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Alfonso García Morales es profesor titular de literatura hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Ha investigado y publicado sobre poesía y ensayo hispanoamericano entre el modernismo y las vanguardias. Entre sus libros: El Ateneo de México (1992), Rubén Darío. Estudios en el Centenario de Los raros y Prosas profanas (1998), José Enrique Rodó (2004), Los museos de la poesía (2007) y la edición española de los poemarios de López Velarde (2001). ISBN 978-90-5201-814-0
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Viajeros, diplomáticos y exiliados. Vol. I C. de Mora y A. García Morales (eds.)
Carmen de Mora es catedrática de literatura hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Es autora de numerosas publicaciones sobre narrativa hispanoamericana contemporánea, relato breve y literatura colonial. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982), Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992), En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2000, 2ª ed.) y Escritura e identidad criollas. El Carnero, Cautiverio feliz e Infortunios de Alonso Ramírez (2010, 2ª ed.).
Carmen de Mora y Alfonso García Morales (eds.)
Viajeros, diplomáticos y exiliados Escritores hispanoamericanos en España (1914-1939) Vol. I
Trans-Atlántico Literaturas
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Tras un largo desencuentro con los países hispanoamericanos desde las luchas independentistas, hubo en España un período de intensa actividad americanista en el que se fortalecieron los lazos culturales entre ambas orillas: fue el comprendido entre fines del siglo XIX –unos años marcados por la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento y el Desastre del 98– y la Guerra Civil. Los estudios aquí reunidos constituyen una primera entrega de un Proyecto de Investigación de Excelencia, coordinado desde la Universidad de Sevilla y con participación internacional, sobre las relaciones culturales y literarias que mantuvieron escritores e intelectuales hispanoamericanos con sus homólogos españoles con motivo de la presencia de aquellos en España entre 1914 y 1939. Prestigiosos especialistas examinan sus producciones, indagan sobre cómo y en qué círculos se integraron, de qué manera interactuaron e influyeron en el ambiente intelectual y literario, qué grado de participación tuvieron en la vida social a través de cargos, posicionamientos políticos, redes intelectuales y literarias o escritos de opinión; y, cuando estalló la Guerra Civil, en qué medida se implicaron en el conflicto y qué repercusiones tuvo éste en sus obras. En ese contexto, se entiende el marco transatlántico como un espacio de reflexión, debate e intercambio del que se beneficiaron tanto latinoamericanos como españoles.
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Alfonso García Morales es profesor titular de literatura hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Ha investigado y publicado sobre poesía y ensayo hispanoamericano entre el modernismo y las vanguardias. Entre sus libros: El Ateneo de México (1992), Rubén Darío. Estudios en el Centenario de Los raros y Prosas profanas (1998), José Enrique Rodó (2004), Los museos de la poesía (2007) y la edición española de los poemarios de López Velarde (2001). ISBN 978-90-5201-814-0
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Carmen de Mora es catedrática de literatura hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Es autora de numerosas publicaciones sobre narrativa hispanoamericana contemporánea, relato breve y literatura colonial. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982), Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992), En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2000, 2ª ed.) y Escritura e identidad criollas. El Carnero, Cautiverio feliz e Infortunios de Alonso Ramírez (2010, 2ª ed.).
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Tras un largo desencuentro con los países hispanoamericanos desde las luchas independentistas, hubo en España un período de intensa actividad americanista en el que se fortalecieron los lazos culturales entre ambas orillas: fue el comprendido entre fines del siglo XIX –unos años marcados por la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento y el Desastre del 98– y la Guerra Civil. Los estudios aquí reunidos constituyen una primera entrega de un Proyecto de Investigación de Excelencia, coordinado desde la Universidad de Sevilla y con participación internacional, sobre las relaciones culturales y literarias que mantuvieron escritores e intelectuales hispanoamericanos con sus homólogos españoles con motivo de la presencia de aquellos en España entre 1914 y 1939. Prestigiosos especialistas examinan sus producciones, indagan sobre cómo y en qué círculos se integraron, de qué manera interactuaron e influyeron en el ambiente intelectual y literario, qué grado de participación tuvieron en la vida social a través de cargos, posicionamientos políticos, redes intelectuales y literarias o escritos de opinión; y, cuando estalló la Guerra Civil, en qué medida se implicaron en el conflicto y qué repercusiones tuvo éste en sus obras. En ese contexto, se entiende el marco transatlántico como un espacio de reflexión, debate e intercambio del que se beneficiaron tanto latinoamericanos como españoles.
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Bruxelles, 2012 1 avenue Maurice, B-1050 Bruxelles, Belgique www.peterlang.com ; [email protected] Imprimé en Allemagne ISSN 1780-5848 ISBN 978-90-5201-814-0 (Paperback) ISBN 978-3-0352-6183-7 (eBook) D/2012/5678/10
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Índice Agradecimientos ........................................................................................... 9 Introducción. Aspectos del hispanoamericanismo español en las primeras décadas del siglo XX. ......................................................11 Carmen de Mora Crítica transatlántica a comienzos del siglo XXI ......................................23 Julio Ortega Las redes intelectuales: secuencias, contactos, religaciones transnacionales. Aportes al saber literario ................................................39 Claudio Maíz
PRIMERA PARTE. MÉXICO COORDINADORES: ROSA GARCÍA GUTIÉRREZ Y ALFONSO GARCÍA MORALES Las relaciones entre España y México durante la Primera Guerra Mundial y el período de Entreguerras ..........................53 Agustín Sánchez Andrés Francisco A. de Icaza y la heterogeneidad incomprendida ........................77 Pablo Sánchez Ansiedades transatlánticas. Amado Nervo, Pegaso y Enrique González Martínez ..................................................................91 José María Martínez Alfonso Reyes en España. Salvaciones del exilio, perdiciones de la diplomacia..................................................................111 Alfonso García Morales Y así salí de la tierra, tan amada de lejos, tan maltratadora y áspera de cerca. Luis G. Urbina en España ..........................................143 Miguel Ángel Castro El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo .................................167 Juana Martínez Gómez
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Gran viajero de España. Artemio de Valle-Arizpe ..................................179 Alejandro García Enrique González Martínez. Su anhelo por España ................................207 Esther Martínez Luna Martín Luis Guzmán. Un revolucionario en Madrid ...............................223 Héctor Perea Una interpretación contextual de El águila y la serpiente .......................239 Antonio Lorente Medina Genaro Estrada. Nuestro hombre en la República...................................253 Rosa García Gutiérrez Mauricio Magdaleno y Juan Bustillo Oro. La aventura del Teatro de Ahora en España ...........................................277 Alejandro Ortiz Bullé Goyri Escritores mexicanos en España durante la guerra civil ..........................291 Niall Binns y Javier Molina Octavio Paz y la guerra civil española....................................................313 Anthony Stanton
SEGUNDA PARTE. CENTROAMÉRICA COORDINADORA: FRANCISCA NOGUEROL Escritores centroamericanos en España (1918-1939). Una visión de conjunto ..........................................................................343 Jorge Eduardo Arellano “Soñadores de las mismas quimeras”. Enrique Gómez Carrillo y la revista Cosmópolis (1919-1922)......................................................353 Francisca Noguerol Luis Cardoza y Aragón. España, un vacío en su Vía Láctea....................371 Jesús Gómez de Tejada Miguel Ángel Asturias en Madrid. La edición española de Leyendas de Guatemala ....................................................................399 María Odette Canivell La migración intelectual como peregrinaje medieval. Pablo Antonio Cuadra en España (1939)................................................417 Steven F. White 8
Agradecimientos La publicación de estos dos volúmenes no se habría podido realizar sin la valiosa colaboración de los aproximadamente cincuenta investigadores que han participado en el Proyecto. Los ensayos aquí reunidos se deben en su mayoría a especialistas reconocidos internacionalmente, otros son aportaciones de críticos jóvenes, y todos están avalados por una investigación sólida y documentada que permite conocer mejor un período fundamental en la historia de los vínculos literarios entre España e Iberoamérica. A todos ellos les manifestamos nuestra gratitud por la confianza depositada en el Proyecto y el esfuerzo realizado, ya que en ocasiones las obras no resultaban asequibles. También, y de modo muy especial, a Norah Dei-Cas Giraldi, Directora de la nueva colección Trans-Atlántico, de la Editorial Peter Lang, por habernos brindado su apoyo para la publicación. Agradecemos a Fernando Aínsa –“intelectual entre dos mundos”– los comentarios y sugerencias que nos ha hecho durante la preparación de los volúmenes, y a todos los coordinadores su eficacia y buen hacer en la organización de cada una de las secciones así como el cuidado para que la edición de los trabajos no se demorara más de lo previsto. Reconocemos también la ayuda institucional recibida para la realización del Proyecto de parte de la Consejería de Economía, Innovación y Ciencia de la Junta de Andalucía, del Vicerrectorado de Investigación de la Universidad de Sevilla y del Decanato de la Facultad de Filología. Carmen de Mora Alfonso García Morales
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INTRODUCCIÓN
Aspectos del hispanoamericanismo español en las primeras décadas del siglo XX Carmen DE MORA Universidad de Sevilla
Entre las nuevas formulaciones que se han producido en los últimos años en el campo de la crítica literaria, los estudios transatlánticos ocupan un espacio preeminente si bien no exento de debates ni de enfoques diversos. Sin ser del todo nuevo, el estudio de las relaciones literarias entre los escritores y las producciones culturales de ambos lados del Atlántico adquirió un particular interés desde los años 1970 que no ha hecho sino incrementarse, principalmente en los Departamentos de Estudios Hispánicos de los Estados Unidos, aunque también en diversos países europeos, particularmente en España. En Inglaterra, la crisis experimentada por las disciplinas “nationally-based” favoreció el desarrollo de los estudios transatlánticos que, como se sabe, se articulan principalmente en dos modalidades, los de habla española y portuguesa, que se ocupan de las relaciones entre España y Latinoamérica, o Portugal y Brasil; y aquellos que exploran la interrelación entre las culturas inglesa y americana1. El elemento unificador de estos enfoques es el replanteamiento de los estudios literarios más allá de los límites de la nación-estado para situarlos en una perspectiva transnacional que no es ajena al fenómeno de la “globalización” que caracteriza el pensamiento del nuevo milenio2. Ello no significa que traten de imponerse a los 1
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Cabe mencionar en esta línea la obra de Paul Giles, Atlantic Republic. The American Tradition in English Literature, New York, Oxford University Press, 2006. Este libro tiene que ver con la forma en que el legado que la Revolución Americana se ha manifestado en los escritos ingleses en los dos últimos siglos, y con el cisma que se creó en la cultura anglófona y ha marcado las formas en que la literatura inglesa se concibió a sí misma. El Maastricht Center for Transatlantic Studies (MTCS), creado en 1995, es un centro de estudios internacional destinado a las investigaciones transatlánticas que han con-
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estudios especializados en un área geográfica nacional, por el contrario, al caracterizarse por la transversalidad, el movimiento y el flujo frente al concepto más estático de identidad nacional, permiten ensanchar el campo de visión y observación de los fenómenos literarios y culturales. Se ha producido por tanto un desplazamiento desde entidades geográficas construidas artificialmente hacia áreas previamente determinadas como lugares significativos en sí mismos. Es en ese contexto donde el Atlántico se convierte en un espacio de reflexión y debate de carácter histórico, cultural, político y económico (Kaufman and Slettedahl: XIXXV). Uno de los estímulos ideológicos que han alentado desde el comienzo este enfoque situado en la estela de los estudios postcoloniales es la voluntad de desterrar toda suerte de posición hegemónica a la hora de teorizar sobre la historia intercultural, así como de imponer artificiales criterios de homogeneidad o unidad donde, por el contrario, existe un conflicto latente. Por razones obvias, en lo referente a las relaciones entre España e Hispanoamérica ese conflicto resulta ineludible para la época virreinal, en que –como señala Castro-Klaren– no puede prescindirse de los planteamientos sobre la cuestión de la colonialidad del poder (103). Sin embargo, no debe tampoco olvidarse que, desde fines del siglo XIX y los comienzos del siglo XX, el panorama americanista, sin ser utópico ni mucho menos, experimentó un cambio notable y recibió un impulso renovador fomentado por criterios reformistas y progresistas. En efecto, en España, después de un largo desencuentro con los países americanos desde las luchas independentistas, hubo un período de intensa actividad americanista en el que se fortalecieron los lazos culturales entre ambas orillas: fue el comprendido entre fines del siglo XIX – años marcados por la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento y el Desastre del 98– y la guerra civil. José Carlos Mainer, en un iluminador ensayo, “España y América: la coincidencia regeneracionista”, explica las razones contextuales tanto del americanismo español, por un lado, como del hispanismo americano, por otro. Tras revisar la actitud de España con las nuevas repúblicas, a partir de 1836, y el siderado el Atlántico como objeto de interrogación histórica, cultural, política y económica. Algunos de los fundamentos teóricos de este tipo de estudios proceden de investigadores de Duke University, como Martin Lewis y Karen Rigen, entre otros. Desde las últimas décadas del siglo XX hasta hoy, existe ya un número considerable de obras destinadas a la investigación sobre temas transatlánticos: Between the Devil and the Deep Blue Sea (1987), de Marcus Rediker, The Black Atlantic: Modernity and Double-Consciousness (1993), de Paul Gilroy, Cities of the Dead (1996), de Joseph Roach, The Many Headed Hydra: Sailors, Slaves, Commoners, and The History of the Revolutionary Atlantic (2001), de Peter Linebaugh and Marcus Rediker, entre otras obras, a las que se añaden las citadas a lo largo de estas páginas.
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Introducción
desinterés mutuo que mantuvieron hasta los años 1990, siguiendo a Marvaud (1922) y Dugast (1971) constata que las aportaciones españolas más interesantes se dan en los años finales de siglo, en una época inmediata a la del regeneracionismo. A su juicio, América Latina atravesaba en esos mismos años por una situación regeneracionista muy parecida a la española que favoreció el reencuentro con sus orígenes españoles3, de forma que mucho tenía en común el regeneracionismo ibérico con las preocupaciones de los intelectuales hispanoamericanos. Al referirse a tales coincidencias, Josebe Martínez ha llamado la atención sobre el hecho de que los artífices del pensamiento regeneracionista mexicano y latino-americano en general: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña o Martín Luis Guzmán, entre otros, vivieron en España durante esos años de revolución grandes y fecundos períodos de exilio. Época de vanguardias en la que ellos, alentadores del regeneracionismo mexicano, diseminaban el mismo, resultando a su vez contagiados por los intelectuales del regeneracionismo y la renovación española con quienes convivían: Ortega y Gasset, Azaña, Araquistáin, Marañón, Pérez de Ayala, etc. (70)
Algunos hitos que testimonian el interés de España por restablecer los vínculos culturales con Hispanoamérica, preconizado por figuras como Labra4, Altamira y Posada, entre otros, fueron el Congreso de Americanistas de 1881, presidido por Cánovas del Castillo, y la “Unión Iberoamericana” (UIA), asociación de carácter internacional fundada el 25 de enero de 1885 por un grupo de personas con intereses diversos vinculadas con el mundo de la prensa, el comercio transatlántico y la representación diplomática de varias repúblicas americanas5. Su objetivo primordial era estrechar las relaciones sociales, económicas, científicas, literarias y artísticas de España, Portugal y las naciones americanas 3
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Escribe al respecto: “La recepción del positivismo sociológico, al calor de las nuevas condiciones históricas, desarrolló una suerte de 98 o de regeneracionismo americano, preocupado por los problemas de la psicología colectiva de los pueblos, por la crisis del latinismo y por los primeros esbozos de sociología nacional crítica. Unas cosas y otras trajeron a primer plano el problema de los orígenes coloniales, la pugna de las razas y, como telón de fondo no siempre explícito, la angustia nacionalista ante la nueva emigración y, más claramente, ante el reto económico-político del panamericanismo alentado por los Estados Unidos como máscara fácil de un nuevo espíritu colonial” (Mainer: 99-100). Uno de los logros americanistas de Rafael María Labra, en el marco de las actividades conmemorativas del IV Centenario del Descubrimiento, fue la celebración del Congreso Pedagógico Hispano-portugués-americano, donde se conjugaron sus dos preocupaciones principales: la educación y el americanismo. Véase Mainer, (106114). Fue su promotor Jesús Pando y Valle, director de la revista Los Dos Mundos y consultor de varias compañías de comercio transatlántico (Sepúlveda Muñoz, 1991: 273).
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(Sepúlveda Muñoz, 1991: 271-290). Y a pesar de que manejaba algunos criterios conservadores, como el concepto de “raza iberoamericana”, y de que sus intereses prioritarios fueron de carácter comercial, no faltó el interés por la unión intelectual basada en la enseñanza, el intercambio de ideas científicas, y de métodos educativos, entre otras vertientes (Martín Montalvo et al.: 149-165); cumplió además una función diplomática de intermediación entre el Estado y las repúblicas americanas. Dentro del movimiento americanista español fue la asociación más duradera y se prolongó hasta el final de la guerra civil. Con motivo de la conmemoración del IV Centenario del descubrimiento de América, el gobierno español propició la visita de intelectuales hispanoamericanos a España –Rubén Darío, entre ellos6– y la celebración de grandes encuentros. Uno fue el Congreso Mundial de Americanistas en La Rábida, en cuya ceremonia inaugural intervino Ricardo Palma en nombre de los países hispanoamericanos. Este contexto favoreció el intercambio de producciones literarias y de copias de manuscritos históricos entre entidades culturales pertenecientes a ambos lados del Atlántico. Entre las aportaciones más interesantes de este período figuran los cuatro volúmenes de Relaciones geográficas de Indias [1881-1897] editados por Marcos Jiménez de la Espada, bajo el patrocinio del Ministerio de Fomento; la Antología de la poesía hispanoamericana (1892), de Menéndez Pelayo; la Bibliografía española de los idiomas indígenas de América del Conde de la Viñaza y los trabajos colombinos de Adolfo de Castro y de marinos como Pedro Novo y Colson. Además se incluyeron secciones americanas en revistas como La España Moderna y la Revista Crítica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas, fundada en 1895 por Rafael Altamira (Mainer: 106-114). Amplia difusión tuvieron también las opiniones de escritores españoles en defensa del fortalecimiento de los vínculos entre España y las naciones iberoamericanas, sobre todo de Pérez Galdós y Emilio Castelar. Pero, como también observó Carlos M. Rama: (…) la política del acercamiento cultural a cargo del gobierno español, si bien es cierto que procuraba atraer a los intelectuales americanos y apoyarse en la opinión pública interna, en la medida que lo determinaban sus propios escritores, estaba encaminada sobre todo a prestigiarse ante las repúblicas americanas. (198)
Después de la crisis moral y política del 98, los inicios del siglo XX corresponden a un período de cambios sociales en España marcados por la industrialización y la modernización de la sociedad, los desplaza6
Fue el primer viaje de Darío a España, y vino como secretario de la delegación nicaragüense para las festividades del Centenario.
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Introducción
mientos de la población rural hacia las ciudades, la secularización y la reducción del analfabetismo. Contribuyeron de manera notable a esa modernización social la reforma educativa llevada a cabo por la Institución Libre de Enseñanza, creada por Francisco Giner de los Ríos en 1876, e iniciativas como la creación en 1907 de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), que desempeñó un papel preeminente en el diseño de la política cultural de España hacia América (Sepúlveda, 2007: 59-80), y que, a su vez, creó el Centro de Estudios Históricos de Madrid (1909) y la Residencia de Estudiantes (1910). Un afán de renovación y de estar al día favoreció la penetración de corrientes intelectuales procedentes de Alemania, Francia e Inglaterra. Todos estos elementos dieron lugar a un florecimiento cultural que se veía reflejado en las producciones artísticas y literarias, en los periódicos y revistas, y, en fin, en numerosos ámbitos del conocimiento. Puede decirse que una conjunción de factores coadyuvó para que se produjera semejante momento de esplendor: la herencia de la generación del 98, la vitalidad de la generación del 14 y la irrupción de la generación del 27; de ahí que los tres decenios del comienzo del siglo XX en España sean conocidos como La Edad de Plata7. La presencia en España de figuras como Alfonso Reyes, Cosío Villegas, Silvio Zavala y Henríquez Ureña fortaleció durante las primeras décadas del siglo XX los intercambios culturales e intelectuales que ya se venían produciendo desde mediados del siglo XIX. Precisamente fue Daniel Cosío Villegas, futuro director del Fondo de Cultura Económica, quien le propuso a Lázaro Cárdenas que acogiera a los exiliados de la guerra civil española. Vinculada al Centro de Estudios Históricos, en el marco de las medidas que se tomaron a partir de 1911 para favorecer las relaciones científicas con los países americanos de lengua española, se originó la Escuela de Filología Española constituida por un equipo de filólogos reunidos en torno a Menéndez Pidal. La Revista de Filología Española (1914) fue su órgano de expresión y en ella empezó a manifestarse la proyección americanista mediante la colaboración de Alfonso Reyes, primero, y de Pedro Henríquez Ureña algo más tarde8. Las Instituciones Culturales 7
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Esta situación contrastaba con el anquilosamiento de la vida política que se había instalado desde la Restauración e impedía la evolución del sistema liberal oligárquico a la democracia. Los principales hitos son bien conocidos: la alternancia en el poder de conservadores y liberales en medio de una conflictividad social ininterrumpida, el pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera en 1923, la segunda República y la guerra civil. Las disposiciones tomadas por la JAE para favorecer el intercambio universitario entre España y los países americanos tuvieron su contrapartida en las instituciones que se crearon en la otra orilla: La Institución Cultural española de Buenos Aires (1914), la Institución Cultural Española del Uruguay (1918), el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires (1923), el Instituto Hispano-Mexicano de Intercambio Universitario (1925), el Departamento de Estudios Hispánicos de la Univer-
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Españolas en América –cuyo modelo podría considerarse la de Buenos Aires, donde se fundó el Instituto de Filología– permitieron desarrollar la orientación americanista de la Escuela de Filología Española y canalizarla a través de la actividad docente e investigadora, cuyas aportaciones fundamentales sobre el estudio del español de América sentaron las bases para trabajos posteriores (García Mouton: 163-184)9. Gracias a la JAE y al Instituto Hispano Mexicano de Intercambio Universitario (1925) el período comprendido entre 1925 y 1931 resultó extraordinariamente fecundo, y es de destacar el apoyo económico prestado por las colectividades españolas afincadas en México para la realización de los viajes (Granados: 111)10. Si es cierto que no se debe exagerar la actividad de la JAE en América –nunca comparable con la que llevó a cabo en el ámbito europeo–, tampoco podemos olvidar que “se debe a la Junta la iniciativa cultural más importante del Estado español en América desde los tiempos de la conquista, y muchas de las instituciones culturales que hoy se mantienen en estos países son las mismas que la Junta creó entonces” (Ribagorda: 223). A ellas fueron enviados prestigiosos profesores entre los que se cuentan Ortega y Gasset, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Amado Alonso, María de Maeztu y García Morente. De valor inestimable fueron las actividades desarrolladas por Federico de Onís en Estados Unidos, a donde llegó en 1916. Allí, además de impartir clases de literatura española en la Universidad de Columbia creó una red de conexiones culturales que tuvo su base en el Instituto de las Españas (1920), un centro destinado al estudio de la cultura hispana que, con apoyo del gobierno norteamericano, dirigió las acciones de la JAE en América del Norte11; Onís creó, además, el Departamento de Estudios Hispánicos de Puerto Rico (1926) y llevó a cabo otras muchas actividades relacionadas con la cultura y los libros.
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sidad de San Juan de Puerto Rico (1927) y el Instituto de las Españas de New York, a cargo de Federico de Onís (Granados: 103-124). Escribe la autora a propósito de estas acciones en América: “A partir de los años veinte, con la Sección de Filología encauzada, la vida americana de sus colaboradores que aumentaba la visibilidad internacional de la labor de la JAE, se organiza en torno a dos ejes básicos: el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires y el departamento de Español de la Universidad de Puerto Rico (…). Son nombres fundamentales los de Américo Castro, Federico de Onís, Amado Alonso, Tomás Navarro Tomás, Samuel Gili Gaya, y también los de sus discípulos. (…) A ellos habría que sumar como tercer apoyo, muy unido al segundo, el del Instituto de las Españas y la Institución Cultural Española de Nueva York” (Granados: 174). El Instituto contó con el apoyo de Santiago Ramón y Cajal, y solía pedir a la JAE el envío de dos profesores por año, uno de letras y otro de ciencias. En este centro se fundaron dos de las más importantes revistas de las letras hispánicas: la Revista Hispánica Moderna y la Revista de Estudios Hispánicos.
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Introducción
Durante los gobiernos de la Segunda República española (19311939) se planificaron de forma más sistemática las acciones culturales de España en el exterior y, en el interior, se crearon dos importantes centros de investigación que le dieron gran impulso al Americanismo: el Centro de Estudios de Historia de América, fundado en Sevilla, y el Centro de Estudios Históricos de Madrid12; Américo Castro se encargó de organizar la nueva sección de América integrada al Centro madrileño; José María Ots Capdequí, desempeñó la misma función en el de Sevilla. Merece resaltarse también la labor desarrollada por el padre del americanismo español, el historiador y jurista Rafael Altamira, perteneciente a la Institución Libre de Enseñanza, en cuyos seminarios se formaron varios representantes del americanismo republicano (Bernabéu Albert, 2007: 256). A todo ello hay que añadir las positivas transformaciones que experimentó el Archivo de Indias a partir del IV Centenario, cuando pasó a depender de la Dirección General de Administración Pública y quedó a cargo de archiveros profesionales. Por su parte, la Junta de Relaciones Culturales13, durante este mismo período y en el marco de su política americanista, llevó a efecto dos medidas productivas: creó el departamento de Hispanoamérica en el Centro de Estudios Históricos, por iniciativa de Américo Castro, quien se encargó de organizarlo, y fundó la revista Tierra Firme (1935-1936). Dicho departamento estaba destinado en particular a los estudios literarios y lingüísticos, y sus primeros colaboradores fueron Ramón Iglesia Parga, Raquel Lesteiro y Ángel Rosenblat (Bernabéu Albert, 2006: 47-70)14. En cuanto a la revista, que se vio interrumpida a causa de la guerra civil, solo a partir del cuarto número de 1935 pasó a convertirse en una verdadera revista americanista de referencia internacional (Bernabéu Albert, 2006: 56-61). Si bien examinado a la distancia el Americanismo español de fines del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX pudiera parecer un movimiento homogéneo que ofrece cierta línea de continuidad, está demostrado que hubo, por el contrario, una disparidad de criterios considerable entre las diferentes vertientes que lo constituían. La contraposición entre las propuestas del grupo de la Universidad de Oviedo, basada en el intercambio de intelectuales, y la de Barcelona, representa12
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Para evaluar las aportaciones bibliográficas americanistas de ambos centros véase el artículo fundamental de Bernabéu Albert (2007: 251-282). La Junta –como ha señalado Bernabéu Albert– tuvo su origen en una Oficina de Relaciones Culturales creada en el Ministerio de Estado por iniciativa de Américo Castro, y fue creada durante la Dictadura de Primo de Rivera para potenciar la presencia de la cultura española en el exterior. Los estudios americanistas fundados por Castro comprendían: cartografía, demografía, arqueología, edición crítica de textos y estudios históricos sobre instituciones coloniales.
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da por la Casa de América, orientada hacia los intereses económicos, constituye una muestra de las tensiones estructurales que afectaban al movimiento en su conjunto y que a la postre favorecieron que las relaciones con los países americanos ya no dependieran de las iniciativas regionales sino que pasaran a formar parte de la política gubernamental (Corte y Prado: 195-216). De las distintas corrientes que articularon el Americanismo español de aquellos años fue el de tendencia progresista, inscrito en la JAE y en otras instituciones relacionadas con el mundo de la cultura, el que en mayor medida se preocupó por restablecer el prestigio de España en las antiguas colonias y borrar la imagen de anquilosamiento y atraso –en el plano político, económico cultural y científico– que tenía en opinión de las sociedades americanas. En el terreno artístico este período coincide con la expansión internacional de las vanguardias y el consiguiente desbordamiento de las fronteras nacionales; el número de artistas viajeros o que emigraron a otros países aumentó considerablemente y España se benefició de la presencia de numerosos escritores e intelectuales hispanoamericanos que venían principalmente a Madrid y Barcelona por constituir dos centros de consagración literaria en el ámbito hispánico. De ahí la presencia en estas ciudades, y ocasionalmente en otras, de los escritores hispanoamericanos que viajaron a Europa en ese período, algunos de los cuales llegaron a ser “trasplantados”, en términos de Henríquez Ureña, es decir, que se incorporaron a la sociedad cultural española sin conflicto externo ni interno. En estos dos volúmenes se presenta un vasto panorama de las relaciones culturales y literarias que mantuvieron escritores e intelectuales hispanoamericanos con sus homólogos españoles con motivo de la presencia de aquellos en España durante el período comprendido entre 1914 y 1939. En ese contexto, entendemos el marco transatlántico como un espacio de intercambio del que se beneficiaron tanto españoles como latinoamericanos. Hasta ahora, en los manuales de literatura y en una parte considerable de estudios, unos cuantos nombres repetidos una y otra vez –Huidobro, Borges, Neruda, Vallejo y Paz, principalmente– bastaban para cubrir una nómina de escritores que, naturalmente, fue muy superior en número. La cifra de los que se tratan en estas páginas permite formarse una idea más precisa de hasta qué punto resultó provechoso para ambas partes, pues no se trata solo de dar cuenta sin más de la presencia de estas figuras así como de las circunstancias que las rodearon, sino de examinar el alcance y la dimensión simbólica de sus escritos, y tratar de dar respuesta a múltiples preguntas: indagar sobre cómo y en qué círculos se integraron, qué vivencias tuvieron y plasmaron en los textos, de qué manera interactuaron e influyeron en el ambiente intelectual y literario, qué grado de participación tuvieron en la vida social a través de cargos, posicionamientos políticos, redes intelec18
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tuales y literarias o escritos de opinión; y, cuando estalló la guerra civil, en qué medida se implicaron en el conflicto y qué repercusiones tuvo éste en sus obras. Tampoco se ha limitado el enfoque a la visión que tenían de España y dejaron plasmada en su escritura, pues tanto o más se ha atendido a aquellos textos sobre América producidos en y desde España, sobre todo en el caso de los autores exiliados que mantuvieron una actitud crítica y una tensa relación con sus respectivos países. Los trabajos reunidos en estos dos libros constituyen una primera entrega de un Proyecto de Investigación de Excelencia a cargo del grupo “Relaciones literarias entre Andalucía y América”, de la Universidad de Sevilla del que forman parte también profesores de otras Universidades españolas, integrado por Rosa García Gutiérrez, Alfonso García Morales, Inmaculada Lergo Martín, Carmen Márquez Montes, Daniel Mesa Gancedo, Francisca Noguerol, Rosa Pellicer, Coronada Pichardo15, Aníbal Salazar Anglada, Jesús Gómez de Tejada, becario del Proyecto, y yo misma. Hemos contado también con la participación de prestigiosos especialistas de Europa y ambas Américas, cuyas contribuciones satisfacen la pluralidad de visiones que exigía un Proyecto de este tipo. Estos primeros volúmenes que aquí se presentan corresponden a México, Centroamérica y el Cono Sur. Los correspondientes a El Caribe, Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú serán publicados en una segunda fase. No ha sido nuestro propósito ofrecer una nómina completa de autores16, pero sí lo bastante amplia como para que puedan extraerse conclusiones con fundamento. El primer volumen contiene dos ensayos dedicados a cuestiones de orden teórico y general: corresponden a Julio Ortega y Claudio Maíz. Julio Ortega establece una caracterización del contexto y los debates teóricos en que surgen los estudios transatlánticos, y comenta algunos de los hitos que han marcado su desarrollo, entre los que figura el Proyecto Trans-Atlántico de Brown University, que él mismo lidera, a partir del Seminario Iberoamericano organizado con los hispanistas de la Universidad de Cambridge (1995 y 1996). Claudio Maíz profundiza en la importancia del estudio de las redes intelectuales y de los procesos literarios transnacionales para el conocimiento de la historia literaria latinoamericana, y formula algunas perspectivas teóri15
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Lamentablemente, la profesora Coronada Pichardo, de la Universidad Carlos III de Madrid, a quien recordamos con especial cariño, ha fallecido tras una larga enfermedad y no ha podido cumplir su deseo de colaborar en el Proyecto. Sin duda, hasta el momento, la relación más completa y rigurosa que existe de los escritores y artistas hispanoamericanos que estuvieron en España en la etapa vanguardista es la de Juan Manuel Bonet (1995). Sáinz de Medrano ofrece un inventario representativo de los hispanoamericanos que pasaron por Madrid desde la época colonial hasta el siglo XX (9-23).
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cas sobre el conocimiento de la literatura desde paradigmas distintos al de estado-nación y desde nuevas concepciones que entienden los hechos literarios como un fenómeno complejo que no se circunscribe a un texto y a un autor. Cada una de las secciones correspondientes a un determinado país está organizada por uno o dos coordinadores y va encabezada por un ensayo de carácter general destinado a contextualizar las relaciones con España en el período fijado. Los asuntos y aspectos que se tratan varían según los escritores, paso a continuación a enumerar algunos de los más relevantes: los debates y polémicas que se originaron entre escritores españoles e hispanoamericanos de un lado, y escritores hispanoamericanos, de otro, a uno y otro lado del Atlántico, como la disputa por la hegemonía cultural o la discusión sobre lo regional y lo universal de la literatura; la contribución de los escritores hispanoamericanos a la expansión de la vanguardia histórica en España; los vínculos literarios con escritores españoles, redes intelectuales, amistades, tertulias, colaboraciones en revistas y periódicos; España como ámbito de consagración literaria para los escritores hispanoamericanos; géneros literarios preferentes que manejaron; en qué medida incorporaron a los discursos temas, personajes, tradiciones, etc., del país de acogida, bien comparándolos o contrastando biografías o sistemas poéticos y narrativos; la imagen de España y de las ciudades españolas que se proyecta en los libros de viajes escritos por estos autores; y, en fin, los escritores hispanoamericanos ante la guerra civil española, pues fue sin duda el momento de mayor colaboración y fraternidad entre los intelectuales de ambas orillas. Con motivo de este acontecimiento histórico se organizaron congresos, se publicaron abundantes artículos, se editaron boletines y se escribieron numerosos poemas alusivos. Con la guerra civil algunas de las figuras más representativas del Americanismo progresista tuvieron que exiliarse de España sin que pudieran consolidarse los proyectos emprendidos; se impuso, en cambio, otro de corte conservador: los vencedores adoptaron el concepto de hispanidad que ya había sido promovido activamente por el dictador Miguel Primo de Rivera y por las corrientes hispanistas de la derecha católica, y que con la dictadura franquista se convirtió en una “filosofía de Estado articuladora del nuevo régimen.” (Sepúlveda Muñoz, 2007: 77)17. En conclusión, es cierto que entre el fin de siglo y las primeras décadas del siglo XX todavía algunos sectores sociales mantenían actitudes paternalistas que lastraban las relaciones con los países hispanoamerica17
Uno de los más tenaces defensores de estas posiciones tradicionalistas fue, como se sabe, Ramiro de Maeztu.
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nos; también lo es que muchos de los proyectos de intercambio cultural y comercial que se habían planificado no se llevaron a la práctica; y, sin embargo –aunque se argumente que lo que más interesaba en aquellos momentos era recuperar el prestigio perdido tras el Desastre del 98–, las acciones que se llevaron a cabo tanto en nuestro país como en los países iberoamericanos a través de distintos organismos e instituciones –algunos de los cuales se han citado supra–, y también la atención que mereció la vertiente educativa y cultural del hispanoamericanismo, afianzada mediante los viajes transatlánticos, sentaron un precedente de proyección extraordinaria que echó raíces en la otra orilla. En ese contexto, los vínculos que se crearon con Latinoamérica hasta cierto punto debieron de influir en la acogida tan solidaria y fraternal que recibieron los exiliados republicanos españoles en países como México y Argentina, entre otros.
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Crítica transatlántica a comienzos del siglo XXI Julio ORTEGA Brown University
I. Hacia fines del siglo XX la Academia estadounidense había vuelto a colonizar la textualidad colonial hispanoamericana al clasificarla y apropiarla como “Early Modern Studies”. Antes, en los años 1970, habíamos vivido el fácil traslado del corpus de la Crónicas de Indias de la “historia” a la “ficción,” con detrimento de una y otra. Pero quisiera proponer que fue la edición crítica de la Nueva Corónica y Buen Gobierno (México, 1981), de Felipe Guamán Poma de Ayala, preparada por John Murra, Rolena Adorno y Jorge Urioste, lo que reinstauró la textualidad cultural como decisiva de un entendimiento multidisciplinario de la formación discursiva americana. Tanto fue así que incluso a algunos nos pareció una pérdida de la diferencia la imposición fonológica del quechua nativo a la escritura híbrida del cronista andino. Precisamente, esa fractura de la normatividad declara la diferencia más moderna de esta escritura: la traza, entre el quechua y el español, de una geotextualidad de la mezcla. Una gramaticalización paralela fue la que los editores impusieron, por normativa en este caso de la lengua española, a la escritura de Juan Francisco Manzano. Hoy sería improbable gramaticalizar la diferencia textual o el substrato oral, pero no por fetichismo filológico sino porque la información de la mezcla, su proceso ya anunciado en la tensa suma de los nombres (Inca Garcilaso, es otra metáfora viva), documenta la formación transatlántica de las Indias. Lo moderno no es una “selección natural” sancionada por los poderes coloniales en control, ni tampoco un mero programa de resistencia ilustrada. Es, más bien, una práctica compleja de posicionamientos, rearticulaciones y negociaciones. Su flujo de apropiaciones, sincretismos y mestizajes trama conjuntos de información europea y modos de procesar aborígenes. Lo moderno sería ese cruce, corte, anudamiento de 23
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sumas, restas y conjuntos; pero también su compartimentalidad, que en la conceptualización indígena postula un habitat heteróclito. Por lo mismo, lo moderno se nos adelanta diferencialmente, con su intercambio dramático, procesos de ruptura y trabajos de sutura. Y sólo podemos leerlo procesalmente, no como una genealogía que todo lo explica, y simplifica, como causalidad. Los objetos culturales americanos se van desplegando hacia adelante y en devenir, en el proceso de rearticulación que debe hacer la cultura para procesar la violencia de lo nuevo. La mezcla de lenguas, códigos y modos de registro e inscripción hace de lo moderno un espacio creativo y un horizonte autoreflexivo, donde la cultura es una formación abierta frente a las ideología de sanción de la organización colonial. En esa encrucijada transatlántica, la Corónica de Guamán Poma restablecía el archivo americano: la memoria postulada como una enciclopedia del porvenir. A comienzos del siglo XXI, los estudios coloniales habían dejado de ser una rama menor de los “Siglos de oro,” y empezaron a ser una rama mayor del árbol de la escena plurilinguística de ambas orillas de la lengua. Un polisistema complejo se ha ido configurado, por lo tanto, como geotextualidad atlántica. No en vano este hispanismo internacional recobra las lecciones de acopio de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas y José Lezama Lima, quienes imaginaron un Barroco de entremares, la primera textualidad de una laboriosa diferencia, radical y crítica. Cada paradigma, sin embargo, adquiere su mejor sentido histórico en este escenario de la resignificación americana, construido por la comunidad crítica transatlántica. El hispanismo postuló el primer horizonte de este debate interpretativo, proponiendo el Mestizaje como mitema nivelador de las sociedades de clase y las naciones de dominación. A su turno, la crítica marxista, que Mariátegui entendió como una modernidad diferenciada por lo nacional, postuló un paradigma Emancipador, forjado por los propios sujetos sociales y políticos. En los años 1960, desde las ciencias sociales, concebidas entonces como aparatos de leer al revés y al derecho el país “profundo” o más verdadero, se forjó el paradigma de la Resistencia, bajo el cual se produjo la más fecunda reivindicación y puesta al día de la memoria histórica así como la centralidad popular y aborigen. Luego, la destrucción de los proyectos nacionales de emancipación, la crisis económica, y la violencia política y matanza campesina consiguiente, puso en acción el paradigma de la Negociación, seguramente a partir del Zapatismo en Chiapas. Aunque, bien visto, los grandes programas del Inca Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala son operativos de negociación, esto es, proyectos de una legitimidad mutua, constitutiva de los nuevos sujetos y requerida de un lugar de referencia y proyección. Sin esa permanente negociación entre naciones que se definen por oposición a la dominante 24
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modernización compulsiva, no se explicaría la sobrevivencia de los grupos étnicos y la memoria indígena, hoy mismo amenazados con renovada violencia. Dada esa constitución política de un Sujeto cultural, la globalización ha sido contradicha en su poder hegemónico y homogénico a partir de estrategias de resistencia y negociación y desde las agencias de comunicación más horizontal. Algunas respuestas y propuestas, hijas del intenso período teorético, que perdió relevancia debido a su patológica voluntad de verdad, reprodujeron conductas antidemocráticas, al confundir la política académica, del todo irrelevante, con la política efectiva, que se define por su capacidad de servicio, apertura y validación de alteridades. Es a la modernidad popular a la que debemos el flujo de dialogismo, relevos y alternancias como ética humanizadora del espacio estratificado. Varios horizontes interdisciplinarios, algunos poscoloniales, otros posmodernos; y, así mismo, una diseminación metodológica de lecturas, que incluyen la nueva historia, los estudios culturales, los de frontera, género, y etnográficos, han animado un buena polémica, no pocas veces excluyente y a veces retórico o violento, pero, en los mejores casos, capaces de una demanda de horizontalidad dialógica, que pone a prueba los discursos de autoridad, a pesar de las ideologías de consolación. En ese período autoreflexivo, los estudios transatlánticos surgen hacia mediados de la última década del siglo, como la articulación de tres situaciones contextuales: 1. La necesidad de situar el latinoamericanismo en el diálogo interdisciplinario, en primer término con el área de estudios peninsulares, cuya tradición filológica, a su vez, se renovaba gracias a su búsqueda de mejores equilibrios entre la demanda documental, que había fatigado el positivismo, y la noción constructivista de los estudios culturales. A ese imperativo dialógico correspondía también el planteamiento de un Hispanismo internacional. Remozado y de nuevo cuño, sumaba ambas orillas del idioma, y fue capaz de asumir las prácticas de inclusión, favorecidas, por un lado, por la transición española y, por el otro, por el progresismo antiautoritario que siguió a los años de la violencia y la destrucción de los proyectos nacionales. No es casual que los estudios transatlánticos sean impulsados por las microcomunidades críticas que forman tanto los profesores emigrados como los estudiantes graduados. 2. En la academia, la crisis de autoridad y, por lo mismo, la redundancia que afectó a los portaestandartes de las grandes escuelas teóricas de la hora, favoreció la emergencia de proyectos alternos, que no requerían el turno de las trincheras sino el espacio de una conversación libre de la tipicidad asignada a América Latina (la violencia, la victimización, la glosa); y posibilitó que se desplegara, desde sus propios márgenes, más bien asistemáticos, lo verdaderamente nuevo de los estudios trans25
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atlánticos: su voluntad de no postular una sola teoría, ni una misma metodología, ni siquiera una agenda temática que privilegie unos núcleos de cotejo frente a otros. Por lo mismo, no fue propiamente un área de estudios sino un proyecto en construcción permanente, o sea, un campo cultural cuya asistematicidad es una red de espacios compartidos, secuencias y conjuntos. Su operatividad, por ello, es paralela a los nichos andinos de control ecológico, que se reparten los microclimas regionales en una red productora de alteridades. Así, es el modelo de leer lo que suscitó los objetos y, en seguida, las hipótesis, esto es, el proceso de una constelación crítica. Algunos comentaristas de poca fe han acusado al modelo atlantista de carecer de una ideología, de favorecer lo global frente a lo local, de pertenecer a una fase de expansionismo cultural español. Otros, requeridos de mayor seguridad disciplinaria, lo han condenado como una versión de los estudios de Literatura Comparada, en el “mero español”, que dijo Borges; o, por el contrario, de disolverse en el flujo de una libre comparatística sin canon. El hecho es que los estudios transatlánticos se deben del todo a la práctica crítica y a su capacidad de avanzar una teoría de las contextualizaciones, en la que esas prácticas sustenten una investigación productiva y pertinente. Crítica del tiempo presente, está contextualizada políticamente por su desmontaje del pensamiento dominante, neo-colonial y neo-liberal. Y desborda los protocolos previstos al demostrar la fábrica cultural de otra modernidad, radicalmente democrática, que pretende resituar tanto la textualidad de lo particular como la inventiva dialógica desde nuevos agentes y márgenes. En cuanto a España, muy lentamente se han ido abriendo algunos espacios académicos de conversación, pero las articulaciones ensayadas (la Crónica de Indias, el exilio entre ambas orillas, las vanguardias nomádicas, las grandes instancias de ruptura) han puesto al día el recurrente debate sobre la tradición autoritaria y sus desbasamientos. El hecho es que la lectura transatlántica requiere la triangulación del español que circula entre España, América Latina y Estados Unidos. Primero, porque esa es la articulación de buena parte de nuestra experiencia crítica y cultural; segundo, porque es el horizonte lingüístico de las migraciones, esto es, de las nuevas rutas culturales del siglo XXI, cuyas estrategias, redes y derechos, el nuevo hispanismo acompaña. Lo transatlántico, por ello, no es sino un trabajo adelantado en las tareas de la frontera, que son, si no me equivoco, de hospitalidad. Bien visto, todos hemos sido ya practicantes del atlantismo, por formación, referentes y hábito profesional. Por lo mismo, en muchos casos, la forma de esta teoría crítica es la de nuestra biografía: la de una “era imaginaria” (Lezama Lima) de las literaturas hispánicas en el mundo (incluyendo las varias lenguas peninsulares y aborígenes); una vida de la letra, se diría, que no oculta su optimismo de la voluntad.
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3. Epistemológicamente, los estudios transatlánticos se entienden como un anudamiento de conjuntos informativos donde los objetos culturales ofrecen renovada información, demostrando su capacidad de reproducirse como objetos aleatorios, complejos, y nunca transparentes a una sola lectura. Carecen, dada su horizontalidad, de doctrina y sanción, y son el entramado crítico que cada practicante decide en su trabajo. Son, a la vez, concentrados de focalización demostrativa, pero proyectivos políticamente: abren espacios y horizonte, y se proponen como un ejercicio de democracia radical, es decir, como un dialogismo hecho de conversaciones inclusivas. A comienzos del siglo XXI, esa política se demuestra contraria al modo de explotación otra vez hegemónico, cuyo costo pasa por el desplazamiento, cuando no la destrucción, de los aborígenes y su habitat. La modernidad, otra vez, se prueba conflictiva y contraria desde su modelo único, el de extracción y exportación; irónicamente, el ciclo ocurre en un momento histórico en el que la tecnología, la avanzada del proyecto moderno, entra en una fase catastrofista, de límites del sistema y renovada violencia. A comienzos de este siglo, el nuevo atlantismo, conceptualizado como parte del “Humanismo internacional” (Said), promueve un diálogo abierto entre sujetos y representaciones, entre prácticas decodificadoras y de reapropiación, que desmonte tanto “lo colonial” como “lo metropolitano,” y que reordene la tradicional violencia de la segmentación para postular las articulaciones críticas. Se trata, así, de una nueva conversación sobre una verdad en construcción, de cuya ausencia en la Enciclopedia (Badiou) da cuenta. Por un lado, estos trabajos heredan el pensamiento relativista, y producen una diferencialidad cultural como diferencia política (Marchart); por otro, refutan el idealismo fundacional (que comienza con su ruptura y termina en otra fundación, falacia teórica); no sólo porque los “grandes relatos” se han convertido en museos sino porque la conciencia del relevo supone recuperar la tradición, la memoria del futuro, como crítica de la crisis, de su recurrente modernización conflictiva. Esa conciencia, por lo demás, es una ética del lugar del otro en el yo, del sujeto de la alteridad. Se puede, por lo tanto, recomenzar desde las evidencias de la “multiplicidad” que llevan a la “diferencia” (Deleuze), por un lado, y la noción de que “el paradigma no es la observación sino el diálogo” (Habermas), por otro; para proponer la hermenéutica de una “reconstrucción del significado” (Gadamer) en la misma fluidez del intercambio y la mezcla de los objetos culturales, propia de la modernidad conflictiva del Nuevo Mundo y su desciframiento transatlántico. La teoría (creatividad, juego, entusiasmo, en su sentido clásico) de esta geotextualidad propone, en conclusión, que la lógica de la diferencia se articula como dialogismo (co-presencia, modos de interpretación, intersubjetividad, traducción, invención). 27
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La textualidad de una consideración transatlántica se ha ido constituyendo, por todo ello, como una teoría del texto latinoamericano irrestricto. Mientras que los “estudios culturales” llegaron a suponer la total legibilidad del objeto cultural, muchas veces bajo la autoridad disciplinaria de las interpretaciones posicionadas como dominantes; nuevas persuasiones críticas reconocen que esas lecturas no agotan la información de objetos que pueden ser leídos no sólo en los archivos genealógicos, que demuestran lo que ya sabíamos, sino en sus matrices discursivas (Foucault), donde nos esperan otras formaciones, otros eventos. Allí donde el espacio procesal se despliega y donde se desencadenan, hacia delante, las nuevas tramas, los relevos y el devenir. Esta textualidad abierta no se resigna al espacio melancólico de los enmarcamientos nacionales y se abre, con inquietud dialógica, como un proceso no acabado, entre orillas del discurso. En definitiva, la hipótesis de los estudios trasatlánticos propone que un texto que desborda su marco local, en tensión con otros escenarios de contradicción y asociación, precipita una nueva semiosis, abre otro campo semántico, y construye otro piso de afincamiento en la interpretación creativa. Hoy nos es más evidente la complejidad textual de los escenarios de interlocución atlántica, donde los objetos culturales o artísticos transfronterizos se reconfiguran. Podemos, en ellos, trazar la diversidad performativa del sujeto transatlántico, un modelo de habla prefigurado, desde los albores de la modernidad, en diálogo desigual pero intenso entre opciones contrarias y heteróclitas; hechas, en buena medida, en los operativos del montaje y la transcodificación. Por lo mismo, ese sujeto produce la representación como su agencia, empezando por la representación heterogénea, cuya sintaxis es inclusiva y acrecentada. Un escenario barroco sostiene, enseguida, el modelo natural como modelo cultural: la fecunda naturaleza americana es postulada como memoria de la mezcla y fábrica de la abundancia. Por eso, los conceptos de “transculturación”, “heterogeneidad” e “hibridez”, son homólogos al sujeto en su representación sociocultural, y se desarrollan desde las evidencias empíricas de su “habitus”. Para los estudios transatlánticos resulta fundamental que la escritura no sea jerarquizada como propiedad del poder dominante sino como una instrumentación disputada, recodificada y reapropiada en tanto dispositivo dialógico, co-presencia y fuerza de la diferencia. Ya Guamán Poma recomendaba la escritura, criticaba a los escribas irresponsables, y debatió con el español de su tiempo por una escritura como materia en construcción. Más que un bilingüismo escolar, lo que el diálogo gesta es una oralización del estatuto gramatical y socializado, desde una multiplicidad empírica de las lenguas. Incluso el testimonio, el discurso transcrito de los sujetos de la oralidad, ha perdido de vista esta cuestión vertebral del planteamiento dialógico (Rowe y Schelling). Este principio 28
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radical de la mezcla se ha gestado en las interpretaciones, en el metadiscurso que la refiere, pero su campo constituye hoy una redifinición de la cultura política. Llamamos “geotextualidad” a ese mapa rehecho entre los textos. Si Cervantes planeó mudarse a Indias y Sor Juana soñó con ser acogida en la otra orilla por la Casa del Placer, la de la conversación; es en sus textos, en la geografía de la grafía, donde ambos se configuran como sujetos en pos de una agencia transatlántica. Los agentes en que se representan están, por eso, textualizados por la virtualidad de la escena alterna (las orillas americana y española, en el ámbito de la página) que imaginan cruzar, como si del otro lado del espejo el espacio creativo fuera mayor; y, gracias a la fecundidad de la mezcla, más libre. Frente a la globalidad definida por los centros reguladores de la cultura, los estudios transatlánticos han optado por forjar otros ejes de debate: el triángulo España-América Latina-Estados Unidos pertenece a la praxis; tanto al común denominador del español, como a las nuevas migraciones, que en España y en Estados Unidos son un drama social que pone en tensión el estado de derecho y los derechos humanos. Estos migrantes son, cómo no palparlo, el horizonte crítico del porvenir. Y las redes que traman no son fuentes de mera adaptación o fácil intercambio, sino rizomas paralelos y, a veces, inclusivos de información reprocesada, incluso opuesta, que parecen actualizar la historia cultural como la otra orilla (onda, nicho o network) de un presente más fluido. Aunque los estudios trasatlánticos no requieren de una agenda puntual (nacen, hemos visto, como una reacción contra los dictámenes verticales de las viejas teorías de verdad única), su misma apertura es parte de su descentramiento. No es casual que esa dinámica se configure como una práctica de asociaciones y cooperaciones; esto es, desde el modus operandi del taller, lo que propicia la horizontalidad de la praxis. Nos llevarán a una internacionalidad menos programada y más libre, cuando nuestra crítica deje de ser monolingüe y sea plenamente dialógica.
II. El Proyecto Transatlántico de la Universidad de Brown empezó hacia 1995-96 como una “iniciativa académica” integrada por profesores de hispánicas y de francés, de estudios latinoamericanos y afroamericanos. Pronto se sumaron colegas de literatura comparada, inglés, y aun de ciencias sociales. Luego, colegas de Harvard, Boston University y Dartmouth College, además de estudiantes graduados nuestros, y profesores y escritores de otros países. Nuestro primer coloquio fue un intercambio que organicé con los hispanistas de la Universidad de Cambridge, donde en 1995-1996 me tocó ocupar la cátedra Simón 29
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Bolívar de Estudios Latinoamericanos. Nunca creí en la superstición franquista de relegar la literatura latinoamericana del Hispanismo, pero me pareció entender que nuestro trabajo latinoamericanista, absorto en la agenda de los estudios culturales, había perdido uno de sus elementos constitutivos, el diálogo con la cultura española, cuya renovación crítica contemporánea, en no poca medida, nos concernía. Buscando tender los puentes, con Steven Boldy llamamos a ese primer encuentro de 1996 “The Iberoamerican Seminar at Cambridge”. Al año siguiente, ya en Brown, un nuevo coloquio (“The Brown-Cambridge Seminar on Spain and Latin America. A Collective Dialogue on Literature and Cultural History”) expuso el trabajo de investigación en marcha: la textualidad de una consideración transatlántica se impuso como el camino abierto. Una tradición atlantista, moderna y crítica, de estudios literarios, se reveló no necesariamente como la biblioteca precursora, sino más bien como la evidencia de futuro, ensayado una y otra vez por nuestros autores y estudiosos. Ese mismo año, Inge Wimmers, directora del Departamento de Estudios Franceses en Brown, y yo, que entonces dirigía el de Estudios Hispánicos, organizamos un coloquio sobre la nueva crítica genética, con la colaboración del C.N.R.S., cuyos principales investigadores nos visitaron (“The State of the Text. A Franco-Hispanic Workshop on Editing Manuscripts”). Esa visión del texto como un proceso constituido por todas sus etapas de escritura, que era ya parte de nuestro trabajo editorial en la Colección Archivos de la Literatura Latinoamericana, en París, coincidía con la noción teórica de una textualidad procesal, que no se resignaba a la genealogía de las nacionalidades; y se abría, con plenitud de diferencia, como un objeto no acabado, desplegado entre orillas y discursos. La idea de que un texto leído fuera de su marco local, en tensión con otros escenarios de contra-dicción y entramado, desencadena un precipitado de nueva información, parte de estas consideraciones de una práctica crítica des-centradora y una teoría de sistemas de inclusión y conversación. Antecedían a estos diálogos en Brown el coloquio dedicado a El Quijote, basado en una compilación de testimonios de su lectura, que se publicó en México, Puerto Rico, Madrid y Caracas (La Cervantiada, 1992), como una contra-celebración del V Centenario del descubrimiento de América. En ese encuentro, como en el siguiente, el mismo año (“In Betweeners and TransBording”), la gravitación de Carlos Fuentes, profesor visitante de Brown, como la de Juan Goytisolo y Julián Ríos, fue estimulante. En estos coloquios, además, cristalizó nuestra larga interacción con El Colegio de México, la UNAM y la Universidad de Guadalajara. En junio de 1998 presentamos en la Casa de América, Madrid, un foro sobre el español en Estados Unidos; y en la Universidad de Londres y en Emmanuel College, de Cambridge, un “Foro Transatlántico sobre el Hispanismo en Estados Unidos.” Luego, 30
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hemos co-organizado coloquios de estudios transatlánticos en la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad de Guadalajara, la Universidad de Puerto Rico, el Colegio Universitario de Mayaguez, la UNAM, el TEC de Monterrey, y la Universidad de Granada. Cinco congresos bianuales de estudios transatlánticos, convocados en la Universidad de Brown, han reunido al nuevo hispanismo internacional, dando debido lugar a las últimas promociones de investigadores y a doctorandos de numerosas universidades. En el trabajo en marcha sobre el campo de producción del conocimiento en esta nueva área geotextual, los estudios transatlánticos, sin embargo, no han compartido la noción de legibilidad plena del objeto artístico presupuesta por la mayoría de persuasiones metódicas y disciplinarias aplicadas a América Latina. Al contrario, la percepción y la representación del objeto cultural latinoamericano nos pareció que desbordaba la mirada disciplinaria, la cual al requerir un conjunto de objetos y fenómenos definidos y catalogados, no podía dar cuenta de la hibridez, de la in-formalidad de unos objetos culturales que escapaban al campo de visión acotado. Para no insistir ya en la mayor complejidad del sujeto y de la escena transatlántica, prefigurada desde los albores de la modernidad como un diálogo desigual, aunque intenso, entre opciones contrarias, heteróclitas y, en buena medida, hechas en las licencias del sistema. Esa práctica se organizaba entre interpretaciones desiguales que redefinían la cultura política. Hoy llamamos “geotextualidad” a ese mapa levantado entre los textos. Como se ha dicho, el debate se forja actualmente en el triángulo España-América Latina-Estados Unidos, pero otros ejes incluyen a Francia, Italia, Inglaterra y otros países, de acuerdo a la postulación de los textos, y a la articulación conceptual de sus prácticas. Estos escenarios no son fuentes de mera influencia o intercambio, sino modelos paralelos y, a veces, inclusivos de información reprocesada y reapropiada, que parecen actualizar la historia cultural como otra orilla de un presente más durable y fluido. Nuevos grupos de trabajo, coloquios y publicaciones, con distintas definiciones del corpus, se han hecho presentes de modo independiente y fecundo. Juan Luis Suárez, especialista en el Siglo de Oro, dirige el Programa de Estudios Trasatlánticos de la Western Ontario University, Canadá, cuya investigación gira en torno al Barroco y cuya tesis parte del “pensamiento complejo”. En Louisiana State University, Baton Rouge, opera un amplio grupo interdisciplinario atlantista, cuya parte latinoamericana conduce Christian Fernández, especialista en el Inca Garcilaso. Y en la North Carolina University, Greengboro, el Atlantic World Research Network, originado en 2004 en el Departamento de Inglés, agrupa varios departamentos y unidades de lenguas modernas en 31
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un mapa multidisciplinario que suma cursos y coloquios internacionales. En España, varios especialistas en literatura hispanoamericana han constituido grupos académicos que trabajan sobre el intercambio y el diálogo literario y cultural entre ambas orillas del idioma; uno es el que coordinan Álvaro Salvador, Ángel Esteban y Ana Gallego Cuiñas en la Universidad de Granada; otro, a cargo, de Carmen de Mora, en la Universidad de Sevilla, está integrado por varios profesores de esa Universidad y de otras universidades españolas. En Madrid, en la Universidad Complutense, Juana Martínez Gómez trabaja desde hace algunos años en esa dirección, y Niall Binns, junto con Matías Barchino, de la Universidad de Castilla-La Mancha, y otros profesores, investigan sobre escritores hispanoamericanos y la guerra civil española. El lector que busca referencias en torno a la crítica transatlántica puede una serie de publicaciones que han ido apareciendo a lo largo de estos últimos años1. 1
Por orden cronológico éstos son: Varios autores, “Estudios Transatlánticos”, en Signos Literarios y Linguísticos, Universidad Autónoma de México. México: no II.1, (enero-junio 2001); Varios autores, “La otra orilla del español: las literaturas hispánicas de los Estados Unidos” en Insula, Madrid: no 667-668 (julio-agosto 2002); Varios autores. “The Case of Transatlantic Studies”, en Literary Research/Recherche Littéraire, Western Ontario University, London, Canada: no 37-38, (2002); Varios autores, “Travesías Cruzadas: hacia la lectura transatlántica”, en Dossier en Iberoamericana, Madrid y Frankfurt: no 9 (marzo 2003); Hansberg, Olbeth y J. Ortega (eds.), Crítica y Literatura, América Latina sin fronteras (Mexico: UNAM, 2005) [Actas del coloquio organizado por el Proyecto T-A de Brown y la Coordinación de Humanidades de la UNAM]; Ortega, Julio y Esther Truzman (eds.) “José Emilio Pacheco”, Ponencias del II Congreso Internacional de Estudios Transatlánticos, en La Torre, Universidad de Puerto Rico, no 33 (julio-sep., 2004); Ortega, Julio y Danisa Bonacic (eds.), “Diamela Eltit”, Ponencias del II Congreso Internacional de Estudios Transatlánticos, en La Torre, Universidad de Puerto Rico, no 38 (oct-dic. 2005); Fernández de Alba, Francisco y Pedro del Solar (eds.), “Transatlántica: Ideas y vueltas de la literatura y la cultura hispano-americana en el siglo XX”, en Dossier en Iberoamericana, Madrid y Frankfurt: no 21 (2006); Ortega, Julio, Transatlantic Translations, Dialogues in Latin American Literature (London: Reaktion Books, 2006); Palacio, Celia del y Julio Ortega (eds.), México Trasatlántico, (México: Fondo de Cultura Económica, 2008); Ortega, Julio (ed.) Nuevos Hispanismos (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2010); Ramírez, Ileana y Josebe Martínez (eds.), Estudios Trasatlánticos Poscoloniales (Barcelona: Anthropos, 2010), 2 vols. En segundo lugar, entre los estudios y compilaciones pertinentes al campo, se cuentan los siguientes: Ruiz Barrionuevo, Carmen y César Real Ramos, La modernidad literaria en España e Hispanoamérica (Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1995); Pastor, Beatriz, El jardín y el peregrino. Ensayos sobre el pensamiento utópico latinoamericano, 1492-1695 (Amsterdam: Rodopi, 1996); García Ramos, Juan Manuel, Por un imaginario atlántico (Barcelona: Montesinos, 1996); Armas Wilson, Diana de, Cervantes, the Novel, and the New World (Oxford: University Press, 2000); Marrero-Fente, Raúl, Playas del árbol: Una visión trasatlántica de las literaturas hispánicas (Madrid: Huerga-Fierro, 2002); Egido, Aurora (ed.), “Mapa del Hispanismo”, en Boletín de la Fundación Federico García Lorca, Madrid: 33-34 (2003). (El tomo incluye una
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III. Si la cuestión teórica atañe a la configuración de un polisistema atlantista (Even-Zohar) y la práctica al campo de producción (Bordieu), más compleja parece ser la cuestión disciplinaria. O, por lo menos, más requerida de su puesta a prueba. Los estudios literarios deben cruzar el espectro disciplinario de la historia cultural (la actualidad de la memoria histórica), la crítica poscolonial (la puesta en duda de todo modelo de poder), y lo que a comienzos de este siglo constituye ya una instrumentación analítica no sintética pero sí sincrética (la metacrítica del lenguaje comunicacional); y deben hacerlo para no quedar circunscritos al circuito académico, a la política menos política de todas. La misma filología se ha remozado con una ampliación de sus registros de la textualidad, buscando poner al día su tradición humanista. Los estudios literarios han debido acudir a la etnología, la historia, y la cultura popular,
amplia puesta al día del tema); Mignolo, Walter, The Darker Side of the Renaissance: Literacy, Teorritoriality, and Colonization (Ann Arbor: University of Michigan Press, 2003); Colombi, Beatriz, Viaje intelectual (Migraciones y desplazamientos en América Latina) (Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2004); Kanzepolsky, Adriana, Un dibujo del mundo: extranjeros en Orígenes (Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2004); Ramírez Ribes, María, Diálogos transatlánticos (México: Jorale, 2004); McClennen, Sophia y Earl E. Fitz, Comparative Cultural Studies and Latin America (Perdue: University Press, 2004); Herlinghaus, Hermann, Renarración y Descentramiento, Mapas alternativos de la imaginación en América Latina (Madrid: IberoamericanaVervuert, 2004); Hill, Ruth, Hierarchy, Commerce, and Fraud in Bourbon Spanish America, A Postal Inspector’s Exposé (Nashville: Vanderbilt University Press, 2005); Birkenmaier, Anke, Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2006); Roses, Joaquín, Góngora: Soledades habitadas (Málaga: Universidad de Málaga, 2007). (Una sección está dedicada a Góngora y América); Carreño Bolívar, Rubí, Memorias del nuevo siglo: jóvenes, trabajadores y artistas en la novela chilena reciente (Santiago: Cuarto Propio, 2009); Canaparo, Claudio, Geo-epistemology. Latin America and the Location of Knowledge (Bern: Peter Lang, 2009); Fabry, Genevieve, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.), Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea (Bern: Peter Lang, 2010). En tercer lugar, los siguientes libros, que me tocó leer como tesis doctorales, traman textos literarios, discursos culturales, y escenarios teóricos y metodológicos: Cánovas, Rodrigo, Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria (Santiago: Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 1986); Rodríguez Arenas, Flor María, Hacia la novela: la conciencia literaria en Hispanoamérica (1792-1848) (Medellín: Universidad de Antioquia, 1998); Fernanda Lander, María, Modelando corazones, Sentimentalismo y urbanidad en la novela hispanoamericana del siglo xix (Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2003); HernándezTorres, Ivette, El contrabando de los sentidos: la escritura de la historia en El Carnero (Santiago: Cuarto Propio, 2004); Quispe-Agnoli, Rosario, La fe andina en la escritura: Resistencia e identidad en la obra de Guamán Poma de Ayala (Lima: UNMSM, 2006); Chorba, Carrie C., Mexico, from Mestizo to Multicultural (Nashville: Vanderbilt University Press, 2007); Cueto, Alonso, Juan Carlos Onetti. El soñador en la penumbra (México: Fondo de Cultura Económica, 2009).
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por un lado, y al psicoanálisis y la filosofía, por otro, buscando rearticular la función de las representaciones. En cambio, Spivak ha preferido declarar el fin de los estudios de literatura comparada entre literaturas nacionales y centrales, para proponer, en cambio, una “amistad” democrática entre otras zonas culturales. Esa fatiga de la lectura crítica es también patente en la propuesta de mapas de la novela, los que duplican la topología y la tornan, pronto, en prueba estadística. Hay que decir, sin ironía, que la sobrevaloración de los mapas demuestra una ansiedad del archivo: el mapa sustituye a la documentación y provee una ilusión del análisis. En todo caso, la idea de una literatura mundial (o más bien, Occidental) termina consagrando nuevos polos de poder. Pero tampoco tiene mucho sentido oponer la literatura nacional a la mundial, haciendo un mapa a escala minimalista que cualquier literatura refuta. En verdad, la literatura nacional se revela mejor en el espejo de la otra, la global; no como uno de sus capítulos sino como los protocolos de un mismo diálogo. Es ilustrativo comprobar hasta qué punto es nacional una literatura tan internacional como la argentina, tanto que una requiere traducirse para la otra, con lo cual la traducción se hace su mecanismo interno dialógico. Por su parte, la extensiva literatura nacional mexicana es sorprendentemente internacional, al punto que la primera ha mexicanizado a la segunda para reconocerse. Es fácil atribuirles a las fundaciones nacionales del siglo XIX la necesidad de una literatura local, tanto como la urgencia de un diccionario de regionalismos. Parecemos más legibles en esa construcción romántica, “la literatura nacional,” hecha sobre el paisaje de ruinas arqueológicas, ya ilegibles. En una época se entendió la literatura nacional como el paisaje pintoresco de la burguesía criolla, requerida de color local; más recientemente, como el capital simbólico de la vieja izquierda. Los estudios transatlánticos aparecen, es cierto, en un período de intensa globalización, pero nunca como su discurso ilustrado sino, siempre, como su contradicción. Bien visto, la ideología de verdad única de la globalización es el último de los grandes relatos, alimentado por el programa neo-liberal, lo que suma la violencia del capitalismo de extracción (su destino manifiesto) y el economicismo como legitimidad política (la conversión de la cotidianidad en transacción). El Mercado se convierte, así, en el paradigma universal, y cada vez más literatura, incluso la de mero consumo, adquiere la validación añadida de sus precios. Y, sin embargo, la mala distribución y peores servicios terminan promoviendo la emigración a los países más ricos, creando una nueva servidumbre ilegal, a la vez necesitada y criminalizada. Minado por la corrupción, el estado le da la razón al populismo, que es su caricatura en el espejo. Al final, el tráfico de todo orden es el mercado negro 34
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del mercado neo-liberal, su exacta réplica, y no menos monstruosa. Los indígenas desplazados de sus tierras a nombre de las materias primas (como en Bagua, asesinados y acusados), nos devuelven al siglo XVI. De allí que llamemos “diferencia” al posicionamiento crítico en espacios de alteridad política, donde debatir lo global desde la suerte de lo local. Precisamente, el modelo de leer transatlántico atraviesa la ideología única con el contradiscurso de una universalidad de lo particular. Pero no se trata de los materiales mismos, que pueden ser del todo regionales, como el español andino que hablan los migrantes narrados por una literatura del peregrinaje de la nación, que bien podría ser leída paralelamente al exilio dantesco y su lengua peregrina. Después de todo, el Infierno es lo que es no por el fuego, sino por su carencia de articulación. Pues bien, la crisis de las disciplinas no se debe sólo al trámite de su organización institucional, a lo que se conoce como “la crisis de áreas”, y que refiere el hecho de que los estudios latinoamericanos, por ejemplo, pierden relevancia al marginalizarse y no estar articulados a los estudios internacionales o supraregionales. Institucionalmente, es el éxito de la literatura latinoamericana lo que podría subrayar el desarrollo de los estudios literarios, que acompañan el despliegue, sobre todo, de las varias fases de la novela contemporánea en español. Pero más pertinente a la naturaleza de los objetos culturales del campo latinoamericanista y de su desdoblamiento atlantista, es el hecho de que los objetos culturales (tanto de la cultura popular como de la letrada) resisten su procesamiento en series transparentes y cuantificables. Esta rebelión de los objetos pone en crisis la lectura disciplinaria y su productividad. Por definición, una disciplina, robusta de métodos, requiere definir su campo de objetos para observar su conducta, dictaminar sus variables e interpretar sus procesos. Pero hacia los años 1990, cuando la crisis endémica de lo que conocíamos por América Latina cambiaba de sujetos, agentes, prácticas, clases, asociaciones, conductas, desplazamientos, valores y expectativas, llamarse sociólogo se convirtió en una declaración de modestia. Las ciencias sociales consideraron cambiar de repertorios o condenarse a la redundancia. Las instituciones estatales, por un lado, y las fundaciones por otro, promovían lecturas y metodologías, al punto de que en México, por ejemplo, un estudio sobre la pobreza no podía afirmar que la de la ciudad era mayor que la del campo porque el gobierno se vería cuestionado. En la era neo-liberal, en Chile los economistas declaraban que la pobreza había desaparecido; y hasta el pueblo había desaparecido, porque cuando los sociológicos preguntaban a los habitantes de los barrios por su clase social, todos respondían: clase media. El cine latinoamericano, por su parte, convirtió las representaciones en nueva tipología sentimental de consumo: en Ciudad de Dios muere un niño cada dos minutos, confirmando al espectador lo que 35
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ya creía saber; en La estrategia del caracol, el pueblo es admirable porque no paga el alquiler; y en Madeinusa la única salvación de la mujer es la ciudad, esto es, los indígenas deben modernizarse o desaparecer. De pronto, América Latina se hizo irrepresentable, a consecuencias de que la violencia la había hecho ilegible, y hasta su documentación más sensible (población migrante, pobreza, violencia de género, tráfico, delincuencia…) dejó de ser fiable. El racismo, el machismo, el autoritarismo se revelaron como la patología cotidiana de la pérdida de la comunidad. No ha de extrañar, por lo mismo, que el escenario nacional se tornara melancólico de lectura, conflictivo de organizar, y opaco al diálogo. Y, sin embargo, en esa misma crisis y con sus mismos materiales emergieron nuevas formas de expresión, arte público, teatro campesino, cultura popular, y actos performativos de carácter político y fuerza de contradicción. En el Perú, por ejemplo, la lucha por los derechos humanos, luego de la matanza de 70 mil personas en la guerra sucia entre Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas, el arte de la memoria forjó un sistema de representaciones que pasaba por las mediaciones capaces de ir más allá de la denuncia, hacia la humanización misma de la violencia, cuyos términos de discordia radical había que controlar. Ese desafío de la representación ha elaborado uno de los períodos más ricos del encuentro de la cultura letrada y la popular (un dossier de Iberoamericana y un número de INTI, que hemos preparado, dan cuenta de la respuesta crítica peruana). Esta teoría del diálogo como la búsqueda del otro, en la otra orilla, cruza fronteras para abrir espacios de respiración, y nuevas tramas de legibilidad. Los estudios transatlánticos, a su modo, responden también a la violencia de los saberes institucionales de sanción y valoración, que rehúsan devolver la palabra que no los confirma. Por eso, sus objetos no preceden necesariamente a su metodología sino que, no sin riesgo, su cotejo, comparativo y tramado, parte de una pregunta cuya respuesta, si la hay, es un objeto nuevo, una nueva evidencia. Algunas preguntas por las semillas de Europa que crecen desmesuradamente en suelo americano, por ejemplo, pueden postular que esos frutos crecen, en verdad, en el discurso americano, como el primer repertorio de la mezcla. Este objeto transatlántico está contextualizado en la Naturaleza pródiga, de orden providencial, de tradición milenaria; y en manos de algunos escritores e intérpretes culturales, en la Crónica de Indias, en el Barroco, en el realismo mágico, será conceptualizado como un modelo cultural: la mezcla es el fruto de lo moderno, la memoria del porvenir. Pronto, esa elaboración de la abundancia tendrá una función política: lo nuevo, lo heteróclito, es un espacio alterno, acogido 36
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a la diferencia de lo múltiple. Calibán no sólo aprende a maldecir, lo que lo haría una víctima perpetua; aprende también a nombrar y hacer suyos los bienes de su Isla; y el lenguaje le permite el derecho a “la gracia”, a su dignidad, perspectiva que he propuesto (Transatlantic Translations). Los estudios transatlánticos, en el turno que les toque ejercitar, tendrán que probar su capacidad de hacer las preguntas pertinentes, las más productivas de significación. Las representaciones de la abundancia, la carencia y la virtualidad son modelos de procesar los trabajos de morar, casi siempre en la intemperie del sentido, allí donde estar es construir un habitat (Heidegger). Las próximas preguntas serán por el Sujeto, por los migrantes, por el peregrinaje de una lengua española que se transforma en las instancias de su recorrido, entre comunidades alternas y de tránsito (Ubilluz). Pero también por los sujetos de la servidumbre, empezando por los esclavos y las rutas atlánticas del tráfico. ¿Cómo responder al hecho de que en inglés hayan diez mil autobiografías de esclavos y en español tengamos sólo dos? (Las de dos cubanos, Manzano y Esteban Montejo). Mi respuesta es obvia: porque no las hemos visto. Como “La carta robada” (no la de Poe sino la que de Poe leyó Lacan) es una ausencia que está presente, como un hueco del lenguaje. (Hay algunas biografías sumarias en repertorios históricos y testimonios jurídicos). He aquí otro objeto discursivo que nos falta interrogar como la evidencia de lo que no sabemos y podríamos crear. Y esa es la dimensión política de los estudios transatlánticos. Porque disputa el orden de los saberes consagrados como autosuficientes, porque documenta la otra orilla de la memoria cultural, y porque tiene casi todo por hacer.
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Las redes intelectuales: secuencias, contactos, religaciones transnacionales Aportes al saber literario Claudio MAÍZ Universidad Nacional de Cuyo
El propósito de estas reflexiones se orienta a formular algunas perspectivas teóricas en el campo de los entramados construidos entre figuras letradas más allá del estado-nación. Un estudio histórico de algunas redes intelectuales puede contribuir al conocimiento de la historia literaria latinoamericana desde nuevas concepciones, que interpelen incluso lo que llamamos “literatura latinoamericana”. Relacionar las redes, la historiografía literaria y el comparatismo podría optimizar nuestro conocimiento sobre los hechos literarios, a fin de que no sean comprendidos como epifenómenos circunscritos a un texto y a un autor, a veces extremadamente aislados. Aun cuando eso no ocurre, en los casos en que se estudian movimientos o procesos, la mirada no excede los límites de las literaturas nacionales y rara vez se fija como horizonte una cultura transatlántica.
Nociones: procesos literarios transnacionales del siglo XX En estos últimos años se han realizado una serie de eventos académicos que apuntan a reflejar el debilitamiento del paradigma del estadonación como marco excluyente para los estudios literarios. En Sevilla tuvo lugar un congreso internacional llamado “Nudo Mediterráneo” (2006). El lema de este encuentro provenía de una cita de Averroes en la carta a un amigo: “… porque quien no conoce bien el nudo, no puede soltarlo.” Más o menos para la misma fecha se realizó otro congreso en Querétaro (México) titulado “Estudios cruzados de la Modernidad”. A todo esto habría que adicionar un artículo de los años 1970 de Jorge Schwartz “Las ideas fuera de lugar”, que dio lugar a unas Jornadas (2009), que aludía a esos términos, nada más que en forma de interrogación: “¿Las ideas fuera de lugar? El problema de la recepción y la 39
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circulación de ideas en América Latina.” Se suman asimismo los encuentros organizados en la Universidad de Brown sobre los estudios transatlánticos y los artículos publicados por su organizador Julio Ortega. También el interesantísimo artículo de Antonio Benítez Rojo “El Caribe y la conexión afroatlántica”, el trabajo de Elías Palti, “El problema de “las ideas fuera de lugar” revisitado. Más allá de la historia de las ideas” (2004) o propuestas comparativas como la de Renata Telles, “Latino-americanismo e orientalismo: Roberto Schwarz, Silviano Santiago e Edgard Said” (2004). Este conjunto de investigaciones y encuentros científicos son apenas una muestra del interés por los estudios de la recepción, circulación y configuración de las ideas en contextos más amplios, con la consecuente complejidad que ello conlleva. En lo que concierne estrictamente a las ideas, podríamos partir del planteo de una “crítica de la recepción pura”. ¿Qué significa eso? Cuando Bajtín decía que la “forma es el contenido” aludía a la imposibilidad de pensar el fenómeno estético como una operación de desmontaje de la forma y el contenido. Esta manera indisoluble de encarar la cuestión artística puede ayudarnos a plantear nuestra perspectiva. La recepción y circulación de ideas (políticas, estéticas, filosóficas) constituye un problema de múltiples dimensiones, es verdad, pero podría decirse también que la circulación de las ideas no puede pensarse al margen de la “adecuación” o no a la realidad con la que se topa, de acuerdo a un abanico de objeciones que ciertos sistemas de ideas han sufrido en América, a saber: universalistas y criollistas, europeístas y nacionalistas, marxistas y liberales, entre otros. En estos debates también se ponen en juego, claro está, componentes identitarios y valores diferenciales. En otros términos, la hipótesis que formulamos apunta a señalar que los estudios eidéticos –en nuestro caso los que conciernen a ideas estéticas– o abordan la dificultad de la circulación y recepción como parte de la estructura misma de la idea o pueden incurrir en aquello que el crítico ruso quería impedir en el orden estético, es decir, apenas contentarse con el “contenido” sin atender las alteraciones que la circulación y recepción le imprimen a la idea. La condición periférica es apenas un costado del asunto de la circulación y recepción de las ideas en América Latina (aunque las redes podrían poner en duda esta afirmación). A ello debe adicionarse los mecanismos mediante los cuales las ideas circulan, los forcejeos que sobrevienen con su incorporación a un espacio extraño, las redes que lo propician o favorecen, etc. Hace un tiempo nos hemos referido a este asunto (Maíz, 2005 y 2009), en esta oportunidad quisiéramos volver a leer “las ideas fuera de lugar” como una fórmula periférica e internacional. Nuestro campo estará acotado a las ideas literarias y las polémicas suscitadas a la hora de ser incorporadas como “novedades” o “modernizaciones” a un campo cultural distinto. 40
Las redes intelectuales. Aportes al saber literario
Veamos cuáles son los elementos que están en juego en la trama que intentamos rearmar: en primer lugar, los factores de la mediación, esto es, los medios o soportes (oralidad, escritura); los sujetos (intelectuales, editores, traductores, libreros, grupos culturales, viajeros, migrantes); las redes intelectuales y los circuitos que se establecen; finalmente los discursos como instancias de producción y circulación de sentidos, no como simple “contenido”. Las perspectivas disciplinares intervinientes: teoría de la recepción de H.R. Jauss, la hermenéutica y la crítica literaria, la sociología de la cultura (Raymond Williams), la historia intelectual y cultural, el análisis del discurso, la sociología de la lectura, la historia de los intelectuales. En suma, las nociones relevantes en juego son: transculturación (Rama y F. Ortiz) y geopolíticas del conocimiento (Mignolo), religaciones intelectuales (Zanetti, Devés). Ahora bien, siempre hemos querido destacar la doble dimensión de los procesos literarios transnacionales, la materialidad misma que los anima (viajes, encuentros, epistolarios, reuniones, revistas), por un lado, y por otro, una dimensión menos sencilla de develar que es la correspondiente al impacto que toda la dimensión material del proceso tiene sobre la cultura letrada. En otras palabras, en qué niveles del discurso se presiente el efecto de estos movimientos intelectuales, cómo altera las relaciones literarias ad intra y ad extra del campo que se estudia, en fin, ¿el proceso de transnacionalización literaria puede prescindir de aquella materialidad? Esta pregunta viene al caso para producciones como las de J. E. Rodó que no salió nunca de Montevideo (salvo en un viaje a Italia donde muere); o para las lecturas de la novela moderna anglosajona que emprendieron los miembros del boom y no conocieron ni alternaron con ninguno de ellos. Sin embargo la obra de Rodó lleva el peso y las tonalidades ideológicas del pensamiento francés; las técnicas narrativas deslumbraron a los escritores del boom. Estos son apenas algunos de los episodios que deberían alertarnos sobre los fenómenos de internacionalización y/o transnacionalización que solamente alcanzan a producirse por una misma vía, es decir, el contacto físico. De suyo, muy relevante pero prescindente en un buen número de ejemplos. Entonces, ¿las redes son apenas intentos de ordenamiento clasificatorio o hay otras múltiples maneras de entenderlas? Aquí entran en juego los mapas de lecturas, la relevancia de las traducciones y el papel de las editoriales. “Pensar a través de la movilidad”, es el título de uno de los apartados de Mary Louis Pratt que nos parece muy sugerente. En efecto, pensar a través de la movilidad es la orientación del libro colectivo al que pertenece el trabajo de Pratt, titulado “Sujetos en tránsito”. La noción de movimiento en la cultura, es obvio decirlo, es central, ya que sin la fuerza de los desplazamientos no se producirían los contactos. Una 41
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dialéctica compuesta por el cinetismo, de un lado, y el asentamiento, por otro, posibilitan procesos culturales complejos. Esquemáticamente, al ciclo del traslado se le puede atribuir la función de traslado y al del reposo la productividad de nuevos fenómenos culturales. Dicho lo mismo en términos más concretos, los viajes a París desde Esteban Echeverría en adelante, para tomar solamente la etapa republicana en América Latina, desencadena, con el regreso, una serie de alteraciones en los círculos culturales rioplatenses. La introducción del romanticismo tiene a Echeverría como una de las principales vías. Por estos motivos la pregunta de cómo pensar los episodios culturales, aunque no sea la respuesta completa, debemos decir que es a través del movimiento, el desplazamiento; ello incluye una gama muy amplia de posibilidades que van desde el exilio, forzado y/o voluntario, la migración, el snobismo, el rito, el turismo, las diásporas, etc.
“Relaciones internacionales” del campo cultural ¿Qué hace que una red se forme? ¿Cuál es la motivación, el anhelo, la utopía o la necesidad que moviliza a los hombres y mujeres letrados a conectarse entre sí? La respuesta no es unívoca, sin embargo se podría ensayar una de alcances más ceñidos a las redes latinoamericanas. Como se ha dicho, para que se produzca el sistema de religación es necesario un código de comunicación común y compartido. Se trata de un requisito indispensable que posibilita el funcionamiento de la red, sellando la conexión entre los miembros. Mientras perdura la familiaridad, la red se sustenta. La desaparición sobreviene cuando los elementos comunes dejan de existir, como es obvio. En cuanto a las redes latinoamericanas, las del siglo XIX, particularmente, la impronta que las activa debe buscarse en los impulsos por la reinserción de América Latina en la cultura occidental, después de la ruptura con España, guerras de la independencia mediante (1810-1824). La aspiración de ese nuevo espacio ideal se manifiesta como un deseo de actualización o modernización de la cultura. Con todo, no se trata de una nueva sensibilidad exclusivamente latinoamericana, sino que afecta por igual a las áreas periféricas de entonces. Así por ejemplo, en la España del 900, el fenómeno se muestra, al igual que en América latina, a través de un éxodo de artistas que emigran a París (Colombi). El movimiento centrífugo se hace ostensible como un “síntoma de carencia”. Esta huella formativa de las redes latinoamericanas en los comienzos de las repúblicas no se desvanece durante el siglo XX, sino que se evidencia de otras maneras. Esto es, persiste la ansiedad por la actualización o el “estar al día”. Los debates sobre meridianos culturales hacia la segunda década del siglo XX, y aun más adelante, alude a los puntos comparativos en danza:
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Madrid, Nueva York o París a partir de los cuales se “mide” la actualidad. Pero también, sería factible indicar una fuerza superior que impele los emprendimientos asociativos por medio de redes. Se trata de las fuerzas libertarias provenientes desde Europa, secundadas por el desarrollo de los medios técnicos de comunicación. Un espíritu de concordia anima la producción de discursos utópicos sobre la unidad mundial. Podríamos decir, entonces, que el código matriz compartido en la red de intelectuales se despliega en dos planos: uno, endógeno, reúne las problemáticas propias del movimiento intelectual de la modernización latinoamericana, otro, exógeno, proviene de los relatos emergentes de la revolución comunicacional que se está produciendo en el Hemisferio Norte. En una conferencia dictada hacia fines de los años 1980, “Las condiciones sociales de la circulación de las ideas”, Pierre Bourdieu presentó los esbozos de un programa para una ciencia de las relaciones internacionales en materia de cultura. Centrado inicialmente en las relaciones entre Francia y Alemania, el sociólogo francés buscaba favorecer, en general, la internacionalización de la vida intelectual. Remarcaba como factor de generación de formidables malentendidos “el hecho que los textos circulen sin su contexto”, que no llevan consigo su “campo de producción y los receptores, al pertenecer a otro campo de producción diferente, llevan a cabo reinterpretaciones en relación con su propio campo”. Distingue entre una lectura nacional de un texto y la lectura extranjera del mismo texto, a partir de la libertad que la última se reserva para sí. Compara el juicio de un extranjero con el juicio de la posteridad, ya que, por lo general, la posteridad juzga mejor, y eso porque los contemporáneos “son competidores y que ellos tienen intereses ocultos para no entender y aun para obstaculizar la comprensión”. Tanto el extranjero como la posteridad corren con la ventaja de la distancia, la autonomía que las imposiciones sociales del campo no permiten (Bourdieu: 3-8. La traducción es nuestra). En el programa esbozado por el sociólogo francés, la presentación de las relaciones entre campos culturales diferenciados y la circulación de las ideas a través de ellos paga todavía tributo a una concepción fuerte del estado-nación. La observación del movimiento de las ideas se realiza tomando en cuenta dos naciones (Francia y Alemania), y que al contactarse los sistemas de ideas de uno y otro campo se ocasiona más de un mal entendido por las resignificaciones que se producen. Con todo, esta perspectiva presenta serias dificultades para pensar las “relaciones internacionales” de las ideas (o los bienes culturales en general) más allá del estado-nación. Incluso un contacto punto a punto, como se desprende de una relación entre dos naciones, nunca llega a realizarse con 43
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direcciones ordenadamente preestablecidas. Aunque algunos de los mecanismos y movimientos señalados por Bourdieu conservan alguna vigencia, entendemos que las redes ejercen sus propios dispositivos de apropiación de los significados, que dependen más de los consensos en el interior de las redes, en acuerdo con los intereses que conglomeran a sus miembros, que de las estructuras institucionalizadas. Lo dicho cabe asimilarlo, en América Latina, a la red modernista (p.e. las revistas), la red americanista (la editorial América de Blanco Fombona, Casa de las Américas como revista, premio y editorial), a la red americanista que prefigura la fundación del latinoamericanismo (el proyecto de Tierra Firme, Cuadernos Americanos, el núcleo cultural formado, entre otros miembros, por la relación entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes). Si todavía en los postulados de Bourdieu quedan resabios de una incursión en la que el estado-nación apoya la perspectiva analítica, Pascale Casanova, aun reconociendo el uso de los principios metodológicos de quien formuló la noción de “campo intelectual”, se propone, a la hora de pensar la literatura comparada traspasar los límites conceptuales del estado-nación. En su lugar propone un “espacio literario internacional” para repasar las relaciones establecidas entre las diversas literaturas. En su embate contra el comparatismo oficial, Casanova lo califica como un nacionalismo más, contrariamente a lo que pueda suponerse por su carácter comparativo, ya que la tradición comparatista admite como “insuperablemente nacional una literatura nacional”. Esta nueva perspectiva tiene un largo alcance: En consecuencia, si procuramos definir –argumenta Casanova– la literatura como un campo internacional relativamente autónomo y en vías de unificación, ya no cabe describir, al modo en que se lo hace de ordinario la literatura comparada, la circulación y la exportación de las grandes revoluciones específicas (como el naturalismo, el romanticismo, el surrealismo o la aparición de Faulkner, que ha sido una inmensa revolución en el mundo entero, y en particular en los países menos favorecidos económica y literariamente) ni en el lenguaje de la “influencia” ni en el de la recepción. (Casanova: 62)
Estado-nación, influencia y teoría de la recepción son conceptos puestos bajo una mirada severamente crítica. Incluso con algunas coincidencias, estimamos que las sugerencias de Casanova no terminan de ilustrarnos sobre la manera como aquellas nociones llegan a ser sustituidas, ya que el solo establecimiento de un espacio literario internacional parece exiguo. A decir verdad, sin ponernos a discutir los términos mediante los cuales justifica dicho espacio, la circulación de las grandes revoluciones técnicas y cosmovisionarias no se hace sino por medio de las redes.
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Así las cosas, ¿qué dimensiones del intercambio cultural pueden considerarse impactados por el funcionamiento en red? ¿Qué ideas, experiencias, vivencias tienen su origen en la lógica de enlace de la red, sin la cual una idea, experiencia o vivencia no habría sido viable? McLuhan pensaba que las sociedades siempre habían sido remodeladas mucho más por la naturaleza de los medios con que se comunicaban los hombres, que por el contenido de la comunicación. Aunque exagerada y varias veces criticada, esta tesis tuvo la virtud de llamar la atención hacia la dimensión antropológica de los medios de masas, y, fundamentalmente, sobre el enlace entre medio y el fenómeno social total (la galaxia). Vale la pena, entonces, recuperar el aserto –con todos los matices del caso–, a fin de poner al descubierto la manera como los vínculos que la red genera pueden incidir en la configuración de percepciones e ideas acerca del fenómeno social total, en el sentido que lo plantean Laclau y lo venimos sosteniendo. El salto del “hombre tipográfico” al “hombre electrónico”, que tiene a la televisión como avanzada, es espectacular. Por ello mismo, no nos permite percibir algunos epifenómenos producidos en los comienzos de la era del “circuito eléctrico”. Este sistema comunicacional en sus comienzos llegó a establecer lazos que antes eran impensables entre los miembros de la comunidad internacional. Forjó una nueva conciencia en la que el individualismo y el nacionalismo se daban por superados. Así como también, contribuyó a reformular ideas como el cosmopolitismo o el internacionalismo. Desde un punto de vista socio-cultural, la red se caracteriza esencialmente por su acción transversal (clase social, nacionalidad, nivel de instrucción), es verdad, y adquiere un mejor y más ajustado desarrollo entre los intelectuales. Para nosotros, este detalle resulta clave, en virtud de que las redes en observación están integradas por hombres letrados. Claramente es posible visualizar mudanzas en los modos de percibir: el espacio (territorialización/desterritorialización); el tiempo (la sensación de la vivencia inmediata y la simultaneidad); la cultura (el lazo de unión entre los hombres; cosmopolitismo, internacionalismo); la pertenencia a un mundo religado (la interdependencia). Las experiencias desterritorializadoras resultan interesantes de contrastar con la tendencia cosmopolita o internacionalista de los letrados latinoamericanos de fines del siglo XX y principios del XX. Ya que la experiencia modernista en relación con este punto es abiertamente desterritorializada, aunque resta saber específicamente a qué coordenadas obedece. Semejante tendencia sigue obrando a lo largo del siglo XX. Sin embargo, la experiencia federativa mundial que irriga el discurso pacifista y de armonía universal de las metrópolis europeas no constituye un eslabón más de la cadena discursiva latinoamericana. En los discursos latinoamericanistas producidos dentro de algunas redes queda en evidencia que desde la experiencia desterritorializadora modernista 45
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en adelante la motivación de este impulso debe buscarse en el resabio balcanizador que impidió una nacionalidad mayor que al modelo impuesto por la modernidad europea. O en todo caso, la modernidad con su poder transformador no hace sino reflotar la estructura de sentimiento de una transversalidad acotada, esto es, la nación ya no es el punto de referencia sino la supranacionalidad latinoamericana.
Religaciones en la formación de redes Resulta obvio decirlo, las revistas cumplen un papel muy relevante para el estudio de las redes intelectuales. Revistas como El Cojo Ilustrado, Marcha, Sur pertenecen a diferentes momentos del siglo XX, no obstante dan muestra de la capacidad aglutinante que poseen las publicaciones periódicas. La temática ha sido estudiada, por cierto, sin embargo –hay que enfatizarlo–, la revista pasa a ser centro y eje de sistemas de conexión entre hombres y mujeres letrados1. No solo por eso son destacables, sino también porque las tramas que se construyen facilitan también cierta ubicación ideológica de las redes que se conforman. Así, las revistas en general carecen de diferencias en el comportamiento a la hora de aglutinar, pero difieren a la hora de propagar. En efecto, los intereses varían y ello posibilita elementales clasificaciones de las revistas, de acuerdo a los credos de sus miembros. Con todo, las distinciones no llegan a ser ni de cerca taxonómicas, en virtud del dinamismo que singulariza el funcionamiento de las redes. Precisamente, este último concepto –religación– pertenece a Susana Zanetti, una de las pioneras estudiosas del tema. La idea de religación conlleva la acción de establecer un nexo o relación de una entidad con otra de su misma especie, en principio. Religar en el sentido utilizado por Zanetti no se asocia a ninguna cuestión trascendental, sino que se orienta a la obtención de un concepto que permita dar cuenta del entramado a veces vital, las más de las veces virtual, entre los hombres y mujeres de letras a la hora de establecer vínculos. Aún así, en su trabajo sobre el modernismo hispanoamericano a través de la revista El Cojo Ilustrado es factible recuperar ese otro sentido trascendental que la noción de religar conlleva, en la perspectiva que ya lo hiciera Rafael Gutiérrez Girardot en su libro Modernismo, esto es, la poesía se convirtió en el sustituto de la religión en el proceso de secularización que por entonces se experimenta. La modernidad trae consigo la desacralización y el desencantamiento del mundo; la pérdida de fe, sin embargo, no se neutraliza sino que se reorienta hacia una fe en la ciencia y el progreso (Gutiérrez Girardot: 33 y ss.). A la religación entre los modernistas hispanoamericanos le cabría también los sentidos indicados, en razón de 1
Carter; Lafleur y otros; Girbal-Blacha y Qattrocchi-Woisson; Tarcus; Sosnowski.
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que la veneración que depositan en la cultura como una vía salvífica del hombre está presente en el humanismo arielista que El Cojo Ilustrado adopta. La “patria celestial” religiosa se ocupa ahora con la “patria intelectual”, el hogar ideal de los intelectuales modernistas (Maíz: 2009a). Algo más sobre el acierto del término de Zanetti: sin entrar a dirimir posibles contradicciones y/o diferencias entre las nociones de red y de religación, ésta última alude al resto material dejado por las redes, su huella en la letra escrita que son los nudos donde los vínculos literarios quedan impresos. Por otra parte, ha escrito Antonio Candido: Cuando en 1960 conocí a Ángel Rama en Montevideo, me declaró su convicción de que el intelectual latinoamericano debería asumir como tarea prioritaria el conocimiento, el contacto, el intercambio con relación a los países de América Latina y me manifestó su disposición para comenzar este trabajo dentro de la medida de sus posibilidades, ya fuese viajando, o carteándose y estableciendo relaciones personales. (Candido: 355)
Es extremadamente valioso este relato del crítico brasileño en virtud de que pone al descubierto la existencia de un plan previo de trabajo en el forjamiento de redes intelectuales latinoamericanas que el uruguayo Rama había diseñado. Los avatares existenciales compuestos por exilios, expulsiones, nomadismo en suma, hicieron que Rama completara su plan con la dirección de la Biblioteca Ayacucho, desde Venezuela. De manera que a las revistas como focos de estudios de las redes también debe incorporarse las editoriales y las colecciones que las componen. El proyecto de Ángel Rama y la colección Ayacucho ha tenido enormes y perdurables efectos en el tiempo. Los antecedentes en este sentido son varios, pero recordemos el del venezolano Rufino Blanco Fombona que creó la editorial “América”, aunque el ámbito de difusión era España, ya que ahí tuvo la sede. Dicha editorial comenzó sus actividades en abril de 1915 y las concluyó en 1933, cuando Blanco Bombona abandona Madrid. En dieciocho años de existencia publicó 324 volúmenes, distribuidos en nueve colecciones: “Andrés Bello” (73 títulos), “Ayacucho” (63), “Autores Célebres” (83), entre otras2. Para terminar, el estudio de las redes constituye un importante aporte a la visión de nuevos fenómenos literarios. Asimismo ayuda a la revisión de ciertas premisas que animaron la crítica literaria, algunas de ellas superadas aunque no sepultadas: generaciones, circunscripción de la literatura a las fronteras nacionales, la ansiosa búsqueda de influencias y la consecuente superioridad de quien influye3, son apenas una muestra 2
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El registro completo de los títulos publicados en todas las colecciones puede consultarse en Segnini. “No se encontrará en el libro una lectura basada en la idea de ‘influencia’, o lo que es lo mismo, en una posición que postula un centro dominante en la construcción de la
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de un glosario crítico que está obligado a reformularse bajo pena de ni siquiera asomarse a nuevas realidades. Si estos son algunos de efectos en el presente, no resulta menos productivo si el método de redes se utiliza para investigar los fenómenos pasados. Las redes sirven para examinar así el tráfico y la circulación del capital simbólico entre agentes culturales dentro del marco latinoamericano pero también fuera de él, a través de las alianzas que los miembros de cada red establecen con sujetos exteriores a ellas4.
Bibliografía Bourdieu, Pierre, “Les conditions sociales de la circulation internationale des idées”, en Actes de la recherche en sciences sociales, nº 145 (2002/2005), p. 3-8. Candido, Antonio, Ensayos y comentarios (México: Fondo de Cultura Económica, 1995). Carter, Boyd G., Historia de la literatura hispanoamericana a través de sus revistas (México: Ediciones de Andrea, 1968). Casanova, Pascale, “Del comparatismo a la teoría de las relaciones literarias internacionales”, en Anthropos, nº 196, Barcelona (2002), p. 62. Colombi, Beatriz, “Camino a la meca: escritores hispanoamericanos en París (1900-1920), en Altamirano, Carlos (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina, tomo I, La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, ed. Jorge Myers (Buenos Aires: Katz, 2008). Girbal-Blacha, Noemí y Qattrocchi-Woisson, Diana, Cuando opinar es actuar. Revistas argentinas del siglo XX (Buenos Aires: Academia Nacional de la Historia, 1999). Gutiérrez Girardot, Rafael, Modernismo (Barcelona: Montesinos, 1983), p. 33 y ss. Lafleur, Héctor Rene y otros, Las revistas literarias argentinas (1893-1960) (Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1962). Liernur, Jorge Francisco, La red austral. Obras y proyectos de Le Corbusier y sus discípulos en la Argentina (1924-1965) (Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, Prometeo, 2008). Maíz, Claudio, “La ‘realidad’ como fundamento y la eficacia de las ideas: el caso del antimodernismo literario”, en Cuadernos Americanos, Nueva Época, nº 120 (ab.-jun., 2005) vol.2 (UNAM), p. 55-86.
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cultura arquitectónica moderna. La modernidad es un momento que se caracteriza precisamente por la dispersión de los núcleos de elaboración cultural que en las sociedades tradicionales estaban ligados de manera directa a la centralidad política y económica.” A partir de esta premisa, Jorge Francisco Liernur reconstruye el itinerario de las ideas y acciones de Le Corbusier en la Argentina (Liernur: 19). A nuestro modo de ver el estudio de redes comparte con los estudios trasatlánticos un interés por la producción más allá de las fronteras del estado-nación. Véase Ortega y Palacio.
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–, “Teoría y práctica de la “patria intelectual”. La comunidad transatlántica en la conjunción de cartas, revistas y viajes”, en Revista Literatura y Lingüística, nº 19 (Santiago de Chile, Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez, 2009a). –, “Situaciones del liberalismo en América Latina: Polémicas en torno al ‘lugar correcto’, en Argentina y Brasil (siglo XIX)”, en Patrice Vermeren y Marisa Muñoz, Repensando el siglo XIX desde Francia y América Latina. Homenaje al filósofo Arturo Andrés Roig (Buenos Aires: Ed. Colihue, 2009b). Ortega, Julio, Palacio, Celia del (coords.), México trasatlántico (México: Fondo de Cultura Económica, Universidad de Guadalajara, 2008). Segnini, Yolanda, La editorial América de Rufino Blanco Bombona, Madrid 1915-1933 (Madrid: Libris 2000, 1997). Tarcus, Horacio, Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg (Buenos Aires: Ediciones El Cielo por Asalto, 2001). Sosnowski, Saul, La cultura de un siglo. América Latina en sus revistas (Buenos Aires: Alianza, 1999).
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PRIMERA PARTE MÉXICO
COORDINADORES: ROSA GARCÍA GUTIÉRREZ Y ALFONSO GARCÍA MORALES
Las relaciones entre España y México durante la Primera Guerra Mundial y el periodo de Entreguerras Agustín SÁNCHEZ ANDRÉS Instituto de Investigaciones Históricas – Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Las relaciones entre España y México han reproducido las complejidades propias de la historia de dos países unidos durante siglos por profundos vínculos políticos, económicos y culturales, cuya existencia se prolongó mucho más allá de la desaparición de los lazos coloniales. El carácter traumático de la independencia mexicana condicionó las relaciones de México con su antigua metrópoli durante una buena parte del siglo XIX. No sería hasta el último tercio de esta centuria cuando las relaciones entre ambos países entrarían en un proceso de normalización, el cual parecía dejar atrás los problemas del pasado. Esta normalización no se limitó a un ámbito puramente diplomático, sino que pareció que México se reconciliaba finalmente con su pasado hispánico, como ponían de manifiesto las cada vez más estrechas relaciones culturales establecidas entre ambos países durante el Porfiriato y el clima de reconciliación que caracterizó la celebración de los actos conmemorativos del primer centenario de la independencia mexicana. El estallido de la primera de las grandes revoluciones sociales que marcaron el convulso siglo XX abrió un paréntesis en este proceso de normalización e incrementó de manera dramática las tensiones entre España y México. El nuevo régimen político revolucionario, heredero a un tiempo del radicalismo liberal decimonónico y de diversas utopías socialistas, no sólo chocó frontalmente con los intereses de la pequeña pero próspera colonia española en este país, sino que puso nuevamente en cuestión el papel de España y de “lo español” en el proceso de construcción nacional mexicano. Con todo, esta etapa de intensa conflictividad llevaba en sí misma las semillas que permitirían un nuevo acercamiento entre ambos países. Tras el sangriento trasfondo de la lucha por el poder entre las distintas facciones revolucionarias, México se convir53
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tió durante el primer tercio de esta centuria en un gran laboratorio de experimentos sociales que ejercieron una poderosa atracción sobre los movimientos reformistas de todo el mundo. Esta situación, unida al exilio temporal en España de buena parte de la elite intelectual mexicana, hizo posible que intelectuales y políticos de ambos países establecieran durante este período importantes redes de contactos y tendieran los puentes que harían posible que en el futuro tuviera lugar un nuevo acercamiento entre ambas orillas del Atlántico. La proclamación de la Segunda República Española abrió una etapa de intensa colaboración entre los regímenes reformistas de ambas naciones, cuyas elites políticas e intelectuales estaban vinculadas ideológicamente y, en algunos casos, habían establecido estrechos contactos durante el período anterior. La cooperación abierta entre ambas naciones, que tuvo su máxima expresión en el ámbito de la Sociedad de Naciones, constituía en cierta medida una estrategia defensiva frente a un entorno internacional cada vez más hostil, que alimentaba las resistencias despertadas en el interior de ambas sociedades por los procesos de modernización impulsados por la elite reformista en el poder. No es, por ello, extraño que, al estallar la guerra civil española, el gobierno mexicano se involucrara profundamente en un conflicto que, en gran medida, reflejaba las incertidumbres y la fractura que por entonces dividían a la propia sociedad mexicana. La principal consecuencia de todo ello sería la llegada a México del exilio español y, como parte del mismo, de un número significativo de los intelectuales republicanos españoles que, en cierto modo –y, desde luego, a mayor escala–, venían a cerrar el círculo iniciado anteriormente por el exilio intelectual mexicano en España, abriendo de este modo un nuevo y fructífero capítulo dentro de las complejas relaciones entre dos pueblos unidos por la Historia.
Entre conflictos y reconciliaciones, 1914-1930 El colapso del régimen porfirista en 1911 apenas afectó en un principio a la marcha de las relaciones entre España y México. La nueva administración mexicana, presidida por Madero, se esforzó por mantener el nivel de cordialidad que las relaciones con España habían alcanzado durante la etapa anterior. El gobierno maderista se mostró dispuesto a indemnizar a los ciudadanos españoles afectados por la lucha revolucionaria y designó como representante en Madrid al conocido hispanista y antiguo secretario de Educación Justo Sierra (Illades: 107110). La caída de Madero y el establecimiento del régimen dictatorial de Victoriano Huerta en febrero de 1913 cambiarían por completo el panorama. El confuso papel desempeñado por el representante español, 54
España y México en la I Guerra Mundial y Entreguerras
Jacinto Bernardo de Cólogan, en la conjura que dio lugar a la destitución y posterior asesinato del presidente mexicano y la implicación de un numeroso grupo de españoles con los rebeldes durante los sucesos de la “Decena Trágica” pasarían a formar parte del imaginario revolucionario mexicano e incrementarían la latente hispanofobia de amplios sectores de la sociedad mexicana. El rápido reconocimiento de Huerta por el gobierno español y la decidida identificación con la dictadura de los sectores más acomodados de la colonia hispana en México, los cuales pasaron con rapidez a apoyar a Huerta cuando se hizo patente que éste no cedería el poder al sobrino de Porfirio Díaz, contribuyeron a que la imagen de España quedara estrechamente asociada a la de la dictadura huertista1. Las consecuencias no se harían esperar. El régimen de Huerta logró que los orozquistas depusieran las armas, pero no consiguió acabar con el zapatismo, ni pudo someter al gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien se había levantado tras la deposición y asesinato de Madero, proclamando el Plan de Guadalupe por el que se desconocía al régimen huertista y se proclamaba al propio Carranza como primer jefe de las fuerzas constitucionalistas. La revolución prendió rápidamente en el norte del país, especialmente en Chihuahua, donde Pancho Villa capitalizó pronto el descontento, y en Sonora, donde el congreso estatal se pronunció contra Huerta. El ejército federal se mostró incapaz de frenar el avance de los revolucionarios, asfixiado por el embargo de armas impuesto por el nuevo presidente de Estados Unidos, el demócrata Woodrow Wilson, quien tras llegar al poder en marzo de 1913 desautorizó el papel desempeñado por el embajador estadounidense en la caída de Madero y se negó a reconocer a la dictadura de Huerta. Entre octubre de 1913 y junio de 1914, la diplomacia española contempló con creciente alarma cómo el régimen de Huerta no sólo se mostraba incapaz de restablecer el orden interno, sino cómo las continuas derrotas del ejército federal a manos de los revolucionarios incrementaban el carácter represivo de la dictadura huertista y multiplicaban las exacciones a los residentes extranjeros en el país. La ocupación de Veracruz por un cuerpo expedicionario estadounidense, en abril de 1914, hizo aún más precaria la posición del dictador. La negativa de Huerta a crear comisiones mixtas para resolver las reclamaciones extranjeras y los ataques de la prensa española al propio dictador acabaron por tensar las relaciones con el gobierno español2.
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Sobre la identificación de la colonia hispana con la dictadura de Huerta, véase Flores. Ministerio de Estado a Cólogan, 27/11/1913, en Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (en adelante AMAE), leg. H-2558.
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Las tensiones diplomáticas tenían, sin embargo, una importancia secundaria frente al problema representado por los atropellos sufridos por la colonia hispana en aquellas zonas del país que iban cayendo progresivamente bajo el control de las fuerzas revolucionarias. La causa de estos ataques habría que buscarla tanto en la tradicional hispanofobia de las clases populares mexicanas, como en la identificación de los sectores acomodados de la inmigración española con la antigua clase dirigente que sustentaba al huertismo. La persecución de la colonia española revistió especial dureza en los territorios zapatistas del centro-sur del país, en los que el conflicto tenía una dimensión socio-racial, pero donde adquirió un carácter realmente masivo fue en el norte, especialmente en las zonas de Chihuahua que iban siendo ocupadas por los villistas. La caída de Torreón en manos de Villa, en octubre de 1913, fue seguida por el saqueo de las propiedades de los españoles residentes en esta ciudad y por el asesinato de casi una veintena de los que no habían huido con las derrotadas tropas federales (Illades: 86-87). Tras la toma de la ciudad de Chihuahua, en diciembre de ese mismo año, Villa ordenó la expulsión del país de varios cientos de españoles que residían en la capital del estado, cuyas propiedades fueron confiscadas. De hecho, el “Centauro del Norte” llegó a decretar en abril de 1914 la expulsión de todos los españoles que todavía se encontraban en la zona que estaba bajo su control directo, si bien en junio matizó esta medida, limitándola a aquellos que, “directa o indirectamente”, hubieran intervenido a favor del régimen de Huerta (Illades: 88). Los españoles expulsados por Villa se concentraron en la ciudad texana de El Paso, donde fueron auxiliados por la colonia hispana de México, que en la primavera de 1914 creó una Junta de Auxilios con este objetivo. La situación no dejó de agravarse durante los últimos meses de 1913 y la primera mitad de 1914. Los asesinatos de ciudadanos españoles y la incautación de sus propiedades se multiplicaron por el norte de México. La persecución fue sin embargo mucho menor en aquellas regiones controladas directamente por los carrancistas. En un decreto expedido en Monclova en mayo de 1913, Carranza había ofrecido garantías a los residentes extranjeros en las zonas que quedaran bajo su dominio, reconociendo incluso su derecho a reclamar el pago de los daños sufridos durante la lucha contra Huerta. En un intento por obtener el respaldo de Washington, el primer jefe del ejército constitucionalista ordenó incluso a sus comandantes militares que fueran especialmente cuidadosos con las propiedades de los ciudadanos extranjeros (Cumberland: 255). Ello no fue obstáculo para que Carranza acusara públicamente a la colectividad española en México de haber contribuido a la caída del gobierno de Madero y de apoyar a Huerta, probablemente como respuesta a la hispanofobia de buena parte de sus bases. No obstante, salvo 56
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algunos asesinatos e incautaciones aislados, las medidas antiespañolas adoptadas por los constitucionalistas tuvieron un carácter excepcional, como fue el caso de la expulsión de todos los españoles que residían en la población de Salvatierra (Guanajuato). La caída de la dictadura huertista en julio de 1914 dejó planteado el problema de las relaciones con el nuevo gobierno revolucionario, que pronto se vería agravado por el reinicio de la guerra civil a causa de la rivalidad entre las distintas facciones de la coalición revolucionaria triunfante. Esta situación sería afrontada por el gobierno español mediante la retirada de Cólogan y el envío de agentes confidenciales a cada uno de los dos principales bandos en liza, encabezados respectivamente por Carranza y Villa. El primer agente confidencial español, Manuel Walls y Merino, trató de contemporizar con las dos principales facciones revolucionarias sin llegar a comprometer al gobierno español con ninguna de ellas. Sus gestiones tuvieron un cierto éxito inicial, especialmente con Villa, quien permitió el retorno a Chihuahua de aquellos españoles que no habían estado directamente relacionados con el régimen de Huerta. En septiembre de 1914, Walls fue sustituido por José Caro, quien mantuvo la equidistancia del gobierno español hacia las distintas facciones de la antigua coalición revolucionaria, rechazando las presiones de Carranza para obtener el reconocimiento español. De hecho, Ángel de Caso, un hacendado español estrechamente vinculado al maderismo, fue designado como agente confidencial del gobierno español ante el propio Villa – de quien llegaría a ser consejero– y, poco después, ante el gobierno convencionalista del general Eulalio Gutiérrez. Para entonces el gobierno de Madrid parecía apostar por el triunfo de Villa, quien había llegado a un pacto con Zapata, obligando a Carranza a evacuar la capital en el otoño de 1914. El caudillo norteño había dejado sin efecto las medidas adoptadas en el pasado contra la colonia hispana y se mostraba cada vez más receptivo a las solicitudes de la diplomacia española (Meyer: 148-153). Sin embargo la situación cambiaría abruptamente en febrero de 1915. La reconquista de la capital por los carrancistas provocó la expulsión del país de Caro, acusado por Carranza de haber escondido en la legación española a De Caso, considerado por los constitucionalistas como un agente villista y condenado a muerte como tal. Un mes más tarde, las fuerzas villistas fueron derrotadas en una serie decisiva de batallas que tuvieron lugar en El Bajío. El triunfo de Carranza obligó al gobierno español, presidido por Eduardo Dato, a destituir a De Caso como agente confidencial ante Villa y a acercarse al vencedor. El cambio de rumbo de la diplomacia española se vio facilitado por el propio Carranza, quien se comprometió con Madrid a que, una vez finalizado el 57
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conflicto, se indemnizaría a los españoles perjudicados por el mismo. Con todo, el gobierno español no reconoció todavía oficialmente a Carranza, nombrando al cónsul en Veracruz, Rafael Casado, como agente confidencial en México. No sería hasta octubre de 1915, cuando a través de su representante oficioso en España, Juan Sánchez Azcona, Carranza conseguiría el reconocimiento español como gobierno de facto de México (Illades: 137-142). En marzo de 1916, las relaciones entre ambos países entrarían en un proceso de creciente normalización tras el nombramiento de Alejandro Padilla como ministro plenipotenciario de España en México. El nuevo gobierno mexicano levantó las restricciones impuestas a las actividades de la colonia española en varios estados del país por algunos dirigentes revolucionarios, como el general Francisco Coss, y devolvió la mayor parte de las propiedades confiscadas, especialmente en lo que había sido el territorio villista. El progresivo retorno de la seguridad jurídica a las propiedades de los extranjeros en México restableció la armonía de las relaciones bilaterales que, sin ser cordiales, fueron dejando atrás las tensiones del pasado. Esta situación se vio favorecida por el hecho de que las limitaciones sobre la propiedad de las riquezas del subsuelo mexicano establecidas por el artículo 27 de la Constitución de 1917 no afectaran apenas a la colonia española, cuyas actividades económicas se centraban en torno al comercio, la industria, las finanzas o la agricultura de exportación. Esta situación permitió que comenzara a ralentizarse el éxodo de la colonia española en México iniciado tras el estallido de la Revolución Mexicana. Durante el momento álgido del proceso revolucionario, que tuvo lugar entre 1910 y 1920, abandonaron el país más de 24,000 residentes españoles, si bien ello fue compensado en parte por la llegada de varios miles de nuevos inmigrantes durante este mismo período (Kenny: 63). A partir de 1917, año en que salieron de México 3,365 españoles e ingresaron al país 4,395, el saldo migratorio volvería a ser positivo (Bojórquez: 15). El proceso revolucionario mexicano dio lugar al mismo tiempo a una emigración de intelectuales mexicanos a la Península que impulsaría, a la postre, un relanzamiento de las relaciones culturales hispanomexicanas. La Revolución Mexicana provocó la llegada a España en varias oleadas de lo más granado de la intelectualidad mexicana, representada por figuras de la talla de José Vasconcelos, Alfonso y Rodolfo Reyes, Amado Nervo, Francisco A. de Icaza, Carlos Pereyra, Martín Luis Guzmán, Andrés Iduarte, Luis G. Urbina, Francisco L. Urquizo, Jaime Torres Bodet y muchos otros. Este grupo se integró por completo en el mundo cultural español de la época, contribuyendo a su enriquecimiento y estableciendo estrechas redes con los intelectuales, literatos y 58
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artistas españoles del primer tercio del siglo XX, muchos de los cuales se exiliarían a su vez en México tras la guerra civil española3. Una parte de estos intelectuales mexicanos llegó a España directamente en calidad de exiliados, otros lo hicieron como parte del cuerpo diplomático y consular mexicano en este país. Las sucesivas depuraciones de la diplomacia mexicana producidas por los vaivenes del proceso revolucionario obligarían a muchos de estos últimos a renunciar a la actividad diplomática para desarrollar una actividad sobresaliente en el mundo literario, editorial y periodístico español, donde contribuyeron a traducir al español a numerosos autores extranjeros y actualizaron las crónicas internacionales de los principales diarios españoles del período, además de dar a luz una rica producción literaria, por medio de la cual se fueron difundiendo en España los aspectos más sobresalientes de la Revolución Mexicana. La mayoría de estos intelectuales colaboraron activamente con las principales instituciones culturales españolas de este período, como el Círculo de Bellas Artes, el Ateneo de Madrid, la Residencia de Estudiantes o el Centro de Estudios Históricos. Ello les permitió establecer un contacto especialmente estrecho con los círculos no sólo intelectuales, sino también políticos del regeneracionismo y, sobre todo, del republicanismo español, con el cual muchos de estos intelectuales mexicanos llegaron a estar estrechamente involucrados, como fue el caso de Guzmán, amigo íntimo de Manuel Azaña, que llegaría a dirigir los principales diarios reformistas, como El Sol y La Voz, y que en 1930 escondió en su domicilio madrileño al propio Azaña. Otros adoptaron posiciones más próximas al hispanismo conservador que comenzaba a gestarse en la década de 1920, como Pereira, que en 1939 sería nombrado jefe de sección del Instituto Fernández de Oviedo del CSIC; De Icaza, quien consiguió el Premio Nacional de Literatura en 1925; Rodolfo Reyes o el propio Vasconcelos. En cualquier caso, la intensa relación establecida por el exilio intelectual mexicano con el mundo cultural español facilitó, a su vez, la difusión de la obra de los intelectuales y literatos españoles en México. El gobierno mexicano invitó incluso al país a destacados intelectuales españoles favorables a la Revolución, como Ramón María del Valle Inclán, que llevó a cabo en 1921 una amplia gira por todo el país por invitación expresa de Álvaro Obregón (Perea: 252-259). El dinamismo de las relaciones culturales contrastaba con la frialdad de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Las dificultades de las sucesivas administraciones mexicanas para restablecer el orden en un país todavía convulsionado periódicamente por diferentes levantamientos revolucionarios difirieron las negociaciones en torno a las 3
Sobre las actividades de este grupo de intelectuales mexicanos en España, véase Perea.
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reclamaciones españolas hasta 1925, cuando se iniciaron las conversaciones para constituir una comisión bilateral que estudiara las mismas. Para entonces, Carranza había sido asesinado a raíz del movimiento de Agua Prieta que, en 1920, permitió la llegada al poder de Obregón, tras la efímera presidencia interina de Adolfo de la Huerta. Siguiendo los pasos del resto de las potencias, el gobierno español no reconocería formalmente a la nueva administración mexicana hasta septiembre de 1921, cuando envió a Diego Saavedra a la conmemoración del centenario de la consumación de la independencia mexicana. La incertidumbre en torno a la estabilidad de la administración obregonista provocó que la legación quedara nuevamente a cargo de un encargado de negocios a principios de 1923, prolongándose esta anómala situación hasta el nombramiento como ministro plenipotenciario de José Gil Delgado en febrero de 1924 (Meyer: 214-219). Las reticencias del gobierno español a la hora de reconocer formalmente a la administración obregonista dieron lugar a ciertas fricciones diplomáticas. La decisión española de mantener indefinidamente a un encargado de negocios al frente de la legación en México hizo que la administración obregonista rebajara recíprocamente el rango de su legación en Madrid, sustituyendo a Alesio Robles, que había presentado sus cartas credenciales en septiembre de 1921, por un encargado de negocios, puesto para el cual fue designado Alfonso Reyes. La rebelión delahuertista provocó nuevas tensiones a raíz de las simpatías mostradas por un sector de la colonia hispana por los rebeldes. La negativa del gobierno español a reconocer al agente confidencial enviado a Madrid por De la Huerta y la retirada del plácet a varios cónsules que se habían declarado partidarios de los rebeldes evitaron una nueva crisis diplomática, si bien no lograron impedir nuevas fricciones a raíz de la persecución a varios ciudadanos españoles involucrados en la rebelión, especialmente en Yucatán y Tabasco4. El lento retorno de la estabilidad política a México permitió que la colonia española fuera recuperando su antigua prosperidad a lo largo de la década de 1920. La Revolución redujo significativamente la presencia de españoles en las áreas rurales, donde un buen número de propietarios fue expropiado o liquidó sus antiguas propiedades a causa de la inseguridad, pero la reactivación del proceso de industrialización abrió nuevas oportunidades a la emprendedora colectividad española establecida en este país. Ésta mantuvo su predominio sobre la industria textil mexicana, concentrada en Puebla, pero extendió sus actividades a la industria siderúrgica y cervecera que se encontraban en pleno proceso de desarrollo, especialmente en el norte del país. La creación de la Fundidora de Monterrey o de las cervecerías Modelo y Moctezuma constituye un buen 4
Legación de México a Ministerio de Estado, 16/1/1924, en AMAE, leg. H-2563.
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ejemplo en este sentido, si bien la mayor parte de la colonia hispana siguió dedicándose predominantemente a actividades comerciales y hosteleras5. La llegada de Plutarco Elías Calles a la presidencia en diciembre de 1924 mejoró el clima de las relaciones entre los dos países. La creciente estabilidad de México se sumó a la disposición de Calles para resolver el problema representado por las reclamaciones de los residentes españoles correspondientes a la etapa más conflictiva de la Revolución. La creación de la Comisión Mixta de Reclamaciones México-España, en enero de 1927, abrió el camino para la resolución de este antiguo contencioso bilateral. El estallido de la Guerra Cristera en 1926 no obstaculizó la buena marcha de las relaciones hispano-mexicanas, pese a la expulsión de varias decenas de religiosos españoles. El asesinato de Obregón y el inicio del Maximato –como se conoce al largo periodo de predominio político del general Calles– acabaron por normalizar las relaciones entre los dos países que, a partir de 1928, entrarían en una fase de franca cooperación, la cual anticipaba el estrechamiento de las relaciones hispano-mexicanas que tendría lugar durante la primera mitad de la siguiente década. Este acercamiento se vio reflejado en el cambio de la imagen de México propagada por una parte de la prensa española que, a raíz del golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, comenzó a establecer paralelismos entre la situación política existente en ambos países, incidiendo en las similitudes entre los regímenes políticos de corte autoritario establecidos en las dos orillas que, para dicha prensa, constituirían en el fondo una misma respuesta a la crisis del liberalismo parlamentario (Delgado Larios, 1993: 106-109). La nueva política latinoamericana de la dictadura de Primo de Rivera tampoco dejó de afectar a la evolución de las relaciones hispano-mexicanas durante esta etapa. Las pretensiones de la dictadura de ejercer un cierto liderazgo sobre los países hispanoamericanos, que confiriera a España una influencia internacional que por sí misma no tenía, llevaron a Primo de Rivera a impulsar un acercamiento a las naciones latinoamericanas desde los fundamentos teóricos del hispanoamericanismo conservador. Esta política tuvo un carácter esencialmente retórico e instrumental y en términos generales no tuvo un gran impacto, pero algunos de sus postulados hispanoamericanistas encontraron eco entre un sector de la intelectualidad mexicana estrechamente vinculado a España, representado por figuras de la talla de Vasconcelos, Pereira, Alfonso Reyes, Francisco Bulnes o Manuel Gómez Morín, entre otros, que contrapesaron el discurso hispanofóbico e indigenista predominante en los círculos oficiales del país. La intensa 5
Sobre las transformaciones experimentadas por la colonia española durante este período véase González.
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labor de estos intelectuales contribuyó decisivamente a matizar ese discurso, como puso de manifiesto la incorporación de la festividad del 12 de octubre al calendario cívico mexicano en 1928, así como la importante participación de México en la Exposición Iberoamericana celebrada en Sevilla un año más tarde, todo lo cual venía a ejemplificar hasta cierto punto la reconciliación de la nueva elite revolucionaria con la antigua metrópoli.
El acercamiento hispano-mexicano durante la Segunda República, 1931-1936 La fundación de la Segunda República Española en abril de 1931 acabó por terminar de estrechar las relaciones hispano-mexicanas. La llegada del régimen republicano suponía el triunfo momentáneo del proyecto regeneracionista sostenido por un grupo de políticos e intelectuales progresistas que, lógicamente, desempeñaron un papel protagónico en el nuevo régimen político español. En este sentido, el reencuentro entre España y México fue propiciado por la afinidad ideológica y los vínculos personales existentes entre importantes sectores de la clase dirigente de ambas naciones6. Con todo, este acercamiento respondía tanto a las nuevas directrices de la política latinoamericana de las autoridades republicanas españolas, como al interés mexicano por contar con un firme aliado en Europa, en un momento en que el régimen revolucionario culminaba el difícil proceso de normalización de sus relaciones con el resto del mundo. La diplomacia republicana confirió a América Latina y especialmente a México la misma importancia estratégica que la dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, la política de los sucesivos gobiernos republicanos se diferenció de la del período anterior en que no estuvo dirigida a la consecución de un hipotético liderazgo sobre el bloque latinoamericano en la Sociedad de Naciones (SDN), que permitiera a España incrementar su escaso relieve internacional. La diplomacia republicana se limitó a intentar estrechar los vínculos políticos y culturales con las principales repúblicas latinoamericanas sin pretensiones hegemónicas. Esta actitud contribuyó a disipar buena parte de los recelos que México y otros países latinoamericanos habían abrigado hacia la política española en el continente americano e hizo posible que los sucesivos gobiernos republicanos establecieran una estrecha cooperación con algunos de estos Estados dentro de la SDN (Egido: 171-195). El rápido acercamiento hispano-mexicano debe enmarcarse en este contexto. La administración de Pascual Ortiz Rubio tomó la iniciativa cuando se apresuró a reconocer a la República Española por medio de su 6
Sobre estos vínculos, véase Mateos.
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ministro en Madrid. El Gobierno Provisional de la República, por su parte, elevó poco después la legación española en México a la categoría de embajada y designó para la misma a Julio Álvarez del Vayo, destacado miembro del Partido Socialista Obrero Español y antiguo corresponsal en Madrid del diario mexicano Excélsior, quien presentó sus cartas credenciales en junio de 1931. La actitud amistosa de las nuevas autoridades españolas fue correspondida por el gobierno mexicano, el cual no sólo confirió recíprocamente a su representación diplomática en España el rango de embajada, sino que solemnizó el inicio de esta nueva etapa de las relaciones hispano-mexicanas mediante el envío a Madrid de Alberto J. Pani como embajador extraordinario. La inusual recepción tributada a Álvarez del Vayo a su llegada a México, donde el Senado celebró una sesión solemne en su honor, tuvo esta misma intención (Sánchez Andrés: 13-14). La corriente de simpatía hacia España provocada por la proclamación de la República no se limitó a las esferas oficiales, sino que se extendió a amplios sectores de la sociedad mexicana. El principal reflejo de este proceso hay que buscarlo en el cambio de actitud de los principales diarios mexicanos hacia la antigua metrópoli. La momentánea hispanofilia de la prensa mexicana alcanzó su punto álgido durante el verano de 1931, como consecuencia del intenso debate periodístico e intelectual que se produjo en México en torno al principio de la doble nacionalidad con los países hispanoamericanos enunciado por el artículo 24 del nuevo texto constitucional español. El hecho de que esta iniciativa fuera rápidamente desestimada por la administración mexicana, ya que resultaba contraria a la política seguida por los gobiernos revolucionarios en materia de extranjería y, por lo tanto, al propio ordenamiento constitucional mexicano, no impidió que la casi totalidad de la prensa de este país multiplicara los elogios hacia la nueva política americana de España (Pérez Monfort: 112). El clima de entendimiento se tradujo en una creciente cooperación diplomática entre México y España que fue especialmente intensa durante el bienio azañista. Desde un principio, el gobierno español respaldó las gestiones de la diplomacia mexicana para mejorar la posición internacional de México. El propio ministro de Estado, Alejandro Lerroux, defendió enérgicamente en Ginebra el ingreso de México en la SDN y allanó el camino para que este país fuera admitido en el organismo internacional en septiembre de 1931. Meses después, España promovió la candidatura de México como miembro no permanente del Consejo de la SDN. La diplomacia española no circunscribió la colaboración con México al ámbito de la organización ginebrina, sino que ofreció su mediación en el conflicto que enfrentó a este gobierno con el de Lima en mayo de 1932, consiguiendo que ambas naciones restablecieran sus relaciones un año más tarde (Sánchez Andrés: 16-17). 63
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Las políticas exteriores de ambos países coincidieron igualmente en su interés por limitar la creciente influencia de los Estados Unidos en América Latina. Para ello, España y México trataron de promover una mayor implicación de la SDN en la resolución de los conflictos interamericanos. Esta política condujo al gobierno mexicano a respaldar los intentos de la administración española para desempeñar un papel más activo en Latinoamérica, promoviendo la mediación española en varios conflictos interamericanos y estableciendo una estrecha cooperación con la delegación española en la SDN, donde apoyó en 1932 la reelección del delegado español como miembro no permanente del Consejo de este organismo (Saz: 843-858)7. Curiosamente, el excelente estado de las relaciones hispanomexicanas durante el bienio azañista no llegó a traducirse en un incremento significativo de los intercambios comerciales entre ambos países, pese a que el interés de Calles por extender la cooperación a esta área reabrió las negociaciones en torno a una de las grandes asignaturas pendientes de las relaciones hispano-mexicanas, como era la firma de un tratado de comercio entre ambas naciones. Las reticencias del gobierno español hacia el establecimiento de acuerdos comerciales bilaterales, en un contexto internacional marcado por un creciente proteccionismo, impidieron que se pudiera llegar a un acuerdo en este campo. Ello no fue obstáculo para que Álvarez del Vayo consiguiera concertar con el gobierno mexicano la construcción a crédito en astilleros españoles de quince barcos de guerra para la marina mexicana. Esta operación comercial era la más importante acordada nunca entre España y México y culminaba una larga serie de gestiones iniciadas por la diplomacia española en 1930 para disminuir el impacto de la crisis de 1929 sobre los astilleros españoles mediante la obtención de contratos en América Latina. El clima de entendimiento existente entre ambos gobiernos, acrecentado a partir de la designación como embajador en Madrid en enero de 1932 de uno de los principales artífices de la aproximación mexicana hacia España, el antiguo secretario de Relaciones Exteriores Genaro Estrada, facilitó que España y México cerraran este importante contrato en condiciones favorables para los dos países8. El acercamiento hispano-mexicano durante este periodo también se reflejó en el ámbito cultural gracias a los esfuerzos desplegados por el gobierno español para promover las relaciones culturales bilaterales. 7
8
Sobre la mediación de ambos países en los conflictos del Chaco y Leticia, véase Herrera. Las negociaciones pueden seguirse a través de los sucesivos informes enviados a Madrid entre septiembre de 1932 y febrero de 1933 por la comisión interministerial desplazada a México con ese objeto, véase Archivo Histórico de la Embajada de España en México (en adelante AHEEM), r. 121.
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Esta política respondía a lo establecido por el artículo 50 de la Constitución de 1931, en el que se estipulaba expresamente que “el Estado atenderá a la expansión cultural de España estableciendo delegaciones y centros de enseñanza en el extranjero y preferentemente en los países hispano-americanos” (en Egido: 175). Los principales resultados de esta política fueron la creación del Centro de Estudios de Historia de América en Sevilla, en octubre de 1931, y la modificación de los estatutos de la Junta de Relaciones Culturales, fundada en diciembre de 1926, para que reorientase la mayor parte de sus actividades hacia América Latina. La intensificación de los vínculos culturales entre España y México respondía, en gran medida, a las estrechas relaciones establecidas por intelectuales, literatos y artistas de ambos países durante las dos décadas anteriores a raíz del exilio de buena parte del mundo cultural mexicano en España. Estos contactos se vieron ahora reforzados por la nueva política latinoamericana de las autoridades republicanas. La aprobación en marzo de 1933 del denominado Plan P, redactado por José María Doussinague, sentó las directrices para una política uniforme hacia el continente americano que otorgaba una importancia esencial a la promoción de las relaciones culturales con las naciones hispanoamericanas. El Plan de Expansión Cultural en América, elaborado por la Junta de Relaciones Culturales en julio de 1933, venía a concretar lo anterior, estableciendo las directrices de la política cultural española hacia Latinoamérica9. En función de esta política, el Ministerio de Estado promovió en México la difusión de los libros publicados en España, estableció una red de asociaciones culturales de carácter mixto y facilitó los intercambios académicos e intelectuales a través de distintos programas de cooperación bilateral. Las relaciones políticas o amistosas establecidas entre la elite política reformista de ambos países, como la que existía entre Álvarez del Vayo y Calles, facilitaron la marcha de las relaciones bilaterales. El representante español conocía perfectamente el control ejercido por el Jefe Máximo de la Revolución sobre la administración mexicana y en sus informes a Madrid presentaba dicha tutela como la principal garantía de estabilidad para México. En este sentido, la sustitución de Ortiz Rubio por Abelardo L. Rodríguez en septiembre de 1932 no inquietó a la diplomacia española, consciente de que este relevo no afectaría en lo más mínimo al desarrollo de las relaciones con México. La existencia de un clima cordial no significó, sin embargo, que las relaciones hispano-mexicanas estuvieran completamente desprovistas de tensiones durante este período. El proceso revolucionario que se desar9
Sobre las actividades de la Junta de Relaciones Culturales en América Latina, véase AMAE, leg. R-5499 bis, exp. 9.
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rollaba en México provocó diversos roces entre las autoridades mexicanas y la colonia hispana entre 1931 y 1933. Estos episodios revistieron especial gravedad en el estado de Veracruz, donde el gobernador Adalberto Tejeda había promulgado una legislación agrarista de signo radical que afectaba a los importantes intereses españoles que existían en esta región. Los incidentes se multiplicaron a raíz de que las autoridades locales comenzaran a alentar las actitudes hispanófobas de algunas organizaciones agraristas. La situación llegó a ser tan grave que Álvarez del Vayo tuvo que desplazarse personalmente a Veracruz, donde trató de conseguir que el propio Tejeda respaldase sus gestiones para lograr que las autoridades locales pusieran fin al marco de inseguridad personal y jurídica en el que se encontraban los inmigrantes hispanos establecidos en ese estado (Fuentes Mares: 115-116). Las gestiones del representante español no lograron acabar por completo con los ataques que periódicamente sufría la colonia española en el Golfo de México, pero al menos pusieron fin a la pasividad de las autoridades mexicanas hacia los mismos. Pocos meses después, Tejeda se apuntaría un nuevo éxito al conseguir que las autoridades mexicanas exceptuaran a los ciudadanos españoles de las disposiciones laborales de carácter restrictivo establecidas para los extranjeros por la Ley Federal de Trabajo de 1932 (Sánchez Andrés: 22). El relativo éxito de Álvarez del Vayo no impidió que la periódica repetición de problemas similares fuera utilizada en España por la opositora Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) para cuestionar en las Cortes la presunta debilidad de la política azañista hacia México. Las ocupaciones y expropiaciones de tierras pertenecientes a terratenientes españoles que se produjeron en varias regiones de México durante este período llevaron a la prensa conservadora a denunciar la actitud conciliadora del gabinete de Azaña, propugnando un endurecimiento de la política exterior española hacia este país (Egido: 297). La oposición conservadora utilizó la cuestión mexicana de manera oportunista para atacar a la coalición republicano-izquierdista. La sustitución de Azaña por Lerroux, en septiembre de 1933, se tradujo lógicamente en un cierto enfriamiento de las relaciones con México. Esta situación se vio acentuada por la dimisión de Álvarez del Vayo, quien dejó la embajada en manos del primer secretario, Álvaro Seminario, hasta la llegada en enero de 1934 del nuevo representante español, Domingo Barnés. La influencia de la CEDA sobre los gobiernos que se sucedieron en Madrid a lo largo del denominado Bienio Negro tampoco dejó de afectar a la política exterior española hacia México. La preocupación de los parlamentarios conservadores por la política anticlerical de Calles y los continuos ataques de la prensa de derechas al gobierno mexicano acabaron provocando ciertas tensiones bilaterales. 66
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La elección como presidente de Lázaro Cárdenas en diciembre de 1934 acentuó este momentáneo distanciamiento. La situación se vio además agravada por una nueva interinidad en la embajada española, pues Barnés dimitió en octubre de 1934 en protesta por la dureza de la represión de la revolución socialista en Asturias y su sucesor, Emiliano Iglesias, no llegaría a México hasta marzo de 1935, quedando mientras tanto la embajada a cargo del primer secretario, Ramón María de Pujadas. La proximidad al socialismo del nuevo presidente mexicano inquietaba a la coalición republicano-conservadora española que, desde el comienzo de la campaña electoral, era consciente de la orientación radical que adoptaría la nueva administración mexicana. Esta situación hizo que la diplomacia española abandonara la prudencia anterior hacia la política interna mexicana para comenzar a exteriorizar un creciente descontento hacia las manifestaciones críticas con el pasado colonial promovidas desde instancias oficiales. La creciente tensión de las relaciones bilaterales coincidió con la amenaza de una guerra comercial cuando las restricciones impuestas por España a la importación de garbanzos mexicanos, que afectaban especialmente al importante lobby agrícola de Sonora y Sinaloa, provocaron medidas de represalia sobre el aceite y el vino españoles. Las relaciones se enrarecieron aún más a causa de las dificultades mexicanas para hacer frente a los sucesivos pagos de las unidades navales adquiridas en 1932 (Sánchez Andrés: 25-26). Las relaciones culturales entre ambos países no escaparon por completo al deterioro de las relaciones diplomáticas. El nuevo gobierno relegó a un segundo plano las relaciones con el continente americano y archivó el Plan P sin formular ningún tipo de proyecto alternativo. Las actividades de la Junta de Relaciones Culturales se vieron asimismo limitadas por los recortes presupuestarios impuestos por el nuevo gabinete (Saz y Tabanera: 109). El deterioro de las relaciones bilaterales tuvo, no obstante, un carácter momentáneo. El gobierno de Lerroux envió a Luis Quer como embajador extraordinario a la toma de posesión de Cárdenas, poniendo de manifiesto en definitiva la importancia que para España seguían teniendo las relaciones con México. Por su parte, la nueva administración mexicana designó en enero de 1935 como embajador en España a una figura del relieve de Manuel Pérez Treviño, quien había presidido el Partido Nacional Revolucionario y contendido con el propio Cárdenas por la candidatura presidencial dentro del partido. La colaboración entre México y España en el seno de la SDN nunca se vio realmente afectada y ambos países siguieron manteniendo una estrecha cooperación diplomática en este organismo internacional, donde coordinaron su posición en relación con el conflicto del Chaco. De hecho, esta colaboración no 67
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se limitó a la SDN. La diplomacia mexicana gestionó que se invitara a España a asistir como observadora a la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz, que se celebraría en Buenos Aires en diciembre de 1936. El gobierno de Lerroux ofreció, por su parte, a Cárdenas su mediación para negociar un acuerdo con el Vaticano que permitiera la reconciliación de la oposición católica con el régimen mexicano (Pérez Monfort: 118-119). El mutuo interés por mantener el clima de entendimiento hizo que las diferencias entre ambas naciones acabaran entrando en vías de resolución. La administración cardenista presentó una propuesta para resolver las antiguas reclamaciones presentadas por la colonia española a consecuencia del prolongado proceso revolucionario. La propuesta mexicana fue considerada favorablemente por la diplomacia española que, no obstante, condicionó su aceptación a la aprobación de los interesados, los cuales consideraron sin embargo insuficientes las indemnizaciones ofrecidas por las autoridades mexicanas. El gobierno español, por su parte, aceptó renegociar la forma en la que se efectuarían los sucesivos pagos del contrato naval de 1932 y se mostró dispuesto a discutir un tratado de comercio que contemplara contingentes para la importación del garbanzo mexicano a cambio de ciertas compensaciones económicas (Sánchez Andrés: 27). El triunfo del Frente Popular en las elecciones celebradas en febrero de 1936 restauró la plena armonía entre México y España. El nuevo gobierno español, presidido por Santiago Casares Quiroga, designó a Félix Gordón Ordás como nuevo embajador en México y encomendó especialmente a éste que evitara cualquier motivo de fricción con el gobierno mexicano. El interés de la coalición republicano-socialista española por restablecer el clima de entendimiento que había existido entre ambos países durante el bienio azañista condujo a la administración española a levantar el bloqueo a la importación de garbanzos mexicanos sin exigir ningún tipo de contrapartida por parte mexicana10. Las autoridades mexicanas estaban igualmente interesadas en poner fin a las tensiones que habían tenido lugar durante el periodo anterior. La expulsión de Calles en abril de 1936 despejó el principal obstáculo para el desarrollo del programa reformista de signo radical promovido por Cárdenas, uno de cuyos aspectos más importantes era la nacionalización de importantes sectores de la economía mexicana en manos de compañías extranjeras. Enfrentado a la más que probable eventualidad de grandes complicaciones internacionales, el régimen cardenista contempló con interés el incremento de la cooperación en la SDN con un gobierno español de signo reformista. Sin embargo, el deterioro de la 10
Gordón a Ministerio de Estado, 16/7/1936, en AHEEM, r. 137.
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situación interna en España paralizaría cualquier nueva iniciativa diplomática durante la primavera de 1936. El estallido de la guerra civil española inauguraría un nuevo episodio de las relaciones hispanomexicanas.
México ante la guerra civil española, 1936-1939 El estallido de la guerra civil española dividió a la opinión pública mexicana, probablemente porque la contienda española se superpuso a la propia polarización de la sociedad mexicana durante el periodo cardenista. El gobierno y la mayoría de los sectores políticos y sociales que le secundaban se movilizaron, desde un principio, en apoyo de la República Española. La oposición conservadora al cardenismo y por extensión la mayor parte de la clase media mexicana manifestaron sus simpatías hacia los militares sublevados11. Desde los primeros días del pronunciamiento militar los sectores políticos y sindicales afines al cardenismo se decantaron a favor de la República Española. Pese a ello, la aparente indefinición inicial de la administración cardenista llevó a la Junta de Burgos a tratar de conseguir el reconocimiento del gobierno mexicano. El primer secretario de la embajada, que se había adherido a los militares sublevados, se entrevistó el 29 de julio con el secretario de Relaciones Exteriores, Eduardo Hay, quien rechazó categóricamente conceder carácter oficial alguno al representante de Burgos. La gestión realizada por De Pujadas transcendió a la prensa y obligó a Hay a declarar que México sólo reconocía al gobierno de Madrid y que, por consiguiente, Gordón Ordás era el único representante de España acreditado en México (Matesanz: 54-55). Pocos meses después, De Pujadas sería expulsado de México acusado de espiar los embarques de armas para la República. Las declaraciones de Hay ponían de manifiesto la decisión de Cárdenas de apoyar al régimen con el cual las sucesivas administraciones mexicanas habían establecido una estrecha cooperación en los ámbitos bilateral e internacional. Esta decisión se enmarcaba dentro de las directrices generales seguidas hasta ese momento por la política exterior del México cardenista, puesta de manifiesto en la actitud de México hacia los conflictos de Manchuria, Etiopía, Checoslovaquia y Finlandia. No obstante, el presidente no hizo pública su posición hasta agosto de 1936, cuando reconoció que su país había vendido armas a la República Española y expresó la solidaridad del gobierno de México con la lucha que ésta sostenía contra el “fascismo internacional” (Matesanz: 56).
11
Sobre la política mexicana hacia la guerra civil española, véase Powell, Matesanz y Ojeda.
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Ese mismo mes Cárdenas había ordenado al secretario de la Guerra, Manuel Ávila Camacho, que pusiera a disposición del gobierno legítimo de España 20,000 fusiles y 20,000,000 de cartuchos de fabricación nacional (Cárdenas: I, 354). Las armas mexicanas llegaron a España en un momento crucial ya que la constitución del Comité de No Intervención, en septiembre de ese mismo año, había agudizado las dificultades del gobierno de la República para adquirir armamento en el exterior. La situación impulsó al gobierno republicano a entablar negociaciones con la Unión Soviética y, mientras tanto, dirigirse al mercado norteamericano e intentar obtener la connivencia de las autoridades mexicanas para evadir las restricciones a la exportación de armas impuestas por el Departamento de Estado. La complicidad de la administración cardenista permitió a las autoridades republicanas adquirir varias decenas de aviones y motores de aviación en los Estados Unidos durante los últimos meses de 1936. Sin embargo, las presiones diplomáticas de Washington acabaron obligando al gobierno de México a prohibir cualquier reexportación a España de material militar procedente de este país sin la autorización expresa del mismo. La administración cardenista tampoco permitió el reclutamiento de cadetes mexicanos para luchar en las filas republicanas. No obstante, la actitud prudente de México hacia cualquier complicación internacional derivada del conflicto español no constituyó un obstáculo para que las autoridades mexicanas toleraran la ocasional salida hacia España de contrabando de guerra procedente de los Estados Unidos, ni para que el gobierno mexicano suministrara a la República las armas y municiones procedentes de la modernización de sus propios arsenales (Powell: 7374). El principal apoyo prestado por el gobierno de México a la República Española se dio, sin embargo, en el terreno diplomático. Desde el principio del conflicto la diplomacia mexicana adoptó una actitud beligerante en defensa de la causa republicana. En agosto de 1936, la Secretaría de Relaciones Exteriores ordenó a sus diplomáticos en Madrid que no secundaran la retirada de las legaciones extranjeras propuesta por el embajador de Chile, independientemente de lo que sobre este asunto decidiera el cuerpo diplomático acreditado en Madrid. Ese mismo mes, el gobierno mexicano se desmarcó del proyecto presentado por la diplomacia uruguaya para impulsar una mediación colectiva de las repúblicas americanas en el conflicto español, ya que cualquier gestión de ese tipo hubiera implicado el reconocimiento de la beligerancia del gobierno creado en Burgos por los militares sublevados (Matesanz: 183185). La diplomacia mexicana desautorizó asimismo a Pérez Treviño, que había acogido en la embajada mexicana a un numeroso grupo de partidarios de la insurrección militar, sustituyéndolo en diciembre de 1936 por el comunista Ramón P. de Negri, más identificado con la 70
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política de Cárdenas hacia España (Matesanz: 207). Finalmente, México se hizo cargo de los intereses republicanos en aquellos estados en los que el gobierno republicano se había quedado sin representación diplomática, como Perú, Uruguay y Costa Rica (Quijada: I, 463-475). El principal escenario del apoyo mexicano a la causa republicana fue la SDN. Desde octubre de 1936, el delegado mexicano en este organismo, Narciso Bassols, denunció repetidas veces la intervención germano-italiana en España y criticó la inoperancia del Comité de no Intervención. La diplomacia mexicana no logró levantar el embargo impuesto al gobierno republicano, pero en marzo de 1937 consiguió al menos evitar la extensión del acuerdo de no intervención a Latinoamérica, lo que hubiera estrechado aún más el cerco internacional en torno a la República Española12. La política seguida por el gobierno de México en el caso español provocó las críticas de las grandes potencias y obligó Cárdenas a fundamentar jurídicamente su posición. En septiembre de 1937, el representante mexicano ante la SDN, Isidro Fabela, expuso en Ginebra los principios que constituían la base de la política mexicana hacia España. Fabela denunció la intervención germano-italiana en España, sosteniendo que la guerra civil española no podía ser considerada como un asunto puramente interno, sino como una agresión de las potencias totalitarias a otro estado soberano. En este sentido, el gobierno mexicano sostenía que la cuestión española, al igual que la invasión de Etiopía por Italia, estaba incluida en los supuestos contemplados por el artículo 10 de la SDN. El delegado mexicano defendió también la legalidad de la venta de armas, petróleo y alimentos a la República Española considerando que, en esta cuestión, su país se atenía a lo establecido por el artículo 1 de la VI Conferencia Interamericana de La Habana. La política mexicana hacia España se fundamentaría invariablemente en torno a estos principios hasta el final de la guerra civil (Memoria: 160-165). El conflicto incrementó los lazos entre los intelectuales progresistas de ambos países, como puso de manifiesto la movilización en defensa de la República de destacadas personalidades del mundo cultural mexicano. Estos lazos se reflejaron en la importante participación de intelectuales mexicanos en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia en el verano de 1937 y al que asistieron, entre otros, Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Pellicer, José Mancisidor o Iduarte. Para entonces, la situación cada vez más precaria del bando republicano condujo a la diplomacia mexicana a comenzar a considerar la 12
Sobre la posición mexicana hacia la cuestión española en la SDN, véase Sánchez Andrés y Herrera, en prensa.
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eventualidad de una derrota republicana. Este escenario planteó a los responsables políticos mexicanos el problema de cuál debía ser la actitud de México hacia el previsible exilio de miles de republicanos españoles. El gobierno de Cárdenas había aprobado en diciembre de 1936 un proyecto para traer temporalmente a México a un grupo de los más destacados científicos e intelectuales españoles, a quienes el conflicto impedía desarrollar sus actividades en la Península. La denominada “operación inteligencia” había sido elaborada por el representante mexicano en Lisboa, Daniel Cosío Villegas, quien lo había presentado a la consideración de Cárdenas por intermedio del presidente del Banco de México, Luis Montes de Oca (Maldonado: 26-28). Mientras Cosío Villegas desarrollaba sus gestiones, el gobierno de Cárdenas aceptó un primer contingente simbólico de 500 niños, huérfanos o hijos de combatientes, como gesto de solidaridad con la República en un momento en que se iniciaba la ofensiva nacionalista sobre la cordillera cantábrica. Este primer grupo de refugiados llegó a México en junio de 1937, siendo instalados en un internado-escuela en la ciudad de Morelia. La llegada de los llamados “niños de Morelia” suscitó profundas tensiones dentro de una sociedad mexicana, cada vez más polarizada en torno a la guerra civil española13. El gobierno mexicano no adoptó hasta septiembre de 1937 una posición definida hacia el problema planteado por los miles de españoles que, en el caso de una cada vez más probable derrota republicana, deberían emprender el camino del exilio. La iniciativa provino del primer ministro republicano, Juan Negrín, quien envió a México a Juan Simeón Vidarte con la misión de sondear la disposición mexicana para recibir a varios millares de exiliados españoles. Vidarte se entrevistó en varias ocasiones con Cárdenas, quien se comprometió a aceptar a un nutrido grupo de refugiados si la derrota de la República llegara a hacer necesaria dicha eventualidad (Matesanz: 246-251). El continuo retroceso de las líneas republicanas hizo que, en abril de 1938, Gordón presentara por su cuenta al gobierno mexicano una petición en el mismo sentido. Para entonces el hundimiento de la República parecía cada vez más cercano. En este marco, la Secretaría de Gobernación entregó a la prensa un boletín en el que, por primera vez, el gobierno de México expresaba públicamente su disposición “a abrir sus puertas a todos los españoles que necesitaran trabajo y asilo”14. El primer contingente de refugiados, reclutados en el marco de la “operación inteligencia”, llegaron a México en agosto de 1938, donde se creó para acogerlos la Casa de España (Lida et al.: 25-27). Esta primera 13 14
Sobre los niños de Morelia, véase Pla y Sánchez Andrés et al., 2002. Excélsior, 10/4/1938.
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inmigración, de carácter selectivo, antecedió en unos meses al gran movimiento migratorio hacia México producido por la derrota de la República en abril de 1939. El final de la guerra civil provocó el éxodo de casi medio millón de españoles hacia Francia. En este contexto, Cárdenas comisionó a Bassols para que, con la ayuda del personal diplomático y consular mexicano en Francia, preparara la inmigración de varios miles de refugiados a México. Para ello, el gobierno mexicano aceptó hacerse cargo de los cuantiosos fondos depositados por la República en el exterior a fin de evitar que éstos pudieran ser reclamados por Franco (Enríquez: 40-46). Estos fondos serían utilizados por el Servicio de Emigración para Refugiados Españoles (SERE), creado por Juan Negrín en marzo de 1939, y, posteriormente, por la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), controlada por Indalecio Prieto, para financiar el traslado e instalación de varios miles de refugiados españoles en México. El gobierno mexicano esperó a abril para hacer pública su decisión de recibir a millares de exiliados republicanos, provocando un agitado debate entre partidarios y detractores de una medida a la que la oposición conservadora consideraba como una maniobra del régimen cardenista para acoger a individuos afines a su ideología. La polémica suscitada no impidió que Cárdenas siguiera adelante con el proyecto. En junio de 1939, el arribo del Sinaia a Veracruz marcaba el inicio de la inmigración de más de 20000 exiliados españoles que hicieron de México su nueva patria (Smith: 305). Su llegada modificaría profundamente el perfil de la colectividad española en este país y tendría un fuerte impacto sobre el desarrollo cultural, educativo y científico del país de acogida15. El exilio condicionaría además la política de México hacia el régimen franquista y, en este sentido, marcaría el curso de las relaciones hispano-mexicanas durante las siguientes décadas.
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Sobre el impacto del exilio en la cultura, la educación y la ciencia mexicana, véase Sánchez Cuervo et al. y Sánchez Andrés y Figueroa.
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Francisco A. de Icaza y la heterogeneidad incomprendida Pablo SÁNCHEZ Universidad de Sevilla
El 6 de febrero de 1963 el Instituto de Cultura Hispánica celebró en Madrid un homenaje para conmemorar el centenario del nacimiento de Francisco A. de Icaza, fallecido en esa misma ciudad en 1925. En él participaron, entre otros, su hija, la también escritora Carmen de Icaza, Alonso Zamora Vicente, Luis Rosales y Gregorio Marañón Moya, cuyo padre fue el médico de Icaza durante los últimos años de su vida. El homenaje llama la atención porque fue una tentativa excepcional y aislada de recuperación de una figura indudablemente reconocida en su época pero poco recordada después de su muerte, tanto en España como en su país natal, México, y aún hoy poco conocida y estudiada. Para ese órgano oficial de la política de hispanidad del franquismo que era el Instituto de Cultura Hispánica, Icaza representaba un ejemplo perfecto y poco conflictivo políticamente (es decir, sin connotaciones republicanas) de integración de un hispanoamericano en la cultura metropolitana y, por tanto, de superioridad de la común matriz hispánica frente a los impulsos emancipadores. La integración es, efectivamente, incuestionable, pero, como veremos, tuvo sus matices y relieves. Icaza fue uno de los primeros poetas del Modernismo1 y también fue un pionero de la nueva actitud transatlántica del primer tercio de siglo XX, en el que la cooperación panhispánica, como es sabido, adquirió un importante dinamismo. Desde su llegada a España en 1886 (antes, por tanto, del primer viaje a España de Rubén Darío) acompañando a Vicente Riva Palacio como segundo secretario de la legación de México en España y Portugal, Icaza se relacionó eficazmente con la élite cultural española del momento (Menéndez Pelayo, Valera, Campoamor, Clarín), lo que le sitúa probablemente 1
Pedro Henríquez Ureña (1945: 169-170), que lo conoció personalmente en Madrid, fue uno de los primeros en concederle el puesto canónico: lo considera “poeta de alta calidad”, aunque señala que perteneció “en parte” al Modernismo.
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como el escritor hispanoamericano más integrado en la cultura de la Restauración. Salvo por el periodo 1904-1913, en el que continuó como diplomático pero en Alemania, pasó la mayor parte del tiempo hasta su muerte en España, y amplió su red de amistades a muchos de los escritores de la Edad de Plata: los hermanos Machado, Enrique Díez-Canedo, Azorín, Manuel Azaña, Miguel de Unamuno o Ramón María del ValleInclán. Colaboró con instituciones tan importantes como el Ateneo de Madrid, donde fue secretario de la sección de literatura e impartió conferencias especialmente sobre literatura mexicana, y en publicaciones muy diversas, desde la Revista Nueva, a finales de siglo XIX, hasta La Esfera o El Sol, en pleno periodo de entreguerras. Publicó toda su obra poética, no muy extensa, en España: Efímeras (1892), Lejanías (1899), La canción del camino (1905) y Cancionero de la vida honda y de la emoción fugitiva (1922), así como una importante obra erudita, con estudios sobre Cervantes, Lope de Vega, Mateo Alemán y Gutierre de Cetina, entre otros. No obstante, a pesar de esa trayectoria, no cabe duda de que su prestigio personal e intelectual in vita es superior a su trascendencia estética in morte. Gracias al imprescindible estudio preliminar de Rafael Castillo a su edición de las obras de Icaza2 conocemos muchos de los testimonios que documentan el evidente desajuste entre la presencia social del escritor mexicano en la red de relaciones culturales de la España de principios de siglo y su posterior cotización literaria, que lo ha dejado en un claro segundo plano con respecto, por ejemplo, a otros mexicanos como Reyes o Nervo que también vivieron en España. Lo cierto es que Icaza participó de diversas formas en la vida cultural madrileña durante su estancia en el país, pero esa huella se desvaneció, como tantas otras, en el decaimiento intelectual y vital posterior a la guerra civil (que generó una gran desinformación en España sobre la realidad cultural, pasada o presente, de Hispanoamérica) y tampoco fue rescatado con especial entusiasmo en México. Además, la inmersión de Icaza en la cultura española, sin duda intensa en términos biográficos, contribuyó a una cierta desterritorialización historiográfica que podemos comprobar en el citado homenaje de 1963. En él se intentó abarcar todas las facetas de Icaza, desde su función como diplomático hasta su labor como crítico e historiador, pasando naturalmente por su trayectoria poética: Luis Rosales, por ejemplo, defendió los méritos cervantistas de Icaza, mientras Zamora Vicente destacaba otras de sus aportaciones críticas y eruditas, en este caso sobre Lope de Vega. Pero también encontramos esas singulares lecturas 2
Es una lástima que la edición no contenga más información bibliográfica sobre los libros publicados por Icaza. Véanse también las aproximaciones de Perea (128-142) y Huerta.
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nacionales sobre la posición de Icaza que en cierta manera han estigmatizado su valoración histórica generando interpretaciones rígidas y a menudo bastante contradictorias. Así, José María Souvirón, director entonces de la cátedra Ramiro de Maeztu del Instituto de Cultura Hispánica, admitía la “radical mejicanidad” de Icaza, pero al mismo tiempo defendía, curiosamente, su colocación junto a Unamuno y Machado “por lo enjuto, directo y sencillo de la exposición”, ya que “fue un poeta español por sus gustos, formación, tendencia y calidad expresiva” (487). Teniendo en cuenta los fervores imperialistas del franquismo, podría pensarse que se trataba de un simbólico ajuste de cuentas por algunas “pérdidas” historiográficas como la de Juan Ruiz de Alarcón, cuya mexicanidad, como sabemos, había sido en varias ocasiones tema de discusión crítica. De cualquier forma, esos esencialismos patrióticos son curiosamente frecuentes en los juicios que ha merecido Icaza y forman parte, sin duda, de la extraña posición extraterritorial del autor, olvidado durante décadas tanto en su país natal como en España salvo por algunas excepciones en las que la anomalía del factor nacional siempre estaba presente de una manera u otra. Podemos recordar que, apenas unos años antes de ese homenaje en Madrid, desde el otro lado del océano ya había habido otro aislado intento de revalorización de su obra: la antología Páginas escogidas, prologada por Luis Garrido, quien destacaba las “inequívocas huellas del carácter mexicano” en la poesía de Icaza a pesar de que “sus emociones más se referían a España que a su propia patria” (XII). Pero más significativo de esa dual incomodidad de Icaza y los perjuicios que ha causado a su posteridad literaria fue el juicio, ciertamente excesivo y algo cruel, de Jorge Cuesta en su Antología de la poesía mexicana moderna de 1928, en la que, ya fallecido el poeta, era incluido por su “discreción elegante”, pero sin reconocerle un puesto meritorio en la renovación poética modernista e incluso añadiendo cierto tono de reproche patriótico: Su permanencia en Europa durante muchos años lo apartó de nuestra manera de ver y de sentir. Cuando releemos sus versos, creemos tener en nuestras manos la obra de un poeta español muy fin de siglo. Sus mismos temas de paisaje están arrancados a las estepas castellanas o a los jardines de Andalucía. Y es muy difícil hallar en sus poemas el vínculo espiritual que lo debía unir a su patria. (68)
Es cierto que, como ha señalado Guillermo Sheridan (62), la antología de Cuesta se caracterizó por la “malevolencia implícita de la mayoría de las notas introductorias” y que no sólo fue Icaza el objetivo de la provocación, pero es evidente que buena parte de la recepción crítica de la obra de Icaza ha estado mediatizada por discusiones nacionalistas y partidismos simbólicos. 79
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Hoy podemos prescindir de esas etiquetas nacionales reduccionistas y centrarnos en la función concreta que Icaza pudo cumplir y cumplió en dos sistemas literarios como el español y el mexicano; una función sólo comprensible asumiendo la hibridación cultural del autor y el modo en el que trató de aprovechar, como crítico y como creador, con sus textos y con su posición socioliteraria, esa dualidad, rentabilizando su perspectiva transnacional. El arraigo español de Icaza creó una escritura bivocal y heterogénea que combinó destinatarios españoles y mexicanos y que fue tan interesante en la poesía como en la crítica literaria. Por eso hay que empezar a leer la obra de Icaza no a partir de sus dos nacionalidades incompletas sino a partir de su intento, a veces más logrado y a veces menos pero siempre original, de armonizar las identidades hispánicas y propiciar el diálogo y el intercambio culturales. Su poesía ha sido estudiada extensamente por Castillo (17-64) y Cardwell, y por eso no ahondaremos mucho en esa cuestión. Castillo la ha relacionado con Campoamor, Bécquer y Heine, como antecedentes principales, así como con los poetas mexicanos más o menos coetáneos y con algún poeta español como Antonio Machado, con quien el crítico ha encontrado afinidades de diverso signo. Ciertamente, en el repertorio de la poesía icaciana escasea la realidad mexicana, tanto histórica como cultural o geográfica, salvo por ese poema testamentario que es el “Epílogo panteísta”, redactado en su penúltimo viaje a México, en 1920. Pero tampoco es cierto que la temática española sitúe la poesía de Icaza inequívocamente a este lado del océano. Los materiales procedentes de la realidad española no son mayoritarios desde un punto de vista estrictamente estadístico. La sección “A pleno sol paisajes con figuras” del Cancionero de la vida honda incluye cuatro poemas en los que el tema es el espacio español, castellano o andaluz. Uno de esos poemas es quizá el más popular de Icaza, la copla sobre Granada “Para el pobrecito ciego”. A ello podríamos añadir algunos poemas paisajistas, o los poemas más próximos a Machado, como “La canción del camino”, o “Una fuente”. Pero el cuerpo central de su poesía sigue siendo un intimismo de raíz finisecular que condensa cosmopolitismo, reflexión sobre el arte, sensualismo e introspección amorosa bajo los parámetros dominantes de corrientes europeas que asimiló sin la audacia y el riesgo de Rubén, por supuesto, pero en un nivel forzosamente más complejo que el de un poeta localista. No obstante, parece claro, como ha señalado Castillo (36-37), que el prestigio lírico de Icaza fue pronto opacado por el impacto de la poesía rubendariana, a pesar de la posible influencia que pudo ejercer sobre, por ejemplo, el primer Juan Ramón Jiménez. Y una vez que Icaza, después de 1914, dejó de tener sus funciones diplomáticas y se distanció de la nueva realidad política revolucionaria de México, su renombre se bifurcó entre la labor como crítico y ensayista y su actividad cotidiana en los cenáculos literarios españoles. De ahí que 80
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Max Henríquez Ureña, en su célebre estudio sobre el Modernismo, afirmara que el poeta Icaza finalmente “quedó oscurecido por su triple personalidad de investigador, crítico y ensayista” (483). Ese es el periodo que aquí más nos interesa por los límites cronológicos de este volumen. Desde su regreso a Madrid, en los doce últimos años de su vida, Icaza gozó de un importante prestigio intelectual en la capital, aunque no conectó con los nuevos rumbos literarios vanguardistas y se dedicó de forma prioritaria a escribir sobre figuras y temas españoles y sobre su propio pasado español, en particular la cultura de la Restauración que había conocido personalmente y que ya había sido sustituida por los nuevos impulsos modernizadores. Sin embargo, el verdadero problema para él no fue el presente de esa España en la que se le respetaba como voz veterana y experta, sino el presente de México, en el que, después de la Revolución, ya no encajaba. Según le escribe en 1920 a su sobrino, el también escritor Xavier de Icaza, a quien había conocido personalmente el año anterior en el que fue su penúltimo viaje a México, su puesto institucional en la Comisión del Paso y Troncoso (la mejor posición profesional que había podido conseguir del gobierno mexicano) empezó de manera bastante problemática por una interferencia política procedente de su país natal. Su negativa a cooperar en las estrategias políticas de Eliseo Arredondo tras el asesinato de Carranza le costó un serio problema económico y así se lo cuenta a su sobrino: Has de saber que Arredondo, Ministro que fue en Madrid, pretendió que yo firmara con él un telegrama dirigido al Congreso acusando a los generales Obregón y González del asesinato de don Venustiano Carranza. ¡Qué se yo lo que ha pasado en México! Aunque lo supiera, ¿cómo me constituyo en juez, o por qué me declaro gratuitamente denunciante? El resultado de aquella gestión absurda fue que Arredondo, por sí y ante sí, dejó de pagar los sueldos de la comisión que presido. (Zaitzeff: 158)
La cita demuestra el alejamiento profesional, emocional e intelectual de Icaza con respecto al nuevo México revolucionario. En esos años el poeta mexicano debió de experimentar la vertiente más difícil de su hibridación cultural. Es el Icaza que otro mexicano llegado a España pero bastante más joven, Alfonso Reyes, conoce y admira en ese ambiente literario fecundo de Madrid de los años 1920: “nos reunimos –le escribe Reyes a Julio Torri en 1920– en la terraza del Regina, es decir en la calle, todos los amigos; preside Valle-Inclán con sus barbas grises, y suele venir Icaza a ocupar la diestra” (Torri: 137). Icaza entonces podía presumir, entre otras cosas, de haber coincidido con muchos escritores ya fallecidos, como el mismo Rubén Darío. Bastantes años después, en Pasado inmediato, Reyes realizaría su etopeya y se sumaría a la larga lista de testimonios sobre la reputación de Icaza en la sociedad literaria madrileña: 81
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Cáustico y ameno, sabio sin pedantería, experto y fino, se adueñaba de las tertulias y, donde aparecía, daba el tono a las conversaciones. En el Ateneo de Madrid, los jóvenes escritores acudían a la “Cacharrería” para ver cómo el maestro Icaza barría a los necios con su ametralladora de ingenio y buen decir. En eso de “sentar las costuras” a los eruditos a la violeta, no tenía precio […] Su juicio era insobornable: llamaba al pan pan y al vino vino, y éste es el secreto de ciertos resentimientos que por ahí ha dejado. (227)
Los resentimientos que menciona Reyes tenían que ser bastante conocidos; forman el envés de esa notoriedad de Icaza, que tuvo admiradores en España y México, pero también detractores y enemigos de diverso tipo. Ya hemos visto alguno de sus problemas con el gobierno revolucionario, pero también hubo controversias más claramente intelectuales o literarias. Es una no corta historia de polémicas que nace a finales del siglo XIX con la denuncia de los plagios de Emilia Pardo Bazán en Examen de críticos (1894): en la necrológica que le dedicó Pedro Henríquez Ureña, “Dos escritores de América. Icaza”, publicada originalmente en la revista Nosotros, el crítico dominicano señala que a Icaza “le molestaba la plebeya costumbre de la Condesa de Pardo Bazán al pedir prestado y no reconocer sus deudas, disminuyendo la fama de su propia fortuna” (1989: 360). La historia de las polémicas de Icaza continúa con los debates agrios sobre temas de historia literaria (por ejemplo, las diversas discusiones sobre temas cervantinos, especialmente la que le enfrentó a Adolfo Bonilla San Martín) y se cierra con la acusación de plagio contra el propio Icaza por el Diccionario autobiográfico de conquistadores y pobladores de la Nueva España, resultado de su trabajo al frente de la Comisión Del Paso y Troncoso. Lo que es menos conocido es que Icaza llegó a hablar de un libro en el que planeaba reunir ese memorial de agravios, aunque finalmente ese belicoso libro, al parecer, nunca llegó a la imprenta. Se lo explica a su sobrino Xavier: el libro se titularía Juicios y procesos literarios, y en él reuniría sus estudios sobre “la Pardo Bazán –proceso por brujería (se trata de sus predicciones disparatadas sobre la literatura de la post-guerre), Cejador, Julio, proceso acumulado por robos y estafas, Bonilla y San Martín procesos por desacatos, etc. En todo esto no habrá adjetivos sino comprobación de hechos” (Zaitzeff: 159-160). La más dura de esas polémicas, a nivel personal, fue la polémica por el supuesto plagio de Icaza, sobre el cual Castillo ha dado la que es hasta ahora la más completa explicación (105-106). Añadiremos que Pedro Henríquez Ureña explicó con estas palabras la injusticia sufrida por el mexicano: No existe homenaje más delicado que el suyo –en una conferencia del Ateneo de Madrid– a los poetas mejores de su país. Pero de su país, ¡extraña Némesis! le vino la mayor amargura de su vida literaria, al final de ella, cuando absurdamente se le atribuyó el pecado que tanto fustigó él con los 82
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demás, acusándolo de plagiar documentos que cualquiera puede consultar en archivos públicos: los provincianos acusadores lo declaraban incompetente para leer los claros manuscritos del siglo XVI. (1989: 361; cursiva del autor)
Desde México se denunció la supuesta deshonestidad de Icaza y la polémica, de sospechoso tono nacionalista, acabó afectando a la colonia de intelectuales mexicanos radicados en España. Alfonso Reyes defendió a Icaza, a diferencia del historiador Carlos Pereyra. El asunto debió de ser delicado en términos también personales y tenemos la prueba en la carta que Reyes le escribe a Julio Torri a finales de 1923. Coincide con el último viaje de Icaza a su país natal, y mientras tanto en España se habla del plagio. Reyes advierte a Torri de que Pereyra ha declarado “su opinión adversa a don Francisco en el asunto éste tan molesto” y pide discreción: “creo que es preferible que los amigos hagáis porque no lo vea don Francisco, pues, tratándose del esposo de María Enriqueta, las declaraciones son graves” (Torri: 165). Hay que recordar que la poeta María Enriqueta había sido ayudante de Icaza en la comisión. Es el Icaza de los últimos años de vida, que sufre diversos contratiempos personales y profesionales, pero que, a pesar de todo, es reconocido en España, más como erudito que como poeta. En 1923, por ejemplo, gana con su investigación sobre Lope de Vega (publicada dos años después con el título Lope de Vega, sus amores y sus odios) el Premio Nacional de Literatura, otorgado por un jurado compuesto por Azorín, Julio Casares, Ramón Pérez de Ayala, Enrique Díez-Canedo y Enrique de Mesa. Desarraigado del nuevo México, Icaza confirma su posición en la sociedad literaria española, en la que figura como un hispanoamericano oficial y perfectamente adaptado. Hay varios testimonios que podemos añadir a los ya conocidos para captar esa dimensión humana y extratextual tan importante en la valoración icaciana. Destacaremos una necrológica realizada por alguien que podía homologarse hasta cierto punto con la hibridación cultural de Icaza: el catalán Eugenio d’Ors, ya instalado en Madrid después de liderar el Noucentisme en Cataluña. En su sección “Calendario y lunario”, de Blanco y negro (ABC), en la que firmaba como “Un ingenio de esta corte”, d’Ors comentó así el entierro de Icaza: “entierro literario, pero sin color gremial; académico, sin desempolve de tarascas; diplomático, sin protocolo; mundano, sin compromiso. Ni la hipocresía de una consternación ni el cinismo de una indiferencia” (102). D’Ors le auguraba (y acertó) un puesto secundario en la historia literaria, pero admitía la singularidad de Icaza, tanto social como literaria, y bromeaba sobre su condición de académico correspondiente, que de alguna forma resumía su personalidad y sus dualidades esenciales: “Algo tenía de diplomático correspondiente; algo, de hombre de mundo correspondiente; algo, de 83
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poeta correspondiente. Y Octavio de Romeu le había preguntado en broma, alguna vez, por qué no imprimía en sus tarjetas el título de mexicano correspondiente y de miembro correspondiente de la generación del 98” (102; cursiva del autor). Otro recuerdo que podemos mencionar, aunque fuera bastante posterior, es el del crítico, coetáneo de la generación del 27, Melchor Fernández Almagro que, desde las páginas del mismo diario ABC insistió asimismo en el “inequívoco españolismo” de Icaza y en su resistencia a hacer “problema del indigenismo a que propenden e incluso profesan otros poetas y escritores mejicanos” (3). El testimonio no sólo es interesante por ese intento, bastante dogmático, de incluir nuevamente a Icaza en una determinada cuadrícula españolista y arrebatarlo a la crítica mexicana, sino porque Fernández Almagro representa ya a otra generación, la de los jóvenes del periodo vanguardista, con los cuales también Icaza convivió, aunque ya era anciano, en las tertulias literarias madrileñas. Fernández Almagro afirma que conoció a Icaza gracias a Enrique Díez Canedo y que los jóvenes García Lorca o Salinas también fueron amigos suyos, a pesar del carácter difícil del mexicano y su escasa adaptación a los nuevos tiempos vanguardistas, cuyo esplendor creativo en España ya no llegó a conocer. Recuerda asimismo que Icaza era “hombre arisco, más adusto que risueño, gustoso de la ironía y el sarcasmo, pero de corazón abierto a quien supiera llamar a su puerta”, y que su prestigio en el mundo oral de las tertulias era innegable: “otros hombres difíciles como Icaza, por ejemplo Unamuno y Valle-Inclán, congeniaban con él entrañablemente, y oírles charlar y discutir a su modo era pura delicia” (3). Citas como éstas confirman que el capital simbólico de Icaza y su aprecio entre los pares era mayor en España que en México, y que el difícil equilibrio transnacional del escritor se decantó hacia el lado español en esos últimos años. Pero esa evidencia no debe llevarnos a concluir sin más que Icaza adoptó en la última parte de su vida una perspectiva plenamente española a la hora de entender la actividad literaria. Hubo un trabajo, nunca radical pero sí voluntarioso, por parte de Icaza para relacionar los dos sistemas literarios y lograr así evitar el aislamiento cultural, y probablemente sea en su posición como crítico como mejor se revela esa voluntad transatlántica tan esencial en la obra y la vida de Icaza. No sólo por sus trabajos de erudición sobre autores clásicos españoles, que, sin duda, fue básica en su reputación en España, sino por su labor como crítico de la literatura contemporánea e incluso por sus juicios sobre la propia crítica literaria, particularmente la española. Más que en su poesía, es en esos textos donde encontramos la
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prueba de cómo Icaza preservó y defendió su conciencia no sólo mexicana, sino también americana. Hay que partir de una premisa que no se recuerda con suficiente frecuencia: el importante grado de desconocimiento y la falta de comunicación cultural entre España e Hispanoamérica hasta el triunfo del Modernismo dariano. En realidad, es un tema fundamental de la crítica hispánica que se ha reiterado en diversas formas y con más de una polémica, incluso en nuestros días. En ese sentido, la posición de Icaza es especialmente interesante, entre otras cosas porque él llega a España antes de que Juan Valera haga su célebre comentario sobre Azul… Icaza supo sin duda muy pronto que su posición como crítico era excepcional en Madrid y que apenas admitía competencia en el fin de siglo, por la elemental ausencia de contacto cultural previa a la llegada de Rubén; aprovechó ya esa visión en su temprano Examen de críticos y volverá a ello varias veces en sus artículos de los años 1920, en los que reexaminará la crítica de la Restauración (y a algunas de sus figuras creativas, como Campoamor), una crítica que era la que mejor conocía, también en términos personales. A través de esa trayectoria es posible extraer conclusiones interesantes no sólo sobre el método crítico icaciano, sino también sobre la situación de la crítica literaria hispánica y sus mecanismos de selección y jerarquización, que también fueron motivo de reflexión, por ejemplo, del mismo Rubén Darío en algunas de las crónicas de España contemporánea. Sabemos hoy la importancia y el prestigio de Leopoldo Alas, Juan Valera o Marcelino Menéndez Pelayo, críticos que ejercieron una importante y polémica labor de arbitraje estético que tuvo importantes consecuencias también a nivel hispanoamericano; pero gracias a Icaza y a su doble condición cultural podremos encontrar nuevos argumentos al respecto y reconstruir los mecanismos de legitimidad crítica que funcionaban a ambos lados del océano en esa época. Desde España y en muchas ocasiones Icaza insistirá en la necesidad de superar la distancia y avanzar en el mutuo conocimiento entre las dos orillas, a lo que él ha aportado hechos inequívocos que más de una vez justificó en términos de una hispanidad conciliatoria: “este sentimiento de confraternidad hay que alentarlo y confrontarlo no vagamente, sino con facilidades de verdadera comunión intelectual” (“Hispanoamericanismo inconsciente” 387). Hay que destacar no sólo la importancia de Icaza como poeta modernista adelantado a la poesía española, sino también su función como introductor en España de la nueva poesía mexicana (e incluso de Paul Verlaine, según afirma orgullosamente). Icaza era absolutamente consciente de esa función y recuerda cómo y cuándo dio a conocer en revistas españolas la poesía de Gutiérrez Nájera, González Martínez, Díaz Mirón e incluso Amado Nervo (“Hispanoamericanismo inconsciente” 387), a pesar de que Ermilo Abreu Gómez haya recordado que la relación personal con este poeta no fue del todo positi85
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va (Huerta: 25). Pero es conveniente insistir en que no se trataba únicamente de patriotismo, sino de perfeccionar y actualizar un panorama crítico deficitario sobre la nueva poesía y de ese modo contribuir decididamente a la renovación literaria que se estaba llevando a cabo en el ámbito de lengua española. Por eso Icaza declara que su intención al dar a conocer la nueva poesía mexicana en España era continuar “las antologías tenidas aquí por mejores, comprendida la académica, que sólo incluían en sus páginas a los autores muertos, omitiendo lo más interesante de nuestra lírica” (“Hispanoamericanismo inconsciente” 387). En esas palabras alude, naturalmente, a una antología tan importante como fue la Antología de poesía hispano-americana de Marcelino Menéndez Pelayo y a su posterior versión como Historia de la poesía hispanoamericana, un trabajo fundamental desde el punto de vista historiográfico para la literatura hispanoamericana, pero no exento de problemas metodológicos e ideológicos. La posición de Icaza respecto a Menéndez Pelayo es reveladora de la importancia de la cuestión del canon y la posible resistencia desde una conciencia americanista en proceso de articulación teórico-crítica. Como afirma García Morales, los balances y las comparaciones de Menéndez Pelayo sobre la literatura hispanoamericana “serán especialmente importantes para críticos, historiadores, antólogos y creadores posteriores, que se sentirán, según los casos, halagados, acomplejados o irritados, inclinados al asentimiento o a la rebeldía” (69). Icaza, ligado intelectual y socialmente al mundo de la Restauración española, se esforzó por encontrar un equilibrio identitario entre su inmersión cultural española y la defensa objetiva de la originalidad mexicana y americana. Más de una vez criticará incluso con sarcasmo el desconocimiento general que la España decimonónica a la que él llegó tenía de la realidad americana, aunque también es cierto que nunca mostrará un americanismo agresivo o combativo de sentido antiespañol (como, por otro lado, resulta bastante lógico en alguien que ha formado incluso su vida familiar en España). En esa línea de cautela americanista, criticó a Menéndez Pelayo en más de una ocasión, aunque esas críticas no implicaban un rechazo total de su lugar de enunciación y su criterio imperialista. Menéndez Pelayo prescindía en su antología de los autores vivos, lo que evidentemente perjudicaba a Icaza en dos sentidos: como poeta mismo que ya había publicado obra modernista y como crítico que había promocionado en España la nueva poesía de su país. Sin embargo, la crítica a los criterios del historiador santanderino no puede ocultar la evidencia de su enorme prestigio y su influencia institucional también para la “otra” literatura en castellano. En su Examen de críticos, Icaza ya había mostrado su admiración por Menéndez Pelayo como figura comparable a críticos de prestigio europeo como Taine. Aunque le reprochaba que en su obra sobre los heterodoxos se mostrara como un “intransigente sectario”, reconocía 86
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que a finales del siglo XIX él y Valera son “los críticos españoles que están más lejos del dogmatismo” (“Examen de críticos” 351). Apenas cambió esa opinión en las décadas siguientes. Pero la sistematización que Menéndez Pelayo intentó con la poesía hispanoamericana era un proyecto forzosamente vulnerable, tanto por la actitud españolista del autor como por las dificultades metodológicas de un trabajo pionero. Icaza, probablemente cohibido por el prestigio del historiador, realizó sus críticas a la Historia de la poesía hispano-americana de Menéndez Pelayo en dos artículos publicados en los años 1920 (el ya citado “Hispanoamericanismo inconsciente” y “Menéndez y Pelayo. Los errores en la Historia de la poesía hispano-americana”), es decir, cuando ya había fallecido el autor y cuando su fuerza empezaba a debilitarse ante el empuje de las nuevas generaciones de críticos e historiadores. Icaza se centra en aquello que conoce mejor, la literatura del virreinato novohispano, para detectar las imprecisiones del historiador español, pero hay otros dos puntos curiosos en los que desafía su autoridad. En primer lugar, en la cuestión ideológica, puesto que Icaza detecta una posición crítica muy severa de Menéndez Pelayo con los escritores liberales mexicanos; no debe sorprendernos hoy conociendo el recalcitrante conservadurismo del historiador, pero en ese momento era una impugnación importante. Y en segundo lugar, Icaza se adentra en un tema interesantísimo de la historiografía de la literatura hispanoamericana: la supuesta ausencia de tradición novelística desde la Colonia, cuestión sobre la que, como es sabido, han vertido opiniones autores tan diversos como Pedro Henríquez Ureña o Mario Vargas Llosa. Icaza se plantea el problema y disiente de la interpretación de Menéndez Pelayo, según la cual la pacífica vida colonial obstaculizó el desarrollo de la novela como género: No existiendo el efecto no hay que buscar las causas. Hubo y hay en México literatura novelesca en sus formas románticas, naturalista, moderna y aun modernísima. Poesía legendaria y de la naturaleza –buena, mediocre o mala– ha existido y existe entre nosotros, no hay por qué buscar por qué no se produjeron. La bibliografía de ellas es copiosísima y que el señor Menéndez y Pelayo se desentendiera o la ignorara no arguye su inexistencia. (“Menéndez y Pelayo” 175)
Es evidente que Icaza está lejos de las teorías sobre la expresión americana que ya en esos años defendía Henríquez Ureña y que nunca pierde el respeto a la crítica española, pero su toma de posición moderadamente resistente a los excesos españolistas significa un intento de basar el panhispanismo en términos de mutuo reconocimiento. El dato confirma que la españolidad de Icaza no fue en absoluto excluyente y que el Icaza de las tertulias madrileñas no había perdido de vista la originalidad cultural mexicana. Y ese punto quizá es el que nos puede 87
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ayudar a escapar de la rigidez de las cuadrículas nacionales, situando a Icaza en un transnacionalidad muy específica: la que marcó el Rubén Darío más panhispánico y aglutinador. Tal vez la afinidad con Rubén, más allá de la poética, es la que define la original posición migrante de Icaza. Pensemos, por ejemplo, que muchas de las valoraciones de Icaza sobre la crítica española planteadas en Examen de críticos coinciden con las que Rubén planteará apenas unos años después en España contemporánea. En algún caso, como en la opinión sobre Federico Balart, Rubén repite casi con las mismas palabras la imagen que del crítico presenta Icaza (280). A quien no menciona Rubén es a Emilia Pardo Bazán, a la que, como decíamos antes, Icaza atacó severamente por plagio en el Examen y a la que volvería a criticar con bastante saña no exenta de machismo en 1924 (“Doña Emilia Pardo Bazán” 624-631). Pero en lo que sí coinciden es en el elogio general a Juan Valera, que para Icaza es “el prosista más naturalmente elegante con que cuentan hoy las letras castellanas” (“Examen de críticos” 345). Años después, Icaza, en otro de los artículos que publicó en El Universal en sus últimos años, homenajeó a Valera a propósito del centenario de su nacimiento y lo situó otra vez junto a Menéndez Pelayo como referencia de la crítica española para los autores hispanoamericanos. Icaza admitía algunas insuficiencias de Valera, básicamente por las dificultades de su labor emprendida con “noticias fragmentarias, bibliografía incompleta y público indiferente u hostil”, pero recordaba su importante labor como precursor en una época en la que en España de “de la América viva nadie sabía una palabra”. Las Cartas americanas fueron, naturalmente, un puente valiosísimo, a pesar de todo: “el crítico pecó más de una vez de benévolo, y harto hizo en descubrir entonces, como joya de derribo entre montones de ripio y cascote, el Azul de Rubén Darío” (“El centenario de Valera” 634). Valera e Icaza, cada uno a su modo y con sus méritos y defectos, funcionaron como puentes en momentos difíciles, de escasa comunicación transoceánica, y aunque hoy no conserven el prestigio de antaño, no pueden faltar en la reconstrucción del proceso literario de su época. Las alusiones al valor de las Cartas americanas muestran una vez más esa preocupación que Icaza mantuvo durante más de treinta años por la comunicación entre España e Hispanoamérica y a su vez confirman que su asimilación a la cultura española no supuso un abandono de la conciencia de la singularidad cultural americana. Icaza, a su manera, siguió el camino abierto por esa conexión transatlántica entre Valera y Rubén y, alejado del nacionalismo revolucionario mexicano, asumió su ambivalencia hispanomexicana, aunque para muchos eso le situara en tierra de nadie. Por ese motivo, es posible que en las historias nacionales 88
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de la literatura Francisco A. de Icaza no encuentre nunca una posición clara; pero eso sólo significa que tal vez haya que esperar a una historia de la literatura híbrida.
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Zaitseff, Serge I. (ed.), Xavier de Icaza y sus contemporáneos. Epistolarios (Xalapa: Universidad Veracruzana, 1995). Zamora Vicente, Alonso, “Lope de Vega y Francisco de Icaza”, en Cuadernos hispanoamericanos, 53 (1963), p. 489-492.
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Ansiedades transatlánticas Amado Nervo, Pegaso y Enrique González Martínez José María MARTÍNEZ The University of Texas-Pan American
Aunque todavía escasos, los análisis transatlánticos acerca del modernismo están produciendo lecturas renovadoras de su producción literaria. Como muestras, los recientes trabajos de Acereda, Beckman y Dabove han recordado la necesidad de entender la recepción del modernismo en función de los diversos contextos políticos nacionales, así como la urgencia de redondear la imagen del escritor modernista atendiendo a sus actividades extra o paraliterarias, o también la de ampliar las relaciones de esa literatura con el mundo anglosajón. El resultado ideal de esta relectura debería ser la reubicación del modernismo en un ámbito geocultural redimido del provincianismo hispánico y del galicismo mental al que lo ha reducido parte de la crítica tradicional y contextualizado dentro de los movimientos de capital cultural, social y económico que se dieron en el conjunto del ámbito atlántico a finales del XIX y comienzos del XX. Como ya documentó Lily Litvak en su trabajo sobre el panlatinismo, esta lectura debería dejar claro que el modernismo fue realmente el primer intercambio cultural a gran escala que se produjo entre la antigua metrópoli y sus antiguas colonias. Las lecturas transatlánticas que se han hecho de la Colonia o del XIX no dejan de ser enriquecedoras y revelar las insuficiencias de las interpretaciones unidireccionales, pero tampoco consiguen ofrecer un corpus de obras, autores, iniciativas y correlaciones similar al modernista. A su vez, el modernismo tampoco debe reducirse a un simple “retorno de las carabelas”, es decir a una inversión de roles donde la antigua metrópoli pasaría ahora a ser una especie de secuela literaria de sus excolonias. Y es que tampoco en este caso los intercambios se dieron en una única dirección. A su vez, los análisis transatlánticos suelen caracterizarse por abundar en los elementos contextuales de la cuestión analizada y por prestar una especial atención a la impronta histórica o biográfica que marcan 91
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esas relaciones entre autores, obras e ideologías. Lo cual, obviamente, no debe sorprender, pues es evidente que comentar un espacio geocultural determinado implica también referirse a una temporalidad concreta. En este sentido, el modernismo es también un campo privilegiado para describir la dinámica transatlántica de la literatura hispánica, ya que contó con un medio –el de las revistas literarias y culturales– de alcance y dimensiones igualmente desconocidas hasta ese momento. Con algunas excepciones, la llamativa actividad periodística de la primera mitad del XIX no dejaba de estar más bien limitada a una red de distribución local o nacional. Por el contrario, la segunda mitad del siglo, con la difusión del telégrafo transoceánico, la invención del teléfono y la intensificación del transporte marítimo, iba a facilitar que los medios periodísticos rompieran los límites localistas y se hicieran mucho más internacionales y, en este caso, más transatlánticos. Como ya ha recordado Adela Pineda, el análisis de las revistas modernistas desde esta perspectiva es otra de las piezas claves para revelar las particularidades de las dinámicas literarias y culturales del fin de siglo hispánico. A pesar de todo, esa atención de los enfoques transatlánticos a los factores contextuales puede interpretarse también como una limitación. A menudo estos análisis dan la impresión de reducir la actividad literaria a su dimensión coyuntural, definida por un espacio, un tiempo y unas circunstancias históricas más bien fijas y predeterminadas. El mismo adjetivo “transatlántico” implica una concreción territorial y casi siempre histórico-temporal que puede llevar a relegar a un segundo plano categorías artísticas y literarias más universales, cerrando la puerta a interpretaciones que apunten a lo trascendente o lo perdurable. Topoi como el amor, la angustia existencial, la identidad personal o colectiva, o la creación artística deben ser releídas desde la perspectiva transatlántica, pero tampoco deben ni pueden reducirse a ella, pues claramente la trascienden como trascienden otras perspectivas críticas análogas para acabar sugiriendo al final una especie de esencialidad transcultural propia. Con esta doble actitud de reivindicación y cuestionamiento de los estudios transatlánticos, y en su concreción en las revistas modernistas, es donde pretendo comentar la recepción que Enrique González Martínez hizo del poemario Elevación, que Amado Nervo había publicado en Madrid en 1917, un año antes de su regreso temporal a México. Su análisis en este contexto me interesa por una doble razón. Primero, porque la reconstrucción de esa lectura dentro del contenido general de la revista Pegaso, donde apareció uno de los textos claves en ese intercambio, ilustra muy bien la heterogeneidad del contexto transatlántico en que se dieron las correlaciones de ambos autores y de ambos espacios geoculturales. Como ya se ha dicho repetidamente, una de las ventajas de las revistas literarias es la de proveer el corte sincrónico e histórico 92
Amado Nervo, Pegaso y Enrique González Martínez
donde salen a la luz muchos textos que luego, reeditados y leídos en formato de libro, pierden bastantes de las notas identitarias que les prestaba el contexto periodístico original. Y en segundo lugar, porque esa fecha de 1917 marca un momento especial en las relaciones entre ambos escritores, un momento donde la “anxiety of influence” (ansiedad de influencia) u “horror of contamination” (horror a la contaminación) de los que habló Harold Bloom1 tomó un nuevo giro, con un claro distanciamiento por parte del “autor efebo” (Enrique González Martínez) con respecto al “autor progenitor” (Amado Nervo). El hecho de que Nervo se encontrase en Madrid al publicar Elevación y publicase el libro en España son datos a los que la reseña de González Martínez no presta mayor atención. Pero al mismo tiempo este hecho tampoco debe entenderse como algo marginal, pues contribuyó por un lado a que esa reseña pudiera prescindir de componentes extraliterarios y, por otro, la presencia del poema en Pegaso, de la que Nervo era uno de los colaboradores en el extranjero, lo dejó inscrito en el discurso transatlántico del momento, en la manera concreta en que este discurso quedaba recogido en dicha revista. En cuanto a Bloom y “la ansiedad de influencia”, ésta había sido limitada en un primer momento a la poesía post-ilustrada, principalmente romántica, pero más tarde el propio Bloom y varios críticos más extendieron su alcance a otros momentos literarios, a poetas y escritores de rangos desiguales y a manifestaciones estéticas que van más allá de lo puramente literario, hasta hacer de él un paradigma estético general2. De ese debate me interesa ahora recordar la definición de “ansiedad de influencia” que propone Bloom, y que iría más allá de la simple presencia de las fuentes literarias de un texto ya que se trata más bien de un “process of misprison by which any latecomer strong poet attempts to clear an imaginative space for himself” (Bloom, 1972: 36). Frente al antiesencialismo perceptible en los estudios transatlánticos y también frente a la lectura inmanente que de esta propuesta hizo Paul de Man, hay que recordar que esa influencia va más allá de lo puramente textual, pues “influence remains subject-centered, a person-to-person relationship, no to be reduced to the problematic of language” (Bloom, 1975: 77; Barzilai: 139). De todos modos, hay que matizar que la perspectiva 1
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En el presente ensayo estos términos, en inglés y en castellano, deben ser entendidos como sinónimos y en el sentido que Bloom les da en sus trabajos, a pesar de que los matices de los términos en castellano pueden implicar a veces un significado parcialmente distinto. Lo mismo debe aplicarse a términos que usaré a lo largo de estas páginas, como “strong poet” (poeta fuerte, poeta principal), “ephebe poet” (poeta efebo, discípulo), “forerunner poet” (poeta primario, poeta progenitor), “latecomer poet” (poeta secundario, poeta posterior), “misreading” o “misprison” (paralectura, malinterpretación), etc. Véase Bloom, 1972 y 1975, véase también Addison, Stone y Sutcliffe.
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de Bloom resulta también demasiado lineal, pues no contempla la posibilidad de la lectura que el poeta progenitor podía hacer del poeta efebo, la cual también puede resultar una recepción asimétrica y desencadenar unas reacciones análogas de ansiedades y pseudolecturas en el poeta primario. Igualmente, Bloom tiende a documentar sus propuestas sólo por medio de poemas, pero está claro que otro tipo de textos, como prólogos, reseñas, cartas, etc., pueden ser a menudo mucho más explícitos e ilustrativos. En otras palabras, mi comentario gravitará en torno al momento en que Nervo, principalmente a causa de Elevación3, va a ser leído por González Martínez ya desde una perspectiva diferente a la del poeta efebo, alejándose de uno de sus modelos hasta entonces más admirado y reverenciado por él. Como se verá, González Martínez no era tampoco el único que en México estaba dejando de leer al Nervo de Elevación como el poeta magno o referencial del momento. Por lo mismo, atenderé también a la reacción de Nervo ante la lectura divergente que de él hizo González Martínez, para mostrar cómo el progenitor también puede experimentar una ansiedad análoga al percibir cómo la paralectura de sus textos por uno de sus discípulos ha podido cuestionar su ubicación concreta en el espacio sociocultural del momento. Aunque nacidos en fechas muy próximas (Nervo en 1870 y González Martínez en 1871), la fortuna literaria de ambos no siguió una trayectoria paralela. Nervo comienza a ser conocido en los ambientes literarios sobre todo a partir de 1894, mucho antes que González Martínez, cuando se instala permanentemente en la capital mexicana, colabora con la Revista Azul de Gutiérrez Nájera y trata a Luis G. Urbina, Carlos Díaz Dufóo, José J. Tablanda y Jesús E. Valenzuela. El año siguiente marca uno de los momentos más conocidos de su popularidad, esta vez polémica, con la publicación de su novela El bachiller, cuyo estridente final hizo correr ríos de tinta en la prensa del momento. De manera continua y desde esa fecha, va a publicar periódicamente en la prensa capitalina crónicas y también poemas que luego recogerá en sus dos primeros libros Perlas negras y Místicas, que aparecen en 1898. Desde entonces hasta 1905, año de su nombramiento como segundo secretario de la Legación mexicana en España y de su viaje a la Península, sigue publicando profusamente tanto crónicas como poemarios y novelas cortas, y realiza un viaje-estancia por Estados Unidos y Europa que le permite 3
Añado esta precisión porque en sus años finales en España, Nervo también estaba redactando y publicando poemas y relatos sueltos que unas veces quedaron temporalmente inéditos y otras fueron publicados por él en periódicos y revistas. Se trataba entonces de textos que sin duda alguna eran de más difícil acceso para González Martínez y que, en cualquier caso, no se adecuaban a las finalidades típicas del género de la reseña. Es otra forma de insistir en la interdependencia entre Elevación y Pegaso.
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vivir en el ambiente de la bohemia francesa y tratar con Rubén Darío, Manuel Ugarte o Enrique Gómez Carrillo. También en 1903, junto a Jesús E. Valenzuela, comparte la dirección de la Revista Moderna de México (1903-1911), con la que va a seguir colaborando desde Madrid. En Madrid y hasta su regreso a México en 1918, aparte de sus labores diplomáticas, contribuye frecuentemente con la prensa del momento y da a la luz varios volúmenes de poemas, cuentos, y más novelas cortas que aparecen tanto en España como Hispanoamérica. Tras su muerte, como se sabe, Nervo recibió en México uno de los homenajes y funerales más espectaculares y multitudinarios los que se tienen noticia en toda la historia del país. En resumen, e independientemente de que el paso del tiempo haya relegado a Nervo a un escalafón literario bastante inferior al que ocupó en vida, lo que en este caso interesa es precisamente notar que en su tiempo fue visto sobre todo como uno de los poetas mayores, a veces con más reconocimiento que el propio Rubén Darío y que, en este sentido, constituía evidentemente una referencia que debía pesar sobre sus contemporáneos y sobre todo en los connacionales que, como Enrique González Martínez, empezaban a abrirse camino. Por su lado, la trayectoria de Enrique González Martínez hasta 19181919 es también ascendente y progresiva, pero hay que esperar hasta 1909 hasta percibir en ella un alcance comparable al de Nervo. Debido seguramente a su atareada vida profesional como médico y a la devoción con que atendía a su familia, su primera aparición conocida en la prensa de la capital mexicana no llega hasta 1903, y de forma indirecta, a través de una positiva reseña de su primer libro, Preludios, publicado en Mazatlán ese mismo año. En 1907 y 1909 se publican también en provincias los poemarios Lirismos y Silenter, este último con prólogo de Sixto Osuna, con quien González Martínez había codirigido la revista Arte durante esos dos años. En 1909 recibe su nombramiento como miembro correspondiente de la Academia Mexicana y en 1911 ingresa en el Ateneo de la Juventud, cuya presidencia ocupa en 1912. El año de 1911 había visto también la publicación de Los senderos ocultos, el libro que se ha interpretado siempre como el del encuentro con su propia voz poética y la frontera entre el poeta juvenil y el poeta ya maduro y personal. Hasta 1918 va a ocupar diversos cargos administrativos y políticos nacionales, a fundar y dirigir varias revistas –Pegaso entre ellas– y publicar tres libros más: La muerte del cisne (1915), Jardines de Francia (1915), y El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño (1917). En los términos de Bloom, estaríamos ante una trayectoria que iría desde el poeta efebo de los tres primeros libros, que repiten los clichés más manidos del modernismo, hasta el poeta seguro de Los senderos ocultos y los poemarios posteriores, que va a leer a sus modelos con la tensión propia de quien quiere ser diferente ellos, los cuales, sin embargo, van a seguir presentes en sus poemas a causa la naturaleza intertextual de lo 95
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literario y de este fenómeno de las lecturas mutuas en particular. “Tuércele el cuello al cisne”, el famoso poema de Los senderos ocultos, que se construye a la vez con la presencia y la aniquilación del emblema modernista más famoso, sería un texto ideal para comentar la producción de González Martínez desde este punto de vista. La confirmación de la maduración artística de González Martínez nos viene dada por los méritos de su propia obra pero también por interesantes testimonios ajenos a él mismo e incluso al ámbito hispánico, como el que Irving Ormond recogió en The Bookman (1919) y que agrupaba a González Martínez entre los seis principales poetas modernistas, al lado de Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón y también Amado Nervo. Por su lado, las conexiones de González Martínez con la vida cultural española hasta esas fechas quedan reveladas principalmente a través de su correspondencia con Nervo y su labor al frente de Pegaso, que también incluyó en cuatro de sus números contribuciones de Alfonso Reyes enviadas desde la Península por encargo de los editores de la revista y en especial de González Martínez4. En cuanto a la admiración del González Martínez principiante por Nervo, ésta puede adivinarse ya desde su envío a la Revista Moderna de México de un ejemplar de Preludios (1903), que el tepiqueño reseñó favorablemente y encuadró con entusiasmo en las filas del modernismo5. Esa admiración es todavía más clara en una carta de septiembre de 1909, en la que el autor de Silenter elogia a su compatriota como poeta consagrado y especialmente fecundo. De esa carta subrayo en cursiva las frases que mejor exponen la condición de efebo de González Martínez con respecto a Nervo: más le agradezco todavía el que me haga sabedor de que mi último libro le pareció bien. Sabe usted lo que estimo su opinión en estas cosas, y ya comprenderá que tengo sobrados motivos para enorgullecerme con juicio tan autorizado y tan benévolo. De España he recibido algunas cartas en que se elogia mi Silenter, (Díez Canedo, Villaespesa, Unamuno, etc.); me faltaba la suya y vino más cariñosa y expresiva de lo que podía esperar ¿He tenido la 4
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Los textos de Reyes son de géneros y temáticas variados y se pueden relacionar tanto con la dimensión transatlántica del modernismo en general como con la de la revista en particular. Los texto son una carta personal a González Martínez, una crónica periodística sobre Nueva York, una traducción del comienzo de Ortodoxia, de Chesterton, y una admirativa crónica sobre una conferencia de Valle Inclán en Madrid (Pegaso I, 290; I, 310-311; II, 17, y II, 99). Para más detalles, incluidas algunas afirmaciones que matizan el tono usado por Nervo en su reseña, ver los comentarios y opiniones del propio González Martínez en El hombre del búho, la primera parte de su autobiografía (González Martínez 3: 105). Ver también González Martínez 3: 116-117, donde se combinan testimonios a favor de la popularidad y reconocimiento de Nervo en esos primeros años del siglo con otros que apuntan hacia una recepción menos entusiasta por parte de otros escritores entre los que, en ese momento, no parecía encontrarse González Martínez.
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suerte de que en mis versos se transparente algo de mi sinceridad artística, única cosa de que puedo salir fiador? Me atrevo a esperarlo, ya que no sé explicar de otro modo esos agasajos. Tenga la bondad de perdonarme que le haya inferido la molestia de recomendar a su cuidado los ejemplares de mi libro que remití a Madrid. Tuve presente el que es usted hombre muy ocupado; pero no tenía otra persona de quien valerme para el caso e ignoraba la dirección de las personas a quienes los ejemplares iban dirigidos. Muchas gracias en cumplir con mi encargo, muchas gracias. Con orgullo de paisano y amigo veo su constante ascensión de artista y su creciente reputación en extrañas tierras, así como en infatigabilidad en el producir. Parece que ha seguido usted el consejo de Darío, y cuando una musa le pare un hijo, deja a las ocho encintas. (3, 418)
He reproducido casi completa esta carta, y en especial el primer y el segundo párrafo con el fin también de mostrar la simplificación que identificaba al modernismo hispánico con el “retorno de las carabelas”, que es parcialmente cierta pero que debe ser matizada por ser igualmente cierto y frecuente el caso de escritores americanos que seguían buscando su consagración a través del respaldo de los peninsulares. Como muestra paradigmática puede recordarse a Rubén Darío que, sí, iba a servir como referencia o valedor de modernistas españoles contemporáneos o más jóvenes que él (Salvador Rueda, Ramón del Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez), pero que antes había también buscado el espaldarazo consagrador de Juan Valera o Marcelino Menéndez Pelayo. Por su lado, los modernistas españoles van a realizar viajes triunfales o de autopromoción en tierras americanas, como las mismas páginas de Pegaso van a mostrar para los casos de Salvador Rueda y Francisco Villaespesa6. De nuevo, lo más importante aquí no es tanto determinar la específica dirección de “las carabelas” sino resaltar que esos mecanismos de autopublicidad y reconocimiento (envío personal y comercial de libros, viajes, homenajes, etc.) entre autores de ambas orillas constituyen uno de los entramados fundamentales de la difusión transatlántica y de la unidad del modernismo hispánico. Con precedentes como la carta anterior y la mostrada admiración de González Martínez por Nervo, cabría esperar que su reseña de Elevación en Pegaso fuera claramente rendida y laudatoria. Sin embargo, ese comentario iba a tomar unos derroteros diferentes, que no iban a descalificar directamente el poemario pero sí a provocar una confusión o una serie de malentendidos que no se explicarían sin tener en cuenta el proceso de maduración estética de González Martínez ni su hallazgo de ámbitos poéticos ya propios y personales. Pero antes, para contextua6
Ver por ejemplo los volúmenes I, 73; I, 91; I, 238 y II, 62.
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lizar esa lectura en el ámbito que aquí me interesa, conviene hacer una breve descripción del mundo transatlántico recogido en Pegaso y en el cual se publicaron y leyeron esas opiniones sobre Elevación. Para empezar, debe recordarse que la revista no era exclusivamente literaria, y que ella misma se definía en su sección publicitaria como “Revista Ilustrada de Literatura y Actualidades” (I, 150) y también como la “más selecta revista literaria de actualidades que ahora se publica en México” (I, 151). Como se ha recordado a menudo, en este tipo de publicaciones lo literario aparece marcado por una clara historicidad, es decir, dentro de un corte sincrónico y entreverado en un contexto pluridiscursivo y heterogéneo donde su lectura como texto artístico se combina con otros códigos de lectura diferentes, sean informativos, publicitarios, gráficos, etc. En este contexto, el producto literario es al mismo tiempo semejante al resto, por aparecer como una pieza más del mismo presente histórico que una noticia sobre la revolución soviética o un anuncio de medicinas de reciente descubrimiento. Pero también puede y debe entenderse como texto distinto, por incluirse en una sección propia y estar construido por materiales procedentes en su mayor parte de un contexto estético, diferente a otros como pueden ser el político, el económico o el deportivo. En este sentido, Pegaso mostraba también esa doble faceta de esencialidad y circunstancialidad del texto literario mencionada al comienzo del artículo. Un ejemplo concreto podría ser el número 6 de la revista (12 de abril de 1917), que en la sección habitual de Libros y revistas incluía la primera noticia de la llegada a México del nuevo libro de Nervo. Esa misma sección publicaba también una reseña de una obra del español Manuel García Morente aparecida en Madrid (La filosofía de Henri Bergson, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1917), una ficha bibliográfica del libro de Fernando González Roa (México 18831936) titulado The Mexican People and their Detractors, publicado en Nueva York en 1916. La misma sección recogía una nota sobre la aparición del segundo canto de Anahuac, del mexicano Manuel A. Chávez, publicado en Noruega, y una antología de poemas de Leopoldo Lugones que vio la luz en la capital mexicana. La segunda columna de la misma página informaba a su vez de la visita del argentino Manuel Ugarte, que llegaba a México para impartir unas conferencias a favor del panamericanismo. De esta manera, en la misma página, el lector de Pegaso quedaba informado de la actividad artística y literaria que de forma simultánea se estaba llevando a cabo en ambos lados del Atlántico y donde las nacionalidades de los autores no se correspondían, ni mucho menos, con los lugares de publicación de sus obras o con el idioma empleado en las mismas. A través de la revista experimentaba por tanto una internacionalización de la cultura de forma más evidente y palpable 98
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que en lo que fue general en las publicaciones periódicas decimonónicas previas al modernismo. Y, por supuesto, como “revista de actualidades”, lo transatlántico no se reducía a lo literario. Así el resto del número, salido de las máquinas de la “Imprenta francesa”, se completaba con la lista de colaboradores habituales de la revista, que incluía sobre todo escritores alojados en México, pero también en Madrid, Guatemala, Perú y Estados Unidos. Por su parte, un gran número de las páginas informativas y del humor gráfico se dedicaban a la Primera Guerra Mundial y en concreto a la decisión de Estados Unidos de participar en el conflicto y a una noticiareportaje sobre la Casa Blanca y el Presidente Wilson. La sección cultural y artística incluía noticias sobre la vida y representación de obras de autores españoles en teatros mexicanos y visitas de compañías dramáticas españolas. También se reproducían traducciones de poemas de prosa de Judith Gautier. Por su lado, la sección de variedades comprendía una breve nota de salud procedente de Francia, dos más que trataban respectivamente del lujo y del nuevo armamento estadounidenses, algunas reproducidas de periódicos ingleses, y otra procedente de Italia. La sección de publicidad incluía moda con persistentes referentes europeos (sombreros canotier para hombres, ropa femenina en el almacén “La ciudad de Londres”) o estadounidenses (electrodomésticos Westinghouse), y también anuncios de librerías que en sus catálogos parecían ofrecer con orgullo novelas y trabajos de autores españoles, franceses, mexicanos, y también suscripciones de revistas extranjeras. Es obvio que en todo este contexto, una nota bibliográfica o una reseña de un libro recién aparecido, no deja de perder su “aura” estética o artística, pero tampoco es leído fuera del mundo mercantil o publicitario. De esta manera, el libro como novedad o evaluado en su calidad frente al posible público consumidor hace que lo literario se confunda en parte con un producto más del mercado capitalista y, en este caso, del intercambio transatlántico. La nota donde se anunciaba la reciente publicación del libro de Nervo, que alude también al lugar de residencia de Nervo y, más o menos, como un cumplido, a su prestigio literario, era la siguiente: “AMADO NERVO. –Elevación. Madrid, 1917, en 8vo. Acaba de llegar a México el último libro de poesías del ilustre poeta mexicano Amado Nervo, que hace varios años reside en Europa. Pegaso publicará un estudio sobre la obra de su prestigiado colaborador, en una de las próximas ediciones de este periódico.”. El número 7, publicado a la semana siguiente, incluía la prometida reseña del libro y también una selección del mismo titulada “Los últimos poemas de Amado Nervo”, a quien se calificaba de “exquisito poeta”. La selección de poemas había corrido seguramente a cargo de 99
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Enrique González Martínez, que iba a firmar el subsiguiente comentario del libro y que también parecer haber sido el más activo de los tres codirectores en las secciones literarias de la revista7. La reseña, que apareció, con el título “Amado Nervo: Elevación (nuevos poemas) (Madrid, Tipografía Artística Cervantes, 1917 [Pegaso I, 166]) no es propiamente negativa, pero tampoco es un elogio entusiasta e incondicional. En ella abundan expresiones que parecen destinadas más a justificar la trayectoria inscrita en este nuevo libro de Nervo que a presentar los méritos intrínsecos del mismo. González Martínez ubica a Nervo “en sus años de madurez”, pero formula “el ímpetu fecundo de purificación” que percibe en ese poemario en un tono más exculpatorio que laudatorio y concretado en una labor de depuración formal que, aunque no llegaría a afectar a Nervo, “puede dejar la obra limpia de todo, hasta de poesía”. Continúa González Martínez registrando implícitamente la desorientación producida por este libro en algunos –parece que bastantes– lectores de Nervo (“A mí no me ha desconcertado, como a muchos, el último libro de Nervo”), y afirmando que este tipo de tonos ya se daba en sus libros primerizos de forma más artificiosa que sincera y nunca convincente. Hacia la mitad de la reseña se produce uno de los momentos clave de distanciamiento de Nervo por parte de un González Martínez que en Los senderos ocultos había dejado claro que la poesía consistía en no poder (o no querer) desvelar el misterio, en permanecer extático a las puertas del mundo absoluto oculto por la Naturaleza. Por ello, después de citar unos versos del “gran poeta de Elevación” que según el jalisciense equivaldrían a “decretar la muerte del misterio”, concluye sentenciando que “La Esfinge, sin enigma, es un misterio absurdo”. Tampoco son completamente inocuas las alabanzas que siguen a la afirmación de que Nervo, “sorteando escollos, salvando riesgos y esquivando obstáculos”, consigue en Elevación un libro “bello, y es que el poeta de verdad tiene un talismán para todo”. Esas afirmaciones insisten en el afán depurador de Nervo con una serie de lítotes que en su ambigüedad pueden jugar en contra del autor del poemario, acusándolo de un antiformalismo excesivo: “este versificador armonioso, quiere forjar 7
Los poemas seleccionados en Pegaso eran “Harmonía”, “No todos”, “La hondura interior”, “Ya no tengo impaciencia” y “El puente”. Esta lista apenas coincide con la que el mismo González Martínez preparó para su edición de los Poemas selectos de Amado Nervo (México, Cvltvra 1919), donde sólo reaparecía “El puente” junto a otros diez más (“Jaculatoria a la nieve”, “Todo Yo”, “En paz”, “Expectación”, “Si una espina me hiere”, “Mi filosofía”, “Pecar”, “Dios te libre, poeta”, “El puente”, “Espacio y tiempo”, “Securitas”). Por falta de espacio no puedo tratar de identificar aquí las causas de esa divergencia, la cual, sin duda alguna, podría revelar alguna particularidad más de la heterogénea o variable lectura que González Martínez hizo de este poemario de Nervo.
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estrofas balbucientes; este poseedor de un alto sentido musical quiere poner mordaza a la melodía”. Afortunadamente, según González Martínez, el genio de Nervo impide que la esencia poética acabe desapareciendo, pero no que esto se manifieste en una estética quizá demasiado desnuda, como “los cuadros sin contorno de Carrière” o los “bocetos de Rodin”. Continúa luego con otra afirmación que puede sonar a disculpa (“No comparemos este libro de Nervo con otros anteriores. La personalidad es la misma, pero el momento es otro”) e insiste en el mismo distanciamiento que había señalado anteriormente (“Por eso no podremos secundar al poeta cuando dice: ‘Murieron los quién sabe / Callaron los quizá’ Nuestra incertidumbre no acaba ni es bien que acabe nunca”). La reseña finaliza insistiendo en esa idea, es decir, que Nervo ha encontrado una felicidad o una estabilidad existencial que ha usado como plataforma para moralizar y “elevar” el espíritu del lector apoyado en sus propias certidumbres. Pero González Martínez ya no es el poeta efebo de Silenter, y aunque su respeto por Nervo le lleva a pronunciar algunos elogios, esto no puede implicar ya la renuncia a su propia voz. La frase final de su comentario es un apartamiento claro de las propuestas existenciales y poéticas sugeridas en Elevación: “Y nosotros cogidos un instante por la magia del admirable poeta, agradecemos el presente y tornamos, al cerrar el libro, a nuestras viejas inquietudes”. De nuevo, la “elevación” anímica o espiritual que Nervo propone a los lectores de su libro, no puede tener lugar en un poeta que sigue considerando el misterio y la incertidumbre como el quicio de sus inquisiciones8. Es una reseña, pues, llena de ambigüedades, de elogios más bien tópicos y tonos exculpatorios y, en lo que nos interesa, una lectura distanciadora del maestro, cuya trayectoria se presenta como peligrosa para el arte y divergente de la poética del discípulo, que tiene en Los sendero ocultos su personal punto de partida. Volviendo a Bloom, no creo que importe mucho que identifiquemos la forma de distanciamiento de González Martínez como clinamen o kenosis, que probablemente serían las dos fases que mejor explicarían esta actitud del autor de Silenter9. Lo 8
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El objetivo de mi trabajo no es proponer una equivalencia matemática entre el esquema presentado por Harold Bloom y las correlaciones entre Nervo y González Martínez, pero tampoco puedo resistir la tentación de copiar una cita de Bloom que parecería inspirada por las palabras finales de la reseña de González Martínez: “Poets, by the time they have grown strong, do not read the poetry of X, for really strong poets can read only themselves” (1972: 19). De la misma manera, esa actitud de González Martínez, implica una elección decisiva que se ha tomado después de asignar un significado específico al texto que ahora el poeta secundario rechaza o reescribe (Bloom, 1975: 3). En el clinamen, el discípulo asume que el poema o la poética del antecesor era correcta hasta cierto momento, en que debería haber tomado la dirección que ahora propone el nuevo poeta. En la kenosis, el poeta joven realiza un aparente movimiento de abajamiento y sumisión hacia el progenitor, pero de una manera tan efectiva y ori-
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que más puede interesar es notar que ahora González Martínez está posicionándose frente a Nervo con una actitud revisionista, que pretende al mismo tiempo completar, corregir y superar al poeta progenitor: “Spiritual uplift too frequently is exposed as the drive towards power over the precursors, a drive fixed in its origins and wholly arbitrary in its aims” (Bloom, 1975: 83). Tan interesante como la reseña fue la reacción inmediata de Amado Nervo, que dio lugar a una correspondencia entre ambos escritores de la que sólo conservamos los recuerdos y testimonios indirectos de González Martínez. Tampoco sabemos si Nervo tuvo acceso a los contenidos de la reseña a través de Pegaso o por medio de terceros. Así, en una carta que González Martínez envió a Nervo en julio de 1917, el jalisciense notaba que “me alarmé con su última carta, sólo de pensar que usted creyera que mi juicio sobre Elevación fuera desfavorable. Las salvedades y distingos a que usted alude, púselos únicamente al peligro que entraña la actitud que ud. asume; y ese peligro no reza con ud., bien ducho en caminar por donde le place, sino con los que pudieran creerse capaces de repetir la hazaña.” (3, 435)10.
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ginal que al final es su poética la que queda afirmada y propuesta, y no la de su precursor (Bloom, 1972: 39). La carta continuaba en un tono conciliatorio, insistiendo en rectificar los posibles malentendidos, tratando de recuperar en lo posible la imagen de poeta progenitor de Nervo y buscando, de nuevo, la aprobación de sus obras. Sin embargo, en su conjunto, la sobreabundancia de elogios y reconocimientos de esa carta no parece sino resaltar la efectividad crítica de su reseña, es decir, el temor de haber provocado en Nervo un estado de ansiedad debido a la paralectura que supusieron sus comentarios. Luego se verá que hay razones para pensar que las rectificaciones de González Martínez en esta carta fueron realmente excesivas y en el fondo no desmentían sus discrepancias con el Nervo de Elevación: Todo lo que dice usted en defensa de su libro es trabajo inútil, por cuanto yo lo he puesto sobre mi cabeza, como todos los libros de usted, a quien tengo por uno de los más grandes poetas de habla española. Eso mismo que usted apunta en su carta, lo dije yo con más descolorida frase en la breve nota que hoy le envío adjunta por si no le hubiere llegado el número 7 de la revista [Pegaso]. El periódico produjo algunos de los más bellos poemas de Elevación, rindiendo con ello homenaje al poeta de quien los mexicanos todos nos enorgullecemos. En resumen, creo su libro un gran libro, a pesar del camino estéticamente peligroso que usted recorre en él. Mi nota la confirmará mi opinión sincera. Hace apenas una semana que mandé a usted un ejemplar certificado de El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño, que acabo de publicar. Ojalá que no le parezca mal y que sea usted tan benévolo como para mis otros libros, a quienes colma usted de agasajos. A pesar de lo que en sus elogios haya de misericordiosa amistad, crea que me regocija una palabra de aliento que venga de usted. Depende esto de la alta estimación que siento por tan gran poeta. Hace una semana que Villaespesa y yo hablamos de la obra de usted y convinimos en que es una de las más puras, más bellas y más completas de la lírica española moderna.
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Algún pequeño detalle adicional añadiría más tarde González Martínez a esta reacción de Nervo, en su discurso de recepción como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua: La delicada sensibilidad de mi amigo adivinó un reproche en mi homenaje, y entonces comenzó una labor epistolar de autodefensa en el dulce tono insinuante y persuasivo que él empleaba en sus relaciones íntimas “Mi libro – me decía en una de sus cartas– no tiene otra misión que consolar. Sé de muchas almas que han recobrado la paz con su lectura…” Más tarde, en su última visita a nuestro país, durante alguno de aquellos agasajos que se le prodigaron, recordó el incidente y vuelto a mí, en voz confidencial, me murmuró al oído “¿No es verdad que la vida es una serie de afirmaciones, más bien dicho, una afirmación suprema?” (4, 260)
En su conjunto, es ésta una combinación de ansiedades, pseudolecturas y malinterpretaciones en ambas direcciones. Por un lado González Martínez habría leído a Nervo en un estado de tensión derivado del reajuste entre su admiración y amistad con Nervo, y, por otro lado, del descubrimiento de que la identificación incondicional con ese modelo estético no podía seguir adelante. La amplia enumeración de los riesgos implicados en la trayectoria de Nervo y la doble insistencia de González Martínez al oponer el misterio a la certidumbre defendida en Elevación, no parecen indicar otra dirección. Por su lado Nervo debió considerarse malinterpretado (“misread”) y por tanto sujeto a un proceso de desidentificación personal y estética. Por ello va a leer la reseña de González Martínez con afanes rectificadores, como el propio González Martínez hizo con Elevación. En otras palabras, el estado de “anxiety of influence” se habría trasladado ahora a Nervo, al poeta progenitor, que trata de reescribir los textos del discípulo al igual que éste había tratado de reescribir los suyos y seguiría para ello una o varias de las fases que Bloom habría señalado para las lecturas que el poeta efebo haría del poeta progenitor (1972: 39). Frente a la vuelta a la incertidumbre y a las inquietudes existenciales que González Martínez proponía al final de su reseña, Nervo recordará en sus cartas el hecho de que su libro “no tiene otra misión que consolar” y que han sido “muchas las almas que han recobrado la paz con su lectura”. Este caso puede ser otra de las manifestaciones más claras de la actitud defensiva que Bloom ve en toda relación de “influence” y que va marcado por una relectura obligatoria y correctora del texto primigenio (1972: 23). Las relaciones personales entre ambos autores no parecen haber visto dañadas por estas diferencias, y González Martínez en sus escritos públicos y correspondencia con Nervo continuó manteniendo siempre el Lo saludo con todo mi viejo cariño y con mi admiración cada vez más profunda, deseándole todo bien y toda la paz de que es digno; y quedo su amigo de siempre, que le estrecha la mano (3, 435).
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mismo afecto y respeto por el autor de Elevación. De hecho, Nervo colaboró en uno de los siguientes números de Pegaso, en concreto el publicado el 27 de julio, que casualmente acabaría siendo el último de la revista11. También González Martínez pidió al tepiqueño el prólogo para su libro Parábolas y otros poemas, publicado en 1918, justo al regreso de Nervo de España. El libro se acabó convirtiendo en un éxito de ventas12, sin que sepamos con seguridad qué importancia pudo tener en ello el prólogo de Nervo ni tampoco en qué medida se debió también a la popularidad y méritos propios de González Martínez. En cualquier caso, para el México del momento se trataba de una combinación ideal por hacer del libro una obra definida por dos de los mayores poetas nacionales del momento, por dos de sus “strong poets”. Dicho prólogo, firmado el 8 de agosto de 1818, no deja de tener su interés en mi revisión de estas lecturas mutuas entre ambos poetas, pues por un lado Nervo sigue hablando como poeta mayor para el público mexicano (“En México ha habido siempre grandes poetas, y no incurriré yo en la doctrinal atrocidad de definir ex-cathedra quién es el más grande”) y, por otro, informa que su escritor preferido es precisamente Enrique González Martínez, pues ambos comparten esa afición por el misterio y la figura interrogante de la esfinge que el segundo había cuestionado en su reseña de Elevación: Queremos los dos hurgar en la entraña del Misterio y auscultar el dulce y tembloroso corazón de la naturaleza. Paseamos, pensativos y enamorados, frente al zócalo de granito en que la esfinge, nuestra hermética novia, ostenta su doncellez inmortal, y tenemos los ojos cansados de mirar sus ojos inmóviles y profundos… Los dos hemos sentido el vértigo de lo absoluto y vamos de la mano por el desierto. Mis mejores palabras para su nuevo libro dichas con un furtivo signo de inteligencia, son: ¡HERMANO MÍO! (Nervo 2, 403-404)
Estas palabras de Nervo pueden ser leídas como un simple cumplido, pero también como una corrección de su propia poética tras las opiniones de González Martínez acerca de la desaparición del Misterio propuesta en Elevación. En parte, me convence más la segunda opción, aunque creo que también hay que entenderla con matices o precauciones. Y es que la trayectoria posterior de Nervo, es decir, los poemarios subsiguientes a 1917 y publicados antes o después de su muerte, iban unas veces a seguir escudriñando con desasosiego los temas y motivos que para él concretaban el misterio –uno de los temas más 11
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Lo haría con el texto “Pulgarcillo”, que apareció en la sección “El cuento semanal”, aunque no es propiamente un relato breve (2, 94-96). “Mi libro Parábolas se ha vendido mucho. Ha batido el record de mis libros con una venta, en un mes, de mil quinientos ejemplares en dos meses” (González Martínez 3: 445)
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Amado Nervo, Pegaso y Enrique González Martínez
permanentes de su obra– y otras a defender una especie de ataraxia y conformismo vital como el de Elevación. Poemas como “Sed”, de El arquero divino o “Heráclito”, de El estanque de los lotos, pueden ser una buena muestra de esa ambigüedad. Pero el prólogo de Nervo a Parábolas no cierra esta serie de lecturas más o menos asimétricas entre ambos, pues la actitud de González Martínez hacia Nervo va a seguir siendo una actitud ambivalente. Por un lado, en sus numerosas contribuciones a los homenajes públicos que siguieron a la muerte de Nervo13, éste continúa siendo para González Martínez el poeta consagrado y referencial para el gran público, así como un motivo de orgullo patrio. Pero la opinión privada, que hemos de pensar menos condicionada y más desinhibida, no es completamente convergente y tiene en Elevación el momento más documentado de esa divergencia. Así lo muestra una carta redactada en octubre de 1918, a muy pocos meses del prólogo de Nervo a Parábolas, y remitida por González Martínez a Sixto Osuna, amigo suyo de juventud y prologuista de Silenter. Quizá no deba verse como mera coincidencia el que en la misma carta González Martínez afirme orgulloso del éxito y reconocimiento de su propia poesía y el hecho de que ésta esté siendo traducida a otros idiomas. En ella afirmaba que Nervo seguía, como persona, siendo “bueno y cordial, como en otro tiempo”, pero que como escritor o como intelectual le parecía en parte superficial y viviendo más en la pose que en la sinceridad. Algunos párrafos de la carta no dejan de sorprender por su dureza y se encuentran en las antípodas de las cartas que González Martínez dirigió a Nervo durante la estancia de éste en Madrid: He hablado mucho con Nervo en estos días. Está ahora metido en el budismo en cierta forma desorientada y me huele a snobismo común y corriente. Por otra parte Nervo no tiene mucha consistencia de cultura. Sus viajes, su don de gentes, su innegable simpatía, le ayudan para simular hondura y sutileza interior. En el fondo es quizá un delicioso poeta, que quizás no debería publicar todo lo que escribe. Lo que piensas de su libro Plenitud, me parece muy bien. De su libro Elevación, dije yo algo que lo puso un tanto alarmado. Ya te mandaré la notita que le dediqué. Por lo demás, Nervo sigue siendo para mí bueno y cordial, como en otro tiempo. (3, 446)
Como puede notarse, en este caso no hay rectificaciones a la reseña publicada en Pegaso, sino más bien una ratificación de aquellas opiniones que ahora se entienden más bien como reparos y limitaciones del 13
Algunos ejemplos serían los aparecidos en el volumen colectivo Amado Nervo y la crítica literaria (México, Botas, 1919: 66-69), la semblanza de las páginas de El Demócrata, el 4 de junio de 1919 (González Martínez 4, 66), su prólogo a los Poemas selectos de Nervo (México, Cvltvra, 1919), su artículo “Mármol para los poetas” (González Martínez 4: 73-75), o su evocación de El Heraldo Ilustrado (González Martínez 4: 80-82).
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poemario de Nervo. La falta de “hondura y sutileza interior” que ahora ve en él no resultan difíciles de identificar con la tendencia al prosaísmo y a la complacencia ante el misterio que González Martínez notaba en Elevación. La carta, es por decirlo así, una versión mucho más crítica y negativa de la reseña de Pegaso, que no hace sino confirmar que, en las relaciones maestro-discípulo entre Nervo y González Martínez, aquel momento constituyó ya la verdadera frontera entre la lectura imitativa y la lectura crítica del poeta efebo y el poeta progenitor. Resumiendo, la lectura que González Martínez hace de Elevación queda inscrita en el contexto de las relaciones transatlánticas que definen el conjunto de la literatura hispánica desde 1492 hasta el presente a través del medio que hace pública esa lectura. Y no sólo porque ese medio –la revista semanal– informe o documente el ámbito sociohistórico de la misma (la Primera Guerra Mundial, la Revolución Mexicana, la fuerte presencia del mundo no hispánico en la vida comercial de las élites mexicanas), sino porque complementa lo propiamente literario informando también acerca de los circuitos económico-culturales que lo rodean, y que son muy diferentes a los de momentos anteriores al modernismo. Como se ha tratado de mostrar, las noticias sobre Elevación recogidas en Pegaso son, en este sentido, un simple componente más de los productos mercantiles y culturales intercambiados entre ambos lados del Atlántico, y conllevan los mismos rasgos de identidad que marcan el resto de los productos, como pueden ser su lanzamiento al mercado, su evaluación cara a la promoción del mismo o su inserción en una sección de la revista que implica un tipo de lectura específico. Pero al mismo tiempo el contenido de esa reseña hace abstracción de todo ese contexto, volcándose con los aspectos temáticos y formales propios del libro. En este sentido es como el comentario de González Martínez apunta a la esencialidad literaria que mencionábamos al comienzo, anotando esas características estilísticas (conceptos como “ritmo”, “sentido musical”, etc.) y también esos topoi (el “Misterio”, la “búsqueda”) que trascienden fronteras históricas para hacerse universales. Otra manifestación de esta esencialidad puede ser la ausencia del discurso de la otredad, que sí aparece, y de forma prominente, en las lecturas que algunos españoles hicieron de algunos latinoamericanos (Juan Varela de Darío, por ejemplo), o hispanoamericanos de peninsulares (las crónicas de Nervo sobre la vida y la literatura española). Sin embargo, en dicha reseña la conacionalidad y los lazos afectivos entre ambos escritores puede explicar también la ausencia de discursos explícitamente transatlánticos, pues en ella González Martínez no interpreta a Nervo ni a su poemario como procedentes de “la otra orilla” ni debe por ello extenderse en explicaciones como las que Valera llevaba a cabo en sus Cartas americanas o Nervo en sus “Crónicas de Madrid”. De esta 106
Amado Nervo, Pegaso y Enrique González Martínez
forma queda también más libre el camino para que la reseña intensifique los contenidos más propiamente estéticos o estructurales. La secuencia de lecturas, paralecturas y correcciones que se dan entre Nervo y González Martínez parecen confirmar y matizar la explicación que Harold Bloom hace del fenómeno de la “anxiety of influence” que él nota como una de las actitudes definitorias en las lecturas encaminadas a la creación. La confirma obviamente por mostrar que las lecturas mutuas entre ambos autores evolucionan hasta llegar a ser asimétricas, rectificadoras y defensivas. En ellas el texto y el autor primigenio funcionan como sustrato inevitable del texto y del autor subsiguiente, pero también como punto de partida de una poética y una voz distinta y diferenciada, que puede ser punto de partida de procesos o análogos de “anxiety of influence”. La lectura informada es, como se sabe, una lectura esencialmente crítica y personal, y esta ansiedad de influencia u horror de contaminación no puede más que ser un momento inevitable en la recepción que un creador haga de otro creador. Aunque la creación no siempre descarte la imitación (la poética renacentista o la neoclásica por ejemplo), es también cierto que la imitación nunca se identifica con la duplicación o clonación del texto original y debe también llevar a cabo un proceso de filtración o selección que va a definir la obra y actitud del nuevo autor. Si este proceso es claro en las poéticas imitativas, hay que pensar que en las poéticas individualistas que se dieron a partir del Romanticismo la tensión hacia la originalidad resulta mucho más intensa. Los movimientos de distanciamiento del modelo no pueden sino ser fácilmente perceptibles e intensos, sobre todo si –como en este caso– han ido precedidos de una lectura admirativa o imitativa previa y han acabado dando lugar a una lectura doble –una privada y una pública– del autor progenitor. De la misma manera, estas lecturas no se dan en una sola dirección, sobre todo en autores con relaciones afectivas inmediatas. El autor antecesor, que ha estado acostumbrado a lecturas imitativas o con tendencia a la asimilación, ve las fases que Bloom identifica como “misprisons” de sus textos, como amenazas a la identidad o intenciones de su obra y va a desarrollar una ansiedad recíproca al verse malinterpretado por el poeta novel. El caso de Nervo es especialmente ilustrativo si tenemos en cuenta su popularidad de esos años y que esa popularidad se concretaba muchas veces en su rol o pose de predicador laico, que incluía una visión pragmática y social de sus escritos encaminada al consuelo y felicidad de los lectores. El hecho de que el autor novel cuestionara esas intenciones y proyectos éticos o salvadores no podía sino provocarle una reacción intensamente defensiva. El tiempo parece haber ido poniendo las cosas en su sitio, y si ha podido dar la razón a González Martínez en sus denuncias de la pérdida de tensión estética de la poesía de Nervo, ha mostrado también que su lectura de Nervo fue, en su conjunto, doble y 107
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contradictoria. Habría habido una primera efébica o admirativa que coincidiría con los momentos iniciales de su carrera y, posteriormente, en las circunstancias en que debía hablar de Nervo como figura pública y orgullo patrio. Y habría habido una segunda más crítica y quizá más objetiva, cuando tuvo que enjuiciar las técnicas y tonos poéticos de su compatriota, y vio que ellos estaban perdiendo el camino al rebajar las exigencias formales y al cerrar el espacio poético a las inquisiciones e incertidumbres, que así quedaba restringido sólo a la propuesta certezas y seguridades y encajonado en un camino sin salida, eliminando lo que quizá sea la esencia de toda literatura (una perpetua apertura a nuevas búsquedas). Pero en su conjunto, por tratarse de una lectura doble e inconsistente, no puede sino calificarse también de una pseudolectura o “misreading”, en la terminología de Bloom. Como pseudolectura fue también el hecho de que González Martínez y la mayoría de sus contemporáneos no supieran ver la originalidad que contenía la prosa de Amado Nervo, y en especial su narrativa fantástica o semifantástica, tan cargada a la vez de modernismo y de posmodernidad.
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Alfonso Reyes en España Salvaciones del exilio, perdiciones de la diplomacia Alfonso GARCÍA MORALES Universidad de Sevilla
Cualquier lector que haya tratado de aproximarse a Alfonso Reyes ha sentido la experiencia de verse sobrepasado por la extensión oceánica de su obra. A los famosos 26 tomos de Obras Completas (1955-1993) hay que sumar los capítulos adelantados de sus incontables epistolarios, de su archivo diplomático y de su diario. Una extensión que invita a desistir y que es sin duda la primera dificultad para adoptar una perspectiva crítica que vaya más allá del fácil elogio o del igualmente fácil rechazo. Uno de los recursos para “navegar” por Reyes –que diría su editor José Luis Martínez– es parcelarlo en etapas más o menos convencionales, entre las que se distingue con nitidez la década española, la de su residencia en Madrid entre 1914 y 1924. A lo largo de su carrera Alfonso Reyes fue dando forma a una imagen de intelectual que terminó de perfilar cuando, establecido definitivamente en México, desde su residencia-biblioteca, la Capilla Alfonsina, reordenó para la posteridad sus Obras. Una imagen acuñada en el título conciliatorio, retórico pero inevitable del “mexicano universal”: el humanista moderno que se había apoderado de los secretos de la cultura, que había sabido conquistar un lugar destacado en la cosmopolita República de las letras sin perder sus raíces ni sus compromisos con México. Para esa imagen su relato autobiográfico de la década española tiene una importancia decisiva: corresponde a un momento crítico en el que su proyecto de vida intelectual sufrió la más dura prueba y salió reafirmado y triunfante, el momento en el que, en medio de unas circunstancias especialmente difíciles, él se mantuvo fiel a su vocación y logró encontrar un papel digno en el México salido de la Revolución. Aunque su figura y los equilibrios y logros de su obra fueron diversamente cuestionados antes y, más aún, después de su muerte, pienso que Alfonso Reyes sigue siendo un reto gigantesco y aún inexpugnable para la crítica. Y que su etapa española, productiva por excelencia, 111
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compleja, y contada siempre a partir de sus recuerdos agradecidos y nostálgicos, y de los recuerdos de sus amigos de entonces, tampoco se deja abordar, revisar y valorar fácilmente. Lo que sigue no es más que otro intento parcial de aproximación.
Orientarse para salvarse. Eneas y el descubrimiento de la España nueva Para entender la experiencia española de Reyes hay que tener muy en cuenta sus orígenes y primera formación mexicana. De una parte, su condición de hijo del general Bernardo Reyes, el gobernador de Nuevo León, ministro de la Guerra y firme candidato a suceder a Porfirio Díaz, y de hermano de Rodolfo Reyes, el abogado y profesor que alentaba la corriente “reyista” favorable a las aspiraciones del padre. De otra, su precoz y decidida vocación de hombre de letras, no coincidente del todo con los designios familiares. En 1916, con apenas 17 años, Alfonso fue descubierto y adoptado como discípulo predilecto por el dominicano Pedro Henríquez Ureña, recién llegado a México y convertido ya en el joven guía de los jóvenes, en el orientador de la nueva generación intelectual conocida como la del Ateneo. Henríquez Ureña y Reyes formaron la pareja decisiva de amigos (el “Sócrates” y el “Platón”), dentro del núcleo directivo (el “Nosotros”) de la “Atenas” mexicana que quiso ser el Ateneo. Compartían la fe laica en la razón y la educación como medios de salvación personal y colectiva. Ambos fueron quienes de forma más consciente asumieron los ideales europeístas y elitistas que animaron las “campañas” generacionales: la alta cultura humanista y el clasicismo moderno. Y quienes más fieles se mantuvieron a ellos cuando éstos se vieron amenazados, chocaron y hubieron forzosamente de adaptarse a la nueva realidad nacional y social del México de la Revolución1. El promisorio mundo de Alfonso, el “benjamín del Ateneo”, pareció derrumbarse cuando Bernardo Reyes encabezó el golpe militar contrarrevolucionario de febrero de 1913 y murió acribillado ante el Palacio Nacional. Alfonso previó la trágica cadena de errores de su padre y su hermano, y el duro precio que él tendría que pagar, pero no pudo o no supo oponerse. Su escasa afición se convirtió en total aversión hacia las pasiones de la política. Roto por el dolor y la culpa, casado y con un hijo 1
La historiografía del Ateneo arranca de los textos de los protagonistas y especialmente del propio Reyes: de su artículo “Nosotros” (1913), escrito bajo la guía de Henríquez Ureña y reelaborado varias veces hasta Pasado inmediato (1939). Reyes buscó en el relato de su generación el mismo equilibrio entre lo universal y lo nacional, la autonomía y el compromiso intelectual que en sus textos autobiográficos. Véase la visión del Ateneo de Monsiváis, crítico con sus aspectos (auto)mitificadores, y, entre otras, la crónica de García Morales, 1992.
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recién nacido, rehusó colaborar directamente con el gobierno de Huerta, como sí hizo Rodolfo; se apresuró a terminar la carrera de Leyes y aceptó un pequeño puesto diplomático en París. Allí la situación se agravó. Deprimido, trabajando a disgusto en una Legación llena de inquietudes e intrigas, mal visto por revolucionarios y antirrevolucionarios, sin encajar en la colonia literaria hispanoamericana, vio llegar la supresión del Cuerpo Diplomático Mexicano tras el triunfo de Carranza, el estallido de la Guerra Mundial y el cierre de las casas editoriales parisinas en español –Garnier, Bouret– para las que pensaba trabajar2. No le quedó otra opción que poner “rumbo al sur”, hacia la España neutral. Cruzó los Pirineos como un príncipe destronado en el destierro. Comenzó a identificarse con Eneas, el héroe al que, en medio de la caída de Troya, los dioses ordenaron huir porque su destino no era morir en la guerra sino fundar una nueva ciudad. En la Eneida y en toda la literatura e iconografía derivada, se presenta a Eneas con su anciano padre Anquises en brazos, con su esposa e hijo, y portando los dioses penates, símbolos de la continuidad de la tradición. Y así se imaginó Reyes, salvándose como hombre y como escritor, y con ello salvando a los suyos, salvando la conflictiva memoria de su padre, los ideales ateneístas, su biblioteca y en suma, la cultura que en México pero también en Europa parecía a punto de perecer, devorada por el caos y la barbarie. Una salvación que el destino le tenía reservada sorprendentemente en España, el país con el que contrajo una deuda de gratitud que de nuevo el imprevisible destino le permitiría pagar muchos años después, ayudando a los intelectuales españoles refugiados de la guerra civil. Cuando estos fueron acogidos en México, él actuó de anfitrión excepcional y no dejó de recordar en más de una ocasión: ¡Cuánto no le(s) deberé yo, que llegué a Madrid, como Eneas, llevando en el seno las imágenes de la patria, anheloso de aliviar mis heridas, y dejándome a la espalda algo como un incendio de Troya! (“Recuerdo de Azaña”, 1942, OC 8: 171)3 Cuando a fines de 1914, yo llegué a Madrid, dejándome atrás, como Eneas, el incendio de mi tierra y el derrumbe de mi familia, mis buenos hermanos de España, sin interrogarme siquiera ni examinar mis credenciales, me abrieron un sitio en las filas del periodismo y las letras y me consideraron, desde el primer momento, como uno de los suyos. (“Treno para José Ortega y Gasset”, 1956, OC 22: 386) 2
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Sobre la primera estancia de Reyes en Francia véase Patout (73-117) y Martínez Carrizales, 2001. En adelante las citas de las Obras completas de Reyes se harán indicando título y fecha original cuando se considere necesario, y siempre mediante la abreviatura OC, el número de tomo y página.
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Su tardía e inacabada Historia documental de mis libros está dedicada casi íntegramente a la década española, que aparece dividida en dos lustros simétricos, correspondientes a su exilio y a su reintegración a la diplomacia respectivamente4. El primero es evocado épicamente como “los días heroicos”, los del “sitio”, el “asalto” y la “conquista” de Madrid, cuando, huyendo de la Revolución y la Guerra, llegó “‘a pretender en Corte’, a ver de ganarme la vida, como el abuelo Ruiz de Alarcón” (OC 24: 168), y logró la proeza de vivir exclusivamente de su pluma, “en pobreza y libertad” (OC 24: 173). Los días de penuria y frío, pero también los días claros y libres de Madrid5. En San Sebastián pasó mes y medio meditando sus planes y estableciendo contactos. Empezó por los antiguos conocidos. Por Rafael Altamira, el catedrático hispanoamericanista de la Universidad de Oviedo que había visitado México el año del Centenario; y por el veterano diplomático y escritor hispanomexicano Francisco A. de Icaza, quien, según contó más tarde, le previno: vivir de la pluma en España era “como ganarse la vida levantando sillas con los dientes” (OC 24: 188). Pero ni Altamira ni Icaza, ni más tarde Nervo, algo desfasados, iban a saber orientarlo en la España del momento. Al menos Icaza lo presentó ante Azorín –la figura consagrada del fin de siglo, entonces en buena relación con los jóvenes–, que pasaba el verano en San Sebastián, y cuya difícil confianza empezó a ganarse. Reyes estaba lleno de dudas pero, como le decía a Henríquez Ureña, “No me queda más que España. A México, jamás. Madrid es un campo mediocre, pero ¿quién sabe?”; “yo tiendo a Madrid, única salida que me queda (…), me orientaré (…). Sé 4
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Reyes publicó Historia documental de mis libros por entregas, durante sus últimos años, de 1955 a 1959. Lo escribió a partir de anteriores textos autobiográficos (“Rumbo al sur”, “El reverso de un libro”, “Pasado inmediato”, etc.), y a la vista de su archivo de cartas y de recortes de prensa, como un “andamiaje preparatorio” (Garciadiego, 2002: 129) para la construcción de sus Obras completas, en cuyo tomo de Memorias acabó encontrando sitio (OC 24, 147-351). Historia documental sólo llega hasta 1925 y ha marcado –a veces en exceso– la senda a sus biógrafos y especialmente a los estudiosos de su etapa española. De las abundantes aproximaciones a Reyes en España cabe empezar citando las investigaciones de Aponte, la síntesis de Pacheco, la antología y las páginas del libro de Perea (1990; 1996, 318-364), los capítulos de Garciadiego (1998a y b; 2002: 46-64) y Enríquez Perea, 2007, y la revisión de Martínez Carrizales, 2007. Anthony Stanton ha señalado en sus estudios sobre la invención de la tradición literaria nacional mexicana y sobre la importante función que en ella cumplió Juan Ruiz de Alarcón, cómo Reyes tendió a hablar de éste en términos claramente autorreferenciales, identificándose con “el criollo indiano que busca insertarse en la metrópoli y demostrar que tiene derecho a apropiarse de la cultura hispánica como algo propio” (95). Además, Juan Ruiz está asociado a la llegada a España porque la edición de su teatro fue el primer trabajo de importancia entre los muchísimos que asumiría, y el que le dio acceso a personalidades, editoriales e instituciones de las que hablaremos.
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que es muy difícil: procuraré abrirme paso ¿Qué he de hacer? Mis recursos acaban dentro de un mes y medio (…). Veremos si no me muero de hambre” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 54 y 58). Llegó a la capital en el otoño de 1914 en compañía del pintor mexicano Ángel Zárraga. Allí se reencontró con dos camaradas ateneístas huidos de la Revolución: el arquitecto Jesús T. Acevedo, que no sobreviviría a la melancolía del exilio, y el futuro gran escritor Martín Luis Guzmán. Las primeras impresiones de Reyes, desconcertado aún, deambulando por posadas propias de la picaresca, quedaron registradas en sus cartas a Henríquez Ureña. Después las reelaboró como notas para los periódicos El Heraldo de Cuba y Las Novedades de Nueva York, en los que éste le procuró ingresos. Y terminó por reunirlas en un libro de título goyesco: Cartones de Madrid, publicado en 1917 por la editorial mexicana Cvltvra. Desde los primeros apuntes a la publicación del libro hay un cambio considerable en la imagen española de Reyes. En Cartones está la España negra que esperaban ver los viajeros desde el romanticismo. La España de la decadencia, el orgullo y la pobreza, el genio grotesco, los espectáculos crueles y la gesticulación teatral, presente en la pintura de Goya, Darío de Regoyos, Zuloaga o Solana, choca, cuando no intimida o repele a Reyes, y le inspira sus viñetas “El infierno de los ciegos”, “La gloria de los mendigos”, “Teoría de los monstruos”, “La fiesta nacional” y “El entierro de la Sardina”. “Las roncas” se refiere a las manolas, hembras del Madrid popular, cuyas voces estentóreas y expresiones broncas hacen que Reyes reviva el tópico del “exilio de la lengua” y tome conciencia de su diferencia. En esta España toda novedad europea parecía condenada al fracaso. El artículo “El derecho a la locura” es una queja por el rechazo que la crítica conservadora y el público madrileño manifestaron ante los cuadros cubistas de Diego Rivera en la exposición “Los pintores íntegros”, organizada por Gómez de la Serna en marzo de 1915. Pero no hay que pensar, más allá de la defensa de su bravo amigo Rivera, en una comunión plena de Reyes con las vanguardias. Su modernidad moderada, siempre conciliatoria con la tradición, le hace señalar antecedentes de “la visión íntegra” del cubismo en el Greco, Quevedo, Góngora, Gracián y la picaresca. Y las “locuras” o “novelerías”, pues otra cosa no son para él los ismos, le resultan saludables dentro de un orden y siempre que no sean tomadas muy en serio. Cuando salió Cartones, Reyes, más ambientado y temeroso de que sus nuevos amigos españoles se ofendiesen ante la anterior visión desapegada y cruda, la justificó como una primera impresión: “prejuicios de retina”, “resabios amargos” del destierro (OC 2: 47). Y explicó:
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La España pintoresca es el primer paso en el conocimiento de España. Pero lo pintoresco, aquí como en todas partes, sin ser falso, es limitadísimo, es instantáneo: no bien se lo mira, desaparece. (OC 3: 227)
Lo que, en cambio, empezó a aparecer ante él fue una España intelectual insospechada, europeísta, contraria a la castiza. De hecho Cartones está cruzado de vislumbres de un Madrid “posible” que contrasta con el Madrid plebeyo. Frente al rastrero, inútil río Manzanares, “parodia escasa, agua picaresca” que hay que canalizar, el fondo abierto de la sierra del Guadarrama, “cumbre de diamante” que aclara, afina y apresura los sentidos, el pensamiento y la acción (OC 2: 63-64). No es casual que Cartones se cierre con un artículo necrológico de homenaje al educador Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza y descubridor sentimental del Guadarrama. Reyes percibió la personalidad y honda influencia de este “santo laico”, inspirador de la “orden” institucionista en la que militan “los nuevos caballeros de España” (OC 2: 89). De Giner procedían o con él fueron a coincidir las personalidades y las instituciones de lo que Reyes identifica como el indiscutible “grupo avanzado de la cultura española” (OC 2: 90): En las dos o tres conquistas de la gente nueva, él ha intervenido. Es a saber: en la política, sustitución de la listeza por la honradez; en la ciencia, sustitución de la fantasía por la exactitud; en el trato humano, abolición de lo público teatral (…). En la instalación de la vida, sustitución del color local por la adecuación y por la higiene. (OC 2: 90)
Es interesante comparar estos pasajes con otros de sus cartas a Ureña de mediados de 1916, cargados aún de una fuerte desconfianza de fondo de que el proyecto modernizador de Giner pudiera prosperar y convertirse en “conquista” definitiva: La influencia de Fco. Giner de los Ríos ha sido admirable: yo escribiré algún día ampliamente sobre este hombre, un libro que se llame “otra vez el siglo XVIII”, o algo así; pues en la higiene personal y mental, el esfuerzo de él y de todos los actuales que de él proceden consiste, como el de Luzán y Moratín, en coordinar a España con el resto del mundo civilizado; veremos si fracasan como aquéllos. Hay siempre un peligro picaresco y paradójico y siglo diecisiético en el fondo de la raza, contra el cual luchan los liberales, los afrancesados, los reformadores del gusto. ¡Qué lástima que haya una inaptabilidad fundamental en la mente española y que tengan que fracasar en estos ensayos de desafricanización! (Henríquez Ureña y Reyes 2, 283284)
Gradual pero rápidamente, a medida que su situación personal mejoró, lo hizo su imagen general del país. Pese a todo, España, comparada con el México de la Revolución y con la Europa de la Guerra, empezó a parecerle una posibilidad. Su ecuanimidad le hizo distanciarse de los altibajos de la opinión pública y del pesimismo hipercrítico de los 116
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intelectuales. En 1919: “España es mejor de lo que ella se cree” (OC 3: 345); “los renovadores de España son algo impacientes” (OC 3: 356). En 1920: “Ahora que estoy aquí, creo en su presente y en su porvenir” (OC 2: 156). En su artículo sobre Giner, Reyes terminó con una imagen gráfica: frente a la posada quevedesca del Dómine Cabra, frente a la España mugrienta que él había (pre)visto, la luminosa Residencia de Estudiantes, recién instalada en la Colina de los Chopos, germen del Madrid posible, de la España nueva. En su “grupo avanzado” Reyes incluía a las que ya se conocían como generación del 98, “pléyade improvisada y callejera, hija de su propia desesperación” (OC 2: 89-90), y generación del 14, más orgánica, constructiva y decididamente liberal y europeísta, en el fondo homóloga a su propia promoción mexicana. A ellas se sumará la del 27, en lo que será considerado sucesivamente como el renacimiento moderno de la cultura española, el origen intelectual de la II República y, en fin, el paraíso intelectual de la Edad de Plata destruido por el nuevo y más violento fracaso de la guerra civil. Mucho después Reyes recordaría: “¡Diez años de intensa actividad en Madrid! ¡Y qué Madrid el de aquel entonces, qué Atenas a los pies de la sierra carpetovetónica” (OC 24: 177). Apunto antes de seguir: las expresiones España “carpetovetónica” y España “posible” usadas por Reyes proceden del primer libro de Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, publicado en 1914, al cuidado de Juan Ramón Jiménez, en la editorial de la Residencia.
Hacerse un nombre entre los mejores Difícil enumerar siquiera el impresionante curriculum de actividades y publicaciones de Reyes en España, demostrativo de su capacidad de trabajo, de su rápida adaptación a las condiciones del medio y de su habilidad social para forjar una red creciente de contactos a través de la que las oportunidades se multiplicaron. Aún no se han aprovechado lo suficiente las enseñanzas que su caso provee para el estudio del siempre difícil proceso de profesionalización del escritor, y para las relaciones trasatlánticas del periodo de entreguerras. Lo primero para sobrevivir de la pluma, como aconsejaba Fernand Divoire en Introduction à l’étude de la stratégie littéraire (1912) que él consultaba por esos días, era relacionarse y darse a conocer, escribiendo a destajo y convirtiéndose poco menos que en omnipresente. Pero tan importante como eso era empezar a discriminar, a identificar e identificarse con la meritocracia o aristocracia del talento. En cuanto pudo, Reyes fue dejando discretamente de lado a los atrasados y desacreditados, a los irredimibles siglo XIX: a Pedro González Blanco, José Francés, Rufino Blanco Fombona, Carlos Pereyra, al mismo Altamira e 117
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incluso a Ventura y Francisco García Calderón. “Esa gente –le escribía en un arranque a Henríquez Ureña– se tiene que morir después de la guerra” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 123). Cultivó cuidadosamente el trato con la gente “nueva”, “seria” o “decente”, como decía en sus cartas, preferentemente con los consagrados. De muchos dejó retratos salpicados de esas “anécdotas” a las que concedía tanto poder de revelación psicológica y eficacia narrativa, y que terminan por conformar un autorretrato sutilmente prestigiante. Con casi todos mantuvo epistolarios, esas conversaciones escritas, que los investigadores empezaron a recuperar poco después de su muerte. No pueden dejar de citarse en este sentido al reservado, casi escandinavo (las caracterizaciones son del propio Reyes) Azorín, al mágico Ramón del Valle Inclán, al difícil e insobornable Juan Ramón Jiménez, al grave Ramón Menéndez Pidal y su grupo de disciplinados colaboradores, al polifacético José Moreno Villa, en menor medida el excéntrico Ramón Gómez de la Serna. Algo después conocería a Pedro Salinas y Jorge Guillén, y al final de su estancia, incluso después, a Juan Guerrero Ruiz, Guillermo de Torre, Lorca y Altolaguirre. Pero probablemente las personalidades que le resultaron más decisivas fueron José Ortega y Gasset, la “estrella radiante”, y Enrique Díez Canedo, uno más, si bien su preferido, entre la “ronda de planetas” del “nuevo firmamento de España” (OC 22: 386)6. Al discreto y solícito Díez Canedo, poeta mediano, buen traductor y crítico, tempranamente interesado hacia los temas hispanoamericanos, y además hombre conciliador como él, capaz de mediar entre identidades, estéticas, egos y facciones, lo apreció como al amigo perfecto (OC 9: 390-392). Con Ortega nunca llegó a congeniar. Fue Henríquez Ureña, muy desconfiado de la modernidad de los intelectuales españoles y del magisterio de Unamuno, quien descubrió entusiasmado en Cuba Meditaciones del Quijote. Estas meditaciones o, como también las llamaba el propio Ortega, “salvaciones”, contienen las direcciones primeras de su filosofía: buscar amorosamente el sentido de lo que nos rodea, salvar las circunstancias mediante la inteligencia, solucionar el problema de España mediante la europeización. “Aquellas meditaciones –le escribía 6
Adolfo Castañón, en el más reciente recuento que conozco, cifra en unos 50 los epistolarios de Reyes publicados hasta ahora (Reyes 2009: 18 y 463-466). Barbara Bockus Aponte rescató en su tesis los intercambiados con Unamuno, Valle, Ortega, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna y Díez Canedo; más tarde usó en su libro partes traducidas al inglés de estas cartas, dejando fuera a Canedo; y volvió a dar algunas dentro de las recopilaciones de Robb. Al hilo de los epistolarios disponibles en la Capilla Alfonsina, Mejía Sánchez comentó la relación de Reyes y Pidal; Pérez de Ayala y también Robb la de Moreno Villa; Bou la de Salinas; Bernal la de Guerrero Ruiz; Maurer la de Guillén; Hernández la de García Lorca; Valender la de Altolaguirre. Carlos García ha documentado la relación con Guillermo de Torre, el final del largo desencuentro con Ortega, y ha dado noticia en 2007 de la documentación entre Reyes y Ramón, cuya publicación prepara.
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Henríquez Ureña a Reyes– son para mí el signo de mayor seguridad, el sabor más fresco en ideología literaria y cultura de la España nueva” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 116). Inmediatamente le mandó conocer y ganarse al filósofo. Pero aunque Reyes entró enseguida en los dominios orteguianos, esta vez, excepcionalmente, las simpatías pudieron menos que las diferencias. En los artículos que le dedicó se trasluce lo que más abiertamente dice en algunas cartas y anecdotarios de publicación póstuma: lo encontraba vanidosísimo, extremadamente susceptible, inmaduro, indeciso entre la vocación literaria y la ambición política, entre la mundanidad y la austeridad, y con un conocimiento fantasioso e incompleto de lo americano. Reyes esperó siempre, hasta el final, que Ortega lo reconociese como su mejor guía e interlocutor en América, pero nunca se sintió valorado, ni siquiera escuchado7. Las relaciones personales de Reyes son inseparables de su participación en instituciones culturales. Aparte de ámbitos más informales de cafés y tertulias a los que le introdujo Zárraga, y que seguiría frecuentando como un vicio bien controlado, la primera sociedad a la que acudió fue al Ateneo de Madrid, con el que se habían vinculado los escritores diplomáticos mexicanos Riva Palacio, Icaza o Nervo. Reyes dedicó bastantes comentarios y evocaciones a este otro Ateneo, puerta franca al Madrid intelectual y tribuna libre de discusión política, donde intimó con Díez Canedo, conoció a Azaña –el secretario y alma de la casa–, o escuchó por primera vez a Valle Inclán disertando sobre las doctrinas de La lámpara maravillosa. Allí, un día de 1917, pudo acercarse a Henri Bergson, en gira de propaganda aliadófila, y contarle la gran influencia que su filosofía había tenido sobre el lejano y juvenil Ateneo mexicano, de cuya pérdida aún no se había consolado: “Todo iba bien –le decía–, pero sobrevino la revolución”8. Pero el lugar de Reyes estuvo en un centro mucho más restringido: la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos dirigido por Ramón Menéndez Pidal, y joya, junto a la Residencia de Estudiantes, de los organismos alentados por la Institución Libre de Enseñanza y creados por la Junta de Ampliación de Estudios. Las generaciones americanas del Centenario y las generaciones europeas del 14 coincidieron en su carácter universitario, en considerar las reformas de la Universidad como requisitos indispensables para la modernización de sus respectivos 7
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Más allá de las anécdotas, el capítulo de las relaciones intelectuales entre Ortega y Reyes está por escribir. Un buen punto de partida son las páginas que le dedica Faber 18-19 y 36-39. Las palabras pertenecen a una carta de Reyes a Bergson de 3 de mayo de 1917, reproducida íntegra en Historia documental de mis libros (OC 24, 257). El encuentro con Bergson es comentado, como parte del ambiente aliadófilo en que Reyes se movió en Madrid, por Patout (153-182).
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países. El Ateneo de México había colaborado estrechamente con Justo Sierra en la reapertura de la Universidad, y Henríquez Ureña y Reyes habían tenido un especial empeño en introducir los estudios de literatura clásica española como parte del programa humanístico de la Escuela de Altos Estudios. Lo habían hecho contra los prejuicios antihispanistas del XIX, y bajo la guía inicial de Marcelino Menéndez Pelayo, cuyos ideales literarios clasicistas compartieron, pero matizándolos en un sentido más moderno e hispanoamericanista (García Morales: 2010). Tras la muerte de Menéndez Pelayo entraron en comunicación con Menéndez Pidal y su grupo, representantes de la nueva filología científica. Desde París Reyes se escribió con Federico de Onís, integrante, junto a Américo Castro, Antonio G. Solalinde y Navarro Tomás, de la primera promoción del Centro9. Apenas instalado en Madrid fue a verlos. En diciembre le decía a Henríquez Ureña: “Soy ya miembro del Centro de Estudios Históricos (…) Esta gente es nuestro grupo. No estábamos solos en México” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 115). Desde entonces y hasta 1917 trabajó allí escribiendo reseñas y artículos para Revista de Filología Española, y dando clases. Dentro de la renovación de la historiografía literaria española, las mayores contribuciones de Reyes, procedentes en realidad de su etapa ateneísta, fueron a la creciente la rehabilitación de Góngora (para la que fue importante su colaboración con el hispanista francés Raymond Foulché-Delbosc, y en la que llegó a contar con la ayuda puramente ocasional de Martín Luis Guzmán) y al lento reconocimiento de la tradición literaria hispanoamericana. La necesidad y el gusto lo inclinaron siempre más a la divulgación que a la investigación pura. Menos explicado ha sido el modo en que se integró en el mundo periodístico y editorial español, en plena expansión y continuos cambios. Gabriel Rosenzweig advirtió, por ejemplo, que Reyes no mencionó prácticamente nunca su participación en la olvidada revista La Unión Hispano-Americana, dirigida por su hermano Rodolfo entre 1914 y 1923 (Rosenzweig: 175). Puede presuponerse aquí un silencio político, pero hay más casos sin explorar. Lo que sí destacó Reyes fue su tarea de colaborador cultural en varias empresas periodísticas impulsadas por 9
A la carta publicada de Henríquez Ureña a Menéndez Pidal, fechada en México en diciembre de 1913, en la que le informa de su labor casi heroica de enseñanza literaria durante el difícil arranque de la Escuela de Altos Estudios, y le pide consejos y obras para proseguir el estudio de la épica y el romancero (Henríquez Ureña, 1977, 2: 393-396), puede sumarse la respuesta de Onís a Reyes, de 7 enero de 1914, conservada inédita en la Capilla Alfonsina, en la que le enumera las monografías, revistas y obras de consulta esenciales para los estudios filológicos, y le brinda su ayuda. Son dos testimonios concretos de los inicios de la amplia red transatlántica que llegará a desarrollar el Centro de Estudios Históricos, y que tendrá a Henríquez Ureña, Reyes y Onís como artífices destacados.
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Ortega. Éste fundó a comienzos de 1915 la revista España, como órgano de las ideas reformistas de la Liga de Educación Política. En ella Federico de Onís inauguró la crítica cinematográfica en español. Cuando Onís se trasladó a Columbia University, Reyes –bajo el pseudónimo Fósforo– lo sustituyó. Por un tiempo compartió la tarea y el pseudónimo con Martín L. Guzmán. Más tarde Ortega, que se había distanciado de la revista, lo invitó a continuar con notas de cine en el periódico familiar El Imparcial, diciéndole, según Reyes, que “el secreto de la perfección está en emprender obras algo inferiores a nuestras capacidades” (OC 24: 193)10. Cuando Ortega rompió a su vez con El Imparcial y colaboró con Nicolás María de Urgoiti en la fundación del gran diario liberal El Sol (diciembre 1917), invitó a Reyes a hacerse cargo de las páginas semanales sobre “Historia y Geografía”. El asunto aparentemente ¿menor, inferior? se vuelve más apasionante si se repara que en esos años la Historia y la Geografía estaban cambiando drásticamente. Él asumió el encargo durante los dos años siguientes, en el sentido más amplio y libre posible, como un intento de explicarse la situación del mundo y de México ante la nueva era. Buena parte de estas “notas de un lector de libros para un lector de periódicos” (OC 5: 11) fueron originalmente reseñas de novedades bibliográficas, especialmente de las varias editoriales españolas con las que colaboraba. Como autor de ediciones populares de clásicos y como traductor, Reyes pasó de la desprestigiada editorial América de Blanco Fombona a otras más sólidas y vinculadas a la gente nueva: La Lectura, dirigida por el institucionista Francisco Acebal, cuya colección “Clásicos Castellanos” funcionaba de órgano oficioso de la Sección de Filología del Centro; Calleja, una editorial tradicional conocida por sus libros religiosos e infantiles, cuyo heredero Rafael Calleja trataba de renovar confiando las colecciones literarias a la dirección de Juan Ramón Jiménez; y la nueva editorial de Urgoiti, CALPE, cuya colección Universal Reyes inauguró en 1918 con una prosificación moderna del Cantar de Mío Cid11. 10
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Los escritos sobre cine, uno de los aspectos de Reyes tradicionalmente descuidados, han sido objeto de varias revisiones recientes. Véase Perea 1988, González Casanova, y Dávila (41-73). Una enumeración no exhaustiva incluye, para la hispanoamericanista Editorial América, Memorias de Fray Servando Teresa de Mier (1917). Para la católica Calleja, la traducción de cuatro libros de Chesterton: Ortodoxia, El hombre que fue Jueves, Pequeña historia de Inglaterra y El candor del Padre Brown; y una apresurada edición del Libro de Buen Amor, acompañada de mapa e itinerario del Arcipreste por la Sierra del Guadarrama; unas sin duda escasas Páginas de Quevedo (1917), Páginas escogidas de Ruiz de Alarcón (1918) y Tratados de Gracián (1918). Para Clásicos Castellanos, el más exigente y trabajado Teatro de Ruiz de Alarcón (1918). Para La Colección Universal de Calpe, aparte de su muy difundido Cid, Los pechos privilegiados de Ruiz de Alarcón (1919); y las traducciones de Viaje sentimental por
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Reyes supo aprovechar la favorable coyuntura española. Aunque nunca se cansó de agradecer sinceramente la generosidad de España y sus intelectuales, también fue consciente de que en ello había mucho de política cultural, de que la España nueva, la de Ortega o el Centro de Estudios Históricos, tenía entre sus intereses relanzar las siempre delicadas relaciones trasatlánticas, y que él podía ayudar y beneficiarse de ello. En 1916, cuando estaba aún lejos su vuelta al servicio diplomático mexicano, se mostraba más que dispuesto a asumir el papel informal de representante intelectual hispanoamericano: Ahora en serio: aquí se me estima y se me piden informes sobre cosas de América todos los días. Necesito llenar el puesto vacante de representación intelectual de América: publicar sobre ella y atraerme relaciones americanas. Eso me daría una amplia base social y económica. (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 215)
El interés por América era aún más evidente entre los editores españoles, quienes, tras la Guerra y el cierre de las editoriales parisinas en español, y al tiempo que satisfacían la creciente y más diversificada demanda interna, lograron su antigua ambición de convertirse en el centro editorial trasatlántico. Un centro que ofrecía a los propios escritores hispanoamericanos una oportunidad de profesionalización e internacionalización. En enero de 1919 Reyes escribía: “Madrid, capital editorial de Hispano América, te permite estar en contacto con el público hispanoamericano” (Henríquez Ureña y Reyes, 3: 137). Ocho años después se produjo la sonada polémica sobre el “Meridiano intelectual de Hispanoamérica”, tras la que se dirimía la competencia entre Madrid y Buenos Aires por la capitalidad editorial en español. Reyes, siempre prudente y además embajador en Argentina en ese momento, no se pronunció, pero en la intimidad de sus cartas seguía sin tener dudas: “En Madrid está el meridiano” (Henríquez Ureña y Reyes, 3: 403). Su opinión –la misma del nuevo grupo mexicano de “Contemporáneos” – no cambiaría hasta la guerra civil.
Los libros. Visión de Anáhuac y la salvación platónica de México Si algún día terminamos de abarcar las Obras completas de Reyes, habrá que proceder a desmontarlas, jerarquizarlas de nuevo y a hacer ediciones críticas individualizadas de, al menos, algunos de sus libros, que nos permitan conocer mejor sus génesis y transformaciones textuales. Conformémonos con saber que Reyes multiplicó la rentabilidad de artículos y prólogos armando con ellos sus libros recopilatorios. De las Francia e Italia de Lawrence Sterne (1919) y, ya en 1922, Olalla de su querido Stevenson.
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páginas del Jueves de El Sol procede la mayor parte de Retratos reales e imaginarios (1920), que cabe entender dentro de la gran renovación del género de la biografía literaria habida a partir de la Primera Guerra Mundial. Reyes se muestra como un descubridor de la historia menor, un aficionado a la erudición curiosa, que sabe ir más allá del dato, para acercarse a los personajes con penetración humana, incluso “imaginando intimidades” (OC 12: 227), y resucitarlos ante el lector en un estilo sencillo y ameno12. Otras muchas páginas históricas, las notas de “Fósforo”, retratos de escritores españoles e hispanoamericanos y crítica literaria fueron encontrando acomodo en las cinco series de Simpatías y diferencias (1921-1926). Pero el material disperso era tanto que siguió dando para varias recopilaciones posteriores a su salida de España: Cuestiones gongorinas (1929), Aquellos días (1938), las dos series de Capítulos de literatura española (1939 y 1945), Entre libros (1948). Y aún para dos que no aparecieron hasta 1957, ya dentro de las Obras completas: Historia de un siglo, sobre la Europa decimonónica desaparecida con la Guerra, y Las mesas de plomo, sobre historia del periodismo. Reyes se refirió a estos libros misceláneos, de origen periodístico y erudito, con una expresión de Ruiz de Alarcón: “virtuosos efectos de la necesidad”. Y los diferenció de sus libros más libres y orgánicos, serie que empieza con Visión de Anahuac (1519), compuesto en 1915 pero aparecido en 1917 en la colección costarricense “El Convivio”; y El suicida (Madrid, Cervantes, 1917). Pero no dejó de ser consciente de lo artificioso del distingo, y también de que el carácter libre y orgánico que atribuyó a estos últimos estuvo más en la intención que en el resultado. Ambos fueron frutos diferentes de la discontinuidad impuesta por la Revolución y el exilio. La breve Visión de Anáhuac, tal vez su mejor y más enigmática obra, recrea con una prosa musical, llena de reminiscencias culturales y delicadas imágenes, el espectáculo de la antigua ciudad de México a los asombrados ojos de los conquistadores, antes de su bárbara e irremediable desaparición. Reyes realiza una singular fusión entre el ensayo y la poesía, el archivo y la imaginación, lo ajeno y lo propio, el pasado y el presente. Reproduce varios pasajes literales de su estudio “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”, preparado en representación del Ateneo de la Juventud en el año del Centenario, donde, a su vez, había aprovechado las ideas de Henríquez Ureña sobre la vegetación nítida y 12
Hoy, cuando la crítica de la narrativa latinoamericana sigue teniendo como gran referencia a Jorge Luis Borges, cuya amistad con Reyes ha sido muchas veces recordada, a veces se cita Retratos reales e imaginarios como un eslabón perdido entre el magistral Vidas imaginarias (1896) de Marcel Schwob y el más que prometedor Historia universal de infamia (1935) de Borges, pero en Reyes no encontramos la libertad imaginativa, la irónica distancia, la tensión estilística ni la fuerte atracción por lo marginal de estos.
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el clima de otoño perpetuo de la altiplanicie, que imprimen carácter mesuradamente “clásico” a las expresiones mexicanas. Y los funde libremente con otras palabras entresacadas de sus lecturas madrileñas de crónicas de la conquista, utopías del descubrimiento, literatura virreinal y poesía prehispánica. Pero su evocación del bellísimo Anáhuac en el esplendor extremo del Imperio azteca no tiene intención indigenista. Como declara al final y entre paréntesis, sin entrar en la sempiterna disputa entre indigenistas e hispanistas, pero insinuando una vaga aceptación de la realidad del mestizaje: “(y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío demasiado en perpetuaciones de la española)” (OC 2: 34). ¿Qué busca entonces? Busca lo que entiende como una “salvación” de la Idea platónica de México. A finales de 1914 Henríquez Ureña y Reyes, exiliados e impactados por la espiral violenta de la Revolución, estaban convencidos del eclipse, acaso definitivo, de la cultura en México: “México ha dejado de existir (…) Qué surgirá de este extraño desastre? Volverá a haber civilización en México?”; “Cierto: México no existe por ahora” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 81 y 91). En noviembre, cuando empieza a trabajar en la edición de Ruiz de Alarcón para “Clásicos Castellanos”, Reyes le comenta que ya piensa en obras de temas mexicanos que pueden derivarse, entre ellas “una salvación (como dice mi amigo Gasset), escribiendo, por ejemplo, Juan Ruiz de Alarcón o de la Finura Mexicana. Como México va a desaparecer, hay que apresurarse a darle sentido ideal” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 97). Y en enero del año siguiente: “Publicaré muchos libros: dos o tres. Escribiré en el año, a más del Alarcón, uno trascendental: La Idea Mexicana” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 148). El resultado de esta imaginaria salvación, en medio del desastre, de la Idea trascendental o eterna de México, de las bellezas mexicanas, sea cual sea su origen, fue Visión de Anáhuac. Paisaje esencial, desrealizado, purificado de historia y de violencia, hecho arte y leyenda. Reflejos delicados de la región más transparente del aire: 1915 en el espejo distinto de 1519; la altiplanicie mexicana con su circo de volcanes nevados desde la distante meseta castellana con el Guadarrama al fondo. Es imposible no atribuir a esta recuperación estética y nostálgica una función de metáfora; no ver en el refinado Anáhuac inmediatamente antes de la conquista una analogía del aristocrático México previo a la Revolución y su alto valle metafísico del Ateneo. Reyes sigue añorando Troya, “el valle de la vieja Ilión lacustre” que cantó Henríquez Ureña en “Días alcióneos” (1981: 49). En 1922, una vez reconciliado –como veremos– con el presente de México, aceptada la Revolución como “mal necesario”, en medio del ambiente de reconstrucción y entusiasmo nacionalista del obregonismo y el vasconcelismo, Reyes habló de su proyecto de escribir una serie de 124
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ensayos bajo el lema “En busca del alma nacional”, que tendría como idea clave “la concordia nacional” y de la que Visión de Anáhuac podría ser “un primer capítulo” (OC 4: 421-422). Nunca lo llevó realmente a cabo, aunque hay quien considera que de alguna manera está en sus cientos de páginas de asunto mexicano. También veremos que Visión siguió siendo un libro independiente y como tal volvió a publicarlo en 1923, en la Biblioteca Índice o “Biblioteca de definición y concordia” de Juan Ramón Jiménez. No es extraño que este último poeta, perenne desterrado, verdadero “espíritu platónico” que aspiró, como dijo Henríquez Ureña, a “revelarnos su visión del paraíso, el cielo de las ideas puras” (1981: 224), el Juan Ramón que trató de elevarse desde lo propio (lo andaluz, lo español, también lo americano a partir de su exilio real) hacia lo universal, al retratar a Alfonso Reyes en 1940, pensase en Visión de Anáhuac y dijese: Caminos indíjenas, españoles, mejicanos hacia lo total permanente. Y todos caminados por lo sumo, con entrega y con análisis, con profundidad y con alegría, con decisión y serenidad, sin perder nada, ni una coma, del tránsito internacional y universal. Alfonso Reyes, salvador de todo lo salvable. Buen ejemplo y buena amistad la de este sintetizador de México (Jiménez 142, la cursiva es mía).
Si Visión de Anáhuac restituye metafóricamente los días alcióneos del Ateneo y consigue dejar fuera los días aciagos de la Revolución, que sólo se intuyen como amenazadora inminencia (Reyes, 2010: 3-15), estos terminan por colarse y hacerse presentes en el otro libro de 1917. El suicida nació de las intuiciones de Reyes durante la renovación antipositivista del Ateneo, pero súbitamente alteradas y precipitadamente terminadas durante la tragedia familiar y el exilio en París y Madrid. Mediante divagaciones sobre la aceptación y el reto como actitudes ante la vida, la sonrisa, la fuga, el misticismo activo, etc., Reyes plantea la oscilación perpetua del hombre entre el espíritu y la materia, la libertad y la necesidad. Comienza confiado en la libertad espiritual, pero acaba atenazado por la duda. Las promesas de estabilidad, progreso indefinido y reformas habían sido sobrepasadas por una realidad caótica que había arrojado a su generación a vivir entre alarmas, zozobras y traumas. Algunos contemporáneos justificaron El suicida como un novedoso ejemplo de ensayismo digresivo inglés, pero resultó, como admitió el propio Reyes, un “libro no del todo cocido” (OC 4: 477), un “libro laberintoso” (OC 24: 227). El hilo de los ensayos, demasiado tenue y embrollado, termina rompiéndose. Se interrumpe con un monólogo sobre las dificultades de la creación intelectual y las posibilidades del “libro amorfo”, y se cierra con una nostálgica dedicatoria a los compañeros náufragos que “renuevan las aventuras de Eneas, salvando en el 125
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seno los dioses de la patria” (OC 3: 302). Reyes siente aún que su tragedia, la de su generación y acaso la de todos los intelectuales americanos, es la discontinuidad impuesta por un medio bárbaro.
Adaptarse sin descastarse Así pues, 1914 a 1920 fueron los años más aguerridos de Reyes. Trabajó deprisa y no sin atrevimiento en cosas dispares, respondiendo a las exigencias de editores, cumpliendo plazos, improvisando cuando hacía falta, porque, como repitió entre orgulloso y justificativo, “para ganar el pan con la pluma hay que escribir mucho” (OC 4: 482). A finales de 1917 explicó la necesidad de esta estrategia a su nuevo amigo mexicano Genaro Estrada: Sólo quisiera recordar, a Ud. y a los demás amigos, para que no me juzguen con severidad, que aquí me he visto en la necesidad de escribir mucho más de lo que quisiera, muy de prisa, y a veces, verdaderas pamplinas. En México, y en la situación que yo tenía, hubiera sido imperdonable. Pero aquí todo cambia. Me era preciso desarrollar una actividad ruidosa y tormentosa –buena o mala, que eso no cuenta, porque no es más que el mal bocado que se le da al monstruo de la puerta para que nos deje pasar. Considere Ud. que aquí, fuera de ciertos amigos selectos, vine en calidad de completo desconocido. (Reyes y Estrada, 1: 44)
El ejercicio constante y bajo presión le ayudó a madurar como prosista. Se desembarazó del ritmo y la retórica decimonónica de su primer libro, Cuestiones estéticas (1911), y adquirió una prosa moderna sin estridencias, un instrumento ágil y dócil, a su completo servicio, que sigue erigiéndose, por encima de títulos concretos, como lo que unifica y seguramente justifica su obra. Las cartas desde Madrid a sus amigos del disperso Ateneo, y muy especialmente el epistolario con su amigo-maestro Henríquez Ureña, son el testimonio vivo de estos años. Revelan sus sentimientos de dolor y rabia ante la situación de México, sus incertidumbres y por momentos angustias económicas inimaginables antes de la caída del Antiguo Régimen, al tiempo que dan cuentan de su proceso de profesionalización, y de su fortalecimiento y reconstrucción interior. Henríquez Ureña intentaba hacerse una idea de su situación. No era fácil seguir ejerciendo de conciencia orientadora desde lejos. Sus consejos iban dirigidos a que Reyes hiciera suya la lección leída en los clásicos y adoptase ante el exilio una actitud estoica, considerándolo no como una desgracia sino como una oportunidad de perfeccionamiento y crecimiento personal. También a que se olvidase de las furias políticas y nostalgias mexicanas, y se adaptase al nuevo medio “conservando tu carácter de americano, que en el día próximo será más bien ventaja que desventaja” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 186). Y, por último, a que 126
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tuviese especial cuidado con los peligros que se cernían sobre su condición de humanista, con la Escila del periodismo y la Caribdis de la erudición, que no diese a estos más tributo que el estrictamente necesario para sobrevivir, que no cayese en las trampas de la trivialización y de la especialización, e hiciese su obra personal de prosista y de poeta. Reyes lo iba tranquilizando: “No, no temas: yo voy con los ojos fijos en lo mío, y resuelto a todo para salvarme” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 179). Durante este primer lustro difícil la “lámpara”, motivo recurrente de la poesía de Reyes, metáfora de la razón y del trabajo al servicio de la vocación, permaneció encendida hasta las horas más altas de la noche. Así logró juntar recursos para sobrevivir y sobre todo acumuló prestigio, capital simbólico. El resultado fue la integración total en España sin renunciar, sino más bien sacándole provecho, a su condición de mexicano. Henríquez Ureña, a quien ayudó a ir liberándose de muchos prejuicios antigachupines, lo visitó dos veces en Madrid. La segunda permaneció entre finales de 1919 y mediados de 1920. Ureña observó el campo cultural español y escribió un sintético mapa orientativo que incluyó en el libro En la orilla. Mi España (1922). El mapa –semejante a otros que hizo para Santo Domingo, México, Cuba, Argentina, Estados Unidos o la totalidad de Hispanoamérica–, presenta a los intelectuales españoles jerarquizados en las siguientes clases: el grupo de las falsas reputaciones oficiales, donde entran muchos figurones académicos; el grupo democrático del artículo y el libro improvisado; el de los fuera del sistema o excéntricos, al que adscribe “por ahora” a los ultraístas; y por fin, lo que llama la aristocracia cerrada de la literatura española, los poseedores del secreto, los clásicos modernos, el “Nosotros” de España, “el pequeño grupo” o minoría intelectual con la que siempre buscó identificarse. Unamuno es su filósofo místico y Ortega, su filósofo intelectualista; Juan Ramón y Antonio Machado, sus poetas; Azorín y Canedo, sus críticos. En pedagogía social este grupo entronca con la tradición de Giner, y en erudición se alía con la escuela de Pidal. En cuanto a América, dice, esta élite o meritocracia “reconoció siempre a Rubén Darío como aliado y maestro, y escuchaba, desde lejos, la voz persuasiva de Rodó”. Y termina: “Ahora el grupo cuenta con miembros americanos como Alfonso Reyes” (Henríquez Ureña, 1981: 212-213). Por la misma época Azorín, Subsecretario de Instrucción Pública, otorgó a Reyes la “ciudadanía literaria española” y lo invitó a Burdeos a dar conferencias sobre Goya y sobre literatura contemporánea en España; Canedo lo consideró “uno de los nuestros”, y los del Centro de Estudios como parte de la “familia”. Llegaron a proponerle nacionalizarse español para asegurar su promoción académica, algo que él rechazó, como dejó bien claro en Historia documental (OC 24: 254-255, 259 127
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y 265), contrarrestando, una vez más, su sospechosa imagen de extranjerizante para el nacionalismo dominante en el nuevo México.
El pacto con el México nuevo México. Lo que ocurría en México seguía importando muchísimo a Reyes. Nunca había dejado de estar pendiente, de escribirse con sus antiguos compañeros y de hacer nuevos contactos. En realidad nunca quemó las naves y, pese a sus grandes temores, siempre estuvo buscando algún tipo de reacomodo o acuerdo con el México surgido de la Revolución. Llegar a España como desconocido exiliado y ganarse un puesto entre los mejores había sido duro, pero volver a recuperar, con su apellido a cuestas, un lugar en el nuevo México era aún más difícil, y requería estrategias –contactos, discriminaciones, decisiones– mucho más delicadas. Desde 1917 el historiador y hábil diplomático Genaro Estrada se convirtió en su más fiel y eficaz aliado en todo lo concerniente a su país, llegando por momentos a desplazar como guía a Henríquez Ureña. En 1919, cuando llegaba a su fin el carrancismo, Reyes empezó a colaborar de nuevo con la Legación Mexicana en Madrid. Se sumó a la Comisión Histórica Mexicana para investigar los archivos europeos, fundada por el historiador Francisco del Paso Troncoso, pero que tras la muerte de éste, por la inestabilidad política, había dejado de funcionar. El poeta Luis G. Urbina logró que se restableciera; la dirección le fue confiada a Icaza; Reyes y Artemio del Valle Arizpe ocuparon el cargo de secretarios. Javier Garciadiego ha estudiado las delicadas implicaciones políticas y familiares que este hecho aparentemente menor tuvo. Aunque Reyes pretendió al principio que “fuera considerada como un simple ‘encargo privado’ de Urbina”, su incorporación a la Comisión lo convertía de hecho en un empleado oficial y “sentó un precedente que le facilitaría volver a colaborar con el gobierno mexicano” (Garciadiego, 2002: 55-56). En este contexto hay que entender también la colaboración de Reyes con Urbina en la formación de una interesante y olvidada Lírica mexicana. Antología publicada por la legación de México con motivo de la Fiesta de la Raza, que salió anónima en Madrid el 12 octubre de 1919, bellamente ilustrada por Roberto Montenegro13.
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Desde el comienzo de la Guerra Mundial, España y algunos países hispanoamericanos neutrales habían fomentado la institucionalización de la “Fiesta de la Raza” como medio de romper su aislamiento internacional y, en el caso hispanoamericano, de enfrentarse simbólicamente al expansionismo estadounidense. En la advertencia, “los coleccionadores” de Lírica mexicana dicen que se proponen “destacar, a la vez, la profunda solidaridad de un pueblo con sus hermanos de la historia, mientras descubría, por otra parte, lo que hay de inconfundible y propio en su sensibilidad” (Lírica
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Pero la Comisión y la Antología fueron solo aproximaciones. La ocasión para el acuerdo se presentó cuando Obregón subió a la Presidencia y nombró al antiguo maderista y ateneísta José Vasconcelos Rector de la Universidad y enseguida Secretario de Educación. “En nombre de ese pueblo que me envía, os pido a vosotros, y junto a vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar pacto de alianza con la revolución”, fue su mesiánico llamado (Vasconcelos: 113). Empezaba oficialmente un México nuevo: el de la difícil institucionalización política-social y el del complejo renacimiento cultural posrevolucionario. Durante el vasconcelismo todos los intelectuales fueron convocados y tuvieron su oportunidad de “servir” a la reconstrucción de la nación. Reyes obró con su acostumbrada prudencia. Después de ofertas, dudas y negociaciones resolvió no volver físicamente a México, no participar directamente en política, pero aceptó reintegrarse a la diplomacia con el cargo inicial de Secretario de la Legación en España. En sendas cartas de 26 de junio de 1920 a Vasconcelos y Estrada, decía agradecido pero haciéndose valer: No pudieron hacer nada mejor conmigo, puesto que me dejan en Madrid donde tengo afectos y obras pendientes, y donde de hecho soy el representante de México desde hace seis años, y pude crear relaciones que sólo yo puedo crear, por mi conocimiento directo e íntimo de este ambiente (en Curiel: 100)14. Yo estoy encantado, feliz, de que me hayan vuelto a mi puesto diplomático, dejándome en Madrid, donde creo que puedo continuar la labor mexicana que desde hace seis años vengo haciendo. Por lo demás, ya sabe Ud. que desde entonces soy yo el verdadero representante de México en esta tierra. (Reyes y Estrada 1: 102)
Recomenzaba así su ascendente carrera, prolongada hasta 1938, en el servicio exterior de México. La experiencia y prestigio ganados, su capital cultural, podían ahora reinvertirse en beneficio de su país actuando de “embajador letrado” (Martínez Carrizales, 2007: 2). Se estrenó con lo que calificó de asuntos “difíciles y hasta tremebundos” (OC 24: 173): ayudar al reconocimiento del gobierno de Obregón por parte de España, con el argumento de que después se avanzaría en las compensaciones a los españoles residentes en México perjudicados por los conflictos e incautaciones de la década anterior. El reconocimiento llegó oficialmente en septiembre de 1921, cuando se celebraba el Centenario mexicano de la consumación de la Independencia. Reyes intervino en la invitación a Valle Inclán para que volviese a México con ocasión del evento. Las declaraciones de éste durante su año allí (Indio mexicano, /
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mexicana, 5-7). Para más detalles sobre esta antología y su inserción en la tradición de antologías mexicanas, véase García Gutiérrez y García Morales (496-498). Esta carta también aparece, pero con una transcripción al parecer incompleta, en Vasconcelos y Reyes: 41.
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mano en la mano, / mi fe te digo: / lo primero / es colgar al Encomendero, / y después, segar el trigo) indignaron a la conservadora colonia española pero también llegaron a incomodar a Reyes. Éste, siempre mediador y moderado, trataba de contrarrestar la negativa imagen radical de la Revolución, sobre todo explicando la necesidad de sus reformas agrarias, a veces mediante campañas subvencionadas bajo cuerda en la prensa española más afín. Y, por la otra parte, hacía ver a la administración mexicana que España no se reducía a “los gachupines sinvergüenzas que se crían en México”15. Dentro de sus obligaciones estaba el envío de informes oficiales a la cancillería sobre la actualidad política española, a la que tuvo que prestar más atención16. Vimos que la desconfianza con que llegó a España había desaparecido casi completamente para estas fechas. Su opinión ya no cambió ni siquiera con la observación de los graves sucesos de los años siguientes: debilidad de los partidos dinásticos tradicionales, impopularidad de la guerra de Marruecos, desastre de Annual, tensiones separatistas en Cataluña…, que culminaron en 1923 con el golpe autoritario de Primo de Rivera, recibido –anota- con un “ánimo general de completa abstención” (2001, 1, 221). Al igual que él le había reprochado a Ortega que no había visto más que la América que ríe, no la que llora y combate, el republicano Azaña lo felicitó irónicamente por su optimismo respecto a España. No fue hasta después de la guerra civil, cuando retrospectivamente Reyes vio en estos hechos “relámpagos de la tempestad que pronto había de estallar” (2001, 1, 169). Y también cuando reconoció que aunque entonces le llegaban “sordos rumores del descontento”, como diplomático no le correspondía expresarlos, “ni tampoco me alarmaban como podían alarmar a un español, de suerte que no perturbaban a mis ojos la imagen de aquel Madrid tan plácido” (OC 24: 309).
La búsqueda de la obra personal La reintegración en la diplomacia cambió las condiciones materiales y sociales en que se desarrolló la labor intelectual de Reyes. Instalado en su última residencia madrileña, en la céntrica calle Serrano, junto a la 15
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Dice Díaz Arciniega que “su desempeño diplomático en España parece parte de una historia secreta, menor, que rehúsa yacer en archivos y expedientes, y está por valorarse en su cabal importancia, más si esta se pondera junto a la obra literaria –periodística y académica– realizada durante esos mismos años” (en Reyes 2001, 1, 25). Sobre este desempeño véase Garciadiego 1998b y 2002: 56-64. Para el capítulo de Valle Inclán en México, véase el libro de Schneider, que vuelven a incluir en facsímil las cartas con Reyes. Son los informes que recogió en Momentos de España, 1920-1923 (1947) y que han sido reeditados por Díaz Arciniega en Reyes 2001, 1: 167-223.
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Legación17, aminorada la incertidumbre económica, creyó que era también el momento de cambiar de estrategia. Pese a su aparente triunfo, en el fondo no estaba satisfecho. Sentía que había vendido su alma de escritor, que había caído en las trampas de la erudición y el periodismo, que se había convertido en una máquina de producir morralla articuleril y fáciles libros de remiendos. Acababa de pasar el ecuador de los treinta años y corría el riesgo de seguir siendo la eterna promesa de su generación, no la obra. En la intimidad el exigente Henríquez Ureña empezaba a impacientarse y a echarle en cara que se le acababa el crédito. Cada vez que Reyes daba un paso en el camino de la estabilidad, se prometía y le prometía a Henríquez Ureña cambiar, evitar las tentaciones y centrarse en su verdadera obra. Tras obtener un puesto fijo en el Centro de Estudios Históricos de Menéndez Pidal: “he pensado en escribir ya algo serio, dejándome de divagaciones y critiqueos” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 174); tras obtener la sección en El Sol de Ortega y Gasset: “apenas ha comenzado para mí la era normal. Ahora sí creo que comenzaré a vivir mi vida”; “Ahora, a lo mío”; “he comenzado a sacrificar dinero para hacer arte” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 66). Con el reingreso en la diplomacia se terminaron las excusas. Ya no podría repetir “no tengo derecho de escribir lo que quiero; tengo que hacer lo que se ofrezca” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 286). Ya no era necesario el cañoneo continuo de artículos, ediciones y recopilaciones. Ya había abierto brecha. Ahora podía, no, debía ser más selectivo, afinar la puntería, ser menos productivo y más creativo, y ganar reputación de verdadero escritor. Era la hora de los libros literarios sustantivos: el ensayo libre, acaso la narrativa, y sobre todo la poesía. Lo más urgente era que volviese sobre su descuidada obra poética. También debía pensar más en el público mexicano, que había ido cambiando durante su ausencia. En los años del Ateneo Henríquez Ureña había canonizado a González Martínez como el último gran poeta del modernismo mexicano; al tiempo que le escribía a Reyes: “En verso, estoy seguro de que tú debes ser quien sustituya a González Martínez” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 9). Durante la década española no dejó de creerlo, de exigírselo, pese a las muchas dudas del propio Reyes: “¿Vale la pena, honradamente, que yo haga versos?” le pregunta en 1915 (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 178). Y el otro: “Sí debes escribir versos”, “no dejes la poesía” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 195, 198). Cuando regresó a México reclamado por Vasconcelos, Henríquez Ureña había renovado sus gustos poéticos 17
Entre los artificios narrativos con que organiza en Historia documental de mis libros su etapa española, aparte de la división en dos lustros simétricos, está la sucesión de residencias que “se van acercando cada vez más a las zonas céntricas”, como actos de un “drama” de triunfo en la Corte (OC 24, 195-196).
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con la lectura de la “New Poetry” y de Juan Ramón, y dio por muerto y enterrado el modernismo, reconociendo que González Martínez no podía ya satisfacer a los jóvenes poetas, necesitados de nuevos modelos. Pero tampoco le convencían las dos grandes novedades del momento: Tablada y López Velarde, ajenos a la tradición central del Ateneo y a su control. Volvió, con más insistencia que nunca, a pedirle a Reyes que escribiese y publicase versos, que se revelara como el gran poeta mexicano de su generación. Todo este proceso crítico y autocrítico está, además de la nueva situación diplomática, detrás de ciertos replanteamientos e innovaciones de Reyes en sus últimos años en España. Por lo pronto y siguiendo el consejo de Henríquez Ureña, reunió sus poemas para publicarlos en México con el título de Huellas, que no salió hasta 1922. La recepción por los jóvenes poetas mexicanos, representados por la nueva autoridad crítica de Xavier Villaurrutia, fue adversa. Aun así Reyes no se desanimó del todo, acaso porque Huellas no era más que el paso previo para la preparación (por una vez la lentísima preparación) de Ifigenia cruel, su poemario más ambicioso y complejo, en el que trabajaba desde mediados de 1915, y con el que esperaba conquistar su sitio en el sol: “Si no acierto en la Ifigenia, me mato” (Henríquez Ureña y Reyes, 2: 181). El Reyes diplomático pudo permitirse el lujo de autoeditarse El plano oblicuo (Madrid, Tipografía Europa, 1920), conjunto de relatos antiguos retocados, en la tradición del cuento modernista, con notas de erudición y humor fantástico, que no obtuvo más que una limitada y “desconcertada” recepción (OC 24: 282). En Biblioteca Nueva de Luis Ruiz Castillo editó El cazador. Ensayos y divagaciones, 1910-1920 (1921), textos de un observador y lector entre dos mundos, el de antes y el de después de la Guerra, el de Renan y Rodó por un lado, y el de las vanguardias por otro. Pero su más notable aventura editorial fue su cercana colaboración con Juan Ramón Jiménez en la revista Índice (4 números entre julio 1921 y abril 1922), una publicación exclusiva, de excelente presentación y ruinosa financiación18. Los historiadores de la literatura española han visto en ella el momento álgido del magisterio de Juan Ramón sobre la nueva poesía española. Pensada para los “los jóvenes o los juveniles” (Reyes, OC 24: 180), reunió por primera vez, junto a los consagrados Ortega, Azorín o Machado, a los integrantes de lo que sería conocido como el 27: Salinas, Guillén, Dámaso Alonso, 18
De lo que dijo Reyes en Historia documental de mis libros – “Índice que publicábamos Juan Ramón Jiménez y yo” OC 24 300– sus biógrafos han deducido que la “codirigió”. En realidad fue un colaborador literario y económico muy próximo, junto a Díez Canedo, Bergamín, Juan Guerrero Ruiz y al principio García Maroto, del verdadero director, editor y tipógrafo Juan Ramón. Así lo demuestran artículos y cartas de Reyes de la época misma de la revista, y la abundante documentación aportada por la bibliografía reciente. Índice está disponible en edición facsímil (1987).
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Gerardo Diego, García Lorca, Bergamín, etc. Podría añadirse que, en menor medida, también fue un índice de lo que estaba ocurriendo en la literatura de México en el paso del modernismo final a las vanguardias. Reyes la aprovechó para presentarse como poeta y para presentar a sus compatriotas Genaro Estrada y, gracias a la recomendación de éste, José Juan Tablada. Sus cartas revelan que, por más que insistió, no consiguió arrancarle ni una cuartilla al imposible Julio Torri. Y que, con la excusa de que las decisiones finales correspondían a Juan Ramón, no pudo o no quiso publicar a Enrique González Martínez, muy interesado en promocionarse en España, pero cuya hora ya había pasado. Por último, hay pequeña y perspicaz necrológica sobre López Velarde, el verdadero fenómeno poético del momento en México, firmada por Díez Canedo. Aunque Reyes nunca dejó de pensar que la “ola de prosaísmo” e “incongruencia lírica lopezvelárdica” era “algo muy negativo” para la poesía mexicana (Reyes y Estrada, 1: 200). Suspendida la revista, en 1923 Juan Ramón diseñó la colección de libritos sencillos y exquisitos titulada Biblioteca Índice o “Biblioteca de definición y concordia”. Reyes dio allí su edición de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora, y una nueva edición de Visión de Anáhuac, pues la primera apenas se había difundido. Ya me referí a su carácter de libro “puro” de exilio, y a las intencionadas palabras de Juan Ramón sobre Reyes “salvador de todo lo salvable”, “sintetizador” de lo mexicano permanente. Probablemente esto hizo que en adelante Reyes asociara su libro con lo juanramoniano. En 1926, en “Carta a dos amigos”, al hacer ante Díez Canedo y Estrada un primer balance y clasificación de su producción, vuelve a referirse a él como “libro verdadero, que hay que respetar como está”, en términos inequívocos: “La Visión de la Anáhuac nadie la toque. No la toques ya más, / Que así es la rosa” (OC 4: 477-478). Y en Historia documental, al hablar de la “calidad de transparencia”, “condición de aérea vivacidad” e impresión “pulquérrima y fina” (OC 24, 180) de los cuadernos Índice parece estar calificando su propia Visión de Anáhuac. Pero con “el paso de la lucha literaria al ejercicio diplomático” (OC 24: 259), su producción bajó sensiblemente. Empezaba a darse cuenta de que no era tan fácil como había soñado conciliar vocación privada y servicio público. Intentó dar cierta dignidad literaria a su participación en actos oficiales de confraternidad hispanoamericanista, de retórica tan desacreditada: la inauguración de la Glorieta Rubén Darío, el 12 de octubre de 1922; el hermanamiento del Ayuntamiento de México con el de Madrid el 20 de Octubre; y la inauguración del curso del Ateneo madrileño el 25 de noviembre. Breves adelantos del hispanoamericanismo cultural que desplegaría a partir de su ascenso en el escalafón diplomático y de sus “embajadas espirituales” en Argentina y Brasil. 133
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En octubre de 1924, un mes después del golpe de Primo de Rivera, cuando se cumplían diez años de su llegada a España, y mientras le daba los últimos retoques a su Ifigenia, organizó otro acto público más exclusivamente literario: los “Cinco minutos de silencio” en homenaje a los 25 años de la muerte de Mallarmé. Acudieron a la convocatoria Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Díez Canedo, Moreno Villa, su buen amigo cubano José María Chacón, Antonio Marichalar, José Bergamín y Mauricio Bacarisse. Por contra Juan Ramón Jiménez rehusó. El acto y la polémica generada con Juan Ramón tuvieron amplio eco en el número de noviembre de la flamante Revista de Occidente, y tienen implicaciones que aún cabe discutir. Para Reyes, los “Cinco minutos” fueron la reactivación del “culto a Mallarmé” que había empezado en México y que se prolongó el resto de su vida. La cara moderna y francesa del culto a Góngora, según la explicación de la época. Además, homenajear entonces a Mallarmé era una manera de identificarse con la tradición más prestigiosa del simbolismo, en la que se podía insertar y entender Ifigenia. Por su parte, el nuevo gesto de intransigencia de Juan Ramón, quien ya se había desmarcado de los homenajes hispanoamericanistas a “su” Darío, puso una vez más en evidencia las contradicciones entre literatura y poesía, o entre vida literaria y concepción religiosa de la poesía: dedicar cinco ruidosos y vanos minutos a Mallarmé, al poeta del silencio y la meditación, organizar actos (auto)publicitarios amparándose en uno de los más puros y secretos sacerdotes de la Belleza. Pero, a la vez, en la negativa de Juan Ramón no dejaban de mezclarse sentimientos muy humanos (nada puros) de competencia y rechazo personal hacia el Ortega de la “revista de desoriente” y hacia los jóvenes. Era un paso más hacia su famoso rompimiento de hostilidades con el 27, que se extenderá durante décadas, enturbiando aún más un ambiente cultural español crecientemente polarizado. Una batalla de la que Reyes tuvo la suerte y tal vez la habilidad de alejarse. Sabemos que éste llegó a dar para la Biblioteca de Índice su Ifigenia, tal vez intentando emparejarla a Visión de Anáhuac. Junto a su máxima obra en prosa, la que esperaba que fuese su máxima obra en verso, el principio y el fin de su etapa madrileña. Pero enseguida la retiró alegando en una carta a Juan Ramón exclusivas razones económicas: no podía permitírselo. Así parece que se lo tomó Juan Ramón, aunque lo cierto es que ya no volvieron a tener contacto hasta el exilio americano de éste. Tampoco se sabe qué pensaría Juan Ramón de que Reyes estuviera al mismo tiempo preparando con Díez Canedo y Moreno Villa el lanzamiento de otra colección, “Cuadernos literarios” de la editorial La Lectura. Lo cierto es que la participación del mexicano en estos Cuadernos, que se prolongaron hasta 1937, se limitó a ponerlos en marcha y a publicar en ellos Calendario (1924). Este nuevo libro, fruto de su “pluma cotidiana” (en Capistrán 17), incluye ensayitos, poemas en prosa y 134
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microrrelatos de motivos variados –la Guerra Mundial, la vida madrileña, las artes del espectáculo–, entre los que circula su mesurado racionalismo, su temor a los extremismos que amenazan con devolver el difícil y artificial orden al caos, el homenaje al espíritu de ligereza o a la improvisación nacida de un constante y largo aprendizaje. Calendario abre también paso a una nueva conciencia temporal ante el inexorable paso de los años. Se cierra con el melancólico “Romance viejo”: “Yo salí de mi tierra, hará tantos años, para ir a servir a Dios…” (OC 2: 359).
