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Spanish; Castilian Pages 188 Year 2009
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Viaje contra espacio Juan Goytisolo y W. G. Sebald
Jorge Carrión
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NUEVOS HISPANISMOS director Julio Ortega (Brown University)
Dedicada a la producción crítica hispanista a ambos lados del Atlántico, esta serie se propone:
·
Acoger prioritariamente a la nueva promoción de hispanistas que, a comienzos del siglo xxi, hereda y renueva las tradiciones académicas y críticas, y empieza a forjar, gracias a su vocación dialógica, un horizonte disciplinario menos autoritario y más democrático.
· Favorecer
el espacio plural e inclusivo de trabajos que, además de calidad analítica, documental y conceptual, demuestren voluntad innovadora y exploratoria.
· Proponer una biblioteca del pensar literario actual dedicada
al ensayo reflexivo, las lenguas transfronterizas, los estudios interdisciplinarios y atlánticos, al debate y a la interpretación, donde una generación de relevo crítico despliegue su teoría y práctica de la lectura.
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Jorge Carrión
Viaje contra espacio Juan Goytisolo y W. G. Sebald
Iberoamericana • Vervuert • 2009
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Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at .
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-413-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-462-5 (Vervuert) Depósito Legal: Diseño de cubierta: Carlos Zamora
Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Índice
Nota sobre citación....................................................................... 11 I. Retrato robot del viajero posmoderno...................................13 Deconstructing Paul.....................................................................13 ¿La muerte del viaje?..................................................................... 17 El enigma Chatwin.......................................................................21 El viaje imposible..........................................................................24 Entre viaje y espacio......................................................................27 2. El viaje en Juan Goytisolo y Max Sebald................................ 31 Goytisolo y Sebald comparados.................................................... 31 El contra-español de Goytisolo.....................................................34 El contra-alemán de Sebald...........................................................38 La tentación del Sur......................................................................45 La tentación del Este.....................................................................79 Contra España............................................................................ 118 Contra Alemania........................................................................ 125 Viaje contra espacio (Norte/Sur)................................................. 132 Viaje contra espacio (Oeste/Este)................................................144 3. Cambio(s) de siglo..................................................................... 157 Turística y contradictoria posmodernidad................................... 157 La familia textual........................................................................160 ¿Tres vías para un solo futuro?.....................................................164
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Nota final..................................................................................... 171 Bibliografía................................................................................... 175 Obra de Juan Goytisolo.............................................................. 175 Obra de W. G. Sebald................................................................. 176 Bibliografía secundaria................................................................ 177
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To travel becomes the very condition of modern conciousness. Susan Sontag, «Questions of travel» En lo que respecta a las literaturas modernas, insisto en que cada texto ha de ser interpretado según el canon estético que él mismo se ha asignado, es decir, en función de las reglas de precisión y de apertura a las que se somete. Jean Bollack, Poesía contra poesía. Paul Celan y la literatura Esto es lo que llamo lectura estratégica: un crítico que constituye un espacio que permita descifrar de manera pertinente lo que escribe. Ricardo Piglia, Crítica y ficción Tout récit est un récit de voyage. Michel de Certeau Travel literature is not a simple «genre», that is no more easily defined than is the novel. Percy G. Adams, Travel Literature and the Evolution of the Novel
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Nota sobre citación
De Juan Goytisolo: Campos de Níjar: Campos La Chanca: idem El furgón de cola: Furgón Pueblo en marcha: Pueblo Libertad, libertad, libertad: Libertad Disidencias: idem Paisajes después de la batalla: PDB Contracorrientes: idem Las virtudes del pájaro solitario: LVPS Aproximaciones a Gaudí en Capadocia: Aproximaciones España y los españoles: España Obra inglesa de Blanco White: OIBW Señas de identidad: Señas Reivindicación del conde don Julián (después retitulada por el autor como Don Julián): Don Julián Juan sin tierra: JST Makbara: idem Paisajes después de la batalla: PDB Crónicas sarracinas: Crónicas Coto vedado: Coto En los reinos de taifa: Reinos Cuaderno de Sarajevo: Sarajevo La saga de los Marx: La saga Argelia en el vendaval: Argelia
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El sitio de los sitios: El sitio El bosque de las letras: El bosque Paisajes de guerra con Chechenia al fondo: Chechenia Estambul Otomano: Estambul La cuarentena: idem De la Ceca a la Meca: Ceca Obra inglesa de Blanco White: OIBW Las semanas del jardín: Las semanas Carajicomedia: idem Pájaro que ensucia su propio nido: Pájaro Tradición y disidencia: idem España y sus ejidos: idem Telón de boca: Telón De W. G. Sebald: Cito siempre que sea posible en la traducción española; la versión original en alemán aparecerá siempre que sea necesario para la comprensión cabal de la lengua literaria y cuando los textos no hayan sido traducidos a idiomas más próximos, en cuyo caso y si no se indica fuente la traducción entre corchetes será mía. En la bibliografía están las referencias de los originales y las traducciones. Pútrida patria (selección de ensayos de los libros Die Beschreibung des Unglücks y Unheimliche Heimat): idem Del natural: idem Vértigo: idem Los emigrados: idem Sobre la historia natural de la destrucción (versión en castellano de Luftkrieg und Literatur): SHND Los anillos de Saturno: Los anillos Logis in einem Landhaus: Logis Austerlitz: idem Campo Santo: idem For Years Now: idem
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Capítulo I
Retrato robot del viajero posmoderno
Deconstructing Paul La muerte del viaje conlleva su supervivencia. Si el turismo masivo y global nace después de la Segunda Guerra Mundial —la experiencia histórica que cambió para siempre lo que entendemos por desplazamiento—, durante la segunda mitad del siglo xx se produjo la extinción del viaje al tiempo que se impuso lo que podemos llamar la experiencia turística. Pero admitir eso implica dar por buena una ficción de clase. Una ficción según la cual el viaje aristocrático, minoritario, que es el que por lo general han practicado los escritores (y demás artistas) modernos, es el viaje, mientras que el viaje democrático, que es el practicado por todo hijo de vecino que pueda pagárselo, es simplemente turismo. Esa ficción se suele sustentar en el lugar donde quedó fijada, la multicitada tercera página de El cielo protector (1949): «No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro del planeta» (Bowles 1998: 19). La cita irreflexivamente reproducida acostumbra a llevar al malentendido. Por eso debe ser puesta en entredicho. El subgénero «las siete diferencias entre el viajero y el turista» se neutraliza con una constatación: su perspectiva ideológica y su realización discursiva
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han sido monopolizadas desde siempre por el presunto viajero. La única diferencia entre ambas figuras es que el viajero se auto-define por oposición a una otredad vaga, sin derecho a réplica. El auto-calificado como viajero, por tanto, gracias a su monopolio de un discurso con alcance público, condena al supuesto turista, alguien sin voz, la extensión de cuyo discurso sobre el viaje es limitada, privada, doméstica. El tiempo del que habla Bowles se compra con dinero. Le Corbusier se pagó el viaje oriental de su juventud escribiendo para la prensa; la estancia de Benjamin en Ibiza se debió en parte a que en la isla podía vivir con muchos menos dinero que en París o en Berlín; las becas, pensiones, ayudas familiares o de amigos permitieron que Goethe, Rilke o Lorca realizaran sus respectivos periplos sin las limitaciones que las vacaciones laborales, regladas por la ley, acortan sin atender a las musas. Más aún: la afirmación de Bowles, que —recuérdese— fue formulada en el inicio de una novela y, por tanto, por un narrador omnisciente que reproduce las ideas de un personaje de ficción, no en un manifiesto, prólogo ni ensayo, apunta más bien hacia tres figuras que no son la del viajero. La figura del nómada. La del expatriado (estamos en la misma época en que los personajes de Lawrence Durrell, extraviados en Alejandría, persiguen sin demasiado éxito pistas sobre su propia identidad). Y la del hippie: todavía no existen, pero pronto —tras los beatniks— sí existirán y se definirán precisamente por esa relación de indiferencia respecto tanto del lugar en el que habitan como de los mecanismos capitalistas de productividad en relación a él. Bowles quizá quiso definirse parcialmente a sí mismo. Pero se cubre las espaldas, en el propio texto: escribe «partly» («en parte») y «generally» («generalmente»). Es decir: sí pero no. No es una teoría general, abundan las excepciones, es sólo la idea de un personaje. Un personaje que será destruido por África. Un personaje que, al contrario que Bowles, que encontró su lugar en Tánger, no encontrará el suyo y se sumergirá en la deriva de la aniquilación. Incluso se puede ir más lejos: la interpretación según la cual para el viajero el tiempo no es importante atenta contra el que puede considerarse el viajero de ficción por excelencia de la modernidad: Phileas Fogg. Recuérdese que Fogg viaja con prisa, que su periplo es una conquista técnica del espacio global y que, sobre todo, se trata de un viaje condicionado por la economía. La apuesta es —ni más ni menos— que de 20 000 libras y, encima, el inspector Fix, de Scotland Yard, el perseguidor del viajero, está convencido de que Fogg ha robado el Banco de Inglaterra. Su viaje es un
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viaje contrarreloj: contra el tiempo, devorador de espacio, y aguijoneado por el dinero, que desde la baja Edad Media cambió lo que entendemos por temporalidad. La articulación de la novela es absolutamente capitalista —como, por otro lado, las que tienen en el siglo anterior a Gulliver o a Crusoe como protagonistas—. El espacio está mercantilizado. La aventura precisamente consiste en saber aprovecharse de esa mercantilización, optimizar los recursos que los medios de transporte locales te ofrecen. Otro tema es que los plazos no hayan sido fijados por un tour-operador: han sido establecidos por el mismo viajero, según sus reglas personales, minoritarias. Y carísimas. Más que un viajero, Fogg es un deportista. Y un millonario. Pero no hay duda de que no es un turista. La relación entre viaje y financiación es constante desde siempre. Tanto las expediciones de la Antigüedad como las actuales precisan de una fuerte inversión. Se podría incluso establecer una tipología del viajero literario moderno, en la línea de la que antes he esbozado, según la relación que establece con el dinero que le permite viajar —y escribir sobre sus viajes—. Tendríamos a los rentistas y becarios (Lorca, Cravan, García Márquez), a los diplomáticos (Alí Bey, Darío, Durrell, Neruda), a los periodistas profesionales (Dos Passos, Orwell, Hemingway) u ocasionales (Gautier, Bellow, Guillén, Valle-Inclán), a los escritores con libros contratados de antemano (Chateaubriand, Dickens, Naipaul, Theroux) y otras categorías que me dejo en el tintero, para no provocar reproducciones fuera de contexto que lleven a nuevos malentendidos. Dicho esto sobre lo que dijo Bowles, vale la pena detenerse en el propio Bowles. Su presunta centralidad en la literatura de viajes del siglo xx debe ser puesta —también— en duda. ¿Qué libros de viajes escribió? ¿Cuáles de ellos son de algún modo canónicos? La respuesta a esas preguntas es desconcertante. No escribió ningún libro de viajes. Bowles fue sobre todo novelista y cuentista, acaso traductor y músico; sus ficciones se nutren sin duda de sus experiencias abroad y en ese trasfondo, a menudo, se encuentra su excepcionalidad (sobre todo si se compara su obra con la de sus coetáneos norteamericanos que hicieron de la historia y la sociedad de su propio país la esencia de su literatura). Escribió textos de viaje: crónicas, ensayos, cartas y una autobiografía excepcional que, aunque esté plagada de desplazamientos y de encuentros con artistas famosos, tiene en las páginas de la infancia y la adolescencia, en la Costa Este de los Estados Unidos, en un hogar marcado a fuego por los desórdenes psíquicos del padre, sus mejores líneas. Es decir, la mejor parte del libro
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quizá sea precisamente la sedentaria. De modo que sus obras de no-ficción, a excepción de sus memorias, siempre tuvieron un formato breve. Their Heads are Green and their Hands are Blues. Scenes from the non-christian World (1963) es una antología de los ensayos y crónicas que publicó en revistas y diarios anglosajones; también sus diarios, su correspondencia o sus artículos se han editado; prologó, además, libros de fotografía, y concedió largas entrevistas sobre temas que van de la música y la poesía a la cultura árabe. Sin duda se trata de textos valiosos, que testimonian la vida y los conocimientos de un gran viajero. Pero eso no quita que no escribiera ninguna obra comparable a Road to Oxiana, de Robert Byron, o En la Patagonia, de Bruce Chatwin. El malentendido tiene que ver con la importancia simbólica de Paul Bowles. Nadie como él ha sido «la memoria de la literatura de viajes del siglo xx». Por una cuestión personal: estuvo en el lugar adecuado en el momento idóneo, y conoció a la gente que había que conocer. Su trato personal con Welles, Dalí, Visconti, Capote, Bertolucci o Vidal es menos importante, en el tema que nos ocupa, que el hecho de haber sido un puente vital entre la Generación Perdida y la Generación Beat, entre el París de entreguerras y el Tánger internacional del tercer cuarto del siglo pasado. Es precisamente en la época en que se tomó la célebre foto de Paul Bowles con Burroughs, Ginsberg y Kerouac cuando empieza a configurarse el Mito Bowles, por un sinfín de causas que no viene a cuento analizar, pero que tienen que ver en muchos casos con la preeminencia de la cultura norteamericana en el contexto global a partir de los años sesenta, con la potencia que en esa cultura tiene la industria académica y con el fin de las generaciones literarias. El rastreo de las influencias perdurables seguramente nos llevaría a ver que autores francófonos como Nicolas Bouvier o Blaise Cendrars fueron más importantes para la literatura de viajes contemporánea que Bowles; no en vano, la cita que abre En la Patagonia de Chatwin y, por tanto, toda su obra, es de Cendrars. Otra clave de la importante pero sobredimensionada repercusión de Bowles en la esfera del viaje literario fue su longevidad. Vivió la mayor parte del siglo. El padre simbólico de la Generación Beat murió cuando todos sus hijos ya habían muerto.
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¿La muerte del viaje? Todos somos turistas. Lo que ocurre es que no todos viajamos igual, por muchos motivos que no pueden reducirse a razones de tiempo, económicas, de sensibilidad o de educación. La literatura de viajes ha invertido una considerable energía en singularizar y legitimar ciertas prácticas del viaje en detrimento de otras. Eso sin duda es defendible. Sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de un tipo de literatura especialmente moldeado por la tradición. En ningún otro género —en el caso de que lo sea— encontramos tantas alusiones explícitas a escritores que precedieron al autor de turno en la región que éste visita. De ahí la tesis de Said en Orientalismo (1978): el viajero ve lo que ha leído; el viajero escribe sobre los estratos escritos de los que le precedieron; la suma no sólo da «lo oriental», también da «lo patagónico», «lo veneciano» o «lo mexicano», por citar otros tres topos ampliamente visitados por la literatura de viajes. Esa extremada conciencia de tradición ha sido la causante de que el escritor de viajes de la segunda mitad del siglo xx haya reaccionado, mayoritariamente, con reservas ante los cambios que en el mundo del desplazamiento se producían. El caso de Bowles es de finales de los años cuarenta. Quince años antes, LéviStrauss ya había constatado «el fin de los viajes» mediante la certificación de la muerte del exotismo, como explicará más tarde en Tristes trópicos (1955). Desde entonces, prácticamente cada generación ha reincidido: el viaje muere periódicamente, qué vamos a hacerle. Y, sin embargo, todos los escritores siguen viajando. Evidentemente la muerte es una metáfora. Como dice el historiador Alfred W. Crosby, lo que cambia con cada generación no es tanto el paradigma como el escenario (2006: xv), es decir, tanto la realidad como nuestra forma de enfrentarla. Y ésta, en la mayoría de los miles de escritores que han viajado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, es pesimista. Existe un consenso de que la progresiva reducción del margen de viaje se debe a la invasión del espacio que tradicionalmente éstos tenían por parte de una dimensión cada vez más turística de la realidad. Si algo tienen en común las obras de la Generación Beat norteamericana y la de los escritores viajeros franceses contemporáneos es precisamente la búsqueda de nuevos horizontes ante esa sensación de agotamiento. Porque la exagerada auto-conciencia del género —si existe—, que encontramos desde el nacimiento de la modernidad («el viaje escrito»,
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escribe Sarmiento en el ecuador del xix, «es materia muy manoseada ya» [1993: 3]), lo que dificulta es la escritura de «libros de viaje» de no-ficción, testimoniales, periodísticos, informativos o ligeramente ensayísticos, según un esquema que participa tanto de la novela romántica como de la realista (no en vano Dumas, Chateaubriand, Dickens o Flaubert cultivaron el género), no la práctica del viaje y su escritura en forma de textos que lo exploren como tema y como forma. Como espacio. Recuérdese que On the Road (1957), en su forma original, fue una novela-rollo, un objeto mecanografiado que, al desenrollarse, se convierte en una alfombra, en un camino. Los libros de Michel Butor, en su trabajo del espacio en blanco, la tipografía, el sentido (de derecha a izquierda, o viceversa; de arriba abajo, o al revés), las señales de circulación o los topónimos (Mobile, de 1962, juega con la bisemia: móvil en francés, el nombre de un pueblo de los Estados Unidos, pues se trata de un estudio para comprender mediante la textualidad al país norteamericano, que en aquel momento ya es percibido como paradigmático del momento histórico), con su aliento poético y visual, abrieron nuevos caminos en la literaturización del viaje, en una época en que ya se tiene claro que la realidad es semiótica, en que el mundo es un sistema de signos, cultural, cada vez más complejo y sobresignificado. En un libro de esa época, Mitologías (1957), Roland Barthes dedicaba varios artículos al tema del turismo; especialmente en el que versa sobre La guía azul se observa que para entonces la realidad del viaje ya ha sido suplantada por un simulacro codificado, en el que la guía oculta en vez de mostrar: «sólo conoce el paisaje bajo la forma de lo pintoresco» (Barthes 2003: 124). Para entonces Jean Cocteau ya había escrito su Vuelta al mundo en ochenta días (mi primer viaje) (1937), señalando algo que va a ser fundamental en el resto del siglo y sobre todo en la posmodernidad: el viaje como reescritura explícita del espacio literario; viaje y relectura. El mundo de un escritor enfrentado al del que se persigue. ¿Qué ocurre entre la vuelta al mundo de Cocteau y la Vuelta al día en ochenta mundos de Cortázar? O mejor aún: ¿qué ocurre entre Mobile y Los autonautas de la cosmopista del propio Cortázar? Además de pasar de la expansión (el globo, los Estados Unidos) a la condensación (un día, una autopista francesa), asistimos a la elaboración posmodernista de la tradición artística más poderosa en lo que a la representación del viaje se refiere. La que, viniendo del romanticismo, se formaliza en el surrealismo y en el dadaísmo, y se extiende después en el situacionismo. No en vano,
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en su versión del subgénero «la vuelta al mundo», Cortázar juega con los nombres de otros Julios de la historia literaria, como Verne o Laforgue, y se sitúa conscientemente en la estela del viajero conceptual por excelencia, Marcel Duchamp, en Nueva York o en Buenos Aires. También Breton o Debord son viajeros urbanos, pero sus lecturas de la práctica espacial, de connotaciones subversivas, revolucionarias, políticas, son aplicables a cualquier ámbito y tipo de desplazamiento. Así lo entendieron sus herederos, entre los cuales destaca de nuevo Cortázar, quien en Los autonautas… (1983) propone una autopista paralela, que se sobreimprime a la real (París-Marsella) y que, al contrario de ésta, es recorrida lentamente, durante días, en contra de las horas que usualmente bastan para atravesarla. El tiempo mercantil se dilata hasta devenir tiempo de ocio y, por extensión, de arte. El libro, como la Vuelta al día… o Último round, es un collage (como Nadja), en el que el movimiento corre en paralelo dentro y fuera del espacio textual, en la páginas y en el asfalto y las áreas de servicio. «No-lugares» que, mediante la lentitud y la escritura (en colaboración con Carol Dunlop y los dibujos de su hijo), devienen lugares. En otras palabras: la subversión del tiempo, en un contexto de hiperrapidez, altera la percepción del espacio (de no-lugar a lugar de márgenes habitados y habitables). Esas reescrituras textual-espaciales tienen lugar en el marco de lo que se puede llamar la posmodernidad última o posmodernidad estricta (entiendo que en la ruptura ontológica de 1945 comienza la era posmoderna), caracterizada por la apertura hermenéutica, la intertextualidad en todas las artes, la conciencia del agotamiento, etc. En 1962 Umberto Eco había publicado Obra abierta. Justo diez años más tarde, en 1972, Robert Venturi, Denise Scott Browns y Steven Izenour dan a conocer Learning from Las Vegas, suerte de manifiesto en que se aboga por una arquitectura de la inclusión. Venturi formuló entonces lo que la crítica ha considerado el primer credo posmoderno: en vez de lo universal de Mies van der Rohe y sus seguidores, lo local, en un diálogo con el pasado que conduce al pastiche y a la cita (Jameson 1999). También en 1972 una pareja australiana realiza un largo viaje por Europa, Asia y Australia, tras el cual decide que no existen guías que satisfagan la necesidad de información que reclama ese tipo de joven trotamundo, cada vez más creciente, superación sin etiqueta del hippie y del beatnik. Por eso escriben la primera guía Lonely Planet, llamada a convertirse en la más importante de la posmodernidad última. Hasta entonces las
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guías alemanas Baedeker y el Guide Bleu francés habían ostentado el prestigio que Lonely Planet les robaría1. Las narrativas turísticas de las guías, como las excursiones reales que amparan, desde el siglo xix han sido percibidas como anti-viaje (Cusatelli 2001). Algo cambió en el mundo y la industria del viaje durante la década de los setenta; MacCannell lo ha definido como «la invasión agresiva del área turística por parte de los intereses corporativos de la industria del entretenimiento» (2003: 250). Catalizó en aquellos años lo que llamamos globalización, cuyos motores son la deslocalización y el turismo, que a su vez generó nuevos relatos del desplazamiento —global. La posmodernidad última se basa conceptualmente en la mutación; nada es estable. De ahí la acertada etiqueta de Bauman «modernidad líquida», porque la liquidez y la fluidez son las metáforas (circulatorias) más adecuadas para definir la fase actual de la modernidad (2004: 8). Como afirma en La globalización, el fenómeno económico y sociológico por excelencia de la posmodernidad última, «todos somos viajeros» (Bauman 1999: 104), la quietud perdió sentido. Por eso entre los estudios existentes acerca de la definición de las narrativas de viajes (Carrizo Rueda 1997, Ette 2001, Kaplan 1996 y un largo etcétera), destaca Adrien Pasquali, autor de uno de los mejores estados de la cuestión sobre el tema. En Le tour des horizons. Critique et récits de voyages (Pasquali 1994), habla de la imposibilidad de definir el género mediante presupuestos normativos o esencialistas: la multiformidad intrínseca al relato de viaje se resiste a una forma mínimamente estable, en sintonía con nuestro presente gaseoso. Pasquali, además, hace hincapié en un aspecto que ha sido ampliamente trabajado por Said: el de la literatura de viajes como una tradición incomprensible fuera de su contexto geohistórico, porque cada país o continente es una matriz semiótica predeterminada por sus viajeros. En la literatura de viajes «la intertextualidad se presenta como un modelo de conocimiento» (Ette 2001: 54).
1 James Buzard (1993) sostiene que en los años veinte y treinta del siglo xix las editoriales Murray y Baedeker fijaron con sus novedosos libros-guía no sólo un modo de viajar, sino también una Europa estetizada; el trabajo paralelo sobre cómo Lonely Planet ha condicionado el viaje posmoderno está, hasta donde llega mi información, por hacer. Tener en cuenta la cronología de las guías de viaje para delimitar la posmodernidad última me parece conveniente si se tiene en cuenta que el turismo deviene la industria paradigmática de nuestra cultura de cambio de siglo.
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Tanto Jameson como De Certeau insisten en lo que se podría llamar un giro espacial, que se puede observar en los mencionadas obras de Butor, Chatwin o Cortázar. El espacio, en las últimas décadas, se ha convertido en una categoría más definitoria que el tiempo. En el libro de viajes de Cortázar, como en Mobile, la espacialización de la prosa y su diálogo con el mapa se imponen al calendario. Juan Goytisolo y W. G. Sebald insisten en sus obras precisamente en su afición por los mapas y en su inclinación por el caminar. Los mapas deben ser pisados. Las caminatas definen, por ejemplo, la obra de su contemporáneo Peter Handke, otro escritor viajero fundamental en la configuración del género (si lo es) durante la posmodernidad última, tanto en su obra de creación como en sus colaboraciones con otro gran generador de imaginario espacial posmoderno, Wim Wenders. Paris, Texas: dos topónimos, el primero de los cuales juega de nuevo con la bisemia: el original francés (y por tanto el diálogo transatlántico) y el pueblecito norteamericano, del estado tejano, que le copió el nombre. Ítaca, como es sabido, dio nombre a la ciudad de Ithaca. El enigma Chatwin El sociólogo Dean MacCannell, en su libro clásico El turista (1976), que anunció buena parte de los temas clave del debate posmoderno, desarrolla en el capítulo quinto (sintomáticamente llamado «Autenticidad escenificada») la redefinición social de las categorías de verdad y realidad en lo que a la experiencia viajera se refiere (2003: 121-143). Para ello parte de la distinción de Goffman de dos regiones dentro de cada establecimiento: la frontal y la trasera. La frontal está preparada para ser contemplada; la trasera, en cambio, «permite el ocultamiento de los decorados y de las actividades que podrían desacreditar la actuación en la parte frontal» (ibid.: 123). El objetivo del turista sería acceder a esa parte trasera, compartir la «realidad» con «ellos». MacCannell subdivide todo escenario en diversas fases de acercamiento entre el turista y el otro: divisiones que dificultan el acceso a la región trasera. Toda la literatura de viajes dramatiza esas fases, pero la que se ha producido durante la posmodernidad, a causa de la multiplicación de lo hiperreal y de los «no-lugares», en paralelo a la pérdida de la «autenticidad» de las comunidades «primitivas», que han elaborado una compleja retórica teatral en su relación con el visitante, ha
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trabajado especialmente esas etapas de acercamiento al otro. Sus filtros. Sus imposibilidades. No es casual que, para su primer libro, Bruce Chatwin escogiera como objeto de estudio los expatriados y su prole en el Fin del Mundo. Sobre todo los emigrados anglosajones, es decir, aquéllos con los que podía comunicarse en inglés y que, por tanto, le facilitarían la entrada a la región trasera. Tampoco lo es que en el inicio de En la Patagonia se hable de que «escudriñamos atlas» (Chatwin 1997: 14); ni de que Antonio Gnoli haya escrito que «entre las múltiples técnicas de desplazamiento que ofrecía el viaje, Chatwin prefirió siempre caminar» (Chatwin y Gnoli 2002: 26). En su etimología, «travel» remite a «travail»: ese trabajo, ese esfuerzo, que en todos los autores que he mencionado hasta ahora siempre tiene como objetivo la consecución de algún tipo de conocimiento a través del desplazamiento, se vuelve plástico en el hecho de caminar. El ritmo del corazón es el de los pasos, un ritmo poético, vinculado tanto al body como al land art, cuya reivindicación significa una oposición consciente a las cada vez más veloces formas de transporte de nuestra época. El origen de la mitología personal de Chatwin es —significativamente— un espacio cerrado y abarcable. Una vitrina de la infancia: «Para Bruce, la vitrina cerrada con llave de West Heath Road era una metáfora revigorizante, que conformó tanto el contenido (lugares lejanos, singularidades, maravillas, falsificaciones, la Bestia), como el estilo (construido con retazos, vítreo, autónomo) de su obra. Los estantes y cajones eran un espacio para el coleccionismo, el movimiento y el relato. La vida de Bruce fue una puesta en práctica de las tres cosas» (Shakespeare 2000: 46). De los objetos de esa vitrina surgen todos sus libros (ibid.: 48-49). El origen, por tanto, es único; pero los destinos son globales. La diferencia principal entre Chatwin y todos los escritores de viajes con ambición artística que lo precedieron es que su ambición fue global, en todos los sentidos de la palabra. En el estudio y el conocimiento, fue un diletante con vocación de humanista del Renacimiento: nada le era ajeno. En los viajes, fue el primero que no dejó continente por textualizar de un modo u otro. En En la Patagonia habla de Argentina; en El Virrey de Ouidah, de Brasil como extensión africana; en Los trazos de la canción, de Australia; en Utz retrató Praga, el Viejo Continente; entre sus crónicas, ensayos y textos misceláneos encontramos fragmentos sobre China, Rusia y lugares de otros continentes ya tratados; sus interesantes fotografías retratan desde Estambul hasta Nepal, desde Irán hasta Benín, desde la
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Patagonia hasta Marruecos; y en Colina negra, finalmente, fabuló sobre Gales. El movimiento es —visto así— del Fin del Mundo a las cercanías del hogar; de lo más lejano a lo más cercano. Con la conciencia de ser habitante de una topografía global. Si se observa a Chatwin a través de la lente aplicada a Bowles, se observan algunas convergencias y una divergencia incuestionable. Las primeras son evidentes: el mismo idioma de expresión literaria, que cataliza la canonización y la repercusión, la misma belleza física, el mismo encanto personal, el mismo interés por el nomadismo. La divergencia principal es que Chatwin sí trabajó la literatura de viajes (no-ficción) en el formato de libro. Y dio dos obras muy importantes a esa tradición: En la Patagonia, por su novedad (un libro de faction, fragmentado, en los primeros años de la posmodenidad); pero sobre todo Los trazos de la canción, libro de viajes sobre el que merece la pena detenerse. Viajó a Australia en dos ocasiones, en 1983 y en 1984, con la intención de llevar finalmente a cabo su proyecto «La alternativa nómada», que llevaba quince años meditando y trabajando. La historia de la forma del libro (o la novela) es apasionante: primero pensó en narrar la historia de cómo los nómadas aborígenes han diseñado un paisaje mítico sobre el territorio real mediante relatos y canciones que remiten al Dream Time como si una carta a Roberto Calasso, su editor italiano, se tratara; después pensó en el diálogo platónico (1988: 484). Finalmente lo concibió como una novela de mínima ficción, y como un testamento. Se publicó en 1987, está dedicado a Elizabeth, la mujer más importante de su vida —y la que lo sufrió más—. La forma se podría resumir así: un narrador en primera persona que se identifica con Chatwin, pero que claramente no lo es (auto-ficción), narra su experiencia australiana y habla sobre todo acerca del nomadismo aborigen y su mitología, mediante encuentros con white y black australians; entre los fragmentos narrativos, novelescos, intercala transcripciones que llama «from my notebooks», donde hay desde impresiones de viaje por todo el mundo hasta ideas filosóficas o literarias, pasando por multitud de citas de una vida de lecturas. Es decir, en el libro de viajes novelado hay un bonus track de materiales deshechados; el fantasma de otro libro, sobre el nomadismo, que siempre quiso escribir, pero nunca escribió, inexistente. Los embriones de los libros que nunca escribiría. El equilibrio es perfecto. Se lee como una novela, pero es sobre todo un ensayo, un libro de viajes. O mejor aún: un libro sobre todos sus viajes; o sobre todos los libros que le han llevado a entender todos sus
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viajes como un viaje único, de conocimiento, hacia las regiones traseras de la realidad. Murió dos años más tarde. En la posmodernidad, la forma del relato de viaje no viene dada. Encontrarla es una agonía: un conflicto. Como el fantasma de la muerte del viaje, el del agotamiento de las formas de narrar y de los grandes relatos posibles sólo puede conducir al exorcismo, a la rebelión. «En el mundo administrado y organizado a escala planetaria, la aventura y el misterio del viaje parecen acabados», escribe Claudio Magris, «de todos modos, moverse es mejor que nada» (2000: 13). A renglón seguido, arranca la lectura de El Danubio (1986), un libro estrictamente contemporáneo a la obra maestra de Chatwin, que también testimonia una sintonía entre el carácter líquido de la época y la naturaleza líquida, de trasvases y contaminaciones, de la forma que quiere dar cuenta de ella, desplazándose. El viaje imposible La idea del relato de viajes que entra en conflicto con el proyecto previo de un relato de viajes es fundamental en la posmodernidad. Susan Sontag, en dos textos básicos, «Trip to Hanoi» (1968) y «Questions of travel» (1988), encaró precisamente ese problema. El de la imposibilidad. En el relato de su experiencia en Vietnam, volvemos a encontrar, explícitamente, la dificultad de encontrar «an appropiate and authentic form» (Sontag 2002: 273). Esa búsqueda no estaba planteada de antemano. En las primeras líneas nos confiesa que ella fue con el firme propósito de escribir sobre su experiencia tras su regreso; sin embargo, la crónica, que recurre a la transcripción de largos pasajes de su diario personal y desemboca en un ensayo político y filosófico sobre la posibilidad de la revolución, evidencia que no ha sido capaz de narrar sin más los hechos y los testimonios de su estancia asiática. ¿Por qué? Porque sintió que no entendía suficientemente lo que estaba viendo. Porque se dio cuenta de que no era capaz de penetrar en el lenguaje «oficial» (ibid.: 217) en el que le hablaban los locales a los que tenía acceso. Decir sus «informantes» sería correcto en ese contexto, porque efectivamente su posición es más la de una antropóloga, que intenta interpretar lo que anota en su cuaderno de campo, que la de una viajera que da por presupuesto que va a comprender lo que visita.
