque para D. la sexualidad se reduce a la violación o al angelismo. Sus personajes: libertinos y ángeles, casi nunca hombres. D. seguramente no lo era. Prácticamente todos los seres «complicados» en el amor son deficientes sexuales. Cada vez más, ya no se trata para mí de creer sino de comprender. ¡Al diablo una «obra» nueva! Quiero descubrir una verdad nueva. Sorana me ha dicho que yo no valía nada cuando afirmaba que solo me veía favorecido cuando dudaba. «Pero no soy un incrédulo», debería haberle respondido, «soy un loco que duda, un exaltado sin creencias, un frenético despojado de sus trances, un fanático roto.»

Un libro debe escribirse bajo el efecto de la fiebre. De lo contrario no es contagioso. ¡Qué locura por mi parte querer imitar el tono frío de los sabios! La sabiduría, la idea, en cualquier caso, que me hago de ella, es mi tumba. Me paraliza desde hace años, me impide realzar mis malos instintos, mis «talentos». Me sume en un equilibrio ruinoso. Dos hombres ejercen un efecto estimulante en mí y siempre me han generado ganas de trabajar, de hacer algo, de querer a toda costa dejar alguna huella: Napoleón y Dostoievski. (Entre paréntesis, ¡dos epilépticos!) Hace un rato, llamada telefónica de Sorana, que me habla en francés: su voz es de una dulzura extraordinaria. Es estrictamente imposible que no sea el reflejo de alguna armonía interior o al menos de un deseo de paz y serenidad. Por muy comedianta que sea, no podría fingir hasta tal punto la pureza (al menos en la voz). Su manía de brillar, de estar presente, de influenciar, de perturbar, es lo que hace que se la evite. Uno ya no es joven para disfrutar siendo tiranizado. Acabo de pensar ahora mismo que Marie-France Ionesco es un ser superior. Los franceses fueron un gran pueblo mientras tuvieron sólidos prejuicios, vivieron hacinados y acumularon. La avaricia en ellos fue señal de grandeza. Atesoraron dinero y al mismo tiempo virtudes. El campesinado francés está en vías de desaparición. Es un golpe fatal asestado a Francia, que pierde con ello sus reservas, su fondo. Jamás se recuperará de él. La avaricia fue para ella una salvaguardia. 3 de septiembre A alguien que reprochaba a Mauriac1 sus prevenciones y sus rencores, este le respondió: «Cuando se tiene un alma, ¿cómo no tener animosidad?».

G.D., que no es más que un pequeño periodista, ha creído oportuno machacar las novelas de Mauriac sin la menor indulgencia. «Es retórica, es siempre lo mismo, a los veinte años ya las encontraba ilegibles», etc., etc. ¿Cómo se puede hablar en ese tono cuando uno mismo no es nada? Y pienso en mí mismo, en la manera impertinente de tratar a Valéry, de mirarlo por encima del hombro, de tacharlo de espíritu mundano, de ver en el poeta a un simple versificador, y todo por el estilo. Habría tenido el derecho de ser exigente si hubiese afrontado los ámbitos en los que él destacó. Yo, que no he escrito ni un solo verso, ¡borro de un tirón El cementerio marino! ¡Menuda impostura! Habría que evitar caer en la injusticia, y sobre todo escribir sobre los demás en un arranque de mal humor. Mi cuerpo me deja plantado. Acabo de escribirle a mi hermano que lo único que me queda es escurrirme entre dolencias antiguas y dolencias recientes, encontrar, en definitiva, un modus vivendi con la muerte. Este hormigueo casi ininterrumpido en las piernas me emparenta con Marat, quien, por culpa de un picor permanente, se quedaba horas en la bañera. 4 de septiembre. L.B. piensa todo el tiempo en la jubilación, si tendrá para vivir, etc. Yo le he dicho que no hay que mirar tan lejos, que deberíamos organizar nuestra vida con arreglo a un año como mucho, y que habría que dejar el futuro tranquilo, en lugar de atraerlo pensando en él sin cesar. Debería haber añadido que lo mejor es no preocuparse demasiado y considerar, en caso de impase, la eventualidad de un suicidio más o menos «bonito»... L.B. me ha dicho al final que me encontraba «tónico». Evidentemente, lo soy con gente más desinflada que yo. No puedo dejar de pensar en la imagen que André Frossard empleó para caracterizar a De Gaulle el día después de su caída y a modo de homenaje: «De perfil recuerda a una bestia del desierto muerta de asco».

Formo parte de la última categoría social... oficialmente. No me vanaglorio de ello en absoluto. Soy modesto en el fracaso. 5 de septiembre. En la radio, la misa en Notre Dame de las exequias de François Mauriac. El francés es una lengua excesivamente desacralizada. Cuando el arzobispo de París pronunció hace un rato la expresión «adorable Trinidad», tuve un sobresalto de asco. Además, esa cantinela de una imploración a Dios, «Te lo rogamos», tiene algo ridículo: ese es el lenguaje de la conversación. La abolición del latín es un golpe mortal asestado al catolicismo (al menos en Francia). ¿Cómo rezar en Francés? Podemos dirigirnos a Dios en todas las lenguas, excepto en esa. El cristianismo está irremediablemente perdido si de aquí a final de siglo no es sometido a terribles persecuciones. La Iglesia debería trabajar en secreto por el acceso al poder de los ateos, los únicos que aún podrían salvarlo. Me gusta una gran voluntad en un cuerpo endeble. Para mi desgracia, no he sabido gobernar mis miserias físicas, he sufrido, al contrario, su tiranía. Dostoievski (o Calvino) me parece el ejemplo más admirable de la victoria del espíritu sobre la «fisiología». Hacia finales del siglo pasado, Meredith le dijo a Valéry: «No es el cerebro, es el estómago lo primero que se ve afectado en un escritor». ¡Menuda verdad! Mi enfermiza admiración por Alemania me ha amargado la vida. Es la peor locura de mi juventud. ¿Cómo pude sentir adoración por una nación tan poco interesante en el fondo? Mediocres extraordinariamente obstinados, sin ninguna independencia de espíritu. Se lo reprocho a la filosofía, ya que fue ella la que me impulsó a esa veneración malsana. Si de una enfermedad me he curado, es de esa. Si un día la describiera con todo detalle, y tal como

la viví, me encerrarían en un manicomio, me castigarían por haber estado loco. Sería el único caso de ese tipo y yo sería el primero en suscribir ese internamiento. Tener la solidez «moral», el temple de un gran asesino. ¡Dios mío! (¡Si pudiese describir con exactitud la condición en la que uno está cuando lanza esa exclamación, ese llamamiento que no es tal, ese grito sin eco!) 7 de septiembre. En el canal del Loing, entre Moret y Nemours, en una esclusa cerca de Grez. Un muchacho (¿catorce años?) viene con su caña, de cuyo extremo cuelga una polla de agua, que ha mordido el anzuelo. «Hay que matarla para que no sufra mucho», dice una buena mujer. Una chica muy joven se compadece de la pequeña bestia, la acaricia y deposita un beso en su plumaje. Yo propongo que la echemos al agua, dado que el ahogamiento es el tipo de muerte más agradable. La chica la deposita al borde del canal. Pero la buena mujer dice que hay que matarla; la joven la reanima y se la confía al esclusero, un bestia. Este la coge y, con un gesto violento, le destroza la cabeza contra una piedra y luego la tira. La joven se queda horrorizada. Detalle importante. Dostoievski leyó mucho a Voltaire. Incluso quería escribir un «Cándido ruso». Me persiguen mis compatriotas, su indiscreción, su mala educación, su falta de delicadeza. Una mujer que no conozco de nada me pregunta de buenas a primeras, cuando le he dicho que no iría el domingo siguiente a la iglesia rumana: «¿Es usted ateo?». Solo intercambié con ella unas palabras durante una velada en casa de los I.

Soy apátrida en todos los sentidos, y por elección personal. He consagrado demasiados pensamientos —¡y demasiadas penas, por así decir! — a mi tribu para que pueda todavía interesarme. Me ha devorado, esa infortunada ralea. Y sus vástagos son los vampiros de mi tiempo. Lo consumen minuto a minuto. ¿La Guardia de Hierro?1 Los Demonios de derechas, adeptos de la ortodoxia ideológicamente opuestos a aquellos a los que había denunciado Dostoievski, pero psicológicamente muy parecidos. Fenómeno no rumano. Máxime considerando que el jefe de la G. de H. era eslavo. Una especie de Letman. En el momento en que ataqué la utopía,2 cuando mi intención era defenderla, desvelé mis opciones profundas, mis convicciones inconscientes. Hablábamos con S.T. de los griegos antiguos, sutiles, «abogados», volubles, sofistas, etc., pero que tenían al mismo tiempo otra dimensión. «¿Qué habrían sido sin ella?», me preguntó S.T. «Rumanos», fue mi respuesta. La desesperación colectiva es el factor más potente de ruina. El pueblo que cae en ella nunca se recupera del todo. La desesperación destruye las «costumbres». Es lo que ocurrió en Rumanía, donde las pocas tradiciones que había fueron barridas en un santiamén. La desesperación lleva al heroísmo o a la apatía. A la apatía sobre todo. Ioan Alexandru, joven poeta rumano muy creyente, fue a casa de Heidegger, al que, después de una conversación bastante larga, le besó la mano mientras se arrodillaba. H. se sintió conmovido por ello, y le dijo a Stefan T. que el pueblo rumano tenía, muy probablemente, un futuro religioso... Incluso se propuso escribir algo al respecto. ... Seamos más escépticos que nunca.

Ion Bălan, mi compañero, publicó antes de la guerra un volumen con el título Febre cereşti (Fiebres celestiales) y desde entonces, de tarde en tarde, colaboró en periódicos literarios. Hoy tiene una pensión de 2000 lei. El «socialismo» tiene algo bueno, definitivamente. No conozco nada peor que una larga conversación con alguien que te da la impresión de que no tiene un alma, más precisamente, de que es materia no animada. Digo bien: que no tiene un alma, y no que no tiene alma, dado que esta última expresión alude a la ausencia de bondad. Se trata de algo muy distinto, de tener fuego dentro de sí o al menos cenizas no enfriadas. 11 de septiembre En mi primera juventud, el hecho de pertenecer a una nación sin misión, sin destino, condenada a desempeñar un papel insignificante, me atormentaba y me humillaba; hoy acepto esa evidencia, no digo con indiferencia, sino con un mínimo de acritud. El contacto con mis compatriotas, estos últimos años, me habrá curado de cualquier tormento y quitado cualquier ilusión. Mediocridad general, excepto en dos o en tres casos. No es posible, con semejante materia humana, mantener una sola esperanza desmesurada. Ahora bien, por inclinación y por gusto, siempre he buscado y he apreciado la desmesura. Mi única constante: el gusto por la desmesura. Gusto solamente, y no pasión. Pero lo cierto es que, sin él, el aburrimiento me habría hecho polvo. 12 de septiembre. Ayer le decía a Vasko Popa1 que la literatura francesa de hoy está dominada por Mallarmé y por Lenin, por dos espíritus que no tenían absolutamente nada en común, por una figura superrefinada y estéril y un tártaro visionario y erudito. Hoy, durante dos horas sin interrupción, Sorana2 me ha hablado del silencio, única verdad. Me ha dicho que lo único que le ha gustado realmente de mis libros es: «Cualquier palabra es una palabra de más». Las contradicciones de S. son tan evidentes y tan totales que llegan a ser

interesantes. Antirrusa, uno no se imagina a alguien más escita que ella. Predica el retraimiento, la ausencia de yo, la superación de la individualidad, y su personalidad no puede estar más presente, ser más invasiva. Me ha hablado largamente de su conflicto con el régimen, y, sin embargo, es de una increíble prudencia y no ha hecho nada que pueda comprometerla. Pero ¿para qué enumerar esas anomalías con aire de reproche, cuando son ellas las que la hacen tan viva? ¡Qué vitalidad, y qué fanfarronada también! Qué vanidad, incluso. Ni por un instante ha olvidado hablarme de sus producciones literarias, y ¡cuántas veces no se ha citado a sí misma, como haría un autor parisiense! Solo que no se le reprocha, puesto que es una naturaleza, y ¡qué inteligencia alerta, aguda! Al final me ha preguntado si creo en la despărţire («separación»). Digo no, pero sin convicción. «Tú no crees entonces en la muerte, puesto que la muerte es la única despărţire»... Intento retroceder, y le digo para acabar que estoy dividido, que reconozco, etc., etc. «No», me dice ella, «la muerte no es una separación»; y, al decir eso, cierra los ojos y adopta una expresión convencida, voluptuosa. Si hubiese sido bella, qué carrera habría hecho, y ello en todos los sentidos de la palabra. Habla a propósito de cualquier hombre de su «belleza» o de su «fealdad», y varias veces me ha recordado quiénes fueron sus primeros amantes, todos más o menos célebres. En fin, es alguien, y ¡qué ridículo fui hace dos años negándome a volver a verla! 14 de septiembre. Sorana acaba de telefonearme para hablarme del Aciago demiurgo, que leyó ayer. Sus observaciones y sus críticas son extremadamente pertinentes, son, de lejos, lo más agudo que me han dicho de mi libro. Pero se equivoca al decir que cree que ha superado mi posición, que ha salido de esas ciénagas en las que yo chapoteo. En realidad, ella está muy viva, así que es profundamente impura. ¡Qué desgracia que haya conocido a Krishnamurti! Debería haber sido fiel a su propia naturaleza y no intentar falsearla mediante la religión del amor universal y de la victoria

sobre el yo. Eso no quita que haya captado bien mis contradicciones y mis imposibilidades, así como el lado «religioso» de mi «ser» (¡menudas palabras!). Las ilusiones de Sorana. Esta mañana me ha reprochado un gesto de impaciencia que hice el sábado en el café. Estábamos en plena conversación cuando vino un rascatripas mayor a hacer la colecta. Le di dinero. En ese momento nos preguntó si queríamos que nos tocase algo. Le dije que estábamos metidos de lleno en una conversación de carácter urgente y que no valía la pena que nos tocara nada. Se quedó encantado con mi negativa y se deshizo en agradecimientos. Ganaba tiempo. Ahora bien, ¡a Sorana le pareció que lo humillé y que tuve un gesto inhumano con él! Lucidez y ceguera pueden correr parejas e incluso llevarse bien. Otro rasgo de Sorana. Ha decidido no «juzgar» a nadie más. Muy bien. Solo que, como es de temperamento apasionado, uno se da perfecta cuenta de que no puede abstenerse de ello y, cada vez, emite un juicio, a menudo muy severo, sobre la persona de la que se habla, aun a riesgo de retractarse inmediatamente repitiendo que no había que emitir ninguna opinión injusta sobre el prójimo, etc. No debemos desvelarnos por cualquier doctrina, ni siquiera por un «ideal» opuesto a nuestra naturaleza. Lo que le pasa a Sorana con su «teosofía» me ocurre a mí con mis pretensiones a la sabiduría. A veces aspiro a ella, es cierto, pero no la alcanzo nunca, y el hecho de remitirme a ella todo el tiempo no hace más que aumentar la intensidad de mis malestares. Tenemos que dejarnos llevar por nuestras inclinaciones naturales si queremos mantenernos en lo cierto. Si uno es un monstruo, que lo siga siendo; si uno es un ángel, por lo tanto un monstruo también, lo mismo. El juego de la peste, de Eugène Ionesco. No tengo la impresión de salir de un espectáculo sino de un lugar en el que me han dado una somanta de palos. Obra poderosa y desconcertante, una Danza macabra en la que lo cómico no está suficientemente presente. ¿Se podría hacer una obra de teatro sobre un bombardeo? El Apocalipsis es bello por el lenguaje, por la

poesía. Ni uno ni otra son perceptibles en El juego de la peste. Pero, en fin, la obra, o, mejor dicho, el espectáculo, existe. Realmente, sales de él molido. En El rey se muere, moría alguien. Aquí es la muerte anónima, impersonal, ya que los que mueren son símbolos o tipos, que, a fin de cuentas, competen a la estadística. No deberíamos confundir tragedia y horror. En Shakespeare son individuos los que matan o son asesinados. En este caso, los personajes ni siquiera tienen nombre, es una masa lo que sucumbe. Ni siquiera es teatro de guiñol, es una pesadilla intensa y a veces grosera. Pero, una vez más, una pesadilla que existe. La figura de Gobineau me seduce..., seguramente por el sello trágico de su visión de la historia, y también por la cantidad incalculable de malentendidos ligados a su nombre. Lo que me gusta de Dostoievski es el lado demoniaco, destructor, la obsesión por el suicidio, la epilepsia, en suma. Es tarde. Oigo la lluvia. Me es indiferente existir o no existir. Además, no sé que existo, quiero decir que todavía no lo sé. Pronto la molestia caricaturesca que produce un callo me llama al orden, a la conciencia de la existencia. Siempre esa terrible comedia de esa carroña que uno arrastra consigo. A lo largo de todo el siglo XIX, la intelligentsia rusa era atea, quiero decir que mediante el ateísmo se emancipaba y se afirmaba. Hoy, dado que el ateísmo ha triunfado, es creyente, quiero decir que quiere desprenderse de la incredulidad y emanciparse mediante la fe. ¡Qué ironía! Cartas de Céline. El único escritor del que habla bien es... Paul Morand (casi olvido a Henri Barbusse). Proust, para él, es casi un cero a la izquierda. Definitivamente, un autor solo podrá reconocerle algún valor a aquellos a los que desprecia.

Habría que escribir la historia de las opiniones que los escritores tienen unos de otros. No se podría leer sin sentir un asco... definitivo. 18 de septiembre Hindus, «amigo» de Céline, dice que los judíos no deberían estar resentidos con Céline: ¿están las mujeres resentidas con Strindberg? Seguramente. Pero no hubo un Hitler misógino, que habría empezado a exterminar a las mujeres. Las mujeres no sufrieron por culpa de Strindberg. Pero los judíos pueden pensar, con razón, que escribir contra ellos en el momento en que Hitler hacía estragos constituye un acto grave. El error de Céline fue no escribir pros y contras de los judíos, sino solo contras. La razón profunda del antisemitismo: los judíos dan demasiado que hablar, están demasiado presentes, no se los olvida, aunque solo sea por táctica, por habilidad. Recuerdo la palabra que empleó a propósito de ellos el doctor Druard, prototipo del francés moderado, «viejo estilo»: son molestos. Su orgullo desmesurado, el precio de sus talentos. La desmesura es precisamente lo que tienen en común con los alemanes. Nunca saben parar a tiempo y en todo van hasta el final, con una pasión por el exceso única en la historia. (Pienso aquí particularmente en Freud, que se comportó, en sus escritos y en sus actos, como el fundador de una secta. El psicoanálisis no es un método, sino un simulacro de religión. Y, además, no en vano el psicoanalista reemplaza al confesor.) Los dioses antiguos se burlaban de los humanos o, cuando estos eran ricos y felices, precipitaban su caída. El dios cristiano es menos burlón y menos envidioso. Así que los hombres ni siquiera tienen el consuelo de poder acusarle de sus desgracias, es ahí donde habría que buscar la razón última de la ausencia (o de la imposibilidad) de un Esquilo cristiano. El dios bueno mató la tragedia. Zeus mereció un mayor reconocimiento de la literatura. El contenido en realidad de la literatura francesa disminuye a ojos vistas. ¿Por qué? Porque un pueblo que ya no quiere desempeñar ningún papel, que disfruta abdicando, que encuentra sus placeres en la dimisión, no puede

ser fecundo en el plano espiritual, base de cualquier conquista, espiritual o de otro tipo, para avanzar o para realizarse. Con hedonistas se avanza muy lentamente, es decir, se corre hacia la felicidad, y esa carrera no es más que una huida en el mismo lugar. Paul Valet me telefonea; me cita proverbios judíos, muy bellos; pero los proverbios árabes son todavía más bellos; me cita uno: «Desprecia solo a aquel que comprende». 19 de septiembre Anoche, durante más de una hora, paseo a pie y conversación con Jerry Brauer, de Chicago. La última vez que nos vimos (se remonta a cuatro o cinco años atrás), el diálogo fue menos fácil, ya que el optimismo muy americano de Jerry no podía admitir mis visiones sobre el futuro. Ahora estamos en sintonía. En unos años, Jerry, tan típicamente americano, ha comprendido. Por consiguiente, no más ilusiones. De ello deduzco que su mismo país empieza a ver las cosas de otra manera y que no se trata de una «conversión» estrictamente individual. «Desprecia solo a aquel que comprende.» Como proverbio es admirable; como «pensamiento» podría parecer una paradoja gratuita. Podemos considerar el caso de aquel que «comprende»: sabe, es decir, ya no busca; o bien: comprender es hacer abstracción del «misterio», no poder abrirse a él, ser orgánicamente superficial... El hombre profundo no comprende... La idea fundamental es que la verdad no reside en el saber. Lo que se llama «pesimismo» no es otra cosa que el «arte de vivir», el arte de saborear el gusto amargo de todo lo que existe. B.T. le dice a todo el mundo que solo puede vivir en Răşinari y en París. ¡Si pudiera decirle que se hace ilusiones respecto a este lugar, y que quizá él esté más dividido que yo! Vivir allí donde se ha nacido debería ser la ley de cualquier ser. ¿Qué hay en común entre esta ciudad y yo? Cierta fiebre, eso es todo, pero es superficial. Nacer y morir en el mismo lugar, hacernos ilusiones y perderlas pisando el mismo fango. De repente me

vuelve a venir a la mente el color de la tierra de ese cementerio de Răşinari, alrededor del cual habré pasado la mayor parte de mis primeros años. ¿Es eso mala literatura? Cualquier recuerdo nostálgico tiene necesariamente algo anticuado y provincial, literariamente dudoso. Si no existiese la literatura, esa maldita literatura, todos los sentimientos serían verdaderos. Y nunca se superaría nada. Todo sería actual, eterno, vivo, y nada caería bajo la mortífera tiranía del buen y el mal gusto. ¡Sálvanos, Señor, sácanos de ese reino en el que reina como amo ese monstruo sin igual que es el Gusto! 20 de septiembre. Una carta de Ştefan Ţincu en respuesta a la mía, en la que hablaba de su hermano, Petre, recientemente fallecido, me dice que este último, unos meses antes de morir, reunía cartas de mi juventud escritas a su otro hermano, Bucur, para escribir algo sobre mis «comienzos». ¡Qué ironía! Cuando era adolescente, no admiraba a nadie tanto como a ese Petre, romántico y cínico, ambicioso y despreocupado, que tenía todas las dotes requeridas para una carrera excepcional (para la de un revolucionario sobre todo) y que no iba a cumplir sus promesas. ¡Qué más da! Después de todo, hay una especie de belleza en ver a un gran orador convertirse en pequeño empleado, eclipsado, desconocido, casi miserable. Cuando era joven me gustaba escribir cartas. Se han perdido casi todas. Sorana, que tenía cuarenta de ellas, las echó al fuego, por miedo, durante la época estalinista. Todo el mundo debió de hacer lo mismo. ¡Así que nunca sabré cuál era mi verdadera cara hace cuarenta años! Lo lamento, a pesar de todo, puesto que a veces pienso que no soy más que un reflejo insignificante, incluso la caricatura, de aquel que fui en esos lejanos años de fiebre y de locura. Porque estaba loco, y sabía muchísimas cosas... 21 de septiembre. Ayer, en el Museo Carnavalet, contemplé el retrato de Talleyrand. Extraordinaria finura del rostro y una sonrisa imperceptible, exactamente como imaginaba que debía de ser. A su lado, Napoleón es plebeyo y los cabecillas de la Revolución, vulgares (Danton, ¡qué careto!). En Robespierre, en cambio, una distinción concertada, afectada, una anemia estudiada, deliberada.

Veo en el psicoanálisis el fenómeno más revelador del batacazo espiritual del hombre. Medianoche. Hace un rato, en esa minúscula plazoleta que hay delante del Senado, una ráfaga de viento hizo caer las hojas de un árbol con tal rapidez que no tuve tiempo de sentir esa emoción que siempre siento con las primeras señales del otoño. 22 de septiembre. «Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera de mí mismo.» (San Agustín) Cuanto más avanzo, más acristiano me veo. Con la edad debería de haber ocurrido lo contrario. ¿Es una bajada del nivel interior? ¿Es, por el contrario, una maduración? No lo sé. Pero es cierto que me acerco cada vez más a la sabiduría precristiana, y que los trágicos griegos despiertan en mí un eco más profundo que los Evangelios. Jerusalén se aleja en beneficio, no diría exactamente de Atenas, sino de todo el mundo pagano. Solo comprendo bien, solo siento, el lenguaje de la Fatalidad. Sé por qué prefiero la visión griega a la cristiana. Es porque los griegos, en tiempos de la tragedia, veían en los dioses fuerzas despiadadas, sin misericordia, que solo tenían una idea: satisfacer sus caprichos a costa de los mortales, así que eran, en todos los aspectos, peores que estos últimos. Esa visión me parece más acertada, en cualquier caso más acorde con lo que sucede, que la concepción cristiana de un dios bueno y compasivo, cuya ineficacia, hay que decirlo, salta a la vista. Zeus era un cabrón todopoderoso: esperaban cualquier cosa por su parte, puesto que era capaz de todo. Cuando sobrevenía una desgracia, imploraban a la divinidad, pero no se hacían ninguna ilusión sobre su asistencia. «La idea de que el dios fuera bueno nunca entró en una cabeza griega antes de Platón, puesto que, aún menos que la de justicia, la idea de la bondad divina no está implicada en la noción de poder.» (Festugière)

El dios cristiano no hace más que decepcionarnos: promete lo que no puede cumplir, mientras que Zeus y sus compinches, al no prometer nada, no podían decepcionar. Eran a la vez protectores y enemigos, que solo toleraban en el hombre una única forma de desmesura: en la desgracia. En cualquier otra parte eran celosos, y una felicidad insolente de sus esclavos suscitaba inmediatamente sus celos salvajes. Todo eso es verosímil, concuerda con lo «real»..., mientras que en el cristianismo estamos en la mentira, sublime, seguramente, pero no obstante mentira. Les contaba esta tarde a Piotr y a su mujer que desde hace algunos años me ocupo de tres niños, los de mi sobrino, que les envío ropa que procede de la mujer más rica de París... Pero lo cierto es que, en un determinado momento, esos tres desheredados fueron los mejor vestidos de Sibiu. Sin un céntimo en el bolsillo, abandonados por todo el mundo, iban a la última. Lo que se volvió contra ellos, puesto que perdieron la cabeza, mientras que, si no me hubiera preocupado de su indumentaria, habrían hecho un esfuerzo por ser decentes o habrían tenido una conciencia más clara de lo que eran. Además, cualquier benefactor es perjudicial. Pienso en el gran daño que me han hecho todos los que me han ayudado. Sin su apoyo habría tenido que apañármelas solo, que hacer un esfuerzo suplementario, que afirmarme, etc., habría producido más, mientras que, siempre que me han ayudado, me he aprovechado de ello para no hacer nada. Se comprende la esterilidad de los hijos de papá. ¿Por qué bregar para emprender algo? Los animales de lujo no valen nada... como animales. De igual modo, el hombre que no está acorralado; no necesita hacer un esfuerzo sobre sí mismo o contra el prójimo, se abandona y ve pasar los años sin fruto. ¡La inmoralidad de la filantropía! Las doce y media de la noche. Tensión interior increíblemente fuerte y sin razón. Tendría que dirigir mi atención hacia un tema en lugar de dejar que mis facultades se anulen unas a otras en una reflexión errabunda. Inconveniente..., una de las palabras a las que más cariño tengo. Y es muy cierto que solo veo el lado negativo de las cosas. No tanto negativo como doloroso. Un crucificado sin fe. ¡Un calvario pagano!

24 de septiembre. Cada vez cometo más faltas de omisión (me salto letras) o faltas simple y llanamente, que revelan un trastorno profundo en ese sistema de transmisiones que es el cerebro. Ejemplo: hoy mismo, en una carta, después de haber escrito «usted tendrá», lo he corregido así: «usted tendrías»..., lo que es una sandez, dado que no se trata de un descuido sino de un error pensado, y tan burdo que llega a ser inquietante. Es cierto que ese tipo de miserias solo son frecuentes tras una mala noche. El insomnio monta un follón en mi mente, por naturaleza desequilibrada. Rozo la chochez tras las vigilias prolongadas. El sueño o la locura, esa es la alternativa ante la que me encuentro desde hace una... cuarentena de años. Las traquinias (Sófocles). Hilo, hijo de Heracles, dice al final de la obra: «Reservadme, compañeros, mucha indulgencia para lo que tengo que hacer, y reprochad a los dioses estos acontecimientos. El dios que engendró a este héroe, el dios al que Heracles llamaba su padre, ¡permite que sufra así!». Y concluye: «... tantas muertes horribles, tantos sufrimientos inauditos, todos obra de Zeus». ¿Se puede uno imaginar una tragedia cristiana (es casi una contradicción en los términos) en la que se hiciese a Dios responsable de las inmerecidas desgracias sobrevenidas a los héroes? El paso del tiempo, el tiempo en sí, reducido a una esencia de transcurso, sin la discontinuidad de los instantes, es en las noches en vela cuando lo percibimos, lo registramos y lo vivimos. Todo desaparece. El silencio se hace inmenso. Escuchamos, no oímos nada, no vemos nada. Los sentidos ya no están dirigidos hacia el exterior. Es porque ya no hay afuera. Lo que sobrevive a ese sumergimiento universal es ese paso a través de nosotros, que somos nosotros y que solo cesará con el sueño o con el día. Hace un rato, al salir de casa, en el momento en que cruzaba la calle de Racine, me vino de repente a la mente la tumba de Celan. Y fue entonces cuando comprendí que estaba muerto, es decir, que nunca lo volvería a ver. (Eso es lo que significa «darse cuenta» de la muerte de alguien. Puesto que no es en el momento en que nos enteramos de que ya no está y asistimos a sus exequias cuando comprendemos que ha muerto, sino cuando

pensamos de repente en él, sin necesidad aparente, meses o años después. No me gustaba particularmente Celan —su susceptibilidad lo volvía a menudo odioso, además, en una ocasión se comportó conmigo de una manera escandalosa, incluso era capaz de ser feroz—, pero, al fin y al cabo, tenía una sonrisa, una de las más bellas que yo haya conocido jamás, y si, hace un rato, tuve algo así como una emoción al pensar súbitamente en él fue porque él existía para mí.) 24 de septiembre de 1970. Dicen que los antiguos no tenían sentido del pecado. Seguramente. Pero el problema es el siguiente: ¿desconocían el remordimiento? Sería absurdo afirmarlo. Y, si lo conocían, tenían a su manera ese sentido, del que los cristianos se enorgullecen tan manifiestamente. En Las troyanas, Hécuba dice que Troya tenía que desaparecer porque era demasiado feliz. Era la concepción antigua. Heracles es castigado por haber triunfado en todas sus empresas (también están los celos de Hera, ya que Zeus, su marido, lo había concebido con una mortal, Alcmena). (A veces, al pensar en esa visión común a los trágicos griegos, no puedo evitar pensar que este mundo occidental, sobrecargado de riquezas atroces, compuesto de hedonistas descontentos, absurdamente insatisfechos con su suerte, conocerá el destino de Troya, porque los dioses son celosos y, aquí, comparado con el resto del mundo, la «felicidad» (y la búsqueda de la felicidad) ha alcanzado un nivel alarmante.) «El último santo», así es como Merejkovski tituló un estudio escrito antes de la guerra del 14 sobre Serafín de Sarov. Yo querría escribir un artículo, con el mismo título, sobre Ramana Maharshi. Hay, habrá siempre, un último santo. (Los occidentales no dejaron de hacer preguntas a Ramana Maharshi sobre los problemas sociales. Como si le correspondiera a un santo resolverlos. Un santo no es ni progresista ni reaccionario, está por encima de esas disputas. No se interesa por la miseria inmediata del hombre, sino por su miseria intrínseca; esa es la que se emplea en remediar, si es que se emplea en ello, puesto que

la mayoría de las veces solo la constata y la da a conocer. En el fondo, abre los ojos del prójimo: combate la ceguera espiritual. Y sanseacabó. No tiene soluciones, ni respuestas. Propone un ejemplo, que es... inimitable.) 25 de septiembre. Nerviosismo, frenesí. He salido a dar un paseo, lo que era una fórmula sabia. Desgraciadamente, me he detenido en la primera librería que he encontrado en mi camino y me he traído un montón de libros de los que bien podría haber prescindido. Si yo tuviera el imperio del mundo, mi pensamiento constante sería abdicar. Quizá sea Carlos V el hombre al que mejor comprendo. Un conquistador cansado del mundo..., ese es mi modelo de humanidad, y la única versión de heroísmo que soporto. Ese judío armenio, Milton Hindus, que fue el primer ser humano en interesarse por Céline cuando estaba refugiado en Dinamarca, no comprende el frenesí ni la histeria de este último, no adivina su causa exacta. Ahora bien, Céline le repite incansablemente que padece insomnio, que a veces toma un somnífero cada hora. Es ahí donde hay que buscar la explicación de una fiebre furiosa y casi ininterrumpida. «De todas maneras, no puedo dormir», no deja de decirle Céline, y él, el exégeta, se pierde en conjeturas y no comprende nada. Cuando me ocupé de De Maistre, en lugar de intentar explicar al personaje acumulando datos sobre datos, habría sido necesario simplemente recordar a los eventuales lectores que dormía tres horas cada noche como mucho. Eso basta para hacer comprender la extravagancia, la pasión, el temblor y la violencia de un escritor o de cualquiera. Ese detalle capital, el más importante seguramente, me olvidé de darlo. Omisión lamentable, cuando se piensa que la humanidad se divide en dos categorías irreductibles: los durmientes y los veladores, que representan dos mundos incapaces de comunicarse, tanto tienen que ver con verdades y con universos diferentes.

Cada vez que espero una visita siento afluir pensamientos que piden ser expresados y que se empujan los unos a los otros, y finalmente se destruyen, desbordados por mi impaciencia y por mi irritación. Cuántas veces me veo esbozando un gesto generoso; después me echo atrás, porque complacer es generar indiscretos y fastidiosos. Dar es ser la víctima futura del que se cree que lo tiene todo permitido porque has mostrado alguna solicitud con él. Para salvaguardar la propia soledad, ejercitarse en una mezquindad metódica. 26 de septiembre. Ayer, excelente velada con Sam y Suzanne. Si el adjetivo «noble» tiene un sentido, se aplica a Sam, está hecho para él. Mi país: no es una patria, es una herida, una herida que nunca llega a cicatrizarse. (Un judío podría decir lo mismo: ser judío no es una condición sino una herida.) Una cosa que se ha realizado ya no presenta ningún interés, a menos que se preste a desarrollos trágicos. En otras palabras, cualquier acontecimiento no desgraciado pierde pronto su carácter de acontecimiento. (O: solo la desgracia transforma un hecho en acontecimiento. La Memoria, por lo tanto la Historia, si tuviese que enviar su último mensaje, así es como lo formularía: «¡Ay del acontecimiento que no sea funesto! ¡Desaparecerá sin dejar rastro!».) Permissive society.* Todo está permitido en las costumbres; relajación general. Lo mismo sucede en el lenguaje: estallido de la sintaxis, del «rigor», cosa nueva en Francia. Triunfo de la ambigüedad, del más o menos, destrucción del matiz. Ayer le decía a un compatriota, T., que hoy nos podemos expresar de cualquier manera, pero intenta redactar tu testamento y verás que no se puede prescindir de la antigua precisión. Las cosas importantes siempre

exigen un mínimo de minuciosidad y de competencia cuando tus intereses están en juego. Seguramente se puede delirar, pero en literatura el delirio debe permanecer dentro de ciertos límites. De lo contrario... Mi desgracia, en mis libros franceses, es haber querido hacer... estilo. Reacción de meteco, comprensible pero inexcusable. En Yuste, Carlos V pidió que no lo llamaran más Señor y que renunciaran a tratarlo como a un emperador. «Ya no soy nada», decía. La idea de despojarse del poder se remontaba a muy atrás. Muchos años antes, había expresado su deseo de hacerlo al duque de Gandía, el futuro Francisco de Borja, que, como él, iba a desprenderse de todas sus cargas y de todos sus títulos. Lo inaudito en el caso de Carlos V es su glotonería. Gotoso, no dejaba de comer y, además, caza. Su médico italiano le suplicó que renunciara a la cerveza; él respondió que no haría nada de eso. Todo ello se combinaba — bastante extrañamente, no hace falta decirlo— con su gran lasitud y con su voluntad de despojamiento. Toda mi vida he estado loco por la abdicación. Pero no he tenido de qué abdicar. Eso no quita que haya practicado infinidad de pequeñas renuncias, que, juntas, equivalen a un despojamiento brillante. Gegen den Tod ist kein Kraut gewachsen.1 Un coñazo de velada, soporífera. Aburrimiento rayano en la desesperación, en la rabia. Hay hombres que generan aburrimiento con su mera presencia, sin decir nada; ¡y cuando hablan!... El verdadero verdugo no es el que te golpea sino el que te aburre. Cuando te aburres en presencia de alguien, tienes que decirte a ti mismo que te sometes a una prueba, que visitas a tu pesar alguna sala de tortura.

Uno de los recuerdos más precisos y más desgarradores de mi infancia. Tenía nueve o diez años. Me llevaron a Sibiu, en una carreta. Yo iba detrás, sobre la paja. Divisé la cúpula de una de las iglesias de la ciudad. Se me encogió el corazón. Me arrancaban del paraíso de ese pueblo natal que yo idolatraba. 29 de septiembre. Hace aproximadamente una decena de años, cuando me quejaba a un médico de mi mala digestión, este me dijo: «Hay que comer con alegría». «Si pudiese comer con alegría, no habría venido a verle», fue mi respuesta. Si pienso en esa historia es porque me ha venido a la mente a propósito de la visita que S. Beckett hizo recientemente a Jean Ménétrier, médico un poco herético, que le hizo de buenas a primeras esta pregunta: «¿Es usted optimista?». ¡Hacerle esa pregunta al autor de Fin de partida! Nadie tiene derecho a jugar con nuestro tiempo. Es más grave que jugar con nuestra propia vida. No comprendo cómo un creyente puede desear conversar con alguien que no sea Dios y ser conocido por los hombres, cuando la intimidad de Aquel que es debería bastarle. Reputación, notoriedad, gloria, etc., todas esas miserias solo deberían tener sentido para descreídos. Sin embargo, los creyentes reaccionan exactamente como estos últimos, lo que demuestra bien que no se escapan del viejo hombre. Podemos concebir un dios arbitrario, vengativo y caprichoso al estilo de Yahvé o de Zeus, pero no un dios padre, bueno y solícito como se dice que lo es el de los cristianos. Si hay un milagro, es que esa figura ideal de Padre —que la realidad no justifica en ningún momento— haya podido justificarse durante dos mil años. El «teísmo» es, a decir verdad, un modelo de sistema delirante.

La fe es algo extraordinario, siempre que no se intente traducir a conceptos. Cualquier formulación es fatal para ella. Sin el catolicismo, España no habría tenido historia: habría sido un «desorden» permanente, un caos ininterrumpido. La Iglesia supo contener la locura de ese pueblo y concretarlo. La miseria y Dios..., una nación que se alimentó de Dios. ¿Cómo explicar que un Pascal pudiera desperdiciar tanto talento y tiempo para escribir sus Cartas, cuyo interés nos parece hoy mínimo e incluso nulo? Cualquier polémica está anticuada, cualquier polémica con los hombres. En sus Pensamientos, el debate es con Dios. Eso nos concierne un poco más. Cuando leemos seguidas algunas de las tragedias antiguas, nos damos cuenta con estupor (sin embargo ya lo sabíamos...) de que se trata de un género literario y de que respetan sus exigencias y sus «trucos». Seguramente. Pero el aliento está ahí, y te conmueve como si no se tratara de literatura. A propósito del «viejo hombre». Hace un rato, tumbado a causa de la canícula (finales de septiembre), me he puesto a pensar en acontecimientos de hace mucho tiempo, cuando la cara de P., un rumano de origen cíngaro, ha surgido del pasado. En cierto momento, ese individuo me hizo mucho daño. En aquel momento me fue imposible vengarme. Entretanto murió. Sin embargo, el odio repentino que he sentido hacia él —y al instante— me ha sorprendido por su violencia. Si hubiera estado presente, le habría cortado el cuello. Es cierto que esa furia no ha sido larga, puesto que cinco minutos después iba a levantarme y a consignar esa risible cólera. Pero lo importante es que haya podido surgir, ¡veinticinco años después del incidente! Si hubiese castigado al miserable a su debido tiempo, ya no pensaría en él y haría una eternidad que lo habría perdonado.

El angustiado nato busca la angustia, todo lo que puede proporcionársela, estimularla, intensificarla; igual que el que tiene el gusto por el «pecado» no dejará pasar ninguna ocasión que pueda mantener ese gusto, satisfacer esa inclinación. Así pues, es imposible curar una angustia innata («constitucional», como se dice) sin hacer que se tambalee el equilibrio del paciente, es decir, su angustia misma, base de su existencia y de su prosperidad. «No toques a los ansiosos», ese debería ser el primer artículo del credo de cualquier psicoanalista. Los confesores lo saben muy bien, esa es la razón por la que conservan a sus fieles mejor que los otros a sus clientes. No conozco nada más desecante que el positivismo anglosajón. Es en los países en los que proliferan las sectas religiosas, en los que la creencia es fácil y la fe es generalizada, donde nace por reacción esa corriente cuyos análisis reducen el pensamiento a una anatomía de la proposición. La antimetafísica sistemática es tan pesada como la metafísica a toda costa. No se puede hacer metafísica con esa distancia irónica que supone el análisis lógico teñido de escepticismo. He inventado una forma especial de escepticismo: el escepticismo jadeante, frenético, combinación de fiebre y razonamiento, con preponderancia de la primera. 30 de septiembre. Por más que crea en la libertad, es difícil para mí, sin embargo, admitir que tenga más realidad que la necesidad. Somos libres en la superficie pero no lo somos en el fondo. Normalmente todo sucede como si yo fuera el dueño absoluto de mis actos e incluso de mi «destino»; tan pronto como me examino un poco más en serio, me doy cuenta de que en absoluto es así. La libertad solo tiene sentido para alguien con buena salud; casi no lo tiene para un enfermo. ¿Acaso somos libres para no morir?

A propósito de la renuencia del ruso a aceptar el Derecho y el Estado, se ha dicho que en Rusia había más santos que hombres honestos. «¡Ay de vosotros cuando todo el mundo hable bien de vosotros!» (Lucas 6:26) ¡Qué extraordinaria frase! Pero Cristo profetizaba con ello su propio fin. Todo el mundo habla bien de él, incluso los anticristianos, incluso los incrédulos más empedernidos, sobre todo ellos. Está, por lo tanto, amenazado, ¿qué digo?, ya está liquidado. Su reinado ha pasado. Sabía cómo sería rechazado por la aprobación universal. «El silencio acerca al hombre a Dios y lo hace en la tierra semejante a los ángeles.» (Serafín de Sarov) El santo tiene razón al decir que el silencio nos acerca a Dios. Cuando todo se calla en nosotros estamos en condiciones de percibirlo, a Él, es decir, a alguien o algo que no resiste al análisis pero que, sin embargo, llena nuestro silencio. Cualquier silencio del que se es consciente, que se cultiva o que se espera, se reduce a una posibilidad de experiencia mística. El silencio va más lejos que la plegaria, puesto que nunca es más profundo que en la imposibilidad de rezar... San Serafín de Sarov pasó quince años en una reclusión total. La puerta de su celda ni siquiera se abría para el obispo que de vez en cuando visitaba la ermita. Fue tras ese largo periodo de soledad y de silencio cuando empezó a hacer milagros. 30 de septiembre. A propósito de uno de mis compatriotas, Gabriel Marcel me dice que lo ha encontrado un poco «áspero». Excelente eufemismo para designar a alguien maleducado. Hacer milagros es sustituir a Dios. (Eso no es del todo verdad, puesto que es con la ayuda de Dios como tal santo —o tal taumaturgo— intenta violar las leyes de la naturaleza. No cree, en cualquier caso, poder lograrlo él solo.

Hasta los charlatanes cuentan inconscientemente con lo sobrenatural.) La santidad no tiene ningún sentido si se asimila a la humildad. Es, al contrario, un fenómeno de orgullo incandescente. Cualquier análisis mata. ¡Al diablo la filosofía! No hay más que impulso, ímpetu, delirio, «danza»..., cosas, todas, que impiden pensar, que saltan por encima de la reflexión. La revuelta es señal de vitalidad, al mismo tiempo que de indigencia metafísica. Cuando hemos ido, ya no digo al fondo de las cosas, sino de una sola cosa, podemos aún rebelarnos pero ya no creemos en la revuelta. Sartre es un misterio para mí. ¿Cómo se puede estar hasta tal punto exento del sentido del ridículo? Su origen alsaciano seguramente tiene mucho que ver con ello. He ahí a un hombre que suplica al tribunal que lo arreste, que lo implora en todos los procesos en los que es testigo, que acude a declarar que no es un «hombre de paja» del izquierdismo, que aprueba sus ideas, no todas pero casi..., y el tribunal permanece insensible a sus imploraciones. La filosofía no parece compatible con el humor. Y pienso en un filósofo amigo mío que dice: él me admira (o: ella), a propósito de toda la gente a la que conoce bien. Día pasado en el embotamiento. El embotamiento comporta un trabajo de gestación filosófica. Es una especie de embrutecimiento profundo, de espera de ideas. 1 de octubre. Velada anoche en casa de los D. ¡Qué bromista puedo ser! (Si he logrado componérmelas hasta ahora, ha sido gracias a mis dotes de bromista. Debería escribir un libro: El arte de hacer broma..., el gracioso además de pobre diablo.) Era filósofo, no temía ser ilegible, incluso aspiraba a ello.