Preparando el regreso temporal a México El final del mandato y la sucesión de Obregón volvieron a sembrar de inquietud el panorama político y cultural de México. Reyes, que esperaba algún ascenso y tal vez algún traslado, seguía los sabios consejos de Genaro Estrada. Se manifestó firmemente en contra de la abortada rebelión delahuertista, con lo que ganó muchos puntos dentro del régimen. Y se mantuvo lo más lejos que pudo de las divisiones entre los intelectuales, que provocaron el doloroso enfrentamiento y la salida de México de Vasconcelos y Henríquez Ureña. Sin embargo, para ser ascendido debía mejorar su imagen pública; esto es, dejar de ser asociado con España, identificarse con el proceso nacional de transformación social y, finalmente, desvincularse de Vasconcelos. Su amigo y protector Genaro Estrada le anunció que su ascenso a ministro estaba acordado “en principio”, pero que requería salir “de su Madrid” y pasar una temporada en México, para que se reconociera mutuamente en el país. (Garciadiego 2002: 61)
De las páginas de despedida que le dedicaron los intelectuales españoles, destaca un artículo de Azorín. Está basado en el citado artículo de Henríquez Ureña sobre Reyes como miembro de la aristocracia intelectual española, y habría que incluirlo entre las varias defensas y autodefensas que jalonan la trayectoria de Reyes, cuya más famosa expresión tal vez sea “A vuelta de correo” de la polémica nacionalista del 32. Azorín le había abierto las puertas al mundo intelectual español, llegó a considerarlo un intelectual español más, y seguramente quiso hacerle un último favor recordando con toda intención dos cosas: el prestigio de Reyes entre los mejores y más independientes de España; pero también su carácter y vocación de servicios irrenunciablemente mexicanos. ¡Cuánto ha trabajado Alfonso Reyes en España por su patria! Otros diplomáticos, también escritores, no han dejado una huella como la deja Reyes. Pero en caso presente existe un matiz que por lo interesante debemos señalar. En España, como en todos los países europeos, existen en la literatura y en las artes, diversas regiones; hay literatos y artistas sancionados, oficiales, y los hay libres y no clasificados. Todas estas categorías son dignas de respeto; todas integran la nacionalidad en que laboran. Mientras otros diplomá135
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ticos americanos han tenido la simpatía de los elementos intelectuales brillantes, consagrados por el poder del estado, oficiales, Alfonso Reyes ha recibido el homenaje de la literatura independientemente selecta, no sancionada por el estado. No sancionada por el estado, pero sí profundamente y genuinamente nacional; arraigada en la Nación. (En Rangel, 1, 58)19
Reyes pasó cinco meses en México, reencontrándose con sus antiguos amigos y conociendo a las nuevas generaciones20. Ante unos y otros intentó extraer la lección de sus años de ausencia: concordia, colaboración, conversación y continuidad como condiciones para consolidar la cultura y defenderse frente al caos. Y propone curiosamente como ejemplos de intelectual a Díez Canedo, Juan Ramón Jiménez, Joaquín García Monge y Genaro Estrada, intelectuales puros ma non troppo, trabajadores callados y “hombres que son como centros de reunión para los demás, capaces de sacrificar a la inteligencia común algo de su comodidad propia” (OC IV: 434). La mejor respuesta la obtuvo de Xavier Villaurrutia, quien le dedicó el artículo “Un hombre de caminos”, donde lo presenta metafóricamente “sobre un promontorio en el cruce de muchos caminos”: el de Europa y España, el de América y México. Al referirse a la “conquista recíproca” de Reyes y España, y repitiendo una vez más las ideas de Henríquez Ureña y Azorín, dice: “Se trata de un triunfo de la consideración, de la amistad y la solidaridad conseguida entre hombres de letras de allá. Se trata, claro, de la aristocracia intelectual, cerrada, indiferente ante las reputaciones oficiales, ante los abrazos retóricos de los hispanoamericanistas” (en Rangel, 1: 70-71). La esperada Ifigenia terminó publicándosela Rafael Calleja como obsequio de despedida de España, y salió en 1924, estando él ya en México21. Quiso ser una lenta catarsis de los dramas interiores vividos: la destrucción del hogar paterno, sus relaciones con el violento México, la fidelidad a su vocación. También una tardía catarsis poética del mo19
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Reyes se lo agradeció y, al recordar su adiós a España, habló del “extenso y magnífico (artículo) que ‘Azorín’ mandó a Buenos Aires, como preparándome generosamente el camino, puesto que yo había sido nombrado, en principio, ministro para la Argentina” (OC 24, 332). El artículo de Azorín se publicó, efectivamente, el 18 de mayo de 1924, en La Prensa, de Buenos Aires, ciudad a la que finalmente Reyes no sería destinado hasta años después. Pero en cualquier caso no dejaba también de prepararle el camino a México. Para la estancia de Reyes en México entre mayo y septiembre de 1924, y para su comprometida y fallida misión confidencial, encargada por Obregón, ante Alfonso XIII ofreciendo a España la mediación de México en el conflicto de Marruecos, entre septiembre y noviembre de ese mismo año, véase Díaz Arciniega, en Reyes 2002: 22-26. Lo del obsequio consta en las cartas de inéditas de Reyes y Calleja que se conservan en la Capilla Alfonsina.
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dernismo. “Mi época madrileña correspondió, con rara y providencial exactitud, a mis anhelos de emancipación. Quise ser quien era, y no remolque de voluntades ajenas. Gracias a Madrid lo logré” (OC 24: 177)22. Pero ni siquiera con Ifigenia Reyes alcanzó el reconocimiento que esperaba como poeta, y su poesía sigue siendo la parte más “dudosa” de su obra.
Cierre provisional Quedan muchas otras dudas. Queda la pregunta de si la diplomacia no terminó por convertirse en una trampa aún más peligrosa que el periodismo y la erudición, si la diplomacia como oficio concreto y como actitud general de prudencia, conciliación, cortesía y hasta cortesanía, que tanto le ayudó como hombre, no terminó por perjudicarle como escritor, quitándole no sólo tiempo, sino libertad, profundidad e intensidad. El propio Reyes nunca dejó de sentir esa mala conciencia íntima, que se acrecentó en sus años “mundanos” de diplomático en París, Buenos Aires y Río de Janeiro. La compartieron sus amigos más próximos, empezando por Henríquez Ureña, Borges o Cardoza y Aragón. Pero el sentido y el valor de la obra de Reyes no fueron realmente asuntos de discusión pública hasta después de su muerte. La iniciaron Adolfo Castañón en su momento, Carlos Monsiváis, Hugo Hiriart y otros, que fueron poniendo en entredicho su superproducción y su superprudencia, sus Obras excesivas e insuficientes a la vez, tras cuya fachada monumental no se encontraba un libro culminante. La discusión sigue abierta. Uno de los últimos en intervenir ha sido Vargas Llosa: “Pero con toda su vasta cultura y su prosa delicada algo había en Alfonso Reyes del diplomático-escritor, del artista al que su dependencia con el poder castró a medias, impidió desbocarse, y desvió de la creación a la cortesanía literaria” (15). Demás está decir que la discusión es legítima y hasta conveniente. Y que deberá afectar a la consideración de la década alfonsina en España. Demás está repetir que Reyes es un desafío enorme, y que para revisar esa década habrá que empezar por integrar, desde una perspectiva auténticamente crítica y trasatlántica, lo mucho que se ha hecho sobre él en México y lo mucho que se ha hecho en los últimos años sobre la cultura en la España de entreguerras. Pero no está demás recordar, para terminar, la inobjetable actuación posterior de Reyes para con España. En 1936, siendo por segunda vez embajador en Argentina, asumió la defensa de la República española por razones profesionales, en nombre del gobierno mexicano, pero también por razones ideológicas y persona22
Los muchos asedios a Ifigenia tienen de momento su culminación en el importante libro de Arenas Monreal.
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les. “La suerte me ha deparado –dijo entonces– el alto honor de encarnar, para la España nueva, la primera amistad del México nuevo, aunque la más modesta sin duda. Este honor no lo cederé a ninguno” (OC 2: 43). Esa España renaciente acabó, como Perséfone, trágicamente raptada en los infiernos. Sus mejores hijos intelectuales tuvieron que peregrinar al exilio. Y Reyes pudo entonces devolverles el favor impulsando y dirigiendo La Casa de España en México, pronto reconvertida en El Colegio de México, otro refugio para la civilización, siempre salvadora, siempre necesitada de salvación.
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Y así salí de la tierra, tan amada de lejos, tan maltratadora y áspera de cerca Luis G. Urbina en España Miguel Ángel CASTRO Instituto de Investigaciones Bibliográficas Universidad Nacional Autónoma de México
Volveré a la ciudad que yo más quiero Después de tanta desventura; pero Ya seré en mi ciudad un extranjero. Luis G. Urbina, “La elegía del retorno”
1. Al terminar la primera década del siglo XXI México celebra el cumplimiento de doscientos años del comienzo de la revolución o guerra que le permitió ser una nación soberana y libre, independiente de la monarquía europea y del gobierno de España. Se rompieron los lazos del sometimiento, pero permanecieron, sin embargo, los de la sangre, los del sentir y mirar el mundo porque cerca de trescientos años de dominación dieron lugar a peculiares formas de ser y pensar. El árbol de la cultura española había echado raíces muy profundas por todos los territorios conquistados, y con las ricas y variadas sustancias que esas venas absorbían de esos suelos creció de un modo nuevo: apareció lo novohispano, lo hispanoamericano. Resulta, entonces, que los cerca de cinco siglos de relación, en los cuales diversos conceptos y múltiples reflexiones, donde han cabido el amor y el odio, como suele suceder entre quienes comparten apasionadas historias, demuestran que España y México son dos países vinculados sin remedio y tal vez para siempre. Es evidente que la presencia de ciudadanos ya reconocidos como mexicanos en España tuvo lugar significativo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y que durante la primera mitad del XX los cambios de residencia de mexicanos y españoles tomaron un giro inusitado a causa, los primeros, de la revolución que dio fin al régimen de Porfirio Díaz, y los segundos, de la guerra civil y del exilio republicano. Nos referimos, 143
Escritores hispanoamericanos en España
cabe aclarar, a viajeros expatriados, emigrantes, exiliados o refugiados que desempeñaron un papel destacado en la cultura, en la educación y en la política del país que los recibió y que ellos adoptaron. Por el impacto que tuvo el exilio español en diversos ámbitos de la vida mexicana se dejó a un lado o se le dedicó escasa atención al papel que desempeñaron distinguidos mexicanos que emigraron a la península desde los primeros años de la centuria del XX: … pocas veces se ha visto de forma articulada –señala Héctor Perea– la influencia que ejercieron en el ámbito literario y cultural en general poetas como Amado Nervo, Luis G. Urbina, José Juan Tablada, Enrique González Martínez o el grupo Contemporáneos sobre generaciones en nacimiento en España que vendrían luego a desarrollarse y a formar autores en México y en otros países de Hispanoamérica. Al respecto, algo que se hace indispensable es el estudio en detalle de los rasgos de estilo dejados por los autores y personalidades mexicanas en los diarios, revistas, institutos y espacios de conferencias en que estuvieron éstos presentes como participantes, coordinadores o simples eminencias grises. (22-23)1
Es importante por lo anterior, y quizás más para conocer mejor la vida y la herencia de quienes cruzaron el Atlántico que para identificar la impronta posible u oculta en otras generaciones, atender la oportunidad de comentar el exilio de Luis G. Urbina y revisar su obra relacionada con el país que le dio acogida. 2. Genaro Fernández MacGregor dedicó a Urbina en 1920 una de sus “carátulas” en la que identificaba el espíritu que, a su juicio, predominaba en la poesía del poeta conocido como el Viejecito, a quien calificaba de bohemio: La musa de Urbina, nacida y desarrollada en la vieja ciudad virreinal en este valle que fue cuna de la máxima civilización indígena, tiene los mismos caracteres que él descubrió en el paisaje y en el genio mexicano: la melancolía suave, la tristeza paciente, el tono crepuscular. La época en que su lira lanzó sus primeros acordes, así como su idiosincrasia, lo predisponían a ser un bohemio. Lo es aún hoy mismo. Ha vivido como el Rodolfo de Mimí, al día: hoy en galante fiesta que, al fin, le provoca una embriaguez triste; mañana muriendo de frío en cualquier boardilla y creando un poema. El método, la paciencia, las palabras respetables; pero que nada serio han significado para él. Como que es pasto de la pereza gloriosa y magnífica que lo concreta a su yo, vedándole el mundo exterior y las ideas. Sentir es suficiente. (272)
1
Perea hace referencia al libro de Gabriel Rosenzweig para destacar la cifra que da el investigador superior a setenta autores mexicanos que publicaron 143 libros durante el periodo que se ocupa. Muchos de esos títulos salieron de casas editoriales españolas prestigiadas como Calleja, Espasa-Calpe, Aguilar, Pueyo, Sucesores de Rivadeneyra, Tipografía artística, García Sáez y Biblioteca Nueva. (Perea: 24).
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Luis G. Urbina en España
La crítica, en general, ha coincidido en el diagnóstico de Urbina: poeta modernista que “representa la persistencia de la nota romántica”. La recordación es de Alfonso Reyes, quien lo considera uno de los tres grandes poetas que tuvieron una evolución más personal dentro del modernismo, es decir, entre Salvador Díaz Mirón y Manuel José Othón. Don Alfonso advierte que: De todos ellos, Urbina es el único cuyo vino guarda el resabio inconfundible del odre romántico. Justo Sierra llamó a Gutiérrez Nájera “flor de otoño del romanticismo mexicano”. ¿Cómo llamar entonces a nuestro amado Viejecito? Es obvio el discrimen: flor de otoño Gutiérrez Nájera: su modo de romanticismo muere con él, y él mismo evoluciona rápidamente hacia nuevos tipos sin que pueda saberse dónde hubiera llegado. Pronto vino a reclamarlo la muerte, empujando aquella mal cerrada puerta por donde acababa de alejarse otro “convidado al banquete de la locura”: “¿Quién de nosotros marchará primero?” En tanto que Urbina cruza la marea en su esquife, y alcanza la orilla transportando su dulce carga. Cruza la marea, porque sobrevive en longevidad, y también en la fidelidad a su modo lírico. El que persiste tiene razón: así es la naturaleza. La continuidad de su arte encuentra un parangón en aquella continuidad melodiosa de su técnica, que hace a veces de todo un verso, y hasta de todo un breve poema, una sola unidad, como si el conjunto se fundiera en una larga palabra. La continuidad de su arte encuentra también un parangón en aquella su lealtad al sollozo étnico, que llega al fondo de los siglos. La irrestañable y “vieja lágrima” se oye gotear por su obra. Pasarán los años. Vendrá la distancia, que permite apreciar los saldos. (Reyes, 1960: XII, 271-278)2
Entre los saldos cabe, a mi parecer, insistir en que la nota predominante de los versos de Urbina es la melancolía. El tono crepuscular o vesperal de su poesía como residuo del romanticismo, y así, matizar la opinión de Antonio Castro Leal, compilador de su poemas, que concede apenas una “depuración” a su lirismo en los siguientes términos: “hasta que de toda su sustancia romántica no quedó más que aquel fondo de poesía que dejan las penas y las alegrías de los hombres…” porque, afirma, su paso por el mundo le permitió llegar a esa “plenitud en que la melancolía se le deshacía naturalmente en música” (en Urbina, 1987: VII-XII). No obstante, lo cierto es que no pocos de quienes han opinado sobre la obra de Urbina han sido guiados por el afecto personal o por el trato que tuvieron con quien fue secretario del ministro Justo Sierra, parroquiano del bar modernista, afecto a la pompa y circunstancia, amante del teatro, la ópera y el cinematógrafo, periodista que gastó la mayor parte 2
El editor advierte que este ensayo, fechado en febrero de 1941 apareció en Letras de México el 15 de junio de 1941 y sirvió de prólogo al Cancionero de la noche serena, libro póstumo de Urbina publicado por la Imprenta Universitaria ese mismo año.
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de su vida en mesas de redacción, alegre flâneur desencantado, sereno epicúreo y sufrido enamorado de las mujeres. En efecto, es frecuente encontrar en los comentarios a la literatura del Viejecito un testimonio, un recuerdo o una anécdota que permiten formarse una idea de su carácter y acumular datos sobre su vida atormentada, llevada como él decía con “humorismos tristes”. En algún momento cargó con la consideración de ser medianamente culto, de recoger “la vieja lágrima” de la raza y permanecer en el sentimiento romántico. La lectura de su poesía, sin embargo, no se ha beneficiado de la lectura de su prosa. La crítica se ha concentrado en discutir y determinar su pertenencia como poeta al modernismo y en asignarle o no el título de “último romántico”. Enrique González Martínez todavía caería en esta tentación (1936) a pesar de haber señalado él mismo que tal afán no era importante en el prólogo del cuarto libro de poemas de Urbina, Lámparas en agonía, ante la indiferencia de la crítica: Nos contentamos con sentarnos en el umbral de la obra de arte, y una vez que el verso entra en nuestro corazón, tras de sonar melodiosamente en nuestro oído, hacemos del poeta una clasificación vulgar que nada dice y nada revela de la psiquis misteriosa que ha elaborado la canción en un momento de emotividad sagrada. Con llamar místico a Nervo, descriptivo a Othón, parnasiano al autor de “Lascas” y romántico a Urbina, creemos haber fijado los valores definitivos, y no caemos en la cuenta de que con esa disparatada y superficial nomenclatura no hemos desflorado siquiera la obra de arte con que cada uno de los poetas mencionados ha contribuido a la evolución de la lírica nacional. (En Urbina, 1914: XII)
Quienes han estudiado la trayectoria de Urbina con más detenimiento han observado las características formales y los temas de su obra que naturalmente cambiaron como resultado de sus lecturas y experiencias personales. José Emilio Pacheco considera que en sus primeros libros Urbina se manifiesta como un romántico tardío por lo que llega tarde también al modernismo. La fecha de su tercer conjunto de poemas Puestas de sol lo marca significativamente: 1910. “Urbina –opina Pacheco– es el poeta del crepúsculo, su sensibilidad es crepuscular y su talento crítico le advierte que escribe en las postrimerías de una era” (1: 109-110). Llama en particular nuestra atención el estudio que Rafael CansinosAssens le dedicó a la poesía del Viejecito en 1917, con motivo de la aparición de la Antología romántica, que contiene cerca de cien poemas seleccionados por Urbina de entre sus colecciones anteriores tituladas Versos, Ingenuas, Puestas de sol y Lámparas en agonía, publicadas respectivamente en 1890, 1902, 1910 y 1914. Las observaciones del crítico español, al mismo tiempo que señalaban las coordenadas de la poética romántica del vate, marcaban el final del tono de una época, de 146
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una aspiración, del sueño modernista, de los paseos por la Alameda y de noches bohemias. El momento de ruptura del escritor con su pasado y el comienzo de su aventura como exiliado. Inútiles retornos juzgarán sus intentos las lecturas de amigos viejos y nuevos. El recuento de la Antología es significativo porque en ese 1917, además de señalar, como anota Cansinos-Assens, (lo que será apenas el comienzo de) la estancia de Urbina en España, cierra la que llama “una gallarda teoría de hermanos” al publicar con pocos días de diferencia en ese año Bajo el sol y frente al mar, El glosario de la vida vulgar y La literatura mexicana durante la guerra de Independencia. Importa la agudeza del estudioso español que descubre el cerco que le ha tendido la palabra romántico a Urbina, así como la persecución de ese espíritu que se pinta de azul y de los colores extraídos de las paletas de Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera, escribe: “Esos nocturnos, esos jardines muertos, esa apasionada melancolía, esa desesperación, ese escepticismo amoroso, son las flores perversas de la gran primavera romántica, y traen su germen desde el corazón encendido del romanticismo francés” (77). Compara la poesía de Urbina con la de otros poetas del último romanticismo español para advertir que la del mexicano posee la modernidad suficiente para no parecer arcaica y para interesar a los contemporáneos. El poeta respira y vive del viejo aire romántico pero gracias a cierta voluntad renovadora se presenta finalmente como “poeta sentimental, a la moderna” (77). Recordemos que la obra de Luis G. Urbina más conocida o más difundida se inscribe dentro de esa solicitud de incorporación al mundo en la que creyó y por la que trabajó aquella generación denominada por Luis González y González como “la centuria azul”, personajes nacidos entre 1857 y 1872, que se formaron a la luz y bajo la sombra del positivismo y que se sentían muy modernos, entre otras cosas, gracias a la urbanización –de procedencia francesa– de la cultura que prohijó la paz porfiriana3. 3
“Le llamo de entrada centuria azul y no generación modernista porque es un conjunto de cien personas que dieron con su cauce en 1888 al leer el libro de Azul de Darío e hicieron su primera comunión literaria en la Revista Azul. Con todo, nadie le ha dicho ni le dice ni le dirá como se debe”. Luis González continúa el recuento de características de este grupo estetizante que volcó su ingenio en la prensa y cuya principal manifestación cultural fue la poesía, y concluye: “Quizás a la generación azul o modernista le venga el adjetivo de sentimental, así como le vino el de apasionada a la pléyade de la Reforma, el de sanguínea a la gente de don Porfirio y el de flemático a los científicos. También en grandes rasgos simplificadores, se puede decir del equipo ‘moderno’ que fue una aristocracia intelectual lúcida, curiosa, irónica y escéptica, de oriundez urbana y mesocrática, de juventud etílica y drogadicta, de madurez sin fe ni rumbo fijo y de senectud cordial y católica. El amasiato permanente con la crítica, el contubernio primaveral con la poesía y la propensión otoñal a la historia, son otras de sus modalidades… Fue una generación nepantli, entre dos aguas, quien tuvo que ce-
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En su connotación más inmediata –advierte José Emilio Pacheco– el modernismo es la literatura que corresponde al mundo moderno, a las sociedades transformadas por las revoluciones social, industrial, científica y tecnológica. Así el modernismo no podía darse en el ámbito castellano hasta que existiera una base mínima de modernidad en los procesos socioeconómicos, una burguesía en ascenso, grandes aldeas que empezaran a convertirse en grandes ciudades. (XIX-XX)
De acuerdo con lo anterior, y si se considera la creación artística en su historicidad, no hay duda sobre la estética modernista que rige la poesía, el cuento vivido y la crónica soñada de Urbina, como tampoco de sus diferencias y semejanzas frente a Manuel Gutiérrez Nájera y demás miembros de familia. Para Salvador Elizondo, Urbina, junto a Francisco A. de Icaza, representa el ala parnasiana del modernismo. “Ambos –señala– son poetas de exquisita perfección, maestros en la descripción del paisaje, cumplidos exponentes del gran precepto modernista que dice que el arte es la naturaleza vista a través de la sensibilidad” 7). Según Julio Torri esa melancolía se ocultaba o disfrazaba con un optimismo y ansia de vida, de “esa misma alegría de vivir que informa toda nuestra literatura de pueblo joven, anhelante de lograr sus altos destinos”. En su opinión fueron algunos de los colaboradores de la Revista Moderna los que tenían una visión más negra de la existencia como los decadentistas Bernardo Couto y Julio Ruelas: “No es Urbina – afirma el cuentista– ciertamente el poeta de la desesperación, de las pasiones devastadoras ni del nihilismo enfermizo. Es la suya, ante todo, poesía del desengaño mitigado y de la remembranza” (en Urbina, 1950: X). En efecto el crepúsculo distingue la poesía de Urbina tanto como la nota dolorosa y melancólica, por lo que no le falta razón a Antonio Castro Leal cuando compara el lugar que tienen las múltiples “Vespertinas” en Urbina con el que tienen los “Nocturnos” en Chopin (en Urbina, 1987: IX). En el comentario que hizo Xavier Villaurrutia a la edición de la poesía completa del Viejecito afirma que “Urbina es el más mexicano de los poetas mexicanos”, y señala la necesidad de formar un antología poética “ideal” que lo coloque en el marco de nuestra lírica como figura de primera magnitud, en el lugar que le corresponde y que otros, con menos mérito le han usurpado: “Esta revaloración de la obra poética de Urbina, iniciada, apuntada en la antología de Contemporáneos editada por Jorge Cuesta, la robustece ahora, en el excelente prólogo de Antonio Castro Leal, una confirmación clara y precisa: ‘¿Cuántos –si los hay rrar la época nacionalista, liberal y romántica, habitada por tres generaciones precursoras y por ella misma, y abrir la época nacionalista, socializante, pragmática que conocemos con el nombre de Revolución Mexicana y que la tanda azul construyó parcialmente y habitó a sobresaltos.” (164-175).
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todavía– ponen a Amado Nervo sobre Luis G. Urbina?’” (Villaurrutia, 793-794). José Luis Martínez coincide en la valoración, y acude al consenso que concede a Urbina el nombramiento de último romántico, pero destaca que por ello, o a pesar de ello, es uno de los poetas más representativos de nuestra lírica. Recuerda que es llamado poeta del otoño y de la melancolía, de los crepúsculos y de las voces íntimas porque “describió los paisajes del mundo y los del alma con un arte cada vez más hondo y un don de lágrimas cada vez más sabio.” Menciona algunos de sus poemas más famosos como “Vespertinas”, “Vieja lágrima” y “El poema del lago”, y que a él también le parecen “admirables por su factura poética, por su tristeza recatada y por la descripción emocionada del paisaje” (284-285). La pluma de Urbina recogió con ese tono crepuscular e íntimo tanto sus vivencias sentimentales como sus reflexiones intelectuales y experiencias de viaje. En sus versos, crónicas, artículos y cartas, escritos en México y en España, durante sus travesías y excursiones a Italia y otros lugares encontramos el deseo de comunicar sus emociones más profundas así como la intención de representar el espectáculo sublime de la naturaleza que ahonda la ironía de su existencia por la tristeza que constantemente lo invadía. Tal vez por ello no se ha estudiado como un capítulo aparte el material que el Viejecito produjo en España sino que se ha considerado, sin afirmarlo desde luego, como una extensión natural de su obra escrita en México. Tal vez así lo sea, sin embargo me parece importante distinguir y resaltar el imaginario de España que Urbina construyó en aquellos años que ahora se nos presentan un tanto enigmáticos. Resulta, a mi juicio, interesante la observación de Luis Miguel Aguilar que señala que “los viajes le dieron a Urbina algo parecido a un desempolvamiento formal (aunque no siempre lo libraron de la propensión al sentimentalismo)” justo cuando mostraban rigidez y autocompasión, y añade que aun algo peor, las “Arengas líricas” que eran “una mezcla lamentable de cursilería patriótica y del “A Roosevelt” de Darío” (Aguilar, 168-169)4. Sólo el viaje le proporcionó a Urbina una patria sin viscosidades sentimentales y la opción de ejercer sin histerismos una nostalgia por el México anterior a la revolución, precisamente por sentir que al volver del extranjero sería un extranjero en su ciudad. En El glosario de la vida 4
Es justo recordar que “Arengas líricas”, aunque aparecieron en Lámparas en agonía en 1914, se trata de versos escritos por encargo para actos cívicos que tuvieron lugar en la celebración del Centenario en 1910, a la partida de Díaz en julio de 1911, y en una ceremonia consagrada a los “Niños héroes” en septiembre de 1913. Es posible que el poeta haya decidido incluirlos en el volumen para mostrar cierto compromiso patriótico pues se desempeña entonces como director de la Biblioteca Nacional de México.
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vulgar (1916), uno de sus libros más movidos gracias a los viajes, Urbina intentó con la “Elegía del retorno” su “retorno maléfico”, con menor fortuna que López Velarde pero con una de las mayores eficacias que alcanzó en su obra: Mis pasos sonarán en las baldosas Con graves resonancias misteriosas Y dulcemente me hablarán las cosas. Desde el pretil del muro desconchado Los buenos días me dará el granado Y agregará: –¡Por Dios, cómo has cambiado! (Aguilar: 168-169)
3. ¿Cómo y en qué condiciones Luis G. Urbina se estableció en España? ¿Cuál es la obra que produjo durante su exilio de cerca de veinte años? Repasemos someramente los episodios fundamentales de su vida. Lo primero es recordar que Luis G. Urbina, bautizado como José Juan de Mata, Luis de la Concepción Urbina y Sánchez, nació en la leal y noble, y entonces intervenida, ciudad de México el 8 de febrero de 18645. Su madre murió a consecuencia del parto, temprana orfandad que marcó su sensibilidad. Bajo el cuidado de su abuela paterna y su padre se educó a sobresaltos, infancia de niño pobre que recordaba al describirse como chiquitín magro, de moreno amarillento, cara de indio, nariz chata, ojos negros, boca de labios gruesos y una cabeza cubierta de rizos obscuros. Su vestido, de mamarracho, constaba de una chaquetilla y un pantalón corto, color de plomo, adornadas ambas prendas con botones de metal blanco, también tenía un gorro de cartón forrado de pana negra que le había hecho su abuela, y de calzado, unas babuchas de cuero y paño, sin tacón y medio podridas.
Se consideraba un “lépero liliputiense” que había podido conocer muy tempranamente miserias, vicios y rencores como abnegaciones, virtudes y anhelos del pueblo. Su afición por las letras no tardó en manifestarse pues a los 17 años publicó sus primeros versos “La caída de la tarde”, que después cambió a “El crepúsculo en la celda”. Como parecía tener prisa, Urbina formó familia a los 22 años con Luz Rosete, Lucecita, que frisaba los cuarenta, que tenía un hijo y un estanquillo. En este ambiente complicado el joven Luis encontró apoyo en un poeta mayor, el del hogar, Juan de Dios de Peza, que le abrió espacio en su periódico El Lunes a comienzos de 1887, y que lo introdujo a las tertulias de La Botica francesa donde conoció a personajes como Manuel 5
Seguimos la biografía escrita por Gerardo Sáenz, quien corrigió el error sobre la fecha de nacimiento del poeta, consignada hasta entonces, que era 1868, y que el poeta nunca se interesó por desmentir.
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Peredo, Alfredo Chavero y Luis G. Ortiz, y encontró a quien sería su maestro, amigo y protector Justo Sierra. Pronto entregó versos y crónicas a La Juventud literaria, El Combate, El Siglo XIX y La Familia. Para 1890 Urbina alternaba con el maestro Ignacio Manuel Altamirano, Francisco Sosa y los miembros del Liceo Mexicano: Manuel Gutiérrez Nájera, Enrique Fernández Granados, José María Bustillos, Ángel de Campo y Luis González Obregón, entre otros. Todo lo cual lo animó a editar en ese año su primer libro que reunía parte de los trabajos publicados en los periódicos citados, se tituló Versos y fue prologado con generosidad por Sierra. Con el lema “Creer-crear” el Viejecito vació la tinta de su pluma porque aprendió pronto el oficio de cronista teatral en las páginas de El Siglo XIX, y entonces corrió su fama porque “en los días que ningún asunto daba para las cuartillas requeridas, el prosista creaba deleitables cuadros parnasianos en los que su fantasía se echaba al vuelo por la capital. Llenas de arpegios evocadores sobre bajos hechiceros, estas prosas, aunque en substancia no eran más que pompas de jabón, gustaban por su música y su cromatismo, así como por su estilo íntimo, que a muchas damas encantaba” (Sáenz, 1961: 33). Dos revistas encumbraron al poeta en 1894: la segunda época de El Renacimiento y, desde luego, la Revista Azul. Con un empleo más estable en la Secretaría de Hacienda, reordenó su vida e ingresó un par de años más tarde a la redacción de El Universal y poco después a El Mundo y El Mundo ilustrado, periódicos de Rafael Reyes Spíndola. Ligado en un principio a los modernistas participó en su órgano de difusión la Revista Moderna, fundada en 1898 por Bernardo Couto y dirigida posteriormente por Jesús E. Valenzuela. Era un bohemio que frecuentaba los teatros, había descubierto antes que otros el poder del cinematógrafo y observaba la transformación del rostro de la ciudad donde aparecían con más frecuencia niños abandonados de alma enferma6. Los progresos literarios de Urbina fueron acompañados de prosperidad en sus empleos, así, en 1901, Justo Sierra, designado Subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, se fijó en su fiel discípulo y lo empleó como secretario particular. Al año siguiente apareció su segundo libro de poemas Ingenuas. Fue nombrado profesor de lengua nacional en la Escuela Nacional Preparatoria y entonces se ganó enemistades, pues algunos de los modernistas más provocativos como Ciro B. Ceballos consideraban su poesía demasiado apegada a la tradición romántica, además de verlo como intermediario que estorbaba el acceso a don Justo. Los privilegios, si lo eran, se confirmaron aun más en los años siguientes porque al crearse en 1905 la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, por iniciativa precisamente de su primer responsable, Justo 6
Rubén M. Campos recuerda al escritor en estos años en el capítulo “La vida popular del poeta Luis G. Urbina” en El bar.
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Sierra, mejoró en consecuencia la situación de su protegido y colaborador. Éste dejó de ser, de acuerdo con su biógrafo Sáenz, el “ruiseñor de los poetas” como había sido considerado en la última década del siglo recién pasado, y se convirtió en el “secretario particular de don Justo”. Desde esta posición Urbina trató prácticamente con todos los escritores y artistas de la época, desde los últimos románticos hasta los posmodernistas y jóvenes ateneístas. Hacia 1907 y 1908, cuando se desempeñaba como director de El Mundo ilustrado y colaborador regular de El Imparcial, se enfrentó a cierta crisis pasional pues debió decidir entre la blonda musa que le había inspirado el popular “Madrigal romántico. El beso”, María Luisa Ross, y su antigua compañera Lucecita. Un importante proyecto vino a distraerlo de estas atormentadas consideraciones en 1909, con motivo de las fiestas del Centenario, se trataba de formar un florilegio de poetas y una antología de prosistas para mostrar la riqueza de la producción literaria nacional y participar en la altiva demostración de los adelantos que en diversos ramos de la administración se habían logrado. La Antología del Centenario fue considerada como proyecto de la Secretaría de don Justo y Urbina fue comisionado para organizar la investigación y redactar un trabajo sobre la evolución de las letras patrias durante el primer siglo de vida independiente. La obra debería estar concluida en agosto de 1910 para poder ser distribuida oportunamente. El equipo no pudo ser mejor escogido: Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel fueron designados como recopiladores, y Rafael Heliodoro Valle como escribiente. Como si este trabajo no bastase, el poeta se dio tiempo para editar su tercera colección de poemas: Puestas de sol, que fue saludada por Oberon, Amado Nervo, en El Imparcial. La Antología del Centenario no se terminó y se editó solamente la primera parte. Estas obras presagiaron el cambio de derrotero en la vida del poeta, en la medida que se fueron apagando las luces de la celebración de la Independencia y se derrumbaba el gobierno de Porfirio Díaz con la revolución que comenzaba, la suerte del Viejecito empezó a cambiar, el mes de marzo de 1911 debió renunciar a la secretaría particular. Urbina regresó entonces a la bohemia en compañía de Enrique González Martínez, Francisco M. de Olaguíbel, Rubén M. Campos y Manuel M. Ponce, y a su oficio en la prensa de tiempo completo. La primera le acarreó dificultades con su mujer, quien llegó a poner en la puerta de su casa un cartel que prohibía la entrada “a este santo domicilio a los léperos, bandidos”; el segundo le ganó ataques y acusaciones, pues como autor de los editoriales de El Imparcial, fue señalado por la oposición. En abril de 1912 se despidió de su maestro Sierra que marchaba en calidad de Ministro plenipotenciario de México ante España, y en septiembre recibió la noticia de la muerte de quien había sido su segundo padre. Urbina se hizo cargo de la jefatura de redacción del 152
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periódico de Reyes Spíndola entre septiembre y diciembre de ese año, fecha en que el gran diario pasó a otras manos para acercarse a su fin. Los acontecimientos de 1913, como se sabe, dejaron el gobierno en manos del general Victoriano Huerta, dos poetas recibieron, para su posterior infortunio, nombramientos: Enrique González Martínez el de Subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, y Luis G. Urbina el de Director de la Biblioteca Nacional. La labor que el Viejecito hizo en este cargo fue muy importante, así, se esforzaba por concentrarse en el estudio de la literatura y mostrarse alejado de la política, en noviembre de ese año dictó una célebre disertación sobre la “Literatura mexicana” en la Librería General, y a principios de 1914 dio una conferencia sobre el “Teatro mexicano” en el Teatro Ideal, sin embargo, poco le sirvieron este empeño y la publicación de su cuarto libro de versos, Lámparas en agonía, con todo y sus tres “Arengas líricas”, ya mencionadas, porque no impidieron que el poeta fuera detenido el 19 de septiembre de ese año. Por intervención de don Isidro Fabela, ministro de Relaciones Exteriores del gabinete en turno, fue puesto en libertad casi de inmediato. Un mes antes había entrado el ejército de Venustiano Carranza a la ciudad de México para terminar con el gobierno de Huerta. El poeta había renunciado en agosto a su cargo en la Biblioteca Nacional, y por esas fechas y por los acontecimientos políticos, Alfonso Reyes se vio obligado a viajar a España. La amistad entre el joven ateneísta y el Viejecito quedó marcada desde entonces por el exilio revolucionario. Urbina le escribe a Reyes el 20 de octubre: Ya ves, he tenido paciencia para coleccionar mis últimos versos, y mansedumbre para darlos a la estampa. Te los mando. El libro resultó feo y con apariencia de pequeño –no obstante que contiene igual o mayor material que otros míos. Pero es que aquí toda adquisición editorial se dificulta mucho: el papel, la imprenta, el cajista, todo. A pesar de ello, estoy preparando mis cuatro libros de prosa; mi selección de artículos y trabajos literarios. Va tan adelantada la cosa que antes de que termine noviembre habré concluido. Entonces me dedicaré a concluir una novela empezada y a comenzar mis memorias. Porque no quiero dejar de decir mi palabra, la que ha de revelar cómo un hombre, más o menos corriente, vio la vida de los demás en relación con la suya propia. Quizá tengan algún interés para los futuros curiosos de psiquis las confidencias de un sencillo hombre de letras que agita en un medio reacio y casi hostil a la cultura. (En Rangel: 562)
Frente la difícil situación, resolvió dejar el país, tuvo tiempo, no obstante, para escoger 61 prosas y formar el libro Cuentos vividos y crónicas soñadas y darlo a la luz antes de salir rumbo a Cuba el 1 de marzo de 1915 en compañía de Manuel M. Ponce y el violinista Pedro Valdés Fraga. Las penurias comenzaron, los tres exiliados organizaban conciertos en los que Urbina leía poemas, y con el apoyo de amigos comenza153
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ron a impartir clases particulares. El Viejecito tocó puertas hasta que el periódico El Heraldo de Cuba le dio cabida a sus textos. En una carta del 28 de mayo de 1915, que Urbina escribió a Alfonso Reyes desde la Habana le refiere las penas que ha sufrido y el revés que la ha dado la fortuna: “Frente a mí la suerte me está borrando la vida, como un chiquillo malcriado borra la caligrafía laboriosa de una pizarra. Mi vieja plana se está desvaneciendo.” El espíritu melancólico del poeta se hace viejo y el cansancio parece rendirlo. No es casual que antes de entrar en materia le pregunte a su lector si ha recibido una carta y un ejemplar de su libro Lámparas en agonía, de manos de Antonio Castro Leal a quien hizo el encargo. Lo reconviene con amabilidad por su silencio, por no haber recibido respuesta a esa larga “carta de abuelo” que le envío ocho meses antes, la de octubre de 1914. Anuncia el tono de su queja: “En malas andanzas sigue el mundo, Alfonso. Malas y un poco inútiles. Todo quedará peor para volver a lo mismo.” El pesimismo de Urbina procede de su historia reciente que resume en las siguientes líneas de su extensa queja: La cultura en México ha caído con tanto estrépito que he quedado poco menos que sordo: muy tardo de oído. Apenas percibo las voces de nuestros amigos y camaradas. De cuando en cuando veía pasar, durante mis escapatorias a la calle (he estado escondido, preso, detenido, fugitivo, etc., etc.) a Julio Torri del brazo de Antonio Castro, y a Manuel Toussaint de la mano de Alberto Vázquez del Mercado. Iban rumbo a la Librería General. Los veía pero no los oía. Ellos están mudos como yo sordo. Y luego… (En Rangel: 562)
Continúa con palabras duras y frases cortas, casi enigmáticas, Urbina describe la que le parece “nuestra tragedia de monos”, y señala la forma en que se desarrollan los acontecimientos políticos y militares. “¡Qué bien que se harta el ogro!”, exclama y advierte que ante lo irremediable de la situación conviene que los acontecimientos se precipiten: “Para ese envenenamiento no quedan ya sino los recursos terapéuticos de los sucesos revolucionarios”. Sin embargo le parece que como quienes se lanzaron a la lucha para redimir y liberar al pueblo, “los tontos, los locos y los perversos”, no hicieron ni podrán hacer “Gobierno”, por lo cual será Estados Unidos quien lo hará. Tras el ex abrupto, le dice a Reyes que, ya fuera de México, él ha creído decoroso, pertinente, sano y honrado defender la revolución porque considera que “bajo la escoria de la sangre, corre el anhelo humano de bienestar y justicia”, porque en el egoísmo del pueblo, “esa cosa abstrusa y monstruosa”, es posible encontrar aspectos sublimes. Lo malo es que, para el poeta, ese pueblo es fácil de prostituir y degradar. Más adelante Urbina refiere el temor que muchos de los amigos sentían al salir a la calle y le cuenta que una tarde él y Antonio Caso paseaban por la Alameda de Santa María cuando fueron 154
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detenidos un par de ocasiones hasta que fueron liberados gracias a la intervención providencial de un “generalote energúmeno.” Se comentaba entonces que “se perseguía a los amigos de Pepe Vasconcelos”. De esta manera Urbina tuvo que salir del país, tras intentar obtener recursos de diversos modos sin éxito: “Con profunda pena, repartí a mi familia, muchacha por aquí, muchacha por allá, acullá la vieja, al otro lado la chiquilla para que no pesaran grandemente sobre los que les dieron hospitalidad y salí.” Para atender las necesidades de sus criaturas Urbina debía trabajar con urgencia, cuenta que llegó a La Habana y que debió desempeñarse como “saltimbanqui literario” junto con Manuel M. Ponce y Valdés Fraga. Se tragaba su amargura: “Y aquí estoy frente a ese monstruo de cartón que se llama la suerte.” Dispuesto estaba a desempeñar los oficios de mesero, vendedor de periódicos, repartidor de leche y aun de barrendero y limpiabotas. Le pide a Reyes, en el último párrafo de la carta, que la muestre a Martín Luis Guzmán, a quien lleva colgado al cuello “como reliquia de beata”, y que abrace y salude a los amigos Chato Acevedo y Rivera. La despedida revela el sentimiento de desamparo que embarga al Viejecito, que le ruega a su amigo que le hable de todo y de todos, que le escriba pronto porque sus cartas le harán junto con las de Martín Luis Guzmán un inmenso bien y, por supuesto, insiste en que no lo olviden (en Rangel: 563-566). El 3 de mayo de 1916 se embarcó Luis G. Urbina rumbo a España, adonde iba como corresponsal de El Heraldo de Cuba, hizo una escala en Nueva York de dos días y previa estancia de dos meses en Barcelona llegó a Madrid en pleno verano. Lo recibieron en la Estación del Norte Amado Nervo y Alfredo Gómez de la Vega. Tenía entonces el poeta 52 años. Introducido en los círculos literarios en la Villa y Corte hizo amistad con Francisco Villaespesa y conoció a Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y Azorín, entre otros. El dolor del poeta fue aliviado meses después con la llegada de sus compatriotas Isidro Fabela y Gabriel Alfaro, el primero lo incorporó a su misión diplomática en Argentina, lo sacó del destierro y lo invitó a defender al gobierno revolucionario. Con este respiro hacia finales de 1916 se animó a reunir 24 crónicas que había publicado en el diario cubano y publicar su segundo libro de prosas con el título de Bajo el sol y frente al mar, así como a formar su quinta colección de poesías El glosario de la vida vulgar. Pocos meses después editó, también en Madrid, la introducción de la Antología del Centenario con el título de La literatura mexicana durante la Guerra de Independencia. Llegó a Argentina en abril de 1917, recibido por Isidro Fabela, se entrevistó con diversas personalidades y fue invitado a dictar cinco conferencias sobre la literatura mexicana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de 155
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Buenos Aires. A su regreso a España seleccionó 98 composiciones de sus primeros cuatro libros de poesía y editó una Antología romántica en Barcelona. Un par de meses después, en Madrid, publicó las lecciones que había impartido en Buenos Aires con el título La vida literaria de México. Esta intensa actividad le permitió regresar a México a principios de 1918 y, ganada la simpatía del gobierno de Carranza, fue nombrado Primer Secretario de la Legación Mexicana en Madrid, con lo que su estancia en el país se redujo a unos cinco meses, cosa que le impidió estar presente cuando se le nombró miembro de la Academia Mexicana Correspondiente de la Española el 11 de septiembre de 1918. El año siguiente poco produjo el poeta, fatigado tal vez por los viajes y otros acontecimientos. No obstante la editorial Cultura editó una antología de sus poemas con el título Poemas selectos con prólogo de Manuel Toussaint y sin intervención del autor. En 1920 dio a las prensas su tercera recopilación de crónicas, todas ellas publicadas en El Heraldo de Cuba, que fue editada con el título de Estampas de viaje. La suerte volvió a cambiar de rumbo y, tras el asesinato de Venustiano Carranza, Urbina fue cesado de su puesto. El apoyo de sus amigos fue determinante para que el Viejecito tuviera ánimo suficiente para publicar El corazón juglar, así como para emprender un recorrido por Italia en 1921. A mediados de este año fue invitado a colaborar para el Excélsior, diario fundado por Rafael Alducín. Esto sirvió para que fuera invitado a regresar a su patria. Antes de hacerlo, hizo una visita a París. Viejos y nuevos amigos acudieron a recibirlo con entusiasmo. Pero la ciudad ya no era la misma y su oficio presentaba nuevas exigencias. El periodismo de los años 1920 –refiere Sáenz– era ya muy diferente del que Urbina ejercía. “El público de antaño gustaba de la bella prosa, de la tirada lírica y sentimental, de la erudición cargante y sobrecargada y de la profunda doctrina de mayor o menor importancia. En cambio, el público moderno sentía un creciente interés por la noticia, dejando para academias, universidades y liceos la literatura doctoral” (Sáenz, 1961: 110). Sin embargo, Urbina se veía obligado por la necesidad y empujado por el destino a ganarse el pan haciendo piruetas literarias. Pero quizá lo que más le dolía era el ver que ya habían desaparecido casi todos los contemporáneos de sus días felices. Se sentía solo y como antigualla en su patria, y a él nunca le había gustado la soledad ni la idea de ser viejo abandonado. En efecto, el poeta no encontró acomodo y de nada sirvieron algunos ofrecimientos y homenajes que se le rindieron, como la ceremonia postergada de su ingreso a la Academia Mexicana que se celebró el 6 de abril de 1922. Gustoso recibió el cargo de Primer Secretario de la Comisión Cultura Del Paso y Troncoso que le confería la Secretaría de Edu156
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cación Pública y que lo llevaba de regreso a España. Se le despidió con un gran homenaje que tuvo lugar en el Salón Principal del Palacio del Ayuntamiento el 13 de junio. Asentado de nuevo en Madrid preparó dos colecciones de crónicas Psiquis enferma y Hombres y libros, y reunió diversas prosas relacionadas con la vida española bajo el título de Luces de España7. Las dos primeras se editaron en México y la última en Madrid. En abril de 1923 pasó a formar parte de los colaboradores de El Universal, diario al que envió artículos hasta 1930. En agosto de 1923 editó algunas de las composiciones sueltas que había escrito durante su recorrido por Italia y su viaje a México que le dieron cuerpo a su libro Los últimos pájaros. En una carta que acompañaba el envío del ejemplar a don Genaro Estrada, el Viejecito le comunicaba su resolución de no hacer más versos, y explicaba que lo hacía sin queja alguna porque entendía “que los hombres de la generación anterior debían ponerse al margen de la generación que llegaba”, así como que todo artista debía buscar el mejor momento para retirarse, antes de que otros lo hicieran (Estrada: 241243). En 1925 se vio obligado a viajar a México para recibir instrucciones y nuevos nombramientos que, a fin de cuentas, lo embarcaron de vuelta a España en menos de tres meses. Pudo entonces dedicarse a la investigación que se le encomendó en la Comisión Del Paso y Troncoso aunque con ciertas dificultades pues empezaron a manifestarse algunos problemas de salud. En 1929 participó como Jefe técnico de la misión mexicana que participó en la Exposición de Sevilla. Ese mismo año puso en manos de su amigo Francisco Orozco Muñoz el manuscrito de su último libro de versos El cancionero de la noche serena. El 9 de febrero de 1930 el poeta dejó de colaborar para El Universal. A partir de esta fecha el poeta se retiró de la vida pública, y entre Sevilla y Madrid gastó sus últimos años, murió el 18 de noviembre de 1934, casándose casi moribundo con Camila Ruiz Peñalver, su ama de llaves y acompañante durante los últimos años. El Viejecito no fue enterrado en el cementerio de Vicálvaro, en España, como él había indicado, porque se le reclamó en su patria, así que sus restos fueron trasladados a la ciudad de México y llevados, después de tributarles homenaje, al Pan-
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Gabriel Rozenzweig afirma que “casi todos los libros que publicó Luis G. Urbina cuando vivía en España llevan el epígrafe ‘Creer-crear’, y están dedicados a la memoria de Justo Sierra, su querido y admirado maestro. La dedicatoria de El glosario de la vida vulgar, quizás la más conmovedora de todas, es la siguiente: ‘Al piadoso espíritu de Justo Sierra, mi fiel compañero en la soledad de expatriación sobre la cual deja caer el maestro, desde la altura del más allá, estas cordiales palabras de sabiduría: Ama. Sufre. Perdona. Luis’” (13, nota 10).
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teón de Dolores y puestos en reposo en la Rotonda de los Hombres Ilustres. 4. La mayor parte de la producción de Urbina apareció por primera vez en los periódicos y revistas en que colaboró, alrededor de treinta, firmando con su nombre, con sus iniciales o con los seudónimos de Daniel Eysette, El implacable, Raff, Juan Prouvaire y X.Y.Z.8 La obra que ha sido reunida en volúmenes considera nueve libros de poemas, cuatro recopilaciones, una hecha por el mismo autor, otra por un editor desconocido, y dos por los críticos Manuel Toussaint y Antonio Castro Leal, la de éste último pretende haber reunido la totalidad de los versos de Urbina; se suman siete volúmenes de prosas y crónicas formados por el autor y cuatro selecciones: la antológica de Julio Torri, dirigida a estudiantes universitarios, un tomo de crónicas teatrales rescatadas por Gerardo Sáenz, otro en el que Ángel Miquel reúne unas cuantas más que se ocupan del cinematógrafo y una muy reciente de escritos de asunto musical preparada por Ricardo Miranda9. Enriquecen este legado dos trabajos de historia literaria mexicana que fueron editados primero por el propio autor y luego por Antonio Castro Leal, nos referimos a su introducción a la Antología del Centenario y a las conferencias que impartió en Buenos Aires. En 2003, por fin, fue publicado por Ernesto de la Torre con el título de Documenta insurgente un catálogo de los documentos que sobre la Independencia de México compiló Urbina en España. La vida y la obra de Urbina deben estudiarse antes y después de su exilio en España. El vate escribió desde su salida del país en 1915 hasta sus últimos días en Madrid, en 1934, a pesar de haber anunciado su retiro de la poesía años antes y haber suspendido su colaboración en El Universal en 1930. En España fueron publicados sus estudios históricos: La literatura mexicana durante la guerra de Independencia y La vida literaria de México (1917); cuatro libros de poesía: El glosario de la vida vulgar (1916), Antología romántica (Barcelona, Araluce, 1917), El corazón juglar (Madrid, Pueyo, 1920) y Los últimos pájaros (Madrid, Biblioteca Rubén Darío, 1924); y tres colecciones de crónicas: Bajo el sol y frente al mar (1916), Estampas de viaje (Madrid, Revista HispanoAmericana Cervantes, 1920) y Luces de España (Madrid, Marineda, 1924). Cabe advertir que los libros que vieron la luz entre 1916 y 1917 en Madrid fueron editados por la Imprenta de M. García y Galo Sáez. El Viejecito formó estas colecciones con textos enviados desde Madrid y Sevilla a Revista de Revistas, El Heraldo de Cuba, Excélsior y El Universal. De acuerdo con la contabilidad de Gerardo Sáenz, más de cua8
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Estos seudónimos han sido consignados en el Diccionario de seudónimos…, 830-831. No sobra anotar que diversos poemas y crónicas han sido publicados en numerosas antologías que sería prolijo citar en este trabajo.
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trocientos artículos de los cuales su autor escogió (entre lo publicado sobre todo por El Heraldo y Excélsior) veinticuatro para Bajo el sol y frente al mar, otro tanto para Estampas de viaje y veintisiete para Luces de España. Las Estampas de viaje llaman nuestra atención por la experiencia que el viajero comparte con sus lectores, que lo acompañan en su itinerario desde que sale de Cuba y llega hasta la capital española. La emoción de la larga travesía, el paisaje descubierto a cada momento y las personas con las que comparte recuerdos y esperanzas son presentados con la impresión natural que solamente logran los grandes escritores. Más notable todavía cuando todo ocurre en un momento de tensión política provocado por la guerra mundial, a la cual se hace alusión en el subtítulo de la obra –que incomprensiblemente es omitido en las referencias bibliográficas– de España en los días de la guerra. “Todo yo me volví ojos para ver y corazón para sentir”, confiesa Urbina en la introducción, y que debió transcurrir algún tiempo para adaptarse a la vida española pero que: Después, este gran país, que seduce desde luego la vista con el espectáculo de sus costumbres y de su naturaleza, y aviva la imaginación y la estimula a las evocaciones ante sus viejas maravillas de arte, fue, poco a poco, revelándome cuanto encierra su seno de calladas y profundas virtudes. Y la ilusión con que en él soñé, se ha convertido en la admiración y la devoción con que ahora lo quiero. Y tanto como me deslumbró la magnificencia de su pasado, me llena de fe el presentimiento de su porvenir. En las páginas que siguen hay, seguramente, más de adivinación que de análisis. Me queda el anhelo de lograr algún día ─mejor poseído por el creciente encanto de esta tierra de sol y leyenda─ rendir a la raza, en verdad y belleza, el filial tributo que le debo en nombre de mi patria americana, que al otro lado del Atlántico es como un fresco brote de esta España en cuyo suelo está germinando todavía una primavera de libertad.
Urbina añoraba su país pero las amistades que trabó en la Villa y Corte, las charlas con sus amigos en la cervecería “El oro del Rin”, donde conoció a Manuel Machado y Antonio Machado, entre otros personajes, las visitas de sus amigos americanos como Enrique Gómez Carrillo y Pedro Henríquez Ureña, con quien viajó a Ávila, ciudad que lo sedujo de inmediato, el apoyo de los hermanos Sáez para publicar sus libros, y una mujer que le dedicó su vida, Camila Ruiz Peñalver, le permitieron sentirse como en su casa. En Luces de España encontramos a un Urbina que ha hecho suyas las ciudades de Madrid y Sevilla. Ha dedicado tiempo y largos paseos para trazar un mapa que puede guiar e ilustrar a los visitantes sobre las tradiciones, edificios, calles y personalidades de entonces. Cabe en estas 159
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crónicas una geografía literaria de la cual permanece escondida gran parte en el periódico donde fue publicada a lo largo de los años. Opina sobre su compilación el propio Urbina: No es éste, como lo fue Estampas de viaje¸ publicado hace tres años, el libro de un pasajero; es el libro de un vecino. Aquellas impresiones virginales, que alcanzan, a veces, atisbos de verdad incompleta, son distintas de los presentes trabajos, en los que expreso mi emoción y mí observación en un medio donde hace tiempo sumergí mi vida curiosa, y que me es ya familiar. En Luces de España, nada pretendo descubrir ni enseñar de lo que estudié con detenimiento y vi con atención y simpatía; aunque –lo confieso– siempre he deseado descubrirme a mí mismo a través de un ambiente que guarda tan íntima relación con el que me produjo y exteriorizó mi espíritu en el recio y brillante molde de la lengua castellana. A pesar de mí parentesco de raza y de mi larga permanencia en la nación progenitora, mi punto de vista es siempre el de un extraño que contempla las cosas de fuera para adentro, a diferencia del español autóctono que las mira y propaga de dentro para fuera, como tiene derecho a hacerlo, quien comprende que su palabra y su acción están respaldadas y favorecidas por el alma colectiva. Yo escribo de España, pensando en los americanos. Los españoles –como es natural– escriben pensando, ante todo, en sí mismos. Mas juzgo que acaso pueden tener interés las anotaciones de un mestizo de América que, a corazón abierto, se siente invadido por la existencia peninsular, maternalmente suave y acogedora (1923: 7-8).
Sin embargo fue decisivo tanto para su tranquilidad financiera como para su disciplina el desempeño de tareas institucionales para las cuales había adquirido una experiencia considerable en la última década del porfiriato. El Viejecito deseaba vivamente recuperar su reputación pública y la situación política era tan inestable que temía ser malinterpretado nuevamente. Prueba de lo anterior es el informe que, a su regreso de Argentina, envió en octubre de 1917 al ministro de Relaciones exteriores Ernesto García Pérez, al parecer por conducto de Isidro Fabela, sobre las condiciones que encontraba en España para desarrollar un proyecto cultural que permitiera difundir una imagen positiva del gobierno de Carranza y del país en España y Argentina. De la segunda Urbina advertía que no había condiciones para llevar un programa que rindiera frutos pues los argentinos se encontraban demasiado preocupados por los negocios, todo era dinero antes que políticas de unión continental. En cambio, observaba que en España la situación era muy distinta, además de señalar que “los hijos se parecen más a la madre que los hermanos se parecen entre sí”, consideraba que la situación en la península ibérica era favorable para fomentar el comercio con México porque la guerra tenía muy ocupados a países como Alemania e Inglaterra, de 160
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modo que las condiciones para comenzar una propaganda mexicana resultaban inmejorables. El programa que planteaba constaba de siete puntos: 1) prensa, 2) publicaciones, 3) trabajos de investigación histórica, 4) conferencias y cursos sobre asuntos mexicanos en los ateneos y centros literarios de España, 5) exposiciones, 6) viaje de artistas, y 7) veladas, conciertos y recitaciones. Acompañaba la descripción de cada punto con sugerencias de acciones y nombres; al final presentaba un presupuesto que ascendía a 32,140 dólares, necesarios para poner en marcha este programa de propaganda mexicana (Documenta insurgente, 27-35). Algún impacto tuvo la propuesta del Viejecito puesto que años más adelante él mismo se haría cargo de la investigación histórica que entonces juzgaba como útil y necesaria en el tercer apartado de su programa. En efecto, conocedor de la labor que había desarrollado Francisco del Paso y Troncoso en el Archivo General de Indias, en mayo de 1922 Urbina fue nombrado Primer Secretario de la Comisión cultural que con el nombre del historiador se había formado para proseguir con el rescate de documentos relativos a la independencia de México. Luego, a la muerte del Director de la Comisión del Paso y Troncoso, Francisco A. de Icaza, ocurrida en mayo de 1925, Urbina recibió el cargo de Secretario del Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnografía, y en enero de 1926 se convirtió en el Director de dicha Comisión. Sus estancias en Sevilla fueron entonces más prolongadas y los traslados a Madrid le resultaban más gravosos debido a la manifestación de enfermedades y padecimientos propios de la edad. Importa resaltar la labor de Urbina en España como documentalista y bibliógrafo, y que puede conocerse por medio de los informes puntuales de sus actividades que remitía a sus superiores10, porque contrasta con el tono quejumbroso de sus cartas, en las que revela su precaria situación, así como con los testimonios de quienes lo visitaban y escuchaban sus problemas. Alfonso Reyes, Genaro Estrada, Roberto Núñez y Domínguez, Francisco Orozco Muñoz, entre otros. El primero recuerda que cuando lo visitó en 1932 era ya un hombre “vencido por los achaques y entristecido por la vida”, que lo vio leer y copiar documentos en la antigua Casa Lonja, al lado de la catedral y vecina del Alcázar, casi sin recursos trabajaba prácticamente solo. Cuando se le trataba el asunto de regresar a la patria, el poeta respondía que su vieja ciudad de México “ya no cuadraba con su temperamento” porque, según su interlocutor “le dominaba el horror al contacto de la política nativa”. Obligado a retirarse de las actividades, Estrada lo encontró muy enfermo en 1933 en 10
Ernesto de la Torre, editor de Documenta insurgente…, recoge algunos de esos informes y advierte: “La lectura reflexiva que hacía y la selección cuidadosa de la documentación reafirmaban en Urbina conocimientos que trasladaba en sus informes, los cuales eran reveladores de cómo su concepción e interpretación del movimiento emancipador se fue ampliando” (21).
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Sevilla, y al año siguiente le sugirió que se desposara con Camila, su fiel compañera. El Viejecito aceptó la recomendación: En octubre de 1934 Urbina fue a la embajada a anunciarme que estaba listo para efectuar su matrimonio: lo había arreglado todo con el cura del barrio de las Ventas, de quien era amigo íntimo y con el juez civil. Urbina se había hecho católico ferviente, y aunque a nadie hablaba de esto, según mis noticias, era un fiel observante y departía a menudo con su amigo el sacerdote. El ilustre escritor me habló de que, para celebrar su matrimonio con Camila, que estaba fijado para dentro de unos cuantos días, había pensado que otro día después le acompañaran a un almuerzo íntimo, a la mexicana, al que sólo asistiríamos él, su mujer y yo, el 29 de octubre. (Estrada: 271-276)
Una fuerte gripa atacó al poeta el mismo día de la boda, no obstante el almuerzo tuvo lugar en “Villa Camila”, nombre que había dado a la modesta casa que había levantado en el barrio de las Ventas del Espíritu Santo (calle de Martín Freg, 18), por la carretera de Alcalá. La casa, según Estrada, era “un juguete”, en esa ocasión conversaron sobre la posibilidad de que el Viejecito redactara sus memorias y otros proyectos que no podían ser pues a los pocos días murió en su casa acompañado por su esposa. Urbina se avecindó profundamente en España, le expresó su afecto e interés por su cultura y destino en diversas ocasiones. Vale la pena mencionar la oportunidad que se le brindó cuando fue invitado por el Ayuntamiento de México para representarlo frente al Cabildo Municipal de Madrid en 1930. Las sentidas referencias que Urbina hace a su vida en España en esta valiosa pieza oratoria, nos permiten concluir esta aproximación a su exilio finalmente voluntario: Mas no sólo, creo yo, se pensó en esa condición mía, de hijo de México, al hacerme el encargo que ahora cumplo con agrado ante vosotros, sino también en mi admiración y mi devoción por España, en mi apego, mi curiosidad y mi cariño por este Madrid, hospitalario y risueño, “viejo y evocador”, en donde vivo mis últimos años, un poco silenciosamente, un poco familiarmente, confundido entre las gentes, pero con los ojos muy atentos y muy abiertos los oídos, para percibir por todas partes, en los seres y en las cosas, en los hombres y en las piedras, el alma adorable de un pueblo lleno de sentimentalidad, de alegría y de nobleza. Desde hace tiempo he querido, y me parece haberlo logrado, ser un modesto vecino madrileño; y, acomodándome a sus costumbres, aceptando de buen grado sus inclinaciones y gustos, sentirme como en mi propia casa, y calentar y reconfortar mi espíritu en el hogar de mis antepasados. Mi afecto no ha sido ocioso, ni mi simpatía estéril. Mi pluma de cronista ha transmitido mis impresiones de España, de Madrid en particular, y la prensa de América suele recoger mis palabras y propagarlas en los países de nuestra habla común. El Ayuntamiento de México, vio, pues, en mí, dos circunstancias: ser hijo de mi ciudad; ser vecino de la vuestra. 162
Luis G. Urbina en España
Pero es que mi ciudad, por su aspecto, por su ambiente, por sus construcciones, levantadas con lascas de los templos aztecas para servir de casas solariegas a los conquistadores, de asiento a la autoridad de virreyes y audiencias, de abrigos suntuosos a la fe cristina, de recogida morada a las órdenes religiosas, es una ciudad característicamente española, una ciudad que junta la severidad extremeña un leve y sutil encanto andaluz. Los muros conventuales, los palacios con ornatos heráldicos, las fachadas con hornacinas y retablos, las azoteas, coronadas aquí y allá, de almenas, forman un cuadro especial, colonial, español, que es como una milagrosa prolongación de los panoramas peninsulares. No, no es únicamente el idioma lo que nos acerca y unifica. A nuestras formas literarias, que ponen un sello de inconfundible melancolía a los ensueños de la poesía castellana, se unen las formas arquitectónicas, que allá, sin perder su origen, se complican a veces, por efectos de múltiples causas, en superabundancia churrigueresca, y las formas domésticas, las habituales, en que los que la ternura indígena suaviza, en tono menos, la ruda franqueza de los dominadores. Una enorme civilización, cerca de nosotros, nos atrae con su formidable poder, con su influjo mundial. Es una tentación y una seducción. Nuestro problema municipal consiste en ceder sin deformarnos, en adaptarnos a todos los adelantos y emprender obras de higienización y urbanización, en progresar, en fin, sin descaracterizarnos. Es preciso que aprovechemos esa estupenda civilización sin que nuestra cultura pierda su tendencia, su orientación, su fisonomía claramente españolas. Las ciudades tienen un alma. Es necesario conservarla, nutrirla, inmortalizarla, sin abandonar –eso sí– los propósitos de salud pública, de bienestar y de felicidad colectivos.11
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11
“Alocución de Luis G. Urbina, representante del Ayuntamiento de la ciudad de México, ante el Cabildo Municipal de Madrid, 1930” en Documenta insurgente…, 68-71.
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El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo Juana MARTÍNEZ GÓMEZ Universidad Complutense de Madrid
Exilio: “Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza”. E. W. Said
Edward Said (188) manifiesta su convicción de que la cultura occidental moderna es en gran medida obra de los desplazados de un lugar por diferentes motivos, ya sean exiliados, desterrados, expatriados, refugiados o emigrados y coincide con la tesis de Steiner de que la “extraterritorialidad” constituye la esencia de todo un género de la literatura occidental. Pero para acercarse al tema conviene tener en cuenta que existe una amplia casuística de experiencias y, por lo tanto, de significaciones del exilio. Entre otras muchas, el exilio de María Enriqueta Camarillo presenta sus peculiaridades de sentido. Cuando María Enriqueta Camarillo llegó a España ya había vivido en otros países europeos siguiendo a su marido el historiador Carlos Pereyra que había sido enviado en misión diplomática. El 22 de Julio de 1913 Pereyra había sido nombrado Ministro Plenipotenciario de México en Bélgica y Holanda con residencia en Bruselas pero poco después de iniciada la Primera Guerra Mundial vio inesperadamente interrumpida su actividad diplomática. En setiembre de 1914 el matrimonio abandonó Bélgica para residir en Lausanne pero allí no se adaptaron fácilmente a las formas de vida suiza y después de dos años tomaron la determinación de establecerse en España donde arribaron en octubre de 1916. Desde el siglo XVIII España había recibido exiliados mexicanos. Seguramente el primero fue el jesuita expulso Francisco Xavier Clavijero y entrando ya en el siglo XIX Servando Teresa de Mier. Después vendrían Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Justo Sierra, Francisco 167
Escritores hispanoamericanos en España
L. Urquizo, Luis G. Urbina, Amado Nervo, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, etc. Todos ellos tuvieron una importante intervención en el ámbito intelectual español como muestra el estudio documentado y minucioso hecho por Héctor Perea. Ahí señala especialmente la peculiar condición del exilio que padecieron los diplomáticos mexicanos a mediados del año 1914 cuando Venustiano Carranza asumió la presidencia de México. Su decisión de hacer un cese masivo de todo el cuerpo diplomático en Europa es considerada por Perea como un “corte quirúrgico”, por la razón de que no dejaba huellas documentales. Entre los cesados en tales circunstancias estaban Carlos Pereyra y Alfonso Reyes, y ambos recalaron en Madrid. Una vez en la capital española el matrimonio Pereyra se esforzó, como tantos otros, en la lucha por la supervivencia. La mayoría de los exiliados recorrían los mismos circuitos culturales donde poder colaborar, intercambiar sus ideas y continuar su labor intelectual y artística ya iniciada con anterioridad. En Madrid, como en otros muchos lugares de Europa, los cafés llegaron a convertirse en las más activas sedes de una universidad libre en la que se gestaban los movimientos artísticos, intelectuales y espirituales (Martí) que contribuyeron a crear las transformaciones de la modernidad. Algunos intelectuales, como Unamuno – incluso desde su cargo de Rector de la Universidad de Salamanca–, vieron en el café el germen de la verdadera universidad popular en España. El café era un espacio de conversación y de escritura, una especie de ágora, de plaza pública; era una institución independiente con un valor alternativo al de la cultura oficial en la que muchos exiliados encontraban un vehículo de comunicación y de participación en la vida cultural madrileña. No solo acudían a estos lugares extra y antiacadémicos, también colaboraban en las instituciones académicas en donde el americanismo ocupaba un importante lugar, como era el Centro de Estudios Históricos, el Ateneo o el Centro de Cultura Hispanoamericana en los que Carlos Pereyra logró un alto grado de participación llegando a ser director de la sección de Historia Hispanoamericana del Ateneo y, después de la guerra civil, del Instituto Fernández de Oviedo del CSIC. Sin embargo, María Enriqueta Camarillo se distinguió del resto de los exiliados porque no frecuentaba ninguno de estos centros, ni siquiera las instituciones creadas por hispanoamericanos para ser lugar de encuentro y de trabajo como fue El Hogar Americano, fundado y coordinado por otra mujer, la venezolana María Edilia Valero. Ella no participaba en ninguno de los núcleos de comunicación entre hispanoamericanos ya fueran estudiantes, diplomáticos o residentes por el motivo que fuese. Desde esta perspectiva no fue una exiliada típica.
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El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo
Mientras que su marido colaboraba muy activamente en algunos de estos centros y se convirtió en un afamado conferenciante, en un renombrado historiador y ensayista y en un prestigioso investigador de referencia constante, María Enriqueta Camarillo brillaba por su ausencia o, mejor dicho, brillaba a pesar de su ausencia pues los españoles la conocían sobradamente por sus libros, gracias al empeño de algunas editoriales que sirvieron de cauce para darla a conocer tan sólo dos años después de su llegada; en el periodo que abarca desde 1918 hasta 1935 ella publicó 15 libros de creación entre los que cuentan lo mejor de su narrativa y parte de su poesía, a los que habría que añadir sus crónicas, su autobiografía y un libro misceláneo. La guerra civil vino a interrumpir este periodo tan fecundo en publicaciones de María Enriqueta Camarillo pero el matrimonio mantuvo su residencia en Madrid y resistió en su casa durante toda la contienda, aunque tuvieron la posibilidad de abandonar la ciudad temporalmente con la protección del cuerpo diplomático mexicano. En 1942 murió Carlos Pereyra y entonces desaparecieron las razones del exilio de la escritora mexicana que se habían fundado en la fidelidad incondicional al pensamiento de su esposo, decidido a no volver jamás a México. Con esta nueva situación, sin embargo, la escritora pensó en regresar pero no resultó una tarea fácil pues las relaciones entre México y España se habían vuelto muy delicadas desde la toma del poder de Franco. Por fin, después de seis años y con la voluntariosa intervención de Jaime Torres Bodet, que desempeñaba el cargo de Secretario de Relaciones Exteriores de México, María Enriqueta Camarillo y Roa de Pereyra pudo volver a su tierra con los restos de su marido y después de haber vivido 32 años en Madrid. Pero volvamos a 1916 fecha de arribo de los esposos Pereyra a la capital de España. La editorial América, que acababa de ser fundada por el venezolano Rufino Blanco Fombona, abrió de inmediato sus puertas al matrimonio recién llegado y con ciertas urgencias económicas. Allí María Enriqueta publicará varios libros. (A partir de ahora me referiré a ella como María Enriqueta porque así firmaba sus libros). Publicó en la editorial de Blanco Fombona primero como traductora y después como escritora y parece que estos primeros compromisos editoriales determinaron desde los inicios que la razón de ser de la vida de María Enriqueta en Madrid estuviera centrada con absoluta dedicación en el ejercicio de la escritura. Con sus traducciones contribuyó a ampliar la cultura de los españoles que pudieron leer en español, entre 1918 y 1920, cuatro libros de Charles Agustin Saint-Beuve1. Tradujo también a dos escritores suizos: de Henri Amiel parte de su Diario íntimo (1919) y de Rodolphe 1
La mujer y el amor en la literatura francesa del siglo XVII, El teatro clásico francés, Los cantores de la naturaleza, Los grandes testigos de la Revolución francesa.
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Toepffer La Biblioteca de mi tío (1920). Fuera de la Editorial América tradujo La rival de la escritora francesa conocida por el seudónimo Champol para Ediciones Enciclopedia en 1921. Después vinieron otras importantes editoriales como Araluce, la imprenta Juan Pueyo y finalmente Espasa-Calpe, que firmó con ella un contrato permanente a partir de 1926; estas editoriales contribuyeron a seguir difundiendo la obra de la escritora mexicana no solo entre los españoles sino también por el resto de Europa. No menor importancia tuvieron también sus colaboraciones en revistas de gran relevancia en su época como El Debate, Cervantes, Cosmópolis, Raza española, Blanco y negro y España y América, entre otras, donde a lo largo del tiempo fueron apareciendo cuentos, poemas, crónicas y reseñas. Es decir, su obra fue muy leída en España y dejaron buena prueba de ello las magníficas reseñas y comentarios que aparecieron dispersos por toda la prensa española. La recepción de su obra fue inmediata y muy altamente valorada tal y como se recoge en un libro compuesto y ordenado por uno de los más fervientes seguidores de la actividad cultural del matrimonio que fue el crítico y profesor Ángel Dotor (1929) con el que los unía una gran amistad. Más recientemente Evangelina Soltero (2004) ha hecho una exhaustiva revisión de toda su obra narrativa desde los parámetros de la crítica actual. No cabe duda de que los madrileños y los españoles en general conocieron muy bien la obra de María Enriqueta Camarillo a través de sus publicaciones pero ella también conoció Madrid y se integró a su manera en la capital de España aunque no frecuentase sus círculos literarios ni organizase su vida en torno a actividades públicas. Las claves para saber cómo conoció y vivió Madrid la escritora mexicana están en las páginas de su libro Brujas, Lisboa, Madrid (1930). El contenido del libro está significativamente repartido de forma desigual pues mientras dedica dos capítulos a Brujas y dos a Lisboa, a Madrid le dedica diecisiete. Es, pues, ante todo un libro sobre la capital española pese al triplete del título y no en vano en uno de sus capítulos lo designa como “la caja de plata donde tengo recogidos mis amados recuerdos de Madrid”. Esta frase, y saber que lo publicó después de 25 años de estancia madrileña, nos hace pensar que el libro, más que un conjunto de crónicas de viaje, como se le ha considerado, es un libro íntimo que recoge las vivencias de la autora a lo largo de muchos años en el que cada frase ha tenido que pasar por el tamiz de la memoria. Lo primero que llama la atención de estas páginas es la perspectiva desde la que María Enriqueta percibe y siente Madrid; por lo general se instala en dos espacios diferentes: en primer lugar, desde el espacio cerrado de su casa. Es el espacio privado, el espacio de la intimidad desde el cual accede al mundo exterior. Cabría decir mejor que el mundo 170
El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo
exterior entra en su casa y lo hace de dos maneras: cuando abre el balcón y cuando se informa de las noticias que ocurren en España sentada en el diván de su escritorio. Pero también conoce la ciudad desde el espacio abierto de la calle por la que ella transita cuando tiene que realizar alguna gestión o visitar a sus amistades o por donde ella simplemente pasea y al tiempo absorbe todo lo que ocurre a su alrededor.
Abro la vidriera y salgo al balcón El día de su llegada a Madrid María Enriqueta tuvo su primera impresión de la ciudad antes de salir a la calle con los sonidos que le llegaban de la calle. El gesto que la impulsa y que se repetirá una y otra vez desde ese primer día lo dibuja con estas palabras: “abro la vidriera y salgo al balcón”. Ella consideraba su casa como su “retiro”, es decir el lugar donde ella voluntariamente se apartaba, se abstraía del bullicio, pero al abrir el balcón entraban dentro de su casa los sonidos de la ciudad: “las voces de afuera”. Al principio, estas voces de afuera invadieron su espacio privado y le hicieron tomar conciencia de su diferencia; esas voces que la señalan como una extraña a los códigos que los demás comparten descubren la incapacidad que siente todo desterrado para entender bien los signos extranjeros de su alrededor. Claudio Guillén llama a estos signos, parafraseando al Borges de Fervor de Buenos Aires, el “dialecto de alusiones”, es decir, “todo un conjunto semiótico […] un conjunto de signos, sin excluir los sucesos y usos diarios” (157) que constituyen el habitat cotidiano al que ingresa el desterrado. En su primer día de Madrid los vendedores ambulantes que voceaban sus mercancías al pasar por su balcón son los que le hacen notar su diferencia. Con el paso del tiempo escribirá a través de la memoria estos primeros momentos recordando su desconocimiento del medio, su incomprensión del “dialecto de alusiones”, su sorpresa, su desconcierto y hasta su miedo, pero también su inquietud por conocerlo todo y entender los significados más ocultos de la vida madrileña hasta vivirla como cualquier ciudadana porque, al contrario que muchos exiliados, ella no quiere aferrarse a su diferencia quiere ser aceptada y no solo no pierde nunca la compostura y la serenidad que fácilmente olvidan los exiliados, como recuerda Said2, sino que su obra respira benevolencia y conformidad con el nuevo medio que la acoge. 2
“Aferrándose a la diferencia como un arma que hay que emplear con la voluntad endurecida, el exiliado o exiliada insiste celosamente en su derecho a negarse a ser aceptado. Por regla general, esto se traduce en una intransigencia que no es fácil de obviar. Tozudez, exageración, insistencia: estos son los rasgos característicos del exiliado, métodos para obligar al mundo a que acepte la visión de uno; que uno hace más inaceptable porque, de hecho, no está dispuesto a que se acepte. Al fin y al cabo, es
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Escritores hispanoamericanos en España
Cuando pongo los pies en la calle Que María Enriqueta fuera una persona retirada, solitaria (como ella misma admite en sus memorias) y amante de su hogar y de su lápiz –que era el instrumento con el que le gustaba escribir, no con la pluma– no significa que no estuviera en contacto con la calle, que no tomase el pulso a la ciudad de manera directa, que no pusiese “los pies en la calle”. Cuando ella escribe como viandante también se deja guiar por los sonidos de la ciudad. Los sonidos son los que la ponen en marcha, la hacen avanzar, cruzar las calles, doblar una esquina, en resumen: movilizarse por la ciudad, y lo hace como una especie de flâneur femenino en el que la acción de caminar se relaciona primero con el oído y después con el ojo. Escucha los sonidos de las voces humanas –la de los niños, los vendedores, los mendigos, los titiriteros–, pero también los del motor de los autos, el chirriar de los tranvías, el arrastre de las carretas, las campanillas del Viático, el organillo, las murgas, las verbenas, etc. Sobre todo, está atenta a los diálogos de la gente, escucha sus conversaciones para quedarse con el registro de los giros coloquiales, la fonética popular y el léxico cotidiano lo que viene a constituir, en última instancia, un aprendizaje de distintos aspectos de la vida madrileña como la gastronomía, los utensilios domésticos, la vestimenta, etc., con los que la escritora se familiariza para ir asimilando como suyos y contribuir a su proceso de adaptación. María Enriqueta es una paseante curiosa que se complace con lo que oye y con lo que ve y tan importante para ella es la función del oído y el ojo como la acción de andar. En sus paseos conjuga el ejercicio físico con el intelectual de manera que oídos, ojos y piernas son el instrumento de su curiosidad, de ahí que su atención a las calles de Madrid no solo se tradujese en una descripción apasionada sino en un motivo para reflexionar sobre las múltiples facetas que conformaban la realidad madrileña de la época; sobre usos gramaticales y léxicos, prácticas religiosas, peculiaridades de la arquitectura, aspectos sociológicos y morales de la sociedad, y en suma, sobre muchas de las costumbres y códigos que conforman las señas de identidad de un pueblo como el madrileño que ella observaba cuidadosamente para experimentarlos con normalidad. Cuando ella afirma rotundamente que las calles de Madrid son “únicas” porque “no se parecen a ningunas otras calles”, lo que está transmitiendo es su peculiar percepción de esas calles y lo llamativo es que, aunque sean un espacio abierto, ella las ve como un espacio cerrado. Ella cierra esos espacios abiertos, los transforma en espacios reducidos o de uno. La compostura y la serenidad son las últimas cosas que se asocian con la obra de los exiliados” (189-190).
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limitados, en espacios íntimos, familiares, domésticos donde se reproducen escenas de los espacios cerrados que, en última instancia, son los que a ella le importan y constituyen la esencia de su literatura en general3. María Enriqueta afirma que en la calle “la gente se mueve y grita con la misma confianza y libertad con que lo hiciera dentro de su casa”, por eso cuando fija en la letra la imagen en movimiento que ven sus ojos nos muestra escenas privadas capaces de convertir cualquier calle en un “delicioso patio familiar” o en un “íntimo corredor” o en “un rincón del paterno techo”. A veces las calles le parecen “una amplísima nave de iglesia” o un taller de costura, una nursery, un salón de baile, o simplemente la sala de una casa. Al faltarle “el dialecto de alusiones” su percepción se agudiza y ella es capaz de ver en lo cotidiano lo que los habitantes de la ciudad no ven. Guillén señala que en el auténtico desterrado se desarrolla tal capacidad de observación que puede descubrir “en las premisas rutinarias y no vistas de los demás, en los cimientos más simples de una comunidad extraña, un mundo nuevo, sorprendente y quizás estimulante, en su contextura detallada o como conjunto global”, y ello ocurre precisamente por la necesidad de adherirse a la vida normal y diaria (160). En su afán por conocer Madrid y reconocerse en él María Enriqueta nos transporta a una ciudad que ya se fue pero el relato de su experiencia nos permite comprender mejor las transformaciones sufridas por la capital española hasta hoy. Sus escritos se pueden leer ahora como documentos de la vida cotidiana de la época porque contienen elementos descriptivos y costumbristas que así lo avalan pero también son algo más, porque ella logra una poetización de la realidad que nos muestra matices inusitados que superan con creces la visión fotográfica y documental. Ella ve poesía en lo cotidiano, en pequeñas escenas, en mínimas anécdotas, en personas anónimas: un conjunto de perspectivas de las que extrae formas de conductas generales y visiones idealizadas de la vida madrileña. Puede transformar en héroe al mendigo de una Iglesia que a primera vista es “un viejo decrépito, apoyado en dos muletas porque le falta una pierna” cuando descubre en él cualidades físicas y morales que percibe “en la nobleza de su expresión; en su barba cana y abundosa, que hace recordar al viejo Ulises; en su mirada profunda que parece estudiar los horizontes; en sus cejas valientes, en la línea de su boca, amargada por el dolor, pero incapaz de torcerse con la mentira”. O puede convertir el viento de Madrid en un personaje legendario que entabla batallas con los árboles de las calles o mostrarlo diferente según la época del año o ser un eficaz estimulante para su mente y, como magdalena proustiana, transportarla a su pasado, a los miedos de su infancia cuando 3
Sobre el tema puede consultarse “Espacio interior, espacio intemporal” (en Soltero: 322-326).
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podía refugiarse entre la falda de su madre mientras le contaba un cuento.
Lo confieso … Como acabamos de ver, de forma sutil y casi imperceptible la versión subjetiva de un fenómeno atmosférico, algo externo a María Enriqueta, puede derivar hacia la expresión de su subjetividad, de su estado de ánimo, y esa es una característica peculiar de sus textos sobre Madrid que les otorga un tono confesional esencial. Desde su yo más íntimo la escritora mexicana desnuda su alma y expone todas las emociones que suscita su experiencia madrileña a un lector al que apela continuamente reclamando su cercanía. Así logra una conjunción perfecta: al tiempo que pide a su lector que la siga y la comprenda establece con él el compromiso de comunicarle sus actos, sus ideas y sus sentimientos de la manera más auténtica y verdadera posible. Cuando ella dice “Como cada mortal ve las cosas con sus ojos voy a decir las cosas con los míos”, establece con el lector una especie de relación contractual de sinceridad que, como es sabido, constituye la base esencial del pacto autobiográfico. De ahí, que podamos encontrar en estos recuerdos una vía fidedigna de acceso a varias facetas de la vida madrileña de la escritora y en especial a la que tiene relación con su condición de foránea y su situación como exiliada. María Enriqueta emprendió y consiguió un rápido proceso integrador al mundo madrileño y dejó constancia de ello en este libro sobre Madrid. Si bien en los primeros momentos tuvo la conciencia de ser diferente, en seguida se empeñó en borrar la diferencia y trató de evitar el ser reconocida como extranjera. Ella manifestó una honda preocupación por comprender el mundo que le rodeaba y quiso vivirlo eliminando la posibilidad de llevar una existencia anómala con lo que Said llama “el estigma de ser un extranjero” que para él es una condición ineludible del exiliado, por eso María Enriqueta se cuidaba mucho de proteger su identidad no dejándose preguntar o eludiendo siempre revelar su condición de extranjera. Consolidar su hogar y dedicarse en cuerpo y alma a su profesión fue el mejor medio que eligió para participar en la comunidad pues entregándose a la vida familiar y al trabajo cotidiano sabía que conseguía el derecho de integración junto a los demás. Si, después de sus estancias en Bruselas y Lausanne, ella por fin dejaba de sentirse extraña en la tierra que pisaba, tampoco quería que los demás la sintiesen como una extranjera. Esto, quizás, pueda explicar que el tema del exilio esté ausente de su obra, pues ella no literaturiza el exilio. Sólo una excepción confirma la regla: un cuento publicado en El misterio de su muerte (1926), titulado “Como es mi vecino” que es doblemente excepcional: porque la acción transcurre en Madrid (lo que muy raramente ocurre en sus ficcio174
El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo
nes) y porque trata el tema del exilio. Los personajes son portugueses instalados en Alemania que se ven obligados a salir de este país a causa de la guerra. El proceso que siguen es similar al de la autora: después de ser expulsados de otro país europeo –término que utiliza muy conscientemente con la misma intención que cuando María Zambrano dice: “El encontrarse en el destierro no hace sentir el exilio sino ante todo la expulsión” (32)– llegan a Madrid pero, a diferencia de la escritora, los personajes soportan una vida de pobreza y melancolía. El narrador (narradora, en este caso, para mayor evocación personal) hace un solo comentario muy elocuente: “Dramas han sido estos que han echado abajo más de una buena posición considerada estable. […] Pero comprendo que no tengo derecho alguno a hacer indagaciones” (Camarillo, 1926: 154). Dos ideas se desprenden de estas frases: el exilio como desestabilizador, como destructor de proyectos de vida y, además, la declaración de respeto y discreción sobre el asunto. La realidad del exilio de María Enriqueta, sin embargo, contrasta con la de sus personajes pues ella consiguió llevar en Madrid una vida muy estable al lado de su esposo y juntos realizaron sus proyectos de vida familiar4 y profesional. La actividad literaria de María Enriqueta no solo continuó sino que se incrementó en la capital española donde la acompañó el reconocimiento de sus lectores. Su deseo de prudencia, por otro lado, puede contribuir a entender el velo que ella corre sobre esta triste faceta de su vida como un ejercicio de autoprotección ya que su condición de exiliada no deja de ser muy particular. Ella es una exiliada indirecta, ya que el directamente expulsado fue su marido. Es decir, es una expatriada por el amor a su marido y ante todo se siente desterrada, fuera de su tierra, y, por lo tanto lo que añora es esa tierra con todas las emociones derivadas de la nostalgia por la obligada lejanía, como ella misma se encarga de expresar en su libro Del tapiz de mi vida5. 4
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“Carlos –mi compañero en el camino de la vida– y yo, dijimos una tarde, mirando las arboledas lejanas desde el balcón de la casa que habitábamos en Madrid hacía diez años: –¡Si pudiéramos tener un rincón en esos sitios de aire puro y de silencio!… A esta exclamación siguieron los puntos suspensivos que van tras de todas mis ansias. Y dentro de esos puntos –irisadas pompas- comenzamos a revolar, ideando planes, fraguando combinaciones, haciendo cálculos. En esos globillos policromos estuvimos arriba por algunos días, hasta que una mañana aterrizamos al fin, para llevar a la práctica todas nuestras ideas, todos nuestros planes. Y a ello se debió que las cuatro paredes de esta, a la que pusimos por nombre “Villa de las Acacias”, quedasen levantadas poco después, ofreciéndonos el hospedaje que pedíamos, bajo cielos abiertos y entre frondas ondeantes” (Camarillo, 1931: 171). Cuado María Enriqueta tuvo que salir de México la primera vez en 1910 se llevó consigo un puñado de arena de su jardín. Veintiún años más tarde, ya en Madrid escribe: “Y ese puñado de arena mejicana [sic] está conmigo… De tiempo en tiempo lo saco para aspirar su perfume. Otras veces me viene la tentación de ponerlo en un ties-
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Escritores hispanoamericanos en España
María Zambrano señala que patria y tierra “no son exactamente lo mismo”. La diferencia reside en que “La patria es una categoría histórica, no así la tierra ni el lugar. La patria es lugar de historia, tierra donde una historia fue sembrada un día” (42). Así, lo primigenio y raigal es la tierra, por lo que es mucho más hondo el concepto de tierra que el de patria. Ahora bien, a falta de su tierra María Enriqueta se consuela con la idea de tener “el aire puro”, “los cielos abiertos”, “el silencio”, “las frondas ondeantes” que respira y divisa desde su casa, es decir, disfruta de la misma naturaleza, y el mismo universo atmosférico que envuelve a todo el mundo y que, por lo tanto, hubiera tenido en México. Claudio Guillén detecta que, a lo largo de la historia, el exilio ha tenido dos respuestas oscilantes entre dos polos diferentes. La primera respuesta concibe el exilio como una manera de compartir un proceso común y un impulso solidario, es decir, proclama la unidad de los seres humanos, no importa donde se hallen, porque, en última instancia, todos están bajo el mismo sol y los mismos astros; la segunda es la vivencia del exilio como “una pérdida, un empobrecimiento, o hasta una mutilación de la persona” (14). No es esta última la respuesta de María Enriqueta. Los cínicos, y después los estoicos, negaron la consideración del exilio como un mal e insistían en que todos los seres humanos eran ciudadanos del mundo. Para ellos, como señala Guillén “el exilio no es una desgracia sino una oportunidad y una prueba, por medio de las cuales el hombre aprende a subordinar las circunstancias externas a la virtus interior” (26). María Enriqueta muestra a lo largo de su exilio una capacidad de adaptación ejemplar semejante a la de los estoicos que llegaban a considerarse en cualquier lugar como en su casa; ella logró integrarse con una gran empatía hacia el medio español y actuó aquí como si estuviera en su propia tierra. Se podría decir que se consuela de forma similar a Séneca y que comparte sus pensamientos cuando él describe el exilio con estas palabras: avancemos alegres y erguidos, con paso decidido, adondequiera que la suerte nos lleve, recorramos las tierras sean cuales fueren: no puede encontrarse dentro del mundo un exilio, pues nada de lo que hay dentro del mundo es ajeno al hombre. Desde cualquier lugar la mirada se eleva desde la misma distancia hacia el cielo, todo lo divino mantiene respecto a lo humano una distancia igual. Por ello, mientras no se prive a mis ojos de un espectáculo del que no se cansan, mientras se me permita mirar el sol y la luna, mientras se me permita fijar mi vista en los demás astros. […] Mientras conserve, en
to diminuto, con la esperanza de ver surgir de allí algún cáliz tricolor… Pero no lo haré. Los vientos dispersarían bien pronto esas arenas. ¡Sigan recogidas en su caja!… Ya en la mía, se agregarán a mis huesos”. (Camarillo, 1931: 255-256).
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El exilio madrileño de María Enriqueta Camarillo
lo más alto, un espíritu inclinado a la contemplación de fenómenos que le son familiares ¿qué me importa la tierra que piso? (390)
Para Séneca el exilio no puede suponer nunca una pérdida pues “las dos cosas que son más bellas nos seguirán a donde nos desplacemos: la naturaleza, patrimonio común, y nuestra propia virtud”. No se puede negar que María Enriqueta acepta la tierra española y en ella se siente cobijada por el mismo sol que calienta a todo el universo y se dedica, a dictado de su conciencia, al ejercicio intenso de la literatura como fortalecimiento moral. Su tiempo en Madrid está determinado por su alto sentido del deber ante el trabajo, y en su compromiso ético con la escritura encuentra su verdadera patria, la patria de la escritura como le ocurrió más tarde a la española Angelina Muñiz durante su exilio en México: “Hallé la patria y la identidad en el cultivo de la lengua y en la creación artística. Donde no hay límites ni fronteras” (189). Si el universo es la tierra de María Enriqueta, también es el objeto general de su obra pues ella cifraba el sentido de su literatura en lo universal, y lo más humanamente universal para ella era el alma: Lo único que me interesa es el estudio de las almas, porque las almas son la humanidad entera. Las modas pasan como las aguas de los ríos; las costumbres evolucionan y los pueblos se circunscriben; pero el dolor y la alegría son los mismos en el universo entero, como lo son todas las demás pasiones que forman el alma humana. Lo pasajero no me interesa gran cosa al escribir novelas; por eso no hago en ella listas muy largas de los brillantes chirimbolos de la decoración; lo que pasa, lo que muere me interesa poco. Me atrae el alma porque es inmortal. Costumbres, razas y pueblos desaparecen; pero la faz de la tierra está cubierta de almas, y las pasiones de estas fueron, son y serán las mismas, ya que el amor data de Eva y que el odio nació en Caín. (Camarillo, 1930: 182)
Así que este libro de recuerdos sobre Madrid, –suyo, íntimo– no podía menos que volcarse también en el estudio de las almas, del alma madrileña, pero, en última instancia, nos deja entrever también el alma de su autora. Ella abogaba decididamente por una literatura de los sentimientos, de los afectos, y se sumergía en los espacios de la intimidad, de la familia, de la vida doméstica y cotidiana, y eso es lo que quiso hacer también en esta obra sobre Madrid para penetrar en su alma y devolvérnosla amorosamente amasada con la suya propia. Aunque vivió 32 años en Madrid escribiendo y publicando libros, su obra no ha alcanzado la trascendencia de otros escritores que vivieron en España y también la amaron como Pablo Neruda, César Vallejo, Alfonso Reyes, Alejo Carpentier y un largo etc. Ella no optó por la vanguardia ni por una escritura rupturista y novedosa. Ella no manifestó sus inclinaciones políticas ni se involucró en la defensa de la República española como tantos otros escritores e intelectuales mexicanos. Pero sus escritos 177
Escritores hispanoamericanos en España
sobre España no son menos auténticos, vividos y sentidos que los de sus contemporáneos. Por eso es un acto de debido agradecimiento el recordar a esta escritora que durante tantos años se integró en la vida española como una madrileña más porque supo escuchar Madrid con el corazón.
Bibliografía Camarillo y Roa de Pereyra, María Enriqueta, El misterio de su muerte (Madrid: Espasa-Calpe, 1926). –, Brujas, Lisboa, Madrid (Madrid: Espasa-Calpe, 1930). –, Del Tapiz de mi vida (Madrid: Espasa-Calpe, 1931). Dotor Municio, Ángel, Mirador. Las letras y el arte contemporáneos 19241929 (Madrid: Imprenta artística de Saenz hermanos, 1929). Guillén, Claudio, El sol de los desterrados (Barcelona: Quaderns Crema, 1995). Martí Monterde, Antoni, Poética del café (Barcelona: Anagrama, 2007). Muñiz-Huberman, Angelina, El canto del peregrino. Hacia una poética del exilio (México: GEXEL-UNAM, 1999). Perea, Héctor, Presencia de México y de los intelectuales mexicanos en la prensa cultural española (Madrid: Servicio de publicaciones de la UCM, 1994). Said, Edward W, Reflexiones sobre el exilio (Barcelona: Debate, 2005). Seneca, Lucio Anneo, Diálogos. Estudio preliminar, traducción y notas de Carmen Codoñer (Madrid: Tecnos, 1986). Evangelina Soltero, María Enriqueta Camarillo: la obra narrativa de una mexicana en Madrid (Madrid: Servicio de Publicaciones de la UCM, 2004). Zambrano, María, Los bienaventurados (Madrid: Ediciones Siruela, 2004).
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Gran viajero de España Artemio de Valle-Arizpe Alejandro GARCÍA Universidad Nacional Autónoma de México
Fructíferos, anecdóticos, como su vida misma, de investigación en archivos y formación literaria fueron los tres años, seis meses, doce días que Artemio de Valle-Arizpe estuvo en Europa, la mayor parte del tiempo en España como parte de la Legación diplomática de México. Episodio de su vida que inició el 7 de febrero de 1919 cuando en su casa ubicada en Victoria 58, en su natal Saltillo, “La Atenas de México” –nombre que se le dio por el gran número de intelectuales que nacieron ahí, entre otros Manuel Acuña y Julio Torri– tierra norteña, de clima templado, en el borde del desierto, capital del estado de Coahuila, recibió el siguiente telegrama firmado por Ernesto Garza Pérez, subsecretario, encargado del despacho de la Secretaría de Relaciones Exteriores: “Venga esta recibir instrucciones para salir España como Segundo Secretario Legación” (“Expediente personal…”).1 La respuesta no se hizo esperar, ya que al día siguiente el interesado contestó: “Estaré ese fines semana próxima, ultimando aquí mis asuntos. Sólo que urja avísame” (“Expediente personal…”). El 14 de febrero de 1919, Valle-Arizpe firmó nombramiento como Segundo Secretario de Legación adscrito a la establecida en Madrid2. El mismo presidente de la 1
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El “Expediente personal de Artemio de Valle-Arizpe. Tamaño Expediente 5-18-3. Año 1919”, ha sido consultado en Archivo Histórico Genaro Estrada, Acervo Histórico Diplomático, Secretaría de Relaciones Exteriores, México. Se integraba así al notable grupo de escritores mexicanos que participaron en la diplomacia. En la centuria decimonónica destacaron Manuel E. Gorostiza, Lucas Alamán, José Ma. Luis Mora, Luis G. Inclán, Manuel Payno, José M. Lafragua, José Tomás de Cuellar, Vicente Riva Palacio, Ignacio M. Altamirano, y Victoriano Salado Álvarez. Para el siglo XX, es el caso de Federico Gamboa, Amado Nervo, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo, Genaro Estrada, Octavio G. Barreda, Alfonso Reyes, Manuel Maples Arce, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Octavio Paz, Francisco A. de Icaza, José Rubén Romero, Antonio Castro Leal, Gilberto Owen, Rodolfo Usigli, Antonio Gómez Robledo, Fernando Benítez, Rafael Bernal, José
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Escritores hispanoamericanos en España
república, Venustiano Carranza, su paisano, ya que los dos eran originarios de Coahuila, firmó su adscripción con un sueldo anual de $8,760 oro nacional –no fue la única vez que recibía un apoyo así, ya que ocho años atrás había obtenido un acta de diputado por un distrito del estado de Chiapas, aunque jamás hubiera puesto un pie ahí– para que el 19 del febrero de 1919, siguiendo el protocolo, se integrara a la nueva diplomacia mexicana emanada de la posrevolución, en donde cada vez ganaban más espacio las artes y las letras, bajo el juramento de: “¿Protestáis guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 31 de enero de 1917 y las leyes que de ellas emanen y desempeñar leal y patrióticamente el cargo que el presidente constitucional os ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión?” (“Expediente personal…”). Es así como Artemio, a fines de febrero, se embarcaba en el puerto de Veracruz rumbo a Cádiz para formar parte de la carrera diplomática. Eran nuevos tiempos y otra etapa de la diplomacia mexicana, en la cual: El perfil de los diplomáticos que nos representan está imbuido tanto de las circunstancias y eventos en que de manera práctica se desarrolla su labor, como del espíritu de estado y análisis de precedentes que explican, en muchos casos, esos acontecimientos. Esta reflexión es piedra angular del quehacer diplomático. De ahí que no resulte extraño la constante presencia de escritores e intelectuales de gran renombre en los diversos aspectos y facciones de la Cancillería. La especialización que requiere la labor diplomática se matiza en la necesidad de poseer una visión amplia, no sólo de la cultura de México, sino de aquellas otras civilizaciones y estructuras sociales de los países con los que interactuamos. (en Escritores en la diplomacia mexicana, 10-11)3
Treinta y un años de edad tenía cuando surcó el océano Atlántico rumbo a la cultura hispánica a la que siempre veneró. Dejaba tras de sí un México que apenas salía de una guerra revolucionaria que lo había convulsionado durante nueve años y vislumbraba una institucionalidad determinada por la Constitución de 1917. Artemio de Valle-Arizpe nació en el valle de Saltillo el 25 de enero de 1888, población enclavada en el norte de México en el estado de Coahuila, de influencia virreinal y barroca, de un pasado de guerras
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Luis Martínez, Jaime García Terrés, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Sergio Pitol, Hugo Gutiérrez Vega, Fernando del Paso, Hugo Hiriart, José M. Pérez Gay, Alejandro Aura, Silvia Molina, Sealtiel Alatriste, Guillermo Sheridan, Juan Villoro, Jordi Soler, Ignacio Padilla, y Jorge Volpi entre otros. Véanse los ensayos en torno a varios de estos autores en el libro Escritores en la diplomacia mexicana. Curiosamente Valle-Arizpe no se incluyó en esta obra, tal vez por su inclinación más hacia la historia. Véase también Reyes: 121-127.
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Gran viajero de España: Artemio de Valle-Arizpe
contra audaces indios que se negaban a someterse a la Corona española. De niño, aparte de caminar por jardines y plazas, se vio deslumbrado ante los retablos que adornaban la catedral dedicada a Santiago Apóstol. De su juventud recordaba que en la biblioteca de su padre, Jesús de Valle, abogado y gobernador del estado de Coahuila, Se hallaban tres libros, tres tesoros olvidados, a los que fueron con avidez mis manos de mozo soñador: El Lazarillo de Tormes, La Gitanilla, maravillosa joya de Cervantes, y El Buscón, del peregrino Quevedo, que me hacía irme saboreando con el almíbar pintoresco. Estas tres renombradas personas me adoctrinaron, comunicándome certero amor a los clásicos castellanos. Después hice conocimiento con el ínclito caballero don Quijote de la Mancha, quien a ratos me llenaba de tristeza y a ratos de rosa caudalosa al deleitarme con embeleso indecible sus aventuras de desdichado caballero andante. Esos tres libros fueron mis primeros maestros en el arte literario, y siempre que los buscaba dábanme lección amplia, placentera y provechosa.4
Por ascendencia de su madre doña María del Refugio Arizpe, tuvo como antepasado a Miguel Ramos Arizpe, diputado a las Cortes de Cádiz en 1811, preso veinte meses y confinado por cuatro años a la cartuja de Ara Christi, Valencia, por orden del rey Fernando VII. Artemio fue abogado por designación paterna –estudió en la Escuela Nacional de Jurisprudencia en la ciudad de México, en donde se recibió en 1910–; aunque alegre, anecdótico, de fina ironía por la naturaleza de su corazón; y escritor por elección ya que abandonó las leyes para iniciarse en las letras y darse a conocer en la Revista moderna de México, en octubre de 1905, gracias al apoyo de Amado Nervo, quien lo llevó con José Juan Tablada y Julio Ruelas para que, bajo el encabezado de “Autores que comienzan”, publicara su primer cuento titulado “El último deseo de Nerón”. Sacó a la luz, a los veinte años de edad, su primer libro, la antología de crónicas titulada La gran ciudad de México Tenustitlán, perla de Nueva España, según relatos de antaño y de ogaño (Cvltvra, 1918), iniciando así una larga, constante, fiel trayectoria de la corriente literaria mexicana denominada “colonialista”, la cual apareció: hacia 1917 y puede reconocer sus orígenes inmediatos en los estudios sobre arquitectura colonial del ateneísta Jesús T. Acevedo (1882-1918) o en los más antiguos de Luis González Obregón (1865-1938), o del Marqués de San Francisco (Manuel Romero de Terreros, 1880-1968) sobre diversas cuestiones de aquella época. Pero sea cuales fueran sus precursores, las novelas, los ensayos, los estudios y con las poesías de esa inspiración, escritos entre 1917-1926 por Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda, Manuel Horta, Ermilo Abreu Gómez, Alfonso Cravioto, Artemio de Valle-Arizpe y Manuel 4
Artemio de Valle-Arizpe. Historia de una vocación (1960). Para conocer más sobre sus influencias literarias véase la ejemplar entrevista que le realizó Emmanuel Carballo: 185-201.
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Escritores hispanoamericanos en España
Toussaint –entre otros–, pueden explicarse como un movimiento de huida hacia el pasado, determinado por la angustia de la Revolución. No era ésta, sin embargo, la sola causa determinante. Si se recuerda que movimientos similares ocurrían en España y en la Argentina, por ejemplo, hacia los mismos años, puede relacionarse el colonialismo mexicano con aquellas corrientes. (Martínez: 41)
En su vasta obra, en las miles de líneas que escribió del tiempo pasado, Valle-Arizpe, escritor desigual con altibajos notables, dejó entrever el gusto por las minucias de la vida cotidiana, de la anécdota, el dato curioso, la exacta textura de trajes, modas y colores, el sabor de los artificios culinarios y elaboradas recetas de cocina –de ahí que una vez Ramón López Velarde lo definiera como “hidalguete de hombros derrocados, que finca el noventa y cuatro por ciento de sus pasiones en el jugo gástrico”5–, de una vista que se deslumbra ante la grandeza de los palacios, la sensualidad del barroco y su juego de luces y sombras, del oído atento que se agudiza al paso empedrado de coches y carruajes, de un México virreinal al que siempre rindió homenaje como prolífico escritor (más de cincuenta volúmenes y cientos de artículos dispersos en varios periódicos confirman la querencia)6. Su nombramiento, a la muerte de Luis González Obregón, como segundo cronista de la ciudad de México fue justo reconocimiento a su
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En su juventud López Velarde fue íntimo amigo de Valle-Arizpe a quien le dedicó su poema “Tus ventanas” publicado en La Nación (junio de 1912) y, aparentemente, como veremos más adelante, vivieron un juego de confusiones con la policía. Como registro incompleto de su obra estarían Del tiempo pasado y Amores y picardías, 1932; Virreyes y virreinas de la Nueva España, 1933; Libro de estampas, 1934; Historias de vivos y muertos, El Palacio Nacional de México y Tres nichos de un retablo, 1936; Por la vieja Calzada de Tlacopan, 1937; Lirios de Flandes, 1938; Historia de la ciudad de México, según relatos de sus cronistas y Cuentos del México antiguo, 1939; Andanzas de Hernán Cortés y otros excesos, 1940; El Canillitas (novela de burlas y donaires), una de sus obras más conocidas, verdadera ejemplo de la picaresca, y Notas de platería, 1941; Leyendas mexicanas y Cuadros de México, 1943; Jardinillo seráfico, 1944; La movible inquietud y Amor que cayó en castigo, 1945; En México y en otros siglos y La Lotería en México, 1948; La Güera Rodríguez (su texto más reeditado para un público que llegó a considerarlo como un best-seller, Valle-Arizpe, misógino recalcitrante solía decir “A mí que no me gustan las mujeres, recibo dinero de una de ellas, la Güera Rodríguez”) y Calle vieja y calle nueva, 1949; Espejo del tiempo, Lejanías entre brumas, Sala de tapices, Fray Servando y Coro de sombras, 1951; Inquisición y crímenes y Piedras viejas bajo el sol, 1952; Juego de cartas y Personajes de historia y leyenda, 1953; De la Nueva España, Papeles amarillentos y Horizontes iluminados, 1954; Engañar con la verdad (novela) y Deleite para indiscreto, 1955; Cuando había virreyes, 1956; Gregorio López, hijo de Felipe II, De otra edad que es esta edad, y Cosas que fueron así, 1957; Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México y Santiago (novela), 1959; e Historia de una vocación, 1960.
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labor, el cual llevó con dignidad durante casi veinte años (1942-1961)7; miembro de la Academia Mexicana de la Lengua al ocupar la Silla X como correspondiente en agosto de 1924, y de número en 5 de abril de 1933 con el discurso de ingreso titulado “Don Victoriano Salado Álvarez y la conversación en México”; miembro también de las Academias de Historia de Colombia y del Ecuador; creador de una deslumbrante biblioteca particular de miles de libros relacionados con la época virreinal, de la literatura del Siglo de Oro que, con su acostumbrado humor, coronaba con la leyenda: “Esta biblioteca se hizo con libros prestados. No presto libros”; pero ante todo, el más fiel representante de la corriente colonialista que se tradujo en su ser mismo, en sus ademanes, su vestir, su andar, sus obras de atildado caballero de antiguo espíritu: “Artemio vive en el mundo caduco de la Colonia, que es el solo mundo que le interesa y entiende. Vive allí en medio de las cosas arcaicas que ama, cosas simbólicas de nobleza, arte y de religión. Sus personajes son los que llenaron con sus nombres los fastos de la Colonia” (Carballo: 69). Visión ideal que en un retrato que le hizo el pintor Germán Gedovius se plasma visualmente y aparece como: “debió ser en sus tiempos de la Nueva España, con gorguera ancha y alta, una cruz en el pecho, tomada por su mano de noble. La mirada sobria como debieron de mirar los cortesanos del rey Felipe II y los bigotes con puntas hacia arriba, que le daban un aire donjuanesco, como caballero de capa y espada”. Tras una travesía de casi dos meses Valle-Arizpe arribó el 15 de abril de 1919 al puerto de Cádiz listo para ir a Madrid a ocupar su cargo de Segundo Secretario. Momentos de posguerra, en que las prioridades diplomáticas de España se fijaban más en Europa y el norte de África; en América estaba atenta a Cuba, Puerto Rico, Estados Unidos y Argentina; y en cuanto a México se iniciaba el problema del reparto agrario que habría de provocar una airada oposición de los terratenientes españoles y numerosos capataces serían víctimas de ataques de los agraristas mexicanos. Sin embargo, todo esto estaba muy lejos del ánimo de ValleArizpe y de la realidad de sus futuras ocupaciones, ya que si partimos de que: “la diplomacia intenta conducirse por medios pacíficos para lograr sus objetivos a través de órganos especializados y procedimientos definidos, teniendo como actor principal al diplomático. Éste, al hacer uso de sus mejores recursos, entre los que destaca el de la negociación, intentará obtener condiciones óptimas para el Estado que representa, y así defender los intereses de éste y a sus ciudadanos” (Mac Gregor: 15); la verdad es que Artemio nunca hizo una verdadera labor diplomática. Su mismo puesto se entrevé como un cargo honorífico, tal vez obtenido 7
La ciudad de México ha tenido cinco cronistas: Luis González Obregón, Artemio de Valle-Arizpe, Salvador Novo, Miguel León Portilla y Guillermo de Tovar y Teresa. Véase Rublúo.
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Escritores hispanoamericanos en España
por la cercanía de su padre con Venustiano Carranza, en el que dedicó más interés a la cultura, a conocer archivos y entablar una relación más cercana con la literatura española, que a tener una presencia en los ámbitos políticos españoles. Lo cierto es que a escasos treinta días, como reflejo de una laberíntica burocracia, sufrió varias tribulaciones económicas. En su expediente personal que se conserva en la Secretaría de Relaciones hay una interesante carta del 15 de mayo, la cual, dentro de la exigencia de la remuneración de su sueldo que pide al funcionario correspondiente, hay atisbos del estilo literario que lo caracterizaría: la atención al dato concreto, el basamento en la minucia cotidiana, el lenguaje barroquizante que exige atenta lectura. Ahora va esto otro: de Liverpool, como sabes, es de donde mandan el dinero para los gastos y sueldos del personal de la Legación y aun no aumentan esa cantidad con mi sueldo y aquí me han pagado sólo un mes de los dineros de reserva llamado Fondo de Emergencia, se le ha puesto una nota al Señor Subsecretario para que ordene al cónsul citado mande en su remesa mensual lo que corresponde a mi sueldo a contar del 20 de marzo que es el día hasta el que estoy pagado, pues que protesté el 19 de febrero y el señor Arredondo dice que mis sueldos corren desde esa fecha en que otorgué la protesta y no desde el 26 de ese mes que fue cuando salí de México. Que aquí siempre se tienen en cuenta para los pagos el día de la protesta. Pues bien, me liquidaron los días del 19 al 30, para pagarme, en lo de adelante, los días primeros, y sólo me han dado el sueldo del mes de abril, faltándome el de mayo porque va mermando mucho el citado Fondo de Emergencia por otros pagos que se hacen provisionalmente mientras que le ordena de allá el cónsul de Liverpool que los mande. Como en llegar tanto está mi carta como la nota en que se le dice a la Secretaría que diga al expresado cónsul sitúe a más de lo que aquí mensualmente manda, la suma que corresponde a mi sueldo, yo te suplico que hagas lo posible porque al recibirse esta nota, se dé la orden por cable y no por escrito, pues así no llegará en mucho tiempo, porque según dice toda la prensa de aquí y con visos de veracidad, que el vapor “Alfonso XIII” que salió últimamente de Veracruz, fue obligado a dejar toda la correspondencia que traía de México en Puerto Rico u otro puerto americano, lo que aquí creemos, pues que ni cartas particulares, ni correspondencia oficial ha llegado a esta Legación. Por cable, para que me paguen el mes de mayo y el de junio, porque ando como sabe, bien mal de ropa, la que me urge hacerme y apenas tengo para vivir con lo que me han dado… (“Expediente personal…”)
Salvado lo anterior, se dedicó a su puesto. En el número de junio, la revista madrileña Cervantes publicó una nota de bienvenida: “Tenemos el gusto de saludar al nuevo Segundo Secretario de la Legación de México en España, don Artemio de Valle-Arizpe, historiógrafo y novelista notable, que se halla desde hace poco, entre nosotros, y a cuya dis184
Gran viajero de España: Artemio de Valle-Arizpe
posición nos es grato poner las páginas de esta revista, que no dudamos se verán avaloradas con sus siempre interesantes y bellos trabajos.”8. En honor de la verdad, Artemio apenas despuntaba como historiador con su primera obra, que era una antología; todavía no había publicado ninguna novela, aunque ya varios escritores, entre ellos Genaro Estrada y Alfonso Reyes habían leído el manuscrito9; y a pesar de tan amable invitación, por razones desconocidas no colaboró con la revista. Aunque su cargo de Segundo Secretario lo confinaba a la rutina burocrática, Artemio siempre se las ingenió para conocer la literatura española moderna, pero, principalmente, para viajar, no sólo por Madrid, sino por España. Burgos le trajo siempre “el grato recuerdo de las muy felices que pasé en esa ciudad, una vez entre nieves y otra en la fuerza de los calores” (Cortesía norteña…, 72); y a Toledo fue en compañía del “gran cincelador Juan José García” y con Germán González de Agustina en un viaje sibarita en cuanto al arte y a la comida: Nos fuimos a callejear, a ver Grecos en iglesias penumbrosas y después a la Vega a almorzar en la Venta de Aires ¡Magnífica minuta! Gruesa tortilla de huevos con chorizo y patatas, magras en tomate, perdices estofadas, mazapanes, fruta del tiempo y vino de la tierra. Al terminar el suculento prandio hablábamos del entierro del conde Orgaz, cuando se apareció José de la Riva Agüero acompañado del marqués de Saltillo y nos invitó para que regresáramos con ellos a Madrid para detenernos en Illescas y ver en la iglesia del Hospital de la Caridad, antes de que se acabase la luz de la tarde, las pinturas del Greco: el San Ildefonso, la Coronación y Anunciación de la Virgen, el nacimiento del Niño Jesús y las imágenes de bulto que están en el altar mayor, obra éste, y las estatuas de Doménico el cretense. Con este grato incentivo accedimos a marcharnos, pero antes pasaríamos por el “Hotel Castilla” a liquidar la cuenta, recoger nuestros bártulos…10
En Córdoba vivió simpática anécdota en donde los confundieron con ingleses y que el ingeniero originario de Aguascalientes, Arturo Pani, relataba años después: Visitando la ciudad meridional española de Córdoba, caminaba parsimoniosamente por una céntrica calle, después de la siesta, con el delicado autor de 8
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“Nuevo Secretario” en Cervantes. Revista hispanoamericana (junio de 1919), p. 156. La revista estaba conformada en su Comité de Dirección, sección española por R. Cansinos-Assens; sección americana por César E. Arroyo; y como Secretario de Redacción Ballesteros de Martos. Nos referimos a Ejemplo, novela que Valle-Arizpe había escrito en Saltillo y había dado a leer a varios amigos, entre ellos Ramón López Velarde y Estrada. Éste se la había mandado a Reyes el 15 de octubre de 1917 diciendo que “llamará la atención. Tiene magníficos ambientes coloniales y, por su forma, es una valleinclanada” (Con leal franqueza, 39). Carta de Valle-Arizpe a “su excelente amigo, el crítico literario, eminente cervantista, don José María González Mendoza”. Véase Cordero.
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Lirios de Flandes don Artemio de Valle-Arizpe, quien muy contento iba tarareando un couplet. Dos reales mozas, de muy buenos bigotes, ¡bien que hermosas! al oírle se pararon frente de los dos visitantes y una de ellas a ¡pulmón pleno! Les dijo “Bendito sea Dios y su Santa Madre, cómo será esta tierra andaluza que hasta a los mismos ingleses los hace cantar”. (Cordero: 24)
A los cuatro meses, el 19 de agosto de 1919, se le ordenó pasar con su mismo carácter de Segundo Secretario de Legación de la establecida en Madrid a la de Bruselas, ciudad que distaba 1,763 kilómetros. El 20 de septiembre salió para Bélgica y de ahí a Holanda. Los problemas económicos regresaron, Valle-Arizpe mandó un telegrama urgente pidiendo que le dieran su pago de su sueldo de setecientos veinte pesos mensuales. La respuesta del 4 de octubre del vicecónsul fue tragicómica: “Como en el cablegrama se omite el lugar de presidencia de nuestra legación en cuestión me permito manifestar a usted, que espero para cumplir con sus estimable ordenes, que el señor Valle-Aripze me avise su dirección”. La estadía en Bruselas no fue más allá de seis meses. También le sucedió curioso episodio, que debe tomarse como parte de ese anecdotario personal de Valle-Arizpe, aderezado con visos de realidad y una pizca de imaginación: El gobierno mexicano nombró Encargado de Negocios en Bélgica al señor don Luis Ricoy en cuya Legación se encontraba como secretario don Artemio de Valle-Arizpe, quien fuera al Havre a recibir al flamante funcionario. El señor Ricoy llevaba con las maletas –que constituían su equipaje– una caja de madera, angosta y larga, la que con lo demás fue echada por una de las ventanillas del coche ferroviario al andén en donde cayó con formidable golpe. Abordaron el Expreso a París y el señor Ricoy, acompañado por don Artemio, ordenó a un cargador que subiera al carro su equipaje, incluyendo la citada caja, la que siempre sin ningún cuidado, era tratada a golpes. De París, fueron a Bruselas. Allí anduvo rodando mucho tiempo dicha caja por el edificio de la Legación, hasta la utilizaba muchas veces el señor Valle-Arizpe para atrancar puertas, golpeándola constantemente. Un día el señor Ricoy le dijo a don Artemio que se preparara para acompañarlo a París porque iban a entregar una caja de madera. El propio Ricoy le metió en el automóvil, dejándola caer en el piso; la subió al tren y la colocó debajo del asiento del carro, donde cayó estrepitosamente, y cuando llegaron a París la arrojó por la ventanilla al andén. Tomaron un taxi; ordenó el señor Ricoy al chofer que los llevara a la Oficina de Pesas y Medidas. Bajaron del vehículo con la caja. Habló el señor Encargado de Negocios de México en Bélgica con dos personas que parecían grandes funcionarios y, al rato, se presentaron dos empleados que llevaban gruesos guantes, de color amarillo, cogieron entre los dos la caja con excesivo cuidado –como si llevaran el Viático–, entraron por unos largos corre186
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dores –siguiéndoles don Artemio– y bajaron al helado sótano, ahí, otros dos empleados, con cuidado extraordinario, pusieron la caja en una especie de plataforma acojinada y con una máquina especial, para no golpearla, quitaron los clavos para abrirla. Otros dos individuos, también con guantes, sacaron el objeto, que no era otro sino el delicadísimo “Metro-patrón”, que pasado cierto tiempo se tiene que comprobar en París con el original. Lo pasaron a un salón donde había delicados, finísimos y precisos aparatos, en gran número, y quien sabe qué le hicieron al “Metro-patrón”, pues un distinguido señor le informó ceremoniosamente al señor Valle-Arizpe que lo habían confrontado y que estaba perfectamente tratado como ningún otro del mundo, que no tenía la más mínima alteración. El corazón de don Artemio palpitaba aceleradamente al recordar que durante todo el tiempo la caja de marras fue tratada a porrazos y golpes y que hasta sirvió de tranca. Cuando regresó a Bruselas, con el Encargado de Negocios de México, don Luis Ricoy, se hacía esta reflexión a solas: de haber sabido que era delicado y valioso adminículo no lo golpeo, sino le quito un pedazo. Porque sabrán nuestros lectores que el famosos “Metro-patrón” es de platino con las divisiones, de centímetros y milímetros en oro. Aquí en México se le tiene guardado en una caja fuerte, cuidadosamente y entre hielo para que no se altere. (Cordero: 81-82)
Desde Bruselas estuvo atento a la edición de su novela Ejemplo. A continuación transcribo la extensa carta que le escribió a Alfonso Reyes el 12 de octubre, ya que aparte de ser de los pocos testimonios documentales de su estancia en Europa, se puede apreciar su preocupación en cuestiones editoriales sobre la eminente aparición de su primer libro que se publicaría en edición particular, el cuidado de su impresión, la amistad con Roberto Montenegro y Luis G. Urbina, la revisión que hizo Reyes en cuanto a erratas, su visión personal sobre Bruselas y Holanda, el gusto por arte, y el estado de ánimo que tenía, lejos de sus amigos mexicanos y españoles, entre ellos Enrique Díez Canedo: Señor Lic. Don Alfonso Reyes Madrid. Muy querido amigo: Suplícole, ante todo, que tenga la bondad de perdonarme que le escriba esta carta que irá a apartarlo de sus ocupaciones, pues le lleva algunas molestias. Ya verá… Por carta que de Montenegro acabo de recibir, me entero que el papel que yo dejé escogido en “La papelera española”, se agotó y que en la imprenta se iban a dirigir a Vd. o a Luis para que eligiesen otro semejante. Yo le ruego, querido Alfonso, que si no tardan mucho tiempo en la dicha Papelera para traer un papel igual al que yo designé, es preferible esperar, pues como mi librillo Ejemplo es corto y ese papel es grueso, éste habrá de darle cuerpo y no aspecto de folleto. Si lo hay un poco más delgado, solamente un poco, 187
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pero de color amarillento pueden comprarlo, pero si es muy delgado, como unos que creo se llaman “pluma”, entonces no, por ningún motivo, porque aunque el papel ese es de buena calidad, mi obrilla no quedaría bien, pues que me he propuesto que tenga el aspecto de un verdadero libro y entonces, repito, se puede esperar, siempre que la traída de papel elegido por mí no sea cosa de meses. Me supongo que me habrá hecho el favor grande y señalado de expurgar de la fealdad de las erratas que mucho me consternan, las pruebas que en la imprenta me permití decirle enviasen a Vd. Aceptando su bondadoso ofrecimiento de vigilar la edición, autorizándolo, ampliamente, para poner o quitar lo que oportuno le pareciere. No sabe lo que le estimo este señalado servicio y, más aún, porque habrá gastado mucho de su tiempo en revisar esos latosos papeles míos. Si en la Papelera no se encontrase el papel amarillento y un poco más delgado que el escogido para mí, y cuya muestra está en la “Imprenta Artística”, y de modo formal prometen en la citada Papelera que no tardarán mucho en tenerlo igual, entonces, le suplico que sea tan bondadoso de mandarme sacar más pruebas completas de todo mi libro, pues Montenegro me dice que ya está éste corregido y listo, y sólo falta meterlo en las prensas, así es, que Vd. comprenderá que tengo deseos de echarle un vistazo aunque, de seguro, erratas no se pasarían a sus buenos ojos y mejores intenciones, pero creo que no estará por demás que yo lo vea, ya que de todos modos hay tiempo, prometiendo mandarlo al siguiente día después de haberlo recibido, porque grandes son las ganas, repito, de ver cómo va a quedar mi obrilla. Me tomé la libertad de enviarle una carta para Díez-Canedo en la cual me ponía a las órdenes de él en esta ciudad, diciéndole, además, que fui a despedirme de él y que tuve la pena de no encontrarlo en su casa. Yo, más solo que nunca en está fría y lluviosa ciudad. Sólo me hacen amable y llevadera la vida mis buenos y solícitos amigos Quintín Matgs, Van der Weyden, Juan Van Eyck y, sobre todo, el más suave de genio y más deliciosamente ingenuo Hans Memling, que me lleva toda mi admiración y entusiasmo porque todos los días me dice y enseña cosas nuevas. Todavía no soy muy de la amistad de Rubens, de Rembrandt, ni de Frans Hales, pues aunque ya había tenido estrechos dares y tomares con ellos aquí, en este ambiente gris y triste, están muy más llenos de alegría y desbordan más contento y tienen mayor opulencia que en el Prado de Madrid. Y esto, en el estado de ánimo en que estoy yo ahora metido, me hace rehuir su trato. Ya los buscaré en Amberes y en Ámsterdam y en Malinas, pero antes, Dios mediante, iré a Brujas por mi amando Memling y allí, con la voz de los carrillones, me dirá muy bellas y entrañables cosas que le harán harto bien a la pobre de mi alma. (Cortesía norteña…, 21-23)
Ejemplo, en doce capítulos, y un total de 260 páginas, aborda la vida de don Rodrigo de Aguirre, caballero impío y sanguinario, así como la condena divina por sus ofensas. Por cierto, Valle-Arizpe relataba curiosa anécdota que vivió cuando en la ciudad de México, bajo el gobierno del usurpador Victoriano Huerta, se encontró con López Velarde: 188
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Componía mi novela Ejemplo y dudaba del fin que había de tener don Rodrigo de Aguirre, personaje central del libro; ya le había comunicado esto a Ramón López Velarde, y una noche que le encontré a la puerta del “Hotel Iturbide” me preguntó con visible interés si ya lo había matado. – No, le respondí, todavía vive, y, francamente, no sé cómo despacharlo al otro mundo. Tengo que matarlo irremediablemente, sí, pero no halló la manera adecuada, si con veneno que le ministre en la comida, o bien le quitó la vida de un balazo. – Me parece mejor esto, dijo Ramón, acaba con él de un tiro a la salida de una iglesia, ya que está hecho un beato y no sale de los templos el muy sinvergüenza. Seguimos hablando de esta suerte y ya nos despedíamos cuando se nos acercó un sujeto mal encarado y nos dijo: – No se vayan, amigos. ¡Acompáñenme, asesinos! – ¿Asesinos? ¡Pero que está usted diciendo hombre de Dios! – ¡Cállense y vengan conmigo, tales por cuales! Ya se comprenderá que no nos dijo eso suave de “tales por cuales”, sino otras más sonoras. Nos quedamos de una pieza y nos condujo ese Caribe a la Comisaría Roja, la Sexta, que en tiempos de don Victoriano Huerta –en que esto pasaba– tenía fama de que el que entraba en ella no salía vivo, pues allí tenía su sanguinolento campo de acción aquel famoso Mata Ratas. Ya ante el ceñudo comisario dijo nuestro aprehensor. – Aquí están estos dos individuos que sorprendí tramando muy a sangre fría cómo matar al señor subsecretario… no sé cuál u oficial mayor de no sé qué ministerio que se llama Rodrigo o se apellida Rodríguez. Son dos peligrosísimos hampones, señor comisario. Trabajo nos costó persuadir a aquel señor que impartía esa cosa etérea que se llama justicia, que se trataba sólo de matar a un ser ficticio, al personaje irreal de una novela que yo estaba componiendo. Después de mucho insistir y de echarnos encima entre sonoras palabrotas la de asesinos, accedió a que fuese el agente delator a mi casa junto con nosotros para traer y mostrarle los papeles en que hablaba del tal don Rodrigo. Ya con ellos en la mano se convenció al fin ¡bendito Dios! de que éramos unos pacíficos e inofensivos escritores, y con un “bueno, váyanse; ustedes dispensen” nos señaló la puerta, con lo que se quedó pasmado el troglodita policía, quien seguía insistiendo que se trataba de un crimen atroz que íbamos a perpetrar. No hicimos caso de sus raspines y nos escapamos más que en las volandas. (Cordero: 211212)
Como ya se mencionó en la carta, el artista mexicano, originario de Jalisco, Roberto Montenegro ilustró esa obra. La razón de esta colaboración se debe a que después de una estancia en el Puerto de Pollensa, Mallorca, realizar su primer mural, desarrollar su talento artístico y relacionarse con el Círculo Mallorquín, Montenegro deseaba regresar a su país natal, en sus propias palabras:
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Terminada la conflagración, busqué la manera de volver a México. Después de esos penosos años, tenía necesidad de volver a mis familiares, de tornar a mi país y aportar lo que creía que era justo, poner mi grano de arena para la reconstrucción de mi patria después de la revolución. Así que de Mallorca, donde pasé cuatro años desde la guerra, me fui directo a Madrid. En esa época era el ministro don Eliseo Arredondo y Primer Secretario don Luis G. Urbina. Estaba también ahí, no sé en qué cargo, Antonio Mendiz Bolio, Gonzalo Herrería y un chico Torres y, de paso, el célebre don Artemio de Valle Arizpe. Un contingente amplio de hombres ilustres que me recibieron con toda cordialidad. (Montenegro: 83)
Es así cómo las circunstancias unieron a dos mexicanos en España, uno escritor y otro pintor, para crear un nuevo proyecto. Valle-Arizpe, quien probablemente ya conocía la obra de Montenegro desde que tuvo contacto con la Revista Moderna, le solicitó que ilustrara su novela; por su parte, Montenegro le tenía profundo respeto11. Por fin, Ejemplo saldría con fecha en el colofón de octubre de 1919 impreso en Madrid por la Tipografía Artística Cervantes, se incluyó una “epístola” que le escribió Luis González Obregón, a la cual Valle-Arizpe le realizó una entrada con su estilo propio en donde la realidad y el tiempo se mezclan con la ficción literaria: El bachillerato don Luis González Obregón, individuo numerario de ambas academias, la de la lengua y la de la historia; archivero de la Secretaría de Cámara del Virreinato, y cronista de esta muy noble y muy leal ciudad de México, etc., etc., envía al muy sapiente señor don Antonio de Valle-Arizpe, abogado de esta real audiencia de la Nueva España, oidor de la Real Audiencia de la Nueva Galicia, decano de los doctores en leyes de la Real y Pontificia Universidad de México y secretario que fue varios años del corregimiento de la Nueva Extremadura, de las provincias internas de Oriente.
Valle-Arizpe incluyó también las apreciaciones de Luis G. Urbina, Eduardo Colín, Enrique González Martínez, Rafael López y Enrique Fernández Ledesma (Rosenzweig: 14). Así como el poema “¿Por qué has tardado?” de Amado Nervo: Me place, Artemio, el héroe de tu libro atildado, porque al fin se arrepiente, y en la paz de una noche, el hombre de los ojos garzos, como un reproche divino le murmura: “¿Por qué tanto has tardado?” Todo está bien, Artemio; el dolor y el encanto de las vidas febriles, los julios y los marzos, 11
La amistad entre Montenegro y Valle-Arizpe se consolidó con el tiempo. Cuando el muralista decoró los muros del cubo de la escalera del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo en la ciudad de México, incluyó a Valle-Arizpe entre los andamios como representante del colonialismo. Asimismo le hizo un retrato. Véase Ortiz Gaitán.
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con tal de hallar a tiempo al hombre de ojos garzos, y que su voz murmure: “¿por qué has tardado tanto?”.
Ejemplo, en la segunda de forros anunciaba lo siguiente: Del mismo autor La gran ciudad de México Tenustitlán, perla de la Nueva España (agotada) Próximos a publicarse: Vidas milagrosas (narraciones) Doña Leonor de Cáceres y Acevedo (novela) Cosas tenedes (novela) En el solar de mis abuelos (narraciones) En preparación: La ruta de Santa Teresa (impresiones literarias) Por tierra fragosa (viajes por España) La dama del soplillo (novela) El libro de las cosas
Del anterior listado solamente llegaron a publicarse Vidas milagrosas y Doña Leonor de Cáceres y Acevedo. Llama la atención los títulos de los cuatro textos “En preparación”, los cuales abren la posibilidad de que Artemio llevaba un registro sobre su estadía en Madrid y que planeaba publicar cosas en torno a España. Sin embargo, el transcurso de los años, la febril actividad como historiador prolífico y sus quehaceres como escritor y cronista de la ciudad de México fueron postergando tal proyecto. El 13 de marzo de 1920, el general Cándido Aguilar, secretario de Relaciones Exteriores, recibió una carta de Eliseo Arredondo, ministro de México en Madrid, en donde le expresaba que: “como ya me permití indicarle, y usted comprende bien, es urgente acelerar en lo posible los trabajos de investigación documental en los archivos españoles, si es que hemos de llegar a realizar como sería de desearse la obra emprendida, cuyos frutos primeros podrán ofrecerse en las próximas fiestas de la Raza.” (“Expediente personal…”). El secretario fue sensible a tal petición y no sólo apoyó a la Comisión Cultural Investigadora Archivos de Indias en la cual Alfonso Reyes ya estaba colaborando, sino que se obtuvo un reconocimiento presidencial de la administración carrancista a tal proyecto. Francisco A. de Icaza, notable intelectual quien ya tenía larga trayectoria en los ámbitos europeos, aunque bajo el estigma de pertenecer a otras administraciones, logró “como última opción para reintegrarse al ámbito diplomático la presidencia de dicha Comisión”, en calidad de jefe de ella (Perea: 142): “Adjunto remito a usted el nombramiento de Comisionado Cultural en España, que por acuerdo del C. Presidente de la República se le ha expedido, con objeto de que termine la impresión 191
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de los documentos que dejó pendiente el señor don Francisco del Paso y Troncoso, y lleve a cabo investigaciones en los Archivos de Indias.”12. En el mes de marzo se le pide a Artemio que regrese para formar parte de la Comisión Cultural en España como investigador, conservando su sueldo de Segundo Secretario y bajo las órdenes de Icaza, quien sustituía a Troncoso, aunque en la realidad Icaza venía desempeñando dicho cargo desde 1920 y continuó con él hasta su muerte acaecida en 1925 (Huerta: 35). El 2 de abril de 1920 Valle-Arizpe regresó a vivir a Madrid en la calle del Barquillo, número 1, segundo piso. En una carta escrita a Luis González Obregón el 25 de mayo, le confiesa su sentir hacia Bélgica y la alegría de estar de nuevo en la península ibérica, sus visitas al Museo del Prado descritas en una maravillosa interpretación lírica de los cuadros, verdadera crónica de andanzas españolas: He vuelto de nuevo a España. La Secretaría de Relaciones ha creado una comisión para investigaciones y estudios históricos de la que es jefe, ya lo sabrá, don Francisco A. de Icaza. He sentido dejar Bélgica, pero tengo a la vez contento porque estoy en estas tierras fuertes, un poco agrias de color de la altiplanicie castellana, pues ya me había acostumbrado a la suavidad de las praderas de Flandes envueltas siempre en una vaga bruma que desvanece idealmente todas las cosas. Atrás he dejado esas ciudades llenas de recóndito encanto, Brujas, Gante, Malinas, Amberes… arropadas en sus nieblas, soñando bajo el rigor de sus nieves o sonriendo entre la verde opulencia de sus primaveras. Las vírgenes de Mémlig y de Quintin Matsys difunden cordialidad afable en aquel ambiente brabazón, mientras que Rúbens, Snyders y Jordaens, cantan espléndidamente su amor a la vida, en un himno sin fin. Si en Bélgica me encontraba contento, en España siempre me he sentido bienhallado. Estoy como en un vasto hogar en el que me parece todo agradable y benévolo. En los días que tengo de descanso pienso irme a esas ciudades y pueblos de Castilla y de la Mancha, tan llenos de interés en su abandono por los que ha pasado la Historia y la Leyenda sahumándolas de encanto. Ya fui al Prado a presentar mis respetos a don Diego Velázquez de Silva, al inquietante Rivera, al malhumorado don Francisco de Goya y Lucientes. Volví a ver a Carlos V en su engualdrapado corcel; he oído rezar fervorosamente a los caballeros del Greco y en una sala apenumbrada, llena de la suave música del violenchelista de Van Dyck y de la dulce mirada de paz de 12
La Comisión Cultural en España recibió el nombre honorario de “Francisco del Paso y Troncoso de Investigaciones Históricas en Europa”. En varios momentos formaron parte de ella, en diversos proyectos, María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Manuel Toussaint, José Juan Tablada y Luis G. Urbina, quien desde 1918 había desempeñado varios cargos diplomáticos en España. Cuando José Vasconcelos estuvo al frente de la Universidad Nacional mantuvo un distanciamiento con esta Comisión a la que llegó a considerar como sólo un escaparate para los escritores mexicanos que viajaban a Europa.
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Alberto Durero que asoma en su marco de oro su noble cabeza de Cristo, en esa sala oí las cosas sutiles que la Duquesa de Oxford le decía Felipe II, al verlo con el arnés de guerra que el Ticiano se complació en damasquinar. Don Luis de Góngora me habló de bella manera sobre sor Juana Inés de la Cruz y muchas cosas de las que me dijo no las entendí por lo recónditas, pero Alfonso Reyes me las va a explicar; el corcoveta Soplillo me recordó el malventurado Ruiz de Alarcón, con el que groseramente lo comparaba Lope, y ya para salir a la calle, vi a la alegre María Luisa que desde lo alto de su caballo acariciaba con la mirada a un soldado de los Fusilamientos de la Moncloa y, de fijo, esperaba que terminase su menester para llevárselo en la grupa hacia los sotos de Manzanares, y como me distraje pensando en los muy prolijos adornos de la frente de Carlos IV, una de las majas me echó a la cara un clavel y la otra me arrojó un ramo de rosas de Aranjuez y se volvieron a poner las manos bajo la nuca y continuaron tendidas, fulgiéndoles los ojos de malicias bravías… Dentro de unos días iré con Alfonso Reyes a Salamanca, nada más estamos terminando un urgente y agradable quehacer que nos encomendó don Francisco Icaza, quien se fue a Sevilla a pasar la feria. (En Cordero: 224-229)
En su nuevo empleo, de seguro placentero al sumergirse en la quietud de los acervos y de aquellos papeles que conservaban la historia de las relaciones entre Nueva España y la metrópoli, fue un gozo mayor visitar el Archivo General de Indias de Sevilla en donde pudo abrevar directamente en el conocimiento del pasado virreinal de México, pues “nadie tan ávidamente como él habrá hurgado en polvosas crónicas y papeles amarillentos, ha revivido el pasado, con creciente sensibilidad” (González Peña: 201). Sin duda fue una de las experiencias más importantes de su vida y que determinó su futuro como historiador. En una de sus clásicas anécdotas, Valle-Arizpe recordaba que Al salir una mañana del hotel en que se hospedada en Sevilla, dio a un criado unas tarjetas postales para que las echara al buzón del correo y en la noche, cuando regresó le preguntó: “¿Pusiste en el correo las postales?” Con lo que te sobró de los portes puedes quedarte. –No señorito, no las puse ¡Cómo los iba a poner! –¿Pero, por qué no las has puesto? ¿Has estado muy ocupado en el hotel y no has tenido tiempo de ir al correo? –Anda, nada de eso señorito, sino porque en ellas usted cuenta muchas mentiras, dice que aquí tenemos un precioso tiempo y está haciendo un calor de todos los diablos. –¿Y para qué lees mi correspondencia? –Toma, pues son postales y van precisamente sin sobres para que todo el mundo las lea y se entere de lo que dicen: Si no las leyera la gente no llenarían su objeto. (Cordero: 24)
El general Francisco L. Urquizo en su libro de memorias Madrid en los años veinte describió cómo era la situación de los residentes mexicanos en la capital española y con tintes de amarga ironía la presencia de 193
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escritores civiles en la diplomacia, dejando atrás los tiempos en que figuraban los militares: Era reducido el número de residentes mexicanos en Madrid por los años veintes: los diplomáticos de la Legación de México, militares exiliados éramos tres generales: Alfredo Rodríguez, que había sido jefe del Estado Mayor del general Pablo González y después gobernador del estado de Oaxaca; Francisco P. Mariel, oficial mayor de la Secretaría de Guerra y Marina, y yo; cuatro o quizá cinco estudiantes pensionados; dos estudiaban medicina, uno ingeniería y dos pintores, y artistas de teatro o toreros que con frecuencia iban a hacer temporadas ejerciendo su arte; si acaso unos dos más que radicaban permanentemente allí. Existía una palpable desconexión entre los residentes mexicanos en Madrid. Los diplomáticos o del servicio consular tenían su mundo aparte. El licenciado Miguel Alessio Robles era el ministro; el primer secretario el licenciado Alfonso Reyes, y el segundo, Artemio de Valle-Arizpe; Guillermo Jiménez estaba adscrito al consulado de México en Madrid. Los cuatro eran escritores y a esa actividad dedicaban lo mejor de su tiempo. ¿Por qué será costumbre que la diplomacia mexicana, o mejor dicho latinoamericana, la desempeñan generalmente escritores y poetas? (Urquizo: 1035-1036)
Artemio volvió a aprovechar su estancia, primero para volver a recorrer Madrid en compañía del general Urquizo yendo a los barrios de Chamberrí, Malasaña y Embajadores; y después para visitar la mayor parte de la península en compañía de sus amigos: Alfonso Reyes (quien le denominó “Gran viajero de España”), Pedro Henríquez Ureña y Manuel Toussaint. El asesinato de Carranza el 21 de mayo de 1920 causó zozobra e incertidumbre en la Legación Mexicana. A la llegada del presidente interino Adolfo de la Huerta el primero de junio se trataron de reanudar las actividades. Durante los seis meses que duró su gestión conciliadora, las noticias de México llegaban lentamente: reorganización del gobierno, búsqueda de la paz interna y convocatoria a elecciones generales para renovar el poder ejecutivo y legislativo. Desde el 14 de junio hasta el primero de agosto del mismo año estuvo Miguel Covarrubias Acosta al frente de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Valle-Arizpe, a fines de este mes de junio de 1920, se encontró con Miguel de Unamuno (años antes como novel escritor, le había mandado una tarjeta postal de la Plaza Mayor de la ciudad de México, fechada el 12 de diciembre de 1911): A don Miguel Unamuno. Bordadores 5. Salamanca, España. Mi admirado don Miguel: Acepte, le ruego, mis afectuosos saludos, junto con mis deseos porque en el nuevo año tenga toda suerte de venturas y de prosperidades, que se le reali194
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cen ampliamente todos sus deseos. Soy su amigo y admirador que mucho lo estima. México a 12 de diciembre. (1ª calle de Colima, 224)13.
Unamuno llegó a conocer bien el primer libro de Valle-Arizpe, La gran ciudad de México Tenustitlán, perla de Nueva España, según relatos de antaño y de ogaño, el cual tenía en su biblioteca y lo citaba frecuentemente, aunque se quejaba de que el saltillense escribiera México con “x” y no con “j”; y también le escribió una breve nota en agradecimiento del obsequio de la obra Lírica mexicana que habían realizado Reyes y Urbina: “Gracias, mi buen amigo, por el regalo de la Lírica mexicana (¡lástima de x!). Está muy bien. Y me ha complacido conocer de Sor Juana Inés otra cosa que las tan asendereadas coplas. También lo de [Justo] Sierra. Espero otras cosas de don Justo. Como espero los libros de Nervo. Aún no han llegado. Ni el de mi prólogo.” (Unamuno, 1996: 454). Otro personaje que conoció brevemente, fue al artista José Moreno Villa, quien tiempo después, en su Cornucopia de México, evocaba sucintamente la relación que tuvo con la Legación mexicana, dio ciertos juicios generales sobre la obra de los escritores mexicanos y, concretamente, de la relación de Artemio con España: De España conocía yo a Alfonso Reyes, a Genaro Estrada, a Martín Luis Guzmán y a don Artemio del Valle-Arizpe. De estos cuatro literatos, Reyes fue quien agarró más pelos de la Fama. Los cuatro amaron o aman la Historia; Reyes, la literaria; Estrada, la general de su país y la artística universal; Guzmán, la historia revolucionaria de México; Valle-Arizpe, la anecdótica del México pasado. Reyes, aparte su labor creativa, fue miembro del Centro de Estudios Históricos, de Madrid, en la sección de Menéndez Pidal, y Estrada conoció dicho centro y soñó con implantar en México algo parecido. La muerte prematura malogró sus propósitos. Su magnífica biblioteca de Historia de México fue adquirida por el Gobierno y está en la Secretaría de Hacienda. Conviene divulgar este dato para conocimiento de los historiadores nacionales y extranjeros. Martín Luis Guzmán y don Artemio conocieron también a fondo la vida española, pero no creo que ninguno de ellos sienta como los dos anteriores un cierto fervor pedagógico, altamente notorio en Estrada, de hacer avanzar en México los estudios históricos y artísticos a base de disciplina y rigor científico. (Moreno Villa: 58)
El 24 de julio de 1920 salió una reseña de Ejemplo firmada por Manuel Machado: 13
Véase el reposorio documental de la Universidad de Salamanca de la Casa Museo Unamuno en www.gredos.usal.es/jspui/handle/10366/21363.
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La lectura de Ejemplo (iba a escribirlo con x), novela de D. Artemio del Valle-Arizpe que produce el efecto de la contemplación de un bargueño del siglo XVII, con su gaveta de bronce dorado y su mesa de retorcidos hierros. Un gran poder de evocación asiste a las descripciones en que el poeta reconstruye las cosas y la vida del siglo de Oro en nuestras Américas fecundas. El poeta, sí. Más que novela, Ejemplo es un poema impregnado de aromas de leyendas y de viejas tradiciones. Su gran mérito está en la reconstrucción maravillosa de un pasado tan amable y tan capitoso a través de los tiempos. Ya el gran Urbina, maestro poeta mejicano, lo ha dicho así en cabeza del libro, mostrando una perfecta visión de la obra. Yo sólo he de añadir que entre las de esta especia, entre los libros escritos con pluma de ave –al estilo clásico– y espíritu antañón, el Ejemplo de D. Artemio del Valle-Arizpe me parece de lo mejor y, a mi juicio muy preferible a la celebérrima Gloria de don Ramiro de R. Larreta, argentino, en la cual hay no poco de españolada y bastante de pesadilla. (4)
Artemio viajó también a París, Londres, Alemania, Austria e Italia. En esta última, en compañía de Henríquez Ureña, se encontraría con el intelectual Rafael Cabrera, el cual le escribió a Alfonso Reyes: “La víspera de salir yo de Roma, tuve la visita de Pedro, al que hacía ocho o nueve años que no veía y la de Artemio. Apenas tuve tiempo de pasearlos pero eso sí, los llevé a la Piazza Venezia para que conocieran a Donna Lucrecia de quien habla Ud., en sus Retratos reales e imaginarios” (Alfonsadas, 3). El primero de septiembre de 1920 la revista el Mundo gráfico de Madrid publicó una foto de Valle-Arizpe con el nombre equivocado de “Antonio” por el de “Artemio”, y el siguiente pie de foto: “Ilustre prosista americano que acaba de publicar un precioso libro titulado Ejemplo en el que se advierte una perfecta identificación con los clásicos españoles” (“Varias notas…”, 18). Los trabajos de la Comisión Cultural “Francisco del Paso y Troncoso” siguieron normalmente, Valle-Arizpe era Primer Secretario, cuando Álvaro Obregón tomó posesión como presidente de México en diciembre de 1920. Cutberto Hidalgo Téllez, quien había sido nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Adolfo de la Huerta, a raíz de la renuncia de Miguel Covarrubias como secretario en agosto, quedó como encargado del Despacho, para que, oficialmente, asumiera el cargo de secretario de Relaciones Exteriores, puesto en el que duró solamente un mes al presentar su renuncia el primero de enero de 1921. Es así como Alberto J. Pani asumió la Secretaría de Relaciones Exteriores, cargo en el que duró cuatro años. El 15 de enero de ese 1921 la Comisión Cultural, por acuerdo del presidente de la República, ya no perteneció a la Secretaría de Relaciones Exteriores sino que pasó a formar parte de la Universidad Nacional a 196
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la sazón dirigida por el oaxaqueño José Vasconcelos. La razón de tal decisión se explicó por un oficio que mandó el embajador de México en donde explicaba que: en relación al informe que tuve la honra de rendir a esa Superioridad con fecha 30 de septiembre próximo pasado, y teniendo en cuenta la índole de las labores de la Comisión Cultural integrada por los C.C. Francisco A. de Icaza y Artemio de Valle-Arizpe, me permito sugerir a la Secretaría del digno cargo de usted, que se digne someter a la aprobación del señor presidente de la república el acuerdo de que la referida comisión Cultural pase a depender directamente de la Universidad Nacional, entretanto se establece la proyectada Secretaría de Educación. Con esta medida quedaría mejor asegurada la eficacia de la repetida Comisión, pues en la actualidad esta Legación carece de facultades y de medios para inspeccionar las labores de la Comisión, no pudiendo informar sobre ellas a la Superioridad. (“Expediente personal…”)
Alberto J. Pani, secretario de Relaciones Exteriores aprobó lo anterior. Artemio volvió a sufrir los percances de la burocracia: el primero de febrero de ese mismo 1921 recibió su cese como Segundo Secretario, en virtud de haber pasado a depender como miembro de la Comisión Cultural de la Universidad Nacional. Su puesto fue ocupado por Manuel Toussaint. Rehaciendo yerros y entuertos la Secretaría de Relaciones Exteriores, el 11 de marzo, subsanó el cese y Valle-Arizpe fue vuelto a nombrar Segundo Secretario de la Misión Cultural en España, y siguió con el carácter de Segundo Secretario de Legación comisionado en España. Es así como continúa prestando sus servicios en Madrid bajo el mando de su querido amigo Alfonso Reyes, para ese momento Encargado de Negocios ad interim de México en Madrid, y continúa con su costumbre de viajar: hay una foto que publicó en México Revista de revistas el 5 de junio de 1921 de cuando visitó Granada. Sentado en un nicho de azulejos andaluces, con grecas, rombos y líneas que se entrecruzan, dos pilastras estucadas coronan sus hombros, con traje impecable, corbatín de rayas y flor en el ojal, el bigote en punta que siempre lo caracterizaba (el poeta Rafael López hablaba de “su gran mostacho donjuanesco y maligno, más cerca del pecado que de la santidad”), barroca su misma postura que permite ver las mancuernas de los puños impecablemente almidonados, postura solemne pero, sibarita consumado, mira divertido a la cámara. En este mismo año de 1921 salió de las prensas su obra Vidas milagrosas, la segunda publicada en España, en donde se consolida ya ese estilo que lo caracterizaría toda su vida: la tendencia colonialista. “Indiferente a las modas literarias seguirá fiel a su estilo arcaizante y a sus recreaciones imaginativas y poéticas de un tiempo que se le hacía mejor. 197
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Esta literatura de evasión lo mantuvo al margen de las profundas transformaciones que se estaban realizando en la expresión literaria a partir de los años veinte…” (Cortesía norteña…, 10). Seis cuentos conforman Vidas milagrosas: “El retrato”, dedicado a Alfonso Reyes; “Nuestra señora de Monterroso” que alude a un pueblo de Castilla14; “De cómo murió don César de Tavera”; “La peor parte”, dedicado a Rafael López; “Fr. Bartolomé Valumbroso” dedicado a Genaro Estrada; y “El Cristo de las venganzas”. Hay una temprana reseña que escribió Rafael Heliodoro Valle, publicada en México: Extáticos estábamos, oyendo el episodio del Marqués, y aún encendidas las pupilas por el asombro de verba, cuando empezó don Artemio a leernos su cuento “El Cristo de las venganzas”. Era, en verdad, aquella una página de moribundos matices y fascinante decir, y entre párrafo y párrafo, catando sus dulzuras, mezclábamos a su vino el que se acendra a las ánforas coloridas a fuego lento por las manos de Rodríguez Larreta. Se conocía que el narrador ha descendido a los infiernos del idioma, y que las pedrerías, los libros y las sedas, le han hecho peligrosas confidencias; pues sus palabras, que muestran la sangre ardiente de una estirpe, denuncian todo lo que las conturba en la sorpresa y las macera en la voluptuosidad. Ningún sitio más a propósito para escucharla, que el de aquel aposento en sosiego, de ventanal por donde se entraban las estrellas y las flores a contarnos los hechizos de la tierra y el cielo. (Valle: 34)
Sin olvidar amistades, le manda a Unamuno un ejemplar de Vidas milagrosas con la dedicatoria: “Al gran don Miguel, con la admiración el mucho afecto de su fiel servidor, Artemio del Valle-Arizpe”15. Igualmente mantuvo correspondencia con sus paisanos José Juan Tablada (quien le decía “mi querido amigo”), Julio Torri, Xavier Icaza, Genaro Estrada, Manuel Toussaint y Enrique González Martínez, entre otros. Pero también lee profusamente y conoce muy bien la literatura española. El 5 de noviembre de 1921, Artemio hace un retrato suyo solicitado por la Secretaría de Relaciones Exteriores, en ella destacan sus condecoraciones: Medalla de plata conmemorativa de los sitios de Brihuega de Villaviciosa; así como sus distinciones: Académico de honor de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes; y Miembro de honor de la Société académique d’histoire internationale. 14
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En palabras de Bernardo Ortiz de Montellano, quien seleccionó desde junio de 1924 este cuento para una antología publicada en 1926 en España: “en la asidua lectura de juicios de residencia, correspondencia de conquistadores y virreyes, o crónica de enredos cortesanos [Valle Arizpe] halló su desenfado de marqués soltero, el ademán preciso de su estilo y algunas veces la argumentación de las novelas y cuentos” (211-228). En el archivo de Unamuno se guarda también una carta de Valle-Arizpe que transcribo páginas adelante. Véase Unamuno 1998: 138.
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El 6 de diciembre, a pesar de lo que comentábamos al principio de este ensayo sobre la lejanía de Valle-Arizpe referente a las actividades diplomáticas, tuvo que participar en una de las ceremonias más importantes dentro del protocolo que involucraba presentación de credenciales, no sólo de España sino también de Portugal. A continuación, la reseña publicada en el periódico madrileño La Voz: Asamblea de cónsules mejicanos Sesión inaugural. En la Legación de Méjico se celebró ayer, a las once de la mañana, la sesión inaugural de la asamblea de cónsules mejicanos acreditados en España y Portugal. Ocuparon la presidencia el sr. D. Miguel Alessio Robles, ministro de Méjico, el sr. D. Rafael López Lago, jefe de la sección de comercio, en representación del sr. González Hontoria, ministro de Estado y el Sr. D. Manuel Otálora, Cónsul general de Méjico. Asistieron los señores D. Francisco A. de Icaza, jefe de la Comisión Cultural Mejicana; Reyes, Valle-Arizpe y Casásus secretarios de la Legación de Méjico, y coronel Pérez Figueroa, agregado militar a la Legación, y Luis Aragón, Rafael Abeleyra, Eugenio Beguerrise, Heriberto Frías, C.M. Gaxiola, G. Gaxiola, Francisco J. Miranda, Juan Manzano, Manuel Pardo, José Collada Rivero, Alfonso J. Rodríguez, Félix G. Salinas, José Serrano, Guillermo Vallejo, y Gonzalo Vega, cónsules. Actuó de secretario el señor cónsul de Sevilla, D. Agustín Loera Chávez. El sr. Alessio Robles pronunció un breve discurso, haciendo resaltar la conveniencia, de fomentar las relaciones comerciales hispano-mejicanas y la importancia de la labor que vienen realizando los cónsules. El sr. don Rafael López Lago se congratuló de la celebración de este acto, que tantos beneficios mutuos puede reportar, ofreciendo en nombre del ministro del Estado todo el apoyo para los cónsules mejicanos y para que puede llevarse a cabo el Tratado de amistad y de comercio, que ya ha sido propuesto oficialmente por el licenciado Alessio Robles. Dedicó frases de elogio para la honrada y acertada gestión que viene haciendo el gobierno mejicano que preside el general Obregón y envió un saludo para dicho presidente y para el pueblo mejicano. A continuación, el sr. Otálora leyó un interesante discurso, poniendo de relieve la importancia y trascendencia de la labor que les ha confiado con esta asamblea, que no tiene precedentes, el gobierno mejicano; labor que sí es afortunada cristalizará los ideales de solidaridad hispanomejicana. Agradeció al sr. Ministro de Estado la honra que concedió a esta asamblea enviando para presidir la sesión inaugural a tan digno representante, dedicando sentidas frases de elogio y saludo para D. Alfonso XIII. Terminó consignando las más expresivas felicitaciones para los señores Alessio Robles, Pani, Obregón, ministro en España, secretario de Relaciones y presidente de Méjico, respectivamente. (Anónimo, “Asamblea de cónsules…”, 8)
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En 1922 Valle-Arizpe publicó su tercer libro en Madrid: Doña Leonor de Cáceres y Acevedo dedicado a Enrique González Martínez “el grande y querido poeta”. En él mantuvo este estilo tan peculiar de giros anticuados en el idioma y en la sintaxis clásica, la reconstrucción de épocas virreinales aderezados con anécdotas propias, espacios reales y geográficos con personajes surgidos de su imaginación. Asimismo Artemio llevaba una vida social que se interrelacionaba con su labor en la Legación: El Encargado de Negocios de Méjico, D. Alfonso Reyes, ofreció el viernes un almuerzo en el Hotel Ritz a los tres estudiantes argentinos que concurrieron el Congreso estudiantil que acaba de celebrarse en Méjico, Sres. Orfila, Dreyzin y Vrillaud. Al almuerzo concurrieron, además, el sr. Viale Paz, secretario de la Embajada de Argentina; los secretarios de la Legación y de Méjico, sres., ValleArizpe y Casasús; el agregado militar a la misma coronel Pérez Figueroa; el canciller consular de Méjico en Madrid, Sr. Jiménez, y en representación de los estudiantes mejicanos residentes en Madrid, el Dr. Luis Erro. (Anónimo, “Asamblea de cónsules…”, 8)
A principios de febrero de ese año solicitó con su pasaporte de diplomático, viajar de nuevo a Italia, concretamente a Génova para encontrarse con Arturo Pani. Al regreso de sus vacaciones, el 20 del mismo mes, la Secretaría de Relaciones Exteriores pidió, tanto a Reyes como a él, en razón del nuevo Reglamento Diplomático, comprobar, hablar y escribir correctamente francés e inglés, además de traducir otro idioma útil a la carrera diplomática. Razón para lo cual se ordenó su regreso a México. Reyes, en su cáustico y fino lenguaje contestó el comunicado: Tengo la honra de manifestar a usted que, en cuanto recibí de París el mensaje circular que contiene las prescripciones del nuevo Reglamento Diplomático que son de inmediato cumplimiento, lo comunique por escrito al personal de esta Legación, Señores Secretarios A. de Valle-Arizpe, [Héctor] Casasús y escribiente Lourdes Hernández. Al punto consulté por telégrafo a esa Superioridad, a fin de evitar dudas e interpretaciones falsas, rogándole se sirviera especificarme quiénes debían ir a México a sustentar el examen necesario. Igualmente, en demostración de pleno acatamiento, y pensando que sólo a la Superioridad toca el apreciar la suficiencia de las constancias de estudios y título que obran en mi hoja de servicios o que puedan resultar de mi labor, me he apresurado a manifestar a usted por telégrafo que desde luego estoy presto a presentar las pruebas y exámenes que la Superioridad estime necesarios. Y espero solamente la respuesta a mi mensaje anterior, para manifestar por telégrafo la decisión de mis compañeros de Legación. (“Expediente personal…”)
Ya preparando su salida a México, Valle-Arizpe le escribió a Unamuno una carta el 26 de junio de 1922. Por su valor como fuente testi-
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monial del homenaje, cariño y respeto que profesaba hacia el patriarca de la generación del 98, a continuación la transcribo completamente: Señor don Miguel de Unamuno. Salamanca. Muy admirado y fino amigo: Debo de escribirle estos renglones para hacerle presente mi agradecimiento por las delicadas emociones que me ha producido la lectura del artículo que escribió Ud. sobre el libro En voz baja del que dice, con exactitud admirable que es para decírselo como a sí mismo en voz baja y a solas, en horas de cansancio de la lucha tenemos que son las horas de la lucha celestial. Las exégesis de algunos poemas y las glosas que de otros hace Ud. evocando gratos y suaves recuerdos de mocedad, me han llenado de un encanto profundo y han puesto en mi alma una sutil emoción, sobre todo aquella en que pasa temblando, fina y leve, la sombra de la madre muerta y aquel otro de la abuela austera, trabajadora y fuerte, que viéndolo con mirada benévola en sus ruidosos juegos de niño, le decía sentenciosamente salomónicas palabras […]. No puede pasarme sin la opinión de Ud., sobre mi libro Ejemplo que me permití darle en esa ciudad y espero de su amabilidad que será muy servido de expresármela. Con un afectuoso apretón de manos me despido ahora de Ud., repitiéndome su amigo y su devoto admirador.16
Queda como testigo de su estancia en la Legación y en la península ibérica que consolidó en Valle-Arizpe su inclinación hacia la riqueza de los archivos, la época virreinal y, ante todo, el fervor hacia España, la carta confidencial que el primero de julio de 1922, Alfonso Reyes escribió sobre él: Demuestra un gran interés por el arreglo y decoro de la casa de México, y se preocupa de la mejor presentación de la oficina y la servidumbre. Sigue con apego aquellos asuntos que tienen un carácter concreto y personal, y que parecen convenir mejor a su modalidad mental que los asuntos abstractos y generales. Es muy solícito para con los mexicanos que pasan por Madrid, a quienes se preocupa de dar informes útiles sobre la vida española y de acompañar a los Museos y sitios dignos de visitarse. Como escritor, se ha relacionado un poco en los círculos intelectuales, pero sin querer ir muy de prisa, por cierta reserva que le es propia y que lo hace algo tímido y desconfiado para con las personas a quienes acaba de conocer, así como es sumamente sociable y atractivo con los que ya le conocen. Es obsequioso, y muy aficionado a obligar a los amigos con sus bondades. Se cuida de mantener activa correspondencia, para no dejar que se entibien sus relaciones. 16
Véase el repositorio documental de la Universidad de Salamanca de la Casamuseo Unamuno en www.gredos.usal.es/jspui/handle/10366/21363.
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Ha desempeñado a satisfacción las labores que le han sido encomendadas en el trimestre. (“Expediente personal…”)
El 19 de agosto de 1922 Valle-Arizpe embarcó a Santander y de ahí a México17. La despedida con Reyes, amigo-protector-confidente, era tan deprimente para el ánimo de Artemio que no pudo hacerla en persona, así que le mando una carta a la Legación en la cual se entreve que ya tenía planeado no regresar y quedarse en México por razones personales: Mi querido Alfonso: No tengo valor para despedirme de Vd., me desgarraría más el alma. Que en unión de todos los de su familia sea siempre muy feliz. Dios quiera que no se vea jamás en el apretado trance en que yo estoy ahora, pues todo se me ha derrumbado. Si alguna vez va Vd., a México, ya me hará el favor de avisármelo a Saltillo y procuraré ir a darle un abrazo; quizá para entonces ya haya yo logrado poner mi vida en un nuevo camino. Para no irme del todo de aquí, le suplico que me recuerde alguna vez. Tengo una tristeza… Mis afectuosos saludos a Manuelita y un beso para Alfonsito. Lo abraza su amigo que Vd. bien sabe lo mucho que lo quiere18.
Dejaba tras de sí una España que llegó a conocer bastante bien por sus constantes travesías19; dos novelas y un libro de cuentos publicados en Madrid con tema hispánico; una anodina carrera diplomática pero una presencia literaria detallada en varios periódicos madrileños; amistades afianzadas en su espíritu –Miguel de Unamuno y Enrique Díez-Canedo–, y un cariño hacia la Madre Patria –los sucesos de 1936 lo afectaron profundamente– manifestado al publicar, años después, en Madrid varias de sus obras como Amores y picardías (1932), la primera y segunda serie de Virreyes y virreinas de la Nueva España (1933), Libro de estampas (1943), e Historias de vivos y muertos (1936), y la felicidad de regresar en otras ocasiones a España como se da cuenta en un artículo 17
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A la vez que Valle-Arizpe concluyó su estancia en España, también terminó su etapa como diplomático. El 21 de septiembre de 1922, ya en México, renunció al puesto de Segundo Secretario de Legación con oficio a Alberto J. Pani, secretario de Relaciones Exteriores: “con relación a la nota número 9386, girada por el Departamento Diplomático de esa Secretaría a su digno cargo, con fecha del 13 del corriente, tengo la honra de manifestar a usted que, habiendo decidido dedicar mi atención a asuntos particulares, no me es posible continuar la carrera diplomática, por lo cual me veo en la necesidad de renunciar del cargo de Segundo Secretario, que había venido desempeñando” (“Expediente personal…”). La amistad nunca se fragmentó, aunque tuvo distanciamientos normales. Véase la correspondencia que mantuvieron durante casi toda su vida en Cortesía norteña…. Salvador Novo recordaba cuando Valle-Arizpe acaba de llegar a España: “era muy gallardo, tenía unos grandes bigotes enhiestos, su sortija siempre muy escandalosa, su bastón…” (El trato con escritores, 150). En palabras de Arturo Sotomayor: “quien puede referirse a los archivos de Sevilla, o de Simancas, y hablar de Toledo y Ávila, Salamanca y Córdoba, está en buen camino colonialista” (XXI).
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publicado en México con motivo de sus asistencia al Segundo Congreso de Academias de la Lengua que se celebró en Madrid en 1956: Un momento de intensa emoción conmovió totalmente a nuestro ilustre cronista oficial de la ciudad de México, don Artemio de Valle-Arizpe, cuando al finalizar el pasado domingo, en el salón de actos de la Real Academia Española de la Lengua, la sesión homenaje al insigne polígrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo, un nutrido grupo de académicos y personalidades rodeó a nuestro sabio investigador, mientras don Ramón Menéndez Pidal les decía: “Aquí tienen Uds., amigos míos, al hombre que ha escrito ese magnífico libro Lirio de Flandes, que es la más sincera y mejor exaltación de la obra de España en tierras flamencas”. Y el virtuoso señor patriarca de las Indias, obispo de Madrid-Alcalá, doctor don Leopoldo Eijo Garay, que formaba parte del selecto grupo, se adelantó hacia don Artemio y le dijo entre la emoción de los presentes: “Permítame, señor académico, que bese esa mano que ha sido capaz de escribir tan bella página de la historia de España. ¡Nunca leí libro tan interesante y tan justo como el suyo!” Don Artemio, visiblemente inundado por una sincera emoción, no pudo articular palabra alguna de gratitud y tanto don Ramón Menéndez Pidal como el Señor Patriarca de las Indias le dieron unas palmaditas de afecto y simpatía, en la espalda. Pasó, en realidad don Artemio uno de los momentos más emocionantes de su vida. Luego el admirado doctor Gregorio Marañón, antiguo amigo de don Artemio, le invitó para visitarle en casa para aplicarle su vasta ciencia a ver si le cura o le palia, por lo menos, ese persistente reuma que le aqueja a nuestro cronista de la ciudad de México, y de paso platicar sobre la literatura en España y en México. El doctor Marañón le entregó en el vestíbulo de la Academia, más tarde, un ejemplar de la tercera edición de su libro Españoles fuera de España, con la siguiente dedicatoria: “Para Artemio de ValleArizpe con un abrazo muy fuerte a su persona y a su Patria”. Pero la emoción no ha interrumpido a este impenitente académico chamarilero, como él mismo se denomina, don Artemio de Valle-Arizpe, su continuo corretear por Madrid, recordando tiempos pasados. Esta mañana estuvo en el Rastro –la Lagunilla mexicana– y allí adquirió algunos diversos objetos, entre ellos, una antigua cruz de Caravaca, un viejo tintero de Talavera de la Reina, y varios relicarios de plata, objetos que exhibía muy contento y ufano en el hall del Hotel Palace, a los amigos. (Anónimo, “Segundo Congreso de Academias…”)
Indudable, don Artemio de Valle-Arizpe no era del tiempo en que vivió sino de una época más antigua, añorada, nostálgica, allende de la mar océano, de la que esos tres años, seis meses, doce días que estuvo en España le permitieron conocer sus veneros más profundos.
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Enrique González Martínez Su anhelo por España Esther MARTÍNEZ LUNA Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM
Mi puesto en Madrid no es vitalicio, y, tarde o temprano, habré de abandonarlo. Enrique González Martínez
Resulta casi imposible hablar de Enrique González Martínez y su estancia en España sin referirse a su actividad diplomática, pues los años que vivió en la península fue desempeñando cargos como servidor del gobierno mexicano. Recordemos que el poeta Enrique González Martínez muy pronto abandonó el mundo de la medicina para dedicarse a las letras y años más tarde al servicio público. Originario de Guadalajara, Jalisco, “bajito, delgado, nervioso, de complexión fina, de voz penetrante pero acariciadora, de ojos negros como cuentas de azabache” –según lo recordaba su amigo Victoriano Salado Álvarez–, Enrique González Martínez nació un jueves 13 de abril de 1871. El poeta jalisciense fue hijo de un profesor que dedicaría su vida entera a la educación básica. Cursó todos sus estudios en su lugar de origen, confiándose alternativamente a la sotana del seminario y a la levita de la educación positivista. Fue un médico comprometido con su profesión que en sus ratos libres escribía poemas para luego publicarlos en la prensa católica del centro del país, y sólo hasta los primeros años de este siglo, motivado por Luis G. Urbina, el ya mencionado Victoriano Salado Álvarez y Joaquín D. Casasús, contempló la posibilidad de dedicarse de tiempo completo a la literatura en la capital del país. Sus inicios como servidor público fueron en Sinaloa, en los distritos de Mocorito, El Fuente y Mazatlán, donde fungió como prefecto político al servicio del gobierno del general Porfirio Díaz. Por esos mismos años en México se vivía un tiempo de relativa tranquilidad que antecedería al 207
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arribo del maderismo; en virtud de su educación porfirista, el poeta ya consagrado por la ciudad de México formaría filas en oposición al “apóstol de la democracia”. Sólo desde esta perspectiva puede explicarse cabalmente su participación en El Imparcial como editorialista entre los años de 1911 y 1913. En 1911 ya era miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y gozaba de aceptación y prestigio literarios, al igual que se le reconocía como un orador brillante y un talentoso conferencista. González Martínez formó parte del influyente grupo del Ateneo de la Juventud, cuya presidencia ocuparía en 1912. Además de su labor en las gestiones públicas de este grupo, fue un poeta infatigable, un editor y un promotor de empresas periodísticas. Con él pasaron a primer plano –gracias al prestigio que ya tenía en esa época su obra dentro del canon literario de México–, los gestos y las actitudes de una matriz cultural que operaba en nuestra literatura en voz baja, con discreción, casi a escondidas, y no pocas veces con culpa. Me refiero a la cultura clásica cultivada en México a lo largo del siglo XIX. Además, González Martínez fue uno de los comentaristas y traductores más asiduos de la poesía católica de lengua francesa. El médico jalisciense fue un creador consumado de acuerdo con la más alta exigencia que su tiempo imponía a los poetas en materia de pericia técnica, la de los grandes poetas modernistas, para no abandonarse a la facilidad y pereza que en materia de elaboración artística aquejaban tan a menudo al espíritu de la mayoría de los románticos. Con su libro Los senderos ocultos (1911) Enrique González Martínez deja ver el proyecto de un poeta que ya alcanzó la madurez, seguro de haber aprendido el alfabeto de la rima y el ritmo en parnasianos y modernistas, y convencido de su deseo de adquirir una expresión más franca, más llana y más austera. El proyecto de un poeta que se alejaba de las fuentes francesas del modernismo hispanoamericano, pero no de la poesía católica de su amado Francis Jammes y los suyos; un poeta que vuelve los ojos en dirección de los orígenes estrictamente peninsulares de la literatura de su época. Un proyecto cuya exposición se repetirá, ampliada, en el discurso de su ingreso a la Academia Mexicana (discurso que, por cierto, fraguó a lo largo de varios años como parte integral de sus responsabilidades diplomáticas), así como también en la memoria del hombre que meditó en los misterios de su vocación, en la identidad del poeta que era y que había sido, me refiero a su autobiografía. Se trata de dos libros –El hombre del búho (1944) y La apacible locura (1951)– que destacan en medio de un panorama yermo en virtud de la parquedad con la cual las figuras públicas de México suelen rendir testimonio de sus actos. Afortunadamente, Enrique González Martínez, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, por mencionar algunos, nos 208
Enrique González Martínez: su anhelo por España
han legado fuentes de gran valor para la reconstrucción de algunos episodios de nuestra historia cultural y política. Si bien en esta ocasión nos interesa la presencia de González Martínez en España, no podemos soslayar que la carrera diplomática de nuestro escritor daría inicio en junio de 1920 cuando es nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de México ante el gobierno de Chile. Sin embargo, no será sino hasta septiembre de ese mismo año cuando se haga cargo de la legación mexicana en Santiago. Al dar inicio su carrera diplomática, el poeta jalisciense llevaba bajo el brazo una obra que ya lo había consagrado y había coronado su aceptación dentro del grupo dominante de la literatura mexicana, aglutinado primero en la Revista Moderna, y más tarde en su sucesora inmediata, la Revista Moderna de México; tenía 49 años y una lista importante de títulos: Preludios (1903), Lirismos (1907), Silenter (1909), Los senderos ocultos (1911), La muerte del cisne (1915), El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño (1917), Parábolas y otros poemas (1918), además del libro en que reunió sus traducciones de poetas franceses y belgas, Jardines de Francia (1915). También llevaba en su valija diplomática el poemario inconcluso La palabra al viento que terminó en Santiago un año más tarde. En tierras australes, muy pronto se convertiría en embajador y sería muy bien acogido por figuras destacadas del ámbito cultural como Gabriela Mistral; al grado de que la escritora, fuera de todo protocolo, le escribiría al también escritor y diplomático Genaro Estrada: “Estamos muy contentos con el poeta que nos ha mandado su gobierno y que matará la leyenda única que circula en América Austral sobre México: Pancho Villa y la revolución permanente” (en Yankelevich: 231). Sin embargo, nuestro médico-poeta a pesar de tener interés y aprecio por este país, no sería especialmente generoso ni correspondería a la admiración de los escritores chilenos, ya que junto con sus amigos y colaboradores reunidos en torno a la revista Pegaso –de la cual era editor, junto con Ramón López Velarde y Efrén Rebolledo–, veían con muy malos ojos la producción poética chilena1. El desempeño del González Martínez en Chile fue de escasos diecisiete meses, tiempo suficiente para que en compañía del poeta y sacerdote Luis Felipe Cortado conociera de punta a punta el país. Parte de 1
En una reseña sobre una antología llamada Los diez, cuya introducción estaba a cargo de Armando Bonus, González Martínez calificó a los poetas chilenos como intrascendentes por su “poca realización de formas y exiguo vigor lírico”, incluso se atrevió a decir que eran tan faltos de originalidad los poemas que bien pudieron estar escritos todos por una misma mano. Concluye diciendo que cualquier poema de algunos de los Manueles (Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, o Manuel de la Parra), valía más la pena que todo el acervo lírico de la reseñada antología chilena.
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estas gratas vivencias se encuentran plasmadas en su libro El romero alucinado, donde algunos poemas evocan los lugares que visitó. Durante su estancia en Chile, González Martínez continuaría su amistad y relación epistolar con el escritor y también diplomático Alfonso Reyes, quien desempeñaba entonces el cargo de segundo secretario de la legación de Madrid. Así, en su prolongada amistad intercontinental, Enrique González Martínez hablaba en febrero de 1922 de la desaparición de la revista México Moderno, de la cual era director2. En esta comunicación epistolar predominó el temperamento literario de ambos escritores sobre los asuntos diplomáticos, políticos y los oficios de una amistad consolidada. De tal manera que González Martínez hablaría de la esterilidad que le produjo su noviciado diplomático en Chile, pues sólo había podido escribir en ese episodio de su vida El romero alucinado; por desgracia, su escasa productividad literaria no desapareció y sólo publicaría, años más tarde, Las señales furtivas (1925). Ambos libros, escritos en sus primeros años como miembro del Servicio Exterior, a decir de la crítica, son los más débiles de su producción; sin embargo, y en concordancia con El hombre del búho, podemos decir que en El romero alucinado, sobre todo, hay poemas de un altísimo nivel que merecen estar al lado de sus más destacadas creaciones, pues dirigió sus pasos hacia una estética diferente de la que tenía acostumbrados a sus lectores. Es fundamental recordar que en México la década que siguió al levantamiento revolucionario estuvo caracterizada por conflictos con el exterior; los problemas con Estados Unidos se hacían palpables en la visión que se difundía de los mexicanos en América y el resto del mundo, nuestro país era muy mal visto, se tenía la imagen de un México bronco y con olor a pólvora. En consecuencia, Álvaro Obregón, “al asumir la presidencia, capitalizó una heterogénea base de apoyos para emerger como garante y depositario de los anhelos de pacificación y reconstrucción después de una década de lucha armada” (Yankelevich: 219); el Manco de Celaya buscó limpiar la imagen de México en el exterior por medio de la diplomacia, persiguiendo el reconocimiento a su gobierno de los países de América Latina y Europa, principalmente; en contraste con la imagen negativa que buscaba difundir Washington. Para ello, la administración de Obregón necesitaba aglutinar a hombres de letras, intelectuales con un reconocido prestigio que se dieran a la tarea de difundir informes “veraces y exactos” de la situación política, 2
En esta revista, que había visto la luz en agosto de 1920, se dieron cita importantes grupos de intelectuales mexicanos, entre ellos: los de la generación del Ateneo, como José Vasconcelos, Julio Torri, o la generación de Contemporáneos, como José Gorostiza y Jaime Torres Bodet. Cabe recordar que su libro Palabra al viento (1921) fue publicado bajo el sello de la edición de México Moderno.
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económica y cultural por la que transitaba México. Nuestros escritores diplomáticos debían contribuir a borrar la falsa imagen de un país de bandoleros donde sólo reinaba la anarquía y el caos. Dado este ambiente, Enrique González Martínez se enfrentó así, como muchos otros embajadores, al ambiente no siempre cortés y político que debía imperar en el trato entre las naciones. Existe un importante número de anécdotas sobre sucesos no siempre agradables, al grado de que el poeta embajador llegó a afirmar que en aquel medio desconocido, había de todo: gente culta e inteligente, hombres frívolos con mucha mano izquierda para el trato mundano, seres cansados de la vida protocolaria, que arrastraban penosamente el uniforme, y no pocos desprovistos de toda cultura y de la más elemental discreción. No faltaban tampoco funcionarios que eran capaces de provocar una catástrofe internacional con tal de que no se les quedara atorada en el buche una frase ingeniosa o una maliciosa agudeza. (González Martínez, 2002: 214)
Por otro lado, se decía que la legación mexicana en Argentina parecía estar bajo un hechizo, ya que después de la muerte de Amado Nervo, ocurrida en 1919, sólo el personal secundario que ayudaba a las labores más sencillas se había quedado en la representación diplomática. La legación durante un largo periodo estuvo sin un hombre a la cabeza que tuviera la altura del creador de La amada inmóvil, en cuanto a su prestigio y habilidad política. Además que para los argentinos la propaganda norteamericana era tomada como verdad absoluta y México no era más que Pancho Villa3. Así en este complicado contexto, la carrera diplomática de González Martínez continuó con su arribo a Buenos Aires. Deja Santiago de Chile y se embarca en ferrocarril un 5 de marzo de 1922 rumbo a la Argentina. En su carácter de secretario primero, Antonio Médiz Bolio fue el responsable de entregarle la legación en Buenos Aires. En un informe sobre su arribo a la capital del país, Enrique González Martínez informa que fue recibido con bombo y platillo por el introductor de embajadores, por el personal de la legación, por un gran número de miembros de la colonia mexicana y por diversos representantes de la prensa. En contraste, con esta grata bienvenida, habría de espe3
Yankelevich nos dice que una visita que hizo Álvaro Torre Díaz, ministro de México en Brasil, a Buenos Aires, le bastó para escribir un informe que definía así la situación: “Conversé con políticos, con hombres de negocios, con diplomáticos, con periodistas. Para todos ellos México cometió el más grande pecado al derrocar al General Díaz, con quien, frase textual ‘tan bien iba México’. De la caída de Díaz hasta la fecha, para esos argentinos, no hay nada más que Pancho Villa y sus hazañas y no comprenden o no quieren comprender el origen de nuestras luchas, y nuestro anhelo por procurar un mejoramiento en la situación del pueblo mexicano… Entienden que nuestras dificultades con Estados Unidos son producto de los daños causados durante la guerra, y la falta de cumplimiento de los compromisos internacionales” (Yankelevich: 225).
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rar mucho tiempo para ser acreditado ante el gobierno argentino, ya que su llegada se daba en pleno verano, cuando los funcionarios públicos se encontraban de vacaciones y el país estaba prácticamente paralizado. El periodo político que le toca vivir en Argentina al autor de La muerte del cisne no es mejor que el de Chile, ya que vive el difícil cambio de poderes entre Hipólito Yrigoyen, que dejaba la presidencia por vez primera y la toma de la estafeta por parte del aristócrata Marcelo T. Alvear. A decir de González Martínez, el primero fue incomprendido por la oposición y olvidado por sus amigos, mientras que el segundo fue un caballero que supo hacer cumplir las leyes y respetar las instituciones. Durante los más de dos años de su estancia en Buenos Aires, el doctor González Martínez entabla una importante amistad con tres grandes escritores, que tendrían en común el haberse quitado la vida por mano propia, me refiero a Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y Alfonsina Storni; además de los miembros de la famosa revista Nosotros, como Arturo Capdevila, Rafael Alberto Arrieta y Ricardo Rojas. Publica el ya mencionado libro de poesía El romero alucinado (1923). A los pocos meses de haber llegado, el H. Consejo Superior de la Universidad de La Plata, por medio de su presidente, el secretario Ricardo Rojas lo nombra miembro honorario, distinción que el diplomático ve como un gesto del acercamiento entre los núcleos universitarios, tanto argentino como mexicano. Podemos decir además que, por medio de sus iniciativas, se establece un convenio con la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de Buenos Aires para dotarla de libros publicados en México, y es el mismo González Martínez quien propone fundar la Casa de México en Argentina. Sin duda, sus actividades artísticas y culturales son mayores a las vividas en Chile; no obstante, su obsesión por ir a Madrid sigue presente, al grado de decir, y con justa razón, que Buenos Aires no tenía ni por poco el ambiente literario que se daba en la madre patria, donde estaban algunos de sus mejores amigos y con quienes el poeta deseaba encontrarse, como por ejemplo Enrique Díez-Canedo o Juan Ramón Jiménez. Por otro lado, su amistad epistolar con Alfonso Reyes continúa y en el mes de junio de 1922 el médico-poeta recibirá desde España Simpatías y diferencias, lo cual lo llena de gozo. Esto es lo que le responde a Reyes: “Libro y carta se quedaron, como todo lo de usted, dentro de mi corazón. Maravilloso secreto el de usted para decir tantas cosas bellas en una prosa incomparable”. Si en estas breves líneas queda manifiesta la amistad y el afecto entre los diplomáticos, otro rasgo que pinta de cuerpo entero a González Martínez, en esta misma carta, es el hecho de escribir sin pudor su persistente deseo por ir a España. No son pocas las referencias en las que habla con resignación al ver el poco éxito que han tenido los trámi212
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tes hechos por sus amigos, mencionemos en particular Alfonso Reyes, que durante todo el año de 1922 había promovido, desde su modesta posición al frente de la legación de México en Madrid, para que nuestro poeta fuera uno de los candidatos elegidos para ir a su anhelado Madrid. “Le agradezco de veras cuanto ha hecho a favor de mi ida a España. Ya sé que no ha sido posible lograrlo, ni acaso lo sea en mucho tiempo. Usted comprende qué gusto tan grande tendría yo en estar a su lado. Me acojo al plazo de doscientos años para ir abrazarlo” (Reyes/González Martínez: 155)4. Finalmente, en 1924 su travesía diplomática lo llevará a Madrid como encargado de la legación de México. En una carta también enviada a Reyes cuenta: Esto de mi paso a Madrid me cayó de sorpresa. La verdad es que el acuerdo presidencial da forma de realidad próxima a un viejo y lejano sueño (…). Creo habérselo dicho en alguna carta: mis amigos no ignoran que un cambio a Madrid me sería grato; más no seré yo quien lo solicite. Ahora que los sueños vagos van tomando perfiles y formas concretas –y sin que yo me dé cuenta cabal de las misteriosas gestaciones que precedieron al acuerdo del señor Presidente–, mi disculpable egoísmo me amarga el gozo con pensar que cuando yo llegue a España, usted ya no estará. ¿Por qué no pide usted que lo dejen y me manden a mí de secretario? ¡Tan bien que podríamos echarle a perder la combinación al gobierno mexicano! Me he habituado a considerar la tierra española como un feudo de usted, como un castillo con grandes posesiones en donde usted reside, en donde todo, incluso el rey, incluso Primo de Rivera, incluso el mismo Unamuno, está movido por cuerdas invisibles que usted maneja desde nuestra legación (Reyes/González Martínez: 171).
El comentario hace referencia a que Alfonso Reyes dejaría la legación mexicana para ir a la de Argentina. Pero en realidad no ocurrió así, porque Reyes después de ciertos ajetreos políticos terminaría en la legación de México en Francia. De tal manera que el gobierno de Álvaro Obregón expedía el nombramiento de Enrique González Martínez como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en España. Apenas quedó enterado González Martínez de su traslado a España procedió a solicitar, por los conductos formales, un adelanto salarial de tres meses. Aducía que si no le era otorgado el dinero, sería muy difícil partir a Madrid. Sin embargo, el gobierno de Obregón sólo le concedería “por excepción” dos meses de adelanto salarial, que de acuerdo con su expediente del Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exterio4
De acuerdo con Leonardo Martínez Carrizales “Enrique González Martínez fue candidato desde los primeros días, y aun fue recomendado por Alessio Robles. Sin embargo, el nombramiento del poeta en Buenos Aires menguó sensiblemente sus posibilidades de traslado a España” (en Reyes/González Martínez: 327).
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res alcanzó la suma de $ 1,802.00. De la misma manera, su deseo tan grande de instalarse en Madrid, le hizo requerir al ministerio del exterior la compra de los billetes con cinco meses de antelación, ya que a su decir, la temporada de turismo se avecinaba y temía que algún contratiempo obrara en contra de su traslado a España. En consecuencia, el más caro sueño de Enrique González Martínez de ir a la madre patria, concebido desde su temprana juventud, se hacía realidad. El 25 de julio de 1924 partió de Buenos Aires a bordo del buque de vapor Orania rumbo a Europa y su primer contacto con el viejo continente fue el melancólico puerto de Lisboa. Su entrada a Madrid, en agosto, casi un mes más tarde, fue vista como enorme beneplácito. El Sol, La Libertad, El Diario Universal, El Liberal, La Época, El Heraldo de Madrid, El Socialista, es decir, la prensa más destacada de la época se ocupó de su arribo, al tiempo que las voces de los intelectuales españoles se hicieron oír para calificar al nuevo ministro como un “notable literato”, como una “personalidad literaria de gran prestigio” y, sobre todo, como una de las grandes figuras de mayor envergadura en Hispanoamérica. En esta bienvenida se le consideraba el heredero de esa gran estirpe de poetas a la cual perteneció el también admirado y respetado Amado Nervo. El representante del casi saliente gobierno de Álvaro Obregón era esperado con gran afecto, a pesar de que otro de nuestros grandes hombres de letras, Alfonso Reyes, había dejado la legación. Para muestra un botón de lo que se publicó en el periódico El Socialista: El representante de Méjico en España. Con carácter de ministro plenipotenciario de Méjico en España ha llegado a Madrid don Enrique González Martínez, designado por aquel gobierno para cargo tan importante en atención a las condiciones de talento y prestigio que rodean a esta personalidad para desempeñar con acierto tan difícil misión. Dada la orientación profundamente progresiva de la República de Méjico, cuyo presidente, el general Calles, recientemente elegido con la simpatía y el apoyo de la organización obrera mejicana, realiza ahora un viaje de estudio por Europa. Esperamos que el nuevo representante desenvolverá en España una gestión altamente beneficiosa para los intereses de la paz y de la prosperidad entre ambos pueblos para lo cual siempre contará con nuestro apoyo y nuestra simpatía.5
González Martínez, en su persistente periplo diplomático, llegaba a una España que, pocos meses antes, había sufrido un golpe militar que había llevado a la presidencia al general Miguel Primo de Rivera. Además, las relaciones entre España y México eran ciertamente tensas por 5
El socialista, 27 de agosto de 1924. Como decíamos líneas antes, el 24 de agosto llegó a Madrid. El 1 de septiembre recibió la Legación de México en la capital española y, casi un mes después, el día 22, presentó sus cartas credenciales al rey Alfonso XIII.
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los conflictos que existían entre los representantes del poder eclesiástico español y nuestros mandatarios; por ello, el ministro recuerda un recibimiento discreto pero que no hacía perder la cordialidad necesaria para estos casos. En su libro de memorias recuerda de esta manera su arribo: “Me tocaba en suerte conocer a España revestida todavía con todos sus arreos monárquicos y tradicionales, mientras cundía entre los intelectuales y el pueblo el fermento republicano; hora de crisis, que es propia para que salga a flote el alma popular. Y yo tenía vehementes deseos de asomarme al corazón de España” (González Martínez, 2002: 226). Sin embargo, no todo fue un recibimiento frío, ya que nuestro canciller era visitado en el Hotel Palace por connotados personajes de la cultura, políticos y simpatizantes de izquierda, quienes en su opinión, pecaban de optimismo o parecían no tener mucha visión política, pues estaban convencidos de la poca fuerza que el dictador Primo de Rivera tenía para mantenerse como hombre de Estado. Muy pronto nuestro poeta-diplomático comenzó a relacionarse con “algunas gentes de letras”, así se lo hace saber a Alfonso Reyes: Anteayer almorcé con [Ramón] Pérez de Ayala. Muy inteligente y muy informado de todo. Hace cinco noches, en la fonda del Segoviano, comí con [José María] Chacón [y Calvo], [Mario] García Kohly, [Manuel Serafín] Pichardo y [Adolfo] Bonilla de San Martín […] me ha faltado tiempo para ver a otros amigos. Hace dos semanas que no hablo con Díez-Canedo. Menéndez Pidal me escribió una carta sobre el asunto del Diccionario. Me anuncia que Américo Castro me dará más detalles. (Reyes/González Martínez: 177)
Pero, sin duda, entre las personalidades literarias que conoció y trató en España, destaca Ramón Menéndez Pidal. El 11 de noviembre de 1924, así describe la impresión que le provocó conocer al destacado filólogo: “Anoche vi a Menéndez Pidal. Gran sorpresa. Lo creía viejo, y lo hallé fuerte y juvenil; lo creía adusto y sólo interesado en aquello en que es único, lo encontré afable, inteligente y humano. Lo vi tan importante como su obra, lo cual es lo mejor que puedo decir de él. Me abrió todas las puertas para el asunto del Diccionario” (Reyes/González Martínez: 175). Cabe destacar que “el asunto del Diccionario” fue una tarea que inicialmente Genaro Estrada le había asignada a Reyes para retenerlo en Europa, y consistía en publicar el material inédito del Diccionario de construcción y régimen que dejó a su muerte Rufino José Cuervo, pero dada su apresurada salida de Madrid, delegó esta tarea en González Martínez y lo recomendó ampliamente con Menéndez Pidal. Por otro lado, con motivo de la toma de posesión en México del presidente Plutarco Elías Calles y para refrendar a Enrique González Martínez en su puesto como ministro, el poeta jalisciense fue recibido 215
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por el rey Alfonso XIII –según informe dado a conocer al secretario de Relaciones Exteriores el 2 de julio de 1925–, con quien conversó 25 minutos sobre asuntos mexicanos de actualidad. El Rey se manifestó que veía con mucho gusto la forma en que el Gobierno Mexicano estaba realizando su régimen de economías, su depuración y disminución del ejército, así como la forma prudente con que había comenzado a aplicar la legislación agraria. Me dijo, además, que ya estaba perfectamente enterado de que una buena parte de las reclamaciones españolas en México no eran atendibles. Me expresó su deseo de que la colonia española en nuestro país se haga digna, por sus comportamientos, de ser la preferida, ya que por toda clase de antecedentes históricos, debe colaborar de buena voluntad con una nación que guarda, como ninguna, la huella del alma española.[…] Del Presidente Calles hizo varias veces grandes elogios. (Carta de González Martínez al Secretario de Relaciones Exteriores, AHSRE)
En un almuerzo posterior, el rey dejó ver la simpatía que profesaba al presidente Calles, no obstante del conflicto religioso existente heredado por Obregón. A pesar de que a nuestro escritor se le veía floreciente y de buen humor, con buen trato y autoridad amables en la legación, no le era ajeno el hecho de que su designación en la Cámara de Senadores había provocado una gran trifulca, que como sabemos no pasó a mayores, gracias a las buenas diligencias de Genaro Estrada, quien supo afianzar su carrera política durante los gobiernos de Obregón y Calles, y por ello, tanto él como Reyes gozaron de una protección que los cobijó durante su misión diplomática. Sin embargo, cabe señalar que el presidente Calles no tenía la mejor impresión de González Martínez y de Alfonso Reyes, pues consideraba que su desempeño diplomático privilegiaba sus intereses literarios sobre los intereses a favor de la nación. El autor de Silenter sería uno de los ministros que más tiempo desempeñaría su cargo en la legación de México en Madrid. Convencido, como lo hemos dicho antes, y con una gran fidelidad, servía celosamente al gobierno mexicano. En nuestra legación, según lo recordaba el propio González Martínez, se daban cita gente de lo más heterogénea, que bien podía ir desde la rancia nobleza o altos funcionarios del gobierno, hasta los españoles militantes y simpatizantes de la anhelada República; claro está, no podían faltar los escritores y artistas renombrados de la época. La legación, de acuerdo nuestro canciller, era un lugar de reunión, un lugar neutral donde convivían las más disímiles posturas políticas de la conflictiva España de esos años: “Nunca me crearon dificultades ni me dieron ocasión de queja […] nunca pequé en mi vida diplomática de avaricia social, pronto la legación de México fue lugar de cita para todo lo que bullía y alentaba en el ambiente madrileño. 216
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Así me enteré de muchas cosas, de esas que de ordinario se rescatan y que me importaban saber.” (González Martínez, 2002: 228). Tal es así, que en alguna de tantas recepciones protocolarias el general Primo de Rivera, quien tenía fama de bromista, increpó “al hombre del búho” en tono ligero y divertido como le gustaba tratar algunos asuntos por serios que fueran: – ¿Sabe usted, querido ministro, que por allí se murmura que a la legación de México asiste un buen número de enemigos del gobierno? Estas palabras fueron acompañadas de una risita de fingida incredulidad. Y como la alusión no me cogía desprevenido, me puse a tono con el presidente y le conteste sin tratar de disimular mi ironía: – La cosa es fácil de explicar. Desde luego, debo asegurar a Vuestra Excelencia que en la Legación de México no se conspira. Esto es lo esencial; pero hay algo más que merece ser explicado, y es que yo, además de diplomático, soy escritor, y con los escritores españoles me ligan lazos de amistad muy anteriores a mi arribo a esta corte. Ahora bien, no es un secreto para nadie que hay buen número de escritores españoles que no son partidarios del gobierno de Vuestra Excelencia. (González Martínez, 2002: 229)
Comentario que no tuvo consecuencia alguna. Pero quizá el acontecimiento que por “ríspido” merece ser recordado, es el ocurrido en el Palacio de Oriente con motivo del Día del Rey al que tanto González Martínez como Jaime Torres Bodet otorgaron un espacio en sus respectivos libros de memorias. El suceso gira en torno a la ríspida y breve charla que sostuvo el ministro mexicano con el rey Alfonso XIII, donde el soberano se quejaba con el primero del trato que el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles dispensaba a “sus sacerdotes”, pues estaba siendo deportados: – Señor –contesté procurando dar a mis palabras la mayor firmeza dentro de la más perfecta cortesía–, acaso han violado algún mandato legal. Recordaba yo que el presidente Calles había señalado un plazo para que los sacerdotes españoles abandonaran el país. –Es que –repuso don Alfonso entre irónico y agresivo– quien hace la ley hace la trampa. (González Martínez, 2002: 232-233)6
A lo que de inmediato González Martínez, dado que se encontraba rodeado de otros importantes diplomáticos extranjeros, respondió con 6
No es desconocido el conflicto religioso que desató Plutarco Elías Calles al suspender las prácticas del culto religioso. La prensa española se ocupó con amplitud del conflicto, según nos dice González Martínez en una de sus cartas: “Yo no he querido declarar nada en estos días, ni hay necesidad. Tenemos aquí buena prensa: El Sol, El Heraldo, La Libertad, El Liberal, El Socialista, etc.; tenemos prensa adversaria en este asunto que trata las cosas con verdadera discreción y cortesía: ABC, La Nación; y tenemos la prensa sectaria, El Debate y algunos diarios de provincia, a la cual se le ha ido alguna vez la lengua” (Reyes/González Martínez: 198).
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vehemencia: “Es mi deber informar a Vuestra Majestad que en México las leyes se dictan para cumplirse”. Como era de esperarse, el incidente tuvo repercusiones, al grado de que la Secretaría de Relaciones Exteriores, según nos cuenta Torres Bodet, pidió al médico-poeta volviera a México para explicar el exabrupto; mientras el mismo día de los hechos fue tanto el escándalo en Madrid, que los republicanos hicieron acto de presencia para mostrar su apoyo al ministro mexicano. Llegó a ser tan grande el número de visitantes, que se dio la orden a la policía española de restringir la entrada a la legación. Pero por fortuna todo terminó ahí. A decir del joven secretario de la legación, Jaime Torres Bodet, se supo que en la “calle de Lista [vivía] un diplomático de carácter firme y cabal”. Sin embargo, no está de más recordar que tres meses antes ya se le había pedido al canciller González Martínez su renuncia como representante de la legación mexicana en Madrid para reubicar, nada más y nada menos, que a su entrañable amigo Alfonso Reyes. Este incidente, del aparente relevo diplomático, fracturaría la amistad entre ambos escritores, sólo muchos años después se limarían las asperezas provocadas por este incidente. Sin duda, Un episodio que acaso haya lesionado para mucho tiempo la confianza y el aprecio que se tenían ambos escritores. Por el lado de González Martínez, éste llegará a pensar que Reyes traicionó su amistad, desplazándolo de Madrid a una representación más modesta con el propósito de recuperar la Villa y Corte; por el lado de Reyes, éste terminaría por juzgar agriamente lo que considera debilidad y falta de carácter en el comportamiento de González Martínez. (Martínez Carrizales, en Reyes/González Martínez: 353)
Respecto de solicitarle su renuncia a González Martínez existe el memorándum con fecha del 27 de enero de 1927 en el que se le da aviso del cese de funciones y está firmando por el segundo ayudante de protocolo, Ignacio de la Torre7. Destaquemos que paralelamente a sus funciones en la legación de México en Madrid, Enrique González Martínez también fungió como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de México ante el gobierno de Portugal. Con el poeta se reanudaban las relaciones diplomáticas que habían estado interrumpidas por el largo periodo que se remontaba a tiempos de Venustiano Carranza, cuando en 1917 ambos países habían roto relaciones entre sí. El 29 de octubre de 1930 González 7
Transcribo el memorándum según la copia del Archivo Histórico de la SRE. “C. Jefe del Departamento Diplomático. Adjunto, me es grato remitir a usted, acompañadas de las copias de estilo, las cartas que acreditan al Sr. Lic. D. Alfonso Reyes como E. E. y M. Plenipotenciario de México en España, y las de Retiro de D. Enrique González Martínez. Atentamente. El 2º ayudante de Protocolo. Ignacio de la Torre”.
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Martínez volvía a pisar tierras portuguesas, pero esta vez era escoltado por un escuadrón de caballería e iba rumbo al Palacio de Belem y montado en una carroza de gala. En palacio lo esperaba el general Carmona, presidente de la República y otros altos funcionarios elegantemente ataviados, luciendo trajes de gala y condecoraciones. Al igual que en España, años antes, la prensa daba una amplia cobertura al arribo del ministro mexicano. En las entrevistas dadas a los principales diarios (Diario de Noticias, O Seculo, Jornal do Comercio e das Colonias), el diplomático hablaba de su intención de “afianzar los lazos espirituales y económicos” entre las dos naciones; incluso, se atrevía a decir “que no sería difícil colocar ciertos productos portugueses en México como el aceite o ciertas conservas”, y protocolariamente remataba elogiando “el gran papel civilizador que la ilustre nación portuguesa supo desempeñar en América”. Como podemos notar fue una brevísima escala en Portugal. El 14 de abril de 1931 le tocó vivir a Enrique González Martínez la proclamación de la República española, pues en las elecciones municipales el gobierno del rey Alfonso XIII había sido derrotado. En sus memorias nuestro escritor dedicaría a la figura de Manuel Azaña un amplio reconocimiento en la lucha por la instauración de la República, además de destacar sus cualidades como hombre de letras; sin embargo recordemos que sería Niceto Alcalá Zamora quien representaría al gobierno provisional. Aprovechando la coyuntura de la instauración del nuevo orden, el gobierno mexicano, que había sido mal visto por su posición anticlerical, sugería, vía la Secretaría de Relaciones Exteriores, que el médico-poeta allanara el camino para conseguir que la legación de México en España ascendiera al rango de embajada. Nuestro ministro consiguió este propósito de manera casi inmediata, pues ya había iniciado, con relativa facilidad, ciertas negociaciones con los principales miembros de la naciente República. En consecuencia, lo natural a este hecho era que el laureado poeta estrenara la silla de embajador, pero por razones políticas mezquinas, diría González Martínez, no fue así. Por el contrario, meses más tarde se le retiraba del Servicio Exterior. Genaro Estrada, secretario de Relaciones Exteriores en ese entonces, escribía a Alfonso Reyes: “Nuestro González Martínez: veo llegado su fin en la carrera diplomática. Habrá necesidad de nombrar otro Ministro, con motivo del cambio de régimen en España. Difícil situación para mí, entre la espada de la amistad y la pared de la exigencia política.” (Estrada/ Reyes, III: 139). Al mismo tiempo, Estrada le enviaba al autor de Silenter un telegrama protocolario, en el que le decía que el presidente Pascual Ortiz Rubio, le agradecía su “eficaz y patriótica” colaboración y que lo necesitaba ahora en la capital del país para una “comisión importante”. González 219
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Martínez respondía telegráficamente el 25 de mayo de 1931: “Dispuesto colaborar Gobierno donde júzguense útiles mis servicios, agradezco señor Presidente sus palabras y ofrecimientos. Embarcaré próximo diez y ocho junio primer barco aprovechable. Salúdolo afectuosamente”. Al comienzo del verano el ex ministro sería agasajado con una comida de despedida por parte de los republicanos. El presidente Niceto Alcalá Zamora, según cuenta González Martínez, alzaría su copa como señal de despedida y diría: “–Ha alcanzado usted la victoria sin llevarse el botín”. Casi tres meses después, González Martínez entregaría la embajada de México al tercer secretario Jaime Torres Bodet y volvería a México un 13 de junio de 1931. Vivió en Madrid apenas el alborozo de una paz cogida por alfileres. Gran parte de los poemas que constituirían su libro Poemas truncos regresaban con él. Había partido con ocho libros y volvía a México con sólo dos, pues sus años en la diplomacia lo habían vuelto lento, apacible, anestésico y perezoso, sin embargo recobraría su aletargada vocación literaria. No obstante este saldo negativo, Enrique González Martínez no cedió a la tentación de responsabilizar a la Cancillería de su modesta obra literaria desarrollada durante su desempeño como representante de México. Su conclusión respecto de este punto era que el trabajo creativo dependía de cada escritor. Como ejemplos claros de dedicación y fecundidad en el mundo de la diplomacia y la literatura, destacaba a Amado Nervo y a Alfonso Reyes. Sin embargo, él mismo se ubicaba en una posición si no de esterilidad, sí de escasa producción, pues en los casi doce años en que fue ministro, convencido de su labor y que vivió en cuatro países, su producción poética se limitó al El romero alucinado, Las señales furtivas y la gestación de Poemas truncos, este último terminado en México y publicado en 1932; es decir, sólo tres libros. En 1935 aparecería una selección de su producción poética que cubría de los años 1909 a 1929. La edición, lujosa y restringida –doscientos ejemplares numerados, y de ellos sólo cincuenta para la venta– hecha por la casa de Calpe, fue a dar a manos de mis amigos escritores de España y de América. Los que no conocía más libros míos que los dos publicados por Calleja se enteraron un poco más de mi obra. Había en España todavía poetas que, como yo, tenían sus horas de lectura y de silencio. (González Martínez, 2002: 237)8
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Unos años antes la casa editorial de Saturnino Calleja había publicado su libro Las señales furtivas (1925), recordemos que bajo este sello editorial también figuraban obras de Azorín, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Andrenio, Manuel Azaña, Eugenio D’Ors, Gómez de la Serna, Moreno Villa, y “otros de la misma alcurnia”.
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Enrique González Martínez: su anhelo por España
Ya instalado en nuestro país el ex ministro nos cuenta: “Comencé a normalizar mi labor literaria, a consagrarme a ella con más ahínco, con un ansia de fidelidad semejante a la que brota en el alma de un amante arrepentido que regresa al lado de la mujer amada que ha sido víctima del abandono culpable o inocente y ocasional” (González Martínez, 2002: 262-263). Quizá podríamos decir que en el poeta jalisciense se aplica aquello de que los mejores años para la creación poética son los años de juventud. “El hombre del búho”, sin buscar una justificación ante los ojos de la crítica o de sus lectores, dio un explicación respecto a las prioridades y obligaciones que tenía como servidor público y que le impidieron continuar de manera constante su definida aunque tardía vocación de poeta, pues en Chile, Argentina, España y Portugal la vida diplomática le absorbía su tiempo en fiestas, ceremonias, inauguraciones o aburridas tareas de oficina que en vez de estimularlo lo alejaban de las musas, castigando así su trabajo poético. Sin embargo, no sucedió así cuando era joven y, a pesar de su ardua labor profesional ajena al mundo de la poesía, aun fatigado y quitándole horas al sueño, pasó largas horas en compañía de las musas y estimulado por su ferrea disciplina y su deseo de escribir. La poca producción literaria de Enrique González Martínez tuvo como premio una larga estancia en su amada España, conviviendo con escritores y artistas que le fueron entrañables, además de ser el artífice de elevar la Legación de México a una flamante Embajada. Desafortunadamente, él no sería quien estrenara la anhelada silla diplomática. Sin embargo, en su regreso a México, trajo en su valija los gratos recuerdos a lado de Ramón Valle Inclán, Enrique Díez-Canedo, Miguel de Unamuno, Ramón Menéndez Pidal, Manuel Azaña, etc, lo mismo que una larga lista de lugares que recorrió de la geografía española y por supuesto, se llevaba la tristeza de dejar “este Madrid viejo, llanote y no siempre tranquilo, donde se vive a gusto” y donde siempre tuvo proyectos interesantes.
Bibliografía González Martínez, Enrique, La apacible locura, en Prosa tomo I, edición de Armando Cámara (México: El Colegio Nacional, 2002). –, “Pequeña antología de poetas chilenos contemporáneos”, en Pegaso, nº 10 (17 de mayo de 1917), p. 13. Genaro Estrada/Alfonso Reyes, Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, compilación y notas Serge I. Zaïtzeff, t. I, II y III (México: El Colegio Nacional, 1993, 1994). Alfonso Reyes/Enrique González Martínez, El tiempo de los patriarcas. Epistolario. 1909-1952, edición, anotación y estudio introductorio de Leonardo 221
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Martínez Carrizales (México: Fondo de Cultura Económica, 2002) (colección Letras Mexicanas). Henríquez Ureña, Pedro (prólogo), Jardines de Francia (México, Porrúa, 1915). Martínez, José Luis (ed.), Homenaje a Enrique González Martínez (México: El Colegio Nacional, 1951). Martínez Luna, Esther, “La poesía castigada. Enrique González Martínez diplomático”, en Los escritores en la diplomacia mexicana (México: Secretaría de Relaciones Exteriores/Archivo Histórico “Matías Romero”, 1998), p. 95-110. Torres Bodet, Jaime, Memorias, t. II (México: Porrúa, 1981). Yankelevich, Pablo, Miradas australes, cabildeo y proyección de la revolución mexicana en el Río de la Plata 1910-1930 (México: INEHRM/SRE, 1997). Archivo Epistolario Alfonso Reyes, Capilla Alfonsina, México. Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaría de Relaciones Exteriores (AHGE-SRE).
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Martín Luis Guzmán Un revolucionario en Madrid Héctor PEREA Centro de Estudios Literarios Instituto de Investigaciones Filológicas – UNAM
A Marta Portal
En el año de 1924 Martín Luis Guzmán inició su segundo y prolongado exilio político en Madrid. A diferencia del vivido entre 1915 y 1916, éste daría a uno de los miembros más jóvenes del Ateneo de la Juventud la ocasión de participar a fondo tanto en el periodismo español como en el ámbito de su política. El ejercicio periodístico en la Villa y Corte, que para Guzmán había sido un pasatiempo momentáneo y económicamente fundamental en su forma de crítica cinematográfica1, (Guzmán, 1984 y Reyes) se convirtió en los años de su segunda estancia en algo esencial. De hecho, y en clara paradoja, fue en las redacciones de los diarios de derechas donde Guzmán escribió y publicó parcialmente su literatura revolucionaria2.
Primera andadura Exiliado villista durante su permanencia inicial en el Madrid de la segunda década del siglo XX, Guzmán había podido sumergirse ya en el espíritu de la España de la Edad de Plata, que empataba de manera justa 1
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Ejercida al alimón con Alfonso Reyes, bajo el seudónimo de “Fósforo”, en el semanario España. Aunque Guzmán aseguraba escribir “por la noche y en altas horas de la madrugada”, bien podríamos suponer que al menos en el caso de La sombra del caudillo la redacción de la novela abarcó buena parte de las horas dedicadas a su labor periodística. Ya que el propio Martín Luis, al hablar de la gestación del libro, declaró a Emmanuel Carballo: “De pronto me vino la visión de cómo esos acontecimientos [los asesinatos de Huitzilac] podían constituir el momento culminante de la segunda de las novelas. Abandoné mi trabajo y con verdadera fiebre me puse a escribir La sombra del caudillo, arrebatado por la emoción. Los cuatro últimos capítulos los escribí en un día” (Carballo: 88).
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con lo que habían sido para él los años previos a la revolución, plenos de ateneísmo y disfrute de la ciudad de México. En esta primera etapa de alejamiento de su país el chihuahuense experimentó a fondo la vida bohemia de la Villa y Corte y la visita cotidiana a los museos. Fue entontes cuando también, para ayudar a su amigo y colega ateneísta Jesús T. Acevedo, exiliado político como él, se convirtió, junto con Alfonso Reyes, en incipiente dealer artístico, al ofrecer por las calles y plazas del centro las acuarelas ejecutadas por el arquitecto Acevedo. A esos pocos meses de permanencia en España corresponderá la participación de Martín Luis, de nuevo con Reyes, en la vida académica dentro del Centro de Estudios Históricos, así como su experiencia en papel de crítico de cine mudo en la revista España, animada por José Ortega y Gasset y dirigida por quien, con el paso del tiempo, se volvería el gran amigo y cómplice político de Guzmán: Manuel Azaña. En esta publicación semanal Guzmán figuró primero como columnista y llegaría a ser, al abandonar Europa por primera vez, su representante comercial en Nueva York. Martín Luis Guzmán permaneció sólo unos pocos meses en Madrid durante su primer transtierro revolucionario. Para un personaje de acción comprobada, influyente en la historia política y cultural de México y, a consecuencia de esto, alejado contra su voluntad del país, el futuro en Madrid resultaba del todo desalentador. Sobre todo en plan de académico del Centro de Estudios Históricos, donde, según él, se le consideraba un mero peón dentro de un sistema jerárquico de corte casi militar. A pesar de lo anterior, bajo la mirada perspicaz del periodista, la España de entonces le pareció en verdad atractiva a Guzmán. Quizá por esa mezcla de cultura y política que se percibía a flor de piel en Madrid y otras ciudades. A la vuelta que los avatares post revolucionarios obligaron, Guzmán se reintegró físicamente a Madrid gracias, en buena medida, a Manuel Azaña, quien en los tiempos anteriores a la II República comandaba la tertulia del madrileño Café Regina, y de la que Guzmán se volvió asiduo. A diferencia del momento cultural vivido con anterioridad, para 1924 el nuevo contexto político y cultural hispano se presentó a los ojos de Guzmán como el medio más adecuado y apasionante para su desenvolvimiento humano y profesional.
Una situación muy difícil Para 1924, Guzmán se reinstalaba en la vida intelectual española después de una nueva incursión fallida en la política de su país. Martín Luis llegaba después de pasar unos meses en Nueva York. La expulsión de México, concretada a partir de mecanismos poco claros, como sucede por lo general y no sólo en la política mexicana, nutriría en cierta forma 224
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su literatura y pondría las bases de lo que luego fue su agitación política en España, que alcanzó el grado de intriga y casi insurgencia en favor de los rebeldes portugueses antisalazaristas. El ingeniero Alberto J. Pani, amigo del chihuahuense y hacia 1923 secretario de Hacienda del gobierno de Álvaro Obregón, había sido el interlocutor que advertiría del descontento provocado en el mandatario por Guzmán, legislador y director del periódico El Mundo, al dar éste su apoyo a la candidatura de Adolfo de la Huerta para optar a la presidencia de la República. Las palabras de Pani no podrían haber sido más contundentes en cuanto a las posibles repercusiones de este asunto en la vida del escritor: “Está usted en una situación muy difícil [advertía el secretario], yo creo que si no cambia su actitud política, corre peligro. Créame usted, el gobierno lo manda matar” (Guzmán y Perea: 51). “El gobierno”. O sea, Obregón. Al comentario anterior cabría agregar otras palabras del ingeniero, que si bien no tratan sobre el caso de Guzmán sí lo aluden bajo ese tono oficioso que años después le valdría a Pani presidir el cambio de Legación a Embajada de la representación mexicana en España: La ciudad de México, casi desguarecida, daba una penosa sensación de inseguridad. Fueron secuestrados varios diputados y senadores antigobiernistas. El 22 de enero de 1924, a las dos de la tarde, fue alevosamente asesinado frente a la casa número 86 de las calles de Córdoba el senador por Campeche don Francisco Field Jurado. El mismo día, a las cuatro de la tarde, fue secuestrado el senador don Ildefonso Vázquez en la esquina de las calles de las Artes y de Madrid. Conmovida hondamente la sociedad, fue un alivio que tan abominables sucesos hayan sido enérgica y ostensiblemente condenados por los altos funcionarios de la República. (Pani: 286)
Guzmán podía haber figurado en la enumeración luctuosa de su amigo. Y lo más sintomático es que Obregón, en ese caso, hubiera aparecido no en papel de perseguidor y asesino sino de vengador y restaurador del orden ante la opinión pública. Pero Martín Luis, siguiendo los consejos de Pani, optó por abandonar nuevamente el país. La extraordinaria narración que años después, en entrevista con el historiador Eduardo Blanquel, hizo el escritor de su huida, recuerda los cuadros narrativos que, ya en Madrid, darían cuerpo a La sombra del caudillo. Y en concreto, remite a un pasaje clave de la obra: la partida rumbo a Toluca del contingente de Aguirre, que no sería sino un reflejo del engaño y posterior asesinato de Francisco Serrano y sus seguidores. Esta secuencia, en el libro como en la narración del hecho personal, aparecería cargada de diálogos sutiles y ambiguos, plenos de inteligencia y astucia. Pero también, el diálogo de Guzmán alude a la postura que mantuvo ante el torpe movimiento político de De la Huerta. Según la versión 225
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consignada en la entrevista, las actividades de Martín Luis, además de anunciar pasajes enteros de la obra aludida, serían anticipo de la dinámica que se dio entre él y Azaña pocos años después, cuando el mexicano intercedió entre un importante grupo de rebeldes portugueses y el Gobierno español para lograr la caída del dictador Oliveira Salazar. Guzmán concluye su frustrada entrevista con De la Huerta aplicando la siguiente expresión que después campearía sobre La sombra del caudillo y, hecha extensiva a la política y los políticos peninsulares, sobre el fracasado apoyo al levantamiento luso por él propuesto: “Hasta dónde puede ser iluso un político mexicano, claro que no tenía yo la edad que tengo ahora” (Blanquel s/f). En cuanto al caso de Azaña y el millón de pesetas negado, el mexicano escribió con tristeza, cierta soberbia y frustración: “…llegó un momento en que si no me hubieran fallado los espíritus españoles, que formaban parte del gabinete, yo hubiese hecho la revolución en Portugal…” (Blanquel). Las palabras que transcribiré a continuación, complementarias de las anteriores, sintetizan a la perfección esta segunda experiencia europea de Guzmán, absolutamente opuesta a la primera y dentro de la que, en el campo literario, se producirían algunos de los libros mayores del escritor: Nos fuimos a Nueva York […] Viví en Nueva York un año, cerca de un año, y me di cuenta que si yo permanecía en Nueva York mis hijos estaban condenados necesariamente a hacerse de espíritu norteamericano, por la edad que tenían, las escuelas, el ambiente, el medio. De modo que un año después resolví irme a España, porque allá no me importaba que se hicieran españoles en último término. Pero desde luego no serían norteamericanos. Me fui a España, donde viví once años. Una vez en España escribí, hice periodismo, hice política. Conspiré, conspiré hasta donde puede conspirar un mexicano en México. Conspiré yo siendo mexicano en España (Blanquel).
Su forma de intriga fue sobre todo política. Aunque también de índole periodística y literaria. Y así lo entendió su ya para entonces enemigo mayor: Plutarco Elías Calles. Durante esta nueva estancia española Martín Luis Guzmán escribió sus dos obras mayores. Y luego, a partir de las presiones ejercidas por el Gobierno mexicano sobre la editorial Espasa-Calpe, pero también, estoy seguro, por interés personal traducido en verdadera pasión, en España dio a la prensa las páginas sobre libertadores y piratas que convierten a este autor, además de testigo e historiador ineludible al pensar en la Revolución de 1910, en uno de los más finos intérpretes de las insurrecciones independentistas de su país y del Continente americano.
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Dos exilios, una trayectoria A finales de los años 1920 Guzmán escribió y publicó en España, por entregas y luego en forma de libro, sus dos grandes novelas revolucionarias: El águila y la serpiente y La sombra del caudillo. Narraciones testimoniales, en parte autobiográficas pero sobre todo gran literatura en lengua castellana, ambos títulos fueron, muy de acuerdo con su tiempo, una combinación de narrativa y reportaje periodístico, de imágenes fijas y secuencias en movimiento. En un cierto sentido, para el lector español, que a través de la prensa imaginaba el asunto revolucionario como un hecho extraño, aun grotesco, las dos novelas representaron por entonces una bocanada de aire fresco. Para el gobierno mexicano, al contrario, tanto El águila y la serpiente como La sombra del caudillo era una sucesión de infundios intolerables. Partícipe efectivo del momento histórico que dramatizaba, Guzmán había buscado plasmar a través de estas páginas, desde el interior mismo de un conflicto y a pesar de la distancia geográfica a que obligaba el exilio, la dinámica política observada en su país. Pero más allá de todo lo anterior, y sobre todo en La sombra del caudillo, Martín Luis logró plasmar por medio de su literatura los más hondos entresijos de la práctica política como concepto universal. Su mirada iba muy por encima del accidentado proceso mexicano. Tanto El águila y la serpiente como La sombra del caudillo fueron en ese momento, y lo siguen siendo, mucho más que sólo obras de exilio.
Vivir en la política Poco después de aparecidas las novelas de Guzmán, en diciembre de 1930 se dio el levantamiento de los capitanes Fermín Galán y Ángel García en Jaca. A partir de entonces correría toda suerte de leyendas en Madrid. Una de ella fue la de la presunta huida de Manuel Azaña a París, en medio de mil peripecias. La realidad era, sin embargo, que el político republicano, después de escabullirse de sus vigilantes por una puerta trasera del teatro Calderón, inició sus días de trashumancia durmiendo en el piso de su amigo Guzmán, en pleno barrio de Salamanca. La casa, aseguraba Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Azaña, Guzmán “se la había ofrecido siempre reiteradamente” (Rivas Cherif: 169)3. A la mañana siguiente, el mexicano insistiría ante Azaña sobre la protección que la Legación mexicana podría brindarle. La iniciativa de 3
Esta acción llevaría a Martín Luis Guzmán a ser por unos meses, escribió José Vasconcelos, “el niño mimado de la República Española” (1143).
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este ofrecimiento había sido de Guzmán, aunque con la anuencia de otro amigo de ambos, el ministro Enrique González Martínez. A este respecto, Azaña había escrito más de un año antes en carta a Rivas Cherif, entonces de gira teatral por la Argentina: “Guzmán me protege infructuosamente en Méjico” (Azaña y Rivas Cherif: 106). En ese momento, septiembre de 1929, el propio Martín Luis sufría en España los embates lanzados desde México por Plutarco Elías Calles, ex presidente y, para entonces y hasta su expulsión del país en 1936, eminencia gris en la política mexicana. Tras recibir a Azaña durante aquella noche de persecuciones, y a consecuencia de ciertas aversiones de que hablaré más adelante, Guzmán padecería a los pocos días un primer registro de su piso por parte de la policía. La identificación de Guzmán con la política republicana se haría pública en 1929. Y entre las consecuencias que a mediano plazo acarreó esta cercanía estuvo el profundo interés de Lázaro Cárdenas por la figura de Martín Luis y la intención de devolverlo a México en 1936. Para entonces, el escritor figuraba como naturalizado español. La atracción del gobierno mexicano por este personaje con fuerte perfil literario y político, que había sufrido duros reveses en su país y tenía ya cierto prestigio en España, partía, muy probablemente, de la repercusión en México de las actividades que Guzmán venía desarrollando en apoyo de un régimen afín al cardenista en muchos sentidos. Por otro lado, la confianza de Azaña en las opiniones de Guzmán puede haber sido el motivo principal del secuestro, dispersión y destrucción de los archivos y la biblioteca del mexicano al entrar las tropas nacionales a Madrid4. Todavía en 1961 el escritor tabasqueño Andrés Iduarte, quien, una vez caída la República, había intentado promover desde Nueva York un apoyo al gobierno en el exilio similar al brindado por Guzmán durante sus años hispanos, creía posible rescatar los papeles abandonados por Martín Luis en su casa de la calle de Velázquez al estallar la guerra civil. Iduarte llegó incluso a referir la muy probable existencia de unas Memorias de España en donde, además de plasmar sus aventuras políticas en el interior del republicanismo hispano (Iduarte: VII-XXXVI), Martín Luis hubiera dejado constancia del surgimiento y evolución de las novelas antes referidas. Desafortunadamente, las presuntas Memo4
Gabriel Rosenzweig recogió el testimonio de un librero madrileño, Ignacio Ferreira Alonso, que recuerda haber adquirido libros de la biblioteca de Guzmán en el Rastro. Entre estos volúmenes figuraban primeras ediciones de Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes, y Destierro, de Torres Bodet. Tan interesante como lo anterior resulta el complemento de esta breve historia, y es que los libros fueron encontrados dentro de los cajones del escritorio que había pertenecido a Guzmán y que se vendían en este mercado de antigüedades madrileño (Rosenzweig: 11).
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rias nunca aparecieron y el odio ideológico desatado sobre sus libros, papeles y documentos debe haber borrado cualquier huella al respecto. Aunque también, y esto lo infiero a partir de la forma como Guzmán ejerció tanto la política y el periodismo como la literatura, lo más probable es que, de existir dicho volumen, difícilmente hubiéramos encontrado en él la información esperada sobre sus actividades ocultas en estos campos. Para 1932 las opiniones y consejos políticos le habían valido a Guzmán una gran confianza por parte del presidente del Gobierno español. Ese mismo año, el escritor se exhibiría sin tapujos en varias fotografías de un reportaje de la revista Estampa (1932: s/p). Allí estaban Martín Luis, Azaña y Rivas Cherif, bajo una condición de relajamiento que no hacía sino subrayar los fuertes lazos que los unían y explicaba, de manera contundente, la envidia5 provocada en algunos ministros y políticos republicanos que lo consideraban un advenedizo. Cuando, después de haber sido el cerebro en creación de la llamada prensa azañista, llegó a la gerencia de El Sol6, Martín Luis tenía tal influencia sobre el mandatario y dentro de algunos ministerios que, cuenta José Vasconcelos, de nada le valió la adopción de la ciudadanía española para librarse de los odios de sus enemigos de dentro y de fuera del Gobierno. Esta situación provocó incluso un atentado fallido en su contra7. 5
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Y el odio, según dejan en claro los exabruptos de Joaquín Pérez Madrigal y las opiniones del propio Vasconcelos que se vierten más adelante. Azaña menciona la siguiente anécdota en la que se ven afectados dos de sus más allegados colaboradores: “Giral me llama por teléfono. Ayer, en un banquete, Lerroux ha pronunciado un discurso bárbaro y desatinado, lleno de insolencias mal encubiertas contra Ramos, Guzmán y otras personas” (Azaña: 292-293). Al no ser un texto público por medio del cual Azaña pudiera haber intentado demostrar o disfrazar algo, podríamos creer en la veracidad de la siguiente afirmación, que da más valor al nombramiento de Guzmán y demuestra que su influencia no se limitaba al círculo del gobernante: “Yo no tengo nada puesto en ningún periódico. Cuando se transformó la empresa de El Sol me limité a dar un consejo, creyendo que era bueno hacer pasar el periódico a poder de republicanos, y mediante Ramos, conseguimos que Herrero vendiera sus acciones. Luego le dije a Guzmán que habiendo sido él agente mediador entre unos y otros y el que había zurcido el nuevo plan, podía y debía aspirar a que le diesen un puesto en la empresa, donde pudiese trabajar y ganarse la vida con cierta holgura. Guzmán obtuvo la gerencia por decisión de los accionistas, sin ninguna recomendación, indicación ni ruego de mi parte. Celebré su nombramiento, porque sacaba de apuros a un amigo, y no me ocupé de más” (Azaña: 363-364). Escribe José Vasconcelos: “Pronto [Guzmán] entró de lleno a los negocios y a la acción política. Con una mano administraba el diario famoso del partido gubernamental, El Sol, y con la otra firmaba memorándums para el despacho de uno o dos ministerios, donde se le atendía con premura. La oposición empezó a enconarse contra el mexicano intruso y no le valió adoptar la ciudadanía española. Una noche, un
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Acerca del mal ambiente de que Guzmán se iba rodeando, pero también de la forma como reconvertía furiosos oponentes en colegas gracias al poder seductor de su inteligencia, valdría la pena citar una anécdota del propio Azaña, extraída de sus Diarios, donde figura otro connacional de Guzmán, el embajador Genaro Estrada: Por la noche, comida en la embajada inglesa. Allí estaban Mello Barreto y García Kohly, entre otros, con Estrada. García Kohly me dijo que había conocido a un mexicano, a quien había tenido por enemigo suyo, y que después de comer juntos y de una larga conversación quedaban muy amigos, pareciéndole el mexicano inteligentísimo. Resulta que es Guzmán. Lo de la enemistad venía de los artículos que publica en La Voz el hijo de Hernández Catá… (Azaña: 146)
En el prólogo a Diarios, 1932-1933. “Los cuadernos robados”, de Azaña, Santos Juliá no duda en ubicar a Martín Luis dentro del “pequeño círculo de amigos con fácil acceso a su intimidad” (Azaña: XII). Además de Lola, mujer del político, y del mexicano, en este grupo figuraban apenas tres nombres más: Cipriano, Saravia y Ramos. No estaría de más destacar que en este volumen, perdido durante todo el franquismo y buena parte de la etapa democrática española, las menciones a Guzmán destacan un detalle de singular importancia. Y es que el mexicano era uno de los contertulios que analizaban la situación española en la casa de Azaña, bien entradas la noche o la madrugada. En este sentido, en consideración a las fechas y la atención que Azaña ponía en las opiniones de Guzmán, podríamos suponer algo que Joaquín Pérez Madrigal, diputado por el Partido Radical Socialista de Lerroux y enemigo declarado del escritor, da como un hecho incuestionable: que el presidente del Gobierno era un buen conocedor de El águila y la serpiente8. Y podríamos especular que, para entonces, Azaña
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grupo de desconocidos propinó terrible paliza a uno que se le parecía” (Vasconcelos: 1143). Manuel Azaña, por su parte, daría la siguiente versión ampliada sobre el hecho, que parece haber sido bastante notorio en su momento: “Unos sicarios del partido radical han aporreado a un señor, confundiéndolo con Guzmán, gerente del Sol y La Voz. El enojo de los radicales proviene de un artículo publicado en La Voz. El día antes de la agresión Salazar Alonso y Rey Mora, diputados lerrouxistas, anunciaban en el Congreso la restauración de los ‘jóvenes bárbaros’, especie de jaque que hace veintitantos años bullían en lo más bajo de la política republicana de Madrid. Guerra del Río, que no se había enterado de la confusión de persona cometida por los agresores, dijo en el Congreso: ‘Le han roto la cabeza al señor Guzmán’. (Eso es lo que pensaban hacer, y al saber que había habido la agresión, Guerra lo dio por hecho)” (Azaña: 110). La represión republicana que había sucedido al levantamiento de Sanjurjo, ejecutada a partir de la madrugada del 10 de agosto de 1932, fue, a los ojos de Joaquín Pérez Madrigal, “la interpretación realista de uno cualquiera de los relatos que, de las luchas políticas mexicanas, publicara Martín Luis Guzmán, el ‘generalito’, en un libro titulado El águila y la serpiente”. El diputado resumía en unas cuantas palabras la
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se habría vuelto también lector acucioso de La sombra del caudillo. Una lectura atenta e imaginativa de las relaciones mantenidas entre Axcaná González y Aguirre, personajes centrales de esta última novela, bien podría llevarnos a pensar en las establecidas entre Guzmán y Azaña durante aquellas reuniones íntimas descritas en los Diarios. Muy aparte del ámbito político, para los lectores Guzmán no era un desconocido en Madrid, pues, como ya mencioné, había sido colaborador durante su primer exilio de otra publicación fundada, al igual que El Sol, por José Ortega y Gasset: el semanario España. Y más adelante había escrito para la Revista de Filología Española, la Revista de Occidente y diarios y semanarios tan disímiles, en cuanto a identificación ideológica y editorial, como El Debate, Ahora, Estampa y El Hogar Americano9.
En el ámbito periodístico En 1928, y después de una prolongada estancia en París reflejada fragmentariamente en la segunda parte de su libro Crónicas de mi destierro, encontraremos a Guzmán al inicio de su incursión más importante en la vida periodística española como redactor de El Debate, diario católico madrileño. En las páginas de cultura de este periódico colaboraban por entonces, con artículos y prosas sobre temas mexicanos, María Enriqueta Camarillo, Concha Espina y Manuel Graña. Cabe destacar que durante su permanencia parisina Guzmán había dedicado una de sus crónicas del periódico mexicano El Universal a comentar la presencia en todos los escaparates de La conquista de las rutas oceánicas, de otro connacional, Carlos Pereyra, historiador casado con la poeta María Enriqueta. Para Martín Luis, esta obra era una “flor” dentro de la obra del también diplomático. Pereyra significaba “el más insigne de los hombres que hoy nos hablan de historia en lengua española”. Sobre lo anterior, habría que destacar que, de vuelta en España, Guzmán había encontrado cobijo, justamente, en la redacción de El Debate, donde el matrimonio Pereyra tenía cierta influencia. La presencia de este otro exiliado político, así como de su esposa, autora con un peso significativo tanto en Europa como en Sudamérica, repercutiría en cierta forma en la política editorial del diario. Mientras que en la primera plana de este periódico, por ejemplo, se mostraba una
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cercanía de tono y acción entre la obra mencionada y el intento de golpe de Estado: “Y es que Azaña, el 10 de agosto, había dado su consigna famosa, no divulgada aún: nada de prisioneros; los tiros a la barriga” (Pérez Madrigal: 164). Debo este último dato a Juana Martínez, quien asegura que en las páginas de esta revista aparecieron colaboraciones de Guzmán en 1934.
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imagen cruda de la revolución mexicana, resaltando la persecución religiosa, en su sección cultural se veía, si no una postura absolutamente opuesta, cuando menos sí otra cara del conflicto en el país americano. Y a crear esta imagen colaboró también Guzmán. Martín Luis trabajó dentro del diario, en un espacio adaptado en el Archivo. Pero su presencia en las páginas fue más bien discreta. De hecho, en esos años difíciles en la vida de El Debate10 sólo aparecieron dos artículos firmado por él y dedicados a explicar al lector español el significado cultural y religioso de las curaciones del Niño Fidencio11. Dentro de su carácter periodístico-informativo, la historia del Niño, que Guzmán nunca recogió en libro, contenía ya algunos de los rasgos que convirtieron las semblanzas de piratas y libertadores de Guzmán en esa gran literatura de aventuras que José Emilio Pacheco y Marco Antonio Campos han identificado con las obras de Marcel Schwob o Jorge Luis Borges (Campos: 25-27 y Pacheco: IX-XXIII). El artículo sobre el Niño Fidencio (Perea, 1993: 259-265) apareció en El Debate en dos entregas, el 30 de marzo y el 1 de abril de 1928, con sendas notas de la redacción en donde se dejaba asentada la postura objetiva que el diario mantenía frente al tema12. Por otro lado, además de esta brevísima presencia con firma, en la redacción de El Debate Martín Luis parece haber escrito algunos editoriales, cuentos y, usando la expresión de Pedro Gómez Aparicio, “artículos literarios”. “De apariencia enfermiza, retraído, poco locuaz, pero afectuoso, Guzmán supo atraerse a amistad de varios redactores que, de manera igualmente afectuosa y aludiendo a su pasado revolucionario, le pusieron el sobrenombre de ‘el Generalito’” (Gómez Aparicio: 286). Al ex ministro porfiriano Vicente Riva Palacio, representante de México ante los reinos de España y Portugal a finales del siglo XIX, se le había conocido en Madrid, sin ironías, como El General. El mote, en
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Este fue cerrado un par de meses a principios de 1932, coincidiendo la medida con un decreto del gobierno de Manuel Azaña que disolvía la Compañía de Jesús. Este conflicto, junto con la frustrada reforma agraria, propició la sublevación del 10 de agosto y el cierre masivo de diarios. Personaje que, según información del periódico, se esfumó sólo unos cuantos días después de publicadas las colaboraciones y sin haber realizado las curaciones milagrosas prometidas. “En toda la Prensa americana y en muchos periódicos de Europa -decía una de ellasse habla del ‘Niño Fidencio’. Nos ha parecido oportuno recabar para nuestros lectores una información objetiva de este curioso asunto. Parece ocioso advertir que la publicación de estos datos puramente informativos nada prejuzga en absoluto en cuanto a nuestro modo de apreciar la cuestión, y no debe, por tanto, interpretarse en más sentido que el que tiene: el de dar cuenta puntual y verídica de los sucesos a nuestros lectores”.
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el caso de Guzmán, fue aplicado con afecto por sus amigos periodistas, pero también con rudeza por sus enemigos políticos. Es muy probable que la expresión “artículos literarios” se refiera a una actividad que en cierta forma continuaba la obra histórico-literaria de Guzmán. Aunque el género que abordaría ahora estaba por momentos, dentro de los límites de la historia oficial, más cerca de la literatura de aventuras que de la crónica política recubierta de ficción de El águila y la serpiente y La sombra del caudillo. A partir de las entregas sobre el Niño Fidencio el lector de la prensa diaria madrileña comenzó a gozar de esa prosa suelta y delicada que caracterizaría los relatos de piratas y libertadores. En los títulos Javier Mina, Héroe de España y de México (1932)13 y Filadelfia, paraíso de conspiradores (1933), figuran hoy algunas de las muchas páginas que Guzmán publicó originalmente en los periódicos a manera de folletín. Otras, de mucha más breve extensión y más puras en cuanto a sentido literario, fueron recogidas en Piratas y corsarios14. Pero si estos artículos fueron escritos en la redacción de El Debate, germen del periódico Ya, no fue en sus páginas donde los mismos aparecieron. Y aquí cabría seguir algunas pistas dejadas por Guzmán dentro de su trayectoria política española15. A finales de 1930 Luis Montiel, empresario periodístico que muchos años antes había adquirido y modernizado los talleres de Sucesores de Rivadeneyra16, fundó el diario Ahora, que llegó a ser la competencia más fuerte del ABC. Impreso en huecograbado, Ahora imitó de ABC su carácter eminentemente gráfico y no olvidó la fotografía de actualidad para ilustrar sus portadas. Otra cosa que los hermanaba era su “tono burgués y moderado, de inequívoca fidelidad a la institución monár13
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Libro solicitado por Ortega y Gasset para el proyecto “Vidas Españolas e Hispanoamericanas del siglo XIX”, de Espasa-Calpe, y en cuya petición tuvieron que ver además las presiones del entonces presidente Plutarco Elías Calles. Recogido hasta 1961, en Obras completas, Guzmán había acordado con EspasaCalpe la preparación de otra biografía histórica, la de Servando Teresa de Mier, proyecto referido también por Alfonso Reyes que, aparentemente, no llegó a realizarse. Dentro de esta importante colección de biografías ideada por Ortega y emparentada sólo con lo que escritores de la talla de Stefan Zweig, André Maurois o Jean Cassou hacían en el resto de Europa, figurarían los vanguardistas españoles Antonio Espina, Benjamín Jarnés y Antonio Marichalar, entre otros; los hispanoamericanos Anibal Ponce, Arturo Capdevilla, y el mexicano Alfonso Teja Zabre. Agradezco los últimos datos a Marta Portal. En algún momento de la entrevista concedida a Blanquel, Martín Luis daba a entender que tenía guardadas por allí páginas autobiográficas, escritas seguramente a su vuelta a México, donde, en teoría, habría narrado sus experiencias dentro de la política española. Recordemos la cercanía que desde el siglo XIX mantuvieron los mexicanos con esta casa editora.
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quica” (Gómez Aparicio: 159). El antecedente inmediato de este periódico fue el semanario Estampa, amparado también en la firma Rivadeneyra y con el mismo director-propietario. En esta revista, entre cuyos colaboradores se encontraban algunos que habían escrito en otros sitios sobre México17 o que serían más adelante transterrados en este país18, también publicó Guzmán, aunque sólo un año después de que empezara a hacerlo en Ahora. Por extraños motivos que quizá tuvieron que ver con el éxito de venta del libro en España, con la situación financiera de su autor o, muy probablemente, con una actitud rebelde del mexicano o de la editorial ante las presiones que ejercía Plutarco Elías Calles sobre Espasa-Calpe, al mismo tiempo que publicaba en Ahora sus crónicas europeas Guzmán daría a Estampa 18 entregas en las que, con el título genérico de “Bajo la sombra de Pancho Villa (episodios de la Revolución Mejicana)” y renombrada como reportaje19, el chihuahuense reprodujo fragmentos selectos de El águila y la serpiente. Una parte de este libro, cuyo título el autor tomó de Vicente Blasco Ibáñez (Blasco Ibáñez, 1920: 8), había aparecido como anticipo en El Debate dos años antes, justo en el tiempo de su primera edición: 1928. Ahora, en 1931, apenas unos meses después de publicado La sombra del caudillo y envuelta en misteriosas circunstancias, reaparecía como folletín esa novela que tanta fama había dado a Guzmán en forma de libro. Como se puede apreciar en el desplegado que reproduzco a continuación, ya para ese momento, y gracias a la calidad de su obra, a Guzmán se le consideraba en España como un autor hispanomexicano: D. Martín Luis Guzmán, el ilustre escritor y político mejicano, que reside desde hace algún tiempo en España, acaba de publicar un nuevo y admirable libro, novela de la vida política de su país: “La sombra del caudillo”. La publicación de su libro anterior, “El águila y la serpiente”, fue uno de los sucesos literarios del año pasado. Libro hondo, fuerte, penetrante, sutil y dramático, situó a su autor, de pronto, a la vanguardia de los escritores de lengua española. En “La sombra del caudillo” vibran las mejores cualidades – interés, pasión, bello estilo– de este gran escritor tan español, por mejicano y por afectos, como nosotros mismos. (Estampa, 1929: s/p.)
Su cercanía a otros hombres de la República española, aparte de Azaña, pudo haber influido en la entrada de Guzmán a Estampa como folletinista, y sobre todo en el apoyo que se le dio con la reproducción del libro prohibido por el presidente mexicano. 17
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Como Concha Espina o Blanca de los Ríos de Lampérez, ambas en publicaciones de derechas. Antoniorrobles, Magda Donato, Enrique Climent, Alfonso Camín. Agradezco a Gonzalo Santonja el descubrimiento de este material.
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Estampa publicó también, a finales de 1932, una parte de la biografía de Francisco Javier Mina. Y es probable también que por la proximidad, en más de un sentido, entre El Debate y Ahora, Martín Luis Guzmán comenzara a colaborar con este segundo medio impreso en otoño de 1931. A principios del año siguiente, El Debate estuvo a punto de desaparecer. Coincidiendo con las primeras entregas en Ahora Guzmán publicó en Revista de Occidente otro anticipo de Javier Mina, héroe de España y de México. Dos años antes, Antonio Espina había escrito un comentario crítico sobre El águila y la serpiente para la revista de Ortega en el que resaltaba, además del valor estrictamente literario al que ayudaba esa “estética de la violencia”, la actualidad alcanzada por la obra a raíz del asesinato de Álvaro Obregón en México (Espina: 120124). En el número final de 1932, el mismo Espina remataría la presencia fugaz de Guzmán –de una sola colaboración– en Revista de Occidente, con otro comentario, pero ahora sobre Mina, el héroe compartido. La presencia de Guzmán en Ahora, que se prolongó por casi dos años, estuvo alentada por un par de intereses medulares en su obra: el literario y el histórico. Aunque ahora fueron la narrativa de aventuras y esa otra revolución mexicana, la de Independencia, los temas que el chihuahuense abordó dentro de esta incursión narrativa. En la nueva publicación de Luis Montiel, ampliamente anunciada desde las páginas de Estampa, se echó a andar por entregas lo que muchos años después conformaría Filadelfia, paraíso de conspiradores, complemento en cierta forma de la biografía de Mina. El título original de esta historia de intrigas políticas y equívocos de todo tipo fue “Diego Correa, el militar español que quiso acabar la Guerra de la Independencia asesinando a Napoleón”, y Ahora la insertó en una sección titulada “Los grandes aventureros españoles”. En realidad, este encabezado tan ambicioso se limitaría a contener la vida y milagros de Correa. Eso sí, ilustrada con profusión de dibujos de Nueva York y Filadelfia en el siglo XIX en que se lleva a cabo la acción. Otro intento de caracterizar esta serie fue el titulado “Los grandes guerrilleros españoles”, que sólo contuvo otro fragmento de la biografía de El Mozo. El resto de las historias, a caballo entre la crónica periodística y el cuento, narraría más bien las aventuras de algunos piratas famosos por su crueldad o de aventureros de la Independencia americana, convertidos en corsarios por azares del destino. Recogidos luego, con leves retoques, en el libro Piratas y corsarios, estos cuentos históricos fueron apareciendo sin periodicidad fija en las páginas de Ahora. Las últimas colaboraciones de Guzmán en Ahora son un par de acuarelas por escrito. Dos paisajes impresionistas del conjunto que daría cuerpo a Crónicas de mi destierro. En “Voces de la catedral” –referido a la de León, España– y “De París a Burdeos” Martín Luis acude a la crónica de viajes, género más cercano a la descripción pictórica que a la 235
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investigación biográfica que llevaba tanto tiempo realizando. De hecho, en el segundo artículo se mencionaba a sí mismo, al inicio y al final, como “el biógrafo de ‘Mina el Mozo’” (Guzmán, 1932: 32). La clara cercanía de Guzmán con la plástica se hacía patente no sólo en los toques impresionistas20, sino además en alusiones directas al cubismo, corriente que, con ciertas reservas, estaba presente entre sus gustos pictóricos y literarios. Tanto en México como en el exilio la actividad incesante de Guzmán estuvo siempre encaminada a lograr metas. A pesar de los altísimos vuelos de sus aspiraciones y de la enorme habilidad ganada a base de experimentar sobre la acción directa, pocas veces logró consolidar las amplias expectativas de sus victorias parciales, de por sí extraordinarias, en los campos de la política y el periodismo. Sin embargo, en el terreno literario, ya fuera en novelas tan personales como El águila y la serpiente o La sombra del caudillo o en trabajos en cierta forma obligados, del corte de las páginas dedicadas a los piratas y libertadores, el talento de Martín Luis Guzmán se exhibió de cuerpo entero, tanto en su país como en el exilio en España y en los Estados Unidos. El efecto de fascinación causado por el estilo de la narrativa de Martín Luis Guzmán fue en su momento muy similar al despertado hoy en día. Y es que tanto la escritura como la lectura de sus libros están asentadas en un mismo principio, tácito e ineludible: hay que seguir a la pasión sin cortapisas, pero siempre sobre el filo de la inteligencia.
Bibliografía Azaña, Manuel, Diarios, 1932-1933. “Los cuadernos robados” (Barcelona:
Grijalbo Mondadori, 1997). – y Rivas Cherif, Cipriano, Cartas: 1917-1935 (inéditas) (Valencia: Pre-textos, 1991). Blanquel, Eduardo, entrevista inédita conservada en el Archivo de la Palabra, s/f. Blasco Ibáñez, V., “Al lector”, en El militarismo mejicano (Valencia: Editorial Prometeo, 1920). Campos, Marco Antonio, “El cuento-biografía según Schwob, Borges y Guzmán”, en Siga las señales (México: Premiá Editora de Libros, 1989). Carballo, Emmanuel, Protagonistas de la literatura mexicana (México: El Ermitaño/Diógenes, 1989). Espina, Antonio, “Martín Luis Guzmán: El águila y la serpiente”, en Revista de Occidente, Madrid A. VI, vol. XXI, nº 61 (julio de 1928), p. 120-124. Estampa, Madrid: A. II, nº 99 (3 de diciembre de 1929), s/p. Estampa, Madrid: A. V nº 245 (17 de septiembre de 1932), s/p. 20
Que recuerdan las descripciones que Marcel Proust hizo de algunas iglesias de, por ejemplo, Evreux o Coches, y que hablan de su pasión por Claude Monet.
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Gómez Aparicio, Pedro, Historia del periodismo español, IV (Madrid: Editora Nacional, 1981). Guzmán, Martín Luis, “De París a Burdeos”, en Ahora, Madrid: año III, nº 466 (13 de junio de 1932), p. 32. –, A orillas del Hudson, en Obras completas, I, 2 vols. (México, FCE, 1984). Guzmán Urbiola, Xavier y Héctor Perea, Martín Luis Guzmán. Iconografía (México: FCE, 1987). Iduarte, Andrés, “Martín Luis Guzmán en sus libros”, en Obras completas de Martín Luis Guzmán, I (México: Compañía General de Ediciones, 1961). Pacheco, José Emilio, “Prólogo” a Vidas imaginarias / La cruzada de los niños (México: Editorial Porrúa, 1991). Pani, Alberto J., Apuntes autobiográficos (México, 1945). Perea, Héctor, La caricia de las formas. Alfonso Reyes y el cine (México: UAM, 1988). – (compilador), Nuestras naves (México: UAM, 1993). Pérez Madrigal, Joaquín, España a dos voces. Los infundios y la historia (Madrid: Ediciones EASA, 1961). Reyes, Alfonso, Simpatías y diferencias, en Obras completas, vol. IV (XXV vols.; México: FCE, 1956). Rivas Cherif, Cipriano, Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña (Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1979). Rosenzweig, Gabriel, Autores mexicanos publicados en España. 1879-1936 (México: SRE, 1992). Vasconcelos, José, El proconsulado, en Memorias, II (II vols.; México: FCE, 1984).
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Una interpretación contextual de El águila y la serpiente Antonio LORENTE MEDINA UNED, Madrid
En 1968 Emmanuel Carballo recogió en su libro Protagonistas de la literatura mexicana la entrevista que realizara en 1958 a Martín Luis Guzmán. En dicha entrevista Guzmán aclaraba, entre otras cosas interesantes, aspectos esenciales de sus hábitos literarios, explicaba las variaciones que sufrió el título de El águila y la serpiente y consideraba a este libro como una novela, frente a las afirmaciones de historicidad asentadas por la crítica de entonces (González, 200-214): “la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias a pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario” (Carballo, 1985: 18). Haciéndose eco de estas palabras, Megenney manifestaba que una de las facetas artísticas de El águila y la serpiente como novela “consiste en incorporar cuadros de acción y descripción que resultan ser cuentos” (213). Y ocho años después Juan Bruce-Novoa, volvía sobre este párrafo para considerar el texto de El águila y la serpiente como una novela autobiográfica “cuidadosamente construida” (20). Pero no podemos olvidar dos hechos significativos que cuestionan las afirmaciones precedentes: el primero es que cuando Martín Luis Guzmán publicó su libro en entregas sucesivas de la prensa periódica mexicana, lo hizo bajo el epígrafe de “Memorias”; y el segundo es el sentido metafórico que se desprende del contexto en que aparecen sus palabras en el texto arriba citado, de las que también se deduce un fuerte contenido testimonial. Nos encontramos, además, con un problema previo para aceptar acríticamente las afirmaciones de Guzmán, y la posterior dilucidación genérica de Megenney y de Bruce-Novoa: la sospecha de que las dijera para evitar respuestas incómodas suscitadas por el texto mismo de El águila y la serpiente. Cuando Guzmán charla con Carballo ya hacía muchos años que había salido La tormenta, el volumen segundo de las “Memorias” de Vasconcelos, englobadas bajo 239
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el título general de Ulises criollo, donde se respondía a diversos hechos relatados en El águila y la serpiente. Y el lector, si no conocía los hechos, había tenido tiempo suficiente para comprobar la veracidad o inexactitud de lo referido en una y otra obras cotejándolas con otros libros de memorias, tan frecuentes en esos años. Por otra parte, la identificación del personaje narrativo con el personaje autobiográfico y con el reflexivo en El águila y la serpiente es total, como para no reconocer en todos ellos a la figura histórica de Martín Luis Guzmán. No es extraño, por eso, que algunos críticos –como Foster– hayan optado por eludir el tema espinoso de su clasificación genérica e interpretarlo como un texto histórico, cargado de significados múltiples. En cuanto a las opiniones de Megenney y de Juan Bruce-Novoa, no pasan de ser ambas una brillante conjetura, porque los hechos históricos relatados, fácilmente comprobables, impiden aceptar El águila y la serpiente como una novela. Todos los nombres propios de personas, lugares y hechos narrados se pueden verificar rápidamente como realmente ocurridos, tratados o visitados, aun los que presentan una estructura formal de narración intercalada. Así, hasta los episodios denominados por Megenney cuentos, como “La araña homicida”, “Una noche en Culiacán”, “La fiesta de las balas”, “El nudo de ahorcar”, o “La fuga de Pancho Villa”, contada por Carlos Jáuregui al narrador, relatan hechos reales, perfectamente documentados, aunque hayan sufrido la lógica elaboración literaria a que somete Guzmán a todo el libro. Por resumir brevemente, los argumentos de “La araña homicida”, “Una noche en Culiacán” y “El nudo de ahorcar, se encuentran ya esbozados en su artículo periodístico de 1920, “Claridad y tinieblas” (Guzmán, 1995a: 125-126); y el último, que Guzmán pone en boca del coronel Ornelas, lo recoge Vasconcelos, adjudicando la autoría de este hecho a Pancho Villa, como uno más de los numerosos atropellos que realizaban los villistas y que retrotraían a México “a la época de la montonera sudamericana y del caudillaje satanista” (Vasconcelos: 127). “La fiesta de las balas”, que para Megenney subraya la inhumanidad de Fierro, y para Bruce es la “imagen siniestra de la centralización del poder que elimina fría, feroz y metódicamente a sus rivales” y nos prepara para la lucha fratricida entre los revolucionarios de la segunda parte de la novela (Meggeney: 213), no se puede comprender a cabalidad sin contextualizarla adecuadamente. Es cierto que Guzmán, antes de relatar el capítulo, nos aclara que esta “hazaña” es legendaria; o lo que es igual, que ya ha sufrido la idealización literaria en sus versiones orales, lo que lo lleva a incluirla en El águila y la serpiente. También lo es que la ferocidad de Fierro era proverbial y la subrayaron unánimemente todos sus contem-
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Una interpretación contextual de El águila y la serpiente
poráneos (Guzmán, Vasconcelos1, Eulalio Gutiérrez y el propio Villa). Pero no es menos cierto que la matanza de orozquistas narrada en este episodio ha de insertarse dentro de la respuesta que los revolucionarios dieron a la guerra de exterminio decretada por el ejército federal; exterminio que los orozquistas practicaron con extrema ferocidad. Esta ferocidad se volvió contra ellos cuando los revolucionarios les pagaron con la misma moneda (Katz, I: 256). Y “La fuga de Pancho Villa”, precioso relato, modelo de concisión y economía narrativas con su dosis de suspense, hay que interpretarlo a la luz de los capítulos XX-XXIII de El hombre y sus armas, el libro primero de las Memorias de Pancho Villa, donde se nos ofrecen las peripecias de la circunstanciada fuga de Pancho Villa de la prisión de Santiago Tlatelolco y el protagonismo que le cupo en ella a Carlitos Jáuregui, verdadero artífice de la evasión. Fue Jáuregui y no Villa quien le sugirió la idea de fugarse, Jáuregui quien se ofreció a limarle los barrotes de la celda, quien lo convenció para salir de México a Toluca en coche y no a caballo, como ingenuamente pretendía Villa, quien acertó en salir de la prisión departiendo con él como si fueran dos licenciados, quien apalabró al chófer, quien durante todo el viaje aconsejó a Villa hasta su llegada a los Estados Unidos, y fue, en fin, quien con “mucha inteligencia y lealtad […] puso en obra lo que yo ni nadie hubiéramos podido hacer”, como reconoce el propio Pancho Villa (Guzmán, 1995b: 130-152, 139)2. Una versión y otra constituyen el haz y el envés de un mismo episodio, escritas ambas por la pluma de Guzmán con finalidades divergentes, que se corresponden con la diversa perspectiva desde la que las compone, pues en el primer caso es el propio Guzmán quien la redacta y en el segundo sale, presuntamente, de la boca de Pancho Villa. Y nos permiten conocer los elementos seleccionados para componerlas y los elementos desechados, así como vislumbrar las razones que le llevaron a incluir unos y a descartar otros con el fin de conciliar “la materia revolucionaria, vista por él en su estado nativo” con “las definiciones patrias recibidas”3. Es éste un procedimiento técnico que hemos de tener siempre presente a la hora de esbozar una explicación contextual coherente 1
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Vasconcelos lo define perversamente como “el matador de hombres desarmados” (116), olvidando injustamente su reconocido arrojo en los diversos hechos de armas en que participó. En diversas ocasiones Villa, admirado, se hace eco del temple de Carlitos Jáuregui y de la serenidad y la sensatez con que sortea todos los peligros y le evita situaciones engorrosas. Nadie mejor que el propio Guzmán ha clarificado este asunto. En su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua Mexicana, titulado Apunte sobre una personalidad (febrero de 1954), especifica sus propósitos y la perspectiva desde la que escribió El águila y la serpiente (1995a: 961), y a continuación los propósitos y la perspectiva con que escribe su pentalogía Memorias de Pancho Villa (962-964).
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de los distintos capítulos que componen El águila y la serpiente. Además de los episodios anteriormente citados, en los que la comparación con sus otras versiones nos permiten entender su exacta dimensión en El águila y la serpiente, son fundamentales anécdotas como “Ya tenemos hombre”, o la de Díaz Soto y la bandera nacional en la Convención de Aguascalientes, y capítulos como “Las casas incautadas”, “La película de la Revolución”, o “Un juicio sumarísimo”. La inserción por parte de Guzmán de la célebre frase que Vasconcelos pronunció en una entrevista periodística, entusiasmado por los éxitos iniciales de Villa en el norte de Chihuahua, poco antes de su “Primer vislumbre de Villa”, supone una verdadera carga de profundidad contra su émulo y amigo, a la que éste contestará airado, sin citarlo, integrándolo entre la caterva de “calumniadores interesados en esconder sus propias flaquezas” (Vasconcelos: 53)4. La anécdota de Díaz Soto y la bandera nacional, que posiblemente Guzmán no presenciara, la recoge Vasconcelos atribuyendo a Natera la escena de la pistola. “Las casas incautadas” nos ofrece una visión sombría de la actuación general de los carrancistas en la ciudad de México –“la canalla carrancista”– muy próxima a la que nos diera de ella Azuela en Las tribulaciones de una familia decente y, sobre todo, en Domitilo quiere ser diputado, y coincidente en extremo con la de Vasconcelos en La tormenta5. Por concluir tan farragosa enumeración, el capítulo “Un juicio sumarísimo”, en el que aparece un Guzmán indignado, observamos que se nos omite deliberadamente el nombre y el prestigio social de los falsificadores de billetes y de sus familias, y, lo que es más significativo, la razón por la que se les mandó fusilar6. Vasconcelos, no obstante su animadversión contra el villismo en La tormenta, reconoce que “los falsificadores en ciudad que está bajo ley marcial, tienen pena de muerte” (135), aunque coincide con Guzmán en denigrar la brutalidad de la ejecución. Pero no es sino hasta el libro de Katz cuando nos enteramos de que con tan drástica solución Villa intentó atajar los continuos problemas que los falsificadores acarreaban a sus finanzas: “En este caso la dureza de Villa puede explicarse porque las falsificaciones se habían convertido en un auténtico dolor de cabeza para él. La continua devaluación de la moneda como resultado natural del exceso de circulante que imprimía, se vio exacer4
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Alessio Robles (182-187) también lo acusará de ferviente villista hasta su desagradable asunto con el general Banderas. Vasconcelos habla también del saqueo y la humillación a que someten los carrancistas a la ciudad de México, para concluir afirmando: “Desde los comienzos se vio, pues, claro, que lo que pudo ser revolución se convirtió en manoteo de audaces” (88). Sin embargo sí aclarará en Adversidades del bien, 723-724, no sólo la razón del fusilamiento, sino la indignación de Villa al comprobar cómo gentes acomodadas y sin necesidad falsificaban “nuestra moneda, con lo que defraudaban al pobre”.
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Una interpretación contextual de El águila y la serpiente
bado por las enormes cantidades de billetes falsos. Por ello se aplicaron castigos drásticos a los falsificadores”. Con toda seguridad Guzmán conocía estos datos, pero los desechó con el fin de construir un discurso crítico que subrayara, en tintes maniqueos, el enfrentamiento entre la barbarie villista y el voluntarismo racionalista de los convencionistas revolucionarios, y diluyera su indudable vinculación con los primeros. No por casualidad este capítulo establece un claro paralelismo con el episodio de la ejecución sumarísima de unos miserables rateros, anticipada en el capítulo titulado “En la Sexta Comisaría” (2ª Parte, Lib. II, cap. II). Este suceso prepara al lector para aceptar la indignación de Guzmán ante tan luctuosos hechos, que motivaron, en un caso, su renuncia a la Ayudantía de la Inspección General de Policía de México, y en otro, su decantación final a favor del gobierno emanado de la Convención. Desde este momento, el personaje narrativo Martín Luis Guzmán adquiere un protagonismo en El águila y la serpiente que no se corresponde exactamente con el papel que le tocó desempeñar al Guzmán personaje histórico. Su puesto de Consejero del Ministro de la Guerra surgió a consecuencia de una recomendación de Vasconcelos a José Isabel Robles (Vasconcelos: 131), que coincidía además con los propósitos de Villa. Pero no está claro que ello supusiera el comienzo de su “estrecha amistad” con el ministro. Posiblemente con su nombramiento Robles intentó contentar a Villa, quien, a su vez, mandó a Guzmán junto a su joven general con la oculta intención de estar informado de los movimientos del gobierno salido de la Convención. En este juego de intrigas, en el que el primero en jugar con doble baraja era el propio Guzmán, la reserva y la prudencia, si no la desconfianza, resultaron decisivas en su trato con Robles, como corresponde a la relación entre un superior y un subordinado. Al menos, ésa es la excusa que da Guzmán a Villa en la entrevista que sostienen en Aguascalientes tras la marcha del gobierno convencionista de México y su ruptura con el Centauro del Norte, muy próxima a lo que dice Vasconcelos sobre la relación de Guzmán con José Isabel Robles7. Así se entiende también que en el favorabilísimo retrato que Guzmán hace de Robles incorpore elementos negativos sobre su falta de instrucción, que no suscribiría nadie relacionado estrechamente con el Ministro de la Guerra. Vasconcelos, con mayor conocimiento, nos aclara la índole clasicista de su 7
En Adversidades del bien, 1995b: 669, Guzmán responde así a Villa: “Robles, señor general, obraba como mi superior y no me acogía en la intimidad de todos sus secretos”. Palabras que, si vienen motivadas por la situación extrema que vive Guzmán, no está carentes de lógica. Por eso se las acepta Villa. Vasconcelos, aunque con otra intención, viene a decir lo mismo: “Y es posible que a causa de su villismo, Robles no haya enterado a Martín de todo lo que ocurría” (131).
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formación, de tal forma que no resulta insólita su lectura del libro de Plutarco (Vidas paralelas): “No era un salvaje tipo Urbina, sino un exseminarista, gran conversador, que de repente mezclaba latines a la charla política o al relato guerrillero” (Vasconcelos: 173). Igualmente está sobredimensionada su actuación en el capítulo de su visita al Palacio Nacional, acompañando a Eulalio Gutiérrez y a José Isabel Robles. Al parecer, su acción vino motivada por la tensa situación que se creó con Eufemio Zapata cuando Eulalio lo provocó innecesariamente. Es una escena que sólo recoge Guzmán y que, de ser cierta, habría sido recogida, con toda seguridad, por Vasconcelos, que también iba de visita oficial, habida cuenta de su malquerencia contra la “barbarie zapatista”8. Tampoco creo que su opinión importara tanto a Eulalio Gutiérrez como para que éste nombrara a D. Valentín Gama Ministro de Fomento. A lo sumo, Guzmán fue a ver a D. Valentín y se lo presentó a Gutiérrez; muy lejos de las prerrogativas que se autoconcede en El águila y la serpiente. En la decisión de Eulalio debió de pesar mucho el deseo de contentar a la facción zapatista, pues el profesor Gama, aparte de representar a la “ciencia mexicana”, era tío del famoso orador zapatista Antonio Díaz Soto y Gama, que acababa de rechazar dicha cartera. Así es que malamente pudo torcer el gesto Eulalio Gutiérrez cuando se enteró del parentesco entre ambos, como escribe Guzmán. Antes al contrario, lo nombró ministro precisamente por esto. Todos estos hechos muestran que la vinculación de Guzmán con el gobierno convencionista no fue tan estrecha como declara, ni lo colocó en la situación de formar parte “del pequeño cónclave donde se discutían las más graves cuestiones del gobierno en cierne”. Es probable que desde la Secretaría de Guerra colaborara en la “incongruente” política de contribuir al triunfo de los carrancistas, a la vez que en el intento infructuoso que realizó el gobierno de Eulalio Gutiérrez de reanudar los lazos rotos con Obregón, con el fin de “escapar de Villa sin caer en Carranza”. Resulta más difícil de creer que Fierro viniera a confesarle atormentado la muerte de Berlanga. Y, desde luego, parece inverosímil su intrépida actuación en la casa Braniff, residencia de Eulalio Gutiérrez, donde tiene lugar la dura confrontación entre éste y Villa que concluye con la advertencia de que el primero va a abandonar al jefe de la División del Norte, “aunque sea en burro”. Sólo se puede creer, si aceptamos que Guzmán practicaba un doble juego político que le permitía contentar a villistas y convencionistas, porque no cabe duda de que los dorados consideraban a 8
Salomón (147-154) hace ver que la visión negativa sobre el movimiento zapatista constituyó un estereotipo general, propalado interesadamente por la prensa contrarrevolucionaria (desde 1911) o carrancista después. Dicho estereotipo se extendió a otras manifestaciones culturales, como el cine. Ver al respecto Lorente, 2008: 121.
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Guzmán como a uno de los suyos –y muy próximo a Villa– cuando le permiten pasar al interior de la casa-palacio después de haber cambiado la escolta presidencial por una escolta villista y pese a las órdenes terminantes que se les había dado en contra. En cualquier caso, este episodio, recogido por Vasconcelos y Guzmán de forma similar, aunque más literaturizado por el segundo, omite un hecho esencial para entender la airada reacción de Villa. El ocho de enero de 1915 tuvo lugar la batalla de Ramos Arizpe, que permitió a Felipe Ángeles la toma de la ciudad de Monterrey. Entre el enorme material incautado, este general encontró unas cartas comprometedoras, que demostraban las intenciones del gobierno de Gutiérrez de abandonar México para unirse con Villarreal y Maclovio Herrera y combatir a la División del Norte. A la luz de estos documentos, la actuación de Villa nos parece hasta moderada (Guzmán, 1995b: 657-660). Así las cosas, nos acercamos al libro final de El águila y la serpiente con las sospechas, cada vez más fundadas, de que Guzmán no es totalmente sincero con sus lectores y de que oculta información con el fin de primar sólo y exclusivamente un discurso narrativo escrito doce o trece años después de los acontecimientos históricos narrados, en el que sobresalga la creación de un personaje autobiográfico guiado siempre por un fuerte sentido del ideal constitucionalista revolucionario. O lo que es igual, un representante de la cultura y de la legalidad revolucionaria, que responde rectamente ante las situaciones de violencia y barbarie que lo sobrepasan. Pero los datos que se desprenden de su propio texto lo ponen en cuarentena. El lector se pregunta cómo es posible que tras un retrato inicial tan despiadado de Villa, caracterizado por la trilogía fiereza, salvajismo y primitivez, se distancie de Carranza y caiga en la órbita del villismo, pese a que el grueso de sus amistades permanece con el Primer Jefe. Porque parece muy mezquino pensar que Guzmán abandone a sus correligionarios sólo porque se frustran sus esperanzas de marchar con Obregón y “con los capitanes de ensueño”, con los que había pasado tan buenos ratos en Culiacán. Es cierto que por esos meses bastantes jefes revolucionarios pensaban que con Carranza se iba hacia una nueva dictadura porfirista, pero también lo es que el retrato inicial de Villa y la asociación que Guzmán realiza entre el villismo y la matanza inmisericorde de colorados que Fierro lleva a cabo después, parecen imposibilitar lógicamente la adhesión de Guzmán con los villistas. Por otro lado, su inmersión en el villismo, iniciada entre febrero y marzo de 1914, debió de llevarlo a algún tipo de compromiso cuando Villa lo eligió, junto con Domínguez, como representante suyo ante Obregón para la entrada triunfal de las tropas constitucionalistas en México, aunque Guzmán conservara bastante margen de autonomía personal, como 245
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muestra el hecho de que durante la Convención de Aguascalientes se dedicara a su “negocio de corretajes y cambio de moneda, negocios de papel revolucionario en el Paso, Texas, en sociedad con Carlos Domínguez” (Vasconcelos: 131). De manera que cuando llegamos al último libro de El águila y la serpiente (“En la boca del lobo”) las sospechas que han ido asaltando al lector se concretan definitivamente. Es evidente que Guzmán estaba al tanto de las intenciones del gobierno convencionista, que conocía el “Manifiesto” que Eulalio Gutiérrez había lanzado a toda la nación el 13 de enero de 1915, que comenzaba a circular impreso por las esquinas de la capital y que se había dado a la prensa ese mismo día por la noche. Es indudable también que una concentración militar como la llevada a cabo por el gobierno convencionista para efectuar su salida de México, con todo su aparato, gritando las tropas enardecidas ¡Viva la Convención! al paso del auto del Presidente, no podía pasar inadvertida, como para que Guzmán nos quiera hacer creer que, por sus prevenciones nocturnas, se entera a la mañana siguiente de la marcha del gobierno hacia Pachuca. No es de extrañar que Vasconcelos, que sentía clavado el dardo de Guzmán por la utilización de su célebre frase “Ya tenemos hombre”, aprovechara la ocasión para devolverle con creces la puñalada, despachándose a su gusto en La tormenta y acusándolo de villista confeso y tibio convencionista: Conocía perfectamente nuestro plan y lo había aprobado. No volvimos a verlo, sin embargo, y sólo muchos años más tarde, al leer su relato del Águila y la Serpiente, pude darme cuenta de que le flaqueaba la memoria, pues incurre, como ya dije en inexactitudes y evita mencionar los motivos de aquel movimiento que eran claros y se hicieron públicos en toda la ciudad y en la prensa, según los términos del manifiesto que circuló profusamente. Lo que entonces no sabíamos es lo que parece desprenderse de su propio relato, o sea que él se consideraba obligado con Francisco Villa. No le debía, sin embargo, el puesto que ocupaba, a Villa, sino a mi recomendación. Y si después creyó oportuno exhibirse ante Villa como leal y aceptarle en seguida comisiones remuneradas, ese cambio de opinión no justifica que en su versión de los sucesos nos presente a todos como atolondrados, ni que me ponga a mí en labios de Villa como traidor.
No contento con esta andanada, Vasconcelos concluye poco después: “Todo el enredo, pues, que cualquiera advierte en el capítulo respectivo del libro que comento, viene de que Don Martín Luis Guzmán conoció nuestro manifiesto, lo aprobó, pero no estuvo listo para unirse con nosotros en la evacuación de la plaza, ni más tarde, cuando anduvimos por el monte, enfrentados a Villa y también a Zapata y Carranza.” (147). En su afán de protagonismo, Vasconcelos olvida que el gobierno convencionista no anduvo por el monte enfrentado a Villa, Zapata y Carranza, como él dice, sino fugitivo de ellos, y que al primer encuentro 246
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con las tropas villistas su ejército se desmoronó como un castillo de naipes y se pasó al bando del atacante, porque, en el fondo, pensaban como ellos. Es por eso, quizá, por lo que Guzmán no se unió al huidizo gobierno, aunque a lo mejor hubiera podido hacerlo, y decidió jugarse la vida al albur de una entrevista con Villa para convencerlo de su lealtad, si es que no es una justificación posterior, escrita con el fin de ocultar su equívoca actuación. Eso es, al menos, lo que se desprende del párrafo con que concluye el capítulo denominado “El telegrama de Irapuato”: A mí lo que más preocupaba era la necesidad de tener con Villa una explicación, cosa que ahora me sentía obligado como única defensa contra los supuestos manejos de Roque. Porque eso sí era jugarse el todo por el todo: exponer no sólo la vida, sino también, dado el caso de salvarla, mi futura conducta en el terreno de la Revolución. Y tan peligroso era lo uno materialmente, como moralmente lo otro. (Guzmán, 1928: 391; 1995a: 501. Las cursivas son nuestras)
La primera parte de la frase anterior es muy propia de alguien que arriesga su vida jugándose “el todo por el todo”; no así su segunda parte. No es muy creíble que una persona, pensando en su muerte próxima, se preocupe en esos momentos de lo que los demás puedan pensar en el futuro sobre su conducta futura, aunque sea “en el terreno de la Revolución”. Más parece una coartada posterior, recreada en el momento de redactar El águila y la serpiente, que una preocupación real mientras el personaje histórico Guzmán está viviendo los acontecimientos. Y si no, ¿qué sentido tiene el que a su llegada a Madrid colabore en el boletín que publicaba la agencia informativa del gobierno mexicano, “como informador político afecto al partido villista?9 Sea como fuere, lo cierto es que Guzmán se siente inseguro en México cuando, tras su fuga frustrada de la ciudad y su renuncia al cargo de Ministro de la Guerra que le ofrece Roque González Garza, éste intuye sus verdaderas intenciones. Y, conocedor de la psicología de Villa, decide arrostrar el peligro que suponía presentarse ante él en momentos tan extremados como los que se estaban viviendo entonces. La gradación dramática de los acontecimientos narrados en estos capítulos imprime al texto de El águila y la serpiente un ritmo cinematográfico similar al que utilizará después Guzmán en la composición de capítulos como “Una junta democrática”, de Elecciones democráticas (1931), o los dos primeros capítulos del libro IV (“El atentado”) de La sombra del Caudillo (Lorente, 2007: 107-109). La tensión narrativa se mantiene con una sucesión de secuencias, entre las destacan las sospe9
Alfonso Reyes le recuerda este hecho, a modo de reproche, en una carta de 1930, cuando Guzmán, indignado con el gobierno de Calles, le recrimina su “colaboracionismo” (Guzmán/ Reyes: 138).
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chas y el ultimátum que le da Garza, las prudentes advertencias de Vito Alessio Robles, la actitud mordaz de Garza cuando se entera de su decisión de viajar a Aguascalientes, el “molesto y largo” viaje en tren, el telegrama inquietante, su preocupación ante el encuentro decisivo con Villa, el contraste entre la placidez crepuscular con la que espera a Villa y la súbita llegada de éste, que provoca en Guzmán un ataque repentino de pánico que lo lleva a pensar: “Va a matarme aquí mismo”. Pero para su sorpresa –y del lector– Villa lo recibe afectuosamente. Y Guzmán va reponiéndose poco a poco a la par que responde a sus acuciosas preguntas sobre los últimos acontecimientos, “no según me constaba y lo sabía”, sino “como si hubiese yo sido mero espectador de los sucesos”. La reunión concluye con su nombramiento como Secretario de Villa, que acepta. Pero, en una nueva vuelta de tuerca, Guzmán ruega a Villa que le permita ir en busca de su familia, que había salido de México en dirección al Norte, dos semanas antes, e ignoraba su paradero. Esta petición revierte la reunión a su punto de partida, cuando creía que Villa lo iba a matar, y así lo siente el lector: “Creí ver pasar la muerte por sus dos ojos”. Con esta frase Guzmán resume maravillosamente los sentimientos encontrados que cruzan la mente de ambos personajes y se resuelve con la concesión final de Villa. La espléndida escena, recreada por el narrador autobiográfico, pretende subrayar las imprevisibles reacciones de Villa y la tormenta interior que dichas reacciones suscitan en el pensamiento del primero, para sorprender al lector con su inopinado final feliz. Pero como ya hemos tenido ocasión de comprobar, no son tan imprevisibles las reacciones del caudillo norteño para Guzmán. Antes al contrario, él sabía que su presentación ante Villa tendría un efecto positivo para sus intereses, como recogerá después en Adversidades del bien. En sus Memorias de Pancho Villa el personaje brutal y primitivo de El águila y la serpiente cede el paso a la creación de un héroe militar, que actúa con prudencia y generosidad, y reprime, por lo general, sus arrebatos. Por él nos enteramos de que su cariñoso recibimiento a Guzmán y su interrogatorio siguiente tienen la finalidad de tranquilizarlo. Asimismo, nos enteramos de que las más que razonables dudas que le asaltaron sobre la fidelidad de Guzmán, cuando éste le solicitó permiso para ir en busca de su familia, las acalló, consintiendo su marcha y facilitándole dinero mexicano y estadounidense, en prevención de sus posibles necesidades, si es que Guzmán tenía que llegar tras de los suyos a El Paso; y lo acompañó hasta el tren, donde lo recomendó al jefe de la escolta y al maquinista, “con mis mejores palabras”. Porque pensaba para sus adentros que “‘Si es verdad que este muchachito quiere volver a mi lado, el mucho cariño de mis modos le quitará la zozobra que ahora tiene; y si no es verdad, mirando él este buen trato mío concebirá el propósito de volver’. Así me dije yo” (Guzmán, 1995b: 671). 248
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Nos encontramos de nuevo con dos escenas antitéticas, y por eso mismo complementarias, escritas por Guzmán para relatar el mismo episodio. En la primera, domina la economía de recursos –frases breves e inacabadas, con puntos suspensivos que subrayan las zozobras de los personajes, o silencios embarazosos que presagian violencia. En la segunda, el desarrollo discursivo desarrolla la complejidad psicológica de Villa, la lógica de sus preguntas y la especificación de sus expresiones cariñosas hacia Guzmán. Todo con la finalidad de generar un ambiente de confianza y lealtad en el ánimo del asustado Guzmán. Lo que se nos presenta como una tensa reunión, de consecuencias imprevistas, desde el punto de vista del Guzmán reflexivo, desde el lado de Villa se nos ofrece como un riesgo calculado de éste por mantener a Guzmán dentro de su órbita. Asimismo, la conclusión de este episodio, idéntica en lo esencial en ambos casos, como no podía ser de otro modo (la huida de Guzmán a los Estados Unidos, y de ahí su marcha a España), difiere en su plasmación narrativa. En El águila y la serpiente se resume en una frase que entremezcla la alegría de Guzmán por el resultado de la entrevista con su inquietud ante la enorme distancia que lo separa de la frontera salvadora: “Ahora el tren corría veloz, entre las sombras de la noche. ¡Qué grande es México! Para llegar a la frontera faltaban mil cuatrocientos kilómetros…”. En Adversidades del bien nos damos cuenta, en cambio, de la calculada actuación de Guzmán durante su viaje, enviando a Villa un telegrama desde cada ciudad por donde pasa – Torreón, Chihuahua, Ciudad Juárez– para notificarle su situación, hasta cruzar a El Paso. Establecido allí con su familia, le escribe una carta, en la que se disculpa por no reincorporarse a sus órdenes aduciendo escrúpulos morales: Señor general Villa: Ya estoy en territorio de los Estados Unidos, donde también se halla mi familia, y me siento inclinado a separarme de la lucha. Crea, mi general, que cuando nos despedimos en Aguascalientes no andaba yo en ánimo de engañarlo, sino que fue sincera mi promesa de volver, para seguir a su lado hasta consumarse el desarrollo de nuestro triunfo en bien del pueblo. Pero sucede que reflexiono ahora cómo son ya enemigos suyos todos los hombres de mi preferencia. Lucio Blanco es su enemigo, mi general, y José Isabel Robles, y Eulalio Gutiérrez, y Antonio I. Villarreal; y ciertamente no quiero yo pelear en contra de ellos, de la misma forma que no consiento pelear contra usted. Cuanto más, que esta nueva lucha no es ya la lucha por nuestra causa, habiéndose consumado el triunfo con la derrota de Victoriano Huerta, sino la lucha por lo que se nombran poderes del gobierno. Quiero decirle, señor, que me voy lejos de nuestro país, que me voy a tierras donde mis actos no puedan parecerle hostiles, ni lo parezcan así a mis demás compañeros, y que al sacrificarme yo de este modo, no dudará usted del mucho ánimo de lealtad que me aparta de todos los bandos.
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Concluyo el pormenorizado recorrido de El águila y la serpiente con esta carta esclarecedora. De sus palabras se desprenden los motivos reales por los que no se unió al gobierno de Eulalio Gutiérrez cuando éste decidió romper con Villa, ni aceptó formar parte del gobierno provisional de González Garza en México. Perdido el favor de éste en la capital del estado, no podía quedarse en la ciudad con el riesgo de caer en manos de los zapatistas, con los que se había enemistado por haber entorpecido sus movimientos desde la Secretaría de Guerra. Tampoco podía caer en poder de Carranza, de quien se había escapado providencialmente gracias a la preponderancia fugaz de la Convención de Aguascalientes. Traidor a los ojos de las distintas facciones revolucionarias, cuando no enemigo declarado, no le quedaba más remedio que acogerse al amparo personal de Villa para buscar su salvación lejos del territorio nacional hasta que se decidiera definitivamente la contienda. Y decidió exiliarse en espera de tiempos mejores. Nada de esto nos cuenta Guzmán en El águila y la serpiente. Atento como estaba a defenderse, a la vez que a retratar a los hombres de la Revolución y a pintar sus escenas, como afirma en su discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, en una urdimbre que le diera “unidad de conjunto” y lo librara de “ser historia, o biografía o novela […] para no restar fuerza al principio creador ni verdad sustantiva a lo creado”, se olvidó de hacer justicia a la Revolución. Es por eso, quizá, por lo que sintió la necesidad de “emprender de nuevo la senda de la Revolución […] desde el interior del alma de los principales personajes revolucionarios, o del principal de ellos por lo más discutido, o por lo más difamado” (Guzmán, 1995a: 963). Sus Memorias de Pancho Villa surgieron de esa necesidad.
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Genaro Estrada Nuestro hombre en la República Rosa GARCÍA GUTIÉRREZ Universidad de Huelva
Una embajada para el Secretario Estrada Aunque en la pulcra y dulcificada bibliografía sobre Genaro Estrada nunca se dice, su nombramiento como embajador de México en España el 21 de enero de 1932 significó el comienzo de su fin. Era el comienzo del fin de una eficiente y brillante carrera política, aunque el presidente de la República, Pascual Ortiz Rubio, presentara el nombramiento como un regalo para este mexicano que, como su amigo Alfonso Reyes, tanto fervor había demostrado hacia España. España podía ser un premio, pero era también un destierro y un descenso en el escalafón del secretario de Relaciones Exteriores, que pasaba simplemente a embajador1. El PNR vivía sus primeras turbulencias internas y el cuestionamiento de Plutarco Elías Calles como Jefe Máximo se notaba en sus enfrentamientos con el presidente y en el descabezamiento, todavía sutil, de los grandes hombres del callismo. Estrada fue de los primeros. Tres meses antes de ese 21 de enero de 1932, había presentado su renuncia “para facilitar la solución de una grave crisis política que había estallado en el gabinete ministerial del Presidente” (Álvarez Fuentes: 25)2. Su más que entrenado olfato le alertó del peligro, pero no supo, o no quiso, acertar con la 1
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Ni siquiera fue un nombramiento del todo consensuado: “viéndose atacado Estrada en la prensa mexicana, en la que se dijo que su nombramiento como Embajador en España sería discutido en la Cámara de Senadores, y tal vez rechazado, el 17 de noviembre de 1932 se dirige al Secretario de Relaciones, doctor Puig Casauranc, protestando enérgicamente y dando por presentada su renuncia, que no le fue aceptada” (Flores: 44). Hasta su salida definitiva de la Secretaría, los ataques contra Estrada no dejaron de incrementarse. Produjeron la crisis los primeros desequilibrios entre la Presidencia de la República y la Jefatura del PNR: los ministros se vieron forzados a posicionarse y a punto estuvo de resolverse el conflicto mediante levantamiento armado.
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estrategia. Calles no aceptó la renuncia, pero la interpretó como un paso atrás en el compromiso personal de Estrada con él, quedando el asunto enquistado hasta comienzos de 1932, fecha del definitivo desencuentro con un Jefe Máximo que, cada vez más acorralado, exageraba su celo3. Entonces sí se cursó la salida de Estrada. De un lado, sobraba en la nueva burocracia en gestación que unos años después ampararía a Cárdenas, y del de la trinchera de Calles se exigían fidelidades más exhibidas. Prescindir de Estrada como pieza de las relaciones exteriores era, sin embargo, un despilfarro, y eso se sabía desde ambos lados de la batalla por el poder. La recién proclamada II República española había marcado un giro a más y mejor en las relaciones México-España, decisivo en la tan ansiada internacionalización institucional de México, y con las pruebas de esa convicción en la maleta acababa de llegar a su nuevo cargo ministerial Alberto J. Pani, titular hasta entonces de la embajada en España4. El horizonte de nuevas, prometedoras posibilidades exigía un hombre a la altura de la nueva España, aureolada no sólo de progreso social sino también de excelencia intelectual, y ninguno mejor que el culto y erudito Estrada. Investigador a la distancia del Centro de Estudios Históricos y conocedor excepcional de España y su legado en América, sin dejar de ser patriota impenitente en el ejercicio de una mexicanidad sin estridencias pero también sin fisuras, nadie como él podía sacar provecho de un régimen en el que cristalizaba el despegue cultural y político-social iniciado con la generación del 14 y sus institu3
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Según Daniel Cosío Villegas, Calles forzó la salida de Estrada con el argumento de haber estropeado las relaciones con Estados Unidos al negarse a perpetuar un trato de favor que el embajador estadounidense reclamaba y que Estrada consideraba zanjado (144). Álvarez Fuentes añade como causa el golpe de Estado perpetrado en El Salvador el 2 de diciembre de 1931: “Estrada le habría dado instrucciones al enviado extraordinario de México en ese país, Alfonso de Rosenzweig-Díaz Sr, para que le transmitiera a Hernández Martínez (el golpista) el respaldo de México, en aras del principio de no intervención, ya que los Estados Unidos, aduciendo los tratados centroamericanos impuestos por ellos mismos en 1923 a los países del Istmo, se negaban a reconocer al gobierno de facto salvadoreño” (27). El gesto de Estrada se habría hecho sin la aprobación de Calles, con su consiguiente enfado. Sobre el “principio de no intervención”, aspecto central de la llamada Doctrina Estrada, volveremos luego. Hasta la proclamación de la II República, como veremos, no se elevaron las legaciones de México en España, y viceversa, a categoría de embajadas, gracias, en gran medida, a las gestiones de Estrada. Alberto J. Pani fue el primer embajador, desde agosto de 1931 hasta enero de 1932, fecha en que se convirtió en secretario de Hacienda. Pani y Alcalá Zamora manifestaron en diversos actos públicos su voluntad de “recuperar la doctrina Carranza de solidaridad hispánica contra la influencia creciente de los USA en el hemisferio Occidental” (Ojeda Revah: 76), en términos de un hermanamiento sin la nostalgia imperial que tiñó la política hacia Hispanoamérica del régimen anterior. También en sus Apuntes autobiográficos (1945) dejó Pani constancia de la luna de miel España-México en estos albores de la República.
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ciones, un conjunto de hombres en definitiva de los que él también, en cierto modo, había sido producto5. Con un disimulado rictus de preocupación y sabiéndose cuesta abajo, Estrada asumió la embajada, como siempre todo, con espíritu positivo y constructivo, con pasión y responsabilidad. Pasión para entablar un anhelado cultivo intelectual con España que siempre estuvo en la base de sus postergados intereses como historiador y escritor; y responsabilidad para, como hombre de Estado, extraer de ese cultivo con que entreveró la prioritaria praxis política el máximo provecho para su país.
Orígenes del intelectual, orígenes del político Nacido en Mazatlán en 1887, Estrada creció combinando la emergente Revolución y su amor a la letra impresa a través del periodismo y el manejo de las artes tipográficas en el diario de su tío. En 1911 ya estaba en la capital, ejerciendo la corresponsalía de guerra y más aficionado cada vez a la literatura y la erudición histórica y artística. Pronto se convirtió en hermano menor de la generación del Ateneo, fundando con Enrique González Martínez la revista Argos e ingresando como profesor de historia en la Escuela Nacional Preparatoria, de la que fue secretario entre 1913 y 1916. Es difícil saber hasta qué punto fue consciente de la relevancia que alcanzaría su primer libro –la indispensable antología Poetas nuevos de México (1916)– en la construcción del canon poético mexicano (García Gutiérrez y García Morales: 487-490), pero este bautismo bibliográfico ya lo muestra como siempre fue: expeditivo, oportuno, inteligente, poseedor de criterio propio; y particularmente hábil para seleccionar, organizar, estructurar y clasificar cualquier material cultural por desarticulado, disperso o ingente que fuese, y para dotarlo de operatividad y anclaje funcional en la realidad de su tiempo. Nada le fascinaba, sin embargo, como el México colonial. En época de antihispanismo creciente como pulsión y arma ideológica de la Revolución, y de cultivo de un colonialismo conservador y nostálgico por una minoría erudita atemorizada por el cambio político, Estrada componía su visión cotidiana y festiva de la colonia, sorprendentemente desprejuiciada y conciliable con el presente revolucionario, sobre la base de los hallazgos, escenas, retazos y curiosidades que le deparaba el fascinante 5
Desde 1917 Estrada participaba en la Revista de Filología Española, órgano representativo del Centro de Estudios Históricos. Su puente de unión con la Institución Libre de Enseñanza fue Alfonso Reyes, que posibilitó, vía epistolario detallado y nutrido, la comunicación de Estrada con la generación española del 14 (puede leerse ese epistolario en el segundo volumen de Zaïtzeff, 1994). Los 15 intensos días que pasó en España en junio de 1921 consolidaron exponencialmente ese vínculo, que se plasmó, por ejemplo, en su participación en la juanrramoniana revista Índice con algunas prosas de Visionario de la Nueva España.
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archivo de Genaro García, a quien conoció cuando éste era director de la Preparatoria6. Con él aprendió a manejar las fuentes de la historia mexicana con curiosidad de miniaturista pero también con objetividad, yendo al objeto, a la palabra, al dato y al hecho sin condicionarlos ideológicamente, y evitando el imperante rechazo visceral o la manipulación política del componente hispánico del pasado nacional. Y allí, entre legajos y documentos inéditos y olvidados, tuvo conciencia de la importancia que para México, pendiente todavía de legitimación y autorización como tradición independiente y reconocible en hitos, rasgos y nóminas, tendría la ordenación, catalogación y/o edición prestigiadora de los desorganizados materiales de su cultura y su historia, y sobre todo su incorporación a la Academia y el Archivo, y desde ahí, a la memoria colectiva nacional. Con esa convicción inició en 1917 su carrera como funcionario, en la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, coincidiendo allí por primera vez con Alberto J. Pani y con Calles, entonces titular de la Secretaría. La caída de Venustiano Carranza pudo abortar este comienzo, y de hecho Estrada llegó a inscribirse para salir del país desde Veracruz, pero se le encargó quedarse a cargo del Ministerio y entregarlo a las nuevas autoridades, y ese gesto que la crítica interpreta como valiente y patriota “le conquistó la estimación de los nuevos políticos que siguieron empleando sus servicios” (Fernández MacGregor: 21). Sea cierta o no esa versión oportunamente inconcreta que lo eximió milagrosamente del exilio, es difícil hacerse una idea clara de las convicciones políticas de este joven Estrada que parecía estar tanteando, a la espera de una más clara definición del rumbo nacional, varios escenarios a un tiempo. Finalmente Estrada permaneció en la Secretaría ocupando cargos modestos que le permitieron encontrar hueco para seguir colaborando en revistas literarias, desempolvar con fruición el pasado mexicano y escribir las prosas de su Visionario de la Nueva España, publicado en 1921. Visionario pudiera ser, a vista de pájaro, un título más en la nómina de la novela colonialista, pero acercando la lente esa inclusión resulta problemática, y es la raíz de ese problema lo que podría explicar que el propio Estrada, cinco años más tarde, pusiera fin simbólico a la corriente con Pero Galín. Fue Visionario fruto de su pasión por la historia de México y por la ciudad de México, pero en su reconstrucción del pasado colonial no se percibe la tristeza nostálgica, el afán por la recuperación de un pasado-raíz, una “Arcadia virreinal” envuelta en majestuosidad señorial asimilable al concepto europeizante de civilización, que en otras obras resultaron “(d)el doble desengaño ante la modernidad, el horror cotidiano y la incertidumbre del futuro” (Pacheco, 8 de junio 1987: 48) ante el rumbo de la Revolución a partir de 1915. Tal vez es extremo 6
El archivo de Genaro García se conserva hoy en la Universidad de Austin.
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explicar el colonialismo solo como “una defensa contra la Revolución, un alto allí contra la invasión de los bárbaros” (Pacheco, 8 de junio 1987: 48), pero tampoco fue pintoresquismo ingenuo y evasionismo libresco. El deje aristocrático e hispanófilo del colonialismo tuvo su anclaje en la realidad histórica y cultural del momento porque “indagar en la significación de ese seno materno novohispano” fue “la forma de comprender el presente y contribuir a la conformación del futuro” (Fernández: 68): un presente crítico marcado por la Revolución que se temía y rechazaba, y un futuro que con melancólica ansiedad exaltaba y defendía la raíz española de México amenazada por el vigor del indigenismo y el antihispanismo integrados en el discurso político y cultural de la Revolución. Si el colonialismo buscó solazarse en y afianzar lo que de español, históricamente demostrable, tuvo México, a Estrada le interesó lo que de mexicano ya había en el inopinable y, según su concepción, ya nada conflictivo ideológicamente, pasado colonial. No hay en Visionario ese “movimiento de huida hacia el pasado, determinado por la angustia de la Revolución” (Martínez: 18) característico del colonialismo, sino un recorrido amigable y complaciente por el México colonial, sus personajes, calles y rincones, sus secretos, claves y leyendas, sin menoscabo de su pervivencia en el presente revolucionario del que él mismo era miembro y gestor. Por eso el referente de Visionario, más que las obras de Francisco Monterde o Artemio del Valle-Arizpe, es el Gaspard de la nuit de Aloysius Betrand7. De algún modo, Estrada comenzó a superar las limitaciones de su Visionario –ligereza ideológica, un horizonte de expectativas sobre México demasiado reducido y personal– al tiempo que se publicaba. El mismo 1921 pasó a dar clases de historia en la Escuela de Altos Estudios, el meollo intelectual de la savia vasconcelista y de su prospectiva de construcción nacional, y 1921 fue también el año del revelador viaje a España mencionado más arriba. El buceo y el aprovechamiento del pasado era particularmente serio y comprometido entre los investigadores del Centro de Estudios Históricos de Madrid, y Estrada percibió hasta qué punto se trataba de erudición y arqueología intelectual al servicio de la construcción de la España presente y futura. Xavier Villaurrutia ya hizo notar cómo esa generación española conocida a través de Reyes, 7
“El mismo espíritu burlón, caprichoso, soñador y nostálgico. La misma curiosidad por lo antiguo y lo moderno. La misma seguridad de que lo fugaz y lo transitorio es lo único permanente. La misma capacidad crítica para adelantarse a su momento y para verse a sí mismo. En fin, idéntico diabolismo burlón” (Millán: 47). Para José Emilio Pacheco Visionario es ante todo “una mexicanización” del Gaspard, hecha por este amateur de naturaleza y traductor del francés que se reconoció en esta literatura preciosista y de género menor. Uso el término amateur como lo hace Pacheco: “fue un amateur en el sentido original de la palabra: la persona que ama un arte y de consumidor pasa a productor sin aspirar al profesionalismo” (1 de junio de 1987: 50).
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esa “aristocracia cerrada” que tanto admiró también Pedro Henríquez Ureña, se convirtió entonces en su campo inmediato de afinidades e identidades (Villaurrutia: 45). Justo al regresar, Estrada fue nombrado oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores por su viejo amigo Pani, el nuevo secretario, y pudo poner en práctica la experiencia y las convicciones adquiridas con Genaro García y el enfoque hondo y enraizado en el presente, altamente inspirador, del Centro de Estudios Históricos. Dotó a la SRE de imprenta propia, organizó y dignificó el Archivo General de Relaciones Exteriores y la biblioteca de la Secretaría, y creó y dirigió la colección Archivo Histórico Diplomático Mexicano, fundamental para conocer algunos episodios claves en la historia de la política internacional mexicana, que produjo 40 volúmenes en algunos de los cuales participó personalmente. También puso en marcha la colección Monografías Bibliográficas Mexicanas, con 31 títulos de temáticas diferentes (Zavala: 17-18). A todas las iniciativas subyacía la misma intención: enaltecer y mejorar un ministerio hasta entonces secundario y casi improvisado. Y la misma conciencia: la cojera de una consolidación nacional sin el horizonte del presente occidental, sin un ejercicio meditado y operativo de autodefinición y ubicación internacional. A unos años de alcanzar la titularidad en la SRE, empezaba a fijar con ambición y fe en los logros del México revolucionario –ahora ya sí– los cimientos de una política exterior acorde con la inspiración constructiva del vasconcelismo. El vasconcelismo contagiaba, efectivamente, futuro, y Estrada se dejó inocular el veneno. Rompió con el agónico colonialismo, asumió el envejecimiento repentino de sus poetas nuevos, y se nutrió de la virginidad potencial de una juventud convocada a la construcción literaria de un nuevo México con la que coincidió en las páginas de México Moderno o La Falange. Sin dejar de ser hermano menor del Ateneo se hizo hermano mayor de los futuros Contemporáneos, convirtiéndose en “un verdadero titán cultural, en medio de un encuentro y relevo generacional que planteó nuevas y distintas formas de manifestación del pensamiento y la acción” (Álvarez Fuentes: 16). La literatura seguía siendo una de sus prioridades y ahí también contribuyó al impulso de formas nuevas y en sincronía con el presente occidental: lo haría con Pero Galín, pero sobre todo con el apoyo económico e institucional a los Contemporáneos y su entorno8. El savoir faire con que lograría conciliar su entonces absoluta identificación política con el proyecto de Calles y la sintonía 8
De hecho, Estrada llegó a sostener económicamente casi en exclusividad la revista Contemporáneos desde febrero de 1929, financiada hasta esa fecha por Bernardo J. Gastélum y el departamento de Salubridad. En carta a Reyes, Estrada dice muy claramente que él “pag(a) íntegra la edición de la revista. Si no, ya lo sabe usted, no saldría más” (en Zaïtzeff, III, 1994: 240).
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artística con unos escritores permanentemente atacados por la cultura oficial del callismo solo se explica desde su talento personal, porque el de Estrada fue, en el México de finales de los veinte, un caso único de militante conciliación de contrarios9. De ese sentimiento y convicción profundos extrajo la tan eficaz apertura de miras con que gestionó la política internacional de su tiempo, un sentimiento y una convicción derribados unos años después por un modelo cultural de confrontación que condenó a los Contemporáneos al ostracismo y a él mismo a resistir privadamente aferrado suyo hasta su prematura muerte. El nuevo Estrada, transgeneracional, orientado al futuro y lleno de esperanzas sobre México y su papel en el concierto del mundo quedó inaugurado en 1926 con Pero Galín, libro que es imposible no leer en clave autobiográfica. Fue la puntilla del colonialismo con el dardo infalible de la ridiculización paródica, pero fue, sobre todo, un ejercicio autocrítico por parte de Estrada –constructivo, sin saña, con enorme sentido del humor– y, como dice Fernández MacGregor, “catarsis de su propia inclinación” (27): contra el cúmulo de erudición poco práctico o improductivo de cara al presente y a la realidad; contra un México introvertido retroalimentándose de pasado y de sí mismo hasta la extenuación. “Sano de modernidad, arrepentido de anacronismo”, como dijo Villaurrutia (47), Estrada cambió contemplación por acción, localismo por internacionalismo, arrobamiento en el pasado por proyectos de futuro. ¿Y España? Lo hispánico se difumina en Pero Galín, y lo hace ante la promesa de un nuevo México con plena autonomía identitaria y ante un paisaje internacional amplísimo extendido a ambos lados del Atlántico en el que otras naciones, no España, parecen marcar el rumbo de la modernidad. Esta novelita aparentemente superficial inaugura así la óptica y el impulso de la labor de Estrada al mando de la SRE a partir de 1927. Voluntad de sincronización y protagonismo, y ejercicio real de 9
Efectivamente, viendo el apoyo y la amistad con los pronto anatemizados Contemporáneos, surge inevitablemente la pregunta: ¿Por qué fue Estrada tan querido de Calles y otros políticos al menos hasta 1932? Salvador Novo lo ha explicado así: “además de su personalidad de escritor, poseía otra para consumo exclusivo de los políticos de su tiempo. Era para ellos, la aristocracia intelectual que les contagiaba la grandeza, los recubría de cultura” (en Carballo: 306). Pudo ser, efectivamente, un adorno de excelencia intelectual, pero su labor en la SRE fue extraordinariamente activa y plagada de iniciativas, y fiel al espíritu político y social del modelo revolucionario de Calles. Esa “antorcha de la cordialidad” y esa “bonhommie” que le atribuyeron respectivamente Reyes (cit. por Álvarez Fuentes: 18) y Fernández MacGregor (19) debieron obrar milagros, y Estrada pudo ser hombre fuerte de la Revolución y protector de los Contemporáneos sin que se le obligara a elegir, al menos durante unos años, dando muestras de una posibilidad de conciliación que, sin embargo, se quedó en su exclusivo ejemplo. Ya a partir de 1932 las militancias serían menos permisivas, siendo tal vez esa impuesta división a la que no quiso sucumbir la que precipitó, consentidamente, su caída.
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ese protagonismo en el horizonte americano y en el occidental. Sin todo eso no puede entenderse la famosa “Doctrina Estrada”, documento que escenifica un freno al intervencionismo yanqui y al paternalismo europeo, y una clara voluntad de eliminar las jerarquías interiorizadas pero también explícitas que la política internacional seguía ejercitando. Estrada se convirtió así en el primer diplomático hispanoamericano que se propuso acabar jurídicamente con los restos de prácticas coloniales redactando y promocionando una norma de regulación de las relaciones internacionales que por fin trataba a los países del viejo y el nuevo mundo en absoluta equidad.
Subsecretario y secretario de Relaciones Exteriores En mayo de 1927 Estrada asumió la subsecretaría de Relaciones exteriores dando inicio a “una de las épocas de mayor lucidez y atingencia en la diplomacia mexicana” (Rosenzweig-Díaz: 8). Para impulsar la política exterior empezó por fortalecer los consulados estableciendo un riguroso programa de formación y evaluación del personal y una selectiva criba en los nombramientos. Según Carrillo Flores, siempre consideró como “obra personal suya la reorganización y eficacia logradas por el Cuerpo Consular, cuyas actividades vigilaba y alentaba con particular atención” (32). Apostó por los escritores e intelectuales en la diplomacia, promocionando a algunos como José Gorostiza o Jaime Torres Bodet, tal vez porque pensaba que ayudaría a civilizar la imagen de México en el exterior o por aprovechar las redes literarias internacionales generadas desde finales del siglo XIX como vías para la comunicación. Como dice Andrés Ordoñez, estos diplomáticos intelectuales acabaron desempeñando “una función extracurricular de enorme valor” al servir de abrigo “a una verdadera red de vasos comunicantes que en no pocas ocasiones libró al país del aislamiento cultural y político” y al desarrollar una labor de “actualización constante de nuestra cultura nacional y simultáneamente la incorporación de ésta a los valores universales”. El intelectual que Estrada promovió y cultivó distaba de ser un mero adorno, y de hecho, quienes aprendieron de él desempeñaron una diplomacia activa, con diseño y no sólo ejecución de políticas, y con “aportaciones a la formulación y el fortalecimiento del marco conceptual y práctico de la política exterior de México” (Ordóñez). Por otro lado, sorprende lo rápido que Estrada detectó los dos pilares sobre los que edificar el nuevo y protagónico lugar de México en el mundo: las relaciones comerciales y una imagen nacional convincente de madurez, civilización y progreso. Antes necesitaba suavizar las conflictivas relaciones con el vecino del norte, árbitro indiscutible en el escenario internacional, y lo hizo sin sucumbir a los endémicos chantajes y presiones yanquis y exhibiendo una firmeza que redundó en la 260
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imagen de autoridad y poderío nacional que buscó transmitir. Le benefició la buena voluntad y el talante pro-México de su homólogo norteamericano Dwight Morrow, y consiguió beneficios económicos, el robustecimiento de las políticas comerciales y la fijación de posturas en torno al petróleo. El asunto de la imagen de México le ocupó seriamente, porque vio que el tratamiento periodístico dado en Estados Unidos y España a la guerra cristera ponía en peligro la idea de país civilizado y moderno, a la altura de los tiempos y las responsabilidades, como base de su política exterior. A finales de los veinte España no era un país líder en Europa, pero seguía siendo el único en tener presente a México y su puente indiscutible con Occidente10. La campaña propagandística para liberar al país del estereotipo de barbarie sanguinaria culminaría en 1930 con la fundación de la Agencia Trens, ideada por Estrada para “contrarrestar las informaciones tendenciosas que sobre México difundían las norteamericanas United Press y Associated Press, así como también algunas europeas” (Montero Caldera: 269)11. Para entonces, de todos modos, algunos círculos políticos e intelectuales españoles simpatizaban claramente con el México laico que Estrada representaba, cada vez más asociado a la vanguardia en política social o directamente, como veremos, al socialismo. El 1 de septiembre de 1928, en su despedida como presidente de la República, Calles fue tajante en la valoración de lo conseguido en la SRE: “Por primera vez, en tan largo periodo, nuestro país se encuentra en amistosas y normales relaciones exteriores, sin dificultades ni controversias amenazantes y manteniendo, simultáneamente, intactos el decoro y la dignidad de la nación, y firmes y seguros los principios de 10
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Estrada sabía que España era el único país europeo que daba cabida a México con regularidad en sus periódicos, pero también que se trataba de poca y a veces peregrina información, dominada casi siempre por la visión negativa de la Revolución. A partir de 1917 la información fue más fluida y próxima a la realidad gracias a la sección dedicada a Hispanoamérica en El Sol, y a los lazos amigables que El Universal mexicano estableció con la legación española. Puede que la Constitución del 17 ayudara a “civilizar” la imagen de la Revolución como barbarie, pero a medida que se consolidaba como nuevo Estado, ya en los veinte, empezó a asociarse con el comunismo laicista, enemigo de la noción de hispanismo dominante durante la dictadura de Primo de Rivera. En la segunda mitad de esa década, sin embargo, existía ya una significativa minoría progresista que veía con buenos ojos la evolución política y social de México, más allá de la romántica, provocadora y ferviente admiración tributada por Valle-Inclán. Esa minoría defendería un hispanoamericanismo que rechazaba la religión como nexo de unión de los pueblos hispanos, y que está en la base del hermanamiento México-España promovido por la II República. Los boletines partían de México a dos estaciones receptoras en Bilbao y Valparaíso, y de ahí se difundían a las diferentes legaciones europeas. Efectivamente, como confirma Sepúlveda (109), los canales de transmisión de información entre España y América eran sobre todo agencias estadounidenses que en el caso de México ofrecían visiones particularmente sesgadas y negativas.