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«Trip to Hanoi», por tanto, es el certificado de la imposibilidad del relato de viajes. Exactamente veinte años más tarde, Sontag volvió sobre el tema con un ensayo titulado como el célebre poema de Elizabeth Bishop. Lo que parece, de entrada, una reflexión sobre la literatura de viajes y el exotismo, deriva hacia unas consideraciones sobre el viaje a países comunistas que muchos escritores protagonizaron durante los tres primeros cuartos del siglo xx. Sobre sus patrones: «El grupo puede estar reducido a tres personas (como mi primer viaje a Vietnam del Norte en abril de 1968) o cinco (como cuando fui a Polonia en abril de 1980) u ocho (el tamaño del grupo al que me sumé cuando fui a China en 1979)» (Sontag 2007: 313). Patrones que provocan la ausencia de interacción real con la población local, el recorrido por el parque temático de la revolución. De nuevo Sontag actúa por elevación. En vez de narrar sus viajes concretos, o anécdotas ilustrativas de ellos, especula ensayísticamentre y trata de obtener reflexiones generales sobre el viaje contemporáneo en un contexto político. En un momento habla de que los viajes eran intercambiables y de que el escritor viajaba con la idea fija de escribir a su regreso lo que había vivido. Por eso, en «Trip to Hanoi», en vez de reproducir los fragmentos de su diario que resumían conversaciones o que retrataban visitas a lugares, Sontag transcribe sus dudas. Sus reparos. El viaje trasladado a la conciencia del sujeto, quien finalmente opta por un texto híbrido, metalingüístico y metaespacial, en vez de por una crónica o un libro descriptivo y autobiográfico. En los escritores de viajes anteriores a la Segunda Guerra Mundial difícilmente encontramos esa problemática. En quien sí la encontramos, como excepción clarividente, es en un viajero que murió durante dicha guerra. Un viajero que leyó como nadie a Baudelaire y a los surrealistas, que sufrió con la realización de sus obras precisamente por sus constantes cambios de domicilio, los cuales sin duda lo marcaron —espacialmente—. Un viajero que Chatwin cita abundantemente, por ejemplo, en sus anotaciones de cuaderno en The Songlines; que fue prologado en su edición (tardía) en inglés de 1978 por Susan Sontag; que fue leído en los ochenta por Juan Goytisolo; y que es fundamental para entender la obra de Sebald. Walter Benjamin escribió sobre París y sobre Europa desde una posición de constante regreso. Esa posición de quien vuelve, de quien no descubre, de quien relee lo que ya es familiar, hasta que —a copia de lecturas superpuestas— empieza a entender, es importante para acercarse a la noción de metaviajero. Así llamo a un tipo de escritor viajero posmoderno, cuyo retrato robot intento dibujar en estas páginas primeras.
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El problema estriba, como ocurre siempre en la literatura de mayor o menor grado autobiográfico, en la traducción del «arte de andar» (el viaje) a una «forma estética» (Careri 2002: 150). Y una vez se ha consolidado esa traducción: en cómo subrayar el substrato político que la sustenta. Esa dimensión política del viaje se retroalimenta, porque a la vez se completa con su principal dimensión estética: la de la reescritura. Los metaviajeros casi nunca relatan el primer viaje a algún lugar. El primer contacto con la realidad ajena. El descubrimiento, la novedad, lo exótico son categorías desplazadas, sin importancia, en una teoría del viaje habitual en la posmodernidad última: sólo puede ser regreso, y reflexión sobre ese regreso. En Sebald cada viaje reinterpreta un viaje suyo anterior; y en el primero hubo una relectura de viajeros anteriores; lo mismo ocurre con sus entrevistas con sus informantes, temporalmente espaciadas. En Goytisolo, su primer viaje a Almería es de 1956, pero escribe Campos de Níjar en 1960. Como en el caso de Bruce Chatwin, existe la certeza de que el territorio visitado es sobre todo una construcción textual, que se puede completar con la mirada y con la recolección benjaminiana de objetos o relatos orales. Pero a diferencia de In Patagonia o de The Songlines, en los libros contemporáneos de Goytisolo y Sebald no se narran viajes de descubrimiento de una realidad desconocida para el sujeto que narra. Eso está en sintonía con el concepto de post-viajero que se puede derivar del de post-turista de Rojek: la distancia irónica que el viajero establece consigo mismo y con sus expectativas, en una búsqueda que se sabe, desde el principio, contraria a la del turismo de masas y diferente de la del viajero de la Ilustración, el Romanticismo, el Imperialismo decimonónico o el Modernism. Sin embargo, ese concepto no contempla el aspecto fundamental de la reescritura (de viajes ajenos —textuales— y de viajes propios en muchos casos). Por eso quizá habría que añadir el concepto de meta-viajeros. El prefijo «post» indica «después o detrás de»; «meta», además de ese significado, tiene los de «junto a» y «con». De modo que un metaviajero de la posmodernidad última no sólo observa con ironía la tradición histórica que lo precede, sino que además explicita en sus relatos de viajes junto a quién o qué está viajando, mediante técnicas autoconscientes como los fragmentos del diario que utiliza Sontag, las reflexiones ensayísticas que intercala el escritor argentino Martín Caparrós en su libro de crónicas Larga distancia, o los complejos mecanismos gráficos que despliega el autor de cómic Joe Sacco en sus obras sobre Palestina o los Balcanes.
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Enzo Traverso destaca a Kracauer y a Hessel como precursores de la reivindicación benjaminiana posmoderna del vagabundo urbano y a Kracauer como el extra-territorial por excelencia (el libro de Steiner es de 1972, pero Kracauer usa el concepto desde joven y titula su volumen epistolar con Adorno como «Cartas sobre la extraterritorialidad») (Traverso 1998). La generación de Kracauer, Benjamin, Adorno y otros judeo-alemanes errantes son parte de la genealogía del metaviajero posmoderno —explícita en Chatwin, Sontag, Goytisolo o Sebald. Entre viaje y espacio Si quisiera proponer aquí una dicotomía de fácil difusión (como la del viajero y el turista), afirmaría que hay dos tipos de viajeros: los pro-espaciales y los contra-espaciales. Los primeros viajarían sin cuestionar su identidad nacional o los hábitos y la educación heredados, sin cuestionar, por tanto, su propia cultura; la gradación iría desde los que no se plantean ni problematizan su idioma o la tradición histórica de su propio país o comunidad, hasta los que han viajado para perpetuar, difundir o exacerbar los rasgos políticos de sus países de origen. Los conquistadores o los misioneros serían claros ejemplos de viajeros pro-espaciales; los exploradores decimonónicos o los viajeros que, proviniendo de países imperialistas, no se plantearon las injusticias que las metrópolis estaban ejecutando en las colonias también serían ejemplo de ello. Kipling sería un caso emblemático de la literatura británica. En el siglo xx, tanto los escritores de países bajo dictadura que no se rebelan contra ella como los escritores que son invitados por regímenes totalitarios, comunistas o fascistas, y escriben textos a favor de ellos, entrarían en esa misma categoría de pro-espacialidad. Los viajeros contra-espaciales, en cambio, son aquéllos que sí viajan en contra de la noción de espacio heredada. En ellos, tomando como ejemplo paradigmático de la posmodernidad última a Juan Goytisolo y W. G. Sebald, me voy a centrar en el resto de este trabajo. Pero la dicotomía no es fácil. Ni aceptable. Hay infinitas prácticas del viaje, tantas como relaciones con la experiencia turística. Cada autor aborda desde su propia perspectiva y percepción su forma de relacionarse con el espacio que transita en su viaje. Lo que propongo en este libro es una forma política de leer la estética del movimiento, en dos autores que la han tratado explícitamente en obras donde el paradigma espacial que
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han recibido en la educación infantil de sus países de origen, manipulado por regímenes totalitarios, es reformulado y contra-atacado, mediante estrategias lingüísticas y formales de alta exigencia literaria. Si, como explicó Gilles Deleuze en Crítica y clínica, la literatura lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis, en el caso de Goytisolo y Sebald, como autores contra-espaciales ejemplares, esa sintaxis es doble: lingüística y espacial, literaria y viajera. Por tanto, dentro de una forma de entender la literatura de viajes de la posmodernidad última (el metaviaje), abordaré aquí el examen de una de sus configuraciones posibles (el viaje contra-espacial), partiendo de la lectura atenta de las obras particulares: de las palabras a los libros, de cada paso (un latido) al conjunto de una vida (todos sus viajes). En otras palabras, el retrato robot del metaviajero —finalmente— se va a concretar en dos retratos concretos y paralelos. Pero antes, una última pregunta: ¿los dos escritores viajeros que más atención han recibido en las páginas anteriores eran viajeros pro-espaciales o contra-espaciales? El caso de Chatwin es problemático desde esa perspectiva. Entiendo que no se posicionó críticamente respecto a la tradición imperialista británica. Sus ojos fueron imperiales. Su literatura persigue la conquista del espacio. Sin embargo, en su afán de diálogo y de conocimiento de las culturas más dispares del planeta y, sobre todo, en su investigación obsesiva del nomadismo, Chatwin se desmarcó de esa gran estela de escritores pro-espaciales. Es posible que Gnoli tenga razón cuando afirma que el autor de Los trazos de la canción vio la figura del nómada desde una óptica apolítica, en tiempos en que Deleuze, Guattari y otros precisamente lo retrataban como una alternativa política: «la alternativa nómada se erguía no en contra, sino fuera del Estado» (Chatwin y Gnoli 2002: 25). Entre el imperialismo inconsciente y el viajero a-espacial podría situarse, por tanto, a Chatwin. Sobre Bowles, voy a limitarme a reproducir lo que dice el narrador, en estilo indirecto, líneas después del célebre pasaje sobre el tiempo del viajero y el del turista, consciente como soy de que los matices y las salvedades serían aquí también numerosas, pero que enumerarlas implicaría eternizar el debate: «otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan» (Bowles 1998: 19). Estamos en la posguerra de la Segunda Gran Guerra, cuando
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«Bristish travelled all the world like the children of rich parents» (Morris 2006: 3). Sin embargo, en el último texto importante que he leído acerca del viaje y el turismo en nuestro siglo xxi, titulado precisamente «The end of travel» (en el último Granta dedicado al viaje, agosto de 2006), el británico James Hamilton-Paterson hace hincapié en la misma idea: la de estar afuera, en cualquier lugar, «out of my own culture, beyond the reach of home, decisively elsewhere» (Hamilton-Paterson 2006: 225). El ánimo contra-espacial salva medio siglo de distancia. De la Segunda Gran Guerra al 11 de septiembre de 2001, que según el autor posmoderno «not only killed nearly 3 000 people; it effectively killed off any hope of old-style travel for nostalgics and the perverse» (ibid.: 233). Como dije antes, cada generación oficia su propio duelo por su propia concepción del viaje. La diferencia entre Paul Bowles y James Hamilton-Paterson es que el segundo es un escritor global. En el prefacio de ese mismo número de Granta, su editor Ian Jack se despedía del escritor John McGahern, que acababa de morir en su granja de County Leitrim, Irlanda, y reflexionaba sobre el hecho de que cada vez son menos los artistas cuya obra depende del conocimiento de la gente y del paisaje donde nació, vivió y murió. Efectivamente, el artista global se impone, en conflicto directo con el artista globalizado. Pero ésa es otra discusión.
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Capítulo II
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Goytisolo y Sebald comparados Todos los libros de Juan Goytisolo y de Sebald remiten a sendas poéticas del desplazamiento literario. En tanto que metaviajeros, en las páginas de sus obras respectivas se les otorga importancia similar a los viajes que los narradores realizan y a los que otros escritores o personajes históricos protagonizaron antes de ellos. La construcción del propio texto soslaya, en una mirada que se explicita, la de otros textos que los precedieron; hace hincapié en la conciencia de estar realizándose una práctica espacial dislocada: entre lenguas diversas (la traducción), entre textos diversos (la intertextualidad), entre lugares diversos (el viaje). Jesús Lázaro ha escrito que la desorientación es el tema básico de Goytisolo (Lázaro 1984: 48). Otros críticos sostienen que es la violencia (Epps 1996) o la metamorfosis (Bussière-Perrin 1998). Kunz (2003) recuerda que el tema de la migración atraviesa su obra desde los años cincuenta hasta hoy. Yo opino que el tema fundamental es la errancia, física y textual, biográfica y literaria, consciente de que ésta absorbe la desorientación, la violencia, la metamorfosis, la migración, e incluso la sexualidad o la escritura o el compromiso, todos los temas y obsesiones que recorren la obra goytisoliana. La relación entre historia y movimiento, en cambio, sí ha sido mayoritariamente señalada como el tema principal de la obra de Sebald. Arthur
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Williams escribe: «All of Sebald’s creative writing relies on movement which results from the historical and cultural forces to which he is subjected» (2001: 68). Bianca Theisen afirma que «Sebald’s narratives and novels apprehend travel in its diverse historical facets and cultural motives: the pilgrimage, the educational journey, the Grand Tour, resort travel, adventure travel, exploration, colonial travel, emigration, and contemporary tourism» (2004: 163). La comparación que voy a llevar a cabo entre Goytisolo y Sebald se basa en esa premisa: el desplazamiento es uno de los motores principales de sus obras respectivas. Algunos otros elementos que los emparentan deben ser enumerados de antemano: la centralidad que en ambos tiene la teoría y la práctica del (meta)viaje; la contemporaneidad de la totalidad de la obra de Sebald con el último tercio de la trayectoria artística de Goytisolo; sus respectivos exilios voluntarios, literaturizados; la escritura en contra de las tradiciones culturales, políticas y sociales de sus países de origen; el interés por algunos autores (Benjamin, Borges, Sontag) y el cultivo de una prosa que no respeta la tipología genérica tradicional y se inserta en un productivo debate experimental entre modernism y vanguardia1. Respecto al tema del exilio, cabe decir que sus posiciones respectivas tienen un alto grado de sintonía. Parecen responder a la doble dimensión del exilio observada por Said: real y metafórica (2000: 373). La radicalidad ejercida sobre la cultura de origen se pone en práctica gracias a la distancia física respecto a ella. Ambos, no obstante, optan por el exilio, no se ven obligados a él. Se trata de elecciones personales: exilio voluntario, en combinación con el viaje por razones diversas. A causa de esos desplazamientos vitales, la recepción de sus obras ha sido más importante en las culturas de acogida o de tránsito (la anglosajona en el caso de Sebald, la academia estadounidense y europea antes que la española en el caso de Goytisolo), que en las de nacimiento. Desde Reivindicación del conde don Julián, Goytisolo ha declarado que entiende toda su obra de creación como perteneciente al género poético (Gazarian 1991). En Crónicas sarracinas, por espigar un ejemplo entre mil, habla de su «novela o poema Makbara» (Crónicas, 52). Sebald, por su lado, habla en verdad de sí mismo cuando dice que la obra de Bruce Chatwin no pertenece a «ningún género conocido» (Campo Santo, 192). La unidad 1 Para estos conceptos sigo a Matei Calinescu (1997) y a Fredric Jameson (1999 y 2002).
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de su obra no es sólo temática o técnica; se encuentra sobre todo en que todos sus libros son enunciados por el mismo narrador. Un narrador que, aunque viva algunas ficciones, se corresponde con Sebald y que yo llamaré narrador Sebald para diferenciarlo del sujeto histórico, real. Sin embargo, la comparación también debe contemplar las diferencias. Entre ellas, la más importante tiene que ver con sus años de nacimiento. Goytisolo (Barcelona, 1931) es testigo, en la infancia, de la Guerra Civil española y sobre todo, durante su juventud y primera madurez, del régimen que la causó y se demoró durante cuarenta años. Sebald (Wertach, Allgäu, 1944), en cambio, pertenece a la segunda generación, la de los hijos de los testigos: no conoció directamente el sistema político nazi ni vivió la Guerra Mundial que éste provocó. Esto comporta dos actitudes distintas respecto al testimonio, que definirán su forma de relatar el viaje y la historia. Entiendo que el análisis comparativo debe aparecer después: una vez las poéticas individuales han sido analizadas y comprendidas. Por esa razón, en este estudio voy a examinar primero las «gramáticas del viaje» de ambos autores, esto es, las construcciones —expuestas en principio cronológicamente— de un vocabulario, de una mirada, de un mundo en que el viaje (sus figuras, temas, técnicas de expresión) es medular. En ambos casos, ese examen previo me llevará a la constatación de que Goytisolo y Sebald utilizan una lengua que se enfrenta a la lengua de sus países de origen: el español del franquismo y el alemán del nazismo. En La cuarentena escribió Goytisolo: «La escritura de un texto supone la existencia de un fino entramado de relaciones entre los distintos nódulos que lo integran. Todo confluye en ella: acontecimientos ajenos, sucesos vividos, humores, viajes, casualidades, mediante una trabazón aleatoria de cruces, correspondencias, asociaciones de la memoria, iluminaciones súbitas, corrientes alternas» (La cuarentena, 9). Esa imagen se relaciona con la del «árbol de la literatura», constante en los textos goytisolianos, ramas que se bifurcan hasta configurar un mapa posible en que el escritor es la última yema. En Del natural, Sebald escribe: «parecía como si en las obras de arte / los hombres se respetaran como hermanos / y uno a otro se levantaran monumentos / allí donde sus caminos se cruzaban» (Del natural, 10). La red es la historia del arte: la obra se inscribe en ella, entronca con sus hilos, tiende otros hacia el futuro. El lector atento trata de reconstruir ese árbol, esa red de caminos. Trata de entenderlos. Sólo después hará crecer una rama, un sendero: entre dos escritores que no se
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conocieron, que no se leyeron. No obstante, en estas páginas, en estas pupilas o neuropsis: afines. El contra-español de Goytisolo Fijémonos en las palabras2. Sólo desde ellas se puede partir hacia la sintaxis, la gramática, las estructuras. La preocupación por las palabras, en paralelo a la exploración literaria del movimiento, está en la obra de Juan Goytisolo desde sus primeros libros. En la primera etapa de su bibliografía (de 1949 a 1966, en la primera posmodernidad, ajena a la cultura española), que se podría etiquetar como perteneciente al realismo social, la circulación de los personajes es constante. Si tomamos como ejemplo los relatos de Para vivir aquí (1960), veremos que en todos y cada uno de ellos hay, al menos, un desplazamiento; que el tren o el automóvil, el movimiento, ocupan en todos ellos una papel preponderante. En esos primeros libros el lenguaje se vincula a la efectividad de la representación/ilusión realista y a la vehiculación de la ideología marxista. Me parece necesario, no obstante, hacer una distinción en el seno de esa etapa previa a Señas de idenidad (1966). Se podría hablar, con Gonzalo Navajas (1979), de una fase llamada primera crítica de España, desde 1949 hasta 1958, que agruparía sus novelas y sus primeros ensayos, y una segunda fase llamada testimonio de España (1958-1962) que destacaría la importancia de los libros de viaje de esos años. Es en ese segundo momento cuando se intensifica la reflexión sobre el significado de las palabras españolas, primer paso hacia su re-significación. Existen trabajos que han observado desde la hermenéutica la constitución del lenguaje goytisoliano. Tal es el caso de Llored, quien escribe: «La interacción enriquecedora con la tradición literaria, desplegada por J. Goytisolo, implica una nueva aprehensión del lenguaje poético que éste elabora. La refección verbal llevada a cabo por el autor, fundada en la polivalencia del lenguaje en el seno de un complejo proceso transtextual, se revela primordial» (2001: 76). No es casual que cite a Bollack y a Szondi en la bibliografía; tampoco, que se encuentren en ella también Gadamer, Jauss, Ricœur y Todorov, sin que se decante por ninguno de ellos. Tampoco lo es que cite a Celan y a Cuesta-Abad. En la amalgama de esos autores encuentra Llored la inspiración para su trabajo, que a partir de Las virtudes del pájaro solitario, salta de una obra a otra de Goytisolo sin detenerse en las distancias temporales, y por tanto históricas, que las separan. Yo, en cambio, sigo concretamente los estudios de Szondi y de Bollack sobre Paul Celan en mi noción de «contra-lengua». 2
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Quizá sea en La Chanca (1962) donde se formula la semilla que fructificará en la trilogía de novelas. El narrador pone en boca de un habitante del barrio almeriense lo siguiente: «Las palabras en las que uno creía han perdío su significado… Uno las escucha todos los días y no las reconoce ya…» (La Chanca, 134). Aún encontramos un campo semántico de lo patrio que no ha sido apropiado por la lengua personal del creador, sino que es compartida por la tradición que va de la generación del 98 hasta el realismo social, pasando por autores de signo franquista: «mis compatriotas» (8), «la voz de la tierra», «la voz de mi pueblo», «treinta millones de hermanos» (9). Todo el discurso del libro sobre el lenguaje del pueblo está quizá más cerca de la poesía social de Blas de Otero que del Juan Goytisolo de Reivindicación del conde don Julián. Pero estamos ya en el camino de una progresiva conciencia de que el problema de fondo está en el mismo lenguaje; intuición que, cuando sea constatada, devendrá obsesión por cómo rescatar el lenguaje de la perversión del franquismo y de los siglos de nacional-catolicismo; por cómo re-semantizarlo. En El furgón de cola (1967) la reflexión teórica sobre este tema se hace evidente de forma marginal, en notas a pie de página —en la segunda nota del artículo «La actualidad de Larra» se lee: «tarde o temprano la experiencia nos obligará a reconocer que la negación de un sistema intelectualmente opresor comienza necesariamente por la negación de su estructura semántica» (Furgón, 19)—; en párrafos de artículos consagrados a otros temas, en los que se inscriben ataques al «Buen Decir» de la Academia (48 y 118); o en reflexiones sobre la necesidad de «un lenguaje nuevo, virulento y anárquico», pues en «el vasto y sobrecargado almacén de antigüedades de nuestra lengua sólo podemos crear destruyendo» (56). A la publicación de ese volumen de ensayos le sigue la lectura absorbente y la posterior traducción de José María Blanco White, quien había observado un siglo y medio antes que la censura inquisitorial y los esquemas arcaicos están incrustados en la lengua castellana. Escribió: «todo español se ha visto obligado a pensar o por lo menos hablar y escribir con arreglo a ciertas fórmulas y principios establecidos […] [el lenguaje] deberá ser reacuñado y bruñido antes de que pueda circular como moneda genuina» (OIBW, 42). En ese mismo texto Goytisolo llama a una definición negativa de sí mismo. Una de las múltiples rupturas que tuvo lugar en Reivindicación del conde don Julián y en las novelas que lo siguieron fue con la mimesis y la estética del realismo. A ésta, Goytisolo opuso una estética de la oposición: una
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contra-estética evidentemente basada en un contra-lenguaje: «para violar la leyenda, y los mitos y valores hispánicos tenía que violar asimismo el lenguaje, disolver uno y otros en una misma agresión violenta» (Disidencias, 292). La distancia crítica respecto a la lengua heredada y cultivada ya cristalizaba, no obstante, en el final de Señas de identidad (1966): «nada nos une ya sino tu bella lengua mancillada hoy por sofismas mentiras […] mejor vivir entre extranjeros que se expresan en idioma extraño para ti que en medio de paisanos que diariamente prostituyen el suyo propio» (Señas, 483). El deseo de distancia y de crítica conduce a la desarticulación lingüística, ejecutada en la trilogía de Álvaro Mendiola. La progresiva pertenencia de Juan Goytisolo a la tradición heterodoxa e hispano-escéptica de la literatura española, según los términos que él mismo ha forjado, se sostendrá textualmente en procedimientos tales como el epígrafe, la cita o la intertextualidad. En Señas de identidad, por ejemplo, la reflexión en torno a la palabra «España» y su progresiva re-semantización se sirve de múltiples tácticas de apropiación discursivas. España es llamada Madrastra (Cernuda), sus ciudades son aludidas como cementerios (Larra), sus habitantes son cadáveres (Dámaso Alonso), también Machado —«la España de charanga y pandereta» (Señas, 368)— y Fray Luis de León —«la espaciosa y triste España» (371)— son mencionados durante ese proceso de reflexión lingüística. La traducción como estrategia de extrañamiento y de ruptura debe ser entendida en este sentido: Espagne. La formulación teórica de esa necesidad de distanciarse de la retórica fijada por el 98, tal como Goytisolo la expresa en su ensayo «La novela española contemporánea» (de 1970, aunque las ideas fueran parcialmente formuladas en El furgón) encuentra en Martín-Santos un modelo de subversión de las estructuras (Disidencias, 165), en segundo lugar son los temas tabúes los que se reivindican por su capacidad de provocación (166) y por último el propio lenguaje, siguiendo la tradición de Valle-Inclán (168). Las alusiones en Reivindicación… al sexo femenino sería un ejemplo de cómo actúa la prosa goytisoliana a este respecto: En oposición a la «palabra-reflejo» usada para describir el sexo femenino —sea la vagina o sus versiones más coloquiales— Goytisolo sustituye sus metáforas polisémicas que, liberadas del estigma de «lo real», singularizan nuestra visión del sexo femenino y nos dan la posibilidad de verlo otorgado con unas características religiosas, militares y mitológicas que reflejan su estado divinizado de la literatura española: «Bastión Teológico», «tole-
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dano alcázar», «Hercules Caves», «Gruta Sagrada» (Gould Levine 1985: 38-39).