R. Abellio da una importancia demasiado grande a las mujeres, tanto en su sistema como en la vida: esa es una prueba clara de que algo no funciona... Sus consideraciones sobre la «mujer última», opuesta a la mujer... (¿cómo la llama?, digamos superficial) son pueriles y entristecedoras; demuestran una grave inexperiencia o deficiencia. En el mejor de los casos, son las de un insatisfecho. Y, sin embargo, el hombre tiene encanto; no se comprende, por lo tanto, por qué es tan generoso con el otro sexo. (Es cierto que, en cuanto alguien habla de mujeres, es sospechoso, sea cual sea la manera como las defina. Se diría que constituyen un tema reservado a los adolescentes, a los viejos chochos y a los impotentes de cualquier edad.) Mi sueño: tener una «propiedad», a un centenar de kilómetros de París, en la que pudiera trabajar con mis manos durante dos o tres horas todos los días. Layar, reparar, demoler, construir..., cualquier cosa, con tal de estar absorto en un objeto cualquiera, en un objeto que yo maneje. Ya hace años que pongo esa actividad por encima de todas las demás; solo ella me colma, no me deja insatisfecho y amargado, mientras que el trabajo intelectual, por el que ya no siento afición (aunque todavía leo mucho, pero sin gran provecho), me decepciona porque despierta en mí todo lo que querría olvidar y se reduce en lo sucesivo a un encuentro estéril con problemas que he abordado indefinidamente sin resolverlos. Mis compatriotas, en lugar de venir a Occidente, harían bien en ir a Rusia, donde encontrarían más fácilmente a interlocutores que tuvieran más o menos los mismos problemas que ellos. ¿Cómo no ven que ahí está su centro espiritual, que es ahí donde se busca lo que ellos esperan y que también es ahí donde las preguntas de orden espiritual tienen más agudeza y urgencia? Pero vienen aquí, donde encuentran aquello de lo que huyen y donde nadie puede darles una respuesta, una ayuda verdadera, una esperanza por fin. ¡Qué malentendido! 3 de octubre. Imponerse el silencio durante muchos años, no dirigirle la palabra a nadie, y ello por decisión personal y sin ninguna coacción exterior... El que lo consiguiera tendría los poderes sobrenaturales de un

santo aunque no tuviera ninguna «vocación» religiosa. Pero, precisamente, ¿cómo tomar esa decisión sin disposiciones religiosas, sin una inclinación más o menos consciente a la santidad? Bajón anoche en casa de unos amigos a los que quiero mucho. Durante toda la cena apenas abrí un par de veces la boca para decir banalidades lamentables. Pese a la vehemencia de R.C., me aburrí, pero mi aburrimiento, me daba perfectamente cuenta de ello, tenía una base orgánica, se debía a un cansancio curioso (había echado, sin embargo, una cabezada por la tarde), y, a pesar de mi buena voluntad, me fue imposible animarme. Estaba apagado. El aburrimiento casi siempre tiene causas internas, que yo lograba neutralizar en los tiempos en que bebía; desde que estoy sobrio, me domina, estoy a su merced, es como una forma impersonal que me somete y me abate. Es de esencia diabólica. Lo poco que he «realizado» lo he emprendido para escapar de él; pero a él también le debo las enormes lagunas, la cantidad considerable de ausencia que define mi carrera. Lo siento perfectamente en mis entrañas, en todo mi organismo, en lo más profundo de mi fisiología. El mal inextirpable por excelencia. El hombre que se aburra podrá mover montañas, lo hará mejor que el hombre de fe, pero lo que no podrá evitar es aburrirse. ¿Cómo definir el aburrimiento? Una mezcla de mala digestión y catástrofe cósmica. Pues bien, voy a trabajar. La decisión está tomada, y tanto peor para mí. Cómo lamento haber escrito mis libros en ese estilo «estreñido», noble, construido, artificial. ¡Ni una sola vez ese lirismo asqueroso, sin el que no hay ninguna vida, ningún aliento! ¡He aullado con la gramática en la mano! ¡Tragedia del meteco! En lo tocante a Aburrimiento, no temo a nadie. Ni siquiera... ¿a quién? ¿A Baudelaire o a algún emperador romano?

Habría sido anacoreta, habría, ciertamente, perdido la fe. Estoy hecho para estar en contradicción con mi condición: un traidor a su destino. Y sin embargo no he hecho nada para evitar el mío. Me precipito en él desde siempre. Es curioso que no haya llegado a su fondo. Quizá no lo tenga, probablemente esté vacío. Solo puedo producir en un clima de pasión; tan pronto como soy dueño de mí, ya no valgo nada. Huyamos de la sabiduría, de todas las sabidurías. Los calmantes me matan. 5 de octubre. «La religión católica destruirá la religión protestante y, luego, los católicos se convertirán en protestantes.» (Montesquieu, Cahiers, I, pág. 240) Está hecho. Montesquieu es el espíritu más sólido del siglo XVIII y quizá de todos los siglos franceses. Con algunas excepciones, todos los que se han interesado por mis producciones me han abandonado. ¿De quién es la culpa? A veces pienso que los culpables son ellos; a veces, yo. ¡Qué más da! No debemos quejarnos de ver escasear a esos censores disfrazados de aduladores. El extraordinario malestar en presencia de un «admirador». Sensación de ser vigilado, acechado, amenazado. En cambio, ¡qué libertad no ser observado por nadie! Boredom, Langeweile, aburrimiento,* plictiseală..., no tienen valor poético; solo el ennui** ha logrado conservar sus múltiples funciones. Ha muerto Lucien Goldmann. Ha sido el hombre que más daño me ha hecho en este mundo, el que durante veinte años propagó en París calumnias atroces sobre mí, el que encabezó una campaña sistemática contra mí, con total éxito, puesto que logró hacer el vacío alrededor de mi... nombre. Cualquiera, en mi lugar, habría tenido reacciones a lo Céline. Pero yo logré vencer una tentación tan baja como explicable y humana. Me

reconcilié con él, e incluso lo perdoné.1 Hace diez años, su muerte me habría alegrado; ahora me inspira sentimientos contradictorios, entre los que hay de todo, incluso pesar. (Nunca estuve realmente resentido con él. En secreto, me alegraba de que me hubiese vuelto odioso; sin sus calumnias, habría sido aceptado, adoptado, y, en lugar de concentrarme, me habría dispersado. Seguramente es molesto tener un enemigo activo; pero en algunos aspectos es provechoso, puesto que te impide dormirte en la comodidad y la seguridad. Sin él, mi vida, desde 1950, habría tomado otro cariz. Hasta creo que habría podido hacer una carrera... universitaria. Pero me cortó el paso por todas partes, porque era poderoso al estar omnipresente. Si yo hubiese entrado en el CNRS,* habría hecho una tesis, necesariamente ilegible, como cualquier tesis. No sé lo que valen mis libros; al menos son mis libros, y los he escrito para mí solo; por eso han merecido encontrar algunos lectores. Siempre hay que agradecerle a un enemigo que nos traiga de vuelta a nosotros mismos, que nos salve de la dispersión y del desleimiento, que trabaje, pese a todo, por nuestro mayor bien. Lo ha logrado infligiéndonos pruebas, innumerables humillaciones y sufrimientos, con las que esperaba destruirnos. Ha ocurrido lo contrario. Por eso el verdadero vencido es él.) Los demás creen que es normal perdonar a los enemigos. Pero ya querría yo verlos seguir tan bellos preceptos. Se puede perdonar a un enemigo; pero, como decía Mauriac, no se puede olvidar que se le ha perdonado. No hay nada menos puro que el perdón. De joven, mis rencores eran persistentes y fecundos: me estimulaban; de viejo, no tienen vigor y ya solo aparecen en forma de accesos, frecuentes o raros, según el caso. Ya no hay continuidad, ya no hay permanencia. Un fenómeno de desvitalización. Acrimonia..., me gusta esa palabra. Me recuerda a una alegría que ha acabado mal.

Al final de la última guerra, todo el mundo se parecía a Hitler, incluso los vencedores, sobre todo ellos. Además, solo pudieron vencerlo imitándolo cada vez más, identificándose con él. Jamás habrían podido aplastarlo con métodos democráticos, humanos, liberales. Terminaron la guerra sin piedad, sin miramientos, sin discernimiento..., exactamente como él la habría acabado si hubiese podido ganar. Al querer abatir a un monstruo, Churchill y Roosevelt lo imitaron, al principio con dificultad, luego con la mayor naturalidad. Stalin no tuvo ninguna dificultad: él lo logró de inmediato, y lo hizo mejor. Cuando vencedores y vencidos emplean los mismos procedimientos, son iguales y ninguno de ellos tiene la autoridad moral de hablar en nombre del Bien. Hay que perdonar, por la sencilla razón de que es difícil y casi imposible. Todo el mundo es mezquino y solo piensa en la venganza. No vengarse es la única hazaña moral, el gesto más bello que se puede tener. Cada vez que sintamos ganas de vengarnos, deberíamos pensar que eso corresponde a los demás, que es fácil, puesto que todos lo logran, y que solo hay nobleza en la singularidad del perdón, aunque sea impuro. Tengo el gusto por el pesar y no el gusto por el arrepentimiento. Esa es toda la diferencia entre un espíritu literario y un espíritu religioso, cristiano sobre todo. Lo que quieren nuestros enemigos no es tanto nuestra derrota como nuestra humillación. Eso parece menos feroz, parece tener un vago aire de humanidad. En absoluto es así. Puesto que una derrota, está claro, es irreparable, se acabó, nos resignamos, nos acostumbramos a ella, y luego volvemos a empezar, mientras que una humillación no la olvidamos jamás: es para toda la vida. Céline empezó siendo un escritor, uno grande, y acabó convirtiéndose en un caso, no menos grande.

Nunca he emprendido una obra larga y dura y seguramente no la emprenderé en el futuro. Lo digo más con alivio que con acritud. (La acritud entra en la dosificación de mis sensaciones, unas veces constituye su ingrediente principal y otras veces su hez. Su hez sobre todo.) Solo se puede admirar a alguien si está casi totalmente loco. La admiración no tiene nada que ver con el respeto. Dos espíritus rebeldes habrán marcado este siglo con métodos diametralmente opuestos: Lenin y Gandhi. El primero es idolatrado por continentes enteros; el segundo, por individuos aislados, por solitarios. Debería de haber ocurrido lo contrario. Pero la no violencia, por increíble que parezca, no seduce a las masas. El genio particular de la tragedia antigua: el héroe no es libre en ella, y tampoco es un autómata. Los dioses lo deciden todo, y, sin embargo, es declarado culpable. Caso especial de fatalidad. No es cierto, por lo tanto, que la libertad sea la condición primordial de la tragedia. En ella, el héroe es manejado por fuerzas que lo superan; eso no quita que sigamos sus peripecias como si pudiera cambiar su curso. Sobre un fondo de necesidad absoluta, la ilusión salvadora de la libertad. ¿Qué personaje, en la era cristiana, nos inspira una piedad parecida a la que sentimos por Edipo? Me gusta mucho ese no hay nada que hacer que emerge, como conclusión suprema, del final de cualquier tragedia antigua. Y, a decir verdad, ¿qué otra cosa sobrentender o articular a propósito de cualquier desenlace? Al haber perdido el sentido profundo de la fatalidad (que ha sustituido por la superstición del progreso), el hombre moderno ha perdido con ello el gusto por el lamento. En el teatro deberíamos, de inmediato, resucitar al Coro, y en los funerales y en otras grandes ocasiones, a las plañideras.

Un siglo de impiedad sistemática dio nacimiento a la Revolución francesa; el mismo fenómeno se reprodujo en Rusia. En los dos casos, el ateísmo era inevitable y necesario, tras los abusos de la Iglesia y el agotamiento de la fe. En los dos casos también, tras los excesos del régimen revolucionario, el no menos inevitable regreso a la religión. La historia no tiene leyes; tiene, en cambio, constantes, que son formas, apariencias de leyes. El francés se ha convertido en una lengua provincial. Siento ese batacazo como un duelo. Una pérdida de la que no consigo consolarme. La muerte del Matiz. 6 de octubre Dos «acontecimientos» conmovedores en mi vida: El rey Lear con Werner Krauss y la descripción de Magny, el mendigo, de esa escena, un domingo por la mañana, en que su madre, delante de él y de su padre, se puso a bailar desnuda tras una disputa que la llevó al borde de la locura. Recuerdo que tuve que apoyarme en la pared en el momento en que Magny me contaba cómo su madre se quitó el sombrero, el abrigo, la blusa, la falda y todo lo demás y empezó un baile lascivo delante de su marido y de su hijo, pegados a la pared, con un terror indecible. He olvidado el final de la escena: la madre, despertada de repente de ese sonambulismo en pleno día, se desplomó en un sillón y empezó a sollozar. Hegel, Fichte y Nietzsche..., el proceso de Selbstvergötterung1 del hombre. Lo que más me sorprende en la filosofía alemana es la falta de modestia. El Geist2 lo puede todo. Pero el Geist no es otra cosa que el hombre. Es una posición de orgullo, ¡y qué orgullo! Se comprende que seduzca a los adolescentes o a los profesores, porque ni los unos ni los otros han atacado los verdaderos problemas de la existencia. Los grandes sistemas metafísicos alemanes están al margen de la realidad. No se puede recurrir a ellos en momentos graves, en momentos de adversidad. Dos excepciones: Schopenhauer y Nietzsche..., porque son más moralistas que filósofos.

Lo más grave que los nazis cometieron no fueron los campos de concentración, sino la estrella amarilla. Es menos grave ser asesinado que ser humillado. Durante la guerra, asistía a las clases de las oposiciones a la cátedra de inglés. Una chica que me gustaba, pero a la que no conocía personalmente, vino un día con esa terrible estrella en su vestido negro. Espectáculo intolerable. Unos meses después, ya no apareció. ¿Fue deportada? ¿O había huido? Sí, la muerte es mil veces preferible a la humillación. (A decir verdad, los campos reunían las dos, puesto que la humillación precedía necesariamente a la muerte, dado que no te mataban de inmediato. También en la vida «normal», la enfermedad, antes de triunfar, ¿qué es sino una humillación interrumpida por algunas pausas más o menos largas?) Le decía esta tarde a un escritor húngaro que el francés es una lengua jurídica, que conviene perfectamente a los notarios y que está hecha para que se redacten contratos en ella (ya que es enemiga de lo equívoco). También le decía que solo ella sabe jugar con los matices y que, en el fondo, la conversación no tendría ningún sentido sin ella. 7 de octubre Patricia Blake, joven americana que acaba de hacer un viaje a Rumanía, me dijo ayer que los rumanos se dejan llevar todos por un perpetuo selfhatred:* los llama, curiosamente, los «judíos del sudeste», puesto que, según ella, el odio a sí mismos es el rasgo fundamental de los judíos. («Sí», le repliqué, «pero ese rasgo se acompaña en ellos de un gran orgullo, explicable y legítimo, que no existe en el rumano, que solo tiene como compensación el nacionalismo, un nacionalismo, por cierto, desesperado y que solo conoce a trompicones, en accesos de fiebre...») Ayer, a esta hora, charlaba en el café. Hoy saboreo el silencio, soy consciente de la ventaja de no hablar, de la superioridad automática que se tiene sobre aquel que se disipa en palabras. Lo que se designa con vida espiritual quizá no sea otra cosa que una espera muda.

Soy uno de los mayores charlatanes que hayan existido jamás. Tenía, pues, que descubrir las virtudes del silencio. Es una lástima que me haya percatado de ello tan tarde. La prueba de que la «civilización» es un fracaso es que el hombre solo tiene la impresión de encontrar el paraíso allí donde ella no ha dejado rastro. Pero se dirá: «Es posible, pero el hombre no puede vivir sin las adquisiciones de esa civilización». Eso es indudablemente cierto, pero demuestra, si es que todavía tenemos necesidad de pruebas, que está perdido sin remedio y que su destino, sea lo que sea lo que emprenda ahora, está sellado. Petru Comarnescu1 se muere de un cáncer de pulmón. Le he escrito una carta, a la que no ha respondido. Hace bien en callarse. Las líneas que le he enviado son seguramente amables pero, en el fondo, indiscretas, puesto que no son más que un adiós disfrazado. Ha debido de percibirlo y quizá esté resentido conmigo. Porque ¿para qué recordarle a un moribundo que va a morir? Él lo sabe, y lo que precisamente desea es olvidarlo. ¿Cómo explicar mi vieja pasión por la filosofía religiosa rusa? He ahí una forma de pensamiento que en sus contenidos no me conviene, que no suscribo y que, sin embargo, me fascina, como todo lo que es extremo, aventurado, inverificable. Hay que decir también que he encontrado en ella ideas que me han permitido comprender ciertas cosas; de todas formas, no podía dejarme indiferente, ya que en gran parte recurre a Dostoievski. Por lo tanto... Soy un incrédulo que solo lee a pensadores religiosos. La razón profunda de ello es porque solo ellos han tocado ciertos abismos. Los «laicos» son refractarios a ellos o no aptos para ellos. Hubo un tiempo (en mi juventud) en que me creé fama de malvado. Hablaba mal de todo y de todos, detestaba la tierra y el cielo. Sin embargo, nunca desde entonces he sufrido ataques de piedad tan intensos, tan autodestructores como en aquella época.

No dramaticemos. La humanidad ha conocido angustias increíblemente más intensas que las que sentimos hoy; pensemos en las pestes, en la espera del fin del mundo, en las invasiones bárbaras. Sí, seguramente. Pero no tenía los medios para precipitar por sí misma el «fin del mundo». Siempre podían intervenir los dioses y, además, de ellos iba a venir el fin. Ahora sabemos que este se prepara en laboratorios y que puede surgir en cualquier momento, ya sea por interés o por descuido. Eso es lo que hace tan interesante la aventura humana. Porque ante todo es una aventura. Esa vergüenza que se apodera de nosotros después de haber dicho o escrito una banalidad. Nada es más desolador que la evidencia, sobre todo en literatura. Una evidencia es un pensamiento sin futuro. ¿Por qué? Porque es aceptado. Solo los pensamientos que desconciertan o fascinan tienen futuro. ¿Por qué se agravan con la edad los defectos y los vicios? Porque se desgastan menos que las virtudes y, además, son más nuestros, más individuales, mientras que estas últimas parecen —y son, por otra parte— más impersonales, más abstractas y más convencionales. No tienen rostro, mientras que los vicios y los defectos, aun siendo atributos universales del hombre, llevan la marca de la unicidad. Ser rumano: un drama sin significación; mientras que ser judío es lo contrario: un drama cargado de demasiada significación. Péguy habría dicho que Dante visitó el infierno «como turista». Es cierto. Hace un rato he apagado la luz y me he tumbado. El mundo exterior, del que no oigo más que su rumor indistinto, ha dejado de existir. Ya solo subsistimos yo y... Ese es el problema. No importa. Los ermitaños han vivido treinta, cuarenta años en ese exceso de silencio y de muda conversación con uno mismo. ¡Quién tuviera el coraje de repetir todos los días una sesión semejante, en la que uno es superior a sí mismo, en la que uno está, por lo tanto, lejos de cualquier sensación de acritud y de

decadencia! Es ese paso del yo al sí mismo lo que cuenta, y solo tiene valor si se puede renovar a cada instante, de tal manera que el yo acabe siendo completamente reabsorbido en el otro, en su versión impersonal. Acabo de hablar con Sanda S. de Nenea. Decía que es una lástima que este no haya producido nada durante sus cuarenta años de estancia en Alemania. «Qué más da», le he replicado. «Es un personaje, y eso es mejor que haber escrito un grueso libro sobre Aristóteles o sobre algún otro filósofo. Si hubiese hecho una obra y se hubiese “realizado”, no estaríamos hablando de él desde hace más de una hora. La ventaja de tener una vida es escasa. Es la única que tienen nuestros compatriotas. Pero al final cuenta.» Nenea no es un fracasado, puesto que no está amargado, no está resentido con los demás, con los que han realizado algo: la obra que él no ha hecho no le obsesiona, no conoce el remordimiento. Ignora todas esas taras que hacen del fracasado un hipersensible. A Nenea le gusta beber, comer y escuchar a los demás decir chorradas. Un cínico que ha explotado a fondo la ingenuidad alemana. 13 de octubre. Cinco de la mañana. Silencio extraordinario, que me produce una sensación de seguridad. Mejor: de soberanía. Es lo que más nos falta, lo que, en cualquier caso, más me falta: por eso, cuando lo encuentro, aunque sea en medio de una noche en vela, me siento otro hombre, me emociono, no echo de menos la inconsciencia reparadora del sueño. El silencio es la gran excusa del insomnio, la única compensación que este ofrece. Hay que decir que es inmensa. La primera rebelión es la de los ángeles. (El hombre llegó después: un epígono.) Así que, incluso al lado de Dios, el descontento estaba a punto de estallar. Parece que, en todos los niveles del «ser», se soporta mal una condición de subalterno y que no se le perdona a nadie su superioridad. Quizá reinen los celos entre las termitas, en cualquier caso en todo el reino animal. Se puede incluso concebir una flor envidiosa. Aunque...

En la Edad Media, en algunas figuraciones pictóricas de la Pasión se representaba a los pies de Cristo en la Cruz el cráneo de Adán. Según una leyenda, Jesús fue crucificado en el mismo lugar en el que Adán fue expulsado del Paraíso. Un texto puede considerarse definitivo o, al menos, acabado cuando cualquier corrección que se le hace se revela, pensándolo bien, como un error, como una mejora desastrosa. 14 de octubre. A.A. me envía el Diario de Vlasiu, en el que se habla mucho de mí tal como era en 1938-1939. Ese que yo era del que habla Vlasiu, por más que haga, no lo encuentro: se me escapa, tiene la consistencia de un espectro. Es cierto que no veo muy bien cómo uno puede encontrarse a sí mismo cuando es evocado por un veleta, por un estafador a la vez bilioso y lleno de encanto, campesino taimado y farsante como nadie. El Diario de Vlasiu debería quitarme para siempre las ganas de escribir uno. El género, en efecto, es odioso: un montón de chismes casi siempre. Si consigno algunos de ellos aquí, es únicamente para mantener en mí la ilusión de escribir, de hacer algo. 15 de octubre. Un río inmenso en el que flotaba. Eliade me suplicaba que no me abandonase, que no me hundiera. Yo le respondí que, puesto que estaba aquejado de yo no sé qué mal sin remedio, era mejor que desapareciera cuanto antes, y que me horrorizaba morir como todo el mundo. Al despertarme, conservaba vivo el recuerdo de ese río, de una extraordinaria majestuosidad y que representaba para mí la muerte ideal. ¿Es posible que un pobre diablo como yo haya podido dar tanta envidia? Eso es tan innegable como inconcebible. Cada estación me parece un modo específico de agresión del que soy la víctima elegida.

«Una mañana en que el abad Macario volvía a su celda cargado con hojas de palmera, el diablo fue a su encuentro armado con una guadaña. Quiso herir con ella al asceta, pero no pudo. Entonces exclamó: “Soporto una terrible violencia por tu parte, oh, Macario; tengo ganas de ponerte en aprietos y no puedo. Y sin embargo todo lo que haces, yo lo hago más que tú: ayunas a veces y yo no como nunca. Velas a menudo y a mí nunca me ha invadido el sueño. Pero me superas en una sola cosa, lo reconozco”. Macario preguntó qué cosa era esa. “Tu humildad”, respondió el diablo, “y solo ella me ha vencido.”» (Vitae Patrum, III, 124, citado por I. Hausherr) En el texto de la página anterior, el diablo está bien definido: un asceta, quizá el mayor de todos (¡no come ni duerme!) y, sin embargo, un vencido. Aunque domina la tierra, no tiene reino propio, porque no tiene más que una sola idea, oponerse a Dios, y esa obsesión le impide ser autónomo, reinar en paz, aprovechar su poder. Es celoso, por lo tanto está a merced de aquel al que envidia. Y esa servidumbre la ha creado él mismo. 16 de octubre. Le he enviado a M.A. un texto sobre el «Nacimiento», que no me satisface: ¿por qué satisfaría a otro? Espero una palabra de aprobación, como todos los que no están seguros de sus producciones. Lo grave en este caso es que, aun estando descontento con mi «trabajo», me ha sido imposible mejorarlo. Lo único que podía hacer era deshacerme de él, darlo a imprimir. No, había otra posibilidad: destruirlo. Pienso en esa chica a la que abordé una noche, en el bulevar Saint-Michel, al principio de mi estancia en París, y que me dijo que estaba tan sola que veía el despertador como un ser vivo, como una presencia: hace un poco de ruido, marca el tiempo, se mueve casi. La soledad de las grandes ciudades. Incluso me dijo, creo, que a veces acariciaba ese despertador. También me dijo: «Mi único contacto con la vida es a través de mi despertador». Quien tiene sentido de la equidad debe escoger el desierto.

En París es imposible dar con alguien cuya originalidad no sea libresca. ¿Dónde encontrar naturalezas? Céline fue el último cuyo punto de partida no fue literario. Lo que más tengo que reprocharme de mi pasado es la arrogancia intelectual. Pero, a decir verdad, la encuentro en todos los jóvenes de hoy que se agitan. Se trata, pues, de una constante, de un vicio de la edad. Es fácil escribir y hablar con un tono perentorio. Es porque es más fácil imitar a Júpiter que a Lao-Tsé. El que se cree que piensa no hace en el fondo más que decretar. Asume un papel de legislador o de dios: es más cómodo y tiene más efecto. Al principio de cualquier carrera intelectual se debería hacer obligatoriamente un curso en algún centro donde se enseñe el escepticismo. Sería una iniciación a los misterios y a la humildad de la duda. La modestia no desespera jamás. Ese es el privilegio y la tara del orgullo. El gran cambio sobrevenido en mi vida en 1941, cuando dejé de interesarme por los demás. Antes, cualquier transeúnte, y sobre todo fémina, despertaba mi curiosidad. Quería saberlo todo de ella, y no dudaba en abordarla. Esa curiosidad no ha hecho desde entonces más que disminuir. El otro ya no es asunto mío. No es cierto, como pretende Nietzsche, que el desprecio de los demás sea más duro de soportar que el desprecio de uno mismo. Es este último el que va en cabeza; es también el más raro, el más difícil, puesto que hacemos todo lo posible para evitarlo; pero, cuando es más fuerte que nosotros, cuando surge de nuestras profundidades, es infinitamente más abrumador que el otro, que se abate sobre nosotros desde fuera y que logramos olvidar de vez en cuando, mientras que el que emana de nosotros se mantiene de forma duradera en un estado de agudeza y de omnipresencia. La muerte del calumniador.

Nos sentimos más solos. Nos habíamos acostumbrado a su presencia, oíamos el eco de los horrores que propalaba, casi nos gustaba esa atmósfera de infamia que se esforzaba en crear a nuestro alrededor y que tenía la ventaja de aislarnos un poco más de nuestros semejantes. Y resulta que, de repente, ya no está ahí. ¡Ya no hay nadie que vele por nosotros, que no piense más que en nosotros! He visto a bastantes de mis compatriotas que cumplieron años y años de prisión. No conservaban de ella un recuerdo ni bueno ni malo. A decir verdad, esa prueba no fue tal para ellos, puesto que no los marcó profundamente. Ninguna obra surgió de ello. C.N., filósofo, nunca habla de ello en lo que escribe, no hace ninguna alusión a ello. Seis años de presidio no lo transformaron interiormente. Se diría que, yendo de prisión en prisión, hizo turismo involuntario. ¿Cómo explicar ese fenómeno? ¿Se trata de insensibilidad? ¿De una psique débil, o simplemente de esa pasividad que resulta de una esclavitud secular? Yo más bien creo que hay que culpar al frívolo escepticismo nacional, que se niega a profundizar, a interiorizar la sensación. Uno siente, y luego ya no piensa en ello, lo que ha dado un pueblo de hábiles, de no metafísicos y de no místicos, incapaces de apego y de resentimiento. El que ha salido de prisión le estrecha la mano, si se tercia, a su antiguo carcelero. No se puede ser más superficial ni, hay que reconocerlo, más «humano». Cuanto más avanzamos, más se acentúan los defectos de familia. Encontramos en nosotros mismos, incluso más vivo que en ellos, tal rasgo de nuestros padres, y ese «reencuentro», desmoralizante a más no poder, nos hace comprender hasta qué punto la «libertad» es una palabra hueca: somos libres, en efecto, pero libres únicamente de ser lo que somos. Lo que corresponde con la definición más exacta que existe de la necesidad. (No elegimos nuestro destino, somos elegidos por él. No podemos ser lo que no somos; podemos seguramente imponérnoslo. En cuanto a lograrlo, eso es harina de otro costal. Es preciso no haber tenido ninguna experiencia profunda para creer que somos libres y que podemos hacer de

nosotros lo que queramos. Por más que quiera tener buena salud, un desahuciado no la tendrá jamás. Asimismo, el hombre solo tiene una libertad: la de querer la libertad. Afortunadamente para él, confunde querer y alcanzar... Esa es su gran suerte, su ilusión salvadora.) Bussotti.1 La música contemporánea da la impresión de ser un coitus interruptus. Parece llegar, y luego no llega. El clímax siempre se malogra, se escamotea, a decir verdad es imposible. Es la más bella demostración de impotencia, de la que los autores no son sin embargo responsables: es el estadio al que la música ha llegado lo que explica ese jadeo trágico, ese deseo de hacer y la imposibilidad de lograrlo. Eso no se puede tramar. Mantenerse al día es propio de un espíritu que no persigue nada personal, que no es apto para la obsesión, es decir, para un problema interminable. El gran stárets* de Optina Pustyn, el P. Ambrosio (modelo seguramente del Zósima de Los hermanos Karamázov), le dijo un día a alguien que había ido a consultarle: «Debe escucharme y obedecerme desde la primera palabra. Si discute conmigo, soy capaz de ceder, y no sería por su bien». Solo tienen éxito las teorías que, aparentemente, lo explican todo (como el psicoanálisis) y en realidad nada. Se puede decir lo mismo de muchas teorías políticas: una ideología solo se extiende en la medida en que toca todas las esferas de la vida y se mete en lo que no le importa. Se convierte así en una explicación universal, en una violación universal, mejor dicho. X. Su estilo: cascada de adverbios. ¡Qué miserable tic! Si pudiese no emplear ninguno o al menos no abusar de ellos, sería agradable de leer. Pero en su juventud frecuentó demasiado a autores atronadores. «Que no se ponga el sol sobre vuestra cólera» (san Pablo). Es a mí a quien va dirigida esa intimación.

He observado que incluso aquellos que piensan en la muerte y hablan de ella sin cesar (E.I., por ejemplo) se comportan como si nunca tuvieran que morir, exactamente como la gente que nunca piensa en ella. Por más que rumiemos el único problema que importa, en la práctica no extraemos de él ninguna conclusión, y vivimos como si nunca tuviésemos que morir. Podemos concebir la muerte, pero no podemos percatarnos de ella. Y si realmente nos percatáramos de ella, si pudiéramos hacer ese acto de completa comprensión, sería imposible no extraer de ello las últimas consecuencias: el desierto. El monacato de los primeros siglos fue el resultado de una «percatación» semejante. Para permanecer en la verdad, para evitar la falsedad y la paradoja fácil, hay que transigir con ciertas banalidades y mezclarlas con consideraciones más personales y más aventuradas. La originalidad a toda costa es buena para los literatos; pero, en cuanto se persigue alguna verdad de orden espiritual, ya no se busca el efecto y el decir deja de contar. A veces me invade tal deseo de soledad que la imagen del desierto aparece espontáneamente en mi mente. San Antonio permaneció veinte años completamente aislado del mundo. ¡Veinte años! ¿Podríamos soportar semejante aislamiento sin la ayuda de la fe? Fuera de mis insuficiencias espirituales, lo que me hace no apto para la vida de ermitaño es mi régimen. No hay tiendas de dietética en el desierto. Acabo de hojear dos gruesos volúmenes sobre los hesicastas1 del teólogo bizantino Gregorio Palamás. Decepción, sensación de inutilidad, de «hilado» muy fino. Páginas y páginas sobre la luz divina, pero nada concreto, nutritivo, fecundo. Cuando comparo ese tratado con los Relatos de un peregrino ruso, qué diferencia, qué sabor en estos últimos, al lado de los cuales el primero no es más que fárrago, fárrago bizantino, sin embargo. En lo que respecta a la filosofía de la historia, no veo diferencia cualitativa entre la de Joaquín de Fiore y la de Hegel. Dos construcciones tan ordenadas, tan arbitrarias y tan caducas.

Si Tales, al principio de la filosofía, dijo que «todo está lleno de dioses», al final de la filosofía se puede decir, no solo por exigencias de simetría sino también por respeto por la evidencia, que «todo está vacío de dioses». Solo hay, en última instancia, dos recursos: la duda o el desierto. ¿Cómo elegir? Las dos fórmulas me convienen y me atraen por igual. Por desgracia, no se pueden vivir simultáneamente. Tal como yo soy, si adoptase una de ellas, añoraría inmediatamente la otra. Sin embargo, seamos honestos, es más fácil ser escéptico que ermitaño. El escepticismo es casi el punto central de mis interrogaciones. Quien quiera escribir algo correcto sobre mí debería analizar la función que ha cumplido en el conjunto de mis preocupaciones y de mis obsesiones. 24 de octubre. Me han pedido un pequeño texto sobre lo imaginario para un libro en el que colaborarán escritores y pintores. No tengo ningunas ganas de tratar ese tema. Sin embargo, debo hacerlo. Eso es lo que se llama escribir. Es decir, hablar de un problema que no se ve. Es una especie de instinto lo que nos permite una dosificación acertada de la paradoja y de la banalidad. Eso no se aprende en ningún arte de escribir. 29 de octubre. Acabo de escribir para una obra colectiva un pequeño texto sobre la imagen, más bien contra ella, que podría estar firmado por el creyente más ortodoxo. Y sin embargo nunca he estado tan lejos de una conversión a algo, sea lo que sea. Se trata de un «empuje» místico, de un estado febril que me invade de vez en cuando. Si Diógenes hubiera vivido en los primeros siglos de nuestra era, habría rivalizado con los ermitaños más extravagantes. Los cínicos fueron los santos del paganismo. Lo que queda de un ser: algunas palabras descabelladas, algunos actos insólitos, ya sea por su heroísmo, ya sea —la mayoría de las veces— por su inconveniencia.

Digan lo que digan: me gustan, siempre me han gustado, las posiciones extremas y los sentimientos más desmesurados. 30 de octubre. Recibo cartas de jóvenes que han leído el Breviario. Todos son más o menos desequilibrados, la mayoría pobres diablos (a propósito, el título del libro debería haber sido: Manual del pobre diablo). Ayudar a los demás está muy bien; el problema es que eso les da derechos sobre nosotros. Cualquier buena acción esclaviza. Nos pone a merced del beneficiario. No hay relaciones más tortuosas, más sutiles y más pérfidas que las que se dan entre el que da y el que recibe. ¿Cuál depende del otro? ¿Cuál se debe a la delicadeza y a la consideración? El benefactor en primer lugar. Es tan humillante dar como recibir. Cualquier forma de comercio entre los hombres acaba en una humillación. Un miserable es un pelma que tenemos que soportar. La caridad ignora la idea de pelma. Por eso es tan difícil de practicar. Con la obsesión por la caducidad no se puede llevar nada a cabo. Esa obsesión es, por lo tanto, perjudicial, malsana. Sí, seguramente, pero corresponde a una visión acertada, está peligrosamente cerca de la verdad. Entonces, ¿el acto sería mentira y fruto de la mentira? Sí, eso mismo. Solo nos acercamos a esa visión acertada cuando todo se va al carajo: en las «crisis depresivas», en las desgracias, en las catástrofes, en las pesadillas, en la «resaca», en las noches en vela. Un texto plagado de citas, ¿qué demuestra? ¿Modestia? ¿Cobardía? ¿O competencia? Más que todo eso, una voluntad de indicar que el tema no te concierne directamente. 1 de noviembre. Todos los Santos. Paseo siguiendo el curso del Essonne, de Grainville a Malesherbes. De una belleza extraordinaria. Me parece que nunca he visto un otoño semejante. Todo es oro y cobre. Lo «bello» solo

tiene sentido cuando se aplica a las apariencias. Analiza esos paisajes: nada queda de ellos. Para apreciarlos hay que dejarse llevar por la sensación y agotarse en la percepción. Muy cerca de Malesherbes, el cementerio de Nanteau, que domina el pueblo del mismo nombre y el valle. En él veo a una chica embarazada, que ha ido a adornar con flores alguna tumba. ¿Es posible que no piense que lleva a un mortal, a un futuro cadáver? Si hay dos cosas irreconciliables, son la imagen de esa fecundidad insolente en medio de esas cruces siniestras, ese vientre prominente, agresivo, y esas tumbas tan terriblemente modestas. ¡Una promesa y el fin de cualquier promesa! La ilusión y la culminación. 2 de noviembre. Si hubiera tenido un hijo, habría sido un asesino. Esa es una convicción mía muy antigua, y que ha dirigido varias resoluciones importantes que he tomado durante mi vida. «... comprendiendo que su tiempo tocaba a su fin...» Leo eso en una biografía. Nunca me ha impresionado tanto esa expresión como esta mañana. A decir verdad, nunca me ha llamado la atención. Sin embargo, se trata justamente de eso para cada uno de nosotros, del tiempo que nos es concedido. Habría que decir: Mi tiempo toca a su fin. No soy yo quien muere, es mi tiempo el que se agota, ese tiempo que me fue dado... Al final, vivir se reduce a un proceso impersonal sin significación en sí mismo. Existo, lleno un intervalo, ocupo un poco de tiempo, y nada más. Carta certificada de P.M., que me pregunta por qué no respondí a su carta de septiembre. Cree que dejé de hacerlo porque era demasiado sombría. No puedo decirles a esos viejos amigos hasta qué punto soy indiferente a nuestra ginte.1 Además, en su carta había algo que me puso de mal humor: en ella decía que yo era su único amigo. No me gusta esa manera brutal de aferrarse a mí, de hacerme responsable de la suerte del prójimo, ese requerimiento de amistad, esa dramatización de relaciones que deberían permanecer abstractas. Comprendo, comprendo la soledad de la gente de

allí. M. me dice que no ve a nadie desde hace más de dos meses. Es trágico, pero lo envidio. Aquí, yo veo casi todo el tiempo a gente con la que preferiría no encontrarme, tengo que defenderme, preservar mi soledad, reducir mis citas al mínimo. Allí, ellos creen que solo los tenemos a ellos, que están en el centro de nuestras preocupaciones. Cometí un gran error al recuperar el contacto con mis viejos amigos: solo puedo decepcionarlos. Porque no tengo nada que aportarles en ningún sentido, y ellos tampoco, puesto que sus historias necesariamente se repiten y, a fin de cuentas, siempre es lo mismo. Estoy harto, harto, harto. Decimos de los muertos: los desaparecidos. Y justamente han desaparecido, en efecto. Sin dejar rastro, y como si no hubiesen existido jamás. Creemos que empleamos un eufemismo, pero en realidad desaparecido es más fuerte, más terrible que muerto. Difunto también es un falso eufemismo. En la idea de desaparición hay un matiz de deserción, de huida, de infidelidad que concuerda bastante bien con el hecho de morir, de irse al carajo. 4 de noviembre. «Se dice que un monje chan (zen chino) entró en un templo y escupió sobre la estatua de Buda. Cuando lo criticaron, dijo: “Por favor, muéstrenme un lugar donde no esté Buda”.» («Relato sobre la transmisión de la Luz», Historia de la filosofía china) El sentimiento religioso se reduce a la sensación de omnipresencia de lo divino. Pero no siempre se siente el misterio. La mayoría de las veces solo se percibe a trompicones y de tarde en tarde. Así, se tienen accesos de religiosidad. No existe un estado religioso duradero. La mayoría de las veces el creyente recuerda que es creyente: sabe que lo es, aun cuando su fe parezca apagada o desvanecida. En el fondo hago todo lo que hacen los demás, pero ya no lo hago de manera instintiva. Es lo que en otra ocasión llamé «vivir sin convicción». Es decir, sentimos más o menos todos los deseos y todas las satisfacciones comunes, pero algo se ha roto; y, si no hay rotura, hay indiferencia; ya no

estamos dentro, es imposible identificarnos con ningún acto, sin embargo realizamos todos los actos, formamos parte exteriormente de la sociedad, incluso de la masa. Pero hemos visto detrás de las cosas, hemos percibido su no realidad, su vacuidad congénita. Siempre crece un intervalo entre uno mismo y el acto, entre el acto y la cosa. Dejamos para siempre de estar enteros. Ya nunca más seremos todo uno con lo que hacemos. Ya no habrá soldadura entre el sí mismo y el ser. Porque ya nunca más habrá ser en el antiguo sentido de la palabra. ¿Todo se ha vuelto apariencia? No. Pero ya nada es, ya nada se parece a lo que era antes. No es lo real lo que se transfigura, es el vacío. Desperté pronto al sentimiento de la precariedad universal. Unos despiertan a lo Duradero; otros, a lo Precario. Ese fue mi caso: solo he percibido, en todo, lo que no puede durar. Desperté a lo Insubsistente. Lo Insubsistente fue pronto mi ídolo. Estaba ebrio de precariedad, y todavía lo estoy. Sabía que nada estaba llamado a durar, sufría por ello y me deleitaba en ello al mismo tiempo. Hasta el granito es decepcionante, como todo lo que comenzó. Salvando las distancias, Diógenes estaba tan desapegado de la vida como Buda. (O mejor dicho: Diógenes era un Buda farsante, un Buda curioso. Fundamentalmente, estaba tan apegado a las apariencias como el sabio hindú.) Descubrimos en el cínico veleidades de salvador, él quería, efectivamente, la mejora de los hombres. Sus extravagancias no eran gratuitas. La multitud se daba perfecta cuenta de ello, y los refinados también. Lo querían y lo temían. Su superioridad sobre Buda es no haber tenido una doctrina coherente, elaborada, haber querido hacer libres a los hombres y nada más. Libres, y no liberados. (Quizá la liberación solo sea una cadena más, la más sutil en apariencia, la más pesada en realidad, puesto que nunca nos libraremos de ella.) 5 de noviembre. Ataque de nervios en la calle. En el quiosco de periódicos he estado a punto de pelearme con la buena mujer; en el mercado le he echado la bronca a la vendedora, que, al ver mi despiste, quería

manifiestamente engañarme. ¡Qué horrible! Sabía que, al salir de casa, cualquier cosa me pondría fuera de mí. ¡Y pensar que antaño ambicionaba ser el émulo de Buda! Lo que es tranquilizador es el desprecio de Diógenes por Platón. (Diógenes había comprendido; Platón, no. El cínico era un sabio; el «divino», no.) He leído recientemente, ya no sé dónde (sí, acabo de acordarme, en el Journal de Genève), que es una suerte que yo no sea jefe de Estado, dictador o el amo de mundo, porque, con mis ideas, no tardaría en volarlo todo. Esta mañana, en efecto, si hubiese tenido el poder de determinar el destino del mundo, pues sí, no habría dudado en acabar con todo. (El hombre que más odio en el mundo es Hitler; sin embargo, no puedo dejar de pensar que, en lo tocante a nerviosismo, es el ser al que más me parezco.) Sentir impulsos destructores no es ser malo, solo es estar desequilibrado. Se puede ser bueno y monstruo, ángel y asesino, al mismo tiempo. La pureza es compatible con los instintos más espantosos. ¡Desconfía de todos los que han estado a punto de ser santos! El editor ha publicado todas las páginas que le envié excepto una, en la que decía que «me habría gustado ser hijo de verdugo». Siempre he sufrido por haber nacido de padres honorables. Pero eso es algo que no se puede decir, porque no se sabe cómo hacerlo comprender y aceptar. Habría preferido tener a monstruos como antecedentes, aunque solo fuese para poder odiarlos. Siempre he envidiado a los que tienen razones para detestar a sus padres. 6 de noviembre. La muerte solo tiene sentido en el mundo de la pluralidad, de la diversidad. Deja de ser un objeto de fascinación o de terror tan pronto como se asciende a la visión de la Unidad. En el Uno no hay vivos, no hay muertos. Es una vida que no se parece a la muerte. Quizá sea eso lo que llamamos paz.

Mientras no nos hayamos elevado por encima del vivir y del morir, seguiremos siendo esclavos de las peores apariencias. La idea de la muerte solo hostiga a aquellos que no pueden alejarse de lo múltiple y de lo diverso, es decir, a la casi totalidad de los vivos. Y precisamente por eso se pueden llamar a sí mismos mortales. ¿Por qué no llamamos mortal a un perro, a una rata, a un caballo? ¿Por qué solo lo decimos del hombre? Seguramente porque solo él sabe que muere. El que no lo sabe no muere. Es en ese sentido en el que el hombre era eterno en el Paraíso. Moría en él, pero ignoraba que moría. El hombre no recuperará jamás la beatitud del no conocimiento. La eternidad es el privilegio del no saber. Se ha perdido para el hombre, que ya no podrá alcanzarla y vivirla, pero que hará de ella todavía más el objeto de sus pensamientos. La imagen solo tiene realidad y significación en el mundo de la diversidad, del que es realmente la expresión; en el Uno no hay sitio para ella. Acabo de hojear el Diario de Klee. ¡Qué decepción! ¡Qué más da! Jamás olvidaré la sensación de plenitud que tuve en la exposición de su obra, hace algunos meses. Los críticos confunden verborrea y aliento, prolijidad y fuerza. Todas esas novelas ilegibles de las que tan bien se habla, yo preferiría el paredón a la obligación de leerlas. Estoy hasta tal punto irritado con todo lo inútil, de más, que hay en un libro, que son realmente pocos los que consigo empezar a leer. Veo, en cualquier página por la que abra una obra, lo que en ella hay de superfluo, toda la paja, en fin, que comúnmente llamamos «literatura». Si debo algo a los moralistas franceses es el culto a la concisión, el horror al estilo difuso, la percepción que tengo de la impostura en las letras, en filosofía y en el trato cotidiano. Ahora bien, para mí, verborrea e impostura son términos equivalentes. (Hasta puede ser que cualquier «literatura» no sea más que impostura. Las excepciones son escasas. Pero existen.)

El pesimismo..., una enfermedad de familia. Todos los míos la han padecido. Mi hermano está en el mismo punto que yo al respecto. Mi padre, un ansioso flagrante, temeroso de todo, increíblemente honesto, modesto y de poco fuste; mi madre, ambiciosa, farsante, alegre y amarga según el momento, activa, obstinada, de una vanidad poco común y extremadamente capaz, de una mentalidad mucho más fina que la de mi padre, en el fondo devastada interiormente y decepcionada. Yo he heredado casi todos sus defectos y algunas de sus cualidades, pero no tengo nada de su energía ni de su empeño. Al lado de ella no soy más que un veleidoso, un aspirante, una promesa (¡a los sesenta años!). Hace un rato, mientras escuchaba El Mesías, no dejaba de repetir: «La sensación de serlo todo y la evidencia de no ser nada» (Valéry). En esa oposición simétrica se agota el sentido de todo lo que he pensado y sentido. Esa es mi fórmula, mi lema, y, siempre que me la repito, me arrepiento de haber tratado a Valéry tan impertinentemente. Admirar..., eso es lo mejor que podemos hacer en este bajo mundo, y lo más noble. Es el sentimiento más exaltante, y el único que reemplaza ventajosamente al sentimiento religioso. Hay una plenitud en la admiración que no existe en la veneración, ya que esta última implica una pizca de empeño y de temor, mientras que la otra tiene algo autónomo, soberano, triunfal. 9 de noviembre Aristóteles definió la esperanza: sueño del hombre despierto (en Diógenes Laercio). Tensión, 14..., ¡gracias a la homeopatía! En París ya no se puede ver un solo animal auténtico. El perro y el gato están demasiado humanizados para merecer ser situados entre los rivales o las víctimas del hombre. Uno y otro parecen traidores. Y lo son, en efecto. Los «colaboracionistas» de la zoología.