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reforma social que la Revolución mexicana inició y ha venido desarrollando” (cit. en Flores: 27). Un año más tarde Emilio Portes Gil ofrecía en su discurso presidencial un balance similar: desaparecidos ya del horizonte de nuestro consorcio con las naciones, aquellos malos entendimientos, agresiones, suspicacias e injusticias que tan duros esfuerzos costaron para su eliminación, la República vive ahora tranquila su vida internacional y cuidando con apegada atención, de que la defensa de sus intereses y la explicación de sus peculiares problemas, sean comprendidos y aceptados con espíritu liberal y sereno por las demás potencias. (Cit. en Flores: 30)
Era lógico el ascenso del subsecretario, artífice de los logros. Estrada fue nombrado ministro en febrero de 1930. Ese mismo año se casó con Consuelo Nieto y terminó, exultante, la escueta y contundente redacción de la Doctrina Estrada –Doctrina de México, según Estrada–, que quedó fijada, con intención simbólica, el 27 de septiembre de 1930, fecha conmemorativa de la independencia. No podemos valorar aquí ni las implicaciones ni la perdurabilidad de la Doctrina, pero sí intentar comprender lo que se propuso en su contexto. Su argumento principal fue que reconocer o no un gobierno, legal o ilegalmente constituido, es un acto de intromisión y violación del derecho a la autonomía y autogobierno de cualquier país, y su recomendación que el posicionamiento se limitase al mantenimiento o retirada del cuerpo diplomático. Formulada así plantea dudas e incluso temores, pero en el contexto del imperialismo de comienzos del siglo XX y a tenor de las arbitrariedades cometidas por Europa y los Estados Unidos contra los países hispanoamericanos, se justifica por su objetivo: sacar a los países hispanoamericanos de su posición colonial y subsidiaria y dignificar su lugar en el escenario internacional eliminando la jerarquía eurocéntrica y paternalista que permitía al llamado primer mundo ejercer un intervencionismo fuera de sus límites que no se practicaba dentro. Como ha explicado el también diplomático Alfonso de RosenzweigDíaz apoyándose en estudiosos de la Doctrina desde el derecho internacional, en torno a 1930 el reconocimiento era “un arma poderosa en las manos de un estado rico y fuerte” y un requisito indispensable de subsistencia para los débiles, al albur de los dictámenes de Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o Francia (20). No siempre se ejercía limpiamente y no siempre se usaba la misma vara de medir. México había tenido al respecto su propia arbitraria experiencia, una experiencia que, como dice José Emilio Pacheco, se remonta al “forcejeo del gobierno obregonista por obtener el reconocimiento de los Estados Unidos y al conflicto de Calles con la Casa Blanca a propósito de Nicaragua, tensión que
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estuvo a punto de convertirse en guerra” (1 de junio de 1987: 50)12. Ya durante la Sexta Conferencia Panamericana celebrada en La Habana en 1928, Estrada había empezado a batallar por el principio de no intervención, con vistas a impulsar y proteger a los países hispanoamericanos, especialmente afectados, desde la Primera Guerra Mundial, por la llamada doctrina “de los ‘Reconocimientos’”, emanada de las conferencias de Bucareli. En 1930 la verbalización legitimadora de su batalla se convertiría en bandera de emancipación y desjerarquización en política internacional. Durante todos estos años al frente de la SRE, Estrada no dejó de apoyar y amparar a los Contemporáneos en el ejercicio de sus actividades literarias y en la defensa de un arte y una literatura contrarias al nacionalismo antieuropeísta fomentado por el callismo. La disidencia artística e intelectual fue, por tanto, su entorno al margen de la política, un entorno que, como se dijo, él no experimentó como disidencia o incongruencia respecto a sus convicciones políticas, que se le permitió tal vez en pago a su irreprochable compromiso con el gobierno revolucionario, y con cuya reivindicación de autonomía, libertad y apertura universal en el campo del arte se identificó siempre13. No intervino en las aguerridas y flamígeras polémicas periodísticas que acabaron por consumir la beligerancia y la acción pública de algunos Contemporáneos, pero estuvo al tanto de todas ellas y llegó a posicionarse en la más cruenta y vehemente de todas, la de 1932, aunque fuera en privado14. 12
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Jorge Flores ha explicado con detalle cómo Estados Unidos vendió su reconocimiento del gobierno obregonista a cambio de privilegios relacionados con el petróleo, y cómo Estrada siempre mostró su repulsa y su negativa a perpetuar situaciones similares (39-40). También Rosenzweig-Díaz hace derivar la Doctrina de “los compromisos impuestos por los norteamericanos en las conferencias de Bucarelli” a cambio del reconocimiento oficial: “desde entonces supo (Estrada) de las distintas formas del intervencionismo, del regateo ejercido por los países poderosos respecto de los débiles a cambio de ventajas y concesiones, y comprendió que la defensa de la soberanía y la independencia de un país exige la fuerza de la razón esencial, de una tarea recatada, tenaz y peligrosa de respeto a las normas indeclinables del derecho internacional” (19). El asunto de Nicaragua ocurrió en 1926 y también contribuyó a perfilar la política exterior de Estrada en los años siguientes (20-21). A la familiaridad de Estrada con los Contemporáneos Novo añadió en La estatua de sal (112-3) un componente no mencionado en ningún otro lugar: su posible homosexualidad o, al menos, su frecuentación de ambientes homosexuales en los años 20. Fuera o no cierto, la rumorología al respecto podría explicar la virulencia contra Estrada a partir de 1934, justo cuando la homosexualidad se convirtió en argumento oficial para “purgar” las distintas secretarias, proceso que le valió, por ejemplo, la expulsión de Salubridad a Bernardo Ortiz de Montellano. Cuando estalló la polémica de 1932 Estrada se encontraba ya en España. Sus opiniones pueden leerse en la correspondencia que mantuvo con Alfonso Reyes, que se vio involucrado explícitamente y participó con el prudente A vuelta de correo. Estrada precisamente recomendó a Reyes la publicación de ese folleto que finalmente circuló en privado. Véase Zaitzeff, III, 1994: 226-242.
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Entonces, tal vez, consideró prudente morderse la lengua pública, pero la espina de la disputa se quedó dentro. En 1936, ya enfermo y políticamente desheredado, Estrada publicó su “Carta a un escritor de México”, fechada en Madrid el 20 de enero de 1933 como un acto de conciencia y, tal vez, liberación personal. El escritor era Ermilo Abreu Gómez, el más sañudo enemigo de los Contemporáneos, el máximo defensor del nacionalismo artístico. “Este testamento de Estrada”, dice José Emilio Pacheco, “no ha perdido vigencia medio siglo después de su muerte” (1 de junio de 1987: 51). Siempre conciliador, siempre buscando el encuentro entre las partes, su alegato es a favor de un México “trabajador, serio, orientado, con programa”, capaz de superar la tiranía de “las pequeñas pasiones” (Estrada, 1987: 362). Pasiones que, finalmente, acabaron imponiéndose15.
Estrada en España Fue Enrique González Martínez, el viejo amigo y compañero de Estrada en empresas literarias, quien representó a México en España durante la dictadura de Primo de Rivera. Fueron años de frías relaciones bilaterales. La Revolución primero y luego la guerra cristera alentaron fantasmas particularmente estigmatizados en una España que, a mediados de los veinte, vivía con preocupación el espíritu laicista de algunos de sus círculos intelectuales y políticos16. No ayudó, desde luego, la doctrina de la Hispanidad adoptada por Primo de Rivera como fundamento de su política exterior hacia Hispanoamérica, con su tufo imperialista y su apología del cristianismo como nexo y argumento. En fin: la desinformación y cierto temor atávico hacia la secularización hicieron de la deriva político-social y anticlerical del México revolucionario “un desafío a la propia ‘unidad espiritual’ propugnada por el hispanismo conservador” (Ojeda: 38), y España construyó un muro de hostilidad 15
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La “Carta a un escritor de México” se publicó finalmente en Universidad, nº 2, marzo de 1936, p. 7-8. La prensa española dio cobertura amplia a la guerra cristera, que se vivió como “una proyección de la situación española” (Almudena Delgado: 275). Más que la confiscación de bienes a los españoles asentados en México iniciada con la Revolución, en momentos en que se hablaba de Estado laico y secularización de la cultura, a muchos les preocupaba el impío y bolchevizante México, aunque otros aplaudiesen sus medidas. En cualquier caso, a lo largo de los veinte la cuestión religiosa y las medidas agrarias o los vínculos del gobierno con la CROM determinaron la imagen de un México próximo a la Revolución rusa. Valle-Inclán, tras su periplo mexicano, fue de los primeros en equiparar Rusia y México, erigiendo la imagen, para él atractiva, de un México bárbaro, rebelde y sanguinario. Años más tarde, cuando en 1929 Luis Araquistain publicó La revolución mejicana. Sus orígenes, sus hombres, su obra en la Compañía Iberoamericana de Publicaciones, algunas reseñas, por ejemplo en La Gaceta Literaria, recuperaron la comparación, que se hizo lugar común, subrayando el papel de México junto a Rusia en la hora del mundo (Perea, 1996: 248).
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tras el que fue creciendo, sin embargo, un núcleo de vigorosas simpatías hacia México que se hizo visible, como nunca, durante los dos primeros años de la República. Aunque regía la política exterior articulado como salvaguarda frente al anticlericalismo y el comunismo, ese citado hispanismo conservador no era la única actitud hacia México e Hispanoamérica. Otros políticos e intelectuales españoles apostaban por un “hispanoamericanismo progresista” (Sepúlveda: 107) que veía en el natural hermanamiento cultural de los países de habla hispana –sin liderazgo político de España ni abanderamiento del Catolicismo como patria común– un motor de progreso y modernización. Originado en la segunda fase del krausismo, se nutrió de esa más inconcreta, dispersa e internacional corriente de “fascinación por el progreso, la vitalidad y potencial natural de América, que en numerosas ocasiones fue calificada como la tierra de promisión y de futuro” (Sepúlveda: 109) ejemplificada por Spengler, y de la amenaza del cada vez más potente imperialismo militar e ideológico de los Estados Unidos. Frente al sajonismo, muchos argumentaban la comunidad de bienes espirituales, culturales, históricos y lingüísticos a ambos lados del Atlántico, con su ya largo recorrido en el tiempo, pero remozada y actualizada. Argentina y México eran los países admirados desde esta corriente que se plasmó en proyectos de cooperación y reactivación cultural17, y que fue caldo de cultivo del fervor republicano por México. Con mano izquierda y discreción, González Martínez avivó ese fervor creando vínculos con la intelectualidad progresista española, contribuyendo a crear una visión positiva de México y allanando, en definitiva, el terreno a Estrada18. Sus contactos con Azaña, de quien sería gran 17
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Un ejemplo interesante fue el Instituto Hispano-Mexicano de Intercambio Universitario (IHMIU). Por su vía llegaron a México Fernando de los Ríos (1926), Blas Cabrera (1926), Américo Castro (1928), Luis Araquistain (1927) o María de Maeztu (1929), entre otros. A España, Ezequiel A. Chávez en 1927 y en 1931 Silvio Zavala, discípulo de Estrada y su continuador en labores editoriales, doctorado en la Universidad Central de Madrid y colaborador, entre 1933 y 1936, en la sección Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos. El Instituto lo subvencionó el Ministerio de Estado un tiempo y luego la Junta de Relaciones Culturales y su Plan de Expansión Cultural (Montero Caldera: 263). El IHMIU funcionó entre 1925 y 1931 e involucró a la Junta para Ampliación de Estudios y a la UNAM. Según Granados, México fue en esos años el país hispanoamericano que “sostuvo más relaciones culturales con España a través de la JAE” (108). Calles puso particular celo en que, a pesar de la hostilidad oficial española, su país se hiciera hueco, al menos, entre y a través de intelectuales. Buscó espacio para México en la prensa española (Meyer: 237) y aprovechó cuanta oportunidad hubo para hacerse buena imagen en España. Por ejemplo, cuando en 1927 se recrudeció la relación con USA, usó el enfrentamiento, que sabía gustaría en España, a modo de autopromoción. Algo logró, porque hacia 1929 las relaciones se entibiaron bastante. Como dice Meyer, “el control del poder en cada uno de los dos países por un ‘hombre fuerte’” (242) ayudó al entendimiento, pero también la consolidación de la Revolución en
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amigo, se remontan a 1923 y a la revista España, muy explícita en sus editoriales al apoyar los logros del obregonismo o la política cultural de Vasconcelos (Perea, 1996: 250). Para Azaña, pero sobre todo para los intelectuales relacionados con el socialismo, México era el país de los logros sociales, la secularización y la renovación cultural, y el contacto con sus representantes diplomáticos un impulso casi connatural que, por sus expectativas de futuro merecía la pena cultivar con esmero19. Por su parte, la mayoría de funcionarios e intelectuales mexicanos asentados en España mantenía relación con la Junta Revolucionaria y seguía de cerca la política española. De hecho, cuando en 1930 se produjo la detención de algunos republicanos, Azaña se refugió en casa de Martín Luis Guzmán y se le ofreció asilo en la legación, que declinó. Y no debe pasarse por alto que fue González Martínez el “primer agente diplomático en acercarse al presidente Niceto Alcalá Zamora y transmitirle el beneplácito de su país por la constitución del nuevo gobierno” (Perea, 1996: 52)20. Como cabía presagiar, la proclamación de la República logró entre España y México una sintonía sin precedentes. Nada más asumir la Presidencia, Alcalá Zamora declaró su intención de lanzar una nueva
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Estado con el PNR, el distanciamiento de la CROM, la ruptura de relaciones diplomáticas con la URSS, el fin de la guerra cristera y cierta derechización en el discurso oficial callista. La conexión de Azaña con México se plasmó en su elección de Martín Luis Guzmán como secretario privado. El escritor mexicano llegó a trabajar, sin cartera, en el primer gobierno de Azaña, asesorando en las relaciones con la prensa, asunto que dominaba por sus labores en El Sol y La voz. Muchos socialistas vieron en la Revolución mexicana un ejemplo para España por su lucha contra el caciquismo, el latifundismo, el clericalismo y la oligarquía. “La consideración de la Revolución Mexicana como un precedente de la ‘revolución española de 1931’ tiene en el pensamiento de Araquistain su expresión más perfecta” (Almudena Delgado: 113). Efectivamente, Araquistain la equiparó con las revoluciones de Inglaterra, Francia y Rusia en la historia de Europa, y la definió como el inicio de la independencia real de Hispanoamérica y de un “hispanoamericanismo” avanzado y prometedor capaz de enlazar y enriquecer el rumbo hacia la democratización de Europa. En el otro extremo, la derecha identificó Revolución mexicana con barbarie, caos, violencia y anticlericalismo atroz y salvaje, viendo en el nuevo México un peligro, una amenaza y una advertencia. González Martínez fue despedido pocos meses después con una comida homenaje organizada por los republicanos, en la que el presidente Alcalá Zamora le dedicó la ya famosa frase “ha alcanzado usted la victoria sin llevarse el botín” (Martínez Luna: 109). Su retirada del servicio diplomático sigue siendo asunto turbio al que en sus memorias, sin concretar, se refiere con rencor. Al respecto, Estrada escribió a Reyes: “Nuestro González Martínez: veo llegado su fin en la carrera diplomática. Habrá necesidad de nombrar otro Ministro, con motivo del cambio de régimen en España. Difícil situación para mí, entre la espada de la amistad y la pared de la exigencia política” (Zaïtzeff, III, 1994: 139). Lo que no sabía Estrada es que sería él quien lo sustituyera tras el breve paréntesis de Pani y que la cacería también había comenzado contra él.
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“política americana” orientada a una “confraternidad (hispánica) entre iguales” (cit. por Ojeda: 76) capaz de dar “a los pueblos del otro lado del Atlántico la sensación, no de una supremacía que pretendiera sujetarlos con el yugo de una institución que ellos habían sacudido, y sí la semejanza del ideario, de fórmulas políticas y de estructura social que permitiera en una confraternidad igual convivir…” (cit. por Perea, 1996: 430431)21. Desde México, oficialmente, se celebró la comunidad de metas político-sociales de ambos gobiernos y cómo daba nuevo sentido a una hispanidad actualizada y desjerarquizada. Puede que Alcalá Zamora, católico y moderado, viera en ese hispanoamericanismo revitalizado sobre todo una barrera antiyankee, pero los republicanos socialistas y progresistas, y desde luego los mexicanos, percibieron algo más: una estimulante avanzada político-social a nivel internacional. Como primer gesto, se elevaron a categoría de embajada las hasta entonces legaciones mexicana y española y se recibió efusivamente a los embajadores en ambos países, exhibiéndose y celebrándose la nueva etapa de “cooperación y reciprocidad dentro de una comunidad de ideales” (Montero Caldera: 255) como un hermanamiento22. Un último hecho logró que México sintiera que se reconocía y dignificaba su Revolución: la integración en la Sociedad de Naciones con el patrocinio del gobierno español, empecinadamente gestionada por Estrada, que asistió a la primera reunión, y que veía en el organismo un paso importante en la construcción de un orden político y jurídico internacional del que México debía ser parte integrante y actuante23. Tras el desplante de Pero Galín, Estrada 21 22
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Son palabras de Alcalá Zamora en su discurso de bienvenida a Pani. Particularmente festejada fue la embajada del socialista Julio Álvarez Vayo en México, que duró hasta el cambio de gobierno en España el 30 de septiembre de 1933. Gran amigo de Narciso Bassols, artífice de la educación socialista en México y entonces Secretario de Educación Pública, lo acompañó en visitas a las misiones culturales, tan similares en concepto a las misiones pedagógicas de la República. Ambos se reencontrarían después como representantes en la Sociedad de Naciones y combatientes antifascistas. Cuando tras los sucesos de octubre de 1934 estuvo a punto de ser detenido, Cárdenas intercedió por él ante el gobierno español amenazando con la repercusión internacional que generaría su encarcelamiento (Ojeda: 76). Hasta su nombramiento, los representantes españoles habían sido distantes con los gobiernos revolucionarios, actitud que no resolvió las reivindicaciones de la colonia española y alimentó el antiespañolismo revolucionario. Con su nuevo modelo diplomático basado en la “psicología del diálogo” (Montero Caldera: 254), Álvarez del Vayo se mantuvo en equilibrio entre la colonia española y el gobierno, logrando atemperar a los primeros y un clima de simpatía pro-España sin el que no se entiende la implicación de México en la guerra civil y su posterior ayuda a los exiliados. A México se la excluyó de la Sociedad cuando se formó en 1919 por su neutralidad en la Primera Guerra Mundial. Reparar este agravio fue un empeño personal de Estrada, al que dedicó años y mucho esfuerzo (Flores: 43). Aún así, Estrada no mendigó la incorporación y puso sus condiciones, como la no aceptación de la Doctrina Monroe (Carrillo Flores: 8).
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recuperaba y remozaba su hispanofilia reencontrándose con España: una España culta, moderna, abierta y nueva, que él entendió fraguada en la mentalidad y el trabajo de los hombres que conoció en torno a la ILE, aquella en que lo introdujo Alfonso Reyes y de la que se sentía, en cierto modo, hijo. Los versos de Antonio Machado en homenaje a México o las declaraciones del ministro de Justicia de la República, el krausista Fernando de los Ríos, equiparando los dos gobiernos y declarando el mexicano un ejemplo y estímulo para el español (Ojeda: 53) debieron contribuir a crear esa ligazón con el pasado que nutrió de intensidad emocional la estancia de Estrada en España24. Por algo más de dos años, los del embajador Estrada, México y España vivieron su “luna de miel” (Fuentes Mares: 118) llena de expectativas en el horizonte internacional. Duró lo que la coalición republicanosocialista coordinada por Azaña. Al binomio Rusia-México la prensa unió España, conformándose lo que Pío XII llamó “el Triángulo rojo” estigmatizándolo como anticlerical y bolchevique. Los conservadores lo atacaron con furibundez apocalíptica y los socialistas aplaudieron con entusiasmo la promesa de futuro del triunvirato. Solo ampliando la lente y viendo así que el hermanamiento diplomático entre ambos países se estaba inscribiendo en dos ejes que acabarían por converger –el conflicto hispanoamericanismo/panamericanismo y en Europa, comunismo/fascismo (Montero Caldera: 252)–, se entiende tanta pasión del lado de las adhesiones y del de los rechazos. Estrada fue embajador entre el 21 de enero de 1932 y el 23 de octubre de 1934, convirtiéndose en “testigo excepcional de una parte del transcurrir de la Segunda República española” (Montero Caldera: 268) y dejando constancia de ello en sus perspicaces e intuitivos informes políticos oficiales25. Fueron años de actividad frenética: viajó por todo el país, escribió varios poemarios, coordinó empresas editoriales y de difusión cultural, se implicó con hondura y sentimiento en los entresijos políticos de la República y vio nacer a su hija Paloma. Además, compaginó la embajada con el cargo de ministro en Portugal, y desde 1933, con el de ministro en Turquía. Uno de sus primeros propósitos fue difundir la cultura mexicana en España y, en particular, explorar y recopilar el material inédito que de y sobre historia y arte mexicanos se conservaba en archivos y bibliotecas españolas. Al respecto, realizó y coor24
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El poema de Machado se incluyó en Poesías de la guerra 1936-1939: “Varón de nuestra raza, /équite egregio de las altas tierras/entre dos Sierras Madres,/ noble por español y por azteca/tú has sentido solícito y piadoso/-sonrisa paternal, mano fraterna-/el rudo parto de la vieja España/y a la que va a nacer España nueva/acudes con amor, Méjico, libre/libertador que el estandarte llevas/de las Españas todas,/¡te colme Dios de luz y de riquezas!”. Los informes enviados por Estrada desde Madrid a la SRE se publicaron en Genaro Estrada. La diplomacia en acción, México, SRE, 1987.
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dinó numerosas investigaciones, que hay que entender también, más allá de su personal pasión por la historia de México y su visión del material cultural como material de construcción nacional, en el contexto del enorme impulso recibido por la cultura en el bienio azañista y de las diversas legislaciones en patrimonio artístico, las mejoras en las redes de archivos nacionales, adquisiciones de fondos bibliotecarios o reestructuraciones de museos (Juliá: 593), que tanto le inspirarían al volver a su país26. Una parte de los resultados se publicaron en los Cuadernos de la Embajada, sello editorial creado por él mismo, que sacó 12 volúmenes sobre la realidad cultural, artística, literaria, económico-comercial de México. Otros, como el monumental El arte mexicano en España, con importantes ilustraciones y relevante trabajo de documentación y exhumación de materiales, síntesis selectiva de todo lo encontrado, lo publicó Porrúa poco antes de la muerte de Estrada. De Las tablas de la conquista de México adelantó partes en Contemporáneos. Con la colaboración de Reyes vía epistolar impulsó en Madrid la edición de las Obras Completas de Amado Nervo. Y como investigador oficial del Centro de Estudios Históricos consiguió del gobierno mexicano inversión para financiar en el Centro la edición de la Historia verdadera de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, que se encargó a Ramón Iglesia y no llegó a culminarse (Zavala: 27). También patrocinó, editó y prologó el Índice de documentos de Nueva España existentes en el Archivo de Indias de Sevilla compilado por Francisco del Paso y Troncoso y los Manuscritos sobre México en la Biblioteca Nacional de Madrid. Nada de esto abordó Estrada como erudición vacía o entretenimiento personal, sino como parte de su labor política y como continuación del trabajo archivístico, bibliotecario y documental iniciado años antes en pro de la consolidación y dignificación nacional. Como vimos, tras el acto de contrición de Pero Galín creía en el servicio social del intelectual y en la sustantividad de la cultura en el progreso y posicionamiento internacional de los pueblos, y la España republicana y el momento álgido de México en las relaciones internacionales crearon un inmejorable aquí y ahora para su comprobación y ejercicio. Ahí radicó esa “inspiración patriótica cuya profundidad no puede apreciarse todavía” (Reyes: 179) con que Reyes calificó su labor al morir en cierto ostracismo y en un momento en el que todo parecía indicar que la ortodoxia político-cultural mexicana acabaría convirtiéndolo en un extranjerizante desapegado y elitista. Inspirado por el poderoso ambiente poético del Madrid de entonces, Estrada se animó con la poesía. Según Moreno Villa, “sostenía que en España había un florecimiento poético más interesante que en cualquier 26
Por ejemplo, en su proyecto de creación de un Instituto de Investigaciones Históricas y una Ley de Defensa del Patrimonio Cultural y Artístico de la Nación (Zavala: 16).
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otro país” (61) y se sintió involucrado hasta el punto de intentar impulsar y financiar una revista literaria que finalmente no cuajó (Zaïtzeff, 1992: 128). Trató con frecuencia a García Lorca, Pedro Salinas, Dámaso Alonso o Antonio de Marichalar, se dejó impregnar por los tonos, los modos y los ritmos de los más moderados poetas del 27, y escribió Paso a nivel, publicado en 1933 en las cuidadas Ediciones Héroes de Concha Méndez y Manuel Altolaguire y dedicado a “A mis amigos poetas de España”, Ascensión de la poesía (1934) y Senderillos a ras (Madrid, Bécquer, 1934), poemarios nada más que correctos, tal vez demasiado evidentes en sus deudas, y más apreciables como testimonios del entusiasta y permeable temple del Estrada habitante de la España republicana que como títulos clave de la historia de la poesía de México. Pero tanto o más que en la poesía, Estrada se integró en la política. Pronto se hizo íntimo de Azaña, al que en cartas, informes y artículos se refirió siempre como “el hombre político ideal”27. Azaña es, sin duda, el protagonista de sus informes políticos como embajador, apareciendo siempre como encarnación personificada de todo un proyecto político y de nación que, cifrado en esa figura humana, se complica pero también se enriquece en planos y matices, favoreciendo que la observación y el análisis de Estrada sea menos una fotografía que un prisma. De Azaña admiró su apuesta valiente al contar con los socialistas para formar gobierno, poniendo sobre la mesa su prioridad en resolver la fractura social nacional contando con la clase obrera, las medidas dirigidas a la secularización y la separación Iglesia/Estado, y la inversión mayúscula en educación y la cultura. Pero le preocupó –y ahí está lo más reflexivo de sus informes, el momento que lo enfrentó a sus propias convicciones y al ejercicio político en México– su poca dureza con los enemigos, una 27
Lo será, en realidad, para casi todos los políticos mexicanos de la época. México fue uno de los países que defendió con más vehemencia la legitimidad y legalidad del gobierno republicano desde su proclamación hasta el levantamiento militar que lo destituyó y probablemente el que más se volcó, en todos los sentidos, en la participación activa en la guerra civil y, más tarde, en la ayuda a los republicanos en el exilio. Azaña fue, en México, encarnación y símbolo de esa República de los primeros años con la que se hermanó y posicionó a nivel internacional, y a Azaña buscó proteger el gobierno mexicano con particular devoción hasta su muerte. “De julio de 1936 a febrero de 1939, los embajadores de México en España acompañaron a Azaña en su peregrinaje por su propia patria y, poco tiempo después, en su exilio, en Francia”, donde pasó 20 meses acompañado de diplomáticos mexicanos como Narciso Bassols, Isidro Favela, Gilberto Bosques o Luis Rodríguez. Murió, de hecho, en dependencias de la legación mexicana y fue enterrado con la bandera de México (Enríquez). Luis Rodríguez, embajador de México ante la Francia de Vichy, además de participar activamente en labores de asilo y traslado de exiliados, dignificó el entierro de Azaña cuando se opuso a que se acompañara el féretro con la bandera franquista, habiéndose prohibido la republicana. Se enterró con bandera mexicana: “Entonces lo cubrirá con orgullo la bandera de México, para nosotros será un privilegio, para los republicanos una esperanza y para ustedes una dolorosa lección” (cito por Soler: 164).
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permisividad entre beatífica e ingenuamente suicida que, a ojos de Estrada, dignificaba a Azaña como humanista en su espiritualizada concepción política, pero que –vaticinó el mexicano en sus informes– acabó poniendo en peligro la subsistencia de la República28. La profunda inmersión en lo español no separó a Estrada en ningún momento de México y su enlace, su recordatorio de la vibración mexicana sobre todo en materia literaria e intelectual fue Reyes, su cómplice también en la devoción por España, con quien se dispara el epistolario por estos años. A él le consulta sobre los problemas causados por los movimientos subterráneos en la revista Contemporáneos, que sigue financiando; a él remite sus impresiones sobre la literatura y el pensamiento español de entonces; sus gestiones para introducir a los mexicanos en los círculos literarios e intelectuales peninsulares; y a él espolea con determinación para que publique el folleto A vuelta de correo contra Héctor Pérez Martínez, a raíz de la polémica nacionalista de 1932 contra los Contemporáneos a la que el propio Estrada se sumaría con su ya citada “Carta a un escritor”29. Pero toda esa energía empieza a languidecer con la subida al poder de Lerroux y los gobiernos conservadores que con él se inauguran, un “paso atrás” (Estrada, 1987: 195) que desde mediados de 1933 concentró gran parte de sus preocupaciones. Caído Azaña en junio de 1933 al retirársele por segunda vez la confianza presidencial, se inició, efectivamente, en la República española un viraje hacia la derecha católica con incremento del protagonismo de la CEDA y el intento de rectificación del inicial rumbo socialista. En sus informes Estrada se muestra preocupado, y analiza y lanza hipótesis desde la vivencia en primera fila de los hechos culpando a la Iglesia del desmantelamiento de los principios originarios del bienio azañista30. En cualquier caso, con el cambio termina la luna de miel España-México. Entre 1934 y 1935 puede incluso hablarse de campaña anti-México en la 28
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Según Ojeda (79), con motivo de la sublevación del general Sanjurjo en agosto de 1932, y a tenor de los informes de Azaña, Calles dejó a un lado el protocolo para enviar un mensaje personal a Azaña aconsejándole el fusilamiento. Azaña lo desoyó. Luego Sanjurjo sería figura importante en el levantamiento franquista. Las cartas que Estrada y Reyes se intercambiaron con motivo de la polémica están en Zaïtzeff, III, 1994: 226 y ss. En su dictamen, Estrada coincide con lecturas hechas posteriormente por los historiadores: “El verdadero problema para la consolidación del nuevo régimen fue que bajo el impulso de la Iglesia creció una oposición que aglutinaba no ya a las oligarquías del Antiguo Régimen, sino a miles de agricultores medios y pobres dirigidos políticamente por miembros de las clases medias urbanas” (Juliá: 105). El poder de la Iglesia y el arraigo de la religión se hizo especialmente visible con el debate de la Ley de Congregaciones y Confesiones religiosas, de junio de 1933, a la que Estrada se refiere en sus informes con frecuencia. Entonces, a raíz de la enérgica protesta del Papa Pío XI condenando a la República en su encíclica, se le retiró a Azaña la confianza por primera vez.
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prensa conservadora y católica, y así lo hace Estrada en sus últimos informes como embajador. Hasta tal punto se agravó la situación, sobre todo al instaurarse constitucionalmente la educación socialista en México en 1934, que esos dos años de relaciones diplomáticas entre México y España se conocen como Bienio Negro, único paréntesis de discordancia entre la proclamación de la República y su disolución efectiva el 1 de abril de 193931. El nombramiento de Emiliano Iglesias como embajador en México en diciembre de 1934 por el gobierno de Lerroux escenificó tajantemente la nueva tónica hostil, regresándose a un intercambio inhospitalario marcado por la acumulación de protestas del embajador contra el gobierno mexicano, su política educativa y su anticlericalismo: México era otra vez el país impío que había dado la espalda a la hispanidad católica de su origen. No extraña el resurgir de esa imagen, si se tiene en cuenta que algo volvía a moverse en España en los modos de formulación del interés por América, extremándose el hispanoamericanismo tanto progresista como conservador por el arraigo del socialismo y el comunismo en algunos países hispanoamericanos de un lado, y el pánico al laicismo izquierdista de otro. El progresista se fue particularizando en adhesiones específicas a países concretos con políticas socialistas (México), mientras el conservador derivaba hacia la doctrina de la hispanidad, nacida “como evolución radical, pseudofilosófica y fascista del hispanoamericanismo conservador” (Sepúlveda: 141). Un hito en el Bienio Negro fue el atentado contra la embajada de México en 1934, residiendo todavía Estrada en España. Visiblemente preocupado, Estrada se esforzó sin embargo en sus informes en recordar y subrayar la intacta simpatía por México en ámbitos no gubernamentales, sobre todo en centros de cultura y en algunas instituciones. Al despedirse de su cargo en carta privada a Puig Cassauranc, su superior en la SRE, no dejó de insistir en la necesidad de seguir apostando por “la obra común y de simpatía entre el México revolucionario y la España nueva que nació en 1931” (cit. por Montero Caldera: 271). “El que comprende a unos y a otros, y a todos puede conciliarlos” (Reyes: 175), escribiría Reyes tres años después describiendo al amigo que acababa de morir. Tras décadas de indigenismo antiespañolista y menosprecio españolista con lo americano, Estrada había vivido y sentido con la España republicana la conciliación de la Revolución con lo hispánico y la instauración de un México más real, respetado, valorado y completo en el imaginario español. Regresó a México aferrado a la posibilidad, casi al acto de fe, 31
Desde la dimisión de Álvarez del Vayo por el cambio de gobierno con Lerroux hasta la llegada a México como embajador de Félix Gordón Ordás en mayo de 1936, representaron a España Domingo Barnés Salinas, Ramón Mª de Pujadas y Emiliano Iglesias, que recuperaron el discurso a la defensiva tradicional en la colonia española y se relacionaron con Cárdenas con frialdad, y desde un anticomunismo declarado.
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de perpetuar los efectos de la luna de miel a pesar de los imponderables históricos. Uno de ellos lo devolvió a las rencillas, purgas y descabezamientos de la política mexicana, que desde España intentó conjurar con el sueño formulado de un inexpugnable servicio espiritual a la nación en compañía de Reyes32. El mayor, el de su enfermedad, no le impediría dejar iniciado un proyecto de espacio común, el de la Casa de España, que debió mucho a su experiencia en las instituciones educativas de las Españas krausista y Republicana, y desde luego, a su personal y enérgico impulso.
Regreso a México En noviembre de 1934 Estrada renunció a la embajada, como era preceptivo, ante el cambio político en México y el inicio de la presidencia de Lázaro Cárdenas. Sabiéndose, más que tocado, casi hundido, renunció a las embajadas de Brasil y Argentina, prefiriendo una despedida honrosa desde la cima que un lento e indigno periplo en pos de migajas. Sí aceptó seguir dirigiendo las publicaciones históricas y literarias de la SRE, firme en sus convicciones sobre la dignificación de los materiales históricos y culturales como instrumento de consolidación nacional, pero a los once meses renunció también a ese último vínculo con el aparato gubernamental. A finales de 1934 el enfrentamiento Calles-Cárdenas era ya una realidad flagrante, y la depuración de elementos del callismo una práctica cada vez más expeditiva, ejercida ya sin ninguna contemplación hasta la expulsión de Calles en 1936 del territorio nacional. Si entre 1932 y 1934 habían ido cayendo varios de los Contemporáneos de sus puestos menores en diversas secretarías, en 1935 se prescindió de la última figura vinculada a ese mundo: Octavio G. Barreda. A partir de ese momento, Estrada se dedicó, a pesar de la enfermedad, a recorrer México buscando pisar la tierra y tocar la gente que no pudo ver desde el despacho de la Secretaría, y a seguir promocionando colecciones, publicando bibliografías, organizando más y más material con el que cimentar el estudio exhaustivo de la cultura, la historia, el arte y la literatura mexicana. Si en España nunca se olvidó de México, en México no dejó de tener presente a España: puso todas sus energías en gestionar 32
En carta a Reyes de diciembre de 1932, sabiéndose en el punto de mira, se lamentaba: “A esto me ha enseñado la convivencia política en nuestro país: a la respuesta pronta, a la imperiosa finta, a estar siempre armado para el pleito, a tener la pólvora seca. Mal desgaste de la energía y de la inteligencia”. Y añadía su salvífica afirmación de principios, “a pesar de todo”: “Nuestro sitio, bueno o malo, está en México, y allá debemos hacer cuanto podamos hacer, nuestro propio trabajo y el trabajo que pueda beneficiar a México […]. Alfonso, pongámonos de acuerdo para un trabajo fecundo, noble y grande en aquel país. Ya se ve, que todo eso es muy difícil, y lento, y hasta peligroso; pero tengo energía y paciencia juntamente” (Zaïtzeff, III, 1994: 261).
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apoyo y protección al régimen republicano durante la guerra civil y durante sus previos; fue el primero, el más insistente y el más operativo entre todos los que prepararon la recepción del exilio republicano español, y también de los primeros en bosquejar, como se dijo, La Casa de España, hoy Colegio de México33. Reyes lo describió a la perfección cuando dijo de él: “el último que pierde la cabeza en el naufragio, el primero en organizar el salvamento” (Reyes: 175). Absolutamente sereno en medio de su doble naufragio (la enfermedad y el ostracismo político) organizó, entre otros, el salvamento de José Moreno Villa y los fallidos de Juan Ramón Jiménez y Ramón Menéndez Pidal. Al llegar a México el 7 de marzo de 1937, agradecido y perplejo ante tantas atenciones procedentes de aquel antiguo embajador al que tampoco conoció tanto, Moreno Villa lo encontró ya abatido y hundido, tocado por un “dolor de mexicano” (61) que solo lloraba en estricta intimidad. Murió pocos meses después, el 29 de septiembre de 1937.
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Como recuerda Juan Carlos Esparza, muchos intelectuales y políticos mexicanos, además de Estrada, colaboraron en el sostenimiento del régimen republicano, su supervivencia y protección durante y después de la guerra civil: Isidro Fabela, como representante de México en la Sociedad de Naciones; Cosío Villegas, que como embajador en Portugal participó y fue uno de los gestores en el acogimiento en México de los republicanos exiliados y la creación de la Casa de España (Lida, 1992: 25 y ss); Bassols, como embajador en Francia y la URSS, ayudado en el primero de estos países por Jaime Torres Bodet, o el propio Alfonso Reyes, otro de los fundadores de la Casa de España.
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Mauricio Magdaleno y Juan Bustillo Oro La aventura del Teatro de Ahora en España Alejandro ORTIZ BULLÉ GOYRI Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México
La partida Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno emprendieron un viaje a España para realizar una estancia en Madrid que duró, de acuerdo con apreciaciones de Guillermo Schmidhuber, de julio de 1932 a abril de 1933 (Schmidhuber, 1998: 218). Los costes del traslado y estancia se sufragaron en parte gracias al éxito económico obtenido por las representaciones de sus obras escritas por contrato para la Compañía Mexicana de Revistas Teatrales de Roberto Soto y en parte también por el apoyo y simpatía de Narciso Bassols, entonces Secretario de Educación Pública. Para 1932 ambos autores, Bustillo Oro y Magdaleno, tenían en su haber no tanto el reconocimiento y la consagración artística que décadas después tendrían, en el cine como en el teatro y la literatura, sino una suerte de hálito que les daba fuerzas para emprender aventuras artísticas; como cuando participaron directamente en la campaña presidencial de 1929 de José Vasconcelos, y en 1932 en una aventura teatral fundamental en la historia del arte escénico mexicano del siglo XX: el Teatro de Ahora. Esta experiencia consistió en la realización de una dramaturgia en la que se procuraba exponer ante los ojos del espectador los alcances y consecuencias de la Revolución Mexicana, en un intento –según Magdaleno y Bustillo Oro– de presentar ante los ojos del espectador “La temperatura de nuestros días”; de ahí el nombre de Teatro de Ahora. Tanto en su escritura como en sus correspondientes puestas en escena, ambos autores procuraron poner al día el teatro mexicano, haciendo un teatro político, de crítica social, y al mismo tiempo con
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técnicas dramáticas y escénicas innovadoras, muy cercanas a las ideas teatrales del creador escénico alemán Erwin Piscator1. Cuando Bustillo Oro y Magdaleno viajan a España en 1932, a pesar de su relativa juventud ambos eran bien conocido en el ambiente artístico mexicano, tanto por lo que fue la experiencia del Teatro de Ahora y su incursión en el teatro de revista, como por lo que particularmente Magdaleno había ya publicado como narrador2, así como sus primeros acercamientos al mundo del cine y desde luego en el periodismo. Es claro que la corta estancia madrileña les ayudó con mucho a madurar sus ideas y a confrontarse con otras inquietudes y experiencias artísticas. 1
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Esto dijo Bustillo Oro en una conferencia en el paraninfo de la Universidad Nacional el 3 de noviembre de 1931, al inicio del proyecto del Teatro de Ahora: “Mauricio Magdaleno en sus notas sobre la dramática actual, ha puntualizado nuestra posición frente al arte del teatro del que somos fervientes servidores; posición que consiste en aportar a la dramática hueca de nuestro tiempo, un nuevo contenido vital que vuelva a elevarla a su rango de energía directriz. Y ha dicho en esas mismas notas cual es ese contenido: la implacable realidad política de nuestros días que está urgiendo a nuestra honradez de escritores. Con esto ha querido decir, enteramente de acuerdo conmigo, que creemos firmemente en el teatro político como la modalidad que ha de salvar a nuestra arte del vacío profundo en que se debate. Consecuente con esta actitud ideológica se ha desarrollado nuestra actividad de escritores. Después de habernos dedicado durante algunos meses, tenazmente, al logro de un acervo suficiente de obras con las que hacer el primer intento de esta clase en América, actualmente nos consagramos a organizar la presentación pública del mismo. Es primer paso del esfuerzo estas lecturas realizadas bajo los auspicios de la Sociedad Amigos del Teatro Mexicano, y me corresponde hablar en estas notas particularmente, del intento que, como la ha indicado mi compañero no tiene en América más precedente que una obra de Upton Sinclair llevada directamente. a Alemania, al teatro de Erwin Piscator, de tal manera, que realmente corresponde al TEATRO DE AHORA, como titulamos al nuestro, al menos el honor de iniciar en América como forma decisiva de un movimiento teatral, la incorporación de la tremenda inquietud social de nuestro teatro. De dramática esencialmente política, en cuanto a que se aplica a traducir la temperatura de nuestros días, ha calificado Magdaleno a la nuestra al marcar algunas de las más importantes características del TEATRO DE AHORA.”, Juan Bustillo Oro, El Teatro de Ahora, el primer esfuerzo americano, notas leídas la noche del 3 de noviembre de 1931 en la Sociedad Amigos del Teatro Mexicano. (original mecanuscrito inédito), Archivo personal de Marcela Magdaleno, nieta de Mauricio Magdaleno. 7. ff. /r. Magdaleno se inicia como narrador publicando el cuento La mañana de Schaharazada (1925), de la que no tenemos noticia alguna y la novela Mapimí 37 (1927), mientras que Bustillo Oro era bien conocido en el medio teatral, especialmente el Género Chico, pues sus padres habían sido empresarios y cantantes. De acuerdo con una de sus biografías, Juan Bustillo Oro “A los 12 años escribió sus primeras obras teatrales para un concurso convocado por la revista infantil Pulgarcito, y en 1921 debutó como autor de revista durante una temporada que María Conesa realizaba en el teatro Colón, inmueble que entonces era administrado por su padre. Las obras que estrenó en dicho escenario fueron Kaleidoscopio, Humo (1921), Poderosos caballero es Don Dinero y Noche de bodas (1922). También de esta primera época fue su libreto titulado La hez, que no tiene registro de estreno” (en Moncada).
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Durante esos apasionantes meses de junio de 1932 a abril de 1933, Bustillo Oro y Magdaleno convivieron con muchos de los intelectuales, artistas y literatos del Madrid de aquellos años, al mismo tiempo que participaron en tertulias, reuniones e impartieron conferencias. Entre los personajes más célebres con los que tuvieron una especial cercanía fueron Cipriano Rivas Cheriff y Ramón J. Sender, así como varios prestigiados intelectuales mexicanos que por entonces residían en España como Rodolfo Reyes, hermano de don Alfonso Reyes –quien para esas fechas ya estaba en la embajada de México en Brasil– José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas y Martín Luis Guzmán quien fungía a la sazón como gerente del periódico El Sol de Madrid. Todo parece indicar que si bien no fueron colaboradores constantes de la prensa madrileña, como se suele decir de Magdaleno; el novelista y periodista Martín Luis Guzmán les invita a colaborar en El Sol de Madrid, así como también parece que los apoya para publicar algunos relatos en la revista La Estampa, según consta en una carta fechada el 25 de noviembre de 19323. En cualquier forma la participación activa de ambos, Bustillo Oro y Magdaleno, como colaboradores en el periódico, no parece haber sido lo que se esperase de esa carta de Martín Luis Guzmán firmada como gerente de El Sol. Esto pudo haberse debido a una suerte de distanciamiento entre los jóvenes mexicanos y quien pudo haberlos cobijado en el ambiente periodístico y literario de España. La razón no es clara, pero Magdaleno, en una entrevista concedida a Silvia Molina explica lo siguiente, a propósito de sus vínculos e influencias con otros narradores de la Revolución Mexicana: – ¿Martín Luis Guzmán? – A él lo traté menos y en España lo menosprecié. – ¿Qué te parece La sombra del caudillo? – Estupenda novela, es Obregón. – ¿Te parece un gran artista? – Virtuosísimo. (Molina)
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Esto es lo que textualmente le dice Guzmán como gerente de El Sol a Magdaleno en la carta: “Mi querido amigo: Le envío a usted adjunta la carta que me escribió hoy don Vicente Sánchez-Ocaña. Verán ustedes que está arreglada la publicación de sus cuentos en este semanario”. Pero en resumen, nada sabemos de la publicación en España de dichos cuentos, ni de cuáles se trataba. Sánchez-Ocaña dirigía en Madrid La Estampa una “revista gráfica y literaria de la actualidad española y mundial” de 1928 a 1938. Es posible que Magdaleno haya visto publicados dos de sus relatos importantes en Madrid por intermediación de Martín Luis Guzmán, director del periódico El Sol, como se afirma en una de las biografías que hay de él, en donde se dice que le publicó dos novelas: El compadre Mendoza y El baile de los pintos, cf. http://escritores.cinemexicano.unam.mx/biografias/M/MAGDALENO_cardona_mau ricio/biografia.html (julio 10).
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De hecho, unos días antes de su regreso a México, encontramos en El Sol del domingo 23 de abril de 1933 una colaboración firmada por Magdaleno, titulada “Hacia una expresión del teatro mejicano”, en la que de alguna manera continúa con las reflexiones sobre el teatro en México iniciadas en las conferencias realizadas en México en 1931 y posteriormente en noviembre de 1932, ya en Madrid, pero en este caso sobre la historia del teatro mexicano y sus principales autores dramáticos. Según algunas fuentes de consulta biográfica4, Mauricio Magdaleno realizó estudios en la Universidad Central de Madrid (1932-1933), pero todo lo que podemos decir al respecto es que Magdaleno visitó dicho centro académico, pero no necesariamente que se haya matriculado ahí como estudiante. Juan Bustillo Oro por su parte, en una entrevista realizada por Marcela Magdaleno, nieta de Mauricio Magdaleno, poco tiempo antes de su fallecimiento rememoraba lo siguiente de aquel viaje a España que los marcó para toda la vida: Hemos visitado a Juan Bustillo Oro para charlar una de estas tardes de mayo en que la lluvia deprime a quienes no piensan en la fecundidad de la tierra, en la limpieza del ambiente que queda espejado y despejado después de aguaceros con todo y ganancia de granizos. Bustillo Oro ha pasado la línea equinoccial de los ochenta años pero salvo un bastón con que se ayuda, su mente está lúcida como cuando viajó a España, en 1933, con Mauricio Magdaleno. – ¿Cómo se llamaba el barco en que fueron con mi abuelo –pregunta Marcela […] – Cristóbal Colón –responde el director de tantas películas cinematográficas, autor de libros, miembro de la generación de 1929 que vivió la cruzada vasconcelista […] […] – Antes de ir a España ya hacía películas –dice Juan Bustillo Oro a Marcela. éramos autores incipientes –continúa– yo escribí algo sobre Germán de Campo, el más apasionado y limpio de esa época. Tenía muchas influencias de novelas rusas del siglo pasado. – ¿ “Sacha Yegulev” de Andreiev? – Sí, responde Bostillo Oro, fue un libro que leímos con pasión aquellos años. Y en la muerte Germán, asesinado cerca de la plaza de Fernando, hay algo en esa epopeya del héroe novelesco, Germán vivía y había nacido para el heroísmo. […] – ¿Y cómo era mi abuelo entonces? – Igual antes que después. Parecía serio pero gustaba de la broma. Delgado siempre, ojos expresivos, elegante para vestir, aunque aquellos años se tocaba con una gorra vasca. 4
Véase también Mussachio: 1709-1710.
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Bustillo Oro desempaca recuerdos: – Fuimos a España ayudados por Narciso Bassols. Mauricio conoció a varios de los escritores de la República Española, a poetas de la generación de 1927. El hecho de que admiráramos a hombres tan opuestos como Bassols y Vasconcelos demuestra algo bueno. […] – En España vivían entonces escritores famosos. Rómulo Gallegos revisaba su manuscrito de “Doña Bárbara”, Gabriela Mistral iniciaba su vida de cónsul viajera. José Vasconcelos iba a llegar a residir a Asturias, Martín Luis Guzmán se había incorporado al periodismo español y Alfonso Reyes había dejado amigos y libros tras su paso diplomático, antecedido por otros mexicanos ilustres, como Nervo, González Martínez, Mediz Bolio, del Valle Arizpe, todos en el mundo de pasamanerías de oro de la diplomacia y sus uniformes de entonces complementados hasta con espadas. Asturias, Nobel de Literatura lustros más tarde, publicó su primer libro “Leyendas de Guatemala”, en Madrid. En México se reencontró con Mauricio Magdaleno cuando se fundó la Comunidad Latinoamericana de Escritores. […] – Nosotros no teníamos ideas muy claras cuando fuimos con Mauricio. Ninguno de los dos había cumplido treinta años de edad. Iban como parte de su generación vasconcelista, tras persecuciones o cárceles. (Magdaleno, Marcela)
Magdaleno, por su parte, en la entrevista concedida a Silvia Molina en 1981, también rememora el viaje y expone la idea ingenua que ambos tenían en ese momento de “quemar sus naves” y no regresar al país: – Pero te habías ido a España con el propósito de… – Conquistar a España para el teatro, y le dije a Bustillo Oro en Veracruz: “Límpiate los zapatos, porque a México no lo volvemos a ver jamás”. Tontos… (Molina)
De hecho, es factible suponer que ambos estuviesen muy interesados en seguir los pasos del poeta estridentista Germán List Arzubide, quien participó en el Congreso Antiimperialista de Frankfurt en 19295 y viajó a la Unión Soviética, en donde asistió a numerosas representaciones teatrales en Moscú; las cuales posteriormente influirían en sus obras dramáticas y en el teatro de títeres promovido por él y otros artistas e intelectuales de vanguardia en los años 1930 (Ortiz 2005b: 256-273). ¿Qué no hubieran dado Magdaleno y Bustillo Oro por haber asistido a alguna de las representaciones del teatro de Erwin Piscator en Berlín? (Medina: 44 y ss.). Pero el viaje, como sabemos, duró unos meses, y ambos retornaron al país en 1933 y se reincorporaron al ambiente intelectual. No alcanzaron a realizar su sueño de “contraconquista ibérica”; pero el viaje, aunque breve, les trajo grandes frutos y, sobre 5
http://biblioweb.dgsca.unam.mx/diccionario/htm/biografias/bio_l/list_arzu_ger.htm.
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todo, grandes amistades. Otro aspecto que cabe resaltar de estos testimonios personales, es que su mayor inquietud por entonces –y en la que creían– era el teatro y no la novela o el cine. Iban a España con el propósito concreto de abrir horizontes a la experiencia de El Teatro de Ahora y Madrid se antojaba como el espacio ideal, ante el efusivo ambiente intelectual y artístico que por entonces se vivía en España. Si bien no alcanzaron su principal cometido de ver representadas sus obras en España, sí desarrollaron actividades que posteriormente habrían de ser sustantivas en su trayectoria artística y profesional. Ambos fueron aceptados en El Ateneo de Madrid como Miembros de Número e impartieron sendas conferencias; tuvieron una participación muy destacada en el concurso de obras de teatro hispanoamericano que se realizó en España en 1933, así como también alcanzaron a tener una cierta vinculación con escritores y gente del medio teatral. En relación con las conferencias impartidas una el jueves 24 y la otra el viernes 25 de noviembre de 1932, podemos afirmar que tuvieron una acogida importante en la prensa madrileña. Tanto El Heraldo de Madrid, como El Sol y La Voz, anunciaron previamente esa actividad a la que se le llamó “Dos pláticas sobre el movimiento teatral de Méjico” y en días posteriores fue reseñada de manera positiva. La conferencia de Mauricio Magdaleno se tituló “Panorama y propósitos del teatro mejicano”, mientras que la de Bustillo Oro, leída al día siguiente se llamó “El teatro de Ahora. Un primer ensayo de teatro político en Méjico”. En realidad, se trata de un solo manifiesto escrito si no al alimón, sí bajo una idea común: exponer por un lado el estado que guardaba la escena mexicana por entonces, así como las propuestas y los resultados alcanzados con la temporada de El Teatro de Ahora en los primeros meses de 1932 en la ciudad de México. Pero quizá lo más importante que les ocurrió a ambos autores en su breve estancia madrileña, fue el haber sido declarados como ganadores del Certamen de Teatro Hispanoamericano. Más allá de que se hubiese esperado que se representaran las obras, el hecho es que la editorial Cenit publicó de manera expedita, en 1933, las obras dramáticas de cada uno de ellos. En el caso de Bustillo Oro bajo el título de Tres dramas mejicanos, con las obras siguientes: Los que vuelven, Masas y Justicia S. A.; mientras que Magdaleno titula a su antología Teatro Revolucionario con las siguientes obras: Trópico, Emiliano Zapata y Pánuco 137. Lo cual, no cabe duda, fue un gran privilegio y un gran logro para dos jóvenes autores que estaban iniciando una larga y fructífera carrera. Cipriano Rivas Cherif, en un artículo aparecido el 8 de noviembre de 1932 hace una valoración de la relevancia de la dramaturgia de los autores del Teatro de Ahora:
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Parece una redundancia y no lo es. Decir teatro ya parece como que no necesita de adjetivo, puesto que la representación dramática es, en fin, idea social o, mejor aún, sociedad tal donde el autor los actores y el público conviven en la armonía superior de la emoción, del consuelo dramático. Pero al decir teatro social se le añade un aliciente de circunstancias, se hace una referencia directa a la intención inmediata, lo que se dice un reclamo. Tanto Bustilllo Oro como Magdaleno, en sus dramas y comedias mejor intencionados a mi entender, se proponen no tanto exponer cuadros vivos de un museo mejicano de tipos y paisajes cuanto reflejar la verdad humana simplemente, tal y como ellos la han visto –en el pozo de petróleo o en el éxodo doloroso– bajo el cielo de Méjico o en la línea terriblemente incierta de la frontera con los Estados Unidos. Con la fuerza fatal de la tragedia y el correctivo de la sátira. (Rivas)
En una nota publicada en El Heraldo de Madrid el 19 de abril de 1933, se da a conocer el dictamen del certamen de obras dramáticas en que participaron Magdaleno y Bustillo Oro así como una reflexión interesante al respecto: Hemos recibido la siguiente nota “El asesor literario y artístico del teatro Español, en la imposibilidad de examinar por sí solo las ciento cuarenta y ocho obras recibidas, ha recabado la colaboración diferente de una Comisión de lectores ilustres, compuesta por Manuel Abril, Melchor Fernández Almagro, “Azorín”, Tomás Borrás, Manuel Bueno, Antonio Espina, Manuel Fontdevila, Bernardo G. de Candamo, Alfonso Hernández Catá, Alberto Insúa, Antonio Machado, Arturo Mori, Pedro de Répide y Antonio Zozaya. Coincidente con el parecer de la comisión de lectores, estima el asesor del teatro Español que ninguno de los dramas, comedias y sainetes presentados merece la calificación de sobresaliente y excepcional entre todos con caracteres de indudable maestría. Ahora bien: teniendo en cuenta que de las obras señaladas por los distintos lectores a la consideración de la Empresa del teatro Español “Pánuco 137”, “Trópico” y “Emiliano Zapata”, llevan la firma de Mauricio Magdaleno, y dos, “Los que vuelven” y “El gachupín”6, la de Bustillo Oro, jóvenes mejicanos ambos, distinguidos en su país por cierto esfuerzo mancomunado y evidente en pro de la renovación escénica hispanoamericana, se propone dar a conocer al público español, siquiera sea a título de ensayo, alguna de estas producciones, si no logradas a la perfección, dirigidas a un intento que trasciende lo típico nacional, sin menoscabo de lo característico. Como “lector ilustre” a cuya categoría quiso ascenderme la acentuada gentileza de mi particular amigo Cipriano Rivas Cherif, asesor artístico y literario del teatro Español, debo poner una apostilla a la nota que antecede. Y no para mostrarme disconforme con este fallo o arbitraje; ni siquiera para impugnar ninguno de sus extremos, sino para ampliar en unas líneas, y a mane6
Ignoramos de qué obra se trate, pues en el libro de obras dramáticas de Bustillo Oro publicado en Madrid en 1933 no se menciona dicho título en absoluto.
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ra de voto particular, el particular juicio que formé de la lectura entretenida de las obras presentadas a concurso. Para que los escritores centro y suramericanos que concurrieron a la liza no se sientan demasiado defraudados, me considero en el hispanoamericano deber de declarar que si, en efecto, “ninguno de los dramas, comedias y sainetes presentados merece la calificación de sobresaliente y excepcional entre todos, con característica de indudable maestría”, son varias las producciones dramáticas y cómicas que, a mi juicio, merecían haber sido colocadas en el mismo plano de calidad y hube de señalar a varios compañeros del Jurado el valor indudable de una paráfrasis de la vida de Amado Nervo, titulada “Poeta”, obra de una gran fuerza sentimental y lírica inspirada seguramente en “La amada inmóvil” del propio vate, y el colorido y fuerza dramática de “El tirano”, ambas producciones del gran periodista (mejicano también, como los mencionados) D. Enrique Uhtoff7, amén de otras graciosas comedias de sabor argentino llenas de atisbos modernos y de intenciones de inteligente humor. Y tengo especial interés en hacer constar todo esto para que ningún malicioso pueda achacarnos el pecado de parcialidad y para que ni de lejos sufra menoscabo el amor propio, en estos casos tan hiperestesiado de los grupos literarios de cuantos países centro y suramericanos tuvieron la gentileza de acudir al concurso. Todo ello dicho sin el menor detrimento del alto valor intelectual y escénico de las obras que hemos mencionado en común. (“Del concurso de obras teatrales…”, 6)8
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Enrique Uthoff fue un periodista, dramaturgo y argumentista cinematográfico. De hecho colaboró con Juan Bustillo Oro, años después en películas como Cuando quiere un mexicano, (1944) estelarizada por Jorge Negrete y la actriz argentina Amanda Ledesma. Armando de Maria y Campos en su libro El teatro de género dramático en la Revolución Mexicana, ofrece datos muy significativos sobre este escritor mexicano, los cuales citamos aquí en virtud de que también vivió una temporada en la España republicana: “Enrique Uthoff, compuso una comedia que tuvo por protagonista al famoso guerrillero del Norte [Francisco Villa]. La escribió en España y se la entregó al primer actor Ernesto Vilches. Sé que fue estrenada en España por el año 1930, pero ignoro el éxito que alcanzara, porque no he podido obtener datos concretos. En México la estrenó el propio Vilches en una de tantas temporadas como realizó en el Teatro Fabregas, […] en el año 1933 […]. Enrique Uthoff (1887-1950) fue un escritor mexicanista que vivió largos años fuera de Mexico, en exilio voluntario. Se hizo al periodismo en los últimos años de la dictadura porfirista, y cuando cayó la administración maderista se expatrió. Vivió en Cuba y principalmente en España, hasta que a fines de la década de los cuarenta regresó a México, casi a morir. Fue un cronista muy ameno, aunque con cierto dejo a cosa pasada. En el teatro fue nacionalista. Escribió para Esperanza Iris una opereta de asunto nacional titulada La niña Lupe. Testigo de la guerra española escribió un intenso drama sobre este asunto titulado Rayo en la encina que, aunque editado, permanece inédito para la escena.” (María y Campos: 225-226). Por desgracia desconocemos el nombre del autor de la nota, el cual, como se advierte en el texto, hace observaciones a título personal, en el entendido de que el lector de su tiempo sabía quién era.
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Pareciera en la nota como si el resultado o al menos el dictamen no hubiese dejado satisfechos a muchos. Por desgracia no tenemos conocimiento de la opinión que se forjaron al respecto nuestros autores dramáticos mexicanos premiados, pero es un hecho que el haber regresado a México galardonados en un certamen de escritores teatrales hispanoamericanos y con la publicación de las obras en puerta no era poca cosa.
Vuelta a casa Pero el éxito fue, en cualquier forma, fugaz, y ya para el primero de mayo de 1933, los encontramos en el barco que los traería de regreso al puerto de Veracruz, en México. Y aunque el retorno no fue propiamente un “regreso sin gloria”, suponemos que se trató de algo que no figurabas en sus planes originales. Para noviembre de 1932, ambos sabían que el reingreso a su país era cuestión de meses, como lo expresa Magdaleno en una carta a sus padres, fechada el 27 de noviembre de 1932: Yo, en Madrid, recordándoles y deseando estar a su lado. Las cosas van tan despacio, por acá, que a veces parece que nada se hace. Por lo pronto, ya Bassols nos dice que nos necesita para el año próximo, y que hará algo con nosotros. Le hemos dicho que necesitamos dinero para trabajar allá, y nos ofrece atendernos. Creo que tendrá que contar con nuestro esfuerzo, sobre todo –también– ahora que han salido los de la mafia [sic] de Contemporáneos. Les adjunto algo de lo que la prensa de aquí dijo a propósito de nuestras conferencias. Con este siamesismo nuestro, hasta los retratos confundieron en El Sol. (Magdaleno, “Mis muy queridos papás)9
Para marzo de 1933 el Secretario de Educación les envía la siguiente carta donde se expresa claramente las condiciones dadas para el retorno: Sres. Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno Los Madrazo 22 3o. Izquierda. Madrid, España. […] Debido a que, por lo avanzado del año se encuentra casi agotada la partida de pensiones, de la cual se hace uso en casi totalidad al iniciarse el año, y siendo esa partida la única de que puede disponer en beneficio de ustedes, deploro no serme posible proporcionarles el dinero necesario para el viaje ya mencionado a Berlín y Moscú, no obstante el interés que comprendo tiene, como complemento de los trabajos que han venido desarrollando. A fin de que oportunamente puedan disponer de la cantidad necesaria para su regreso a México, he girado las órdenes del caso para que les sea entregada la cantidad de $400.00 (cuatrocientos pesos) a cada uno, para los gas9
Magdaleno se refiere al “siamesismo” en relación a las notas periodísticas que anunciaban a las conferencias del Ateneo, en las cuales las fotos insertas aparecen cambiadas. Bustillo Oro por Magdaleno y viceversa.
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tos del viaje, y pagada por adelantado la pensión correspondiente a los meses de abril, mayo y junio, o sea la cantidad de $750.00 (setecientos cincuenta pesos) para los dos. Esperando tener pronto el gusto de charlar con ustedes, me despido afectuosamente. Narciso Bassols (firma). (Bassols, “Carta a Juan Bustillo”)
Y así el primero de mayo de 1933 los vemos ya en una fotografía a bordo del barco que los llevaría México de nuevo y con ello concluye la aventura de Madrid para el Teatro de Ahora y para sus creadores y promotores Mauricio Magdaleno y Juan Bustillo Oro. Al regreso a su país ambos dejaron atrás al teatro y se fueron acercando al arte cinematográfico, primero al lado de Fernando de Fuentes y luego cada quien por su cuenta. Bustillo Oro como director y Magdaleno como argumentista y libretista de buena parte de la filmografía del director Emilio Indio Fernández10.
Anexo biográfico Juan Bustillo Oro (n. 1904-m. 1988 Méx. D.F.) Escritor, dramaturgo y director de cine. Junto con Mauricio Magdaleno impulsó uno de los movimientos teatrales más propositivos del teatro mexicano del siglo XX, el Teatro de Ahora. Hijo de Juan Bustillo Bridat y la tiple Virginia Oro, A los 12 años escribió su primeras obras teatral para un concurso convocado por la revista infantil Pulgarcito, a la que llamó Sueño de ilusión y en 1921 debutó como autor de revista durante una temporada que María Conesa realizaba en el teatro Colón, inmueble que entonces era administrado por su padre. Las obras que estrenó en dicho escenario fueron Kaleidoscopio, Humo (1921), Poderosos caballero es Don Dinero y Noche de bodas (1922). También de esta primera época fue su libreto titulado La hez, que no tiene registro de estreno. Siendo estudiante de derecho se enroló en el movimiento vasconcelista de 1929. Se inició como guionista del cine mudo con la película Yo soy tu padre. También ejerció el periodismo en diversas publicaciones. A principios de 1932 fundó junto con Mauricio Magdaleno el Teatro de Ahora. Las obras que dio a conocer durante dicha temporada fueron Los que vuelven y Tiburón, ésta última a partir de Volpone de Ben Jonson. Ese mismo año escribió en colaboración con Mauricio Magdaleno tres obras de revista que fueron estrenadas por Roberto Soto: El periquillo sar10
Para cerrar estas líneas no me resta sino agradecer de manera muy enfática el apoyo y colaboración para la realización de este escrito, a la nieta de Mauricio Magdaleno, Marcela Magdaleno, quien generosamente nos permitió transcribir y digitalizar algunos de los documentos de su abuelo en los que basamos nuestra búsqueda, así como una entrevista inédita suya; amén de charlas y reflexiones en torno a la vida y la obra de los intelectuales vasconcelistas del México de los años 1920 y 1930.
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niento, El corrido de la Revolución y El pájaro carpintero, Romance de la conquista (1932). En 1933 viajó a España, donde dictó conferencias y publicó Tres dramas mexicanos, que incluye las obras: Los que vuelven, Masas y Justicia, S.A. De regreso en nuestro país se consagró al cine como guionista, director y productor. De su filmografía destacan Tiburón, El compadre Mendoza, En tiempos de Don Porfirio, Ahí está el detalle, Al son de la marimba, Canaima, Cuando los hijos se van, México de mis recuerdos, Las tandas del Principal, Del brazo y por la calle y Las aventuras de Pito Pérez. Además de su actividad cinematográfica publicó los libros Germán del Campo, Una vida ejemplar, Lo cómico en el cine mudo, Vientos de los veintes. Otras de sus obras estrenadas fueron: San Miguel de las Espinas (1933), llevada a escena por los Trabajadores del Teatro; Una lección para maridos (1936), estrenada por la Comedia Mexicana; y Los que vuelven, reestrenada en 1946 por La Linterna Mágica. Otras obras: El triángulo sin vértice, La honradez es un estorbo, Justicia S.A., Un perito en viudas, Mi hijo el mexicano y Masas. Mauricio Magdaleno,Villa del Refugio, Zacatecas, 1906-México, D.F, 1986 Se destacó no sólo como dramaturgo, también como novelista, formando parte de la corriente literaria conocida como “Novela de la Revolución Mexicana” con novelas como El resplandor (1937), de corte indigenista; Tierra grande (1949) o cuentos y narraciones como El compadre Mendoza (1934), y El ardiente verano (1954). Otras de sus obras son: Sonata, La tierra grande, Cabello de elote, Mapimí 37; ensayos como: Fulgor de Martí, Rango, Ritual del año y Agua sobre el puente. Fue asiduo colaborador en diversas etapas de su vida en periódicos como El Sol y Estampa de Madrid, en La Nación de Buenos Aires y en El Nacional y El Universal de México. Participó también en forma muy destacada en el desarrollo de la cinematografía nacional, al colaborar estrechamente con el director Emilio “Indio” Fernández como argumentista en filmes clásicos como Flor silvestre, María Candelaria, Bugambilia, Río Escondido, Maclovia y Pueblerina, entre otras. Su narración El compadre Mendoza fue llevada a la pantalla por el director Fernando de Fuentes en 1934. Participó de joven en el movimiento vasconcelista y trabajó como profesor de historia y literatura. En años posteriores se incorpora a la política nacional como Senador por su estado natal y como funcionario público. En 1932 funda con Juan Bustillo Oro el “Teatro de Ahora” de gran influencia en la dramaturgia nacionalista y con tema de la Revolución Mexicana. Entre sus obras dramáticas se cuentan las siguientes: El periquillo sarniento (1932) (obra de revista escrita en colaboración con Juan Bustillo Oro); El corrido de la Revolución Mexicana (1932) (obra de 287
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revista escrita en colaboración con Juan Bustillo Oro); Pánuco 137 (1933); Trópico (1933); Zapata (1933), EL Santo Samán (inédita), Ramiro Sandoval, (inédita). Doña Nieves (inédita).
Bibliografía Bustillo Oro, Juan, Tres dramas mejicanos (Los que vuelven, Masas y Justicia S. A.) (Madrid: Ed. Cenith, 1933). Cantón, Wilberto, Teatro de la Revolución Mexicana (selección, introducción general, situación histórica y estudios bibliográficos) (México: Aguilar, 1982). Diccionario Porrúa Historia, Biografía y Geografía de México, 4v. 6ª. Edición (México: Ed. Porrúa, 1995). María y Campos, Armando de, El teatro de género dramático en la Revolución Mexicana (México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), 1957). Medina Ávila, Virginia, Mauricio Magdaleno: El crédito que nadie lee. El guión cinematográfico, literatura para ser admirada, Tesis de Maestría en Letras Mexicanas (México: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1998). Magdaleno, Mauricio, “Hacia una expresión del teatro mejicano”, en El Sol, Madrid (domingo 23 de abril de 1933), p. 2. –, Teatro Revolucionario (Trópico, Emiliano Zapata y Pánuco 137) (Madrid: Ed. Cenit, 1933). Musacchio, Humberto (ed.), Milenios de México (México: Diccionario Enciclopédico de México, 1999). Ortiz Bullé Goyri, Alejandro (ed.), Tema y variaciones de literatura, nº 23, El teatro mexicano del siglo XX), (México: UAM-A 2005). –, Teatro y vanguardia en el México posrevolucionario (1920-1940) (México, UAM-A 2005). –, Cultura y política en el drama mexicano, posrevolucionario (1920-1940), (Alicante: Universidad de Alicante, (Cuadernos de América sin nombre nº 20), 2007). –, Cuatro obras de revista para el “Teatro de Ahora” (1932) El Periquillo Sarniento, Corrido de la Revolución, El pájaro carpintero, Romance de la Conquista de Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno, Alejandro Ortiz Bullé Goyri (coord.) (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco (Serie Estudios, Biblioteca de Ciencias Sociales y Humanidades), 2008). Río Reyes, Marcela del, Perfil y muestra del teatro de la Revolución Mexicana (México: FCE (Colección Tezontle), 1997). Schmidhuber, Guillermo, El ojo teatral, 19 lecturas ociosas (Guanajuato: Ediciones La Rana (De Guanajuato al mundo), 1998). –, El teatro mexicano en cierne, 1922-1938 (Nueva York: Peter Lang, 1992). Rivas Cherif, Cipriano, “Dos autores mejicanos, Teatro de Ahora”, en El Sol (martes 8 de noviembre de 1932). Teatro mexicano del siglo XX (1900-1988), catálogo de obras teatrales, tomo III, Margarita Mendoza López, Daniel Salazar, Tomás Espinoza (eds.) (México: IMSS, 1988). 288
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Usigli, Rodolfo, México en el teatro (México: Imprenta Mundial, 1932). –, Voces, diario de trabajo (1932-1933) (México, Seminario de Cultura Mexicana, 1967).
Notas de prensa “Ayer en el Ateneo. Conferencia del dramaturgo mejicano D. Mauricio Magdaleno”, en La Voz (viernes 4 de noviembre de 1932), p. 2. “Dos pláticas sobre el movimiento teatral de Méjico”, en El sol de Madrid (domingo 6 de noviembre 1932). “Del concurso de obras teatrales abierto entre autores suramericanos. Una nota sobre el fallo”, El Heraldo de Madrid, miércoles 19 de abril de 1933, p. 6.
Material documental o inédito Bassols, Narciso, “Carta a Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno”, 23 de marzo de 1933. ff. 1-2. Bustillo Oro, Juan El Teatro de Ahora, el primer esfuerzo americano, notas leídas la noche del 3 de noviembre de 1931 en la Sociedad Amigos del Teatro Mexicano. (original mecanuscrito inédito), Archivo personal de Marcela Magdaleno, nieta de Mauricio Magdaleno. 7. ff. /r. Magdaleno, Mauricio, “Mis muy queridos papás…”, carta fechada el 27 de noviembre de 1932. Magdaleno, Marcela, “Entrevista a Juan Bustillo Oro”, Domingo 24 de mayo de 1987 (versión mecanuscrita inédita).
Páginas en la red http://escritores.cinemexicano.unam.mx/biografias/M/MAGDALENO_cardona _mauricio/biografia.html (julio 2010). http://biblioweb.dgsca.unam.mx/diccionario/htm/biografias/bio_l/list_arzu_ger. htm (agosto, 2010). http://cinemexicano.mty.itesm.mx/directores/juan_bustillo.html#www (julio 2010). Molina, Silvia, “Un artista en la historia de México, Entrevista a Mauricio Magdaleno”, http://www.literaturainba.com/escritores/escritores_more.php?id=5856_0_15_ 0_C (septiembre 2009): (Entrevista publicada por primera vez en el suplemento sábado del diario unomasuno, el 12 de diciembre de 1981). Moncada, Luis Mario, http://reliquiasideologicas.blogspot.com/search/label/ Diccionario%20Hist%C3%B3rico%20del%20Teatro%20en%20M%C3%A9 xico%201900-1950, http://reliquiasideologicas.blogspot.com/2010/01/blogpost_04.html.
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Escritores mexicanos en España durante la guerra civil Niall BINNS y Javier MOLINA Universidad Complutense de Madrid
Durante los casi tres años de la guerra civil, en su desolada lucha por la supervivencia, la República española recibió un decidido apoyo por parte de los gobiernos de sólo dos países: la Unión Soviética y México1. Una y otra vez, en la propaganda republicana y en los ensayos y poemas de los centenares de escritores de la izquierda internacional que manifestaron un abierto respaldo a la República, se celebrarían la solidaridad y la fraternidad encarnadas en este apoyo, y el prestigio de México, cuya ayuda resultaba –en términos económicos y armamentísticos– sobre todo simbólica, fue enorme en círculos intelectuales. “Envidiamos a México”, escribió Vicente Huidobro, harto de vivir en su país de “políticos y gobernantes pigmeos”: “Por todas partes resuena el nombre de México, en todos los labios nacen bendiciones al pueblo hermano que ha sabido portarse notablemente con la España madre en sus días de aflicción” (Huidobro: 191). Para otro chileno, Pablo Neruda –en un poema de circunstancias leído en un homenaje popular al presidente Lázaro Cárdenas–, se trataba más de orgullo latinoamericanista que de envidia. Cuando llegaban los combatientes españoles del frente y mostraban al poeta –aún residente en su barrio de Argüelles– la leyenda “MÉXICO, 1936” grabada en sus balas, “entonces / no me sentí hijo de una patria traicionada, / no me sentí habitante de un mundo que acorralaba a España, / me sentí hijo de América, y una gota / de tu valiente sangre, México, salió a cantar al mundo” (Neruda: 405)2. 1
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Este trabajo forma parte del proyecto de investigación “El impacto de la guerra civil española en la vida intelectual de Hispanoamérica” (HUM2007-64910/FILO), financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia de España. En su discusión nocturna con un “cura fascista” en el frente de Buitrago de Lozoya, el cubano Pablo de la Torriente Brau tuvo que contestar a la siguiente pregunta: “Oye, periodista cubano, ¿cómo es que siendo tú tan humanitario como dices, nos acusas de emplear aviones italianos y, en cambio, te jactas de que nos disparan con
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El apoyo del gobierno mexicano a la República se manifestó a través del envío de armas, víveres y ropa, del caluroso recibimiento otorgado en la primavera de 1937 a los casi quinientos “niños de Morelia” y de un concertado esfuerzo diplomático en varios frentes3, pero resultó impopular en la muy conservadora comunidad española del país (Powell: 116117) así como en la mayoría de la prensa escrita. Fue, precisamente, el apoyo a la “contrarrevolución” de la “prensa comercial” de México lo que animó a un nutrido grupo de intelectuales a firmar en octubre de 1936, en la revista Futuro, un manifiesto a favor de la República española, para así “rehabilitar el prestigio de la intelectualidad nacional, comprometido por la falsa impresión que sobre ella pudiera sugerir la conducta de esa prensa”. Los intelectuales firmantes –entre los cuales destacan nombres como Antonio Castro Leal, Agustín Yáñez, Julio Torri, Enrique González Martínez, Juan de la Cabada, Silvestre Revueltas, Luis Cardoza y Aragón, Bernardo Ortiz de Montellano y Arqueles Vela– señalaron la importancia de la guerra española como una lucha entre el futuro y el pasado, entre la democracia y la autocracia, y entre la libertad y la esclavitud, pero subrayaron –en clave mexicana– los paralelismos existentes con la revolución mexicana:
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balas mexicanas?”. Su respuesta fue la siguiente: “Oye, lo que tú quieres saber es qué diferencia hay hoy en el mundo entre un avión italiano y una bala mexicana, ¿no? Bien, pues te voy a contestar. Esos aviones italianos que están usando ustedes, son los mismos que bombardearon a las indefensas poblaciones de Abisinia, son los mismos que utilizó Mussolini en nombre de la civilización, para atropellar y asesinar a un pueblo, el más heroico de la tierra. […] Y ustedes no han vacilado en hacer de España una nueva Abisinia, y yo sé que tú sabes lo que significa en el mundo un avión italiano. Pero tú no sabes lo que significa una bala mexicana y te lo voy a explicar. Una bala mexicana nunca ha significado una conquista y el atropello de un pueblo. Una bala mexicana siempre ha significado una lucha por la libertad de los pueblos. Una bala mexicana significa, para nosotros los hispanoamericanos, una lucha constante, incansable, contra el imperialismo. Por eso, fascistas, nosotros nos sentimos orgullosos de disparar contra ustedes con las balas mexicanas, pagadas por los obreros mexicanos, porque son balas para liberar un pueblo y no para oprimirlo. Y esta es la diferencia que hay entre los aviones italianos que ustedes usan y las balas mexicanas que nosotros empleamos. Y hasta mañana, fascista…” (Torriente Brau: 193-194). De particular importancia en la política internacional de Lázaro Cárdenas fueron diplomáticos como Isidro Fabela en la Sociedad de las Naciones, Luis I. Rodríguez en Francia, Alfonso Reyes en Argentina, y Daniel Cosío Villegas en Portugal: “Las principales misiones de la diplomacia cardenista dan cuenta de las dimensiones del pensamiento internacionalista de Cárdenas: por un lado, la defensa de los países caídos bajo la celada fascista: Austria, China y Etiopía; por el otro, el salvamento de refugiados y asilados políticos en lo particular, como el caso de judíos y ciudadanos de Austria y Francia y, acaso por la complejidad y dimensión del reto, la que aparece como la mayor de sus hazañas, el apoyo, reconocimiento y defensa de la República española, así como el refugio concedido tanto a los republicanos como a la propia República salida al exilio.” (Serrano Migallón: 19).
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Ningún mexicano de inteligencia y de corazón dejará de percibir la semejanza entre nuestra situación de 1913 y la actual del pueblo español; y si la percibe, no dejará tampoco de compartir los sentimientos que animan a éste, en la heroica lucha que sostiene frente a la reacción latifundista que, con ayuda de un ejército traidor, se empeña en condenarlo para siempre a la sumisión, a la ignorancia y al hambre medioevales en que sus clases dirigentes lo mantuvieron hasta 1931. (Aznar Soler, 1987: 144-147)
“Ningún intelectual digno de ese nombre puede vacilar un instante”, sentenciaron estos intelectuales mexicanos. La guerra española concretó e imprimió urgencia a la necesidad de escritores de definirse, de tomar partido y de portarse dignamente como intelectuales, y la crispación ideológica resultante –común a casi todos los campos culturales europeos y americanos de la época– resultó particularmente acentuada en México. Como sucedió en otros países, la eficacia y capacidad organizadora de los comunistas había dado un importante protagonismo público a los intelectuales del Partido, que estaban reunidos en México en torno a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, y que a partir del último cambio de rumbo dictado por el Comintern ya se mostraban, en 1936, más moderados y más tratables gracias a la política de los frentes populares y a la búsqueda de alianzas con una izquierda reformista que hasta entonces habían vilipendiado4. La LEAR, que opinaba sobre la guerra española a través de su revista Frente a Frente, organizó y participó en diversos encuentros de escritores antifascistas que sirvieron como una plataforma para divulgar su apoyo a la República española. A comienzos de noviembre de 1936, se celebró en el Teatro de Bellas Artes de la Ciudad de México un acto de homenaje a Federico García Lorca, en el que el cubano exiliado Juan Marinello pronunció el discurso “Significación de García Lorca” y en el que se puso en venta una antología poética del granadino a beneficio del Frente Popular español (Schneider: 172). En enero de 1937, en el mismo teatro, la LEAR organizó un Congreso de Escritores, Artistas, Hombres de Ciencias e Intelectuales, que declaró oficialmente su solidaridad con la República y que tuvo como presidentes de honor a una serie de intelectuales españoles: César Arconada, Alberti, Pla y Beltrán, Gabriel García Maroto, León Felipe, Luis Quintanilla, María Teresa León, Gregorio Marañón (147)5. 4
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“La LEAR, después de sus primeros desacuerdos con el cardenismo, modificó sensiblemente su posición. La línea del VII congreso de la Internacional Comunista la llevó a pactar con reformistas, liberales y pacifistas. La política de ‘frente único’ recomendada por el Comintern soviético obligó a la izquierda mexicana, y sobre todo a los comunistas, a apoyar la dirección del régimen cardenista” (Durán: 112). Aún no se sabía que Marañón, en esas mismas fechas, estaba declarando su animadversión a la República. Después de divulgar por Hispanoamérica, en transmisiones radiofónicas, su fervorosa lealtad al gobierno republicano, aprovechó su primera oportunidad de salir de España en la última semana de diciembre de 1936 y, ya insta-
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Antes de ofrecer una breve galería de algunos de los escritores mexicanos que viajaron a España durante la guerra civil o se encontraron allí desde el comienzo del conflicto, me parece pertinente recordar hasta qué punto la mirada de Octavio Paz ha modulado la forma de contemplar la guerra desde una perspectiva mexicana: euforia, esperanza y desencanto; descubrimiento del otro y descubrimiento del fondo podrido de los totalitarismos, es decir, sobre todo, del estalinismo. Conviene recordar que Paz reformuló en varias ocasiones su visión de la guerra civil, modificándola según su cambiante postura política: en 1937, en España, la ortodoxia de un comunismo estaliniano no militante6; en 1950, en París, la visión libertaria de un surrealista bretoniano; a partir de los años 1970, ya de regreso en México, la visión neoliberal de un anticomunista de ya larga carrera. Me parece que deberíamos tratar con sana desconfianza –o con un grano de sal– muchas de las anécdotas e ideas formuladas por Paz, en sus últimas décadas, en torno a la guerra7. Frente a la conversación con Ehrenburg, Neruda y Pellicer en el tren que los
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lado en París, se apresuró a confesar el “error” de su apoyo a la República: “He sido engañado. Me he equivocado”, declaró en Le Petit Parisien el día 21 de febrero de 1937 (Redondo: 305). Es lamentable que Danubio Torres Fierro, en su prólogo a la antología Octavio Paz en España, 1937, haya reiterado la visión a posteriori del propio Paz –“mis ideas de entonces se inclinaban hacia la izquierda radical” (Torres Fierro: 19)–, como si quisiera esconder –detrás de la vaga noción de “izquierda radical”– las muy evidentes inclinaciones estalinianas del joven mexicano, patentes en el ensayo “A la juventud española”, publicado en El Mono Azul en septiembre de 1937. Torres Fierro, previsiblemente, olvida este texto en su antología. Es de agradecer, por tanto, que Guillermo Sheridan lo haya incluido en su reciente libro, El filo del ideal. Octavio Paz en la guerra civil. Hablando en nombre de “los jóvenes mejicanos antifascistas, y especialmente en el de mis compañeros de las Juventudes Socialistas Unificadas”, Paz declaró: “Quizá en ningún país de la tierra dura ahora tan poco la juventud como en España. Cuando yo pienso en esto recuerdo a la Unión Soviética, el otro país en donde la juventud lo es realmente, el otro viejo país rejuvenecido por los trabajadores. Allí la juventud, me decía un compañero, dura más que en cualquier otra parte. Que eso se cumpla aquí en España, que la vida humana joven y creadora dure cada vez más, que el hombre sea sin cesar cada vez más íntegramente y más ardientemente hombre es lo que pretende y por lo que lucha el pueblo español. Por eso da la vida España y este es el sentido hondo de su combate. Yo estoy cierto de que lo logrará y de que la lucha no es inútil. El vivo y hermoso ejemplo de los trabajadores soviéticos nos dice que lo que esperamos y soñamos es una realidad, un hecho que ellos nos muestran” (Sheridan: 119-120). Dice Sheridan, respecto a Memorias: España 1937 de Elena Garro: “Es menester, por desgracia, tomar ese relato cum bastante grano salis: Garro no era una mujer –lo diré sin tiento– muy atenta a la verdad, o siquiera preocupada por la verosimilitud. Sus memorias están escritas tarde y, si bien es obvio que contaba con sus notas […], también es palpable que, además de su confusión cronológica, se hallan castigadas por su propensión a la hipérbole, sus contradicciones y errores históricos” (Sheridan: 47). Las memorias de la guerra escritas tarde por Paz deben ser tomadas, ellas también – aunque no sé si en la misma medida–, con ese grano salis.
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llevaba a España para el Congreso de Escritores Antifascistas (referida en Itinerario, de 1993), al epifánico encuentro con los otros en el frente madrileño (el clímax de su discurso “El lugar de la prueba”, leído en Valencia en 1987), a la incomodidad que sentía ante la condena a Gide (en Itinerario y otros lugares) y al curioso encuentro con José Bosch en Barcelona (en el comentario al poema “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, introducido en las ediciones de Libertad bajo palabra a partir de 1979), conviene pensar: ¿por qué Paz no nos habló de estas cuestiones en los años 1940 y 1950, por qué no las empleó antes como sostén y justificación para el anticomunismo que practicaba ya desde los comienzos de los años 1940?
Un mexicano en Madrid: Andrés Iduarte En su ensayo “Hispanofobia e hispanoamericanofobia”, publicado en 1951 en el libro Pláticas hispanoamericanas, Andrés Iduarte (19071984) interpretó la llegada de la República y sobre todo los años de la guerra civil como un primer gran reencuentro de España con sus antiguas colonias, como una superación de las reticencias y el resentimiento que las habían separado desde los años de la Independencia: La guerra de España hizo por primera vez que la América viera al pueblo de España. Ya desde antes la miraban, pero sólo la conocían los videntes como Darío o los escogidos como Alfonso Reyes. Pero para el gran público España estaba oculta detrás de las condecoraciones de la Monarquía, de los pergaminos de la Academia –que trastornaban a los criollos virreinales–, de los arranques aún imperiales sobre el idioma que nos venían de Madrid, y aun después de 1931, la España popular y verdadera estaba velada para América por la altanería de sus letrados soberbios. […] El crisol de la guerra hizo ver a los españoles peleando con tanto denuedo como los conquistadores, pero por la libertad. ¡Así los queríamos! (Iduarte, 1951: 48-49)
Iduarte, que estudió derecho en la Ciudad de México, había sido influenciado por las ideas pedagógicas de José Vasconcelos y con sólo 23 años era ya profesor de historia de la Escuela Nacional Preparatoria y director de la Revista de la Universidad Nacional. En 1930, sus estudios lo llevaron a España, donde llegó a ser secretario de la Federación Universitaria Hispano-Americana, miembro de la Federación Universitaria Escolar y secretario de la Sección Iberoamericana del Ateneo de Madrid. A partir de 1934 empezó a publicar artículos en El Nacional y en la prensa española, y se convirtió en un intelectual antifascista de cierto prestigio. En octubre de 1936, participó en Madrid en un acto de solidaridad internacional con la República junto a Louis Aragon y a dos novelistas alemanes que estaban a punto de convertirse en comisarios po-
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líticos de las Brigadas Internacionales: Ludwig Renn y Gustav Regler8. A comienzos de 1937 se trasladó a París durante unos meses. Allí sería uno de los firmantes del manifiesto fundacional del Comité IberoAmericano para la Defensa de la República Española, junto a César Vallejo, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y otros, y también de una carta colectiva dirigida a Vicente Huidobro en una hoja oficial de la Association Internationale des Écrivains pour la Défense de la Culture9. Durante los años de la guerra, ejerció de periodista; algunos de estos escritos, publicados en la revista madrileña Futuro y en La Hora de Valencia, fueron reunidos en 1993 en el libro En el fuego de España. Ferviente admirador del socialista Largo Caballero, “ese viejo valiente –sería mejor decir ese muchacho valiente–” (1993: 86), Iduarte reveló, en discursos radiofónicos dirigidos a Hispanoamérica, las tragedias de una guerra que era, para él, “quizá la lucha definitiva entre los explotados y los explotadores” (105) y un anticipo del conflicto que podría extenderse al otro lado del Atlántico si no se lograra contener al “fascismo internacional”: A ti –mexicano, peruano, argentino–, a ti te alcanza esta lucha más que a nadie. No sólo porque la sangre que cae en nuestras avanzadas es sangre del pueblo español, es sangre que está mezclada con la tuya; no sólo porque los gritos que arrastran a los combatientes son los mismos que han oído las sierras de México, los llanos de Venezuela, la manigua de Cuba en sus luchas contra los despotismos. Además de pertenecer con los trabajadores españoles a la única patria –la patria internacional de los explotados– y de tener con ella nexos de sangre y de idioma, tienes otro más importante: el de haber compartido su sufrimiento. (105)
Esta argumentación, que pretende articular los vínculos entre España e Hispanoamérica a partir de una hermandad forjada en la explotación y el sufrimiento seculares del pueblo llano, se convirtió en un tópico durante los años de la guerra10. 8
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En el segundo de dos breves documentales titulados Defensa de Madrid, ambos dirigidos por Ángel Villatoro en el otoño de 1936 con el apoyo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, hay imágenes de este acto: se nombra en el documental no sólo a Iduarte, Aragon, Regler y Renn, sino también al comunista mexicano Gastón Lafarga, que estaba entonces de visita en España. La carta, fechada el día 1 de mayo de 1937 y enviada, presuntamente, también a Pablo Neruda, afirma que “delante de la espantosa tragedia que aflige al pueblo español deploraríamos que pudieran seguir existiendo motivos de discordia ante tú y el camarada Pablo Neruda, luchadores ambos de la misma causa” y pide que ofrezcan “el alto ejemplo de olvidar cualquier motivo de resentimiento y división”. Entre las once firmas están no sólo Iduarte sino José Bergamín, Tristán Tzara, Gonzalo More, Alejo Carpentier, César Vallejo, Juan Larrea y Félix Pita Rodríguez (Poesía, p. 326). Así, por ejemplo, Juan Marinello en uno de sus discursos del Congreso de Escritores Antifascistas: “Todos los hombres de sensibilidad y pensamiento, como lo sean de
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En su faceta menos militante, destacan las publicaciones de Iduarte en la revista Hora de España. En la sección final del número XII (diciembre de 1937), se publica “El mundo primero”, un capítulo de su novela Tabasco (un niño en la revolución mexicana); y en el número XX (octubre de 1938), su homenaje a César Vallejo, en el que incluye al peruano (junto a Gabriela Mistral y Pablo Neruda) entre los tres poetas que eran, para él, “el resumen de una sensibilidad continental” (1938: 23). Para Iduarte, el destino de la República –que estaba ya, en el otoño de 1938, en medio de una larga agonía– y el del poeta peruano –solitario, perseguido, hambriento– parecieron fundirse en los últimos días de su vida: Vivió en la amargura y en la pobreza, pero sin rencor ni resentimiento. Eludió la caravana y la maniobra, el servilismo y el embuste, pero sin caer en el escepticismo ni en la cólera. Supo, incluso, ver las humanas bajezas con más lástima y pena que desprecio. No cayó nunca en el grito estridente de protesta. Ni siquiera huyó de los hombres: murió siendo un militante de la causa del pueblo. Muerto ya, sin que su pureza pueda herir a los que no la tienen, su obra alcanzará mayor espacio y será escuchada. La aclamarán, quizá, hasta sus odiadores. Pero no olvidemos nunca que este valor, abandonado, llevó una vida angustiada, en el destierro y en la miseria, por causa de la brutalidad y de la tiranía política. La muerte de Vallejo la produjo, sencillamente, el hambre a que lo condenó su nobleza. Lo que haya dicho un acta médica de defunción carece de importancia. Luchó hasta la última hora en el campo que le correspondía: en el de las letras, en el de la sensibilidad y el pensamiento. En el último delirio repetía – dicen los que lo rodeaban– el nombre del campo glorioso en que otros caían ensangrentados: el de España. En España publicó sus últimos libros, a España hizo su último viaje, para su pueblo escribió sus últimos poemas, el último sol de su memoria fue el de España. La causa de los oprimidos –la del pueblo español como la de los indios soras que defendió en Tungsteno– apunta adolorida el nombre de otro de sus mártires. (24)
A su regreso a América, Iduarte volvió a sus labores periodísticas, pedagógicas y de gestión cultural (se convertiría en director general del veras, han de estar junto a este espectáculo inesperado. Pero, digamos enseguida que los hispanoamericanos lo estamos con singular modo de adhesión. No hay que esforzarse demasiado para comprobarlo. Aparte del fortísimo vínculo sanguíneo y actuando sobre él, ha operado en esto el común impulso histórico. Sobre diferencias de raza y de geografía, primó en todo instante la común injusticia de una economía enfeudada. De un largo dolor, de una agonía de siglos y no de otra cosa, viene este entendimiento carnal de ahora. ¿Quién podrá entender mejor la razón del campesino de Andalucía que el indio de Bolivia? ¿Quién podrá saber de agresiones del poder económico mejor que el negro antillano” (Binns: 338)
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Instituto Nacional de Bellas Artes). Siguió fiel a su amor por España hasta la muerte. En 1975, poco antes de la muerte de Franco, Luis Buñuel lo animó a regresar. Iduarte le contestó: “Nosotros, mexicanos que la conocemos bien, sólo podemos ir para que vuelva a ser la que fue nuestra España: la veremos libre y sonriente el mismo día que Dios y el pueblo le ajusten la cuenta a su verdugo” (1993: 277).
En el Congreso de Escritores Antifascistas: Carlos Pellicer Pablo Neruda, el encargado de invitar a los hispanoamericanos al II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura –el llamado Congreso de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia, Madrid, Barcelona y París en julio de 1937–, decidió enviar una invitación a Carlos Pellicer (1897-1977). La elección debe de haber resultado desconcertante, porque Pellicer era católico y porque no era comunista11. Es probable que Neruda tuviera motivos personales, porque había conocido al mexicano en su juventud, cuando en 1922 viajó a Chile con el entonces Ministro de Educación José Vasconcelos, pero también ideológicos: la invitación es una muestra del espíritu frentepopularista –es decir, antifascista y no sólo comunista– que se intentaba conseguir para el Congreso y de la importancia que la República otorgaba a la imagen de tolerancia religiosa que había intentado construir después de la propaganda tan negativa provocada por las iglesias incendiadas y los obispos y sacerdotes fusilados durante las primeras semanas de la guerra. A comienzos de los años 1990, Paz recordaría el viaje en tren que llevó a los congresistas de París a Port-Bou. En cierto momento, él y Pellicer, juntos con Pablo Neruda, fueron recibidos por Ilya Ehrenburg en el salón-comedor. Pellicer, según el relato de Paz, anunció con notable inconciencia o temeridad que era amigo íntimo de Diego Rivera –en cuya casa, recuérdese, estaba alojado Trotsky, la bestia negra de todo 11
Según Octavio Paz, los intelectuales de la LEAR intentaron impedir que tanto él como Pellicer se enteraran de sus invitaciones. ¿Será cierto, o se trata solamente de una nueva oportunidad para que Paz descalifique moralmente a los intelectuales comunistas? (Paz: 55). Sheridan explica el desconcierto y la indignación de la LEAR: “Que los organizadores hubiesen seleccionado a los invitados mexicanos sin pasar por la autoridad de la LEAR ya era suficiente grosería, pero que de los tres invitados dos no pertenecieran a la LEAR ni al PC ya era un agravio. Los nombres de Pellicer y Paz –a pesar de sus respectivas, públicas, enjundiosas posturas antifascistas– eran incómodos por otras razones. Para comenzar, son poetas, lo que genera conflicto con la cultura del México oficial que alardea únicamente del muralismo pictórico y de esa categoría llamada ‘novela de la revolución mexicana’. Luego, Pellicer, podrá ser el poeta más leído y respetado del país, pero tiene en su contra dos transgresiones incómodas para la cultura oficial del gobierno del general Cárdenas: es católico confeso y es homosexual (no tan confeso, pero reconocido), dos agravantes desde el punto de vista de la revolución mexicana que se duplican bajo la óptica comunista” (Sheridan: 39).
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estaliniano ortodoxo–, y habló del interés que tenía éste en el arte precolombino. Paz dibuja en su narración una atmósfera cargada de sospecha y terror latente: Ehrenburg sonrió levemente y asintió con un movimiento de cabeza, seguido de un gesto indefinible (¿de curiosidad o de extrañeza?). De pronto, con voz ausente, murmuró: “Ah, Trotski…” Y dirigiéndose a Pellicer: “Usted, ¿qué opina?” Hubo una pausa. Neruda cambió conmigo una mirada de angustia mientras Pellicer decía, con aquella voz suya de bajo de ópera: “¿Trotski? Es el agitador político más grande de la historia… después, naturalmente, de San Pablo”. Nos reímos de dientes afuera. Ehrenburg se levantó y Neruda me dijo al oído: “El poeta católico hará que nos fusilen…” (Paz: 58-59)
El aplomo de Pellicer en esta conversación –formulada, recuérdese, por un Paz que estaba reescribiendo, desde posturas radicalmente anticomunistas, su experiencia española– se hizo trizas en el contacto más o menos directo con la guerra. Elena Garro, en sus memorias sobre España, recuerda su visita con Paz y Pellicer al Paseo de Rosales, de donde tuvieron que salir corriendo “en medio de una lluvia de balas”. Pellicer, según Garro, se puso lívido y se enfermó del hígado, hasta tal punto que tuvo que ingresarse en una clínica en París. En cuanto a su participación en el Congreso como orador, se limitó, al parecer, a una intervención en la sesión parisina de clausura, del 17 de julio. Allí Pellicer relacionó la guerra española con agresiones al suelo americano, como la “toma” norteamericana de Panamá. Estos ataques imperialistas estaban creando nuevos tumores en el “cuerpo, ya tan enfermo” de la humanidad y producían una gran inquietud en “aquellos que, cristianos o comunistas verdaderos, no tienen otra nacionalidad que la de la fraternidad humana sin fronteras políticas que no son otra cosa que barricadas permanentes” (Aznar Soler, 2009: 284). En su defensa de la humanidad y la justicia, Pellicer deja entrever un malestar inevitable en su manejo de la palabra como un arma: “Camaradas, todo lo que acabo de decir son lugares comunes que habéis oído infinidad de veces en este año, pero que hay que repetirlos porque no estarán nunca demasiado arraigados en nuestros espíritus” (285). Los lugares comunes son, evidentemente, compañeros de viaje traicioneros para un poeta. A diferencia de otros de los congresistas, la guerra civil deja poca huella en la obra de Pellicer. Una comida celebrada en Peñíscola, durante el viaje de Valencia a Barcelona del 11 de julio, sirvió como inspiración indirecta para su poema “Las canciones de Peñíscola” una celebración de España que trasciende la contingencia bélica. No sobrevive, en cambio, un romance que leyó Pellicer en una de las sesiones del Congreso. En “México en el Congreso de Valencia. Conversando por Carlos Pellicer, Octavio Paz y Fernando Gamboa”, publicada en enero de 1938 en El Nacional, el entrevistador Luis 299
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Cardoza y Aragón afirma que le gustaría publicar el romance. Pellicer se niega con delicadeza: “Lo hice con fervor, pero apresuradamente. No tengo ni original, ni copia. Además, no me gusta nada” (Aznar Soler, 2009: 567). Han sobrevivido, eso sí, tres textos de Pellicer sobre España, inéditos durante su vida y rescatados por Manuel Aznar Soler en 1987. Uno de ellos es un bello poema sin título, que presenta con emotividad y con un desenlace de esperanzada religiosidad la ciudad gloriosa de Madrid: Yo que anduve pisando tus entrañas y alcé mi corazón revuelto con tus vísceras oigo, sangrando las palabras latir dinamitándome, la gloria de Madrid. Alguna vez mis ojos han de mirarte nueva –Cristo volverá a ti–. (Binns: 413)
El texto en prosa “Siempre contra la guerra” es una arenga pacifista –formulada desde un cristianismo anticapitalista y antiimperialista y fechada en París el 28 de julio de 1937– que pide que todos los hombres honrados del mundo formen un frente único para luchar contra el fascismo y contra los “Césares y Napoleones”. Otro texto en prosa, sin título, convoca a Cervantes y Simón Bolívar como aliados en el dolor y la fe que suscita España en guerra: España nos duele tanto que con sólo decirlo renovamos el luto que todos llevamos desde hace más de 50 años. Estamos aquí unidos por dos fuerzas poderosas: el dolor y la fe, y por eso, llegaremos juntos a España. Volveremos a España con el corazón en la mano, un corazón lleno de España, ese corazón de España que si hoy llena medio mundo, un día lo llenará todo. ¿Verdad Cervantes? ¿Verdad Simón Bolívar? Llegará el día. (Binns: 414)
El representante de la LEAR: José Mancisidor En abril de 1937, llegó a las oficinas de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios la siguiente carta: París, 9 de abril de 1937 Queridos amigos de la “LEAR”: Por las cartas que envío por este mismo correo a Marinello, Nicolás Guillén y Octavio Paz, os impondréis del Congreso Internacional de Escritores que preparamos, y que tendrá lugar a comienzos de junio próximo. Queremos que vuestra organización envíe un representante que vosotros elegiréis. Su viaje de ida y vuelta y su estancia en España le serán pagados. Como la delegación mexicana debe tener la mayor importancia, dadas las circunstancias, os rogamos decirnos si podríais enviar por cuenta vuestra uno o dos delgados más. Es necesario que se guarde toda discreción sobre el Congreso, para evitar dificultades de última hora. No hagáis publicaciones sobre este asunto. 300
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Os ruego una respuesta por cable si es posible. Salud, queridos camaradas Pablo Neruda Cables a: Ecrivains, 8 Rue d’Aboukir, París, Cartas a mi nombre, y a la misma dirección, agregando Association Internationale des Écrivains pour la Défense de la Culture. (Aznar Soler, 1987: 140-141)12
El elegido, previsiblemente, fue el comunista José Mancisidor (18951956), autor de las novelas revolucionarias La asonada (1931) y Ciudad roja (1932), y miembro fundador y presidente tanto de la LEAR como de la Sociedad de Amigos de la Unión Soviética. En el discurso que pronunció en la sesión inaugural del Congreso (en Valencia, 4 de julio) –un discurso, se ha dicho, lleno de una “retórica tropicalista” y la “barata demagogia de la exageración” (Scheider: 82)–, Mancisidor habló de la profunda impresión que la “tragedia española” causaba en México y celebró la importancia de la guerra civil como un punto de inflexión en las relaciones entre España y su antigua colonia. Se había llegado, por fin, a un encuentro fraternal entre las dos naciones: Camaradas: quiero deciros que lo que no pudieron hacer trescientos años de esclavitud lo hizo un día en la Historia del Mundo; lo que no pudieron hacer trescientos años de lucha dolorosa lo hizo el 19 de julio, por el espíritu y por la grandeza del pueblo español. Que lo que no pudieron realizar los conquistadores en trescientos años de lucha –adueñarse de nuestros espíritus– lo hizo el pueblo español ese día memorable que en Cataluña, en Madrid y en Valencia aplastaba a los traidores militares y al fascismo internacional. (Aznar Soler, 2009: 42)
Los mexicanos, afirmaba Mancisidor, “somos ahora tan españoles como los españoles”. Mancisidor –que era la ortodoxia comunista encarnada–, no podía celebrar la solidaridad mexicana, el hecho de que “el pueblo de México [hubiera] cumplido con su deber”, sin referirse a los camaradas soviéticos, “pioneros de una nueva Humanidad”, que también habían cumplido sobradamente con el suyo (42-43). El novelista chileno Alberto Romero recordaría, en sus memorias del Congreso, la calma indignada de Mancisidor –“poeta y guerrillero, vete12
No se guardó la discreción solicitada. “Mancisidor y Marinello negocian con el gobierno de Cárdenas los dineros para costear el viaje no sólo de los tres invitados oficiales [Mancisidor, Paz, Pellicer], sino de algunos militantes de la LEAR que, aun careciendo de invitación formal para el Congreso, viajarían a España con el propósito de poner en evidencia la solidaridad de los trabajadores mexicanos con el pueblo español. […] La lista de quienes la LEAR y la prensa llaman de inmediato los ‘delegados’ que habrán de viajar a España comienza a ser la comidilla de los diarios y la botana de los mentideros, así como materia de profundas disputas al interior de los gremios que aspiran a verse correctamente representados” (Sheridan: 43).
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rano de la eterna revolución mejicana”– en medio del pánico generalizado que provocaban los bombardeos de Madrid entre los delegados alojados en el Hotel Victoria de la Plaza del Ángel. Mientras silban las detonaciones y se crujen y estremecen los muros, mientras otros corren en busca de refugio, “Mancisidor, poeta; Mancisidor guerrillero de Méjico, no entiende de esta táctica de emboscada, de esta táctica de tirar sobre las ciudades desde tan lejos, desde tan alto, y tranquilamente se queda en la calle fumando su cigarrillo, escuchando el aullido de los obuses” (Romero: 191). La ortodoxia partidista de Mancisidor dejó sus huellas en el Congreso. El mexicano participó en la campaña orquestada por los escritores soviéticos y por José Bergamín para condenar a André Gide (según Elena Garro, Malraux amenazaba con volver a Francia “si el imbécil de Mancisidor lleva esa acusación contra Gide” [Garro: 25]), publicó en El Mono Azul el alegato antitrotskista “Carlton Beals y el ‘club amigos de Trotsky’” y escribió un libro de realismo socialista realmente cansino sobre la guerra civil: De una madre española (1938). Se trata de una novela de aprendizaje escrita en la forma de un diario. Una madre va aprendiendo paulatinamente, gracias a las enseñanzas de su hijo miliciano, a superar el sufrimiento egoísta, reconocer el dolor ajeno y comprender los verdaderos motivos de la guerra civil; aprende a odiar al enemigo, confiada en que del odio surgirá el amor de una nueva sociedad, y abandona su fe religiosa, que para nada le ha servido. Indignada por los bombardeos de Madrid, se ofrece como voluntaria en un taller de costura, se une a una organización antifascista, y, al final de la novela, ya ha aprendido lo suficiente para poder sufrir con estoicismo la noticia de la muerte de su hijo y para seguir luchando hasta que llegue la victoria. El hecho de escribir un diario prepara a la madre para ejercer la palabra como un arma y como una fuente de comunicación capaz de traspasar las fronteras. Cuando llega al taller de costura una carta dirigida por “las mujeres rusas” a sus “hermanas de España”, animándolas a luchar “para que vuestros hijos, muy pronto –como los nuestros ya– disfruten de una vida mejor”, se da cuenta de que “la solidaridad no es palabra vacía”. Desde su diario, que parece convertirse a continuación en un texto público, responde: “Quisiera expresar a todas las mujeres del mundo en estas páginas, lo que nuestros corazones gozan con su fraternidad. Nosotras, mujeres de España, […] juramos, ante nuestras hermanas de cualquier parte de la Tierra, que triunfaremos para sus hijos y nuestros hijos, en el presente y para el futuro” (Mancisidor: 91). La situación no deja de ser extraña. El novelista mexicano elige como protagonista a una mujer que termina encarnando la figura ideal de una madre española y logra así dirigir, en las páginas de su diario que son – también– las páginas de la novela (hay, a fin de cuentas, una sintonía 302
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ideológica total entre el autor y la madre ya “formada”), un mensaje de esperanza y revolución a las mujeres de todo el mundo13.
Juan de la Cabada, el Cervantes mexicano La LEAR decidió enviar a España su propia delegación. Llegaron a España a mediados de julio el muralista José Chávez Morado, el compositor y violinista Silvestre Revueltas, el artista y conservador de arte Fernando Gamboa y su mujer Susana Steel, la novelista María Luisa Vera y el cuentista Juan de la Cabada. Entre las actividades de la delegación, destaca el “Mitin antifascista español-mexicano” celebrado en el Teatro Principal de Valencia el 15 de agosto. Paz leyó su poesía, Mancisidor pronunció el discurso “México es España” y el Comisario de Propaganda Julio Álvarez del Vayo habló de la solidaridad mexicana, pero el punto más emocionante de la noche fue el concierto: Silvestre Revueltas dirigió la Orquesta Sinfónica de Valencia con un repertorio de piezas soviéticas y algunas de sus propias obras. Durante su estancia en España, Revueltas compuso el himno “México en España”, dedicado a los voluntarios mexicanos en el ejército republicano, y estrenó su suite Homenaje a García Lorca. El 17 de septiembre, dirigió la Orquesta Sinfónica de la UGT en la sala de música de la Sociedad de Amigos de México en Madrid, y dos días después dirigió la Filarmónica de Madrid y la Orquesta Sinfónica en el Teatro de la Comedia. En esas mismas fechas, Gamboa había montado la exposición Cien años de grabado político mexicano, que se inauguró en la Casa de Cultura de Valencia el 13 de agosto, y viajó posteriormente a Barcelona, Bilbao, Madrid y últimamente en la Exposición Internacional de París (Sheridan: 121125; Ojeda Revah: 186-187). La delegación de la LEAR se dejó ver también en la prensa republicana. Un número triple de la revista valenciana Nueva Cultura (III: 6-78; agosto-septiembre-octubre de 1937) se dedica a México, “la gran nación hermana”. Incluye ensayos de Juan Marinello (“México en España. México, señal de futuro”), Paz (“Raíces españolas de los mexicanos”), Mancisidor (“México en España”), Revueltas (“Notas trasatlánticas”), el cuento “Feria” de María Luisa Vera, poemas de Pellicer (“Elegía a Simón Bolívar”) y Efraín Huerta (“Los hombres del alba”), un “Corrido del comunismo mexicano” recogido por Vicente Lombardo Toledano y reproducciones de cuadros de Diego Rivera, José Clemente Orozco, Julio Castellanos y Pablo O’Higgins, algunos grabados en 13
Recuerda Elena Garro, en sus memorias de la guerra, que comentó su extrañeza respecto a la elección del protagonista: “Mancisidor estaba tomando notas para un libro: Diario de una madre española. Lo miré asombrada: ‘¿No sería mejor que fuera padre?’, le pregunté. ‘No, rubita, el padre ya murió en la guerra’, contestó” (Garro: 25).
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madera de Chávez Morado, así como tres grabados pertenecientes a la exposición “Cien años de grabado político mexicano”. Hubo también un número especial de El Mono Azul (XXXII, 9 de septiembre de 1937), iniciado con el “Saludo a los camaradas de Méjico y Cuba” de Juan Chabas, que celebraba la llegada a España de los “obreros intelectuales” latinoamericanos. Incluye el poema “Protesta” de María Luisa Vera, el ensayo “A la juventud española” de Paz, y el cuento “El lavatorio de la virgen” de Juan de la Cabada (1899-1986). “El lavatorio de la virgen”, como el otro cuento que publicaría De la Cabada en España (“Taurino López [fragmento de novela]”), está situado en México y trata de una maestra rural de ideas progresistas que muere linchada por una turba de campesinos indígenas corroídos por la superstición religiosa y enardecidos por la retórica del clero. “¡Al cacique, al cacique maldito! ¡A los ricos hacendados criminales, al cura fascista y a la Iglesia les debo esto!”, grita la maestra antes de ser abatida por una lluvia de estacazos, arrastrada fuera del pueblo y ahorcada. La analogía con la contingencia española, para el lector de El Mono Azul, debe de haber sido evidente, sobre todo si uno recuerda ese macabro empate de muertos de las primeras semanas de la guerra civil: en zona republicana, siete mil religiosos; en zona franquista, siete mil maestros, símbolos del estado laico que procuró instalar la República. Según Elena Garro, José Bergamín bautizó a Juan de la Cabada “el Cervantes mexicano”, y Manuel Altolaguirre le encargó un cuento para Hora de España. “Taurino López” se publicó en el número IX de la revista (septiembre de 1937) y trata del encontronazo entre un caudillo local de la “Federal y Democrática (en principio) República de Pénjimo” y una misión cultural enviada por el Ministerio de Educación Pública. La trama toca los temas de la reforma agraria, la reforma educativa y la reforma cultural y permite intuir las luchas paralelas de la Revolución en México y de la que se estaba esbozando entonces en España. En su obra posterior, De la Cabada volvió a la guerra civil en “La corona”, un cuento desolador sobre los bombardeos aéreos de Barcelona, y en el breve relato “Mañico”, que habla del proceso de aprendizaje y dignificación humana que vive un joven analfabeto en el ejército republicano, gracias a la atención del comisario político de su batallón. Mañico no sabía abotonarse los pantalones, ni comer con cuchara, ni dormir en una cama; el comisario político le enseñó a “asearse, lavarse, afeitarse e ir cuidadosos; ir limpios, inspirar confianza y simpatía”, ya que “más que nunca en estos momentos, nuestra buena conducta es una ayuda moral a la causa del pueblo”. El resultado fue fulgurante: Días más tarde, un ser desgarbado, enclenque, con cara goyesca, fenomenal, de persona mayor de veinte años sobre cuerpo de muchacho de catorce, apa-
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rece suspendido entre los gritos y abrazos de un grupo. Había realizado una proeza. Seguramente lo ascenderán. Será sargento. Le felicitan: –¡Mañico! ¡Enhorabuena! ¡Mañico! (Cabada: 130-131)
El relato sirve, sin duda, como historia ejemplar. Miembro del Partido Comunista desde 1927, De la Cabada ensalza en su cuento la figura del comisario político, el encargado de los ánimos y la fortaleza ideológica de las tropas que había heredado la República del Ejército Rojo.
El anticomunismo de Blanca Lydia Trejo Blanca Lydia Trejo (1906-1970) es una autora menor de literatura infantil, que publicó en 1947 el libro Cuentos para niños y tres años más tarde Literatura infantil en México, desde los Aztecas hasta nuestros días (1950). Su libro Lo que vi en España (1940) ofrece un testimonio tan explícito en sus rencores personales como las memorias tardías de Elena Garro, y tan visceral en su anticomunismo como los recuerdos del último Paz (aunque carente, por supuesto, de su brillo e inteligencia). Citar a Trejo sin sospecha ni reticencias, sin ese grano de sal que recomendaba Guillermo Sheridan, no lleva a ninguna parte. Mucho de lo que cuenta es inverosímil y fantasioso; no lo es, en cambio, el resentimiento –justificado o no, da lo mismo: es verdadero– que le suscitaron la gran mayoría de los comunistas y compañeros de viaje del comunismo, tanto mexicanos como españoles, que conoció en España; no lo es, tampoco, la “metamorfosis” ideológica que impulsaron. Las “memorias de España” de Trejo se inician con una carta a un amigo anónimo, en la que explica su soledad como escritora, adelanta ya la existencia de las “tragedias y dramas espirituales” que ha vivido en España y que han inspirado su libro, señala como su destinatario predilecto a las “mujeres de México”, y defiende como principios innegociables la sinceridad y la “sencillez de la mujer-niña” con las que escribe: “No tengo tras de mí, ni pistolas, ni Partidos, ni protección. Estoy sola con lo único que poseo: la fuerza de mi verdad”. Esa verdad, más allá de lo que ella ve como el monopolio emocional que pretendía ejercer el Partido Comunista en la solidaridad con la República española, es la garantía que ofrece para su libro: “Tú sabes que el drama del pueblo español lo he llevado en mi alma y que por eso me he vuelto triste, porque para sentirlo, no precisa ser comunista, sino tener capacidad de corazón. ¡Corazón!” (9). En efecto, ella –que llegó a España “fanáticamente ‘roja’” (y, como se descubre con sorpresa al final, era todavía miembro del Partido)– ha visto entre los comunistas mexicanos que conoció en España reacciones morbosas, una utilización interesada del dolor ajeno y el “triste espectáculo de juergas indecentes ante la agonía de un pueblo herido… hambriento… sangrante…” (11). El desencantamiento que sus vivencias españolas provocan es, sin embargo, más polí305
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tico que ideológico: al volver a México, asegura, sigue considerándose una “revolucionaria orgánica, como hija legítima del siglo XX” (12). Trejo había movido todos los hilos a su disposición para viajar a España, como escritora, periodista o representante de un sindicato. Fueron vanos sus esfuerzos hasta que lograra una anhelada entrevista con el mismísimo Lázaro Cárdenas. El presidente escuchó su solicitud de ayuda y respondió: “Muy bien. Mañana mismo daré órdenes a mi Secretario Particular para que usted salga a cubierto de todo peligro. Le encargo mucha propaganda de la mujer y la Revolución. Si las cosas no resultasen a medida de nuestros deseos, que sea el pabellón Mexicano el último que ondee en la República Española” (17). Esta conversación funda una especie de pacto para Trejo: enviada a España como “Canciller del Consulado de México en Barcelona” (101), se mantendrá siempre agradecida y fiel a las posturas de Cárdenas. La decepción política que experimenta Trejo en España empieza a fraguarse durante el Congreso de Escritores Antifascistas, en el que logró colarse –como periodista–, consiguiendo alojamiento en los hoteles de los delegados e invitaciones a los banquetes y a los viajes al frente (pese a la desaprobación de Rafael Alberti y otros de los organizadores), gracias en gran medida a la protección que le brindaban algunos delegados rusos. Durante una comida en Valencia, un comentario aparentemente inocente que hizo sobre Juan Marinello –contó que durante la travesía en barco algunos cubanos le habían expresado su deseo de que “Marinello en vez de estar en México, fuera a su tierra a ponerse al frente de un movimiento de masas” (49)– suscitó la ira del delegado cubano Félix Pita Rodríguez, que abandonó la mesa para contárselo a Mancisidor, al que Trejo acababa de saludar con un abrazo efusivo. Mancisidor, según la escritora, acudió de inmediato para pedir disculpas a los comensales y sentenció, con “sonrisa de coyote”, que “la señora no forma parte de la Delegación que represento. Ella ni aquí es nada, ni en México es nadie. Yo apenas la conozco” (50-51). Esta humillación desencadena un anticomunismo visceral en Trejo. Se refiere una y otra vez en su libro a la burocratización del comunismo, a la persecución comunista del POUM y de los anarquistas, y a la hipocresía y deshumanización de los dirigentes del Partido, sobre todo de sus dirigentes mujeres. María Teresa León, según Trejo, es una mujer autoritaria que maltrata a sus empleados y vive en el Palacio del Conde de Heredia-Spínola con su marido, Rafael Alberti, como si fueran “condes proletarios” (54); Margarita Nelken critica en público los restaurantes burgueses que siguen abiertos en Madrid, pero sale directamente del mitin para comer en uno de ellos (68); en cuanto a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, cuando Trejo le hace llegar una petición para un
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autógrafo “para las mujeres antifascistas de México”, ella responde con un recado lapidario: “PARA MÉXICO, ¡NADA!” (64). Convendría situar esta respuesta de la Pasionaria en el contexto de la indignación de los partidos comunistas de España y México ante el asilo ofrecido por Lázaro Cárdenas a Trotski, y el consiguiente enfriamiento entre las relaciones hispano-mexicanas. Lo notaba Trejo en la vida cotidiana de la República, en la que la influencia comunista era enorme: “desde hace algún tiempo a esta parte, nuestra enseña nacional viene siendo objeto de menosprecio e irrisión” (97)14. De hecho, la escritora se vería obligada a desprenderse de su propio carné del Partido por una secretaria que le explicó: “es que tú eres mexicana, ¿Entiendes? … ME-XI-CA-NA”. Una de las militantes presentes comentó, de refilón y refiriéndose a Trejo: “Esa mujer […] no es comunista. Toda militante del Partido debe reconocer como única patria a Rusia. Dedicar sus esfuerzos a engrandecerla. Esa es ME-XI-CA-NA. Siempre está poniendo a México por las nubes” (78-79). En otro capítulo, Trejo relaciona esta visión negativa de México con el comportamiento prosoviético de los delegados de la LEAR. En un homenaje a México celebrado en el Ateneo de Valencia (se referirá, supongo, al acto del 15 de agosto, mencionado arriba). Hubo en el salón, según Trejo, fotografías de Manuel Azaña y Stalin, pero no de Lázaro Cárdenas; hubo una bandera soviética y una bandera republicana, pero ninguna mexicana; y el músico mexicano “que con su batuta presidía la orquesta” (se trata, sin duda, de Silvestre Revueltas) tocó música española y la Internacional, pero se olvidó del Himno Nacional de México. Terminó de enfurecer a Trejo el discurso de Mancisidor, del que cita en su libro las siguientes palabras (el punto de interrogación es suyo): La U.R.S.S. –dijo– sede del proletariado mundial y salvación de nuestras conciencias es a quien más debe España su ayuda desinteresada (?) y por la que todavía subsiste el régimen. México ha ayudado a España en la medida de sus posibilidades en su condición de país débil y pobre, pero tenemos la esperanza de que la unificación de los trabajadores del mundo se consolide
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Este enfriamiento, por supuesto, no dejó de ser parcial. En el Congreso de Escritores Antifascistas hubo múltiples expresiones de agradecimiento y alabanza para México. Por otra parte, Trejo narra episodios agradables de su viaje, a través de los cuales se palpa el cariño de muchos españoles hacia México. En las oficinas de la Comisión femenina del Partido Comunista, la catalana Gabina Viana le dijo: “Quizá tu seas más española que muchos que huyen de su patria a la hora de la prueba. EN ESTA TIERRA NO SERÁS NUNCA UNA EXTRANJERA. Bienvenido el elemento intelectual que nos envía México” (45). En otro momento del testimonio, Trejo afirma haber exaltado a México como cúspide de los pueblos libres en un discurso improvisado ante los milicianos: “Era mi deber. Me aplaudieron mucho […] Como nunca, resonaron los ¡Vivas! a México” (57).
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con el Gobierno Soviético a fin de conjurar con la protección de esta gran potencia, las peligrosas maniobras del fascismo. (80)
Trejo se indignó antes esta “servil actitud” y acusó a Mancisidor de empequeñecer a México tan solo “por granjearse la aquiescencia del P.C.” (80-81). Lo más probable es que haya intentado reproducir las siguientes palabras de Mancisidor, que se publicarían después –con el título “México y España”– en Nueva Cultura: Camaradas españoles: no hemos sido los últimos en venir a vuestro lado. Mas no reclamamos lugar de honor. Estamos contentos de nuestra actitud y convencidos de que, lógicamente, nos hemos superado en nuestro afán de seros útiles. Sabemos que otro gran pueblo –el de la Unión Soviética– os ha ayudado con mayor eficacia que nosotros. Esto nos enorgullece. Porque como mexicanos que propugnamos un México mejor y como revolucionarios que trabajamos por un mundo libre, nos sentimos conmovidos por el elevado ejemplo de ese gran país en cuyo porvenir tenemos puesta nuestra inmensa fe de luchadores. (Nueva Cultura III: 6-7-8, p. 7)
Se percibe, evidentemente, cierto afeamiento interesado del argumento en la versión de Trejo, pero el párrafo siguiente del discurso de Mancisidor puede servir para comprender, quizá, el hostigamiento que acarrearía finalmente la repatriación de la escritora. Afirma Mancisidor: La Delegación Mexicana que habla por mi conducto me ha encargado, de manera muy especial, manifieste aquí, como lo hago, nuestra reprobación como mexicanos a la labor de insidia que se viene desarrollando en algunos sectores de la vida española en contra de la Unión Soviética. Y que esta reprobación no tiene límites, cuando se pretende utilizar el limpio nombre de México en maniobras sucias y contrarrevolucionarias. Y que si hay algún mexicano que las apruebe y en ellas tome parte, negamos que ese mexicano sea un hijo de nuestro México actual y mexicano honesto. Porque ser mexicano auténtico y cabal en esta hora dramática de España –que es México y que es el mundo entero– es hacer que el nombre de México pueda permanecer tan puro y limpio como nuestro pueblo nos lo ha entregado y como el de esta España que lo ha ennoblecido con la sangre, con el heroísmo y la dignidad de sus hijos… (7)
La “reprobación” que articula Mancisidor aquí tiene como blanco, por supuesto, a Trejo y a otras autoridades mexicanas que estaban alejadas, o se habían alejado, de las posturas comunistas en España. Ella no oculta este alejamiento, como se percibe cuando transcribe unas respuestas suyas a una entrevista publicada en la revista Moments, en la que defiende la decisión de Cárdenas de recibir a Trotski: “México en un gesto noble y demócrata únicamente ha dado asilo a un desterrado” (102). A partir de este momento, se convirtió en persona non grata y fue “arrojada” del Consulado de México: “Mujeres mexicanas –exclama en
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su libro–, fui sacrificada, como lo somos siempre las mujeres que no tenemos puntales políticos” (105). Hostigada por sus declaraciones públicas y su cada vez más manifiesta simpatía por el anarquismo, Trejo fue denunciada como trotskista y acusada de aprovechar su puesto en el consulado para vender pasaportes falsos al precio de 15,000 pesetas. No tuvo más remedio que abandonar España en febrero de 1938. Fue despedida con baño de multitudes en un salón de cine, en el que el sindicato anarquista de la C.N.T. congregó a más de cuatro mil niños. Varios medios de comunicación catalanes homenajearon a la escritora, que reúne los homenajes en un apéndice a su libro: “Blanca Lydia Trejo, la talentosa canciller del Consulado de México en Barcelona, regresará a su patria dentro de unos días. Conocida de todos es la labor de inteligencia y de discreción con que esta mujer, honra y orgullo del feminismo mexicano, ha dado a conocer la posición que guarda la mujer en la América de habla española” (136, La Hoja Oficial); “Es una lástima que Lydia nos abandone. Lo deploramos. En estos momentos necesitamos más que nunca su voz de mujer de nación amiga para recordar a nuestras mujeres que sufren la tragedia de la guerra, que no están solas en el mundo y que su dolor es compartido por hermanas de otros continentes” (136, La Vanguardia); “Enviada con predilección del Presidente Cárdenas, ha efectuado cumplidamente su misión en España, sirviendo a la vez a su país, dándole a conocer y, por consiguiente haciéndose amar intensamente de todos” (139, Mi Revista). Por último, estos párrafos de un reportaje de despedida firmado por Félix Lee: “Los de arriba [en México] –dice Blanca Lydia, afirmando– ignoraban que no es un carnet el que hace al revolucionario, sino su conciencia de clase. Sus convicciones. Sus obras. Su vida misma. Muchos están en sus filas por circunstancias especiales. No por el ideal. Como por circunstancias también, van muchas mulas a la guerra y nadie dice que son revolucionarias aunque resulten heridas…” Eso, lo estamos diciendo ahora precisamente de las organizaciones proletarias de aquí. ¡Ah, si por lo menos a Blanco Lydia la escucharan porque es roja…! ¡Y porque viene de lejos…! ¡Pero no la escucharán porque no viene del extranjero (Rusia)! (138, El Diluvio)
Lo que vi en España es un testimonio precursor, sin duda, de lo que se ha convertido en un subgénero de la literatura política del siglo XX: el de las reflexiones testimoniales de militantes comunistas –o compañeros de viaje muy cercanos al comunismo– que han abandonado el Partido y la “fe”. La época era proclive a este tipo de crisis ideológica. La solidaridad con España y el espíritu frentepopularista marcaron un momento estelar en la capacidad seductora del comunismo, una breve luna de miel –sobre todo en círculos intelectuales– que quedaría en 309
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entredicho después del desgaste de la guerra civil y, sobre todo, a partir del nuevo viraje de Stalin, que sorprendió el mundo con su anuncio, a finales de agosto del 1939, del pacto de no agresión con el nazismo. Son varios los casos de apostasía testimonial desencadenados por la guerra: los de Arthur Koestler, de Stephen Spender, de Gustav Regler, de Humphrey Salter y, ¿por qué no incluirlo?, de Octavio Paz. Entre ellos, tiene un lugar humilde pero curioso este libro de Trejo.
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Octavio Paz y la guerra civil española Anthony STANTON Colegio de México
La guerra civil española fue un acontecimiento histórico decisivo, no sólo para el país donde ocurrió, sino también para el conjunto de Occidente. Sería difícil encontrar otro episodio del siglo XX (fuera de las dos guerras mundiales) que representara un imán tan dramático para los artistas e intelectuales del mundo occidental. En Hispanoamérica el drama histórico es experimentado con especial intensidad, tratándose de una batalla polarizada entre dos ideologías y de la insólita posibilidad de una reconciliación con el viejo poder imperial. Mucho se ha escrito sobre la participación de los escritores e intelectuales en la guerra civil de España1. En el caso de Octavio Paz, también hay bibliografía crítica sobre el tema2. Sin embargo, hay un problema de entrada que pocos han sabido resolver. Sabemos que las ideas políticas de Paz (mucho más que su concepción de la relación entre lo socio-político y lo estético) sufrieron profundos cambios en las décadas siguientes al fin de la guerra civil. Se trató de un largo proceso que tardó mucho en definirse, un proceso de desencanto con ciertas ideas que habían regido su época formativa. En París en 1949, gracias a David Rousset, se entera de la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética y publica en 1951, en la revista argentina Sur, una nota con un dossier de materiales traducidos
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La investigación más completa es la realizada en tres tomos por Manuel Aznar y Luis Mario Schneider bajo el título de II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura 1937, publicados primero por editorial Laia en Barcelona en 1979 y después, en una edición ampliada, por la Generalitat Valenciana en 1987. Sobre Octavio Paz y España, pueden consultarse los siguientes estudios: Luis Mario Schneider; Enrico Mario Santí, esp. p. 30-42 y 89-92. Un libro anecdótico que no siempre distingue entre la realidad y la ficción es el de Elena Garro. Otro estudio, entre anecdótico e histórico, es el capítulo “El filo del ideal (1937)” del libro de Guillermo Sheridan, Poeta con paisaje…, p. 235-321 [este mismo capítulo, con algunas páginas del capítulo siguiente, fue reproducido en forma de libro en El filo del ideal: Octavio Paz en la Guerra Civil (Madrid: Visor, 2008)].
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del francés3. Es la primera señal pública de su disidencia con respecto al mito de la Revolución de octubre que había dominado sus primeros años. En las décadas siguientes Paz escribirá una serie de textos en prosa y en verso para explicar los cambios en su posición política y para preguntarse sobre las razones por las cuales tantos intelectuales se negaron a decir la verdad durante tanto tiempo sobre la verdadera naturaleza de la Unión Soviética. El problema que enfrenta el crítico que analiza los textos publicados por Paz en el momento de su viaje a España (1937) es que en aquella época las dudas y críticas que abundan en la obra posterior son más bien inexistentes en el terreno estrictamente político. No pocos comentaristas “favorables” han proyectado sobre el Paz de 1937 ideas, posiciones, certezas y dudas que sólo se expresan muchos años después4. Por el contrario, los críticos ideológicamente hostiles suelen proyectar sobre el poeta y pensador de 1937 todo el ideario ortodoxo de la izquierda comunista del momento en todos los ámbitos (incluyendo el estético) para denunciar su posterior alejamiento de este ideario como una traición a los ideales de su juventud. Ambas estrategias falsifican los hechos y construyen mitos dañinos: en 1937 Paz no es un disidente crítico del marxismo, pero tampoco es un seguidor incondicional de la ortodoxia revolucionaria en el ámbito estético. Para evitar estas tentaciones en que han caído casi todos los comentaristas, en estas páginas me limito a un análisis de los textos publicados en la época de la Guerra (y me concentro especialmente en los textos poéticos, más reveladores porque son más personales que toda la producción ensayística y periodística)5. Pero antes de proceder a analizar en sus primeras versiones los poemas escritos entonces, es necesario rastrear brevemente la impronta de la experiencia española en la obra poética e intelectual del escritor mexicano6. 3
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“Los campos de concentración soviéticos”, publicado originalmente como nota final de la recopilación documental en el número 197 (marzo de 1951) de la revista Sur y recogido en Obras completas, vol. 6 (Ideas y costumbres), 2ª ed. (Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003), p. 165-169. En adelante, las citas a los escritos recogidos por el autor se incluyen entre paréntesis en el texto señalando sólo número de volumen y de página. Todas se refieren a la segunda edición de sus Obras completas, publicada en ocho volúmenes por Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg en Barcelona entre 1999 y 2005. Es el caso, entre otros, del estudio ya citado de Sheridan. En las páginas que siguen utilizo algunas ideas que expuse por primera vez en dos textos: “La prehistoria estética de Octavio Paz: los escritos en prosa (1931-1943)”, y Las primeras voces del poeta Octavio Paz (1931-1938). Una muy útil selección de los textos poéticos y ensayísticos de Paz sobre España a partir de la experiencia de la guerra civil se puede encontrar en el libro Octavio Paz en España, 1937, antología y prólogo de Danubio Torres Fierro (México: Fondo de Cultura Económica, 2007).
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Sería un error pensar en la guerra civil como un momento o una fase pasajera de la vida y la obra de Paz. Para él, lo que vivió en España constituyó una experiencia formativa fundamental y se convirtió en una obsesión permanente. España es un rito de pasaje, una ceremonia de iniciación, un “lugar de la prueba”. Por eso regresa una y otra vez, en poemas y ensayos escritos a lo largo de su carrera, a esta experiencia fundacional. Tomemos algunos ejemplos. En 1949 termina la redacción de su primer libro ensayístico, El laberinto de la soledad, en el cual hay una memorable formulación del significado de la experiencia española: Recuerdo que en España, durante la guerra, tuve la revelación de “otro hombre” y de otra clase de soledad: ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia […] Pensé entonces –y lo sigo pensando– que en aquellos hombres amanecía “otro hombre”. El sueño español […] fue luego roto y manchado […] Pero su recuerdo no me abandona. Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. (5: 67)
El “sueño español” es la utopía de la transcendencia inmanente, la posibilidad de una comunión social colectiva en un régimen de libertad. En 1951, al cumplirse 15 años del levantamiento militar y del inicio de la Guerra, el autor vuelve a emplear ese lenguaje religioso secularizado (evidente en palabras como revelación, salvación, comunión y trascendencia) para describir, en toda su autenticidad, la experiencia de la espontaneidad creadora del pueblo en armas: “Casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución. El 19 de julio de 1936 los obreros y campesinos españoles devolvieron al mundo el sabor solar de la palabra fraternidad” (6: 496). Por otro lado, en su gran poema autobiográfico de 1957, Piedra de sol, cuando tiene que nombrar la experiencia decisiva que marca y divide su vida personal y la vida colectiva de su generación en dos mitades simétricas, no duda en señalar el lugar y la fecha en un endecasílabo perfecto: “Madrid, 1937” (7: 274). Casi veinte años después, en “Nocturno de San Ildefonso”, otro largo poema autobiográfico, recogido en el libro Vuelta (1976), Paz practica el examen de conciencia como una modalidad confesional del poema político, tal como él lo entiende. Aquí el empleo de la primera persona del plural ya no es celebratorio ni épico (como lo fue en muchos poetas comprometidos de la década de los 1930) sino que asume la forma de una recriminación, una autoacusación que nace de la conciencia moral de un individuo que sabe que no se opuso al mal: El bien, quisimos el bien: enderezar el mundo. No nos faltó entereza: nos faltó humildad. Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia. 315
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Preceptos y conceptos, soberbia de teólogos: golpear con la cruz, fundar con sangre, levantar la casa con ladrillos de crimen, decretar la comunión obligatoria. Algunos se convirtieron en secretarios de los secretarios del Secretario General del Infierno. La rabia se volvió filósofa, su baba ha cubierto al planeta. La razón descendió a la tierra, tomó la forma del patíbulo –y la adoran millones. Enredo circular: todos hemos sido, en el Gran Teatro del Inmundo; jueces, verdugos, víctimas, testigos, todos hemos levantado falso testimonio contra los otros y contra nosotros mismos. Y lo más vil: fuimos el público que aplaude o bosteza en su butaca. La culpa que no se sabe culpa, la inocencia, fue la culpa mayor. Cada año fue monte de huesos. Conversiones, retractaciones, excomuniones, reconciliaciones, apostasías, abjuraciones, zig-zag de las demonolatrías y las androlatrías, los embrujamientos y las desviaciones: mi historia, ¿son las historias de un error? La historia es el error. (7: 670-671)
El lenguaje religioso ahora revela cómo el paraíso prometido por las doctrinas mesiánicas, apocalípticas y utópicas se convirtió en un verdadero infierno. El dogmatismo racional elabora una falsa religión y esta divinización de la historia convierte lo que fue una filosofía de la liberación en un instrumento de opresión y muerte. Los versos no sólo denuncian el estado totalitario y su burocracia piramidal que instrumenta espantosas formas de control (la delación generalizada, la implantación del terror y la persecución de la disidencia –técnicas empleadas siglos antes por la Inquisición, antecedente en esto de los regímenes totalitarios 316
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del siglo XX) sino que plantean la pregunta moral acerca de la complicidad de la clase intelectual en el engaño, la mentira y la falsificación histórica. Terrible confesión de una conciencia inquieta y culposa que siente la necesidad de exorcizar el mal. En el verano de 1987, para conmemorar los cincuenta años de aquel Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que tuvo lugar en Valencia, Madrid, Barcelona y París, se decidió organizar en Valencia otro Congreso Internacional de Escritores y se nombró a Paz como presidente de honor. Éste leyó en aquella ocasión un discurso titulado “El lugar de la prueba (Valencia 1937-1987)”, en el cual lamentaba el sectarismo dogmático y el conformismo acrítico que dominaron el Congreso de 1937, pero rescató las lecciones imborrables de la experiencia de la fraternidad y el descubrimiento de los otros: “aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad […] los enemigos también tienen voz humana” (6: 512, 513). Por otra parte, en “Aunque es de noche”, poema de su última colección Árbol adentro (1987), Paz vuelve a meditar sobre lo que llama la noche del siglo XX, aquella poderosa metáfora que figura en los títulos de varios libros que denuncian los crímenes del estalinismo, como Darkness at Noon (1940) de Arthur Koestler. La denuncia es de nuevo auto-acusación: “Fui cobarde, / no vi de frente al mal”. Pero en lugar de la simple constatación nihilista de que la soñada utopía desemboca en los campos de concentración, el poema intenta ofrecer una salida al desencanto mediante la valoración de la persona humana y la insistencia en que la escritura persigue la verdad: Todo lo que pensamos se deshace, en los Campos encarna la utopía, la historia es espiral sin desenlace. No hay sentido: hay piedad, hay ironía, hay el pronombre que se transfigura: yo soy tu yo, verdad de la escritura (7: 733).
Por último, hacia el final de su vida, estimulado por la necesidad de redactar los prólogos para los distintos tomos de sus obras completas, Paz llegó a escribir en 1993 un largo ensayo titulado “Itinerario”, una especie de autobiografía intelectual en la cual traza la evolución de sus ideas políticas. En este texto la experiencia española vuelve a ocupar un lugar central, sobre todo cuando el autor describe retrospectivamente el surgimiento de lo que después se convertirían en sus primeras dudas (provocadas por la condenación de Trotski y Gide, la desaparición del líder Andreu Nin, y la atmósfera general de represión y persecución de cualquier tipo de desviación o disidencia), pero recalca que estas dudas eran más bien superficiales: “Mis dudas no tocaban el fundamento de 317
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mis convicciones: la revolución me seguía pareciendo, a despecho de las desviaciones y rodeos de la historia, la única puerta de salida del impasse de nuestro siglo. Lo discutible eran los medios y los métodos” (6: 34). Esta confesión es clave: en 1937 sus certezas políticas e ideológicas seguían intactas. Reseñada la importancia que tiene la experiencia española en la vida y la obra de Octavio Paz, regresemos ahora al momento histórico y a los textos publicados entonces. Veamos primero los textos en prosa. Desde luego, el contraste con los textos posteriores que acabo de citar es muy marcado. Si hablamos de la producción en prosa, vale la pena anotar que pocos de estos textos fueron reproducidos o recogidos después por el autor. Como se sabe, entre marzo y mayo de 1937 Paz vive en Mérida, Yucatán, donde da clases en una escuela para los hijos de obreros y campesinos. De repente recibe la invitación a asistir como Delegado al Segundo Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura. Regresa a la capital mexicana, se casa precipitadamente con Elena Garro y en junio la joven pareja hace el largo viaje a España, adonde llegan en los primeros días de julio. En el Congreso Paz no tiene participación formal, sin duda por su corta edad: a los 23 años es el más joven de los Delegados. Después de una estancia de unos tres meses en España, la pareja regresa a París en octubre y para fines de diciembre se encuentran de regreso en México. Pero antes de emprender el viaje Paz publica en México varios textos en prosa alusivos a España: mientras vive en Mérida da a conocer en el Diario del Sureste “El tercer partido”, “Otra vez España” y “Palabras en la Casa del Pueblo”. En el primero de estos artículos periodísticos, textos que el autor jamás recogió y que nunca han sido reproducidos, analiza la dimensión política de la “Carta sobre la Independencia” del pensador católico y neotomista francés Jacques Maritain. El joven desestima la propuesta del francés de crear un “tercer partido”, agrupación reformista de “hombres de buena voluntad” opuesta tanto a la derecha fascista como a la izquierda comunista, y argumenta que ese partido (“reunión momentánea de hombres de diversas ideologías, desde católicos hasta comunistas, unidos en una gran tarea: la defensa de la paz, de los valores humanos individuales y colectivos, la defensa del Estado popular, que expresa la voluntad social, la defensa de todos los bienes de la cultura”) es, de hecho, el Frente Popular (“El tercer partido”, 3). Así, se ofrece nada menos que una defensa doctrinaria del Frente Popular. El segundo texto, “Otra vez España”, es una apasionada celebración de la República española como fuente de humanismo esencial y universal, semilla del “hombre nuevo”: “España, otra vez, de nuevo, siempre, sacando a flote al hombre sepultado en lo estrechamente formal, deformado por la costumbre, la profesión y el capitalismo.” No sólo critica al 318
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fascismo y al nacionalismo sino también a la cobardía de las democracias europeas, vistas como máscaras de la burguesía, y a la reacción, encarnada en “el clero, los militares y los feudalistas”, además de “las fuerzas internacionales de la destrucción”. Típico del discurso marxista de la época es el tono apocalíptico que habla de “la cercanía de la lucha final” y que ve en la democracia una “careta” de la burguesía y del capitalismo. Y retomando el epígrafe de Elie Faure que ya había usado meses antes para su poema ¡No pasarán! (“España es la realidad y la conciencia del mundo”), el joven termina su texto con una afirmación exaltada y utópica: “Eso es, pues, España: la realidad y la conciencia del mundo, la intensa, rica y valerosa voluntad de creación del hombre que amanece” (“Otra vez España”, 3). En “Palabras en la Casa del Pueblo (Fragmento de la conversación que sostuvo Octavio Paz en la velada de la Confederación de Ligas Gremiales el día 12 de abril)” el autor expresa su total oposición al fascismo, ideología que identifica (como buen marxista) no sólo con la burguesía y “la tiranía brutal del capital monopolista” sino también con el nacionalismo anacrónico, el militarismo y el racismo. Sostiene que el fascismo engendra lo inhumano, lo mecánico, la esclavitud y la miseria, causando “la mecanización del hombre, su mutilación, el criminal y sistemático despojo de lo humano, de lo libre y lo espontáneo”7. Palabras encendidas que son comunes en muchos de los discursos no sólo de los marxistas y revolucionarios ortodoxos sino también de los “compañeros de ruta” o simpatizantes (como era el caso de Paz, quien nunca se afilió a un partido). Sin embargo, en su defensa de “la España popular (la España creadora, universal)” se aprecia lo que es sin duda una convicción personal y no un simple eco del discurso doctrinario del momento. Conocemos tres textos en prosa redactados seguramente en la España en guerra. Dos son textos doctrinarios que el joven autor decide entregar a revistas de combate. El primero es “A la juventud española”, nota que sale en El Mono Azul, órgano de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, precisamente en un número que da la bienvenida a “los camaradas de Méjico y Cuba”8. El discurso repite una línea propagandística con su previsible retórica: “Si hay algo que no olvidaré jamás es justamente la vida de la guerra, la vida que los españoles ganan a la guerra y a la muerte. Y hoy, a través de Madrid, saludo a toda España, a la España leal que lucha y triunfa, y a la otra, a la triste España que espera la libertad, esclavizada, amordazada y envilecida por los militares y los invasores extranjeros.” Celebra el espíritu de heroísmo de la juventud y “el vivo y hermoso ejemplo de los trabajadores soviéticos” para terminar 7 8
“Palabras en la Casa del Pueblo”, en Diario del Sureste (16 de abril de 1937), p. 3. “A la juventud española”, en El Mono Azul, no 32 (9 de septiembre de 1937), p. 1.
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proclamando la inevitable victoria: “En nombre de los jóvenes mejicanos antifascistas y especialmente en el de mis compañeros de las Juventudes Socialistas Unificadas, saludo a los jóvenes héroes de la libertad, que luchan por todos nosotros, y les aseguro su triunfo cierto, su victoria definitiva”. En Valencia, en agosto de 1937, Paz participa en un ciclo de conferencias organizado por la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) de México sobre “Cien años de grabado político mexicano” en el Ateneo Popular de Valencia. Allí leyó su texto “Raíces españolas de los mexicanos”, publicado después en Nueva Cultura, revista valenciana cercana a los comunistas9. Como el título indica, se trata de un intento de presentar una imagen de México ante el público español y de subrayar la hermandad de los dos pueblos en sus luchas por liberarse de la opresión: Así los años del Coloniaje transcurren para México como la lenta maduración de su ser, de su propio y vivo ser; y como un nuevo cuerpo y un nuevo espíritu, nosotros la vemos en esos días. El régimen económico que vivía México era vuestro propio régimen, ese que ahora vosotros aplastáis por todo lo que tiene de opresor, de injusto e inhumano. El proceso independiente de México ha sido semejante al vuestro. Y ahora, después de cuatrocientos años, mi país busca su propio rostro, su verdadero cuerpo, su voz más propia. Y sabe que eso sólo será posible mediante la guerra, mediante la lucha contra todo lo postizo y ajeno y, también, contra lo falsamente nacional, contra lo que no puede contener al hombre y a la Revolución. Sabemos los mexicanos que la lucha por el hombre es, al mismo tiempo, la lucha por salvar lo propio, lo español o lo mexicano, lo que no se vende ni traduce.
Aunque se trata de un texto de circunstancia, contiene varias ideas que son distintivamente paceanas: la distinción entre lo propio (lo auténtico) y lo nacional (lo postizo); el humanismo esencial y universal que trasciende y unifica a los pueblos. Al acudir a ayudar a la España en guerra, los mexicanos no hacen más que repetir el gesto de Francisco Xavier Mina, español liberal que se entregó a la lucha independentista de México. Esta reconciliación de dos pueblos permite que el joven termine su texto hablando de un nuevo amanecer e invocando “a España, madre, hermana y camarada”. El último de los tres textos en prosa escritos en España, leído como conferencia en la Casa de la Cultura en Valencia en 1937, es “Noticia de la poesía mexicana contemporánea”, texto desconocido hasta 1988, año en que fue publicado por primera vez en la recopilación Primeras letras 9
“Raíces españolas de los mexicanos”, en Nueva Cultura, no 6-7-8 (agostoseptiembre-octubre de 1937), s.p. El mismo texto se reprodujo en el periódico mexicano El Nacional (con el subtítulo “Palabras en el Ateneo Popular de Valencia”) el 7 de diciembre de 1937, 2ª sección, p. 1.
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(1931-1943)10. El mayor punto de interés del texto es la definición ofrecida de lo que Paz y su generación entienden por Revolución. A partir de las ideas expresadas en la Ponencia colectiva, redactada y leída en el Congreso de 1937 por Arturo Serrano Plaja, Paz sostiene que la Revolución es nada menos que: “un fenómeno total, que supone no un mero cambio político, no la sola substitución de una clase por otra, sino un cambio, mucho más profundo, en toda la estructura viva del mundo […] Creemos en la Revolución en la medida en que, siendo un mundo nuevo, llegue a ser una vida nueva y una cultura nueva” (8: 273). Ya de regreso en México Paz se entrega a una intensa campaña de defensa de la causa republicana y de los valores de la cultura española. Da a conocer muchos textos sobre España: en el periódico El Popular (dirigido por Vicente Lombardo Toledano) publica en 1938 “La enseñanza de una juventud” y “Las enseñanzas de una juventud. El camino de la unidad”; en la revista Futuro publica “Americanidad de España”; y en distintas revistas da a conocer ensayos, notas y reseñas sobre escritores españoles, muchos de ellos conocidos personalmente durante la guerra: Antonio Sánchez Barbudo, Juan Gil-Albert, Arturo Serrano Plaja, León Felipe, Emilio Prados, José Moreno Villa, Miguel Hernández, Lorenzo Varela, Luis Cernuda, Max Aub y Rafael Dieste. Además, en 1938 publica en las ediciones de Letras de México la antología Voces de España (breve antología de poetas españoles contemporáneos)11. En diciembre del mismo año funda la revista Taller, junto con Rafael Solana, Efraín Huerta y Alberto Quintero Álvarez, una revista que abre sus puertas a los poetas españoles desde el principio y, a partir del número 5 (octubre de 1939), cuando Paz asume la dirección, nombra a Juan Gil-Albert como secretario y en distintos momentos pasan a formar parte de la Redacción los escritores españoles José Herrera Petere, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela, Ramón Gaya y Juan Rejano. En las listas anteriores predominan los nombres de los integrantes del grupo que se formó alrededor de la revista Hora de España. Como es imposible comentar todos los textos mencionados en estas páginas, prefiero centrar mi atención en un ensayo de 1938 sobre Pablo Neruda por ser el texto más elocuente acerca de las ideas de Paz sobre la relación entre compromiso político y creación literaria. El conflicto entre poesía pura y poesía social marcó toda una época de la literatura hispánica. Cuando Paz empieza a escribir, a principios de la década de los 1930, la balanza ya se inclinaba visiblemente a favor de los oposito10
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Primeras letras 134-137. También se puede consultar en las Obras completas (8: 270-274). Voces de España (breve antología de poetas españoles contemporáneos) (México: Letras de México, 1938). Se publicó como “homenaje a los poetas españoles en el segundo aniversario de su heroica lucha”.
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res de la pureza artística. Uno de los textos más interesantes de este periodo de creciente politización es “Pablo Neruda en el corazón”, una extensa nota de 1938, publicada en Ruta, revista mexicana dirigida por sectores de la militancia marxista (el director era José Mancisidor, miembro de la LEAR y jefe de la delegación mexicana que había viajado a España un año antes –los otros Delegados eran Paz y Carlos Pellicer). Es además un texto típico en cuanto revela una oscilación ambivalente frente a la poesía pura y la poesía social. El texto se encabeza con una cita del famoso manifiesto “Sobre una poesía sin pureza”, publicado por Neruda en el primer número de Caballo verde para la poesía en octubre de 1935. Algunas cualidades extrañas del texto de Paz, tales como sus referencias oblicuas, casi en clave, tal vez se deban a cierta ambivalencia en las intenciones del autor. El ensayo parece ser una deslumbrada lectura de los tomos de Residencia en la tierra, pero por debajo de la superficie se siente que la lectura de Neruda funciona como una maniobra estratégica que le permite distanciarse de la poesía pura, doctrina asociada en México con los Contemporáneos, la generación anterior a la suya y con la cual empieza a dialogar polémicamente desde el principio de su carrera. Sin embargo, esta doble función no esconde la resistencia del joven escritor ante los reclamos de una poesía de tesis. La ambivalencia e inseguridad frente a estos dos polos marca toda esta época del pensamiento de Paz. Las dos actitudes paradigmáticas del poeta son descritas aquí como la de “ciencia” y la de “paciencia”, términos que se toman de un conocido poema de Rimbaud12. Por ciencia se entiende el afán de apresar la poesía conscientemente mediante una técnica rigurosa e intelectual. La paciencia, en cambio, designa una actitud más pasiva e irracional. El poeta es, en la tradición platónica y romántica, un poseído: “Ése era, y 12
Se trata de “L’Éternité” (1872), tercer poema de un conjunto titulado “Fêtes de la Patience”. En la quinta estrofa se lee: “Là pas d’espérance, Nul orietur. Science avec patience, Le supplice est sûr.” El mismo Rimbaud glosa este enigmático poema en Une saison en enfer. Es posible que Mallarmé, a su vez, haya tomado el par de términos de Rimbaud para emplearlos en su célebre poema ‘Prose (pour Des Esseintes)’ (1884), en cuya segunda estrofa se lee: “Car j’installe, par la science, L’hymne des cœurs spirituels En l’œuvre de ma patience, Atlas, herbiers et rituels.” En el número 4 de la revista Taller (julio de 1939) se publicó una traducción íntegra del libro de Rimbaud, con el título Temporada de infierno (traducción de José Ferrel, con una nota de Luis Cardoza y Aragón). Paz recuerda la importancia de la traducción en “Antevíspera: Taller (1938-1941)” (3: 115-116).
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es, el verdadero sino del poeta: no apresar a lo esencial sino dejarse poseer por su eléctrica presencia” (8: 279). La ciencia de la poesía pura se caracteriza por su fuga de la realidad, por la transformación de la dramática experiencia humana en cristalizaciones abstractas y eternas. Frente a este abandono de la historia, frente a la poesía de la forma – ambos criticados con maliciosa ironía–, Paz propone una visión más temporal: Así se crearon hermosas refrigeradoras, máquinas de lo eterno, destiladoras purísimas de lo invisible. Pero la poesía, que quiere eternidad, que es eternidad, huye y rehúsa siempre la inmovilidad: quiere una eternidad hecha de tiempo, de vida, es decir, de muerte y de nacimiento; de renacer y remorir. Anhela corromperse en el poema, disgregarse y, hecha ceniza, polvo, renacer. La poesía sabe que lo esencial permanece porque cambia […] Y muchos de estos poemas, de estos hermosos poemas, impersonales como la misma “eternidad”, no eran más que casas vacías […] Los hombres huecos no hacían más que trampas: sus poemas, sus hermosos poemas, no eran sino ingeniosas trampas vacías, casas blandas y huecas, arteras como ellos […] Casa de citas. (8: 280-281)
Esta crítica mordaz (con su cruel alusión al macabro poema de Eliot, “The Hollow Men”)13 desemboca en la propuesta de una poesía alternativa encarnada en la obra de Neruda. El objetivo “científico” de la pureza, pensando tal vez más en la versión de Valéry que en las de Bremond o Juan Ramón Jiménez, da lugar a un intento de fusión y compenetración con el mundo natural, social e histórico, en una alianza de neorromanticismo y voluntad social. Sin embargo, después de una conmovedora celebración y recreación lírica de la poesía nerudiana, topamos con un súbito cambio de tono que marca la resistencia ante ciertas exigencias de la poesía social: Pero se llega por caminos personales, poéticos, lejos de todo dogmatismo apriorístico. Que en poesía todo lo apriorístico, todo lo que no sea experiencia privativa del poeta, es dogmatismo, por más científica que sea su pretensión o verdad […] El resultado, pues, de una experiencia poética no puede ser más que un resultado poético; y si el territorio ilimitado de la poesía, en virtud de ese encuentro con la raíz de nuestro mundo actual, se extiende aún más, para el hombre moderno eso no significa una limitación de lo poético por lo social sino una profunda afirmación de que lo poético, que está en todas partes, en potencia, lo está quizás más intensamente en aquello en que el hombre se muestra más desnudo e indefenso en su humanidad. A condición de que este encuentro lo sea realmente y no una mera cita demagógica; a condición, también, de que lo social no sea, para el poeta, más que
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El poema de Eliot fue traducido por León Felipe como “Los hombres huecos” en el número 33 de la revista Contemporáneos (febrero de 1931), traducción que se reprodujo en el número 10 de Taller (marzo-abril de 1940).
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una nueva ocasión favorable para desnudar y sorprender al hombre eterno (8: 285).
Curiosamente, al mismo tiempo que se rechaza la noción de poesía pura, se emplea su léxico (aquí las palabras “desnudo” y “eterno”) para contrarrestar la demanda por una poesía limitada a lo circunstancial del momento histórico. Las estrategias retóricas delatan un deseo de encontrar un punto de equilibrio, una síntesis entre los dos polos: lo local debe volverse universal; el accidente histórico, esencia metafísica. Quiere una poesía eterna pero hecha de historia. Difícil equilibrio entre reclamos opuestos. Además, el ensayo revela la ambigüedad en otros niveles: en la primera parte, la que consiste en una apasionada exaltación de la poesía nerudiana, el autor habla íntimamente de “Pablo” como el padre fundador de una nueva religión poética; pero en la segunda, la que expresa sus dudas y reticencias ante una poesía de tesis, el arte de consigna o lo que se conocerá después como la literatura comprometida, el ensayista habla de “Neruda”, expresando así un distanciamiento crítico ausente en las páginas anteriores. Aunque nunca hay en este periodo una condena total de las obras de los Contemporáneos, escritores mexicanos que admira en el fondo (o al menos varios de ellos), salen a relucir la insatisfacción y el disgusto que siente el joven autor hacia las doctrinas puristas y apolíticas, insatisfacción exacerbada por el ambiente histórico de polarizaciones políticas y grandes conmociones sociales. Pero a pesar de esta irritación, el apoyo a la poesía social no deja de ser vago y problemático. Abundan críticas y reservas acerca del arte dirigido o el arte de consigna. Y esto no obstante que el autor haya escrito durante un breve periodo poemas de este corte, como ¡No pasarán! (1936). En este momento Paz no escribe una exposición completa o sintética de su posición frente al arte social, pero sí deja comentarios dispersos que, reunidos, dan una idea de su pensamiento. Ya vimos, en el ensayo sobre Neruda, la expresión de una resistencia ante las exigencias de una poesía panfletaria y un rechazo de “todo dogmatismo apriorístico”. En una nota de 1939 sobre León Felipe, se vuelve a afirmar que el acto poético debe partir siempre de una experiencia personal. Pero la conquista del “hombre eterno” y del “presente absoluto”, que constituye la meta final del poeta, no borra lo particular y lo histórico: “las consignas históricas y las inaplazables aspiraciones actuales quedan incluidas, implícitas, en su mensaje, y llevadas hasta sus absolutas y totales consecuencias” (8: 290). Debe haber, en el arte, una transformación de lo vivido en tiempo absoluto: “un poeta recoge la experiencia histórica y la convierte, por vía poética, en experiencia metafísica” (8: 291). Se trata de llegar a verdades universales, entonces, a través de la experiencia
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individual e histórica. Las exigencias del momento no se cancelan sino que se transforman en algo duradero y universal: la obra de arte. No es otra la idea que informa unos juicios muy severos en contra de ciertos pintores por hacer un arte directamente político. Los juicios aparecen sin firma en la revista Taller: “Encontramos en sus trabajos un exceso de anécdota, un contenido político que ha sido expresado rígida e inmoderadamente. La política, cuando deviene arte, se transforma en mensaje humano; el arte, cuando ambiciona ser política, no es ni lo uno, ni lo otro: degenera”. Y en el texto que sigue en el mismo número de la revista aparece una condena de la prostitución de la libertad de expresión: “los artistas del Centro Productor de Arte no han utilizado esa libertad. Han hecho, en el peor de los sentidos, pintura oficial, cuando, justamente, se les pedía pintura personal”14. La oposición al esencialismo restrictivo de la poesía pura, la protesta por el destierro de lo humano, lo social y lo histórico del poema, se equilibran con una resistencia paralela a los intentos de subordinar la poesía a una meta política externa. En Taller es difícil encontrar ejemplos de un arte estrictamente político15. La poca poesía comprometida de Paz y la más abundante de Huerta no se publicó en las páginas de la revista, mientras que sí se publicaron varios comentarios negativos acerca del arte politizado o dirigido. Esta ausencia de simpatía por el arte de propaganda fue percibido y lamentado por los que exigían una literatura ideológica al servicio de la revolución social. El miembro de la LEAR Ermilo Abreu Gómez, por ejemplo, no deja ninguna duda sobre su reprobación en cuanto al contenido “no comprometido” del primer número de la revista: Ahora aparece Taller. Son responsables de ella: Solana, Huerta, Quintero Álvarez y Paz. Los cuatro pertenecen a la generación literaria más joven. Los une la afición literaria, el gusto por las letras no la orientación política. En esto son heterogéneos. Acaso hasta de contradictorio criterio […] Taller 14
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Aun cuando estos juicios hayan aparecido sin firma en una sección de noticias y eventos llamada “Tarjetas”, en el no 4 de la revista Taller (julio de 1939), p. 58-59, el mismo Paz me confirmó que eran obra suya (conversación personal en diciembre de 1985). Paz señaló al respecto en una carta a José Emilio Pacheco en 1976: “En Taller nadie profesó –salvo quizá Efraín Huerta– la doctrina del ‘realismo socialista’. Sí, publicamos varios textos políticos –casi siempre declaraciones y, más raras veces, poemas– pero nunca fuimos partidarios del arte comprometido. Desde el principio nos mostramos contrarios al arte ideológico y éste fue uno de los muchos puntos que nos separaron tanto de los escritores y artistas más o menos influidos por el Partido Comunista, agrupados en la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), como de la burocracia cardenista que desde Bellas Artes se empeñaba en impulsar un demagógico arte populista. Una ojeada a los doce números de Taller revelará nuestra escasa simpatía por el arte nacionalista y la literatura de propaganda.” (“Carta de Octavio Paz”, 14).
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es un problema. Taller tiene obligación de definir su rumbo; tiene que fijar su orientación literaria, su posición política; no basta la calidad literaria. Esto estuvo bien ayer. Hoy se exige otra cosa: un sentimiento de responsabilidad social, revolucionaria, en la literatura. Taller tiene que completar la obra ideológica de la revolución. Un sector de ésta le pertenece. Un poco más de atención y Taller cumplirá con el tácito compromiso que ha contraído. (Abreu: 54)
Incluso el imán unificador de la causa republicana en la guerra civil de España se ve en términos más metafísicos que puramente políticos: la guerra como tragedia del hombre universal; España como crisol de la lucha apocalíptica entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. En el ensayo sobre Neruda, por ejemplo, se lee: “Ni un episodio ni una causa histórica. Es, por el contrario, el hecho decisivo de nuestra historia moral, la causa del hombre, en definitiva y para siempre. El gran drama metafísico del tiempo y la nada, agudizado en un instante tremendo y único, en un pedazo de historia, irreparable. Eso es España” (8: 286). Esta visión esencialista y metafísica, que no hace concesiones a la edificación propagandística, suscitó una reacción de consternación en el director de la revista donde se había publicado. En el número siguiente de Ruta el learista José Mancisidor critica la interpretación de Paz y pide una visión más optimista y radiante conforme a las necesidades de una línea propagandística de fe ejemplar en el éxito de la lucha revolucionaria: Su actitud nos preocupa en cuanto lo creemos entre los jóvenes poetas de México uno de los primeros. Su ejemplo puede ser funesto. Su pesimismo peligroso. Si eso piensa él, ¿qué no pensarán los que aún no encuentran el camino? Sabemos que en él esto será pasajero. Pero el mal, el mal que podría causar a los que vagan perdidos en las sombras de esta noche obscura, eso posiblemente, sí sería lo irreparable. (Mancisidor: 45-46)
Lo social, entonces, se entendió –al menos en el caso de Paz– en un sentido muy amplio como parte integral del afán de expresar la realidad total del hombre: no como una limitación o especificación de lo particular sino como una expansión del poder de la poesía, una ampliación de las concepciones de lo histórico y lo universal para que no fueran mutuamente excluyentes. En este sentido tiene razón el crítico Carlos Magis al escribir que Paz buscaba en aquel momento “una poesía que fuera juntamente insurrección del hombre y de la palabra, poesía que anunciara al mismo tiempo un ‘nuevo’ orden estético y social” (15, no 7). Por su parte, Enrico Mario Santí describe con acierto la meta de Paz en la época de Taller como la de “articular una posición que fuese, a la vez, responsable ante la sociedad y libre ante el arte y la conciencia” (38). Se trata, desde luego, de una meta sumamente difícil de alcanzar de una manera totalmente satisfactoria. 326
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En esta doble negación –de la poesía pura y del arte dirigido– se vislumbra la todavía confusa afirmación de una poética personal que trata de provocar una síntesis entre los dos polos y así unir poesía e historia en un equilibrio tenso y fecundo. Sin embargo, hay que señalar que la poética tentativamente formulada aquí no tiene una correspondiente manifestación en la práctica poética de Paz en este momento. Es bastante elocuente esta precoz lucidez del prosista que traza la dirección de una poética que sólo empezaría a realizarse plenamente en su poesía hacia finales de la década de los 1940, en poemas fundamentales como “Himno entre ruinas” (1948). Las dudas y la falta de claridad en la posición de Paz frente a la poesía social se deben seguramente tanto a la confusión real del momento histórico (hubo enconadas polémicas) como a la inseguridad de un escritor en formación que buscaba con dificultad una estética personal. De todas maneras, lo que es realmente revelador es que el pensador, que no parece tener dudas en el terreno estrictamente político (sigue creyendo en el mito de la Revolución), se siente sin embargo obligado por el poeta que lleva dentro a opinar en contra de la subordinación directa del arte a un mensaje político o a una consigna revolucionaria. En este sentido, muy pronto el artista intuye certeramente lo que el ideólogo no puede vislumbrar todavía16. Pasemos ahora a examinar los poemas escritos por Paz en aquel momento. Entre 1936 y 1937 escribe cuatro poemas inspirados directamente por la guerra civil. En septiembre de 1936 publica un poema comprometido, ¡No pasarán!, a dos meses del estallido de la guerra civil. En febrero de 1937, al enterarse de la noticia (que después resultaría falsa) de la muerte en España de un amigo de la juventud, escribe y publica la “Elegía a José Bosch, muerto en el frente de Aragón”17. Estos dos poemas fueron escritos antes del viaje a España. Mientras está en Madrid en el verano de 1937 escribe la primera versión de su “Oda a España”, composición que publica, junto con los dos poemas anteriores y otros poemas no políticos, en Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España, la antología editada por Manuel Altolaguirre en Valencia en agosto de 193718. Finalmente, en el viaje de regreso a México en diciembre, escribe “El barco”, poema fechado “Mar Atlántico, 1937”.
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Así se confirma la validez de la declaración posterior, cuando dice en “Itinerario” (1993): “Desde el principio me negué a aceptar la jurisdicción del partido comunista y sus jerarcas en materia de arte y de literatura” (6: 24). Se publicó por primera vez como “Elegía a José Bosh [sic], muerto en el Frente de Aragón”, en el Diario del Sureste (21 de febrero de 1937), 2ª sección, p. 3. Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España, con una Noticia de Manuel Altolaguirre (Valencia: Ediciones Españolas {Nueva Colección “Héroe”}, 1937). En su misma pluralidad (poemas amorosos y poemas político-sociales) la selección expresa la pluralidad de vías que está explorando el joven poeta en aquel momento.
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Después de la aparición de su primer libro, Luna silvestre, en septiembre de 1933, sigue un periodo de tres años de silencio total del joven que había comenzado a publicar en 1931. Durante este periodo el autor no publica ningún texto de poesía o de prosa. Pero el silencio se rompe de la manera más dramática posible. El estallido de la guerra civil en España provoca una pronta respuesta y el día 30 de septiembre de 1936 la editorial Simbad publica un pequeño folleto sin paginar que contiene un solo poema, ¡No pasarán!, encabezado por un epígrafe de Elie Faure que no podía ser más elocuente: “España es la realidad y la conciencia del mundo”19. Al final de las seis páginas que ocupa el poema aparece un colofón igualmente revelador: “Esta edición, que consta de tres mil quinientos ejemplares, terminada en los Talleres Gráficos de la Nación, fue cedida al Frente Popular Español, en México, en prenda de simpatía y adhesión para el pueblo de España, en la lucha desigual y heroica que actualmente sostiene”. Este acto de solidaridad con la causa republicana se materializa en un poema político de tono combativo. En los textos anteriores no hay ningún anuncio de la incorporación de una postura ideológica tan específica. Antes predominaba la veta intimista, amorosa o pura, una veta decididamente ajena a cualquier tipo de preocupación social (si exceptuamos el “Nocturno de la ciudad abandonada” de noviembre de 1931). Durante su estancia mexicana de unos once meses a partir de mayo de 1935, Rafael Alberti, ya desde entonces comprometido con el comunismo, sorprendió al joven al elogiar sus primeros poemas no por su inexistente contenido social sino por su “tentativa por transformar el lenguaje”20. Paz se ha referido en varios lugares a lo que en aquel momento otros escritores (sobre todo los Contemporáneos) veían con sospecha como “la contraposición entre mis ideas políticas y mis convicciones estéticas y poéticas”21. 19
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Todas las citas remiten a la primera edición: ¡No pasarán! (México: Simbad, 1936). El poema también se publicó en el periódico mexicano El Nacional (4 de octubre de 1936), p. 7; y en la revista que dirigía Joaquín García Monge en San José de Costa Rica: Repertorio Americano, tomo 32, no 16 (31 de octubre de 1936), p. 1. Paz relata este episodio en varios lugares. Aquí está la versión que aparece en Solo a dos voces, su conversación con Julián Ríos: “Y cuando yo le enseñé mis poemas a Alberti, él me dijo: ‘Bueno, esto no es poesía social…’ (al contrario, era una poesía intimista –una palabra horrible ésta, intimista, pero eso era: intimista), ‘no es una poesía revolucionaria en el sentido político –dijo Alberti–, pero Octavio es el único poeta revolucionario entre todos ustedes, porque es el único en el cual hay una tentativa por transformar el lenguaje’. Y estas frases de Alberti me impresionaron mucho” (8: 1369). En páginas escritas en 1993, en Itinerario, leemos acerca de aquel momento histórico: “En esos años comencé a vivir un conflicto que se agravaría más y más con el tiempo: la contraposición entre mis ideas políticas y mis convicciones estéticas y poéticas” (6: 24). Años antes, en 1977, al recordar su primer encuentro formal con el
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Sin embargo, hay algunos antecedentes que si bien no son poéticos sí tienen que ver con la formación intelectual del escritor. En su primer ensayo de 1931 Paz había rechazado las doctrinas del arte puro en favor de una postura ética. ¿Sería este momento de 1936 la coyuntura deseada para poner en práctica lo que había proclamado el prosista cinco años antes? Por otro lado, hay indicios de las preocupaciones sociales y políticas de Paz y sus coeditores y del impacto del pensamiento marxista en el contenido heterogéneo de las revistas Barandal (1931-1932) y Cuadernos del Valle de México (1933-1934): junto con textos de la vanguardia estética (Marinetti, Joyce) y suplementos dedicados a varios de los Contemporáneos (Pellicer, Novo, Villaurrutia) aparecen ensayos eufóricos de Enrique Ramírez y Ramírez y de José Alvarado sobre Stalin y la Revolución rusa. El último número de Cuadernos del Valle de México reproduce dos poemas de combate de Alberti y un comentario de Rafael López Malo sobre la nueva modalidad del poeta de Consignas: el modelo de “nuestro poeta revolucionario”22. Aun cuando ninguno de estos textos politizados se deba a la pluma de Paz, el hecho de que éstos se hayan publicado en las dos revistas indica que dichas ideas formaban el aire intelectual que se respiraba en aquel momento. También pesa el nuevo ambiente que reina en el mundo y sobre todo en México: la polarización ideológica entre fascismo y comunismo; el creciente nacionalismo revolucionario de Cárdenas; la política del Frente Popular que engloba a todas las fuerzas antifascistas en una organización dominada por el estalinismo. En la URSS, en abril de 1932, el Comité Central del Partido Comunista decide crear una sola Unión de Escritores Soviéticos, subordinada a un solo método artístico: el del realismo socialista. No tardan en establecerse satélites occidentales: en México, la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) se funda a fines de 1933. A pesar de todos estos factores, la irrupción de lo político en la poesía de Paz impresiona precisamente por la ausencia de antecedentes directos en su obra anterior. No cabe duda de que el joven, llevado por la indignación y el entusiasmo, siente la urgencia de expresar de inmediato la nueva realidad. El viraje nos obliga a preguntar si nos encontramos ahora ante un texto propagandístico cuya eficacia debe medirse en términos estrictamente políticos. Tal fue el punto de vista que llevó a dos escritores mexicanos a descalificarlo como una concesión panfletaria a la ideología revolucionaria en boga. Bernardo Ortiz de Montellano,
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grupo de los Contemporáneos en 1937 como una mezcla de “ceremonia de iniciación” y “examen”, Paz escribió: “Me interrogaron largamente sobre la contradicción que les parecía advertir entre mis opiniones políticas y mis gustos poéticos” (3: 86). Rafael López Malo, “Un fantasma recorre el mundo”, en Cuadernos del Valle de México, no 2 (enero de 1934), p. 30.
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uno de los Contemporáneos que siempre se opuso al arte dirigido, abrió el fuego en el primer número de Letras de México, el 15 de enero de 193723. Oculto detrás del pseudónimo de Marcial Rojas, el que había sido director de la revista Contemporáneos cita los versos iniciales de ¡No pasarán! para compararlos desfavorablemente con el comienzo de “Galope muerto”, poema inaugural de Residencia en la tierra, el gran libro de Neruda que crea escuela a partir de su edición madrileña de 1935. Sin citar autores ni títulos, el crítico ve en los versos de Paz una superficial imitación retórica de la poesía auténtica del chileno. Dejando a un lado la cobardía del ataque anónimo, la maniobra en sí es injusta: ¿cómo establecer una comparación jerárquica entre un joven que apenas comienza y un poeta que ya ha conquistado una madurez envidiable? Seis días después entra en la polémica Rubén Salazar Mallén. En un elogioso comentario sobre otro libro recién publicado por Paz, Raíz del hombre, aprovecha para arremeter en contra de ¡No pasarán!: “El poema era una caja de palabras completamente vacías, era un aspaviento demagógico para ignorantes de la poesía. Lo que hubiera podido aprovecharse para forrar ideas políticas, no forraba sino las más baratas y vulgares ideas políticas.” (Salazar Mallén, “Raíz del hombre”, 3)24. Unos meses después, al enterarse de que Paz había sido invitado al Segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, el mismo autor heterodoxo acusa tanto a Paz como a otro delegado (Carlos Pellicer) de oportunismo y denuncia al primero por haber escrito ¡No pasarán! con intenciones serviles para asegurar su nombramiento en la delegación mexicana que la LEAR mandaría al Congreso o, en el mejor de los casos, de haber sido víctima inocente o voluntaria de una manipulación25. Estas acusaciones carecían de fundamento ya que fue el propio Neruda (con el visto bueno tanto de Alberti como de Arturo Serrano Plaja) el que intervino en la invitación extendida a Paz, quien no representó a la LEAR en el Congreso (el único delegado mexicano miembro de la LEAR fue el escritor marxista José Mancisidor). No hay por qué 23
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M. R. [Marcial Rojas], “Poesía y retórica”, en Letras de México, no 1 (15 de enero de 1937), p. 2. Algunos de los textos periodísticos de Salazar Mallén fueron recopilados por Javier Sicilia en los apéndices de Cariátide a destiempo y otros escombros (Xalapa: Gobierno del Estado de Veracruz, 1980). El mismo Salazar Mallén volvería a atacar a Paz en dos polémicas posteriores con acusaciones poco serias de plagio: cuando se publica la segunda edición de El laberinto de la soledad en 1959, y cuando se publica en 1982 Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Véase Rubén Salazar Mallén, “Cambio de táctica”, 3. Para el autor, la maniobra demagógica de engaño involucró tanto a Paz como a Pellicer: “Los casos de dos poetas que fueron cogidos en el engranaje de la LEAR y que acaso ya nunca pueden escapar. No importa. Los que conocieron a Carlos Pellicer y a Octavio Paz cuando eran genuinamente poetas, cuando no se desviaban todavía, saben que ellos dos fueron enemigos de la LEAR”.
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dudar de la autenticidad de los sentimientos del poeta a la hora de escribir el poema. Hubo, tal vez, ingenuidad estética, pero no cálculo ni mala fe. Los cargos eran tan severos que provocaron una carta de Paz desde París en la cual éste rechazaba las acusaciones26. Uno de los pocos que se atrevió a defender el poema fue el escritor militante y compañero de generación Efraín Huerta, en una breve noticia en el tercer número de Taller Poético: Este gran poema de Octavio es un poema perfecto, considerado en todos los aspectos considerables: el técnico, el formal, el interno y el social. Sí, el social; porque Paz –poeta serio y consciente, como ningún otro– ha dado a la poesía mexicana el primer documento valioso y digno; ha puesto en las manos de los críticos suspicaces algo que les quema las manos; ha entregado al pueblo de México y al de España el medio más efectivo de comunión y entendimiento. Ha creado una auténtica poesía de ilimitadas perspectivas.
(Huerta, “Libros recibidos”, 24)
El enorme tiraje (“formidable edición de 3,500 ejemplares”, diría años después el mismo Huerta Aquellas conferencias…, 24) da a entender que se pensó distribuirlo masivamente para fines propagandísticos. Al juzgar por los comentarios de Rafael Solana, el objetivo se logró: “su poema de intención profética ¡No pasarán! […] hizo muy buen efecto entre los republicanos” (Solana: 198). Además, tenemos otro testimonio retrospectivo en las palabras de María Zambrano, quien recuerda cómo el joven poeta recitaba sus poemas en público en la España de entonces (Zambrano, “Hora de España XXIII”, xv). El olvido del poema ha sido casi total por el autor y los críticos. Se publicó por lo menos tres veces en 1936 y también formó parte del libro antológico Baja tu clara sombra y otros poemas sobre España, editado al año siguiente en Valencia por Manuel Altolaguirre en plena guerra civil, un libro celebrado entonces por Juan Gil-Albert27. Pero después sigue un destierro: no aparece en ninguna de las recopilaciones del autor. Sólo al final de su vida, cuando planeó la edición de sus obras completas, aceptó incluir el texto, pero no en su obra poética sino en el tomo 8 (Miscelánea), en la parte titulada “Primera instancia. Poesía (193026
La carta de Paz se publicó, junto con un comentario de Salazar Mallén, bajo el título de “Correspondencia” en El Universal (27 de noviembre de 1937), p. 3. Fue recopilada por Sicilia (39-41) y Paz la reprodujo (sin el comentario de Salazar Mallén) con el título de “Carta a Rubén Salazar Mallén” en sus Obras completas (5: 631-633). 27 En su reseña, “Notas. Octavio Paz”, publicada en Hora de España, no 11 (noviembre de 1937), p. 75-76, Gil-Albert escribe: “En los versos de Octavio Paz nada indica una falsa preocupación ni un abandono desgraciado al tema del momento, por lo cual sus cantos a España no producen esa desagradable impresión de impotencia que origina el confundir en la mayoría de los casos el interés por una causa, con el ímpetu poético”.
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1943)”, tomo que contiene lo que el autor autocrítico llama, en otro lugar, no obras sino “esbozos, intentos” o “tentativas”28. Mérito indiscutible de la composición es el de haber sido la primera de una avalancha de poemas sobre España publicados por poetas hispanoamericanos como Neruda, Vallejo, Huidobro y Nicolás Guillén29. La rapidez con la cual responde a las circunstancias indica la autenticidad espontánea de su reacción. Esta misma inmediatez explica el carácter un poco panfletario del texto. Escrito al calor de los eventos, el poema no adopta ninguna distancia. Es un grito para crear conciencia y sus debilidades, que seguramente influyeron en la decisión del autor de no incorporarlo en recopilaciones posteriores, residen en las concesiones a la retórica del momento, concesiones que, por otra parte, aparecen en casi todos los poetas de la época. Como se sabe, el título mismo fue el lema de los republicanos para la defensa de Madrid. Cuando estalló la insurrección militar el 18 de julio de 1936, Dolores Ibarruri (La Pasionaria) lo lanzó, con habilidad oratoria, en sus transmisiones radiofónicas. La resonancia retórica del título repite una línea ideológica ya formulada y ejemplifica lo que va a ser la postura del Frente Popular: acatar la unidad interna frente a la amenaza fascista. La eficacia del título no es estética sino ideológica. Así, un léxico militar (“revólver”, “balas”, “los campos prisioneros”) se combina con cierto realismo circunstancial con referencias a los escenarios locales (Badajoz, Extremadura, Irún). El poema, dirigido a los camaradas, invoca el gesto de lucha y resistencia mediante el símbolo ya convencional de “un puño insobornable”. Sin embargo, se intenta presentar el conflicto en términos universales y metafísicos a pesar de estos elementos circunstanciales. Se plasma la desnaturalización de la vida y el arresto del ímpetu vital (“alas detenidas”, “un latir de paloma endurecido”, “la sangre encadenada”). Desde la primera estrofa las imágenes y el lenguaje expresan una oposición irreductible entre movimiento dinámico y parálisis mortal, entre libertad y encadenamiento, entre vida y muerte: Como pájaros ciegos, prisioneros, como temblantes alas detenidas o cánticos sujetos, suben amargamente hasta la luz aguda de los ojos y el desgarrado gesto de la boca, los latidos febriles de la sangre, petrificada ya, e irrevocable: No pasarán. 28 29
Paz, Preliminar en Obra poética (7: 17, 19). Refiriéndose a esta primacía, Luis Mario Schneider señala que “Octavio Paz fue el primero de todos en dar su grito de alarma” (XXIII).
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Lucha dramática, definitiva y apocalíptica entre contrarios. Si la adjetivación tiende a ser previsible y convencional (“el desgarrado gesto”, “los latidos febriles”, “ternura caliente”, “llanto interminable”, “terrible grito”, “árboles dulces”, “tiernos latidos” –cursivas mías), el poema transmite, tal vez demasiado bien, el espíritu de zozobra, cólera y determinación. El defecto estético, por supuesto, es el maniqueísmo de esta forma de invocar los contrarios en oposición binaria. Estamos ante un texto escrito para ser leído en público: su dramatismo retórico es el vicio de la oratoria y de la prédica didáctica. Poema comprometido, sin duda; poema partidista también, porque adopta la consigna del momento; afán propagandístico, desde luego. Pero con todo, creo que se equivoca Manuel Ulacia cuando afirma que con este poema Paz “asume una poética relacionada con el realismo socialista” (Ulacia: 48). Nunca “asume” esta poética y muy pronto se aleja de ella. Crece la intensidad en las últimas estrofas hasta llegar al clímax final. Hay la inevitable llamada a la unidad colectiva: “un tenso cinturón de voluntades / os pide que no pasen”. Curiosamente, la llamada a una “reconquista” (con todos sus ecos históricos y religiosos) es algo que no aparece en casi ninguno de los poemas escritos sobre la guerra: Detened a la muerte. A esos muros siniestros, sanguinarios, oponed otros muros; reconquistad la vida detenida, el correr de los ríos paralizados, el crecer de los campos prisioneros, reconquistad a España de la muerte.
Cuando todavía estaba en el aire la polémica desatada por ¡No pasarán! y en plena escalada de la guerra, sale de las prensas de la misma editorial Simbad el día 3 de enero de 1937 un largo poemario de tema erótico: Raíz del hombre. El joven vuelve a reclamar su derecho a explorar diferentes caminos poéticos en forma simultánea. La voz que canta al amor y a la muerte no es la misma que se había cristalizado en los primeros poemas. Ya no se trata de simples ejercicios de idealización amorosa sino de una poesía intensamente erótica que enlaza a los amantes con el mundo natural. Estamos más lejos todavía de la poesía de consigna de ¡No pasarán! Paz ha destacado aquí las influencias de Novalis y de Lawrence, pero es preciso invocar a Residencia en la tierra. De hecho, Neruda es el destinatario de un ejemplar de Raíz del hombre y el impacto favorable causado es el motivo por el cual Paz será invitado al Segundo Congreso de Escritores Antifascistas ese mismo año. Neruda se preciaba hasta el final de su vida de haber sido uno de
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los primeros en reconocer el valor de la poesía de Paz, como él mismo recordó en sus memorias30. Así, a principios de 1937 tenemos tres voces poéticas que se superponen a las voces anteriores: el poeta de tema social y político; el neorromántico y erótico de Raíz del hombre; y el neobarrroco o neoclásico de los cinco sonetos publicados en marzo de 1937 en Taller Poético. Cada una de estas líneas se prolonga en la obra posterior. Sin embargo, la vida del escritor da un giro y la fuerza de la realidad social y política irrumpe de nuevo en sus textos poéticos. Entre marzo y mayo de 1937 Paz vive en Mérida, Yucatán, adonde había ido con amigos a fundar una escuela secundaria para los hijos de obreros y campesinos. Esta experiencia le inspira un largo poema de tema social que comienza a escribir en Mérida pero que sólo termina cuatro años después en la capital: Entre la piedra y la flor (1941). Esta apasionada denuncia de la explotación capitalista de los campesinos mayas es probablemente el mejor de sus experimentos de entonces con la poesía social y es significativo que la primera de sus muchas versiones haya tenido que esperar hasta cuatro años para ser publicado: distancia y reposo que faltaron en el caso de ¡No pasarán! Mientras está en Yucatán, recibe la invitación para asistir al Congreso y llega a España en julio para conocer a la plana mayor de la literatura hispánica y occidental. Durante la estancia de unos tres meses, publica de nuevo su “Elegía”, ahora con el título de “Elegía a un joven muerto en el frente”, escrita en México antes de hacer el viaje: sale en el número 9 (septiembre de 1937) de la revista Hora de España. También aparece la ya citada antología impresa por Altolaguirre, en la cual da a conocer, además de ¡No pasarán! y la “Elegía”, su “Oda a España”, escrita en Madrid en el verano de 1937. Finalmente, en el legendario número 23 de Hora de España, entrega que se imprimió en noviembre de 1938, pero que no salió de la imprenta y se pensó perdida durante décadas, aparece “El barco”, escrito a fines de 1937 en medio del Mar Atlántico, durante la travesía de regreso a México31. Aquí me limito a comentar algunos 30
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“Entre noruegos, italianos, argentinos, llegó de México el poeta Octavio Paz, después de mil aventuras de viaje. En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído. Había publicado un solo libro que yo había recibido hacía dos meses y que me pareció contener un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía” (Confieso que he vivido, 539). No cabe duda de que este “primer libro” que recibe Neruda es Raíz del hombre, en cuyos versos habrá percibido ecos y resonancias de su propia poesía. Por otro lado, tenemos un encendido testimonio del impacto que le causó a Paz en aquella época la lectura de Residencia en la tierra en el ya citado ensayo “Pablo Neruda en el corazón”. “Elegía a un joven muerto en el frente”, Hora de España, no 9 (septiembre de 1937), p. 39-42. Hay varias versiones posteriores con variantes y con el título de “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”. “Oda a España”, en Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España, p. 41-47 [se publicó una versión distinta de
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aspectos de este último poema, el más interesante para mí y, con la “Elegía”, el único de su producción española que figura, muy revisado, en todas las ediciones de su obra poética Libertad bajo palabra. Paz comulga plenamente con la ideología antifascista y la doctrina del Frente Popular: defiende a la República con textos propagandísticos en prosa que ya hemos comentado, pero siempre desconfía del dogma del realismo socialista y escoge con cuidado los órganos donde publica sus poemas. Salta a la vista su cercanía al grupo de Hora de España, revista que evitó el extremo del verso panfletario y guardó cierta independencia en asuntos literarios. “El barco” está dedicado a Arturo Serrano Plaja, el autor de la famosa “Ponencia colectiva”, leída por éste en nombre del grupo de Hora de España en el Congreso de Valencia, documento sorprendente por sus críticas al arte subordinado a la propaganda demagógica y por su defensa valiente de un arte responsable pero libre. En su estudio pionero, Klaus Müller-Bergh señaló la posible influencia en “El barco” de un poema de Neruda, “El fantasma del buque de carga” de Residencia en la tierra (Müller-Bergh: 130-131). El mismo crítico apuntó que el poema de Paz está escrito en verso libre, pero sería más exacto subrayar el predominio estructurante de heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos. Es decir: verso semilibre dentro de la tradición culta, rasgo compartido por muchos poemas aparecidos en Hora de España. En la primera publicación figura una nota explicativa, extraída sin duda de una carta de Paz a Serrano Plaja: “A mi regreso, en Lisboa, subieron trescientos españoles, viejos todos, gente de campo. Habían escapado, puesto que rebasaban la edad militar, de la zona facciosa. Ningún testimonio más horrendo, que el de estos pobres viejos.” En su melancolía, soledad y enajenación, el ambiente inicial es sin duda “residenciario”: Sobre las aguas implacables, de acero y llamas, que en las desiertas horas, pobladas sólo por la sedienta noche y un tiempo sin medida, se levantan frenéticas, en una desnuda, verde súplica, van los maderos tristes, van los hierros, la sal y los carbones, la flor del fuego, los aceites, las mercaderías espesas y el fruto de la tierra.
La mercancía cargada, productos de la tierra, simboliza a los campesinos desterrados de su patria como despojos condenados a separarse este poema en Letras de México, no 30 (1 de agosto de 1938), p. 3]. “El barco”, Hora de España, no 23 (noviembre de 1938), p. 43-45 (cito por esta versión). “El barco” también se publicó, con disposición distinta de versos y estrofas, en la revista mexicana Poesía, no 3 (1938), p. 15-19. Hay varias versiones posteriores con variantes y con el título de “Los viejos”.
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cada vez más de su origen, sin posibilidad de fecundar y hacer producir la tierra con su sangre sacrificial: Partidos por la guerra, empujados de sus tierras a otras, rotas las horas suyas, las que inundaron con su sangre, con ese esperma suyo que por la tierra gime, sin retorno, como un balido de las agrias manadas fugitivas, contemplan gravemente el cielo despoblado.
Reducidos a “hombres que sólo llevan ya a la muerte su diminuta muerte”, estos seres encarnan un simbolismo elemental que fertiliza un renacer cíclico en un tiempo más vasto que el histórico: Los hombres son la espuma aérea de la Tierra, su dulce flor de huesos y de carne, el poblador esperma del planeta. Hijos de la ternura son de llanto; sólo su llanto, sin salida, en otro ajeno los sumerge Y renacen del llanto, diluviales, hechos amargas aguas por la tierra, olvidados, como la flor del agua. [Cursivas en el original]
En la larga duración de los ciclos naturales se vislumbra la consolación de la continuidad de la especie. El poema termina con tres versos en los cuales el sujeto poético aparece por fin para definirse en función de los otros. La fraternidad, el reconocerse frente a y con los demás, justifica la tarea poética y ofrece una salvación de trascendencia inmanente: Allí los reconozco, allí los nombro con los ardientes nombres de mis lágrimas, y me disuelvo en ellos, y me salvo.
Esta fusión de elementos simbólicos del cristianismo con ideas sociales laicas recuerda tanto la poesía contemporánea de Vallejo como lo que María Zambrano llamó, refiriéndose a Neruda en el texto que precede a “El barco” en el mismo número de la revista, la sacralización de la materia natural: “Amor, terrible amor de la materia, que acaba en ser amor de entrañas, de la oscura interioridad del mundo. Sobre la superficie del mundo están las formas y la luz que las define, mientras la materia gime bajo ella” (Zambrano, “Pablo Neruda o el amor…”, 38). Esta paradójica religiosidad atea hace del nuevo humanismo la única forma de trascendencia inmanente. En sus “Cantos españoles” Paz emplea formas cultas (elegías, odas y verso semilibre) y aunque al parecer en discusiones informales durante el Congreso defendió con Miguel Hernández el uso de formas populares 336
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como el romance, en su práctica estas formas brillan por su ausencia32. Su poesía de tema social se vuelve cada vez más distanciada, más universal y menos dependiente de la retórica del momento. En términos del estudioso Johannes Lechner, “El barco” sería un poema indirecto, reflexivo y distanciado que busca trascender sus circunstancias en oposición al carácter directo, inmediato y utilitario de ¡No pasarán! (Lechner: 153-154). En un poco más de un año su concepción estética de lo social se ha transformado y ahora relaciona lo colectivo con lo individual como forma de universalizar la experiencia histórica y romper el círculo del solipsismo romántico. Si en sus prosas propagandísticas el ideólogo sigue creyendo en el mito de la Revolución, en sus poemas (como “El barco”) y en sus reflexiones sobre la poesía (como el ensayo sobre Neruda) el poeta demuestra que las preocupaciones sociales y políticas pueden expresarse en versos no panfletarios, versos que no se limitan a reflejar la circunstancia local sino que intentan trascender el realismo del momento y convertir la experiencia histórica en algo más duradero.
Bibliografía Abreu Gómez, Ermilo, “Libros. Taller”, en Ruta, nº 8 (15 de enero de 1939), p. 54. Anón., “Tarjetas”, en Taller, nº 4 (julio de 1939), p. 58-59. Augier, Ángel, Nicolás Guillén. Notas para un estudio biográfico-crítico, t. 2 (La Habana: Universidad Central de las Villas, 1964). Aznar, Manuel y Schneider, Luis Mario, II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura 1937 (Valencia: Generalitat Valenciana, 1987), 3 vols. Garro, Elena, Memorias de España 1937 (México: Siglo XXI, 1992). Gil-Albert, Juan, “Notas. Octavio Paz”, en Hora de España, nº 11 (noviembre de 1937), p. 75-76. Huerta, Efraín, “Libros recibidos”, en Taller Poético, nº 3 (marzo de 1937), p. 45. –, Aquellas conferencias, aquellas charlas (México: UNAM, 1983). Lechner, J., El compromiso en la poesía española del siglo XX. Primera parte. De la Generación de 1898 a 1939 (Leiden: Universitaire Pers Leiden, 1968). López Malo, Rafael, “Un fantasma recorre el mundo”, en Cuadernos del Valle de México, nº 2 (enero de 1934), p. 30-31.
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Una discusión entre Paz y el escritor argentino Raúl González Tuñón fue presenciada por el poeta cubano Nicolás Guillén. En su libro sobre éste, Nicolás Guillén. Notas para un estudio biográfico-crítico, el crítico Ángel Augier ofrece una síntesis del debate (81-82).
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Octavio Paz y la guerra civil española
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SEGUNDA PARTE CENTROAMÉRICA
COORDINADORA: FRANCISCA NOGUEROL
Escritores centroamericanos en España (1918-1939) Una visión de conjunto Jorge Eduardo ARELLANO Academia Nicaragüense de la Lengua
Introducción Debo confesar que mi especialización es la literatura nicaragüense y, algo, la centroamericana. Al menos dos obras de referencia sobre esta última he elaborado (Arellano, 1997 y 2003). Pero su repercusión en España –relacionándola con las de otras áreas del continente– es muy menor, si exceptuamos la insuperable proyección transatlántica de Rubén Darío. Más aún: pese a mis esfuerzos por sistematizar el fenómeno literario de Centroamérica –siguiendo el desarrollo desigual de sus estados nacionales–, todavía no puede hablarse de un corpus delimitado dentro de nuestra área con una estructura interna propia, su constelación temática, sucesión estilística y peculiares operaciones intelectuales históricamente reconocidas. Por eso, de acuerdo con Ángel Rama, resulta más visible el proceso supranacional de la literatura latinoamericana –y, aún mejor, hispanoamericana– percibida desde Europa y, particularmente, desde España. Por otra parte, no se olvide que la garganta pastoril de América – como bautizara Pablo Neruda al istmo centroamericano– la integran países periféricos del Tercer Mundo –y, por ende, con gran atraso socioeconómico– y algunos, como Nicaragua, poseen regiones aisladas y marginales pertenecientes a un Cuarto Mundo, donde no se puede hablar de literatura. Sólo de oralitura. Otra observación es necesario consignar: Centroamérica ha permanecido –a lo largo de sus cinco siglos de haber sido incorporada a la cultura occidental– vinculada a México. De hecho, forma parte de Mesoamérica etnológica y lingüísticamente hablando, su existencia 343
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indohispana y proceso independentista se relacionó estrechamente con el Virreinato de Nueva España y muchas de sus obras y experiencias literarias representativas no se explican sin México. Así, cabe recordar que el Popol Vuh –la saga cosmogónica de los quichés de Guatemala– no es sino una obra clave de la cultura maya; la Verdadera y notable relación de la conquista de la Nueva España fue escrita por Bernal Díaz del Castillo, de 1557 a 1580, en la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala; y la Rusticatio mexicana –poema en hexámetros latinos de Rafael Landívar– concreta la nostalgia colonial de la misma Nueva España y el espíritu de posesión del criollo guatemalteco. Igualmente, no pocos escritores centroamericanos han desarrollado sus vocaciones literarias en México. Citaré a tres protagonistas de la vanguardia: el nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959) y los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón (1901-1992) y Arqueles Vela, uno de los estridentistas.
Salomón de la Selva y la otra vanguardia Pero ningún rastro de ellos quedaría en la España de 1918 a 1939, excepto la publicación de un “Poema de las Estaciones” del primero –Salomón de la Selva– en la revista ultraísta Cervantes, de Madrid (febrero de 1919). Dividido en cuatro partes (“Otoño”, “Invierno”, “Primavera” y “Verano”), la última se reconoce por su versificación libre y aciertos anafóricos: Llamas de ciudad en incendio, llamas amarillas de puntas rojas, llamas como pétalos de orquídeas, llamas como lenguas de tigre, llamas que lamen el viento, llamas que se alzan del tizón y vuelan y se consumen en el aire, llamas sonoras como latigazos, como quejidos, como caricias, como alaridos, ¡mi corazón estalló en llamas!
Quien firmaba estos versos acaba de encabezar una rigurosa selección de la poesía contemporánea de Centroamérica (Campaña). Editada por Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, su autor –el ecuatoriano Mario Campaña, biógrafo de Quevedo o Baudelaire– incluyó íntegro El soldado desconocido (1922), cuya carátula ilustró Diego Rivera: considerado en 1980 por el actual Premio Cervantes, José Emilio Pacheco, el ejemplo creador más representativo de lo que denomina la otra van344
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guardia hispanoamericana, concepto que ya se ha incorporado a los manuales e historias literarias. Con Espejo (1933, escrito y difundido en su mayor parte de 1926 a 1929), Poemas proletarios (1934) y la primera Antología [en español] de la poesía norteamericana y los tres títulos de Salvador Novo (1904-1974), El soldado desconocido fusiona la poesía conversacional y la llamada “antipoesía”, logrando que no procediera de los ismos europeos, sino de la poesía nueva estadounidense. Así, puntualizó Pacheco: Aparece de manera tan subrepticia que ni siquiera sus introductores se dan cuenta de lo que han aportado. Surge de una articulación única de circunstancias históricas y personales en 1922: el año de Ulises, The Waste Land, Trilce, Desolación, de la Semana de Arte Moderno en Sao Paulo, el nacionalismo de Proa en Buenos Aires y el Estridentismo con Actual, hoja de vanguardia. Su escenario es el México que vive una explosión de nacionalismo sin xenofobia y donde el ministro [de Educación] José Vasconcelos aspira a un renacimiento logrado a través de la unión cultural hispanoamericana. (Pacheco: 105)
Esta corriente, según el mismo Pacheco, tuvo como órganos difusores –antes de la aparición formal de Los Contemporáneos–, a las revistas México Moderno (1921-24) –de la que Salomón fue uno de sus principales colaboradores– y Vida mexicana (un solo número de 1923), como también El Mundo, periódico de Martín Luis Guzmán (1887-1977). Bajo el magisterio del humanista de nuestra América, Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) partía directamente –como fue señalado– de la poesía estadounidense y se interesaba, sobre todo, en las letras inglesas. De manera que otro crítico mexicano, retomando a Pacheco, acotó refiriéndose a su país: “El soldado desconocido, junto con Espejo y Poemas proletarios de Salvador Novo, constituyen las piedras angulares de la formación de nuestra vanguardia” (Flores: 7). De la Selva también había figurado con otro centroamericano –el inevitable e imprescindible Rubén Darío– en el más rico, completo y significativo panorama antológico de la poesía en lengua española, surgido durante el periodo de 1915 a 1940. Tal lo ha revalorado recientemente Alfonso García Morales en el ensayo central de una investigación colectiva sobre las antologías poéticas modernas en español, notable por su calidad académica e innovadora en su temática (García Morales). Me refiero a Laurel, un volumen con más de mil páginas publicado en México por la Editorial Séneca –dirigida por el español José Bergamín (1895-1983)– en 1941. Encargado al poeta mexicano del grupo Contemporáneos Xavier Villaurrutia (1903-1950), a los peninsulares Emilio Prados (1899-1962) y Juan Gil-Albert (1904-1995), y a otro señero poeta de México, como ya lo era Octavio Paz, de hecho la elaboró Villaurrutia, disponiendo del unánime acuerdo de Paz. 345
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Pues bien, en la escrupulosa revisión que hizo de Laurel a los cuarenta años de su aparición, Paz consideró acertado haber incluido a Salomón. “Fue el primero en lengua castellana que aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana –argumentaba en 1982–; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo, sino que el mismo tema de su libro único –El soldado desconocido (1922)– también fue novedoso en nuestra lírica”. Pero después, un año antes de morir, Pablo Neruda evocó en París al autor de ese poemario renovador, cuya poesía admiraba en grado sumo, prometiendo sacarlo del olvido con un prólogo a sus libros poéticos completos. Anteriormente, Neruda había reconocido: “Fui amigo de Salomón de la Selva en México. Lúcido, apasionado de viajes y aventuras, le debemos uno de los libros más admirables –severo y monumental a la vez– de nuestro continente: El soldado desconocido. Este libro ha sido el primer aporte poético a la lucha por la paz en el mundo, además de obra sabia llena de nuevas ideas y cosecha de espigas inesperadas”. En efecto, la experiencia en las trincheras de Flandes durante 1918 fue traducida por Salomón de la Selva con letra y espíritu modernos. Apropiándose del realismo libre y del inmediatismo exteriorista de la new American poetry, abrió nuevas rutas a la poesía humanitaria y social que surgiría tras la primera gran guerra europea no sin recurrir al coloquialismo, a la expropiación de la dicción poética anglosajona, al intenso lirismo con tonos “feístas”; en fin, al uso de antigüedades modernizadas, como las de Ezra Pound, con quien habría alternado en Londres a principios de 1919. Todo ello, con más detalles, se encuentra expuesto en la segunda edición de mi libro crítico-biográfico sobre de la Selva, recién editado por la Universidad de León, Nicaragua (Arellano, 2009).
La ofrenda de España a Rubén Darío Entrando directamente al tema y su ámbito temporal, habría que partir de una obra colectiva, La ofrenda de España a Rubén Darío (19161918), compilada por Juan González Olmedilla y que, como se indica, duró dos años editándose. A Rafael Cansinos-Asséns, uno de sus colaboradores, le debemos el dato, localizado en sus memorias La novela de un literato (1982-1985). El libro fue impreso en la célebre Editorial América, de Madrid, fundada pocos años antes por el modernista venezolano Rufino Blanco Fombona (1874-1944). Sin embargo, no especificaré su estructura ni haré la lista de sus textos ni de sus autores, pues ya lo ha realizado pormenorizadamente Pedro Carrero Eras, catedrático e investigador de la Universidad de Alcalá (Carrero Eras: 201-218). Aquí me limitaré a señalar su importancia: con La ofrenda se dio por concluido el superficial discurso antimodernista y antidariano en la península, remontado a la tradición antigalicista de la 346
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intelectualidad española, que había tenido su momento germinal en la guerra de independencia. Según el argentino Ignacio Zuleta, esta antología de laudatorios textos en verso y prosa “debe interpretarse como un sinceramiento con el poeta [Rubén Darío] que había obrado como incitador de las manifestaciones más luminosas de la intelectualidad [española] contemporánea” (Zuleta: 36). De todas sus colaboraciones, la más significativa fue el mea culpa de don Miguel de Unamuno, quien reconoció –sincera, pero tardíamente– el intenso mundo interior de Darío y su dimensión universalista.
Las primeras tres series de las Obras completas de Rubén Darío Casi simultáneamente, compiladores hispánicos –salvo el argentino Alberto Ghiraldo– acometieron en Madrid los primeros intentos de Obras completas del padre y maestro de la poesía hispánica moderna: los 22 volúmenes de Mundo Latino (entre 1917 y 1919), los 7 de la Biblioteca Rubén Darío Sánchez –hijo del bardo– de 1921 a 1922 y los otros 22 –continuación de la anterior– aparecidos entre 1922 y 1929. Desde luego, no resultaron completos esos esfuerzos –sólo en su intencionalidad–, ni fieles; tampoco resisten el menor examen filológico; mas no pueden conceptuarse definitivamente detestables. Un análisis de las tres series ha sido emprendido por Noel Rivas Bravo y a ese trabajo remito para ampliar su contenido (Rivas: 13-20).
Las antologías de Maucci De la misma época datan las ediciones antológicas del italiano Manuel Maucci en Barcelona, calificadas de “deplorable mercadería” por don Pedro Henríquez Ureña, sin tomar en cuenta que lograron situar a la poesía centroamericana en el mapa español. Si el Parnaso nicaragüense es de 1912, el Parnaso salvadoreño es de 1917, el Parnaso costarricense de 1921 y el Parnaso guatemalteco de 1931; Alberto Ortiz (1891-1913), Salvador R. Erazo, el venezolano Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) y Humberto Porta Mencos, respectivamente, fueron sus compiladores. Ortiz había sido cantado en una elegía por su amigo íntimo, Vicente Huidobro, en Santiago de Chile. Su hermano de padre Octavio Rivas Ortiz, en carta de 1912 a Rubén Darío en París, en un momento en que dirigía la revista Mundial Magazine, confesaba en Managua: Hay ahora en las librerías una obrita semi-ramplona, Parnaso nicaragüense, producto de Maucci y Cía., en donde campea la más ridícula colección de tontos, que se dicen poeta. Han tenido el atrevimiento de colocarlo [a Darío] 347
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al lado de una docena [en realidad sumaban 30] de ramplones mantecosos con pretensiones de hombres. ¿Por qué no pone usted una nota en su Magazine, o escribe una gacetilla contra esos pelagatos de mi tierra? Aunque, a decir verdad, la cosa no es de tanta importancia. (Archivo Rubén Darío: 378)
He ahí una curiosa actitud, mediante cierta aparente autocrítica –Rivas Ortiz era uno de los antologados del Parnaso nicaragüense– para solicitar la consagración. Pero dicho Parnaso todavía resulta útil para comprender la estética y los motivos de su tiempo. Además, Darío no fue presentado “en harapos”, como se afirmaría en el iconoclasta movimiento granadino de vanguardia situado en la década del 20. Porque sus ocho poemas escogidos se tomaron de su poemario cimero: Cantos de vida y esperanza (1905), y son, a saber: “Melancolía”, “Salutación del optimista”, los tres “Cisnes”, “Marcha triunfal”, “A Goya” y “Lo fatal”. El primero, “Melancolía”, vale la pena de ser leído y comentado para infundir a esta convocatoria una dosis de auténtica poesía. Se trata de un testimonio radiográfico del ser poeta y del poetizar, consistente en un soneto polimétrico (alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos, es decir, versos de 14, 11 y 7 sílabas) dedicado por Darío, en la edición de Cantos de vida y esperanza, a Domingo [S.] Bolívar, pintor colombiano a quien había conocido en París hacia 1901. Trasladado a Washington, Bolívar sostuvo correspondencia con su amigo, pues se conservan dos cartas suyas: una del 7 de diciembre de 1902 y la otra del 23 de enero de 1903. Poco después se suicidaba “al pasar de Washington a Nueva York, ingiriendo una fuerte dosis de cianuro.” He aquí su texto: Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas, ciego de ensueño y loco de armonía. Ese es mi mal. Soñar. La poesía es la camisa férrea de mil puntas cruentas que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía. Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo, a veces me parece que el camino es muy largo, y a veces que es muy corto… Y en este titubeo de aliento y agonía, cargo lleno de penas lo que apenas soporto. ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?
Obsérvese la eficaz aliteración del penúltimo alejandrino (cargo lleno de penas lo que apenas soporto) y la pregunta del último que remata o 348
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culmina el tono confesional, dialógico, del soneto. O, mejor dicho, que lo cierra (este poema no es abierto, como podría parecer a primera vista, sino cerrado, definitivo, lapidario). Como afirma Aguado-Andreut, “el primer verso y el último, Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía (…) ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía? Son los dos brazos que lo sustentan y cierran a la vez; por el sentido, por el estilo y, especialmente, por la autonomía sintáctica y espiritual en que viven” (Aguado-Andreut: 65).
Costarricenses en España Otra antología costarricense vio la luz en Madrid en 1928, compilada por el gaditano Eduardo de Ory (1884-1939). Se trata de Los mejores poetas de Costa Rica, prologada por Alejandro Alvarado Quiroz (Ory). Pero el primer poeta “tico” en publicar en España fue Aquileo Echeverría (1866-1909), fallecido en Barcelona, donde no pudo ver impresa la segunda edición de sus Concherías, que con prólogo de Rubén Darío aparecería poco después en aquella ciudad. Al respecto, ha escrito Carlos Francisco Monge: Hay otros ejemplos de escritores modernistas costarricenses en España: Carlos Gagini había estado en la península ibérica durante un breve periodo; de Rogelio Sotela apareció una segunda edición de su Recogimiento en Madrid, en 1925, y de Roberto Brenes Mesén su libro En busca del Grial, un decenio después. Un escritor con más fortuna fue Max Jiménez; pasó varios años en Europa, donde imprimió en talleres madrileños dos libros: Sonaja (1930) y Quijongo (1933)… El novelista José Marín Canas, primero, y el poeta Fernando Centeno Güell, años después, vivieron también alguna temporada en España; el primero, de ascendencia española, fue a prepararse en ingeniería civil; Centeno Güell, a especializarse en estudios pedagógicos. Ambos aprovecharon su estancia en tierras castellanas, conocieron los vaivenes y fragores de los movimientos vanguardistas, al punto que Marín Canas produjo una de las pocas novelas que agitaron los hábitos narrativos y lingüísticos costarricenses: Tú, la imposible (1931). Centeno Güell abandonó para siempre el oneroso modernismo en sus poemas juveniles y se adentró, con cierta influencia del surrealismo, por los meandros del esteticismo y de una forma particular de la llamada poesía pura. (Monge: 18)
El salvadoreño Rodolfo Barón Castro Fue por entonces cuando un escritor centroamericano –acaso el único– se arraigaría en España: el salvadoreño Rodolfo Barón Castro (1909-1986). A partir de 1928 vivió ejerciendo responsabilidad del servicio exterior de su país, entregado a la investigación histórica y desempeñando funciones en la Unesco y en la Oficina de Educación Iberoamericana (OEI), de la que fue Secretario General entre 1964 y 349
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1981. Autor de numerosos artículos en diarios y revistas europeas y americanas, dejó al menos cinco obras, todas editadas en Madrid: La población de El Salvador / Estudio acerca de su desenvolvimiento desde la época prehispánica hasta nuestros días (1942); Pedro de Alvarado (1943), Selección de prosistas modernos hispanoamericanos (1944), Españolismo y antiespañolismo en la América Hispana (1945) y Reseña histórica de la villa de San Salvador / Desde su fundación en 1525 hasta que recibe el título de ciudad en 1546 (1950).
Títulos de autores nicaragüenses A la anterior nómina, habría que añadir tres títulos de dos autores nicaragüenses. En primer lugar, las obras de Hernán Robleto (1892-1969): Sangre en el trópico. La novela de la intervención yanqui en Nicaragua (Madrid, Editorial Cenit, 1930) y Los estrangulados. El imperialismo yanqui en Nicaragua (1933), una segunda novela lanzada por la misma editorial madrileña. Y luego, en tres tomos, La enfermedad en Centroamérica (1934), un tratado sociológico del ensayista Salvador Mendieta (1879-1958).
Pablo Antonio Cuadra y el pensamiento tradicionalista español Finalmente, quisiera terminar con un apunte sobre la relación de Pablo Antonio Cuadra y el pensamiento tradicionalista español, representado por Ramiro de Maeztu (1875-1936). Cuadra y sus compañeros revalorizaron la corriente corporativista que, en la práctica, degeneraría en fascismo, pero que teóricamente constituía una búsqueda en la propia tradición hispanoamericana de todo aquello que pudiera servir de base a una nueva estructuración sociopolítica de carácter nacionalista (Arellano, 1992). El corporativismo implicaba un rechazo de la penetración extranjera, principalmente estadounidense, implantada en contra de su propia tradición cultural, y un repudio a la dependencia moral, política y económica. Algunos corporativistas volvieron a Roma en busca de su ideal, otros a un medievalismo impregnado de romanticismo, algunos a las civilizaciones aborígenes americanas; y los más, a una mezcla de ellas junto al modelo español del siglo XVI: la tradición de los gremios, el catolicismo e instituciones ibero-latinas tan fuertes como la familia, la comunidad y la religión. El argumento corporativista fue de esta manera reforzado por el resurgimiento del nacionalismo cultural. Así Pablo Antonio Cuadra (19122002), al igual que José Coronel Urtecho (1906-1994), se vincularon desde 1935 a la Acción Española de Maeztu. De ahí que la conferencia 350
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del primero, “El retorno a la tradición hispana”, haya sido difundida en la revista del mismo nombre (t. 12, no 72-73) y, tras su viaje a España en 1940 –recién concluida la guerra civil–, Cuadra se incorporase al proyecto de formular el ideal católico militante como elemento sustantivo del oficialismo institucional del Estado español. Pablo Antonio llegaría así a programar en relación a la acción temporal de los cristianos: “La Hispanidad es el servicio militar obligatorio de la catolicidad”. Por eso, tras la ley del 2 de noviembre de 1940 –que creaba el Consejo de la Hispanidad, agotado muy pronto–, Francisco Franco (“Corazón de Jesús con botas”) dio un giro en la política oficial hacia Iberoamérica. Liquidó el Consejo de la Hispanidad y fue creado un instrumento nuevo: el Instituto de Cultura Hispánica. La ley que “autoriza” al Ministerio de Asuntos Exteriores a organizarlo se emitió el último día de 1945. Sin embargo, el Instituto de Cultura Hispánica no se pondría en marcha sino muchos meses después. Su reglamento es del 18 de abril de 1947 y a su fundación de hecho en El Escorial el 4 de julio de 1946, por lo que el aporte de Pablo Antonio Cuadra sería clave, como ya lo he indicado en un estudio de su vida y obra (Arellano, 1997).
Bibliografía Archivo Rubén Darío, Madrid, Biblioteca Histórica, Universidad Complutense, nº 378. Arellano, Jorge Eduardo, Entre la tradición y la modernidad. El movimiento nicaragüense de vanguardia (San José, C. R.: Libro Libre, 1992). –, Pablo Antonio Cuadra: aproximaciones a su vida y obra (Managua: Academia Nicaragüense de la Lengua, 1997). –, Diccionario de escritores centroamericanos (Managua: ASDI-Bibliotecas Nacionales de Centroamérica y Panamá, 1997). –, Literatura centroamericana (Managua: Colección Cultural de Centroamérica, 2003). –, Aventura y genio de Salomón de la Selva (2da ed., León: Editorial Universitaria, 2009). Campaña, Mario (ed.), Pájaro relojero. Poetas centroamericanos (Barcelona: Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2009). Carrero Eras, Pedro, “Comentario al libro colectivo La ofrenda de España a Rubén Darío”, en Cereza, Fernando (ed.), Modernismo y modernidad desde Nicaragua (Alcalá: Universidad de Alcalá, 2005), p. 201-218. Flores, Miguel Ángel, “Prefacio” en De la Selva, Salomón: El soldado desconocido y otros poemas. (Flores, Miguel Ángel (ed.). México: Fondo de Cultura Económica, 1989). García Morales, Alfonso (ed.), Los museos de la poesía. Antología poética moderna en español, 1892-1941 (Sevilla: Alfar, 2007). 351
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Monge, Carlos Francisco, Territorios y figuraciones. Ensayos literarios y semblanzas (Heredia, C.R.: EUNA, 2009). Ory, Eduardo de, Los mejores poetas de Costa Rica (Madrid: Compañía IberoAmericana de Publicaciones, 1928). Pacheco, José Emilio, “Nota sobre la otra vanguardia”, en Casa de las Américas, año XX, nº 118 (enero-febrero 1980), p. 103-107. Rivas Bravo, Noel, “Breve recorrido por las ediciones darianas”, en Anales de la Literatura Hispanoamericana, vol. 35 (2006), p. 13-20. Aguado-Andreut, Salvador, Por el mundo poético de Rubén Darío (Guatemala: Editorial Universitaria, 1966). Zuleta, Ignacio, La polémica modernista. El modernismo de mar a mar (1888-1987) (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1988).
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“Soñadores de las mismas quimeras” Enrique Gómez Carrillo y la revista Cosmópolis (1919-1922) Francisca NOGUEROL Universidad de Salamanca
En un libro dedicado a las relaciones establecidas entre intelectuales españoles e hispanoamericanos a principios del siglo XX, pocas figuras pueden compararse a la de Enrique Gómez Carrillo. Fundamental en las revistas españolas desde 1900, el escritor guatemalteco participó activamente en la vida cultural de nuestro país como corresponsal, colaborador y director de diferentes publicaciones periódicas1. Entre ellas, destacó la madrileña revista Cosmópolis (1919-1922) en la que, amén de autopromocionarse, demostrar su curiosidad universal e invitar a las mejores plumas de su tiempo pretendió, por encima de todo, estrechar los vínculos entre los pensadores y artistas de ambos lados del océano. A ella dedicaré las siguientes páginas, para lo que comenzaré destacando algunos rasgos significativos de la personalidad de su fundador y sus primeros esfuerzos por lograr la fraternidad entre la intelligentsia hispánica.
Una curiosidad plural La recepción crítica de Enrique Gómez Carrillo (Guatemala 1873París 1927) se ha visto empañada por la “mala prensa” que sufrió durante muchos años debido a una serie de leyendas que él mismo, con su espíritu irreverente, se encargó de alimentar: su amistad con el dictador 1
Ya señaló Rubén Darío: “Gómez Carrillo escribe en la prensa de Madrid tan constante y brillantemente, que le han llamado Príncipe de los cronistas” (Darío: 142). Un poco más adelante, el nicaragüense subraya de nuevo su éxito entre el público español: “Si este diablo de hombre quisiese, aún después de su excomunión, lo prologaría un cardenal” (Darío: 143). Sobre la difícil relación entre ambos escritores, cf. el interesante artículo de Ignacio López Calvo “Estrategias de poder en el campo cultural del modernismo: la escabrosa relación entre Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo” (2010).
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Manuel Estrada Cabrera, su vida donjuanesca –marcada por los continuos duelos–, su hipotética traición a la espía Mata Hari –a la que habría entregado a las autoridades francesas– y, sobre todo, su frivolidad afrancesada, que lo convirtió en el perfecto exota y le habría hecho olvidar sus raíces americanas. Deseo desmontar esta última idea en el presente trabajo, demostrando que el más leído y conocido en España de los escritores hispanoamericanos en esta época reivindicó en repetidas ocasiones su patria, así como la modernidad de España ante sus vecinos europeos. La recuperación de su figura, que comenzó a producirse con los trabajos sobre el modernismo firmados por Aníbal González en los años 1980, se ha visto impulsada por la creación en Guatemala el año 2003 de la Asociación Enrique Gómez Carrillo, que ya ha organizado el primer congreso en torno a su nombre y pretende rescatar del olvido su magnífica e ingente producción, publicada en 26 volúmenes y aún, en muchos casos, inédita. Para el tema que nos ocupa, resulta especialmente relevante el magnífico libro de Juan Manuel González Martel Enrique Gómez Carrillo, cronista y director de publicaciones periódicas, donde descubrimos su pasión por el periodismo. Este hecho es refrendado por autores como Juan Mendoza, que trabajó con él en La idea liberal guatemalteca (1898) y que transcribe sus siguientes palabras: “El director de un diario debe vivir para su diario, al que debe consagrarle todos sus entusiasmos, sus inquietudes, sus fuerzas, sus ideas, sus ilusiones, existencia” (Mendoza, 1: 285). Del mismo modo, Rafael Cansinos Assens lo define en “Visita a Enrique Gómez Carrillo” como un director de periódico en mangas de camisa, con un despacho como camerino de artista e ilusionado por fundar siempre una nueva editorial o magazine (Cansinos: 168-169)2. Esa ilusión se transmite a sus intereses, tan plurales como heteróclitos, que lo descubren como un claro vocero de su tiempo, deseoso de orientar el gusto colectivo de acuerdo con su extraordinaria sensibilidad. Su actitud tolerante y desprejuiciada lo lleva, por otra parte, a aceptar escuelas estéticas e ideológicas disímiles entre sí, hecho que se refleja en las publicaciones que dirigió, y de las que daré somera cuenta a continuación.
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En Cosmópolis el autor refleja su interés por el tema con artículos como “La escuela de periodismo” (enero 1919, nº 1: 112-117), donde defiende el reportaje como género literario, expone su idea de lo que significa el buen periodismo y rechaza la titulitis –no olvidemos su carácter autodidacto–, concluyendo: “Hacer del periodismo un doctorado podría muy bien exponer también a los periódicos a perder su alma” (117).
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En defensa del hispanoamericanismo Con sólo 18 años, Gómez Carrillo fundó en París La Ilustración Americana (1891), publicación que contaría con un solo número pero que ya muestra el interés de su autor por difundir la cultura a través del periodismo. Un año antes, el escritor mostró su temprano hispanoamericanismo a través de los dos primeros textos que publicó en España, comentados exhaustivamente por González Martel en “Gómez Carrillo y su primera colaboración en la prensa europea” (2009). Aparecidas en Las Dominicales del Libre Pensamiento, estas “Cartas de Centro América” se presentan como dos largas misivas convertidas en crónicas, escritas en Guatemala con la clara intención de situar Centroamérica en el mapa del mundo cultural3. En ellas se descubre el deseo de su autor por convertirse en informante de los asuntos americanos ante los europeos, acabando con los estereotipos negativos sobre el subcontinente –que ya padeció en 1881, cuando viajó por primera vez a España junto con su padre, y que asimismo se encarga de desmontar en otros títulos suyos como En plena bohemia y La Miseria de Madrid– y su interés por destacar el avanzado estado de modernización centroamericana en aspectos como la instrucción pública, por lo que escribirá en su primera carta que ésta “se encuentra adelantada como en Francia y Alemania” (Gómez Carrillo apud González Martel, 2009: n.p). Su deseo de reivindicar la confraternidad entre americanos y españoles se repite en “Luchemos, luchemos”, el artículo que abre su segundo proyecto como director de periódico4, y en el que leemos párrafos como los siguientes: “Los americanos españoles, por ser nuestros hermanos, deben considerar esta casa como propia. Su progreso intelectual, del que dan gallarda muestra ante el mundo, nos enorgullece” (Gómez Carrillo apud González Martel, 2005: 78); “Viviendo cual vivimos, en un siglo cosmopolita, sin ideal localista y sin fronteras de raza, debemos considerarnos como ingenios del mundo y no como ingenios del terruño” (78); o, finalmente, “literariamente, España y América son una sola nación con cincuenta millones de habitantes” (79).
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Este hecho invalida la creencia de que “Sensaciones de estética. Sobre el arte de la crítica”, publicado el 23 de mayo de 1892 en El Imparcial (Madrid), fue el primero de sus artículos en España, como él mismo señala en sus memorias y seguramente interesado porque este texto sobre la crítica literaria europea finisecular, que despertó un amplio interés, fuera su carta de presentación en el país. Se trata de Vida y Arte, que contó con un único cuaderno fechado en Madrid, el 18 de enero de 1900 y que, cuando fracasó, le hizo pronunciar la frase “Nous reviendrons à la charge”, la que repetiría tras el cierre de La Vida Literaria y que da cuenta de su incurable optimismo.
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El interés por destacar la importancia de las letras en español se extiende a las publicaciones extranjeras. Así, escribió en La Nouvelle Revue Internationale el largo artículo “L’Espagne”, y estuvo encargado de la sección “Lettres Espagnoles” en el Mercure de France (19031907)5. De ahí surgió su nuevo proyecto editorial: El Nuevo Mercurio, que contó con doce entregas de enero a diciembre de 1907 y que se presentó como una revista internacional, pues la administración, reparto e impresión de la misma se hacía desde la importante editorial barcelonesa de Ramón Sopena, pero se concebía como publicación hispanoamericana. El editorial “Dos palabras al lector”, con que abre el primer número, revela el deseo largamente perseguido de su director: “Su programa es muy sencillo y se reduce a lo siguiente: establecer un lazo fraternal entre los intelectuales de España y la América Española, que hasta ahora han vivido no sólo desconociéndose, sino hasta desdeñándose” (Gómez Carrillo apud González Martel, 2005: 113)6. La siguiente etapa en su periplo vendría dada por su dirección de El Liberal –periódico en el que colaboraría desde 1899 a 1920– durante el bienio 1916-1917. Llevado de su buena amistad con Miguel Moya, fundador de la revista, Gómez Carrillo provocaría una verdadera revolución en la redacción de la revista. Como señaló el periodista Leopoldo Bejarano: (…) Sin hipérbole de ninguna clase, el paso de Enrique Gómez Carrillo por esta casa marca la línea divisoria entre la vieja y la nueva prensa. Él es quien da primeramente importancia en el periódico madrileño a cosas que antes apenas si la tenían: tales la crítica de libros, de arte, conferencias, política y literatura extranjeras, interviús rápidas con las figuras destacadas del momento, encuestas, reportajes extraordinarios, etc. (…) Enrique es el aire libre de Europa que entra como un torbellino de renovación en el ambiente módico y normando de nuestras viejas redacciones. (Bejarano apud Torres: 371372)
El abandono de su cargo en El Liberal vendría motivado, entre otras razones, por el nuevo proyecto que le bullía en la cabeza: la creación de la revista Cosmópolis, a la que dedicaré el resto de mi comentario7.
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Cf. al respecto el artículo de Liliana S. Pavlovic “Enrique Gómez Carrillo, redactor de ‘Lettres Espagnoles’ en el Mercure de France (1903-1907)” (1967). Zuleta ha realizado un interesante estudio de esta publicación. A partir de ahora, citaré la revista de acuerdo con su localización en la Biblioteca Nacional de España. Todos los ejemplares de la misma pueden consultarse en línea, lo que ha facilitado enormemente la redacción del presente trabajo.
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Historia de una revista Desde finales de 1918 nuestro autor vivía con la idea de inaugurar una nueva publicación que plasmara la gran renovación producida en el mundo tras la Gran Guerra, resumida con acierto por Miguel Losada en el siguiente párrafo: “Es el momento de las grandes transformaciones. Frente al pesimismo anterior surge la alegría de lo nuevo. Todo es joven, recién creado. Hay un afán por los viajes, los nuevos inventos, la radio, el cine, el jazz, la velocidad… La literatura se despereza de sus viejos modos. Triunfa la imagen múltiple, la nueva tipografía. Las revistas son más creativas, más cosmopolitas” (Losada: 42). Así, Gómez Carrillo emprende la tarea de lograr un espacio de confrontación de ideas que, desgraciadamente, es víctima de dos grandes malentendidos desde su gestación: - Fue considerada publicación novecentista y tradicional, a pesar de las innovaciones que incluyó en sus páginas y que influirían decisivamente en el pensamiento de su época. Como señala Rafael Osuna: “Rayaría en la ceguera pensar que algunos textos no vanguardistas de Cervantes o Cosmópolis, verbigracia, son menos enjundiosos que algunos vanguardistas de, por ejemplo, Grecia o Ultra” (Osuna: 13). - Su carácter cosmopolita impidió que fuera analizada de acuerdo con las cartografías críticas nacionales. Para González Martel: “Cosmópolis, que no ha sido estudiada ni por tanto, valorada convenientemente, no estaba vinculada a ningún país de una manera absoluta (…) Los aciertos de su línea editorial y el conjunto de su patrimonio no se han destacado” (González Martel, 2005: 185-186)8. La historia de su fundación es bien conocida: el millonario uruguayo Manuel Allende –cuya compañía de seguros aparece anunciada en cada número de la revista– puso a la orden de Gómez Carrillo la muy respetable cantidad de 60 000 pesetas, que éste consideraba necesario gastar el primer año para que la publicación fuera rentable (Torres: 366). Así queda destacado en el texto que encabeza el primer número: “Y he aquí como un sueño mío, muy antiguo, que ningún editor había querido estudiar a fondo, se convierte en realidad por gracia de un intelectual que tiene además la suerte de ser millonario” (enero 1919, nº 1: 1). La publicación apareció en una espectacular tirada de 10 000 ejemplares, con 200 páginas cada uno, y una distribución excelente que la llevó a ser saludada con interés por otros diarios del momento. Autodenominada revista mensual de literatura, crítica, política y sociedad, 8
No obstante, queremos destacar las aportaciones críticas sobre la misma realizadas por estudiosos como González Martel (2005), Losada (1988), Osuna (2005), Paniagua (1970), Rebollo (2002) y Sabugo (1986).
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contó con ilustraciones sólo a partir del número 23 (en el que aparecieron algunas grecas), y desde el principio mostró su claro espíritu comercial. Así se aprecia en anuncios integrados en la misma como el que repite: “Lea Vd. la gran revista Cosmópolis, será Vd. seguro comprador. Firmas de primer orden”. Pero, a pesar de su buena acogida, sólo fue leída en los lugares donde se la recibía gratuitamente. Así, Gómez Carrillo la dirigió hasta enero de 1922 (nº 37 de la revista), cuando fue sustituido en el cargo por el cubano Alfonso Hernández Catá. Con la llegada de éste a la redacción, cambió el formato de los diferentes números –que se redujeron de 200 a 84 páginas–, aumentaron las colaboraciones españolas en detrimento de las extranjeras y, poco a poco, el proyecto comenzó a languidecer, manteniéndose sólo 11 números más o, lo que es lo mismo, hasta diciembre de 19229. Cosmópolis, por otra parte, coincidió con una época especialmente turbulenta en la vida de su director. Casado desde el 7 de septiembre de 1919 con la artista española Raquel Meller, a la que llama “Raquel, la innumerable”, dedica un libro homónimo reeditado recientemente (Gómez Carrillo, 2009) y hace alabar por los hombres más sobresalientes de su época –entre otros Jacinto Benavente, Charles Chaplin, los hermanos Álvarez Quintero, Mariano Benlliure o Manuel Machado–10, su tórrida relación se encontró signada por celos y reconciliaciones hasta que se produjo el divorcio definitivo de ambos en 1922, lo que provocó la marcha del cronista a América por una larga temporada. Ni este hecho, ni el evidente narcisismo del guatemalteco –que lo llevó a incluir en cada número fragmentos y críticas elogiosas de su obra– impidieron, sin embargo que, durante su existencia, escribieran en Cosmópolis lo más granado de las letras españolas e hispanoamericanas. En el primer caso destacan las firmas, entre otros, de Valle Inclán, Benavente, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, Cansinos Assens, Guillermo de Torre y Rafael Lasso de la Vega. En el segundo, la de la mayoría de los escritores transatlánticos residentes durante esos años en París, Barcelona o Madrid; del mismo modo, fueron mencionados en la publicación autores como Gabriela Mistral11, 9
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Torres destaca cómo Gómez Carrillo, convencido de que la revista era él, pronosticó que ésta desaparecería rápidamente tras su marcha de la misma, pero un comentario insidioso de alguno de sus numerosos enemigos destacó falsamente que ésta se mantuvo “firme, radiosa y pujante” hasta 1924 (Torres: 367). La de Tarazona se encuentra muy presente en Cosmópolis. Así, Cansinos Assens traza su perfil en el nº 8 de la revista (agosto 1919: 649-650), mientras en otros números rastreamos títulos como “Raquel Meller en París” (septiembre 1919, nº 9: 345354) o “Raquel Meller y la crítica inglesa” (junio 1920, nº 18: 202-211). Arturo Torres Rioseco alaba a Gabriela Mistral en “Crónica americana” (marzo 1920, nº 15: 373-77).
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Xavier Villaurrutia12, Manuel Maples Arce13, –entre muchos otros aparecidos en secciones tituladas “Nuevos poetas de México”, “Los nuevos escritores guatemaltecos” o “Literatura argentina contemporánea”–, amén de Jorge Luis Borges, al que dedicaré un comentario detallado por su importante colaboración en Cosmópolis. Es de destacar, por otra parte, su título, repetido en diferentes novelas, ensayos y revistas a caballo entre los dos siglos. Entre ellos, destacan en el ámbito hispanoamericano la revista caraqueña Cosmópolis (1894-1895), la lujosa e ilustrada publicación brasileña Kósmos (19041909) o la bonaerense Kosmos, fundada por Eva Canel en 1904, que vería la luz hasta 1908 y que contó desde 1907 con el suplemento Vida Española. El mismo Gómez Carrillo publicó sus textos en 1919 en una editorial llamada, significativamente, Cosmópolis y muy entroncada con el proyecto de la revista, como se aprecia en el hecho de que una sección fija en cada número recibiera el nombre de “Notas cosmopolitas”14. En este sentido, es necesario subrayar que, entre las varias maneras en que se concibió el cosmopolitismo en la época, nuestro autor fue partidario del pensamiento que lo adornaba con los valores de inclusión y hospitalidad. Así, lo consideraba clave para la entrada de América Latina en la modernidad internacional ya que, de acuerdo con sus expectativas, daría lugar a un espíritu democrático, que permitiría a las letras transoceánicas situarse a la par de las literaturas más prestigiosas15. Esta idea se ve reflejada en su deseo de extender la correspondencia entre las letras en español, y explica los numerosos artículos dedicados en la revista a las relaciones entre España y América. Se produce de este modo un sano “relativismo cultural” (Fojas: 134), manifiesto en la importancia que adquieren en cada volumen aspectos como los que detallo a continuación: a) La traducción. Desde el número 5 sabemos que Cosmópolis “acaba de firmar con la Société de [sic] Gens de Lettres de Paris un contrato, en virtud del cual 12 13
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Antologado en abril de 1920 (nº 16: 404). Su importante poema “Esas rosas eléctricas”, de clara filiación estridentista, aparece por primera vez en Cosmópolis (octubre 1921, nº 34: 205-206). En su obra podemos encontrar títulos como los siguientes: “Bailarinas cosmopolitas” “El alma cosmopolita de San Sebastián”, “Mujeres cosmopolitas: Las geishas, inglesas, orientales, sevillanas”; “Los cosmopolitas de Turquía” o “Primeros estudios cosmopolitas” (Gómez Carrillo, 1920, I, IV, IX, XI). Así lo detalla Malcomson en “The Varieties of Cosmopolitan Experience” (Malcomson: 234-245). En la misma línea, para Camilla Fojas el cosmopolitismo resulta una estrategia de lectura que, en vez de apuntar al abandono de las raíces, marca el deseo de internacionalismo, entendido como respeto por igual de todas las experiencias nacionales (Fojas: passim).
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puede publicar, traducido al castellano, los artículos más importantes de las principales revistas literarias francesas, al mismo tiempo que aparecen en París” (mayo 1919, no 5: 2). Por ello, en la revista aparecen traducidos artículos capitales para el conocimiento de la literatura de la época como “El espíritu nuevo y los poetas”, de Apollinaire (enero 1919, no 1: 17), “El arte novísimo”, de W.G (mayo 1920, no 17: 16-23) o “La nueva poesía en Francia”, de Paul Fort (abril 1921, nº 28: 476-686). Miguel Losada, señala, por otra parte, la importancia que cobran en sus páginas los textos vertidos al español: “Es impresionante la cantidad de traducciones de poesía de avanzada: desde Rimbaud, Baudelaire o Verlaine hasta Cendrars, Gide, Samain, Pierre Louys, Max Jacob, etc.)” (Losada: 44). El propio Gómez Carrillo se descubre como responsable de muchas de las traducciones. b) El análisis de otras publicaciones periódicas. Cosmópolis ofrecerá extractos de lo leído en las revistas y periódicos más significativos de su época, de lo que dan buena cuenta secciones como “A través de las revistas” (abril 1921, nº 28: 664-669), de Guillermo de Torre, o “A través de las nuevas revistas” (junio 1921, nº 30: 165-170), firmada por “Héctor”. c) El deseo de abordar aspectos plurales de la realidad. Como destaca Losada: “Cosmópolis presenta una gran variedad de colaboraciones y estilos. Tan pronto se critica lo establecido como se lo defiende. Al lado de una crítica por no haberle dado los premios oficiales a Lugones o a Darío, encontramos la más apasionada defensa del nacionalismo a ultranza. Tras un poema de tendencias pro-soviética, en el siguiente número aparece una crítica despiadada de todo lo bolchevique, «monstruo con las fauces ensangrentadas»” (Losada: 43). d) Su naturaleza híbrida. Por ella incluye tanto comentarios sobre astrología16 como sobre mo17 da , dedica una sección fija a “La vida femenina”18 y se interesa por lo ocurrido en las artes plásticas de su tiempo19. 16
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Así se aprecia en artículos como “Mitología, religión y brujería de los germanos” (enero 1919, nº 1: 34-36), dedicado a los “curiosos de cosas espirituales”, o “Lo que es la teosofía” (septiembre 1921, nº 33: 18-23). Es conocida la pasión por la moda de Gómez Carrillo, adquirida desde que trabajó en el Bazar Internacional y plasmada tanto en su bestseller Psicología de la moda como en las numerosas conferencias que dictó sobre el tema. Así, en Cosmópolis encontramos artículos como “La moda y las modas” (enero 1919, nº 1: 93), firmado por José Zamora; “El dandismo de Balzac” (octubre 1919, nº 10: 371-376), a cargo del propio Gómez Carrillo, o “El arte de vestirse de los caballeros” (enero 1919, no 1: 190-192), extracto de un artículo publicado en el Vogue de NuevaYork.
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e) El interés por aspectos de la literatura americana poco abordados hasta el momento. Así se aprecia en los artículos dedicados a “La literatura norteamericana”–(mayo 1919, nº 5: 60), (noviembre 1919, nº 11: 401-415)– o a la poesía brasileña (mayo 1919, nº 5: 81). El deseo de confraternidad entre los autores transatlánticos queda subrayando en el texto que sirve de encabezamiento a la revista, y que por su significación da título al presente comentario: Para mí –le dije [a Manuel Allende], España y América forman un solo imperio espiritual. Desgraciadamente, los españoles conocen tan mal a América, que Baroja ha podido llamarla el continente estúpido. Y los americanos conocen tan mal a España, que muy a menudo la calumnian. Pero predicar el hispanoamericanismo a la manera de los señores del Ateneo y de los ateneos es una labor vana, vaga y algo ridícula. No hay que decir: “Tras los mares hay unos grandes poetas”. Hay que traerlos, como hay que llevar a los de aquí a todos los pueblos que hablan la misma lengua. Yo querría eso. Yo querría que en las doscientas páginas mensuales de mi Cosmópolis colaboraran los mejores de España con los mejores de América para que, viéndose juntos, se dieran cuenta de que son individuos de la misma raza, hijos de los mismos padres, soñadores de las mismas quimeras… Querría que la revista Cosmópolis llegase a convertirse en “la tribuna del hispanoamericanismo, regenerado y vivificado por los soplos de todos los grandes pueblos. (Enero 1919, nº 1: 1)
Así, la revista contará a partir de su segundo número con la sección “Crónica americana”, en la que se registrarán “las principales manifestaciones de la vida americana (…), favoreciendo el conocimiento mutuo entre España y el Nuevo Mundo” (febrero 1919: 315), mientras en el segundo año se inician diversas antologías de autores transatlánticos reunidas bajo el marbete de “Nuevos poetas americanos”20. 18
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Firmada por “La marquesa de Cespon”, en ella se discute tanto el voto de la mujer o la figura de Rosa Luxemburgo como diversos aspectos del atuendo femenino de la época. Así se aprecia, por ejemplo, en el comentario incluido en el nº 2 (febrero 1919: 232-237), que inicia esta sección en el periódico. En “El arte en España en 1918” (enero 1919, nº 1: 49-67), José Francés critica la exposición de pintura francesa exhibida en 1918 en Madrid –con 190 obras– frente a las 1463 presentadas en Barcelona en 1917, resultando especialmente interesante sus comentarios a los autores que sobran y faltan en la capital de España (59-60). Por su parte, R.J. firma “El Ultramodernismo: los cubistas y los independientes” (marzo 1920, nº 15: 344-348), artículo que se encuentra precedido de una significativa nota: “Por primera vez desde hace seis años, abre sus puertas el famoso Salón de los Independientes en París, causando más escándalo que nunca con sus 5000 cuadros más o menos revolucionarios. Cosmópolis, que ve con interés apasionado todas las novedades, se complace en publicar un estudio detallado sobre dicha exposición” (344). Losada destaca la importancia de estos apartados: “El mundo americano aparece reflejado en secciones como ‘Nuevos Poetas Americanos’ y ‘Crónicas Americanas’.
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En la misma línea se encuentran colaboraciones como “Llamamiento a las Juventudes Hispano-americanas”, de Rafael Altamira (noviembre 1919, nº 11: 456-458), donde se pide que los jóvenes de las diferentes repúblicas latinoamericanas visiten España para despojarse de ideas preconcebidas sobre la “madre patria”, o “El castellano de América”, texto en el que Rafael Vehils defiende el enriquecimiento de la lengua española a partir de la saludable entrada de los neologismos (septiembre 1920, no 21: 183-192). Resulta de justicia, asimismo, reconocer el trabajo desarrollado por Gómez Carrillo para que España quedara despojada de los clichés de atraso e incultura con los que tradicionalmente se la calificaba en la época. Así, en el nº 8 el guatemalteco firma el artículo “Lo que se escribe sobre España en el extranjero” (agosto 1919: 584-587), desmontando los estereotipos que afeaban la imagen del país. Se trata de un esfuerzo paralelo al que hizo en su artículo del ABC “Murmuraciones de actualidad” (abril de 1923), donde se propone “convencer a los extranjeros de que España es un país igual a los demás países de Europa” (González Martel, 2005: 204). A veces, para fomentar el vínculo hispanoamericano, incluso defiende la arquitectura castiza, a la que en principio se mostraba totalmente ajeno. Así sucede en “El renacimiento del gusto español en Argentina” (enero 1919, nº 1: 196), donde alaba las construcciones de recio aire español –identificadas con la casa de Enrique Larreta– frente a las francesas o alemanas.
Cosmópolis y las nuevas corrientes estéticas Entre todos los aspectos destacables de Cosmópolis, quizás el más significativo se encuentre relacionado con la atención que siempre dispensó a las nuevas ideas, por lo que la revista, en contra de lo tradicionalmente considerado, se descubrió como un venero riquísimo para adentrarse en el mundo de las corrientes estéticas en boga durante los años de su aparición. Ya González Martel, en “Gómez Carrillo y la crítica de las vanguardias literarias de la década de 1920” (González Martel, 2005: 223-237), demostró que éste no se quedó en ningún momento anclado en la estética modernista y que se interesó por lo que ocurría en el periodo de entreguerras a través de artículos publicados en las revistas en que colaboró por estos años –amén de El Liberal y Cosmópolis, ABC (1919En la segunda entra un poco de todo, desde la noticia de actualidad o el comentario político, hasta la crítica literaria; mientras que, en la primera, encontramos pequeñas antologías de la poesía última en cada país. Con frecuencia aparecen nombres hoy casi desconocidos al lado de otros consagrados. Esta sección es muy interesante pues nos trae muestras de la poesía de Cuba. México, Guatemala, Perú, Chile. Uruguay y otros países” (Losada: 44).
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1927) y Blanco y Negro (1905-1927)–. En ellas, menciona diferentes escuelas literarias como el “metabolismo, impulsismo, paroxismo, sincronismo, expresionismo, visionarismo, superrealismo, unanimismo, fantasismo” (González Martel, 2005: 236), amén de publicar otros textos dedicados a movimientos más conocidos: “La danza geométrica” “El apóstol del futurismo”, “¿Sabéis lo que es el cerebrismo?”, “Cubismo literario”, “El triunfo del arte negro”, “El cubismo y su estética”, “La gramática revolucionaria. Marinetti”, “La poesía de las máquinas. La religión del automóvil”, “Eutanasia, Dadaísmo y cafard”, “El dadaísmo”, “Novedades dadaístas”, “La revolución social en el teatro”, “Una pantomima cubista” o, finalmente, “En el mundo de los cubistas” (González Martel , 2005: 224)21. Además, el director de Cosmópolis supo reunir en su plantilla de colaboradores a los mejores voceros del arte nuevo, entre los que destacaron Rafael Cansinos Assens y Guillermo de Torre. Este hecho explica, por otra parte, la importancia que alcanzaron en la publicación las reflexiones sobre el creacionismo y el ultraísmo literarios. Los ensayos de Rafael Cansinos Assens se encuentran entre los mejores de la revista y resultan capitales para comprender la impronta dejada por Vicente Huidobro en la España de 1918. Así, en el primer número de Cosmópolis firma el artículo “Vicente Huidobro y el creacionismo”, donde leemos: “El acontecimiento supremo del año literario que ahora acaba lo constituye el tránsito por esta corte del joven poeta chileno Vicente Huidobro” (enero 1919, no 1: 68). Y más adelante: “El paso de Huidobro por entre nuestros jóvenes poetas ha sido una lección de modernidad y un acicate para trasponer las puertas que nunca deben cerrarse. Porque si Rubén vino a acabar con el romanticismo, Huidobro ha venido a descubrir la senectud del ciclo novecentista y de sus arquetipos. Huidobro fue en este verano de 1918 la encarnación de la espiri21
Todo ello, sin descuidar otros aspectos variopintos, como se aprecia en sus artículos “La moda de no comer”, “Los españoles y la cocaína” o “La importancia del musichall” (González Martel, 2005: 226). En cuanto a la nueva costumbre del cinematógrafo, de la que fue apasionado, muestra su interés por la misma en títulos como “Del teatro al cinematógrafo o el paso imposible” o al incluir en los números 12 y 13 de la revista el guión de Cabiria, la película con texto de D’Annunzio que fue un éxito mundial desde su estreno en 1914, dirigida por Giovanni Pastrone. Asimismo, incluye en Cosmópolis entrevistas como “Charlot habla de Charlot” (mayo 1920, nº 17: 117-121), donde refleja su admiración por el actor británico desde la entradilla: “¿Quién no conoce hoy día a Charlot, el extraordinario cómico americano –que por cierto es inglés– y que por aclamación universal ha recibido el nombre de Rey del cinema? Él mismo nos cuenta en estas páginas, con tanta modestia como gracia, la historia de sus comienzos artísticos. Es muy curioso saber cómo ha ido poco a poco y por grados componiendo un tipo grotesco: el rostro asombrado, el andar atáxico, los zapatos enormes y todo lo demás. Pero dejémosle a él mismo que nos conduzca a las interioridades de su arte…” (117).
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tual cosecha” (69)22. En “La Nueva Lírica”, el sevillano continúa atendiendo al creacionismo, comentando la importancia de la imagen en el mismo, las revistas que le sirvieron de bastión, y destacando la incuestionable calidad de los últimos libros de Huidobro (mayo 1919, nº 5: 72). Por otra parte, en “El arte nuevo. Sus manifestaciones entre nosotros”, subraya la importancia de la figura de Ramón Gómez de la Serna para las nuevas tendencias con frases como la siguiente: “El nuevo arte, que ya va siendo viejo, aunque sólo ahora logra plenitud de atención, alborea entre nosotros en la obra de un joven, ya granado de años y de libros. Me refiero al autor de Greguerías” (febrero 1919, nº 2: 262). Finalmente, en el último número de la revista dirigido por Gómez Carrillo, de especial significación por la calidad de sus colaboraciones, Cansinos firma el estupendo artículo “La boga del folletín” (diciembre 1921, nº 36: 589-602), que lo sitúa en la estela de los intelectuales atentos a las posibilidades del subgénero para lograr la democratización del arte. En cuanto a Guillermo de Torre, trabajó como secretario de redacción de la revista, incluyó en la misma importantes fragmentos de su monumental Literaturas europeas de vanguardia, antologó en ella sus textos creativos y reflexionó en sus páginas sobre las nuevas corrientes estéticas. Él mismo subraya el papel jugado por Gómez Carrillo para que las corrientes más novedosas fueran reseñadas en la publicación: Trabajé en la revista Cosmópolis desde julio de 1920, para cuya sección de crítica moderna fui requerido directa y espontáneamente por su director, E. Gómez Carrillo. Cometería un pecado de ingratitud si no dejase estampado, con letras indelebles, mi sincero y leal reconocimiento por tal solicitud, honrosa y grata no sólo por venir de tal conducto, sino por mostrarme que, mientras otras figuras, en cierto modo más obligadas –por cercanía de edades y direcciones– a favorecer mi tarea crítica se inhibían, Gómez Carrillo, perspicaz y generoso –al margen de toda côterie mezquina– me facilitaba ocasión y libertad propicias para ello. (De Torre: 58)
Desde sus primeras intervenciones en la revista, De Torre reivindicó la originalidad del movimiento ultraísta con aseveraciones tan radicales que lo llevaron a ningunear la influencia ejercida por Huidobro sobre su generación. Así, en “La Poesía Creacionista y la pugna entre sus progenitores” (agosto 1920, nº 20: 589-605) difunde la polémica sobre la verdadera historia de este ismo, que mantendrá durante bastantes años y
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Huidobro residió en Madrid entre julio y noviembre de 1918, donde publicó cuatro libros de poesía: dos en francés, Hallalí y Tour Eiffel, y dos en castellano, Ecuatorial y Poemas Árticos. De estas obras y de Horizon Carré, que ya había editado en París, proceden sus diversos poemas antologados en revistas españolas de la época.
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por la que, progresivamente, se irá enemistando con el chileno23. En este momento, sin embargo, aún lo defiende frente a las acusaciones de que era objeto: “Una mueca de indignación crispó nuestro rostro a la lectura de las malévolas y calumniosas frases que tantos equívocos han podido suscitar entre los profanos. Increíble nos ha parecido el cinismo de Monsieur Reverdy, al pronunciar frases tan intolerablemente despectivas para nuestro querido y admirado amigo Vicente Huidobro al querer aparecer como único promotor del creacionismo” (592). Así, muestra su preferencia en la disputa por Huidobro frente a Reverdy por ser el primero más plástico y menos conceptual pero, eso sí, sin desdeñar al francés “ni transigir con los exclusivismos desmesuradamente egolátricos del chileno” (605). Pero la aportación más relevante de Guillermo de Torre viene dada por su difusión de los postulados ultraístas en las páginas de Cosmópolis, como ha señalado acertadamente Gloria Videla (Videla: 56) y como se aprecia en el artículo “Teoremas críticos de la nueva estética” (octubre 1920, nº 22: 284-296), donde defiende por primera vez una lírica desinteresada “hacia todo lo que no tienda a su mismo vértice esencialmente poético”. El autor retomará el asunto en los números 21, 22, 23, 29 y 32 de la revista. Así lo destaca Losada: A partir del número 21 aparece una sección dedicada a las “Literaturas Novísimas” con trabajos como “Interpretaciones Críticas de Nueva Estética”, de Guillermo de Torre. Por primera vez, vemos plasmado en la revista el nombre de Borges como integrante del grupo ultraísta: “La miel de la añoranza no nos deleita –dice Georg-Ludwig Borges– y quisiéramos ver las cosas en una primicial floración”. (Septiembre 1920: 95) (Losada: 44)24 23
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Recordemos que la misma se originó por “El cubismo y su estética”, un artículo de Gómez Carrillo publicado el 30 de junio de 1920 en El Liberal donde el guatemalteco comentaba una conversación suya con el poeta francés Pierre Reverdy, según la cual éste cuestionó la figura de Huidobro con las siguientes palabras: “Sí, ya estoy enterado de que existe en lengua española un movimiento de vanguardia interesante del que se dice importador –ignoro con qué motivos– un tal Sr. Huidobro, que se titula allí iniciador del movimiento cubista de acá. Ese poeta chileno, muy influenciable, tuvo la debilidad de sugestionarse ante mis obras. Y, hábilmente, publicó en París un libro antedatado, con el perverso fin de hacer creer que éramos nosotros quienes lo imitábamos a él, y no él quien imitaba a los demás”. Con ese libro antedatado Reverdy se referiría, supuestamente, a El espejo de agua, que tuvo su primera edición en 1916, como hoy bien sabemos (en la bonaerense editorial Orión), pero que en su tiempo fue prácticamente desconocido hasta su segunda edición, de 1918. La injusticia del comentario queda, pues, patente, pero esto no evitó que Huidobro sufriera durante muchos años el cuestionamiento de su originalidad como padre del creacionismo por esta lamentable polémica, alimentada especialmente, como señalé, por Guillermo de Torre. De Torre se mostró, asimismo, atento a otras escuelas estéticas contemporáneas, como se aprecia en los siguientes artículos: “El movimiento Dadá” (enero 1921, nº 25: 160-169); “Gestos y teorías del Dadaísmo” (febrero 1921, no 26: 339-352); “El
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En el número 23 De Torre publica “El Movimiento Ultraísta Español” (noviembre 1920, nº 23: 473-495), texto excelente tanto por dar cuenta de la esdrújula prosa de su autor –“Los poetas novísimos de hoy, perseguidores de módulos noviestructurales, manipulan básicamente en sus laboratorios plutónicos con un elemento eterno: la imagen (…). Es el reactivo colorante de sus precipitados alquímicos. Y es, nuclearmente, el fijo coeficiente valorador de la ecuación poemática creacionista” (473)– como por ofrecer una amplia antología de la nueva estética y mostrar ya el deseo de su autor por distanciarse de Huidobro: “No se ha de inferir que el ultraísmo sea una derivación del creacionismo, como malévolamente, e influido por recientes disidencias, ha escrito Huidobro” (477). El decálogo del movimiento, lanzado en otoño de 1918 y publicado casi por las mismas fechas en las revistas Cervantes (enero 1919) y Grecia (marzo 1919), apareció en la sección de Cosmópolis “Revistas y periódicos” con el título de “Una nueva escuela literaria. El manifiesto de los novecentistas” (abril 1919, nº 4: 764-765), precedido de las siguientes palabras: “Una brisa de renovación y de animación parece agitar las cuartillas en que los jóvenes españoles escriben. Después de una época interminable de letal apatía, los nuevos poetas se unen y, a la manera francesa (…), lanzan un manifiesto al país, que hoy reproducimos, con la esperanza de poder más adelante hablar de los frutos que la nueva escuela produzca” (764). A partir de entonces, diversas colaboraciones en la publicación mostrarán un interés ambivalente por la nueva escuela literaria. Así, el nº 12 reproduce el artículo de Antonio Cubero “Literatura ultraísta”, ya aparecido en la revista Grecia, que se burla suavemente de los ideales de los nuevos autores: “La revista Grecia, de Sevilla, se ha convertido en el órgano de la literatura ultraísta, cuyo apóstol es Cansinos Assens. Pero –dirán los lectores– ¿qué literatura es esta? Una página de la revista Grecia va a explicárnoslo o por lo menos a sugerírnoslo… La luna de oro, blanca, melón neurasténico, es cosa, según parece, muy seria… (diciembre 1919: 632).
vórtice dadaísta”, precedido por el epígrafe: “Más interpretaciones de Dadá, los ensayos críticos de Jacques Rivière y Dominique Braga” (marzo 1921, no 27: 416-439); “Ultra-manifiestos” (mayo 1921, nº 29: 51-61); “Problemas teóricos y estética experimental del nuevo lirismo” (agosto 1921, nº 32: 585-607); “Los poetas cubistas franceses”, con una interesante antología sobre estos autores (diciembre 1921, nº 36: 603628); y, finalmente, cuando Gómez Carrillo abandona la dirección de la revista, con “Los nuevos poetas franceses” (enero 1922, nº 37: 45-54). Asimismo, le interesó – como a Gómez Carrillo– enormemente el cine, lo que se aprecia en el artículo “El Cinema y la Novísima Literatura” (septiembre 1921, nº 33: 97-107) y por lo que inauguró en Cosmópolis la sección “Cinegrafía”.
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Sin embargo, la recepción de la nueva estética fue, en general, positiva. Así, se incluyeron en Cosmópolis poemas ultraístas tanto de Guillermo de Torre como de Rafael Lasso de la Vega –en el nº 21, por ejemplo, aparecen en español y traducidos por Lasso, su autor, unos cuantos textos de L’extase dynamique (septiembre 1920: 47-50)– mientras el nº 30 celebra el nacimiento de la revista Reflector: A nosotros, a Cosmópolis, que con Cervantes –sección hispanoamericana dirigida por César E. Arroyo– y Grecia fue la primera revista española en acoger la primicia de esta modalidad ultra-novecentista, tócanos hoy saludar jubilosamente la aparición del primer número de Reflector, que condensa los hallazgos y suma los elementos más valiosos de la generación ultraísta –ya hoy totalmente independiente, exenta de figuras equívocas, y en vías de su entrada en una etapa fecunda, constructora y sintética. (Junio 1921: 168)
Concluimos este apartado comentando la presencia de Jorge Luis Borges como corresponsal de Cosmópolis, de la que da cuenta Alejandro Vaccaro en Georgie: 1899-1930 (186). Ya señalamos la primera aparición del argentino a través de un comentario de su futuro cuñado, Guillermo de Torre, con quien compartía por entonces fervores ultraístas. Del mismo modo, en la bibliografía de libros nuevos que incluye el nº 27 de Cosmópolis, se habla de la novela El caudillo de Jorge Borges, y se llama a sus hijos “vástagos preclaros: la pintora Norah y el poeta Jorge Luis, corifeos inestimables de la juvenil pléyade ultraísta” (marzo 1921, nº 27: 589). Las colaboraciones de Borges se repetirán en la segunda mitad de 1921. Así, en el nº 32 publica el poema “Arrabal” (agosto 1921: 622); en el nº 34 aparecen “Crítica del paisaje” y “Buenos Aires” (octubre 1921: 195-199); el nº 35 recoge el ensayo “Apuntaciones críticas: la metáfora, por Borges” (noviembre 1921: 395-402), y el nº 36 resulta especialmente significativo por incluir la crítica del por entonces joven porteño a algunos de los más conocidos autores de su tiempo en la antología “Literatura argentina contemporánea”. Así, alaba la figura de Macedonio Fernández, “quizás el único genial que habla en esta antología” (diciembre 1921: 641), que será descrito como “negador de la existencia del Yo” y verdadero “crisol de paradojas” (641). Mucho menos amable se mostrará con Alfonsina Storni, a la que espeta el siguiente comentario: La señorita de Storni –que según atestigua el último verso del poema anterior es muy partidaria del susto en literatura– se lamenta de que motejen de eróticas sus composiciones. Yo las encuentro cursilitas más bien. Son una cosa pueril, desdibujada, amarilleja, conseguida mediante el fácil barajeo de palabras baratamente románticas –flor, ninfa, amor, luna, pasión–, y cuyo accidental erotismo se acendra vergonzante en símbolos espirituales o se diluye en aguachirle retórica. (646) 367
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En la misma línea, rechazará la estética de autores como Rafael Alberto Arrieta o Baldomero Fernández Moreno, sobre cuyo sencillismo destacará: “Como ultraísta que soy, (…) para mí, la única sencillez estriba en enunciar con una minoría de palabras la intuición lírica que se quiere esculpir (…) Y en los poemas de Baldomero Fernández Moreno suelen faltar verdaderas intuiciones, en cuyo reemplazo campea un confesionalismo anecdótico y gesticulante o una reedición trabajosa de estados de alma pretéritos” (646). Llego así al final de mi análisis, en el que espero haber demostrado el incuestionable papel intelectual ejercido por Enrique Gómez Carrillo en la España de principios del siglo XX. El guatemalteco, que siempre se mostró interesado por estrechar los lazos entre los países transatlánticos, vio cumplido su sueño con la aparición de la revista Cosmópolis, una publicación tan interesante como mal conocida hasta nuestros días, a cuya verdadera apreciación espero haber contribuido en las páginas precedentes.
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Enrique Gómez Carrillo y la revista Cosmópolis (1919-1922)
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Luis Cardoza y Aragón España, un vacío en su Vía Láctea Jesús GÓMEZ DE TEJADA Universidad de Sevilla
El mapa universal está sembrado de preguntas. Las hay que tienen carácter esencialmente poético. Mucho después, ya sin fronteras y sin patrias, seremos ciudadanos de la Vía Láctea. – Ah, yo nunca he sido nada más lo que recuerdo o lo que olvido. Luis Cardoza y Aragón
Según se desprende de sus memorias Luis Cardoza y Aragón llegó solo a Madrid desde París en agosto de 1922 y pasado el mes se marchó de vuelta a la capital francesa. No volvió hasta 1970 en que visitó la Alhambra granadina al lado de su compañera sentimental Lya Kostakowski y el matrimonio mexicano González Casanova. Su relación física con la tierra española pues, fue breve y casi turística, muy distinta de la efervescente vida intelectual que le deparó la Ciudad de la Luz, y que sí se vio continuada posteriormente en La Habana o México. Sin embargo, su firma en una de las revistas madrileñas más significativas del periodo, La Gaceta Literaria (1927-1932), así como referencias a su obra en esta y otras publicaciones periódicas del país o la edición del libro Carlos Mérida (Madrid, 1927), ponen de manifiesto las relaciones del autor guatemalteco con relevantes figuras de la vanguardia del ambiente artístico español. Además, la lectura de los textos aparecidos en España permite reconocer en ellos elementos temáticos, estilísticos y conceptuales que integraron la prosa poética, la lírica y el pensamiento de Cardoza a lo largo del conjunto de su obra. La mayor parte de las publicaciones que conforman esta huella textual es apuntada con mayor o menor detalle en los recuerdos –e imaginaciones– que el autor deja fluir en las aguas memorísticas de El río, novelas de caballería (1986). 371
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La Vía Láctea cardociana Desde su nacimiento en Antigua, Guatemala en 1901 hasta su muerte en Coyoacán, México en 1992, Cardoza y Aragón vivió como un ciudadano universal tanto en su pensamiento como en el largo exilio existencial que le tocó sufrir1. Ya en la más temprana juventud se vio impelido al destierro de su país natal por razones económicas, culturales y políticas que hicieron de él un empecinado peregrino y le llevaron a autoproclamarse, en la médula de su constante indagación sobre el ser guatemalteco, “ciudadano de la Vía Láctea” (Cardoza, 1996: 793). Junto a las propias circunstancias vitales, la adhesión a la experimentación vanguardista y, sobre todo, al imaginario surrealista durante el periodo parisino de su formación intelectual determinó una vocación universalista hondamente arraigada en su filosofía personal y en su polifacética escritura2. Su figura literaria se construyó desde el paradigma de las relaciones y experiencias trasnacionales y trasatlánticas que convirtieron su vida en un periplo sobre el que supo tejer todo un entramado de conexiones personales y literarias evidenciadas por su presencia en las más genuinas revistas de la época: Contemporáneos (1928-1931), de México; Favorables. París. Poema (1926), de París; La Gaceta Literaria (1927-1932), de Madrid; Amauta (1926-1930), de Perú; o Revista de Avance (1927-1930), de La Habana; y del mismo modo, entablar vínculos afectivos y artísticos con las más relevantes personalidades de la actualidad cultural internacional: los americanos Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz, Alfonso Reyes, el grupo de los Contemporáneos de México, Miguel Ángel Asturias, Arqueles Vela, Toño Salazar, Carlos Mérida, Humberto Garabito; los españoles Pablo Picasso, Juan Larrea, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca; los franceses André Breton, Robert Desnos, Antonin Artaud y otros artistas como Tristan Tzara, Filippo Marinetti y Vladimir Mayakovsky que formaban ese 1
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De modo general la crítica había aceptado como fecha de nacimiento la proporcionada por el propio Cardoza, 21 de junio de 1904; sin embargo, ya en 1995 Mejía Dávila, tras consultar la partida de nacimiento en el Registro Civil de Antigua Guatemala precisó el 21 de junio de 1901 como el día del natalicio del autor (1995: 9-10); fecha validada por autores como Quan Rossell (23) o Méndez D’Avila (14). Quan Rossel al considerar la aparición de posibles nuevas sorpresas en torno a la biografía o el testamento literario de Cardoza se interroga: “¿No nos hizo creer a todos que había nacido en 1904 y no en 1901 y lo sostuvo hasta su muerte?” (118). Tales sensaciones y urgencias aparecen reveladas en su más pronta juventud: “Mi firma con grandes letras torpes y una rúbrica estupenda, como si pusiera la Vía Láctea debajo de mi nombre” (Quan Rossell: 39); “Yo estaba metido en Antigua, con la cabeza bullente por mis lecturas y soñaba con salir no sólo de Antigua o de Guatemala, sino nunca tener punto de reposo y ser un eterno vagabundo” (Quan Rossell: 31); “Traté de aprehender el mundo de una manera desesperada” (Quan Rossell: 34); “Que mis límites fuesen planetarios en mi niñez lo decidí” (Cardoza, 1996: 789).
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París de “metecos” intelectuales en los que se integró3. La extensión de tal entramado y el modo plural y dialógico –puesto que uno “no recuerda sólo con su memoria” (Cardoza, 1982: 22)– con que Cardoza perfila la propia fisonomía, a través de los numerosos retratos de conspicuas figuras y de otros no tan ilustres personajes que compartieron su devenir vital, convierten su autobiografía, El río, en un verdadero fresco ilustrativo de la época4. Todo ello lleva a Rodrígo Páez Montalbán a afirmar que “resalta en todo momento la vigorosa personalidad de Cardoza y Aragón dibujada en […] sus viajes al extranjero, su temprana presencia en París, en donde su cabeza, ‘un caos lleno de tormentas’, lo inicia en la carrera de ciudadano universal, abierto al mundo desde su experiencia irrenunciable de antigüeño y guatemalteco” (Quan Rossell: 16)5. Así lo sintetiza él mismo en una frase epítome de su lenguaje aforístico y paradójico: “Soy universal porque soy guatemalteco” (Cardoza, 1996: 751). A pesar de este éxodo tenaz que le llevó hasta Moscú, La Habana, Florencia o Fez, fueron Guatemala, París y México los vértices –los vórtices– que concretaron el triángulo fundamental del espacio lácteo cardociano; de manera que los tres escenarios pueden identificarse con periodos de gran repercusión en el espíritu y las letras del autor. Así, en ese mismo orden, cada ámbito se integra respectivamente en la infancia –unido al sentimiento revolucionario y antiimperialista–, en la formación surrealista y el descubrimiento de lo indígena, y finalmente, en la patria de adopción donde residiría en numerosas ocasiones y donde pasaría la etapa final de su vida6.
El viaje a España (1922) Frente a las “mil y una noches” parisinas, la experiencia en territorio español fue doblemente breve, puesto que si en lo que respecta a su estancia tan sólo se demoró un mes, en lo textual la atención dedicada a la narración o reflexión sobre las circunstancias en que planeó y desarro3
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“La escuela de París fue un movimiento de metecos, (como Picasso, Modigliani, Chagall, Tzara, Gris, Miró […], en relación con artistas franceses, como Matisse, Braque, Apollinaire” (Cardoza, 1996: 291). Sobre el dialogismo en la obra de Cardoza puede acudirse a la obra de Francisco Rodríguez Cascante, Autobiografía y dialogismo. El género literario y El río, novelas de caballería (2004). La universalidad como rasgo caracterial y conceptual en la vida y el pensamiento del guatemalteco es subrayada por Roberto Díaz Castillo desde el propio título de su estudio sobre Cardoza: Luis Cardoza y Aragón: ciudadano de la Vía Láctea (2001). Además de estos países y ciudades estuvo en otros como Londres, Holanda, Bélgica y España: “Un viaje es para mí una conflagración mental y sentimental como el amor. Y yo no sé amar… por contar más tarde mis amores. Mis amores son mis amores. Es vil viajar por escribir…” (Cardoza, 2002: 70).
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lló el viaje fue mínima, casi desganada7. Estos días están sintetizados en la sección 5 del capítulo XIV, “Fez”, del libro III, “París”, de El río (Cardoza, 1996: 314-316). Aunque no lo dice explícitamente Cardoza y Aragón estuvo en España probablemente el mes de agosto de 1922, cuando aún se encontraba atormentado entre la contingencia de desengañar a su familia y la imposibilidad anímica –siempre sentida como certeza– de continuar sus lacónicos estudios, todavía ligado al ambiente universitario de sus futuros compatriotas médicos y sin los contactos artísticos que fue estableciendo después. A Madrid llegó en el primero de los viajes que en los meses estivales realizó desde París y durante los cuales se dedicó a deambular por Europa (Quan Rossell: 49). Aunque el periodo de su estancia es evidentemente reducido, llama la atención las escasas referencias que sobre él aparecen en la crónica de sus extensas memorias. Por sus palabras se sabe que estuvo en una pensión modesta, llena de pulgas, propiedad de un cubano y cuya principal atención con los clientes era la promiscuidad de la asistenta gallega que cuidaba de la limpieza en el establecimiento. Además, parece lamentar que el escaso tiempo o el dinero insuficiente le permitieran tan sólo visitar lugares próximos a la capital madrileña, como El Escorial o la ciudad de Toledo, renunciando a lugares emblemáticos de la geografía peninsular como “Granada, Compostela, Barcelona, Sevilla, Salamanca, Córdoba y tantas otras ciudades y pueblos y pueblitos llenos de historia y cosas bellas”. Sorprendente resulta también en aquel que llegó a ser uno de los principales comentadores del Muralismo y de numerosos pintores mexicanos, que la visita a El Prado tan solo le arrancase un rutinario y lacónico “Velázquez, Zurbarán, el Bosco y Goya no estaban mal”. Como lo hiciera su intemporal Rubén Darío en España contemporánea (1901), algo más comenta de la fiesta de toros casi cumpliendo el ritual del cronista extranjero sobre la controvertida tradición española: Había calor y gran sol. Contaba las monedas con el tacto en el bolsillo de mi pantalón. Muchísima gente. El cartel parecía importante pero no me decidía a entrar por mi aversión a la fiesta cretense. Me acerqué a la taquilla y no compré el boleto; di vueltas de nuevo y compré el boleto. La plaza hiena, Madrid y su júbilo bárbaro, ¿qué más quería? Irrumpe un toro deslumbrado, vibrante su lustrosa piel de portento de la naturaleza, agredido hasta el asesinato, con alevosía y ventaja, por toda una cuadrilla, como se autonombran, en donde la nobleza no es sino de la bestia. Le echan un caballo con las cuerdas vocales cortadas, a fin de que no ulule cuando sus intestinos barran el ruedo. Me identifiqué con el toro, soporté verme asesinar una vez, huyo vomitando y volví a refugiarme en el seno de mis montparnasianas. (Cardoza, 1996: 315)
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“Las mil y una noches” es el título de una sección del libro III, “París” de El río.
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Asevera su desconocimiento general del país, laguna que parece cifrar en una nómina de ciudades no alcanzadas y construidas en la imaginación a partir de sugerentes referencias ajenas; sin embargo, la parquedad de sus palabras se antoja excesiva y se resuelve en una sombra difícil de eludir. Su silencio se llena de preguntas: ¿no visita a nadie en Madrid?, ¿permanece solo durante ese mes?, ¿sus desplazamientos por las provincias madrileña y manchega son periplos sin compañía?, ¿no contacta con la intelectualidad madrileña?, ¿no acude a las tertulias? ¿por qué no volvió más durante su primera etapa europea? La propia palabra del poeta se encarga de denunciar este vacío en su cartografía intelectual. Décadas más tarde en Guatemala, apenas un año después de la revolución que depuso a Jorge Ubico, declara en las páginas de El Imparcial del 2 de mayo de 1945: “París nos daba todo, Francia, el genio latino. Cometí serios errores que estoy pagando: viajé por el resto de Europa repetidas veces, pero estuve rápidamente por tierras de España. ¡Grave pecado!” (Cardoza, 1995: 37). La mentalidad integradora y antidogmática del autor, sus íntimos vínculos con muchas de las principales firmas españolas y su apoyo constante a los exiliados republicanos parecen indicar que no fue aversión hacia el antiguo imperio, rencor a la madrastra colonialista, sino deslumbramiento hipnótico ante el esplendor parisino, puesto que según declara en artículo del 3 de mayo de ese mismo año, allí “se reunían todos los alucinados por la disciplina del arte”, y que tan solo algunos desestimaban a favor de “Alemania o de Italia. Pero, la mayor parte se concentraba en París” (Cardoza, 1995: 39)8. Si las estaciones frías fueron ocupadas por la apoteosis del fervor intelectual parisino, los meses veraniegos posteriores al de 1922 los dedicó al vagabundeo por tierras alemanas, donde fechó en 1923 su Luna Park, y sobre todo a recorrer Italia, en la cual estuvo cuatro o cinco
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Como en tantos otros asuntos, Cardoza atisba las relaciones coloniales de España y América desde su voz paradójica y acezante que explora y denuncia tanto luces como sombras en inquieto asedio a una verdad nunca maniquea. A modo de ejemplo se ofrecen algunas citas entresacadas de sus textos: “En nuestro mestizaje he sentido inclinación hacia la cepa en que se injertó la rama española porque me duele la injusticia y porque vi, con ojos definitivos de la niñez, la misma naturaleza que los indígenas dominaron, y porque los paisajes en que nacimos –mito, leyenda, historia – nos son comunes” (1965: 253); “la Conquista que fue incalculablemente totalitaria” (1996: 758); “somos el equilibrio de lo indígena y lo español, la fusión de dos ríos inmersos en nosotros. Yo no defiendo ninguna sangre sino la razón” (1965: 256); “con todo y mi mestizaje, estoy más cerca de Platón o Virgilio que de las mitologías de los indios de Guatemala” (1996: 756); “Recuerda Las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que Alvarado –fundador de la nueva nacionalidad, inhumano padrastro de la patria futura– exterminó cerca de cuatro o cinco millones de indígenas en 15 o 16 años, de 1524 a 1540. Empero, sería elemental torpeza simplificar la Conquista y la colonización sin apreciar los numerosos matices, lleno de grandeza, que la complejidad de España nos dio para siempre” (1965: 283).
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veces, una de ellas –en 1927– acompañado por su familia y donde vivió una historia de pasión con una joven florentina. En El río dio muestras de cómo en Francia recibía vagas noticias sobre lo que sucede en el país vecino, tan cerca geográficamente y tan alejado en general de las apetencias intelectuales del joven guatemalteco, quien a pesar de la desmesura vanguardista que consumía con ansiedad imperiosa, no dejaba de sentir que vivía “fuera del ámbito mismo del idioma y su cultura” (Cardoza, 1996: 300). Del ambiente artístico español conoció lo que se realizaba en el propio París o los retazos llegados a través de revistas y autores que cruzaban la frontera: “De los encuadrados en la Residencia de Estudiantes de la generación del 27 en Madrid, nada o muy poco sabía” y, tal y como confesó, nada conoció hasta su encuentro con García Lorca en La Habana. De modo global los percibió entonces con distancia, “saturados de clásicos”, ajenos a la novedad febril gestada a su alrededor en las tertulias y en los cafés alrededor de los cuales él “continuaba dando tumbos, viendo los pollos gigantes de Chaplin en La quimera del oro” (Cardoza, 1996: 248)9. Las lecturas primeras en Antigua, sobre todo francesas pero sin desdeñar lo español o lo hispanoamericano, las había olvidado al descender del barco en el puerto de El Havre. La voz de Alberti –memoria dentro de su memoria– permite intuir una probable visión de la España del momento en la concepción del poeta guatemalteco: “Rafael Alberti cuenta en La arboleda perdida que ‘se hacía las pajas’. ¡Habiendo españolitas! La pensión de Madrid con la joven gallega del servicio. Es onanista Narciso, Nymphes! si vous m’aimez, il faut toujour [sic] dormir! A la España con la cual Alberti rompió vestía sotana, escapulario y se hacía las pajas. Y entonces Ces nymphes, je les veux perpétuer” (Cardoza, 1996: 281). Su colaboración con La Gaceta Literaria fechada entre 1927 y 1929 fue a distancia, puesto que son textos enviados desde el extranjero y en realidad ajenos al asunto español. Igualmente, desvinculada de su espacio geográfico fue la relación intelectual y amistosa con los autores de esta nacionalidad a los que en general, conoció en París o en el exilio mexicano tras la guerra civil. Las simpatías de Cardoza estuvieron con la España republicana. Fiel al compromiso personal que respecto a sus ideas mostró en cruciales circunstancias políticas, sociales y culturales a lo largo de su vida, dicha empatía se tradujo en un apoyo institucional realizado desde diferentes cargos y países, así como en la difusión de la figura o la voz de autores expatriados tras la derrota:
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“Promiscuas las tertulias en las cuales escuché a Unamuno y a Picasso, inasequibles sino en esas veladas que nos procuraban atisbos, nos desconcertaban y nos proponían vaguedades imposibles de abolir” (Cardoza, 1996: 287).
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Cardoza y Aragón trabajó para el diario El Nacional, de 1936 a 1944. Desde esas páginas, se unió a la denuncia mexicana de la agresión contra la Segunda República Española. Dio a conocer la obra de José Bergamín, Juan Larrea, José Moreno Villa, León Felipe y Miguel Prieto; divulgó los transplantes de las editoriales españolas y recogió testimonios de combatientes, como el de André Cayatte, corresponsal viajero del Frente Popular. (Mejía Dávila, 1995: 58)
Estos artículos para El Nacional fueron recopilados en el libro Tierra de belleza convulsiva (1991). En el capítulo “Los republicanos españoles” de El río apunta sintéticamente la importancia de los nombres españoles que llegaron a México tras el fin de la guerra civil y añade rápidos datos sobre las revistas y publicaciones que promovieron (Quan Rossell: 62). A su regreso al suelo natal en el inicio del decenio democrático ingresa como diputado en las Cortes y se convierte en presidente del Comité de Ayuda a la República Española, mientras que las páginas de Revista de Guatemala, recién fundada por él y en cuya dirección evidencia su “concepto plural de lo nacional” y su deseo fundamental de “servir”, contaron con una amplia nómina de colaboradores españoles entre los que se encontraron Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda (Boccanera: 25 y 27). En esa época denunció también desde las páginas de El Imparcial el abandono que el legítimo gobierno español había sufrido a manos de las democracias europeas y ante las dictaduras fascistas, y proclamó la solidaridad fraternal de Guatemala y México con el pueblo destrozado (Cardoza, 1995: 135). Desde 1948 a 1950 de regreso en París como embajador del gobierno de Juan José Arévalo, a pesar de los obstáculos puestos desde el país centroamericano, colaboró con las autoridades republicanas en Francia a fin de posibilitar el embarque de los refugiados españoles hacia tierras guatemaltecas. Su escritura recoge el recuerdo de los propios hechos siempre inmersos en los acontecimientos históricos, continuamente en paralelo con otras autobiografías: Aunque las cosas se detenían en Guatemala, logré embarcar algunos refugiados. El ministro de Relaciones [Exteriores de Guatemala] pensó que poblaría de rojos el país. En las memorias de Pablo Neruda leo las molestias que tuvo, recién concluida la guerra de España, como encargado de acoger españoles republicanos en Chile. En Guatemala me nombraron presidente del Comité de Ayuda a la República Española. El gobierno en el exilio, años antes, me había designado Comendador de la Orden de la Liberación de España. El general Lázaro Cárdenas recibió varios miles de republicanos españoles. Esta transfusión fue benéfica en todos los terrenos. Nosotros tuvimos trabajadores y algunos universitarios, entre ellos, el doctor Rafael de Buen. Impartió cursos el sabio Pedro Bosch Gimpera. El entonces ministro de Relaciones Exteriores había estado años al servicio del dictador Jorge Ubico. 377
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A lo sumo me contestaban que los refugiados habrían de ser agricultores, lo cual lo comprobaba Lya en una macetita de violetas cuidada por ella en el apartamento. El enviado de la República Española en Guatemala, Antonio de Zugadi, se enteró sobradamente de lo que sucedía. Nunca indagué si eran campesinos; para mí eran noble pueblo español10. Volví a Guatemala en 1950. La organización de los republicanos, con su propio esfuerzo, disponía de hermosa casa. Escribí sobre su lucha, leí una o dos conferencias, rechacé públicamente la invitación de poetas franquistas a participar en conmemoraciones literarias en España. (Cardoza, 1996: 662-663)
Gómez de la Serna, Guillermo de Torre, Larrea, Picasso o Jaime Sabartés en París; Juan Rejano, José Bergamín, León Felipe y otros exiliados en México; o García Lorca en La Habana fueron españoles, tan expatriados –o transterrados– como él, a los que Cardoza y Aragón sintió íntimamente cercanos a su espíritu lácteo, y a los que ofreció sus oídos, su pensamiento, su diálogo cultural, su apoyo o su franca amistad. De todas estas relaciones, la emotiva intimidad entablada con el granadino Federico García Lorca durante el periodo en que ambos coincidieron en la capital de Cuba fue probablemente la que gozó de más honda huella en su memoria, conmocionada desde entonces primero por su ser “transparente y luminoso, tan dulcemente incandescente, que muchas veces pudimos percibir en La Habana tu esqueleto de ángel” y años después por la temprana muerte del poeta (Cardoza, 1996: 332). La narración del recuerdo de aquel encuentro constituye algunas de las más bellas páginas de El Río; junto a ello permanece el soneto dedicado por García Lorca a Cardoza, que en sus dos versiones se llamó sucesivamente “Pequeña canción china” y “Pequeño poema infinito”11, los diversos textos –periodísticos, en verso, en prosa poética– que Cardoza dedicó a la trágica muerte del español durante la guerra civil, y la leyenda de un proyecto conjunto, Adaptación del Génesis para el musichall, que fue redactado entre ambos en diferentes fechas y que hasta ahora se creía perdido, puesto que el guatemalteco así lo había afirmado probablemente para defender las bases de un acuerdo con el malogrado poeta granadino que determinaba su publicación post mortem12. Para 10 11
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Énfasis mío. El texto original, fechado en Nueva York el 10 de enero de 1930, no apareció en la primera edición de Poeta en nueva York (1940). Sí se incluyó posteriormente en la compilación de sus obras completas. Cardoza y Aragón recoge en sus memorias la primera versión. Entre los homenajes cardocianos además de las páginas incluidas en las memorias, donde también se ofrece el texto publicado en 1936 poco después de la muerte del granadino, destaca el poema “Soledad de Federico García Lorca” incluido en “Soledad” (1936) compilado en Poesías completas y algunas prosas (Cardoza, 1977: 149150). En una entrevista, citada por Boccanera (18-19) el autor habla sobre el destino incierto de la Adaptación y su carácter frustrado, dando una clave de la verdad que se
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Cardoza el entrañable amigo fue “la voz más ancha de su pueblo”, en él escuchó y sintió su ser más acendrado, al cual encarnó “hasta corporalmente con su propia muerte y con su inmortalidad” (Cardoza, 1996: 337). Es en esa España donde Cardoza halló las verdaderas esencias de sus gentes, que más que en tierras peninsulares fue encontrando y conociendo lejos de sus fronteras, en el mismo espacio lácteo del que siempre se consideró ciudadano; en la “España eterna”, cercana al corazón descubrirá tras su propio deceso: “es irrecuperable. Federico no trabajó más en eso, no supe qué hizo de esas cuartillas que no eran muy abundantes –habrán sido entre treinta y cuarenta– pero seguramente a él no le interesó y a mí tampoco. Sentía que habíamos hecho una verdadera travesura, incurrimos en una serie de profanaciones con los textos sagrados del génesis de La Biblia. Era jugar con la historia sagrada, ponerla en chunga, ser irreverentes, pero concluimos que la irreverencia no era suficiente para sostener el texto. Fue un juego teatral que escribimos en La Habana, buscábamos la poesía en el género de lo grotesco. Lorca fue asesinado poco después, hecho que me causó profunda conmoción y yo destruí el texto, sentí que no podía publicarlo sin su consentimiento” (Yazmín Ross, entrevista a Cardoza y Aragón, “Escribo para quien pueda conmigo”, Brecha, Montevideo, 14 de junio de 1991). Quan Rossell al comentar las disposiciones testamentarias de Cardoza, afirmó en 2004 que “quince años después de la muerte de Luis, en septiembre de 2007, por ejemplo, se informará que la Fundación cultural Lya y Luis Cardoza y Aragón –a través del doctor Pablo González Casanova, ex rector de la UNAM y amigo entrañable de la pareja– siempre tuvo bajo su custodia los originales de la farsa escrita a la alimón con García Lorca, Adaptación del Génesis para Music Hall, que supuestamente Luis había destruido. Que el texto se publicará durante las fiestas decembrinas del mismo año, se explica, y que se trata de una versión corregida y ampliada por ambos, que Federico García Lorca logró enviar a Luis antes de su captura y posterior asesinato, en agosto de 1936. Fue lo último que trabajó García Lorca, se informará, como también se sabe que desde los lejanos años treinta, en La Habana, ambos habían decidido que el material sólo se publicaría cuando ninguno de los dos viviera. Debía ser un escrito post mortem, dejaron subrayado” (118-119). En El río afirma que a México llevaba “una copia de los esquemas emprendidos con Federico García Lorca: Adaptación del Génesis para music hall”, y después se pregunta: “¿Qué hizo Federico con los conatos? No quise seguirlos solo, rompí los apuntes. En La Habana, en donde viví más de seis meses, trabajamos juntos en la ‘adaptación’. Yo anuncié esta obra probable; él, por lo visto, tampoco cuidó más del proyecto, que mucho nos divirtió mientras concertábamos las etapas iniciales. Seguramente lo destruyó; me adelanté a tal juicio por mi parte. Nunca he leído algo sobre ello”; finalmente, continúa dando ciertos detalles sobre el contenido del texto: "Pienso que tal vez no los prosiguió Federico por darse cuenta de lo superficial y sin ingenio de la blasfemia. El Padre Eterno, un niño vestido de marinero, con falsas barbas venerables y un bastoncito de junco, como el de Chaplin. La escena en la oscuridad, un largo monólogo del niño en el caos. El mundo nacía del Padre Eterno sodomizado por el Diablo; Adán se suicidaba, harto de Eva y de la vida, de un tiro en cierta parte en que no deja cicatriz la herida. En el cuadro del Arca aprovechábamos los chistes populares, entre otros aquel en que para tener tranquilos a los animales, Noé decomisa a los machos el sexo y les da una contraseña, como en un guardarropa. El mono, aconsejado por la mona ya casi sapiens, negocia con el elefante el cambio de contraseña y la elefanta se la pasa llorando. Y no sé cuántas cosas que no olvidaban al dios carnicero y solar de las Escrituras, hambriento de cataclismos y venganzas” (Cardoza, 1996: 370).
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(Díaz Castillo: 148) y singular en sus valores universales, sentimiento similar con el que concibió –sintió– el propio país y el arte verdadero a los que consagró su existencia y escritura.
Los vínculos ultraístas Antes de la aparición de sus colaboraciones en revistas españolas Cardoza y Aragón había publicado dos libros de régimen vanguardista: Luna Park, Poema instantáneo del siglo XX (1924) y Maelstrom. Films telescopiados (1926), que enfatizan desde sus mismos títulos y, más aún desde los subtítulos, su firme adhesión a los movimientos rupturistas emergidos en París, a la par que su distanciamiento respecto a los escritos adolescentes de intención aún modernista realizados en Guatemala13. Anterior a sus artículos en publicaciones periódicas españolas es también un libro de crónicas, Fez, ciudad santa de los árabes (1927), en el que dio cuenta de sus andaduras por el norte de África, región a la que había llegado en diciembre de 1926 estimulado por la lectura de Fez, la andaluza (Madrid, 1926), de Gómez Carrillo14. Tales credenciales habían posibilitado ya la presencia de Cardoza en los cenáculos intelectuales de uno y otro lado del Atlántico. El poeta guatemalteco, a pesar de que la crítica lo postergaría en el futuro a un segundo nivel en el canon literario de este periodo, formaba parte del conjunto de escritores considerados como promotores de la renovación literaria hispanoamericana, de tal modo que sus textos y su nombre aparecen en panorámicas, revistas y antologías. En este sentido, es incluido en el discutido volumen antológico, aparecido en Buenos Aires, de Alberto Hidalgo, Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges Índice de la nueva poesía americana (1926)15; igualmente, según anota Jorge Boccanera su figura es mencionada por el estridentista mexicano Manuel Maples Arce y el futurista Alfredo Mario Ferreiro, que en su obra El hombre que se comió un autobús (1927) cierra un catálogo de títulos y autores vanguardistas con la mención de Luna Park (57-58). Estas notas deben acompañarse de la mención que de Maelstrom se hace en el 13
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En algunos estudios y bibliografías se señala que la primera edición de Luna Park apareció en 1923, y que la fecha de 1924 correspondería a una segunda aparición del texto. Los poemas y prosas publicados por Cardoza en Guatemala antes de su primera salida hacia Europa han sido localizados y publicados por Mejía Dávila en Asedio a Cardoza y Aragón (1995). Algunos autores citan una primera edición de Fez, ciudad santa de los árabes de 1926. También será incluido por Xavier Villaurrutia (1903-1950) en Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española (1941) a la cual Cardoza dedicó un poema homónimo incluido en “Pequeños poemas (1945-1964)” de sus Poesías completas y algunas prosas (1977: l92-194).
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número 2 de octubre de 1926 de la revista parisina Favorables. París. Poema, del español Juan Larrea, como uno de los libros recibidos en la redacción, y la reseña crítica realizada en 1926 por Benjamín Jarnés para el número de julio-septiembre de Revista de Occidente (1923-1936) nuevamente sobre el segundo poemario cardociano, cuya repercusión española queda reflejada además en la publicación gallega Alfar (19201954) que reprodujo en junio de 1926 el texto que Ramón Gómez de la Serna escribió expresamente para prologar Maelstrom16 y dos meses después una recensión sobre la segunda edición de Luna Park que había aparecido en esas fechas. Ya en años posteriores José Carlos Mariátegui (1894-1930), con quien Cardoza mantuvo contacto epistolar, abre las páginas de Amauta en abril de 1928 a un fragmento del ensayo sobre Mérida; y finalmente, dentro de las páginas de La Gaceta Literaria, más allá de los artículos y fragmentos firmados por el antigüeño, destacan el anuncio que en 1927 Ortega hace del volumen conjunto que próximamente habría de publicar junto a Arqueles Vela, la breve semblanza y comentario crítico que sobre Cardoza incluye este último autor en la sección “Letras americanas” en 1928, y la aparición de su nombre en la descripción enumerativa que Jaime Torres Bodet elabora en “Las letras hispanoamericanas en 1930”. En su ensayo Bodet destaca las colaboraciones realizadas para la cubana Revista de Avance. 1930 y, dentro del apartado “Los escritores en prosa”, el volumen que ese mismo año publicó a través de la editorial de la citada revista habanera: De Luis Cardoza y Aragón, el poeta de Luna Park, anotamos –en las ediciones de 1930– un relato de agudos monólogos interiores: Torre de Babel. Un camino seguro en que la autenticidad de la forma no se mantiene sólo de las sorpresas de la metáfora. Una soberbia curiosidad psicológica. Muchas ventanas abiertas a los horizontes de la prosa en esta torre en que las razas no se dispersan. (7)17
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Dirigida por el uruguayo Julio J. Casal, recibió distintas denominaciones a lo largo de su existencia. Apareció con el nombre de Boletín de Casa América-Galicia y tras varios cambios comenzó a llamarse Alfar en el nº 33 de octubre de 1923 y hasta 1929. Posteriormente al trasladarse Casal a Montevideo se editó en esta ciudad desde 1929 hasta 1955, año de la muerte de su director (Bonet: 36-39). En esta misma sección de su artículo Torres Bodet menciona además La Rueca de Aire, del mexicano José Martínez Sotomayor; la reedición de Doña Bárbara (1929), del venezolano Rómulo Gallegos; Nuevo Paraíso, del mexicano Celestino Gorostiza; Mitología de Martí, del cubano Alfonso Hernández Catá y el Cid del chileno Vicente Huidobro (5). En Revista de Avance publicó un poema que luego fue compilado en “Quinta estación (1927-1930) de sus Poesías completas y algunas prosas (1977: 108). Como en los otros casos Cardoza comenta el hecho y señala que en esta revista “aparece un soneto: ‘Volver’, que esbozaba mi ánimo. Nunca me ha importado la ‘carrera literaria’ pero escribir, porque me crea y recrea, es cenital en mi vida (1996: 321). Sobre Torre de Babel apunta que a la Florentina “con el nombre ajeno de Bea-
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A pesar de que la mayor parte de la crítica y el propio autor en sus escritos autobiográficos han obviado en buena medida su relación con el Ultraísmo español e hispanoamericano para destacar fundamentalmente su vinculación con el Surrealismo, hay que tener en cuenta, como señala Boccanera, que uno de los elementos más sugerentes de sus dos poemarios iniciales es la “preeminencia de la imagen de cuño ultraísta” (37), es decir, la proliferación y el encadenamiento de imágenes inéditas creadas a fin de dar lugar a una realidad nueva que se concretiza en el surgimiento en Maelstrom de Pompierlandia, todo un país transformado bajo la nueva bandera de un cuadro cubista de Picasso, o en la aparición de Paisaje como personaje y amante del alter ego –llamado Keemby– del propio Cardoza, que es perseguido, fotografiado y colgado en el Louvre, para ser liberado finalmente por la acción clandestina y metaliteraria de un torbellino de autores (Rimbaud, Cendrars, Cocteau, Picasso, Stravinsky, Bretón, Maldoror, Max Jacob, Apollinaire y Paul Monrand) que utilizan sus obras (Bateau Ivre, Train Soûl, Scales, Noces, Laboratorie Central, Alcools, Feuilles de Temperature) para asaltar el museo: La mano rápida en el gatillo del antropomorfismo fue una constante de la poesía latinoamericana de esos años, el universo entero extrañado de sus conductas humanas, la naturaleza con hábitos de dandy, todos los barcos fumando en pipa y luciendo pañuelos blancos en el cuello de sus chimeneas. Ese universo que el ultraísmo puso en acción, tiñó por cierto la poesía de los dos primeros libros de Cardoza. Aunque pasa por alto este movimiento en su autobiografía, es evidente que sus textos de esos años están coloreados por la tropología ultraísta y las greguerías de De la Serna, quien por otra parte tuvo muy buena recepción entre la intelectualidad latinoamericana. (Boccanera: 38)
El Ultraísmo se desarrolló en España entre los años 1918 y 1925, año en que el movimiento pierde protagonismo a favor de los miembros de la generación del 27. Entre sus miembros más sobresalientes se destacan algunos de los nombres españoles con los que Cardoza se relacionó en su estadía europea, comenzando por el propio Gómez de la Serna, a quien Guillermo de Torre, cita como uno de sus principales ascendientes –junto a Juan Ramón Jiménez y Rafael Cansinos-Assens–; en cuanto a De Torre, considerado el motor principal de la corriente ultraísta, fue otro nexo determinante en la publicación de los textos del guatemalteco en España. En París había conocido en primer lugar a Juan Larrea y al mismo Vicente Huidobro, cuyo Creacionismo supuso el germen del movimiento fundado en Madrid por Cansinos-Assens; con Gómez de la Serna, admirado desde sus lecturas guatemaltecas, el conocimiento personal sería posterior al contacto epistolar y literario; a Guillermo de trice Grey, a Agustín Lazo, que ilustró el libro, a los redactores de Revista de Avance 1930 dediqué Torre de Babel” (1996: 354).
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Torre y a Giménez Caballero, fundadores de La Gaceta Literaria, los trató igualmente en la ciudad parisina; finalmente, también trabó contacto con César M. Arconada (1898-1964), futuro sustituto de De Torre como secretario en la revista18. Puede decirse que en gran medida las redes de comunicación que Cardoza establece con España, sus autores, sus revistas y editoriales son adscribibles a la atmósfera ultraísta, si bien una vez que la tendencia se ha diluido, ya que es a partir de 1927 y en La Gaceta Literaria donde publicará la casi totalidad de sus escasos artículos en la prensa española, siendo Guillermo de Torre el probable destinatario de sus envíos desde fuera de la Península19. Como es sabido, este último potenció y sostuvo las conexiones con los ismos extranjeros a través del intercambio epistolar y la traducción y publicación de sus obras en revistas afines al movimiento ultra (Videla: 142). Del mismo modo la aparición el año antes en Alfar del prólogo de Gómez de la Serna y de la mencionada reseña crítica sobre Luna Park, a cargo de César Álvarez Comet, poeta ultraísta y uno de los firmantes en agosto de 1918 del primer manifiesto del movimiento (Videla: 35-36), junto a una recensión firmada por él sobre un poemario del dominicano Tomás Hernández Franco (1904-1952) sería parte de este circuito, puesto que si bien dicha revista no se limitó a colaboraciones de signo ultraísta, sí acogió un buen número de textos y autores incluidos o asociados a él; de hecho, en opinión de De Torre, Alfar supuso la “suma final” de las fugaces publicaciones del movimiento y la revista donde confluyeron la mayor parte de los poetas que en ellas habían aparecido (2001: 549550). Incluso las ambivalentes relaciones de Cardoza con Gómez Carrillo pueden interpretarse como un nudo más de la red ultraísta, o mejor como el más seguro comienzo de la misma, si se tiene en cuenta que Guillermo de Torre fue desde junio de 1921 secretario de Cosmópolis, la revista fundada en Madrid por el guatemalteco y el hecho de que significativos ensayos suyos sobre el movimiento aparecieron en ella20. Desde las lecturas de su adolescencia guatemalteca Gómez Carrillo había 18
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Los comienzos de Arconada lo sitúan en la órbita del Ultraísmo sobre el cual publicó artículos en 1921 en El Diario Palentino. Además compiló los poemarios Sed, de tono ultraísta que al parecer no llegó a publicar, y Urbe (1928) algunas de cuyas composiciones siguen manteniéndose en el seno de esta tendencia (Bonet: 59). Las principales revistas del Ultraísmo fueron Grecia (1918-1920) y Cervantes (19161920) que desde una estética inicialmente alejada del movimiento llegaron a convertirse en las más importantes divulgadoras del mismo. Las fechas durante las cuales se prolongó su publicación quedan evidentemente fuera del ámbito europeo de Cardoza. En su último año, a partir del número 37 aparecido en enero de 1922, fue dirigida por el cubano Alfonso Hernández Catá. Las relaciones entre De Torre y Gómez Carrillo, así como los artículos publicados en Cosmópolis sobre el Ultraísmo son minuciosamente analizados en el ensayo de este volumen titulado “‘Soñadores de las mismas quimeras’: Enrique Gómez Carrillo y la revista Cosmópolis (1919-1922)”, de Francisca Noguerol.
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ejercido una gran influencia sobre Cardoza, sobre todo en lo que su figura tenía para él de vida aventurera y peligrosa; ello le llevó a buscarlo desde sus primeros tiempos en París y llegó efectivamente a conocerlo hacia 1923 o 1924, probablemente a través de uno de los estudiantes de medicina, que era familiar suyo. El propio Cardoza da noticia de la afabilidad inteligente de Gómez Carrillo, que lejos de erigirse en maestro de unos jóvenes distantes de sus concepciones artísticas, trató de ayudarles en su propio camino (1995: 95-98). Por su parte, Gómez de la Serna fungió desde su primer número como parte del comité literario de La Gaceta Literaria y fue además un asiduo colaborador en sus páginas, lo cual permite pensar que tanto Gómez Carrillo como el autor de las greguerías abriesen el camino a Cardoza hacia esta revista. Aunque su actitud de comprometido individualismo, siempre cerrado a cualquier inserción dogmática y férrea en escuelas artísticas o partidos políticos, impide su catalogación simple en los reducidos lindes de un único ismo, su concepción y práctica escrituraria junto a su cosmovisión general lo sitúan en íntimo contacto con los surrealistas franceses (si bien su progresión como autor fue más allá de tal movimiento), a la par que pueden verse afinidades o conexiones concretas en sus primeras obras con el Ultraísmo español, nexos evidenciados por ciertas relaciones parisinas y por sus publicaciones españolas: Esa noche [en 1927] no anduve por tales sitios (los cafés de Le Dôme y La Rotonde), frecuentados con alguna regularidad, seguro de hallar grata o sorprendente compañía. Alejo Carpentier, Toño Salazar, César Vallejo, Alfonso de Silva, César Moro, Miguel Ángel Asturias; a veces, Huidobro, Juan Larrea, Ventura García Calderón o Gómez Carrillo. El cronista [Gómez Carrillo] en pocas ocasiones visitaba Montparnasse; su tertulia se reunía en el café Napolitain o en algún otro café de los Grandes Bulevares. (Cardoza, 1996: 268)
La huella textual de Cardoza en las publicaciones periódicas o librescas editadas en España no fue abundante. Sin embargo, no debe desdeñarse su significación ya que su nombre apareció en las dos revistas más destacadas del periodo previo a la guerra civil. Cabe diferenciar entre los escritos firmados por él y aquellos otros que, con mayor o menor extensión y en modo diverso, analizaron su producción o aludieron a su figura. Tras la citada reseña incluida en Alfar a fines de 1926, entre enero y diciembre de 1927 aparecen cuatro textos de Cardoza en La Gaceta Literaria. Dos años más tarde, en 1929, aparecería aún otro, el más extenso, en torno a las características definidoras de la futura poesía hispanoamericana. La publicación quincenal, por tanto, acogió entre las hojas de su segundo número el que es probablemente el único relato de Cardoza y Aragón, “Hombre-sandwich”, si bien este había sido difundido años antes en un periódico guatemalteco, y lo cerraría con un ensayo donde el autor constataba el fin de la experimentación vanguar384
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dista como imitación vana de lo extranjero y el comienzo de una escritura capaz de nuclear las esencias autóctonas y al mismo tiempo universales de la identidad americana. Entre ambos textos se encuentran la transcripción de una parte del libro de Carlos Mérida publicado por la editorial de la gaceta madrileña y un breve poema no recogido en poemarios anteriores o ulteriores. Finalmente, cabe mencionar de nuevo las publicaciones relacionadas con sus primeros poemarios y el comentario que, también en La Gaceta Literaria, dedicó Arqueles Vela a su compatriota.
Alfar, 1926: primeras huellas Los números 58 y 60 de esta revista gallega se hicieron eco en 1926 del nombre de Cardoza. En el volumen de junio se incluía el prefacio de Gómez de la Serna a Maelstrom y en el de agosto-septiembre una crítica a Luna Park. En este último número se incluía además un breve texto del propio guatemalteco que, como respuesta a la petición del reseñado, ofreció un análisis de El boxeador idílico (1926), de Hernández Franco, que en gran medida acabó convertido en la expresión de una poética personal. Frente a posteriores ideas desarrolladas en los textos para la Gaceta Literaria, no aparecen aún la mirada americana ni el desencanto parisino. Por el contrario, hay una vindicación del momento presente como instante irrepetible, diferenciado del pasado y del futuro por la vertiginosidad del cambio y la irremisible transitoriedad de los ciclos artísticos: “la Belleza, siendo eterna, es efímera”, ya que el “Arte es una moda” (38). A continuación, envueltos en citas literarias y alusiones a nombres y movimientos de la actualidad intelectual, desgrana algunos hitos de una teoría creativa que podrá verificarse aún al final de su trayectoria en las páginas memorísticas de El río: gusto por la diversidad oximorónica, rechazo del academicismo, cualidad intrínseca de lo personal en función de la esencial originalidad de cada autor, subjetividad programática de su visión, poder creador del artista, escritura como camino propio de salvación, carácter inefable del hecho poético: “Un poeta no se discute nunca. La poesía no se explica” (38).
Textos en La Gaceta Literaria El relato “Hombre-sandwich” es publicado al menos en dos periódicos; en Guatemala aparece en El Imparcial, el 31 de octubre de 1925, mientras que en España es publicado el 15 de enero de 1927 en La Gaceta Literaria de Madrid. Además Mejía Dávila recogió el relato de El Imparcial en el anexo “Etcétera” de su Asedio a Cardoza (1995: 163169). Sin embargo, la confrontación entre uno y otro texto permite descubrir que Cardoza introdujo modificaciones más o menos significa385
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tivas en la segunda versión, fechada en París en 1926, con respecto al texto original datado en la misma ciudad un año antes. En el número 4 de la Gaceta del 15 de febrero de 1927 apareció la reseña realizada por Cardoza sobre el Índice de la nueva poesía americana, que incluyó los dos primeros poemas de su Luna Park y donde anecdóticamente por error fue agrupado en la órbita de los poetas mexicanos, formada por Manuel Maples Arce, Germán Lizt Arzubide, Salvador Novo, Carlos Pellicer, José Rubén Romero y José Juan Tablada. Más allá de esta presencia subrepticia de Cardoza, el Índice no incluye autor guatemalteco alguno. Cardoza se sumó a la polémica que rodeó a la inconexa tríada firmante de la antología, de modo que aunque reconoció la dificultad de todo proyecto semejante y el valiente esfuerzo realizado no dudó en cuestionar la legitimidad de los nombres escogidos ni en vaticinar su carácter vertiginosamente perecedero: “Setenta y tantos poetas figuran en la antología ¡Dios ha de querer que de todos estos nombres perduren siquiera cinco!…”21. Su reseña dedicó un comentario a cada uno de los prologuistas del volumen hacia los cuales manifestó un más que matizado entusiasmo general seguido de la discriminación de diferentes reparos y virtudes en cada uno de ellos22. La “Oda a Charlot (Fragmento final)” no aparece en sus Poesías completas y algunas prosas (1977), en Obra poética (1992) o en su libro lírico póstumo Lázaro (1994), ni tan siquiera en la recuperación de textos inéditos que hizo Mejías Dávila en 1995, donde sí se transcribió “Hombresandwich”23. El subtítulo entre paréntesis lleva a pensar en una 21
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Comentario similar despierta en Borges la Antología de la poesía argentina moderna (1900-1925), de Julio Noé. En un artículo publicado en Proa el 15 de enero de 1926 exclama: “¡Ochenta poetas! ¿Habrá ochenta renglones de poesía en toda la literatura hispánica o deshispánica? No me atrevo a ese optimismo” (García Morales: 135). La antología triplemente prologada por Huidobro, Borges e Hidalgo fue publicada en julio de 1926 y, según ha aclarado la crítica recientemente, fue en realidad compilada casi en su totalidad por el peruano Hidalgo, quedando limitada, hasta un punto aún no determinado, la participación en ella de Borges y anulada la de Huidobro, cuyo concurso se habría reducido a lo sumo a la redacción de uno de los proemios (García Morales: 134). En El Nacional de México publicó el 21 de octubre de 1939 el artículo “Chaplin: La vagancia como una de las bellas artes”, donde contrapone el mundo onírico creado por el personaje al real en que se haya insertado físicamente, sitúa la prueba de su genialidad en su alcance universal y vincula algunos de sus rasgos a los de Don Quijote y Sancho (Cardoza, 1991: 437-438). La falta de difusión justifica la transcripción del poema: “Infatigable globe-trotter / he tenido la gloria de perderme / en los mapamundis de tus gestos / y formaré un herbario con tu ciencia / donde habrá flora / hasta de la más remota isla del archipiélago de tu aburrimiento. / Gira el mundo: / disco de fonógrafo / tu cuerpo enhiesto encima / es aguja y diafragma / para darnos la canción universal. / La danza de tu alma / desintegra la gracia del mundo / y mi canto alucinado / ríndese ante la magia de la nueva armonía. / La belleza cambia de piel como las culebras. / Hay nuevas perspectivas cosmogónicas. / Por las noches las estrellas
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composición más extensa a la que supuestamente pertenecería el texto; sin embargo, ante la ausencia de ese poema más amplio quizás deba colegirse que sólo escribió esta parte consignada como última y que el resto quedó sin terminar. Esta idea toma más fuerza si se tienen en cuenta sus ambiguas palabras retrospectivas: “Recuerdo que me persiguió la obsesión de escribir una oda a Chaplin, tal vez algo urdí de ella con tono coloquial, bajo el signo de Jules Laforgue, a quien mucho leí en los días aquellos” (Cardoza, 1996: 795). El poema o fragmento está fechado en París en 1927 y se publicó en la revista madrileña el 1 de octubre de ese mismo año, cercanía temporal que hace probable pensar que a diferencia del relato anterior, no hubiera aparecido previamente en revista alguna. La revista de Giménez Caballero y De Torre publicó ese mismo año la única obra que Cardoza editó en España. En el número 3 de la primera serie de cuadernos promovidos por La Gaceta Literaria apareció su ensayo sobre el pintor y compatriota Carlos Mérida. Tan sólo tres fueron los títulos publicados en esta colección en la que no se incluyeron más representantes de las letras hispanoamericanas. Los otros volúmenes, editados también en 1927, fueron los poemarios La rosa y el laurel, de Tomás Garcés y Virulo. Mediodía, de Ramón de Basterra, números 1 y 2 respectivamente. En agosto de 1930 el propio Guillermo de Torre anunció la reanudación de la empresa con la aparición en el mercado editorial de tres “nuevos cuadernos” que recogieron las obras Circuito imperial, de Giménez Caballero; Salón de estío, de Benjamín Jarnés; y Novísimas greguerías, de Ramón Gómez de la Serna, todas ellas lanzadas al mercado en dicho año. La atención prestada por Cardoza a Mérida no acabó con este escrito, sino que se continuó a lo largo de los años a través de sucesivas aproximaciones en las que siguió analizando la trayectoria artística del pintor. En 1992 la suma de textos fue recogida bajo el título Carlos Mérida, color y forma por la editorial mexicana Era. La aparición del ensayo, tras los dos poemarios parisinos, supuso el comienzo de una prolongada vinculación con la crítica de arte marcada por la paradójica perspectiva desde la que fue concebida y abordada por el autor, que concretó su tenaz rechazo a los críticos y su idea de la maduran en su vientre / la granada rota del día / de par en par abierta / como la puerta de una catedral. / Los kilómetros de tus cintas adornarán / un árbol de Navidad universal / donde habrá manzanas de pecados nuevos / y un dios suficientemente inteligente para llegar a snob, / franco, / cómodo, refrescante como un inmenso clown. / Eres, entre la multitud, un arpa rodeada de fonógrafos, / escapado de la Biblia, / de las obras de Shakespeare, / eres todas las fábulas, / todas las mitologías, / Robinson en ciudades de diez millones de hombres, / un enterrado vivo; / tus oídos abriste a los cantos sabios de todas las sirenas, / te marchaste a encontrarlas, / conociste las amargas caricias de sus labios / y, sin embargo, tu llanto no apagará nunca tus divinos fuegos de artificio / ¡y amanecerás un día muerto de haber hecho un sueño demasiado bello, / demasiado, / demasiado!”.