El proceso no termina con Don Julián. En Juan sin tierra insiste: «no basta con echar por la borda rostro, nombre, familia, costumbres, tierra: la ascesis debe continuar: cada palabra de su idioma te tiende igualmente una trampa: en adelante aprenderás a pensar contra tu propia lengua» (JST, 83). No es mi propósito aquí extenderme con los múltiples mecanismos retóricos y técnicos que Goytisolo emplea en su desarticulación de la novela tradicional para urdir sus libros a la contra. Además, muchos de ellos se irán viendo a medida que avance este análisis. Esa escritura en contra de encuentra varias formulaciones autoconscientes en la prosa goytisoliana: «a la contra», «a contrapelo», «a redropelo», son construcciones preposicionales habituales en su escritura. En el volumen de ensayos Crónicas sarracinas encontramos diversas expresiones de una posición que desde la lengua apunta hacia la ideología (las cursivas son mías): «debía agredir y arruinar la totalidad del discurso anti-islámico del Romancero, volverlo al revés como un guante» (Crónicas, 40), «así, la supuesta lectura de la guerra de África se transformará insidiosamente, como veremos, en una contralectura de Alarcón» (64), «en este contexto de oposición, debemos interpretar su elogio» (91). Contra-lenguaje versus «el discurso colectivo antimoro» (38). Martín Morán dice, a propósito de Don Julián, que se trata de un texto que actúa como «contrapoder» (1992: 9), que crea «imágenes contra imágenes» (ibid.: 51). En ese sentido debe entenderse la lengua literaria de viaje de Goytisolo, muy a menudo conscientemente enfrentada a la de las guías de viaje, como se verá más adelante. Precisamente Contracorrientes se llama un volumen suyo de ensayos y artículos de 1985. En la entrevista de Ernesto Parra que cierra el libro, Goytisolo declara: «Cuando lo escribí [Juan sin tierra], Franco vivía aún, no había espacios de discusión y, una propuesta como la mía, traducida al lenguaje estrictamente racional del ensayo, no cabía en el estrecho marco político de aquellos años, no ya en el campo de lo tolerado por el régimen, sino de lo admitido por la oposición. Para decir lo que quería decir debía recurrir a un lenguaje nuevo» (Contracorrientes, 233). Esa contra-lengua deviene, con los años, el instrumento de expresión de la crónica de una «contramodernidad» (Aproximación, 105), la del sur
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de la España del franquismo, la de los países islámicos más tarde, la de los emigrados a las urbes occidentales. Para cuando se fragüe el concepto de «memoricidio», clave en la poética goytisoliana y constante en ella aunque no tuviera aún de una palabra para expresarse, la autoconciencia de estar cultivando un contra-lenguaje reforzará su vocación de discurso de una memoria otra, de la memoria sepultada, ajena a los manuales de historia: «¡Hay que recobrar las palabras quemadas y ponerlas otra vez en circulación! ¡Rescatarlas de sus cenizas y devolverlas al habla, a la vida!», dice una de las múltiples voces narrativas de El sitio de los sitios (129). El contra-alemán de Sebald Se ha visto que la trayectoria bibliográfica de Juan Goytisolo, sólo en su parte principal, se dilata por cerca de cuarenta años. El caso de Max Sebald es muy diferente, porque su muerte prematura en un accidente cortó drásticamente una obra cuya evolución estaba aún por verse. Eso implica que, para hablar del desarrollo de su gramática del viaje, me tenga que limitar a menos de quince años de obra. Su primer libro de creación es de 1988, cuando él ya tenía 44 años, y el último de 2001. Todo el material previo a la madurez literaria, que en Goytisolo fue público, en Sebald nunca vio la luz, o lo hizo entre las ranuras de los artículos académicos que publicó como profesor universitario; y lo va haciendo ahora, póstumamente. Voy a intentar llevar a cabo una lectura entre esas ranuras para esbozar una prehistoria del proyecto que se anunció en Del natural (1988) y se consolidó en la cuatrilogía posible que forman Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995) y Austerlitz (2001). Antes de abordar la presencia del movimiento en la obra sebaldiana, es necesario observar hasta qué punto puede hablarse de una contra-lengua en Sebald, y si es de recibo buscarle equivalencias en la contra-lengua que, en un idioma muy diferente, pergeñó Goytisolo. Desde sus inicios como estudiante de doctorado, Sebald se ubica en una posición sumamente crítica y a la contra de la opinión mayoritaria. De hecho, su tesina Carl Sternheim. Crítico y víctima de la época guillermina, que presentó a los veinticinco años, en la que hablaba de la influencia de las psicopatologías del satírico alemán en su obra dramática, ya supuso una irrupción polémica. Valeri Puljudow escribió un indignado artículo en que decía que «Der Kritiker verschweigt […] von wem Sternheim
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diffamiert, verbannt und verboten wurde» [«El crítico silencia […] por quién fue Sternheim difamado, desterrado y prohibido»] y se preguntaba si Sebald era un neonazi (Atze y Loquai 2005: 56-58). El aludido respondió reafirmándose en su convicción sobre el antisemitismo latente de la obra del dramaturgo (ibid.: 59-60). Obviamente, 1970 no era todavía la época propicia para la expresión de ese tipo de críticas (habrá de pasar un cuarto de siglo antes de que lo sea). El título de otro trabajo de Sebald sobre el mismo tema evidencia la incomodidad de su planteamiento: «Un vanguardista formando en fila. Reflexiones críticas para la comprensión del dramaturgo Carl Sternheim y sus contradicciones»3. El fondo es el mismo que décadas después encontraremos en su estudio sobre Alfred Andersch: la problemática de la asimilación y las concomitancias entre el lenguaje artístico propio y el lenguaje del poder excluyente. Sternheim se exilió a Suiza a causa del nazismo; Andersch fue un «exiliado interior» y se casó con una mujer de origen judío. Pero Sebald no ve en eso suficientes garantías de que su obra y su pensamiento (el psicoanálisis está en él desde sus inicios) no sean sospechosos. Ulrich Simon ha titulado un artículo, enfáticamente, como «Der Provokateur als Literaturhistoriker», para describir el modus operandi de Sebald en su producción ensayística. Acierta al observar que su dinámica es de «Polemik und Hommage als Komplementäres Modell» (Simon 2005: 98). Yo lo llamo sistema de filiación y de crítica: a la contra. Desde sus comienzos, por tanto, hay en él una voluntad de análisis del lenguaje (de éste a la psique, siguiendo a Freud, o a las estructuras ideológicas, siguiendo a Marx). En 1975, Sebald cita a Handke: «Por eso, el sonido del lenguaje quiere “expresar” de algún modo el acontecer objetivo y subjetivo, el mundo de lo “exterior” y el del “interior”; pero lo que retiene de ellos no es la vida ni la plenitud individual de la existencia, sino una abreviatura muerta», y añade él mismo: «Ese dilema puede superarlo la literatura, al ser fiel al lenguaje asocial, prohibido, y aprender a utilizar como medio de comunicación las imágenes opacas de la rebelión rota» (Campo Santo, 62-63). A través de Handke (escritor caminante y viajero), se pregunta sobre la relación entre la subjetividad del escritor y la objetividad del mundo, y defiende como vía de expresión un cierto hermetismo. 3 «Ein Avantgardist in Reih und Glied. Kritische Überlegungen zum Verständnis des Dramatikers Carl Sternheim und seiner Widersprüche», Frankfurter Rundschau, 235, 10 de octubre de 1970.
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Veinticinco años más tarde, lenguaje y arquitectura se emparentarán en el inicio de Austerlitz: el lenguaje «fortificado» de los tratados sobre arquitectura militar, las barreras lingüísticas para acceder al mundo (la ciudad, los edificios, los otros, yo) (Austerlitz, 18 y ss.). A ese respecto, encontramos en la misma novela un significativo paralelismo entre idioma y ciudad (126). Durante su singladura artística, Sebald habrá encontrado en la espacialización de las metáforas la vía de escape al dilema suscitado por la reflexión de Handke. Toda su obra se inscribe en la línea iniciada por Hugo von Hofmannsthal en la célebre Carta de Lord Chandos (1902). De hecho, hay en la crisis lingüística que sufre el protagonista de Austerlitz una invocación de la descripción que le hace Lord Chandos a Francis Bacon a propósito de su propia imposibilidad de expresión. Austerlitz sufre un ataque que lo lleva tanto a la desconfianza en el lenguaje como al rechazo de la vida social: En ninguna parte veía ya una conexión, las frases se disolvían en palabras aisladas, las palabras, en una sucesión arbitraria de letras, las letras en signos inconexos y éstos en una huella gris azulada, que brillaba plateada aquí y allá, y que algún ser reptante había segregado y arrastrado tras de sí, y cuya vista me llenaba cada vez más de sentimientos de horror y vergüenza (Austerlitz, 127).
Lord Chandos describe su estado en términos muy similares: las palabras abstractas, de las que, conforme a la naturaleza, se tienen que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas mohosas […]. Todo se me desintegraba en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puede apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío (von Hofmannsthal 2001: 41).
El resultado de la crisis de Lord Chandos es la constatación de que ningún idioma humano es adecuado para expresar al completo el pensamiento; en el caso de Austerlitz, la desmembración de ese idioma inservible, su desmenuzamiento en signos. La reconstrucción personal pasará por el hallazgo de nuevos significados a una lengua que, de pronto, dejó de ser útil. La misma inutilidad, pero con visos de corrupción, había
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comunicado el nazismo a la lengua alemana4. El personaje reconstruye su identidad mediante la re-significación de los textos y relatos que lo constituyen; el escritor erige su obra mediante la cristalización de una semántica y una retórica propias, basadas en la voluntad de superar la doble crisis (la lingüística de la edad contemporánea; la lingüística de la perversión política). El vértigo que aparece en Hofmannsthal se une al horror y la vergüenza: los tres conceptos son clave en la literatura de los supervivientes del exterminio. Múltiples son las estrategias que despliega Sebald para enfrentarse, desde su condición de hijo de la generación de los verdugos (su padre formó parte del ejército alemán durante la Segunda Gran Guerra) y desde una posición a caballo entre el modernism (Döblin, Joseph Roth…) y el posmodernismo (Handke, Chatwin…) de los autores que había leído a fondo, a la construcción de una prosa que empatice con la tradición literaria judeo-alemana, defendida en sus artículos y libros. La primera estrategia tiene que ver con la atención a los nombres. Ana, la esposa del pintor Grünewald, el protagonista de la primera sección de Del natural, tal vez se enamoró del «nombre coloreado de verde». Esa atención al lenguaje remite a una búsqueda. En el mismo libro, en Manchester, el narrador busca la prisión de Strangeways (que reaparece en la elaboración de la misma experiencia que tiene lugar en la cuarta sección de Los emigrados; en Los anillos de Saturno, por cierto, visitará el museo de Strangers Hall). Caminos extraños: se encuentra con «una especie de tierra de nadie, / detrás de las estaciones / de ferrocarril, en una hilera de casas / bajas y al parecer para la demolición, / con tiendas abandonadas, / en cuyos rótulos se podían leer / los nombres de Goldblatt, Grünspan y Gottgetreu, / Spiegelhalter, Solomon, Waislfisch / y Robinson» (Del natural, 94). Todos los nombres se pueden descomponer en palabras alemanas; o son alusiones a la Biblia (Solomon) o a la literatura moderna (Robinson). En el cementerio judío de Kissingen, el narrador enumera los apellidos que ve en las lápidas y dice: «quizá lo que los alemanes más envidiaban a los judíos eran sus hermosos apellidos, tan vinculados al país y al idioma
«[M]ostró un párrafo en el que decía que, en caso de infracción, tanto el judío de que se tratara como el adquirente debían contar con que la policía del Estado adoptaría las medidas más severas. ¡El judío de que se tratara!”, había exclamado Ágata, y luego: ¡Cómo escribe esa gente!» (Austerlitz, 178). 4
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en que vivían» (Los emigrados, 269). Las resonancias de los nombres se disparan en idiomas diversos. No voy a analizar aquí la abrumadora presencia de toponimia y apellidos con dimensión simbólica que existe en la obra sebaldiana. En el inicio de Austerlitz, el narrador llega a Amberes, «que hasta entonces conocía únicamente de nombre», donde se siente mal y recorre inquieto «el centro de la ciudad por la Jeruzalemstraat, la Nachtegaalstraat, la Pelikaanstrat, la Paradijstraat, la Immerseelstraat y muchas otras calles y callejas» (7). Jerusalén, ave nocturna, pelícano, paraíso. Esos campos semánticos se entrelazan en la madeja textual sebaldiana; remiten a la exploración global del mesianismo, del judaísmo, de la herencia de los Ostjuden. Los propios autores que Sebald persigue en sus viajes o parafrasea en su prosa son enlazados conceptualmente gracias a ese recurso metalingüístico. Stendhal y Casanova, dos de los escritores tratados en Vértigo, son unidos cuando se menciona que Stendhal muere en la actual rue Danielle Casanova (27). En la segunda sección de Los emigrados, cada uno de los viajes del narrador a los Estados Unidos supone la enumeración de los nombres de los pueblos o lugares por donde pasa. Por ejemplo: «Monroe, Monticello, Middletown, Wurtsboro, Wawarsing, Colchester y Cadosia, Deposit, Delhi, Neversink y Niniveh: […] a través de un país de juguete de colosales proporciones, cuyos topónimos habían sido rebuscados y seleccionados arbitrariamente por un invisible niño gigante entre las ruinas de otro mundo ya desahuciado» (Los emigrados, 127). Obviamente se refiere a la construcción de un nuevo país sobre la emigración del Viejo Continente: esa alusión oblicua se sustenta en la enumeración de topónimos, uno de los tipos de palabra más connotado por la historia. «Language is the first victim of Sebald’s Heimweh. Foreign cadences roam his German texts», ha escrito Elcott, y lo ha llamado «his radical use of languages» (2004: 206). En un primer nivel estaría el uso del inglés y del francés (y en menor medida del italiano, del holandés, del irlandés, del hebreo o del checo) dentro de la narración, que jamás es gratuito ni se limita a colorear la caracterización del personaje, sino que deviene una herramienta retórica de contraste, de cambio de ritmo brutal, de síntesis incluso —por ejemplo, en el primer capítulo de Los emigrados, cuando Selwyn dice en inglés que quizá vendió su alma (31), o en el pasaje de Los anillos…, cuando Hamburger afirma, en medio de una narración en alemán, «How little there has remained in me of my native country» (184)—. El collage lingüístico es además una técnica de realismo: los discursos de los
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personajes y las citas fotográficas (recortes de prensa, imágenes, postales) remiten a la movilidad idiomática del discurso en movimiento. En un segundo nivel, encontraríamos la reflexión sobre la extraterritorialidad lingüística de autores como Nabokov o Conrad/Konrad, que llega hasta la propia cita de nombres con repercusiones simbólicas (Conrad: crítico inglés del imperialismo; Konrad Korzeniowski, víctima polaca del imperialismo ruso)5, al mismo tiempo que se indaga en los límites del lenguaje, en sus patologías, en su pérdida y recuperación. Personal, como ocurre en el caso emblemático de Austerlitz; colectiva, como cuando Madame Landau define a Paul Bereyter con un nombre, «melammed» (Los emigrados, 71), que le es ajeno y desconocido a él, al tiempo que lo caracteriza a la perfección (maestro vocacional de primaria, en hebreo y yíddish). En un último nivel, el lenguaje dialoga con las ilustraciones, o es directamente emitido por ellas, en una compleja dinámica que no puedo desarrollar aquí, que incluye todos los niveles que he mencionado: por ejemplo, el contraste entre la prosa compacta en alemán y mensajes escritos en otros idiomas que se reproducen gráficamente. Todavía está por hacer un análisis exhaustivo de la presencia de lenguaje nazi en Sebald6. A veces, las palabras del alemán están ligadas a la infancia en un contexto no desnazificado. Cuando visita Breendonk, que fue prisión del ejército hitleriano, un olor a jabón verde activa un proceso proustiano que lo lleva a la «palabra Würzelbürste (cepillo de fregar) que siempre me ha repugnado y que mi padre utilizaba con predilección» (Austerlitz, 29). Las palabras vienen del padre y del abuelo7. Austerlitz tardará en descifrar las palabras alemanas que rigen las partes de Theresienstadt: larguísimas, administrativas, mortales: como «Reinlichkeitsreihenuntersuchung» que significa «inspección higiénica en serie» o «Entwesungsübersiedlung», «traslado de desparasitación» (237). La mentira de la retórica nazi alcanza todos los niveles: hasta los sellos, con su imagen bucólica de Theresienstadt (240): imagen y letra, oficiales. En «Il retorno in patria» de Vértigo se menciona la naturaleza fronteriza y multilingüe de W., el pueblo natal del narrador Sebald. Las mujeres 5 Winfried Georg Sebald: escritor alemán emigrado; Max Sebald: profesor inglés inmigrado. 6 Para una visión simplificada de la propuesta de Sebald en el conjunto de la literatura alemana sobre el nazismo y el exterminio, ver Schlant 1999. 7 «The smell / of my writing paper / puts me in mind / of the woodshavings / in my grandfather’s / coffin» (For Years Now, p. 42).
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tirolesas hablan en «un dialecto que le era conocido desde la niñez y que se articula en la parte posterior de la garganta, como si fuera una lengua de pájaro»; algunas páginas antes había mencionado el cáncer de garganta que atenazó a Kafka, y de Gracchus, el grajo, el pájaro negro; después hablará de la sensación que experimenta el narrador Sebald de estar en medio del desierto, con «el sabor a podredumbre en la lengua a causa de la piel deteriorada de la faringe» (Vértigo, 194). De la infancia en el pueblo a la madurez extraterritorial, pasando por el cáncer de Kafka en el aparato fónico. Otra estrategia de adecuación estilística al objetivo ético (la justicia con las víctimas de la cultura propia) tiene que ver con el uso del intertexto. Como en Goytisolo, la lengua literaria sebaldiana utiliza la cita y la paráfrasis (declaradas o incrustadas en la prosa) como forma de filiación, al tiempo que emplea estrategias de contra-lengua para desmarcarse o criticar las palabras de escritores que lo precedieron. Klaus Gasseleder ha analizado pormenorizadamente, por ejemplo, cómo Sebald adapta un testimonio real de una víctima de la violencia nazi (el de Thea G.) para crear el relato de la madre de Aurach en Los emigrados. En ese sentido, es significativa la incorporación de la terminología freudiana en la obra de Sebald (Long y Whitehead 2004: 8), como comentaré más adelante, o las inversiones a las que somete a Goethe en contraposición a las citas literales que hace de Kafka o de Hofmannsthal, como parte del diálogo de los personajes. Cuando Andreas Huyssen analiza Sobre la historia natural de la destrucción, escribe: En su Detlevs Imitationen «Grünspan» Fichte incorpora el bombardeo de Hamburgo y los incendios fatales, movido por el 25 aniversario de 1968. Los pasajes pertinentes responden a una estrategia de escritura claramente marcada como contra-texto de Nossack —sobrio y clínicamente objetivo, opuesto a lo emocional y abiertamente metafórico—. Era la reescritura de alguien de la generación siguiente, que había presenciado los bombardeos de niño y cuya sensibilidad literaria correspondía a la de una generación comprometida con el modo documental. Nossack pertenecía a la generación que los críticos llaman la «primera generación secreta», aquellos que fueron el núcleo central de Gruppe 47 y que comenzaron a escribir durante o incluso antes de la guerra. Tanto Fichte (nacido en 1935) como Kluge (nacido en 1932) se ubican entre esta «primera generación secreta» y la segunda generación
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propiamente dicha, aquellos que, como Sebald, no tienen recuerdos de una infancia bajo el Tercer Reich (Huyssen 2004: 12).
En mi opinión, con contra-texto se ha captado muy bien cómo entiende lo literario Sebald. Porque lo que él está proponiendo en su libro es precisamente una forma más competente de representar los bombardeos aéreos que sufrió Alemania, en diálogo crítico constante con sus precedentes. Con algunos muestra empatía; con otros, rechazo: contra-textualmente. La tentación del Sur Juan Goytisolo publicó, a principios de los sesenta, una trilogía de libros de viaje: Campos de Níjar (1960), La Chanca (1962) y Pueblo en marcha (1962). Los dos libros andaluces se inscriben en un contexto, el del turismo, que el propio Goytisolo calificaba en aquella época «de importancia nacional» (Furgón, 175), desde una perspectiva crítica que ha mantenido después. Barthes alertaba tempranamente de cómo las guías europeas constituían, con el pretexto del turismo, coartadas ideológicas del régimen franquista (Barthes 2003: 126-127). Goytisolo sintoniza con esa perspectiva. En la portada de Campos de Níjar (1960) —cuya primera edición llevaba las fotografías de Vicente Aranda intercaladas en el texto, como es habitual en el reportaje periodístico—, se leía el subtítulo o reclamo «Relatos». La confusión terminológica se debe a la ausencia de una conciencia del género de viajes en la literatura española. Goytisolo tampoco sabía que estaba iniciando con ese libro una corriente dentro de su propia obra, en estrecha relación con su novelística, que iba a ser muy fecunda. No había reflexionado suficientemente sobre el género y se situaba en éste como un seguidor del estilo forjado por Cela y sus continuadores del realismo social López Salinas y Antonio Ferres. Efectivamente, su primer relato de viaje se acerca al reportaje periodístico literario, en la línea que había cultivado la generación del 98, Noel o Cela, entre otros. Como la primera edición de Viaje a la Alcarria, publicada por Revista de Occidente, Campos es acompañado por fotografías. Aunque aparezcan las opiniones políticas del autor y algunos elementos de su mundo personal (lo africano, los parias, etc.), se pretende una cierta objetividad, que se traduce, por ejemplo, en la desaparición del narrador en los diálogos o
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en un lenguaje que busca la sobriedad —«novela realista, testimonial, fotográfica» (Disidencias, 157). Los mismos elementos aparecen en Pueblo en marcha (1962), donde el activismo ideológico es aun más intenso que en sus contemporáneos andaluces. Incluso la reproducción fonética del cubano tiene que ver con una hiperbólica convicción política: «las perspectivas de la lengua castellana en Cuba, he ahí una materia ante la que ningún intelectual español puede manifestar indiferencia o descuido» (Furgón, 118). También en ese caso experiencias temporales más extensas se condensan en el relato de unos pocos días, resumidos en un centenar de páginas con vocación periodística. Goytisolo alterna el yo con fórmulas en tercera persona propias de toda su producción, como «el viajero». Viaja con chófer, pero busca siempre el callejeo por cuenta propia. La obligación ideológica de retratar el sufrimiento del prójimo le lleva a ciertas fórmulas que se encuentran en los tres libros, como las escenas clónicas en que el alcohol y la conversación con gente del pueblo lo conducen a la conciencia dolorosa y al insomnio (Pueblo, 49). Navajas elude de soslayo al gran problema del libro cuando afirma que «Pueblo… es un libro positivo; se centra más en los logros que en la crítica de la revolución cubana» (Navajas 1979: 134). A diferencia de los otros dos reportajes, Pueblo en marcha incluye un primer capítulo a modo de prólogo, en que Goytisolo narra su relación personal y familiar con Cuba (devendrá un topos de su obra de ficción posterior). En él, además de hablar del bisabuelo y sus esclavos, encontramos una figura habitual en la literatura de viaje: el del niño mirando el mapa del lugar adonde viajará cuando sea adulto. Pero su configuración, esta vez, no es geográfica o romántica (como en «Le voyage» de Baudelaire o en Heart of Darkness de Conrad), ni paródica (como en Lolita de Nabokov), sino política: «El fin de la Guerra Mundial me había abierto los ojos respecto a los progresos del socialismo y, quienes me habían enseñado a dar gracias a Dios por mi piedad y mi fortuna, me ponían en guardia, entonces, contra su empresa destructora. En el mapamundi escolar medía el avance de la gangrena y, en tanto que relegaba al olvido mis ensoñaciones infantiles» (Pueblo, 11). Obviamente, se refiere a un momento biográfico anterior a su compromiso con la izquierda. Con «gangrena» se refiere, desde un punto de vista empático con el dominante en España, al avance del comunismo; en la misma época llamará a España con otra metáfora médica, «el Gran Cáncer». La figuración del viaje en Goytisolo, por tanto, tiene desde sus orígenes un componente político.
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Hay que esperar a La Chanca para observar mecanismos de apropiación del género, una progresiva adecuación a los parámetros de la poética personal. El viaje nace de una conversación casual con un inmigrante almeriense en París, es decir, a través del desvío espacial, gracias a la distancia física. En la narración habla alternando el yo con apelativos distanciadores en tercera persona («el observador», «el forastero», «el visitante» y, en las notas a pie de los apéndices, «el autor»). En los diálogos, Goytisolo opta por mantenerse apartado de la conversación narrada, aunque participara en la conversación real. En otras palabras: en una casa o en una taberna, parece como si no hablara cuando en verdad lo hizo. Eso le conduce a una necesidad problemática, la de adjudicar a los demás, disfrazadas con palabras y expresiones ajenas, opiniones políticas propias, sobre una solidaridad y una lucha que la gente del pueblo expresa con sus propias palabras. Debe entenderse, obviamente, en las coordenadas del realismo social. Al menos en dos ocasiones (a propósito de la hospitalidad del Luiso y cuando observa a los fumadores de grifa en un bar) sus apreciaciones son más propias de un antropólogo marxista que de un escritor. Una de las obsesiones del relato es diferenciar a éste del que perpetúan los turistas. Durante todo el libro se habla de los turistas franceses que fotografían las calles de la Chanca y que insisten en que los niños aparezcan semidesnudos. Las fotografías que acompañan ambos relatos de viaje goytisolianos actúan como un contra-discurso: su desolación no es pintoresquismo, sino denuncia. En este sentido, Goytisolo perpetúa la imagen negativa que ha tenido el turista en la ficción occidental. En sus libros los turistas —como los japoneses sin pies del escultor Juan Muñoz— no son personas ni personajes, sino tipos. A mis ojos el gran acierto del libro, su importancia, radica en otras soluciones formales (y por tanto ideológicas), más innovadoras, que Goytisolo encuentra para alejarse de relatos de viaje tradicionales. En el capítulo noveno cita extensamente al geógrafo árabe Mohamed-AlAdrisi, quien recuerda que Almería fue la principal ciudad de los musulmanes en la época de los almorávides. Otras citas de historiadores y viajeros sintetizan la historia de la región como una devastación, una prolongada decadencia desde esa época dorada. Pero en el libro no hay más alusiones de este tipo, quizá para evitar las largas digresiones históricas propias de la receta canónica del libro de viajes. Inteligentemente, como destaca Henn (1988: 263), Goytisolo reúne esos fragmentos en un apéndice, junto con material estadístico y sociológico, externo a la
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narración de un viaje que está, sobre todo, desnudo de datos e anécdotas históricas ajenas a los personajes, que se focaliza en el encuentro entre un escritor y una realidad ocultada por un régimen totalitario. Precisamente su exterioridad al cuerpo de la narración permite, al tiempo que rompe con un imperativo de la literatura de viajes tradicional, que la lectura se enriquezca a posteriori. Ese acopio de información subraya otro elemento de la narrativa de viajes goytisoliana que se desmarca conscientemente de sus contemporáneos y predecesores. En una entrevista con Francisco Olmos García, Goytisolo revelaba que había pasado cuatro años estudiando Andalucía antes de su primer libro de viajes y esgrimía ese dato como parte de su proyecto en oposición a Cela y al 98: el libro precisa investigación y debe ser literatura documental (citado por Henn 1991: 431). En El furgón de cola hay varios ensayos y artículos de esa época que refieren a esos viajes por el Sur español. Goytisolo utiliza una formulación problemática para referirse al descubrimiento de la pobreza por parte de Gerald Brenan y de él mismo: «estética de la pobreza»; aunque la distancie del «misticismo egocéntrico del Noventa y Ocho por la Meseta castellana, anacrónico ya en el tiempo de sus primeras manifestaciones» (Furgón, 58). En el volumen se incluye «Tierras del sur» (dedicado a Brenan), el texto que actuó como prólogo de la traducción de Campos de Níjar al italiano, donde se reflexiona sobre esa estética que sólo lo es para quien busca el exotismo de una tierra. Para ir más allá de lo exótico, en el caso de un catalán que viaja a Andalucía, se debe «mostrar cómo —culturalmente oprimida— la burguesía catalana es económica y socialmente opresora» (Furgón, 189). Goytisolo cae en un tópico que ha sido esgrimido desde el siglo xix por los viajeros españoles por España: «Cuando tenemos ocasión de viajar los españoles preferimos visitar los países extranjeros a recorrer las zonas olvidadas de nuestra geografía». Pero añade: Europa ejerce desde siempre gran influencia sobre nosotros y la confrontación con sus ideas y estilos de vida nos ayuda sin duda a realizar el examen de conciencia que tanto necesitamos […]. Sin embargo, me parece imposible comprender la encrucijada histórica que vivimos en toda su complejidad sin haberse aventurado antes por las dehesas manchegas, los trigales extremeños, los campos murcianos y andaluces (Furgón, 189).
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Toda enumeración es una gradación: la Mancha en primer lugar; aún estamos lejos de la crítica profunda y real al 98. Sin embargo, la solidaridad y la crítica social, ajenas al 98, están en Goytisolo, quien viaja para destruir el tópico de la pobreza natural del Sur de España, la cual se debe obviamente a un sistema de opresión económica, al que él pertenece familiarmente. Y que ve en la auto-crítica (familiar, nacional) el primer paso hacia su propia europeización y occidentalización. Una nota final de ese texto revela por qué Juan Goytisolo no se planteó recurrir al libro de viajes en su voluntad de renovación vanguardista de la narrativa española: «La garrulería de los paisajistas actuales, con sus manoseados tópicos y latiguillos casticistas, prueba, sin lugar a dudas, el agotamiento definitivo del género» (Furgón, 201). De nuevo el fin de: sólo discurso. *** España y los españoles fue publicado por primera vez en alemán en 1969, en una edición ilustrada con fotografías. Como ha señalado Ana Nuño, se inscribe en un momento crucial del pensamiento del autor, como testimonio de la digestión de la influencia de Américo Castro y de la progresiva incursión en la historiografía e historia literaria españolas, entre Señas de identidad (1966) y Reivindicación del conde don Julián (1970). Es, además, el único volumen que Goytisolo ha dedicado monográficamente a su país de origen. A la luz de lo que aquí nos ocupa, España y los españoles cobra una dimensión que nadie ha señalado. Se trata de una guía de viaje, o, al menos, de uno de esos libros, ilustrados con grandes fotografías, que recorren los temas clave de un país, de cara a sus visitantes extranjeros. La mayoría de los contemporáneos de Goytisolo con afición al viaje escribieron volúmenes formalmente parecidos (Ridruejo, Cela, Díaz-Plaja, Luján). Aunque prima la historia, ejemplificada a partir de la literatura, en el tono de examen crítico que caracteriza a Goytisolo, también hay lugar en el libro para la reproducción de anécdotas y experiencias de viaje por España. En el capítulo «Mr. Hemingway va a ver corridas de toros» (España, 101110), no obstante, es donde se hace más evidente esa dimensión de guía de viaje o de libro para lectores extranjeros (Alemania, en los sesenta, es uno de los primeros exportadores de turistas al Sur): se impone la necesidad, dictada por los imperativos del género, de hablar de tauromaquia. Tampoco se puede substraer el escritor de mencionar los mejores vinos
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españoles, siguiendo regiones y preferencias. Unas palabras tan alejadas del universo goytisoliano, que pocos años antes había escrito su trilogía testimonial evitando cualquier concesión al folclorismo, quizá se deban a una exigencia de la editorial que le encarga el libro; el final abrupto del capítulo así lo sugiere: «Pero dejemos a Hemingway, el vino y los toros y volvamos la vista a España en el momento de gran crisis económica mundial provocada por el derrumbe de Wall Street, y en vísperas ya de vivir la tragedia más honda de su historia» (España, 110). Sin embargo, es interesante la opción ideológica que rige el desarrollo del libro, según la cual se opta sistemáticamente por los testimonios de viajeros extranjeros en detrimento de los de intelectuales autóctonos. Por abundar en el caso citado, la mirada de Hemingway se impone a la de otros escritores españoles que también hablaron de los toros, incluso en contra de ellos (como Noel o Gutiérrez-Solana). Cuando de hablar de Goya se trata, por ejemplo, priman los juicios de Malraux y son silenciados los de Ortega y Gasset, entre tantos otros; el siglo xviii es visto a través de los ojos de Blanco White; el xx, gracias a la intercesión de Dos Passos o Brenan8. Opción ideológica. Apuesta por la perspectiva de los viajeros, en detrimento de la nativa. Entiendo que Goytisolo sigue un camino que había formulado en sus primeros reportajes de viaje, que expresó teóricamente en El furgón de cola y que cristaliza en su famosa trilogía novelesca. El enemigo a vencer es la supuesta Unidad de España. Su acoso y derribo va a simultanearse en innumerables frentes. Uno va a ser la multiplicación de discursos extranjeros contra el continuismo de los discursos autóctonos. Si, como quiere Ette, de las cinco figuras fundamentales del movimiento en la literatura (el salto, el círculo, la estrella, la línea y el péndulo) es este último el paradigmático del viaje posmoderno (2001, 60), la oscilación entre las dos perspectivas (la nativa y la extranjera) y entre dos espacios (el otro y el español) va a presidir la producción goytisoliana, siempre a caballo «entre dos o más mundos» (ibid.). La misma opción extranjerizante orienta su introducción a Obra inglesa de Blanco White (1972). Ambas obras se sitúan en una misma época de lecturas e inquietudes. Escribe Goytisolo en su introducción: «Un día habrá que examinar con detenimiento las razones en virtud de las cuales 8 Henn (1991) ha señalado una lectura superficial de Al sur de Granada por parte de Goytisolo; la literatura de viajes convencional de Brenan se opondría, según él, al proyecto político y literario de Goytisolo.