Por la mañana me he vuelto a meter en la cama y durante media hora he pensado en el vedānta, con la sensación de haberlo comprendido o, mejor dicho, sentido. Me parece que he percibido por primera vez el sentido del Ātman y del Brahman, su comunicación y también la posibilidad de su identidad. El vedānta es más exaltante que el budismo, pero el budismo es más directo, más prosaico y también más radical; además, con él se corre menos el riesgo de engañarse, de seguir una ilusión. En efecto, no quiere decir nada abandonar el budismo, puesto que el postulado en el que se basa es que todo es ilusorio, así que ¿qué podríamos abandonar aún, una vez que nos atenemos a dicho postulado? Mientras que el vedānta, si declara ilusorio este mundo, pone, en cambio, esos dos, el Brahman y el Ātman, en uno, como realidad suprema. Ahora bien, todo lo que afirma y proclama lo real, lo absoluto si se quiere, corre el riesgo de ser invalidado o de inspirar dudas. Es fácil abandonar el ser; pero, cuando se construye, como Buda, sin preocuparse por el ser, ni siquiera por el no ser, no veo qué se abandonaría. Solo el ser puede decepcionar; pero, cuando se sustituye por nada, ese nada, necesariamente simulacro del ser, ¿cómo iba a decepcionar, puesto que no se espera nada de él, precisamente? 10 de noviembre Muerte de De Gaulle. Muerte de Comarnescu.1 Releo, después de treinta años, La légende de la mort, de Anatole Le Braz, y siento la misma impresión que antaño: ¡que Bretaña se parece a la Rumanía de mi infancia! Pienso en esas buenas mujeres que, en Răşinari, venían a ver a mi padre para contarle sus sueños premonitorios y sus terrores de todo tipo. El mundo primitivo es el mundo del pánico. Mi visión del pasado es errónea: cuanto más nos remontamos hacia los orígenes, más nos hundimos en el terror. Pero lo contrario también es cierto: cuanto más vamos hacia el futuro, más nos acercamos a una forma de terror nueva, insólita y seguramente tan intensa como la de los comienzos.

Realmente, ¡ya no se sabe! Todo es nada, así que todo es en cierto modo, todo existe como nada. (La nada, en ese sentido, atañe al sentimiento y no al razonamiento.) Le había prometido a F.B. prestarme a participar en un programa para la televisión suiza que duraría diez minutos. F.B. ha venido acompañado de tres técnicos, que se han instalado en el apartamento, han tomado sus medidas, me han «manipulado» a su antojo. Eso durará dos días más. Me dejo avasallar. Tengo la impresión de asistir vivo a mi entierro. No habría que aceptar nada. Pero aprecio mucho a F.B., y no podía negarme sin ser grosero. Además, parecía incómodo y se disculpó por las molestias, etc. 12 de noviembre de 1970 En 1937, cuando dejé Rumanía, debería haber ido a Inglaterra. No tengo nada en común con los ingleses, son dueños de sí mismos, no son ni expansivos ni agresivos, les repugna la confidencia, no se encolerizan. A su lado yo habría aprendido un poco de porte. Junto a los parisienses, cuyos defectos los comparto todos, no dejo de estar encolerizado. Tienen el don de ponerme fuera de mí con su irritabilidad, con sus modales impertinentes, con sus aires pretenciosos, con su vanidad..., defectos, todos, que en absoluto me son ajenos. Cada día debo esforzarme —la mayoría de las veces sin conseguirlo— para no pelearme con la gente, que precisamente no espera otra cosa; incluso se decepciona, se disgusta, si te contienes, si no te prestas a la comedia de la rabia. Con los ingleses habría saboreado una paz, una serenidad, una despreocupación, un equilibrio quizá fingido, quizá imitado; pero ¡ese tipo de contagio es tan benéfico para las naturalezas insatisfechas, carcomidas, histéricas! ¿De qué me habrá servido padecer, agitarme, atormentarme, para llegar a las mismas conclusiones que el Eclesiastés, que Job, que Pirrón..., que todos esos espíritus que se consagraron a la duda y a la ansiedad? ¿Para qué dar una versión nueva de una estupefacción cumplida, «perfecta»?

Una gran pasión que se agota y desaparece, ¿qué deja tras de sí sino un regusto a irrealidad? Una vida, apasionada o no, es lo mismo: no deja nada sólido tras de sí, puesto que cualquier vida, en el fondo, podría no haber sido y, desvanecida, no es más verdadera ni más real que una pasión superada. A menudo tengo la impresión de que, en efecto, he superado mi vida, no en el sentido de que me sobrevivo a mí mismo, sino de que ya no tengo qué vivir, de que he comprendido lo que eso, vivir, significa precisamente. La vida es algo extraordinario... que no tiene ningún sentido. Esa es la paradoja que vivo cada día. Eso es tanto como decir que participa de la naturaleza de lo monstruoso, que es monstruosa en su esencia. He rezumado dudas para neutralizar mis delirios. Con ello he saboteado mi misión y paralizado mis dotes. De Gaulle: su fuerza fue no haber perdonado nunca a nadie. Un oportunista... inflexible, un arrebatado... astuto. ¡Imagínese a un Talleyrand mostrando convicciones! 16 de noviembre. Para diez minutos de programa, cuatro días dando el coñazo. Así pues, la televisión suiza alemana ha venido a mi casa. Ayer, domingo, la portera subió y, con tono autoritario, me dijo que no permitía que se tomaran vistas del patio ni de la escalera, que se necesitaba la autorización del propietario, que no estaba allí. ¿Qué hacer? Pedí a mis amigos helvéticos que renunciasen a fotografiar el edificio. Pero la actitud de la Hausmeisterin1 me irritó. En aquel momento me contuve, puesto que habría sido ridículo armar un escándalo. Unos minutos después, pálido de cólera, me puse a escribir en un trozo de papel, para liberarme de ella, insultos dirigidos a esa señora, lo que me calmó inmediatamente. Añado que ese ejercicio «literario» fue facilitado por el operador, que me pidió que fingiera escribir para poder sorprenderme en flagrante delito de actividad.

Recuerdo haberle dicho esto a un teólogo teilhardiano que parecía minimizar el pecado original: «Pero el pecado original es su sostén; sin él se moriría de hambre, porque su trabajo ya no tendría ningún sentido». Por toda respuesta, me trató de «pesimista». «Pero, si no hay pecado original, ¿para qué vino Jesús? ¿Para redimir a quién y qué?» Pareció insensible a esa objeción. ¿Quién diría que hoy solo los incrédulos se preocupan de salvaguardar la fe? En la entrevista para la televisión suiza he dicho que los únicos contemporáneos verdaderos son aquellos con los que tenemos afinidades espirituales, y que, por ejemplo, Lao-Tsé me es más próximo que Sartre. Debería haber dicho Pascal en lugar del sabio chino, por aquello de la simetría. (Puesto que se puede decir que Sartre es un anti-Pascal o, mejor dicho, que es apascaliano, como se es apolítico o amusical.) El escepticismo es la voluptuosidad del impase. De manera absoluta, importa poco que uno sea estafador o santo. La mente confusa no es una mente profunda, sino una mente que no sabe lo que quiere decir ni adónde quiere llegar. (Durante la entrevista con F.B. me despisté, no veía cómo continuar, sentía que perdía el hilo: lo que decía podía parecer profundo; en realidad no significaba nada. Pienso en tal o en cual que creen poder dar el pego, y lo dan, en efecto, ante imbéciles. El peligro de la improvisación es o decir lo contrario de lo que se querría sostener o embrollarse, liarse. Conozco por experiencia ese doble riesgo, y por eso me da tanto miedo presentarme ante un público.) Es muy difícil para mí responder a la pregunta que a menudo me hacen sobre las razones de mi interés por la mística. Hace ahora cuarenta años que me «ocupo» de ella, de manera intermitente, es cierto, pero con una curiosidad apasionada, nunca desmentida.

Soy un escéptico incompleto. Toda la parte de mí que no ha sido absorbida o devorada por la duda se vuelve hacia lo opuesto. De ahí ese presentimiento del éxtasis, que representa ese sector de mi ser que el escepticismo no ha logrado invadir. El extraordinario caso de Mollie Fancher. Un día su médico le dice que tiene prisa porque su mujer lo espera con un pollo que no debe enfriarse. Inmediatamente después, la enferma cambia de personalidad: ¡se convierte en otra durante trece años! Es un agujero en su vida: no se acuerda de nada, es como si no hubiera vivido esos largos años. Al cabo de trece años, vuelve a su personalidad anterior y lo primero que le pregunta a su doctor es si el pollo estaba bueno. Cualquier estado intenso es necesariamente malsano, ya se trate del amor, del entusiasmo o del terror. Normalmente, deberíamos atenernos a las necesidades, satisfacerlas y evitar todo lo que pudiera complicarlas, «ahondarlas». Creo haber experimentado de una manera más terrible que Proust el «tiempo recobrado». No fue en una recepción donde volví a ver a mis amigos y a mis contactos de antaño, yo tuve que aguantar su espantoso desfile durante diez años. Tener visiones..., ¿cómo un psiquiatra, un pobre diablo, podría comprender semejante fenómeno? De los veinte a los veinticinco años, durante mi periodo de insomnios, podía comprender cualquier fenómeno «sobrenatural», y por pura introspección, puesto que lo sentía dentro de mí; me consideraba capaz no solo de sentirlo y de imaginarlo, sino también de producirlo. Sin ser creyente, por lo tanto sin ayuda de la fe, podía meterme en el pellejo del místico más ferviente, el más «desenfrenado». Sabía exactamente lo que significaba el estado de gracia, y accedía a él sin recurrir a Dios, simplemente dejándome llevar por mis impulsos y por mis fiebres, por mis noches en vela sobre todo. ¡La enorme cantidad de vigilias que pude acumular entonces! Todavía siento su peso y su horror, horror compensado

de vez en cuando con explosiones de alegría apenas tolerables, tan fuertes y sublevadoras (?) eran, tanto me llevaban hacia extremos desproporcionados respecto a lo que yo podía soportar. Rompían las barreras de mi naturaleza. 18 de noviembre Soy un discípulo de Job, pero un discípulo infiel, puesto que no he podido adquirir las certezas del Maestro, solo lo he seguido en sus gritos... Dostoievski es, después de Gógol, el mayor genio satírico de Rusia. ¡Qué admirable retrato grotesco de los byronianos rusos acabo de leer en la recopilación Récits polémiques, de La Pléiade!1 Es del mismo tenor que Los demonios, en el aspecto caricaturesco, se entiende. Existen dos saberes: el que es indiferente a las consecuencias prácticas y el que las considera y las tiene en cuenta. El verdadero saber es el primero: no retrocede ante nada; no se preocupa de las reacciones «humanas»; acepta la «verdad», aunque sea fatal para el hombre. El otro está hecho de contemplaciones. Es un saber «inferior», de segundo orden, un saber útil, un saber que ayuda a vivir, que miente, por consiguiente. Cada uno tiene su demencia: la mía es creerme el hombre más desengañado que haya existido jamás. El exceso de esa pretensión demuestra su irrealidad. Eso no quita que a veces tenga la sensación de que nadie está ni podrá estar menos engañado de lo que yo lo he estado en algunos momentos, en algunos momentos solamente. Puesto que todo en mí es coyuntura, fecha, instante, sensación precisamente. La única revolución, la única perturbación que me interesa y que, a decir verdad, concibo es el Apocalipsis. Una mutación social no es lo bastante importante. 19 de noviembre. San Agustín: toda la retórica de Cicerón, con una dimensión interior. Prolijidad de orador y pensamiento profundo. ¡Qué confluencia!

20 de noviembre Esta mañana en la cama, certeza luminosa: solo vivimos con vistas a la muerte. Ella lo es todo; la vida no es nada. Y sin embargo la muerte no tiene ninguna realidad, quiero decir que no existe algo que sea la muerte, independientemente de la vida. Pero es precisamente esa ausencia de autonomía, de realidad distinta, lo que vuelve universal, omnipresente, la muerte: está realmente por todas partes, porque no tiene límites y desafía, como Dios, cualquier definición. Ayer, día bastante eufórico. Intentaba afligirme, pensar que en el fondo estoy condenado a la muerte, que estoy virtualmente muerto, como cualquier vivo; esa evidencia aterradora no tenía ninguna influencia sobre mí, yo seguía alegrándome sin motivo, impulsado por yo no sé qué fuerza misteriosa..., y seguramente ese júbilo de origen misterioso es lo que sienten todos los que se atarean y combaten, los que producen a secas. Ellos no quieren ni pueden pensar en la muerte; aunque pensaran en ella, no tendría importancia, como fue mi caso en ese día «bendito». El personaje que yo era hacia 1938-1939, tal como se deduce del Diario de Vlasiu, lo recuerdo pero no tiene ninguna realidad, solo la de esos seres que nos han perseguido en nuestros sueños durante mucho tiempo y que, después, se han desvanecido. Si, a treinta años de distancia, mi vida de entonces se me aparece así, ¿cómo sorprenderse de que, una vez desaparecidos, ya no seamos nada para aquellos que nos sobreviven? Me veo pequeño, casi fantasmal, como se ve a alguien al final de un catalejo dispuesto para alejar las figuras. O si no: parezco estar al final de un túnel, sombra al fondo de una sombra. Anoche, X quería leernos algo, aunque solo fuese un capítulo, de sus memorias. Hice todo lo que pude para disuadirlo de ello. Esa necesidad de aprobación que siente cualquier escritor, el escritorzuelo la siente aún más encarecidamente. Yo reconozco sentirla muy intensamente, pero me domino. Habría que acostumbrarse a la idea de que no se nos lee, o de que, si se hace, es superficialmente y sin convicción. No atribuir ningún interés,

ningún valor a la opinión del prójimo, escribir como si nadie debiera leernos nunca, así es como deberíamos comportarnos. Seríamos mucho más felices. Sí, seguramente, pero pronto dejaríamos de manifestarnos y, por lo tanto, de escribir. Lo que le escribí a M. hace veinte años sigue siendo cierto: soy un discípulo de Job y de Chamfort. Sin embargo, sin ellos habría sido el mismo y habría tenido exactamente la misma visión de las cosas. ¿Lo que les debo? Nada, solo el consuelo de un parentesco, la conciencia tranquilizadora de saber que no estás solo, que otros han berreado o se han reído burlonamente de la misma manera... Ayer, domingo, paseo por Milly. Esa capilla del siglo XII, profanada una primera vez por el pintarrajo de Cocteau, lo fue una segunda vez por la inhumación de este: ¡esa gran losa, en medio, que cubre a un saltimbanqui! Qué vergüenza cuando se piensa que se iba a rezar a esa capilla durante la epidemia de peste, consecutiva a las cruzadas. En cuanto escribimos sin pasión, aburrimos y nos aburrimos. Y sin embargo todo lo que tenemos que decir deberíamos decirlo en frío. Yo lo he intentado cultivando el aforismo, ese fuego sin llama. Por eso nadie se ha sentido tentado a calentarse con él. Esta tarde, Celan ocupará un lugar de honor en el Instituto Alemán. Tenía encanto, no hay ninguna duda al respecto. Y, sin embargo, ¡qué hombre imposible! Tras una velada con él estabas agotado, porque la necesidad de controlarte, de no decir nada que pudiera herirlo (y todo lo hería), al final te dejaba sin fuerzas y totalmente disgustado, con él y contigo mismo. Te arrepentías de haber sido tan cobarde, de haber tenido hasta tal punto consideración con él y de no haber estallado finalmente.

Homenaje a Celan en el Centro Alemán. El actor que ha leído los poemas, ya habría querido yo que los actores que leen poemas en Francia estuviesen ahí para ver cómo se debe leer poesía. (Un poeta francés que ha leído tres páginas a su manera, a modo de introducción a la sesión, ha creído oportuno repetir tres veces exorbitante aplicado a la atención con la que se debe leer a Celan. He estado a punto de silbarle, pero ni el momento ni el carácter de la solemnidad se han prestado a ello.) Me sorprende ver hasta qué punto incluso Celan, que tenía algo que decir, estaba atormentado con las cuestiones de lenguaje. La palabra era una obsesión en él... y, castigo merecido, lo menos real que hay en su poesía es esa acrobacia verbal en la que iba a desembocar. La poesía actual perece por el lenguaje, por el exceso de atención que esta le consagra, por esa idolatría funesta. La reflexión sobre el lenguaje habría matado incluso a Shakespeare. El amor por las palabras, sí; pero no la insistencia sobre ellas. La primera pasión es generadora de poemas; la segunda, de parodia de poemas. Tan pronto como estoy en una reunión, sea cual sea, me siento incómodo e inducido a la extravagancia y a la negación. Casi siempre digo lo contrario de lo que ahí se dice, y renegaría de mis convicciones más inveteradas antes que juntarme con tal orador o con tal interlocutor que fueran de mi opinión. Todos los que me han conocido en el mundo tienen una idea falsa de mí, es decir, verdadera, en la medida en que tengo un rostro social. Ese rostro existe, pero no expresa ni siquiera mis apariencias, mis mentiras. Comprendo que este o aquel me hayan tomado por un impostor, puesto que ante mí mismo lo parezco cuando estoy entre mis semejantes. Si fuera depurado (?) interiormente, sería con los demás como soy conmigo mismo; mis impurezas (orgullo, acritud, vanidad, etc.) me incomodan y me hacen desempeñar un papel ajeno a lo verdadero que debe de haber en mí.

Mañana espléndida, divina, en el Luxemburgo. Veía a la gente pasar y volver a pasar, y me decía que nosotros, los vivos (¡los vivos!), solo estamos aquí para rozar por un tiempo la superficie de la tierra. En lugar de mirar el careto de los transeúntes, miraba sus pies, y todos esos seres no eran para mí más que pasos, pasos que iban en todas direcciones, danza desordenada en la que sería vano fijarse... Estaba reflexionando sobre eso cuando, al levantar la cabeza, divisé a Beckett, ese hombre exquisito cuya presencia tiene algo singularmente benéfico. La operación de cataratas, realizada en un solo ojo de momento, ha salido muy bien. Empieza a ver de lejos, cosa que no hacía antes. «Voy a acabar volviéndome extrovertido», me dijo. «A los comentaristas futuros les corresponderá encontrar la razón de ello», añadí. B. me telefonea. Contrariamente a mis resoluciones respecto a él, he sido muy amable. Si me ha llamado es porque me necesita. En septiembre lo vi en mi barrio con una chica. Eso él no lo sabe. ¿Se puede uno imaginar que yo vaya a Nueva York y que pase cerca de su domicilio sin avisarle? Hace diez años que traduce cosas mías. Mis rencores son débiles, logro vencerlos fácilmente..., de momento, puesto que persisten, esa es su definición, mucho tiempo y reaparecen cuando menos lo espero. Un escéptico consecuente, profesional, debería ser incapaz de rencor. (¿Por qué «profesional»? Porque, cada día, yo voy hacia la Duda como otros van a su oficina.) 25 de noviembre. Solo hay que escribir cuando se tiene algo que decir. Tengo la impresión de que, en muchos poemas de su último estilo, Celan solo recurrió a las palabras, con todo lo que ello implica: engañar y engañarse, dar el pego, rodearse de misterio, parecer más profundo de lo que se es. No conozco nada más inútil que escribir sobre un poeta, sobre un pintor, sobre un músico, sobre cualquiera que haya hecho una obra que solo puede ser apreciada sin comentarios. Cualquier exégesis es profanación. Un texto explicado ya no es un texto, como un cadáver ya no es un cuerpo. La

historia de la filosofía es la negación de la filosofía. Se combate con una idea, no se describen sus etapas. Hay que prohibir la erudición. También la crítica. Recuperemos la inocencia. Seamos destructores. Existe en París un Centro Nacional de Catástrofes. L. tiene todos los dones, así que no tiene ninguno. Él mismo reconoce que no tiene vocación. La vocación es una opción; ahora bien, por naturaleza, él no puede optar. Son precisamente sus dones los que se lo impiden. Él es consciente de ello y se aflige. Ha intentado escribir. Fracasos de medio a medio. Para hacer literatura es necesario un mínimo de ferocidad. A él le repugna, es incapaz de ella; sus personajes son fantoches. Lo máximo que puede realizar es en el género triste y amable. Cae en lo convencional por culpa de sus talentos, que no pueden afirmarse porque se neutralizan los unos a los otros. Estéril por incapacidad orgánica de especializarse, por un obstáculo instintivo a la irrupción, por lo tanto al talento. No sabe limitarse: no podrá dejar su sello en nada. Kant, en Crítica del juicio, habla de las artes que nunca ha practicado ni, a decir verdad, conocido; Nietzsche describe el mecanismo de la pasión y de las pasiones en general, que ha ignorado como experiencias vividas, mejor de lo que lo habría hecho un hedonista desengañado. Las saca de sí mismo, como Kant hizo con lo Bello y con las demás categorías estéticas. Quizá sea esa la forma más pura de conocimiento. La verdad está en el desaliento. Así que el coraje y la esperanza son engañosos, no cognoscentes, falsos. Vivir es optar por lo no real, por lo no verdadero. Hay un heroísmo de la verdad y un heroísmo de la mentira. ¿Por cuál decidirse? Los hay que pasan toda su existencia del uno al otro, sin poder decidirse por uno. Y puede que en esa oscilación resida el verdadero secreto o, al menos, el arte de no engañarse. 26 de noviembre

La mística no es la fe, es la aventura del yo hacia lo absoluto, es el itinerario del alma debatida entre el conocimiento y el goce. ¡Qué cerca me siento de los escritores rusos, cómo los comprendo! Que provengo de su tierra lo atestigua mi aspecto, así como los estremecimientos más profundos. La misma necesidad de perder pie..., de intoxicarse de vértigo, de revolcarse en la desmesura, el mismo mal gusto doloroso, crispado. 27 de noviembre. No es el absurdo lo que se opone al misterio, es la nada. El misterio es señal de ser. Allí donde está, indica una plenitud oculta. Mientras tenemos el sentimiento del misterio conservamos implícitamente una dimensión religiosa. Puesto que ser religioso es sentir el misterio, incluso fuera de cualquier forma de fe. Un escéptico, en la medida en que experimenta ese sentimiento, corre el riesgo de dar un día un salto fuera de la duda. Debo reconocer que yo no siempre siento la presencia del misterio. A veces soy totalmente insensible a él. Así, en el aburrimiento todo me parece desprovisto de segundo plano, de posibilidad de desembocar en algo, en alguna realidad afortunadamente inaccesible pero inexistente. El aburrimiento, como evaluación global de lo real, está en las antípodas de lo misterioso. En el aburrimiento ya nada nos fascina, ni siquiera la nada del aburrimiento. (El misterio fascina, ya que incluso el pavor inspira algo fascinante.) «La plegaria ininterrumpida», tal como la preconizaron los hesicastas,1 yo no podría alcanzarla, aun cuando perdiera la razón. Además, solo comprendo bien los lados negativos de la ascesis, y ni por un momento me interesaría por ella si no encontrásemos en abundancia en ella todas las cosas que me gustan y que practico: «acedía», tentación, demonio, sensualidad, glotonería, asco de uno mismo, amor perverso por el desierto, horror y nostalgia del mundo. Soy un calco del mal monje.

Tan pronto como hacemos profesión de duda, pertenecemos a una orden, con todo lo que ello supone, uniforme inclusive. Llevo la sotana del escéptico. El silencio inesperado en medio de una conversación te lleva de repente a lo esencial, te revela todo lo que el hombre ha perdido al inventar la palabra. No puedo resignarme a no ser ya nada. Sin embargo, nunca he sido nada. Eso es cierto, con la salvedad de que durante mucho tiempo quise ser, y esa voluntad no la consigo contener: existe, puesto que ha existido, me atormenta aunque yo ya no la tenga. Pero es ella la que me tiene a mí, la que me posee. Por más que me afane en relegarla a mi pasado, se niega a ello y me domina porque, al no haber sido nunca satisfecha, cumplida, no está gastada, se ha mantenido intacta. Pero yo siempre protesto, no quiero plegarme a sus conminaciones. ¡Menudo aprieto!... No lo conseguiré nunca. 30 de noviembre. En las publicaciones francesas de hoy, la palabra pueblo está escrita, sobre todo por los jóvenes, con un trémolo que recuerda la peor retórica de 1789. Acabo de hojear un artículo imbécil y delirante sobre Marat. Apenas es creíble. La Historia no se repite, pero, como el número de ilusiones de las que el hombre es capaz es, pese a todo, necesariamente limitado, vuelven periódicamente en forma más o menos disfrazada. Me horroriza tanto cualquier forma de autoridad que sería el más desdichado de los seres si tuviera que mandar sobre una mosca. Definir la «demencia precoz» como un «repliegue sobre sí mismo», como se hace en los tratados de psiquiatría, es ridículo. Ese tipo de dementes no se repliegan sobre nada, y no se puede hablar de «sí mismo» a propósito de esos objetos postrados. El repliegue sobre sí mismo puede llevar a la demencia, pero la demencia es el cese de ese repliegue. Se podría decir, más bien, que esta consiste no en replegarse sobre sí mismo sino lejos de sí mismo, puesto que es huida, incluso supresión, del sí mismo. Una forma radical de deserción.

Siento en este momento que tengo muchísimas cosas que decir pero que no haré nada de eso, que lo guardaré todo para mí, dentro mí, dado que solo se trata de una sensación de plenitud y de omnisciencia, sin la realidad de lo pleno ni del saber. ¿Los instantes de mi vida que más cuentan? Son aquellos en los que no hacía nada, en los que permanecía tumbado, atento al paso del tiempo o rumiando alguna interrogación. Nada como la meditación, que es la forma suprema de ocio. El tiempo vacío de la meditación es, a decir verdad, el único tiempo lleno. Me avergüenzo de todo lo que he hecho, pero no me avergonzaré jamás de lo que no he hecho, de los instantes, de las horas en que no me manifestaba, en que no tenía necesidad de actuar o de producir, porque era. Eso es meditar: no hacer nada sino ser. El hombre vivió durante mucho tiempo en ese estado, del que se alejó y que no intenta recuperar. No lo lograría, por otra parte. La meditación se ha convertido en un secreto, cuando debería ser un bien común y un dato banal evidente. Ese hecho por sí solo basta para juzgar y condenar al hombre. Lección inaugural de Raymond Aron en el Colegio de Francia. Para el sociólogo, dice, el demonio de Sócrates y el demonio de Hitler se sitúan al mismo nivel. Admirable ejemplo de lo que es la objetividad científica, y del drama de esa objetividad. Hace un rato, larga conversación con Litaize. Me ha dicho que cree que hay que precipitar la evolución del mundo industrial para que este acabe y, con su ruina, volvamos al paraíso, según la fórmula de Kleist en Sobre el teatro de marionetas. Le he replicado que, en mi opinión, esa ruina es inevitable, que no hay necesidad de precipitarla, que es más o menos imaginable, si no está ya a la vista, y que dudo que, una vez acabada la historia, vayamos a recuperar el principio. No, no puedo imaginar que el paraíso sea finalmente recuperado. Sería demasiado bonito; lo que creo es que, a partir de un punto

de inflexión capital —agotamiento o catástrofe—, ya no habrá más que supervivientes, muy probablemente unos pocos idiotas... «Estupendo», ha dicho L. Ha tenido un reflejo de francés. 7 de diciembre De vez en cuando recibo cartas desesperadas, inspiradas más o menos por el Breviario y a las que debo responder. Como casi siempre se trata de ideas suicidas, me aplico en quitárselas de la cabeza a quien me escribe. Porque animarlo a ello no es realmente posible por mil razones. El problema es que mis cartas, necesariamente edificantes, no pueden ser más convencionales ni estar más en contradicción con lo que realmente pienso. Ese papel de «apoyo moral», de confesor laico, que he debido asumir no es la menor ironía de mi vida. Sobrevivir a un libro destructor es siempre penoso para un escritor. Paul Valet acaba de enviarme unas líneas terribles, en las que me dice que esta es la última vez que se dirige a alguien, que va a desaparecer sin dejar rastro, rechazando, me parece, el suicidio. Su desasosiego es antiguo, hereditario, yo diría que étnico. Como todos los suyos, él también es víctima de la ruina del Templo. A la Torá, la ley de Moisés, se la denominó «patria portátil». La Grecia antigua no ha marcado mi vida. Solo me ha seducido por sus «excéntricos». Creo que fue en la plaza del Panteón. Le pregunté a Armand Robin por qué no había traducido a Chuang Tsé. Me respondió que le gustaba con pasión y que no podía compararlo con nada, solo con el paisaje desnudo del norte de Escocia. 9 de diciembre Hitler, Stalin..., tiranos surgidos del pueblo, los peores que la historia haya registrado. A su lado, los tiranos hereditarios no son más que simples farsantes.

¡Nerón, con una ideología! Habrían preferido a Nerón a secas. Cuando escuchaba, a mediodía, un coral muy bello de Bach, me he acordado de las insolencias de Witold,1 hace muchos años, y de la imposibilidad en la que yo estaba de reaccionar, porque fue en una cena, y he imaginado cómo debería haberlo castigado, etc., etc. Todo ello en un arrebato de frenesí y sintiendo cómo la sangre me subía a la cabeza. ¡Eso es lo que Bach ha suscitado en mí! De la vergüenza y del asco, me he refugiado inmediatamente en la cama y me he tapado la cabeza para no ver más la luz. Hace falta mucho coraje y mucha reflexión para no volverse anarquista. 10 de diciembre He vuelto a pensar esta mañana en el principio de mi estancia en Bucarest (1928-1929). ¡Qué avidez! ¡Qué codicia ante cualquier libro! No tenía ningún amigo, la lectura era mi vida, y leí como nadie ha leído jamás. Todo aquello en lo que me convertí luego ya estaba en ciernes en ese hombrecito que leía quince horas cada día. Vivía sin diálogo. En mi vocabulario no figuraban las palabras el otro. Tampoco figuran hoy. (Sí, ¡por desgracia!) 12 de diciembre. Las Variaciones Goldberg me han conmovido tanto que he sentido la necesidad de salir y dar un paseo. Sol general. En el Luxemburgo, he cerrado los ojos y me he abandonado al eco que ha suscitado en mí esa música «superesencial» (por hablar como los místicos). Ya nada existía, solo una plenitud sin contenido, que es la única manera de concebir a Dios o lo que hace las veces de Dios. Ethics of the Dust, de Ruskin: nunca leeré un libro que seguramente está por debajo del título, tan bello que se basta a sí mismo y te dispensa de leerlo.

16 de diciembre. Esta noche he encontrado la respuesta a la pregunta que me hizo Bondy1 hace un mes: «¿Qué sentido hay que atribuir a la Zerfall, a la Bitternis2 de sus primeras obras?». Creo que la experiencia fundamental que he tenido en mi vida no es la de la desdicha sino la del tiempo, me refiero a la sensación de no pertenecer al tiempo, de serle ajeno, a la sensación de que no es mío. Eso es lo que ha causado mi «desdicha», es ahí donde hay que buscar la explicación de la «podredumbre» o de la «amargura». Cualquier acto supone la participación en el tiempo; actuamos porque estamos en el tiempo, porque somos tiempo; pero ¿qué hacer, qué emprender cuando se está separado del tiempo? Seguramente podemos reflexionar y aburrirnos, pero no podemos matar el tiempo, es él el que nos mata al pasar al lado de nosotros, al lado, es decir, a mil leguas. (Esa experiencia ya la describí en el último capítulo de la Caída. Pero esta noche todo eso me ha parecido de pronto nuevo y como una revelación.) 17 de diciembre Walter Kirschberger me envía algunas fotos mías que sacó su mujer la primavera pasada en el balcón. Hay una en la que parezco enfermo, siniestro, espectral, malvado, maldito. Me ha espantado, literalmente. ¿Es posible que ese tipo atroz sea yo? Sí, es posible. Parecía un anarquista del siglo pasado que salía del hospital o de la prisión y que meditaba algún golpe. «Le confieso que empiezo a creer que no es tan difícil morir como se cree»: Luis XIV, en su lecho de muerte, a Madame de Maintenon. Siempre he pensado que esa «observación» del rey lo rehabilitaba y demostraba que no era el espíritu insulso que nos presentan. 18 de diciembre. En el Luxemburgo me he encontrado con Orengo, al que no veía desde hacía mucho tiempo. «¿Qué tal está?», me ha preguntado. «Me arrastro lentamente», le he respondido.

Él ha entendido «Me apago lentamente»... y, naturalmente, ha protestado, aunque solo fuera por cortesía. Pero yo no he creído oportuno restablecer la palabra exacta, puesto que había algo de cierto en lo que él había entendido y mi mala pronunciación, lo percibí inmediatamente, tenía un sentido secreto. Solo hay dos maneras de alcanzar la liberación: creer que todo es real o, si no, que nada lo es. Pero eso es mucho más difícil de lo que se piensa, puesto que reaccionamos como si se tratase de grados de realidad, ya que las cosas son para nosotros más o menos verdaderas, más o menos existentes. Así que nunca sabemos dónde estamos. 21 de diciembre. Única solución: continuar como si nada; pase lo que pase, un día nos saldremos con la nuestra. ¿Ante quién? Qué más da. Lo que es cierto es que, si seguimos siendo nosotros mismos, si tenemos el coraje de defender nuestra propia causa hasta el final, la cantidad de derrotas que habremos conocido equivaldrá a una victoria. Me desprecio porque no tengo fuerzas para querer ser despreciado por todo el mundo. 22 de diciembre. «La mayor tentación es no tener ninguna.» (Molinos) Una de las proposiciones condenadas y que recuerda, por su aire de paradoja, de concisión provocadora, a Eckhart. El estilo de los místicos oscila entre el lirismo desenfrenado y el rigor fulgurante, entre la prolijidad y el laconismo, como es muy natural en espíritus que no han resuelto sus conflictos ni superado sus tiranteces. Se inscriben en niveles de existencia muy dispares: esa diversidad se encuentra en su modo de expresión. Un estilo uniforme sería inadecuado para conciencias debatidas entre mundos opuestos. Se ha dicho muy bien que el poder deshonra incluso a Dios. No lloro por mí, lloro por mis ganas de llorar.

Dios solo tiene una apariencia de realidad más allá de cierto grado de soledad. ¿Cómo fijar ese grado? Cuando me acerco a él, lo sé, lo siento, pero no puedo establecer un criterio. Es como las ganas de llorar. ¿Por qué vienen? No se sabe. De la misma manera viene Dios. 23 de diciembre. Nieva. No puede haber para mí acontecimiento exterior más importante. Aquí estoy, en presencia de toda mi infancia. M.L. habla del «automatismo del escepticismo» en mí. Lo curioso es que, a propósito de un creyente, no se dice que este ha caído en el «automatismo de la fe». Y sin embargo la fe tiene seguramente un carácter maquinal más profundo que la duda, que es búsqueda, inquietud, cuestionamiento perpetuo, por lo tanto renovación. Diría, no obstante, de la duda que tiene una energía alterada, un vigor en declive, una frescura de... viejo. El único motivo por el que me habría gustado tener fe es para poder perderla. Creo que podría avanzar espiritualmente, pero con una sola condición: renunciar a mis veleidades de autor, y sobre todo al pesar y al remordimiento por no producir. Es la conciencia que tengo de ser escritor lo que me impide ser mejor. Escribir es una decadencia; dejar de escribir debería ser una liberación. 27 de diciembre. Dos horas paseando por el parque de Versalles. He pensado en Rilke, y especialmente en uno de sus poemas sobre un parque sueco (a menos que fuera danés). El poeta de los parques, del espacio circunscrito (no en las Elegías). No se puede caminar mucho tiempo en un lugar cerrado, por muy bello que sea. Me asfixio en ese jardín, que, pese a su extensión, me genera la sensación de haber sido confinado en un invernadero. Al final no he tenido fuerzas para quedarme hasta el atardecer.

28 de diciembre. G.B. me escribe que soy «singurul autentic mistic al culturii româneşti».1 Mis compatriotas tienen talento para lo superlativo. Te sueltan un cumplido del que no te puedes recuperar. Pero, al mismo tiempo, esa desmesura en el elogio te sobrecoge, te estimula, es el bastonazo en el zen. Lo que G.B. debería haberme escrito es que soy el rumano que más intensamente ha conocido la sensación de la nada. Y es muy cierto que esa es una sensación esencial en cualquier experiencia mística. Pero no es asimilable a esta, puesto que no es más que su preludio. El Todo es nada del místico no es más que una preparación para la absorción en ese todo que se vuelve milagrosamente existente, es decir, realmente todo. Esa conversión no se ha operado en mí. La parte positiva de la mística me está prohibida. Es curioso que G.B., que ha leído prácticamente todo lo que he escrito, no haya percibido esa imposibilidad y ese límite. Para creer hay que ser de una pieza. También hay que apreciar la estabilidad, puesto que Dios es eso en primer lugar. Además, hay que poder escribir verdad con mayúscula. A eso es a lo que yo no me resignaré nunca. Todo es capitulación, salvo la inquietud, salvo la sed no saciada de verdad. En el escudo de Palas Atenea, Fidias había esculpido su propio retrato..., cosa que la Antigüedad le reprochó mucho. Manès Sperber ha dicho muy acertadamente que, si Fidias volviese entre nosotros, destruiría enseguida la estatua de la diosa y solo conservaría su autorretrato. ¿Hay ejemplo más revelador de lo que es el arte de este siglo, y también de aquello en lo que nos hemos convertido? Bloy..., me alejé de él hace mucho tiempo por culpa de su intemperancia con los adverbios. Esas dos judías extraordinarias: Edith Stein y Simone Weil. Me gustan su sed y su dureza para consigo mismas.

Tengo tendencia a confundir sentimiento con misterio y religión. El primero es una realidad, un origen; la segunda, una construcción, una realidad elaborada, por lo tanto frágil. 30 de diciembre. Leído ayer con el mayor malestar en una revista inglesa una «ejecución» de Eliot que se parece a la que yo hice de Valéry. Es realmente demasiado fácil ser injusto. ¿Cómo pude cometer tan alegremente semejante pecado de facilidad? Ya no sé a propósito de qué, pero ayer tuve una percepción clara de la tenuidad, de la insignificancia o, para salvarme a mí mismo, de los límites de mis libros. Nunca los había comprendido tan claramente ni tan desastrosamente. Se desmoronaron en un instante ante mis ojos, dejaron de ser reales e incluso de haber existido. ... Sin embargo, puse en ellos lo mejor de mi mente, si no de mi «alma». Eso me parece seguro. Pero, entonces, ¿de dónde viene esa sensación de que podría haberlo hecho mejor? 31 de diciembre En Francia, solo los espíritus frívolos se realizan, quiero decir, son perfectos. Son aptos para todo, incluso para cosas profundas. Es porque la frivolidad, en este país, no es un accidente sino una dimensión. Pero se objetará: ¿y el jansenismo? ¿Y bien? Nació por imposición y por reacción. La seriedad siempre es en él herética. (Percibo todo lo que una generalidad de ese orden puede tener de falso y de frívolo, precisamente. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de pensar que las únicas personas sin fisuras, de una pieza, realizadas realmente, que he conocido aquí durante una estancia de más de treinta años eran gente frívola.) Mis impresiones solo me interesan en la medida en que logro convertirlas en fórmulas. Cualquier sensación es una posibilidad de pensamiento. Vivir no significa nada; cualquiera lo consigue. Me gustan las apariencias, y sin embargo soy lo contrario de un pintor, puesto que no sé qué hacer con mis miradas, excepto falsearlas metiéndolas en algún concepto.

A medida que envejecemos olvidamos todos los elogios de los que hemos sido objeto, para solo recordar reprobaciones y ataques. Y es justo, porque los primeros no los hemos merecido casi nunca, mientras que los segundos arrojan algo de luz sobre lo que ignorábamos de nosotros mismos. T.P. querría tanto ser «ario» (¡qué locura!) que estoy seguro de que en sus sueños se ve como SS. 1 de enero de 1971 En el hotel Majory, hace veinte años, había adquirido la costumbre de colgar durante dos o tres meses fotos de gente que me gusta. Ante la de Schopenhauer, la camarera me dijo un día: «¿Es la foto de su padre?». Bach electrónico... (Welt wohin?)1 La historia universal: el desarrollo de una profanación. (Lo que se llama «progreso» no es más que un avance, un paso más que cada generación da contra la ingenuidad, contra la simplicidad, contra la unidad, contra la pureza, etc.) Saludar el futuro es hacerse cómplice de los profanadores futuros. ¿Y el pasado? ¿O el presente? No menos, puesto que no podemos movernos sin perturbar el reposo sagrado de los elementos. El sueño es la actividad más importante y la más profunda del viviente. Cuando nos hundimos en él tenemos la impresión de volver al caos de antes del nacimiento de cualquier germen y cuando emergemos de él, de atravesar en un instante toda la historia de la vida, es decir, algunos miles de millones de años. El sueño como acontecimiento. Es capital, es significativo que la mayoría, si no la totalidad, de los suicidios estén ocasionados por el insomnio. El sueño lo cura todo: ninguna pena resiste a él. Pero la falta de sueño agranda el menor problema, y convierte una contrariedad en catástrofe. Uno no se imagina a un visionario, es decir, a alguien que tiende a la exageración extrema, durmiendo bien. La desmesura es fruto de las vigilias.

La crítica literaria (y, a decir verdad, cualquier crítica) es una profesión deshonrosa. Juzgar desde un sillón el sudor de los demás, intentar ver si este es real o fingido, trabajar sobre el trabajo del prójimo o, para recuperar la imagen, sudar sobre el sudor... (¡qué imagen!). La peor forma de parasitismo; los críticos son los chulos de la literatura. Cualquier creencia es falsa..., vista desde fuera. Pero creer es tan importante como respirar. (No se trata aquí de creencia religiosa, sino de la capacidad de adhesión a lo que sea.) Pagamos por cada creencia a la que nos hemos adherido, la expiamos un día, como si el hecho de haberla suscrito equivaliese a un crimen. (Nunca se te censurará por una ausencia de creencia pero se hará siempre por una creencia, o, si se te castiga por tu ausencia de fe (en cualquier cosa), ese castigo será incomparablemente más suave que el que se te infligirá por culpa de tu fe.) Se me atormenta por algunos síes que proferí y se me aplaude por todos mis noes. De nuevo he conseguido esta mañana, todavía en la cama, hacer el vacío en mí y alrededor de mí. Nada había ya, salvo esa nada. Exaltación tranquila. Dicha de la abolición. Lo que se llama absoluto bien podría ser esa forma de dicha. Delicia de la ausencia de todo. Y sin embargo nada falta, puesto que ya no se desea nada. ¡Qué voluptuosidad cuando te dices a ti mismo que ya no deseas nada! 3 de enero de 1971 Cuatro horas de caminata. La Beauce, completamente cubierta de nieve. Frío intenso: 5º. Evoluciono en esa pequeña carretera, apenas distinta de la capa blanca: un simple punto en la inmensidad. Me impresiona lo extraño del blanco. Se dice, creo, blanco como la muerte. Sensación de avanzar hacia otro planeta. Total irrealidad. El sol se apunta. Él también irreal. Si todo el universo estuviera en mi contra, si fuese aborrecido tanto por los

hombres como por los dioses, nada podría afectarme ni hacer mella en mí: ¿qué se puede contra un punto, un punto en medio de una extensión de color de nada, una nada en lo nulo? Al francés no le gustan las ideas, pero se pelea por ideas. La menor discusión ideológica recuerda las guerras de religión, por las que Francia quedó marcada para siempre. Y también por las guerras civiles. No me puedo creer que gente tan inteligente sea capaz de tanta maldad durante una discusión. Lo primero que se ve en ella son sus dientes. Siempre que veo a alguien soltar ingenuidades o embarcarse en diatribas absolutamente injustas contra un régimen que precisamente permite esas diatribas, aunque él lo declare opresor, pienso en mis posturas de juventud y mi asombro cesa inmediatamente. El sentido de la justicia, quiero decir, de lo que es justo, por lo tanto razonable, es un sentido tardío cuando se han perdido las ganas de hacer locuras. Las revoluciones, en realidad cualquier cambio, son fruto de la inexperiencia. Habría que nacer viejo y, en la medida de lo posible, seguir siéndolo. Tengo el prejuicio de la soledad. Me siento más cerca de alguien que está solo, aunque defienda una mala causa, que de alguien al que aplaudan por una causa excelente. Leo en la Weltwoche: Psicoanálisis en Alemania. Un señor de cierta edad no puede mover el brazo derecho. Los análisis no revelan ninguna dolencia orgánica: no pueden ser más normales. El psicoanalista no llega a ningún resultado; ni sus preguntas ni las respuestas del paciente llevan a nada. Desconcertado, el psicoanalista da el golpe y grita: «Heil, Hitler!». El brazo derecho del tipo se mueve y ejecuta perfectamente el saludo nazi. 4 de enero de 1971 Al despertarme esta mañana he tenido la sensación de que me he pasado toda la noche rumiando el paisaje de ayer, de que lo he revivido a lo largo de las horas sin haber dormido.

No hay nada que hacer, la vida es química, una química especial. Hagamos metafísica: es menos desesperante. Gracias a la depresión nos acordamos de nuestras lejanas patanerías, que habíamos relegado a lo más profundo, a lo más bajo de nuestra memoria. La depresión es la arqueología de nuestras vergüenzas. «¿Para qué?» Creo que un día se acabará encontrando una respuesta a todas las preguntas, salvo a esa. Pero esa es la única que importa. Las demás son pasatiempos. (Por cierto, ¿es una pregunta? ¿No es, más bien, una respuesta que mata todas las preguntas?) Llevar el ¿para qué? en la sangre, haber nacido con él. Hay una sabiduría tarada en esa pregunta y en aquel que la hace. Aunque seamos unos imbéciles, tan pronto como la formulamos ya no somos como los demás, ya no nos parecemos a nadie; somos únicos y no somos nada. 5 de enero Modelo de agitación vana: Napoleón. ¿Cómo he podido admirar durante tanto tiempo a los conquistadores? El hombre es el prototipo del animal conquistador. Toda su historia es una sucesión de conquistas, y por conquistas no hay que entender solo las acciones militares sino también cualquier empresa, técnica, literaria, social, etc. Por otra parte, dicen bien: conquistas científicas; con toda la razón, puesto que implican violación, profanación del enigma, de lo desconocido, del reposo de los elementos, con vistas a un aumento de poder. Un depredador que se ha coronado rey de la tierra. Los libros de «filosofía» te reconcilian con la peor forma de pensar: la anécdota parisiense, la «palabra» ambigua e incluso el siniestro calambur. Al menos parece vivo y quiere decir algo. En uno de esos libros (de Lévinas) he topado con el análisis del odio. ¡Y en qué jerga! ¡Que lleguen pronto los moralistas franceses!