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naturaleza aporética de esta disciplina en uno de sus epigramas más recordados: “la crítica de arte es la Venus de Milo llevando en sus manos la cabeza de la Victoria de Samotracia” (Cardoza, 1996: 490)24. Igual que en anteriores ocasiones Cardoza no olvidó comentar en sus recuerdos las circunstancias en que conoció a Mérida en París en 1927, aquellas en las que el libro vio la luz y los motivos que le llevaron a escribirlo, además de su propia reflexión sobre la mayor o menor trascendencia lograda25. Tanto en El río como en su conversación con Quan Rossell ofrece información significativa respecto al asunto: [Carlos Mérida] había llegado con toda su familia, nos hicimos amigos; escribí un texto sobre él y lo editó La Gaceta Literaria, semanario de mucho prestigio que se publicaba en Madrid, dirigido por Jiménez Caballero, quien más tarde sería franquista, y por Guillermo de Torre y César Arconada; De Torre muy conocido por su obra crítica sigue en Buenos Aires; lo conocí en París, así como a Jiménez Caballero; Arconada me visitó en Moscú, en 1946; murió allá. Esta monografía sobre Carlos Mérida es mi primer trabajo de alguna extensión sobre algún tema plástico; me interesaba esta primera etapa de su pintura porque estaba fundada en lo indígena, como lo estaría más tarde su pintura de los años cuarenta y de los años actuales. Si algún interés tiene esas páginas sería el de comprobar cómo el anhelo de una expresión americana y universal lo sentía ya, y cómo Guatemala estaba presente en mi pensamiento. (Quan Rossell: 50)26
La prosa impresionista, poética e intuitiva con la que trata de aprehender la verdad pictórica de Mérida y que se convirtió en el sello singular de sus futuros asedios artísticos permite comprobar cómo la “nostalgia de América”, anunciada desde la dedicatoria a José Vasconcelos, había brotado en el seno del autor tras más de un lustro de periplo europeo, durante el cual, como tantos otros autores, confirmó desde el otro lado del Atlántico el descubrimiento de lo propio27. Este sentimien24
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Sus intereses en este campo se dirigieron fundamentalmente a la pintura mexicana, sobre la cual editó varios volúmenes, y en especial a los autores vinculados con el Muralismo, dentro del cual por encima de los por entonces más reputados Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, destacó la figura de José Clemente Orozco: “Los Tres Grandes [muralistas] son dos: Orozco” (Cardoza, 1996: 483). Aunque al pintor lo conoció en 1927, su pintura ya le era familiar, puesto que en Maelstrom incluye el nombre del compatriota en la larga lista de artistas citados a lo largo de la narración (Cf. Cardoza, 1977: 81). Además la relación se continuó en México donde Cardoza a su llegada en junio de 1930 –sin amor, sin país y sin dinero– sería socorrido en los primeros momentos por Mérida (Cardoza, 1996: 371-372; Quan Rossell: 56-57). Cf. Cardoza, 1996: 270 y Cardoza, 1995: 36. Cardoza describió en varias ocasiones su lectura enfebrecida de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632), de Bernal Díaz del Castillo (1496?1584), a quien llamó el “máximo escritor guatemalteco”. En la narración anecdótica se presentó a sí mismo secretamente avergonzado por su desconocimiento del solda-
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to, que expresaría directamente dos años después en el artículo “Pretextos” se prolongó en toda su obra posterior tras abandonar los elementos más externos de la euforia vanguardista y alcanzar una suerte de personal reconciliación entre lo americano y lo universal, la realidad inmediata y lo suprarreal. El libro se anunció en el número 24 de La Gaceta Literaria el 15 de diciembre de 1927 bajo el rótulo “Luis Cardoza y Aragón. Carlos Mérida. Ediciones de La Gaceta Literaria (1927): Fragmento del ensayo de Cardoza sobre Mérida”. Aunque de breve extensión, el texto, conformado por dos partes entresacadas del principio y el final del ensayo completo, ofrece una síntesis plena de los propósitos, actitudes y pensamientos cardocianos respecto a sus planteamientos teóricos sobre el arte y su crítica, la figura de Mérida, el juicio y el pálpito americano, todo ello sin renunciar al lirismo permanente –de nexos surrealistas– de su honda prosa: “Mis sueños, cosidos en tu tierra, América mía, raza de mis abuelos; mis sueños, cosidos en tu tierra, perfumados y humeantes como barbacoa, los coloco en la proa, en las manos de tu México, que protege mi Patria con su cuerpo; los dejo en sus manotas, morenas y robustas, eruditas en caricias, pinceles y fusiles” (Cardoza, 1992: 28). Por último, un nuevo fragmento aparecería años más tarde en la revista del peruano Mariátegui, circunstancia también rememorada sucintamente en El río (Cf. Cardoza, 1996: 269-270)28. Si en 1927 la publicación del ensayo sobre Mérida y la traducción al castellano de la versión francesa del profesor George Raynaud del Rabinal Achí habían sido las primeras manifestaciones de su nostalgia americana, el artículo “Pretextos” incluido en el número 53 de La Gaceta Literaria, el 1 de marzo de 1929, y firmado en Florencia en febrero de 1929, confirmaba el cambio cardociano que sentía ya como ajenas las revoluciones estéticas europeas y atisbaba en el horizonte la urgencia de definir en su esencialidad el verdadero arte americano29. Los
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do cortesiano y cronista ante unos contertulios franceses que comentaban las virtudes de su escritura; al día siguiente, contaba, buscó el libro y sus páginas lo absorbieron desde la cena hasta las primeras horas de la mañana. En el libro sobre Mérida comenta cómo tal apelativo surge a partir de la contemplación del arte de este autor: “Oyendo el latido de mi corazón, me proclamé Príncipe Maya, en pleno París, no lejos de la Torre Eiffel. El sol fue mi padrino. En nombre de los dioses asistióme. La Torre, géiser de acero, señalaba mi orientación moderna, absolutamente cenital” (Cardoza, 1992: 9-10). Sus palabras definen este proceso: “[Luna Park] refleja mi inquietud, mi afán de buscar, de encontrarme en lo moderno, en lo nuevo; pero, sobre todo, de encontrarme en mí, quitándome toda preocupación inmediata por lo folklórico, lo pintoresco, y con antipatía profunda por la literatura que hemos llamado nativista y, en otras partes, indigenista” (Quan Rossell: 47) “Y del funambulismo escéptico de la ‘vanguardia’ nacieron mis agraces absurdos, tanto como del candor. ¿Podía ser de otra manera? Aún no infería que la novedad no es novedosa. No los estoy disculpando: estoy sor-
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intereses literarios son pues reflejo de la propia situación anímica, que le lleva en sus memorias a justificar la aceptación del cargo diplomático en La Habana por su deseo de retornar a América, ansiedad convertida en “mandato físico”: “Harto del gorgorito, de Florencia envié a Guillermo de Torre, a La Gaceta Literaria, en Madrid, un trabajo sobre una poesía americana robusta, fluvial, que se moje como mujer amorosa. Empecé a sentirme cansado de París, a sentir nostalgia de vastos espacios exuberantes. Lo que deseé aprender ¿ya lo había aprendido?” (Cardoza, 1996: 320)30. Cardoza, que describió el texto como “un largo escrito sobre la necesidad de que los escritores hispanoamericanos nos ocupáramos con nuestros temas” (Quan Rossell: 56), enuncia y desarrolla una de las obsesiones axiales de su pensamiento y prosa ensayística, el horizonte de una literatura americana –guatemalteca– de carácter universal, donde la esencia de cada uno de ambos adjetivos descansase sobre la de su complementario31.
Presencia en las revistas españolas: Maelstrom en Revista de Occidente Antes de la aparición de los artículos en La Gaceta Literaria puede constatarse la presencia del autor en otras dos publicaciones periódicas, Alfar y Revista de Occidente. Sobre el texto incluido en esta última asevera el mismo Cardoza que “poco tiempo más tarde de la aparición de Maelstrom, en Revista de Occidente, dirigida por Ortega y Gasset, el libro es comentado con simpatía por Benjamín Jarnés, a quien conocí en México, cuando vino con la emigración de la República” (Cardoza, 1996: 208-210). Jarnés fue un colaborador habitual de esta y otras publicaciones de la época, como por ejemplo La Gaceta Literaria; así como uno de los prosistas de vanguardia elegidos por Ortega y Gasset para constituir la colección Nova Novorum, donde publicaría sus novelas El profesor inútil (1926) y Paula y Paulita (1929). Jarnés mantuvo relaciones con algunos de los intelectuales que configuraron los vínculos españoles de Cardoza: Giménez Caballero, De Torre o Gómez de la Serna, a través de los cuales probablemente llegó a sus manos el segun-
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prendido ante tales absurdos […]. La desmesura es la voz de aquellos años; mísera sombra lo escrito” (Cardoza, 1996: 284). Aunque en El río Cardoza asevera habérselo mandado a Guillermo de Torre en Madrid a La Gaceta Literaria, hay que tener en cuenta que en tales fechas este ya se había casado con Norah Borges en Buenos Aires a donde había marchado en agosto de 1927. El matrimonio volvería años más tarde a la capital española y residirían en ella entre 1932 y 1936. En tal prioridad del arte americano, según Cardoza, habían incursionado ya algunos autores dando lugar a clásicos de la literatura hispanoamericana: La Vorágine de Rivera, Don Segundo Sombra de Güiraldes, Doña Bárbara de Gallegos (Quan Rossell: 56).
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do poemario del guatemalteco, aunque más allá de estas redes personales cabe destacar el papel hegemónico que el autor madrileño ejerció en la revista de Ortega como difusor de las letras hispanoamericanas – artículos sobre Borges, Sur de Buenos Aires, la literatura cubana (López Campillo: 223-224). Además desde un punto de vista más amplio, la revista dedicó diversos artículos al análisis del surrealismo, movimiento en que se ha integrado la escritura de Maelstrom; entre ellos, el propio Jarnés dedica en junio de 1926, poco antes de la reseña sobre Cardoza, un agrio texto a la novela de Philippe Soupault En joue! (1926) (López Campillo: 199-200). En su recensión Jarnés reprocha la presencia de las huellas, ostentadas por el propio Cardoza, de Jules Laforgue (1860-1887) y de Isidore Ducasse o Conde de Lautréamont (1846-1870), sus Les Complaints (1885) y Les Chants de Maldoror, (1868-1869) respectivamente; en su opinión, los momentos más verdaderos y logrados coinciden con aquellos en los que Keemby –Cardoza– se encuentra con Ramón, puesto que ello significa “olvidarlo todo” y “volver la espalda a Lautréamont y a Laforgue” para lograr esculpir imágenes realmente personales. De este modo confiado en el juicio de su admirado y “sagaz prologuista” Gómez de la Serna, conviene en aprobar la visión del reseñado como un “eslabón más” de la cadena en continua forja que va siendo el arte.
El prólogo de Ramón Gómez de la Serna La presencia del fundador de Pombo, uno de los principales dinamizadores de la vanguardia española, es notoria en los primeros años de lecturas y formación de Cardoza, según el cual “recién pasado el terremoto de 1917” y en Antigua se habría acercado a la prosa sorprendente del escritor madrileño al comprar, dentro de una sastrería de ciudad de Guatemala que conjugaba la venta de trajes con la de libros, un volumen de Muestrario (1918) en cuyas páginas descubre el estallido de las greguerías (Cardoza, 1996: 209)32. Al realizar su semblanza, una de las que en El río contribuye a conformar el rostro de Cardoza, lo sitúa al nivel de la generación del 98, apunta al carácter prolífico de su escritura y proclama su independencia en el marasmo de los ismos: “Antidogmático, inventivo, libre, lleno de humor y profundidad sin parecerlo y de 32
Según rememoró Cardoza en sus entrevistas entre 1968 y 1970 con la investigadora Quan Rossell, Guatemala “era un pueblón de escasos cien mil habitantes, que tenía una sola librería, la de un señor Montealegre, en la cual se compraba la producción española y, muy raras veces, algún libro mexicano”. Sin embargo, también cuenta que acudía al establecimiento de un sastre donde encontraba novedades de literatura francesa: “¡Ah, el sastre se llamaba Funes!, y no sé si era amigo de los libros, pero lo cierto es que él vendía de preferencia traducciones de autores extranjeros. Así conocí algo de Baudelaire, Verlaine” (Quan Rossell: 30).
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imprevistos sin la solemne preocupación de ser antisolemne […] Ramón me evoca a Ramón” (Cardoza, 1996: 210). En otro pasaje su paleta de retratista se llena de cromatismos, formas e imágenes reveladoras, para aprehender la verdad profunda –o su intuición– del modelo asediado a base de lúdicas asociaciones en que se conjugan el afecto y la acidez, construidas gracias a una mirada singular, atenta al detalle significativo capaz de propiciar la descriptiva imaginería gráfica con que a menudo perfiló su original visión de los personajes delineados: Parecía dedo gordo. Ovoidal como las figurillas lastradas que se tambalean y se enderezan. Al hablar chupaba las palabras como espárragos. Muy blanco y piloso, sonrosado, con no sé qué de gnomo gigante o lechoncito feminoide; azul el cabello de tan abundantemente negro. Veloces patillas le bajaban igual que cabras salvajes por el redondo rostro orondo. La pequeña estatura de su regordeta presencia le confería un aire, más bien, un huracán de picador o contrabandista de zarzuela, de ésos que salen en Carmen. Fue incoercible su ingenio. (Cardoza, 1996: 209)
Desde París, sin conocerlo aún, quiso Cardoza darle noticia de su poesía, motivo por el cual le envío un ejemplar de Luna Park, cuya edición contó con una portada diseñada por el salvadoreño Toño Salazar (1897-1986) y prólogo del mexicano José Dolores Frías (1891-1936)33. De este modo comienza una serie de contactos epistolares que se reprodujeron más tarde durante la estancia de Gómez de la Serna en Buenos Aires donde residió en varios momentos de principios de la década del treinta hasta su instalación definitiva en 1936 tras el comienzo de la guerra civil española. La rápida y estimulante carta con que le respondió impulsó al guatemalteco a solicitarle también por vía postal un proemio para su futura segunda obra. Con conmovida nostalgia rememora Cardoza la petulancia e ingenuidad de su petición, convertida por audacia juvenil en exigencia casi desdeñosa, en requerimiento suprimible; recuerda asimismo la comprensión y generosidad demostrada en la contestación por el célebre genio: Envié un ejemplar de Luna Park a Ramón, quien me respondió con alacridad que tuvo aun para los adultos. Se dio cuenta, sin duda, de mi palmario verdor de primerizo, y cuando terminé las páginas de mi segundo engendro (Maelstrom) se las remití con carta henchida de la insolencia de mi edad. Me agradaría prólogo suyo, lo publicaría si éste me complacía, o algo por el estilo. Se editó con el texto de Ramón. Lo recibí escrito con tinta roja sobre papel satinado. La pluma ramoniana rielaba así más velozmente en su estepa. Las cuartillas originales las guardé con algunos papeles que mi familia 33
Dice el autor que en la portada aparecía él vestido de “arlequín, rombos rojos y negros contra un cielo verde lleno de estrellas” (Quan Rossell: 47). De Toño Salazar habla en El río y sintetiza sus experiencias al exclamar: “Imposible resumir las mil y una noches de tantas revelaciones como en París juntos vivimos”; posteriormente se verían en Nueva York y en México (Cardoza, 1996: 311-313).
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tal vez conserva. Quizá más que mis textos, le agradó la altanería de mi invitación. Yo le hacía el favor… (Cardoza, 1996: 209)
En 1928 se conocieron en París durante uno de los viajes a la capital del español, que contaba con cuarenta años y con el prestigio de haber sido traducido al francés34. Allí lo visitó en su habitación del hotel de la plaza del Odeón, donde, según afirma el propio Gómez de la Serna en Automoribundia (1948), recibía las “visitas de polacos, griegos y los mejores sudamericanos: Ventura García Calderón, Cardoza y Aragón, Girondo, Fijman, Dhil, Samuel Ramos, Cueto, Arqueles Vela, Ortega…” (1998: 547)35. Probablemente Cardoza asistió también al espectáculo en que “trepado en un elefante, leía la conferencia que al irla desenrollando serpeaba sobre la pista” (Cardoza, 1996: 209), acontecimiento que tuvo lugar por esas fechas en el Circo de Invierno como parte de la promoción de la edición francesa de El circo (1917). Nunca más volvieron a encontrarse. Además de como frontispicio del libro, el texto prestigiador de Gómez de la Serna apareció en Alfar, dentro del circuito de publicaciones ultraístas que dio noticia en España de la obra y la figura del antigüeño36. El escrito elogioso, en buena medida entusiástico, ofreció una imagen sugerente de Cardoza, convertido en oficial de avanzada del arte nuevo, sonriente y “heroico capitán del terremoto, como su epicentro”, principal detonante de un torbellino que no parecía fuese a detenerse en este primer “maelstrom” (Cardoza, 1977: 57).
El anuncio de un proyecto frustrado Se encuentra aún en La Gaceta Literaria un artículo más relacionado con la figura del autor, aunque en este caso no se trate de una reseña sino del anuncio de dos obras escritas por este y que con posterioridad tendrían distinta fortuna en cuanto a su aparición en prensa. El respon34
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En Automoribundia comenta la irremediable necesidad de ocuparse personalmente de su “fama en París” a consecuencia de la publicación en francés de L’Incongruent y Le Cirque (545). “Ventura García Calderón”: el peruano Ventura García Calderón Rey (1886-1959); “Fijman”: el argentino Jacobo Fijman (1898-1970); “Dihl”: ¿?; los mexicanos “Samuel Ramos” y “Cueto”: Samuel Ramos Magaña (1897-1959) y Germán Gutiérrez Cueto (1883-1975); “Ortega”: en el índice de nombres aparece como José Ortega y Gasset, pero lo desmiente el hecho de que esté hablando de hispanoamericanos, hay un estridentista llamado Febronio Ortega que al parecer firmaba como “Ortega” y que quizás se corresponda con el artículo aparecido en La Gaceta Literaria sobre Arqueles Vela. El proemio aparece citado en la obra de Gloria Videla sobre el ultraísmo, aunque escribe erróneamente “Cordoza y Aragón” en las dos ocasiones que menciona el nombre del antigüeño (21).
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sable de este texto, aparecido el 1 de julio de 1928, fue el también guatemalteco Arqueles Vela (1899-1977), a quien Cardoza recordaría como un amigo al que conoció en París, que había estado en España y con quien planeó sin éxito viajar a Rusia (Quan Rossell: 52). Por otra parte, Ortega el 1 de septiembre de 1927 en el número 17 de la revista madrileña al analizar la figura de Vela lo llamó “mejicano de Guatemala” y aseveró que el país centroamericano tras Gómez Carrillo volvía a gozar de sitio en los mapas, gracias a Carlos Mérida, Luis Cardoza y Aragón y Arqueles Vela”. También se pronunció sobre ambos Miguel Ángel Asturias en “Nuevas formas poéticas”, artículo publicado en El Imparcial el 21 de diciembre de 1929 donde habla de la generación de 1920, surgida a la caída de Manuel Estrada Cabrera, cuya actividad de renovación “alcanza los extremos con Luis Cardoza y Aragón y Arqueles Vela, izquierdistas cuyas innovaciones repercutieron a su tiempo en casi todos los países de nuestro continente. Cardoza y Aragón, en París, y Arqueles Vela, en México, forman la avanzada de la generación novecientosveintista” (Asturias: 417-418)37. Escrito en París en 1928 –según aparece fechado en el periódico madrileño– el texto da noticia de nuevos títulos cardocianos, “Transfusión de sangre y “Torre de Babel”, sin precisar la referencia de la edición o indicar una fecha futura para la misma. Ya se ha dicho que Torre de Babel fue editada en La Habana y comentada por Torres Bodet en La Gaceta Literaria. Miguel Ángel Asturias aludió a ella en sus crónicas para El Imparcial de Guatemala. El premio nobel guatemalteco en una reseña del 28 de marzo de 1931 (junto a otros títulos del español José Díaz Fernández, del mexicano Alfonso Reyes y del italiano Lionello Fiumi) afirma que es “un poema en prosa lleno de encrucijadas intencionales […]. Entre línea y línea el cabello de una mujer, que no es una sino varias. La mujer es una operación aritmética que se aprende en la elemental. Es la vulgarísima y divina suma de todas las mujeres, desde la madre hasta la amante, que hemos cruzado en la vida” (Asturias: 446). Frente a ello, la suerte corrida por “Transfusión de sangre” es absolutamente desconocida por la crítica. Tan solo Mejía Dávila ha dado alguna noticia de ello al aseverar que en 1927 Cardoza informó de la próxima aparición de dicha obra en un libro compartido con “El Intransferible” de Arqueles Vela, que sin embargo no llegaría a salir a la luz. Además tras apuntar lo efímero y el tedio como ideas predominantes en esta obra, indica cómo finalmente fue dada a conocer en la prensa de forma fragmentaria e incluye una muestra del mismo: “Se deshacen en la mano estas cuartillas. Cigarro lírico que fumo cotidianamente para echarle el humo al hastío. Tabaco para la pipa metafísica de mis amigos: se resuel37
Juan Manuel Bonet no incluye a Arqueles Vela en su diccionario de la vanguardia española.
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Luis Cardoza y Aragón: España, un vacío en su Vía Láctea
ven en nubes cada vez que se lean y calienten en la mano que detiene la pipa. Libros para fumarlos. Poemas para pipas…” (1995: 72)38. Las publicaciones de la época ofrecieron algunas noticias más sobre este proyecto compartido entre Cardoza y Vela. Este último, entrevistado el 13 de agosto de 1927 por Miguel Ángel Asturias para El Imparcial sobre sus próximos proyectos de publicación, confirma que con “Cardoza y Aragón tengo en prensa un libro de Cardoza, Transfusión de sangre –exaltación lírica de la mujer–, admirable desbordamiento de talento imaginista y mi novela El intransferible” (Asturias: 200-201). Igualmente, en el artículo de Ortega para La Gaceta Literaria se encuentran más datos sobre el doble volumen, al señalarse que “‘El intrasferible’ es una novela construida en el pasado invierno de Madrid, y que el próximo otoño lanzará la Editorial ‘París-América’ (en volumen con ‘Transfusión de Sangre’, de Luis Cardoza y Aragón)”. El vacío español de Luis Cardoza y Aragón fue tan sólo una ausencia física apenas minimizada por su estéril paso de un mes durante el verano de 1922. La imantación fulgurante de París eclipsó en su imaginación juvenil cualquier otro espacio intelectual ansiado para su periplo literario y vivencial. Posteriormente las experiencias le fueron llevando a otras latitudes y su apoyo a la causa republicana española y la aversión a la dictadura franquista lo mantuvieron alejado casi hasta el final del régimen. Sin embargo, tal vacío no fue nunca espiritual, antes y después del resplandor parisino la cultura española ocupó un espacio propio en sus lecturas e intereses; su odisea geográfica le permitió además conocer e intimar con numerosos y conspicuos representantes de sus letras, que junto a otros artistas y pensadores fueron construyendo la Vía Láctea de la que siempre se consideró ciudadano. Junto a ello al tratar de explicar la aparición de su nombre en algunas de las publicaciones periódicas más representativas de los años 1920 y 1930 en España, más allá de lo efímero de su estancia y dentro de los nexos trasatlánticos que su exilio perpetuo le llevó a crear, cobra relevancia el núcleo de relaciones que estableció entre los años 1924 y 1929 con intelectuales españoles, entre los que cabe destacar aquellos de vinculación ultraísta que fueron determinantes para su presencia en la revista de Giménez Caballero, Alfar, Revista de Occidente o para la publicación de su primer libro sobre pintura mexicana en Ediciones de La Gaceta Literaria.
Bibliografía Asturias, Miguel Ángel, Periodismo y creación literaria. París, 1924-1933 (Costa Rica: ALLCA, Universidad de Costa Rica, 1997). 38
El fragmento pertenece a un texto publicado en El Imparcial 6 de enero 1930. “Arqueles Vela no vería la edición de su novela, que tan sólo aparecería póstumamente en 1977”.
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Luis Cardoza y Aragón: España, un vacío en su Vía Láctea
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Miguel Ángel Asturias en Madrid La edición española de Leyendas de Guatemala María Odette CANIVELL James Madison University
El extranjero no siempre encuentra a Guatemala en el mapa. Asturias le puso una lente encima. Luis Cardoza y Aragón
Introducción: “Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas” (Asturias, 2005: 117) La estancia de Miguel Ángel Asturias en París y su relación con los círculos avant-garde europeos conlleva para el joven escritor un cambio ontológico que tendrá repercusiones plenas en la historia de la literatura guatemalteca y en la vida y obra del futuro premio Nobel. El resultado tangible de ese viaje físico y espiritual, Leyendas de Guatemala, se convierte en el libro que le brindará la oportunidad de darse a conocer como escritor e intelectual. Aunque ya ha publicado algunos versos en Guatemala, además de la página literaria de la revista Studium1, el joven Asturias llega a Europa llevando en la maleta (tal y como Benito Juárez hiciera con el futuro de México) la génesis de El Señor Presidente2. 1
2
Algunas de las publicaciones de Asturias en la recién fundada revista universitaria Studium entre 1921 y 1923, durante el período anterior a su viaje a Europa, fueron: ¡Ha herida!, Año 1, no 1, Febrero 1921; El Toque de Ánimas, Año 1, n. 8, Enero a marzo de 1922; Poemas, Año 2, no 10, Junio 1922; Progresiones geométricas, Año 3, no 8 y 9; Poemas, Año 1923, no 10 y 1. Para una mayor información véase Quintana. Alejo Carpentier señala que Juárez paseaba por todo México con los documentos de la nación mexicana en su equipaje, lo que para Carpentier se convertía en una imagen poética y, en la realidad latinoamericana, en una metáfora práctica-ontológica. La de Miguel Ángel Asturias paseando por Europa la semilla de El Señor presidente (a partir del cuento Los mendigos políticos) me parece un símil muy acorde con esta idea. Véase Carpentier.
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Asturias debe a París su transformación intelectual pues, como bien señala el mismo escritor, la pérdida a la que se enfrentó por la falta de contacto geográfico con la patria lo impulsa a recrear con la palabra el vacío material de la ausencia. Así, esta obra nació “en circunstancias en que yo, muy joven, sentí nostalgia por Guatemala en uno de esos inviernos de París” (Asturias, citado en Verdugo: 28). Como afirma Valéry sobre la obra, Leyendas de Guatemala integra la magia de las culturas precolombinas con la teología de Salamanca, el universo de un “pueblo de orden compuesto”, cuyas raíces se encuentran perdidas en la niebla, con frailes y maestros magos que van a las aldeas para enseñar la fabricación de los tejidos, así como el valor del numeral cero (Valéry: 83). Asturias necesita desplazarse a Europa para recuperar este universo de lo propio, recordar las historias que de niño le contara su madre y fusionar las leyendas del pueblo maya-quiché con la vanguardia surrealista francesa. A pesar de la importancia de Leyendas por su estilo innovador, su contenido alegórico y poético, así como por el profundo conocimiento de la cultura maya plasmado en esas magníficas historias, la obra no recibió en Europa la acogida que merecía. Si bien es cierto que la traducción francesa obtuvo el premio Sylla-Monsegur, además de una carta de presentación de Paul Valéry, a quien Francis de Miomandre le pide escribir la famosa misiva sobre el texto en 1932, los críticos literarios europeos, principalmente los españoles, relegaron a un segundo plano este pequeño texto fundacional. Tal vez uno de los motivos para ello haya sido la propia genética de la obra pues, como señala Lanöel en su introducción a Leyendas: “El texto, con resonancias oníricas y concepción diferente a toda literatura conocida hasta ese momento, por el trasfondo surrealista de su nuevo estilo indoamericano, sorprendió a los intelectuales europeos de entonces, e incluso a aquellos habituados a las audacias del dadaísmo y otras corrientes vanguardistas” (De Aussenac: 21). Leyendas de Guatemala es un texto que ayuda, significativamente, a la comprensión de la totalidad de la obra asturiana; así pues, en este ensayo se tratarán las características de la edición Princeps, realizada en España, así como se establecerá una breve historia de la publicación de ésta y de la recepción que obtuviera en su momento, tanto por parte de los críticos españoles de la época como por aquellos que la comentan posteriormente. Debo señalar que, mientras que en Guatemala se ha publicado un buen número de excelentes estudios, monografías y tesis sobre Leyendas de Guatemala, el resto de la crítica literaria, particularmente europea y norteamericana, evidencia cierta predilección por el estudio de textos posteriores, tales como la trilogía bananera, El Señor presidente, así como Mulata de tal. Y esto, a pesar de que Leyendas de Guatemala está catalogada como la ventana de acceso al mundo astu400
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riano, espacio en el que “se inaugura la poética de una vida entera dedicada a la escritura” (Martin: XVI). Tras su publicación, la crítica del texto pareció sufrir un hiato, convirtiéndose así en la obra olvidada de Asturias, ya que, en las siete décadas transcurridas desde su publicación, “los estudiosos le han dedicado una dosis irrisoria de trabajos en términos comparativos [al del resto de su obra]” (Martin: XIX). De hecho, la obra acusa cierta ambivalencia en cuanto a la recepción que ha recibido por parte de críticos y lectores. En cierto sentido, esta pequeña joya literaria resume la reacción de muchos frente a la figura de Asturias como ser humano, desatendiendo su faceta de escritor. Leyendas de Guatemala es el primer texto publicado por el autor tras la aparición de El problema social del Indio, con el que Asturias gana el premio Mariano Gálvez otorgado a la mejor tesis presentada en ese año. Al asombro provocado por Leyendas de Guatemala al momento de su publicación, se une cierto recelo, producto de las controvertidas posturas políticas que asumió el autor y del racismo detectado en su tesis por varios críticos; por su papel como diputado en la Asamblea constituyente de Guatemala en tiempos de la tercera “reelección” del general Ubico; su trabajo como corresponsal en el diario oficial del dictador, El Liberal progresista y, finalmente, su función como embajador en Francia de gobiernos con poca credibilidad política3. Las ideas de Asturias son resumidas por la socióloga Marta Casaús, quien señala que su posición frente al indígena guatemalteco puede ser resumida en Maya sí, Indio no4, en lo que la investigadora denomina el proyecto eugenésico de la nación: Resulta un rasgo común en Asturias como en Samayoa Chinchilla, Roger de Lys y Epaminondas Quintana, el lamento sobre la ausencia de un sentimiento nacional y sobre la incapacidad de los guatemaltecos para construir una 3
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Frente a la polémica sobre el racismo de la tesis del joven Asturias, Dante Liano apunta, acertadamente, que las tesis son escritas para complacer a aquellos que las dirigen, así como para ajustarse a los requerimientos de la entidad educativa. En efecto, el crítico literario guatemalteco señala que es importante colocar la tesis dentro del contexto de la generación del 20 y las ideas en boga en aquella época. En su excelente trabajo Vida nueva, nación nueva: indígenas y ladinos en Asturias, Liano afirma que los años de vida del joven escritor en París transformaron radicalmente su forma de pensar y que la prueba contundente sobre este cambio se encuentra en La arquitectura de la vida nueva de Asturias. Arias señala que, por el contrario, “desde su primer libro Leyendas de Guatemala, Asturias tiene que transformarse simbólicamente de ladino a maya (…) para justificar ideológicamente su empresa creadora” ya que su proyecto de creación es estético y político al mismo tiempo” (Arias, 1999: 44). De esa manera, el autor emplea recursos estilísticos para crear identidad, utilizando la función invocadora del lenguaje. Así, seduce a los güegüechos (los ladinos guatemaltecos), utilizando su poder como príncipe indígena. Sobre el mismo tema véase también los comentarios de Henighan (1999a), principalmente la página 16.
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sola nacionalidad. (Asturias) en la primera parte de su tesis desarrolló la idea central sobre cómo debería estar formulada esta nacionalidad, en qué términos y, sobre todo, con qué factores sociales, y es aquí cuando menciona al mestizo o ladino como posible sujeto histórico de la nación guatemalteca, mientras que el indio poco o nada tiene que aportar. (Casaús, 2009: 280)
Casaús continúa afirmando que la generación del 20 (a la que pertenecía el futuro Nobel) no cambia en ningún momento su posición5. Por el contrario, soslaya que quizá el escritor sufriera de disonancia afectiva, particularmente cuando decide escribir la introducción para la nueva publicación de su tesis en los años 1960. La investigadora recalca este hecho en las siguientes líneas: El indígena pasó a ser objeto de curiosidad, interés y sorpresa para los intelectuales. Sorpresa por su pasado histórico grandioso y por los hallazgos arqueológicos de la civilización maya que lo probaban; curiosidad por no entender qué relación existía entre esos mayas gloriosos y “estos indios desarrapados del presente”, cómo se produjo su decadencia, qué o quién la provocó, pues ya no era válido achacársela a una raza inferior; e interés sobre todo por parte de las ciencias sociales, especialmente la psicología, la sociología y la antropología, las cuales pretendían estudiar la incógnita del indígena. Pero además del interés que despertaban como objeto taxonómico que era necesario para comprender el pasado y estudiar sus vestigios en el presente, la figura del indígena también provocaba un interés literario, su aspecto lingüístico, exótico y mitológico lo convirtió en un tema atractivo y novedoso para novelas, cuentos y poemas, o bien para construir el principal baluarte y material folclórico para fomentar el turismo, por lo que convenía preservarlo y conservarlo como estaba. (Casaús, 2010: 89-90)
La controvertida posición del escritor frente a la civilización maya lo coloca en medio de una pugna de poder entre sus partidarios y detractores. Es el caso de Mario Roberto Morales, quien acusa a ciertos miembros del movimiento autodenominado “maya” de marginar a Asturias como representante de este enfoque eugénico positivista (que toma la figura de Asturias como paradigma del racismo ladino), y sus detractores, quienes, de acuerdo a Morales, le negaron “el lugar que merece como creador fundamental de la literatura y la cultura del siglo XX” (Morales, 2000a: XXII). A lo largo de esta investigación hemos podido constatar que la información sobre la vida y obra de Asturias está lejos de ser clara y 5
Quizá parte de la explicación del rechazo generado por Asturias le llegara, de hecho, por pertenecer a un grupo que, como apunta Pinto Soria, se desmoronaría poco a poco, ya que los compromisos que asumieran sus miembros con Guatemala “quedarían como sueños de juventud, se los tragaría la mediocridad, el trópico, diría Asturias” (Pinto:15)
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uniforme. Tanto sus logros literarios como su biografía aparecen plagados de contradicciones, despropósitos y anécdotas que esgrimen unos y otros para probar sus ideas sobre el autor. Se trata, después de todo, no solamente de un escritor sino de un hombre, complejo y lleno de contradicciones. Dejamos así de lado consideraciones sociológicas y políticas que todavía hoy suscitan la controversia desde todos los ángulos posibles, para adentrarnos en su obra asumiendo un punto de vista estrictamente literario, concluyendo que Leyendas de Guatemala no ha alcanzado el lugar que merece dentro de las letras internacionales6. El mismo Asturias acusó el escaso interés que provocó su obra tras el revuelo inicial que conllevó su publicación refiriéndose específicamente a uno de los textos incluidos en la obra, pero que podría aplicarse a todo el volumen: “Ahora, creo yo que hay un texto de Leyendas de Guatemala del que se habla poco, que es “Los brujos de la tormenta primaveral”, y es uno de los textos más claros…” (Asturias, 1967: 29)7. Tras haberle dado fama y visibilidad en Europa, así como brindarle un espacio en el panteón de escritores latinoamericanos con cierto prestigio intelectual, esta investigación apunta hacia la hipótesis de que el texto sufre un proceso de “semi-invisibilidad”, como si se hubiera adormecido lentamente en el inconsciente cultural de nuestra época. Quisiera terminar este largo preámbulo recalcando que la literatura de Asturias es, y probablemente será recibida en el futuro, con cierta ambivalencia, no solamente dentro del mundo literario sino por parte de otros investigadores, especialmente dentro de las ciencias sociales. Al orgullo natural de contar con uno de los escasos Nobel latinoamericanos como figura intelectual se une el recelo que suscita, aun en su misma patria, al tratar de encasillarlo dentro de un campo político, literario o social. Como señala el poeta Manuel José Arce refiriéndose a la acogida que el escritor guatemalteco tuviera en su momento: “Pocas veces la relación entre un escritor en su patria alcanza un grado de contradicción tan profundo y desgarrador como el que se establece entre Guatemala y Miguel Ángel Asturias” (Arce: XIX).
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Frente a la controversia que produce el Nobel guatemalteco Luis de Lion, citado por Morales, afirma que a Asturias habría que ‘matarlo’ más, por el simple método de leer su obra para llegar a entenderlo profundamente. Solamente de esta forma se puede llegar a comprender su aporte literario por encima del político y social (Morales, 2000a: XXVI). Existe evidencia de que Leyendas de Guatemala no ha sido tan estudiada como otros textos asturianos. Así, su edición Princeps, según los registros de la Biblioteca Nacional de Madrid de los dos últimos años, ha sido consultada solamente una vez en este periodo de tiempo.
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Breve historia y características de la publicación de 1930: Los poetas… “entregados a construir mundos sobrenaturales con los recados y privilegios del arte” (Asturias, 2005: 117) La primera edición de Leyendas de Guatemala se acabó de imprimir en los talleres de la imprenta Argis, calle Altamira 18, en Madrid, el 18 de abril de 1930. La cantidad de volúmenes original, como consta en la segunda página del ejemplar que se encuentra en la Biblioteca Nacional de España, fue de 100. Dos ejemplares fueron tirados para el autor, con registro M.A.A, fuera de comercio; 35, numerados del 3 al 37, en papel marfil de lujo y en la encuadernación llamada española, reservados para el club Rotario de Guatemala; a partir del número 63, la publicación se presenta en papel marfil a la rústica. El ejemplar consultado para esta investigación es de la serie tipo rústica, sin numeración. La cubierta contiene el nombre del autor y el título Leyendas de Guatemala a ambos lados de la ilustración, que presenta figuras y diseños basados en glifos de origen precolombino8. En la parte de abajo se ve el nombre de la editorial, Oriente, así como el logotipo. Comparando las ilustraciones de Leyendas de Guatemala (1930) con las del Popol Vuh, traducido por el mismo Asturias con el título de Los Dioses, los Héroes y los Hombres de Guatemala Antigua (1927), se puede apreciar que las primeras presentan ciertos rasgos modernizantes –la paloma y la mano de la página 27; la curvatura y el movimiento del traje del guerrero en la 28; la extensión de la pierna del dios en la 30 y la figura arrodillada frente al árbol de la vida, en la 56– por lo que, a pesar de su belleza, dan la impresión de ser diseños híbridos más que de fungir como copias históricamente fieles de los códices originales9. Por 8
9
En la “Historia del texto” de Cuentos y leyendas, Jean-Philipe Barnabé afirma que estas figuras están basadas en códices como el Dresdensis, y que el autor de las ilustraciones es desconocido. Epaminondas Quintana, amigo de Asturias y cronista de la generación del 20, destaca por su parte en La Generación del 20 que el ilustrador fue Toño Salazar, quien se encontraba en París por aquella época. Para Barnabé, las ilustraciones de Salazar corresponden a la reedición de Leyendas de Guatemala en 1948. En cuanto a la portada, la atribuye al ilustrador valenciano Ramón Puyol (Barnabé, 2000b: 465-510). Los Dioses, los Héroes y los Hombres de Guatemala Antigua, (París: Editorial ParísAmérica, 1927) fue la versión del Popol Vuh realizada por Asturias y González de Mendoza. Es de destacar en este texto la presencia de nuevo de páginas sin numerar – entre la 16 y 17; entre la 32 y 33; entre la 64 y 65; y entre la 96 y 97–. Las primeras ilustraciones de esta edición, (de la 1 a la 11) según la explicación de la página 131 (en el original se lee 141) corresponden a figuras de dioses y hombres tales como abuela, abuelo o dios del maíz; las de la segunda parte, de la 12 a la 18, siguen esta misma línea; las que corresponden al tercer bloque, de la 19 a la 32, y que empiezan con Kukul, el quetzal, presentan figuras de animales; mientras la cuarta serie, de la 33 a la 75, se encuentra dedicada a diferentes signos.
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último, la versoportada contiene la información de publicación, mientras que la dedicatoria reza: A mi madre, que me contaba cuentos. Las ilustraciones de la Princeps de 1930 son anónimas. En total se pueden apreciar 42 dibujos, más siete letras capitales realzadas con un diseño de glifo, correspondientes al inicio de cada uno de los textos que componen el conjunto. Al final de la obra se encuentran explicados en índice alfabético modismos, aforismos y frases alegóricas empleadas en el texto. Este tipo de glosario también aparecerá en obras posteriores del autor, como El señor Presidente. Puesto que el lenguaje empleado en la obra resulta particularmente hermético, su autor fue consciente de que algunas expresiones necesitaban explicación. Así, de la misma manera que en su traducción de los Anales de los Tohil (Los Dioses, los Héroes y los Hombres de Guatemala Antigua), introduce conceptos e información sobre los dioses mayas, brindando al público notas detalladas sobre lugares, giros idiomáticos de uso coloquial y explicaciones de personajes históricos para facilitar la comprensión de la obra. El título de los escritos que contiene el texto reflejan una parte introductoria –Noticias, formado por Guatemala y seguido por Ahora que me acuerdo– seguida por las leyendas propiamente dichas: Leyenda del Volcán; Leyenda del Cadejo; Leyenda de la Tatuana; Leyenda del Sombrerón y, por último, la Leyenda del tesoro del lugar florido. Existen en la actualidad dos ediciones de Leyendas de Guatemala supervisadas por el autor y diferentes en su contenido a la Princeps: la edición de 1948 (Buenos Aires, Pleamar), y la revisión de esta misma en 1957 (Buenos Aires, Losada). Aunque en vida del autor se realizan otras ediciones de Leyendas de Guatemala –Ministerio de Cultura del Salvador (1960) y Salvat (1970), por mencionar dos significativas– no se presentan mayores cambios en contenido o estilo entre estas y las ya citadas. En la edición de 1948 de Leyendas de Guatemala Asturias agrega dos textos: Cuculcán y Los brujos de la tormenta primaveral. El primero narra a través de un diálogo de personajes, con visos de obra teatral, la historia del dios maya Kukulkán, o serpiente emplumada. El segundo novela la creación del mundo maya. Ambos textos fueron escritos en la misma época que las leyendas que se encuentran en la Princeps, aunque Asturias realizó numerosas revisiones sobre las mismas y, particularmente, en Los Brujos de la Tormenta Primaveral10. La magnífica edi10
Barnabé señala los cambios y revisiones efectuados por Asturias en ambos textos. De Cuculcán existe un menor número de originales con revisiones en los archivos asturianos, pero su génesis es de la misma época. Como señala el crítico francés con acierto, al añadir las dos últimas leyendas se produce un libro diferente, ya que Cuculcán es más teatro que prosa, y su estructura y temática es diferente a la de las Le-
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ción crítica del año 2000, titulada Cuentos y leyendas, amplía escudándose en este título general el número de historias de las anteriores. Así, contiene todos los relatos de 1930 más Los brujos de la Tormenta primaveral y Cuculcán, así como El alhajadito, el Espejo de Lida Sal y sus leyendas correspondientes (Juanantes el encadenado, Juan Hormiguero, Juan Girador, Quincajú, las Leyendas de las tablillas que cantan, La leyenda de la máscara de cristal, La leyenda de la campana difunta, y La leyenda de matachines), así como otros textos de los años parisinos. En el ejemplar de 1930 el Índice alfabético de modismos y frases alegóricas comienza con Apóstol Santiago; en la edición del 2005 de Cátedra (basada en las de 1948 y 1957) se añaden otros modismos. Las adiciones a esta lista parecen haber sido concebidas por los editores (aunque supervisadas por Asturias), ya que el lenguaje empleado en las mismas se antoja menos poético y más académico que el presente en las originales11. Lo primero que destaca, al leer la obra, es su sensorialidad y eufonía. Mientras el contenido del texto se presenta relativamente oscuro para aquellos no iniciados en los mitos que aborda, la musicalidad de su prosa resulta deslumbrante. Asturias confiesa haber estado obsesionado en esta época por la técnica del automatismo psíquico, que describe, refiriéndose a El Señor Presidente, del siguiente modo: “Nos entusiasmó a nosotros esta idea de podernos sentar a la máquina de escribir o frente a una cuartilla y empezar a escribir mecánicamente, procurando la no intervención de la inteligencia” (Asturias, 1968: 7). Las leyendas, de rima sonora y poética, se escriben cual versos, para leerse en voz alta. Así, el escritor cumple con una tradición ancestral: de la misma manera que su madre le cuenta cuentos y tradiciones a él mismo, los pueblos precolombinos transmiten en forma oral los mitos e historias originarios de la cultura maya. Así, estos cuentos mágicos reflejan una omnipresente “preocupación auditiva”, tal y como el mismo autor confiesa (Asturias, 1968: 14). De acuerdo con la correspondencia que el escritor mantenía en esa época con su madre, la primera versión de Leyendas de Guatemala data
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yendas de 1930, (ver Barnabé 2000b, principalmente, páginas 468-72). Respecto a una lista de ediciones de Leyendas de Guatemala, consultar Barnabé “Nota filológica introductoria”, p. XXV-XXXVIII Aunque no se pudo constatar que Asturias se manifestara sobre si dejó que sus editores añadieran contenido, así como ciertas palabras, modismos y frases en la edición de Leyendas de Guatemala de 1948, es evidente que el lenguaje empleado en el “Índice” de 1930 y el de 1948 es diferente. Para información con respecto al tema del lenguaje empleado en la reedición de 1948, véase el artículo de Arturo Arias: “Quetzalcóatl, la hibridación y la identidad indígena: Leyendas de Guatemala como laboratorio étnico”.
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de 1925. La investigación en los archivos personales del autor, realizada por el equipo que estuvo a cargo de la edición crítica de la obra en Archivos, destaca que el cuaderno manuscrito más valioso de Asturias (en lo que se refiere a la elaboración de Leyendas de Guatemala) contiene notas de la Historia de Guatemala o Recordación Florida, vocabulario y datos diversos, además de los borradores de Ahora que me acuerdo y La leyenda del cadejo. También se encuentran presentes algunos fragmentos utilizados posteriormente para escribir Guatemala. En este sentido, Barnabé cita la frustración de Asturias ante un texto que nunca lograba concluir: “Cuánto borrón. Cuánto tanteo. Cuánta duda […] En éste, como en todos los otros manuscritos, se ve la evolución de la obra. Borrones, interlíneas llenas de nuevos intentos, anotaciones marginales. La obra humana, artística, científica industrial o lo que sea cuesta…” (Barnabé, 2000b: 471). Así, Leyendas de Guatemala tarda en ver la luz cinco años. Tal vez queriendo insinuarle al lector la duración del proceso literario, el autor incluye una nota al final de la edición de 1930 que reza: “París, 1925-1930”.
Asturias en Europa: París y Madrid. “En aquel apartado rincón del mundo, tierra prometida a una Reina por un navegante loco…” (Asturias, 2005: 117) El intelectual latinoamericano se enfrenta a Europa en este momento desde una posición marginal. Relegado a un segundo plano por pertenecer a una región asociada con inestabilidad política, desigualdad social y economías depauperadas, la élite intelectual latinoamericana necesita ganarse a pulso la denominación de “igual”. El joven Miguel Ángel Asturias, recién llegado a París, acusa esta discriminación aun cuando es acogido con cariño por el círculo surrealista y particularmente por Robert Desnos, con quien fundará la revista Imán. Por un lado, para la intelligentsia de su época Asturias representa la novedad, el mundo inexplorado de la América ignota; por otro el futuro Nobel, deslumbrado por el mundo cultural galo y las posibilidades que le ofrece la metrópolis francesa, comprende que no es considerado uno de “la tribu”, despertando a veces una curiosidad que puede calificarse de morbosa. Ciertas anécdotas de su vida ilustran este hecho. Tras conocerlo en el aula universitaria su profesor, George Raynaud, lo invita a su casa para demostrarle a su mujer que sí existen los mayas. Asturias, por su parte, explota con acierto esta “denominación de origen” al autobautizarse con el seudónimo del Gran Lengua, representante de chama-
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nes y brujos indígenas, así como símbolo de carne y hueso del objeto de estudio del antropólogo francés12. Mientras París se constituía en centro de la vida cultural del joven escritor España queda, en apariencia, relegada a un segundo plano. El periodo histórico en el que vivió Asturias se encontraba demasiado cerca de la guerra de Cuba así como de la lucha por la independencia de Guatemala. Aunque escritores como Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo entablaron excelentes relaciones con el mundo cultural español, y el paso por Madrid fuera de rigor para los intelectuales de la América hispana, París se constituía en indudable objetivo intelectual de la intelligentsia latinoamericana. Como señala Quintana: “¡Francia, París! Era un imán demasiado fuerte para dejar de ir allá” (Quintana: 276). Es cierto que la generación del 20 guatemalteca sentía gran respeto por la española del 98. Así, Quintana señala que, aunque el ambiente cultural en su país se encontraba saturado de Francia (275), la influencia del 98 en la producción literaria guatemalteca fue incuestionable. Coloca así el ejemplo de la revista Ensayos, fundada en París por Asturias, Quintana y otros miembros del grupo, en la que se pudo leer: “Bautizamos a la generación del 20 en recuerdo de la literatura española del 98” (307)13. Revisando la correspondencia parisina de Asturias, así como las crónicas que escribe desde la capital francesa, se observan numerosos momentos donde el autor se explaya sobre España y su relación con el país. Así, realiza comentarios sobre el teatro Arniches y Benavente; cita a Baroja, afirmando que éste tuvo razón al definir América como un continente idiota; parafrasea a Bécquer en su crónica Las golondrinas en avión e incluso entrevista a Unamuno, a quien admira enormemente, como lo demuestra el hecho de que el bilbaíno sea citado en sus escritos periodísticos diecinueve veces. Cuando llega a España en 1930 Asturias asiste, de hecho, a conferencias impartidas por el rector de Salamanca, sobre quien se deshace en elogios en sus crónicas, y visita la peña literaria en la que también participa Gerardo Diego; escribe tres largas crónicas, una de ellas en formato entrevista, sobre Blasco Ibáñez, mientras dedica otras dos a García Lorca. Cita un poema de Antonio Machado cuando escribe palabras póstumas sobre un querido amigo muerto, mientras Valle-Inclán es 12
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Giusseppe Bellini narra esta anécdota en “Asturias y el mundo mágico de París” (Bellini: 19) Casaús destaca este interés incluyendo entre los autores españoles admirados por la generación del 20 “a Ramiro de Maeztu, Ángel Ganivet o Emilio Castelar” (2010: 61).
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mencionado en cinco ocasiones, tantas como Picasso14. Como señala Carlos Meneses en su biografía del escritor, la influencia de la cultura y las letras españolas se acusa particularmente en Leyendas de Guatemala, en las que “España cede el idioma, la vetusta Guatemala la magia” (Meneses: 29). La combinación de estos dos mundos, en apariencia tan disímiles, contribuye al relativo éxito de esta obra. Así, frailes españoles comparten protagonismo con personajes mitológicos precolombinos, mientras los volcanes con su lava devoran las ciudades coloniales que Pedro de Alvarado conquistara para la corona de España. ¿Cómo conciliar el legado español, su lengua y literatura con el redescubrimiento de las raíces indígenas que el joven escritor logra en París? Asturias nos da la pauta en el propio libro: “Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido” (Asturias, 2005: 86). Las ciudades edificadas sobre cimientos de otras más antiguas, piso sobre piso y piedra sobre piedra, parecen imágenes del alma del escritor mientras narra, en la lengua de Castilla, la desventura del pueblo maya. Este proceso de des-velamiento es penoso pero necesario y, como tal, produce dolor en ambas partes: en el escritor que revela la historia del sufrimiento del pueblo maya a manos de los conquistadores, y para el lector que intuye, más allá de la belleza del lenguaje, el llanto de un pueblo que pierde su camino. Los textos de Leyendas de Guatemala muestran este periplo, en el que los lectores viajamos tomados de la mano de un magnífico Orfeo, capaz de transportarnos a Xibalbá para rescatar la memoria del pueblo maya15.
Asturias frente a la crítica española: “El artista es el origen de la obra. La obra es el origen del artista” (Heiddegger) A finales del siglo XIX y principios del XX, los críticos españoles manifiestan su preocupación por el acercamiento de Latinoamérica a Francia, así como por la influencia del pensamiento y vanguardia francesa en estos autores. Sin embargo, a pesar de que intelectuales como Unamuno advirtieron de este peligro, no se evidenciaba un interés especial por comprender y divulgar la obra de los escritores del Nuevo 14
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La lectura de París 1924-1933. Periodismo y creación literaria, así como de su correspondencia con César Brañas es altamente reveladora en este sentido. En los dos textos se pueden ver apreciar numerosas ocasiones en las que el autor habla sobre autores y personajes de las letras españolas, así como menciona lugares que ha visitado y que le llaman la atención. El arte, la literatura y la geografía española se convierten en los sujetos de su pluma, escribiendo sobre España desde París y para Guatemala. La relación entre el mundo maya y el europeo en el autor es explorada por Henighan, quien apunta que Asturias acepta convertirse en el representante ante Europa del mundo maya. Para ello, se asocia con un pasado semi-mitológico en el que el lector europeo logra dar rienda suelta a su imaginación (Henighan, 1999a: 46).
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Mundo en nuestro país. Como señala Cristina Peri-Rossi, la mirada española a Latinoamérica, en general, se caracterizaba por cierta ambivalencia en la que América miraba hacia España como ejemplo y aquella devolvía el interés con una ojeada superficial; la metáfora encuentrodesencuentro define esta relación en la que se evidencia un deseo de acercamiento por parte de América, unida a un cierto recelo por la falta de reciprocidad que percibían de parte de los españoles (Peri-Rossi: 63). En este momento, los escritores e intelectuales de la América hispana se encuentran ante un impasse: por un lado necesitan comprender y analizar su relación con España y su legado, presente en la cultura y vida de Latinoamérica. Por el otro, anhelan separarse de los lazos históricos y culturales que los atan para encontrar una identidad propia. Las aspiraciones de unos y las intenciones de los otros chocan así claramente, dificultando el diálogo entre dos ámbitos con más semejanzas que diferencias. Miguel de Unamuno cambia la percepción del panorama literario hispanoamericano en España. Su amistad con Darío, Asturias y otros escritores latinoamericanos transforma las relaciones entre ambos mundos, coadyuvando a la difusión de las obras escritas en América. Como señala Anna Wayne Ashhurst, el escritor bilbaíno exaltaba la lengua española, firmemente convencido de que era el elemento unificador entre España y las nuevas repúblicas. Obras como Leyendas de Guatemala se convierten en el puente entre lo americano y lo europeo, utilizando técnicas estilísticas netamente europeas (el surrealismo) para narrar historias americanas. A pesar de la importancia de esta primera obra asturiana, sin embargo, Leyendas de Guatemala no recibió en España el mismo trato que se le dio en Francia. Allí, como ya comenté arriba, el texto recibe el premio a la mejor traducción de una obra hispana al francés (Sylla-Mosegur) y obtiene una carta de presentación (y el espaldarazo cultural) de Paul Valéry. En España, por su parte, Ramón J. Sender publica una reseña sobre el libro en El Sol el mismo año de su publicación. Titulada “Un poeta de Guatemala”, en ella se presenta a Asturias como “un joven de aplomo y solvencia indudables”, que publica “librillos extraños de quince páginas” encuadernados en fuerte cartón, “con cosas terribles e incomprensibles” que “sus amigos burgueses, con buen tino, no acaban de comprender”. El libro de Asturias, señala el crítico, es “raro, de poco texto y lleno de dibujos alucinados”, donde lo maya “pone fondo a lo europeo y lo occidental” (Sender: 2). Para el reseñista Azorín asoma entre las líneas de la obra, aunque el lirismo de Asturias está más alejado del paisaje que el que plasma el poeta español y prefiere develar historias que se encuentran ocultas. El resultado de esta obra híbrida, continúa Sender, es un poema de tipo “oriental”, “hebraico” tal vez, “leyenda maya, trasfundida a la sangre española y mestiza” (Sender: 2). El crítico 410
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español termina señalando que Asturias incluye un quetzal en su libro, (probablemente se refiera aquí a la imagen de la primera página de la edición de 1930), por lo que se hace difícil pagar al librito en especie. Obviamente puede tratarse de una irónica alusión a la moneda guatemalteca –quetzal–, que ya se encontraría incluida en el libro. Eloy Merino acusa a Sender de poca perspicacia en cuanto a su juicio sobre Asturias. Así, apunta que, mientras Valéry reseña la obra elogiándola como elixir contra el ennui que produce la vida europea, el aragonés anota que las tradiciones mayas de la obra fungen como “fondo decorativo a lo que de europeo y occidental se presenta en la obra” (Merino: 16). Así, la postura de Sender, a quien Merino tacha de escéptico y exclusivista, contrastaría con el entusiasmo de Valéry, quien no puede ocultar su excitación ante la obra ya traducida al francés. Ya señalé cómo el tiraje de la primera edición fue pequeño y destinado, principalmente, a estudiosos de la literatura, escritores y un público amante de las vanguardias, mientras que las ediciones siguientes llevaron Leyendas de Guatemala a un público más generalizado. La crítica española, sin embargo, siguió sin prestar especial atención a Asturias. Este hecho puede apreciarse en la ausencia de reseñas sobre la obra en Revista de Occidente, ABC, La vanguardia o Blanco y Negro, si examinamos estas publicaciones desde mayo de 1930 a febrero de 1931. De hecho, en su Análisis de estética de la recepción en la narrativa de Miguel Ángel Asturias, Lourdes Royano incide sobre este tema. A pesar del interés aparente que se evidencia a partir de 1920 por las obras producidas en América, los editores españoles no prestaron atención a los escritores latinoamericanos, exceptuando casos excepcionales como los de Darío o Gómez Carrillo. Las editoriales Calpe (transformada después en Espasa-Calpe) y la compañía Iberoamericana contaban en su catálogo con un reducido número de publicaciones dedicadas a, o escritas por ellos. Pero el apoyo a los textos originados en ultramar, por lo general, era escaso (Royano: 310-314). Contrastando con la postura de las casas españolas se encuentra la de las editoriales francesas, hecho que se puede apreciar en el significativo dato de que un texto tan importante para el Popol Vuh fue traducido, como ya señalé arriba, al francés y publicado en París, y no al español y editado en España. Sólo cuando Asturias gana el Nobel, las editoriales españolas muestran interés por publicarlo, pero la crítica de este momento sigue sin manifestarle un gran aprecio. Así se revela en los comentarios que recoge Royano de los periódicos ABC y Blanco y Negro surgidos a raíz de la muerte del escritor en 1974, y que demuestran esta ambivalente percepción de su obra. Veámoslo.
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José María Pemán y Luis Rosales destacaron que Asturias no era gran escritor, aunque el último alaba la poesía contenida en Sien de Alondra. Por su parte, Juan Antonio de Zunzunegui, para quien la mejor obra del autor era Leyendas de Guatemala, achacaba la concesión del Premio Nobel a la adscripción comunista y la nacionalidad del guatemalteco, señalando que la academia sueca premiaba a aquellos “que son de su condición” (Royano: 357). En cuanto a Sender, señala que Asturias es el primer autor que, tras el modernismo, abre el campo a los demás escritores latinoamericanos, manifestando seguidamente que, para los españoles, “los escritores latinoamericanos son algo nuestro” (358). Del mismo modo, Guillermo Díaz-Plaja celebra los “volcanes de fuego y espejos de agua; y aquella policromía que el viajero descubre en la plaza mayor de Chichicastenango”, cuya vertiente indigenista presta originalidad a la obra. Aunque señala la influencia de Valle-Inclán en Asturias, se muestra complacido con los elementos innovadores de la obra del escritor guatemalteco, a la que califica de barroca (359). Miguel Pérez Ferrero, quien trabajó con Asturias en Blanco y Negro, rememora la publicación de Leyendas de Guatemala en España, lamentando que con la muerte del escritor se perdiera uno de los mejores novelistas de Hispanoamérica. En la misma línea se manifiesta Ángel María de Lera, quien lamenta la pérdida para la humanidad que supone el fallecimiento de Asturias, “viejo brujo indio” que nos cuenta las historias de su tierra en la lengua de Castilla (362). En la misma línea, José Luis Castillo-Puche y Ramón Solís destacan la mezcla del indigenismo con el mundo mágico-real característico de la América hispana confirmando, además, que Asturias es uno de los primeros autores que establece puentes entre la literatura de Hispanoamérica y España. Por fin, Dolores Medio resalta como cualidad del autor el ser cien por cien americano, Rafael García Serrano lamenta el fallecimiento del escritor pero afirma, veladamente, que muchos Nobel son escritores mediocres, sentimiento compartido por Baltasar Porcel, quien añade que es una pena que Borges no haya obtenido el premio de la Academia sueca (362-364). Como se ve por las citas anteriores, aunque Sender, Ferrero, Lera o Díaz-Plaja lamenten la pérdida del escritor, la mayoría de los críticos españoles sienten en este momento o una clara reserva ante su obra, o poco o ningún aprecio por la misma16. A lo largo de este ensayo se ha señalado la forma en que la crítica juzga al Nobel centroamericano, deteniéndose en las posturas políticas del autor más que en su contribu16
Con la transición española a la democracia, estas críticas politizadas a la posición de Asturias fueron disolviéndose, aunque no así el escaso interés –con excepción de algunos nombres como el de José Carlos Rovira o Francisca Noguerol, entre otros críticos– por la obra de Asturias, que sigue estudiándose más en medios anglosajones y francófonos. Véase al respecto la citada obra de Royano.
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ción al área de las letras. Como en el caso de Borges, su obra literaria quedaba en este momento relegada a un segundo plano a favor del aspecto político, que cobra excesivo peso. Pero, a pesar del vínculo ineludible existente entre artista y creación, la obra de arte debe distinguirse del autor ya que, como Heiddeger apunta en “El origen de la obra de arte”, el artista y la obra son en sí mismos y recíprocamente por medio de un tercero: el arte. Separando al hombre de su obra podemos ver que Leyendas de Guatemala es, y será siempre, un tesoro de las letras latinoamericanas y universales, cuya musicalidad, profundos significados y calidad literaria refleja, mejor que cientos de tratados sociológicos, históricos y políticos, la historia de dos culturas que chocan y que, tras muchos sinsabores, llegan a un acuerdo tentativo, a una fusión forzada pero siempre hermosa de contemplar.
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La migración intelectual como peregrinaje medieval Pablo Antonio Cuadra en España (1939) Steven F. WHITE St. Lawrence University
El pensamiento medieval aparece en la obra del nicaragüense Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) no sólo en su Libro de Horas (que empieza a escribir en 1938) sino también en los libros de ensayos Hacia la cruz del sur (1936) y Breviario imperial (1940), ambos publicados en Madrid por la revista Acción Española, que dirigía Ramiro de Maeztu. A pesar de ser la etapa menos estudiada de la obra del poeta nicaragüense constituye, sin embargo, el origen de un fundamento de su poesía: la unión medievalizada de lo europeo y lo americano que refleja la experiencia colonial. La síntesis literaria híbrida que construye Cuadra depende en gran parte de su manera de concebir la historia como una nueva Edad Media cristiana desde una perspectiva fascista, que le marcó profundamente durante su primera estancia en España en 1939. Una peregrinación, evidentemente, no es cualquier tipo de migración, ya que indica un viaje a un lugar sagrado emprendido por motivos religiosos. En latín peregrinus significa extranjero y peregrinatio, un viaje fuera de la patria de uno. El peregrino que se desplaza para profesar su fe, expiar un pecado, o demostrar su agradecimiento es un fenómeno que caracteriza casi todas las religiones y funciona en torno a santuarios concretos como La Meca, Santiago de Compostela y Jerusalén. Llegar a estos centros significa cumplir con una meta porque los sitios privilegiados facilitan la posibilidad de una experiencia personal transformadora, el conocimiento de una nueva realidad que surge del espacio bendito. Para el antropólogo James Clifford, estos viajes forman una parte compleja y común de la experiencia humana, y “las prácticas del desplazamiento… constituyen los significados culturales en vez de ser su simple transferencia o extensión” (Clifford: 3). Asevera también que los efectos culturales europeos no deben ser celebrados ni denunciados como algo que ocurre desde un centro hacia afuera, sino como un proceso interacti417
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vo que depende precisamente del migrante. O sea, según Clifford, “los centros culturales no existen antes de estos contactos, y, además, son sostenidos por medio de ellos, apropiándose de y disciplinando los movimientos inquietos de gente y cosas” (Clifford: 3). Pablo Antonio Cuadra viaja de una Nicaragua periférica a España por varios meses en 1939, a la edad de casi 27 años, debido a una invitación que le hicieron en julio de ese año los monárquicos españoles, ya establecidos en el poder con el fin de la guerra (véanse White: 241 y Arellano: 149). La llegada de Cuadra es el resultado de su propia inquietud feroz en torno a la Hispanidad, concebida como una cruzada neo-medieval cuya sede espiritual se encontraba en Madrid y cuyas repercusiones, creía el poeta, debían ser globales. Breviario imperial se descubre como un manifiesto de gran fervor político-religioso, y el autor propone una especie de guerra santa cuando dice: “A base de cristiandad nació nuestra cultura y nuestra civilización. A base de Catolicidad debe resurgir. Somos y tenemos que ser cruzados para responder en la verdad a la herencia inmensa que nos dejaron nuestros fundadores” (Cuadra, 1940: 60). Este ejemplo del pensamiento de la Edad Media en la obra de Cuadra es menos extremo, sin embargo, que la bélica propuesta religiosa-medieval que se encuentra en Hacia la cruz del sur, en la que Cuadra establece un vínculo simbólico entre el moro medieval y el comunista contemporáneo: Y la Hispanidad tendrá que odiar. Volver a odiar de nuevo con aquel tremendo odio –rojo y hermoso como la sangre– “que odia al mal porque sabe amar al bien”. Ira hispana, chispa de la ira de Dios, que le da coraje a su espada y misericordia a su Cruz. Deslindar los campos del Señor cuando se prepara una nueva edad de reconquista. Edad de profecías. Reconquista para la Cristiandad. América tiene sobre sí el peso de un inmenso símbolo. Fué (sic) descubierta buscando la ruta de una nueva cruzada que iría a rescatar el Santo Sepulcro. América tiene que responder dando al mundo una nueva ruta para rescatar al Cristo Resucitado. ¡Quizá frente a la hoz y al martillo –frente a la media luna de esa hoz cortante y diabólica– América levantará su Cruz conquistadora y decidirá para el mundo el advenimiento triunfal de un nuevo reino de la Cristiandad! (Cuadra, 1938: 108)
En una nota preliminar a la edición de Hacia la cruz del sur publicada en Buenos Aires en 1938, Cuadra menciona la primera edición en Madrid del mismo libro dos años antes: “Este libro padeció por la Causa de la Civilización. Impreso por la revista Acción Española, de Madrid, que dirigía don Ramiro de Maeztu, fue detenido al nacer por las hordas soviéticas y sometido al fuego” (Cuadra, 1938: 8). El lenguaje bélico de Cuadra en sus libros de ensayo de esta época siempre encuentra un ambiente idóneo al relacionarse con el espíritu combativo de la Edad Media. Es decir, el autor define la lucha anti418
Pablo Antonio Cuadra en España (1939)
comunista refiriéndose a espadas medievales y no a fusiles del siglo XX. En todo caso, este fervor es producto del mundo ideológicamente dividido en que vivía el autor, como asevera en Breviario imperial: “Hoy estamos, frente a frente, otros. Los que afirman y los que niegan. Los fanáticos de Dios y los fanáticos contra Dios. ¡Cruz y raya! –Comunismo y Catolicidad: La última etapa de una edad podrida contra la reacción integral que se adentra a otra edad nueva y antigua. Eterna. La del reino de Dios. La Nueva Edad Media que profetizó Berdiaeff” (Cuadra, 1940: 153). El libro del crítico ruso Nicolás Berdiaeff, autor del libro Una nueva Edad Media: reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa (publicado en Barcelona en 1933) que aparece en la cita de Cuadra define lo que podría llamarse la tradición del retorno, el regreso a algo antiguo que es a la vez un nuevo comienzo, una búsqueda nostálgica de una comunidad orgánica que sólo existe en el pasado, el deseo de crear una nueva sociedad feudal (Véanse Perl y Williams). Esta obra, citada también en Defensa de la Hispanidad de Ramiro de Maeztu, profetiza una revolución del espíritu, una renovación completa de la conciencia, una segunda Edad Media. El autor, profundamente anticomunista y también anticapitalista, critica el nacionalismo, el individualismo, el materialismo y la decadencia del mundo moderno. Según Berdiaeff, “el mundo está en un caos, pero se inclina hacia la elaboración del orden espiritual de un universo análogo al de la Edad Media” (Berdiaeff: 100). Aunque Berdiaeff reconoce los elementos negativos de la Edad Media como, por ejemplo, “la violencia, la servidumbre, la ignorancia en el terreno de los conocimientos positivos de la naturaleza, un terror religioso en proporción del horror a los sufrimientos infernales”, destaca los aspectos positivos de esa época como la “orientación hacia la escolástica y la mística”. Dice, además, que “los tiempos medievales no prodigaban su energía en lo exterior, sino que preferían concentrarla en lo interno: ellos forjaron la personalidad bajo el aspecto del monje y del caballero; en esos tiempos bárbaros florecía el culto a la Dama y los trovadores entonaban su canto” (Berdiaeff: 113), algo que recuerda la presencia mariana en el Libro de horas de Cuadra más tarde. De hecho, en Breviario imperial su autor mantiene esta idea de Berdiaeff cuando define la Edad Media como “el dominio del mundo interno por el hombre; el dominio de sí mismo” (Cuadra, 1940: 168)1. Mucho de lo que se expresa en Breviario imperial como, por ejemplo, el “predominio de lo Cultural, de lo Unitivo, de la Unidad” y “la primacía de lo religioso” (Cuadra, 1940: 167) en la Edad Media, provie1
El libro cuenta con una introducción de Ramiro de Maeztu tomada de un artículo que éste publicó en el diario madrileño ABC (10 de abril de 1935) en vísperas de la guerra civil española.
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ne de las ideas del líder intelectual de la Acción Española Ramiro de Maeztu. Según Richard A. H. Robinson en su estudio sobre los orígenes de la España de Franco, los dos temas principales de Maeztu eran “la Contrarrevolución” y “la Hispanidad”; los pueblos hispánicos de Europa y América, amenazados tanto por la revolución comunista como por el imperialismo financiero nórdico, debían reafirmar su conciencia de ideales comunes y formar una confraternidad; Maeztu afirmaba que sólo una monarquía autoritaria y un regreso a los valores españoles medievales iban a salvar a la civilización occidental “frente a las muchedumbres del Oriente, que viven realmente una vida animal de hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura de espiritualidad del Occidente” (Robinson: 221 y Maeztu, 1934: 188-189). El último capítulo de Defensa de la hispanidad se llama “Los caballeros de la hispanidad”, cuyo subtítulo –“servicio, jerarquía y hermandad”– refleja perfectamente los valores de una sociedad feudal. Como dice Maeztu: “De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII” (Maeztu, 1934: 189). España, fuente de la Hispanidad, trasplanta su afinidad medieval y prolonga el feudalismo con una nueva Cruzada, una Reconquista repetida en el llamado Nuevo Mundo. En Breviario imperial, Cuadra dice que España “cristianizó. Medioevalizó la América bárbara. (Por eso nosotros los americanos que nacimos ya dentro de la Edad Moderna, podemos decir que tenemos una Edad Media al referirnos a nuestra edad imperial Hispana.) Debido a esta acción hispana –de prolongación de lo medioeval dentro de lo moderno–, la Hispanidad podrá hoy prolongar lo moderno dentro de lo futuro, haciendo el enlace, inaugurando el modo y el estilo de la nueva edad” (Cuadra, 1940: 185). Del mismo modo, el ensayo “El cruce bajo la cruz”, que pertenece al libro Entre la cruz y la espada, relaciona el proceso mismo de la Conquista en términos religiosos con la Edad Media cuando define la “técnica del misionero” y su éxito con la población indígena: “Nuestras órdenes mendicantes…venían viviendo el más poético y ardiente cristianismo –el de San Francisco de Asís–, porque todavía alumbraba en ellos la luz de esa época de libertad creacionista, religiosamente aventurera, como fue la medieval” (Cuadra, 1946: 169). Este resurgimiento en el siglo XX de una concepción idealista, mística y a veces hasta utópica de la Edad Media se asemeja a la reaparición de la literatura de Caballerías en los siglos XVI y XVII en España, con múltiples reediciones de obras como Amadís de Gaula, Oliveros de Castilla, Espejo de caballería y Reinaldos. César Ballester explica el renovado éxito popular de estas obras como un fenómeno doble: 420
Pablo Antonio Cuadra en España (1939)
La anacrónica fantasía en que se movían los héroes de la Caballería era posible, como venía a demostrar la noticia incesante de las hazañas de los conquistadores, al otro lado del Atlántico. El escenario social sustentaba la creación literaria. Las hazañas de los conquistadores otorgaban al género ese mínimo de credibilidad que necesita toda literatura fantástica. Pero a la inversa ocurría lo mismo, con mayor trascendencia… Los conquistadores… se sentían protagonistas de las mismas hazañas, si no superiores, en los mismos escenarios fabulosos, ante animales nunca descritos, paisajes sobrecogedores, ríos nunca imaginados, razas jamás conocidas y costumbres nunca contadas. (Ballester: 29)
Cito de Ballester porque me parece que esta perspectiva sobre la nueva unión de razas, en la que predomina una forma europea de inventar el mundo, está basada en gran parte en ciertos elementos medievales irreales de una edad imaginaria que nunca existió. De ahí surge el potencial de perpetuar nociones falsas sobre la Edad Media al prolongar lo medieval dentro de la edad moderna, como sugieren Berdiaeff, Maeztu y Cuadra en las obras mencionadas. Basta leer un libro como A Distant Mirror, de Barbara W. Tuchman, para conocer la enorme inestabilidad de la Edad Media, que incluía guerras interminables pagadas con una imposición salvaje de tributos y llevadas a cabo por soldados reclutados a la fuerza, amén de la presencia de plagas, una corrupción general por parte de los políticos y también de los oficiales más altos de una Iglesia cada vez más dividida, el caos económico, la injusticia social, las insurrecciones, la indolencia industrial, la histeria religiosa y social. En fin, la verdadera Edad Media extendida por España en América y añorada en el siglo XX era un período poco estable y lleno de cambios abrumadores. Sin embargo, la riqueza simbólica cristiana de esta Edad reinventada y, a la vez, ofrecida como un modelo absoluto, le permite a Cuadra unir dos culturas distintas y, de ese modo, postular una nueva (y también antigua) unidad política y religiosa. En Promisión de México, concibe el mestizaje como “nuestra conciencia de continuidad histórica…, el elemento raíz por el cual y en el cual lo español se conecta con lo americano, produciéndose Hispanoamérica” (Cuadra, 1945: 29). Más adelante, elogia la Edad Media por “su propia creación de Cristiandad”, y la caracteriza como un “largo ciclo de evolución” que perpetúa una “corriente histórica cristiana” (49). En esta misma obra, habla de los logros del período medieval y su forma de concebir el Estado como “Civitas Dei”, “una verdadera revolución de libertad” (50). Estas ideas surgían, como ya hemos dicho, en una época en que el mundo se dividía entre dos sistemas totalitarios, cuando ejercer el idealismo significaba o ser comunista o fascista (Véase White: 212-213
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y 216)2. Sin embargo, este mismo idealismo absoluto lleva a Cuadra a criticar no sólo el comunismo sino también algunos tipos de fascismo, siempre a través de los ideales religiosos católicos supuestamente más puros de la Edad Media. Así, en Breviario imperial leemos: “El Fascismo quería adquirir el Orden Medioeval para su ciudad moderna, pero, como sólo operaba dentro de la Civilización, no comprendía el Mundo interno, ese mundo que estaba sediento de un absoluto, y que, más que el orden (consecuencia), reclamaba la Unidad que lo producía (el principio): Dios” (Cuadra, 1940: 183). El escritor, evidentemente, comparte su ideología con muchos otros conservadores en las primeras décadas del siglo XX, que solían idealizar la Edad Media como una sociedad cristiana estática y unida para atacar el sistema democrático moderno que, según ellos, carecía de estabilidad. John Harrison, por ejemplo, en un estudio sobre Yeats, Lewis, Pound, Eliot y Lawrence, explica que estos modernistas ingleses veían la necesidad de adaptar principios autoritarios cristianos medievales y aplicarlos a la situación política del siglo XX (Harrison: 201). Cuadra confirma esto en una entrevista personal cuando habla sobre los conflictos constantes en su país natal y las soluciones que proponían los vanguardistas nicaragüenses a los mismos: Por esa hendidura se nos filtró mucho la influencia fascista en nuestra juventud. Se agravó cuando el gran maestro nuestro Ezra Pound también respondió a esa influencia… Quisimos hacer nuestro fascismo, es decir, una cosa distinta con nuestra tradición. Y eso nos salvó de caer como los argentinos y otros grupos amigos, que se entregaron completamente a una invitación al fascismo. Pronto empezamos a ver, con el ejemplo de Somoza, cómo se nos iba creciendo también el peligro de la autoridad personal y volvíamos otra vez a ver qué inventábamos. Pero realmente a un joven como yo le cuesta mucho decir Me equivoqué, porque hay una especie de orgullo en mantener ciertas posiciones y algunos de nosotros las mantuvieron hasta que ya fueron evidentes y repulsivos los crímenes de la dictadura. (White: 241-242)
Por fin, ya en 1997, logró publicar lo que él considera su poesía más deliberadamente religiosa bajo el título de Libro de horas. Empezó a escribir uno de estos poemas, “Noviembre”, en 1938. En su introducción al volumen, Guillermo Yepes Boscán resume el propósito de esta agrupación de textos, diciendo que “con este libro Pablo Antonio Cuadra ha dado testimonio no sólo de su condición de laico comprometido con la creencia, sino, además, del aporte que su poesía ha hecho a lo que podemos llamar la catolicidad de América Latina” (Cuadra, 1997: XIII). 2
En una entrevista que le hice a Cuadra en julio de 1982, al hablar de Ernesto Cardenal y la “peligrosa politización de su fe religiosa”, señala: “…politizar la religión produce, inmediatamente, el fanatismo…. Yo cometí ese pecado joven. Por lo mismo no lo quiero cometer viejo” (White: 216).
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Pablo Antonio Cuadra en España (1939)
Un Libro de Horas es una catedral gótica que se puede tomar en las manos, según afirma Roger S. Wieck, autor de Time Sanctified: The Book of Hours in Medieval Art and Life. La catedral gótica, como bien se sabe, constituye el logro artístico más alto de la civilización medieval, una verdadera enciclopedia de piedra porque, como explica Umberto Eco, sirve como “sustituto de la naturaleza” y demuestra, sobre todo en la forma de las ventanas y las figuras monstruosas de las cornisas, “una visión estética de la humanidad, de su historia y de su relación con el universo” (Eco: 61). Wieck, además, insiste en la popularidad de esta “catedral gótica portátil”: entre los siglos XIII y XVI, el Libro de Horas fue un best-seller, el número uno medieval por casi 250 años, con una circulación mayor que cualquier otro tipo de libro, incluso la Biblia. Por primera vez desde la antigüedad clásica, el libro más corriente que se producía se destinaba a un público que no era de la clerecía, y esto ocurría en un período en que la alfabetización se extendía cada vez más hacia una clase media en crecimiento. El Libro de Horas constituyó, sobre todo, un manual de oraciones que facilitaba la posibilidad de la redención personal, así como la conversación íntima entre el lector y la entidad que reinaba sobre su vida: la Virgen María (Wieck: 27-33). En términos arquitectónicos, el tradicional presenta una forma bastante ecléctica, que obedece a gustos y necesidades individuales. Sin embargo, por lo general, comienza con un calendario cuyas ilustraciones representan los diferentes signos del zodíaco y las labores asociadas con cada mes, lo cual corresponde a la sección del Libro de horas de Cuadra titulada La ronda del año. Tanto esta tercera parte como la primera del volumen del nicaragüense presentan ilustraciones (del pintor cubano Roberto Diago y del mismo Cuadra) que facilitan un diálogo entre lo pictórico y lo textual, tal y como sucedía en los ricamente ilustrados volúmenes medievales. Pero existe también un diálogo intercultural entre lo europeo y lo indígena americano, que para Cuadra constituyó siempre la fructífera coexistencia del mestizaje. Una nota a La ronda del año aclara el vínculo entre las dos culturas: “La preocupación de Cuadra por el tiempo que reflejan estos poemas, considerada por el autor un eco contemporáneo de la obsesión calendárica de los Mayas y otras altas culturas de Mesoamérica, le llevó por algún tiempo a bautizar este libro con la palabra mayense, que designa el año Tun” (Cuadra, 1997: 237). Cuadra, además, hizo otro peregrinaje de gran importancia en su primer viaje a España, muy relacionado con su valoración posterior del legado del arte precolombino. El poeta nicaragüense visitó las cuevas de Altamira y estuvo en la presencia de esa Capilla Sixtina del arte rupestre en Europa. Como me explicó en una entrevista personal:
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Fue una experiencia interesante porque Ricardo Gullón era de Santillana del Mar; allí tenía una casa y estuvimos hablando y fuimos con varias personas jóvenes, poetas y pintores, a las Cuevas. De esas amistades surgió la idea de fundar la Escuela de Altamira como una escuela de arte primitivista. Nosotros ya habíamos realizado en el movimiento de Vanguardia en Nicaragua el experimento de darle la palabra al indio que llevábamos en la sangre y en nuestra cultura mestiza. Hicimos el Movimiento de Altamira, que no duró nada por causa de la guerra y de la inmensa destrucción que causó. A mí me hizo mucho bien, porque vi que era la misma meta que yo buscaba. La que encontramos en Rubén Darío en “Tutecotzimí”…. que fue para nosotros como un lema. (White: 245)
Dos poemas de Libro de horas deben mencionarse en el contexto de la migración intelectual hispanoamericana a España por su temática y su fecha de composición: en “Octubre”, escrito en 1987, el poeta describe la conflictiva relación entre Hispanoamérica y España; sin embargo Cuadra empieza a escribir “Noviembre”, el poema más antiguo de Libro de horas, apenas un año antes de su primer viaje a España; esto es, en 1938. Curiosamente, tomando en cuenta los grandes cambios en su ideología, “Octubre” comienza con un epígrafe de César Vallejo, citando un poema del gran poeta peruano lleno de fervor solidario con la República española durante los años de la guerra civil, donde España aparece como madre y maestra. A continuación, para establecer la identidad de la voz de “Octubre: Canto España” como la del abuelo español que le va a enseñar al poeta, Cuadra cita las “Palabras liminares” de Rubén Darío en Prosas profanas y otros poemas, texto que describe la enorme complejidad de las distintas herencias culturales en Hispanoamérica: ¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués… (Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el Inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro…) El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: “Este—me dice—es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco…” (Darío: 546)
Cuando Maeztu describe a Darío como el poeta de la Hispanidad (justo en la época en que Cuadra se embarca en su propia guerra santa neo-medieval), dice que “Rubén fué (sic) el hombre que forzó la puerta, para que lo hallaran los americanos, a través de la cultura universal. Hizo las dos cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana” (Maeztu, 1934: 170). Cuadra, por su parte, dice que “Darío se niega a considerar los dos factores del mestizaje como antítesis, como contradicciones desgarradoras, y los une iniciando una síntesis” (Cuadra, 1988: 93). “Octubre”, entonces, traza esta dualidad unitaria por 424
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medio de tres personajes ficticios, tres Giles de sucesivas generaciones que se extienden más allá del final del poema para que el texto abarque la historia de América desde la llegada de los conquistadores españoles hasta las luchas de la Independencia de Bolívar. A propósito de luchas por la libertad, como se ve al final de “Octubre”, “Noviembre” no se encuentra dedicado a Sandino como podría parecer sino, como explica Cuadra, su objeto es Miguel Ángel Ortez, “el valiente joven guerrillero que entusiasmaba a toda la juventud de esos años” (Cuadra, 1997: 233-234). Como hemos dicho, el autor comenzó a escribir “Noviembre” en 1938, pero luego lo abandonó hasta 1950, convirtiéndolo así en otra baja, junto con los poemas más abiertamente sandinistas de Poemas nicaragüenses (sobre todo “Poema del momento extranjero en la selva”), de la batalla neo-medieval y corporativista que libró a través de Hacia la cruz del sur (1936) y Breviario imperial (1940). “Noviembre” es un poema metafísico, abstracto y fatalista (marcado por lo Definitivo y lo Ineludible) con propósitos elegíacos relacionados, según el poeta, con el “ambiente funerario de Noviembre, mes de difuntos en la liturgia católica y de hojas que caen” (Cuadra, 1997: 234). Refleja no sólo una gran madurez poética, sino también una visión de la realidad bélica española. La voz lírica del poema desconfía en el fervor del grito de los guerreros caídos, que “llenó el calendario de batallas”, porque estas fechas vuelven de una manera cíclica y perpetúan la tristeza de la sangre derramada: ¡rosas del pueblo!, las alfareras tocan el tiempo y ven su mancha púrpura, duración que ya no tiene sostén, silencio que invade y borra la comarca mientras ellas lloran, ¡ay!, y sus manos vuelven mecánicas a girar las negras ánforas del mes mortal. Dejad que el barro encierre su historia en signos, que Noviembre seque el barro con su ululante quejido. El guerrillero muerto fue llevado a su cabaña y sólo una rosa roja lenta se repite en las ánforas indias. (Cuadra, 1997: 216)
En los últimos versos de este poema se atisba el interés de su autor por la cerámica precolombina, con sus historias kinéticas pero congeladas a lo largo del tiempo como en el poema célebre de Keats, porque “Noviembre” también trata la Verdad y la Belleza, pero bajo el signo trágico de la guerra. Al final, parece que Cuadra fuera un verdadero peregrino de todos los tiempos, siguiendo el impresionante hilo estético que pasa de los pintores de Altamira hasta los escultores anónimos prehispanos de la 425
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isla de Zapatera en el Gran Lago de Nicaragua y continuando por los maestros canteros anónimos de la España medieval hasta los vanguardistas del siglo XX. Y es así, por medio de su peregrinaje de la periferia de las Américas a Europa, que el poeta nicaragüense transforma el centro que visita. Adentrándose en sí mismo como creador, comienza a lograr la meta que se propone en España en 1939 y que se manifiesta en Hacia la cruz del sur, Breviario imperial y Libro de horas: la de fusionar “el espíritu y la forma de los libros de horas medievales y la poesía y los cantos de los códices indios precolombinos” (Cuadra, 1984: 63).
Bibliografía Arellano, Jorge Eduardo, Pablo Antonio Cuadra: aproximaciones a su vida y obra (Managua: Academia Nicaragüense de la Lengua, 1997). Ballester, César, “La aparición de la nueva racionalidad”, en Letra (Madrid), nº 13 (primavera 1989), p. 29-32. Berdiaeff, Nicolás, Una nueva Edad Media: reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa, (trad. José Renom, Barcelona: Editorial Apolo, 1933). Berman, Paul, “The Epic of Pablo Antonio Cuadra: A Child of His Century” The New Republic (25 february 2002), p. 26-33. Clifford, James, Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century (Cambridge: Harvard UP, 1997). Cuadra, Pablo Antonio, Hacia la cruz del sur (Madrid: Cultura Española, 1936; rpt. Buenos Aires, Comisión Argentina de Publicaciones e Intercambio, 1938). –, Breviario imperial (Madrid: Cultura Española, 1940). –, Promisión de México y otros ensayos (México: Editorial Jus, 1945). –, Cuaderno del sur. Canto temporal. Libro de horas. Obra poética completa, v. 2. (San José de Costa Rica: Asociación Libro Libre, 1988). –, Aventura literaria del mestizaje y otros ensayos (San José de Costa Rica: Asociación Libro Libre, 1984). –, Libro de horas (Caracas: FUNDARTE, 1997). Darío, Rubén, “Palabras liminares”, en Prosas profanas y otros poemas, Poesías completas (Madrid: Aguilar, 1967). Eco, Umberto, Art and Beauty in the Middle Ages (New Haven/London: Yale University Press, 1986). Guardia de Alfaro, Gloria, Estudio sobre el pensamiento poético de Pablo Antonio Cuadra (Madrid: Gredos, 1971). Harrison, John, The Reactionaries (Yeats, Lewis, Pound, Eliot, Lawrence): A Study of the Anti-Democratic Intelligentsia (New York: Schocken, 1967). Hulme, T. E., “A Notebook”, en Collected Writings of T. E. Hulme (ed. Karen Csengeri, Oxford: Oxford University Press, 1994). Maeztu, Ramiro de, “La actualidad de los gremios”, ABC (Madrid) (2 de septiembre 1933), reproducido en El nuevo tradicionalismo y la revolución social (Madrid: Nacional, 1959). 426
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–, Defensa de la hispanidad (Madrid: Gráfica Universal, 1934). Perl, Jeffrey M., The Tradition of Return: The Implicit History of Modern Literature (Princeton: Princeton University Press, 1984). Robinson, Richard A. H., The Origins of Franco´s Spain: The Right, the Republic and Revolution, 1931-1936 (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1970). Tuchman, Barbara W., A Distant Mirror: the Calamitous 14th Century (New York: Knopf, 1978). Warner, Marina, Alone of All Her Sex: The Myth and Cult of the Virgin Mary, (New York: Knopf, 1976). White, Steven F., “La poesía es la plenitud de la palabra del hombre” (Entrevista a Pablo Antonio Cuadra) en White, Steven F., El mundo más que humano en la poesía de Pablo Antonio Cuadra, 2a edición (Managua: Fundación PAC, 2009), p. 238-248. Wieck, Roger S., Time Sanctified: The Book of Hours in Medieval Art and Life (New York: Braziller, 1988). Williams, Louise B., “British Modernism, History and Totalitarianism: The Case of T. E. Hulme”, CLIO, nº 23.3 (1994), p. 257-269.
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Alfonso García Morales es profesor titular de literatura hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Ha investigado y publicado sobre poesía y ensayo hispanoamericano entre el modernismo y las vanguardias. Entre sus libros: El Ateneo de México (1992), Rubén Darío. Estudios en el Centenario de Los raros y Prosas profanas (1998), José Enrique Rodó (2004), Los museos de la poesía (2007) y la edición española de los poemarios de López Velarde (2001). ISBN 978-90-5201-814-0
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Viajeros, diplomáticos y exiliados. Vol. II C. de Mora y A. García Morales (eds.)
Carmen de Mora es catedrática de literatura hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Es autora de numerosas publicaciones sobre narrativa hispanoamericana contemporánea, relato breve y literatura colonial. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982), Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992), En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2000, 2ª ed.) y Escritura e identidad criollas. El Carnero, Cautiverio feliz e Infortunios de Alonso Ramírez (2010, 2ª ed.).
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Viajeros, diplomáticos y exiliados Escritores hispanoamericanos en España (1914-1939) Vol. II
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Tras un largo desencuentro con los países hispanoamericanos desde las luchas independentistas, hubo en España un período de intensa actividad americanista en el que se fortalecieron los lazos culturales entre ambas orillas: fue el comprendido entre fines del siglo XIX –unos años marcados por la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento y el Desastre del 98– y la Guerra Civil. Los estudios aquí reunidos constituyen una primera entrega de un Proyecto de Investigación de Excelencia, coordinado desde la Universidad de Sevilla y con participación internacional, sobre las relaciones culturales y literarias que mantuvieron escritores e intelectuales hispanoamericanos con sus homólogos españoles con motivo de la presencia de aquellos en España entre 1914 y 1939. Prestigiosos especialistas examinan sus producciones, indagan sobre cómo y en qué círculos se integraron, de qué manera interactuaron e influyeron en el ambiente intelectual y literario, qué grado de participación tuvieron en la vida social a través de cargos, posicionamientos políticos, redes intelectuales y literarias o escritos de opinión; y, cuando estalló la Guerra Civil, en qué medida se implicaron en el conflicto y qué repercusiones tuvo éste en sus obras. En ese contexto, se entiende el marco transatlántico como un espacio de reflexión, debate e intercambio del que se beneficiaron tanto latinoamericanos como españoles.
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Alfonso García Morales es profesor titular de literatura hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Ha investigado y publicado sobre poesía y ensayo hispanoamericano entre el modernismo y las vanguardias. Entre sus libros: El Ateneo de México (1992), Rubén Darío. Estudios en el Centenario de Los raros y Prosas profanas (1998), José Enrique Rodó (2004), Los museos de la poesía (2007) y la edición española de los poemarios de López Velarde (2001). ISBN 978-90-5201-814-0
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Carmen de Mora es catedrática de literatura hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Es autora de numerosas publicaciones sobre narrativa hispanoamericana contemporánea, relato breve y literatura colonial. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982), Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992), En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2000, 2ª ed.) y Escritura e identidad criollas. El Carnero, Cautiverio feliz e Infortunios de Alonso Ramírez (2010, 2ª ed.).
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Tras un largo desencuentro con los países hispanoamericanos desde las luchas independentistas, hubo en España un período de intensa actividad americanista en el que se fortalecieron los lazos culturales entre ambas orillas: fue el comprendido entre fines del siglo XIX –unos años marcados por la celebración del Cuarto Centenario del descubrimiento y el Desastre del 98– y la Guerra Civil. Los estudios aquí reunidos constituyen una primera entrega de un Proyecto de Investigación de Excelencia, coordinado desde la Universidad de Sevilla y con participación internacional, sobre las relaciones culturales y literarias que mantuvieron escritores e intelectuales hispanoamericanos con sus homólogos españoles con motivo de la presencia de aquellos en España entre 1914 y 1939. Prestigiosos especialistas examinan sus producciones, indagan sobre cómo y en qué círculos se integraron, de qué manera interactuaron e influyeron en el ambiente intelectual y literario, qué grado de participación tuvieron en la vida social a través de cargos, posicionamientos políticos, redes intelectuales y literarias o escritos de opinión; y, cuando estalló la Guerra Civil, en qué medida se implicaron en el conflicto y qué repercusiones tuvo éste en sus obras. En ese contexto, se entiende el marco transatlántico como un espacio de reflexión, debate e intercambio del que se beneficiaron tanto latinoamericanos como españoles.
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Bruxelles, 2012 1 avenue Maurice, B-1050 Bruxelles, Belgique www.peterlang.com ; [email protected] Imprimé en Allemagne ISSN 1780-5848 ISBN 978-90-5201-814-0 (Paperback) ISBN 978-3-0352-6183-7(eBook) D/2012/5678/10
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Índice
PRIMERA PARTE. CHILE COORDINADORAS: CARMEN DE MORA Y CECILIA RUBIO La situación política en España y Chile (1914-1939) ................................13 José M. Ventura Rojas y Mario E. Valdés Urrutia El Madrid inolvidable de Joaquín Edwards Bello .....................................27 Cathereen Coltters Illescas Armando Donoso, crítico literario. Una experiencia en España ................51 Clicie Nunes Vicente Huidobro en España ...................................................................69 Cedomil Goic Zaratustra y la guerra de España. Vicente Huidobro a fines de los años 1930 ...........................................................................85 María Ángeles Pérez López Amor y desavenencia de Gabriela Mistral con España .............................99 Sergio Macías Brevis Gabriela Mistral en España y España en Gabriela Mistral ......................113 Luis Vargas Saavedra María Monvel: una mujer chilena en la España de los años 1920 ............117 Cecilia Rubio Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser ...................................135 Inmaculada Lergo Martín Luis Enrique Délano y el fulgor de la fuerza débil..................................173 Edson Faúndez V. “A mi patria llegué con otros ojos que la guerra me puso debajo de los míos” (Pablo Neruda en España) ......................................193 Sergio Macías Brevis
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SEGUNDA PARTE. ARGENTINA COORDINADOR: ANÍBAL SALAZAR ANGLADA Redes intelectuales entre España y Argentina: 1914-1939...................... 207 Beatriz Colombi Argentinos en España. Testimonio y memoria de la vanguardia ............. 217 Rosa Pellicer Borges en España. Vida, dudas, literatura .............................................. 233 Teodosio Fernández Calcomanías. España en Oliverio Girondo, el poeta viajero ................... 253 Rose Corral La edición española y la literatura argentina. Los escritores argentinos y la expansión del libro español en Hispanoamérica.............. 271 Fabio Esposito La España renaciente de Valentín de Pedro. Herencia modernista y preludio de la polémica sobre el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” .............................. 287 Aníbal Salazar Anglada Nacionalismo y vanguardia a propósito de la polémica “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica” .............................. 319 Carmen Alemany Bay El fervor de Sur en el sur de Europa. Victoria Ocampo y la aventura del espíritu ............................................ 333 Vicente Cervera Salinas Narrar y describir. Representaciones de España en las Aguafuertes Españolas de Roberto Arlt ....................................... 351 Sylvia Saítta Notas de viaje de un judío errante. Chicos de España, de Enrique Espinoza ............................................................................. 369 Daniel Mesa Gancedo Raúl González Tuñón y la guerra civil española .................................... 393 Alberto Julián Pérez
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TERCERA PARTE. URUGUAY Y PARAGUAY COORDINADOR: FERNANDO AÍNSA Viajes de ida y vuelta entre Uruguay y España. Un diálogo de amistad y solidaridad jamás interrumpido ....................... 413 Fernando Aínsa José Enrique Rodó en “la España niña” (y dos conexiones anarquistas) .............................................................. 429 Belén Castro Morales Carlos Reyles. Del decadentismo parisino al embrujo de Sevilla ............ 451 Fernando Aínsa Carlos Reyles y los lazos culturales hispano-uruguayos ......................... 465 Juan Álvarez Márquez La figura de Julio J. Casal a través de su epistolario .............................. 479 Jorge Olivera Fernando Pereda en España, el viaje imaginado..................................... 499 Wilfredo Penco Trayectoria de José Mora Guarnido. Espejo de un intelectual entre España y América (1923-1939) .................................................... 517 Eleonora Basso, Carlos Demasi, Norah Giraldo Dei Cas y Fatiha Idmhand Otro mundo al otro lado del mar. Josefina Plá ....................................... 541 Ángeles Mateo del Pino
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PRIMERA PARTE CHILE
COORDINADORAS: CARMEN DE MORA Y CECILIA RUBIO
La situación política en España y Chile (1914-1939) José M. VENTURA ROJAS y Mario E. VALDÉS URRUTIA Universidad de Concepción
España y Chile en vísperas de la Primera Guerra Mundial Al comenzar el siglo XX, Chile ocupaba unos 750,000 kilómetros cuadrados desde el río Sama al Cabo de Hornos1, con una población de 3 millones de habitantes de acuerdo al censo de 1907. Por su parte, la España de aquella época tenía una superficie de 505,207 km² y 18.6 millones de habitantes. Cuarenta años después (en 1940) se habían convertido en 26 millones, frente a los 5 millones de chilenos en la misma fecha, lo cual pone de relieve la importancia de este proceso, a principios de la centuria, en lo tocante al aumento de población. Ambos países tenían sistemas políticos caracterizados por un amplio margen de representación, mas todavía mantenían la exclusión de algunos sectores o fuerzas políticas en los extremos del parlamentarismo decimonónico. En España, Alfonso XIII asumió el poder como rey en 1902, después de 16 años en los que había ejercido la regencia su madre 1
Evidentemente, el territorio chileno entonces era distinto al de hoy. Cuando Bolivia impuso a la Compañía de Salitre y Ferrocarril de Antofagasta un impuesto ilegal, Chile ocupó ese puerto. Bolivia y Perú hicieron causa común contra Chile en la llamada Guerra del Pacífico (1879-1884). La victoria chilena significó al Perú la cesión perpetua de Tarapacá (1883), mientras un plebiscito posterior definiría la pertenencia soberana de Tacna y Arica, región que se dividió por un acuerdo en 1929: Tacna para el Perú y Arica para Chile. En el tratado de paz con Bolivia de 1904, ésta cedió a Chile gran parte de la región de Antofagasta. Por otra parte, Isla de Pascua pasó a integrar la chilenidad en 1888. En medio de la Guerra del Pacífico, Chile acordó con Argentina el tratado de límites de 1881, cediéndole parte de la Patagonia y un sector de Tierra del Fuego. Un fallo arbitral en 1899 dividió la Puna de Atacama solucionando otra diferencia territorial con Argentina. En 1940 Chile fijó su territorio antártico entre los 53 y 90 grados de longitud Oeste, y entre los 60 y 0 grados latitud Sur.
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María Cristina, en un sistema de monarquía parlamentaria asentado en 1874, con su constitución aprobada en 1876 y que desde 1890 contaba con sufragio universal masculino. El funcionamiento del mismo se había venido articulando en torno a la alternancia en el poder de dos formaciones políticas, de signo liberal conservador y progresista. Sus máximos líderes, que habían fallecido ya (Antonio Canovas del Castillo en 1897 y Práxedes Mateo Sagasta en 1903), fueron personalidades con carisma que poco a poco habían tratado de integrar en el sistema a amplios sectores de las fuerzas políticas en los extremos y al margen del mismo (desde los tradicionalistas al republicanismo). Sus sucesores, el conservador Antonio Maura y el liberal José Canalejas, tuvieron que encarar una serie de problemas que comenzaban por llevar adelante sus respectivos proyectos reformistas y mantener la disciplina en las filas de sus partidos, factor este último que sufrió una quiebra a raíz de la salida del poder del primero en 1909 y el asesinato del segundo en 1912 (Tusell: 29 y ss.). Por otra parte, en Chile el país era conducido por una elite (oligarquía dirían algunos contemporáneos de entonces) que gobernaba por medio de un régimen denominado Parlamentarismo a la chilena, de acuerdo al cual el presidente de la república era renovado cada cinco años mediante elecciones directas de segundo grado. Al menos hasta 1915, solamente el sector más tradicional de la sociedad chilena encumbraba al ejercicio del gobierno a sus hombres, independiente de su militancia en los partidos parlamentaristas. El Congreso, de composición electiva, atendía principalmente la discusión y elaboración de las leyes. Pero la participación pública correspondía solamente al sector varonil de la población y, dentro de él, al segmento que sabía leer y escribir, además de encontrarse inscrito en los registros electorales. El país vivía principalmente del salitre que capitales mayoritariamente extranjeros (hasta la Gran Guerra, que también sería decisiva para el capitalismo español a la hora de ganar mayor terreno frente a la colonización de inversiones foráneas) y trabajadores chilenos explotaban en la parte árida del país, Tarapacá y Antofagasta. Los derechos de exportación del salitre permitían al Estado su financiamiento público en un porcentaje sumamente importante. Hacia el sur de estas comarcas seguía Atacama y Coquimbo, provincias semiáridas donde aparte de la minería florecía la agricultura y la ganadería en los valles transversales. Pero al sur del río Aconcagua hasta el archipiélago de Chiloé se encontraba el vasto sector que proporcionaba la actividad agrícola y ganadera más importante. Más al sur, en la vasta región de Aysén se iniciaba su poblamiento; y en el sector austral del continente, en Magallanes, se anudaba la explotación rural de la ganadería lanar con las actividades navieras desarrolladas en Punta Arenas (Couyoumdjian: 1-7). También España presentaba una geografía de contrastes entre las comarcas rurales de mayor atraso (sobre todo en el interior del país o 14
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regiones como Galicia o Andalucía) y el mayor dinamismo de sectores industriales localizados fundamentalmente en las regiones periféricas y grandes ciudades (País Vasco, Cataluña). La agricultura española constituía un panorama de gran variedad entre el latifundio y el minifundio, la mecanización y modernización en algunos sectores junto con el atraso general. En todo caso, la crisis de 1898 (que finalizó con la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas) no repercutió de manera negativa en el desarrollo económico hispano. Antes bien, los comienzos del siglo XX asistieron a un fenómeno de aumento de población, desarrollo urbano tanto de las grandes ciudades como de muchas capitales de provincia y el impulso de los sectores industriales (García Delgado). En aquel entonces, uno de los problemas más importantes en cualquiera de las naciones europeas y americanas era la llamada cuestión social, derivada de las deficiencias en las condiciones económicas, laborales, educacionales y de salud que hacían muy difícil la existencia y hasta la supervivencia de los amplios sectores populares que habitaban el campo y las urbes, sobre todo en países de fuerte ruralidad como los de la cuenca del Mediterráneo y Latinoamérica. Tanto en este ámbito como en el de los sectores económicos más modernos se generaron movimientos de protesta en no pocas ocasiones sofocados de manera violenta, con una mayor crudeza manifestada en el número de víctimas en el caso chileno. Serían los ejemplos más notables de la Matanza de Santa María de Iquique (1907) y la Semana Trágica de Barcelona (1909). El movimiento obrero chileno, que en este período vio la aparición de sindicatos y mutuales, experimentó un desarrollo en su articulación con el Partido Obrero Socialista, fundado por Luis Emilio Recabarren en 1912, dos años después de que el socialismo español (de mayor veteranía, el Partido Socialista Obrero Español apareció en 1879) consiguiera obtener representación parlamentaria con el acta de diputado de Pablo Iglesias. Ambas trayectorias fueron muy diferentes, ya que la formación chilena acabó adhiriéndose a la Internacional Comunista en 1922 para formar el Partido Comunista chileno, mientras que el PSOE se mantuvo y rechazó aquella integración, derivando de una pequeña secesión el minoritario Partido Comunista español. A pesar de que los conflictos sociales no eran asunto menor en España, sus problemas se concentraban en la situación política, debido a las dificultades en la cohesión interna de los dos grandes partidos, materializados en la rápida sucesión de gobiernos de uno u otro signo cuya breve estancia en el poder contribuía a que los intentos de atajar las reformas pendientes no prosperaran. Estas últimas se encontraban en los ámbitos de lo regional (las demandas de mayor representatividad de los nacionalismos periféricos) y lo militar (la aventura imperialista española en Marruecos no contaba con los suficientes recursos y el ejército necesitaba de una reforma). 15
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España y Chile fuero neutrales en la Primera Guerra Mundial, pero por distintas razones. La primera estaba preocupada por sus problemas internos y no pertenecía a ninguna de las alianzas europeas en pugna, mientras que las importantes relaciones comerciales chilenas tanto con el Reino Unido como con Alemania aconsejaron la neutralidad como una opción prudente, en un conflicto que afectó el comercio internacional inclusive en las latitudes sudamericanas. Naturalmente que en ambos países se siguió con gran interés el desarrollo bélico y se manifestaban en diversos ámbitos sociales las simpatías aliadófilas o germanófilas que, por lo demás, no llegaron a trascender hasta el punto de comprometer en algo la postura oficial de cada gobierno2. En realidad, en ambos países prevaleció el interés por los asuntos internos y los beneficios que, de manera coyuntural pero en ocasiones de gran importancia, se obtuvieron en algunos sectores económicos, ya que algunos productos (especialmente alimentación y materias primas) resultaban muy cotizados en unos mercados internacionales bloqueados por las maniobras de los beligerantes (guerra submarina, bloqueos navales, etc.). A partir de 1914, el producto interior bruto por persona creció un 1.5 % anual, tasa superior a la de Gran Bretaña e Italia, por ejemplo. Las reservas de oro aumentaron en gran medida, el comercio de exportación se veía muy favorecido por los precios y demandas internacionales, y también se beneficiaron de la coyuntura diversas industrias españolas, cuyas manufacturas encontraron unas condiciones más favorables en el mercado interno, por los obstáculos para la importación. No obstante, si bien la economía española, lo mismo que la chilena, salió beneficiada por la guerra, la sociedad no siempre pudo disfrutar de esos logros, debido a que, por ejemplo, se vivió un importante aumento de los precios, especialmente en los productos de primera necesidad (entre un 15 y 20 % en algunos casos de artículos que formaban parte de la dieta habitual), ya que a los productores les interesaba más obtener beneficios del exterior que abastecer a un mercado interno que no podía pagar tanto por ellos (Tusell: 103-105). El año de 1917 resultó para España particularmente conflictivo, debido a la convocatoria de huelga general y protestas por parte de los militares, seguidos poco después por un período de aumento de la conflictividad social especialmente en Cataluña (el “pistolerismo” de Barcelona, con huelgas, atentados y lock-out patronales) y en Andalucía (el denominado “Trienio Bolchevique”). Durante aquellos años venían apareciendo en la prensa chilena las crónicas salidas de la pluma de Joaquín Edwards Bello, uno de los más de veinte chilenos que residieron en la Península Ibérica hasta la guerra civil española y, sin duda, uno de los mejores testigos del final de la Belle Époque, quien ya en 1906 había llegado por primera vez a España (donde el terremoto de Valparaíso de 1906 le 2
Para el caso español, véase Aguirre de Cárcer.
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sorprendió) y a ella volvió durante la Gran Guerra, hasta que regresó de nuevo a Chile en 1919, sólo de manera temporal. Entre La tragedia del Titanic (1912) y La muerte de Vanderbilt (1922), entre los vientos de la guerra y las dificultades de la postguerra europea, que vinieron a ensombrecer igualmente el panorama español y chileno, Edwards, junto con sus compatriotas Huidobro, Armando Donoso y Teresa Wilms Montt, alternó con el vanguardismo literario madrileño y europeo, desde Ramón Gómez de la Serna a Tristan Tzara, pasando por Ramón Pérez de Ayala y Rafael Cansinos-Assens (Martínez: 73-75).
Las transformaciones durante los años 1920 Los mencionados problemas, junto con otros dentro de la vida parlamentaria y los efectos del desastre colonial del ejército español en Annual (Marruecos), condujeron a que se generara una desconfianza hacia los políticos de aquel entonces. También en el país austral se percibía el descontento: al terminar el primer cuarto del siglo XX, las menores ventas del salitre golpearon a la sociedad chilena, acentuando la cuestión social: los problemas de salud, trabajo y habitación que hacían muy difícil la vida de los sectores populares. La presidencia de Arturo Alessandri (1920-1925), quien no pertenecía a la elite tradicional chilena, fue un intento frustrado de mejorar la legislación y las condiciones laborales de importantes sectores de chilenos, pero tampoco significó un cambio de estilo profundo en la forma de conducir al país. Como en el caso del sistema de la Restauración española, existían una serie de problemas que lastraban la estructura y, por otra parte, si bien hay división entre quienes piensan que podrían haberse dado o no soluciones internas para salir de la crisis, lo cierto es que no fue extraño que ganaran terreno las voces que apostaban por soluciones pretorianas. En ellas, muchos veían una solución expeditiva pero eficiente a las numerosas rémoras políticas, económicas y administrativas que se venían arrastrando desde hacía varios años. Por ello, no es extraño que las tan difundidas alocuciones regeneracionistas españolas sobre la necesidad de un “cirujano de hierro” que extirpara los problemas (uno de los discursos de Alfonso XIII parecía transmitir ese sentir) sirvieran para abonar un terreno del mismo modo impregnado de rechazo a la clase política del parlamentarismo liberal clásico. En este escenario, la intervención política de los militares chilenos en 1924 y 1925 ocurrió por su rechazo a ser utilizados por el poder civil para reprimir las huelgas, la lentitud de los ascensos en la carrera militar y el cuadro de descomposición social y corrupción que, en medio de la crisis, encontraba a un sector de los congresales discutiendo la asignación de una dieta parlamentaria para sí mismos en septiembre de 1924. Los militares terminaron con el Parlamentarismo a la chilena y, prin17
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cipalmente, el gobierno surgido de la segunda junta militar (en 1925) significó la finalización de los gobiernos cercanos a la aristocracia. El presidente Arturo Alessandri se alejó del país pero, tras el accionar militar de Carlos Ibáñez en enero de 1925, fue llamado de nuevo a finalizar su gobierno. Entonces su preocupación fue reformar la Carta Magna de 1833, plebiscitando su revisión, origen de la Constitución de 1925, ordenamiento legal vigente hasta 1973. La nueva Constitución mantuvo el Estado republicano, lo separó de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, estableciendo además en seis años el mandato presidencial (Correa: 92-96). Definitivamente, en los años 1920 y hasta 1932 predominaron los caudillos en la política chilena. Carlos Ibáñez, uno de los militares destacados en los devaneos revolucionarios de los años 1920, ministro de Alessandri y posteriormente del presidente Emiliano Figueroa (19251927), fue elegido finalmente presidente en 1927. Durante su influencia en el gobierno como ministro y luego como primer mandatario, impuso un nuevo estilo más autoritario. Impulsó instituciones que significaron una mayor influencia estatal en la economía: organismos de fomento crediticio como el Instituto de Crédito Industrial y la Caja de Crédito Minero. Pero también remodeló instituciones de larga data en el país que están vivas hasta el día de hoy en la actual república: el Cuerpo de Carabineros de Chile y la Tesorería General de la República; o bien creó instituciones para darle mayor eficiencia al Estado, como la Contraloría General de la República. Resulta, una vez más, harto sugestivo contraponer el ejemplo español y, en este caso, la figura de Miguel Primo de Rivera, protagonista del golpe de Estado que el 13 de septiembre de 1923 suspendió la Constitución de 1876. Su manifiesto invocaba para la salvación de la patria el alejamiento del poder de “los profesionales de la política”, reflejando así, como volvería a darse en otras muchas ocasiones posteriores, un discurso de notable criticismo respecto a los parlamentarios españoles y el afán de Primo de Rivera por presentarse como “patriota y hombre apolítico”, características estas muy del gusto de extensos sectores de la opinión pública española. Con ello, contando con el apoyo de sectores militares y económicos, así como con la inacción (y por tanto no desaprobación del golpe) por parte del rey y buena parte de las organizaciones obreras (que se mantuvieron expectantes), se implantó un Directorio militar que pretendía ser una solución provisional a los problemas de España. La situación se modificó a finales de 1925 con el restablecimiento del cargo de Presidente del Consejo de Ministros y la implantación de un directorio civil, en el cual tuvo una actuación relevante José Calvo Sotelo, inteligente gestor administrativo cuya fuente de inspiración era el pensamiento de Antonio Maura. También el autoritarismo y el corporativismo se convirtieron en dos características fundamentales para los hom18
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bres de la dictadura y por ello no fue extraño que existiera un acercamiento hacia la Italia de Mussolini, aunque no puede hablarse en absoluto de fascismo. Más que nada, se trató de una dictadura que en cierta medida podría definirse más bien de corte bonapartista y, por lo demás, los intentos de consolidar el movimiento en una suerte de partido (la Unión Patriótica) no lograron dar los frutos esperados (Cuenca Toribio: 125-148). Sus acciones, eso sí, fueron observadas con gran interés desde el otro lado del Atlántico, máxime teniendo en cuenta los preparativos, anunciados durante la década, de la Exposición Iberoamericana de 1929 y cuya sede fue la ciudad de Sevilla, aunque finalmente no fue allí, sino en otros foros de la vida intelectual, donde se debe tomar el pulso a las innovaciones y a los intercambios de las artes y las letras españolas y americanas. De nuevo vemos aparecer a Edwards Bello, esta vez contemplando con alarma las situaciones de ambos países (retornó a España en 1925) y apoyando la causa de los intelectuales contestatarios al régimen primorriverista, a la vez que sostenía una idea de América como “reserva del pensamiento español, frente a los designios de Pío Baroja”3. Aunque pueda parecer anecdótica, la semblanza que puede extraerse de El chileno en Madrid (1928) conjuga de modo magistral el uso de tópicos y estereotipos humanos y nacionales con un sentimiento más profundo y sincero, que aflora ocasionalmente, en los ecos autobiográficos del protagonista, así como en la “noble autenticidad del pueblo” que se manifiesta en los personajes populares y la idea del conflicto de desarraigo suscitado en los hispanoamericanos que se afincan en tierras españolas (Insúa Cereceda: 39-50). La gestión primorriverista se concentró primero en la reforma administrativa y obtuvo como importante logro el Estatuto Municipal de 1924, aunque los objetivos finales de extirpar la corrupción local (“caciquismo”) no pudieron llevarse a cabo de manera efectiva. Un segundo paso, esta vez en la esfera nacional, fue la convocatoria de la Asamblea Nacional Consultiva en 1927, una suerte de parlamento pero sin que asumiera funciones legislativas, muy similar al modelo de las posteriores Cortes franquistas, con una parte de su representación constituida por miembros vitalicios y otros de extracción siguiendo criterios corporativos. La medida no tuvo los éxitos esperados, como tampoco el proyecto de Constitución de 1929. Por otro lado, la gestión económica trató de ajustarse a un modelo de intervencionismo estatal, tendente al proteccionismo arancelario y el autoabastecimiento (desde el Consejo de Economía Nacional), impulsando para ello un mayor grado de burocratización no exento en ciertas ocasiones de favoritismos. Se apostó a utilizar como 3
“Precisamente yo creo que del Continente Estúpido puede salir la renovación española, basada en esos libros de Pío Baroja, de Unamuno, Noel, Blasco Ibáñez, Araquistain, José Ortega y Gasset, Marcelino Domingo y tantos otros que aquí queremos bien y que allá caen en el vacío” (Martínez: 80).
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elemento dinamizador de la economía la construcción de grandes obras públicas mediante el Plan Nacional de Infraestructuras, desde el cual se pusieron en funcionamiento el Circuito Nacional de Firmes Especiales y el proyecto de confederaciones hidrográficas. No obstante, con la política de creación de infraestructuras se generó un importante déficit y con el fin de paliarlo se recurrió a la venta de monopolios (del petróleo, lotería, telefónica, tabacos, etc.) Mientras que la producción industrial experimentó un desarrollo importante, lo mismo que la renta nacional, quedaron por resolver aún importantes problemas y se generó una deuda pública de importante cuantía.
Las turbulencias de los años 1930 La crisis internacional de 1929 significó a Chile la caída de las exportaciones de salitre y una gran cesantía laboral. La disminución de recursos y la oposición al Presidente Carlos Ibáñez significaron su alejamiento en julio de 1931. Al mes siguiente la deuda externa dejó de pagarse y en 1932 se terminó definitivamente la convertibilidad de la moneda (Góngora: 163-187). Un año antes, en abril de 1931, habían tenido lugar en España las elecciones municipales que durante la campaña se habían convertido, de manera tácita, en una suerte de plebiscito para confirmar la legitimidad de la actuación por parte de la monarquía de Alfonso XIII. El monarca había quedado bastante desprestigiado en los últimos años debido, no sólo a la retirada de apoyo final a Primo de Rivera (que salió del poder en enero de 1930), sino por sus posteriores nombramientos de Dámaso Berenguer y Juan Bautista Aznar, en un esfuerzo por volver a la situación de 1923 “como si no hubiese pasado nada”. En ese año de la denominada “dictablanda”, no hubo manera de tomar medidas para sacar al régimen de su inmovilismo (en una crisis más bien de signo político y no de carácter económico, factor este último más presente en el caso chileno), pero tampoco consiguió mucho la oposición a través de actos violentos, como la Sublevación de Jaca (diciembre de 1930) que, a pesar de sus importantes diferencias como fenómeno insurreccional, no deja de inspirar el recuerdo de un paralelo en Chile, la rebelión de la Escuadra de 1931. Esta última resulta de interpretación más polémica, con mayor componente de la problemática social y elevado número de víctimas. Por otro lado, el Pacto de San Sebastián en España puso de acuerdo a republicanos, socialistas y algunos de los antiguos monárquicos para oponerse al rey, pero fue el derrumbamiento de la popularidad de este último lo que precipitó los acontecimientos, así como tuvo gran importancia la decisión de Alfonso XIII de renunciar a la jefatura de Estado (aunque no
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hubo una abdicación formal) y abandonar el país para evitar una guerra civil4. Así, el nuevo régimen republicano español desarrolló en 1931 sus primeras actuaciones políticas, entre las cuales destacaron la preparación de una constituyente y la promulgación de la nueva Carta Magna aquel mismo año, lo mismo que la elección del presidente de la República (Alcalá-Zamora) y el gobierno republicano izquierdista de Manuel Azaña, apoyado por los socialistas y que permaneció en el poder durante un primer bienio, con algunos éxitos, pero también generando enemistades y polémicas que iban a lastrar una convivencia aún no enturbiada de manera decisiva. Mientras tanto, en Chile, después de Ibáñez y hasta 1932 se sucedieron diversos gobiernos, la mayoría de facto, apoyados por los militares que bajaron nuevamente a la arena política. El regreso de los civiles al gobierno y el restablecimiento de la normalidad institucional acontecieron tras las elecciones parlamentaria y presidencial en 1932. Arturo Alessandri fue elegido presidente para el periodo 19321938. Liberales, conservadores y también radicales sustentaron su gestión, aunque los últimos pasaron a la oposición en la segunda mitad de los años 1930. Alessandri pudo finalizar su mandato presidencial aplicando la mano firme en materia de orden público. Contuvo conspiraciones políticas provenientes del ibañismo y del Nacional socialismo chileno (Nacismo con “c”), además de agitaciones del comunismo. Del mismo modo, en el caso español no lograron éxito alguno ni la intentona insurreccional de los monárquicos intransigentes de Sanjurjo (Sevilla, 1932, contra el gobierno azañista), ni la de octubre de 1934 protagonizada por los nacionalistas en Cataluña y por sectores socialistas y anarquistas en la cuenca minera asturiana, habiendo sido esta última reprimida con dureza por el gobierno radical-cedista que, a pesar de todo, mantuvo la legalidad republicana, pero que acabaría viendo erosionada su credibilidad al año siguiente por dudosos asuntos económicos. En paralelo a lo anterior, el gobierno chileno impulsó la recuperación económica dejada por la gran depresión, impulsando la actividad pública y estimulando con rebajas impositivas la construcción del sector privado. Con respecto a las relaciones internacionales, la España republicana no experimentó grandes cambios en lo tocante a las alianzas, que continuaron en general cercanas al eje franco-británico. Lo más destacable sería tal vez, aparte de los exilios de tradicionalistas y alfonsinos en Portugal e Italia (en esta última Mussolini, tras su decepción hacia el régimen primorriverista, mantuvo las formas respecto a la república, aunque también apoyó en secreto a los conspiradores contra ella), la actuación en América (con la implantación de nuevas embajadas en 4
Todavía merece la pena consultar el libro clásico de Maura, especialmente pp. 276-277.
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México y Brasil), así como el papel de embajadores como Pérez de Ayala en Londres y Salvador de Madariaga en París y como representante ante la Sociedad de Naciones. Asimismo, en 1933 Víctor Domingo Silva regresó de España (a donde había llegado en 1928) a Chile, tal vez por causa de Alessandri, que se tomó la revancha por la obra Cabeza de ratón. Gabriela Mistral, que fue quien le reemplazó en el cargo, llegó a Barcelona el 8 de julio de 1933, sin que existiera papel de mediación. Silva se había impregnado del ambiente en Madrid para llevar a cabo su trabajo y, con ello, “imprimió una nueva fisonomía a la representación chilena que había en Madrid” (Venegas Espinoza: 256-266). De igual forma que en otras latitudes como Francia o España, en 1936 se formó en Chile la combinación política del Frente Popular, opositora al gobierno alessandrista. Radicales, comunistas, socialistas y democráticos le dieron vida. El FP chileno se impuso en la disputada elección presidencial de 1938, alcanzando el político radical Pedro Aguirre Cerda la presidencia de la República. No alcanzó a finalizar su periodo presidencial debido a que falleció de tuberculosis. A estos dos gobiernos de signo político distinto (el de Alessandri y el de Aguirre Cerda) les correspondió encarar las dificultades políticas que afloraron como fruto del estallido de la trágica guerra civil española (1936-1939) y su no menos dramático desenlace. Las fuerzas de izquierdas y derechas chilenas simpatizaron con la República y con los nacionales, respectivamente y el conflicto fue también un telón de fondo de la propia discusión política e intelectual del país. Para las primeras, la lucha en España se planteaba entre la democracia y el totalitarismo nacionalista del Eje, mientras que los conservadores opinaban que los nacionales libraban una lucha en contra del marxismo. Con el estallido de la guerra civil y la intensa represión que le siguió en Madrid, los primeros asilados en la embajada chilena fueron opositores a la República. La embajada recibió unas 1,800 personas. El embajador chileno en Madrid, Aurelio Núñez Morgado, promovió resueltamente el asilo. El gobierno republicano no lo reconoció, pero lo toleró en un primer momento gracias al humanitarismo del ministro Augusto Barcia. Aún así, consideraba la protección chilena a ciudadanos españoles como una muestra de hostilidad. Con todo, Barcia admitió la extensión de la extraterritorialidad a lugares no habilitados, los cuales, de un momento a otro enarbolaron bandera chilena para proteger la integridad de quienes buscaron asilo chileno: fue el caso del Hospital Alemán y el Hogar Chileno. Además de la sede diplomática en la Calle del Prado no 26, la representación contaba con varios otros edificios: un Consulado de 7 pisos, un Hospital, un edificio para el Decanato Diplomático (Núñez era el Decano del cuerpo diplomático), además de las casas particulares de los funcionarios (Moral Roncal: 239-266). 22
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El sucesor de Barcia en el Ministerio de Estado, Julio Alvarez del Vayo, fue muy duro con la representación chilena, porque consideraba que ésta se hallaba en connivencia con los alzados. Por su parte, la conducta de Núñez de seguir aceptando asilados llevó finalmente a convenir su salida temporal de España, dejando entonces a Carlos Morla Lynch a cargo de la embajada, tarea que este último llevó a cabo entre 1937 y 1939. Con respecto a las evacuaciones de asilados, sólo redujeron el número a unos 800. Una nueva corriente de asilados hacia la embajada chilena, esta vez republicanos, se suscitó con el triunfo de Franco en la guerra civil. El nuevo gobierno en España, reconocido el 5 de abril de 1939, consideraba el asilo a los republicanos un acto hostil y exigía se les entregasen. Por otro lado, las autorizaciones para salida de los asilados se dieron con cuentagotas. Había cambiado el gobierno en Chile debido al triunfo del Frente Popular y las andanadas orales en los mítines en contra de Franco llevaron a una ruptura de relaciones diplomáticas en 1940. Brasil tomó la custodia de los asuntos chilenos, pero la reconciliación entre ambos países llegó posteriormente, cimentada en parte gracias a la salida de los últimos 5 asilados y la promesa de un trato respetuoso hacia el gobierno español. El gobierno de Franco reconoció el derecho de asilo como tal. Resulta paradójico el hecho de que, lo que nunca hizo una República que se proclamaba progresista y humanitaria, se acordó en el nuevo régimen, tomando como fuente de inspiración “las tradiciones hispánicas como el valor de la religión, la lengua española y la cultura” (Garay Vera y Medina Valverde: 18-36). Uno de los chilenos que llegó justo después del acercamiento fue Víctor Domingo Silva, nombrado cónsul del país austral en Sevilla y cuyo desempeño diplomático en la península ibérica se prolongó hasta 1946, aprovechando además su estancia para su escritura en verso y prosa y para investigar, de manera entusiasta, sobre los orígenes de las tradiciones culturales chilenas en el solar español, examinando legajos en el Archivo de Indias o a través de sus viajes desde Andalucía y Extremadura (consideradas por él como “las creadoras de nuestro país”) hasta Aragón (Venegas Espinoza: 286-288). El total de refugiados bajo protección chilena en España entre 1936 y 1940 ascendió a unos 3,000, “casi todos franquistas”. Para mantener a esas personas mientras se obtenía los salvoconductos se fijó una cuota mínima. El gobierno chileno envió al menos un buque con pertrechos que el gobierno republicano permitió desembarcar en Vigo y trasladar a Madrid. La embajada primero y el encargado de negocios después temieron por la seguridad de los refugiados, mas, “salvo algunos sustos y asonadas descontroladas –como el asalto al Decanato, que fue repelido a tiros por el adicto militar, coronel Luco–, no hubo desgracias que lamentar por este conducto” (Barros Van Buren: 742-743). Al final de la guerra civil, unas 450 personas habían sido evacuadas bajo bandera 23
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chilena y protección diplomática. En octubre de 1939 quedaban aún 750 asilados en la embajada chilena. Sin embargo, durante la contienda, los bombardeos y los disparos de francotiradores “causaron 9 muertos y 37 heridos graves” en los refugios diplomáticos chilenos (Barros Van Buren: 742-743). A los refugiados hubo que añadir la protección de unos 1,200 chilenos, entre residentes y transeúntes. Esta cifra varió muchas veces debido a las evacuaciones y también por la llegada de voluntarios chilenos (hijos de españoles nacidos en Chile) que combatieron por la República o por los Nacionales. La mayoría de los chilenos fueron evacuados de España, pero no se pudo evitar el fusilamiento de dos médicos chilenos en Barcelona ni de seis seminaristas en Toledo. El gobierno de la República presentó excusas a raíz de tales sucesos. Por otra parte, la embajada no protegió a los chilenos combatientes hechos prisioneros, porque rompían la neutralidad en el conflicto decretada por el gobierno en Santiago (Barros Van Buren: 744). Triunfante la causa nacionalista, la embajada de Chile evacuó a sus 750 refugiados y comenzó a recibir a los asilados republicanos, bajo protección de la Cruz Roja Internacional. En Francia, nombrado cónsul especial de emigración española por el gobierno de Aguirre Cerda, Pablo Neruda (con ayuda de Abraham Ortega) logra trasladar en 1939 unos 2,500 refugiados españoles desde Trompeloup-Pauillac hasta Valparaíso a bordo del viejo carguero Winnipeg. Lo cierto es que el pasaje del Winnipeg no se nutrió de intelectuales. La inmensa mayoría la constituían campesinos, obreros calificados, pescadores que mucho contribuyeron al “despegue” chileno de la época. Pero no es menos cierto que gracias a la porfía de Neruda, que embarcó a varios trabajadores del intelecto y gracias al posterior desarrollo en Chile de los hijos de esos viajeros, apenas unos niños en el año 1939, se transmigró también un poco del conocimiento, de la cultura y de la inteligencia que perdió España tras la catástrofe y el posterior éxodo. […] La diáspora española comenzó antes del 3 de septiembre de 1939, fecha de la llegada del barco al puerto de Valparaíso, y continuó hasta finalizar la década del 40. Bien es cierto que, nunca antes, –ni después– del arribo del Winnipeg, fue en un conjunto organizado tan numeroso. (Gálvez Barraza)5
Aunque el Frente Popular chileno se deshizo en 1941, el proyecto más emblemático e incluyente de ese periodo fue la fundación de la Corporación de Fomento de la Producción, institución erigida por ley después del calamitoso terremoto ocurrido en el verano austral de 1939. La CORFO se preocupó de planear no solamente la existencia de empresas en diversos rubros económicos (agroindustria, energía eléctrica, petróleo, siderurgia), conducidas por el Estado, o establecidas como 5
Ver también Escobar Guic: 239-301.
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La situación política en España y Chile (1914-1939)
sociedades anónimas con fuerte presencia estatal, sino que, además, su directorio comprendía a ministros del gobierno, dirigentes de las principales sociedades empresariales privadas chilenas como la Sociedad Nacional de Agricultura, la Sociedad de Fomento Fabril y representantes del mundo sindical, específicamente de la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCh). En España, los problemas de la postguerra pasaron por la lentitud de la reconstrucción, más que por el grado de destrucción material, que fue importante pero quizás no en volumen tan radical como en el resto de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. La autarquía y el intervencionismo económico se intensificaron en muchísimo mayor grado que en cualquier otra ocasión debido a la política adoptada por la dictadura. Siendo las dificultades objetivas, en materia geográfica y comercial, mayores en Suiza, Suecia y Turquía, España presentó en el ámbito industrial y la balanza de pagos unos resultados mucho más negativos, fruto en buena medida de “sus malas relaciones con los aliados y por el desprecio a la financiación exterior”. Así, en 1945 la producción industrial española estaba un 10 % por debajo de los niveles de 1935 y la tasa de crecimiento anual durante la contienda no alcanzó el 1 % (Tusell: 116 y ss).
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Escritores hispanoamericanos en España
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El Madrid inolvidable de Joaquín Edwards Bello Cathereen COLTTERS ILLESCAS Universidad de Concepción
Muchos son los escritores e intelectuales chilenos que visitarán o fijarán su residencia en Madrid, a partir de la Primera Guerra Mundial, ciudad que les ofrecía condiciones de vida más estable y lejos de las zonas en conflicto. Algunos de ellos permanecerán hasta poco antes del estallido de la guerra civil, contribuyendo con su aporte a transformar a Madrid en una verdadera capital cultural. En este sentido, el presente estudio intenta ofrecer una visión acerca de la importancia y significación que España, y sobre todo Madrid, tuvieron en la vida y obra de uno de aquellos chilenos, el insigne cronista Joaquín Edwards Bello, cuya relación intelectual y afectiva con la capital española marcará profundamente su camino literario. Muy tempranamente, a la edad de diecisiete años, Joaquín Edwards Bello llega a Europa, comenzando así la seguidilla de catorce viajes por el viejo continente que finalizarán en 1927. Es el año 1904, y lo encontramos en París junto a su familia, su padre ha fallecido y el joven Edwards se prepara para despertar a la vida bohemia. Los siguientes serán años conformados por las aventuras nocturnas, las correrías juveniles, los amoríos efímeros y la afición por el juego; sin duda, las experiencias más importantes en la vida del escritor como él mismo atestiguará en su vejez: “En Europa, recién conocí la alegría de vivir. Los momentos grandes de mi vida transcurrieron ahí” (Ewart1: 26). Para Salvador Benadava la inclinación de Edwards por la vida mundana se explicaría, ya que, “desaparecido su padre, Joaquín se siente en la disposición del convaleciente que, habiendo presenciado la muerte de cerca, se aferra a la vida con todo su sentido” (2006: 104). Esta primera etapa francesa durará alrededor de unos tres años, luego de los cuales la familia envía al muchacho a Inglaterra, por espacio de 1
Seudónimo de Hans Ehrmann.
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algunos meses, a estudiar en uno de los colegios más exclusivos: Sulhamtead Rectory. Antes del primer viaje de Edwards a Europa, su conocimiento del viejo continente estaba conformado por las imágenes de las revistas y de los figurines que llegaban a su madre desde París, por los semanarios españoles, lo mismo que por las novelas de folletín, traducciones de los clásicos franceses que el diario La Nación publicaba periódicamente; lecturas que Edwards devoraba con gran avidez2. Su confrontación con el París real años más tarde, lejos de desalentarlo, lo deslumbrará, lo liberará y lo seducirá. El joven Edwards pasea por París, recorre sus calles y atesora en la memoria cuanta emoción nueva experimenta; nace paulatinamente el observador agudo e incansable que luego se transformará en el cronista y crítico de la vida cotidiana (Morales, 2009). París resulta sumamente importante en la vida del joven escritor en términos de acumulación de experiencias vitales, allí radica su principal significado; pero poco fructífera en términos de producción literaria, ya que únicamente habría escrito La cuna de Esmeraldo en el año 1912, editada seis años más tarde3 (Benadava: 132). Esto permite a Benadava sostener que “no fue, pues, la actividad literaria la que absorbió la mayor parte de su tiempo en París” (132). A diferencia de la experiencia parisina de Edwards, la española no sólo enriquecerá el cúmulo de experiencias vitales del joven, además poseerá un significado mucho más profundo en su formación literaria y en su consolidación como escritor, ya que en España verá publicada varias de sus obras entre los años 1922 y 1928. A España llega por primera vez en el año 1906, de vacaciones con su familia, al balneario de San Sebastián, antigua cuna de aristócratas y de la nobleza española, regresando más tarde a París. Este primer viaje no tiene más impacto que el de servir de recreación y esparcimiento familiar, puesto que no resulta un viaje intelectual que le reporte vinculación con el medio literario. Más tarde, en 1910, ya de regreso en Chile, publica con gran escándalo su primera novela, El inútil, considerada por la crítica como una novela escrita en “clave”, provocando la adhesión o el desprecio de la sociedad y de la crítica de su tiempo, pero sin dejar a nadie indiferente. 2
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“Yo leía por entonces con una fruición de solterona de provincia las aventuras de Rocambole y me atiborraba con las páginas, para mí entonces maravillosas, del Madrid Galante, La Lidia y Barcelona Cómica, semanarios españoles que me hacían soñar con una Europa de las mil y una noches […]. En mis primeros pasos de lector inconsciente, un libro caído milagrosamente entre mis manos me desconcertó. Ese libro admirable, a cuyo autor leo y venero, fue La parure, de Maupassant”. Entrevista de Ramón Ricardo Bravo, Revista Zig-Zag, 2 de enero de 1926. La cuna de Esmeraldo (París: Librairie P. Rosier, 1918).
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El Madrid inolvidable de Joaquín Edwards Bello
Para huir del vacío social que trae consigo la publicación de dicha obra, Edwards se refugia en Brasil, donde escribe Tres meses en Río de Janeiro (1911), páginas que fluyen todavía afectadas por el recibimiento de su primera novela y cargadas aún de cierto resentimiento. Años más tarde, el propio Edwards reconocerá la afectación y el dolor que le provocó la reacción de los lectores de El inútil. Para el año 1912 lo encontramos nuevamente en París, sorprendiéndolo el estallido de la Primera Guerra Mundial, suceso que trastornará la vida intelectual europea, obligando a un sinnúmero de artistas a trasladarse a la capital española en la búsqueda de un nuevo centro de irradiación literaria. Serán estos los años en que Madrid se transformará en una interesante capital cultural europea, de intensa vida intelectual y bohemia. En efecto, la guerra también afecta la vida del propio Edwards en más de un sentido y mucho más directamente de lo que él mismo hubiese querido. Conocida es la anécdota de su enrolamiento en un regimiento del ejército zuavo francés, a causa del origen británico de su apellido, lo que incluso pudo significarle ser enviado al frente de batalla de no ser socorrido por un pariente quien solicita la intervención del entonces cónsul Manuel Amunátegui. Este último le advierte que su persona es sospechosa de espionaje por lo que le conviene irse lo más pronto posible, debiendo trasladarse a España, en el año 1916 (Ewart: 27). Comienza aquí su experiencia española propiamente tal, la que sin duda marcará intensamente su quehacer literario. Los intermitentes viajes a España de Edwards tienen lugar entre los años 1906 y 1925, y aún cuando visita otras ciudades españolas, Madrid será la más importante en esta etapa formativa del escritor. Pero será sólo en 1916 cuando llegue a residir por espacio de algunos años a la capital española, donde continuará cultivando el estilo de vida dandy llevado en París. En este sentido, los primeros años de la vida madrileña de Edwards resultan bastante turbulentos tanto el plano intelectual como en el personal, lo que lleva a Fernando Iwasaki a describirlos de la siguiente manera: La vida madrileña de Edwards Bello fue intensa y galante, pues Rafael Cansinos-Assens aseguraba que Joaquín vivía rumbosamente de pensión en pensión, subvencionando el hambre canina de Lasso de la Vega, aplacando las urgencias sexuales de una ninfómana poetisa argentina y huyendo de la venganza del cura de Carabanchel, a cuya sobrina virgen había preñado – supongo– mientras la poetisa argentina dormía. (Iwasaki: 20)
En Madrid, los intereses del joven se volcaron en el contacto con las clases populares, con sus costumbres y tradiciones de las que sin duda disfrutó sobremanera. Algunos de sus biógrafos ponen el acento en la actitud disipada con que vivió esos años de juventud, ya que se dedicó a 29
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derrochar la fortuna heredada en el juego, en las correrías nocturnas y en los lances amorosos. Tanto en sus crónicas sobre España como en la novela El Chileno en Madrid (1928) aparece reflejado su conocimiento cabal de los detalles íntimos de un Madrid popular que lo seduce a medida que va penetrando en sus misterios, cuya vitalidad, sensualidad y genuina sencillez lo deslumbran al punto de disfrutar y preferir el contacto con la gente más modesta antes que con el mundillo intelectual madrileño. Mucho se ha señalado respecto de esta seducción que Madrid ejerció en el joven muchacho, fruto de la cual habría entablado relaciones amorosas con una joven de extracción modesta, Teresa de la Cruz, con la que supuestamente habría tenido un hijo (Cansinos: 238; Iwasaki: 20); situación que más tarde brindaría la materia para el argumento de la novela (la búsqueda del hijo y de la mujer abandonados). Respecto a su relaciones con la vanguardia literaria madrileña, naciente en esos años (Martínez, 2003: 75), no se produce de un modo intencionado, ya que el propio Edwards indica que frecuentó de manera casual cafés y círculos intelectuales como el Ateneo, el Café y Botillería de Pombo, tertulia encabezada por Gómez de la Serna, o el Café Colonial, donde se reunía la vanguardia ultraísta liderada por Rafal Cansinos Assen; centros en los que tuvo oportunidad de conocer a algunos personajes destacados de la vida cultural e intelectual de dicha ciudad. Edwards llegará a sostener que “personalmente no cuidé de conocer intelectuales y su encuentro conmigo era obra del azar”4. No olvidemos que, por aquellos días, sus energías se concentraban más que nada en los paseos por un Madrid que distaba enormemente del que encontraría en los círculos intelectuales. No obstante, declara tener amistad con escritores españoles: “Allá me recibieron muy bien y es aquello como mi propia casa. Ramiro de Maeztu, Giménez Caballero, Jacinto Grau, Araquistáin, Ricardo Baeza, tantos otros representantes de lo mejor que actualmente hay en España, son mis amigos”5. Respecto de los escritores españoles que le resultan interesantes, Juana Martínez menciona dos figuras que llaman la atención del escritor chileno tanto por el carácter aventurero de ambos, rasgo que también comparte el propio Edwards, como por la personalidad literaria del segundo. 4
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“Hacia dónde camina España”, 7 de agosto de 1936. Artículo publicado en Corresponsal de Guerra. Guerra Civil Española. Segunda Guerra Mundial. Crónicas (1923-1946) Selección de Alfonso Calderón (Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981: 75). “Joaquín Edwards Bello con vehemencia meridional”. Entrevista de Marta Brunet publicada en El Sur, 15 de mayo de 1927. (García-Huidobro: 93). Juana Martínez señala además que entre los amigos españoles de Edwards se encontraban Rafael Cansinos Assens, Isaac del Vando Villar y Rafael Lasso de la Vega (2003: 76).
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En La Granja del Henar conoce a quien considera la figura más popular entre los jóvenes escritores de España, Alfonso Vidal Planas, cuyo carácter aventurero le sorprende tanto como para retratarlo en una crónica. Pero la personalidad literaria que le parece más interesante es la de Eugenio D’Ors, hombre culto y viajero como él, a quien sigue en las tertulias de distintos cafés, en conferencias en el Ateneo, en la Residencia de Estudiantes, etc., como imantado por su capacidad de transformación y por la exquisitez de su expresión y de su pensamiento (2003: 77).
Cuando eventualmente asiste a algunas tertulias nocturnas organizadas en los diferentes cafés madrileños, coincide con otros escritores chilenos como Oscar Tagle, Aquiles Vergara, David Bari y Augusto D’Halmar quienes también disfrutaban de la vida intelectual del Madrid de esos años (Edwards, 1969: 21-22; 1983: 142). En este recuento de amistades chilenas, según Martínez, Edwards dejaría fuera a Teresa Wilms Montt, a Vicente Huidobro (a quien evitaría nombrar) y a Armando Donoso, quien a su vez le habría presentado a Ramón Pérez de Ayala, uno de los escritores españoles más renombrados del momento (Edwards, 1981: 75). La investigadora no indica las razones de esta omisión. Años más tarde, sin embargo, en la entrevista6 que Ramón Ricardo Bravo le realizara al escritor, éste declara que en París, “en los sitios habituales a los artistas, nos encontrábamos casi a diario con el escritor argentino Alejandro Sux, Augusto Thompson, Teresa Wilms y Vicente Huidobro” (García-Huidobro: 72). Omisión deliberada o no, lo cierto es que hacia 1919 las páginas de la revista española Grecia fueron testigos de una polémica entre Huidobro y el joven Edwards. El culpable de dicha disputa sería el poeta sevillano Lasso de la Vega, amigo y cómplice de aventuras de Edwards, quien en un gesto que pretendía responder a una cortesía del chileno, habría enviado a la revista Grecia un poema de Edwards, “precedido de una perdigonada de ditirambos, donde resultaba que Edwards era primo de Huidobro, a quien había introducido en la moderna lírica para presentarle a Apollinaire” (Iwasaki: 20). Como es de suponerse, la respuesta no se hizo esperar y “el quisquilloso Huidobro respondió con una furiosa carta que fue publicada en el número XXXIX de Grecia (1920), precedida por una nota aclaratoria de Isaac del Vando Villar, director de la revista ultraísta” (Iwasaki, idem). Frente a esta penosa circunstancia, a Edwards no le quedó más opción que publicar una nota dirigida a Huidobro, aclarando la situación, y decidiendo tomar distancia de Lasso de la Vega7. 6 7
Entrevista aparecida en Revista Zig-Zag, 2 de enero de 1926. Publicada bajo el título de “La vida novelesca de Joaquín Edwards Bello” en: (García-Huidobro: 69-72). “Obligado por la carta de Huidobro, Edwards Bello no tuvo más remedio que poner a Lasso en evidencia: ‘Rafael Lasso de la Vega es el único escritor español que he conocido íntimamente desde que resido en Madrid. Juntos se nos veía siempre en la
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Cabe recordar que por esos años en Madrid, tanto Huidobro como Edwards reclamaban para sí la condición de creadores del Creacionismo, disputa en la que Cansinos Assens tomará partido por Huidobro (Martínez, 2003: 76). Las pretensiones del joven Edwards se entienden ya que tiempo atrás, el propio Tristan Tzara lo había investido del título de Président Dada au Chili (Ewart: 27), hecho que, sin duda, estimuló la confianza y el ego del joven Edwards. Por esos mismos años publica algunos poemas bilingües en las revistas vanguardistas madrileñas Grecia y Cervantes (Martínez, idem), dándose a conocer paulatinamente en los espacios literarios españoles. Después de acabada la Primera Guerra Mundial, decide regresar a Chile; en España será despedido “con mucho cariño” por personajes de la talla de Valle Inclán, Romero Torres, Penagos, el escultor Juan Cristóbal y Teresa Wilms quienes asisten a una cena ofrecida en su honor” (Reyes, 19618; Ewart, 1962). En 1920, Edwards publica en Santiago un poemario que contiene textos dadaístas y ultraístas titulado Metamorfosis, firmado por el escritor bajo el seudónimo de Jacques, obra que habría despertado los comentarios un tanto irónicos de Rafael Cansinos Assens, escritor a quien, no obstante, Edwards tendría en muy alto grado de estima puesto que reconocería su importancia en las letras españolas (Martínez, 2003: 76). Dicho poemario constituiría una suerte de coqueteo “superficial” con la estética vanguardista y sin mayor profundidad que la de su adopción como moda estética del momento; coqueteo que concluye con la publicación de El roto, la que se inserta en la estética dominante en la época: la naturalista. En este sentido, Bernardo Subercaseaux señala que: Paralelamente a la vanguardia orgánicamente enraizada, se da una vanguardia epidérmica, periférica, una moda intelectual, un clima de época de
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calle y el café. En los primeros tiempos de nuestra amistad me preguntó si conocía a Vicente Huidobro; le dije que sí, que era primo en segundo grado de su mujer, Manuela Portales Bello, bisnieta de Andrés Bello, como yo. Desde ese día me presentaba en todas partes, diciendo: ‘Edwards, primo de Huidobro’.¿Podía yo desmentir una cosa tan inocente que a Lasso agradaba?… Cuando llegó a mi poder el número XXXVI de GRECIA vi con gran sorpresa e indignación un párrafo lleno de fantasías encabezando el artículo. En la primera ocasión amonesté a Lasso de la Vega por haber enviado datos falsos al director de GRECIA, que inocentemente compuso el párrafo. Mandé un ejemplar a Vicente Huidobro y una carta lamentando ese abuso y achacando toda la culpa a Lasso de la Vega. Declaro, le decía lealmente: 1º Que no soy primo suyo. 2º Que no introduje ni orienté a usted en la moderna lírica.3º Que no presenté a usted a Apollinaire. No quise hacer mal a Lasso de la Vega acusándolo públicamente y pretendí, de una manera discreta, alejarme de él. A casi todos mis amigos declaré la verdad. Pueden servirme de testigos Rafael Cansinos-Asséns y Guillermo de Torre’” (Grecia XL, 1920) (Iwasaki: 20). Entrevista de V. Reyes Covarrubias, publicada en Las últimas noticias, 14 de enero de 1961. Publicada también bajo el título de “Edwards Bello anuncia ‘La hora del corvo’”, en García-Huidobro: 181-187.
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post guerra que juega un rol transitorio en algunos autores (Joaquín Edwards Bello, Alberto Rojas Jiménez y Salvador Reyes, por ejemplo) pero sin que se constituya en ellos un sujeto literario vanguardista en el sentido fuerte del término (como es el caso de Huidobro, Emar y De Rokha) […] La prueba de que Edwards Bello tenía una comprensión hasta cierto punto superficial del espíritu de vanguardia, está en que nombra a Carlos Lamarca Bello como “el primer novísimo chileno”. (163-164)
En 1920 publica también su novela El roto en la librería Bindis, “que fue un gran éxito para el editor y el más sonado triunfo de [su] carrera” (García-Huidobro: 72; Bravo, 1926). Esta novela contará con sucesivas ediciones en años posteriores, llegando a ser considerada por el propio Subercaseaux como la mejor novela de Edwards. En efecto, para Subercaseaux es en El roto donde “[…] está y no en sus devaneos vanguardistas –que él mismo por lo demás asume con espíritu lúdico– la línea central de Edwards Bello”, y donde se encontraría “el sujeto literario que lleva a cabo una escritura desmitificadora”, pero que “vibra también con todas las inquietudes de la vida moderna: el cine, la aviación, el teléfono, el metro, etc.; en esta perspectiva se entiende su aventura vanguardista y se entiende también que ella fuese sólo un momento muy puntual y epidérmico en su itinerario” (2004: idem, todas las referencias). En el año 1921, ocurren dos hechos importantes en la vida del escritor, por un parte, formaliza sus relaciones con el diario La Nación y, por otra, contrae matrimonio con una dama española de Guadix, Ángeles Dupuy Ruiz, quien fallecerá unos pocos años después, de familia respetable pero de condición modesta, razón esta última que habría provocado la incomodidad y el rechazo de la alta sociedad chilena, al punto de ensañarse con la joven pareja, lo que derivó en la actitud más huraña y en el aumento de la aversión que Edwards sentía hacia la aristocracia (Ewart: 28) con la que nunca se sintió muy cómodo pero de la que tampoco renegó totalmente. Al año siguiente tenemos a Edwards nuevamente en Madrid, comenzando a insertarse en el medio editorial español; allí la editorial Mundo Latino publica su novela La muerte de Vanderbilt (que ya había sido publicada en Santiago en 1921) con prólogo de Augusto D’Halmar. Esta será una breve estadía, ya que para 1923 está otra vez de regreso en Chile, desde allí se entera de los eventos políticos que sacuden a España como la “dictadura de Barcelona” encabezada por Primo de Rivera, lo que lejos de dejarlo indiferente lo estimulan a expresar su opinión y a reiterar su profundo compromiso afectivo con España. En esta ocasión también hace patente su compromiso al adherirse “particularmente a la causa de los intelectuales españoles que sufren la violencia y el desprecio por parte de la Dictadura. Edwards Bello analiza 33
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la situación de aislamiento de los ‘trabajadores del espíritu’ que se ven abocados a trabajar para el extranjero y ve en América una reserva del pensamiento español […]”, continente desde dónde podría salir la renovación del pensamiento español (Martínez, 2003: 80). Su compromiso con los intelectuales españoles no estará exento de duras críticas a aquellos, ya que, como veremos en líneas posteriores, muchas veces cuestionará el lugar que ocupan dentro de los diferentes conflictos que desestabilizan la vida cotidiana e intelectual europea. El último viaje de Edwards tendrá lugar el año 1925, cuando se le comisiona con un cargo diplomático que lo lleva nuevamente a Europa; luego fijará su residencia en España por un período de dos años, en los que nuevamente tendrá oportunidad de revivir las múltiples experiencias que conoció en su etapa madrileña anterior. No obstante, el Edwards que retorna ha crecido interiormente, ha cobrado cierta notoriedad en el medio literario chileno y sus obras serán recibidas en España con mayor interés. En esta permanencia madrileña, Edwards ha madurado y meditado lo suficiente para ver y vivir Madrid de otra manera. Su idea sobre la capital de España es ahora más profunda, pero, sobre todo, es una idea poética, y sobreviene de un Madrid que Edwards ve como “Un misterio” […]. Sin duda, para estas fechas Edwards ya había adquirido ese “espíritu de neo madrileño” y vivía perfectamente “asimilado” en Madrid. En el terreno editorial el camino abierto pocos años antes se ensancha con la publicación de tres libros que introducen a los españoles en distintas cuestiones de índole política y sociológica sobre la realidad chilena y americana en general. (Martínez: 81)
El primero de aquellos tres libros lo publica en 1925, El nacionalismo continental. Crónicas chilenas; los otros dos los publica el año siguiente. En efecto, 1926 será un año bastante fecundo en el terreno literario, ya que publica Tacna y Arica, Balmaceda-Alessandri, La tierra de Patiño y Cap Polonio, cuatro relatos publicados por la imprenta de G. Hernández y Galo Sáez; otra edición similar es la de Tacna y Arica, Cap Polonio publicada por Ediciones Auriga (Silva Castro: 20-21). Como se aprecia, la experiencia española de Edwards será sumamente enriquecedora, puesto que no solamente corresponderá a los años en que se dará a conocer como un escritor consagrado, estos serán años de una etapa que le permitirá afinar su mirada de los fenómenos, formarse una opinión crítica de los mismos y, sobre todo, obtener la experiencia necesaria para lograr la madurez como escritor y como ser humano. Parte de dicha experiencia es la que se vierte en las páginas de su novela El chileno en Madrid, publicada en Chile, de la cual llegan rápidamente noticias a España. Al respecto, Martínez señala que “Edwards se había llevado con él algo de España, pero en España su presencia no se había extinguido, porque las noticias de su reciente novela llegan de 34
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inmediato y es recibida como signo del profundo cambio literario que se opera en su autor” (2003: 83).
Madrid en la novela Cabe destacar que en la obra general de Edwards no existe una imagen única ni homogénea de Madrid; esto obedece a que en distintas etapas de su vida contempla la ciudad española desde diversas perspectivas y géneros discursivos (Martínez, 2003: 89). Algunas de estas imágenes son ofrecidas al lector a través de las páginas de su novela El Chileno en Madrid (1928), de las Crónicas publicadas por el diario La Nación en 1924, de aquellas sobre la guerra civil española (1981) y de las crónicas compiladas bajo el título Andando por Madrid y otras páginas (1969). Las transformaciones que sufre la capital española quedarán patentes en las diversas imágenes que de ella ofrecen las obras de Edwards, imágenes influidas por el paso del tiempo, por la madurez que brinda la experiencia de vida de su autor y frente al devenir de los acontecimientos históricos. De todo ello resulta la mirada de un intelectual que conoce a cabalidad la capital española y que se conduele genuinamente de los infortunios que le toca padecer. El chileno en Madrid ofrece al lector un recorrido por sus calles y lugares típicos, abunda en referencias a una ciudad vital, festiva, llena de colorido, de aromas y sabores que inundan la mirada del paseante que detiene su atención en cada uno de los detalles íntimos de una ciudad misteriosa y embriagante, que seduce a cada paso a quien se adentre a penetrar sus misterios. Recorrido que el lector puede emprender conducido por la mirada informativa del narrador de la novela como por las experiencias cotidianas de su protagonista, Pedro Wallace. La ciudad ofrece una singularidad de tipos sociales encarnados en los personajes que cohabitan con Pedro: el carterista Curriquiqui, el sacerdote de malos “hábitos”, la Paca y su hija Carmencita, el vividor Mandujano, etc. Todos ellos personajes representativos de aquella España de zarzuelas que tanto gustó al mismo Edwards. Estos personajes contribuyen a delinear la imagen de un Madrid de tono popular que servirá de escenario a la incesante búsqueda de Pedro Wallace, y donde el personaje reconoce la verdadera humanidad del pueblo español. La noche hacía vibrar a la calle Aduana como guitarra. Esa vieja calle está impregnada de humanidad, transida de vida madrileña; se puede definir como un canal de casas para comunicar dos porciones importantes de la ciudad, desde la calle de Montera hasta la de Peligros. En ese canal se refugia todo lo que la ciudad necesita imperiosamente y no quiere mostrar con descaro: casas de citas, establecimientos de gomas, carbones, vinos, adivinas, comadronas, academia de baile, etcétera. (Edwards, 1928: 139) 35
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Al respecto, la estudiosa Juana Martínez señala que desde la perspectiva del narrador, Madrid es percibida como una ciudad con la capacidad de renovarse día a día, y aún cuando el narrador mantiene siempre su conciencia de ajenidad al medio, evidencia un conocimiento profundo de sus más íntimos matices. Para la autora, la mirada del narrador nunca corresponderá a la del turista, sino a la mirada del viajero avezado y buen conocedor del terreno que pisa (2003: 85). Dirá que: La función de la mirada aquí es tan importante como la acción de andar: ambas actúan al unísono. Ojos y piernas son los instrumentos de la curiosidad del narrador. Y en sus paseos no solo ve, sino que también entrevé, imagina, inventa; por eso, al lado de las descripciones anteriores existen otras imágenes más íntimas, cuando la palabra, y no la observación, es la verdadera constructora del Madrid del narrador: una ciudad verbal, desintegrada en visiones aisladas producidas por la intuición… (2003: 86)
La misma autora nos ilustra acerca del Madrid contemplado, esta vez, desde los ojos del protagonista, un chileno que regresa en busca del hijo que abandonó años antes. En este sentido, las imágenes madrileñas que componen la mirada de Pedro están teñidas de nostalgia y de un intimismo que escudriña los rincones en busca de la develación de una verdad trascendental: el paradero de la mujer y del hijo abandonados, quienes constituyen la clave para la consecución de su felicidad. Dicha mirada, tampoco corresponde a la del turista, por el contrario, corresponde a la de un hombre que ha renunciado voluntariamente a los afectos y que, arrepentido, se vuelca en una misión “detectivesca”. Pedro no es un paseante curioso como el narrador, sino el perseguidor acucioso que registra todos los rincones que puedan llevarle hasta las personas que busca. Recorre las calles de Madrid de forma detectivesca y las muestra a través de una lupa que mira e interpreta al mismo tiempo […] En los momentos en que pierde la esperanza del encuentro o la urgencia de la búsqueda aminora, el personaje se sosiega, camina lentamente y le gusta “pasarse horas y horas meditando y mirando”: se convierte en el paseante perdido y sin rumbo, en el flâneur que siente el placer de mirar sin buscar nada, “experimenta la dicha de poderse ofrecer con el interés de lo imprevisto, lo mismo que se ofrecían a él los seres y las cosas” […] En su deambular por Madrid, Pedro aúna el ejercicio físico con el intelectual; la acción de caminar se relaciona con los recuerdos vividos en sus años jóvenes, con la atención a lo presente en proceso de cambio y con la imaginación. (2003: 86-87)
Pedro recorre la ciudad conocida en su juventud, a veces, de manera frenética y angustiosa, y en otras, de manera más “sosegada”, pero siempre cargado de las experiencias y de los recuerdos que inundan de melancolía las imágenes madrileñas que contempla, todo está marcado por el tamiz de la añoranza: Ya no le vería más. Luego recordaba el gusto del cocido pobre, el vino Valdepeñas, el agua de Lozoya. ¡Pobre mujer! ¡Pobrecito Azafrán!…Se puso a 36
El Madrid inolvidable de Joaquín Edwards Bello
pensar en otra cosa porque iba a reventar en lágrimas. […]. Desde entonces no vivió sino para pensar en el hijo. […]. Hacía largas excursiones por los barrios bajos. De noche entraba en las tabernas de la calle de la Aduana; conversaba con las mujeres que a esa hora asaltan a los transeúntes; bebía copas de Montilla y se acostaba cansado e inquieto. (Edwards, 1928: 61)
En su pulular por las calles madrileñas, Pedro se encuentra a sí mismo (Martínez, 2003: 87), se encuentra con su pasado y lo confronta con su presente. Comprende que se encuentra íntimamente ligado a Madrid, y que no sólo recorre las calles de una ciudad conocida sino que sus calles le pertenecen. Este sentido de pertenencia, se refleja en la comprensión del protagonista ante la posibilidad de asimilarse a lo español, actitud que difiere profundamente de la que posee su compañero de andanzas, Julio, quien pese a su origen español se siente profundamente distante de la España popular que su amigo chileno admira, como también de su gente. Las actitudes de ambos personajes contrastan desde el comienzo de la novela, y quedan de manifiesto a través de las opciones de habitabilidad que escogen ambos hombres para su permanencia en Madrid. La asimilación a lo español resulta una opción vital para Pedro, puesto que constituye la posibilidad de compenetración última con la ciudad que tantas alegrías le brindó; la asimilación comprende además la conexión íntima con sus recuerdos, con su propia historia y con un nuevo comienzo. Para conseguir su “pasaporte de españolísimo”, decide invertir el camino de sus antepasados y ser un “emigrante al revés”, vinculándose en España del mismo modo que aquellos se vincularon en América. Pero la culminación de su anhelo se cumple en su hijo, que es “hijo de chileno, españolizado”, y, aunque nacido en España, se hace llamar chileno. El hijo es el producto genético que había perseguido el padre, pues en él se ensamblan fuertemente las dos naturalezas. Encarna la asimilación perfecta para una vida nueva. (Martínez, 2003: 88)
Con esta imagen de un Madrid que acoge y asimila, se cierra el círculo vital en la vida de Pedro Wallace y su hijo.
Madrid en la Crónica Las compilaciones de crónicas tituladas Crónicas (1924), Andando por Madrid y otras páginas (1969), Corresponsal de Guerra. Guerra civil española. Segunda Guerra Mundial. Crónicas (1923-1946) (1981) presentan un grave problema de edición, puesto que se han borrado las marcas de origen, de procedencia y/o de publicación por privilegiar el sentido unitario de los textos reunidos, cuestión que ha sido apuntada por Leonidas Morales (2009) como un gesto que incluso se encuentra pre37
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sente en trabajos recopilatorios más recientes como el de Cecilia GarcíaHuidobro (2005) y el de Roberto Merino (2008). Pero todas estas ediciones presentan un mismo problema de edición que con el tiempo se ha agravado. Ya se advertía en las anteriores a 1968, año de la muerte de Edwards, la tendencia a no registrar ni la fecha ni el nombre del periódico o revista donde pudieron haberse publicado originalmente cada una de las crónicas incluidas, o si ellas fueron escritas para ese libro expresamente. La tendencia se vuelve sistemática en las colecciones publicadas después de 1968, una omisión importante para quien quiera estudiar estas crónicas con los criterios de una estética textual, para la cual no es indiferente ni el medio ni la fecha de la primera publicación. Esta tendencia de las compilaciones a borrar las marcas de origen de los textos, que son así mismo las de su historia, privilegiando el efecto de una composición “unitaria” de los conjuntos alcanza momentos particularmente difíciles de aceptar, desde el punto de vista de una crítica rigurosa, en dos libros recientes. (Morales: 59-60)
No es el propósito de este estudio profundizar en este aspecto, no obstante, conviene indicarlo ya que el corpus que componen las crónicas a revisar evidencian justamente el problema antes señalado. Por lo tanto, la imagen que se ofrece de Madrid en las compilaciones de crónicas mencionadas tenderá a promover esa mirada unitaria. Andando por Madrid, compilación póstuma realizada por Alfonso Calderón, en 1969, está dividida en cuatro secciones que intentan mostrar, esta vez, el sentido unitario de la totalidad de la obra Edwards: “Si hay un rasgo común a la totalidad de la labor literaria de Joaquín Edwards Bello es, sin duda, su fundamental unidad” (9). La sección que nos ocupa, la primera, está integrada por un grupo de crónicas sobre la experiencia europea de Edwards, en las que se incluyen algunas referidas a su paso por Madrid, estas últimas escritas desde Chile. Al no precisarse fechas de escritura, ni lugar de publicación de las mismas, únicamente podemos inferir que están escritas luego de que acontecimientos fundamentales de la política española han tenido lugar. No obstante, la temporalidad histórica que abarca va desde los tiempos de la monarquía de Alfonso XIII a la dictadura del general Primo de Rivera (Martínez, 2003: 88). En ellas el autor recorre Madrid apoyado en el recuerdo de lugares y experiencias vividas durante los años de su permanencia en la capital española, como él mismo declara en “Andando por Madrid”: “Sin planos a la vista ni otro guía que la memoria, vamos andando por Madrid para dar gusto a la pluma en la rebusca del tiempo perdido” (Edwards, 1969: 15). El recuerdo, la reminiscencia y la añoranza son los ejes que articulan la mirada del cronista que evoca en la memoria una ciudad lejana. El Madrid descrito no es el que contemplan directamente los ojos del 38
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escritor, es el Madrid idealizado, y en cierta medida ficcionalizado por la distancia temporal y geográfica del acto de la escritura, como se ve reflejado en la crónica “Chistes malos de Madrid”: “Un turbión de recuerdos madrileños me ha llenado la cabeza.”, “me parece revivir en esas calles y esos cafés, hervideros de chistes malos.” (Edwards, 1969: 25-26). El Madrid evocado por estas crónicas hace referencia a aquel de las clases populares, ese que tanto impresionó la sensibilidad del joven Edwards: el de las zarzuelas, el de las corridas de toros, el de la Puerta del Sol, el de las juergas nocturnas, el de las casas de empeño, el de las pensiones de mala muerte, el de los lugares de apuestas. Un Madrid democrático en el que desfilan una infinidad de personajes y de tipos históricos. Una ciudad misteriosa y exótica que solamente se devela a quien la desee conocer profundamente. ¿Qué es Madrid? Un misterio. Una magia, un caso cerebral. A veces oigo hablar del Madrid turístico […] me parece una profanación […] Estar en el secreto de algo de Madrid es cuestión de tradiciones, de sentimientos y de imaginación. Miles de españoles de América son tan ayunos de Madrid como los chinos. En Madrid hay diferencias esenciales”. (1969: 30)
Edwards enfatiza la existencia de muchos madrides, es decir, de una infinidad de rostros de la ciudad, de los cuales él los conoce casi todos. En particular conoce aquel en el que los cafés, más que los círculos literarios, fueron para él escuelas de vida donde aprendió las lecciones más significativas. El mismo Edwards declara que: “Echo de menos yo, que no soy un madrileño nato, los gratos descansos, “válvulas de escape” y a la vez academias en que aprendemos más que en las aulas. Viajes y cafés. Espectros de ayer: Emilio Carrere, Sawa, Lasso de la Vega, Jacinto Grau” (1969: 27). La ciudad verbalizada se entremezcla con la evocación de las amistades que acompañaron sus devenires. Por ello es que más tarde se lamenta de la falta de interlocutores que compartan los recuerdos del Madrid de su memoria: “No hay gente para hablar de ese Madrid” (1969: 31); no la hay porque Madrid cambió y porque él mismo está en Chile. Entonces, debe trasladarse mentalmente a la ciudad construida en su memoria en una operación que la dota de intenso significado, apartándose de la ciudad concreta que está siendo asolada: “Conecto con júbilo mi cabeza. Estoy en Madrid” (1969: 30). Las últimas imágenes que se ofrecen de la ciudad corresponden precisamente a aquellas en que se refleja con mayor nitidez el tema nostálgico, no solo debido a la distancia geográfica, sino porque el Madrid que recuerda ha dejado de existir, luego de la sucesión de hechos históricos particulares, como “la dictadura [que] se empeña en quitarle a Madrid el antiguo aire de zarzuela, encantador para los turistas y los madrileños de pega como yo” (1969: 22). Se declara testigo de una época, de un entorno y de unas escenas cotidianas, cargadas de sencillez popular con las 39
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cuales comienza paulatinamente a identificarse, dejando entrever su molestia con aquellos “politiqueros” que suceden a Alfonso XIII. En parte, el Madrid añorado es el de la monarquía. Simple y enorme como el alma de Madrid, de ese Madrid que no volverá jamás. Libre y alegre y, mal que pese a politiqueros, era el de Alfonso XIII, hijo de Alfonso XII, el rey castizo. (1969: 27) Veo un Madrid que no se repetirá, lejano y enfriado como luna. Lo que llamamos superficial es a veces lo más útil. Lo mejor es lo que tienta y sin tentación nos morimos de hastío. Espectros de Madrid. Espectros de mi juventud. (1969: 29)
Por la recordada Puerta del Sol desfilaron un sinnúmero de personajes de todo estrato social, recorrieron las calles de un Madrid donde se respiraba un aire plural y de libertad. “Por las calles pasaban familiarmente los tipos excéntricos. La Puerta del Sol era el eje o portada de la ciudad, todavía sencillota como gran casa de huéspedes. Pasaban madame Pimentón, Silvela, Garibaldi, la Ojo de Plato, el Frescales, cerca de las figuras máximas, Antonio de Hoyos con Zamora, las capas españolas y el monóculo del poeta Lasso de la Vega. (1969: 28)
No obstante, la realidad ha cambiado, y tanto el Madrid que ha conocido, y España en general, comienzan a transformarse bajo el influjo de la dictadura. En el caso particular del libro póstumo, Corresponsal de Guerra. Guerra Civil Española. Segunda Guerra Mundial. Crónicas (19231946), Alfonso Calderón pone de relieve su carácter de “agenda de dos conflictos” (1981: 7), lo que permite suponer cierta organicidad del corpus. Sin embargo, no debemos perder de vista las propiedades del medio (periódico) en que el género crónica se inserta, como ya apuntó Leonidas Morales: el fragmentarismo y la discontinuidad, además del tipo de lector al cual se dirigen los textos9, cuestiones que, insistimos, relativizan el carácter unitario que se desea entrever en la compilación señalada. Ahora bien, motivado por el interés que le despierta el destino que le aguarda al pueblo español, Edwards escribe una serie de crónicas sobre
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“Como marca ostensible de su identidad de género, la crónica lleva consigo ese fragmentarismo, llamémoslo estructural, del periódico: es visible en la necesaria brevedad de su texto, en lo imprevisible del tema, en el modo abrupto como se inicia y concluye […]. El segundo plano de configuración de la matriz, dije, introduce relaciones externas. Me refiero aquí al periódico desde el punto de vista de su lector: un lector concebido como no especializado, común, de cultura general, pero sensible a las novedades del tiempo” (Morales, 2009: 66).
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España10, reunidas en el volumen Corresponsal de Guerra, textos fechados entre el 16 de septiembre de 1923 hasta el 9 de octubre de 1938. Únicamente las dos primeras, “El Pronunciamiento de Barcelona” y “El ejemplo de España”, reflexionan acerca de la dictadura del general Primo de Rivera. Los textos restantes, alrededor de cuarenta crónicas escritas entre 1936 y 1938 para el periódico La Nación de Chile (Martínez, 2007: 112), entregan la visión de Edwards acerca de la guerra civil española. Cabe señalar que sus reflexiones son realizadas siempre apelando a una pretendida neutralidad declarada obsesivamente en reiteradas ocasiones y en diversas crónicas, y aunque muestra su afecto y compromiso indiscutido con el pueblo español, se cuida de tomar distancia respecto de las partes en conflicto, como queda demostrado en “La locura del mundo en pocas líneas” (29 de septiembre de 1936), texto en el que declara que “no es partidario de ningún bando sino un simple observador de las cosas”. Como las crónicas fueron escritas desde Chile, carecen de valor testimonial, por cuanto su autor no es testigo de vista directo de los hechos que comenta (Martínez, 2007: 111). Se trata de textos construidos en base a información de fuentes secundarias: cables telegráficos, informaciones conocidas por boca de terceros, noticias obtenidas desde los diversos medios de información disponibles en la época, etc. La actitud que evidencian estas crónicas no obedece a la de un observador presencial de los hechos, por lo tanto el código veredictivo ha sido desplazado por la mirada que evoca desde la distancia geográfica y temporal un Madrid en proceso de transformación. Las crónicas de Edwards sobre la guerra civil española poseen un tono más bien reflexivo, son la voz no de quien relata sucesos que le son familiares sino de quien analiza una coyuntura, que aunque lejana, no le es ajena. Las crónicas escritas en este período se caracterizan por un tono subjetivo antes que documental. En este sentido, retazos y fragmentos componen la mirada del cronista que imagina la devastación de la ciudad recordada con nostalgia por lo que dichos textos poseen además un tono íntimo y condolido. En efecto, su preocupación por la suerte que correrá España queda reflejada ya en “El Pronunciamiento de Barcelona” y “El ejemplo de España”, escritas el 16 y el 18 de septiembre de 1923 (1981: 13-20), desde Chile, en las que junto con mostrar su profundo conocimiento de la realidad y la política española, ofrece un exhaustivo detalle de las condiciones y causas, que desde su perspectiva, habrían desencadenado 10
Juana Martínez señala que Edwards escribió crónicas de tema español entre 1922 y 1923; a partir de 1934 publica otras, transformándose en cronista de la Guerra Civil entre 1936 a 1938 (2003: 89 y 88, respectivamente).
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el golpe militar: la vanidad del ejército menoscabada por la intervención del civil Echevarrieta en el rescate de 800 prisioneros a petición del ministro Alba, la “simpatía” mostrada por el Rey a los militares, el descontento popular frente a la mala actuación del ejército en África (1981: 16). Si bien, opina que frente a la caótica situación reinante, se hace necesario “un cambio”, “una reacción” ya que la situación de Barcelona se hacía insostenible, considera que de esa misma situación emana el “pretexto y argumento más sólido de Primo de Rivera para llevar a cabo el pronunciamiento” (1981: 14). Sin duda, su preocupación radica en que el golpe de Primo de Rivera “coloca a España en la corriente fascista, tendiente a estrangular el sindicalismo, las revoluciones agrarias de Galicia y Andalucía, y los estallidos pacifistas con matices comunistas” (idem). En “El Pronunciamiento de Barcelona” entrevé que el golpe de Primo de Rivera constituye “el preludio de acontecimientos mucho más graves” (1981: 16); y en “El ejemplo de España” critica la figura de Santiago Alba al considerarlo un demagogo liberal cuya fuente de poder radicaría en hacerle creer al pueblo español que era el representante de la voluntad popular; no obstante, su inescrupulosidad e irresponsabilidad política habrían legitimado la instalación del fascismo. En 1934 y 1935 Edwards escribe dos crónicas, la primera referida a la “Epidemia que corrompe España” o al embrutecimiento del español por la politiquería –en palabras del propio autor, quien hace un guiño a la frase pronunciada por Unamuno– y la segunda titulada “Hacia una España poderosa”, escritas ambas con proximidad a la celebración del día de la raza, las que constituyen un análisis acerca de los errores cometidos en el reemplazo de la monarquía, es decir, de las causas del caos que reina durante los primeros años de la República, para lo cual señala su dura postura: “…al caos, con el hierro y la fuerza; no con discursos. La sacudida es grande cuando se desploma el trono. […] Pasar de eso a la República no es fácil […] España, ¿con quién se afirmará? No lo sabemos; pero ha de ser con hombres de hierro, porque el pueblo Español es de los más difíciles de la tierra.” (1981: 26). La segunda constituye una justificación por no estar en contra de Italia luego de que esta ha invadido Etiopía. Esto lo lleva a desarrollar los argumentos que muestran a una Italia que supera los complejos de inferioridad racial, mismo que debería superar España (y los latinos en general) respecto de los pueblos anglosajones; esto desde su punto de vista permitiría construir una España poderosa. Las crónicas sobre la guerra civil, propiamente tal, reflexionan a su vez acerca del fracaso de los frentes populares, e insisten en que aquel se debe a que, una vez remplazada la monarquía, los líderes no tuvieron la fuerza y la aptitud suficientes para conducir la instalación de la República; la crítica va dirigida a las democracias blandas que no logran instaurar con eficiencia dicho sistema de gobierno. Comparando el rol que han 42
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desempeñado los frentes populares en Chile con el Español, Edwards señala que “el paso de la Monarquía a la República es mucho más violento de lo que parece para que pueda realizarse en medio de la calma y mediante instrumentos corrientes” y más tarde añade que “los frentes populares son la madre del tirano al que dan a luz en medio de una gritería violenta y efímera; lo que dura el parto” (1981: 32 y 34, respectivamente). En la crónica titulada “Frente popular, destructor de la democracia” insiste en la idea de que los dictadores y tiranos aparecen debido a la ausencia o a la abundancia, tanto como a la ineptitud de los líderes de los frentes populares, a la vez que ante la embriaguez de las masas. El Frente Popular, pese a su nombre imponente es un espantapájaros, o peor que ello, un furúnculo, producto de la necesidad de los que creen que los incendios se pueden apagar con papeles y saliva. El Frente Popular es un amasijo de partidos remendados entre sí, acéfalos o policéfalos, lo cual es lo mismo. No se busque un director […]. Serán expulsados en primer lugar los más dignos, los más inteligentes, aquellos animados de mayor entusiasmo […]. Luego los verdaderos destrozadores de la democracia son los frentes populares”. (1981: 36)
No obstante, también deja en claro su distancia frente a personajes como Hitler y Mussolini, “eminentes demagogos, dotados de inmenso brillo personal”, que desilusionados de las izquierdas, se acomodan buscando el apoyo de las derechas para llegar al poder. Cabe señalar que en su paso por el círculo intelectual madrileño, el Ateneo, Edwards tuvo oportunidad de conocer al que posteriormente será el presidente Manuel Azaña, de quien ofrece un retrato en su crónica del 16 de julio de 1936, titulada “Como es Azaña” a quien considera también un dictador. La crónica del 24 de julio “¿Qué pasa en España?”, escrita algunos días después del fallido golpe militar que marcaría el inicio de la guerra civil, hace una recapitulación del estado de alteración en que se encuentra el país, delineando imágenes del mismo que lo muestran sumido en el caos, en la violencia, en la intolerancia y en la fragmentación social. Vuelve a insistir en que los frentes populares, en vez de conducir hacia la libertad, conducen a su pérdida; y que la ausencia de jefes capaces y disciplinados, sumados a la debilidad de los demagogos, llevan a los pueblos a su ruina. Edwards insiste también en que no toma posiciones interesadas por uno ni otro bando, puesto que nada gana él “diciendo la verdad sobre la ilusión de los frentes populares”, por el contrario tiene plena conciencia de que esta posición lo vuelve antipático para sus detractores. Si bien, España se encuentra dividida y “asolada por el fuego” del conflicto, considera que saldrá purificada. Y aunque no puede pronosticar, a ciencia cierta, el resultado de la guerra civil, anticipa que experiencias como la dictadura o la tiranía constituirán los modos en que retorne 43
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el orden, tal como lo constituyen las experiencias históricas de Rusia, Italia y Alemania. Confiesa que no puede prever el término del conflicto, únicamente puede sostener que: “Con Azaña, con los militares o con otro cualquiera, será necesaria la tiranía o dictadura, como lo fue en Rusia, en Italia y en Alemania. Podemos anticipar asimismo que no habrá transacciones […]. España marcha hacia la dictadura de izquierdas o de derechas”. (1981: 64). Las crónicas escritas al comienzo de la guerra civil, reflejan la confianza de Edwards por la brevedad de la guerra. Elemento desiderativo que luego irá desapareciendo de manera paulatina al comprobar que la guerra ha sobrepasado el plazo de un año. Cabe señalar que en las crónicas acerca de la guerra civil se aprecian dos facetas de Edwards en tanto cronista, por una parte, la escritura está motivada por el afecto que siente hacia una realidad que le es cercana y que siente como propia; y, por otra, una segunda faceta matizada por la neutralidad y objetividad con la que asume el oficio de cronista, mismas que lo llevan a tener conciencia acerca de la novedad del tema que está tratando y la imparcialidad del medio para el que está escribiendo (el diario La Nación y para un público chileno). Dos elementos que se entrelazan y que otorgan un sello particular a sus crónicas, lo que las diferencia, a su vez, de las escritas por otros cronistas testigos de los hechos en España como son los casos de Huidobro, Délano y Romero (Martínez, 2007). Los primeros días luego del estallido de la guerra civil las crónicas se suceden con bastante periodicidad lo que muestra que el autor va siguiendo minuciosamente el transcurso de los acontecimientos. En la crónica “La situación militar en España” (27 de julio de 1936) Edwards realiza un balance de los errores de la República y analiza la participación del pueblo: “La República es incapaz de gobernar; no ha conseguido el prestigio inseparable del poder. El pueblo no supo ser republicano. Espera una felicidad inmediata, una bonanza de taumaturgia que en ningún régimen sería posible considerando el estado actual del mundo” (1981: 68). En este sentido, hace responsables de una culpa compartida tanto a los líderes republicanos como al pueblo del desencadenamiento de los cruentos eventos de los que tiene noticia. Pero, agrega que, de todos modos, ese pueblo “ebrio de espíritu republicano” no se resignará a haber perdido la República. Y, nuevamente, se cuida de asentar su posición respecto del conflicto: Llegado a esta parte de mis divagaciones, no faltará un lector que me juzgue partidario de los revoltosos. Nada de eso. Lamento, como el más republicano, el fracaso de la República. La división sangrienta de España en dos partes juramentadas a muerte, me hace prever que el triunfo de Mola y Queipo del Llano implicaría el orden social tradicional, lleno de privilegios para una clase cuyos métodos conozco. Si triunfan los rebeldes esto traería consigo el descrédito, ya en vías de crecimiento, de todos los partidos 44
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democráticos en el mundo. Por eso por su calidad de problema de universales repercusiones, se nota en el público una ansiedad inusitada respecto a las noticias españolas. (1981: idem)
En las últimas líneas, Edwards, instala el tema de la guerra civil dentro del contexto mundial entendiendo que las consecuencias de la guerra tienen repercusiones a nivel general en Europa. En crónicas anteriores, (1924, por ejemplo en “Individualismo y hospitalidad en España”) Edwards mostraba la imagen de una España fuertemente dividida por cuestiones regionales y por estratos sociales, cuestión que producía un profundo orgullo local; hoy se suma, además, la división por temas políticos dando como resultado la imagen de una España trastornada, sitiada y acorralada. No obstante, cree que los elementos que la cohesionan han de buscarse en dos íconos de su tradición cultural y en el sentimiento de aislamiento respecto del resto de Europa. Por ello dirá que: “España no está unida ni por el acento del lenguaje, ni por las formas de gobierno ni por las formas de entrenamiento. Lo único que la une es el sentimiento histórico de que permaneció acorralada en Europa y de que decayó por la envidia que le tuvieron. También la unen el Quijote y el Cid” (1981: 67). El balance que realiza en la crónica “Hacia donde va España” (27 de noviembre de 1936) es lapidario: “España iba mal”, pero ahora está peor que antes porque las divisiones se han recrudecido, insinúa que España ha caído ante una celada que le han tendido la barbarie y la envidia de las potencias. La pregunta que da título a dicha crónica se repite de manera constante en el imaginario del autor, “¿Qué pasa en España?” (24 de julio de 1936), “¿Hacia dónde camina España?” (7 de agosto de 1936), “¿Hacia dónde va España?” (27 de noviembre de 1936) y “¿Qué pasa en España?” (9 de octubre de 1938), lo que demuestra no solo su proximidad afectiva frente al tema sino además da cuenta del seguimiento que, en tanto profesional de la escritura, hace de la situación para sensibilizar al lector chileno. Las interrogantes anteriormente mencionadas comienzan a ser develadas cuando llegan las noticias acerca de la “Destrucción de Madrid” (27 de enero de 1937) y, posteriormente, sobre “Barcelona en el fuego” (20 de marzo de 1938). La incertidumbre por el destino del pueblo español entonces se convierte en desazón frente a la paulatina destrucción de España y frente a la irreversibilidad del proceso. En este sentido, las crónicas avanzan, generalmente, desde la evocación del Madrid festivo de su juventud (y de España en general), hacia este otro Madrid destrozado por la guerra y desgastado por las divisiones fratricidas, que si bien él no tiene oportunidad de ver, examina con los ojos de un cronista más maduro en términos personales y profesionales.
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En “Destrucción de Madrid” se ofrece la imagen de un Madrid como capital intelectual y cultural de la época, donde confluyen las mentes más brillantes de la región; Edwards describe a la capital española como: Merced a inescrutables designios, Madrid, Meca de los poetas y soñadores de nuestra América y de España, meridiano intelectual del habla castellana, meridiano del toreo, del teatro grande y chico, del canto y baile flamenco, la ciudad a donde hemos ido ilusionados, siguiendo la ruta del gran Darío, sufre cada día nuevos e irreparables desgarrones bajo metralla extranjera, manejada por extranjeros. ¡Si nos hubieran dicho esto hacer diez años! […] … Todo ello parece atroz pesadilla. […], era Madrid la ciudad ideal. Impregnada de literatura, descrita por sus cuatro costados en crónicas de toda índole y de toda época, se ofrecía como un perpetuo ensueño y narración. (1981: 137)
Surge entonces la pregunta por el lugar de los intelectuales en el conflicto, cuestión que ya era preocupación en las crónicas de 1936, y que será respondida en “La torre de marfil y la calle” (20 de abril de 1937). En dicha crónica, Edwards critica duramente a los intelectuales españoles a quienes considera sumidos en su torre de marfil puesto que han preferido el abandono del movimiento y han renunciado a su papel de líderes y conductores de los procesos políticos que está viviendo España. Anteriormente, había señalado la falta de movilidad y de modestia de la cultura intelectual para bajar a la calle (24 de julio de 1936), tema sobre el que vuelve en esta ocasión de manera más drástica y hasta feroz: A veces los escritores sucumben desbordados, inundados, ahogados por su propia obra. Es el caso de España con Unamuno, Baroja, Ortega y Gasset, Marañón, Pérez de Ayala, etc. Carecieron de algún resorte sin duda. Carecieron de la movilidad, de la modestia para tornarse vulgares y dirigir la asonada. Tal vez hubieran podido encabezar a España. En todo caso, carecieron de un mínimo de valor y buena voluntad para dominar el tumulto pacientemente preparado. Supieron agitar el pueblo, pero no supieron servirse de él […]. Cuando la revolución española rodó a la calle hecha vida, sus promotores la abandonaron. ¿Por qué? Porque no tenían experiencia para enfrentar al material humano. (1981: 150-151)
También incluye en este listado a Eugenio D’Ors, Montes y Juan Ramón Jiménez, a quienes considera maniáticos literarios encerrados en una nebulosa inaccesible a toda solicitud de movimientos cívicos. Reclama a los intelectuales, con suma tristeza, el hecho de no haber sabido ocupar el lugar histórico que Edwards cree les corresponde. En esta crónica en particular, se acentúa la distancia crítica, la pretendida neutralidad y la mirada más objetiva del cronista; frente a lo cerebral se filtra la ironía, la tristeza, la desilusión y el desencanto, intensificando aún más el tono ácido del análisis. El grado máximo de ironía se revela en el pasaje en que concluye que el país preparado por los intelectuales ha caído en manos de gente inepta: 46
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[…] cayó en poder de los listos, de los menos inteligentes. En este sentido el espectáculo de España es lamentable: los sembradores se encuentran refugiados en París, en Bayona, en América. Los poetas han sido más leales y heroicos que ellos. Las excepciones son por eso mismo admirables: Maeztu, Unamuno, García Lorca, en primera fila; Luca de Tena, Fernández Flores, El Caballero Audaz y tantos otros, escribieron las páginas mejores de sus vidas cuando se derrumbaron, retando, en la brecha. (1981: 151)
Edwards admira a aquel intelectual que, sin importar el bando que decida tomar, se hace respetable por el sólo hecho de abrazar la causa con convicción y de ir a la acción, cuestión que contradice su propia postura en la que reiteradamente apela a la neutralidad. El Madrid, Meca de poetas iberoamericanos, sale engrandecido y victorioso, en sonoridades de heroísmo y afirmación de libertad. ¡Madrid! Es preciso colocarse fuera de la contienda, ni a uno ni a otro lado, para comprender esa resistencia sobrehumana de la casa mayor de España, en pie, de una a otra estación, impertérrita y retadora todavía, bajo treinta asaltos. (1981: 153)
Tal vez esto último puede entenderse si consideramos que Edwards posee plena claridad acerca de la objetividad que conlleva su oficio de cronista. Recordemos también, que años más tarde, rememorando su frustrada participación en la Primera Guerra Mundial, se arrepiente un tanto de no haber concurrido a la acción. En efecto, su ojo obedece a la mirada del observador que se distancia del tema tratado para mostrarlo en sus distintas facetas y elaborar una reflexión a partir de la racionalidad que un análisis concita. No obstante, cuando reflexiona acerca de la posición que hubiese tomado de haberse encontrado en Madrid, en el momento de estallar la guerra, señala que: “A veces medito humanamente lo que yo sería si estuviera en Madrid. De allá llegué en 1927 y conozco ciertos ambientes. Es muy posible que sería izquierdista, porque frecuentaba gente de Ateneo y de ‘peñas’. Conocí personalmente a grandes figuras republicanas y solamente a dos derechistas. […]. Por otra parte no conocí personas de la nobleza” (1981: 102-103). Siguiendo las palabras del propio Edwards, de haberse encontrado en Madrid habría estado en contacto más íntimo con las ideas izquierdistas, lo que sumado a su creciente estima por la capital española y a su convivencia con círculos intelectuales republicanos habría desembocado en el abandono de la neutralidad. Las crónicas escritas durante 1937 todavía incluyen el deseo de que la guerra finalice pronto, aun cuando exhiben un tono muy similar a las escritas en el año anterior. Las crónicas escritas a partir de 1938 reflexionan sobre el asalto a Barcelona y persisten en la mirada del observador que contempla con la distancia del tiempo. La última crónica incluida en la compilación de Calderón, se titula “¿Qué pasa en España?” (9 de octubre de 1938), en la que se hace alusión a la llegada desde ese país 47
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a Chile de personas, quienes señalan el decrecimiento del odio inicial entre los bandos en conflicto. Las anécdotas que Edwards incluye en dicho texto, ponen de relieve el desgaste del conflicto mismo. Pareciera también que el foco de interés internacional comienza a desplazarse hacia los eventos que preludian la detonación de la Segunda Guerra Mundial. Este hecho queda de manifiesto en que las crónicas subsiguientes escritas por Edwards se refieren a dicho conflicto, concentrando su atención y concitando el interés de sus lectores. A modo de conclusión, podemos señalar que las imágenes de Madrid, que Edwards construye en sus textos, abarcan un amplio espectro, son por ello heterogéneas y elaboradas desde distintos géneros discursivos. En el caso de El chileno en Madrid la experiencia del protagonista es el eje que configura las imágenes de una ciudad teñida por la nostalgia y la necesidad del encuentro consigo mismo y con el otro. Por ello Madrid adquiere un tono íntimo y privado, que a ratos convive con el Madrid público y vital de la fiesta, de la calle y de la zarzuela. Aquel Madrid mundano y nocturno que tanto sedujo en sus correrías a un joven Edwards tanto como a Pedro Wallace. Un Madrid también de tono popular y alegre es el que se ofrece en la compilación Andando por Madrid y otras páginas, una ciudad contemplada en su desenfado cotidiano por la mirada del cronista que se regocija en el recuento de sus detalles y en la comprensión de sus singularidades. No obstante, esta imagen de un Madrid en permanente ebullición y renuevo cede paso paulatino a aquella que pone en evidencia su mutación producto de las dictaduras y de las rebeliones que tienen lugar como efecto de las transformaciones históricas. Esta última imagen se acentúa en las crónicas compiladas en Corresponsal de Guerra. Guerra civil española, en las que se muestra a España asolada y desolada por el caos, acéfala de líderes, enfrentada y profundamente dividida. En ambos grupos de crónicas, el Madrid evocado pertenece al recuerdo de juventud del cronista, y el tono melancólico radica en que aquel ha dejado de existir o en que ya no es reconocible para Edwards el que hay; el que ha sobrevenido a consecuencia de la guerra.
Bibliografía Edwards Bello, Joaquín, Corresponsal de Guerra. Guerra Civil Española. Segunda Guerra Mundial. Crónicas (1923-1946). Selección de Alfonso Calderón (Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981). –, Andando por Madrid y otras páginas. Selección, ordenación y prólogo de Alfonso Calderón (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1969). –, Recuerdos de 1/4 de siglo (Santiago: Zig Zag, 1965). –, El Chileno en Madrid (Segunda Edición. Santiago: Editorial Nascimento 1928). 48
El Madrid inolvidable de Joaquín Edwards Bello
–, Crónicas (Santiago: imprenta de La Nación, 1924). Benadava C., Salvador, Faltaban solo unas horas... Aproximación a Joaquín Edwards Bellow (Santiago: Lam Ediciones, 2006) Calderón, Alfonso, “Joaquín Edwards Bello. Ocho conversaciones”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 11-20. Entrevista publicada también en: García-Huidobro, 2005, p. 225-238. Cansinos Assens, Rafael, La novela de un literato 2. 1914-1923 (Madrid: Alianza Editorial, 2005). De Luigi, Juan, “Los libros y los hechos”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 39-44. Ehrmann, Hans, “La historia de una entrevista”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 21-23. Entrevista publicada también en GarcíaHuidobro, 2005, p. 201-204. Escudero, Alfonso, “Un aspecto desdeñado de Joaquín Edwards Bello”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 33-37. Ewart, Germán, “Hubiera querido ser niño pobre”, en El Mercurio, 4 de Marzo de 1962. Entrevista publicada también en García-Huidobro, 2005, p. 189-200 y en Revista Atenea, nº 419 (enero-marzo 1986), p. 23-32. García-Huidobro, Cecilia (ed.), Joaquín Edwards Bello. Un transatlántico varado en el Mapocho (Santiago: Aguilar-El Mercurio, 2005). Iwasaki, Fernando, “Una trifulca chilena en Sevilla”, en Biblioteca de apócrifos sevillanos (Sábado 29/12/2007), ABC, p. 20. Martínez Gómez, Juana, “Chilenos en Madrid. Cronistas de la Guerra Civil (Edwards Bello, Huidobro, Romero y Délano)”, en Anales de Literatura Chilena, no 8, año 8 (diciembre 2007), p. 111-132. Martínez Gómez, Juana, “Chilenos en Madrid: Joaquín Edwards Bello”, en Anales de Literatura Chilena, no 4, Año 4 (diciembre 2003), p. 73-91. Mistral, Gabriela, “Joaquín Edwards Bello”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 7-10. Morales, Leonidas, “Joaquín Edwards Bello: crónica y crítica de la vida cotidiana chilena”, en Revista Chilena de literatura, no 74, (abril 2009), p. 57-78. Rossell, Milton, “Joaquín Edwards Bello”, en Atenea, Año XLV, t. CLXVIII, no 419, p. 5-6. Silva Castro, Raúl, El cuento chileno. Bibliografía. Tirada aparte de los Anales de la Facultad de Filosofía y Educación. Sección Filología (Santiago: Prensas de la Universidad de Chile, 1936). Subercaseaux, Bernardo, Historia de la ideas y de la cultura en Chile. El centenario y las vanguardias, t. III. (Santiago: Editorial Universitaria, 2004).
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Armando Donoso, crítico literario Una experiencia en España Clicie NUNES Universidad de Concepción
1. Armando Donoso parte a Europa El crítico literario y periodista chileno Armando Donoso (Armando Donoso Novoa, Talca, 1886-Santiago, 1946) ejerció en Chile una importante labor en el ámbito de las letras, tornándose un conocido crítico literario y ensayista. En 1907, es enviado por la familia a estudiar en Alemania, acumulando importantes conocimientos en literatura, lo que lo capacitó para elaborar una visión de la literatura de su país en una dimensión mundializadora. Luego, se instala en España, designado por el Gobierno de Chile, según señala el crítico Hernán Díaz Arrieta (1925: 43-44). Acompañado por su esposa, la poeta María Monvel, realiza una serie de entrevistas para la revista Zig-Zag, con escritores, críticos, poetas y ensayistas españoles, dando a conocer en Chile sus trabajos. Interroga lo cotidiano de estos escritores, concretizando una relación entre la literatura española y chilena, ya que en cada entrevista busca insertar el quehacer literario de su país. Comienza su trabajo en Chile como periodista literario en 1909, en El Diario Popular, luego colabora en distintos periódicos y revistas, tornándose uno de los “críticos más prolíficos y relevantes de su país” (Martínez: 43). Donoso publica su primer libro en España, Parnaso chileno, en 1910. La selección de los autores de esta antología es bastante generosa (56 poetas), con un número sustantivo de poetas incluidos, pareciendo tener, de hecho, como objetivo, la divulgación de la producción poética chilena en el extranjero. Además, opta por una información de primera mano para el público, sin la mediación de los estudios críticos, pues “lo sumerge de lleno en la lectura de la poesía chilena desde mediados del siglo XIX hasta los contemporáneos de Donoso” (Martínez: 45). En 1912 publica, en Valencia, por Sempere y Compañía Editores, el libro Los nuevos (La joven literatura chilena). A través de un estudio 51
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preliminar que antecede a los poemas y que es un importante trabajo sobre la renovación literaria y cultural de Chile, se revela como un auténtico intérprete de los cambios que se producen entonces en la vida social literaria chilena.
2. Armando Donoso, y la internacionalización de la literatura y la crítica literaria chilena 2.1. Nuestros poetas Nuestros poetas. Antología chilena moderna demuestra el propósito de divulgar tanto la poesía chilena en España, como la visión crítica sobre esta literatura. Escrito en los primeros años del siglo XX, tiempo de transformaciones y rupturas, el texto crítico de Donoso refleja este momento. En el “Prólogo” del libro, un ensayo sobre la historia de la literatura chilena, Donoso aboga por un estudio de la literatura nacional sin nacionalismos, o sea, “desapasionadamente aunque impulsado por la simpatía que inspira toda colectividad en marcha y que no tiene más pasado que el de una juventud llena de promesas” (Donoso, [1900]: VIII). De este modo, según el crítico, el estudio de la literatura nacional desde un punto de vista “desapasionado” sustituiría otro tipo de texto, más bien contestatario y de opinión, cuya pasión nublaría el verdadero talento de los poetas y escritores chilenos. Luego de quejarse de una pobre literatura colonial, “eterna imitación de Homeros y Virgilios, que jamás dejaron en la elocuencia rimada de sus cantos épicos un aspecto real de la naturaleza o de la vida que vivieron, sino la repetición de las tradicionales figuras y del fatigoso rimar de los poetas españoles más en boga” (Donoso, [1900]: VII), concluye que, en medio de las ideas de emancipación nacional, sería lógica la preferencia por aquellos autores que han aportado un cambio en las ideas y en el arte, como Víctor Hugo o Larra. Ese cambio más bien es un llamado a entender la literatura chilena, con lo que se inaugura una nueva fase en la crítica literaria: “la historia comienza con nosotros” (Donoso, [1900]: V). El ejercicio de la crítica de la literatura chilena en Nuestros poetas incorpora un comparatismo en germen. Donoso rescata la visión del argentino Domingo Faustino Sarmiento sobre América en aquel momento: “lo que les hacía falta a los escritores chilenos, no era estudio de la preceptiva, o gramática, sino vida, emociones, sensibilidad para ver, sentir y conminar, según lo hacía el propio genio del argentino” (Donoso, [1900]: XI). De este modo, tal crítica habría tenido un efecto inmediato, por la aparición de nuevas lecturas que posibilitaron una nueva literatura, menos tradicional, pero sin dejar de incorporar aspectos de otras literaturas. Sin embargo, pese al cambio que se acercaba, surge un grupo de escritores “discípulos de Bello, Sanfuentes y Jotabeche”, que instaura el 52
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criollismo, como respuesta a la necesidad de indagar en lo propio y a una demanda cultural que se instala en Chile en aquellos momentos. Crítico de su tiempo, Armando Donoso se interesa por una poesía nueva, insertada en una nueva historia, a la que considera como los orígenes de la moderna poesía chilena. Esta modernidad la ejemplifica con algunos versos que traducirían el abandono por las formas y las ideas románticas a favor de un nuevo posicionamiento en la poesía. Por el proyecto de una poética propia, el crítico destaca a Gabriela Mistral, cuya obra se inserta en el período que Donoso considera el más interesante de la literatura chilena, perteneciente a la primera mitad del siglo XX. En la edición de Nuestros poetas, Donoso la incluye en la Segunda Parte, que abarca el período de 1905 a 1920. Sobre ella escribe: “Columna de fuego en medio de la indiferencia de los tibios, de los complacientes y de los blandos de espíritu, incendia con sus conminaciones. ¿Qué extraño acento bíblico fluye de sus cantos?” (Donoso, [1900]: XXIV). Gabriela Mistral surge, por tanto, como un nuevo aliento para una generación ya envejecida, pero fundamentalmente como una afirmación nacional: Tradición de una fuerte cultura propia nunca la tuvo el chileno: durante tres siglos su literatura no hizo otra cosa que imitar España y Francia […] Antes de ella Chile aparecía en América, ya lo observó Menéndez y Pelayo, como un helado y eminente país de juristas e historiadores, pero en cuyos jardines estuvieron ausentes los poetas. ¡Grave y severo país en verdad; ejemplar en su vida civil; aprovechado en las disciplinas de la erudición menuda cuanto paupérrimo en las efusiones imaginativas! (Donoso, [1900]: XXIII)
Inserto en la perspectiva que amplía el análisis de la poesía chilena hacia una perspectiva latinoamericanista, Donoso relaciona esta literatura con los movimientos y corrientes críticas del pensamiento hispanoamericano y europeo, tanto de forma general como particular. La tendencia a la europeización de la literatura chilena lo hace lamentar una suerte de pérdida de la figura literaria de Rubén Darío, que aquí leyó a Flaubert, a los Goncourt y a Armand Silvestre, “que le franquearon la perspectiva de un horizonte nuevo, con extraños cielos y raros paisajes, propicios a exóticas fugas” (Donoso, [1900]: XIV). No obstante, la práctica de una inicial crítica comparatista hispanoamericana, está más bien insertada en el juego de las influencias. En la “Primera parte”, que abarca los años 1885 a 1900, el análisis se fundamenta en una relación paradigmática que contempla las oposiciones cosmopolitismo/provincianismo, liberación/conservadurismo. Donoso entiende que la cosmopolita Buenos Aires despliega un movimiento que “contamina” el arte y el pensamiento hispanoamericano, de liberación artística, mientras que en Santiago, prima un aire conservador, del cual solamente se puede rescatar una que otra iniciativa de renovación intelectual: 53
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Los poemas que bien pronto serán los estandartes de “Prosas profanas” […] vuelan difundidos en excelentes revistas juveniles y dan medida de una actividad que se anuncia como un alba de ensueño detrás de cuyo día canta el pájaro azul. Si Eugenio Díaz Romero consigue fundar “El Mercurio de América”, que será una especie de “Mercure de France” para el simbolismo americano, es porque el ambiente resulta propicio. Cuando franquean los Andes esos libros y revistas bonaerenses, encuentran su eco inmediato en Santiago”. (Donoso, [1900]: XV)
La ciudad chilena compensaría, por tanto, su carácter poco cosmopolita con una apertura hacia las nuevas propuestas artísticas. Dirigido a un público lector español, el estudio preliminar deja claro el profundo interés de Donoso por la literatura de su país y el verdadero deseo de participar en su desarrollo. A través del ejercicio de la crítica a los poetas y a las corrientes que surgen, Donoso considera que las transformaciones por las que pasa la literatura chilena en el marco de su modernización, permiten entenderla como una “novísima cultura”. Entre los elementos de esas transformaciones están las traducciones de Verlaine hechas por Abelardo Varela, quien “puso el oído atento a las voces lejanas del arte nuevo” (Donoso, [1900]: XVI), y de Rollinat, Richepin y Banville, Poe y Mendès. Sin embargo, es el poeta Pedro Antonio González, considerado “maldito” y “revolucionario”, el que marca la diferencia entre todos los seguidores de esa nueva cultura. Su aparición en la poesía chilena hizo, según Donoso, trascender la “empalagosa imitación becqueriana” (Donoso, [1900]: XVI) para seguir una suerte de flexibilidad en el verso y romper con el “hinchado énfasis” del simbolismo tradicional. El trabajo de divulgación en España que Armando Donoso lleva a cabo, traspasa la frontera de una suerte de propaganda del quehacer literario chileno. Muestra, sin duda, un momento de intenso movimiento cultural en Chile, la confrontación entre las temáticas campo/ciudad, y el progreso en las letras, en un intento de acompañar y de estar al tanto de lo que ocurre en los demás países hispanoamericanos, buscando y propiciando el lugar de la cultura chilena en el mundo. Además, mientras Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Baudelaire, Rimbaud, son revisitados por los poetas chilenos, surge otra corriente, esta vez, de carácter social. Podría haber ahí una fuerte atmósfera nacionalista. Sin embargo, Donoso ve en ella una suerte de inspiración tolstoiana para representar el “dolor humilde”, pero que, siendo más chilena, más se universaliza. Se trata entonces de ver en ello una respuesta a una necesidad mundial, en que las literaturas están interesadas en las problemáticas obreras y de extracción social: “Los escritores comienzan a frecuentar los centros obreros y la tribuna del Ateneo ve desfilar a poetas y novelistas, encendidos de un nuevo credo humanitario. Cuando se funda la revista ‘Panthesis’ cada cual ensaya su palabra roja, hasta que el 54
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trágico epílogo de la huelga revolucionaria de 1905 da al traste con ese juego de literatura peligrosa” (Donoso, [1900]: XXI). La sección “Los últimos” de Nuestros poetas pareciera ser el momento de mayor divulgación de la literatura nacional en el volumen. Donoso valora ahí la novedad del grupo de poetas, entre ellos Pablo Neruda, que no han mirado hacia atrás en “lecturas repasadas por las generaciones anteriores”. El arte de esta generación, según Donoso, proviene de un desarrollo en relación con el aspecto emocional, el énfasis, las complicaciones retóricas, además del crecimiento valórico que significa una “profundidad pensante” en la poesía de los últimos. De este modo, los poetas de la última generación a la que se refiere Donoso, ejercen un arte más contenido e intelectualizado y, por tanto, más en conexión con el arte que se desarrolla en Europa en ese entonces (Donoso, [1900]: XXVII). El pensamiento crítico de Armando Donoso se internacionaliza, sin perder las referencias nacionales. Donoso es un crítico cuyo trabajo acompaña las tendencias contemporáneas que incluyen, por tanto, autores de diferentes tendencias vanguardistas. Termina el prólogo de Nuestros poetas haciendo mención al movimiento de las vanguardias europeas y sus repercusiones en los artistas chilenos, como es el caso del virtuosismo y la originalidad de Vicente Huidobro: Creacionista, lleno de talento en el ejercicio de lo arbitrario, influye en más de algún poeta chileno y en toda una generación española […] su permanencia en París ha bastado para que defina su orientación literaria: conviviendo con Tzara, con Reverdy, con Cocteau, con Dermée y Cendrars, pudo sentir inmediato el influjo de un anhelo de creación enteramente libre, arbitrario en su independencia.
En la Tercera Parte del libro, que comprende el período 1920 hacia delante, analiza el trabajo de poetas, como por ejemplo, Arturo Torres Rioseco, Roberto Meza Fuentes, Pablo de Rokha, Joaquín Cifuentes Sepúlveda, María Monvel, Fernando García Oldini, Manuel Rojas, Salvador Reyes, David Perry y Pablo Neruda, a quien considera “el poeta más interesante entre los jóvenes y la personalidad más definida en la poesía lírica chilena posterior al año veinte” (Donoso, [1900]: XXIX), aproximándolo a Walt Whitman, a Verhaeren y a Gabriela Mistral.
2.2. Los nuevos En Los nuevos (La joven literatura chilena), Armando Donoso recopila obras de algunos escritores chilenos del período, y se plantea la pregunta: “¿Cuál debe ser la actitud de la crítica ante la literatura hispanoamericana?” (1912: XI), frente a lo que contesta con la necesidad de abandonar el “preciosismo” y los “tanteos snobs” de la crítica, que sólo logran enclaustrar a la literatura chilena en relación a las literaturas hispanoamericanas. En ese período, los primeros años del siglo XX, en 55
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América Latina se discute sobre las identidades, las originalidades y el sentido latinoamericanista de las diferentes culturas del subcontinente. Por tanto, ese cuestionamiento de Donoso corresponde a una tendencia nacionalista que se instala, a la cual se junta una mirada íntima cargada de complejidades propias de una cultura en formación, como lo era cada una de las naciones latinoamericanas. El sentido crítico de Armando Donoso lo lleva a condenar ciertas actitudes provenientes de la mayoría de los críticos de arte contemporáneos: “Tal vez el frac y la levita, en sentido figurado sea dicho, bastaron para hacernos olvidar la pasta del indio por ciertos pujos aristocráticos de exótico civismo. Culpa propia ha sido el olvido en que nos mantiene cierto régimen de aislamiento europeo que evita nuestros rastacuerismos” (Donoso, [1900]: XI). En “Preliminar”, el autor justifica la edición del libro, en el que analiza los textos con lo que considera una intención “casi nacionalizante”, para destacar el ambiente y la cultura chilena del momento, que traduce una considerable renovación en el ámbito del arte. Luego de haber ido “durante medio siglo hacia los lavaderos de oro del arte de España, Francia e Italia”, la literatura chilena profundiza en características propias, en forma consciente y en sintonía con la demanda cultural que se instala en el país, a comienzos del siglo XX: “Comprendiendo en todo su valor la tiranía del medio que corta el vuelo a las águilas más vigorosas, y dándole todo su alcance a la relatividad de nuestra civilización que aún necesita de andaderas, nuestro juicio no va más allá de nuestras fuerzas: juzgamos la literatura nacional dentro de nuestras aspiraciones e ideales” (Donoso, [1900]: VIII). Para cada estudio sobre un escritor chileno, Donoso agrega una buena dosis de literatura europea, ejercitando una suerte de comparatismo basado en los parámetros nacionales. De todos modos, instala el conocimiento de la producción literaria chilena en la cultura española, en un intento de superar la poca referencia a la literatura nacional en España. Sin embargo, aunque insiste en que la exacerbada orientación autóctona genera un patriotismo declarado e infructuoso, reconoce la tendencia del momento, o sea, una apertura hacia el descubrimiento en el campo de las letras de la “vida cívica” chilena: “cada problema nuestro aguarda el mago futuro que lo analice y lo plantee: sea el del inquilinaje, el de nuestra lucha de clases, el del feudalismo político o el de la extirpación de las postreras energías de la raza araucana” (Donoso, [1900]: XVIII). La preocupación de Donoso es divulgar la literatura y la cultura chilena, al mismo tiempo que inserta el trabajo crítico en los procesos por los que pasa Chile en su afirmación cultural. Entre las dificultades para lograr un mayor desarrollo cultural está la poquísima participación del público lector, que es el verdadero crítico de la obra de arte, a la cual todavía no tiene acceso rápido, debido a la elitización cultural existente. 56
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En este sentido, compara esta elitización con las actividades de extensión universitaria de las universidades europeas, en que “Stuart Mill, mientras daba una conferencia sobre el libre albedrío en una barraca de extramuros en Manchester, hubo de verse en soberanos aprietos ante las objeciones filosóficas que le exponía un minero de Cleveland” (Donoso, [1900]: XIX-XX). En “Ligeras consideraciones sobre nuestra literatura”, que antecede a la serie de ensayos críticos sobre diversos autores chilenos, Donoso se refiere a las formas de nacionalización de la literatura en Europa, en que alemanes, franceses e ingleses juegan un rol importantísimo para el establecimiento de una crítica de carácter universalizante. A comienzos del siglo XX, en América, este ejercicio comparatista ha servido de instrumento para establecer criterios de valor capaces de demostrar los diversos grados de desarrollo de las culturas americanas frente a las europeas. Donoso toma de ejemplo a las culturas europeas para la construcción de una literatura nacional que interprete los valores propios de la tierra, a través de la exaltación del culto a la patria. Es así como destaca el orgullo de estas grandes “culturas de civilización”, que tienen como origen del “sentimiento de superioridad”, por ejemplo, en el caso de Francia, el “culto dogmático por todo lo francés, característico a todos los franceses”, y, en el caso de Inglaterra, la significación de la “propia superioridad” como “fuerza” (Donoso, [1900]: XXI). Es notable la potencia del texto comparatista en Los Nuevos, no solamente para enfrentar la relación entre la literatura chilena y la producida en Europa, sino dentro de América Latina y de Europa misma, siguiendo la tendencia de la época, es decir, una discusión sobre las literaturas propias de cada cultura o país latinoamericano, en que la crítica establece nuevas formas para entender la diversidad y la multiplicidad de la literatura de América. La búsqueda de la identidad cultural es, de este modo, cada vez más un elemento fundamental para su análisis. Nuestra verdadera tradición ha de comenzar en el momento presente, con el culto de aquellos escritores que más contribuyeron a afirmar la conciencia cultural ambiente, así sean Andrade y Sarmiento en la Argentina, Hostos en Santo Domingo, Martí en Cuba, Palma y García Calderón en el Perú, Zorrilla de San Martín, Rodó y Vaz Ferreira en el Uruguay, Graça Aranha en el Brasil, Palacios, el malogrado autor de Raza chilena, en Chile, Altamirano y Justo Sierra en Méjico, Montalvo en el Ecuador y Gil Fortuol en Venezuela. Labor de grandeza nuestra será la de justificarnos con el pasado, reconciliándonos con nuestros abuelos, como pedía Ramiro de Maeztu: “Considerémosles como los iniciadores de una tarea milenaria que nosotros hemos de continuar /…/”. Que la voluntad de tener un pasado será como el pedestal que afirme la obra futura de nuestra grandeza (Donoso, [1900]: XXII).
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3. Armando Donoso en España para Chile – Entrevistas En España, Armando Donoso entrevistó a diversos escritores, como Azorín, Valle Inclán, Pío Baroja, Díez Canedo, Ortega y Gasset. Aunque el tema central de las entrevistas fue siempre mostrar al lector chileno el trabajo y las expectativas de estos escritores, Donoso instaló en esas entrevistas una indagación a cada uno de los escritores con quienes conversó: su conocimiento de la literatura hispanoamericana en general y sobre la literatura chilena en particular. El 7 de agosto de 1926 Donoso entrevista a Enrique Díez Canedo, para la revista Zig-Zag. En “Hablando con Díez Canedo, el mejor conocedor de América”, Donoso considera que Díez Canedo ha realizado por la literatura de Chile la “más generosa de las obras difusivas [sic] de cuanto se escribe o se piensa entre nosotros” (1926b: 21). En el encuentro están, además, dos escritores hispanoamericanos, Enrique González Rojo, mexicano, y Emilio Bernal, cubano, lo que confirma la posición que Díez Canedo ocupa, la de una suerte de “tutor desinteresado, que convence por inteligente y por cordial” (1926b: 21). En el encuentro, al parecer agradable y distendido, Díez Canedo pregunta por “Gabriela Mistral, Prado y Barrios” (1926b: 21), demostrando simultáneamente un conocimiento y un interés legítimo, especialmente por Gabriela Mistral, quien en esos momentos parte a vivir en París. Al parecer, la poeta chilena gozaba de un prestigio íntimo, inolvidable: “mis chicos me preguntan a menudo por ella, pues no han conseguido olvidarla” (1926b: 21). Mistral, como todo lo indica, deja una importante marca en la memoria de los españoles, ya que gran parte de sus poemas han sido aprendidos de memoria, y la otra parte la “leen como si fueran los cuentos más atractivos” (1926b: 21). Díez Canedo, una excepción en la serie de entrevistados por Donoso, exhibe una parte de su biblioteca dedicada a escritores y poetas chilenos: “de Prado y de Barrios los tengo casi todos. De los suyos sólo tengo el Bilbao” (1926b: 21). Mientras Donoso recuerda el gran desconocimiento de los medios y de los intelectuales españoles sobre la literatura chilena, Díez Canedo le habla sobre la preparación de una antología de poetas americanos contemporáneos, encargada por la Revista de Occidente, para uno de sus suplementos. La entrevista confirma el compromiso de Díez Canedo con la literatura y la cultura hispanoamericana y sus proyecciones. Conversan sobre los antecedentes literarios que abrieron las puertas para la presencia de Rubén Darío en España, sobre sus artículos publicados en La Nación de Buenos Aires y sobre una invitación para una larga estancia en México, todavía no aceptada. La entrevista incluye, además, el trabajo que tiene que cumplir, algunos aspectos de su vida privada y obras de teatro en cartelera, y concluye con una interesante propuesta para la academia chilena: una invitación que promovería la literatura 58
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española en las universidades chilenas, en una suerte de intercambio de ideas literarias entre España y Chile. En sus entrevistas a los escritores españoles, Donoso busca encuadrarlos en un escenario: el hogar, un café; o en un ámbito: académico o bohemio. Según el ambiente en que es recibido, la descripción de ese paisaje otorga al texto de la entrevista un lugar en el cual el lector pueda situar al entrevistado. Díez Canedo es, para Armando Donoso, un hombre de hogar, donde “una compañera abnegada y encantadora renueva cada mañana el sabor de una eterna primavera” (1926b: 23). Asimismo, en el café Regina, de la calle de Alcalá, el que acostumbra frecuentar, Díez Canedo encarna una “amable tertulia habitual” (1926b: 23), ese cuadro termina en la constatación de que el crítico y escritor es “un hombre sencillo, tan cordial, tan bueno y muy ajeno a las poses de la literatura” (1926b: 23). En lo que concierne a Pío Baroja, Donoso lo entrevista en la finca del Bidasoa. En “Conversando con Pío Baroja”, el entrevistador reconoce en Baroja a un hombre “amable, fino charlador, suave, bondadoso” (58), deshaciendo la imagen antiamericana de este, con la pregunta: “¿es usted, usted mismo, quien dijo que nada se podía esperar del continente estúpido?” (1926c: 58). Como en casi todas las conversaciones, se habla de Chile. Entre las pocas noticias que Baroja posee sobre el país, destacan aquellas entregadas por una familia amiga del escritor, “la familia Errázuriz, que vive en Biarritz” (1926c: 58), la que le cuenta que en Chile “no hay negros y que los indios constituyen una rareza; que tenemos una interesante unidad de raza” (1927: 58). En la entrevista, Baroja dice no entender por qué muchos de los escritores americanos hablan frecuentemente mal de España, “movidos por el más injustificado de los rencores” (1927: 58): “No es raro, –nos dice–, que nuestro país no pueda darles la situación que merecen, porque en realidad ni los propios españoles la consiguen. Además, algunos americanos llegan a Madrid con rabias contenidas sobre las cosas políticas de su tierra y se desfogan entre nosotros, cosa que no puede interesarnos” (1926c: 58). En un cambio de perspectiva, la conversación ahora trata de los autores preferidos de Pío Baroja, –los que también son sus amigos–, y las consideraciones sobre la calidad del trabajo de Ortega y Gasset luego de su viaje a Argentina. Aunque Baroja considere al filósofo un hombre inteligente y de fina cultura, lamenta “que pierda un poco su tiempo escribiendo libros que son inferiores a cuanto pudiera hacer y a cuanto de él se esperaba” (1926c: 58). Esta caída en la calidad del trabajo de Ortega y Gasset se debe, según Baroja, a su visita a Argentina, cuando se dejó “contaminar” por la forma de vida de los argentinos: la sociedad y sus mujeres “han podido no poco sobre su espíritu” (1926c: 58). Armando Donoso, sin embargo, no abandona el propósito de su misión en España. Sugiere a Baroja que funde una biblioteca para la difusión de los 59
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nuevos talentos, a lo que el escritor español le contesta señalando la “falta de traductores” (1926c: 64). Está claro que, para Baroja, los nuevos talentos no son de habla hispánica. Comenta las limitaciones de la traducción, “algo que el traductor no puede dar, y eso reside en las palabras, en el sentido gráfico de las palabras, podría decirse” (1926c: 64). Aunque la conversación, según el crítico chileno, ha sido cordial, este no puede dejar de notar que “si Baroja recorriese América, sus campos, sus ciudades, sus reductos, donde el indio sobrevive a la penetración civilizadora, ¡qué libro tan vivo y tan interesante podría hacer!” (1926c: 58). Es posible que haya existido, en esa entrevista, una cierta disputa, aunque en ambiente cálido, lo que llevó a Donoso a escribir a favor de América, abogando exactamente a favor de aquello que a Baroja no le atrae. En lo que concierne a Azorín, Donoso introduce el texto de la entrevista “Conversando con Azorín” con elogios a un autor que considera clave para la literatura chilena e hispanoamericana –“fue siempre una de nuestras devociones literarias” (1926a: 23)–, además de su importancia para la literatura española. Como en otras conversaciones, la entrevista contempla una descripción del ambiente, esta vez, un lugar simple, “con su habitual zaguán. Luego una salita pequeña, donde aguardamos al autor de ‘La ruta de Don Quijote’” (1926a: 23). No obstante, la apariencia física de Azorín llama la atención de Donoso. Según él, los libros de Azorín lo figuran como un hombre “menudo, fino de cuerpo, con ojos soñadores y blancas y delgadas manos” (1926a: 23). Se sorprende, por lo tanto, al constatar que es todo lo contrario, pues se ve frente a un hombre “alto, corpulento, flácido, tímido, nada de soñador al parecer. Sobre todo se advierte su timidez, que deja anticipar su silencio y, luego, su voz cansina, opaca, sin sonoridades labiales” (1926a: 23). Un halo de tristeza se incorpora a la conversación, el escritor se viste de negro y camina sin ruido. La salita en que lo recibe está en la penumbra, “en uno de esos atardeceres madrileños demasiados tristes” (1926a: 23). Las largas piernas de Azorín, quien, sentado, proporciona a la imaginación una composición de perspectivas irreales; la piel amarillenta, los ojos cansados, la boca que expresa una amargura, forman parte, en la entrevista, de una descripción más bien pesimista. Entretanto, la entrevista concedida a Donoso logra el objetivo: informar al público chileno sobre un autor admirado por los escritores hispanoamericanos, y que ahora se muestra en su verdadera figura. Como en las otras conversaciones, Donoso pregunta por los autores de preferencia de Azorín, los que, de algún modo, lo han influenciado. Azorín nombra a Gracián, mencionando que este ha sido citado tres veces por Nietzsche, y habla de su admiración por Galdós, autor cuyo gusto comparte con el chileno. América Latina forma parte de la lista de temas que Donoso plantea para la conversación con Azorín. Al despedirse, Donoso le pregunta por qué no visita América. A través de esa invitación se entiende que al escritor español no le gusta la 60
Armando Donoso, crítico literario: una experiencia en España
fama que “priva a uno del placer de poder observar sin ser visto” (1926a: 24). La admiración de Donoso por Azorín queda en evidencia en esta entrevista. Luego de algunos días, vuelve a encontrarse con él durante un almuerzo, junto a Ortega y Gasset, ocasión en la que conversan sobre diversos temas: periódicos, política española, y un artículo que Azorín acaba de enviar para “La Prensa” de Buenos Aires: “¿Cómo no estrecharle, con doble expresión efusiva, la mano franca, cordial y generosa, que nos tiende el maestro de Doña Inés?” (24). Siente que se rompió el hielo. En la entrevista publicada en 1927 en la revista Zig-Zag, “Conversando con Valle Inclán”, Donoso repite el estilo de situar al entrevistado, al señalar que se encuentra instalado en el café de la Granja de El Henar, “donde don Ramón acude indefectiblemente cada noche” (1927a: 84), lo que lo convierte en una figura emblemática entre los frecuentadores del café. Siempre cercado de amigos y admiradores, el escritor habla y todos lo escuchan: “mientras que manduca dos huevos a la copa y apura una taza de café, charla, charla y dice cosas tan finas y tan gratas, que place oírle las horas que vuelan en un suspiro” (1927a: 86). La cabeza leonada de Valle Inclán hace contraste con el fondo singular del muro del café que en todo le recuerda las tahonas madrileñas, “y así la luz que cae de la hornacina lo aureola con un tono de oro viejo” (1927a: 86). Las descripciones que hace Donoso de Valle Inclán lo acercan a aquellos poetas que hacen del arte vida y espectáculo. Cada noche, una representación, donde “somos muchos, muchos los que le hacemos compañía” (1927a: 86). Donoso recuerda un relato en una de esas noches en la Granja de El Henar. Valle Inclán cuenta una historia de la “irrealidad soñada” (1927a: 86), provocada por el uso de la marihuana que aprendió a fumar en México, “en sus días de soldado y de aventurero” (1927a: 86): Un día soñé que me encontraba sentado, en una especie de silla curul, de oro, magnífica, situado bajo una bóveda de cristal, entre dos colinas… Apenas se disiparon los humos de ese sueño me vine al café y les referí esa extraña imaginación. Alguien arguyóme que era imposible ese sueño porque ¿cómo podía sostenerse una bóveda de cristal entre dos colinas? La objeción era formal, muy seria. Pues regresé a casa y volví a apurar la marihuana. Rehice nuevamente mi sueño: ahí estaba otra vez, en la silla áurea, bajo la bóveda de cristal y entre las dos colinas. Ahora lo veía todo claro; sí, clarísimo. Nuevamente fui al café, llevándoles la razón de esa arquitectura entre las dos colinas por el arco iris; sí, por el arco iris… (1927a: 86)
Valle Inclán pasa del relato onírico al político, cuando narra sus hazañas en las Fuerzas Armadas, además de los enfrentamientos con los superiores uniformados y su incontestable rebeldía cívica. Como siempre en las entrevistas para la revista Zig-Zag, a Donoso le interesa saber de la próxima obra de cada escritor, e insertar a este en el universo cultural americano. Valle Inclán se refiere a su próxima producción, “que le toca muy de cerca a América” (1927a: 88). Cuenta que ha finalizado Santa Fe 61
Escritores hispanoamericanos en España
de Tierra Firme, cuya composición ha sido precedida por el estudio de las tiranías en Argentina, en Paraguay y en Bolivia. Donoso cierra el texto de la entrevista con una reflexión melancólica sobre las posibilidades de una “novela milagrosa” (88) que podría surgir a partir de un “poemita extraordinario” (1927a: 88) de Valle Inclán, “este maestro de los maestros” (1927a: 88), sobre el indígena mejicano. Junto a las entrevistas que Armando Donoso envía para la revista ZigZag, que tratan de la literatura producida por españoles y que son de interés del público chileno, otros textos de esta publicación presentan la producción intelectual del escritor venezolano Blanco Fombona, residente en Madrid por más de diez años; el artículo “Tres libros chilenos en Madrid” de Alfredo Condon, y la entrevista que Armando Donoso y la poeta María Monvel, su esposa, conceden a Ramón Bravo, en Chile. El primer trabajo, la entrevista “Con Blanco Fombona en Madrid” rescata, inmediatamente, el apego del escritor a sus raíces hispanoamericanas, en contraste con Darío, Gómez Carrillo o Rodó, quienes, al llegar a Europa, se tornaron franceses de espíritu: “¿Qué es su obra sino una expresión de todo lo propio de este continente? Sus novelas no hacen sino pintar la vida venezolana y sus ensayos defender la literatura o las ideas genésicas de nuestro pueblo iberoamericano. ¿Cuándo un publicista tomó con tanto calor la defensa de una bandería, como lo ha hecho Blanco Fombona con Bolívar?” (1927b: 89). Donoso califica la actitud de Blanco Fombona como ejemplar, considerando que América estará siempre en deuda con el escritor conocido como un hombre rudo, violento y agresivo. Estos atributos son, en el parecer del crítico, lo que en él perdurará, superando incluso la calidad de su literatura. Según Pedro González, citado en el artículo, sus libros serían frívolos, ensayos mediocres y descoloridos. Una pregunta de la entrevista muestra una preocupación común del momento y que concierne a muchos escritores: “¿Cree usted que América puede hablar de una literatura propia, con carácter particular?” (1927b: 89). Blanco Fombona contesta la pregunta nombrando a Martí, Alberdi, Bello, Sarmiento, Hostos, Acosta y Lastarria, como poseedores de una identidad americana que solo ocurre por una “razón más alta, que los vincula a su tiempo y los determina como una resonancia en un momento de nuestra historia” (1927b: 90). El propósito de Donoso de divulgar la literatura americana en Europa incluye, entonces, la discusión sobre la existencia o no de una marca americanista, preocupación que se encuentra, también, en sus ensayos sobre literatura chilena. En el artículo “Tres textos chilenos en Madrid”, Alfredo Condon analiza los ensayos La otra América, de Armando Donoso, El nacionalismo continental, de Joaquín Edwards Bello y El hermano asno, de Eduardo Barrios. Estos ensayos corrigen, en España, una supuesta pobreza literaria que existiría en Chile. Según Condon, la crítica al ensayo de Donoso, 62
Armando Donoso, crítico literario: una experiencia en España
La otra América, posee “un interés informativo, limpieza de forma y el perfecto equilibrio entre el elogio justo y la justa objeción” (Condon: 18). Para Condon, lo más interesante de este libro es que su autor es un escritor americano culto. Y este hecho fue lo que despertó el interés del ensayo en España, aunque la crítica de Luis Araquistain coloca la obra crítica de Donoso en paralelo a las más serias de la lengua castellana. De este modo, se confirma el lugar que ocupa el interés de los lectores españoles en la divulgación de la literatura chilena y americana en Europa, ya que según Condon, la publicación de estos libros que prestigian el nombre de Chile en el escenario europeo es una propaganda más eficaz que cualquier otra, un “primer paso para limpiar nuestro nombre en el extranjero” (Condon: 20), una desmitificación, entonces, de la creencia de que en Chile no se producía suficiente literatura. Otra experiencia de difusión de la cultura española en Chile es la entrevista a Ortega y Gasset, publicada en Atenea el 30 de junio de 1926 (2009), en la que Donoso introduce al público chileno en el universo cultural que existe en España en ese momento: la guerra de Cuba, “que había liquidado toda la herencia de un siglo”, así como la renovación cultural que se sentía a través de las publicaciones de los recientes libros de Baroja, Valle Inclán, Azorín, Juan Ramón Jiménez, “asustando burgueses con sus portadas llamativas y con esos títulos que eran las únicas ejecutorias de talento” (Donoso, 2009: 352). Como introducción a la conversación con Ortega y Gasset, Donoso escribe sobre sus tendencias intelectuales, las preferencias en cuanto al pensamiento filosófico y artístico. La búsqueda de Ortega y Gasset por los temas y problemas más contemporáneos no le impide valorar tanto las doctrinas de Kant y de Spengler como las de Proust, de Frobenius y de Simmel: Sin embargo, cosmopolita, supo no dejar de ser español, vale decir un peninsular que, estando tan cerca de Europa, no quería olvidar el preeuropeísmo africano que señaló Keyserling. No es el sentido de la barbarie, algo de esa africanización de los sentimientos que un día le reprochó a Unamuno, sino lo que Frobenius encontró en las culturas desaparecidas como carácter y sabor autóctonos. (Donoso, 2009: 365)
Así como en las demás conversaciones, están presentes en el texto las preferencias artísticas, literarias, las pasiones, los miedos, que colaboran para construir una imagen del filósofo. Esta conversación se relaciona con otra que ha tenido lugar en el ambiente relajado que proporcionó don Nicolás María de Urgoiti, quien organizó un almuerzo con Azorín y Ortega y Gasset. En ese artículo, publicado en la revista Zig-Zag del 27 de marzo de 1926, Donoso comenta las tres horas de charla grata, en que disfrutaron de la compañía de “esos tres hombres tan interesantes” (1926a: 24). En la conversación, amena y relajada, comentan sobre Pío Baroja, Menéndez y Pelayo, Pereda, y Pérez Galdós, quienes, alejados de su posición de escritores representativos de la cultura española, están 63
Escritores hispanoamericanos en España
descritos desde otra perspectiva. Armando Donoso logra humanizar a estos símbolos de la literatura hispánica, acercarlos al lector, buscar en ellos una singularidad insospechada. Pío Baroja, por ejemplo, aparece como un “novelista adusto, misógino empedernido […], doblegado a la tiranía social, convertido en causeur de salón, muy bien acomodado entre finas, pulcras y bonitas damas. ¡Cuándo su amigo lo dice!” (Donoso, 2009: 364). Sin embargo, el encuentro entre María Monvel, esposa de Donoso y fotógrafa en las entrevistas, y el filósofo español, revela una cierta animosidad entre los dos. Ortega y Gasset, “acusa” a Monvel de poseer una rebeldía araucana, originariamente ligada a la tierra. Nada ofensivo, si no hiciera mención a una publicación que advertía especialmente sobre una relación entre el ser humano y lo no-humano que lo rodea: Ayer se publicaba una fotografía de cierto congreso de sufragistas australianas, entre las que se advierten algunas fisionomías características de inglesas que, habiendo vivido en Sydney o Melbourne, han tomado el sello de la tierra, mostrando frentes abultadas, propias de ese desarrollo excesivo que impone la necesidad de proteger la vista contra las irradiaciones de un sol fuerte. ¿No se ha fijado usted cómo se parecen el hombre y el ciervo en Japón? Y el gato de la China, ¿acaso no tiene hasta los ojos oblicuos? (Donoso, 2009: 367)
La entrevista, en la que participan tanto Rosa Ortega (esposa del filósofo) como María Monvel, toma otros rumbos. Discuten sobre temas variados, según Donoso, “cosas pueriles: se habla de todo y de nada”, entre risa: lectura para mujeres, la edición de la obra Cartas biológicas a las damas, de Üexkull, recomendada por Ortega y Gasset, por ser muy clara y sencilla (Donoso, 2009: 368); sobre Victoria Ocampo, quien cuenta con fieles amigos en España; sobre Buenos Aires, cuya cultura el filósofo español cree aún incipiente; sobre el carácter “mujeriego” de Ortega y Gasset. Sobre las mujeres, Ortega y Gasset afirma que no le interesan las españolas, sino las americanas: “me gustan el tipo y el espíritu criollos. La criolla tiene valores que no alcanzará jamás la europea: es valiente, juguetonamente audaz, apasionada, vibrante” (Donoso, 2009: 369). Sobre todo, conversan sobre cultura, de todo tipo: instituciones sociales como el matrimonio, la amistad, los toros, la extraordinaria intuición de las cosas de los americanos, el nuevo teatro, en que el espectáculo es todo, la novela de su tiempo y el poco asunto de esta, y la mucha biografía que contiene, además de la sociedad de un modo general. En otro sentido, en que se destaca la búsqueda del reconocimiento valórico de la producción literaria chilena, la edición de la revista ZigZag del 13 de marzo de 1926 contiene una entrevista a la pareja Armando Donoso y María Monvel luego de su arribo a Chile después de su estadía en España. Para el autor del artículo, Ramón Ricardo Bravo, esta es una oportunidad de conocer el acercamiento intelectual que Donoso propició 64
Armando Donoso, crítico literario: una experiencia en España
entre la cultura española y la chilena. En “El concepto de América en España”, Bravo recoge las impresiones de ese viaje: “¿–Qué tal el viaje? –Maravilloso. Eso sí que hemos llegado con unos locos deseos de volvernos, para quedarnos a vivir en ese ambiente ideal de la Europa de ahora, refinada y cosmopolita” (Bravo, 1926: 54). El artículo, que muestra a Donoso en su entorno familiar, en fotos en las cuales aparece junto a María Monvel y sus dos hijos en Europa, repite el estilo de sus entrevistas para la revista Zig-Zag. Pretende, también, mostrar el lado informal y desconocido de los escritores. A la pregunta sobre lo que “se piensa allí de esta Otra América” (Bravo, 1926: 54), Armando Donoso contesta largamente, recordando a los escritores que él mismo ha entrevistado en España y que se expresaron sobre el conocimiento de la cultura americana: “La idea general es pobre, hay poco interés por la literatura americana” (Bravo, 1926: 54). Se destaca, en su texto, la falta de curiosidad por conocer esta literatura por parte de los españoles, con la salvedad de Díez Canedo y Araquistain: “Ni Ortega y Gasset, ni Baroja, ni Valle Inclán, ni Jiménez, ni Maeztu, ni Pérez de Ayala, ni Unamuno, creen que valga la pena buscar en la cultura transatlántica algún aspecto original. No leen los libros de acá, y si el azar pone en sus manos algún volumen, lo toman como una curiosidad sin interés” (Bravo, 1926: 54). Según Donoso, el interés de los intelectuales españoles se centra en otras culturas europeas, pues, en opinión de Ortega y Gasset, no es posible encontrar nada que tenga algún interés artístico formal en las cosas de América. La razón se debe, según el crítico chileno, a que en la opinión del filósofo, a nuestros escritores americanos les falta cultura y disciplina. En la serie de artículos, entrevistas y libros publicados en España por Armando Donoso, destaca el optimismo y la voluntad del escritor en ver la literatura de América reconocida y respetada en Europa, especialmente en España, por los evidentes lazos culturales y lingüísticos. En cada conversación, cada capítulo de un libro, es notable la defensa de la literatura hispanoamericana y principalmente chilena, sin encerrarse en un círculo nacional, buscando, por el contrario, una salida internacional para las diversas problemáticas del escritor y el artista en general en América. Sus ensayos, importantes estudios de historia de la literatura hispanoamericana, dan cuenta de las aproximaciones posibles a un pensamiento abarcador que considere, además, la temática social y la dimensión política de su tiempo. Armando Donoso pretendió extender el conocimiento de la literatura chilena más allá de sus fronteras nacionales e hispanoamericanas. Propulsor de una visión comparatista de la literatura que no se restringe a definiciones nacionalistas, promueve, además, el entendimiento entre el pueblo chileno y el español, en lo que poseen de más representativo: el 65
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arte. Donoso es considerado el crítico literario más importante del grupo “Los Diez”, formado por artistas y pensadores de principios del siglo XX en Chile y que buscaba crear un arte autónomo. En los ensayos de Donoso, en La otra América, contiene una visión que, según Díez Canedo (Donoso, 1925: 9), instauró un nuevo tiempo en los estudios críticos chilenos. Este momento es el del abandono de una crítica de elogio y censura, por una más selectiva, analítica e ideológica. Por lo tanto, el sentido que proyecta una nueva forma de mirar el arte chileno e hispanoamericano, es un elemento esencial de la obra de Donoso y una suerte de compromiso con una América nueva, contemporánea, perteneciente a las nuevas formas de pensar tradiciones y conceptos como libertad, originalidad y cultura nacional.
Bibliografía Bravo, Ramón Ricardo, “El concepto de América en España”, en Zig-Zag, no 1099, Año XXII (13 de marzo de 1926), p. 54-55. Condon, Alfredo, “Tres libros chilenos en Madrid”, en Zig-Zag, nº 1117, Año XXII (17 de julio de 1926), p. 18-19. De la Fuente, Darío, “Armando Donoso”, en La Mañana, Talca, (27 de noviembre de 1990), p. 3. Díaz Arrieta, Hernán, “Armando Donoso parte a Europa”, en Zig-Zag (1925), p. 43-44. Donoso, Armando, “Simples conversaciones con Ortega y Gasset”, en Atenea, Concepción: Editorial Universidad de Concepción, (2009, 2º semestre, no 500), p. 351-378. –, La otra América (Madrid: Calpe, 1925). –, Los nuevos (Valencia: F. Sempere y Compañía, Editores, 1912). –, Nuestros poetas (Santiago: Editorial Nacimiento, [1900]). –, “Conversando con Azorín”, en Zig-Zag, nº 1101, Año XXII (27 de marzo de 1926a), p. 23-24. –, “Hablando con Díez Canedo, el mejor conocedor de América”, en Zig-Zag, no 1120, Año XXII, (7 de agosto, 1926b), p. 21-23. –, “Conversando con Valle Inclán”, en Zig-Zag s/d (4 de junio de 1927a), p. 84-88. –, “Con Blanco Bombona en Madrid”, en Zig-Zag, nº 1142, Año XXII (8 de enero de 1927b), p. 89-90. –, “Conversando con Pío Baroja”, en Zig-Zag, nº 1104, Año XXII (17 de abril de 1926c), p. 58-64. Martínez-Gómez, Juana. “Chilenos en Madrid. María Monvel, Francisco Contreras y Armando Donoso”, en Anales de literatura chilena, nº 6, Año 6 (diciembre 2005), p. 43-61.
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Vicente Huidobro en España Cedomil GOIC Universidad Católica de Chile
Para Carmen de Mora La presencia de Vicente Huidobro en España puede registrarse en varios momentos a partir de diciembre de 1916 hasta la guerra civil y el Segundo Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Democracia, de Valencia 1937. Todo esto, sin descontar la relación con diversos escritores españoles y la amistad personal, el contacto epistolar y el diálogo poético y textual con los poetas españoles y, especialmente, con Gerardo Diego y Juan Larrea, prolongado hasta 19471. Vicente Huidobro arribó a España, en su primer viaje europeo, en diciembre de 1916, acompañado de su mujer y dos hijos pequeños, una criada y una vaca lechera, en el vapor Infanta Isabel de Borbón. Su estancia en Madrid le puso en breve contacto con Rafael CansinosAsséns y el Café Colonial y con Ramón Gómez de la Serna, en el café Pombo. Desde allí continuará camino a París, donde se establecerá, en un primer período, desde 1916 hasta 1925, con algunos viajes a Chile y estancias de diversa extensión en España. Entre las figuras españolas importantes para la asimilación de la vanguardia en París, debe contarse la amistad y la proximidad teórica y artística del cubismo y el creacionismo con Juan Gris y Pablo Picasso, relación que estableció desde su arribo. Especialmente con Juan Gris y su familia, con quienes compartieron vida artística y veraneos. Gris y Picasso hicieron retratos del poeta e ilustraron variadamente sus obras. Juan Gris ayudó a Huidobro en sus traducciones de poemas al francés, ilustró sus libros y entregó las primeras recepciones entusiastas de la lectura de Poemas árticos y Ecuatorial, antes de su publicación. En 1918, Huidobro hizo su segundo viaje a Madrid, que esta vez se extendió de julio a noviembre. Residió esos cinco meses en un aparta1
La presencia de Huidobro en España ha sido abordada, entre otros, por Valcárcel, 13-48, y Morales, 2003a: 1409-1422.
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mento de Plaza de Oriente 6, esquina con la calle Felipe V. En el lugar se ha puesto, en 2009, una placa conmemorativa de los noventa años de la residencia del poeta. Allí recibió a artistas e intelectuales junto a los escritores y jóvenes poetas y dio a conocer su recién publicado libro Horizon carré (1917) y múltiples documentos de la vanguardia francesa: libros, revistas y manifiestos, que iniciaron a los jóvenes escritores en las novedades de la vanguardia francesa. La difusión de su poesía en España incluyó la publicación de cuatro libros y de poemas en diversas revistas. En el año 1918, aparecieron en Madrid: Poemas árticos, Ecuatorial, Hallali y Tour Eiffel. Sin descontar la publicación de El espejo de agua. Rafael Cansinos-Asséns (1882-1964), es el polígrafo español que hizo la presentación más detallada y significativa de la trascendencia de la visita de Huidobro a través de dos artículos de la revista Cosmópolis y la publicación de varios de sus poemas de 1918. En el primero de sus artículos, “Un gran poeta chileno: Vicente Huidobro y el creacionismo”, Cosmópolis 1:1 (Madrid, enero de 1919), da testimonio de su conocimiento del poeta, de sus libros innovadores y de los efectos producidos por ellos: Yo, testigo de sus evangélicas exhortaciones, pude ver el rejuvenecimiento que obraban aún en los más tiernos epígonos. Les veía, llenos de dudas y vacilaciones, sobre los que creyeron sus seguros comienzos, en ese estado de buena inquietud que predispone a recibir la gracia literaria. Huidobro fue, en este verano de 1918, la encarnación de la espiritual cosecha que en la interinidad bélica aguardábamos los ansiosos de cumbres… Pero la llegada de Huidobro echó todas las arrugas de la decrepitud sobre el semblante de la máscara novecentista.
Este fue el momento que condujo a Cansinos-Asséns a comparar la acción de Huidobro con la de Rubén Darío, dos embajadores de la innovación y el cambio literarios, que en distintos momentos transformaron la literatura de lengua española. En el segundo artículo, “La nueva lírica”, Cosmópolis 1:5 (Madrid, mayo de 1919), Cansinos-Assens realizó una evaluativa presentación de los cinco o seis libros recientes de Huidobro. Comienza con breves consideraciones sobre El espejo de agua: “En este breviario lírico figuran ya algunos poemas que, más tarde, traducidos al francés por el mismo autor, y transcritos en una tipografía más moderna, pasaron a las páginas de Horizon carré”. Se refiere a la significación de Nord-Sud, la nueva sintaxis y la nueva tipografía que apunta al espacialismo propugnado por Reverdy y las consideraciones poéticas de Max Jacob en el prólogo a la segunda edición de Le cornet à dés ve en ambos poetas una comunidad:
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Vicente Huidobro en España
En múltiples ejemplos, lo que es el poema creado, construido o situado, premeditadamente alejado del objeto y del sujeto, cerrado en una parquedad de expresión que le infunde el inevitable aire epigramático de las representaciones esquemáticas. Dedica un espacio al rastreo de los antecedentes de la imagen desde la tradición clásica y el Siglo de Oro, hasta los poetas recientes. Su valoración de los libros se detiene en cada uno de ellos con precisas definiciones genológicas. Podría afirmarse que Horizon carré marca los módulos excesivos de toda iniciación, y es, por lo tanto, el libro más seminado y divergente. Ecuatorial es acaso el más consumado y cumplido, el más cerrado y puro, como si hubiese alcanzado la más amplia zona generosa y madura, y la igualdad de los días y las noches. Poemas árticos es una alegoría de la guerra en las ciudades, con muchos instantes puramente simbólicos y algunas visiones trazadas al estilo de las aguafuertes de los impresionistas… Tour Eiffel es un poema cívico tarareado con la desenvoltura y frivolidad aparente de una canción de music-hall, en el que los retruécanos y las gracias traviesas espejean como lentejuelas y las estrofas semejan subir cantando una larga escalera… Pero sobre todo Hallali, el último libro de esta serie, la última centella de este reguero luminoso, parece señalar ya un claro retorno hacia la gravedad intencional y patética de las abandonadas Pagodas ocultas. Hallali es un libro serio, una dramática alegoría de la guerra, un canto a Francia, modulado, es verdad, con la sordina que impone la independencia del nuevo arte situado, pero claro y evidente entre líneas. El poema que cierra el libro “El día de la Victoria” es grave y solemne como una oda antigua y tiene la plenitud de tono de “La Marcha Triunfal” de Darío. Es un himno orquestado para los instrumentos modernos y con arreglo a la nueva armonía disonante; pero es francamente un himno. Los lectores a quienes hayan enojado las rarezas y atrevimientos y funambulismos de Horizon carré, se reconciliarán seguramente con Huidobro al leer estas estrofas rotas que tan admirablemente se unen en la intensidad de emoción sin perder la gracia de su técnica. A pesar de que la tipografía especial que emplea el autor las separa, estas estrofas marchan, marchan unidas como los batallones que regresan del triunfo. Y sobre el ritmo acompasado, interrumpido con cierta dejadez cívica, muy moderna, los aeroplanos revolotean, marcando a cada instante la elevación de las miradas. Este final patético añade a la labor anterior la virtud de clara emoción que parecía faltarle y hace presentir un arte grande y sincero, capaz de conciliar todos los primores de la técnica con la amplitud emocional. El creacionismo se salva al lograr estas grandes líneas. Y esto nos hace pensar en su porvenir. ¿Representará sólo un 69
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instante efímero en la historia de las evoluciones literarias, tan semejantes a las evoluciones religiosas, a los cambios que vivía Bossuet? El mismo año 1918, más allá de Madrid, en la revista El Camí 2 (Barcelona, febrero 1918) aparecerán, traducidos al catalán, “Quatre poemes” (“Nocturno”, “Alguien iba a nacer”, “Fille”, “La glace”). Hará contacto con varios poetas catalanes. Luego, en Sevilla, aparecerán: “Vates”, en Grecia 7 (1918), “Tempestad”, en Grecia 19 (1919), “Aeroplano”, Grecia 20 (1919). Más tarde, en la revista Cervantes (Madrid, julio 1919), Cansinos-Assens reproducirá el poema “Ecuatorial” completo, con una nota explicativa, y, traducirá al español, en dos números, los poemas de Hallali: “El día de la victoria”, Cervantes (enero 1919) y “Hallalli”, Cervantes (agosto, 1919), y luego el poema “Tour Eiffel”, Cervantes (septiembre 1919). Más tarde, publicará: “Cow boy”, en Grecia 41(1920), y “Arco voltaico”, en Grecia 41 (1920), poemas de Horizon carré traducidos al español. Aparte de los numerosos poemas breves que los poetas Diego y Larrea publicaron en Grecia, Cervantes y otras revistas, debe destacarse la publicación de los jóvenes autores de dos poemas largos como resultado del impacto sobre ellos del poema Ecuatorial. Juan Larrea publica “Cosmopolitano”, en Cervantes (Madrid, noviembre de 1919): 22-28. Poema que traza en plan creacionista un cuadro de la ciudad que desrealiza y alude a la búsqueda de la amada ensoñada (Morales, 2003b: 149163).Gerardo Diego publicó, por su parte, el poema “Gesta” en la revista Cervantes (Madrid, diciembre 1919), igualmente, en plan creacionista una pauta de forma autobiográfica. Ambos poemas se inspiran en Ecuatorial de Huidobro y dan forma al poema largo contemporáneo en la poesía española. Al regresar Huidobro a Madrid, en noviembre de 1919 –tercer viaje–, en el retorno de un viaje a Chile, se registró en La Correspondencia de España la primera noticia sobre el poema “Un voyage en parachute”, referencia al futuro Altazur/Altazor. Lo que anticipaba cambios significativos en la poesía de Huidobro. Poema del que volveremos a saber más en Vientos contrarios (1926) y en los anticipos de fragmentos –el “Preface”, traducido al español por Juan Emar en La Nación (Santiago, 1925), ”Venus”, publicado en Favorables París Poema (1926) y “Poema” en Panorama 1 (Santiago, 1926), uno el texto revuelto del otro, es decir, el mismo corpus verbal sirve para ordenar en una nueva disposición textual dos poemas diferentes con sentidos y actos de habla distintos. Huidobro mantuvo una correspondencia con Guillermo de Torre (Madrid, 1900-1971, Buenos Aires), que se extendió de diciembre de 1918 a agosto de1920 (Morelli, 2008). En la correspondencia entre Huidobro y Guillermo de Torre la salutación –salutatio– de las cartas comenzó con: “Mi queridísimo y admirado amigo” y terminó con “Esti70
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mado amigo”, ilustración del cambio producido en su relación con el creacionismo. La amistad se derrumbó con la publicación del artículo de Guillermo de Torre, “Los verdaderos antecedentes líricos del creacionismo en Vicente Huidobro” (Alfar septiembre 1923). En respuesta al artículo, Huidobro publicó en Création 3 (Paris, 1924) un suplemento “Al fin se descubre a mi maestro”, que se publicó también en la revista chilena Atenea. Los libros de Guillermo de Torre, Literaturas europeas de vanguardia (1925) e Historia de la Literatura de Vanguardia (1965) desconocieron a Huidobro y su significativo influjo en la conformación de la vanguardia en España e Hispanoamérica. La correspondencia de Gerardo Diego y Juan Larrea con el poeta chileno sirve como documento del encuentro y los efectos del conocimiento de Huidobro y su obra en España. La correspondencia entre ambos se prolongó desde 1920 hasta 1934 y su contacto se perdió después de 1936. No así el reconocimiento de Diego de la significación de Huidobro y del creacionismo. La correspondencia de Larrea y Huidobro se prolongó desde abril de 1922 hasta 1947 y estimuló en sus últimos ejemplos la interpretación de la poesía de Huidobro. La publicación de “La littérature de langue espagnole d’aujourd’hui” en L’Esprit Nouveau (Paris, août 1920) expresaba el descontento de Huidobro por el alejamiento del Ultra del creacionismo, que parcialmente imitaba y produjo un efecto en el grupo ultraísta. Viajó nuevamente a España –cuarto viaje– entre agosto y septiembre de 1920. Enrique Gómez Carrillo publicó ese año una entrevista con Pierre Reverdy, enemistado con el poeta por cuestiones materiales, en que este acusa a Huidobro de antedatar uno de sus libros y reclama la paternidad del creacionismo (El Liberal, Madrid, 30 de junio de 1920). Por este tiempo, se publicaron en español anticipos de Automne régulier: “Tarde”, Grecia 43 (Madrid 1 de junio 1920), versión en español del poema “Clef des saisons”, y “Cabellera”, Centauro 1 (Huelva, noviembre 1920) y Tableros 1 (Madrid, 1922), versión española del poema “Affiche”. Huidobro publicó en Madrid el primer número de su revista Creación 1 (Madrid, abril 1921). El lunes 19 de diciembre de 1921, en su quinto viaje, dictará una conferencia sobre “Estética Moderna” en el Ateneo Hispano Americano de Madrid. Presentado por Mauricio Bacarisse y con la presencia entre los asistentes de Gerardo Diego y Juan Larrea, en una sala repleta y expectante. Esta fue la ocasión del primer encuentro personal de Huidobro con Gerardo Diego y Juan Larrea. La revista Ultra 20 (Madrid, 15 de diciembre de 1921), publicó una nota sobre “Conferencia de Vicente Huidobro”, que reseña las diversas partes de la exposición de Huidobro 71
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discutiendo su aptitud teórica y sus diferenciaciones, pero manifestándole su respeto y estimación: Tal vez no compartamos todas las teorías de Huidobro; pero como a nosotros lo que nos interesa son las realizaciones y no la definiciones, y el Sr. Huidobro es un poeta con méritos suficientes y con personalidad bien definida, no hemos de detenernos a señalar nuestras discrepancias que, después de todo, serían secundarias.
Este mismo año, Huidobro publicó Saisons choisies (Paris: La Cible, 1921), que recoge su poesía anterior y anticipa cinco poemas de Automne régulier, libro que se publicará en 1925, junto con Tout à coup y sus Manifestes (Paris, 1925). El diálogo con los poetas españoles y la anticipación de los poemas de Automne régulier, marcan con claridad la aparición de un nuevo tipo de poema creado en la poesía de Huidobro, el poema delirante que responde a los desafíos del automatismo surrealista con una enunciación superconsciente. Huidobro fundamentará teóricamente esta nueva modalidad en sus Manifestes de 1925 que se originan justamente en la respuesta a manifiestos de dada y del surrealismo que enfatizan el automatismo inconsciente, el azar y la locura. Otro encuentro discrepante se produciría entre Huidobro y José Ortega y Gasset. Huidobro conoció a Ortega y Gasset en Buenos Aires, en 1916. Mantuvieron luego un breve intercambio epistolar, con envío y solicitud de libros. Una nota de El Espectador parece sugerir una respuesta o alusión a la propuesta creacionista de Huidobro hecha por el poeta en su conferencia en la capital argentina. En el primer volumen de “El Espectador” (1916), Ortega se resistía a aceptar la pretensión de crear las cosas. Huidobro comenta este juicio en “La littérature de la langue espagnole d’aujourd’hui” publicado en L’Esprit Nouveau 1 (Paris, octubre 1920: 111-113): Le philosophe espagnol Ortega y Gasset, dans son livre El Espectador en 1916, attaque cet emploi du mot “créer” comme impropre, car, dans l’art comme dans la science, rien ne se crée mais s’invente. Cependant, les jeunes poètes prétendent que ce n’est qu’une querelle de mots sans importance et qu’au fond, tous deux signifient la même chose.
En otro artículo, “Espagne”, L’Esprit Nouveau 18 (Paris, noviembre de 1923), Huidobro destaca las figuras de Valle Inclán y Antonio Machado, a Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, a Ramón Pérez de Ayala y Juan Ramón Jiménez, y a los jóvenes poetas Gerardo Diego y Juan Larrea. En su ensayo “La deshumanización en el arte” (1925), desde un punto de vista sociológico, Ortega considera el ultraísmo un nombre acertado y el arte nuevo un arte deshumanizado, alejado de la representación natural del hombre y de las cosas. Anteriormente, en su ensayo “Sobre el 72
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punto de vista en las artes” (1924) se refería fundamentalmente a la historia del arte desde el cambio experimentado por el punto de vista en el arte clásico, el arte impresionista y el irrealismo contemporáneo como un desplazamiento del punto de vista desde el exterior, propio del arte clásico y renacentista, a la superficie del órgano perceptivo, en el impresionismo, al interior del sujeto, en el arte expresionista contemporáneo. Este último proyecta objetivamente una forma irreal o deshumanizada. Huidobro reaccionó contra Ortega, coincidiendo con las consideraciones diferenciales establecidas por éste, pero no con el término de deshumanización, porque la atracción del punto de vista al interior del ser del artista o poeta le parecía el máximo de la humanización artística o poética y no una deshumanización. Término éste que para Ortega era sinónimo de irrealismo y distanciamiento del realismo o de la percepción natural de las cosas. Le parece además a Ortega que hacia 1925 el arte nuevo no había producido “nada que merezca la pena”. Se dirá que el arte nuevo no ha producido hasta ahora nada que merezca la pena, y yo ando muy cerca de pensar lo mismo. De las obras jóvenes he procurado extraer su intención, que es lo jugoso, y me he despreocupado de su realización. ¡Quién sabe lo que dará de sí este naciente estilo! La empresa que acomete es fabulosa –quiere crear de la nada. Yo espero que más adelante se contente con menos y acierte más. Pero cualesquiera sean sus errores, hay un punto, a mi juicio, inconmovible en la nueva posición: la imposibilidad de volver hacia atrás. (Ortega y Gasset: 386)
Entre los aforismos y notas de Vientos contrarios (1926) Huidobro dedicó varios a comentar los conceptos de Ortega y Gasset. Huidobro rechaza sus apreciaciones. Es algo bien triste leer a José Ortega y Gasset desvariando sobre el arte nuevo, ¡qué manera de aglomerar estupideces e incomprensiones! Tómese todo lo que dice al revés y se estará más cerca de la verdad. A estos buenos señores no les pude hacer entender, cuando pasé por Madrid en 1916 y luego el año 1918, lo que es y significa la poesía moderna. Tres años más tarde, cuando vieron el triunfo indiscutible de lo que yo les había hablado, empezaron a escoger de entre nosotros los más mediocres, o sea los más fáciles de comprender para espíritus primarios: Jean Cocteau, Cendrars, etc. El señor Ortega y Gasset y sus secuaces creen que en el arte moderno se trata de agregar trivialidad a la vida cotidiana. No, señores, se trata justamente de lo contrario: de salirse de la vida cotidiana. Juzgan por los autores que ellos llaman modernos y que nosotros llamamos idiotas. (Huidobro, I: 815-6)
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En una carta de 14 de julio de 1919, Gerardo Diego registraba el impacto que le ha producido la lectura de Poemas árticos y Ecuatorial. Huidobro me parece un poeta; y esto es ya mucho. A ratos vulgar, a ratos ingenioso, a ratos profundo e inspirado, pero siempre poeta. Esto explica la emoción más o menos intensa que sus poemas me dan.
En el conflicto de Huidobro con Reverdy, Diego manifiesta su adhesión a Huidobro: Siempre he dudado del valor actual de la poesía de Reverdy y de otros franceses y no franceses que nos quieren presentar como modelos de creacionismo, y siempre he creído y he sostenido que es usted y sólo usted el verdadero clásico del nuevo arte y que sus poemas son autónomos y nada tienen que ver con dadaístas, expresionistas, etc. (31 de julio, 1920)
El 31 de agosto de 1922, en París, Gerardo Diego en casa de Huidobro, conoce a Juan Gris y a toda la vanguardia francesa. Larrea, por su parte, permanece cuatro o cinco días de septiembre de 1923 en Châtelaillon-sur-Mer y luego en París, por una semana, en casa de Huidobro en Victor Massé 41. Diego y Larrea viajaron juntos a París, el 29 de agosto de 1924 y a Sables d’Olonne donde Huidobro veraneaba con su familia. Larrea conocerá en París, en casa de Huidobro, a César Vallejo. En 1922, Gerardo Diego publicó Imagen: Poemas (Madrid: Imp. Gráfica Ambos Mundos, 1922) y más tarde Manual de espumas (Madrid: Imprenta Ciudad Lineal, 1924) que constituyen su respuesta directa al poema y la imagen creacionistas. Huidobro publicó en Favorables París Poema 2 (1926), de Larrea y Vallejo, el poema “Venus”, anticipo de fragmento de Altazor. En Buenos Aires, publicará, con Borges y Alberto Hidalgo, la antología Índice de la nueva poesía americana (Buenos Aires: Ediciones del Inca, 1926), que muestra el momento del ultraísmo borgiano. En 1929, Huidobro publicó Mio Cid Campeador. Hazaña (Madrid: CIAP, 1929), narración de vanguardia que mezcla la novela, con la epopeya, con el cine, la pintura y la biografía. Con ella inicia una serie de narraciones creacionistas de variado carácter. Huidobro de paso en España, entre el 26 de febrero y el 26 de marzo de 1930, se muestra encantado de su encuentro con Vicente Aleixandre y Luis Cernuda. Otra estancia en Madrid se dará entre enero y febrero de 1931, en preparación de las publicaciones de Altazor (Madrid: CIAP, 1931) y Temblor de Cielo (Madrid: Plutarco, 1931), libros que se publicarán sin eco alguno en la prensa española. Sólo un joven poeta, Luis Álvarez Piñer (Gijón, 10 de febrero, 1910-1999, 26 de julio, Madrid), publicó en la revista Avance 1 (Gijón, 15 de noviembre. 1931) la siguiente nota:
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Altazor es un gran libro de poesía. Me atrevería a decir que es una grande, inmensa poesía en forma de libro. Una gran poesía de uno de los poetas que más lo son y que más lo fueron en su juventud. Pero una poesía que ha pasado casi en silencio para los corifeos (no para los poetas, naturalmente) del Arte tantas veces a destiempo; para los que no se acuerdan de la poesía mas que en horas de descanso, mas que cuando no tienen nada que hacer.
El mismo año publicó Creación 1 (Madrid, 1931), primer número de tres, en el que recoge el poema “Frío” de Gerardo Diego. En Madrid, los poetas españoles y una veintena de escritores y escritoras ofrecieron un banquete en el Café Miyares, de Alcalá 95. Habrá notas de saludos de quienes se excusaron, discursos y una intervención de Federico García Lorca quien lee un breve poema en honor y despedida de Huidobro que se va a París, Una abeja me ha contado desleída en dulce miel que te vas de nuestro lado hacia la torre de Eiffel Y yo que siempre te admiro Vicente Balart poeta recibí en mi pecho un tiro de saeta Porque la poesía española ya no te puede olvidar Pues sin ti se queda sola Abeja en seca amapola sin néctar en qué libar Ya se va, dice la gente todos dicen ya se va Yo pregunto dulcemente la mano sobre la frente ¿volverá? ¿o no volverá? Que estos poetas queridos Carolina y Asunción llevan la miel en sus vidas lo amargo en el corazón. Por eso guarda Vicente la fresca rosa mejor que te ofrece humildemente Federico Compreamor
Una nota periodística señala que Huidobro agradeció el homenaje elogiando extraordinariamente el valor de la nueva poesía española con tanta brillantez representada allí. Al año siguiente, publicó Presentaciones (Barcelona: Editorial Presentaciones, 1932), pequeño cuadernillo en el que recoge los poemas “Ella”, las primeras versiones de “El célebre océano”, “Contacto ex75
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terno” y “La talla de la sombra”, anticipos de Ver y palpar (1941) y del nacimiento de la poesía parlante. Regresó a Chile en 1932, debido a la crisis económica. En 1936, viajó a España apenas iniciado el conflicto. En esta ocasión se desarrolló una polémica provocada por los versos punitivos de “Aquí estoy” de Pablo Neruda, resentido por las acusaciones de plagio hechas por Volodia Teitelboim, por entonces leal amigo y colaborador de Huidobro. Larrea y Vallejo median en la disputa entre Huidobro y Neruda y una carta de los participantes en el Congreso de Escritores de l’Association Internationale des Écrivains pour la Défense de la Culture, de Paris, 1 de mayo de 1937, invita a los poetas a abandonar su actitud. Los escritores españoles publicarán un Homenaje a Neruda, frente al cual las actitudes de Gerardo Diego y Juan Larrea fueron disímiles. Gerardo Diego firmó poniendo como condición que no hubiese agresión alguna a Huidobro. Larrea no firmó, ni lo hizo Juan Ramón Jiménez (Martínez Gómez: 111-132). El poeta asistió al Segundo Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, de Valencia, en 1937. Intentó alistarse en las fuerzas republicanas, pero una Carta del General Líster le disuadió. En este período puede encontrarse una serie de poemas de circunstancias de Huidobro sobre España y la guerra civil: “Gloria y sangre” (Madre España. Homenaje de los poetas chilenos. Santiago, 1937), “Está sangrando España” (Escritores y Artistas Chilenos a la España Popular, Santiago, 1936), “España”, El Mono Azul 20 (Madrid, 1937), y “Pasionaria”, Hora de España 7 (Valencia, julio 1937). De regreso en Chile, publicó un texto de denuncia y rechazo de una comisión italiana que ofrecía vender aviones de guerra al gobierno chileno, que tituló “Fuera de aquí” (La Opinión (Santiago, 18 de octubre 1937). En sus siguientes contactos con Juan Larrea, destacan las publicaciones de los poemas ”Edad negra” y otros, en Cuadernos Americanos, de Juan Larrea, en México, y en la revista Babel (1944), de Enrique Espinoza, en Santiago. La carta de 1947, a Juan Larrea, es el último documento que escribió el poeta en el que traza la dramática formulación de la decepción del proyecto creacionista frente a la ciencia y el anuncio de nuevas formas de poesía2. Larrea comenta esta carta desde el punto de vista de la teleología que caracterizó su pensamiento en “Vicente Huidobro en vanguardia” (Larrea: 77-162). 2
Recogió un original mecanografiado René de Costa, en el número monográfico dedicado a Huidobro de la revista Poesía 30, 31, 32 (Madrid, 1989) y reproduce un manuscrito Morelli, 260-263.
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La contribución de Huidobro a la poesía y sus formas puede resumirse en varias nociones que intentaremos definir a continuación. La relación estrictamente poética puede verse a través de tres o cuatro variables principales. Estas son la poética, el manifiesto o texto teórico; la imagen como componente retórico fundamental y definidor de la poesía creacionista en su variedad sintagmática; y el poema en su variedad tipológica dentro de la poesía de vanguardia. Los ejercicios poéticos de los jóvenes poetas que se extienden a buena parte de los poetas de la generación española, hispanoamericana y chilena de 1927, imitan y asimilan en forma parcial e innovadora los rasgos de la imagen creada y del poema cubista o creacionista de 1917 y 1918. Es cierto que no se reducen al proyecto de Huidobro sino que se extienden con asimilación de los rasgos caligramáticos de la poesía de Apollinaire y un juego libre de los versos en altas –variando, por ejemplo, el tamaño de las letras en un mismo verso– y acentuando aspectos visuales. Cercanos y alejados en este aspecto de los rasgos de los poemas caligramáticos de Horizon carré de Huidobro. La primera asimilación del creacionismo –poética, poesía, retórica de la imagen creada– se da en la producción temprana de Gerardo Diego y Juan Larrea. La poética es objeto de interés en varios ensayos de Gerardo Diego, especialmente en “Posibilidades creacionistas”. Allí asume con propiedad diversas nociones de imágenes para precisar la originalidad de la imagen creada y las imágenes múltiples del poema creado o creacionista. El ultraísmo significa, en cambio, una asimilación parcial y desorientada del creacionismo con voluntad declarada de diferencia. Se abrió a todas las tendencias con alguna preferencia por el Futurismo y los poetas de la vanguardia francesa. Imitó de cerca la imagen creada huidobriana. Pero privilegió, por otra parte, un lenguaje afectado y cultista; cuando no se llenó de popularismos, y se extendió a esferas regionalistas particularmente en el caso de Borges y el ultraísmo argentino. Huidobro no dejó de castigar estos rasgos de ultraístas e imaginistas. Antonio de Undurraga, en su prólogo “Teoría del Creacionismo”, de la edición de Vicente Huidobro. Poesía y Prosa. Antología (Madrid: Aguilar, 1957: 19-186), hace un extenso catastro que muestra la extensión que alcanzó la asimilación de la imagen creada y otras figuras huidobrianas en la poesía hispánica en general. La primera definición de la imagen creada fue formulada por Huidobro en sus ensayos y en algunos epígrafes a sus libros iniciales. No hay poema si no hay lo inhabitual. Desde el momento en que un poema se convierte en una cosa habitual, no emociona, no maravilla ni desazona, y deja por tanto de ser poema, pues el desazonar, maravillar y conmover nuestras raíces es lo propio de la poesía”. (Huidobro: 1340) 77
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El poema creacionista se compone de imágenes creadas, de descripciones creadas y de conceptos creados; no escatima ningún elemento de la poesía tradicional, sólo que aquí, esos elementos son todos inventados sin ninguna preocupación por lo real o por la verdad anterior al acto de realización. Así cuando yo escribo: “El océano se deshace / Agitado por el viento de los pescadores que silban”, presento una descripción creada; cuando digo: “Los lingotes de la tempestad”, presento una imagen pura creada, y cuando digo: “Ella era tan bella que no podía hablar”, o bien “La noche con sombrero”, os presento un concepto creado”. (Huidobro: 1340)
La “imagen creada” nace de la modificación de un sustantivo por un adjetivo –un complemento del nombre o una frase subordinada– inhabitual o impertinente en el uso ordinario del lenguaje. El “concepto creado” se origina cuando un sujeto tiene un verbo nominal –ser o estar– seguido de un predicado nominal inhabitual o impertinente. La “descripción creada” surge cuando el sujeto va seguido de un verbo inhabitual o impertinente y de un complemento verbal igualmente inhabitual. Huidobro no hablará de la comparación creada que utiliza con frecuencia como relación inhabitual o impertinente del comparante y el comparado. Muchos años después de la formulación huidobriana, Jean Cohen, en su Structure du langage poétique, aplicará los mismos criterios lingüísticos esbozados por Huidobro para definir la poesía como modificación del lenguaje usual. El poema creado es en Huidobro una dirección hacia la cual tiende la creación poética. No es una forma única e invariable, sino que muestra varios tipos, clases o géneros de poemas. La primera forma fue el poema sugerente, luego el poema de estilo Nord-Sud, que incluye el espacialismo; el poema propiamente creado o cubista; el poema pintado; el poema lúdico y delirante; el poema largo; el poema revuelto o poema giratorio; el poema parlante, y muchos otros; en verdad, algo de lo más notable de la poesía de todos los tiempos. El poema sugerente es reconocible en El espejo de agua y en los poemas de Horizon carré. Con espíritu mallarmeano, se caracterizan por el empleo de formas de indeterminación –un, una, algo, algún, alguna, alguien-; por la omisión de determinantes que dejan los objetos o circunstancias sin precisión objetiva; y por la yuxtaposición de imágenes. Como señalamos en otra oportunidad, desde el punto de vista de la versificación, puede observarse que en Horizon carré y los libros de 1918, a todo el libro se extiende la misma versificación amétrica, de líneas diseminadas por el uso de blancos y espacios, de sangría variable (menor, media, mayor), con disposición de versos quebrados o separados por blancos en posiciones extremas o tabulados; de líneas escalonadas, inclinadas, verticales o circulares; con figuras o caligramas; y el empleo de tipografía variada (altas y bajas o solamente altas); sin puntuación; con rima libre, consonante o asonante de aplicación parcial. 78
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El poema creado participa del espacialismo en su disposición, configura la imagen creada de lo inhabitual y multiplica esas imágenes seriadas o yuxtapuestas en el poema, en textos de extensión breve. Nada de esto impide que un poema largo como Ecuatorial esté fuertemente marcado por lo inhabitual y sorpresivo y por un doble lineamiento discursivo que presta su unidad al poema. Los jóvenes poetas Gerardo Diego y Juan Larrea, imitaron este poema largo, sin caer en la cuenta de su compleja estructura. Sí captaron, en cambio, con propiedad el desplazamiento del tono y la musicalidad lírica, que privilegiaba el sentido y la representación poética, y hacía la poesía traducible. Como dirá Gerardo Diego de sí y de Larrea: En la poética que juntos profesamos en nuestra juventud y que sigue fundamentalmente para los dos, el valor poético de la palabra, del poema, no reside tanto en su piel, en su sonoridad y matices lingüísticos intraducibles, sino en su significado. Tanto nosotros como Vicente Huidobro estimábamos que lo profundo de la poesía es lo que tiene de traducible. Si un poema solo posee valores intraducibles no es poema cabal, es poema medio vacío, impotente. (Diego: 13)
Desde 1920, al menos, hay muestras en Saisons choisies de varios poemas –diez de diecinueve– y otros en revistas en 1920 y 1924, que anticipan el libro Automne régulier (1925), que se publicará el mismo año de aparición de Tout à coup (1925). Estos libros son la respuesta viva y original de una poesía creacionista delirante, apoyada en la poética de la superconsciencia creadora en oposición al automatismo inconsciente proclamado por André Breton en sus manifiestos surrealistas. En ellos, se abandona la disposición espacialista, reduciendo los versos al margen izquierdo, y solo excepcionalmente se hace uso de versos –una palabra o una línea– en altas en tres casos, en Automne régulier, y una sola palabra en Tout à coup. Se juega con duplicaciones léxicas o aliteraciones, paronomasias y anáforas, y rimas cómicas con espíritu dadaísta. Se trata en estos poemas de crear lo inhabitual extremando la imagen fuertemente contradictoria y el discurso de sintaxis paradójica o inesperada por el carácter igualmente contradictorio de sus componentes, en imágenes generadas por el epíteto o la aposición impertinentes. La oración y el poema se alargan en comparación con el poema breve y fragmentariamente yuxtapuesto del estilo Nord-Sud, el poema sugerente o el poema cubista de la primera hora. Esta línea de poemas delirantes es prontamente asimilada por Juan Larrea, particularmente, como lo muestra su temprano “Longchamps”, elogiado por Huidobro en una carta de 1923, y su poesía de Oscuro dominio (1934) y Versión celeste (1970), que recogen tardíamente sus poemas publicados en revistas –Grecia y Cervantes en 1919– y otros. También fue asimilada por Gerardo Diego, en directo contacto con 79
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Huidobro. Pero lo fue asimismo por los poetas del 27 en asimilación directa pero menos reconocida que la de los poetas amigos de Huidobro. El macropoema largo de la vanguardia tiene en Altazor (1931) y en Temblor de cielo (1931), publicados ambos en Madrid y en el mismo año, dos ejemplos únicos e inigualados, que carecieron de recepción crítica inmediata. Los ecos de estos libros han sido reconocidos sólo más tarde. En un caso, por Octavio Paz como el antecedente genológico fundamental del poema largo español contemporáneo. La anticipación de los “poemas giratorios”, poemas cuyos componentes verbales son los mismos en ordenaciones y significados diferentes, carecen de ecos ulteriores, no así las glosolalias, juegos verbales de los últimos cantos de Altazor, que sí pueden reconocerse en relieves lúdicos, populares y folklóricos de otros poetas. Temblor de cielo despliega imágenes de representación visual que, en busca de lo inhabitual o la maravilla, anticipa la imaginería pictórica de Magritte y Dalí. También puede señalarse un fragmento de Temblor de cielo, imitado por Neruda, que anticipa el texto de la conclusión de “Alturas de Macchu Picchu” (1950) (Goic: 365-383). Un nuevo estilo poético y un tipo de poema singular surge en los poemas de Huidobro de sus últimos libros publicados en vida, Ver y palpar (1941) y El ciudadano del olvido (1941). Se trata de poemas creacionistas en los que la innovación consiste en la incorporación de expresiones orales comunes en los títulos de los poemas, y de otras expresiones orales modificadas en el contexto sintáctico del discurso poético. Huidobro lo define de la siguiente manera: “Un nuevo lenguaje para la poesía, un lenguaje no cantante, sólo hablado, parlante”. Este tipo de poema fue directamente asimilado por Gerardo Diego y marcado en su libro Biografía incompleta (1953), especialmente por su dedicatoria del libro y por el poema, “Hablando con Vicente Huidobro”. Nos parece indudable que anticipa ciertas formas de la antipoesía y de la llamada poesía de lo cotidiano en el mundo hispánico. Una cosa diferente y contraria a la propuesta espacialista de Pierre Reverdy es el caligrama o poema caligramático o visual y cualquier otro modo de visualidad. Reverdy se oponía terminantemente a la fusión de elementos visuales y verbales. Huidobro practicó el caligrama, carmina figurata o technopaignia, en sus “Japonerías de estío” de su libro juvenil Canciones en la noche (1913), que a pesar de su indudable originalidad, recuerdan los poemas visuales de Simias, Teócrito, y Dosíadas, que encontrarán ecos en algunos poemas pintados. La segunda sección de Horizon carré incluye los poemas visuales “Fleuve”, “Matin”, “Guitare”, “Vates” y “Fin”. Estos poemas más allá de su brevedad y de su espacialismo adoptan una forma visual cuya 80
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disposición gráfica de las líneas crea las formas de un río y remanso, un cuadro de París y sus monumentos principales, una guitarra en manos de una mujer, una flor de homenaje al poeta Apollinaire y una lápida mortuoria que cierra el volumen como tópico de conclusión y formulación de “perit ut vivat”. Ya en las páginas de Nord-Sud, en la primera versión de “Tour Eiffel” y luego en el libro del mismo nombre, publicado en Madrid, 1918, Huidobro rompe la norma de Reverdy incluyendo una escala musical que duplica la imagen de una escalera espacial. El libro agrega, por otra parte, una coloración diversa a cada página del poema. Ecuatorial trae en diversos momentos del poema largo, novedosos diseños visuales de destacado relieve y significación. Aunque Poemas árticos reduce en la mayor parte de sus poemas los componentes visuales, tiene en “Exprés”, uno de los más originales poemas visuales. Los poetas de Ultra se sintieron fuera de duda conmovidos por estos poemas, pero se inclinaron más bien a los proyectos de Apollinaire y del Futurismo italiano en sus poemas visuales de diversos tipos. Imitaron, fuera de duda, los poemas breves que incorporaban elementos visuales inspirados por Huidobro, aunque hicieron lo posible por agregar algunas marcas como la alteración de las dimensiones de los tipos y la agresividad de los agregados visuales. Como puede verse en el mismo Larrea y son más marcados en Guillermo de Torre, o Ángel Cándiz (seudónimo de Dámaso Alonso) y otros poetas españoles que cultivaron la poesía visual. Los originalísimos “poemas pintados” de Salle XIV (1922), de Huidobro, poemas que a la variedad de diseños visuales, unos sólidos a la manera de los antiguos carmina figurata, se añade el color de fondo, como “6 Heures-Octobre”; otros, en los que las líneas versales diseñan los motivos e imágenes visuales del poema como “Moulin”, “Minuit”, “Paysage”, “Marine”, “Océan”, “Kaleidoscope”, y “Couchant”; y, finalmente, los poemas enmarcados en una forma visual, “Tour Eiffel” y “Piano”, con el collage de un teclado y una partitura y los versos dispuestos como su pentagrama. Mientras los tres “Arc-en-ciel”, que se guardan en el archivo de Gerardo Diego, cuyos textos conocemos, pero no así los poemas pintados, dejan abierta la intervención para realizar el poema inencontrado. La antigua exposición de Salle XIV del Teatro Eduardo VII de París, de 1922, no tendría ecos sino en las exposiciones, en 2001, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid, y que el mismo MNCRS organizó en la sala de exposiciones de la Telefónica, en Santiago. Al mismo tiempo se publicó un catálogo y una notable carpeta en folio de diez serigrafías.
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Todavía es posible destacar la presencia de Huidobro en España profundizada en los homenajes –libros, números monográficos de revistas, exposiciones que se extienden hasta hoy.
Bibliografía Diego, Gerardo, “Larrea traducido”, en Larrea, Juan, Versión celeste (Barcelona: Barral, 1970). Goic, Cedomil, “‘Eramos los elegidos del sol’: la variedad creacionista en la poesía de Vicente Huidobro”, en Anales del Instituto de Chile (2003), p. 365-383. Huidobro, Vicente, Obras completas (Santiago: Zig-Zag, 1964). Larrea, Juan, “Vicente Huidobro en vanguardia”, en Torres de Dios: poetas (Madrid: Editora Nacional, 1982), p. 77-162. Publicado antes en Revista Iberoamericana no 106-107 (Enero-Junio 1979), p. 213-273. Martínez Gómez, Juana, “Chilenos en Madrid. Cronistas de la Guerra Civil (Edwards Bello, Huidobro, Romero y Délano)”, en Anales de Literatura Chilena 8 (2007), p. 111-132. Morales, Andrés, en Huidobro, Vicente, Obra poética (Madrid: ALLCAXX, 2003), p. 1409-1422. –, “La poesía creacionista de Juan Larrea”, en Anales de Literatura Chilena 4 (2003), p. 149-163. Morelli, Gabriel (ed.), Vicente Huidobro, Epistolario 1918-1947 (Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2008). Ortega y Gasset, José, La deshumanización del arte (1925), en Obras completas, t. III (Madrid: Revista de Occidente, 1966). Undurraga, Antonio de, “Teoría del Creacionismo”, en Huidobro, Vicente, Poesía y Prosa. Antología (Madrid: Aguilar, 1957), p. 19-186. Valcárcel, Eva, “Vicente Huidobro y el creacionismo en España”, en Valcárcel, Eva, Huidobro/Homenaje.1893-1993 (La Coruña: Universidad da Coruña, 1995), p. 13-48.
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Zaratustra y la guerra de España Vicente Huidobro a fines de los años 1930 María Ángeles PÉREZ LÓPEZ Universidad de Salamanca
Mientras vivamos juguemos el simple sport de los vocablos Altazor
“El más hermoso juego” es uno de los textos huidobrianos en prosa de mayor interés, que, sin embargo, ha pasado casi desapercibido para la crítica. Huidobro lo publicó en 1940 en la revista Multitud, que dirige desde 1939 Pablo de Rokha, con quien había tenido una amarga polémica en 19351 a propósito de la Antología de poesía chilena nueva de Anguita y Teitelboim (1935), pero con quien firma, junto a Mariano Latorre, Juvencio Valle y Volodia Teitelboim, un “Manifiesto de escritores e intelectuales. Juzgan el momento que vive la República” que se publicó en La Opinión de Santiago en 1936. El cuento habría de esperar casi cincuenta años para ser reeditado, cuando Luis Navarrete Orta lo publicó en Papeles para el Diálogo bajo el título “El hermoso juego”, con una errata ya advertida por Cedomil Goic en su completa “Bibliografía huidobriana” de 2003. Navarrete lo daría a conocer también en la
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Véanse: “La Antología de poesía chilena nueva (Vicente Huidobro responde a Pablo de Rokha)”, en La Opinión [Santiago de Chile] (19 de junio de 1935), p. 3. Este artículo es una respuesta a los artículos de Pablo de Rokha “Marginal a la Antología” y II, III y IV, en La Opinión [Santiago de Chile] (10, 11, 12 y 13 de junio de 1935 respectivamente). “Respuesta a la carta de Pablo de Rokha”, en La Opinión [Santiago de Chile] (1 de julio de 1935), p. 3, que contesta la carta de Pablo de Rokha: “Carta al poeta Vicente Huidobro”, en La Opinión [Santiago de Chile], 23 de junio de 1935, p. 3. “A Pablo de Rokha para siempre y hasta nunca”, en La Opinión [Santiago de Chile] (6 de julio de 1935), p. 3, que contesta a “El término de una polémica literaria. Punto y aparte a Huidobro” de Pablo de Rokha, en La Opinión [Santiago de Chile] (3 de julio de 1935), p. 3.
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Obra selecta que coordinó para la editorial Ayacucho en 19892, con una interesantísima nota preliminar que detalla el recorrido seguido por el cuento, que había estado en poder precisamente de Juan Luis Martínez, uno de los grandes neovanguardistas chilenos, quien en La poesía chilena (Santiago: Archivo, 1978) había firmado el acta de defunción de la vanguardia de su país. A partir de ahí, el texto ha sido editado en varias ocasiones3 pero su potencial de significado permanece intacto. En el contexto de la lucha dialéctica entre capitalismo y comunismo que había ido tensando la larga década de los años 1930, Huidobro propone un narrador en primera persona hastiado del trabajo en una oficina salitrera que inventa un “hermoso juego”: el que surge de las asociaciones arbitrarias y permite la entrada de la “libertad más absoluta”, según sus propias palabras4. Varias cuestiones merecen ser resaltadas de inmediato: la primera a la que quiero referirme es la presencia temprana del hombre alienado, fuera de sí, que puede ser engullido por la feroz máquina de producción capitalista (aunque sea un capitalismo periférico) y se rebela creando un lenguaje disparatado. Es precisamente el lenguaje el que articula la rebeldía y su intensidad atraviesa todas las esferas posibles: el empleo de la ironía, de modo que el capataz francés necesariamente ha de llamarse Monsieur Dupont, los juegos de palabras que permiten procesos de ambiguación y desambiguación (como cuando Dupont establece relaciones sinonímicas entre “capitalista” y “persona decente” o cuando afirma el narrador: “El peso de la decencia se medía por el peso de los pesos. La altura de la decencia se medía por la altura de los cheques y su anchura por la anchura de los billetes”), el uso de la sinécdoque y de la hipérbole (“mis bostezos tenían la dimensión de la oficina, único caso comprobado en que el contenido ha igualado al continente. ¡Qué bostezos aquellos con ocho sillas, tres mesas, libros, tinteros y mapas adentro!”), el empleo de la paronomasia, enfatizada por la ausencia de puntuación (“adiós naipes sucios adiós solitarios y soliloquios”), la presencia de enumeraciones dislocadas y en especial, la desautomatización del lenguaje, lexicalizado en el conocido dicho “Grattez le Russe et vous trouverez le Tartare”, “raspad al ruso y encontraréis al tártaro”, que el narrador transforma en dos larguísimas series a las que volveré más adelante. El proverbio “Grattez le Russe et vous trouverez le Tartare”, atribuido al político francés Joseph de Maistre (1753-1821) y a su coetáneo 2 3 4
En esa ocasión, Navarrete lo incluye dentro de la sección “Artículos, entrevistas y manifiestos” (350-355), lo que impide atender a la naturaleza narrativa del texto. De ellas quiero destacar su inclusión en el volumen que recopiló José Alberto de la Fuente con el título Vicente Huidobro. Textos inéditos y dispersos, 179-182. Cito por la Obra selecta arriba reseñada.
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Napoleón Bonaparte (citado en Yapp: 712), puede encontrarse reformulado en diferentes términos: “Grattez le Russe, vous trouverez le Cosaque; grattez le Cosaque, vous trouverez l’ours”5 y también “Grattez le Russe et vous trouverez le barbare” (Legrand: 82). En el ámbito hispánico, Lucio Victorio Mansilla lo empleaba en 1889, en Entre-nos: Vivir es transformarse; pero la transformación, en el hombre, no es nunca tan intrínseca que no sea aplicable a todas las razas o pueblos el conocido dicho de: grattez le russe, vous trouverez le cosaque, o como si dijéramos, con el permiso de ustedes, raspad al argentino, y encontraréis al gaucho, con camisa más o menos almidonada, como decía Rivadavia. (Mansilla, 1963: 301)
También lo empleará Rodó en el mismo sentido6 y su presencia ha sido rastreada en numerosos títulos más a lo largo del siglo XX7, aunque resulta particularmente relevante en aquellos contextos en los que la ideología comunista o anticomunista cobraba fuerza8. Así precisamente es como lo emplea Huidobro, pero dotándolo de la libertad sin límites y el ludismo desacralizador con el que cimienta su interés: Monsieur Dupont entró a la oficina más taciturno que nunca. Se diría que adivinaba la alegría que iba a nacer aquella tarde. Prorrumpió entre dientes y de mala gana: “Raspad al ruso y encontraréis al tártaro”. Yo sentí un estremecimiento como un golpe eléctrico, una luz súbita me llenó el cráneo y sin saber cómo ni por qué cogí un lápiz y escribí automáticamente: Raspad al ruso y encontraréis al tártaro. Raspad al tártaro y encontraréis la salsa. Raspad la salsa y encontraréis al buque. A medida que iba escribiendo reía nerviosamente, me mordía los labios al fondo de una selva encantada. Raspad al ruso y encontraréis al tártaro. Raspad al tártaro y encontraréis la salsa. Raspad la salsa y encontraréis al buque. Raspad al buque y encontraréis al inglés. Raspad al inglés y encontraréis la langosta. Raspad la langosta y encontraréis al americano. Raspad al americano y encontraréis al ternero. Raspad al ternero y encontraréis al alemán. Raspad al alemán y encontraréis la flauta. Raspad la flauta y encontraréis al mono. Raspad al mono y encontraréis al fraile. Raspad al fraile y encontraréis al banquero. 5 6 7 8
“Scratch a Russian and you find a Tartar” (Speake, The Oxford Dictionary of Proverbs). “La guerra a la ligera VI. La voz de la estadística” de “Escritos sobre la guerra de 1914”, Obras completas, 1957, 1166. En fechas próximas al texto huidobriano, en Basaldúa. Así lo citará Falcionelli.
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Raspad al banquero y encontraréis al perro. Raspad al perro y encontraréis al amo. Raspad al amo y encontraréis al lobo. Raspad al lobo y encontraréis al general. Raspad al general y encontraréis al conejo. Raspad al conejo y encontraréis la luna. Raspad la luna y encontraréis la tumba. Raspad la tumba y encontraréis al mar9. Raspad al mar y encontraréis al hombre. Raspad al hombre y encontraréis la puerta.
La larga serie, articulada sobre numerosas formas de repetición que la convierten en una letanía lúdica y por momentos, hacia su final, absurda (cuando se debilita o pierde el vínculo semántico que podía establecerse entre los complementos de cada frase y a su vez entre los sustantivos encadenados), da lugar a las isomorfías sintácticas que conforman el “juego del Tártaro”. Éste se extiende entre todos como una “epidemia”, un “vicio invencible” que alcanza a todas las clases sociales y concluye en el paroxismo final, el grito de guerra lanzado por el texto: Raspad al ruso y encontraréis al tártaro. Raspad al tártaro y encontraréis al tiempo. Raspad al tiempo y encontraréis la barba. Raspad la barba y encontraréis al francés. Raspad al francés y encontraréis al queso. Raspad al queso y encontraréis al chino. Raspad al chino y encontraréis al río. Raspad al río y encontraréis al artista. Raspad al artista y encontraréis al peluquero. Raspad al peluquero y encontraréis al drama. Raspad al drama y encontraréis la estrella. Raspad la estrella y encontraréis la piedra. Raspad la piedra y encontraréis al español. Raspad al español y encontraréis la parada. Raspad la parada y encontraréis al alemán. Raspad al alemán y encontraréis la máscara. Raspad la máscara y encontraréis al japonés. Raspad al japonés y encontraréis al loro. Raspad al loro y encontraréis la flor. Raspad la flor y encontraréis el dúo. Raspad al dúo y encontraréis al italiano. Raspad al italiano y encontraréis el color. Raspad el color y encontraréis al clima. Raspad al clima y encontraréis la mariposa. Raspad la mariposa y encontraréis la muerte. 9
Recordemos que en la lápida de Huidobro, en Cartagena, puede leerse frente al Pacífico: “Abrid la tumba; al fondo de esta tumba se ve el mar”.
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Raspad la muerte y encontraréis la sonrisa. Raspad la sonrisa y encontraréis al árbol. Raspad al árbol y encontraréis el paraguas. Raspad el paraguas y encontraréis la jirafa. Raspad la jirafa y encontraréis al ogro. Raspad al ogro y encontraréis las pirámides. Raspad las pirámides y encontraréis al cielo. Raspad el cielo y encontraréis al poeta. Raspad al poeta y encontraréis la tierra.
Mucho más extensa que la anterior, esta segunda serie acentúa la vocación absurdista y surrealizante de la primera y propone imágenes imantadas estrictamente por su sonoridad (la rima asonante en paraguas/jirafa, poeta/tierra, etc.) que debilitan o incluso anulan los lazos semánticos que la primera serie había establecido, con lo que se aproxima mucho más al espíritu altazoriano, en especial a su “Canto VI”, aunque también establece intensos lazos con las comparaciones disparatadas del “Canto III”, con la cuasi infinita serie del “molino de viento” del “Canto V” de Altazor y, como ha señalado Belén Castro Morales (2003: 1521), con “Ronda”, “Más allá y más acá”, “En”, “Canción del huevo y del infinito”, “Fin de cuentas” y algún otro poema de Ver y palpar, pues, en palabras de Cedomil Goic (247), el juego del tártaro es una “letanía en forma de escritura salvaje que tiene antecedentes y consecuentes ulteriores en su obra poética” y arranca, en palabras de Benjamín Rojas Piña, como “juego de juegos en cadena” (Rojas Piña: 292ss.). Al tiempo, el texto nombra este grito como “halalí”10 de guerra11, como el mejor ataque contra el sistema capitalista. Huidobro había publicado su particular Hallali en 1918, en el fragor mismo de la primera contienda mundial. Si en ese libro “Todas las estrellas son agujeros de obuses” ante las que el poeta enciende su cigarro “para los astros en peligro” mientras “en el límite del mundo/ alguien entona un himno de 10
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Su primera acepción es como interjección: “Cri qui marque la victoire imminente du chasseur sur l’animal poursuivi. La meute et le chamois traversent la prairie: Hallali, compagnons, la victoire est à nous! (MUSSET, Coupe, 1832, II, 2, p. 284). Fontainebleau, avec les merveilles de sa grande chasse à courre où deux cerfs, biche et meutes de chiens, dressés, satisfont tout le rêve cynégétique de l’enfance, et certes le mien! Tayaut, hallali: c’est-à-dire bravo! (MALLARMÉ, Dern. mode, 1874, p. 843). − P. métaph. Toute la meute hurle de joie. Hallali! Curée chaude! Picquart aux chiens! Les honneurs du pied à M. le Ministre de la Guerre (CLEMENCEAU, Vers réparation, 1899, p. 477)”. En el “Centre National de Ressources Textuelles et Lexicales”, http://www.cnrtl.fr/ definition/hallali (fecha de consulta: 10 de octubre de 2009). Hallali es el título de una revista digital de estudios culturales sobre la Gran Guerra y el mundo hispánico. En http://www.revistahallali.com/ (fecha de consulta: 13 de noviembre de 2009).
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triunfo”, veinte años después, en la tensa experiencia de la década del treinta, propone un nuevo hallali de corte expresamente social en el que se entona el grito de triunfo porque la guerra la harán las palabras en lugar de las bombas: Una tarde, al caer el sol, Monsieur Dupont se presentó en nuestra oficina. Yo no lanzaba al aire su consabida frase, ya sabía que ella era la diversión de toda la pampa, ya se la habían robado, ya se la habían asesinado en sus mismos labios, ¡los inmundos bolcheviques! […] Apenas Dupont había llegado al medio de la oficina, le hice señas de acercarse a mi mesa, preparé mis cañones, abrí mis trincheras, emplazé [sic] mis ametralladoras, le clavé los ojos en sus ojos y rugió en los aires el gran Halalí de guerra: Raspad al ruso y encontraréis al tártaro. Raspad al tártaro y encontraréis al tiempo.
Si la cercanía con los cortocircuitos de las frases que había propuesto Altazor es tan evidente, más agudo resulta sin embargo el paralelo con las “Tres novelas ejemplares” escritas en colaboración con el artista dadaísta Hans Arp. Quiero detenerme en esta cuestión, porque en “El jardinero del castillo de medianoche” Charles Dupont, es decir, Monsieur Dupont, es el arrendatario del departamento en el que se produce el asesinato que da pie a la hilarante parodia de novela policial escrita a dos manos, y especialmente porque en “La cigüeña encadenada” asistimos a la desarticulación total del lenguaje precisamente por la construcción de un conjunto de homologías que barren cualquier posibilidad de sentido. Los dos narradores, aquí renombrados como “Vicente Arp y Hans Huidobro” o más adelante, como “Huidobro Arp y Hans Vicente”, parodian las novelas de corte histórico –no en vano el subtítulo de la suya es “Novela patriótica y alsaciana”– y proponen un lenguaje cero que obliga a constantes procesos de desambiguación. No desatendamos el hecho de que las Tres inmensas novelas (en las que se incluyen las ya citadas novelas ejemplares y los “Dos ejemplares de novela”) se publican al comienzo de este lustro intensísimo para la prosa huidobriana. En 1939, al cierre del periodo y de la guerra española, se publican sus “Cuentos diminutos”, un apasionante conjunto de tres microrrelatos con los que Huidobro abre la ficción de mínima extensión para su país y en 1940 “El más hermoso juego”, cuya potencia todavía nos deslumbra. En ese mismo lustro Huidobro ha redactado numerosos artículos sobre la guerra de España: “Conducta ejemplar del pueblo español”; “El momento español”; “España de la esperanza”12; “Jaime Miravilles”;
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Frente Popular [Santiago de Chile] (12 de octubre de 1936), 2. Leemos: “el pueblo español se alzó como un volcán rugiente para defender sus derechos y la libertad re-
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“Con España, con su gobierno y con su libertad están los intelectuales chilenos”; “Es necesario crear una gran movilización del pensamiento democrático en favor de España”; “Por los leales y contra los desleales”; “Un planeta de dinamita”; “Carta a César Vallejo” –que me interesa porque supone la respuesta al artículo de Vallejo “Los intelectuales españoles ante la insurrección fascista” y en ella Huidobro sale en defensa de Miguel de Unamuno por considerar que su temperamento contradictorio explica su adhesión a la causa del alzamiento militar, aunque lo define como “el primer muerto de la revolución española”13–; “La fuga italiana”; “La tragedia de Marañón”; “Vicente Huidobro habla desde Madrid”; “Triunfo de la República es seguro y próximo”; “El pueblo vencerá en España”, “Optimismo”; “Estoy con toda mi alma con el pueblo español”; “Vicente Huidobro y los niños españoles”; “Indalecio Prieto” o “Carta a Roosevelt”. Ha publicado también los poemas “España” y “Pasionaria” en El mono azul y Hora de España respectivamente. Su implicación en la contienda lo lleva a Valencia en 1937 para sumarse a la causa republicana: participó en el segundo congreso de intelectuales para la defensa de la cultura y se trasladó a varios frentes: el de Madrid, el de Aragón con las tropas de Líster, en un recorrido que sus biobibliógrafos han seguido atentamente. El periodo, estudiado de manera expresa por Andrés Morales14, no está exento de interés para nosotros en este momento porque en mi opinión, Huidobro articula una prosa rupturista con el canon realista-naturalista que ha dominado la década anterior de modo que las declaraciones de corte revolucionario que ha estado expresando incendiariamente en la prensa de la época movilizan el lenguaje narrativo y lo atraviesan dando lugar a una propuesta estética revolucionaria que hace estallar los corsés del lenguaje. Recordemos aquí brevemente la vinculación de Huidobro con España: la publicación en 1918, en Madrid, de El espejo de agua y de Tour Eiffel, Hallali, Ecuatorial y Poemas árticos, el surgimiento del ultraísmo y la polémica de la precedencia que va a desatar, el hecho de que Cansinos-Asséns lo presentara en el Ateneo de Madrid en 1918 como “una
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cién conquistada. Ese pueblo ha gritado por la más encendida de sus gargantas: España prefiere morir de pie antes que vivir de rodillas” (el subrayado es mío). René de Costa señaló, en el número de la revista Poesía dedicado a Huidobro en 1989, el primer contacto entre ambos, que tuvo lugar en París en 1924. Además, De Costa publicó en ese monográfico el borrador de una carta escrita por Huidobro a Juan Larrea el 24 de septiembre de 1947, en la que reflexionaba acerca de la figura de don Miguel. Por mi parte, completé esa información en el artículo “Castillos de palabras…”, 141-146. “Huidobro en España”, 1409-1422. Con el mismo título había publicado Gloria Videla un artículo en el monográfico que dedicó a Huidobro la Revista Iberoamericana en 1979, pero en su caso, se centró en el periodo comprendido entre 1916 y 1921.
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especie de Mesías de una nueva era literaria” (citado por González Ruano, 69), pues contribuyó a dinamizar el ambiente literario madrileño, quizá permitan releer el retrato que de él escribió González Ruano: “Vicente Huidobro es un nombre relevante e imprescindible. Entre nosotros sirvió de auténtico Cristóbal Colón de unas Indias poéticas francesas, que nadie aún había descubierto” (González Ruano: 69). Este “agente viajero de la poesía”, como lo ha llamado de modo sugerente David Bary, que de algún modo aspira a ocupar simbólicamente el lugar dejado por Darío tras su muerte en el 16 –año de su primer viaje a Europa–, establece además relaciones importantísimas con la cultura española. Uno de sus momentos álgidos es Mío Cid Campeador, la novela-film que publica en Madrid en 1929 y cuyos elementos humorísticos son muy notables. Éstos se acrecientan y cargan de sentido en ese texto lúdico y arrasador para con el propio lenguaje, “El más hermoso juego”, en el que Huidobro nos invita a repensar su relación tanto con el contexto europeo del momento –en particular con la contienda española, en la que se está peleando por la libertad más absoluta– como, de modo especialmente complejo, con las propuestas dadaísta y surrealista. En “Manifiesto tal vez”, del año 1924, Huidobro había afirmado con rotundidad: “Nada de poemas tirados a la suerte; sobre la mesa del poeta no hay un tapete verde. Y si el mejor poema puede hacerse en la garganta, es porque la garganta es el justo medio entre el corazón y el cerebro”. Y en “Manifiesto de manifiestos”, del año 25, había defendido el dadaísmo por hacer “un papel absolutamente necesario y bienhechor en un momento determinado en que era preciso demoler y luego despejar el terreno” para después atacar con dureza el surrealismo por considerar que “El automatismo psíquico puro –es decir, la espontaneidad completa– no existe. […] Sois víctimas de una apariencia de espontaneidad” (Huidobro, 1976: 752 y 722-723). Sin embargo, en la década de 1930 se produce la apertura de Huidobro hacia dadá y los temas y formas surrealizantes15: cuando en “El más hermoso juego” leemos que el narrador “sin saber cómo ni por qué” cogió un lápiz y escribió “automáticamente”, o más adelante, cuando el oficinista rebelde nos cuenta cómo se va transformando el juego, la puerta que cede paso al azar y la arbitrariedad (cadáveres exquisitos incluidos) se ha abierto por completo: 15
Véase Barón: 67-83.Ya en 1924 contaba, para el tercer número de la revista Création, con algunos destacados colaboradores surrealistas, a lo que hay que añadir varios poemas publicados entre 1925 y 1926, Tres inmensas novelas, el cuento que estamos estudiando o la fascinación por ciertos personajes sombríos, como Cagliostro o Gilles de Raiz –obra de teatro publicada precisamente a instancias de Breton que he estudiado en “Dramaturgia y modernidad…”, 163-175.
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Primero jugábamos al Tártaro individualmente, cada uno por su cuenta y luego nos leíamos lo que habíamos escrito. Más tarde lo jugamos los tres en compañía, dictando una frase cada cual. Por último, lo jugamos escribiendo cada uno su frase y doblando el trozo de papel con frase escrita, para que el otro no supiera el contenido de la frase anterior. Así entraba la libertad más absoluta, metía su mano el azar en medio de nuestro juego, y el resultado, que luego leíamos en alta voz, era cada vez más maravilloso.
Antes me refería a la redacción a dos manos de las “Tres novelas ejemplares” junto con el dadaísta Hans Arp. No quiero dejar de mencionar ahora que lo que singulariza “El más hermoso juego” es la articulación de una encrucijada finita para una cuestión que es infinita: si en Huidobro toda la década de 1930 articula en prosa la construcción de sujetos totales (cerrábamos la década anterior con Mío Cid Campeador y recorremos la del 30 con títulos como Cagliostro, La próxima, Papá o el diario de Alicia Mir y Sátiro o el poder de las palabras), lo que perfila un rostro propio para el protagonista de “El más hermoso juego” es que la lucha entre contrarios (total/parcial, vida/muerte, creación/mimesis) se constriñe a las grandes ideologías de la modernidad (capitalismo/marxismo, o en el texto capitalista/bolchevique, capataz/oficinista, etc.) para hacerlas estallar a través del lenguaje. Y creo necesario leer ese estallido precisamente tras la guerra de España y en el inicio dramático de la Segunda Guerra Mundial, en la que Huidobro participará como corresponsal de los aliados. Para ahondar en esa tensión, propongo que nos permitamos una pirueta tan arriesgada como el juego del tártaro huidobriano, que consiste en recordar otro “hermoso juego”, el que detalla Borges en “La doctrina de los ciclos”16, uno de sus ensayos sobre el Eterno Retorno de Nietzsche, de Historia de la eternidad (1936), en el que remite al científico Georg Cantor y su “heroica teoría de los conjuntos” para concluir que “el roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra” (Borges, 1992, I: 421). El mismo calificativo elegido por Huidobro para el juego del tártaro lo había propuesto Borges para el juego de Cantor. En este último, el juego implica la fundación de la matemática moderna al formalizar la noción de infinito: serán las investigaciones de Cantor sobre los conjuntos infinitos las que permitan proponer los números transfinitos, y las que, en el ensayo de Borges, permiten cuestionar otro “hermoso juego”, el de Zarathustra. Como dice el texto del argentino, “Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un Regreso queda vencida”. A Cantor le debemos 16
Se publicó en Sur, no 20, (mayo de 1936), p. 20-29. Recogido en Historia de la eternidad (Buenos Aires: Viau y Zona, 1936, donde se da como fecha de “La doctrina…” el año 1934).