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los testimonios más significativos y válidos sobre la primera mitad del pasado siglo fueron obra de un expatriado (Blanco White) y dos forasteros (Borrow y Ford)» (OIBW, 43). De hecho, incluso encontramos en ese texto oraciones prestadas de España… (es de suponer que en aquel momento no era contemplada la traducción del libro al español). Como ensayo, su prólogo a una selección de fragmentos de la obra del exiliado sevillano no aporta información que no encontremos en la investigación de Vicente Llorens, a quien está justamente dedicado el volumen9. Es desde un punto de vista de poética personal donde reside la importancia del texto. Goytisolo cita extensamente el capítulo de Historia de los heterodoxos españoles en que Menéndez Pelayo condena, a caballo entre los datos y las mentiras, a Blanco White. Ya he comentado, por otro lado, cómo las reflexiones de White sobre lengua y censura influyen en la gestación del contra-lenguaje goytisoliano. Quizá lo más relevante del texto, bajo la óptica de lo que es aquí analizado, sea la exploración de los paralelismos entre las figuras de Cernuda y de White, y la progresiva identificación entre Goytisolo y el autor que prologa y traduce. En El furgón de cola ya había dos ensayos sobre Cernuda: «Cernuda y la crítica literaria española» y «Homenaje a Cernuda». Como en el caso de White, le interesa a Goytisolo más su condición de exiliado integrado en la tradición literaria de su cultura de adopción (como traductor) que su naturaleza viajera. En esa primera época todavía no focaliza el viaje como tal. Cernuda fue, a ojos de Goytisolo, un exiliado moral que después también lo fue físicamente. Afirma que su poesía «se enriquece con una serie de elementos formales y temáticos» a partir de su exilio de 1937 (Furgón, 101), pero no analiza su exploración poética del desarraigo y el movimiento. Destaca su contacto con formas de sociedad industrial mucho más desarrolladas que la española en «su largo exilio en Inglaterra (1938-1947), y Estados Unidos (1947-1952)» (106), pero no menciona México ni Variaciones sobre tema mexicano. Aunque, en fin, sí comenta que su camino de perfección poética se relaciona sin duda con su exilio y analiza sus representaciones de España/Madrastra.
Ver los ensayos de Vicente Llorens «Sobre la aparición de “Liberal”», «Moratín, Llorente y Blanco White», «Jovellanos y Blanco» y «Los motivos de un converso», contenidos en Literatura, historia y política (1967), y el capítulo décimo de su libro Liberales y románticos (1954). Para el examen más crítico que se ha escrito sobre White ver el capítulo VII de Memoria y exilio (2003), de Eduardo Subirats. 9
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La lectura que Goytisolo hace del nacimiento de la modernidad española le lleva a afirmar que Jovellanos «rehúsa toda contemplación estética, mira a veces sin ver […] analiza las cosas desde un punto de vista exclusivamente moral» (España, 76-77) y que en España «no hubo ni uno solo de verdad [escritor] en todo el siglo xviii» (El bosque, 205). Obviamente, eso implica un rechazo de los escritores españoles viajeros de esa época (Moratín, Mesonero Romanos, Pons, el propio Jovellanos, etc.). La única figura que destaca en ese pobre panorama es la de White. En 1972 declaraba que los dos autores que más habían influido en él últimamente habían sido «dos escritores exiliados, dos parias, dos malditos: Blanco White y Cernuda» (Disidencias, 290). A ojos de Goytisolo, ambos se sitúan, en un movimiento que se reafirma en el exilio pero que se puede rastrear antes de él, en oposición a un contexto hispánico de mediocridad. En la sección IX de la «Introducción» a la antología de textos de White, Goytisolo pergeña una semblanza en paralelo de ambos escritores; aunque no estén presentes los elementos del tercer elemento en comparación (el propio Goytisolo), éstos pueden irse deduciendo: Uno y otro muestran tempranamente un ansia secreta de partir, alimentada por su afición a los libros de viajes: el joven Cernuda confiesa que «no podía menos de sentir hostilidad hacia esa sociedad en medio de la cual vivía como un extraño» y el desacuerdo de su instinto amoroso con las convenciones morales y sociales acentúa todavía más su extrañamiento; cuando el canónigo Blanco pierde la fe, descubre con angustia y horror que está condenado «a amar a escondidas y disimular unos sentimientos que, aunque inocentes en sí mismos, una execrable superstición había pervertido y envenenado», lo que le resolverá «a declararse enemigo decidido de la leyes e instituciones» que le obligan a encubrir sus ideas y afectos. El conflicto creado por la homosexualidad de uno y el celibato forzado de otro eran especialmente gravosos conforme ambos detestaban por el igual del engaño y la hipocresía (OIBW, 119).
Para Juan Goytisolo es, por tanto, esencial la relación entre huida y sexualidad. Lo más importante es que «tanto Cernuda como Blanco pasaron victoriosamente la prueba que, para todo poeta y escritor, supone el destierro» (OIBW, 123). Como Américo Castro y el propio Goytisolo, se adaptaron perfectamente al nuevo contexto que los acogió. Al mismo tiempo, la distancia, según Goytisolo, al contrario que a la mayoría de escritores
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españoles que ha emigrado, les fue fecunda: «Los dos sevillanos fueron capaces de dar el salto (el uno cambiando de lengua, el otro purgando y reelaborando la suya)» (125). Los modelos están claros. Sin la poesía cernudiana ni el modelo crítico de Letters from Spain (1822) y The Life of the Rev. Joseph Blanco White written by Himself (1845) no se puede entender el proyecto novelístico de la Trilogía del Mal10, contemporáneo a la absorción de esas lecturas que le llevaron a su particular lectura del movimiento. Como todos los libros anteriores de Goytisolo, la primera entrega de su trilogía, Señas de identidad (1966), se basa estructural y temáticamente en la circulación a un tiempo física y mental de los personajes. Pero, como es sabido, supone un cambio de aliento en su trayectoria: a partir de este momento sus libros no estarán sujetos a una periodicidad de mercado y mostrarán una prosa y una audacia técnica y conceptual que requerirá la colaboración del lector. La cita de una enorme cantidad de topónimos de todo el planeta anuncia la expansión física y conceptual del universo de Goytisolo11. Los espacios reales de la novela en que se sitúa la acción son, sobre todo, Barcelona y París, pero también aparece España. Por última vez será el escenario protagonista de una novela de Goytisolo. Se fragua la despedida. Hay un fragmento de la novela que merece ser reproducido en extenso: La suerte os burló a los dos. El Norte obeso puso los ojos en ella y una infame turba de especuladores de sol (agotados sucesivamente el oro, la plata y los ricos filones de sus entrañas; los bosques, los regadíos, las dehesas; la rebeldía, el orgullo, el amor a la libertad de los hombres por la usura avariciosa de los siglos) ha caído sobre ti (oh nueva, abrasada Alaska) para acumular y enriquecerse a costa de tu último don gratuito (el celeste chivo enardecedor y violento), fundar colonias, chalés, snacks, paradores de turismo, tabernas andaluzas, hoteles, afeando el país sin mejorar al habitante: expertos alemanes, peritos en playas, solitarios cazadores de fortuna, laureados y canosos combatientes de la Cruzada y hasta una dama gárrula tocada con un turbante hindú que lee gravemente Mío Cid sobre
La inclusión de Señas, Don Julián y Juan sin tierra en un único volumen, publicado por El Aleph en 2004, llevó a ese título, Tríptico del Mal. 11 Para una lista de las ciudades, países y continentes que son mencionados en Señas de identidad ver Pérez 1984: 149. 10
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la inhóspita giba de un camello (una doncella, en la otra, la sustrae del rijo solar con una descolorida sombrilla). Tierra pobre aún, y profanada; exhausta y compartida; vieja de siglos, y todavía huérfana. Mírala, contémplala. Graba su imagen en tu retina. El amor que os unió sencillamente ha sido. ¿Culpa de ella o culpa de ti? Las fotografías te bastan, y el recuerdo. Sol, montañas, mar, lagartos, piedra. ¿Nada más? Nada. Corrosivo dolor. Adiós para siempre adiós. Tu desvío te lleva por nuevos caminos. Lo sabes ya. Jamás hollarás su suelo (Señas, 205).
Se escenifica la ruptura entre el yo y su país mediante metáforas eróticas que después devienen geográficas: «Norte obeso» y «Alaska». Sin duda en esa visión del Sur hay aún una mirada políticamente programada; pero al mismo tiempo, el paralelo de la relación entre el protagonista con el paisaje y el protagonista con su amada introduce en este pasaje otros elementos de análisis. Por ejemplo, la identificación entre turismo y decadencia, sin observar algo que después, como ya se ha indicado, formará parte de la lectura goytisoliana de la Transición: es precisamente ese turismo (movimiento inverso y complementario al de la emigración) el motor del cambio hacia la modernización. Esa enumeración final de cinco elementos naturales como metonimia del Sur remite a una idealización romántica, paisajística, que se vincula noventayochísticamente con el Cid, que Goytisolo subvierte mediante la parodia multiculturalista: la dama con turbante hindú reproduce la imagen tópica de la inglesa decimonónica. España es como Egipto a ojos de los turistas que fundan en ella «tabernas andaluzas». Sin embargo, lo más interesante es cómo las líneas finales prefiguran la despedida (pendular) tematizada en las primeras páginas de Reivindicación del conde don Julián (1970): tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti: con los ojos todavía cerrados, en la ubicuidad neblinosa del sueño, invisible por tanto y, no obstante, sutilmente insinuada: en escorzo, lejana, pero identificable en los menores detalles, dibujados ante ti, lo admites, con escrupulosidad casi maniaca (Don Julián, 83)
La segunda parte de la Trilogía del Mal, y primera novela de madurez del artista, debe ser entendida, en lo que a los conceptos de espacio y viaje se refiere, como la primera cristalización de las tres principales influencias en la literatura de Goytisolo: Cernuda, White y Castro.
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Reivindicación… cumple a su manera con la unidad de tiempo y de lugar, y tiene una estructura espacial relativamente lineal; pero hay en la novela una aceleración, un movimiento vertiginoso que «dinamiza las coordenadas cronotópicas» (Martín Morán 1989: 255). Su punto de partida es físico (la frontera entre España y Marruecos, el Estrecho de Gibraltar); la primera parte configura un cronotopo: el Tánger de la segunda mitad de los años sesenta (el cine, la plaza, los baños árabes)12. Tánger ya es, cuando Juan Goytisolo llega a ella una ciudad literaria: «aunque despojada de su brillante estatuto internacional, la ciudad es un crisol de todos los exilios» (Reinos, 93). Después la topografía se va tornando anti-mimética, simbólica, mediante una espacialización del sarcasmo: los bigotes de Tariq donde caga Séneca, la vagina de Isabel la Católica, la gruta de Mrs. Putifar, la cueva de Altamira. Lo único que comparten todos esos lugares, desde el Estrecho hasta el sexo de Isabel, es su re-semantización como contra-espacios (como lugares de oposición al mito nacional-católico). Como se puede observar, una de las preocupaciones fundamentales de Reivindicación…, como lo será de Juan sin tierra, es la del cuerpo, visto como transgresión y escatología. Es uno de los frentes de batalla del proyecto, así se refleja en los ensayos sobre literatura del propio Goytisolo contemporáneos a la gestación de las novelas: «El examen de la actitud tradicional de la cultura española con respecto al cuerpo, desde los Reyes Católicos hasta la fecha, merecería un estudio aparte. El odio a la felicidad corporal de la mayoría de nuestros escritores es realmente prodigioso» (Disidencias, 118). A esa conciencia de ruptura responde la reivindicación de lo sexual y de lo escatológico: espacializar el sexo de la reina por excelencia de la historia española, viajar por él: violarlo. La voluntad de problematizar el yo conduce al escritor a alternar la primera y la segunda persona, como una forma de desdoblamiento. El 12 Para entender el modus operandi de la literatura goytisoliana es interesante ver la primera caja del Archivo Juan Goytisolo de la University of Boston; en él se contienen fotografías de Vicente Aranda sobre el cementerio de Montjuich, que ayudaron a Goytisolo en la redacción de Señas…; y fotografías propias de los encierros de Elche de la Sierra. Por tanto, el viaje tiene tanto un registro escrito como otro visual («tengo una cámara, de las baratas. A veces te encuentras con las cosas más increíbles y si no las documentas tú mismo, nadie te creerá», dice Sebald en la entrevista de Zeeman 2003). En esa caja también se encuentra un plano de Tánger de la enciclopedia Espasa-Calpe y un croquis manuscrito del Zoco Chico: existe, por tanto, una realidad física, documentada, sobre la que se construye la experiencia topoliteraria.
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mismo procedimiento observaremos en su primer volumen de memorias, Coto vedado (1985), que es también su primer libro de viajes internacional. Su semilla es la cronología que cierra el volumen Disidencias, escrita en tercera persona por el propio Goytisolo —tal como se indica en una nota inicial—, que se podría considerar como su primer relato de viaje autobiográfico internacional y transfronterizo. En él se da cuenta de fechas e impresiones muy escuetas sobre Madrid, Milán, París, Andalucía, URSS, Cuba, Marruecos, Estados Unidos, México, el Sáhara, Siria, Líbano, Egipto, Jordania, Argelia, Turquía, Canadá (Disidencias, 327-346)13. Veo en ello un posible esquema de sus memorias de viaje y, al mismo tiempo, parte de su experimentación con las personas del verbo para expresar los movimientos del yo. Una experimentación que ya había sido ensayada en Señas… (Schulman 1988). Pero regresemos a la Trilogía. Esas consideraciones también son pertinentes a la hora de observar Juan sin tierra (1975) como novela de viaje. El movimiento rige sus mecanismos narrativos. Si en la novela de tradición cervantina el motor argumental es el avance, retroceso o digresión de su protagonista, en Juan sin tierra el movimiento físico o mental de los personajes deviene aún más secundario que en su anterior novela, porque la dinámica proviene de la fuerza del bolígrafo del escritor, tematizado en el interior de la novela. La página en blanco se convierte en espacio físico. El viaje, pese a la aparición de personajes que se trasladan, algunos de ellos además viajeros, como Lawrence de Arabia o Ibn Turmeda14, es ante todo textual: «despréndase Para una interesante cronología que pone en relación la obra de Juan Goytisolo con acontecimientos biográficos y de contexto político e histórico ver el libro de Le Vagueresse (2000). En Retrato de Juan Goytisolo, Ruiz Lagos amplía la cronología que he mencionado. 14 En el segundo volumen de su Història de la literatura catalana (1965: 265-308), Martí de Riquer afirma que «La vida d’Anselm Turmeda ofereix potser més interès que els seus escrits», mallorquín de los siglos xiv y xv, franciscano (lo calla en su autobiografía), estudió en Tarragona, Boloña y París. Un gran maestro de Boloña, Nicolás Martel, le confesó que había descubierto a quien se refería en verdad Cristo cuando dijo que tras él vendría el profeta Paráclito (Mahoma). Por eso se hizo mahometano, en Túnez. Su nuevo nombre fue Abd Allah ibn Abd Allah al-Tarchuman al-Mayurquí al-Mahtadí (el Sirviente de Dios, hijo del sirviente de Dios, el intérprete, el mallorquín, el convertido a la fe; era conocido como El Intérprete). Fue tenido en alta consideración tanto por cristianos como por musulmanes; éstos lo consideraron sabio y santo. Riquer no alude a la homosexualidad del personaje. Por tanto, más que un escritor fue un mediador entre Oriente y Occidente. En Túnez todavía se peregrina a su tumba. A propósito de la Disputa 13
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del binomio opresor espacio-tiempo» (JST, 131). El alto grado de autoconciencia de la obra goytisoliana facilita, como siempre, el camino del crítico: «el placer clandestino que el correr de la pluma (del sexo) creará en el espacio textual» (140). El vínculo entre escritura y sexo (bolígrafo fálico), entre creación y pasión, provoca la correlación entre viaje geográfico y movimiento erótico: «someterás la geografía a los imperativos y exigencias de tu pasión: desde las callejuelas de Riad Ez-Zitún hasta los aledaños de la Gare du Nord» (82). El atajo entre los espacios es creado por el deseo del escritor, que los reduce a topónimos, esto es, a palabras. Como palabras son los pronombres, vehículo de la identificación entre el narrador y los personajes que pueblan la obra, alfombras aladinescas que permiten el viaje entre los sitios diversos: «has recorrido de un extremo a otro el ámbito del Islam desde Istanbul a Fez, […] gracias al oficioso, complaciente llavín de unos pronombres apersonales prevenidos para el uso común de tus voces proteicas, cambiantes» (158). No estamos tan lejos de relato fantástico o de ciencia-ficción, pero en ellos encontramos un pacto de verosimilitud que aquí se rompe. La narración mutante remite a la condición líquida de la posmodernidad. El canon muta; también las palabras, las páginas, el libro. Continúa la reflexión ficcional sobre el turismo: «The critique of tourism and capitalism in Juan sin tierra is magnified to address the international phenomenon of transnational capitalism» (McClennen 2004: 218). Es decir, de ser considerado en los libros de viaje andaluces como un fenómeno que afecta a la modernización de España y que une a ésta con el espacio europeo, se ha pasado en la Trilogía del Mal, esto es, en la postrimerías del franquismo, a considerarse como un fenómeno global, que espejea los grandes problemas occidentales. Si bien el turismo como antónimo del viaje está en Goytisolo desde sus primeras novelas, y es tratado en sus dos primeros libros de viaje, en Reivindicación… y Juan sin tierra cobra una nueva dimensión: la de equivalente tanto del realismo superado como de la pareja conyugal o familia feliz. Sexo, arte, comportamiento social convencionales: de l’ase (1417), Riquer afirma que es un plagio de un apólogo árabe, con la salvedad de «una diferència fonamental […], que és basada en la seva cristianització. Turmeda, que al capdavall era un musulmà d’adopció, escriu la Disputa no tan solament com a cristià ans encara com a frare i teòleg que frueix d’una certa anomenada. L’Ase l’anomena “frère Anselme”» (1965: 294). El interés de Goytisolo por el personaje se debe a esas concomitancias. Frère Anselme es un personaje de Carajicomedia.
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¿[…] acometerás la descripción de un paisaje alpino: Megève, SaintMoritz, Andermatt?: Chamonix, Closters, Saas-Fee: el Bureau de Tourisme helvético te ofrece tu preciosa ayuda con una rica panoplia de estampas e impresos: chalés de madera, navideños abetos, vertientes nevadas de esquizofrénico candor: los repasarás uno a uno, atraído por su vistoso despliegue hasta fijar tu atención en la fotografía en colores que ilustra las delicias de Davos: trineos ágiles tirados por ciervos se deslizan suavemente por el camino y un viento inspirado pone en danza un sutil remolino de copos: los miembros de la eximia familia acamparán en medio con equipo adecuado al tiempo y la circunstancia ( JST, 38-39).
La fotografía familiar y la postal son equiparadas. El narrador muestra su desprecio ante la posibilidad de describir miméticamente esa armonía. Su rechazo a la unidad familiar es una de las facetas de un poliedro de rechazos: a las unidades narrativas, a la heterosexualidad, a la unidad nacional, a la unidad de la lengua. Consensos colectivos, como el turismo, que el autor enfrenta por sistema: «el asco y la piedad combinados del vistoso grupo turista que asiste prudentemente a la escena desde los palcos y la gradería: franceses brotados directamente de las páginas de Madame Express, familias gringas de clase blanca y media, italianos gesticulantes y gárrulos, algunos estólidos hijos de Sansueña» (JST, 65). El narrador —mutante— se convierte en un mendigo que copula que otro: son fotografiados: reciben monedas. Identificación con el paria, con el abyecto, que es al mismo tiempo el objeto exótico, para oponerse al turista europeo que habita dentro de uno, que uno no quiere ser. El acercamiento, en París y en Tánger —tal como se cuenta en Coto vedado—, a los árabes, supone la escenificación del primer paso hacia las regiones traseras de las que habla MacCannell. Goytisolo llega hasta la última fase, gracias a la lengua y al sexo y a la inteligencia: la realidad sin atisbo de simulacro. El fin del viaje físico; el comienzo del viaje literario de regreso hacia el público, el lector de la realidad de origen.
*** En 1981 Goytisolo publica su más importante reflexión teórica sobre la literatura de viajes: Crónicas sarracinas. Todo el volumen contrae una
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deuda explícita con Orientalismo15 de Said (publicado en Estados Unidos en 1978). Dos de los conceptos de ese libro son centrales en Juan Goytisolo: por un lado, la «posición estratégica del autor respecto al material que maneja» (Crónicas, 27); por el otro, el orientalismo como reescritura de unas fuentes textuales que se imponen a la realidad experimentada (Oriente es para la literatura de viaje occidental un topos, no un lugar). De ahí se parte hacia una lectura del orientalismo español y de algunos autores europeos que no por casualidad pertenecen respectivamente a las tres tradiciones culturales más importantes del continente: Burton, Flaubert y Marx (los tres analizados por Said). Entre esas piezas destaca una absolutamente autorreflexiva que abunda en el afán de Goytisolo por crear su propio contexto de lectura y recepción: «De “Don Julián” a “Makbara”: una posible lectura orientalista». Pero todos los ensayos —que no en vano incluyen comentarios personales y comparaciones entre las impresiones de viajeros o escritores como Alí Bey, Juan Ruiz o los antes citados con las del propio Goytisolo por los mismos paisajes— son al cabo tanto una hoja de ruta de las lecturas del autor en esa época como una estrategia: la apuesta radical que se consolida en Reivindicación… y Makbara precisa de la creación de un contexto de lectura, la invención de una tradición propia en que esos textos puedan ser situados y leídos. Porque en España no hay tradición fuerte de Orientalismo (disciplina académica), ni una conciencia de Orientalismo (textualización reiterada del Este por parte de los viajeros). Ahí radica la importancia del proyecto goytisoliano: Said le abre los ojos a una nueva carencia de su cultura y él trata de realizar su aportación en ese espacio intelectual en blanco. Primero narrará su lectura de ciertos escritores europeos a través de Said; después transpolará su modelo a la cultura española. El escritor se reivindica a sí mismo: su extraterritorialidad lo ha conducido a redactar Don Julián y Makbara en Tánger y en Marraquech, respectivamente, en una posición original dentro de la tradición de la literatura española de los últimos dos siglos; marginal por voluntad propia. Además, en contraposición con viajeros como Alí Bei, Burton, Flaubert o Rimbaud, sobre quienes ha reflexionado ya en este momento de su trayec«Orientalism is the generic term that I have been employing to describe the Western Approach to Orient; Orientalism is the discipline by which the Orient was (and is) approached systematically, as a topic of learning, discovery and practice» (Said 2000: 93). 15
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toria y que aparecerán constantemente en su obra posterior, Goytisolo se observa a sí mismo como alguien que viaja anti-imperialmente, es decir, sin pertenecer directa o indirectamente a la «avanzadilla o a la sombra de ejércitos coloniales en cuanto representantes de unos poderes imperiales» (Crónicas, 42), sino todo lo contrario, con un pasaporte de la periferia de Occidente y en una lengua sin una tradición viajera paralizante. Cuatro años más tarde Goytisolo publica Contracorrientes, su primer volumen de artículos y ensayos en que hay una sección especialmente dedicada a textos de tema espacial. El espacio como categoría intelectual. En él se encuentra el ensayo «Espacio en movimiento»: La proverbial dificultad de describir lo que el espacio engendra sólo puede ser soslayada mediante el recurso a la alquimia verbal del poeta: territorio engañosamente ilimitado reacio a la monda, alineada sintaxis del verbo, exige quiebras, rupturas, atajos, conocimientos fluviales, marítimos y orográficos, una paciente labor de adaptación a su mudable configuración de desierto […]. La noción de espacio cifrado en escritura encierra así, al menos de forma implícita, la idea vertiginosa de movimiento (Contracorrientes, 141-142).
La traducción del viaje a una textualidad, por tanto, implica la plasmación, mediante elementos lingüísticos y estructurales, de los vaivenes y desniveles de la traslación del sujeto. Pero lo que importa, al cabo, no es el viaje en sí, sino su literaturización: la gramática del viaje. No obstante, ésta es el correlato del nomadismo de la cultura realmente moderna; porque, como afirma en una entrevista integrada en el mismo volumen: «La sociedad está ligada a la idea de espacio, pero la cultura —como el individuo— es móvil, ligera» (Contracorrientes, 147). En esa misma entrevista ha mencionado a Calvino como uno de sus interlocutores parisinos. Las ciudades invisibles (1972) es un libro importante para entender las exploraciones del espacio urbano de esos años de decadencia situacionista, pero quizá es aún más importante, como se verá más adelante, la influencia de Walter Benjamin. Makbara (1980) refleja esa preocupación por lo espacial y nace precisamente de la idea de una «lectura del espacio». Según ha relatado el propio escritor, la idea seminal de la novela parte de la redacción del que, a la postre, sería su último capítulo: «Lectura del espacio en Xemaá-elfná». Sintomáticamente, esas páginas comienzan con la refutación del discurso de las guías de viaje sobre la Plaza marroquí. Ni le Guide Bleu,
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ni Fodor, Fteuh, Nagel, Baedeker o Pol consiguen describirla: «todas las guías mienten / no hay por dónde cogerla» (Makbara, 203). El discurso literario nuevamente se reafirma en contraposición con la para-narrativa turística. Ese deseo de aprehensión se formaliza en un discurso fragmentado y poético, regido por el ritmo de la enumeración caótica. Esta figura retórica ya se ha visto como procedimiento formal intrínseco a la propia concepción del relato de viaje goytisoliano. Junto con los dos puntos, quizá sea el elemento rítmico y sintáctico más importante de su gramática narrativa. En la Plaza se materializa la aspiración del viaje en el tiempo: de una configuración espacial a otra histórica, y se une la forma tradicional de vivir lo teatral, el espectáculo, con la forma de la posmodernidad última: la virtualidad, el simulacro. El cuentacuentos que, en árabe, pertrechado con mapas y muñecas y calaveras, narra sus historias, tiene al mismo tiempo dos públicos: el que entiende y ha vivido ese espectáculo desde su infancia y el que no entiende y lo vive como parte del programa del tour. En la Plaza ve también Goytisolo la metáfora de la circulación, la «supervivencia del ideal nómada en términos de utopía: universo sin estado ni jefe, libre circulación de personas y bienes, territorio común, pastoreo, pura impulsión centrífuga» (Makbara, 205). Utopía. La descripción del «derviche de turno» apunta hacia la esencia del lenguaje nómada de Goytisolo: «lenguaje corporal cuyo músculo es léxico: nervio, morfología: articulación, sintaxis: su vibración, significado, mensaje» (213). El movimiento corporal, su estética y su gramática devienen mensaje. Como en la errancia, en los giros del bailarín, Goytisolo ve un ritmo poético, un impulso textual. La lectura en voz alta de Juan sin tierra o Makbara va de las palabras (del contra-lenguaje) a unas estructuras que a nivel microscópico son abstrusas, pero que, a vista de pájaro, devienen significado: movimiento, huida, como dunas que tuvieran su propio abecedario. Esa imagen del desierto en movimiento perpetuo no es gratuita: se irá viendo cómo la escritura no se entiende sin la reescritura en el continuo goytisoliano. Nada es fijo y mucho menos el texto (el desierto). Así termina la novela: lectura en palimpsesto: caligrafía que diariamente se borra y retraza en el decurso de los años: precaria combinación de signos de lenguaje incierto: infinitas posibilidades de juego a partir del espacio vacío: negrura, oquedad, silencio nocturno de la página todavía en blanco (Makbara, 222).
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Si Juan sin tierra terminaba con la traducción como sinónimo de continuidad en otra lengua, Makbara culmina como retorno al blanco sobre blanco inicial, como no-escritura. Blanco y negro igualados: «makbara» significa cementerio. El nombre de su primer capítulo remite a eso: «Del más acá venido». El personaje del ángel es introducido en el segundo. El viaje es pendular: entre la vida y la muerte. «El cementerio marino», traducción literal de «makbara», se llama el tercer capítulo. La vida y la muerte son entendidas en la novela en paralelo a los procesos de combustión: la destrucción por vía del incendio en uno de los leitmotivs conductores. La destrucción, el fuego. En uno de esos apuntes poéticos del último capítulo, la Plaza es vista como inversión de Nueva York, que es en la novela la cruz del desierto o la plaza marroquíes. Su estructura contrapuntística no respeta las alternancias que encontramos en Dos Passos o Cela, pero ambos polos están ahí, aunque haya cruces o interconexiones con otros lugares del globo. Occidente y Oriente. Modernidad económica y Subdesarrollo. Al hilo de lo que aquí se viene resiguiendo, uno de los niveles narrativos más importantes de la novela es el que tiene a los reporteros Joe Brown y Ben Hughes como protagonistas. Desde el principio del libro el lector tiene noticia de la producción de un programa de televisión llamado Viaje al centro de la tierra, que consiste en una incursión en el alcantarillado de Nueva York a la zaga de una presunta raza desconocida. Esa catábasis paródica —Dante es mencionado en varias ocasiones: «geométrico delirio de Dante» (Makbara, 69)—, con intertexto de Verne incluido, desemboca en el descubrimiento de un inmigrante marroquí de enorme falo follándose a una nativa (el desenlace era anunciado en el título del capítulo: «Eloísa y Abelardo»). Se trata de una versión del viaje turístico propuesto por Sahara Tours. Si en la pseudo-experiencia que propone esta agencia, el grupo de turistas marroquíes se desplaza (en un vehículo blindado, con guía en inglés, y un programa imposible de esquivar) al país súper-desarrollado, en Viaje al centro de la tierra, los reporteros deben internarse en las cloacas de su propio sistema para resolver un misterio que no es tal (el cuarto mundo es bien visible y se encuentra a ras de suelo), por eso al final, en vez de la raza de topos o vagabundos utópicos que creían estar buscando, encuentran al personaje del miembro descomunal, que evidentemente un experto cataloga como un espécimen de una tribu remota, hasta que se descubre que es un marroquí habitual de la Plaza.