Cuando era joven me gustaban Nietzsche, Spengler, los anarquistas rusos del siglo XIX, admiraba a Lenin, podría prolongar la lista indefinidamente. Me gustaban los orgullosos de todo tipo, y son legión. Pero Buda, que me gusta actualmente, ¿no fue él también un gran orgulloso, el mayor de todos? Renunciar al mundo y predicar luego la renuncia, porque debemos sufrir, envejecer y morir, ¿no es rechazar la condición misma del hombre, la condición en sí? ¿Qué revolucionario, qué nihilista ha apuntado tan alto? Al lado del príncipe hindú, el visionario más febril parece modesto. Es realmente una inspiración inaudita querer imponer al mundo la renuncia, querer también arrastrar a todos sus semejantes presentes y futuros fuera del camino que les habrá trazado la Naturaleza. Cuando pienso en las dimensiones de tal empresa me siento incapacitado para seguir cualquier otra forma de aventura, cualquier otra voluntad de cambio. ¡Qué mezquinas pueden parecer las revoluciones exteriores al lado de las revoluciones interiores! Así pues, Buda también fue un conquistador, pero un conquistador sui generis. 5 de enero de 1971 Sucede según el esquema siguiente: me doy cuenta, porque es evidente, de que no existo como escritor para casi nadie, sobre todo en París; concibo por ello alguna acritud que a veces va hasta la revuelta; después me calmo y me digo que es mejor así, que quizá algún día tenga..., pero ese pensamiento es estúpido y lo rechazo inmediatamente, porque nada me gusta tanto como saborear mi condición de pasante, después de haber concebido en mi juventud ambiciones desmesuradas, de una violencia casi indecente. Releo a Tácito: ¿por quinta, por décima vez? Jamás se ha encontrado en un escritor tanta firmeza y amargura. Y también una voluptuosidad secreta del horror. ¡Qué vigor en cuanto se trata de un exceso, de una enormidad, de un crimen! Está fascinado por el orgullo, que odia al mismo tiempo... «Agripina realzaba también el brillo de su propia grandeza. Se la vio entrar en el Capitolio en un carro suspendido, honor reservado de toda la vida a

sacerdotes y a las imágenes de los dioses, y que aumentaba los respetos por una mujer, nacida de un imperator, hermana, mujer y madre de aquel que ocupaba el poder, caso único hasta nuestros días.» Se nota que le gusta la anomalía, que la busca y la destaca. Es la prueba misma de que el instinto literario era poderoso en él. Y sin embargo, cosa increíble, nunca da la impresión de cargar las tintas. Gran escritor, nunca literato. (Sus detractores dicen que su obra es una sarta de contraverdades, de exageraciones, de prejuicios. ... En cuanto a mí, confieso que nunca me he dado cuenta de ello, y no puedo imaginar analista más verídico. No digo que diga la verdad, digo que la busca y que tiene buena fe. Pero reconozco que solo puede gustar realmente si se tiene el gusto por lo peor, si se es lo que vulgarmente se llama un «pesimista».) Si Pascal hubiera vivido en el siglo XVIII, habría sido Hume. El interés de los Pensamientos reside en la incompatibilidad que en ellos se expresa. Pascal nació para disolver verdades; se empleó en consolidarlas. Ya solo interesa por sus contradicciones y por lo insoluble que hay en el fondo de su fe, una fe por cuya salvación se agotó, se mató. Una nación vigorosa que adopta una doctrina revolucionaria hace de ella el medio mismo de su expansión. Francia después de 1789; Rusia después de 1917. Una nación apoltronada se apoltrona aún más al abrazar una teoría dinámica. Sobrevive apenas a la sacudida que esta le da. La cuestión esencial no es, por lo tanto, de orden ideológico, sino de estadio, de momento histórico. ¿En qué punto está tal nación?, eso es lo que hay que preguntarse. Si está en caída libre, va a seguir cayendo en picado. Pero si sus convulsiones son una expresión de su vitalidad, la ayudarán a recuperarse. Pero una nación, o una sociedad demasiado madura, nunca será capaz de revigorizarse, de recuperarse, precisamente. Ya solo podrá resistir cayendo, yéndose a pique... (Pienso, por supuesto, en la Europa occidental.)

Un día llega la hora para cualquier profeta..., incluso para el más estúpido. La divagación conviene al futuro; es incluso el único modo de preverlo y de proyectarlo, puesto que la meditación cuidadosamente conducida es incapaz de predecir o siquiera de presentir sus monstruosos hallazgos. Planteo, de hecho, que un espíritu equilibrado, normalmente constituido, está absolutamente incapacitado para representarse el futuro o para concebir siquiera un aspecto, un lado. Siempre ha sido así, y lo será todavía más en el futuro. Es porque un espíritu normal no puede sentir ni imaginar aquello de lo que el hombre es capaz para bien, ni para mal sobre todo. Concebir el futuro es concebir una etapa más hacia el fin del hombre. Eso es precisamente lo que al hombre le repugna imaginarse. Una pobre sabiduría se lo impide. Es aquí donde el profeta demuestra su superioridad, que proviene de algo muy preciso: su instinto de conservación está profundamente mermado. Es su debilidad pero también su fuerza. Puesto que, si conservase intactos sus reflejos defensivos, de autodefensa, no tendría la osadía de mirar más allá del presente. Las imperfecciones de un individuo se agravan en contacto con una fe nueva. Es porque esta da un impulso más vigoroso a los defectos que dormitaban mientras el individuo en cuestión no participaba en nada con pasión. Es cierto que sus cualidades también se realzan y se refuerzan. Eso lo sabe, pero ignora que sus defectos aumentan en proporción. De ahí vienen las ilusiones del neófito. Cada vez que compro un mueble, por muy fino que sea, veo en él un sucedáneo de ataúd. 8 de enero de 1971 El infame estilo americano, que reúne lo más infecto que hay en los franceses, en los alemanes, en los ingleses. Pero, más bien, es al estilo alemán al que más se acerca. Jerga pretenciosa grotesca. ¡Bah! Leer un ensayo en esa jerigonza es un suplicio. ¡Qué catástrofe, ese continente llamado nuevo!

Puedo soportar cualquier cosa, salvo depender de los hombres. Y si he sido tan a menudo tentado por la fe es porque me ofrecía una humillación alternativa, dado que es preferible estar en situación de inferioridad frente a Dios que frente a nuestros semejantes. El psicoanálisis es útil: demuestra que se puede afirmar cualquier cosa, y que siempre habrá gente suficiente para tragárselo. Una fábrica de divagaciones. Jamás se ha visto tal facilidad de hipótesis. 9 de enero. He llegado a un punto de estancamiento sin precedentes en mi vida. Es mi periodo «glacial». No tengo más que refugiarme en una caverna. Detesto explicar, odio hasta la palabra. 10 de enero. Solo hay que escribir una carta cuando se tienen ganas. De lo contrario, saldrá tan mal como un poema por encargo. Una buena carta se escribe bajo el efecto de la indignación, de la admiración o del odio. No hay cartas neutras. O, si las hay, no cuentan, como todo lo que lleva el sello de un desgaste afectivo. Cuando ya no se puede estar alegre o triste, hay que dejar de escribir, de corresponder sobre todo. Hace un rato, en el Luxemburgo, he pensado en Gide y en Valéry cuando eran jóvenes, que paseaban por él llenos de orgullo, e incluso más tarde en plena gloria; pero no es eso lo que me interesaba hace una hora, era su presencia física, sus pasos. Me decía: «¿Qué sentido puede tener decir que pasaron por esa alameda, por ese lugar? ¿Qué ha quedado de ese paso?». Me hago a menudo esa pregunta ridícula pero, sin embargo, turbadora. Nada queda en ninguna parte de nuestro paso. Cuando miro, en París, los hoteles en los que viví durante años, ya no puedo comprender que esos lugares hayan sido el centro de mi vida durante tanto tiempo. A eso es

exactamente a lo que se reduce nuestro paso por la tierra. Sabiendo esas cosas, ¿cómo podemos todavía alegrarnos o sufrir? Pero esa posibilidad coincide con el «secreto» e incluso con el «misterio» de la existencia. Una traducción es un juicio, un comentario, es un espejo en el que el autor puede contemplar cómodamente los defectos de su mente. Una traducción, más que traicionar nuestro texto, nos traiciona a nosotros. Cuando se afirma una idea, solo se puede desarrollar si no se cree realmente en los aspectos débiles que tiene, si se hace abstracción de ellos. El pensador se precipita, reacciona como conquistador, puesto que, si se tomara demasiado en serio las objeciones que cualquier afirmación suscita automáticamente, acabaría por no afirmar ya nada. La vida más elevada reside en la contemplación. Nada me hará creer que la acción es superior a ella. Digo «acción», y no «actividad», puesto que es evidente que la contemplación es acto. 14 de enero. Hay que escribir con un mínimo de ardor o dejar de escribir. (Yo dejé prácticamente de «producir» a partir del momento en que me impuse escribir en frío, renunciar al arrebato, al carácter, a la «ebullición», a mi naturaleza, a mí mismo. Tengo que volver a encontrarme, reconciliarme con mis rabietas, con mis verdaderos defectos.) Voy a la tienda de dietética. El vendedor charla con una chica y no tiene en absoluto en cuenta mi presencia. Me propongo no decir nada, y me contengo para no estallar. Lo consigo. Al cabo de unos minutos, cuando la chica se ha ido, me pregunta qué quiero. Cojo varias cosas y, al final, le pido un puré de avellanas. Veo que es amarillo, y le digo que en realidad quiero un puré de almendras. En ese momento, me responde: «Hay que saber lo que se quiere»... con un tono de increíble impertinencia. Olvidando mi decisión de mantener la calma, cojo el tarro de puré de avellanas y casi lo estrello contra la mesa: «¡Tengo todo el derecho de equivocarme, no!». Hay que decir que ese vendedor tiene una sonrisa irónica, quizá involuntaria, que me pone fuera de mí. He salido de la

tienda con dolor de estómago y con dolor por todas partes. Por una vez, la teoría de que es bueno, saludable, dejar que estalle tu cólera antes que tragártela se ha revelado falsa. Porque si hubiera logrado contenerme, callarme, habría estado en mejor estado que cuando exploté. La represión no es necesariamente malsana: hasta puede ser un factor de equilibrio e incluso de salvación. Porque hay necesidades, incluso instintos, que solo hay que satisfacer rara vez, en grandes ocasiones. Una necesidad insatisfecha se pierde para el espíritu. Reprimamos nuestros deseos en nuestro propio beneficio; honrémoslos solo si se tercia. Un hombre superficial es alguien que ha dado libre curso a sus impulsos. Solo nos volvemos más profundos contrarrestándolos. De ahí la utilidad de la ascesis. La vida interior es la marca de los que saben controlarse. Una satisfacción retrasada, diferida, es un triunfo espiritual. Diferida, y no frustrada, puesto que es preciso que el rechazo venga de nosotros. Si es provocado por el exterior, lleva a la acritud y a la esterilidad. 15 de enero. La meteorología y yo. Solo Maine de Biran vivió tan intensamente el drama de tener que sufrir en su mente las fluctuaciones de temperatura, de tiempo en el sentido menos metafísico que existe. Es sobre todo el deshielo, la tendencia a la mejora, lo que siento más cruelmente. Se parece a una enfermedad con síntomas desconcertantes que, sin embargo, conozco, pero que siempre me sorprenden, como si fuese la primera vez que se manifiestan. El más penoso de todos es el que me genera la sensación de un velo en el cerebro y que perturba su funcionamiento. Lo mejor entonces es acostarse, abdicar; eso es lo que he hecho hoy, porque solo el sueño remedia —por un momento— los implacables efectos del clima. El único «consuelo» es olvidar que se tiene necesidad de ser consolado. Nada consuela, excepto el olvido de las razones que crean la necesidad de consuelo. Cualquier actividad ajena al yo es factor de consuelo. El yo es igual a desconsuelo.

16 de enero. Pienso a menudo en ese Nada que Luis XVI escribió en su diario en la fecha que iba a señalar el principio de su agonía: 14 de julio. Todos estamos en su caso, no distinguimos el comienzo exacto de nuestra decadencia. En un libro de psiquiatría solo leo lo que dicen los enfermos, casi nunca el comentario del autor. 18 de enero. Ayer, domingo, en dirección a Mortefontaine, al pasar cerca de un aserradero, el olor a madera cortada me gustó infinitamente. Y me dije que, si el ataúd huele tan bien, no se debe de estar tan mal en él. 19 de enero. Conversación telefónica con S.St. sobre los rumanos. Constatamos que no hay ni una sola obra universal escrita por nuestros compatriotas. Poetas, sí; pero no prosistas. Ninguna novela importante, significativa, nada en ningún dominio, ningún músico, ningún filósofo, ningún... S.St. dice que eso se debe al hecho de que el rumano carece de convicciones, de que vive en la apariencia. Respondo que no se le piden convicciones, sino que, lo que es más grave, carece de obsesiones. Dostoievski es una suma de obsesiones; es estando atormentado por algo como se llega a poseer un universo propio y a proyectarlo luego fuera, a hacer una obra, precisamente. Sin obsesiones solo hay caprichos. Y eso es el rumano: una suma de caprichos. Si se ríe de todo es porque, al no ser él mismo nada, no puede concebir que otra cosa valga más que él. Y puesto que nada tiene realidad para él, ¿qué lo atormentaría? Nada merece esa dignidad, nada merece el surmenage de la atención, del examen, del pensamiento constante, insistente, cegado. La nada universal es el clima en el que vive, son los cimientos metafísicos de su existencia cotidiana. Si hubiese vivido en los comienzos del cristianismo, tengo algunas razones para creer que me habría seducido. Ya que fui capaz de entusiasmarme con la G. de H.,1 una secta, en definitiva, ¿por qué no iba a hacerlo por una religión? Odio a ese cristiano hipotético, a ese fanático que habría sido hace dos mil años, no me perdono

un acto de adhesión que no cometí. «La ley eterna no ha hecho nada mejor que darnos tantas maneras de salir de la vida... Solo hay un motivo por el que no podemos acusar a la vida, es que no retiene a nadie a pesar suyo.» (Séneca) Es acertada la idea estoica de que morir es uno de los deberes de la vida. El mal me parece una realidad tan plena que considerarlo solo como una privación del bien, como hacen los teólogos, me parece una impiedad. Tan pronto como se publica, se entra en el malentendido. Se podría incluso decir que solo se publica por amor al malentendido. Medianoche bajo las arcadas del Palacio Real. Nadie. Silencio increíble (¡en París!): se oían las nubes pasar. C.A. ha escrito muy acertadamente que, si mis producciones sirven para algo, es para el despertar metafísico: sacudir a los dormidos. ... Así pues, una actividad esencialmente no caritativa. Porque ¿con qué derecho se perturba el sueño de los demás? Los «cabrones» solo admiran a los seres absolutamente irreprochables. Así, X, que se presta a todos los compromisos, que incluso ha olvidado que tenía una conciencia, acaba de escribir que despreciaba a todo el mundo salvo a Gandhi. (Más adelante hace una excepción con Lenin: como si se pudiera estar al mismo tiempo a favor de la violencia y del rechazo de la violencia.) Según un relato gnóstico, Jesús subió al cielo para alterar la disposición de las esferas, de modo que ya no se pudiera predecir. Esa visión herética refleja de una manera que no puede ser más explícita la repugnancia que sentía la nueva generación por el fatum. En el fondo, el cristianismo no fue más que una insurrección contra el fatum. Logró sustituirlo por la Providencia, esa forma impersonal de Dios.

(Por más que haga, me siento más cerca de los paganos y de sus creencias que de los cristianos. Sin embargo, ¿qué diferencia hay entre el Destino y sus decisiones, por un lado, y los designios impenetrables de la Providencia, por el otro? Yo no veo ninguna, salvo quizá que, en el segundo caso, tras los decretos de la Providencia se oculta una persona, Dios, por lo tanto algo que se puede hacer doblegar con plegarias, aunque...) La idea de Destino me gusta, siempre me ha seducido. ¿Cómo no iba a alejarme del dios de los cristianos? Una de las cosas acertadas que he escrito se relaciona con el éxito y con el fracaso (como es natural). Mientras que en el primero somos tal como nos vemos, en el segundo somos tal como Dios nos ve. Marion, esa polaca..., yo había advertido que los psiquiatras no podían hacer nada por ella, porque ella está más allá de los motivos que hacen vivir. No se puede curar a un fantasma ni, con mayor motivo, a un liberado viviente. Solo se cura a aquellos que emanan de la tierra, que todavía tienen raíces en ella, por muy superficiales que sean. Detesto a mis compatriotas, casi tanto como Simone Weil detestaba a sus correligionarios. No, evidentemente, por los mismos motivos. Porque mis compatriotas, hay que decirlo, no representan nada, no son nada. No se les puede acusar por los valores que defienden, puesto que no defienden ninguno. Ayer le decía a Sanda S. que han logrado la proeza de hacer a los judíos de nuestro país superficiales, de quitarles ese misterio que pertenece a su «raza», de privarlos de su dimensión religiosa. Por eso los judíos de nuestro país, a pesar de su nivel intelectual mucho más elevado que el de los indígenas, no han producido nada muy importante. Han sido contaminados por la futilidad reinante. Un Kafka no habría sido posible en nuestro país. El medio lo habría vuelto fútil, «periodista», diletante, vulgarmente escéptico. Ese es el rasgo dominante de nuestra tribu: el escepticismo vulgar. Mediocres totalmente desengañados, nulidades, pobres diablos de vuelta de todo. Eso ya se ha visto, pero quizá no a tan gran escala. Es la nada colectiva.

(Si me ensaño con tanta virulencia contra mi país es porque querría distanciarme de él, dejar de sufrir por él; he perdido muchísimo tiempo analizando sus miserias, y ¿de qué me ha servido sino para hundirme en tormentos sin salida e interminables? Lo mejor es detestarlo; una vez que la furia se calme, el desapego llegará solo. ¡Querría tanto desprenderme de mis orígenes y olvidarlos!) Lo que le falta a Simone Weil es el humor. Pero si hubiese estado dotada de él no habría hecho tales progresos en la vida espiritual. Puesto que el humor hace perder la experiencia de lo absoluto. Mística y humor no hacen buena pareja. Peor que el humor es la ironía. El humor minimiza el valor de todas nuestras experiencias. Pero, en última instancia, permite algunas incursiones en el misterio. Incluso hubo algunos santos que no desdeñaron los medios del humor. Digamos que la santidad concuerda con algunos accesos de humor e incluso de ironía. Pero lo que no podría tolerar sin destruirse es la ironía sistemática, la ironía como hábito del espíritu, como don, como talento y como automatismo. Puesto que es la antípoda misma del éxtasis. Me horroriza leer un libro que no encaja con mis preocupaciones del momento. Si nuestros amigos supieran los trastornos de los que son autores, cuando nos envían sus obras justo cuando no deberían hacerlo... A decir verdad, cualquier libro que llega es inoportuno e indiscreto, invade nuestra intimidad, viola nuestra soledad. Lo que es seguro es que no es precisamente el que habríamos elegido para nuestra lectura del momento. De joven me gustaba enemistarme con todo el mundo; de viejo ya no tengo fuerzas para cultivar a mis enemigos, para aguzar y mantener su odio. Mi reconciliación con Goldmann fue el clamoroso ejemplo de ello. Moriría poco después: no pudo sobrevivir a nuestra reconciliación. 27 de enero de 1971

R. de R., tras la muerte de su primera mujer, decidió matarse. Fue a comprarse un revólver, pero lo encontró demasiado caro, y siguió con vida. La avaricia es útil a veces. El argumento contundente contra mi país es que no ha dado ningún místico. Nadie que haya tenido una experiencia realmente profunda. Entendámonos: no quiero decir que no haya habido nadie dispuesto a alcanzar la experiencia mística. Lo que quiero decir es que no hay nadie que cree a partir de esa experiencia, que asocie a ella su nombre, que innove en esa materia, aunque solo sea con unas pocas fórmulas. 28 de enero El pobre, de tanto pensar en el dinero, de tanto estar obsesionado con él, llega a perder las ventajas espirituales de la no posesión y rivaliza así en bajeza con el rico. Hay que tener un mínimo de afinidades con aquello que atacamos, o, si es una persona, tiene que ser la antípoda exacta de lo que somos; pero en eso mismo nos parecemos a ella, aunque no se trate de afinidad sino de simetría. La simetría es un parecido. Eugène, que hace un rato ha llegado de la Academia, donde se ha probado el uniforme para la recepción del mes de febrero, dice estar impresionado por la atmósfera polvorienta que reina allí: viejos que esperan morir y cuya muerte se espera impacientemente. Teme las ceremonias que rodean el discurso. ¡Qué locura haber aceptado una historia semejante! Ahora lo lamenta e invoca como excusa que, si aceptó, fue porque en esa época, es decir, hace un año, atravesaba una crisis depresiva con sensación de abandono, y vio en la Academia un lugar donde retirarse, una protección, un asilo. ¡Qué error que los dos Testamentos hayan personalizado la divinidad! Al crear a un dios a nuestra imagen y semejanza, lo hicieron frágil, vulnerable, efímero. El budismo está mucho más en lo cierto.

El drama de los Habsburgo es tan impresionante como el de los Atridas. Desgraciadamente, ya no hay bárbaros puros. Por todas partes, incluso en la jungla, una podredumbre más o menos civilizada. Llegar hasta los límites de su arte y más aún de su ser, esa es la ley del que se cree un poquito llamado. 1 de febrero de 1971 «... ya no soy dueño de mí mismo», esa es la definición del hombre contemporáneo. Dejar de ser dueño de uno mismo, eso es justamente lo que quiere decir alienación, la palabra más desvirtuada que existe. Christabel me decía anoche que le sorprende que con mi «vitalidad» pueda llegar a tener una visión tan sombría de la vida. Le repliqué que no es sombría, y que, además, he dicho expresamente que es muy particularmente en la felicidad extrema cuando se pone en tela de juicio el nacimiento, que en la idea de no haber nacido entra siempre una pizca de voluptuosidad. Todo lo que nos invalida, y nos obliga a reaccionar y a reponernos, nos exalta por la misma razón. ¿Qué hay más benéfico que las bofetadas recibidas o inminentes? Uno de los momentos más reconfortantes de la historia contemporánea: Brandt, en Auschwitz, arrodillándose ahogado en lágrimas ante el monumento a las víctimas del nazismo.1 Acabo de leer un librito en apariencia inactual. Pero nada de lo que se refiere al judaísmo está anticuado. Se trata de una breve autobiografía de un judío del siglo XII que en Renania se convierte al cristianismo. Sus correligionarios quieren lapidarlo. Finalmente se salva y entra en un convento. El neófito se llamaba «Judas de Colonia»... y su libro, Historia de mi conversión.

El fanatismo de los judíos supera el entendimiento. Pero al menos demuestra que se puede ser fanático y sutil, cosa que en los demás pueblos nunca sucede. La singularidad de los judíos es total. Están ahí para demostrar que la paradoja de ser hombre es inagotable y que las incompatibilidades corrientes no les conciernen, que las vuelven posibles, existentes, con su ejemplo, en el que cohabitan todos los contrarios. Si hubieran sido tolerantes, habrían desaparecido hace mucho tiempo. Su perennidad se debe a su increíble sectarismo. Dos mil años de ardor y de odio no han consumido su vitalidad. Vaya donde vaya, me siento extranjero. Todo el mundo me parece demasiado positivo, demasiado profesional. No formo parte de la sociedad, y querría evadirme de la especie. «No es de aquí»: son las únicas palabras sobre mí que me conmueven, que me expresan. Si por casualidad las dicen y las leo, exulto. ¡Por fin sin congéneres! 4 de febrero Dionisiaco y apolíneo: Nietzsche hizo carrera con ese esquema. Todos los historiadores del arte y todos los profesores de todos los tiempos recurren a ese tipo de oposición falsa para trazar contrastes en serie, en todos los niveles de la mente. Cuando alguna teoría tiene éxito, ten por seguro que se trata de la formulación nueva de un viejo esquema (Lo crudo y lo cocido, de LéviStrauss). Es el triunfo de la mente geométrica. Siempre he pensado que la filosofía es sospechosa de ingenuidad, debería decir de orgullo ingenuo. Nada más fácil que forjar divisiones de los discursos con la ayuda de categorías. El dualismo como comodín es vomitivo. Pienso en la filosofía de X. En cuanto abres uno de sus libros, topas desde la primera página con el esquema cantinela, del que todo deriva. Pensar es seguramente otra cosa. Pensar es buscar el matiz, no es simplificar. Ahora bien, el matiz es el enemigo de la categoría. «... la muchedumbre tiene demasiados ojos para tener una mirada» (Hugo).

Cada vez que leo algunos textos de Freud, y sus cartas en particular, me sorprende su capacidad de fe. Él dice ser incrédulo. Pero el tono con el que habla de sus descubrimientos, de su método, de su escuela, es el del fundador de una secta. En el siglo XVIII, en Galitzia, habría sido rabino jasídico. Si alguna vez consiguió curaciones no fue por su análisis, sino por él, por su presencia, por su fuerte personalidad. Cuanto más lo leo, más creo en él, al mismo tiempo que mis dudas se agravan por lo bien fundado de sus exageraciones. Mente sutil y, sin embargo, limitada, tenía todas las ventajas y todas las taras de un salvador, disfrazado de hombre de ciencia. Y además su gran truco fue haber presentado como ciencia lo que no era más que una teoría, un cuerpo de hipótesis y de ficciones. Freud cita el caso de un psicoanalista danés que padecía migrañas persistentes y que había seguido sin resultado un tratamiento con otro psicoanalista. Unos meses con Freud trajeron la curación... Uno lo cree de buen grado. Era un discípulo y el contacto diario con el Maestro solo podía tener efectos benéficos. ¡Qué mejor cura que ver al mayor genio de todos los tiempos interesarse por tus dificultades, por tus conflictos, por tus miserias! Ninguna enfermedad resistiría a una euforia tan excepcional. Un taumaturgo muy hábil y, sin embargo, esclavo de su propio juego y de sus ilusiones. Hacer milagros en el estilo de su época..., eso no le es dado a todo el mundo. No son tanto las ideas como las experiencias lo que me interesa de un pensador: no lo que ha pensado sino lo que ha sufrido. Me equivoco, lo sé. Le debo a Valéry haber renunciado a cualquier forma de jerga. Alain no era menos exigente en esa materia: no admitía palabras como mental, emotivo. (Por eso los filósofos oficiales nunca lo tomaron en serio.) 5 de febrero de 1971 Impase.

El impase no es trágico. Puesto que la tragedia acaba en el hundimiento. Avanza hacia el fin, brega con vistas a la ruina. No es estática, mientras que el impase lo es necesariamente. En la tragedia hay un desarrollo y una conclusión: el tiempo desempeña en ella un papel capital, mientras que está ausente del impase, que pertenece al mundo de la identidad. Lo que sorprende en Freud es su rechazo de la metafísica, de cualquier metafísica. En una carta a un alemán que había hecho una tesis sobre los sueños, dice que desconfía de la propensión de los alemanes a la metafísica, que, dice, no es más que una reminiscencia de antiguas creencias, una survival y una nuisance* (es él quien cita esas palabras inglesas). Uno piensa enseguida en el Círculo de Viena, en Schlick y en los demás, positivistas lógicos, enemigos feroces de cualquier especulación metafísica. Austria, es un hecho, no parece propensa a ella: ¿ha dado un solo metafísico? Freud, igual que los miembros principales del Wiener Kreis,** era judío. Austria les quitó a esos judíos, procedentes la mayoría de Galitzia, su dimensión religiosa, los hizo menos profundos pero más agudos. Estoy leyendo un libro de Alain sobre Lagneau. Es sutil y no quiere decir nada. El secreto de algunos franceses de andarse con rodeos. Hace mucho tiempo que leí en alguna parte esta frase sobre Alain: «Alain piensa profundamente en nada». Es cierto; y, sin embargo, ¡qué espíritu sutil, independiente, libre! Falta en él cierta sustancia. Es retórica sin elocuencia, lo que da la impresión de espíritu reflexivo. Reflexivo lo es, pero es estéril en el fondo y no turbador, inquieto, fecundo. Pero ¡cómo se lamenta no haber sido su alumno! 8 de febrero Un texto de Genet sobre Giacometti, en el que la admiración raya en la idolatría. Tono excelente pero desmesurado, fuera de lugar. Sorprende tanto respeto por un escultor menor. Y por parte de un iconoclasta.

Parece que el autor contempla a Miguel Ángel y conversa con él. En fin, debemos alegrarnos de encontrar ingenuidad en aquellos que hacen profesión de carecer de ella. Acabo de leer una carta de Freud a Thomas Mann sobre Napoleón. Rara vez he leído algo más arbitrario, más evidentemente falso, más fantasioso. Es pura y simplemente pasmoso. Explicar a Napoleón por los celos que tuvo de su hermano José, celos convertidos luego en cariño, después por la transferencia de ese cariño hacia Josefina, y luego asignar al repudio de esta la causa implícita de su declive..., todo eso es de una gratuidad delirante. Me olvidaba del párrafo sobre el apego a su madre, viuda muy pronto... Todo está ahí. Es desconcertante. El psicoanálisis es una empresa de locos: por eso triunfó, pero también por eso se derrumbará. Lo más interesante que hay en esa aventura es Freud, el personaje, el héroe, y no el erudito. A fuerza de forjar hipótesis y de fundar en ellas una terapéutica se acaban obteniendo resultados, es decir, ilusiones de curación..., puesto que es justamente a eso a lo que se reduce el psicoanálisis. Se habla de mi «estilo». Pero mi estilo no me interesa en absoluto. Tengo algo que decir, lo digo, y lo que digo es lo que cuenta; la manera de decirlo es secundaria. Lo ideal sería escribir sin estilo; me esfuerzo en ello, y lo lograré. Solo importa el pensamiento. El resto es para los literatos. No me gusta definir palabras (dejemos ese trabajo a los filósofos), sino sensaciones, estremecimientos, quemazones. ¿Mis ideas? Sollozos degenerados en fórmulas. Señal de debilidad: no extraigo suficiente satisfacción de mi inacción, no permanezco imperturbado ante el rendimiento de los demás. Nada amarga tanto como los restos de ambición, como las heces del viejo hombre. Rusia, España, Italia e incluso Francia. Pueblos tentados por la anarquía, y en los que los regímenes autoritarios son la norma.

El ejercicio de la libertad solo es posible en las naciones disciplinadas. En Francia, los mismos ricos miran al Estado como a un enemigo. ¡Viva Inglaterra!, está uno tentado de exclamar. El espíritu a la vez libre y gregario, la rutina por consentimiento, el prejuicio aceptado deliberadamente, el rechazo colectivo de la impertinencia, esas son las condiciones que hacen la vida soportable y que, desgraciadamente, solo se encuentran en unos pocos países (en Escandinavia, en Suiza, en...). ¡Vivan los países sin imaginación, los países en los que no se mezcla el teatro con la vida, en los que los ciudadanos no interpretan de la mañana a la noche! Lo pintoresco y la comedia son buenos para el turista, pero malos para el que persigue algún propósito inactual. Nietzsche se atrevió con la gilipollez del superhombre. Es realmente una mancha en su reputación. ¡Y pensar que un espíritu capaz de tener una vena cínica de una envergadura poco común pudiera dejarse tentar por una visión tan tonta! El entusiasmo en materia de profecía no vale nada. Atrae a las masas e irrita a los delicados. Cualquier idea demasiado positiva es francamente grosera, aunque surja de un espíritu sutil y profundo. 16 de febrero. El malestar, cualquier malestar, es el valioso ayudante del pensador. El malestar más que la enfermedad, puesto que esta, invasora, dominadora, tiende a sustituir al pensamiento. Mejor: a pensar ella misma. Heidegger se creó una lengua propia: una suma de tics. Más exactamente: proyectó un soplo de poesía en la jerga de la fenomenología. Un abuso de terminología filosófica realzada por una pizca de poesía. De cada una de sus obras, tienes ganas de decir: «un gran libro ilegible». Trakl es tratado como si fuera un presocrático. Heidegger y Céline: el filósofo y el escritor que, después de Joyce, más han analizado la lengua para moldearla, para torturarla, para hacerla hablar... Unos verdugos del lenguaje.

Me gustaría escribir un ensayo sobre Hitler como contemporáneo del expresionismo, sobre un iletrado presa de la Weltuntergangsstimmung.1 A veces he llegado a hostigar el lenguaje, a maltratarlo e incluso a hacerlo sufrir, pero nunca hasta el punto de hacerlo aullar. Nunca he pedido a las palabras que realicen un esfuerzo desproporcionado a su capacidad natural, nunca les he pedido que den su máximo. Estoy contra el surmenage de las palabras, y de buena gana reprocharía a la poesía contemporánea que no tenga piedad con ellas. Es exigente hasta el punto de agotarlas. ¡Tratémoslas con consideración, no sea que, extenuadas, ya no sirvan para nada! Al contemplar a las fieras en el Jardín Botánico: lo que para ellas es la jaula, para nosotros es el Tiempo. Cada uno de nosotros está encerrado detrás de barrotes más o menos visibles. Los hombres siguen únicamente porque no han aprendido nada. Si la experiencia de las generaciones precedentes formara parte del patrimonio obligatorio de cada uno, la Historia habría acabado hace mucho tiempo. La suerte —y la mala suerte— del hombre es no nacer desengañado. Cualquier «sistema» es caduco. Lo que es viable en un pensador es lo que contraviene la línea general de su pensamiento, sus olvidos, sus contradicciones consigo mismo, la tentación atea en el creyente, las veleidades místicas del racionalista. Puesto que nunca somos más nosotros mismos que en los momentos en que escapamos de aquel que se supone que somos. Ser en Heidegger tiene un alcance místico del que él no es consciente. No podemos pronunciar la palabra ser, con o sin mayúscula, sin demostrar con ello que somos, a nuestra manera, creyentes. Puesto que hay que tener disposiciones religiosas para poder proferir semejante palabra con convicción, con seguridad. Quizá incluso sea necesario creer para decir simplemente de alguien o de un objeto que es esto o aquello, porque ese es particular remite automáticamente a Es.

24 de febrero. Cuatro días espléndidos. Nohant, valle del Creuse, Soloña. En cuatro días, casi cien kilómetros a pie. Sensación de vida auténtica, de realidad, de algo que ya no existe. Ya solo se puede viajar en invierno, estación en la que menos se encuentra la cara repulsiva del turista. Pueblos desiertos, carreteras vacías, ¡qué felicidad! 27 de febrero. El estado de esterilidad se confunde con el estado de clarividencia. Se comprende todo pero no se progresa. Es conocimiento, de acuerdo, pero un conocimiento... estéril. Lo que hace que el conocimiento avance es el entusiasmo y, sobre todo, el horror. Así pues, el espíritu en movimiento. La esterilidad es inmovilidad. ¿Por qué, después de haber hecho una buena acción, se tienen ganas de seguir una bandera, la que sea? Nuestros arrebatos generosos son peligrosos, puesto que nos hacen perder la cabeza. A menos que uno sea generoso porque, precisamente, ha perdido la cabeza, ya que la generosidad es un estado de embriaguez probada. Los grandes místicos dan la impresión de haber agotado a Dios y, a la vez decepcionados y ávidos, de buscar luego algo que los supere. De ahí la caída en la deidad, en la esencia anterior a Dios. 6 de marzo A Roger M., que me preguntó qué podía hacer en todo el día, debería haberle respondido, puesto que él también conoce el taoísmo: «Practico el wu wei, el no actuar.» 9 de marzo La filosofía de la historia de Hesíodo y de Heródoto va más lejos que la de Hegel o la de Marx. La Alta Antigüedad estaba más capacitada para percibir el lado irreparable del destino humano que la época moderna, corrompida por la idea de progreso.

Solo me gustan las primeras intuiciones sobre el mundo (Homero y compañía, Upanishad, folclore) y las últimas (budismo tardío, estoicismo romano, quietismo). Fogonazos primitivos y destellos cansados. El despertar de la conciencia y la lasitud de estar despierto. La sabiduría griega se resume en la máxima: «Mortal, piensa como mortal». (Siempre que el hombre olvida que es mortal, se siente movido a hacer grandes cosas y a veces lo logra, pero al mismo tiempo ese olvido es la causa de todas sus desdichas. No se eleva impunemente. Renunciar no es otra cosa que conocer los propios límites y aceptarlos. Pero eso es ir contra la inclinación natural del hombre, que lo empuja hacia la superación, hacia la ruina.) 9 de marzo. El hombre solo es hombre en la medida en que no se acepta, es decir, en que consiente en su ruina. La gente que tiene clase no es particularmente inventiva en materia de lenguaje. Ahí muestra aptitudes y originalidad la gente locuaz, casi vulgar, o al menos que extrema la vivacidad hasta la fanfarronada, o hasta la guarrada un poco delirante. El genio verbal es a menudo la marca de los que son populacheros. La educación perjudica la frescura, el vigor del lenguaje. Céline no sale de un salón. Prácticamente todos aquellos dotados de genio verbal que he conocido carecían de modales: eran naturalezas, vivían en el mismo lenguaje. Llegará un día en que el francés no será más leído que el latín hoy. (Esa extraña sensación de manejar una lengua casi muerta.) Desde que estoy en este país no hago más que constatar su falta de futuro. ¡El drama de los pueblos que tienen un pasado! Pero existe otro drama: el de los pueblos que no tienen ni pasado ni futuro. Rumanía, por ejemplo, cuya nada está tan arraigada, es tan visible que es indecente.

Zapraţan,1 Sorin Pavel, Petre Ţuţea2 o ese Crăciunel, y Nenea también, ¡y tantos otros tan típicamente representativos de mi tribu! Vidas inconclusas y por ello interesantes. No podían, ¿qué digo?, no debían realizarse... quizá para seguir estando en conformidad con el genio de un pueblo irrealizado, para permanecer fieles a una esterilidad nativa, original. ¿El secreto de mi país? Vivir y morir por nada. Durante la última guerra, cientos de miles cayeron contra los rusos y contra los alemanes. Nadie lo sabe. Más pérdidas de las que tuvieron los americanos, o los ingleses y los franceses juntos. En vano... A veces tengo la sensación de que mi «demonio» me ha abandonado. A eso llevan el abuso de calmantes, la frecuentación del budismo y la voluntad de sabiduría. A fuerza de mantenerme firme frente a mis inclinaciones, de combatir mis defectos, tenía que empobrecerme inevitablemente, extenuar mis apetitos y mis ambiciones, precipitarme en una sequedad desoladora, estúpida, «noble». 12 de marzo. Lo que siempre me ha atraído de los judíos es su negativa orgullosa a aceptarse, el tormento de su excelencia, de su singularidad, el sueño perpetuo de una condición diferente, la total imposibilidad de su carrera. Cuando las cosas no van bien y estamos descontentos con nuestra suerte, siempre tenemos el recurso de decirnos que podríamos haber sido uno de ellos. El consuelo y la humillación de no ser judío. «Mi» tiempo. Vivo a la vez al día (en todos los sentidos de la palabra) y más allá de todos los días: la elemental y la suprema medida del tiempo. Coexistencia difícil, causa de todos los malestares, así como de todos los consuelos. Anoche. En una callejuela cerca de Les Halles. Lienzos negros de una casa leprosa. Y, arriba del todo, un agujero que dejaba ver una estrella.

Cuando deambulábamos anoche por calles minúsculas, P.S. me dijo algo que me llamó la atención: «Alguien debería escribir algún día sobre tus relaciones con París, puesto que no hay duda de que hay una relación entre la atmósfera de París y tu manera de ver las cosas». Es muy cierto: a pesar de que ya no tengo vínculos, me he arraigado en París. Es mi ciudad. Nos es común cierta depresión. Una depresión, digamos, metafísica se ha incorporado a la depresión parisiense. El orgullo de no haber ido nunca detrás de una bandera. Sol, «glorious day»,* etc. «La primavera me ha traído la risa del idiota», lo mejor que dijo Rimbaud según Pierre de Lapparent. A veces se está tan perdido en medio de una dicha intensa que hay que contenerse para no gritar: «¡Socorro!». Querría carecer de cualquier vínculo, como un Cristo sin caridad, ser libre, libre, tanto como un dios pirroniano. No se puede buscar la Verdad si no se ha conocido durante mucho tiempo el hastío de la vida. Ese hastío es exigente, y solo la pasión por lo verdadero puede satisfacerlo y calmarlo. La Verdad (me da vergüenza, no obstante, emplear en este caso la mayúscula) ha sido mi única preocupación toda mi vida..., o, más bien, el miedo de engañarme, de hacerme la ilusión, que, al no ser más que una búsqueda indirecta de la Verdad, explica por qué no he podido encontrarla. Lo más desecante, lo más esterilizante, es seguir una doctrina, una religión, un sistema, sobre todo para un escritor; a menos que viva, como sucede a menudo, en contradicción con las creencias a las que recurre. Esa contradicción o, mejor dicho, esa infidelidad estimula, alimenta su talento, lo mantiene en un estado de inseguridad, de malestar y de vergüenza, particularmente favorable para la producción literaria.

Me conozco bastante bien, y, si no me desprecio completamente, la razón es porque estoy demasiado desengañado y demasiado cansado para poder abandonarme a sentimientos extremos. 16 de marzo. Destacar en la inconclusión. Las cosas como son: es sobre todo con los judíos con quienes me entiendo en profundidad, porque, como ellos, me siento fuera de la humanidad. No soy reaccionario, admito todas las reformas y todas las revoluciones que se quieran. Pero que no exijan de mí que crea que la Historia tiene un sentido y la humanidad, un futuro. El hombre irá de dificultad en dificultad; y así será hasta que reviente por ello. El hombre es libre en la medida en que puede no actuar enseguida. Solo el fallo de sus reflejos asegura su libertad. Es porque le da la oportunidad de reflexionar, de sopesar, de elegir. Crea un intervalo, un vacío entre sus actos. Ese vacío es el espacio y la condición de la libertad. El hombre es hombre por sus insuficiencias. Si no hubiese algo estropeado en sus reacciones fundamentales, no sería más que un autómata. El horror de la vida no es señal de falta de vitalidad sino más bien de energía mal empleada, levantada contra sí misma. Entre los pintores, la falta de renovación es aún más visible que entre los escritores. ¿Por qué este o aquel repiten siempre la misma exposición, hablando, cada vez, de «obras recientes», en lugar de anunciar abiertamente que no habrá ninguna sorpresa? La única excusa para la repetición en todo es la profundización, es decir, hacer lo mismo pero en otro nivel. Allí donde ese fenómeno no existe, se trata directamente de una impostura más o menos consciente. Lo esencial surge a menudo al final de largas conversaciones. Las grandes verdades se dicen en el umbral.

17 de marzo. Beckett me contó anoche que una estudiante de Niza le ha escrito para pedirle que proteste contra la manera en que se interpreta su obra en las facultades de letras, que es una manera indigna, etc. Seguramente se trata de la crítica estructuralista que se practica en las universidades. Leer un libro por el placer de leerlo y leerlo para dar cuenta de él son dos operaciones radicalmente opuestas. En el primer caso nos enriquecemos, hacemos pasar dentro de nosotros la sustancia de lo que leemos; es un trabajo de asimilación; en el segundo, permanecemos ajenos, incluso hostiles (¡aunque lo admiremos!), al libro, puesto que no debemos perderlo de vista ni un solo momento, debemos, al contrario, pensar en él sin cesar, y trasponer todo lo que decimos a un lenguaje que nada tiene que ver con el del autor. El crítico no puede permitirse el lujo de olvidarse de sí mismo, debe ser consciente en todo momento; ahora bien, ese grado de conciencia exacerbada al final es empobrecimiento. Mata lo que analiza. El crítico seguramente se alimenta, pero de cadáveres. Solo puede comprender una obra, y sacar provecho de ella, tras haberle extirpado su principio vital. Considero una maldición tener que contemplar cualquier cosa para hablar de ella. Mirar sin saber qué se mira, leer sin sopesar lo que se lee, ese es el secreto. Todo lo que es demasiado consciente es funesto para el acto, para cualquier acto. No se hace el amor con un tratado de erotismo al lado. Sin embargo, eso es lo que sucede hoy un poco en todas partes. La enorme importancia que ha adquirido la crítica se inscribe en el mismo fenómeno. La única utilidad de Dios (o del concepto de Dios) es que permite romper con los hombres sin caer en el narcisismo, en el delirio, en el asco, en los vicios del Yo. Seguimos siendo normales, con la ilusión de un apoyo objetivo. Por lo demás, creer en Dios te dispensa de creer en cualquier otra cosa, lo que es una ventaja inapreciable. Por eso siempre he envidiado a aquellos que creían, aun siendo incapaz de comprender cómo lo hacían. Me parece más fácil creerse Dios que creer en Dios.

De cien cartas que recibe un autor, solo una merece consideración. Casi todas te las dirigen solo en la medida en que se habla de ti en los periódicos o en las revistas. Son inspiradas no por lo que has escrito, sino por lo que se ha escrito sobre ti. En todos los sectores todo es de segunda mano. ¡Practiquemos la modestia! (Yo me he ejercitado en la modestia, con diverso éxito. Sin embargo, no desespero por alcanzarla algún día. Por eso la muerte está ahí.) 18 de marzo. Sibylle me dijo anoche que Mircea Eliade tuvo el 9 de este mes un ataque al corazón (¿pericarditis?) y que hasta el 16 los médicos no declararon que estaba fuera de peligro. El ataque se produjo en una ciudad de Michigan, en la que estaba con Christinel. He pensado toda la noche en ese accidente, absolutamente inesperado. Puesto que, para mí, él era de una resistencia a prueba de bomba. ¡Cuántas veces no me he dicho que si yo hubiese hecho la cuarta parte del trabajo que hacía él, habría muerto hace mucho tiempo! Rara vez he visto a alguien que, por así decirlo, se haya entregado al surmenage con semejante ardor. En todo, lo contrario de un sabio, ya que la sabiduría es la negativa a abusar de nuestras fuerzas, de nuestras capacidades, de nuestro tiempo. Lo que M.E. debería haber aprendido es el arte de aburrirse. Desconoce el placer de no hacer nada. Hago votos por que lo aprenda ahora. Cuatro horas de conversación en francés con un amigo de mi hermano. Ni una frase que haya sido, ya no digo correcta, sino aceptable. Una avalancha de solecismos. Debería haberle dicho que no sabía francés. Retrocedí porque la sorpresa habría sido para él insoportable. Siempre he pensado que cualquier gloria debe expiarse, que se debe pagar por haberla encontrado, que no se conoce impunemente. El que la ha poseído ya no podrá prescindir de ella, y, como tarde o temprano flaquea, intentará conservarla a toda costa, se aferrará a ella como un condenado, y será, efectivamente, un condenado, tanto si la conserva como si la pierde.

Solo un desconocido puede realmente comunicarse con Dios. Los hombres no se interponen entre él y el objeto de sus plegarias. Las ventajas metafísicas del anonimato son inmensas... Ser desconocido para los hombres es no tener obligaciones hacia ellos, es vivir sin responsabilidades, es decir, estar en condiciones de desaparecer en lo esencial. «Yo soy el que es...» A Dios le gusta el laconismo. Esa sería una razón para ser creyente. No hay nada peor que un dios —o un escritor— charlatán. Todo es demasiado largo. Es la única máxima que deberíamos tener cuando empezamos a «crear». Leído con estupor en una revista «reaccionaria» un artículo muy violento contra Pascal, presentado como un individuo de lo más dudoso y al que, después de tres siglos, no se le perdonan Las Provinciales. Francia es el país de los clanes, de las camarillas, de las sectas, de las revoluciones y de las guerras civiles, por lo tanto de las dictaduras. Aquí la discusión solo es posible hasta cierto punto. Cuando los espíritus se acaloran, ¡adiós a los argumentos! En el mismo artículo, los jansenistas son tratados como una panda de bandidos. Cuando se piensa en el destino que los jesuitas reservaron a esos bandidos, uno se pregunta cómo alguien se atreve todavía a defender a una Compañía que tiene la cara de recurrir a Jesús. Ayer hojeé un libro de «pensamientos» de François Rostand, prologado por no sé qué religioso. El estilo, el género, los giros son de su padre,1 pero el contenido está justo en el lado opuesto. Lo que echó abajo el padre, el hijo lo restablece; las dudas de uno son sustituidas por las certezas del otro. El vástago, al no poder ir más lejos que el progenitor, ha cambiado de dirección, no, ha vuelto a recorrer el mismo camino en sentido inverso, ha leído a su padre a contracorriente. Todo lo que este combatió, el otro lo celebra, lo magnifica. Justo es añadir que en el padre la negación era a base de angustia, de lucidez excesiva, casi trémula. Existía una posibilidad de plegaria. Pero para otra generación.