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precisamente el descubrimiento de que el infinito tiene varios tamaños, o mejor dicho, que existen varias clases de infinitos y unos son mayores que otros. Como ha comentado Stanley Burris, profesor emérito de matemáticas en la Universidad de Waterloo, “la idea de que algo pudiera ser ‘más grande que el infinito’ supuso realmente un logro”: “Teníamos el principio aritmético, pero a nadie se le había ocurrido hacer una clasificación interna del infinito; antes de eso simplemente pensábamos en él como un único objeto”17. Si bien no son infinitas las combinaciones que podría proponer Huidobro en su juego del tártaro, porque no son infinitos los términos que entran en juego (sustantivos que designan personas pero también animales, objetos, etc.), parecen querer agotar todas las posibilidades de significado al anular cualquier posibilidad de significado. Apenas quedan hilachas de sentido y el salto de un término a otro es un salto en el vacío, sin asidero alguno, como si el que emitiera ese discurso fuese el ángel salvaje que cayó una mañana en nuestras plantaciones de preceptos18. Por otro lado, el texto de Borges, publicado en Buenos Aires por Viau y Zona el año 1936, pone además el énfasis en otro “hermoso juego”, el de Zarathustra, de quien es hijo legítimo el altazor huidobriano: “Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor”. La filiación nietzscheana del poema de Huidobro ha sido trabajada en profundidad por la crítica y dio lugar al genial discurso de (anti)homenaje con el que Nicanor Parra quiso recordar el centenario de su compatriota: “Also sprach Altazor”, un “Así habló Altazor” que venía a reescribir el Also sprach Zaratustra, Así habló Zaratustra de Nietzsche y a considerar los vínculos estrechísimos entre estos dos protagonistas (véase Carrasco, 2007). A mi parecer, será el segundo lustro de los treinta el que sitúe esa vocación de infinito en una encrucijada que me permito llamar finita: la de la Guerra de España. En el 36, en La Opinión de Santiago, había escrito Huidobro: “En estos momentos de vértigo todo gira en torno al remolino de España que amenaza con tragarse al mundo entero. El problema está planteado para toda la humanidad. Los campos están ya bien claramente delimitados: democracia y fascismo” (“Un planeta de dinamita”). Y un año más tarde escribía, también en La Opinión de Santiago: No logré el honor de ser un soldado español. Cada vez que pedí y rogué ser enrolado como comisario en algún regimiento se me respondió más o menos lo mismo. Enrique Lister, el jefe de la II División, cuando le pedí me enrola17 18
En http://www.maikelnai.es/2007/07/24/extrano-pero-cierto-el-infinito-tiene-variostamanos/ (fecha de consulta: 7 de noviembre de 2009). Tal como Altazor.
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ra como comisario en uno de sus regimientos me respondió: “En el mundo hay pocos poetas y muchos soldados. Tu deber es escribir sobre España”. Cuando me ofrecí a Gustavo Durán, el gran músico, amigo desde años y que es hoy coronel y jefe de una división, me respondió: “Como soldado, no. Te ofrezco en cambio la dirección del periódico de mi división”. Y cuando, por último, acudí a rogar a Álvarez del Vayo me dijo: “Se lo agradezco conmovido, pero ya han muerto muchos intelectuales por nuestra causa, y nosotros defendemos la cultura. Ud puede sernos más útil haciendo lo que ya ha hecho, hablando por radio a América, a Francia, hablando en el frente a nuestros soldados, escribiendo la verdad sobre nuestra guerra, diciendo por donde pase lo que ha visto y cómo el pueblo español lucha y se defiende contra el fascismo y la brutalidad sanguinaria que Ud. ha podido ver y palpar. (“Optimismo”)
Me pregunto, precisamente, si “El más hermoso juego” no sería una respuesta literaria a esa contienda dramática y, por tanto, la apuesta huidobriana por el estallido de lo finito para alcanzar, al menos en el territorio de la ficción, el infinito perseguido.
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Amor y desavenencia de Gabriela Mistral con España Sergio MACÍAS BREVIS Embajada de Chile en España
No era fina, tampoco una santa. Eso sí, rigurosa en el lenguaje y casi mística. Esta nortina de valles fértiles y de largo recorrido por las angosturas secas y lluviosas de Chile y Latinoamérica, vivió en España desde el treinta y tres hasta casi fines del treinta y cinco, gozando de la lectura de los grandes maestros espirituales que llevaba en el alma. A Santa Teresa, la leía en Ávila, a Luis de Góngora, en Salamanca, y a San Juan de la Cruz, en Segovia. No había en ella nada de hipocresía, sino autenticidad. Pero por su franqueza y criticar a la sociedad la denostaban. Tenía admiradores como Luis Rosales, quien afirmaba que sólo por la calidad de sus Recados le daría el Nobel (Pereira Rodríguez: 80). Pero ya lo había obtenido por su Desolación, que clamaba desde sus huesos la vida dolida y la muerte. Por su Ternura, con impresionables arrullos de infancia y rondas que aún se cantan en los colegios. Y su Tala, donde ahonda en las raíces de su continente. Muy pocos libros y ya en el podio de los célebres, y para qué más cuando contenido y calidad sobran. Se lo otorgaron en mil novecientos cuarenta y cinco, con apoyo de Ecuador y otros que se sumaron. Desde entonces, ninguna fémina lo ha logrado en lengua española. Es decir, en el mismo idioma que sembró Alonso de Ercilla por allá en la Araucanía, cuando escribía bajo la sombra de los cóndores y de las pataguas su famosa Araucana, sobre pergaminos y cueros de pumas, entre volcanes, sonidos de trutrucas, cultrunes y olas de sangre derramada por españoles y mapuches sobre la hierba y ríos cordilleranos. A Camilo José Cela le pareció “una mujer subyugante, dueña de una hondísima voz poética, que dejó una gran huella en todo el ámbito literario español” (Cela: 20-21), y no menos a don Miguel de Unamuno, que le gustaba tertuliar con ella en su misma casa de Menéndez Pelayo, frente al parque El Retiro, para engarzarse en acaloradas discusiones sobre los indígenas de su continente que ella defendía volcánicamente, 97
Escritores hispanoamericanos en España
como si fuese la propia pachamama. Creadora de fe inquebrantable y de sentimiento social armonizaba y discutía con Carmen Conde, a la que le escribió el prólogo a su libro Júbilos, Concha Zardoya, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez y Zenobia, Gregorio Marañón, Consuelo Bergés, Luis Enrique Délano, a quien ella lo llevó a trabajar al consulado, Clemencia Miró, Guillermo de Torre, Victoria Kent y otros. Buscaba la luz en las profundidades de la realidad, para llegar a lo trascendente como fruto de sus lecturas bíblicas. Así, también, Gabriela en Lagar, con sus reflexiones metafísicas y elevaciones espirituales, y en Un viaje imaginario, después llamado póstumamente Poema de Chile, nos entrega su identidad en versos rotundos, modelados como por una alfarera precolombina. Poeta de la soledad, de la muerte y de la ternura terrenal, recoge en la oralidad lo coloquial y las acepciones americanas. En sus obras está lo más viviente de su sentir desgarrado y el misterio de la existencia. No nació en un lecho dorado, sino en la cama dura de la pobreza. Lo primero que hizo al abrir los ojos en 1889, fue apropiarse de la hermosa y exuberante naturaleza que la rodeaba. Más que de Vicuña, de Montegrande parten sus raíces que siempre conservará, así como su sencillez. Y de allí, además, gracias a su hermanastra Emelina, surge su enorme vocación de maestra que la hizo sobresalir como una de las más extraordinarias educadoras del continente. La recordamos como a una gran mujer chilena y universal, cuya creación está unida a la defensa de lo indoamericano y de los débiles. Perteneció a una época de grandes poetas, como: Carlos Pezoa Véliz, que había nacido en 1879, y que acaparaba la atención por una lírica impregnada de sabor popular; Pedro Prado, 1886, que fue el que dirigió el grupo poético de Los Diez, con una literatura apegada al criollismo y, además, con una lírica fina, delicada; Vicente Huidobro, 1893, extraordinario creador por sus imágenes y juegos surrealistas, fundador del Creacionismo, y Pablo de Rokha, 1894, con un canto tremendista, oceánico, popular, político y volcánico. Mucho más tarde nace Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, en 1904, que será conocido como Pablo Neruda, y que revolucionará inmediatamente el ambiente literario con sus primeros poemas. De vida austera, de carácter franco y directo, escribía apoyándose sobre las faldas corrigiendo una y otra vez sus textos, como lo siguió haciendo en El Retiro, sentada en una banca acompañada de la escritora Concha Zardoya, hija de padres españoles pero que nació en Chile. La que fue su discípula en Santiago y que desempeñó una gran labor cultural en la República, en las bibliotecas populares, era quien le ayudaba a pasar en limpio sus poemas escritos que tenían letra ilegible. Y después, en la misma calle Menéndez Pelayo, a pocos metros de su casa, se tomaban un té en una cafetería que quedaba en una esquina casi frente a la Puerta de América, para seguir hablando de literatura, temas que le 98
Amor y desavenencia de Gabriela Mistral con España
venía muy bien a Concha para sus estudios de filología hispánica. A Gabriela ya la conocían también por sus versos tiernos que los escolares cantaban en las escuelas: “Dame la mano y danzaremos, /dame la mano y me amarás/ Como una sola flor seremos, / como una flor, y nada más…”. Pasados algunos años volvieron a verse en Estados Unidos, y Concha murió sola como su amiga en Madrid, en el año dos mil cuatro, conservando en su poder una valiosa correspondencia entre ambas. Fue Gabriela Mistral el primer Premio Nobel de Literatura que se otorgó en Latinoamérica, en 1945, y también la primera mujer chilena nombrada cónsul en 1932. Poseedora de una escritura única y sencilla, admiradora de Rubén Darío y José Martí, a la que le publicaron en Madrid su obra Ternura, y la que donó los derechos de su libro Tala a los niños desvalidos de la guerra civil española, es la que debió salir apresuradamente de su España admirada y criticada. Tuvo que hacerlo con apenas dos maletas hacia Portugal, en un plazo de cuarenta y ocho horas y no más, según orden del Ministerio de Relaciones Exteriores por escribir comentarios sobre este país más allá de lo debido. La destinaron a Portugal, porque ella desde hacía tiempo lo estaba pidiendo, pero el traslado resultó por un incidente que no olvidará jamás y no por la puerta grande como quería. La historia de Gabriela en su relación con España comienza mucho antes de que llegara a desempeñarse como Cónsul. Por de pronto, tuvo la suerte de que su primera obra inédita fuera a parar a manos de un profesor español que cumplía sus funciones en Estados Unidos, Federico Onís. En una conferencia que éste da sobre la poesía hispanoamericana la destaca y, luego, a través del Instituto de las Españas publica su libro. Esto fue un gran aliciente para Gabriela, a lo que se agrega su visita a ese plantel en Nueva York, después de cumplir su contrato con el gobierno de México para colaborar con la reforma educacional. Ofreció conferencias y recitales con gran aceptación. Otro factor que la incentiva es el comentario que escribe posteriormente Onís en la Antología de la poesía española e hispanoamericana, que se editó en Madrid, en 1934: En todo cuanto hace revela una superioridad natural, y en todo lo que toca deja una huella profunda. Se mueve con un aire de reposo y serenidad intemporales. Hay algo doliente en su voz, inmutable y como si viniera de lejos, y hay también matices de aspereza y bondad difíciles de imaginar. La triste contracción de sus labios puede resolverse en una sonrisa de infinita dulzura. Después de volcar en unos pocos poemas la tristeza de su desolación interior, esta alma, tremendamente apasionada, grande en todo, ha colmado el vacío con su interés por la educación de los niños, la redención de los oprimidos y el destino de los pueblo hispánicos. Todo esto no es en ella sino una forma expresiva de la emoción fundamental de la poesía: un insatisfecho anhelo maternal, que es al mismo tiempo instinto de mujer y religiosa aspiración a la eternidad. Las fuentes de su arte literario, próximas y aparentes, carecen de importancia si se las compara con el alcance e intensidad de 99
Escritores hispanoamericanos en España
su pasión, que siempre encuentra, mediante cierto sutil y secreto proceso, la expresión verbal exactamente justa, cuyo sabor es el más íntimo y universal de la lengua castellana. (Pereira Rodríguez: 80)
Además, su presencia literaria en España se da en 1923, cuando la editorial Cervantes de Barcelona la incluye en la Antología Las mejores Poesías, con prólogo de Manuel Mantolín. En seguida, el viaje que realiza a Europa es otro motivo fundamental de su vinculación con este país, que visitó por unos meses, desde 1924 hasta 1925. Se hospedó en la Residencia de Señoritas de Madrid, cuya directora era María de Maeztu, que le cursó invitación debido al bagaje literario que ya poseía, sobre todo con Desolación y con la publicación en Madrid de Ternura, en 1924, y por su destacada labor pedagógica realizada en Chile y México. Ofreció conferencias y recitales muy aplaudidos. En representación del Pen Club de Madrid le ofrece un homenaje Enrique Díez-Canedo que la elogia, al que se agrega Eduardo Marquina con unos sentidos versos ante una audiencia que empezaba a considerarla en la dimensión del nicaragüense, príncipe de las letras castellanas, Rubén Darío. Gabriela no era mujer que perdiera el tiempo, aunque se quejara todos los días de sus dolores a los huesos porque el clima de Madrid le hacía pésimo. Su artrosis no le impedía leer, escribir y redactar artículos para periódicos, ni tampoco viajar como lo hizo en aquellos años, por ejemplo a Barcelona donde se sentía muy a gusto, porque Cataluña le agradaba, a diferencia de Neruda. También mostró su agrado por el País Vasco y por Andalucía. En la isla de Mallorca está tres días que aprovecha para admirar el paisaje con almendros y olivares, visitar pueblos y no sólo iglesias o su catedral, sino también la tumba de Ramón Lulio o Ramón Llull, ese gran filósofo, predicador cristiano, poeta y teólogo catalán que lo lee en una plaza que la llenan los aldeanos. También recuerda a su gran maestro Darío, que allí bebió bastante vino mallorquín con gran alegría, pero conservando en el rostro su tristeza india. Y a Chopin y Jorge Sand que dejaron sus huellas por esas hermosas tierras. Luego atravesará Castilla, una tierra seca y cansada de que la aren y le de el sol. Se refiere al Escorial, al maravilloso Patio de los Arrayanes, recordando la descripción que hiciera Azorín. Estará doce días en Madrid y, además, verá Ávila, el lugar de su santa que la embelesa para seguir a Segovia, a hundirse en su misticismo cuando entra en el convento de Juan de la Cruz (Vargas Saavedra, 2002). Cuando regresa a Chile da conferencias sobre su estadía en España, y con un cierto espiritualismo pedagógico alaba a las destacadas mujeres que la atendieron y homenajearon. España la atrae y afirma que le gustaría algún día vivir para siempre en ella, pero el hombre propone y la muerte dispone. Terminará su existencia en 1957, en Nueva York, enferma y lejos de su patria. 100
Amor y desavenencia de Gabriela Mistral con España
Volvió a España en 1928, en representación de su país y de Ecuador, en el XII Congreso de la Federación Internacional Universitaria, a pesar de carecer de título académico y de haberse ido de Chile expresando su amargura y contrariedad con su gremio por la forma indigna como la trataron. En Madrid la atiende el primer embajador de Chile, Emilio Rodríguez Mendoza. Esta nueva visita le sirvió para tomar contacto con personajes de la intelectualidad española, especialmente con los de la generación del noventa y ocho y dar un recital en el Ateneo. Además, se tuvo que dedicar al periodismo y esta faceta es interesante, porque no le surge inesperadamente o por necesidad económica, aunque también lo hizo para salvarse de situaciones difíciles. Escribe desde temprana edad en periódicos utilizando los seudónimos Soledad, Alguien, Alma. Comprendió que su nombre verdadero: Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga era demasiado largo para sus fines literarios. Con quince años ya le publicaban en periódicos como El Coquimbo, La voz de Elqui, luego en La Reforma y Penumbras. En Madrid será en el ABC, La Esfera, Blanco y Negro y El Sol, y en otros de habla hispana, como El Mercurio de su país, La Nación de Buenos Aires, El Tiempo de Bogotá, El Universal de Caracas. En un comienzo con sus seudónimos Soledad y Nadie da a entender su forma de ser, esto es, de una mujer solitaria que quiere pasar inadvertida. Con el otro, Alguien, nos refleja la modestia de una persona que no desea llamar la atención y con Alma, su acentuada espiritualidad. Finalmente busca el nombre de Gabriela Mistral, con el que se le conocerá durante toda su vida, por su admiración a Frédéric Mistral, otros dicen a Gabriel D’Anunnzio, y algunos al viento que con dicho nombre le gustaba que la despeinara. Sin embargo, debe firmar como Lucila Godoy, porque legalmente no ha hecho rectificación, y así aparece en los documentos que emite en el consulado de Chile en Madrid, adonde llegó en 1933 con cuarenta y cuatro años a reemplazar al Cónsul Víctor Domingo Silva, también poeta y que había sido jurado en el famoso concurso de los Juegos Florales en Santiago, que ella ganó en 1914, con sus Sonetos de la muerte1. Su nombramiento no pasa inadvertido, como lo señala el consejero de la embajada de Chile en Madrid, Carlos Morla Lynch: “los periódicos publican la designación de Gabriela Mistral como Cónsul en Madrid” (Morla Lynch: 356-357). Veamos cuál es la impresión de este diplomático sobre ella: La esperamos con curiosidad y emoción. Es un personaje sensacional… Me produce una magnífica impresión de monumento oriental o de sacerdotisa hindú. Tiene una espléndida cabeza de guerrero indómito, cuya época y na1
Los Sonetos de la Muerte fueron publicados en Álbum Literario. Los Primeros Juegos Florales de Santiago, compilados por Julio Munizaga. Edición ilustrada sin pie de imprenta y sin numerar, editada posiblemente entre 1915 y 1917.
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cionalidad no determino bien… posee una solemnidad tranquila que impone y una placidez enigmática que desconcierta. Me infunde admiración y respeto. Es insaciablemente inteligente, y cada frase que pronuncia tiene el carácter de una sentencia. A fuerza de considerarse intuitiva y llena de comprensión, es desconfiada y susceptible. Me interesa enormemente, pero también me inquieta. Tiene algo de dictadora; espíritu consistente con tendencias psicoanalistas. Abomina del frío y la sombra y adora el trópico y el sol. Es una palmera de las más espléndidas y hermosas. Defiende al indio y se declara con orgullo descendiente de la raza araucana. No creo que así sea. (Morla Lynch: 356-357)
Por otro lado, el madrileño, escritor y periodista, César González Ruano, la describe en sus Memorias como un sacerdote indio hinchado y tostado. La consideraba retraída y con antipatía varonil en sus ademanes y voz. Dice que cuando le habló sobre Neruda, ella desvió la conversación, como si hubiese algo raro con él. En todo caso, no tuvieron casi contacto y González Ruano terminó sus días adaptado al régimen franquista, y Gabriela con el juramento de no pisar más tierra española mientras Franco gobernara. Ella se instala en un edificio de la calle Menéndez Pelayo, número once, frente a las arboledas de El Retiro. Actualmente no es la misma casa porque numerosos edificios debieron ser reconstruidos a causa de la guerra civil, pero el margen de error es mínimo. Se piensa que puede haber vivido en el segundo piso, pero otros dicen que estaba en uno más alto, quizás en el quinto. Según las informaciones recabadas: “En el año 1931, este lugar estaba registrado con el número 11 y 13, como solar sin edificar. Luego se levantó un inmueble que fue donde alquiló Gabriela. Pero la guerra civil destruyó gran parte de la edificación de la calle. En el año 1944 quedó como solar, con los números anteriormente mencionados. También se inició en esta fecha la construcción de un edificio de ocho plantas. Posteriormente se le atribuyeron a esta vivienda los números 11 y 11 duplicado. En años posteriores se le dio la numeración de 11 y 13. En el año 1949 volvieron a aparecer la numeraciones 11 y 11 duplicado, y desde entonces sigue sin variación. Después Gabriela se fue a vivir hasta el mes de septiembre de 1935 a la ciudad Lineal, calle Sánchez Díaz, 5, alejada del centro” (Macías Brevis: 101), lugar que en ese tiempo quedaba en las afueras y era casi campo. El comienzo de su vida madrileña fue grato, aunque difícil por la escasa remuneración que percibía como consulesa, pues debía escribir artículos para la prensa y dar conferencias para tener un dinerillo extra, de lo que hay testimonio por las cartas que enviaba a su amigo Pedro Aguirre Cerda y al Ministerio. “Yo he recibido… una oficina en estado de cesto de papeles, o cesto peor, y estoy atascada en el trabajo de poner al día un archivo de dieciocho años. Como no hay dinero, no hay empleado, y sólo me hago ayudar en las mañanas; añada mi trabajo de 102
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periódicos, porque esto da muy poco” (Morales Benítez: 386). Nada sabemos del sacrificio que debe haberle costado su sobrino Juan Miguel Godoy Mendoza, llamado Yin Yin, para darle educación, vestirlo y alimentarlo en Madrid. Se hizo cargo de él cuando tenía meses y ella pasó a ser su madre. Hecho que le significó llevar una vida sin bohemia literaria como la de Neruda en esos mismos años que coincidieron en Madrid. La venezolana María Edilia Valero la recuerda: ¡Oh tardes de Gabriela Mistral, en la avenida Menéndez y Pelayo! ¡Cómo vivís en mi memoria! Al evocar estos recuerdos, veo a Gabriela Mistral en actitud hierática, majestuosa, inconfundible, rodeada de amigas, admiradores e intelectuales que de todas partes acudían a visitarla. De esto sabe mucho Rómulo Gallegos, por quien Gabriela siente gran admiración. Una vez me decía don Miguel de Unamuno, uno de los más asiduos a las tertulias gabrielinas: “La casa de Gabriela me hace la impresión de que estamos en la cacharrería del Ateneo: allí se habla de literatura, ciencias y artes, y hasta del diablo, si es que hay diablo”. Pero a mi parecer, donde los amigos de esa gran mujer disfrutábamos de su maravilloso ingenio, era el del confidencial saloncito donde todos apurábamos encantados el té, mientras Gabriela tomaba sorbo a sorbo su imprescindible mate con tal gesto espontáneo y personal, que a mí me daba la impresión de estar delante de un ídolo asiático. Oía ella las conversaciones inspiradas en distintos temas, dejando caer, fina y sutil, la puntería certera y cortante de la ironía, que en sus labios era rictus interrogante, otras enigmático, y las más, de travieso e ingenioso humorismo, como para hacer inolvidables aquellas tardes. (Martínez y Mejías: 95-96)
Diferente era la manera de hacer tertulia Gabriela Mistral, si se compara con su compañero de letras Pablo Neruda. Éste, además de tertuliar en su “casa de las flores”, ofreciendo generosas poncheras de vino, salía a recorrer bares y tabernas con sus amigos de la generación del 27, como el Café Pombo, la Casa Manolo y la Cervecería de Correos. Gabriela era austera, Pablo desmedido. Ella tomaba té o mate, él no desdeñaba el alcohol. Pablo gozaba con las anécdotas y le gustaba disfrazar a sus amigos en un ambiente de jolgorio, en cambio Gabriela se mantenía seria en las conversaciones para sacar provecho de ellas. No le importaba romper ciertos temas, tampoco con personas que no le caían bien, como los aristócratas: Gabriela súbitamente destemplada por el ambiente mundano que se iba creando, se puso de pie y efectuó una soberbia retirada, atravesando el salón solemnemente sin despedirse de nadie. La mencionada dama aristocrática se alzó a medias de su asiento para darle la mano…, pero el ademán quedó en suspenso. –No se moleste– le pidió Gabriela, deteniendo el gesto. Y, sin más, pasó de largo, con una dignidad insuperable. (Macías Brevis: 102)
Trabajaba más que Neruda en el consulado, cumpliendo un horario que se había señalado. Pablo descansaba en Délano que era canciller, y desde que se enamoró de la argentina, pintora e ideóloga Delia del Carril 103
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también pasaba menos en casa. Gabriela era hogareña porque no podía descuidar a su Yin Yin. Gabriela al revés del poeta sureño se sentía cercana a Barcelona, no quería a Madrid: Sí, aquí estoy –precisa desde el centro de Madrid– más triste de lo que pueda usted pensar. La mitad de mi vida es el mar; la otra mitad, la vegetación. Ambas cosas tenía en la Liguria y en la Campana; ahora tengo un desierto que casi crepita a mis puertas. A medida que envejezco a mi me importa más y más la geografía y menos la historia, el suelo mejor que el habitante… (Mistral: 13)
Pero, curiosamente los dos llevan una existencia similar. Son hijos de clase humilde y poetas. Gabriela siente vocación por la pedagogía y anhela ser profesora. Pablo se desencanta y abandona sus estudios de filología. Tienen una maternidad y paternidad frustrada, pues se les mueren los hijos, ya que Gabriela consideró a Yin Yin como tal. El uno se suicida a los dieciocho años, lo que trastornó a Gabriela, y la otra, Malva Marina, ya huérfana de madre y a quien Federico le dedicó unos versos, fallece por enfermedad en 1942, a los ocho años, estando al cuidado de una familia holandesa que la había adoptado, lejos de Pablo, que nunca más la vio desde noviembre del treinta y seis, cuando se separó de hecho de María Antonia, en el Madrid del comienzo de la guerra. Gabriela y Pablo eligen la carrera diplomática. Logran el cargo de cónsules y por casualidad coinciden sus destinaciones en España. Sin embargo, la admiración que ambos sienten por la creación poética que realizan no les ayuda a juntarse, ni siquiera por ser chilenos, salvo en un comienzo en el hogar de Carlos Morla Lynch. Se respetan desde lejos. Sólo se alaban en sus escritos cuando es necesario. Son antifascistas y se inclinan por la causa republicana demostrando su solidaridad con hechos concretos. Lo que los diferencia, es el cristianismo de ella, que lee continuamente la Biblia, y el ateísmo de él. No obstante ser contemporáneos, los estilos son distintos, así como el tratamiento que dan a sus temáticas. El poeta del sur de Chile no la incluye en su Caballo verde para la poesía, aunque le demostró muchos años antes su admiración en la ciudad de Temuco, y ella le prestó libros de su biblioteca para que madurara su poesía que la encontraba promisoria. Tampoco la tomaron en cuenta Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, para la Antología de la Poesía Chilena Nueva, que publicaron en 1932. Al parecer su condición de mujer y su religiosidad chocaba con los pensamientos más comprometidos políticamente, aunque Gabriela sobresalía por la defensa de los derechos de la mujer, en su lucha por la igualdad con el hombre: “Instruir a la mujer es hacerla digna y levantarla. Abrirle un campo más vasto de porvenir, es arrancar a la degradación a muchas de sus víctimas. Instrúyase a la mujer. No hay nada en ella que le haga ser colocada en un lugar más bajo que el del hombre. Que lleve una dignidad más al corazón por la vida: la dignidad de la ilustración. Que algo más que la virtud 104
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le haga acreedora al respeto, a la admiración y al amor. Tendréis en el bello sexo instruido, menos miserables, menos fanáticas y menos mujeres nulas” (Macías Brevis: 164-165). También se distinguía por ser enemiga de las dictaduras y de la intromisión extranjera, como en el caso de Nicaragua cuando ella defendía a Sandino. Otros de sus enemigos chilenos era Augusto D’Halmar que deseaba su cargo en Madrid, Raúl Silva Castro, y Vicente Huidobro que la mira con menosprecio por no ser más que “una maestra de aldea”. Cuando éste le escribe al poeta Rosamel del Valle, la menciona como: “Esa pobre Mistral, lechosa y dulzona, tiene en los senos un poco de leche con malicia” (Teitelboim: 202). Neruda la visitó en Madrid un breve lapso, pero por interés. Quería a toda costa que ella se fuera de Cónsul a Barcelona para él quedarse en el cargo de ella en Madrid. Lo que consigue una vez que la trasladan. “Tal vez tenga que preparar mi mudanza a Barcelona, si es que ninguna cosa mejor se consigue. Yo pedí a mi Ministerio, y sigo pidiendo, un Consulado de carrera, aunque sea de última clase. Es indispensable. Ahora Pablo Neruda vive en Madrid y tiene su empleo de Cónsul adjunto en Barcelona. Quiere a toda costa, desesperadamente, conseguir este Consulado de Madrid con carácter definitivo. Yo no puedo darle en el gusto de hacer una permuta definitiva, porque sé –de manera confidencial– que es muy probable que lo hagan Consulado de carrera el año próximo. Si así fuese, yo podría permutarlo con otro Consulado en Francia o en Portugal, o en otro lugar cualquiera…” Más adelante expresa: “Tampoco puedo negarme a dar facilidades a Neruda, poeta nuestro por cuya obra yo tengo bastante aprecio. Además hay el hecho de que a mí me gusta Barcelona más que Madrid, que no me gusta nada, y que allá tendría una cantidad más o menos estable de entrada mensual que, sin costear mi vida, me obligaría a gastar de mi bolsillo mucho menos de lo que pongo aquí” (Quezada: 134-135). De su estancia en Madrid también tenemos el testimonio de Carmen Conde que la visitó con una amiga para solicitarle un prólogo: “Subimos un poco trémulas, a su piso de la avenida Menéndez y Pelayo –recuerda la recién nombrada académica de la Real Academia de la Lengua–. Esperamos unos breves instantes en un gabinetito escueto con muebles livianos de casa transitoria. Y apareció Gabriela, con el andar reposado y la estatura prócer de su ascendencia vasca y aymará, toda sonrisa blanca sobre la tez dorada, con el alma en los ojos, ahora era verdad viva la vieja frase: unos ojos magníficos a flor de agua profunda…” (Gabriela Mistral, 1991: 81). Si bien es cierto que su físico impresiona, su conducta no es menos en cuanto a que irradia amabilidad y respeto. Su labor en el consulado fue fecunda y con mucha responsabilidad, a pesar de su escaso sueldo y que debía colocar dinero de su bolsillo para gastos de la oficina. 105
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Como un reconocimiento a su trabajo y relevancia, la Embajada de Chile en España apoyó a través de su embajador Enrique Krauss los proyectos de los que fui autor en los años dos mil cuatro y dos mil cinco. El primero, para que el Anfiteatro de Casa de América en Madrid llevara su nombre. Lo que se cumplió con fecha 20 de septiembre de 2004, cuando la directora, María Asunción Ansorena y el embajador realizaron el rito de desvelar la placa ante numeroso público. El segundo, para hacer lo mismo en la casa de la avenida Menéndez y Pelayo, 11, donde hemos dicho que vivió. Ceremonia que se llevó a cabo el 10 de mayo de 2006, con la participación de la Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, el Ministro de Relaciones Exteriores, Alejandro Foxley, el Ilustre Alcalde, Alberto Ruis Gallardón y el Jefe de Protocolo de la mandataria, embajador Fernando Ayala. El tercero, para que algún establecimiento educacional tuviese el nombre de la Premio Nobel de Literatura. Lo que fue posible al designarse con su nombre al Instituto de Arroyomolinos (Madrid), estando de director Juan José Ordóñez Fernández, y a la Escuela del barrio de Las Tablas, cuyo director era Diego Such Cano. Así la poeta que amaba el idioma, su español del Valle de Elqui, ha quedado en el corazón de Madrid. Su gran admiración y elogios por España se le van menguando en la medida que discute con los más renombrados intelectuales españoles sobre la conquista de América, la condición de los indios y el rol del idioma castellano en los pueblos independizados. Varios, como Miguel de Unamuno son defensores de la conquista, se expresan con desprecio sobre los indígenas, y los puristas del idioma no son partidarios de aceptar acepciones o nuevos vocablos que surgen de la propia fusión del idioma en aquellos territorios: “En la literatura de la lengua española – declara Gabriela– represento la reacción contra la forma purista del idioma metropolitano español. He tratado de crear, con modificaciones nativas. No debe haber obstáculos a que los países hispanoamericanos, donde las palabras nativas sirven para designar objetos desconocidos en Europa, mezclen sus respectivos vocabularios” (Pinilla: 61). Con respecto al dolor que siente por los indígenas cuando estos son denostados, dice en carta dirigida a su amiga Palma Guillén: “No recuerdo si te he contado lo atroz que fue para mí oírle a Don Miguel de Unamuno su desprecio olímpico, caucásico, es decir, nazi, respecto del indio americano. No salvaba a ninguno. Ni siquiera a los mayas. A los aztecas los despachaba como asesinos y caníbales, cosa cierta pero a la cual se suman tantos atenuantes maravillosos. Su implacable tajancia me cercenó los brazos con que yo abrazaba su España, quien no diezmó a los comedores de carne humana y quien no hizo ascos a la mujer indígena” (Vargas Saavedra: 225). Toda esta situación le va siendo intolerable y, de alguna manera, como estos temas la obsesionan, en cualquiera conversación ella misma los saca a colación, sea en presencia de españo106
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les, sea, incluso, ante diplomáticos iberoamericanos. Surge una situación embarazosa que es de silencio por unos para no verse implicados y de furia por otros. Muchas veces el enardecimiento hace estallar la caldera de las opiniones quedando ella en un escenario inconfortable. Está convencida que la generación del 98, odia la América con la excepción única de Valle Inclán que es quien la ha entendido. Baroja la insulta cada vez que puede y el propio Unamuno, don Miguel, me ha dicho hace días que el indio americano debe desaparecer. Mantengo con casi todos, hasta con Maeztu, a pesar de su actitud loca, relación amistosa. Prefiero frecuentarlos poco, por las tonterías que les oigo sobre nuestros países. Aún a los mejores: envidia de pobres, verde cara de una derrota que aún duele, que sangra España. (Quezada: 130)
Pero también tiene una muy buena opinión de los poetas jóvenes, que son los que pertenecen a la generación del 27. Refiriéndose a una colega española que se burlaba alguna vez del empeño criollo en forzar la poesía popular… Mucho de lo español ya no sirve en este mundo de gentes, hábitos, pájaros y plantas contrastadas con lo peninsular. Todavía somos su clientela en la lengua, pero ya muchos quieren tomar la posesión del sobrehaz de la Tierra Nueva. Algún día yo he de responder a mi colega sobre el conflicto tremendo entre el ser fiel y el ser infiel al coloniaje verbal. Me conozco, según decía, los defectos y los yerros de cada una de mis meceduras orales, y, sin embargo, la di y las doy ahora todas, aunque sepa que las complejas y manidas debieron quedar abortadas. Una vez más yo cargo aquí, a sabiendas, con las tareas del mestizaje verbal. Pertenezco a un grupo de los malaventurados que nacieron sin edad patriarcal y sin Edad Media o son de los que llevan entrañas, rostro y expresión conturbados e irregulares a causa del injerto; me cuento entre los hijos de esa cosa torcida que se llama experiencia racial, mejor dicho, una violencia racial. (Morla Lynch: 369)
Sin embargo, muchos son sus artículos que reconocen y ponderan la España del idioma, a sus clásicos admirados y a los escritores contemporáneos que conoció personalmente, pero ella en parte está alejada de las costumbres populares: nada tiene que ver con el toreo, el café, la charlatanería en los bares, sino con la buena industria del alma. Los esfuerzos juveniles y la nueva estética me son gratos. Estimo mucho la labor de Juan Ramón Jiménez y la de Alberti, Salinas, García Lorca, Altolaguirre… Esto no significa que olvido de los grandes poetas como los hermanos Machado y tantos otros, cuya personalidad dejó surcos profundos en la lírica moderna. Pero me siento en más puro acuerdo con estos poetas renovadores que con los que lagrimearon tanto romanticismo llorón en sus libros. Estimo en especial de las nuevas escuelas la renovación de la metáfora y de la imagen. Yo misma comprobé que los niños entienden y gustan de las imágenes y metáforas que algunos escritores llaman absurdas. Tiene, sin embargo, el poeta de hoy excesivo gozo en su creación, y esto atolondra con borra107
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chera de alegría, como a los viejos atolondraba la borrachera de amargura. El concepto de la vida interior es ahora más noble que el de los poetas románticos que lloraron con emociones falsas. (Vargas Saavedra: 93)
Por tanto, hay cosas de este país que le son sumamente gratas y otras aborrecibles, y con respecto a éstas últimas comete el error como consulesa, no como escritora, darlas a conocer vaciando su alma en carta privada a sus amigos que están en Chile, Armando Donoso y María Monvel, a quienes les pide que no la muestren a nadie. Pero éstos al parecer hacen caso omiso, y las cuartillas llegan a la redacción de la revista Familia, que dirige Marta Brunet, quien encarga al crítico Miguel Munizaga que escriba sobre Gabriela, y éste hace referencia a dicha correspondencia. Se produce tal escándalo en la colonia española en Chile que el Ministerio de Relaciones Exteriores debe tomar la rápida decisión de removerla y solicitarle que deje España en un plazo de dos días. Aunque su espíritu está triste no olvida en Lisboa a sus amigos españoles, le duele la muerte de algunos que conoció y de otros que salen desterrados. Ofrece su casa como refugio. Se siente aún más comprometida con la causa republicana y, desde Portugal, donde encuentra paz y escribe Saudade y otros poemas, manifiesta en su correspondencia el desgarro que le causa la guerra. La remuneración que se perciba por los derechos de su obra Tala, los deja a los niños desvalidos de la guerra civil. Un día le escribe a Zenobia: Mi carta es para saber de ustedes, pero también para decirles esto: el próximo Premio Nobel español que venga debe ser para Juan Ramón. Todos sabemos eso. Debe presentar la candidatura alguien que sea muy alto en Europa y Juan Ramón es sabido de gente europea importante. Escogida esa persona por ustedes, tenemos derecho a apoyar la candidatura los otros Premios Nobel. Sólo el año pasado se nos declaró eso oficialmente por la Academia Sueca. No hay franquistas en ella y los miembros que he tratado repudian a Franco. Hablé aquí hace días con una señora sueca que es jefe de la editorial primera de su país; le hablé de Juan Ramón. Lo ha leído –lee español– y lo admira mucho. Ella podrá ayudarnos también a lo de hacer ambiente “con los viejos”. Hable, usted, querida, con Margot sobre esto. Debería presentarlo al jefe del departamento de Español de Columbia y añadir eso los otros departamentos españoles de las universidades americanas. Sobra recordarles las nuestras. (Teitelboim: 240-241)
De esta carta se desprende que no olvida su amigos, la amistad le es fundamental. Expresa su solidaridad dando abiertamente su apoyo al escritor español, y expresa también su posición política como antifranquista. Vida, religiosidad y obra confirman su autenticidad hasta el fin de su existencia: “Quiero morirme en paz en este destierro que parece enteramente voluntario, pero que no lo es” (Quezada: 181). 108
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Y va a morirse en medio de nosotros en una noche en la que más padezca, con solo su destino por almohada, de una muerte callada y extranjera Le llega su fin, a la misma hora en que había nacido, en el Hospital General de Hempstead de Nueva York, en el ostracismo y con una enfermedad dolorosa, después de peregrinar por varios países y que se le concediera el Nobel de Literatura: “Por su poesía lírica, inspirada por poderosas emociones que han hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano” (Calderón Ruiz: 34)
Bibliografía Calderón Ruiz de Gamboa, Carlos, Gabriela Mistral. Premio Nobel de Literatura (Chile: La Noria, 1993). Cela, Camilo José, en Informativo ¿Qué pasa en Chile?, número especial, Embajada de Chile en España, (1989). Gabriela Mistral, Grandes Personajes, (Barcelona: Labor, 1991). Macías Brevis, Sergio, Gabriela Mistral o retrato de una peregrina (Tabla Rasa: España, 2005). Martínez, Juana, y Mejías, Almudena, Hispanoamericanas en Madrid (18001936) (Madrid: Dirección General de la Mujer, 1994). Mistral, Gabriela, “Correspondencia inédita con Enrique Molina Garmendia”, en Cuadernos Hispanoamericanos, no 402, España, dic. (1983), p. 13. Morales Benítez, Oto, Gabriela Mistral, su prosa y poesía en Colombia, t. II (Colombia: Convenio Andrés Bello, 2002). Morla Lynch, Carlos, En España con Federico García Lorca (Sevilla: Renacimiento, 2008), p. 356 y 357. Pereira Rodríguez, José, Páginas en prosa. Gabriela Mistral, 2a edición (Buenos Aires: Kapelusz, 1965). Pinilla, Norberto, Biografía de Gabriela Mistral (Chile: ed. Tegualda), p. 146. Quezada, Jaime, Bendita mi lengua sea (Chile: Planeta/Ariel, 2a edición, 2002). Teitelboim, Volodia, Gabriela Mistral Pública y Secreta (Chile: Sudamericana, 1996). Vargas Saavedra, Luis, Castilla tajeada de sed como mi lengua (Universidad Católica de Chile, julio 2002).
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Gabriela Mistral en España y España en Gabriela Mistral Luis VARGAS SAAVEDRA CONICYT
Esta elquina que se declaraba india-vasca y que condenaba el genocidio de la Conquista española, y esta sensual gozadora del verdor exuberante de los trópicos, ¿podría sentirse a gusto en la cuna de los conquistadores y en la árida meseta de Castilla? Mas aun ¿podría desempeñarse como Cónsul de Chile en tal región? Así pues, Lucila Godoy Alcayaga vuelta Gabriela Mistral, cónsul y poeta, llegó en 1935 a padecer día a día el entorno menos afín y más desahuciado a priori. Tuvo que llegar. Recién admitida en el Cuerpo Diplomático, no le había sido reconocido su exequátur en la Italia donde Mussolini no aceptaba mujeres en cargos públicos. El Ministerio de Relaciones Exteriores le había entonces ofrecido, en Europa, España. Y como Gabriela Mistral, escarmentada del trato y maltrato chileno (las ofensas le eclipsaban los reconocimientos) pugnaba por no volver al cráter patrio, solo le quedó aceptar puesto y destino en un país que ella consideraba de cultura inferior a la de Francia e Italia.
El voltaje trascendental ¿No había nada de nada que pudiera consolarla, enriquecerla en España? Sí. Había el pueblo. Y el arte. Más le llegaban al alma las gentes que las obras. Admirará fríamente la frialdad del Escorial, se conmoverá en la ciudad de Santa Teresa, frecuentará El Prado, donde se deslumbra ante el portento de Velázquez –“…es alguien a quien hay que entender en este planeta antes de irse de él”, le señalará a Victoria Ocampo, en carta de ¿1942? Pero todo ello esplendor del pasado. Del presente: la amistad con Unamuno, los diálogos de dos monologuistas, conjugando España y América, hasta colisionar por el indio. La amistad con Gregorio Marañón, Carmen Conde, Pío Baroja. La presencia criolla de Lidia Cabrera y de Teresa de la Parra, el chilenismo viril de Enrique Délano, la buena educación del diplomático Carlos Morla Lynch buen amigo de 111
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Federico García Lorca. Y en torno, el habla popular, magnífica en el campo. Los escritores no le bastaban. Le dolían su incomprensión o ignorancia de lo americano (en 1933, España estaba centrífugamente obsesa en el remolino de la República) y no la encandilaba su poesía, comparada con la inglesa o francesa. Entonces, tal como en sus períodos de maestra en provincia chilena, se pondrá a sacar de sí misma el voltaje trascendental para no cuartearse. Ahora leerá los místicos que junto con el Romancero, son para ella las cúspides de España. Escribirá sobre lo óptimo de España que va palpando: artesanías toledanas, arquitectura árabe, reformas penales, reforestación, originalidad pedagógica (de García Maroto), divulgación del teatro (gran obra de Federico García Lorca, con su Barraca), grupos culturales en pro de Quevedo y Góngora. Alabará la fineza mental de Gracián. Todo esto saldrá en diarios de Madrid y de Hispanoamérica, en una campaña de presentación de valores, buscando así un acercamiento entre ex colonias y España. Sin darlo al público, escribirá mensualmente sus privados informes consulares, proponiendo toda clase de mejoras, desde la crianza de conejos a las plantaciones de olivos. ¿Y la poeta? ¿Tragada por la burocracia de la Cónsul? De ninguna manera. Sin dejar de cumplir rigurosa y prolijamente sus tareas de timbraje de visas y pasaportes, asistencia de compatriotas en velorios y matrimonios, se hará tiempo para ensimismarse y recibir el ritmo, las palabras, el verso, de los poemas que van cuajando hacia su libro máximo: Tala. Mi hipótesis es que sin Castilla, Tala no sería como es: un heterogéneo libro, remecido por contradicciones, búsquedas y angustias religiosas, veteado de amargura y picardía, y descollante en su mesticismo empático. No se había orado a la Cordillera ni al Sol, ni se había alabado al maíz, desde un ánima india o aindiada. La peculiar índole indígena y cristiana que salmodia esos Himnos, mezcla con una libertad pasmosa tanto lo hebreo (Arca de la Alianza y Jerusalén) como lo precolombino (Mama Oclo y Viracocha) y lo oriental (el pájaro Roc, de Las Mil y Una Noches). Para expresarse así ella debía ser asimismo.
Verdores serenos Hay, pues, la íntima creación de una persona poética inédita en nuestra literatura hasta entonces ladeada a lo blanco español. (Único precedente: el inca Garcilaso de la Vega, en prosa castellana para castellanos, rehén de la monarquía quechua, forzado a autocensurarse ante sus carce112
Gabriela Mistral en España y España en Gabriela Mistral
leros). Después, en la década de los cuarenta, habrá Neruda, el poeta de Machu Picchu, un blanco que asume ser el portavoz vengador y revolucionario de los indios explotados. Gabriela Mistral, en cambio, ahincada en las almas andinas ejerce una liturgia de elevación, una misa telúrica, para izar a los indios de regreso al Sol de donde cayeran. (Lo mismo que proponía Platón, para su etnia.)
Castilla le acendró verbo y visión Ya lo sentenciaba Juan Ramón Jiménez –en un manuscrito que me fue compartido (y transcrito) por su heredera– que Gabriela Mistral “le debía mucho a España”. En su caso, el acendramiento no se obra por remedo ni contagio de giros o léxicos españoles. Como ella ha descubierto que había sido criada en un español más castizo que el más castizo español de la España de 1933 –eso es el habla del Valle de Elqui, arcaicamente rezagada en el siglo XVI– sabe que se halla en mejor nivel verbal que el erosionado idioma que oye en Madrid, aunque quien le hable sea José Ortega y Gasset. Tomando así conciencia de una excelencia verbal, que en Chile le daba cierta vergüenza por su diferencia, esmerará tales cualidades. En cuanto a lo espiritual, se le produce tras una regresión al budismo juvenil, una reconversión al catolicismo. Había perdido la fe, tras la muerte de su madre en 1929. No aparece el budismo en el sincretismo de Tala. No hay bien que por mal no venga: la reseca Castilla le regaba una profunda metamorfosis: la crisálida que escribiera Desolación, era ahora la mariposa de Tala, que no pudo ser publicado en España, como hubieran deseado sus amigas españolas. Gabriela Mistral ocultaba su desagrado de estar en Madrid. Se retenía las críticas que, de no ser cónsul, hubiera podido cascadear en un recado formidable. Hasta que se produjo la inevitable erupción.
El escándalo Partió dentro de una carta, terrible pero veraz, secreteada a dos chilenos: Armando Donoso (antólogo suyo) y María Monvel (comadre suya). Esa bomba de reproches fue confiada a la discreción de dos antiguos amigos, que cometieron la indiscreción de prestarla a quien malvadamente la publicó en una revista femenina de Santiago, donde pudo haber quedado humeando hasta apagarse, pero desde donde fue propagada como un fuego griego hacia España, provocando un escándalo. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile procedió a trasladar ipso facto a la deslenguada consulesa. Aunque ella misma estaba maniobrando una permuta o enroque de consulados, con Neftalí Reyes (Neruda), y aunque 113
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su anhelo era obtener un puesto en Portugal, nunca calculó que una infidencia epistolar detonaría una censura ni que el consiguiente furor de prensa la hiciera abandonar un país donde se la había recibido en bandeja y permitido colaborar en la prensa. Castilla, que le había suscitado esa rabia dantesca ante las lacras castellanas, contribuía a enviarla lejos, preservándola en Portugal de la guerra civil. Desde 1935 a 1939, Portugal será su Shangri-La. Cuatro años bucólicos, con disminución de su prosa periodística (elimina todo asunto español). Cuatro años de enigmático retraimiento. Allí, en la dulce paz portuguesa se repondrá de la experiencia castellana, aprenderá fascinada el idioma portugués y terminará de corregir Tala. Haciendo un balance de su estadía en España, se aprecia la religiosidad recobrada y un americanismo intensificado al separarse de lo español. Desde 1935, sus “recados” se abocan a temas de Hispanoamérica, y Chile se le torna una nostalgia incesante, que cuajará en la creación del Poema de Chile, que no alcanzó a publicar y que apareciera incompleto en 1967 y que aparecerá completado este año.
¿Qué recibió y qué dejó? Esa sería la impronta de Castilla en Gabriela Mistral. Al revés ¿cuál fue la de ella en España? La prosa de los artículos aparecidos en la mejor prensa, en compañía de la prosa de Unamuno y de Ortega. Su amistad con Unamuno, con la hermana de Ortega, a quien dedicó un poema en Tala, y con Carmen Conde, a quien prologó y fomentó. La fuerza de los ataques periodísticos demuestra que era considerada una figura importante. Las entrevistas que se le hicieran a su arribo en 1933, prueban que llegaba precedida de fama. Pero por su índole recoleta, rural y religiosa, Gabriela Mistral prefirió vivir en Ciudad Lineal y no en pleno Madrid, evitando la vida social de los diplomáticos. En cuanto a los escritores, escogía a los afines: Unamuno, con quien tenia tantos puntos de concordancia en lo existencial; Salinas, por su poesía; Bergamín, por lo espiritual; Baroja, por el desenfado. Siendo persona apolítica, exenta de partido para así preservar su independencia intelectual, no buscó a los de izquierda, como lo hiciera Neruda, y siendo recelosa de los vanguardismos o los “futurismos” como ella los mentaba, tampoco colaboró en revistas experimentales. Se mantuvo pues en una periferia defensiva. Yo diría que España la hizo más chilena, más hispanoamericana y más ella misma.
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María Monvel: una mujer chilena en la España de los años 1920 Cecilia RUBIO Universidad de Concepción
1. María Monvel, poeta y crítica El nombre de María Monvel (Iquique, 1899-Santiago, 1936) esconde a la persona de Tilda Brito Letelier, a la vez que le otorga a ésta presencia pública. Con este seudónimo, publicó su obra poética y la mayor parte de sus colaboraciones críticas en el semanario Revista Zig-Zag. Su obra poética apareció primeramente en la importante antología Selva lírica, de 1917, y luego en libros como Remansos de ensueño, de 1918; Fue así, de 1922; Sus mejores poemas, de 1934. Últimos poemas (1937) es una antología póstuma realizada por el crítico literario chileno Armando Donoso (1886-1946), quien fuera su esposo, redactor del diario El Mercurio de Santiago y director de varias revistas. Monvel publica también algunos cuentos, como “El marido gringo”, en 1927, y, en tanto crítica literaria, acaso su obra más importante sea la antología Poetisas de América, de 1929. En relación a esta labor crítica de Monvel, conviene considerar la propuesta de Marina Alvarado (2009), según la cual Monvel y otras escritoras chilenas que desarrollaron el discurso crítico, como Gabriela Mistral y Teresa Wilms Montt, “se apropian de este género a modo de estrategia para reafirmar las redes entre mujeres y, a su vez, insertarse dentro del complejo campo cultural y literario chileno y latinoamericano” (Alvarado: 41)1. Para Alvarado, estas y otras escritoras realizan una “búsqueda circular hacia y desde la Mistral” (Alvarado: 41), cuestión que parece ser relevante a la hora de investigar la escritura de mujeres en Chile, tanto en el género de la poesía como en el del ensayo, 1
Si bien concuerdo con esta afirmación general de Alvarado, me parece que debe revisarse la pertinencia de esta otra afirmación: estos discursos críticos “traspasan géneros, temáticas y personajes con tal de tensionar la oficialidad, no para constituirse como una tradición paralela, sino como una (contra)tradición” (Alvarado: 43).
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en los que, sin duda, Mistral fue un autor-faro2. En mi opinión, en el caso de Monvel, la relación de amistad y de admiración hacia Mistral, así como el lugar preponderante que ésta va adquiriendo poco a poco en la cultura chilena, puede ser determinante en la preferencia poética por ciertos temas, motivos y hasta tics literarios. Para Alvarado, el hecho de que estas poetas desarrollaran su labor crítica como no profesionales, a diferencia de los críticos Armando Donoso, Omer Emeth y Hernán Díaz Arrieta, señala su lugar de no pertenencia “en la cultura, razón por la cual se multiplican y desplazan por las cavidades de la literatura” (Alvarado: 46), siguiendo el itinerario de una búsqueda permanente de “su lugar” (Alvarado: 50). Esta búsqueda del lugar propio es también la búsqueda de un punto de hablada que no se contradice con el manejo de estrategias discursivas que lo legitimen y permitan hacerse escuchar. Es justamente entre los años diez y veinte del pasado siglo que las escritoras chilenas comienzan a sistematizar sus apariciones en la prensa ejerciendo como críticas literarias y de la cultura3, muchas de ellas usando seudónimos, como nuestra María Monvel4.
2. María Monvel en España La primera noticia que se tiene del viaje a España de Monvel, es un artículo del crítico literario chileno Hernán Díaz Arrieta (Alone), titulado “Armando Donoso parte a Europa”, que aparece en el número 1056 de la revista Zig-Zag, del 16 de mayo de 1925, p. 43-44. En él, Díaz Arrieta señala que el viaje lo emprenderá Donoso “en misión de estudio y propaganda” (Díaz Arrieta: 44) por designación del gobierno de Chile, acompañado de su esposa, la escritora María Monvel. Juana Martínez (2005: 53) parece contar con datos más precisos cuando señala, refiriéndose a Donoso: “venía con una misión oficial y además como corresponsal de El Mercurio. El Ministerio de Educación le había encomendado la tarea de desarrollar un programa de propaganda y acercamiento cultural de Chile y ‘debía también estudiar algunos establecimientos especiales de instrucción’”. Pero si es difícil separar la circunstancia del viaje de los dos esposos, no lo es tanto intentar separar la experiencia de cada uno y la índole de 2 3
4
Proyecto aquí hacia el autor, el concepto de “obra-faro” de Pierre Bourdieu (1990), que depende de su teoría acerca de la constitución y funcionamiento de los campos. Un estudio importante sobre la crítica ejercida por mujeres en Chile es el segundo volumen de Escritoras chilenas, Críticas literarias (estudio, antología y bibliografía), a cargo de Patricia Pinto y Benjamín Rojas. Santiago: Cuarto propio, 1998. María Teresa Cárdenas (2008) vincula el uso del nombre propio en lugar del seudónimo, a la reafirmación de los derechos políticos y públicos, en general, que experimentan las mujeres chilenas al adquirir el derecho a sufragio universal en 1949.
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sus contribuciones al acercamiento entre Chile y España. Es a partir de enero de 1926 que Monvel comienza a publicar sus crónicas de España en la revista Zig-Zag, con el artículo firmado por M.M., titulado “La vida frívola en Madrid” (correspondencia de María Monvel), Zig-Zag no 1090, Año XXI, 9 de enero de 1926, p. 1-2 y 4. Aunque no me ha sido posible establecer las fechas exactas de la estadía de Monvel en España, lo que puede afirmarse con seguridad es que la última colaboración sobre temas españoles que la escritora envía a la revista data del 18 de diciembre de 1926, pues a partir de enero de 1927, comienza a publicar una serie de entrevistas que tienen el rótulo común de “Una hora con…”, bajo el nuevo seudónimo de “La Dama Audaz”5. Se trata de entrevistas a personajes de la vida pública chilena sobre temas de interés político, educativo y social del pueblo chileno, y aunque no haya referencia alguna a la situación ni al lugar en que la entrevista se desarrolla –a mi parecer, para proteger la eficacia del seudónimo–, el carácter local de los temas y la familiaridad con que entrevistadora y entrevistado se refieren a Chile, permite suponer que fueron realizadas en este país. A diferencia de estas entrevistas, el material periodístico producido por Monvel en España no aborda temas contingentes, sino las impresiones de la escritora chilena sobre algún aspecto de la cultura española que le ha sido posible presenciar y sobre el cual, por ende, puede testificar. La intención autoral de estos escritos puede sintetizarse en los siguientes ejes: 1o divulgar la figura y la obra de personajes “admirables” de la vida intelectual española, como en los artículos “Don José Ortega y Gasset” (1926a) y “Las mujeres de los hombres de letras en España. Un té de señoras solas en Madrid” (1926b); 2o divulgar lugares y costumbres “felizmente” arraigados en la vida cultural española, como “Gómez de la Serna en el café de ‘Pombo’” (1926d); y 3o divulgar lugares y costumbres “lamentablemente” arraigados en la vida cultural española, como “La vida frívola en Madrid”, firmado por M.M. (1926) y “El rey la reina de España filman una película” (1926f). Los artículos restantes del mismo período no están directamente relacionados con algún aspecto de la estancia en España, aunque en el plano inmediatamente referencial puedan provenir de la experiencia española. En efecto, “Paisajes de alta mar” (Monvel, 1926d) es una suerte de prosa poética con algunos rasgos narrativos que tiene como referencia un viaje 5
Debo este importante dato a la generosidad de mi colega Cathereen Coltters. En el libro de Cecilia García-Huidobro, Joaquín Edwards Bello. Un transatlántico varado en El Mapocho, Santiago: El Mercurio-Aguilar, 2005, p. 87, se lee en la nota que acompaña la entrevista de “La Dama Audaz” a Edwards Bello: “La Dama Audaz (1899-1936). Seudónimo de Tilda Brito Letelier. Otro seudónimo, María Monvel, la convirtió, según Gabriela Mistral, en ‘la mejor poetisa de Chile’”. García-Huidobro se refiere a la entrevista “Una hora con Joaquín Edwards Bello’ (Monvel, 1927a).
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en barco, del cual no se nos dan datos; “Consideraciones sobre la ópera” (Monvel, 1926e) es un comentario negativo sobre este arte musical, el que Monvel considera “anticuado”, y no contiene referencias a ningún espectáculo en particular. Es preciso señalar que los últimos artículos firmados por Monvel coexisten con los primeros firmados por La Dama Audaz. Para explicar esta coincidencia, propongo las siguientes hipótesis, de imposible corroboración en este trabajo: Monvel envía desde España entrevistas realizadas en Chile con anterioridad a su viaje, las que continúa después desde Chile; la revista Zig-Zag intercala colaboraciones de Monvel en España con colaboraciones de La Dama Audaz, con lo cual da continuidad al trabajo de Monvel en el semanario. De las contribuciones que Monvel envía a la revista Zig-Zag desde España, la que se titula “Don José Ortega y Gasset” (1926a) es, a mi juicio, la más importante. En ella se observan tres nudos problemáticos que permiten plantear las claves posibles de la experiencia española: 1o encontramos, en primer lugar, lo que podríamos llamar la cuestión de América, esto es, su calidad y su posicionamiento en/frente a la cultura española; 2o la cuestión de la mujer, es decir, su calidad y posicionamiento en/frente al sexo/género masculino, tanto en Chile como en España y, por extensión, en la cultura en general; y 3o un tercer nudo problemático, no tan evidentemente planteado en la crónica sobre Ortega, es el de la sociabilidad española, lo que podría entenderse como la cuestión de la cultura local vista por una extranjera. Se trata de un desajuste entre la visión y la experiencia de Monvel, y las costumbres y usos de la cultura española, y por cierto, se relaciona con toda experiencia de extranjería en la que se reafirman ciertos valores de la cultura propia, según el rechazo que la cultura ajena provoca en este sistema de valores. Me refiero básicamente a cuatro cuestiones: la tauromaquia, la monarquía, la situación de las mujeres en España y la vida social española. Los dos primeros nudos problemáticos probablemente preexisten a la experiencia española, pero encuentran en ella un lugar fértil en que ampliarse y agudizarse, sobre todo, en lo que se refiere a la cuestión de América6. Un último asunto que puede comentarse es el siguiente: la admiración que Monvel profesa por algunas figuras de la cultura española. Hay que hacer notar aquí que esta admiración, que fue real y auténticamente sentida, bien puede formar parte de un sentimiento de inferioridad en tanto mujer americana, crítica aficionada, es decir, este rasgo podría ser 6
En rigor, podría hablarse de un cuarto nudo problemático, la cuestión del oficio de crítica literaria y cultural en tanto aficionada, lo que implica también la calidad y posicionamiento de Monvel en/frente al espacio crítico profesional y oficial (por ejemplo, su marido). Pero este problema no lo desarrollaré aquí, por tener escasa presencia en los materiales con los que trabajo y ser, por lo tanto, tangencial a la experiencia española, donde aparece supeditado a la conciencia de género.
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leído como un lugar de cruce de la ambigüedad con que Monvel experimenta tres de los ya señalados nudos problemáticos. Pero esta lectura no inocente puede también ser algo extrema. Lo dejo planteado como algo que quizás valdría la pena estudiar en otro momento. “Hispanófila”, la llamaron Mistral7 y Caballé (1993: 242). Este juicio que quizás se desprenda más de los discursos que Monvel pudo haber proferido a su regreso a Chile, debe ser compulsado con la imagen que la misma Monvel nos ha dejado en sus textos sobre su experiencia en España. A continuación, desarrollaré cada uno de estos nudos problemáticos, centrándome en las mencionadas crónicas. Como he comentado recientemente, estos problemas se intersectan a veces, no sólo en un mismo enunciado, sino que en la experiencia de vida de Monvel.
2.1. La cuestión de América En la nota ya aludida sobre la impresión que recibe Monvel al conocer a Ortega, la autora, en primer lugar, relata con confesada vergüenza, que lo único que le atraía de la experiencia española, antes de emprender el viaje y durante la travesía, era conocer al filósofo español. Una vez llegada a España, lo primero que habría hecho, según sus palabras, fue visitar a Ortega. Monvel pretende comunicar a sus lectores la espontaneidad de su gesto. Incluso, según su exposición, Donoso sólo la habría acompañado a la visita por complacerla. Al comenzar el relato de la visita, rápidamente Monvel nos da a conocer uno de los pensamientos que al parecer no la abandonará durante toda la experiencia española, esto es, el desconocimiento y hasta desprecio con que los españoles cubrían la cultura chilena e hispanoamericana: “No nos conocía, porque Ortega, como los otros escritores de España, de Chile apenas si conocen a Gabriela Mistral” (Monvel, 1926a: 42). Pero de alguna manera, como suele encontrarse en los dichos de las mujeres chilenas de la época, Monvel no sólo siente disminuido a su país y a su cultura en la apreciación de Ortega –a quien curiosamente llama “escritor” y no filósofo o intelectual–, sino también a sí misma, ante la “erudición masculina” de sus acompañantes: “Mi marido le habló de los escritores españoles, 7
En carta a Palma Guillén, firmada en Lisboa, 1935. Ver Luis Vargas Saavedra (ed.). Antología mayor de Gabriela Mistral. Cartas. Santiago: Cochrane, 1992: 226-233. El adjetivo citado está en la página 228. Como es sabido, la amistad entre Monvel y Mistral sufre un cambio radical a partir de 1935, debido a que Mistral, en ese momento cónsul de Chile en Madrid, envía una carta al matrimonio Donoso Monvel, en la que diserta ampliamente sobre las razones de su rechazo a la cultura española de entonces. La divulgación de esta carta por parte del matrimonio provoca un escándalo en los círculos intelectuales chilenos y especialmente en la colonia española residente en Chile, por lo que Mistral se ve obligada a renunciar a dicho consulado. El texto de esta carta puede leerse en la mencionada Antología mayor, p. 214-219, y también, en formato electrónico, en los Archivos del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile, colección Manuscritos, www.bibliotecanacional.cl.
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franceses y alemanes. Se barajaban nombres extranjeros que mi escasa cultura, jamás había oído. En España a Ortega le gustan pocos, en Francia, nadie; en Alemania algunos; América… ¡ni siquiera nos atrevimos a nombrarle América!” (Monvel, 1926a: 42). No obstante, la actitud desdeñosa hacia nuestro continente debe de haber sido más o menos explícita, porque a continuación, Monvel se atreve a decir, casi al terminar la visita: […] desaté la lengua para decirle que aquél desdén por América era un poco injusto, era una injusticia franca. Ortega es admirado en España, sin duda alguna; pero no apasionadamente admirado como ocurre en América, donde su nombre es un fanal a cuya luz todos quieren acercarse… Ortega, a pesar de venir de labios de mujer, entendió mi verdad. – Tiene Ud. Razón. Es injusto. (Monvel, 1926a: 42)
Si se observa bien, Monvel exhibe durante esta su primera entrevista con un personaje español, tres rasgos de su sentimiento de inferioridad, son rasgos que, más allá de lo personal, modulan la cultura chilena de esos años y su relación con la cultura española: en primer lugar, Monvel se siente disminuida por ser mujer, en segundo lugar, Monvel se siente disminuida como intelectual y, finalmente, como americana. No obstante, se sabe portadora de una verdad y lucha por sacar la voz, por “desatar su lengua” y poder expresar esa verdad, sintiéndose quizás responsable de hacerlo en un contexto en que ella parece ser la única que puede sostenerla. Monvel consigue una segunda entrevista con Ortega, a través de la práctica de toda una estratagema, que consistió en hacer llegar a Ortega noticias de su resentimiento por la descortesía mostrada por éste en la primera entrevista. Monvel interpreta así la invitación que ella y Donoso reciben con posterioridad para ir a tomar el té a casa del matrimonio español: “Ortega se sintió halagado con ese rencor criollo que había despertado en una indiecita de Sud-América” (Monvel, 1926a: 42). Y, al señalar que hubo aún un tercer encuentro con Ortega, comenta: “Pero aún nos vimos en la Revista de Occidente, un día en que caímos ahí en forma por demás inusitada una amiga peruana y yo, por cuanto en España las mujeres no frecuentan las redacciones” (Monvel, 1926a: 42). Al finalizar la crónica, Monvel atesora el triunfo, aunque ella no lo exprese de este modo, de haber hecho interesarse a Ortega por América. A este respecto, debemos recordar que Donoso publica su La otra América en España, en 1925. Puede pensarse que el problema del reconocimiento de América por parte de los intelectuales españoles no sólo es un tema que preocupa al matrimonio Donoso Monvel, sino que es un tema gravitante en la España de esos años. En “Simples conversaciones con Ortega y Gasset”, artículo que Donoso publica en la revista Atenea no 4, de la Universidad de Concep120
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ción, del 30 de junio de 19268, el autor relata las sucesivas conversaciones que él y su esposa sostuvieron con el filósofo español. Llama la atención la mínima coincidencia entre esta crónica y la de Monvel. De hecho, solo pueden identificarse dos de las entrevistas. La primera, Donoso la titula “Una conversación de cortesía”, para dar cuenta de que el entendimiento entre Ortega y el matrimonio no fue logrado. La segunda entrevista coincidente en ambos relatos, es la que se produce también en casa de Ortega, y de la que Monvel solo cuenta que obedeció a una invitación a tomar el té por parte de la esposa de Ortega. Donoso, en cambio, nos cuenta mucho más. En dicha conversación, vuelve a presentarse la cuestión de América, pues Ortega, refiriéndose al rencor que Monvel le habría guardado después de la primera entrevista, dice a ésta: “No desmiente así la rebeldía araucana para juzgarme” (Donoso, 2009: 367), y, al observar la molestia de Monvel, agrega toda una teoría fisonómico-telúrica: “No se enfade usted porque es el grano de sal necesario a su tipo interesante. Y el tipo siempre se toma de la tierra, no hay más que observar…” (Donoso: 367). Se trata, en todo caso, de una conversación trivial, no exenta de humor, ya sin mayores consecuencias para la futura amistad entre el matrimonio chileno y el filósofo español, que ya se intuye en el ambiente. Con la misma trivialidad se cambia de tema con cierta frecuencia y, ya en un tono de conversación seria, reaparece el tema de América, el que es iniciado por la propia Monvel, quien interroga al filósofo: “¿Qué piensa usted de los americanos? […] Sus opiniones deben ser bien desdeñosas ¿verdad?” (Donoso: 372). Pero Ortega se da el gusto de sorprender con una opinión positiva, en la que engarza, no obstante, una crítica que termina en paternalista consejo: De lo que considero poco capaces a los americanos es de método. Además son soberbios, los argentinos al menos, y dudan en reconocer méritos fuera de su tierra. Estas dos condiciones perjudican cuanto podría dar su espíritu de pujante y de original. Yo no sé de ningún escritor americano realmente estudioso y bien disciplinado en lo que toca a observación y trabajo. Usted, por ejemplo: haga algo por corregirse organizándose y estudiando. (Donoso: 372)
2.2. La cuestión de la mujer En el mismo artículo de Donoso recién comentado, y a propósito de las ediciones de la Revista de Occidente, Ortega dice: “Es necesario darles algunos libros a las mujeres…” (Donoso: 367), lo que Monvel replica con ironía de mujer que aparenta estar ofendida. Algo más tarde, Ortega explicará su interés por las “mujeres criollas”, especialmente las argentinas, ya que en las españolas no encuentra las mismas cualidades 8
Trabajo con la reproducción de este artículo en Atenea no 500 (segundo semestre 2009), p. 351-378.
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de espíritu: “La criolla tiene valores que no alcanzará jamás la europea: es valiente, juguetonamente audaz, apasionada, vibrante” (Donoso: 369), de todo lo cual, dicho sea de paso, parece darle muestras la forma en que Monvel entra en el juego del diálogo cuyas coordenadas básicas ya están establecidas. Ortega juega también a conducirse como español antiamericano y antifemenino. Es importante tener en cuenta que aunque las mujeres chilenas consiguen el reconocimiento de algunos derechos a fines del siglo XIX, como el de la educación secundaria y superior, estos son hechos excepcionales. Además, sólo podría considerarse como cambio sustantivo aquel que hubiera estado precedido o acompañado de su propia toma de conciencia genérica, todo lo cual no comienza a ocurrir sino entre las tres primeras décadas del siglo XX. No obstante, el primer movimiento de mujeres en Chile data de 1887. Se trata de la primera sociedad mutualista chilena, de Valparaíso, llamada Sociedad de Obreras no 1. A ella le sigue, en 1888, la “Sociedad emancipación de la mujer”, de Santiago; en 1891, la “Sociedad unión y fraternidad de obreras; en 1894, dos organizaciones de Iquique, la “Sociedad internacional protectora de señoras” y la “Sociedad de obreras sudamericanas”; en 1900, la “Sociedad progreso social de señoras”; en 1901, la “Sociedad de emancipación de la mujer”, de Iquique; en 1903, la “Federación cosmopolita de obreras en resistencia”. Como se observa, la mayor parte de estas agrupaciones fueron sobre todo uniones de mujeres trabajadoras que, no obstante organizarse en torno a una identidad de género, unían a ella las necesidades de movilización social propias de las clases obreras y asalariadas. Entre 1906 y 1907, abundan las organizaciones de tejedoras, costureras y sombrereras. Con mayor sistematicidad, los movimientos de mujeres surgen a partir de 1913 y están asociados a los movimientos anarquistas. En efecto, es en la pampa salitrera del norte de Chile donde se forman, en 1913, los centros femeninos, producto de la gran concentración de familias de base obrera que comienzan a interesarse por las organizaciones sindicales. Hasta allá llega, también en 1913, la feminista y anarquista española Belén de Sárraga, cuyo nombre y fama inspirará algunos de estos centros. Se forman así distintos centros femeninos “Belén de Sárraga”, en el norte. Pero también se forman en esos años algunas organizaciones de mujeres de base aristocrática, como el “Club social de señoras” y el “Círculo de lectura”, que datan de 1915. La asociación entre estos grupos y las actividades político sociales da lugar a la formación de agrupaciones de mujeres de corte partidista, como es el caso del llamado “Partido cívico femenino”, de 1922, que posee un órgano de difusión, la revista Acción femenina, que circula entre 1922 y 1936, y el “Partido demócrata femenino”, de 1924. En este marco, la algo tardía obtención de las mujeres chilenas del derecho a
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sufragio universal, que se produce en 1949, fue una de las conquistas que venía siendo preparada por estas agrupaciones9. El primer periódico feminista es Alborada, de 1905, al que le sigue el periódico de mujeres asalariadas, La palanca, en 1908. En el orden de las ideas, es importante recordar la disputa conceptual entre “la mujer antigua” y “la mujer nueva” que Mistral propone en la introducción a su Lecturas para mujeres de 1924. Se trata de una distinción histórica, en la que la “mujer nueva” equivale a la mujer del Chile de los años 1920, vale decir, la que comienza a ingresar al mundo del trabajo, lo que trae aparejada su no dependencia identitaria respecto de la maternidad. En 1935, el “Movimiento por la emancipación de la mujer chilena” (MEMCH) edita un periódico, que se titula justamente La mujer nueva. Esta contextualización resulta necesaria para comprender algunas de las inquietudes de Monvel en torno a temas de género. En la tercera crónica que Monvel envía desde España, “Las mujeres de los hombres de letras en España. Un té de señoras solas en Madrid” (1926b), la escritora realiza el siguiente juicio: “En el culto a la maternidad y en otras nobles condiciones femeninas la mujer española tiene el primer lugar en el mundo entero” (1926b: 1). Se observa que, así como la admiración de Monvel se dirigía a Ortega, en tanto hombre admirable, también es atraída por las mujeres, madres, esposas, hermanas de intelectuales españoles con las que se ha reunido en esta ocasión, a las que nombra como “¡Admirables mujeres!” (1926b: 2) por la abnegación y entrega al cuidado de los hijos, del esposo, del hermano. Claramente establece Monvel en esta crónica una equivalencia entre mujer, maternidad y bondad: Las veo siempre contentas, sin saber si quiera hasta qué punto hay en cada una de ellas la “Mater Admirabilis” de la letanía, en cada una de ellas la mujer de escritor, la gran señora y la mujer del pueblo […], nadie puede estar más arriba en su papel de madre, de madre-esposa o madre-madre, como que nadie puede pretender negar, que como mujer buena, la española es la mejor de la tierra. (1926b: 2)
No obstante, Monvel no oculta su admiración cuando llega a la reunión Isabel de Valencia, “autora de ‘El sembrador sembró su semilla’” (1926b: 1) y, posteriormente, María Maeztu, quien es “la gran amiga de Gabriela Mistral en Madrid, y la más poderosa mentalidad femenina española del momento” (1926b: 2). Lo que quiero destacar aquí es que Monvel actúa con una doble admiración, una más tradicional, dirigida hacia la mujer-madre-esposa y otra más moderna, orientada hacia las mujeres artistas y profesionales de renombre. 9
He trabajado con los siguientes autores y textos: Rojo (1997), Pardo (1997), María José Correa y Olga Ruiz (2001), Quezada (2004), Subercaseaux (2004) y Vitale (s/f).
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La consecuencia más relevante de la experiencia en España de Monvel, parece ser la antología que publica en Chile, en 1929, titulada Poetisas de América10, y en cuya Introducción, Monvel despliega su pensamiento sobre el desarrollo de la literatura escrita por mujeres en España y en Hispanoamérica, con una intención comparativa que pone de relieve tanto su impresión positiva de la situación en Hispanoamérica como negativa respecto de España. Se entiende que para el arraigo de estas impresiones en el pensamiento de Monvel fue determinante la vivencia que ella tuvo de España. Bajo el título de “La poesía femenina en América”, Monvel (1929) revisa la que a su juicio es la situación en el continente americano, la que compara explícitamente con la de la cultura española. Sin duda, el diagnóstico que la escritora chilena realiza adolece de la rigurosidad de un estudio propiamente histórico e incluso sociológico, no obstante, ella trabaja desde la observación para hacer algunos juicios que resultan algo lapidarios, como el de que aparte de Santa Teresa en el siglo XVII, Rosalía de Castro en el XIX y Cristina de Arteaga en el XX, “las mujeres de España no escriben versos” (Monvel, 1929: 9), y reconoce que en España hay más novelistas que poetas. Para Monvel, la carencia de mujeres poetas en España obedece a su severa educación moral que contrasta con la “liberalidad” de las mujeres americanas en los asuntos amorosos, a los que implícitamente Monvel vincula la poesía. Uno de los juicios interesantes es que Cristina de Arteaga habría entrado a un convento luego de darse a conocer como poeta como una forma de autocastigo “por el delito de vanidad” (Monvel, 1929: 10). Para Monvel, el cultivo de la poesía es una profesión “masculina”, que las mujeres americanas han tomado “como apta y dulce de manejar para sus fuerzas; como medio de vida práctico y como gentil deporte sentimental” (Monvel, 1929: 10). Posteriormente, comenta Monvel que la poesía es “trabajo de mujeres, deporte de mujeres, el verso es una cosa que las mujeres hacen bien” (1929: 11). A partir de allí, Monvel comienza a revisar el desarrollo de la poesía de mujeres en América, empezando por la uruguaya Delmira Agustini (1886-1914), la primera en imprimirle fuerza al erotismo femenino, lo que la convierte –junto a la condesa Mathieu de Noailles (1876-1933)– en modelo de expresión de la sensualidad. Tanto Juana de Ibarbourou (1892-1979) como Alfonsina Storni (1892-1938) reciben ascendiente de las dos poetas mencionadas. Para Monvel, este reconocido sensualismo 10
La antología Poetisas de América incluye a las siguientes poetas: Gabriela Mistral, Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, María Monvel, Luisa Luisi, Margarita Abella Caprile, María Enriqueta, Rosa García Costa, María Villar Buceta, Magda Portal, Susana Calandrelli, Norah Lange, Mariblanca Sabas Aloma, María Rosa González, Blanca Luz Brum, y Dulce María Loynaz.
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sería un rasgo característico de la poesía de las mujeres americanas, mientras que la uruguaya María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924) y la chilena Gabriela Mistral (1889-1957) constituirían una excepción, dado que ninguna de las dos daría tanta importancia al “problema sexual” (12). La primera, por ser sobre todo una poeta ideológica y la segunda por ser mística. Posteriormente, Monvel señala también como excepción a la poeta cubana María Villar Buceta (1899-1977), por ser una poeta amarga, escéptica, arraigada sólo en su propio dolor, a la que compara por su realismo con la narradora chilena Marta Brunet (1897-1967).
2.3. La sociabilidad española 2.3.1. La tauromaquia Dentro de las entrevistas que Monvel publica con el seudónimo de La Dama Audaz, resulta interesante para este trabajo la titulada “Una hora con Roxane” (La Dama Audaz, 1927b), pues el encuentro entre ambas mujeres se produce cuando Roxane ha vuelto a Chile desde Europa y la conversación se refiere a esta experiencia11. La primera pregunta que Monvel le dirige es: “¿Te gustó Madrid tanto como yo te lo había anunciado?” (La Dama Audaz, 1927b: 73). Roxane responde positivamente, sobre todo refiriéndose a la amistad trabada con escritores españoles, pero luego relata su entrevista con Primo de Rivera, la que muestra el tipo de sociabilidad que era posible desarrollar en estos círculos de personalidades del mundo público, donde se cuentan escritores y políticos. Roxane relata así el encuentro y la visión de España, apelando al testimonio de Monvel: “Le repliqué que en principio era yo amante de todas las libertades, pero que un dictador como él que no privaba de alegría a España, me agradaba. Y tú puedes constatarlo, María; el pueblo español irradia felicidad…” (La Dama Audaz, 1927b: 73) Un segundo tema que aparece es el de la tauromaquia, debido a que Roxane comenta que Primo de Rivera la invitó a una corrida de toros. El diálogo es relevante para comprender la posición de Monvel respecto de este aspecto de la cultura española, por lo demás, es el único momento en que la escritora se explaya. Después de preguntarle Monvel a Roxane, “Espero que no te entusiasmará ese espectáculo”, y luego de recibir la 11
Roxane es el seudónimo de Elvira Santa Cruz (1886-1960), escritora, activista de los derechos de las mujeres y promotora del acercamiento de los niños a la lectura, quien estuvo a cargo de las páginas sociales de la revista Zig-Zag, al menos entre 1926 y 1927. Entre las décadas del veinte y el cincuenta fue directora de la afamada revista chilena para niños El Peneca, de la Editorial Zig-Zag, a la que posicionó en el mercado editorial latinoamericano. Puede verse el documentado e interesante artículo de Mauricio García, “100 años de ‘El Peneca’” (primera y segunda partes), en el sitio del Colectivo de comics chileno y latinoamericano “Ergocomics.cl”, Santiago, copyright 2000-2005. También puede verse la presentación de Santa Cruz en el sitio de la Biblioteca Nacional de Chile, “Memoria chilena” (copyright 2004).
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respuesta afirmativa, es decir, contra lo esperado, Monvel ataca: “Te creía más sensible. A mí me causan horror. Y más que el toro y los caballos destripados, la pasión formidable de la bestia desenfrenada que rodea la plaza, con sus 10 mil cabezas y un solo impulso de salvaje sadismo. Quizás padezca yo de una hiperestesia de la sensibilidad que me hace mirar estos espectáculos con horror” (La Dama Audaz, 1927b: 73). Nótese la necesidad de autojustificación que modula la opinión de Monvel. Pero ella no debe engañarnos, puesto que se encuentran otros relatos que testimonian la convicción de este rechazo. En efecto, en el artículo de Donoso dedicado a las conversaciones con Ortega, se encuentra de nuevo el tema, que, cabe señalar, Monvel deja fuera de su texto sobre el filósofo. Se trata de una defensa que Ortega realiza sobre la tauromaquia, espectáculo cuya “belleza” consistiría en el desdén por la vida que demuestra el torero, quien se eleva así a una altura desmesurada, superior, por lo tanto, a su “ser casi siempre vulgar” (Donoso, 1926: 371). Pese a la admiración que siente por el filósofo, Monvel no se deja confundir: “Sofismas, Ortega; usted es un sofista terrible. […] Ya ve usted, Ortega, no quiero convencerme de que una corrida no es un espectáculo salvaje. No siga hablando. Y, sépalo usted: desde este momento lo admiro menos” (Donoso, 1926: 371-372). Por cierto, es la relación amistosa entre Monvel y Ortega la que posibilita un diálogo como éste y como otros diálogos incómodos. No hay otras entrevistas en que Monvel despliegue con tanta fuerza sus rechazos como en las sostenidas con Ortega.
2.3.2. La monarquía Como muchos miembros de países que no la han conocido, Monvel no entiende la monarquía; para ella, los reyes de España son los protagonistas de un cuento de hadas, por ello, al relatar una misa que vio en una pantalla ubicada en la tribuna de la Capilla real, se regocija en contar detalles, pero también resume que hubo varias “ceremonias menudas y raras”, como para evitarse seguir detallando al lector chileno algo que, sin duda, es también para él un cuento. Por ello también, Monvel titula esta crónica “El rey y la reina de España filman una película” (Monvel, 1926f). El distanciamiento estético que ella se permite, la hace, por momentos, aprobar al rey “en su papel” o desaprobar a las damas de honor, que no son tan bellas como las actrices de cine que Monvel conoce. En esta crónica, aparte de este distanciamiento y extrañeza, sólo hay un comentario moral a la situación, el que se refiere a la acumulación de “riquezas vanas” (Monvel, 1926g: 10).
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2.3.3. La vida social, la sociabilidad de las mujeres y la “alegría madrileña” En la crónica “La vida frívola en Madrid”, Monvel (M.M., 1926) nos ofrece una visión –parcial, sin duda– de Madrid y de la sociabilidad española. La imagen que nos entrega es, por cierto, una metonimia de la segunda por la primera. Madrid le parece una “ciudad tan recatada, tan laboriosa, con laboriosidad pausada y algo soñadora” (M.M.: 1). La contraparte es su “vida frívola”, su vida de paseos en la plaza, donde la gente saborea castañas y disfruta de la iluminación y de las vitrinas. Se trata de un placer barato, dicho esto en estricto sentido económico, un disfrute al alcance del pueblo y del turista. No obstante, esta visión de la alegría madrileña ofrece a Monvel un pretexto para compararla con la imagen más positiva de París, que tiene una “alegría más condimentada, más sorpresiva, más picante” (M.M.: 1). Madrid aparece así como una ciudad algo desgastada por la costumbre, ciudad “conservadora”, donde los teatros anuncian la vieja zarzuela y la “eterna comedia” (M.M.: 1) y sólo los anuncios de obras de Pirandello significan una novedad. El ansia de conocer la sociabilidad y la llamada “alegría madrileña” lleva a Monvel y a su acompañante, que sólo identifica como “un joven chileno que se inicia en la vida diplomática” (M.M.: 1) a asistir al hotel Palais de Glace a uno de los “tés aristocráticos” (Monvel, 1926a: 1). La crónica de Monvel muestra la desilusión por la frialdad encontrada allí, lo que le permite referirse a un rasgo de la sociabilidad madrileña: la concurrencia está formada básicamente por “muchachos, muchachas y mamás” (M.M.: 1). Este hecho motiva el siguiente comentario: “La ‘mamá” en Madrid es un elemento tan imprescindible en toda reunión donde haya muchachas, como en Chile hace veinte años” (M.M.: 1926a: 1). Mientras las señoras se aburren, las muchachas bailan con los jóvenes y “saborean el té entre sonrisas apagadas y vocecitas tenues, que por educación no levantan jamás” (M.M.: 2). El “fracaso” de la velada es para Monvel, total, pues en su diagnóstico ingresa también el hecho de sentirse observada por su “modesta melena” y su “traje un poco alto” (M.M.: 2). Posteriormente, ya afuera del Palais, Monvel comenta que las melenas sólo las usan las extranjeras, que rompen en algo la uniformidad monótona de los atuendos de las mujeres madrileñas: “la mujer en Madrid, teme ser original; más bien dicho lo rehúye abiertamente” (M.M.: 2). A ello se suma la observación de que las mujeres no fuman en público, por la “excesiva temperancia de esta gente” (M.M.: 2). El relato de toda la experiencia de ese día finaliza con la evocación ensoñadora de París, por su cosmopolitismo, “con su infinita variedad de tipos, de costumbres y de ‘toilettes’” (M.M.: 2). La crónica termina con el relato de la concurrencia a otro té, esta vez celebrado en El Ritz, el hotel más caro y famoso de Madrid. Aunque Monvel encuentra allí más variedad de tonos, por ejemplo, en la asistencia de Primo de Rivera, la crónica 127
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termina con una constatación algo amarga: “Pero la alegría de París no está sino en París” (M.M.: 2). Se observa entonces, en esta semblanza de la vida social madrileña, un tópico que seguramente circulaba entre la gente, la “alegría madrileña”, la que es desmentida continuamente por Monvel. Puede recordarse aquí que en la entrevista con Roxane, cuando ésta se refiere ya no a la alegría sino a la “felicidad” madrileña, felicidad que incluso es percibida en el contexto de la dictadura de Primo de Rivera, Monvel no responde. Para ella, la vida social madrileña, si excluye a los escritores, artistas e intelectuales, exhibe muy poco atractivo. La sociabilidad de las mujeres le parece claramente desmedrada, incluso comparada con lo que ocurre en el Chile de esos años. La alegría madrileña la encuentra Monvel en las tertulias con personas del mundo artístico, como lo demuestra su crónica “Gómez de la Serna en el café de ‘Pombo’” (Monvel, 1926c). Para Monvel, la vida y fama del café “Pombo” están ligadas a la presencia de Gómez de la Serna, quien realiza allí verdaderas tertulias literarias y de divertimento entre sus admiradores. Pero el café está ligado también de manera significativa a Madrid. Si usted va a Madrid, dice Monvel, tiene que ir al “Pombo”, sobre todo si es chileno, pues el café tiene distintos modos de recordar a los compatriotas, escritores todos, que han estado allí. Es así como “los pombianos” recuerdan la discusión entre Vicente Huidobro y Gómez de la Serna, pero recuerdan también a Joaquín Edwards Bello y, sobre todo, a Teresa Wilms. Gómez de la Serna se enternece al rememorar a Wilms. La charla es amena y parece desarrollarse preferentemente en torno a Gómez de la Serna, que tiene allí su verdadero grupo de admiradores. Monvel se restringe casi a relatar las anécdotas del escritor español. Díez Canedo y Manuel Pedroso son quienes introducen a las visitantes chilenas en el ruedo de Gómez de la Serna. Monvel comenta: “Somos dos mujeres, la señora de Condon12 y yo, y después de Teresa Wilms, no es frecuente que vayan mujeres a Pombo” (Monvel, 1926c: 20). En su recopilación titulada Sus mejores poemas, de 1934, Monvel crea una sección que lleva por título “Invitación al viaje”, la que consta de once poemas. El número 10, cuyo primer verso dice “A Colón lo ha inventado Picasso”, tiene como tema un cuadro del pintor español visto en un museo de España. Pero el poema más decidor en cuanto a la visión de España que sustenta es el último de la serie, el número 11. En términos referenciales, el poema ofrece una semblanza de la España vista por Monvel, una especie de cuadro social. Esta visión de España es coherente con todo lo anotado hasta aquí. España se nos aparece como un pueblo pasivo y apacible, un pueblo de vida tranquila y 12
Alfredo Condon fue también corresponsal de la revista Zig-Zag en Madrid y secretario de la Embajada de Chile en Madrid.
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sin ambiciones, pero gozador de la vida: “Sueña tranquilo el español. / Ningún imposible desea / como no le quiten el sol… / un sol de brasas que caldea” (Monvel, 1934: 151). La mujer española, algo frívola: “Maneja blondas la española / sobre la cabellera ardiente. / La peineta es sobre su frente / como una pagana aureola.” (Monvel, 1934: 152). Pero, sobre todo, España es un país literario, el lugar donde se juntan experiencia y tradición: “Hay sitio para don Quijote / que pasea de extremo a extremo / a la zaga de Sancho el memo / conversando con Lanzarote” (Monvel, 1934: 152). España es también un país eminentemente cristiano y mariano, pero se trata de un cristianismo sufriente, fruto de la devoción popular, lo que contrasta con otra “devoción popular”: las corridas de toros: “Cristo preside en toda cosa / siempre coronado de espinas… / (Coronémosle al fin de rosas / y arranquémosle las espinas!) / La Virgen toda engalanada / los amores castos preside / celestial y desdibujada… // […] // Mientras que sádicos empañan / abajo la arena del ruedo, / donde el caballo heroico y quedo / se deja vaciar las entrañas” (Monvel, 1934: 152-153). España, por último, es “torera y sensible”, a la vez; “un rincón romántico / del romanticismo imposible” (Monvel, 1934: 153), que termina por merecer un cántico de amor. A modo de síntesis: Ya hemos visto que las crónicas remitidas por Monvel a la revista Zig-Zag son artículos anecdóticos, que ofrecen una imagen de lo que Monvel ha visto y oído, aquello que la ha entusiasmado más, y aquello que la ha decepcionado. Distinto es el caso de la mencionada antología Poetisas de América, donde Monvel despliega juicios que entrañan ya una cuádruple inserción cultural: como mujer, como poeta, como americana y como crítica. Dentro de estos juicios, llama la atención que Monvel considere el oficio literario como un oficio masculino. Esta aserción puede provenir de la experiencia española y también de la chilena. Me explico: Monvel conoce en España pocas mujeres escritoras, y, de hecho, sus crónicas sobre figuras importantes de la cultura española se refieren a dos varones: Ortega y Gasset, y Gómez de la Serna. El mundo de las mujeres en que ella se mueve es el de las mujeres ligadas por lazos familiares y afectivos a intelectuales y artistas. Por lo demás, dado el escaso número de contribuciones que Monvel envía a Zig-Zag, no sería aventurado proponer que muy probablemente ella se desenvuelve en España sobre todo como la esposa del crítico Donoso. Esta imagen suya la acompaña desde Chile. Así, vemos que en el nombrado artículo de Díaz Arrieta (1925), “Armando Donoso parte a España”, hay una sola mención a Monvel, que consiste en señalar que ella viajará con el crítico. Algo similar ocurre en “El concepto de América en España”, 13 de marzo de 1926), de Ramón Bravo (1926). En él se entrevista a Donoso a los ocho meses de su viaje, destacando la “labor de acercamiento intelectual que ha desarrollado en Europa Armando Dono129
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so”, y se menciona a Monvel como “la compañera admirable” (Bravo, 1926: 54). Incluso Juana Martínez, en su “Chilenos en Madrid. María Monvel, Francisco Contreras y Armando Donoso” (2005) no parece haber contado con mayores datos ni registros de la vivencia de Monvel en España. Probablemente porque no los hay o son de escasa circulación. No obstante, en el resumen de su artículo, Martínez señala: “Con María Monvel, una de las primeras escritoras chilenas que visita España, acompañando a su marido Armando Donoso, se produce un acercamiento a la perspectiva femenina de la poesía chilena, que posteriormente tendrá una gran resonancia” (Martínez, 2005: 61). En efecto, la antología Poetisas de América parece ser el corolario de la experiencia española de Monvel y lo que ha dejado como fruto para ambos países y culturas. Una semblanza parcial, sin duda, pero una semblanza honesta y comprensiva hacia las mujeres españolas. Monvel cree que en América las mujeres han hecho suyo este masculino oficio de las letras, porque han sido capaces de saltar “las vallas insalvables” (Monvel, 1929: 10) que obstaculizan el desarrollo de la profesión. Las mujeres españolas, en cambio, han sido educadas en lo único que no les está prohibido (Monvel, 1929: 10): el amor por su marido y por sus hijos, y las creencias religiosas. Monvel traslada así a la experiencia española la oposición presente ya en la cultura chilena entre la “mujer antigua” y la “mujer nueva”. La primera, representada por la española y la segunda, por la americana, son los dos rostros de la única figura que parece ser Monvel misma, una figura ambivalente, “hispanófila” y crítica de España.
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María Monvel en la España de los años 1920
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Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser Inmaculada LERGO MARTÍN Universidad de Sevilla
La felicidad inefable de estar en España, en Madrid, y en la calle de Alcalá. Carlos Morla Lynch
En este periodo tan fértil como agitado de la historia de España, muchos fueron los intelectuales hispanoamericanos que compartieron ideas y experiencias con los españoles. Las formas de hacerlo fueron variadas y numerosos los testimonios de todo tipo. Pero podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pocos se enamoraron y entregaron tanto a nuestro país como el chileno Carlos Morla Lynch. Federico García Lorca, compañero inseparable de Carlos Morla desde el primer día que se conocieron, le repetía una y otra vez la misma pregunta: “¿te gusta España?”. Y Morla sentía siempre la misma honda emoción al responderla, porque España no sólo le gustaba sino que le había calado profundamente. Una España que era para él fundamentalmente la de sus gentes, la del común del pueblo español, donde reconocía las virtudes de hidalguía, generosidad y caballerosidad atribuidas históricamente al temperamento español. Y este amor no sólo lo demostró participando –y propiciando– en el activo y bullanguero ambiente intelectual del Madrid de la época, sino también sufriendo y compartiendo los momentos difíciles de la guerra civil, durante la cual, por propia decisión, permaneció en Madrid llevando a cabo una labor realmente encomiable que fue mucho más allá de lo que la obligación de su cargo diplomático le pudiera imponer. E igualmente hicieron su mujer y su hijo. Y todo ello, meritoriamente, sin estar adscrito a una ideología o disciplina de partido sino simple y llanamente movido por sentimientos de neta humanidad. Su compatriota Sergio Macías Brevis, que conoce bien la historia de Carlos Morla, afirma de forma taxativa que al hecho de que Chile haya 133
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sido uno de los países con una de las más interesantes relaciones literarias con España no es ajena la figura de Carlos Morla Lynch (2008: 9).
Breve apunte biográfico En noviembre de 1928 Carlos Morla llegó a Madrid para cubrir el puesto de Primer Secretario de la Embajada de Chile. Personalmente no estaba en su mejor momento, pues había perdido hacía poco a su hija Colomba, a la que estaba muy unido1. Venía de París, donde había sido Encargado de Negocios de la Embajada desde finales de 1921. Durante esos años se había movido en el mejor ambiente intelectual parisino y había trabado amistad con los escritores y artistas más acreditados del momento como el cineasta Jean Cocteau, el escritor Blaise Cendrars, pintores como el español Juan Gris o el japonés Foujita, que retrató a su mujer, el ruso Boris Gregoriev, músicos como Strawinsky o Nadia Boulanger, y otros muchos (Brevis, 2008), y se encontraba muy a gusto. En 1928, por cuestiones de política chilena, le comunican que lo van a trasladar. En un primer momento cree que a México. No quiere abandonar París, por él, por su hijo y por su mujer. María Manuela Vicuña, familiarmente llamada Bebé, dirigía una casa de modas que le iba muy bien, estaba pensando en crear modelos de su propia inspiración e iba a recibir ayuda para quedarse sola con el negocio. Más tarde se entera de que lo envían a Madrid y escribe: “Estoy bajo el peso de mi traslado a Madrid. Del mal el menos, pero es un trastorno total de mi existencia. […] Se desvanecen todas las vinculaciones raíces de casi ocho años de vida en París” (2008a: 51). Así pues, finalmente, deprimido y desanimado parte hacia España para realizar una labor que le da de comer pero para la que no siente vocación. Carlos Morla Lynch era hijo del conocido diplomático, historiador y exministro de Relaciones Exteriores Carlos Morla Vicuña. La familia había pasado por diversos países, por lo que Carlos Morla dominaba desde joven varios idiomas (francés, alemán, inglés y japonés). Su madre, Luisa Lynch, era una mujer sin prejuicios que no se ajustaba a las convenciones propias de su género (Subercaseaux y Vicuña)2. Durante su estancia en París el matrimonio se relacionó con artistas e intelectua-
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Es la segunda hija que el matrimonio pierde. En Chile, años antes había muerto con tres años otra de sus hijas, Verónica. Nunca se recuperó de esta pérdida y la recuerda constantemente. La obra de Pilar Subercaseaux, sobrina de Carlos Morla Lynch, Las Morla. Huellas sobre la arena ofrece un relato cercano y familiar de la historia de los Morla y de sus mujeres, partiendo del padre de Carlos Morla Vicuña, padre de Carlos Morla Lynch. 134
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les3. En 1900, estando en Washington, Morla Vicuña enferma y muere, siendo todavía muy joven. Luisa Lynch decide irse a París, donde desarrolla una intensa vida social. En 1903 regresan a Chile. Allí reanuda el contacto con artistas, escritores y todo tipo de intelectuales que reúne en su casa. Es indudable que todas estas circunstancias influyeron en la personalidad de su hijo (Vargas, 2003: 13-18). Aunque Carlos Morla hubiera preferido quedarse en París estudiando música, para la que siempre sintió vocación, regresó con su familia a Chile y desde muy joven lo encauzaron por la vía diplomática. Comenzó en el año 1906 trabajando en un puesto muy modesto en el Ministerio. En 1910 lo nombraron Introductor de Diplomáticos, puesto igualmente modesto y mal remunerado al que renunció en 1915. Además tuvo que sobrellevar la presión que suponía el hecho de que su trabajo y sus dotes eran continuamente comparadas con las de su padre, “que había dejado una huella profunda en el Ministerio” (Vargas, 2003: 16). En 1920 fue elegido presidente de la República de Chile Arturo Alessandri, muy amigo de los Morla. Carlos Morla y su esposa deseaban ir a Francia, así que éste se reincorpora a la carreras diplomática aceptando el nombramiento de Encargado de Negocios de la Embajada de Chile en París, en el que probablemente influyó el presidente Alessandri. Ocupó el cargo, como se ha dicho, desde 1921 hasta 1928. A pesar del buen trabajo desarrollado en la embajada, al caer en Chile el gobierno de Alessandri, Morla se queda sin su apoyo. Duda entonces si aceptar el traslado que le ofrecen o abandonar definitivamente la carrera diplomática: “Pienso seriamente en todo esto. La Legación no es vida para mí” (2008a: 47). “Si la casa ‘Cymar’ da lo suficiente para que yo pueda buscar con calma lo que me conviene, renunciaría a los cargos diplomáticos y pensaría en la jubilación” (2008a: 52). Finalmente acepta. Es una nueva etapa que aborda –apuntan las nietas de Carlos Morla en la presentación a En España con Federico García Lorca– “sin convicción alguna”, pero “sin sospechar que le esperan allí unas vivencias tan interesantes o más que las que acaba de tener en Francia…” (2008a: 57). Carlos Morla Lynch escribía desde muy niño un diario, y lo siguió haciendo de forma continuada durante toda su vida. De los numerosos cuadernos que lo conforman, se ha editado sólo una parte: el volumen titulado El año del centenario (1921), que se había publicado por artículos en 1919 en el diario La Nación. En él se narra “sabrosamente, el mundo del Ministerio durante 1910, cuando le había correspondido la tarea de ser Introductor de Diplomáticos en los festejos que se organizaron para celebrar el Centenario” (Vargas, 2003: 18). Como apunta la prologuista de El año del centenario, estos escritos están cargados de 3
Como Auguste Rodin, que hizo un busto a Luisa Lynch que hoy se encuentra en París en el Museo Rodin. 135
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“sutileza, observación aguda, sentimiento hondo, encanto indefinible de poeta suave y delicado. Y todo salpicado de una ironía punzante… que traspasa como el sol a las nubes, para dar brillo y relieve a todas las formas” (1921: IX-X)4; y los dos volúmenes que recogen los años pasados en España: En España con Federico García Lorca, editado por primera vez en 19575 y reeditado con ampliaciones en 20086, y España sufre (2008). Y aún queda un considerable número de cuadernos sin editar. Estos volúmenes de sus años en España, más los recientemente editados Informes diplomáticos y diarios de la guerra civil (2010) son una fuente inestimable de información sobre la España de esa época. El primero surgió a petición de sus amigos y como homenaje a Federico García Lorca, del que, a pesar de los años transcurridos, no podía creer que lo hubiesen asesinado. Es un relato, día a día, de todos los momentos que conformaron sus vivencias comunes. Un relato directo y cercano, escrito con la familiaridad, frescura y sinceridad propias de unas páginas íntimas, pero con una calidad literaria de rango superior que lo convierte en algo real, único e inestimable. El segundo, España sufre, es una crónica directa y espontánea escrita con la naturalidad de quien habla para su propia intimidad. Es, dice Antonio Muñoz Molina, “el presente puro y verdadero, no el inventado por la ficción”. Su testimonio es excepcional pues fue también un testigo excepcional en muchos sentidos, no sólo por la posición que ocupaba a nivel político, o por haber mantenido un contacto diario y directo con la intelectualidad madrileña desde 1928 hasta la guerra, sino también por su natural inclinación a salir a la calle a hablar con las gentes más diversas. En este sentido dice Muñoz Molina: Era, sin duda, el autor de diario ideal: por su profesión se movía en los salones del poder y de la celebridad, pero tenía también una querencia por los barrios populares, los teatros de variedades, las plazas de toros, los barracones de feria, las tabernas en las que trababa amistades entre románticas y mercantiles con limpiabotas y camareros muy jóvenes. […] se emocionaba por igual con Debussy que con Pastora Imperio, y poseía la rara virtud de ser sensible a los signos en apariencia triviales que son los que contienen la tonalidad exacta de un tiempo […]. Era un hombre de inclinaciones progresistas, pero nada sectario, lo cual le permitía observar con cercanía cordial y a la vez con perspicacia las tremendas colisiones políticas de la España de entonces.
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Inés Echeverría de Larraín, que firma “Iris”. Madrid, Aguilar 1957 y 1958. En la nueva edición de la editorial Renacimiento se señala la restitución de “numerosos fragmentos que hablan del ambiente político de esos años”, de una carta inédita de García Lorca a Morla y de la introducción de apéndices documentales. 136
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
En ambos casos, la sinceridad de estas páginas cautiva desde el primer momento, y su valor no sólo está en lo dicho sino también en el talento de Morla Lynch para la escritura, pese a las pocas obras que publicó; una colección de doce piezas teatrales muy breves de tono melodramático que tituló Escenas (1910)7, y otras tres obras de teatro, La senda, El príncipe de las perlas azules y La ciega (1915). A pesar de su precocidad, pues desde niño componía y tocaba el piano y también escribía, nunca creyó en él lo necesario para dar el paso de dedicarse profesionalmente a la literatura, o a la música, que era lo que realmente le gustaba. Muñoz Molina siente que leyendo estos diarios y también su obra de creación, resulta incomprensible que no haya publicado más libros, compuestos más obras, o intentado que sus composiciones musicales, que tomaba como un divertimento o un regalo para sus amigos poetas, tuvieran más trascendencia. También tenía aptitudes para el dibujo y tampoco las explotó. Quizás, como apunta Muñoz Molina, “tenía talento” pero “le faltaba el ensimismamiento de la verdadera vocación”, o quizás, ese otro talento que era su cordialidad, ecuanimidad y generosidad para con todos le distrajeran de esa vocación. Por encima del valor testimonial y literario indudable de estas páginas, quisiera destacar el de su equidad, rara virtud que se hizo aún más extraña en este periodo que condujo a la escisión total entre las llamadas “dos Españas”. Jorge Guillén, en una carta que le escribe tras la lectura de En España con Federico García Lorca, le confiesa la emoción que ha vivido al leerlo, por un lado por el tiempo rememorado, pero sobre todo porque ningún testigo como él para hacer la evocación de esos momentos intensos, irrepetibles y cruciales: ¡Admirable! Te lo digo con absoluta sinceridad. […] ningún testigo y partícipe podría soñarse […] superior a ti, que eres un observador de increíble bondad, siempre generoso, y por eso mismo –no a pesar de eso– tan justo, 7
Estos relatos de juventud muestran ya su especial sensibilidad y su empatía por los débiles y los que sufren. En la mayoría las protagonistas son mujeres: en “El abismo”, una monja que ansía la libertad en su celda finalmente decide no escapar y no ofender a Dios; en “El águila” una mujer sufre por la pérdida de un hijo; en “El payaso”, éste sale a hacer reír al público a pesar de que acaba de morir su enamorada la funambulista; “Monólogo” es el de una dama de alta sociedad que detesta su tipo de vida pero se deja arrastrar por ella; “Primera nube” refleja el amor y la soledad de una esposa; “En el bosque” una madre reza a Dios para que el novio de su hija no la abandone al quedar esta ciega y su plegaria tiene respuesta; “Miseria” es de tono social y reivindicativo; “Eclipse” muestra la fragilidad y fugacidad de la felicidad; en “Epílogo” una mujer está junto a la cuna de su hijo muerto, su marido llega de divertirse como todas las noches y ella lo abandona; “La iglesia del pueblo” ofrece la escena de dos enamorados que luchan por su amor contra la pobreza; en “El juego” éste es el causante de la perdición del marido y de la ruina de su mujer; “Un adiós” es el dolor de la despedida de su novia de un muchacho que debe marchar al frente porque su patria está en peligro. 137
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tan sagaz. Posees un profundísimo sentido del prójimo, que percibes en toda su individualidad, y siempre a través de un alma clara y un gran don de simpatía. […] Tienes un sense of humor que te ayuda a contemplar la comedia humana con esa generosa serenidad. ¡Y cómo reaparece todo: época, ambiente, gentes, amigos! Sí, te gusta España, y la sabes querer. Y esto también me conmueve. (Macías, 2008: 22)
Y Vicente Aleixandre: “El libro rebosa cariño de la figura que lo llena, y está saturado de pululante vida, como escrito con el frescor de cada día. […] Estoy seguro que tu libro tendrá un gran éxito y que se sucederán las ediciones. ¡Qué simpleza de materiales y de vida hay dentro de este volumen!” (Macías, 2008: 23). Recibió de su familia una profunda educación en valores, que se trasluce continuamente en sus escritos. Así, por ejemplo, a su madre, pese a que conoce el disgusto de su hijo por abandonar París, no le gusta que se acomode a la vida regalada y lujosa que la ciudad le ofrece: “mi madre, a quien escribo a menudo, está completamente de acuerdo con que salgamos de ese ‘ambiente malsano’, de esa ‘ciudad vacía’ y de nuestra vida rica de la rive droite que es ‘una farsa que alimenta eternamente la vanidad’” (2008a: 52). Es ese el espíritu exento de vanagloria, jactancia o pedantería el que sostiene sus opiniones sobre España, sobre los españoles, sobre sus propios compatriotas afincados en Madrid y, en general, sobre todo lo que le rodea.
Llegada e impresión de España Morla y su familia vivieron en España de forma continuada entre 1928 y 1939. Antes de la diáspora que el triunfo del levantamiento militar provocó entre la gran mayoría de los intelectuales españoles, el rico ambiente intelectual del Madrid de los años 1920 fue el espacio que lo acogió. A pesar del poco ánimo con que se trasladan, intenta salvar lo que pueda haber de positivo y así escribe: “Los españoles que conocemos nos han telegrafiado casi todos. Seguramente que la vida allá va a ser mucho más agitada de lo que pensamos, pues los españoles son muy comunicativos y hospitalarios” (2008a: 53). Esta actitud, por encima de sus circunstancias personales, le hará observar y recibir lo que España le ofrece, fuera de los prejuicios y tópicos y de las circunstancias históricas del momento. En su travesía por la árida Castilla hacia Madrid experimenta la primera emoción profunda e inesperada. En medio del paisaje reseco, pedregoso y desolado ve unas pocas casas solitarias y a un niño de seis o siete años al que llama para pedirle un vaso de agua. Éste sale corriendo y se lo trae, a lo que Morla responde de forma instintiva sacando una moneda del bolsillo para dársela,
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Mas el niño, sin alargar la mano, se ha retraído en un ademán espontáneo, mitad de extrañeza y mitad de reproche. ¿Por qué? –me ha preguntado enseguida en voz muy queda. Y yo le he respondido sencillamente: – Pues… porque me has hecho un servicio. El chico me ha mirado entonces un breve instante fijamente y luego ha replicado en un tono de convicción definitiva: Lo he hecho como amigo. Y, dando media vuelta, se ha ido a sentar nuevamente en el umbral de su puerta, en tanto que yo seguía, asombrado –y también un poco conmovido–, mi camino. Es imposible, pensé, que a un pollito de esa edad, nacido en este paraje desamparado, le haya podido alguien enseñar que, “en caso de que un coche se detenga allí un día y que un señor que en él viniera le solicitara un vaso de agua y luego le diera una peseta, debía rechazarla, manifestándole que lo había hecho tan sólo por cariño”. Primera emoción de España, de su nobleza e hidalguía. (2008a: 59)
Morla fue sintiendo cada vez más un gran amor por España, que repite en muchas ocasiones y que se constata por su participación activa en muy variados aspectos de la sociedad española del momento y por el hecho de que sintió profundamente que el gobierno de su país lo enviase fuera tras la guerra, aunque reconociese que su persona y posición no fuesen gratas al gobierno de Franco. El lugar escogido para retirarse fue de nuevo Madrid, donde residió desde 1964 hasta su muerte en 1969. Y allí está enterrado. Las páginas de su diario acogieron todas sus impresiones sobre España y los españoles en múltiples y variados aspectos como la política, la diplomacia, el mundo cultural e intelectual, el teatro, los toros, el mundillo artístico y el ambiente de las calles, los bares y tascas populares, tanto como el de las recepciones de Palacio o en casas de la nobleza, o de altos cargos públicos de la República. Su trabajo y posición social y su participación en los círculos intelectuales, de una parte, y su inclinación por lo popular, de otra, hicieron posible la coincidencia de polos sociales y de pensamiento diversos, muchas veces dispares y en ocasiones radicalmente opuestos. Sólo una personalidad como la de Carlos Morla Lynch, sólo un talante abierto y un criterio justo y equitativo como el suyo fue válido para ofrecer un panorama tan plural y caleidoscópico, a pesar de la subjetividad implícita de unas páginas tan personales como las suyas. Dice Macías Brevis que Morla llevó dos vidas: “Durante el día se mostraba como un diplomático eficaz e intachable. Luego, una vez anochecido, su vida transcurría en compañía de un Lorca, un Alberti, un Altolaguirre, un Hernández, etc., con los que recorría calles y lugares de la bohemia madrileña” (2008a: 24-25). Aspectos que se abordarán detenidamente a continuación. 139
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Salvando la distancia con el ambiente intelectual de la década anterior a la llegada de Morla, es interesante el cotejo con otros testimonios, como el polémico España no existe (1921), del peruano Alberto Hidalgo8, que muestra otra cara de España, la de una España que huele a sotana y a incienso y que vive totalmente ajena de las últimas corrientes artísticas europeas. O la visión entre divertida y cruel que despliega su compatriota Alberto Guillén en La linterna de Diógenes (1921)9 de lo más acreditado de la intelectualidad española del momento.
La tertulia Morla Lynch se nos muestra con una personalidad discretamente cautivadora, que muy pronto consiguió que su casa fuera lugar de encuentro de creadores, intelectuales y artistas de todo tipo y condición, y él mismo se convirtió en un amigo siempre dispuesto a recibir, escuchar y a atender a todos. Cuenta Macías Brevis que se reunían principalmente en las casas de Alberti y María Teresa León, en Marqués de Riscal esquina con Ferraz, y de Morla Lynch y su esposa, primero en la calle Velázquez “frente al torreón donde escribía hasta largas horas de la noche Ramón Gómez de la Serna” (2008: 9) y después en Alfonso XII. Más tarde, desde 1934, también lo hacían en la casa de Pablo Neruda en el barrio de Argüelles. Además estaban las tertulias en cafés tan conocidos como el Café Pombo, La Granja de Henar, la Cervecería de Correos, La Alhambra, Casa Manolo y otros. Por esos años, otros muchos escritores e intelectuales chilenos pasaron por España, como, por ejemplo, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral (que fue cónsul en Madrid entre 1933 y 1935), Luis Enrique Délano, Augusto D’Halmar, fundador del imaginismo y que también reflejó en sus escritos sus impresiones de España, donde vivió durante quince años, o Pablo Neruda, a quien ayudó para que pudiese venir a España consiguiéndole trabajo en la embajada. A todos ellos los puso en contacto con los intelectuales españoles del momento y fueron acogidos en su casa10. Así pues, la vivienda de los Morla, no sólo se inundó del Madrid de la época sino que se convirtió muy pronto en artífice del impulso que la movía. Junto con Federico García Lorca, cuya presencia en casa de los Morla era diaria, eran habituales los escritores Rafael Alberti y su mujer María Teresa León, Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, que se casaron en 8 9 10
Reeditado por Iberoamericana-Vervuert (Madrid: 2007). La última reedición es la de Ave del Paraíso (Madrid: 2001). De su paso por España dejaron entre otros los siguientes testimonios: Sobre todo Madrid de Luis Enrique Délano; España en el corazón de Pablo Neruda; Lo que no se ha dicho sobre la actual revolución española (1936) de Augusto D’Halmar. 140
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estos años, Luis Cernuda, Santiago Ontañón y Agustín de Figueroa. Era asiduo también Francisco Iglesias, que había atravesado el Atlántico sin escalas. Su tertulia acogió a todos los personajes conocidos del momento, con mucho de los cuales trabó estrecha amistad. La relación es larga y muy variada su etiología: poetas, pensadores, escritores, pintores, músicos y compositores, cantantes y artistas de moda, científicos, arquitectos de fama, bailarines, diseñadores, escenógrafos, diplomáticos, políticos, etc., etc. Entre los que figuran en las páginas de En España con Federico García Lorca están Vicente Aleixandre; Gerardo Diego; Jorge Guillén, que lo visita con su familia también en Somo (Santander), su lugar de veraneo; Luis Rosales; Pedro Salinas; Juan Ramón Jiménez, con el que estuvo en varias ocasiones (Morla puso música a su poema “La muerte”); Maruja Mallo, pintora de los decorados de las obras de teatro de Alberti; Salvador de Madariaga; el arquitecto español Juan Martínez, autor del pabellón chileno en la Exposición Hispanoamericana de Sevilla; Marcelle Auclair, escritora francesa esposa de Jean Prévost; el director y compositor Arthur Rubinstein, amigo de muchos años. En abril de 1930 llega a Madrid y se va a ensayar a casa de los Morla: “Estudia en casa, y cada vez que lo hace, es un concierto que nos da… a puertas cerradas” (2008a: 92); María de Maeztu, que tuvo un gran amistad con Gabriela Mistral; Eugenio D’Ors; Azorín; Rafael Martínez Nadal, amigo de García Lorca; el músico y compositor Gustavo Pitaluga; el escritor Eugenio Montes; la bailarina Anna Pavlova; Norah Borges, que los visitó en Somo durante las vacaciones del 34; el músico Regino Sáinz de la Maza, casado con la hija de Concha Espina; Rafael Sánchez Maza; Rosa Chacel; Juan Lafitte; Edgar Nevill, Eugenio Montes; la argentina Victoria Ocampo; el poeta Salvador Quinteros; el conocido periodista Fernando Ortiz Echagüe; Alfonso Olivares; los escritores rusos Anna Kachina, y su esposo Nicolai Evreïnoff, a quien Morla tradujo al español su obra El teatro en la vida; el pintor Max Band; el escultor valenciano Mariano Benlliure, que tenía un encargo del gobierno de Chile; Jean Cocteau, de quien era buen amigo; Cruz Conde, que fue gobernador de Andalucía; Antonio de las Heras; el compositor francés de vanguardia Francisco Poulenc; Stanley Richardson, etc. Y, entre los chilenos, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, el músico Acario Cotapos, Carmen Alcaide o Cruz Coke principalmente. Figuran también entre los asiduos algunos pocos intelectuales de la aristocracia española, como el citado Agustín de Figueroa, al igual que algunos personajes de baja extracción social como Serafín Fernández, al que llama siempre como “el chiquillo Serafín”, muy amigo también de Altolaguirre. También habla a veces de Rafael Rodríguez Rapún, un “chico de ideología socialista”, hijo de obreros a quien conoce y que le cae bien y es admitido en su casa junto con los demás.
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Carlos Morla y estos habituales eran amigos también de toreros de moda, sobre todo de Ignacio Sánchez Mejías, que era además, como se sabe, un “escritor del más fino intelecto, poeta, artista. […] Verdadero hidalgo y lidiador sevillano. Hombres que sólo puede producir España” (2008a: 80). Su muerte fue un verdadero impacto para todos, también para Carlos Morla11. Otros fueron Cagancho, Gitanillo de Triana (Francisco Vega de los Reyes) y su hermano también torero Pepe Vega de los Reyes (Gitanillo de Triana II). Le fascinan las maneras de los gitanos, los observa desde una perspectiva alejada de prejuicios y son divertidas las anotaciones que hace en su diario12. Conoce y se relaciona con otros muchos como Julián Besteiro, presidente de las Cortes, el presidente de la República Manuel Azaña; 11
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El 5 de agosto de 1934 tiene una corrida en Santander y Morla, desde Somo, va a verlo. También van Guillén, Rubio, Orbaneja, Sáinz de la Maza y Marcelle Auclair. A los pocos días tiene lugar su cogida mortal: “¡Muerto! Ese ser lleno de vida, de gallardías, magnífico siempre; que jugaba con ‘la intrusa’ evitando su embestida, a un centímetro de distancia; que se reía y se mofaba de la amenaza de sus garras esqueléticas, de su mirada cavernosa y de su rictus amargo; que se sentía inmunizado ante el peligro e invencible en la lucha”. Siente profundamente esta muerte y sólo puede rememorar los momentos que han vivido juntos, tanto en la plaza de toros como en su casa con Lorca y los demás, “¡Pobre Ignacio!… ¡Pobre Ignacio!…” (2008a: 405). Respecto al primero, Morla y García Lorca estaban en la plaza viéndolo torear, como solía hacer, cuando tuvo una cogida mortal. Ofreció su sangre para una transfusión aunque después le pusieron otra. Más tarde, junto a su cama tiene detalles como el siguiente: “En la trágica espera de lo inevitable, rememoro, una a una, todas las frasecitas tristes que el gitanillo me ha dirigido: –Tráeme cerezas, Carlo. ¡Quiero cerezas! Como quien me pide una cosa inmensa, inalcanzable. Voy en busca de ellas, y se las doy una a una, como a un pajarito. Entonces, esta otra frase infantil, que me quedará grabada mientras viva: –Yo le diré a la Virgen lo bueno que has sido conmigo” (2008a: 102). Otro día cuenta divertido y sin que le siente mal el exceso de confianza y la poca de educación en sus maneras, cómo llegó a su casa y sin más le ordena: “–Tú, coge la pluma… / –Tú le escribe ar Precidente de Venesuela… / –Tu le dise que zoy er mejó torero de España… / –Y tú le dise que ‘quiero ir a torear a Caraca…’ ¿Entendío?” (505-506). Lo que sucede a los pocos días es que recibe una carta del dictador Juan Vicente Gómez diciéndole que atenderá la petición que le hace respecto al Gitanillo, pero Juan Vicente Gómez, en el intermedio, había sido asesinado a tiros antes de que llegase la carta. García Lorca, como en otras ocasiones, le dice: “– Cosas que sólo te pasan a ti” (2008a: 510). Del segundo, que solía cantar, tocar la guitarra y bailar, cuenta que cuando fue a su boda se encontró el detalle de que había puesto un clavel rojo en su mesa y en la de los otros que habían donado la sangre para su hermano. En otro momento lo busca para que interceda por él en un juicio que tiene por haber dado un botellazo en una “juerga con mujeres” a un señor. Dice que le pide, “nada menos”, que hable con Lerroux, presidente de la República. Pero anota que lo hará (2008a: 477). 142
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Américo Castro; Miguel de Unamuno; el pintor Víctor María Cortezo, que preparó el decorado a una obra de la Argentinita; el pintor Pancho Cossío; el escritor y embajador de México Genaro Estrada; el escritor Wenceslao Fernández Flores, muy amigo de García Lorca; Agustín de Foxá; la actriz Celia Gámez; Federico García Sanchís; Victoria Kent, que le merece admiración por su labor para mejorar las condiciones de vida en las prisiones; Ramiro de Maeztu, hermano de María, más asidua en la tertulia; el poeta Alejandro Mackinley; la artista conocida como La Argentinita; el músico Yehudi Menuhin; la pedagoga Montessori; el catedrático de Salamanca Orbaneja; el pensador José Ortega y Gasset; Eugenio D’Ors; el pensador Fernando de los Ríos, con quien pasa unos días con su familia en Somo; el director teatral Rivas Cherif, renovador de la escena; José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange española; conoció también a Lindbertgh el día que volvía de su travesía sin escalas a través del Atlántico; el escritor argentino Enrique Rodríguez Larreta; el colombiano Jorge Salamea, amigo de García Lorca; Luis de la Serna, médico, hijo de la escritora Concha Espina; la actriz y recitadora rusa Berta Singerman; la bailarina austriaca Eva Tay; la señora Vacarezo, escritora rumana; o Valle-Inclán, a quien ve en Madrid pero que había conocido en Chile, donde frecuentaba asiduamente la casa de su madre. Circunstancias, anécdotas y opiniones de sabrosa lectura sobre todos ellos se vuelcan en En España con Federico García Lorca. La tertulia era diaria: Sigue frecuentando asiduamente nuestra casa la juventud intelectual y artista, como un club, y parece ser que se sienten bien en ella. Son buenos muchachos y buenos amigos, alegres, simpáticos, optimistas, a veces un poco exaltados, pero siempre inteligentes y llenos de personalidad. Los unos traen a los otros, porque les gusta venir y les agrada el ambiente. Esta convicción nos halaga y nos conmueve. […] Esta muchachada brillante es revolucionaria por espíritu de renovación. Lo es sin odios ni violencias, tendencia propia de la juventud, que se complace en situarse siempre dentro de la oposición a lo establecido. Son “revolucionarios” como son poetas…; pero evocan con fervor a Isabel de Católica y a su hija, doña Juana la Loca. Españoles por encima de todo […]. A casa acuden […] escritores, músicos, pintores, diletantes en general, sin distinción de partidos o de ideologías. En las reuniones grandes se habla de todo –muy poco de política– e impera una fraternidad edificante. (2008a: 82)
Tomemos un pasaje, entre muchos, como ejemplo del ambiente de su casa un día cualquiera de tantos: La casa se llena en la noche: Federico, Rafael Martínez, Paco Iglesias y otros más. Cernuda habla de Dostoyevski. Federico de las conferencias que acaba de dar en Santiago de Compostela. Nos describe la ciudad, su catedral, y evoca en forma insuperable el canto profundo de sus campanas. Paco Iglesias nos 143
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explica una de las fases de la expedición al Amazonas: el establecimiento de las bases de aprovisionamiento en diversos puntos de estas regiones ignotas, misteriosas e inquietantes. Rafael se manifiesta asombrado con el triunfo hitleriano en Alemania. Cada cual a lo suyo. (9/5/1932, 2008a: 250)
Hay que decir que parte del éxito de la tertulia en casa de los Morla era la presencia de Federico García Lorca. Las opiniones vertidas en En España con Federico García Lorca son tantas, tan diversas y emotivas que es obligada la lectura de este volumen para calibrar el peso de la estrecha relación que hubo entre ambos. Carlos Morla leyó Romancero Gitano recién llegado a Madrid, le pareció increíble por su novedad y le impresionó hondamente, de forma que en seguida tuvo la necesidad de conocer a su autor. García Lorca, a quien le costaba iniciar nuevas amistades, se hizo de rogar hasta que se decidió a visitarlo, pero desde ese instante se puede decir que la casa de los Morla fue también la suya, por su presencia continua y la libertad de la que gozaba en ella. Mas tarde Morla le preguntará por qué le costó decidirse a presentarse en su casa, y García Lorca le cuenta que “tenía miedo”: “‘no sabía’…; vamos, que no sabía cómo erais: pero ahora que lo sé y que estoy aquí…, aquí me quedo” (2008a: 63). Y realmente eso es lo que hizo. Fueron muchas las cosas que compartieron: sus creaciones, sus proyectos, sus estrenos teatrales, su pasión por la música… y también sus sentimientos más íntimos, sus temores y sus afectos. Hubo lugar para toda clase de momentos, alegres y sombríos. Era en su casa donde García Lorca leía sus obras antes de editarlas o de estrenarlas en el teatro. Morla comenta largamente estas veladas. A modo de ejemplo, sirva el siguiente pasaje del día 2 de diciembre del 34, en que realiza la lectura de Yerma. Están esta vez presentes las hermanas de Morla, que estaban de visita en España: La casa se llena. Concurrencia heterogénea: monárquicos, republicanos y aun “comunistizantes”. Un solo diplomático –el representante de Checoslovaquia– y su cautivadora esposa […] y, naturalmente, los amigos de siempre: intelectuales, “vanguardistas”, rebeldes e innovadores. La atmósfera reinante, magnífica y vibrante, prodigiosamente bien dispuesta. Entre tantos antagonismos impera una armonía edificante. La paz con todos y la concordia que Federico trae consigo y que encuentra en nuestra casa un clima de invernadero en que todas las plantas –sean de tierras templadas o tropicales– conviven y fraternizan. (2008a: 439)
Todo lo cual, es de justicia reconocerlo, era mérito exclusivo de Carlos Morla Lynch. El ambiente de ese momento lo describe así: Entramos en el salón [él y Federico García Lorca]. Ya están todos reunidos allí. Se cierran las puertas y las ventanas, se bajan las cortinas, se suprimen luces, se desenchufan el teléfono y la radio. Federico toma asiento frente a la mesita preparada, sobre la cual ha sido colocada la lamparita movible de pantalla de cristal blanca en su parte interna y verde por fuera; le da a su rostro un reflejo nacarado y espectral que acentúa aún más su vigor y fuerza su144
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gestiva. Es cabeza de genio la suya cuando está serio y tranquilo: máscara de Balzac o de Beethoven en época de juventud. […] Comienza la lectura en medio de un silencio imponente.
Al comenzar el segundo acto, con la escena de las lavanderas, un rumor de admiración se eleva de la asistencia, que se halla sentada en todas partes: en el suelo, debajo y sobre el piano, encima de las cómodas antiguas y del borde de la chimenea, en los respaldos de los divanes y sillones y hasta en el comedor y en mi despacho, cuyas puertas han sido dejadas abiertas. Tiene Federico un talento –y un vigor para expresarlo– que anonada. (2008a: 439-441)
Después de eso, y de la admiración de todos, se quedan los habituales y vuelven a reírse con sus juegos y parodias habituales. “Federico se reincorpora a su temple de chiquillo” y les hace reír con una de las parodias “de su vasto repertorio”. Siguen de broma y armando una tremenda bulla “a la que pone fin la dueña de la casa, que se había retirado a su habitación”. Finalmente escribe: “Y ver reírse ahora a Federico –que hace un momento nos leía su Yerma con tan severa gravedad–, con esa alegría loca de chiquillo que le es propia cuando está contento, es otra lluvia de estrellas: la más festiva y contagiosa de todas” (2008a: 441). Otro día (la noche del 3 de noviembre del 31) aparece en la tertulia impetuosamente con su idea para el teatro La Barraca, “una idea nueva que ha surgido, con la violencia de una erupción, en su espíritu en constante efervescencia”, “con el fin de ‘salvar al teatro español’” y de ponerlo al alcance del pueblo. Colaborará con él su amigo Manuel Ugarte, “como él lleno de proyectos edificantes, organizador impulsivo de las cruzadas culturales a través de villas y caseríos”. “Y tal como entró, sale: flecha, bala, ciclón, tromba de agua arrastrada por el huracán” (2008a: 147-148). Al día siguiente, onomástica de Carlos Morla, García Lorca llega y, como no tiene dinero, dice que le va a regalar una obra de teatro. Le ofrece la danza de “Tórtola Valencia”, envuelto en una sábana y con contoneos al estilo oriental. Después, con dos tazas de té puestas a modo de pechos, hace un “ballet de Mata Hari” (2008a: 148-149). Tuvo también con él muchos momentos de sincera amistad. Sirva como ejemplo la tarde del 18 de diciembre del 31. Están juntos en su casa y García Lorca le habla, como lo hizo en muchas otras ocasiones, de su continua ansiedad por la muerte. Le confiesa que siente una terrible necesidad de saber qué hay más allá, pues en muchas ocasiones al cabo del día piensa que la muerte lo acecha, y cree que sin esa obsesión, fija, terrible y pavorosa, la existencia sería muy diferente. Esa misma tarde lo sorprende con la petición de que le lea algo de su diario: 145
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No tengo inconveniente en acceder a ello, porque es él quien me lo pide y porque sé que en estas páginas no puedo haber estampado nada que le ofenda. Yo no podría leerle a otros lo que en la intimidad escribo. El grado de amistad que nos une ha esfumado entre nosotros todo lo que puede crear incertidumbre o desconfianza. Vive Federico la verdad de mi hogar, con sus cosas malas y buenas, luminosas y sombrías, como las hay en todas partes. (2008a: 173)
De entre sus páginas le lee tres canciones que había escrito a su hija muerta y que no había vuelto a leer. Llora con desconsuelo y Federico es ahora quien lo conforta poniéndole música, cantándole y acompañándolo en la cena, “con la gentileza de un niño bueno que se ha quedado en casita todo el día”. Morla anota en su diario al día siguiente: “Afinidad absoluta. Hemos conversado durante horas enteras y nos hemos comunicado pareceres, emociones y sentires comunes. Charla de hermano mayor con hermano más pequeño, pero ‘que sabe mucho’, de muchas entendederas y que prefiere dar consejos a recibirlos” (2008a: 173-174). Otra escena cotidiana: Morla está con fiebre en la cama (16/2/35) y, en el dormitorio, García Lorca escribe sentado en un pequeño escritorio. Cubre la lámpara del mismo con un pañuelo rojo para amortiguar la luz. Él lo ve ir y venir de puntillas de un lado para otro. De pronto tropieza con una mesita, que cae al suelo con estrépito con todo lo que tiene encima, “impresión de que ha quedado con una pata suspendida como las cigüeñas”. Cuando ve que ya está despierto se sienta a los pies de la cama y se pone a contarle historias de cuando era niño en Granada. Y momentos de gran intimidad: Qué a gusto me siento con él, unidos ambos en la “verdad” del paisaje, en la “verdad” de hallarnos solos, andando y andando lentamente, sin rumbo, uno al lado del otro, hacia la montaña, dejando atrás el mar y confiándonos mutuamente la “verdad” de lo que sentimos y la “verdad” de lo que pensamos. […] Pienso menos en su inmenso prestigio de poeta grande que en el tesoro de amistad y de calor afectivo que es capaz de transmitir a los seres que él quiere. Su mano “tendida” y “acogedora” que pide cariño y lo ofrece a raudales. Su palabra cautivadora, el encanto de que está lleno y –por encima de todo– su corazón, que cuando lo abre nos brinda una mina de oro de veta inagotable que se renueva siempre. (2008a: 408 y 412)
Muchos de los que querían conocer a García Lorca, sabiendo de su reticencia a hacer nuevas amistades, se lo pedían a Carlos Morla y este propiciaba el encuentro. Seguro que la figura de su amigo contribuyó al éxito de la tertulia, pero fue mérito suyo crear y mantener un ambiente propicio, con enorme generosidad y sin pretensiones personales, como era lo más habitual. Todo lo cortó de un tajo un asesinato que Morla Lynch y otros se negaron durante mucho tiempo a creer. El relato de cómo se enteró de la 146
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noticia y de esos primeros días, sencillo y directo, conmueve profundamente: “1º de septiembre” de 1936. Morla baja a la calle muy apenado porque a Agustín de Figueroa se le ha muerto un hijo y además está en la cárcel. Va recordando los buenos ratos que han pasado juntos cuando, intempestivamente, Pasan corriendo, dando voces, varios chavales vendedores de periódicos: –¡¡¡Federico García Lorca!!! ¡¡¡Federico García Lorca!!! ¡¡¡Fusilado en Granada!!! Recibo como un golpe de maza en la cabeza, me zumban los oídos, se me nubla la vista […]. Pero luego reacciono y me pongo a correr, correr, correr… ¿Adónde? No lo sé… Sin rumbo… De un lado a otro, como un loco…, al tiempo que repito inconscientemente: “¡¡No, no; no es verdad, no es verdad, no es verdad!!”. Pregunto y pregunto, interrogo a todo ser que cruzo… Y nadie sabe nada. Altos de optimismo y descensos terribles… ¡Que no puede ser! ¡Que todo es posible! Y de nuevo a correr, a correr, hasta perder el aliento; toda la tarde y toda la noche, desesperado, en busca del desmentido, por la ciudad sitiada que estremece el lúgubre clamor de las sirenas anunciadoras de aviones de bombardeo. 8 de septiembre […] Me aferro desesperadamente a pobres jirones de optimismo. Más tarde llama Manolito Altolaguirre, que, a su vez, desmiente la noticia. Él sabe que Federico se halla en sitio seguro. También lo sabe su hermana Isabelita. Debe de ser así. No puede haber quien quiera hacerle mal a ese ser tan incapaz de inspirar sentimientos de odios, venganzas y rencores. […] 18 de septiembre […] se abre la puerta y alguien se detiene en el umbral y luego inclina la cabeza en silencio… Y por primera vez tengo la sensación de que el timón se me escapa de los dedos…, como que pierdo pie… y que me voy a caer. Hace frío de repente en la estancia, y diríase que un velo negro, oscuro como un abismo, descendiera frente a mí… Fusilado… Asesinado… ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por quiénes? ¡Dios mío! Yo que lo consideraba invencible, triunfador siempre; niño mimado por las hadas, querido por todos –más que querido–, ¡adorado!… ¡Y feliz más allá de lo humano! Me parece escuchar su voz aquella noche, que era –sin sospecharlo– la última vez que la oía: “Yo soy del partido de los pobres…, pero de los pobres buenos”. Y diríase que esta voz, de pronto, adquiriera un tono más festivo: “¿Te gusta España?”. Una convulsión escalofriante me sacude entero. Me cubro el rostro con las dos manos. (2008a: 542-544)
A lo largo de los años siguientes escribe una y otra vez, obsesivamente, que no puede creer en la muerte de su amigo, por momentos recobra la esperanza de que esté escondido y la noticia sea un bulo y en 147
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otros se desespera de nuevo ante su silencio y diversos testimonios que le van llegando. Además de García Lorca, la generación del 27 al completo pasó por su casa y hicieron amistad con él. Manuel Altolaguirre fue, como se ha dicho, de los más cercanos. En casa de los Morla estaba “como pez en el agua” y, desde el primer momento, le parece que haya estado desde siempre con ellos (195-198). Él fue quien regaló a Morla la Antología (1915-1931) publicada por Gerardo Diego. En la pequeña imprenta que lleva en su casa, en una “habitación estrecha en la que no caben más que una cama ancha –que en el día se transforma en sofá–, dos sillas y la citada máquina tipográfica” (2008a: 240), prepara la revista Héroe, que suscita algunas discusiones entre los colaboradores que Morla comenta. El “personal completo” de la imprenta está formado por Altolaguirre, Concha Méndez y el citado Serafín (2008a: 243). La boda de Altolaguirre y Concha Méndez se convirtió en un acontecimiento más del grupo de asiduos: asistieron Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Luis Cernuda, Pancho Cossío, Jorge Guillén, Rosa Chacel, Edgar Neville, Emilio Orbaneja, muchos universitarios de Salamanca y otras tantas “señoritas de la Residencia”…, “todos los que escriben, en prosa o en verso, que pintan cuadros o componen música, que son actores de teatro o se ocupan de cine; en una palabra: todos los que tienen alma de artistas, han acudido a la cita” (2008a: 268). Más tarde, cuando muere en el parto su primera hija, Morla sabe acompañarlo en un dolor que conoce bien, y por una afinidad que se reconoce desde fuera. Escribe sobre él que “es un muchacho sensible y afectuoso que atesora un alma infantil. Amén del talento que tiene, es distinto a todos los demás: mayor sencillez, más generoso de corazón y más bueno” (2008a: 353). Éstas, en realidad, son las virtudes del propio Morla. Cuando conoce a Rafael Alberti, recién llegado a España, le parece un “talento de gran vuelo”, y que, entre los poetas que frecuentan su casa, es, junto con Federico García Lorca, “los que llevan en España la batuta de esta renovación vanguardista” (2008a: 79). Pero pronto va sintiendo que su radicalización en el pensamiento político le hace perder llaneza: Su espíritu ha cambiado. Los viajes han creado en él un clima de suficiencia. Añoro esa sencillez cautivadora en que antes envolvía su inmenso talento. Y no es el “niño bueno” y dócil que tendíamos en el diván para cuidarlo de la úlcera de que a la sazón sufría (3/11/1932, 2008a: 305). Cuando venía a casa, recién llegados a España, tenía tanto talento como ahora, y era, sin embargo, más sencillo. Él y su compañera –que es inteligente y hermosa– se han declarado comunistas convencidos. Nada tengo contra ello. Pero se puede ser comunista, monárquico o republicano, como creyente o ateo, sin que sea necesario proclamarlo a cada instante y hacer de ello alarde (15/10/1933, 2008a: 369). 148
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
Tras asistir al estreno de su obra de teatro Fermín Galán, se suscitó la polémica en la tertulia. Durante la representación muchos abandonaron la sala por la dureza de la obra. Ellos permanecieron por amistad hasta el final, pero Morla opina que es una demostración “de lo que no debe hacerse”, y concluye: “No basta tener talento en este mundo; hay que saber aprovecharlo en forma edificante y no caer en la debilidad de aplicarlo para satisfacer odios y rencores” (2008a: 97). A Vicente Aleixandre se lo presenta Luis Cernuda al final del estreno de Bodas de sangre el 8 de marzo del 33. Anota en su diario que aunque no lo conocía “es como si siempre hubiésemos sido amigos” (2008a: 332). Le gusta de él “la condición rara de que, siendo poeta de los grandes, no tiene –como otros que también lo son– el prurito de proclamarlo a cada paso” (2008a: 341). Respecto a Luis Cernuda, siente expectación por conocerlo, “su extraña personalidad” le “interesa” y le “atrae”. Su sensibilidad le hace sentir de nuevo desde el principio especial afinidad y no ve en él ese “retraimiento” de que le habían hablado: “Desde luego, me he sentido bien con él, en un ambiente de serena armonía libre de reticencias; seguridad que pocas veces me ha sugerido un ser que nunca había visto antes. Lo he experimentado en España con Federico y con Manolito Altolaguirre. Es una cuestión de clima” (2008a: 234-235). Cernuda le dedicó un poema, “Antiguo clamor”, y Morla puso música a otros suyos, como hizo también con poemas de García Lorca, Alberti, Altolaguirre, Gerardo Diego, Salinas o Juan Ramón Jiménez entre otros. Lo conoce bien y le parece “un gran niño torturado” (2008a: 274), “un espíritu de ‘sol y sombra’, ya luminoso, ya nocturno. A veces abre su corazón como un libro; otras veces se refugia detrás de una hermética puerta de hierro” (2008a: 339). Ese corazón que se abrió a pocos se abrió a Carlos Morla. Existió entre ambos una nutrida correspondencia privada que no se ha publicado y que contiene muy probablemente una radiografía profunda de sus almas, como artistas y como personas. A Jorge Guillén lo conoce el 2 de agosto de 1934. Está de vacaciones en Somo y pasa a verlo con otros poetas que lo acompañan. Anota la “íntima satisfacción” que le infunde el haberlo conocido, y añade: “era un florón de importancia que le faltaba a la maravillosa corona en medio de la cual he tenido la suerte de construir mi nido en España” (2008a: 401). Le halaga que le pida que le ponga música a alguno de sus poemas. Ambos entienden que hay una gran afinidad entre la música y la poesía. Es Morla quien le presenta a Neruda, a quien tenía interés en conocer. También le merece buena consideración Pedro Salinas, con el que estuvo en varias ocasiones con su familia. Y se relaciona con Gerardo Diego, al que conoce en octubre de 1932. 149
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Respecto a Miguel Hernández, del que ha oído decir que “concibe sus poemas exquisitos cuidando cabras en la montaña”, le produce una impresión positiva, aunque también el “efecto de un niño sonámbulo que viviera en otro plano: espíritu ausente” (2008a: 487). Lo ve por primera vez en casa de Pablo Neruda. Entre los poetas del momento, siente gran interés por conocer a Juan Ramón Jiménez, al que todos consideran el gran maestro. Es García Lorca quien se lo presenta. Aunque consigue que un día vaya a su casa – a una “pequeña recepción” a la que “ha aceptado asistir el más huraño y grande de los poetas, que parece ser que vive dominado por un drama interior tan misterioso como impenetrable”–, no se produce el acercamiento que él hubiera deseado y eso lo deja “mortificado y triste”. En cambio su mujer, Zenobia Camprubí, se le muestra más expansiva y espontánea. Se fija en sus manos “llenas de expresión, bondadosas y abiertas; como un libro” (2008a: 245-247). Entre sus compatriotas afincados en Madrid, los más cercanos son Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Siente respecto a Neruda, con quien se había relacionado por carta, una gran impaciencia por conocerlo en persona. Al día siguiente de su llegada, va a su casa y todos acuden para conocerlo. Como lo ve cansado y demacrado lo acuesta en su cama. Se va a otro compromiso y cuando vuelve “Neruda sigue durmiendo profundamente en mi lecho, en tanto que Gabriela Mistral, arrellanada en un sillón, lee sus poemas”. Después se monta la velada, que dura hasta las cuatro de la madrugada. Todos los contertulios han acudido para conocer a Neruda. “Reina animación y afinidad. Mucha alegría”. Lorca canta peteneras y Bebé las composiciones musicales que su marido ha escrito. Después, cuando todos se han calmado un poco, Neruda se pone a leer sus poemas: “Su voz lenta –que tiene suavidades de terciopelo–, de una dulzura envolvente, se eleva como los efluvios de un incensario y nos infunde la sensación inefable de una cosa muy bella que no se parece a otras sentidas antes”. Al terminar, Federico lee algunos de los suyos. “Día grande y noche inolvidable” (2008a: 394). Morla se lo presenta a los demás poetas del momento, que desean conocerlo, y pone música a algunos de sus poemas. Le ayuda a permanecer en Madrid pero, en el terreno laboral, cuenta que ha de mediar a veces con la Embajada por los problemas que provoca su carácter “complicado y de una susceptibilidad absurda”. En lo personal, a medida que transcurre el tiempo, recrimina su comportamiento para con su mujer y su hija, que le nació hidrocefálica13. La argentina afincada en España Delia del Carril, aunque veinte años mayor que Neruda, se había enamorado de él desde su llegada a 13
Neruda se había casado en 1930 con María Antonia Haagenar Vogelzanz – conocida como “Maruca”–, de origen holandés, que conoció durante su estancia en Java. En 1934 nació Malva Marina, única hija del matrimonio. Murió a los ocho años. 150
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
España. Pasaba con ellos mucho tiempo en su casa, incluso ayudó a su mujer con esa “niñita” que en su nacimiento había “luchado entre la vida y la muerte” (2008a: 421). Se hicieron amantes y ambos desplegaron una intensa vida intelectual. Carlos Morla no entiende esa actitud y siente pena por su esposa, una mujer que lo había ayudado a sobreponerse a su soledad y estado depresivo en Java y que ahora vivía ella esa misma situación en una tierra extraña en la que se sentía y estaba sola. Uno de estos días Morla anota: “Ayer salimos moralmente asfixiados de casa de Pablo Neruda. Encontramos a su mujer, Maruca, sola, junto a la cama donde yacía la nena enferma. Cuadro doloroso, trágico y de pesadilla… Pablo y Delia en el cine…” (2008a: 471). Cuando en 1936 estalla la guerra, Neruda envía fuera de Madrid a su mujer y a su hija diciéndole que después iría él, pero la dejó definitivamente y asentó su relación con Delia del Carril, que fue su siguiente esposa14. Morla le reconoce continuamente su talento, pero se le empequeñece su figura como persona. Me detengo en estos escabrosos detalles porque serán ilustrativos al tratar más adelante el asunto de la muerte de Miguel Hernández. El 28 de marzo de 1933 los periódicos anuncian la designación de cónsul de Gabriela Mistral. Desde entonces mantienen un contacto continuado y cercano, y está junto a ella cuando se ve obligada a trasladarse a Lisboa por el escándalo de la publicación de una carta privada suya en la que hablaba mal de España. Va a casa de Morla a cenar y a despedirse acompañada por el entonces becario chileno Luis Enrique Délano. La dibuja siempre como a una persona de gran carácter lo que, como en este caso, le acarreó algunos problemas: “talento, personalidad, fuerza dominadora, erudición, sabiduría… y mucho más; pero también un poco de endiosamiento” (2008a: 363). También se relaciona con Huidobro, su pose continua no le permite sentirlo cercano, piensa que “es una lástima esa arrogancia, que obedece en realidad a una especie de ‘dadaísmo’ deliberado que ni siquiera es sincero, por cuanto es buen muchacho” (2008a: 198). Y narra algunas anécdotas epatantes protagonizadas por él. Con lo que se ha apuntado hasta aquí sobre la tertulia en casa de los Morla, claramente apreciamos que era algo más que eso, un lugar de reunión abierto sin pretensiones, finalidad o calendario fijo donde había muchas ocasiones para la simple diversión. Ciertos pasajes pueden 14
En 1942 Neruda pidió a distancia, desde México, el divorcio de su primera mujer, pero ése no fue aceptado por la justicia chilena, así como tampoco su matrimonio en 1943 con Delia del Carril. Después marchó al exilio y durante su estancia en Nápoles y Capri vivió con Matilde Urrutia, con quien se casaría en 1969, cuando murió su primera esposa. De Delia del Carril se separó en 1955, resultando chocante que Neruda le dedique, como a su primera esposa, sólo unas pocas líneas en sus memorias. 151
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darnos el tono de estos momentos. Por ejemplo, en 28 de octubre del 31, García Lorca hace la lectura de su obra de teatro Así que pasen cinco años. Estaban presentes muchos conocidos de todo tipo, incluidos algunos aristócratas e intelectuales de renombre15, lo cual solía incomodar a García Lorca. Sucedió entonces que, en el entreacto, algunos se habían retirado a una habitación contigua. Cuando Morla entra se encuentra que Federico y Santiago Ontañón daban una función teatral improvisada ante un auditorio que se desternillaba de risa. / Primero, “charla de un abuelito con su nieta Conchita”, extraída de una comedia de Benavente, y, acto continuo, “contemplación de un naufragio desde la costa por una madre y su hijo, conforme a un film antiguo”. Sketches indescriptibles de ironía y de gracia imitativa. (2008a: 144)
En otro momento ambos discuten sobre la composición de la obra “Teatro del zapato en un árbol”, mientras que un grupo de amigos canta en su salón. Morla intenta que lo hagan en voz baja porque la portera está enferma, pero a las dos de la mañana se le ocurre a Rafael Martínez preparar para todos el consabido chocolate, y nos encaminamos a la cocina con castañuelas y guitarra. Una vez allí, es inútil todo esfuerzo por conseguir que se callen. Federico canta con énfasis, se revuelven cacerolas, se enciende fuego, el chocolate hierve, burbujea, se desborda del recipiente y se desparrama. Santiago Ontañón es el único que implora “compostura y piedad” en holocausto “a la portera, que está mala”. Tiembla ante la amenaza de que la dueña de la casa –Bebé– irrumpa en el recinto, indignada. En efecto, se la oye venir por los pasillos y se percibe su voz airada. Entonces se produce la huida general, en puntillas, por todas las puertas a un tiempo. También un tema estupendo –el de esa fuga colectiva– para una escena final del “Teatro del zapato en un árbol”. (2008a: 152)
No es difícil inferir de la lectura de sus diarios que Carlos Morla se sentía más que feliz en el ambiente que había conseguido reunir en su casa y en el que se desenvolvía en Madrid. Sus sueños, ideas, reflexiones o silencios –apunta Juan Eduardo Vargas– encontraban un auditorio adecuado al que no le sorprendía su modo de ser, el que celebraba sus puntos de vistas e ironías, su charla fácil, y se sorprendía con sus composiciones musicales. Mal que mal era tan artista e intelectual como la mayoría de los asistentes a la tertulia, y su mirada con respecto a España –en la que había tanto de cariño como de admiración– no difería del todo de la que tenían los anteriores (2003: 23). 15
Entre los que nombra están: Rafael Martínez, Salvador Quinteros, el conde de Yebes (Eduardo), el capitán Iglesias, Victoria Ocampo, María de Maeztu, Santiago Ontañón, Eugenio Montes, Víctor María Cortezo, Mourlane Michelena, Agustín de Figueroa “y otros muchos” (2008a: 141). 152
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
Su labor en la embajada de Chile en Madrid En la embajada de Chile en Madrid Carlos Morla Lynch trabajó para tres embajadores. El primero de ellos fue Emilio Rodríguez Mendoza, también un intelectual pero de tendencia conservadora y carácter autoritario, con el que tuvo fuertes discusiones. Considera Macías Brevis que sus desencuentros se pudieron deber a que Rodríguez Mendoza no soportaba bien el hecho de que alguien de rango inferior en la embajada tuviese mayor predicamento que él en determinados círculos, además de por su ideología política. Le sustituye en el cargo, en 1930, Enrique Bermúdez de la Paz, con quien sí mantuvo excelentes relaciones. Persona culta que dominaba cuatro idiomas, escribía y componía música y tenía prestigio tanto entre los intelectuales como entre miembros del gobierno, y sentía además simpatía por la República. Fue Morla quien le presentó a Federico García Lorca y a otros muchos intelectuales. Cuando Bermúdez de la Paz dejó el cargo todos pensaron, también él mismo, que lo nombrarían a él embajador, pero no fue así. En enero de 1934 designaron a Aurelio Núñez Morgado, que no llegó a Madrid hasta 1935. Carlos Morla se hizo cargo de la embajada durante ese tiempo. Núñez Morgado se decantó enseguida hacia la derecha política y, al iniciarse la guerra, abrió la embajada para acoger a más de dos mil refugiados opositores de la República, de forma que tuvo que alquilar locales para acogerlos bajo bandera chilena salvando así sus vidas. Entre los refugiados estuvieron Joaquín Calvo Sotelo, el falangista Samuel Ros (publicó un libro dedicado al embajador Núñez titulado Meses de esperanza y lentejas) o Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de Falange española. Con sus experiencias de estos años escribió Los sucesos de España vistos por un diplomático (1941). En 1937, a Núñez Morgado, que había salido al extranjero, el gobierno republicano, con el que no mantenía ya buenas relaciones, le negó el regreso a Madrid, alegando que llevaba en su maleta dinero para financiar a la oposición. Desde ese momento (17 de abril) Morla Lynch asumió toda la responsabilidad de la embajada, aunque únicamente con el cargo de Encargado de Negocios. Rechazó la posibilidad de volver a Chile que le ofreció el Ministerio de Asuntos Exteriores y desempeñó su cargo hasta el 8 de abril de 1939. El motivo principal de esta decisión fue el no abandonar a los refugiados de la embajada. Con la toma de Madrid y el triunfo definitivo de los nacionales, tuvo lugar un nuevo asilo, esta vez de republicanos. De esta forma, Morla Lynch tuvo que enfrentarse primero a las autoridades republicanas por acoger a nacionalistas, y después al gobierno de Franco por acoger a republicanos. Carlos Morla Lynch era un espíritu alejado de ideas preconcebidas y dogmatismos, que amaba y valoraba la libertad personal. En El año del centenario, su anotación correspondiente al primero de enero sentencia: “Acompañan nuestros pasos en la vida ciertos seres armados de tijeras invisibles llamadas a cortar nuestras alas cada vez que un impulso las 153
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abre” (1921: 5). Como se ha dicho, a pesar de que cumplía escrupulosamente con su trabajo, le resultaba incómodo todo el protocolo implícito a su cargo diplomático y siempre que no fuera estrictamente necesario prefería la naturalidad en el trato y en sus actos: Yo detesto las tareas que mis incumbencias diplomáticas me imponen. Los trabajos que hago, las notas e informes que escribo, las comunicaciones que contesto, me infunden la sensación desconsoladora de que son, en general, realizaciones que van a dar a un tonel sin fondo suspendido en el aire y que en seguida se pierden en el vacío…, a pesar de que me he esforzado siempre en imprimirles un giro sencillo y lo menos árido posible. Lo hago así movido por la intención sana de que estos trabajos sean para quienes los lean –si esos lectores existen–, por lo menos livianos y entretenidos. (2008a: 121)
Todo lo estereotipado y falso le provoca algún comentario. Por ejemplo cuenta que oyó a un señor que “dirigiéndose a una persona horrorosa, le decía: ‘Mi noble, grande y buena amiga’. Repitió la frase cinco veces. Las he contado. ¡Cosas exasperantes!” (2008a: 363). Otro día, en la boda del segundo hijo del doctor Pittaluga, el nuncio del Papa, monseñor Tedeschini, da una plática que le parece interminable en la cual “mueve sus manos extraordinariamente bellas y da pasos hacia delante y hacia atrás. Su teatralidad me desconcierta. ¡Así no se puede tener fe!” (2008a: 437). En enero de 1935 hay una serie de actos para conmemorar el Cuarto centenario de la fundación de Lima. Todo ello le resulta una “gran lata”, y comenta que tiene que escuchar hasta “versos sobre Pizarro” (2008a: 452). Por el contrario se encuentra especialmente a gusto con la gente común: “Qué momentos inolvidables para mí son las vagancias por el viejo Madrid. La gente de la calle me interesa” (2008a: 364). Todas las virtudes de España las ve en el pueblo, la nobleza, la hidalguía, el valor de la amistad… Los testimonios se multiplican. Y sus preferencias se inclina por todo lo popular, de ahí su afición y gusto por el flamenco, el folklore español, que veía “de una riqueza fabulosa, inagotable” (2008a: 71), la zarzuela, etc. Y se siente libre y feliz cuando pasea por las calles de Madrid “confundido con la multitud”, cuando se detiene a charlar con unos y con otros o cuando se para en una tasca. Esta postura no es esnobismo, ni el “plebeyismo” puesto de moda entre las clases dirigentes, como lo demuestra la siguiente anotación en su diario. Un día Federico García Lorca le dice que va a ir a pasar una noche entre los mendigos que ocupan una casa semiderruida. Quiere escribir una obra sobre esos mendigos. Él le dice en un impulso que le gustaría ir con él, pero después reflexiona: Pero hay algo dentro de ese impulso que me retrae; una sensación parecida a la vergüenza, que lo paraliza: la idea de haber penetrado hasta estas desolaciones únicamente por el espacio de una noche, de no haber sufrido con estos desvalidos su verdadera pobreza, sino de haberme acercado a ella movido 154
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
por un espíritu de curiosidad, como si se tratara de una cosa bella y pintoresca. (2008a: 172)
No comprende a la aristocracia española, que en su mayoría se mantiene alejada de lo intelectual y de lo artístico: No acierto a explicarme por qué la aristocracia en España –salvo excepciones como las señaladas– se manifiesta tan contraria, y aun hostil, a todo lo que significa erudición artística y cultivo del intelecto, vocaciones de progresión, a las que asigna, erróneamente, tendencias subversivas. Estos ambientes edificantes y altamente constructivos en nada afectan sus muy respetables sentimientos tradicionales ni el prestigio secular de sus blasones y pergaminos. Es, a mi juicio, un error de concepto que no tiene fundamento, y del que no dudo reaccionará la nobleza española. (2008a: 80)
Respecto a su pensamiento político, dice Macías Brevis que puede parangonarse con el de García Lorca: “no era militante pero […] estaba comprometido con la libertad y la justicia” y “se solidarizaba con la actitud política que tenía la mayoría de la generación del veintisiete”. La política le interesa y suele ir a las sesiones del Congreso y escuchar a unos y a otros. Está pendiente de la política internacional, especialmente de la cuestión alemana. Su temor y repudio a Hitler y el nazismo se repite en varias ocasiones en sus diarios: Si yo pudiera, apedrearía la Embajada de Alemania en Madrid, aunque esté nuestro amigo Welcek adentro con nuestra compatriota su mujer [Luisa Balmaceda]. Hitler es un monstruo, y, a su lado, pasa a ser un pajarito el de Escocia. (Imagen 46 en Macías 2004: 124-25) Situación gravísima en Alemania. Movimiento en contra de Hitler. Éste asume una actitud enérgica. Fusilamiento del general Schleicher y de su esposa. Le dan diez minutos al capitán Von Roehm para suicidarse y, como se niega a ello, lo asesinan: ¡Salvajes! (1/7/1934, en Macías 2008: 30) Horribles los hechos ocurridos en Alemania. Cien jefes fusilados. Abomino a Hitler. (3/7/1934, en Macías 2008: 31) No concibo –repito– que un pueblo inteligente y evolucionado como el germano tolere el repudio –por un odio racial anticristiano– de hombres de la talla de Einstein. (2008a: 342)
Un día ha de ir a un entierro en la embajada de Italia. El embajador hace a cada instante el saludo fascista, y él ironiza: “Tiene ese saludo un carácter de desafío, antipático y enervante. Constato que es el mismo ademán que se usaba en el colegio para avisar los deseos de ir al lavabo…” (264-265). Otras veces es más directo: Régimen violento y que me es profundamente antipático: es un bolchevismo al revés en el que ha sucumbido toda libertad, en el que ya no existe ni el derecho de pensar, ni siquiera de sentir y en el que cada individuo pasa a ser una tuerca de la más infernal de las máquinas armadas: bajo una disciplina 155
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férrea, inflexible, tiránica y draconiana sucumbe poco a poco la personalidad de los seres y se aniquila la voluntad… La vida, en esa forma, no vale la pena de ser vivida. (2008a: 265-266)
Frente a los movimientos fascistas españoles, habla de las personas más que de su ideología. Por ejemplo José Antonio Primo de Rivera le cae bien, pero no comparte su ideario. Y todo tipo de extorsión contra las libertades le provoca comentarios de horror, sin detenerse a analizar de qué lado provienen. En 1934 detienen a un becario chileno llamado Edmundo Campos, de ideas comunistas. Va a visitarlo y hace todo lo posible para sacarlo de la cárcel. Éste le cuenta que lo han golpeado y flagelado, “que a uno le han destrozado los riñones y que a otro lo han matado a su lado. / Todo lo creo: las atrocidades en ambos lados, los crímenes y las salvajadas” (2008a: 431). Igualmente, cuando aparecen en los periódicos los hechos ocurridos en Asturias en octubre de ese mismo año, anota: “Son sencillamente horrorosos: barrios enteros destruidos, mujeres y niños muertos, sacerdotes asesinados y exhibidos con el letrero que dice ‘se vende carne de cerdo’” (2008a: 429). Pero jamás decaen su humor e ironía habituales. Uno de los días del movido octubre del 34, cuenta que baja a comprar galletas para perros “a una tienda de animales en la que gritaban perros, gatos, monos y loros… Igual a las sesiones borrascosas del Parlamento” (2008a: 430). Se ha hablado con partidismo y sin un conocimiento directo de los hechos, de la filiación política de Morla Lynch, y se le ha calificado, de uno y otro lado, de “nazi” y “fascista”, ya que salvó la vida a muchos de ellos, acogidos en la embajada, y también, a manera de insulto, de “rojo”, por su afinidad con las izquierdas y el gobierno de la República. ¡Qué difícil en algunos momentos para las almas equilibradas mantener su ideología fuera de maniqueísmos y disciplinas de partido! Eso es lo que hizo Carlos Morla Lynch, formando parte, sin ser español, de esa tristemente relegada tercera España por la que lloraron muchos hombres justos. Continuamente intenta conciliar posturas dispares. Un día comenta: “Hemos logrado obtener que en casa se toleren las diversas ideologías” (2008a: 246). Ese será el espíritu que mueva también sus reflexiones y su actuación con unos y con otros durante la guerra. Podríamos decir que Morla Lynch, que siempre mantuvo una religiosidad sincera, practicó un cristianismo de base que lo impulsó a mantener una difícil posición ante el drama humano que estaba contemplando y trató de mantenerse imparcial a la hora de ayudar a todos sin dejarse arrastrar por sus ideas políticas. En esto no sólo dio una lección de humanidad sino también de democracia. Aunque muy pronto la situación irá desbordándose de todo lo previsible: 156
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Antagonismos, luchas intestinas, odios y venganzas, determinan las desmoralización y la anarquía en la que el país se revuelve. […] Noto con asombro que seres de temperamentos apacibles han perdido su serenidad habitual. […] Ahora se matan a las personas como conejos. La opinión pública está acostumbrada. Como hay censura, no se sabe la verdad, ni los motivos. (2008a: 520-523)
Le molesta la actitud unilateral de algunos diplomáticos a los que todos los izquierdistas le parecen gente mala (2008a: 445). Entre ellos se encontraba Aurelio Núñez Morgado. Aunque no era ese su criterio al llegar a España, éste se fue modificando a raíz de la violencia desatada en los últimos años de la República y los primeros meses de la guerra civil. En los informes que va enviando al Ministro de Relaciones Exteriores en Chile, Núñez Morgado narra los crímenes que los llamados “tribunales revolucionarios” y las milicias incontroladas están cometiendo en Madrid. Juan Eduardo Vargas resume uno de estos informes: Los tribunales revolucionarios han ejecutado a 15.000 personas; la Cárcel Modelo, que acogía a presos políticos, fue incendiada y ametrallados los 720 presos políticos que acogía, entre ellos Ruiz de Alda, que sobrevoló el Atlántico en 1926 y era jefe de Falange; los 1.200 presos comunes fueron liberados y los 1.000 fugados del Cuartel de la Montaña, haciéndoles jurar que irían a combatir al frente; también mutilaron horriblemente y fusilaron al hermano de José Antonio Primo de Rivera, Fernando Primo de Rivera, “por el sólo delito de ser hermano de”. (1994: 205-207)
También Morla Lynch se horroriza ante las atrocidades cometidas por las milicias y critica la actitud de un gobierno que siendo el legítimo deja las calles en manos de facciones incontroladas y censura la información de hechos como los famosos “paseos” o la quema de iglesias, que durante un tiempo y sin cesar ve desde su casa. Ante estos hechos Núñez Morgado fue acogiendo a un gran número de asilados de derechas. Además, como era el decano de los embajadores, tuvo que hacerse cargo de las legaciones de El Salvador y Guatemala, que reconocieron el gobierno de Franco con demasiada rapidez. “Es así como, sin desearlo, quedaron bajo el pabellón de Chile cuatro grandes casas, muy bien montadas, y dos ex Legaciones donde llegué a reunir un total de más de 1.400 adultos y más de 300 niños” (documento 61, Vargas: 246). Por todo esto se hizo persona no grata para el general Miaja, que estaba a cargo de Madrid. En septiembre del 36 intenta evacuarlos pero no lo consigue y será Morla Lynch quien lo irá haciendo, poco a poco, una vez que se queda solo a cargo de la embajada, superando con mucha diplomacia y esfuerzos innumerables vicisitudes. Nuñez Morgado también había hecho el intento de parlamentar con los que resistían en el Alcázar de Toledo, para que dejasen salir a las
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mujeres y los niños, pues se preveía una masacre, pero también fracasó en esto pese a su buena voluntad. El 18 de julio de 1936, día de la sublevación militar, Carlos Morla y su familia, como la mayoría de los cargos diplomáticos, estaba de vacaciones. Iban camino a Ibiza, pero no dejaron que el barco zarpase. Durante esas primeras jornadas hay una gran desinformación y las noticias son contradictorias. Contra la opinión más generalizada, deciden volver a Madrid, y el 17 de agosto anota en su diario: “Este viaje hacia el lugar de donde todos huyen tiene un carácter de cosa temeraria que seduce” (2008b: 50). Antes de llegar recibe un telegrama de su gobierno con la orden de salir de España, pero él permanece en su puesto hasta el final de la guerra. Su relación con Núñez Morgado era ya tensa y en los Informes que redacta para su gobierno se lee: En la Embajada me encontré con una situación extraña. En la parte baja del vasto edificio se había confinado el embajador, rodeado de una corte de nobles y aristócratas que lo tenían absolutamente deslumbrado, y la multitud de asilados crecía y crecía en la convicción de que el Generalísimo no tardaría en apoderarse de la capital. Desde mi llegada –en el temor sin duda de que pudiera compartir con él laureles– me fueron cerradas todas las puertas, y la confección de las notas informativas dirigidas a nuestro Gobierno –que habían sido siempre redactadas por mí– corrieron a cargo de refugiados españoles, inteligentes y bien intencionados, pero necesariamente carentes de toda neutralidad. La clave diplomática, a su vez, fue puesta en las manos finas de bellas damas de la aristocracia, todo lo cual me creó la situación desagradable que se comprende. (2010: 29)
Comenzó entonces el éxodo de los diplomáticos. A Núñez Morgado, como se ha dicho, por sus malas relaciones con el gobierno, en una de sus salidas de España ya no lo dejaron regresar. Esto fue en abril de 1937. Entonces Morla se encuentra con una situación en la embajada totalmente adversa, con más de 2.000 asilados declarados como “desafectos al régimen”; a cargo de los súbditos alemanes que han permanecido en España, considerados como los peores enemigos de la República; con nuestra bandera enarbolada, además, en las Legaciones de El Salvador y Guatemala donde el Sr. Núñez Morgado introdujo también a numerosos refugiados (países que han reconocido el Gobierno de Burgos) y, por último, con cuatro anexos en Madrid y otro en Valencia, todos llenos de gente.
De todo ello se hace cargo, sin embargo, con la mayor honestidad. Hubo de organizar la vida cotidiana para estas miles de personas encerradas durante muchos meses, mantener la calma ante las numerosas amenazas de asalto a las embajadas, atender a los heridos que se produjeron al ser alcanzados por algunos bombardeos, pactar con unos y otros la evacuación y el intercambio de los asilados, además de tener que ir 158
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
haciéndose cargo de otras embajadas que se acogieron también bajo bandera chilena o cuyos representantes fueron abandonando a sus asilados16. Por ejemplo, el 19 de marzo de 1938 anota que el Perú rompe relaciones con el gobierno: “Los intereses quedan a cargo de Chile. Suma y sigue: tengo ya a mi cargo Alemania, El Salvador, Guatemala y ahora Perú, más setecientos cincuenta asilados que nos quedan’ (2008b: 445). A pesar de todos sus desvelos y sinsabores, en la intimidad de su diario, hace algunos comentarios sobre la ingratitud de los asilados, pero con una integridad impecable continúa hasta el final con su misión: “salvar la vida de ‘sus’ refugiados gentes que a menudo le parecen estúpidos, mentirosos, mezquinos, extraños, peligrosos, cretinos y de un egoísmo inversamente proporcional a la generosidad de la que se están beneficiando” (Trapiello 2010: 12). En esta labor fue igualmente valiosa la actuación de su mujer, que también salvó muchas vidas, y la de su hijo Carlos, que trabajó para la embajada y además hizo de médico para enfermos y heridos, aunque le faltaba un año para completar sus estudios de medicina. Hubo muchas ocasiones en las que toda la familia temió por su vida y por la de los asilados, sobre todo en los momentos más virulentos de la campaña desatada por la prensa –especialmente por Castilla libre, pero también por ABC y Mundo obrero– contra las embajadas incitando a los madrileños al asalto. Por sus desavenencias con Núñez Morgado –que se llevó todas las glorias de haber salvado la vida a los asilados, mientras que él recibió el cese fulminante de su puesto y el silencio y el desprecio de los vencedores de la guerra civil, entre los que se contaban los propios asilados–, nada más salir de España publicó, costeando él mismo la edición, los informes que había enviado a su gobierno17. Morla se sentía dolido y 16
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Al comenzar la guerra, Morla Lynch ofrece la siguiente información sobre las embajadas que hay en Madrid: “Cuba, Santo Domingo, que abandona a sus asilados, Honduras, Noruega, Panamá, Paraguay, Suiza que está bajo bandera argentina, Suecia, Bolivia, Colombia, Rumanía y Grecia. De Brasil y Perú quedan algunos. Turquía, Inglaterra, Alemania y la URSS no los tienen; ni Uruguay ni tampoco Francia”. Además añade Andrés Trapiello: “Inglaterra y Estados Unidos se negaron desde el principio a tenerlos; Turquía y Finlandia fueron asaltadas cuando se descubrió que traficaban por dinero con los asilados o amparaban a quintacolumnistas; Uruguay cerró cuando fueron asesinados dos de sus súbditos; Francia se deshizo pronto de los suyos después de que algunos funcionarios traficaran también por dinero; y Alemania y la URSS, por razones obvias, tampoco tuvieron asilados: Alemania cerró su Embajada a los pocos meses y nadie en su sano juicio se habría asilado en la de la URSS (2008: 16). Trapiello remite al lector al libro de Javier Rubio Asilos y canjes durante la guerra civil. Memoria presentada al gobierno de Chile correspondiente a mi labor al frende de nuestra Embajada en Madrid durante la guerra civil (1937-1939-1939), abril 1939 (Berlín: Hans Winter Buchdruckerei, s.a.), reeditados en el volumen Informes diplomáticos y diarios de la guerra civil. Todos los informes de estos 159
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quería que al menos se le reconociera lo que había hecho. Dice Andrés Trapiello que “es fácil suponer” lo que pasó con estos informes. Las autoridades chilenas los obviaron y en España “ni a las del exilio republicano ni a las franquistas agradaría leer lo que se dice de uno y otro bando” (2010: 15). Núñez Morgado publicó después, en 1941, Los sucesos de España vistos por un diplomático. No sólo en los informes que envía a su país, sino sobre todo en el día a día de las páginas de sus diarios se comprueba la increíble labor realizada por Carlos Morla y su familia, y la lucha que sostiene sin descanso. Incluso en detrimento de su propia salud: “Estoy enflaqueciendo mucho y veo nublado. Peso cincuenta y dos kilos” (2008b: 301). Y hay que repetir que todo lo hace a pesar de que en general no siente afinidad con sus ideas ni con lo que representan: ¡Que irá a ser de España, con la dictadura militar que se avecina! Todo me parece un desastre… (2008b: 169) Me he disgustado con Bebé porque le han contado que yo llamé salvajes, en el Decanato, a los facciosos. Lo son todos los que matan. (2008b: 472) No puedo dominar mis simpatías por el Frente Popular, porque no incluyo en él a los bandidos que han cometido los crímenes sabidos… Se habrán cometido otros tantos del otro lado. (2008b: 164) Al fondo se celebra una misa. Todos los refugiados están allí. Religión fatua y cortesana esta… Observo la actitud de los presentes, beatos, aparentemente absortos, pero mirando de reojo a ver si me arrodillo, si me persigno o no. Siento esa beatería egoísta e hipócrita y tengo la sensación muy clara “de lo terrible que es esta gente cuando está arriba”… La beatería gobernando es la tiranía más negra. (2008b: 59) No siento un ambiente de humildad, ni de gratitud ni de fervor, ¡no! Es más bien de crítica, de ironía, de irritación y de hastío […]. Después dirán, seguramente, que el embajador los ha engañado. (2008b: 78)
En el transcurso de la guerra se tiene la impresión en numerosas ocasiones de que la caída de Madrid sería inminente. En los primeros meses el triunfo de las derechas parecía que iba a ser rápido de forma que incluso se instala un consulado en plaza de Salamanca 8 para los refugiados de izquierda. Más tarde, desde mediados de 1938, son gentes de izquierda las que empiezan a temer por sus vidas y acuden a Morla para solicitarle asilo en caso de que fuera necesario. Por ejemplo, el 29 de marzo de 1938 lo hace “una de las personalidades de la CNT” y Morla le contesta: “Nosotros no hemos asilado a partidarios, ni de izquierdas ni de derechas, sino a españoles. Pueden contar con la hospitalidad de la años, no sólo los de Morla sino también los de Núñez Morgado, han sido recogidos y publicado por Juan EduardoVargas, Juan Ricardo Couyoumdjian y Carmen Gloria Duhart en España a través de los informes diplomáticos chilenos, 1929-1939. 160
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Embajada. Abrazo efusivo…” (2008b: 451). Poco después, el 10 de abril, Morla recibe instrucciones de su gobierno para que no acoja a nadie de izquierdas, porque el general Franco “no reconocería ese derecho de asilo”. “¡Inaudito!”, apostilla Morla, que les contesta: Estimo necesario no denegar, en caso apremiante, las peticiones de asilo porque: Significaría una parcialidad a favor de uno de los bandos. Significaría la falsedad del concepto emitido de que Chile asilaba a españoles en peligro sin distinciones políticas. Significaría un grave peligro para el personal de la Embajada y los actuales asilados. Porque me parece una cuestión de decoro. (2008b: 459)
El 15 de mayo de 1938 recibe con asombro instrucciones para dejar la embajada y salir de España. Pese a la opinión contraria de su mujer, que cree que deben irse, él quiere terminar su misión y llegar hasta el final. Envía un telegrama diciendo: “No me quiero ir precipitadamente, lo que parecería una huida y el abandono de los asilados” (2008b: 481). También anota en el diario: “Estoy preocupado con nuestra probable partida. Me mortifica la idea de dejar a los asilados, especialmente a los de casa” (2008b: 507). “Tengo el corazón en un puño. Me cuesta irme” (2008b 560). Cuando la partida ya es un hecho e incluso han dado un almuerzo de despedida, le llega una telegrama de Chile aplazándola. El asilo de las izquierdas fue más dificultoso para la embajada que el de las derechas. Por un lado porque su gobierno lo rechazaba y hubo de justificarlo de todas las maneras posibles. En el informe correspondiente a 1938 escribe: Imparto la siguiente orden terminante a los secretarios de la Embajada y a nuestro adicto militar: puerta ancha para los izquierdistas en peligro, con la misma amplitud con que fueron abiertas para los de derechas, pero en el sentido dicho y procurando siempre reducir, dentro de la equidad y de la justicia, el número de ellos para ahorrarle al Gobierno de Chile las dificultades que ha tenido que afrontar con el Gobierno de la República. […]. Tengo especial interés en dejar netamente establecido que la aceptación de asilados de izquierdas –además de que obedeció, como he dicho, a un sentimiento de derecho, caballerosidad y decoro– constituyó una mayor seguridad y una garantía para los asilados de derecha que, en número de 700, se encontraban aún en la Embajada. […] En caso de rechazarlo se habría provocado un posible asalto a la Embajada por la fuerza de la indignación que necesariamente habría provocado en la calle semejante actitud. (2010: 190-192)
Las relaciones del nuevo gobierno con Chile son tensas porque tardó un tiempo en reconocer al gobierno de Franco. Finalmente se destituye a Morla y se nombra en su cargo a Enrique Gajardo y como embajador a Germán Vergara Donoso y se consigue obtener la consideración de refugiados para los asilados en la embajada. Sólo se asilaron 17 personas, 161
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cifra que contrasta con la de asilados de derechas y que ha servido para acusar a Morla de no haber puesto el mismo interés en unos que en otros, pero como acertadamente analiza a través de los documentos Arturo del Hoyo, Morla sabía que la embajada no era un buen sitio para ellos: Repito que, cuando se vislumbró el final de la guerra, a nadie que lo mereciera le fue negado el asilo, pero a todos se les advirtió que, dadas las circunstancias del cambio político en Chile, no podíamos asegurar que, a la caída de Madrid, fuera reconocida inmediatamente la entidad triunfante. En este caso, el asilo en nuestra Embajada, más que un refugio, podía constituir un peligro. (2010: 191)
Peligro que, escribe del Hoyo, intuían muy bien los que habían solicitado dicho asilo para cuando cayese Madrid, pues “se tenía conciencia de que Franco no respetaría el derecho de asilo” (11). De esta forma, algunos de los que lo habían pedido después no se presentaron como Julián Besteiro, el coronel Casado, el gobernador Gómez Osorio, Ariño, director del diario Política, el coronel Joaquín Zulueta, el comandante Perea y los capitanes Madrid y Castro o el general Cardenal, gobernador militar de Madrid. Tampoco los intelectuales amigos que seguían en Madrid como por ejemplo Alberti. Los diplomáticos que quedaban en esos momentos aconsejaban a los republicanos salir de España mientras fuera posible e incluso se dio el caso de que el propio comisario general de seguridad de Madrid se negó a facilitar ningún edificio para que los acogieran. Su justificación era que, tras los últimos graves disturbios que habían enfrentado a las diferentes facciones del gobierno, si se llegaba a correr la voz de que ciertos funcionarios se estaban asilando, eso podría ser la chispa que los prendiera de nuevo (Moral: 261). Y las noticias que van llegando, según informa Morla son que “el régimen nacionalista está de una intransigencia irreductible, exenta de toda consideración”. Cuenta que han enviado policía a la embajada de Panamá y han detenido a los asilados y que “habría la misma intención para con nuestra Embajada, esto es, la de apoderarse de nuestros refugiados con o sin reconocimiento del gobierno de Burgos”. Y continúa indignado: De manera que en dos años y ocho meses de guerra, mal que mal, los rojos respetaron la extraterritorialidad de la sede de nuestra representación diplomática y los dos mil españoles albergados en ella, lo que se niegan a hacer ahora las autoridades nacionalistas. No creo que sea necesario emitir una opinión al respecto de un proceder que se califica por sí solo. El hecho es sencillamente inaudito y estoy convencido de que ningún hijo de la hidalga España que tenga el alma bien puesta, pueda aprobar una actitud semejante que, además de la ingratitud inconcebible que encierra, es francamente indecorosa. El 5 de abril en la tarde, Enrique Fajardo […] me llama apresuradamente. Ha recibido una denuncia, de fuente autorizada, según la cual se habría acordado la detención de los escasos asilados que hemos acogido; para ello, 162
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
agrega la información, se utilizarían fuerzas moras para evitar toda alegación de nuestra parte. No hablan ni entienden castellano. Mi indignación no tiene límites. (2010: 264)
Moral Roncal informa que solamente Cuba, Panamá y Chile admitieron oficialmente asilados republicanos y que, por tardar en reconocer al gobierno de Burgos, “dichos refugiados pasaron por días de gran tensión emocional, sin el menor amparo” (264). La lectura de los textos de Morla Lynch y de los documentos oficiales nos alejan de cualquier interpretación partidaria y simplista. Carlos Morla y su familia se mantuvieron activos y ayudando incansablemente a unos y a otros durante los tres años de guerra, bajo condiciones penosas pero en sus diarios no se muestra nunca bajo la queja o la tragedia, y es capaz de mantener su fino humor e ironía en la observación de lo que le rodea a pesar de tan terribles circunstancias, de ver “desapasionadamente lo que está sucediendo y ponderar todas las actitudes, y hacerlo casi siempre de una manera compasiva y con una gran finura moral”, muy lejos desde luego de la tosca parcialidad de otros relatos como Checas de Madrid de Tomás Borrás o Un diplomático en el Madrid rojo de Feliz Schlayer (Trapiello, 2008b: 15).
El espinoso asunto de la acusación de Neruda a Morla Lynch respecto al asilo de Miguel Hernández Antes de relacionar los pocos datos que se conocen acerca de la detención de Miguel Hernández, conviene recordar las relaciones de Morla con Neruda, toda vez que fue éste último el que vertió la terrible acusación de que, poco menos, había sido responsable de la muerte de Miguel Hernández al negarle asilo en la embajada. Y las de Neruda con Jorge Edwards, que le dedica unos duros y de todo punto injustos –por faltar claramente a la verdad– pasajes en su obra Adiós, poeta…, dedicado a su compatriota y gran amigo Pablo Neruda, única fuente de su información en este punto. En el volumen de Sergio Macías Brevis El Madrid de Pablo Neruda, se ofrece la fotografía de una carta de Neruda enviada a Morla Lych desde Java el 8 de noviembre de 1930: Mi querido amigo Carlos Morla Lynch, extremas gracias por su carta, que espero le sea considerada en el juicio y recuerdo de sus buenas acciones. Su acento me parece definitivamente amigable, su bondad me parece muy valiosa. […] Carlos Morla, de sentirme sólo, me siento solo. Quisiera que me llevaran a España, hay por allí algún Consulado en perspectiva? Qué debo hacer para que el Departamento me traslade? La vida es aquí tan terriblemente oscura. Hace años que muero de asfixia, de disgusto. Dónde está el remedio? Quisiera vivir en algún pequeño pueblo de Europa, tan eternamente como el cuerpo 163
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me asista. Es esto posible? Ud. y el Embajador podrían hacer algo por mí? Le ruego que me conteste pronto. (Imagen 7, 2004: 24)
Morla Lynch, que tenía ya los mejores contactos en Madrid, hizo todo lo que estuvo en sus manos para que Neruda pudiese venir, como así fue consiguiéndole un trabajo en la embajada. Ya en Madrid fue, como se ha visto, de los visitantes asiduos a su casa. Cuesta comprender las razones que condujeron a Neruda a tal acusación. Quizás, como apunta Andrés Trapiello, Neruda “hizo pagar a Morla la ‘indiscreción’ de haber sido testigo involuntario de su actuación en la guerra civil española”. Hay que recordar que Morla, como se ha citado, no comprendió la actuación de Neruda en esos momentos: su marcha de la embajada y la forma en que abandonó a su mujer y su hija. También recuerda Trapiello al respecto que si la primera publicación de En España… pudo sortear la censura franquista sin problemas, no lo hizo “la de Neruda, que le amenazó si publicaba algo relacionado con su primera mujer María Antonia Hagenaar y su hija Malva” (2008: 13). Ya en plena guerra (15/10/1936) Morla escribe en el diario –en la parte que se ha publicado recientemente–: Recibo una llamada de Pablo Neruda y Manolín Altolaguirre. Pablo es de un egoísmo y de un ensimismamiento abrumador, y si reconozco que es un gran poeta, es persona no poética. Llegan a casa. Se trata de un muchacho marino, en peligro, perseguido. Lo de siempre. Debo meterlo en casa o en la Embajada, pero Pablo, él, con su Consulado vacío… ¡Ah, no! No lo puede hacer. […] El Gobierno, sin preaviso, se ha ido a Valencia, dejando al Cuerpo Diplomático entregado a su propia suerte. No tenemos con quien tratar ni a quien pedirle garantía. […] Nos quedamos con nuestros refugiados, cuatrocientos, y que sea lo que Dios quiera… Pablo Neruda, aterrado, no pensando más que en sí mismo, cierra el Consulado. Se va mañana temprano, por la carretera de Valencia, la única libre, con los Alberti, y Delia del Carril, naturalmente. (2008b: 89-90 y 103)
Neruda gozó de un enorme predicamento entre los intelectuales y entre las izquierdas, tanto españoles como chilenos. A lo que hay que añadir el reconocimiento internacional por su encomiable labor con los exiliados republicanos cuando ocupaba el cargo de Cónsul para la emigración española en Francia, logrando que Chile acogiese a más de dos mil personas, gesta que puede seguirse en la obra de Jaime Ferrer Mir Los españoles del Winnipeg. El barco de la esperanza. Sin embargo, la condición y filiación política de los refugiados en la embajada chilena durante toda la guerra hace que se haya valorado menos la obra de Lynch, aunque debiera ser al contrario por cuanto Morla era “por ideas y por vida, un liberal de izquierdas” (Trapiello 2008: 13). La publicación y lectura de España sufre, permite ahora calibrar su pensamiento y actuaciones, y razonar lo arbitrario e inmerecido de una acusación en ese sentido. 164
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
En un primer momento, en 1942, la versión de Neruda que da de los hechos no incluye a Lynch. En “Viaje al corazón de Quevedo” escribe: Obtuve del Ministerio de Relaciones que ofreciera asilo en nuestra Embajada en Madrid a los intelectuales españoles. Así pudimos salvar algunas vidas. Miguel Hernández no quiso aceptar este asilo. Creyó que podría seguir combatiendo. Entraban ya los fascistas en la capital española cuando él salía a pie hacia Alicante. Llegaba tarde. Estaba encerrado. Volvió como pudo a Madrid, desesperado y despedazado. Ya la Embajada no quiso recibirlo. La Falange Española cuidaba las puertas para que no entrara ningún español, para que no se salvara ningún republicano en el sitio que albergó durante toda la guerra a más de 4.000 franquistas. (2008a: 463)
Más tarde, el 29 de marzo de 1953, publica en Ercilla el artículo “Cómo murió Miguel Hernández”, con las acusaciones que después vertió en Confieso que he vivido, donde se lee: “Miguel Hernández buscó refugio en la embajada de Chile, que durante la guerra había prestado asilo a la enorme cantidad de cuatro mil franquistas. El embajador de ese entonces, Carlos Morla Lynch, le negó el asilo al gran poeta, aun cuando se decía su amigo” (533). Edwards por su parte escribe: Mi amistad con Neruda y mi destino a la embajada de Morla Lynch [en París] implicaban una coincidencia curiosa y, en algún sentido, peligrosa. Neruda había sido amigo y colega doble, en la literatura y en el servicio exterior, de Carlos Morla y de su mujer, Bebé Vicuña, en el Madrid anterior a la guerra. A los salones acogedores de los Morla solían acudir los poetas de la generación del 27: Federico García Lorca, sobre quien publicaría un libro de recuerdos, Manuel Altolaguirre, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Miguel Hernández, José Bergamín. Los Morla sabían alternar a la perfección la compañía de poetas y escritores con la de toreros y personajes populares y la de miembros de la aristocracia, en un Madrid donde todavía existía, sin duda, ese “plebeyismo” de las clases dirigentes de que habla Ortega y Gasset en sus ensayos sobre Goya. Después, al sobrevenir la guerra, se produjo una división tajante, puesto que Morla no ocultó sus simpatías por el bando franquista y dedicó sus mejores esfuerzos a dar refugio en la legación de Chile a sus amigos aristócratas o de derecha perseguidos por los republicanos. Cuando Alessandri propuso a Morla Lynch como embajador en Francia, nombramiento que debía ser ratificado por los senadores de la República en sesión secreta, de acuerdo con el sistema constitucional de entonces, Pablo Neruda dirigió al Senado, esa corporación a la que él había pertenecido en años anteriores, una carta pública furiosamente acusatoria. Morla, sostenía, le había negado el asilo diplomático a Miguel Hernández, el más popular de los poetas españoles, y en esta forma había sido responsable indirecto de su muerte en las cárceles franquistas. Había sido, para colmo, amigo de los nazis, y el gobierno de la época no había hallado nada mejor que premiar su 165
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actuación en España con un traslado de Madrid al Berlín de Adolfo Hitler. (105)
Edwards reconoce que “las acusaciones de Neruda estaban cargadas, sin duda, de apasionamiento humano e ideológico” y que sólo la historia “podrá entregar un juicio definitivo’, pero se queda “con la impresión’ de que su solidaridad fue mayor para con los aristócratas y de que sentía “simpatía por los nazis”. Sin embargo, cuenta también, aunque lo achaca a una mezcla de “refinado decadente y de chileno a la antigua”, que era capaz de ir en metro al Palacio del Elíseo “vestido de frac y condecoraciones”, cosa que otros, desde luego, no hubieran hecho jamás. Confiesa además que su relación con Morla en estos años de embajador en París “estaba destinada a ser más bien distante”, aunque dice que pudo observarlo y conocerlo de cerca: Había enviudado de Bebé Vicuña, a quien no alcancé a conocer, pero que tenía fama de haber sido una mujer extremadamente atractiva e interesante, hacía muy poco, y parecía enteramente incapaz de reponerse de aquella pérdida. Daba una impresión de reblandecimiento y de tristeza profunda, aun cuando no le faltaban rasgos ocasionales de picardía y de chispa. (106-108)
Santiago Ontañón, uno de los republicanos que sí pudo asilarse en la embajada, cuenta en Unos pocos amigos verdaderos que lo hizo gracias a los buenos oficios de Morla Lynch. Ontañón aporta el testimonio de Germán Vergara Donoso, nombrado embajador al finalizar la guerra civil. Cuenta Vergara que recibió una carta de Neruda desde París interesándose por la situación de su amigo Miguel Hernández, que estaba en la cárcel en Madrid. Se enteró de que así era pero que aún no se había iniciado proceso contra él, y que además no tenían constancia de que dicho Miguel Hernández era el poeta. Por intercesión de un tío de Hernández, que era obispo, Luis Almarcha, fue puesto en libertad. Algunas semanas más tarde, otro de los asilados republicanos, Antonio Aparicio, se lo presentó a Vergara y le pidió que lo acogiera en la embajada. Vergara le hizo saber que no era posible agregarlo a la lista de asilados porque estaba, desde hacía meses, comunicada al Ministerio de Relaciones Exteriores y ya no era legalmente posible agregar a ella nuevos nombres, ni dejarlo como huésped y asilado sin conocimiento del Gobierno de Franco, por la estrecha vigilancia que ejercían sobre la embajada. Alterar en cualquier forma la situación era poner en peligro la vida de los diecisiete que estábamos ya asilados.
De todos formas –afirma–, Miguel Hernández no tenía claro que quisiera asilarse, había tenido hacía poco un segundo hijo y quería estar con su familia. Fue en Orihuela donde lo detuvieron nuevamente y lo devolvieron a Madrid “ya perfectamente identificado”. Vergara realizó múltiples gestiones entre sus amigos José María Cossío, Vicente Aleixandre, Justo Pérez de Urbel, Rafael Sánchez Mazas y José Antonio Ibáñez para 166
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que intervinieran en su proceso. A pesar de ello, un día recibieron una nota escrita por Miguel Hernández en un papel de fumar en la que decía: “Me han condenado a muerte. Haced lo que podáis”. Cuenta Ontañón que fue muy duro para ellos y que desde su encierro hicieron lo que pudieron escribiendo a diversas personalidades (201-203). Antes de todo eso, cuando todavía estaba Morla Lynch en la embajada, Miguel Hernández había ido un día a su casa acompañado del poeta y periodista chileno Juvencio Valle. Morla comprendió entonces que “el peligro en que se encontrará en breve es inminente” y que su situación era delicada por su escrito Franco traidor y otras muchas publicaciones en contra de los nacionalistas. Entonces le dice que “llegado el momento de la hecatombe final, se asile en la embajada”. Pero a Miguel Hernández no le parecía una salida honrosa pues eso lo convertiría en un desertor. Duda si irse Alicante donde se encuentra su mujer, permanecer en el ejército republicano o marcharse de España, lo que tiene difícil pues negaban el pasaporte a los que estuvieran en edad militar. Como había hecho con tantos otros, Morla se preocupa y se ocupa hasta donde puede del asunto. Al ver que no tiene noticias suyas y que no ha tomado ninguna medida de precaución intenta saber de él a través de Juvencio Valle y le hace llegar una carta en que le recomienda al Gobernador Civil de Madrid para que “le facilite su salida de España en el momento oportuno de hacerlo”, quien lo recibe sólo unas horas después. También escribe al Comisario General de Seguridad, que le promete concederle un pasaporte, pero aunque lo busca no da con él (2010: 195-196). José María Moreiro, que cuenta con diversos testimonios, entre ellos el que Germán Vergara le envió por escrito desde Chile con el relato de los hechos, entresaca de él las siguientes palabras: “Le repito que Miguel Hernández nunca pidió o insinuó un asilo porque quería ir a su pueblo”. Por otro lado, razonablemente, opina que de haber sido ciertas las acusaciones de Neruda y de Edwards, los asilados republicanos en la embajada “nunca se las hubiesen callado” y también que lo hubiesen reflejado en la revista que confeccionaban a escondidas, Luna (64)18. El temor de Lynch y de muchos de los que finalmente, como se ha documentado, desestimaron el ofrecimiento de asilo en la embajada era real, como también la decisión personal de Miguel Hernández de no hacerlo, por no convertirse en un desertor o por considerar que su lugar 18
De esta interesantísima revista, que puede considerarse la primera del exilio, se hicieron 30 números, con un ejemplar único hecho a máquina de cada uno de ellos, entre el 26 de noviembre de 1939 y el 17 de junio de 1940. Sus redactores fueron ocho de los asilados dirigidos por Pablo de la Fuente y con diseño e ilustraciones de Santiago Ontañón. Destaca la calidad literaria de los textos y el valor artístico de la parte gráfica. Se la regalaron a Germán Vergara Donoso, que logró sacarla del país. La edición facsimilar editada por EDAF se completa con una amplia y muy documentada introducción. 167
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estaba con su mujer y sus hijos, o por no ser plenamente consciente de que si lo apresaban lo condenarían a muerte. Parece que Morla Lynch tuvo que cargar en sus últimos años con esta ingratitud. No extraña el siguiente comentario, muy suyo, que hace Edwards con malévola ironía: “Una vez mencionó a Neruda delante de mí y exclamó, con un acento curiosamente infantil, que me hizo pensar en un Chile que ya había desaparecido, un Chile de ayas, ‘nanas’, como se decía, de uniforme blanco, y de niños vestidos de marinero: ‘¡Qué hombre más malo!’” (106).
Comentario final “Me temo que nuestra deuda con Carlos Morla –dice Natalia Figueroa– no está, al cabo de tanto tiempo, saldada” (42). Macías Brevis apunta tanto a Chile como a España. Recuerda que Madrid tiene una calle con el nombre de Aurelio Núñez Morgado pero no de Carlos Morla Lynch, y que en la casa que recibió a los poetas del 27 no hay ni una placa indicativa que lo recuerde, ni ningún otro reconocimiento por las miles de vidas salvadas. A pesar de ello en el corazón de Carlos Morla no se enturbió su amor por España y, tras sus sucesivos traslados a Berlín, Suiza, Suecia, Holanda y finalmente a París como embajador, en el momento de su jubilación, en 1964, volvió a Madrid donde vivió durante cinco años hasta su muerte, y allí está enterrado. La publicación de En España con Federico García Lorca, España sufre y de los Informes diplomáticos han paliado en algo este olvido y sería de todo punto deseable, en honor a su memoria y como el instrumento más útil para reparar la injusticia histórica cometida contra él, que se completase con la publicación del resto de sus diarios. Macías Brevis da noticia de que el conjunto de éstos lo forman más de “88 cuadernos de todos los tamaños y con infinidad de páginas” que las nietas, herederas de dicho legado, quieren hacer desaparecer en virtud a que su abuelo, “en el lecho de muerte les pidió que lo destruyeran” (2008: 31). Nos sumamos a la petición de su compatriota para que no sea así, porque la manipulación y los recortes que han sufrido, como observa Trapiello, “deja una impresión poco clara”, tanto del mundo que trata de reflejar como de la propia personalidad de su autor (2008: 14). Y suscribimos las palabras que le escribió su amigo Jorge Guillén: “Y lo que desearíamos es que algún día podamos leer otras partes de tu Diario, que necesariamente debe ser estupendo. Eres eso tan raro en las letras hispánicas: un admirable memorialista. Hay muy pocos diarios, muy pocas memorias en español. Tu libro representa a mi parecer una contribución muy valiosa, muy original. ¡Gracias!” (en Macías, 2008: 22-23). Gracias, sí, a este enamorado de nuestro país que “nunca fue adversario de nadie, sino el chileno de la mano extendida a los amigos y al 168
Carlos Morla Lynch o la España que no pudo ser
débil” (Macías, 1998: 72), a este madrileño de adopción que a la pregunta de si le gustaba España respondía: “Me gusta tanto, Dios mío, que me aflige”.
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Escritores hispanoamericanos en España
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Luis Enrique Délano y el fulgor de la fuerza débil Edson FAÚNDEZ V. Universidad de Concepción
[Luis Enrique Délano] Es un mozo atlético que trae una de sus
sangres prestada del Norte: un abuelo yanqui dejó en tierra de Chile, en este niño, su estampa y su carácter óptimo. Espaldudo de talla muy lanzada, la cabeza sólida y regular que corre pareja con la sintaxis de su período; los ojos azules, rebajando la sensación de vigor excesivo, el habla chilenísima, pero sin bastedad. Una perfecta plomada, en la sensatez y la manera seria que a mí me place como el leño de la luma nacional al entendedor en maderas. Salta de él un grueso venero de ternura infantil, andando sequedad adentro de su palabra y de su gesto. Esta ternura es el santo y seña para reconocer en donde esté, guardado u ostensible, al que pertenece a un orden espiritual. Un caballero de convivio literario, de cuya boca aseada por natural y educación no salta el hálito de la maledicencia literaria, fiebre pútrida del gremio en razas latinas. Un sentido austero de su oficio de escritor, que repugna la improvisación y que ve la profesión en su hecho exacto de temperamento y de técnica por dosis iguales. Un hombre sudamericano que, al revés de los de nuestra casta, se ha formado decididamente para convivencia humana y que limpiará de desorden y de suciedad a cualquier grupo.
(Gabriela Mistral, “Recado del mar y sobre un contador del mar”)
Esos hombres ateridos de frío La redacción de las crónicas que componen 4 meses de guerra civil en Madrid1 comienza, como lo indica el “Prólogo escrito en el mar”, el 10 de diciembre de 1936. En la cubierta del Virgilio, Délano percibe 1
El libro fue publicado en Santiago de Chile por Editorial Panorama (1937).
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cómo las costas de España “empiezan a perderse en las sombras de la tarde”, cómo “la heroica España ha empezado a entrar en la sombra de la noche y el mar” (1937: 6). Inquieta advertir que la escritura de los recuerdos de la guerra suscita múltiples sentidos. Escritura de resistencia y sublevación a las fuerzas de “las sombras de la tarde” y “la sombra de la noche” que se ciernen sobre “la heroica España”. Escritura que se eleva desde la zona donde se entrelazan inextricablemente la experiencia individual y el acontecimiento de la colectividad sufriente. Más allá del Peñón de Gibraltar y la costa de África, en la dimensión indeterminada en la cual el asombro, la furia y la ternura se abrazan, la escritura transfigura el horror en celebración y ofrenda. Celebración de las bodas de un hombre “formado decididamente para convivencia humana” y el pueblo español, “que sabe reír en los días claros de jardines y cantos y sabe también sufrir en la hora de la prueba, en la hora de amargura y dolor” (1937: 106). Ofrenda, en el sentido de “dádiva o servicio en muestra de gratitud o amor” (Diccionario de Autoridades), dirigida a la nobleza de un pueblo que se reparte en valor y generosidad: regalo para la España de la altura, el vértigo, la división y la suma2; don con el cual Délano cumple con lo que Elías Canetti sugiere es la obligación ética del escritor: “enfrentarse a los emisarios de la nada” (1994: 363). El libro celebración, ofrenda, arma para resistir a “los emisarios de la nada” recoge las experiencias vividas por su autor durante los cuatro primeros meses de guerra en Madrid, específicamente desde el 18 de julio hasta fines de noviembre de 1936. El género testimonial es el más adecuado para descubrir, según Délano, “de un modo periodístico, la verdad de muchos hechos que he presenciado, que he vivido como un habitante más de Madrid” (1937: 6)3. 4 meses de guerra civil en Madrid, en uno de sus niveles, es un arma (ideológica) para luchar contra “la mala causa de los generales facciosos”, “las informaciones” periodísticas sobre la guerra signadas por la “exageración”, la “ingenuidad”, la “falsedad deliberada”, la “falta de seriedad y de escrúpulos”. El testimonio del 2 3
Véase el poema “España, aparta de mí este cáliz” del libro de homónimo nombre de César Vallejo. Niall Binns, al referirse a los géneros de la guerra, escribe: “el género más frecuentado por los extranjeros fue, sin duda, el del escrito testimonial, quizá el género por excelencia del siglo XX. Como vaticinaba Ernst Jünger, en Tratado del rebelde: ‘no se tardará en reconocer que la parte más sólida de nuestra literatura es la que nació de los objetivos menos literarios: todas esas informaciones, cartas, diarios íntimos nacidos en las grandes cacerías humanas, emboscadas y desolladeros de nuestro tiempo’. ¿La realidad supera la ficción? Sólo, quizá, en el apocalíptico encuentro de la modernización tecnológica (aviones, tanques y obuses) con la modernidad ideológica (utopías excluyentes e incontestables). El escrito testimonial, acaso como ningún otro género literario, es capaz de convertir el drama colectivo de una época en un drama individual, algo que se ha pensado y razonado pero sobre todo que se ha vivido apasionadamente” (2004: 35).
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escritor chileno, regido por “la inmediatez y la subjetividad” (Martínez: 126), es, pues, la expresión de “la simpatía de un escritor libre a la justicia que representa la gesta del pueblo español agrupado en torno de su legítimo gobierno” (1937: 6). El libro 4 meses de guerra civil en Madrid consta de XVI capítulos narrados en primera persona por un testigo directo de los sucesos de la guerra civil española. Las fuentes de estas crónicas, como lo ha establecido Juana Martínez Gómez, son, además de lo visto por el cronista, la información que circula en la prensa y la radio4, y “el testimonio espontáneo y directo de vecinos y amigos que verbalmente le transmitían datos” (128)5. La “fiebre revolucionaria”, la imagen de los “improvisados soldados” y su (inicial) indisciplina, la batalla del “Cuartel de la Montaña”, el “paqueo” en las calles de Madrid, “la incautación, por el Estado, de los diarios derechistas, para entregarlos a los partidos de izquierda” (1937: 15), el optimismo de los leales a la República y la información periodística tendenciosa, el espectáculo de “las colas en los momentos de un bombardeo aéreo” (1937: 72), las tarjetas de abastecimiento, la muerte en las calles, los actos abyectos en nombre de la “civilización cristiana occidental”, el frágil heroísmo de las madres y los niños, el asesinato de Federico García Lorca, las gestas individuales de combatientes como “el marino del Cronstad”, el bombardeo de Tarancón, la desolación de Madrid, los combates aéreos contemplados como una película que enseña una terrible realidad, las escenas de sufrimiento y dolor, las consignas guerreras (“¡No pasarán!”) que incrementan “la fe religiosa, casi inverosímil, en el triunfo del ejército leal” (1937: 105), la resistencia dolorosa, la amistad, las adhesiones y traiciones, la imagen de España dividida, constituyen, fundamentalmente, el contenido visible de 4 meses de guerra civil en Madrid. La relación de dichos sucesos estabiliza de manera dualista las crónicas sobre la guerra. Procesos de mitificación y de monstrificación se actualizan, por consiguiente, en el relato de las situaciones que involucran a los bandos en pugna, a saber, los defensores de la República (polo positivo) y los rebeldes liderados por Francisco Franco (polo negativo). 4
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Niall Binns, en este contexto, señala: “fue la primera guerra mediática en la que el público podía seguir en periódicos, programas de radio y documentales proyectados en cine día tras día el desarrollo de la guerra, saboreando el suspense, escandalizándose ante el horror de las imágenes, emocionándose con el esplendor de los heroísmos y llorando por las miles de pequeñas tragedias” (16). Merece especial atención, en las crónicas de Délano, la conexión con el cine. La evocación de películas le permite al narrador cronista llenar los vacíos que puede dejar la imposibilidad de describir situaciones regidas por sensaciones muy intensas. En 4 meses de guerra civil en Madrid, Luis Enrique Délano escribe: “¡Qué terrible realidad estaba viendo yo! A ratos me preguntaba si no era que asistía a la exhibición de una película de Richard Dix. Sí, una película terrible, de aterrador realismo, en la cual venía yo a ser como un extra expuesto a peligrosas contingencias” (1937: 100).
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En las crónicas, se enuncian, por un lado, los actos heroicos de la resistencia del pueblo y la fragilidad de las víctimas inocentes y, por otro, la crueldad de la “barbarie facciosa”, evidenciada, entre otros hechos, en la matanza de Badajoz, donde “cerca de dos mil obreros fueron ametrallados en la plaza de toros, durante una fiesta de carácter religioso, y para la cual se repartieron invitaciones” (1937: 36), en el asesinato de Federico García Lorca y en “el horror y repulsión” que genera la profanación del cadáver del joven piloto español Juan Antonio Galarza. La escritura de Délano, en la medida en que exalta el heroísmo y el sufrimiento del pueblo español y denuncia las atrocidades cometidas por los rebeldes, se inscribe en la guerra retórica que acompañó el conflicto peninsular. La guerra se transforma así en una fuente productora de discursos, ya que sus escandalosos acontecimientos afectan la vida individual incitándola a mirar, pensar, hablar y escribir. Niall Binns, en La Llamada de España. Escritores Extranjeros en la Guerra Civil, sostiene que es posible ubicar a los escritores de la guerra en cuatro grupos: los Combatientes, los Congresistas del Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (julio de 1937), los Testigos Involuntarios, “que vivían o se encontraban en España al comienzo de la guerra y cuya escritura surge de lo que vieron o experimentaron en carne propia” (33), y los de la Lejana Retaguardia, escritores e intelectuales “que tomaban partido, muchas veces apasionado, en esta guerra civil que se había transformado en una guerra internacional” (2004: 34). Según el criterio de Binns, Luis Enrique Délano puede considerarse uno más de los testigos involuntarios de la guerra. Si examinamos no sólo las circunstancias de la presencia de Délano en Madrid, el adjetivo involuntario tal vez no es, en este caso, el más adecuado. Délano es testigo en la medida en que deviene sujeto de una escritura que no se realiza sin voluntad ni consentimiento, ni motivada por fuerzas extrañas a ella. El discurso testimonial libremente producido es el espacio textual en donde efectivamente el yo asume el rostro de “un extra expuesto a peligrosas contingencias” (1937: 100). El rostro del “extra” fuera del espacio literario voluntariamente creado pareciera perder su pluralidad significativa. Las crueldades y crímenes cometidos contra el pueblo español, que Délano a “fuerza de cordialidad e identidad en la vida” considera como propio, perturban al escritor, pero al mismo tiempo consolidan el proceso de identificación con la República, iniciado en 19346: “extranjero en 6
Juana Martínez Gómez señala al respecto: “mientras continuaba sus clases en la Universidad y escribía colaboraciones en distintos periódicos, llegó a conocer a la perfección la respiración de la capital de España y, al tiempo, se ponía en marcha un proceso de identificación con el mundo que lo rodeaba, que le llevaría a implicarse como un español más en los sucesos que se producirían poco después” (Martínez: 124).
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España, había llegado ya, por la fuerza de la cordialidad y la identidad en la vida, a sentirme un poco español y a mirar, por tanto como mías, las desgracias de aquellos entre quienes me hallaba” (1937: 7). Las horas de la partida y la memoria (1936) transforman dicho proceso en una alianza con la pasión, el sufrimiento y el devenir revolucionario del pueblo español. La huella de ese encuentro, como se sabe, marcará definitivamente la vida del escritor chileno. La adhesión a la causa republicana, en uno de sus aspectos más sugestivos, no trae como correlato la exaltación de la guerra; por el contrario, se advierte en 4 meses de guerra civil en Madrid y Sobre todo Madrid7 un rasgo de máximo interés que se encuentra presente en crónicas, poemas, artículos periodísticos y relatos de la guerra. Me refiero al despliegue de una valoración negativa de la guerra. Destaco sólo dos escenas que me parecen altamente significativas de la guerra como acto de violencia y de crueldad ilimitadas8. Se trata de la escena de los milicianos “ateridos de frío” que destruyen sillas para alimentar una fogata en el hall del Palacio de Comunicaciones en la Plaza Cibeles (4 meses de guerra civil en Madrid, Capítulo XIII, “Desolación en Madrid. –Espectacular combate aéreo”) y de la escena de la madre del “héroe temprano” y su inconsolable sufrimiento (Sobre todo Madrid, Capítulo XIV; “La evacuación de Madrid y viaje final”). A la mañana siguiente debía poner un telegrama e ingenuamente fui al Palacio de Comunicaciones en la Plaza de Cibeles. El hermoso edificio barroco tenía las ventanas negras, negras, como ojos cegados. Las bombas incendiarias lo habían visitado también y no había en él servicio alguno. La puerta estaba defendida por un hacinamiento de sacos de arena. Me asomé al hall. Los milicianos de guardia se defendían del frío junto a una fogata que había encendido sobre el mármol del pavimento, con muebles que iban rompiendo a medida que el fuego reclamaba presas. En esa imagen, rápidamente entrevista, concentro yo mis recuerdos del Madrid que vi antes de dejarlo quizás para siempre. Recordé escenas de películas sobre la revolución rusa. Allí, en esos hombres ateridos de frío por la inmovilidad, destruyendo sillas, estaba condensado todo el invierno infernal de la guerra, todo el sufrimiento del pueblo madrileño, toda la miseria tan virilmente soportada. (1937: 101) Pero en mi casa no sólo había un monárquico. En el cuarto piso vivía la madre de un héroe temprano. Sus sollozos traspasaban el alma. Una mañana la vi bajar, vestida de luto, con los ojos todavía llenos de duelo. Sentía un respeto muy grande por ella, me apenaba ver su enflaquecido rostro y no me atrevía a hablarle. Le cedí el paso y la saludé en silencio. ¡Pobre mujer! 7 8
Sobre todo Madrid fue publicado en Santiago de Chile por Editorial Universitaria (1969). Georges Bataille, en El erotismo, escribe: “la guerra, diferente de la violencia animal, desarrolló una crueldad de la que las alimañazas son incapaces […] Esta crueldad es el aspecto específicamente humano de la guerra” (82).
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Sobre la cama de su hijo ya no había sino una chomba ensangrentada y una cartera que le habían llevado los milicianos. Caminaba de un modo sonambúlico y cansino, presa visible de una desesperanza total. En la calle la seguí con la vista. La señora del cuarto piso era la imagen más cabal de una madre que ha perdido a su hijo en la guerra. (1969: 103)
La imagen clásica de la invulnerabilidad del héroe se deshace en las escenas de los milicianos y la madre sufriente. La fragilidad de estas figuraciones heroicas, además de intensificar el valor de la gesta de resistencia del pueblo español, invita a reflexionar sobre uno de los objetivos propuestos en 4 meses de guerra civil en Madrid: producir un discurso verdadero que desnude la mentira encubierta por las informaciones periodísticas sobre la guerra. La condición de testigo del narrador-cronista es un factor relevante, sin duda, en la producción del efecto de verdad. La explicitación de las diversas fuentes, así se ha sugerido, intensifica lo anterior. Sin el examen de los sentidos suscitados por la relación que establece el narrador con los frágiles héroes de la República, sin embargo, la comprensión de las estrategias generadoras del efecto de verdad es parcial. La escena de “los milicianos ateridos de frío” crea una imagen imborrable en la memoria del narrador. Todos los recuerdos se encuentran contenidos y protegidos en ella: “todo el invierno infernal de la guerra, todo el sufrimiento del pueblo madrileño, toda la miseria tan virilmente soportada”. Síntesis precisa en la cual el narrador-cronista expresa su admiración por las víctimas de una guerra que sólo puede ser evaluada en términos negativos. Los milicianos de guardia proyectan una imagen inaudita del héroe guerrero: frágiles, vulnerables, incapaces de generar terror, sólo inspiran ternura. La madre del miliciano, “presa visible de una desesperanza total”, cifra ya el fracaso de cualquier forma de justificación de la guerra. La alianza que se actualiza entre el narrador y las víctimas de la injusticia es clave en este sentido, pues permite que las crónicas se conviertan en el discurso de la víctima, del indefenso, del afectado por la injusticia. Sólo asumiéndose como discurso de la víctima de la injusticia que reacciona ante el poder, las crónicas de Délano, por una parte, se transforman en un arma de resistencia y, por otra, se constituyen en un discurso verdadero sobre la guerra. El efecto de verdad se persigue, más que a través de la legitimidad de las fuentes, sobre la base de una alianza con el débil y la proclamación de la injusticia del poderoso. El hallazgo del “conocimiento” más perturbador de todos pareciera residir en la imagen de la madre del piso cuarto, “vestida de luto, con los ojos todavía llenos de duelo”. Los horrores de la guerra se concentran en el rostro de la madre sufriente. La desnudez y pesadumbre de ese rostro portan, sin embargo, la escritura secreta de la vida que estalla en ternura y piedad. La visión del enflaquecido rostro de la madre sufriente y el respetuoso silencio del narrador cronista, hace emerger el poder que 176
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puede lidiar con la tragedia y la muerte. Entre la imagen evocada y la mirada de Délano crece un acontecimiento irreductible: la fuerza de los débiles del mundo bellamente anunciada por César Vallejo en el poema II, “Batallas”, de España, aparta de mí este cáliz: “¡oh débiles! ¡oh suaves ofendidos, / que os eleváis, crecéis,/ y llenáis de poderosos débiles el mundo!” (457). ¿No es acaso el poder de la suavidad, la fragilidad y la debilidad aquello que reside en las madres de los milicianos muertos, en los niños desamparados, en los poetas asesinados, en los condenados al exilio? ¿Forma de resistencia del propio autor a la crisis, en el contexto de la guerra civil española, del pensamiento utópico occidental? ¿Apropiación del fulgor de una fuerza siempre refractaria a las utopías ideológicas y las obsesiones partidistas? ¿Sueño (im)posible de la ternura y la piedad, en una dimensión gobernada por los trabajos de Marte y Tánatos?
Fulgor de la fuerza débil Treinta y dos años después de la aparición de 4 meses de guerra civil en Madrid, Luis Enrique Délano publica Sobre todo Madrid. Estas memorias, que abarcan hechos ocurridos entre 1934 y 1936, pueden leerse, al decir de Juana Martínez Gómez, como “complemento y contrapunto” (121) del primer libro previamente mencionado. Sus páginas informan, entre otros hechos, sobre la beca que determina el viaje de Luis Enrique Délano y su esposa, la fotógrafa Lola Falcón, a España; las precariedades que debe enfrentar el joven matrimonio, tales como la guerra con las chinches en la calle Narváez; las gentilezas de la poeta Gabriela Mistral, entonces Cónsul de Chile en Madrid, quien acoge con hospitalidad al matrimonio; el encuentro con Augusto D’Halmar, escritor admirado por el joven imaginista; el recuerdo de la destrucción de una obra de juventud (inédita): el drama que por recomendación de D’Halmar se tituló La sirena muda; la visión de cuadros de costumbres como la fiesta taurina; las clases en la Universidad de Madrid y el encuentro con el Profesor Ballesteros, don Andrés Ovejero y el poeta Pedro Salinas; la intensa lectura de literatura española, entre los años 1934 y 19359; el diálogo con escritores, artistas e intelectuales de diversas nacionalidades10; la vida en la calle Lope de Rueda junto al pintor Isaías 9
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Destaco la lectura de obras de Cervantes, Lope, Góngora, Pérez Galdós, Unamuno, Pérez de Ayala, Baroja, Valle Inclán, Machado, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Alberti y García Lorca. Délano menciona, entre otros(as), a Alberti y María Teresa León, Federico García Lorca, Luis Lacasa, Gabriel García Maroto, Félix Pita Rodríguez, Emilio Delgado, el “coronel” Riquelme, Pedro Prado, Teresa de la Parra, Lydia Cabrera, Rómulo Gallegos, Victoria Ocampo, Manuel Garretón Walker, Saturnino Calleja, Guillermo de Torre, Juan Ramón Jiménez, Palma Guillén, César Falcón, Miguel de Unamuno, Santos Balmori, José Herrera Petere, Manuel Altolaguirre y su mujer Concha
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Cabezón; los paseos con Lola por el Retiro, “el bello parque madrileño”; la redacción de la novela En la Ciudad de los Césares; la llegada de Pablo Neruda a Madrid11, para desempeñarse como agregado cultural a la embajada, y su instalación en la famosa Casa de las Flores, ubicada en la calle Hilarión Eslava del barrio de Argüelles; la publicación, en una revista santiaguina, de una carta de Gabriela Mistral, obtenida en un legajo de papeles facilitado por Armando Donoso al periodista Miguel Munizaga Iribarren, y el consiguiente disgusto de la colonia española en Chile ante su contenido: (en palabras de la poeta, recordadas por Délano) “cosas sobre el carácter español, sobre la miseria… Mucho menos que lo que dice la gente de la izquierda española” (1969: 64); el nombramiento de Pablo Neruda como nuevo Cónsul; el departamento de la calle de Argüelles; la vida en los cafés y las tertulias literarias; el nacimiento de Poli Délano y la anécdota que acompaña su nombre; el triunfo, en las elecciones del 16 de febrero de 1935, del Frente Popular; la sublevación militar en África (18 de julio de 1936); la metamorfosis de España: la defensa del pueblo combatiente, las incautaciones, el bombardeo sobre Madrid, la Alianza de Intelectuales (17 de septiembre de 1936) y la publicación del periódico El mono azul; la transformación estética de la escritura de Neruda; el viaje de regreso a Chile. Hay algo que excede, empero, el puro relato de “la sensación de algunos paisajes, ciudades, calles, acontecimientos, personas [cuyo] recuerdo se mantiene vivo a través de los años” (1969: 9). Es tal vez el predominio de la certidumbre que establece que los acontecimientos vividos en España constituyen una “lección permanente […] de lo que es la existencia humana, de lo que son los hombres frente a la alegría o en presencia de la dureza de la vida” (1969: 134). Norbert Elias, en Conocimiento y poder, propone, en una primera aproximación, que “lo que llamamos conocimiento es el significado social de símbolos construidos por los hombres tales como palabras o figuras, dotados con capacidad para proporcionar a los humanos medios de orientación” (54-55). España deviene así en una fuente de conocimiento que proporciona medios de orientación posibles aún en medio del estupor y la furia. La elección de uno de los múltiples caminos iluminados por la guerra incide en la capacidad de sublevación “contra la injusticia y de expresar de algún modo esa indignación” (1969: 9). Las transformaciones experimentadas en la escritura y la adhesión ideológica-política de Délano pueden leerse
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Méndez, Emilio Prados, Arturo Serrano Plaja, Miguel Prieto, Eduardo Ugarte, Aurelio Romeo, Antonio Aparicio, Camilo José Cela, León Felipe, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández. Para profundizar en el conocimiento de las relaciones entre Neruda y Délano, consúltese el libro de Julio Gálvez Barraza Neruda y España. El mismo autor ha escrito una biografía, aún inédita, de Luis Enrique Délano, a la que, lamentablemente, no he tenido acceso.
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desde esta dirección. Délano y Lola Falcón, como se sabe, llegan a España el año 1934, debido a una beca de estudios universitarios. El joven escritor imaginista se encuentra aún cautivado por la posibilidad de renovar la literatura chilena. El primer libro de relatos de Luis Enrique Délano expresa ampliamente esa fascinación. La niña de la prisión y otros relatos (1928), como indica el prólogo de Salvador Reyes, es “un libro de aventuras que nos arrastran lejos de nosotros hacia lo que sólo los poetas son capaces de descubrir en países de embrujamiento y de nostalgia” (11). El comentario de Reyes permite advertir algunos rasgos singularizadores de la nueva sensibilidad literaria a la que adscribe la prosa de Délano: la separación de la estética naturalista y la puesta en cuestionamiento del paradigma mimético, la inclusión de temas y procedimientos excluidos de los sistemas de representación realista-naturalista, tales como la textualización de aventuras en donde los protagonistas son “almas extrañas y aventureras” (Reyes, 9), la proliferación de imágenes poéticas que introducen la imaginación, el misterio y la nostalgia y el aumento de la indeterminación textual que incide en una relación distinta, más participativa, con el lector. “Escritores imaginativos”12 como Luis Enrique Délano, Ángel Cruchaga, Salvador Reyes, Hernán del Solar y Manuel Eduardo Hübner13 reaccionan contra las 12
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Dieter Oelker en un estudio fundamental sobre el imaginismo en Chile, señala que “los términos imaginista e imaginismo comenzaron a emplearse, con evidente propósito peyorativo, durante la polémica entre criollistas e imaginistas, en 1928. El primero en llamar imaginistas a los escritores de esta tendencia fue Manuel Vega, quien los denomina “puramente imaginativos” (Vega, 1928b) o “imaginistas puros” (Vega, 1928c), para diferenciarlos de “los grandes imaginistas de la literatura universal” (Vega, 1928b). Es por esto que los integrantes y simpatizantes de este grupo de autores prefirieron hablar de “los escritores imaginativos”, “novela imaginativa” (Reyes, 1928b) o de “la familia de los que tienen imaginación” (Alone, 1928c). Sin embargo, aunque primero irónicamente y con reservas, terminaron por adoptar el apelativo (consúltese, por ejemplo, Del Solar, 1928: 15 y Reyes, 1929: 11) y Alone utiliza el nombre imaginismo (si bien entre comillas) para dar cuenta de esta tendencia literaria en 1931 (Alone, 1931: 11-12)” (1984: 76-77). Estos escritores fundan Letras (Mensuario de Arte y Literatura), el que se publica en Santiago, entre mayo de 1928 y diciembre de 1930. Dieter Oelker escribe: “Los críticos e historiadores de la literatura chilena han considerado a Letras como órgano de los imaginistas”. Esa apreciación de Ricardo Latcham (1954: 38) y Cedomil Goiĉ (1960: 251) es correcta –a pesar de las protestas de Salvador Reyes (1966: 89) –en atención a quienes formaron el Consejo de redacción. Sin embargo, no por eso renunciaron al propósito de ofrecer sus páginas a todos los escritores de su tiempo: “No nos guía… el estrecho proselitismo de una escuela o la limitación de una bandera artística determinada” (Letras I 1:1) resulta interesante señalar que esta actitud fue reconocida por Manuel Vega durante la polémica entre criollistas e imaginistas, en la cual tomó parte y partido a favor de Mariano Latorre y sus seguidores. Recordemos tan sólo que entonces caracterizó a Letras como “una espléndida revista literaria, de tendencia moderna y sin dogmatismos odiosos… que honra a la juventud intelectual de nuestro país” (El Diario Ilustrado, Santiago, 11 de octubre de 1928)” (1987: 8384). Luis Enrique Délano, en Aprendiz de escritor, llama la atención sobre el sentido
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estéticas criollistas de Mariano Latorre, Marta Brunet y Luis Durand al promover una literatura que impulsa, “con el propósito de dinamizar los textos, una renovación de los temas, procedimientos constructivos, motivación y ambientes” (Oelker, 1984: 75)14. “El drama de 1936”, como señala Délano en “Recuerdo de un imaginista”, lo aleja de “toda esa vida fantástica” que había intentado textualizar en los relatos de La niña de la prisión. El conocimiento escandaloso de la guerra y las vías de orientación que suscita, por lo tanto, abren el camino del realismo, el cual se despliega a partir de sutiles y sugerentes encuentros con la imaginación y la nostalgia poéticas que caracterizaron su escritura inicial. La opción realista, en el caso de Délano, no implica sólo una transformación estética. La palabra es un arma15 con la cual el
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de la revista Letras y las diferencias estéticas al interior del grupo. Problema que, por supuesto, debe tenerse en consideración, pero al cual estas páginas no pueden abocarse: “Ese mismo año (1928) planeamos y publicamos la revista Letras, que duró largos años. Se editaba con mucha constancia, mes a mes, y reflejaba en cierta medida las tendencias y preferencias del grupo, que estaba formado por Reyes, Cruchaga, del Solar, Hübner y yo. Se financiaba Letras con avisos que Salvador conseguía en librerías y empresas distribuidoras de películas y con la venta. Quienes más trabajaban, en realidad eran Reyes y Hübner, acostumbrado éste en su trabajo periodístico a redactar a alta velocidad. Hernán y Ángel hacían traducciones del francés. Yo buscaba cuentos y trozos literarios propios y ajenos. La revista hizo encuestas, entrevistas, planteó problemas de la literatura y la cultura, tuvo la colaboración de las más importantes firmas nacionales, dio a conocer a autores extranjeros que en Chile casi nadie había leído y abrió las puertas a escritores jóvenes que no tenían en dónde publicar. Desempeñó, en fin, un prolongado y útil papel en la literatura. Se habló mucho del grupo de los “imaginistas” que manejaba la revista Letras. La verdad es que nosotros no nos llamábamos imaginistas ni éramos un grupo propiamente tal. Éramos simplemente un conjunto de amigos cansados del criollismo, sin desconocer el valor de los escritores de esa escuela, que eran colaboradores de Letras y con quienes teníamos buena amistad. Lo que queríamos era hacer algo más refrescante, algo como quitarle a la literatura el cuello duro, el bastón y las polainas. Recuerdo haber escrito un artículo sobre este tema en la revista de la Sociedad de Escritores de Chile durante la presidencia de Rubén Azócar. En rigor, los que hacíamos una literatura “imaginista”, llamémosla así, éramos Salvador Reyes y yo, que más que tratar con gentes de la realidad circundante inventábamos personajes como marinos, gitanos, ladrones, vagabundos, prostitutas, etc. Ángel Cruchaga continuaba escribiendo con la dignidad de siempre los mismos poemas amorosos y místicos que caracterizaban su obra; Hernán del Solar en ese tiempo sólo hacía crítica literaria y Hübner escribía artículos periodísticos en La Nación y Los Tiempos. En este último diario firmaba Juan Babel.” (1994: 69-70). Luis Enrique Délano escribe en “Recuerdos de un imaginista”: “la literatura chilena estaba atiborrada de un criollismo empalagoso y pesado, con exceso de descripciones y poca vida verdaderamente dinámica. Mucho huaso, poca imaginación. Quizá a eso se debía que los héroes de nuestros cuentos fueran principalmente marinos y los escenarios, de preferencia puertos o barcos” (1957: 27). César Vallejo, en “La responsabilidad del escritor” (Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, 1937. El Mono azul, no 4, 1939), escribe: “los responsa-
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escritor-soldado resiste las fuerzas hostiles a la vida, pero también es una llave ideológica que puede activar aquello que no debe ser reducido por la crueldad y la injusticia: el sueño de un porvenir distinto. Mediante la conexión de la literatura y la ideología, el compromiso literario-político, Délano soñará con esa patria que aún no ha llegado16. Fragmentos de “Recuerdo de un imaginista” y Aprendiz de escritor son claves en este sentido: Yo me fui a España y el drama de 1936 alejó de mi mente toda esa vida fantástica que antes constituía mi medio. Las cosas terribles que tuve a la vista no me dejaron lugar para nostalgias literarias. Así me fui por el camino del realismo, más áspero quizás, pero en la realidad, junto al dolor y a la alegría, he encontrado una inmensa cantidad de poesía […] Porque el escritor en estos tiempos, es una especie de soldado que acompaña a su pueblo con el arma al brazo. (1957: 29) Quizás sin saberlo yo mismo, tenía entre manos un problema y era el que no me atraía la realidad cotidiana, lo que ocurría en mi propio contorno, ni me llamaban la atención como personajes literarios mis vecinos de la calle Maruri o las niñas del lado de mi casa en la calle Vergara. (1994: 120)
El reconocimiento y la gratitud del hallazgo de un camino, cifrados en la “Nota preliminar” y en el capítulo XVIII, “Los últimos días”, de Sobre todo Madrid17, debe relacionarse, empero, con la dedicatoria del
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bles de lo que sucede en el mundo somos los escritores, porque tenemos el arma más formidable, que es el verbo. Arquímedes dijo: ‘Dadme un punto de apoyo, la palabra justa y el asunto justo, y moveré el mundo’: a nosotros, que poseemos ese punto de apoyo, nuestra pluma, nos toca, pues, mover el mundo con esta arma”. Las novelas que se escriben sobre la base de la conexión de la ideología del partido comunista y la literatura despiertan comentarios críticos de diversa índole. Manuel Rojas, a propósito de las novelas Puerto de fuego (1956) y La base (1958), examina aspectos de la recepción de la segunda novela mencionada e interpela a Délano, llamándolo a revisar su obra: “Délano publicó después La base, 1958, novela de franca tendencia política, en la que se describe la vida de una célula comunista. Un poco ingenua, un poco lenta y simple y con muchas consignas, la novela no logró interesar sino a los comunistas, a pesar de lo cual Y. Moretić y C. Orellana, en el libro ya citado y nombrado (se refiere a El nuevo cuento realista chileno, 1962), le dedican unas tibias líneas […] Délano, uno de los seres más encantadores de Chile, diplomático menor primero, comunista ahora –pasa largas temporadas en Pequín trabajando como traductor–, deberá revisar un poco su obra y ver qué pasa con ella. Se lo pedimos” (Rojas: 170-171). Délano, en Sobre todo Madrid, escribe: “un frío día de finales de noviembre, aprovechando un sitio en un camión que iba a Alicante, salí de Madrid. Cuando corríamos por la avenida Albufera para tomar la carretera de Valencia, miraba intensamente las calles, las casas, a la gente, a los niños, con la certeza de que habrían de pasar muchos años antes de que pudiera volver a Madrid, la ciudad donde había empezado a madurar para un destino nuevo. Las ciudades son como los ríos: arrastran un caudal cuyo limo abona el terreno del hombre. Todas las ciudades enseñan cosas. Yo lo he llegado a saber. Cada una de aquellas en que he vivido me dejó algo, un sedimento de calor, una lección de lo que es la existencia humana, de lo que son los hombres frente a la alegría o en presencia de la dureza de la vida. Sobre todo Madrid” (1969: 134).
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libro. Reside quizá una fábula en el paratexto que permite leer y valorar de un modo distinto la obra de Luis Enrique Délano. Los dedicatarios de sus memorias son personas –algunas muy queridas– que conoció en Madrid, entre 1934 y 1936. Muchas de ellas, en 1969, ya han muerto: Gabriela Mistral, Augusto D’Halmar, Isaías Cabezón, Miguel Hernández, Manolo Altolaguirre, Luis Lacasa, Federico García Lorca, Alberto el escultor, Yinyín Godoy Mendoza, Miguel Prieto, Eduardo Ugarte, Emilio Prados. Las sombras de esos muertos habitan, sin embargo, en la memoria del escritor que sabe que “todos los seres con quienes tratamos nos dan algo. Es cuestión de ponerse a pensar qué es lo que uno recibe y no desaprovechar ninguno de esos dones” (1994: 16). Las sombras de los muertos y los dones multiplicados encuentran tal vez en el giro del lenguaje el único territorio hospitalario. Las crónicas, desde este acceso, significan algo más que la relación de los acontecimientos peninsulares; son también el documento de un alma que se abre al encuentro y el diálogo con los difuntos. Délano, en la medida en que escucha y responde el llamado de los muertos, asume la condición de legatario de los dones recibidos. Advierte, al mismo tiempo, que ninguno de esos dones debe desaprovecharse. Heredar es así hurgar en el cofre de la memoria, para seleccionar, sacrificar y acoger las voces de los muertos; para responder por uno mismo, pero también por los que vivieron y vivirán; para preservar los dones y proyectarlos de un modo distinto al incierto porvenir. Descubrimiento fascinante que nos recuerda que escribir es también retomar un diálogo siempre abierto con los muertos. Ese diálogo, portador de la memoria de nuestra propia finitud, encierra la obligación de recibir responsablemente “lo que es más grande y más viejo y más poderoso y más duradero que [nosotros]” (Derrida: 13). No hay conocimiento ni medios de orientación posibles sin el diálogo misterioso con los difuntos, sin la certidumbre de la propia finitud y sin la transfiguración del escritor legatario en sujeto infinitamente responsable ante los muertos e incluso ante aquéllos que están por venir. El descubrimiento de los espíritus de los muertos en la propia voz establece una relación extraordinaria con la muerte. La presencia de la alteridad radical por antonomasia de Occidente exige, sin embargo, un examen más riguroso. Me ocupo, por ahora, de la visión, en el contexto de la estética imaginista, de lo que Cernuda llama la “única realidad clara en el mundo” (150) y de la significación que puede adoptar la visión de la muerte ajena en las crónicas de guerra. La inclusión de personajes y situaciones que remiten al misterio insondable de la muerte es recurrente en La niña de la prisión y otros relatos. Recuérdese la síntesis de belleza y horror, seducción y muerte, que se expresa en Clarita Albert, la bella joven de horribles manos (“Las manos”); el fin trágico de la gitana Ester, anticipado por el argentino, gaucho supersticioso, en el vuelo de los fatídicos pájaros blancos (“Pája182
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ros blancos”); las lágrimas de Bill Smith y Peter Stowe, evocadoras del tiempo perdido y la certidumbre del fin próximo (“Viejas cosas”); y la maldición de María, quien, envuelta en seducción y fatalidad, sólo puede ser amada una vez por los marineros (“Al punto mayor”). La emergencia del tema de la muerte pareciera ser resultado, en una primera aproximación, de las motivaciones literarias del joven imaginista. La atmósfera de indeterminación, misterio y poesía que suscita dicho tema posibilita la fuga de la estética criollista. El acontecimiento de la muerte irrumpe con una significación distinta en las diversas escenas de muerte de la guerra. La visión de la no-familiaridad de los rostros de la muerte, de la exposición brutal de aquello que Occidente ha convertido en “la cosa más privada y vergonzosa” (Foucault: 224), cifra así la fisura por la cual se diluyen los postulados imaginistas y cristalizan los desplazamientos estéticos y políticos que llevarán a Délano a producir, según lo ha señalado la crítica especializada, una literatura realista socialmente comprometida. Sabemos con Fernando Savater que “la muerte se contempla, pero no hay forma de pensarla” (1995: 142). La visión multiplicada de la muerte ajena, sugiere Savater, exige, sin embargo, acciones de índole diversa. No es posible permanecer impávido ante la metástasis de la muerte violenta del otro. La superación del miedo a la muerte propia y el eventual sacrificio de los milicianos18 pueden entenderse como acciones específicas ante la obscena propagación de la muerte. ¿Pero no son conjurados también hombres y mujeres de diversas naciones e ideologías por la visión de la muerte ajena19? La internacionalización del conflicto, ade18
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Ignace Leep escribe: “millares de hombres de todos los países del mundo acudieron a morir a España porque la libertad se encontraba allí amenazada. En verdad, anarquistas, comunistas, socialistas, demócratas y cristianos estaban lejos de compartir el mismo ideal de libertad; lo que no impidió que durante varios años la fuerza mítica de la palabra justificara a los ojos de todos el sacrificio de la vida […] Pero si aceptaron exponer la vida a graves riesgos de tortura y de muerte, fue porque su corazón vibraba de amor por la libertad” (Leep, 1967: 155). Niall Binns ya se ha referido a la participación de escritores del Reino Unido (John Sommerfield, John Cornford, Ralph Fox, Christopher Caudwell, Charles Donnelly, Julian Bell, W. H. Auden, Stephen Spender, Cecil Day Lewis, Louis MacNeice, Roy Campbell, Hugh MacDiarmid, George Orwell, Graham Greene, Humphrey Slater, Laurie Lee, Priscilla Scott-Ellis), Francia (André Malraux, Paul Claudel, Jacques Maritain, François Mauriac, Georges Bernanos, Simone Weil, Pierre Drieu la Rochelle, Robert Brasillach, Antoine de Saint-Exupéry, Paul Éluard, Benjamin Péret, Jules Supervielle, Tristan Tzara, Louis Aragon, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Claude Simon), Estados Unidos (Muriel Rukeyser, Elliot Paul, Upton Sinclair, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Langston Hughes, Dorothy Parker, Alvah Bessie), Alemanía (Johannes R. Becher, Bertolt Brecht, Hermann Kesten, Gustav Regler, Arthur Koestler, Stefan Andres) Italia (Elio Vittorini), Unión Soviética (Mikhail Koltsov, Ilya Ehrenburg), Chile (Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Alberto Romero), Ecuador (Demetrio Aguilera-Malta), México (José Mancisidor, Octavio Paz, Elena Garro, Juan de la Cabada, Carlos Pellicer), Perú (César Vallejo), Argentina (Raúl González Tuñón), Cuba (Pablo de la Torriente Brau, Juan Marinello,
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más de remitir a la historia secreta del pensamiento utópico occidental, evidencia la reacción ante la muerte ajena, cifra no sólo de la muerte individual, sino también de la muerte de la misma humanidad. Recuérdese, por ejemplo, que César Vallejo y Pablo Neruda20 simplemente no pueden guardar silencio ante las escandalosas escenas de muerte que se actualizan en la tierra de Cervantes, Quevedo y Lina Odena. La interrupción del silencio trílcico, en el primero, y la transformación estética, en el segundo, expresan la intensidad con que viven la experiencia de la muerte ajena, la cual, sin duda, comienza a pensarse como una variante significativa de la muerte propia. España, aparta de mí este cáliz y España en el corazón: respuestas creativas a los trabajos de la muerte: encrucijadas en donde las utopías ideológicas y los sueños de la ternura colisionan: cantos de resistencia de los débiles del mundo. “La terrible realidad” de la muerte ajena afecta también a Luis Enrique Délano, influyendo en el abandono de su poética imaginista y la disolución de los sueños de renovación de las letras chilenas. Dos son las escenas que destaco sobre la irrupción de la muerte ajena en “la pesadilla de la guerra” (1937: 64): el asesinato de Federico García Lorca (Capítulo VII, “Un crimen contra la cultura: la muerte de Federico García Lorca”)
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Nicolás Guillén, Alejo Carpentier). La historia de la guerra internacional española, con todo, espera el arribo de las secretas historias de las pasiones, de las metamorfosis del horror en conocimiento, del descubrimiento del otro, de la impugnación de la guerra. En Sobre todo Madrid, Luis Enrique Délano advierte cómo la guerra se convierte en un factor fundamental en el proceso de transformación de la escritura del poeta chileno: “Un día alguien, no recuerdo quien, le dijo a Neruda: –¿Cuándo nos vas a escribir algo para El mono azul? Pablo respondió vagamente. Pero sin duda ya la idea lo estaba trabajando por dentro. Y no podía ser de otra manera: el estímulo de la guerra era algo demasiado fuerte, una presión irresistible para un poeta como él. Un día de septiembre, cuando llegué a la oficina, Pablo me pasó una hoja de papel escrita a máquina, con algunas correcciones a tinta, y empecé a leer, con una mezcla de asombro y emoción: No han muerto! Están en medio de la pólvora, de pie, como mechas ardiendo. Sus sombras se han unido en la pradera de color de cobre como una cortina de viento blindado, como una barrera de color de furia, como el mismo invisible pecho del cielo. Era el primer fruto de una transformación que venía produciéndose, que no llegó de golpe ni fue producto exclusivo de la guerra, de ‘la sangre de los niños corriendo simplemente como sangre de niños’, sino de todo un proceso al que yo venía asistiendo como testigo. –Es mi primera poesía proletaria –me dijo Pablo” (1969: 114-115).
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y la brutal profanación del cadáver de Juan Antonio Galarza (Capítulo X, “La muerte en las calles”). ¡Qué especie de crimen inútil, de inútil crueldad, de cínico desafío a la cultura española! Sólo en un tiempo de muerte, sólo durante una edad catastrófica podía extinguirse la vida de Federico García Lorca. Sólo perdiéndose su cadáver entre muchos muertos sin rostro, entre mucha carne desfigurada, podíamos creer en su suerte cierta. De otro modo no. ¿Quién no iba a esperar que de pronto, del cadáver amarillo brotara una inmensa carcajada ronca, como eran las carcajadas de Federico García Lorca? Carcajadas como estremecimientos, con una alegría suelta como un caballo, con una fuerza incontenible de expansión. Podré tal vez, con el tiempo, olvidarme de su rostro moreno, claveteado de lunares, podré olvidar sus cabellos tendidos hacia atrás, pero esa risa pronta a despertar, esas carcajadas enormes, argentinas, sin control, no podré olvidarlas nunca. (1937: 56) En efecto, una mañana en que volaban sobre Madrid los aviones rebeldes, se vió desprenderse de uno de ellos un paracaídas conduciendo algo. El aparato y su cargamento llegaron a tierra sin novedad. Era un ataúd negro con el cadáver de un joven piloto español llamado Juan Antonio Galarza, que había caído prisionero. El cadáver estaba mutilado. Sobre este hecho nada se puede decir, nada que no sea el horror y la repulsión. Cuando más podría uno preguntarse si es propio de cristianos un acto así; si mutilando aviadores y exhibiendo sus cadáveres es como se lucha por la “civilización cristiana occidental”, según la fórmula creada por Miguel de Unamuno y adoptada de inmediato por el General Franco. (1937: 80)
Délano reacciona airadamente ante el acontecimiento trágico por excelencia de la guerra civil española. La muerte de Federico García Lorca sólo puede ser signada por ello como “crimen inútil”, “inútil crueldad”, “cínico desafío a la cultura española”. Encierra, pues, la imagen de la propagación desmedida del significante muerte en todos los ámbitos de la realidad: “Sólo en un tiempo de muerte, sólo durante una edad catastrófica podía extinguirse la vida de Federico García Lorca”. Y sólo en “un tiempo de muerte” puede olvidarse el respeto al cadáver, que es el respeto a la vida que allí ha cumplido su destino21. El horroroso y repulsivo espectáculo del cadáver mutilado de José Antonio Galarza amplifica el imperio del crimen, la crueldad y la muerte. Tal vez es la misma lectura y evaluación de la guerra realizada por Pablo Neruda en el poema “Tierras ofendidas” de España en el corazón: “Es tanta, tanta / tumba, tanto martirio, tanto / galope de bestias en la estrella! / Nada, ni la victoria / borrará el agujero terrible de la sangre:/ nada, ni el mar, ni el paso / de arena y tiempo, ni el geranio ardiendo / sobre la sepultura” (27). Tumbas, martirios, crímenes inútiles, injusticia, barbarie: ofensas contra la vida misma: materia del “tiempo de muerte”. 21
Sobre este problema, consúltese El sentido de la muerte de Ferrater Mora.
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“El cadáver amarillo” del tierno poeta, confundido “entre muchos muertos sin rostro, entre mucha carne desfigurada” y el cadáver mutilado de Galarza constituyen, como se ha propuesto, el salto de la pura muerte individual a la muerte de la humanidad toda. Triunfo (momentáneo) de Marte y Tánatos que intentan destruir el corazón mismo de las suaves y frágiles fortalezas con las que resiste un pueblo el asedio del mal. Me refiero específicamente al ataque al humor y la risa implícito en el asesinato de García Lorca. Ataque artero a la fuerza suave y débil de la risa, con la cual solían responder los habitantes de Madrid el asedio de los aviones bombarderos (“el churrero”). Fuerza ambivalente del cuerpo débil que, lo sabemos con Bajtín (1994), destruye los signos de muerte y se dirige hacia la intensificación de la vida. No ha desaparecido del todo, empero, el poeta y su carcajada. Persisten en la memoria del cronista, verdadero cofre donde se preservan incalculables tesoros, y en la lengua misma que anuncia la irreductibilidad e indestructibilidad de la fuerza débil: “podré olvidar sus cabellos tendidos hacia atrás, pero esa risa pronta a despertar, esas carcajadas enormes, argentinas, sin control, no podré olvidarlas nunca”. Las bombas que caen sobre Madrid y sobre los frágiles héroes, lo hacen también sobre la crónica de los sucesos de la guerra. “La destrucción, la red de incendios y de muerte” no permiten ya al narrador-cronista seguir “contando”. Su boca y sus palabras se llenan de humo, sangre y espanto. Todo lo ocupa el signo muerte, todo lo mancha: “Pero en fin, ¿a qué seguir? ¿A qué seguir contando esta cadena de destrucción, esta red de incendios y de muerte que caía sobre Madrid desde la comba de su cielo purísimo? (101). La visión de la muerte ajena, sin embargo, “una vez sobrepuestos al dolor o a la congoja, es una lección de la cual se deriva la entrevisión de que esa muerte debe poseer, con el fin de explicarse, algún sentido” (Ferrater Mora: 250-251). Lección y sentido, señala el autor de El sentido de la muerte, son dos claves de la relación del hombre con “la muerte ajena”. Menciono cuatro momentos que me parecen paradigmáticos en la producción del sentido que surge de la visión de tanta muerte, tanto dolor, tanta miseria acumulada: agonía de la voz del cronista ante el reconocimiento del horror de la guerra; superación del proyecto ideológicamente comprometido; desplazamiento hacia una comprensión distinta de la guerra (lección) y de la muerte (sentido); apertura hacia un más allá que fabula una dimensión hospitalaria. Contar (¡Cantar!) la guerra, siempre injusta, violenta y trágica, desemboca en la estupefacción, la parálisis y la agonía de la voz. Lo sabemos desde La araucana, epopeya que canta su propia imposibilidad: “conociendo mi error, de aquí adelante / será razón que llore y que no cante” (Ercilla: 679). Estas crónicas, portadoras de la huella de su propio derrumbe, me sugieren otro relato que subvierte el trasfondo ideológico y la idea del enfrentamiento violento como camino hacia la paz. En él la muerte (estas 186
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muertes, todas las muertes) debe contemplarse desde el punto de vista del sueño de la piedad y la paz. Vuelvo a Gabriela Mistral: “Luis Enrique Délano me ha traído, con su trato, hacia este concepto: el poeta lleva no solamente un rango musical de hombre de ritmos ni uno plástico de productor de metáforas, sino otro más íntimo en cuanto a suavizador del pulso violento del mundo” (143). La autora de Poema de Chile descubre en su trato con el joven Délano un rango íntimo que convierte al verdadero poeta en un “suavizador del pulso violento del mundo”. El rasgo ético del poeta imaginado por Mistral pareciera vincularse con la fuerza débil y suave de las víctimas de la guerra. ¿Por qué no se arraigó en la obra narrativa de Délano el fulgor de la fuerza débil entrevisto por Mistral y experimentado por el propio autor quizá como uno de los acontecimientos fundamentales de la guerra? ¿Las bodas entre la literatura y las utopías ideológicas acaso impiden el despliegue de la fuerza que consagra la ternura y la piedad como medios para la intensificación de la vida? ¿No sabemos hoy que las utopías ideológicas de la modernidad desembocaron en la intolerancia, el crimen y la sangre? ¿Y que las fuerzas débiles, siempre refractarias a los discursos en los que se agita la violencia, terminan sucumbiendo a la coacción y el encauzamiento ideológicos? Hay nobleza y sabiduría, sin duda, en las desencantadas palabras con las que John Dos Passos responde al asesinato de su amigo José Robles: Evidentemente, ésta es sólo una entre las miles de historias de la vasta carnicería que fue la guerra civil española, pero nos deja entrever el enredo sangriento de vidas deshechas que subyacía a los aspectos de ¡hurra por los muertos! Comprender las historias personales de algunos de los hombres, mujeres y niños realmente involucrados libraría de algún modo nuestras mentes, me parece, de las obsesiones de negro-es-negro y blanco-es-blanco del partidismo. (Cit. en Binns: 190)
El encuentro de la utopía ideológica –que convierte a los escritores en soldados– y la literatura tal vez pueda explicar, en parte, la dificultad del despliegue literario del fulgor de la fuerza débil. Manuel Rojas, en el citado comentario crítico a La Base, además de mencionar que la novela es “ingenua, un poco lenta y simple y con muchas consignas” (170), escribe que su autor es “uno de los seres más encantadores de Chile” (171). José Miguel Varas, en “Un prólogo innecesario” del libro Aprendiz de escritor, amplifica esta apreciación al proponer que Délano es “uno de los más nobles seres humanos” (5) y que en las memorias se aprecia, por sobre las cualidades literarias, “su grandeza humana” (11). Las palabras de Rojas y Varas permiten sospechar que el pacto ideológico-literario condiciona la emergencia del rango íntimo destacado por Mistral, pero también que éste pervive en forma de encantamiento, nobleza y grandeza humana, signos distintivos de Luis Enrique Délano. 187
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El relato del heroísmo, así se ha planteado, permite la visión, a partir de la inclusión de personajes y situaciones particulares, de la fuerza suave y débil. Existe otra figura extremadamente frágil que aumenta el grado de distanciamiento de las crónicas con la imagen clásica de la invulnerabilidad heroica. Es el niño22. Su presencia amplifica la fragilidad y vulnerabilidad del pueblo español, convirtiendo en todavía más injustos y brutales los ataques de la máquina de guerra de la “barbarie facciosa”. La irrupción de los héroes débiles incluye en el relato “verdadero” sobre la guerra una fuerza que no puede ser reducida por el “tiempo de muerte”. Los héroes de la fragilidad son portavoces de un poder (sentido) irreductible, el cual constituye la lección de vida y el tesoro mismo legado por las víctimas y los espíritus de los muertos, y que se encumbra por sobre la toma de posición ideológica en el conflicto peninsular. Ese poder, cuyo eco aún reverbera en relatos, crónicas, poemas, artículos periodísticos, obras pictóricas, etc., conjura, siguiendo a Fernando Savater (lector de Bloch), la humanitas “que desde su fragilidad clama por el diálogo fraterno y la piedad que nada desdeña” (2004: 201). La fuerza de la humanitas descubierta en el rostro desnudo de la “madre sufriente” y en la “carcajada” de Lorca, que me interroga e invita a escribir otra cosa a partir de mi lectura de las crónicas de Luis Enrique Délano, pareciera resistir la instalación de la muerte en la realidad y garantizar la pervivencia del sueño, a través del diálogo, la ternura y la piedad, de un orden distinto. Sobre los escombros de Madrid, la fuerza de los suavizadores del pulso violento del mundo, intensificadores de la humanitas, soñadores de la paz, conserva el sueño del lugar pacífico y hospitalario que no ha existido todavía, porque “¡Cómo váis a bajar las
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Juana Martínez Gómez escribe: “El compromiso de los cronistas chilenos con la República fue claro y manifiesto; todos compartían la esperanza que había generado la República en el contexto internacional como modelo de la lucha contra el fascismo. Pero el espíritu de solidaridad de las crónicas supera la causa política y lo que ella representaba para entrar en el lado más humano de la guerra. Hay factores que no pasaron desapercibidos a ninguno de los escritores mencionados, como es la trágica situación en la que quedaban los niños, la actitud combativa y heroica de las mujeres, el papel primordial del pueblo como motor de los hechos, la actuación de ese pueblo que luchaba por su dignidad como máximo defensor de la cultura y, sobre todo, su actitud serena ante la muerte que los acechaba a diario. No hay más que recordar actuaciones como la donación que hizo Huidobro de su premio España a los niños españoles; que una de las preocupaciones que asaltaban a Edwards era la atrocidad de la muerte infantil y el desamparo en que quedaban los niños huérfanos; que Alberto Romero, hondamente impresionado por la esperanza y el entusiasmo de unos niños pioneros en la creación de una España nueva, tituló su libro, España está un poco mal, que no es más que la frase que él escuchó a uno de esos niños acerca de la situación de su país en guerra” (2007: 130).
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Luis Enrique Délano y el fulgor de la fuerza débil
gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena!” (Vallejo: 481)23, “porque de tantos cuerpos una vida invisible / se levanta” (Neruda: 17)24. Un texto de Luis Enrique Délano resulta crucial para lograr interrumpir esta fábula que dialoga con uno de los tesoros que calla y espera en las (contradictorias) escrituras sobre la guerra. Se trata de un artículo periodístico titulado “El Retiro, paseo y descanso en Madrid” (El Mercurio, 12 de febrero de 1937), en el cual Délano, dirigiendo su mirada a la fuerza débil por antonomasia (los niños), despliega el sueño de un porvenir distinto. Ahora el Retiro quedará también sin árboles. No me lo puedo imaginar. Los niños de hoy serán hombres cuando el hermoso paseo se cubra otra vez, se repueble de grandes troncos, donde los enamorados puedan seguir grabando sus nombres. Pero el Retiro será dos veces madrileño, es decir, dos veces noble. Habrá prestado a la población no sólo su sombra eglógica durante la paz, sino que habrá dado también la leña de su árboles – como quien dice la carne de su cuerpo– para que Madrid tenga calor en el camino duro de la guerra (1937: 29).
Mañana el Retiro se cubrirá otra vez de árboles y los enamorados grabarán, con palabras que no invitan al odio y la crueldad, sus nombres en los troncos. En esas palabras habita el secreto y la llave de la vida que se cuela entre tanta muerte. El sueño indestructible de la ternura, la piedad y la paz calla y espera en los árboles agonizantes y en las interrogaciones de los niños…. El “camino duro de la guerra” iluminará el sueño (im)posible de la paz… se llenarán de horizontes los ojos de los niños… las carcajadas de los poetas “suavizadores del pulso violento del mundo” volverán…
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Los versos corresponden al poema “España, aparta de mí este cáliz” del libro de homónimo nombre. Los versos corresponden al poema “Canto a las madres de los milicianos muertos” del libro España en el corazón. Himno a las glorias del pueblo en la guerra (1936-1937) de Pablo Neruda.
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“A mi patria llegué con otros ojos que la guerra me puso debajo de los míos”*1 Pablo Neruda en España Sergio MACÍAS BREVIS Embajada de Chile en España
Los principales motivos por los cuales Pablo Neruda deseaba vivir por un tiempo en España fueron el idioma y la literatura que le faltaron angustiosamente cuando llegó a trabajar de cónsul en Rangoon, Colombo y Java. Es lo que se desprende de la correspondencia enviada desde Oriente a Carlos Morla Lynch, a su mamadre y a su amigo Héctor Eandi, escritor argentino. La desdicha por esta carencia de comunicación le martiriza tanto en su relación con los demás como en la divulgación de su creación. Por primera vez Neruda salía de su patria a una edad muy joven, con unas cuantas publicaciones que le hacían sobresalir como uno de los mejores poetas, especialmente con Crepusculario y Los veinte poemas de amor y una canción desesperada. Su pobreza y una existencia descuidada influida por la bohemia le impulsan a buscar nuevos horizontes en la función diplomática. Deja su intensa vida literaria, así como su participación en las luchas de la Federación de Estudiantes contra el gobierno reaccionario de la época, que le hizo implicarse en los problemas del pueblo, pues estuvo por las reivindicaciones de la clase trabajadora con otros grandes escritores chilenos. No olvidemos que su padre era obrero de los ferrocarriles, y que cuando llegó a Santiago para estudiar pedagogía en francés ya colaboraba en la revista Claridad, que estaba comprometida con los cambios de carácter sindical. También participa en la defensa de dos poetas progresistas y rebeldes que fueron encarcelados: Domingo Gómez Rojas: “el trashumante, el nocturno, traspasado por los adioses, muerto de alegría, palomero, loco de las sombras”, y Joaquín Cifuentes: “cuyos tercetos rodaban como piedras del río” (Neruda, 1993, I: 68).
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“A mi patria llegué con otros ojos…” de Memorial de Isla Negra.
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No podemos pasar por alto esta actitud solidaria que refleja ya una conciencia política. Muchos la desconocen preconizando que en ese tiempo era sólo un poeta del amor y del placer que encontraba en los bares. Y que este compromiso social lo adquirió después, cuando debió pasar por una serie de vicisitudes o sentirse identificado con la causa republicana en España. Como la gran mayoría de los ciudadanos no tenía ninguna militancia, pero se daba perfectamente cuenta de lo que los trabajadores exigían: Las noticias que el año 1920 nos llegaron a Temuco marcaron a mi generación con cicatrices sangrientas. La “juventud dorada”, hija de la oligarquía, había asaltado y destruido el local de la Federación de Estudiantes. La justicia, que desde la colonia hasta el presente ha estado al servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los asaltados. Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió torturado en un calabozo. La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca. (Neruda, 1979: 44)
Al salir de su país esta faceta importante de su existencia que tiene implicancia política queda larvada en su ser, hasta que la guerra civil española la hace aflorar y desarrollar hacia un claro compromiso de hombre de izquierdas. Su primera visión sobre España fue en julio de 1927. Apenas conoció Madrid durante tres días, acompañado de su compatriota, Álvaro Hinojosa, narrador y aventurero. La impresión que tuvo sobre la capital fue muy ligera. No pudo darse cuenta del movimiento literario que existía, pero esta visita le sirvió de manera fundamental al poco tiempo de arribar en Oriente, como lo constataremos a través de sus cartas, para decidirse a buscar el traslado a …Madrid con sus cafés llenos de gentes; el bonachón Primo de Rivera dando la primera lección de dictadura a un país que iba a recibir después la lección completa. Mis poemas iniciales de Residencia en la tierra que los españoles tardarían en comprender, sólo llegarían a comprenderlos más tarde, cuando surgió la generación de Alberti, Lorca, Aleixandre, Diego. Y España fue para mí también el interminable tren y vagón de tercera más duro del mundo que nos dejó en París. (Neruda, 1974: 96)
Es la época en que los poetas vuelven con entusiasmo a regocijarse con la lírica de Góngora. Pero a él le gusta Quevedo por su picardía, el humor y la sátira, porque está más de acuerdo con su manera de ser y ver la vida. A Héctor Eandi le decía en 1928, en una carta escrita en Rangún: “…quisiera ir a vivir a España. Mi existencia aquí es inhumana. Imposible” (en Aguirre: 34). Neruda encontró que entre la forma de vida española que apreció en su corta estadía y la de aquella parte de Oriente 192
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existía un abismo. Esta última con otro idioma, costumbres y tradiciones distintas no sólo no satisfacía sus expectativas en la carrera diplomática con un trabajo absurdo y una pobre remuneración, sino que lo desilusionaba en cuanto a su propia existencia que se sumía en un hastío y soledad. Salía después de las cinco de la tarde, porque el calor y la humedad le sofocaban. La pequeña retribución que recibe es gracias a un barco que cada tres meses lleva parte de su carga a Chile: yute, té y parafina. Por otro lado, en los lugares donde ejerce sus funciones no puede comentar sus textos, sus impresiones, ni hacer bohemia. Y hasta el matrimonio con María Antonia Hagenaar Volgen, una “holandesa con algunas gotas de sangre malaya” (Neruda, 1974: 152), lo contrae por necesidad, para dejar de arrastrar el desamparo de su alma agobiada. En definitiva, su paso por esas tierras musulmanas y de otras religiones le hace practicar el idioma inglés, leer, escribir y vivir ensimismado. El resultado en el plano poético es que produce una poesía diferente, extraordinaria, profunda y hermética. Pero es de sufrimiento, de cansancio, de soledad, que puede deprimir al lector por su pesimismo. Es una postura existencial, el resultado de cómo ve él la realidad. Naturalmente que es negativa, porque el cambio anímico que tuvo el poeta al dejar su patria para residir como Cónsul en Oriente fue enorme. La angustia debido a su desolación le hace obsesionarse por España. Se da el caso de que el consejero de la Embajada de Chile, Carlos Morla, para no atrasar la correspondencia le responde una carta en reemplazo del funcionario Alfredo Condon. Se inicia así un intercambio epistolar que le beneficiará a Neruda en el futuro. El poeta se queja de su situación, del clima, de su aburrimiento, de la escasez de dinero que percibe. Le pide ayuda para trasladarse a Madrid. Ya en 1929, le había enviado a su madre una misiva en la que también le manifestaba este deseo. Luego, con fecha 8 de noviembre de 1930, es rotundo al escribirle desde Java: “Carlos Morla, de sentirme solo, me siento solo. Quisiera que me llevaran a España, hay por allí algún consulado en perspectiva? Qué debo hacer para que el Departamento me traslade? La vida es aquí tan terriblemente oscura. Hace años que muero de asfixia, de disgusto”. Más adelante enfatiza: “Ud. y el Embajador podrían hacer algo por mí? Le ruego me conteste muy pronto. Ojalá que su respuesta tienda a reunirnos algún día, en que le pueda expresar tantas cosas que van anonadándome en mi mismo en una destrucción tenaz” (Macías: 24) Y el 1 de julio de 1931, también desde Java le reitera: “No te olvides, estoy tan aburrido de esta vida en destierro, si ves algo para mí en España, aunque sea un reemplazo, quieres recomendarme?” (Macías: 42). De estas cartas se desprende que quiere instalarse en España por un estado anímico, para arreglar su situación económica y porque anhela dar curso a sus proyectos literarios.
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El poeta de las sinfonías del aire y de los pájaros llegó a España en 1934. Aún la ley le exigía utilizar su verdadero nombre: Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto. Sólo el 28 de diciembre de 1946, una sentencia judicial le autorizó llamarse Pablo Neruda. Pero, todo el mundo le conocía desde 1920 por su pseudónimo. La gente que concurría en Madrid a su oficina para solicitar una inscripción, un poder u otro documento observaba que firmaba como Ricardo Reyes, y abría extrañada los ojos cuando escuchaba al funcionario y escritor, Luis Enrique Délano, llamarle don Pablo. Más de uno preguntó por esta falta de identidad entre el nombre y la persona, y salió del consulado sin entender nada, porque al señor Cónsul que le decían Pablo Neruda, estampaba su rúbrica como Ricardo Reyes. Pero, en definitiva, lo importante era que el documento tuviera validez legal. Desde Oriente le envió al poeta Rafael Alberti un libro de poemas a través del funcionario de la embajada, Alfredo Condon, con la esperanza de que se lo publicara alguna editorial. Pero no obtiene respuesta, a pesar que le ha escrito al tercer secretario catorce cartas. Hasta se molesta con Alberti porque encuentra que no hace nada por su obra. Ignora que el poeta gaditano le buscaba editor aunque con resultados negativos, y que le difundía sus poemas en Madrid, en la tertulia que se realizaba en los bajos del Hotel Nacional. Allí se conocieron las poesías de Neruda, incluso circularon a través de copias que hizo Gerardo Diego. Otras veces se juntaban Bergamín, Vivanco, Serrano Plaja, Herrera Petere y otros, en la terraza de la casa de Alberti, en la calle Urquijo esquina de Ferraz, para oír los novedosos poemas de Residencia en la tierra. Muchos también leyeron los libros que el poeta le había enviado desde esas extrañas y misteriosas tierras a Carlos Morla Lynch: Veinte poemas de amor y una canción desesperada y El hondero entusiasta. Éste que sentía una gran admiración por su lírica los puso intencionadamente sobre una mesita en el salón de su casa de la calle Velázquez, para que los tertulianos los hojearan. En algunas de estas cartas, fechadas por ejemplo, en Batavia, el 23 de junio de 1931, muestra su desesperación debido a la lejanía. También una preocupación política por los sucesos de España, sus quejas por Alberti y Condon y su insatisfacción por lo que recibe de remuneración: $166 (dólares), que no le alcanza para nada. En una tarjeta despachada en Ciudad del Cabo, el 14 de marzo de 1932, dice que le suprimieron en su cargo y que no sabe lo que hará en Chile. En otra, escrita el 8 de enero de 1932, con el encabezamiento: “En el mar al llegar a Ceylán”, describe de forma acentuada su situación: “Puedes figurarte mi estado? Ni un centavo, casado, y sin dinero para vivir en Chile ni una semana. Angustia, angustias, y con la vista enferma (para siempre) por la luz brutal de los trópicos, y con pocas esperanzas. Quieres aconsejarme? Puedes pedir
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algo, insignificante para mí en Madrid? Me contentaría con tan poco. Estoy fatigado” (Macías: 46). Después de esta terrible experiencia en Asia podría haber pensado en quedarse en su país o buscar posibilidades en otro, pero sólo anhela vivir en España, y especialmente en la ciudad de Madrid para concretar sus sueños literarios. Cuando desde Ceilán le escribe a su amigo Eandi, en octubre de 1928, manifiesta: “Mi mayor deseo es editar en España. Argentina me parece aún provincial. Madrid es bien diferente. Pero cómo? Sin embargo, me parece posible tener allí cierta gota de éxito, cierta débil aprobación que me bastarían” (Quezada: 28). No se equivocaba porque dará en la diana. Cuando se le termina el tiempo por el que fue designado como cónsul ad honorem, vuelve a su país y no le queda más remedio que aceptar con desagrado lo que le ofrecen. Se desempeña brevemente en la Biblioteca del Ministerio de Relaciones Exteriores y después en asuntos culturales del Ministerio del Trabajo, pero finalmente consigue que lo envíen adscrito al consulado de Chile en Buenos Aires. Ahí conoce a Federico García Lorca, que acapara la atención con Bodas de sangre. Son ambos los que con sus obras y con el famoso Discurso al alimón van a concitar el interés del medio intelectual. Se inicia una gran amistad entre ellos que se coronará en Madrid y que trascenderá en la poesía de Neruda. En Argentina sólo permanecerá nueve meses. Finalmente, el diplomático y poeta de la lluvia y de los volcanes del sur de Chile, es trasladado a España. En el plano literario ya está consolidado por varias publicaciones. Sobre todo por Residencia en la tierra que, según Luis Rosales, era el libro de cabecera para muchos de su generación. Decía, una cosa es conocer sus poemas y, otra, habitarlos. Para el mismo Rosales fue su despertar. De manera que el mayor impacto de Neruda en el ambiente literario español fue con esta obra, y no con aquellas que ya le habían hecho famoso en su país. Ramón Gómez de la Serna y María Zambrano se asombran de que el poeta incorpore en su poesía toda clase de materiales que hasta ese momento se rechazaban por antiestéticos. Y Emir Rodríguez Monegal fue más categórico: “es el libro que ha de alterar para siempre la poesía de la lengua española de su tiempo” (Rosales: 22). Pero, la guerra civil le hará escribir su obra España en el corazón, que tendrá una mayor repercusión. Planteará en ella el fundamento de su cambio de estilo. De una posición contemplativa e individualista su poética pasa a un yo colectivo, y ello corresponde a su integración en el proceso social y político que vive el país. En mayo de 1934, lo nombran adscrito al Consulado en Barcelona. Su oficina se encontraba en la calle de Llúria, número diecinueve. En esa hermosa ciudad recibe la noticia de la muerte de su gran amigo y poeta chileno Alberto Rojas, a quien admiraba. Se dice que es posible que haya heredado el acento peculiar de su voz y la escritura con tinta verde. No 195
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obstante que era ateo visita la catedral de los pescadores: la Basílica Santa María del Mar, junto a su compatriota el pintor Isaías Cabezón, para colocar cirios en su memoria. Allí recibe la inspiración que le hace componer la elegía Alberto Rojas viene volando, que es el primer poema que escribe en España. Su jefe, el cónsul Tulio Maquieira, le dice que lo mejor de la poesía española está en Madrid y le apoya en su deseo de trasladarse a la capital. Neruda se las ingenia para trabajar en el área de cultura de la Embajada (no hay constancia de nombramiento como Agregado Cultural en el archivo del Ministerio). El Consejero, Carlos Morla, le invita constantemente a su casa, en la que prácticamente hay todos los días tertulias muy animadas. El mismo anfitrión participa como escritor y compositor junto a su esposa Bebé Vicuña, que toca el piano maravillosamente y muchas veces con Federico. Se cree que Morla fue el que le presentó a Delia del Carril, a quien le puso la hormiguita por lo trabajadora. También introduce a Neruda en el medio artístico que se da en su hogar, donde aparecen Alberti, Altolaguirre, Hernández, Cernuda, Mistral, Santiago Ontañón, Gregorio Marañón, Agustín de Foxá, Manuel Ángeles Ortíz y otros tantos de la intelectualidad española y latinoamericana. Neruda sorprende con una poesía vital y una voz curiosa, nasal, monótona. Acapara la atención con su lírica vanguardista de Residencia… Carlos Morla le compone un par de partituras a sus poemas. Agregamos a continuación una cita inédita del consejero en su Diario, en la página 428, del viernes 21 de septiembre de este mismo año, en que dice que almorzó en casa con el “lento y pálido” Neruda, y que por la noche llega primero Delia del Carril con un francés que viaja esa noche a París. Cena en casa también María de Maeztu y en la noche aparecen Gustavo Durán, René Núñez, Cotapos y Pablo Neruda. Se hace de todo, música, tocatas de Bebé, a cuatro manos con Durán, discos de gramófono, danzas cómicas de Acario Cotapos. Pablo lee, en voz muy alta, tres de sus poemas. Tiene talento personal, de colorido sombrío, extraordinario. “El fantasma del buque de carga” y “El tango del viudo”, son poemas lúgubres, realistas y, no obstante, modernos, de una violencia tétrica que causa amargura y dolor de abismo… La voz lenta, dolorida, con que los dice, añade a la emoción que sigue flotando por largo rato.
Esto nos da una pauta de que el poeta de la Araucanía comienza de inmediato a participar con entusiasmo en las tertulias de Morla. Está cumpliendo las ilusiones que forjó en Oriente. El 18 de noviembre de 1934, su amigo, el consejero, estampa en su Diario la preocupación y el deseo de ayudarlo: “A pesar de ser domingo y de tener que ir esta tarde al entierro de la madre de Ricardo Baeza, amigo y Embajador de España en Chile, he trabajado toda la mañana en una nota que tiene por finalidad la permanencia en Madrid de Pablo Neruda.” 196
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España le entrega la alegría que necesitaba a través de sus calles: como la Cava Baja, La Plaza Mayor, el mercado de Argüelles, Paseo de Los Recoletos, la Cuesta de Moyano, en donde se abastecía de libros viejos y de algunos incunables; y de sus cafés, de los museos, de la Residencia de Estudiantes, de sus amigos de la generación del veintisiete. En el mismo año que pisó Madrid aparecieron textos poéticos suyos en El Sol y en la Revista de Occidente, que publicaron “Galope muerto”, “Caballo de los sueños” y “Serenata”. Y en 1930, como dijimos anteriormente, Rafael Alberti daba a conocer en Madrid poemas de Residencia en la tierra. Hay que considerar otros hechos importantes en la presencia de Pablo Neruda en España. Uno, su lucha por modificar el concepto de la poesía pura que preconizaba Juan Ramón Jiménez, por la poesía impura. Y dos, su nueva postura poética de compromiso social que surge debido al ambiente intelectual de izquierdas que frecuentaba diariamente y que terminó por influirle. Pero lo que desencadena el cambio poético para construir una poesía testimonial y discursiva, es su firme adhesión a la República, y las profundas heridas espirituales que le causa la guerra civil: el asesinato de su amigo Federico García Lorca, el exilio de muchos de sus camaradas de letras, y luego la muerte dolorosa de Miguel Hernández. Volodia Teitelboim expresa en una ponencia: “que fue en España con sus vivencias de aquellos tumultuosos años, la que ejerció en él un influjo decisivo para su abierta inclinación hacia el materialismo ideológico político” (10). Parecido es lo que afirma Saúl Yurkievich: “En Madrid se politiza y embandera. Sobre todo con la deflagración de la guerra civil que todo polariza y extrema” (44). No olvidemos que cuando era estudiante su lucha contra la sociedad conservadora en Chile, revive de alguna manera en su espíritu con la guerra civil, pero en este caso acompañado e influido por la mayoría de sus amigos de la generación del veintisiete y en una dimensión incomparable. En el cargo de Cónsul de Chile en Madrid estaba su amiga y admirada Gabriela Mistral, a quien conoció en la ciudad de Temuco cuando era un adolescente y ella se desempeñaba como Directora del Liceo de Niñas. Él la visitaba para leerle sus poemas, pedirle su opinión y algunos libros de su biblioteca. En cuanto a su esposa María Antonia, a mediados de 1934 ya estaba en avanzado estado de embarazo. Él se apresura en alquilar un piso que le ayuda a encontrar Rafael Alberti, en el barrio de Argüelles. El edificio se llama la Casa de las Flores, que lo menciona en el poema “Explico algunas cosas”, donde nombra también a sus amigos, a todo lo que le rodea y acontece. Algunas de las poesías de España en el corazón fueron escritas en su morada, así como el poema de contenido erótico “Las furias y las penas”, que incluye en la Tercera residencia. En “Explico algunas cosas” trata de decir al mundo cómo los enemigos destruyen a España. Entra en una dimensión social y política. Es un texto 197
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solidario en los que el hablante toma la postura de un poeta-cronista. Su poesía es de denuncia y de compromiso histórico. Con éste y otros poemas se convierte en un poeta militante. “Preguntaréis ¿por qué su poesía / no nos habla del sueño, de las hojas, / de los grandes volcanes de su país natal? ¡Venid a ver la sangre por las calles, / venid a ver / la sangre por las calles, / venid a ver la sangre / por las calles!” (Neruda, 1993, I: 271-73). De los lugares en que vivió Pablo Neruda, Madrid fue la urbe que más le impresionó, como lo expresa posteriormente en varios libros. Le gustó la forma de vida de sus ciudadanos, de sus poetas, narradores y artistas, especialmente los de la generación del veintisiete. Ciudad en donde sufrió el comienzo de la guerra civil. En Madrid nació su hija Malva Marina y se separó de hecho de María Antonia por su amor a otra mujer, Delia. Todos estos acontecimientos produjeron una gran influencia en su poesía, sobre todo la cuestión bélica que, como hemos dicho, transforma su estilo. El apoyo de la javanesa y holandesa, María Antonia, al poeta provinciano de los pájaros y vertientes cordilleranas, fue fundamental para su sobrevivencia. Ella le ayudaba en su país con el idioma, le acompañaba a todos los lugares, trataba de animarlo y sacarlo de su pesimismo. Cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores le comunica el término de sus funciones de Cónsul, se va con él a Chile, participa en las reuniones con sus amigos y le sigue a Buenos Aires. Finalmente llegan a Madrid, donde nace su hija en pleno verano. Federico García Lorca le dedica unos poemas: “Versos en el nacimiento de Malva Marina”. La niña padece de hidrocefalia, incurable en aquellos años, por lo que la madre debe permanecer con ella constantemente. Es, entonces, cuando se invierten los papeles, ya que María Antonia sin dinero necesita de él para cuidarla. Además, habla muy poco español y no se adapta totalmente a las nuevas costumbres. Él tiene suficiente entereza para seguir con su vida normal, sin abandonar la bohemia y sus recitales. El poeta provinciano de los bosques y de los crepúsculos muestra en sus poemas su arrepentimiento por este primer matrimonio: “¿Para qué me casé en Batavia? / Fui caballero sin castillo / improcedente viajero / persona sin ropa y sin oro / idiota puro y errante…” (Neruda, 1999, I, 77). En cuanto a la Casa de las Flores donde vive, constituye un símbolo arquitectónico de la época, cuyo diseño le correspondió al arquitecto Secundino Suazo Ugalde, y en su realización intervinieron los alemanes Miguel Fleischer y Herman Jansen. Era una construcción vanguardista en su diseño. El poeta vivió brevemente en un costado de este edificio que ocupa una manzana, en la planta baja de la calle Gaztambide, no 19, que daba a un gran patio que se convirtió en jardín. Luego, se cambió al otro extremo porque deseaba más luz, a un quinto piso de la calle Hilarión Eslava esquina Rodríguez San Pedro, donde realizaba tertulias a 198
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las que asistían algunos poetas y artistas como: Alberto Sánchez, Acario Cotapos, Isaías Cabezón, Rafael Alberti, Teresa León, José Caballero, Luis E. Délano, Lola Falcon, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Maruja Mallo, Delia del Carril, González-Tuñón, Amparo Mom, García Lorca, Antonio Aparicio, José Bergamín, Luis Lacasa, Arturo Serrano Plaja, Oliverio, Norah, Antonio Rodríguez Luna, Luis Rosales y Miguel Hernández. A éste último le busca trabajo, pero el poeta de Orihuela se niega a realizar labores burocráticas en una notaría. Con ellos acostumbra a dar largos paseos, beben generalmente vino de Valdepeñas, tapean y, cuando a veces comen el plato preferido que pide Neruda es la palometa o reineta como la conocen en Chile. La ruta de Pablo en Madrid era larga. Se juntaba con sus amigos en la Casa de Manolo, que data de 1860, y que está en la calle Jovellanos, detrás del Parlamento. También iban a la taberna de Picasso o a la de Vicente o la de Pascual. Se detenían en la Cervecería de Correos, o en el bar Babiera y regresaban por Princesa hacia Argüelles. En la misma esquina del jardín del edificio que da a Rodríguez San Pedro existía una gran taberna con toneles, donde pasaban a degustar un chato de vino de la región. Los que subían al piso de Neruda, según Morla, lo encontraban lleno de libros y de máscaras horribles. Tenía una vista maravillosa sobre la sierra: “Desde allí se veía / el rostro seco de Castilla/ como un océano de cuero” (Neruda, 1993, I: 27) Se conversaba de arte, se bebía copiosamente y se recitaba hasta muy tarde. En otras oportunidades recorrían los bares de la calle Cava Baja, o de la Plaza Mayor, o pasaban al café Pombo, que fue inmortalizado por Gutiérrez Solana en un cuadro que hoy se puede ver en el Museo Reina Sofía. Estaba en la calle Carretas, 4, famoso también por sus sorbetes de arroz, donde Ramón Gómez de la Serna se reunía habitualmente con los suyos. En el segundo piso funcionaba el diario La Libertad. Más de una mañana le acompañó Luis Rosales al mercado del barrio de Argüelles, en el que escogía, “litúrgicamente, la guindilla y el apio, la fruta y el ají” (Rosales: 32) porque le gustaba ser un buen gourmet para atender a sus amigos. El autor de Abril nos describe su piso de la Casa de las Flores, cuando retornaban alegres después de beber jarras cristalinas de vino tinto: “las máscaras de Ceilán en las paredes con su infantilidad de dioses oceánicos; la cuna de Malva Marina y el arrebato de dolor que le causaban su carita y su cuerpo lleno de pústulas; la voz de Delia en la penumbra; la vida irrestañable e inacabable…” (Rosales: 32). Nadie menciona a María Antonia, salvo la biógrafa y amiga de Neruda, Margarita Aguirre, y el propio poeta que le dedica un par de líneas en sus Memorias: “Era una mujer alta y suave, extraña totalmente al mundo de las artes y de las letras” (Neruda 1974: 152). Pero la que aparece nombrada es su amante que influyó notoriamente en su vida, entre otros, por Rosales, o Miguel Hernández. Este último que le gustaba imitar a los ruiseñores de su tierra 199
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subiéndose a los árboles de la calle Princesa, dice: “Pablo: oigo tus pasos hechos a cruzar la noche, que vuelven a sonar sobre las losas de Madrid, junto a Federico, a Vicente, a Delia, a mí mismo” (Hermanamiento, 1990: 28). Al poeta de Temuco le gusta recorrer las librerías de Atocha, en las que descubre primeras ediciones de famosos poetas y escritores. Por la calidad de su obra y con apoyo de la generación del 27, en poco tiempo logra un sitio destacado en la poesía española. El espaldarazo que le da García Lorca al presentarlo en la Universidad de Madrid, es otro factor importante: “es un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía; más cerca del dolor que de la inteligencia; más cerca de la sangre que de la tinta” (Quezada, 159). Federico, antes de terminar, afirma: “La poesía de Pablo Neruda se levanta con un tono nunca igualado en América, de pasión, de ternura y sinceridad.” Un grupo de poetas españoles, que no son otros que sus amigos con quienes intercambia apreciaciones estéticas, publican a través de la editorial Plutarco el texto Homenaje a Neruda, en el que se incluyen sus Tres cantos materiales: Entrada a la madera; Apogeo del apio y Estatuto del vino. En el prólogo dicen: “Nosotros, poetas y admiradores del joven e insigne escritor americano, al publicar estos poemas inéditos, último testimonio de su magnífica creación, no hacemos otra cosa que subrayar su extraordinaria personalidad y su indudable altura literaria. Al reiterarle en esta ocasión una cordial bienvenida, este grupo de poetas españoles se complace en manifestar, una vez más y públicamente, su admiración por una obra que sin disputa, constituye una de las más auténticas realidades de la poesía de lengua española.” (Quezada: 157). Este último párrafo se une al elogio de Emir Rodríguez Monegal, que en su crítica afirma su perpetuidad en el Olimpo de las letras, y al estudio de Amado Alonso. A Gabriela Mistral la trasladan a Lisboa, y Neruda queda de Cónsul, a contar del 3 de febrero de 1935. Se le ha cumplido su sueño. Satisfacción que se une al ofrecimiento que le hizo Manuel Altolaguirre para que dirija la famosa revista Caballo verde para la poesía, en la cual deja sentado en el prólogo del primer número su posición poética, como una manera contundente de dar respuesta a la teoría de la creación pura de Juan Ramón Jiménez. Neruda titula su texto: “Sobre una poesía sin pureza”. Afirma que en el universo lírico se puede integrar todo: la hermosura, la tristeza, las enfermedades, la materia, el dolor, la alegría, el acontecer de la sociedad y del hombre. Publica en los pocos números que alcanza a editar a Aleixandre, Desnos, Lorca, González Tuñón, Serrano, Panero, Hernández, Cernuda, Guillén, Alberti, etc., con viñetas de José Caballero. Pero el Caballo se detuvo bruscamente cuando estalla la guerra civil y el número especial que tenían preparado no puede distribuirse.
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Pablo Neruda en España
El poeta describe el cuadro dramático de España en sus poemas, por ejemplo, en “Madrid” (1936). Y en el poema “Canto a las madres de los milicianos muertos”, que fue publicado en la Revista El mono azul, número 5, septiembre de 1936, y leído estremecedoramente por él, en un acto literario realizado en octubre, en Cuenca. Es una creación de lucha, trágica y condenatoria que se manifiesta de manera discursiva y testimonial. La Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores, dice con respecto a Neruda: “El Cónsul en Madrid, señor Neftalí R. Reyes, quedó en su cargo hasta los primeros días de Noviembre. Abandonó después España con autorización del Gobierno” (Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores)2. Fueron varios los funcionarios de la embajada que solicitaron este consentimiento. Por tanto, no fue destituido como afirma la mayoría de los investigadores de su vida y obra, confundidos seguramente porque el mismo poeta manifiesta: “Por mi participación en la defensa de la República española, el gobierno de Chile decidió alejarme de mi cargo” (1979: 175). Esta fecha coincide con la separación de hecho de su matrimonio. Debido al peligro de perder sus vidas por la guerra, el poeta le dice a su mujer que se vaya con Malva Marina a Barcelona, donde se reunirán, pues él ya le avisó al cónsul para que las reciba. Es una espera inútil. Él no llega. Desesperada trata de ubicarlo. No obtiene respuesta. Tampoco de su Ministerio. Casi sin dinero decide trasladarse a Holanda en busca de parientes que la ayuden, pero sin ningún resultado. La miseria hace que entregue a su hija enferma en adopción, como única manera de salvarla, ya que no la puede cuidar. María Antonia no vive mucho tiempo. Cuando muere su cuerpo que nadie reclama va a parar a la fosa común. Mientras, Pablo y Delia se han ido con el matrimonio Délano a Valencia, y luego viajan a París, donde viven momentáneamente con Alberti y Teresa León. A instancias de éstos Neruda colabora con André Malraux para la realización del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, que se celebró en julio de 1937, en Valencia y Madrid. Después Neruda sigue a Chile siempre preocupado por la situación que aflige a España. Lo nombran Cónsul encargado de la inmigración española en París. Neruda y la hormiguita alquilan un piso en el Quai de L’Horloge. Publica con la poeta aristócrata Nancy Cunard la revista: Los poetas del mundo defienden al pueblo español, y funda con César Vallejo el “Grupo Hispanoamericano de ayuda a España”. Con la ayuda del gobierno republicano en el exilio alquiló en Francia el carguero Winnipeg, en el cual embarcó a dos mil doscientos refugiados españoles hacia Chile. La colaboración de Delia, la hormiguita, le fue fundamental, 2
Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores, correspondiente al año 1936, publicada por Imprenta Chile, en Santiago, 1937.
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como lo testimonia poéticamente. Su valioso libro España en el corazón lo imprime Altolaguirre con la ayuda de los milicianos en el frente de batalla, en el Monasterio de Monserrat. Años más tarde, cuando se encuentra en Cuba dando unos recitales, se entera de que su hija Malva Marina ha muerto a los ocho años. Su matrimonio con Delia se celebra en Tetecala, México, el 2 de julio de 1943, dura un largo periodo hasta que se separa y se casa con Matilde Urrutia. Muchas son las referencias a España en su obra, desde Residencia en la tierra con su “Oda a Federico García Lorca”; España en el corazón; Canto General con “Fray Bartolomé de Las Casas”, “El corazón de Pedro de Valdivia”, “A Rafael Alberti”, “A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España”. Geografía infructuosa: “A José Caballero desde entonces”; Invitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena; Leyendo a Quevedo junto al mar: “Mi compañero Ercilla”, “Habla don Alonso”, “Mar y amor de Quevedo”; Jardín de invierno: “Con Quevedo en primavera”; Navegaciones y regresos: “Oda a Ramón Gómez de la Serna”; Cantos ceremoniales: “Elegía de Cádiz”; Memorial de Isla Negra: “Sonata crítica”; Las Uvas y el Viento: “El pastor perdido”, hasta en Para nacer he nacido, o en Confieso que he vivido y otros textos. Como conclusión, podemos decir que el poeta neorromántico que fue en Chile, pasó de una creación surrealista en Oriente, donde vivía sumergido en un mundo encerrado y caótico, a una nueva concepción poética en España. En Madrid se libera del ensimismamiento y de un pesimismo que le duró años, porque no le veía salida a su espíritu. Descarga una poesía que implica renovación del lenguaje. Finalmente, el verbo es concienciación y fin solidario: “El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado. Una gota de sangre caída en estas líneas quedará viviendo sobre ella, indeleble como el amor”, nos dice en Tercera Residencia (1993, I: 260). Nunca olvidó a España. Habló apasionadamente de ella en numerosos países, y la recordó con nostalgia en su Chile cordillerano y volcánico. Tampoco nunca pudo borrar de la memoria a sus hermanos de generación: Lorca, Alberti, Hernández y Aleixandre, entre otros. El 16 de abril de 1967, el barco Augustus atracó por unas horas en el puerto de Barcelona. Bajaron pasajeros y entre ellos Pablo, ya no con Delia sino con su tercera esposa Matilde. Le esperaba Esther Tusquets y otras personas para pasearlo por la bella ciudad condal. Es lo que cuenta la anfitriona en una atractiva crónica aparecida en el diario El País (25). En junio de 1971, Neruda visita nuevamente Barcelona con su “patoja”, como le decía a su mujer, en compañía del matrimonio García Márquez y de José Caballero y señora. Y la última vez que pisó Madrid fue en 1972, cuando estuvo de paso en el aeropuerto de Barajas. Sus amigos, el pintor José Caballero y su mujer María Fernanda Carranza, le fueron a saludar. Allí
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Pablo Neruda en España
recordó los buenos y los trágicos momentos por los que pasó. Un día el poeta escribió desgarradoramente: Me gustaba Madrid y ya no puedo verlo, no más, ya nunca más, amarga es la desesperada certidumbre como de haberse muerto uno también al tiempo que morían los míos.” (1993, II: 1091)
Bibliografía: Aguirre, Margarita, Pablo Neruda. Correspondencia durante Residencia en la tierra (Buenos Aires: Sudamericana, 1980). Hermanamiento Miguel Hernández-Federico García Lorca (Fuentevaqueros, Granada: Patronato Cultural Federico García Lorca de la Diputación de Granada, 1990). Macías Brevis, Sergio, El Madrid de Pablo Neruda (Madrid: Tabla Rasa, 2004). Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores. Correspondiente al año 1936 (Santiago de Chile: Imprenta Chile, 1937). Neruda, Pablo, Confieso que he vivido. Memorias (Barcelona: Seix Barral, 1974). –, Confieso que he vivido (Barcelona: Argos Vergara, 1979). –, Obras (Buenos Aires: Losada, 5ª ed., 1993). Quezada, Jaime (ed.), “Ese hombre era España y se llamaba Federico”, en Neruda–García Lorca (Chile: Fundación Pablo Neruda, 1998). Rosales, Luis, La poesía de Neruda (Madrid: Cuadernos Hispanoamericanos, ICI, 1990). Teitelboim, Volodia, Neruda en su centenario (Sevilla, Universidad de Sevilla y Fundación El Monte, 2004). Tusquets, Esther, El País, Madrid (24 de julio de 2004). Yurkievich, Saúl, “Introducción”, en Neruda, Pablo, Obras Completas, t. I, ed. Hernán Loyola (Barcelona: Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, 1999).
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SEGUNDA PARTE ARGENTINA
COORDINADOR: ANÍBAL SALAZAR ANGLADA
Redes intelectuales entre España y Argentina: 1914-1939 Beatriz COLOMBI Universidad de Buenos Aires
Desde fines del siglo XIX, los escritores hispanoamericanos estuvieron expuestos a asiduos desplazamientos motivados por viajes, migraciones y exilios. El cosmopolitismo fue la religión de la hora, y el desplazamiento el mejor modo de profesarla. La conjunción de escritura y extranjería fue fundamental para la concreción de los proyectos de renovación estética, desde el modernismo hasta las vanguardias entrada la segunda década de la centuria, y tal impronta ha prevalecido en la historia intelectual de los creadores latinoamericanos. La experiencia exterior condujo a formulaciones estéticas, políticas y culturales fundamentales para la revitalización de la cultura continental, donde España era una deuda pendiente. La aspiración a un espacio externo, de prosperidad o de refugio, impregna el imaginario de los escritores modernistas hispanoamericanos, en busca de mecas literarias, que fueron también patrias sustitutas. De los encuentros y destinos compartidos en el exterior nacieron colonias estables como las que se concentraron en el eje Madrid-París en el novecientos. Entre estos dos lugares –que aquí reducimos a ciudades, pero que en verdad connotan a las dos culturas entre las que se debatieron las letras latinoamericanas en la época– se han movido las principales migraciones intelectuales del continente. París era la meca del peregrinaje artístico y su centralidad fue indiscutida como epicentro de la República Mundial de las Letras (Casanova, 2001) o “ciudad capital del siglo XIX”, como la llamó Walter Benjamín, convirtiéndose en el más importante mercado de bienes simbólicos al alcance de las apetencias modernizadoras. Pero obtener la consagración en este circuito fue complejo y casi siempre devino en una experiencia frustrante, hostil y expulsiva. España, en cambio, fue el espacio de recuperación de la autoestima, una extensión del mundo americano donde encontrar la afabilidad de la lengua y la certeza de una cultura compartida. El reencuentro cultural que se produce en el fin de siglo XIX no hará más que profundizarse con 207
Escritores hispanoamericanos en España
el correr de los años, llegando a su ápice en los duros años de la guerra civil española. Las conmemoraciones del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América en 1892 prepararon el camino del acercamiento, cuando numerosos escritores hispanoamericanos concurrieron a los festejos, entre ellos Rubén Darío, José Zorrilla de San Martín o Ricardo Palma. En Recuerdos de España (1897) Ricardo Palma narra una escena que podemos leer como un emblema de este cambio. En su visita a Córdoba, Palma recorre la Catedral de esa ciudad en busca de la tumba del más ilustre emigrado de su patria: el Inca Garcilaso de la Vega, quizás nuestro primer escritor en el exilio peninsular. El hallazgo del pasado propio en tierra española se volverá un programa para los futuros viajeros, que buscarán en ese espejo la imagen de sí mismos. Palma piensa que el idioma es el vínculo más fuerte con España, y para que esa comunidad lingüística sea posible, impulsará una revisión e incorporación de americanismos al Diccionario de la Real Academia. Buscar el origen y renovar la lengua será también la aspiración de Rubén Darío, aun el de Prosas profanas, que reclamará la herencia cosmopolita y francesa, sin por ello deponer el derecho del escritor hispanoamericano a la tradición que construyen Gracián, Santa Teresa, Góngora o Quevedo. Pero el momento culminante de este giro fue el viaje del nicaragüense en 1898, después de la derrota española, que dio lugar a su España contemporánea (1900), libro representativo de la nueva lectura de la sociedad hispánica por parte de un latinoamericano, que era a su vez el cronista estrella del periódico de mayor prestigio y circulación en la Argentina, La Nación de Buenos Aires. El encuentro con distintos exponentes del campo intelectual español, desde los sectores más tradicionales hasta los jóvenes escritores incorporados a los aires modernistas y la llamada generación del 98 – cuyo discurso regenerador incorpora a las propias propuestas–, decanta en el nuevo hispanismo proclamado en Cantos de vida y esperanza (1905). España comienza a ser vista como madre y se abre el camino para saldar la vieja deuda colonial. El reencuentro se traduce en un proyecto cultural compartido, que puede palparse en las bibliotecas y acervos hispánicos y volverse luego fundamento de las historias y literaturas nacionales diseñadas en los distintos países del continente a comienzos del siglo XX. España se convierte así en el archivo documental para conocer el origen de América, por eso la sección de Raros de la Biblioteca Nacional de Madrid, el Archivo de Indias en Sevilla o la biblioteca arabista del Escorial se volverán hitos necesarios del tour intelectual de cualquier visitante o residente. En esta huella seguirán otros escritores argentinos (no en vano Darío y su presencia hegemónica entre las nuevas generaciones de escritores había hecho mella en el Río de la Plata). Así Enrique Larreta, apasionado por Ávila, publica La gloria de Don Ramiro (1908), una de 208
Redes intelectuales entre España y Argentina
las novelas más logradas de la estética modernista, donde reconstruye la España de Felipe II con la morosidad y el apasionamiento de un hijo de esa tierra. Visiones de España (Apuntes de un viajero argentino) (1904) de Manuel Ugarte, El solar de la raza (1913) de Manuel Gálvez y Retablo español (1948) de Ricardo Rojas, abren diferentes rumbos en esta coyuntura. Manuel Ugarte ofrece una mirada crítica pero afín a la península y a algunos de sus intelectuales, como Miguel de Unamuno, con quien mantiene una nutrida correspondencia. Manuel Gálvez propone un hispanismo militante que permita el encuentro con la espiritualidad perdida y, junto con Enrique Larreta, es el gran apólogo de este nuevo sentimiento que se propaga entre las elites letradas en la órbita del modernismo y entre sus continuadores en las primeras décadas del siglo XX. Como ha señalado certeramente Claudio Maíz (2009), el incremento de la relaciones hispanoamericanas a comienzos del siglo XX estuvo basado en algunas iniciativas oficiales españolas, o seudo-oficiales, como la creación de institutos, asociaciones y bibliotecas dedicadas a Hispanoamérica, así como varios emprendimientos periodísticos –diarios y revistas– que atendieron a esta preocupación. Pero fue sobre todo la iniciativa particular y el interés de algunos intelectuales lo que facilitó el diálogo transatlántico, como el viaje de Rafael Altamira por América entre 1909-1910, enviado por la Universidad de Oviedo, o la dedicación de Miguel de Unamuno, sostenida en relaciones epistolares y personales con intelectuales del área. En este contexto, es necesario detenerse en la figura de Ricardo Rojas, quien prepara las condiciones para el hispanoamericanismo académico que se desarrollará en la Universidad de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo. En su libro Retablo español, publicado cuarenta años más tarde de su viaje de 1908, relata el último destino de su gira por Francia, Inglaterra e Italia y, sin duda, el más importante y esperado de todo su periplo. En una estadía de varios meses recorre los sitios prestigiados ya por otros viajeros hispanoamericanos, como Castilla, Madrid, Toledo, Ávila, Salamanca, Córdoba, Granada, Sevilla, Cádiz, Tánger y Barcelona. España es una epifanía, un encuentro largamente añorado con la tierra de sus ancestros. Es también el más completo viaje de educación al que un hombre letrado de su tiempo podía aspirar, con la visita al aula y al huerto de Fray Luis de León en Salamanca o a la tierra de El Cid en Burgos. En sus elecciones –Cervantes y Santa Teresa en la literatura, Velázquez, Murillo, Goya y el Greco en la pintura– Rojas contribuye a la canonización de una España eterna y condonada de cualquier culpa por la conquista y colonización de América, discutiendo y clausurando el juicio adverso del viaje de Domingo Faustino Sarmiento en 1846, que había operado durante mucho tiempo como paradigma en la tradición argentina. El objetivo explícito de Rojas había sido “buscar las claves de nuestro origen”, por eso uno de los momentos culminantes será el con209
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tacto, casi sagrado y ceremonial, con el documento, el museo, la biblioteca, la librería de viejos donde encuentra ediciones de las Crónicas de Indias. Un paraje central en su gira será la visita a Sevilla, donde dedica días a revisar los legajos coloniales en La Lonja, repositorio documental del descubrimiento, conquista y administración del Nuevo Mundo, consciente de realizar el gesto inaugural de un trabajo arqueológico que aún estaba por hacerse y que los años futuros no desmentirán. Se entrevista con Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Marcelino Menéndez Pelayo, y también con los más jóvenes Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno, Joaquín Costa, Ramiro de Maeztu (luego embajador en Buenos Aires, con quien se distancia por su apoyo a la dictadura de Primo de Rivera) y el joven filólogo Ramón Menéndez Pidal, cuya amistad será fundamental en los años siguientes. Entre conferencias en El Ateneo de Madrid y la “irreverente bohemia” del café El Gato Negro, Rojas revitalizará la relación transatlántica. Su viaje establece un puente cultural de resonancias tanto personales como institucionales en los años por venir. Paralelamente, se produce el desplazamiento de españoles a la Argentina, en lo que Rafael Arrieta (1948) llamó las embajadas intelectuales, con la visita de Jacinto Benavente (1906), Vicente Blasco Ibáñez (1909) o Rafael Altamira (1909). Los vínculos personales, las amistades literarias, las afinidades electivas y todas las formas de la sociabilidad intelectual tejen esta red que se incrementará durante las celebraciones argentinas del Centenario en 1910 y de la Independencia en 1916. Como ha indicado Emilia de Zuleta (1983) en su clásico estudio, este lazo se consolidará con la presencia continua de los españoles en las columnas de los periódicos La Nación y La Prensa, así como en las revistas literarias, como Nosotros, y la fundación de la Institución Cultura Española en 1912 que auspicia la visita de José Ortega y Gasset a Buenos Aires en 1916. En las páginas que siguen, Aníbal Salazar Anglada, en su artículo “La España renaciente de Valentín de Pedro. Herencia modernista y preludio de la polémica sobre el ‘meridiano intelectual de Hispanoamérica’”, se ocupa de este momento de pasaje a través de un raro y casi olvidado Valentín de Pedro, cuya trayectoria vital e intelectual habla de la intensidad de estos contactos atlánticos que le permiten formular una propuesta panibérica, oficiando de gozne entre la aventura de los modernistas y de la vanguardia en España. En la secuencia de estos hechos, la fecha de 1914 es determinante. El comienzo de la Primera Guerra contribuye a la clausura de la atracción que produce el espacio parisino para los viajeros y residentes hispanoamericanos en Europa. La retirada de Alfonso Reyes de París para trasladarse a Madrid es sintomática de lo que hará toda una generación (a muchos de cuyos integrantes el mismo Reyes ayudará a salir de la ciudad desde su cargo consular en ese destino). En Madrid, el Centro de Estudios Históricos, donde Alfonso Reyes trabaja en sus años de residencia 210
Redes intelectuales entre España y Argentina
en esta capital entre 1914-1924, conformó un ambiente de aprendizaje de los métodos de investigación para el propio Reyes y para Pedro Henríquez Ureña. Ambos intelectuales coincidirán nuevamente en el Buenos Aires de los años 1920, donde volcarán su experiencia española, incidiendo en la transformación de la norma literaria local. Como ha señalado Emilia Zuleta, es en este momento cuando se produce “el segundo enclave institucional, el del hispanismo argentino”, cuyo primer capítulo había sido escrito en torno al Ateneo de la Juventud en México. Pero me quiero detener en dos figuras que complementan y afianzan este enclave: Ricardo Rojas y Amado Alonso. Ricardo Rojas, que había trabado relaciones con Ramón Menéndez Pidal en su viaje de 1908 como ya dijimos, le solicitará al español, años después y desde su función de Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, un representante de la llamada “escuela de Madrid” para dirigir el Instituto de Filología, fundado en 1923. La dirección estuvo confiada primero a Américo Castro (1923), sucedido luego por Agustín Millares Carlo (1924) y Manuel de Montolíu (1925). Finalmente, asumirá el cargo Amado Alonso. Alonso fue una figura puente para establecer enlaces entre España y la Argentina, con su integración al grupo Sur, su múltiple iniciativa en la traducción, difusión de teorías y publicaciones desde el Instituto de Filología, además del aporte de su obra crítica, donde atendió a figuras como Pablo Neruda (Poesía y estilo de Pablo Neruda. Interpretación de una poesía hermética, 1940), Enrique Larreta (Ensayo sobre la novela histórica. El modernismo en “La gloria de Don Ramiro”, 1942), consagrando tempranamente con sus artículos críticos al joven Jorge Luis Borges. Alonso promovió la reconsideración de la tradición hispánica tanto en el campo académico, con el desarrollo de investigaciones en esta área, como en el de la difusión cultural a partir de conferencias, charlas, artículos y emisiones radiofónicas, y su magisterio se expandió gracias a sus discípulos, que llevaron el nuevo hispanismo a otros centros académicos en el exterior después de la salida del maestro de su puesto en 1946. En este ámbito de renovado interés por el intercambio cultural en el período de 1920 a 1940 deben entenderse los desplazamientos intelectuales de la vanguardia. En 1921, a su vuelta de Europa, Jorge Luis Borges propaga en Buenos Aires el ultraísmo, del que había participado activamente en Sevilla y en Madrid, bajo la guía de Rafael Cansinos Assens. Teodosio Fernández analiza en su artículo “Borges en España: vida, dudas, literatura”, la correspondencia mantenida con Jacobo Sureda y Maurice Abramowicz, dando cuenta del tránsito de Borges hacia el ultraísmo, en la confluencia con el expresionismo y la decisiva lectura de Quevedo. En lo que Fernández define como la búsqueda poética y filosófica de Borges en esta etapa, considera especialmente la influencia de Cansinos Assens, expresada en la afinidad por la tradición hebrea y la 211
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atracción por el arrabal, que dará urdimbre a Fervor de Buenos Aires y luego a los cuentos de malevos. En la década de 1920 también viajan y hacen residencias en España los argentinos Oliverio Girondo, Luis Emilio Soto, Alberto Ghiraldo, Norah Borges, entre otros. Las tertulias literarias en torno al Café Oriental, el Antiguo Café y Botillería del Pombo, el Café Colonial, de las que da cuenta Rosa Pellicer con su trabajo “Argentinos en España: testimonio y memoria de la vanguardia”, permiten una nueva sociabilidad de los hispanoamericanos con los peninsulares. Estos últimos retribuyen la visita haciendo también su viaje al sur, abalados por esta nueva y estrecha confraternidad, como la que se establece entre Oliverio Girondo y Ramón Gómez de la Serna, cuyas “greguerías” son celebradas por la vanguardia martinfierrista. Calcomanías (1925) de Oliverio Girondo, producto de su viaje a España de 1923, instaura una representación renovada de la península gracias a la cual los habituales “cuadros pintorescos” del discurso de la españolada son triturados y resignificados en una poesía hecha de audacia formal, humor, caricatura y contorsión, estudiado por Rose Corral en Calcomanías: España en Oliverio Girondo, el poeta viajero. Estas figuraciones girondinas producen una cercanía especial, donde la ironía se trama con la afección, gesto ya preludiado por Alfonso Reyes en sus “Cartones de Madrid” (1915). No obstante, los vanguardistas de la revista Martín Fierro mantuvieron una relación conflictiva con la otrora metrópoli, alardeando de cosmopolitismo y criollismo, pero difícilmente de hispanismo. Si miraron con nuevos ojos, también se apartaron de cualquier interpretación fallida. El episodio del Meridiano Intelectual, surgido de la nota de Guillermo de Torre “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, publicada en La Gaceta Literaria de Madrid en 1927, será representativo de este malestar, que instaló una ruidosa polémica, exageradamente ruidosa, para colocar en escena el rechazo a cualquier tutoría intelectual proveniente de España. En “Nacionalismo y vanguardia a propósito de la polémica ‘Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica’”, Carmen Alemany examina minuciosamente los precedentes, las derivaciones nacionalistas y, en suma, las vertientes diversas de la polémica suscitada a raíz del editorial de Guillermo de Torre, donde en realidad lo que estaba en juego era la primacía en cuanto a la penetración de la vanguardia en el ámbito de las letras hispánicas. En estos años, otros escritores que conforman la vanguardia argentina hacen su visita a España. Francisco Luis Bernárdez residió en ese país entre 1920 y 1924; Leopoldo Marechal viaja en 1926, vinculándose con La Gaceta Literaria y La Revista de Occidente. Más tardíamente, en 1933, viaja Ricardo Molinari y entabla amistad y colaboración literaria con los poetas de la generación del 27, Gerardo Diego, Rafael Alberti y Federico García Lorca. Vínculos que serán continuados con el viaje de García Lorca a la Argentina en 1933, 212
Redes intelectuales entre España y Argentina
cuando Lorca ilustra el poemario El Tabernáculo (1934) de Molinari, y durante el largo exilio de Rafael Alberti en la Argentina. En esos años, también se producen los viajes de Gerardo Diego y Guillermo de Torre a Buenos Aires. La proximidad de las vanguardias al espacio español y a sus intelectuales lleva a establecer una sintonía que es también una sincronía en el diálogo y que tiene consecuencias en la década siguiente. En la década de 1930 se torna visible la necesidad de definir el lugar del escritor y de la cultura latinoamericana frente al legado europeo y español, de cara a las tendencias totalitarias que se expandían en Europa y, particularmente, en España. Lo expresa ejemplarmente Alfonso Reyes en su ensayo “La inteligencia americana”, en el contexto de La Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones que tiene lugar en Buenos Aires entre el 11 y el 16 de septiembre de 1936, para discutir el tema de las relaciones entre intelectuales europeos y americanos. Quiero señalar que en este ámbito, como en muchos otros en esta particular coyuntura histórica, se discutía tanto la responsabilidad de los escritores frente a su época, con posturas que oscilaron entre el compromiso –cualquiera fuese su color– y la autonomía del clerck, como el destino del humanismo entendido como espacio de diálogo. Reyes acude a una imagen varias veces citada: “Hemos llegado tarde al banquete de la civilización occidental”, pero también deposita en las sociedades americanas la capacidad regenerativa que requería el momento. El derecho al uso de la herencia occidental y al mismo tiempo de la relativa independencia de las culturas americanas puede encontrarse tanto en “Lo mexicano y lo universal” (1932) de Reyes como en “El escritor argentino y la tradición” (1932) de Borges. El caso de Borges es significativo de las paradojas que anidan en sectores de la inteligencia argentina cuando de España se trata. Borges entabla una relación ambivalente con el legado hispánico, así en este último texto, suerte de manifiesto de autonomía intelectual, sostendrá: Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el
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Escritores hispanoamericanos en España
testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina (Borges, 1974: 271).