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Ya he mencionado la excursión turística por el sexo de Isabel la Católica que encontramos en Don Julián. En Juan sin tierra el narrador también rehusará un circuito convencional y preferirá subir a bordo de una alfombra voladora. «Sightseeing-tour» es el capítulo (¿relato? ¿poema?) de Makbara en que se describe el recorrido del vehículo de Sahara Tours por Pittsburgh (ciudad en que el autor había impartido clases), Estados Unidos. La alternancia de párrafos en castellano y en inglés (el discurso del guía) produce un efecto irónico muy interesante, porque como ha señalado Janis Breckenridge, aunque el informe es «casi documental sobre la geografía real de Pittsgurgh» la narración del veloz viaje, en diálogo con Don Julián, se transforma en la carrera de unos espermatozoides hacia el Civic Arena, representación del útero (nueva espacialización sexual); pero la ironía no se limita a eso, también tiene que ver con la falsificación del discurso del guía, quien habla de una ciudad industrial y contaminada como si de una maravilla arquitectónica y soleada se tratara (Breckenridge 1996: 221-223). Por lo tanto, la inversión inicial (los presuntos tercermundistas visitan como turistas de lujo el primer mundo) se alambica con otras distorsiones: la sociológica, la lingüística, la sexual, etc., en un carnaval que remite a una de las características principales de la obra goytisoliana: su constante elaboración en clave posmodernista del tema del Gran Teatro del Mundo (Bussière-Perrin 1998: 96). En un artículo de 1985, «Norte-Sur: De los puntos cardinales a la rosa de los vientos», encontramos la clave teórica que hay tras la principal de esas dislocaciones: la que conduce a un grupo de «tercermundistas» a visitar como turistas una ciudad «primermundista». En ese texto, Goytisolo recuerda que desde Herodoto el relato de viajes se ha basado en la confrontación entre ejes: Norte y Sur, y Oriente y Occidente. Lo lógico sería que «la busca del dépaysement, la búsqueda de lo exótico, tendrían que actuar verosímilmente de modo bilateral y recíproco […]. Mientras la masa de testimonios del viajero noroccidental a los países del Sur y de Oriente no cesa de crecer y acumularse, la parvedad de los testimonios sureños y orientales sobre el Norte salta a la vista» (España y sus ejidos, 87). Desde su condición de escritor extra-territorial, con domicilio simultáneo en París y en Marraquech, el autor que hay tras el narrador de Makbara accede a la doble perspectiva y se mueve por los dos ejes mencionados. El resultado de sus desplazamientos es subversivo y desemboca en la denuncia del imperialismo discursivo de Occidente sobre Oriente. Como lo es el hecho de que la introducción del personaje del ángel altere también otro
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eje, el de Cielo/Infierno. No en vano, a partir de esa novela va a tener lugar en la obra de Goytisolo un prolongado y fragmentario diálogo intertextual con Dante, escritor viajero. Centrífugamente, con la plaza de Marraquech en el centro textual, las voces, las historias, las parodias, los espacios, los tiempos y las personas del verbo se desintegran. Pasamos de lo que parece ser Nueva York a lo que parece ser Marruecos, del desierto a unos baños públicos, del yo al tú, al él, al ella. Ningún otro libro de Goytisolo llega a los límites de dispersión que esta novela alcanza: posiblemente no se pueda ir mucho más lejos en la desintegración novelística y, por eso, la siguiente novela del autor, Paisajes después de la batalla (1982), sea una de las más comprensibles desde parámetros tradicionales. Después del viaje hasta los límites del mundo y del lenguaje: el viaje a lo inmediato, a lo urbano. Después de la errancia absoluta: el regreso a una habitación, posible, momentáneo hogar. Goytisolo regresa a terrenos menos radicales desde una visión progresiva del arte, pero igualmente experimentales. Paisajes después de la batalla, aunque tenga la exploración urbana de Joyce como uno de sus referentes (Black 2001: 204), remite formalmente a Dirección única, de Walter Benjamin (que Susan Sontag había presentado en inglés pocos años antes, en 1978). El libro del filósofo alemán se articula como un mosaico de dobles sentidos urbanos y espacios literarios indefinidos, que reivindica la fragmentariedad: «Para los grandes hombres, las obras concluidas tienen menos peso que aquellos fragmentos en los cuales trabajan a lo largo de toda la vida» (Benjamin 2002: 18). La novela de Goytisolo se constituye como un viaje fragmentado por una realidad urbana fragmentaria. El collage es la técnica fundamental. El contexto global en que se inscribe es el de un «paisaje de ruinas ideológicas» (PDB, 153). Según se informa en una nota previa, el libro dialoga con textos periodísticos publicados por su autor en El País, y fue concluido en el barrio turco-berlinés de Kreuzberg, gracias a una beca de la DAAD. Pero, aunque aparezca alguna mención a Berlín y a su barrio de inmigrantes, es París y, sobre todo, el barrio del Sentier, el cronotopo fundamental de la novela, donde «emigraciones de muy distinto signo han posado sus heces de modo paulatino a lo largo de un lapso de cinco o seis lustros» (PDB, 20). El barrio aparecía en las primeras páginas de Makbara, donde se alude al cine Rex, a la rue de Sentier y al metro que en Paisajes… serán fundamentales; también en aquella novela el protagonista era llamado «el monstruo» (Makbara, 15). La nueva novela
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comienza (o acaba: una de las formas de leerla es de derecha a izquierda, como los libros árabes) con la invasión lingüística del barrio parisino: su traducción (pancartas, nombres de comercios, calles, mapas) al árabe, ideada por el «monstruo» protagonista, que comparte algunos rasgos del autor y para quien «sólo la cives, su perímetro urbano, contiene la idea de espacio» (PDB, 41). Todo ocurre en París, tal vez porque ya no es necesario el viaje textual por el eje Norte-Sur, Occidente-Oriente: la ciudad contemporánea, con sus inmigrantes y su multiculturalidad acoge esas tensiones en su perímetro. La escritura experimenta con el hibridismo, el mestizaje, la polifonía y el plurilingüismo, en una «heterogeneidad análoga a la mezcla multicultural de los ambientes urbanos» (Kunz 2003: 9). El palimpsesto no tarda en universalizar la experiencia en el rincón parisino, que se contrapone a la uniformidad del París haussmaniano: «brechas y fragmentos de Tremecén y Dakar, El Cairo y Karachi, Bakomo y Calcuta; por un Berlín-Krauzberg que es ya un Estambul del Spree y una Nueva York» (PDB, 149)16. Pero al mismo tiempo el narrador ve (en un microcapítulo que también se denomina «Espacio en movimiento») en la deambulación por los barrios poscoloniales un encuentro con lo exótico: «no es necesario coger el avión de Estambul o Marraquech en busca de exotismo: basta con salir a estirar las piernas para topar inevitablemente con él» (109). Eso sin duda es problemático (muchos críticos, como Jo Labanyi, SchaeferRodríguez o Bradley Epps han denunciado que de ese modo Goytisolo perpetúa los tópicos racistas y los estereotipos sexuales17). El mismo mecanismo literario que traduce el barrio al árabe y ve (la mirada sigue siendo etnocéntrica y española) exóticos a los vecinos norteafricanos y turcos, persigue neutralizar (en el microcapítulo «Maxieditores y superagentes», 111-116) el exotismo que se publicita de París en las guías turísticas. Un contra-discurso irónico, opuesto al de las guías de viaje que uniformizan la experiencia parisina.
16 Para un análisis de la autoría polimórfica en la novela ver Schwartz (1984). Para una enumeración de sus principales intertextos ver Pérez (1988). 17 Por lo general esas críticas se han enunciado desde el ámbito de los «cultural studies» y de los «gender studies», con cierto rigor metodológico. No es el caso de Inger Enkvist y Ángel Sahuquillo, que en Los múltiples yos de Juan Goytisolo (2001) llevan a cabo una crítica de su «anti-occidentalismo» no siempre apoyada en un examen acorde con la empresa que se proponen acometer.
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Sabemos por Coto vedado y otros testimonios que Juan Goytisolo vivió en la rue Poissonnière, la misma calle donde vive el narrador/protagonista. De hecho, la habitación donde éste escribe es tan importante en la novela como el espacio exterior. Esa habitación, como se verá más adelante, se convertirá en un cronotopo central, al ser evocada en ficciones posteriores, como si estuviera en el eje de rotación del universo ficcional, desde el cual se deriva hacia Marraquech, Barcelona, Estambul o Londres. El otro es la Plaza: el escritor tenía dos domicilios En el penúltimo microcapítulo del libro, «La ciudad de los muertos», leemos: yo: el escritor yo: lo escrito lección sobre cosas territorios e Historia fábula sin ninguna moralidad simple geografía del exilio (PDB, 193).
Geografía textual (puro texto) del exilio físico, biográfico del autor, que desea desaparecer quiméricamente como ente real, histórico. La reafirmación del viaje por un espacio sobre todo textual se evidencia al tener en cuenta que el microcapítulo «Palimpsesto urbano» comparte fragmentos con mínimas variantes con un texto contemporáneo («Vivir en Turquía», febrero de 1980), que aparecerá reescrito a su vez en el libro Aproximaciones a Gaudí en Capadocia (1990), con el título «La ciudad palimpsesto»18. La intratextualidad se convierte en elaboración del palimpsesto y, como ha dicho Luis Vicente de Aguinaga, «el espacio de Estambul escrito sobre el espacio de Sentier» (2003: 110). No sólo eso, todo esos textos están formulados teóricamente en «Lectura del espacio en Xemaá-el-Fná», el último capítulo y germen de Makbara, de modo que se observa cómo el continuo goytisoliano se escribe y reescribe como una errancia textual, en que los géneros (el reportaje, la crónica, la novela, la poesía) devienen actos contingentes de una potencia transtextual y nómada. Lo mismo puede decirse del relato autobiográfico de Goytisolo: durante toda su trayectoria ha narrado y ha vuelto a narrar sus vivencias como fragmentos engarzados por el hilo conductor del desplazamiento. En Coto vedado (1985) y En los reinos de taifa (1986) la vida se divide en un 18 Para un análisis pormenorizado de esa reescritura de esos textos de concepción periodística ver Ruiz Campos (1996: 100-101).
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antes y un después de la experiencia del Sur. El final del primer volumen, donde la alternancia de la primera y de la segunda persona del narrador trasluce la inestabilidad líquida del sujeto, remite a la despedida. Después del servicio militar en Mataró, lugar de encuentro de historias migrantes de toda España, vendrán los viajes andaluces y la huida final. El segundo volumen se inicia con la mudanza «provisionalmente con Monique en su apartamento de la rue Poissonnière» (Reinos, 7). El traslado físico y biográfico, por tanto, deviene un traslado bibliográfico. Los dos libros se basan estructuralmente en viajes, excursiones y mudanzas. En las primeras páginas de En los reinos… se narran los viajes reales que hubo tras el relato de Campos de Níjar y se hace hincapié en la importancia que tuvo la elipsis en el relato, como opción técnica debida a la censura (Reinos, 31). Se trata apenas de un comentario consciente sobre el relato de viajes en unos libros que no dejan ver que Goytisolo fuera consciente de que su autobiografía es un gran libro de viajes. Sólo al final tiene lugar una aguda percepción del vínculo entre lengua y desplazamiento, el viaje como traslación y traducción: «renuncia a un espacio ancho y ajeno a la inmersión gradual en los estratos de su historia y cultura; alquitara, decantación, acendramiento de un lenguaje diamantino y extremo» (Reinos, 357). A mediados de los años ochenta aumenta la colaboración en prensa de Juan Goytisolo, no sólo como articulista, sino como reportero. Por tanto, se multiplican sus viajes a las zonas en conflicto militar y político. Aunque sus trabajos periodísticos lo habían acompañado desde la juventud, sus viajes de los años ochenta habían dependido de sus cursos en universidades de Estados Unidos, mientras que en los noventa se desplazan a la publicación en prensa y a colaboraciones audiovisuales como la serie de televisión Alquibla (1988)19. La maduración de la lectura de Benjamin y, sobre todo, la de Said están también detrás de la redacción de Estambul Otomano (1989). El primer capítulo se llama «Estambul: el texto urbano» y comienza con una cita de un escritor romántico: «¿Cómo escribir sobre Constantinopla si todo ha 19 El guión de todos los capítulos estuvo a cargo de Goytisolo: «Los derviches giróvagos», «El Cairo: díptico urbano», «Palestina después de su diáspora», «Gaudí en Capadocia», «Romerías y ermitas: el culto popular de los santos», «Estambul: la ciudad palimsesto», «Zagüías y cofradías», »Itinerario de un campeón», «El espacio en la ciudad islámica», «Ver sin ser vista: la mujer en el Islam», «Desierto, realidad y espejismo», «Islam: realidad y leyenda» y «Nas Al Ghivan: la música del trance» (Ruiz Lagos 1993: 99-100).
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sido dicho?» (Estambul, 9). La respuesta a esa pregunta inicial vertebra el volumen. Se constata que la visión de Estambul ha estado condicionada por los retratos de los viajeros que la han visitado, hasta el punto de que muchas veces la mirada personal era substituida por el plagio de la mirada ajena. Desde la primera página, Goytisolo cita el Viaje a Turquía, cuya autoría no ha sido aún con certeza identificada, donde conviven pasajes originales con otros transcritos de obras anteriores. El libro enhebrará testimonios de los mejores relatos de viaje sobre Estambul (Gautier, Lady Montagu) que el narrador irá oportunamente comentando, criticando o defendiendo como cercanos a su propia percepción urbana, en paralelo a una serie de espacios paradigmáticos y temas históricos sobre el esplendor del Imperio Otomano, relacionados con el mundo personal de Goytisolo (la convivencia de credos distintos, la homosexualidad, los derviches giróvagos, los luchadores, España, etc.). Es significativo que el cultivo del reportaje y del libro de viaje esté siempre en Goytisolo ligado al periodismo o al encargo. La primera edición de Estambul Otomano perteneció a la colección «Ciudades en la Historia», de la editorial Planeta; pero si se compara con otro libro de encargo de concepción parecida, España y los españoles, se observa que en Estambul… la concepción y la ejecución del libro es absolutamente personal, sin concesiones al público o la editorial (Hemingway, los toros y el vino). Los viajeros españoles y franceses que utiliza Goytisolo para acercarse a la ciudad turca tuvieron sus paralelismos en Borrow, Malraux, Brenan o Dos Passos cuando se trató de examinar el país propio. Aproximaciones a Gaudí en Capadocia (1990) no es una colección de seis textos fruto de otros tantos viajes, son media docena de crónicas de viaje borgeanas que constituyen la culminación de muchísimos viajes, de una vida de viajes, a los tres países que se tratan en el volumen: Turquía, sobre todo, y Egipto y Marruecos. Con un título programático, «La ciudad palimpsesto», Goytisolo escribe en su crónica de Estambul un texto que resume su modo de encarar la creación viajera. En primer lugar, al principio y al final de su texto formula, siguiendo al semiólogo Iuri Lotman, el concepto de ciudad-palimpsesto: «La mirífica visión general de la urbe, supuestamente capaz de abarcar su casi infinita gama de códigos significativos, ha sido descartada en favor del fraccionamiento subjetivo y caprichoso de una colección de imágenes»: crónica fragmentada de la contramodernidad turca. En segundo lugar, aleja sus palabras de los parámetros del periodismo turístico:
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Los resúmenes fotográficos y periodísticos para lectores apresurados no aportan ni pueden aportar a éstos otra información que la ya poseída. Para quienes no se contenten con tal redundancia, el margen de aprendizaje se extenderá en cambio merced a calas parciales […]. Estambul, sucesivamente explorado, reconocido, asimilado, rectificado a lo largo de mis fértiles estancias en él (Aproximaciones, 97-98).
El regreso y la relectura son imprescindibles. Sólo así se accede a las regiones traseras, auténticas. Y con el tiempo, viaje y vida se confunden. La escritura de ese viaje debe huir de los imperativos del periodismo y, por extensión, de los del turismo masivo. Ese texto sobre Estambul debe ser puesto en relación con un artículo sobre París de 1990 («París, ¿capital del siglo xxi?», en El bosque, 177-190), donde Goytisolo habla del turismo cultural al centro de París, a la zaga de Sartre o de Simone de Beauvoir; un turismo protagonizado por escritores y letraheridos que se instalaron en Montparnasse y el Barrio Latino y literaturizaron, por enésima vez, ese espacio parisino. Goytisolo alude, con dureza y en dos ocasiones, aunque no frontalmente, a Rayuela: Los protagonistas de otros exilios más duros, como el español y el ruso, no produjeron obras maestras ni alcanzaron la celebridad de quienes se rindieron a la fuerza avasalladora del mito. Pues el París descrito en las obras de sus huéspedes extranjeros es en efecto el concebido por Haussmann: bulevares, amplias aceras, espacios vastos, elegantes galerías cubiertas, lugares todos ellos de los que el pueblo llano fue barrido a escobazos en virtud de consideraciones estratégicas y decretos expropiadores por razones de embellecimiento (El bosque, 180).
La relectura que hace Goytisolo del París literario en ese texto es sumamente infrecuente e interesante: los escritores serían responsables de haber cultivado la dimensión turística de la ciudad, escribiendo sobre lo ya escrito, sin buscar zonas nuevas, incultas, y, sobre todo, jugando a favor del poder que ensanchó las calles para frenar las barricadas. En esa línea de reflexión sitúa su interés personal y literario por el barrio del Sentier. Lamentablemente, Goytisolo se olvida, en su análisis benjaminiano, de que en Señas de identidad hay escenas románticas en los Jardines de Luxemburgo. Lucha de espacios literarios. En Paisajes… la defensa del cronotopo propio ya se había urdido a través del ataque del cronotopo predominante (en la novela abundan los ataques a Cortázar y a los argentinos en gene-
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ral): «La alergia absoluta de nuestro personaje al acervo milenario de la ciudad» (PDB, 68). En 1991 publica La cuarentena, el primero de los libros de los años noventa que tiene como elemento en común la exploración de la guerra. Ésta aparecía como concepto, pero no como realidad contemporánea en sus libros anteriores. La muerte de su amiga y traductora Joëlle Lacor (a quien, bajo sus iniciales, se dedica el libro) y la lectura de la Divina Comedia a la luz del árabe Libro de la escala son las fuerzas impulsoras de la narración, en un «espacio onírico, neblinoso, irreal» (La cuarentena, 11), que salta de una habitación del escritor que parece ser la misma de Paisajes a contextos de destrucción bélica post-ideológica, y espacios de diálogo con una aparición espectral femenina en Nueva York, Marraquech o París. Tiempo y espacio son una vez más negados: la errancia del narrador se impone como motor de la prosa. El libro se articula en cuarenta microcapítulos, como los días de la cuarentena. Desde el punto de vista de la literatura de viajes, hay que destacar la exploración metaliteraria de Dante, que estructura el relato y sienta las bases de un diálogo intertextual que vamos a ver en el retrato de los conflictos bosnio y checheno del propio Goytisolo. No se trata, como ocurría en Las virtudes con la poesía de San Juan de la Cruz, de una estructura sistemáticamente desplegada, sino más bien de un diálogo inconstante con el autor de La vita nuova, que va de la lectura a la fabulación de escenas vagamente vinculadas a cantos del Inferno. En el seno del libro el autor reflexiona sobre cómo la violencia de Dante, su odio hacia alguno de sus contemporáneos, le ha hecho rechazarlo en parte durante años: el libro es la crónica de una relectura a través de una posible influencia del pensamiento árabe en el poeta florentino. «Viajas a solas como en la Tierra, al margen de los circuitos turísticos en autobuses climatizados» (La cuarentena, 101). Esa soledad es la soledad del testigo y del incipiente reportero de guerra. Con ella aparece un nuevo tipo de persona(je) en el universo de Goytisolo: el refugiado. Desde las primeras páginas de la novela se habla de las migraciones masivas como de un signo contemporáneo, como un telón de fondo, el tema se va desarrollando en paralelo a las otras acciones narrativas: «Concluía la guerra, empezaban las diásporas. Desde la ventana de su casa seguía a la triste caravana de fugitivos con la nariz pegada a los cristales empañados a causa de la crudeza de la estación» (107). En La saga de los Marx (1993), novela que indaga en la vigencia del pensamiento de Karl Marx en nuestro mundo
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sin ideología, a partir de la fragmentación posmodernista de su biografía y del cuestionamiento sistemático por parte del narrador de los elementos tradicionales de las ficciones históricas (novela, película, telenovela…), aparece un barco de refugiados albaneses, que con su irrupción en una playa trastorna la placidez de los turistas burgueses. Esa llegada es narrada como si se tratara de una hibridación de un filme de Fellini (E la nave va, 1983) y de un documental televisivo (La saga, 20) y después es olvidada, hasta que al final de la novela, en pleno desarrollo de una edición de La clave, la tertulia de Televisión Española, ésta es interrumpida por la llegada masiva de los albaneses, que quieren mostrarle a Marx «adónde conducen sus teorías» (204) y emigrar a la Dallas de J. R. Por otro lado, la propia figura de Marx es la del refugiado político, la del emigrante, tal como se recuerda a menudo en la novela 20. Con su inicial trilogía de libros de viaje se inauguraba en el relato goytisoliano una tendencia que devendrá constante en sus viajes-textos o textos-viajes posteriores: la motivación política, que ya estaba presente en sus incursiones norteafricanas. El 6 de enero de 1969 había publicado una entrevista a dos guerrilleros de Al Fatah en Le Nouvel Observateur. El año anterior había estado en Praga para cubrir la intervención soviética en Checoslovaquia, mediante una crónica en que prima el historicismo y la denuncia política sobre la voluntad de estilo. Aunque la motivación de activismo conviva con la literaria y con la erótica, en el caso de que las tres no se confundan siempre en Goytisolo, la indagación política está detrás de sus primeras incursiones andaluzas, de sus visitas a Argelia, Palestina, Turquía, etc. Un título importante a este respecto es El problema del Sáhara (1979), donde el conocimiento directo de Marruecos se aúna con la reflexión del escritor comprometido proveniente del país colonialista. En relación con esos temas debe entenderse la reflexión sobre el rol del testigo, que tan presente está en su obra. A partir de sus crónicas para El País del verano de 1993 (del 23 al 31 de agosto) elaboró aquel mismo año el volumen Cuaderno de Sarajevo. Anotaciones de un viaje a la barbarie. Un importante detalle formal singulariza ese libro en la estela del relato de viaje goytisoliano que estoy No es mi objetivo en este trabajo hablar de la emigración en la obra de Juan Goytisolo, sino del viaje. Para un recorrido exhaustivo por la presencia de la migración en su trayectoria ver Kunz (2003), uno de los pocos libros que ha observado un tema y sus metáforas en el continuo goytisoliano, la obra más reciente incluida. 20
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aquí dibujando. Se trata de la inclusión en los márgenes de anotaciones manuscritas, en reproducción facsímil, de puño y letra del escritor. Sus posibilidades no son del todo explotadas, porque no añaden toda la reflexión ni información que hubiera sido deseable, pero suponen no obstante un hallazgo. La diferencia entre prosa mecanografiada y prosa manuscrita apunta hacia una doble separación: entre texto periodístico (las crónicas del diario) y texto literario (su elaboración que incorpora nuevos materiales); y entre testigo directo (desde la mirada) y testigo indirecto (desde la memoria): «Autobiography is fused with autograph and photograph as a form of direct testimony, but this inscription of the author within the text reveals even more clearly his position outside the experience» (Monegal 2000: 388). La propuesta literaria de El sitio de los sitios consiste en la novelización de la experiencia en Sarajevo como una universalización del infierno. En el propio título se condensa la intención: construir un cerco de cercos, tanto en los temas (el sitio de Sarajevo, el de un barrio de París) como en la forma (el sitio de las fórmulas tradicionales de la narración de la guerra, la fragmentación de cualquier unidad compositiva: de tono, de estilo, de puntos de vista, de autoría, de espacio, de tiempo). Entre la publicación de la crónica literaria de Sarajevo y de la novela, vio la luz otro libro de testimonio en un país extranjero: Argelia en el vendaval (1994). Quizá porque su atención como creador estaba puesta en el otro proyecto, ese libro es mucho más convencional que sus contemporáneos. Se trata de la fusión de crónicas escritas como corresponsal del diario El País con textos sobre la historia política de Argelia y la cultura islámica, relacionados con el trabajo de Goytisolo en la serie de documentales Alquibla. La profundidad del conocimiento, como ocurría en Aproximaciones…, supera las experiencias concretas: el narrador está hablando de la summa de muchas experiencias en territorio argelino y de la frecuentación libresca y personal de su cultura durante décadas, como viajero recurrente y no esporádico, que esta vez sí quiere dejar su testimonio en forma de libro: «Quince, veinte, treinta años atrás me había alojado en el hotel Aletti o en el Oasis, próximos al puerto y al paseo marítimo. Las circunstancias presentes me aconsejaban hacerlo en el antiguo Saint George» (Argelia, 42). En el texto son frecuentes las alusiones a Sarajevo, tan cercano en la memoria. También la experiencia bosnia actúa como sustrato fundamental de Paisajes de guerra con Chechenia al fondo (1996), colección de
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los artículos que Goytisolo publicó en El País ese mismo año. Sustrato ideológico y sustrato literario: persiste el modelo dantesco para la descripción de lo que el testigo ve en la guerra —«En inmisericordiosa sucesión de estampas de horror, contemplo a víctimas de órbitas oculares vacías» (Chechenia, 53) —. La aparición de ese libro problematiza lo que he dicho a propósito de sus reportajes de Sarajevo, porque el texto checheno aparece en la misma colección «El viaje interior» de El País/Aguilar, y el diseño de las páginas es también el mismo, es decir, con márgenes con el doble de extensión de lo habitual. Lo que en Cuaderno de Sarajevo parecía ser una opción ética (comentarios al margen manuscritos como plasmación de la dificultad de fijar un discurso —una mirada— sobre lo vivido) es ensombrecido por la sospecha de que se trata, en verdad, de una forma de alcanzar el centenar de páginas que el libro reclama. Otros dos datos avalan esta sospecha: la doble sangría con que comienza cada párrafo y la urgencia de publicación (los tres reportajes aparecieron en formato libro durante el mismo año en que las correspondientes series de crónicas habían sido escritas). Pero los problemas no son sólo formales o hipotéticos, también son fácticos. En el momento en que la colección de reportajes se presenta como libro unitario se convierte en libro de viajes. Y al juzgarlo como tal se descubren elementos que en sus otros dos libros estaban mucho más justificados. Por ejemplo, el grado de conocimiento de la realidad visitada, mucho menor en el caso checheno (tanto en lo que respecta a lecturas como a visitas personales). Por ejemplo, la certeza de que Goytisolo aterriza en Moscú con una opinión totalmente formada sobre el conflicto, opinión maniquea que no varía con el viaje y que sólo reconoce a medida que pasan los días. ¿Hay viaje cuando no hay progresión cognitiva? La identificación con los independentistas musulmanes, incluso su idealización, junto con el éxtasis que le provocan las manifestaciones sufíes, hacen que pierda la perspectiva. Describe el fanatismo desde una admiración que él mismo no se permitiría si se tratara de un maestro vasco en vez de un murid checheno: Los abreks, como los monfíes moriscos, perpetúan la llama del combate, recordatorio viviente de que el espíritu de resistencia no se ha extinguido y cualquier chispazo puede encenderlo de nuevo. «El checheno —me dijo un murid de Zakán Yurt— nace con el signo de la muerte inscrito en la frente. Sabe que un día u otro morirá con el arma en la mano. Es su destino y se
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prepara desde niño para este día de gloria en el que su espíritu se unirá a sus antepasados […]» (Chechenia, 334-335).