¡Parece que Pierre Loti ha traducido El rey Lear! ¡Vaya! ¡Esa acumulación de banalidades! Lo que no es llamativo no existe. Escribir debería ser sinónimo de grabar. 21 de marzo. La Beauce. Cielo cubierto, tiempo brumoso. Bosquecillos de árboles: manchas negras, en medio de una estepa marrón. ¡Tanta poesía a solo una hora de París! 22 de marzo. No soy un exiliado, sino un expatriado. Breton, durante la guerra, se negó a aprender inglés para no estropear su francés. Con ello dio muestras de un gran instinto literario. Solo deberíamos salir de una lengua si se tercia. Cada vez que leo en inglés o en alemán, siento que mi francés se tambalea. Hay que atenerse a un solo idioma y profundizar en su conocimiento de la mañana a la noche. Para un escritor francés, una conversación en su propia lengua con una portera es más provechosa que una charla con un gran erudito en una lengua extranjera. La indignación es señal de vida... y de infantilismo. Cada vez que la siento, me alegro y me entristezco. Querría llegar a aceptarlo todo, con el no asombro de un idiota. En el fondo, la muerte no es más que el fin de una larga indignación. Ha muerto, ha dejado de estar indignado. Entre millones de parisienses, quizá yo sea el único que ama con pasión la Beauce, que considera que es una suerte tenerla tan cerca, a menos de una hora en tren. Nacido en los Cárpatos, en contraste tenía que ser seducido por la planicie, cuya nada horizontal invita aún más que la montaña a reflexiones de todo tipo.

Mis pretensiones a la sabiduría, ¡menuda farsa!, cuando no pasa un día sin que sienta impulsos homicidas, además puramente gratuitos, pero están ahí, y son tanto más graves cuanto que no provienen de una necesidad de venganza legítima, de una humillación dada, de la necesidad de una reparación. Proceden de mi «yo», de aquel que de la mañana a la noche se representa a sí mismo la comedia de la indiferencia. La sed de destruir está viva dentro mí, seguramente; sin embargo, no menos viva es la convicción que tengo de lo grotesco a escala cósmica, que lo contrarresta todo, incluida esa sed. Parezco un Raskólnikov que, habiendo partido para cometer su crimen, se detiene por el camino para hojear el Eclesiastés o a Epicteto. Mis contradicciones, al ser orgánicas, por lo tanto insolubles, me han predestinado al fracaso. Voy hacia él sin remordimiento, casi triunfalmente. Seguramente soy el producto de mis dos padres, pero ellos no son los culpables de lo que soy, son las adversidades de mis veinte años, mis dolores y mis insomnios de la época, que, todos ellos, dieron a mis taras heredadas una dimensión de la que mis padres no son responsables, estos me legaron tormentos tolerables y modestos, y no esas convulsiones y esas crisis, esos suplicios inconvenientes, desmesurados. Esta mañana, en la radio, Roland B., ese espíritu sutil pero profundamente falso, ha disfrutado ensalzando las ideas de Fourier y hasta su estilo, que encuentra bello y cuyos horribles neologismos elogia. Recuerdo el asco con el que abandoné divagaciones ilegibles de ese utopista. Rara vez un texto me ha irritado tanto. Filosofía de un imbécil. André Breton estaba pasmado ante las elucubraciones de ese pobre diablo. En el Luxemburgo, tarde divina. Es imposible imaginar cielo más puro y luz más etérea. Sensación de más allá de la felicidad. Y sin embargo me decía que es imposible limitarse a este mundo sin caer en la desolación.

Explicar un sueño con todo detalle es hacer muy mala literatura. Contarlo pura y simplemente es diferente. Pero ¿quién, hoy, sigue contando sus sueños sin comentarlos? Los progresos de la profanación, en todos los dominios, son asombrosos. ¡Desmontar un sueño como se desmonta una obra de relojería! Veo el Paraíso como un lugar donde se sabía todo pero donde no se explicaba nada. Ese L., ¡qué vitalidad! Esta incluso le da a su jerga cierto encanto. Detrás de todo eso hay una especie de locura jadeante que no deja de ser contagiosa, aunque solo sea durante la lectura, ¡por muy penosa que sea, por otra parte! No puedo olvidar que vengo de un pueblo en el que, al final de cada curso escolar, los alumnos, divididos en dos categorías, siguiendo los dos extremos de ese pueblo extendido a lo largo de un río, se lanzaban piedras los unos a los otros, como dos fuerzas enemigas. Ya no me acuerdo si había heridos, pero el espectáculo, incluso de niño, no dejaba de fascinarme, de sorprenderme también. He observado que, después de medianoche, tengo tendencia a compadecerme de mí. Tendría que acostumbrarme a acostarme más pronto. 24 de marzo Fourier marcó el siglo XIX. (Por fourierista fue enviado Dostoievski a Siberia.) Los pensadores mediocres (tipo Teilhard) siempre tienen más influencia que los demás. Son ellos los que están en el origen de las revoluciones. Un gran pensador, en el siglo XVIII, fue Hume. En nombre de sus ideas, demasiado sutiles, demasiado profundas también, uno no se subleva: la duda no lleva al motín. Conducen a él, en cambio, divagaciones a lo Rousseau, espíritu limitado pero lleno de ardor. Solo aprecio la impasibilidad y solo me seduce la desdicha. Tener tan profundamente el gusto por la indiferencia y el gusto por la tragedia es reconocer que no se está llamado a hacer el menor progreso espiritual.

Durante la Revolución francesa, Anacharsis Cloots, un prusiano, declaró: «Pueblo, cúrate de los individuos». Nacer..., suprema indiscreción. El error de existir es para mí de una evidencia tan fastidiosa que adquiere, a mi juicio, un carácter positivo. Parece una enfermedad necesaria y estimulante. 27 de marzo. Ady ha hablado de la «maldición de ser húngaro». Muy bien, pero ¿qué es comparado con la de ser rumano? Hungría existe o ha existido: Rumanía no ha existido ni existe. Por eso solo se puede decir respecto a ella: «la desgracia de ser rumano». Podría decir de Sibiu o de París lo que Ajmátova dijo de Leningrado: «Mi sombra queda sobre tus muros». Lo que le falta a la poesía francesa, exceptuando a Baudelaire, es el sentido de la desgracia y el aliento profético. 28 de marzo. La edad de oro precede a la Historia o la sucede. Las dos visiones condenan el proceso histórico. Cada generación, una vez que se ha hecho mayor, hace bien en añorar los «buenos viejos tiempos». Remontando de pesar en pesar, se vuelve a atravesar la Historia y se desemboca en el primer pesar, el de la edad de oro. Incluso puede que ese pesar vaya más lejos: ¿no expresaría la nostalgia de aquellos tiempos en que el hombre no era todavía hombre? ¿En que no había más que bestias y... dioses? ¿En que la conciencia no estaba a punto de desunirse? Puesto que, en lo más hondo de sí mismo, el hombre tiene que estar inconsolable por haber abandonado su condición original y haber dejado plantado al resto de la creación. Se arrepiente secretamente de ser hombre,

no se atreve a mostrar su remordimiento, ni a emprender nada para volver a sus comienzos. ¿Cómo lo haría? No lo lograría. Por eso lo más sencillo es continuar hasta el agotamiento, hasta el naufragio. El destino del hombre se parece al de Rimbaud. Genio fulgurante, pronto agotado. El hombre va a sobrevivir a su genio. No podrá seguir así durante mucho tiempo. Va a rondar aún algunos milenios. Después... La diferencia entre lo que es y lo que va a ser de él será tan grande como la que hubo entre el poeta de las Iluminaciones y el hombre destrozado del final que, en el hospital de Marsella, fue inscrito como «comerciante». El hombre deberá pagar por todas sus dotes, por su carrera deslumbrante. Es inconcebible, y sería contra natura, que acabe bien. ¿El espectáculo que dará a un observador ideal? «¡Barramos a ese cerdo!» El hombre va a caer en la mediocridad y en el espanto. Esa conjunción, reconozcámoslo, le dará un suplemento de originalidad. Jamás llegará a ser totalmente nulo. No encuentro nada más desolador que ver las mismas ilusiones surgir y resurgir, a veces con las mismas fórmulas. Todos hemos estado locos, por lo tanto hemos sido capaces de tener ilusiones, en cierto momento de nuestra vida. Eso es lo que explica por qué todos los errores antiguos que creíamos muertos para siempre resucitan y reviven hasta que son nuevamente enterrados, ya que el hombre no puede renovar indefinidamente su capacidad —o su reserva— de locura. 30 de marzo Abatimiento, cansancio, dolores de cabeza. Mi mente está resfriada. ¡Padecer un resfriado hereditario! Cogí frío al nacer. A propósito de la «maldición de ser húngaro» de Ady, el otro día escribí que la de ser rumano es mayor. En nuestro caso no se trata de maldición, sino de desgracia, es decir, de un estado pasivo, sufrido, mientras que en la maldición hay una idea de elección al revés, por lo tanto de grandeza, que no es ordinaria en la desgracia.

31 de marzo Magníficat de Bach. Conmovido hasta las lágrimas. Es imposible que lo que ahí se expresa solo tenga una realidad subjetiva. El «alma» debe de ser de la misma esencia que lo absoluto. Y es el vedānta el que tiene razón. Leo en una vieja Historia de la Literatura inglesa esto, que me llega al corazón: «Hume era demócrata como Voltaire: quería que se proporcionara la felicidad al pueblo no permitiéndole hacerse con ella». La expresión escucharse vivir... la conozco por experiencia. Solo que no es mi propia vida lo que he escuchado sino la vida a secas, y por eso he superado mis miserias para comprender la miseria universal. ¡Hay tan pocos profetas que no sean bobos! Los profetas optimistas lo son todos. Para soportar la vida hay que ser cínico o bobo. Cuando no se tiene la ventaja de ser cínico o bobo, la vida es un sufrimiento constante, una herida incurable. Cualquier gloria es una injusticia, solo se produce a costa de los demás. Es exactamente como una fortuna: solo se ha podido hacer en detrimento de los menos desfavorecidos. La fortuna, como la gloria, es, efectivamente, un favor. Mañana, mi cumpleaños. SESENTA años. Espero pensar en otra cosa. Más vale que no piense demasiado en lo que he hecho durante estos sesenta años. ¡Una vida! ¡Tengo una vida tras de mí! Es espantoso. No he realizado casi nada de lo que habría querido. Si lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado con ello? ¿Estaría hoy más satisfecho? Seguramente no. La ojeriza que me tengo es por no haber llegado a ser tal como me soñaba: o sometido a todo o superior a todo. Habiendo partido para llegar lejos, hacia algún extremo, me detuve por el camino y empecé a dudar de mi misión, y de cualquier misión.

Me hundo en la sobriedad. Es la antípoda de la inspiración. Ya no puedo levantar la voz. El patetismo es mi enemigo. No siempre fue así. 8 de abril. Sesenta años, pues. Doy las gracias por todos los momentos de plenitud que he conocido durante tan largo o tan breve periodo de tiempo. El tiempo que cada uno de nosotros habrá sufrido es el único tiempo real. El otro, aquel en el que no hemos estado y aquel en el que no estaremos, corresponde a la especulación y casi a la hipótesis. Y, sin embargo, yo habré vivido en esos dos tiempos mucho más que en el mío. Esa es la fuerza, la omnipotencia de una avidez vuelta contra sí misma que nos impone cualquier instante, salvo precisamente aquel en el que estamos. Me he revolcado en milenios anteriores a mí y me he aburrido en los milenios posteriores. ¡Habría sido tan sencillo atenerme a ese modesto intervalo al que el azar me arrojó! A mi edad, prácticamente toda la gente a la que admiro estaba muerta. Ninguno tuvo el mal gusto de llegar hasta la sesentena. A los veinte años podía imaginarlo todo, el principio y el fin del mundo, excepto que un día, sexagenario, consideraría los años que he acumulado con un poco de indiferencia y con un poco de estupor, como si se tratase de un trecho de tiempo del que no sé qué pensar y que ya no le concierne a nadie. Sociedad «permisiva»..., es decir, sociedad sin prohibiciones. Pero una sociedad sin prohibiciones se disgrega a la larga. Puesto que sociedad y prohibiciones son términos correlativos. Por eso una sociedad se amolda mejor al terror que a la anarquía. La falta de libertad es compatible con cierta prosperidad; pero la libertad total es estéril y autodestructora. Ese es el drama. Lo mismo sucede con la represión para la vida individual. Tiene inconvenientes, pero los inconvenientes son mucho mayores cuando ya no hay represión, cuando ya nada está oculto, enterrado, interiorizado. El psicoanálisis, al querer liberar a los hombres, no ha hecho más que encadenarlos..., a su superficie, a sus apariencias. Los ha vaciado de sus

secretos, los ha desposeído de su contenido, de su madera, de su sustancia. La represión tiene algo bueno. Y las psicosis consecutivas a su supresión son mucho más graves que las que resultan de la represión misma. Strette, de Paul Celan, las Elegías de Duino, reducidos al esqueleto y al grito, a un Krampf1 verbal. La historia en general invita al escepticismo, y la de Francia en particular, porque es sanguinaria y declamatoria por excelencia. 10 de abril Cualquier enfermedad es una iniciación. En medio de la noche he pensado en el suicidio de mi sobrino. Siempre he considerado a ese desdichado un pobre diablo: helo ahí engrandecido a mis ojos y con una estatura quizá inmerecida, pero ¡qué más da! «Es el fin», dijo al desplomarse en el parqué. Debió de prepararse durante años para ese momento, y, si se mató ese día, es porque ya no podía continuar, había llegado a su límite (como Celan). Compararlos, ¡qué locura! Y sin embargo es el mismo drama, el drama de lo insoportable, de ya no poder continuar, del extremo alcanzado, del muro que se levanta ante ti hasta el cielo: no podemos volarlo; que por eso no quede: acabamos con nosotros mismos. Hace más o menos siete años, alguien que había visto a mi sobrino me dijo que, en la única habitación que tenían todos (eran seis), él permanecía en un rincón, pálido, taciturno, delgado, con aire de esquizofrénico. Se parecía a mi hermana, una loca, una desdichada, un ser imposible. Para los dos, la muerte solo podía ser una bendición. Lo es, por otra parte, para todo el mundo. Pero no nos atrevemos a convenir en ello. Es porque el miedo tiene una misión que cumplir, y la cumple con una perfección cuyos únicos fallos son los suicidios... Escribir un ensayo, una novela, una novela corta, un artículo es dirigirse a los demás, escribirlos para ellos; todo lo que es pensamiento continuo requiere lectores; pero el pensamiento discontinuo apenas lo hace, solo

satisface al que lo concibe, y solo se dirige indirectamente a los demás. No busca el eco; por eso es silencioso, apenas articulado: un cansancio que reflexiona sobre sí mismo. Cuando un francés habla de una realidad (la muerte, la historia, etc.), no es en esa misma realidad en lo que piensa sino en las palabras que la expresan. Así, su pensamiento es exclusivamente verbal. Se objetará: pero así es en todas partes. Seguramente, pero en ninguna parte ese fenómeno me parece tan marcado como en Francia. De ahí viene esa impresión de que todo lo que en ella se hace y se medita no accede a la intimidad de las cosas sino que se reduce a un juego de espejos, a las sorpresas de la mente que solo se encuentra en cualquier caso a sí misma. B. da la ilusión de profundidad maravillosamente. No dice nada que no parezca tocar lo esencial. Pero, en cuanto miramos de cerca, nos deslumbra que se pueda hasta tal punto no decir nada con tantas apariencias contrarias. Es el vacío... dorado, es la nada con muchísimo porte. 11 de abril. A las cinco de la mañana, completamente despierto, me he acordado de la escena siguiente, con una precisión de detalles absolutamente alucinante (salvo el año): En 1935, creo, nos fuimos para hacer una excursión de varios días por los Cárpatos, la señora T., inteligente y puta como un demonio, su hija (dieciséis años, inocente, boba, amable), mi hermano y yo. Llegamos a un lugar muy solitario. Allí solo había dos casas de madera pertenecientes al guarda forestal. Por la noche, después de la cena, en una noche extraordinariamente bella, los cuatro tomamos un sendero. Debíamos de haber recorrido tres o cuatro kilómetros cuando se hizo sentir una brisa ligera. Los grandes abetos, muy densos, empezaron a dar a entender... (¡nada de poesía!). Pero lo cierto es que, al cabo de cierto tiempo, percibimos ese gemido característico de un bosque cuando un vientecillo agita las copas de los árboles. En un momento determinado, ese mismo gemido parecía venir de muy cerca de nosotros, como si alguna bestia hubiera estado al acecho no lejos de nosotros. Hablábamos de todo, salvo de eso. Pero escuchábamos, y parecíamos

inquietos sin querer reconocerlo. Y cuanto más se alejaba la conversación de lo que sentíamos, más crecía nuestra inquietud. De repente, la chica prorrumpió en sollozos y gritó: «No quiero morir, no quiero morir». Intenté hacerla entrar en razón, todos nos esforzamos en ello. «Para vosotros no es nada. Qué puede importaros a vosotros morir, vosotros habéis conocido el amor. Pero yo, yo no lo he conocido, ¡no quiero morir!» Viendo que no podíamos calmarla, dimos media vuelta a toda velocidad, trastornados por ese espectáculo y casi tan asustados como la chica. Volvimos rápidamente a nuestro refugio. Nunca un regreso de un paseo se ha parecido tanto a una desbandada, a una huida vergonzosa. No se me va de la cabeza el acto de mi sobrino. ¡Cuando pienso que he escrito algo como «De la necesidad del suicidio» y me impresiona tanto que alguien lo cometa! Es cierto que yo creía que ese desgraciado era totalmente incapaz de cometerlo y que no me puedo creer que se haya decidido a hacerlo. Siempre lo traté de imbécil; me equivoqué y ahora me arrepiento de ello. También podría haberlo ayudado un poco más; pero ¿qué habría hecho con el dinero? Lo habría gastado en bares, y quizá se habría matado mucho antes. En mi familia, nadie, aparte de mi madre, ha demostrado ser capaz de afrontar la vida con confianza y con coraje. Todos más o menos desesperados y timoratos, empezando por mí. Un desánimo tribal. Me deja estupefacto ver hasta qué punto me he alejado de la poesía, del espíritu de cualquier poesía. Ya solo me retiene la prosa breve, amarga y dura. Leído fragmentos de M.B. sobre la muerte. No quiere decir nada. Es logomaquia admirablemente ejecutada. Por lo visto tiene algo que decir, pero no lo consigue, se embrolla en sus frases maravillosas, oraculares y vacías. Un ejemplo magnífico de impotencia y, digámoslo, de pretensión casi vertiginosa. Símbolo donde los haya de la anemia francesa, del puro refinamiento. No es lícito carecer de sangre hasta tal punto.

Mi disponibilidad de cansancio me aterra. Un cansancio innato, como un talento. Tengo el don del cansancio. Un estudiante kamikaze, antes de salir en misión, le escribe a su padre: «Permítame pedirle que propague a su alrededor que hay que pensar a menudo en la muerte». ¿Qué libro coger de la biblioteca? He dudado durante mucho tiempo y luego, como tenía ganas de leer alguno despiadado, lleno de miserias comparables a las mías, me he llevado la Correspondencia de Baudelaire. 16 de abril. Pienso en esa suiza alemana que conocí antes de la guerra entre los... cuáqueros y que siempre me preguntaba: «Lesen Sie immer Pascal und Baudelaire?».1 A decir verdad, no he frecuentado muchísimo ni a uno ni a otro, pero desde siempre han sido los dos franceses con los que siento que tengo más afinidades. Más exactamente: son los dos franceses en los que más pienso, sin necesitar en absoluto releerlos. Mucho más que los escritores, son los hombres los que me gustan, sus dramas, su falta de salud y ese sentido que tienen de la decadencia bien dicha. (Mallarmé, a su lado, parece fastidiosamente «afectado» e inesencial. Por eso gusta tanto a la chusma refinada de hoy.) Soy incapaz de manejar el lenguaje corriente en ninguna lengua, empezando por la mía. Solo consigo expresarme en lo vago y en lo general. Una pena se soporta bastante bien si físicamente se está en buenas condiciones. Pero, si no es el caso, la menor contrariedad se convierte precisamente en una pena y cualquier pena, en una prueba. (Es lo que me pasa desde hace una semana con la historia de mi sobrino. Por lo general, apenas habría reaccionado. En este momento, debido a mi estado, siento con mucha intensidad un drama que era

previsible, no en su forma, es cierto, puesto que se podría haber esperado todo de mi sobrino, excepto que fuese capaz de una crueldad tan desesperada consigo mismo.) El suicidio debería ser monopolio de los solteros. He dado la espalda a mi «patria» pero arrastro lejos de ella todas las obsesiones que me ha legado, que me ha inculcado desde mi nacimiento, antes incluso. «Me aterra la convicción que reina a mi alrededor.» (Fontenelle) 17 de abril. «Solo creo en Dios cuando tengo dolor de muelas», nos dijo un día en casa una criada que escuchaba mientras hablábamos de teología en la mesa... Schopenhauer es «nuestro filósofo nacional». Es él quien ha ejercido, de todos los filósofos extranjeros, la mayor influencia en nuestro país. Nunca he dudado de que haya un «pesimismo» rumano. Tudor Vianu traduce Schwermut por inimă grea.1 ¡Es mucho mejor que melancolía! No tengo fe, afortunadamente. Puesto que, conociéndome como me conozco, viviría con el miedo constante de perderla. Así, lejos de serme útil, sería perjudicial para mí. La razón profunda de que haya dejado de escribir es que he perdido esa especie de fe que tenía en la lengua francesa. Había un combate entre ella y yo, yo la amaba y la detestaba; me he vuelto indiferente a ella. Ya no hay malentendido entre nosotros, ya no hay drama. He intentado —en vano— convencer a Jerry de que no puedo ir a dar clases a los EE.UU., de que no veo de qué podría hablar, de que la idea misma de enseñar a mí me parece inconcebible y de que, por lo demás, a mi edad uno no se puede embarcar en una carrera universitaria.

¡Hace diez años que dura esa comedia! Pero ¿cómo convencer a alguien que está vinculado de que tú ya casi no tienes ningún vínculo con nada? Ya solo tener lenguaje común con Dios, con el gran Mudo. Le he dicho a Jerry que solo puedo hablar en la mesa. Me ha contestado que, en América, en los seminarios puedes comer sándwiches y beber cerveza. ¡La inocencia americana no tiene límites! ¿He perdido todas mis ambiciones? A veces me inclino a pensarlo. Pero, si eso fuese cierto, debería de haber perdido también las amarguras que son inherentes a ellas. Ahora bien, ese no es el caso, pues aún tengo ambiciones. ¡Desgraciadamente! El aburrimiento es un sufrimiento, aparentemente independiente de los órganos. El aburrimiento es el prototipo del sufrimiento, no localizado: está en todas partes y en ninguna. La gente impertinente da la impresión de inteligencia. Casi siempre consigue dar el pego. Por eso abusa de su impertinencia, para mantener su reputación. Ese es a menudo el caso de los franceses. Es un gran defecto querer parecer más inteligente de lo que se es. Exasperarse por la vanidad de los demás es demostrar que uno mismo tiene tanta como ellos. La gente que tiene defectos idénticos y sobre todo similares no puede soportarse entre sí. El francés tolera al alemán pero no al español ni al inglés, por los que se siente despreciado. Hay que cuidar los propios desprecios y no distribuirlos a la ligera. 18 de abril de 1971

Medianoche. Hace un rato le decía a S.St. que lo he intentado todo en lo que concierne a la experiencia mística y que, como no he conseguido nada realmente, he caído en la sabiduría. 20 de abril. «Mi agenda de direcciones es un cementerio.» Frase de un antiguo músico. (Siempre tacho con angustia de mi agenda el nombre y la dirección de un «desaparecido». Tengo la impresión de matarlo una segunda vez, de «duplicar» la muerte, de sobrepujarla.) Lo que en mí llamo «sabiduría», en realidad no es más que letargo. Un letargo recubierto, disfrazado, camuflado con teorías. Cuando ya no tenemos ni voluntad ni ambición, acabamos como espectadores de nosotros mismos, nos presenciamos a nosotros mismos. ¡Menuda representación! Lo he perdido todo, hasta mis impertinencias. Solo se puede hacer metafísica si se ha destruido en uno mismo la sensatez o el cinismo. Cualquier visión grandiosa y aparentemente profunda proviene de la ilusión, de la ingenuidad, de un exceso de imaginación y de entusiasmo. Detesto el odio, como se ve en los ojos, por citar solo un ejemplo, hacia los negros americanos. Es una de las razones por las que no quiero ir a Estados Unidos. El espectáculo del odio me pone realmente enfermo. Tan pronto como lo percibo en las palabras o en el rostro de alguien, tengo la impresión de haber ingerido un veneno, tanto daño me hace, tanto si lo siento como si lo contemplo, indistintamente. El único «progreso» real que he hecho al avanzar en edad es odiar menos que antes. Quizá la causa de ello sea una disminución sensible de mi vitalidad, la indiferencia de los hombres, la decadencia de mis ambiciones. ¡Qué más da! Odio menos y, cuando esté muerto —progreso completo, ese

—, ya no odiaré nada, a nadie. (Es una gran ventaja estar muerto. Ya no se está resentido con nadie, con nada. Así pues, basta con desaparecer para alcanzar la perfección espiritual.) ¿Es la muerte una solución fácil? No profundicemos en esas cosas. Abro un grueso tomo de una gramática erudita y topo con esta expresión insensata: «soporte adjetival». Cierro el volumen inmediatamente. ¿Por qué llevar una máscara cuando ya no se tiene rostro? Antes se podía llevar una máscara, porque se tenía un rostro; ahora que el rostro ha desaparecido, la máscara ya no tiene sentido. Lo que me contó la mujer de Fischer-Barnicol tardará en írseme de la cabeza. El año pasado fue a Mamaia y visitó algunos pueblos de Dobruja. «Allí la gente tiene un rostro. En Alemania del Oeste ya no lo tiene.» Quizá sea exagerado decirlo, pero es cierto: la civilización es el fin del hombre; del hombre como ser rodeado de árboles y de bestias. Ahora está rodeado de máquinas. Es una desgracia que lo marcará para siempre, una calamidad que lo perseguirá hasta el final. Sí, el hombre ya no tiene rostro. ¡Hay que ir a Dobruja para encontrarle uno! La maldición se asocia a todo lo que hace el civilizado. Debemos tener ese hecho en mente siempre que nos sorprenda o nos impresione lo que sucede. Todo está dentro del orden, un orden maldito. Era preciso, es preciso que sea así. Hojeado un libro sobre las «máscaras populares» de Rumanía. Es como estar en alguna tribu africana. Todo lo que en nuestro país es original, vivo, más bien, viene de antes de la Historia, si es que se puede hablar de Historia cuando se trata de nuestro pueblo, el único de los Balcanes que prácticamente no tiene pasado. No conozco nada más deprimente que leer un análisis detallado de tu obra, asistir a tu propia disección. A lo que siempre he aspirado —y lo he conseguido— es a no ser nunca situado entre la gente cotizada.

Un farsante consciente de serlo es necesariamente más avanzado en conocimiento que un espíritu serio, lleno de mérito y de una pieza. 22 de abril. Esta mañana, en una carta de Baudelaire a Sainte-Beuve, en la que dice que acaba de descubrir «Stanzas written in dejection near Naples»,* de Shelley... Durante mucho tiempo, en cualquier caso en la época del Breviario, ese fue mi poeta preferido. Escribir una carta requiere un mínimo de inspiración. Por eso es tan difícil dirigirse a alguien cuando se es presa de la indiferencia. M.E., después de un ataque de pericarditis, me escribe que está contento de haber salido adelante, ya que tiene la intención de escribir una gran obra sobre la religión, del Neolítico a Nietzsche. Nunca he visto a nadie que ame el libro que escriba y lea tanto como él. Me parece que, si yo me recuperase de una enfermedad grave, no creería en absoluto que se me ha concedido una prórroga para escribir. Es cierto que, de todas maneras, ¡tengo tal repugnancia a manifestarme, a poner por escrito las pocas cavilaciones de las que soy capaz! Hacer una obra es arremeter, es pisotear los hechos. Eso es cierto no solo para el historiador sino para todo el mundo, para el filósofo en primer lugar. Una idea es un atentado contra los hechos. En cuanto a una ideología, más vale no hablar de ella. Lamartine, al reproducir una conversación con Talleyrand, atribuye a este unas palabras de cariz romántico (¡algo así como un flujo que al retirarse te envuelve!) que son inimaginables en boca del personaje. (Eso es lo que hace hoy en día Malraux con De Gaulle.) Desconfiar de un escritor que refiere las palabras de un hombre político.

23 de abril. Mi cuñado, que ha sobrevivido a la ruina de su familia, me escribe: «Mi consuelo solo puede venir de la fe en la bondad de Dios. Así pues, le ruego que me dé firmeza de espíritu suficiente para no caer en la rebelión y para no considerar lo que me ha sucedido como golpes cuando todo procede de Su voluntad y de Su bondad». Uno está tentado de ironizar, después se dice que esa sigue siendo la mejor elección. Ya que ¿de qué serviría «rebelarse» a los setenta años? ¡La idea de Dios habrá durado mucho! No veo por qué reemplazarla. Entonces, ¿por qué el hombre no haría todo lo posible por conservarla, por aferrarse a ella? De todos modos, no encontrará nada mejor. Por eso siempre es una mala acción socavar una creencia, por muy estúpida, por muy abstrusa que sea. Puesto que es con creencias como uno se consuela, y no con razonamientos. Ante alguien que lo ha perdido todo, ¿qué lenguaje emplear? El más impreciso será siempre el más eficaz. Sensualidad y depresión casan perfectamente bien. Cuando ya no se cree en nada, se puede todavía creer en eso. «Pace şi odihnă de veci»,1 como me escribe mi cuñado: eso es lo que desea para su hijo. La paz, el descanso eterno..., esta tarde, en la cama, durante horas, he pensado en ese sueño interminable, y es la primera vez en mi vida que me he dado cuenta plenamente de lo que la muerte, vista como descanso, puede significar. Ya que para mí era otra cosa completamente distinta, todo excepto descanso. Tenía de ella una concepción más fantasiosa. Pero ya veo que la verdad sobre ella se encuentra en las inscripciones funerarias y en las reflexiones ocasionales de la gente afligida y mediocre. Sí, esta tarde creo haber comprendido a los muertos: he llegado tan lejos como ellos. Si me gusta tanto la correspondencia de Dostoievski y de Baudelaire es porque en ella se habla principalmente de dinero y de enfermedad, únicos temas «candentes». El resto apenas cuenta.

El Maestro Eckhart, Bach, Hölderlin... (si hubiera que nombrar a los más grandes alemanes). 24 de abril. Asselineau cuenta que Baudelaire, enfermo, de vuelta de Bruselas, en el momento en que, cuando descendía del tren, lo vio, estalló en una risa larga, sardónica. Leer sobre ti mismo te deja siempre una impresión de cansancio y de asco. ¿De qué sirven esos trabajos de disección? La crítica es una actividad despreciable, incluso perjudicial. ¡Que se lean las obras! El resto es inútil. Es porque no se tiene nada que decir por lo que siempre se escribe sobre alguien (o porque solo se puede decir lo que se querría decir a través de otro). El ridículo orgullo del comentarista menor: alguien que no ha sido capaz de concebir un único pensamiento personal te juzga como solo Dios tendría derecho a hacerlo. Es esa prerrogativa que el crítico se arroga lo que le hace creer que es alguien y que a él todo le está permitido. Alguien dijo muy acertadamente: «Soy lo que no he hecho». Eso quiere decir que los actos que no hemos realizado, por el hecho de que pensamos en ellos sin cesar, son el único contenido de nuestro ser. En otras palabras, soy mis remordimientos. El clave bien temperado. (Tras haberlo escuchado he recordado un conflicto, ya viejo, que tuve con el fisco, y me he exasperado. A la experiencia de lo sublime siempre le sigue en mí la de lo mezquino. Después de Bach..., lo sórdido y lo horrible. Tiene una explicación, pero no por ello es menos penoso.) Hace algunos años deploraba las deficiencias de mi voluntad; ahora esa imperfección se ha vuelto tan natural para mí que he dejado de quejarme de ella. ¿Es un progreso? Sí, cuando me permito caer en el quietismo; no, cuando mis ambiciones se despiertan y vuelvo a pensar en mis sueños de juventud.

Mi inactividad (o mejor dicho: mi actividad... pasiva, lectura casi ininterrumpida) se explica, desgraciadamente, bastante bien: vivo desde hace más de diez años con calmantes, como otros viven, los que producen, con excitantes. ¿Cómo habría podido sobrevivir una mente a semejante régimen de embrutecimiento? R.M. me envía un texto excelente sobre R. Char. El reproche que estaría tentado de hacerle a este último es que quiera parecer fulgurante. Una prosa que difiere demasiado de la lengua hablada es irritante a la larga. De ahí mi alejamiento de cualquier prosa poética o filosófica. Entre la banalidad y el recargamiento sistemático, hay que elegir la banalidad. Es más verdadera. 27 de abril Desde siempre, mis relaciones con mi país han sido solo negativas, es decir, lo hago responsable de todas mis debilidades y de todos mis fracasos. Me ha ayudado a no realizarme, ha favorecido mis defectos, es la causa de mi batacazo. Seguramente cometo un error al pensar así. Pero esa manera de pensar también se la debo a mi país... Largo sueño idiota. Un tipo acaba de contarme que ha matado a no sé quién. La policía no lo busca, porque nadie sospecha de él. Yo soy el único que sabe que es un asesino. ¿Qué voy a hacer? Me encuentro con él en un bar. Mientras va al servicio, aprovecho para decirle al propietario que avise a la policía. Pero el propietario me toma por loco y no hace nada. No tengo el coraje ni la deslealtad (puesto que ese hombre me ha confiado un secreto, el mayor que se pueda divulgar) de ir a denunciarlo yo mismo. Me siento su cómplice; de ahí el malestar. Me resigno a ser arrestado un día como tal. Pero me digo que sería demasiado estúpido; quizá lo denuncie a pesar de todo y así es hasta que me despierto. (Los indecisos tienen la especialidad de los largos sueños penosos. Dado que no logran zanjar nada en la vida, ¿cómo lo harían en sus sueños? Perpetúan así en ellos sus dudas, sus cobardías y sus escrúpulos. Son idealmente propicios a la pesadilla.)

Mi viejo odio hacia Rousseau. Odio al personaje más aún que sus ideas. Baudelaire: el poeta empieza a estar anticuado, si no lo está ya; el personaje, al contrario, engrandecido. Su obra maestra, ¡qué ironía!, son sus cartas (mientras que las de Mallarmé son exasperantes). Pero Mallarmé no está anticuado como poeta. La desgracia de Baudelaire poeta: su extrema claridad, su exceso de rigor. 28 de abril Cuando se ataca a la Iglesia en España, no hay que olvidar el papel que esta desempeñó en la cruzada contra los moros y en Rusia contra los mongoles. Los dos países fueron «hechos» por la religión. Más tarde, en uno y en otro, esta iba a desempeñar un papel demasiado importante y a menudo opresivo, como ocurre siempre cuando se instaura una creencia y al final se sobrevive a sí misma. Lo que yo creo. Yo creo que el hombre acabará curando todas las enfermedades, descubriendo todos los secretos de la «vida», concibiendo lo inaudito y alcanzándolo, pero no creo que un día consiga hacer desaparecer la injusticia, puesto que no veo cómo se podría instaurar la equidad en la tierra. Nunca triunfará sobre ella, bajo ningún régimen, por la sencilla razón de que eso es imposible. De ahí viene mi hostilidad contra la utopía. El espíritu utópico siempre ha existido. Es una búsqueda permanente, una manía que se exaspera en las épocas revolucionarias (como la nuestra) y que se calma tras las revoluciones, debido a las decepciones inherentes a los excesos. Es ridículo pensar que nosotros tenemos el monopolio del espíritu revolucionario. En la Edad Media, los conflictos teológicos, las luchas contra las herejías, todo eso era revolución, ya que el «Hereje», no hay que olvidarlo, era un «revolucionario» para la época, cuyas costumbres intelectuales quería trastornar. Todos esos conflictos y trastornos iban a conducir a Lutero y a Calvino, que sacudieron a gente como Robespierre y Lenin. Pero no hay que exagerar demasiado las similitudes entre una

revolución espiritual y una revolución social. Lo que es cierto es que una y otra suponen la explosión de una inmensa vitalidad. Los pueblos «muertos» no hacen revoluciones, imitan las de los demás. La felicidad general solo sería posible entre una humanidad completamente desengañada y que al mismo tiempo no estuviera demasiado amargada, una humanidad encantada de no tener ya ninguna ilusión de reserva... No matarse es señal de complicidad. Levantarse en medio de la noche para hacer ejercicios de respiración hasta que el cerebro se apoltrone... ¿Para qué? Para volver al sueño, a la inconsciencia, a la paz, a la animalidad, para evitar las interrogaciones del alba, el terror de las primeras luces. Louis de Broglie ve una similitud entre «la tendencia, a menudo fútil y a veces irritante, a “mostrarse ingenioso” y los caminos, que, vistos de lejos, parecen tan austeros, del descubrimiento científico. Esa relación existe, sin embargo. ¿Qué es, en efecto, tener ingenio sino ser capaz de establecer repentinamente aproximaciones inesperadas que instruyen o que divierten?». ... En ese caso, los alemanes serían menos propicios a los descubrimientos científicos que los franceses. Y sabemos que lo cierto es más bien lo contrario. Swift se sorprendía de que un pueblo tan torpe hubiera hecho tantos descubrimientos. Es porque el espíritu inventivo no es el espíritu ingenioso, ágil; es el espíritu paciente, profundo, que ahonda, que persigue. La inspiración, la chispa, es resultado del empeño, no de la movilidad. Los alemanes se aburren menos que los demás pueblos. Ahora bien, solo se persigue una idea hasta el final si se es insensible al aburrimiento. (A propósito de aburrimiento, de la herida de mi vida: por su culpa, aplicarse a una faena, «hacer» (¡menuda palabra!) un libro, me parece una empresa tan fastidiosa. Al cabo de algunas páginas, siempre me parece haber dicho suficiente. ¿Para qué continuar? Y es muy cierto que la mayoría de los libros podrían acabarse en su primera página.)

Poseo un olfato especial para descubrir la ferocidad en mis semejantes. (Paul Celan era uno de esos hombres feroces, aun siendo al mismo tiempo muy dulce. Su ferocidad era mórbida, por lo tanto excusable.) Tengo mil razones para creer en el futuro del suicidio. Un día, los hombres verán en él su única salida. A fuerza de acumular insoluble, llegarán a estar tan arrinconados que se volverán contra sí mismos con pasión de enajenados. Por fin habrán encontrado la solución, la única que les quedaba. Esta noche, por las calles casi vacías, he dejado que Bach me invada..., siempre las Variaciones Goldberg. La mayor, la más pura embriaguez que me haya sido dado experimentar. 30 de abril. Debo a mi salud precaria haber captado ciertas cosas. Estar enfermo es comprender. Sin la enfermedad no se comprende lo que más importa. Pero se puede comprender muy bien todo lo demás... El mayor placer que puedo experimentar es el de renunciar, el de negarme a asociarme con quienquiera que sea. Podría dar la vida por una causa, a condición de no tener que defenderla. En cuanto alguien me pide que me adhiera, que suscriba una empresa que lleva a cabo, filosófica o de otro tipo, prefiero romper mis relaciones con él antes que darle satisfacción. Que me exija cualquier cosa, salvo esa capitulación espiritual que consiste en entrar en un grupo y caminar juntos. Ya solo tengo en común con los hombres el hecho de ser hombre... Hace un rato, cuando miraba libros viejos, he topado con Entrevista con una sombra. Título estúpido y anticuado que me ha provocado una especie de estremecimiento. Es cierto que todo depende de nuestra disposición interior, particularmente cuando se trata de impresiones fúnebres. Desde hace algún tiempo, en France Musique ponen todos los días la obra integral para clave de Bach. El locutor, que no parece muy instruido, repite antes de cada emisión: «Sublime, sublime». Es estúpido. Sin embargo, tiene razón.

Mi derrota no es estar solo, sino sentirme solo. 1 de mayo. Escuchado en la BBC un programa extraordinario sobre De Gaulle, el francés al que más aprecian los ingleses desde Napoleón. Cosa significativa: todos los participantes lo han alabado por sus cualidades no francesas. «Tenía, como nosotros, sentido del humor.» «No le gustaba el small talk,* característico de sus compatriotas.» Y todo por el estilo. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de la pobre idea que los ingleses se hacen de los franceses. Más o menos la que estos últimos se hacen de los italianos. Cuando dudo demasiado de mí, me repongo pensando que no tengo discípulos: no conozco certeza más reconfortante. Tan intensa es a veces mi sed de soledad, que me veo buscando el desierto en el mismísimo más allá. Séneca, cuyo estilo, a decir de Calígula, carecía de cimiento, es un moralista retórico que, sin embargo, comprendió ciertas cosas, y ello no por su afiliación al estoicismo sino por sus ocho años de exilio en Córcega, isla particularmente salvaje en la época. Esa prueba le confirió a un espíritu frívolo una dimensión que normalmente jamás habría adquirido. Le dispensó de la ayuda de una enfermedad, desempeñó para él el papel que para otros desempeñan las dolencias. «Demos gracias a los dioses, que no retienen a nadie a la fuerza dentro de la vida.» (Séneca) 5 de mayo. ¿Por qué leo tanto? Es porque mis pobres antepasados desconocían ese tipo de actividad; así pues, es para vengarlos, para recuperar el tiempo perdido. Porque en nuestro pasado encontramos todo lo que queramos, excepto libros. Bien mirado, es maravilloso pensar que toda esa gente no leía nada y que pasaba sus largos inviernos charlando o callándose...

(También creo, pero esta vez no por reacción sino por tradición, que mi gusto por el trabajo manual me viene de ellos, que solo vivían de sus manos y a través de sus manos. Cada vez que manejo algo me siento colmado: hago lo que ellos hicieron siempre, lo que yo también debo hacer. Ser un «intelectual» es un error y un vicio...) En cuanto leo cualquier cosa sobre la herencia, me invade la depresión. El «código genético» invita a una modestia incompatible con el estatus de individuo. Si mis accesos de depresión no han sido capaces de llevarme a la fe, es porque nada me llevará jamás a ella. (Y, sin embargo, no puedo rezar pero no querría vivir en un mundo en el que la plegaria fuese inconcebible. Puesto que la posibilidad, la idea, de rezar habrá sido uno de los grandes apoyos en mis momentos difíciles. El hombre debió de empezar a rezar antes incluso de haber descubierto la palabra, porque no veo cómo podría haber soportado las angustias que debió de experimentar al salir del animal, al desertar de él, más bien, sin gemidos ni gritos, prefiguraciones, señales precursoras de la plegaria.) En principio, me creo capaz de hacer cualquier cosa por cualquiera. El único al que sé perfectamente que no puedo serle de ninguna ayuda soy yo. 6 de mayo. Noche atroz. A las cuatro de la mañana estaba más despierto que en pleno día. He pensado en Celan. En una noche parecida debió de decidirse de repente a acabar con todo. (Pero la decisión debía de llevarla dentro de sí desde hacía mucho tiempo.) Lo terrible de las vigilias es que se tiene la insensata cuasi certeza de que el sueño es inaccesible, de que es imposible recuperarlo, no solo esa noche sino durante todas las noches. Esa sensación de que ya no nos dormiremos nunca más, de que volver a dormirse es un verbo que ya no tiene sentido para nosotros, es lo que puede empujar al gran velador hacia un acto irreparable. El momento más espantoso es aquel en el que nos levantamos furiosos con la idea de ingerir un veneno... o de salir. Las dos intenciones participan de un mismo estado, y llegan a la misma conclusión. El insomne que no desee acabar con todo

debe abstenerse de tener algún veneno a mano, puesto que un día u otro seguramente recurrirá a él. Ya no somos dueños de nosotros mismos cuando abandonamos la cama enfurecidos: parecemos fanáticos... No nos falta nada: palidez, aspecto espectral, crispación, agresividad. 7 de mayo. Leído algunas cartas conmovedoras de Kafka a Felice Bauer. «El verdadero objeto de mi miedo —no se puede decir ni oír nada peor — es que jamás podré poseerte.» (1 de abril de 1913) ¡Qué profanación, poner confesiones semejantes, escritas para una sola persona, en conocimiento de todos! En el momento en que Kafka le confiaba a una chica a la que apenas conocía, ya que solo se había encontrado con ella dos o tres veces, un secreto tan penoso y tan espantoso, ¿cuál habría sido su reacción si hubiera previsto que cincuenta años después su drama íntimo se expondría en los periódicos? El espíritu: un cúmulo de desgracias. 11 de mayo. Desde el 8 de mayo, el pulgar de mi mano derecha, que me pillé con la puerta de un coche, ya no me permite escribir. En el dolor intenso, como en la voluptuosidad, el tiempo se estrecha hasta las dimensiones del instante; no supera el horizonte de la sensación. Si no reniego de mis orígenes es porque, pensándolo bien, es mejor ser rumano, es decir, nada, que ser una apariencia de algo. Conversación con un joven de mi país: todo lo que me ha contado es mentira, exageración, pretensión, en lo que ha entrado muchísima retórica e inseguridad. Las dudas sobre uno mismo no siempre llevan a la modestia: a menudo te hacen sacar pecho. Es el caso de mis compatriotas. Sobre un pensamiento de Bertrand Russell. Cuando era joven, escribió que había que exterminar al mayor número de gente posible, para que la cantidad de conciencia disminuyera en el universo.

Ese es, seguramente, un pensamiento muy bello, el más bello y el más potente que haya concebido. Para mí, tiene más peso que el resto de su obra, no obstante considerable. (¡Veinticinco mil artículos!) ¿Cómo, habiéndolo concebido, pudo luego comprometerse en campañas humanitarias? Debería haber muerto tras ese golpe de inspiración. Con un «pensamiento» semejante no se puede hacer una obra. Pero ¿qué importa una obra? La vida solo tiene excusa por destellos que la superan o que la niegan. Haber tenido uno de esos destellos te redime y te justifica. Se puede soportar, afrontar o superar la muerte; reconciliarse con ella, en cambio, solo se consigue en instantes privilegiados, que es tanto como decir raros, muy raros. 12 de mayo. Angustia insoportable durante el... desayuno. Cartas turbadoras de Lutero sobre sus tentaciones, en el Wartburg. La abstinencia es, para una naturaleza sensual, un suplicio atroz. El ascetismo solo tiene sentido si se tiene el gusto por la autotortura. El Desierto es inconcebible sin el masoquismo. Leo en un manifiesto de jóvenes: «La sociedad actual nos impide vivir nuestras utopías». Es ridículo. Pero no es más ridículo que mis ataques contra Rumanía, en los que la hacía responsable de mis imperfecciones y de mis incumplimientos. 13 de mayo. Cochin. He ido allí para una consulta. Durante media hora me han mandado de una ventanilla a otra. Cuando finalmente he llegado a la correcta, me han dicho que debería haber pasado por otra ventanilla para la inscripción. Exasperado, he soltado un taco rumano y me he ido. Atmósfera de éxodo, de caos atroz, de confusión y de galimatías. El francés tiene talento para el desorden. ¡Cómo me recuerda todo eso a mi país! Pero, si hay algo que detesto, es el gusto por el follón (por el follón que yo, sin embargo, llevo en la sangre como cualquier balcánico).