Borges hace uso de la atenuación y la ironía. No sólo se desprende elegantemente de la tradición española, atribuyendo esa actitud a sus supuestos amigos, sino que también asesta un golpe –disfrazado de elogio– a los “ilustres escritores argentinos” que escriben como españoles. Muestra así las tensiones desatadas en el campo intelectual argentino entre hispanistas, criollistas, nacionalistas y europeizantes. Esta posición distanciada no opacará su fidelidad por Cervantes, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Quevedo, y un poco más cerca, Miguel de Unamuno y Cansinos Assens. Borges tuvo, como otros vanguardistas argentinos, un “hispanismo selectivo” (Zuleta, 1992: 19) y fluctuante a lo largo de su obra. Pero lo cierto es que los escritores argentinos formados bajo la égida del modelo francés (Victoria Ocampo), o educados en el patrón anglosajón (Jorge Luis Borges), verán girar el timón de las afiliaciones culturales en distintas direcciones, y serán permeables a los cambios. Vicente Cervera Salinas en su artículo “El fervor de Sur en el sur de Europa: Victoria Ocampo y la aventura del Espíritu”, examina la “amistad española” de la escritora argentina, quien al fundar Sur en 1931 tiene como modelo inspirador la Revista de Occidente de José Ortega y Gasset, y el propio nombre de la publicación le es sugerido por su promotor español. El encuentro entre estos dos intelectuales posibilita un nuevo puente cultural entre Buenos Aires y Madrid, que también se traduce en viajes de ida y vuelta por el Atlántico. Más allá de esta relación, que nos hace reflexionar sobre otra forma de la interacción entre culturas, el enamoramiento, José Ortega y Gasset tendrá una presencia continua en la prensa argentina en sus columnas para La Nación de Buenos Aires, desde donde reposiciona a España como hermana mayor de América (Halperin Donghi, 1987), atribuyéndose implícitamente esa función con respecto a los intelectuales locales, a quienes reconoció y promovió. En la década de 1930, otros viajeros brindan una mirada que se politizará cada vez más con el correr de los años. Roberto Arlt visita España y la recorre entre 1935 y 1936, como bien documentan sus Aguafuertes españolas publicadas en el periódico El Mundo de Buenos Aires, una gira en la que rechaza sistemáticamente los lugares comunes del turismo para abrazar los temas de actualidad, en un momento de efervescencia que anticipa el estallido de la guerra pocos meses más tarde, como muestra Sylvia Saítta en su artículo “Narrar y describir: representaciones de España en las Aguafuertes Españolas de Roberto Arlt”. En circunstancias similares a las de Roberto Arlt, Samuel Glusberg viaja a España y su interés en la condición judía abre otra inflexión a los carriles del diálogo, conforme observa Daniel Mesa Gancedo en “Notas de viaje de un judío errante: Chicos de España, de Enrique Espinoza”, que ve a 214
Redes intelectuales entre España y Argentina
Glusberg como un mediador cultural que favorece los vínculos entre América y España. La guerra civil española marcó, así como lo había hecho la guerra por Cuba en 1889, un momento central de integración entre los escritores hispanoamericanos y España. Ambos conflictos bélicos brindaron así una resultante paradójica: en medio de la destrucción, nació la solidaridad de la cultura transatlántica. Darío había difundido en el fin de siglo la imagen del poeta esteticista que podía ejercer al mismo tiempo el lugar público del intelectual y sentar posiciones políticas en sus artículos de prensa, como en “La muerte de Calibán”, a propósito de la guerra del 98. Los poetas y escritores hispanoamericanos y argentinos que acuden a España en los momentos de la guerra civil ejercieron el derecho de manifestarse que la época les reservaba y no dudaron en colocar su pluma al servicio de la causa republicana. Como Pablo Neruda con España en el corazón (1938), como Nicolás Guillén con España. Poema en cuatro angustias y una esperanza (1937), como César Vallejo con España, aparta de mí este cáliz (1937), así también Raúl González Tuñón manifiesta en su poesía y prosa un inquebrantable lazo con esa causa. Su importante producción poética y cronística es considerada por Alberto Julián Pérez en su trabajo “Raúl González Tuñón y la guerra civil española”. El colapso de la República produce, como ha sido ya ampliamente estudiado, la diáspora hacia América. El exilio español en la Argentina fue determinante para el desarrollo de la industria editorial que florece en Buenos Aires en esos años, gracias a editores y capitales españoles, como Losada y Emecé y empresas mixtas como Sudamericana. El libro y la industria editorial fue un factor fundamental de religación de las culturas, inclusive en momentos previos a éste, desde fines de siglo XIX con los emprendimientos de Maucci de Barcelona, y después Calpe y Cialp en Buenos Aires, como examina Fabio Esposito en “La edición española y la literatura argentina. Los escritores argentinos y la expansión del libro español en Hispanoamérica”. Una generación de académicos, escritores, artistas e intelectuales como Claudio Sánchez Albornoz, Rafael Alberti, María Teresa León, Ramón Pérez de Ayala, Rosa Chacel, Ricardo Baeza, Manuel de Falla, Alejandro Casona, Guillermo de Torre, se radica en el país e incide en el desarrollo de la vida académica y cultural argentina. El flujo de intelectuales argentinos hacia la España franquista disminuirá notablemente, para reincidir en la década de los sesenta, con la centralidad que alcanza Barcelona como nueva meca literaria donde se procesa buena parte del boom de la literatura latinoamericana. Pero esa ya es otra historia, que escapa a la reflexión sobre el período que nos ocupa, del cual los artículos que siguen dan cuenta sobrada, en todas sus particularidades. 215
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Bibliografía Alazraki, Jaime, España en Borges (Madrid: Ediciones el Arquero, 1990). Arguedas, Arcides et al., Europa-América Latina (Buenos Aires: Comisión Argentina de Cooperación Intelectual-Institut Internacional de Cooperation Intellectuelle, 1937). Arrieta, Rafael Alberto, La literatura argentina y sus vínculos con España (Buenos Aires: Institución Cultural Española, 1948). Borges, Jorge Luis, Obras completas (Buenos Aires: Emecé, 1974). Casanova, Pascale, La República mundial de las Letras (Barcelona: Anagrama, 2001). Colombi, Beatriz, Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina (1880-1915) (Rosario: Beatriz Viterbo, 2004). –, “Amado Alonso en Buenos Aires. Inserciones en un campo intelectual”, en Juana Martínez (ed.), Exilios y residencias. Escrituras de España y América (Madrid: Iberoamericana, 2007), p. 55-66. –, “Camino a la meca. Escritores hispanoamericanos en París (1900-1920)”, en Jorge Myers (ed.), Historia de los Intelectuales en América Latina (Buenos Aires: Katz, 2008), p. 544-566. –, “Escenarios de la crítica latinoamericanista: una visión desde Argentina”, en Julio Ortega (ed.), Nuevos hispanismos interdisciplinarios y transatlánticos (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2010), p. 213-225. Esteban, José, Viajeros hispanoamericanos en Madrid (Madrid: Silex, 2004). Goldar, Ernesto, Los argentinos y la Guerra Civil Española (Buenos Aires: Plus Ultra, 1996). Halperin Donghi, Tulio, “España e Hispanoamérica: miradas a través del Atlántico (1825-1975)”, en El espejo de la historia (Buenos Aires: Sudamericana, 1987), p. 65-110. Maíz, Claudio, Constelaciones unamunianas. Enlaces entre España y América (1898-1920) (Salamanca: Universidad de Salamanca, 2009). Sarlo, Beatriz, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (Buenos Aires: Nueva Visión, 1988). Terán, Oscar, “El dispositivo hispanista”, en Luis Martínez Cuitiño y Elida Lois (eds.), Actas III Congreso Argentino de Hispanistas España en América y América en España (Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filología y Literatura Hispánica Dr. Amado Alonso, t. I, 1992), p. 129-137. Zanetti, Susana, “Modernidad y religación: una perspectiva continental (18801916)”, en Ana Pizarro (ed.), America Latina: Palavra, literatura e cultura (Sao Paulo: Unicamp, 1994), p. 489-534. Zuleta, Emilia de, Relaciones literarias entre España y la Argentina (Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1983). – (ed.), Relaciones literarias entre España y la Argentina (Seminario 1991) (Buenos Aires: Embajada de España-Oficina Cultural, 1992). –, Españoles en la argentina: el exilio literario de 1936 (Buenos Aires: Atril, 1995).
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Argentinos en España Testimonio y memoria de la vanguardia Rosa PELLICER Universidad de Zaragoza
Las primeras reflexiones sobre el ultraísmo español hablaban de que fue un movimiento, refugio de escritores de segunda fila1, del que sólo quedó el nombre, mientras que su traslado a Argentina de la mano del joven Jorge Luis Borges dio lugar al ultraísmo argentino, que sí produjo obras de valor, y de allí se extendió a otros países. Así lo entendió Ildefonso Pereda Valdés en “El ultraísmo en América”, publicado en 1928 en la revista La Pluma2, y fue la opinión de Max Aub en 1962: “En literatura, ni la buena voluntad de Cansinos Assens ni la facundia de Isaac del Vando Villar ni la información de Guillermo de Torre, rodeados de segundones, ha dejado obra valedera. La única que de verdad contó fue la de algunos sudamericanos” (1969: 101)3. Por esos mismos 1
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Hacia 1930, Benjamín Jarnés escribe sobre estos falsos escritores: “[con] algunas cuartillas ya escritas e inmortales se forjaban proyectos de revistas y de libros y, en efecto, alguna vez se elaboraban esos libros y revistas, visibles y legibles por el grupo, semilleros de escritores auténticos, pero también refugio y tribuna de los falsos escritores, del aficionado y del nuevo rico permanente en las letras” (1988: 13). Tras refutar la supuesta génesis ultraísta del poeta uruguayo Alexis Delgado, mantenida por Juana de Ibarbourou, Ildefonso Pereda Valdés (2009: 343-344), además de señalar la importancia de la revista Los Nuevos, sostiene que la renovación llegó de la mano de Borges y de González Lanuza y concluye con las siguientes palabras su alegato: “Si alguna vez en el Uruguay se llega a hacer justicia a quienes renovaron el ambiente literario del Río de la Plata infectado de imitadores de Darío y Lugones, llegarían a saber quién introdujo el ultraísmo en América; pero, mientras haya quien conociendo los hechos y habiéndolos alentado en aquella época con cartas laudatorias, tratan de acallarlos, no podrán saber nunca, queridos compañeros, a quiénes corresponde el derecho de primogenitura en esta materia”. Guillermo de Torre en sus Literaturas europeas de vanguardia (1925), además de encabezar su antología de poetas ultraístas con Borges, consigna los nombres de poetas hispanoamericanos que han aceptado, siquiera parcialmente y como punto de partida, los presupuestos ultraístas, dando una dimensión transatlántica a esta tendencia: “En primer término, los jóvenes argentinos surgidos para la égida espiritual de los hermanos Borges y sus dos revistas Prisma y Proa: Guillermo Juan, González
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años el argentino César Fernández Moreno comparte este parecer4. Fue Borges quien pronto señaló la diferencia. Leemos en Inquisiciones: Hay que trazar una distinción fina y honda entre los propósitos íntimos que motivaron el ultraísmo en España y los que aquí le hicieron frutecer en claras espigas, dispersadas las unas y agavilladas en ulteriores libros las otras. El ultraísmo de Sevilla y Madrid fue una voluntad de renuevo, fue la voluntad de ceñir el tiempo del arte con un ciclo novel, fue una lírica escrita como con grandes letras coloradas en las hojas del calendario y cuyos mas preclaros emblemas –el avión, las antenas y la hélice– son decidores de una actualidad cronológica. El ultraísmo de Buenos Aires fue el anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces y que durase en la perennidad del idioma como una certidumbre de hermosura. (Borges, 1994: 105)
Años más tarde, en Un ensayo autobiográfico, reitera lo anterior: Cuando volví de Europa en 1921, vine portando las banderas del ultraísmo. Todavía soy conocido por los historiadores de la literatura como “el padre del ultraísmo argentino”. Cuando en aquel momento hablé con mis colegas Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero, mi primo Guillermo Juan y Roberto Ortelli, llegamos a la conclusión de que el ultraísmo español estaba –a la manera del futurismo– recargado de modernidad y de artefactos. (1999a: 57)
Además de Borges, a principios de los años 1920 se encontraban en España otros escritores y artistas rioplatenses, que fueron actores secundarios o simples testigos de Ultra; entre ellos cabe destacar a Oliverio Girondo, Manuel Forcada Cabanellas, el peruano-argentino Alberto Hidalgo, Arturo García Caraffa, Luis Emilio Soto, Alberto Ghiraldo, Julio J. Casal o Ildefonso Pereda Valdés. A ellos hay que añadir a la joven xilógrafa Norah Borges y al pintor uruguayo Rafael Barradas, que ilustraron las revistas del ultraísmo. Pocos años después algunos escritores españoles, además de enviar colaboraciones a las recién nacidas revistas argentinas y uruguayas, viajaron al Río de la Plata e incluso se
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Lanuza, autor de Prismas, Brandán Caraffa, Roberto A. Ortelli, el malogrado F. Piñero y el tríptico de fragantes poetisas, Norah Lange, autora de La calle de la tarde, Helena Mª Murguiondo y María Clemencia López Pombo. Los uruguayos Alexis Delgado, Pereda Valdés, Federico Morador, Clotilde Luisi, centralizados un tiempo en Los Tiempos Nuevos. Los chilenos Salvador Reyes, autor de Barco ebrio, Pablo Neruda, con sus Veinte poemas de amor, Yéper Alvear, Jacobo Nazaré, de la revista Vórtice, de Santiago de Chile. El ecuatoriano Hugo Mayo, M. Maples Arce en México con su revista y su manifiesto Actual, en el que se percibe, según un crítico, más de un eco de mi Vertical” (2002: 63). “Del ultraísmo español se ha dicho que sólo quedó el nombre. Sin embargo, dejó múltiples rastros formativos en los poetas convocados por la Antología (1932). Y ha dejado también un sucesor: el ultraísmo argentino, exportado por Borges a la Argentina, con lo que el ultraísmo español devuelve con creces a nuestro país la influencia que de él había recibido” (Fernández Moreno, 1967: 143).
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quedaron allí por diferentes razones. Atraído por el grupo de Martín Fierro, Gómez de la Serna preparó un viaje a Buenos Aires en 1925, que finalmente no realizó hasta 1931. La primera estancia de Guillermo de Torre en la capital argentina fue de 1927 a 1932, y lo recibieron en el puerto Borges y Forcada Cabanellas. Tras un primer viaje en 1923, dos años después también se instaló allí el exultraísta gallego Xavier Bóveda. Cansinos relata con cierta malicia el primer contacto (1985, II: 391). Al preguntar al poeta gallego qué tal le fue por tierras americanas, éste, “muy serio y protocolario, sonríe y me explica: –Un triunfo, maestro. Estuve en Buenos Aires, di recitales de mis versos, escuche ovaciones tremendas…, fui recibido por el presidente Alvear, que tuvo la gentileza de dedicarme un retrato suyo… […] ¡Ha sido algo de apoteosis!”5. Isaac del Vando Villar, que había estado trabajando en México en su primera juventud, visitó el Río de la Plata a finales de 1922, erigiéndose como el más autorizado representante del ultraísmo, según la noticia aparecida en el periódico Sevillano El Liberal. Sin embargo, parece que su primera intención había sido realizar ese viaje antes, ya que leemos en una carta de Borges a Abramowicz, fechada en Barcelona el 3 de marzo de 1921: “He recibido una carta de Isaac que me anuncia su éxodo en mayo a Montevideo, a dar conferencias de arte” (Borges, 1999b: 193). Vando fue bien recibido en Uruguay y Argentina, siendo agasajado por los jóvenes poetas americanos, quienes publicaron notas sobre su estancia en tierras americanas (Barrera López, 1982 y González y Reyes, 2003: 29). Como veremos, este viaje, del que Vando, en contra de sus previsiones, volvió arruinado, contribuyó a aumentar el recelo de Cansinos hacia el andaluz. Desde España, en sus cartas a Maurice Abramowicz el joven Borges daba rienda suelta a su entusiasmo por el recién nacido ultraísmo, aunque muestre ciertas reservas hacia algunos de sus miembros, y en ellas comentaba tanto poemas como veladas. Pero pronto cambió su actitud y empezó a referirse a este período como “la equivocación ultraísta”. De la quema sólo se salvarán Rafael Cansinos-Asséns y Ramón Gómez de la Serna, éste con alguna reserva6. El asunto es lo suficientemente conocido 5
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En La nueva literatura (Cansinos, 1927: 207) al ocuparse del poeta gallego, escribe: “Fiel a su inspiración nativa, Bóveda abandonó el ultraísmo y tuvo el valor de entonar un canto a sus pinos seculares, cuando todos se entregaban a un frívolo juego de circo con las cosas modernas”. Después de actuar como corresponsal de guerra en Marruecos en 1921, “embarcaba para América, de donde regresaba triunfador el pasado invierno, trayendo un gran álbum de recortes, autógrafos presidenciales y lo que, sobre todo, con razón, estimaba: libros dedicados por próceres literarios como Lugones, Larreta y Capdevila, de cuyos socráticos convites fuera festejado comensal”. En carta a M. Abramowicz, fechada en Sevilla el 12 de enero de 1920, leemos: “En los últimos tiempos me he adelantado a tu consejo. He hecho aquí algunos amigos, unos tipos muy amables, poetas ultraístas, fervientes adoradores de Baudelaire,
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como para abundar en él; basta con recordar la demoledora evocación de su etapa sevillana: En Sevilla me acerqué al grupo literario constituido alrededor de Grecia. Este grupo, cuyos miembros se llamaban a sí mismos ultraístas, se había propuesto renovar la literatura, una rama de las artes de la cual nada sabían. Uno de ellos me dijo una vez que todas sus lecturas habían sido la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro: Rafael Cansinos-Asséns. Desconcertó mi mente argentina el enterarme de que no sabían francés ni tenían sospecha alguna de que existiera algo llamado literatura inglesa. Incluso me presentaron un talento local, conocido popularmente como el Humanista, y no tardé mucho en descubrir que su latín era mucho más escaso que el mío. En cuanto a la revista Grecia, su director, Isaac del Vando Villar, había conseguido que toda su poética fuera escrita para él por uno u otro de sus colaboradores. Recuerdo que uno de ellos me dijo un día: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”. (Borges, 1999a: 42)
Muy distinto es el recuerdo de Manuel Forcada Cabanellas, que pasó su juventud en Sevilla, donde entró en contacto con los jóvenes ultraístas, y pasó largas temporadas en Madrid, donde, según señala Juan Manuel Bonet, compartió piso con González Olmedilla7. En su interesante libro De la vida literaria. Testimonios de una época (1941), el escritor rememora con nostalgia ese tiempo: Durante años remonté mis ensueños por tortuosas callejas con sus actuales poetas eternamente jóvenes. […] Con el profundo poeta humanista, traductor de Shakespeare, Víctor Hugo y Leopardi, Miguel Romero Martínez; con el lírico terrígeno, Cortines Murube; con el fastuoso poeta sideral de “Papel de Aleluyas”, Adriano del Valle; con Joaquín Romero, el cantor de los romances de Mayo florido; con el malogrado Alejandro Collantes de Terán; con el frívolo Luis Claudio Mariani; con Muñoz San Román, Gil Gómez Bajuelo, Rafael Laffón, Porlán Merlo y Lasso de la Vega, supimos captar y difundir
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Mallarmé, Pérez de Ayala, Apollinaire, Darío… y con ellos mucho he noctambulado, discutido, emitido juicios arbitrarios bajo los excelsos reverberos cuyas llamas de oro me hacen pensar (ultraístamente) en Budas fervientes que invocan la noche frondosa, he vaciado copas, inspeccionado bailes de prostitutas, comido churros, jugado e incluso ganado a la ruleta, y anteayer por la noche visto el amanecer que se abría en una tormenta de luz sobre el Guadalquivir y transformaba los vidrios del pequeño café donde estábamos en raras y espléndidas vidrieras de púrpura y azul pálido. Acabo de escribir esta frase sin respirar” (Borges, 1999: 73). De Manuel Forcada Cabanellas existen pocas noticias. Bonet (254-255) proporciona los siguientes datos: “Prosista argentino –de padre andaluz y madre uruguaya de origen mallorquín–, pasó su juventud en Sevilla, donde se movió en los círculos ultraístas. Encontramos su firma en Grecia y Ultra (Oviedo). En la capital andaluza publicó dos libros de prosas postmodernistas, Psicogramas, Prosas líricas (Sevilla, Renovación, 1920) –con prólogo de Miguel Romero Martínez–, y Pele.mele (Sevilla, Imprenta Carrasquilla). En Madrid compartió piso con González Olmedilla. Regresó a Buenos Aires en 1921. Volvió en varias ocasiones a España”.
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con prodigalidad sin fin al viento del mundo sórdido y áspero el alma incomparable de Sevilla (Forcada Cabanellas: 49-50).
El escritor y libelista peruano-argentino Alberto Hidalgo llegó en 1920 a España, donde trató a algunos de los grandes escritores del momento. A su vuelta a Buenos Aires en el mismo año publicó España no existe. Conferencia leída en un café de Madrid ante una veintena de amigos, el 25 de julio de 1920 (1921). En el apartado dedicado al ultraísmo califica así al movimiento: “el ultraísmo es un sport de andróginos” (2007: 104)8, definición que le pareció feliz ya que la retuvo en su memoria, y hacia 1927, al recordar en su Diario de mi sentimiento (1937) los años pasados en Europa, escribe: Hace siete años, de vuelta de Europa y como resultado de mis correrías por los cafetines literarios de Madrid, escribí en uno de mis libros, esta frase: “el Ultraísmo es un sport de andróginos”. Esto era exacto. Desde su Pontífice Mayor hasta su Secretario Perpetuo y muchos de sus ahijados, los ultraístas poseían una evidente sensibilidad posterior. Por un Larrea, un Gerardo Diego, y otras personas decentes, había media docena de jóvenes fácilmente catalogables en los archivos del proxenetismo masculino. Pero, en fin, esta calamidad del ultraísmo ha pasado definitivamente. (1937: 22)
Tan importantes como las revistas literarias, suficientemente estudiadas, fueron las tertulias, entre ellas la de Cansinos en el Café Oriental y la de Pombo de Gómez de la Serna, que de algún modo se trasladarían a Buenos Aires (Hidalgo tenía la suya en el café Royal Keller, en la esquina de Esmeralda y Corrientes)9. Alberto Hidalgo define así las “peñas” literarias: La peña, en fin de cuentas, es una forma de parlamentarismo, un congreso de inteligentes, en el que sólo se debate temas que atañen a la belleza o involucran determinados procesos cerebrales. Más simplemente, la peña es una tertulia de artistas, casi siempre escritores, agrupados alrededor de una figura central, que en cierta forma goza de los atributos del maestro, el apóstol, el pontífice literario, el jefe. (1937: 90) 8
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Señala Carlos García, autor de la edición de España no existe publicada en 2007, que la crítica demoledora que hace Hidalgo a los ultraístas tal vez pueda deberse a que en el momento en que dice que leyó su conferencia, “hubo en Madrid una querella pública entre los ultraístas y el poeta León Felipe. Ése puede ser uno de los trasfondos de la tirria de Hidalgo contra los ultraístas, ya que el peruano había trabado amistad con Felipe” (en Hidalgo, 2007: 126). Desde Buenos Aires, Borges escribe a Jacobo Sureda en una carta fechada en marzo de 1922: “De vez en cuando voy al cenáculo ultraísta que fundé yo mismo, y que no parece sufrir demasiado por mis ausencias. (Me encuentran herético, crápula, un poco chapado a la antigua: unos jóvenes serios que desde hace tres meses se alimentan de mis opiniones y paradojas, me las arrojan ahora a la cara. Juran por la metáfora, comprenden ahora hasta el último detalle de la Proclama que hice para Prisma, y es natural que me encuentren inútil. Sic transit gloria mundi” (Borges, 1999b: 211-212).
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Luis Buñuel, que permaneció en Madrid desde 1919 a 1925 y estuvo vinculado a las revistas del Ultra, califica de “mugres” los cafés donde se reunían sus amigos ultraístas. Muchos años después, le contó a Max Aub (1985: 106) que esta relación supuso para él la iniciación al anarquismo: […] me ligué con los ultraístas, con los que hacían Grecia, Cervantes, Tableros, Ultra. Así conocí a Borges, a Paskievich […], a Jahl, a Huidobro, a los Rivas Panedás [sic], a Eugenio Montes, a Isaac del Vando Villar. Al grande e importante señor Isaac del Vando Villar. Y, claro, a Guillermo de Torre y, sobre todo, a Ramón. Con los ultraístas, que es cuando yo empecé a tener ideas políticas, si se pueden llamar así, anarquistas, decidimos hacer una gran colecta para remediar en lo posible “el hambre de los niños rusos”.
A este respecto podemos recordar títulos como “Gesta maximalista”, “Rusia” o “Trincheras” de Borges, que no fue el único en unir ultra y bolchevique. Sólo un ejemplo de “El Humanista”, de José María Romero Martínez: Quiero sumar mi sangre, Mi cerebro y mis músculos Aportar mi arcilla o mis mármoles Para el Neopartenón de la gloria; ¡ser en las letras, como vosotros, un bolchevique!10
Antes de pasar a las dos tertulias más importantes de Madrid, tiene interés el encuentro y la amistad surgida entre Forcada Cabanellas y Borges en la Sevilla de 1919. Forcada recuerda la tertulia que se celebraba en el hotel Cécil donde se hospedaban los Borges: En el “hall” del hotel […] pasamos muchas tardes y veladas, cuyas tertulias inolvidables matizábanse con lecturas líricas, generalmente a cargo del admirable declamador “oficial” Adriano del Valle. En aquellas lecturas se alternaba con poemas de diversas tendencias estéticas para así complacer a la entonces adolescente hermana de Georgi, la actual fina artista Norah Borges (Forcada Cabanellas: 77).11
Durante estos encuentros literarios debió de surgir la admiración de Adriano del Valle hacia Norah Borges, que se manifiesta tanto en el “Poema sideral. Norah Borges” –“Dedico este poema sideral a Norah Borges Acevedo, que cabalgó junto a mi corazón durante tantas noches inolvidables”–12 como en otros también dedicados a ella: “Norah en el 10 11
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José María Romero Martínez, “Scherzo ultraísta. Op. II Palinodia”, en Grecia II, 1314, 15 de abril de 1919 (en Barrera López, 1987, II: 61). La relación entre Adriano del Valle y Jorge Luis y Norah Borges es estudiada por Javier Herrera (1996). Las cartas entre Borges y del Valle que Herrera da como inéditas fueron publicadas en 1990 (Pellicer). Grecia, III, 42, 20 de marzo de 1920, p. 1-17 (en Barrera López, 1987: 138). La relación de Norah Borges con los jóvenes vanguardistas ha sido estudiada por Sergio Baur (2001).
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mar” o “Novilunio de amor”. Cansinos, en La novela de un literato, alude a que en Madrid Borges y su hermana celebraban reuniones literarias en su casa, a las que acudía Guillermo de Torre. En Madrid los dos pontífices literarios del momento, Cansinos y Gómez de la Serna, se repartían a los incipientes escritores, ya que si se pertenecería a una tertulia no se podía asistir a la del contrario. Al Café Oriental de Madrid acuden los ultraístas; al de Pombo, los seguidores de Gómez de la Serna, a los que después de la pública contienda entre ambos jefes se unieron parte de los antes fieles al andaluz13. Borges reflexionó sobre esta disputa en “La traducción de un incidente”; por su parte, Forcada Cabanellas (57-58) la recuerda así: La infidelidad y la intriga […] llegaron un día, en aquel lapso de épicas luchas estéticas, hasta hacer poco menos que imposible la concurrencia, en la misma noche del sábado, a los cenáculos de Pompo, donde ejercía Ramón Gómez de la Serna en su dirección orquestal, y de El Colonial, en el que oficiaba de pontífice Rafael Cansinos-Assens. Y tal fue el grado de ebullición que iba alcanzando el hervidero literario madrileño, que las relaciones entre ambos cicerones estéticos llegaron al extremo a adquirir una tirantez intensa, hasta el rompimiento fatal e inevitable, pues un odio cordial los distanció con sus respectivos militantes. Así fue Cansinos perdiendo paulatina e injustamente casi toda su preponderancia sobre las huestes ultraístas, que se plegaron a Ramón […] sin aquilatar y tamizar debidamente los planos valorativos de géneros literarios tan dispares.
Así las cosas, los escritores y artistas rioplatenses que se encontraban en ese momento en Madrid acudirán preferentemente a una sola de las tertulias, aceptando las banderías. Borges continuó, incluso en su segunda visita a España, fiel al Colonial, y manifestó su desagrado ante las costumbres pombianas14. A pesar de ello en la serie de retratos de “Los que han pasado por Pombo”, que figuran en La Sagrada Cripta de 13
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Recuerda Cansinos Asséns (1985: 100) con falsa modestia: “Poco a poco, sin yo pretenderlo, me veo convertido en cabecera de una tertulia literaria. Jóvenes poetas, tímidos como lo era yo en otro tiempo para los escritores que admiraba, se me acercan espontáneos, se me presentan con un primer libro en las manos trémulas o simplemente con un verso no escrito en los labios, solicitando ser admitidos en mi círculo del Colonial”. Borges evoca así las tertulias madrileñas: “Todos los sábados yo iba al Café Colonial, donde nos encontrábamos a media noche, y la conversación proseguía hasta el amanecer. A veces éramos veinte o treinta. El grupo desdeñaba todo el color local español: el cante jondo y las corridas de toros. Admiraban el jazz americano, y estaban más interesados en ser europeos que en ser españoles. Cansinos proponía un tema: la Metáfora, el Verso Libre, las Formas Tradicionales de la poesía, la Poesía Narrativa, el Adjetivo, el Verbo. A su tranquila manera era un dictador, que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y que procuraba mantener la charla en un nivel elevado. […] En el Madrid de la época existía otro grupo formado en torno a Gómez de la Serna. Fui allí una vez y no me gustó la forma en que comportaban” (Borges, 1999a: 42-43).
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Pombo, aparece el del joven Borges, aunque no se glose su figura15. Otro incondicional de Cansinos fue Manuel Forcada Cabanellas, que vio en él tanto a un escritor excepcional como al “lírico pregonero de la literatura hispanoamericana” (115). Menos conocido que los ensayos y homenajes poéticos de Borges dedicados al apóstol del ultraísmo, es el que Forcada publicó en Grecia en 1919: un poema titulado “Locomotora”16, en el que desarrolla la imagen de Cansinos como un voraz monstruo mitológico y moderno, una “divina mole” que arrolla y aplasta. Los versos finales son los siguientes: Silba, escupe, ruge, monstruo divino y enlutado, tragona insaciable de carbón, que con tus potentes émbolos como serpientes de acero avanzas valerosa como Ulises, e insaciable como un centauro. Avanza, corre, vuela… ¡Oh monstruo divino y alado como Pegaso! ¡Oh divina y gigantesca mole indestructible!
Por su parte, Cansinos en el poema “Lo más hermoso”17, dedicado a “Los amigos de los sábados”, exalta la unión y amistad de sus jóvenes amigos. Sólo unos versos: Cuando en las vísperas de los domingos, nos reunimos, oh amigos, en el puro júbilo periódico, nuestras caras brillan en plenilunio […] y nuestro ojos se dilatan atónitos viendo cambiarse el cielo de la noche en cada tránsito y unirse todas nuestras noches en una sola maravillosa…
Además de las tertulias, hay que mencionar las “epopeyas” y veladas ultraístas, puntualmente recogidas en Grecia y Ultra y recordadas luego por sus protagonistas, como la narrada por Juan González Olmedilla y 15
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Al reseñar La Sagrada Cripta de Pombo, comenta Borges: “(También hay galería de papel en sus páginas hechas de retratos de pasaporte y he visto en ellas un ya perdido J.L.B. de reticencias y cavilaciones posibles)” (Borges, 1994: 134-135). Manuel Forcada Cabanellas, “Locomotora”, Grecia, II, XXXIII, Sevilla, 20 de noviembre de 1919, p. 6 (Barrera López, 1998). Rafael Cansinos Asséns, “Lo más hermoso”, en Grecia, II, 17, 30 de mayo de 1919, p. 3-5 (Barrera López, 1987, I: 148).
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evocada por Forcada Cabanellas y Pedro Garfias. En marzo de 1920, después de una sesión en el Ateneo de Sevilla, Juan González Olmedilla, Pedro Garfias, Adriano del Valle e Isaac del Vando Villar, salen a apedrear la ciudad. En un momento dado, cambian en un bar las piedras por panecillos duros y patatas y se dirigen a la casa de Luis Montoto. Al grito de ¡Ultra!, lanzado por Vando Villar, disparan sus proyectiles. Cumplida la misión se dispersan, y vuelven a reunirse “para celebrar la primera gesta de la epopeya ultraica y proyectar la segunda razzia”18. El testimonio de Forcada Cabanellas (73-74) es el siguiente: estando en el Ateneo con Miguel Romero Martínez y otros escritores, llegaron Adriano del Valle e Isaac del Vando Villar, que les contaron con detalle la proeza: Volvían íntimamente satisfechos de apedrear la casa y destrozar la rancia biblioteca del Cronista Oficial de la ciudad, el entonces anciano poeta Luis Montoto y Rantenstrauch, el genuino y venerable representante en Andalucía –que ya descansa en paz de la poesía infantil y decadente, escrupulosamente medida y concienzudamente rimada, a la que parecen aferrarse, por los siglos de los siglos, las hornadas líricas del magisterio.19
Pero este grupo de amigos también sufrió de desafección, ya que algunos de los jóvenes acabaron por provocar la ruptura, a la que contribuyó la actitud arrogante de Vando Villar. Todos ellos parecen estar de acuerdo en que don Isaac fue más un personaje que un escritor, que pretendió erigirse en la cabeza del ultraísmo español. En Madrid, Cansinos recibió con recelo al director de Grecia, que le parece que adopta un “aire finchado y egolátrico”, además de no saber ni escribir ni definir el Ultra, por más que se muestre ante él como un rendido seguidor. Leemos en La novela de un literato: De Sevilla nos llega un aliado terrible que se llama don Isaac del Vando Villar, un joven gordo, con una gran cabeza y una cara mofletuda y lustrosa, conocido en su ciudad como chamarilero, con pretensiones de anticuario, especializado en la de Grecos y Murillos a los turistas. La adhesión de don Isaac es algo comprometedora, pues –según Paco Torres– ya estuvo internado en el manicomio de Miraflores. (Cansinos Asséns, 1985: 245)
La ausencia de Cansinos en la cena en honor de Vando Villar, ofrecida por los jóvenes vanguardistas, que se celebró el 2 de mayo en el subterráneo de Villa Rosa, dos días antes de la partida de los Borges a Argentina, fue significativa. En aquella reunión, escribe Borges a 18 19
Juan González Olmedilla, “La epopeya del Ultra. Gesta primera”, en Grecia, III, 42, 20 de marzo de 1920, p. 15-16 (Barrera López, 1987, I: 250). En 1934, uno de los protagonistas de la gesta la evoca así: “aprovechando breves estancias en Sevilla, el que esto escribe dio conferencias y lecturas de versos en el Ateneo. A la salida de uno de esos actos nuestro entusiasmo juvenil nos incitó a tomar venganza de la incomprensión y la burla oficial, atentando contra la casa del cronista de la ciudad, Sr. Montoto, escritor viejo y huero” (“El Ultraísmo II-Sevilla”, en El Heraldo de Madrid, 17 de abril de 1934, en Barrera López, 1987, II: 235-236).
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Abramowicz, “bebimos mucho, reímos mucho y gritamos mucho…” (Borges, 1999b: 79). Los comentarios del joven Borges sobre don Isaac suelen referirse a su incapacidad de escribir, su incultura o la falta de conocimientos de francés. Sólo dos ejemplos de la correspondencia con Maurice Abramowicz (79, 87 y 91), que no hay que olvidar que se desarrollaba en francés: Si finalmente le escribes la carta al gran Isaac te aconsejaría que en su composición busques las cualidades clásicas de la claridad, la sobriedad, u.s.w. (los conocimientos franceses del grande y arborescente jefe de Grecia son más bien corticales). ¿Isaac te ha escrito en francés? Garfias ha debido de ser su secretario.
La ruptura se consumó tras el citado viaje de Vando Villar al Río de la Plata. A pesar de oficiar de intermediario, y de los años pasados, Manuel Forcada no logró que volvieran a acercarse. El rosarino da cuenta de la estancia americana de don Isaac: […] tuvo Isaac del Vando-Villar un “gesto”, muy suyo, de arribar a las playas de Montevideo y Buenos Aires titulándose, por el solo hecho de detentar la dirección de “Grecia”, precursor y jefe del ultraísmo español. Es cierto, asimismo, que de la aventura no le quedó muy grato recuerdo, ya que el cantor de la zigzagueante calle de las Sierpes sevillana era sobradamente conocido por unos pocos, pero suficientes, poetas porteños –Borges, Girondo, González Lanuza, Ortelli, Norah Lange, entre otros– que no ignoraban que el pretendido Mesías del más allá no era otra cosa que un simple militante, de discutible calidad, del grupo vanguardista hispánico. (Forcada Cabanellas, 55-56)
También Cansinos tuvo una relación conflictiva con Guillermo de Torre, caricaturizado, como tantos otros, en El movimiento V.P. César Gónzalez Ruano, tras conocer la muerte de Cansinos, apunta en su Diario íntimo: “Borges parece que lo admiraba mucho [a Cansinos] por encima de la enemistad literaria que existió siempre entre Cansinos y Guillermo de Torre, casado con Norah Borges, antólogo del Ultraísmo. Yo fui testigo del comienzo de sus disidencias, que empezaron cuando el chileno Vicente Huidobro vino a Madrid y dio una conferencia en el ateneo” (González Ruano, 1970: 855). Es suficientemente conocida la tirantez que existió entre Borges y Guillermo de Torre, el “polisilábico Lucífero de vanguardia” (Borges, 1999b: 174), desde el comienzo de su relación, los elogios envenenados que dedicó a su obra y a su persona, del tipo “es un muchacho como nosotros […] sabe de asuntos que yo no alcanzaré jamás: de la elección de una corbata, del tennis…” (Borges, 1997: 210). Alberto Hidalgo frecuentó la tertulia del Pombo el tiempo que estuvo en Madrid y fue un incondicional de Gómez de la Serna. En las venosas entrevistas publicadas en Muertos, heridos y contusos (1920) –seme226
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jantes a las de La linterna de Diógenes, de su compatriota Alberto Guillén– contrapone la figura de Ramón a la de Cansinos. Si la entrevista y comentarios a Cansinos es despiadada, las palabras que dedica al jefe de los ultraístas en España no existe no pueden ser más insultantes: “El jefe de ellos [los ultraístas], todos los saben, es un maricón con patente: Cansinos Assens. Y los que le siguen lo son también, con pocas excepciones. La redacción de esa revista Grecia es su casa de cita. El maestro, como le llaman a Cansinos, se desnuda allí cotidianamente y baila la danza de Salomé” (Hidalgo, 2007: 104). El café más solemne es Pombo y atrae como un imán a todos los jóvenes: “Ramón Gómez de la Serna es como el jefe de este grupo. Se sienta un poco en el Café, hacia el centro de la mesa, con un aire papal. Conduce discusiones, apacigua acaloramientos y chilla de cuando en cuando. Su misma cara redonda le da cierto aspecto de Sumo Pontífice. Así nos resulta un pontífice joven y con patillas” (25). Como señala Carlos García, estos párrafos y otros similares contenidos en Muertos, heridos y contusos y en el Diario, así como la amplia mención a Hidalgo, aunque no exenta de reticencia, que aparece en La Sagrada Cripta de Pombo, son anteriores a la ruptura que se produjo en 1931 entre ambos escritores20. La malevolencia de Hidalgo queda de manifiesto en el mismo Diario, donde reproduce una carta que le envió a Buenos Aires Gómez de la Serna con el fin de que “estorbase la vida a Eugenio Noel, cosa que yo hice en un momento de irreflexión”. De toda la numerosa correspondencia que dice que mantuvieron, elige precisamente esta carta que deja mal parado al antes admirado Ramón. Pero hay más, Ramón pasa de ser un escritor al que “se debe saludar con el sombrero en la mano”, como dice Hidalgo que dijo Ortega, a ser discípulo de Bontempelli y un mal imitador de Max Jacob y de Alfred Jarry, del que, por supuesto, fue Hidalgo su primer descubridor para América. Por su parte, en Automoribundia, Gómez de la Serna no lo incluye entre los escritores de Buenos Aires que admira y frecuenta, aunque sea esporádicamente21. Forcada reitera sus muestras de adhesión a Cansinos y su fidelidad a las veladas de El Colonial, que considera “la capilla literaria que difun20
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“[Hidalgo] mueve en el aire sus manos de murciélago, secas, enjutas, de dedos largos, afilados y curvos hacia dentro, unos dedos que son, en sus intersticios entre dedo y dedo, membranosos como los de un murciélago” (Gómez de la Serna, 1986: 326). “En este ambiente de inspirados escritores de Buenos Aires, sintiéndoles escribir con su estilo nuevo, sorprendente y entusiasta, aunque sin verles más una o dos veces al año, como me sucede con los que más quiero, como Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Macedonio Fernández, Adolfito Mitre, Mujica Láinez, Jorge Luis Borges, o Muñoz Aspiri, habiendo años de ausencia entre visita y visita a Enrique Larreta o a Victoria Ocampo, convivo en una colmena literaria llena de hallazgos, de poesía y del más vivo porvenir intelectual” (Gómez de la Serna, 1998: 776).
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dió más potente luz sobre los países hispanoamericanos”, lamentando que no haya sido reconocida la importancia de su taumaturgo por éstos. Pero a su pesar reconoce la atracción que ejercía Pombo sobre él: da cuenta de cómo se acercaba a la tertulia como un merodeador, hasta que pudo hacerlo por derecho propio. Años más tarde acompañará con orgullo a Ramón por las calles de Buenos Aires, junto con el “gaucho vibrátil y santafesino Alcides Greca”22. Conocida y estudiada es la amistad que sostuvieron, está vez sin rupturas, Oliverio Girondo y Ramón Gómez de la Serna (Barrera). “Madrileñamente considerado –escribe González Ruano (1952: 47)– el argentino Oliverio Girondo es un pombiano, un hombre descubierto y un hombre lanzado por Ramón Gómez de la Serna, quien lo trata no sólo en Madrid, sino en París y Portugal”. Muestra elocuente de ello es el “retrato” que hizo Ramón del argentino, en el que también se da cuenta de viaje que hicieron juntos a París y Lisboa; y cómo Girondo lo acompañó por Buenos Aires en su primera estancia en 1931. Gómez de la Serna había proyectado un viaje a la capital argentina en 1925 con Ortega y Gasset, que se frustró ya que “don José lo dejó para después y yo no me atreví a lanzarme solo a un mundo desconocido aunque lleno de amigos” (1989: 96). El entusiasmo ante este viaje se ve reflejado tanto en el suplemento de Martín Fierro dedicado a Ramón, como en el anuncio de Borges, “Para el advenimiento de Ramón”, donde lo compara a un nuevo Colón que ha redescubrir la “entereza de América”: “Todo eso y mucho más –escribe en las páginas de Martín Fierro– ha de revelarnos Ramón, el hombre de ojos radiográficos y tiránicos, sólo asemejables a los que tuvo ese otro debelador de esta América: don Juan Manuel de Rosas” (Borges, 1997: 209). Por su parte, Girondo lamenta la cancelación del viaje y, por tanto, del “banquete circulante” que pensaban ofrecerle: “¿Cuándo desarrollaremos ante usted el panorama de nuestra ciudad cubista y bombardeada junto al menú más indigestamente literario?… Que sea, por lo menos, antes de que se pudra el contenido de la cesta que 22
El escritor rosarino evoca con emoción esos momentos: “¡Cuántos sábados, antes de obtener carta de naturaleza del registrador oficial, merodeaba yo, con cautela, ya dentro de Pombo, en algún velador cercano a la cripta o ya desde fuera, para satisfacer, de obligado incógnito, la ansiedad que me aguijoneaba desde mis tiernos años, cuando recién comenzaba a emprender mis ávidas y desordenadas incursiones por el vaso y escurridizo campo de la literatura! Y a propósito, y a título de elocuente testimonio, apuntaré que han corrido ya bastantes años –diez y ocho o veinte quizás– en que una noche ofrecía Ramón en Pombo un banquete al ilustre poeta francés Valéry Larbaud, y tan grandes eran mis deseos de participar en aquel acto sugerente y trascendental en el dilatado ambiente literario de Madrid […] que conjuntamente con otros animosos amigos, de inclinaciones comunes acudí desde temprano a la calle Carretas y entremezclado en los grupos de otros muchos curiosos infaltables, desde la acera, y tras los vidrios de los ventanales del viejo Pombo, compartí el preciado regalo de aquella velada memorable atisbando hasta sus más íntimos detalles” (Forcada Cabanellas, 112-113).
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comprometí llevar para los postres: la cesta de senos recién maduros de las chicas de Flores” (en Gómez de la Serna, 1998: 890)23. Otros testimonios de la presencia de escritores y artistas rioplatense en Pombo son los dejados por Alberto Ghiraldo y Rafael Barradas. Al hablar de los banquetes, Ramón reproduce unos versos del argentino, al que también retrató César González Ruano, titulados “La silueta de Ramón”, y Ernesto Giménez Caballero (128) reproduce los del artista uruguayo, que se transcribieron bajo el cuadro de Pombo de Gutiérrez Solana: Ramón con eso que tiene de pepón nos conduzca en su tartana decorada por Solana a una Luna, de cartón.24
“La amistad une; también el odio sabe juntar”, escribe Borges. En 1923, Guillermo de Torre dio por clausurado en España el ultraísmo, y sus integrantes siguieron cada uno su camino literario, con mayor o menor fortuna. Sin embargo, tal vez no sea pretencioso suponer que el recuerdo de esta vibrante etapa juvenil, llena de entusiasmos, fuera evocada en la madurez de un modo semejante por uno de sus principales protagonistas, Jorge Luis Borges: “aún perdura en mí la añoranza de la sabática reunión y de los corazones hoy sueltos cuya vigilia de poesía era unánime frente a la enredada ciudad, que arreciaba como una fuerte lluvia en los cristales del café” (1994: 17-18).
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24
Sobre este banquete escribe Ramón: “Se me prepara un banquete circulante en que todos íbamos a ir comiendo como sucede durante la procesión de Semana Santa con el paso titulado La Cena, sentados en camiones preparados para el banquete” (Gómez de la Serna, 1989: 96). El retrato de Ghiraldo es el siguiente: “Es ‘Ramón’ un hombre vario, / Lleno de luz y oportuno / como no existió ninguno / dentro de nuestro escenario. // Listo, avizor, temerario, / de mezquindades ayuno, / vive su vida y es ‘uno’ / que siempre rema en contrario…// Porque hay luz propia en su frente, / en sus ojos cabrilea / de hipnótico mago el fuego // Y en su ser resplandeciente / va concentrando una idea / en alucinante juego.” (en Gómez de la Serna, 1986: 401).
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Escritores hispanoamericanos en España
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Borges en España Vida, dudas, literatura Teodosio FERNÁNDEZ Universidad Autónoma de Madrid
Como es bien sabido, Jorge Luis Borges decidió borrar de su vida literaria casi la totalidad de los ensayos anteriores a Evaristo Carriego, integrados o no en los libros publicados en la década de los veinte, y en buena medida los poemas que simultáneamente había ido dando a conocer desde 1919. Paradójicamente, sus actividades en la fugaz secta ultraísta han recibido una pertinaz atención de la crítica en perjuicio de su extraordinaria poesía de madurez, afectada negativamente también por los encantos del criollismo que sucedió en su obra al juvenilismo vanguardista. Inseparables del momento primero, los tiempos de Borges en España han sido suficientemente abordados, de modo que volver sobre ellos es innecesario, aunque su atractivo tal vez justifique las páginas que siguen. Trataré de acercarme a ellos sorteando de entrada los muchos datos biográficos discordantes e incluso contradictorios o falsos aportados por sus biógrafos, datos que en más de una ocasión he contribuido a difundir: los que ahora recojo parecen garantizados por testimonios próximos en el tiempo a los hechos consignados. Por otra parte, aunque no carecen de interés las hazañas amorosas o meramente sexuales de Borges ni sus opiniones sobre la fiesta de los toros (Vaccaro: 80) o sobre Barcelona y los catalanes, he preferido detenerme en aspectos estrechamente ligados a su búsqueda literaria, que quizá más que en cualquier otra etapa posterior supeditó a un proyecto colectivo. Los pormenores de la primera y decisiva estancia de Borges en España se han podido perfilar con notable precisión. En carta a Maurice Abramowicz fechada en Palma de Mallorca el 12 de junio de 1919, decía llevar en la capital balear “une quinzaine de jours”, y que había transcurrido “un mois environ” desde su llegada a Barcelona desde Suiza cuando empezó a asistir a las clases con las que en ese momento pretendía preparar el bachillerato francés para el año siguiente (Borges, 1999: 58 y
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Escritores hispanoamericanos en España
60)1. Cabe deducir, por tanto, que había llegado a España no antes de finales de abril y probablemente ya en mayo de 1919. Nada acredita que se adentrara por entonces en los medios literarios mallorquines, y la lectura de Pío Baroja en el Círculo de Extranjeros (o Círculo Mallorquín) de Palma lo demuestra sólo ligado aún a Abramowicz y a Ginebra, donde el 20 de agosto de ese mismo año apareció en el diario La Feuille su “Chronique des lettres espagnoles. Trois nouveaux libres”, uno de los cuales, el que más había atraído su atención, era precisamente Momentum catastrophicum, del “mordant, sceptique et vigoureux” Baroja (Borges, 1997: 17). Otra carta a Abramowicz, reproducida parcialmente por Luis Íñigo-Madrigal (81), lo sitúa el 5 de noviembre en Sevilla, y dos más, de diciembre –una de ellas fechada el 1–, permiten concluir que su relación con el ultraísmo aún no había alterado el “période de nirvana calmement et régulier” que se prolongaba en los primeros días de ese mes, apenas alterado por algunas nuevas amistades de interés escaso, entre las que resaltaba la que había iniciado con “un jeune homme plutôt vieux” que no parecía proclive a las novedades: “Il fait des poèmes style Henri Heine et il abomine les ultraístas qui font des métaphores énormes et baroques et chantent les sujets chers à Marinetti” (Borges, 1999: 68). Aunque en ellos alguna vez se detecten ecos expresionistas, los textos de Borges publicados en Gran Guignol –“Parábolas” (“La lucha” y “Liberación”) y “Hacia la nada”, prosas “dentro de una línea simbolista decadente” (Barrera López, 2004: 87), y el poema “Motivos del espacio y del tiempo (1916-1919)”, en los números 1, 2 y 3 (10 de febrero, 20 de marzo y 24 de abril), sucesivamente– parecen ajenos al ultraísmo, lo que avala la hipótesis de que el joven viejo que detestaba a los ultraístas fuera Manuel Calvo Ochoa, luego director de esa fugaz revista sevillana. Esa etapa preultraísta concluyó cuando Borges entró en contacto con los jóvenes que trataban de renovar el ambiente literario. Pronto se integró plenamente en el grupo, según cabe deducir de la carta fechada el 12 de enero de 1920 en la que narraba a Abramowicz sus experiencias recientes: […] avec eux j’ai force noctambulé, discuté, émis des jugements arbitraires sous les excelses réverbères dont les flammes d’or me font penser (ultraïstement) à des Buddhas fervents invoquant la nuit frondescente, vidé de verres, inspecté des bals de prostituées, mangé des churros, joué et même gagné à la roulette et avant hier soir [sic] vu l’aube qui s’ouvrait dans une tempête de lumière sur le Guadalquivir et changeait les vitres du petit café où nous étions en des rares vitraux splendides de pourpre et de bleu pâle. (Borges, 1999: 72)
1
Aunque se ofrecen traducciones al español de las cartas escritas en francés, he preferido citar en la versión original de Borges.
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Borges en España: vida, dudas, literatura
En aquel ambiente había conocido, entre otros, a Isaac del Vando Villar, “l’ample et arborescent chef de Grecia” (86), y a Adriano del Valle, por entonces redactor jefe de esa revista, a quien dedicó su poema “Himno del mar”. También al “vagabond ivrogne poète et pis” Pedro Luis de Gálvez (76), que habría de inspirar su primer soneto conocido, copiado en una carta a Abramowicz. La vaga orientación renovadora del grupo –y la presencia del “whitmánico” Adriano del Valle en particular (Pellicer, 210)– invita a concluir que la deriva hacia el ultraísmo fue paulatina, comprobable desde que Borges dio a conocer en el número 37 de Grecia (31 de diciembre de 1919) su “Himno del mar” –poema que había escrito en Valldemosa2– en las prosas poemáticas “Paréntesis pasional” y “La llama”, publicadas en la misma revista, donde apareció también “Al margen de la moderna estética”, reflexión teórica de indudable interés. Frente a los textos publicados en Gran Guignol, parecía reservar para Grecia los que más iban acusando el impacto de sus nuevas relaciones, aunque la imprecisión de las propuestas aún en los primeros días de enero de 1920 le hacía pensar que “tout ce mouvement ultraïste espagnol est proche parent de l’expressionisme allemand et du futurisme italien. Pour moi, le Maître est toujours Walt Withman” (Borges, 1999: 74). Pronto habría de iniciar sus reflexiones teóricas sobre el ultraísmo y sobre el arte moderno, reflexiones que en su correspondencia con Abramowicz matizaba, consciente de las dificultades que enfrentaba su voluntad de “descubrir la vida”, de “ver con ojos nuevos”, de “ver todas las cosas como en una primicial floración”, explícita en “Al margen de la moderna estética” (Borges, 1997: 30), el artículo dedicado a Isaac del Vando Villar que apareció en el número 39 de Grecia el 31 de enero de 1920. Entre esas dificultades se encontraba la de ofrecer una visión de las nuevas tendencias y del propio ultraísmo que pudieran compartir sus compañeros de viaje, “por tratarse de un arte que traduce impresiones, esencialmente individuales, que abandona la grey y busca al individuo” (30), de modo que su propuesta –detalle que conviene tener en cuenta– 2
El primer contacto pudo tener lugar el 18 de diciembre de 1919, según se desprende del testimonio que Adriano del Valle incluyó en su reseña sobre Rompecabezas –una pieza teatral de Luis Mosquera e Isaac del Vando Villar cuya principal figura femenina se inspiraba al parecer en Norah Borges–, publicada en el periódico sevillano El Liberal el 6 de octubre de 1921: “Una noche, en la que di una Conferencia literaria en el Centro de Estudios Teosóficos, conocí a Norah y a su familia. Jorge-Luis, su hermano, aparecía asomado a los grandes espejuelos de sus lentes de miope, como el que se asoma a esos espejos convexos, donde todas las imágenes se ven torturadas, donde todas las figuras se ven jorobaditas bajo el dolor infinito de sus fealdades, de sus rasgos caricaturescos. Admirador fervoroso de Whitman, también él parecía soportar sobre sus hombros inclinados todo el peso de los orbes líricos del viejo cantor americano. El doctor Borges, padre de Norah, fumaba su opio intelectual, comentaba a Stirner, traducía a Omar Kayán y nos hablaba de sus especulaciones filosóficas sobre pragmatismo y lógica matemática” (en Barrera López, 1993: 157158).
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Escritores hispanoamericanos en España
sólo reflejaba una actitud personal que otros ultraístas no tenían la obligación de compartir. Los sevillanos le habían ayudado, sin duda, a avanzar en el cumplimiento de un destino que ya sabía suyo, aunque a veces pensara que “c’est idiot d’avoir cette ambition d’être un faiseur plus ou moins médiocre de phrases” (Borges, 1999: 68), según confesaba a Abramowicz. Probablemente fue en marzo de 1920 cuando llegó desde Córdoba a Madrid, donde recibió el número de Gran Guignol correspondiente a ese mes: es lo que cabe deducir si los “Salmos de la noche anterior” de Adriano de Valle incluidos allí constituían la “prosa hímnica” que Borges decía descubrir “deslumbrado y maravillado” en carta a su autor (Pellicer: 208 y Barrera, 1987, I: 34; II: 85 y 116-117). Los días de la capital – “alcool, camaraderie, doutes et très modestes festins” (Borges, 1999: 78), según resumía para Abramowicz desde Zaragoza, el 4 de mayo– no fueron muy diferentes a los vividos en Sevilla. De algún modo culminó allí la integración en el grupo ultraísta y en sus actividades, confirmada por la “Lettre colective avec un texte d’écriture automatique” (Borges, 1997: 44-47), poema que pretendía expresar una compartida adhesión al dadaísmo y que parece redactado en el Café Colonial, célebre para la literatura por las tertulias de Rafael Cansinos Assens y por la presencia de Borges, introducido por Pedro Garfias en una noche imprecisa a la que él mismo se refirió en carta a Adriano del Valle. A pesar de figurar entre los firmantes de esa “Lettre collective”, Borges habría de dejar patentes sus reticencias en “Esquisse critique”, texto escrito ya en 1921 en el que aplaudía “la joie solaire et populaire et quotidienne du dadaïsme sans dada”, lo que parecía significar que no creía en el dadaísmo –“insouciance, grimace clownesque, imprévu” (42)– como propuesta, pues veía en ésta menos una libertad que un estilo y una trampa. Lo dejó bien explícito en carta a Abramowicz: “En pratique, les dadaïstes trichent tout le temps, placent des petites notations sexuelles pour scandaliser les philistins, cherchent les jeux de mots, les rapprochements grotesques, les calembours. D’ailleurs, t’imagines-tu un dadaïste sans public?” (Borges, 1999: 116). Tras algunos días en Zaragoza, alterada por las bombas anarquistas, en mayo de 1920 los Borges siguieron hasta Barcelona, con la intención de llegar a Ginebra. La estancia en Suiza fue breve, pues a mediados de junio se encontraban de nuevo en Barcelona, de paso para Palma de Mallorca. Para entonces Borges había decidido difundir entre los ultraístas el expresionismo alemán –Abramowicz parece haberle enviado a Barcelona un libro de Kurt Heynicke–, y con la intención de trabajar se recluyó durante los meses de julio y agosto en Valldemosa, en casa del doctor Jiménez, “ce docteur quelque peu loufoque” (Borges, 1999: 90). Fue entonces cuando estrechó su amistad con Jacobo Sureda, a quien quizá había conocido en su estancia mallorquina anterior y que era tal vez 236
Borges en España: vida, dudas, literatura
el amigo “tuberculoso, deshojado, / el alma llena de suicidio” (Borges, 1997: 41) de “Motivos del espacio y del tiempo (1916-1919)”. Sureda vivía en “une petite maison en pierre en haut d’une montagne” (Borges, 1999: 96). Las cartas que Borges le enviaba desde Valldemosa y desde Palma de Mallorca completan la información aportada por las escritas para Abramowicz hasta que dejó la isla para embarcarse en Barcelona rumbo a Buenos Aires3. Esas cartas revelan una colaboración estrecha en el debate sobre Grecia y el ultraísmo que se inició en octubre con una crítica descalificadora en la sección “Prosa al vent” que Elviro Sanz (“L’Aura de l’Illot”) publicaba en el diario L’Ignorancia de la capital balear, y que Borges propició, convencido de que la polémica habría de resultar eficaz como propaganda y como diversión: “Tenemos la ventaja de que nuestro enemigo toma seguramente muy en serio el asunto, y nosotros, no” (166), escribía a Sureda desde Palma, el 9 de octubre de 1920. Episodios de esa polémica animaron los meses que siguieron, hasta que el 4 de marzo de 1921 –“fecha 4 veces maldita” (186), había escrito Borges a su amigo mallorquín– él y su familia se embarcaron en Barcelona rumbo a Buenos Aires, “hacia la tierra de los presidentes averiados, de las ciudades geométricas y de los poetas que no acogieron aún en sus hangares el avión estrambótico del ULTRA” (193). Las manifestaciones públicas y colectivas ocultan con frecuencia las vacilaciones y los hallazgos de una búsqueda que ya era sobre todo personal. Durante esos meses en Mallorca, Borges se decía fiel a su culto “du dynamisme et du fragmentarisme en la poésie” (112), a la vez que resaltaba sus discrepancias con el dadaísmo, como ya se habrá podido advertir, y también –frente a lo que podría deducirse del relieve otorgado en “Al margen de la moderna estética” a “esa premisa tan fecunda que considera las palabras no como puente para las ideas, sino como fines en sí” (Borges, 1997: 31)– con el creacionismo de Vicente Huidobro y de sus seguidores, a veces también ultraístas: “Réduire la poésie à être une série non interrompue de métaphores, et de métaphores à la 2e ou à la 3e puissance, cela m’a toujours paru une limitation horrible. Un acadé3
No parecen confirmados otros viajes, como el que pudo llevarlo a Madrid para asistir a la primera velada del Ultra que se celebró el 21 de enero de 1921 en el Salón de Parisiana. “J. Rivas Panedas, Jorge Luis Borges, Pedro Garfias, Eugenio Montes, César A. Comet, Gerardo Diego, Lasso de la Vega, Tomás Luque, López-Parra, Ciria Escalante y los hermanos Rello, leyeron hermosos poemas que tuvieron la virtud incomparable de indignar a los cretinos que nos hacen el honor de no comprendernos”, se lee en la reseña anónima “Nuestra velada” publicada en Vltra, no 2, 10 de febrero de 1921 (Barrera López y Sarmiento). “Dans le Festival Ultraïste à Madrid, un gran scandale. Les cris et hurlements d’indignation du public ont totalement noyé l’audition de 2 miens poèmes. Les œuvres des autres frères de l’ultra ont subi le même sort” (Borges, 1999: 138 y 140), relataba Borges a Abramowicz en una carta en la que también aseguraba haber recibido desde Madrid el primer número de Vltra. Tal vez alguien leyó sus poemas.
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misme pire que l’ancien” (Borges, 1999: 122), comentaba a Abramowicz. Ni siquiera el ultraísmo estricto resultó indemne, al menos el representado por Guillermo de Torre –“nuestro polisilábico Lucífero de vanguardia” (174)– y por el “Manifiesto Vertical” que éste había distribuido con Grecia a principios de noviembre de 1920, “gran zona tropical de palabras esdrújulas, escrito con asaz entusiasmo, muy bien impreso, y con grabados en madera de Norah” (177). Borges se apresuró a felicitarlo a la vez que le prometía el comentario que efectivamente apareció en diciembre en el único número de Reflector, una prosa “encomiástica” en la que, “ante la democracia borrosa del medio ambiente”, atribuía al manifiesto “todo el prestigio audaz de una desorbitada faloforia en un pueblo jesuítico”, y declaraba adivinar, bajo el entusiasmo de aquella gesta verbal, “una gran invectiva subcutánea contra las escuelas” (Borges, 1997: 76-77). “Quelle saleté, hein? J’ai vendu mon âme en faisant un article où l’ironie perce parfois et où je loue Torre pour le contraire de ce qu’il a voulu faire” (Borges, 1999: 128), confesaba a Abramowicz4. Ya antes, en carta a Sureda desde Palma de Mallorca, había manifestado sus reticencias ante la proyectada aparición de Reflector, tanto por la orientación de quien iba a dirigir esa revista, José de Ciria y Escalante – “literariamente es un discípulo de Eugenio Montes, un virtuoso de las agudezas y con tendencias dadaístas y maquinísticas”–, como por la de Guillermo de Torre, su “propulsor subterráneo”, para concluir: “Si significa algo, significa el triunfo del ultraísmo ingenioso, de pega y postín” (181). “Tu as raison en exécrant les cénacles. En pratique, ultraïsme = piétinement sur place. C’est une longue vacance pour le cerveau. L’idiotie stylisée. Morphium-Ersatz” (136), parecía conceder a Abramowicz en carta del 20 de enero de 1921, como si la aventura ultraísta española empezara a desvanecerse para él ya antes de regresar a su país. Habría de resultar inevitable su desdén posterior para Hélices, poemario del “esdrujulista” (232) Guillermo de Torre que desde Buenos describió así para Sureda: “Ya te imaginarás la numerosidad de cachivaches: aviones, rieles, trolleys, hidroplanos, arcoíris, ascensores, signos del zodíaco, semáforos… Yo me siento viejo, académico, apolillado, cuando me sucede un libro así” (227). En contraste, en 1923 él escribía versos “largos, nada visuales, sin gran alarde metafórico y con trastienda metafísica y religiosa” (227), que fueron pronto a dar en Fervor de Buenos Aires, ese libro por el que unos lo habrían de considerar “un clasicista redomado” y otros “un vertiginoso ultraísta” (232). El ingenio o el pseudoingenio era el enemigo que acuciaba a los nuevos escritores, como había envenenado a cuantos escribieron en castellano. “Del ingenio sólo nos pueden salvar los graves hombres del Norte: 4
Desde luego, ni siquiera a Guillermo de Torre le ocultó sus reticencias frente al ultraísmo, como consta en su correspondencia con él (Videla de Rivero: 160-167).
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Unamuno, Baroja” (182), dictaminó Borges en un severo juicio crítico que condenaba por omisión toda otra literatura española y aun hispánica, y explícitamente el creacionismo y el ultraísmo. Aunque no es fácil precisar lo que él buscaba, es evidente que al ultraísmo ingenioso de pega y postín había opuesto desde siempre convicciones que lo llevaban a decantarse por una realidad interior como meta de la experiencia literaria. Estaban ya presentes en “Al margen de la moderna estética” cuando afirmaba el triunfo de “la concepción dinámica del cosmos que proclamara Spencer”, para definir el ultraísmo como “la expresión recién redimida del transformismo en la literatura” (Borges, 1997: 30-31) y atribuir al poeta la pretensión de captar ese proteico devenir en un arte que por ello había de traducir impresiones esencialmente individuales. Los límites entre los que ese arte debería desenvolverse resultan borrosos, tal vez porque las propuestas de Borges no siempre atacan el mismo objetivo y no están libres de contradicciones. Por lo que hace a su particular expresión literaria del “transformismo”, la correspondencia con Sureda le dio ocasión de ser más explícito: ¿Sabes por qué resulta mejor literaturizar la luna como un bricbarca que como un plátano? Sencillamente porque la primera metáfora tiene movimiento. De esto me hallo convencido. La metáfora clásica fue ante todo romántica o meramente visual (“el sol poniente: cadáver de oro en ataúd de sombras”, Quevedo…). La metáfora expresionista [ya que lo de ultraísta no te convence, empleo esta palabra] debe ser dinámica, en consonancia con el supuesto ritmo occidentalista o yankee que nos empuja. (Borges, 1999: 184)
Se completa así la significación del entusiasmo que Borges trataba de compartir con Abramowicz meses atrás: “Moi en poésie je traverse une étape d’enthousiasme occidentaliste. Comme tu auras remarqué, dans mon poème ‘Russie’ je m’efforce à unir la technique ultraïste (métaphores plastiques, concision, images créées) avec les larges rythmes et l’entrain de mes premiers essais whitmaniens ‘Himno del mar’ et autres” (100). Tal vez convenga revisar la adhesión a la revolución soviética más de una vez atribuida a un joven supuestamente entregado a la escritura de unos sugerentes Himnos rojos, respaldada por poemas como el mencionado. “Au fond je suis certain qu’aucun de nous deux mon Ami nous n’avons les précieuses qualités requises pour être soit des singes gesticulants du socialisme soit des ‘Zarathoustras des salles de jeu et des maisons de rendez-vous’ comme dit l’unique Baroja” (68), escribía a Abramowicz desde Sevilla, a finales de 1919. “Je suis de ton avis en ce que concerne le bolchévisme. C’est une sale racaille d’arrivistes, qui arriveront et feront une saleté morale médiocre et monotone de la Vie” (72), compartía pocas semanas después, en enero de 1920. “Je ne crois plus à aucune Utopie, maximaliste whitmanienne ou autre” (94), insistía desde Valldemosa en agosto. “Le fatalisme stirnérien présente une prose un peu plus digne que la prose humanitaire, bolchévique et autre” (98), 239
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remataba en septiembre desde Palma de Mallorca. Por entonces parecía inmerso en la lectura de Der Einzige und sein Eingentum –en el original alemán o en alguna traducción, incluso española–, donde Max Stirner se había despachado contra lo que llamaba el “liberalismo social”, equiparando la sociedad comunista a la indigencia general, y contra el “liberalismo humanitario” que, desdeñoso tanto con la burguesía como con los trabajadores, propugnaría una falaz doctrina del desinterés. Probablemente con “et autres” Borges hacía referencia al “liberalismo político”, que según el pensador germano habría suprimido a señores y siervos para convertir a unos y a otros en ciudadanos sometidos al Estado. “Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; es única, como yo soy único”, podría ser la propuesta de Stirner, anticipada en un prólogo también significativamente titulado “Yo no he basado mi causa sobre nada” (Stirner: 4). “Pour moi, ce livre de Stirner est quelque chose d’inouï, de basique comme les Psaumes de David ou les drames de Shakespeare ou les Évangiles” (Borges, 1999: 116), habría de explicar Borges a Abramowicz poco después. Probablemente algo de aquella exaltación furiosa del individualismo estaba presente en sus esfuerzos para resolver la relación entre el yo y el mundo externo a través de la poesía. Sus poemas de esa época abundan en ejemplos de esa metáfora “expresionista” explicada a Sureda, práctica que, ya en Buenos Aires, habría de detectar en quien a partir de entonces habría de ser para él, por largo tiempo, una referencia constante: “¿Sabes que Quevedo fue un formidable ultraísta? Le dedica un poema al jilguero que comienza: “Flor que cantas, flor que vuelas…” […] Y en otra parte lo llama: “Laúd de plumas volante…” (199-200), escribía a su amigo de Mallorca el 22 de junio de 1921, introduciendo quizá por primera vez a un clásico castellano en las polémicas literarias que lo ocupaban5. Cuando en la carta anterior mencionaba “Ya grita el sol” –un verso de su poema “Guardia roja”, que habría de aparecer en el número 5 de Vltra, el 17 de marzo de 1921–, probablemente sabía ya que ésa no era estrictamente una metáfora dinámica, aunque sirviera para romper con los procedimientos poéticos que consideraba agotados. Las reflexiones que envió a España durante los primeros meses en Buenos Aires permiten seguir en detalle esa búsqueda. “De la madeja sensorial, la memoria sólo almacena los datos auditivos y visuales”, escribía en “Casa Elena (Para una Estética del lupanar en España)”, prosa incluida en el número 17 de Vltra, el 30 de octubre de 1921. Convencido de que 5
Sureda había advertido, sin duda, que la práctica de Borges estaba cercana al expresionismo –en buena medida sirven para referirse a su obra juvenil las cualidades que él mismo atribuía a los poetas alemanes que había difundido: “Vehemencia en el ademán y en la hondura, abundancia de imágenes y una suposición de universal hermandad” (“Acerca del expresionismo”, en Borges, 1925: 148)–, de insospechadas consecuencias en su futuro literario (Morillas).
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eran precisamente esos datos los que habían ocupado la atención de la lírica en el pasado, en el ensayo “La metáfora”, publicado en la revista Cosmópolis en noviembre del mismo año, declaraba preferir los tropos que intercambiaban esas percepciones –de esa especie era precisamente “Ya grita el sol”–, y se interesaba también por aquellos que daban concreción espacial o material a las abstracciones, por las “adjetivaciones antitéticas” e incluso por las imágenes que parecían quedar “al margen de la intelectualización”. De éstas últimas habría de quedar para siempre en su memoria la que Quevedo incluyó en su soneto al duque de Osuna, una de esas escasas imágenes excepcionales que constituirían “el corazón, el verdadero milagro de la milenaria gesta verbal”, al conseguir desplazar la realidad y sustituirla por otra distinta: “Su tumba son de Flandes [sic] las campañas / y su epitafio la sangrienta luna” (Borges, 1997: 118119)6. Sin olvidar la condición individual de cada experiencia y la imposibilidad de llegar a un programa ultraísta común –“nous voulons (3 ou 4 de nous) détruire la réthorique, la conception architectonique du poème, les festons et les astragales comme disait Boileau”–, Borges había defendido ya en Mallorca que cada línea del poema fuera “la synthèse achevée d’une sensation, d’une impression du monde externe ou spirituel, d’un état d’âme”, lo que significaba asignar a la metáfora esa función, fundamental para que el artista –cada artista– pudiera “se façonner un univers fait à son image” (Borges, 1999: 82). Mientras se decía aún fiel al culto “du dynamisme et du fragmentarisme en la poésie” (112), había tratado vagamente de precisar su búsqueda al tiempo que parecía contradecir parcialmente manifestaciones anteriores o trataba de llevarlas hasta sus últimas consecuencias: “Nuestro arte no es individualista. Nuestro arte no es autobiográfico. Nosotros no queremos reflejar la realidad tangible. Nos elevamos sobre ella hacia otra realidad del espíritu, siempre evolucionando” (Borges, 1997: 70-71), explicaba en su “Réplica” a Elviro Sanz. Esa “realidad del espíritu” guardaba indudable relación con “el ángulo de visión” del artista, ángulo que esgrimió en su artículo “Contra crítica” (80) en defensa del pintor Manuel Fernández Peña. Asumiendo con mayor o menor convicción esos planteamientos, Sureda y Borges, con Juan Alomar y José Luis Moll, suscribían el “Manifiesto del ‘Ultra’” publicado en febrero de 1921 en la revista Baleares, donde frente a “la estética pasiva de los espejos” propusieron “la estética activa de los prismas”, la estética del Ultra, orientada a “imponer facetas insospechadas al universo” (86). Meses después, en “Anatomía de mi ‘Ultra’” (95), Borges habría de volver sobre esa diferencia entre la estética de los espejos y la de los prismas, que identificaba respectivamente con “aque6
En “Examen de metáforas” –publicado en la revista Alfar en mayo y junio-julio de 1924– habría de volver sobre esas y otras posibilidades de abordar literariamente el “tropel de percepciones baraustadas” que constituiría el “mundo aparencial” (Borges, 1925: 65-75).
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llos dos polos de la mentalidad, que son el polo impresionista y el polo expresionista”, cuyas manifestaciones podía diferenciar incluso en la nueva literatura. Puesto que en el futurismo veía representada “la tendencia pasiva, mansa, de sumisión al medio” en esta literatura, quedaba claro que con el dinamismo de sus imágenes –y el que habría de descubrir en algunas de Quevedo– Borges no pretendía exaltación alguna de la “objetividad cinética” del mundo contemporáneo. La orientación expresionista que guiaba sus esfuerzos parecía desentenderse de la realidad e incluso negarla: “Yo busco en ellos la sensación en sí, y no la descripción de las premisas espaciales o temporales que la rodean”, pudo resumir. Se trataba, pues, de abordar el territorio que mediaría entre el sujeto y la realidad exterior a él, intento que Borges supo concretar por entonces en la notable riqueza de imágenes comprobable en sus prosas y poemas, sin que el proceso hacia la abolición de la realidad encontrara con eso sus límites. “Les choses n’existent pas: il n’existe que notre idée des choses. Tu vois que dans ceci je suis kantien” (Borges, 1999: 116), declaraba a Abramowicz desde Mallorca, el 16 de octubre de 1920. “Creo que los metafísicos que opinan que la materia no existe, aparte de la percepción que de ella se hacen los espíritus, llevan razón. Creo que una manzana es un conjunto de sensaciones visuales, olfativas, táctiles, etc., y nada más” (197), escribía a Sureda ya desde la Argentina. Había llegado a Buenos Aires convenientemente preparado para escuchar a Macedonio Fernández, sin que dejara de compartir o discutir con su amigo de Mallorca las inquietudes que harían de él para siempre un argentino extraviado en la metafísica7.
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El proceso seguido, detectable por entonces en ensayos como “La nadería de la personalidad” o “La encrucijada de Berkeley” y en poemas de Fervor de Buenos Aires como “Amanecer” –éste relacionado con “la tremenda conjetura / de Schopenhauer o de Berkeley, / que arbitra ser la vida / un ejercicio pertinaz de la mente, / un populoso sueño colectivo / sin basamento, ni finalidad ni volumen”– o “Caminata” –“Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría”–, acusa también lecturas diversas y no siempre bien digeridas. Sus planteamientos y a veces sus cambios de opinión pueden seguirse en su correspondencia con Sureda, que muestra también los intereses que ganaban día a día su atención. “Yo, de ti, me arrojaría de cabeza en el estudio de la Metafísica. Encuentro que el Libre Albedrío, el Determinismo, el problema de si existe o no el Yo, el estudio de lo que son Tiempo y Espacio, el problema del conocimiento, etc. son mucho más interesantes que lo de oírle a un poeta relatar que la luna parecía una claraboya o que su novia tiene trenzas rubias. ¿Y qué es la literatura, en general, sino un barajar de asociaciones o nimiedades como ésas?”, le escribía a fines de junio de 1921, insistiendo –esta vez con la ayuda del “filósofo idealista alemán” Fichte – en que “el no-yo (materia, objetividad, mundo externo) es un producto del yo. Sólo el yo existe” (Borges, 1999: 201-202). Semanas después habría de añadir que “es tan difícil suponer un dolor que nadie siente, como un color que nadie ve o una dureza que nadie palpa. Es decir, no hay objetividad y la idea materialista de causas y efectos no tiene ni pies de cabeza” (204).
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Además de esa búsqueda poética y filosófica a la vez, otros aspectos de la estancia de Borges en España merecen ser revisados. Cualesquiera que fueran sus experiencias vitales anteriores –felices o traumáticas, reales o apócrifas (Williamson: 85-91)–, es evidente que Sevilla y los ultraístas supusieron para él la adopción de la voluntad que se deduce de ese “Jouissons!” que inicia la carta a Abramowicz del 12 de enero de 1920 (Borges, 1999: 72), y que confirman las copas y los prostíbulos que amenizaban las noches e incluso los amaneceres de bohemia literaria. A esas actividades podría corresponder “el relato de una sórdida aventura amorosa, narrada con pelos y señales” que tal vez aparecía en la carta que Borges escribió a Abramowicz el 5 de noviembre de 1919, en Sevilla, en fragmento que Luis Íñigo-Madrigal pudorosamente evitó reproducir (Íñigo-Madrigal: 76 y 81). Las cartas escritas en Mallorca muestran que siguió arriesgando su dinero en la ruleta, a veces con éxito, como en una de sus últimas noches de Palma: “Puis à la Roulette j’avais joui d’une veine inouïe –pour moi– (60 pesetas avec un capital d’une peseta!) et qui me permit de triompher 3 nuits de suite au bordel ¡une blonde somptueusement cochonne et une brune que nous appelions La Princesa et sur l’humanité de laquelle je m’enivrais comme sur un avion ou un cheval. (Une Catalane, pardonne-moi!)” (Borges, 1999: 146). “Casa Elena (Hacia una estética del lupanar en España)” no se agotaba en los límites de un ejercicio literario. Ese Borges “vivo y joven, con las inquietudes propias de un alma inquieta y de un cuerpo lleno de vitalidad”, como resumió Joaquín Marco en el prólogo a las Cartas del fervor (17), habría de quedar fuera –al igual que el ultraísmo– de la imagen de sí mismo que el escritor trató de forjar en su madurez. Por entonces quizá la causa de Borges tampoco tenía nada que ver con lo divino, ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo; sí con lo humano, que se conjugaba en la vida y en la literatura como una realización intensamente personal. Rafael Cansinos Assens es otro de los temas quizá inevitables a la hora de abordar esa etapa española y sus consecuencias. Borges le prestó atención al menos desde que a fines de 1919, en Sevilla, leyera El divino fracaso, citado por su hermana Norah en una carta a Abramowicz (70). Su confidencial correspondencia con Sureda ofrece, sin embargo, referencias nada positivas: el poema “Nostalgia de Sevilla” (Grecia, 50, 1 de noviembre de 1920) le pareció “un salmo bíblico muy diluido y dirigido a Jerusalem más que a Sevilla” (180), se hizo eco de “ciertas deslealtades de Cansinos” (181) de las que le había informado Isaac del Vando Villar, y quizá lo de “Cansinos Assens, asno cansino” (194) no era precisamente una manifestación de respeto. El reencuentro en Madrid, en 1924, avivó el recuerdo de la primera estancia en la capital –una etapa “quoique pas trop mirifique en elle-même est de celles dont j’aimerais toujours garder un souvenir plus ou moins truqué” (78), según había confesado a Abramowicz–, y determinó en gran medida la rememoración idealizado243
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ra de aquel pasado aún reciente, de modo que la última noche sobre el viaducto madrileño evocada en el poema “A Rafael Cansinos Assens” conseguía una significación especial porque finalizaba y culminaba la serie abierta en la madrugada de aquella otra noche iniciática del café Colonial en la que Pedro Garfias, José Rivas Panedas, Tomás Luque y él mismo acompañaron a Cansinos Assens hasta su casa (Pellicer: 210). Como es sabido, Borges y su familia volvieron a Europa en el verano de 1923. Desde Ginebra, el 21 de diciembre de ese año viajaron a España, residiendo en diversos lugares hasta que en mayo de 1924 dejaron Madrid para trasladarse a Lisboa y embarcarse en junio rumbo a Buenos Aires, a donde llegaron a mediados de julio8. La correspondencia con Sureda refleja con claridad que ahora las experiencias vanguardistas habían dado paso en él a la convicción de que “lo primordial es conseguir una expresión eficaz, es alcanzar metáforas que alivien el pensamiento, adjetivos que iluminen el sustantivo, etc” (Borges, 1999: 231). Por otra parte, dos o tres meses de estancia en un Madrid literario distinto dieron pie a que la memoria de Borges empezara a reelaborar un tiempo escindido entre la tertulia del Antiguo Café y Botillería de Pombo y la del Café Colonial: “Yo milité en la de Cansinos y aún perdura en mí la añoranza de la sabática reunión y de los corazones hoy sueltos cuya vigilia de poesía era unánime frente a la enredada ciudad, que arreciaba como una fuerte lluvia en los cristales del café” (Borges, 1925: 16), escribió al evocar aquellas noches ya irrecuperables en “La traducción de un incidente”, artículo publicado originalmente en la revista Inicial en mayo de 1924. Esa reelaboración nostálgica no era ajena a la práctica literaria que Borges estaba desarrollando: a principios de ese año se había declarado escribiendo “un libro de psalmos” –en una carta a Macedonio Fernández desde Valencia (Fernández y Borges: 5)–, proyecto del que al menos quedaron los titulados “Jactancia de quietud”, “Singladura” y el mencionado “A Rafael Cansinos Assens”, que en agosto de ese año aparecieron en el primer número de Proa (segunda época) y fueron incluidos luego en Luna de enfrente. La identificación de Borges con la tradición cultural hebrea se había manifestado ya al menos desde octubre de 1920, desde que en las páginas de José María Ramos Mejía, “historien grave, très connu à Buenos Aires et tout à fait idiot et véridique” (Borges, 1999: 110), descubrió alborozado el origen judío portugués del materno apellido Acevedo. “Je ne sais trop comment célébrer ce ruisseau de sang israélite qui coule dans mes veines”, declaraba al judío Abramowicz, ahora “frère dans la 8
“Dos veces he vivido en Mallorca y mi recuerdo de ella es límpido y quieto” (Borges, 1997: 272), habría de escribir Borges en “Mallorca”, publicado en El Día de Palma el 21 de noviembre de 1926. Cabe deducir que no viajó a la isla durante esta segunda estancia europea. Sureda se encontraba por entonces en Sankt Blasien, en la Selva Negra alemana.
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race et l’ultraïsme” (120). Poco antes había leído Las bellezas del Talmud, la “antología hebraica” que Cansinos Assens había prologado, seleccionado y traducido, y poco después comunicaba a Sureda que había concluido dos poemas, “el 1º, ‘Gesta soviética’, el 2º, ‘Judería’, estilo de salmo bíblico”, y que andaba ocupado “con un poema ultraísta (bíblico) rotulado –inevitablemente– ‘Crucifixión’” (170). Esa identificación con lo hebreo era la que determinaba ahora, al llegar a Madrid y constatar que sólo los rivales de Pombo y de Ramón Gómez de la Serna seguían en actividad, una interpretación de las pasadas disputas literarias que ignoraba el ultraísmo: en “La traducción de un incidente” Borges escribió que “las travesuras leves abaten las austeras lamentaciones; la greguería ha quebrantado el salmo” (Borges, 1925: 16)9. En los inmediatos años siguientes, al tratar de difundir la obra de Cansinos Assens en la Argentina, Borges insistió en su condición de judeo-español, confirmada en Las luminarias de Hanukah (Un episodio de la historia de Israel en España), novela que permitía encontrar “la gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispanohebrea” (Borges, 1926: 95). Quizás esa imagen no era diferente de la que Cansinos Assens se había forjado de Borges10, pues en aquel poema “Judería” (Fervor de Buenos Aires) encontró “acentos dignos del cantor de los Pogroms, del gran poeta de la raza israelita, Bialik” (Cansinos Assens, 1927: 286), y en Luna de enfrente volvió a hallar “una poesía alta y solemne, expresada en versículos de traza sagrada”, lo que le llevó a deducir que la de Borges era “una musa mística y religiosa” e incluso que su pampa era algo así como el desierto puesto a las puertas de Buenos Aires, la Jerusalem argentina (292-293). Esas visiones especialmente interesadas en la tradición hebrea que cada uno creía detectar en el otro, revelan una secreta afinidad entre ambos y tal vez ayuden a precisar el magisterio que Cansinos Assens pudo ejercer sobre Borges. Uno de los aspectos en los que ese magisterio pudo haberse manifestado fue en el interés por el arrabal11. Nada de él parecía interesar a Borges cuando durante el viaje de regreso a Buenos Aires pedía a Sureda que no lo abandonara “en el destierro de la ciudad cuadriculada y de los 9
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Poco antes había evocado el Colonial, “café de espejos abismáticos que lejos de deformar la vida, la aceptan y repiten y comentan con insistencias generosas de psalmo”. Sin perjuicio de la imagen ecléctica, famosa e incomprobable con la que lo inmortalizó “como un nuevo Grimm, lleno de serenidad discreta y sonriente. Fino, ecuánime, con ardor de poeta sofrenado por una venturosa frigidez intelectual, con una cultura clásica de filósofos griegos y trovadores orientales que le aficionaba al pasado, haciéndole amar calepinos e infolios, sin menoscabo de las modernas maravillas” (Cansinos Assens, 1927: 280). Trato de avanzar por el camino abierto por Carmen de Mora en “La invención de Buenos Aires en la poesía de Borges”, en Robin Lefere (ed.), Borges en Bruselas (Madrid, Visor Libros, 2000), p. 49-63.
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jovencitos que hablan de la argentinidad y del civismo y de lo que significa el general Bartolomé Mitre para los siglos venideros. ¡Horror! ¡Horror!” (Borges, 1999: 194). Ni siquiera Palermo, un Palermo en sus límites con Recoleta hasta que en enero de 1922 los Borges regresaron a su casa de la calle Serrano, suscitó sino una descripción en buena medida ultraísta de “un barrio geometral, serio y sosegado. “(Casas de un piso, filas de plátanos otoñales que cubren sus ramas pobres con frías vendas de sol, tranvías, pentagramas telefónicos rayando el flaco y aguachirle azul del cielo, risas de niños en la calle…)”, incluida en la carta a Sureda del 22 de junio de 1921, donde le comunicaba su nueva dirección en Bulnes 2216. El reencuentro con Buenos Aires no le impedía por entonces sentir con intensidad la nostalgia de Europa: “esto no nos entusiasma gran cosa y, en cuanto hayamos ultimado una serie de asuntos que nos molestan, volveremos al viejo continente, más nuevo que éste, que esta América donde todo parece flojo y marchito. Volveremos tal vez antes de un año” (198). Probablemente fue “Arrabal”, publicado en la revista madrileña Cosmópolis en agosto de ese año, el primer poema que acusó su reencuentro emocional con la ciudad en la que había nacido, ya con el luego perdurable impacto de las casas “miedosas y humilladas” y del “pastito precario” que salpicaba las calles y los ponientes del suburbio: “Y sentí Buenos Aires / y literaturicé en el fondo del alma / la viacrucis inmóvil / de la calle sufrida / y el caserío sosegado” (Borges, 1921a), pudo concluir, sin adivinar que alguna versión posterior de ese mismo poema habría de declarar “ilusorios” los años vividos en Europa (Borges, 1943: 33-34). Mientras difundía el credo ultraísta en las revistas murales Prisma y Proa, algunas reflexiones suyas descubren que las renovadoras propuestas literarias que había asumido en España no eran ajenas a la revelación de su ciudad natal que ahora se producía. Porque se trataba de ver el mundo con ojos nuevos, prefería renunciar a la descripción del paisaje, sepultado por siglos de retórica literaria, y creía posible encontrar lo bello en la espontaneidad aún intocada de lo marginal. “Por ejemplo: cualquier casita del arrabal, seria, pueril y sosegada. El café donde estoy (cuyos detalles sólo nebulosamente conozco). El paisaje urbano que los verbalismos no mancharon aún. La cantinela intermitente de un organillo que se derrama por los cangilones de los ruidos más duros” (Borges, 1921b: 197). Proyectada sobre Buenos Aires, esa búsqueda le aconsejaba elegir “una de aquellas horas huérfanas que viven como asustadas por las demás y en las cuales nadie se fija” (Borges, 1921c: 198), para captar al alma de un paisaje urbano caracterizado por una dominante perspectiva horizontal de casas bajas cuyo persistente orden geométrico de cuando en cuando rompían las plazas con la nobleza de sus fuentes y sus árboles. En efecto, como el poema inicial ya dejaba patente, en Fervor de Buenos Aires se mostraron “no las calles enérgicas / molestadas de prisas y 246
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ajetreos”, que a veces se han juzgado las propias de la vanguardia, “sino la dulce calle de arrabal / enternecida de árboles y ocasos / y aquellas más afuera / ajenas de piadosos arbolados / donde austeras casitas apenas se aventuran / hostilizadas por inmortales distancias / a entrometerse en la honda visión / hecha de gran llanura y mayor cielo”12. A los ámbitos urbanos ilustres que inspiraron “La Recoleta”, “El Jardín Botánico” o “La plaza San Martín”, parecía preferirse otros nada notables, como “Villa Urquiza”, con las calles agrestes en las cuales lo que “ayer fue campo, hoy es incertidumbre / de la ciudad que del despoblado se adueña”, y entre las que se contaba la calle Pampa, “larga como un beso”. Hasta allí lo habían conducido las caminatas mencionadas en el prólogo “A quien leyere”, y sobre todo los sentimientos motivados por alguien a quien entonces dedicó el poema “Sábados”: “Para mi novia, Concepción Guerrero”, la joven de la que entonces se había enamorado y con la que proyectó casarse. El lugar de los encuentros solía ser la casa de Norah Lange, una quinta “que está en la misma hondura de la tarde, junto a esas calles grandes del oeste con quienes es piadoso el último sol y en que el rojizo enladrillado de las altas aceras es un trasunto del poniente cuya luz es como una fiesta pobre para los terrenos finales” (Borges, 1924). Razonablemente podía resumir en el prólogo: “Mi patria –Buenos Aires– no es el dilatado mito geográfico que esas dos palabras señalan; es mi casa, los barrios amigables, y juntamente con esas calles y retiros, que son querida devoción de mi tiempo, lo que en ellos supe de amor, de pena y de dudas”. Incluso al cuestionar la “preeminencia” adjudicada al “yo” o a la “personalidad”, tema que por entonces era objeto frecuente de sus especulaciones –la “proclama” de Prisma convertía el ultraísmo en una cruzada contra el autobiografismo, contra “la superstición de yo” (Borges, 1997: 123)–, habría de recordar los paseos en los que los atardeceres del suburbio le eran tan gratos (Borges, 1925: 84-85)13. Esa paradoja o contradicción era tal vez inevitable, se manifestaba una y otra vez en sus escritos y él era bien consciente de ella: “Ya ves: el yo no existe, la vida es un bodrio de momentos descabalados, el Arte (concedámosle una mayúscula al pobre) debe ser impar y tener vida propia, lo autobiográfico hay que ahogarlo para mayor felicidad propia y ajena, etc… (¡Dos veces propia y vida en la frase anterior! Qué escándalo.)” (Borges, 1999: 208), escribía a Sureda precisamente en relación con los propósitos de Prisma. Y no era la primera vez que constataba la distancia entre los manifiestos o los propósitos y la práctica literaria real: “Cielo azul 12
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“Las calles”, en Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires (Buenos Aires: s.e., 1923). Esta edición primera carece de paginación, por lo que en adelante me limitaré a mencionar el poema al que pertenecen los versos citados. El texto al que hago referencia es “La nadería de la personalidad”, publicado originalmente en el número 1 de la revista Proa, de 1922.
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aguado, mar con olitas, sol prestigioso… brr! Escribo unos poemas completamente sensoriales –visuales ante todo– sin conciencia ni afirmación de mí mismo, sin cinestesia” (194), había compartido también con Sureda durante su viaje de regreso a Buenos Aires, como había compartido antes la distancia que podía mediar entre “Aldea”, prosa ultraísta de título “ñoño” (174) escrita en Valldemosa y corregida en Palma, y un poema “muy objetivo, dinámico y frío, que se rotulará ‘Guardia roja’” (179). Por supuesto, Borges no consiguió evitar algunas de las horas del día ya muy transitadas: la segunda versión del ensayo “Buenos Aires” permite advertir cómo la tarde, que antes era el “momento dramático de la jornada” –también contaminado por la literatura–, es ahora cuando las calles recobran un sentir humano que perdura en el tiempo, es la inquietud que “se acuerda con nosotros que también somos inquietud” y, además, “es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros” (Borges, 1925: 80). El prólogo “A quien leyere” de Fervor de Buenos Aires fue una profesión de fe en la disolución del yo y del autobiografismo: “Todos somos unos; poco difieren nuestras naderías, y tanto influyen en las almas las circunstancias, que es casi una casualidad esto de ser tú el leyente y yo el escribidor –el desconfiado y fervoroso escribidor– de mis versos”. No habría de tardar en reconocer que si se había acercado a dos barrios de Buenos Aires era porque “estaban entreveradísimos en su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande”. En suma: “Toda literatura es autobiográfica, finalmente” (Borges, 1926: 145). Si su elección del arrabal como motivo de inspiración se vio determinada por el magisterio de Cansinos Assens –por su ensayo “El arrabal en la literatura” o por conversaciones previas–, es cuestión difícil de dilucidar, aunque de notable interés. Ciertamente, no afecta a los poemas incluidos en Fervor de Buenos Aires, cuyo arrabal nada tiene que ver con el que pueblan “los descontentos de la ciudad, los espíritus precarios que no pueden soportar el grave decoro cívico, todas esas indeterminadas criaturas –escorias o primicias sin elaborar– que se escalonan triste y airadamente sobre las peñas de los aventinos” (Cansinos Assens, 1924: 24-29): lo que el lector encuentra en los escasos poemas que se refieren al arrabal es una ciudad de casas bajas, que entonces eran inmensa mayoría en la capital argentina, un espacio casi siempre íntimo que parecía presto a diluirse plácidamente en los campos circundantes14. Cabe pensar, desde luego, que la erudición literaria de Cansinos Assens respaldó con su autoridad y la de los muchos escritores invocados a un Borges que para 1925 se veía en la necesidad de justificar lo que sus versos habían revelado desde que empezó a acercarse a una ciudad “dos veces 14
La excepción es tal vez “El sur”, donde “discurren los trenes / evidenciando con rudo herraje oficioso / la inmóvil pobrería de las casas / polvorientas de tedio”, para concluir que “todo ello deja un sabor amargo en el alma”.
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millonaria” de cuya dura grandeza “no se elevaba el surtidor piadoso de una sola estrofa veraz” (Borges, 1925: 26), decidido a contribuir a su inmortalización literaria. En los arrabales que oponían su “mezquindad” a la “enormidad” de la llanura pampeana había podido observar para entonces “gigantescas” puestas de sol, ocasos que desfilaban “como maravilladores barcos enhiestos”, ponientes “pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra” (81). Ahora abordaba la construcción de una literatura nacional en la que su ciudad ocuparía el lugar preferente que antes se le había negado: “Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ortúzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y querencia de ponientes en Villa Urquiza y redondel de pampa en Saavedra” (Borges, 1926: 8-9). Se trataba de encontrar para Buenos Aires “la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica” (9) acordes con su grandeza. Más aún: se pretendía acuñar un símbolo para esa realidad15. Borges habría de buscarlo sobre todo en el Palermo de su niñez que ahora había abandonado –desde agosto de 1924 vivía en la Avenida Quintana 222, en el Barrio Norte– y que trató de reconstruir, más que con sus recuerdos personales, con los que los versos de Evaristo Carriego le procuraban. “No hay leyendas en esta tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras calles”, había lamentado Borges en su ensayo “El tamaño de mi esperanza” (8)16. Sabedor de que la tradición gauchesca y Ricardo Güiraldes habían cumplido o cumplían con la pampa, se mostraba convencido de que las nuevas obras duraderas se ocuparían de “la reciedumbre de los malevos” y de “la dulzura generosa del arrabal” (24). En los poemas de Carriego se conciliaban ambos aspectos, aunque ahora Borges pronto empezó a desdeñar el segundo, que había atraído su atención inicial –“el Hombre que dijo: El ciego / evoca memorias de cosas / de cuando sus ojos tenían mañanas…” (Borges, 1921c: 199)–, para centrar su atención en el primero, que parecía condecir con el hasta ahora desco15
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“Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con sus tapias, con su Casa Rosada que es resplandeciente desde lejos como un farol, con noches de sola y toda luna sobre mi Villa Alvear, con sus afueras de Saavedra y de Villa Urquiza que inauguran la pampa. Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble” (Borges, 1926: 143-144). Ese artículo apareció en la revista Valoraciones, en mayo de 1926. El 11 de julio de ese año, ya Borges se mostraba dispuesto a reconocer precedentes –Domingo Martinto, Eduardo Wilde, Marcelo del Mazo, Enrique Banchs y Baldomero Fernández Moreno, además de Carriego– en “La presencia de Buenos Aires en la poesía”, artículo publicado en La Prensa (Borges, 1997: 250-253).
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nocido pasado prestigioso del barrio en el que había transcurrido su infancia: “El barrio era peleador en ese anteayer: se enorgullecía que lo llamaran Tierra del Fuego y el punzó mitológico del Palermo de San Benito aún perduraba en los cuchillos de los compadres” (Borges, 1926: 25-26). En ese hallazgo cabría entrever ecos de las convicciones de Cansinos Assens, para quien, “en todo tiempo, la literatura se ha hecho más viva y más libre por su contacto con el arrabal, y allí ha encontrado sus más vigorosos temas. Se ha llenado de salud, de alegría y de ímpetu, y ha roto sus vestes urbanas”. Ni siquiera olvidó que el arrabal era “un lugar de burlas y de broncas disputas” (Cansinos Assens, 1924: 24), el ámbito adecuado para que Borges imaginase a los orilleros del cuchillo y del coraje.
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Calcomanías España en Oliverio Girondo, el poeta viajero Rose CORRAL El Colegio de México
La fortuna crítica de Girondo en España El primer Oliverio Girondo, el de la década de 1920, es por excelencia un poeta viajero. Sus frecuentes viajes a Europa habían empezado desde su niñez en compañía de la familia y en su formación en colegios de Inglaterra y Francia. Estas circunstancias lo pondrán muy pronto en contacto con las nuevas manifestaciones del arte que allí se gestan. Sus dos libros iniciales, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, publicado en Francia en 1922, en una cuidada edición ilustrada por el propio autor, y Calcomanías, que aparece en España en 1925, dan cuenta de sus desplazamientos y de los escenarios múltiples que su mirada fresca, dinámica y humorística va registrando en esos años, una mirada que abarca tanto espacios públicos como plazas, playas, calles, casinos, milongas, bares, como ciudades turísticas: Venecia, Verona, París, Sevilla, Mar del Plata. A España le dedicará el conjunto de poemas de su segundo libro, Calcomanías. Se sabe que sus incesantes viajes entre Europa y América lo llevan también a África y a Egipto en 19271. Aunque con matices nada irrelevantes que convendrá apuntar más adelante, Girondo parece encarnar, en la década que nos ocupa, el cosmopolitismo de nuevo cuño que define Guillermo de Torre en “El nuevo espíritu del cosmopolitismo”, un capítulo de su Literaturas europeas de vanguardia, que incluye a figuras como Valery Larbaud, Paul Morand y Blaise
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Véase M. Artundo y Martín Greco (2007: 75-88), la “cronología” más completa que sobre la vida y obra del escritor argentino se ha publicado hasta ahora. De algunos de estos viajes han quedado cuadernos, poemas dispersos y prosas (Schwartz, 1987 y 2007). En su introducción a la edición de la Obra completa de Girondo (1999), Raúl Antelo lee algunos de los cuadernos como “una suerte de variante prototextual de los primeros libros” (XXIX). Las citas de la obra de Girondo pertenecen a esta edición.
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Cendrars2. El propio Girondo, desde el epígrafe a sus Veinte poemas, expresará con una sabrosa metáfora gastronómica, que anticipa el manifiesto antropófago de los modernistas brasileños, cuál es el cosmopolitismo en el que se siente a sus anchas, dejando en claro su lugar de enunciación: “… en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla.” (1999: 4). Retoma la misma idea en el “Manifiesto de Martín Fierro” (nº 4, mayo de 1924) cuando dice que “Martín Fierro tiene fe en nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación” (Martín Fierro: 25)3, sin caer por ello en un nacionalismo estrecho o local, como será el caso unos años después, en el seno de la misma revista, con el conocido asunto del “meridiano intelectual de Hispanoamérica”. A principios de los años 20, Girondo se aleja del debate estéril, entonces vigente, entre imitación vs originalidad (o entre europeizantes y americanistas) y asume con alegría, buen humor y sin complejo alguno ese derecho a todos los gustos y/o tradiciones para integrarlos en una visión propia, que sólo puede ser americana4. No debe olvidarse que se trata de una postura original que está totalmente ausente de los distintos manifiestos ultraístas publicados por Borges y sus amigos en Buenos Aires y en esos años, textos que se centran en las formas de la nueva estética. Será tal vez el peruano José Carlos Mariátegui, a quien Girondo conoce a su paso por Lima en 1924, el primero y el que mejor sintetice la originalidad americana de su voz poética: “En la poesía de Girondo el bordado es europeo, es urbano, es cosmopolita. Pero la trama es gaucha” (Mariátegui: 271)5. Según Aldo Pellegrini, en sus distintas estancias en París, Girondo suele “asistir a las manifestaciones surrealistas” acompañado por el escritor francouruguayo Jules Supervielle (Pellegrini: 13). La lectura de un ensayo posterior de Girondo, “Pintura moderna”, nos permite conjeturar que también asistió a reuniones dadaístas que “cultivan el insulto y las 2 3
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Este cosmopolitismo “nace de un sentimiento viajero, de una avidez nómada, de una aspiración ubicua vibrante […] por encima de las fronteras” (Torre, 2001: 413). Las citas referidas a la revista Martín Fierro pertenecen a la edición facsimilar publicada en 1995 por el Fondo Nacional de las Artes de Buenos Aires, con un “estudio preliminar” de Horacio Salas. Era también, en esos años, la postura de Pedro Henríquez Ureña y de Alfonso Reyes, con quienes tuvieron bastante trato los jóvenes vanguardistas argentinos. Cuando se menciona a Borges y su conocidísima conferencia “El escritor argentino y la tradición”, muy posterior, que aboga por ese derecho, se olvida a los que, como Girondo, se adelantaron en ese camino. Su texto “Oliverio Girondo” fue publicado originalmente en la revista Variedades de Lima, el 15 de agosto de 1925.
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palabras en libertad”, que visitó múltiples exposiciones de pintura y que en suma vivió muy de cerca la efervescencia artística de aquellos años (Girondo, 1999: 279-301). El entusiasmo por el arte de vanguardia no está reñido en Girondo con su afición a los museos y a la pintura de todos los tiempos. En Calcomanías es palpable su fascinación por la pintura española, Goya, El Greco, Velázquez, que orienta o encamina algunos de los poemas del volumen, por la de Bosch y Breughel; sus “membretes”6 son también una buena muestra de este gusto. Como parte del programa y de la “misión intelectual” que se propone la revista argentina de vanguardia Martín Fierro, fundada en 1924, Girondo emprende a mediados de los veinte un significativo viaje por el continente americano, que recorre desde Chile hasta México, y con el cual busca crear “un frente único de vanguardia”. Después de pasar por Nueva York, el viaje culmina en España en 1925. El ir y venir de Girondo, lo que llamará su futuro amigo Ramón Gómez de la Serna (1944: 90) su “locura deambulatoria”7, se detiene en 1931, fecha de su regreso a la Argentina, después de una estancia prolongada de tres años en Europa. Es cierto que las circunstancias políticas europeas, sobre todo a partir de 1933 con el ascenso del nazismo al poder en Alemania, serán cada vez menos propicias a los viajes8. Del mismo modo, los movimientos de vanguardia pierden fuerza ante las apremiantes circunstancias históricas o toman otros caminos, más políticos, como en el caso del surrealismo. De allí que el Girondo de Espantapájaros (1932), que sigue siendo un experimentador y un vanguardista, y lo seguirá siendo hasta su último libro, En la masmédula, no tendrá la misma repercusión ni en la Argentina ni en España. Gómez de la Serna notará el vacío crítico que rodea al libro y se quejará del menosprecio hecho a un libro que juzga “admirable”, un libro “del que no ha hablado ni un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión” (1944: 93). Con los nuevos tiempos políticos, años de debates y polémicas, Girondo 6
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Aforismos, cercanos a las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, que empieza a publicar Girondo desde el primer número de Martín Fierro en febrero de 1924. A pesar de que en 1925 se anuncia en la revista la publicación próxima en la Editorial Proa de un libro de Girondo titulado Membretes (condensaciones críticas, de arte y literatura) (no 14-15, enero 1925, p. 101), aparecerán reunidos por primera vez en la edición que hace Losada de su Obra (Buenos Aires: Losada, 1968), a un año de su muerte. Gómez de la Serna publica en el número 40 de la revista Sur una primera semblanza sobre Girondo que titula “Oliverio Girondo (Silueta total a propósito de su nuevo libro Interlunio)” (1938: 59-71). Este texto, reformulado y ampliado, se incorpora a la primera edición del libro Retratos contemporáneos (Sudamericana, Buenos Aires, 1941). Citamos por la segunda edición, de 1944. El escritor retomará los viajes ya en los años 40, junto a su esposa, la escritora Norah Lange, con quien recorre el Brasil en 1943. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1946, viajan de nuevo a Europa.
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no dudó en fijar su postura y contestar la encuesta que le formuló en 1933 la revista Contra, fundada por su amigo Raúl González Tuñón: ¿El arte debe estar al servicio del problema social? Si no le entusiasma el llamado “arte puro”, y en ese sentido su postura no ha variado desde la “La carta a ‘La Púa’” (del año 1922, texto que precede la segunda edición de los Veinte poemas), un arte “que escamotea la vida [en lugar] de vivirla más intensamente”, tampoco se adhiere a los numerosos defensores del arte comprometido porque “el arte no debe ‘servir’ a nadie, pero puede servirse de todo… hasta de la política”9. Y da como ejemplo de lo último la obra del pintor mexicano Siqueiros, entonces de visita en la Argentina: “[puede] o no gustar su pintura; negar que existe en él un pintor me parece arriesgado. Y eso es lo único que le interesa al arte”. Ante posturas excluyentes, Girondo, fiel a su inconformismo y a su entrega vital a la poesía, concluye: “… prefiero lo desgajado y lo viviente: aspiro a un arte de carne y hueso, con cerebro y con sexo, menos perfecto, o de una perfección disimulada bajo una trabajosa y cálida espontaneidad; un arte para todos los días, un poco popular, un poco desgarrado […] un arte que obedezca, tan solo, a las necesidades de su propia existencia.” (Girondo, 1984). No resulta exagerado afirmar que la primera recepción de Oliverio Girondo y el reconocimiento inmediato que merece su obra se dan en España y no en la Argentina. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía es el libro con el que Girondo irrumpe grata y sorpresivamente en el escenario literario español de principios de la década de 1920: todos los comentarios destacan la originalidad de la voz poética del argentino. Y, visto retrospectivamente, lo asombroso es que no se tenía previa noticia del escritor: Girondo no había anticipado la publicación de sus poemas en ninguna revista de vanguardia, española o argentina, no había firmado ningún manifiesto de vanguardia, y tampoco aparecía vinculado con grupo alguno. El único aludido es el de la dedicatoria de los Veinte poemas, “A ‘La Púa’”, “cenáculo fraternal” que, hoy lo sabemos, era un grupo de amigos, escritores en su mayoría, que se reunía en París pero que no estaba directamente vinculado con las vanguardias10. El primer libro de Girondo es en realidad su carta de presentación en España11 ya 9 10
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Se reproduce la respuesta de Girondo en el número 6 de la revista Xul (Girondo, 1984). Vicente Martínez Cuitiño, miembro del cenáculo de la dedicatoria, ofrece un testimonio, poco después de la publicación del libro, en un texto exhumado hace poco por Jorge Schwartz: “Pero… ¿qué es ‘La Púa’? se preguntará el lector. ‘La Púa’ es un cenáculo bonaerense que suele reunirse en París […] iconoclastas los unos, renovadores los otros, diletante el que menos en la substanciosa variedad del conglomerado” (2007: 464). Agreguemos que también este primer libro fue su carta de presentación cuando visita los países de América Latina en 1924. Se sabe que el libro fue reseñado en Chile, Perú, Colombia, Uruguay, y que Girondo llega a los distintos países precedido por la
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que precede la visita del poeta en 1923, en la que conoce a algunos de los escritores que reseñaron con entusiasmo su libro en publicaciones (El Sol, España, El Imparcial) de gran circulación: Ramón Gómez de la Serna, Enrique Díez-Canedo, Gabriel Alomar, entre otros. Evar Méndez, director de Martín Fierro, alude a esta acogida peninsular en el número 2 de la revista, en marzo de 1924, y lamenta la poca resonancia que ha tenido en Argentina este primer libro de Girondo: El cretinismo de las revistas anquilosadas y los magazines cursis […] no ha querido hasta ahora comentar ni emitir un juicio sobre los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo. Individuos de letras de otros países, ajenos a nuestro espíritu y nuestra sensibilidad, son los únicos que nos han dado su impresión sobre esta obra originalísima y vigorosa, que entra por la puerta más ancha en la literatura argentina. (Martín Fierro: 12)12
Otros textos de Girondo seguirán apareciendo a lo largo de la década de 1920 en varias publicaciones españolas: un anticipo de Calcomanías aparece en la Revista de Occidente, un poema suyo en La Gaceta Literaria en 1927, y existen otras contribuciones en Plural (1925) y Bolívar (1930), dos revistas difíciles de localizar13. En 1934, la importante y monumental Antología de la poesía española e hispanoamericana (18821932), que publica Federico de Onís en Madrid, incluye a Girondo en la última sección titulada “Ultramodernismo: 1914-1932”, con el poema que abre Calcomanías, “Toledo”. Pero volvamos a los comentarios que recibe Girondo en España. Ramón Gómez de la Serna intuye en Girondo un espíritu afín al suyo, en el humor y también en el trazo “de imágenes rotundas y greguerías que le pertenecen” (2007: 461)14. La nota de Gabriel Alomar (1923), que no ha sido recogida en volumen, es ya una lectura crítica muy aguda y
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fama de los Veinte poemas, lo que le permite conocer de inmediato a los escritores de las juventudes literarias de cada lugar. En Chile conoce a Neruda, en Perú a Mariátegui y en México a varios de los futuros Contemporáneos, en particular a Xavier Villaurrutia, que publica muy pronto textos suyos en Martín Fierro. Aunque no hay comparación posible con la recepción que tiene el libro en España, es probable que Méndez piense también en las notas de Jean Cassou y Jules Supervielle publicadas en la Revue de l’Amérique Latine en París (Girondo, 1999: 777-798). Los datos sobre las revistas Plural y Bolívar aparecen en el Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936) de Juan Manuel Bonet (1999: 294), en la entrada que le dedica a Oliverio Girondo, aunque no se dan mayores precisiones sobre las contribuciones de Girondo a estas revistas. La cita pertenece a “La vida en el tranvía”, artículo publicado originalmente en El Sol, el 4 de mayo de 1923. Al año siguiente Ramón incluye ese texto en la primera edición de su libro, La sagrada cripta de Pombo. Testimonio del reconocimiento al talento poético de Girondo y a sus “membretes”, Gómez de la Serna le dedicará, a partir de 1940, las distintas ediciones de su libro Greguerías: “Al escritor más original y fantasmagórico de la literatura argentina, a Oliverio Girondo, prócer según el noble estilo de los prototipos, entrañable y viejo amigo, admirado poeta”.
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acertada de los Veinte poemas porque su comentario anticipa la evolución posterior de la poesía de Girondo. Se trata de un libro “carnavalesco”, dice Alomar, “que hace saltar en cabriolas grotescas la apariencia trivial de las formas”. Advierte que detrás de las “máscaras” y de la “danza macabra de las cosas” se esconde una “mueca: la muerte”. Y en efecto, hay aquí sólo un atisbo o un “presentimiento”, como escribirá años después Enrique Molina, de la conciencia de la muerte que “lo invadirá todo”15. Tampoco ha sido recogido el artículo de Margarita Nelken, “La ‘bella obra’ de Girondo”, a pesar de que Girondo atesoraba estas primeras muestras de simpatía e interés por su obra16. Gracias a un breve comentario de Patricia Artundo, se sabe que Nelken se ocupará del libro en tanto obra de arte, como una edición para bibliófilos17. En cuanto a Enrique Díez-Canedo, destaca como algo notorio en el libro de Girondo el “trato con las cosas” y su aptitud para “apresar en imágenes los gestos característicos de las tierras que visita”. También apunta con razón que el poeta “es permeable a la emoción de la vida moderna, que le llega a lo más hondo”, pero observa de inmediato, para no confundirse y malinterpretar lo que pudiera entenderse como un canto celebratorio y a-crítico de la modernidad, que la recibe “con una mueca irónica, como para quitarle solemnidad” (en Girondo, 1999: 636)18. Esta apreciación de Díez-Canedo, junto con el extenso artículo, un poco posterior, “Oliverio Girondo”, de Guillermo de Torre, permite volver a la cuestión del cosmopolitismo de Girondo en esta primera fase de su poesía. De Torre considera que el poeta argentino forma parte de la “nueva raza de viajeros penetrantes, de espíritus cosmopolitas” que “aspiran a sustituir, como Paul Morand, el ‘démodé’ exotismo –esa banal ‘fotografía en colores’– por un nuevo orden de percepciones visuales sobre las fronteras” (1925: 24)19. Si el montaje poético de sus Veinte poemas se asemeja en efecto al de los poetas cosmopolitas de la hora, y la “voluntad de captar diversos referentes simultáneamente”, como ha dicho Jorge Schwartz (1993: 17)20, lo acercan a un Apollinaire (en 15 16
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Véase “Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo”, en Oliverio Girondo, Obra, Buenos Aires, Losada, 1990, p. 9-40. La exposición de 2007 en la Fundación Xul Solar muestra que Girondo conservaba estos textos críticos en un “Álbum de recortes, 1922-1924” (Girondo, 2007: 93). Otro artículo sobre los Veinte poemas, cuya recopilación queda pendiente, es el de Alfonso Maseras en La Veu de Catalunya, de junio de 1923. Patricia M. Artundo, “Nuevos papeles de trabajo: Oliverio Girondo, el arquitecto y sus libros”, en Oliverio Girondo: exposición homenaje 1967-2007, p. 9. Nota publicada en la madrileña revista España, no 386, septiembre de 1923. Antes de ser publicado en Proa (no 12, julio de 1925), el artículo se publicó en España en la revista Alfar de La Coruña (no 50, mayo de 1925). Schwartz analiza detenidamente el “montaje simultáneo”, asociado al cubismo, de los dos primeros poemarios de Girondo y a los precursores de este recurso.
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“Zone”, por ejemplo, que traducirá muy pronto la revista Martín Fierro al español) o a la poesía de Cendrars, sus poemas pueden leerse también como una visión irónica y demoledora de un tipo de viajero cosmopolita, que se regodea con lo nuevo y lo moderno, una visión que subvierte asimismo los clichés turísticos al uso, las imágenes insulsas y empalagosas de tarjeta postal. Ni en los Veinte poemas ni desde luego en Calcomanías el poeta busca deslumbrar al lector con escenarios modernos. No parece casual que el diario de viaje se inicie en Veinte poemas con un “Paisaje bretón”, un pueblo de marineros en donde el tiempo no parece transcurrir, y que el “Exvoto” se sitúe en la plaza del barrio de Flores, alejada del centro de Buenos Aires y de las calles que como es bien sabido Borges juzgaba entonces “chillonas”, “molestadas de prisas y ajetreos”21. En el “Otro nocturno”, ubicado en París, ciudad cosmopolita por excelencia, en la que conviven artistas de diferentes nacionalidades, no aparece nada de lo más característico de la modernidad de esta ciudad, como por ejemplo la Torre Eiffel celebrada (en francés) poco antes por el chileno Vicente Huidobro y en la pintura de vanguardia, ni tampoco algunos de los signos externos más relevantes de lo moderno, como todo lo que significa velocidad (los trenes expresos en los que Barnabooth, personaje y alter ego de Larbaud, recorre Europa) o los adelantos tecnológicos de la hora (telegrafía sin hilo, aeroplanos, hélices, etc.) que abundan en la poesía de esos años. Girondo ignora la ciudad diurna y brillante, la “ciudad-luz” que seduce de inmediato al viajero, para mostrar una cara nocturna, con calles solitarias, en las que el único “canto humilde y humillado” es el de uno de sus lugares menos poéticos, “los mingitorios” (Girondo, 1999: 20). Cuando aparezca por fin un tren, ya en Calcomanías, será, desde el título mismo del poema, una parodia del “tren expreso” ensalzado por los poetas del nuevo cosmopolitismo, un tren que llega tarde o no llega, detenido en el tiempo: “¿España? ¿1870?… ¿1923?…”, reza la fecha al final del poema. Todo lleva a pensar que el Girondo viajero de los años 20 ensaya una mirada propia para sus “paisajes” (la palabra, como se verá, vuelve a aparecer en el título original de Calcomanías) y para los espectáculos que presencia en las ciudades que recorre, una mirada en la que su cosmopolitismo no se muestra esclavo del léxico de la modernidad. La novedad se halla en otro terreno, en la rapidez descriptiva del trazo (“croquis” y “apuntes”), en las asociaciones inesperadas que establecen sus imágenes, lo más celebrado de su primera poesía, cuyo procedimiento, más que a la fotografía o a simples “calcomanías” –aunque se oculte bajo ese título juguetón–, se asemeja a la técnica pictórica de los primeros paisajistas flamencos cuyos “rayos ultravioletas”, que el poeta 21
Véase la nota que escribe Borges sobre el libro Andamios interiores, del poeta estridentista mexicano Manuel Maples Arce. En la primera Proa (Buenos Aires) –que sólo tuvo tres números–, no 2 (diciembre de 1922).
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celebra en un “membrete” sobre Joachim Patinir, “iluminan los paisajes”, rayos, agregamos nosotros, que buscan aprehender otro orden de realidades, que desnudan con crudeza las apariencias y que a la vez dan sentido y profundidad a sus imágenes; imágenes que son también descargas abruptas y eficaces que arrojan una súbita luz, que oscila entre lo real y lo soñado o imaginado, sobre los escenarios vistos o entrevistos. ¿Será entonces Calcomanías una suerte de “radiografía” de la vida española que procura “iluminar” Girondo, como la que le cautiva en los paisajes de Patinir?22
Calcomanías: España como paisaje y espectáculo A principios de 1925, encontrándose Girondo ya en España después de su “gira americana”, se anuncia en Martín Fierro (no 14-15, enero) la próxima aparición de su nuevo libro titulado “España, paisaje alucinado” (Martín Fierro: 92). En el reportaje que le hace el periódico mexicano Excélsior, que se reproduce en el mismo número de la revista, Girondo afirma “ir a España en busca de editor”. Antes, en 1923, en vista de la buena acogida reservada a su primer libro, Girondo había intentado publicar en España una segunda edición de los Veinte poemas, pensando tal vez en una edición más accesible que la primera que era un “livre d’art”, costoso, algo que finalmente se concretará en Buenos Aires con la “edición tranviaria” que hace en 1925 la editorial Martín Fierro23. Pero esta vez Girondo parece resuelto a que su segundo libro, fruto de su viaje por España en 1923, se publique en la península. Regresa a Buenos Aires en mayo de 1925, a casi un año de su partida, con el anuncio de la publicación en Calpe de su libro, ahora con otro título: Calcomanías. Con el libro Calcomanías la presencia de Girondo en España alcanza su punto más alto. Como en un poema suyo posterior titulado “Gratitud”, un “Oliverio Girondo, / agradecido” motiva las dedicatorias a los escritores y críticos españoles que habían acogido favorablemente su primer libro, Gómez de la Serna, Díez-Canedo, Alomar, Nelken, Maseras, y a otros que lo apoyaron y a los que conoció en su viaje anterior: Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors. El nuevo libro de Girondo es reseñado de inmediato por Ernesto Giménez Caballero (1925) en el periódico El Sol, junto con un libro de Ramón, Cinelandia, 22
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El “membrete” completo dice: “Es necesario procurarse una vestimenta de radiógrafo (que nos proteja del contacto demasiado brusco con lo sobrenatural), antes de aproximarnos a los rayos ultravioletas que iluminan los paisajes de Patinir” (Girondo, 1999: 64). La posibilidad de publicar en España una segunda edición de los Veinte poemas aparece en la carta de Nicolás María Urgoiti (dueño de la editorial Calpe) a Girondo, del 25 de abril de 1923. Carta del Archivo Oliverio Girondo de la Fundación Bartolomé Hidalgo para la Literatura Rioplatense. Citada por Patricia M. Artundo en “Nuevos papeles de trabajo: Oliverio Girondo, el arquitecto y sus libros” (2007a: 9).
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con el sugerente encabezado de “España en América y América en España”, por Benjamín Jarnés (1925) en la Revista de Occidente, y también por Guillermo de Torre (1925) en el artículo ya citado. Para Giménez Caballero, la visión de España que ofrece Girondo es la de un “país estático y displicente”, una “España petrificada”, en la que destaca el gesto que caracteriza en su opinión al libro en su conjunto: el poeta argentino “picotea nuestro realismo de crudeza calcomaniaca”. Tanto De Torre como Jarnés y Giménez Caballero no dejan de observar que hay todavía una España demasiado “local” en los poemas de Girondo, imágenes de una España “cañí” según Giménez Caballero o, para De Torre (1925: 26), que es tal vez el más explícito, de “la España – ¿para qué engañarnos?– que más extranjera nos es a nosotros, los jóvenes de hoy, y que más interés ponemos en cubrir…”. Aunque Girondo, gracias “a la chispa de la metáfora refulgente”, sigue diciendo De Torre, se salva de la crítica común de los que ven o buscan en España sólo lo típico o folklórico: fiesta taurina, colmados andaluces, fiestas populares. Tal vez Evar Méndez tenía en mente las críticas anteriores cuando en 1927 se refiere a Calcomanías, libro en el que aparece “una España pintoresca y trágica, que no ven o no confiesan los españoles, y cuyo retrato no les agrada gran cosa” (31). Para Méndez la dimensión crítica presente en el libro de Girondo demuestra la voluntad del poeta de ir más allá de la superficie de lo pintoresco. Gómez de la Serna, años después, comentará con entusiasmo el libro, al que juzga “maestro en visiones escuetas y blasfematorias”, y destacará la “impía pero magistral Semana Santa”, el largo poema en prosa que cierra el volumen (1938: 63). Puede anticiparse que la mueca y la contorsión grotescas que se aprecian en los paisajes y espectáculos de Calcomanías esconden un fondo de tragedia en donde la muerte asoma su rostro, como lo advirtió tempranamente Gabriel Alomar, un rostro mitigado por el humor pero no por ello menos intenso. Cerca estamos, en más de un sentido, de la estética del esperpento de Valle-Inclán que el escritor desarrolla en esos años y para quien “el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada” (Cardona y Zahareas: 24). Resulta asimismo significativo que Girondo, en un “membrete” contemporáneo de la escritura de este volumen, apuntara que “tras todo cuadro español se presiente una danza macabra” (1999: 73). En Argentina, la nota de Borges sobre Calcomanías publicada en Martín Fierro inmediatamente después de la aparición del libro es hoy la más conocida (y citada) de las que aparecen sobre este poemario. El argentino empieza por marcar las diferencias que separan su sentir que le parece “provinciano” y su poesía de “arrabales”, distinta a la de Girondo, la cual, por contraposición, podría pensarse “moderna”, aunque Borges no emplea la palabra. ¿Pero en qué sentido entonces entender la distancia que establece Borges? Éste advierte bien que la modernidad girondiana 261
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no está en el inventario del mundo y de lo nuevo, sino en el modo, en la “violencia” de su mirada y en “la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería” (1925b)24. Por un lado vincula la “manifestación visual e inmediata” de sus textos con la caricatura y “los dibujos animados del biógrafo”, como en el poema “Juerga” en que “el cantaor tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos”, y por otro, en un gesto característico suyo, que se acentuará años después, advierte que algunos de sus procedimientos poéticos son en el fondo antiguos: por ejemplo la metáfora que anima lo inanimado, un proceder común a muchos poetas de vanguardia, está ya en la Eneida y en la Biblia, aunque finalmente no regatea los logros de Girondo ya que aquel modo “toma prestigio bajo su pluma”. Poco después, en Inquisiciones, en su lectura de Torres Villarroel –“ese hermano de nosotros en Quevedo y el amor a la metáfora”–, asociará la “violencia casi física de su verbo” con los Veinte poemas de Girondo (Borges, 1925a: 11)25. Con el tiempo Borges acabará negándole toda innovación a la poética de los jóvenes de vanguardia. Con el cambio de título, muy poco antes de la publicación del libro, es probable que Girondo haya querido alejarse del cliché turístico y evitar “la couleur locale”26. Si este cambio sugiere un deliberado desplazamiento de lo geográfico y del motivo del viaje hacia el procedimiento, “la calcomanía”27 (un juego “de niño grande”, como dice Jarnés en su nota), que recuerda asimismo el “¿por qué no ser pueriles…?” que lanza entusiasmado el poeta en “La carta abierta a ‘La Púa’”, en el título descartado, España, paisaje alucinado, está aludida la mezcla de realidad y de sueño presente en el libro, la proyección de una España real y a la vez fantasmal, en la que finalmente el paisaje es también cultura e historia. Estas engañosas “calcomanías” no son simples reproducciones sino paisajes y espectáculos siempre trascendidos y metamorfoseados por la mirada del observador que trastoca lo que ve, que deforma y amplifica, y 24
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Borges retoma aquel artículo primigenio (“Oliverio Girondo, Calcomanías”, Martín Fierro, no 18, junio de 1925, p. 122) en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Editorial Proa, 1926, p. 92-95. En un ensayo publicado en El Hogar en febrero de 1937 (y posteriormente incorporado en el libro Leopoldo Lugones), “Las ‘nuevas generaciones’ literarias”, Borges insiste ahora en el antecedente que representa Lugones y su Lunario sentimental, sin el cual no se entenderían las imágenes poéticas “irreverentes” de las “nuevas generaciones”, entre cuyas obras incluye su Fervor de Buenos Aires, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y Alcándara, de Francisco Luis Bernárdez: “Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martín Fierro y Proa […] está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario” (Borges, 1979: 498). En uno de sus “membretes” escribe precisamente: “¡Cuidado con las nuevas recetas y con los nuevos boticarios! ¡Cuidado con las decoraciones y ‘la couleur locale’! ¡Cuidado con los anacronismos que se disfrazan de aviador!” (Girondo, 1999: 69). Para Schwartz (1993: 132), la denominación “calcomanías” puede entenderse como una “parodia de la propia fotografía”.
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que se vale de distintos filtros: centralmente, como se verá, la pintura española (pero no sólo) y el lenguaje taurino. Al suprimir el referente del título, Girondo lo reintroduce en los dos epígrafes elegidos. En el primero se asocia a España, interpelándola dos veces, con imágenes sinestésicas en donde predomina lo auditivo (y musical): “¡España!… país ardiente y seco / como un repiqueteo de castañuelas. / ¡España!… sugestión cálida y persistente / como un bordoneo de guitarra”. El segundo es un aforismo conocido de Gracián, el escritor conceptista, con lo cual queda claro que para Girondo la poética de vanguardia no está reñida con la tradición: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno. / Lo malo, si poco, no tan malo”, que alude a la propia poética, a la anotación sucinta o escueta de las visiones que persigue el autor de Calcomanías. También Borges había acudido a Gracián y a un aforismo suyo para definir o explicar el procedimiento ultraísta: “‘Más obran quintas esencias que fárragos’, dijo el autor del Criticón en sentencia que sería inmejorable abreviatura de la estética ultraísta” (Borges, 2003: 288). De los diez poemas que conforman Calcomanías, cinco tienen como marco Andalucía y uno más África, “Tánger”. La predilección del viajero por el sur de España y el predominio de lo andaluz, ya anticipado en “Croquis sevillano” y en “Sevillano” de los Veinte poemas, configura un espacio luminoso y sensual en el que la presencia árabe en la arquitectura se asocia con lo femenino y lo voluptuoso (en “Alhambra”, en particular), una presencia que ha dejado huellas asimismo en la música y el canto: “la quejumbre del cante hondo” que el viajero oye en las calles de Tánger. Además de “Juerga”, poema ubicado en Madrid –la versión española de “Milonga”, de los Veinte poemas–, está presente también el ascetismo castizo en “El Escorial”, en los paisajes toledanos y en un “Tren expreso” que transita en medio de “campos de piedras” y cuya “reciedumbre del paisaje” sugiere de nuevo Castilla28, una Castilla estática que “¿espera, duerme o sueña?”, se preguntaba Antonio Machado en un verso célebre. El poemario se construye no sólo en la alternancia geográfica entre Andalucía y Castilla sino también entre espacios abiertos (plazas y calles) y cerrados (cafés, bares o “salón reservado”), que varían según la luz del día y el ángulo de la mirada y que oscilan entre lo abigarrado y lo solitario o desértico. 28
En un texto en prosa exhumado hace poco, “La diligencia” (Suplemento de Cultura del periódico La Nación, 15 de febrero de 2004), que parece ser contemporáneo del viaje de Girondo por España y de la escritura de Calcomanías, el escritor relata un viaje en diligencia que le permitió “intimar con el paisaje castellano”, su “aspecto calcinado y áspero”, y en el que se refiere al paisaje que adquiere “bajo la luz crepuscular”, “un aspecto fantasmagórico”, presente en la visión nocturna en “El Escorial” y en “Toledo”. En una entrevista muy posterior, de 1962, Girondo le relata con regocijo al poeta Francisco Urondo (164) sus recuerdos de viajes por España en diligencia (“…que la primera diligencia en que viajó llevaba una muerta sentada”), en burro y en “tren botijo”.
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Desde el primer poema, “Toledo”, es notorio que lo que guía la mirada del observador por España es la pintura. Girondo ve ciudades como paisajes en donde lo natural no es un simple telón de fondo o un decorado sino que es parte activa del cuadro, y que se mezcla con los demás elementos que lo componen. Así era ya en “Río de Janeiro”, por ejemplo, de Veinte poemas, en donde “las caravanas de montañas acampan en los alrededores” formando, en este caso, un escenario inestable y dinámico. En “Toledo” se pasa del paisaje toledano, “pintad[o] por algún primitivo español / de esos que conservaron / una influencia flamenca”, al recorrido callejero y al “silencio”, que tiene también su origen en la pintura, en este caso en el Greco. Gracias a los vasos comunicantes que se observan entre los poemas de Calcomanías y los “membretes” que escribe al alimón, es posible acercarse al proceso de construcción de algunas de las imágenes de los poemas de Calcomanías. Veamos primero lo que se dice del silencio que sobrecoge al paseante en “Toledo”: “¡Silencio! / ¡Silencio que nos extravía las pupilas / y nos diafaniza la nariz! / ¡Silencio!” (Girondo, 1999: 31). Pero en el poema se suprime la referencia al Greco, que está en el origen de este fragmento. En un “membrete” publicado en Martín Fierro (165) en septiembre de 1925 se puede apreciar el proceso que lleva de la percepción pictórica a la poesía: “El silencio de los cuadros del Greco es un silencio ascético, maeterlinckiano, que alucina a los personajes del Greco, les desequilibra la boca, les extravía las pupilas, les diafaniza la nariz”. O sea que el silencio de la ciudad de Toledo, que impresiona al poeta, es una proyección literaria de la huella que ha dejado en el poeta la pintura del toledano, un silencio que “alucina”, como el paisaje todo de España en el título inicial del volumen. En este poema la mención al Greco aparece pero desplazada, asociada a un contexto humorístico cuando se alude poco después a los “perros que se pasean de golilla / con los ojos pintados por el Greco”. En el mismo poema la noche y su “gélido aliento de fantasma” convoca a otro pintor, esencial en esta visión de España: Goya, el de las pinturas negras, el de los aquelarres, el “que grababa como si entrara a matar”, escribe Girondo en un “membrete” de 1924 publicado en Martín Fierro (27), recurriendo al lenguaje taurino que también va a ser central en la visión de España presente en Calcomanías. Girondo junta en “Toledo” a dos pintores españoles, dos pintores deformadores de la figura humana y dos visiones opuestas reunidas en el mismo poema, como si quisiera que convivieran lo divino del Greco y lo infernal y grotesco de Goya. “Toledo” evoca también la permanencia en el paisaje del pasado literario (protagonistas entrevistos del Lazarillo y del Buscón) e histórico: asoman “los pies ensangrentados” de los condenados por la Inquisición, sombras fantasmales que siguen vivas en el presente, ya que “se oye la gesta / que las paredes nos cuentan al pasar” (Girondo, 1999: 32). También los “hidalgos” de hoy “se detienen para escupir / con la jactancia con que sus abuelos / tiraban su escarcela a los leprosos” (id.). Girondo 264
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no adopta una actitud contemplativa y escéptica ante el paisaje y su pasado glorioso sino crítica, una actitud que recuerda a algunos de los escritores de la generación del 98, en particular a Antonio Machado y sus poemas sobre Castilla. La pintura de Fra Angélico se asoma en el color azulado de los zaguanes de Tánger y los claroscuros de Rembrandt, “la técnica de Rembrandt”, es la que “ilumina las caras” en la procesión nocturna de los “pasos” en “Semana Santa”. El juego de sombras que invade las calles de Sevilla durante estas procesiones se asocia tanto con la pintura de Goya y Rembrandt como con las películas expresionistas de la época: la procesión de la cofradía del “Silencio” “proyecta en las paredes blancas un film dislocado y absurdo” en donde las sombras cobran vida propia y actúan: “trepan a los tejados, violan los cuartos de las hembras, se sepultan en los patios dormidos” (58). En la atmósfera del Escorial, ante la “sonrisa de una mujer”, “nos [asedian] los pecados de Bosch” (49), en alusión a muchos de sus cuadros (reunidos por Felipe II, constructor y habitante del austero monasterio y palacio) y a la visión infernal de los castigos y torturas que le esperan al pecador, aunque en Girondo, claro, ésta es suavizada por la sonrisa del observador. En el poema “Alhambra” hay un cruce con otro “membrete”, escrito igualmente mientras compone Calcomanías, lo que permite, de nuevo, ver cómo trabaja o compone sus imágenes el primer Girondo. Uno de sus primeros “membretes” versa sobre la presencia árabe en el sur de España: “La arquitectura árabe consiguió darle a la luz la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz en una boca entreabierta de mujer” (Martín Fierro, 1924: 5). La imagen de la luz, asociada a lo femenino, pasa al poema aunque se modifica el agente transformador de la luz para que la escena adquiera un matiz más íntimo o menos impersonal que en el “membrete”: “¡Alcobas en las que adquiere la luz / la dulzura y la voluptuosidad / que adquiere la luz / en una boca entreabierta de mujer!” (Girondo, 1999: 51)29. “Siesta” (45) es tal vez el poema en que mejor se aprecia la oscilación entre lo visto y lo soñado o incluso “alucinado”. El cuadro de una aldea andaluza a la hora del calor y del silencio de la siesta y la visión de unas calles “que sueñan” desata un aliento de muerte que lo impregna todo: lo fantasmagórico acude en pleno día bajo la forma de “un blanco espectro vestido de caballo” que deambula por la calle, y la ilusión de los sentidos “insinúa” la duda de que “los hombres y niños que duermen en el suelo” de un patio “acaso estén muertos”30. De tan real, escribe el poeta, “el paisaje parece fingido”. Aunque la mirada del observador es ambivalen29
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Del mismo modo, en un “membrete” publicado en el no 4 de Martín Fierro (27) hay una anotación brevísima sobre los surtidores de la Alhambra (“¡Las cosas que dicen los surtidores de la Alhambra!”), que se retoma al inicio del poema homónimo. En “Plaza”, de Veinte poemas Girondo, 1999: 23), encontramos una imagen parecida: “Hombres anestesiados de sol, que no se sabe si se han muerto”.
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te, matizada por el humor, y no permite una lectura única, esa muerte entrevista, como al sesgo, asoma en otros de los paisajes de Calcomanías. El poema “Semana Santa”, que cierra Calcomanías, termina con un juego de palabras que trata de desacralizar “¡la Muerte!” (de Cristo), “entronizada sobre el mundo…, que es un punto final!” (59), para intercambiarla por un inocuo “dormir” y alejarla o, mejor, conjurarla con una nota de humor: “¿Morir? ¡Señor! ¡Señor! ¡Libradnos, señor! / ¿Dormir? ¡Dormir! ¡Concedédnoslo, Señor!” (id.)31. En la fiesta taurina, que nunca aparece de manera literal, no parece ver Girondo un espectáculo pintoresco sino una clave de la realidad española en la que se trasluce una concepción de la vida o una visión de mundo en la que la muerte o el juego entre la vida y la muerte tiene un papel central. Pero en el uso desplazado que hace el poeta argentino del lenguaje taurino se advierte que el espectáculo ha perdido su fuerza original ya que aparece en contextos degradados como un despacho de bebidas en “Calle de las sierpes”, un “salón reservado” en “Juerga” o bien en los atrios de iglesias en la “Semana Santa” en donde la festividad religiosa y popular se mezcla con la seducción amorosa. Los actores exhiben lo que queda de la verdadera lid: sólo rituales o gestos vaciados de su substancia. En “Calle de las sierpes” el despacho de bebidas se convierte en una suerte de ruedo en donde los prepotentes “hacendados penetran / […] a muletear los argumentos / como si entraran a matar” (33). El cuadro se completa con los mostradores del despacho “que simulan barreras” y “brindan a la concurrencia / el miura disecado / que asoma la cabeza en la pared” (id.; el énfasis es nuestro)32. En esta escena, presidida por un trofeo “disecado”, queda al descubierto el exhibicionismo y el falso poderío de unos personajes que actúan sin arriesgar nada. En esa misma calle sevillana hay una visión fugaz y jocosa de los curas “ceñidos en sus capas, como toreros” (33). En “Juerga” el cabaret mismo se transforma de entrada en una plaza de toros: “Los frescos pintados en la pared / transforman el ‘Salón Reservado’ / en una ‘Plaza de Toros’, donde el suelo / tiene la consistencia y el color de la arena” (46). En ese escenario, incluso en los gestos más triviales del camarero, como cuando usa “la servilleta a guisa de ‘capote’”, se vislumbra cierta teatralidad ridícula, bufona; el espectáculo se hace francamente grotesco 31
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También su siguiente libro, Espantapájaros, termina con la obsesión de la muerte pero sin el tamiz del humor para atenuar el desasosiego ante el aniquilamiento y la nada, algo que se volverá central en Persuasión de los días. Esta escena es la que aparece dibujada por Girondo al final de Calcomanías. El otro dibujo, el de la portada, representa la escena que convoca el anacrónico tren de “Tren expreso” en el que el pasajero aparece acompañado (como en el poema) por un loro y por telas de araña que se descuelgan del techo. Dos ilustraciones más de Calcomanías, que corresponden al poema “Tánger”, han sido rescatadas del diario La Nación (en Schwartz, 2007: 36).
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Calcomanías: España en Oliverio Girondo
con la aparición del “cantaor”, de las “mamás” y las “niñas”, que se mueven como muñecos o títeres en el mejor estilo esperpéntico: “como si alguien [les] hiciera dar vueltas por adentro” (47). Después de “tartamudear su copla”, el “cantaor” se queda literalmente sin aire y “se desinfla” al igual que un fantoche desarticulado, y las “niñas” ofrecen un “simulacro” de entrega sexual con “pupilas” que describen “las parabólicas trayectorias de un espasmo”. Cuerpo que se muestra pero no se entrega, sexo fingido en el escenario que no se corresponde con la realidad, como sucede con la moral pacata de las “chicas de Flores” en “Exvoto”, ya que finalmente los espectadores “tienen que sepultarse en la abstinencia de las camas heladas” (48). En la mirada distanciada y mordaz del observador existe no obstante “un matiz de compasión, casi de ternura chaplinesca”, como escribe acertadamente Aldo Pellegrini (24). El lenguaje taurino reaparece en la Semana Santa sevillana con la que se cierra el libro, sin duda el espectáculo mayor de Calcomanías, una fiesta popular, callejera, en la que se mezclan todas las voces de la ciudad, lo sagrado y lo profano, configurando un espacio carnavalizado (Schwartz: 157-172) cuya narración parece pautada por el ritmo de los “pasos”. Si los espectadores, “contorsionados por la emoción”, “se acalambran en posturas de capeador [y] braman piropos…” (Girondo, 1999: 55), la seducción amorosa se hace pública y se convierte en un espectáculo humorístico de lucha o, mejor, un simulacro de lucha, en el que resurge la huella de la tauromaquia: las “hembras”, “con ojos que matan” y “cual si salieran de un toril, irrumpen en los atrios, donde los hombres les banderillean un par de miraduras…” (56-57). En el centro del espectáculo está la muerte de Cristo que se asocia nuevamente con lo taurino y una suerte de muerte sacrificial, que “[ve al Señor] cogido como un torero” y cuya imagen sangrienta final se acerca a la de los “caballos de picador” (55 y 59). Esta visión se cruza nuevamente con un “membrete” contemporáneo de la escritura de Calcomanías publicado en el número 1 de Martín Fierro (febrero de 1924: 5), en el que los pordioseros en la calle “petrifican / una mueca de momia” y “ululan lamentaciones con sus labios de perros” (Girondo, 1999: 42). La deshumanización de ese mundo recuerda el poema “Fiesta en Dakar”, de Veinte poemas, en donde “el candombe bate las ubres a las mujeres”, “ubres” que se exprimen y que sirven para alimentar a los poderosos. El espectáculo y el humor, en ambos casos, adquieren tintes siniestros. En la mayoría de los poemas de Calcomanías ubicados en España esta faceta de lo grotesco está ausente: sólo se muestra en los presidiarios, “caras y actitudes de chimpancé” (58), que siguen desde las rejas de la cárcel la procesión de Semana Santa en Sevilla. En “Tánger” la naturaleza misma se vuelve amenazadora y la última visión del poema, momentánea, une lo vegetal y animal en otra configuración propia de lo grotesco que viene a romper un escenario aparentemente idílico presidido por “el resplandor lunar”: “las palmeras 267
Escritores hispanoamericanos en España
que emergen de los techos / semejan arañas fabulosas / colgadas del cielo raso de la noche” (44). Es posible que en la alusión a “la pipa de kiff” haya un guiño al libro homónimo de Ramón del Valle-Inclán, de 1919, en el que se han visto atisbos de vanguardia y a la vez de sus futuros esperpentos, un género que inicia poco después en Luces de Bohemia33. El espectáculo callejero de Tánger, de cuño esperpéntico, pone al desnudo la imagen de una África supuestamente pintoresca cuyo primitivismo (el “arte negro” y sus fetiches) admira por cierto el arte moderno de aquellos años, desde el cubismo al surrealismo. El interés genuino de este cosmopolita singular que fue Oliverio Girondo por el “paisaje” de España y su significado explica un libro muy posterior, considerado anómalo por la crítica, Campo nuestro, que se publica en 1946. Con un lente sin duda distinto, el suelo argentino será el punto de partida de una exploración, o mejor, de una “radiografía”, ahora de lo nacional. La fascinación de Girondo por España se conjuga en Calcomanías con una mirada que distorsiona para comprender, que se empeña en ver mejor y más hondo.
Bibliografía Alomar, Gabriel, “Impresiones de un lector. Veinte poemas para ser leídos en un tranvía”, en Los Lunes de El Imparcial (septiembre de 1923). Antelo, Raúl, “Introducción” a Oliverio Girondo, en Obras Completas (Madrid: Archivos/UNESCO, 1999). Artundo, Patricia M., “Nuevos papeles de trabajo: Oliverio Girondo, el arquitecto y sus libros”, en Oliverio Girondo: exposición homenaje 1967-2007 (Buenos Aires: Fundación Pan Klub/Fundación Eduardo F. Costantini, 2007a), p. 7-22. Artundo, Patricia M. y Martín Greco, “Cronología”, en Oliverio Girondo: exposición homenaje 1967-2007 (Buenos Aires: Fundación Pan Klub/Fundación Eduardo F. Costantini, 2007b), p. 75-88. Bonet, Juan Manuel, Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936) (Madrid: Alianza Editorial, 1999). Borges, Jorge Luis, “Manuel Maples Arce, Andamios interiores”, en Proa 2 (diciembre de 1922). –, Inquisiciones (Buenos Aires: Proa, 1925a). –, “Oliverio Girondo, Calcomanías”, en Martín Fierro 18 (junio de 1925b), p. 122. –, El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires: Editorial Proa, 1926), p. 92-95.
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En el citado poemario de Valle-Inclán, y en particular en esa musa “moderna” que es “grotesca”, “funambulesca”, y que “irrita a los viejos retóricos”, Pedro Salinas (95-97) ve el inicio del estilo o de la estética esperpéntica. También destaca Salinas en Valle-Inclán la gravitación de la fiesta taurina, “gran tema ibérico concebido como espectáculo” y “a lo esperpento” (107).
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Calcomanías: España en Oliverio Girondo
–, “Las ‘nuevas generaciones’ literarias”, en El Hogar (febrero de 1937), en Obras completas en colaboración (Buenos Aires: Emecé, 1979), p. 497-499. –, “Ultraísmo”, en Hugo J. Verani, Las vanguardias literarias en Hispanoamérica (Manifiestos, proclamas y otros escritos) (México: Fondo de Cultura Económica, 2003). Cardona, Rodolfo y Zahareas, Anthony N., Visión del esperpento. Teoría y práctica en los esperpentos de Valle-Inclán (Madrid: Castalia, 1987). Girondo, Oliverio, “Arte, arte puro, arte propaganda”, en Xul (mayo de 1984), p. 9. –, Obra completa, Raúl Antelo ed. (Madrid, Archivos/UNESCO, 1999). –, “Pintura moderna”, en Obra completa (Madrid, Archivos/UNESCO, 1999), p. 279-301. –, “La diligencia”, en Suplemento de Cultura de La Nación (15 de febrero 2004). –, “Álbum de recortes, 1922-1924”, en Oliverio Girondo: exposición homenaje 1967-2007 (Buenos Aires: Fundación Pan Klub/Fundación Eduardo F. Costantini, 2007), p. 90-94. Giménez Caballero, Ernesto, “España en América y América en España: Cinelandia, Calcomanías”, en El Sol (abril de 1925), p. 2. Gómez de la Serna, Ramón, “La vida en el tranvía”, en El Sol (mayo de 1923), en Jorge Schwartz (ed.), Oliverio: nuevo homenaje a Oliverio Girondo (Rosario: Beatriz Viterbo, 2007), p. 461-462. –, “Oliverio Girondo (Silueta total a propósito de su nuevo libro Interlunio)”, en Sur 40 (enero de 1938), p. 59-71. –, Retratos contemporáneos (Buenos Aires: Sudamericana, 1944). Jarnés, Benjamín, “Oliverio Girondo: Calcomanías”, en Revista de Occidente 23 (mayo de 1925), p. 255-257. Mariátegui, José Carlos, “Oliverio Girondo”, en Variedades (15 de agosto de 1925), en Jorge Schwartz (ed.), Oliverio: nuevo homenaje a Oliverio Girondo (Rosario: Beatriz Viterbo, 2007), p. 271-273. Martín Fierro 1-45, 1924-1927. Edición facsimilar (Buenos Aires: Fondo Nacional de las Artes, 1995). Martínez Cuitiño, Vicente, “Oliverio Girondo y sus Veinte poemas”, en Jorge Schwartz (ed.), Oliverio: nuevo homenaje a Oliverio Girondo (Rosario: Beatriz Viterbo, 2007), p. 463-470. Méndez, Evar, “Doce poetas nuevos”, en Síntesis 4 (septiembre de 1927), p. 1533. Molina, Enrique, “Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo”, en Oliverio Girondo, Obra (Buenos Aires: Losada, 1990), p. 9-40. “Oliverio Girondo en México”, en Martín Fierro 14-15 (enero de 1925), p. 92. Pelligrini, Aldo, “Introducción” a Oliverio Girondo, en Antología (Buenos Aires/ Barcelona: Argonauta, 1986), p. 7-41. Salinas, Pedro, “Significación del esperpento o Valle-Inclán, hijo pródigo del 98”, en Literatura española. Siglo XX (Madrid, Alianza editorial, 1970), p. 9597. Schwartz, Jorge, Homenaje a Oliverio Girondo (Buenos Aires: Corregidor, 1987).
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Escritores hispanoamericanos en España
–, Vanguardia y cosmopolitismo en la década del veinte: Oliverio Girondo y Oswald de Andrade (Rosario: Beatriz Viterbo, 1993). –, Oliverio: nuevo homenaje a Girondo (Rosario: Beatriz Viterbo, 2007). Torre, Guillermo de, “Oliverio Girondo”, en Proa 12 (julio de 1925), p. 18-27. –, Literaturas europeas de vanguardia [1925] (Sevilla: Renacimiento, 2001). Urondo, Francisco, “Entrevista de Francisco Urondo [a Oliverio Girondo]”, en Jorge Schwartz (ed.), Oliverio: nuevo homenaje a Oliverio Girondo (Rosario: Beatriz Viterbo, 2007), p. 156-165.
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La edición española y la literatura argentina Los escritores argentinos y la expansión del libro español en Hispanoamérica Fabio ESPOSITO Universidad Nacional de La Plata – Conicet
El deseo de América y la expansión editorial En 1885, desde su misión diplomática en Washington, Juan Valera (1824-1905) confiesa a su joven amigo Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) las expectativas que ha despertado en él la posible firma de un contrato con la casa Appleton de Nueva York para publicar una edición en castellano y una traducción al inglés de su novela Pepita Jiménez (1874). Vislumbra en estas tratativas el punto de partida de un proyecto editorial que difundiría a los autores españoles a lo largo de “las tres Américas”, tomando como centro comercial la ciudad de Nueva York. Su interlocutor celebra la iniciativa, que “contribuiría al esplendor y difusión de nuestra literatura y anularía y sepultaría para siempre en el olvido las malas y groseras ediciones que salen de las prensas de París” (Valera: 255). Este nuevo y fugaz emprendimiento cobra importancia a los ojos de estos dos amigos porque abriría un inmenso mercado potencial en lengua inglesa, en donde, a los ojos del diplomático español, las tiradas se planifican de a millares y los escritores pueden vivir de sus derechos. “Si tiene éxito Pepita Jiménez abriré el camino para que sigan publicando los Appleton libros españoles en inglés”, se atreve a soñar Valera con escaso fundamento. Su desmedida expectativa pronto se convertirá en amarga desilusión cuando la anhelada biblioteca de autores españoles se vea reducida a una traducción de su Pepita Jiménez y una edición no autorizada en castellano de la misma novela. El escritor y diplomático español atribuye el fracaso de la empresa al afán de lucro de los editores neoyorquinos “cien veces más bandidos que el más bandido de los editores españoles” (381). No obstante el paso en falso, estos dos amigos están en lo cierto cuando destacan la necesidad de exportar 271
Escritores hispanoamericanos en España
libros, privilegian América como el mercado a conquistar, señalan la edición francesa como el adversario a vencer y ven en las traducciones del español un camino para llegar a nuevos públicos lectores. Pero no es el interés crematístico ni la presunta mala fe de los editores norteamericanos lo que echa por la borda ese proyecto. No se desembarca en América por esas costas tan septentrionales, ni puede sobrevivirse en el Nuevo Continente con semejantes mercancías en la bodega del barco. En efecto, otras son las causas que abortan la empresa. En primer lugar, a finales del siglo XIX España hace tiempo que ha dejado de ser una potencia imperial y su cultura ha perdido la fuerza y la vitalidad de sus vecinos europeos. Además, Nueva York no es el centro comercial ideal para proyectos editoriales de esa clase. Sin una colonia española apreciable ni lazos históricos significativos con la cultura hispana, no parece un campo propicio para la difusión de libros y autores peninsulares. Asimismo, la literatura española de ese período, algo remisa a asimilar las novedades formales y temáticas del fin-de-siècle europeo, no constituye un gran polo de interés para los lectores americanos, atentos a sus propios talentos y a las figuras de las literaturas europeas con mayor poder de reverberación, como la francesa o la inglesa. Por cierto, México y Buenos Aires parecen adaptarse mejor que Nueva York como plataformas de lanzamiento de las incursiones en los mercados hispanoamericanos, mientras que las novedades traducidas de las literaturas europeas y las obras de los autores americanos resultan más adecuadas que las producciones de los escritores españoles a la hora de despertar el interés de los lectores de esas repúblicas. Así parecen entenderlo los editores catalanes, quienes en 1900 fundan el Centro de Propiedad Intelectual de Barcelona, una corporación patronal destinada a promover sobre todo la exportación de libros1. Numerosas son las editoriales que desde Barcelona se lanzan con éxito a los mercados de ultramar. Por ejemplo, la Casa Maucci desde las postrimerías del siglo XIX cuenta con librerías y centros de distribución en México y Buenos Aires, desde donde surte de traducciones, principalmente del francés, los centros lectores de todo el continente y no descuida las producciones americanas. Edita, por ejemplo, la obra de Rubén Darío y desde comien-
1
Para la formación de corporaciones y asociaciones patronales de la industria del libro en el contexto de las transformaciones económicas, políticas y culturales de España entre 1900 y 1936 véase Martínez Martín et al. (2004).
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zos de siglo difunde una serie de libros denominados parnasos nacionales, esto es, antologías poéticas nacionales de casi todas las repúblicas2. Ramón Sopena, por su parte, lleva adelante buena parte de su expansión comercial gracias al lucrativo contrato suscrito en 1901 con el diario La Nación de Buenos Aires, que lo lleva a imprimir en sus flamantes talleres de la calle Provença los 872 títulos de la Biblioteca de La Nación a lo largo de casi veinte años, a razón de un título por semana en ediciones de 20.000 ejemplares3. Pablo Salvat (1872-1923) es otro de los editores que basa sus ventas en los mercados ultramarinos: una vez inauguradas sus modernas instalaciones, envía a sus dos hermanos menores a un extenso periplo por América que comienza en 1912 en Santo Domingo y concluye dos años después en el Río de la Plata con el propósito de aumentar las ventas, regular el precio de la mercadería, evitar las ediciones “piratas” y asegurar el cobro de los productos colocados. Pero también el viaje sirve para diseñar la producción futura y por esa razón los hermanos Salvat deben recoger datos acerca de la bibliografía hispanoamericana así como seleccionar obras y autores, especialmente para la Sección Medicina, uno de los puntos fuertes de la editorial catalana. Este viaje impacta en las ventas, pero también en la renovación del catálogo, que incorpora autores americanos del gusto y el interés de los nuevos lectores de ultramar4. Estos emprendimientos exitosos –Luis Maucci se ufana de colocar en América más de un millón de ejemplares de libros baratos al año–, ejemplos tan solo de un proceso de expansión mucho más abarcador, instalan la convicción de que el camino de la modernización de las editoriales españolas pasa por Hispanoamérica y dan lugar a un conjunto de creencias que toman forma bajo la idea de una política del libro. Esta política del libro, esto es, el conjunto de estrategias comerciales, políticas y culturales llevadas adelante por los editores, que organiza la circula2
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Luego de enumerar las antologías, liras y parnasos difundidos en Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX, Roberto González Echevarría (1992) concluye señalando que “la tendencia culmina con la publicación de ‘parnasos’ de casi todos lo países latinoamericanos por la Editorial Maucci, de Barcelona, entre aproximadamente 1910 y 1925. Son colecciones desiguales, de carácter eminentemente comercial, a veces sin prólogos ni noticias biográficas. Revelan, eso sí, cuánto se llegó a cotizar la poesía americana después del modernismo” (879). En 1917 Sopena inaugura la línea de los diccionarios, de los cuales la empresa afirma haber hecho tiradas de hasta cien mil ejemplares. Buena parte de estas tiradas estaban destinadas a Hispanoamérica, lo que habla a las claras de la dimensión de esos mercados (Sopena, 1929). En el catálogo de 1915 se puede apreciar 29 títulos nuevos en prensa para la Sección Medicina, lo que indica claramente el dinamismo de la empresa (Castellano, 2005). La edición de Philippe Castellano (2010) del epistolario de los hermanos Salvat constituye una fuente invalorable para completar el panorama de la expansión de los libreros catalanes en Hispanoamérica a principios del siglo XX.
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ción de obras y autores y define centros de consagración y espacios de difusión, es un factor de enorme gravitación a la hora de pensar las relaciones entre los diferentes campos literarios nacionales en ese territorio internacional que es el espacio de la lengua castellana en España y América. Una de las primeras versiones de esta política editorial aparece formulada en la comunicación que Rafael Gutiérrez Jiménez lleva al Congreso Literario Hispanoamericano (1892) en representación del Gremio de Editores, donde sostiene que la escasa presencia del libro español en América se debe a problemas de comercialización y no a las trajinadas cuestiones de raza y lengua. La causa, pues, determinante de la victoriosa competencia que se hace a nuestros libros, ni consiste en la mayor facilidad en la producción del texto, ni en la economía absoluta de la reproducción de ejemplares: consiste exclusivamente en la gestión editorial. La industria de editar libros está inmensamente más desarrollada en el extranjero que en España: las empresas disponen allí de recursos que están en desproporción colosal con los nuestros, y sobre todo, la propaganda y distribución de ejemplares al alcance del comprador, cuenta allí con elementos de una magnitud incomparablemente superior a la nuestra. Esta, y la falta de casas españolas que se dediquen preferentemente al negocio de exportación de libros, es la razón capital de que no vendamos libros en América. (Gutiérrez Jiménez: 8)
Añade además que los libros americanos, que deberían tener en España un mercado natural de importancia tanto para el consumo interno como para el abastecimiento de toda Europa, difícilmente pueden encontrarse en las principales librerías españolas, si no son los que llegan a través del mercado de Leipzig5. Es decir, la falta de contacto comercial entre España y América hace que los autores americanos permanezcan desconocidos en la Península, con excepción de los que ingresan por intermedio de los libreros alemanes. Esto no significa que Gutiérrez Jiménez tenga como principal objetivo poner las obras de los autores americanos al alcance de los lectores españoles. Lo que propone es acaparar su producción para distribuirla en el continente americano y en el resto de Europa, así como también negociar los contratos de traducción a otras lenguas. No tiene en mente tan sólo exportar libros a América, sino consolidar el predominio español sobre un conjunto de mercados nacionales con muy escasas relaciones comerciales entre sí. De manera que a los libreros y editores peninsulares se les abriría la posibilidad de ejercer de promotores e intermediarios de las producciones intelectuales 5
En su exhaustivo estudio sobre las ediciones alemanas en castellano, Álvaro Ceballos destaca la importancia de las redes de librerías alemanas en España e Hispanoamérica, y subraya la figura del comisionista, que desde los grandes centros del libro como Leipzig o Frankfurt atendía los pedidos para sus comitentes en todo el mundo (Ceballos, 2009: 57-80).
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La edición española y la literatura argentina
de las nuevas repúblicas americanas y adueñarse del mercado de las traducciones del y al castellano. Pocos años después, Rafael Altamira (1866-1951), catedrático de la Universidad de Oviedo y una de las figuras señeras del americanismo peninsular, se encolumna en la misma prédica y sostiene que España debería desempeñar el papel de mediador de las relaciones culturales entre los países hispanoamericanos y de Hispanoamérica en su conjunto con el resto del mundo civilizado. Por esta razón, le tocaría la tarea de traducir las obras del pensamiento moderno al español para que sean conocidas en Hispanoamérica. Con esto, es indudable que Altamira pretende disputarle ese rol de traductor/mediador a Francia: Los países hispanoamericanos han manifestado el deseo de que España emprendiese en mayor escala la traducción de obras extranjeras, de todas las obras que representen el pensamiento moderno, y de que fuesen las traducciones fieles y completas; porque los hispanoamericanos, por movimiento natural, han de acudir primeramente, para ponerse en contacto con el pensamiento extranjero al texto español, que así viene a representar el centro de comunicación con las literaturas y las ciencias de todos los países. (Altamira: 517)
Como en el caso de Gutiérrez Jiménez, el centro de la política editorial esbozada por Altamira está ocupado por una política de traducción, en donde los mercados hispanoamericanos son vistos como un tesoro que los editores españoles pretenden arrebatar a sus pares franceses. El proyecto ovetense, de claro perfil académico, incluye no obstante una política editorial que persigue colocar el libro de factura española en todos los rincones de América. Pero no se trata tan solo de difundir la cultura española, sino de ejercer una mediación editorial entre la cultura europea y la hispanoamericana a través de la traducción. Años más tarde, en un ciclo de conferencias organizado por la Cámara Oficial del Libro de Barcelona en 1922, el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona (1874-1944), afincado en España, en donde se desempeña también como editor, advierte que el libro en castellano que circula en América no es de autor español, sino que gran parte de las ediciones extranjeras en esa lengua consisten en traducciones del francés y obras de autores americanos. Opina que es un error intentar vender en América todos los libros que salen en España, puesto que ambos mercados, pese a compartir la misma lengua, no se comportan de manera similar. Y añade que las editoriales hispanoamericanas han comenzado a absorber una porción cada vez mayor del mercado del libro, convirtiéndose en un nuevo adversario para la tan esperada expansión del libro español (Cámara Oficial del Libro de Barcelona: 1922). En la memoria presentada para obtener el cargo de Secretario General de la Cámara Oficial del Libro de Madrid en 1926, Leopoldo Calvo Sotelo se hace eco de estas opiniones y señala que una de las dificultades del libro español en His275
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panoamérica serían los gustos y preferencias de los lectores americanos: “Nada importa que les enviemos libros, si no logramos despertar su curiosidad. Acaso hemos pensado con explicable orgullo de progenitores, que todo lo que nosotros hacemos, por hacerlo nosotros, será bien recibido al otro lado del mar, y convendrá que no hiramos más su susceptibilidad harta dañada a través de un prisma muy diferente” (106). A comienzos de los años 20 los editores españoles reconocen que uno de los obstáculos para imponer sus productos en América, más allá de las limitaciones en la promoción y distribución, las ediciones clandestinas o los precios elevados, consiste en los títulos de sus catálogos, los cuales deberían ser adaptados a las exigencias de un mercado con comportamientos desiguales mediante la inclusión de traducciones y autores americanos6. En esta dirección, en Los problemas del libro en lengua castellana José Venegas precisa este concepto distinguiendo el libro nacional –español, mexicano, argentino o paraguayo–, que por su temática sólo circula en su país de origen, pues para el resto de las naciones carece de interés, del libro hispánico “que tiene toda la dilatada expansión que le ofrecen los países de habla castellana” (1931: 15). Tenemos, por tanto –concluye Venegas–, superando a la industria editorial de cada nación hispanoamericana, otra industria editorial que lanza el libro hispánico, o sea el destinado a ofrecer el mismo interés en una librería de Madrid, que en una de Buenos Aires o de Santiago de Cuba. Para esta industria no existen las veinte fronteras de los veinte países; dispone de un solo mercado formado por el conjunto de todos ellos. (16)
La expansión hacia los mercados hispanoamericanos es una preocupación que domina a libreros y editores españoles desde mediados del siglo XIX cuando, abandonados definitivamente los sueños de reconquista luego de ese avatar militar en las costas de Chile y Perú (1865), se consolida el lento camino de la normalización diplomática entre el Reino de España y las nuevas repúblicas, que se había iniciado tenuemente con el Tratado de Paz y Amistad firmado con México en 1836 y finalizaría en 1904 con el reconocimiento de Panamá (Rama). Desde entonces América se convierte en un horizonte hacia donde se dirigen con bastante frecuencia los sueños y los anhelos de los autores y editores peninsulares. Pero esa vocación americanista que enmascara un legítimo afán exportador, no puede explicarse sin atender a las múltiples y variadas relaciones que los editores y libreros españoles establecen con los mercados editoriales del resto de Europa. Formulado a finales del siglo XIX, este modelo de expansión editorial, esta política editorial española de recuperación e internacionalización iberoamericana, que hace hincapié en el carácter mediador de la edición 6
Para los obstáculos de la proyección editorial española en los mercados americanos, véase Martínez Rus (2002).
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española entre el polo europeo y el americano, permanecerá vigente, con altibajos, durante casi todo el siglo XX (Esposito, 2009 y 2010). Es la clave explicativa de la polémica de los escritores vanguardistas sobre el meridiano intelectual en 1927; el legado que continuarán algunas de las grandes editoriales argentinas y mexicanas a partir de 1938 y uno de los puntos más significativos del programa modernizador de la editorial Seix Barral de Barcelona en la década de 1960 y su vínculo con la nueva narrativa del llamado boom de la novela latinoamericana (Catelli, 2010).
Los escritores argentinos y la edición española Los autores americanos en los primeros años del siglo XX son muy desconocidos en España y en Europa. Recién a finales de la década de 1920, afirma Fernando Larraz, “el número de autores americanos que ven aparecer su obra en editoriales españolas crece expresivamente”. Pese a este desconocimiento, se destaca un grupo considerable de autores que se instalan en la Península, como Alberto Ghiraldo, Alfonso Hernández-Catá, Rosa Arciniega o Rufino Blanco Fombona y obtienen alguna repercusión en el mundo literario español. Pero también consiguen ser publicados por editoriales españolas otros autores que permanecen viviendo en Hispanoamérica, como Carlos Reyles, Hugo Wast o Enrique Larreta. Sin embargo, más allá de estos solitarios pioneros, “esta indiferencia por el despertar cultural y literario de América Latina – concluye Larraz– se va paliando a partir de finales de la década de los veinte, coincidiendo con la expansión de la industria editorial española” (2007: 137 y 2010). En las primeras décadas del siglo pasado, la presencia de los escritores argentinos en los catálogos de las editoriales españolas es escasa, discontinua y asistemática. No aparecen agrupados en colecciones especiales y son casi nulas las bibliotecas individuales. Por ejemplo, en el Catálogo General de 1936 de Espasa Calpe, en la Colección Universal aparecen el Martín Fierro de José Hernández, Facundo de Domingo Faustino Sarmiento y Cuentos de la Pampa de Manuel Ugarte. De acuerdo con las palabras de presentación del catálogo de la colección, su objetivo sería abarcar “el tesoro literario de la humanidad en toda su diversidad y amplitud”, en donde las obras de Hernández y Sarmiento formarían parte de los “clásicos americanos”. La Colección Contemporánea presenta una sección de autores hispanoamericanos que incluye las siguientes obras de autores argentinos: Tres relatos porteños de Arturo Cancela; Don Segundo Sombra y Jamaica de Ricardo Güiraldes; La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta; El inglés de los güesos y Los caranchos de la Florida de Benito Lynch; La gallina degollada de
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Horacio Quiroga7. Estos nombres permiten al menos extraer dos conclusiones: en primer lugar, la edición española no pone en tela de juicio la tradición literaria argentina. En los años 30 Hernández y Sarmiento hace tiempo que encabezan el olimpo menor de los clásicos nacionales. En cuanto a los escritores contemporáneos, la opción pasa por publicar obras ya probadas, que han tenido cierta repercusión entre el público lector argentino, y en donde lo que prima es el eclecticismo estético, esto es, la oferta de productos para todos los gustos. En ambos casos se difunden obras consagradas en su sistema literario de origen. La edición española no ejerce una fuerte intervención sobre el gusto literario sino que opera como difusora de obras consagradas. La inclusión de esos pocos nombres no se debe tanto a un interés de los lectores peninsulares por lo que se está escribiendo por entonces en el Río de la Plata, sino que debe entroncarse en lo que se ha denominado “la política del libro español”, esto es, las estrategias culturales y comerciales de los editores peninsulares para conquistar los mercados de Ultramar. Esta política que, como dijimos, prevé colocar autores americanos en tierras americanas, junto con las traducciones al español de obras del resto de las literaturas europeas tendrá un impacto en el campo literario argentino porque algunos escritores verán en el papel que se atribuyen los editores españoles de religar los mercados hispanoamericanos un camino cierto hacia la profesionalización. Esta política, que aparece esbozada con una notable clarividencia en la comunicación de Gutiérrez Jiménez en 1892, articula la organización de los libreros catalanes en la Cámara del Libro de Barcelona (1918) bajo el ala protectora de las políticas expansionistas de la Casa de América de Barcelona, encabezadas por Francesc Cambó (1876-1947) y Rafael Vehils (1886-1959) (Dalla Corte, 2005 y Esposito, 2010). Los mercados americanos también aparecen en el horizonte de la editorial CALPE, creada por Carlos María de Urgoiti (1869-1951) en 1918, como parte del plan de diversificación de La Papelera Española. En 1921 CALPE abre un depósito en Buenos Aires, que se convierte en el principal centro de distribución de libros de factura española en Hispanoamérica. Escribe Urgoiti para La Nación de Buenos Aires, en ocasión de su primer viaje de negocios a la capital argentina: La venta de las producciones de CALPE en América y la edición por CALPE de obras de autores americanos se harán a base del establecimiento de depósitos encargados de negociar con los autores y de poner a disposición de los libreros nuestras producciones y las de las Casas editoriales que nos confíen las suyas, como lo han hecho La Lectura, Espasa y otras. El primer 7
Espasa Calpe, Catálogo General 1936, Biblioteca Nacional de Catalunya, Fons Bergnes de las Casas, Caja 315.
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depósito lo hemos establecido hace medio año en Buenos Aires, y desde él se atienden los pedidos de la República, los de Chile, Perú y República Oriental del Uruguay. Más tarde nos estableceremos en Cuba y Méjico.8
Este fragmento de una nota de prensa subraya uno de los propósitos de la instalación del depósito de CALPE en Buenos Aires: el reclutamiento de autores americanos. En este propósito subyace el convencimiento de que los públicos hispanoamericanos se inclinan por sus respectivos autores nacionales. Este depósito no está concebido tan solo como un centro de distribución de la producción editorial en el Cono Sur sudamericano, sino también como un ariete para trabar conocimiento de esos mercados9. Otra de las editoriales españolas de gran tamaño, la Compañía Iberoamericana de Publicaciones (CIAP), que revolucionó el negocio editorial en sus escasos años de vida con su tendencia a la concentración editorial, la introducción de técnicas de marketing y publicidad y la búsqueda de nuevos canales de comercialización, también tiene como horizonte los mercados hispanoamericanos (Ortega, 1931). Fundada en 1925 por la banca Bauer y disuelta en 1931 luego de una quiebra que sacudió el mercado español de libros, cuenta entre sus objetivos comerciales con la colocación de traducciones en los mercados hispanoamericanos y la contratación de autores americanos para engrosar sus catálogos. En sus memorias, Pedro Sainz Rodríguez, director literario de la editorial, cita la portada del catálogo de Mundo Latino, el sello de la CIAP encargado de las traducciones, en donde puede leerse: La traducción es otra altísima función que no ha sido realizada en España con la diligencia y perfección necesarias. Resulta lamentable que las obras maestras de la literatura rusa, inglesa, alemana y tantas otras sean conocidas en el mundo de habla española por medio de traducciones francesas y con un retraso inconcebible. Es necesario lograr que el instrumento normal de comunicación de los países americanos con la cultura europea contemporánea sea la edición española y la lengua madre. (1978: 126)
Como vemos, aquí aparece una vez más la política editorial que Gutiérrez Jiménez había esbozado casi 40 años antes. Asimismo, otros de los propósitos editoriales será el reclutamiento de autores americanos con el objeto de ser distribuidos en todo el continente. Se proclama en el Catálogo General de la editorial:
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Urgoiti, Carlos María. “Cómo se organiza una empresa editorial”, en La Nación, Buenos Aires, 29/10/1922. Philippe Castellano (2000), en su exhaustiva historia de la enciclopedia Espasa Calpe, subraya la estrecha relación existente entre el faraónico proyecto de la enciclopedia y las estrategias de la editorial CALPE para conquistar los mercados hispanoamericanos. Véase asimismo Sánchez Vigil (2005).
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Aspiramos a lograr de los escritores hispanoamericanos la misma colaboración que se ha conseguido de los escritores españoles. Actualmente editamos las obras de la inmensa mayoría de los autores españoles, pero no nos creeremos dignos de nuestro título de iberoamericanos hasta el día en que en nuestro catálogo general aparezcan en proporción semejante los escritores americanos puestos en un absoluto pie de igualdad con los maestros de nuestra literatura patria. (127)
Al recordar su viaje a América como director literario de la CIAP, Sainz Rodríguez afirmará que el motivo del viaje fue el obtener la colaboración de escritores americanos y que “firmaron contrato Gálvez, Capdevila, Delfina Bunge, Méndez Calzada, Rojas, Melián Lafinur, Monner Sans entre otros”. Añade además haber contratado a Ricardo Rojas para publicar su producción literaria y como colaborador de la proyectada Historia de América que la editorial tiene pensado lanzar principalmente en las repúblicas hispanoamericanas. Muchos de estos nombres finalmente no aparecerán en los catálogos de la CIAP, no obstante lo cual, lo que interesa destacar aquí, más allá del éxito o el fracaso de esas estrategias editoriales, es el efecto que surten en los campos literarios de las repúblicas hispanoamericanas. Porque en la década de 1920 ya se va imponiendo entre los escritores americanos la idea de que el aparato editorial español es el vehículo más eficaz para transitar las difíciles rutas del Nuevo Continente en busca de ese monstruo sin rostro tan deseado y tan temido. El sector editorial es un excelente campo para observar la circulación de obras y autores teniendo en cuenta las posiciones desiguales de los diversos campos literarios nacionales y sus recíprocas relaciones de intercambio. La literatura española y las diversas literaturas nacionales de las repúblicas hispanoamericanas, señala María Teresa Gramuglio, “poseen como marca distintiva la pertenencia a una comunidad interliteraria compleja cuya base lingüística es el español”. Esta comunidad, agrega, “debería ser pensada como una instancia de mediación entre la historia literaria nacional y la mundial” (2006). Pero la comunidad lingüística del español como un complejo sistema conformado por los diferentes sistemas literarios es, a la vez, un mercado de mercados relacionados entre sí a partir de las redes comerciales tramadas por editores, libreros y comisionistas, quienes cobran una enorme importancia como los agentes encargados de religar los campos literarios desiguales. En otras palabras, la lógica de la producción y la comercialización de libros e impresos marca el territorio y traza los caminos que permiten consolidar las relaciones entre los diferentes campos literarios de esta comunidad de lengua. Como señala Nora Catelli, Barcelona en la segunda mitad del siglo XX se va a erigir como un centro dentro de estas relaciones internacionales desiguales, pero un centro sobre todo editorial. Si desde comienzos 280
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de la década de 1920, la edición española comienza a ganar gravitación en los mercados hispanoamericanos, esto no significa que la Península Ibérica se constituya como el espacio de consagración de los escritores hispanoamericanos. Este centro de edición facilita la circulación de libros y autores ya consagrados en sus respectivos campos literarios, pero no cuenta con la fuerza suficiente como para consagrar y legislar sobre los valores de la literatura hispanoamericana10. La hegemonía peninsular será únicamente editorial, no artística.
El deseo de España y la profesionalización del escritor Es cierto que desde los albores del siglo XX comienza a revitalizarse entre la elite letrada de la República Argentina un impulso hispanista, que lleva a algunos de sus miembros a buscar en la cultura española las raíces de una restauración nacionalista que haga frente a los presuntos efectos disolventes provocados por la inmigración masiva en una sociedad aún demasiado débil para asimilar semejante impacto cultural. También es cierto que ese impulso se revitaliza debido a la acción de otros factores, tales como el vertiginoso crecimiento de la colonia española en el Río de la Plata y la presencia de intelectuales españoles cuya prédica desde la prensa de Buenos Aires o desde foros académicos como la Institución Cultural Española y, más tarde, el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, fortalece unos lazos culturales sumamente desgastados desde la generación romántica de 1837. Pero no menos cierto es que la cuestión del libro contribuye a renovar la mirada que los escritores argentinos tienen sobre España. La antigua metrópoli es una fuente de valores tradicionales, pero también se va convirtiendo a medida que avanza el siglo XX en un centro editorial que permite religar las repúblicas hispanoamericanas y sus respectivos públicos lectores y estimula con ello los procesos de profesionalización literaria. En los debates culturales de fines de la década de 1920 a raíz del polémico artículo de Guillermo de Torre “Madrid, Meridiano intelectual de Hispanoamérica”, aparecido en La Gaceta Literaria (nº 8, 15 de abril de 1927), el vínculo entre las ideologías hispanistas, la expansión editorial y la profesionalización literaria puede percibirse con suma claridad.
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En relación con el boom de la nueva narrativa latinoamericana, Nora Catelli afirma: “No obstante, a pesar de su carácter decisivo, España no consiguió volver a ser un interlocutor estético e intelectual de las otras capitales de la lengua. La relación española entre metrópolis y excolonias carece de las aristas propias de los imperialismos modernos, el francés y el inglés, cuyos centros mantuvieron y mantienen un poderoso atractivo intelectual sobre las élites gubernamentales, políticas y culturales de sus dominios pretéritos” (Catelli: 749).
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Algo antes, en 1923, la afirmación del crítico español Eduardo Gómez de Baquero (1866-1929) en el diario El Sol de que el intercambio literario entre España y América era inexistente, suscitó una airada respuesta en el mismo periódico del artista plástico y periodista argentino Eduardo Schiaffino (1858-1935), quien reformula los términos del problema: hay intercambio, pero desigual. En su opinión, mientras que la circulación de libros de autores americanos en la Península es ínfima, no ocurre lo mismo al otro lado del mar, donde el tan proclamado cosmopolitismo de Buenos Aires hace que sus librerías se colmen de las novedades del mundo entero, entre ellas las españolas11. Esta polémica, que formaría parte de una discusión más amplia en la que participan, entre otros, Rufino Blanco Fombona, Mariano Belliure y Tuero, Enrique González Fiol, Enrique de Leguina y Unamuno, ha sido reconstruida en un trabajo reciente de Alejandrina Falcón (2010). No interesa aquí comprobar las afirmaciones de Schiaffino, sino subrayar la creencia que comparten ambos polemistas: en España casi no circulan los libros de autores americanos y, por añadidura, el gusto de los lectores americanos no se inclina hacia los escritores peninsulares. Cabe destacar que la pregunta sobre el intercambio literario abre de inmediato la cuestión sobre la venta de libros. Como afirma Falcón, “este debate pone en escena los núcleos temáticos que harán de las relaciones hispanoamericanas un verdadero campo de batalla: desigualdad en los intercambios literarios, conflicto lingüístico, competencia editorial, universalismo, localismo” (45). De acuerdo con Falcón, la expansión editorial española sobre los mercados americanos incide también en los debates sobre la lengua literaria y la lengua nacional, ejerciendo una presión para que el idioma de los libros sea una variante del castellano expurgada de variantes dialectales y muy cercana a la norma peninsular. En Babel y el castellano (1928), ese entusiasta alegato a favor de la unidad de la lengua castellana bajo la norma peninsular, Arturo Capdevila (1889-1967) defiende el uso de una lengua literaria homogénea, limpia de marcas dialectales, porque la juzga fácilmente adaptable a las necesidades de un mercado hispanoamericano cohesionado y articulado desde la Península Ibérica. En cuanto a los libros, Capdevila expresa que “una vasta empresa editorial de obras de habla española, radicada en Madrid o en Barcelona, es cosa de suma urgencia” (1928: 44). Haciéndose eco del citado y polémico artículo de Guillermo de Torre sobre el meridiano cultural de Hispanoamérica, Capdevila, en consonancia con el incesante pregonar de los
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La respuesta de Shiaffino aparece en un folleto titulado Las relaciones literarias hispano-americanas (Imprenta de Juan Pueyo: Madrid, 1923) que reúne tres artículos “Los escritores hispanoamericanos en España”, “Una discusión interesante. Las relaciones literarias entre España y América” y “Españoles y Americanos”. El autor del citado libro aparece bajo las iniciales E.S. y se presenta como periodista argentino.
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editores españoles, reclama un meridiano editorial que pase por el Reino de España. El librero de la calle Florida pone a mi disposición libros de Holanda y de Rusia, si los pido. Pero no hallo manera de conseguir el libro de Colombia o de Nicaragua. Tampoco se da en Nicaragua o en Colombia con un libro argentino, como no sea por singular rareza. ¿Qué falta? Falta la empresa editorial que lo realice con tesón, sin inconstancia. Pero esa empresa no se ha de situar útilmente en mejor sitio que España. Esta, por haber sido metrópolis de América, tiene las rutas hechas, aparte de que cuenta para facilitar los cambios con una moneda liviana favorecida aún por la mano de obra barata. Buenos Aires no sirve siquiera para ensayar algo de esto. Carecemos de rutas prontas y cómodas… El libro argentino sale demasiado costoso en Chile. Santiago queda más cerca de Madrid que de Buenos Aires… las distancias en el comercio se miden por el valor de los giros. (Capdevila: 45)
El vínculo entre la unidad idiomática de todo el orbe hispanohablante, el fenómeno editorial y la profesionalización del escritor ha sido analizado con notable perspicacia por Falcón, por eso no ahondaré más en detalles. Pero lo que me interesa destacar acá es la manera en que la acción de los editores españoles instala entre los escritores argentinos con la fuerza y la persistencia del lugar común la idea de que el camino más corto para llegar a los lectores es por la vía de la edición española. En suma, si miramos de cerca los catálogos de las principales editoriales españolas, la presencia de escritores argentinos apenas se insinúa en los años 1920 y 1930. Si, por el contrario, ampliamos la escala de la mirada el panorama es diferente. El tema se instala como un objeto de debate y una preocupación que sobrevuela los círculos intelectuales a ambos lados del Atlántico. Una cuestión que debe pensarse en el contexto de la internacionalización de un espacio de edición en base a una lengua común y que condiciona, en alguna medida, las elecciones estéticas e ideológicas de los escritores argentinos.
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La España renaciente de Valentín de Pedro Herencia modernista y preludio de la polémica sobre el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” Aníbal SALAZAR ANGLADA Universitat Ramon Llull
Valentín de Pedro en el olvido Se diría que de modo casi forzoso, la forma más indicada de abordar el libro del que tratan estas páginas, España renaciente, publicado por la madrileña editorial Calpe en 1922, no parece ser otra que preguntarnos por su autor, Valentín de Pedro, nacido en 1896 en la provincia de Tucumán, en el noroeste argentino. Plantear esta cuestión de partida implica ya una respuesta, pues probablemente tal nombre resulte desconocido no sólo para la mayoría de lectores hispánicos, sino incluso para la crítica literaria especializada, española y americanista. Estaríamos, pues, ante uno de los tantos “olvidados” por la historia que siguen esperando su hora, su pequeña gloria1. Aunque presumo que al decir esto suele pasarse por alto que en buena medida la historia la escribimos nosotros, críticos e historiadores, propensos unas veces a la reconstrucción arqueológica de lo que yace enterrado –¿tal vez por una “nostalgia crítica” heredada?– y otras veces tendentes al júbilo ante los destellos del presente cultural. Juan Manuel de Prada, que en 2001 rescataba la figura de Valentín de Pedro para su libro Desgarrados y excéntricos, lo incluye entre los “desahuciados de la pluma” junto a Pedro Luis de Gálvez, 1
“¿Qué fue de Valentín de Pedro?”, se pregunta Francisco Ayala en sus memorias, que titula Recuerdos y olvidos. Qué fue de este Valentín al que el intelectual español no duda en calificar de “escritor talentoso” (Ayala: 610). Por su parte, Fernando Collado, autor de El teatro bajo las bombas, un libro de interés para la historia del teatro en España en los años de la guerra civil, dedica un apartado al argentino que titula “Valentín de Pedro, crónicas de un olvidado”. Aparece aquí descrito como “uno de los cerebros más lúcidos del mundo de las letras, […] autor de artículos sobre teatro, literatura y arte, recomendables por su objetividad y alteza de miras conque [sic] están tratados cuantos temas aborda” (Collado: 457).
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Diego San José o Mario Arnold (Prada: 156). Es cierto que no pocas veces resulta difícil diagnosticar por qué ciertos nombres acaban situándose en el círculo de luz de la Historia y otros, en cambio, con parecidos o superiores méritos en su haber, permanecen fuera de foco o en el mejor de los casos desenfocados. Y pienso respecto al asunto que me ocupa, y creo poder decirlo objetivamente, que la figura y la obra de Valentín de Pedro, en especial su etapa española, merecen un mayor reconocimiento a tenor de la propia labor del autor y de los datos, muy dispersos, que pueden obtenerse hurgando en enciclopedias, manuales, epistolarios viejos y retazos de memorias de época. Uno de los retratos más completos que existen del escritor aparece en las sabrosas memorias de Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato, quien dedica al argentino algunos párrafos. Fisiológicamente es descrito como un hombre “alto, fornido, con una cara redonda y clara, de una blancura deslumbrante como la de sus dientes de no fumador, y unos ojos afectuosos que se esconden tras unos grandes lentes redondos con armadura de concha” (Cansinos Assens: 18). Ello viene a coincidir, si restamos el barniz literario, con las pocas instantáneas fotográficas del escritor a las que he podido acceder. Más interesante resulta su perfil social e intelectual: “Valentín de Pedro es un joven comedido, respetuoso, cortés, de una ecuanimidad inalterable y un espíritu transparente como los cristales de sus lentes redondos” (18). El escritor sevillano, que muestra total simpatía por el personaje, sitúa a este en la esfera de la bohemia más adecentada; no de aquella otra, la golfemia y sus derivados, la bohemia hampona de las madrugadas en la madrileña Puerta del Sol, la que invocando a Nuestra Señora la Casualidad se ejercitaba en el arte del sablazo. “Solo, sin familia en Madrid, vive en un plan de bohemia decorosa, limpia, sin que nada feo pueda decirse de él” (19). A diferencia de los tantos artistas de la pirueta y cantamañanas que pululaban por el Madrid del primer cuarto del siglo XX, aparece a los ojos de Cansinos Assens como persona instruida, dotada de credibilidad en el terreno de la crítica periodística y revistera. Ciertamente no son nada desdeñables las credenciales que muestra alguien como Valentín de Pedro, valorado en su día por sus coetáneos como un autor y crítico digno de respeto, serio en su quehacer. Cultivó casi todos los géneros, en especial la novela corta: fue uno de los pioneros en España de la novela comprometida de tinte anarco-social2 y autor 2
Entre los títulos más significativos cabe destacar La compañera (1922) y Delatores (1923), ambas publicadas en Madrid en la colección La Novela Roja. Con La Novela Roja, que inicia su andadura en 1922, se inauguran en España las colecciones teatrales y novelísticas de contenido ideológico-político. La colección estuvo dirigida por Fernando Pintado, y en ella se divulgaron textos de Andreiev, Gorki, Zola o Strinberg, al lado de autores españoles como Blasco Ibáñez, Federica Montseny, Salvador Seguí, Federico Urales o los argentinos Alberto Ghiraldo y Valentín de Pedro (Sánchez
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de una de las primeras novelas de la guerra civil, en concreto sobre la toma de la capital: La vida por la opinión: novela del asedio de Madrid, publicada en Buenos Aires por la Imprenta de Aniceto López en 19423. También escribió teatro al lado de dramaturgos de reconocido prestigio como Antonio Paso, Tomás Borrás, Fernández Adarvín y Joaquín Abati; es autor de varios volúmenes de crítica literaria; un ensayo biográfico sobre Rubén Darío que contiene ciertos datos de interés (Pedro, 1961); compuso la primera antología de relatos de autores venezolanos (Pedro, 1923a); y asimismo dos antologías de poesía, una argentina y otra española (Pedro, 1927 y 1966). En su más temprana juventud él mismo jugó a ser poeta y llegó a publicar un libro, hoy casi inencontrable, que lleva por título Rimas de pasión, dado a conocer en Madrid en 1920. En su etapa en España dirigió una de las más importantes publicaciones teatrales de la primera mitad del siglo XX, el semanario La Farsa, donde se publicaron, entre otras muchas obras, primeras ediciones de los Machado, Valle-Inclán y Lorca, una revista que fue el gran referente de la actividad teatral española en los años 1920 y 1930 (Kronik, 1971). En relación también con el teatro, cabe subrayar la labor de Valentín de Pedro al frente de una de las escuelas de arte dramático de mayor relieve, si no la que más, en los duros años de la guerra civil: la Escuela de Capacitación Profesional patrocinada por el Sindicato Único de Espectáculos Públicos creado por la CNT (Collado: 459). Este proyecto, pionero en España, nace en respuesta a una solicitud del Consejo Central del Teatro, órgano regulador de la actividad teatral puesto en marcha por el Gobierno republicano de Negrín y al frente de cuya secretaría está María Teresa León. En esta escuela, con sede en los sótanos del Teatro Alcázar de Madrid, se formaron actores de gran talla, entre los que destaca un jovencísimo Fernando Fernán Gómez. Por cierto que en sus memorias, El tiempo amarillo, el actor tiene un recuerdo emotivo para con Valentín de Pedro, a quien evoca como uno de sus primeros y más decisivos maestros. El teatro, como se ve, ocupa un lugar central en los intereses de Valentín de Pedro y desde luego va a marcar el rumbo de su vida, en el
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Álvarez-Insúa: 392). De mayor éxito que La compañera y Delatores fue otra novela de Valentín de Pedro: El arlequín azul (Madrid: Mundo Latino, 1923), donde el autor se hace eco de los enfrentamientos entre obreros y patronal en el contexto de la acción sindical en la Barcelona de la segunda y tercera décadas del siglo XX. Entre los antecedentes de esta novela podrían mencionarse Los mártires del sindicalismo (1922) de Salvador Seguí, y Páginas de sangre (1922), de E. Torralva Beci, publicadas en La Novela Roja (Castañar: 163). Como precursores inmediatos habría que citar la novela de Eduardo Zamacois El asedio a Madrid, publicada en Barcelona por las ediciones de Mi revista en 1938, por tanto en plena guerra, lo que estuvo a punto de costarle la cárcel al autor; y Contra viento y marea, de María Teresa León, novela dada a conocer en Buenos Aires por la Agrupación de Intelectuales Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE) en 1941, tan sólo unos meses antes que la de Valentín de Pedro.
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plano profesional, sin duda, pero asimismo en el orden afectivo. Cansinos Assens nos da noticia de la que fuera por muchos años su compañera sentimental, una actriz mayor en edad que el argentino, “espléndida y madura como un fruto otoñal”, al decir del crítico, la cual llegó a formar parte de la compañía teatral de Paco Villaespesa, aunque ello no es precisamente un mérito. “En sus andanzas por los teatros ha conocido a una actriz ya madura, mediana como artista, pero espléndida como mujer, que se llama María Boixader y con la que sostiene unas relaciones discretas, en las que ella pone una ternura de matiz maternal” (Cansinos Assens: 19). Como tantos jóvenes autores aspirantes al éxito, Valentín de Pedro vivía –vale decir mejor malvivía– del periodismo y de ocasionales publicaciones que lograba colocar en revistas del momento tanto españolas como hispanoamericanas. De modo que su situación económica era las más de las veces precaria, tal como dejan entrever estas palabras de Cansinos Assens: “María es el hada que vela por este solitario de ternuras. […] Mujer de algún dinero, ayuda también económicamente a Valentín, llena de fe en su triunfo literario” (19). Ese triunfo literario nunca llegó en vida, ni aun después, como ya sabemos. Pese a la ventaja que le ofrecía su nacionalidad argentina, Valentín de Pedro permaneció en Madrid durante la contienda militar y civil que se inicia en julio de 19364. Su temprano compromiso con el movimiento sindicalista, activismo político que llevó por bandera bajo las siglas de la CNT, lo coloca del lado de la causa republicana al estallar la guerra. También, como crítico teatral, venía desarrollando su labor principalmente en las páginas de periódicos confederados como Castilla Libre o CNT de Madrid, y también en el diario El Sindicalista, que dirigía Ángel Pestaña y del que De Pedro fue subdirector (Íñiguez, 1297). Incluso con las tropas nacionales a las puertas de Madrid, siguió adelante con sus tareas de crítico, docente, traductor, adaptador y director de teatro, ofreciendo funciones gratuitas a los milicianos del ejército republicano. Con la toma de la capital en 1939, es hecho prisionero junto con otros intelectuales y periodistas afectos a la República; es juzgado inmediatamente por un consejo de guerra y condenado a prisión por “adhesión a la rebelión”, según consta en los documentos ministeriales del Archivo de Guadalajara. Tras el juicio sumario es conducido a la madrileña cárcel de 4
En su última y reciente edición de Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), Andrés Trapiello menciona en varias ocasiones a Valentín de Pedro, quien vivió como testigo presencial todo el periodo de preguerra y de guerra, incluidos los hechos del asedio a Madrid por las tropas nacionales y la resistencia del ejército republicano bajo el lema “No pasarán”. En un anexo final del volumen (“Las personas del drama”) hay una entrada dedicada al intelectual argentino, acompañada de un retrato fotográfico (Trapiello: 572). La presencia de Valentín de Pedro en Las armas y las letras constituye una novedad fruto de las distintas revisiones del libro, cuyas dos primeras ediciones datan de 1994 (Barcelona: Planeta) y 2002 (Barcelona: Península).
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Porlier, antesala del paredón, donde coincide, entre otros, con los escritores Diego San José, Mario Arnold y Pedro Luis Gálvez, este último fusilado en abril de 1940. Allí vive horas amargas el escritor argentino, mientras cada noche es testigo de una “saca” tras otra, de la que ninguno de los “elegidos” volvía. De algunos de estos pasajes angustiosos da cuenta Diego San José en sus memorias de aquellos años tituladas De cárcel en cárcel (70-81). Cuando suceden estos trágicos hechos, Valentín de Pedro lleva algo más de dos décadas viviendo en España. Llegó en 1916, con apenas 20 años, procedente de Buenos Aires. Después de algún que otro lapsus de ida y vuelta por tierras americanas, acaba por instalarse en Barcelona y más tarde en Madrid. Será esta una etapa fructífera para el escritor, cargada de amistades, algún que otro amor, y muchos libros. Poco menos que un cuarto de siglo, seguramente el periodo más intenso de su vida, con una diversidad de acción y un anecdotario a sus espaldas dignos de consideración. “Colabora con Prensa Gráfica –informa Cansinos Assens–, hace reportajes e interviews y envía crónicas de Madrid a la prensa de Buenos Aires. Tiene acceso a las tertulias de Valle-Inclán, Araquistáin y Manuel Azaña. Y creo que también de Ortega y Gasset […]. Tiene aspiraciones de autor teatral, frecuenta los saloncillos, trata a Benavente, pero hasta ahora no ha logrado estrenar” (Cansinos Assens: 18-19). Sus mayores éxitos en el terreno de la dramaturgia llegarían a finales de los años 20 y comienzos de los años 30, con piezas como El veneno del tango, ¡Engáñala, Constante!, ya no es delito o Una americana para dos, estas dos últimas escritas en colaboración con Antonio Paso. En cuanto a la novela, tan sólo en la década de 1920 llega a publicar casi una veintena, algunas firmadas bajo el seudónimo de Valentín de la Villa, casi todas ellas breves, pensadas para su publicación en las colecciones populares La Novela Mundial, La Novela Semanal, Los Contemporáneos o La Novela Popular Semanal. Claro que, pese a lo abultado de su currículum, no deja de tratarse de un autor argentino residente en España, circunstancia que a efectos de historiografía tiene su complicación, qué duda cabe. Vivimos ahora un periodo de deconstrucción de las naciones en el que se han ido conformando sociedades híbridas de difícil definición. Sin embargo, en tiempos en que la crítica ha jugado impunemente y con tanto empeño a la territorialización de esa realidad que llamamos literatura, lo que dio como resultado inevitable una suerte de nacionalismo cultural, supongo que en nada hubo de favorecer la indefinición geográfico-cultural de ciertas figuras, de las que en su día no se sabe a ciencia cierta si van o vienen, de qué lado del Atlántico caen, y en definitiva a qué ámbito nacional han de ser adscritas, como si los conceptos nación y literatura hubieran de ser enteramente correspondientes en su demarcación. En este sentido, al abordar el estudio de la novela española entre 291
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1936 y 2000, Ignacio Soldevilla Durante se pregunta: “¿A qué literatura pertenece Valentín de Pedro?”. Y expone el caso: “Tucumano de padres españoles, que desde los veintiuno a los cuarenta y tres vive en España y en ella publica su obra narrativa y colabora con Paso, Borrás, Abati y Ardavín en sus empresas teatrales, y será director del semanario La Farsa, hasta que al término de la guerra civil regrese a Buenos Aires en 1942” (Soldevilla Durante: 361). El caso de Valentín de Pedro, como el de tantos otros apátridas –Luis Amado Blanco, Luis Ricardo Alonso, Horacio Vázquez Rial–, presenta, pues, cierta complejidad en cuanto a su ubicación geopolítica en el ámbito de las letras hispánicas. Esta problemática nos proporciona alguna que otra curiosidad. Por ejemplo, el hecho de que Valentín de Pedro aparezca recogido en un artículo de 2004 como español exiliado en la Argentina peronista tras la guerra civil española (Bonardi: 56). O esta otra, no menos anecdótica: en el imprescindible libro de Emilia de Zuleta Relaciones literarias entre España y la Argentina (1983), a pesar de que la autora conoce que se trata de un “argentino hijo de españoles”, lo cierto es que en el capítulo dedicado a la revista Nosotros el escritor tucumano aparece tratado en un epígrafe que lleva por título “Los españoles en Nosotros” (Zuleta: 18-24). Seguramente el propio Valentín de Pedro contribuyó en no pocas ocasiones a alimentar la confusión en torno a sus señas de identidad, hecho que en buena parte viene dado por su idea –“mi quimera”, como él la llama– de un espíritu hispánico armónico que reúne los destinos de España y América. En “Camino de España, en el Atlántico”, uno de los textos que conforman España renaciente, puede leerse: “Por mi sangre y mi idioma, yo me afirmo español” (Pedro, 1922: 12). Y también: “Hijo de españoles, yo no tengo de argentino más que aquella gota de sangre que da el ambiente […]; gota de sangre que puede transformar y rejuvenecer la raza pero que no impide sentir a veces toda la vejez de los antepasados” (17). En sintonía con este parecer, no es infrecuente el uso en sus escritos de la expresión “la América española” para referirse a Hispanoamérica. España es, en palabras del autor, el “corazón de nuestra estirpe, flor suprema que aroma dos mundos, solar de nuestra raza” (16).
España en el corazón Más allá del mero hecho de que residiese en España por un tiempo prolongado y publicase allí buena parte de su obra, el interés que suscita Valentín de Pedro en el marco de los estudios transatlánticos radica sobre todo en la especial preocupación que muestra por las relaciones entre España y América, sabedor como era de las dificultades que rodeaban a tales relaciones, no siempre bien avenidas. Esta problemática se refleja de forma muy visible en una parte fundamental de su obra, pues fue mucho el empeño que, dejando de lado la conveniencia y acierto de sus planteamientos, puso el escritor argentino en el ensayo de nuevas 292
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soluciones que abriesen una vía posible en el diálogo entre ambos mundos. Tres libros cabe mencionar al respecto, que cito en orden cronológico: España renaciente (Madrid: Calpe, 1922), en el que centraré mis comentarios; Próceres argentinos en España (Buenos Aires: Partenón, 1945), volumen donde curiosamente el autor lleva a cabo un estudio similar al que ahora, más de medio siglo después, acometemos nosotros: el seguimiento del paso por España de intelectuales hispanoamericanos, en concreto de la Argentina (aunque el citado trabajo se adscribe a figuras del siglo XIX: Belgrano, Rivadavia, Sarmiento, Alberdi, Mitre, entre otros); y finalmente, el ensayo América en las letras españolas del Siglo de Oro (Buenos Aires, Sudamericana, 1954). El conjunto de ensayos, entrevistas y apuntes paisajísticos que componen España renaciente fue apareciendo en revistas y diarios españoles y americanos (La Esfera de Madrid, Plus Ultra de Buenos Aires o El Nuevo Diario de Caracas) a lo largo de 1921, año en que Valentín de Pedro vive a caballo entre Madrid y Buenos Aires. El libro, editado por Calpe en 1922, pasó desapercibido en su día para la crítica y aún hoy sigue siendo una obra desconocida de la que apenas hay rastro alguno5. Ello pese a que contiene un material formidable que constituye todo un retrato social e intelectual de la España siglo XX; una “España nueva”, aquella de Ortega y Gasset y Ramón y Cajal, de Picasso y Gómez de la Serna, pero también la España por la que deambulan, con mucho que decir aún, los más viejos: Antonio Machado, Juan Ramón, Unamuno, Pío Baroja y Valle-Inclán. Es la España convulsa de Alfonso XIII, la España de Maura, Eduardo Dato y García Prieto, deseosa de despegar tras un periodo calamitoso, el del último cuarto del siglo XIX, y recuperar así, en el marco de la Europa contemporánea, si no el lugar señalado que antaño ostentara, al menos un puesto de cierto relieve en el concurso internacional. Aunque son muchos los aspectos que cabría comentar acerca de España renaciente, dos son los puntos en que quisiera centrar mi atención, anunciados ya en el título que encabeza el presente trabajo. De un lado, en lo tocante al género en que se inscribe la obra, me interesa rastrear lo que de herencia modernista tiene en la dirección en que apunta Beatriz Colombi cuando, dejando atrás el costumbrismo romántico anglofrancés, habla de “las retóricas del viaje a España”, con España contemporánea de Rubén Darío como gran libro de referencia. Por otro lado, sin abandonar la estela del pensamiento fin de siglo, pero apuntando ya hacia un nuevo contexto más cercano a la ideología novecentista y a las estéticas de vanguardia, sostengo que esta miscelánea entre crítica y periodística que compone Valentín de Pedro ha ser leída como preludio 5
En 2005, Espasa-Calpe volvió a publicar el libro en una edición facsimilar, exclusiva para la venta en quioscos, que se ofertaba junto con el diario La Voz de Galicia.
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de una de las más ácidas y sonadas disputas que tienen lugar en el campo ideológico-cultural hispánico en la segunda mitad de la década de 1920. Me refiero, cómo no, a la tan traída y llevada polémica del meridiano intelectual de Hispanoamérica. Trataré de exponer de forma muy condensada una y otra cuestión, que hacen de España renaciente un libro harto interesante desde su título mismo. España renaciente se enmarca de lleno en lo que Colombi ha denominado “las retóricas del viaje a España” (102). Dos son los precedentes insoslayables que enseguida vienen a la mente: España contemporánea (París: Garnier, 1901) de Rubén Darío; y Visiones de España (Valencia, Sempere, 1904) del argentino Manuel Ugarte. Hay sin embargo otros libros, tal vez menos tratados, pero que cabría tener en cuenta. Por ejemplo, Recuerdos de España (Buenos Aires: J. Peuser, 1897) del peruano Ricardo Palma; o Al través de la España literaria (Barcelona: Maucci, 2 vols., 1904) del argentino José León Pagano, esta última obra casi desconocida pero igualmente interesantísima. Pese al precedente de Palma, suele aceptarse que es Rubén Darío quien de manera simbólica inaugura el viaje a España de los intelectuales hispanoamericanos en el periodo de entre siglos. “Merced al prestigio de su figura y de sus producciones, da impulso a un ritual que tendrá cultores hasta la Primera Guerra Mundial (con Larreta y Nervo)” (Merbilhaá: 246). Aunque a decir verdad, en la organización de los materiales el libro de Valentín de Pedro se acoge más a Visiones de España de Ugarte que a España contemporánea, tal vez por ser aquel un modelo algo más cercano, o quizá por tratarse de un intelectual argentino que, pudiera entender De Pedro, ha seguido un itinerario parecido al suyo. Existen, además de los que cito, otros muchos referentes del viaje modernista a España; algunos muy conocidos, como es el caso de las crónicas de Enrique Gómez Carrillo en su ruta por Madrid, Barcelona, Santander, San Sebastián, Sevilla, Santiago de Compostela y la isla de Mallorca, donde visita a Rubén Darío6. Vistas en su conjunto, estas crónicas ponen de manifiesto el interés renovado de los latinoamericanos por las cosas y gentes de España, y contribuyen en cierta medida –pero sólo en cierta medida– a deshacer la imagen enquistada de una España rancia y caduca, atrasada en su catolicismo atávico y engreída en tanto que antigua metrópoli de las colonias de ultramar. Subrayo “sólo en cierta medida”, pues aún queda un resquicio de pintoresquismo en las descripciones que de las costumbres y paisajes de España realizan los viajeros hispanoamericanos arriba citados. Así, el retrato que ofrece Rubén Darío en sus crónicas finiseculares es todavía presa del tópico, dibujando un país de luces y sombras, de fuertes con6
Véanse los textos recogidos en Gómez Carrillo, Enrique, Vistas de Europa (Madrid: Mundo Latino, 1919); y asimismo los varios volúmenes de crónicas publicados por la misma editorial como parte de sus obras completas.
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trastes entre la España alegre (sensual y morisca) y la España negra (inquisitorial y católica), la España del clavel y de la espada: “Es la tierra de la alegría –escribe Darío–, de la más roja de las alegrías: los toros, las zambras, las mujeres sensuales, don Juan, la voluptuosidad morisca; pero por lo propio es más aguda la crueldad, más desencadenada la lujuria madre de la melancolía; y Torquemada vive, inmortal” (1950: 114). O qué no decir del halo de orientalismo que, aunque tímido y retórico, pervive en la crónica de Ugarte. Ello puede verse ya desde el párrafo con que da comienzo su libro: “Después de las landes y los grandes bosques de pinos que alzan sus masas obscuras a lo largo de la vía férrea desde Burdeos hasta Bayona, se abre, al acercarse a la frontera hispana, un panorama nuevo y multicolor, lleno de pinceladas vivas, como un paisaje oriental” (Ugarte: 5). Por su parte, Gómez Carrillo se empeña en contemplar Palma de Mallorca como una “estampa japonesa”. Pero al mismo tiempo, y he aquí esa incipiente desmitificación de que hablo, en su segunda visita a Sevilla el escritor guatemalteco se lanza a la tarea de desarmar el tópico de esa Sevilla romántica de pandereta y torería, “la del cromo de feria”, metonimia de la España folclorista. ¡Ah!, linda Sevilla de exposición universal y de cartel de toros, Sevilla para zarzuelas muy alegres y muy suntuosas, […] cuánto te hemos admirado todos en nuestra ignorancia!… Pero, por desgracia, o por fortuna, no eres así. No… No tienes ni ese cielo uniforme de crudo ultramar, ni ese aspecto de feria perpetua, ni esa atmósfera color de llama, ni ese modo algo petulante de reír. No, no, mil veces no… […] Y por no tener nada de lo que se ve en los cromos, ni siquiera eres azul y oro. (Gómez Carrillo, 94)
Del mismo modo que Darío y Ugarte, en su construcción cronística de España, hacen esfuerzos conscientes por alejarse de la imagen pintoresca, vestigio del viaje decimonónico, Valentín de Pedro abre su libro con igual pretensión, pero en un doble sentido. Por un lado, trata de deshacer la imagen distorsionada de Hispanoamérica enquistada en la mirada de los españoles (“esa América turista y explotable, con personajes de sainete”); y en la dirección inversa, persigue erradicar la chusca mitología que sobre España se ha ido conformando en ciertas partes del continente americano. “Ni ésta es la España ni aquélla la América que nos interesan”, afirma el escritor (Pedro, 1922: 10)7. Al efecto de lograr 7
Este talante conciliador es también herencia del viaje modernista a España, y en esto España contemporánea vuelve a ser ejemplar. En las crónicas de Rubén Darío, así como en las que se escriben siguiendo su estela (Ugarte, Pagano, etc.), la mirada del intelectual se acerca más al “pacto de reconciliación” que al “ajuste de cuentas” derivado de la “deuda colonial” (Colombi: 106). Es sobre todo la posición de Rubén Darío respecto a España la que sirve de norte y guía a las pretensiones de Valentín de Pedro de acordar las dos orillas y expresar un sentimiento integrador de la raza. No es casual, pues, que la idea de hispanidad que defiende De Pedro aparezca arropada en España renaciente con unos versos del nicaragüense, sacados no de Cantos de vida y esperanza sino de un poema posterior, fechado en 1912, que lleva por título
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un acercamiento mutuo y sincero, propone la creación de “corrientes de simpatía”, esto es, “corrientes migratorias” que han de favorecer un clima de fraternidad y comprensión. Y es España, apostilla, quien ha de tomar la iniciativa, dadas las fuerzas renovadoras que se operan en el país. Los augurios de Valentín de Pedro son claros: “España se encuentra en un estado de maravillosa gestación, de nueva primavera, y no será extraño que el prodigio de una confederación iberoamericana se realice pronto, aunque sólo sea espiritualmente; más tarde vendrá su forma política” (204). Es esta la imagen de su deseo y el motivo que lo mueve a componer una obra como España renaciente, según él mismo confiesa. Sin embargo, no debe pasarse por alto que el acercamiento entre España e Hispanoamérica es contemplado por el autor desde la integración de lo americano en lo español, estableciendo con ello una renovada jerarquía en función de una relación de pertenencia. Dicho en otras palabras, Hispanoamérica se presenta a los ojos del escritor argentino como una extensión de España allende los mares. “Por el idioma –que significa sangre, espíritu–, América sigue siendo España” (30). Se diría que, pese a su origen, Valentín de Pedro parece pensar más desde una mentalidad española, o españolista, y por tanto de orden colonial, que como ciudadano americano orgulloso de su particular nacionalidad segregada de la antigua metrópoli. Uno de los aspectos de mayor interés que ofrece España renaciente es sin duda alguna la propuesta que bajo el rótulo de paniberismo ensaya Valentín de Pedro pensando en cómo han de conducirse las relaciones transoceánicas. No es ajeno el argentino, desde luego, a la competencia que suponen, de un lado, el Gigante norteamericano, que empieza a despuntar en lo económico y a endurecer su política exterior; y de otro, “Español”: “Yo siempre fui, por alma y por cabeza, / español de conciencia, obra y deseo; / yo nada concibo y nada veo / sino español, por mi naturaleza”. Darío actúa a los ojos del escritor argentino como un símbolo que enlaza la tradición hispánica con el futuro hispanoamericano. Esto mismo se colige del modo en que Valentín de Pedro concluye su citada biografía sobre Rubén Darío: “Él había dicho: ‘Soy un hijo de América, soy un nieto de España’. Y la América española lo reconoce, reconociéndose en él, unánimemente suyo. Y España lo incorpora a su gloriosa tradición poética, como hito de renovación lírica” (Pedro 1961: 230). Por cierto que a lo largo de este ensayo biográfico se advierte un sobreesfuerzo por arrimar la figura de Rubén Darío al ascua de lo español. Así, al comentar el desapego del autor de Prosas profanas por la charla con los poetas parisinos, Valentín de Pedro concluye: “Al no dialogar con ellos ni buscar su compañía reconoce tácitamente que no pertenece a su mundo literario, que él tiene el suyo, que su mundo literario es el español, o si se quiere de la lengua española” (182). La españolización del insigne poeta llega a su punto más álgido cuando el argentino traza una coincidencia, se diría que providencial, entre la publicación de Cantos de vida y esperanza (poemario que, dentro de la obra rubendariana, califica como “su libro fundamental”) y la celebración del tercer centenario de la primera parte de El Quijote. Su valoración de Cantos de vida… por encima de Prosas profanas responde sin más al sesgo español que recorre aquel libro, en contraposición al declarado afrancesamiento de los versos profanos.
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Francia, que aupada en el prestigio de su tradición sigue rentabilizando el mito de París. Estos dos poderosos frentes constituyen a su entender una seria amenaza para el privilegio español sobre Latinoamérica. Valentín de Pedro habla de “la ruta desviada” a la hora de referirse a ese apartamiento de la tradición española por parte de muchos intelectuales hispanoamericanos, quienes, movidos en su día por un sentimiento hispanofóbico, muestran una clara inclinación por lo francés. El dictamen de De Pedro al respecto es categórico, afín por cierto a las tesis de Menéndez Pelayo: “La Meca de los intelectuales americanos fue, durante el siglo pasado, París. Sin embargo, hubo espíritus lúcidos y bien orientados que se mantuvieron dentro de la tradición española, y en realidad estos son los escritores que han dado algo sustancial y nuevo a las letras hispanoamericanas” (13-14). Y algo más adelante recalca: “Francia hizo florecer en América un arte insustancial y superfluo, de reflejos” (14). No menos incisivas son las críticas a los EE.UU. y a su calculada política intervencionista y anexionista. Como es sabido, la propuesta de Unión Panamericana formulada en la conferencia de Washington de 1889-1890 constituía una forma encubierta de expansionismo que acabaría arrastrando a países como Puerto Rico y República Dominicana. Valentín de Pedro lamenta este tipo de injerencias en los asuntos de Hispanoamérica, y frente al panamericanismo “yanki”, que constituye toda una corriente político-económica y cultural emergente a comienzos del siglo XX, el argentino propone una fórmula distinta de hispanidad: el paniberismo. Una concepción que apela a la “raza latina” como vínculo de unión entre los pueblos castellanohablantes, trazando con ello un puente –por vía del espíritu y la lengua– entre España e Hispanoamérica. Este llamado a la “raza latina” como forma de reunir en un mismo conjunto a españoles e hispanoamericanos puede rastrearse en otras memorias de intelectuales viajeros: por ejemplo, en Recuerdos de España de Palma; Rubén Darío, por su lado, habla en España contemporánea de la “herencia latina”, en la que se reconoce a sí mismo y reconoce a España. Al respecto cabe recordar también el conocido articulito de Rubén Darío titulado “El triunfo de Calibán”, publicado en 1898 en El Tiempo de Buenos Aires y en El Cojo Ilustrado de Caracas, en los meses de mayo y octubre respectivamente. Este panfleto beligerante y exhortativo, de enorme trascendencia, estuvo motivado por la guerra hispanonorteamericana del 98, cuando España pierde sus últimas colonias de ultramar. Seguramente influido por Groussac, habla allí Darío de una “Unión Latina” –clara afrenta a la Unión Panamericana de los EE.UU., y alternativa ante la propuesta francesa con el mismo marbete de Unión Latina por bandera– e invita a las naciones hispanoamericanas a mirar con nuevos ojos a la ultrajada España, a la que denomina sin titubeos
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“Madre de América”8. Señala María Teresa Martínez Blanco que, precisamente por su genealogía española, el intelectual hispanoamericano se acogerá por derecho a la tradición latina para hacerla suya, surgiendo de ello, desde mitad del siglo XIX, los términos de “América Latina” y “latinoamericano” como formas de autodenominación (Martínez Blanco: 59 y 71). En el contexto de búsqueda de una identidad propia continental, debe pensarse asimismo que el uso de la expresión “América Latina” vino dado por una necesidad de diferenciación entre la América del Norte y la del Sur, la de origen sajón y la de origen hispánico9. Aunque planteada en 1922, la recurrencia de Valentín de Pedro a la “raza latina” para acordar las dos orillas debe valorarse, como vemos, desde una perspectiva enteramente modernista. Partiendo de la superación del antiespañolismo romántico que supuso el pensamiento hispanoamericano finisecular en torno a la latinidad (desde Martí hasta Rodó, pasando por Groussac y Darío)10, la propuesta que aparece planteada en España renaciente es bien clara: frente a la raza sajona o “raza del Norte” (es decir, los EE.UU., ese “país de cíclopes”, como lo llamó Rubén Darío), que representaría el aspecto material del progreso, el utilitarismo positivista; frente a ello, la sangre latina, con todas sus impurezas, simboliza el espíritu, el idealismo vital, y en definitiva el camino de la verdadera civilización. O dicho en los términos en que se mueve Rodó en su Ariel de 1900: lo que se está enfrentando es una concepción estética de la vida a una concepción utilitaria. Esta controversia entre la “raza anglosajona” y la “raza latina”, orientada en los mismos términos en que fue establecida por los intelectuales hispanoamericanos, está igualmente presente en el debate político y cultural en la España de entre siglos. Ello 8 9
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En ello se separa claramente de la “madre filicida” concebida por José Martí, quien habla de la “Madre América” como una madre autogestada (Colombi: 102). Belén Castro Morales señala al escritor colombiano José María Torres Caicedo como uno de los introductores del término “América Latina” en el debate identitario y también como uno de los primeros intelectuales que oponen el concepto de “raza latinoamericana” al de “raza sajona” (Castro Morales: 238-239). Para una mayor profundización en el tema consúltense los trabajos de Ardao (1980: 23 y 67) y Rojas Mix (1991: 343-382). No obstante, conviene aclarar que todavía hacia 1900, y aún muchos años después, pueden encontrarse ejemplos de antiespañolismo en el sentir americano. Por ejemplo, el que expresa el novelista y economista argentino Francisco Grandmontagne en un artículo de 1901 titulado “La confraternidad hispano-argentina”, publicado en la revista madrileña Nuestro Tiempo. Allí puede leerse: “El americano, lo repito, no recuerda a España más que al descubrir en sí mismo nuevas máculas y deslustres. Todo vicio, toda aberración, la estrechez espiritual, toda teoría rancia, todo pensamiento retrógrado, todo fracaso político y financiero, las energías perdidas en luchas menudas y estériles…, ¡de España, de España viene todo eso!”. Y sigue diciendo: “Es inútil, por tanto, que soñéis con ejercer sobre Sur-América cierta hegemonía espiritual confiados en que para ello será suficiente el vehículo de la lengua” (en Fogelquist: 7576).
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puede apreciarse en revistas de la hora como Gente Vieja o La España Moderna, sobre todo en la última, donde las preocupaciones por los temas americanos son bien visibles. Entre otros muchos datos curiosos que podrían mencionarse, en México D. F. se funda en 1892 un diario español que lleva precisamente por nombre La Raza Latina, publicado por la Sociedad Anónima Editora Española, y que, a la manera en que lo fue El Correo Español, quiso convertirse en el órgano de la comunidad hispana afincada en la capital azteca.
La propuesta panibérica y la cuestión del meridiano intelectual de Hispanoamérica Por lo que toca más de lleno a la propuesta panibérica de Valentín de Pedro, pueden rastrearse algunos antecedentes de su raíz léxica entre la clase política e intelectual en la España de la segunda mitad del siglo XIX –Castelar, Valera, Unamuno–. Se observa ya entonces un uso de la expresión “raza ibérica” como sustituta de “raza latina”. También a comienzos del siglo XX puede localizarse al otro lado del Atlántico el empleo de esta misma nomenclatura. Por ejemplo, en 1910 Rodó publica un artículo titulado “Iberoamérica”, en el que propone reemplazar la denominación de “latinoamericanos” por la de “iberoamericanos”: “No necesitamos, los sudamericanos, cuando se trata de abonar esta unidad de raza, hablar de una América Latina; no necesitamos llamarnos latinoamericanos para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos, porque podemos llamarnos algo que signifique una unidad mucho más íntima y concreta: podemos llamarnos ‘iberoamericanos’” (Rodó: 689).11 El paniberismo que de forma perspicaz postula Valentín de Pedro, al remitir a los límites geográficos de la antigua Iberia prerromana (es decir, España y Portugal, a las que en el siglo XVI se sumarían las tierras de ultramar como extensión del Imperio español) deja fuera de dicha demarcación a Francia, que en cambio sí entraría, como Italia, en el concepto original de “raza latina”. De ahí que Francia, la Francia de Napoleón III, hablara en su día de la Unión Latina, una política panlatinista proyectada desde París que supone un nuevo impulso de los afanes imperialistas franceses. Podría pensarse entonces –sería una hipótesis a tener en cuenta– que a través de su apuesta panibérica el intelectual argentino no está sino tratando de eludir la problemática con Francia y su competencia respecto a las antiguas colonias españolas, para centrar sus 11
Más allá del modernismo, agotadas incluso las primeras experiencias vanguardistas, un intelectual como Ugarte expresará en su libro Escritores iberoamericanos del 900 (1941) la pertenencia de los autores americanos a “una nacionalidad única”, que no es otra que Iberoamérica, nombre con el que se quiere afirmar una “nacionalidad superior” por encima de las territorialidades de origen (Ugarte, 1951: 204).
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propósitos en las relaciones bidireccionales entre España y América. Sin embargo, no hay que perder de vista que la noción de paniberismo, en su concepción léxico-semántica y en el modo particular en que la articula De Pedro, implica una perspectiva colonial claramente jerarquizada: las tierras americanas como anexo de España. Connotativamente hablando sería un término, si se observa, más especificativo del antiguo dominio español que el de panlatinismo, más abarcador dentro del contexto europeo-occidental. Esta cuestión terminológica no escapará a Guillermo de Torre en su conocido y polémico artículo sobre el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” (Torre, 1927). A sabiendas de las concomitancias que rodean al concepto de lo latino, sobre todo en relación con los intereses americanistas de Francia, el poeta y crítico español invita a la comunidad intelectual a abandonar el término de América Latina, que califica de advenedizo. Frente a tal denominación geopolítica, propone como “nombres lícitos y justificados para designar globalmente […] a las jóvenes Repúblicas de habla española” los de “Iberoamérica, Hispanoamérica o América española. Especialmente cuando se aluda a intereses espirituales, a relaciones literarias, intelectuales o de cultura”. Al igual que hiciera Valentín de Pedro con varios años de antelación, al desechar De Torre el distintivo de “América Latina” se posiciona frente a “intereses que son antagónicos a los nuestros”, dice, refiriéndose a franceses e italianos. Y no sólo se muestra beligerante con el “latinoamericanismo”, por lo que a la competencia transpirenaica se refiere. También, como antes De Pedro, hace votos contra la política “panamericanista” de los EE.UU. y propone como alternativa una estrategia hispanoamericanista, dado que el término “hispanoamericanismo”, según entiende, “no representa la hegemonía de ningún pueblo de habla española, sino la igual de todos. Tanto en la esfera política y social como en el plano estrictamente intelectual”. Ahora bien, cuando Guillermo de Torre trata de explicar este igualitarismo de España y América su discurso bienhechor se contradice: “Que nuestro hispanoamericanismo […] es absolutamente puro y generoso y no implica hegemonía política e intelectual de ninguna clase, lo evidencia el hecho de que nosotros siempre hemos tendido a considerar el área intelectual americana como una prolongación del área española”. Como diría Pessoa, por la boca mueren el pez y Oscar Wilde; y, permítaseme añadir, también Guillermo de Torre. España renaciente se publica en 1922, por lo que aún quedan algunos años para que estalle la polémica del “meridiano intelectual de Hispanoamérica”, polémica que no en vano ha de ponerse en relación con las cuestiones de tipo conceptual y terminológico que venimos comentando y que, según hemos visto, tienen su origen en los debates identitarios del fin de siglo. El libro de Valentín de Pedro constituye un claro anticipo de la disputa por el “meridiano”, si bien es cierto que, dada la escasa reper300
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cusión de la obra, su impacto va a ser casi nulo. La discusión está ya por entonces instalada en los círculos intelectuales: si París o Madrid, o si Buenos Aires, añadirán los chicos de Martín Fierro. En su polémico artículo de 1927, Guillermo de Torre (ese “Menéndez Pelayo del vanguardismo”, como lo llamó Ernesto Giménez Caballero, tal vez jocosamente pero con mucho acierto) ponía sobre el tapete “la necesidad urgente de proponer y exaltar a Madrid, como el meridiano intelectual de Hispanoamérica”. “Con su artículo –afirma Carmen Alemany–, Guillermo de Torre no hizo más que avivar los discursos sobre identidad que tan abundantes fueron durante el siglo XIX en América Latina: continuas reflexiones sobre la conveniencia de separarse definitiva y completamente de la metrópoli, y discursos similares que se fueron repitiendo comenzado el siglo XX y que tendrán su pervivencia en el ámbito de la vanguardia”. Y añade: “El editorial de Guillermo de Torre supuso la afirmación de las opiniones que se tenían en España sobre Hispanoamérica desde el momento de la Independencia, esto es, que las ex-colonias debían seguir las líneas culturales que se desarrollaban en la metrópoli” (Alemany: 14). Pero, ¿y a la inversa? ¿Qué ideas se tenían en Hispanoamérica sobre España y su papel en el desarrollo de las nacionalidades americanas? En una conferencia de 1917 que tuvo lugar en Málaga, Ortega y Gasset, quien había regresado no hacía mucho de su primer periplo por tierras argentinas, trata de desengañar a su auditorio acerca de la imagen que de los españoles se tiene en la Argentina: “[Los argentinos] se sienten españoles cuando en horas de intimidad descienden al fondo tradicional de sí mismos, pero es preciso declarar paladinamente que los argentinos no estiman la España actual” (Ortega y Gasset: 672). Y no la estiman en general en Hispanoamérica, explica el filósofo, porque España “no ha sabido hacerse necesaria a los pueblos americanos”. Dicho esto, no puede resultar extraño que Borges, en una de sus respuestas a La Gaceta Literaria, diga sin ambages: “Ni en Montevideo ni en Buenos Aires –que yo sepa– hay simpatía hispánica. La hay en cambio, italianizante” (Borges: 304). Preludiando la polémica desatada por Guillermo de Torre, y en línea con su propia y declarada defensa de la tradición española, Valentín de Pedro trata de resolver la cuestión del punto de referencia de Hispanoamérica acotando la geografía: “París puede ser el cerebro del mundo, pero Madrid es el cerebro de la raza. Madrid debe ser, para la lengua castellana, lo que París para el universo” (1922: 14). Al imaginar el espíritu hispánico dotado de una corporeidad orgánica, Madrid vendría a ser “la cabeza de nuestro cuerpo colectivo”. “El centro de nuestra nacionalidad”, dirá también (16). Por otra parte, uno no puede dejar de reconocer cierto resabio modernista en las palabras del argentino cuando usa el topónimo de Castilla como sustituto de Madrid, y ambos –Madrid y 301
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Castilla– como metonimia de una rancia y lejana España, no ya la de los tiempos de la conquista del Nuevo Mundo sino, más atrás aún, la de la Reconquista en el alto medievo. En uno de los textos que integran España renaciente, “En Castilla”, el autor se sitúa más en el plano de la utópica ensoñación literaria que en el de la realidad, y “al son del romancero” lleva al lector tras “la emoción de lo heroico” (189-191). Si entre sus Visiones de España Ugarte incluía la Castilla de Don Quijote, Valentín de Pedro efectúa un salto atrás en el tiempo hasta esa otra Castilla ancestral del Cid Campeador, donde encuentra el “alma primitiva de la raza” (189). “Madrid es Castilla y es España –afirma De Pedro–. Es nuestra tradición y nuestro abolengo. Y es forzoso fijar aquí el centro desde el cual se proyectó hasta el infinito una voluntad de dominio que abrió nuevas ventanas en el horizonte del mundo, que creó pueblos. Castilla es nuestro faro espiritual” (16). En el contexto fin de siglo, Maeztu, recuérdese, defendía la elaboración de una imagen ideal de España, que algunos modernistas encontrarán en la España de la meseta castellana, para luego aspirar a su realización y al necesario estudio psicológico del alma española (Oviedo Pérez de Tudela: 234). A partir de tal propuesta, otros símbolos vienen de la mano: el de Don Quijote como prototipo del español, por ejemplo, según proponen Azorín y Baroja; no así Unamuno, que se opone a tal lectura. Ya sabemos lo que dice Rubén Darío en España contemporánea ante este rechazo del idealismo quijotesco: “Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un periódico de Madrid de modo que fue bien escuchado su grito: ¡Muera Don Quijote! Es un concepto a mi entender injusto. Don Quijote no debe ni puede morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid […]. Otro, Cristóbal Colón” (Darío, 1950: 73). Volviendo a la polémica del “meridiano” desatada en 1927, cabría plantear por qué el artículo de Guillermo de Torre suscitó tan agria disputa entre los intelectuales españoles y los hispanoamericanos (especialmente con los escritores de Martín Fierro), y en cambio un libro como España renaciente, con un discurso prácticamente idéntico y en un contexto cercano, el de 1922, pasó desapercibido, sin levantar ampollas aquí o allá. Para empezar hay, creo, una razón clara: y es que, aunque es cierto que no hay una distancia considerable entre 1922 y 1927, sabemos en cambio que justo en ese corto lapso se produce un salto cualitativo en el ámbito de las ideas estético-literarias, tanto en España como en Hispanoamérica. En los círculos más avanzados de Madrid, hacia 1922 se halla concluida la experiencia ultraísta capitaneada por Cansinos Assens. Es un tiempo de iniciación, de progresivo abandono de las poéticas decimonónicas y de asimilación de los nuevos códigos europeos de vanguardia, donde unos y otros van dando palos de ciego en pos de una voz 302
La España renaciente de Valentín de Pedro
original. A la par, Borges inicia en Buenos Aires un giro interesante hacia la nacionalización (o argentinización) del ultraísmo, ante la extrañeza de muchos, comenzando por los propios ultraístas porteños. Lo que parece claro es que todavía hacia 1922, ni en España ni en Hispanoamérica han cobrado suficiente fuerza las nuevas estéticas procedentes de la Europa central. Aún no han sido adaptadas a las distintas realidades nacionales, y por tanto carecen de un lenguaje propio, un tono adecuado, una particular expresión. En cambio en 1927, cuando estalla la polémica del meridiano, ese proceso de nacionalización literaria se halla en un punto álgido. Ya hay instalado un clima, una aire de vanguardia, producto de una transculturación más allá del mero cliché europeo adaptado a la realidad española o latinoamericana. Ahora sí que hay razones suficientes para competir por el centro de la cultura en lengua castellana, por ser los más modernos, los más vanguardistas, midiendo palmo a palmo la distancia con París. De manera que si en España renaciente la controversia se concentra en la cuestión identitaria (esto es, la necesidad de reformular la identidad de Hispanoamérica y el papel que corresponde a España y que ha de seguir jugando respecto a las que fueron en un tiempo sus colonias), en el artículo de Guillermo de Torre, por contra, origen de la conocida disputa, tal controversia se ve contaminada de otra problemática superpuesta, no tanto ideológica como estética, relacionada con la paternidad de la vanguardia hispánica. Un hecho, este, que en lo geográfico reduce la discusión al ámbito español-argentino, y en lo personal se concreta en los cabezas de fila Guillermo de Torre y Borges, patrocinadores del ultraísmo a uno y otro lado del Atlántico (Alemany: 20-27). Ahora bien, lo interesante de todo esto es que tal vez ninguna de estas cuestiones sea primordial a la hora de valorar la posición de Valentín de Pedro y la de Guillermo de Torre en sus respectivos contextos de enunciación. Pues tanto en el caso de uno como en el del otro, la principal razón de sus amonestaciones se halla más bien en los intereses económicos de España relacionados con la apertura y expansión de los mercados editoriales en tierras americanas12. En efecto, la lucha por el control del negocio editorial en lengua castellana es el verdadero trasfondo del debate en torno al “meridiano intelectual de Hispanoamérica”. Al respecto cabe subrayar que ambos escritores participan de lleno en la aventura editorial emprendida por Calpe en los años 20 y 30 –primero como Calpe, más tarde como Espasa-Calpe–, cuando busca expandirse y probar suerte en Hispanoamérica, principalmente en Buenos Aires. Valentín de 12
Antes de adentrarme en dicha problemática quisiera hacer constar mi agradecimiento a Fabio Esposito, autor del artículo dedicado en este mismo volumen a las políticas editoriales de España respecto a Hispanoamérica, y viceversa, como mercado potencial, quien me puso sobre la pista de la disputa acerca del “meridiano intelectual de Hispanoamérica” leída en clave editorial.
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Pedro, sin ir más lejos, está trabajando para Calpe en el mismo tiempo en que se gesta su España renaciente, publicado, recuérdese, por la propia editorial madrileña. El escritor argentino realiza, además de algunas traducciones de autores portugueses, tareas de comercial en la capital porteña. En el transcurso de 1921, en medio de profundos cambios en la dirección de Calpe (Serapio Huici sucede a Nicolás Urgoiti, quien fundó la empresa en 1918), se sentía en el seno de la editorial la necesidad de abrir la comercialización del libro a nuevos puertos más allá de España. Consecuencia directa de ello fue la puesta en marcha de estrategias comerciales encaminadas a la exportación a los mercados hispanoamericanos (Sánchez Vigil: 117). Con tales perspectivas, De Pedro parte en abril del 21 para Buenos Aires “como delegado comercial de Calpe, con un 5 % sobre el precio neto de los pedidos contratados” (117). “La elección de un intelectual argentino para realizar funciones comerciales fue sin duda una operación de marketing –sostiene Sánchez Vigil–, ya que conocía perfectamente la vida y obra de sus contemporáneos” (119)13. Atendiendo a la propuesta de confraternización iberoamericana que propone Valentín de Pedro en España renaciente, y al mismo tiempo teniendo en cuenta la función de enlace comercial que cumple el argentino bajo las directrices de Calpe, ¿tal vez debiera pensarse que el libro iba dirigido sobre todo a un público hispanoamericano, más que español?14 Seguramente sí, lo que refuerza la hipótesis de las miras comercia13
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En 1922, Calpe contrata a Julián Urgoiti, sobrino del fundador, para realizar un viaje por la Argentina, sondear las posibilidades de mercado y, de ser oportuno, abrir una sucursal con depósitos desde la que realizar envíos a otros países del Cono Sur como Chile o Uruguay (Sánchez Vigil: 60 y 117). Bajo estas miras, Urgoiti se instala por unos años en Buenos Aires como hombre de confianza de la editorial madrileña para sus negocios americanos. Hemos de suponer, pues, que, siendo Urgoiti el representante de Calpe en la capital porteña, Valentín de Pedro estuvo en contacto con él para rendir cuentas y cambiar impresiones sobre la marcha del negocio en tierras argentinas. A pesar del entusiasmo puesto por Calpe en su aventura americana, en especial centrada en Buenos Aires, el saldo en los primeros tiempos no responderá a las expectativas de mercado. Hacia finales de ese año 1922, según afirma Sánchez Vigil, “la delegación de Calpe en Buenos Aires era ya un emporio, pero sin el resultado económico esperado. La capital argentina se convirtió en ‘eldorado’, la quimera del oro jamás hallado. En cualquier caso, la editorial fue el referente de las empresas españolas y americanas para la exportación” (133). Se trataría de lanzar España renaciente en el Cono Sur como avanzadilla, para luego, una vez familiarizado el público lector con algunos nombres de escritores españoles, sobre todo los noveles, publicar sus obras en Argentina, Chile o Uruguay, dentro de la colección Los Nuevos, dedicada en exclusiva a autores españoles e hispanoamericanos. De hecho, aunque fallida en un primer intento, esta estrategia dará sus frutos a finales de los años 30 y comienzo de los años 40, precisamente con una participación muy activa de Guillermo de Torre. Bajo su supervisión se crea en 1937, el mismo año de la fundación de Espasa-Calpe argentina, la muy conocida y prolífica Colección Austral, cuya influencia en los lectores hispánicos habría de ser más que
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les a que apunta el propio libro en relación con el mercado editorial americano, más allá de la defensa panibérica basada en una raza y un espíritu comunes, cuestiones estas situadas en un nivel retórico, en consonancia con las políticas transatlánticas decimonónicas. Sea como fuere, la colección Los Nuevos resultó ser un auténtico fracaso, y de hecho no se publicó una nueva entrega tras España renaciente (360). La poca fortuna de este libro, tanto en España como en Hispanoamérica, explica que Valentín de Pedro acabe por desguazar su propia obra y vuelva a relanzar a modo de artículos de revista algunos de los textos allí contenidos, con tal de sacar rédito a las entrevistas y retratos realizados en su día15. Puestas de relieve algunas claves en torno al debate sobre el meridiano intelectual y su conexión con un libro como España renaciente, tampoco debiéramos dejar a un lado la cuestión del sujeto enunciante, pues es obvio que este aspecto dota de distinta relevancia al discurso de Valentín de Pedro y al de Guillermo de Torre. Mientras la propuesta panibérica del 22, con Madrid como meridiano espiritual y cultural de Hispanoamérica, parte de un escritor latinoamericano afincado en España, los postulados que defiende Guillermo de Torre en 1927 son, insoslayablemente, el pensamiento de un español sospechoso de cargar aún con algunos resabios colonialistas. Y este es un factor a tener en cuenta, qué duda cabe; ya que, por ejemplo, Ugarte habla sin empacho alguno de la “América española” en diferentes escritos (léase su “Carta abierta al Presidente de los Estados Unidos” Thomas Woodrow Wilson, publicada en 1912), y ello, que se sepa, no produjo revuelo entre la intelectualidad argentina e hispanoamericana en general. Finalmente, y para cerrar este apartado, junto a la naturaleza del sujeto enunciante habría que valorar el formato que sirve de vehículo al mensaje. Muchas polémicas de vanguardia, como es conocido, se propalaron de forma ágil a través de las revistas de la hora. En opinión de
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notable. El primer título que lanza la colección, con una tirada de 6,000 ejemplares, es La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, obra de gran incidencia en el pensamiento hispanoamericano, como se sabe. Poco tiempo después, Gonzalo Losada, quien residía en Buenos Aires desde 1928 y quien se había convertido en uno de los máximos gerentes de Espasa-Calpe, se separa de esta y funda en agosto de 1938 la editorial Losada, sin duda una de las de mayor relevancia en la cultura editorial argentina del siglo XX y aun de hoy (Diego: 93). Lo acompañan en esta aventura Guillermo de Torre y Atilio Rossi, y asimismo participan en ella avalistas de excepción como Pedro Henríquez Ureña o Amado Alonso. En la colección Poetas de España y América, que ponen en marcha Guillermo de Torre y Amado Alonso, se publican obras como Entre el clavel y la espada (1941) de Rafael Alberti, Poesía junta (1942) de Pedro Salinas, Como quien espera el alba (1947) de Luis Cernuda, Sombra del Paraíso (1947) de Vicente Aleixandre, entre muchas otras pertenecientes a la llamada “generación del 27”. Sucede así con el retrato dedicado a Gómez de la Serna, titulado “Ramón Gómez de la Serna. La catacumba literaria: Pombo”, que aparece en versión ampliada en la revista Nosotros de Buenos Aires (Pedro, 1923b).
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Escritores hispanoamericanos en España
Alemany, la relevancia de Guillermo de Torre como secretario de La Gaceta Literaria, y asimismo el papel de comentarista de temas americanos que en ella cumplía, “conformaron el lugar más idóneo para que el escritor madrileño publicase el artículo objeto de la polémica sabiendo, evidentemente, que la revista era leída en muchos países hispanoamericanos, sobre todo en Argentina” (Alemany, 31). Conviene recordar que dicha publicación “se caracterizó desde el primer número por ser lugar de encuentro de intelectuales españoles, hispanoamericanos y europeos y por la amplia información de corresponsalías que hicieron de la revista un foro obligado de las vanguardias en la España de los años veinte” (id.). A fecha de hoy no he podido localizar si el texto titulado “La ruta desviada”, donde Valentín de Pedro vuelca su propuesta de Madrid como meridiano espiritual e intelectual de Hispanoamérica, fue o no publicado anteriormente en revista, aquí o allá, o si por contra fue escrito a propósito como pórtico para España renaciente. En un caso u otro, lo que parece innegable es que no tuvo ningún eco ni en España ni en Hispanoamérica. Una reseña aparecida en Nosotros y firmada por el reputado crítico e historiador Julio Noé (1923) pasa por alto estas cuestiones que estamos tratando, lo cual no deja de ser significativo. Y desde luego no he hallado donde se cite este texto como preludio de “la polémica del meridiano intelectual de Hispanoamérica”, lo que viene a corroborar que España renaciente pasó sin pena ni gloria por su tiempo, perdiéndose así su rastro. En el caso de que el texto en cuestión –“La ruta desviada”– hubiese sido pensado específicamente para el libro, como así parece, habría que tener en cuenta que, tal como se ha dicho, en 1922 Calpe trataba de expandirse por el mercado editorial porteño, pero sin mucho resultado por entonces. Por tanto, se entenderá que España renaciente, pensado como libro puente entre las dos orillas, no tuviese la difusión que se hubiese deseado.
La España renaciente de Valentín de Pedro: hombres, ciudades y paisajes A lo largo de su etapa en España, Valentín de Pedro “afinó su espíritu, vinculóse a escritores eminentes, escuchó, miró, viajó. Y a la vez que conocía hombres y paisajes, seguía atentamente la vida múltiple”, cuenta Julio Noé en su citada reseña (1923: 128). Fruto de esta inmersión en la cultura española es su obra miscelánea España renaciente, por la que deambulan Valle-Inclán, Rubén Darío, Ortega y Gasset, Baroja, Azorín, Antonio Machado, Picasso, Rusiñol, Gómez de la Serna, entre otras personalidades de la época. En la mayor parte de las ocasiones, el autor recurre a la entrevista personal de tono marcadamente periodístico (las que realiza a Pío Baroja, Juan Ramón, Picasso, por ejemplo); otras veces, las menos, sus apuntes parten de la mera observación del personaje en las calles de la urbe o en el café (casos de Valle-Inclán, Antonio Machado 306
La España renaciente de Valentín de Pedro
y Ramón y Cajal). Sea como fuere, de forma directa o indirecta, “esta práctica de la visita al escritor que se materializaba luego en un artículo donde el cronista confesaba sus impresiones, responde no sólo, como se sabe, al requisito de la información mundana sobre los centros culturales europeos sino también a una estrategia de legitimación del viajero que ha logrado introducirse en el mundo privado del artista” (Merbilhaá: 246). Además de una curiosa galería de retratos, España renaciente contiene notas paisajísticas sobre Madrid, Barcelona, el País Vasco, Mallorca o Salamanca… Son estos los lugares en los que el escritor argentino rastrea el “alma española” en busca de la esencia de la raza, común a españoles e hispanoamericanos. Curiosamente este mismo peregrinaje, a excepción de Mallorca, es el que emprende Ugarte en Visiones de España, libro que, como se ha dicho, con toda probabilidad toma Valentín de Pedro como modelo para su obra. Pero vayamos a otro de los meollos del libro. ¿Cuál es la España renaciente que vislumbra Valentín de Pedro y sobre la que trata de iluminar y guiar al lector? Frente a aquella expresión de Rubén Darío, quien en 1897, tras una actuación de María Guerrero en el Odeón de Buenos Aires, escribió en La Nación: “España no ha muerto, está dormida” (Darío: 3)16, Valentín de Pedro afirma en 1922: “España vive”, y se refiere al presente como “esta hora llena de resplandores de amanecer en España” (204)17. Esa España renaciente, o resucitada, no es otra que la España postcolonial, la España “después de todos los desastres” (24), aquella que culmina en el gran desastre del 98 con la pérdida de Cuba y Filipinas, y comienza a levantarse a duras penas tras la debacle. Hay que decir, en relación al título España renaciente, que ya desde comienzos del siglo XX, a un lado y otro del Atlántico, se hablaba de una “España nueva”, de un “nuevo Renacimiento” español animado por espíritus jóvenes: literatos, científicos, políticos, pensadores… Recuérdese la asociación que lleva a cabo en 1902 el periodista y crítico Eduardo López Chávarri cuando identifica los términos modernismo y renacimiento: “El Modernismo, en cuanto movimiento artístico, es una evolución y, en cierto modo, un renacimiento” (1)18. En relación también con el título del 16
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En este mismo artículo puede leerse: “Esa España pobre, lo está porque ha olvidado los diamantes que guarda en sus viejas arcas. Esa España está enferma por su perpetuo encierro, porque no sale de su casa de piedra secular, a respirar el aire libre, a ver la luz nueva… Poned sangre nueva en ese pálido cuerpo; haced que se mueva ese organismo, dad alimento al flaco león. Y ya veréis si no saludamos a una España joven y triunfante” (Darío, 1897: 3). No obstante esta imagen esperanzadora, el fantasma de la “decadencia” española finisecular aflora en algunas páginas del libro, por ejemplo cuando Valentín de Pedro, al referirse al momento actual, habla de “una época en que la nación parece sucumbir bajo el derrumbamiento de los valores espirituales” (1922: 33). El origen de este artículo es bien conocido: la revista madrileña Gente vieja convocó en 1902 un concurso de ensayos alrededor de la pregunta “¿Qué es el Modernismo y
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Escritores hispanoamericanos en España
libro, resulta más que significativo el rótulo que Valentín de Pedro escoge, dentro de su Vida de Rubén Darío, para presentar la parte que dedica a la segunda visita a España del nicaragüense: “Renacer de España en la generación del 98” (1961: 168-181). Basta ver la nómina de personalidades del ámbito de la literatura, el arte y la ciencia que Valentín de Pedro presenta en España renaciente para darse cuenta del contexto intelectual en que se mueve el autor. Si en Visiones de España muestra Ugarte la transición del realismo al modernismo, alternando las figuras de Galdós y Valera con la de Salvador Rueda, en España renaciente Valentín de Pedro escenifica un nuevo tránsito: el del modernismo a la vanguardia. De manera que junto a Unamuno, Pío Baroja, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Valle-Inclán y Emilio Carrere (este último como concesión a la bohemia más genuina), se suman varias personalidades de la generación posterior liderada por Ortega y Gasset. Nombres como el de Ramón Gómez de la Serna, Picasso, Ramón y Cajal o Gabriel Miró. ¿Pero y Galdós, qué papel cumple su presencia en la España de 1922? Una frase lapidaria de Valentín de Pedro despeja enseguida esta duda: “Con la muerte de Galdós se ha cerrado el tomo de la historia de España del siglo XIX” (Pedro, 1922: 41). En el mismo tiempo en que se publica España renaciente, la figura de Galdós comienza a ser reivindicada en Hispanoamérica, sobre todo tras su muerte en 1920. Al año siguiente se le dedica una calle en Buenos Aires, y Roberto F. Giusti publica en Nosotros un alegato en favor de la novela galdosiana, claro homenaje al autor fallecido (1921: 64-67). Esta revalorización del escritor insular en los años 1920 tiene asimismo lugar, de forma paralela, en las universidades norteamericanas, “en el momento en que en la Península, en general, se le subestimaba” (Zuleta: 45). Hay que decir que la ordenación de los intelectuales que integran el apartado titulado “Hombres” no responde, según se ve por el índice, a estructura alguna que muestre una cronología, un desarrollo de las ideas estéticas desde el realismo novelístico de Galdós hasta el ramonismo de la Sagrada Cripta del Pombo, que representaría la “nueva sensibilidad” (Pedro, 1922: 105). En cambio, hay razones de peso que explican el hecho de que sea Ortega y Gasset quien encabece la galería de retratos de España renaciente. Para empezar, cabría recordar que Ortega era por aquel entonces el director editorial de Calpe; y no sólo eso, sino que además fue él mismo quien creó en 1920 la serie Los Nuevos en la que se publica el libro, dentro de la Colección Contemporáneos19. Y Valentín
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qué significa como escuela dentro del Arte en general y de la Literatura en particular?”. El trabajo premiado fue el del entonces joven periodista Eduardo López Chávarri. “Con el fin de captar nuevos valores literarios, Ortega y Gasset creó la colección Los Nuevos y convocó un concurso literario con Azorín, Pérez de Ayala y Antonio
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de Pedro es por ese entonces un agente comercial de Calpe que hace de enlace entre Madrid y Buenos Aires. Se entiende así la deferencia del argentino para con su mentor y patrono. Pero además, como se sabe, Ortega fue un excelente vaso comunicante, un transmisor de pensamientos que habría de favorecer el trasvase intelectual entre España y América. Este aspecto lo sitúa en un lugar de privilegio en la tentativa del diálogo panibérico que plantea Valentín de Pedro, quien muestra su dilección por el Ortega que afirma: “La salvación de España está en una política bien desarrollada con América”, pues además “en América hay un público magníficamente dispuesto para percibir aquellas manifestaciones del pensamiento español” (37). Este enfoque del continente americano como improvisada solución a los males de España ya había sido propuesto por algunos políticos e intelectuales en pleno cataclismo nacional, tal como pone de manifiesto Rubén Darío, con no poca ironía, en uno de los textos que integran España contemporánea: “Ahora uno que otro habla de regenerar el país […], y hay quienes se acuerdan de que existimos unos cuantos millones de hombres de lengua castellana y raza española en ese continente” (1950: 47). Desde luego, no le cabe la menor duda sobre dónde recae la mayor responsabilidad de ese mutuo distanciamiento: “La culpa no fue del tiempo esta vez, sino de España” (50). En sus reflexiones sobre las por entonces maltrechas y debilitadas relaciones entre España y sus antiguas colonias de ultramar, Darío propone reflotar los vínculos de antaño. Pero ello, advierte, no ha de conseguirse sumando más palabrería hueca de los gobernantes, ni acudiendo al falso encomio de poetas, sino más bien a través de intercambios comerciales efectivos que beneficien a unos y a otros. “Tales formas de relación entre España y América serán seguramente más provechosas, duraderas y fundamentales” (49). Conviene aclarar, volviendo a la frase anterior de Ortega, que esa que muestra Valentín de Pedro es una verdad a medias, ya que para el intelectual español, como para otros pensadores coetáneos, la salvación de España estaba no tanto en América como en Europa, sobre todo en Europa. Lo que no elimina esa otra parte, la que implica a Hispanoamérica, visible en las elucubraciones orteguianas a raíz de su primer
Machado como jurado” (Sánchez Vigil: 259). En el catálogo de Calpe editado en 1923 se recogen los fines con que se puso en marcha Los Nuevos: “Por medio de esta colección que ahora iniciamos quisiera Calpe ir dando a conocer la obra de los escritores nuevos españoles y americanos, que son poco o nada conocidos. Novela, poesía, teatro, ensayos, todos los géneros en suma tendrían acogida, previa una atenta selección, en esta biblioteca que consagramos al fomento de las letras españolas. Aspiramos a que la labor más seria de la juventud literaria halle por nuestro conducto fácil ruta hacia la curiosidad del público” (360). Precediendo a España renaciente, había aparecido en la citada serie un solo título: La última cigüeña, de Félix Urabayen, publicado en 1921.
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viaje a tierras argentinas20. Algo similar a lo que expresa Ortega en relación con una política hispanoamericana diseñada por los gobiernos de España es lo que plantea Eugenio d’Ors en su entrevista con De Pedro: “Yo creo –dice el pensador catalán– que sólo ligando la vida española con la americana se logrará encontrar la coherencia de cada una de ellas […]; unamos España a América, para que veamos qué puntos de relación existen y cómo puede ligarse su vida” (Pedro, 1922: 87)21. En realidad esta línea de discurso venía practicándose en los círculos políticos e intelectuales españoles desde comienzos de la década de 1880, como nos recuerda Donald F. Fogelquist, quien comenta como claro referente y hecho relevante de este proyecto de confraternidad la fundación en 1885 de La Unión Ibero-Americana (20). En la mayor parte de los retratos que Valentín de Pedro va componiendo, el autor busca el punto de conexión entre España y América, generalmente por medio de algún aspecto biográfico del retratado, como sucede en los casos de Ortega y D’Ors, con sus respectivos viajes a la Argentina de fondo; o en el caso de Jacinto Benavente, que visita los teatros de Buenos Aires por dos veces y dice haber proyectado en tiempos una obra sobre el caudillo Rosas. En otras ocasiones, cuando resulta difícil hallar ese vínculo de modo natural, el entrevistador fuerza el encuentro, busca la opinión artificiosamente, sacrificando con ello algo de frescura en la entrevista de turno. Ocurre, por ejemplo, cuando interroga a Juan Ramón Jiménez sobre Lugones, tras haber hablado el moguereño de su admirado maestro Rubén Darío, por lo que de algún modo se ve obligado a la comparación. Tras aclarar que la poesía de Darío le agrada más que la del escritor cordobés, confiesa que “si tuviese que dar una opinión sobre la obra en conjunto, diría que la de Lugones me parece superior” (Pedro, 1922: 59-60). Claro que Rubén Darío ya 20
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Para cuando se publica España renaciente tan sólo ha tenido lugar el primero de los tres viajes que Ortega realiza a la Argentina, aquel que inicia en 1916 (los otros dos datan de 1928 y de 1939). En ese periplo inicial, en el que le acompaña su padre, don José Ortega y Munilla, el filósofo español dicta conferencias en varias instituciones porteñas: el Ateneo Hispano-Americano, la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires, y en el teatro Odeón. Visita, además, algunas zonas del interior: La Plata, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe y Mendoza. Eugenio d’Ors, Xenius, llega a Buenos Aires en 1921 y, al igual que Ortega, inicia una gira por el interior del país. Desde las páginas de Nosotros recibe los elogios de Manuel Gálvez, Alejandro Korn, Héctor Ripa Alberdi, entre otros intelectuales de entre siglos. También, hay que decirlo, la misma revista recoge, en el número de agosto de 1921, algunas voces críticas que ponen en solfa el pensamiento del intelectual catalán. Así sucede con Gregorio Bermann, quien llama a D’Ors “original periodista de la Filosofía” y “diletante de la filosofía”. Lo cierto es que Eugenio d’Ors es, junto con Ortega, una de las figuras más influyentes en la juventud argentina de los años 1920. Las ideas de ambos pensadores serán decisivas para la creación y consolidación de la llamada “Nueva Generación”, la que fundó el Colegio Novecentista de Buenos Aires.
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está muerto por este entonces, y no podrá reprocharle tal dictamen a su amado discípulo. No es, sin embargo, Juan Ramón el único que habla de Leopoldo Lugones como la cabeza visible de la intelectualidad argentina, e hispanoamericana en general, una vez fallecido el hierofante del modernismo. También lo menciona Valle-Inclán, quien describe a Lugones como “ese enorme poeta y prosista que tienen ustedes” (66); y Eugenio d’Ors, que lo califica como “el hombre más representativo de este momento en la Argentina” (80). Hasta Pío Baroja, que confiesa haber leído a pocos autores americanos, señala al autor de Las montañas del oro como lo único salvable del continente (53). Ese querer meter con calzador el tema americano en cada entrevista le juega a Valentín de Pedro una mala pasada precisamente con el escritor vasco, hasta tal punto que acaba resultando una entrevista antipática, para sus protagonistas y de paso para el lector. Todo comienza cuando el reportero pregunta a don Pío sobre el “hispanoamericanismo”, y el novelista, con su característica aspereza en el hablar, le responde: “No creo en él –arguye– porque hasta ahora no es más que una ficción” (53). A lo que replica De Pedro: “¿Por qué usa usted para todo lo americano ese tono despectivo y hasta injurioso?”. “¡Es que los americanos que conoce uno aquí!”, le suelta Baroja, que tiene en mente, cómo no, al sin par Gómez Carrillo. “Es claro que a nosotros –termina por concluir De Pedro– nos queda el consuelo de que Baroja no nos ha conocido antes y desconoce casi totalmente lo que es América” (53). No es de extrañar la comparación maliciosa que ensaya el autor de España renaciente a tenor de este desencuentro: “Baroja es un hombre de primeras impresiones, todo lo contrario de un meditativo; la antítesis de don José Ortega y Gasset, por ejemplo” (49). Si antes decía que, amén de razones de orden empresarial, no parece casual que sea Ortega quien abra esta galería de retratos españoles, tampoco resulta fortuito que cierre la misma Cansinos Assens. Este es presentado como una de las personalidades más interesantes de la moderna literatura española y símbolo de la nueva estética, en referencia a la incipiente vanguardia. Valentín de Pedro rinde con ello tributo al erudito sevillano afincado en Madrid, por la admiración que le profesa en el terreno intelectual pero también, a buen seguro, en pago por su cálida amistad. Cansinos Assens es el “Mesías del Ultra”, escribe el argentino, aunque en la fecha de publicación de España renaciente esa modernez efímera que fue el ultraísmo se da ya por agotada: “Hasta es cosa de dudar si el Ultra existe. Si en 1920 y 1921 tenía esto algún interés en Madrid, mantenido por varias revistas y hojas subversivas –Cervantes, Grecia, Ultra, Tableros–, hoy lo ha perdido. El esfuerzo para crear una escuela ha fracasado. Sólo individualmente hay quien sigue manteniendo el fuego. Muy pocos” (134). Ello no va en detrimento de Cansinos Assens, pues, muy al contrario, es vindicado como un autor perdurable 311
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más allá de las modas: “Ha pasado el Ultra, pero Rafael CansinosAssens queda, porque todo lo que tiene un valor más sustancial que el de una moda pasajera, triunfa en todos los medios de expresión, escapando a las definiciones, a las palabras y a las geometrías” (134). En el ya varias veces citado Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina, Beatriz Colombi habla de la doble mirada que aplica Rubén Darío en su retrato de la realidad española: “Del pasado recuperó el castillo como modo de insuflar grandeza al alicaído espíritu nacional, y en el futuro identificó el affiche catalán, policromo, audaz, actual, signo de una España nueva que el viajero americano busca incansablemente durante su estadía en ese país” (124). Esta misma tensión entre la España heroica y castiza, y la España modernólatra de ritmos europeos, simbolizadas en el binomio Madrid-Barcelona, cara y cruz de la realidad nacional, se observa en el libro de Valentín de Pedro como mitema del viaje modernista a España. “El relato –explica Colombi para el caso de España contemporánea– sufre el desdoblamiento de una mirada retrospectiva que busca las constantes, y otra prospectiva que anuncia el porvenir, diseñando un sujeto a medias nostálgico y a medias profético” (124). Esta dialéctica Madrid-Barcelona está presente en algunos textos de viajeros anteriores a España contemporánea. Por ejemplo, en el ya citado Recuerdos de España de Palma. Si acudimos a las páginas que el peruano dedica a Barcelona, se advierte el contraste explícito con la capital española: La antigua Barcino tiene un sello particular, un cachet, como dicen los galiparlistas que la distingue del resto de España. De las pocas grandes ciudades que he visitado en la madre patria, Burgos, Toledo, Granada y Córdoba, digo que en todas he hallado algo de cementerio. Hablan al espíritu con el encanto misterioso del pasado, como que cada piedra trae a la memoria una tradición. Se ve bien que la ola del progreso no ha pasado sobre ellas. […] Barcelona, como ciudad, poco o nada tiene que envidiar a la capital de España. Madrid tiene el fausto de una ciudad cortesana, en la que, como es natural, no escasea la miseria dorada que es la más terrible de las miserias. El pobre de levita y guante, es el más infortunado de los pobres. Madrid es la villa que consume y no produce, la villa de la holganza y el goce. En Barcelona, ciudad rica por su industria y comercio, sólidas fuentes de social riqueza, hay más actividad, más animación, más holgura. En Barcelona se siente palpitar la vida. Hasta la naturaleza es alegre, porque la tierra produce flores, y los árboles verdean, robustos y no enfermizos como los del paseo de la Castellana en Madrid… (Palma: 114-115)
Del mismo modo sucede en España renaciente, donde ese Madrid que es Castilla y es España desentona con el retrato de la otra gran capital peninsular y ciudad emergente, Barcelona, de la que Valentín de 312
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Pedro destaca su “materialidad y pesadez”, su “ambiente mercantilizado y áspero”, a la par del “humorismo” de algunos de sus hijos ilustres, como Rusiñol y Bagaría (1922: 124). Al Madrid castizo opone el argentino la Barcelona moderna y portuaria, la ciudad cosmopolita, la más europea de España. “Barcelona es una de las ciudades que más orgullosamente puede competir con las grandes urbes mundiales. Junto al mar, recibe por él todas las riquezas materiales o espirituales extranjeras, lo que podemos apreciar en todas las manifestaciones de su vida y su arte” (158). Con toda seguridad, Barcelona era, dentro del conjunto de ciudades españolas, lo más parecido a Buenos Aires que el viajero llegado de la ciudad porteña podía hallar: ambas ciudades abiertas al mar, provistas de un trazado urbanístico en forma de cuadrícula… Una, la más europea de España; la otra, la más europea de Hispanoamérica; las dos con una clara vocación universalista, ciudades de acogida donde se va conformando una amplia clase obrera multiforme. Como no podía ser menos por su espíritu sindicalista, al abordar el retrato de la Barcelona siglo XX Valentín de Pedro hace referencias directas a la lucha de clases y en particular a los disturbios de los trabajadores en las calles (“bombas, atentados, huelgas”), que fueron especialmente señalados en los años 1918 y 1919. “Cuando la lucha de clases es tan enconada como al presente; cuando el mundo todo es una retorta donde están ardiendo todos los viejos metales de la civilización y de la que saldrá creado en fusión maravillosa el presente metal del porvenir, la lucha aquí adquiere toda su pujanza y su conciencia” (159). Es esta movilización popular de la clase trabajadora la que en opinión del cronista define a una sociedad moderna, en movimiento: “Un pueblo que no sea capaz de una rebeldía, que no se lance alguna vez a la calle, por una aspiración razonable y hasta a veces fantástica, es un pueblo muerto”. Y “Barcelona es un pueblo vivo” (159). Ahora bien, como le sucede a Rubén Darío en su segundo viaje por España, Valentín de Pedro sabe que la búsqueda del “alma primitiva de la raza”, solar común de españoles e hispanoamericanos, ha de orientarse al corazón de la vieja España, al Madrid imperial, trasnochado y gamberro, lírico y torero: “Paseos señoriales, calles silenciosas, barrios castizos… Vieja ciudad, ennoblecida de leyenda, grata al reposo del espíritu. Aquí se trabaja y se sueña; acaso se sueña más que se trabaja…” (141). Como también ha de buscar, y de hecho halla, la Castilla profunda del Cid, y la Salamanca de Fray Luis y de El Buscón de Quevedo. “Lo cierto es que, por mucho que miremos al porvenir –leemos en España renaciente–, y aunque Marinetti y todos sus secuaces prediquen lo contrario, encontramos una especial delectación al contemplar esas cosas viejas sobre las cuales podemos hacer divagar nuestra fantasía; una secreta nostalgia se agita en nuestro ser, y una vaga melancolía se proyecta en nuestra mirada como un humo azul de ensueño” (194). Algo así parece 313
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que sintió Rubén Darío más de veinte años atrás a su paso por la España castellana, a punto de agotarse el siglo XIX. En aquel entonces el nicaragüense atisbó, más bien intuyó, ciertas luces bajo tanta escombrera: “Noto que a pesar del teatro bajo y de la influencia torera –en su mala significación, es decir, chulería y vagancia–, un nuevo espíritu, así sea homeopáticamente, está infiltrándose en las generaciones flamantes” (Darío, 1950: 90). Si bien una mente moderna como la de Rubén Darío supo apreciar en mucho los esfuerzos progresistas de sociedades como la catalana o la vasca, no dudaba de que la estirpe española es de esencia idealista, quijotesca, e hinca sus raíces no precisamente en el pragmatismo y la rigidez europeos. Y es por el lado del idealismo por donde, según entrevió Darío, había de plantearse la regeneración de España: “Para la reconstrucción de la España grande que ha de venir, aquella misma áurea leyenda contribuirá con su reflejo alentador, con su brillo imperecedero. España será idealista o no será. Una España práctica, con olvido absoluto del papel que hasta hoy ha representado en el mundo, es una España que no se concibe”. Y añade: “Bueno es una Bilbao cuajada de chimeneas y una Cataluña sembrada de fábricas. Trabajo por todas partes; progreso cuanto se quiera y pueda; pero quede campo libre en donde Rocinante encuentre pasto y el Caballero crea divisar ejércitos de gigantes” (153). En España renaciente Valentín de Pedro escribe sobre el Cid, “precursor de otro caballero, que como él ha nacido para grandes empresas” y que no es otro que Don Quijote (1922: 190). Y como años atrás Darío, ve en tales figuras “una locura de ideal” que pervive en el alma española a uno y otro lado del Atlántico (191).
Excarcelación y vuelta a la Argentina. Una redefinición del centro Como ya señalé, el hecho de que Valentín de Pedro tuviese nacionalidad argentina le valió al escritor para librarse de las cárceles de Franco y de ser fusilado una noche cualquiera de las muchas que permaneció preso. Francisco Ayala cuenta en sus memorias que Valentín de Pedro “había sido amontonado con multitud de otros presos políticos en la improvisada cárcel madrileña de Porlier, de donde cada madrugada los sacaban para proceder al fusilamiento; pero Valentín tuvo mejor suerte pues, invocando su mujer la circunstancia afortunada de haber nacido en Tucumán, obtuvo del gobierno argentino que se interesara por este ciudadano suyo y lo reclamara del español con buen éxito” (Ayala: 112). Efectivamente, según consta en los expedientes militares de los ministerios del Interior y Defensa, gracias sobre todo a la labor diplomática y mediática realizada desde la Argentina su causa fue revisada y su condena conmutada (una “redención con carácter extraordinario”). De manera que, liberado en abril de 1941, ese mismo año el escritor está de vuelta en su país natal. 314
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Ya en Buenos Aires, siguió adelante con su actividad como crítico y literato, aunque no con la misma intensidad. Recién llegado, describió los trágicos sucesos de la toma de Madrid por el ejército nacional en su ya citada novela La vida por la opinión, una de las más tempranas narraciones sobre la guerra civil española. En cuanto a ese sentimiento español que recorre su vida, y a la preocupación por la confraternización entre los pueblos de América y España, seguirán teniendo una presencia notable en su obra, sobre todo en sus textos ensayísticos. Entre España renaciente y su libro América en las letras españolas del Siglo de Oro, de 1954, han transcurrido algo más de tres décadas; y aunque el amor por las cosas de España no parece haber cambiado, sí que pueden advertirse matices diferenciales respecto a las propuestas con que trabaja en torno a 1922. El “Prólogo” a América en las letras españolas… finaliza con una llamada al “diálogo entre iguales”, valiéndose de la fórmula de Alfonso Reyes, con vistas a alcanzar un “frente único de la cultura” (Pedro, 1954: 34). Por lo que toca a aquella ya lejana propuesta de Madrid como meridiano espiritual e intelectual de Hispanoamérica, Valentín de Pedro parece haber variado su posición. Declara, siguiendo el pensamiento de Ortega, que España no es sino una provincia más de la cultura en lengua española, y como tal ha de integrarse en ese “frente único de la cultura hispanoamericana” (34). Ello elimina, dice, “toda sombra de vasallaje o de hegemonía”. Y señala, además, que “el centro de gravedad de ese frente único” –léase “meridiano intelectual”– puede variar y que de hecho ha rotado, ha entregado el relevo hacia mitad del siglo XX para situarse en Hispanoamérica. Unas palabras de Federico de Onís sirven al escritor argentino para avalar esta idea: “América española y portuguesa es hoy, por su extensión, por su vitalidad, por su capacidad asimilativa y creadora, por su promesa juvenil de crecimiento, el asiento principal de la cultura hispánica” (en Pedro, 1954: 34)22. ¿Era, pues, aquella de 1922 una propuesta madurada, del todo sincera? ¿O tal vez el enfoque que da entonces Valentín de Pedro a su paniberismo está en cierto modo determinado por la necesidad de abrirse paso en los círculos intelectuales madrileños? Pues no olvidemos que se trataba de un autor extranjero y desconocido en España, en busca de asiento económico y con legítimos anhelos de escritor. Pero al mismo tiempo, pensando en los potenciales lectores americanos, ¿cómo hubiera recibido tales planteamientos la intelectualidad porteña de comienzos de la década de 1920, de haber tenido el libro éxito en Buenos Aires? Y por último, ¿se vio acaso afectada la posición del autor a raíz de la polémica suscitada en 1927 sobre el 22
Obligado tal vez a compensar esta idea, Valentín de Pedro remata el “Prólogo” añadiendo a la frase de Onís esta otra de factura propia: “Mas dondequiera que se encuentre el centro de gravedad de nuestra cultura, su raíz estará siempre en los grandes escritores españoles del Siglo –o Siglos– de Oro” (Pedro, 1954: 34).
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“meridiano intelectual”? En fin, queden abiertas estas cuestiones para sucesivas relecturas a las que invitan la vida y la obra, nada desdeñables, de Valentín de Pedro, uno de los tantos desahuciados de la pluma y olvidados por la historia.
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Nacionalismo y vanguardia a propósito de la polémica “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica” Carmen ALEMANY BAY Universidad de Alicante
El editorial de Guillermo de Torre, “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, publicado sin firma en La Gaceta Literaria el 15 de abril de 1927, supuso la afirmación de las opiniones que en España se tenían respecto de Hispanoamérica desde el momento de la Independencia: las ex-colonias debían seguir los lineamientos culturales de la metrópoli. Un sentimiento que se fue atenuando con el paso de los años pero que de vez en cuando resurgía, tal como ocurrió con el citado artículo1. Guillermo de Torre tuvo el atrevimiento de declarar que “no podemos ya contemplar indiferentemente esa constante captación latinista de las juventudes hispanoparlantes, ese cuantioso desfile de estudiantes, escritores y artistas hacia Francia e Italia”; para concluir con “la necesidad urgente de proponer y exaltar a Madrid, como el meridiano intelectual de Hispanoamérica”, considerando “el área intelectual americana como una prolongación del área española”2. Además se arremetía contra el nombre 1
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Como acertadamente apunta Eleanor Londero, “No se trata de una disputa nueva. El problema de la hegemonía cultural de España respecto de América se había planteado ya en épocas del romanticismo, como es sabido, la concepción romántica dirige su interés hacia los aspectos nacionales, y ejerce la literatura como un vehículo eficaz de emancipación política y cultural. Por ende, da particular relieve a un rasgo esencial, el idioma. En el Río de la Plata, la labor de ideólogos como Echevarría, Sarmiento, Alberdi o Juan María Gutiérrez contribuye a la afirmación de una línea de pensamiento liberal, en oposición a las tendencias conservadoras que se resistían a una completa ruptura con la madre patria. El problema del idioma común –vínculo del que no era posible prescindir–, obligó a los románticos a intentar soluciones que iban, desde el rechazo de la normativa fijada por la Real Academia hasta la propuesta de un sistema de ortografía que respondiese con mayor fidelidad a la realidad fonética americana” (Londero: 4). Tanto este texto como todos aquellos concernientes a la polémica los tomamos de Alemany Bay, 1998. Las palabras de Guillermo de Torre corresponden a las páginas
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de América Latina, o el de “latinoamericanismo”, porque delataban la voluntad anexionista de los franceses; en contrapartida se defendía los nombres de Iberoamérica, Hispanoamérica o el de la América española alegando que los vínculos más fuertes entre países eran los idiomáticos. El autor del artículo de marras reafirmaba la importancia de España en el terreno cultural y el interés que ésta tenía, frente a los malintencionados deseos de Francia o EE.UU., en exaltar y potenciar la valía de los escritores hispanoamericanos. Su intervención se centró fundamentalmente en dos ejes: la cuestión del latinismo y el tema del mercado editorial3. Tras estos pronunciamientos se desató una polémica que duró casi un año y que se centralizó fundamentalmente entre La Gaceta y la revista, publicada en Buenos Aires, Martín Fierro4; pero ésta rompió barreras
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65-67. En adelante, cuando hagamos referencia a los textos de la polémica anotaremos entre paréntesis el número de página correspondiente a la citada edición. No es extraño por ello que la polémica finalice con un texto de Miguel de Unamuno quien, desde su exilio en Hendaya, escribe a los escritores argentinos J. Vignale y C. Tiempo una carta que ellos publicarán en el primer número de la revista Carátula (octubre de 1927), y que apareció reproducida en el último número de Martín Fierro, en noviembre de 1927: “Nada les quiero decir de ese encontronazo que los del Martín Fierro han tenido con los de La Gaceta Literaria de Madrid. Todo parte de una confusión y es que el que estampó lo de ‘Madrid meridiano intelectual’ quiso decir meridiano ‘editorial’ y que no se trataba de nada de arte sino de economía. Los negocios son los negocios y la literatura es la literatura. Por mi parte me he decidido a que me editen dos libros ahí, en Buenos Aires, pero no por negocio, sino buscando libertad. Que aún no he llegado a literato apolítico y bien avenido con la dictadura de las malas bestias pretorianas. Y vean cómo sin querer decir nada he dicho acaso más de la cuenta”. En 2006, Marcela Croce compiló, bajo el título de Polémicas intelectuales en América Latina. Del “meridiano intelectual” al caso Padilla (1927-1971), los textos principales de algunas polémicas relevantes en América Latina a lo largo del siglo XX; entre ellas, tal como se indica en el mismo título, la del “meridiano intelectual”. En la nota 6 de la introducción, y haciendo referencia a un artículo mío publicado con anterioridad al libro sobre el meridiano: “Una polémica sobre identidad cultural entre Madrid, Roma y Buenos Aires”, en Relaciones culturales entre España e Italia, la compiladora afirma: “además de algunos errores notorios –aplicarle a Martín Fierro el gentilicio de ‘bonaerense’ o ignorar la participación de de Torre en el ‘Campeonato para un meridiano intelectual’–, Alemany Bay se ocupa del impacto que provocó el meridiano sobre la revista milanesa La Fiera Letteraria”, p. 49. Debo aclarar en mi defensa que en España si una revista está publicada en Alicante, utilizamos el gentilicio “alicantina” y se sobreentiende que está publicada en la ciudad de Alicante; pero no es mi deseo entrar en polémicas estériles, por tanto, como se puede comprobar en el texto principal –y para que no haya dudas– he especificado “publicada en Buenos Aires”. Sobre el otro asunto, el de “ignorar la participación de de Torre en el ‘Campeonato para un meridiano intelectual’”, creo que en el texto citado se sobreentiende que él también participó; pero si hay dudas, el lector puede comprobar que el citado texto de Guillermo de Torre está incluido, íntegramente, en las páginas 83 y 84 de mi libro; por cierto, citado también en la bibliografía de Croce.
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geográficas no sólo en América Latina sino también en Europa5. A la reacción de los martinfierristas se apuntaron, inmediatamente, otras publicaciones periódicas de Buenos Aires como Crítica, El Hogar y, posteriormente, Nosotros; las montevideanas La Pluma y Cruz del Sur6; el periódico cubano Diario de la Marina, y también en aquel país la revista de avance y Orto; en Lima, Variedades; en México, Ulises; y en el ámbito europeo la italiana La Fiera Letteraria. Revistas y periódicos – la mayoría de ellos– que en mayor o menor medida y con diferentes matices defendieron y promulgaron las vanguardias desde sus páginas. Una polémica intensa y sin duda reveladora del momento cultural que se estaba viviendo y en la que se debatía una cuestión de excelencia, ya que en no pocas ocasiones las respuestas aparecieron en las portadas de algunos periódicos. El hecho de que los principales bastiones de la vanguardia latinoamericana se pronunciasen rápidamente y de forma airada, algo por otra parte típico de la época, no impide que creamos que esta polémica fue malinterpretada desde sus inicios. El artículo de marras, “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, que insistimos apareció sin firma, fue atribuido por muchos –por ejemplo la revista de Milán La Fiera Letteraria– a Ernesto Giménez Caballero, director de La Gaceta. Tendrá que pasar algún tiempo hasta que el propio Guillermo de Torre declarase ser su autor. Si bien la polémica tuvo varias derivaciones, la que ahora nos interesa es saber si existía un trasfondo nacionalista en aquella declaración de Guillermo de Torre. Es obvio que sí, recordemos que en el editorial se hablaba de “la necesidad urgente de proponer y exaltar a Madrid, como el meridiano 5
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Debemos advertir en este punto que el estudio de esta polémica tuvo aportaciones reseñables a partir de los años 1980 y que precedieron a la publicación de mi libro: la de Fléming Figueroa, González Boixo, Londero y la de Rovira. La revista montevideana La Pluma, en un artículo sin firma que Jorge Schwartz atribuye, con dudas, a A. Zum Felde, “El meridiano intelectual de América” (Alemany, 1998: 75-77), se hermana en algunos aspectos con la opinión de Martín Fierro analizando el artículo inductor de esta polémica con otros baremos: se reivindica la identidad cultural de los americanos del Río de la Plata y se critica la prepotencia de España en el terreno literario sin tener méritos para ello y además se señala la importancia de las corrientes de pensamiento de otros países europeos: “Es conveniente que La Gaceta se entere […] de que no consideramos que España sea capaz en este momento – como no lo ha sido en todo el siglo pasado- de ejercer, sobre la mentalidad americana, la hegemonía magisterial que en España se imagina” para llegar a concluir que “América tiene identidad propia y distinta de la de España” (76). En la independencia cultural incidirá el artículo “Montevideo, meridiano intelectual del mundo” (77) de la revista Cruz del Sur, publicado sin firma, y en el que se alude al potencial cultural del Uruguay porque las continuas corrientes migratorias facilitan la integración de nuevos elementos a la cultura. A las cuestiones migratorias se acogerán en respuestas futuras los de la Gaceta Literaria para señalar la escasa identidad. En tono de broma, y para no tener “el papel de segundones”, proponen a Montevideo “meridiano espiritual del mundo”.
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intelectual de Hispanoamérica”, a pesar de que Guillermo de Torre afirmase en aquellos tiempos estar desposeído de “todo carcelario espíritu nacionalista”. Si bien esa reivindicación es evidente, creo que aquel editorial además quería elevar una labor individual, la de Guillermo de Torre, quien se consideraba el gran promulgador de las vanguardias en lengua española. Hagamos un poco de historia de los años precedentes. El poeta creacionista Vicente Huidobro, a su paso por Madrid en el año 1918 –año de creación del ultraísmo encabezado en otros por Guillermo de Torre–, no tardó en aclarar que este movimiento era una degeneración de su escuela. Por otra parte, en los orígenes del ultraísmo español estuvo el joven Jorge Luis Borges quien apoyó con entusiasmo las propuestas ultraístas, pero quien a su llegada a Buenos Aires, en 1921, y con la publicación del artículo “Ultraísmo” en la revista bonaerense Nosotros, y algunos otros manifiestos, dota al movimiento de un programa estético prácticamente inexistente en el ultraísmo español. A partir de esos momentos, y sobre todo en aquel Buenos Aires en plena efervescencia cultural, se propagarán desaforadas respuestas en contra del papel que había ejercido España no sólo históricamente, sino el que ilegítimamente seguía ejerciendo. Con estos precedentes creemos que además de un problema de nacionalismo latente en el editorial “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, estaba en juego la paternidad de la vanguardia. En su artículo Guillermo de Torre intentó que desde el otro lado del Atlántico tuviesen en cuenta la vía por la que había entrado, según él, el vanguardismo en Hispanoamérica, y que –debía entenderse– no era otra que la que él mismo promovió, el ultraísmo español; y así lo clarifican las palabras con que cierra el polémico editorial: “Si nuestra idea prevalece, si al terminar con el dañino latinismo, hacemos a Madrid meridiano de Hispanoamérica y atraemos hacia España intereses legítimos que nos corresponden7, hoy desviados, habremos dado un paso definitivo para hacer real y positivo el leal acercamiento de Hispanoamérica, de sus hombres y de sus libros” (Alemany, 1998: 67). Sea como fuere desde América Latina, y como punto de partida Buenos Aires, ya no se toleraba que desde tierras patrias se siguiese con las tutelas de antaño. La virulenta respuesta de los martinfierristas fue inmediata y como un reguero de pólvora se extendió a otros países latinoamericanos. Las réplicas no fueron unánimes, ni desde aquel lado ni desde éste, y la polémica fue tomando cuerpo y derivando hacia cuestiones de hondo calado como la de los nacionalismos, y por extensión la de la identidad; también como derivación la cuestión del idioma. La contestación de los de Martín Fierro se publicó el 10 de julio de 1927 y en su conjunto fue una respuesta airada, desacralizadora y repleta 7
La cursiva es nuestra.
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de ironía (67-75)8. Los martinfierristas habían sido heridos en uno de los puntos prioritarios que aparecieron en su manifiesto, recordémoslo: “MARTIN FIERRO cree en la importancia del aporte intelectual de América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical”9. Su réplica consistió en atacar la producción literaria de los últimos años en Madrid, como decía Borges “una ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías”; así como proponer otros meridianos europeos alternativos: París o Roma, que habían sido citados genéricamente por Guillermo de Torre en su artículo como centros culturales que restaban importancia al de Madrid. Volviendo a Borges, en su respuesta titulada “Sobre el meridiano de una Gaceta” insiste: “ni en Montevideo ni en Buenos Aires –que yo sepa– hay simpatía hispánica. La hay, en cambio, italianizante: no hay banquetón sin su sentada ítala de ravioles; no hay compadrito, por más López que sea, que no italianice más que Boscán” (72). Raúl Scalabrini Ortiz utilizará el mismo tono que Santiago Ganduglia en su intervención, aunque se destacará por unas desafortunadas frases que servirán de burla en las futuras intervenciones de los gacetistas: “Hablamos en castellano, actuamos en inglés, gustamos en francés y pensamos… pero, ¿es que nosotros pensamos?” (73). Por su parte, Lisardo Zía rebate el controvertido editorial de La Gaceta desde la perspectiva de identidad, a la que volveremos después, alegando que la realidad americana es múltiple y compleja y que la resolución de ésta nacerá en América y no en Europa; planteamientos que aumentarán el tono nacionalista de la polémica: “Buenos Aires es América, y en América caben todas las posibilidades, mientras que Madrid y España tienen en Buenos Aires y en América su única, su última posibilidad. Ésta es la diferencia” (75). A partir del primer planteamiento desde el lado español y de la respuesta de los martinfierristas, la polémica se orientará hacia una serie de vértices que de alguna manera la desplazarán de sus orientaciones primeras. Una de las cuestiones que reaparecerán de forma inmediata será la cuestión del nacionalismo; un nacionalismo, no lo olvidemos, en una vanguardia pretendidamente cosmopolita. Este asunto no será baladí, ya que nuevamente desde España se volverá a él. El periódico madrileño El Sol, publicación de tintes liberales y bajo la tutela intelectual de José Ortega y Gasset, participará activamente en la polémica a través de algunos de sus más asiduos colaboradores desde el 25 de agosto hasta el 7 de septiembre de 1927. Los nueve artículos publicados en relación con nuestra polémica formarán un compendio que, como ocurre con otros participantes del otro lado del Atlántico, 8
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En la respuesta participaron Pablo Rojas, Ricardo E. Molinari, Ildefonso Perea Valdés, Nicolás Olivari, Jorge Luis Borges, Santiago Ganduglia, Raúl Scalabrini Ortiz, Ortelli y Gasset y Lisardo Zía. “Manifiesto Martín Fierro”, publicado el 15/5/1924. Tomamos la cita de Schwartz, 113.
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produce a veces la impresión de estar más atento a la personalidad del firmante que al propio problema; pero en cualquier caso la cuestión del nacionalismo será objeto de pugna. El artículo que abre la participación de El Sol en el debate aparece sin firma y editado en primera página –como todos los restantes–; pero, en adelante, nombres como Ricardo Baeza, con cuatro artículos; Gaziel (pseudónimo de Agustí Calvet Pascual) con dos, Salvador de Madariaga con uno y Angélica Palma con otro (y hasta una breve referencia firmada por Ramón Gómez de la Serna), dan buena idea de la importancia que la cuestión del “meridiano” tuvo dentro de nuestro país y en la otra orilla. Tras el primer artículo, meramente informativo, “El meridiano de Martín Fierro” (77-79) publicado el 25 de agosto, apareció el 31 de agosto “Los meridianos de Hispanoamérica” (79-81) firmado por Gaziel quien fue asiduo colaborador de El Sol y del periódico catalán La Vanguardia, del que fue durante un tiempo su director. Inevitablemente, la polémica del meridiano se interpretaba, bajo su pluma, y de forma subliminal a veces, como una cuestión relativa a los nacionalismos internos; por ello defenderá la actitud de los martinfierristas, porque fue producida por un “instinto de conservación”. A partir de este argumento hará una defensa a ultranza de las otras culturas españolas y en contra del meridiano de Madrid. Gaziel cree que Hispanoamérica no tendrá en el inmediato futuro un sólo meridiano sino varios, al igual que –según él– estaba ocurriendo en España. La opinión de Gaziel representa la otra cara de la intelectualidad española personificada, entre otros, por Guillermo de Torre y que resume la inquietud de aquellos intelectuales procedentes de otras culturas lingüísticas dentro territorio español que siempre miraron de reojo el marcado centralismo madrileño. Esta toma de posición de Gaziel debe considerarse esencial ya que los siguientes artículos publicados por El Sol estarán determinados por esa opinión. Antes de que desde el mismo seno del periódico El Sol obtengamos opiniones contrapuestas, como la de Ricardo Baeza, desde La Gaceta Literaria, y en respuesta masiva, opinarán sobre este tema numerosos intelectuales bajo el título “Un debate apasionado. Campeonato para un meridiano intelectual” (81-93)10. Gerardo Diego afirmará, acusando a los 10
El artículo fue publicado el 1 de septiembre de 1927. En él participaron Ernesto Giménez Caballero, Guillermo de Torre, Ramón Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, Gerardo Diego, Ángel Sánchez Rivero, Melchor Fernández Almagro, Antonio Espina, Enrique Lafuente, Gabriel García Maroto, César M. Arconada, Francisco Ayala, Esteban Salazar y Chapela y José García de Sucre. Por los contenidos de las respuestas no es difícil llegar a la conclusión de que todos los que replican se han sentido agredidos en su propia estima intelectual y que en su excesiva presunción pensaron que eran la referencia vanguardista no sólo a América, sino también de buena parte de Europa. Lo más relevante de estas respuestas podríamos resumirlo así: abre la serie el artículo del director de la revista, Ernesto Giménez Caballero, que escribe, como si de una carta se tratara, a Pablo Rojas Paz quien ha intervenido en la
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de Martín Fierro de nacionalistas, que “los nacionalismos todos me parecen nefastos. No les conviene a los jóvenes argentinos hurgar demasiado en su criollismo. Por ese lado no van a ninguna parte, a no ser que quieran encontrarse a España, a una de las maneras de España” (85); a la cuestión del nacionalismo recurrirá también Enrique Lafuente: “meridiano no quiere decir sometimiento, sino, en todo caso, unidad y confluencia. Las eternas potencias disolventes, tan nuestras, lucharán siempre contra una ordenación semejante. Y mucho más hoy, tan en moda todos los nacionalismos” (88). Sin embargo, y como adelantábamos, la principal respuesta la obtendremos de Ricardo Baeza desde el periódico El Sol quien tres días después de la publicación del artículo de Gaziel, contestará con otro fuertemente polémico ya desde el título, “¿Con Martín Fierro o Don Quijote?” (93-95), en el que acusará de “catalanidad” al director de La Vanguardia. En su argumentación, y como reproche, aducirá que cuando en La Gaceta Literaria se hablaba de Madrid se hacía referencia a todo el polémica de forma más racional y resume la airada respuesta de los argentinos como la que daría un campesino ofendido; porque Madrid no quiere tutelar a nadie, y ellos por ser retrógrados no quieren conocer “las culturas alegres, progresivas y ágiles de Europa” para concluir, y tomando como referencia la inoportuna frase de Scalabrini, que, efectivamente, los replicantes argentinos no piensan. Le sigue Guillermo de Torre quien continúa sin reconocer su autoría del artículo que provocó la polémica, y continúa hablando de sí mismo como de “el editorialista de la Gaceta Literaria”, y se centra en el término “meridiano” como el causante del malentendido: todo es una querella de vocabulario y, en ese sentido, habría sido mejor hablar de “vértice”, de punto de confluencia de la literatura en lengua española. El respeto por la propia autonomía intelectual lleva al respeto por la de los americanos, a los que anuncia al final que pronto va a ir a comprobar sobre el terreno la producción intelectual bonaerense. Una breve intervención de Gómez de la Serna plantea que no hay que agravar la situación, que hay afortunadamente muchos más jóvenes en Argentina que los martinfierristas y que tiene fe en un “espíritu español”, unificado por la lengua. Benjamín Jarnés centra su respuesta en que los argentinos quieren crear otro idioma y que él les ofrece palabras de derribo para ello, pero anuncia que por ganar un idioma se van a perder muchas obras maestras. Les anima a que, en la lengua que sea, latín o francés, sueco o polaco, escriban ya la obra genial. Siguiendo con los ataques, Gerardo Diego afirma que Madrid no es meridiano, sino paralelo de Buenos Aires, que a su vez es otro paralelo de Madrid; que le parecen nefastos todos los nacionalismos; que le parece peligroso que se intente crear otro idioma, que será un dialecto impracticable literariamente; que respecto a la producción argentina le parece mejor el entusiasmo que el resultado. Por su parte, Francisco Ayala nos proporciona una de las intervenciones más nacionalistas del grupo: “la literatura sudamericana vive supeditada a la nuestra” y España siempre les ha echado una mano; en cualquier caso, confía en el futuro de América y en la independencia espiritual de todos los pueblos, “pero lo que hay detrás de todo esto es un problema de identidad no resuelto. Se siguen preguntando ¿quiénes somos? Y no tienen respuesta”. La de Melchor Fernández Almagro será probablemente la respuesta más proclive a la proyección de un diálogo: reconoce que fue un error tratar de imponer el meridiano de Madrid. España será la primera influencia, aunque harán bien en asumir otras, y en desechar las que quieran para conseguir su desenvolvimiento autónomo.
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movimiento intelectual español sin diferenciar regiones. Alega también que el idioma es “el nexo espiritual más fuerte de cuantos pueden ligar entre sí a los pueblos” –cuestión muy debatida en intervenciones futuras dentro de esta polémica–, y que la cultura “no tiene fronteras y es patrimonio universal” (93). Tras la defensa de la españolidad, Baeza seguirá en su argumentación centralista y alegará que la literatura hispanoamericana está en un período formativo y que no puede compararse a la importancia de la española. Gaziel contraatacará con el artículo “¿Imperio o confederación?” (9799) publicado en El Sol el 13 de septiembre. Sus argumentos se centrarán ahora en la desastrosa tradición política española y en los recelos que siempre ha tenido el centro respecto a la periferia, así como el perverso miedo a la pérdida de poder. La propuesta de Gaziel para mejorar las relaciones entre España e Hispanoamérica está en que Castilla debe considerar a la América española como una confederación; de ahí que el símbolo literario de Don Quijote, propuesto anteriormente por Baeza para la cultura en lengua española, no sirve: si Martín Fierro fomenta el separatismo, según Gaziel Don Quijote lo engendró previamente y pecó de celoso. Con este artículo el escritor catalán terminará su participación en la polémica. A partir de ahora será Ricardo Baeza quien capitalizará las opiniones de El Sol sobre la misma con tres colaboraciones más: “El meridiano literario de Hispanoamérica” (102-103), del 17 de septiembre; “El camino de la salud” (107-109), del 21 de septiembre; y “La escuela de Don Quijote” (109-112), del 24 de septiembre. Los citados artículos estarán más atentos a defender sus propias opiniones e intereses que a elaborar una posición sólida sobre la cuestión. En este último artículo afirmará que “toda interpretación del regionalismo que signifique exclusión y restricción del espíritu, acotamiento y delimitación inflexibles, es tan viciosa y tan nociva como los nacionalismos centralistas correspondientes, y aún más, si cabe, por más uniforme y angosta la parcela geográfica” (110). Las opiniones de Baeza serán secundadas por otro asiduo colaborador de El Sol, Salvador de Madariaga, quien en “La batalla de los meridianos” (117-119), publicado el 22 de octubre, y en sintonía con la vertiente nacionalista española culpará a la dispersión de todos los males que aquejan a Hispanoamérica: “Los hombres más formados, más universales, es decir, más argentinos, son los que mejor y más discretamente sienten lo español. Los otros creen que entienden mejor lo francés” (118119); su conclusión no tiene matices: los argentinos sólo pueden comprender otras culturas, como la francesa, a través de España. Curiosamente esta disputa, centrada en parte en los nacionalismos, no se adentró en otra cuestión fundamental desde la Independencia, la del debate de la identidad. Sólo Alejo Carpentier, y a petición del periodista español Manuel Aznar, publicará el 12 de septiembre de 1927 en el 326
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Diario de la Marina su opinión en “Sobre el meridiano intelectual de nuestra América” (95-97); y es allí donde el narrador cubano ahonda sobre ese tema medular y diferencia el pensamiento de América del de Europa, lejos de la reivindicación nacionalista concreta que propugnaban los martinfierristas y los continuadores de la polémica. Las palabras de Carpentier tienen gran valor porque en ellas se encuentran implícitos planteamientos posteriores que desembocarán en lo real maravilloso como término propio de la identidad latinoamericana: Las actitudes del intelectual de América no pueden aparearse con las del intelectual de Europa. Este último ha vencido una cantidad de prejuicios adversos: vive, si quiere, en medios desconectados de toda realidad étnica o histórica […] En nuestra América, en cambio, las cosas ocurren de muy distinta manera. Si lo observa usted, verá que hay un gran fondo de ideales románticos tras los hirsutos alardes de la nueva literatura latinoamericana. […] Hoy América tiende a alejarse cada vez más de Europa cuando concentra serenamente sus energías creadoras. Y lo grave es que España es la Europa que más se teme, por su influencia, por razones de idiomas, es más avasalladora. (95-96)
El escritor cubano termina su respuesta calificando la reacción de los martinfierristas “de un lamentable mal gusto las boutades de la muchachada de Martín Fierro”; pero también apunta que “creo deplorable que se intente transformar un afecto fraternal en incesto” (97)11. Curiosamente la cuestión de la identidad en esta polémica, y a excepción de Carpentier y epidérmicamente Lisardo Zía con anterioridad, será interpretará como identidad lingüística, y a ella recurría ya Guillermo de Torre en el artículo de marras: “No hay, a nuestro juicio, otros nombres lícitos y justificados para designar globalmente –de un modo exacto que selle los tres factores fundamentales: el primitivo origen étnico, la identidad lingüística y su más genuino carácter espiritual– a las jóvenes repúblicas de habla española, que los de Iberoamérica, Hispanoamérica o América española” (65). A lo que Santiago Ganduglia respondió afirmando que “ya no se puede hablar de identidad lingüística porque todos somos algo políglotas y estamos acostumbrados a escribir en idioma propio” (72). La respuesta de Ganduglia estará en sintonía con la de Pablo Rojas Paz cuando afirmaba que “nosotros ya hemos progresado mucho, tanto que no podemos decir en qué idioma hablamos. Nuestra ilusión debe ser la de echar a perder de tal manera el castellano que venga un español y no entienda nada de lo que le digamos”, para terminar afirmando que “Nosotros estamos organizando un idioma para nosotros solos y de aquí nos vendrá 11
Para Marcela Croce, la intervención de Alejo Carpentier “anticipa la resolución de la polémica surgida del caso Padilla que dará Fernández Retamar cinco décadas después en Calibán” (Croce: 17).
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la libertad”, o bien, “Hablamos su lengua por casualidad pero la hablamos tan mal que impertinentemente nos estamos haciendo un idioma argentino. Dentro de unos años nos tendrán que traducir si quieren gozar nuestro lírico influjo” (68). Este acentuado criollismo cristalizará poco tiempo después con la publicación de El idioma de los argentinos de Jorge Luis Borges12. La respuesta a tales propósitos no se hará esperar y Ramón Gómez de la Serna en su intervención en “Un debate apasionado. Campeonato para un meridiano intelectual” afirmará que “Únicamente la pasajera inconsciencia de algunos espíritus confusos ha podido propugnar un idioma que lleguen a no entender los españoles, pues, no sólo se aislarían entonces de nosotros, sino de toda esa inmensa América española que gravita sobre la Argentina en el Mapa-Mundi” (84). Para Ricardo Baeza en “¿Con Martín Fierro o con Don Quijote?”, citado con anterioridad, “es el idioma el nexo espiritual más fuerte de cuantos pueden ligar entre sí a los pueblos, hasta el punto de poder considerar como una sola y misma civilización, con caracteres propios comunes, a la integrada por los pueblos de una misma lengua, cualesquiera que sean el grado de su autonomía política y los rasgos distintivos de su fisonomía nacional” (93). Pero Baeza no se resigna y en “El camino de la salud” afirmará que no hay “ningún hombre realmente bilingüe; a tal punto es imperativa y entrañable su dependencia de la palabra. Por múltiple y minucioso que sea su poliglotismo, y por eficiente que pueda ser su ciencia filológica, el hecho es que siempre pensará (lo que se llama pensar sustantivamente, a solas, no por los estímulos de la conversación) en un solo idioma, el único al que podrá, con verdad, llamar propio.” (107). Finalmente la cuestión del idioma, debatida como hemos visto solamente desde el lado español y el argentino, llevará a otro asunto, el de la inmigración. Francisco Ayala, desde la Gaceta Literaria13 (116-117) y en respuesta al artículo de A. R. Ferrarin publicado en La Fiera Letteraria14 (104-107)15, apuntará que “Todos sabemos que el emigrante es –por lo común– el peor dotado. El que sólo cuenta con su trabajo corporal: así lo imponen los hechos. Su preparación intelectiva es nula. Hasta el extremo
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Como ha advertido Gabriela García Cedro, “si la defensa del idioma parece ser el punto de partida, el carozo reside en el carácter nacional de ese idioma; se está defendiendo, ante todo, ‘el idioma de los argentinos’, el ser argentinos” (en Croce: 63). “En torno al meridiano. El minutero de Italia”, 1 de octubre de 1927. “Buenos Aires contro Madrid”, 18 de septiembre de 1927 Para Ferrarin, lo definitorio de la identidad no es el idioma, sino la raza; de ahí que considera lógica la respuesta de los martinfierristas porque los argentinos se consideran más italianos que españoles por cuestión de raza.
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de desconocer su propio idioma –acogido a formas dialectales o, sencillamente, bárbaras” (116)16. Evar Méndez (seudónimo de Evaristo González), director de Martín Fierro, en la última intervención y de carácter colectivo de la revista17 (119-136)18 declarará que esa voluntad de crear un nuevo idioma por parte de los argentinos está fundamentada en parte por la histórica incomprensión española: Verdad que no es invento nuestro, sino constatación de una realidad incontrovertible, no provocada por ningún individuo aislado, y que se produce de manera fatal en el país: el deshispanismo argentino, la transformación del idioma, la diferenciación espiritual, nuestra actual constitución étnica, la orientación no-española de la cultura del Plata. Todo ello parece “ingratitud histórica” e insulto máximo a los españoles; pero desatender esa verdad no prueba sino incomprensión, voluntaria ceguera, estrechez mental o torpe tozudez en oponerse en vano a la corriente de nuestra vida de pueblo libre (120).
Una cuestión, la de la incomprensión, a la que también acudirá desde la revista bonaerense Nosotros (noviembre-diciembre de 1927) Luis Pascarella en “Madrid, meridiano intelectual de Hispano América” (136142), quien habla del “completo desconocimiento del actual espíritu argentino […] ¿Qué culpa tiene, pues, la juventud hispanoamericana: si España abandonó sus derechos de madre y permitió que se amamantase con leche de nodrizas?” (140). Poco tiempo después desde El Sol Angélica Palma, hija del escritor peruano Ricardo Palma, en “Literaturas de América” (del 7 de diciembre de 1927), cree que todas las discordias que han partido de esta polémica proceden de la falta de curiosidad e interés de los intelectuales españoles por lo que ocurre en América (142144); algo a lo que ya habían aludido Jorge Luis Borges y Santiago Ganduglia desde la primera respuesta de Martín Fierro (71-72). Siguiendo con Palma, la articulista, en la misma línea de Baeza, subraya “la impresión de diletantismo que deja la mayoría de los escritores hispanoamericanos” (144). Su argumentación, unida a la opinión de otros como el propio Baeza o Madariaga, nos llevaría a otros planteamientos que nos desvían la atención pero que creo deben tenerse en cuenta como 16
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El argumento se amplía con las siguientes palabras: “Ésta es una fácil comprobación. El inmigrante no puede aportar nada a la cultura del país. Menos de nada sus descendientes. Sus hijos llegan a la americanización completa: más profunda que el lenguaje –dice Enrico Corradini, que ha estudiado el asunto-. Es una transformación psicológica, fisiológica (‘Discorsi Politici’)”. “Asunto fundamental”, 44-45, 31 de agosto-15 de noviembre de 1927 En esta última intervención participaron el Director (Evar Méndez), Leopoldo Marechal, Visconde de Lascano Tegui, Francisco Luis Bernárdez, Pablo Rojas Paz, Raúl González Tuñón, Raúl Scalabrini Ortiz, Eduardo González Lanuza, I. Mario Flores, M. F. (hijo), Nicolás Olivari y Enrique González Trillo.
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es las aún presentes reticencias por parte de algunos, los nombres que hemos citado por ejemplo, a esa innovación ya suficientemente cuajada a esas alturas como lo era la vanguardia. Los fantasmas del nacionalismo afloran, pero también las reticencias de algunos a admitir que estamos ante nuevos tiempos artísticos. Si bien los agentes principales de esta polémica fueron los españoles y los argentinos, desde otros lados se apuntaron a la polémica; en ocasiones con la finalidad de enfatizar las propuestas martinfierristas, como José Carlos Mariátegui desde Variedades con “La batalla de Martín Fierro” (112-113) publicado el 24 de septiembre. Conociendo los principios del intelectual peruano no es de extrañar que se pusiese del lado de los argentinos y calificase la actitud de los gacetistas de “anacrónica pretensión”, no sin antes incidir en las mediocres aportaciones de la literatura española en los últimos años: “La hora, de otro lado, no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento como metrópoli espiritual de Hispanoamérica. España no ha salido todavía completamente del Medioevo. […] Carece de títulos para reconquistarnos espiritualmente. Lo que más vale de España –don Miguel de Unamuno– está fuera de España” (113). Otros se posicionaron del lado español, tal como se puede apreciar en el editorial que publicó la revista mexicana Ulises, dirigida por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, en el número 4, octubre del 27 (114-115). En la sección “El curioso impertinente” un breve artículo se inmiscuye en la polémica para poner en evidencia no sólo la actitud sino también el desconocimiento por parte de los jóvenes martinfierristas del “valor de la España actual”. Otros optaron por posturas intermedias, la revista de avance. En su número 11, del 13 de septiembre, y con el título “Sobre un meridiano intelectual” (99-100) se acepta como necesaria cualquier influencia, pero admite que en ocasiones ésta vendrá de París, en otras Londres o de Madrid: “hay que estar dispuestos para el viaje de circunvalación”, concluye. A finales del mes de septiembre la revista de Manzanillo (Cuba), Orto, se apunta a la polémica con cierta gracia caribeña, “El torpedo en la pista” (114), desde el que se intenta reprochar el “espectáculo” que se ha fomentado; el autor anónimo de estas páginas apuntaba que el meridiano actual de Hispanoamérica era el de la traducción. La polémica en cualquier caso es una muestra de que la literatura, como expresión cultural, se debate entre su vínculo con la lengua, que también es expresión de cultura, y su vínculo con las ideas, también las ideas políticas. La politización de la polémica es una consecuencia de este doble vínculo de la literatura. El tiempo dio la razón seguramente a los que privilegiaron el vínculo con la lengua, pero también es verdad que la literatura latinoamericana crecerá tematizando su vínculo con la realidad social y política de los distintos países. 330
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Bibliografía Alemany Bay, Carmen, “Una polémica sobre identidad cultural entre Madrid, Roma y Buenos Aires”, en Relaciones culturales entre España e Italia (Alicante: Universidad de Alicante, 1995), p. 13-26. –, La polémica del meridiano intelectual de Hispanoamérica (1927). Estudio y textos (Alicante: Publicaciones de la Universidad de Alicante, 1998). Croce, Marcela (compiladora), Polémicas intelectuales en América Latina. Del “meridiano intelectual” al caso Padilla (1927-1971) (Buenos Aires: Simurg, 2006). Fléming Figueroa, Leonor “El meridiano cultural: Un meridiano polémico” en Las relaciones literarias entre España e Iberoamérica (Madrid: ICI/ Universidad Complutense, 1987), p. 151-160. García Cedro, Gabriela, “Del lado de acá”, en Croce, Marcela, Polémicas intelectuales en América Latina. Del “meridiano intelectual” al caso Padilla (1927-1971) (Buenos Aires: Simurg, 2006), p. 63-66. González Boixo, José Carlos, “El meridiano intelectual de Hispanoamérica: polémica suscitada en 1927 por La Gaceta Literaria”, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 495 (septiembre de 1988), p. 166-171. Londero, Eleanor, “Vanguardia y nacionalismo: la polémica del meridiano (Madrid-Buenos Aires, 1927)”, en Iberoamericana, nº 36 (1989), p. 3-19. Rovira, José Carlos (ed.), Identidad cultural y literatura (colección “Antología del pensamiento hispanoamericano”, Alicante: Instituto de Cultura Juan GilAlbert/Comisión V Centenario/Generalitat Valenciana, 1992). Schwartz, Jorge, Las vanguardias latinoamericanas. Textos programáticos y críticos (Madrid: Cátedra, 1991).