Goytisolo se ha alejado —demasiado— del mundo que ha configurado como propio. Ese alejamiento y su consecuente extrañeza le pasan factura. *** En 1997, Goytisolo publicó De la Ceca a la Meca, un auténtico libro de relatos de viajes, compuesto por los textos motivados por la serie de televisión Alquibla. La primera entrega de la serie se filmó en 1987 y 1988 en Turquía, Marruecos, Egipto, Jordania y Palestina; la segunda, de 1989 y 1990, se rodó en Argelia, Turquía, Egipto, Mali, Uzbequistán, Irán y Marruecos. El proyecto de una tercera entrega de la serie provocó la redacción de «una serie de textos que forman parte del presente volumen: “El país de ocho pisos”, “Rimbaud, más allá de Adén”, “Jenízaros y bektachís”, “Espacio en movimiento” y, sobre todo, “Días de duelo en Teherán”» (Ceca, 12), algunos de ellos y de otros que se adjuntan habían sido parcialmente publicados en El País durante la primera mitad de la década de los noventa. El hecho de que en el libro se incluyan largos pasajes de novelas como Makbara y que en el prólogo se hable de la relación entre esos viajes y La cuarentena y Las virtudes… conduce de nuevo a la constatación de que el continuo difumina los contornos de los géneros. En el prólogo, Goytisolo también habla acerca del proyecto de filmar el peregrinaje a La Meca, que no se llevó a cabo porque la censura no aprobó el texto ni le dio permiso a «un rezagado mudéjar de [su] especie» (Ceca, 12). El proyecto invita a reflexionar sobre la relación entre Goytisolo y Alí Bey. Seguramente se deba a la ambigüedad ideológica de éste (su condición de espía y político a las órdenes del poder) y a la vindicación de que fue objeto por el franquismo (como presunto precursor del colonialismo hispánico) el hecho que Goytisolo no haya reivindicado a Domènech Badia al mismo nivel que sí ha situado a White, su contemporáneo. Las razones que hubieran justificado esa defensa son varias: su integración en el mundo árabe fue casi total (llegó a hacerse la circuncisión para no ser descubierto), también su estudio del idioma; escribió sus célebres Viajes en francés; estaba cerca de considerarse un apátrida; había nacido en Barcelona. Sin
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embargo, Alí Bey ocupa, dentro de la tradición viajera goytisoliana, un rango similar al de Turmeda, Burton, Lawrence o Isabelle Eberhardt. Estela «contradictoria» (Contracorrientes, 9), en algunos aspectos de la cual Goytisolo se reconoce, y en otros no. Félix Torres Amat escribió de Alí Bey: «Sentíam a dir que era juheu que estava circuncidat, que havia sigut mussulmà i mil altres cosas amb que el poble es complavia en presentarlo no sols com a afrancesat, sinó com á masó, impio, etc.» (Espinet 2004: 16). Es decir, con los atributos de una heterodoxia que, por lo general, es cara a los gustos intelectuales de Goytisolo. En el ensayo «Los viajes de Alí Bey» (incluido en Crónicas sarracinas, de 1981, y al año siguiente como prólogo de la edición de los Viajes de la editorial Olañeta), el escritor expone sus afinidades y divergencias con el viajero decimonónico. De la tradición viajera ilustrada española, el libro «más incitante y ameno» es el de Alí Bey (Crónicas, 112). Por su cultivo de un viaje de conocimiento hibridado con la misión diplomática, Badia es situado por Goytisolo en la estela del «suizo Burckhardt y sir Richard Burton al Père de Foucauld y Lawrence de Arabia». Pero por su travestismo y por el hecho de que Burton lo leyera y citara, Bey se relaciona sobre todo con el erudito explorador inglés. De hecho, en el ensayo «Sir Richard Burton, peregrino y sexólogo», antologado en el mismo volumen, las comparaciones entre ambos son numerosas. También en los dos textos las experiencias de uno y otro en el norte africano son comparadas o corroboradas con las del propio Goytisolo. En Estambul Otomano, después del Viaje a Turquía, los escritores viajeros más citados son Lady Montagu y Théophile Gautier, también Potocki reclama la atención de Goytisolo. De la tradición española se menciona además de a Alí Bery a Gravina, «autor de un cuaderno inédito sobre su estancia en la ciudad en 1788» (Estambul, 54). Pero es sobre todo en De la Ceca a la Meca donde la presencia de Alí Bey se hace más patente. Se le menciona como testimonio del inicio del siglo xix norteafricano, igual que Ibn Battuta o León el Africano lo son de otros momentos o lugares. Pero en enumeraciones como la que sigue es situado por debajo de Burton: «Los libros de Burckhardt, Alí Bey y, sobre todo, sir Richard Burton evocan con gran plasticidad y copia de anécdotas las tribulaciones e imperturbable serenidad de sus piadosos compañeros de aventura» (Ceca, 156) y prosigue, acerca de los testimonios occidentales sobre La Meca: «Menos conocidos son los escritos aljamiados sobre lo que nuestros moriscos denominaban romeaje: en pleno siglo xvi, desafiando inquisi-
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ciones y obstáculos, el Mancebo de Arévalo cumplió los ritos prescritos por la religión de sus padres y el anónimo autor de las Coplas de Puey Monzón describe con delicioso candor su llegada clandestina al punto en donde se reunían las caravanas» (Ceca, 156-157). La inclusión del viajero barcelonés en una enumeración junto a otros viajeros europeos, entre los que no destaca por su pluma (de hecho no se puede decir que fuera escritor), y el desarrollo por extenso de otra tradición viajera, la de los moriscos, constituye al cabo una estrategia de vindicación. Goytisolo rehuye la identificación con Alí Bey21. Se diría que le interesa más incluso la contradictoria aventura africana de Rimbaud, a quien le dedica el ensayo «Rimbaud, más allá de Adén». En su introducción a los Viajes de Badia destaca la ausencia en ellos de sexualidad. De Burton, no sólo en Juan sin tierra o en Estambul…, sino también ahora destaca que señaló la incompatibilidad entre «los ideales y normas del cristianismo con la exuberancia del temperamento africano» (Ceca, 221). Alí Bey es condenado por Goytisolo a la «pudibundez» (227), esto es, a un recato en lo sexual que no tiene nada que ver con la promiscuidad de Turmeda o de White, que colgaron los hábitos para poder disfrutar de una sexualidad natural, o con la homosexualidad polígama de Burton, Cernuda, Genet o el propio Goytisolo. En «Los viajes de Alí Bey», exageradamente dice: «Nuestro compatriota —que, decididamente, revela un curioso desinterés y a veces manifiesto horror por las cosas del sexo— permanecerá casto» (el dato es falso, como indica Espinet 2004: 11). El rechazo a la castidad por parte de nuestro escritor debe entenderse en una doble dimensión: por un lado, la proscripción de la sensualidad y el sexo promovida enfermizamente por la Iglesia y el Estado españoles desde la Reconquista; por el otro, dentro de una concepción del viaje que, como dice Céline en Viaje al fondo de la noche, no se entiende sin el intercambio sexual. A propósito de Burton leemos: «Persuadido, con razón, de que la mejor manera de entrar en contacto con los pueblos extraños es mantener relaciones sexuales con sus habitantes» (Crónicas, 149). Evidentemente, el viajero no puede lle21 La red de intertextualidades tejida por Goytisolo en su obra es insondable. Uno de los pseudónimos que recibe Karl Marx en La saga… es el Devil; se trata, por otro lado, de un mote real (biográfico). Entre las biografías de Burton que Goytisolo dice haber consultado se encuentra una titulada The Devil Drives, de Fawm M. Brodie. «El Diablo» es uno de los nombres clave (el otro era el Viajero) que utilizaba la diplomacia española para designar a Domènec Badia en sus informes. Para la mejor exploración de la vida y la obra de Alí Bey ver Almarcegui (2007).
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var a cabo esas experiencias eróticas desde una posición de superioridad occidental, motivada por ventajas económicas o de privilegios raciales, a riesgo de caer en una categoría de turista sexual más o menos ilustrado. Tal fue el caso de Flaubert (como explica Goytisolo en su ensayo «Flaubert en Oriente», incluido en Crónicas). Al mismo tiempo, el viajero posiblemente no pueda situarse en una posición ajena al poder en su erótica con el nativo en un contexto tercermundista. Sin embargo, no deja de ser llamativo que el mediano de los hermanos Goytisolo, como el propio Alí Bey (o Burton), haya utilizado varias veces el disfraz para entrar en lugares vedados a un occidental: tanto en Aproximaciones… como en Paisajes de guerra… hay alusiones a la necesidad de la impostura; de nuevo en el volumen que nos ocupa: «Me colé en ella en camión, mezclado con los montañeses del lugar, tocado también con el modelo atatürkiano de gorra que todavía prevalece en el campo. Allí viví tres días inolvidables rodeado de praderas, arroyos, rebaños, pastores, jinetes y aldeanos cordiales y hospitalarios, en una especie de edén atemporal y rústico» (Ceca, 122). El disfraz es el peaje de la autenticidad: la llave de acceso a la región trasera. Al fin y al cabo nadie puede sustraerse a la atracción del exotismo: «¡Nada mejor que tomar unos vasos de té con ellos para sentirse en las entrañas de la Turquía profunda!» (122)22.
22 Seguramente la faceta política de Sarmiento, con sus excesos discursivos, impidió un acercamiento de Goytisolo a uno de los pocos viajeros en español con afinidades con su poética. En el relato de sus viajes por España Sarmiento utiliza la mímica «y el remedo de la prosodia (“Aspaña”) [que] se le revelan como las fórmulas más eficientes para la reducción satírica» (Colombi 2004: 114). Como ha estudiado Adolfo Prieto (1996), pese a que sus modelos fundamentales son europeos, Sarmiento buscó la manera de crear su discurso propio sobre el viaje, desde una mirada argentina sin tradición a ese respecto. Las especies discursivas están «afincadas en el relato de viaje europeo, como es evidente, pero en lugar de seguir dócilmente su modelo, Sarmiento se dedicará a desvirtuarlas» (Colombi 2004: 117). La subversión será identitaria y sexual: «Si la primera connotación de lo oriental (barbarie) acarrea la condena, la segunda (erotismo), en cambio, le provee una euforia insospechada y una revelación que despunta en España, se precipita en África y se verbaliza en su regreso a América. En Recuerdos de provincia se ufana de su linaje árabe por vía materna, Albarracín Al Ben Razin: “… i digo la verdad, que me halaga i sonríe esta jenealogía que me hace presunto deudo de Mahoma”. El viajero se ha desplazado no sólo en el espacio, las representaciones y la memoria, sino también en la percepción de su propia identidad, que ya admite contaminaciones, pasajes y traslaciones» (Colombi 2004: 123-124).
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La elección de Sevilla como lugar principal de Las semanas del jardín (1997) hay que ponerla en relación con el hecho de que White y Cernuda fueran sevillanos. La novela —cervantina y decameroniana— escenifica, con sus topónimos (Sevilla, Tánger, Marraquech) una ruta Norte/Sur posible, en el caso personal de Eusebio, una víctima del Alzamiento militar. La vertebración en veintiocho capítulos breves (tantos como letras del alfabeto árabe) supone la defensa del viaje inmóvil: la oralidad (aspiración máxima de la obra goytisoliana) constituye una alternativa al viaje físico. Tanto White como Cernuda emigraron a Inglaterra, es decir, hacia el Norte. La inversión es significativa, empática con la opción biográfica de Goytisolo. En Las virtudes… el personaje prior de un monasterio representa a Blanco White y otro personaje, «el acompañante del Archimandrita» es su amigo Eduardo Vácquer. Desde la ficción, Goytisolo retoma al escritor ilustrado en Carajicomedia e inventa una conversación entre éste y Menéndez Pelayo. La presencia, por tanto, es constante. Asimismo, también son constantes los mecanismos de apropiación de su figura. En Telón de boca (2003) los viajes son evocados como aproximaciones oníricas —«los lugares por los que vagaba en sueños» (Telón, 36)— o en los medios de transporte del pasado —«se veía a sí mismo medio siglo atrás, en el tren que conducía al pueblo costero donde le aguardaba la tartana con el masovero de la desvanecida propiedad familiar» (45)—. Es relevante el contraste que manifiesta Goytisolo entre el Maresme de su infancia y el de su vida adulta. El primero tenía una dimensión rústica; el segundo, en cambio, había sufrido una serie de mutaciones que lo hacían casi irreconocible: un aparcamiento de automóviles con guardianes que agitaban pañuelos para señalar las plazas vacantes, chiringuitos de fritanga y refrescos, pabellones de recreo con toldos y barbacoa. Numerosos visitantes, con esa estampa satisfecha de las familias que empujan sus carritos atiborrados de toda clase de artículos y vituallas a la salida del Pryca o del Carrefour, habían tomado posesión del lugar. Con shorts, sudaderas, sombreros de paja y gafas ahumadas, paseaban en grupos ruidosos (Telón, 43).
El consumidor es equiparado al turista. Los grupos de turistas de la playa de la residencia de Crimea o del Tánger de Don Julián eran descritos en los mismos términos. Su inmovilidad es retratada una y otra vez en el móvil continuo. Un último ejemplo: en el microcapítulo «El turismo os
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hará libres», de El exiliado de aquí y allá (2008), el último relato pendular de Goytisolo, se parodian hasta sus últimas consecuencias las advertencias a que son sometidos los visitantes en países extranjeros. Atemorizado por ellas (no ir en taxi, no alquilar vehículos, no comer en la calle, no alejarse del hotel), el turista se queda encerrado en su habitación. El desplazamiento es anulado por el miedo al otro, a la eventualidad, al contagio. No es difícil ver en esa paranoia textual discursos constantemente aplicados a países del Sur. La tentación del Este Poco a poco se va descubriendo la prehistoria textual de Sebald. Pero nada sabemos todavía de la novela que, a los veintitrés años, acabó y no pudo publicar, al parecer sobre sus experiencias como estudiante en Friburgo. Y todavía no se han rescatado los poemas que escribió y publicó (de difusión minoritaria) en su juventud (Anderson 2004: 156). Su biblioteca personal, no obstante, ya está siendo examinada 23. Su disposición a la literatura del yo se observa en la breve correspondencia que mantuvo con Adorno en esos mismos años. El interés por la enfermedad mental y la asimilación en literatura convive en esos textos con la tendencia a hablar de sus orígenes —«Geboren und katholizistisch erzogen wurde ich in einem Dorf in den bayrischen Alpen» [«nací y fui educado católicamente en un pueblo de los Alpes bávaros»] (Atze y Loquai 2005: 12)— y sobre sus viajes —le comenta a Adorno que va a Suiza tras el rastro de Robert Walser (ibid.: 16). El primer libro que publicó Sebald fue su mencionada tesina (Carl Sternheim. Kritiker und Opfer der Wilheminischen Ära, 1969). Pero hay que buscar en su primer artículo académico la semilla de su concepción del viaje literario. Se trata de «El país por descubrir. Sobre la estructura de motivos de El castillo de Kafka», de 1972. Paradigmáticamente apareció en alemán y en inglés el mismo año24: su situación de emigrado y traductor se evidenciaba en esa circunstancia editorial. La presencia de la 23 Como se puede ver en el volumen compilado por Alze y Loquai, donde encontramos la mejor bibliografía sobre Sebald disponible (2005: 260-293). 24 «Thanatos. Zur Motivstruktur in Kafkas Schloss», Literatur und Kritik, nos 66-67 (1972), pp. 399-411; y «The Undiscover’d Country — The Death Motif in Kafka’s Castle», Journal of European Studies (1972), pp. 22-34. [En las citas de artículos en sus fuentes originales sigo la bibliografía de Text und Kritik.]
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errancia judía en esas primeras líneas de ese texto primerizo está cargada de futuro. En las páginas iniciales se insiste en que K. no es presentado en la novela como un agrimensor, sino como «un caminante» (Pútrida patria, 42); a renglón seguido, recuerda que «viaje y peregrinaje son símbolos de la muerte» (42); para observar enseguida que es inútil discutir sobre la presunta evolución del personaje de K., porque desde que entra en el Castillo, zona «extraterritorial», «se asemeja ya a esas almas muertas para las que nada es más ajeno que su propia historia» (44). Su viaje es, por tanto, un viaje hacia la muerte. El mesianismo es uno de los intereses de Sebald en esa época (mediados de los setenta). Dedica un estudio al mesianismo en la obra de Döblin25 y retoma el asunto kakfiano en 1976, en «La ley de la vergüenza. Poder, mesianismo y exilio en El castillo de Kafka»26. La interpretación de El castillo ha sido así resumida por Ruth Klüger: «Seine Interpretation von Kafkas Schloss macht aus dem Landvermesser eine Messiasgestalt und aus der Barnabas-Familie eine Darstellung der Diaspora, die er konsequent mit dem hebräischen Wort Galut bezeichnet» [«Su interpretación de El castillo de Kafka hace del agrimensor un personaje mesiánico y de la familia Barnabás una representación de la diáspora, lo que él señala consecuentemente con la palabra hebrea Galut»] (Klüger 2003: 97). En su texto, Sebald subraya el carácter metafísico de la tradición mesiánica y señala su objetivo último: «la liberación del exilio de la historia» (Pútrida patria, 146). Según su lectura de la novela, Kafka estaría siguiendo y criticando al mismo tiempo esa tradición, con la figura del Mesías en su centro, «entre la representación y la marginación […], de fisonomía y procedencia indeterminadas» (147). Caracterizado por la errancia. La presencia constante que tendrá Kafka en la obra posterior de Sebald me obligará a volver sobre estos dos textos, con la intención de iluminar a partir de ellos cómo se configura el narrador Sebald a partir de Del natural. Antes de ello conviene seguir observando los temas y autores que tejen la red de intereses del escritor, y cómo de ella se desprende el marco de construcción de un tipo de relato de viaje. Uno de los escritores que ha analizado recurrentemente en su trabajo académico ha sido Peter
«Zum Thema Messianismus im Werk Döblins», Neophilologus (1975), pp. 421-434. «The law of ignominy: authority, messianism and exile in The Castle», en Franz Kuna (ed.), On Kafka. Semi-Centenary Perspectives. Londres: Elek, 1976, pp. 42-58. 25
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Handke27, quien ha basado su proyecto artístico en el vagabundeo. A 1975 pertenece su análisis de la obra teatral Kaspar. Así inicia Sebald su artículo: «Cuando Kaspar, después de varios intentos, presa del pánico, entra en escena por una cortina del foro, parece, inmóvil al principio en aquel espacio extraño, “la personificación del asombro”» (Campo Santo, 53). Una patología; una cortina; un lugar extraño28. Aquí tenemos por primera vez en la escritura de Sebald el contexto en que se iniciarán la mayoría de sus relatos. La única diferencia será que en sus libros de creación siempre habrá una referencia a la cronología. Anclaje en un año: la reconstrucción de esa cronología permite observar la unidad del proyecto artístico, porque refiere casi siempre a etapas de la vida del propio autor. Handke, Kafka y Bernhard quizá sean, de los autores que estudia a fondo en sus inicios académicos, los que mayor impronta dejarán en su obra de creación. Observar su bibliografía ensayística (Weber) lleva a la conclusión de que, pese a sus lecturas de autores europeos y latinoamericanos a causa de la docencia (McCulloh 2003: 139), se especializó a conciencia en la tradición germánica. De 1972 en adelante, además de los trabajos y autores citados, trabaja, entre otros, en Arnold Zweig, Max Frisch, Alexander Herbrich, Günter Grass o Jean Améry; hasta 1989 no encontramos un artículo parcialmente centrado en un autor no germano (Primo Levi29). En paralelo, no hay que decirlo, concebía una narrativa ensayística en que toda la tradición occidental tenía cabida. Es a mediados y finales de los años ochenta, mientras está viviendo su debut como autor con la edición de Del natural, cuando se gesta definitivamente la voz y la forma de la obra sebaldiana. Hay que señalar que sus ensayos en que habla desde un yo no-académico sobre los aspectos criticables de escritores que lo precedieron en la descripción del pasado alemán son todos de esa época. Entre otros: «Between History and Natural 27 «Fremdheit, Integration und Krise. Über Peter Handkes Kaspar», Literatur und Kritik, nº 93 (1973), pp. 152-158 (antologado en Campo Santo); «Unterm Spiegel des Wassers — Peter Handkes Erzählung von der Angst der Tormanns», Austriaca, nº 16 (1983), pp. 43-56; «Helle Bilder und dunkle — Zur Dialektik der Eschatologie bei Stifter und Handke», Manuskripte, nº 84 (1984), pp. 58-64 (estos dos últimos recogidos en Pútrida patria). 28 Al principio de su único artículo sobre Nabokov también destaca un ataque de pánico sufrido por el narrador de Speak, Memory (Campo Santo, 165). 29 «Überlebende als schreibende Subjekte. Jean Améry und Primo Levi. Ein Gedenken», Frankfurter Rundschau (21/1/1989).
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History: On the Literary Description of Total Destruction»30, antecedente de Sobre la historia natural de la destrucción; «“Una montaña bruna” (Sobre la novela de montaña de Hermann Broch)»31; y «Constructs of Mourning. Günter Grass and Wolfgang Hildesheimer»32. *** En 1988 Sebald publica su primera obra de creación: Nach der Natur. Ein Elementargedicht (Del natural. Un poema rudimentario). Que la decisión de tornarse público sea tomada en la madurez personal y que la precedan, entre otros, los ensayos que he comentado, permite ver el libro como un prólogo a la obra que vendría después. Un prólogo en verso a una cuatrilogía en prosa. En ese sentido hay que entender el epígrafe de la primera de las tres secciones de Del natural: la subida del telón de un proyecto literario que ya estaba fraguado. La cita es de Inferno, Canto II: «Ve pues, que una es nuestra voluntad: / tú guía, tú señor y tú maestre. / Eso dije; y, al tomar él prioridad, entré por el camino alto y silvestre». Hay un desdoblamiento en esos versos dantescos, entre el yo (Dante) y el tú (Virgilio), que puede ser entendido como representación del escritor (Sebald) y de la tradición (en el libro se abordarán tres figuras de viajeros germánicos: el pintor Matthias Grünewald, el botánico G. W. Steller y por último el propio Sebald). Pero sobre todo hay un camino y un impulso. Un movimiento hacia el conocer a través de la oscuridad (el infierno). La obra de Sebald comienza con la invitación a un viaje entendido como catábasis. Y como paso de frontera. La primera serie de versos de la primera sección (titulada «Como la nieve en los Alpes») indica que ese viaje consiste en el movimiento de una mirada. No hay fotografías reales en Del natural, pero sí varios ejercicios de ékfrasis que significan el paso de la pintura a la fotografía. De hecho, en «Zwischen Geschichte und Naturgeschichte. Versuch über die literarische Beschreibung totaler Zerstörung mit Ammerkungen zu Kasack, Nossack und Kluge», Orbis Literarum, nº 4 (1982), pp. 345-366. 31 «Una montagna bruna — Zum Bergroman Hermann Brochs», bajo el título «Es schweigt der Berg und manchmal spricht er», Frankfurter Rundschau (1 de noviembre de 1986). 32 «Konstruktionen der Trauer. Günter Grass und Wolfgang Hildesheimer», Deutschunterricht, nº 35 (1983), pp. 32-46. 30
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la sección de Grünewald abundan las descripciones de sus cuadros; en la de Steller, en cambio, son los paisajes naturales los objetos de descripción; y es con el personaje/narrador Sebald, precisamente, cuando se introduce la ékfrasis fotográfica. El movimiento (entre lugares físicos, entre libros o cuadros) conduce al encuentro: «parecía como si en las obras de arte / los hombres se respetaran como hermanos / y uno a otro se levantaran monumentos / allí donde sus caminos se cruzaban / […] aquel hombre mayor, al que yo mismo / encontré hace años, una mañana de enero, / en la estación de ferrocarril de Bamberg» (Del natural, 10). El encuentro es el eje de rotación del mundo sebaldiano. Anula la distancia histórica y es el único vehículo hacia el conocimiento. El paralelismo entre viaje y lectura como productores de encuentros se hace explícito en Canetti (Pútrida Patria, 69). La obra en decurso de Sebald es una red de encuentros. Quizá el más significativo de la primera sección del libro es el que ocurrió en primavera de 1525, cuando Grünewald «entabló conversación con Barthel y Sebald Beham, / grabadores y dibujantes de Nuremberg, que, / detenidos el 12 de enero como pintores impíos / y expulsados por herejía / de su ciudad natal» (Del natural, 36) se alojaban en el lugar que visita el pintor. Conversan sobre movimientos revolucionarios y le anuncian «un gran Pentecostés», señalado por la conjunción de «la estrella roja» con «Saturno, el signo / de los campesinos, y un fantástico / fuego se encendería cuando, / en ese futuro que se suponía próximo, / un vagabundo menesteroso se revelara como Messias septentrionalis» (37). En ese encuentro confluyen la heterodoxia, el exilio, Saturno —un símbolo constante en la obra de Sebald, el planeta bajo cuyo signo dice haber nacido él mismo (82)— y el mesías en la figura de un vagabundo33. Como toda la obra de Sebald, inscrita en la posmodernidad última, el libro atesora un alto nivel de autoconsciencia. Las reflexiones sobre el trabajo del pintor, sobre la relación entre el ojo y la técnica, sobre el viaje y el arte como terapias, o sobre la melancolía y la estética aluden al laboratorio de la propia escritura. Es así como deben ser comprendidos los primeros versos de la sección tercera de Del natural: «El cerebro trabaja de continuo / En Los anillos de Saturno visita la tumba de «mi santo, san Sebaldo», que se dio a la fuga tras la noche de bodas y peregrinó hasta Italia y después fue a Alemania a través de los Alpes. Creó fuego a partir del hielo, entre otros milagros. En su sarcófago, entre otras imágenes, está representada Jerusalén (Los anillos, 96-98). 33
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con algunas huellas, por débiles / que sean, de autoorganización, / y a veces de ello surge / un orden, en algunos aspectos hermoso / y tranquilizador, pero más cruel también / que el anterior estado de ignorancia» (77). Como ocurre en tantos otros momentos de la obra de Sebald, en un fragmento se condensa la totalidad del proyecto. Ese orden también debe ponerse en relación con la red de encuentros que se acaba de mencionar. Las huellas («Spuren») que se rastrean conducen en paralelo al conocimiento y al dolor. Estamos en el umbral de la obra literaria de Sebald: el libro tematiza ese tránsito. En el afán de encontrar un inicio autobiográfico, el narrador/yo lírico Sebald, cuyo advenimiento fue anunciado por los pintores herejes, escoge la mañana del 9 de enero de 1905 «en que mi abuelo y mi abuela, / con un frío que cortaba, fueron / en coche abierto de Kloster Lechfeld a Obermeitingen para que los casaran» (Del natural, 77). Primer traslado fundacional: la violencia del frío. Mediante la ékfrasis fotográfica llegará enseguida al 27 de agosto de 1943, cuando su padre partió a Dresde, ciudad de la que no «no guarda ningún / recuerdo». Su madre tampoco se acuerda de cómo quedó Nuremberg tras el bombardeo aliado, cuando ella viajó de Fürth a Windsheim para refugiarse en casa de una amiga, lugar adonde se dio cuenta de que estaba embarazada. Su gestación tiene lugar, por tanto, sobre el olvido de la generación paterna (la de testimonios de la guerra). Segundo traslado fundacional: la violencia de las bombas. Aún tendrá lugar un tercer y rotundo traslado acuciado por la violencia. Sebald nace y «la procesión de la bendición de los campos / pasaba por delante de nuestra casa, / acompañada por la banda de música de los bomberos» (82), su madre lo toma como un buen augurio, pero poco después una tormenta mata a uno de los cuatro portadores del palio, bomberos y porteadores nazis, obviamente. La peregrinación religiosa, por tanto, está presente en el nacimiento literario del futuro escritor. En Del natural aparecen también los procesos de combustión que serán constantes en la obra de Sebald. La mutación destructiva de los bosques o las casas, su movimiento hacia la muerte debe ser puesto en paralelo tanto al destino trágico de muchos de los personajes como a las transformaciones que conducen a una vida más intensa, por así llamarla. La conversión, como viaje interno, está presente en este libro como lo estará en los siguientes: la esposa de Grünewald, por ejemplo, es de origen judío, nacida en un gueto, y es bautizada con el nombre de (Santa) Ana antes de la boda (Del natural, 17).
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Aunque su primera obra fuera en verso y sin fotografías, en esa misma época está Sebald viendo las posibilidades narrativas y testimoniales de la inclusión de material gráfico. Prueba de ello son las menciones a las fotografías de Roman Vishniak de los guetos de la Europa oriental en dos de sus artículos contemporáneos más importantes (Pútrida patria, 139 y 165), acompañadas por citas de los célebres trabajos sobre fotografía de Barthes y Sontag. Respectivamente: «toda foto lleva inevitablemente el signo de una muerte futura» (139), y «Sontag ha calificado la fotografía de equivalente moderno de las ruinas artísticas» (119). No es casual que la nota 49 de «Hacia el este, hacia el oeste» —el primero de los artículos que acabo de citar y sobre el que, por su importancia capital al hilo de lo que aquí desarrollo, volveré más adelante— consista en la reproducción de una viñeta: el primer material gráfico de la historia textual de Sebald. Tampoco lo es que Sontag destaque en su trabajo a Benjamin como «el crítico más importante y original de la fotografía» (Sontag 2005: 114). Llega el momento de recapitular. En las páginas precedentes he destacado cuatro elementos de la obra académica de los años setenta y ochenta y de su primera obra de creación que deben ser observados como los pilares de su proyecto literario en lo que al viaje refiere. A saber: el mesianismo kafkiano como modelo del narrador nómada; el marco físico-patológico en que se inicia el relato y el viaje; la relación entre la fotografía y el mundo literario: la mirada en movimiento (péndulo) hacia el pasado; y por último la crítica inflexible, el cuestionamiento de la realidad y de su historia, en una topografía europea que tiene a la Alemania nazi en su epicentro —«Sabido es que existe una larga tradición / de perseguir a los judíos, también / en la ciudad de Francfort del Meno. / Hacia 1240, 173 fueron muertos» (Del natural, 16). La relectura de los dos artículos académicos que Sebald le dedicó a El castillo, permite, en primera instancia, aproximarse a por qué el escritor se decidió por un narrador nómada para su narrativa. Recordemos que en ellos destacaban dos elementos: por un lado, la lectura de K. como un mesías contemporáneo o como un anti-mesías, como un personaje errante que se inscribe irónicamente en la tradición mesiánica; por el otro, el Castillo como una zona de muerte y, por tanto, K. como un viajero que se dirige al país del cual no se regresa. Esa lectura se fundamenta en el hecho de que la palabra «agrimensor», en hebreo, sea homófona de la palabra «mesías». Pues bien: creo que ambas ideas están en la configuración del narrador Sebald. No es casual que el mesianismo (el
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anuncio, a través de un fuego, del advenimiento de un vagabundo que habrá de salvar al campesinado) esté presente en Del natural asociado con el nombre de un tal Sebald Beham, como si una genealogía secreta conectara a un antepasado con su propio advenimiento. Tampoco lo es que el nacimiento de Sebald, sacudido por tres desplazamientos violentos, sobre la base de la amnesia paterna, precisamente en el Día de la Ascensión de 1944, esté rodeado de malos augurios violentos, con la muerte de un hombre a causa de un rayo, un acontecimiento «inaudito en la historia del pueblo» (Del natural, 82). Obviamente, la autoficción permite crear una distancia irónica entre el mesías tradicional y el narrador, de quien apenas conocemos sus patologías y algunos datos de su pasado, pero que se identifica con el escritor en varios momentos de su obra posterior (fotográficamente en dos ocasiones). Por otro lado, su saturnismo es contrario a la combatividad que se le supone a un enviado. No se trata de una voluntad de identificación, sino de una necesidad narrativa, de un imperativo literario, obligado por la coherencia. El proyecto que gesta Sebald quiere dar voz a víctimas de la historia alemana y quiere crear una fuerte empatía con el mundo judío que desapareció en 1945: para ello no encuentra mejor recurso novelesco que el uso de la primera persona de un viajero que evoca a las figuras errantes de la literatura hebrea. El viajero Sebald de camino hacia la zona pantanosa de la muerte. La figura del péndulo —emblemática del viaje posmoderno, recordemos, según Ette— nos permite visualizar la oscilación del relato sebaldiano: entre la vida y la muerte, entre Inglaterra y Europa, entre la prosa y la imagen. El anti-mesías que ha llegado para recordar a sus compatriotas lo que no quieren recordar. Hacia la oscuridad. Una oscuridad que, como se verá, está presente desde los primeros pasos del viaje, desde la habitación de la cual se parte, y que es tanto exterior (física) como interior (mental). El viaje se revelará como terapia que lleva al conocimiento, pero que no salva y que confirma la orfandad. La oscuridad es representada en la obra sebaldiana en dos ámbitos complementarios. Por un lado, la fotografía, que no en vano es en blanco y negro. Por el otro, todos sus libros indagarán conradianamente en lo oscuro: leer a Sebald en inglés significa encontrarse continuamente con la palabra «darkness». No en vano, la tercera sección de Del natural, donde se inicia la narración autoficcional del narrador Sebald, lleva por título «La noche oscura hace una incursión» [«Die dunkle Nacht fährt aus»].