He escrito sobre la catástrofe del nacimiento sin citar a Calderón y sin haber leído La vida es sueño, donde se habla del «delito de haber nacido». Omisión imperdonable. 14 de mayo. Según Hegel, «el hombre solo será totalmente libre rodeándose de un mundo enteramente creado por él». ¡Qué error! Eso es precisamente lo que el hombre ha hecho y nunca ha estado más encadenado que ahora. El hombre ha sustituido la naturaleza por la técnica, su creación, y se ha vuelto mucho más esclavo de ella de lo que lo fue de la naturaleza. En realidad es doblemente esclavo, puesto que de la naturaleza no se ha emancipado completamente. Esclavitud por esclavitud, la antigua era mejor. Llamada telefónica de Caz., que me dice que le gustaría verme, ya que se siente demasiado «henchido» y necesitaría «desanimarse». Si lo he entendido bien, mi especialidad consistiría en hacer decaer la moral de la gente. Mientras escuchaba una cantata de Bach en la que una de las arias gira en torno a «Heiland, ich sterbe»,1 he tenido, hace unos instantes, la visión de un mundo en el que el alemán habrá desaparecido completamente, en el que solo algunos eruditos podrán descifrarlo. Cualquier salto al futuro es desmoralizante a más no poder. Desaparición de las lenguas, de las naciones, del hombre, de la vida, de... El día que leí que, dentro de quinientos mil años, Inglaterra estará completamente cubierta de agua, me metí en la cama en señal de abdicación y de duelo. El teléfono te pone a merced de cualquiera. Todos los días eres objeto de una nueva agresión. El telefoneado es el hombre más desvalido que existe, sin defensa alguna..., entregado a todos los pesados de la tierra y sin ningún recurso salvo la descortesía, incluso la grosería, que no es fácil. Hacen falta dotes especiales y una tradición de impertinencia, de descaro. Ahora bien,

mis padres me educaron en el culto de la timidez y de la reserva. La desfachatez no es mi fuerte y solo soy insolente a trompicones, por gusto por la paradoja..., lo que no molesta a nadie. La agresividad teórica muy raramente corre pareja con el acto, con la práctica. Se disipa en fórmulas... 15 de mayo. Hace un rato, euforia en la calle. Me sucede raramente; pero, si los demás la experimentan a menudo, ¿cómo sorprenderse entonces de su alegría de ser? Realmente no tenía ningún motivo para exultar. Pero fue así: un novio muy joven no habría estado más agitado que yo. Por más que fuera razonable, que me repitiera a mí mismo que era una pobre lombriz, no por ello avanzaba menos a través de la multitud, como si fuera al encuentro de un triunfo. Soberanía de la sensación... No hay nada que hacer contra la supremacía de lo vivido. Hace un rato, cuando salía para dar mi paseo nocturno, crisis: ¿depresión o desesperación? Nunca he podido distinguirlas, y, sin embargo, debe de haber entre ellas una diferencia de esencia pero no de manifestación. Se parecen increíblemente como sensaciones. Se acercan en las apariencias y se alejan en sus profundidades. 16 de mayo Un admirador de Goethe le pidió un día al peluquero de este que le diera uno de los mechones del gran hombre. La respuesta fue que todos los mechones estaban reservados desde hacía mucho tiempo y pagados por admiradores. Lo que llamamos «nada», solo lo experimentamos verdaderamente en momentos de felicidad insostenible. En la cima de esta, ya nada subsiste, ya nada es. En su esencia, la felicidad es mucho más destructora, más «metafísica», que la desdicha. En la desdicha combatimos, reaccionamos; nos fortalecemos; pero la felicidad que nos invade nos aplasta, nos quita las fuerzas y nos deja desvalidos, enloquecidos, frustrados.

Llueve sin parar desde hace unas horas. Es la única... actividad real, «cósmica», original en esta ciudad infestada de rostros. Todas las ciudades son abstractas. Por eso, cuando un elemento se manifiesta en ellas, sentimos alegría. ¡Por fin agua! Eso nos hace olvidar esos millones de rostros. Los rostros me aburren. Todo lo que recuerda al hombre es intolerable. Detesto el cristianismo porque el hombre ocupa en él un lugar central. El budismo le hace menos caso, afortunadamente. Siempre que debamos resolver un problema difícil y nos encontremos en un momento crucial, lo mejor es meterse en la cama y esperar. Las resoluciones tomadas en posición vertical no valen nada. Son precipitadas, puesto que están dictadas por el orgullo o por el miedo. Tumbados, seguimos conociendo esos dos azotes, es cierto, pero en una forma más pura, más... intemporal que de pie. 18 de mayo. Algunos amigos diseminados por el mundo, de nacionalidades diversas. Muy pocos rumanos. Hay que desprenderse del sentimiento de pertenencia a una tribu. ¿Para qué dar importancia al azar del nacimiento, al espacio en el que se ha visto la luz? No deberíamos recurrir a ningún país, a ningún pueblo, a ninguna raza. La sabiduría es cosmopolita: es lo que tan bien comprendieron los estoicos... y Goethe, que, después de la derrota de Jena, se negó a unirse a la fiebre patriótica de su país. Le prohibió a su hijo que se uniera a los ejércitos de liberación, y él mismo se ocupó en clasificar sus grabados... Según él, «los países más malvados tienen a los mejores patriotas». Me arrepiento de haberme tomado demasiado en serio las desgracias de mi país. De todas maneras, no podía hacer nada. Tormentos inútiles que me han consumido y de los que no he sacado ningún provecho, solo me han agriado un poco más. Si hay que sufrir por todo lo que sucede, más vale acabar con todo enseguida. Una mujer pintora, llegada de allí, hace una exposición en mi calle, frente a mi casa. Me invita a ir con una nota muy bien hecha. Voy. Me pregunta si, de aquí al final de la exposición, podría volver a pasar. Le digo que no estoy

seguro... «¿Aunque le escriba otra nota?», me dice. En el fondo no se trata de halago, sino más bien de un tipo especial de ironía... mimosa. «El país es bello pero tenemos padres malvados» me dijo X, rumana, unos minutos después de haberla conocido. Es mucho más bello que si hubiera dicho «dirigentes». Poder decir algo importante en el acto, y para la eternidad. Me repugnan los desarrollos. No me gusta que una idea sea extensible. En esas condiciones, escribir ya no tiene sentido... 19 de mayo Goethe o en las antípodas del Fracasado. De ahí su profunda inactualidad. El fracaso o la ley del futuro. El hombre seguramente lo ha malogrado todo, pero hasta ahora ha seguido su ley, ha permanecido dentro de sus límites; de ahora en adelante va a reducirse al intentar cada vez más superarse a sí mismo; será reducido a nada por la voluntad de ser superior a sí mismo. Lo que quiere decir que el fracaso se convertirá en su manera de ser, de evolucionar sobre todo. Durante mucho tiempo alimenté una especie de odio hacia Goethe. Pero, con la edad, siento que voy a matizar mi juicio. Primero políticamente, me siento muy cerca de sus ideas (tipo «despotismo ilustrado»); luego, su resistencia a los impulsos y a las locuras de su época no es para disgustarme. Nunca lo leeré con entusiasmo, pero en el personaje, por muy compuesto que sea, hay elementos que ya no me horrorizan. Si tuviera que demostrarme a mí mismo que he cambiado y envejecido, ¿qué mejor señal encontrar que mi indulgencia (?) con Goethe? Lo comprendo: eso es lo que he rechazado hasta ahora. 20 de mayo Lo que Custine dijo de los rusos, que tenían la costumbre y no la experiencia de la desdicha, ¡se aplica tan bien a mi país de origen!

En los escaparates de las librerías, dos tomos inmensos de Sartre sobre Flaubert. Van a llegar dos más. Lástima, asco y casi estupor. He ahí a alguien que no ha comprendido nada y que se ha refugiado en la prolijidad, como otros en el silencio. ¡Acabo de enterarme de que en Israel no hay matrimonio civil! Los rabinos, que allí son claves, no reconocen como judíos a los medio judíos. Ese racismo, de base religiosa, explica la perennidad de ese pueblo. Goethe o el arte de esquivar lo irreparable. Prefiero a un asesino bueno antes que a un santo sin miramientos. Querría ser caníbal, menos por el placer de devorar a ese imbécil de X que para poder luego vomitarlo. Exclamaciones. ¡Qué bello título! ¿Fui hecho para exclamar o para reír burlonamente? Para las dos cosas, para una síntesis irrealizable. 22 de mayo. El desprecio profundo se parece a un dolor. Mientras me afeitaba me he acordado de los Barcianu de Răşinari, y especialmente de uno de los hermanos, cuyo nombre he olvidado, gran juerguista, que hacia la cuarentena se enamoriscó de una chica tuberculosa y dos o tres meses después de su boda la envió a Davos. Para poder pagar el sanatorio para tuberculosos, entró, él, que nunca había trabajado, como cajero en un hospital. Su mujer murió en Suiza dos o tres años después. Fue más o menos en esa época cuando se descubrió que había un descubierto importante: el dinero desviado lo había enviado al sanatorio para pagar los gastos de estancia de su mujer. Al saber que iba a ser arrestado, se suicidó... Todos los miembros de esa familia tuvieron un destino trágico. Eran seductores; de niño, cuando iba a verlos —me llevaba mi padre—, me latía el corazón. Sabía que entraba en lo extraño.

Llamo «poesía» a lo que te hiere como un cuchillo en el corazón. (Después de haber leído el poema de Juan Ramón Jiménez «Yo no soy yo».) Todo lo que se dirige a los demás, todo lo que es concebido para ellos, lleva el estigma de la época, de la moda y del estilo. Lo que menos se queda anticuado es la reflexión íntima, precisamente porque no se ha hecho para actuar, para convencer o para conmover. Los poemas mueren; los fragmentos, al no haber vivido, no pueden tampoco morir. Más que los preliminares, de una obra me interesan los fracasos, los restos. De un escritor se leen sus cartas, sus confidencias, sus recuerdos y los recuerdos sobre él; cosas, todas, que ilustran la caducidad de la obra, por muy espléndida que sea, y la vitalidad, la permanencia del accidente, de la anécdota, del estremecimiento en estado improvisado y no elaborado (lo que es necesariamente una obra). Me ha llevado mucho tiempo librarme de la fascinación que ejercía sobre mí la jerga filosófica. Pero por fin me he deshecho de ella. Ese estilo de profesores, pedante, laborioso, que va de un lado para otro y cuyo objetivo esencial es ocultar, alejar el problema, a la larga es intolerable. Pero se comprende que seduzca a los jóvenes y encante a los profesores. Si Hegel no hubiera enseñado y se hubiera negado al sistema, podría haber sido la réplica filosófica de Goethe. Y podría haber tenido su ritmo libre y meditativo en lugar de embarcarse en elaboraciones pesadas, que son la delicia de los profesores de universidad y la desesperación de la gente con gusto. (Hablar de gusto a propósito de Hegel es una aberración. Goethe, precisamente, dijo muy bien de él que había «pervertido» el pensamiento de los alemanes.) Mi orientación «filosófica» ha estado marcada por esta frase de Simmel de su breve ensayo sobre Bergson y que leí hacia 1931: «Bergson no vio el carácter trágico de la vida, que, para mantenerse, debe destruirse». Goethe o el arte de envejecer.

Goethe fue un virtuoso en el arte de envejecer. Lo he desdeñado demasiado. Es hora de reparar mi error. He ahí a alguien que puede enseñarme cosas en materia de desapego. Y lo necesito mucho. Uno solo puede curarse de sí mismo (puesto que cualquier sí mismo, ¡y con mayor motivo cualquier yo!, es una enfermedad) frecuentando a sus antípodas. La salvación siempre está en lo opuesto a nosotros. Nos salvamos por medio de lo que nos niega. He frecuentado demasiado a los «románticos». Me han conducido hacia lo peor, hacia mí mismo. Podría haberlo logrado solo, sin esfuerzo. No valía la pena pedirles ayuda. ¿El ser al que, después de Dios, más le debo? Bach, seguramente. Sin él habría sido más pobre, más seco, habría estado más desvalido. Él me ha levantado, me ha elevado por encima de mí mismo, en los momentos, se entiende, en que he estado en contacto con él, porque después..., un lamentable batacazo demasiado a menudo. En la Historia no ha habido crimen que un día no haya sido rehabilitado. Ni criminal. ¿Y Nerón? Un poco de paciencia: incluso su hora llegará un día. Si hasta ahora se ha descartado un poco, es porque no se ha querido tocar a los mártires cristianos. Pero se perderá la memoria de esos mártires con la desaparición del cristianismo. Para el que está de vuelta de muchas cosas, no es particularmente agradable vivir entre un pueblo de excitados. Sueña con naciones plácidas, en las que no se hace nada, en las que no se dicen impertinencias, en las que la misma vanidad está tranquila y parece descansar. Cuando era pequeño, en Răşinari, sentía mucha admiración por un campesino que murió hacia la cuarentena, tras haber dilapidado su fortuna en los bares y en los burdeles. Se llamaba Ion (su apellido se me ha olvidado en este momento). Unos días después de su entierro, hacia la medianoche, otro campesino, que transportaba madera, pasó muy cerca de su tumba (el cementerio estaba dividido en dos por una calle). Alguien

fumaba en la oscuridad. «¿Quién está ahí?», preguntó el hombre de la madera. «Soy yo, Ion, he salido de mi tumba para fumar un cigarro», fue la respuesta. ¿Qué había sucedido? Un alegre compañero del difunto fue, tras una borrachera, a «recogerse» ante la tumba de su amigo y tuvo la descabellada idea de hacerse pasar por el difunto. Circulaba el rumor, cuando era pequeño, de que el otro campesino volvió a su casa aterrorizado y de que estuvo al borde de la locura. Maldito sea cualquiera que se haya entrometido en el curso de nuestra vida, ya sea para modificarlo, ya sea para bloquearlo. A mí también me maldecirán, puesto que, al tener la manía de dar consejos, he hecho más mal que bien, ya que nadie, aunque sea un santo, se entromete en la vida de otro sin causar daño. Cualquier forma de apego es un pecado contra la clarividencia. Acabo de leer algo muy acertado en la correspondencia de un crítico inglés. Después de Aristóteles, ya no hubo poesía en Grecia. La filosofía mata la inspiración. (Hölderlin era contemporáneo de Hegel. Pero, después de Hegel, ni un poeta del rango de Hölderlin ni ningún filósofo del rango de Hegel.) Cualquier culminación es un impase, tanto en la vida como en el arte. En todo, se trata de dejar una puerta abierta al futuro por medio de lo inacabado. Estoy tan impregnado de la idea de inanidad que es totalmente inconcebible que aún sea capaz de realizar el más mínimo acto. Sin embargo continúo, aunque solo sea porque cada acto tiene precisamente para mí la seducción de una maravilla, de algo que no se puede concebir. Solo se vuelve a la existencia después de haberla negado hasta el final. Porque la negación total te vuelve a instalar en el primer día del mundo. 1 de junio

He empezado a escribir una carta y me he detenido después de la primera frase. Me he encontrado de repente en la imposibilidad de añadir nada. El horror a lo accesorio me paraliza. Ahora bien, lo accesorio es la esencia de la comunicación (y, por lo tanto, del pensamiento). Es la carne y la sangre de la palabra y de la escritura. Querer renunciar a ello..., más vale imaginar el amor con un esqueleto. Pero no se trata de voluntad sino de un hecho, de un horror, precisamente. La sensatez y la metafísica son absolutamente irreconciliables. (Me he visto obligado a hacer esa observación cada vez que he tenido una conversación con una persona comprometida en la elaboración de un sistema, el que sea, filosófico o de otro tipo. Las grandes perspectivas no solo son compatibles con la obnubilación, sino que también proceden de ella.) He decidido reunir las reflexiones dispersas por estos treinta y dos cuadernos. Dentro de dos o tres meses veré si pueden constituir la sustancia de un libro (cuyo título podría ser «Interjecciones» o, si no, «El error de nacer»). Historia y odio: este es el motor de aquella. El odio es lo que mueve las cosas en este bajo mundo, es lo que impide que la Historia pierda el aliento. Suprimir el odio es privarse de acontecimientos. Odio y acontecimiento son sinónimos. Allí donde hay odio algo sucede. La bondad, por el contrario, es estática; conserva, detiene, carece de virtud histórica, frena cualquier dinamismo. La bondad no es cómplice del tiempo, mientras que el odio es su esencia. 6 de junio Liberación, liberación... Suprimir prohibiciones, liberarse de ellas, eso está muy bien, pero ¿no se corre el riesgo, en ese juego, de que llegue un día en que ya no habrá de qué liberarse? Desde que se constituyeron, las sociedades no han hecho más que elaborar prohibiciones, gracias a lo cual han podido conocer cierta

estabilidad: los dioses, sobre todo, fueron inventados a tal efecto. Una rabia de liquidación se ha apoderado de la humanidad. Necesitará tiempo y paciencia para adherirse a nuevas supersticiones. Todo lo que he escrito no sirve para nada y no conduce a nada. Eso es lo que hace que no esté descontento del todo. He aspirado a la verdad. Ahora bien, ¿qué es la verdad sino lo que entorpece la vida, lo que incluso la contradice? O mejor dicho: la verdad es aquello de lo que se puede prescindir para vivir. Sé perfectamente que la idea de «objetivo» está desprovista de sentido. Para estar acorde con la inutilidad del orden o del desorden universal, me esfuerzo por mi parte en vivir yo también sin objetivo, pero conscientemente. Lo logro bastante a menudo, no sin dificultad. Esa hazaña es más rara de lo que se piensa. Es una lástima que no se pueda realizar sin enorgullecerse de ella. Dostoievski escribe a su hermano el mismo día en que, tras el simulacro de ejecución en la plaza de Semenovski, ve su pena conmutada por cuatro años de trabajos forzados y luego por tantos otros como soldado. «¿Es posible que un día vuelva a coger la pluma? Creo que de aquí a cuatro años será posible... Sí, si no me dejan escribir, pereceré. ¡Más valdrían quince años de prisión pero con la pluma en la mano!» Curiosa reacción de alguien que ha escapado a la muerte. En las mismas circunstancias, estoy seguro de que esa reflexión es lo último que a mí se me ocurriría. Por eso está claro que no soy en absoluto escritor, que mi ambición se limita a conocer, a comprender, y de ningún modo a reflejar, a expresar, a inventar. 13 de junio. Contrariamente a lo que se piensa, las conversaciones interesantes, en las que se abordan los grandes problemas, no son fecundas, porque en ellas se dice todo y luego ya no se tienen ningunas ganas de retomar con tranquilidad los mismos temas y elucidarlos. Un gran diálogo te vacía durante mucho tiempo, porque te impide estallar por escrito.

Le decía ayer a R.M. que Georges Bataille fue alguien interesante, un desequilibrado complejo, curioso, pero que no me gusta su manera de escribir, que no estaba a la altura de su desequilibrio. Soy el hombre de la pos-Historia. De hecho, solo me interesa el tiempo sin acontecimientos, la Historia después de la Historia. El tiempo propiamente histórico ya no tiene sentido para mí. Mi mérito no es ser totalmente ineficaz sino haber pretendido serlo. Soy un vencido, no he logrado desanimar a nadie; como mi amigo Molinié,1 que no logró convertir a nadie. Más vale vivir después de una revolución que antes. El mejor momento es aquel en que un ideal se extenúa sin agotarse, en que subsiste sin tener aún fuerzas para tiranizar. La muy lenta disgregación de un sistema, una vez superada la embriaguez que lo hizo nacer. Bregamos y nos atormentamos para poder ser decepcionados. En la historia, todo, pero absolutamente todo, acaba decepcionando. Esa no es una constatación, sino una ley. Muy pocos son los que empiezan con la Decepción y perseveran en ella. 30 de junio. Cuando estoy solo, estoy descontento con el mundo, y, cuando salgo al mundo, estoy descontento conmigo mismo. Visto hoy la exposición Proust, en el museo Jacquemart-André. Al principio, las fotos de todos esos fantoches mundanos me han inspirado asco; luego, a pesar mío, acabaron imponiéndose, adquiriendo realidad. Y, al salir, estaba conmovido. En el fondo, el recuerdo de todos esos mundanos que despreciaban al «pequeño» Marcel únicamente se perpetua gracias a él. Si a la condesa de Greffulhe, en los tiempos en que apenas se dignaba recibir a Proust, le hubieran dicho que, gracias a él, sus vestidos serían, cincuenta años

después, expuestos por todo el mundo, ¿cuál habría sido su reacción? En fin, la cosa es esta: uno de sus vestidos, este regio, es una de las cosas más impresionantes de la exposición. Lo que es caduco en Proust es la poesía, el tufo a estilo simbolista, la acumulación de efectos, la saturación poética. Es como si Saint-Simon hubiera sufrido la influencia de las Preciosas. Me temo que dentro de cincuenta, de cien años, los volúmenes de En busca se habrán vuelto ilegibles. 2 de septiembre. He escuchado una grabación: ¡Dinu Noica1 leyendo a Job y los Salmos! Todo es posible con este tipo increíble. Qué espíritu desconcertante, quiero decir, extraordinario. 17 de septiembre. Los hombres inventaron el futuro para no tener que nombrar la muerte. La idea de progreso es una idea inevitable, incluso indispensable, pero no significa nada. No podemos prescindir de ella y, sin embargo, no merece que nos detengamos en ella. Es como el «sentido» de la vida. Es preciso que la vida tenga un sentido; pero ¿qué sentido, qué contenido darle que no sea irrisorio? Empezar el día con un ataque de desánimo quizá no sea tan mal método. Al menos tenemos contra qué luchar durante las horas siguientes; nos creamos una ocupación, estamos seguros de escapar a la depresión. He intentado leer El Imperio de los signos, de Barthes. ¡Qué estilo! Cosas simples presentadas en un estilo sibilino, de una pretensión vertiginosa, de un preciosismo para hacerte vomitar. Y sin embargo el tipo es inteligente y sutil, y en absoluto vacío. Asco atroz. Todo lo que evoca la idea de fatalidad tiene para mí algo envolvente y voluptuoso. La tragedia me mantiene caliente.

No hay nada peor que el preciosismo mezclado con jerga científica. 25 de septiembre. El asco de uno mismo es una desesperación abatida, cansada, lamentable. 26 de septiembre. Bois-le-Roi. Domingo soberbio. No todo el mundo tiene el privilegio de haber tenido una infancia desgraciada. La mía fue más que feliz: coronada. No encuentro mejor adjetivo para designar lo que tuvo de soberbia, de triunfal, hasta en sus terrores. Eso tenía que pagarse, no podía quedar impune. Calumniarse a uno mismo es un placer que iguala con mucho el de ser calumniado. 12 de octubre. Solo en los asuntos prácticos se progresa, se tiene un objetivo y se tiende a él. En las cuestiones inútiles, digamos metafísicas, no se avanza, se va necesariamente de un lado para otro. No se profundiza en ellas, se rumian como se rumia una desgracia. 13 de octubre. He recibido esta mañana una carta de una amiga de Sibiu, a la que vi por última vez en 1937, creo. Desde entonces, ninguna señal de vida. Me da noticias suyas y me dice que la muerte se acerca, que está a punto de entrar en lo Desconocido. No sé por qué me ha hecho poner mala cara ese cliché. Con la muerte no se entra en nada, no veo en qué se puede entrar, en cualquier caso ni en lo conocido ni en lo desconocido. Cualquier afirmación aquí es abusiva. La muerte no es un estado; no tiene ninguna realidad fuera de la vida. Todo lo que se puede afirmar es: «Estoy vivo, es decir, estoy a la vez en la vida y en la muerte». No hay vida que sea diferente de la muerte. Por eso mortal es la única calificación irrefutable cuando se quiere definir al vivo. El Regente. La disolución amable. Era más libre que Voltaire, más «avanzado». Ese grado de libertad siempre presagia un fin. La tolerancia llevada hasta la autodestrucción. Amor al crápula, porque el crápula no tiene opiniones.

El mayor escéptico que jamás haya estado al frente de los asuntos de Francia. Mucho más que un Talleyrand, que tenía la debilidad de creer en las apariencias, en los modales, en el decoro. La seducción que ejerció sobre Saint-Simon, hombre de principios, intransigente, buen esposo, hogareño, piadoso en sus ratos libres, un hombre como el duque de Orleans, espíritu voluble donde los haya, versátil en extremo, carente de convicciones e incapaz de tenerlas. Asqueado, desquiciado, perdido, rechazando seguir el juego. Sin prejuicio alguno (cuando cualquier sociedad, cualquier cuerpo social y político, no es más que una suma de prejuicios), socavaba su razón de ser, velaba por su propia liquidación y por la del régimen que representaba. Saint-Simon era presa de una doble fascinación: estaba dividido entre el Regente y Rancé, entre el diletantismo y la Trapa. Él, que podía amar y detestar, se sentía atraído hacia un hombre en el fondo incapaz de amor y de odio, puesto que el Regente era esto: la saciedad vertiginosa. No comprendo por qué un Baudelaire no se interesó por un personaje con el que tenía puntos en común. El Regente siempre me ha entusiasmado. Los asuntos importantes los zanjaba con los libertinos a cara o cruz. Todo era juego para él. De ahí la tolerancia de su reinado. La revocación del Edicto de Nantes no podría haber tenido lugar bajo su reinado. Llegó tras un largo reinado en el que las «convenciones» habían hecho estragos. Con él se entraba en la desenvoltura, en la tolerancia; quien dice «tolerancia» dice disgregación de las creencias. El Regente tenía todos los vicios del antifanatismo. No hay nada más ridículo que dos profetas contemporáneos. Uno de los dos tiene que apartarse y desaparecer si no quiere exponerse al ridículo. A menos que caigan los dos en él, lo que sería la solución más equitativa. La sed de destrucción está tan arraigada en el hombre que nadie, ni siquiera un santo, consigue extirparla. Ciertamente, es inseparable de la condición del vivo. El fondo de la vida es demoniaco.

La destrucción tiene raíces tan profundas en cada uno de nosotros que es muy probable que no podamos vivir sin ella, quiero decir, sin el deseo de entregarnos a ella. Forma parte de nuestros datos originales. Cada ser que nace es un destructor más. Veo en cada ser a un destructor. Un sabio es un destructor sosegado, jubilado. Pero los demás son destructores en activo. 14 de octubre. En la carta de esa vieja amiga de Sibiu, una expresión se repite tres veces: «fără noroc». Para el rumano, la mala suerte es un dato consustancial al ser. Se nace desafortunado, y se seguirá siéndolo. Escribir es atreverse. Cuando rumiamos la idea de nacimiento, todo lo que hacemos parece demencial, puesto que carece completamente de sentido. Somos como un loco que, curado, no lograría ni un solo instante olvidar su locura; pensaría en ella sin cesar y, consecuentemente, su curación no le serviría de nada, ya que no podría disfrutar de ella. 15 de octubre. Visita el otro día de J.B., veintidós años. Está atormentado con el suicidio, no puede hacer nada en la vida, etc. Casi todos los jóvenes que vienen a verme son desequilibrados, pobres diablos, «desechos» en su mayoría, pero desechos solo en el plano social, puesto que han comprendido mucho más; incluso han comprendido tan bien que se han vuelto inutilizables. En cuanto alguien se interesa por mis libros, sé que está «perdido», que algo se ha roto en él, que no podrá «apañárselas» en la vida. Solo atraigo a los vencidos. El Patrón de los Vencidos. 18 de octubre. No se hace una acción vil para obtener voluptuosidad de ella sino tormento.

Puesto que la sed de tormento es para algunos lo que el afán de lucro es para otros. 19 de octubre. Siempre que pienso en lo esencial, creo entreverlo en el silencio o en la explosión, en la consternación o en el grito. Jamás en la palabra. He observado que aquellos —o aquellas— que se interesan un poco por lo que escribo tienen un rasgo común: la neurastenia (por simplificar). «Que nadie abra este libro si no ha sido visitado por la ansiedad», eso es lo que debería poner en la faja de cada uno de mis libros. Cuando has cometido una bajeza, en el acto te sientes vivo, la sangre circula, estás satisfecho y muy animado. Como si hubieras logrado una hazaña. Pero el bienestar desaparece pronto, y la vergüenza y la mala cara suceden a la euforia. 22 de octubre. Le decía ayer a Doina G. que me he vuelto «fatalista», que he coincidido con el campesino rumano, ¡en París! Habría hecho bien en quedarme allí, ¡visto el resultado! 23 de octubre. La sonrisa de Buda. Sonríe cuando, tras una serie de preguntas sobre el sentido último del deseo, del asco, de la serenidad, le preguntan: «¿Cuál es la finalidad, el sentido último del nirvāna?». Buda califica esa pregunta de excesiva, de extrema; no tiene ninguna respuesta. Y sonríe. Se ha criticado mucho esa sonrisa. ¿Por qué no ver en ella una reacción normal ante una pregunta incómoda, incluso indiscreta, en cualquier caso imposible? Es lo que nosotros hacemos cada vez que alguien nos interroga sobre algo que no tiene ninguna respuesta. Es nuestro comportamiento ante el por qué absurdo de los niños o de los maleducados, de los indiscretos. Sonreímos, porque la respuesta no es posible, porque la pregunta carece de sentido. Mi máquina está tan estropeada que soporto mejor los males que los remedios.

Sin fracaso no hay realización espiritual. El paso del tiempo es en sí mismo terrible. ¡Pero cuánto más terrible sería un tiempo petrificado! ¡Si se detuviese para siempre! Pero la muerte es eso. Quizá sea ese el motivo profundo del terror que inspira. Destruye, aniquila el tiempo, impide para siempre que fluya... Le decía hace un rato a Roger Munier que Francia quizá no haya tenido Inquisición a la española, pero que se desquitó censurando la lengua... 29 de octubre. Visita de Brézhnev a París. Al abrir esta tarde un libro sobre Rasputín, en el que se ve la foto que representa al monje maldito tomando el té con la zarina, he comprendido inmediatamente por qué B. está aquí en este momento. Para comprender la Revolución rusa no es necesario leer a Lenin. Basta con hojear una biografía de ese misterioso e inmundo monje. He conocido a escritores obtusos e incluso estúpidos; todos los traductores sin excepción que he conocido eran inteligentes, y a menudo más interesantes que los autores a los que traducían. (Hay más reflexión en la traducción que en la «creación».) Domingo, 30 de octubre Canal del Ourcq de Crouy a La Ferté-Milon. Luz divina, que daba al paisaje una dignidad sobrenatural. En cierto momento me dije que me alegraba de no haber muerto antes, porque habría desaparecido sin haber conocido un día semejante. Todo el día he rumiado sobre un pequeño detalle extraordinario. Cuando Pascal habla del hombre, dice: qué caos, qué contradicciones, etc. El hombre, ¡qué novedad! Esa «novedad», qué admirable palabra para definir el carácter anormal de la aparición del hombre, lo imprevisto y lo desconcertante de un fenómeno semejante. El hombre es, en la naturaleza, una novedad, en efecto, una novedad desastrosa.

Cuando se quiere estudiar una revolución, para comprenderla no hay que interesarse por aquellos que la han hecho, sino por aquellos que la han sufrido. Examinemos la abulia de Luis XVI y aún más la de Nicolás II, y detengámonos en un detalle como este: ¡la zarina arrodillándose ante Rasputín! Lo habremos comprendido todo. No vale la pena leer la literatura revolucionaria. En mi país de origen, en las ciudades reina una melancolía vulgar; en los pueblos, una melancolía sorda, continua, realzada por una desesperación nostálgica. (No es eso..., pero ¿cómo definir sentimientos necesariamente desprovistos de contornos?) 7 de noviembre. «El hombre superior es siempre feliz; el hombre pequeño está triste.» (Confucio) Me gusta mucho la expresión hombre pequeño, sobre todo desde que sé que yo lo soy. Cada vez que me preguntan mi profesión, me contengo para no responder: Estafador en todo género de cosas. El Apocalipsis, sí; la revolución, no. Puedo colaborar en un final o en una génesis, en una catástrofe final o inicial, pero no en un cambio, ya sea mejor o peor. La neurastenia es un estado de depresión no declarada, una depresión sin crisis depresiva. Un régimen desaparece cuando sus representantes ya no creen en sí mismos. De igual modo, el hombre desaparecerá cuando ya no tenga fe en su destino. Llegará, si no ha llegado ya. No necesitará fuerzas adversas que lo abatan; se derrumbará por sí mismo. 13 de noviembre. Desde hace años, cada día, cuando me levanto, tomo calmantes para mitigar mi indignación.

Cuando uno está descontento de nacimiento, echa pestes de todo, bueno o malo, no para remediar nada, sino para gastar su reserva diaria de indignación. 17 de noviembre. La desgracia de ser rumano El drama de la insignificancia. 18 de noviembre. Anoche, hacia la medianoche, paseo por la isla de San Luis. Las últimas hojas que caían danzando como abejas locas. 23 de noviembre. Visitado la exposición Valéry en la Nacional. Lo que más me ha impresionado ha sido el telegrama de la hija de Mallarmé anunciando la muerte de su padre. Luego viene la última página de los Cuadernos. 24 de noviembre. Despierto en medio de la noche. He pensado en este planeta suspendido en el vacío, y en todos nosotros, tan faltos de cimientos como él. Si las leyes de la naturaleza hicieran huelga, ¡con qué alegría no volveríamos al caos! Cuando se lee sobre las sociedades primitivas, lo que más llama la atención es el papel que en ellas desempeñan las prohibiciones. No fue por superstición por lo que se inventaron, sino porque son absolutamente indispensables para el buen funcionamiento de una sociedad, de un clan, de una familia. Una sociedad sin prohibiciones es una contradicción en los términos. Los hombres solo pueden vivir juntos en la medida en que aceptan no hacer ciertas cosas. Esas prohibiciones ¿son, en la mayoría de los casos, insensatas, ridículas? ¡Qué más da! Lo que cuenta es que fastidian a los individuos y les imponen una disciplina. La anarquía es la supresión de los tabús. En la exposición Valéry me he detenido largamente ante un documento: un ejercicio del alumno Valéry, en cuyo margen el profe había escrito mal construido. En realidad se trata de una frase, pero qué más da. Y me he dicho que esos problemas elementales de la escritura yo tuve que aprenderlos y resolverlos, en francés, hacia la cuarentena y que esa anomalía habrá sido una de las causas de mi poco rendimiento.

25 de noviembre. Una cena detrás de otra, palabreo, etc. Estoy harto. Toda esa gente a la que no tengo nada que decir y a la que tengo que entretener. Quise vivir en París, merezco el castigo. 1 de diciembre. Exposición Francis Bacon. Siniestro a más no poder y espléndido. 2 de diciembre. Saborear la ausencia de pensamiento, ¡qué delicia! Pero ser consciente de que no se piensa sigue siendo pensamiento. El vacío que se sabe tal no es el vacío. O, si no, hay que imaginar una idiocia lúcida... Eso no quita que la sensación del vacío de pensamiento exista: es real, cualesquiera que sean las dificultades teóricas que suscite. En el Luxemburgo, después de leer deprisa un texto de B., he escupido al suelo de asco. Ese espíritu pretencioso, confuso, ese estreñimiento del verbo, me saca de quicio. ¡Y pensar que es el maestro de pensamiento... y de escritura de la juventud actual! «El Espíritu Santo no es escéptico.» (Lutero.) ¡Qué lástima! Antirrevolucionario por nihilismo. 5 de diciembre. Acabo de hojear algunos libros sobre etnología. Ya no envidiaré nunca más a los indígenas. Por horror de la «civilización» me había imaginado que vivían en la paz y en la serenidad, en una especie de paraíso. En realidad, tiemblan mucho más que nosotros. Viven en el miedo, tanto, si no más, como las bestias. La conclusión que hay que extraer de ello es que el mal está inscrito en la condición del viviente como tal, y que es inútil tener celos de quienquiera que sea. A menos que se salga de ese reino maldito que es el reino animal. Visto a X y a Y, que aman el dinero con pasión, con furor. Es su dios. Cuando vemos a fanáticos así es cuando comprendemos qué gran cosa es la no posesión. Un perro abandonado vale más que un rico.

Visita de G. y su mujer. Él, profeta judío, visionario confuso y sublime; ella, campesina rumana, conmovedora, sin decir una palabra y, al parecer, buena poeta. No tienen un céntimo, son puros, están listos para aceptar cualquier situación. ¡Qué contraste con la visita de ayer! Ese G. dice cosas extraordinarias que se diluyen en un flujo de palabras. Hay que dejarle hablar de todo y de Dios, e intentar aislar las pocas observaciones fulgurantes que se le escapan. Casi siempre, lo que dice no significa nada; es una erupción verbal desprovista de sentido, un volcán de palabras, surgida de un alma efervescente y, ciertamente, profunda. Debería haber vivido en el siglo XVIII, en algún pueblo o gueto polaco, cerca de un rabino jasídico, y desempeñar en él un papel de santo histriónico o de loco. A G. le gusta muchísimo Mishkin. Es evidente que tienen puntos comunes. G. es el Idiota inagotable. Me ha dicho cosas conmovedoras sobre Mishkin, pero no puedo recordarlas... Era como una conversación póstuma, entre espectros apasionados. Le he dicho también que todos mis libros giran en torno a un naufragio espiritual, le he explicado cómo estuve a punto de acceder al absoluto y cómo, al encontrarme ante una pared, tuve que retroceder, porque no estaba destinado a horadarla, a volarla. Todo lo que he escrito es un comentario sobre mi retroceso y sobre mi derrota. Le dije a G. que los místicos no deberían escribir. Cuando te diriges a Dios no escribes, dices plegarias, no las escribes. Dios no lee. 8 de diciembre. Hablábamos de persecución, de martirios, de los sufrimientos de este o de aquel. ¿De qué sirve tanto sufrimiento?, ¿de qué sirve cualquier sufrimiento?, me preguntasteis. El sufrimiento tiene un único objetivo, un único sentido: abrir los ojos, despertar el espíritu, hacer avanzar el conocimiento. «Ha sufrido, luego ha comprendido», eso es todo lo que se puede decir de alguien que ha sufrido la enfermedad o la injusticia, o cualquier otra forma de desgracia.

En cuanto a creer que el sufrimiento tiene un valor en sí mismo o que conduce a la mejora del hombre... Todas las declaraciones sobre el valor moral del sufrimiento son puras tonterías: no mejora a nadie (salvo a aquellos que ya eran buenos); no tiene ningún valor absoluto; se olvida, como se olvidan todas las cosas; no se conserva, no entra en el «patrimonio de la humanidad»; se pierde, como todo se pierde. Excepto que, una vez más, hace ver cosas que no se habrían visto de otra manera. Así que el sufrimiento solo es útil al conocimiento y, fuera de ahí, solo sirve para amargar la vida. Lo que, entre paréntesis, también favorece el conocimiento. Solo me he interesado realmente por las derrotas. Seguramente porque solo podemos entendernos en profundidad con un vencido. Cualquier victoria, del orden que sea, entraña una obnubilación espiritual, es decir, el olvido de lo que se es. Lo único que nunca he comprendido a fondo: el drama de la conciencia. Ser consciente es un drama que se termina con la muerte. Al menos, esperémoslo. Extraordinaria dulzura solo de pensar que, como hombres, hemos nacido con mala estrella y que todo lo que hemos emprendido y todo lo que emprenderemos será acariciado por la mala suerte y deberá fracasar tarde o temprano. Pensé que hacía bien. Me he puesto a leer libros sobre los «salvajes», sobre sus costumbres y sus hábitos. He perdido todas mis ilusiones sobre ellos. Son crueles, despiadados, odiosos. En ellos todo está regulado por el terror de la costumbre, por una cantidad de prohibiciones incomparablemente más rigurosas que las que florecen en un Estado policial. Asqueado del civilizado, les había cogido simpatía a los caníbales. ¡Ay!, también estos iban a decepcionarme. El hombre empezó con mal pie. La desventura en el Paraíso fue la primera consecuencia de ello. El resto tenía que llegar.

10 de diciembre. Dondequiera que los blancos hicieron su aparición por primera vez, fueron considerados por los indígenas seres maléficos, aparecidos, espectros. ¡Jamás vivos! Intuición inigualada, mirada profética donde las haya. Hace un rato me he acordado de esta historia, en un café del bulevar SaintMichel, hace más o menos veinticinco años. El ingeniero C. me explicaba, en rumano, cómo había inventado un nuevo tipo de hélice para avión. Naturalmente, yo no comprendía nada de sus explicaciones, pero fingía escuchar. Al lado, un joven despliega ante sí un gran papel blanco. Yo lo observo; pone cara meditativa, apoya la barbilla en sus dos manos, adopta pose de pensador y se queda durante mucho tiempo con la vista fija en la lejanía. No le molestaba el monólogo de mi compañero, que tenía lugar, como he dicho, en rumano. Él seguía contemplando el vacío, cuando, de repente, cogió su bolígrafo, que había puesto encima de la hoja, y escribió en ella en mayúsculas: «La vida, ¡qué insondable misterio!». Eso fue todo. Recuperó su actitud pensativa de antes, solo durante algunos minutos. Después, dobló el papel y salió. Acababa de pasar por un momento filosófico. La razón por la que los problemas abstractos del lenguaje me son indiferentes es muy sencilla: me ha costado tanto llegar a escribir en una lengua diferente de la mía que no veo cómo me ocuparía ahora del lenguaje en sí mismo. Los problemas concretos con los que me he encontrado me bastan, ¿para qué afrontar problemas abstractos? Hacia el cabo de Hornos, en el lado chileno, hay una isla: la isla de la Desolación. Me obsesiona. Cuando estudiaba en Bucarest me apasioné por otra isla: Tongareva, en Polinesia, si no me equivoco. 14 de diciembre. Me he preguntado esta noche si es posible que haya un solo ser al que nunca se le haya pasado por la cabeza la idea de que habría sido mejor no nacer. No lo creo, es decir, no puedo creer que se pueda existir sin haber conocido jamás un momento metafísico. Además, la nostalgia del mundo anterior a nuestro nacimiento existe en cada uno de nosotros en forma de pesar visceral, inconfesado. No había ninguna

necesidad de que el ser existiera. Eso es lo que cada uno siente vagamente y no se lo dice a sí mismo más que en raras ocasiones. Siempre que se lo dice, conoce un momento metafísico. Las cartas «literarias», de los dieciséis a los dieciocho años, de Rimbaud son las de un conquistador. Que logremos vivir sabiendo que no somos eternos, eso es lo que me supera. Puesto que no somos eternos, cualquier momento es bueno para irnos al carajo, para alcanzar la ausencia inmemorial, la otra cara de la eternidad. Me gusta la vanguardia, a condición de que no sea aburrida. Lo es, la mayoría de las veces. ¿Acaso Nietzsche o Pascal apelaban a alguna vanguardia? Lo peor es querer ser de vanguardia. Como todos los grandes acontecimientos en este bajo mundo, el «fin del mundo» llegará a través de un «primario», a través de un loco... mediocre. Ceremonia de la entrega del espadín de R.C... En su estuche, el espadín, muy bonito, parecía extendido sobre un catafalco. P.R. me cuenta que, en el avión que lo llevaba a Bucarest, una azafata se puso a llorar porque había desaparecido una cuchara de aluminio; ahora bien, ella era la responsable. Todo el mundo se puso a buscarla y finalmente la encontraron. Ese detalle dice mucho más de la situación en mi país que todo un libro. El francés, en cuanto aborda el problema «social», pierde cualquier sensatez y se inspira. Gaston Gallimard tiene noventa años. Me cuenta que se le va la memoria pero que se acuerda muy bien de las cosas lejanas... Así, cuando era muy pequeño, tuvo una aya alemana. El alemán, por lo tanto, fue su primera

lengua, que luego olvidó por completo. Ahora le vienen a la memoria palabras alemanas. Otra cosa. Cuando era muy joven, empezó a leer una obra de Diógenes, que luego dejó. Ahora querría retomarlo... Todo ello dicho con una sonrisita irónica. También me dijo que ya no podía leer poesía. ¡Cómo le comprendo! Después de cierta edad ya no puede gustar, especialmente en Francia. 18 de diciembre. Estaba no sé dónde: ¿en un baile?, ¿en una cena?, ¿en un salón? Éxito de medio a medio. Las mujeres, unas más bonitas que otras, me hacían la corte y cada una de ellas esperaba un gesto por mi parte. Al despertarme, mi asco ha sido tal que he estado a punto de gritar: «¡Vivan las pesadillas!». Los sueños «ventajosos», halagüeños, hay que soportarlos como un castigo. Dios: una enfermedad de la que nos creemos curados porque ya nadie muere de ella y de la que nos sorprende constatar, de vez en cuando, que todavía está ahí. 19 de diciembre. Paseo: Sermaise, Angervilliers, Saint-Chéron. Viento ininterrumpido. ¿Qué más se puede desear? El viento es poesía inmediata. Porfirio cuenta que un discípulo de Plotino, Amelio, «no se perdía las ceremonias de la nueva luna y celebraba todas las fiestas del ciclo. Un día quiso llevarse a Plotino consigo; pero Plotino le dijo: “Les corresponde a los dioses venir a mí, no a mí ir a ellos”. Cuál fue su pensamiento al pronunciar esas palabras, tan orgullosas, eso es lo que no pudimos comprender, y no nos atrevimos a preguntarle». (Para comparar con la sonrisa de Buda.) La muerte, «esa sílaba», como dice Montaigne. Viendo a los que ganan, no puedo dejar de agradecer a la Providencia que me haya concedido el gusto por la derrota.

Hace un rato he escuchado música cíngara húngara. He pensado en mis padres, a los que les gustaba, he pensado en mi llegada a Sibiu, en 1920, en esas melodías desgarradoras que tocaban en los cafés y en los restaurantes, y he pensado de nuevo en mis padres y en mi infancia, como nunca he pensado en ellos, y he tenido un ataque de llanto. Puesto que solo se puede llorar al evocar la propia infancia, y como la mía fue extraordinaria, todo lo que me la recuerda me conmueve. Mientras que la música popular rumana, a excepción de la doina,1 me deja indiferente, me exaspera incluso, la menor cancioncilla magiar me conmueve como nada puede conmoverme. En principio, si «Rumanía» no hubiese existido, habría hecho mis estudios en Budapest y en Viena; soy un hombre de la Europa central y llevo en la sangre todo el fatalismo de ese pueblo desafortunado, pero al mismo tiempo soy austrohúngaro, pertenezco a la antigua monarquía. Esas cancioncillas que escuchaba cuando era pequeño me recuerdan que casi todos aquellos con quienes las escuchaba están muertos. En Sibiu, hacia las once de la noche, sintonizaba Radio Budapest, y esa música cíngara me volvía loco de melancolía. No conozco nada más desgarrador; a través de ella me reúno con todos mis muertos. ¡El drama, el desastre del más mínimo recuerdo! Acordarse de las cosas, de los detalles de hace cincuenta años, con una agudeza alarmante. ¡Como si las hubiera vivido ayer! Cincuenta años, una vida. Nada. Las únicas filosofías que apruebo son las que reducen la vida a un sueño. Lo que quizá haya impedido que acabe con todo es que no he creído útil atentar contra lo que no existe. No se mata lo irreal. Este mundo es irreal, en todos los casos, aunque exista. Si hubiera visto todas las imágenes posibles de Sibiu, no me habría afectado; pero la música, la que escuchaba en aquella época, tiene la fuerza para resucitar a todos los muertos. No lloré cuando murió mi padre, ni cuando más tarde mi madre murió a su vez, he llorado hoy al pensar que ya no están, porque escuchaba una cancioncilla que a ellos les gustaba.