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El fervor de Sur en el sur de Europa Victoria Ocampo y la aventura del espíritu Vicente CERVERA SALINAS Universidad de Murcia
El otro día pasamos por Illescas y, naturalmente, fuimos a ver el “San Ildefonso” del Greco. Había en la carretera una luz deslumbradora. Al entrar en la iglesia nos sentimos casi ciegos, incapaces de distinguir, al pronto, los colores del cuadro. Tuvimos que esperar hasta que nuestros ojos quedasen domesticados por la penumbra. Me encuentran ahora ustedes en trance análogo. Lleno de un inmenso camino vacío y anegado de luz. Mis ojos ciegos, deslumbrados de América, caen en esta España, rica de sombras magníficas; sombras de su pasado, que es también el nuestro. Y espero humildemente, como ante el “San Ildefonso” del Greco, que jirón a jirón me sea restituido mi tesoro. (Victoria Ocampo, 1931)
Declaraba con total convicción Victoria Ocampo que España había sido la “responsable de toda la aventura hispanoamericana” (Ocampo, 1935a: 11). No sólo de la épica de la conquista y de la formación de la cultura colonial, sino también del proceso de “epifanía interna” que significó la construcción del “ser de América” durante todo el siglo XIX, cuyas consecuencias determinarían los caminos de la expresión americana de la pasada centuria. Y puesto que España comprometió a América al imprimirle una posición y un carácter en el seno de la historia de Occidente, justo era que sufriera las consecuencias, según dictamen de la escritora argentina. Entre ellas se contaba la hospitalidad hacia los americanos –emigrantes o turistas, trabajadores o ilustrados viajeros–, con el énfasis cargado sobre el papel del anfitrión, y el esfuerzo por la nivelación en el intercambio cultural y especulativo. Victoria Ocampo pronunció su elogio a la España responsable en la vecina Italia, durante uno de los viajes a Europa emprendidos con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Había sido invitada por el “Instituto Interuniversitario Fascista di Coltura” y la “Direzione Generale degli Italiani all’Estero”, en septiembre de 1934, y dictó su conferencia 333
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en la “Unione Intellettuale” de Florencia y en el Aula Magna del “Ateneo Veneto” de Venecia, bajo el título de “Supremacía del alma y de la sangre”. Unos meses más tarde, presentaría la misma charla en los cursos organizados en la Residencia de Señoritas de Madrid, invitada por María de Maeztu, concretamente el día 9 de enero de 19351. Este texto arroja bastantes luces en torno a una problemática que por aquel entonces pareció interesar a la fundadora de la revista Sur: la caracterización polar de los caracteres históricos y psico-sociales de Europa y América, siguiendo la estela del diálogo que se había emprendido sobre la relación entre España y los países hispanoamericanos a partir de la generación del ’98, acendrada desde los planteamientos racio-vitalistas incoados en la filosofía de José Ortega y Gasset. En 1934 consideraba Victoria Ocampo que eran pocos los temas americanos en que “Europa no se deslice por algún resquicio”, lo cual no implicaba ningún tipo de escrúpulo o resquemor en su intelección de lo genuino. De hecho, la tesis sobre la que pivota el contenido de su conferencia surgía a partir de un comentario a la novela de D.H. Lawrence, La serpiente emplumada, desde cuya atalaya se atreve la escritora a plantear el espinoso tema de la definición de los espacios encartados. Afirma que “el indio en América se opone al espíritu y le es hostil”, siendo en cambio buen conocedor de los ámbitos del “alma y la sangre”. A estas nociones enfrenta la ensayista los conceptos de espíritu e inteligencia, para establecer la dicotomía entre los europeos y los americanos, estableciendo la salvedad de que no se refiere estrictamente a la población indígena, sino por extensión a “nosotros, los blancos de América latina” (Ocampo, 1935a: 39)2. Surgiría como conse1
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La conferencia apareció publicada en 1935 por la editorial Sur, creada en 1933, dos años después de la fundación de la revista (Viñuela, 2004: 20). Curiosamente, la nota informativa sobre las fundaciones que habían invitado a Victoria Ocampo hace desaparecer la referencia a la orientación “fascista” del Instituto Iberoamericano italiano. Sin embargo, hallamos la información completa en la edición de la conferencia que aparecerá en 1941 en la Segunda Serie de Testimonios de la autora (Ocampo, 1941: 288). En el volumen de Juana Martínez y Almudena Mejías, Hispanoamericanas en Madrid (1800-1936), encontramos en la página 167 la reproducción de la invitación a la conferencia, que tuvo lugar en el Paraninfo de la Residencia a las seis y media de la tarde. “Pero la supremacía del alma y de la sangre sobre el espíritu y la inteligencia (y establezco la diferencia) no constituye la característica de Méjico y de sus indígenas solamente. En distintos grados es la de toda la América española” (Ocampo, 1935a: 39). En 2007, María Rosa Lojo entronca el texto de la conferencia de Victoria Ocampo en el seno del diálogo controvertido entre la argentina y el conde alemán Hermann von Keyserling, con quien Ocampo mantuvo una intensa relación intelectual. La propuesta de Lojo para articular la distancia de Ocampo con respecto a las dicotomías del tipo espiritual-telúrico que dominan en la visión keysirlenguiana de Sudamérica, incluida –y subrayada– la cuestión atinente a la “naturaleza femenina”. Y señala: “Si el choque con Kayserling la lleva a tomar brusca conciencia de los sofismas que ‘naturalizan’ la cuestión de género (y las culturas periféricas y hegemónicas) en ontologías metafísicas, no obstante, algo de las ideas del filósofo (al que nunca
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cuencia del esquema argumentativo de esa historia cultural la fervorosa actitud de aquellos intelectuales como Victoria Ocampo que, “habiendo vivido en el alma y en la sangre, por el alma y por la sangre, empezamos a buscar el espíritu y la inteligencia como Lawrence buscaba esta alma y esta sangre, como la salvación” (42). El peligroso dualismo que estampara Ocampo en la Italia fascista, evaluado como error de base por Beatriz Sarlo en La máquina cultural (Sarlo, 1998)3 no debe interpretarse, empero, como una cualidad discriminatoria que ella imprimiera en el seno de la historia americana4, ni tampoco como emblema de una personalidad reaccionaria, sino más bien como el retrato de una avidez particular y de una voluntad constructiva. Y si en los años 1920 Pedro Henríquez Ureña localizó las directrices para la búsqueda de la expresión americana, una década más tarde hallamos a una dama de la alta burguesía porteña en un proceso heurístico donde, más allá de entonar el lamento por las limitaciones inherentes a la memoria cultural americana, proponía la firme voluntad de dar, “tras un amoroso lance, y no de esperanza falto”, a la caza del espíritu alcance. La pieza cobrada, en este
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dejó de considerar talentoso) queda en su propia visión de Sudamérica y su lenguaje, particularmente en el ensayo Supremacía del alma y de la sangre” (Lojo: 363). El título completo La máquina cultural. Maestras, traductoras y vanguardistas, publicado en Buenos Aires, en 1998, plantea el caso Ocampo en un contexto donde la “máquina cultural” adopta el trabajo de la traducción. Ocampo aparece descrita como “una máquina de traducir lenguas y libros, de interpretar, de imitar, de trasladar objetos, de moverse en el espacio. Victoria Ocampo vivió bajo el signo de la traducción, que no es un signo pacífico” (Sarlo: 280). Según opina Cristina Viñuela, Sarlo identificaría así el “gran error” de Ocampo: “Por un lado, pensar que existe una pobreza americana que hay que compensar, y, por el otro, considerar que existe una igualdad que los europeos deberían reconocer. Según Sarlo, Ocampo se resistiría a percibir la falta de simetría entre ambas culturas, al mismo tiempo que la estaría reconociendo con su actividad de traductora e intérprete. El presupuesto del que parte el trabajo de Sarlo –los conflictos de la pasión cultural– es discutible. Después de formular estos términos como opuestos, pretende conciliar todo dialécticamente superando los antagonismos aparentes mediante una síntesis superior” (Viñuela: 45-46). La “ausencia” de espíritu que indica Ocampo podría vincularse con la remota consideración de Hegel en su Filosofía de la Historia acerca del continente americano, alejado del escenario de la “historia universal” desde una perspectiva cultural, pero no debe confundirse con ella, a menos que intentemos manipular su pensamiento. Ocampo utiliza el ensayo para trazar esferas histórico-conceptuales, pero siempre consciente de la realidad histórica que compone el ser de América. Tesis que, como bien sabemos, concitaría innumerables críticas y no pocas alusiones irónicas. Recordemos las reflexiones del filósofo alemán: “Si los bosques de Germania existiesen todavía no hubiese nacido la Revolución francesa… América, es pues, la tierra del futuro, en la que el porvenir habrá de revelarse la significación históricouniversal, acaso en un combate entre Norteamérica y Sudamérica… No es incumbencia del filósofo profetizar: en lo que se refiere a la historia, lo que nos incumbe, más bien, es lo que ha sido y lo que es; mas en filosofía, por el contrario, ni lo que meramente ha sido ni lo que meramente será, sino lo que es y es eternamente: la razón –con lo cual tenemos suficiente ocupación” (Kaufmann: 26).
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caso, consistiría en el intercambio de las naturalezas históricas euroamericanas en un plano horizontal cuya conjunción cerrase la herida de los desterrados que, en permanente estado de exilio ontológico, se sintieron extirpados de América en Europa y de Europa en América. Ocampo se equiparaba en dicho sentimiento de orfandad y de búsqueda con el amigo fallecido, Ricardo Güiraldes, pero latía en sus palabras el deseo de confesar su profesión de fe vital, el consistente en ser “sudamericana desde hace tantas generaciones que me he olvidado de aparentarlo” (Ocampo, 1935a: 14). Definición que, entre otras prerrogativas, le permitiría entender y comentar los versos de Dante Alighieri superando el inconveniente de no haber nacido italiana5. Desplegadas las velas del nuevo periplo, en el mascarón de proa oteaba Victoria Ocampo el inmenso océano que, más allá del mar, de esa “presencia perturbadora” (Ocampo, 2005: 306) que –como ella siempre confesó– se le imponía como la expresión natural de las distancias infinitas, recomenzando siempre como en el verso de Paul Valéry tantas veces recitado6, era metáfora de ámbitos geográficos e históricos fatalmente remotos7. Como meta del viaje, deseaba conquistar el archivo 5
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“De creer a Papini (y apenas veo razón para no creerle), ningún extranjero reúne las condiciones necesarias para comprender cabalmente a este hombre. Lo cual no empece reconocer que la Comedia me ha ayudado a vivir”. “Dante no pertenece a Italia; pertenece a todos los hombres de la tierra capaces de recibirlo. Porque Dante es Italia para todos aquellos que lo reciben. E Italia está en mí por él” (Ocampo, 1931: 13). El amor y la identificación de Victoria Ocampo con la literatura dantesca datan de su primera juventud. En El imperio insular, el segundo volumen de su Autobiografía, comenta: “Hoy terminó Hauvette su curso sobre La Divina Comedia. ¡Qué pena! Me parece que los versos de Dante que acabo de citar se dirigen a mí. El alma de Dante es pariente de la mía. Me siento llena de talento, de inteligencia, de amor que quisiera comunicar. He nacido para hacer grandes cosas que nunca haré, por exceso de todo. Y nada de lo que me rodea es favorable, como clima, a la éclosion de lo que llevo dentro” (Ocampo, 1982: 133). “En un momento dado, Victoria recitó un verso de Le Cimitiére Marin, primero tal como ella lo decía; después, de una manera mucho más enfática, tal como Valéry le pedía que lo dijera. Al sacudir la cabeza se le entreabrió el peinado y en esa cabellera ondulada de color castaño asomó un mechón de pelo blanco. El detalle me impresionó. Sabía que Victoria era mayor que yo […] pero me parecía joven, muy joven […]. Nunca he visto a una mujer que tuviera tal poder de sugestión, que supiera tantas cosas y no hiciera gala de saberlas, que fuera, en suma, tan refinada y tan natural” (Bianco, 1988: 232). Es muy recomendable la lectura del “Testimonio” sobre “El cementerio marino” (procedente de una conferencia pronunciada en la Sociedad de Amigos del Arte, de Buenos Aires, en septiembre de 1933). Allí declara Victoria: “¡El mar! Con él empieza el poema. El techo tranquilo en que caminan palomas es él. Vuelve a cada momento, recomenzando siempre, el poema, ya en calma, ya agitado. Pero este mar que canta Valéry se vuelve, desde la tercera estrofa, símbolo del alma, símbolo del ser humano, de la humana movilidad” (Ocampo, 1935b: 342). A bordo del “Augustus”, escribe en 1956 Victoria Ocampo su “testimonio” sobre José Ortega y Gasset, fallecido en octubre del año anterior. Lo hace en una situación “hostil”, sobre la superficie móvil de lo inestable, donde las cartas del amigo muerto
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humanístico que contribuiría a la constitución de esa “ciudad letrada” que ella intuyó a través de la empresa de Sur como expresión preclara del porvenir cultural sudamericano y al que ella aspiraba, aventurera del espíritu con el único lenguaje que le era digno, según Enrique Pezzoni (113): “el lenguaje de la pasión”. No obstante, en ese magno proyecto intuido por la escritora jugó un papel determinante lo que Ortega llamaría su “amistad con España”, profetizada en 1931, justamente el año de fundación de la revista, como una relación –en palabras del filósofo– “mucho más importante en tu vida de lo que acaso imaginas” (Ocampo, 2005: 309). Un vínculo en el que fue precisamente la amistad, pero con el propio José Ortega, el motor y la sorpresa o, como ha decretado Cristina Viñuela en su monografía sobre Ocampo, “la búsqueda y el conflicto”. Y si hablamos de sorpresa, habría que explicitar ciertas razones. España, durante bastante tiempo, fue para ella sinónimo del filósofo y orador que la deslumbraría en los primeros encuentros que se produjeron en el contexto del viaje de Ortega a Buenos Aires, en 1916. La falta de curiosidad que, en un principio, le produjo la visita del catedrático de Metafísica se debía al declarado desdén que, por aquel tiempo, mostraba Ocampo hacia la literatura española, acaparada como estaba en el estudio del mundo francés y anglosajón. El prejuicio, empero, fue deshaciéndose al hilo de la escucha. El discurso encendido del filósofo y la brillantez de su pensamiento la sedujeron, provocando así una progresiva metamorfosis en cuanto a sus vínculos con la cultura española, como señaló con todo lujo de detalles Doris Meyer en su tesis doctoral publicada el mismo año de la muerte de la escritora, en 1979, Against the Wind and the Tide, y traducida al español en 1981 en Buenos Aires. Oigamos las palabras de Victoria Ocampo, donde palpita la fascinación y se adivina el origen de su recién descubierto interés por el primer español que abogaba por la europeización de España y que, al mismo tiempo, le revelaba que “su propia europeización podía estar privándola de una parte de su herencia nativa” ya que su educación, bastante representativa por otra parte de la oligarquía cultural porteña de comienzos del XX, “la había tornado injustamente prejuiciosa contra el idioma de su propio país” (Meyer: 93-94)8. Un idioma que, recordemos, era marginado en su
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son formas de una soledad en continuo estado de zozobra. Dice Victoria: “Aquí están las cartas, sobre la mesa de mi camarote. Las releo. Pienso en Ortega y hasta converso con él. Esta soledad se presta al diálogo con los ausentes. Pero en cuanto se trata de escribir… El mar se interpone. Está siempre presente, siempre ‘recomenzando’. Entra de día por el ojo de buey de mi camarote, y de noche, cuando no lo veo, lo oigo. Lo oigo como oigo los árboles en el viento, y como oigo la música; con ese exceso de deleite que Ortega censuraba (‘la música te pierde’) entiendo ahora por qué. Pero nosotros no elegimos. Nacemos con o sin ese amor. Y con el mar pasa otro tanto. Veo que para mucha gente, en este barco, el mar existe apenas” (Ocampo, 2005: 306). La tesis fue publicada en 1979 por George Braziller en New York, y traducida por Rolando Costa Picazo bajo el título de Contra viento y marea: “Victoria era sólo una
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expresión escrita a favor del uso, connatural a su formación, de la lengua francesa, como bien demuestra el hecho de haber escogido un adjetivo inexistente en español para manifestar su sentimiento de admiración por el filósofo, “médusée”9: En él –testimonia la escritora, refiriéndose a Ortega y Gasset– descubrí a España. Una España deslumbradora. Ya era tarde para escuchar sus conferencias. El ciclo había terminado. No me conformaba de haberlo perdido. En cambio, tuve ocasión de conversar con Ortega o, más bien, de oírlo conversar. No he vuelto a oír algo semejante. Yo estaba “médusée” (medusada, pero el término no existe en español), por su talento. Lo percibí inmediatamente (aunque él parece no creerlo). (Meyer: 93)
La persuasión dialéctica de Ortega pareció corresponderse, a pesar del comentario de Victoria, con otro tipo de seducción complementaria y paralela, que surgió de la inteligente atención y de la lúcida belleza que descubrió el filósofo en la mirada de la jovencísima argentina, a quien bautizaría a partir de entonces con un calificativo de connotaciones estético-espirituales: la “Gioconda austral”, a cuyo estímulo respondería ella con el apelativo del “querido Meditador”. En carta a Soledad Ortega, rememorará Ocampo, más de cuarenta años después, aquel encuentro y su fecunda descendencia cultural: En 1916, cuando me hablaron de un español muy extraordinario que daba conferencias y que Julia del Carril había conocido en casa de Ángel Estrada, yo no hacía ningún caso. Quiero decir que no me inspiraba curiosidad. Hasta creo que lo conocí a Ortega un poco a la fuerza […]. Finalmente fui a casa de Julio, y según dice tu padre en una carta que de él conservo, no desplegué los labios […]. La verdad es que yo nunca había sospechado que se podía hablar como hablaba Ortega. Y […] Ortega se dio muy pronto cuenta de que yo sabía escucharlo y de que nada de lo que se decía se me escapaba. (Ocampo, 1980: 149)
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representante de toda una generación de argentinos de clase media y alta, educados con un punto de vista claramente cosmopolita, que reflejaba la cualidad internacional de su capital y la gran cantidad de inmigrantes que acudían en tropel a principios de siglo. Incluso algunos aristócratas llegaron a sugerir que lo ‘nativo’ era necesariamente inferior, aunque esto no era, por cierto, lo que quería decir Sarmiento al alentar una mayor influencia europea y estadounidense en la Argentina. La idea de enriquecer la cultura nacional reemplazándola por otra fue un paso fácil para ciertos argentinos snob, pero la familia de Victoria nunca llegó tan lejos. Creían, no obstante, como los padres de muchos futuros escritores, como Ricardo Güiraldes o Jorge Luis Borges, que una educación europea era una ventaja innegable y que para ser bien educado era esencial el conocimiento de idiomas extranjeros” (Meyer: 94). “Cuando ella y sus amigos se reunían en Buenos Aires, discutían los asuntos literarios y artísticos en francés. Además, casi siempre se escribían en francés. Como el español era descuidado a nivel intelectual, Victoria no tenía la habilidad de usarlo con tantos matices como el francés. A no ser en una conversación de todos los días, el español le resultaba duro y artificial. ‘Cualquier intento de escribir en español’, ha dicho, ‘era un escribir de zurda a quien se le obliga a usar la derecha’” (Meyer: 95).
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“Desterrado del imperio de su memoria”, se proclamó en epístola confesional el filósofo a la musa Victoria un año después de ese primer encuentro porteño (Ortega y Gasset, 1980: 73). Proclamó sin ambages Ortega un sentimiento de perplejidad, teñido de erotismo, por aquella mujer que lo había “comprendido profundamente”, imbricando un vínculo interpersonal basado en lo que llama el filósofo, acudiendo a Goethe, “sinfronismo”, donde las “resonancias y afinidades” electivas traspasaban el umbral del intelecto para apoderarse del reino afectivo. Esta Mona Lisa –le declara en una carta– me ha comprendido por completo, hasta las raíces… Nunca jamás me confundirá con otro… ¡Qué extraño! Me conoce de memoria… Le gusta la forma en que deformo la trivialidad de las cosas que la vida arroja a nuestros pies, la forma en que les doy nueva vida, les impongo ritmo… Ha descubierto que para mí vivir es una cuestión de estilo… (en Meyer: 97)
Y en tal revelación recíproca de almas desenmascaradas y desnudas, comprende Ortega que en Victoria Ocampo se le ha manifestado el primer ejemplar femenino de lectora penetrante y perspicaz: Señora, la manera de leer que usted ejercita no es injusta e indebida. Fuera innecesario tranquilizar a usted sobre ello. En primer lugar, porque una mujer capaz de escribir y de pensar con tanta gentileza no se inquieta, de seguro, cuando comete una injusticia. En segundo lugar, porque es, en efecto, la única manera de leer que existe. El resto es… erudición. (98)
Y en la historia de esa lectura especular se fue gestando esa “aventura del espíritu” que sería la fundación de Sur como espacio textual donde, al cabo, pudieran colmarse los vacíos que, a causa de la “supremacía del alma y de la sangre”, habrían configurado la sustancia histórica hispanoamericana, desde la atalaya crítica de los intelectuales que ultimaron el proyecto. Perspectiva trazada en esa preclara dirección que el índice de la mano señorial de Victoria Ocampo marcaba hacia Occidente, pero ya sin la ausencia del patrimonio cultural español, reintegrado por la figura modélica y patriarcal de José Ortega al universo de intereses artísticos de la Gioconda austral. La “aventura del espíritu” había sido iniciada y el camino de las afinidades ofrecería sus frutos, por más que los desencuentros y los conflictos se sucedieran en los siguientes años de “sinfronismos” transoceánicos. La “deuda con Ortega” comenzaba ya a latir en el trasfondo moral de su discípula argentina. Y, a ella aparejada, el “bautismo por inmersión en el genio español”. En este sentido, reconocería ella con el tiempo, que “Ortega no pudo dar a nadie más de lo que me dio, pues nadie había perdido más a España que yo” (Ocampo, 1956: 211). En efecto, a José Ortega y Gasset le faltó el tiempo para publicar en su ensayo sobre Azorín y los “primores de lo vulgar” un fragmento que, sobre el mismo autor, había escrito Victoria Ocampo en una carta que le dirigió durante la estancia del filósofo en Buenos Aires, como recuerda 339
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Emilia de Zuleta en su estudio sobre las relaciones literarias entre España y Argentina (114). Y en la por aquel entonces todavía reciente editorial de la Revista de Occidente publicará Ortega en 1924 la que sería primera obra importante de Victoria Ocampo –escrita con poco más de veinte años–, su ensayo sobre la Divina Comedia, basado en el estudio de los personajes femeninos como estructura simbólica del ascenso y descenso del alma en la ultratumba dantesca, famosamente titulado De Francesca a Beatrice. El comentario de Ocampo resultó tan estimulante al filósofo que, ya en su primera edición, introdujo un “Epílogo” escrito por Ortega a modo de respuesta, anhelado diálogo de almas, entre las tesis de la argentina y las suyas propias sobre la naturaleza del amor y su entronque con la evolución de las ideas. Es indudable que este comercio metafísico fue del agrado de ambos, en especial de Ortega, pues no sólo prolongó el deseo de mantener el adorable coloquio de progenie platónica que se había iniciado entre ambos en el país de la pampa, sino que contribuyó a su diseño filosófico del sentimiento amoroso basado, como bien sabemos, en la teoría de la cristalización amparada en los ensayos de Stendhal y en el intuitivo deslumbramiento del iniciado en la escala de una “vida nueva”10. Sobre dicho escenario de ideas, Victoria podría haber fungido para Ortega como una nueva Beatrice, o una extranjera Diótima ante un Sócrates “divino”: mujer inspiradora que contiene los dones del “alma” a la cual tendiera el “espíritu” o intelecto, de entraña masculina según la filosofía amorosa de Ortega. De nuevo, la estructura dualista que manejaría Victoria Ocampo en su conferencia italiana, para postular el deseo de aprensión de un acervo cultural basado justamente en el espíritu atesorado en el Viejo Mundo, y ávidamente asimilado por los cautivos del alma y de la sangre. El concepto de “espíritu” que por entonces profesaba Victoria Ocampo no debería asimilarse, sin embargo, como categoría absoluta, en contraste con lo corporal, como pareció haber entendi10
“Chè dentro agli occhi suoi ardeva un riso / tal, ch´io pensai co´miei toccar lo fondo / della mia grazia e del mio paradiso” (Par. XV). (Ardía en sus ojos una tal sonrisa, que pensé con los míos llegar al fondo de mi beatitud y de mi paraíso.), dice Dante hacia el fin de su obra vitalicia rizando el rizo de sus emociones primigenias cuando mancebo empezó la vida nueva. El tema me apasiona, señora, y no acabaría nunca. Pero permítame usted que no desaproveche la ocasión para resumir mis pensamientos sobre la alta misión biológica que a la hembra humana atañe en la historia” (Ortega y Gasset, 1924: 144). El diálogo entre Ocampo y Ortega sobre el tema dantesco fue prolijo. La argentina respondió al filósofo en 1931: “En su ‘Contestación a un epílogo de José Ortega y Gasset’ confirma […] que ‘ir a Dante’ significa, en la edad moderna, tanto como asumir la búsqueda de lo esencial en una época convulsa: propender a un orden divino en la ‘casa del ser’. La visión de los espacios de ultratumba se corresponderá, también para Victoria Ocampo, con una plasmación subjetiva de ‘estados de alma’, en la necesaria adopción de un misticismo inmanente, como último y único refugio ante la disolución de los orbes geométricos y las estructuras metafísicas del mundo clásico” (Cervera: 160).
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do Ortega. Precisamente en una carta de 1931 al amigo español, que la ensayista recupera en las páginas de El imperio insular, matiza con fina precisión: “El espíritu, lo que yo llamo así, no es ni carne ni inteligencia, sino algo que para existir exige el combate y cierto acuerdo de estas dos potencias, como el niño para venir al mundo necesita que se encuentren definitivamente el espermatozoide y el óvulo. Lo espiritual no es, para mí, lo que insinúas al final de tu epílogo” (Ocampo, 1982: 176)11. El “Epílogo” de Ortega cabría de este modo concebirse como una declaración de armonía erótica, destinado a trazar el viaje inverso al que Victoria Ocampo describiera, descendiendo en la escalada hacia la dimensión carnal del amor. El entramado nieztscheano de la tesis del filósofo español acumula argumentos que refuerzan la necesidad de consumar esa “nueva salud” a la que él mismo alude en clara cita del alemán, donde el cuerpo termina coronando la “realidad del espíritu”, estableciéndose por último este objetivo, de modo trascendente, como la “misión de nuestra edad” (Ortega y Gasset, 1924: 176-177). En este punto interesa recordar que sería justamente la tesis orteguiana sobre el alma femenina la que provocaría el primer y radical desencuentro ideológico entre ambos, ya que la autora de Testimonios nunca admitió el juicio de quien declaraba que la “suprema misión de la mujer sobre la tierra” consistía en “exigir la perfección del hombre” (164), y con el tiempo llegaría Ocampo a confesar íntimamente que los postulados orteguianos sobre el sexo femenino se habían acercado peligrosamente a las ideaciones fascistas sobre la mujer12. Pero, a pesar de las divergencias 11
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Y añade: “En ese epílogo preguntaba Ortega: ‘¿Por qué desdeñar lo terreno?’ Y se lo preguntaba a una mujer que si algo había hecho durante su juventud era creer que lo corporal era santo, o por lo menos que toda atracción o repulsión física era algo así como una ley sagrada. Que no había amor posible sin la más pronunciada de las preferencias físicas. Que era capaz de enamorarse del talento de un hombre, pero incapaz de transformar en amor de orden sexual este enamoramiento si el aspecto del genio, por genio que fuese, no le entraba por los ojos y no respondía a una afinidad de orden físico, no metafísico” (Ocampo, 1982: 176). Tal vez esta aclaración responda a la “confusión de sentimientos” que pudo originarse en la relación entre Ortega y Ocampo. En 1933 “Victoria escribió otro ensayo, que originalmente fue una conferencia dada en Buenos Aires, y luego en Madrid. En él atacaba el antifeminismo de Ortega más directamente. Se refería a la obra de la poetisa francesa, Anna de Noailles, identificada por Ortega como una excepción a la regla general de que las mujeres carecían de aptitudes para la gran poesía […]. Al enterarse de sus conceptos, Ortega le hizo saber por intermedio de otra persona que se sentía terriblemente herido por ellos […]. Como concesión a su amistad, Victoria suprimió los pasajes ofensivos para él cuando la Revista de Occidente publicó su ensayo sobre Mme. de Noailles en su primer volumen de ensayos en 1935. Privadamente, confesó a una amiga que las opiniones de Ortega sobre las mujeres eran alarmadamente parecidas a las de los fascistas que cada vez ganaban más poder en Europa” (Meyer: 105). En efecto, leemos en el “Testimonio” titulado “Anna de Noailles y su poesía” (que fue en realidad una conferencia dictada por Ocampo en el Jockey Club de Buenos Aires, en julio de 1933:
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de perspectivas, el contraste no anuló la amistad ni zanjó la ya señalada deuda que Ocampo manifestó siempre por Ortega. Éste es urgido por ella para afianzar su colaboración en esa aventura del espíritu que anhelaba la argentina iniciar, apelando al débito moral o responsabilidad histórica que, como español, tendría el Meditador hacia los países de “allende los mares”: la hora del Karma, sentencia la argentina, había llegado. “Como español –le espeta– tenés una obligación moral con nosotros. […] Son ustedes responsables de lo que sucede aquí. No están libres de culpa y cargo. No son inocentes. Y es por ello que con ustedes uno es más susceptible y desafiante que con otros” (Ocampo, 1980: 145). La carta está fechada en Buenos Aires, el 19 de julio de 1930. Es el origen de la aventura de Sur. De un Sur que, como fundación escrita y periódica, miraba hacia Occidente. La respuesta de Ortega y la intuición del nombre para la revista son aspectos por todos conocidos13. Pero lo que hoy interesa destacar es la actitud de Victoria Ocampo hacia España a través de Ortega. Fundar una revista “que se ocuparía principalmente del problema americano bajo todos sus aspectos y en la que colaborarían los americanos que tengan algo adentro y los europeos que se interesen en América”. Y en dicho interés ocupa la intelectualidad española un papel preeminente. No sólo insta a Ortega a publicar en la futura revista su meditación sobre “los guarangos”, sino que remata la petición con un amistoso ultimátum: “Sólo necesito tu ayuda, tus consejos y tus artículos. Si te negás, sería capaz de suicidarme moralmente” (Ocampo, 1980: 144-145)14. El hecho de que la ciudad de Buenos Aires mirase hacia el Atlántico era un símbolo esperanzador15.
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“Él (Ortega) no nos disimula que, en su concepción de la mujer, el genio lírico no ocupa lugar alguno. Cree que la mujer es un género, no un individuo, y con toda cortesía lo subraya. Al explicarnos la imposibilidad, para los pintores de retratos, de encontrar buenos modelos femeninos, asegura que ‘la mujer es para el pintor, como para el amante, una promesa de individualidad que nunca se cumple’. Afirmación categórica” (Ocampo, 1935b: 316). Aunque la intuición orteguiana de proclamar el nombre de “Sur” podría haber sido inspirado por el final de la carta de Victoria: “El paisaje literario de nuestra América del Sur se parece bastante al de Talara, Mollendo, etc., como tuve el honor de decirte hace unos instantes. Exagero un poco para explicarte mejor mi pensamiento” (Ocampo, 1981: 146). Para evaluar la génesis de la revista, véase también la monografía de Laura Ayerza del Castillo y Odile Felgine, Victoria Ocampo (1991): “Comme un enfant, SUR se dessine peu à peu. Le ‘pont culturel’ souhaité para Mallea et Frank reliera les deux Amériques, mais aussi les continents européen et américain: c’est l’intuition quasi géniale de Victoria Ocampo…”. Más adelante: “Ainsi, avec l’aide de Drieu La Rochelle et de Supervielle à Paris, d’Ortega à Madrid, de Kayserling à Berlin et de Waldo Frank à New York, Victoria peut commencer à envisager sereinement son entreprise” (Ayerza del Castillo y Felgine: 129-131). Plantea la iniciativa Ocampo como un asunto de “higiene respiratoria”, ahogada por los paisajes americanos que menos le ayudan a distanciarse hacia aquellas alturas intelectuales donde su mente se oxigenara: “De aquí se deduce que siempre necesitaré
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En un importante documento epistolar conservado en la Biblioteca Nacional de París hallamos la reproducción facsimilar de una carta enviada por Victoria Ocampo a Jean Cocteau, en el mes de octubre de 1946, como respuesta a la solicitud del escritor francés sobre las razones que movieron a la empresa de Sur. De modo ejemplar por su pulcro estilo y capacidad de síntesis, desglosa ocho razones principales para vertebrar su explicación. Cabría escoger, entre ellas, las que remiten a su idea de la situación americana con respecto a Europa, pero también en contrapunto al propio ámbito hispánico. Argumenta Ocampo, a partir de la tesis de Alfonso Reyes de la “existencia de América como hecho patético” para los hombres de letras, que los intelectuales agrupados en torno a Sur percibían el ser de América en tanto posición periférica. Se sirve la ensayista del sintagma “être nés dans une succursale et non dans le centre même de la culture mondiale” (Ocampo, 1945-1946). Sucursal que remite a la consideración geo-cultural de la sede primaria del hispanismo, sita asimismo en Europa. El grupo Sur contribuyó, según dictamen de Ocampo, a abrir todas las ventanas, arrostrando con coraje las fatalidades, con el voto firme de erigirse en criaturas dignas de una herencia histórica universal, donde la pobreza temporal fungiese como un noviciado necesario y no como una humillante indigencia. Atraídos por Europa y, al unísono, retenidos por su tierra nativa, teniendo el mundo como residencia espiritual. Gozando y sufriendo a la vez una soledad magnífica y taciturna, identificaron el espacio como su universo y modelaron su empresa a tal imagen: “Tel était l’état d’esprit du groupe de Sur” (Ocampo, 1945-1946)16.
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hundir mi cabeza en los libros y en el piano, como tenía necesidad de Debussy en Antofagasta. Asunto de higiene respiratoria” (Ocampo, 1980: 146). Los españoles que colaboraron en Sur fueron destacados, si bien “durante los seis primeros años (1931-1936), los artículos y reseñas hechos por españoles no sobrepasan un promedio de tres por año. Durante los quince años siguientes (193751), ese promedio se multiplica.” (Zuleta: 120-121). Cabría enumerar algunos nombres: Guillermo de Torre, Amado Alonso, Ricardo Baeza, Ramón Gómez de la Serna, María de Maeztu, Rafael Alberti, Francisco Ayala, Rosa Chacel, María Zambrano, José Ferrater Mora, Américo Castro, Salvador de Madariaga, José Bergamín, Gregorio Marañón, Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, José Moreno Villa, León Felipe, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Ana María Matute, Benjamín Jarnés, Alonso Zamora Vicente, Ricardo Gullón, José María Castellet, etc. Cita Ocampo el caso de los “americanos” que, como Henry James, optaron por emigrar definitivamente para satisfacción de sus más íntimos anhelos espirituales, pero también el de aquellos que optaron por aceptar una situación histórica como tránsito, como tregua, para dar paso a nuevas condiciones y a la construcción de una nueva identidad: “Parmi eux, quelques-uns auraient eu les moyens d’immigrer définitivement, comme Henry James. Ils auraient pu satisfaire en Europe leurs goûts, leurs aspirations et y mener une vie rendue somptueuse par les trésors d’art accumulés d’un passé dont ils sont aussi, à juste titre, les héritieurs présomptifs. Mais ils ont
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Este acentuado carácter cosmopolita17 le permitió a Victoria “sentir a Europa de un modo que es difícil que sea sentida por quienes han nacido aquí”, según estimación de Borges sobre su amiga y mentora, en el homenaje que se organizó en la sede central de la Unesco, tras su muerte en 1979, sin que ello obturase su sentimiento por –y sigo a Borges– “su patria y las otras patrias” (Borges: 326-327)18. Sin duda, el relato de los viajes que emprendió a España entre 1928 y 1934 contribuirá a robustecer este retrato de una dama así como a consolidar los detalles de esta empresa espiritual transatlántica. Antes del estallido de la guerra civil española visitó Victoria Ocampo al menos en cuatro ocasiones la capital de la España republicana, en el contexto de los grandes viajes por Europa que realizó con el objetivo de establecer vínculos y contacto con los personajes más destacados de esa geografía del espíritu que fue la cultura para la autora de Testimonios, relatando en estos textos “protoautogiográficos” –en expresión de Silvia Molloy (1985)– sus experiencias personales y viajeras. En Madrid, entre 1928 y 1934, visitó a Ortega en su casa de campo madrileña19, conoció las cárceles españolas bajo la guía de Victoria Kent, por aquel entonces Directora General de Prisiones; trabó amistad con personalidades emblemáticas del momento, como Gabriela Mistral, con quien iniciaría una fértil relación amistosa y profesional, o María Zambrano, que disfrutaba escuchando a la argentina recitar en francés los versos de Le cimetière marin (Moreno Sanz: 681); fue contertulia de novelistas y poetas, como Federico García Lorca, a quien obligó a repetir hasta la obstinación los versos de su “Romance sonám-
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compris que leur pauvreté hispano-américaine, si révoltante parfois, si dure toujours, était pour eux la seule gloire et le seul salut. Que cette pauvreté acceptée les rendait dignes d’un héritage qui n’était point fait pour les parvenus, les parasites ou les usurpateurs, que cette pauvreté temporelle était un noviciat nécessaire et non une indigence humiliante” (Ocampo, 1945-1946). Como señaló María Teresa Gramuglio en su estudio sobre la revista Sur, dentro del contexto más amplio de las revistas latinoamericanas del siglo XX, éstas “reclaman ser leídas en clave histórico-cultural y no en clave de estricto análisis textual” (Gramuglio: 259). “Pues bien, esa interpretación generosa de la palabra cosmopolita es la que tuvo Victoria”. Se refiere Borges a la interpretación extraída de un pasaje de Melville, en Moby Dick: “a patriot to heaven” (Borges: 326). “Y recuerdo un verso de Tennyson de quien Chesterton dijo que era un Virgilio provinciano. Tennyson dijo “Saxon and celt and dane are we”, es decir, todo inglés puede decir que es sajón, que es celta, que es escandinavo. Y nosotros, ¿cuántas sangres se juntan en nosotros?” (Borges: 327). Rememora, al respecto, Soledad Ortega (16): “Fue allá por la primavera europea de 1928 cuando vi por primera vez a Victoria, casi recién llegado mi padre de su segundo viaje a la Argentina. Vivíamos temporalmente en el campo, en las afueras de Madrid, y Victoria vino un atardecer a nuestra casa, a tomar el té con algunas amigas españolas […]. Yo andaba por el filo de los trece años y no sentía demasiado interés por aquellas señoras […]. Sin embargo, algo golpeó mi conciencia con un súbito deslumbramiento: los ojos de Victoria, que me miraban desde lo alto de su estatura poco común”.
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bulo”20, y dialogó con sus “mejores amigos” españoles, debatiendo sus puntos de vista sobre la cultura italiana o francesa. Al tiempo, dictó diversas conferencias y fungió de embajadora del espíritu, testimoniando su gran entusiasmo por el intercambio de pensamientos y sensibilidades, como muy bien supo destacar Julián Marías en la etopeya de la americana. Así, toda la prensa madrileña reseñará la visita de “la ilustre escritora argentina” el día 1 de mayo de 1929. En el diario El Sol firmará la crónica Ricardo Baeza, y en el diario católico El Siglo Futuro se relata que “el embajador de España y la marquesa de Amposta obsequiaron ayer con un almuerzo en el Nuevo Club a la señora argentina doña Victoria Ocampo de Estrada, dama de las más distinguidas de aquella nación”, añadiendo que “a dicho almuerzo asistían también los marqueses de Salamanca, los condes de Cuevas de Vera, los marqueses de Arriluce de Ibarra, los señores de Lafora y el marqués de Castel Bravo…” Tal nómina de la alta sociedad española de la época no parece responder de modo cabal a los verdaderos intereses que por entonces guiaban los pasos de la inquieta y entusiasta escritora. Retornaría en 1931, esta vez para presentar ante el auditorio de la Residencia de Señoritas, dirigida por María de Maeztu, una disertación sobre su vibrante experiencia neoyorquina, que tituló “En Harlem. Impresiones del barrio negro en Nueva York”, ante un auditorio que contaba con personalidades como el propio José Ortega, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Eugenio Montes o Pedro Salinas, según reseña de Carlos Morla Lynch, quien destacó la “inteligencia innata” de Victoria Ocampo, aunque curiosamente subraya que “quien ha oído a Federico declamar su ‘Norma y paraíso de los negros’ y su ‘Oda al rey del Harlem’ con ese hervor y fogosidad que sólo él es capaz de transmitir al auditorio, no puede conmoverse ante la reposada evocación que sobre el tema nos hace la bella escritora argentina” (en Martínez y Mejías: 166). No obstante la salvedad del cronista, lo cierto es que la lectura del testimonio viajero de Victoria Ocampo es sumamente estimulante, y no sólo porque contiene el recuerdo exquisito de la velada que transcurrió escuchando a Duke Ellington en el Cotton Club de Harlem, revelador de su interés por el jazz21, o la noche en el Savoy, 20
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Como recordará en la emotiva “Carta a Federico García Lorca”, escrita en abril de 1937, tras el estreno de Doña Rosita la soltera en Buenos Aires, embargada por el recuerdo del poeta lleno de vida, y ahora envuelto en “Trescientas rosas morenas”. Los versos del “Romance sonámbulo” perduraban en la memoria de la argentina. Los primeros versos que le oyó recitar “en Madrid, hace siete años” (Ocampo, 1941: 393). “Mi primera noche de Harlem transcurrió en el Cotton Club, escuchando la orquesta de Duke Ellington, que es el jazz más extraordinario de Nueva York y del mundo entero, que yo sepa. Es fácil darse cuenta de ello comparando los discos de Duke Ellington y los de Paul Whiteman, o cualquier otro jazz célebre. (No hablemos siquiera de Jack Hylton.). El jazz de Duke Ellington tiene la furia de los elementos. La intensidad de sus ritmos y su dura insistencia es –para los que gustan de estas cosas– un placer incomparable” (Ocampo, 1935b: 166). La conferencia fue recogida en el
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con Waldo Frank, que proyectó en la memoria de Victoria su lectura infantil de La cabaña del tío Tom y, sobre todo, el divertido e intenso relato del “espectáculo” que supuso la audición de espirituales negros en compañía de Taylor Gordon y Sergei Eisenstein22. Lo es también porque contiene la semilla del progresivo descubrimiento de los Estados Unidos que se irá desarrollando en la sensibilidad europeizada de Victoria Ocampo, como apunta Mariano Plotkin. Un acercamiento al mundo norteamericano, por mediación de su capital cultural, que iría desplazando “gradualmente a París como su segundo hogar”, y que no convendría confundir con la mirada “modélica” de Sarmiento, si bien estaba evidentemente alejada del desdén propio de los “dandies” sudamericanos en la generación de 1880 ante el “coloso del norte” (Plotkin, 2002: 566). Y si la “eurofilia” de Occidente había marcado la educación sentimental de Ocampo, su primer contacto con el Norte produciría, según confesó en sus páginas autobiográficas, “la consecuencia imprevista de hacerme descubrir el Sur tanto como ese norte” (Plotkin: 577)23. Tras la relación de su viaje neoyorquino, Victoria Ocampo no desaprovechó la ocasión de poder dirigirse públicamente a un auditorio español, para cerrar su charla con unas referencias a su “paso por Madrid” y por los pueblos castellanos que la hicieron sentir “invadida por vuestra España”. Las impresiones de la viajera adquieren tintes líricos en una sensibilidad impregnada por el sabor de lo que sentía, al mismo tiempo, desconocido y familiar, revelándose ante ella “el lugar mismo del que yo partí hace siglos” (Ocampo, 1931: 176). La deuda con Ortega comenzaba a saldarse: era la deuda con España. Al comentar la visita con Victoria Kent de la Cárcel de Mujeres de Alcalá, se despliega un
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primer volumen de sus Testimonios, publicado en Madrid, por la editorial de la Revista de Occidente. “A medida que los spirituals se suceden, el coro se agranda. Acaba por ser enorme. […] Siento que nos hundimos en un oleaje sonoro. Eisenstein se inclina hacia mí y me dice: ‘El Savoy’. Adivino lo que él piensa: estos sorrow song, estos spirituals, son la sublimación de las danzas y del jazz […]. En este momento, mi corazón se aprieta de un modo indecible. Experimento un intenso deseo de llorar y levanto la cabeza hacia el techo para que las lágrimas vuelvan a mis ojos y no se derramen en presencia del Soviet. El Soviet está, desde luego, tan paralizado como yo” (Ocampo, 1935b: 172180). “Lo que se reveló ante los ojos de Victoria Ocampo durante su primer viaje a los Estados Unidos es que había otra América posible” (Plotkin: 577). Desde el punto de vista de Plotkin, el engarce entre Sur y la, en principio, nada equiparable revista Punto de vista, fundada en 1978 por Beatriz Sarlo, procedería de esta perspectiva hacia el Norte: “Al igual que Victoria Ocampo, la gente de Punto de vista también miraba a algunos elementos de la cultura del Norte (en este caso de la cultura académica del Norte, y el reconocimiento de esos nuevos interlocutores basados en las universidades constituye sin duda una innovación importante de Punto de vista respecto de Sur) en busca de instrumentos interpretativos que le permitieran entender algunos aspectos de la cultura del Sur” (588).
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sentimiento nuevo, un reconocimiento de cuanto había sido tan sólo acariciado por la inconsciencia, una suerte de anámnesis o despertar de un letargo del alma, somnolienta hasta que sus ojos descubrieron “la esencia misma de España”24. Ante el San Ildefonso del Greco se producirá esa epifanía, en la acepción joyciana del término, que lúcidamente aplica la autora al final de su conferencia para ilustrar la sensación de deslumbramiento que sus ojos americanos sintieron ante la visión de una España “rica de sombras magníficas”. Un pasado que ya asume Ocampo como propio, cuyo tesoro habrá de ser restituido “jirón a jirón” (Ocampo, 1931: 177). “El hechizo que tienen para nosotros ciertos lugares no proviene de su hermosura o de su riqueza, sino de una misteriosa relación” (Ocampo, 1963: 15). Así hablaba Victoria Ocampo, con claros tintes de Sarmiento, al comenzar su estudio sobre T.E. Lawrence. Sírvannos las mismas palabras para entender su nuevo vínculo con la historia y la cultura españolas. Cuando pronunció su conferencia sobre Harlem en 1931, la argentina había ya iniciado la empresa trasatlántica de Sur. La distancia entre las costas oceánicas se acortó en aquel momento. Soledad Ortega evoca otro encuentro con Victoria Ocampo, invitada por Manuel García Morente para disertar en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid sobre Paul Valéry, en 1932, cifrando el episodio en la fascinación por el “rostro maravillado” que caracterizaba a la argentina en su actitud de inteligente escucha25. Todavía regresaría Victoria antes del estallido de la guerra civil española, en 1934. Coincidiría de nuevo con Ortega y con Federico García Lorca, y se produciría el primer y abrupto encuentro con Gabriela Mistral, con la que luego mantendría una amistosa y fluida
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“Visité uno de estos días con Victoria Kent la Cárcel de Mujeres, de Alcalá. Aquellos muros blancos, aquellos tiestos de flores chillonas, aquella desnudez limpia, y el campo árido y tirante, clavado en cada una de las ventanas, todas aquellas cosas se apoderaron de mí súbitamente. He amado todo eso por instinto antes de conocer a España, antes de ver que lo que me obsesionaba en este violento preferir era la esencia misma de España” (Ocampo, 1931: 177). Entonces cursaba Soledad Ortega su licenciatura en la misma Facultad. Señala Soledad (16-17) que Victoria “hablaba poco y ante un grupo familiar de chicos y grandes se mostraba tímida y como encogida. Siempre he creído que había en Victoria una gran dosis de timidez, que sólo los años, los muchos años, le permitieron dominar. Pero escuchaba maravillosamente cuando mi padre hablaba y su intensa mirada, que parecía querer beber las palabras, me hizo pensar entonces que era precisamente Victoria quien encarnaba ese ‘rostro maravillado’ del libro de la Condesa de Noailles, en torno al cual compone un artículo el joven Ortega en 1904”. La amistad entre la hija del filósofo y la escritora argentina perduró. Soledad Ortega invitó en 1976 a Victoria Ocampo a dar una conferencia en la Asociación Española de Mujeres Universitarias y en 1977 pasaría junto a ella unos “días inolvidables” en la argentina quinta de San Isidro, de Victoria Ocampo.
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correspondencia26. A principios de enero del 35, María de Maeztu volvió a invitarla como conferenciante27. El tema de su charla ya lo conocemos: “Supremacía del alma y de la sangre”. Con él comenzamos nuestra remembranza de Ocampo y España. Concluiremos con las palabras que, un año y medio más tarde, en agosto de 1936, emitía por las ondas radiotelefónicas la escritora, para un público (argentino y español) ya hermanado por la cercanía de su voz, por el cáliz de una guerra que acababa de estallar. Con la generosidad humana y profesional que siempre iluminó su vida, apeló entonces Victoria Ocampo –criatura ibseniana, al decir de María Esther Vázquez– a la solidaridad subjetiva en un discurso cuyo tema era “La mujer y su expresión”. En un momento de alta intensidad, llegó a exclamar: “En cuanto a la autorrealización, está, en suma, íntimamente ligada a la expresión, cualquiera que sea su modo. No se llega a la expresión sino por el conocimiento perfecto de lo que se quiere expresar; o mejor dicho, la necesidad de expresión deriva siempre de ese conocimiento. Pues bien: el conocimiento que más importa a cada ser es el que atañe al problema de su autorrealización” (Ocampo, 1941: 280-281). La enseñanza era ya doctrina para ella: la búsqueda de la expresión era el camino por donde el yo se realizaba. Y el receptor de este dictamen no era solamente la mujer, sino también el propio ser de América. Pero también la intersección cultural entre los europeos y los americanos, unidos, separados y reunidos de nuevo por los avatares de la historia. La conclusión es clara: el designio de Ocampo tuvo en su propia existencia la manifestación. Su victoria fue conseguir que el alma y la sangre, “el lenguaje de la pasión”, se fundieran al fin con las simas del espíritu.
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“El primer encuentro personal tuvo lugar en 1934. […] Un encuentro tipo gabrielesco escribiría después Victoria Ocampo en su Tercer Libro de Testimonios. En esta ocasión, Gabriela le hace tres preguntas directas a Victoria con las cuales desbrozaba el camino entre ellas” (Blaise, 64). Las preguntas fueron por su nacimiento en la ciudad más cosmopolita de América, por su afrancesamiento y por su ignorancia de una escritora (X), que resultó ser Alfonsina Storni. Merece la pena recordar la reacción de Ocampo, contada por ella misma: “Desconcertada por esos reproches lanzados a quemarropa, no sabía a qué santo encomendarme. ¿Cómo defenderme de no haber elegido yo misma el lugar de nacimiento? En cuanto a mi afrancesamiento, provenía de fuentes no menos involuntarias: mis padres vivieron en París durante mi infancia y mi educación fue confiada a una institutriz francesa. En lo que atañe a X, nunca se me ocurrió pensar que fuera indispensable una amistad entre nosotras” (Ocampo, 1946: 173). “Cuando al año siguiente María de Maeztu inició su exilio en Buenos Aires, ella (Ocampo) fue quien la recibió en tierra argentina, devolviéndole así el gesto de acogida que la directora de la Residencia le había brindado anteriormente en Madrid” (Martínez y Mejías: 167).
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Narrar y describir Representaciones de España en las Aguafuertes Españolas de Roberto Arlt Sylvia SAÍTTA Universidad de Buenos Aires – Conicet
Son dos Españas, la del norte y la del sur. O quizás más –y por eso, Madrid es “la capital de todas las Españas” (Arlt, 2000: 33)–. Es la España que Roberto Arlt recorre durante más de un año, pero es también la España leída en las novelas por entregas de Luis de Val y Pérez Escrich, en la picaresca, en las guías de viaje, en las novelas de Pío Baroja, en los ensayos de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Barrés. Es la España musulmana, cuyos rasgos moriscos habitan en el sur de la península, pero es también la austera y laboriosa España del norte del país. Es la España de la pandereta y de los mantones, de los paisajes pintorescos y de los panoramas de tarjeta postal, pero es también la España negra que asoma en Toledo, en los cuadros de El Greco, en las series de Goya. Es la España castiza, atravesada por las historias de sus reyes y de sus clérigos, pero es también la España proletaria, politizada, al borde de la guerra civil. Son dos Españas, o quizás más, las que Roberto Arlt narra y describe a lo largo de las doscientas veinte notas que se publican en el diario El Mundo de Buenos Aires, entre el 25 de febrero de 1935 y el 22 de julio de 1936. Son las Aguafuertes Españolas –aunque sus títulos cambian a medida que el viaje avanza y son, entonces, Aguafuertes Gallegas, Aguafuertes Asturianas, Aguafuertes Vascas o Aguafuertes Madrileñas– que Arlt escribe durante un viaje que comienza a bordo del Santo Tomé el 14 de febrero de 1935 y finaliza el 22 de mayo del año siguiente, cuando el vapor español Cabo San Agustín arriba a Buenos Aires. Durante esos meses, Arlt envía sus notas a El Mundo desde todos los puntos de su recorrido: varias ciudades y pueblos de Andalucía (Cádiz, Barbate, Vejer de la Frontera, Sevilla, Granada, Algeciras, Málaga y Jerez); algunas ciudades africanas de Marruecos (Tánger y Tetuán); las ciudades gallegas Vigo, Pontevedra, Santiago de Compostela, Betanzos y La Coruña y las asturianas Oviedo y Gijón; ciudades del País 351
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Vasco (Bilbao, Baracaldo, Guernica) y de sus alrededores, como San Sebastián y Eibar; Madrid, Toledo, Barcelona. En cada una de estas ciudades, como en sus notas porteñas, Arlt se entremezcla con hombres y mujeres para compartir con ellos sus fiestas populares y sus actividades; escucha sus anécdotas en bares, calles y cafés, y reconstruye así el panorama de lo que está sucediendo en un país conmovido por la intensidad del conflicto político e ideológico que estallaría dos meses después del regreso de Arlt a Argentina. Arlt se maravilla por la calidez del pueblo español, pero se asombra ante la miseria de los barrios pobres y la cantidad de desocupados que pueblan las calles; arma el cuadro económico de la península e intenta comprender una situación política que se presenta turbulenta y próxima a estallar. Las fiestas religiosas, el panorama cultural, los movimientos nacionalistas e independentistas, el problema agrario, junto con la descripción de monumentos, iglesias y ciudades: todos los tópicos de una España atravesada por una fuerte crisis política y social son los universos por los cuales Arlt transita intentando dar respuestas y vaticinando catástrofes. Desde cada ciudad, desde cada pueblito en los que se detiene el tren a lo largo de sus recorridos, Roberto Arlt escribe. Y saca fotos. Porque Arlt, en tanto periodista moderno, viaja para escribir mientras viaja; sus crónicas no son el resultado público de unas percepciones de carácter privado, ni tampoco son el producto de una misión cultural o política encomendada por el Estado. Si Arlt viaja es porque su escritura periodística y su mirada de “repórter” son las condiciones de posibilidad de la existencia de su viaje, sus únicos pasaportes de escritor asalariado. Arlt viaja, precisamente, para escribir crónicas de viaje, para continuar en España con las tareas de periodista que diariamente desempeña en El Mundo, el matutino que, desde que salió a la calle en mayo de 1928, publica sus Aguafuertes Porteñas. Periodista viajero entonces, o como lo define el mismo diario, globe-trotter moderno que, con una Kodak y una máquina de escribir, propone la narración de un viaje que difiere de la de quienes lo precedieron: si en sus viajes, los escritores Manuel Gálvez, Arturo Lagorio o Jorge Max Rodhe, con una “miopía” de “vago hijo de estancieros” o de “argentinos con plata”, describieron paisajes exóticos, ruinas, monumentos arquitectónicos y otras “pamplinas arqueológicas” y se olvidaron de que “en los países que visitan hay una mayoría que vive y trabaja, que en todos los territorios recorridos hay industriales y fábricas que nosotros ni sospechamos” (Arlt, 1975: 73-76), Arlt, en cambio, proyecta algo diferente. “Veré con mis ojos. Meteré la nariz y la cabeza y los pies y las manos y todo el cuerpo dentro de aquello” (Arlt, 1935a), dice antes de partir; “Voy a España para convivir con el pueblo y las masas de sus ciudadanos. Recorreré aldeas y villorrios, a pie, en mulo o en camionetas” (Arlt, 1935b), promete en su nota de despedida de Buenos Aires. Ver, tocar y oler; sumergirse entre la gente; caminar… Por 352
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eso, y para enfatizar el pacto de lectura que propone a sus lectores porteños, en Cádiz, y recién llegado a España, cuando un parroquiano con quien comparte la mesa de un café le pregunta: “¿Ha visto usted la Plaza de Topete y de las Flores? ¿La Puerta de Tierra y la magnífica vista que desde allá se contempla? ¿La calle de San Rafael? ¿La Alameda? ¡Vamos! ¡Cádiz es la bendición de Dios! Para ciudad bonita, ésta”, Arlt le responde: “Mi estimado amigo: todo lo que usted me dice se encuentra en el tomo diez, página 320 de la Enciclopedia Espasa. Mis lectores, en la Argentina, esperan otra cosa. Están hartos de tarjetas postales bonitamente iluminadas. Hábleme usted de lo que hay de humano en este lugar, de lo triste y de lo alegre; del sufrir de las gentes. Allá en la Argentina, que es un pedazo de España, quieren saber de estas cosas” (Arlt, 1935e). Por eso, y para vivir “entre el pueblo y con el pueblo” (Arlt, 1935d), Arlt se alojará, a lo largo de todo su recorrido, en pensiones, en hoteles baratos, en casas de familia, evitando así los hoteles de primera clase a los que considera –muchos años antes de la tesis de Marc Augé sobre los no lugares–, “escenarios cosmopolitas de las grandes ciudades”, ajenos a sus habitantes por su artificiosidad y lejanía1. Que el ingreso de Arlt a España sea por el sur del país implica, entonces, un desafío: cómo no quedar atrapado en las redes del color local, en las “postales bonitamente iluminadas”, si las primeras ciudades que visita –Cádiz, Sevilla, Granada– están pobladas de panderetas, gitanas, patios andaluces y mendigos; cómo escapar de todo el repertorio que los viajeros románticos franceses –Mérimée, Víctor Hugo, Dumas y Gautier– cristalizaron en una representación de España donde, como analiza Beatriz Colombi (116), tres órdenes de la descripción –tipismo, pintoresquismo y costumbrismo– fueron respectivamente aplicados a sujetos, espacios naturales y cuadros sociales. En la primera nota escrita en Cádiz, Arlt exhibe la confrontación entre una España ya conocida a través de su música, las referencias literarias y las fotografías, y el espectáculo de las multitudes urbanas, donde predominan los trabajadores vestidos de “traje azul de mecánico”, las gorras, las alpargatas y las caras proletarias: 1
Dice Marc Augé: “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar […] Los no lugares son la medida de la época, medida cuantificable y que se podría tomar adicionando, después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia, las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas y los habitáculos móviles llamados ‘medios de transporte’ (aviones, trenes, automóviles), los aeropuertos y las estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan el espacio extraterrestre a los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo” (Augé, 2000: 82).
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Y, sin embargo, los mantones existen. Los he visto con mis propios ojos. ¡Pero son tan escasos! Y los patios andaluces también existen. De mármol blanco, de azulejos dorados, de fuentes de piedra color piel de mujer. Mantones, música, mármoles, son verídicos. Sí; pero usted abre los ojos, desvía la vista del zaguán maravilloso, y tropieza con las multitudes de hombres de traje azul y gorra de torta, igual que en el cromo de dos reales. Y entonces, usted se toma la cabeza. Comprende que ha entrado a otro mundo del cual no sospechaba ni la existencia de una punta de su uña. Albéniz se evapora del cerebro. Usted se aferra a Murillo, y Murillo haciéndole una mueca burlesca se escapa de sus pupilas y en ellas, de prepotencia, como un golpe de agua que rompe el dique harto endeble, penetra nuevamente la enorme y numérica multitud gris, que a pesar del día frío y ventoso, camina con las manos en los bolsillos de su pantalón de tela azul, una bufanda atornillada al pescuezo y la visera de la gorra sobre la frente. Inútil que trate de escaparse, amigo mío. Inútil que trate de tararear “Cádiz” de Albéniz. Ellos están allí. Y usted no puede esquivarlos. Métase por donde quiera, tome los callejones más torcidos, las cuestas más empinadas, por donde entorne los párpados se los encontrará. Constituyen la cifra extraordinaria. Y entonces, usted comprende y se dice: “Los literatos que han escrito sobre España, me han engañado. No han visto nada porque estaban ciegos, o no querían ver”. (Arlt, 1935c)
En esta tensión entre el color local y la realidad política, entre el monumento y las masas proletarias se ubican las Aguafuertes Españolas de Roberto Arlt. Porque la narración de los modos del vivir de hombres y mujeres, el relato de la situación económica de las distintas regiones españolas, la búsqueda de hipótesis sobre las confrontaciones políticas entre las derechas y las izquierdas o entre el gobierno central y los nacionalismos regionales, son los elementos que separan a estas notas de la crónica pintoresca y la tarjeta postal. En este sentido, Arlt asume las formas del antiguo viajero, las de aquel que, a diferencia del turista moderno –que, apurado, describe el colorido abandonando de este modo el relato de las experiencias intersubjetivas–, estudiaba las costumbres de los hombres de los pueblos lejanos para describírselas a sus compatriotas (Todorov: 347). Arlt se interesa precisamente por la experiencia de quienes viven y trabajan en cada región de España; entabla con ellos vínculos personales, escucha el relato de sus vidas, aprende los rudimentos de sus oficios –que en muchos momentos comparte, como en la pesca de sardinas en una trainera de Barbate o en el descenso a una mina en Oviedo–, para convertirlos, después, en protagonistas de sus crónicas. Con nombre y apellido, y posando en muchas fotos, el cabo Porrita, las gitanas La Golondrina y La Chata, el torero Pepe Gallardo, entre tantos otros, tienen una historia que contar. Pocos grandes nombres habitan las Aguafuertes Españolas, y cuando lo hacen, como son los casos de Manuel de Falla y de Jacinto Grau, desmienten toda estatura heroica. Mientras Manuel de Falla, de quien Arlt tiene “una admiración sin límites”, es un anciano “delgadito, 354
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fino, consumido”, atemorizado por los ruidos y las enfermedades (Arlt, 1935j), el gran dramaturgo don Jacinto Grau, “el mejor autor teatral de la península”, se revela como un don Juan que acecha a jóvenes mujeres en el metro de Madrid (Arlt, 2000: 84-87). Laura Juárez ha analizado los usos del dispositivo del color local en las notas que Arlt escribe en España para afirmar que “no sortean las trampas de lo exótico, lo típico y lo pintoresco” pues “retoman algunas de las fórmulas por él rechazadas de la escritura de viajero”: la exaltación pintoresca de la celebración religiosa que busca y con la que se deleita en la peculiaridad del color local; la hipérbole en torno al lujo y el color, donde los violetas, los rojos, el dorado y el brillo de la pedrería y las tonalidades plata, escarlata y azul, circunscriben el panorama de la mirada en la visión; la fascinación de una mirada abarcadora, que no desestima los detalles del “esplendor”; la retórica del goce de la mirada que tiene una realización formal en la enumeración acumulativa, taxonómica y exacerbada (Juárez: 88). No obstante, esta presencia de lo pintoresco se diluye en una perspectiva que mira al ras de la calle, que posa su mirada en los bordes de lo pintoresco y de lo típico. Las notas dedicadas a la Semana Santa en Sevilla son, en este sentido, paradigmáticas. Porque a diferencia de los turistas que inundan Sevilla durante las festividades, Arlt llega a la ciudad quince días antes y, por lo tanto, comienza la descripción de los festejos desde antes del inicio, en sus preparativos. En consecuencia, su mirada registra la puesta en escena misma del color local; revela sus artificios y sus tinglados en la descripción de los pintores que lavan puertas y enlucen fachadas; los albañiles que refaccionan los frentes; los colchoneros que cardan lana en los patios; los dueños de fondas que barnizan el esqueleto de las camas mientras sus hijas decoran los macetones de palmeras; los peones de limpieza que encalan los muros de las habitaciones; los carpinteros que refaccionan las armaduras de los pasos; los tapiceros que ponen en condiciones la ornamentación de los templos; los electricistas que tienden las instalaciones de luz en calles y plazas; los sastres, las bordadoras y las zurcidoras que reparan las capas de las vírgenes que desfilarán en los pasos… Arlt posa su mirada sobre quienes construyen el escenario turístico; conversa con hoteleros, nazarenos, comerciantes; observa a los “forasteros” –como si él no lo fuera– con curiosidad. Este punto de vista se sostiene aun durante los desfiles religiosos, cuando Arlt, además de describir con mirada fascinada el esplendor de vírgenes, iglesias y cristos, detalla lo que sucede debajo de los pasos y capta, por ejemplo, el movimiento de las puntas de las alpargatas que asoman debajo de los tapices. Después de haber visto el desfile de ochenta pasos en seis días, describe escenas donde prevalece una mirada encantada que se sumerge en el color, la magnificencia y el esplendor pintoresco de la festividad religiosa y la fiesta pagana; no obstante, el exceso enumerativo, que yuxtapone imáge355
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nes, sonidos, colores y formas, aleja a estas descripciones del lugar común de la tarjeta postal: Todos los metales sobre los que se posa la vista son preciosos; las varas de las insignias son de plata, y de plata los incensarios, y de plata los cálices y candelabros, y de plata los angelillos de los zócalos y los jarros repujados, y las ánforas y los signos de Muerte, y los pedestales de las imágenes, y de plata trabajada, roída, mordida, los zócalos del “paso”, las cornetas de la cofradía, y las cañas del palio; y de oro los palios, y los trencellines, y los velos de las imágenes, y los lirios de los nimbos, y también los galones de los palios son de oro, y las franjas de puntillas de oro, y también de oro son los marcos de terciopelo, y sus verduguillos y losetas, y de oro las cadenas, las medallas, los escapularios, las arracadas y las pulseras, y las dalmáticas son de terciopelo bordado en oro, y gemas preciosas, amatistas y brillantes, y de terciopelo rojo los astrológicos bonetes de los penitentes, y de terciopelo violeta las vestiduras de los Cristos, y de tisú de plata las sayas de las Vírgenes, y sus capas son jardines de orfebrería, donde ponen en la velluda extensión de los terciopelos celestes y verdes, su corteza de relieves de oro y de plata, las imágenes de los Patronos, leyendas de santos y símbolos de penitencia. (Arlt, 1935d) Voces. Voces infatigables. Gritan los vendedores de corujos, manises, roscas, mariscos, patatas fritas, avellanas, jeringos, pasteles, agua; gritan los vendedores de helados, pollos, bocadillos, barquillos, torrijas y guindas; circulan entre la multitud voceando su mercancía y haciendo crujir sus cestas, cajones, bandejas y palos, los fotógrafos ambulantes, los corbateros, los lustrabotas, los niños harapientos, los ciegos que tocan la guitarra, los pañueleros, los globeros y los vendedores de pirulines. (Arlt, 1935g)
El sortilegio del color local reaparece en su cruce con la mujer sevillana, porque en los rasgos de la mujer sevillana y, sobre todo, en sus modos de vida, se revela para Arlt la “costumbre mozárabe, infiltrada en el tuétano andaluz” (Arlt, 1935h). Y así como es “morisca la belleza de las sevillanas” (Arlt, 1935i), oriental es “la magnificencia de la semana santa en Sevilla” (Arlt, 1935d), porque en los pasos, sus imágenes, “la Virgen, Jesús, los Apóstoles, Soldados y Judíos comparecen vestidos como ídolos asiáticos”, y en la procesión religiosa brilla “el esplendor de Arabia en Sevilla, la opulencia de Asia en Europa” (Arlt, 1935d). El orientalismo de España era ya un lugar común tanto en la mirada de los románticos franceses como en la prosa de Sarmiento. Que Arlt ingrese a España desde el sur, sumado al hecho de que viaje a Marruecos durante los primeros meses de su estadía en la península –donde vive la experiencia oriental en toda su plenitud2–, tiñen de orientalismo su modo de percibir tanto las costumbres y los paisajes andaluces como las ciuda2
Para un análisis de los tópicos orientalistas en las Aguafuertes Africanas, véase Gasquet (2007); Juárez (2010: 115-160); Fontana (2009).
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des del resto del país. La variable orientalista es una constante en el modo en que Arlt piensa tanto la situación social y el mundo laboral de la península, como también los vínculos entre España y Europa, el sur y el norte, el presente y el pasado.
Hacia Galicia Después de su recorrido por el sur español y por algunas ciudades del norte africano, Arlt llega a Vigo en julio de 1935. Desconcertado frente a la diferencia de este norte seco y austero en relación a la opulencia arábiga del sur, Arlt vagabundea, pregunta, deambula, observa y da vueltas, intentando aprehender la psicología del gallego. Queda tan fascinado por el paisaje de encantamiento que lo recibe que, en un primer momento, afirma que el paisaje explica el temperamento del hombre que lo habita: la melancolía, la espiritualidad y la dulzura del idioma gallegos serían el resultado de un paisaje que remite más al orden de lo sobrenatural y de lo maravilloso que al de la naturaleza: el paisaje gallego es “nigromántico”, es un “teatro de magia” que posee una atmósfera feérica, es una escenografía poblada de espíritus, hechizos, demonios y ensueños. No obstante, a medida que avanza su recorrido por distintas regiones de Galicia, Arlt quiebra esta clásica y más previsible vinculación entre el hombre y el medio a través de una reflexión sobre el mundo del trabajo. Después de observar la labor cotidiana de pescadores y de marineros, de campesinas y de trabajadoras fabriles; de investigar los diferentes sistemas de navegación y de recolección de peces o las arduas formas de trabajar la tierra; de buscar cifras y cotejar sueldos, el paisaje cambia de signo pues deja de ser un mundo de ensueño, para convertirse en el ámbito donde es posible leer las huellas del trabajo físico de hombres y mujeres. Roto el hechizo del paisaje, Arlt cuestiona a los escritores españoles, principalmente a Unamuno y Valle Inclán, porque vinculan el paisaje al “temperamento soñador” del español y difunden una imagen que no da cuenta de cuán ruda es la vida campesina gallega; una literatura en la que el “elemento humano” está condenado a un simple y humillante papel decorativo (Arlt, 1999: 98). Arlt, en cambio, lee la naturaleza en clave económica y concibe el temperamento y la psicología del gallego en relación a la economía regional: La musculosa psicología del español está prensada en agujero de piedra, con un guardiacivil de centinela. En estas circunstancias, mencionar la influencia del paisaje es pueril. […] Y es que este vivir sin esperanza en ciudades muertas, donde no hay nada que hacer, este arañar eternamente campos tan parcelados que cubren ya superficies irrisorias, este dolor de vivir malamente, temblando por el granizo, por la tempestad, por la sequía y las inundaciones, esta angustia permanente de no verle escapatoria posible al terrible problema económico (que en Europa es un problema de siglos) ha modelado ese tipo
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humano sin esperanzas, en quienes la divagación de los intelectuales busca interpretaciones metafísicas. (Arlt, 1999: 102)
Arlt analiza la estrechez económica de la región para compararla con la prosperidad que los gallegos alcanzan fuera de su tierra y comprende, no sin sorpresa, que el temperamento gallego se explica por los modos de producción y no por su vínculo con la naturaleza: es la economía la que estanca al español en un chaleco de fuerza que le impide desarrollarse tal cual es. Como el gallego no tolera la miseria y “antes de estirar la mano limosneando” (Arlt, 1999: 51) emigra a América, la verdadera psicología del gallego se demuestra en el peón de panadería, en el comerciante, o en los dependientes de almacén que viven en Buenos Aires y no en Galicia. Por lo tanto, Arlt encuentra la “verdad” del temperamento gallego fuera de Galicia: un viaje que se presentaba como el modo de conocer otro país, otra cultura y otro temperamento le revela, paradójicamente, que el “ser nacional” del gallego se manifiesta en tierra extranjera. Es por eso que, tanto Arlt como sus interlocutores gallegos, se empeñan en borrar las diferencias territoriales: Argentina es pensada como la “segunda patria” del gallego, como un mapa familiar que es “casi una continuación de Galicia”, del cual se conocen el nombre de sus calles, de sus bares y de sus barrios (Arlt, 1999: 71-73). Si la verdad de un paisaje se muestra, entonces, en las marcas que le imprime el trabajo de hombres y de mujeres, Arlt desdeña las ciudades vacías que, como Pontevedra o Santiago de Compostela, sólo exhiben murallas, catedrales y castillos que remiten a su pasado de ciudades medievales. Así, deja de reconocerse en los textos de los viajeros románticos que ha leído, pues los monumentos históricos sólo despiertan su aburrimiento y su tremenda indiferencia: Me siento en una roca. No experimento esa melancolía romántica que es de rigor sufrir en presencia de antiguallas. La torre se me importa un pepino. […] Pienso que es reglamentario emocionarse frente a estas ruinas desabridas, pero permanezco indiferente. Indudablemente mi naturaleza íntima no es poética ni exquisita. […] Enfrente estaba el Mar Tenebroso donde la geografía antigua no sabe si situar el Jardín de las Hespérides o el Imperio del Terror, pero a pesar de estas remembranzas a lo Walter Scott no consigo emocionarme. Envidio al señor de Chateaubriand, que lloriqueaba frente a cada ruina. […] Me marcho, al tiempo que me digo: Al diablo con las antigüedades. (Arlt, 1999: 136)
Enfrentado a un pueblo económicamente paralizado, no hay lugar para el turismo o la búsqueda del detalle pintoresco. Sólo en las fiestas populares, como en las festividades de San Roque, en la ciudad de Betanzos, o en sus diálogos con las campesinas gallegas, Arlt recupera su entusiasmo descriptivo. Se entremezcla con la gente, comparte sus actividades, escucha sus historias y recupera anécdotas que le permiten entrever el panorama de lo que está sucediendo en esta España inmedia358
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tamente anterior a la guerra civil. Porque si en Galicia su clave interpretativa es económica, en Asturias, Arlt será el observador y el testigo de la tragedia política.
Las huellas del Octubre rojo Asturias. Octubre rojo. La cuestión política se impone aun cuando el mismo Arlt sostiene, una y otra vez, que en tanto periodista extranjero, se siente incapacitado para comentar la temperatura política española: imposible no hablar de la revolución de octubre de 1934, cuando los mineros resistieron, durante nueve días, la dura represión de las tropas del gobierno; imposible no dar cuenta de una ciudad transformada en un cuartel, en un parque patrullado día y noche por piquetes de guardias de asalto y en una escenografía caótica de edificios arruinados. Arlt llega a Oviedo ocho meses después de la insurrección armada de los mineros asturianos que, en sólo dos semanas, abolió la autoridad política del Estado y la autoridad económica y social de la burguesía (Shubert). Si en sus comienzos, la insurrección había sido presidida por dirigentes socialistas en contra del nombramiento de tres ministros de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas), en los distritos mineros de Asturias se unieron anarco-sindicalistas, socialistas y comunistas en una alianza obrera que sobrepasó los objetivos del levantamiento. Durante esas dos semanas, desapareció en Asturias la autoridad central, que fue reemplazada por comités revolucionarios locales que controlaron la organización militar y social de la ciudad: el abastecimiento de alimentos, la propaganda, el orden público y la justicia. Frente a la revolución, el gobierno central intervino con una dura represión por parte de las tropas nacionales y la Legión Extranjera procedente del protectorado marroquí español (Carr). A diferencia del tranquilo deambular en el cual Arlt suele abandonarse al llegar a una nueva ciudad, en Oviedo tiene un plan preciso: interrogar a dependientes de comercio, acomodadoras de cine, pequeños comerciantes, artesanos y porteros para reconstruir y entender el Octubre rojo de 1934; para explicarse y entender la resistencia y el arrojo de ese pueblo y descifrar los motivos de la revolución. Sin embargo, sus intentos se frustran: la desconfianza sorda que retrae a la gente de las confidencias complican su labor de periodista pues “se desconfía de los preguntones. En cada desconocido se sospecha un espía policial o un agitador comunista. Demás está pretender informarse minuciosamente de los episodios de la revolución. He visitado la cuenca minera, nadie ha visto ni sabe nada. Si los cuarteles de la guardiacivil [sic], volados por los cartuchos de dinamita, no dieran fe de lo ocurrido, sería difícil establecer que por allí pasó la revolución” (Arlt, 1999: 145).
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La imposibilidad de conversar sin la presencia de testigos armados, acrecienta en Arlt el deseo de ingresar en una mina, verdadero lugar de los hechos, como “la única forma de poder explicarse la fortaleza de sus decisiones y empuje” (Arlt, 1999: 149). Mas le niegan su acceso: Arlt, que permanecía de modo anónimo en Oviedo puesto que, luego de la negativa de numerosas pensiones por albergar a un periodista, vive en la casa de un capataz que se compromete a no avisar a la policía de su presencia en la ciudad, debe entrevistarse con el vicecónsul argentino e ingresar a una mina de modo oficial. Realiza su visita a Llascares, una de las minas más modernas de Asturias, en compañía de un poco confiable ingeniero con quien desciende doscientos cincuenta metros bajo tierra. A pesar del permiso, Arlt no puede hablar con los mineros; sólo entrevé, en medio de la oscuridad, chapoteando en el fango, a “eternos fantasmas de rostros ignorados”, “muñecos de betún con los dientes blancos”, que viven en el perpetuo peligro de ser enterrados vivos y trabajan en condiciones infrahumanas. En la noche más oscura de la tierra, donde las tinieblas son absolutas, Arlt logra responder su pregunta: manchado de carbón como un fogonero, mientras camina a la luz del sol, concluye: “¿Qué puede significar una ametralladora o un presidio para estos hombres que viven enterrados vivos?”. Nuevamente, las condiciones laborales explican, para Arlt, una psicología y un temperamento: “Entrar a la mina es entrar a la posibilidad de ser enterrado vivo. Costumbre macabra que explica la psicología del minero, su completo desprecio del peligro, su trágica familiaridad con la muerte más horrorosa, que convierte a los otros géneros de muerte en pálidas enfermedades carentes de importancia” (Arlt, 1999: 155-159). A diferencia del caso gallego, las condiciones materiales en las que trabajan los mineros explican, no sólo un temperamento sino también una posición y una actividad que son políticas. Enfrentado a los mineros, por primera vez, Arlt percibe su propia diferencia. Mientras en Galicia puede comprender al gallego porque conoce al que vive en Buenos Aires y reencuentra lo conocido en un paisaje diferente, en Asturias, en cambio, registra, con pesar, la mirada irónica de los mineros frente a la cual se descubre grotesco, con sus manos blancas y su disfraz de obrero. Pálido de miedo, la experiencia de descender a una mina lo enfrenta, esta vez, a lo radicalmente desconocido. Ya en Gijón, observando un remate en un mercado de pescado, la certeza de no pertenecer a ese mundo se confirma: mientras sus ojos intentan despertar, inútilmente, el interés de una joven muchachita que, indiferente a su presencia, continúa con su trabajo, Arlt corrobora su exterioridad con respecto al mundo asturiano y, sobre todo, su exterioridad con respecto al mundo proletario: “Hilvano estas divagaciones mientras mis ojos siguen a la elástica Greta Garbo, que carga con agilidad impresionante pesados cajones de pescado. Pero es inútil que la mire. Para ella, su hombre no puede ser otro que vista el 360
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traje de azul mecánico y boina proletaria” (Arlt, 1999: 165). Mientras que antes de su viaje a Europa, Arlt caracterizaba al escritor como a un obrero de “carácter intelectual”3, cuando en la mina se viste realmente con un traje de obrero advierte que está disfrazado. El choque con una España radicalizada pone en jaque su lugar dentro de una sociedad de clases y el traje de obrero se torna artificio.
Por las tierras de Euskadi El periplo de Arlt por el norte del país culmina en el País Vasco, al que arriba en noviembre de 1935. Su puerta de entrada a Euskadi es Bilbao, la segunda ciudad de la España industrial, donde se enfrenta a una región española que, en más de un momento, no le parece España. La extrañeza no radica en el paisaje, en las ropas, en los rostros, ni tampoco radica en la lengua, el euskara, aunque en más de un momento Arlt necesite de un traductor. La extrañeza reside, en cambio, en el encuentro con una comunidad que se piensa a sí misma como extranjera; una comunidad nacionalista, católica y antifascista, que, en el momento político en el que Arlt la observa, radicaliza sus diferencias con el Estado nacional en la disputa por su autonomía. Las diferencias culturales, políticas, sociales entre el País Vasco y el gobierno español eran de larga data; no sólo el País Vasco disponía de sus propios ejércitos, moneda y fronteras sino que su organización política se basaba en los Fueros que habían dado carácter de nación soberana a las regiones vascas, con un gobierno constituido por una democracia que había proclamado la nobleza de todos sus habitantes por el mero hecho de haber nacido en territorio vasco, sin diferencias estamentales. El movimiento independentista vizcaíno, sumado a las corrientes nacionalistas de finales del siglo diecinueve, había dado origen al nacionalismo vasco cuya institucionalización data de 1895, cuando se fundó el Partido Nacionalista Vasco (Chalupa). En abril de 1931, en la localidad vasca de Eibar, una coalición republicano-socialista proclamó la Segunda República española; desde ese momento, la dinámica política del País Vasco intentó conciliar dos posiciones: por un lado, la aspiración de republicanos y socialistas de consolidar un régimen republicano, laico y moderno en el País Vasco, en el marco de una transformación democrática en toda España; por otro lado, la voluntad nacionalista, encauzada por el Partido Nacionalista Vasco, de lograr el reconocimiento político y autónomo del País Vasco. Si bien ambas aspiraciones no eran antagónicas puesto que la Constitución de 1931 reconocía el derecho de autono3
“En mi concepto, el escritor es un obrero de carácter intelectual. Su obligación consiste en ser útil de una manera u otra dentro de la sociedad donde come, duerme y trabaja. La utilidad debe revestir modalidades aplicables al desenvolvimiento del hombre dentro de la sociedad” (Arlt, 1993: 136).
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mía de las regiones españolas, las relaciones entre el País Vasco y el gobierno de la República no fueron nunca fáciles por el evidente divorcio que existía entre los objetivos de la democracia republicana española –que incluía a los republicanos y socialistas vascos–, y los planteos del nacionalismo vasco representado por un partido “cristiano y populista que aspiraba a una sociedad vasca igualitaria y dinámica sobre la base de una comunidad étnica, cultural y cristiana entre las distintas clases sociales vascas” (Fusi Aizpurua: 169). Cuando Arlt llega a Bilbao, las posiciones del nacionalismo vasco habían comenzado a radicalizarse, como queda demostrado en el acto de homenaje a Sabino Arana realizado en San Sebastián el 24 de noviembre, cuando el dirigente nacionalista José Antonio Aguirre defiende al nacionalismo vasco como “una idea integral y completa, que empieza proclamando el derecho de Dios sobre todos los corazones de la tierra y termina reclamando la libertad de la patria para hacerla una patria digna de un pueblo noble”4. Esta es la problemática sobre la cual Arlt reflexiona una y otra vez cuando intenta explicarse la singularidad del pueblo vasco, pues descubre que esa sociedad le resultará inaprensible si no comprende, previamente, los modos de funcionamiento del Partido Nacionalista Vasco: “no me ocuparía del movimiento nacionalista, si previamente no hubiera constatado su influencia categórica sobre la masa, y lo que es más extraordinario, la participación inmediatísima y cotidiana que en él tienen la mujer y el niño. Estas dos últimas características, evidenciadas en la actividad de los batzokis (centros de recreo, instrucción y propaganda), es lo que me ha determinado a escribir sobre este singular nacionalismo cristiano y antifascista, y que conceptúo uno de los más sorprendentes fenómenos sociales que fermentan en ese continente de pequeñas naciones, como ha sido definida España” (Arlt, 2005: 77). Para documentarse antes de escribir, y para comprender a una sociedad que le resulta, en más de un momento, totalmente opaca, Arlt va a las bibliotecas, solicita que le traduzcan los editoriales de los diarios Euskari (La Tarde), Excelcius (El Día), La Voz y los semanarios Ekin y Argia, todos ellos dirigidos por el Partido Nacionalista Vasco; conversa con sus dirigentes políticos y visita los batzokis, centros de recreo e instrucción política para todas las edades, que pertenecen en su casi totalidad al partido. También asiste a los actos políticos y escucha a los oradores, que lo decepcionan pues carecen del interés que la organización nacionalista vasca presenta en su estructura material: “Una persona medianamente capacitada en el análisis de los lugares comunes de la política utópica se desencanta ante este palabrerío vacuo. Los oradores ensalzan la pureza de costumbres, la honestidad, el sentimiento cristiano del pueblo vasco; los discursos no pasan de ser modelos de confusionis4
Euzkadi, 26 de noviembre de 1935 (en Fusi Aizpurua).
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mo palabrero” (86). Decepcionado de los oradores políticos, Arlt se conmueve, en cambio, frente al espectáculo de una masa de cinco mil personas que escucha a sus representantes; se emociona frente a hombres que lloran de entusiasmo y patriotismo: Yo permanezco estupefacto. El espectáculo de semejante sensibilidad colectiva me desencaja los ojos. Cuando los oradores se interrumpen, la tempestad de aplausos es tan recia que los pájaros se desparraman atemorizados por el espacio. Las mujeres levantan a sus niños en los extremos de sus brazos para que puedan ver el semblante de los diputados. Las ilusiones políticas de esta masa que grita simultáneamente: “¡Viva la religión; abajo el fascismo!” desconciertan al observador más cínicamente frío. (Arlt, 2006: 87)
Estupefacto, desencajado, desconcertado… Como en ninguna de las aguafuertes que Arlt escribe desde España, estos son los adjetivos que predominan en las crónicas que envía desde el País Vasco cuando se refiere a sí mismo. Arlt se siente incómodo durante los dos meses de su estadía; en sus notas conviven la fascinación y el desconcierto, el deslumbramiento y la desazón frente a una sociedad que es, al mismo tiempo, católica y antifascista; una comunidad que respeta los preceptos cristianos pero que conserva sus ritos paganos; la cosmovisión de un mundo en el cual los mitos y las creencias, los deportes y el trabajo, la política y la religión, la lengua y las danzas son constitutivos de una identidad y marcas de una diferencia.
En Madrid, capital de todas las Españas En enero de 1936, después de casi un año de viajar por suelo español, Arlt llega finalmente al tan ansiado Madrid. Por fin, la gran ciudad; por fin, el tumulto urbano. Madrid enloquece; Madrid apasiona. Recorre Arlt todas sus calles, de día y de noche; camina asiduamente, sin prisa, sin ningún interés preciso, con la parsimonia lenta de un enamorado que va examinando uno por uno los rasgos de la persona amada. La planta de los pies “se calienta” en sus callejuelas, la mirada amorosa se pierde en sus zaguanes y cerrojos, la voluptuosidad se acrecienta en la noche de terciopelo negro. Arlt visita el palacio de los reyes de España y el Escorial; viaja a Toledo, donde se dedica al estudio de la pintura de El Greco, “el pintor perfecto, cuidadosísimo de los más mínimos detalles”, cuyas pinturas “nos causan un sobresalto” (Arlt, 2000: 117). Con el paso de los días, Arlt se entrega sin resistencias al “encanto brujo” de Madrid como si se entregara a una mujer, porque a Madrid, “cuando se la quiere, es del mismo modo que a una mujer que nos esclaviza, disculpándole los defectos, interpretándolos amorosamente en nuestro favor” (108). Tal vez es por eso que quedará encadenado por siempre a su recuerdo: No acudas a la villa de Madrid, viajero inexperto. Madrid es la tentación. Te llamará con su manzanilla desde los colmados, donde estrepitosa alegría de 363
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hombres y mujeres te hará señales con las antenas de los crustáceos que adornan sus vidrieras; llenará de ensueños tus ojos con la verdosa luz de acuarela de sus faroles. Y terminarás enamorándote de Madrid como si fueras un crío; enamorándote de Madrid como se quiere furiosamente a la primera amante, que yo sé que por vivir en Madrid muchos hombres robaron y otros estafaron. No vayas a Madrid, que cuando tengas que marcharte los ojos se te llenarán de lágrimas… (153)
Arlt evoca a la ciudad como a una persona porque, como sostiene Marc Augé (1996: 121), la ciudad como persona es la ciudad social, la ciudad en la que personas pueden cruzarse y encontrarse: “la personificación de la ciudad sólo es posible porque ella misma simboliza la multiplicidad de los seres que viven en ella y la hacen vivir. […] La ciudad simboliza a quienes viven en ella, a quienes trabajan en ella y crean en ella, y todos ellos constituyen una colectividad”. Cual enamorado, Arlt se entrega a las calles de Madrid, siempre atiborradas de multitudes encendidas que van y vienen. Porque los años de la República son, en Madrid, años de gente en la calle. Carreras, manifestaciones, enfrentamientos, desfiles, huelgas, mítines, asambleas magnas: la ciudad y sus diferentes espacios son, como señala Santos Juliá (121-140), escenarios permanentes de una acción colectiva –popular, obrera, patronal, juvenil– que se expresa por medio de la concentración de masas dispuestas a desbordar los marcos de sus tradicionales encuentros y reivindicar con su presencia su derecho a la ciudad. Y por donde camina, Arlt tropieza con multitudes que, si bien entorpecen su paso obligándolo a avanzar más lentamente de lo deseado, le permiten sentirse integrado a la comunidad en la que vive. Pues en Madrid, Arlt se sumerge en “el océano de la multitud” y participa de sus fiestas populares, sus entretenimientos colectivos y sus concentraciones políticas. Esa misma multitud, en la cual es tan fácil perderse, es la que torna más complejo establecer retratos con los cuales delimitar tipologías urbanas. Arlt, acostumbrado a la pacata sociedad de Buenos Aires, se asombra de que “en estas callejuelas, es un poco difícil diferenciar las mujeres honestas de las que no lo son, porque las honestas, al igual que las deshonestas, calzan pantuflas escarlatas y azules y acuden a la compra con el cabello suelto sobre la espalda” (Arlt, 2000: 39). Sin embargo, en Madrid no hay mezcla de clases pues su población está compuesta en su mayoría por una clase media que consta, sobre todo, de empleados públicos y de estudiantes5. 5
“Madrid, lo dije en otra nota, es una ciudad sin fábricas y casi sin obreros. Su población está compuesta de una equívoca clase media, que vive gloriosamente de sus raídas pensiones y escasos sueldos y que detenta el crédito con éxito provinciano. Se calculan en cien mil personas los funcionarios públicos, y en treinta mil los estudiantes. Estas cifras no involucran militares, eclesiásticos, periodistas, artistas, ni
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Pese a su homogeneidad social, el Madrid que Arlt percibe es un espacio de mezcla entre lo nuevo y lo viejo pues se trata de una ciudad de fachadas modernas que contienen lo antiguo, es decir, lo castizo. Dos temporalidades habitan Madrid: una temporalidad moderna, que vincula a Madrid con su presente europeo, y una temporalidad arcaica, que la devuelve a un pasado africano: Los rascacielos de la Gran Vía no han conseguido eliminar la capa con sus pintureras vueltas de terciopelo rojo o verde, ni el sombrero de ala plana. El madrileño, o mejor dicho, el español adorna su ciudad con rascacielos para que el extranjero no pueda reprocharles quietismo africano, pero en el fondo de su provinciana pereza ha descubierto que a la civilización se le pueden entresacar fórmulas para bien vivir. Y mientras el tal orden de cosas dure, Madrid será feliz. (44)
Dos temporalidades que pautan dos escenografías superpuestas y coincidentes: Madrid es, a la vez, una metrópoli moderna y una aldea de pueblo, una ciudad con resplandores de cine y un arrabal sumergido en las sombras: Madrid es la ciudad de los extremos opuestos. A la vuelta de los rascacielos de la Gran Vía, encontramos callejuelas alumbradas a gas. Junto a los cafés de interiores que parecieran proyectados por un escenógrafo de Hollywood, con tubos de luz blanca en vastos lienzos de muro dulcemente gris y sillones de cuero con armaduras de acero cromado, hallamos el café antiguo, el café de la covachuelería y bohemia madrileña, porque en las capitales europeas el tercio de la bohemia cuenta aún con abundantes reclutas. (54)
Arlt encuentra el punto neurálgico de la ciudad en el café, la verdadera “institución madrileña”, el ámbito social por excelencia, al que busca pertenecer. Centro social, político y cultural, el café es también el lugar del ocio, del tiempo libre y de la literatura. Es así que, como en Buenos Aires, Arlt pasa tardes enteras en los cafés de la calle Alcalá en la Gran Vía, en Acuarium, Negresco, La Granja, Sahara, El Lido, El Cocodrilo, el Café del Pombo, donde lee los diarios del día y comparte la mesa con los concurrentes, a quienes escucha chismorrear constantemente de política. Porque además de la calle, el café es el mejor sitio para entrar en contacto con los españoles y conocer de cerca la situación política, pues Arlt llega a Madrid en un momento muy particular de la política española. Llega precisamente el 16 de enero de 1936, día del anuncio público de la formación de un Bloque Popular de Izquierdas, integrado por partidos republicanos, socialistas, comunistas y radicales, con la finalidad de participar en las elecciones a realizarse en febrero de ese año para disputar la jefatura de gobierno a Manuel Portela Valladares, quien la había asumido en diciembre de 1935 reemplazando a José María Gil Robles, demimondaines. Prácticamente ni el 5 por ciento de la población de Madrid produce lo que Carlos Marx denomina ‘plusvalía’” (Arlt, 2000: 41).
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dirigente de la CEDA. Sorpresiva y poco esperada noticia, que lleva a Arlt a leer todo lo que cae en sus manos para documentarse y poder así escribir sus notas para El Mundo, y a entrevistar a varios camaradas periodistas madrileños para entender qué está pasando con esta alianza nunca vista de las masas izquierdistas españolas que se proponen disputar, vía electoral, el gobierno a las derechas. Durante la víspera electoral, y a diferencia de la apatía con la que Arlt miraba los actos electorales argentinos, se deja atrapar por el ímpetu y la violencia con que se vive cada acontecimiento. Cuando en ese febrero de 1936, el pacto del Frente Popular lleva al gobierno a una coalición de partidos de izquierda, Arlt vive con intensidad el clima madrileño, se sumerge en la confrontación callejera que sigue a las elecciones y registra una tensión social que aumenta con el paso de los días. Además de participar de los actos públicos, Arlt analiza los discursos políticos, transcribe sus párrafos más significativos, discute con las versiones aparecidas en los diarios madrileños, lee los diarios marxistas que aparecen a toda hora. Sus notas están pautadas por preguntas sin respuesta: ante la moderación de Manuel Azaña, se pregunta si el campesinado español está dispuesto a esperar la realización de una difusa reforma agraria que neutralice los avances del marxismo y del fascismo; cuestiona a aquellos que creyeron que el triunfo de las izquierdas contentaría a las masas puesto que “las izquierdas rojas” son la fuerza organizada más considerable de la península con gran incidencia en las masas; y, ante la ola de atentados, los crímenes políticos, y la organización de la huelga general, se pregunta reiteradamente si España no se encuentra al margen de una guerra civil. La respuesta la encontrará unos meses más tarde y fuera de España. Pues Arlt se marcha de Madrid el 28 de abril para dirigirse a Barcelona, última escala de su largo viaje. Después de los días vividos en Madrid, y de la tristeza que lo embarga por haber partido, Barcelona se le aparece como una ciudad “americana, multiforme, terrible, indiferente” en la cual necesita de un automóvil, por primera vez en todo su recorrido, para trasladarse de una parte a otra. Su extensión, sus ejércitos de chimeneas, sus diagonales anchas “como campos de batalla” y “las escuadras triangulares” de sus altísimos edificios son inabarcables para una mirada que se mantenía al ras del suelo. Por eso, en Barcelona, “el método descriptivo fracasa”; las impresiones se amontonan con tal rapidez que se “llega experimentar la angustia de estar perdido en un bosque de cemento”, y la ciudad se escapa de entre las manos sin que Arlt sepa “desde qué ángulo engancharla a las palabras que puedan hilvanar un artículo” (Arlt, 1936). Por eso, quizás, no escribe más que una nota: España quedó en Madrid, y en Madrid quedó, también, el entusiasmo del viajero. Con tristeza, con pesar, cargado de vaticinios pero soñando en volver, Arlt abandona España el 7 de mayo de 1936. Con el estallido de la 366
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guerra civil, y después de un vano intento de reflexionar sobre la situación política española en la página de internacionales de El Mundo donde publica cuatro notas en julio de ese mismo año, Arlt calla. Porque hablar de España lastima; porque hablar de España golpea: en noviembre de 1938, en la introducción a un relato publicado en la revista Mundo Argentino, Roberto Arlt confiesa: “Alguien me ha preguntado por qué habiendo estado durante tanto tiempo en tierras de España, tan poco frecuentemente me acuerdo de ella en mis cuentos; y es que se me parte el alma hablar de España, y recordarla cómo fue, y saberla tan despedazada…” (Arlt, 1996: 416).
Bibliografía Arlt, Roberto, “Señores… me voy a España”, en El Mundo (12 de febrero de 1935a). –, “Mañana me embarco”, en El Mundo (13 de febrero de 1935b). –, “Llegada a Cádiz”, en El Mundo (9 de abril de 1935c). –, “Carestía de la vida en España”, en El Mundo (14 de abril de 1935d). –, “A Madrid, a pedir trabajo”, en El Mundo (16 de abril de 1935e). –, “El esplendor de Arabia: la opulencia del Asia; tal la Semana Santa en Sevilla”, en El Mundo (30 de abril de 1935f). –, “Pueblo y aristocracia en la Semana Santa de Sevilla”, en El Mundo (2 de mayo de 1935g). –, “El día de la mujer sevillana. Claveles y mantillas lucen en el jueves santo”, en El Mundo (4 de mayo de 1935h). –, “Belleza morisca en las sevillanas”, en El Mundo (2 de junio de 1935i). –, “Con el maestro Falla. Convalecencia. El martirio de los ruidos molestos. El terror a los receptores de radio”, en El Mundo (2 de septiembre de 1935j). –, “Barcelona la grande”, en El Mundo (11 de julio de 1936). –, Nuevas aguafuertes (Buenos Aires: Losada, 1975). –, Aguafuertes Porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana (Buenos Aires: Alianza, 1993). –, Cuentos Completos (Buenos Aires: Seix Barral, 1996). –, Aguafuertes gallegas y asturianas (Buenos Aires: Losada, 1999). –, Aguafuertes madrileñas. Presagios de una guerra civil (Buenos Aires: Losada, 2000). –, Aguafuertes vascas (Buenos Aires: Simurg, 2005). Augé, Marc, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, trad. de Margarita Mizraji (Barcelona: Gedisa, 1996). –, Los “no lugares”. Espacios del anonimato, trad. de Margarita Mizraji (Buenos Aires/Barcelona: Gedisa, 2000). Carr, Raymond, La tragedia española (Madrid: Alianza, 1986). Colombi, Beatriz, Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América latina (1880-1915) (Rosario: Beatriz Viterbo, 1994).
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Chalupa, Jiří, “Los vascos siguen luchando. Las peripecias históricas del nacionalismo vasco”, en Acta Universitatis Palackianae Olomucensis 71 (1998), p. 7-23 (http://publib.upol.cz/~obd/fulltext/Romanica7/Romanica7-23.pdf). Fontana, Patricio, Arlt va al cine (Buenos Aires: Libraria, 2009). Fusi Aizpurua, Juan Pablo, “El País Vasco: el largo camino hacia la autonomía”, en Paul Preston (ed.), Revolución y guerra en España. 1931-1939 (Madrid: Alianza, 1986), p. 159-174. Gasquet, Axel, Oriente al Sur. El orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (Buenos Aires: Eudeba, 2007). Juárez, Laura, Roberto Arlt en los años treinta (Buenos Aires: Simurg, 2010). Juliá, Santos, “Crisis económica, luchas sociales y Frente Popular: Madrid (1931-1936)” en Paul Preston (ed.), Revolución y guerra en España, 19311939 (Madrid: Alianza, 1986), p. 121-140. Shubert, Adrián, “La epopeya fallida: la revolución de octubre de 1934 en Asturias”, Paul Preston (ed.), Revolución y guerra en España, 1931-1939 (Madrid: Alianza, 1986), p. 101-120. Todorov, Tzvetan, Nosotros y los otros, trad. de Marti Mur Ubasart (México: Siglo XXI, 1991).
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Notas de viaje de un judío errante Chicos de España, de Enrique Espinoza Daniel MESA GANCEDO Universidad de Zaragoza
El 25 de julio de 1927, Samuel Glusberg le escribió a Waldo Frank desde Buenos Aires: “No basta ser judío para ser errante…” (Tarcus, 2001: 129). Pretendía deshacer el tópico alguien que había nacido en Rusia en 1898, en el seno de una familia judía, y se había trasladado a Buenos Aires en 1905, huyendo de un pogrom. Para la fecha de esa carta había ya mudado su nombre de pluma por el de “Enrique Espinoza” y aún mudaría de nuevo de lugar para instalarse en Chile en 19351. No volvió a vivir en Buenos Aires hasta 1973 y allí moriría en 1987. “Hombre de las veinte patrias”, como al parecer lo denominaría algún contemporáneo2, no pocos viajes intentaron en su caso compensar lo que al tópico pudiera faltarle supuestamente. Entre ellos, uno dejó importante huella escrita: el que después de abandonar Argentina, lo llevó en 1935 de Santiago de Chile a Madrid, pasando de nuevo por Buenos Aires. Esa travesía dio lugar a dos libros: Compañeros de viaje (1937), en el que se relata el trayecto entre Pucón (al sur de Chile) y las islas Canarias (pasando por Brasil); y Chicos de España (1938), donde se desgrana el recorrido peninsular, complementado con otros textos de diversa índole. Aunque ambos relatos establecen una relación explícita de contigüidad (sobre todo por referencias incluidas en el primero)3, aquí me ocuparé 1
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El proyecto parece datar de antes: “Su decisión de marchar a Chile, ahora que parece en vísperas de cumplirse, me hace pensar en que puede ser una solución espiritual, muy saludable” (Martínez Estrada a Glusberg, en carta del 31 de diciembre de 1933; en Tarcus, 2009: 100-101). Mariano Latorre, según González Vera (34), quien es la fuente biográfica más extensa y detallada con la que se cuenta en la actualidad. “¿Acaso no nos proponemos cruzar en seguida el Atlántico hasta la entrada misma del Mediterráneo?” (Espinoza, 1937: 36); “Este capítulo intermedio lleva el nombre del barco italiano [‘Neptunia’] que nos condujo de Buenos Aires a Gibraltar […]” (Espinoza, 1937: 67). Al parecer, el viaje no fue tan largo como había proyectado: “Lamento como cosa propia el que su gira haya tenido que reducirse en tiempo y es-
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sólo del segundo de los volúmenes, y específicamente de su condición de obra militante a favor de la causa republicana, apoyada en una reflexión sobre el pasado judío de la cultura hispánica.
Quién fue Espinoza El interés de la personalidad de Enrique Espinoza-Samuel Glusberg4 en un capítulo de la historia de las relaciones literarias entre España y América se justifica, al menos, por cuatro facetas de su actividad múltiple: en primer lugar, como fundador y director de la editorial Babel, donde desde principios de la década de 1920 aparecerán títulos de Lugones, González Martínez, Quiroga, Storni, Gerchunoff, Martínez Estrada, Henríquez Ureña, entre otros muchos autores. En segundo lugar, como impulsor y director de varias revistas importantes (entre las que destacan la que lleva el mismo nombre de su editorial, Babel –que conoció una etapa argentina y otra chilena–; La vida literaria o Trapalanda, además de haberse visto más o menos implicado en el nacimiento de otras revistas tan importantes como Martín Fierro y Sur). En tercer lugar, indisociable de las dos facetas anteriores resulta su labor como mediador cultural: propiciando vínculos entre escritores de ambas Américas y de estos con España; estimulando lecturas y también escrituras5; divulgando
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pacio. Con todo, no dudo de que no quedaremos sin provecho Ud. y sus amigos” (Franco a Glusberg, en carta del 15 de julio de 1935; en Tarcus, 2009: 226). La fecha de adopción del seudónimo debe de ser 1925 y no 1924, como afirma Tarcus (2001: 32), porque ese último año todavía firma su primer libro de cuentos La levita gris como “Samuel Glusberg”. Al respecto conviene tener en cuenta la siguiente información: “En 1925 adoptó el pseudónimo de Enrique Kitzler, personaje de Heine, que escribe un libro, lo corrige, lo pule sin desmayo y, al fin, lo rompe. Quizás le resultase compromitente. Piensa algún tiempo en el de Samberg (primera sílaba de su nombre y última de su apellido) y al escribir una crónica sobre Quiroga nada le costó, acaso pensando en Heine y Spinoza, firmar como el autor de la Geografía descriptiva de Chile, Enrique Espinoza” (González Vera, 47-48). El propio autor tiene un párrafo concluyente: “A mi juicio, el seudónimo propiamente dicho es aquel de una sola palabra, significativa o no en el idioma de quien lo usa o en otro. Por ejemplo: Alain, Novalis, Azorín. De mí puedo decir que comencé muy temprano por contraer mi nombre y apellido: Samuel Glusberg, a la manera hebraica, convirtiéndolo en un vocablo único de dos sílabas: Samberg. Pero tuve la mala suerte de que un linotipista, en el afán de favorecerme sin duda, lo destacara demasiado en mayúsculas y con una visible separación intermedia: SAM BERG (en negrita o en versalita, no recuerdo ya con precisión). De cualquier modo, al verlo impreso así no he vuelto a usarlo hasta la publicación de Memorabilia, en homenaje a mi padre, cuando se cumplió el cincuentenario de su muerte. Ahora lamento a veces no haber firmado siempre Samberg” (Espinoza, 1976: 7). Fundamental es la relación a tres bandas entre Glusberg, Waldo Frank y José Carlos Mariátegui (documentada en la correspondencia publicada por Tarcus, 2001). También está documentada su labor como incitador de la escritura de Radiografía de la Pampa de Martínez Estrada (Martínez Estrada) y a veces (Tarcus, 2001: 83) se
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la obra de escritores como Heine, Spinoza o Kafka o la de los “ingleses de las Pampas” (Hudson, especialmente). Por fin, su propia labor como escritor no resulta en absoluto desdeñable: sin contar sus abundantísimas colaboraciones en las revistas que dirigió, es autor de una larga docena de volúmenes ensayísticos (de muy diferente carácter) entre 1932 y 1984; de dos volúmenes de relatos de ambiente judío (La levita gris, Buenos Aires, Babel, 19246; Ruth y Noemí, Buenos Aires, Babel, 1934); de esporádicas incursiones en la poesía, que a veces recogió en volúmenes más o menos breves; y, especialmente, de los dos libros de viajes ya mencionados y casi totalmente desatendidos por la, hasta ahora, muy escasa crítica que se ha ocupado de Espinoza7.
Chicos de España, un texto híbrido “Con más de dos años de atraso”, según declara Ernesto Montenegro (uno de los colaboradores chilenos de Espinoza) en la solapa del volumen, apareció en 1938 y en Buenos Aires (Editorial Perseo) Chicos de España. El volumen llevaba el subtítulo de “Notas de viaje”, pero resultó ser mucho más que eso8. Podría tenerse por ejemplo singular de lo que mucho más tarde se llamarían textos híbridos. El citado “solapista” ya señalaba que en él Espinoza alcanzaba la “perfección sintetizadora” de dos “categorías literarias”: el relato (que había practicado en los dos libros de cuentos citados) y el ensayo (que había reflejado ya en su Trinchera de 1932). En las apenas 125 páginas del volumen se mezclan, en efecto, las anotaciones del viaje a España realizado en 1935 (organizadas en un prólogo, ocho capítulos –que se corresponden con otras tantas etapas del viaje– y un epílogo calificado de “heineano”) con tres ensayos de carácter apologético, escritos con posterioridad al estallido de
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alude a su intervención en la escritura de El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría (aunque González Vera, por lo general más exhaustivo, no menciona el dato). Waldo Frank traduciría al inglés uno de los relatos de esta colección, lo que propiciaría el inicio de la relación entre ambos autores. En el prólogo a Trinchera afirma Espinoza (1932: 5): “Una década ha trascurrido desde la publicación de nuestros primeros cuentos en diarios y revistas. Sin embargo, sólo hemos juntado hasta ahora en libro una docena de ellos, desechando al hacerlo otros tantos, que sumados a los escritos después, apenas formarían dos volúmenes, sin contar una comedieta en tres cuadros y una novela inconclusa”. De esa “comedieta” y de esa novela no queda huella en ninguna de las fuentes consultadas. En relación con Chicos de España, nada ha cambiado desde el señalamiento de Franco: “[…] supongo que a Ud. le pasa con su libro [Chicos de España] lo que a mí con el mío [Suma]: nadie, que yo sepa, se anima a decir dos palabras hasta hoy” (Franco a Glusberg; fines de noviembre de 1938; Tarcus, 2009: 253). El proyecto de publicación está atestiguado en la correspondencia con Luis Franco: “Respecto a sus trabajos comparto sus dudas respecto a la oportunidad de terminar o largar su libro de viajes” (Franco a Glusberg; 28/10/1936; Tarcus 2009, 241; en nota, Tarcus se refiere al libro como Chicos de la guerra).
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la guerra civil española: el primero y más extenso es un alegato que reclama el apoyo de los judíos al “pueblo español”; el segundo, un comentario a un discurso de León Felipe; y el tercero, una semblanza “histórica” de la revista El Mono Azul. La obra parece, entonces, una especie de publicación “de circunstancias”. Según afirma el autor en el prólogo, sus notas tenían un carácter personal: “para el pequeño diario de un solo lector en que registrábamos entonces nuestras impresiones sobre la marcha, sin ninguna idea de trascendencia” (Espinoza, 1938: 9)9. La publicación tiene un carácter militante explícito10: se trata de un intento de contribuir desde América a la resistencia contra la rebelión fascista en España, como expresa reiteradamente ese prólogo: “Hasta la revuelta criminal de los generales facciosos en íntimo acuerdo con los turbios demagogos de la sangre y la retórica, no pensamos seriamente en su publicación. Y menos con una fecha tan definitiva entre paréntesis.” (9). La escritura busca suplir la imposibilidad de actuar de otra manera y se ofrece, entonces, como arma relacionada con la fuerza de la memoria: “En la imposibilidad de volar hasta ellos como André Malraux y otros escritores internacionales, admirablemente equipados para su defensa, les ofrendamos estas notas casi olvidadas, en recuerdo de nuestros días menos obscuros […]” (10). De ahí la importancia de inscribir la fecha en el título (pero sólo en el título, pues, a pesar de su supuesto carácter diarístico, no hay fechas en el texto): son notas datadas en un momento diferente al de la publicación, previo, claro, pero sobre todo mejor. Son huellas de un mundo que está en peligro y que hay que dejar inscritas para que, pase lo que pase, certifiquen que ese mundo existió. Pero el título del volumen, antes de la fecha, en su aparente –y quizá involuntariamente equívoca– ingenuidad, inscribe, no sólo el pasado, sino el porvenir. Esos “chicos de España” son los niños que podrán conservar y alimentar en un futuro post-bélico esa memoria, reconstruir un mundo que puede ser destruido11. Son, en definitiva, la parte mejor del país que conoció el escritor antes de la 9 10
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A partir de este momento, todas las citas de Chicos de España se identifican sólo con el número de página de la única edición existente, consignada en la bibliografía final. El reclamo de intervención se dejaba sentir en la correspondencia inmediata al estallido de la guerra: “Siento como míos –o mejor son los míos– sus desasosiegos. Vivo pendiente, como en el primer día, de este primer acto español de la guerra. Personalmente, nuestra angustia es demasiado explicable. […] Es absolutamente indispensable que nosotros gritemos presente, de algún modo” (Franco a Glusberg, en carta del 28 de noviembre de 1936; en Tarcus, 2009: 242). Esos “chicos de España” serán, pues, si cabe decirlo, “compañeros de viaje” de los “niños del mundo” a los que César Vallejo apela en el último poema de la serie España, aparta de mí este cáliz (el que da título al conjunto), un texto que Glusberg no pudo conocer mientras preparaba el suyo.
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catástrofe, niños que, entonces, le sirvieron, a menudo, como guías, el hilo conductor de su viaje y su discurso: “[…] desde que los bárbaros dieron en la locura de exterminar a estos chicos, que los mal llamados ‘Grandes’ habían reducido durante siglos a la emigración y la mendicidad, no pudimos hacer otra cosa que inclinarnos de nuevo sobre dichas páginas” (9-10). El prólogo, además de explicar la condición genérica del texto, de marcar la importancia de la inscripción temporal y simbólica, llega a insinuar también una voluntad estructural: “Así llegamos a ordenar nuestras notas hasta Toledo, acotando apenas lo esencial de Madrid, a fin de ponerle un epílogo entrañable” (10). En efecto, el índice reproduce las etapas del viaje, que se extiende sobre todo por el sur (tras un preámbulo en Gibraltar, I, se cuenta la entrada en Andalucía, II, y la visita a Ronda, III, Granada, IV, Sevilla, V, y Córdoba, VI). Luego se continúa con la visita a Madrid (VII) y Toledo (VIII)12 para concluir con el “Epílogo heineano” (IX), que no es sino una extensión de las impresiones de Toledo, concentradas en la figura del Greco y combinadas con las impresiones de una cierta lectura de Heine. Alguna línea hace pensar que la estructura del discurso no sigue las etapas del viaje real: las páginas sobre Madrid preceden a las de Toledo (aunque en éstas se lee: “A nosotros que llegamos de Córdoba…”, 88). Ello obedece, seguramente, a la voluntad de cerrar el relato del viaje con la inscripción intensa de la perspectiva judaizante, sólo esporádica en los capítulos precedentes, pero que se hará programática en el ensayo “¿Por qué los judíos deben ayudar al pueblo español?”, primero de los tres textos que componen la segunda parte del libro, titulada “¿Y ahora?”. Los otros dos ensayos con los que Espinoza pretende responder a esa pregunta parecen cumplir una función “de relleno”: se trata de la glosa al discurso “Good by Panamá!”, que León Felipe pronunció antes de regresar a España en septiembre de 1936, y de una mínima presentación de El Mono Azul, cuyos primeros ejemplares recibe Espinoza en Santiago, por mediación de Bergamín en noviembre de 1936. En realidad, son textos de acompañamiento en el sentido más noble de la palabra. Una vez que Espinoza decide convertir su texto (sus notas) en acción, lo arropa con voces que le eran particularmente queridas y que le llegaban por un cauce en el que se sentía especialmente cómodo: las revistas13. Esas voces eran la de un poeta español al que había conocido personal12
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Aunque las etapas del viaje coinciden parcialmente con las del viaje realizado una década antes por Girondo (que pasó a Calcomanías), la comparación resulta poco pertinente por el distanciamiento de esa estética, pues ya en 1924 Glusberg se había manifestado en contra de la estética martinfierrista. El discurso también le llega en las páginas del Repertorio Americano –se publicó en el número del 3 de octubre, p. 184-186, según la tesis doctoral de Mª Teresa Puche Gutiérrez (372)–.
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mente en Madrid durante su viaje de 1935 –pero con quien tenía relación de antiguo (como traductor de su común amigo Waldo Frank)–14 y las de otros poetas a los que también había tratado durante ese mismo viaje (Neruda o Miguel Hernández). Citarlos, recordarlos a todos, es una manera de volver a Madrid, “la ciudad donde más nos hubiera gustado estar en aquella época” (122-123). Desde 1927 al menos, Espinoza proyectaba un viaje a España, estimulado por el que había hecho (y escrito) su entrañable amigo norteamericano Waldo Frank15. Sólo pudo realizarlo ocho años más tarde en un contexto personal e histórico ciertamente muy marcado: su reciente salida de Argentina (por motivos poco estudiados), su también reciente matrimonio y el ascenso mundial de las ideologías totalitarias. Pero quizá por eso, el viaje a España no es –o es mucho más que– un viaje personal y literario, y su testimonio se ofrece como acción desde una perspectiva ideológica marcada.
El lado “obrero” Teniendo en cuenta la motivación aducida para la publicación, no puede extrañar que uno de los temas que trasciende todo el libro sea la política. Su perspectiva se cruzará inmediatamente con su “condición judía”. Espinoza, que, según sus palabras, siempre se había sentido socialista16, deja constancia ya en la primera etapa de su viaje español de una significativa anécdota ocurrida en una librería de Ronda: En el escaparate de una librería cerca de la clausurada “Casa del Pueblo”, que como las calles luce también su nombre en mayólicas, descubrimos una 14
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“Me alegro de que León Felipe traduzca Virgin Spain. No hace falta una edición argentina. Como que la española se va a vender más aquí que en España, como todos los buenos libros” (carta a W. Frank, Buenos Aires, 25 de julio de 1927; en Tarcus, 2001: 129). Que había publicado en 1926 su Virgin Spain. “Oí hablar de socialismo desde muy niño. Me tuve por tal siempre. Escuché a muchos oradores socialistas alrededor de 1914 y después” (González Vera: 38). En 1924, Lugones lo incluye en el grupo de “los bolchevikófilos” (Tarcus, 2009: 94). A lo largo de la década de 1930, con Martínez Estrada y Luis Franco, se reconocen privadamente bajo las siglas MELT que en una nota que acompaña a una carta de Franco se descifra como “Movimiento Emancipador por la Lucha y el Trabajo” y también como “Mutualidad de Estudios, Lucha y Trabajo”: “El esfuerzo del autor del borrador por respetar en ambas expresiones la misma sigla es revelador de que las iniciales que la componen estaban definidas de antemano. Teniendo en cuenta que Glusberg y Franco se aproximaron crecientemente, en la década de 1930, a un marxismo de signo trotskista, creo que la conjetura más razonable es que la sigla estaba compuesta por las iniciales de Marx, Engels, Lenin y Trotsky” (Tarcus, 2009: 58). Glusberg proyectó escribir una biografía de Trotsky, que éste mismo le desaconsejó en carta personal, incluida en las obras completas del revolucionario (en Tarcus, 2009: 255). La relación de Glusberg con el trotskismo es objeto del interés de Tarcus (2001).
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postal con el antiguo Barrio Hebreo. Entramos a comprarla y el librero, que parece estar dormitando, nos la saca diciéndonos: –Aquí tienen ustedes el Barrio Obrero. –Y en seguida, advirtiendo su lapsus, se corrige: Hebreo. –Es lo mismo –le decimos nosotros, y sin aleccionarlo más de la cuenta, salimos pensando con Freud antes que con Marx hasta qué punto su error es nuestra verdad. (35)
La asociación entre “obrero” y “hebreo”, entonces, marcará desde el principio las observaciones políticas de Espinoza en España.17 Su llegada a España se produce durante el gobierno del “insaciable Lerroux” (71), quien había ordenado meses antes la represión de la revolución de Asturias y acababa de otorgar, a principios de mayo de 1935, algunos ministerios a la CEDA, suscitando así los temores a una posible deriva fascista18. Espinoza, que acababa de abandonar Buenos Aires, en parte por temores análogos19, se muestra muy sensible a la situación que encuentra en España. Por eso, son constantes las llamadas de atención sobre la presencia de indicios autoritarios y represivos a lo largo de su trayecto. En los trenes, por ejemplo, nota cómo el ambiente se entristece cuando entra “una siniestra pareja de la guardia civil” (21) o hacen su aparición los “sombríos tricornios” (48). Le parece que todos bajan la voz en su presencia y eso le lleva a pensar en la importancia de la censura: “la censura ha hecho que la opinión pública se manifieste ahora en España sólo en la sombra. Es lo que sucede cuando no se deja decir a los hombres lo que piensan a la luz del día” (48). Esta observación, camino de Sevilla, hace eco a la aparentemente simbólica percepción de que la “España joven” sólo era visible de noche. La crítica, imposible en “los periódicos de la oposición”, se ve confinada ahora a los “retretes” (48). El problema de la censura se le revela también en la feria del libro de Madrid, donde percibe hasta la huella del Tercer Reich, “cuya nefasta influencia no deja de hacerse sentir en España” (71). Espinoza señala que 17
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A tal punto le parece reveladora esa anécdota que considera oportuno subrayarla en su alegato posterior a favor de la intervención judía en la guerra civil, señalándolo expresamente al lector como “un recuerdo de orden personal, que tal vez pasó desapercibido para el lector apresurado en nuestras anteriores notas de viaje” (108). Para inmediatamente remachar estableciendo una identidad total en las nuevas circunstancias bélicas: “El odio actual al obrero sobreviviente a la masacre, pongamos, de Málaga, por las tropas italianas y la aviación tudesca, en nada se diferencia del antiguo odio al hebreo” (109). La relación de las organizaciones judías y las organizaciones obreras en el ámbito internacional estaba muy presente en el debate ideológico del momento (González García). Aunque no exclusivamente, esas organizaciones judías, tras el auge del fascismo, solían estar más próximas a los intereses de la izquierda y vieron con gran recelo la inclinación de la República española hacia la derecha. Desde 1930, con Uriburu, y desde 1932 con Justo, Argentina se hallaba sometida a un régimen dictatorial que sin duda repercutió en las actividades de Glusberg.
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muchos de los libros que se exhiben en la feria han sido quemados en Alemania20, e ironiza cruelmente al pensar que la censura española, comandada por “el jesuita de Gil Robles”, “preferiría, de acuerdo con la tradición inquisitorial de España, quemar antes vivos desinteresadamente a la mitad de sus lectores” (71-72). La España “de día” que conoce Espinoza se parece, entonces, a un estado policial: cualquiera puede ser un “soplón” y el viajero se siente vigilado: “Dos señoritos [en la calle Sierpes, de Sevilla] nos espían con torpe disimulo desde un rincón. Conocemos bien este guiño policial que el fascismo pone en los ojos desvergonzados de tales mozalbetes. Es justamente lo que más nos repugna de su régimen. ¡Hay tantos soplones en potencia que esperan la oportunidad de ejercitarse con provecho a la sombra de un jefe!” (52). Hay, pues, una perversión moral en las sociedades autoritarias, a la que Espinoza parece especialmente sensible. Es una perversión que se denuncia estilísticamente: los “mozalbetes” soplones son muy diferentes de los “chicos” que despertarán las simpatías del viajero. No obstante, esos “chicos” también se ven afectados por otro tipo de perversión moral, relacionada, sin embargo, con la desigualdad económica: “En otro tiempo, de seguro, los mismos chicos de Ronda mostraban desinteresadamente a los huéspedes las maravillas de su pueblo natal; mas hoy el rastacuerismo extranjero y la pobreza española han pervertido hasta a sus padres, convirtiéndolos en parásitos de sus ruinas” (32-33). “Mozalbetes” que sospechan del viajero y “chicos” a los que sólo les interesa su dinero son figuras siniestras en un territorio cuya descomposición también se deja sentir en tipos represivos mucho más definidos. Cuando no es la guardia civil, son los “pesquisas de la Dirección de Seguridad” los que, al entrar en el tren a revisar pasaportes, cerca de Madrid, hacen recordar al viajero que “aún no fue abolido el estado de guerra desde nuestra llegada a España” (69). Se viven todavía las consecuencias de un conflicto social que había alcanzado ya proporciones sangrientas en octubre de 1934 y que hizo que “todo el personal ferroviario de España [fuera] movilizado después de la represión de Asturias” (21). La situación parece haber cambiado poco desde entonces, como refleja una conversación entre “dos caballeros maduros” que Espinoza sorprende en las calles de Madrid: “Se quejan de la burocracia y los ministros. Lo encuentran todo malo. No entienden cuanto pasa en Madrid. – Figúrese usted, –termina por decir el más viejo– que el secretario de Gil
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Pero hipócritamente: “solo unos pocos ejemplares de cada título. Herr Schacht ha preferido vender el mayor número a buen precio en Checoslovaquia” (71). Hjalmar Schacht fue ministro de economía de Hitler entre 1934 y 1937.
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Robles en el Ministerio de la Guerra es el mismo de Azaña, como si no hubiese sucedido lo de Asturias…” (69). Esa observación hace pensar también en otra fractura del Estado, en la patente división –también territorial– de las Españas: si el gobierno, en el fondo, no ha cambiado es porque “la rebelión de Asturias no tuvo eco en Castilla” (75) y eso le hace titular el capítulo sobre Madrid: “Madrid sin política, pero con literatura”. La verdad de la política del momento la encuentra Espinoza en espacios “menos centrales”, justamente, como los comentarios en voz baja que puede conocer en los trenes, donde “un republicano de izquierda”, por ejemplo: “no tarda en contarnos muchas cosas inauditas de la bárbara represión de Asturias. Al principio lo hace con cierta reserva; pero luego termina por agregar cuanto sabe, sin miedo. A su juicio, la culpa de todo la tiene “El Botas”. El Botas es el Presidente de la República [AlcaláZamora]” (48-49). El juicio popular, entonces, responsabiliza al presidente de la República y al presidente del gobierno del “caos político” (72) en el que está sumido el país y que no es sino reflejo de los problemas suscitados por el régimen de propiedad de la tierra y por la situación de los obreros. Espinoza también deja claras interpretaciones de ambos fenómenos en sus notas. Nada más entrar en Andalucía, señalaba la comunidad de males entre España y América: “El mal de España es el mismo de América. La tierra no pertenece a los que la trabajan. Los terratenientes forman, asimismo, el gobierno” (24). Un poco más tarde, en Ronda, se da cuenta de que esa situación es algo más compleja, pues los campesinos se encuentran en medio de dos fuerzas que se disputan el poder en el Estado. Le llama la atención (y son suyos los énfasis) que éste interprete como espectáculo pintoresco para el turismo una situación que testimonia una evidente tensión social: “La misma guía de la República no deja de destacar como una de las escenas más típicas de la vida rondeña, “el espectáculo de las caravanas de borriquillos en recua, cargados de los frutos con que los colonos rurales [sic] vienen a pagar a los propietarios ciudadanos [sic] la renta de sus arrendamientos” (34). Espinoza se da cuenta de que la realidad es menos idílica y hace temer un estallido social inminente: [Los monárquicos de Ronda], despechados a pesar de todo, se vengan miserablemente diciendo a los campesinos que vayan a pedirle trabajo a la República y negándose a darles las tierras para el cultivo. Pero los labriegos de Ronda están aprendiendo ya, como sus hermanos de México, que la tierra es de quien la trabaja. No tardarán, seguramente, en tomársela a las buenas o las malas. (34)
Su perspicacia de observador que pudiéramos llamar “oblicuo” le permite detectar también muestras de esa tensión en la ciudad. En Gra377
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nada, un poco después, contempla con indisimulada satisfacción que la conciencia política parece haber ido calando por los rincones más insospechados: “FAI dice muchas veces en grandes letras negras sobre el paredón gris de la sacristía [de una iglesia de Granada]. FAI es el anagrama de la Federación anarquista ibérica. El Albaicín no es, pues, sólo un barrio de gitanos” (40). Pero luego, en Sevilla, percibe que esa visible superposición del anarquismo y la religión es una verdadera confusión en la conciencia popular. Cuando unos chiquillos le piden limosna, a beneficio de algunas cofradías, consigna: Desde luego, no consiguen interesarnos; pero uno de ellos logra al fin lo suyo, diciéndonos que tiene al padre en la cárcel por anarcosindicalista… Este dato tan preciso nos hace gracia. No dejamos de preguntarle: –¿Y quién te manda entonces pedir para una cofradía? –Mi madre, pues, que es devota de la Virgen. Naturalmente, después de esta contestación no averiguamos el nombre del chico. A lo mejor el pobre se llama Bakunin del Carmen, como el de la anécdota… (53)
Tradición y revolución conviven en las mismas familias. Las pintadas anarquistas no terminan de borrar la impronta de la religión. Más bien parece lo contrario, para la mirada oblicua de Espinoza. En Córdoba, una coincidencia le permite realizar una lectura alegórica del espacio urbano como testimonio de lo que podríamos llamar las “contradicciones culturales del capitalismo”. Al lado de la Mezquita de Córdoba descubre una “inmensa fábrica de cerveza” que también se llama, “lógicamente”, “La Mezquita” (61). Un mismo nombre recubre a un monumento (convertido ya en “fetiche” ahistórico)21 y a la fábrica (espacio de la “lucha de clases” y por tanto de confrontación histórica). El fetiche enmascara el conflicto: “Naturalmente, los turistas que llegan apresurados a ver a la Mezquita auténtica, no reparan siquiera en ésta”. Pero el viajero curioso y pausado, que siempre se reconoció “socialista” no puede evitar “averiguar cuántos chicos trabajan en esta nueva Mezquita, ignorando la existencia de la otra”. Este segundo y simétrico enmascaramiento (la fábrica como velo que impide a sus trabajadores ver el “monumento” como testimonio de cultura) es el que preocupa más a Espinoza, porque es prueba de la alienación y de la fetichización del trabajo (aunque él no utilice esos términos). Su conclusión, no obstante, es resignada y le conduce a una ensoñación utópica (bastante alejada de los augurios revolucionarios que le había suscitado la experiencia rural): Paradojas del progreso, sin duda, y del crecimiento inorgánico de estas viejas ciudades en nuestra época. Córdoba –concluimos ya de regreso a nuestro hotel– recuperará su pasado esplendor cuando en vez de los intereses contrarios que ahora la dividen, vuelva a estar animada de una nueva virtud común. En21
Conviene mencionar que a Waldo Frank le había parecido “sin disputa, el monumento de peor gusto que se ha levantado en España” (Frank: 77).
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tonces estos chicos de “La Mezquita” llenarán de vida fresca, los jardines, hoy desiertos, y las antiguas palabras que atraen todavía a millares de hombres hacia sus monumentos más perdurables, volverán a recobrar su eterna significación. (61-62)
Unas páginas más adelante, una pregunta retórica, y no poco irónica, revela su conciencia de que en el presente esa posibilidad todavía se halla lejana. El monumento no ejerce la fuerza de testimonio del cruce cultural y de la convivencia de intereses comunes que caracterizó a la España “más antigua”: “Quisiéramos saber ahora si los [maestros] de nuestros pequeños acompañantes, que tienen esta Mezquita [el monumento] tan a mano, les han dicho algo a este propósito o si consideran definitivamente vencedora a la otra Mezquita [la fábrica] que vimos esta mañana” (66). La importancia del obrero en la España de 1935 es puramente nominal y Madrid resulta el mayor ejemplo de esas contradicciones: “En ninguna parte es tan evidente como en Madrid que solo en la letra España es una república de trabajadores” (82). La alusión al libro de Ilya Ehrenburg de 1932 es explícita (y crítica, pues le resulta algo “caricaturesco”). Como en Sevilla, también en la capital se tropieza con ejemplos de la penetración de la ideología fascista: “La Puerta del Sol continúa como siempre flanqueada de señoritos juerguistas que ahora levantan el brazo como los súbditos de Hitler y Mussolini, al grito de “Arriba España”, es decir, “Abajo el pueblo”, porque éste los desprecia como a soplones y alcahuetes que son” (82-83). En las afueras de Madrid, sin embargo, contempla cómo se va formando una masa de resistencia a esas fuerzas: “El valor y la audacia que admiramos en los mejores cuadros de Goya durante nuestras visitas matinales al Museo del Prado, lo descubrimos cada domingo en los puños de la multitud esperanzada que se congrega en las afueras de Madrid para escuchar la palabra de sus caudillos literarios” (83). Pero Espinoza no se hace ilusiones respecto de la posibilidad de que esa masa encuentre líderes que puedan verificar el postulado marxista de “cambiar” el mundo: “Por desgracia, éstos [caudillos literarios] no tienen una política altiva; carecen de una verdadera inteligencia, en el más amplio sentido de la palabra, no solo para interpretar sino transformar algo de lo que hay entre el cielo y la tierra y que su filosofía no alcanza” (82-83). Ninguno de los escritores que encuentra en Madrid parece tener, a sus ojos, una postura política definida, un discurso adecuado a la situación que atraviesa el país. Ni siquiera Ortega, a quien la gente no parece tomarse muy en serio. Sólo a los planteamientos ideológicos de dos políticos les dedica cierta consideración Espinoza en sus notas: Largo Caballero y Dolores Ibárruri. Del primero adquiere en la feria del libro 379
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sus Discursos a los trabajadores, cuyo contenido resume para concluir que es una exageración llamarlo el “Lenin español”, pues “carece de la preparación teórica del caudillo ruso, que era en verdad más ducho en filosofía hegeliana que el propio Sr. Ortega y Gasset” (73). No pasa de ser un “auténtico obrero español, lleno de buena fe” (73), engañado por sus aliados republicanos. Este “hombre sin malicia” y de gran popularidad podría ser “si no un guía […], una bandera para los trabajadores españoles” (74). Encarcelado en ese momento, Espinoza piensa en visitarlo, pero “el recuerdo del cacheo de que fuimos objeto sin motivo en la Dirección de Seguridad, nos hace desistir de las gestiones para entrevistarlo” (74). En cambio, entrevistará al que fue su colaborador y embajador en Berlín, Luis Araquistáin, de quien alaba “un excelente retrato psicológico del Führer” que ha publicado en su revista Leviatán, e insinúa “algún detalle poco favorable” que decidió no publicar en el periódico argentino que reprodujo su entrevista (74-75)22. Decide no entrevistar tampoco al ex embajador en México Julio Álvarez del Vayo, aunque amigos comunes se lo hubieran facilitado (75) y, como he dicho, sólo se interesara por Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”. Comienza comparándola con Rosa Luxemburgo (a quien acaba de recordar con palabras de Mariátegui, 80) e, inmediatamente, le dedica un retrato y un resumen de su actividad presente, que concluye con las palabras siguientes: una robusta hija de mineros vascos, que está al frente de un comité de socorro a los huérfanos de la Revolución de Asturias. Es una mujer singularísima, a no caber duda, y genuinamente española. Su voz de bronce empieza a resonar en los mítines obreros de Madrid, pidiendo amnistía para los millares de presos políticos que llenan las cárceles de todo el país. Ella misma ha estado presa en Oviedo. Relata estremecida de noble indignación los horrores cometidos por el Tercio Extranjero en el Norte. La censura nada puede contra ella porque no escribe: grita, impreca, ruge su clamor de justicia para los chicos de España. (80-81)
Es significativa la aparición del título del libro de Espinoza asociado al reclamo de justicia en palabras de “La Pasionaria”, pero el comentario del discurso de ella le sirve al autor para decantar una posición propia aún más radical: Por disciplina de partido y táctica, como ahora se dice, la Ibarruri no admite otro medio de conseguir la libertad que por el triunfo electoral de Azaña y la defensa de una democracia imposible. Lo cierto es que después de todo siempre valdrá más una derrota revolucionaria que un mero triunfo electoral 22
No he podido localizarla. Araquistáin, “el satírico y el crítico social”, aparece entre las personas a las que Waldo Frank menciona en la página de agradecimientos de España Virgen (Frank: 29) y es también personaje importante en la correspondencia con Luis Franco (Tarcus, 2009).
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sin consecuencias. España ha consumado ya en 1931 la experiencia de una fácil victoria sobre un enemigo común por medio de un entendimiento circunstancial de Alcalá Zamora, Lerroux, Prieto, Besteiro y tutti quanti. (8182)
No comparte, pues, Espinoza, el posibilismo de algunos socialistas españoles23. Pero se da perfecta cuenta del dilema en el que la izquierda se encuentra en este país, por todas las observaciones que ha venido haciendo en su viaje: “Claro que no se puede tampoco jugar a la revolución ni hacerla cuando no está hecha en la conciencia del pueblo desde arriba por la torpeza suicida de los que mandan. Pero no es para volver a las andadas que rindieron sus vidas generosas los anónimos mineros de Asturias […]”. (82). Los chicos para los que pedía justicia “La Pasionaria” son los que se enfrentarán directamente a ese dilema y sus consecuencias. Son los chicos que han estado sirviendo de guía a Espinoza a cambio de muy pequeña recompensa y son, también, el nexo imaginario entre la infancia propia (de exiliado) y el futuro para una cultura que también considera propia. Cumplen, pues, una cierta función alegórica: “Una vez más los chicos de España nos sacan del apuro” (70).
El “lado hebreo” La estancia en Madrid, con la que seguramente concluyó el viaje de Espinoza, le había resultado decepcionante desde el punto de vista político y también intelectual: en los escritores que pudo tratar no detectó un pensamiento original ni un compromiso ideológico claro. Por eso, su libro, que quiere ser militante, no puede terminar allí, y es sometido a un quiebro dispositivo, que hace culminar su relato proyectándolo hacia la vertiente de la cultura española más “ideologizada”, desde el punto de vista que a él le interesa: la huella de la cultura judía y el compromiso que cabe esperar de quienes se reconocen en ella en las dramáticas circunstancias que España atraviesa cuando el libro se publica. Espinoza dedica los dos últimos capítulos de su texto a explorar “lo original” español en Toledo, fuera de una capital amortecida ideológicamente; al margen, incluso de la tradición hispánica propiamente dicha (Heine) y en un medio expresivo distinto de la literatura (la pintura del Greco). A los ojos de Espinoza, como antes a los de Waldo Frank, Toledo se ofrece como cifra del cruce de culturas que se dio en la Península Ibérica 23
En la correspondencia con Franco, el juicio había sido más severo: “Pienso como Ud. de los ‘rojos’ del actual gobierno español, teñidos con rouge de cortesana o de jamona maridable” (Franco a Glusberg, en carta del 18 de septiembre de 1937; en Tarcus, 2009: 248).
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y que se plasmó en sus mejores logros artísticos. En su reflexión sobre el papel de los judíos en la guerra civil, Espinoza (haciéndose eco también de una idea de Frank) señala que “sólo un ambiente de tolerancia, de acuerdo con el generoso espíritu de la tierra y del hombre que la trabaja, explica el florecimiento sin par de varias culturas en la península y el asombroso intercambio de civilizaciones que culmina en el siglo de oro a través de La Celestina, Don Quijote y El Greco…” (101-102). Unas páginas antes –unos meses antes– se había atrevido a poner al pintor por delante de los escritores, como emblema de esa cultura “mestiza”: “Cervantes, Lope, Tirso, Gracián y otros creadores contemporáneos del Greco pasan por aquí, dejando sus huellas en la literatura más universal salida de España después de la Conquista; pero el mundo solo sigue viendo a Toledo a través del Greco y principalmente a través del incomparable De Profundis que es su Entierro…” (87). Al cuadro más famoso del Greco24 dedicará Espinoza algunos párrafos que le sirven para conectar su discurso con el lema que ha elegido como título, “chicos de España”. De nuevo, su mirada oblicua le lleva a reparar en un detalle: A nosotros que llegamos de Córdoba con un dulce recuerdo infantil en el corazón, nos entusiasma particularmente el único chico que aparece en el grandioso lienzo, apuntando con el pequeño índice de su mano izquierda al conde Orgaz muerto… ¡Que el sin par Doménico Theotocópulos lo eligiera entre todas las altas dignidades del primer plano para hacerlo portador de su nombre inmortal en un disimulado ángulo de su pañuelito, nos confirma nuestra profunda fe en los chicos de España! Desgraciadamente, se ven muy pocos ahora en las calles de Toledo. Los frailes los tienen todavía en sus colegios. (88)
Un “chico de España” se encarga de concentrar el signo que resume una de las principales aportaciones de España a la cultura, mientras que la “cultura” actual está en manos de la Iglesia: igual que un fraile siniestro flanqueaba a la “mujer enferma” que le representaba a España a su llegada en el “tren de los andaluces”, ahora, de salida, los frailes vuelven a aparecer como signo de control represivo. Pero a Espinoza no le interesa demasiado el posible origen judío del Greco25: le importa el alcance revolucionario de su pintura y de su men24
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Para hablar del Greco, la guía principal de Espinoza será un libro: el estudio de Manuel B. de Cossío (1908). Conviene subrayar que si la entrada en España se verificaba asociada a la evocación de Francisco Giner de los Ríos (en Ronda), la “salida” se vincula a otro maestro de la Institución Libre de Enseñanza (Cossío). Espinoza considera a este historiador del arte “el mejor guía de Toledo, a no caber duda” (86) y con ello está probablemente reconociendo una huella inmediata con Frank, que consideraba a Cossío “la autoridad más firme sobre el Greco” (Frank: 29). Como tampoco a Waldo Frank. De hecho ambos descartan ese origen, aunque reconocen que es justificada la sospecha: “Desde luego, no es casual que los
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saje existencial26. Espinoza señala que sólo en la casa-museo del pintor27 se comprende cabalmente ese mensaje, su “trayectoria íntima” (89), e indica que las autoridades españolas podrían realizar una política cultural que fuera más allá del nominalismo: Mientras descendemos por la calle de la Catedral [de Toledo], que ahora se llama Carlos Marx, se nos ocurre que el Ayuntamiento de Toledo habría honrado en forma más digna al fundador del socialismo moderno (a quien sus familiares apodaban el Moro tanto por su aspecto físico como por su afición a la lengua y literatura de España), expropiando todos los Grecos de la ciudad para volverlos a la casa de donde salieron hace apenas tres siglos y medio… (89)
El quizá sorprendente encuentro de Marx en Toledo sirve de nexo con la otra gran figura que atraviesa la ciudad al lado de Espinoza: Heine. El poeta alemán, cuyo nombre había adoptado parcialmente Espinoza en su seudónimo, es el escritor que ocupa el más elevado lugar en su panteón, y de él le interesa, sobre todo, su carácter revolucionario28. Casi en el mismo momento en que está preparando Chicos de España, Espinoza escribe un artículo para la revista chilena SECH (1, julio 1936) en el que afirma que Heine era “el escritor europeo más presente en nuestra época y el más amado en todas partes, menos en su país natal” (Espinoza, 1936: 10). De ahí que sea tan significativa la decisión de colocar un “epílogo heineano” a su libro de viajes por España. Ese epílogo comienza casi como una ensoñación, pues en su evocación Heine aparece como “último vástago” de “toda una pléyade de grandes poetas hispanohebreos” (Espinoza, 1938: 93), cuyas “sombras
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husmeadores de razas, tipo Barrès, sostengan sin fundamento el origen judío del Greco para explicar tan maravillosa compenetración [con los Apóstoles], irracionalmente, por la sangre…” (Espinoza, 1938: 90); “Si el Greco tuvo o no sangre judía, no es cuestión de capital importancia; pero como hijo del Volkerchaos mediterráneo, debió de haber en su alma ecos de muchas voces. Mauricio Barrès se entretiene con la idea infundada de que el Greco era judío” (Frank: 146). “La altura esencial del Greco consiste precisamente en que no obstante su pobreza, fue desde el principio un rebelde y un innovador, que por medio de la más formidable galería de clercs, para decirlo con una palabra renovada en nuestro tiempo, concluye por imponer a Toledo su propia visión de la muerte, mucho más profunda y poderosa que la de Roma. Claro que el ambiente y la tristeza de Toledo se le imponen a su vez, con los años, al Greco, haciendo de él un verdadero español por el espíritu” (Espinoza, 1938: 90); “La obra del Greco fue mal comprendida por los hombres de su tiempo y escarnecida por críticas posteriores. Lo extraño es que en ella se tolerase la invasión de un mundo condenado. Manuel B. Cossío ha explicado esto, plausiblemente, por el prestigio personal del pintor” (Frank: 146). A diferencia de Espinoza, Frank no comenta ningún cuadro concreto. Cuyo establecimiento, señala, se debió “a la magnificencia de un rico hispanista americano” (alude al Marqués de Vega-Inclán, en 1910) (Espinoza, 1938: 89). Al punto que dedicará un artículo en la etapa chilena de Babel (Espinoza, 1944) al encuentro entre Heine y Marx en París en 1844.
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anteriores al Greco” (93) habían ido acompañando su paseo nocturno por el Toledo medieval. Así, se había presentado a su memoria la figura espectral de Jehuda Halévy, a quien Espinoza considera “aquel que ‘en la gótica negrura de la noche medieval’, supo intuir la esencia de España, acunando y acuñando los primeros versos castellanos de que hay memoria en nuestro idioma” (94). Pero la evocación no es directa, sino que viene en unos versos de Heine, que el propio Espinoza confiesa haber traducido “por intermedio de nuestro amigo Carlos N. [sic] Grünberg” (95)29. De ahí que su ensoñación se desvíe hacia el poeta alemán, más moderno, más actual, dadas las circunstancias políticas que atraviesa Europa. De la evocación tradicional del pasado judío de España, se pasa a la reflexión, más arriesgada, sobre las raíces hispánicas de Heine: […] se nos aparece la imagen familiar del mismo Heine, viejo y doblado, en su lecho de enfermo30 de la rue de Matignon. El canto sin fin que al término de su vida, le entona este espectro al otro, en su tardío Romancero, que es también español, no sólo por su título, despierta en seguida un eco prolongado en nuestra mente, pues hondas raíces ideales nos unen desde la infancia al recuerdo de sus mejores versos. (94)
Los versos de Heine funcionan como interruptores “transtemporales”: unen la España de 1935 con la del siglo XII a través de la Europa de hacia 1830 y de la infancia y adolescencia del propio Samuel Glusberg a principios del siglo XX31. Aunque Heine sólo atravesó España “con su pluma”, Espinoza le reconoce una perspicacia especial en la identificación de “sus profundidades” (95) y fantasea sobre las consecuencias que hubiera tenido un viaje real: Un largo rato fantaseamos todavía por las oscuras callejas, con la idea de lo que el joven cantor de “Doña Clara” hubiera escrito sobre Toledo, si en vez de ir a Italia, según la moda romántica de su tiempo, se vuelve antes a España. Por lo pronto –pensamos–, habría tardado cinco lustros menos en completar la verdadera faz de aquel pobre anciano que aparece en uno de sus “Cuadros de viaje”, con la barba blanca ennegrecida en la punta, “como si fuera a rejuvenecérsele”. Y quizá nos habría adelantado también su propia imagen definitiva al comienzo de su enfermedad: “La muerte puede curarme; / pero, ay, yo soy inmortal”. (95-96)
Su obra se le representa como una muestra singular de la “nostalgia profunda” por España “que han compartido todos los grandes judíos” 29
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En “Más sobre Heine” (Espinoza, 1976: 64) recuerda que en Cuadernos de Oriente y Occidente “apareció la primera de las Melodías hebraicas: ‘Don Jehuda ben Halevy’, traducida por Carlos M. Grünberg, y elogiada por Borges”. Esta imagen es recurrente en las evocaciones de Heine por parte de Espinoza: habla del Matrassengerub en el artículo de 1936 y de su “tumba de lana” en 1944. González Vera (39) da 1914 como fecha de las primeras lecturas de Heine, en francés, por parte de Glusberg.
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(99) (menciona los nombres de León Hebreo, Uriel Acosta, Spinoza y Jean Bloch) y que a su juicio une a dos de los autores tutelares de Espinoza: “alcanza en el siglo pasado su expresión más alta a través del Romancero de Enrique Heine; y en el nuestro, bajo la pluma evocadora de Waldo Frank, el genial intérprete de España Virgen” (99-100). Heine, entonces, es el antecesor más ilustre que Espinoza quiere atribuirse en la “pléyade” de judíos que hicieron de España una tierra de elección. Pero todo esto sucede en una encrucijada histórica concreta: la guerra civil. Nunca Espinoza se sintió particularmente “hispano”, pero cuando busca solidarizarse con los luchadores por la libertad, recurre a una raíz común y más profunda: la judía. Este enfoque es el que confiere a su libro un carácter verdaderamente singular, como obra de intervención. Queda fuera de estas páginas el intento de contextualizar el profundo trasfondo judaico de la obra de Espinoza32. Su obra de ficción confiesa paladinamente esas raíces; igualmente lo hacen su apellido y su seudónimo, y también muchos de sus ensayos; pero Chicos de España constituye quizá el testimonio más explícito de la exploración de su propia tradición. La primera parte inscribe reiteradamente las huellas judías que el autor va buscando en su particular recorrido por Sefarad, y en tal sentido es un viaje de afianzamiento personal. El texto de la segunda 32
En el número monográfico de la Revista Iberoamericana sobre ese tema (191, abriljunio de 2000), todavía es rarísima la mención de Espinoza (sólo Florinda F. Goldberg lo considera de modo accesorio, en relación con un artículo pionero de Isaac Goldberg, de 1925; Goldberg, 2000: 310-311). Pero ya en el XIII Congreso Internacional de Investigación de LAJSA [Latin American Jewish Studies Association] (Biblioteca Nacional Buenos Aires, Argentina, 29-31 de julio de 2007), se presentaron tres ponencias sobre el autor: María Gabriela Mizraje (Universidad de Buenos Aires): “Enrique Espinoza: las fronteras culturales o los lados babélicos de Samuel Glusberg”; Rosalie Sitman (Universidad de Tel Aviv): “Más allá de la identidad: Samuel Glusberg, Babel y ‘la cuestión judía’”; Darrell B. Lockhart (University of Nevada, Reno): “Escribir la ciudad judía: La levita gris: cuentos judíos de ambiente porteño de Enrique Espinoza” (http://qcpages.qc. cuny.edu/ lajsa/lajsaProgram.pdf). En la “44TH Annual Conference of the Society for Latin American Studies (University of Liverpool, 28-30 March 2008), Rosalie Sitman propuso “From Babel (Argentina) to Babel (Chile): Border-crossings of a Transnational Cultural Entrepreneur” (http://www.liv.ac.uk/rilas/SLAS/programme.doc). En la XIV conferencia de LAJSA 2009 (Tel Aviv, 26-28 de julio de 2009), se ofrecieron las siguientes ponencias: Rosalie Sitman “Alias Enrique Espinoza: ¿un argentino, chileno, judío, o qué?”; María Gabriela Mizraje: “Judaísmos e izquierdas en las primeras vanguardias: de Samuel Glusberg a Mariátegui y Waldo Frank” (http://www.utexas.edu/ cola/orgs/lajsa/ files/downloads/LAJSA%20Abstracts.pdf). Rosalie Sitman desarrolla un proyecto de investigación en la Universidad de Tel Aviv titulado “Identidad, política y cultura a través de los Andes: la Babel de Samuel Glusberg. Diálogos culturales entre revistas literarias en el Cono Sur” (http://www1.tau. ac.il/humanities/latin-america/ index.php?option=com_content&task=blogcategory&id= 16&Itemid=31). No he podido acceder a ninguno de estos documentos. Conviene tener en cuenta, entre otros textos, especialmente el volumen de Babel dedicado a “La cuestión judía” (VV. AA., 1945).
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parte constituye una proyección pragmática de ese afianzamiento, en medio de una muy comprometida circunstancia histórica.
Las huellas en Sefarad En cuanto Espinoza desembarca en Gibraltar se encuentra con la sinagoga, “una casa sin mayor importancia”, pero que le hace notar que incluso en un territorio tan reducido se encuentra una comunidad judía, y aventura: “de seguro, judíos venidos de España” (14). También en esa etapa inicial se revela que la importancia de la “condición judía” no es sólo un estímulo ocasional que mueve a buscar objetivamente huellas de esa cultura o religión. Tan integrada lleva Espinoza esa condición, que se convierte en término de referencia a la hora de comparar determinadas situaciones incómodas, como los registros en la aduana española de Gibraltar, que generan largas colas y situaciones degradantes: “Renunciamos a la idea de pasar a La Línea y nos volvemos a Gibraltar llenos de indignación por esa vergüenza que nos recuerda olvidadas lecturas históricas sobre los ghettos de la Edad Media” (19)33. La importancia de las referencias al pasado judío de España (que se inicia con la confusión “barrio obrero”/“barrio hebreo” en una librería de Ronda) se va haciendo cada vez mayor. Tras la mención ocasional y la anécdota significativa, aparece en todo su esplendor la huella judía en España durante la visita a la Judería cordobesa y con ocasión del recuerdo de uno de los mayores pensadores hispano-hebreos: Maimónides, cuyo octavo centenario se acababa de conmemorar unos meses antes de la llegada de Espinoza34. A pesar de todo, cuando quiere visitar la sinagoga cordobesa, le cuesta encontrarla (triste testimonio de la ignorancia española de su propio patrimonio): “¿La Sinagoga? No la conocen. Sin embargo, les suena la palabra mágica” (63). Cuando por fin da con ella, subraya –como en Gibraltar– su modestia (que en este caso contrasta con su fama) y su condición de “capilla católica” durante mucho tiempo. A pesar de que “las únicas huellas que se conservan en sus muros son enteramente de 33
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Ese recuerdo, desde luego, cobraría un sentido actual siniestro poco tiempo después de la publicación del libro y Espinoza lo evocaría en las páginas finales de su libro, al mencionar (aun sin conocer en 1936-1938 todo su horror) “los infernales campos de concentración, esos nuevos ghettos de pesadilla, mil veces más inhumanos que los de la Edad Media” (106). Irónica, si no cínica, le parece al escritor la evocación de esa “sombra gloriosa” por boca de un ministro, Lerroux, también cordobés, que, a juicio de Espinoza, muestra por lo común su “cruel irracionalidad”, como había demostrado en la represión de la revolución de Asturias. Al respecto hay que ver González García (211-241), quien señala: “[…] el centenario de Maimónides, que la Segunda República española trató de capitalizar como un gesto de tolerancia y de apertura hacia las comunidades judías y también con respecto a los regímenes liberales europeos” (212).
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origen hebraico, aunque con visibles influencias árabes y cristianas”, esta sinagoga se convierte –y así lo subraya el autor– en “testimonio elocuente, después de todo, de una época de tolerancia” (63). Espinoza añade una reflexión personal que podría aplicarse a la situación que él percibe en el momento de su viaje: “Este respeto siquiera a medias de la obra del adversario, cuya creación es imposible extirpar sin mengua del espíritu, constituye una verdadera prueba de inteligencia, en el más alto y humano sentido de la palabra” (63-64). Reflexión silenciosa que “la cuidadora cristiana de la letra que perpetúa este homenaje en el mármol” no tiene por qué conocer, pero con la que Espinoza siente una secreta comunicación porque “es una buena y sencilla mujer del pueblo”. De nuevo, la mezcla de sentimiento religioso-étnico y conciencia de clase vuelve al discurso de Espinoza: “Así hubieron de entenderse a lo mejor nuestros abuelos a la sombra de estos muros restaurados, por encima de los Grandes Inquisidores que les mandaban arrasar todo a sangre y fuego…” (64). La “apoteosis” de esta conciencia judía se produce, como he dicho, en Toledo, y de ahí el desplazamiento de esa etapa al final del relato del viaje35. La entrada en la ciudad se produce en un momento simbólico, al respecto: “Con las últimas luces del viernes o las primeras del sábado, pues Toledo aun parece tan semita como en su mejor época” (84). Esa huella se percibe todavía en “el aire judío de [las] caritas, de óvalo perfecto” de dos chiquillas con las que se cruzan (88), tan sorprendente como “el porte gentil con que se persignan…” –nueva muestra de sincretismo contemporáneo–. Según se señaló, la huella judía está latente, aunque sea discutible, en la contemplación de algunas obras del Greco (los retratos de los apóstoles). No parece necesario el linaje judío en el pintor para que se haya impregnado de ese “aire semita” en Toledo. El intercambio cultural hubo de ser tan fluido como el paso que, naturalmente, lleva a Espinoza “de la Casa del Greco a la Sinagoga del Tránsito” (92) y que, a su vez, le sirve para iniciar su “epílogo heineano”. Le llama la atención, desde luego, el contraste entre el exterior austero del edificio y el interior con murallas “primorosamente labradas” y especialmente “la que mira al Oriente, [pues] conserva intacto un fragmento del precioso friso de letras hebraicas que parece el mismo folio petrificado de la Torá, entre dos escudos de Castilla” (92). La visita a la sinagoga más grande de España deja el ánimo del viajero preparado para culminar su recorrido con la “soñada invocación de Heine” (93): “No sabemos qué correspondencia profunda hay entre la música de estos pájaros color de 35
También Frank (142) destaca la huella judía en Toledo: “[…] en este Toledo que es el pueblo de Abrahám Ibn Ezra, un descendiente de Gabirol y un antepasado de Spinoza. Toledo es la ciudad del munificente y trágico Samuel, el tesorero del rey más cruel de España, y de Ibn Daud, el exegeta del Talmud, y de su gran enemigo Jehudah Ha Leví”.
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tiempo y el eco muerto de aquellas letras del friso; mas su misterio nos sobrecoge el ánimo como un recuerdo demasiado triste…” (93). Así, entre la “sombra gloriosa de Maimónides” en Córdoba y la silueta soñada de Heine (último e inesperado vástago de la pléyade de poetas hispanohebreos) en Toledo, se traza el arco de la herencia judía de la que Espinoza se impregna en España, teñida, además, del tono proletario que había detectado en una librería de Ronda.
Judíos del mundo, uníos Fuera de Sefarad, en su nueva patria chilena, Espinoza sabe de la guerra de España, y lo primero que decide añadir a sus notas de viaje es un reclamo a la participación de los judíos en el conflicto. El texto bien podría relacionarse con los de su primer libro de ensayos, significativamente titulado Trinchera, pues es –más que aquellos– un texto militante, que se enfrenta a lo que reconoce como una lucha sin cuartel, literal y ya no literaria. En una decena de páginas, Espinoza expone una elaborada argumentación de los vínculos de los judíos con España, que comienza por una demanda implícita de superación del resentimiento secular por el martirio y la expulsión, y concluye señalando que la “convivencia histórica durante siglos” “sólo la segunda República se apresuró a reconocer[la] en forma oficial” (109)36. Matiza, por ejemplo, que ese resentimiento está extendido entre los “israelitas de Occidente” por el “conocimiento superfluo [sic ¿por superficial?]” que tienen de su propia historia (99), pero que los herederos de aquellos expulsados, el “judío sefardí” siempre ha conservado la “nostalgia de Córdoba y Toledo, hablando en español y orgulloso de seguir siéndolo íntimamente, a pesar de sus perseguidores”. Inmediatamente da el salto y considera que esa nostalgia es compartida por “todos los grandes judíos”, sin importar su origen, porque el vínculo no es étnico, sino “de pensamiento”, como testimonia “lo mejor de la literatura clásica de España” (101). Una vez establecida esa premisa, Espinoza avanza hacia su territorio de elección: América. No fue la unidad religiosa impuesta por los Reyes Católicos y la Inquisición la que trasladó a América la querencia hispánica de la comunidad judía, sino el “ambiente de tolerancia” (102), análogo al de la España medieval, que documenta citando la Historia judía de Simón Dubnow (103-104). Pero, en la actualidad en que Espinoza escribe, España se ve sometida de nuevo al viejo yugo inquisitorial. Espinoza sostiene que los judíos se vieron libres de ese yugo en los países en los que triunfó la revolución burguesa (Inglaterra, Francia). En 36
Según recuerda González García en su libro, el gobierno español había pedido explícitamente perdón con ocasión del centenario de Maimónides, algo que no todas las comunidades judías en Europa o Palestina habían recibido con el mismo espíritu: “[…] las comunidades centroeuropeas mantenían una posición de mayor acercamiento cultural y se mostraban mucho más proclives hacia España [que las palestinas]” (218).
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América –señala– estuvieron a la cabeza de las universidades desde la colonia y participaron en la independencia desde logias masónicas (105)37. Por eso a Espinoza le interesa subrayar que coinciden sus intereses con los de los criollos americanos, duramente reprimidos también por las fuerzas realistas. Espinoza realiza un nuevo salto, en esta ocasión histórico, para conectar el ejército franquista con las tropas monárquicas que pretendieron reprimir la independencia americana. Así, señala un objetivo común al judío y al criollo, quienes, víctimas “de la casta feudal y militarista”, no pueden “adoptar una actitud contemplativa frente a la guerra totalitaria que los últimos generales borbónicos están llevando hoy a sangre y fuego contra el heroico pueblo español en complicidad con las huestes negras del Duce y las pardas del Führer” (105). Tras establecer las premisas de la comunidad de intereses (los vínculos con España y con América), Espinoza realiza su reclamo y su advertencia (común en la mayoría de los círculos judíos del momento): […] [El judío] debe ponerse cuanto antes de parte del pueblo español en este definitivo juego de vida o muerte y echar el resto, según la profunda expresión de nuestro idioma. De lo contrario, tarde o temprano, correrá la misma suerte del judío alemán que no supo sumarse a tiempo a la campaña contra Hitler, en la esperanza de salvarse por su cuenta de los infernales campos de concentración, esos nuevos ghettos de pesadilla, mil veces más inhumanos que los de la Edad Media. (106)
No hay diferencia en el trato que los diferentes fascismos dan a los judíos en toda Europa. Espinoza recuerda que “el comportamiento del sanguinario general Franco con la población israelita del África española” estaba inspirado por “los eruditos husmeadores del Tercer Reich” (106)38. 37 38
También Frank (64) consideraba que la “tierra prometida” podía estar en el futuro en América, como antes lo estuvo en Palestina o en España. “[…] en los primeros momentos se desató una represión que se inició el mismo día 17 de julio contra militantes de partidos de izquierda que afectó a varios judíos […]. Al menos seis de ellos fueron fusilados en Melilla y se practicaron registros casa por casa buscando judíos desafectos a la sublevación militar” (González García: 295). No obstante, el mismo historiador recuerda un poco más adelante cómo “otro grupo, sobre todo vinculado a la banca y al comercio”, fue protegido “como contrapartida a la ayuda que recibía de ellos el Ejército del norte de África” (295). Uno de los banqueros más famosos con intereses en Melilla, y que financió el vuelo de Franco a la Península, fue Juan March (1880-1962), al que se consideró de origen judío (Álvarez Chillida: 310). En el comentario del discurso de León Felipe que sigue al ensayo sobre la intervención judía, Espinoza anota: “Al hacernos eco de su discurso [de León Felipe] y de su ejemplo, queremos destacar especialmente su anatema contra los mercaderes que pretenden hacer hombres detrás de un mostrador. Es una página de una profundidad pocas veces alcanzada en nuestro idioma. Será, sin duda, una lápida eterna para ese máximo filibustero que se llama significativamente Juan March y para todos los march… antes de la muerte” (117). Aunque Espinoza no se hace eco de la filiación
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Al vínculo histórico-cultural y al interés particular en la propia supervivencia, se une una tercera razón para justificar la intervención de los judíos en la guerra civil, que es la que quizá tiene más peso conceptual en todo el discurso de Espinoza: la cuestión económico-política, que ya se había ido desgranando en la presentación de la situación española en las notas de viaje y que se había establecido accidentalmente en la conexión “obrero-hebreo” de la anécdota de Ronda. En su ensayo final, Espinoza es categórico: “[…] no se trataba entonces, ni se trata ahora de un conflicto de razas, sino de castas. Los de arriba contra los de abajo; los más ricos contra los más pobres, para decirlo en el lenguaje de todos los días” (107) Espinoza confía por encima de todo en el “pueblo español”, que ayudado por “todos los hombres libres del mundo” conseguirá –es el deseo con el que cierra su ensayo– evitar el restablecimiento de la Inquisición. No fue así, a pesar del esfuerzo de Espinoza, quien en Chicos de España dejó testimonio de un convencido optimismo en el porvenir de un país y una cultura que, como ciudadano del mundo, consideraba propia. Podría concluirse entonces que la escritura de Chicos de España es la contribución personal de un judío americano a los reclamos del gobierno republicano español de apoyo a su causa39. Sin embargo, no hay en Espinoza una postura incondicionalmente judía. La justicia es el valor común que define al judío y al hombre (109) y eso es lo que mueve al autor durante toda su vida40. Aunque defiende la especificidad judía41, lo
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semita de March rebela que el compromiso étnico no está por encima de la censura política ni del juego de palabras. “[…] destaca la busca de apoyo por el Gobierno de la República para su causa tanto en personajes como en instituciones judías […]” (González García: 277); “Durante 1937 el Gobierno de la República recibe muchas adhesiones de intelectuales judíos, entre los que destaca Einstein […]” (González García: 279); “[…] llegada de voluntarios judíos de la mayoría de los países que formaron grupos con entidad propia como tales judíos sobre todo en las Brigadas Internacionales […]” (González García: 286). Quizá no esté de más recordar que Espinoza había conocido a Einstein durante su estancia en Buenos Aires en marzo de 1925 y había publicado un discurso suyo en La vida literaria (abril de 1931) y más tarde le dedicará un artículo en La Nación (“El mundo de Einstein”, 16 de septiembre de 1934) (Gangui y Ortiz). “El judaísmo le gustará a morir si trasciende de esos cantos trémulos, tan desgarradores, con que los hebreos inmovilizaban las arenas del desierto, o de Spinoza, Heine y hasta de dioses menos esplendentes. Empero, nunca fue judío incondicional. Acepta de éstos lo que puede aceptar en los gentiles” (González Vera: 48). Con esta opinión contrasta la de Quiroga en los años 1930: “En efecto, como Ud. dijo muy bien, en toda su furia [de Glusberg] no hay más que una sencilla cuestión racial. Ya en el momento hube de decirle a Ud. que aquel amigo, que se dice internacional, es sólo judío. Más: el más tradicional de los judíos” (Quiroga a Martínez Estrada, en carta del 25 de julio de 1936; en Tarcus, 2009: 191). “Lo esencial es que no cambien su alma judía por una partícula de color local” (“En la muerte de Israel Zangwill”; Espinoza, 1932: 111).
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que siempre le interesará de ésta es su capacidad de poner en relación culturas diferentes y convivir con ellas42. En la breve obra que es Chicos de España, ese papel se cumple plenamente y se orienta, además, hacia la intervención pragmática en una circunstancia histórica crucial.
Bibliografía Álvarez Chillida, Gonzalo, El antisemitismo en España: la imagen del judío, 1812-2002 (Madrid: Marcial Pons, 2002). Espinoza, Enrique, Trinchera (Buenos Aires: Babel, 1932). –, “La actualidad de Heine”, en SECH (Sociedad de Escritores de Chile) 1 (julio de 1936), p. 10-12. –, Compañeros de viaje (Santiago de Chile: Nascimento, 1937). –, Chicos de España (Notas de viaje) (Buenos Aires: Perseo, 1938). –, “Heine y Marx. En el centenario de su encuentro en París”, en Babel 19 (1944), p. 7-10. –, Gajes del oficio. Nueva Molienda (Buenos Aires: Eds. del Regreso, 1976). Frank, Waldo, España Virgen, trad. de León Felipe, pról. de Alfonso Reyes (Madrid: Aguilar, 1989 [1926]). Gangui, Alejandro y Ortiz, Eduardo L., “Un discurso que Einstein jamás pronunció en Buenos Aires”, en Anales AFA 18 (2006), (www.unicen.edu.ar/ crecic/analesafa/vol18/v1804-12-16.pdf). Goldberg, Florinda F., “Literatura judía latinoamericana: modelos para armar”, en Revista Iberoamericana LXVI, 191 (abril-junio de 2000), p. 309-324. González García, Isidro, Los judíos y la Segunda República 1931-1939 (Madrid: Alianza Editorial, 2004). González Vera, José Santos, “Enrique Espinoza”, en Algunos, Santiago de Chile, Nascimento (1967), p. 33-55 (http://www.memoriachilena.cl//temas/ documento_detalle.asp?id =MC0036960). Martínez Estrada, Ezequiel, “Sobre Radiografía de la Pampa (preguntas y respuestas)”, en Leer y escribir (1969) (http://www.ensayistas.org/filosofos/ argentina /eme/eme3.htm). Puche Gutiérrez, Mª Teresa, León Felipe sincrónico y anacrónico, Tesis doctoral, Universidad de Granada (2009). Tarcus, Horacio, Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg (Buenos Aires: El Cielo por Asalto, 2001). – (ed.), Cartas de una hermandad: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco, Samuel Glusberg (Buenos Aires: Emecé, 2009). VV.AA., Babel, La cuestión judía 26 (marzo-abril de 1945).
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Como ya supo ver en un artículo fundacional Isaac Goldberg, al destacar el papel “extra-estético” de la nueva narrativa judía, como “instrumento de mediación y armonización entre las dos Américas” y más concretamente la perspectiva “universal” de la obra de Espinoza (“Jewish Writers in South America”, Menorah Journal, XI: 5, abril 1925, en Goldberg, 2000: 310).
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Raúl González Tuñón y la guerra civil española Alberto Julián PÉREZ Texas Tech University
Para el poeta argentino Raúl González Tuñón (1905-1974) la guerra civil española iniciada en 1936 fue un acontecimiento definitorio en su vida. Era, además de reconocido poeta, un periodista experimentado. Comenzó a trabajar en el periodismo desde muy joven. En Crítica, diario al que se incorporó en 1925, su director, Natalio Botana, comprendiendo que Raúl amaba viajar, lo envía a cubrir noticias en diferentes sitios, dentro y fuera del país. Ya para entonces tenía cierta fama como poeta y había colaborado en las revistas literarias Proa y Martín Fierro. En 1926 publicó su primer libro de poemas, Violín del diablo. En 1927 residió en Tucumán y viajó por varias provincias del interior: la zona cuyana, Córdoba, el norte. Escribía la sección de “Crónicas de la semana”, donde volcaba su experiencias callejeras y sus impresiones de viaje. En 1927, junto con otros martinfierristas, como Borges y Marechal, apoyó la campaña de Hipólito Irigoyen a la presidencia (Cella: 174-178). En 1928 obtuvo el Premio Municipal de Poesía con su segundo libro de poemas, Miércoles de ceniza. En 1929, con el dinero del Premio Municipal, emprendió un viaje a Europa junto a su amigo Sixto Pondal Ríos. Visitó por primera vez varias ciudades españolas y se estableció durante 1929 y 1930 en París, donde escribió uno de sus libros más logrados: La calle del agujero en la media (Orgambide: 48-61). Allí fue testigo de las polémicas entre surrealistas y comunistas, quienes discutían el papel del arte y la literatura en relación a la política revolucionaria (Freidemberg: 52-53). De regreso de Francia, se encontró con grandes cambios en Argentina: el Ejército había dado un golpe de Estado en 1930, iniciando una etapa de intromisiones militares en la política que iba a tener profundas y graves consecuencias para la vida institucional del país. En 1931 lo envían a Brasil a cubrir los sucesos de la revolución contra Getulio Vargas. En 1932 actúa como corresponsal en la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia. En 1933 recorre la Patagonia, y funda Contra, revista cultural 393
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militante de izquierda que publica sólo cinco números, pero que tiene gran influencia en la vida cultural argentina del momento (Sarlo: 138150). Allí aparece su poema “Las brigadas de choque”, en el que llama a los artistas e intelectuales a formar una brigada internacional en defensa de la poesía (Orgambide: 83). El Gobierno lo detiene y lo procesa por su poema. 1934 fue un año clave en su evolución personal: publicó El otro lado de la estrella, libro de crónicas y prosas poéticas, y Todos bailan, libro de poemas en que presenta a su personaje Juancito Caminador, su alter ego poético. Decidido a militar en un partido político revolucionario, ingresó como miembro del Partido Comunista. Pocos años antes, durante su visita a Francia, había podido observar la vida literaria de los surrealistas franceses, y compararla con sus propias vivencias con los integrantes de las vanguardias argentinas en la revista Martín Fierro. Sus experiencias como periodista y viajero, y los acontecimientos de la historia política argentina de los que había sido testigo, despertaron en él la urgencia de la militancia política. El ataque del Gobierno contra su revista no hizo más que radicalizar su propio proceso de politización y su fe en la revolución universal. Como militante del Partido Comunista, aceptaba el papel que el partido daba al arte en la sociedad contemporánea (Pérez: 305-306). Raúl González Tuñón era un hombre de extracción social proletaria: su abuelo, inmigrante asturiano, y su padre, habían sido obreros en Argentina, y tanto él como su hermano Enrique se volcaron en el periodismo, y no estudiaron en la universidad, que era la puerta de ingreso en la clase media y la pequeña burguesía más segura para muchos jóvenes hijos de inmigrantes (Adamovsky: 38-51). En 1935 se casó con Amparo Mom y viajó a España. Participó activamente en la vida cultural española (Schiavo: 439-440). Visitó Sevilla, Toledo, Segovia, y vivió en Madrid, donde colaboró con Neruda, que en ese entonces era Cónsul de Chile en Madrid, en la revista Caballo Verde. Allí acudía regularmente a la peña literaria de Federico García Lorca, al que lo unió una sincera amistad (Salas: 89). Conoció además a Vicente Aleixandre, León Felipe, Ramón Gómez de la Serna, Gerardo Diego y al joven Miguel Hernández, en quien influyó. Asistió como delegado al Primer Congreso de Intelectuales por la Defensa de la Cultura, celebrado en París, donde conoció a Robert Desnos, Tristán Tzara, Louis Aragon, César Vallejo, Pablo Picasso, Bertold Brecht, y a muchos otros. Estaba en España cuando el gobierno reprimió sangrientamente la huelga en la cuenca minera de Asturias. Allí conoció a la Pasionaria, y escribió poemas militantes en los que defiende la insurrección de los mineros (Edelman: 147-150). Ese fue el momento en que comenzó su “poesía de guerra”, y transformó la poesía en arma de combate (Salas: 95). 394
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González Tuñón regresó a Argentina en enero de 1936. En Buenos Aires se celebraba ese año el Primer Congreso Internacional del Pen Club, en el que participaron escritores europeos de distintas tendencias. Cuando estalló la guerra civil, Tuñón buscó el modo de regresar a España para estar allá junto a otros escritores militantes (Goldar: 177-181). Publicó La rosa blindada, subtitulada Homenaje a la insurrección de Asturias y otros poemas revolucionarios, y 8 documentos de hoy, donde reunió escritos polémicos en que condenaba el fascismo y defendía la revolución proletaria. Logró que el periódico republicano de Buenos Aires Nueva España lo nombrara corresponsal, viajó a España a principios de 1937 y se instaló en Madrid, donde fue testigo de la lucha. Visitó los frentes del Jarama y Utrera, fue a Barcelona y a Valencia (Schiavo: 441). Asistió como delegado al Segundo Congreso Internacional de Intelectuales, que se celebró en España durante la guerra civil, y en el que participaron muchísimos intelectuales antifascistas de América y Francia, junto a los españoles (Jacobs: 125-144). A fines de 1937 volvió a América junto con Neruda y se detuvo en Chile, adonde regresaría en 1940 para fundar el periódico comunista El Siglo. Publicó dos libros más que contenían sus vivencias y experiencias en España: Las puertas del fuego, una colección de crónicas poéticas, en 1938, y el poemario La muerte en Madrid, en 1939. Concluida la guerra civil en 1939 con la derrota del Ejército Republicano, Alemania invadió Checoslovaquia y Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial. González Tuñón continuó militando en el comunismo y defendió a la Unión Soviética, abogando por la revolución internacional. Vivió en Chile hasta 1945. Publicó, en 1941, Canciones del tercer frente y, en 1943, Himno de pólvora. Los libros que escribió Tuñón durante estos años testimonian sus experiencias en España antes de, y durante, la guerra civil. Los dos primeros, La rosa blindada y 8 documentos de hoy, muestran la transición del joven Tuñón que, formado en la propuesta literaria de las vanguardias, incorpora en su poesía las ideas de la literatura militante comunista, y se transforma así de cronista y periodista en ensayista y analista político, para abogar como intelectual marxista por la defensa de los principios revolucionarios, denunciando la confabulación fascista internacional. Los dos libros siguientes, La muerte en Madrid y Las puertas del fuego, los escribe durante la guerra civil: son poemas épicos que exaltan el valor del pueblo español ante la inminente derrota, y crónicas poéticas que tratan de captar el sentido de la vida en medio de la destrucción de la contienda. Como miembro del Partido Comunista, Tuñón asumió las consignas políticas de su partido. Este pedía a los escritores que colaboraran en la conformación del Frente Popular y escribieran una literatura realista, de trasfondo socialista, que resultara comprensible a las masas, ya que 395
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querían concienciar a los pueblos para guiarlos hasta su liberación. El Frente Popular era una política que proponía, en momentos de amenaza para la Revolución, buscar alianzas temporales con sectores burgueses democráticos, contra la ultraderecha anticomunista, particularmente los movimientos fascistas (Acha: 38-42). Esta situación favoreció a los escritores: les dio un papel activo y los hizo sentirse útiles a la revolución como intelectuales, sin necesidad de tomar las armas en defensa de sus principios e ir a la guerra. Su “guerra” era el Frente Intelectual. Los intelectuales formaban una categoría especial, integrada por los estudiosos y eruditos, que ponían su saber al servicio de la revolución y trataban de influir en los acontecimientos políticos. Periodistas, historiadores, sociólogos y filósofos consideraron que podían contribuir a detener el avance de las fuerzas de derecha, ayudando a educar a las masas para que defendieran sus intereses de clase. La educación y la información tenían, pues, una misión política. Los intelectuales ayudaban a promover la educación marxista. El Partido supervisaba a estos artistas y estudiosos que, sentían, tenían el deber y el privilegio de guiar al pueblo. González Tuñón, como Vallejo, Neruda y otros poetas comunistas, asumieron entonces este nuevo papel. Creían firmemente en la propuesta de su Partido: el marxismo consideraba que su interpretación de los hechos históricos era científica y la Humanidad marchaba indefectiblemente hacia su liberación. El fascismo representaba el principal obstáculo en esos momentos. Sus ideólogos opusieron un criterio racional omnipotente, apoyados en teorías sobre la propia superioridad racial y cultural, para defender sus intereses nacionales (Vilar: 144-149). Este enfrentamiento político derivó en esa creciente escalada militar que comenzó con la internacionalización de la guerra civil española y culminó en la Segunda Guerra Mundial (Amilibia: 85-95). Los militantes comunistas tenían que subordinar sus intereses a las demandas políticas del Partido. Este condenó el lenguaje poético de las vanguardias, lo consideró oscuro y hermético, decadente, y vio en él un impedimento para comunicarse con las masas. El comunismo dio al artista pequeño burgués un papel político activo y protagónico, pero limitó su creatividad y espontaneidad al pedirle que subordinara sus intereses estéticos a los intereses políticos de la hora, determinados por los líderes del Partido. Tuñón, como muchos poetas contemporáneos que habían militado en las vanguardias, apreciaba el grado de libertad expresiva y el sentido revolucionario de los ismos. Por lo que el rechazo de estas estéticas resultaba conflictivo: tenían que negar un aspecto importante de su obra y negarse a sí mismos. Ninguno de estos poetas, ni Vallejo, ni Neruda, ni Tuñón, “limpiaron” totalmente de residuos vanguardistas las imágenes de sus textos comprometidos y revolucionarios, sino que trataron de llegar a un compromiso, procurando hacer sus imágenes más inteligibles, dando referencias históricas concretas, pero 396
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sin sacrificar el uso de figuras consideradas de avanzada, como la metáfora, alrededor de la cual giró la revolución del lenguaje de la poesía de vanguardia (Pérez: 265-287). Tuñón afronta este problema en el “Prólogo” a La rosa blindada. Abre el prólogo con una cita de Lenin, donde éste afirma que no habrá arte proletario hasta que no haya una cultura proletaria. Raúl argumenta sobre la cuestión del arte de masas. ¿Debe el artista asimilarse a las masas, hablándoles en su lenguaje, o elevar a las masas al nivel de su arte? Tuñón no hace concesiones; dice: “El poeta se dirige a la masa. Si la masa no lo entiende es porque, desde luego, debe ser elevada al poeta” (1962: 11). Para no ser considerado elitista, Tuñón aclara que ya hay obreros “sensibles […] que han podido alcanzar ciertos elementos de cultura”, apoyan la revolución y son capaces de entender su lenguaje poético, y hay un sector de “intelectuales, artistas, periodistas, pintores, maestros, estudiantes que desean la transformación de la sociedad […] y que son también masa” (11). Él, como periodista y poeta, se ubica en el segundo grupo. Concibe así una unión de obreros revolucionarios, intelectuales y artistas. Insiste en que el poeta no debe renunciar a ser poeta, esto sería un error: lo que tiene que hacer el poeta es participar en las luchas sociales sin temer al “caos”. Su sueño es “recibir a la revolución cantando, después de haberla cantado y deseado, sin descuidar la técnica y sin dejar de haber intervenido más o menos concretamente en la lucha” (12). Aclara su posición con respecto al arte de vanguardia y a su pasado como poeta vanguardista. Dice: “Participé en los movimientos literarios de vanguardia y, sobre todo, el surrealismo contó con mi entusiasmo firme. Fue una manera de evadirse y volver a la multitud, de ganar la calle, […] de volver a imponer valores olvidados por la burguesía […] para entrar luego de lleno –los que supimos hacerlo– en el drama del hombre y su esperanza…” (14). Afirma que es el momento de hacer poesía revolucionaria y “cambiar la vida”. Su mayor interés es lograr que todos los poetas se definan ante el fascismo, que en ese momento es el principal enemigo, y formar un frente unido común, porque “el fascismo es el enemigo de la cultura y del arte, tanto como de la dignidad humana” (15). Según él hay en ese momento dos tipos de poetas “artepuristas”: los “puros”, que cultivan “la metáfora por la metáfora”, y los poetas que aman la vida, y quieren “una obra viva, llena de tierra y llanto, cubierta de raíces y de sangre” (15). Es este segundo grupo de poetas el que, según el autor, es más afín al sentimiento revolucionario y necesita ser rescatado para la lucha. Cree que el poeta tiene que participar en la lucha revolucionaria sin dejar de ser poeta y desde su posición de poeta. En su caso, suma a su posición de poeta la de cronista y periodista, y en esta doble condición participa en los eventos europeos del momento: escribiendo poemas que 397
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exaltan la heroicidad de los republicanos y testimoniando a un tiempo en sus crónicas los eventos de la guerra civil de los que es testigo. Además, Raúl, como militante marxista, ha encontrado para sí un nuevo papel: el de intelectual. Forma parte de este grupo de artistas y humanistas (políticos, historiadores, politólogos, filósofos, etc.) que se denominan “intelectuales” y consideran que sus opiniones deben guiar a la sociedad civil. El artista sale de la vida privada y se encuentra con una función pública y social importante, que va más allá de su arte. Integra una elite de la inteligencia que quiere ser tomada en cuenta, busca influir en la moral pública y aún defender a la sociedad civil de intereses egoístas que, aprovechándose de su desconocimiento, puedan llevarla por un camino equivocado. El artista se encuentra entonces con un importante papel moral que eleva su condición y le ofrece una nueva misión dentro de su sociedad. Las publicaciones de Raúl González Tuñón reflejan este nuevo papel que ha encontrado para sí a partir de su trabajo en el periodismo y de su militancia política en el comunismo. Cuando el autor viaja a España es un joven poeta y comunista militante que testimonia los acontecimientos políticos del momento. Comienza La rosa blindada haciendo historia de su propia familia: su primer poema es un romance dedicado a su abuelo Manuel Tuñón, un inmigrante asturiano que trabajó toda su vida en Argentina como obrero y militó en el socialismo. El poeta rescata su origen familiar proletario, y rastrea su ascendencia política revolucionaria; dice: “Era un obrero de bronce / aquel que en Mieres nació. / […] Tenía yo nueve años / cuando un día me llevó / por entre los sobresaltos / de una manifestación. / Así nací al socialismo, / así comunista soy, / así sería si viviera / mi abuelo Manuel Tuñón” (González Tuñón, 1962: 17). Cree que la insurrección de Asturias es la antesala de la revolución, un movimiento que demuestra la combatividad de los mineros y la clase obrera española, que estaba en un estado prerrevolucionario. Termina el poema: “Pena grande que no viva / para verla como yo / a Asturias en pie de sangre / para la revolución” (id.). Todos los poemas de la primera parte de La rosa blindada tratan el tema de la insurrección de Asturias: “Algunos secretos del levantamiento de Octubre”, “La Libertaria”, “La muerte del Roxu”, “El pequeño cementerio fusilado”, “La muerte derramada”, “Dos historias de niños”, entre otros. Estos poemas exaltan la heroicidad de los obreros, su determinación de luchar. Los obreros no demuestran miedo y, si tienen que enfrentar la muerte, lo hacen con heroicidad. Sus mujeres e hijos los respaldan: no son sólo ellos los heroicos, sino toda la comunidad. Es el pueblo el que está en pie de guerra. Las mujeres luchan junto a los hombres. Así, en “La Libertaria”, en memoria de Aída Lafuente, muerta en la cuenca minera de Asturias, exalta en una elegía a la mujer sacrificada, una mártir. El poema, sin embargo, no quiere sólo lamentarse, sino incitar a la resistencia. La mujer 398
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mártir es un símbolo de España. Organiza el poema en una serie de anáforas que crean un ritmo marcial: “Estaba toda manchada de sangre, / estaba toda matando a los guardias, / estada toda manchada de barro, / estaba toda manchada de cielo, / estaba toda manchada de España” (20). Además de exaltar al pueblo, González Tuñón condena a sus enemigos. Quien reprimió a los mineros fue el general Franco, al frente de la Legión y del Tercio de África, al que trajeron para sofocar la insurrección. Los soldados de las zonas alejadas no tenían vínculos personales con la gente de la cuenca y no tuvieron compasión con los mineros ni con el pueblo asturiano. El papel político que tiene Franco en el comienzo y desarrollo de la guerra civil, da a esta elección un sentido más trágico. En “Cuidado que viene el Tercio” caracteriza a la Legión como a una banda de fascistas asesinos, enemigos del pueblo y de la Humanidad. Dice: “La Legión ha entrado a España. / Hombre, cuida a tu mujer, / obrero, guarda tu casa. / Mira que vienen los lobos / con el desierto en el alma” (26). La Legión no solamente resulta enemiga mortal de los obreros sino también de los pequeño-burgueses y hasta de las prostitutas: “Cierra, pequeño burgués / tu tienda de renta flaca. / Guarda tu novia, muchacho, / de la hez condecorada. / Prostituta, ten cuidado / que no te invadan la casa / los rufianes de la arena / que pegan, pero no pagan. / La Legión ha entrado a España” (27). Además de estos romances heroicos, Raúl escribe largos poemas descriptivos, como “El tren blindado de Mieres”. Esta es poesía pensada en función de un público amplio, donde el periodista pone su experiencia al servicio de la literatura. Es su manera de unir poesía y militancia política. Dice: “Hablemos de un hecho favorable al proceso de la perfección. / La poesía, ese equilibrio entre el recuerdo y la predicación, / entre la realidad y la fábula, / debe fijar los grandes hecho favorables. / Hablemos de un hecho histórico favorable, feliz, a pesar del fracaso y de la muerte” (29). Su interpretación política marxista lo lleva a ver la insurrección, violentamente reprimida, como un paso positivo. Ese pueblo debe sacar lecciones de la lucha. El poema está dirigido a todo el pueblo de Mieres, con quien conversa. Dice: Tú, oh Mieres, en el corazón de la cuenca fantástica, / […] Nosotros sabemos cómo se formaron los primeros grupos. / No fue el asalto a las panaderías, no fue el hambre precisamente, / fue la conciencia de clase, el deber de tomar el poder, / la necesidad de expropiar a los expropiadores, / el dínamo que empujó la furiosa máquina. / Es por eso que el hecho histórico favorable de Asturias / –un Octubre florecido antes de tiempo, quizá pero memorable– / será el puente de sangre hacia la revolución definitiva / de obreros, soldados, campesinos y marineros. (29)
En su lectura de los hechos, el levantamiento fracasó porque el momento no estaba aún maduro para la revolución, pero el deseo de los 399
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obreros era tomar el poder y expropiar a los capitalistas. El motivo, explica, no fue satisfacer una necesidad inmediata, como el hambre: los impulsó la conciencia de clase proletaria. En este poema, González Tuñón enseña y explica a los lectores, toma el evento para dar una lección revolucionaria. Si pensamos que éste es el mismo poeta que hacía algunos años, en 1930, había publicado los poemas bohemios y surrealistas de La calle del agujero en la media, y muy poco antes, en 1934, Todos bailan, poemas de Juancito Caminador (ese personaje y alter ego juguetón, viajero, enamoradizo que crea, quizá como un compromiso para no traicionar su modo de vivir la poesía, para no abandonar la libertad poética vanguardista), podemos ver cómo ahora el poeta se asume desde otra perspectiva: como militante de un hecho histórico revolucionario. Este es el nuevo poeta que quiere ser, resultado de una elección moral e ideológica. González Tuñón cree en la revolución proletaria, es un comunista convencido que asume su misión dentro del papel que le asigna el Partido, como periodista, poeta e intelectual. A lo largo de su vida será fiel a esta militancia, y tomará su distancia con la poesía vanguardista, censurada por los líderes culturales del comunismo debido a su hermetismo y al exceso de figuras poéticas, que desviaban la atención del lector de los hechos históricos que debían comunicar los poetas al pueblo, para concienciarlo de sus deberes de clase. Buscará una síntesis, y el personaje del poeta Juancito Caminador le sirve como una coartada para salvaguardar su libertad expresiva sin traicionar sus principios políticos, en los que cree firmemente. En las crónicas, ensayos y discursos, publicados en 8 documentos de hoy, aparecido en 1936, encontramos a González Tuñón en su nuevo papel: el de intelectual. Los temas que toca dan una idea de su actitud polémica y militante: “Mensaje a los escritores españoles”, “Con España y contra el fascismo”, “El Congreso de los Pen Clubs”, “Los escritores en la pelea”, “Defensa de la cultura”, entre otros. En estos ensayos y discursos Tuñón habla como representante de los escritores argentinos que defienden a España y condenan el fascismo. En “Mensaje a los escritores españoles”, fechado en octubre de 1936, el poeta se dirige a la Alianza de Intelectuales Antifascistas de España, para denunciar desde Argentina a las autoridades de su país, que le impiden realizar actos públicos en defensa de España (González Tuñón, 1936: 10). Denuncia asimismo que el gobierno nacional conservador autoriza actos del Frente Nacional contra la República española. Ha comenzado la guerra civil en España y Tuñón advierte a los intelectuales españoles de que un grupo de intelectuales argentinos está con ellos, a pesar de que en su país el gobierno de derecha, militarista, católico y oligárquico, respalda al fascismo.
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Su análisis de la situación política y del campo intelectual es más detallado en “Con España y contra el Fascismo”. Aquí González Tuñón procura un máximo de claridad conceptual; dice: La insurrección fascista-monárquica-clerical, transformada en formidable guerra antifascista por las masas obreras unidas, el gobierno republicano y los intelectuales honrados, ha provocado en nuestro país la solidaridad para con los defensores de la dignidad humana de parte de las masas obreras y los partidos democráticos y también la adhesión –obstaculizada en sus expresiones por la policía y el complot de la prensa– de los intelectuales honrados. (14)
En su artículo, aparecido originalmente en el periódico republicano de Argentina Nueva España, en agosto de 1936, denuncia a los periódicos La Prensa, La Nación y La Razón, que “se han puesto al servicio del general Franco”, al que considera “agente de bloque fascista internacional” (14). La prensa, dice, ha iniciado una campaña “canallesca” contra el gobierno republicano español, mientras el gobierno argentino, que dice ser “neutral” ante la guerra, consiente la creación de organizaciones falangistas. El pueblo argentino, sin embargo, afirma el poeta, está con la República. Numerosos intelectuales argentinos, incluidos escritores liberales anticomunistas como Victoria Ocampo, hicieron declaraciones a favor de la República, mientras que los católicos, entre los que cita a Francisco Luis Bernárdez, miembro de Acción Católica, y a Leopoldo Marechal, al que caracteriza como “enemigo confeso de la democracia”, se adhirieron a la Junta de Burgos reaccionaria. Otros, como Capdevilla y Baldomero Fernández Moreno, se negaron a firmar el manifiesto de adhesión a la República. La guerra civil española ha polarizado a la sociedad argentina. González Tuñón denuncia también a intelectuales argentinos de derecha, como Quesada, Doll, Guglielmini y Cancela, que dicen preocuparse por el patrimonio histórico en los lugares en que se lucha, y guardan silencio ante los ataques que las tropas y la aviación mercenaria realizan contra el pueblo. El poeta termina el artículo llamando a los lectores a defender la República frente a la “barbarie fascista” y a oponer el Frente Popular Internacional contra el fascismo internacional (23). Tuñón polemiza con los escritores liberales que rehúsan politizarse. Muchos de ellos se refugian en el Pen Club. Señala que, a diferencia del Congreso de la Asociación Internacional de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, progresista y militante, celebrado en Francia, en que los delegados “atacaron al fascismo, defendieron al escritor y a la libertad de expresión”, el congreso internacional del Pen de 1936, celebrado en Buenos Aires (en un país como Argentina, que sufría en su concepto dos dictaduras: la de la Sección Especial de Policía y la de la Acción Católica), se mostró políticamente polarizado (35-36). En el congreso del Pen participaron intelectuales como Carlos Ibarguren y el italiano Marinetti, 401
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que dieron a sus intervenciones un contenido ideológico netamente fascista, generando polémica. Conceptualmente se había abusado de las palabras “libertad, democracia y espíritu”, vaciándolas de contenido. Tuñón señala que lo que era libertad y democracia para los burgueses no lo era para los trabajadores, y que los españoles del Tercio, que se levantaron contra la República española, también decían que lo hacían en nombre del espíritu. El congreso del Pen finalmente se había inclinado contra el fascismo. Los fascistas eran los menos, pero su presencia mostraba que el mundo pequeño-burgués de los escritores estaba fragmentado, porque muchos querían mantener a la literatura más allá del hecho social, mientras Tuñón y otros creían que nadie en ese momento podía escapar a la “política”. Muchos delegados defendían la idea del arte puro, y Tuñón pensaba que no había quedado lo suficientemente claro en el congreso del Pen “que el escritor no escribió nunca ni escribe para una elite determinada sino para el pueblo, entendiendo por pueblo la parte vital de la masa que es capaz de recoger la herencia cultural y defenderla, y también para la otra parte de la masa que si no comprende ahora a los artistas será elevada a ellos por la revolución que le imponga otros sistemas de vida, más a tono con la condición humana” (39). Le exige al escritor contemporáneo que tome una actitud concreta frente a los conflictivos y peligrosos acontecimientos internacionales. Ya en esos momentos, en 1936, en Italia y en Alemania había triunfado el fascismo, y muchos artistas, como Ungaretti, Puccini y Marinetti lo apoyaban. Una parte de la burguesía en Europa y Argentina también se había fascistizado. Muchos escritores progresistas y comunistas habían emigrado, particularmente de Alemania, o habían sido expulsados por el gobierno, como el caso de los hermanos Mann y Bertold Brecht (40). Frente a esta situación, explica Tuñón, las izquierdas tenían un programa de defensa: “acabar con la desigualdad económica e imponer la libertad sin trabas” (41). Aquel congreso del Pen Club de 1936 les había permitido descubrir a los escritores “emboscados”, que eran los que defendían el arte puro y la no injerencia en la discusión política (42). Los emboscados hablaban siempre de su “angustia”, mientras trataban de mantener sus privilegios pequeño-burgueses dentro del sistema. Cree Tuñón que, dentro de esta situación, los que se mostraron más dignos entre los escritores argentinos fueron Victoria Ocampo y Eduardo Mallea, a los que insta a seguir trabajando dentro del Pen Club para atacar a los escritores fascistas y reaccionarios. Raúl aclara que él habla como comunista y urge a los escritores a formar el frente intelectual, e informa de que muchos escritores demócratas, liberales y católicos, como Bergamín y Maritain, ya han firmado manifiestos contra el fascismo (44). El objetivo principal de Tuñón es demostrar que no se puede separar el arte de la política, particularmente 402
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en esa hora en que los hechos históricos exigían del artista una definición. Debían unirse a los proyectos liderados por los partidos políticos progresistas y revolucionarios, y formar un frente común para defenderse de la agresión fascista, identificada como el enemigo principal, que amenazaba tanto a las democracias liberales como al comunismo. Tuñón presenta una batalla intelectual contra el ala derecha del Pen Club. Luego de asistir, en 1935, al congreso de la Asociación Internacional de Intelectuales en Defensa de la Cultura celebrado en París, ayuda a crear una sección local en Argentina, la AIAPE (Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores), para luchar contra los escritores de derecha. Explica que su posición es clasista, y que se adhiere a la clase trabajadora porque, considera, es “la que está llamada a suceder como clase dirigente y creadora a la clase trabajadora burguesa en descomposición” (51). La clase trabajadora es la única que le ofrece un lugar digno al intelectual, al que la sociedad burguesa desprecia. El Frente Intelectual denuncia la prohibición de determinados libros y revistas, y la persecución de intelectuales y escritores en Alemania, Italia, Polonia, Brasil, y otros países. Tuñón se comporta como un escritor e intelectual valiente y militante, no teme a las represalias, y busca el modo de ir a España, ya comenzada la guerra civil, arriesgando su seguridad personal. Una vez allí su militancia se intensificará, será amigo y colaborador de Neruda y se asociará a los poetas que defienden la causa republicana. Los otros dos libros que escribe sobre este tema son resultado de esta experiencia en el frente de guerra, particularmente en Madrid: las crónicas poéticas de Las puertas del fuego (Documentos de la guerra en España), de 1938, y el libro de poemas La muerte en Madrid, de 1939. La muerte en Madrid es un libro escrito como respuesta a los acontecimientos bélicos, para tratar de mantener vivo el espíritu de lucha de los españoles, a pesar de la derrota que están sufriendo los republicanos. Dice en su dedicatoria: “Caído Madrid, traicionados miserablemente los comunistas, sus verdaderos defensores, este libro sigue teniendo para su autor un valor permanente. La resistencia heroica de Madrid será el hecho inolvidable de la guerra española y los leones de la Cibeles verán, sin duda muy pronto, el alba de la revancha” (González Tuñón, 1939: 8). Todo el libro mantiene ese espíritu utópico que señala Sarlo en Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, en que destaca que los escritores consideran la guerra civil española como una “derrota victoriosa” (Sarlo: 132). Este sentimiento informa este poemario y le da un sentido trágico. Su tono es repetitivo y algo grandilocuente: el hecho poético se propone elevar la autoestima de los españoles y los combatientes, cuando afirma que esa guerra continuará y con el tiempo las fuerzas populares saldrán vencedoras. Canta con insistencia los hechos de valor y él mismo se autoafirma como poeta y representante de Améri403
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ca en España. En su poema “Madrid” leemos: “Lágrima abierta, corazón adentro, / estoy al fin bajo tus arcos mártires. / ¡Descúbreme otra vez! Yo soy América.”, y “Capital del coraje, capitana, / sin secretos, desnuda, sin orgullo, / te apareces ahora con un viento / de pólvora final y nuevo mundo” (González Tuñón, 1939: 13-14). Madrid aparece personificado, es una ciudad heroica que se defiende y sufre. Escribe Tuñón: “Vieja ciudad que muere porque vive, / nueva ciudad que vive porque muere, / ciudad que por la muerte da vida / inaugura la vida de la muerte” (15). Si bien éste es un libro sincero y sentido, y es real su duelo ante la caída de Madrid, González Tuñón encuentra un modo mucho más persuasivo para expresarse en los poemas en prosa de Las puertas del fuego. Mientras en La muerte en Madrid se refiere a los hechos históricos de manera general y simbólica, en Las puertas del fuego recurre a la crónica, y como cronista y poeta descubre su propia voz para escribir un libro de gran nivel estético, que ha sido muy poco reconocido y estudiado aún. En este libro crea alegorías para iluminar la poesía y la historia española, presenta personajes populares y los trae a la vida, y destaca el impacto del paisaje español en su gente. “7 de noviembre” es una fantasmagoría en que anima a poetas españoles de distintas épocas, incluidos Quevedo, Fray Luis, Gracián, Lope de Vega y Góngora. Intervienen luego García Lorca y Cervantes. Entra Don Quijote, y con él todos los poetas se incorporan y, juntos, se ponen a observar la ciudad de Madrid en lucha contra “los agentes del extranjero, los generales traidores y la tropa mercenaria” (González Tuñón, 1938: 19). Don Quijote alza su lanza y los guía en la defensa, hasta que con su ayuda “los bravos del pueblo” logran detener “la avalancha” de los enemigos. Luego de esta ayuda providencial al pueblo, el espíritu de sus poetas, satisfecho, se retira, y vuelven “a su mundo de perfecta sombra” (20). La fantasmagoría es convincente y emociona al lector. En otro poema habla de los ríos de España y enumera sus regiones de bellos nombres, todas las cuales tienen ríos. El poeta-soldado marcha por el campo de España y ve el cauce de un río seco, “sin agua, sin peces, sin sauces llorones, sin narcisos, sin lavanderas, sin botes, sin ahogados, sin recreos, casi sin nombre” y, de pronto, su compañero de viaje, un brigadista, le llama la atención: se aproxima un torrente que amenaza arrastrarlos. Se ponen a salvo y lo contemplan: es un torrente rojo, el río de la sangre. Luego, como por milagro la sangre se licua y se vuelve transparente: se hace agua. “Con la madrugada salió el sol –dice. Era el primer día de España, el último de la creación” (33). Había presenciado simultáneamente el génesis de España y su destrucción. En “Teoría de la guerra” afirma el poeta que la guerra no es únicamente matar o morir, porque “cuando hay guerra todo está en guerra” (37). En la guerra no sólo hay muerte: los niños juegan y los soldados aman. En su descripción, la guerra es un acontecimiento enteramente 404
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humano. En medio de la guerra la gente se esfuerza por vivir. Dice que en la ciudad de Madrid ya “no hay mendigos. Tampoco hay horchateros ahora que es primavera… Hay el amor en las calles, sin sobresaltos, lo que también es muy de la guerra. El amor, un equilibrio entre la guerra y la muerte” (38). Mientras en La muerte en Madrid predomina el himno y la elegía trágica, en este otro libro la nota principal es la ternura de cada situación humana: el hombre contagia todo con su humanidad. Aun cuando destruye o mata, siempre hay en él una esperanza redentora. Tuñón encuentra en la ciudad acechada mucha dignidad, no sólo en los soldados que la defienden, sino también en sus habitantes: sus mujeres, sus chiquillos: “Hay algo de enamorado en el aire, en el estruendo!”, dice (38). Muchos de los poemas son soliloquios del hombre sensible ante una situación extrema pero heroica. Su tono es confesional, el poeta siente gratitud por poder vivir y testimoniar esa guerra que, si se gana, puede cambiar el destino de la Humanidad. Así, en “De la muerte en Madrid” dice: “No conozco a la muerte. Nunca he visto su cara sin ojos, sin orejas, sin boca, sin remedio. He oído, sí, sus pasos de plomo derretido… No me quejo. Estoy cercado de temores y de soledad. Cercado. Una primavera de pájaro y metralla está creciendo y yo, acostado cerca de la muerte, pienso que ella es tan viva ahora, y fundamental, tan decisiva. ¡Tan revolucionaria!” (49). Sin perder contacto con la situación histórica el libro se desliza por momentos hacia lo metafísico. Describe situaciones durante los ataques nocturnos que sufren, cuando pasan los obuses sobre sus cabezas, su experiencia en una trinchera en el frente, los momentos en que los soldados cantan y dicen poemas, la reacción de los niños ante los ataques aéreos, que viven como un juego, el coraje de las madres cuando pierden a sus hijos. Dentro de la trinchera cuenta lo que ve: “Estoy en una zona de guerra. Esto no es nada del otro mundo, pero estoy en una zona de guerra. Todo me parece verdaderamente misterioso, como el hecho de vivir” (60). En este libro el cronista de guerra experimentado que era Tuñón se encuentra con esa vena lírica y sentimental que ya había mostrado en otros libros, como La calle del agujero en la media y los poemas de Juancito Caminador. Logra sintetizar la imagen surrealista y la observación militante. En otra de las crónicas poéticas que conforman Las puertas del fuego, las ametralladoras fascistas tirotean el edificio de la Telefónica y mueren varias mujeres; el novio de una de ellas enloquece de dolor; mientras, dice el poeta, “murió un pajarito que cantaba en el tercer piso de la casa vecina, un guardavía que iba a ocultarse al Metro y un niño asomado a una ventana con un libro, y una mariposa” (65). El poeta testimonia simultáneamente la tragedia y el hecho poético, que es inextinguible. La enumeración vanguardista le permite comunicar al lector un profundo sentido lírico en medio de la pérdida. 405
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En la crónica “Cuando los soldados cantan” describe una escena en que están los campesinos trabajando en un campo que hacía pocas horas había sido escenario de lucha. Va él con un soldado poeta hasta la línea de avanzada. Allí se encuentra con lo que denomina “la parte vital de las masas”: obreros, campesinos, estudiantes. Los soldados leen en el frente el periódico comunista. A la noche se marchan del frente. Mientras salen, arriba un grupo de soldados canta “La Internacional” (72). Tuñón logra mostrar en sus descripciones los rasgos de cotidianeidad de una sociedad en pie de guerra. La guerra en este caso es un acto desesperado por defender lo que uno ama y ve amenazado. Estos soldados republicanos se humanizan al luchar por su patria. En medio de la lucha, Tuñón descubre ternura y belleza. En la crónica “Los camiones” cuenta como llegan los camiones al frente, transportando víveres y municiones. Escribe el poeta: “Nunca imaginé que el paso de un camión iba a estremecerme en una mezcla de angustia y de ternura. Los camiones son verdaderamente hermosos”. Estos camiones traen a los soldados medios para defender a su pueblo y sobrevivir. Dice: “Cuando un camión transporta víveres a Madrid puede ser de diversos colores. Se descubre fácilmente en toda su importancia las patatas, las cebollas, las bolsas de arroz, los botes de conservas, los tomates, las naranjas, ¡toda la tierra!” (86). La guerra y sus peligros parecen estimular su apreciación estética. Esos momentos magnifican sus observaciones vitales. El ser humano se siente justificado, sabe que está defendiendo algo que es más importante que su propia vida: un ideal social, el lugar de su grupo en la sociedad futura. Vista así la guerra, promete el progreso, encierra en germen las posibilidades de una gran revolución que ha de transformar la organización social para crear una sociedad más justa y equitativa. Este ideal de justicia aparece claramente en la crónica “Los campesinos”: allí describe el mundo de servidumbre en que éstos habitaban y cómo la guerra les trae la liberación. Dice: “Eran los más pobres. Los campesinos. Los servidores de los duques o de los grandes propietarios. Parecían engendrados por la piedra, por la tierra dura y parda, por un hermoso dios de silencio y de fuego” (89). Uno de ellos le comenta su historia de trabajo y lo que ocurría en esos momentos: “Hoy, España en guerra, invadida por los extranjeros aliados a los señores, nosotros seguimos trabajando. Ahora trabajamos para la guerra. Es decir, para nosotros, para nuestros hijos, para nuestros nietos, para el hombre, en fin, que es el dueño de la tierra que le da la vida y la muerte” (89-90). El campesino cree que en el futuro vivirá en una patria sin patrones, que el fruto de la tierra será repartido entre todos sus hijos, y siente un “estremecimiento gozoso”. Mientras Raúl trata de darle a la experiencia terrible de la guerra un sentido lírico, busca enseñar al lector sobre las luchas de un pueblo y elevar su conciencia de clase. El mensaje es claro: hay que defenderse y 406
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detener al fascismo; cruzarse de brazos es cometer suicidio; es fundamental luchar, cueste lo que cueste. El poeta en todo momento muestra su propio valor y dice no tener miedo ante los bombardeos, a pesar de que vive muchos momentos en que su vida peligra. Aquellos que aceptan morir en la guerra, defendiendo al pueblo, tienen una muerte hermosa y son recompensados con el cariño del pueblo, que los considera sus héroes. Dentro de estos mártires se encuentran extranjeros, mujeres y hombres, como la aviadora que “había venido a España, a la guerra y a la muerte, porque odiaba la guerra” y muere en combate (134), y el médico de una brigada, que no hablaba bien el español, y muere cumpliendo con su deber, para ser luego velado y homenajeado por el pueblo (142). Tuñón explica el propósito que lo anima en este libro en el poema titulado “Un día primero de mayo”. Allí evoca a todos los trabajadores héroes que a lo largo de la historia lucharon en los levantamientos populares: “¡Venid! las viejas sombras queridas. Los héroes de los primeros levantamientos populares. Aquellas desgarradas banderas… Los caídos en tantas jornadas… Los autores de los primeros himnos del pueblo… ¡Quiero un poema tan desmedido y tan fino como esta guerra!” (113). Hace una historia poética de las luchas populares, muestra cómo los trabajadores han logrado unirse y encontrar ideales comunes. La historia de la humanidad es una historia de conflictos y luchas, y su lógica los conduce hacia la liberación. Las fuerzas reaccionarias tendrán que retirarse o serán vencidas. La moral colectiva les muestra que luchar es bueno cuando se lucha por una causa común. Esta es una moral revolucionaria, una moral de clase. Están luchando y el futuro será de más lucha, porque están enfrentadas fuerzas irreconciliables. El autor concluye el libro hablando de su salida del frente y su regreso a París. En esos momentos se siente un poco vencido, porque se ha alejado de la zona de combate y se reconoce “simplemente escritor”, aunque sabe que algo muy íntimo, muy suyo e indescriptible, se ha quedado con esa gente que lucha. Escribe Tuñón: “Pero siento ahora que algo se me ha muerto, como un hijo, un sueño, no sé qué, no soy el mismo, el otro que fui, algo se ha ido, siento una voz ausente, una sonrisa, cualquier cosa que se me ha muerto demasiado pronto” (181). Su experiencia en la guerra se pareció al amor. Confiesa su amor a España y a su gente, y rescata todas las cosas que vivió junto a los artistas amigos y al pueblo. La experiencia de la guerra lo ha transformado profundamente. En “Regreso a América” leemos: “Si escribo sobre España es porque España es lo que más me impresiona en mi tiempo…” (187). Cita a muchos artistas comprometidos que estuvieron con España cuando los llamó la hora. Algunos tomaron las armas, como Malraux, jefe de Escuadrilla, y Siqueiros, jefe de Brigada, y otros lucharon desde su profesión, como Neruda, Picasso y él mismo.
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Cierra el libro con los discursos que pronunció como delegado en el Segundo Congreso Internacional de escritores, en su apertura, en Valencia, y en su clausura, en París, en julio de 1937. El primero lo titula “España en América” y el segundo “Los escritores y España”. En el primero de estos discursos Tuñón habla en representación de los escritores de su patria que vienen a apoyar a España en su lucha contra el fascismo internacional. Considera que todos los países de habla hispana constituyen un bloque. Felicita a México por su apoyo a la República y critica a Brasil, cuyo gobierno simpatiza con el fascismo. Cuando se anunció la caída de Madrid, el pueblo argentino se lamentó por el sufrimiento del pueblo español, y repudió al “traidor Marañón”, que fue “obligado a abandonar la tierra americana” (196). Saluda a Antonio Machado, por su coraje, y recuerda a Federico García Lorca, con el que había mantenido una buena amistad personal durante su viaje a Madrid en 1935. En “Los escritores y España” González Tuñón dice que varios poetas americanos, como él y Pablo Neruda, su amigo, presente en el congreso, habían vivido en España antes de la contienda civil y “nos consideramos españoles sin dejar de ser americanos” (199). Aclara que su apoyo a la causa de la República es incondicional. Mira con esperanza a Francia y a la Unión Soviética, en cuyo liderazgo confían él y sus colegas. Anuncia la creación de un comité de propaganda con sede en Valencia, vinculado al que ya existía en París, para encauzar la ayuda de los distintos países al gobierno de la República. Explica que manejar la pluma en esas circunstancias es como manejar un arma, y que el escritor no debe mojar su pluma en tinta, sino “en la sangre” (201). Si bien ellos son las “Brigadas de choque del pensamiento internacional”, lo que en esos momentos hace falta para vencer, dice, son víveres y armas, porque se está jugando “el destino del hombre” (202). Tuñón entiende que es fundamental detener al fascismo en España, ya que si no lo hacen peligra toda Europa, y la situación es tan grave que necesitan apoyar a la República no sólo con palabras, sino también con recursos materiales. Tuñón supo durante la guerra civil española asumir como poeta, periodista e intelectual el urgente llamado de su hora. Su actuación marca el mejor momento de su militancia política, en representación de los escritores de su patria. A fines de 1937 sale de España y viaja a Chile, donde, junto con Pablo Neruda, funda la Alianza de Intelectuales. En 1939 caería la República española. Poco después Hitler invade Checoslovaquia y Polonia y comienza la Segunda Guerra Mundial. El poeta decide radicarse en Chile, donde funda el diario comunista El Siglo y vivirá durante los próximos cinco años. Continúa intensamente su militancia política en los años de la Segunda Guerra. Publica en 1941 Canciones del Tercer Frente, y en 1943 Himno de pólvora (Orgambide: 167173). En 1943 muere Amparo Mom, su esposa, con quien había viajado por España, y poco después su hermano Enrique, en Argentina. El golpe 408
Raúl González Tuñón y la guerra civil española
militar de ese mismo año en su país cambiaría la situación de las izquierdas. Aparecida la figura carismática del coronel Perón, quien rápidamente forja un vínculo fortísimo con la clase trabajadora, el Partido Comunista pierde influencia. Perón, respaldado por el Partido Laborista, lidera en las elecciones presidenciales de 1946, que gana gracias al voto mayoritario de la población. El Partido Comunista decide apoyar a las fuerzas opositoras a Perón, a quien considera un oportunista filofascista (Mirkin: 75-76). A su regreso a Argentina en 1945, González Tuñón comienza una nueva vida y una nueva etapa poética (Orgambide: 187-192). Queda atrás la década de 1930, probablemente la etapa más prolífica y brillante de su vida y de su carrera literaria. Durante esa década descubrió una voz poética original en La calle del agujero en la media, creó el personaje de Juancito Caminador, y encontró para sí un importante papel como cronista e intelectual, que le permitió transformarse en un digno representante de los escritores de la izquierda argentina durante la guerra civil española. Sus libros, particularmente 8 documentos de hoy (1936) y Las puertas del fuego (1938), lo muestran como intelectual ágil, valiente y combativo, y como un poeta que creó un modo poético original en prosa, al que podríamos denominar “crónica poética”, para expresar el heroísmo del pueblo español en la guerra, en un lenguaje de imágenes que lo exalta y lo honra en su coraje y su humanidad.
Bibliografía Acha, Omar, “Comunismo (1933-1945)”, en Rodolfo Puiggrós en la encrucijada argentina del siglo XX (Buenos Aires: Eudeba, 2006), p. 37-91. Adamovsky, Ezequiel, Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión 1919-2003 (Buenos Aires: Planeta, 2009). Amilibia, Miguel, La guerra civil española (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1971). Cella, Susana, Por Tuñón (Buenos Aires: Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini/Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 2006). Edelman, Fanny, “Recuerdo de Tuñón y los años de la Guerra Civil Española”, en Susana Cella (ed.), Por Tuñón (Buenos Aires: Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini/Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 2006), p. 147-150. Freidemberg, Daniel, “El corazón alborotado del mundo”, en Susana Cella (ed.), Por Tuñón (Buenos Aires: Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini/ Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 2006), p. 41-55. Goldar, Ernesto, Los argentinos y la Guerra Civil Española (Buenos Aires: Plus Ultra, 1996). González Tuñón, Raúl, 8 documentos de hoy (Buenos Aires: Federación Gráfica Bonaerense, 1936).
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Escritores hispanoamericanos en España
–, La rosa blindada. Homenaje a la insurrección de Asturias y otros poemas revolucionarios (Buenos Aires: Horizonte, 1962) (2da. ed., respeta la primera de 1936). –, Las puertas del fuego (Documentos de la guerra en España) (Santiago de Chile: Ercilla, 1938). –, La muerte en Madrid (Buenos Aires: Feria, 1939). –, La luna con gatillo, 2 vols. (Buenos Aires: Cartago, 1957). Jacobs, Gabriel, “Una imagen de unidad francesa: el congreso internacional de escritores y la ‘guerra justa’”, en Derek Gagen y David George (eds.), La guerra civil española. Arte y violencia (Murcia: Universidad de Murcia, 1990), p. 125-144. Mirkin, Zulema, Raúl González Tuñón. Cronista, rebelde y mago (Buenos Aires: Instituto Literario y Cultural Hispánico, 1991). Orgambide, Pedro, El hombre de la rosa blindada. Vida y poesía de Raúl González Tuñón (Rosario: Ameghino, 1998). Pérez, Alberto Julián, Revolución poética y modernidad periférica (Buenos Aires: Corregidor, 2009). Salas, Horacio, Conversaciones con Raúl González Tuñón (Buenos Aires: La Bastilla, 1975). Sarlo, Beatriz, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (Buenos Aires: Nueva Visión, 1988). Schiavo, Leda, “Raúl González Tuñón, caminador de España en guerra”, en Celina Manzoni (ed.), Historia crítica de la Literatura Argentina. vol. VII: Rupturas (Buenos Aires: Emecé, 2009), p. 437-454. Vilar, Pierre, La guerra civil española, trad. de José Gázquez (Barcelona: Crítica, 1986).
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TERCERA PARTE URUGUAY Y PARAGUAY
COORDINADOR: FERNANDO AÍNSA
Viajes de ida y vuelta entre Uruguay y España Un diálogo de amistad y solidaridad jamás interrumpido Fernando AÍNSA UNESCO
Las relaciones entre los escritores e intelectuales de Uruguay y España se han basado tradicionalmente en encuentros, viajes, crónicas y críticas, un vasto epistolario, amistad y solidaridad, más que en acuerdos bilaterales oficiales entre gobiernos o instituciones. El período 19141939 no es una excepción, aunque pueden señalarse tres momentos en que esos intercambios se intensifican: el 900 uruguayo y su Generación emblemática (entre otros, José Enrique Rodó, Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Florencio Sánchez) de la que se prolongan sus ecos en décadas posteriores, los años 1920 y 1930 con el auge de las vanguardias y –en tercer lugar– el momento del estallido de la guerra civil española con sus vastas repercusiones americanas. En los tres pueden encontrarse similitudes entre los dos países, incluso en el surgimiento de la amenaza totalitaria que en Uruguay tiene, a partir de 1933, en la dictadura de Terra un triste precedente de lo que sucederá más dramáticamente en España en 1939. A ellos nos referiremos en las páginas siguientes.
Los ecos del 900 uruguayo En 1914 se viven todavía los ecos de la proyección internacional de la Generación del 900 en la crítica peninsular: Juan Valera en sus Cartas americanas, Marcelino Ménendez y Pelayo en su Antología e Historia de la poesía hispanoamericana, Clarín, Rafael Altamira y Unamuno en sus críticas y correspondencia con autores uruguayos. En ese momento, Hispanoamérica en general y Uruguay en particular, se había reencontrado con España. El fin del imperio colonial en 1898 propició el resurgir de un renovado hispanismo gracias a las expresiones conciliatorias del Modernismo, abierto a un enfoque europeísta, cosmopolita y a las diferentes sensibilidades del Nuevo Mundo. América se descubre como dueña de un destino común que Juan María Gutiérrez convirtió en manifiesto por la unidad intelectual y moral hispanoameri413
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cana y Rubén Darío en exaltada desiderata: “Si las naciones americanas de habla española se conociesen, se estimasen, se relacionasen y uniesen más entre si…”. La intervención de Estados Unidos en el Caribe que llevó a la derrota de España, inaugura un sentimiento anti-noteamericano que la publicación en 1900 del Ariel de Rodó ejemplifica en el umbral del siglo. Se trata de combatir la “nordomania” y la nivelación mesocrática del “mercantilismo fenicio” de los Estados Unidos. La antinomia Ariel y Calibán que recogen otros ensayistas funda una conciencia antiimperialista que recorrerá el siglo XX y permitirá el afianzamiento de lo que se llamará con orgullo “identidad latinoamericana” donde España retoma un espacio que había perdido tras la independencia.
El final prematuro de la Generación del 900 Esta relación, que resulta fundamental en el caso de Rodó, se interrumpe por el final prematuro de la Generación del 900, ya que la mayoría de sus integrantes mueren siendo jóvenes. En efecto, en l917 fallecen Ernesto Herrera, con 28 años de edad, y el propio Rodó, envejecido y enfermo, con 47, despoblando un paisaje creador ya empobrecido con la desaparición en 1910 del dramaturgo Florencio Sánchez y el poeta Julio Herrera y Reissig cuando apenas tiene 35. No puede olvidarse a la poeta Delmira Agustini, asesinada en 1914 a sus 28 años. En 1917, sólo sobreviven Javier de Viana, Carlos Reyles cuya relación con España será significativa en la década siguiente –tal como se analiza en dos de los capítulos de esta sección consagrada a Uruguay– y el joven Horacio Quiroga, el único capaz de cabalgar las dos épocas –el 900 y “los años veinte”– gracias a la rápida reconversión del modernismo de Los arrecifes de coral (1901), al realismo de raíz americana y depurado estilo con que se consagra en su madurez como cuentista. Una primera caracterización de la “Generación del 17”, bajo cuyo palio desembarcan las vanguardias y se renuevan los contactos con España, parte de ese vacío intelectual dejado por los grandes del 900. Nuevos nombres y tendencias van ocupando paulatinamente una escena literaria donde la revista Alfar (La Coruña, 1921-1928; Montevideo 1929-1954) desempeña un papel fundamental en el intercambio entre la poesía española y la del resto de Hispanoamérica. Julio J. Casal, nombrado cónsul en La Coruña en 1913 a sus veinticuatro años, tras colaborar en la revista Vida, funda la Revista de Casa de América-Galicia que transforma en su número 34 en Alfar, surgida “en un juego de peligrosa poesía”. Como recapituló con su florida retórica en ocasión del 25º aniversario de la revista celebrado en Montevideo, en sus páginas colaboraron “las abejas laboriosas de los consagrados: miel de Antonio Machado, de Miguel de Unamuno, de Gabriel Miró” y 414
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la “esperanza de los nuevos” que fueron llegando, muchos de los cuales formarían parte de la generación del 27: Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, los amigos granadinos García Lorca y Moreno Villa y el recién llegado José Bergamín. También colaboraron Juan Larrea, León Felipe, y, sobre todo, Juan Ramón Jiménez. Con todos ellos, Casal mantuvo una intensa correspondencia1.
Una vanguardia sin estridencias Ante el vacío dejado por el 900 uruguayo, se considera que la generación de 1917 “surge y no irrumpe, porque no hay violencia de eclosión, desgarramiento ni sacudidas”. Es, en principio, una generación sin rebeliones profundas, sin inconformismos radicales ni negaciones abruptas del pasado, porque a sus integrantes parece faltarles “la estridencia propia de las renovaciones raigales de las grandes propuestas transformadoras” (Martínez Moreno, 1969: 123). El país vive en ese momento al margen de la tónica general de insolencia en las artes y del desafío de la literatura entendida como “una revolución permanente”, al modo como lo hacían en plena efervescencia los ismos vanguardistas de la post-guerra europea y sus originales creaciones americanas. Lejos del Manifesto non serviam de Vicente Huidobro, fundador del Creacionismo en Chile o del movimiento interdisciplinario “comprimido” del Estridentismo en México2, nadie proclamaba en Montevideo como lo hacía Jorge Luis Borges en la Argentina en nombre del Ultraísmo: “Nosotros queremos descubrir la vida, queremos ver con ojos nuevos”. La intelectualidad oriental se mantuvo ajena a las polémicas, manifiestos y acusaciones sobre el papel de España y del hispanismo que proliferaron en otros países americanos, como fuera el caso en Colombia entre Juan Valera y Rufino José Cuervo sobre la influencia de España y las diferencias de la lengua española entre los países americanos, aunque reacciona ante la polémica con la Generación del 27 sobre el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” que, según La Gaceta Literaria pasaría por Madrid. Alberto Zum Felde denuncia que detrás de esa pretensión hay una operación embozada de “reconquista colonial” para devolver a Madrid “la categoría de Metrópoli del mundo de habla hispana” 1
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Ver el capítulo de Jorge Olivera, “La figura de Julio J.Casal a través de su epistolario” donde el autor proyecta al fundador de la revista Alfar como “un articulador cultural de espacios, sentidos y personas” entre América y España, a través del material epistolar que ha consultado. Manuel Maples Arce publica el 31 de diciembre de 1921 en la ciudad de México y en forma de hoja volante el primer manifiesto estridentista. Le llama “Actual no 1” con el subtítulo “Hoja de Vanguardia. Comprimido Estridentista de Manuel Maples Arce.”
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(Alemany: 75). Otra publicación uruguaya, Cruz del Sur, aclara que ni por Madrid, ni por Buenos Aires debe pasar el meridiano, como pretende el poeta uruguayo Ildefonso Pereda Valdés en las columnas de Martín Fierro (Alemany: 77). Es interesante anotar que, pese a su reacción frente a la polémica, Zum Felde buscó siempre el equilibro entre experimentación vanguardista y vida real a la que debía aspirar la nueva literatura. En la revista La Pluma (1927-1931) que funda en 1927 y en cuyo primer número publica su artículo “El meridiano intelectual de América”, reclama el verismo en la poesía, para alejarla de las “torres de marfil” y se propone “unir el arte a las realidades de la vida contemporánea”. La revista sostiene “el principio de la autonomía intelectual de América” y, aunque pretende que todo esfuerzo cultural debe buscar el desenvolvimiento del individuo, entiende que la formación de su personalidad ha de operarse en un proceso de asimilación y renovación de los elementos de la cultura occidental. El Uruguay no debe estar aislado –sostiene su Programa– ya que “nuestra cultura requiere la inmigración intelectual, como nuestro territorio la inmigración étnica. Estar atentos al movimiento intelectual del mundo es, pues, una necesidad y un deber que nuestra revista se propone cumplir celosamente” (Zum Felde: 1). Un programa que sin proponérselo practican los escritores en la red de colaboraciones, críticas y comentarios establecidos con España. Esta red es esencialmente amistosa y dialogante y se forja a partir de contactos individuales, complicidades, viajes y estadías en la península, muchas veces objeto de pintorescas crónicas3, pero sobre todo a través de una intensa correspondencia, cuyo estudio depara interesantes conclusiones, como se desprende de los capítulos consagrados en este volumen a Julio J. Casal, Fernando Pereda4 y a la figura de José Mora Guarnido, 3
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Juan Zorrilla de San Martín inauguró una tradición de viajeros uruguayos en España. En Resonancias del camino (1930) reúne las impresiones de su viaje en ocasión de la celebración del IV Centenario del descubrimiento de América. En “Barcelona, 1893” comprueba: “¡Qué diferencia de carácter entre las distintas regiones de España! Está más lejos Sevilla de Barcelona que Méjico de Buenos Aires. Y sin embargo, existe indudablemente una gran patria española; la variedad precisamente es lo que constituye el vigor de su unidad”. Esta crónica y la de otros uruguayos –Gustavo Gallinal (Santiago de Compostela, 1913), Rodó, Ángel Aller, Eduardo J.Couture y Carlos Rama– se incluyen en Núñez, 1985. Wilfredo Penco en “Fernando Pereda en España. El viaje imaginario” (incluido en este volumen) retraza el itinerario del primer viaje del poeta a España (1924-1926) a través de un diario de viaje en el que dio testimonio con anotaciones que oscilan entre apretados apuntes (casi en ayuda de memoria) y síntesis, algo desarrollada, de observaciones sagaces y sabrosas. Esos años fueron base fundamental de una relación consecuente con España y su literatura, confirmada por largos regresos (en 1950 y 1975) y por diversos vínculos personales (Federico y Francisco García Lorca, Ramón Gómez de la Serna, José Mora Guarnido, Rafael Alberti, Guillermo de Torre, entre
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un auténtico “intelectual entre dos mundos” que se recupera en este volumen5.
“Como el Uruguay no hay” Por otra parte, en esos años y hasta 1933, Uruguay vive bajo los esplendores del positivismo racionalista secularizante, inaugurado a principios del siglo XX con el proceso de “modernización” de José Batlle y Ordoñez. Más allá de pertenencias políticas o clases sociales todos se sienten orgullosos: “Como el Uruguay no hay”6, se repite en forma satisfecha marcando diferencias con los países del entorno y, para encontrar un paralelo, se acuña la equívoca fórmula de “Uruguay, Suiza de América”. En este período y con fundadas razones, el país se reconoce en una convencida y real expresión democrática y republicana y en un estado benefactor omnipresente de cometidos múltiples y legislación social generosa. Los uruguayos tienen más de un motivo para sentirse optimistas respecto del país en que vivían y “miraban orgullosos el pasado más inmediato por la tarea realizada” –sostiene Benjamín Nahum, para añadir: “Lo alcanzado no tuvo parangón en América Latina” (1998: 9). El país vive en la ilusión de “estar a salvo”, supuestamente preservado por lo que son sus logros y diferencias: “sabias instituciones, una fuerte clase media, una población más homogénea que la de cualquier otro estado de América, una doctrina política de poder de la que se esperaba que siguiesen manando las oportunas soluciones” (Martínez Moreno, 1994: 171). El Uruguay es “una ínsula con fronteras terrestres” –metaforiza Carlos Martínez Moreno–, un país distinto que hasta la “apoteosis civilista del Centenario” celebrado en 1930 respira satisfecho y se cree auténticamente diferente de sus vecinos americanos, a salvo de los problemas que los demás afrontan. Sobre estos tópicos se edifica un imaginario social e institucional que le sirve de seña de identidad. La dimensión territorial reducida del país, entre Argentina y Brasil, se transforma en ventaja y el lema “La nación más poderosa será siempre la más civilizada” se aprende en los manuales escolares sobre las virtudes de la democracia, textos que exaltan un país que gracias a su cultura “está llamado a grandes destinos”.
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otros) y amistades consolidadas entre las que se destaca la que mantuvo con José Bergamín (de la que se conserva una muy representativa correspondencia). Ver en este volumen, Eleonora Basso, Carlos Demasi, Norah Giraldi Dei Cas y Fatiha Idmhand, “Trayectoria de José Mora Guarnido. Espejo de un intelectual entre España y América (1923-1939)”. Es interesante observar como esta afirmación, repetida hasta hoy en día, se ha ido vaciando del contenido positivo inicial para tener en la actualidad un sentido irónico, sino negativo.
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El batllismo en el poder garantiza el éxito político y social del estado paternalista y su contenido social atenúa muchos de los conflictos que enfrentan y desgarran a buena parte de los países del continente y permite, a través de un vasto aparato estatal y burocrático, una integración de los intelectuales en el proceso político, como ya había experimentado en buena parte la generación del 900. El estado instituye premios y “remuneraciones literarias”, donde hasta los poetas pueden ser funcionarios públicos, sea dicho esto sin ironía. El sistema propicia la incorporación de artistas y escritores a la vida civil, la enseñanza, la burocracia o la diplomacia. En efecto, Álvaro Armando Vasseur, autor del primer manifiesto socialista uruguayo y de una polémica diatriba contra Marinetti, pasó a ser –como muchos intelectuales del período– periodista del diario fundado por José Batlle y Ordoñez, El Día, y más tarde cónsul en San Sebastián. El propio Roberto de las Carreras, “paladín de la inmoralidad sexual”, como lo llamara afectuosamente Alberto Zum Felde, fue nombrado cónsul del Uruguay en Curitiba (Brasil); el poeta Ángel Falco, autor de los famosos Cantos rojos (1907) de énfasis anarquista, terminó siendo cónsul, como lo serían, una generación más tarde, el poeta Julio J. Casal en La Coruña y el narrador Adolfo Montiel Ballesteros en Florencia. El crítico Alberto Zum Felde, joven provocador del 900, también se reconoció en el batllismo y escribió regularmente en El Día; José Pedro Bellán fue diputado en el parlamento por ese mismo partido, como lo había sido José Enrique Rodó hasta la polémica ruptura que lo llevó a autoexiliarse en 1916, después de haberlo intentado en 1905 como se detalla más adelante. Puede anotarse asimismo la convergencia hacia el partido gobernante de los poetas Enrique Casaravilla Lemos, Vicente Basso Maglio, Carlos Sabat Ercasty y los interesantes aportes del anarquismo reconvertido en las variantes progresistas del viejo Partido Colorado de Leoncio Lasso de la Vega y Domingo Arena, director de El Día, cuyo “humanitarismo casi religioso”, preside buena parte de la legislación social uruguaya, según ha recordado Carlos Real de Azúa. No fue ajena a esta redondeada representación optimista, ligeramente orgullosa, pero no por ello menos modesta, la satisfecha ejemplaridad con que se refleja el Uruguay en el contexto continental a través de la irradiación del Ariel de José Enrique Rodó. El espíritu del arielismo empapa buena parte de la cultura institucionalizada en los años 1920 y 1930 y en la medida que no siente la necesidad de cuestionar un sistema que parece cubrir y proteger con garantías sociales todo posible riesgo vital, propicia un despegue poético y filosófico de vocación etérea e intemporal, del que se evacua todo inconformismo o negación del pasado y donde no se perciben atisbos de estridencias propias de planteos raigales o revolucionarios.
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“Los escritores de modalidad ultrarrealista son raros en esta orilla”, escribe Alberto Zum Felde, el mismo que pocos años antes se había paseado desafiante del brazo de Roberto de las Carreras, luciendo ambos vistosos chalecos por la céntrica avenida montevideana l8 de julio. Tal vez por ello, Gustavo Gallinal juzga en 1925, que la vida intelectual del país considerada en su conjunto marca todavía un gran exceso de la “vaga y amena literatura” de que hablaba con sutil ironía Juan Valera.
Hay que olvidarse de París Sin embargo, en el período indicado sobrevive la polaridad no resuelta entre la gravitación e influencia intelectual que Francia ejerce sobre Uruguay y la que ofrecía España. París sigue siendo la meta; Francia es el modelo. De la triste experiencia de Horacio Quiroga en la “Ciudad luz” reflejada en el desencanto de Diario de viaje a París, no se tiene memoria. Cuando Juan Valera elogia el Ariel de Rodó, no deja de sentirse apesadumbrado por “el olvido de la antigua Madre Patria, de la casta y de la civilización de que procede la América que se empeña en llamar latina…” y añade: “sin culpar al señor Rodó, puedo yo lamentar la absoluta carencia de lo castizo y propio que en su disertación se nota” (Valera: 283 y 580). Por ello sostiene: “Yo creo que las letras hispanoamericanas ganarían muchísimo si acertaran a libertarse de la obsesión y sugestión casi única del pensamiento francés, para lo cual no está bien que los escritores se aíslen, sino que estudien con amor y constancia las ideas y los escritos, nacidos de la antigua metrópoli…” (146). Ante esas “fuentes extranjeras” que olvidan España, a las que juzga “perversas”, Valera se plantea la necesidad de naturalizar y aclimatar el discurso del “profesor Próspero”, saturado de citas extranjeras (sobre todo francesas) y donde el saber hispánico queda silenciado. Por ello se pregunta: “¿Con qué empacatados profetas y santos padres va el señor Rodó a fundar la nueva iglesia de la América latina?” (581). El autor de Cartas americanas es aún más radical cuando se refiere a las Academias de Carlos Reyles. El autor ha sucumbido en “forma premeditada” a una moda literaria “detestable y perversa”, poblando de “insufribles galicismos” El extraño. “Su extravío proviene de una a modo de enfermedad epidémica, que se nota en todas partes y muy singularmente entre los escritores hispano-americanos. Consiste la enfermedad en cierto candoroso y desaforado entusiasmo por la última moda de París en literatura” (99-100). En resumen, los uruguayos deberían “olvidarse de París”. Lo mismo había sucedido con Leopoldo Alas “Clarín”. Si para Rodó, Clarín, fue su primer y más importante guía, debió aceptar que este criticara su benevolencia hacia Rubén Darío por su estudio crítico de 1899 419
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a Prosas profanas. “Demasiado azul –dice de la Revista Nacional y reclama: “Menos sinsontes disfrazados de gorriones parisienses y más crítica seria” (Rodó y Alas: 96). Ese desacuerdo, sin embargo, no impidió que un año más tarde, antes de morir en 1901, Clarín diera su beneplácito a Ariel. En sus páginas percibe un espíritu de unión “con toda clase de lazos, entre españoles peninsulares y españoles americanos […] Creo en la futura unidad de la familia ibérica” (Alas: VII). Sobre la carencia de “españolidad”, Unamuno matiza las críticas al afirmar: “No veo el carácter común de la literatura hispanoamericana en cuanto diferente de la española” (1966: 909), ya que aún aquellos que hablan mal de España, como Sarmiento en la Argentina, lo hacen “muy bien”. La lengua común es el fundamento de la unidad; lo importante es que “la república de nuestras letras es una misma allende y aquende el Océano” (Unamuno, 1954: 864). Se lo dirá al autor de Ariel cuando le escribe: “No, amigo Rodó, lo que nos une, en realidad, no es mucho, es todo. Es todo”. Sin compartir el entusiasmo por el modernismo, Unamuno le reconoce a Rodó su condición de despertador de las conciencias de la juventud americana, como quería ser él mismo en España: “Para excitar a la juventud americana a que aspire a la vida más alta, más pura, más espiritual y aérea, ha escrito José Enrique Rodó su Ariel” (1966: 743). Este nuevo concepto de educación integral de la juventud sintoniza con el espíritu regeneracionista, noventayochista y, en particular, con los círculos de influencia krausista, como la Institución Libre Enseñanza. De ahí el intercambio epistolar con Francisco Giner de los Ríos que analiza Belén Castro en el capítulo consagrado a Rodó y España de este volumen7 y, finalmente, cuando Rodó siente la imperiosa necesidad de viajar a España.
El sueño del viaje a España El viaje a España es para Rodó una suerte de ansiada fuga de un medio dividido por la guerra civil de 1904, a la que se siente ajeno. Lo planea originalmente para 1905, cuando espera publicar en la península Motivos de Proteo, un “libro abierto sobre una perspectiva indefinida”. En carta dirigida a su confidente y amigo Juan Francisco Piquet, radicado en Barcelona, proyecta: Con este libro debajo del brazo [Motivos de Proteo] saldré de mi país – cuando pueda– para empezar una nueva etapa de mi vida; para iniciar una marcha de Judío Errante por las sendas del mundo, observando, escribiendo en las mesas de las posadas o en los vagones de los ferrocarriles, y lanzando así mi alma a los cuatro vientos, como esas pelusas de cardo que revolotean 7
Ver en este volumen Belén Castro, “José Enrique Rodó en “la España niña” (y dos conexiones anarquistas)”.
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en el aire, hasta disiparse en polvo y en nada. […] alma andariega como una moneda o como una hoja seca de otoño, sin más habitación que la alcoba del hotel o el camarote del barco, sin más muebles propios que la maleta de viaje, sin más domicilio constante que el mundo, sin más nostalgia que la de los tiempos en que había una “Atenas” viva en la tierra…” (Rodó: 1348)
Sin embargo, su meta –más allá de una gira promocional del libro por Madrid, Salamanca, Oviedo, Sevilla, Valencia y Barcelona, la tierra de sus abuelos, esa “semifrancesa Barcelona, atalaya de España”, según le escribe a Piquet– es París, donde proyecta radicarse. Este auto-exilio se ve frustrado por razones fundamentalmente económicas, lo que hunde a Rodó en una depresión y en el progresivo aislamiento en que vive en Montevideo, hasta que consigue concretar su partida en 1916, cuando obtiene la corresponsalía de la revista argentina Caras y Caretas y emprende el que será su primer y postrer viaje a Europa. Aunque había recomendado en Motivos de Proteo “los viajes como instrumento de renovación” y sentenciado que “reformarse es vivir. Viajar es reformarse,” porque “el juicio literario se depura, como la mente del viajero, con la experiencia de la inagotable variedad de las cosas”, Rodó se va, en realidad, empujado por un progresivo desencanto personal y por las tensiones políticas del Uruguay donde se siente personalmente derrotado. Contemplando el océano por el que navega el Amazon hacia Europa, Rodó puede decirse que, pese a todo, lleva así su prédica a la práctica y que viaja para reformarse. Se había visto a sí mismo, según confesara en una carta escrita años antes (septiembre de 1904) como “una personificación del movimiento continuo, alma volátil, que un día despertará al sol de los climas dulces y otro día amanecerá en las regiones del frío Septentrión”. Ahora se quiere proyectar como “un alma andariega” guiada por las voces que le indican que “vegetar no es para hombres que se estimen” y se repite a modo de justificación que “no quiero permanecer en este ambiente enervador.” El “ambiente enervador” es el Montevideo enfrascado en debates políticos y constitucionales, que descubre, no sin sorpresa, que Rodó, abandonando su carrera de hombre público y de Maestro de América, se va a Europa como corresponsal de una revista argentina. Los intentos por retenerlo en el país no surten efecto. Es demasiado tarde. Tras la “figura estatutaria, firme, serena en demasía” (Emilio Oribe), escudado en “el respeto que dondequiera lo rodeaba” (Alberto Zum Felde), estaba el escritor sensible que ha ido reduciendo su espacio vital y existencial en un país en el que se siente progresivamente marginado. Por ello decide emprender un largo viaje a la civilización de cuyas lecturas se ha nutrido hasta entonces. Rodó proyecta visitar Portugal, España, pasar un cierto tiempo en Italia, atravesar Suiza e instalarse en París y “consagrarse allí, de lleno, a su labor literaria”. 421
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Sin embargo, aunque España debía ser una tierra de paso hacia Francia, es en definitiva donde recibe los primeros ecos internacionales de su obra y donde se lo edita, lo que no deja de ser una paradoja del destino. Por otra parte, sus crónicas reunidas en El camino de Paros, publicadas postumamente, tienen agudas observaciones8. Con indudable perspicacia anota en sus artículos sobre “El nacionalismo catalán” cómo en Barcelona más que de regionalismo se habla de nacionalidad y la idea de que Cataluña es la patria, “la patria verdadera y gloriosa”, una fuerza que –tal como anticipa en forma premonitoria– “no es probable que acabe en el vacío”. Su espíritu siempre ecuánime recomienda a los “hombres de Cataluña” que equilibren el entusiasmo con “reflexiva abnegación”, amando la “patria chica”, dentro de la “grande”. Recomienda que “no hay que “alucinarse” con el destino de los estados pequeños, ni con el recuerdo de las repúblicas de Grecia e Italia, ya que “no en vano han pasado los siglos”. En su balance final sobre la escala española, Rodó se dice: “cuán cierto es que cada hora trae una enseñaza. Andando, andando, proveo mi cesta de observador”. El otro viajero uruguayo del período es Carlos Reyles (al que se consagran dos capítulos de este volumen), también influido inicialmente por el decadentismo francés y la convicción de que el éxito de un escritor pasa por París. Sin embargo, es España y, especialmente, Sevilla la que lo atraen, al punto de regresar en repetidas ocasiones, en cuyo barrio histórico pasa largas temporadas recogiendo datos para la novela El embrujo de Sevilla (1922) y donde participa activamente como Presidente de la comisión del Uruguay en la Exposición Hispanoamericana de Sevilla de 1929. En ese momento debe destacarse la presencia de otros intelectuales uruguayos como Carlos Rodríguez Pintos y Daniel Castellanos9. Con el éxito editorial de El embrujo de Sevilla, Reyles se inscribe en lo que se considera “la moda española” que practican el chileno Augusto D’Halmar con La pasión y muerte del cura Deusto (1920), también escenificada en Sevilla, y Enrique Larreta con La gloria de Don Ramiro (1908) y Zogoibi (1926). Sin embargo, lo importante es que Reyles se identifica abiertamente con la Generación del 98 y considera que España tiene todavía energías vitales capaces de salvar a Europa de la decadencia que la amenaza tras la Primera Guerra Mundial 1914-1918. La vitalidad de España le resulta más evidente cuando Carlos Reyles regresa a Montevideo en 1930 y se enfrenta a lo que considera la “tranquilidad suicida” del país. En nombre de una renovada “ilusión vital” con la que reactualiza el “materialismo energetista” enunciado en La muerte del cisne (1910) como reacción al idealismo de Ariel de Rodó, el 8 9
En Aínsa, 2002: 82-91, analizamos en detalle esta obra póstuma de Rodó. Ver Alvárez Márquez, Juan, “Carlos Reyles y los lazos culturales hispano– uruguayos” incluido en este volumen.
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rumboso autor de El embrujo de Sevilla potencia fuerzas elementales de la vida, poderes que encarna en una “voluntad de dominio”. Para ello “sincretiza” ideas de Sorel y Maurras con las de Nietzsche y Spengler, para culminar en una propuesta de “voluntad de conciencia”. “Ser es luchar” –repite–, formas de egoísmo pujante que el igualitario liberalismo político imperante en el Uruguay se niega a admitir como principio movilizador. Este y otros anuncios alarmantes no son escuchados en ese momento.
Las grietas en el muro Este panorama apacible donde “el Uruguay dormía la siesta de las clases medias, acunadas por la cigarra de la ideología batllista” –según ha sostenido con deliberada exageración Daniel Vidart– cambia radicalmente con la presidencia de Gabriel Terra a partir de 1930. Desde su elección, Terra instala en el país una atmósfera de creciente tensión desestabilizadora, alimentada por iniciativas, declaraciones y discursos que emanan del propio poder ejecutivo. Por una coincidencia que se revelaría significativa con el tiempo, el 20 de octubre de 1929 muere José Batlle y Ordóñez en el Hospital Italiano, dejando un difícil vacío sucesorio y, apenas nueve días después –el 29 de octubre, el famoso “viernes negro”–, la bolsa de Nueva York se desploma, abriendo un largo período de crisis económica mundial de intensas repercusiones sociales y políticas. Un acontecimiento nacional y otro internacional sacan al Uruguay de la satisfecha autocomplacencia en que estaba instalado para sumergirlo en un proceso de variadas interdependencias. Un país culturalmente abierto al mundo, que había vivido con orgulloso optimismo su excepcionalidad –“la excepción uruguaya”– en el contexto latinoamericano, descubre –no sin resistencias– que, más allá del consenso social adquirido gracias al nivelamiento armonizador del estado benefactor batllista, existían disfuncionalidades estructurales no resueltas, especialmente en el sector agrario, que el crack del 29 pone en evidencia. El proceso de toma de conciencia es lento y sólo con el golpe de estado de Gabriel Terra del 31 de marzo de 1933 y el suicidio de Baltasar Brum, ante una atónita masa ciudadana, se hace flagrante. En ese momento, se detiene la expansión y se anuncian los primeros signos de su involución y deterioro. El Uruguay, dechado de instituciones democráticas, debe hacer frente al destierro y la prisión, incluso la muerte, de sus dirigentes políticos. Ese mismo Uruguay estrena formas inéditas de censura y represión sindical, estudiantil y ciudadana; descubre la resistencia activa y pasiva e inaugura movilizaciones laborales que, poco a poco, se inscriben en el espacio de una confrontación ideológica con numerosos referentes internacionales. 423
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Una era de cuestionamientos de certezas adquiridas y de cambios en el imaginario social se inicia en 1933. El Uruguay que, según algunos, dormía la “siesta liberal”10, se despierta en forma abrupta y con mal sabor. El parlamentario Ricardo Paseyro, en la última sesión de la Asamblea General, recuerda cómo “veinticinco o treinta años de paz nos habían dado el derecho de ser, no sólo en el concierto de las naciones americanas, sino de las naciones del mundo, un país de excepción, en medio de esta terrible crisis que conmueve al mundo entero” (en Tronchon, y Vidal: 53). Si bien “afuera pasan cosas, muchas” –como anota Hugo Achugar– una parte de la creación literaria del período elige “la reclusión o el ensimismamiento y la concentración en otro tipo de discurso” (Achugar: 208-237). Un sector prolonga en los años 1930 la dicotomía de los años 1920 y su quehacer resulta más artístico que político. A partir de ese momento las vanguardias se van diluyendo y otras urgencias surgen en el horizonte. La lucha contra la dictadura de Terra y luego la guerra civil española intensamente vivida en Uruguay, clausuran la modesta fiesta vanguardista, pero también y más dramáticamente la de un país que se creía una “excepción” social, cultural y política y que en buena parte lo era. Desde entonces, “la Suiza de América” se verá insertado en forma abrupta en el contexto latinoamericano que la rodeaba y en relación al que había vivido voluntariamente de espaldas.
La conciencia artística y metafísica de los treinta Si el 900 había contribuido a fijar los cánones de la modernidad literaria del Uruguay y la poesía de los veinte había consolidado dos direcciones complementarias en su diversidad –por un lado, el inventario y el ensalzamiento de lo nativo como parte de lo americano, cuyo destino social e histórico no puede ser escamoteado en aras de la experimentación formal y, por el otro, la desacralización de la poesía metafísica y un cierto divertimento vanguardista– la literatura de los treinta abre nuevas perspectivas a partir de esa diversificación. La primera se reconoce sin dificultad en la dirección que inaugura El pájaro que vino de la noche (1929) de Juan Cunha; la segunda se cierra con Se ruega no dar la mano (1930) de Alfredo Mario Ferreiro. Sin embargo, la presencia de influencias cruzadas, la falta de un movimiento claro que aúne las direcciones dispersas y variadas de la expresión poética en 1930, invitan a la cautela. La comodidad de hablar 10
La imagen de “siesta” reaparece en otros diagnósticos. Carlos Quijano habla de “este pequeño Uruguay” que “ha podido dormitar”, aunque fuera sacudido por “accesos de fiebre” en el 33, 38 y 42, pero siempre protegido por un “ángel de la guarda que vela nuestra tranquila y feliz inconsciencia”. En otro momento se refiere al período en que aún era posible adormecerse en la “bovina euforia” (Quijano: 48).
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de la Generación del Centenario parece obvia, pero es evidente que es este un período que debería revisitarse desde la perspectiva más distanciada de la actualidad. Por lo pronto, para neutralizar la lapidaria condena con que la crítica del 45 excluyó sus posibles valores. Así, cuando Emir Rodríguez Monegal afirma: “Los escritores triunfantes en 1930 confundieron el Olimpo particular de cada uno con la literatura […] fueron dioses sin culto, enormes figurones obsoletos. El anquilosamiento de la literatura uruguaya había llegado a ser total”. O cuando Mario Benedetti insiste en hablar de una “poesía de corzas y gacelas” de la que difícilmente puede rastrearse su presencia en los textos de la época. En realidad, lo que se puede comprobar en esos años es una conciencia artística, un rigor y una lucidez creadora inspirada en figuras tutelares europeas, pero abriendo caminos individuales e independientes, donde no se reconocen signos comunes a una escuela o grupo. Las influencias dispares de Neruda, Vallejo, Rilke, Valery, Supervielle y T.S. Eliot, orientan y ayudan a definir la actitud vital poética de muchos autores, pero siempre a título individual. Lo mismo sucede con la influencia de la Generación del 27 española, especialmente de Salinas, Guillén, Alberti y Lorca (cuyo paso por Uruguay en 1934 no deja de influir) como luego lo serán Juan Ramón Jiménez y los hermanos Antonio y Manuel Machado, descubiertos al azar de lecturas y gustos, alimentando vocaciones poéticas tan diversas como las propias fuentes que las inspiran.
La solidaridad con la República española El alzamiento de Franco y el estallido de la guerra civil inauguran formas inéditas de militancia y solidaridad en artistas e intelectuales. La ruptura de relaciones de la dictadura de Terra con la República española a poco de iniciada la guerra, el 22 de septiembre de 1936, desencadena una ola de indignadas protestas. La identificación con la República española y su famoso lema “¡No pasarán!” alimenta al mismo tiempo los crecientes movimientos a favor del restablecimiento democrático en Uruguay que se plasman en la intensa actividad de AIAPE. La “Agrupación de intelectuales, artistas, periodistas y escritores” se funda dos meses después, en noviembre de 1936, y centra su acción contra el fascismo rampante. Inicialmente integrada por un vasto y plural espectro ideológico de “hombres y mujeres de la cultura” –entre otros, Carlos Sabat Ercasty, Eugenio Petit Muñoz, Francisco Espínola, Enrique Amorim, Justino Zavala Muniz y el joven Alfredo Gravina– organiza actos y conferencias y publica una revista –AIAPE, por la defensa de la cultura– aunque la mayoría de sus integrantes colaboraba también en otras revistas como Acción (1932-1939) dirigida por Carlos Quijano, fundador de la Agrupación Demócrata Social (situada a la izquierda del Partido Nacional) y del semanario Marcha en 1939, el 425
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que será referente hispanoamericano–, Hiperión (1935-1950) y Ensayos (1936-1939), redactada en su origen por un núcleo de intelectuales agrupados en el Ateneo de Montevideo. La solidaridad del Uruguay con la República fue inmediata. El 17 de agosto de 1936, el gobierno hizo un llamamiento a todos los gobiernos de América con el fin de alcanzar un acuerdo de mediación internacional a cargo de las naciones americanas: “Ante la guerra civil que asola a España, las naciones del continente americano, que ha sido descubierto y colonizado por el espíritu español, no pueden permanecer impasibles”. La iniciativa uruguaya, publicada en la Revue internacionale Francaise du droit des gens, París, no llegó a buen término. Las que habían sido relaciones “trasatlánticas” pasan a ser regionales. Muchos de aquellos escritores españoles con que “correspondían” los americanos se ven forzados al exilio. Para los exiliados en Buenos Aires son frecuentes las estadías en Montevideo o Punta del Este, como fuera el caso de Rafael Alberti y María Teresa León. La amistad forjada entre Alberti y Julio J. Casal cuando este dirigía Alfar en La Coruña, se prolonga con naturalidad en la etapa uruguaya de la revista. Lo mismo sucede con Guillermo de Torre o Ramón Gómez de la Serna, a través de la interesante figura del hispano–uruguayo José Mora Guarnido o entre el aragonés Benjamín Jarnés y Julio J. Casal. Otros escritores y artistas españoles eligen directamente el Uruguay como destino: José Bergamín, Margarita Xirgú, Benito Milla y tantos otros11. En ese momento, los intercambios han invertido sus polos. Lo que fuera migración en un sentido –viajeros uruguayos en España– se ha transformado en exiliados españoles en América. Lo importante es que la colaboración y la amistad, muchas veces traducida en solidaridad por imperio de las duras circunstancias, sigue alimentando un diálogo que no cesa. Las páginas que siguen lo demuestran, no sólo literariamente, sino en una entrañable dimensión humana, probablemente lo que más importa.
Bibliografía Achugar, Hugo, “Paisajes y escenarios de la vida privada, literatura uruguaya entre 1920 y 1990”, en Historia de la vida privada. Individuo y soledades, 1920-1990, 3 (Montevideo: Ediciones Santillana, Taurus), p. 208-237. Aínsa, Fernando “La perspectiva americana de Rodó desde el Capitolio de Roma”, “Las lecciones del exilio expañol en Uruguay”, en Del canon a la periferia, Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya (Montevideo: Ediciones Trilce, 2002), p. 82-91 y 91-104.
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Hemos consagrado al tema numerosos trabajos, especialmente “Las lecciones del exilio español en Uruguay” y “La ‘irreparable lección’ del exilio uruguayo de José Bergamín”.
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–, “La ‘irreparable lección’ del exilio uruguayo de José Bergamín”, en Confluencias en la diversidad, siete ensayos sobre la inteligencia creadora uruguaya (Montevideo: Trilce, 2011). Alas, Leopoldo, “Prólogo” a Rodó, José Enrique, en Ariel (Valencia, s.f.), p. VII. Alemany Bay, Carmen, La polémica del meridiano intelectual de Hispanoamérica (1927). Estudio y textos (Alicante: Universidad de Alicante, 1998). Gallinal, Gustavo, “La vida literaria uruguaya en 1925”, Montevideo, en La Nación (25 de agosto de 1925). Martínez Moreno, Carlos, “Las vanguardias literarias”, en Enciclopedia uruguaya, Montevideo, no 47 (1969), p. 123. –, “Las vanguardias literarias”, en Literatura uruguaya (t. I) (Montevideo: Cámara de Senadores, 1994). Nahum, Benjamín et al., Crisis política y recuperación económica 1930-1958 (Historia del Uruguay) (Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1998). Núñez, Eduardo, España vista por viajeros hispanoamericanos (Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1985). Quijano, Carlos, Los golpes de estado 1933-1942, vol. I (Montevideo: Cámara de Representantes, 1989). Real de Azúa, Carlos, El impulso y su freno. Tres décadas de batllismo (Montevideo: Banda Oriental, 1964). Rodó, José Enrique, Obras completas (Madrid: Aguilar, 1967). –, y Alas, Leopoldo, “Cartas”, en Fuentes, Montevideo, vol. I, 1 (agosto 1961), p. 96. Tronchon, Yvette y Vidal, Beatriz, El régimen terrista (1933-1938), vol. I (Montevideo: La Banda Orienta, 1993). Unamuno, Miguel de, “Algunas consideraciones sobre la literatura hispanoamericana”, en Ensayos, I (Madrid: Aguilar, 1954), p. 864. –, “Letras hispanoamericanas, 1894-1924”, en Obras completas (Madrid: Escelicer, 1966), p. 909. Zum Felde, Alberto, “Programa”, La Pluma, 1 (Montevideo, Agosto, 1927). Valera, Juan Cartas americanas, IV (Madrid: Imprenta alemana, 1915-1916).
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José Enrique Rodó en “la España niña” (y dos conexiones anarquistas)1 Belén CASTRO MORALES Universidad de La Laguna (Islas Canarias)
Itinerario En la investigación sobre la presencia de escritores hispanoamericanos en España, el caso del intelectual uruguayo José Enrique Rodó (Montevideo, 1871-Palermo, 1917) puede aportar algunas notas de interés, no tanto por el brevísimo tiempo de su permanencia en suelo español como por la oportunidad que su estancia nos brinda para revisar algunos aspectos de su relación con las letras y la cultura españolas, que habían sido parte importante en su formación y objeto de su interés desde sus inicios como crítico2. También fue en España donde se publicaron las primeras reseñas de Ariel3; y española era la editorial Cervantes, que iba a realizar el primer intento de edición del conjunto de su obra, por iniciativa del escritor republicano y editor Vicente Clavel, entre 1917 y 19274. 1
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Manifiesto mi reconocimiento al Director de la Biblioteca Nacional y a la Directora de su Archivo Literario por su atención al facilitarme el acceso y la autorización para reproducir los valiosos documentos que incluye esta investigación. Entre 1895 y 1897 publicó en su Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales reseñas sobre Federico Balart, Núñez de Arce, Menéndez Pelayo. Destacan por su interés “La crítica de Clarín”, o la reseña de Misericordia, de Benito Pérez Galdós, que fue su narrador español predilecto. En vida de Rodó, la Editorial Sempere, de Valencia, publicó varias ediciones de Ariel, con el prólogo de Clarín, a partir de 1907, mientras que la edición proyectada por Rafael Altamira desde 1904 sólo pudo publicarse en 1920. Otra edición con prólogo de Clarín: Ariel. Liberalismo y Jacobismo. La transformación personal en la creación artística, Valencia, Sempere, 1908. Aparte de las reseñas más sólidas de Clarín y Altamira, también comentaron la obra Gómez de Baquero, Unamuno, Salvador Rueda, G. Martínez Sierra, A. Rubió y Lluch, Luis Morote o Andrés Ovejero. Las Obras completas (7 vols.) en la Editorial Cervantes, Valencia/Barcelona (19171927) contienen: Motivos de Proteo (Valencia, 1917?, 1920); El camino de Paros. Meditaciones y andanzas (Valencia, 1918); El Mirador de Próspero (Valencia, 1919); El que vendrá (Barcelona, 1920); Hombres de América: Montalvo, Bolívar, Rubén
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En 1905 Rodó había estado a punto de emprender un viaje cuyo objetivo principal era publicar en Madrid o en Barcelona Motivos de Proteo y recorrer, con su nuevo libro en el equipaje, varios puntos de la geografía española, para luego pasar unas semanas en Londres y llegar a París, donde pensaba establecerse definitivamente. De una carta a su gran amigo y confidente Juan Francisco Piquet extraemos los tramos de aquel itinerario español: Iré, primero, por pocos días, a Madrid, a fin de ver terminada la impresión de la obra. De ahí pasaré a Salamanca, a ver a Unamuno; a Oviedo, a ver a Altamira y Posada; a Sevilla, a ver a Rueda; a Valencia, a ver a Blasco Ibáñez; todo de paso. Terminaré mi gira por Barcelona, sólo a fin de conocer la tierra de mis abuelos, y de allí, tras brevísima permanencia, me pondré en Italia. (Rodó, 1969: 1351)5
La frustración de este calculado plan de viaje por un contratiempo económico agravó el estado depresivo en que Rodó se encontraba desde 1904, cuando la guerra civil le hacía sentir que se asfixiaba en “un círculo dantesco”, aunque siguió alternando su trabajo como ensayista con el de periodista y parlamentario, sin perder de vista la fuga a Europa. Motivos de Proteo sólo pudo ser publicado en 1909, y en Montevideo, mientras el viaje sólo iba a hacerse realidad en 1916, aunque su trayecto fue mucho más reducido: tres días de agosto en Madrid y otros tantos en Barcelona, antes de que su trayectoria vital se interrumpiera inesperadamente ocho meses más tarde en un hospital siciliano, después de haber recorrido varias ciudades italianas como corresponsal de la revista argentina Caras y caretas. En Madrid sólo se encontró fugazmente con Juan Ramón Jiménez. Sus amigos y posibles editores no estaban en la capital, tórrida en aquellas fechas; y otros, como Clarín y Giner de los Ríos, o Rafael Barrett, ya habían fallecido. En Barcelona, por un misterioso contratiempo, también le fue imposible encontrarse con otros amigos epistolares, como el pintor uruguayo Joaquín Torres García, que le esperaba. De su tránsito por la España de la Restauración borbónica hacia la Europa de la Gran Guerra, Rodó sólo dejó las escuetas anotaciones de su diario de viaje y sus dos crónicas barcelonesas que, redactadas ya en Italia, fueron publicadas en Caras y caretas y luego, al año de su muerte, aparecieron recopiladas por su editor valenciano Vicente Clavel con un título de su invención: El Camino de Paros (1918). Aparte del enorme interés intrínseco de estas crónicas catalanas, su relectura nos conducirá
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Darío. Discursos parlamentarios (Barcelona, 1920); Ariel. Liberalismo y jacobinismo (Valencia, 1920, con prólogo de R. Altamira y cartas de Rodó); Nuevos Motivos de Proteo (Barcelona, 1927, con prólogo de Vicente Clavel). Esta correspondencia con Juan Francisco Piquet, que se estableció en Barcelona en 1905, es la que mejor expresa los deseos de Rodó por salir del país. Aparte de las cartas editadas por Rodríguez Monegal en las Obras Completas, véase Cartas de José Enrique Rodó a Juan Francisco Piquet.
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hacia algunos acontecimientos pasados, como la evocación de los hechos que rodearon el fusilamiento del pedagogo racionalista Ferrer y Guardia en 1909, y en los que Rodó había tenido una resonante participación. Y, aunque la brevedad de estas páginas impide ofrecer un panorama exhaustivo, sí nos permitirá constatar que la consagración de Rodó en la España de la Restauración no levantó un clamor unánime. Por otra parte, las vanguardias ya estaban en marcha, y sólo faltaban tres meses para que el poeta chileno Vicente Huidobro, con un puñado de poemas creacionistas en su equipaje, pasara –también viajero apresurado– rumbo a París. Rodó, amante del orden clásico, no llegaría a comprenderlas.
Despedida de Uruguay Cuando Rodó pisó la Península Ibérica el 1º de agosto de 1916, en Lisboa, era un exiliado voluntario que, por fin, podía huir de su país, donde su oposición política al presidente Batlle y Ordóñez se había vuelto insostenible. El contrato que había firmado con Caras y Caretas le permitía hacer realidad uno de los lemas de su proteísmo: viajar para sacudir inercias, para reinventarse y ser otro. Quien tan intensamente reflexionó sobre los beneficios espirituales del viaje, sólo había visitado Chile en 1910, cuando fue comisionado para representar a su país en los actos de celebración del Centenario de su independencia y pronunció allí un memorable discurso americanista. Todavía no había caído en desgracia. Ahora, seis años más tarde, pensaba dejar atrás depresiones, problemas económicos y desaires oficiales, tales como su exclusión a última hora del grupo de representantes oficiales del Uruguay en la conmemoración española del centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912. Otros sinsabores se habían ido acumulando, y en 1914, cuando pensaba en instalarse en Buenos Aires, había escrito a su amigo Hugo Barbagelata: “Si yo fuera argentino o chileno habría ido a Europa veinte veces, porque en esas vecindades se cotiza un poco más alto la representación de ciertos nombres…” (Rodó: 1459). En esas fechas Rodó encabezaba públicamente, en el parlamento y en la prensa, la oposición al proyecto de un gobierno colegiado que Batlle quería incluir en la nueva Constitución, pues consideraba que aquella fórmula recortaba la participación democrática y reforzaba las actitudes cada vez más personalistas y autoritarias del presidente6. En la víspera de su partida, el Círculo de la Prensa le había organizado una solemne despedida, mientras una manifestación, formada por los jóvenes estudiantes arielistas y otros admiradores de su obra, lo aclamaba desde la calle. En su honor se sirvió un banquete en el Jockey 6
Una aproximación reciente a los conflictos que enfrentaron a Rodó con Batlle y Ordóñez, motivando su marcha del Uruguay, se encuentra en el estudio de Mazzone.
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Club, y es posible que Rodó sintiera un regusto amargo en el “Gateau ‘Motivos de Proteo’” y en el “Parfait ‘Ariel’” que sirvieron antes de los discursos. Al día siguiente, poco antes de zarpar en el vapor Amazon un apresurado mecanógrafo puso en sus manos la copia para la edición de otros nuevos Motivos de Proteo, su “libro abierto sobre una perspectiva indefinida” que habría de irse ampliando en sucesivas entregas. Pensaba revisarlo durante la travesía antes de entregarlo a alguna editorial de París, Madrid o Barcelona, aunque esa única copia y los manuscritos originales se extraviaron para siempre en algún punto de su itinerario. En Lisboa conocerá la derrota del proyecto de reforma constitucional de Batlle en las elecciones a la Convención Nacional Constituyente del 30 de julio de 1916, e inscribirá una nota eufórica en su cuaderno de viaje: “La gran noticia del Fígaro: los colegialistas sont battus. Júbilo. Almuerzo en Tabares. Brindis por la † [muerte] del Colegiado” (Rodó: 1485). En su segunda colaboración escrita para Caras y caretas, entrevistó en Lisboa al presidente electo de la República Portuguesa, Bernardino Machado, y los lectores de Caras y Caretas iban a leer en boca del presidente portugués: “El arte del gobierno consiste en saber valorizar a los partidos y los hombres…”, a lo que Rodó añadía como cierre: “Estrecho su mano con el respeto que fluye tanto más imperioso de los espíritus que, como el mío, no conocieron nunca la cortesanía ni la lisonja” (Rodó: 1485). Aunque pretendía dar la espalda a su país para empezar una vida nueva, Rodó no conseguirá desentenderse de su preocupación americanista, y en su último fin de año, en Roma, redactó el que Fernando Aínsa ha considerado su testamento americanista, el legado de su fe inquebrantable –como la de Bolívar– en el futuro de la América latina unida por encima de sus aparentes diferencias (Aínsa: 82).
¿Español o descastado? La naturalización de Rodó en España Las redes de interconexión epistolar que Rodó tejió para propagar desde Montevideo su ideario neoidealista y humanista constituyen una parte valiosa de su creatividad como intelectual “comunicante”, y también incluían desde sus inicios como crítico literario a un sector de la intelectualidad liberal española. En esas redes comunicativas, y junto a la fuerte orientación americanista asimilada en la biblioteca paterna, la conexión con Leopoldo Alas es la primera y más significativa, ya que mediante su obra crítica y sus cartas alentó en el joven Rodó y en sus compañeros de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897) la búsqueda de otro modernismo diferente del rubendariano, esto es, un movimiento con fondo y criterios para orientar y trans-
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formar las conciencias ante las nuevas complejidades de la modernidad. Como ha observado Alfonso García Morales, Su primer y más importante guía fue Leopoldo Alas “Clarín”, o mejor, aquellas obras de Clarín en que éste se manifestaba como “crítico pensador”. Fue allí fundamentalmente donde aprendió su manera amplia de concebir y practicar la crítica; en ellas no sólo encontró noticias, sino instrumentos con los que interpretar la literatura, como los conceptos de “tolerancia” y “oportunidad”, de raíz historicista, y sobre todo una acentuada tendencia al “armonismo” ante los problemas intelectuales de su época. (García Morales: 90)
Pero, al asumir su papel de guía y mentor del joven Rodó, Clarín también se arrogó el derecho de criticar su benevolencia hacia Rubén Darío cuando el discípulo uruguayo, que empezaba a emanciparse, le dedicó su célebre estudio crítico de 1899 a Prosas profanas. Ese desacuerdo, sin embargo, no impidió que un año más tarde, antes de morir en 1901, Clarín diera su beneplácito a Ariel. Sus obras mejor recibidas en España –Ariel, de 1900; Motivos de Proteo, de 1909–, exponían en novedosas formas discursivas su aspiración a un modernismo reflexivo, así como un nuevo concepto de la educación integral de la juventud que sintonizaba con el espíritu regeneracionista, noventayochista y, en particular, con los círculos de influencia krausista, preocupados por la función de la enseñanza en la regeneración y modernización del país. En este sentido, es evidente la sintonía entre el discurso pedagógico de Francisco Giner de los Ríos y el Ariel de Rodó7. La carta de Giner agradeciéndole su envío de Motivos de Proteo expresa bien esa afinidad: “Su libro es para mí uno de los pocos momentos de luz y de intensidad de nuestra raza –por ahora, más en situación de aprender que de enseñar. Su orientación, su brío, sus horizontes, la personalidad que respira, le hacen vivir aparte. Que su espíritu circule por las almas ahí y aquí y en todas partes…”8. El nuevo estilo de su enfoque pedagógico y juvenilista, donde la moral democrática aparece estetizada por la influencia benéfica de los nuevos héroes culturales (los intelectuales), y por su capacidad de influir en la propagación de una moral laica en futuras repúblicas pacíficas, cultas y tolerantes, hizo posible que, con el apoyo inicial de Clarín, el mensaje latinoamericanista de Ariel fuera apropiado por esos sectores universitarios como un ensayo español, y hasta españolista: un ensayo del 98 (véase Ramsden: 446-454). Así pueden leerse las afirmaciones de Clarín al final de su célebre artículo, convertido en prólogo de varias ediciones de Ariel: “Como se ve, lo que Rodó pide a los americanos latinos es que sean siempre… lo que son…; es decir, españoles, hijos de 7 8
Véase Giner de los Ríos. Señalé estos aspectos en Castro Morales, 1990: 94-103, y 2000. Carta de Giner de los Ríos, con fecha 26-II-1910, no incluida en Obras Completas.
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la vida clásica y de la vida cristiana” (Clarín: 4). Esta lectura, a todas luces reduccionista respecto a la significación del ensayo, permitía, no obstante, naturalizar y aclimatar el discurso del profesor Próspero, saturado de citas extranjeras (sobre todo francesas) y donde el saber hispánico quedaba silenciado. También Rafael Altamira, con un americanismo de nuevo signo que pretendía dejar atrás el paternalismo y el dogmatismo hacia sus colegas hispanoamericanos, quiso adoptar Ariel como obra valiosa para la juventud española y a su autor como “uno de los nuestros”, pues confluía con lo mejor de “la minoría intelectual española”9. Unamuno, en su breve comentario sobre Ariel valoraba la defensa de la democracia de Rodó diferenciándola del antidemocratismo escéptico de Renan, aunque pensaba que el ensayo era “una honda traducción al castellano –no sólo al lenguaje sino al espíritu– de lo que el alma francesa tiene de ateniense y de más elevado; es el aticismo sentido en francés por un hispano-americano”. Y después de reprocharle su desdén hacia el utilitarismo, le proponía usar la expresión “América española” en sustitución de “Hispano-América” (Unamuno: 60-61). El matiz, después de 1898, era elocuente. Cuando Unamuno redactó este párrafo, en el que prometía una reseña que nunca escribió, ya don Juan Valera había publicado una “carta americana” en La Nación con unos párrafos dedicados a Ariel (Valera, 1958: 580-581). Que el novelista ya hubiera perdido casi totalmente la vista y dependiera de las lecturas que le hacía su secretario explica, en parte, su comprensión superficial –y hasta en algún punto errónea– del ensayo de Rodó, en quien saludaba al gran estilista para advertirle a continuación sobre los riesgos de la “galomanía” y para desaprobar su hostilidad hacia el desarrollo utilitario de los Estados Unidos10. Como era habitual en el crítico cordobés, se sucedían una de cal (“los variados conocimientos, el entusiasmo poético, la rara elocuencia, la sutileza dialéctica y el primor estético”) y otra de arena, siendo esta una crítica a 9
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Altamira publicó la primera reseña, “Latinos y Anglosajones”, en El Liberal, Madrid, 4-VII-1900. La segunda, “La Vida Nueva III. Ariel”, en su Revista Crítica…, Oviedo: Tomo V, no 6-7, junio-julio 1900. (La cita: p. 309), se reprodujo en Cuestiones hispanoamericanas (1900) y también forma parte de su prólogo a la edición de Ariel, Barcelona: Cervantes, 1927. El término “galomanía” lo había usado Valera en la carta donde comentó Los Raros, de Darío, y la novela Primitivo del uruguayo Carlos Reyles (Carta IV, 20-XII-1896), Valera, 1958, 484-486. Ante la incomprensión mostrada por Valera hacia la orientación narrativa de Reyles, Rodó había osado discutir en la Revista Nacional… las funciones, ya desfasadas, que el autor de Pepita Jiménez asignaba a la novela moderna, mostrándose más de acuerdo con las ideas de Reyles. Vid. J. E. Rodó, “La novela nueva”, en Revista Nacional… (Montevideo: Año II, Tomo II, 25 de Diciembre de 1896), repr. en La Vida Nueva (I), junto con “El que vendrá” (Montevideo, 1897). Esta discusión sobre la novela de Reyles, y sobre todo su prólogo, dará lugar a una animada polémica. Véase Meyer-Minnemann: 105-137.
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lo perverso y contradictorio de sus fuentes extranjeras y su olvido de España: “…en su libro hay algo que me apesadumbra: el olvido de la antigua madre patria, de la casta y de la civilización de que procede la América que se empeñan en llamar latina. […] sin culpar al señor Rodó, puedo yo lamentar la absoluta carencia de lo castizo y propio que en su disertación se nota” (Valera: 580). Y ante aquellas fuentes, preguntaba enfáticamente Valera: “¿Con qué empecatados profetas y santos padres va el señor Rodó a fundar la nueva iglesia de la América latina?” (581). Tanto estas reconvenciones de Valera por su descastamiento como su énfasis en el esteticismo de Ariel, debieron incomodar a Rodó, sobre todo por el prestigio y la enorme difusión que tenían sus “cartas americanas” y por el poder que aún ostentaba el crítico español a la hora de orientar la opinión de los lectores hispanoamericanos; una autoridad que todavía ostentaba la crítica española en su función normativa para dirigir la orientación literaria y para regular el gusto en las amplias comarcas del idioma. Pese a todo, Valera concedía un rasgo positivo al discurso de Rodó que iba a impresionar también a muchos de sus lectores españoles: las “consoladoras esperanzas” que su mensaje luminoso traía a una España abatida por su derrota de 1898 y acosada por las voces que repetían su decadencia. Y ese espíritu optimista y constructivo, tan alejado también de la retórica del hispanoamericanismo oficial, es el que caracterizaba su campaña epistolar por la unión efectiva de las inteligencias de las dos orillas; el mismo que imprimió, por ejemplo, a su discurso en honor al profesor krausista Adolfo Posada cuando visitó Montevideo en 1911, en el que brindaba por la “España nueva” que su intelectualidad ya estaba construyendo: “… brindemos por la España hermana de América en el amor de la libertad y en la orientación de su cultura; por la España que da al mundo científico la gloria de Cajal; por la España que reúne en la Universidad de Oviedo espíritus como Leopoldo Alas, Posada, Altamira; por la España de Costa y Unamuno…” (Rodó: 1188). Contra quienes proclamaban la ruina de España y se hacían eco de las tesis sobre la decadencia de la “raza latina” a partir del Desastre, Rodó proponía con su acento americano un nuevo orden de relación hispanoamericana donde la Madre Patria, perdido su cetro imperial, dejaba de ser la madrastra o la anciana arruinada, para convertirse en una hermana que empezaba a desenvolverse y a definir su identidad moderna: la “España niña” que daba título a una página de 1911, donde escribía: “Me he habituado así a borrar de mi fantasía la vulgar imagen de una España vieja y caduca, y a asociar la idea de España a ideas de niñez, de porvenir, de esperanza. Creo en la España niña” (740-741). Con los años, la españolidad de Rodó llegará a cobrar nuevos tintes nacionalistas y patrióticos, y así lo presentaba –entre Don Quijote y el 435
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Cid– el escritor cordobés Cristóbal de Castro en el conservador ABC durante la dictadura de Primo de Rivera: Ariel, la genial obra de Rodó, fue concebida por España, a causa de España, ante el dolor de España, cuando el desastre del 98. // El insigne uruguayo actuó de nuestro valedor en América. Su austeridad y su prestigio detuvieron la ola insolente de criollismo, que, proclamando, como Sancho, el “¡Viva quien vence!”, pretendía barrernos de allí […] Entonces, José Enrique Rodó, seguido de una hueste tan reducida como fiera, batalló por España. (Castro: 10)11
Frente a las distorsiones ideológicas que los críticos españoles hacían en el mensaje de Ariel para poder asimilarlo a la realidad nacional, poetas como el joven Juan Ramón Jiménez encontrarán en las obras de Rodó la sensibilidad crítica y un discurso que exaltaba las fuerzas creadoras de la juventud, o aquella fe profana en las potencias espirituales del individuo para transformarse a sí misma y para transformar también su realidad.
Rafael Barrett y Rodó: una extraña relación Cuando se revisa la relación de la crítica española con las obras de Rodó, debe traerse del olvido su amistad epistolar, tan diferente de las hasta ahora señaladas, con el escritor anarquista Rafael Barrett (Santander, 1876-Arcachon, 1910), el noventayochista marginal que, después de sufrir un humillante proceso en Madrid y arruinado por su vida de dandy, había querido rehacer su vida en América. Establecido en Paraguay, y después de haber sido apresado y posteriormente desterrado durante el golpe militar de 1908, pasó en Uruguay algunos meses de su exilio entre finales de ese año y 1909. En Montevideo conoció un tardío reconocimiento por su trabajo literario y periodístico, poco antes de partir hacia Europa en 1910, irremediablemente enfermo de tuberculosis. Una verdadera simpatía intelectual había unido al moderado liberal uruguayo y al anarquista santanderino, y sorprende cómo personalidades tan dispares pudieron apreciarse tanto sin llegar a tratarse personalmente, aunque Rodó siguió muy de cerca y animó la fulgurante consagración montevideana de aquel nuevo cronista que firmaba con sus iniciales, “R.B.”, en La Razón12. Barrett había publicado una reseña sobre Motivos 11 12
En la semblanza el escritor, en su arrebato retórico, atribuirá a Rodó “Magisterio indio de lecturas nuevas y glosario de las antiguas” (Castro: 10). Francisco Corral afirma que “se conocieron en Montevideo” (165), aunque una carta de Rodó a J. G. Bertotto parece desmentirlo, pues declaraba: “Los que fuimos amigos de Barrett de lejos y sin haber estrechado nunca su mano, le agradeceríamos que nos lo mostrase cada vez más cerca…” (en Barrett, 1991: 54). Esa “lejanía” podría deberse a que Barrett frecuentó amistades y ambientes muy distintos a los del reservado Rodó: sus mejores amigos, aparte de Peyrot, fueron Ernesto Herrera, Florencio Sánchez, Carlos Vaz Ferreira, Ángel Falco, Emilio Frugoni, etc., es decir, el círculo
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de Proteo donde, apartándose del elogio pomposo que, en su opinión, perjudicaba a Rodó, reconocía al gran crítico, al gran prosista de largas frases “transparentes” y al amante del orden compositivo; un orden invisible que él supo descubrir bajo la apariencia de este libro-enredadera, como alguna vez su autor lo definió. Con entusiasmo fundado en la asimilación de su complejidad, y apoyado en los conocimientos que le permitían valorarlo, descubría a sus lectores el magisterio libertador de Rodó: Pensad que se trata ahora del primer crítico continental. No perdáis la ocasión de enriquecer vuestra inteligencia y sobre todo vuestros sentimientos y vuestro carácter. Porque no es el crítico y el psicólogo quien únicamente os habla desde las páginas de “Proteo”; es también el poeta y el moralista”. (Barrett, 1988-1990: 38-39)
En otro registro más personal, disponemos de la opinión íntima que Barrett le ofrecía en una carta a su gran amigo uruguayo, José Eulogio Peyrot: “Rodó tiene algunos resabios académicos, pero ha hecho algo grande, que enaltece a su país. ‘Clarín’ no era capaz de escribir eso; era agudo, pero de poco volumen. Rodó ‘pesa’. No le falta más que un poquito de ‘nuestro’ anarquismo” (Barrett, 1982: 68-69). Poco después Rodó escribió al autor de El dolor paraguayo una “carta íntima” valorando sus Moralidades actuales (Montevideo: O.M. Bertani, 1910), que recogía una selección de sus crónicas de La Razón. Este mismo diario publicó un fragmento de la carta, y su lectura nos dice tanto del talento y del compromiso de Barrett como de la amplitud crítica de Rodó, quien, en este caso, compartía el idealismo constructivo y el espíritu utópico del anarquista, salvando las aparentes diferencias: Una de las impresiones en que yo podría concretar los ecos de simpatía que la lectura de sus crónicas despierta a cada paso en mi espíritu es la de que, en nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de eso, en la esfera de la acción ni en la doctrina, llevamos dentro del alma un fondo, más o menos consciente, de protesta, de descontento, de inadaptación, contra tanta injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este orden social trasmitido al siglo que comienza por el siglo del advenimiento burgués y de la democracia utilitaria.13
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anarquista del Novecientos, que se reunía en la tertulia del “Polo Bamba” (en Corral: 46-47). La carta a Barrett fue publicada parcialmente con el título “José Enrique Rodó a Rafael Barrett. Juicio sobre Moralidades actuales. Párrafos de una notable carta literaria”, en La Razón, 6 de agosto de 1910; posteriormente Rodó la incluyó en El Mirador de Próspero con el título “Las “Moralidades” de Barrett. De una carta íntima” (Rodó: 653).
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En una de las últimas cartas a su amigo J. Peyrot, Barrett se mostraba satisfecho con la crítica de Rodó y seguía lamentando que no disfrutase de mejor reconocimiento: “He hablado de Rodó aquí; pero la intelectualidad paraguaya apenas se esboza todavía. Es arriesgado contar con ella. La infame política lo absorbe todo” (Barrett, 1982: 83). Ya desaparecido Barrett, Rodó iba a evocarlo como a “aquel grande espíritu, que todos quisimos y admiramos tanto […] aquel gran corazón que, por caso no frecuente en el mundo, vibró en consonancia con un gran cerebro” (54). Las valoraciones de Rodó por parte de Barrett, cifradas en su doble ponderación del compromiso del intelectual como “maestro” y “libertador” inauguran otra forma de la apropiación del ensayista y de su obra: la que irá animando movimientos estudiantiles y a pensadores de la izquierda latinoamericana, desde Mella en Cuba hasta Aníbal Ponce en Argentina. Pero la simpatía de Barrett por la figura de Rodó tal vez guarde relación con un episodio de profunda significación para los anarquistas, y en el que, como veremos más adelante, Rodó tuvo un olvidado protagonismo.
El encuentro con Juan Ramón Jiménez en Madrid Rodó anotó en su diario de viaje su llegada a Madrid por la estación de Atocha, el 6 de agosto, y también registró las primeras impresiones de la ciudad en su retina: el Madrid de tarjeta postal y souvenirs castizos y taurinos que suelen frecuentar los turistas de agosto cuando los museos han cerrado por vacaciones. En su deambular por la ciudad visitó la sede de algunas revistas, y le dejó una tarjeta al escritor Cristóbal de Castro, editor de El cuento semanal, en la que, al parecer, le decía que pasaba por Madrid “de puntillas para evitar banquetes” (Castro: 9), aunque el texto de la tarjeta, reproducido por Rodríguez Monegal, sólo decía que iba de paso, pero que pensaba “volver a España en el próximo invierno” (en Rodó: 1435)14. Inesperadamente, Rodó se encontró con su amigo epistolar Juan Ramón Jiménez, que nos ha dejado el único testimonio, excepcional, de su paso anónimo de por la ciudad semidesierta: Rojo y oscuro de conjunto, confuso en su acentuación sanguínea, corpulento, vigoroso tronco americano, José Enrique Rodó se levantó brusco y recto de su butaca. El buen amigo común nos presentó. ¡Qué sorprendente imprevisión la mía! ¡Qué ajeno yo, aquella radiante mañana madrileña, de que Rodó estaba “esperándome” sin saberlo yo, en la redacción de España, calle del Prado… (Jiménez, 1987: 75) 14
Rodríguez Monegal toma su información de: Cristóbal de Castro, “Un apóstol del silencio”, en Nuevo Mundo, Madrid, 18-VIII-1916.
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En las enjundiosas páginas de este retrato literario que el poeta escribió el año de la muerte de su “querido maestro uruguayo”15, también podemos leer otra certera visión del poeta sobre la reinvención rodoniana de la latinidad clásica: “La correspondencia de Grecia, Roma, España y Francia prestó a Rodó un hermoso fundamento de piedra perpetua y él repartió encima sus bloques propios con un orden de templo, columnata, promontorio nuevos” (Jiménez, 1987: 74-75). La relación entre los dos escritores se remontaba a febrero de 1902, cuando el joven poeta envió a Rodó sus Rimas desde el Sanatorio del Rosario, donde se reponía de su anemia. En la carta adjunta –no incluida en las Obras completas de Rodó–, le pedía opinión sobre su poesía, pero también le solicitaba los ejemplares de sus libros, “pues aunque los he leído y releído, no tengo el gusto de poseerlos” (Jiménez, 2006: 92). En efecto, en la mencionada semblanza de 1917, recordará: Una misteriosa actividad nos cojía a algunos jóvenes españoles cuando hacia 1900 se nombraba en nuestras reuniones de Madrid a Rodó. Ariel, en su único ejemplar conocido por nosotros, andaba de mano en mano sorprendiéndonos. ¡Qué ilusión entonces para mi deseo poseer aquellos tres libritos delgados, azules, pulcros, de letra roja y negra: Ariel, Rubén Darío, El que vendrá! Después, en 1902, tuve ya una carta inestimable de Rodó para mis pobres Rimas enfermas. Luego, para mí solo, sus libros aquellos anhelados. Más tarde, en 1908, su crítica Andalucía recóndita, por mis ansiosas Elejías. (Jiménez, 1987: 75)
El reconocimiento epistolar que Rodó dedicó a las Rimas16 había sido recibido por el poeta como “un bálsamo y una palabra amorosa”, y aquella primera carta le parecía, pese a la distancia, “la conversación de un amigo de mucho tiempo” (Jiménez, 2006: 101). Por su parte Rodó, inmerso entonces en su actividad política, le agradecía al poeta “la lectura suave y reparadora” de su libro, en cuyas páginas descubría “una hermosa alma de poeta” de sensibilidad becqueriana y heineana, pero actual, original y “humana” (Rodó: 1408-1409). En otra carta de 1903, todavía desde el sanatorio, el poeta le agradecía a Rodó el envío de Ariel y le anunciaba la llegada de Helios, aquella nueva revista “seria y fina” e independiente que ya le había anunciado. Aunque le solicitaba una colaboración que Rodó no llegó a enviar, Jiménez había elegido una cita suya para la sección “Nuestro Salterio” en el primer número de la publicación. Y también le dedicará los treinta 15
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Con esta expresión se refería Juan Ramón Jiménez a Rodó en una carta de 1954 a Óscar H. Bruschera, entonces director del semanario Marcha, cuando le envió las copias de las cartas que Rodó le había escrito. Véase Jiménez, 2006: 59n. Esta edición incluye una transcripción revisada de las seis cartas de Jiménez a Rodó. Esta carta fue publicada por el poeta en la revista Renacimiento (Madrid, septiembre de 1907).
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y cuatro poemas de La soledad sonora, el primero de los libros recogidos en la recopilación de 1911, y que daba nombre al conjunto: “A José Enrique Rodó, sembrador de estrellas”, en clara alusión a aquella “vibración de estrellas” e ideales esparcidas sobre la muchedumbre por las invisibles “manos de sembrador”, en el alegórico final de Ariel. En el artículo que Rodó dedicó a las Elejías de Juan Ramón, “Recóndita Andalucía” (1910), luego incorporado a El Mirador de Próspero, alabó la sinceridad, la originalidad y la “transfiguración” verbal que era capaz de conseguir el poeta, haciendo que el idioma sonara musical, sutil, con veladuras melancólicas. Le parecía que el poeta era un “insular” entre los poetas coloristas andaluces, y, de forma sorprendente, se interrogaba: “¿Será esto razón para concluir que no es Jiménez el poeta de Andalucía?”. Esta pregunta, con su determinismo entre el medio y la obra, era la misma que el crítico se había hecho ante la rareza de las Prosas profanas de Darío, para responder en aquella ocasión que Darío no era el poeta de América, sino un poeta excepcional, extraño a su medio como una flor de invernadero. Pero en este caso se respondía: “Yo creo que [JRJ] sí lo es, y que lo es de la manera más honda”, porque hablaba desde la otra Andalucía, “la divina, la hermética”, “más soñada que real”, opuesta a la otra, para él detestable: “la de la plaza de toros, y el alarde vulgar, y la alegría estrepitosa, y el gracejo de los chascarrillos” (Rodó: 631). La reciente publicación de la obra completa de Juan Ramón Jiménez con motivo de su centenario puede ofrecer nuevos hallazgos sobre la relación entre el poeta y el crítico uruguayo, para descubrir qué quedó del magisterio de Rodó en la evolución posterior del poeta de Moguer, cuando en su proteica transformación quiso dejar atrás aquellas obras de juventud.
“La semifrancesa Barcelona, atalaya de España” Con esta frase calificaba Rodó a la ciudad mediterránea en 1904, cuando le escribía desde Montevideo a su amigo Juan Francisco Piquet, que allí se encontraba. Y también, en la misma carta, le decía: “Comprendo bien que ahí se pueda estudiar y trabajar con entusiasmo. Me figuro lo que parecerá eso, después de haber vivido en esto” (Rodó, carta sin fecha [ca. 1904]: 1342). Rodó había buscado desde 1898 iniciar su correspondencia con intelectuales catalanes, como el filólogo Rubió y Lluch. En 1907 el poeta Joan Maragall había acusado recibo de su Ariel “una de las obras más luminosas entre las que yo conozca sobre los problemas modernos en nuestras sociedades”, en la que valoraba el interés de sus enfoques sobre
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la juventud, la democracia y “sobre todo el aspecto estético”17. En 1909 ya había enviado Motivos de Proteo a Ramón D. Perés, Joan Maragall y Pompeyo Gener, aunque también pedía a su amigo Piquet la dirección de Gabriel Alomar, y le encargaba “mover el ambiente”, de darle nuevos nombres o direcciones de revistas (Carta a Piquet, 20-VIII-1909, en Rodó: 1351). Ahora, en 1916, iba a ser su guía el jurista y americanista Rafael Vehils, colaborador catalán de Rafael Altamira. La Barcelona imaginada y leída, imagen previa que llevaba consigo el viajero, no iba a defraudarlo cuando pasó allí otros tres días, entre el 9 y el 11 de agosto de 1916; por el contrario, y pese al calor asfixiante, no dejó de deslumbrarse ante los distintos aspectos de la ciudad: su urbanismo, su pulcritud, o su amor por la cultura y las tradiciones propias, que la política nacionalista de Prat de la Riba fomentaba; sus obreros de frente altiva, y el rojo de las barretinas que era también el color anímico de la “fragua espiritual” de la ciudad. Sintiendo haber llegado como a otro país donde se respiraba otro clima, la primera de las crónicas nos presenta al flâneur recorriendo la ciudad de la energía, ofreciendo la sucesión de voces, de imágenes y de perspectivas que percibía al andar. Parecía como si hubiera llegado a la ciudad ideal arielista donde el gusto por el trabajo se compartía entre la producción material, el estudio y el disfrute de la cultura, sin más conflictos que las disposiciones centralistas de Madrid y sus pretensiones de borrar sus peculiaridades históricas: sus leyes, su lengua, sus tradiciones (Véase Sotelo Vázquez: 45-58). También, en la segunda crónica, podemos leer su interés por ofrecer a sus lectores rioplatenses un ecuánime panorama de las tendencias nacionalistas, desde las autonomistas hasta las que, más allá de las aspiraciones de la burguesía mercantil y de los diputados que, como Cambó, negociaban sus intereses en las Cortes madrileñas, aspiraban a la independencia. Especialmente se interesó por la política lingüística del catalán, y con envidiable poder de síntesis, supo confrontar razones, matices y problemas que no han dejado de tener actualidad. Desde el punto de vista periodístico, también era atractiva la fórmula de la entrevista ficticia, para la que inventó a un interlocutor imaginario y colectivo en cuya boca puso toda la información política que había recabado en fuentes diversas. Aquella deseada visita a Barcelona tenía un sentido emocional profundo: regresaba a la región que había visto nacer a sus antepasados paternos, aunque no hay constancia de que el escritor haya visitado Tarrasa, la cuna de su padre, ni el panteón de sus abuelos en el cemen-
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Esta carta, de 14-IX-1907, no incluida en las Obras completas, se encuentra en el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional de Uruguay.
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terio de esta ciudad18. El trasplante de la familia Rodó a Uruguay no debilitó el interés del escritor por la región y por su cultura. Como había escrito a Rubió y Lluch: “A pesar de mi origen catalán, sólo medianamente poseo ese varonil idioma” (1329)19. Deambulando sin rumbo fijo, se dejará envolver por las voces que escucha en la calle –“el dulce y delicado idioma de Ausias March y Raimundo Lulio”, vocalizado “en el tono bajo, velado y discreto que pone en sus conversaciones ese pueblo suavísimo y afeminado [sic]…” (Carta a Piquet, 1904, Rodó: 1350)20–; un comerciante que llevaba su mismo apellido, le enseñará su verdadera pronunciación: “Rodó se pronuncia casi Rudó” (1250). Según contó Vicente Clavel, el editor valenciano de Rodó, conoció al que consideraba su maestro en el Ateneo de Barcelona, y el escritor le confesó haber tenido la mayor alegría de su estancia en España cuando Clavel le propuso aceptar “la dirección intelectual para crear una gran Biblioteca de Autores Hispanoamericanos” (Clavel: 10).
Un recuerdo de 1909: El fusilamiento de Ferrer y Guardia Pero el clima de Barcelona también podía volverse “borrascoso”. En su primera crónica Rodó aludía de paso al impacto de las balas que vio en la fachada de una casa del barrio del puerto, lo que le hizo evocar las acciones anarquistas que empezaron a convulsionar la ciudad con la primera gran huelga general de 1902, y la de 1909. Y a continuación añadía un párrafo enigmático, como un borrón en la página: Allá también veo, bruscamente erguida sobre el mar, la adusta mole del Montjuich, con su famoso castillo, y comparece en mi recuerdo la imagen del infortunado y mediocre agitador a quien tan deplorable torpeza política dio universal aureola de mártir y consagraciones que ya se han perpetuado, por ahí fuera, en bronce de estatua. Me dirijo a lugar más apacible. (1251)
Así, como un mal recuerdo del que era preciso huir, evocó Rodó el sonado episodio de represión, sangre e incendios de la Semana Trágica (1909), la gran huelga que tuvo como la más fatal consecuencia el 18
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El abuelo de Rodó, nacido en Tarrasa, había tenido una fábrica textil y ostentó algún cargo público. Don José Rodó Janer, su padre, había emigrado a América en 1841, con 28 años, y después de unos meses en Cuba se estableció en Montevideo en 1842, como hicieron más tarde tres de sus hermanos. Los datos más precisos sobre los antecedentes familiares de Rodó se encuentran en el apéndice documental de Petit Muñoz. En 1911 ya había respondido a una consulta sobre la lengua catalana, declarando que, al ser medio de expresión de “una cultura literaria persistente y autónoma”, “el catalán es verdadera lengua o idioma, puesto que, como medio de cultura, tiene una tradición propia y mantenida en estos días por una literatura original e importante” (10111012). La nota fue publicada con el título “Sobre el catalán” en la revista puertorriqueña Ariel, Año I, nº 2, San José, 29 febrero 1915. En el contexto humorístico de la frase, el adjetivo “afeminado” equivaldría a “refinado”, opuesto a la tosca incultura uruguaya durante la guerra civil de 1904.
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fusilamiento del pedagogo racionalista Francisco Ferrer y Guardia, el fundador de la Escuela Moderna, y el de otros anarquistas, en un foso del castillo de Montjuich. Sospechoso y vigilado desde que en mayo de 1906 se le señalara como inductor del atentado contra el cortejo nupcial de Alfonso XIII, volvió a ser detenido el 1º de septiembre de 1909 como instigador de los incendios de iglesias durante la Semana Trágica. Con la presión del obispado fue juzgado en un consejo de guerra, que, sin escuchar a los testigos, lo condenó a muerte. El 13 de octubre tuvo lugar la ejecución. Mientras en España la censura y el fuerte control policial del gobierno de Maura impedían cualquier manifestación pública de solidaridad con el preso de Montjuich –salvo las iniciativas, censuradas, del socialista Pablo Iglesias y de intelectuales como Pérez Galdós, Gabriel Alomar y Joan Maragall–, en Europa se sucedieron los escritos, los manifiestos y las concentraciones multitudinarias allí donde era conocida la labor educadora de Ferrer o donde había llegado noticia sobre el injusto procedimiento. Kropotkin, Máximo Gorki, Anatole France y miles de intelectuales, no sólo anarquistas, firmaron protestas (véase Rama y Cappelletti; Carrasco; y Lorente). Las manifestaciones se sucedían en París, Marsella, Lieja, Bruselas (donde se le erigió la estatua que menciona Rodó), en Berlín, Londres y numerosas ciudades de Italia y Portugal. En Iberoamérica la repercusión de lo que se interpretó como un exceso más de la represión monárquica, aliada con el clero y el ejército, no fue menor. En Buenos Aires se concentraron 20,000 trabajadores de la Federación Obrera Regional Argentina, y en Montevideo las manifestaciones fueron multitudinarias, pues Ferrer y Guardia tenía numerosos lectores y simpatizantes, así como la amistad del poeta Ángel Falco, que organizó una colecta para contribuir a su defensa. Rodó, en su función de intelectual comprometido con las grandes causas internacionales, y repitiendo el gesto que había protagonizado en 1898 al adherirse al “Manifiesto de los intelectuales” contra el proceso a Dreyfus21, se sumó a las protestas contra el proceso a Ferrer. Redactó y firmó escritos, convocatorias, encabezó manifestaciones y también publicó el artículo “Sobre el fusilamiento de Francisco Ferrer” en Ideas y Figuras, el semanario dirigido por el escritor anarquista Alberto Ghiraldo en Buenos Aires (Octubre de 1909)22. Los días previos a la ejecución de Ferrer se organizaron actos públicos en solidaridad con el educador. Rodó, junto con destacados anar21 22
El texto de Rodó fue reproducido el 22 de marzo de 1898 en La Tribuna Popular y La Razón. Véase Penco en Cartas de José Enrique Rodó a Juan Francisco Piquet, 83. Este ilocalizable artículo, del que Rodríguez Monegal ofrece la referencia en su Bibliografía, no fue recogido por Rodó en ninguna recopilación, ni tampoco fue incluido en la edición de las Obras completas de Aguilar.
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quistas como Ángel Falco, Emilio Frugoni y Orsini Bertani, y con la feminista y libertaria española Belén de Sárraga, firmó una petición para que el presidente uruguayo Claudio Williman intercediera por Ferrer ante Alfonso XIII. El texto era el siguiente: Los abajo firmantes consideran excesiva la severidad con que se juzga la persona de Francisco Ferrer como consecuencia de los acontecimientos ocurridos en Barcelona. En todo el mundo civilizado y entre las personalidades más relevantes por su cultura intelectual y posición social se ha levantado como una sola voz el pedido de justicia para el hombre fuerte y animoso que de buena fe ha combatido por ideales, no solamente suyos, sino de la inmensa mayoría humana. (Muñoz: 36)
Cuando se produjo el inevitable fusilamiento, varias fuerzas políticas, así como intelectuales de distinto signo, convocaron otra concentración el 17 de octubre. Firmaban la convocatoria José Enrique Rodó, Emilio Frugoni, Alberto Zum Felde, Juan Paullier, Domingo Arena y Ángel Falco. Miles de asistentes, flanqueados por la policía, formaron una impresionante manifestación donde se desató la violencia cuando un nutrido grupo quiso avanzar hacia la Embajada de España. Que el mesurado maestro de Ariel se encontrara firmando y encabezando estas manifestaciones públicas contra la Madre Patria no pasó desapercibido a la prensa española, y así, dos años después, cuando los socialistas y la izquierda republicana del parlamento español pedían la revisión de las leyes del Código Militar a las que se atuvo el proceso contra Ferrer, Azorín asociaba el discurso del diputado Melquíades Álvarez en el Parlamento con la influencia de la “chusma internacionalista” y con su “odio inveterado” a España; y más adelante reducía el valor de las protestas internacionales de 1909 aduciendo que sólo pocos hombres “cultos y discretos” habían protestado por la ejecución de Ferrer: “En Francia, Anatole France y Maeterlinck; en Inglaterra, Cunninghame Graham; en Montevideo, José Enrique Rodó. […] En cuanto á Rodó, tan querido de nuestros literatos, tan ensalzado por la crítica española, ¿tornaría hoy a ponerse al frente de una manifestación contra España y a pronunciar absurdos y violentos discursos?” (Azorín: 4). A los defensores de Ferrer, “un hombre menos que mediocre, nulo, obtuso, perverso, corrompido”, oponía Azorín la opinión de otros intelectuales independientes como Unamuno, de quien citaba algunas de sus duras frases contra Ferrer tomadas de su artículo de 1909 en La Nación: “Ferrer –escribe Unamuno– de quien se quiere hacer un héroe o un sabio, era un pobre ácrata fanático, de una mentalidad menos que mediocre” (Azorín: 4). Si releemos la anotación de Rodó en su crónica catalana, sus borrosas evocaciones cobran sentido. Pero ¿simpatizaba el autor de Liberalismo y jacobinismo con el ateo radical Ferrer y Guardia?, ¿era un anarquista 444
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disfrazado de liberal? Podríamos pensar que su amigo Barrett, que también escribió su indignada “Lápida” para un Ferrer convertido en héroe y mártir, consiguió atraerlo a sus filas; o que Anatole France, al que Rodó había agasajado en Montevideo en esas fechas, lo había ganado para su causa23, pero Rodó explicó sus razones al narrador ecuatoriano Alejandro Andrade Coello en una carta escrita tres meses después de los hechos: “…he encabezado, en mi país, protestas por ese hecho injustificable; sólo que en cuanto a los méritos y condiciones personales de aquel infortunado, no me considero aún en aptitud de juzgar en pleno conocimiento. Bastan para mi protesta el carácter y la forma de su condenación” (1451)24. En el citado párrafo de 1916, con sentimientos ambivalentes, Rodó introduce junto al adjetivo “infortunado” el de “mediocre”, utilizado por Unamuno para descalificar a Ferrer, pero no dejaba de recordar “aquella deplorable torpeza” de las milicias de Maura, que lo habían convertido en un mártir.
Joaquín Torres García y Rodó. El Sur en el Norte En el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional de Montevideo se encuentran, entre la correspondencia dirigida a Rodó, tres olvidadas cartas del artista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949), quien, como Rodó, tenía ascendencia catalana25. Aunque desde la primera de estas cartas, con fecha del 1º de diciembre de 1915, el pintor le había manifestado a Rodó sus vivos deseos de establecer un contacto, el esperado encuentro no se produjo, y podemos averiguar sus causas en la autobiografía que el mismo artista redactó en tercera persona años más tarde, cuando finalmente, después de varios intentos frustrados de regresar al Uruguay, pudo hacerlo en 1934: Escribió [Torres-García] a Rodó y éste le contestó inmediatamente y ya se estableció correspondencia. Tampoco le aconsejó que volviese a su tierra pero, como Rodó debía ir a Europa y justamente pasaría por Barcelona, le dijo que ya hablarían del asunto. Además, Rodó quería visitar la tierra de sus antepasados, la ciudad de Tarrasa, (que era donde, en su casa de “Mon 23
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Anatole France era el presidente de honor de la Liga Internacional para la Educación Racional de la Infancia, fundada en Bélgica por el educador catalán tres años antes; se había manifestado contra el proceso contra Ferrer por regicidio en 1906, y después de su fusilamiento había escrito la carta que se leyó en la sesión celebrada en la Sala Des Societés Savantes el 11 de sept de 1909, donde declaraba: “Todo el mundo lo sabe: el crimen de Ferrer consiste en haber fundado escuelas. Si lo condenan será por esto” (cit. en Cuesta Escudero: 94). Carta fechada en Montevideo, 21-I-1910. Las cartas de Torres-García fueron publicadas en la edición Joaquín Torres-García, 77-83. Agradezco a la investigadora Pilar García Sedas su orientación y su gentileza al cederme copias de estos documentos.