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El yo frente a su oscuridad nocturna 34. Hay que entender la totalidad de la obra sebaldiana, con su abundancia de cementerios, apariciones más o menos espectrales, objetos y discursos que vuelven de la muerte, etc., como una zona muerta en que un anti-mesías transita para rescatar historias que de otro modo permanecerían olvidadas. En Vértigo, después de haber creído ver el fantasma de Dante, el narrador, en un bufé, dice «como si me hallara en el mismo círculo de estos espectros que ingerían su colación matinal» (58). *** Schwindel. Gefühle (Vértigo) fue editado en 1990 y evidencia desde sus primeras páginas que una poética ya está configurada. Comienza con una fecha (mediados de mayo de 1800) y un lugar (el Gran San Bernardo), ambos protagonistas de una «travesía legendaria» (Vértigo, 7), es decir, de un viaje. En él es presentado Stendhal, en quien se centra la primera de las cuatro secciones del libro, como uno de los soldados de Napoleón en aquella campaña. Ésta la recordará treinta y cinco años más tarde en un ejercicio en que la memoria y la ficción se entrelazarán irremediablemente, pero en el que habrá un esfuerzo por investigar en el alcance del recuerdo para recuperar lo que realmente ocurrió. Beyle (pseudónimo de Stendhal), según Sebald, se sorprende de cómo alguno de sus recuerdos son imposibles; años más tarde, en un movimiento complementario, descubrirá que las imágenes ficcionales que se había formado a partir de los relatos sobre la batalla de Marengo son absurdas cuando se contrastan con los restos del campo de batalla, quince meses después: árboles muertos y las osamentas de 16 000 hombres y de 4 000 caballos. Ese contraste le provoca vértigo. La columna conmemorativa que se ha erigido le produce una sensación de «mezquindad extrema» (18). El síndrome de Stendhal es visto como una reacción moral ante el desfase entre la representación estética de la batalla y su concreción brutal. Y entonces decide «convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos» (18). Es decir: la memoria (retrospectiva) y la imaginación (proyectiva) son igualmente traidoras. Es decir: los modos tradicionales de conmemoración ya no son válidos. Es decir: sobre la experiencia patológica del vértigo y sobre la rara voluntad 34
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El segundo poema de For Years Now habla de «my night journeys».
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reparadora de querer hacer justicia, en viaje, se puede basar un ambicioso proyecto estético. Como ocurría con las dos primeras secciones de Del natural, mediante el esbozo biográfico centrado en los traslados de un artista histórico, por tanto, Sebald está trazando las líneas maestras de la propuesta propia. A este respecto es fundamental que, en su paráfrasis narrativa (una de las estrategias comunes en Sebald, como la ékfrasis, en su literatura eminentemente metatextual) de Sobre el amor (1822), el narrador diga que «se habla de un viaje que el autor afirma haber hecho partiendo de Bolonia en compañía de una tal Mme Gherardi» (Vértigo, 20). Se introduce sutilmente una semilla de duda. Se separa la vida del relato autobiográfico de la vida. Hay un margen entre ambos, en el cual se puede introducir cierto grado de ficción. Eso es precisamente lo que hará el autor en todos sus libros, afirmar haber hecho un viaje. Literariamente. Más adelante, en la misma novela, el narrador asegurará estar en Venecia tomando «unos apuntes para un tratado referente al rey Luis en Venecia» (Vértigo, 47), como si fuera un historiador y no un profesor de literatura (el primero es el narrador, el segundo es el yo histórico). A renglón seguido menciona el Diario de viaje a Italia, de Grillparzer, de 1819: «Al igual que él, no encuentro placer en nada, me quedo desmedidamente decepcionado de todos los monumentos, y, como acostumbro a decir, mejor hubiera hecho quedándome en casa con mis mapas y mis planos» (47). ¿Y si hizo precisamente eso? Al mismo tiempo, las pruebas documentales gráficas reproducidas parecen borrar los signos de interrogación que, sin embargo, persisten. El debate crítico alrededor de Sebald siempre gira en torno al concepto de género. Se ha dicho que sus libros pertenecen a la «documentary novel» (McCulloh 2003: XX), que entroncaría en su caso con el énfasis documental de cierta novela alemana de posguerra (SHND, 68) y con la novela realista alemana del siglo xix (Anderson 2004: 157). El concepto de documental de viaje, en su traducción inglesa, «travelogue», debe ser entendido, en el caso de Sebald, en la doble etimología de «logos», palabra y principio ontológico y antropológico del viaje (Leone 2004: 91)35. También en ese sentido Sebald es heredero (privilegiado) de Kafka, quien era un gran lector de literatura de viaje y esbozó estrategias de subversión del género (Zilcosky 2002). El escritor veía como algo natural su transgresión genérica, tal vez porque «en la literatura austríaca, se traspasan 35
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Para un sucinto estado de la cuestión ver Elcott (2004: 206).
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fronteras tradicionales, por ejemplo, las existentes entre su propio campo y el de la ciencia» (Pútrida patria, 9), y añade: «en Austria, en cuanto se empieza a reflexionar, se llega enseguida a un punto en que hay que salir del ambiente conocido y ocuparse de otros sistemas» (10). Beyle aconseja, según Sebald, que «no se deberían comprar grabados de hermosos panoramas ni panorámicas que se ven cuando se está de viaje, porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él» (Vértigo, 10). El turismo, en los primeros años de la modernidad, es ya una compañía inevitable del escritor viajero. Aunque el libro se inicie con un grabado del monte de la campaña napoleónica, en seguida aparecerán reproducidos dibujos manuscritos extraídos de Vida de Henry Brulard, de Stendhal. Obviamente, la decisión de incluir material gráfico en la materia narrativa no proviene exclusivamente de la visión del reportaje de Vishniak o del ejemplo de Beyle; hay otros autores que Sebald había estudiado y que utilizan esa misma técnica, como Walter Benjamin en sus artículos sobre la infancia («Viejos libros infantiles», de 1924, «Juguetes y juego», de 1928, y «Juguetes rusos», de 1930) (Benjamin 1989), Alexander Kluge en Neue Geschichten (SHND, 74-75)36, Peter Handke (1978), Rolf Dieter Brinkmann (Rom. Blicke, de 1979) o Christoph Ransmayr (Die Schrecken des Eises und der Finsternis, de 1984), por espigar algunos ejemplos exclusivamente germánicos37. Pero en todos esos casos se trata de recursos esporádicos, no de un proyecto de vida artística, que es precisamente lo que Sebald construyó a partir de esos modelos fragmentarios. En la segunda sección de Vértigo aparece finalmente el narrador Sebald en el relato en prosa que será usual en él. De nuevo una fecha (1980) y en un lugar (Viena), en un contexto de enfermedad y de traslado. La llegada a la capital de Austria se caracteriza por el mutismo (imposibilidad de lenguaje) y la pérdida (imposibilidad de orientación), en unos días marcados por «el caminar constante» y «la imposibilidad de sobrepasar las invisibles «[L]os famosos artificios pseudocumentales de Kluge» (SHND, 33). Especialmente interesante me parece la investigación sobre la posible influencia de Arthur Holitscher. Él trabajó con la relación entre relato de viaje e imagen; su libro Amerika. Heute und Morgen, de 1912 (Berlín: S. Fischer) muestra algunas ilustraciones con mecanismos de repetición o con énfasis en lugares de tránsito y urbanos que parecen prefiguraciones sebaldianas. Sebald no escribió ningún artículo sobre Holitscher, ni mencionó su nombre en ningún texto de los antologados en libros, de modo que la presunta relación intertextual está pendiente de análisis. 36 37
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y […] arbitrarias líneas divisorias» (Vértigo, 32) que después descubre en el mapa; barreras psíquicas que recuerdan las de la teoría de la dérive. Finalmente llama por teléfono, seguro de que al fin será capaz de hablar, pero nadie responde. En Sebald, la influencia de Freud se constata en el «emphasis on the uncanny, specially when the uncanny coincides with the everyday» (McCulloh 2003: 3). De hecho, sus apariciones o inquietudes parecen provenir de los relatos de los pacientes de Freud. Lo no familiar, aunque absolutamente normal, resulta inquietante precisamente por no ser conocido. Sebald reelabora la tradición surrealista y benjaminiana del azar, que en Breton y en Aragon o en el propio Benjamin se vinculaban sobre todo con el amor y el deseo, para redirigirla hacia la extrañeza o la política en un contexto de viaje y patología. Cuando en la segunda sección de Vértigo el narrador habla de Casanova, establece una coincidencia entre la fecha de su evasión de la cárcel del Palacio Ducal veneciano y la experiencia propia en Venecia: Este intento de Casanova de sondear lo desconocido con un juego aparentemente arbitrario de palabras y de números me ha inducido a volver a mirar las páginas pasadas de mi propio calendario, y cuál no sería mi sorpresa, incluso temor, al constatar que el día del año ochenta, en el que, leyendo apuntes de Grillparzer, estuve sentado en el bar junto a la Riva degli Schiavoni entre el Danieli y la Santa Maria della Visitazione y por consiguiente no lejos del Palacio Ducal, fue el último del mes de octubre, en consecuencia el aniversario de aquel día, o, mejor dicho, de aquella noche en la que Casanova […] se abrió camino por entre la coraza del cocodrilo de plomo (Vértigo, 51-52).
En ese sentido (el azar como vehículo hacia lo inquietante), hay que entender los encuentros repetidos con personajes espectrales como Dante y Kafka (en Vértigo) o Nabokov (en Los emigrados). De algún modo se trata de una forma de balancear los encuentros con personas-testimonios. No en vano, en la literatura alemana se habla de la literatura de viajes como ejemplo de «literarische Fremderfahrung»: experiencia literaria de lo extraño y de lo otro. En Vértigo el relato de viaje no se vertebra en ninguna de sus formas tradicionales, sino que se relaciona con el patrón de la novela policial, en el espacio habitual de ésta: la ciudad: «Dans le récit de voyage, le narratif (“l’aventure”) peut être tenu pour une modalité de mise en intrigue du descriptif» (Pasquali 1994: 94). El procedimiento (la intriga, el misterio) era ya observable en las series de pueblos de Stendhal,
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Nerval y Chateaubriand; la apuesta sebaldiana, en cambio, es urbana38. Como procedimiento narrativo complementario hay que entender las redes simbólicas que Sebald va tejiendo (una de ellas tiene como motivo a Casanova, cuyo nombre aparece repetidamente en el libro de viajes), a partir de los conceptos baudelerianos de correspondencia y analogía, que son los disparadores de digresiones físico-textuales: «En el relato de viajes el azar y el plan constituyen dos polos que se refuerzan mutuamente» (Ette 2001: 30). Esa tradición de la ciudad moderna como espacio del flâneur y del dandy fue trabajada por Sebald a partir de Peter Altenberg en un artículo precisamente titulado «Peter Altenberg — Le Paysan de Vienne»39. La «Stadtliteratur» es, sin duda, una preocupación de nuestro escritor: Wie Baudelaire so kommt auch Altenberg in seinen späten Schriftstellerjahren nicht viel hinaus aus der Stadt. Reisen sind ja im Grund längst nicht mehr nötig, seit die weite Welt eingebracht worden ist in die alles umfassende Metropole. In den wechselnden Schaustellungen der Wiener Panoramen kann man das Ampezzo-Tal und die Vogesen, New York, die ägyptischen Pyramiden, das Goldene Horn, Florida und Alaska für ein geringes Eintrittsgeld besuchen (Unheimliche Heimat, 72). [Al igual que Baudelaire, en los últimos años de su vida como escritor, Altenberg apenas sale ya de la ciudad. Los viajes en el fondo ya no son necesarios, desde que el ancho mundo ha llegado a la metrópolis que todo lo abarca. Por muy poco dinero se puede ver el valle Ampezzo, les Vosges, Nueva York, las pirámides egipcias, el cuerno de oro, Florida y Alasca, comprando la entrada de las exposiciones de los panoramas rotatorios de Viena.]
En el Panorama vienés, la ciudad deviene una summa del mundo conocido, el invento circense permite observar las maravillas mundiales como una ilusión espectacular e inmóvil. Se puede viajar sin moverse de la urbe moderna. Lo exótico se anula. Destaca también el noctambulismo 38 A propósito de lo que está escribiendo dice el narrador: «cada vez tenía más la sensación de que se trataba de una novela policíaca. La historia transcurría en la Alta Italia, en Venecia, Verona y Riva, y en ella se trataba de una serie de crímenes sin resolver y de la reaparición de una persona a la que se había dado por desaparecida hacía mucho tiempo» (Vértigo, 79). 39 «Peter Altenberg — Le Paysan de Vienne», Die neue Rundschau, nº 1 (1989), Heft, pp. 75-96.
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de Altenberg (Unheimliche Heimat, 75), el tipo de conocimiento urbano que significa la flaneurismo nocturno, que veremos en Austerlitz. La deambulación lleva al narrador de la segunda sección de Vértigo al borde de la indigencia. Decide irse a Venecia en un tren nocturno. Pero antes se acerca a Klosterneuburg a visitar al poeta Ernst Herbeck. Deciden visitar el Danubio y van en tren hasta una población llamada —precisamente— Altenberg. La écriture es palimpsesto. No voy a detenerme en el análisis de esa excursión, que se enlaza con los paseos que daba el abuelo del narrador y con visitas anteriores a esos mismos lugares. Pero sí creo conveniente destacar un detalle. En una visita anterior a un asilo de ancianos, el narrador siente que el «suelo de parquet se movía debajo de [su]s pies» (Vértigo, 41) y, de hecho, que el edificio actúa como un barco. Abundan en Sebald las comparaciones entre casas y barcos, así como los ríos y los fluidos. La materia en movimiento. En un ensayo sobre Herbeck prácticamente contemporáneo40, Sebald citaba las siguientes palabras del poeta: «La poesía es un modo oral de dar forma a la historia a velocidad retardada» (Campo Santo, 153). Magris recuerda que Hofmannsthal, en su poesía, se inclina por imágenes de la fluctuación: viento, neblina, mar, que ayudan a la disolución del lenguaje (Magris 1993: 40). Lo mismo ocurre con las imágenes sebaldianas de la arquitectura convertida en barco. La literatura en alemán de principios del siglo xx se resiste a dar por finiquitada la unidad, la estabilidad que habían caracterizado las últimas décadas del siglo anterior; con la teoría freudiana en la recámara, la psique del individuo se disgrega, se atomiza. Lo que Zweig llama en sus memorias «un mundo de seguridad» resultó ser un espejismo, un castillo de naipes: el canto del cisne de la estabilidad que llevaría a la progresiva condición líquida de lo moderno. Todos los movimientos del narrador son en trenes, por lo general nocturnos; subir a ellos casi siempre es la respuesta a una huida motivada por la paranoia. Y siempre hay un viaje que reescribe uno anterior, propio o ajeno, como si no existiera la posibilidad del viaje de absoluto descubrimiento. «En Verona cogí una habitación en la Paloma de Oro y, siguiendo una vieja costumbre, fui al Giardino Giusti» (Vértigo, 59), escribe el narrador a propósito de su viaje de 1980, insinuando visitas anteriores; y en 1987 «volví a recorrer el trayecto de Viena a Verona» 40 «Des Häschens Kind, der kleine Has. Über das Totemtier der Lyrikers Ernst Herbeck», Frankfurter Allgemeine Zeitung (8/12/1992).
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(68), contará después. Se trata de un movimiento múltiple de sucesivas reescrituras espaciales. El de la búsqueda de la casualidad. El patológico. El político (reescribir el espacio de la infamia). El escrito (en todo el libro hay menciones a las notas que va tomando, a la necesidad de viajar para ver cuadros o para entender algo que después será redacción). El metaliterario. Sebald oculta la referencia de La muerte en Venecia (lo primero que hace al llegar a la ciudad es ir a la barbería), pero no la de Grillparzer (Tagebuch auf der Reise nach Italien, de 1819): viajar para reescribir a los que te precedieron. Klosterneuburg, donde paseó con Herbeck y donde había visitado anteriormente a una anciana, es también el lugar donde Kafka fue finalmente ingresado; Kafka, que aparece en la propia textura, pues su relato «El cazador Gracchus» es citado abundantemente en la tercera parte de la novela (Klebes 2004: 128 y ss.). «Gracchus» remite tanto a un personaje romano como a «grajo», y se corresponde en checo con «Kafka»; el relato indaga en la idea kafkiana del exilio completo, que obsesiona a Sebald (McCulloh 2003: 100). El espacio se reescribe. Un ejemplo muy elocuente de ese procedimiento lo encontramos en la descripción que hace Austerlitz del palacio de justicia de Lieja, pues hay en ella una transcripción literal de algunas líneas de la primera página de El proceso (Taberner 2004: 191). Se trata de un puente entre la realidad textual kafkiana y la realidad empírica nuestra: un desplazamiento que trasciende el poder de la cita y realiza: torna real. En una distancia irónica que es paralela a la que el post-turista establece con el turista (Rojek 1993), se podría hablar, como se ha visto en el capítulo anterior a propósito de Juan Goytisolo, de un post-viajero: el escritor de la posmodernidad que ya no es capaz de vivir el viaje sin una distancia irónica hacia la propia vivencia en movimiento. Zilcosky y Theisen han trabajado el palimpsesto de literatura de viajes que crea Sebald en la segunda parte de Vértigo. La inversión del viaje de Goethe es irrefutable (Theisen 2004: 167): lo que el viajero del xix (en su Italienische Reise, de 1786-1816) considera fundamental, es secundario para Sebald; el anfiteatro de Verona, que debe ser visitado según Goethe cuando está lleno de gente (el pueblo, el Volk), es retratado en la soledad del narrador en Vértigo. El pasaje, por tanto, deviene una prueba del viaje contra-espacial (y contra-literario) de Sebald, y la filiación se establece con Heine y su Reisebilder (170). Observar la obra de Sebald desde la perspectiva del concepto bajtiniano de «cronotopo» arroja algunas constataciones interesantes. Uno de
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los lugares recurrentes en su obra es el del hotel. Sus hoteles se podrían dividir en dos categorías: edificios arquitectónicos que remiten al siglo xix y al esplendor de la práctica elitista del viaje; y albergues de paso, donde el narrador Sebald a menudo sufre momentos de angustia. El caso de Marienbad es emblemático en este sentido. En Austerlitz es mencionado como el lugar de veraneo de los padres aristócratas del pequeño, en su esplendor de la primera mitad del siglo pasado; cuando el protagonista va en 1972, la decadencia es evidente. Kafka está enfermo. Es víctima de una enfermedad que, como todos los personajes sebaldianos y el propio narrador, supera el sentido recto de la palabra «enfermo». Por eso el hotel debe ser visto como una suerte de hospital. La cuarta sección de Vértigo, «Il ritorno in patria», debe leerse como un viaje a los orígenes del individuo y de su patología. Otro tren nocturno, a Innsbruck. Y después, en autocar hasta W., el pueblo de la infancia de Sebald. La peculiaridad del transporte indica que no se trata de un viaje más. La lluvia es tan espesa que apenas se distinguen los contornos de las montañas. Su comarca se define, sintomáticamente, por la ausencia de movimiento (Vértigo, 139). En la aduana termina el transporte público: debe seguir a pie. La oscuridad es inaudita en pleno día. Empieza a nevar cuando llega a la capilla de Krummenbach. La niebla, la tiniebla y otros factores climáticos adversos definen su visita. En pocos momentos de la obra sebaldiana se impone como en éste la catábasis como marco narrativo. En una novela repleta de hoteles, el último es sumamente especial. Se llama Engelwirt [«Hauswirt» significa «patrón o matrona de la casa», de modo que sería aproximadamente «Patrón del Ángel»] y ocupa la que había sido la casa de su familia. El espacio público, transitorio, del viaje, coincide físicamente con el espacio privado, fijo, familiar. Ambos planos se confunden en un proceso proustiano que ha tenido como disparador el propio espacio pisado. Los primeros días de mi estancia en W. no abandoné el Engelwirt. Atormentado de noche por los sueños y sin lograr descansar hasta la llegada del alba, me quedaba dormido, cosa que de lo contrario nunca me es posible, hasta el mediodía (Vértigo, 159).
La intranquilidad tiene que ver con los cuadros de Hengge que ocupan literalmente el pueblo, con su iconografía mitológica germánica, la única
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iconografía que vio en sus siete u ocho primeros años de vida. Recorre sistemáticamente el pueblo y sus alrededores, como hizo en su infancia con su abuelo, pero la realidad carece «de todo significado» (Vértigo, 164); también en su memoria, aunque había visto, antes de regresar, cada vez más claras las imágenes del pasado, percibía el pasado como algo enigmático, ridículo y espantoso, carente de inteligibilidad (166). La figuración del viajero como detective: es quien busca sentido (oculto). Pasa un mes en W.; es el único huésped de Engelwirt durante todo ese tiempo. La investigación llega a un estadio en que ha de marcharse, «porque con mis notas había llegado a un punto donde o seguía para siempre o ponía punto y aparte». Se va sin un punto y aparte. Punto y seguido y ya ha hecho varios trasbordos y está camino de Holanda. Y en ese viaje que atraviesa Alemania de pronto se da cuenta de que todo es orden, aprovechamiento máximo y rentable del espacio, automoción devoradora de la presencia humana. Sus compañeros de vagón están mudos en el ambiente climatizado. En ese doble contexto (el tren en movimiento, el país quieto), como culminación de la indagación detectivesca, del viaje a los orígenes, resuenan en la conciencia del narrador unas palabras de su madre: «la región suroccidental de Alemania» (197). Su origen: la significación, su ordenación discursiva: en la Muttersprache. *** Los emigrados, de 1992, supone la tematización del exterminio nazi por parte de Sebald, después de algunas alusiones en Vértigo y en Del natural que aún no se pueden considerar un tratamiento extensivo del tema. El éxodo de los años treinta en Alemania no tiene precedentes en la historia del país: a esa ola migratoria de proporciones inéditas hace referencia el escritor en el título de su novela, que se centrará en cuatro casos para tratarla por sinécdoque. Las tres partes de Del natural y las cuatro de Vértigo remitían a figuras de artistas viajeros; las cuatro en que se divide Los emigrados, en cambio, se centran en lo que su nombre indica: emigrados. La diferencia es sustancial. Grünewald, Steller, Stendhal, Casanova, Kafka o el propio Sebald son viajeros, tanto por motivos personales como profesionales; mientras que Selwyn, Bereyter, Adelwarth y Ferber, los protagonistas de su segunda novela, son emigrantes. Bauman (1999) distingue, en la posmodernidad última, entre el turista del primer mundo y el vagabundo (refugiado, emigrante, desplazado) del
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tercer mundo. En las historias de principios y mediados del siglo xx que rescata y elabora Sebald, se establece una tensión paralela: entre el viajero y el emigrado. Kaplan apunta hacia un mecanismo: «considering the material histories of immigration is only one way to destabilize modernist myths of travel» (Kaplan 1996: 5); y recuerda que la polarización es reductora. El turismo lo abarca todo; el emigrado puede ser también turista y viajero, como ocurre en el propio caso de Sebald. Generacionalmente, la distancia que se abre entre el narrador Sebald y sus personajes es definida por el hecho de que muchos de ellos, además de emigrantes, son supervivientes de la tragedia europea. «Ningún superviviente ha accedido nunca a una percepción global del sistema concentracionario nazi a partir de su mera experiencia. Todos sus escritos son eminentemente subjetivos» (Traverso 2001: 25): es en su transmisión oral al narrador Sebald, que elaborará literariamente ese material en el sistema de la literatura de viajes, cuando el relato subjetivo deviene relato explicativo (desde la poesía, no desde la historia) de la tragedia colectiva. En 1999, con la publicación de Luftkrieg und Literatur, Sebald da a conocer su opinión sobre la llamada «emigración o exilio interior». Muestra sus dudas al respecto. Su opción personal fue la emigración física y cuestiona a los que se quedaron. Sobre Kasack dice: «muestra con alarmante claridad que el lenguaje secreto cultivado al parecer por la emigración interior era en parte idéntico al código del mundo intelectual fascista» (SHND, 49). Y sobre Andersch añade algo que es extrapolable a la experiencia de los intelectuales que vivieron en España después de 1939: «Hay muchas cosas que hablan en favor de que esa emigración interior de Andersch fuera en realidad un proceso profundamente comprometedor de adaptación a la condiciones dominantes» (123). Para calibrar su experiencia bélica, Sebald utiliza un elocuente paralelismo: «El turismo de guerra es la escuela preparatoria para otros viajes por el mundo, y Andersch no es el único pequeñoburgués alemán que se dedicó a él con cierta exaltación» (131). La experiencia de Paul Bereyter tiene algo que ver con ese turismo de guerra, la violencia no le afecta directamente, viaja abundantemente; su regreso es el de un exiliado interior. John Willett ha incluido a Auerbach, el pintor que se oculta tras el nombre de Ferber, y a Michael Hamburger (que aparece en Los anillos…) en la segunda generación de emigrantes, que jugó un importante papel como mediadora entre ambas culturas (Willett 1984: 216), la inglesa y la alemana. A ella pertenece por edad Sebald, aunque su emigración
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voluntaria lo distancie de los hijos de emigrados que nacieron en Inglaterra o llegaron a ella a muy temprana edad. Sebald se trasladó con más de veinte años. Pero buscó puentes literarios con ese tipo de emigrante intelectual: la historia de Austerlitz, el protagonista de su última novela, se podría entender incluso como la legitimación de su rol de testigo, que se sustentaría en la lenta herencia que recibe de su maestro Austerlitz, de quien se convierte en testaferro, alguien que había llegado al Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial. Para legitimarse como narrador de los avatares de esa generación, Sebald utiliza a modo de hilo conductor de Los emigrados a Vladimir Nabokov. Desde la primera sección, cuando una fotografía de Selwyn es idéntica a otra de Nabokov, Sebald está hablando de la identidad como un fenómeno movedizo, contra las concepciones identitarias que abogan por su carácter monolítico. Los emigrados del libro responden a la apreciación del propio Sebald respecto a los jóvenes emigrantes de las primeras novelas de Nabokov: «están marcados en medida mucho más decisiva por la experiencia de la pérdida que por su nuevo entorno extranjero» (Campo Santo, 167). Significativamente, el libro comienza con Sebald buscando casa en Inglaterra. Así encuentra a su informante. Selwyn vive con su esposa en una casa de estado ruinoso, con su pista de tenis antaño impecable y ahora deteriorada (recuerda la del jardín de los Finzi-Contini41). En su segunda novela, el narrador Sebald se revela como testimonio indirecto, es decir, como el encargado de transmitir las historias que le han sido confiadas por aquellos, por lo general de la generación de sus padres, que vivieron el cambio del siglo xix al xx y los horrores de las guerras mundiales. El primero en confiarle su relato es obviamente Selwyn, que le contará el largo éxodo que protagonizó, junto con su familia, desde Lituania, en 1899; primero, en carromato; después, en tren y en barco, hacia América. Pero los dejaron en el Londres retratado en Heart of Darkness. Cuando se casó con Heidi, una rica heredera, le ocultó su origen hebreo. Así vendió su alma (Los emigrados, 31). Después practicó el montañismo en Suiza con un guía llamado Johannes Naegeli, a quien siempre ha echado de menos, en un viaje en que tocó la felicidad. Al poco tiempo de revelarle su historia al narrador, Selwyn se suicidó con un tiro de escopeta. En un viaje posterior por Suiza, el narrador lee en un diario que han encontrado 41 La novela de Giorgio Bassani es citada por cierto en Sobre la historia… como un ejemplo positivo de representación de la tragedia judía (140-141).
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el cuerpo congelado de Naegeli, desaparecido siete décadas antes en los Alpes: «De modo que es así como regresan los muertos» (34), escribe al final de este primer capítulo que, por su brevedad, bien podría entenderse como el prólogo del volumen. El segundo es mucho más complejo estructural y temáticamente. Se centra en la figura de Paul Bereyter, de quien sabemos que fue el maestro real del pequeño Sebald42, y en el pueblo de S.43 El relato comienza con la noticia de su suicidio, el 30 de diciembre de 1984, a los setenta y cuatro años, tendido en las vías del tren. El narrador decide ir a S. a investigar —«En diciembre de 1952 nos mudamos de la aldea W. a la pequeña ciudad S., situada a diecinueve kilómetros de distancia» (40)—. La historia, por tanto, sería la continuación lógica de la última sección de Vértigo, y ésta sería la continuación lógica de la última de Del natural. Descubre que Bereyter estaba casi siempre de viaje (38) y que casi nadie en el pueblo lo conocía de verdad. En su investigación (entonces, en el viaje; ahora, en la redacción44), el narrador quiere evitar el sentimentalismo que amenaza por la implicación personal (40). La narración, no obstante, de la pedagogía que aplicaba Bereyter lo convierte en un personaje entrañable —el primer ser humano que le enseña positivamente (su abuelo había contribuido a su formación de una manera ambigua)—. Siempre daba clases con las ventanas abiertas (las ventanas cerradas, como se ve en Austerlitz, son símbolos negativos en el mundo de Sebald). En la formación son importantes casi a partes iguales la lectura y la excursión a «todos los lugares que por una u otra razón eran dignos de interés y se encontraban a dos horas de camino de la escuela» (50), en lo que parece una práctica heredada del movimiento escultista Wandervögel. Movimiento que fue absorbido y pervertido por el nazismo. Sin la ayuda de un testigo directo, el narrador no hubiera podido avanzar en sus pesquisas: lo encuentra en Lucy Landau, quien leía la auto42 Vid. «Moments musicaux», Frankfurter Allgemeine Zeitung (7/7/2001) [«Moments musicaux», en Campo Santo, 199-213]. 43 McCulloh, en su libro, anterior a la publicación de Campo Santo, recuerda que Bereyter es un apellido mencionado repetidamente en La vida de Henry Brulard de Stendhal. También señala las similitudes entre algunos aspectos biográficos del personaje de Sebald y el pedagogo del siglo xviii J. H. Pestalozzi (McCulloh 2003: 32 y ss.). El apellido Landau aparece en uno de los fragmentos de Infancia en Berlín… de Benjamin, dedicado precisamente a su educación (1990: 51). 44 «El irónico asombro con que registra los hechos le permite mantener la distancia indispensable para todo conocimiento» (SHND, 76).