Me conmuevo, e incluso me descompongo, cada vez que me topo con un inocente. ¿De dónde viene? ¿Qué busca entre nosotros? ¿Señala su aparición un momento crucial, anuncia alguna desgracia? Esos inocentes, ni que decir tiene, son pocos, y, sin embargo, yo he conocido a algunos. Pero no pasó nada, nada. Salvo ese desconcierto tan particular que se experimenta ante un ser al que de ninguna manera se le podría llamar prójimo. Rechazo del futuro. (Título) 26 de diciembre. Eugène, que ha vuelto de Graz después de seis semanas de ausencia, parece más cansado que de costumbre. Me dice que esas seis semanas le han parecido extremadamente largas. Y añade: «Si me quedaran seis semanas de vida, aún sería mucho tiempo». Me ha dado escalofríos. Tenía a faraway look. (Es la expresión que empleó Churchill al evocar su última entrevista con Roosevelt.) En el desarrollo del Tiempo, la vida solo representa un episodio, el más terrible de todos. Lo que me caracteriza propiamente es la furia. Y luego la apatía. No he logrado encontrar un término medio. ¡Tanto peor para mí! 29 de diciembre No tenemos interés en nacer, de acuerdo. Pero el apego a la existencia es anterior a la existencia, es más fuerte que el mismo ser. Y por más que nos digamos que no deberíamos superar en longevidad a un mortinato, en lugar de desaparecer en cuanto se presenta la ocasión nos aferramos como dementes a un día más. Todas las noches, revisión general de los valores. La lucidez no extirpa el deseo de vivir, solo hace no apto para la vida.

30 de diciembre. Visita esta tarde a Notre Dame. ¡Y pensar que los franceses fueron capaces, en el siglo XII, de concebir y de ejecutar el proyecto de un monumento semejante! Entonces era un pueblo que tenía alma, y la conservó durante mucho tiempo. Pero ahora está a punto de perderla. (Dicho esto, no es ese el lugar en el que yo me convertiría. Es inexplicable que Claudel pudiera sentir ahí la conmoción que lo marcó para el resto de su vida.) Visita del joven S. El drama de los chicos sin vocación. Se ha metido en cuerpo y alma en el psicoanálisis. Tres sesiones por semana: todo lo que gana como vigilante se le va en eso. Cuando le he hecho saber mis reservas sobre esa terapéutica, me ha contestado que tenía una concepción «primaria» de ella. Por lo visto pertenece a una secta. En fin, más vale trabajar para el psicoanálisis que gastarse el dinero en droga. Está completamente desamparado, y ello después de un año y medio de tratamiento. El Regente o la saciedad. 31 de diciembre. Esta noche, pesadilla grandiosa, desproporcionada, vertiginosa. Me he despertado pidiendo auxilio a mi madre... En cuanto a decir en qué consistía esa pesadilla, me siento incapaz de hacerlo. 1 de enero de 1972. Depresión que me parece inútil analizar. Escuchado una entrevista con X en la que hablaba de los malvados, sin sospechar ni por un instante que él es uno de ellos. La ingenuidad de los filósofos supera el entendimiento. Hablan todo el tiempo del «conocimiento de uno mismo», abstractamente y no en la práctica. Pensándolo bien, todos los defectos que he denunciado en los demás los he encontrado en mí; y ha sido escuchándome como he podido describirlos.

2 de enero de 1972 Paseo en dirección al canal de Saint-Martin y Saint-Denis. La fealdad, cuando se vuelve fantástica, deja de ser fea. (Dicho eso, debería tener el coraje de ir a pasear por ahí de noche.) Si todo el mundo hubiera «comprendido», la Historia habría acabado hace mucho tiempo. Pero es biológicamente imposible «comprender». Y aunque un día lo lograran todos excepto uno, la Historia continuaría por culpa de él. ¡Por culpa de una única ilusión! 5 de enero «Él [el hombre] sabe ahora que, como un cíngaro, está al margen del universo en el que debe vivir.» (Jacques Monod, El azar y la necesidad) Esa es una imagen que debería haber empleado, que me pertenecía por derecho, porque ¿quién, en París, habla tanto como yo de los cíngaros? Después de la guerra, hacia 1955 (?), Laurence Olivier y su compañía fueron a Moscú para representar allí Romeo y Julieta. Terminada la obra, los espectadores, rebosantes de emoción, se abrazaron como en la noche de Pascua. Eso es tener alma. ¡Haber naufragado en alguna parte entre el epigrama y el suspiro! 10 de enero El hombre ha dicho lo que tenía que decir. Ahora debería descansar. No consiente en ello y, aunque haya entrado en su fase de superviviente, se agita como si estuviera en el umbral de una carrera fabulosa. Esos hindús tienen, pese a todo, clase. En Daca, tras el fin de las hostilidades, los oficiales paquistaníes se reúnen. Guardan sus armas. El comandante en jefe del ejército indio hace un pequeño discurso sin arrogancia alguna, que acaba con: «El juego se ha acabado». En el vedānta, la existencia se asimila a un juego (¿lila?).

19 de enero. He cometido la estupidez de aceptar que se reedite en París Lacrimi şi Sfinţi.1 En este momento corrijo las pruebas. ¡Qué suplicio! Está mal escrito (es transilvano, no rumano) y es lejano. ¡De qué desorden interior salieron esas divagaciones! ¡Me veo, en Braşov, en esa casa encaramada sobre la colina, me veo sumido en la vida de los santos! Esa parte de mi vida se ha borrado de mi memoria; ahora revive en ella, de modo que esa prueba (nunca mejor dicho) no habrá sido del todo inútil. Más que un ángel, el hombre es un animal caído o, en el mejor de los casos, extraviado. La voluntad de destrucción es la expresión dinámica de la tristeza. Al corregir las pruebas de Lacrimi şi Sfinţi, paso con cada página de la admiración al asco. ¡Qué tipo! Me veo en Braşov, en esa villa en lo alto de la colina, Livada Posţii, escribiendo sandeces sobre Dios, sobre los santos y sobre mí mismo. Y recuerdo las cancioncillas desgarradoras de las chachas húngaras. Por otra parte, no las olvidé en mi libro. También está el culto a Rilke, al que en la época ponía por encima de todos los poetas. Estamos menos anticuados por nuestros ascos que por nuestros entusiasmos. Casi todos los poetas que he citado han perdido la «situación» que tenían en la época. Solo hay que remitirse a Dios. Pero él mismo está anticuado. 28 de enero. Estoy a punto de terminar la corrección de las pruebas de Lacrimi şi Sfinţi. La última parte es mejor que la primera. Pero me asusta tanta tristeza, tanta ferocidad, tanta desesperación. ¿Cómo pude sufrir tanto? Cuando pienso que escribí ese libro hace treinta y cinco años y que desde entonces he soportado sufrimientos morales y físicos tan grandes como antes, experimento hacia mí mismo un sentimiento en el que entra todo lo que se quiera, desde la piedad hasta el orgullo. (También me digo tontamente que, si hubiera escrito esa obra en una lengua conocida, no habría pasado desapercibida. Pero ya basta de eso.)

Es un libro terrible. Jeni Acterian, en una carta, me dijo que no había uno en el mundo más terrible. Tenía razón. Ella fue, por otra parte, la única que no lo denigró. Estoy «conmovido» por estos Lacrimi şi Sfinţi, por la soledad que desprenden. Por poco prorrumpo en sollozos. (No es el libro lo que me ha conmovido, sino los recuerdos que este ha despertado en mí. En él se habla, en cierto momento, del abeto que se erguía ante la villa en la que vivía en las alturas de la Livada Posţii. De pronto, la imagen de ese abeto, cuyo recuerdo había perdido completamente, se me ha aparecido con una claridad extraordinaria. Son esos detalles los que nos conmueven y provocan emociones, y no frases más o menos impactantes.) 1 de febrero. Esta mañana, en la cama, he tenido una visión que no puede ser más precisa de mi cuerpo tal como será una vez que los gusanos se hayan apoderado de él. ¿Cómo se puede continuar después de experiencias tan... definitivas? ¡Pero yo no continúo! 2 de febrero. Se le puede perdonar todo a alguien, salvo ser aburrido. ¡Viva la vulgaridad! Al menos ella es entretenida. Hasta ahora era extranjero en todos los sentidos de la palabra, es decir, un no ciudadano. Ahora ni siquiera me defino contra este mundo. He dejado de desempeñar cualquier papel. En el ser, no soy más que un ex. 7 de febrero de 1972. Ayer hojeé una traducción reciente del Maestro Eckhart. Ningunas ganas de leerla. Mi alejamiento de la mística es prodigioso. Así que toda una parte de mi pasado se ha perdido para siempre. Ya no sé qué hacer con Dios (si es que lo he sabido alguna vez). 17 de febrero Tres días en el Jura. Lago de Saint-Point, el valle del Loue.

He perdido las ganas de escribir, sobre todo he perdido las ganas de hacer estilo. Eso es tanto como decir que he dejado de ser escritor. Tanto mejor. 21 de febrero. Existir es fabricar pasado. 23 de febrero. Esta noche he pensado en una época desgraciada de mi vida. En la pensión sajona de Sibiu (donde viví de los diez a los catorce años), éramos cinco en una gran habitación. Cuatro de entre nosotros dormían en camas... normales; yo, que no tenía pensión completa, porque mis padres eran pobres, tenía un catre de tijera que llevaban cada noche y que se llevaban al día siguiente. Ese régimen «especial» de desheredado era para mí extremadamente humillante. Me he acordado de él esta noche... «Llegado a la plaza de la Concordia, mi idea era suicidarme.» (G. de Nerval) Es la frase más conmovedora de toda la literatura francesa... Decimos Ser... y lo repetimos en cualquier encuentro, porque la palabra está menos gastada que la de Dios. Y los que dicen «Revolución», también es a este último al que reemplazan. En cualquier caso, reaccionan como los que recurrían a Él. 27 de febrero. Cinco horas de paseo entre la niebla, entre Étampes y Dourdan. La niebla, lo único que jamás me ha decepcionado, el más bello triunfo en la superficie de la tierra. Schopenhauer es el único filósofo alemán que tiene sentido del humor, el único que me hace reír. Sus explosiones de cólera, sus indignaciones. Su lado Swift. Podría haber sido inglés. Nietzsche, jamás. 1 de marzo. He observado que las ganas de vengarme me entran en medio de la música más pura o de un paisaje con un encanto sobrenatural.

Cualquier verdad da una sensación de liberación en el momento en que se descubre; después se convierte en una cadena. Lo mismo puede decirse de un dios; al principio, cuando te apegas a él, respiras, luego te ahogas. En todo, solo el principio y el final merecen atención; uno y otro representan un momento de libertad: el hacer y el deshacer, los dos son movimientos. El camino hacia el ser y el camino hacia fuera del ser; eso es la «vida», eso es la libertad. Pero el estado de ser es una traba. Solo hay una regla de oro en literatura y en arte: dejar una imagen incompleta de uno mismo. 5 de marzo. Mi reacción de ayer en el Luxemburgo fue realmente la de un viejo. La sensación de estar «desfasado», de estar fuera de la corriente. Lo que es curioso es que haya concebido cierta amargura por ello, cuando, al contrario, esta situación en la que me encuentro es la misma que mis «ideas» siempre han exaltado. Te sobrevives a ti mismo a partir del momento en que ya no haces más que registrar los acontecimientos. No son cosa tuya. Te has convertido irremediablemente en un espectador. Un espectador, pongamos, entristecido, al ser la tristeza el único estado que todavía te une a la vida. Se ha dicho que la sabiduría antigua se resumía en el Cállate ante el destino. Es ese Cállate lo que ahora tenemos que redescubrir y resucitar, puesto que fue contra él contra lo que el cristianismo se sublevó victoriosamente. El mutismo ante las decisiones del destino..., eso es lo que debemos imponernos, esa es nuestra lucha, si es que la palabra es propia cuando se trata de una derrota prevista y aceptada. 8 de marzo. En todo el freudismo, ya solo Freud es interesante. P.V., cuando se le pregunta por qué ha cerrado su consulta, responde: «Por alcoholismo».

Es, por otra parte, la verdad. Esa respuesta, por su brutalidad, tiene la ventaja de cortar por lo sano la indiscreción. Después de eso no se piden explicaciones. 9 de marzo Sócrates, habiendo tomado la cicuta, como sus discípulos se lamentaban, les recordó el dicho según el cual hay que dejar la vida con palabras dichosas. ¡Qué actor! ¡Y qué puesta en escena! ¡El más reputado de los sabios, en la hora de la muerte, siguiendo a la galería! Lo que detesto son las florituras, las sutilezas inútiles, la falsa gracia del preciosismo. ¡Qué error cometí al frecuentar a Valéry! Huir de la anemia de salón. Huir de la retórica pero no de la pasión, de la prolijidad pero no de la explosión. Pero, precisamente, yo ya no soy capaz de explosión. Estoy demasiado al margen de las cosas para eso. 11 de marzo. G. Su caso me impresiona. Me fascina. He ahí a alguien más inutilizable que yo. No hay en todo el planeta una sola situación o un solo puesto que le convengan. Totalmente inadaptado a todo. No está hecho para ningún trabajo, no tiene ningún don, ningún talento, ningún vicio ni ninguna virtud. Es confuso, nunca se sabe adónde quiere llegar, es prolijo, está en plena erupción. Se compara con mucho gusto con un volcán, incluso es la palabra que aparece la mayoría de las veces en sus explosiones verbales, en ese flujo de palabras cuyo sentido casi nunca es penetrable, porque no lo hay. Es una aparición, un fenómeno jamás visto, una nada única. Han elegido la libertad. Ella tiene talento; él no tiene ninguno. Pero él cree que podrá escribir ahora que es libre. Es una ilusión, no, una mentira con la que ha vivido durante años. Engañarse a uno mismo es un subterfugio clásico, el medio más seguro es engañar a los demás engañándose a uno mismo.

El colmo, en este asunto, es que ella, que está dotada, cree que él podrá por fin expresarse. Por él, y únicamente por él, ha elegido la libertad. Ilusión atroz, ilusión conmovedora. Así pues, no se trata aquí de don Quijote y de Sancho Panza. Sino de dos don Quijote. Doble aventura, doble ilusión, doble locura. Soy un violento. Pero, debido a mis ideas, no puedo, ni siquiera en lo que escribo, dejarme llevar por la violencia..., de ahí este malestar permanente en el que vivo. Vuelvo a pensar en ese loco de G. Creía, todavía cree, que no le era posible realizarse en Rumanía. ¡Como si, al cruzar una frontera, se adquiriese talento! Hace algunos años, al no poder trabajar, yo creía que la razón era que no había encontrado un lápiz de verdad, un lápiz que se deslizara sobre la página, que me «ayudara»... Cada día compraba uno nuevo, de forma o de color diferentes al precedente. Pero mi inspiración no mejoró. Pienso también en Benjamin Fondane, que, unos meses antes de la Liberación, decía que el fin de la Ocupación seguramente no significaría el fin de su úlcera de estómago. Fondane era lúcido.1 Pero no todo el mundo lo es. G. no lo es en absoluto. Puesto que todos sus razonamientos están en las antípodas del de Fondane. G. seguramente creía que la derrota de los alemanes significaría para él la supresión de todos los obstáculos. Solo la ilusión es inagotable. Antaño se decía con estilo pomposo que se pasaba el «testigo» a las nuevas generaciones. No se debería haber dicho «testigo» sino ilusión. Cierto es que esta no hay necesidad de pasarla, ya que se nace y se muere con ella. Toda mi vida he dado consejos a diestro y siniestro. Nunca nadie los ha tenido en cuenta. Pero lo curioso es ver a gente que, después de haber cometido el error contra el cual la habías puesto en guardia la víspera, regresa al día siguiente para consultarte de nuevo.

Mi situación como escritor: es como si hubiese muerto hace cincuenta años. En Francia al menos. Ante esa situación siento, como en todas las circunstancias de mi vida, tanta acritud como satisfacción. Algo dentro de mí se lamenta; algo, con la misma intensidad, exulta. Nunca (o si no muy raramente) he sentido, ante lo que quiera que sea, un sentimiento puro. Ninguna derrota que no me haya alegrado, ningún éxito que no me haya entristecido, en parte, naturalmente, en uno y en otro caso. (Cualquier éxito es deshonroso: nunca nos recuperamos completamente de él.) Los tormentos de la verdad sobre uno mismo están por encima de lo que se puede soportar. Aquel que ya no se engaña a sí mismo (si es que existe tal ser), ¡cuán digno de compasión es! Cuando, hace una decena de años, Claude Roy escribió en uno de sus artículos: «De Leopardi a Sartre», sentí una conmoción de la que jamás me he recuperado. Es como si se hubiera dicho «De Jesús a Mauriac». No conozco ningún libro en el que el escarnio se haya llevado tan lejos como en la Ilíada. Ahí el hombre parece un juguete, menos que un juguete, un don nadie, extraordinario, es cierto, porque sigue el juego sabiendo que este no vale nada. Un torbellino de acciones dementes para divertimento de la galería, en este caso el Olimpo. 12 de marzo. Hace un rato, en el mercado, me he fijado en una chica (¿mulata?). Tenía en la expresión algo triste, cruel y viejo. Y me he dicho que su cara se remonta a dos o tres millones de años atrás, que todos somos en el fondo de una antigüedad aterradora, ¡y que apenas es creíble que los cromosomas no estén totalmente cansados! Si lo juzgo por mí mismo, la «vida» seguramente durará todavía mucho tiempo, pero no tiene futuro. 13 de marzo. Por tercera vez he intentado arreglar la puerta del balcón. Me he pasado toda la mañana con eso. Imposible lograrlo. Lo he roto todo. Necesito otra puerta. No sé de dónde puede venir semejante obstinación en un ser tan difuso como yo. Lo poco que he podido realizar en la vida se lo

debo a ese empeño, que no deja de sorprenderme y que atribuyo a mis antecedentes transilvanos. (Más valdría hablar de mis desequilibrios y de mis taras. Puesto que mi empeño es el de un loco y no el de alguien aplicado.) Cada día, un incidente cualquiera, un suceso, un recuerdo, una vuelta por las calles me recuerdan, durante un breve momento, que mi visión de las cosas no es tan falsa. Cualquier confirmación complace, aun cuando nos perjudique, como sucede en este caso. Veo mi nombre en un sobre y tengo ganas de vomitar. ¡Qué lástima que la palabra náusea esté comprometida por culpa del uso que ha hecho de ella Sartre! Un escritor célebre mancilla las palabras de las que abusa. Estas se vuelven a su vez tan conocidas como él y por eso las hace inutilizables, salvo para el gran público. Las cartas de desconocidos que recibo de tarde en tarde deberían haber sido dirigidas a un psiquiatra. Mi mayor error es responder a ellas. Y al hacerlo, aumento el número de pesados a mi alrededor. Es con empeño como se triunfa, es también con él como se perece. No creo en nada, no tengo ninguna convicción firme. Soy lo contrario de un hombre de partido. Algunos recurren a mí. ¡Qué locura! Solo estamos contentos con nosotros mismos cuando vemos nuestra muerte como un adelanto. Siempre según los tratados de ascesis, son los monjes más adelantados, los más próximos a la «perfección», los que son presas del orgullo, de la soberbia, vicio espiritual, el más grave de todos. ¿Por qué seguir perseverando en la historia? Para tomar cada vez más conciencia del abismo hacia el que va.

Le decía ayer a Christabel que me gusta la «vida», pero que eso no quita que crea que habría sido mejor, para mí y para todo el mundo, no haber existido jamás. Ella no está de acuerdo y me responde que cada ser es único, y que por lo tanto... He observado que la gente es incapaz de poner radicalmente en tela de juicio su propia existencia. ¿Por qué? Porque cada uno se mira desde dentro, y se cree necesario, indispensable, se siente como un todo, como el todo; en cuanto uno se identifica consigo mismo de una manera absoluta (y eso es lo que hacen casi todos los seres), reacciona como Dios, es Dios. ¿Cómo, entonces, aceptar la idea de que habría sido mejor no haber existido jamás? Únicamente cuando se vive a la vez dentro y al margen de uno mismo se puede vivir simultáneamente el sentimiento de la propia unicidad y de la propia nulidad, y también se puede admitir sin el menor rastro de desolación que, al final, era mejor no haber nacido. Ser el profeta del fin. Querría ser un profeta despreciado y olvidado, y del que solo se acordara el último hombre. En mis momentos de megalomanía me digo que es imposible que mis advertencias, mis predicciones, sean despreciadas indefinidamente, que mi hora llegará necesariamente un día, que no tengo más que esperar al advenimiento del último hombre. A F.B., que me ha invitado a participar en un coloquio sobre la Enfermedad, le he respondido que no puedo porque nunca me he encontrado lo suficientemente bien para hablar de la Enfermedad. Las innegables ventajas espirituales de la proscripción. ¿Qué habría sido Dante si no hubiera sido expulsado de Florencia? Un escritor no tiene influencia sobre nosotros porque lo hemos frecuentado, sino porque hemos pensado en él. Yo no he leído especialmente ni a Pascal, ni a Leopardi ni a Baudelaire. Pero no he dejado de pensar en ellos, y sus miserias me han acompañado tan fielmente como las mías.

Exposición Van Gogh. He ahí al verdadero contemporáneo de Nietzsche. He pensado en este ante esos lienzos de fuego. Campos de trigo con cuervos de Auvers-sur-Oise. Hace falta pasión para escribir. Ahora bien, yo me he empleado en romper ese resorte, para mayor perjuicio mío. Ya no leeré más a los sabios. Me han hecho demasiado daño. Debería haberme dejado llevar por mis instintos, dejar que se desarrollara plenamente mi locura. He hecho todo lo contrario, he usado la máscara del desapego, y la máscara ha acabado sustituyendo el rostro. Dondequiera que esté, sensación de soledad que invade el espíritu. Comprender la locura desde dentro, por medio de esas sensaciones de soledad, de cerebro desertado. Hay que liberarse de la vida sin detestarla. Vuelvo a pensar en lo que me dijo Eugène hace más de dos meses: «Eres alegre y has escrito libros pesimistas; yo soy triste y he escrito libros alegres». Si los que nos conocen desde hace cuarenta años se equivocan sobre nosotros hasta tal punto, qué decir de los demás. Es cierto, sin embargo, que mi verdadero yo no se manifiesta en el trato con nadie, ni siquiera con mis amigos. Mi lado bromista gana siempre y engaña a todo el mundo. ¡Cuando pienso que no hay infierno al que no haya descendido! Porque se desciende a él con la tristeza, con aquello de lo que yo fui mejor provisto que nadie. Mis continuos accesos de rabia me vuelven ridículo ante mí mismo. Lo que deberíamos aprender en la vida es la modestia, que no es otra cosa que una conducta amoldada al sentimiento de la «nada». 29 de marzo de 1972

He visto a tres médicos hoy. Hipertrofia de la próstata. Enfermedad de viejos. Hipertensión arterial, hipertrofia del hígado, etc., etc. Las dolencias de la edad. Desgraciadamente, empezaron para mí en la adolescencia, en la infancia. La vejez las acumula, no es otra cosa que su depósito, su contabilidad..., su balance. Cada vez que voy al hospital para una consulta tengo la impresión de que recibo una clase de abandono. Digamos más sencillamente: de humildad. Después de una sesión durante la cual han escarbado en tus cavidades, ¿qué misión arrogarte? ¿Cómo creer aún en ti mismo? Es entonces cuando tienes la sórdida experiencia de tu nada. Ser menos que nada, eso es. 30 de marzo. Las miserias fisiológicas, nada mejor para hacerte aborrecer la vida. La vejez es una humillación constante. Hablar respecto a ella de «serenidad» es un contrasentido ridículo. Cualquier viejo que esté lúcido lamentará no haber muerto en la flor de la vida. A cada edad, señales más o menos distintas nos advierten de que es hora de tomar la puerta. Pero contemporizamos, persuadidos de que, cuando llegue al fin la vejez, esas señales serán tan claras que seguir dudando sería inconveniente. Son claras, en efecto, pero nosotros ya no tenemos suficiente vigor para cometer el acto decente por excelencia. Una enfermedad solo es muy nuestra a partir del momento en que nos dicen su nombre, o en que nos ponen la piedra al cuello. Solo se puede respirar —y berrear— en regímenes podridos. Pero solo nos percatamos de ello después de haber contribuido a su destrucción, y cuando ya solo tenemos el recurso de echarlos de menos. 30 de marzo Si he podido durar hasta ahora es porque mis dolencias, al ser tan múltiples y tan contradictorias, se han neutralizado las unas a las otras.

Siempre he temido, y admirado, a la gente que duerme mal. Acabo de leer que Lenin padecía insomnio. Ahora comprendo mejor sus desmesuras, sus obsesiones, su intolerancia. Esta tarde, después de una cabezadita, el nombre de Dita Parlo, una estrella de los años treinta, me ha venido a la cabeza. «¡Qué viejo soy!», he exclamado. Hace... cuarenta y cinco años, me gustaba el cine. Esa actriz, ¿quién se acuerda aún de ella? Es esa clase de detalle, mucho más que una reflexión filosófica, lo que nos revela la aterradora realidad e irrealidad del tiempo. Me afano completamente en vano en imaginarme este universo sin... mí. Suerte que la muerte está ahí para remediar la insuficiencia de mi imaginación. Nietzsche carece totalmente de humor. Esa es una de las razones de su éxito con los jóvenes de ayer y de hoy. Si queremos ver disminuir el número de nuestras decepciones y de nuestras furias, deberíamos recordar que estamos aquí para hacernos infelices los unos a los otros, y que es ridículo sublevarse contra esa situación, tan antigua como las sociedades y como los vivos a secas. Debemos estar del lado de los oprimidos, aun cuando estén equivocados, sin perder de vista, sin embargo, que son de la misma esencia que sus opresores. 3 de abril. Mi hermano me escribe que en Bucovina, durante las ceremonias de boda, repiten respecto a los recién casados: «Ojalá puedan soportarse». Hablando de la desaparición de la cara, del rostro humano en la pintura, mi hermano me escribe esto: «Ya no podemos soportarnos». Pues bien, tanto mejor que el hombre sea excluido de las artes; esperemos que también lo sea de la realidad.

Siempre que no me siento tentado por la resignación, soy un monstruo como todo el mundo. Cualquier nacimiento es una capitulación. Lo que me gusta del Maestro Eckhart es la exageración. (Después de haberme ocupado durante algunos días de Lenin, he vuelto a sumirme en el Maestro Eckhart. Dos mundos irreductibles. Sin embargo, esa exageración, ese gusto por el exceso, por el rechazo total del mundo en los místicos, del cielo en los revolucionarios, hacen que los dos se parezcan en cuanto a la virulencia y a la intensidad de sus reacciones.) 5 de abril. ¡Las villanías, las groserías, los actos de inhumanidad que habré cometido por timidez! Paseo habitual esta noche. Violencia insoportable. Mentalmente, me he peleado con todo el mundo, he declarado la guerra al universo. Todos mis pensamientos se han orientado hacia la resignación, y no pasa un día sin que dé un ultimátum a Dios o a lo que hace las veces de Dios. El remordimiento: extraordinario calor en el malestar. Cualquier ser vivo es un vencido, ya que el nacimiento no es más que el inicio de una capitulación. Cometí un error al abandonar las filosofías del desapego, al dejar de frecuentar a aquellos sabios que me ayudaban a vencer mis cóleras diarias. Como cualquier loco furioso descontento por serlo, debería intentar embrutecerme en contacto con aquellos que han encontrado la paz. Mientras se creía en el Diablo, todo lo que ocurría era inteligible y claro. Desde que ya no se cree en él, hay que buscar, a propósito de cada acontecimiento, una explicación nueva, necesariamente retorcida y arbitraria, que intrigue a todo el mundo y no satisfaga a nadie.

Para quien busca la verdad, el arte no es más que un accidente, y comparte el prejuicio de Pascal contra la pintura o el odio de Tolstói al envejecer contra la literatura. Solo se acerca a la verdad lo que emana de la emoción o del cinismo. Para evitar el fárrago, nada mejor que una pizca de emoción en el cinismo. ¡Qué manía, en las biografías actuales, de hablar de la vida sexual de la gente! Leo un libro sobre Pavese en el que, en el primer capítulo, se insiste en los inconvenientes de la eyaculación precoz, dolencia que sufría Pavese... En Le Monde, artículo de M.R. sobre la impotencia de Kafka. El psicoanálisis lo ha contaminado todo. En cualquier caso, habrá destruido el género que se llamaba «biografía interior». 8 de abril. Sesenta y un años. Salud comprometida... desde siempre, a decir verdad. Lo que el futuro me reserva, lo sé muy bien. Una tolerancia muy grande suprime la risa, puesto que acepta todas las formas de la desemejanza. La moda del monacato al principio de nuestra era. El Imperio se desmoronaba, los Bárbaros se manifestaban o esperaban... ¿Qué hacer sino evadirse del mundo? ¡Dichosos los tiempos en que se podía huir del mundo, en que las extensiones de tierra no pertenecían a nadie, a las que uno era libre de ir cuando quisiera! Nosotros hemos sido desposeídos de todo, hasta del desierto. 11 de abril. Cada vez que leo algo sobre alguien tengo la impresión de que es falso y grotesco. ... ¡Y pensar que desde hace milenios se osa escribir sobre Dios! Lo único que leo con placer son las confesiones.

Hace un rato, esa sensación de poder rivalizar con cualquier dios... Simultaneidad de todos los momentos del tiempo. El futuro y el pasado han venido a fundirse con el presente en una plenitud alarmante. Y todo ello sin la menor risa burlona por mi parte. Habré conocido el remordimiento en estado puro, sin razón y sin utilidad, el remordimiento sin comienzo. No está previsto ningún castigo por denegación de auxilio a un ser presa del remordimiento. Acabo de leer algunas conferencias sobre la muerte pronunciadas por teólogos. No he podido sacar nada de ellas, seguramente porque el cristianismo solo puede ofrecer consuelos y ninguna visión desinteresada sobre el tema. Cualquier antiguo es más satisfactorio en la materia. Ya no se puede avanzar, quiero decir, soportar la vida, con tonterías semejantes. Los antiguos no te pedían creer, sino considerar. Ahora bien, sobre la muerte se pueden hacer consideraciones y nada más. Realmente ya no tengo ningún vínculo con el cristianismo, ni siquiera el que se tiene con una creencia que se detesta. He salido de esa religión, si es que alguna vez entré en ella. Estoy cerca del Qohéleth, del lamento sin esperanza. 12 de abril. Según Maxime du Camp, Flaubert no se interesaba en Egipto ni por los paisajes ni por los monumentos, sino que pensaba todo el tiempo en las costumbres normandas y en los personajes de Madame Bovary, novela en fase de proyecto. Ese es el verdadero escritor: nada existe fuera de su obra. Crear es excluir. Sin una enorme capacidad de rechazo no se puede hacer nada. Somos únicamente en la medida en que nada existe para nosotros salvo nosotros mismos, no en el sentido moral sino, digamos, metafísico. He intentado releer la Filocalia. Imposible. Quiero rezar, pero sin dirigirme a ningún dios.

Seguir el camino inverso al del Génesis, desempeñar el papel de un antiDios... no conozco sueño que colme más. H.B., un joven un poco chalado, me dice que nadie habla de mí. Yo le respondo que no soy apreciado... «No», me contesta él, «no es eso.» «Eres desconocido, se desconoce incluso tu nombre.» Los medio locos tienen el sentido del matiz y el gusto por la precisión. Son exactos, mientras que los locos integrales son solamente brutales. 13 de abril. Por un lado, rechazado y sin vínculos; por el otro, ceñido a las apariencias como solo un espíritu fútil puede estarlo. Al haber destruido todos mis vínculos, debería sentir una sensación de libertad. La siento, en efecto, y tan intensa que no me atrevo a alegrarme. El Pecado original, el Diablo, la exclusión del Paraíso, aceptados como tales o transpuestos a lenguaje científico, bastan para explicar la Historia en conjunto. Para los detalles, no hay más que leer a los historiadores... Jamás deberíamos hablar de lo que hacemos. Huele a propaganda. Alguien a quien apreciamos particularmente se vuelve más cercano a nosotros cuando comete algún acto indigno de él. Con ello nos dispensa del calvario de la veneración. Y es a partir de ese momento cuando sentimos un verdadero apego hacia él. 15 de abril. Toda la historia no es más que una sucesión de malentendidos. Incluso diría que cualquier cambio es un malentendido. Nos equivocamos, queremos equivocarnos; sin esa voluntad, inconsciente la mayoría de las veces, las cosas seguirían siendo como son: inalterablemente malas, en lugar de ser malas cambiando de rostro. El malentendido como resorte de la Historia. La Historia como sucesión de malentendidos. Cualquier revolución es un malentendido. Y cualquier antirrevolución no lo es menos.

Para el que ha adquirido la mala costumbre de mirar más allá de las apariencias, malentendido y acontecimiento son sinónimos. Ir al fondo de las cosas es deponer las armas. Cuadernos de Wittgenstein. En cuanto aborda la ética, se vuelve vulnerable e... improbable. No basta con ser sutil para afrontar las realidades humanas. 18 de abril. Para cada individuo hay una especie de límite, que por decencia no debería sobrepasar. Podemos haber «cumplido nuestro tiempo» a cualquier edad. Después, continuar es de mal gusto. Un mal gusto universal, puesto que todo el mundo continúa. Por todas partes supervivientes... La razón profunda del desprecio hacia uno mismo reside en el hecho de no haber desaparecido cuando había que hacerlo, al primer aviso. Ser uno de esos innumerables supervivientes, eso es la vergüenza, la indignidad, el oprobio. El pensamiento discontinuo solo conviene al pensador cansado. En lo tocante a cansancio, yo no temo a nadie. He acumulado demasiado cansancio, ya no sé dónde colocarlo. En medio de la noche, un ojo que se dilataba, que adquiría las dimensiones del mundo..., que se volvía tan vasto como el espacio..., una mirada que atravesaba el espacio. Dejar las cosas como están, en lugar de ir siempre detrás de los nuevos errores, eso es la salvación. Se comprende que el verdadero Mesías tarde en manifestarse. La tarea que le espera no es fácil: ¿cómo lo haría para liberar a la humanidad de la manía por la mejora? 22 de abril. Almuerzo con B. La conozco desde hace treinta años. Sus defectos, que son tan evidentes, no hacen más que agravarse. Los demás, cuyos defectos son menos perceptibles, deben de experimentar una evolución parecida. ¡Qué suerte! ¿Y mis defectos? Han mermado en la medida en que yo he disminuido.

Solo parecen mejorar con la edad aquellos que siempre han sabido disimular sus defectos. 23 de abril. Corbreuse..., cerca de Dourdan. En el bosque me decía que nada me ha dado nunca tanta impresión de verdad como un árbol. 24 de abril. Acabo de hojear un libro de X, con la mayor repulsión. Ya no puedo soportar la inflación poética. Cada frase pretende ser una quintaesencia de poesía. Es artificial, no expresa nada. Piensas todo el tiempo en la inanidad de las palabras rebuscadas... Hace mucho tiempo ya que aborrezco todos los «estilos»; pero el que me parece de lejos el peor es el de los poetas que nunca olvidan que lo son. «La eterna calamidad del cansancio.» (Kafka) Mi cansancio se remonta a miles de años atrás. La única manera de soportar derrota tras derrota es amar la Derrota en sí misma. Después, ya no hay sorpresas: eres superior a todo lo que sucede, eres dueño de tus fracasos. Una víctima invencible. Lo que de una forma u otra se parece a una victoria me parece hasta tal punto un deshonor que solo puedo combatir, en cualquier circunstancia, con el firme propósito de estar en desventaja. He superado el estadio en el que los seres importan y ya no veo ninguna razón para luchar en los mundos conocidos... La gramática cura de la melancolía. La furia que no se calma degenera en angustia, de manera que podría decirse que la angustia es una complicación de la rabia. La piedad de uno mismo tiene raíces tan profundas como el orgullo, quizá se trate de las mismas raíces para una y otro. Después de milenios de orgullo, el hombre empleará el tiempo que aún le será concedido en llorar por sí mismo.

«El hombre solo es presa del deseo porque no ve las cosas tal como son.» (Dhammapada) Si me preguntaran qué es la Verdad, citaría esa sentencia budista, a la que no hay nada que añadir. No se puede vivir y saber que se vive. Hay que elegir: pero esa elección denota ya una imposibilidad. Cuantas más ilusiones se tienen, más coraje se posee. El coraje no es compatible con una clarividencia demasiado grande. Empezar cada día con una plegaria, ¡qué bien hacían nuestros «padres» en proceder así! Puesto que, sin un grito de socorro, ya sea dirigido a los dioses o a los demonios, ¿cómo afrontar la sucesión de las horas? «Ya has rondado bastante, ya va siendo hora de liar el petate», no he dejado de repetirme durante la mañana... Luego, sin saber cómo, he logrado integrarme en la jornada y recuperar, intactas, mis preocupaciones y mis cóleras. Conozco mejor que nadie la desdicha de haber nacido con una sed de vida casi malsana. Es un regalo envenenado, una venganza de la Providencia. En esas condiciones no podía llegar a nada, en el plano espiritual, se entiende, el único que importa. En absoluto accidental, mi fracaso se confunde con mi ser, me es consustancial. La sensación de precariedad general no ha dejado de crecer. Sigue creciendo y peligrosamente. Se acerca al nivel de alerta. Lo único que he pretendido en este bajo mundo ha sido volverme tan indiferente a la vida como a la muerte. No lo he conseguido. Me he acostumbrado demasiado a mí como para poder separarme de mí sin ningún desgarro. También me he detestado demasiado..., y eso es malo, porque los vínculos más sólidos son los del odio.

He vivido en la compañía del suicidio día tras día: por mi parte sería injusto e ingrato hablar mal de él. ¿Qué hay menos mórbido, más natural, más normal? Lo que es malsano es la sed furiosa de existir, la tara más grave que puede afectar a un viviente, la tara por excelencia, mi tara. La aguda conciencia de tener un cuerpo, eso es la ausencia de salud. Eso es tanto como decir que nunca me he encontrado bien. He vuelto a pensar esta mañana en Emily Brontë. ¡Qué ejemplo! Su negativa a recibir tratamiento. ¡Qué bien comprendo eso! ¡Dejarse morir en paz! Solo hay firmeza de espíritu en la resignación. En la cumbre de un ataque de rabia nos decimos a veces que no falta mucho para igualarnos a un dios en plena actividad. Y, cuando lo sentimos, busca galaxias para ejercitarse y no un pobre, un miserable planeta. Nuestras enfermedades están ahí para recordarnos que, si bien no está prohibido hacer planes, en cambio no hay que creer demasiado en ellos. La percepción de la precariedad izada al rango de visión, de experiencia mística. 1 de junio. Acabo de releer el retrato que hice de san Pablo en La tentación de existir. Ya no podría escribir con ese frenesí, estoy demasiado cansado para eso. He conservado mi antigua locura, pero sin la pasión que la hacía interesante. Sin lirismo, más bien. Mi locura actual es locura en prosa. 6 de junio. Noche en vela. Dolores precisos... y generales. Con dolores muy fuertes, más aún que con los débiles, siempre permanecemos como observadores. Queremos demostrarnos a nosotros mismos que no nos vemos desbordados por sensaciones, por muy inaguantables que sean. Así, permanecemos ajenos a nosotros mismos, aunque aullemos de dolor. No hay momento extremo que no despierte en nosotros al psicólogo.

Buda es más grande que cualquier reformador político. El dato esencial no es la revolución, sino la enfermedad; no es el futuro, sino la muerte. ¿Qué es la injusticia al lado de la enfermedad? Es cierto que se puede encontrar injusto el hecho de estar enfermo. Así es, por otra parte, como reacciona cada cual, sin preocuparse de saber si tiene razón o está equivocado. La enfermedad es: no hay nada más real que ella. Si se declara injusta, hay que tener el coraje de hacer lo mismo con el ser, de hablar, en definitiva, de la injusticia de existir. 9 de junio Podemos haber cumplido nuestro tiempo a cualquier edad. Cada existencia tiene un límite, un tope. (Esta noche me decía que yo he alcanzado el tope de la mía.) 12 de junio. Escribo a máquina Del inconveniente.1 Lo encuentro malo, pero continúo. Cada «aforismo», tomado individualmente, es flojo, decepcionante, pero siento que hay algo de peso en conjunto. Si ello no es más que una ilusión, tanto peor para mí. 17 de junio. Esta noche, después de treinta y un años, he vuelto a escuchar (por teléfono) la voz de Dinu Noica.2 Estoy conmocionado. 19 de junio. Espero a Dinu Noica. ¡Nos conocemos desde hace cuarenta años! Nos vimos por última vez en enero de 1941. No puedo creer que estemos vivos. Tengo la impresión de un encuentro entre dos espectros. Después de treinta años de separación, no volvemos a vernos en esta vida, sino en un más allá. Ya no somos los mismos; quedan los recuerdos, y son ellos los que crean vínculos profundos. Pasado cierto grado, la sutileza parece necesariamente falsa sutileza. La sutileza es falsa por definición. No es más que una proeza verbal.

M’am zbătut...3 ¿Cómo traducir esa expresión? La indigencia del francés me asusta. Pasar del rumano al francés es como pasar de una plegaria a un contrato. Cosa difícil de explicar. Irlanda es uno de los países donde hay menos suicidas. ¿Sería el catolicismo la causa de ello? 24 de junio Variaciones Goldberg. Después de eso, punto redondo. Dios es, aunque no exista. Hace un rato he leído historias de amor a propósito de algunos personajes secundarios de la época romántica en Alemania. Todo eso ha desaparecido sin dejar rastro, como desaparecerán nuestras intrigas y nuestros sufrimientos. Sin sombra de duda: la visión más profunda de las cosas es la del juego universal y la irrealidad fundamental. Aquellos con quienes nos entendemos peor son los viejos amigos. Nos conocen demasiado bien para que podamos convencerles de la profundidad y de la sinceridad de nuestras experiencias. Para ellos seguimos siendo como éramos cuando nos conocieron. 29 de junio Más de la mitad del día en la cama. Imposible integrarme en el tiempo. X... Tiene alma de discípulo. De discípulo pérfido. Es huidizo, voluble: imposible pillarlo. Su necesidad de inmiscuirse, de meterse en tus asuntos más íntimos. Es sutil e indiscreto, no me atrevo a decir indelicado, porque es fino, demasiado fino.

La voluntad de originalidad que no se funda en una locura real conduce a lo grotesco. Pero, allí donde hay locura, la originalidad no es deliberada; puesto que la locura es original espontánea e inconscientemente. La óptica de N... Una desmesura detrás de otra soltada en tono amable y desarmante. Exageraciones pasmosas, que revelan algún desequilibrio o alguna ingenuidad... grave. N. se ve con responsabilidades. Es activo y quiere imponer sus ideas de eficacia. Yo le dejo hablar, sé que si le contara lo más hondo de mi pensamiento le daría pena. ¿Cómo comprendería que he salido de todo lo que él defiende, que ya nada me concierne realmente? El diálogo ya no es posible para mí con alguien que hace profesión de ilusión, que no sufre el paso del tiempo ni saca de él la más mínima lección. Pido a mis amigos que me hagan el favor de envejecer. No le interrumpo, le dejo sopesar los méritos de cada uno, espero que llegue mi turno. Su incomprensión de los seres es asombrosa. A la vez sutil e ingenuo, te juzga de manera absoluta, como si fueras una entidad o una categoría, sin preocuparse en absoluto de la edad o de las circunstancias. Sin que el tiempo haya hecho mella en él, no puede admitir que yo esté fuera de todo lo que él defiende, que ya no me concierna nada de lo que él predica. El diálogo se vuelve inútil con alguien inalterable, que escapa al desfile de los años. Pido a aquéllos a los que aprecio que tengan la amabilidad de envejecer. 7 de julio Esta mañana, en la iglesia rumana, oficio de difuntos por Basil Munteanu. «În deşert se turbară tot pămînteanul.» («En vano se agita (se turba) el ser moldeado en tierra»... ¿en limo o simplemente: lo terrestre...?) Cada vez que oigo ese «pasaje» en rumano me conmuevo profundamente. En él se expresa todo lo que he pensado, todo lo que siempre he sentido. No tengo nada más que añadir. Puedo decir que toda mi «obra» no es más que el desleimiento de ese «În deşert».

Umbră, şi vis.1 D. es incapaz de asimilar el Mal. Constata su existencia, pero no puede incorporarlo a su pensamiento. Si saliera del infierno, no lo sabríamos, tan por encima está, en sus comentarios, de todo lo que le perjudica. Ha sufrido mucho. Pero buscaríamos en vano el menor rastro de amargura en sus reflexiones. Solo tiene reflejos de hombre herido, de los que, evidentemente, apenas toma conciencia. Está cerrado a todo lo que es negativo, a todo lo que socava la integridad del ser. Sin embargo, más de un gesto suyo revela una mente demoniaca. Destructora a sus espaldas. Un Destructor obnubilado con el Bien. Cuanto más aumenta la conciencia, más se dirige contra las cosas y contra los seres. Tiende hacia la oposición absoluta. C.N. ha dicho también que de mí no se aprende, se desaprende (dezvăţă). La curiosidad de ver hasta dónde podemos caer, hasta dónde podemos llegar en la decadencia, es la única razón que tenemos para avanzar en edad. Creíamos que habíamos llegado al límite, pensábamos que el horizonte se había encapotado para siempre, nos dejábamos llevar por el desánimo. Y luego nos damos cuenta de que podemos caer aún más bajo, de que hay alguna novedad, de que no se ha perdido toda esperanza, de que es posible alejar el peligro de quedarse paralizado, de petrificarse. Mientras nos hundimos un poco más, escapamos del marasmo, de la esclerosis. Puesto que nada mejor para mantenerse en forma que reservarse un largo naufragio. 17 de julio Hace calor, mucho calor. Me recuerda a Ibiza, y a las crisis depresivas provocadas por el calor, ese enemigo de la esperanza, de la inocencia, de la risa. 31 de agosto. Mis dolencias han arruinado mi existencia, pero gracias a ellas existo, quiero decir, sé que existo.