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Repós”, vivía Torres-García con su familia) y que mayormente así le vería. Pero todo esto fue desbaratado por el entonces cónsul general en España, pues se dio maña para que estos dos hombres no se viesen y Rodó siguió para Italia sin ver a Torres. Y de allí le escribió, que en regresando le vería, pero ya no volvió más… (Torres García: 149)
El pintor había iniciado sus estudios de Bellas Artes en Barcelona, donde iba a desarrollar su primera etapa novecentista, antes de su participación en la vanguardia internacional y de su regreso al Uruguay para desarrollar allí su universalismo constructivo y poner en marcha su célebre Taller. En su evolución de aprendiz a maestro, el joven pintor había aportado al nocentisme sus vidrieras para la obra de Gaudí y también había pintado los frescos del pabellón del Uruguay en la Exposición Universal de Bruselas. Apoyado por Eugenio D’Ors, se había convertido en uno de los artífices del nuevo catalanismo, realizando vitrales y frescos para la sede de la Diputació Provincial de Barcelona y otros edificios públicos. Cuando le escribió a Rodó a finales de 1915, el prestigio que había alcanzado empezaba a decrecer: D’Ors se había distanciado del pintor a raíz de la publicación de sus artículos sobre un nuevo clasicismo de inspiración mediterránea, recogidos en Notes sobre Art (1913) y, si a esto se suma la quiebra de la escuela donde impartía clases y la disminución de los encargos para espacios públicos y el crecimiento de su familia, puede comprenderse que Torres pensara en su regreso al Uruguay y que recurriera a la influencia de Rodó. En las relaciones epistolares de Rodó, esta carta tiene un valor excepcional, ya que a los estudiosos de su obra nos habla de un aspecto poco conocido: la influencia o confluencia de Ariel con la plástica catalana, y particularmente con la obra de un artista que le declaraba su total coincidencia con los valores del clasicismo mediterráneo arielista en oposición a las culturas del Norte. En sus apretadas páginas el artista se presentaba y refería a Rodó el conocimiento tardío de sus obras, y su preferencia por Ariel, … superior por el fondo y el fin que se propone, y, sobre todo, –y esto es lo que decide mi preferencia a los otros– responde mucho más, y hasta de una manera que llega a maravillar, a algo que impalpable flota también en el espíritu de la gente nueva de aquí. Añada que desde ya hace quince años, vengo trabajando casi en un sentido idéntico, aunque no en el terreno de la literatura, sino en el del arte, porque soy pintor. […] Porque precisamente, – siempre en el terreno del arte– la defensa de la cultura latina o greco-latina con la que debe entroncar nuestro arte, opuesto radicalmente al de los países del norte, ha sido el tema sobre [el] que he insistido durante mucho tiempo, y fruto de él, una nueva orientación en la pintura de aquí –Cataluña–.26 26
Esta transcripción, realizada a partir de la carta original (Donación Rodó, Biblioteca Nacional de Uruguay, sgn. 31967), difiere en algunos detalles de la versión publicada
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José Enrique Rodó en “la España niña”
Torres le contaba a Rodó que, a fuerza de trabajo, había conquistado reconocimiento y un lugar honroso en la cultura catalana, pero que tenía el proyecto de canalizar su labor hacia su patria para “ser útil a mi tierra”. En las siguientes cartas (15 de marzo y 1º de junio de 1916), al tiempo que seguía desgranando los motivos de su admiración hacia Ariel, relataba algunos hechos de gran interés para percibir la dignidad de estos dos uruguayos respecto a la cultura oficial del país, sobre su “quijotismo”, sobre su gran afinidad en lo estético y en lo ético, sobre los inicios de un intercambio y colaboración que la muerte de Rodó truncó. Pero el pintor, que había cifrado sus esperanzas en el apoyo de Rodó, iba tomando conciencia de que su ayuda para propiciar su regreso al Uruguay o para conseguirle un nombramiento como tutor de los becarios de artes plásticas que cursaran estudios en Europa era imposible. Se deduce de estas cartas, que Rodó le había hablado de su oposición al gobierno de Batlle y Ordóñez y de su consiguiente pérdida de influencia. Al no disponer de las cartas de Rodó, debemos leer sus respuestas al trasluz de las cartas de Torres-García, y por ahora nos quedamos sin saber qué opinión pudo tener Rodó sobre la obra del pintor, del mismo modo que queda por analizar hasta qué punto la influencia de Ariel puede seguir desvelándose en los escritos sobre arte de Torres-García y en su propia pintura. Sí podemos suponer que, aunque Rodó no citó al pintor en sus crónicas catalanas, sí pudo admirar su mural clasicista La Edad de Oro de la Humanidad (1915) en el Salón de San Jorge, y tal vez percibió cómo se filtraba la luz estival de Barcelona a través de las vidrieras de la Generalitat y de otros frescos de Torres García, imágenes con un sentido “arielista” del catalanismo cultural auspiciado por Prat de la Riba. Quizás pensara en la obra de su compatriota cuando elogiaba “la producción independiente y noble de un grupo de artistas y escritores, que a la hora actual, hay que contar, sobre toda duda, entre los más fuertes de España”; una producción, añadía Rodó, movida por “el anhelo de la originalidad, la aspiración a producir algo propio” (1253). Si Rodó hubiera vuelto a Barcelona, tal vez no hubiera comprendido el giro estético que se estaba operando en la obra del pintor, y quizás hubiera visto su itinerario hacia el constructivismo con el mismo estupor con que contempló las obras de Gaudí en la Sagrada Familia: “ultramodernismo plástico”, como el que ya empezaba a verse también en las Galerías Dalmau, con sus pintores cubistas y con la presencia del dadaísta Picabia. Pero, las conjeturas sobre el anunciado regreso de Rodó a en 1974. En Notes sobre Art (1913) Torres-García había declarado que todo arte debía guardar relación con una tradición cultural, y proponía la de los pueblos mediterráneos para elaborar un clasicismo catalán nuevo y diferenciado del arte de las “tierras neblinosas” del norte. Véase “La orientación conveniente de nuestro arte”, Notes sobre Art (1913), en Sureda: 266.
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Barcelona no deben hacernos olvidar que el pensador que también sintió en Europa que su Norte era el Sur, como lo expresó Torres-García, “ya no volvió más”.
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Carlos Reyles Del decadentismo parisino al embrujo de Sevilla Fernando AÍNSA UNESCO
Un adolescente hijo de un rico estanciero uruguayo, Carlos Genaro Reyles, propietario de las estancias “Bella Vista” en Tacuarembó, “El Paraíso” y “La Carolina” en Durazno, se viste con un traje de luces y salta a un improvisado ruedo. Con gesto enérgico y seguro realiza pases ante un grupo atónito de vecinos, peones del establecimiento paterno, familiares y amigos. Se llama Carlos Reyles y siente desde pequeño una fuerte atracción por España, su música, sus letras y ese arte del toreo que todavía se practica en Uruguay. En esos años –últimas décadas del siglo XIX– bailadores y cantaores de flamenco y los mejores lidiadores de la península realizan giras rioplatenses y torean en la plaza de la Unión de Montevideo. Uruguay es “todavía un planeta de la galaxia del toro”1 y el joven estanciero asiste domingo a domingo a los espectáculos, se exhibe con los toreros en el palco reservado de la plaza y en las ruedas de café montevideanas. Aprende el arte de la lidia con el famoso “El Regaterín”. Años más tarde escribirá en “Resonancias de Sevilla”: “En Montevideo, el trato asiduo e íntimo con la torería me había iniciado en los arcanos de la tauromaquia y el canto, manantial sonoro al que, despojándose de la pueril imitación de lo extranjero e intruso, han ido a beber el agua viva Albéniz, Falla, Granados, Turina, Nin…” (Reyles, 1936: 153). El joven estanciero, de madre de ascendencia andaluza, abandona poco a poco sus estudios en el Instituto Hispano Uruguayo para desesperación paterna y vive en un alocado jolgorio entre muchachas de pueblo y atildadas señoritas de la ciudad. Admira a Don Juan, el “burlador de Sevilla”, a quién consagrará años más tarde un ensayo clave de su obra: 1
Fernando Iwasaki recuerda en “Carlos Reyles, hechizado y maldecido” las giras del cantaor Silverio Franconetti de picador en Uruguay y en las milongas aflamencadas de Pepa de Oro, y está convencido de que esos mundos fascinaban a Carlos Reyles mucho antes de instalarse en Sevilla a comienzos del siglo XX.
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“Don Juan. Materia literaria y esencia donjuanesca” (1936: 79-109), pero comprende también que el rigor del trabajo levanta fortunas, que la energía y voluntad, la fuerza y el poder gobiernan el mundo. Esta será la filosofía que plasmará en los abigarrados textos Ideología de la fuerza y La metafísica del oro reunidos en La muerte del cisne (1910). En resumen: el oro representa la fuerza y el campo es el alambique en el que se funde y donde se afirma su poder, esa “voluntad de potencia” de raíz “nietszcheana” que convierte en lema de su vida. Lo comprenderá y tratará de llevarlo a la práctica en la gestión de sus estancias: “Cuanto existe en el cielo y la tierra es una conquista […] La opresión de la fuerza triunfante sobre la fuerza vencida”, afirmará para concluir: “Ser es luchar; vivir es vencer”. Un pensamiento que lo proyecta como la “antípoda intelectual” del Ariel (1900) de José Enrique Rodó, a la sazón en boga.
El enamorado de Sevilla Carlos Reyles –nacido el 30 de octubre de 1868– ha perdido a su madre y a dos hermanos de pequeño. Su padre es un hacendado y filántropo que le inculca el principio de mejorar el campo y las razas de ganado, lo lleva a rodeos y yerras, preparándolo para ser un futuro patrón y “pionero”. Ese “cristiano bárbaro pa’ el trabajo y pa’ gastar serros de esterlinas en toros, carneros, garañones” –según lo define un personaje de la novela que escribe su propio hijo– ha acumulado con esfuerzo una fortuna que tendrá un único heredero. Lo redacta en un complejo testamento con albaceas, curadores y tutores que, por desgracia, se hace efectivo cuando Carlos todavía es menor de edad. Su padre fallece la noche del 5 de mayo de 1886 en que el hijo anda por locales nocturnos de Montevideo. Tardan en localizarlo. Rápidamente se hace cargo de la situación. Nada debe estorbarlo. Solo los tutores que le impiden disponer libremente de su herencia. Litiga, alega y reclama la habilitación de edad. Como señalan sus biógrafos: “Reyles no fue un niño mimado ni un adolescente romántico. De temprano supo que debía marchar con los ojos vigilando su propio destino. Las inmensas extensiones que aprendió a recorrer, siempre con el cogote tieso, le dieron la seguridad de sus preferencias.” (Llambías: 1976). Tiene ya algo del mozo de “tronío” y del aristócrata, del majo y del señorito que exhibirá dilapidando su fortuna en los salones del modernismo decadentista parisino y luego en Sevilla. La sociedad montevideana, entretanto, lo observa y las señoritas casamenteras ven en el rico heredero un excelente partido, mientras Reyles tiene aventuras y sonados episodios galantes. Sin embargo, una noche asiste a una zarzuela de un conjunto español en gira por Sudamérica. La tiple Antonia Hierro lo deslumbra y al finali452
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zar el primer acto va al camerino y la solicita en matrimonio con el mismo apasionado ímpetu con que decide todo lo que hace en su vida. El escándalo estremece a la pacata sociedad montevideana, mientras pasea por las calles céntricas del brazo de la cantante de modales finos y mundanos, preparando una boda rumbosa. Todos se oponen y esperan que éste sea un capricho más de su corazón voluble. El día de la boda –el 21 de junio de 1887– una multitud expectante colma las aceras frente a las puertas de la iglesia. Casado, adquiere así la anhelada mayoría de edad, liquida parte de sus bienes, otorga poderes y se va a España en 1891 con su flamante esposa. En Sevilla “descubre lo que amaba sin haber visto”, como señala su mejor biógrafa, Josefina Lerena Acevedo de Blixen: “No es por esto un viajero más que, con ojos sonámbulos ve sólo formas y apariencias. Ha llegado a Sevilla a sentir, y la amará desde entonces como no la ha amado nunca ningún sevillano. Admira la ciudad como poeta, viendo las cosas por dentro y viendo también lo que ya no existe, y así descubre y rehace, y sueña a Sevilla, más que la ve.” (Lerena: 44) Reyles queda fascinado por esa ciudad que califica de “los círculos mágicos” y a la que “estaba destinado a encontrarse”. Intenta no ser un mero turista, alguien que únicamente se divierte en tablados donde asiste, bebiendo y en compañía de mujeres alegres, a fiestas de cante y baile flamenco. Trata de desentrañar el sentido oculto, el misterio del lenguaje de las formas populares y cree comprender que: “El toreo y su ambiente, el cante jondo y su atmósfera, el baile flamenco y su paisaje, la devoción y su dardo místico, la saeta, símbolo del sentimiento religioso, son manifestaciones máximas aunque recónditas y humildes, de un estilo de vida personalísima, los cuatro puntos cardinales de la sensibilidad autóctona de un pueblo.” (Reyles, 1936: 147) La ciudad se le ofrece como un espectáculo: la Giralda, la Torre del Oro, los Alcázares, los jardines de Murillo y los de María Luisa. Frecuenta el café El Burrero, escucha a el Canario, el Breva, la Trini y la Serreta y descubre que los que cantan, bailan y torean y parecen vivir “entre la juerga y la tragedia” eran la palpitación espontánea y patética de una ciudad de profundos valores espirituales. Entretanto Reyles toma apuntes, registra modismos y se empapa de una atmósfera que refleja en un primer cuento, publicado años después, Un capricho de Goya (1901), motivo inicial de El embrujo de Sevilla (1922), la que será la más difundida de sus novelas fuera del Uruguay. Como dirá Paco, su protagonista, Sevilla es “tierra rica y pobre; tierra alegre y tierra triste; tierra de hechizos incomparables y de realidades sórdidas”.
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El decadentista afrancesado Sin embargo, antes de ser el popular autor de El embrujo de Sevilla y de las novelas que lo inscriben en un realismo de moderna raigambre gauchesca –La raza de Caín (1900), El Terruño (1916) y El gaucho Florido (1932)– Reyles sufre la influencia del decadentismo francés y publica tres novelas cortas –Primitivo (1896), El extraño (1897) y El sueño de Rapiña (1898), reunidas luego en Academias– que lo convierten en uno de los principales exponentes del modernismo finisecular hispanoamericano. Julio Guzmán, el protagonista de El Extraño, pertenece a la estirpe de refinados, extraños y detraqués, que encarna el duque Jean Floressas des Esseintes, personaje central de la novela À rebours (1884) de Joris-Karl Huysmans, máximo exponente del decadentismo: ese duque que se encierra en una casa de provincia para intentar sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Como Tulio Arcos, protagonista de Sangre patricia (1902) de Manuel Díaz Rodríguez, Reyles parece creer “al igual que casi todos los artistas modernos” que deben volverse “los ojos a París, como a la única digna de conceder… el bautismo de la gloria”, porque “si París no le otorga derecho de ciudad, el mayor de los genios puede pasar desconocido […] Al contrario,… apadrinadas de París, la medianía y la misma nulidad ponen bajo su yugo al universo” (Díaz Rodríguez: 199). Reyles presenta en Madrid su proyecto de Academias como un estudio de “caracteres y pasiones” que refleje la nueva sensibilidad de “fin de siglo”, aborde temas universales, lejos de localismos y con un estilo que multiplique “sensaciones de fondo y forma” con “bellezas nuevas”, lejos de la narrativa de evasión y cerca de un estudio que analice y estudie los cambios de la época. Su concepto de la “novela moderna” es ajeno a toda trascendencia o moral tradicional y su estilo deliberadamente afrancesado2. De estricta contemporaneidad con Los raros (1896) y Prosas profanas (1896) de Rubén Darío, el joven y entonces casi desconocido Rodó lo saluda con entusiasmo y le consagra un ensayo en La vida nueva (1897) donde destaca que “las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu, y de que la patria espiritual no es el terruño” (Rodó: 154). Por el contrario, Juan Valera, en el apogeo de su autoridad crítica, considera que Reyles ha sucumbido en forma premeditada a una moda 2
Dice textualmente Reyles en el Prólogo a las Academias: “Me propongo escribir bajo el título de Academias una serie de novelas cortas, a modo de tanteos o ensayos de arte, de un arte que no sea indiferente a los estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad fin de siglo, refinada y complejísima, que transmita el eco de las angustias y dolores innombrables que experimentan las almas atormentadas de nuestra época, y esté pronto a escuchar hasta los más débiles latidos del corazón moderno, tan enfermo y gastado. En sustancia: un fruto de la estación” (Academias, 11).
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literaria “detestable y perversa”, pero, sobre todo, “pesimista, fatalista, materialista y atea”, ya que “pinta monstruosidades y anomalías enfermizas, posibles, aunque raras, por dicha, en la naturaleza humana”. Alzándose contra los “insufribles galicismos” que pueblan El extraño, Valera sentencia: “El autor, en mi opinión, aspira a que admiremos a su héroe: pero sólo logra que nos parezca insufrible, degollante y apestoso”. Leopoldo Alas “Clarín” comparte este juicio. A sus veintinueve años Reyles, ese “Jardinero de las Flores del mal” –como lo califica Alberto Zum Felde– reacciona con apasionamiento en las páginas de El Liberal de Madrid el 21 de septiembre de 1897. Pese a ello, Valera en su réplica lo tilda con tono paternalista de “cortés y lisonjero” y le recuerda que: En literatura no hay modas de París, como en trajes y adornos de señoras, y tampoco hay progreso en literatura como en química, cirugía ó mecánica, aplicada a la industria. Por consiguiente, quien entiende que hay tales modas y tales progresos, escribe mucho peor que si entendiese lo contrario, corta las alas de su ingenio en vez de alargarlas y darles fuerzas, pierde parte de su originalidad, cuando no la pierde toda y se expone a caer en lo falso, en lo amanerado y en lo extravagante. (Valera: 918-921)
Tal vez recapacitando sobre este consejo, Carlos Reyles reacciona y publica tres años después, La Raza de Caín. Purgándose de la intoxicación literaria de lo decadente y del “mal del siglo” que lo había sugestionado, realiza un cambio radical de estilo que lo acerca a su mundo real: el campo uruguayo en cuya modernización se empeña. Algo de esto había hecho Reyles anteriormente en Beba y sobre todo en el geórgico El Terruño, donde el protagonista Tóeles, que se consagra al fin a la vida campestre, es en parte autobiográfico, recordando las tentativas de crianza pecuaria del autor, en las que va gastando sin embargo la herencia paterna. Desde ese momento y a lo largo de su vida de gentlemanfarmer Reyles se reparte entre largas estadías de placer, vida rumbosa y despilfarro en Europa, y temporadas de intenso trabajo rural en sus establecimientos ganaderos de Uruguay y Argentina.
Un majo de frac pintado por Zuloaga París primero. Instalado en 1905 con su familia en una lujosa residencia frecuenta los salones de la Belle Époque de Ana de Noailles, la Baronesa Rotschild, la Condesa de Greffuble y los círculos de Maurice Barres y Edmond Rostand. París era el centro cosmopolita de la civilización –recuerda Zum Felde– “el emporio de la cultura occidental, el gran bazar mundial de antigüedades y novedades, el gran circo de la vida contemporánea, el crisol donde todas las corrientes se refundían en un producto único, al que sazonaba el esprit francés […] A París le llevaba su lucida curiosidad mental y sus hábitos de hombre civilizado y mo455
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derno” (1938). Con ironía, anotará Luis Alberto Sánchez que Reyles se comportará con “el escepticismo jubiloso y aristocrático de todos los modernistas”, es decir como un “meteco” que “iba a contemplar de lejos las celebridades parisienses”, aunque disfrutara de “la sonrisa de la Bella Otero”. Pero es España la que nuevamente lo atrae y la fuerza gravitatoria de Sevilla la que lo hace volver para redactar –durante un año y medio– una primera versión de El embrujo de Sevilla que tiene más de mil páginas. Toma notas, busca modelos vivos, capta el lenguaje de la calle. Habla con todos. Frecuenta lugares típicos y se pasa las horas en el café de Silverio observando su entorno. Mientras recorre callejas se jacta de usar una especie de “Kodak de viajero cargado de placas sensibles” con la que capta paisajes, perspectivas filosóficas y actitudes humanas. Placas – decía– que después revelaba y fijaba para documentar o confirmar hechos e ideas en las diversas culturas, “desde la escuela de Jonia” a la catedral de Toledo o las Etimologías de Isidoro de Sevilla (Guillot: 48). En ese período Reyles se vincula con los pintores Ignacio Zuloaga (que le pinta un retrato de cuerpo entero vestido de frac) y Julio Romero de Torres, cuyos rasgos, opiniones y estilos refundirá en el pintor Cuenca de su novela. En sus recuerdos testimonia que “el ínclito pintor vasco que comprende, como nadie, quizás en España, el lenguaje del tablao, me dijo una vez: –Yo pinto soleares y seguiriyas– y decía verdad”. Lo mismo dirá Cuenca de su pintura: “En aquellas telas semejantes por lo caótico y dramático de la composición, a las aguafuertes de Goya, predominaban los blancos cadavéricos de Zurbarán, los negros sordos de Velázquez, los rojos vinosos de Ribera, los amarillos lívidos y las tintas violáceas del Greco” (Reyles, 1944: 97). Reyles se mueve con soltura en los círculos de la intelectualidad española. Un par de años antes, Emilio Castelar ha elogiado públicamente su relato Un capricho de Goya, germen de El embrujo. En su larga estadía sevillana conoce a Baroja y Azorín. Admira a Federico García Lorca cuyo Romancero gitano “lee y relee” (Guillot: 31), mientras se adentra en el Siglo de Oro con Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Quevedo y Baltasar Gracián. Admira a Miguel de Unamuno y su El sentimiento trágico de la vida. En un Cuaderno azul colecciona aforismos sobre la fuerza, la lucha y lo que llama la “gravitación sobre sí mismo”, textos que preconizan la excelencia de la energía, la fecundidad de los antagonismos en pugna y la primacía de la contienda. Entre ellos, una sentencia de Gracián: “No hay cosa que no tenga su contrario con quien pelee, ya con victoria, ya con rendimiento… todo este universo se compone de contrarios y se concierta de desconciertos”. Enmarca en rojo unos versos de Fray Luis de León: “Con rigor enemigo/ Todas las cosas entre sí pelean”. Al pie de una página se aconseja a sí mismo: “Releer, 456
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revisar, estudiar incansablemente las obras maestras de los inmortales clásicos castellanos” (Guillot: 54). Al mismo tiempo pasa desapercibido en los barrios populares que recorre incansable, muchas veces en compañía de toreros famosos como Belmonte, Rafael Gallo, Bombita y Joselito, ya que “en su misma persona física, seca, nerviosa, morena, hubo siempre algo de marcadamente torero y gitano; tal vez por efecto atávico, ya que su madre era de cepa andaluza”. Por otra parte, como escribe Álvaro Guillot Muñoz en La Cruz del Sur este “majo de frac” tiene: “El rostro enjuto, el ademán displicente, la mirada tajante como hoja toledana, la osatura y el busto romano, la elevación castellana de la ceja derecha, los labios apenas hilvanados, su empaque de ave solitaria, tal como lo estampó Zuloaga” (en Guillot: 21). De ese período se dice que Carlos Reyles es “pequeño, magro, distinguido, señoril en todo, aristocrático, brillante, rumboso, con mucho de español y algo de criollo, orgulloso, seco a pesar de la violencia de sus pasiones –que tal vez fueran muchas veces más que pasiones, caprichos– y se mantiene aparte en medio de todos, probablemente porque nunca puede dejar de presidir y de disponer un poco de las cosas” (Lerena: 36).
España, salvación de Europa El estallido de la primera guerra mundial lo afecta. En ese momento, Reyles percibe la progresiva decadencia de Francia y la pérdida de su influencia en las ideas y las letras. Y vuelve a mirar hacia España. Se identifica con la Generación del 98 y sus seguidores, especialmente Ortega y Gasset, por su indagación en lo nacional. Considera que España tiene todavía energías vitales capaces de salvar a Europa de la decadencia que la amenaza. En sus Diálogos Olímpicos (1918) sitúa a la Ilusión vital en España –como había hecho en “La flor latina”, tercer ensayo de La muerte del cisne (1910)– única nación que encarna la esperanza de la continuidad del latinismo. Gracias a su casticismo puede sostener los ideales latinos frente a los anglosajones y germanos que amenazan adueñarse del mundo. Cuando –años después– en 1929, Reyles representará al Uruguay en la Exposición Iberoamericana de Sevilla volverá a esta idea central de su pensamiento. Se autocalificará de “Embajador espiritual” y dirá en su discurso oficial: El cuño español es un cuño inconfundible, que habla de conquistas, predominio, instinto de soberanía, y parejamente de honor, caballerosidad, estoicismo, espíritu, corazón, alma… Palabras tónicas, palabras dinámicas, elixires de España pide a gritos el momento presente para vivificar los valores mecanizados de una civilización maravillosa, como nunca vio el mundo, pero que va perdiendo el contorno anímico y amenaza caer en lo desarticulado e informe. (en Lerena: 44) 457
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El embrujo de Sevilla recoge esas preocupaciones. La novela se escenifica en el año clave de1898, en el momento de la derrota española en Cuba y desde sus primeras páginas la interrelación entre los personajes y las tesis de Reyles se evidencian. Cuando el torero Paco sale al redondel, Don Gaspar del Busto, abogado de la Empresa torera de Madrid, exclama: “No cabe más frescura. Este chico se me antoja el valor de la mismísima España de Carlos V y de los Conquistadores ante el peligro y la muerte” (Reyles, 1944: 136). Tanto don Gaspar como el pintor Cuenca hacen comentarios sobre Paco y se interrogan sobre la manera de encauzar la energía y el entusiasmo que demuestra en proyectos para devolver a España su pasada grandeza. En el ruedo reviven “las energías y las virtudes de nuestro heroico pasado: todo aquello que nos hizo grandes y fuertes” (Reyles, 1944: 128). La corrida culmina con entusiastas vivas a España, “la inganable”, “la bien plantada del mundo” (1944: 135). Cuenca habla de Platón, Séneca “el cordobés”, Santa Teresa, Kant y Hegel que le “mantienen en perpetua ebullición cerebral”, no muy lejos de las preocupaciones del propio Reyles, para exclamar finalmente que el torero se planta delante del astado como “don Juan delante del Comendador”. En el delirio final grita: “¡Don Juan ha resucitado!”, mientras los admiradores más entusiastas se arrojan a la arena y corren hacia el matador para levantarlo en hombros. (1944: 138). El embrujo de Sevilla tiene un ritmo que no han tenido las novelas anteriores de Reyles. Sus diálogos ágiles y chispeantes; sus descripciones pictóricas reflejan vida múltiple de la ciudad cuya vitalidad: “Es carne y espíritu; corazón y cerebro; sensibilidad y pensamiento. Esa esencia misteriosa y subyugante está expresada en su nombre. El embrujo de Sevilla, no significa solamente que Sevilla embruja a los que caen en sus círculos mágicos; por el contrario, ella misma está embrujada y por eso se entrega como una mujer enamorada…” (Menafra: 203). En “Repetidas veces me he preguntado –confesaría Reyles en Incitaciones– si era yo, en realidad, el autor de esa obra, y siempre una vocecita algo burlona y aceda me respondía: ‘No, quién la dictó fue la misma Sevilla’” (1936: 203). Sevilla es –en efecto– la verdadera protagonista, y la trama y la vida de los personajes sirven sencillamente para sacar a luz sus rasgos de sensualidad bárbara, gracia morisca, sal gitana, y el concepto del machismo ejemplificado en la corrida de toros. Reyles les da tal aliento de vida real a estos aspectos porque encontró la atmósfera y la esencia de la ciudad totalmente acordes con su propio temperamento, porque ambas ejercieron gran hechizo sobre él, aunque le preocupa no escribir “postales”. Por eso su personaje el pintor Cuenca huye de modas, de lo accesorio, de lo contingente, y busca lo sintético del arte y de la tradición. Del individuo le interesa “lo típico”, lo que llama “drama y enigma de cada alma; de las formas, el espíritu”. Esta misma preocupación por huir del “cromo” la transmite la bailarina Pura cuando le dice: 458
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Por primera vez contemplo un cuadro flamenco pintado que no parezca un cromo. Los otros pintores de escenas andaluzas mojan los pinceles en agua; usted, maestro pintor, en vino; en Jerez unas veces, en Valdepeñas otras: vino blanco y vino tinto, vino siempre; aunque aplicado ligeramente, oro y sangre; cuando espeso, la bandera española: huevo con tomates…en la sartén negra. (1944: 187)
Sin embargo, es evidente que, pese a sus esfuerzos, la acusación de estereotipado y “pintoresco” persiguió a Reyles durante décadas. Mario Benedetti sería el más radical: Si bien ensayó dejar cuidadosamente a un lado la Andalucía de pandereta que solía contrariar a la Pura, el panderetismo –como representación de la parte más burda de lo sevillano– se ha colado igual en su interpretación del misterio andaluz. La Andalucía de Reyles mete mucho ruido, tanto como debe parecerle a un extranjero más que a un sevillano. (Benedetti: 64)
En forma más matizada, Alberto Zum Felde le reconoce una honda compenetración y caracterización, “consustanciación” que le parece extraña en un escritor americano, si no se tuviera en cuenta la idiosincrasia temperamental de Reyles. Considera que Sevilla era la copa donde Reyles gustaba el más profundo sabor de la vida, un sabor más esencial, más ancestral; era allí donde su más íntima sustancia sentía la caricia más honda y salvaje de la sangre. Este erotismo estético realista, halló su punto máximo de condensación en su pasión por esa ciudad dionisíaca. Sin embargo, el crítico uruguayo añade: Es probable que la Sevilla trágica de Reyles no sea toda Sevilla, sino una parte de ella; y que exista también una Sevilla muy racional, civilizada y progresista, enemiga de gitanos, toreros y cante-jondo [sic], partidaria de la mecánica, del sufragio femenino y del foot-ball. Y es seguro además que, ni toda España es la del Embrujo, ni siquiera toda Andalucía, pues que Granada y Córdoba ya tienen un matiz más serio y más suave. (Zum Felde, Proceso intelectual…: 144)
La moda española Pese a todo, el éxito de El embrujo de Sevilla es inmediato. La moda “española” que practican simultáneamente el chileno Augusto D’Halmar con La pasión y muerte del cura Deusto (1920), también escenificada en Sevilla, y Enrique Larreta con La gloria de Don Ramiro (1908) y Zogoibi (1926), atrajeron un público admirador de “la hispanidad lujosa y popular de Andalucía y la respetabilidad adinerada de nuestros ambientes agropecuarios”, como afirma, entre irónico y escéptico, Carlos Martínez Moreno. El escritor y estudioso de la obra y personalidad del autor de El embrujo añade que “Cuenca, Pura, Paco, El Pitoche, son simples ilustraciones de una miscelánea andaluza. Aunque Reyles quiso escribir otra 459
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cosa que una visión de la España de pandereta; se quedó entre el turismo artístico y el tremendismo interpretativo” (Martínez, 1968a)3. Es interesante observar que mientras sus compatriotas uruguayos levantan objeciones a su visión de Sevilla y la tildan de artificial, la capital andaluza, su pueblo, sus autoridades y buena parte de España, lo saluda y homenajea. Se lo tiene por el más sevillano de los andaluces y el alcalde, al nombrarlo en 1929 “hijo adoptivo e ilustre” de la ciudad, asegura: “Si en una balanza se pusiera lo que Reyles honró a Sevilla y lo que esta ciudad se honra al nombrarlo hijo adoptivo, seguramente pesaría más lo primero, pues Reyles supo mostrarnos con belleza literaria sin igual, el espíritu de nuestra ciudad” (en Lerena: 133). Esta intensa relación culmina al ser designado Presidente de la Comisión uruguaya en la Exposición Iberoamericana de 1929. Su intervención el día 18 de octubre en que se celebra el día del Uruguay4, “Resonancias de Sevilla”, es clave para comprender lo que llama “los órganos estéticos de la ciudad bruja”. El texto ampliado lo recoge en Incitaciones (1936). Allí recuerda que Waldo Frank, también desentrañó en España Virgen (1929) los valores espirituales del arte popular andaluz –cante jondo, baile flamenco y el toreo– para considerarlo “cosa grave y trascendente”. Insiste en esas páginas justificativas de su búsqueda del “carozo y del tuétano” del arte del canto y el baile en los que más allá de la apariencia frívola o tosca, todo cobra un profundo sentido: “Desaparece el tópico superficial, el cromo baladí y aparecen el óleo zuloaguesco y el agua fuerte goyesca. Se desvanece lo nimio y anecdótico y surge lo sustantivo. Lo desmañado, al parecer, se trueca en estilo; lo adjetivo, en categoría y parábola, la tragedia de la saeta, del tablao y del ruedo en símbolos y metáforas” (1944: 157).
Actualidad de El embrujo de Sevilla Han pasado los años y sospecho que Carlos Reyles se lee poco. Por ello me he preguntado –en la perspectiva de este ensayo– ¿Qué vigencia tienen los propósitos que enunciara con tanto entusiasmo en El embrujo de Sevilla? ¿Se han podido evitar con el paso implacable del tiempo los tópicos que recelaba? Para responder a esta interrogante me ha ayudado un escritor peruano de origen japonés –Fernando Iwasaki– que, como Carlos Reyles, siente entrañablemente la ciudad de Sevilla en la que reside desde hace años. 3
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Es interesante observar que Carlos Martínez Moreno evoluciona en su juicio sobre Reyles. En “Réquiem impío por Carlos Reyles” reconsidera sus propios juicios y acusa de injustas y maniqueístas las páginas “ácidamente hostiles” de Benedetti. Sobre la participación uruguaya en la Exposición, el papel de Reyles y de Francisco Rodríguez Pintos (autor del Tríptico andaluz), ver en este volumen el trabajo de Juan Alvarez-Márquez “Carlos Reyles y los lazos culturales hispano uruguayos”.
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Por lo pronto, recordando que la generación del 98 acuñó el concepto de “la España de pandereta” para ningunear al flamenco y los toros, y aunque los poetas y artistas de la vanguardia española reivindicaron esas expresiones artísticas y culturales, Carlos Reyles no se benefició de aquellas reconsideraciones y nadie releyó El embrujo de Sevilla a la luz de Falla, Lorca, Picasso, Cansinos-Assens o Sebastián Gasch. En segundo lugar, porque cree que nadie debería reprocharle a Carlos Reyles una presunta ausencia de originalidad por novelar la vida galante de un torero con bailaoras e hijas de ganaderos, porque todavía en la Andalucía del siglo XXI abundan parejas ilustres y mediáticas que colman la medida de aquellos arquetipos supuestamente anacrónicos. Iwasaki deja claro que la Sevilla de Carlos Reyles no tiene ni trampa ni cartón, porque sus materiales son de la misma verdad verdadera que la letra de esa voz popular que hasta hoy se canta por soleá. En tercer lugar, porque probablemente Carlos Reyles tuvo la sensibilidad de enhebrar con maestría, historias que quizás fueron leyendas urbanas de la Sevilla de comienzos del siglo XX, pero que leídas en El embrujo de Sevilla todavía nos emocionan. Finalmente, el escritor Iwasaki se identifica con la “cosmovisión andaluza” del escritor Reyles porque confiesa que: La Semana Santa, los Pasos, las ceremonias religiosas, los nazarenos, la fe de los humildes y, sobre todo, las saetas, revuelven en mi alma muchas cosas y me llenan de pensamientos graves. La irresistible inclinación de este pueblo a convertir en espectáculo lo mismo su alegría que su amargura, y solazarse con cualquiera de las dos, explican nuestras costumbres y me mueve a considerarlo como un colega, como un artista que se recrea con los engendros de su fantasía. (Iwasaki: 18)
Pero hay más, añadimos nosotros. Carlos Reyles muere el 24 de julio de 1938 inclinado sobre su mesa de trabajo, al cabo de una enfermedad dolorosa (arteritis obliterante) y en la empobrecida atmósfera de un pequeño apartamento desmantelado del Palacio Díaz, sobre la avenida 18 de Julio de Montevideo. Unas horas antes ha entregado los originales de Ego Sum5 en los que ha trabajado febrilmente en su vejez desapacible y en la creciente misantropía que lo aqueja, textos publicados en forma póstuma. Los comentarios favorables, retaceados en los últimos años de su vida, surgen sobre sus restos. Se recuerda entonces, en el apogeo de la guerra civil española (estamos en octubre de 1938) que: España ha de ver en El embrujo de Sevilla algo así como una gigantesca escenografía épica en la que ha de reconocer sus rasgos esenciales. No es ésta la España de los cármenes floridos, de las deliciosas vegas, de los encantados 5
La mitad de la sentencia cartesiana “ergo sum”, la transforma Reyles en un título donde trasunta su indomable orgullo y arrogancia: ego sum.
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jardines de las arquitecturas aéreas, de las alegres rondallas, de las suaves pláticas de amor bajo la misteriosa sombra de los arcos de herradura; no es la España de los claveles y las panderetas. Es otra España fuerte, áspera, primitiva, tumultuosa, que en estos momentos de holocausto cobra extraordinaria actualidad. (“Escritor uruguayo Carlos Reyles…”, 1938)
Tal vez sea éste el mejor reconocimiento póstumo a la vida y obra de un escritor del que se sospecha que tuvo una existencia más fantástica que la que hizo vivir a sus personajes, como si su vida hubiera sido su mejor novela, aunque se encarnara repetidamente en ellos: recuerdos personales en Por la vida, su primera y olvidable novela; en el Gustavo Ribeiro de Beba; no disimulando sus opiniones en el Julio Guzmán de El extraño y desmintiéndolas en La raza de Caín; reencarnándose en personajes claves de El embrujo de Sevilla y reflejándose en los ensayos complementarios (y para nada contradictorios) que le dedicara a Don Juan y a Don Quijote6, dos mentores de una vida para la que soñaba con el epitafio de Enrique de Mesa, según anotó en su Cuaderno Azul: Fue un hidalgo poeta del solar español. Ni ejercitó derechos ni se amoldó a deberes. Gran señor de la vida, se la dio a las mujeres, y gustó el placer único de vagar bajo el sol.
Bibliografía Benedetti, Mario, “Para una revisión de Carlos Reyles”, en Marcel Proust y otros ensayos (Montevideo: Número, 1951). Díaz Rodríguez, Manuel, Sangre patricia, en Narrativa y Ensayo (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1982). “Escritor uruguayo Carlos Reyles dejó de existir ayer”, en El Mercurio, Valparaíso (25 de julio 1938). Guillot Muñoz, Gervasio, La conversación de Carlos Reyles (Montevideo: Arca, 1966). Iwasaki, Fernando, “Carlos Reyles, hechizado y maldecido”, en ABC, Sevilla (25 agosto 2007), p. 18. Lerena Acevedo de Blixen, Josefina, Reyles (Montevideo: Biblioteca de cultura uruguaya, 1943). Llambías de Azevedo, Alfonso, “Carlos Reyles, una voluntad ardiente”, en El modernismo literario y otros estudios (Montevideo: Publicaciones de la Comisión Nacional de Homenaje del Sesquicentenario de los Hechos Históricos de 1825). Martínez Moreno, Carlos, Los narradores del Novecientos: Carlos Reyles (Montevideo: Capítulo Oriental, no 16, 1968). –, “Réquiem impío por Carlos Reyles”, en Maldoror, Montevideo, 3 (1968).
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“Don Quijote: la locura del famoso hidalgo y nuestra locura”, 1936: 63-78.
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Menafra, Luis Alberto Carlos Reyles (Montevideo: Universidad de la República, 1957). Reyles, Carlos, Academias (Montevideo: Dornaleche y Reyes, s.a.). –, Incitaciones (Santiago de Chile: Ercilla, 1936). –, El embrujo de Sevilla (Buenos Aires: Emecé-Sopena, 1944). Rodó, José Enrique, “La novela nueva. A propósito de Academias de Carlos Reyles”, en Obras completas (Madrid: Aguilar, 1967). Valera, Juan, “Sobre la novela de nuestros días”, en Obras completas, II (Madrid: Aguilar, 1942), 918-921. Zum Felde, Alberto, “En el primer aniversario de la muerte de Reyles”, en Revista Nacional, Ministerio de Instrucción Pública, Año I, no 12 (Diciembre de 1938). –, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura, t. II (Montevideo: Ediciones del Nuevo Mundo, s/f).
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Carlos Reyles y los lazos culturales hispano-uruguayos1 Juan ÁLVAREZ MÁRQUEZ Université Paris III
Carlos Reyles, escritor uruguayo (1868-1938), integra una generación que mantuvo fuertes vínculos con España. Su relación se afianza con largas estadías en ese país. Tanto San Carlos, lugar de donde proviene su familia, como el colegio donde estudia, lo acercan a la cultura hispana y su obra está impregnada de ese universo, notorio tanto en El embrujo de Sevilla (1922) como en una parte de Incitaciones titulada Resonancias de Sevilla. Esa presencia interviene también en su vida personal, al casarse, en 1886, con la tiple de zarzuela María Antonia Hierro. Sus tutores se oponen a la boda y lo tildan de “prototipo de esas naturalezas apasionadas que a los dieciocho años necesitan ser contenidas” (Menafra: 45). Otra pasión resurge con la “peripecia” de la Bella Otero, previa al Embrujo2. Su trayectoria personal interviene en el contexto de los lazos intelectuales Uruguay-España entre 1914 y su muerte en 1938. Reyles conjuga su presencia en el mundo artístico y literario con su rol oficial de Presidente de la Comisión uruguaya en la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. En el medio cultural de esa época sobresalen escritores como Carlos Rodríguez Pintos que vivía en Francia y escritores y artistas que residen en Uruguay y que Reyles desea difundir en España. Él ya tenía formado su círculo de artistas e intelectuales españoles y uruguayos. Su idea es amalgamar este universo transatlántico. El gobierno uruguayo le confía un puesto diplomático como Agregado a la Legación en España. Se pretende abordar lo biográfico y lo literario, para conocer los lazos de Reyles con el medio hispánico, su aporte intelectual en el viejo 1
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Siglas utilizadas en el presente trabajo: AJLA: Archivo Josefina Lerena Acevedo. AMREU: Archivo Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay. ACRP: Archivo Carlos Rodríguez Pintos. AAR: Archivo Alma Reyles. Carta de Carlos María Reyles a J.L.A. de B, Bs. Aires 28/9/1941, AJLA.
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continente y su acción en la transferencia cultural. Las principales fuentes utilizadas son las obras de Reyles y aquellas biografías de Lauxar, de Josefina Lerena Acevedo de Blixen, de Luis Menafra y Emilio Oribe. El trabajo de Gervasio Guillot Muñoz sobre Reyles enriquece este estudio. Gracias a las Sras. Margarita Blixen y Adriana Berro Castellanos y a los Sres. Álvaro Corbacho y Carlos Rodríguez d’Hauptbourg, se accedió a documentos de Josefina Lerena, de la familia Castellanos, del Ministerio de Relaciones Exteriores uruguayo y de Carlos Rodríguez Pintos. Hubiese sido útil tener expedientes de Relaciones Exteriores de Uruguay relativos a la Exposición de Sevilla, lamentablemente inexistentes.
El mundo ibérico de Reyles en Uruguay Oriundo de San Carlos por línea paterna y materna, Carlos Claudio Reyles Gutierrez posee raíces irlandesas por su padre e hispanas por su madre. Su apellido paterno figura como Rahile u O’Reilly. Un soldado llamado John O Reilly O’Connor, residente en Manchester, condado de Lancaster, llega a Uruguay. Venía con él su hijo Genaro (Seijo: 109-110). John y Genaro integran las tropas inglesas que invaden en 1806 las costas del Plata. Ambos se instalan en la “villa” de San Carlos donde nace en 1825 Carlos Genaro Reyles Lorenzo3. Este se casa con María Gutiérrez. Se le atribuye a “Don Carlos” haber introducido, con motivo de su boda, las camelias, desconocidas hasta entonces en esa ciudad. El nombre de San Carlos honra a su fundador, Carlos III, y su lema “que permanezca y florezca” se debe al Virrey Cevallos. Un aire español persiste en el sitio, barrera creada ante el avance portugués. Modelo perfecto del self made man, Carlos Genaro se inicio cuidando tropas del rico Comendador Correa, hasta ser el capataz de sus estancias y saladeros. Carlos Genaro compra las propiedades El Paraíso, La Carolina, Bella Vista y Palmira, cuya extensión supera la de algunos departamentos de Uruguay. Carlos Claudio Reyles Gutierrez nace en Montevideo el 30 de octubre de 1868. Asiste a una escuela rural y al Colegio de Mister Negrotto (Lerena: 23). Dramáticamente su familia se reduce a él y su padre. Su madre perece en aguas del Río Negro y sus hermanos, Carlos, Rogelio y Conrado, mueren precozmente. A pesar de sus orígenes británicos, el padre lo envía al Liceo Hispano-Uruguayo (Lerena: 24). Los establecimientos franceses o ingleses surgidos a raíz de la mala enseñanza pública bajo Latorre crecían. Allí estudia, según Lerena Acevedo, “casi exclusivamente lo que quiere”, historia y filosofía. Compra a un profesor empobrecido una colección de clásicos españoles. Siendo muy joven lee el Quijote (Lerena: 26). En los siete años de estudios, su interés por la literatura y la filosofía sorprenden al director 3
Arbol genealógico de la familia Reyles, (ms), AJLA.
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Baltasar Montero y Bidaurreta. (Guillot: 39-40). Al salir de allí “ya era el Carlos Reyles que iba a ser durante toda mi vida” exclama el autor (Menafra: 32). Volviendo a Cervantes, en Don Quijote como espejo de lo que somos, Reyles afirma “Desde aquella fecha remota (sus catorce años) he vivido viviendo el Quijote”. Su pasión por el toreo es otra veta de su cultura. Álvaro Guillot Muñoz destaca “en la formación cultural y espiritual de Reyles la influencia que en él ejercieron tres clásicos de la literatura española: Quevedo, Góngora y aquel rector del colegio de Jesuitas de Tarragona, el profundo Padre Gracián” (Guillot: 40). Ese interés se extiende al Siglo de Oro, al Romancero, la novela picaresca y los místicos, Fray Luis, San Juan de la Cruz y la Doctora de Ávila. En las corridas montevideanas de la Unión, Reyles torea en algunas becerradas (Lerena: 28). El gobierno uruguayo prohíbe las corridas en 1890 y en 1918. Desafiando esa ley Reyles hace corridas en su estancia, al mejor estilo y sin ahorros. “Un famosísimo torero español, que está a la sazón en Montevideo, es invitado a torear en Durazno…” (Lerena: 38). Reyles es entonces “Pequeño, magro, distinguido, señorial en todo, aristocrático, brillante, rumboso, con mucho de español y algo de criollo…” (Lerena Acevedo, 36). A Reyles le gusta la zarzuela y en el Teatro Solís conoce a la tiple española Antonia Hierro y le propone matrimonio. Esta boda lo libera de los tutores a quienes su padre lo había confiado. Escribe la obra Por la vida, dedicada a su madre y velozmente la secuestra del medio uruguayo (Lerena: 30-46). Montevideo es el mundo múltiple que evoca Susana Soca: … grupos pequeños, viviendo como en una isla entre los dos continentes, al borde de ciudades no identificadas todavía con sus propios países, sin embargo nos recuerdan ciertas viejas sociedades de Europa entonces en todo su esplendor. Pocos y personales intercambios, una información escrupulosa pero en sentido único los unían a una civilización que ellos espiritualmente representaban (Soca: 64)
Los viajes Carlos Reyles sentado en la cubierta de un barco, sobre una reposera, de traje claro, pantalones estrechos y remangados dejando ver sus botines de cuero y sus polainas, es la imagen que se repite de tantas travesías atlánticas. En su viaje inicial se detiene en Sevilla, según Menafra a raíz de la nostalgia de su esposa. Reyles tiene veintidós años. Escribe allí Capricho de Goya, un cuento que anuncia El embrujo (Lerena: 44). Los toros y el esgrima evidencian su gusto por lo lúdico. Desafía en San Sebastian al célebre esgrimista Pini (Lerena: 45). Se nutre de referencias culturales y penetra en círculos literarios y librerías madrileñas. Reyles asiste a las reuniones de Emilio Castelar, a quién conoce en Sevilla en 1892 en el Hotel San Fernando (Reyles, 1970: 150; Menafra: 66). Duran467
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te una discusión Reyles es interrumpido dos veces por un historiador y se retira de la sala. Castelar reacciona diciendo: “¡Pero qué erudito es este tonto!”4. Se vincula con Carlos Santigosa y publica el cuento Doménico en El posibilista. Reyles piensa: “estrechar los lazos que deben existir entre aquellos por cuyas venas corre la misma sangre generosa española y cuyas ideas tienen para expresarse el hermoso idioma de Cervantes”. En este viaje Reyles crea El Gaucho, ensayo publicado en Madrid5 y vuelve al Uruguay. A la hora de su nuevo viaje ya ha escrito Beba. En Uruguay tiene prestigio y se lo oye con la atención que en Madrid se presta a Castelar (Menafra: 53). Escribe Academias y novelas cortas o ensayos de arte. En 1897 vive en Francia, entre París y su Villa Nicquet en Arcachon, donde escribe El extraño y El sueño de rapiña, obra “casi aislada” según Josefina Lerena (66). Lugones y Rodó comentan su obra (Lerena: 101). Regresa y vuelve a partir. En 1901 piensa sobre Uruguay: “País sin profetas, sin filósofos… debemos ser nuestros propios maestros”. Decide movilizar vínculos y crear un club con políticos e intelectuales. Viaja a Europa por dos años y al volver se aleja de los intelectuales del club (Lerena: 76). Reyles escritor cede a veces ante Reyles empresario. En 1905 se instala en la estancia de Molles, se divorcia en 1906 y parte hacia Europa. En Francia lo invitan Anna de Noailles (Lerena: 82) y Barrés. Reyles es visto como un dandy en París. Circula en coche descapotado e invita con botellas de champagne a sus amigos. En su casa del Bois de Boulogne conoce a Rubén Darío gracias a Eugenio Garzón (Lerena: 82-83), que Darío apoda le mousquetaire de la Plata. Vive una pasión con Suzanne Mieris, actriz (Reyles, 1970: 150). Debe ocuparse de Melilla y Lobería (Reyles, 1970: 101). Viaja en 1915 hacia Europa pero se regresa a causa de la guerra a Buenos Aires. Pierde El Paraíso, una de sus mejores estancias6 y escribe El Terruño. Reyles corta su relación afectiva con aquella persona que “permaneció al lado de mi padre hasta 1915”7. Se autodefine: Hidalgo oscuro, nací y por no avenirme a serlo de bragueta, prostituyendo mi holgada y pulcra estrechez a la opulencia de las musas y las famas ligeras de los cascos, ando a pedir limosna en el Templo de la Gloria. Así poderoso señor, nada puedo darles a los míos, como no sea la sangre limpia y el cogote tieso, pobres dotes en verdad, para inspirar simpatías a los hipócritas… (Lerena: 110)
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AJLA,Carta 28/09/41, ms. En La correspondencia de España (Menafra: 67). Propiedad que pasó a Bordaberry, empleado de su padre. Ver Barrán y Nahum. AJLA, Carta 28/09/41, ms.
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El embrujo de Sevilla Surgen en la revista Pegaso, de Pablo de Grecia, alias de César Miranda, y José María Delgado crónicas sobre El embrujo de Sevilla (Pegaso, no 44, año VII, febrero de 1922). La edición de Buenos Aires es de 1922, en la Biblioteca de Novelistas Americanos, de tres mil ejemplares. Reyles lo publica en la Asociación General de Librerías y Publicaciones de Madrid, con la Sociedad General Española de Librería y Calpe, en Talleres Poligráficos el mismo año. La obra suscita comentarios. Unamuno considera: “Yo no he visto jamás un libro tan original y de tan profunda psicología española” (Lerena: 122). El embrujo surge del fuerte contacto con Sevilla en su primer viaje. Lo publica a los cincuenta y tres años y afirmando que se “lo dictó la misma Sevilla”. Él es el elegido para cantarla (Lerena: 122). Según su hijo, El embrujo fue escrito en Buenos Aires, París y Sevilla entre 1920 y 19218. Hay comentarios de su similitud con Paco, el personaje, un señorito rico que acaba en la ruina a causa de un extraño (Lerena: 126). En el apogeo del Embrujo Reyles conoce en San Sebastián a Baroja, Ortega y Gasset, Azorín, y a toreros de renombre: Belmonte, Rafael Gallo, Bombita, Joselito y otros (Lerena: 128). En España vive Carlos Rodríguez Pintos. Es con él que desarrollara una labor particular. Reyles pierde en la misma época otra estancia: “Hoy he perdido el último florón de mi corona de señor feudal” (Lerena: 132). Le queda una estancia argentina, El Charrúa, en Venado Tuerto pero entre 1921 y 1927 pierde una parte de su fortuna9. Reyles se aferra a los motivos de su trabajo, la autenticidad, un cierto valor alejado de lo vulgar, conciente de querer escapar a lo pintoresco que “ha sido un abuso y una plaga de los románticos. Lo pintoresco a cualquier precio ha llevado a muchos escritores y costumbristas a ver una España de pandereta. En El embrujo yo he querido situarme bien lejos de esa calamidad” (Reyles, 1970: 137). Hay detalles que trasuntan ciertos costumbrismos. En El Gaucho Florido hay ventanas con claveles y geranios y el gaucho lleva una flor en la boca, imágenes casi sevillanas (Lerena: 152). Parte hacia Europa diciendo: “A través de ningún lente se ve mejor que a través del vil metal, la verdadera naturaleza de las cosas” (Lerena: 132). En su casa en París viven su antigua esposa y los hijos, hasta 1930 (Menafra: 130). Federico García Lorca visita Uruguay unos años después. Según Guillot él admira su obra: “No me cabe duda, sin embargo, de sus simpatías por el ultraísmo español y de su admiración por García Lorca (releía con deleite el Romancero Gitano)” (Guillot: 144). Se dice también que “siempre creyó que mucho del ‘sentido oculto’ que le descubrió a Sevilla, se debía a este fecundo y temprano contacto con los clásicos españoles, 8 9
AJLA, Carta a JLA de 28/09/1941. Carta 28/09/1941, ms.
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cuya primera revelación estuvo a cargo del gran Miguel de Cervantes” (Menafra: 40). El embrujo se traduce al inglés como Castanets y al francés10. La crónica de Pegaso menciona la afinidad de tema entre su obra y La gloria de Don Ramiro (Pegaso, no 44, año VII, febrero de 1922, 337). Reyles califica la obra de Larreta de “novela, pero que por serlo cabalmente entraña la viva y perenne realidad, la realidad suprema del arte”. El escritor ve en su par argentino “un egregio maestro en el arte de escribir y de novelar”11, que se impregna del universo español, como hace Reyles en El embrujo. Ambos representan a sus países en Sevilla y viven en Francia en la misma época. La obra de Larreta es traducida al francés por Remy de Gourmont. Emilio Oribe, quién conoció a Reyles, afirma que: “En el dominio de lo estético la posición de Reyles fue lo que llamaríamos un simpatizar con lo clásico”. Para el crítico, Reyles va al fondo de las cosas y en El embrujo a lo más íntimo de los seres del “humus popular”. “Reyles ha enriquecido siempre la arisca herencia española y sobre ella ha hecho florecer la exquisita flor latina, y más aún, la flor de hierro de la universalidad.” (Oribe: 266-269). Hablando de El embrujo, dice Pereira, el crítico de Pegaso, “Novela sevillana es ésta…” y afirma, “… es que Reyles ha conseguido darnos la exacta impresión de lo que es Sevilla”. Pero Pereira teme que los escritores sudamericanos, Larreta, Darío y ahora Reyles se dediquen al extranjero y no a escribir sobre sus países. “Merece sindicarse esta tendencia hispanófila, porque, de persistir, nos hará perder la obra americana, nativa, que podrían legarnos los más fuertes y los más capacitados para hacerla”. Volviendo a Reyles y El embrujo señala “es cierto que el americanismo ha perdido la oportunidad de triunfar una vez más por el desvío de Reyles hacia el tema regional español” pero reconoce que: “la literatura hispanoamericana se ha enriquecido con una nueva gran novela”. (Pegaso, no 44, año VII, febrero de 1922, 337-342).
El Uruguay ante Sevilla y el mundo En 1929 Reyles inicia su Diario en la Villa Mimi Pinson, en Arcachon Le Moulleau (Reyles, 1970: 31). Lo interrumpe del 27 de septiembre al 3 de noviembre cuando regresa de Sevilla (Reyles, 1970: 45 y 47). En octubre viaja con su hija Alma, cantante lírica, invitado oficial a la gran Exposición Iberoamericana con sede en Sevilla. El gobierno uruguayo lo elige para presidir la delegación. Sevilla lo proclama “Hijo adoptivo e ilustre de la ciudad”, título que recibe tiempo después. Se lo encomia tanto que el alcalde de Sevilla, Nicolás Díaz Molero, dice: “Si en una balanza se pusiera lo que Reyles honró a Sevilla y lo que esta ciudad se honra al nombrarlo hijo adoptivo, seguramente pesaría mucho 10 11
Carta 28/09/41, ms. La gloria de Don Ramiro en El País, Montevideo, s/d, AJLA.
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mas lo primero, pues Reyles supo mostrarnos con belleza literaria sin igual, el espíritu de nuestra ciudad. El ilustre escritor ha sabido exquisitamente ponernos de relieve, haciéndonos ver, aquello que sentíamos, pensábamos y amábamos con nuestra alma entera, pero que no había sido plasmado en una forma literaria con tan honda comprensión y maravillosa justeza” (Lerena: 133). Reyles invierte mucho tesón para dar éxito al evento. En 1911, Rodó había afirmado cuán importante es para España la presencia de América y en La España niña afirma: “Yo he creído siempre que, mediante América, el genio de España, y la más sutil esencia de su genio, que es el idioma, tienen puente seguro con que pasar sobre la corriente de los siglos, y alcanzar hasta donde alcance en el tiempo la huella del hombre” (Rodó: 799). Esta opinión es respetada por Reyles. Rodó había dado en 1900 su visión crítica sobre La raza de Caín (Rodó: 677). Con Reyles participan Rodríguez Pintos y la hija de Reyles, Alma, quien estudió canto con su madre y con Ravel y Roussell en Francia12. Participa también el pintor Pedro Figari con varias pinturas y el Jurado le remite una medalla de oro (Sanguinetti: 285). Atraído como Reyles por los toros, Figari pinta algunas corridas, atípicas en su obra. Uruguay está bien representado gracias a la selección hecha por Reyles. La prensa andaluza anuncia la Semana del Uruguay: “Se inicia el martes 15 de octubre con un discurso del ‘Presidente’ Reyles. Sigue el programa un te danzante a las seis de la tarde” (ABC, 15.10.1929, 23). Obsesionado por el éxito, Reyles distribuye las invitaciones para asegurarse que su tarea no pierda relevancia. El 18 de Octubre es el día que se ha fijado para la realización del Gran Festival Literario Musical del Río de la Plata. Esa mañana, Reyles, con salud muy precaria, ya se venía resintiendo visiblemente, se halla enfermo. Dolores violentos lo retienen en el lecho; los médicos indican reposo y recurre, aunque inútilmente a la morfina. La agravación le presenta un dilema casi insoluble; la velada no puede suspenderse –o a lo menos así lo piensa– y él, que no puede moverse, debe hablar. Se le ocurre que el secretario de la Embajada, el poeta Carlos Rodríguez Pintos, lo reemplace leyendo su trabajo. Aparentemente el problema está resuelto; pero existe todavía la dificultad de llegar a un acuerdo sobre la manera de leer el trabajo. Reyles y Rodríguez Pintos poseen personalidades opuestas; y, esos modos distintos de sentir y de pensar que se perciben en sus obras, se reflejan en sus maneras de expresarse. El poeta, al comprenderlo así, y considerando que no tiene las cualidades de recitador que podían permitirle dar al discurso la justeza requerida, propone que se difiera el acto. Pero Reyles no admite retardo alguno, y con una nerviosidad que agrava su mal, impone su deseo, que la velada se efectúe aun sin su presencia. “A quien quieren ver en Sevilla 12
Artículo s/d colección AJLA.
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es a usted y no a mi” le dice su secretario muy cuerdamente; pero Reyles no admite ya argumentos, y pide que allí mismo, en su cuarto de comienzo enseguida a la lectura, como acto previo a modo de ensayo. Y como Reyles empieza a comprender que nadie va a darle “su entonación”, toma un calmante y, a pesar de la prohibición de los médicos, y aun cuando lleva ya dos o tres días de ayuno, va a pronunciar él mismo su discurso (Lerena: 144). Vive preso por el pánico en la jornada del coloquio, aunque sus amigos lo encuentran bien y contento, “sin más contratiempo que ese del susto” (Lerena: 135). El evento pretende superar el de 1892, cuando Juan Zorrilla de San Martín representó a Uruguay en el IV Centenario del Descubrimiento de América. Zorrilla habló en la Rábida sobre el mensaje de América y sobre la unidad de la lengua española (Rama: 913). El evento de 1892 incluyó una muestra de arqueología, antropología, arte y conferencias. Pero en 1929 hay interés en triunfar: “El acto tiene gran resonancia, y no solo por lo que toca a Reyles, sino porque es completado brillantemente por Alma Reyles –la hija del escritor– que hace conocer al público sevillano algunos motivos de música uruguaya, y por Carlos Rodríguez Pintos, que dice versos de algunos de sus compatriotas y uno suyo, con el que obtiene cerrados aplausos.” (Lerena: 135). El programa del Teatro del Gran Casino de la Exposición, transluce el conjunto que se pretende mostrar de cultura uruguaya y una especificidad en la etiqueta “Festival Literario Musical del Río de la Plata que ofrece la Delegación del Uruguay”. Esta mención reconoce una cultura propia a la zona. El programa alude a un público de “autoridades españolas, Delegaciones americanas y Sociedad de Sevilla”13. Lo musical está a cargo de Pierre Lucas, pianista francés del Conservatorio Americano de Fontainebleau, que ejecuta obras de José Gil, Irma Williams, Carlos López Buchardo, Alberto Williams, Alfonso Brocqua y Luis Pedro Mondino. La parte cantada está a cargo de Alma Reyles con obras de Alfonso Brocqua, Luis Pedro Mondino, Eduardo Fabini, Luis Clouzeau Mortet, Carlos López Buchardo, Cesar Cortinas y Vicente Forte. La selección incluye a Fabini, Brocqua, y Mondino. El carácter oscila entre piezas “modernas” como la Sonatina de José Gil, la Danza árabe de Mondino o la Chanson d’automne de Cortinas, y obras nacionalistas o nativistas que aluden a lo rural uruguayo, como El Nido y La Tapera de Brocqua, Flores de Monte y El Poncho de Fabini14, la Vidala, y Canción del carretero de López Buchardo, junto a un Martín Fierro en la pulpería del argentino Alberto Williams y un Tango de Alfonso Brocqua, que marcan el perfil rioplatense. La parte literaria está a cargo de Rodríguez Pintos y del mismo 13 14
Programa,Tipografía A. Padura, Sevilla, 1929, AJLA. Rabin había logrado ya un renombre en Bélgica y Austria y aparece como el más representativo de su época.
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Reyles. Se leen obras de Juana de Ibarbourou, consagrada Juana de América, Silva Valdés, Luisa Luisi, Pedro Leandro Ipuche y Rodríguez Pintos. Reyles presenta El secreto de Sevilla. El Noticiero Sevillano del 19 de octubre del 1929 señala: “La fiesta de ayer en el teatro de la Exposición fue la verdadera culminación de esta promesa.”…y menciona “la bellísima disertación de Reyles”. Elogian al escritor, ahora difusor de cultura: “La designación de Carlos Reyles para dirigir y organizar la Semana del Uruguay, nos acredita y asegura que todo se desenvolverá dentro de la más fina intelectualidad. Él dará un matiz espiritual y preciso, quintaesenciado a todos los actos”. Según la misma crónica la lectura de los poemas por parte de Rodríguez Pintos fue “irreprochable”. Se alude también a El Mataor (aguafuerte del redondel) poema de Rodríguez Pintos, de esencia taurina y andaluza, que califican de “gran valor literario” y llave que “abre de par en par la puerta de oro de nuestro vanguardismo”. Dice el cronista “Vanguardistas sevillanos: tenéis una deuda con este poeta de ultramar”. Otro diario ve en Rodríguez Pintos la “figura bien destacada entre la intelectualidad hispanoamericana”. El escritor vino a Sevilla desde París, donde vivía becado para estudiar en la Escuela del Louvre y en el Instituto de Arte y Arqueología de la Sorbona. Se lo define como un “poeta de fina sensibilidad, muy moderno y muy antiguo, de profunda originalidad”15. Rodríguez Pintos frecuenta a Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Salinas, Manuel de Falla, Ernesto Halffter, Joaquín Rodrigo, Matilde Pomes, Paul Valéry y Miguel de Unamuno16. Adquiere la imprenta de Altolaguirre y edita textos y dibujos de vanguardistas, hasta cederla a Guy Lévis Mano. Eugenio d’Ors y Manuel de Falla lo inspiran respectivamente para sus poemas Muerte Suave y Colombarium (Rodríguez Pintos, 1974). España le otorga por su labor en Sevilla una medalla de oro17. Se reconoce en Sevilla la “voz maravillosa” de Alma Reyles, quien con una canción de Albéniz dio “magno y definitivo colofón a la inolvidable jornada”. Reyles habló con éxito en el Teatro de la Exposición sobre Sevilla, texto que integra Incitaciones (Reyles, 1970: 31). Según Oribe, El embrujo le atrajo un público “admirador de la hispanidad lujosa y popular de Andalucía” (Oribe: 260).
Los ecos del Embrujo Reyles viaja a Montevideo a fines de 1929. “Su agilidad mental, su firmeza y sus energías asombran. Nunca se ha hecho acreedor de una 15 16 17
Artículo s/d, ACRP, Montevideo. Entrevista a Carlos Rodríguez d’Hauptbourg. Entrevista a CRH: “Le apasionaba ese trabajo de impresor y elegía cuidadosamente papeles y caracteres. No bien terminaba sus poemas, los imprimía y luego los regalaba a sus amigos, lo que explica los muy pocos ejemplares que quedan de esos cuadernos impresos por él o en colaboración con Altolaguirre”.
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admiración tan justa como ahora, cuando hay que admirar la nobleza con que hace frente a la adversidad” (Lerena: 136). A su regreso al Uruguay comenta a un amigo que vive en Europa: La patria chica!, grande sorpresa. El progreso urbano de Montevideo es portentoso. Las señoritas visten admirablemente. El espíritu de las gentes es muy otro que el de mi tiempo. … Creo que no estamos abocados a ninguna crisis grande como acontece en casi todas las naciones. Soy o mejor dicho, me encuentro, a pesar de todos los pesares, muy optimista. Me siento muy bien entre compatriotas y cerca de mis muertos. No es literatura ni menos adulación lo que dije en la comida del Comité: “El cosmopolitismo es una gollería. Fuera de la patria empieza el desierto: cualquiera que sea mi suerte siempre pensaré lo mismo”. (Lerena: 138)
En ese mismo año el artista Torres García lleva su vanguardia a muestras en Amsterdam, París y Barcelona. Reyles recuerda Sevilla: “…donde triunfamos en toda la línea. Entre otros galardones, como los elogiosos discursos del Sr. Cruz Conde y el Alcalde y los ditirambos de la prensa al comentar mis peroratas, arranqué el título de hijo adoptivo ilustre de Sevilla. Estoy contento. Y mi victoria me enorgullece más por mi país que por mí.” (Reyles, 1970: 46). Reyles conoce a Gervasio Guillot Muñoz en este momento y este encuentro inspira La conversación de Carlos Reyles (Guillot: 123)18. Guillot Muñoz percibe una expresión opaca que se esfuma al hablar de tauromaquia, del conceptismo de Gracián y de la copla andaluza: “Reyles se muestra de inmediato como el diserto más agudo y perfilado que se pueda encontrar” (Guillot: 123). El entusiasmo de Reyles se trasluce en su texto La Democracia en el Uruguay publicado en un diario suizo. Cita a Rodó, Herrera y Reissig, Vaz Ferreira, Delmira Agustini, y Juana de Ibarbourou, habla de Figari y de los poetas Laforgue, Lautréamont y Supervielle. Reyles exalta las glorias políticas, deportivas y la presencia uruguaya en la octava asamblea de la Sociedad de Naciones. Habla de un país en el cual “los políticos se combaten, pero los hombres se respetan” (Lerena: 142). Las emociones de Sevilla permanecen vivas en Reyles y elogia a Rodríguez Pintos: “gran amigo y ardido poeta de esencias poéticas”. Olvidándose del homenaje que recibe en España, de su obra tan aplaudida, van sus primeras palabras para el amigo, “en cuya poesía resplandece un estilo moderno y sugestivo y de originalísimos matices”, agregando que sus versos “triunfaron ampliamente en ocasión de las fiestas de Sevilla” (Lerena: 142). En febrero de 1930 se lo reconoce; “me es forzoso agarrarme a cualquier clavo ardiendo” (Reyles, 1970: 47). Daniel Castellanos es Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la República ante España, misión que dura entre julio de 1930 y 18
G. Guillot Muñoz se exilia en Buenos Aires en 1933 a raíz del golpe de estado de Terra. A su regreso en 1942, Reyles ya había muerto.
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febrero de 1939. La presencia de los Castellanos en España es múltiple, Daniel como Diplomático; Roberto, Cónsul y pintor que vive entre San Sebastián y Málaga de 1917 a 1925 y Carlos Alberto, el artista. Roberto teje amistades con intelectuales y pintores como Barradas y Sorolla. Con Zuloaga, Reyles comparte su pasión por los toros y amigos como la duquesa de Noailles, Unamuno, Pérez de Ayala y el argentino Larreta han posado para él. A Reyles lo pintó en pie, retrato que lo acompaña hasta su ocaso. En marzo de 1931 se le entrega el título de “Hijo adoptivo” de Sevilla. Según Reyles su mérito es “haber escuchado religiosamente lo que Sevilla le decía al oído” (Barrero: 59). En abril de 1931 a bordo del “Avelona Star” dice: “Salgo como salí de Sevilla, cargado de laureles y con perspectivas serias para cambiar de situación económica. Estoy contento. He luchado valerosamente y vencido. La ceremonia de la entrega del sevillano pergamino resultó hermosa. El homenaje nacional colmado…” (Reyles, 1970: 54). A fines de 1931 pasa por España y por París en tiempos que: “no han sido para mi muy fecundos” (Reyles, 1970: 33). Su viaje es en parte una misión oficial firmada en febrero de ese año. Es designado Agregado a la Legación de la República en España con carácter honorario19. Otra resolución del Consejo Nacional de Administración del 8 de abril de 1931, decide “1º Cometer al señor Carlos Reyles la misión de desarrollar en el extranjero, un programa de conferencias sobre los adelantos del Uruguay; - 2 Asígnase, en carácter de contribución a los gastos que esta misión le ocasione, la cantidad de mil pesos ($ 1,000)”20. Reyles inquieto por sus finanzas solicita al Ministro de Relaciones Exteriores, Blanco Acevedo: “que los honorarios por el concepto de la misión …/ /…me sean remitidos,… por cuotas mensuales de cuatrocientos pesos a la Legación del Uruguay en París”21. Regresa a Uruguay en el “Campana” y se le crea la cátedra de Conferencias en la Universidad. Reyles esboza en setiembre de 1932 su texto sobre La gloria de Don Ramiro. Capta a los personajes “como facetas desalmadas de la España católica y guerrera de Felipe II” (Reyles 1970: 74). Sus amigos reconocen en él elementos hispánicos: “su lenguaje con expresiones gitanas captadas acaso en el puente de Triana, su decir garboso en el que relucían metáforas majas, mezcladas con refranes criollos, (variaciones de los de Martín Fierro)”; “El léxico de la conversación de Reyles es rico. Su español se nutre de palabras populares y cultas, tomadas en la Puerta del Sol de Madrid, o en el Refranero clásico. Usa vocablos del caló madrileño y andaluz, a veces expresiones obsoletas y algún arcaísmo, lo que da sabor, variedad y elasticidad expresiva a su hablar” (Reyles, 1970: 133-134). Respecto de Don Juan lo ocupa ver cómo 19 20 21
Archivo Histórico-Diplomático (AHD), Fondo Ministerio de Relaciones Exteriores, Sección Archivalía Varia, caja 14, carpeta 20, 23.02.1931 firmado Campisteguy. Id., carpeta 33, (Fabini, Julio César Mussio Fournier, Manuel V. Rodríguez). Ibid.
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dicho mito se enriquece desde el de Tirso de Molina, Lope y el que muere con Zorrilla. Hasta llega a citar un Don Juan freudiano (Reyles, 1970: 90). El 31 de marzo de 1933, Gabriel Terra da un golpe de estado en Uruguay. Reyles no alude a ello. Guillot Muñoz y otros amigos se exilian. En su Diario Reyles solo menciona sus futuras conferencias: “Santa Teresa, Góngora, Quevedo, San Juan de la Cruz, Don Juan et Don Quijote.” (Reyles, 1970: 86). Federico García Lorca llega el 30 de enero de 1934. Frecuenta la casa estival de Susana Soca que Reyles visitaba a menudo. Vienen con Lorca Lola Membrives y Juan Reforzo. Los reciben el embajador Díez Canedo, José Mora Guarnido y Emilio Oribe en el puerto. Lorca escribe Yerma y diserta en Buenos Aires, en Amigos del Arte, sobre el Canto primitivo andaluz. Julio J. Casal integra ese ambiente. Según Reyles es “el escritor más castizo de los escritores uruguayos” (Lerena: 149). En 1936 Reyles publica Incitaciones y alude al Quijote y a Don Juan. En 1936 se reúne el Pen Club Internacional en Buenos Aires y se discute la relación cultural entre Europa y Latinoamérica. Entre los oradores están Leandro Ipuche, Supervielle, Michaux y Ungaretti. Reyles asiste como delegado uruguayo y ve como prioridad que los europeos aconsejen obras fundamentales a los latinoamericanos y que los mismos europeos critiquen las obras que los americanos presenten (Lerena: 156). Para Reyles la meta es la cooperación, casi tutelar, que resulte del mismo. La situación de España repercute en el Río de la Plata. En Sur un conflicto intelectual y político confronta a José Bergamín, Marañón y a la propia Victoria Ocampo. España sigue presente en la vida de Reyles y Guillot Muñoz afirma que en los años 1930 el escritor reflexiona sobre Goya, el Greco, Manet, el duende de Sevilla (desde el espíritu de San Isidro hasta el “cante jondo” y la saeta). Todo lo que dice esa tarde aparece sabiamente organizado con un extraordinario orden interno que ajusta las abstracciones (por ejemplo, la línea arquitectónica de la Giralda, como una categoría aristotélica) o coordina el vaivén de lo abstracto a lo concreto (la expresión pictórica de Goya, el duende goyesco y la corte de Carlos IV), y aclara una simbología de entronque mitológico (los semblantes del Greco y los de Zurbarán, la noche toledana y las “carceleras” entonadas junto al Tajo, las truhanerías de El Buscón y las hogueras encendidas por el Santo Oficio). (Reyles, 1970: 128-129)
Su casa es la de un “hidalgo pobre”, un apartamento en el Palacio Díaz: “En la antecámara vacía, ocupa una pared, con dimensiones que encuadran mal con la habitación, su retrato hecho por Zuloaga, y una cortina rayada con tonos claros, separa aquella del recibidor o cuarto de trabajo” (Reyles, 1970: 128-129). Había quizás en Reyles un carácter que le permitía reconocer cierta parte de la literatura. Es lo que indica Gervasio Guillot Muñoz con respecto a los temas populares de la literatura hispánica:
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El feudal que hay en Reyles no se puede disimular. Acaso por eso no comprende el contenido histórico y social de Fuenteovejuna, ni de Peribañez, ni de El mejor alcalde el Rey, ni de El comendador de Ocaña, los dramas que presentan el choque entre los nobles opresores y los plebeyos oprimidos en el caso de la Edad Media. Y si habla de Lope de Vega solo lo elogia como poeta lírico y como fundador del teatro español, como “monstruo de la naturaleza”. (Reyles, 1970: 131)
Data de esa época, Soledad fiel compañera. Reyles se interesa por el arte uruguayo contemporáneo, por su calidad: “Se interesa porque los poderes públicos adquieran en colecciones particulares, galerías y talleres cuadros de Carlos Federico Sáez, Blanes Viale, Figari, Barradas, Cúneo, Arzádum, Torres García…” (Reyles, 1970: 146). En 1937 Margarita Xirgú trabaja con la Comedia Nacional. Prepara la obra El burrito enterrado de Reyles en el Teatro Urquiza. En una entrevista de Mundo uruguayo, afirma: “Se me han adjudicado ideales políticos extremos. Yo puedo afirmarle que a un solo partido político pertenezco con toda mi alma, al partido político que pudiera formarse con los amigos de García Lorca, el ‘partido de los amigos de Federico’” (en Pérez Mondino: 12). Carlos Rodríguez Pintos vuelve en ese año. Sus poemas le valen el “Premio Nacional de Letras del Uruguay”. Se editan en la Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense, en la Impresora Uruguaya, bajo el título Distancias. Se incluye la canción inédita de Ernesto Halffter inspirada en su poema “El niño de cristal”. Reyles muere en Montevideo el 24 de julio de 1938, el mismo día que Figari. El SODRE le rinde honores de estado. Alma viaja de Buenos Aires a sus funerales. El Cónsul General de Uruguay en España, remite a Relaciones Exteriores dos ejemplares de La Semana Literaria Popular (nº 60) en cuya portada figura el retrato del escritor, y una nota por el “sensible fallecimiento de tan ilustre compatriota”22. Su muerte entristece a Susana Soca, quien recuerda a Clara Silva: “el día de la muerte de Reyles // en que nos acompañábamos recíprocamente”23. El sábado 18 de mayo de 1940 a las tres de la tarde se llevan los restos de Reyles desde el Cementerio Central al Panteón Nacional. Días antes, Martín R. Echegoyen como Primer Vice Presidente de la Comisión de homenaje a Reyles, invita al acto al Ministro Guani y lo exhorta a que invite al Cuerpo Diplomático. Guani accede invitando a las Legaciones de Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, Chile, El Salvador, Estados Unidos de América, México, Paraguay, Perú y Venezuela al “traslado de los restos del escritor nacional Carlos Reyles”. La Universidad a través de Carlos Vaz Ferreira le rinde un homenaje. Se publican “post mortem” A batallas de amor, campos de pluma y Ego sum. A la muerte de Alma Reyles, su esposo ejecuta la donación de los Archivos Reyles a la Biblioteca Nacional uruguaya. El profesor Arturo Ardao 22 23
AMREU caja 30A, carpeta 17 “Carlos Reyles: Fallecimiento”. Carta en Archivos Clara Silva, Biblioteca Nacional, Montevideo, 23.02.1948.
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inicia el tratamiento de la filosofía de Reyles (Oribe: 259). Probablemente Reyles hace viva en él aquella idea de “permanecer y florecer” impuesta por el Virrey Cevallos al pueblo de sus ancestros.
Bibliografía Barrán, José Pedro y Nahum, Benjamín, Historia rural del Uruguay Moderno (Montevideo: La Banda Oriental, 1967). Barrero, Enrique, “Hijos adoptivos de Sevilla”, en ABC, Sevilla (7/8/1981), 59. Guillot Muñoz, Gervasio, La conversación de Carlos Reyles (Montevideo: Arca, 1966). Lerena Acevedo de Blixen, Josefina, Reyles (Montevideo: Biblioteca de cultura uruguaya, 1943). Menafra, Luis Alberto Carlos Reyles (Montevideo: Síntesis, 1957). Oribe, Emilio, Obras escogidas (Montevideo: MEC, 1993). Pérez Mondino, Cecilia, Margarita Xirgu en Montevideo durante la guerra civil Española (Montevideo: CIDDAE, 2005). Rama, Carlos M., “España y América Latina en el siglo XIX”, en Revista de Estudios Internacionales, vol. 2, no 4 (Octubre-diciembre 1981). Reyles, Carlos, Diario (Montevideo: Arca Sésamo, 1970). Rodríguez Pintos, Carlos, Un banco celeste en un verde jardín (Montevideo: Academia Nacional de Letras, 1974). Rodó, José Enrique, Obras selectas (Buenos Aires: El Ateneo, 1956). Sanguinetti, Julio María, El Doctor Figari (Montevideo: Aguilar, 2002). Seijo, Carlos, Carolinos ilustres, patriotas y beneméritos (Montevideo: Imp. El Siglo Ilustrado, 1936). Soca, Susana, Prosa (Montevideo: La Licorne, 1966).
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La figura de Julio J. Casal a través de su epistolario1 Jorge OLIVERA Universidad de la República de Montevideo
¿Reproducir o articular un espacio cultural? La figura de Julio J. Casal2 aparece durante la primera mitad del siglo XX como un editor cultural relacionado con los protagonistas de lo que será la futura generación del 27, estableciendo lazos de relación con los escritores de comienzos de los años 1920. Fue su papel desarrollado en las revistas en las que participó durante su estadía en La Coruña: Vida, Revista de Casa de América – Galicia y Alfar, lo que permitió esta acción. Una mirada sobre el período y sobre el epistolario enviado al editor permite visualizarlo como un referente en el panorama cultural de la época. En este trabajo determinaré el papel de Julio J. Casal como articulador3 cultural de espacios, significados y personajes de los diferentes ámbitos en los que participó durante el pasaje por territorio español entre 1913 y 1927. La parte instrumental del trabajo se centrará en una selección del material epistolar recibido por Casal y presente en el Archivo Casal de la Biblioteca Nacional de Montevideo4. Ya se han realizado 1
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Este trabajo no hubiera sido posible sin la ayuda de la Lcda. Virginia Friedman, encargada del Archivo Literario de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Uruguay. Agradezco a ella sus consejos, su apoyo y su generosidad. Poeta, ensayista y editor uruguayo, nació en Montevideo 1889 y falleció en la misma ciudad en 1954. El término articulación se utiliza con el significado de punto de unión en “las fuerzas sociales que actúan en gran escala en una configuración, formación particular que se da en un determinado momento, llamada coyuntura, para producir las determinantes estructurales de cualquier práctica, texto o evento dado” (en O’Sullivan et al.: 308). El trabajo se realiza sobre una selección de las cartas enviadas a Julio J. Casal y que actualmente se encuentran en el Archivo de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Uruguay. No se conserva copia de las cartas enviadas por Casal y a ello se le suma el grado de dispersión de las mismas, por lo cual resulta imposible confrontar este
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Escritores hispanoamericanos en España
trabajos exhaustivos sobre la revista Alfar en su etapa coruñesa y en ellos me apoyaré para señalar y contextualizar algunos aspectos (véase Molina; García de la Concha). Intentaré determinar la forma de construcción del espacio de comunicación articulado por Julio J. Casal con los agentes embrionarios de lo que años más tarde será la generación del 27. Es en el marco de la vanguardia y a través de la acción de Casal y otros escritores5 que se produce una “constitución subjetiva del sentido” (Berger y Luckmann: 37) y que forma parte de la memoria cultural de las dos naciones (España y Uruguay). En este marco el trabajo busca examinar la función de Casal en este proceso de construcción de significados: reproductor6 de una cultura o articulador de un espacio creado a partir de su sintonía con personajes de la época. Mario Benedetti señaló hace unos años el rol desempeñado por Casal en su etapa española, y remarcó la necesidad de reivindicar su figura en relación a esta tarea de construcción de puentes y relaciones entre dos mundos, el español y el hispanoamericano: “Hay, sin embargo, otra región cultural en la que Casal precisa ser reivindicado y que va más allá de su creación individual. Me refiero a su capacidad de movilizar empresas literarias y artísticas. Una de ellas (sin lugar a vacilaciones, la mejor) fue la etapa coruñesa de Alfar, pero ésta es justamente la que menos se conoce en Uruguay” (Benedetti, 1984). La observación es valiosa y reivindica la figura de Casal tras el juicio de la “generación del 45” uruguaya, que se opuso a su labor y a la del grupo de intelectuales que junto a él colaboraron en la etapa montevideana de Alfar (véase Rocca, 2004 y 1997). El reconocimiento de ese papel de “gestor” de empresas culturales presente en la misma nota de prensa, nos permite situar también la perspectiva de un Uruguay muy diferente al que se vivió con posterioridad a la década de 1950, un país abierto al intercambio y a la permeabilidad en los contactos culturales. Sorprende que el primer destino diplomático en La Rochelle (1909) se le asignara a Casal con sólo veinte años y que en 1913 (con veinticuatro años) fuera enviado a La Coruña para desempeñar el cargo de cónsul uruguayo en esa ciudad. Por lo cual podemos decir que fue “formado en
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material. Las cartas utilizadas abarcan el período de residencia en La Coruña o están relacionadas con amistades de esos años, como es el caso de las cartas de Benjamín Jarnés. Sobre todo el grupo ultraísta español y los intelectuales gallegos de los años 1920, véase Molina y García de la Concha. Se trata “del proceso general por el que una formación social intenta mantener y perpetuar las estructuras, las formas y el cuerpo establecido de significaciones: el intento de captar y fijar las representaciones y los discursos futuros de una sociedad, de modo tal que las relaciones de poder existentes se reproduzcan. Esta expresión se emplea con mucha frecuencia en los estudios culturales para denotar que la esfera cultural hace las veces de campo donde los intereses sociales se debaten en una lucha continua por la significación” (en O’Sullivan et al.: 308).
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La figura de Julio J. Casal a través de su epistolario
la dura escuela de la Europa donde él pasa la primera parte de su vida”, como sostuvo Jules Supervielle (en Casal, 1966: 124).
Julio J. Casal: un editor y un amigo El archivo Casal recoge una gran cantidad de cartas de escritores y amigos del poeta que participaron en los diversos proyectos en los que el escritor participó. El seguimiento de estas cartas revela por lo menos tres aspectos: el amplio espectro de personas con las cuales mantuvo correspondencia, la presencia de factores afectivos o íntimos desarrollados en las cartas y su rol de editor de la revista Alfar. Gran parte de las cartas revelan un vínculo referido a aspectos editoriales pero otras, nos ofrecen un panorama de relaciones afectuosas con el escritor uruguayo. El acercamiento a la figura de Casal desde la herramienta epistolar presenta un problema y es: la dispersión de su correspondencia, ya que si bien, en el archivo se conservan las cartas recibidas, no existe copia de la correspondencia enviada, con lo cual hace casi imposible una lectura desde las dos perspectivas de locutor e interlocutor. Si se hace un seguimiento de las cartas que se le dirigen, en la mayoría de ellas se sobreponen dos roles: el de director de la revista Alfar y el de amigo ausente y lejano. En algunas de esas cartas la presencia de los dos roles en los cuales se divide la “voz epistolar” (Bou: 37-60) llama curiosamente la atención y coloca en guardia sobre diversos aspectos y temas de época. Una de las cartas donde mejor se percibe esta relación afectuosa proviene de Benjamín Jarnés y llega a Montevideo durante los años 1940, momento en que el escritor español reside en México. Sin embargo la relación venía desde los años 1920. La breve nota manuscrita da noticia de la relación que existe entre ellos7. Jarnés responde a la solicitud de Casal de que le envíe algún material para la revista: Querido poeta y amigo: Gracias por cordial ofrecimiento. Veré de agenciarme esos durillos. Le mando esa prosa, la mejor que he hecho en mi vida […] Estaba parte de ella, destinada a Horizonte… En cuanto a Horizonte… Este tema sería inagotable. Permítame que me refugie en el silencio […] Trabajo ahora poco, pues la exigencia económica me quita el humor. Tal vez haga teatro; con alguien que “coloque” los engendros.8
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La relación ya estaba establecida como queda demostrado en la carta que le dirige Julio J. Casal a Benjamín Jarnés, fechada en La Coruña, 30 de agosto de 1923 y donde entre otras cosas elogia sus trabajos, le pide más colaboraciones, le solicita consiga nuevos colaboradores y también dibujos “nuevos”. También le informa que la revista cambiará de nombre y pasará a denominarse Alfar (Véase Jarnés, 2003: 10). Benjamín Jarnés, carta ms. fechada el 10 de abril de 1924, sin indicación de lugar, Archivo Julio J. Casal, Biblioteca Nacional, Montevideo. Cito un fragmento de la nota.
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Percibimos en la “voz epistolar” el tono cordial e intimista que trasunta una dosis de desilusión y que nos coloca de frente al problema del intelectual y la circulación de su obra. La mención y el objetivo de escribir teatro, aún sin creer demasiado en ello (los denomina “engendros”) parece perfilar una voz escéptica en cuanto al inicio de la “carrera literaria”, mientras que la complicidad del silencio como refugio es también el signo de una debilidad compartida: la de una empresa editorial ya que se trata de la revista Horizonte fundada por Pedro Garfias en 1922. Detrás de la respuesta de Jarnés inferimos una pregunta de Casal sobre este proyecto u otros. Paralelamente nos enteramos por la mención que hace a “Marjan” sobre un trabajo de traducción realizado, quizás también para ganarse esos “durillos” de los que habla más arriba y que probablemente sea la traducción de una obra de Stefan Zeromski9. El tono intimista construye un espacio subjetivo que permite entrar más en el rol de amigo que en el de editor. Esta variable se reitera en una carta fechada casi veinte años después desde México (26 de octubre de 1942). Allí sí el escritor español deja paso al afecto y señala: “Muy querido amigo: ¡Qué alegría al recibir la carta de usted. Ya casi llegué a creer que los amigos me iban abandonando, pero también esperaba que usted fuese el último en olvidarme”10. Por esta razón suponemos existe una amistad que se afianzó con el paso del tiempo. Sin embargo en el archivo no se registran más contactos epistolares entre esos años y tampoco en el Epistolario de Jarnés. Las palabras de este escritor nos ubican frente a la evidencia de la vida cotidiana y la vida literaria, en esa disociación difícil de calibrar y sobrellevar. Nuevamente es el silencio el que viene a poner remedio a esa “distancia epistolar”. Es por ello que Jarnés apunta: “Las peripecias de estos últimos años son muy largas de contar”11. El vacío de los hechos sucedidos es en la carta el silencio al que se acoge, que como veremos acompaña una no definición política de Jarnés y la consecuente erradicación de los circuitos de circulación del libro: Querido Julio: económicamente van aquí muy mal las cosas para este su viejo amigo. ¿No hay algún periódico por Montevideo que pudiera facilitarme algunos pesos a cuenta de algún artículo que le conviniese? Por favor, téngame usted en cuenta. Las liquidaciones de mis libros están en suspenso, las colaboraciones son escasísimas. Nadie me ayuda en ningún sentido, por mi carácter apolítico, etc.12 9
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Stefan Zeromski, Siempre heroica (Los sitios de Zaragoza), Madrid, Por Esos Mundos, 1924 (en versión de Benjamín Jarnés y Marjan Paskiewicz y por entregas en El Noticiero de Zaragoza entre el 27 de agosto y el 31 de octubre del mismo año). Benjamín Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal, Biblioteca Nacional, Montevideo, Uruguay. Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal. Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal.
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La escritura aparece como una vocación pero también como un sustento de vida. No resulta extraña la afirmación de Jarnés sobre que las cosas van mal pero sí paradójica, si tomamos en cuenta el esfuerzo que significaba para el propio Casal sacar la revista Alfar en su etapa montevideana, eso sin tomar en cuenta el hecho de que había sido destituido de sus cargos públicos13. Sin embargo, tras la solicitud de colaboración y el ofrecimiento de enviar textos de “tono más poético” y “ajenos a la política” surge entrelíneas la percepción de esta amistad reencontrada años después. Y agrega al final de la carta que le enviará su libro Escuela de libertad (México: Editora Continental, 1942), a la vez que se lamenta de su escasa distribución: “Por haber sido el libro muy mal distribuido, apenas da el fruto que esperábamos”14. Sin embargo, se rescata de la carta el espíritu del colectivo ausente de los años 1920 y una vez más el vínculo es Alfar. Sorprende cuando comenta, luego de decir que las “peripecias” de esos años son largas de contar: “Por cierto que muchas de ellas las tengo descritas e inéditas. ¿Quiere usted parte de ellas para nuestro ALFAR?”15. La mención a “nuestro” Alfar nos sitúa en ese espacio común que fue y es la revista, sobre todo aquella que fue y que ahora ya no es, sobre todo si tomamos en cuenta las circunstancias del contexto histórico y cultural, y por tanto, la previsible descontextualización como proyecto vanguardista a largo plazo de la propia revista. Dos aspectos más de la carta muestran esa visión más íntima del escritor. El primero guarda relación con la forma de escritura. Al respecto dice Jarnés: “Otros libros estoy –desesperadamente– escribiendo para aliviar en parte mi situación. Para su “Editorial”, le enviaré dos o tres títulos y usted elegirá lo que más le interese. Naturalmente, nuevo” y luego se despide: “Mi mujer y yo le abrazamos cordialmente. Esperamos pronto sus noticias. Nuestros saludos a todos los de su casa y amigos”16. El saludo final nos muestra esa relación íntima con el editor pero también se manifiesta la necesidad de colocar el material escrito para sobrevivir.
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“Aparecía Alfar con tremendos sacrificios y le daba inmensas alegrías. Era el promotor de sus avisos, intervenía en su diagramación y armado. Muchas veces nos decía: ‘Ustedes no pueden darse cuenta el esfuerzo tremendo que esto significa para mí sin subvención oficial, sin apoyo de ninguna naturaleza’. No recorrió los ministerios de la sabiduría, no claudicó, eligió la pobreza. Alfar aparecía, en consecuencia en forma irregular pero constante” (en Selva Casal: 10-11). Julio J. Casal fue destituido de su cargo público durante la dictadura de Gabriel Terra y se jubiló el 31 de diciembre de 1937 según lo consigna Ortiz Saralegui. Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal. Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal. Jarnés, carta mecanografiada, México, 26 de octubre de 1942, Archivo Julio J. Casal.
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Una carta posterior agudiza la percepción del sistema de vida precario que llevan tanto él como su esposa y así se lo hace saber a Casal; sin embargo el tono es otro. Mucho más intimista y por supuesto recordando con nostalgia los tiempos de Alfar pero sin dejar de hacer hincapié en la situación económica en México: “Para los escritores, poco dinero hay aquí flotante: de ese poco, algo me ha tocado a mí, pero insuficiente. Necesito, querido Casal, que usted me encuentre alguna colaboración que me ayude a cubrir mis modestos gastos. Pequeñas cantidades, para mí serán grandes”17 La parte substancial de la carta radica en el recuerdo de la etapa de los años 1920 y de la relación establecida. Es aquí donde surge el tono íntimo de esa voz epistolar que se explaya para mostrarse, exponerse en el acto íntimo de escritura, y sobre todo, en la sensación del tiempo que pasa, en el devenir que se hace escritura y se pierde. Y hablemos de ALFAR. Me encantó recibir los números 80 y 81, y espero ahora los que usted me anuncia. Para él, le envío este fragmento de mi VENUS DINÁMICA y mandaré pronto algún otro. No olvido las alegrías que ALFAR me ha proporcionado: mi nacimiento a las buenas letras va unido a nuestra querida revista. Me parece que, viéndola, vuelvo a ver mi juventud. Y lo vuelvo a ver a usted, siempre tan decidido y leal al arte de escribir.18
Este tono que utiliza Jarnés en la carta y que le ayuda a rememorar la etapa de sus comienzos, sirve para situarlo en consonancia con alguna reflexión del propio Casal sobre el tema19 o incluso en otros discursos que se refieren al período20, es decir, la consustanciación con el nosotros, y el hecho de que la revista funcionara como símbolo de un grupo, un nexo de unión entre ellos. Es ahí donde la figura de Casal (pero quizás no solamente de él, sino de los que como él emprendieron esa tarea, por ejemplo Barradas21 y el grupo de amigos de La Coruña que sacaban la revista) adquiere peso como creadores de un proyecto mayor. El cierre de la carta traslada el foco del tono intimista desde la actividad literaria al plano personal e íntimo del matrimonio y es ahí donde realmente la voz adquiere su mayor consistencia: “Gregoria les saluda a ustedes cariñosamente. Aquí sigue trabajando conmigo mucho más que en su juventud: a la hora de acabar lo de los dos, el destino es algo cruel con nosotros. Pero nos queda esa decisión y esa lealtad, que admiramos en usted, para seguir viviendo”22.
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Jarnés, carta mecanografiada, México, 13 de abril de 1943, Archivo Julio J. Casal. Se trata de la novela: Venus dinámica, México, Proa, 1943. Véase Julio J. Casal, “Así nació Alfar”, en Selva Casal: 17-20. Me refiero al libro de Julio Rodríguez Yordi, La Peña y la peña. Véase García Sedas. Jarnés, carta mecanografiada, México, 13 de abril de 1943, Archivo Julio J. Casal.
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Si antes la relación estaba dada con el editor, a través del vínculo con el “nosotros” que presuponía el nombre Alfar, ahora, el ejemplo proviene de la persona física Casal, y es significativo que esta declaración de Jarnés (“esa decisión y esa lealtad”) nos ayude a entender el papel del escritor uruguayo coordinando una tarea mayor, que con mucho, excedía la fuerza de un hombre. Creo que es esta singularidad entre vida y oficio de editor donde el rol de Casal se engrandece porque vincula aspectos que a primera vista pudieran parecer inconexos y que al final, desde su rol articulador encajan como piezas de un engranaje mayor. Una nota manuscrita, escrita en los años 1920 y firmada por Pedro Garfias, Eugenio Montes, José Bergamín y Marjan Paszkiewicz23 recrea el sentido de pertenencia a un nosotros colectivo, y a un mismo espacio cultural. La nota parece corroborar el espíritu de grupo y esa relación temprana existente entre las revistas y con el propio Casal24. La singularidad de esta nota dirigida al escritor uruguayo radica en la inmediatez de la escritura. A través de la letra casi ilegible de Garfias nos enteramos que escriben a vuela pluma en el Ateneo: Querido Casal: Nuestro querido Paszkiewicz está aquí, en el Ateneo, a mi lado, espía en este momento, su primer artículo por Alfar. Ha leído la carta Montes y me encarga encarecidamente le manifieste su agradecimiento y así lo hago […] Horizonte saldrá a fin de esta semana o a mediados de la otra. Lleva este número colaboración de Paszkiewicz, Borges, Montes, Ramón, Diego, Adriano del Valle, Panedas, Jarnés, Barradas, usted y yo. Serán 20 páginas de lectura copiosa […] Hacen falta suscripciones para Horizonte, hermano menor de Alfar […] [Firma] Garfias25
Junto a las palabras de Garfias aparecen los buenos deseos de Eugenio Montes (quien le dice de la imposibilidad de escribir ante la proximidad de un examen), Bergamín que solicita le envíe libros (para reseñas de la revista) y Paszkiewicz lo saluda. Excepto Bergamín el resto de ellos pertenece al grupo ultraísta de Madrid y de ahí la referencia a Horizonte como la hermana menor de Alfar. Pero sobre todo muestra la relación
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Dada la referencia al primer artículo publicado por Paszkiewicz la fecha probable de la misma sea febrero de 1924, ya que en el número 37 de ese mes el escritor polaco publicó: “La superficie intacta”. V. García de la Concha sostiene justo lo contrario en relación a una nota firmada por Benjamín Jarnés, “El poeta de la ternura indeterminada”, sobre Cansinos Assens que salió en Alfar, nº 32, septiembre de 1923 (primer número de la revista). Sostiene García de la Concha: “Esto pone de relieve que quienes colaboraban en la revista no tenían un criterio de grupo homogéneo; incluso bajo las mismas firmas se amparan opiniones titubeantes y casi contradictorias” (507). Pedro Garfias, José Bergamín, Eugenio Montes y Marjan Paszkiewicz, carta manuscrita colectiva, Madrid, s/ fecha [quizás febrero de 1924], Archivo Julio J. Casal.
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cercana entre ellos y ese lazo de unión entre el escritor uruguayo y los escritores ultraístas. PUNTO Y APARTE? Unos meses más tarde Eugenio Montes le envía una tarjeta manuscrita con el logo: El pueblo gallego. Secretario de redacción, donde le solicita que le envíe ejemplares de la revista a Rafael Dieste y le pide colaboración: “Ramón Fernández Moto quiere que saquemos a primeros de enero un número de más de 40 páginas conmemorando el aniversario del periódico. Me encarga le pida un trabajo de 3 o 4 cuartillas. Yo sumo a sus ruegos los míos. Vendría muy bien un poema de U sobre Galicia o uno de esos que U inició sobre mí”26. Como se ve la actividad de Casal es múltiple en esos años y se mueve en un medio y otro, Madrid como centro cultural pero también al área de influencia y creación más próxima de Alfar, en este caso Galicia y los escritores gallegos. La solicitud de un poema a Casal para publicar en un periódico nos revela por un lado el rol y por otro la consustanciación del escritor con la tierra que lo acogió años antes.
Un editor alerta a lo “nuevo” Pero Casal no fue sólo el amigo como aparece en algunas cartas, sino también el editor que da a conocer y que de alguna manera se muestra receptivo a lo que está sucediendo en el momento histórico de aparición de la revista. En una carta que le dirige Alfredo Maseras27 podemos apreciar el rol de editor y sobre todo el interés, en este caso concreto por la figura de Hran Nazariantz28, el poeta armenio: Siguiendo sus deseos, le incluyo para su revista un trabajo sobre Nazaraintz29, resumen de lo que sobre esta gran poeta he dicho en distintos lugares. NO se trata, pues, de un trabajo inédito, que en estos momentos me hubiera sido imposible realizar; pero creo que da la suficiente idea del gran cantor arme26 27
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Eugenio Montes, tarjeta ms. Vigo, 24 de diciembre de 1924, Archivo Casal. Alfredo Maseras, carta ms. Barcelona, 1 de octubre de 1923, Archivo Casal. Véase Montserrat Corretger. Corretger relaciona la traducción y el interés por Narazaintz en el interés de Maseras por las minorías étnicas y nacionales. “La constant preocupació de Maseras per les minories étniques i nacionals que ja l’havien dut a escriure gran quantitat de pàgines durant la Gran Guerra i a defensar-les de la Societat de Nacions, el portà a interessar-se cada cop més per la situació político-social del poble armeni entre 1915 i la dècada dels vint. Aquesta preocupación, acompanyada de la difusió de la figura de Hrand Nazariantz, ‘el poeta nacional d’Armènia’, estava també en la ment dels intel-lectuals catalans i estrangers amb qui Maseras es relacionava” (127). Sobre el interés de Casal por Nazariantz deja constancia Julio Rodríguez Yordi: “Y le encanta entre plato y plato disertar acerca del arte de Laforgue, de Nazariantz o de Mallarmé” (148). Se trata del poeta armenio exiliado en Europa, Hran Nazariantz (Estambul 1880-Bari, 1966). El texto de Maseras fue publicado en Alfar, nº 33 (Alfonso Maseras, “El poeta nacional de Armenia”) junto a “El paraíso de las sombras” de Hrand Nazariantz.
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nio, adaptándose a las características de un trabajo periodístico. Le incluyo también una interpretación, más aún que una traducción de Nazaraintz.
Se muestra en esta carta la conexión existente entre Casal y un sector de los intelectuales, en este caso catalanes, interesados en la cuestión étnica y nacional, como también la tuvo con los intelectuales y amigos gallegos (véase Molina). Lo singular del envío revela desde el silencio la labor editorial y el interés del editor por abrir la mirada hacia otros aspectos de la cultura y las minorías, en este caso la situación armenia. Esta posición es parte del interés de la revista Alfar y otras revistas como Nos, como ya fue mencionado en su momento por César Antonio Molina30. En este sentido me parece que la carta de Maseras refleja ese interés de ambas partes. Un ejemplo donde el editor aparece con mayor nitidez y donde se discute sobre el nombre de Alfar surge en la primera carta que se conserva de las muchas que le dirigió Guillermo de Torre31. En ella, de Torre, que le escribe desde Puertollano, Ciudad Real32, y lo hace en las hojas con membrete del Hotel Paris-Nice, para comentarle diversos aspectos de su viaje por Francia (Lyon, “desde donde le recordé con el camarada Malespine”); Suiza (Ginebra, el lago Lemán, Lausanne, Interlaken, la montaña Junfraujoch, Berne, Luzern, Zurich, Bâle) y París, y desliza al final del primer párrafo: “[…] donde he vivido unos días deliciosos con mi novia Norah Borges. Pero sobre esto último, el mayor secreto. Ella repugna la menor indiscreción personal o literaria”33. Este desliz confesional cierra el canal más íntimo de la carta pero abre un tono en las palabras de Guillermo de Torre que conecta con el Casal editor, dejando al descubierto, quizás el nivel de confianza entre ambos, o en su defecto, el interés arrollador del español por ocupar un espacio más definido en el área de influencia de Alfar: […] Entre la correspondencia acumulada me encuentro con el número de agosto y su carta. Apruebo lo del cambio de título. Se impone otro más breve y expresivo. “Altar”? No quiero quitarle su idea, pero creo que rótulos como “Faro”, “Vigía”, “Irradiación” –que yo tenía pensado para cosas propias pero que le cedo desde este momento– o simplemente algo como “Revista inter30
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“En Alfar se pretendía una comunicación con todas las culturas europeas e hispanoamericanas, unidas bajo el lazo común de las vanguardias artísticas y literarias del momento” (Molina: 47). En el Archivo de Julio J. Casal se conservan trece cartas de Guillermo de Torre, remitidas entre 1923 y 1954, tres de ellas escritas entre 1923 y 1925. El segundo período se reanuda con una carta remitida el 24 de marzo de 1943. Guillermo de Torre, carta mecanografiada, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal, Biblioteca Nacional, Montevideo [seis cuartillas escritas]. La carta de Guillermo de Torre posiblemente llega cuando la revista ya ha salido por primera vez con el nombre de Alfar, Nº 32, en septiembre de 1923. Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal.
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continental”, “Páginas Libres” quedarían mejor. En fin, usted es árbitro. Me complace que la revista avance también económicamente. Si quiere V. hacer una cosa depurada me permitiré aconsejarle que seleccione las firmas y las calidades. El último número está bien pero es excesivo y monótono. No es que yo predique que la revista deba constreñirse a un “ismo” unilateral –nada de eso– sino que debe prescindir de ciertas firmas que nada –ni antiguo ni moderno– significan. Por otra parte, y esto es casi más importante, hay que dosificar el verso, hay que conceder abundante espacio a la prosa crítica, hay que inaugurar una sección informativa y documental de revista de libros y de revistas, hay que sistematizar la colaboración americana, muy capital, y dar amplia cabida a las firmas extranjeras de hoy, bien en su misma lengua original o traducidas. En suma, se impone hacer una nueva revista sobre la base ya acreditada de “Casa América-Galicia”.34
La carta de Guillermo de Torre permite visualizar varios aspectos, en primer lugar la elusión del tono confesional35 cuando habla de Norah Borges (y que sí observábamos en las cartas de Benjamín Jarnés), para dejar paso a una intención36 clara en relación al vínculo existente entre él y Casal. La intencionalidad en este caso, que aparece marcada en diferentes rasgos del lenguaje, se hace visible al final de la carta. Esos rasgos son las indicaciones que el autor de la carta le hace a Casal sobre cómo debería ser la revista, cómo debería llamarse (existe una duda en el nombre: “Altar”, quizás debido a la caligrafía de Casal), para indicarle luego las secciones y rasgos generales que debería tener. Si dejamos de lado el tono que adopta esta intencionalidad del autor de la misiva, podemos deducir el grado de preocupación del editor una revista vanguardista de los años 1920 en función del público y la forma de gestionar el perfil de la publicación según postulados estéticos y culturales (de Torre aconseja no constreñirse a un solo “ismo” y tomar en cuenta las firmas, dejando fuera aquellas que nada significan). Si se observa con cuidado las indicaciones (y se deja a un lado la intención y el tono) se tiene una guía bastante detallada de cómo se gestionaba una revista de vanguardia o cómo entendían ellos que debía gestionarse una revista cultural vanguardista. Lo curioso es que, cuando de Torre envía esta carta, es probable que Alfar ya estuviera en la calle o por lo menos en prensa, ya que el primer número que saldría con este nombre es de septiembre de 1923, y por tanto, es posible atribuir el mérito de esa gestión al propio Casal y sus amigos, entre ellos Alfonso Mosquera que era el secretario de redacción (véase Molina: 77). 34 35 36
Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal. “En su intención elemental las cartas se acercan a la función de la confesión señalada por María Zambrano”, dice Ciplijauskaité (65). “La actitud y la intención del escribiente se reflejan en su modo de expresión”, observa Ciplijauskaité (62).
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Unas líneas más adelante De Torre se excusa por el tono: “Y perdóneme que tome este tono estimulador y codirectorial. Pero recordará como en ocasión anterior le propuse desinteresadamente ser su delegado en Madrid”. Pero este tono es también parte del hilo argumentativo por el cual desea proponerle un proyecto: “¿Qué le parece si esta apareciese, dentro de uno o dos meses, fechada en La Coruña-Madrid, y yo me encargase de la codirección en este último sitio?”. El escritor aclara que Casal seguiría manteniendo el control sobre la revista: “Claro que V. como propietario conservaría las máximas atribuciones, pero yo podría ayudarle eficazmente a dar una nueva fisonomía internacional, crítica y combativa a la Revista”37. El proyecto no se llevaría a cabo quizás por el interés de Casal de mantener la revista en la órbita local de La Coruña, factor que para de Torre es un elemento a modificar: “…sacándola de su órbita local definitivamente”38. Sin embargo, la idea de Casal no parece ser la misma que la del escritor español en relación a lo que debe ser Alfar, para él se trata de una revista que debe unificar y sumar lectores desde un marco integrador sobre lo “nuevo” que no lo “moderno”39. Esto sin embargo no significa que la revista no fuera combativa, pero puede indicar la mano gestora de Casal en cuanto a elegir el rol que debía tener la publicación: debía seguir saliendo en la Coruña, debía integrar diferentes vertientes artísticas y debía estar atenta a lo nuevo. El ofrecimiento del escritor español se concreta y por tanto la intención inicial de la carta, en la seguridad de que la publicación ha ganado en anuncios, subvenciones y que por tanto tendrá dinero para costear los gastos de esa codirección madrileña. Para eso de Torre se presenta no sólo como un escritor combativo sino como el anterior editor de otras revistas: Usted, querido Casal, no ignora que yo estoy habituado de antiguo a tales asuntos. Desde 1920, primero en “Cervantes”, “Grecia”, y especialmente cuando Carrillo me encargó en 1921 de la secretaría –mejor dicho de la Dirección, puesto que él estaba siempre ausente– de “Cosmópolis” he venido dedicando a las Revistas todo lo mejor de mi actividad.40
Si dejamos de lado el tono y la intención, y consideramos los argumentos que refuerzan la solicitud del escritor español, percibimos con claridad el espíritu vanguardista en cuanto a la decisión de llevar adelante este tipo de empresas y casi una vocación propagandística en cuanto a 37 38 39
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Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal. Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal. En la carta que le envía a Jarnés el 30 de agosto de 1923 le pide que le consiga “también dibujos modernos, mejor dicho, nuevos”, aclarando de esta forma la diferencia entre un concepto y otro (Jarnés: 10). Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal.
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su posicionamiento en el mercado de los editores de revistas literarias. Parece sobreentenderse en sus palabras que deben elegirse con cuidado las colaboraciones de la revista porque ellas delimitan el perfil de la misma. Entre el hilo conductor de los argumentos esgrimidos por De Torre comenta su pronta instalación en Madrid durante la temporada invernal (1923-1924), en la residencia de Estudiantes, en “el pabellón de los artistas” junto a Moreno Villa, Lorca, Dalí, para seguir sus estudios en el Instituto Consular, y luego apunta: Le hablo sincera y desinteresadamente, aunque suponiendo que la Revista, empero no ser un “negocio” dejará algún rendimiento, me gustaría, desde luego, percibir un tanto mensual que compensase, en cierto modo, los esfuerzos y gastos que su representación –sólo el franqueo es un “pico”– me acarrearía. Si le hablo de esto no es con miras bajas sino únicamente porque en Madrid, al margen del paterno debo buscar otra fuente del presupuesto, y claro que ya nos pondríamos de acuerdo, sin prisa, pactando amigable y lealmente. Espero por tanto su amplia y detallada respuesta a todo lo anterior.41
El interés de esta carta y en casi todas las de esta época que remite de Torre es el espíritu arrollador que demuestra y el infatigable deseo de llevar adelante proyectos culturales, encontrando en Casal el canal adecuado para poderlos realizar. Las cartas posteriores a los años 1940 muestran una amistad ya asentada y menos arrolladora. Pero aquellas de los años 1920 permiten visualizar las formas de construcción subjetiva de ese espacio común, un espacio de significación inmaterial que se teje entre las relaciones humanas, a veces más cercanas a lo íntimo y a veces más relacionados con los deseos relacionados con el mundo de la escritura y “el mundo literario”. Como todas las empresas humanas, ésta también se constituye en ese pacto de negociación entre los deseos, los objetivos y los horizontes de expectativa de los actores implicados en ellos. La carta es valiosa porque muestra desde dentro, el marco común de relación que tenían. Sobre el final de la misma nos enteramos del envío del libro Fervor de Buenos Aires de Jorge Luis Borges42. Este tránsito entre lo viejo y lo nuevo, entre las revistas ultraístas del pasado (apenas pocos años antes) y lo nuevo, demarcan una etapa de transición que José María de Cossío recuerda en relación a Alfar: En ella hacen sus primeras armas públicas poetas que habían de alcanzar justa notoriedad junto a otros ya probados y conocidos, o aliados (y tal vez desertores) del ejército ultraísta. Precisamente por este criterio amplio tiene esta revista el más alto valor documental, y no es excesivo considerarla como 41 42
Guillermo de Torre, Puertollano, 15 de septiembre de 1923, Archivo Julio J. Casal. En el número 32 de Revista de Casa América-Galicia, de septiembre de 1923, aparece reseñado el libro Fervor de Buenos Aires. En enero de 1924, nº 36, se publica “Alejamiento” de Jorge Luis Borges.
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el panorama más cabal de la revuelta vida poética de aquel momento. (Cit. en Molina: 44)
Creo que ese rol lo ocupó Casal, sabiendo negociar la función y el espacio que debía ocupar la revista en su desarrollo, abriendo las puertas a diferentes actores, ligados a intereses y zonas a veces antagónicas pero que finalmente encontrarían en la revista un espacio común. Dos cartas mecanografiadas de Guillermo de Torre se conservan en el archivo de esta primera época. La primera remitida el 16 de julio de 1924 desde Puertollano, Ciudad Real, y con membrete del movimiento ultraísta nos da noticias de cómo se gestionaba ese espacio cultural y el rol que desempeñaba en él Casal como editor: “Me llega hoy su carta, reexpedida de Madrid, cuando precisamente estaba pensando en romper mi silencio y reanudar mis trabajos en nuestro querido “Alfar”. Mis viajes […] mis estudios y otras preocupaciones, me han impedido últimamente atender como quisiera a su Revista43. Además de marcar el retorno a la revista, la carta presenta muchas novedades que saldrán en los siguientes números de Alfar, entre ellos: el envío del texto “La imagen y la metáfora en la novísima lírica”44, y sobre el cual, dada la extensión, confía en la pericia del editor para cortarlo y si fuera necesario, publicarlo en dos números; un trabajo sobre Robert Delaunay, el ofrecimiento del envío de “clichés” de los cuadros del pintor, el envío de sus datos en París para que le escriba, la remisión de los aforismos de la nueva estética, “Bengalas”45; a los cuales se agregan materiales de Norah Borges que aparecerán en Alfar. Pero entre los detalles de los envíos surgen dos elementos importantes, el primero guarda relación con la idea de un proyecto editorial paralelo a la revista: “En cuanto a los grabados publicados que están en su poder. Qué hay de las proyectadas ediciones de Alfar? Todavía no me ha dicho V. la última palabra. Ha renunciado a ellas o sufren un aplazamiento? En el último caso ¿podremos hacer el libro de grabados que le propuse?”46; mientras que el otro dato, anotado al borde la página aparece lo siguiente: “Detálleme esos triunfos de ‘Alfar’ en París. No he visto nada, hasta la fecha”47. La otra carta, más breve que las anteriores (ahora con el membrete Guillermo de Torre, Abogado) escrita desde Madrid, el 2 de junio de 1925, solamente tiene el interés de los artículos que se 43 44 45 46 47
Guillermo de Torre, carta mecanografiada, Puertollano, 16 de julio de 1924, Archivo Julio J. Casal [un folio escrito en ambos lados]. Alfar, nº 45, diciembre 1924. Salió en el número 42 de agosto del 1924. Guillermo de Torre, carta mecanografiada, Puertollano, 16 de julio de 1924, Archivo Julio J. Casal. Guillermo de Torre, carta mecanografiada, Puertollano, 16 de julio de 1924, Archivo Julio J. Casal.
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proyectan enviar: el trabajo sobre Girondo, uno sobre Almagro, y la programación del número dedicado al Salón de Artistas Ibéricos48.
Hablar desde el silencio Una carta manuscrita de Gerardo Diego, con membrete Real Instituto de Jovellanos, Gijón, del 10 de noviembre de 1924, nos indica una relación ya iniciada, sin embargo es la primera carta que se conserva. Diego le envía las pruebas corregidas, suponemos que de “Minuta y poesía”49, junto a un retrato realizado por el pintor Francisco Gutiérrez Cossío y agradece sus palabras y las de Almagro50, al tiempo que le dice: “Pronto le enviaré nueva colaboración ¿Le interesaría la publicación de unos versos desconocidos, por completo olvidados, de un gran poeta español del siglo XVII? Pienso hacer una edición completa, pero se podría dar un avance en la revista con una breve nota”51. Pero no tenemos respuesta a esa carta, y según lo que parece, Casal contestaba algunas de las cartas y otras no, o eso debemos suponer, cuando alguna de ellas presenta el sello “respondido” (en concreto en varias de las enviadas por Guillermo de Torre). De eso mismo se queja Gerardo Diego en la siguiente misiva manuscrita que se conserva, lleva fecha 21 de mayo de 1932, y fue enviada desde Santander (con membrete: Colegio oficial de doctores y licenciados en ciencias y letras de Santander) a Casal, quien ya se encontraba en Montevideo. En ella exclama: ¡Por fin, escribió! Verdad es que tampoco Ud. me ha enviado una sola línea […] Recibí tras larga espera los números de Alfar, los nos. 61 al 69 inclusive. ¿Sigue publicando? Quiere Ud. enviarme los restantes? Yo vivo ahora en esta mi ciudad y explico en este Instituto [y culmina] Escríbame, no sea perezoso y mándeme los Alfares. Le abraza quien siempre le recuerda con cariño.52
Pero la carta también traza la figura de Casal como nexo hacia otros escritores uruguayos, actúa como vehículo de esa comunicación que no termina de concretarse y que Gerardo Diego reclama: “Y ¿qué hay por ahí? ¿Qué hace Basso Maglio? Cómo me gustaría tener alguna buena fotografía de la Virgen de los patos del pintor Barradas […] ¿Y Juana de 48 49 50 51
52
Las reproducciones del Salón salieron en Alfar, nº 51, de julio de 1925. Publicado en Alfar, nº 45, diciembre de 1924. El retrato apareció junto a un artículo de Melchor Fernández Almagro, “Palabras a Gerardo Diego”, Alfar, nº 48, marzo 1925. Gerardo Diego, carta ms. Gijón, 10 de noviembre de 1924, Archivo Julio J. Casal. La antología mencionada se trata probablemente de Antología poética en honor de Góngora desde Lope de Vega a Rubén Darío recogida por Gerardo Diego, v.3, de Obras de Luis de Góngora y Argote, Madrid, Tip. Nacional, Gráficas Modernas, Revista de Occidente, 1927. Gerardo Diego, carta ms. Santander, 21 de mayo de 1932, Archivo Julio J. Casal.
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Ibarbourou? Yo le envié libros míos pero ella no ha correspondido. Recuerdos también a Oribe y demás amigos”53. Con toda probabilidad conociera personalmente a los escritores uruguayos en su viaje a Buenos Aires y Montevideo realizado en 192854 y es a partir de ese lazo y mediante el rol articulador de Casal que se produce este contacto personal, ya que varios de estos escritores habían sido editados por Alfar en su etapa en La Coruña. Una tarjeta postal enviada por Rafael Pizarro desde Cabeza del Buey, Badajoz (con sello de correo de 1926), puede darnos una idea de la importancia de Alfar para un sector de los lectores, y la necesidad de acceder a ella de cualquier manera. Sr. D. Julio Casal. Mi distinguido y admirado amigo Ud. me perdonará que sin tener el gusto de conocerle personalmente me dirija a Ud. […] Tengo un gran interés en tener Alfar (números de mayo y abril). La Lectura no me les sirve a reembolso, como yo quisiera, por residir aquí accidentalmente. Anteriormente me sirvió el número de marzo… después he suplicado en vano. Heme pues, aquí perdido en un desierto, barrido de bellos papeles c/ andando sediento por el agua clara del libro. Creo que Ud. usará de más piedad –c/autor de Árbol puede ser afable– y no ha de dejarme morir de sed, en este éxodo abrasador […]55
Si tomamos esta carta como ejemplo de carta de un lector tenemos una idea aproximada de lo que representó Alfar para un grupo de jóvenes y para una generación. Resultan muy gráficas las metáforas que utiliza para referirse al pacto de lectura que ha establecido con la publicación y demuestra conocer bastante bien, o por lo menos a través de la imagen gráfica de la revista, quién es y lo que representa Julio J. Casal. La referencia a su libro Árbol56, y la publicación de algunos de sus textos en la revista parecen propiciar esta lectura. Esta misma línea de nexos o canales de lectura hacia la literatura los encontramos en una de las cuatro cartas que Ramón Gómez de la Serna le dirigió “Mi querido y poeta Casal: el leer su remito me hizo olvidar escribir al director […] estamos como reunidos en el mismo despacho y eran inútiles las cartas. Yo sigo en mi animación febril y automática. Pronto quizás nos vemos. Abrazos de su devoto. Ramón (Gómez de la Serna; Sin fecha)”57. Y en otra comenta en relación a su devoción por la 53 54 55 56 57
Gerardo Diego, carta ms. Santander, 21 de mayo de 1932, Archivo Julio J. Casal. El 12 de octubre pronuncia en el Centro Gallego de Montevideo dos conferencias: “La vocación poética” y “Actualidad poética de Fray Luis de León”. Carta ms. Rafael Pizarro, Cabeza de Buey, Badajoz, [probablemente 1926], Archivo Julio J. Casal. Julio J. Casal, Árbol, La Coruña, Imp. Moret, 1925. Ramón Gomez de la Serna, ms. Sin lugar y fecha, Archivo Julio J. Casal.
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literatura: “Pienso estar aquí todos los años que el destino quiera dedicado a nuestra santa diosa la Literatura. Monjes en distinto convento tenemos el mismo amanecer”58 Las notas de Ramón59 casi siempre apelan a esa retórica silenciosa o del vacío, en el que poco se dice, ninguna de ellas tiene fecha y sólo nos revelan ese espíritu aguerrido y hermanado en la literatura. Estas cartas del último apartado, de las que señalo la presencia en el archivo, creo certifican ese tipo de relación que trasciende la escritura y la amistad, asentada en este caso en el silencio, o quizás en esa amistad que no necesita ser escrita para serlo. Si comparamos estos ejemplos con las cartas de Jarnés tendremos tendidos los puentes entre un extremo y otro, entre la superabundancia del tono íntimo hasta las mínimas líneas que señalan un estado de ánimo o una situación. Se trata de construir desde un yo que presupone cuestiones ya sabidas y que se dan por sobreentendidas en la escritura de la carta, pero sobre todo, de mostrar este espíritu de época en la escritura íntima. El otro polo o vector lo conforman las cartas donde el rol de editor aparece en su personificación más exacta y donde se asienta esa función articuladora ya mencionada antes. Creo que más que un reproductor de una situación dada, y defensor de un espacio ya obsoleto en cuanto a la percepción de la literatura, la figura de Casal se muestra como un articulador cultural que se mueve en diferentes espacios, de los cuales en este caso, sólo se señala aquel referido a las cartas dirigidas a él. Sin embargo, pienso en una situación mucho más compleja y más rica, sobre todo si se toma en cuenta su labor poética o crítica, tarea no atinente a este trabajo, pero que podría mostrar mejor esta disociación entre el creador y el editor. También puede verse ese rol articulador de lo nuevo en esa imagen del lector que le escribe y le reclama la revista como una savia nueva necesaria. Quizás donde mejor se percibe esa relación con lo nuevo se manifiesta en el vínculo entre Casal y Barradas, una reciprocidad íntima de fidelidades sostenidas en el tiempo pero también una vocación por lo nuevo y por una percepción diferente en relación a lo que debe ser gráficamente la revista. Ejemplifico esta cuestión en la relación Barradas-Casal pero también podría hacerlo a través de la relación con el grupo de La Peña en Galicia, y del que han quedado múltiples huellas, entre ellas algunas cartas de Moret dirigidas a Casal ya en Montevideo60. Julio Rodríguez Yordi ha dejado un testimonio de cómo era Casal: “Sus 58 59 60
Ramón Gómez de la Serna, ms. Sin lugar y fecha. Lleva membrete: Ramón Gómez de la Serna, Riviera di Chiaja 185 -1º, Nápoles, Archivo Julio J. Casal. Para una noticia de la relación de Gómez de la Serna con el Río de la Plata véase Gropp: 3-14. Presentes en el Archivo Casal: La Coruña, 7 de octubre de 1933 y 23 de marzo de 1936.
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relaciones personales son amplias y constantes. Mantiene amistad con los elementos más destacados del arte y sostiene correspondencia con las más señeras figuras de las letras hispanoamericanas […] Todo es melosidad, diplomacia y dulzura en este contemporizador sudamericano. Por ello no es de extrañar el número de afectos con que cuenta” (Rodríguez Yordi: 146 y s.). La relación con Barradas en cambio delimita una gran inversión en la parte gráfica de la revista, y marca el perfil de lo que es Alfar, pero también nos indica la importancia de la relación entre Casal y Barradas. En una carta que le envía Barradas a J. Torres-García comenta: Mi queridísimo y admirado Torres-García: No le he escrito antes porque creí recibiría las revistas que mandé pedir a La Coruña. Ya no pueden tardar y se las enviaré de seguida. Recibí, luego de su estupenda carta, las revistas. Quisiera preparar ese número dedicado a Ud. Y a su obra […] Ya habrá Ud. visto en una revista “Alfar”, que podría estar mejor cuidada tipográficamente y sin anuncios o que éstos fueran de grata composición; pero es muy difícil en este país hacer esto. Gracias que salga así. Desde luego es lo único que sale en España con intenciones sanas. (Carta XLIII de Barradas a Torres García, Hospitalet, 28 de abril de 1926, en García Sedas: 249).
Pero la relación entre Rafael Barradas y Julio Casal venía de mucho antes. En una carta que le envía el pintor desde Madrid, el 4 de abril de 1919 ya apreciamos ese afecto que estaría presente siempre. Barradas acusa recibo del libro Nuevos horizontes (Madrid: Juan Pueyo, 1916) de Casal y comenta entusiasmado: Julio, he recibido tu libro. Tu precioso, tu formidable libro. Me has dado una alegría enorme. Y tu carta? Tu carta de amigo grande, de amigo puro, ¡Que suerte tan extraordinaria el habernos encontrado ahora, cuando ya hemos pasado los dos el Libro Figueira … cuando ya hemos dejado tan lejos nuestros palotes … en pintura yo, en literatura tu, tu tan personal, tan nuevo. Es que ahora somos grandotes, ya no le tememos al hermano mayor del vecino que hemos dado de “piñes”… Mirá que decir “te doy una piña” cuando éramos botijas y decir “botija” todo esto es encantador.61
La carta trasunta ese lazo afectuoso que los unía, y que sólo a través de la lengua puede hacernos posible entender el nexo de conexión anímica entre uno y otro. La referencia a las “piñas” o “piñes”62, lo mismo que la palabra “botija”63 denotan este grado de complicidad entre dos compatriotas ausentes de su tierra, y que algunos años más tarde emprenderían el proyecto de colaboración literaria y plástica que sería Alfar. 61 62 63
Rafael Barradas, ms. Madrid, 4 de abril de 1919, Archivo Julio J. Casal. Se usa con el significado de puñetazo. Usado en Uruguay como sinónimo de niño o que está en la niñez.
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Algunos años después de su regreso a Montevideo, en los festejos del veinticinco aniversario de la revista, es el propio Julio J. Casal quien reconocería ese rol articulador que desempeñó durante los años 1920 en La Coruña: Era ayer. Y hace 25 años. Galicia…. Andaba un viento frío por las calles de la vieja ciudad cantábrica. Pero nosotros teníamos fuego en el corazón. Y para recorrer los caminos de la noche nos alcanzaba con la lámpara de nuestros versos. En un juego de peligrosa poesía nació ALFAR. Queríamos imponer nuestra religión de escritores y se entabló la lucha pero no nos importaba […] pero pronto de todas las distancias nos alcanzó el lenguaje de la sangre, la esperanza de los nuevos, las abejas laboriosas de los consagrados. (“Así nació Alfar”, en Casal, 1966: 118)
Es necesario recordar la diferencia de edad entre Casal y los integrantes del grupo que rodearon la revista, la mayoría de ellos escritores noveles, que sólo años después se convertirían en escritores de gran prestigio. En este sentido, y con motivo de la edición facsimilar de Alfar en 1984, Rafael Alberti señaló: “Casal no se daba cuenta de la trascendencia enorme que tuvo la revista, porque entonces éramos todos noveles. Ahora él estaría emocionado y maravillado de aquella obra” (“Alberti clausuró los actos…”, 11). Sin embargo el propio editor se veía sólo en ese rol de articulador, sirviendo de cauce entre la gente y los materiales que llegaban a la revista: Yo lo que he hecho, es ir corrigiendo lo que se me daba, levantar en la arquitectura de una obra, el aire, la arcilla, el agua, que desde el paisaje del pecho me ofrecieron depurados y fraternales espíritus. Lo único que me toca en esta alegría de manos limpias con que trabajo, este difundir en mi propia voz la claridad auténtica de la jornada lírica de los otros que me han dado la bella actitud, yo la he situado, tratando que se vea su ardiente desnudez. El ejercicio de la creación y de la sensibilidad, es de todos. Lo que pudiera ser mío es el taller, la disciplina que exige, la preocupación constante del que necesita andar siempre moviéndose entre las altísimas vibraciones de los escogidos. (“Así nació Alfar”, en Casal, 1966: 118)
Esta posición elegida por el propio editor muestra esta faceta suya de hablar desde el silencio o construir desde el silencio, apoyando las inquietudes de estos jóvenes que luego conformarían el grupo del 27 y ello, permite reafirmar algo que se ha dicho de él: “Sabía Julio J. Casal bien lo que era poesía y lo que no lo era, mas prefería callar estimulando desde su silencio” (Selva Casal: 11). Desde esta perspectiva se puede afirmar que más que un reproductor de un estado cultural ya establecido, Casal se convirtió con el paso del tiempo, en un articulador de ese espacio subjetivo, constructor de algo nuevo que estaba en proceso y gestor de un proyecto cultural que tuvo su símbolo en la revista Alfar.
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Fernando Pereda en España, el viaje imaginado Wilfredo PENCO Presidente de la Academia Nacional de Letras (Uruguay)
Nacido en las vísperas de un nuevo siglo, en el seno de una familia privilegiada, fue hijo único de un matrimonio de consolidados ancestros en la comarca y hasta en el continente, poder económico, asentimiento social y condiciones óptimas para el desarrollo de una depurada cultura. Adelantado al propio siglo XX, Fernando Pereda nació el 15 de mayo de 1899 en la ciudad de Paysandú (sobre el río Uruguay). Todavía niño se radicó en Montevideo y atravesó, con insobornable pasión por el quehacer poético, nueve décadas y media de vida. Murió una semana después de haber cumplido 95 años de edad. Desde muy joven asumió su vocación y dio a conocer poemas en periódicos, revistas y antologías, durante varios decenios, de manera dosificada y sin apresuramientos, alerta a las diversas tendencias estéticas de su tiempo a las que sin embargo nunca terminó por integrarse definitivamente. Solo en el último tramo de su vida decidió reunir en volumen su no muy abundante obra dispersa y le puso como significativo título Pruebas al canto (Montevideo, 1990). En 1968 –algo más de veinte años antes de la aparición de su libro– editó un disco1 con un manifiesto poético (“Entrada a la poesía”, que habría de encabezar también Pruebas al canto) y diecinueve poemas leídos por él mismo con dicción ajustada y penetrante capacidad de seducción. En su poesía predominan la calidad sobre la cantidad y un sostenido equilibro entre el placer del deslumbramiento junto a la experiencia de la sensualidad más refinada y la tristeza que bordea el dolor de la muerte que se sabe inexorable. Viajero moroso al continente europeo, en 1924 visitó España, a donde habría de volver en 1950 –en su viaje más abarcador que incluyó 1
Fernando Pereda, Entrada a la poesía y selección de poemas en la voz de su autor, Montevideo: Ed. As, [1968].
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Francia, Italia, Grecia, Damasco y Estambul– y en 1975, el último de sus largos paseos por lugares queridos que lo impulsaron a escribir varios de sus mejores poemas. El primer viaje, fue, sin embargo, decisivo. El mismo Pereda lo recordó, ya en su vejez: Fue emocionante. Al llegar el ferrocarril a Madrid, en 1925, pensé que allí estaban Valle Inclán, Gómez de la Serna, Azorín, a quienes conocía por la lectura, y que eran reales…Se me había hecho real un sueño: lo que hasta entonces era un sueño, pasó a ser mi domicilio. […] No tuve desencantos, todo fue muy emocionante. La noche en que llegamos a tierra española, al puerto de Cádiz, mis padres quedaron en el barco, y yo fui al cante jondo, en un prostíbulo; esto no era lo que ahora la palabra significa, era un lugar casi respetable, bastante inocente, se oía música, se iba a escuchar música. Recuerdo de esa noche una canción: “Que yo con llorar descanso” […] Yo quiero mucho a España, tengo gran afinidad por ella, entre nosotros hay una simpatía, en el sentido psicológico, por la poesía y la música, por el cante jondo. (Arias: 31)
Discípulo del propio esqueleto Las cronologías de la historia literaria uruguaya suelen ubicar a Fernando Pereda en la denominada generación del Centenario, la que emerge, madura, hacia 1930, cuando se celebran en el país los cien años de la jura de la primera Constitución y el Uruguay vive un tiempo de bonanza que parece prometedor, aunque varios años después habría de clausurarse con una crisis del modelo social, desatada vertiginosamente y sin retorno inmediato, crisis de la que Pereda fue testigo con cierta distancia. Emir Rodríguez Monegal lo situó, más adecuadamente, en una “zona limítrofe, casi fantasmal, de la literatura uruguaya” (1966: 122). Diversos rasgos contribuyeron a la ubicuidad de este singular poeta: la concentración, el rigor, el obsesivo afán de perfeccionamiento, las minuciosas estrategias sobre cada poema, el afán obstinado de coherencia, la independencia como criterio rector, su rechazo a la publicación que llamó “escalafonaria”, la construcción –en fin– de una personalidad original, sin imitaciones ni gratuitas transferencias. En un encuentro con Jorge Luis Borges convertido en indeclinable duelo verbal, que tuvo lugar en Buenos Aires, en la confitería Richmond de la calle Florida, años más tarde evocado por Ernesto Sábato (quien sin embargo olvidó comentar este episodio) Borges preguntó a Pereda, según la versión de este, con virtual inocencia y trasfondo irónico, a quién consideraba su maestro entre los poetas de la “Banda Oriental”. Es probable que el argentino no previera una infalible respuesta dirigida
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como estocada: “Yo soy discípulo de mi propio esqueleto”, sentenció Pereda. Enseguida se hizo un incómodo silencio (Torres Fierro: 23-32). La reafirmación individual y su defensa intransigente constituyeron el centro de su vida y su obra. De “temperamento apasionadamente epicúreo, voluptuoso en la vida, austero en el arte”, como lo definió Alberto Zum Felde (139). Su eje ideológico fue el liberalismo, acotado por una capacidad de comprensión y precisión desarrollada por cautelosas y sucesivas aproximaciones. Sometió el arte en las diversas modalidades al rasero de su compleja sensibilidad y severo juicio. La música, la danza, el teatro, el cine, la plástica y la literatura tuvieron en él a un celoso catador y en particular la poesía fue el objeto central de sus reflexiones y su práctica. No fue, sin embargo, un solitario, un insular, y menos un misántropo, como se ha insinuado en alguna oportunidad. En su juventud participó en el Centro de Estudiantes Ariel y después también formó parte de diversas peñas literarias: casa de la Unión, el viejo Tupí Nambá, el grupo de Teseo, las reuniones de Arte y Cultura Popular en el apartamento de María V. de Muller en el Palacio Salvo –donde fue, como ha indicato Julio Bayce, “una figura estelar, un primer violín” (67)– y los actos en el Paraninfo de la Universidad. Formó una exclusiva colección de obras maestras del cine mudo, que durante mucho tiempo exhibió a sus amigos en sesiones privadas y públicas, y que terminó donando al Estado uruguayo tras el incendio que en 1974 devoró la cinemateca oficial. Es cierto, en cambio, que fue un poeta secreto. Los sitios que habitó condimentaron su leyenda: primero la casa de la calle Yi y 18 de julio, en cuya torre conservaba las míticas películas primitivas que fue adquiriendo; más tarde otra casa en Carrasco, en la calle Divina Comedia, que compartió con su segunda mujer, la fotógrafa y crítica de poesía y danza Isabel Gilbert, un “lugar misterioso, suntuario, equívoco”, donde –según cuenta Carlos Maggi– “había una espada pendiente de un cabello sobre la cabeza de todos, en una boardilla forrada de cedro lustroso, […] había sillones de terciopelo y poca luz y un perfume agradable que nunca se repetía y, no siempre (pero suena al recordar) guitarras y cantejondo” (Maggi: 40). Allí se practicaba esgrima, se pasaba cine, se leían poemas, se tomaba el infaltable vino, se exhibían raras piezas bibliográficas, desfilaban invitados prestigiosos y algunas medianoches se extendían hasta la madrugada. Fernando Pereda vivió sus últimos treinta años en el Hotel Ermitage, en Pocitos, frente a la Plaza Gomensoro. En una habitación del octavo piso, desde donde divisaba los atardeceres que caen sobre el río ancho como mar, decenas de libros y otros objetos lo acompañaron casi hasta el final: un casco persa, un pedazo de baldosa de la Villa Adriana, el clavo 501
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de una puerta de El Toboso, papeles de otros siglos, baúles repletos de recuerdos, dos magníficas linternas mágicas, de una de las cuales proyectaba a veces en lo alto de la pieza oscurecida la provocadora imagen de un arlequín a caballo, galopando sobre estanterías donde se acomodaban con cierto desorden poemarios con autógrafos de Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Alfonsina Storni, Cecilia Meirelles, José Bergamín, entre otros. Se ha dicho que fue un poeta de élite, rodeado por devotos que proclamaban a los cuatro vientos las maravillas que generaba en aquellos ámbitos de atmósfera mágica. Hasta allí llegaba el visitante en peregrinaje y a veces era sometido al examen más implacable sobre poesía que hubiera podido sospechar. Versos, imágenes, metros, palabras: todo era objeto de minucioso repaso, y de ese modo caían celebridades, las desbordadas páginas de un cuaderno de tapas negras registraban desde plagios hasta casuales parecidos, y el poeta ponía a prueba composiciones ajenas y propias. El mito creció a pasos agigantados, a pesar de las contradicciones que lo rodeaban. No vivió en una torre escondido del mundo, ni siquiera en los últimos años, como alguna vez se lo quiso presentar con falacia. Mantuvo relaciones personales y epistolares con un círculo de amigos entrañables, como Sergio de Castro, Mauricio Ohana y Thiago de Mello, entre varios. Cuando Federico García Lorca estuvo en Montevideo en 1934, lo acompañó en alguna de sus intensas jornadas. Colaboró en varias revistas literarias, abasteció polémicas, brindó conferencias y participó en lecturas colectivas de poemas. Como recordó el mismo Julio Cortázar, fue uno de los primeros lectores de Bestiario (Cortázar y Prego: 121-122). Ya de avanzada edad, a veces se lo veía caminar, solo o acompañado, por las calles cercanas al hotel o asistir a actos culturales en el centro de Montevideo.
Los pasos del viajero En un cuaderno y en una más pequeña libreta de tapas duras, registró breves y acotados comentarios sobre su primer viaje a España. A la segunda le puso por título en la página de inicio: “Síntesis de impresiones de viaje. Año 1924-25-26”. Desde de su partida de Montevideo, el 7 de junio de 1924, hasta su regreso a la misma ciudad, casi veintidós meses más tarde, en marzo de 1926, el poeta dejó en evidencia en esas páginas una vocación por la aventura hasta entonces solo imaginada, que su consistente bagaje literario se había encargado de alimentar, en particular la muy temprana lectura del Quijote y los textos memorizados, dibujados y escenificados de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. En ellas dio testimonio sobre todo de su pasaje por tierras ibéricas (recorridas con minucioso ojo escrutador), testimonio registrado en anotaciones que oscilan entre apretados apuntes (casi en ayuda de me502
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moria) y resumen, algo desarrollado, de observaciones y comentarios sagaces y sabrosos. Al tomar contacto con España, Fernando Pereda, que había cumplido 25 años el mes antes de su salida de Montevideo, sintió una compulsión por esa realidad vislumbrada, que lo puso a prueba y lo habría de marcar para siempre. Cuando el buque “Reina Victoria Eugenia” leva anclas en el puerto montevideano, el desafío envuelve al joven pasajero y también la tristeza por lo que deja atrás. Sobre las diez de la mañana, cuando pasa “entre las dos escolleras con la proa rumbo al mar, al mar limpio, inmenso”, dice Pereda, “me paré en la punta misma de la proa. Estaba nublado y triste y hacía frío. Ha poco ya se veía lejana la ciudad”. Con una frecuencia casi diaria (pero también con silencios cotidianos intercalados en la escritura), desde el propio buque que lo llevó al viejo continente, y después, en tierra firme, desde los hoteles donde recalaba, o sentado en el vagón de los trenes que lo transportaron entre pueblos y ciudades, fue componiendo el perfil de un trayecto matizado por geografías y relaciones humanas, y el de una personalidad, la propia, madurada a la luz o a la sombra de intensas experiencias disfrutadas o padecidas como espectador o protagonista. Tras una rápida parada en Santa Cruz de Tenerife, y poco más tarde, ya sobre costas continentales, un par de medias jornadas desembarcado en el puerto de Cádiz, el viajero (junto a sus padres) llegó a Barcelona el 27 de junio de 1924, veinte días después de haber iniciado el viaje. En la estación de Francia tomaron el tren a Ocata (hoy un barrio de El Masnou, en la costa del Maresme), donde habrían de instalarse en la calle del Rastrillo, 16, y desde allí salieron, más adelante, a recorrer España. Como anota Pereda, “Ocata [es] un pueblecito que está sobre el Mediterráneo, me pareció triste, silencioso, y lleno de cierto encanto. Su cielo está rayado de golondrinas”. Tres meses después (10 de octubre de 1924), vuelve a decir sobre la misma localidad: “(Ocata se me ha vuelto familiar. Ya no soy forastero: soy de los que se queda en ella durante el Invierno. Voy a sentir cuando me vaya de este pueblito)”. A partir de Ocata se definirán las primeras incursiones sobre Cataluña, y la cercanía con Barcelona le permitirá al joven uruguayo frecuentar y conocer más a fondo la ciudad Condal frente a la cual, apenas divisado el Montjuich con los gemelos desde el buque, le había hecho pensar “en la Semana Trágica, en el sindicalismo, en las bombas, en el fusilamiento de Ferrer, en el terror, en el hambre.” Escasamente inclinado a formular comentarios de orden político o histórico cercano, esas fueron unas de las pocas referencias de las que dejó constancia. Y seguidamente escribió, con un concentrado sentido visual, ya en otro plano: “Barcelona estaba rodeada de bruma o de humo. Impresión de ciudad populosa, fabril, moderna, activa. En el cielo, aeroplanos. Abajo, chimeneas”. Hasta 503
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principios de abril de 1925, los paisajes catalanes acapararon su predominante atención. Después desfilarían, entre otros, en los meses siguientes, y hasta principios de noviembre del mismo año: Valencia, Córdoba, Sevilla, Granada, lugares emblemáticos de la Mancha, Palencia, Valladolid, León, Zaragoza, Pamplona, San Sebastián, Bilbao, Santander, Burgos, Vigo, Santiago de Compostela, La Coruña, Salamanca, Segovia, y por fin Madrid (antes de Toledo y la interrupción obligada del viaje).
Impresiones, personajes y paisajes Sobre casi todas las ciudades españolas visitadas, apuntó un juicio o una impresión. De la primera en recorrer, Santa Cruz de Tenerife, dijo: “La ciudad es interesantísima. En lo que pude ver es más española que africana. Burritos graciosos y camellos se usan para transportes y, quizás, para otros trabajos. Calles muy angostas, de mucho carácter, españolas, pero con un algo de ciudad africana o asiática. Aspecto general muy gracioso, muy pintoresco. Vegetación tropical, muchas flores y aire perfumado” [21 de junio de 1924]. Después fue Cádiz, a la que calificó como “ciudad europea, española, vieja, calles estrechas (casi todas) a punto de no poder pasar dos carruajes a un tiempo; calles (algunas) oscuras. Mucho carácter, muchas puertas españolas, conventuales, nobles. Faroles, pisos bajos, negocios chicos, sereno con farol. […] Ciudad que se mira con cariño y con encanto” [23 de junio de 1924]. De este modo fue desgranando opiniones, concisas, convencidas, apoyadas a veces en expectativas (colmadas o no), otras en circunstancias de advenimiento que no parecían sin embargo pasajeras o en más firmes señales que llegaban del fondo de una historia lejana, algunas más o menos ocultas o sutiles, y finalmente otras más también a flor de piel. A propósito de Sevilla, apenas necesitó pocas palabras para afirmar, contundente, con una carga de fuerte sensualidad, que “es la más hembra de todas las ciudades” [14 de abril de 1925]. La cercana Córdoba, en cambio, requirió un desarrollo mayor: “Es una ciudad mora” –sostuvo con autoridad– “silenciosa, dormida o mejor, muerta. Tiene ese silencio, esa tristeza de nuestros pueblos americanos, pero, además, sobre o bajo todo eso, se siente el peso de los años y de la historia” [16 de abril de 1925]. Con preferencia por las tramas urbanas más complejas y superpuestas en tradiciones múltiples, no dejó de puntualizar el efecto de su perspectiva sobre Bilbao, sintetizada como “ciudad fabril”. Al respecto anotó: “El humo de sus chimeneas ensucia el cielo.” Pero como eso no alcanzaba para explicar su punto de vista, insistió para evitar equívocos: “Hicimos 504
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un paseo interesante recorriendo la ría. Se ven los altos hornos, las usinas, etc. Yo siento también la poesía de las ciudades fabriles y tentaculares, pero Bilbao para esto me parece aún poco. Es importante, pero es mediocre” [18 de septiembre de 1925]. No hubo ciudad de relevancia de la que dispensara un juicio. Le impresionó como pocas, Santiago de Compostela (“triste y romántica”). Lo explicó con esta formulación tan breve como convincente: “Parece que estamos en un lugar muy lejano y que ha retrocedido el tiempo” [3 de octubre de 1925]. Sobre la célebre Salamanca, las predeterminaciones hicieron lo suyo en la subjetividad de la experiencia personal: “a pesar que la creía de aspecto más romántico, no ha defraudado mis esperanzas. En la primera visita que hice, al atardecer, a la Universidad, pasé momentos de ternura estética emocionante” [9 de octubre de 1925]. Una de las páginas en las que Fernando Pereda muestra su definitiva condición de poeta es la que dedica a Aranjuez: Jardines decadentes, verde oscuro, sensuales, como para que se paseen pavos reales. ¡Estamos en otoño! Jardines antiguos, abandonados, supremamente aristocráticos. Entre la espesura verde del jardín hay un lugar donde existe un lago con templetes, uno de ellos japonés. Esta agua quieta del lago, agua verde con reflejos de ópalo lechoso, y esmaltes bizantinos, y algas, y silencio, y faisanes que corrían por caminos, y mármoles desnudos perdidos en la espesura, todo esto me dio una impresión fantástica, deliciosa, impresión de algo ya soñado, gozado en sueños. ¡Me río de los que dicen que esto es literatura, Rubén, Trianones, etc. etc! En la realidad es imponente… y en sueño también. / No podré olvidar nunca este templete. [22 de octubre de 1925]
Los condicionamientos matizan, tornasolan, no pueden evitarse aunque siempre en Pereda hay un esfuerzo de sentido último de justicia, de ponderación. Eso es lo que ocurre, en particular, en los últimos tramos de su estadía española, en relación con Toledo. Sobre su padre, ya enfermo, comienza a anunciarse el inminente final. Eso no le impide al hijo decir lo que seguramente hubiera dicho en otras coordenadas, sin desprenderse de las que lo rodean: Toledo es bella, pero menos de lo que yo me imaginaba. Yo la creía –la soñaba mejor– más primitiva, con más carácter. / Pero, de todos modos, es una ciudad bella y en la cual he pasado bellos momentos (y amargos también por la enfermedad de mi padre). / He tenido la suerte de que hubiese luna. La noche de las Ánimas recorrí la ciudad. ¡Momentos hermosísimos! / Pero esta enfermedad de mi padre, y esta lluvia, y esta tristeza. [7 de noviembre de 1925]
Su padre fallecerá una semana después, y eso determinará la finalización abrupta, no prevista, de este largo viaje. No obstante, pese a una presión tan intensa, a sentimientos tan encontrados, el cronista fiel a un 505
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itinerario contradictorio como la vida misma, no puede dejar de decir, ya en camino a Barcelona: ¡Qué de sensaciones! Hoy veía de lejos a Madrid, a la que me acercaba (¡querida Madrid, capital de España!) y a mi lado mi padre muy enfermo. / ¡Qué de impresiones! Esa zambullida de hoy de tarde en Madrid, por unos momentos. Correr en auto desde la estación del Mediodía hasta [la] mismísima Puerta del Sol (a la calle del Arenal para comprar billetes de cama en la Agencia de la Compañía Internacional de Wagons-Lits) y volver enseguida a la estación del Mediodía. (Atocha)/ (Sensación cinematográfica de Madrid. Locura). [7 de noviembre de 1925]
El testimonio escrito de Fernando Pereda en España, es un cúmulo articulado, cuidadosamente medido de sensaciones, emociones, miradas como flechas sobre el entorno, entusiasmos, tristezas, rodeos sugestivos, atrayentes, desafiantes, a veces lúdicos, siempre honesto, sin exageraciones, en un arco que se forma entre los extremos del placer y la resignada angustia que siempre vuelve, implacable, obsesiva, para recordar la finitud de la existencia. Durante casi dos años observó detenidamente y con carácter selectivo lo que encontraba por casualidad a su paso, y también lo que fue buscando a conciencia. Personas y personajes, de muy variada gama, abastecieron, con distinta intensidad, sus apuntes. Un día, en Cádiz, en la vieja Catedral, vio “pasar, rápidamente, a un hombre que me pareció vestido de otra época y con una cabellera que me recordó a Velázquez” [24 de junio de 1924]. En la misma jornada presenció en la Plaza Isabel II (frente al Ayuntamiento), la bendición, por el obispo de Cádiz, de la bandera del Somatén de la ciudad. De la ceremonia solo anota, como datos significativos, la llegada de Primo de Rivera al son de la Marcha Real, y un par de sombreros cordobeses entre la multitud. A veces la construcción de una imagen algo marginal se convierte en central, a los ojos del poeta, porque aparece impregnada de literatura bucólica, de una estética levemente idealista, corroborada, en los hechos, como si fuera una postal. Tras salir del pueblo de Olot, el 10 de octubre de 1924, describe: Grandiosos panoramas. Valles, montañas, valles, caseríos. Por aquí encontramos a la orilla del camino un zagalillo de unos 12 años, bello, sentado sobre unas piedras al borde del camino, tocando una pequeña flauta. Quizás esto me dio la impresión más intensa de todo este día. Ver, de verdad, en estas soledades, un hermoso “pastoret” tocando una flauta! Había en todo su ser una primitiva ingenuidad de cabrito verdaderamente impresionante. Gracia, Pan, Almaida de Etremont…/ ¡Cosa extraña! En Camprodón compré una postal de un “pastoret” que tiene un singular parecido con el que vi en el camino. Juraría que es el mismo. Me parece un sueño. 506
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Otros episodios revelan el humor del diálogo con un sacerdote “muy simpático [que] cuando me quiso vender la historia de Ripoll le dije que era muy larga y le recordé aquello de Anatole France “Nacieron, sufrieron y murieron”. La situación da un giro cuando Pereda le pregunta al cura si tiene noticias de la situación de Anatole France, cuya agonía en esos momentos mantenía en vilo al poeta viajero. La respuesta la da el mismo Pereda: “Me dio la sensación de que no conocía al gran artista” [12 de octubre de 1924]. Barcelona es un sitio propicio para conocer celebridades. Por ejemplo, para ver de cerca a Eduardo Zamacois, autor de Memorias de un vagón de ferrocarril, justamente sentado dentro de un vagón a punto de partir de la estación de Francia hacia Valencia [26 de octubre de 1924]. O para escuchar, desde la platea, a Luigi Pirandello en su conferencia dialogada en el teatro Catalá Romea. “Contestó las preguntas –dice el auditor– “con facilidad, naturalidad, y sonriente. Su sonrisa era mefistofélica. Da la impresión de una inteligencia rápida y sana” [18 de diciembre de 1924]. También en otro teatro de Barcelona, el Goya, estrenan una obra de Ramón del Valle Inclán. Pereda asiste a la función y anota: Don Ramón salió al final del espectáculo. Fue aclamado. Tuvo que hablar. Y dijo: “Parece ser que aquí hay la costumbre de que el autor hable. Siquiera sea yo tan poco orador que solo sepa dar nada más que las gracias” (Lo subrayado es absolutamente fiel) / Don Ramón del Valle Inclán es de cuerpo cenceño, bajo, débil. Su cabellera y sus famosas barbas son ya grises. [21 de marzo de 1925]
Los viajes en tren presentan otras oportunidades: conocer a una muchacha andaluza, bailadora, que le promete enseñarle alguna danza, u oír, en la estación de Vadollano, saetas cantadas por un niño ciego. En las calles de Sevilla, ve con agrado, como es frecuente, hermosas mujeres con claveles en el pelo o mantilla y peinetón, pero en la misma ciudad resulta más curioso observar a un preso que se agarra de las rejas desesperado, cuando la procesión de la Esperanza Trianera se detiene un momento frente a la cárcel mientras alguien se anima con una saeta. [10 de abril de 1925]. Otra experiencia a que lo lleva su sutil sentido de la curiosidad (o, más estrictamente, su tendencia a buscar situaciones diferentes a las más frecuentadas) se la da, tiempo después, un paseo al Monasterio de las Huelgas (en Burgos). De esa visita, apunta: A través de una reja vi varias monjas. Son religiosas (de) casas nobles. Se les llama señoras. Me parecieron bellas, nobles y ceremoniosas. Al rato fue cerrada una ventana que daba a la reja y solo pude oír cánticos. Me impresionaron estas voces femeninas. En la misma pared, separado por una fuerte reja está el confesionario de las monjas. Me senté en el sillón que tenía dentro. 507
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Está tapizado el confesionario de color rojo. No pude ver sin emoción grande la rejita por donde pasa la voz de las monjas que se confiesan. ¡Cuántas cosas! [27 de septiembre de 1925]
Una de las instancias más importantes y perdurables de esa larga estancia en España, es, para Fernando Pereda, la que le ofrecen los días que pasa en Granada. Con una carta de José Mora Guarnido (periodista español radicado en Montevideo en 1923, biógrafo de Federico García Lorca, tras la muerte del poeta andaluz), y la ayuda del padre de este, Mora Trigo (“un viejo joven, lírico, caballero, cariñoso, lleno de entusiasmo por las cosas bellas. Se me ofreció para todo; salimos a dar una vueltecita; fuimos hasta el centro artístico, literario y científico”), Pereda se presentó la noche del 22 de abril de 1925 en el Rinconcillo del Café Alameda, donde se reunía un grupo de intelectuales granadinos, entre los cuales el más conocido era Federico García Lorca. El autor de Libro de poemas (1921) no estaba por esos días en Granada2. Pero sí su hermano Francisco, con quien Pereda trabó una buena amistad que más tarde continuaría en un acotado intercambio epistolar. También conoció, entre otros, a Manuel Fernández Montesinos, Enrique García Palacios y José Díaz Ruano. En su libreta de viaje, dejó consignado: “Fui presentado a unos cuantos jóvenes. Todos afectuosos. Entre ellos se destacó el hermano del poeta Federico García Lorca. La carta de presentación de Mora Guarnido circuló entre todos”. Casi un mes en Granada, muchas noches volvió una y otra vez al Rinconcillo. Sobre todo con Francisco García Lorca (“un gran compañero y guía”) recorrió calles y rincones de la ciudad. Otra relación muy importante en esos días fue la que entabló con el escritor y dibujante Joaquín Amigo. De la hora de la partida dejó este emotivo testimonio: Anoche me despedí con bastante dolor de los amigos de Granada. ¡Hasta mañana! Les dije. / Solo me quedé con Joaquín Amigo, noble e inteligentísimo amigo. Estuve con él hasta las 5 de la madrugada de hoy. Hablamos de problemas estéticos y de amor, y, como despedida, leímos un capítulo del Quijote: la aventura de los batanes. Yo pasé por alto lo desagradable que tiene este capítulo, y le dije a Amigo que sería mejor que eso no se hubiera escrito. Él me contestó: –“No. Don Quijote debe pasar por todo, hasta por eso”. Ahora me parece que Amigo tiene razón. / Me dijo también: –“Medite en el 2
Fernando Pereda conoció a Federico García Lorca en 1934, cuando este viajó a Montevideo, en el mes de febrero, para dictar en el Teatro 18 de Julio lo que al principio iba a ser una sola conferencia y terminaron siendo tres (“Juego y teoría del duende”, martes 6, “Como canta una ciudad de noviembre a noviembre”, viernes 9, y “Poeta en Nueva York”, miércoles 14). Los tres programas fueron conservados en su archivo por Fernando Pereda. Este recordó el encuentro con García Lorca de la siguiente manera: “En Montevideo, cuando nos visitó, García Lorca paraba en el Hotel Carrasco. Una noche fuimos a cenar con él Ildefonso Pereda Valdés, Teodoro Herrera y Reissig y yo; finalizada la cena quedamos solo Lorca y yo, allí en el hotel, y nos recitamos poemas en la madrugada” (Arias: 31).
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simbolismo que quizás tenga esta aventura en la noche de nuestra despedida”. / Amigo me dio un retrato de Calderón. Luego nos dimos un abrazo y él me dijo: –“Vaya con Dios”./ Estas palabras tenían en él tal emoción, tal verdad; eran tan sin convencionalismo./ Confieso que después que lo dejé comencé a llorar. Serían las 5 ½ de la madrugada. [30 de mayo de 1925]
Otro capítulo principal en el recorrido de Pereda por España, fue su estancia en lugares de la Mancha, tan vinculados a su admirado Quijote. Las notas que tomó en relación con ese tramo entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1925, fueron publicadas póstumamente y como fue señalado en esa oportunidad: “Hemos titulado estos fragmentos del Diario hasta ahora inéditos “Por la ruta del Quijote”, porque esa fue la intención del poeta: seguir las huellas del personaje que lo había fascinado en su adolescencia y del que seguiría siendo, hasta su última hora, fiel admirador (Pereda, 1997: 159-163). Uno de sus poemas, “Villasboas (Arroyo bien denominado)”, fechado en 1970 (aproximadamente), recuerda al “Entrañable Caballero, / montado en desventuras, victorioso” (P[enco]: 157-158). La poesía y la vida fueron, para Fernando Pereda, inseparables3. Argamasilla de Alba, Tomelloso, Ruidera, el camino de Toboso, son algunos de los nombres que circundan los lugares elegidos: la cueva de Montesinos y la Venta donde Maese Pedro armó su retablo. Realidad y ficción vuelven a abastecerse recíprocamente. Otros nombres, pero no de la toponimia sino de personas contemporáneas en 1925, personas que residen en esos sitios que Cervantes noveló, y que ayudan al forastero a vivir su aventura, completan la lista para unas jornadas memorables: Gabriel Aparicio García, Gregorio Villegas (“Cardillas”), Ernesto Gijón, Cipriano Salvador Gijón, Juan Ramírez (“Burracana”), Fructuoso Coronado. Para interpretar cabalmente la perspectiva del joven uruguayo, es necesario seguir de cerca su sostenida tendencia en busca de experimentar sensaciones, explorar momentos buscados, construidos deliberadamente. No alcanza con llegar a la cueva de Montesinos. No alcanza con entrar en ella y recorrerla. Él mismo cuenta: Empezó a llover. Nos sentamos en la puerta de la cueva y yo leí el capítulo del Quijote en el que se refiere lo que Don Quijote soñó mientras estuvo dentro de la Cueva de Montesinos. Acabado que hube dicho capítulo entramos provistos de luces. Dejamos como señal junto a la entrada un cirio encendido. Yo llevaba en la mano encendido el otro, y mi compañero el farol. / Bajamos por pendiente resbaladiza y desigual hasta ver en el fondo, lejana y negra, el agua quieta y terrible. Arrojamos una piedra que, después de rebotar varias veces, cayó hasta el agua haciendo un ruido impresionante. / El techo de la cueva a veces es bajo y en algunos trechos algo más alto. De 3
“Villasboas (Arroyo bien denominado)”, en Pereda, 1990: 87.
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él gotea agua. Se forman estalactitas. (Traje dos pedazos). Cantidad de murciélagos vuelan dentro de la cueva. / Yo dije en aquella oscuridad las Letanías de Nuestro Señor Don Quijote. Estuve dudando si diría o no la poesía de Rubén a Cervantes. Resolví que no. / Estuvimos cerca de 2 horas dentro. Cuando salimos eran las 8. [2 de junio de 1925]
Encuentros con la música Al teatro Tívoli de Barcelona y también al Liceo de la misma ciudad, o al Casino de Masnou, entre otros, asiste en las oportunidades que le ofrecen los espectáculos por los que muestra más atracción, en particular las compañías de canto lírico, españolas o extranjeras. Conoce cantantes y obras, porque desde muy joven, en Montevideo (por cuyos escenarios han pasado tantos músicos y actores), se ha convertido en asiduo espectador y afinado crítico. Sus opiniones son decantadas. Toma el tren en Ocata para oír en Barcelona al barítono Emilio Sagi-Barba, a quién desde niño no escuchaba (“en esa mi niñez maravillosa –anota con deslumbramiento–, que nunca me canso de admirar”). Y agrega: “me preguntaba como estaría, si tendría la misma voz, si sería ahora un reflejo de lo de antes, una ruina actual… Estaba impresionado. Y llegué, y lo escuché y tuve alegría. ¡Era el mismo de antes! Voz varonil, énfasis, alarde de voz, habilidad, gestos amplios, machos… Él mismo. Lo aplaudí con cariño. (En Marina, cuando dice: “Le he ganado al barlovento el camarada” hizo tal alarde de voz navarra que levantó al público). Recordé aquello de “Como Sagi…” [20 de agosto de 1924]. En la misma Barcelona, en Granada y en otras ciudades escuchó a artistas españoles como Antonio Cortis y José Canudas y extranjeros como Boris Grodonnoff y Georges Lanskoy. Uno de los puntos más altos fue oír a Arturo Rubinstein tocando Petrouchka de Stravinsky. Lo que aguardó Pereda con gran expectativa fue su encuentro en Granada con Manuel de Falla, que finalmente se concretó el 4 de mayo de 1925. En sus anotaciones de ese día recuerda la reunión: Hoy he ido a las 7 ½ p.m. a ver al gran Manuel de Falla. Me recibió cordialísimamente. Me dijo que le interesaba mucho América, y que desearía ir a ella. Conoce algo de música incaica. “Lo que deberían hacer ustedes –me dijo– es estudiar la música anterior a la época colonial”. / Le pregunté si era un artista feliz, ya que tenía hecha una obra hermosa, noble y casi indiscutible. Me dijo que “modestia aparte, yo creo que recién he empezado”. / Me llevó a un balcón que da sobre la vega granadina. Era de noche con una luna opaca. Brillaban las lucecitas de la ciudad, allá en el fondo. A la izquierda se destacaba oscura Sierra Nevada. Había silencio. Había silencio. Se sentó al piano y tocó la Farruca. Después la Danza del Amor Brujo. Quise oírla sentado y no pude. Ejecución admirable, ritmo admirable, elocuencia, sobriedad, medida. Donde Rubinstein es brioso, Falla es reconcentrado, reconcentradísimo!! Gitanísimo. Cuando dejó de tocar se veía ligeramente en los ojos 510
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y en el color de la cara, la verdadera emoción. / Le mostré una fotografía de la Plaza de Toros de Sevilla, y me dijo con entusiasmo: “¡Qué bella plaza es esta!” / Manuel de Falla da la impresión de un artista supremo, de un santo en la santidad de la Belleza. (Me dicen que es rigurosamente católico, apostólico romano). / (Me olvidaba de que Falla me dijo que Rubinstein jamás ha querido tocar delante de él la Danza Ritual del Fuego.) / Después de despedirme, de estrechar la mano ilustre del maestro (que no le gusta que le llamen maestro) bajé por la cuesta de los Gomérez y me fui Albayzín arriba… / Esta entrevista mía con uno de los más grandes músico[s] de nuestra época no podré olvidarla jamás. Yo solo, escuchando de mano del maestro la Danza del Amor Brujo!! Falla me habló contra el flamenquismo que echa a perder la pureza de la música andaluza. Dijo que era una caricatura de la pura música, y yo le dije que el flamenquismo no era lo peor que había aún algo más y era la caricatura del propio flamenquismo. “Es verdad –me dijo– los couplés”. / Falla me habló bien de Cataluña.
La fiesta gitana Pero algo más buscaba Pereda en España. No solo conocer a maestros como Falla o asistir a espectáculos consagrados en los grandes escenarios. Desde que llegó a la península quiso sumergirse –y lo hizo– en la fiesta gitana, fiesta de cantejondo, de danza y de toros. Mi deseo era ir enseguida a un café de “cante” a tomar manzanilla verdadera y oir y ver cantar. No fue posible eso. Órdenes del gobernador militar han limitado las juergas públicas después de cierta hora. Por otra parte, parece ser costumbre este procedimiento: se reúnen amigos, se llama a un “cantaor” o “cantaora”, y un “tocaor” –se les paga– se traen botellas de manzanilla, y se hace la juerga, privadamente. / Después de caminar por aquellas calles oscuras y muy típicas, nuestro guía nos llevó a un lugar donde encontramos mujeres entre las cuales había una “cantaora”. La llamaban “la Capitana”, mujer madura, ojazos negros, algo de bozo en el labio superior, boca grande, feota pero muy interesante, muy simpática y muy “cantaora” y “jaleaora” y maja, y de mucha sangre. Era una tía con mucha sal y de un genio muy juerguista. Se trajo manzanilla, se llenaron las copas y se cruzaron frases ingeniosas y bizarras. (He observado que estas mujeres son corteses, y hasta honradotas, en cierto modo). / “La Capitana” se puso las manos en la cintura, tosió, miró al techo y empezó a cantar con mucha intención y con una voz bronca (que me recordó por momentos a la “Niña de los Peines”, salvando distancias, pues esta canta de afición, no de maestría) un fandanguillo. / La letra me gustó y se la hice repetir para apuntarla. Es la siguiente: Que yo con llorar descanso / Que puede ser que algún día / Mi risa se vuelva llanto / Y mi llanto mi alegría. / Y siguió cantando otras coplas. De pronto, después de mucho rato, al terminar una me dice, muy plantada: “¿No apunta usted esta?” [Cádiz, 23 de junio de 1924]
Además de ciertas filtraciones reiteradas del lenguaje peninsular, estos comentarios esbozan uno de los rasgos más pronunciados de la 511
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personalidad de Fernando Pereda: el hedonismo, una cierta promiscuidad embriagadora, las referencias más o menos inmediatas a modelos que presiden con lucidez disfrutados recuerdos, el juego de diálogos y precipitadas y a un tiempo sutiles insinuaciones, la compenetración con un mundo familiar y fervoroso aun antes de haberlo incursionado in situ. Todo se suma en el efecto de los contrastes y las afinidades, cuando el escenario se abre y despliega su encanto y hasta su perversidad para que él mismo, en el ápice de una propia victoria, forme parte de un espectáculo pleno entrecruzado de equívocos. Sevilla fue el lugar de privilegio donde la celebración de la magia flamenca lo acompañó casi día a día (o, más estrictamente, noche a noche). En el café cantante El Kursaal, en la calle de Sierpes, o en Variedades (“El cabaret de moda, el de las grandes atracciones, confort, luz, alegría, caras bonitas, servicios esmerados”, como reza un programa del 11 de abril de 1925, “sábado de gloria”, que el poeta conservó entre sus papeles), o en el Salón Novedades de Triana, en Castilla 45, en todos esos rincones encontró, deslumbrado, cancelada la formalidad de las inhibiciones, sin otro límite que un sostenido alerta, el foco de sus excitantes preferencias. En materia de danza, fue un gitano llamado Ramírez el que más asombro le produjo. “Es un salvaje”, apunta. Hablé con él […] En su media lengua me dijo que había nacido en Jerez de la Frontera, que era gitano, que había bailado con Pastora Imperio, que el pintor Sorolla está entusiasmado con él, que unos rusos lo querían llevar, y que estos rusos estudiaron detalladamente sus bailes. Yo digo que ese ruso debió ser Massine. La farruca que baila Ramírez es muy parecida a la de Massine. Lo que Massine hace con su técnica y con su talento (además de su instinto), Ramírez lo hace como un salvaje. Es nervioso. Camina como roto. Es muy pinturero. / Me dicen que Ramírez hace 15 años era mejor aún. Ahora ya tendrá cerca de 50. [11 de abril de 1925].
Más de una década más tarde, a propósito de la actuación de Antonio Ruiz, El Chavaliyo, en Montevideo, Pereda dirá en una declaración pública: “Para comparar la sensación de belleza que me da en estos instantes el chavalillo Antonio Ruiz tendría que volverme al recuerdo del sabio Leonidas Massine en la Danza del Molinero, o al gitano Ramírez que yo veía bailar todas las noches con sus duros ojos de faraón, en un café de cante y baile de la calle de las Sierpes, o, acaso, a algún bailarín anónimo de las cuevas del Sacro Monte de Granada”4. Otra figura que queda registrada en la memoria de Pereda es una bailadora llamada La Regla. En una mezcla de fuertes sensaciones, con lenguaje cargado de violencia erótica, admite sin cautela la euforia de su 4
El baile del Chavaliyo. Según lo ve Fernando Pereda. Cine Radio Actualidad, 110, (1938), p. 11.
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perspectiva, y la complementa con un sentido más generalizado de admiración: “Yo no tengo palabras para decir lo que hace esta bruja, esta víbora, esta perra. Su cara gitana, su pelo gitano sobre la cara, su trágica y hembra mirada. Se posesiona, se enloquece, se mata bailando. La Tórtola Valencia bailando estas danzas es ridícula al lado de esta gitana. / Si estas danzas son pura invención de los gitanos, afirmo que los gitanos y los griegos son los dos pueblos más grandes de esta tierra” [11 de abril de 1925]. El Albayzín, en Granada, fue otro gran espacio diseñado para que el viajero uruguayo confesara “el patético encuentro de mis sueños con la realidad”. Según dejó consignado, “en este barrio abundan la[s] tabernas y el buen vino. Callejas, patios…Distintos a los de Sevilla y a los de Córdoba. Las callejas de Sevilla son más soberbias; las de Córdoba son más dormidas y lejanas; estas de Granada son más verdaderas. Todo olía a Albayzín: olor de mujeres, vino y aceitunas” [3 de mayo de 1925]. Ese mismo día lo acompañó en sus paseos Manuel Fernández Montesinos (“un joven médico”, que sería cuñado de Federico y Francisco García Lorca, concejal y alcalde socialista de Granada, fusilado por los sublevados en 1936): Montesinos (“bastante conocido de algunas gitanas”), fue un guía adecuado para esa jornada. Se acercaba la noche. De una taberna salía[n] notas de guitarra y voz de hombre. Entramos en la taberna que era una cueva dentro de la montaña. Bebimos manzanilla, dimos de beber al “tocaor” y al “cantao[r]” (que era un mozo de cara gitanísima) y empezó el “cante”. Yo con mi vaso de manzanilla en la mano oía y miraba al “cantaor” que se destacaba negro contra el fondo formado por el vano de la puerta y en último plano las torres soberbias de la Alhambra, y alguna estrella en el cielo azul nocturno. Las notas doloridas y puras […] El gitano seguía cantando y la luna alumbraba las torres de la Alhambra. Salimos de la cueva como borrachos. Ya era de noche, noche de luna. ¡El Albayzín nocturno! / Cenamos, y a las[s] 11 de la noche volvimos Albayzin arriba. En todas las cruces había baile. Entramos a un baile de una cueva de gitanos (al lado de la taberna de que he hablado). Aquí, a las 2 de la mañana bailé un tango argentino. Mezcla extraña! Y en el fondo había algo en ese ambiente de hampa, que rimaba con el malevo tango americano. Cuando empezó el tango muchas parejas se unieron, pero muy pronto dejaron y quedé yo solo. Todos seguían atentamente y jaleaban los gestos soberbiosos, crapulosos, flamencos que tiene nuestro tango. El tocaor jaleaba y decía: “Qué bien marca el maestro!”
También en mayo de 1925, en otra jornada de fiesta, Francisco García Lorca dibujó de espaldas al uruguayo que bailaba tango en Granada, y al dibujo le agregó las siguientes décimas: “A esta figura escultórica / quiero inventar una décima / que habrá de resultar pésima / por no saber yo retórica. / […] Mirad al indio salvaje / que bien le marca este tango / 513
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en la tierra del fandango / y disimulando el traje. / Y aunque el tango aquí no cuaje / Entre nosotros castizos / Allí estábamos sumisos / cuando bailolo él allí / con una chata cañí / arrepará de los clisos”5. Además de bailes y cantos, mujeres y complicidades, la fiesta no hubiera sido completa en España sin corridas de toros. Varios testimonios dan cuenta de la afición de Fernando Pereda por los espectáculos taurinos, sobre todo en su escala de ritual, en la esgrima de los combatientes, en el riesgo del coraje, en los brillos escenográficos, en la elegancia de las formas, en la ronda constante de la muerte. Había llegado de un país –Uruguay– donde estas celebraciones estaban prohibidas legalmente desde 1888 y definitivamente clausuradas entre 1912 y 1918, y sin embargo no era un extraño en la materia. Deslumbrado por la aureola del ya muerto José Gómez Ortega, más conocido como Joselito, visita su tumba el 19 de abril de 1925 en el cementerio de Sevilla; también la de otro torero famoso, Manuel García (“Maera”). Con dominio de lenguaje y técnicas del arte de torear, frecuenta plazas, dictamina si las corridas son buenas o malas, si los novillos regulares o no, si los novilleros mediocres o destacados, y se fotografía acompañado de algunos de ellos. En Córdoba ve de cerca al célebre matador Rafael Guerra Bejarano, llamado Guerrita, de más de sesenta años de edad, “vestido de corto y sombrero ancho charlando fuerte y con amplios ademanes. Es menos viejo de lo que yo lo imaginaba” –acota y agrega: “Estoy seguro que es la última vez que lo veo” [17 de abril de 1925]. Una semanas más tarde, en Granada, va a la plaza aunque el día está gris y no es el ideal para toros. “No importa” –dice. Toreaba el novillero madrileño Eladio Amorós. Lo describe de este modo: “joven, elegante, bello, gestos de torero postinero, muy conocedor del toreo pero que en ciertos momentos le falta corazón. En el primer tercio del primer toro dio unas verónicas templares estupendas, valientes y elegantísimas. / En la faena de muleta dio varios paseos de la muerte escalofriantes. Amorós es elegante hasta cuando huye” [10 de mayo de 1925]. Con su amigo José Bergamín, otro apasionado del toreo, habrá de compartir, en Montevideo y en París, sus emociones y recuerdos. Pasados los años, ya en la vejez, la valoración de Pereda sobre el espectáculo taurino irá cambiando (véase Arias: 31). No obstante, las antiguas devociones se filtran en su poesía. Por ejemplo, cuando no deja de referir a “hojas como esa niebla / donde quedan las bocas / si la mirada tiene / verónica memoria” (“Casi como está escrito”, en Pereda, 1990: 71). 5
Estos dibujos se conservan, al igual que el resto de los textos inéditos y otros documentos citados, en el archivo de Fernando Pereda, en posesión del autor de la presente investigación.
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La poesía como resistencia a la muerte El viaje por los caminos ibéricos incluye también, para Fernando Pereda, la visita a los cementerios. El de Sevilla, según el poeta, “no tiene la belleza de nuestro cementerio Central” (se refiere al de Montevideo, frente al mar) “y […] está lejos del cementerio sevillano de D. Juan Tenorio, lleno de mármoles blancos alumbrados por la luna y olor a flores sevillanas”. No se trata apenas de muertos ilustres (que no dejan de impresionarlo, a la manera de lo que décadas más tarde ilustrará Cees Nooteboom, 2007). La muerte iguala, solo en apariencia jerarquiza y en todo caso, en el mito, proyecta una leve ilusión. En Sevilla ve, en el cementerio, la llegada de un entierro pobre. Antes de meter el cajón en la fosa y taparlo con la tierra, lo abrieron y uno de los acompañantes besó la frente del muerto. El cadáver estaba con los ojos abiertos. / Todos se fueron y yo me quedé parlando con el sepulturero. Era un tío raro que tenía algo de borracho o de loco. Me dijo: “A nosotros los sepultureros nos creen locos de tanto enterrar muertos”. [19 de abril de 1925]
En Granada, seis días más tarde, por el camino del Rey Chico (“llamado también camino de los muertos”), al borde de un lado de la Alhambra, “traían a un muerto. Pobre el cajón. Pobre y escasa la comitiva. Algunos de ellos traían cirios encendidos. El sol se ponía y lo doraba todo.” Al mes siguiente tendría delante de sus ojos, en la misma ciudad, la Capilla Real. Y le impresionarían los féretros de los Reyes Católicos. “Esta es Isabel. Este es Fernando…. –decía el guía. / Cómo estarán esos huesos. Me parecía mentira que [tuviera] frente a mí las cajas que contienen los cuerpos de Isabel y Fernando” [Mayo de 1925]. También en esos días, junto a una fuente había visto en Granada a “un grupo de hombres con cirios encendidos. Esos hombres sacaron un féretro negro y se lo llevaron al hombro”. Si la muerte está siempre al acecho, también lo estará el sueño. En Sevilla, anota el 20 de abril de 1925: He querido soñar, o he soñado en verdad. ¿Responde esta realidad así tan palpable a los sueños? He creído, y me ha gustado decirlo, que nada hay más grande que la realidad. Pero… ahora… no sé si eso es tan verdad. Quizás sea mejor, de vuelta de los sueños, de vuelta de la realidad concreta, de vuelta de todo, soñar. Lo que se sueña será la verdad.
La muerte y el sueño, en este viaje, no se confunden y la primera será, en definitiva, una realidad inmediata, desafiante, incómoda, registrada por el silencio de las anotaciones, algo más tarde reivindicada en sus vínculos más profundos con la poesía. En ese registro, al borde del “Duca degli Abruzzi”, que parte del puerto de Barcelona el 20 de febrero de 1926 a la 1 de la tarde, apunta: 515
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“Pienso en la madrugada del 14 de noviembre [de 1925], cuando murió mi padre. Y pienso también en otras cosas… Sensaciones contradictorias”. Su poesía no dejará de aludir a esa circunstancia ineludible. El poeta dejará en evidencia, en un poema fundamental, “El Profesor Gris”, que “había perdido un muerto junto al manantial de los viajes” (Pereda, 1990: 25-27). Lo cierto es que, finalmente, el viaje había concluido. La experiencia no daría lugar a otro margen. Vida y poesía en Fernando Pereda estaban ancladas en un mismo lugar para siempre. Y como explicaría años más tarde, a partir de entonces y desde antes: “El poema es una resistencia, una permanencia, una lucha contra el tiempo, lucha por la inmortalidad, quizás esto es una ilusión, quizás sea una ilusión creer que esta lucha tiene sentido; más bien es un placer, estamos dominados por los placeres” (Arias: 31). De regreso, rumbo a Montevideo, las distancias terminaron de configurar ese viaje tan esperado y querido, tantas veces imaginado, incluso en sueños, finalmente vivido y vuelto a construir con las austeras y a la vez seductoras palabras que Fernando Pereda eligió y dispuso, como en la poesía, a su imagen y semejanza.
Bibliografía Arias, Jorge, (Entrevista), “Con Fernando Pereda (II). La poesía es levitación”, en Brecha, Montevideo (19.9.1986), p. 31. Bayce, Julio, Una institución cultural de hace medio siglo. María V. de Muller y “Arte y Cultura Popular” (Montevideo: Linardi y Risso, 1987). Cortázar, Julio y Prego, Omar, La fascinación de las palabras (Buenos Aires: Alfaguara, 1997). Maggi, Carlos, “Fernando Pereda. Una voz que abarca el siglo”, en 20/21, Montevideo (6.7.1990), p. 40. Nooteboom, Cees, Tumbas de poetas y pensadores, Fotografías de Simone Sassen (Madrid: Siruela, 2007). P[enco], W[ilfredo], “Fernando Pereda”, en Boletín de la Academia Nacional de Letras, Montevideo, Tercera época, 2 (1997), p. 157-158. Pereda, Fernando, Entrada a la poesía y selección de poemas en la voz de su autor (Montevideo: As, 1968). –, Pruebas al canto (Montevideo: Arca, 1990). –, “Por la ruta del Quijote”, en Boletín de la Academia Nacional de Letras, Montevideo, Tercera época, 2 (1997), p. 159-163. Rodríguez Monegal, Emir, Literatura uruguaya del medio siglo (Montevideo: Alfa, 1966). Torres Fierro, Danubio (Entrevista), “Ernesto Sábato. El escritor y sus fantasmas”, en Plural, México, 41 (1975), p. 23-32. Zum Felde, Alberto, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura, (3ª ed.), t. 3 (Montevideo: Eds. del Nuevo Mundo, 1967). 516
Trayectoria de José Mora Guarnido Espejo de un intelectual entre España y América (1923-1939) Eleonora BASSO*, Carlo DEMASI*, Norah GIRALDI DEI CAS** y Fatiha IDMHAND*** * Universidad de la República, Montevideo, Uruguay ** Université Lille Nord de France, Lille31 *** Université Lille Nord de France, Littoral Côte d’Opale
Introducción En el marco de los estudios transnacionales, analizados en este libro desde el ángulo de la presencia de americanos en España entre 1914 y 1939, nos proponemos presentar en este trabajo una imagen invertida, la que da un intelectual granadino, José Mora Guarnido naturalizado uruguayo (Alhama de Granada, 1894-Montevideo, 1968), quien, en su obra y a través de su correspondencia, da a conocer el proyecto de ser una especie de bisagra entre su cultura de origen, española y la adoptada, uruguaya. Él mismo se ve como lugar o territorio de pasajes capaz de “establecer un puente sobre este período triste y sangriento”, frase con la que se refiere en su correspondencia a realidades que marcan su trayectoria intelectual y personal y que se relacionan con los acontecimientos adversos que atraviesa Europa y América en esas décadas. Por un lado, lo marca la experiencia de la dictadura de Primo de Rivera y, luego, la esperanza de la República española yugulada por la guerra civil, y por otro, la instalación del fascismo y del nazismo en Europa y su rápida ramificación en América. La función de puente o pasarela que se asigna 1
Este trabajo se ha hecho con la base de la documentación que contiene el Archivo José Mora Guarnido – Montevideo, Herederos de Alcides Giraldi – Lille, Université Lille Nord de France que será mencionado en este trabajo con la abreviación Archivo JMG Montevideo-Lille. Actualmente el archivo está bajo custodia del grupo de investigaciones Centre d’études en civilisations, langues et littératures étrangères (CECILLE-EA 4074) y del Service Central de la Documentation – Université Lille Nord de France (Lille 3).
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Mora Guarnido se fue modelando con los años, fue cambiando como cambia la imagen en el espejo según las figuras que van presentándose. Percibimos, también al estudiar su obra y sus archivos, que él interviene directamente en la realidad que él modela e interpreta en sus textos. Trataremos así de probar que el escritor José Mora Guarnido, que ejerció como periodista y ocupó la responsabilidad de Cónsul de la República española en Uruguay, intelectual radicante, según la definición que da Nicolas Bourriaud (2009) no solamente es agente de los cambios que examina y sobre los que escribe, sino que, además, actuando en la escritura y políticamente, su visión del mundo se va modificando. A la manera del vegetal radicante que inspira la imagen con que Nicolas Bourriaud describe la realidad de un mundo globalizado, los cambios que se producen por aquellos años impregnan las culturas de un lado y otro del océano, marca la trayectoria vital de muchos artistas y queda representada en el arte. Mora Guarnido se desplaza a América y crea allí nuevas raíces sin dejar de tener contactos con las primeras; interviene desde América en lo que sucede en España y los acontecimientos ocurridos en España lo llevan a pensar de otra manera la realidad americana. De este modo, Mora Guarnido es actor de los acontecimientos que transforman las fronteras culturales que se vuelven cada vez más porosas entre los dos continentes. Este trabajo da cuenta también de la historia de los archivos de este escritor y hombre político y de lo que se está investigando en base a ellos. Legados por el autor a su amigo Alcides Giraldi quedaron varios años sin explorar, en Montevideo. En circunstancias que se describen más adelante, ese acervo de documentos y obras inéditas de Mora Guarnido ha llegado a la universidad de Lille donde son objeto de un trabajo minucioso de conservación y digitalización que permite, a la comunidad de especialistas, explorarlos y estudiarlos adecuadamente. En definitiva, como el autor y su obra, estos archivos son también radicantes activos y valiosos.
Eslabón intelectual entre dos mundos Nacido en 18942 en la provincia de Granada, diplomado en Letras y en Derecho, José Mora Guarnido fue miembro del Rinconcillo, el célebre 2
José de Santa Dorotea Mora Guarnido nació en Alhama de Granada el 9 de enero de 1894 (según Certificación en extracto de inscripción de nacimiento no 661697 de Alhama de Granada del 17 de febrero de 1955), pero también aparecen las fechas del 6 de febrero de 1893 (según Certificación en extracto de inscripción de nacimiento no 734541 de Alhama de Granada del 9 de julio de 1968) y la del 9 de enero de 1895 (según el Registro del estado civil de Montevideo del 16 de junio de 1937 no 3597). Obtiene la ciudadanía uruguaya el 21 de diciembre de 1949 (según documento del 11 de enero de 1950, expediente no40597). Fallece en Montevideo el 17 de mayo de 1968.
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círculo de intelectuales militantes del que también formaron parte Manuel de Falla, Melchor Fernández Almagro, Constantino Ruiz Carnero y Federico García Lorca. Jóvenes y apasionados, animan vivas discusiones sobre el pasado mítico y legendario de Granada, sobre la música, la poesía, la literatura y también la política local y nacional. Estos debates a veces se prolongan en la prensa pues José Mora Guarnido gana su vida como periodista y desde 1915 publica sus artículos de corte muy crítico con respecto a la realidad política, local y nacional, en las páginas del Noticiero Granadino que dirige por entonces su amigo Constantino Ruiz Carnero. En 1918 José Mora Guarnido abandona su Andalucía natal para continuar sus estudios en Madrid pero la dictadura de Primo de Rivera y las amenazas políticas le conducen al exilio, en el otoño de 1923. Su proclamado anarquismo y sus artículos favorables al establecimiento de una República en España, lo impulsan a aceptar una misión oficial de tres meses en Montevideo; un viaje que se suponía breve y que se convirtió en emigración definitiva3. En Montevideo, la prensa se transforma en el medio que le permite denunciar con virulencia la dictadura de Primo de Rivera. A partir de 1923, José Mora Guarnido desempeña, en Montevideo, una tarea periodística que se difunde en los dos países: en El Día de la Tarde de Montevideo comenta las noticias españolas y en La Voz de Madrid y El Noticiero de Granada se publican sus impresiones sobre la situación uruguaya. Así consigue atraerse la atención de José Batlle y Ordóñez, presidente de la República, figura política de primer plano en el Uruguay, quien, por lo demás, fue el director fundador del diario El Día. En 1925, Batlle y Ordóñez, le propuso a Mora Guarnido incorporarse como colaborador, lo cual le asegura un empleo que le permite instalarse definitivamente en Montevideo. Es así también que mantendrá, desde entonces, una actividad periodística intensa y variada. Sin duda su exitosa inserción laboral en Montevideo y su proximidad a Batlle y Ordóñez4 y el optimismo general de la época estimulan sus esperanzas en esa ciudad del Plata donde se instala y luego se casa con Esther Morales Reyes en
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Viaja al Río de la Plata por primera vez en el verano 1923, y poco después, en noviembre, vuelve, ya con intención de no volver a España. Aprovecha la oportunidad de una beca del gobierno español cuyo objetivo es recoger datos sobre las condiciones de vida de los exiliados españoles en Argentina y en Uruguay. El resultado de esta investigación da lugar a una serie de artículos de prensa que fueron publicados en los diarios uruguayos El Ideal y El Día, entre 1925 y 1926. Cf. Idmhand, 2005, así como: http://manuscritsentredeux.recherche.univ-lille3.fr/. Por quien sentirá una enorme admiración que le llevará a escribir una biografía titulada José Batlle y Ordóñez, figura y transfigura, 1931.
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19275. En esta etapa de su vida, Montevideo y su vida intelectual, según lo acreditan sus artículos de prensa, es percibido como una extensión un tanto exótica de su Granada natal, y su actividad como agente espontáneo de la (todavía en formación) “generación del 27” lo ubica como un eslabón importante en el proceso de circulación de obras y de autores. Adoptando una postura de emigrado político, José Mora Guarnido está simultáneamente en las dos orillas y funciona como un nexo de comunicación entre uno y otro mundo. Por otro lado, mantiene una atención particular por su país natal y no cesa de reclamar la instauración de una democracia en España. En 1931, adviene la IIª República en España, José Mora Guarnido es nombrado Cónsul de la República Española en Montevideo, un índice claro de sus relaciones vivas y permanentes con los republicanos6 que se transforma en fuerte compromiso cuando la situación comienza a cambiar en los dos márgenes del Atlántico, por efectos de las convulsiones políticas de los años 1930. En sus papeles quedan trazas de su activismo en favor de la República española recién proclamada, tanto como sobre su posición contra el golpe de Estado uruguayo, de marzo de 1933. En esa coyuntura tan incierta, este golpe le mostraba la contracara de un Uruguay que pasaba de la utopía democrática batllista a la amenaza del fascismo. Mora Guarnido comenta en una carta a su amigo Natalio Rivas: “[las] cosas han tomado un giro bastante desfavorable para el grupo político en el que yo actuaba […] – un gobierno dictatorial singularísimo que sólo en estos países podría producirse”7.
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Esther Florentina Morales Reyes (Montevideo, 17 de octubre de 1903-11 de junio de 1967), es una de las sobrinas de Batlle y Ordóñez. El matrimonio se realiza el 16 de julio de 1927. La amistad de J. Mora Guarnido con Natalio Rivas (1865-1958) favoreció este nombramiento. Rivas es un abogado granadino y político que trabajó en el Ayuntamiento de Madrid y fue por esos años Director General del Comercio para el Ministerio. Cf., Los cien granadinos del siglo XX, en www.servicios.ideal.es/granadinos, En el Archivo JMG Montevideo-Lille, formado por una importante documentación sobre la obra José Mora Guarnido y la correspondencia que ha recibido en Montevideo, cuenta con diecisiete cartas de Natalio Rivas (encontramos nada más que dos cartas de José Mora Guarnido a Natalio Rivas) que confirman un intercambio fructuoso entre los dos amigos, sobre todo en el momento del nombramiento de José Mora Guarnido como Cónsul de la República Española en Uruguay. En el mes de diciembre de 1934 fue Natalio Rivas quién actuó en el Ministerio de Estado y obtuvo, el 2 de febrero de 1935, que el ministro José Rocha firmara el nombramiento. En una carta del 5 de febrero del mismo año, éste certifica a Natalio Rivas que José Mora Guarnido queda “nombrado Canciller del consulado de Montevideo”, y el 12 de febrero de 1935, recibe Mora la carta que le invita al “nombramiento oficial”, acto que tendría lugar en Montevideo, en el Hotel Argentino, el 2 de marzo de 1935. Cf. Idmhand. Carta del 27 de agosto de 1934 de José Mora Guarnido a Natalio Rivas, Cf. Archivo JMG-Montevideo-Lille.
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Durante la primavera y comienzo del verano sureño de 1934 se produce la última gira que Federico García Lorca hace, acompañado por Lola Membrives y su compañía, que va a representar su repertorio dramático mientras él da su famoso ciclo de conferencias (“Juego y teoría del duende”, “Cómo canta una ciudad en noviembre” y “Un poeta en Nueva York”) en el Teatro Colón de Buenos Aires y en el Teatro 18 de Julio de Montevideo. Esta gira puede considerarse como uno de los hitos en las relaciones culturales que se establecen, a comienzos del siglo XX, entre España y América del Sur. Teniendo como objeto el desplazamiento de Lorca al Río de la Plata, no solamente marca la trayectoria intelectual de los artistas rioplatenses de esa época, sino que la crítica la valora como una de las fechas importantes en la producción del poeta granadino. En efecto, entre Montevideo y Buenos Aires, Lorca recibe los honores del poeta consagrado, y recibe la noticia del triunfo en España de Bodas de sangre. Quiere terminar la escritura de Yerma. En Montevideo también, se produce un acontecimiento que se relata en la historia de los manuscritos de Lorca, suscitado por la dedicatoria que él deja allí del poema “Romance de la luna, luna” a José Mora Guarnido. Este manuscrito se ha convertido, como consecuencia de la muerte trágica del poeta y la pérdida de casi todos los originales del Romancero gitano, en una pieza rara de su bibliografía8. Los dos amigos no se habían vuelto a encontrar desde que habían convivido en Madrid, cuando Lorca se instala en la Residencia de estudiantes antes de que Mora viaje a América, en 1923. Por esos años, el joven poeta quiere publicar su obra y según testimonio de Mora Guarnido (Cf. Federico García Lorca y su mundo9) le promete dedicarle el volumen de poemas que llevará el título Romancero Gitano. La obra se publica finalmente en 1928 y, como es sabido, contiene, una dedicatoria a Conchita García Lorca, hermana del poeta. Un intercambio de cartas (Cf. Archivos de la Fundación Federico García Lorca, Madrid) pone de manifiesto una frustración por parte de Mora Guarnido, que Federico García Lorca logra reparar en Montevideo cuando le entrega el poema escrito a mano con un encabezamiento que contiene el título del poema, la fecha “1926” (que difiere de la primera edición del poemario y de la primera publicación del poema) y la dedicatoria al amigo: “Romance de la luna, luna. (1926) Para mi viejo y queridísimo camarada Pepe Mora Guarnido”. Al pie del poema, en la parte inferior derecha de la hoja de papel, aparece la firma del poeta y la fecha de la entrega (“Montevideo 1934”), así como un dibujo del poeta, hecho 8
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Se conserva un autógrafo del “Romance de la luna, luna” de 1924, pero el poema no se publica antes de 1926 en El Norte de Castilla, Valladolid y, al año siguiente, en Verso y prosa, Murcia. Considerada como la primera biografía de Federico García Lorca, la obra de José Mora Guarnido Federico García Lorca y su mundo fue publicada por Losada (Buenos Aires, 1958) y reeditada por Caja General de Ahorros (Granada, 1996, 2a. edición).
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con lápices de colores (negro, rosado y azul) que representa la figura de su emblemático payaso bajo una media luna negra. El payaso lleva, además, una notas de música dibujadas en la camiseta, a la altura del pecho. La posición de la dedicatoria, arriba y a continuación del título, puede indicar el sentido de reparación de un agravio, un modo de subsanar el pequeño diferendo que había quedado sin explicación entre los dos amigos. Ese desplazamiento de García Lorca a Montevideo se describe en la prensa de la época (entre otros, en artículos escritos por José Mora Guarnido) como un momento de paz para el artista agobiado por su popularidad, por la multitud de personas que, en Buenos Aires, lo acosan en cada una de sus representaciones y conferencias. En Montevideo, guiado por Mora Guarnido, conoce a un grupo reducido de intelectuales y artistas con quienes se reúne en la intimidad, y va a recogerse frente a la tumba del pintor Rafael Barradas (1890-1929), a quien había conocido en España. Nuevos lazos entre España y América se resumen en este homenaje a uno de los pintores uruguayos, de padre español, que había vivido muchos años entre Cataluña y Madrid, antes de volver enfermo a Montevideo. Mora Guarnido que había escrito los primeros artículos en periódicos de Granada sobre la nueva poesía que nace con Federico García Lorca reencuentra así, gracias a la presencia de García Lorca en el Uruguay, aquella atmósfera de efervescencia cultural vanguardista que él había abandonado, a comienzos de la década de 1920, al irse a vivir a Montevideo. Este paréntesis de felicidad en la vida de Mora Guarnido en el año 1934 queda rápidamente ensombrecido por las consecuencias de la dictadura de Terra en Uruguay y, sobretodo, por las noticias que empiezan a llegar de España, que lo conmueven profundamente. Lo asolan la guerra civil y los trágicos episodios de Granada de agosto de 1936, con el asesinato de varios de sus amigos, y lo angustia la suerte corrida por otros. Inmediatamente se moviliza para ayudar a sus compatriotas exiliados y por uno de ellos, Manuel de Falla, conocerá las circunstancias de la muerte de su común amigo Federico García Lorca10. En Montevideo redobla su compromiso y se transforma en propagandista de la República desde el cargo de Cónsul que ejercía. Destituido en febrero de 1937, vuelve a ser designado por el gobierno republicano seis meses después11. En esta etapa se configuran dos cartografías del exilio 10
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Manuel de Falla llega a Buenos Aires en 1939 y da cuenta a José Mora Guarnido de las circunstancias de la muerte de Federico García Lorca. Cf. “La muerte en la madrugada ” y “Los perros en el cementerio ”, dos capítulos de Federico García Lorca y su mundo. Fue destituido por el Cónsul general de España en Buenos Aires, José Buigas de Dalmau; en la comunicación de la destitución por razones (11 de Febrero de 1937) Buigas de Dalmau indica razones que “se reserva”. Fue reintegrado por Felipe Jiménez de Asúa, Encargado de negocios del Gobierno de la República Española en
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español con diseños o relaciones triangulares, cuya base está en la necesidad de hacer circular la información y cuyo resultado perfila una nueva relación con la historia y una nueva manera de contarla. En base a testimonios epistolares comienza a tejerse, entre España y América, una historia basada en memorias de lo vivido simultáneamente en varias partes del continente americano y en Europa. En estas cartografías intervienen tanto Mora Guarnido como varios de sus amigos españoles. La primera dibuja relaciones mantenidas entre Montevideo – Buenos Aires – Madrid o Barcelona y es visible a través de la correspondencia que mantienen Mora Guarnido y dos embajadores españoles, Enrique Díez Canedo, que actúa en Buenos Aires desde 1931, y Rodrigo Soriano, que está en Chile, desde 1933. La otra cartografía diseña un circuito entre MontevideoParís-Madrid que se pone en evidencia en la correspondencia dirigida a Mora Guarnido por Jaime Sabartés (que a fines de los años 1920 estuvo en el Río de la Plata y luego será el secretario de Picasso en París) y por Natalio Rivas que permanece en España. En esta etapa desaparecen de la correspondencia de Mora Guarnido con sus amigos los proyectos culturales, sustituidos por la inquietud por la situación política de España; luego la guerra ocupará toda su energía, lo que da una tonalidad monotemática a esta correspondencia. Por entonces el campo de las relaciones personales de Mora Guarnido se fracturó de manera definitiva, según la línea de las adhesiones políticas: el levantamiento franquista fue para él un hecho tan contrario al orden del mundo y tan indefendible éticamente, que por su propia existencia exigía unánime rechazo y una definición política clara: para Mora Guarnido, la indiferencia era una actitud tan culpable como la adhesión a los sublevados. El triunfo del franquismo significa para Mora Guarnido un profundo desgarramiento personal: desde entonces le da la espalda a la política española y sus relaciones con España se reducen a contactos epistolares con su familia. Con esta actitud parece querer desterrar de su fuero íntimo a quienes “en el verano doloroso de 1936, observaron una conducta prescindente o infame” (Mora Guarnido, 1958: 54). También empiezan a notarse las tensiones entre los grupos de emigrados que, por muchos años, mantienen posturas políticas enfrentadas (y que se prolongan en divergencias tácticas dentro de cada grupo, de comunistas o socialistas o anarquistas republicanos). Hastiado por esas rencillas, gradualmente va enfriando sus relaciones con sus compatriotas republicanos residentes en el Río de la Plata y se llama a silencio por varios años. En ese período de aislamiento y de búsqueda interior se vuelca a una actividad literaria pletórica, de proyectos inconclusos, mientras inicia su actividad docente en Montevideo y comienza a recomponer el círculo de sus amistades en Buenos Aires, por comunicación del 2 de agosto de 1937. Cf. Archivo JMG Montevideo-Lille.
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Montevideo que da lugar a una nueva fase de su trayectoria radicante; también reanuda, como lo muestran las cartas, el contacto con Sabartés, interrumpido por la guerra europea. La elaboración de Federico García Lorca y su mundo, libro que publica en Losada en 1958, le permite recuperar contactos con algunos de sus amigos de juventud que se reconocen en la lectura de las ricas viñetas de “El rinconcillo” que incluye ese libro (cf. Correspondencia, Archivo JMG Montevideo-Lille). Pero para entonces a Mora Guarnido sólo le resta una década escasa de vida, progresivamente empañada por los dramas familiares y por la enfermedad12.
Constitución y contenido del archivo A partir de 1966, afectado por una hemiplejia, lejos de su familia de Granada, Mora Guarnido teje fuertes lazos de amistad con escritores e intelectuales montevideanos y, en particular, con la familia de Alcides Giraldi, profesor de Literatura y secretario académico de la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República. Se conocen en una rueda de intelectuales que se reúne en el conocido café “Sorocabana”. Designado por Mora Guarnido como heredero universal, Alcides Giraldi hereda los archivos que incluyen una vasta obra inédita (cuentos, novelas y obras de teatro que han sido estudiados por primera vez en la tesis de Fatiha Idmhand), así como una gran cantidad de documentos que no fueron explorados hasta mediados de los años 1980, una vez superado el período de la dictadura militar en Uruguay (1973-1983) y alejadas las amenazas de la censura. En agosto de 2003 se firma un acuerdo entre los herederos del fondo documental y la Universidad de Lille para que el archivo pueda ser digitalizado en Francia13. Un equipo de investigadores y de técnicos, entre los que se encuentran los autores de este trabajo, tiene a su cargo la clasificación y la descripción de las piezas que componen el fondo. Éste incluye obras literarias, artículos de prensa, cuadernos manuscritos, documentos diversos tales como fotos personales dedicadas y una amplia correspondencia que incluye más de 210 cartas entre las que se encuentran algunas piezas claves escrita por sus compatriotas Melchor Fernández Almagro, Manuel de Falla, Fernando de los Ríos, Ramón Gómez de la Serna, Natalio Rivas, Jaime Sabartés y amigos uruguayos como Pedro Figari, Carlos Vaz Ferreira, Pedro Leandro Ipuche y Enrique Amorim. En genética textual, esta correspondencia se considera como “pasiva”, ya que sólo incluye las cartas recibidas por José Mora Guarnido y no las que envió. Material archivístico de notable valor, estas cartas resumen la peripecia montevideana de José Mora Guarnido vista por los otros (en el diálogo epistolar) y permiten señalar 12 13
Esther Morales, la esposa de José Mora Guarnido, se suicida en 1967 y él, enfermo de un cáncer, fallece un año después. Cf. Nota 1.
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claramente algunas etapas que parecen reflejar cambios profundos de su relación con la circunstancia histórica que le toca vivir y, en particular, con la experiencia del exilio que se vuelve definitivo y sin perspectivas de retorno, dados los acontecimientos vividos en España desde la instalación de Franco en el poder. Si bien hay un proyecto que parece haberse mantenido sin cambios a lo largo de toda su vida (cuando se instala en Montevideo ya afirma que no volverá más a España), las modalidades de relación con sus orígenes y las formulaciones de su proyecto personal van adoptando diversas formas a medida que se modifica (a veces dramáticamente) el contexto en que se inscribe su actividad. En ese sentido pueden señalarse tres momentos diferentes: desde su llegada a Montevideo, donde Mora Guarnido se define como un articulador de la relación cultural entre España y el Río de la Plata, pasando por la etapa republicana donde la política ocupa el centro de su preocupación, hasta desembocar en un largo período de profundo desencanto provocado por la derrota del proyecto republicano y la instalación del franquismo y colmado por la supervivencia del régimen luego de la derrota del nazismo. Mora Guarnido se transforma así en un “migrante” que se instala primero en el lugar del “español emigrado” para pasar luego al de “republicano español” para terminar como integrante del “exilio republicano”, en un recorrido en el que la condición de español se ve mediatizada por las otras cualidades. Vamos a examinar estas etapas a través de la correspondencia que se encuentra en el Archivo JMG Montevideo-Lille.
El escritor, vector de la circulación de ideas y de proyectos Estudiaremos la figura de José Mora Guarnido que se teje a través de la comunicación epistolar que mantiene con sus amigos. Los rasgos específicos del género –situado en las fronteras de lo privado y lo público– lo hacen apto para develar zonas de la subjetividad, individual y colectiva ineludibles para una hermenéutica histórica y literaria. La carta da cabida a la expresión verbal más o menos espontánea de la experiencia vivida, previa a su formalización literaria acabada, a pensamientos en agraz, a aspectos de la vida cotidiana y material (lo aparentemente “intrascendente”), lugares más proclives que los discursos públicos para la manifestación de un talante de época, un humus ideológico compartido, unos hábitos mentales y supuestos acríticamente aceptados, toda esa “axiomática implícita del entendimiento y la afectividad” que comporta el inconsciente cultural, en la definición de Bourdieu (2003: 44). Por cierto, a pesar de su carácter lábil y polimorfo, la carta posee su propio aparato de codificaciones, provenientes de la larga tradición del género, de regulaciones sociales extradiscursivas y de los imperativos pragmáticos de cada comunicación concreta. De ahí depende la inflexión que reciben en cada caso el sujeto de la enunciación, el destinatario y el referente, en tanto construcciones textuales. 525
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Como “serie textual constituida a partir de un principio comunicacional o cronológico”14, la correspondencia suele ser considerada como un documento que aporta informaciones sobre todo biográficas y cuya función principal es la de “acumular datos”15. Si fascina al lector “aficionado a los autógrafos y a los inéditos” es por la cantidad de referencias que descubre en ella tanto sobre lo que vivió el personaje, quiénes fueron sus amigos o lo que conoció, como sobre las actividades que tuvo o lo que leyó. Pero el género epistolar también desempeña un papel en la aclaración del proceso creativo del escritor ya que forma parte del material “antetextual” que interesa a los geneticistas16. Los intercambios de José Mora Guarnido con los amigos de Granada y del Rinconcillo nos informan sobre los itinerarios de los intelectuales españoles que salieron al exilio a partir de 1923, también nos aportan informaciones significativas sobre los años de formación del escritor y de sus amigos en Granada y en Madrid, sobre sus lecturas e inspiraciones y sobre la manera como difundió ésta en España y América. Al mismo tiempo, nos permiten entender por qué Mora Guarnido no publicó más que dos biografías cuando su archivo cuenta con un amplio número de manuscritos y cuáles fueron las circunstancias de abandono de una serie de proyectos editoriales, una información, paralela a los distintos dossiers genéticos que forman parte del Fondo Archivo JMG MontevideoLille. Volvamos puntualmente a 1923, cuando Mora Guarnido viaja a América y se ubica, prontamente, en una encrucijada de dos caminos, el informativo por su preocupación por hacer circular la información cultural y política entre Europa y América y el creativo por su ansiedad por editar las obras literarias que compuso17. Actuar como vínculo importante entre las culturas españolas y americanas, a partir de 1923, aparece como una voluntad nítida en gran parte de esta correspondencia, sobre todo en las 14
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Alain Pagès, especialista de la correspondencia de Emile Zola, “La correspondance est une série textuelle constituée à partir d’un principe communicationnel ou chronologique”, en Correspondance et avant-texte, publicado el 14 de mayo en REVUEDEBAT, www.item.ens.fr Alain Pagès habla de “relevé documentaire ”, en ibid. Geneticista: “Especialista de genética textual” o sea del estudio de los procesos creativos a partir del análisis de los manuscritos. El “pre-texto” o “antexto” es una adaptación del concepto “avant-texte” forjado por Jean-Bellemin Noël y que la geneticista Almuth Grésillon define como “conjunto de material – de témoins génétiques – escrito y conservado de una obra o proyecto de obra, organizado cronológicamente”, en Grésillon, 1994 y Lois, 2001. Ver también los trabajos del ITEM (Instituto de los Textos y Manuscritos Modernos), laboratorio del CNRS, en su página web www.item.ens.fr. Una ansiedad que no desembocaría nunca menos en dos oportunidades, en 1931 y 1958, con las ediciones de las biografías de José Batlle y Ordóñez y Federico García Lorca.
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cartas intercambiadas con los amigos españoles, y en particular con los ex rinconcillistas y que llamaremos de “juventud”, entre 1923 y 1929. En éstas, a pesar de la amargura experimentada ante la dictadura primoriverista, que no dejará de criticar, hay ilusiones, sueños y planes. Las epístolas abren un espacio de diálogo y debate cultural que, en cierta medida, prolonga el de las tertulias empezadas con los amigos españoles en El Rinconcillo o El Ateneo y lo extiende más allá del propósito de la carta: Carta de Manuel de Falla a José Mora Guarnido, 17 de junio de 1924: […] Figúrese que después de mi último viaje a Madrid –en mayo– por lo del Retablo, he tenido qua ocuparme sin descanso con la organización de la orquesta Bética de Cámara, cuyo primer concierto he celebrado hace pocos días en Sevilla con éxito extraordinario (Envío a Ud un artículo mío de presentación de la orquesta)18. […] Gracias de corazón por su artículo sobre el Cante Jondo, con el que tanta bondad y amistad tiene Ud por mí. Deme Ud noticias de su conferencia. También agradezco muy de veras, a Ud y a los amigos de que me habla, sus proyectos sobre el retablo, complacidísimo por el honor que hacen al maestro Falla. […] Ha olvidado Ud enviarme el recorte valioso al Batlle de que me habla. Carta de Melchor Fernández Almagro a José Mora Guarnido, 1923: Queridísimo Mora: Adjunto va un artículo sobre “Camionera” con 2 fotografías. Creo que puede interesar ahí. Recibí tu carta con los números de “Actualidades” que te agradezco. Carta de Guillermo de Torre a José Mora Guarnido, 12 de enero de 1931: Me parece muy bien que Ud. se decida a hacer este Panorama de la literatura uruguaya. Sin embargo, permítame preguntarle: ¿abarca sólo la prosa o también el verso? Pues sucede que tenemos “medio apalabrado” otro panorama sobre la lírica y sería lamentable tener que dejar de utilizar alguno de ambos. Aparte de ello ¿Por qué no hace Ud de vez en cuando alguna crónica sobre letras o artes uruguayos, tomando como pie una actualidad, un libro, una exposición? Claro que debieran ser los uruguayos quienes se cuidasen de éstas cosas, pero… pasa lo mismo que aquí19. Ni siquiera saben aprovechar las ocasiones que se le presentan para hacerse propaganda.
Dos políticas en contacto: España y Uruguay en Mora Guarnido Mora Guarnido tuvo una rápida inserción en el periodismo uruguayo, con su ingreso a la empresa periodística que editaba el diario El Día. Si 18 19
Esta carta de Manuel de Falla llegó a Montevideo con el artículo que fue publicado en Granada en El Liberal, en Mayo de 1924. Archivo JMG Montevideo-Lille Guillermo de Torre está en Buenos Aires.
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bien se trataba de un órgano orientado fundamentalmente a difundir las ideas políticas del batllismo, en esa época el diario brindaba información variada que incluía las actividades culturales. Es conocido el compromiso que existía entre el batllismo y los intelectuales (véase Achugar: 99116). Muchos escritores y artistas de la época coincidían en la redacción del diario, en el que se desempeñaban a veces como cronistas de actualidades. No es de extrañar que la actividad de Mora Guarnido en Montevideo desbordara los límites de una definición estrecha del campo cultural; con frecuencia dedica sus colaboraciones periodísticas en diarios españoles a criticar la política española para América. En estos artículos es habitual encontrar las comparaciones con la política uruguaya, que aparece como la contracara positiva que se opone a los errores del gobierno español. En los escritos de Mora Guarnido, España y América integran un campo continuo basado en la unidad cultural, sólo afectado por la separación oceánica (que parece mayor por la torpeza de los gobernantes españoles). Los problemas son comunes en uno y otro lado, y podrían aplicárseles las mismas soluciones, algo que resulta evidente cuando en su biografía de Batlle reúne en un mismo conjunto a dictadores españoles y americanos: “Los dictadores militares –Primo de Rivera, Blanco Galindo, Sánchez Cerro, Ibáñez, Uriburu– no pretenden otra cosa…” (Mora Guarnido, 1931: 19). En ese contexto, la singularidad del Uruguay es la de mantenerse libre de “ese mal de las dictaduras –militares o civiles–…” (Mora Guarnido, 1931: 26) gracias a la acción de un político al que Mora Guarnido conoció y admiraba. Esta continuidad se rompe como resultado de los críticos acontecimientos de la década siguiente. Por un momento, con la proclamación de la República en España y el golpe de Estado en Uruguay, citado más arriba, como momento central en la trayectoria intelectual de Mora Guarnido en Uruguay, el balance entre España y América parece inclinarse hacia la península. Mora Guarnido pierde su trabajo en El Día pero, propagandista de la República desde sus artículos montevideanos de la década anterior, pasa a desempeñarse como Canciller del Consulado de España en Montevideo. Gradualmente el Canciller absorbe al periodista y su correspondencia comienza a orientarse preferentemente hacia la comunicación con personajes del gobierno, entre los que se encuentran, como lo vimos antes, varios de sus amigos granadinos, entre otros, Fernando de los Ríos y Natalio Rivas. Pero fue el comienzo de la guerra civil, en julio de 1936, la que conmovió la identidad hispánica de Mora Guarnido: su compromiso con la República pasó a primer plano, se transformó en un incansable propagandista de la causa republicana y un combatiente contra el levantamiento “nacional”: “Sea Ud. ahí un comba-
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tiente más”, lo apremiaba José Venegas20, una exhortación que por cierto Mora Guarnido no necesitaba. Desde su cargo en el Consulado defendió la causa republicana, publicó artículos en la prensa y colaboró en revistas, a la vez que mantuvo permanente contacto con los agentes republicanos en la región. También debió dedicar tiempo a combatir intrigas tejidas en su contra dentro del mismo campo “leal”.
La correspondencia con Sabartés, la agonía de la Republica y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial Fue en Montevideo donde entabló amistad con Jaime (Jaume) Sabartés, poeta catalán unos años mayor que Mora Guarnido y que ya había recorrido mundo (París, México, Nueva York…), además de haber vivido muchos años en Guatemala. Sobre fines de los años 1920 recaló en Montevideo donde trabaja como periodista en El Día, lugar donde se teje la amistad de Sabartés y Mora Guarnido que no modificó ni el tiempo ni las distancias. Se escriben (bien que irregularmente) hasta después de terminada la guerra mundial. Las cartas conservadas, mayoritariamente de Sabartés, recuperan el tono coloquial y espontáneo de una conversación (varias veces evoca las charlas y caminatas por la avenida principal de Montevideo) y se extienden en análisis sobre la situación de España. Gracias a la correspondencia con Sabartés, podemos seguir los estados de ánimo con que Mora Guarnido enfrenta la tarea de agente de la República española en exilio. Al comienzo de la guerra civil, Sabartés se muestra profundamente pesimista, muy crítico con el gobierno de la República: “…lo que está pasando en España tenía que pasar por impericia y por tontería de los gobernantes”21, y no espera nada de la ayuda exterior: “España es Abisinia para el mundo”22. Según la misma carta, Mora Guarnido es optimista respecto al resultado final, una actitud que trata de conservar a pesar de los terribles episodios de Granada en el verano de 1936 (de los que casi no hay referencias en la correspondencia de sus amigos y que Mora Guarnido, según vimos, conoce tardíamente por los relatos de los exiliados y va a describir, más adelante, en su libro Federico García Lorca y su mundo, sobre todo a través del testimonio de Manuel de Falla). Hay una excepción en este curioso diálogo epistolar que rescatamos, por ahora, desde una sola punta, a través de la voz que tiene como destinatario a Mora Guarnido. Él no acostumbra conservar copia de sus cartas, pero en su archivo se conserva la copia de la que envió a Sabartés el 26 de marzo de 1939, que en el reverso tiene la de otra enviada el mismo 20 21 22
Carta del 9 de octubre de 1936, Archivo JMG Montevideo-Lille. Carta del 17 de septiembre de 1936, f.1, Archivo JMG Montevideo-Lille. Ibid., f.2
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día al pintor Manuel Ángeles Ortiz. Estas cartas fueron llevadas personalmente por Pablo Neruda, de paso por Montevideo rumbo a París, para participar en el “Congreso Internacional de las Democracias en América”. Es revelador leer las dos cartas que le escribe Sabartés, un año antes, en agosto y setiembre de 1938, ambos conquistados por la ola de optimismo que produjo el impulso inicial de la ofensiva del Ebro. En cambio, la del 2 de marzo de 1939, cuando ya se vive la agonía de la República, se deja entrever la reacción impactante que provoca el triunfo del franquismo en Mora. Se percibe en las cartas cómo los amigos se sostienen mutuamente: en la carta de agosto de 1938, Sabartés reconoce que el pesimismo pesa en él, pero las noticias de España y el entusiasmo de Mora Guarnido han terminado por imponerse en su ánimo: […] En aquellos días no había grandes noticias que levantaran el espíritu y porque este, el espíritu, debía andar decaído, sino debilitado, desmoralizado y hasta quizá un poco destartalado por los martillazos del pesimismo. Hoy amigos esto ha cambiado. Las noticias que nos llegan son cada día mejores. La moral se levanta, la sangre hierve de nuevo. El entusiasmo despierta, la pereza es sacudida a latigazos. Recuerdo sus ideas, la forma como Vd. ha visto la situación desde un principio, y cada vez más que las cosas se presentan de acuerdo con su punto de vista personal y lógico, me vienen ganas de hablar con Vd. Pepe, como iría a verle a la calle Patria para echar un largo párrafo.23
Todavía en septiembre manifiesta su entusiasmo, contagiado del de Mora Guarnido, y encuentra en las noticias españolas la ratificación del optimismo de éste. Así se lo comenta: Pero vamos por partes. Siempre es mejor que su optimismo la lleve, amigo mío. Yo estoy contentísimo cada vez que observo cuan fundados han sido sus argumentos, en vista de la actuación presente, de los resultados que se obtienen, de la moral que se eleva, de día en día, por encima de todas las previsiones. […] Ahora, afortunadamente, gracias a que el tiempo es un factor poderosísimo, y a que el gobierno de la República ha sabido hacer acopio de este caudal, de marca inglesa, los acontecimientos se desarrollan de una manera más favorable al desenvolvimiento de la guerra en favor de nuestras armas. Es verdad que así lo había usted previsto. (25 de setiembre de 1938, f.1)
Pero su optimismo parece limitarse a la situación española; refiriéndose a su vida cotidiana en París, afirma: Sepa solamente que estamos bien en el sentido de que no sufrimos penas mayores. Que, como la mayoría de las “gentes-decentes” comemos lo necesario y no sufrimos enfermedades. Que no esperamos nada bueno del mañana. Que esperamos hasta el mal peor [sic] estoicamente, no como mártires en 23
Carta de José Mora Guarnido a Jaime Sabartés, 5 de agosto de 1938, f.1, Archivo JMG Montevideo-Lille.
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ciernes, sino como seres indiferentes, puestos, eso sí, a luchar contra los agresores, teniendo conciencia de que aún así servimos la causa de los malvados que conducen los pueblos a la destrucción.24
No hay más cartas de Sabartés anteriores a la que en marzo le envía Mora por intermedio de Pablo Neruda; como lo dice muchas veces en sus cartas, las malas noticias lo desalientan para escribir, y desde octubre abundan las noticias de esa índole. La carta que le llega desde Montevideo no hace referencia a ninguna inmediata (por el contrario, Mora señala que escribe “después de tanto tiempo”), lo que hace pensar que en esta oportunidad aprovecha el viaje (y la calidad del mensajero) de Neruda. Poco margen queda en estas comunicaciones para el optimismo que Sabartés siempre le admiraba: la derrota de la República es inminente, las noticias son cada vez peores (divisiones en el bando republicano, agónica resistencia de Negrín en la “Posición Yuste”, renuncia de Azaña, reconocimiento del gobierno de Franco por Francia e Inglaterra, golpe de Estado “anticomunista” del Cnel. Casado…). El 1º de marzo de 1939, Mora Guarnido entregó al embajador de México un sobre con las llaves del Consulado de España en Montevideo, que ahora pasaría a representar al gobierno franquista. Como cruel ironía, la hoja en la que copió las cartas a Sabartés y a Ortiz, luce el escudo español y el membrete “Consulado General de España en el Uruguay”. A Sabartés le trasmite toda su amargura y su rebeldía sin futuro: De España, ni hablar. Creí con toda fe en el triunfo y no creo en la derrota. A España no la ha derrotado Franco, y aunque esto ahora no tenga mucha importancia, porque al fin y al cabo ellos se van a sentar en el poder, las circunstancias que han concurrido en su aparente triunfo no permitirán que éste sea muy durable. Por otra parte, no creo que el mundo pueda librarse de la guerra, aunque se caiga aún en muchas infamias y cobardías para evitarla. Y como consecuencia de esa guerra inevitable caerán definitivamente muchas cosas que se empeñan en sostenerse. Si algo alivia la rabia y el dolor de estas horas, es el considerar que los culpables tendrán que lamentar lo que han hecho y que nosotros los veremos pasar por las mismas pruebas que estamos pasando.25
Aunque en el discurso se mantenga la misma decisión, por dentro algo intangible se ha roto; habla con el tono de quien ha clausurado la mejor etapa de su vida y ahora sólo le queda resistir y estar preparado si llega el momento: “…no estamos en tiempos de reiterar ambiciones que hace unos años pudieron parecer legítimas. Yo estoy muy cansado de alternativas y de inquietudes y lo que deseo, ante todo, es poder vivir 24 25
Carta de Jaime Sabartés a José Mora Guarnido, 25 de septiembre de 1938, f.2, Archivo JMG Montevideo-Lille. Énfasis nuestro. Carta de José Mora Guarnido a Jaime Saberte, 26 de marzo de 1939, f.1, Archivo JMG Montevideo-Lille.
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tranquilo”26. Pero la experiencia de esta terrible guerra no ha transcurrido en vano. A su amigo Manuel Ángeles Ortiz le dice: Quisiera tener noticias de todos esos amigos que aún viven, con la esperanza de engarzar en ellas los recuerdos de aquellos tiempos de alegría e ilusión en Granada, y establecer un puente sobre este período triste y sangriento. Sé muy poco de lo que ha ocurrido en Granada, porque después de enterarme de lo de Federico, corté toda comunicación. Es cosa de preguntar ahora, cuantos quedamos y a quienes nos podemos dirigir con afecto, y a quienes tendremos que despreciar ya para siempre.27
El mundo se ha vuelto un lugar hostil y esta agresión abarca, sin fronteras, América y España. En este periodo, también Montevideo va perdiendo la magia que lo atrapó quince años antes. Han desaparecido completamente de su correspondencia las referencias a la política uruguaya; las alternativas del golpe de Estado de 1933, la frustrada revolución de 1935 (donde participaron muchos de sus amigos de El Día) y el ambiente propicio que tenía la causa de la República lo alejaron de la política uruguaya. Ahora todo el pasado aparece teñido por el dolor del presente y sin trabajo como diplomático ni como periodista, piensa decididamente en abandonar el país: […] yo desgraciadamente tengo que quedarme aquí anclado, y ya saben ustedes en qué medio. Tengo pocas esperanzas de poderme defender aquí mucho tiempo; pero no sé tampoco a donde podría dirigirme. Acaso a Chile, donde hay una vida intelectual más activa y donde se respira más libertad […] Aunque desde el punto de vista práctico Chile no pueda satisfacer mis aspiraciones de periodista –que nunca fueron satisfechas como ustedes saben en Uruguay–…28
La idea de una continuidad esencial entre España y América, producto del optimismo de épocas de bonanza, ha desaparecido por completo. Por el contrario, el mundo hispanoamericano se vio fracturado por la guerra civil, un fenómeno exclusivamente español, y luego con la derrota se fragmentó en pedazos. En ese contexto, se extingue el activismo político de Mora Guarnido: el tema comienza a desaparecer de su correspondencia, rompe los lazos con los exiliados de la región y no renueva su interés por la política uruguaya. El 1º de marzo de 1939 guardó las llaves del Consulado en un sobre y se las entregó al embajador de México, y en ese gesto simbolizaba también su ruptura definitiva con una España identificada ahora con el franquismo. Desde entonces ya no fue español, ni uruguayo, ni periodista; Mora Guarnido se había transformado en una víctima más de la guerra. 26 27 28
Ibid. f.1 Ibid. f.2 Ibid. f.1, énfasis nuestro.
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La correspondencia, campo de proyecciones culturales De un continente a otro, la correspondencia construye un puente informativo a partir de las noticias que aporta y del contenido mismo del sobre que a menudo viaja, como lo prometen las cartas de Manuel de Falla o de Melchor Fernández Almagro, con artículos de prensa, revistas o libros, unas herramientas sumamente útiles que Mora Guarnido usaba luego para restituir la noticia en la prensa rioplatense, en la sección “Desde España” que tenía en El Día o en sus cursos de literatura en la Escuela Normal de Montevideo. Con todo, mantenerse al tanto de lo que pasa en España y en contacto con los suyos, no era su única preocupación, como lo revela la carta de Guillermo de Torre, enviada desde Buenos Aires. Dar a conocer la cultura y la literatura local también le importaba, por eso publica en Madrid, en 1931, un largo “Panorama de la literatura uruguaya actual” en La Gaceta literaria (1927-1932)29, que va a ser leído por otros amigos españoles como José Venegas30, quien, desde Buenos Aires, le envía felicitaciones por su artículo y sus “palabras que tienen aire de autenticidad”31. Sin embargo, la pasarela así creada no satisface del todo a Mora Guarnido quien considera importante la manera y la calidad de la difusión cultural. Tan ambicioso y fervoroso es su deseo por informar que apenas un año después de su llegada a Montevideo, en 1924, ya plantea a sus amigos Melchor Fernández Almagro y Natalio Rivas la creación de una “gran revista” que llamaría Actualidades32, un proyecto que fracasó después del primer número de la
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Fue publicado el 15 de marzo de 1931 en La Gaceta literaria, diario co-fundado en enero de 1927 por Ernesto Giménez Caballero (Director-Fundador) y Guillermo de Torre (Secretario). En agosto de 1927, Guillermo de Torre se marchó a Buenos Aires donde se casó con la pintora Norah Borges, pero desde allí, siguió colaborando con la revista. Ver hemeroteca en http://www.filosofia.org/hem/med/m013.htm. José Venegas (Linares, Jaén, 1896-Buenos Aires, 1948), periodista, escritor y editor, residente en Buenos Aires desde 1929, fue periodista del Liberal y soldado en Marruecos. Creó editoriales como Oriente, Cénit e Historia Nueva. Durante la guerra civil fue nombrado director de la Oficina de Prensa de la Embajada de España. Ver: Eugenio Pérez Alacalá, José Venegas: primera aproximación a su obra y a su persona, en Elucidario no 3, Marzo 2007, p. 287 a 300, http://dialnet.unirioja.es/servlet/ fichero_articulo? codigo=2523204&orden=0 y Alfredo Valenzuela, Publicadas por primera vez en España las memorias del periodista español que se exilio en Argentina José Venegas, 3/11/2009, in http://www.laregioninternacional.com/noticia/63212/ antolog%C3%ADa/periodista/exilio/jose/venegas/ Ver carta de José Venegas a José Mora Guarnido del 1 de junio de 1931, Cf. Archivo JMG Montevideo-Lille. Carta de Melchor Fernández Almagro a José Mora Guarnido, 28 de febrero de 1924: […] Leo en un telegrama que piensas en fundar en Montevideo un gran diario. ¿Es cierto esto? ¿No te convendría entrar en él? Cuéntame de todo. […] Carta de Natalio Rivas a José Mora Guarnido, 9 de octubre de 1924:
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revista33 pero que seguramente intervino abriéndole las puertas de El Día y de El Ideal, a partir de 1925, y motivó en él otros planes como el del la revista Ki Ki Ri Ki que publicó el 6 de abril de 1926, que tampoco alcanzó más de dos números, y la publicación de El Tiempo-España Republicana, en los años 1941 y 1942, comprometida con la República en el contexto de la dictadura franquista.
Con Ramón, dos semblanzas A modo de ejemplo de las posibilidades que ofrece el epistolario contenido en el archivo de José Mora Guarnido para la investigación de las relaciones culturales entre España y el Río de la Plata durante un período de cuatro décadas, nos referiremos a un conjunto de cartas a él dirigidas por Ramón Gómez de la Serna, escritas, en su mayor parte entre los años 1924 y 1926. Estas cartas obedecen al propósito de Ramón, por entonces, de ensanchar sus horizontes, y especialmente sus recursos económicos, tomando contacto con “esos grandes públicos” –según sus palabras– del Río de la Plata. Al principio el objetivo es conseguir, por intermedio de Mora Guarnido, la publicación de colaboraciones suyas en la prensa periódica de Montevideo. Más tarde se agrega el requerimiento de ayuda del “gran amigo” para poder concretar un viaje a la región, proyectado para mediados de 1925 y finalmente frustrado34. La inclusión eventual de otros asuntos aparece supeditada a esos cometidos, de absorbente interés para el autor. Las cartas no llevan fecha y están escritas con tinta roja, costumbre invariable en él con la que pretende sugerir “la más sincera de las transfusiones”. Las hojas llevan membrete, también rojo, con su nombre en letras de gran tamaño y la indicación de su residencia: “El Ventanal” (nombre que dio a su casa), Estoril, Portugal. Allí se había trasladado Ramón a principios de 1924, en busca de ambiente propicio para escribir. El gobierno de Primo de Rivera había decidido suprimir los cargos ficticios de la Administración y así el escritor había perdido el que le consiguió su padre y él nunca ejerció. No lo hizo tampoco con su
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[…] La gran revista que usted me anuncia debió de salir en Agosto ACTUALIDADES, deseo que me la envíe usted y que me considere como suscriptor de ella, porque hasta ahora no la he recibido. Me será muy grato el leerla asiduamente. Carta de Natalio Rivas a José Mora Guarnido, 28 de febrero de 1925: Mi muy querido amigo Mora: Recibo su carta, que me apresuro a contestar para decirle, ante todo y sobre todo, cuánto, cuantísimo lamento el que no le hayan salido sus cosas bien en lo de la revista “ACTUALIDADES”. Yo había concebido ya la esperanza de que fuera para usted eso una solución, casi definitiva, dadas sus grandes condiciones de escritor, y por lo tanto, he sentido doblemente el que las cosas no le hayan resultado bien. Cf. Archivo JMG Montevideo-Lille. Ver carta de Pedro Leandro Ipuche del 17 de septiembre de 1924. Cf. Archivo JMG Montevideo-Lille. Gómez de la Serna haría su primer viaje al Cono Sur seis años después, en 1931.
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profesión de abogado, ya que este “cenobita de lo artístico”, en expresión de José Carlos Mainer (405), no estuvo dispuesto a hacer nada que lo apartara de su vocación (su “misión”, como él la llama en una de estas cartas). Carente ahora de aquella entrada fija, el escritor pone, al parecer, grandes expectativas en lo que pueda provenir de “esos lugares poderosos”. Para la época en que se inicia esta correspondencia ya colaboraba con algunos medios de Buenos Aires –Proa, Caras y Caretas, La Razón–, nunca en la cantidad y con la asiduidad que él pretendía, magnificando seguramente en su imaginación la capacidad financiera de la prensa cultural y literaria de estos países. Para responder a esa demanda, no sabemos cuántos contactos habrá intentado Mora Guarnido movilizar dentro un medio mucho más reducido que el porteño y en el que, a poco tiempo de haber llegado, aún se estaría insertando. Pero logra conseguir un espacio en la revista Actualidades, publicación de variada temática, escasa circulación y vida efímera. Ramón aspira al compromiso de una colaboración mensual: “nada de trimestres” “déme una publicidad preferente, un número sí y otro no”, dice, cuando cree que puede exigir condiciones. Actualidades llega a publicar unos pocos artículos de Gómez de la Serna, cuyo pago se retrasa sine die. Prácticamente no hay carta suya en un lapso de dos años en que falte el reclamo de lo que se le adeuda o la referencia al “roto” que le ocasionó la revista. Según se desprende de una de las cartas, para obtener resultados, y tal vez a instancias del propio Ramón, Mora Guarnido llega a solicitar la mediación de Jules Supervielle, de gran ascendencia en el ambiente intelectual uruguayo. No obstante, las cartas no dejan de insistir en el pedido de nuevos contactos con periódicos de Montevideo y de Buenos Aires: “¿Qué linfatismo es ese de Montevideo que no tiene ninguna revista? ¡Pero que no tenga otra como aquella!”. En su urgencia por conseguir dinero, Ramón presiona a su corresponsal pulsando diversas cuerdas retóricas: el tono imperativo y la protesta airada alternan con el lamento quejumbroso por sus estrecheces económicas, subrayadas hasta la impudicia: “Soy un emigrado como usted, sino que en sitio distinto y para mi desgracia menos fértil, es decir nada fértil para ayudar a los amigos y ayudarse a uno mismo. Pero comeré raíces del campo como el hombre primitivo”, “Se despide un náufrago de penurias, lentitudes y silencios”; “No hay remedio para nuestra pobreza…y nuestra mortaja tiene que ser baratita”. Tal forcejeo discursivo tiende a invertir la situación real de los interlocutores, colocando a Mora Guarnido en el lugar del deudor. Se llega a pensar que Ramón podría estar especulando con una ayuda económica directa de parte del amigo, cuando en más de una ocasión contrasta la supuesta holgura de que éste disfruta en Montevideo con la actual “miseria” del que escribe: “Siento haber perdido unos cuantos esfuerzos que arranqué [?] a otros sitios de 535
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fácil cobro por ir en busca de la revista del amigo”; “Muy grato es siempre recibir noticias suyas y verle triunfar y desenvolverse. ¡Así! Echemos una mano a los que llevamos vida tan precaria como usted sabe muy bien” (obsérvese cómo el doble uso de la primera persona del plural elude la distinción entre el agente y el destinatario de la ayuda); “Usted por lo menos vive en un mundo inmediato…al que puede dirigirse. Aquí se vive de la espera de las cartas que la providencia pone en el correo para uno el día de más ahogo”. Para mejor contextualizar la situación que Ramón así describe, vale la pena contrastar sus expresiones con el relato que hará en Automoribundia de su proyecto de vida en Estoril: “Lo arcádico se escondía en aquel trecho de la espléndida desembocadura del Tajo… me dediqué a construir el chalet ideal, y en él metí además de la pequeña herencia de mi padre esos miles de pesetas que me tocaron a la lotería, todo lo que gané en aquella época excepcional del munífico Calpe y del más munífico El Sol” (Gómez de la Serna, 1948: 443-44). Bien es cierto que el proyecto resultó más ambicioso que lo que permitían tales recursos, y para terminar la casa el autor recurrió a una hipoteca que finalmente no pudo pagar, teniendo que malvender la propiedad dos años después. Pasaremos al segundo tema central de estas cartas: el proyecto de viaje al Río de la Plata, que Gómez de la Serna anuncia probablemente en octubre de 1924 o poco después (en ese mes escribe a Borges dándole la misma noticia): “…en junio próximo iré a la Argentina y a Montevideo dispuesto a subir a la tribuna con mi verbo entusiasta. José Ortega y Gasset quiere que le acompañe y a su lado apareceré por esas tierras… ¿Dónde debo dar las conferencias ahí? ¿Debo dejar la organización y elección para última hora? Ahí voy con mis conferencias humorísticas, rebeldes, proféticas”. En varias cartas posteriores Ramón seguirá anunciando su visita y solicitando los consejos de Mora Guarnido para resolver aspectos prácticos de toda índole referidos al viaje y a su agenda en Montevideo. A medida que la fecha se aproxima, Ramón muestra una creciente ansiedad. Las incertidumbres aumentan, la autoconfianza flaquea y las cartas parecen ser un medio de desahogo de su agitación anímica: “Inquietud grande entraña para mí este viaje… ¿Qué dinero hay que llevar? Haga la cuenta por lo pobre, porque iré muy estrictamente. ¿Qué trato recibo con esa clase de billete?”; “Quiero cambiar impresiones con usted antes de emprender ese viaje terrible… La sombra de Ortega que me quiere mucho y que es el que propuso la aventura me ha de valer. Pero yo quisiera tener algo preparado, pronto, posible.” Sus demandas no quedarán defraudadas, a juzgar por el acuse de recibo de una “carta esperanzadora dándome idea de los pequeños detalles que gentes tan modestas como nosotros tenemos que saber”. También se encarga Mora Guarnido de conseguir y luego enviar a Ramón una invitación del distinguido abogado y periodis536
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ta español Carlos Malagarriga, residente en Buenos Aires, con la que podrá gestionar el pago de su pasaje por el Ministerio de Instrucción Pública de España. Cuando el camino parecía allanado, Ramón anuncia sorpresivamente que ha desistido de su visita a causa de “una gripe de esas misteriosas que me ha inutilizado para el viaje y las exaltaciones. Neurastenia muscular se podría llamar”. El motivo resulta poco creíble. ¿Cuán seguro puede ser el diagnóstico de una gripe misteriosa? Sin embargo el autor le pone plazo de tres meses a su convalecencia, durante la que sólo podrá moverse “de un sillón a otro”. No plantea una suspensión temporaria ni se muestra particularmente afligido. Se lamenta de lo ocurrido en frases breves y convencionales. “Muchas gracias por sus favores” –dice–, pero ni una palabra para excusarse por el tiempo y los esfuerzos que hizo empeñar inútilmente al amigo, al cual, todavía, pide consuelo. Es lógico pensar que Mora Guarnido habrá intentado alentarlo para que postergara su viaje en lugar de cancelarlo. Así lo sugiere una carta en la que Ramón aduce otras razones para renunciar a una empresa que él mismo había estimado como “de vida o muerte”. Explica ahora: Iba a hacerles pasar a ustedes una incertidumbre molesta y creo que las cosas se iban a torcer después de una brillante presentación. Nuestra arbitrariedad llevada a cabo es peligrosa, no puede ser compatible con la buena voluntad burguesa, sobre todo frente a frente… La flor de mi viaje ha estado en todos los conatos que han abierto sus capullos. Esas ya quedarán entre las hojas de mi libro para siempre… El recuerdo de usted será uno de los más firmes.
Las frases finales entrañan una despedida definitiva del proyecto. No se ha dado una explicación satisfactoria de tan abrupta determinación. Ramón tenía amigos y seguidores en ambas márgenes del Plata. Los jóvenes de la revista Martín Fierro le preparaban un gran recibimiento y le dedicaron un número de homenaje esperando su llegada. Algunos datos hacen plausible la hipótesis de que el escritor suspendió su viaje luego de enterarse de que Marinetti proyectaba una gira por el Cono Sur para la misma época. Aunque se evitara una coincidencia exacta de fechas, la presencia próxima del italiano, que iba a concitar la atención de los mismos círculos vanguardistas en América, debía resultar más que incómoda para Gómez de la Serna. Sería inevitable que se lo asociara con el futurismo, al que había dado a conocer en España en 1909, al traducir y publicar su Manifiesto en la revista Prometeo, aunque sin embanderarse especialmente con este movimiento que, a mediados de los años 1920, todos consideraban liquidado. Su líder se había convertido en un conservador en ideas estéticas y en el terreno político, en un orgánico del fascismo. La primera colaboración de Gómez de la Serna para la revista Martín Fierro (Números 27-28, 10/05/1926), es una “Fantasmagoría” titulada “Diez millones automóviles”. Se trata de una breve ficción en que una ciudad sucumbe asfixiada por el gas de sus 537
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automóviles. Esta visión siniestra de lo que fuera un icono del culto futurista a la máquina, puede ser leída como una oblicua ironía dirigida a aquella escuela, con la que el autor desea mostrar distancia (véase Gropp: 15-19). Después del episodio del viaje frustrado, la correspondencia continúa, si bien menos asidua, dando cuenta del traslado de Ramón a Nápoles en 1926 y de su regreso a Madrid unos meses más tarde, desde donde informa que “el Pombo ha vuelto a sus luminosas noches”. Luego se produce un hiato de unos cuando años. La última carta de esta serie –de 1931 o 1932– es posterior al primer viaje de Gómez de la Serna a la Argentina (Buenos Aires y otras ciudades del interior), y de ahí a Uruguay, Paraguay y Chile. En esa misiva agradece la “compañía” que le hizo Mora Guarnido en la “inolvidable aventura de Montevideo”. “Ahí estoy seguro de ser recordado con mayor veracidad –dice– pues usted me conoce desde más antiguo”. Se despide deseándole “esa continua felicidad que allí se disfruta”. El conjunto de cartas someramente reseñado resulta significativo tanto por lo que contiene como por lo que omite: no hay comentarios sobre la situación social, política o cultural de España, que preocupa, como lo vimos más arriba, a otros corresponsales de Mora Guarnido en aquellos años. No aparecen referencias a la importante labor creativa que estaba desarrollando Gómez de la Serna por entonces, ni a experiencias diversas de su vida de emigrado en Estoril y en Nápoles que recogerá en otros textos. Sus apremios conspiran contra la distensión del diálogo, la atención a los intereses del otro, la hondura del pensamiento (característica de los otros diálogos epistolares que mantuvo Mora Guarnido) y el cuidado de la forma. No obstante, aún por su misma limitación y redundancia temática, las cartas dan visibilidad a factores tanto subjetivos como materiales de la producción literaria que quedan ocultos en los cimientos de las obras. Si el caso analizado parece dar razón a Pedro Salinas cuando afirmaba que “el escritor de cartas es un Narciso involuntario”, es cierto también que las que consideramos esbozan una magnífica semblanza del destinatario y contribuyen a aquilatar el rol que éste jugó en el diálogo cultural entre España y el Río de la Plata, como muestran los siguientes fragmentos: “Con Almagro hablé la otra noche de usted y los dos quemamos alabanzas en su honor y los dos nos prometimos un porvenir muy halagüeño gracias a su generosa intervención”. “Espero sus prescripciones, consejos, experiencias confidenciales”. “Escríbame y cuénteme de sus triunfos y consolidaciones, sepa que yo no me olvido del buen intérprete de la verdad de la vida que pasa que se nota a través de su escéptica mirada…”. “Yo sigo viéndole con su pipa cargada de palabras, que se fuma en vez de decirlas: desdeñoso, íntegro”. “Cuénteme cosas, escriba, arrime palabras a través de su telefónica pipa, sepa que fijé un 538
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día su silueta y me acompaña con su paso noble, en reflexión siempre digna”.
Bibliografía Achugar, Hugo, “La década del veinte. Vanguardia y batllismo. El intelectual y el Estado”, en Vida y cultura en el Río de la Plata (Montevideo: Universidad de la República, 1987), p. 99-116. Bourdieu, Pierre, Campo de poder, campo intelectual (Buenos Aires: Quadrata, 2003). Bourriaud, Nicolas, Radicante, traducción del francés de Michèle Guillemont (Buenos Aires: Adraina Hidalgo, 2009). http://manuscritsentredeux.recherche.univ-lille3.fr/. http://www.filosofia.org/hem/med/m013.htm. Idmhand, Fatiha, José Mora Guarnido, un écrivain entre deux mondes, Tesis de doctorado, Université Lille 3, 2005. Grésillon, Almuth, Éléments de critique génétique. Lire les manuscrits modernes (Paris: PUF, 1994). Gropp, Nicolás, “Ramón Gómez de la Serna y el periódico Martín Fierro (19241927). Algunos apuntes”, en Boletín Ramón, 3 (2001), p. 15-19. Gómez de la Serna, Ramón, Automoribundia (Buenos Aires: Sudamericana, 1948). Lois, Elida, Génesis de escritura y estudios culturales. Introducción a la crítica genética (Buenos Aires: Edicial, 2001). Mainer, José Carlos, La edad de plata (1902-1939): ensayo de interpretación de un proceso cultural (Madrid: Cátedra, 1999). Mora Guarnido, José, José Batlle y Ordóñez, figura y transfigura (Montevideo: Impresora Uruguaya, 1931). –, Federico García Lorca y su mundo (Buenos Aires: Losada, 1958); 2a. Edición (Granada: Caja General de Ahorros, 1996). Pagès, Alain, “La correspondance est une série textuelle constituée à partir d’un principe communicationnel ou chronologique”, en Correspondance et avanttexte, publicado el 14 de mayo en REVUE-DEBAT, www.item.ens.fr.
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Otro mundo al otro lado del mar Josefina Plá Ángeles MATEO DEL PINO Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Preliminar Josefina Plá, pese a su intensa trayectoria vital y artística y a su indudable importancia en el panorama cultural de Paraguay en particular y de Latinoamérica en general, continúa siendo una gran desconocida más allá de la geografía paraguaya. Si bien es cierto que en los últimos años hallamos una serie de ediciones en España, Uruguay, Chile y Portugal1 que, entre otros motivos, intenta paliar el inmerecido silencio que se cierne en torno a su obra, todavía nuestra deuda con ella sigue vigente. Ojalá, como expresamos recientemente en un trabajo cuya finalidad era la misma que nos guía en éste –vindicar del olvido su peculiar oficio de mujer2–, estas páginas puedan servir como recordatorio, “logrando así frenar nuestra innata tendencia a dejarnos envolver por las aguas del Lete” (Mateo: 2010: 173-190). A fin de tener una visión global de Josefina Plá, de su vida y de su creación artística, toda vez que ambas dimensiones se encuentran ínti1
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Fernández y Ferrer de Arréllaga 1992; Poeventura 1995; Plá, 1993, 1995, 2000, 2002, 2002b, 2002c, 2003; Calbarro 2003. Además de una serie de cuentos infantiles, en total nueve, que entre 1995 y 1999 han formado parte del Programa de Animación a la Lectura [PAL], iniciativa del Cabildo Insular de Fuerteventura. Selección de Ángeles Mateo del Pino. Josefina Plá deja constancia en la poesía de que el suyo ha sido un tiempo y una mirada que se asumen desde la propia identidad. De esta manera reconstruye un itinerario que deviene “oficio de mujer”, como lo demuestra, entre otros, una serie de poemas pertenecientes a diversas épocas y reunidos, precisamente, bajo el epígrafe “Tiempo vestido de mujer”, en La llama y la arena (1987: 27-51). Así mismo, cabe recordar que esta autora se vale igualmente de la creación en prosa –tanto histórica como literaria– para reivindicar el papel de las féminas, grandes protagonistas de la historia paraguaya. Véase al respecto nuestro artículo “Sellando itinerarios…” (Mateo, 2001: 65-74).
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mamente entrelazadas, hemos creído oportuno hacer referencia a una serie de hechos que no pertenecen, en sentido estricto, al ámbito de la creación. Somos conscientes de que la obra no puede ser considerada tan sólo un reflejo de la vida, ni que aquella tampoco se explica únicamente en función de los datos biográficos, no obstante, juzgamos pertinente aludir a esa íntima imbricación que subyace en el marco de su contexto de producción. Convencidos de que la obra como entidad creativa no prescinde absolutamente de la peculiaridad mujer-artista es por lo que daremos una visión lo suficientemente completa que nos permita conocer el amplio y variado espectro que abarca la producción de esta autora3. Josefina Plá se definía a sí misma como una creadora cíclica que elegía en cada época la actividad que mejor se adecuaba a su “necesidad” de proyectar los sueños, las dudas o los interrogantes. En consecuencia, el arte, en sus variadas manifestaciones, le sirvió siempre como vehículo de expresión. Por este motivo se ha reiterado en diversas ocasiones que casi no hay un campo del conocimiento en el que Josefina Plá no haya indagado. Todo esto hace de ella una figura clave, imprescindible, en el contexto de la cultura paraguaya y latinoamericana. Una presencia señera en el ámbito hispánico.
Desde el mar de la epopeya… Josefina Plá nace el día 9 de noviembre de 1903 en la Isla de Lobos (Fuerteventura)4. Hija de Leopoldo Plá y Botella y de Rafaela Guerra Galvani, su familia procedía de Alicante, pero el trabajo del padre como torrero de faros obligó a la familia a desplazarse periódicamente por casi todo el litoral español. En 1902 su padre es destinado como torrero suplente a las Islas Canarias, asignándosele el faro de Martiño en la Isla 3
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Gran parte de los datos que ofrecemos en este trabajo proceden de una documentación que nos cedió la propia Josefina Plá: Ficha-bio-bibliográfica (abreviada). Creemos que dicha información sirvió de base en la redacción de “María Josefina Plá Guerra Galvany. Elementos para una biografía”, en Josefina Plá. Su vida y su obra (1992), catálogo de la Exposición Homenaje a Josefina Plá, que se celebró en la Casa Viola, en 1992, y en la que colaboraron el Centro Cultural de la Ciudad, el Centro Cultural Español Juan de Salazar y la Agencia Española de Cooperación Internacional. La curadora de la exposición fue Milda Rivarola. El nombre completo, tal como aparece en la partida de nacimiento, y que difiere ligeramente del que ella siempre ha usado, es María Josefa Teodora Guerra Galván. Respecto a la fecha de nacimiento –que tanta tinta ha hecho correr–, en su partida de nacimiento figura el año 1903. Dicho documento se lo entregamos personalmente a Josefina Plá, en nuestro segundo viaje a Paraguay, en 1990. Como ya hemos señalado con anterioridad –véase Juan Luis Calbarro, “Nos consta que vivió. Introducción”, (Calbarro: 8-9)–, Josefina Plá nos pidió que no reveláramos la fecha de nacimiento, pues la que ella siempre había dado era la de 1909. Así lo hicimos mientras vivió, pero fue precisamente al morir cuando se dio a conocer esta partida de nacimiento en Paraguay, de ahí que fuera después cuando hiciéramos pública la verdadera fecha.
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Otro mundo al otro lado del mar: Josefina Plá
de Lobos: “El primer acontecimiento que tuvo repercusión importante en mi vida fue sin duda el de mi nacimiento: sin este primer suceso, seguramente que los demás no habrían tenido razón de ser. Y esto fue un día tormentoso de noviembre de 1909, en las islas que alguien llamó Afortunadas” (“Autosemblanza escrita a pedido de un periodista extranjero”, enero de 1968, citada por Bordoli Dolci: 515). Habiendo nacido en Fuerteventura, Josefina Plá es bautizada en la iglesia parroquial de Femés e inscrita en el registro civil del municipio Yaiza (Lanzarote). Numerosas son las referencias que en el futuro hará nuestra autora a este hecho: “me bautizaron a lomo de camello”, confiesa en una “Autosemblanza” (citada por Rodríguez Alcalá: 19-64). No es de extrañar que la niña quedara impresionada por la presencia de los camellos, animales vinculados al paisaje desértico de aquella isla; por ello, cuando en más de una ocasión se le ha pedido que evoque las imágenes de su infancia, la escritora rememora aquella visión de la niñez: Guardo también un recuerdo de temor por aquellos monstruos antidiluvianos, los famosos camellos, que me asustaron cuando los vi por primera vez. Esto que le voy a decir no lo recuerdo sino que me lo contaron y es que cuando me bautizaron cuarenta de esos monstruos acompañaron el bautismo hasta la iglesia, con sus correspondientes jinetes, se comprende.5
En 1904 el padre es destinado al faro de Pechiguera en Lanzarote, y en 1907 pasa a servir en la misma isla en el faro de Alegranza. Estos primeros años son los que vinculan a Josefina Plá con el espacio canario, sin embargo, a pesar de que sus recuerdos son escasos, la creación y recreación del paisaje insular demuestran que este ámbito dejó una profunda huella en su vida. La larga cita que consignamos a continuación no es más que un testimonio de ello: Nunca olvidé que era canaria, y para más, majorera. Pero nunca tampoco, pude recordar cómo eran –cómo son– estas Canarias, con cuyo barro se amasaron años párvulos míos. Todo lo que de ella podía evocar eran sueltas, breves imágenes: un par de camellos, terror de párvula; unas plantas de hojitas como dedos de ángeles, de diversos colores; un toro, invisible monstruo furioso del cual huíamos mi madre y yo a través de un campo sembrado cuyas plantas eran más altas que yo… Otras imágenes que de esta tierra tuviera, me la dibujaron ajenos labios nostálgicos. La isla de Lobos, donde nací, verruga en el mar de la epopeya definitiva en la conquista del planeta, es una estampa que me construyeron; como la de la tormenta que fue orquesta en el nacimiento, o la del charco con los pececillos “impescables”, que pasó, con el tiempo, a ser, para mí, el símbolo del ser, perseguido y constantemente fugi5
Entrevista radiofónica realizada por el periodista Zenaido Hernández Cabrera. Parte de esta entrevista fue incluida en el informativo radiofónico Hora Punta, Tenerife, 1984. Dicha entrevista nos fue cedida por el propio periodista.
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tivo en la poesía… Otras estampas más tarde me las dibujarían los libros: los valles, paraísos de la fertilidad; las rocas como hongos telúricos moldeados por el fuego y el viento; el volcán señorial superviviente… (“Si puede llamarse prólogo”, en 1995: 25)6
En 1908 el trabajo del padre obliga a la familia a un nuevo traslado y a abandonar definitivamente las islas, para vivir sucesivamente en Guipúzcoa, Almería, Murcia, Alicante, Valencia, etc., escenarios en los que transcurren la niñez y la adolescencia de Josefina Plá. Su padre, un hombre culto, poseía una enorme biblioteca en la que Josefina Plá satisfacía su prematura inclinación por la lectura. Aun cuando, como ella misma reconoce, “los recuerdos suelen diluirse cuando avanzan los años”7, la figura paterna ha de influir notablemente en el amor que ella demuestra, desde muy temprana edad, por la literatura: Decisivo fue el hecho de ser mi padre hombre culto y disponer desde muy chica de una biblioteca donde mi escondido afán de lector no discriminaba títulos, aunque sí formaba enseguida sus preferencias. Recuerdo que mi padre, que profesaba un vago desdén hacia la literatura de ficción y sólo daba título de literatura seria con muchas reservas a la historia, leía a veces en voz alta para mi madre en las veladas. (Citada por Bordoli Dolci: 515)
Fue también el padre quien infundió en Josefina Plá el interés por Paraguay, el país que, con el paso del tiempo, se habría de convertir en su destino: “Lo cierto es que mantengo en mi un momento especial de la estancia en Fuerteventura y fue cuando mi padre, en la sala de estar de nuestra casa majorera, leyó un apasionante relato de las Misiones Jesuíticas en Paraguay”8. En un hecho casi imperceptible de azar y magnetismo se aúnan en el padre los espacios telúricos que conformarán la geografía de nuestra autora: su patria chica y su patria de adopción, Canarias y Paraguay. En su infancia Josefina Plá fue devorando los libros –mucha prosa y poca poesía– de la nutrida biblioteca paterna. Esto hace de ella una niña precoz, pues antes de los ocho años había establecido, de manera continua, su vínculo con la lectura: Leí la Iliada y la Odisea con un placer inaudito a la edad en que otros chicos leen Pulgarcito. Sin quererlo se me prendieron a la memoria millares de versos y aún ahora soy capaz de recitar el canto primero con sus novecientos versos… Luego, a los ocho años, leí El Quijote. […] Y después, Dios me perdone, el Emilio, las obras de Balzac, Flaubert, Galdós, etc. Muchos libros. 6
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Dicho texto, escrito expresamente para esta obra, a petición nuestra, aparece fechado en Asunción, en 1992. La cursiva es nuestra: majorera hace referencia a la isla de Fuerteventura, antiguamente conocida como Maxorata. Entrevista radiofónica realizada por el periodista Zenaido Hernández Cabrera. Entrevista radiofónica realizada por el periodista Zenaido Hernández Cabrera.
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Menos poesía. No la había en la biblioteca de mi padre, a pesar de que él en su juventud primera había escrito algunos versos. (Citada por Bordoli Dolci: 516)
La falta de aprecio de su padre por la lírica, ausente de la biblioteca, retarda el encuentro de la escritora con este género. Salvo a Homero, sólo pudo leer el Romancero español. Posteriormente, unas amigas le hacen llegar otros poemas “menos bélicos y más modernos”9. Este escaso contacto con la poesía no fue impedimento para que Josefina Plá se adentrara desde muy joven en el mundo de la creación poética. De esta manera, contraponiéndose al deseo paterno, escribe sus primeros versos: “Escondí mis primeros ensayos en los sitios más raros: un zapato, bajo un azulejo suelto, en el fondo de una lata de café. Invariablemente mi padre los encontraba y esto llegó a hacerle un prestigio de brujo a mis ojos”10. Así, a la edad de seis años se encara con la poesía, hito importante, pues ya nunca la abandonará. Aunque aquellos poemas iniciales nunca fueron publicados, recordará con cierta nostalgia aquel ingenuo acercamiento a las letras: “Tenía yo seis años cuando, tomando un lápiz, escribí unos versos, los primeros. A los veinte años, recordándolos reía; hoy se me humedecen los ojos evocando los premiosos latidos del corazón de aquella niña inclinada sobre un pedazo de sobre gris. Desde entonces he escrito mucho, quizá demasiado” (“Visión de la poesía”, en 1984: 7). Sus primeros versos aparecieron bajo “profiláctico nombre” a la edad de catorce años, y a ellos siguieron otros que fueron incluidos en Donostia, una revista editada en San Sebastián11. Estos últimos fueron ilustrados por un dibujante que, al parecer, alcanzó cierta fama en España y, más tarde, en Argentina12. Este hecho conmocionó el panorama cultural de la ciudad, pues en los días siguientes será entrevistada personalmente por varios periodistas: A los pocos días aparecieron en casa unos señores muy desenvueltos portando unas cámaras fotográficas. Venían a ver a la poetisa prodigio. Me preguntaron si había leído Rubén y Amado Nervo; les contesté que no; les pregunté a mi vez si habían leído a Baudelaire y Mallarmé, y me dijeron que no. Se fueron descontentos de ambos desencuentros, supongo, porque no publicaron nada. (Citada por Bordoli Dolci: 516)
A los once años comienza sus estudios de bachillerato que finaliza dos años y medio más tarde. Dichos cursos no pudo realizarlos como 9 10 11 12
Entrevista radiofónica realizada por el periodista Zenaido Hernández Cabrera. Entrevista radiofónica realizada por el periodista Zenaido Hernández Cabrera. Tenemos referencia de ello por conversación personal mantenida con la autora quien, lamentablemente, no nos pudo dar noticias más exactas. Aunque la autora no está segura del nombre de dicho dibujante, cree recordar que se llamaba Kaperutxipi, dato éste que no nos ha sido posible precisar.
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alumna oficial, ya que los traslados de la familia le impidieron asistir a la escuela con regularidad. Un año después termina Peritaje Mercantil y realiza estudios de Magisterio, que no llegará a concluir. Estas disciplinas las compagina con el aprendizaje del inglés y del alemán, bajo la tutela de un profesor particular, pues el francés ya lo había aprendido durante su estancia en el colegio de monjas L’Immaculée Conception (San Sebastián), donde estuvo dos años como alumna medio pensionista. Este esfuerzo académico, grabado para siempre en su memoria, será evocado con posterioridad: “Era yo una muchacha despierta y mi padre me hizo estudiar tanto que estuve a punto de perder la vista” (Kostianovsky, 1978). Durante el verano de 1923 la familia se traslada a Villajoyosa (Alicante); allí la aguardará otra cita con el destino. En su misma calle –C/ Costereta– reside el artista paraguayo Andrés Campos Cervera, quien, becado por su gobierno, investiga la cerámica de Manises. Andrés Campos Cervera había nacido en Asunción del Paraguay el 3 de mayo de 1888, en el seno de una familia de origen español. Su padre, Cristóbal Campos Sánchez, doctor en Ciencias Naturales, había abandonado el paisaje de olivares de la alta Andalucía por el de Paraguay, tras una permanencia de unos pocos años en una capital de provincia de la República Argentina, en donde había ejercido la docencia. En Paraguay participa activamente en empresas culturales: es uno de los fundadores del Colegio Nacional, dicta cátedras diversas, trabaja en diarios… Cristóbal Campos Sánchez se había casado con Aurelia Cervera de la Herrería, quien pertenecía a una familia oriunda del Cantábrico. Esta familia estaba entroncada a su vez con otra de la que habían salido algunos literatos, como Nicolás Díaz Pérez13, quien fue cronista de Extremadura. En la década finisecular de 1880-1890 el ambiente que reina en Paraguay es de violencia. El 29 de septiembre de 1889 es asesinado el cabeza de familia, crimen que nunca fue aclarado. Sobre este hecho, particularmente doloroso, nos dice Josefina Plá: Una noche el Dr. Campos no llega a su quinta a la hora debida; la velada de la familia se prolonga, en inquieta espera, a la luz del quinqué. La noche es ingrata, fría, llueve torrencialmente. Ya de madrugada, se oye el trote de un caballo; es el suyo, que llega; pero solo y desbridado. Los peones que la esposa envía en busca del marido, regresan trayendo a pulso el cuerpo baleado, 13
Los hijos de éste serán Viriato Díaz Pérez, polígrafo español, radicado en Paraguay desde 1906, y Alicia Díaz Pérez, casada con uno de los hermanos de Andrés, Hérib Campos Cervera, con quien tendrá un hijo, Juan Cristóbal Campos Díaz, que llevará luego el nombre de Hérib Campos Cervera, una de las voces poéticas más importantes de Paraguay, personalidad fundamental, junto con Josefina Plá, en el desarrollo de la cultura moderna del país.
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en el cual la lluvia de toda una noche ha lavado la sangre, llenándolo en cambio de barro. Doña Aurelia se sobrepone, heroica. La rodean, muy abiertos los ojos, sin comprender, siete criaturas, una de las cuales, Andrea, aún es de pecho. (Un octavo hijo está en camino). (1977: 13)
Andrés Campos Cervera, uno de los hijos más pequeños, mostrará desde temprana edad una inequívoca vocación artística. Su inclinación por el arte lo lleva a pasar unos años en España, donde ya residía su hermano Eugenio y donde se matricula en la Academia de Bellas Artes (Sevilla) y en la Escuela de San Fernando (Madrid), haciendo breves escapadas a Francia e Italia14. Una beca del gobierno paraguayo lo lleva de nuevo a París, esta vez para fijar allí su residencia. Comparte tertulias con Picasso, Foujita, Matisse, Dufy e incluso toma apuntes del perfil de Amado Nervo. Fueron seis años de París, “y más que de París de Montparnasse” (1977: 37). De esta época da cuenta un artículo publicado en Asunción en 1920: Era, aquella reunión, diaria, en su taller del Barrio Latino, cerca de Luxemburgo, en donde pasábamos las tardes pintando y discutiendo problemas de orden general. Por ese rincón han desfilado cuanto argentino, paraguayo, oriental, chileno, brasileño, peruano, etc., llegaba a París en procura de luces. Allí se habló de política, de revoluciones, de futuros triunfos artísticos, de una completa reforma de las artes, de música, de letras.15
Tras un breve viaje a Inglaterra regresa a Paraguay en la primavera de 1919, después de haber estado doce años ausente de su país. Realiza exposiciones, vende cuadros, participa en tertulias y colabora con ilustraciones en los diarios locales. Deja Asunción en agosto de 1920 y durante cuatro años y medio permanece en España: Madrid, Santander… Una segunda beca del gobierno paraguayo lo lleva a estudiar la cerámica de Manises. Se instala en Valencia y asiste a clases en la Escuela de Cerámica. Tras una larga etapa de trabajo expone en la Feria Muestrario de Valencia16. Decide entonces tomarse una jornada de descanso en Villajoyosa, donde se había instalado su hermano Eugenio. Es precisamente en este lugar donde se encuentra con “Niní”, nombre familiar con el que se conocía a Josefina Plá. En la biografía que hace de su marido, ella misma evoca este hecho: Ella es una niña aún, y él es un hombre ya serio –treinta y seis años– pero la afinidad es indudable. Y el noviazgo comienza y ha de seguir a pesar de la 14
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Permanece en España desde mediados de 1907 hasta principios de 1912. Tras una breve escapada a París, regresa de nuevo a Madrid y de allí emprende viaje a Italia, donde residirá hasta principios de 1913. Arata, Mario Pedro, en El Diario (abril de 1920). El artista concurre con un plato monumental y una colección de indígenas sentados; un grupo de ellos fue adquirido por el Rey Alfonso XIII, quien, por medio del cónsul de Paraguay, hizo llegar una felicitación al autor.
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obstinada oposición de la familia de la novia, encastillada en un rígido sentido pequeño burgués de la vida: “la vida con un artista no ofrece garantía de estabilidad moral ni económica”. (1977: 82)
Tras seis días de cortejo y de mucho conversar, la novia se compromete a realizar las traducciones que le había solicitado Andrés Campos Cervera de los textos de Kulturen der Erde –Culturas del mundo–. El novio, por su parte, debe marchar de nuevo a Manises, dando por terminadas sus cortas vacaciones. La relación continuará por correspondencia –dos cartas por semana, a veces tres– hasta el final del noviazgo: “Tres veces por semana el viejo cartero tuerto, de rostro flaco y hazañoso bigote –rostro de veterano– guiña bondadosamente el ojo sano mirando al balcón, al acercarse a la casa, para anunciar que trae noticias” (1977: 82). La correspondencia será la única vía posible para cimentar el amor de la pareja. “Mimí”17, así rebautizada por el artista, permanece algún tiempo en Villajoyosa, pero poco después un nuevo traslado del padre la lleva a residir en Almería. Mientras tanto el novio trabaja incansablemente en Manises, aunque un problema de inscripción en la Escuela de Cerámica de Valencia lo obliga a matricularse en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, aprovechando su estancia en la capital para realizar una exposición de cerámica, inaugurada el 16 de diciembre de 1924, y por la cual recibió numerosas alabanzas de la crítica. De vuelta al Levante, entre marzo y abril de 1925 presenta su obra en Alicante. Al acabar el plazo de la beca y la prórroga de la que disfrutaba marcha a Paraguay: “Por fin, embarca rumbo a la patria, satisfecho pero sin despedirse de la novia, que sigue en Almería. El barco que lo lleva a Buenos Aires pasa ya de noche frente a la costa almeriense. El trasatlántico cruza el estrecho tumultuoso y entra en la mar libre…” (1977: 90). Su encuentro con Andrés Campos Cervera ha sido calificado por Josefina Plá como el segundo acontecimiento capital de su vida, aun cuando el ambiente familiar no resultó propició para la relación. La familia, y en especial el padre, respiró de alivio con la marcha del artista. Esta despedida, sin embargo, no fue causa suficiente para el olvido. Así lo demuestra el siguiente fragmento de su “Autosemblanza”: Casi inmediatamente cometí otro disparate: me enamoré. La casa retumbó de truenos premonitorios. El novio sin embargo, tras seis días de cortejo se ausentó rumbo al Paraguay nada menos; y mi padre, olvidándose de sus éxitos históricos ante el prodigio de las Misiones Jesuíticas, predijo el receso y evaporación del malhadado doncel. Sin embargo, veinte meses más tarde me 17
Aunque no hay datos del porqué el artista elige este nombre, llama la atención la coincidencia del mismo con el de la protagonista de la obra de Alfred de Musset, Mimí Pinsón, una de las figuras más representativas del romanticismo, encarnación ideal de la amada del artista, que simboliza la alegría del vivir.
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llegó la petición de mano, aquello fue trágico. No sé cómo mis padres consintieron. Supongo que llegaron a la conclusión de que el hombre que había sido capaz de permanecer fiel, rodeado de todos los hechizos tropicales, era capaz de todo. (Citada por Bordoli Dolci: 517)
El artista, ya establecido en Asunción, realiza otra exposición de cerámica. Además emprende la construcción de un horno, vende algunas piezas y, con el dinero que obtiene, afronta los gastos de un matrimonio a distancia. Los fondos no dan para dos pasajes, por lo que escribe a Mimí: “No me es posible ir a buscarte… Vendrías tú sola?”. La novia responde que sí, según se recoge en el siguiente documento testimonial: “Envía pues los poderes –nutrido mamotreto lleno de firmas– y el dinero para el viaje a uno de sus primos, Pancho que reside en Vigo. Y queda en Asunción, trabajando, a la espera del telegrama que le avise que los poderes han cumplido su finalidad, y Mimí se pone en viaje. Todo esto, sin embargo, llevará aún meses” (1977: 92). Aunque el artista jamás pisó Almería se casó por poderes en esta ciudad el 17 de diciembre de 1926. Las crónicas de la boda se publicaron tanto en Asunción como en Almería: “Se celebró la ceremonia de la cual no participó el novio personalmente. Ocupó su lugar frente al altar y en la mesa del Registro, Francisco Villaespesa, hermano del célebre poeta (poeta él también)” (1977: 95)18.
Femenino Colón en microscópica miniatura Una vez celebrada la boda, Josefina Plá embarca rumbo a Paraguay el 6 de enero de 1927, pisando tierra americana el día 1 de febrero. Y crucé el océano, como Colón, con ese sueño a cuestas. Sueño grande como puede serlo una tierra nueva para una mujer; sueño identificado con el de un mundo de amor inagotable. Ahora bien, aunque este país nuevo figurase en los mapas y tuviese nombre e historia, para mí era ámbito desconocido: existía, pero yo debía descubrirlo. (Plá, “Si puede llamarse prólogo”, en 1995: 25)
La pareja se instala primeramente en la quinta paterna de los Campos Cervera –Villa Aurelia– y a finales de 1928 se traslada a Asunción – calles Estados Unidos y República de Colombia–, a la casa donde continuará residiendo nuestra autora hasta sus últimos días. La esposa ayuda al marido en la construcción de un horno y aprende el arte de la cerámica. En Paraguay Josefina Plá inicia pronto su verdadera vocación, la literaria. Se interesa por las actividades teatrales, llegando incluso, durante el mismo año de su llegada, a estrenar una primera obra, Víctima propi18
Josefina Plá cita aquí al conocido poeta almeriense Francisco Villaespesa Martín, quien al parecer tenía un hermano de igual nombre, pero distinto apellido: Francisco Villaespesa Baeza. Éste último fue el que hizo de “novio”.
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ciatoria, comedia en tres actos representada en el Teatro Granados por la compañía Díaz-Perdiguero en agosto de 1927. Ese mismo año se la incluye en la directiva de la Sociedad de Autores locales y en el siguiente comienza a desempeñar la función de redactora en los periódicos El Orden y La Nación, ambos de Asunción. Crea una sección bibliográfica de carácter fijo en la que reseña libros de poesía. Ésta es la primera vez que la prensa paraguaya recoge una inquietud cultural de este tipo. Además, es nombrada corresponsal de la revista argentina Orientación y colabora en los últimos números de la revista literaria Juventud. Pese a su dedicación al periodismo, Josefina Plá trabaja con su marido, apareciendo con él en una exposición que habían preparado conjuntamente y que se presentó en el Salón Alegre de Asunción en agosto de 1928, primera ocasión en la que ella aparece como expositora y vende sus obras: “Durante el otoño e invierno de 1928 trabajará el artista –y también la esposa, el tiempo que le deja libre su labor en los diarios– en la preparación de esa muestra, desarrollo de un plan en el cual lo terrígeno humano constituirá el eje temático.” (1977: 98). En esta muestra Andrés Campos Cervera cambia su nombre por el de “Julián de la Herrería”: Julián era su segundo nombre, de la Herrería el segundo apellido de su madre. Tal como nos dice Josefina Plá, el motivo no es otro que el orgullo del artista, que intenta conseguir la fama por sí mismo y no por mediación de los conocidos apellidos paternos: “‘Ahora se ha de ver si es el nombre o la posición de tal o cual pariente, o mi trabajo y mi nombre los que triunfan’, –dijo–. Y se vió. El nuevo nombre, despojado de toda asociación inmediata al margen de todo curriculum, amparó sus mejores éxitos” (1977: 99). Nuestra autora continúa su labor literaria y ensayística en los diarios de Asunción, e inicia su trabajo como locutora cultural en la radio “El Orden”. Este hecho la convierte en la primera mujer locutora en la historia de la radio paraguaya. Todo ello sin abandonar el arte, pues con el seudónimo “Abel de la Cruz” da a conocer sus grabados en linóleo o en madera en el diario El País de Asunción. En junio de 1929 la pareja de artistas realiza una nueva exposición en el Gimnasio Paraguayo, cuyo objetivo principal es el de solventar los gastos que ocasionará el viaje de ambos a Europa. El 5 de octubre de ese mismo año Josefina Plá y su marido abandonan Paraguay. Tras varios días en Buenos Aires, desembarcan a principios de noviembre en España: Galicia, Madrid, Murcia. Esta última recalada es importante para ellos porque supone el reencuentro con la familia Plá radicada en Murcia, lugar donde había sido destinado su padre. El 31 de diciembre de 1929 se instalan en Manises. De nuevo el matrimonio emprende el difícil arte de la cerámica y de la escultura. De este período son los platos realizados por Josefina Plá con composiciones 550
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basadas en temáticas indígenas, unos treinta motivos de las culturas costeras del Oeste americano: Tlinkit y Haidas, y algunas piezas de motivos polinesios. Estos trabajos se expondrán en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el 10 de diciembre de 1931. El catálogo aparece bajo el doble nombre de “Plá de la Herrería”. La exposición resulta un verdadero éxito. Casi toda la prensa de Madrid se hace eco de tal acontecimiento, obteniendo la aprobación de la crítica especializada y del público. Tras una corta visita de despedida a los padres de la esposa, embarcan en Valencia, el 5 de enero, con destino a Paraguay. El 10 de abril de 1932 la pareja se encuentra de vuelta en Asunción. Josefina Plá reinicia su labor periodística, primero como Secretaria y luego como Jefe de Redacción del periódico El Liberal. Son años muy duros que coinciden con el estallido de la Guerra del Chaco el 18 de junio de 1932, proceso bélico que enfrentará a Paraguay con Bolivia. Las distintas facetas de la cultura –poesía, música, teatro, arte– intentan dar su aliento a la patria y demostrar que puede existir vitalidad cultural en tiempos de lucha. Los poetas ocupan un lugar destacado en esta toma de posición ante la urgencia del momento histórico: La poesía es la primera, entre las artes, en responder a la solicitación inmediata; rebosando en las revistas populares; le sigue la música, proliferando en composiciones de tono marcial o elegíaco; enseguida el fervor se propaga a la escena. Es la época en que irrumpe el teatro en guaraní, amplificado en sus dimensiones humanas con Julio Correa. Las artes plásticas, como es lógico, son más lentas en su reacción. (1977: 117)
Como apoyo a los valores culturales paraguayos, un grupo de artistas19, entre ellos Julián de la Herrería, realiza una exposición en Buenos Aires el 14 de mayo de 1933, en el Primer Salón de Artistas Paraguayos. El éxito fue ampliamente comentado por la prensa bonaerense. Mientras tanto Josefina Plá escribe obras dramáticas en colaboración con Roque Centurión Miranda, con quien había iniciado en 1932 una estrecha relación literaria. Algunas de ellas fueron representadas en el Teatro Municipal de Asunción. Tal es el caso de Episodios chaqueños, obra bilingüe en cuatro actos, estrenada en el Teatro Granados el 29 de noviembre de 1932. De la misma época es Desheredado, comedia en tres actos, escenificada en 1944, traducida posteriormente al guaraní por Roque Sánchez y representada, en 1966, con el título Mbaevé Yrehje por el Elenco Estable del Teatro Municipal. De manera individual, Josefina Plá escribe Porasy (1933), libreto de ópera con música del compositor checo Otakar Platil. Parte de la obra fue estrenada por el tenor paraguayo Arnaldo Paoli en Asunción; otra 19
Los artistas fueron: Pablo Alborno, Juan Anselmo Samudio, Modesto Delgado Rodas y Roberto Holden Jara.
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representación fue realizada en Montevideo. Desde el periódico, nuestra autora ejerce la crítica teatral y participa en todas las actividades encaminadas a la organización de un teatro nacional. Al mismo tiempo, durante 1933, corrige el conjunto de sus poemas, en su mayoría adolescentes, los cuales serán publicados un año más tarde bajo el título de El precio de los sueños. El acontecimiento que supuso la edición de su primer poemario es recordado de la siguiente manera: El precio de los sueños cifraba claramente su conciencia en las dificultades del oficio poético, pero también su plena aceptación, el renunciamiento de quien por ascetismo y por amor elige construir su Tebaida en lo más inhóspito del páramo. La aparición de aquel libro inaugural –en varios sentidos– abrió una honda brecha en la lírica paraguaya formada –salvo unos pocos acentos premonitorios– por la repetición de la melopea nostálgica y elegíaca surgida del desastre nacional de 1870, que atrasó su cultura y la segregó del ritmo histórico de la vida americana, arrinconándola en el aislamiento de un país sembrado de visibles e invisibles escombros. (Roa Bastos, 1966: 59)
Una exposición preparada para el 14 de mayo de 1934 llevará a Julián de la Herrería de nuevo a Buenos Aires, mientras la esposa aguarda en Paraguay. Al regreso del artista, la pareja pinta algunos cuadros en los alrededores de Asunción. Este hecho será recordado por Josefina Plá, con su particular estilo autobiográfico: “Ambos artistas liaban sus bártulos y se iban muy temprano a pintar. Lo hacían muy cerca uno de otro, por lo cual los cuadros pintados por ambos en esa breve época reproducen poco más o menos, los mismos motivos.” (1977: 124). El 17 de octubre de 1934 el matrimonio parte con destino a Europa, con la ayuda de una exigua beca que el esposo obtiene del Departamento de Estado del Gobierno Español a través del Ministerio de Relaciones Exteriores. El 12 de noviembre la pareja pisa de nuevo tierra española – Barcelona– para continuar su viaje hasta Manises. La finalidad del viaje es doble: por una parte, la investigación de materias artísticas y, por otra, la creación de nuevas formas, el engobe. Además del trabajo en su nueva colección, Julián de la Herrería se matricula en la Academia de Artes de San Carlos (Valencia). Aprovechan el poco tiempo que tienen libre para viajar a Málaga, donde se encuentran los padres de la esposa. Realizan algunas escapadas a Valencia y Vinaroz, lugares en los que veranean junto a Carolina, hermana de Josefina Plá. Tras una pequeña estancia de quince días en Peñíscola, vuelven a Vinaroz, donde los sorprende el estallido de la guerra civil española, el 18 de julio de 1936. Se apodera de ellos el desconcierto y el temor ante las dificultades que representaba su vuelta al Paraguay, programada para el primero de agosto, desde el Cabo San Antonio. Las escenas de aquel fatídico día serán evocadas por Josefina Plá a través de la siguiente estampa: 552
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Los obreros acudiendo a las carretas y pasos a nivel, armados de fusiles de caza y de chispa, de viejos revólveres; de garrotes, algunos. Corrían, sin dirección, con la misma mugre que traían de su jornada de trabajo en la fábrica o el campo, sin tiempo para refrescar la cara en el lebrillo familiar. Corrían, sin mucho saber quizá a dónde, ni para qué; algunos no volvían. (1977: 136137)
Por fin, el 7 de agosto podrán regresar a Valencia. Allí inician las gestiones para salir de España con ayuda oficial, ya que de otra manera era imposible. Sin embargo, Julián de la Herrería sigue trabajando a ritmo acelerado, quizá para ahuyentar sus fantasmas: La primavera de 1937 llegó cubriendo de hierba nueva los montículos leves de las sepulturas; pero el sol lavado de mayo no calentaba las almas. Los esporádicos paseos por la huerta o del lado del cementerio con la esposa tenían algo del desesperado y cíclico ir y venir en una jaula, atento el oído a la amenaza que podía llegar de un momento a otro, desde el cielo. (1977: 145)
El 3 de julio el esposo se despierta enfermo. El médico diagnostica una dolencia cardiovascular –endocarditis infecciosa–, y aconseja unas medicinas, mucho reposo y buena comida. Las penurias son cada vez más acuciantes. El enfermo va empeorando, no surten efectos los medicamentos, ni siquiera la sangría, último remedio de urgencia. El 11 de julio de 1937, “un domingo espléndido de sol”, muere Julián de la Herrería: “Ya su frío no es de este mundo y de esta carne” (1977: 148). Pronto la esposa, ayudada por unos amigos, hace un molde del rostro del artista, pero no puede hacer lo mismo con las manos. Esas manos, tantas veces recreadas en la poesía, se convertirán en la huella indeleble del esposo20. Josefina Plá reanuda los trámites para regresar a Paraguay, pero la penuria económica apremia y sólo dispone de dinero para sobrevivir. Lejos queda el pago de un billete que la lleve de nuevo a su tierra de adopción. En septiembre de ese mismo año, durante una visita a su familia en Villajoyosa, recibe una carta del segundo marido de su cuñada Andrea Campos Cevera, Roberto Huber, quien se hace cargo del pago del billete desde Marsella a Paraguay. A cambio, recibirá algunas piezas del artista. Sólo resta conseguir el pasaje que cubra la distancia desde Barcelona a Marsella; para ello ha de vender casi todas sus pertenencias: ropa, cubiertos, detalles domésticos y hasta una colección de sellos paraguayos. Antes de viajar, deja a buen recaudo la colección de Julián de la Herrería en el Museo Nacional de Bellas Artes de Valencia, en espera de que en el futuro viaje a tierra paraguaya, lo que no ocurrirá hasta 1956. No sucederá lo mismo con su colección de cerámicas, la biblioteca y los
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Recordemos a propósito el poema “Tus manos” (1960: 9).
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valiosos recuerdos personales, condenados a perderse en el transcurso de los años. Solucionados los trámites, el 27 de febrero de 1938, toma el tren para Barcelona. Hasta el 5 de marzo no saldrá para Marsella, y al día siguiente el destino será Buenos Aires. Varios días después embarca rumbo a Paraguay, donde llega el 10 de abril de 1938: “Atrás y lejos, en el frío corredor de una institución vaciada de calor y presencia humana por el pánico de la guerra, han quedado las barricas que contienen el tiempo del artista hecho forma; su latido febril, el pulsar de su manos hecho línea y color” (1977: 153). A su regreso a Paraguay el gobierno, suponiendo lazos de la artista con la República española, determina confinarla en Clorinda, ciudad de la provincia de Formosa (Argentina), a cuatro kilómetros de la frontera con Paraguay. Josefina Plá apela a sus credenciales de corresponsal y periodista durante los primeros años de la guerra y, poco después, retorna a Asunción. Josefina Plá se encuentra con un país que, habiendo salido vencedor de la Guerra del Chaco (1932-1935), mantenía una situación política inestable. Muchos eran los desastres causados por el enfrentamiento, y a esto se sumaba un caos de luchas fraticidas, de huelgas violentas, de revoluciones y dictaduras que culminarían con el estallido de la guerra civil en 1947. No obstante, en medio de este desorden es capaz de realizar una inmensa labor de renovación artística y literaria. En 1938 reinicia su labor dramática. Con Roque Centurión Miranda escribe La hora de Caín, drama en tres actos que es emitido parcialmente por “Radio Livieres” entre 1938 y 1939. Del mismo año es La humana impaciente, drama en tres actos del cual se conocen algunas escenas en 1939, gracias a la labor de “Radio Proal”. En estos años escribe en diarios y revistas paraguayas numerosos artículos sobre crítica teatral, tanto de obras nacionales como extranjeras, e investiga sobre diversos aspectos del teatro. Junto con Roque Centurión Miranda funda y dirige Proal (Pro Arte y Literatura), primer diario literario radiofónico en el Paraguay. Se encarga de su redacción desde junio de 1938 hasta 1939: Nunca me preocupó demasiado para el hecho de expresarme el clima –benévolo y hasta generoso para el hecho mismo poético; aunque despreocupado en cuanto a su esencia humana y estética– que creo que fue el que encontré al llegar. Tal vez se debiera ello a mi juventud. Más adelante, en cuanto a mí misma se refiere, aunque lo vivía, es decir, lo percibía en torno a mí, siguió sin afectarme personalmente: es decir, en cuanto a mi propio hacer. Me afectó, sí, como problema o simplemente factor cultural, y no dejé de manifestarme al respecto de ello, siempre que pude; sobre todo en una charla de 1938, en PROAL. Una charla que, después, personalidades como Augusto 554
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Roa Bastos y Hugo Rodríguez Alcalá han considerado como el Primer Manifiesto de la Poesía Moderna en el Paraguay. (Plá, 1982: 16)
Durante cuatro años sus cuentos infantiles fueron leídos en “Radio La Capital”. El quehacer periodístico sigue siendo fragua constante y así desempeña el cargo de Secretaria de Redacción en El Diario durante los años 1938-1939. Se la nombra Directora del diario Pregón en 1939 y ejerce de Redactora en la revista Guarán. Fiel a su idea de mantener a flote la memoria del artista, funda en 1938 el Museo de Cerámica y Bellas Artes “Julián de la Herrería”, del cual es propietaria y directora. Más tarde será reconocido por la UNESCO e incluido en su lista de Museos Latinoamericanos (1958). Posteriormente, en 1988, este patrimonio será donado al Gobierno Español. Se cumple así, en parte, el sueño de la viuda. Durante la década de 1940 el panorama artístico paraguayo es el de un país anclado en viejas concepciones estéticas. Surge en estos años una serie de escritores preocupados por airear el panorama cultural y poner al día la literatura paraguaya. Este grupo se conocerá posteriormente como “Generación del Cuarenta”. Tal promoción está formada por Josefina Plá, Hérib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos, Julio Correa, Ezequiel González Alsina, Hugo Rodríguez Alcalá, Oscar Ferreiro y Elvio Romeo. Para difundir su tarea cuentan con un espacio semanal en el diario asunceno El País. Estos artistas, entre los que se encuentran poetas, pintores, músicos, dramaturgos, crean un cenáculo cuyo objetivo principal es el de reunir a sus integrantes en tertulias que se realizan en casa de algunos de sus componentes, como en la del pintor Liber Fridman. El cenáculo recibe el nombre guaraní de V’y Raytí (“Rincón” o “nido de la alegría”). Tanto la Generación del Cuarenta como el cenáculo se disuelven con la guerra civil de 1947, que obliga a abandonar el país a algunos de sus integrantes: “Con el grupo del 40 me encontré en plena atmósfera vital. Nunca me consideré ‘afiliada’ a ninguna escuela, grupo o vertiente. Dentro del grupo del 40, el individualismo fue la tónica; fruto lógico de su misma espontaneidad, y necesidad.” (Plá, 1982: 17). Durante estos años tiene lugar en la vida de Josefina Plá una serie de acontecimientos de índole más personal. En 1940 nace su único hijo, Ariel Tabaré, “experiencia aparte y sagrada” (citada por Bordoli Dolci, 517), al que inscribe con el apellido materno. La vivencia de la concepción fue recreada poéticamente en 193921. Un suceso terrible marcará su vida poco después, la muerte de su padre en 1941, cuando éste se encon-
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“Concepción” (Plá, 1960: 11).
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traba en el faro de Torrevieja. La imagen paterna quedará por siempre identificada poéticamente con el mar22. Aunque son años duros, Josefina Plá seguirá en el futuro desempeñando una prolífera labor cultural, pues no sólo escribe y pone en escena obras dramáticas, sino que trabaja como asidua colaboradora y a menudo promotora de cuantas iniciativas surgen en esos primeros momentos y hasta 1950 en pro de la cristalización de un nuevo teatro propio. Su labor periodística se incrementará con posterioridad al igual que sus actividades radiofónicas. Pero también impartirá numerosas conferencias y clases de cerámica. A ella se le debe la aparición de los primeros ceramistas nativos que continúan la estela de Julián de la Herrería. La artista propaga de manera ferviente el interés por este ejercicio y, a partir de 1947, expone sus piezas en diferentes salas de Asunción, más tarde fuera del país. Funda junto con Roque Centurión Miranda la Escuela Municipal de Arte Escénico, y redacta la primera Carta Orgánica de esta entidad, aprobada en mayo de 1948. En esa misma Escuela desempeña el cargo de Secretaria Asesora desde 1948 a 1967. Ocupa diversas cátedras: Historia del Teatro, Análisis Teatral, Accesorios Escénicos, Análisis de personajes, Teoría del Teatro y del Drama, Análisis de Obras, y Fonética. Aunque la Escuela debe cerrarse por motivos políticos, desde 1949 hasta 1950, una vez reabierta continúa enseñando en dicho centro. Traduce para sus alumnos obras de Paul Morand, Luigi Pirandello, Sacha Guitry, etc. La concesión de una Beca del Instituto Hispánico para el año 19551956 le permite viajar a España. Allí gestiona la recuperación de la colección de Julián de la Herrería, guardada en el Museo de Bellas Artes de Valencia. En 1957 es designada por la UNESCO organizadora oficial de la primera Mesa Redonda sobre Artesanía del Paraguay. Durante los siguientes años continúa su trabajo de difusión y crítica artístico-literaria, lo que da lugar a un voluminoso número de publicaciones sobre el particular. Además, en los años 1950 comienza el reconocimiento a la labor cultural desarrollada por nuestra autora en Paraguay. Si en el campo de la dramaturgia y la narrativa la labor creativa de Josefina Plá es ingente, no lo es menos en el ámbito de la creación poética. Desde su llegada al país no había dejado de escribir poesía, pero ésta sólo se conoce a través de periódicos y revistas, salvo su primer poemario El precio de los sueños (1934). Es a partir de 1960 cuando su producción lírica comienza a ser recogida bajo la forma de libros: La raíz y la aurora (1960), Rostros en el agua (1963), Invención de la muerte (1965), Satélites oscuros (1966), El polvo enamorado y Desnudo día (1968).
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“Amaste el mar” (Plá, 1984: 66).
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En la década de 1970 Josefina Plá recibe numerosas distinciones, cargos honoríficos, homenajes, etc. En 1976 es distinguida con la Medalla del Bicentenario de la Independencia de los Estados Unidos. En 1977 recibe del Gobierno Español la condecoración de la Orden “Isabel La Católica”. Se le concede, en este mismo año, un jubileo por la Academia Paraguaya de la Lengua Española; Cincuentenario, por la Universidad Católica y el Instituto Paraguayo de Cultura Hispánica. Es elegida “Mujer del Año en Paraguay” y en 1979 se le impone la Medalla del Ministerio de Cultura de São Paulo. En 1971 es invitada a impartir conferencias en el Instituto Hispánico de Madrid, motivo por el cual viaja a España. Los años 1980 son igualmente significativos en este aspecto. Es nombrada Miembro de Número de la Academia Paraguaya de la Historia (1983), finalista en el Premio Príncipe de Asturias y Doctora Honoris Causa por la Universidad Nacional de Asunción (1981). Recibe el OLLANTAY, galardón teatral (Venezuela, 1983), y se la nombra Miembro de Honor del Instituto Literario y Cultural Hispánico de Estados Unidos (1984). Igualmente es Miembro Correspondiente de la Real Academia Española de la Historia (1987), Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia (1988), Premio Mottart de Literatura (Academia Francesa, 1987). Además, de otros reconocimientos, como el ser Miembro de la Academia de Lengua Española y de la Sociedad de Escritores del Paraguay y Miembro Honorífico de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Especial relevancia tiene la obra narrativa de Josefina Plá que se incrementa notablemente en esta década. Aparecen editados los siguientes titulos: El espejo y el canasto (1981), La pierna de Severina (1983), Alguien muere en San Onofre de Cuaremí (1984), esta última realizada en colaboración con Ángel Pérez Pardella. También publica su colección de cuentos La Muralla robada (1989), y una serie de relatos infantiles, Maravillas de las Villas (1988). Lo mismo sucede con su producción lírica: Follaje del tiempo (1981), Tiempo y tiniebla (1981), Cambiar sueños por sombras (1984), La nave del olvido (1985), Los treinta mil ausentes: elegía a los caídos del Chaco (1985). Esta última había recibido el Primer Premio del concurso convocado con motivo del Cincuentenario de la Guerra del Chaco (1982). Posteriormente aparecerá su último poemario, La llama y la arena (1987). Además, cabe destacar las diversas antologías y traducciones que realiza. La ingente tarea que Josefina Plá ha desarrollado en el ámbito de la cultura paraguaya ha llevado a la crítica a considerarla una figura señera, sin cuya presencia no podría entenderse el panorama intelectual de este país. Por este motivo, el Gobierno paraguayo le asignó, en 1990, una pensión vitalicia y el Centro de Artes Visuales inauguró una Sala con su nombre. De igual forma, recibió el Premio de la Sociedad Internacional de Juristas por su trabajo en defensa de los Derechos Humanos y fue 557
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nominada al premio Cervantes, máximo galardón que se le concede a un escritor en el ámbito hispánico. En 1992, a manera de homenaje, la ciudad de Asunción celebró una exposición sobre la vida y la obra de Josefina Plá. Durante la celebración de dicho acto, organizado por la Embajada de España en Paraguay, se impartieron conferencias sobre la poesía, narrativa, teatro, obra artística, historiografía y crítica de arte, historia social y cultural, ensayo y crítica literaria de esta insigne creadora. No sólo por la diversidad, sino por la calidad de su producción, es por lo que debemos contar a Josefina Plá entre las más valiosas creadoras de la América hispana. Una “mujer excepcional que eligió como parte de un destino ineludible, el Paraguay”, en el sentir de Carlos Colombino (en Josefina Plá: Su vida. Su obra, 1992: 5), y que ha sabido elevar la cultura paraguaya sacándola de su aislamiento, a la vez que ha propiciado la revisión y puesta al día de la cultura de su país de adopción. Según Augusto Roa Bastos, otro autor que ha universalizado esta cultura: “Éste es su valor y su mérito más definitorio” (1966: 61). Por ello no duda, a manera de reconocimiento personal, en dedicarle su novela Vigilia del almirante (1992): “A Josefina Plá, el más alto valor de las letras hispánicas en la América actual; que ha sabido unir a lo largo de su vida austera y fecunda su amor y lealtad por su tierra española con su adopción del dolor paraguayo y convertirse en el vínculo ejemplar de la vida cultural de los dos pueblos.” (Roa Bastos, 1992: 377). El 11 de enero de 1999 muere Josefina Plá, oportuno parece retomar las palabras que pronunciara a la despedida de Julián de la Herrería, “Ya su frío no es de este mundo y de esta carne” (1977: 148). Nos deja su legado, gran parte de ella, y se cierra el círculo que la lleva de nuevo al lado del compañero, de quien, ya en 1977, decía sentirse “Cada vez más lejos, cada vez más cerca” (1977: 9). La distancia ya no es obstáculo. Creemos que la mejor manera de finalizar este trabajo es darle la voz a Josefina Plá, para que sea ella misma la que nos confiese que en todo lo que hizo, más allá de las geografías, fue descubriendo –imborrable, decisiva– la huella hispánica. Una huella que se enriquece con su propia huella.
Si puede llamarse Prólogo23 Nunca olvidé que era canaria, y para más, majorera. Pero nunca tampoco pude recordar cómo eran –cómo son– estas Canarias con cuyo barro se amasaron años párvulos míos. Todo lo que de ella podía evocar eran sueltas, breves imágenes: un par de camellos, terror de esa párvula; unas plantas de hojitas como dedos de ángeles, de diversos colores; un 23
“Si puede llamarse prólogo” (Plá, 1995: 25-27).
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toro, invisible monstruo furioso del cual huíamos mi madre y yo a través de un campo sembrado cuyas plantas eran más altas que yo… Otras imágenes que de esta tierra tuviera, me las dibujaron ajenos labios nostálgicos. La isla de Lobos, donde nací, verruga en el mar de la epopeya definitiva en la conquista del planeta, es una estampa que me construyeron; como la de la tormenta que fue orquesta en el nacimiento, o la del charco con los pececillos “impescables” que pasó, con el tiempo, a ser para mí el símbolo del ser, perseguido y constantemente fugitivo en la poesía… Otras estampas más tarde me las dibujarían los libros: los valles, paraísos de la fertilidad; las rocas como hongos telúricos moldeados por el fuego y el viento; el volcán señorial superviviente… De la historia de estas islas, la primera noticia, fabulada, la tuve a través de Calderón; cuando empezaba a granar mi curiosidad por su historia real, me vi abocada, sin buscarlo ni pretenderlo –femenino Colón en microscópica miniatura– a descubrir por mi cuenta y riesgo y en compañía, “otro mundo al otro lado del mar”. Y crucé el Océano, como Colón, con ese sueño a cuestas. Sueño grande como puede serlo una tierra nueva para una mujer; sueño identificado con el de un mundo de amor inagotable. Ahora bien, aunque este país nuevo figurase en los mapas y tuviese nombre e historia, para mí era ámbito desconocido: existía, pero yo debía descubrirlo. Era yo muy joven, y mi predisposición a las aventuras, imaginarias o reales, se exacerbó en presencia de una tierra todavía con rezagos paradisíacos. La llamada colonia le había labrado perfil étnico y tradiciones de una magia ingenua; su independencia no costó una sola vida, pero una inverosímil guerra entre hermanos le costó las tres quintas partes de su población. Tenía –si tiene– el lugar del corazón en el mapa de América del Sur, y yo sentí ese corazón latir fuertemente, hamacado entre sueños épicos y realidades ingenuamente líricas, al unísono del mío. Un proverbio antiguo dice que quien ama la flor ama las hojas de alrededor. El hombre que yo amaba era paraguayo, y yo amé el país cuya identidad parecía trasvasarme a sorbos su voz y su mirada. Amaba también el trabajo intenso y absorbente, y para él encontré cauce; y he trabajado durante más de 65 años, sin esperar ni pedir otra cosa que la alegría de las potencias retozando en el trabajo. No le faltó variedad a esa labor. Me ocuparon, por épocas y turnos, la literatura como la plástica. Hice periodismo escrito y radial; escribí e inculqué teatro; hice y enseñé cerámica; tomé parte en cuanto movimiento constructivo en plástica o literatura tuvimos en el país en esos años y, hasta hace poco, escarmené largamente archivos para sacar a la luz algo de lo mucho que se había hecho y se había olvidado… sólo la poesía fue fragua constante, más o menos urgente según las épocas, pero activa siempre. De la poesía mía se ha dicho que es monotonal; los latidos siempre lo son.
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Y no volví a ver mi patria de nacimiento sino cuatro veces, si ver a distancia es ver. Una de ellas, la segunda, coincidió con la guerra civil española que, indirectamente desde luego, fue causa de la muerte de mi esposo. La tercera y cuarta fueron solitarias visiones, casi adivinaciones, porque aunque pasé por las Canarias no llegué a pisar su suelo. Para concluir, yo trabajé en un país que apenas si tenía eco internacional, “isla rodeada de tierra”, “isla sin mar” lo han bautizado nobles hijos suyos. He ido pasando por el mundo sin pensar sino en el trabajo, y sin otros alicientes que los que el entorno fascinante, en su desamparo frente al mundo, me ofrecía. Corazón adentro me roía la nostalgia del mar, de la montaña, de los crepúsculos inverosímiles de mi tierra española. Nunca ello, sin embargo, encarnó en cuerpo escrito. Por mi bibliografía sólo circulan hombres, mujeres y hechos paraguayos, y en el Paraguay. Pero, como ya alguna vez expresé, sacar a la luz esos hechos, perseguir sus quebradas trayectorias, el desamparado heroísmo de sus hijos, era descubrir –imborrable, decisiva– la huella hispánica. Considero un verdadero milagro éste que me ha sido concedido, ya en los últimos días de mi vida: ser, en cierto modo, descubierta en mi tierra de origen mediante el afecto y la preocupación de un noble y delicado espíritu femenino que se interesó e interesó a otros, igualmente nobles amigos, por lo que pudo hacer, acuciosamente, desmañadamente, este majorera que nunca cantó su tierra ni conoció de ella, hasta hace un lustro, otras obras literarias o voces que la de Galdós primero, la de Tomás Morales luego y actualmente la de Alemany. Hasta hace un lustro, dije. Ahora conozco algunas más y, cuando las leo, siento como si el corazón quisiese otro lugar más adentro, o más afuera, no sé. Dediqué al Paraguay toda mi vida, con pasión, con fervor. No podría haberlo hecho si ello hubiese implicado una traición a la patria de mi linaje. Y con estas palabras, no digo adiós a los nobles amigos mencionados, pero sí a mi tierra, a sus paisajes, nunca pisados, a las voces de sus árboles y sus sembrados bajo el viento, a su mar Atlántico, el mar que no tuve, pero que es, en todos mis secretos sueños, el más sediento espejo. JOSEFINA PLÁ Asunción, 1992
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Bibliografía Arata, Mario Pedro, en El Diario (abril de 1920). Bordoli Dolci, Ramón Atilio, La problemática del tiempo y la soledad en la obra de Josefina Plá, Tesis leída en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 16 de junio de 1982 [Facsímil de Tesis] (Madrid: Universidad Complutense de Madrid, 1984). Calbarro, Juan Luis (coord.), Oficio de mujer. Homenaje a Josefina Plá en el centenario de su nacimiento (La Oliva, Fuerteventura: Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de La Oliva, 2003). Fernández, Miguel Ángel y Ferrer de Arréllaga, Renée (eds.), Poetisas del Paraguay: voces de hoy (Madrid: Torremozas, 1992). Josefina Plá. Su vida y su obra (Asunción: Dirección de Cultura, 1992). Kostianovsky, Pepa, “Josefina Plá. Memoria y balance”, en ABC (23 de agosto de 1978). Mateo del Pino, Ángeles, “Sellando itinerarios. Género y nación en Josefina Plá”, en Ortega, Eliana (ed.), Más allá de la ciudad letrada. Escritoras de nuestra América (Santiago de Chile: ISIS Internacional, 2001), p. 65-74. –, “Paisaje de los sueños o Poética de la ensoñación en Josefina Plá”, en Scriptura. Señas de Paraguay [Monográfico dedicado a la literatura paraguaya. Editores Paco Tovar y Gabriella Dionisi], no 21/22 (2010), p. 173-190. Plá, Josefina, La raíz y la aurora (Asunción: Ediciones Diálogo-Cuadernos de la Piririta, 4, 1960). –, El espíritu del fuego. Biografía de Julián de la Herrería (Asunción: Imprenta Alborada, 1977). –, “Conversación previa”, en Tiempo y tiniebla (Asunción: Alcándara Editora, Colección Poesía, 9, 1982). –, Cambiar sueños por sombras (Asunción: Alcándara Editora, Colección Poesía 25, 1984). –, La llama y la arena (Asunción: Alcándara Editora, 1987). –, Canto y cuento (Antología). Selección e introducción de Ramón Bordoli Dolci (Montevideo: Arca Editorial, 1993). –, Latido y tortura (Selección poética) Selección e introducción de Ángeles Mateo del Pino. Prólogo de Josefina Plá (Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 1995). –, Sueños para contar. Cuentos para soñar (Antología) Selección, introducción y bibliografía de Ángeles Mateo del Pino (Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 2000). –, Los animales blancos y otros cuentos Edición, introducción, notas y bibliografía de Ángeles Mateo del Pino. Prefacio de Augusto Roa Bastos. (Santiago de Chile: LOM, 2002a). –, Calendario de desengaños (Cuentos) Selección, introducción y glosario de términos de Ángeles Mateo del Pino (Santiago de Chile: LOM, 2002b). –, Trinta e três poemas (antología bilingüe) Introducción, selección y traducción de Alfredo Fressia (Lisboa: Fluviais, 2002c). –, El verde dios desnudo. (Poesía) Selección e introdución de Ángeles Mateo del Pino. (Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 2003). 561
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–, Poeventura, Prólogo y selección de poemas de Josefina Plá por Ángeles Mateo del Pino (Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 1995). Roa Bastos, Augusto, “La poesía de Josefina Plá”, en Revista Hispánica Moderna, no 32, (enero-abril de 1966), p. 59-61. –, Vigilia del almirante (Madrid: Alfaguara, 1992). Rodríguez Alcalá, Hugo, “Josefina Plá y la poesía”, en Papeles de Son Armadans, no 172 (julio 1970), p. 19-64.
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Collección Trans-Atlántico Literaturas En el panorama actual de la investigación, especialmente en el campo del hispanismo, se afirma la presencia de un nuevo paradigma que toma en cuenta, privilegiándolos, los intercambios y la circulación de modelos. Esta nueva perspectiva ha permitido la emergencia de un nuevo campo de estudios, centrado en las relaciones trasatlánticas, transnacionales e intercontinentales, que subraya la importancia de los intercambios, migraciones y pasajes que se declinan de diferentes modos entre las culturas de los dos lados del Atlántico, desde hace más de cinco siglos. El título de esta nueva Colección Trans-Atlántico / Trans-Atlantique se propone evocar, más allá del vapor de línea que hace la travesía regular entre Europa y América, la novela homónima de Witold Gombrowicz – donde aparece justamente el guión –, y las deambulaciones del protagonista entre dos mundos así como los acercamientos posibles entre dos lugares diferentes de una misma realidad (Polonia, donde Gombrowicz nació y Argentina, lugar donde reside de manera prolongada). La Collection Trans-Atlántico / Trans-Atlantique es un espacio de publicación de obras que se centren en este tipo de abordaje de la literatura como lugar transcultural por excelencia, lugar de diálogo y de controversia entre diferentes tipos de discurso, lugar de todos los posibles donde se elaboran nuevas prácticas de conocimiento y de creación para dar sentido a lo que está afuera y que, sin embargo, la literatura comprende. Directora de colección Norah DEI CAS-GIRALDI Catedrática – Université Charles-de-Gaulle – Lille 3
Comité científico Fernando AÍNSA, Escritor y crítico literario Carina BLIXEN, Biblioteca Nacional – Montevideo Manuel BOÏS, Traductor Patrick COLLART, Universiteit Gent Ana DEL SARTO, Ohio State University Carmen DE MORA, Universidad de Sevilla Geneviève FABRY, Université catholique de Louvain-la-Neuve Cathy FOUREZ, Université Charles-de-Gaulle – Lille 3 Rosa Maria GRILLO, Università di Salerno Fatiha IDMHAND, Université du Littoral Lucía MELGAR, Universidad Nacional Autónoma de México Teresa MOCEJKO-COSTA, Universidad Nacional de Córdoba Francisca NOGUEROL, Universidad de Salamanca Lucila PAGLIAI, Universidad de Buenos Aires Kristine VANDEN BERGHE, Université de Liège Christilla VASSEROT, Université Sorbonne Nouvelle – Paris III Bénédicte VAUTHIER, Université de Berne
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