1 de septiembre No hay situación más falsa que haberlo comprendido todo y seguir con vida. 1 de septiembre. Visita de la hija de mi prima Zoritza. Me cuenta todas las tragedias sobrevenidas en mi familia por parte de madre. Horrores, injusticias, humillaciones atroces y, naturalmente, una enfermedad detrás de otra. Todo ello sin emoción, sin patetismo. En cierto momento, al evocar la casa de una de mis tías, me dice que todos los árboles de delante de la casa han sido talados, e inmediatamente prorrumpe en sollozos. Hitler: la nada con una voz. Todo es real. Todo es irreal. Encontramos igual equilibrio si suscribimos resueltamente una u otra proposición. Pero si, tentados por las dos, las adoptamos por turnos o a la vez, acabamos un día en el equívoco. El no consentimiento a la muerte es el mayor drama del mortal. La idea de que con nuestra muerte todo, absolutamente todo, cesa para siempre es la idea más consoladora y la más inmoral. ¿Qué nos importa la imagen que tengan de nosotros, puesto que estaremos para siempre fuera de cualquier imagen? La muerte es la providencia de aquellos que habrán tenido el gusto y el don de la derrota, es la alta recompensa, el triunfo de los que no han llegado a nada, de los que se han esforzado para fracasar. Les da la razón, los corona. Para los demás, para los valientes idiotas que han bregado, es el desmentido de todo lo que han sido y hecho. El hecho de morir es extraordinario. El que muere nos insulta: para él ya nada cuenta; para él somos un cero a la izquierda, como él lo es para nosotros. Con nosotros todo muere, todo cesa para siempre. ¡Qué ventaja, qué abuso es la muerte! Sin ningún esfuerzo por nuestra parte, henos ahí dueños del universo, puesto que lo arrastramos en nuestra desaparición. El hecho de

morir es inmoral. El escéptico es un mártir de la lucidez. Saber dosificar la banalidad y la paradoja, a eso se reduce el arte del fragmento. Cuando se considera fríamente esa porción de tiempo concedida a cada uno, parece tan completa como irrisoria, ya abarque un día o un siglo. «He cumplido mi tiempo»..., no hay expresión que pueda referirse con más pertinencia a cualquier instante de una vida, el primero inclusive. Saciedad..., acabo de escribir esa palabra y ya no sé a propósito de qué; tanto se aplica a todo lo que siento y pienso, a todo lo que me gusta y detesto, a la saciedad misma. Rebajar tu país, vilipendiarlo, reducirlo a nada, pulverizarlo, golpearte a ti mismo en la base, tomarla con los cimientos, arruinar tu punto de partida, castigarte con tus orígenes... ¡Qué liberación! ¡Frecuentar a los Padres del Desierto y al mismo tiempo dejarse perturbar por las últimas noticias! Solo un poco de paciencia, llegará el momento en que ya nada sea posible, en que la humanidad sea acorralada contra sí misma, contra su absoluta ausencia de futuro. Ya no podrá dar ni un solo paso más en ninguna dirección. Aunque podamos imaginarnos a grandes rasgos ese impase, querríamos por lo menos algunos detalles... Y por eso lamentamos, a pesar de todo, no ser testigos de un espectáculo tan importante. Ya se escriba ser con o sin mayúscula, la palabra no quiere decir nada, absolutamente nada. Es increíble que un espíritu sensato pueda valerse de ella. A los veinte años solo tenía en la cabeza el exterminio de los viejos; persisto en creer que es urgente, pero ahora añadiría el de los jóvenes; con la edad se tiene una visión más completa de las cosas.

Gandhi tomaba su comida a las seis de la tarde, invariablemente. Si estaba ante un público, le llevaban de comer a la hora fijada, y consumía la leche cuajada habitual y las frutas delante de todo el mundo. Formuló así su principio: «El que quiere ascender en el bien debe regular despiadadamente los actos materiales de su existencia». 21 de septiembre. Suicidio de Montherlant. Se ha redimido a mis ojos. Ya no hay actitud, ya no hay pose. O, mejor dicho: la actitud suprema, la pose suprema. Dejar de ser hombre..., soñar con otra forma de decadencia. El otro día, cuando iba a casa de R., sabía que, como tiene por costumbre, me iba a abrumar con cumplidos, imposible de soportar delante de testigos, sobre todo delante de W., crítico inglés muy conocido. La velada empezó bien, con palabras indiferentes. Hablamos de esto y de lo otro. En cierto momento la conversación giraba en torno a la lengua francesa. R. aprovechó para decirme: «Señor Cioran, usted, que es uno de los más grandes...». Rojo de cólera, me levanté y le interrumpí: «Nada de cumplidos, se lo suplico». Creo que rugí. Esa intervención, esa explosión, sorprendió a todo el mundo, tanto más cuanto que me fue imposible explicar el motivo. En el Diario del exilio, Trotski, entre consideraciones políticas que necesariamente están anticuadas, intercala esta observación, que compensa todo lo demás: «La vejez es lo más inesperado de todo lo que le sucede al hombre». «La esperanza es el sueño del hombre despierto.» (Gregorio Nacianceno) Octubre de un brillo inaudito. No estoy hecho para tanta luz. Depresión mortífera. En el paraíso no resistiría una «estación», ni siquiera un día. ¿Cómo explicar, entonces, la nostalgia que tengo de él? No la explico, nací con ella, ya la arrastraba conmigo antes del nacimiento.

Nada merece ser deshecho, seguramente porque nada merece ser hecho. Así nos distanciamos de todo, tanto de lo original como de lo último, tanto del advenimiento como del hundimiento. Lo apreciaba por su agresiva clarividencia, por su cantidad de negativas. Aquella noche, en la callejuela en la que departíamos sobre todas las cosas, me dijo, con una pizca de emoción totalmente inesperada, que la idea de la desaparición del hombre le daba no sé qué... En ese momento lo dejé, sabiendo perfectamente que jamás le perdonaría esa conmiseración y esa debilidad. T. prepara unos cuadernos sobre M. Ernst, Eliade, Dorothea Tanning. Me pide tres textos. Me exaspero. No admito que se quiera que los demás escriban sobre ti. Yo no le he pedido a nadie que celebre mis... méritos. No, yo no tengo esa debilidad, tengo otras, evidentemente, pero al menos solo me molestan a mí. Qué indiscreción exigir ser alabado. Por temperamento soy un panfletista antes que un pelota. ¡Y solo se dirigen a mí para... cumplidos, para hosannas, para zalamerías! En la librería (en Didier) he visto toda una sección de libros a cuál más grueso sobre Keats. La gente que los lee no leerá a este último; ahora bien, solo él cuenta. Los comentarios sobre él no sirven estrictamente para nada. ... Más adelante he visto un libro muy voluminoso sobre Mrs. Gaskell, novelista a la que probablemente ya nadie lee hoy. ¿Por qué esos centenares de páginas? Seguramente escribió la más bella biografía de las Brontë, pero eso no justifica un libro sobre ella. La mayoría de sus obras proceden de profesores. Así pues, son inútiles y nulas. En el mejor de los casos, perjudiciales. El dolor gira indefinidamente sobre sí mismo. Así como el pensamiento que se inspira en él. Todo lo que es profundo es monótono.

Cuando ya no creemos en nosotros mismos dejamos de producir o de batallar, dejamos incluso de hacernos preguntas o de responder a ellas, cuando es lo contrario lo que debería de ocurrir, dado que es precisamente a partir de ese momento, al estar libres de apegos, cuando somos aptos para captar lo verdadero, para discernir lo que es real de lo que no lo es. Pero, una vez agotada la creencia en nuestro propio papel, o en nuestro propio destino, nos volvemos incuriosos de todo, incluso de la «verdad», aunque estemos más cerca de ella que nunca. A un compatriota, J.M., que me pide una entrevista, le respondo que no hay que perder el tiempo con escritores, que «la conversación con una puta o con un taxista es mucho más fecunda». Al respecto, me responde con injurias y con anatemas, y con consideraciones sobre la condición de los peripatéticos y de los chóferes. ¡Mejor de lo que lo habría hecho un alemán! Definitivamente, el humor no abunda... Pero yo creía que los Balcanes eran más sensibles a él. Pienso de repente en M., que solo salía del convento para ir al notario... David: «El Señor ha dispersado los huesos de los que quieren gustar a los hombres.» (Sal. 52:6) Si hubiera estado en el Desierto, en los primeros siglos de nuestra era, habría formado parte de esos monjes de los que se ha dicho que al cabo de algún tiempo estaban «cansados de buscar a Dios». No me canso de leer sobre los ermitaños, preferentemente sobre aquellos de los que se ha dicho que estaban «cansados de buscar a Dios». Me atormentan los fracasados del Desierto. Me horroriza la «filosofía»: solo me gustan la metafísica y la anécdota. Once de la noche. He pasado hace un rato cerca del cementerio de Montparnasse. Me he dicho: «Estar muerto es, de todos modos, algo poco banal».

21 de octubre. Viajaba a un país desconocido. Ante mí se extendían paisajes que ningún pintor, en principio, podría imaginarse. Nadie menos imaginativo que yo: ¿cómo es que en sueños doy muestra de tanta invención? Mil imágenes nunca vistas pasaban ante mis ojos maravillados. O quizá procedían de mis antepasados y lo que yo llamo «invención» no sea más que un legado. Caminar por un bosque entre dos setos de helechos iluminados por el otoño, eso es un triunfo. ¿Qué son a su lado las buenas críticas y las ovaciones? Ir aún más lejos que Buda, elevarse por encima del nirvāna, aprender a prescindir de él. No ser ya detenido por nada, ni siquiera por la liberación, considerarla una simple etapa, una molestia, una derrota provisional... Comprender es haber comprendido el tiempo. Un libro solo es digno de interés en la medida en que se destruye a sí mismo. Le decía a mi amigo R.M. que cada casa oculta secretos insospechables, que no podemos imaginar la cantidad de tormentos penosos o grandiosos en tal aglomeración. Con esa evidencia nos separamos y yo cogí el metro, el último, el de las confidencias y la desbandada. Al pasar por delante de la ventanilla, oí a la cajera decir con tono patético a una colega con la que parecía enfrascada en una conversación febril: «¡Qué destino el mío! ¡Qué destino!». ... Era como estar en Santa Elena. Estar atado a alguien, aunque sea por admiración, equivale a una muerte espiritual. Para salvarse hay que matarlo, como se dice que hay que matar a Buda. Ser iconoclasta es la única manera de hacerse digno de un dios. Es extravagante pensar que Rimbaud podría haber «continuado». ¿Se puede uno imaginar a Nietzsche después de Ecce homo?

Todo es inconcebible, todo es anormal en Rimbaud, excepto su «silencio». Empezó por el final, alcanzó de inmediato un límite que solo podría haber franqueado desdiciéndose. Si hubiera vivido hasta los ochenta años, habría acabado comentando sus explosiones, explicándolas y explicándose a sí mismo. Sacrilegio en los dos casos. Deberíamos leer y releer una obra sin sopesarla. Todo lo que nos gusta de manera consciente es esterilizante. El éxtasis es un extremo alcanzado. Lo que viene después parece desprovisto de sentido o de sabor. El interés de los textos místicos reside en la descripción de esas consecuencias de lo inaudito, de ese batacazo consecutivo a la experiencia más elevada. Imagínese el periodo efervescente de Rimbaud como un éxtasis de una duración inhabitual pero que, una vez agotado, no podía en ningún caso volver a empezar. Su «silencio» no es otra cosa que la entrada en un orden diferente de existencia, en un estado que se capta mejor con las categorías de la ascesis que con las de la literatura. Así como se ha dicho que no se puede amar al mismo tiempo a Italia y a España, yo diría que no se puede estar a la vez del lado de Baudelaire y del lado de Rimbaud. Yo siempre he estado del lado de Baudelaire, y no logro renegar de él, por muchas ganas que tenga. Solo he profundizado en una sola idea, a saber, que todo lo que el hombre hace acaba volviéndose contra él. La idea no es nueva, pero dudo que jamás un mortal la haya vivido con una intensidad semejante, y con una fuerza de convicción a la que ningún fanatismo o delirio se han acercado. No hay martirio ni deshonor que yo no sufriera por ella, y no la cambiaría por ninguna verdad, por ninguna otra revelación. Mis compatriotas..., estafadores elegiacos. Mi debilidad por las dinastías condenadas, por los imperios en ruinas, por los Moctezuma de siempre, por los que están cansados de sí mismos y del mundo, por los que creen en lo inevitable, por los desgarrados y los tarados,

por todos los Románov y los Habsburgo, por todos aquellos que esperan a su verdugo, por los amenazados, por los devorados de todas partes. ¡Haber vivido con una intensidad sin igual y no haber realizado nada! Haberse agotado para nada. 29 de octubre. He cruzado el cementerio de Montparnasse. La tumba de Sainte-Beuve, en la que no me había fijado hasta ahora. Esa cara gesticulante de viejo sátiro me indispone. ¡Así que es ahí donde se hallan los restos de un escritor al que dediqué un número considerable de horas! Recuerdo que leía uno de sus Lunes en Escocia... Luego pienso en la Vacuidad del Mādhyamika, cuya doctrina se confirma tan bien en un lugar semejante. Diocleciano, Carlos V. Lo que querría escribir es una Historia de las abdicaciones. Paso sin detenerme por delante de la tumba de ese crítico de quien he rumiado muchas palabras amargas. Tampoco me detengo delante de la del poeta que, cuando estaba vivo, solo pensaba en su disolución final. Me persiguen otros nombres, nombres de otra parte, vinculados a una enseñanza despiadada y tranquilizadora, a una visión bien hecha para expulsar de la mente todas las obsesiones, incluso las fúnebres. Nāgārjuna, Chandrakirti, Cantideva..., perdonavidas sin igual, dialécticos carcomidos por la salvación, acróbatas y apóstoles de la Vacuidad..., para quienes, sabios entre los sabios, el Universo no era más que una palabra... Visión profética de Blok (Aleksandr): «Nosotros somos los últimos arios», escribe el 11 de enero de 1918. Y añade: «Europa [su tema] es el arte y la muerte. Rusia es la vida». 1 de noviembre He ido al parque de Sceaux, entre las doce del mediodía y las dos de la tarde. Casi nadie. La última vez que fui debe de remontarse a quince años atrás.

Dos horas «sublimes». Las hojas cobrizas contra el cielo azul. Quizá debido al calor, sensación de cansancio, de abatimiento indiferente, de vejez. Sí, de vejez. Solo hay una manera de poseerlo todo: no desear nada. 3 de noviembre de 1972 En el Luxemburgo, las hojas de los plátanos caen con un apresuramiento que no deja de conmoverme. Tengo tras de mí sesenta y un otoños; aunque tuviera miles, el espectáculo que ofrecen nunca me dejaría indiferente. Por más que observe el espectáculo de esas hojas tan afanadas en caer desde hace tantos otoños, no por eso dejo experimentar cada vez una sorpresa en la que el «escalofrío» ganaría de lejos sin la irrupción, en el último momento, de una alegría cuyo origen todavía no he desentrañado. 5 de noviembre. En el bosque de Dourdan, cuatro chicas desafinaban tanto que no pude evitar preguntarme, por enésima vez, por qué milagro negativo le ha sido totalmente negado el don del canto a ese pueblo tan dotado. No se «crea» a partir de la admiración, sino de la convicción de que tus predecesores inmediatos son cadáveres y, por lo tanto, hay que enterrarlos. 6 de noviembre. Ayer a medianoche, en la calle de Vavin, me encontré con Sam. Nos quedamos dos horas en La Closerie. Me habló de su última obra, Not I, con una pasión casi juvenil. De un rostro del que solo se ve la boca, que profiere palabras de modo jadeante. Un personaje con una túnica escucha y reacciona. Me dijo que el espectáculo lo excita y que está muy contento de ir tres semanas a Londres para asistir a los ensayos y colaborar en ellos. 9 de noviembre. El yo, ese es el obstáculo. No logro franquearlo. Estoy atado a él, irremediablemente.

El Tiempo, fecundo en recursos y más inventivo y caritativo de lo que se piensa, posee una extraordinaria capacidad de venir en nuestra ayuda, de procurarnos a cualquier hora alguna nueva humillación. La ventaja de envejecer es poder observar de cerca la lenta y metódica degradación de los órganos; todos empiezan a fallar, unos de manera llamativa, otros, discreta. Se separan del cuerpo, como el cuerpo se separa de nosotros: se nos escapa, huye de nosotros, ya no nos pertenece. Es un desertor al que ni siquiera podemos denunciar, puesto que no se detiene en ninguna parte y no se pone al servicio de nadie. Hay momentos en que, por muy alejados que estemos de cualquier fe, solo concebimos a Dios como interlocutor. Dirigirnos a otro que no sea él nos parece una imposibilidad o una aberración. La soledad, en su estadio extremo, exige una forma de conversación, extrema ella también. 14 de noviembre. Tres días en el Jura. Las cuevas de Osselle. Las horas no querían pasar. El día parecía lejano, inconcebible. A decir verdad, no era el día lo que yo esperaba, sino el olvido de ese tiempo que se negaba a avanzar. «Dichoso», me decía yo, «el condenado a muerte, que, la víspera de la ejecución, ¡al menos está seguro de pasar una buena noche!» C.R., que ha regresado de Rumanía, me dice que no ha entendido el desorden que reina allí porque ha pasado una larga temporada en el Congo... Me dice también que H.B., que ha pasado quince años en prisión, le ha contado el hecho siguiente: un día propone hacer él solo la celda, en la que eran quince. Los otros aceptan y, para recompensarlo, le ceden su ración de polenta. Pero él renuncia a ella en beneficio de un gigante bastante estúpido, que se pone en el acto a devorar. Antes de terminar le pregunta: «Pero ¿por qué me has cedido todo eso?»... «Porque tú lo necesitas más que yo.» El tipo no dice nada al respecto, pero lo mira extrañamente durante unas horas. Y desde entonces, hasta el final de su reclusión, nunca más volvió a dirigirle la palabra.

A veces me levanto como Lucifer y acabo el día como un cobarde; a veces es lo contrario. Cualquiera que se sobreviva a sí mismo se desprecia sin decírselo, y a veces sin saberlo. ¿Qué es un sabio? Un Lucifer chocho. Cuando la costumbre de mirar las cosas de frente se convierte en manía, lloramos al loco que fuimos y que ya no somos. Lo he vuelto a ver después de un cuarto de siglo. Está igual, intacto, más fresco que nunca, parece incluso haber retrocedido hacia la adolescencia. ¿Dónde se ha agazapado, y qué ha maquinado para eludir la acción de los años, para esquivar los gestos y las arrugas? ¿Y cómo ha vivido, si es que ha vivido? Un aparecido, más bien. Seguramente ha hecho trampas, no ha cumplido con su deber de vivo, no ha seguido el juego. Un aparecido, sí, y un gorrón. No discierno ninguna señal de destrucción en su rostro, ninguna de esas marcas de ruina que atestiguan que se es un ser real, un individuo, y no una aparición. No sé qué decirle, siento incomodidad, incluso tengo miedo. Tanto nos desconcierta cualquiera que escape al tiempo, o lo escamotee solamente. Lo peor que hay en el mundo es el adulador. Con él puedes estar seguro de que en cuanto se presente la ocasión te asestará un golpe, de que se vengará de haberse arrastrado ante ti. Y como se rebaja ante todo el mundo... Los aduladores son traidores, sin excepción. Siempre los he despreciado, pero no he desconfiado lo suficiente de ellos. Desgraciadamente para nosotros, soportamos mejor a un cumplimentero que a alguien que nos dice de nosotros cosas verdaderas, por lo tanto desagradables. Así, somos nosotros mismos los que favorecemos, los que alentamos a nuestros peores enemigos. El hombre al que se podría matar sin remordimiento: un «amigo» que te ha halagado en cada ocasión y que te ha abandonado no se sabe por qué.

X, que me ha colmado de cumplidos durante años y que ahora no se digna responder a mis cartas. El adulador no es un futuro calumniador; es un calumniador disfrazado; mientras canta tus bondades prepara sus golpes. Nuestros enemigos mueren cuando el mal está hecho, cuando ya no pueden perjudicarnos. Sin la idea de un universo fallido, el espectáculo de la injusticia bajo todos los regímenes llevaría a la camisa de fuerza incluso a un indiferente.

Notas

*Las notas numeradas han sido establecidas con la colaboración de Alain Paruit, Marc de Launay y Antoine Jaccottet.

1. «Sentí un funeral en mi cerebro.» Primer verso del poema 280, de los 1775 que se encontraron a la muerte de Emily Dickinson.

1. Ahrimán es el espíritu del Mal en la religión mazdeísta, cuyo dios supremo es Ormuz.

1. Literalmente, «estar ausente del mundo».

1. Véase «Ella no era de aquí…», en Emil Cioran, Ejercicios de admiración y otros textos, Tusquets Editores, colección Marginales, Barcelona, 1992.

2. «No estoy triste, estoy cansado / de todo lo que siempre he deseado.»

1. La caída en el tiempo aparecerá en 1964 y la Antología de los moralistas, en realidad Antología del retrato, en 1996, tras la muerte de Cioran.

1. Véase, supra, nota 1, «La caída en el tiempo aparecerá...».

1. Lacrimi şi Sfinţi, publicado en Bucarest en 1937: De lágrimas y de santos, traducción española de Rafael Panizo, Tusquets Editores, colección Marginales, Barcelona, 1988.

* «Nuestro viejo vecino.» (N. de la T.)

* Sería algo así como «muertecita». (N. de la T.)

* Término proveniente del malayo que hace referencia a una súbita explosión de furia ciega y descontrolada. (N. de la T.)

1. Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo de Cioran. Publicó Seis enfermedades del espíritu contemporáneo (Herder Editorial, 2009) y, con Cioran, L’ami lointain. Paris-Bucarest (Critérion, 1991). La correspondencia que intercambió con Cioran le costó una condena de veinticinco años de prisión.

1. «La esperanza sin un objeto no puede vivir», en Work Without Hope (1828).

1. Vremea («El Tiempo»), periódico de Bucarest del periodo de entreguerras.

* «En casa.» (N. de la T.)

1. «Como el tiempo tan querido hundido en el sueño», en El huevo dogmático. Ion Barbu (18951961) fue el poeta más importante de la escuela modernista rumana.

1. «El miedo a la muerte es el mejor indicio de una vida falsa, es decir, mala.»

* «Suicidio.» (N. de la T.)

1. «Me he matado a leer.»

1. Lucian Blaga (1895-1961), poeta, filósofo y dramaturgo rumano.

* «Eterna actividad sin acción.» (N. de la T.)

1. La alegría malvada que se siente al contemplar la desgracia del prójimo, o el hecho de regocijarse de ver fracasar una empresa cualquiera.

1. Santillana del Mar es un pueblo muy bonito próximo a Santander, en la costa cantábrica.

1. «Es demasiado tarde.» «Nunca es demasiado tarde.» (N. de la T.)

1. «Quien no haya encontrado el Cielo —aquí abajo— lo extrañará allí arriba.» Poema 1544, en E. Dickinson, Escarmouches, selección traducida del inglés y presentada por Charlotte Melançon, La Différence, colección Orphée, París, 1992, pág. 105.

1. Cioran publicó y prologó La muerte de Iván Ilich, de Tolstói, en la colección Cheminements, que dirigió brevemente en Plon.

1. «Quejas de Menón por Diotima», elegía de Hölderlin.

1. Iglesia ortodoxa rumana de París.

1. «Todo es uno.»

2. Un «enfermo del alma, del sentimiento».

1. «Es en tales noches cuando todos los incurables saben: fuimos…» R.M. Rilke, Œuvres, tomo 2, «Le livre d’images» (Das Buch der Bilder), traducción de Jacques Legrand, Le Seuil, París, 1972.

* «Filósofo de moda.» (N. de la T.)

1. Fueron rumanos de 1913 a 1940.

1. «El pecado de la voz humana.»

1. Mircea Zapraţan (1908-1963), profesor de filosofía, amigo de Cioran.

* «Broma infinita.» (N. de la T.)

* «Es demasiado deprimente.» (N. de la T.)

* «Abatimiento.» (N. de la T.)

1. Se trata del teólogo y místico flamenco Van Ruysbroeck o Van Ruusbroec, llamado el Admirable (1293-1381).

1. Después de la eliminación de Codreanu y de los principales líderes del movimiento de extrema derecha Guardia de Hierro por el rey Carlos II en noviembre de 1938, sus partidarios se reagruparon en el seno del movimiento legionario de Horia Sima, quien será vicepresidente del Consejo en el Gobierno dictatorial y proalemán instaurado, en septiembre de 1940, por el general Antonescu. Rumanía devino entonces un Estado fascista con el nombre de «Estado nacional legionario».

* «Guerra de broma» o «guerra de mentira» son los nombres con que se conoce el periodo preliminar de la Segunda Guerra Mundial, dado que tenía un carácter atípico en comparación con los conflictos bélicos precedentes: no existía un frente real y prácticamente no había combates. (N. de la T.)

1. Teilhard de Chardin.

1. Petre Ţuţea (1901-1991), filósofo «conversacionista», no dejó obra.

* «¿De qué color es el miércoles?» (N. de la T.)

1. «Y la muerte no tendrá dominio.»

1. «La fuerza que por el verde tallo impulsa la flor.» D. Thomas, Œuvres, tomo 1, «Poèmes», traducción de Patrick Reumaux, Le Seuil, París, 1970.

2. «Y estoy mudo para contarle a la tumba del amante / cómo por mi sábana se arrastra el mismo gusano encorvado», op. cit., pág. 354.

1. Véase, supra, nota 1, «Es en tales noches cuando...».

1. Véase, supra, nota 1, «Lacrimi şi Sfinţi, publicado en Bucarest...».

2. «En el aire, el tiempo se separa de las horas.»

1. «Disposición de la sensibilidad o del sentimiento», «estado de ánimo», «humor».

1. Amigo de Cioran originario de Oltenia; diplomático, se había retirado a París.

* «¡Pobre Yorick!» (N. de la T.)

1. «Hijo de la naturaleza.»

2. El malestar en la cultura (1929).

3. Stéphane Lupasco (1900-1988), filósofo francés de origen rumano.

1. «Preguntarme con angustia qué será de mí cuando muera viene a ser, después de todo, como preguntarme qué es de mi puño cuando abro la mano, o de mi regazo cuando me levanto.»

1. La Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu. Véase, supra, «Después de la eliminación de Codreanu…», nota 1, y Cioran, Entretiens, Gallimard, colección Arcades, París, 1995, pág. 12.

1. «Apátrida.»

1. Véase, supra, nota 1, «Lacrimi şi Sfinţi, publicado en Bucarest...».

1. «Espera del fin de los tiempos, del Juicio Final.»

1. Fórmula sánscrita, recitada en todo el Tíbet, que invoca al Buda de la compasión.

1. La Guardia de Hierro: véase, supra, nota 1, «La Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu.…».

1. Éditions Stock publicó en enero de 1998 una de sus novelas, Depuis deux mille ans, y, en septiembre, su Journal 1935-1944, en el que Cioran es evocado varias veces.

* «Romántico tardío.» (N. de la T.)

1. Durante las elecciones presidenciales, el 5 y el 19 de diciembre, De Gaulle fue puesto en situación de balotaje en la primera vuelta con seis candidatos, después fue elegido en la segunda por el 54,5 por ciento de los votos contra François Mitterrand.

1. Era uno de los dos conciertos de homenaje a Varèse previstos para la celebración de su octogésimo cumpleaños. Pero el compositor había muerto el 6 de noviembre en Nueva York.

1. «Bertrand Russell fue un niño que empezó a hacer preguntas tan pronto como supo hablar —de hecho, tres días después de su nacimiento, su madre escribió: “Levanta la cabeza y mira a su alrededor de manera muy enérgica”.»

1. El «trasfondo», la «trama», el «segundo plano».

* Radio, radiorreceptor. (N. de la T.)

1. Literalmente, «instinto que incita a la cultura, a la formación personal», «necesidad de instruirse».

1. «Sentimiento de la existencia», «sentimiento de existir».

1. «La vida es esperanza, la muerte es olvido.»

1. «Genio estéril», título de una novela inacabada de Mihai Eminescu.

1. Nacido en Ucrania, antiguo deportado a Auschwitz, Piotr Rawicz vivía en París desde 1947. Su novela, escrita directamente en francés, La sangre del cielo (UNAM / Vanilla Planifolia, México, 2014) fue traducida a una decena de lenguas. También publicó Bloc-notes d’un contrerévolutionnaire, ou la gueule de bois (Gallimard, París, 1969). Se suicidó en mayo de 1982.

1. «¡Todo es uno!» «¡Todo es vano!»

2. Escritor y filósofo francés de origen rumano, Matila Ghyka (1881-1965) publicó en particular El número de oro (Poseidón, Barcelona, 1968), Pluie d’étoiles (Gallimard, París, 1933) y una biografía en dos volúmenes, Histoire de ma jeunesse, Heureux qui comme Ulysse… (Gallimard, París, 1955 y 1956).

1. Recuperado en El aciago demiurgo (1969).

* «Este camino a la tumba.» (N. de la T.)

1. Sorana Ţopa (1898-1986), actriz; tras su ruptura con Mircea Eliade, en los años treinta, intentó poner a Cioran en contra de él.

1. «Concepción del mundo», «visión del mundo».

1. Petru Comarnescu, llamado Titel (1905-1970), era crítico de arte.

1. Eugen Barbu (1924-1993), escritor, fue uno de los principales aduladores de Ceauşescu.

1. En realidad fue un poco más tarde, en marzo de 1815, con el anuncio del regreso de Napoleón de la isla de Elba.

1. «Fabricantes de cerveza avisados utilizan de ordinario un medio más racional para alargar la cerveza, pero entonces pierde fuerza.»

* «Angustia», «miedo». (N. de la T.)

1. Palabra húngara que significa «pianista».

1. Véase, supra, nota 1, «Véase «Ella no era de aquí…».

1. Véase, supra, nota 1, «Sentimiento de la existencia…».

1. «A veces es indiferente a todo.»

1. En el texto.

1. «En el rostro inmóvil de mamá había una sonrisa que me dejó estupefacto. Parecía haber muerto feliz.»

1. Escritor inglés, Frederick William Rolfe (1860-1913) firmó la mayoría de sus obras como «barón Corvo». Véase A.J.A. Symons, The Quest for Corvo, Cassell & Co., Londres, 1934; En busca del barón Corvo, Seix Barral, Barcelona, 1982.

1. Holzwege (1950), obra de Martin Heidegger; traducción española: Caminos de bosque, Alianza Editorial, Madrid, 2005.

1. La palabra rumana şi puede traducirse por «y» y por «también».

1. Importante retrospectiva organizada por Jean Leymarie en el Grand Palais para el octogesimoquinto cumpleaños de Picasso, que expuso en el Petit Palais unas quinientas obras salidas de sus reservas.

1. En el texto.

1. Treblinka, la révolte d’un camp d’extermination, de Jean-François Steiner, con un prefacio de Simone de Beauvoir, Fayard, París, 1966. [Hay traducción castellana: Treblinka, la sublevación de un campo de exterminio, Plaza & Janés, Barcelona, 1966.]

1. Palabra sánscrita que designa al asceta que ha renunciado totalmente al mundo.

1. Gustav Janouch, Kafka m’a dit, traducido del alemán por Clara Malraux, prefacio de Max Brod, Calmann-Lévy, 1952, París. [Hay traducción castellana: Conversaciones con Kafka, Destino, Barcelona, 2006.]

1. «Predestinación.»

1. Se trata de la importante retrospectiva organizada del 18 de enero al 25 de abril de 1967 en el Museo de l’Orangerie para celebrar el centenario del nacimiento de Bonnard. Sobre Picasso, véase, supra, nota 1, «Importante retrospectiva organizada por Jean Leymarie…».

1. Bocete: «lamentos».

1. Habitantes de un mismo pueblo, «paisanos».

1. André Breton había muerto unos meses antes, el 28 de septiembre de 1966.

1. Ese libro había sido publicado por Gallimard en abril de 1966.

1. Sobre Blaga y Barbu, véase, supra, notas, «Lucian Blaga (1895-1961), poeta, filósofo…» y «Eugen Barbu (1924-1993), escritor, fue uno de los principales…».

1. Véase, supra, «Ese libro había sido publicado por Gallimard en abril de 1966.».

1. La Guerra de los Seis Días tuvo lugar del 5 al 10 de junio.

* «Nostalgia», «morriña». (N. de la T.)

1. Sobre Piotr Rawicz, véase, supra, nota 1, «Nacido en Ucrania, antiguo deportado a Auschwitz…».

* En castellano sería algo así como «no pudo ser», «no iba a ser». (N. de la T.)

* «Melancolía.» (N. de la T.)

* «Piedad de uno mismo», «autocompasión». (N. de la T.)

** «Le agradezco.» (N. de la T.)

1. «Casera.»

1. «Qué bonito era, ¿no?»

1. Jackson Mathews había encargado a Cioran un prefacio a un volumen de obras de Valéry traducidas al inglés y editadas por la fundación americana Bollingen. No aceptó el prefacio, que aparecerá entonces en Francia con el título Valéry face à ses idoles (L’Herne, París, 1970), y será retomado en Ejercicios de admiración y otros textos, op. cit.

2. «Superficial.» El prefacio de Susan Sontag fue traducido al francés en la recopilación Sous le signe de Saturne, Le Seuil, París, 1983. [Hay traducción castellana: Bajo el signo de Saturno, Debolsillo, Barcelona, 2015.]

1. Publicado en Hermès.

1. «Déspotas.»

1. «La noción de “ausencia” en Paul Valéry.»

* «Obsesionante», «persistente». (N. de la T.)

1. Mircea Vulcănescu (1904-1952), filósofo rumano.

* «Al modo geométrico», «a la manera de los geómetras». (N. de la T.)

1. De hecho, con el título Breviario de los vencidos se publicará en francés (traducción de Alain Paruit, Gallimard, 1993) el sexto y último libro rumano de Cioran y el primero escrito en Francia, entre 1940 y 1944.

1. Véase, supra, nota 1, «Jackson Mathews había encargado a Cioran un prefacio…».

* «Tedio de la vida.» (N. de la T.)

* «Cementerio.» (N. de la T.)

1. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

1. Cartea Amăgirilor se publicó en Bucarest en 1936; El libro de las quimeras, traducción española de Joaquín Garrigós, Tusquets Editores, colección Marginales, Barcelona, 1996.

1. «Disturbios.»

* «Desánimo», «abatimiento». (N. de la T.)

1. Bucur Ţincu (1910-1987), ensayista, periodista, profesor de filosofía y amigo de la infancia de Cioran. Zoiţa Kawka, amiga polaca de Bucur Ţincu.

* «Una Nada intrigante.» (N. de la T.)

1. Véase, supra, nota 1, «Lacrimi şi Sfinţi, publicado en Bucarest...».

* Compagnie Républicaine de Sécurité: Compañía Republicana de Seguridad, policía de mantenimiento del orden. (N. de la T.)

1. «Cortos.»

1. Durante la noche del 20 al 21 de agosto, el Ejército Rojo y las tropas del Pacto de Varsovia habían invadido repentinamente Checoslovaquia. Nicolae Ceauşescu, que practicaba una forma de «nacionalcomunismo», se había negado a enviar tropas.

1. Escritor de expresión rumana y después francesa, Constantin Virgil Gheorghiu (1916-1992) es autor de La hora veinticinco (1949), que conoció un éxito inmenso. En 1963 había sido ordenado sacerdote según el rito ortodoxo rumano. Pronazi y violentamente antisemita durante la guerra, más tarde fue agente de influencia del régimen comunista.

1. Anton Golopenţia (1909-1951) fue sociólogo y estadístico.

2. La montaña mágica, novela de Thomas Mann.

1. «Mirada ausente, indiferente.»

1. Constantin Noica. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

1. Literalmente, «migración de los pueblos»; aquí: «grandes invasiones bárbaras».

2. «Hijos míos, la tía Thesi ha muerto.»

1. Los bogomilos («amigos de Dios» en búlgaro) fueron, entre los siglos cuya doctrina era próxima a la de los cátaros.

X

y

XII,

una secta herética

1. En las cimas de la desesperación, traducción española de Rafael Panizo, Tusquets Editores, colección Marginales, Barcelona, 1991.

1. Véase, supra, nota 1, «Mircea Vulcănescu (1904-1952), filósofo rumano.».

2. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

* «Alegría.» (N. de la T.)

1. «Destino» y «vocación».

1. Véase, supra, nota 1, «Nacido en Ucrania, antiguo deportado a Auschwitz, Piotr Rawicz…».

1. En realidad, Antonescu solo hizo detener las deportaciones masivas de judíos a Transnistria después de la enérgica intervención de la reina madre y del joven rey Miguel, a los que se había dirigido el gran rabino Safran.

2. «Coro de los rescatados.»

1. «Muerte y transfiguración», título de un poema sinfónico de Richard Strauss.

1. Lo «efímero», lo «transitorio».

* Traducción española: Serenidad, Serbal, Barcelona, 1989. (N. de la T.)

1. «Juego de palabras.»

1. «Un pensamiento insólito también vuelve insólita la palabra ordinaria.»

* Sibiu, en alemán. (N. de la T.)

1. Véase, supra, nota 1, «Los bogomilos («amigos de Dios» en búlgaro) fueron…».

1. Véase, supra, «Anoche pensé en la palabra rumana nimicnicie, que viene de nimic…». Las dos palabras son sinónimas.

1. Véase, supra, nota 1, «Sentimiento de la existencia…».

1. El personaje de Rilke de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

1. Schimbarea la faţă a Românici: «La transfiguración de Rumanía» (1937).

1. Véase, supra, nota 1, «La Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha…».

2. Véase su semblanza en Ejercicios de admiración, op. cit.

3. Véase, supra, «Gabriel Marcel se muestra muy inquieto porque…» y «He acompañado a Gabriel Marcel. Está muy mal…».

1. El artículo sobre el vacío del que se ha hablado en «En mi artículo sobre el Vacío1 debería haber hecho…».

* La «perdida gente». Aparece en la inscripción de entrada al Infierno en el canto III de la Divina comedia. (N. de la T.)

1. El despertar al conocimiento de la verdad.

1. La doina es un tipo de canción folclórica, generalmente nostálgica.

* «Es simplemente sublime.» (N. de la T.)

1. «Enajenación mental.»

1. La Guardia de Hierro. Véase, supra, nota 1, «Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu…», y «Eugène Ionesco, con quien he hablado largamente…».

1. Pintor y escritor polaco, Józef Czapski (1896-1993) había publicado en 1947 En tierra inhumana, uno de los primeros testimonios sobre el gulag. Instalado en Maisons-Laffitte desde 1944, animaba allí la revista literaria Kultura.

1. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

2. «Los nuevos dioses» es el segundo capítulo de El aciago demiurgo.

1. Véase, supra, nota 1, «Lacrimi şi Sfinţi, publicado en Bucarest...».

1. Al haber ganado el no por el 54 por ciento de los votos en el referéndum sobre la regionalización y la reforma del Senado, el general De Gaulle había dejado el poder el 28 de abril.

* «Autosuficiente.» (N. de la T.)

1. Imre Tóth (1921-2010), filósofo de las matemáticas de origen húngaro establecido en París.

1. «No estoy triste, estoy cansado / de todo lo que siempre he deseado.»

2. «Ese hombre estaba loco.»

* «Dios todopoderoso.» (N. de la T.)

1. Véase, supra, nota 1, «Nacido en Ucrania, antiguo deportado a Auschwitz, Piotr Rawicz…».

1. «Quiero tener paz, quiero tener paz.»

1. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

2. Toro de bronce empleado por Falaris, tirano de Agrigento (570-554 a.C.), para encerrar en él y quemar a aquellos a los que quería castigar.

1. Carnéade, o más bien Carnéades, filósofo escéptico griego (213-129 a.C.), director de la Academia de Atenas, enviado, en el año 155, con otros filósofos, en embajada a Roma, donde ejerció una influencia considerable.

1. Véase, supra, nota 1, «Carnéade, o más bien Carnéades, filósofo escéptico…».

1. Arşavir Acterian, ensayista y periodista, viejo amigo de Cioran.

1. Véase, supra, «En mi artículo sobre el Vacío1 debería haber hecho…».

1. El artículo había sido publicado en la revista Opéra el 14 de diciembre de 1949.

1. «Un hombre totalmente inepto.»

1. Véase, supra, nota 3, «Stéphane Lupasco (1900-1988), filósofo francés de origen rumano.».

1. Véase, supra, nota 1, «Mircea Zapraţan (1908-1963), profesor de filosofía, amigo de Cioran.».

1. Herbert Marcuse (1898-1979), filósofo americano de origen alemán, autor de El hombre unidimensional.

1. «Soledad de los bosques», «humor otoñal», «melancolía».

1. Véase, supra, «Me reprochan algunas páginas de Schimbarea la faţă…».

2. Véase, supra, «Mi primer libro en rumano, Pe culmile disperării…».

1. Véase «El romanticismo de la prostitución. (Carta a Jacques Le Rider a propósito de Weininger)», en Ejercicios de admiración, op. cit.

1. «¡Yo soy así!»

1. Obra de Simon Gantillon (1887-1961), cuya protagonista es una prostituta, Maya (1924) conoció un éxito considerable y universal.

1. Reagrupando esculturas, pinturas y dibujos, esa gran exposición tuvo lugar en el Museo de l’Orangerie del 5 de octubre de 1969 al 11 de enero de 1970. Alberto Giacometti había muerto el 11 de enero de 1964.

1. «Enajenación mental.»

1. Véase, supra, nota 1, «En las cimas de la desesperación, traducción española…»..

1. Véase, supra, nota 1, «En las cimas de la desesperación, traducción española…»..

1. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

1. La Guardia de Hierro. Véase, supra, «Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu…», nota 1, y «Eugène Ionesco, con quien he hablado largamente…».

1. Se trata del tercer capítulo de El aciago demiurgo.

1. César Vallejo (1892-1938), poeta peruano.

1. Primera exposición pública en Francia dedicada a Klee, por el trigésimo aniversario de su muerte. Tuvo lugar en el Museo Nacional de Arte Moderno del 25 de noviembre de 1969 al 16 de febrero de 1970.

1. En el Infierno de Dante, canto V.

1. El artículo, publicado en abril, será recuperado en Ejercicios de admiración, op. cit.

1. Girolata se encuentra en Córcega.

1. En su Autobiografía, publicada en 1967. Había muerto el 2 de febrero (1970) a los noventa y ocho años.

1. «Concepción», «visión del mundo».

1. Véase, supra, nota 1, «Pintor y escritor polaco, Józef Czapski (1896-1993) había…».

1. En alemán: «juego de palabras».

1. Véase «Algunos encuentros con Beckett», en Ejercicios de admiración, op. cit.

1. Véase, supra, nota 1, «Sentimiento de la existencia…».

* «A la vez aterrador y aburrido.» (N. de la T.)

* «Querida soberana bárbara.» (N. de la T.)

1. En Timeo, de Platón.

2. Tuvo lugar en el Museo Nacional de Arte Moderno de París, del 26 de mayo al 27 de julio de 1970.

* «Versos escritos en el abatimiento cerca de Nápoles.» (N. de la T.)

1. «Rugăciunea unui Dac»: «La plegaria de un dacio», poema de Mihai Eminescu (1850-1889), en el que el dacio, símbolo del rumano ancestral, dirige al dios del Génesis una plegaria muy evangélica para implorarle que le haga «entrar en el reposo eterno».

1. Véase, supra, nota 1, «Sorana Ţopa (1898-1986), actriz; tras su ruptura…».

1. «El alma elige su propia compañía, luego cierra la puerta…»

1. François Mauriac acababa de morir el 1 de septiembre (1970).

1. Véase, supra, «Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu…», nota 1, y «Eugène Ionesco, con quien he hablado largamente…».

2. Véase Historia y utopía (1960).

1. Vasko Popa (1922-1991), poeta serbio, discípulo de los surrealistas.

2. Véase, supra, nota 1, «Sorana Ţopa (1898-1986), actriz; tras su ruptura…».

* «Sociedad permisiva.» (N. de la T.)

1. «No hay remedio contra la muerte.»

* En castellano en el original. (N. de la T.)

** En francés, «aburrimiento». (N. de la T.)

1. Véase, supra, «Acabo de encontrarme con Goldmann…».

* Centre National de la Recherche Scientifique, por sus siglas en francés: Centro Nacional de Investigación Científica, equivalente al CSIC español. (N. de la T.)

1. «Autodeificación.»

2. «Espíritu.»

* «Odio a uno mismo», «autodesprecio». (N. de la T.)

1. Véase, supra, nota 1, «Petru Comarnescu, llamado Titel (1905-1970), era crítico de arte.».

1. Sylvano Bussotti (nacido en 1931), compositor italiano de vanguardia, en una época cercana a Pierre Boulez y a John Cage.

* El término stárets, «viejo», «anciano», tradujo al ruso el vocablo griego geron. El stárets ejercía funciones de consejero espiritual y de maestro en monasterios ortodoxos. (N. de la T.)

1. «Hesicasta» significa «el más tranquilo», «el más calmado». El hesicasmo, escuela de espiritualidad de la Iglesia ortodoxa (no ajena a la meditación yóguica) influyó especialmente en Dostoievski y en Soloviev.

1. Término rumano (del latín gens, gentis) que significa «linaje», «nación», «raza».

1. Véase, supra, nota 1, «Petru Comarnescu, llamado Titel (1905-1970), era crítico de arte.».

1. «Portera.»

1. Récits, chroniques et polémiques.

1. Véase, supra, nota 1, «Hesicasta» significa «el más tranquilo».

1. Compositor y musicógrafo, Jean Witold fue durante mucho tiempo productor en la radiotelevisión francesa de un programa diario, Los grandes músicos, en el que a menudo evocaba a J.S. Bach, al que dedicó un libro: D’où vient l’art de Bach? (París, 1957).

1. Antes de realizar el programa de televisión del que ha hablado Cioran (véase, supra, «Le había prometido a F.B. prestarme a participar…»), François Bondy, antiguo redactor en jefe de la revista Preuves, se había entrevistado con él con vistas a un artículo que se publicó en Die Zeit el 4 de abril de 1970, «Der untätigst Mensch in Paris» («El hombre más desocupado de París»). Véase Cioran, Entretiens (Gallimard, 1995).

2. «Podredumbre» y «amargura».

1. «El único místico auténtico de la cultura rumana.»

1. «¿Adónde va el mundo?», «¿Adónde vamos?»

1. La Guardia de Hierro. Véase, supra, «Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha de Codreanu…», nota 1, y «Eugène Ionesco, con quien he hablado largamente…».

1. En realidad, durante su visita a la capital polaca en diciembre de 1970, el canciller Willy Brandt se arrodilló ante el monumento del gueto de Varsovia.

* «Supervivencia» y «molestia». (N. de la T.)

** Círculo de Viena. (N. de la T.)

1. «Sentimiento de fin del mundo.»

1. Véase, supra, nota 1, «Mircea Zapraţan (1908-1963), profesor de filosofía, amigo de Cioran.».

2. Véase, supra, nota 1, «Petre Ţuţea (1901-1991), filósofo «conversacionista», no dejó obra.

* «Día espléndido.» (N. de la T.)

1. El biólogo y escritor Jean Rostand (1894-1977).

1. «Convulsión.»

1. «¿Siempre lee a Pascal y a Baudelaire?»

1. «Corazón pesado.»

* «Estancias escritas en la melancolía cerca de Nápoles.» (N. de la T.)

1. «Paz y descanso eterno.»

* «Comadreo.» (N. de la T.)

1. «Salvador, muero.»

1. Molinié era dominico.

1. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

1. Véase, supra, nota 1, «La doina es un tipo de canción folclórica, generalmente nostálgica.».

1. Será traducido al francés por Sanda Stolojan: Des larmes et des saints, L’Herne, París, 1986; recuperado en Cioran, Œuvres, Gallimard, colección Quarto, París, 1995.

1. Véase, supra, su semblanza en Ejercicios de admiración, op. cit.

1. Del inconveniente de haber nacido (1973).

2. Véase, supra, nota 1, «Constantin Noica, llamado Dinu (1909-1987), filósofo amigo…».

3. «Me he debatido.»

1. «Sombra, y sueño.»

Cuadernos. 1957-1972 Emil Cioran

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Título original: Cahiers. 1957-1972 Diseño de la portada: Planeta Arte & Diseño Ilustración de la portada: © Maria Picassó © Éditions Gallimard, 1997 Traducción: © Mayka Lahoz Berral, 2020 Todos los derechos reservados para Tusquets Editores, S.A. Av. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona (España) www.tusquetseditores.com

Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2020 ISBN: 978-84-9066-863-4 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com