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biografía de Nabokov cuando conoció a Bereyter, en 1971. Para entonces, Paul era devorado por sus miedos y fobias y no podía ejercer la docencia. De su relación, no podía ser de otro modo, destaca un viaje que hicieron juntos al Montrond, junto al lago Leman. Como había ocurrido con Selwyn y ocurrirá con todos los personajes del libro y posteriormente con Austerlitz, el conocimiento biográfico no sigue el orden cronológico, de nacimiento a muerte, sino que empieza, si no por el fallecimiento, sí por la vida visible adulta, y sólo más tarde se conocen los orígenes del personaje biografiado. La parte final del relato comienza con el descubrimiento de que entre 1935 y 1939 Paul había sido profesor particular, porque le habían obligado a abandonar la docencia pública por su origen judío. Un álbum de fotos de Landau le permitirá reconstruir los vacíos. Se enamoró de una mujer que fue deportada a Theresienstadt: «poco a poco iba saliendo la vida de Paul Bereyter de las tinieblas» (63). Hacia atrás, llega a su participación militar en la primera guerra mundial: «estuvo en Polonia, Bélgica, Francia, en los Balcanes, en Rusia y en Mediterráneo, y seguro que vio más de lo que puede retener un ojo o un corazón» (70). Su regreso a S. en 1939 y en 1945 revela las contradicciones de los semi-judíos (un cuarto de ascendencia en el caso de Paul) asimilados alemanes: era alemán hasta la médula, encadenado a su terruño prealpino y a ese miserable lugar, S., que él en realidad odiaba y que en el fondo —de esto estoy segura, dijo madame Landau— le habría gustado ver destruido y demolido junto con sus habitantes, por quienes sentía una profunda aversión (72).
La contradicción: la patria. Como Sebald, lo único que Bereyter salvaba era la belleza del paisaje, pero en cuanto éste era puesto en su contexto cultural y humano, era imposible no observarlo como parte de un decorado infame. En Sobre la historia… recuerda Sebald haber leído en un libro de 1963: «Mucho nos quitó la guerra, pero intacto y floreciente como siempre quedó nuestro magnífico paisaje» (SHND, 79); para él la patria, según confiesa a continuación, situándose en la línea de Jean Améry, sería el recuerdo de la destrucción que caracterizó el paisaje de su infancia. Los últimos años los pasó leyendo infatigablemente: «Altenberg, Trakl, Wittgenstein, Freidell, Hasenclever, Toller, Tucholsky, Klaus Mann, Ossietzky, Benjamin, Koestler y Zweig» (Los emigrados, 73). Significa-
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tivamente, faltan Paul Celan y Jean Améry, que se suicidaron en fechas cercanas a las de Paul Bereyter. Las lecturas le hacen darse cuenta de que, más de cuarenta años antes, se equivocó al no exiliarse. Su muerte fue consecuente con su obsesión por los horarios, los trayectos, la infraestructura ferroviaria; el tren de juguete es, a ojos de Landau, «símbolo y reflejo de la tragedia alemana de Paul» (77). La obsesión de Paul Bereyter por los relojes y los trenes deviene, oblicuamente, una alusión a uno de los sustratos que sustentan toda la obra sebaldiana, el del exterminio nazi. El tren último de su único amor conocido. El tren que le siega la vida. La biografía de Bereyter deviene un catálogo de tipos de desplazamiento: movilización militar, turismo, excursión infantil y pedagógica, viaje sentimental, emigración (interior), deportación. También hay una implicación biográfica, familiar en este caso, en la tercera sección del libro, titulada «Ambros Adelwarth», que habla sobre la rama de emigrantes a América de la familia de Sebald. El relato comienza con la introspección, con la enumeración de las pistas que la memoria personal brinda sobre ellos: «Las visitas estivales de los americanos fueron probablemente el origen de la idea que acariciaba yo de adolescente de que un día emigraría a América […] al único país extranjero del que tenía noticia» (84-85), por las visitas y por la presencia de las fuerzas de ocupación. Más tarde, en la adolescencia, canalizaría su ímpetu nómada mediante la imitación de un personaje de Hemingway. Le seguiría la aversión hacia América. No obstante, viajó el 2 de enero de 1981 a New Jersey, en el único viaje extra-europeo del narrador Sebald del que se tiene noticia literaria45. Llega a la colonia para ancianos donde habitan sus parientes a través de lo que Marc Augé llamaría no-lugares: un jumbo, aeropuertos, autopistas. Viaja sólo para conseguir un relato. Viven en una ciudad de veraneo, que durante buena parte del año es un no-lugar, deshabitado a excepción de algunos ancianos como los parientes del narrador. La emigración a W. a finales de los años veinte de su familia. La madre del narrador se quedó en un internado46; sus hermanas y hermanos se fueron a Nueva York, donde fueron recibidos por el tío Ambros Adelwarth, que había llegado a América En el texto de la nota 21 se informa sobre otros personajes reales, si se cree a Sebald, que también aparecen en esta sección. 46 Parece haber una escisión religiosa en paralelo a la geográfica; se alude al gueto judío de Nueva York y a obras relacionadas con una sinagoga, en que participaron familiares suyos. El dormitorio de los padres de Sebald, en cambio, está presidido por «una 45
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antes de la Primera Guerra Mundial. El primer empleo de Ambros había sido en el Grand Hotel de Montreux, Suiza, que se puede ver en un álbum de tarjetas postales que dejó a su muerte. Primer paso de su progresivo alejamiento de la patria. En 1905, Hotel Savoy, Londres; después, Japón; finalmente, mayordomo en casa de los Solomon (Long Island), una de las familias judías más rica de Nueva York. Se convierte en el confidente y posible amante de uno de los hijos. Viajan infatigablemente. Recorren, a partir de 1911, los casinos y hoteles de lujo europeos. En 1913, vía París y Venecia, fueron a Constantinopla y Jerusalén. Después, tuvo lugar la Primera Guerra Mundial, que cambió el mundo. El mundo burgués previo a la fractura de 1914 se puede resumir en nombres de hoteles (recuérdense los balnearios de Thomas Mann o de Kafka). Y en 1923 un último viaje juntos a Heliópolis, «una tentativa de recuperar el pasado y que resultó un absoluto fracaso» (117). Para entonces, Cosmo Solomon ya está demasiado desequilibrado como para que ningún regreso sea posible. Pasan un verano entero en el Banff Springs Hotel, en Canadá, donde se hace evidente que debe ser internado. Lo hará poco más tarde en la clínica neurológica de Samaria, en Ithaca, Nueva York. El relato sigue en boca de la tía del narrador; ella se cuidó del viejo tío, en los años cincuenta, cuando su memoria seguía intacta, pero no así su capacidad de conectar con ella, de recordar (122). El narrador pone en boca de su testimonio un mecanismo de legitimación: «A menudo me daba la impresión de que el tío Adelwarth estaba siempre a la espera de un visitante foráneo. Pero nunca vino nadie, y de dónde iban a venir, dijo la tía Fini» (123). El narrador Sebald, décadas después, se revela como ese testigo que habría de rescatar la historia. Un segundo viaje tendría lugar tres años después, en verano de 1984. El movimiento del regreso (la relectura, la segunda o tercera entrevista, las cartas o diarios leídos después del testimonio oral) es fundamental. La autopista es un lugar donde los coches se deslizan como «autómatas»; el paisaje se desertifica. El conocimiento está en la meta del viaje: pero hay que recorrer kilómetros —también de reflexión— para alcanzarlo. En esos kilómetros de conducción, el narrador Sebald recuerda las veces que miró un atlas de Estados Unidos en la niñez. De nuevo el topos moderno: la infancia como prefiguración del viaje futuro. En Ithaca visita el viejo oleografía que representaba a Cristo en su hermosura nazarena, cuando, antes de la pasión, se sentaba por la noche en el huerto de Getsemaní» (Los emigrados, 81).
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sanatorio y se entrevista con el doctor Ambramsky, que no conoció a Cosmo, pero sí a Ambros, que también acabó allí internado. En la clínica se aplicaba a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta el método del psiquiatra alemán Bruanmühl (hasta cien electrochoques en pocos días). Ambros se prestó a ello: quería dejar de pensar y olvidar a toda costa. Un nuevo salto temporal y estamos en 1991. El narrador se va a Deauville con la esperanza de hallar rastros del esplendor pretérito. Como es habitual en la posmodernidad, se tropieza con el emblema del turismo de masas, en que la experiencia virtual se reproduce clónicamente, es el turista japonés (145). En ese contexto hostil, el narrador Sebald se pasa el día «buscando a Cosmo y Ambros» (148), que estuvieron allí más de medio siglo antes. Aparecen como fantasmas. Recuerda la espectralidad de L’année dernière à Marienbad (1961). La investigación sobre historia del turismo que está realizando permite a Sebald recrear la atmósfera de aquel balneario de lujo. La sección segunda de Los emigrados terminará con la paráfrasis e interpretación de la agenda de viaje que Ambros llevó en el viaje oriental de 1913. Tanto la recreación de la vida perdida de Deauville como la relectura del viaje oriental de Ambros y Cosmo son contraposiciones a la mediocridad democratizada del viaje de masas. Una lectura aristocrática que, sin embargo, no se olvida de las contradicciones y los abusos de poder cometidos por esa misma elite. Viajan en barco de vapor o a caballo. Tierra Santa: «Comercios de recuerdos y devocionarios casi en todas las casas. Están sentados ahí, en la oscuridad de sus tiendas, entre cientos de tallas de olivo y baratijas decoradas con madreperla. A partir de fin de mes acudirán los creyentes en masa a comprar» (167). Turismo masivo y cristianismo, por tanto, son asociados. El relato del viaje termina en Ein Gedi cerca de Jericó; después regresan a Jerusalén, nieva, Ambros recuerda: El recuerdo, añade en una postdata, es para mí a menudo como una especie de necedad. Da pesantez de cabeza, vértigo, como si en vez de mirar hacia atrás a través de las alineaciones del tiempo uno estuviera observando la Tierra desde muy alto, subido en una de esas torres que se alzan al cielo hasta perderse (176).
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No es la primera vez que cita la palabra «vértigo» como parte del relato de viaje: hay que vincularla con el relato de los supervivientes del exterminio nazi, que en Primo Levi, Jean Améry o Jorge Semprún remite a la experiencia del límite y a la vergüenza por haber sobrevivido. Ithaca remite a Wittgenstein, paradigma del pensamiento en movimiento: viajó por Noruega, Irlanda, Kazajstán, cruzó el Atántico en el Queen Mary y viajó de Nueva York a Ithaka47. El único topónimo no europeo que el narrador Sebald pisa en toda su obra, cuando persigue el rastro de Ambros Adelwarth, aparece de nuevo: se revela la clave de lectura, el porqué literario de aquella digresión americana. Su necesidad de reescritura espacial. Pero nunca hay un único viaje tras el viaje de Sebald. En este caso, hay que saber que Nabokov fue profesor en Ithaca y que allí firmó Habla, memoria, libro capital en el mundo de Sebald48. Entre las múltiples alusiones a ello, hay que destacar una que hace el propio Austerlitz pocas páginas después de recordar a Wittgenstein (66). Aunque en la obra sebaldiana predomine el viaje en tren, hemos visto que el narrador Sebald se desplaza en coche de alquiler por Estados Unidos; adonde llega en avión, como hace en la cuarta sección del libro para llegar a Inglaterra, por donde en Los anillos… se mueve a pie. El coche es un medio de transporte, por tanto, vinculado con el futuro (ese espacio que toponímicamente remite a una aniquilación, según se ha visto antes49); mientras que el tren y el paseo se circunscriben a Europa. El cuarto capítulo de Los emigrados narra la llegada a Inglaterra; supone la tematización de la emigración de Sebald. Su primer contacto con Manchester es descrito como un encuentro frío con el aeropuerto, el taxi, un hotel de fachada ennegrecida. En la habitación hay un retrato, con un nombre y una fecha: 1944. Ha huido de Alemania, pero la fecha remite a la huida imposible. Durante meses habitará en aquel hotel, en los suburbios industriales, cerca de la Great Northern Railway Company. Los domingos se dedicará a recorrer la ciudad, con sus monumentos ennegrecidos, Max Ferber vivió, según relata en su capítulo de Los emigrados, en el 104 de Palatine Road, es decir, en la casa en que en 1908 habitó Wittgenstein. En esa dirección trabaja incansablemente la obra de Sebald. 48 «Sin duda hubiera suscrito Nabokov el movimiento perpetuo expresado en esos versos del siglo xi persa» (Campo Santo, 171). 49 «Hasta cierto punto, el futuro no me interesa, ni a mí ni a la figura del narrador. Tengo la sensación de que el futuro es más bien un elemento destructor» (Zeeman 2003: 3) 47
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que creó el modelo de la industrialización mundial (188). A medida que avanza el conocimiento del medio, el narrador expande su radio de acción, del centro a la periferia. Por ejemplo, al viejo barrio judío, en torno a la cárcel de Strangeways, abandonados. En una de sus excursiones por la desolación post-fordista, se encuentra por casualidad con la persona que cambiará el rumbo de su primera experiencia británica. Un pintor que trabaja allí, desde su llegada en los años cuarenta, diez horas al día, los siete días de la semana. Max Ferber, el cuarto emigrado, el último testimonio de un mundo desaparecido. Como Henry Selwin, vive en Inglaterra y se ha refugiado como ha podido de su pasado europeo. El libro, por tanto, comienza y acaba en el Reino Unido, y tiene en Europa Central y Estados Unidos sus paradas intermedias de un viaje circular. Las citas tendrán lugar en el estudio y, sobre todo, en un café de Trafford Park, delante de un mural pintado por mano desconocida que mostraba una caravana que desde la más lejana profundidad del cuadro se desplazaba, pasando por una cadena ondulada de dunas, directamente hacia el espectador (197-198).
El símbolo es otra de las constantes del libro: vincula las emigraciones individuales con un impulso mayor, humano. En la obra de Sebald hay nueve alusiones concretas a caravanas en el desierto (Santler 2006: 23): la peregrinación, el exilio, que no terminan. Se trata también de un recurso técnico para dotar de unidad al volumen, como ocurre, a otro nivel, con la caracterización irónica de Manchester como la «Jerusalén industrial» (Los emigrados, 199)50. En 1945, cuando se trasladó a Manchester, miles de chimeneas y hornos funcionaban sin parar; la ciudad estaba cubierta por un humo amarillo (203). Los hornos crematorios. El narrador Sebald terminó su experiencia en Manchester, se marchó a Suiza y a Múnich y finalmente aceptó la plaza de profesor en Norfolk. Se propone entonces formularle las preguntas a Aurach que debía haberle formulado años antes. Se podría aplicar la perspectiva de MacCannell que En Los anillos… aparece una tienda de alfombras con un fresco que ilustra una caravana por el desierto (91); y dos páginas después se dice: «Diderot describió Holanda como el Egipto de Europa» (93); en la sección novena, Alec Garrard construye un modelo del templo de Jerusalén, en lo que debe ser entendido como un vínculo intertextual con Joseph Roth (2006: 32 y ss.). 50
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se ha visto en el caso de Goytisolo: el viaje supone el progresivo franqueo de las fases que separan la región frontal de la última región trasera; son necesarios años de estudio, de visitas y de profundización en las relaciones personales para acceder a esa última cámara, cuya falta de transparencia se revelará en el texto resultante de la experiencia. No se trata de la entrevista periodística, inmediata, sino de un lento acercamiento a través de la palabra, que dura años, que implica varios desplazamientos. No habían hablado del origen del pintor. Esta vez va a Manchester en tren; seis horas de trayecto. Hablan tres días enteros cara a cara. Los años treinta en Alemania desfilan ante sus bocas; después, el estigma, la confiscación de bienes, el internamiento del padre en Dachau durante seis semanas. La reticencia al exilio. Al contrario que Austerlitz, que viajó en tren y en barco, Aurach llegó en avión a Londres, igual que el narrador Sebald al comienzo de la misma parte. Debería haberse reunido con sus padres, pero eso nunca ocurrió. Al terminar en el colegio debería haber emigrado a Nueva York, para reunirse con un tío, pero decidió desertar de su origen e irse a Manchester. Solo. Pero Manchester me trajo a la memoria todo lo que quería olvidar, pues Manchester es una ciudad de inmigrantes, y durante un siglo y medio los inmigrantes —dejando de lado a los pobres irlandeses— eran sobre todo alemanes y judíos (231).
Aurach se despide del narrador haciéndole entrega de un legado. Las anotaciones que realizó su madre entre 1939 y 1941. Está documentado que la familia había habitado en Steinach, junto a Bad Kissingen, desde el siglo xvii. La lectura de Heine (poeta judío; su obra fue liquidada por el nazismo) o el miedo ante la imagen de Paulinita en llamas (el personaje de un cuento de Heinrich Hoffmann) son detalles que apuntan hacia una asimilación total, pese al respeto de los ritos judíos. El final del relato de Sebald reproduce y parafrasea largos pasajes de esas memorias de la madre del pintor. Finalmente, a finales de junio de 1991, el narrador Sebald decide viajar a Bad Kissingen y Steinach a causa de la lectura. La lectura engendra viaje. En Kissingen visitará el cementerio judío y tanto en la abundancia de fotografías (cuatro de media página de tamaño en cuatro páginas de relato) como en el propio sentimiento del narrador —«y ahora que escribo esto tengo la sensación de que yo la hubiera perdido y de que yo podía dejar de sufrir por ella pese al largo
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tiempo transcurrido desde su muerte» (269-270)—, se observa el mecanismo sebaldiano del homenaje; o del contra-homenaje, porque supone una alternativa al monumento oficial y ataca frontalmente la tematización y la espectaculización del exterminio de los judíos europeos por parte del mainstream del cine y la novela contemporáneos. Los padres de Aurach murieron a manos de los nazis. Antes de irse, siguiendo la tradición judía, el narrador Sebald coloca una piedra sobre la lápida. El fin del viaje es el conocimiento, sí; pero también la reparación simbólica. Todo ello debe cristalizar en una escritura de producción difícil, que tendría su correlato en los procesos químicos de la naturaleza (271 y 277). En 1990 y 1991 el narrador/escritor trabajó en la difícil redacción de esa historia: «Tal escrupulosidad se refería tanto al objeto de mi relato, al que no creía poder —por muchas vueltas que le diera— hacer justicia, como también al carácter cuestionable del oficio de escribir en general» (277-278)51. Todo el libro busca mecanismos de legitimación. Mientras se halla en el proceso de escritura, es llamado: Aurach se muere. Vuelve a Manchester. Lo visita en el hospital. Va al hotel Midland, donde se aloja desde hace años el pintor, y recuerda, en un contexto de desaparición, mientras su amigo agoniza: «es cuestión de tiempo hasta que se cierren las puertas y el Midland se venda y se transforme en un Holiday Inn» (282). *** La estructura y la intención de Die Ringe des Saturn. Eine englische Wallfahrt (Los anillos de Saturno. Una peregrinación inglesa), de 1995, habían sido anunciados en Vértigo: «Ocupado con apuntes esporádicos, pero sobre todo con mis reflexiones que discurrían en círculos en parte cada vez más amplios y en parte cada vez más estrechos» (56). Pero, como siempre en el continuo sebaldiano, la explicación no es única. Hay detrás de ese título, entre otras sospechas, el título de un trabajo de Benjamin, «Der Saturnring oder Etwas vom Eisenbau» (Leone 2004: 98), y los círculos En Los anillos…, Flaubert es mencionado por la misma obsesión por una escritura verdadera. El miedo a la mentira literaria, dijo alguna vez, a tener la cabeza enterrada en la arena. La presencia de la arena en su obra se debería a ese miedo: «Flaubert veía el Sáhara entero, decía Janine, en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de invierno de Emma Bovary» (Los anillos, 18). 51
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dantescos del Infierno. En ese sentido, más que catábasis puntuales en la obra sebaldiana, hay que observar el conjunto, con Dante de soslayo, como un continuo descenso a los infiernos de la historia humana por parte del narrador anti-mesiánico Sebald. Un epígrafe de Conrad señala el vínculo entre peregrinación y horror, idea que Sebald recoge en la primera página de su libro, donde habla tanto de la libertad e independencia que brinda el viaje a pie como del «horror paralizante que varias veces me había asaltado contemplando las huellas de la destrucción» (Los anillos, 13). Una cita inicial de enciclopedia señala que los anillos tal vez se formaron por la desintegración de una luna anterior: dinámica natural de creación/ destrucción que constituye una obsesión sebaldiana. El trayecto real por la costa del condado de Suffolk hacia el sudoeste, entre Lowestoft y Orfordness, es de unas treinta millas (Beck 2004: 86), por tanto, relativamente breve. Al contrario que con sus otros libros, que se pueden llegar a resumir argumentalmente con cierta solvencia, Los anillos… no se puede sintetizar. En algún momento se habla de él como de un «informe» (184), obviamente disperso. Despliega multitud de temas, historias y digresiones, todos ellos relacionados de un modo u otro con las constantes sebaldianas, a saber: incendios, transformaciones entomológicas, destierros, migraciones, darkness, maquetas, mapas, enfermedad, viejos hoteles de lujo… Entre los hilos más notables están los de Sir Thomas Browne y Borges, que aparecen de un modo u otro, intermitentemente, como lo hace Nabokov en Los emigrados. Browne era hijo de un comerciante de seda y la cría de gusanos de seda será otro de los guardianes de la novela; Norfolk era lugar de peregrinaje (33). En lo que a la representación del viaje respecta, cabe destacar cómo la enfermedad encuentra en el viaje en globo su metáfora (26) y cómo el lenguaje «es el único medio capaz de un peligroso vuelo de altura» (28). Abundan en Sebald las perspectivas aéreas, los paisajes sobrevolados, el vértigo que mirarse el mundo con distancia provoca. Prosigue, también, la presencia de metáforas que equiparan edificios y barcos; lo inmóvil con lo móvil. En una de las perspectivas aéreas, a bordo de un avión que cubre el trayecto Amsterdam-Norwich, el narrador se fija en «las vías de circulación, las vías fluviales y los trazados del ferrocarril» (Los anillos, 100). La lógica del capitalismo se vincula con la represión del imperialismo, al tiempo que se entreteje con la historia natural. Tal es el caso de las páginas destinadas a la reflexión sobre la historia de la pesca del arenque o sobre la cría del gusano de seda. La digresión se entrelaza con el recorrido físico por la
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costa y se revela como único hilo ariádnido de un relato que evoca otros viajes y navega por el ensayismo cultural de temática diversa. El narrador es consciente de ser un cuerpo en movimiento. Le duelen los pies (85). Como en otras ocasiones, se autorrepresenta escribiendo o leyendo. Paradigmáticamente, en un aeropuerto holandés (en el seno de una larga digresión sobre un viaje hecho un año antes del presente narrativo), hojea Tristes trópicos52, como si pretendiera representarse a sí mismo como post-viajero. En la Sailors’ Reading Room de Southwold, una vez cerrada la digresión, según Beck: «reading remains the designated purpose of the space» (2004: 79). Los anillos… es un libro que espacializa el proceso mental de la lectura, que lee simultáneamente en el paisaje y en la mente (el recuerdo, las lecturas) del viajero. Afirma el narrador: es, con mucho, mi lugar preferido. Aquí, mucho mejor que en cualquier otro sitio, se puede leer, escribir cartas, estar absorto en los propios pensamientos o, durante la larga época invernal, mirar sencillamente afuera, al mar tempestuoso que de súbito rompe contra el paseo (Los anillos, 103).
El lugar preferido del viajero, por tanto, es un lugar en que la experiencia se reflexiona, se escribe; en que el pensamiento congela la acción; en que la mirada descansa, inmóvil. Es un lugar de memoria, donde se documenta una especie en extinción (el marinero). Un lugar al margen del circuito turístico; el antónimo del no-lugar. Entre los depósitos de memoria destacan los documentos sobre las guerras mundiales. Un lugar literario: si se adivina en el nombre del local la alusión a Coleridge, poeta caminante y viajero. Esa experiencia lectora se imbrica con la soledad en el bar-restaurante del Hotel Crown. La lectura del dominical del Independent lleva a una asociación: un artículo que enlaza con lo que ha leído sobre los Balcanes por la mañana, «las limpiezas étnicas que los croatas habían llevado a cabo hace cincuenta años en Bosnia, bajo el consentimiento de alemanes y austriacos» (106), durante la Segunda Guerra Mundial. La estrategia, por tanto, parte de la inmovilidad y de la lectura en mitad de un viaje; y se concreta como denuncia en la escritura posterior. Recuerda el narrador que un responsable de las masacres sería después secretario general de las Naciones Unidas. La voz de ese asesino, recuerda Sebald (sin decir 52 Sebald parece ver en la obra de Lévi-Strauss la fundación de una tradición moderna de «estudios antropológicos y mitológicos» (Campo Santo, 193).
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«asesino», oblicuamente, sin decir su nombre, que es Kurt Waldheim) fue grabada y «junto con otros hechos representativos de la humanidad, navega a bordo de la sonda espacial Voyager II por el extrarradio de nuestro sistema solar» (109). La óptica conradiana lo ocupa todo en el libro: un amigo muere «in the dark and deep part of the night» (16); Browne dice que «el conocimiento está rodeado de una oscuridad impenetrable» (28); el concepto conradiano de horror es indesligable de la obra sebaldiana; el propio Conrad aparece como personaje en la sección V, justo después de la historia de Waldheim. El enfoque es de nuevo indirecto: a través de la figura de Casement, que estuvo en el Congo en la época de Conrad y fue considerado por éste como el único europeo honesto que allí había, se habla de los destinos complementarios de los dos hombres. El corazón de la tiniebla es el cierre «symboliquement du xixe et ouvre le xxe siècle, la dimension triomphatrice des récits de voyage ne pourra plus être prise au sérieux» (Krysinski 2000: 24). Además se constata el primer genocidio contemporáneo: «El Congo, donde la explotación salvaje en las minas de cobre del rey Leopoldo II era en definitiva una verdadera forma de exterminio por medio del trabajo» (Traverso 2003: 77). Un inicio contra el que viajar. La filiación con Conrad y su concepto de viaje y oscuridad (la delgada línea de sombra) tendría, pues, una voluntad de señalar el antecedente directo del horror nazi y la posición posible de denuncia de un autor frente al terror institucional. No es casual, en ese sentido, que para Austerlitz, hasta su despertar identitario, la historia del mundo «acababa al terminar el siglo xix. […] aunque, en realidad, toda la historia de la arquitectura y de la civilización de la edad burguesa que yo investigaba se orientaba hacia la catástrofe que ya se perfilaba entonces» (Austerlitz, 142). Aunque no cite a Lovecraft, es difícil no pensar en él cuando se leen las páginas en que el narrador visita Dunwich. El horror de Dunwich (1928) es un título de sonoridad conradiana que está en sintonía con los vínculos que entre Inglaterra y Extremo Oriente establece Sebald en la sexta parte del libro. Parece como si uno de los subtextos fuera la Historia universal de la infamia. En la siguiente parte es la quema indiscrimada de selva brasileña la conexión universal, que enseguida se relaciona con los incendios forestales de Occidente. Al salir de Dunwich, el viajero se encuentra con una correspondencia de ese bosque de símbolos infame: «mi confusión fue en aumento puesto que, sin excepción, ninguna de las señales en las bifurcaciones y en los cruces, como constaté con una irritación creciente
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al seguir caminando, tenía nada escrito» (180). La ausencia de códigos. La naturaleza que no existe tras la máscara de la cultura. La pérdida. Se duerme y tiene un sueño angustiante. Finalmente, llega a Middleton, donde visita a Michael Hamburger. Hamburger es tratado como Aurach o como Austerlitz: llegó de niño a Inglaterra y su biografía es una forma de indagar en los límites de la representación de la memoria. Conversarán también sobre el porqué de la escritura. Sobre las casualidades y las correspondencias que ligan a Hamburger con Hölderlin. Elaboración del tema del doble: el «Doppelgänger» es una constante en la obra de Sebald y de algunos de sus referentes. El último gran viajero del libro es Chateaubriand. Aunque se mencionen sus viajes americanos y a Tierra Santa, motivos de algunos de sus libros de viajes más famosos, es Memorias de ultratumba (1849-1850) el volumen que centra la atención del narrador. Ese afán enciclopédico, con el que Los anillos… conecta, enlaza con la descripción de la obra de Browne que abre la décima y última parte del libro. Museo es la palabra usada por el inglés para referirse a su obra. También sería aplicable a los proyectos de Chateaubriand y Sebald. Éste construye la tradición desde donde quiere ser leído. Desde donde debe leerse. El libro termina con Browne, hijo de un fabricante de seda, y con el pasado textil del condado, que comparte con toda Europa. Se fija en los «muestrarios, cuyas páginas siempre me han parecido hojas del único libro verdadero, que no han conseguido alcanzar, ni siquiera acercarse, a ninguno de nuestros volúmenes llenos de textos e ilustraciones» (290). *** Entre la publicación de Los anillos… y la de Austerlitz transcurren seis años en que tenemos testimonios de otros proyectos literarios que no pasaron del fragmento. Del mismo 1995 es el artículo «Al burdel, pasando por Suiza. Sobre los Diarios de viaje de Kafka»53, escrito desde las convenciones de su propia obra de creación, sin tono académico, donde un viaje de Kafka con Max Brod de 1911 conduce a su «primer viaje, en 1948, de W. a casa de mis abuelos en Plattling» (Campo Santo, 161). Esto es: la primera de 53 «Via Schweiz ins Bordell. Zu den Reisetagebüchern Kafkas», Die Weltwoche (5 de octubre de 1995), p. 66 (Campo Santo, 160-161).
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las excursiones a un pequeño radio germánico del que no salió hasta los veintidós años. En 1998 publicó la colección de ensayos biográficos Logis in einem Landhaus. Über Gottfried Keller, Johann Peter Hebel, Robert Walser und andere [«Alojamiento en una casa de campo. Sobre…»]. Se trata de una reflexión sobre el exilio a partir de la imagen del retiro en el campo54, que enfoca las figuras de Gottfried Keller, Johann Peter Hebel, Eduard Mörike, Jean-Jacques Rousseau, Robert Walser y el pintor Jan Peter Tripp. Los seis textos incorporan imágenes, algunas de ellas a doble página y en color, en lo que constituye un claro testimonio de que para finales de los años noventa Sebald ya había solidificado su gramática literaria. En un juego de espejos similar al que examiné en el caso de la genealogía del narrador Sebald en Del natural, la semblanza de Robert Walser incluye una casualidad que debe ser entendida como estrategia de filiación: Walser «erinnert mich an meinen Großvater Josef Egelhofer» [«me recuerda a mi abuelo…»] (Logis, 135). El parecido se apoya en fotografías de ambos en varios momentos de sus vidas. Precisamente el texto se llama «Le promeneur solitaire. Zur Erinnerung an Robert Walser» [«El paseante solitario. Robert Walser in memoriam»]. De ese modo el recuerdo se formula en alemán, mientras que el viaje en solitario, escrito en francés, remite al ensayo sobre Rousseau del mismo volumen (y a su famosa obra Las ensoñaciones del paseante solitario). Claudio Magris ha escrito sobre Walser: «El héroe de Walser es un criado o bien un vagabundo. En ambos casos se trata de un tránsfuga, de un nómada que yerra entre los bosques y ciudades del mundo o bien entre los aposentos de una casa enigmática y dominante» (Magris 1993: 191). Un anti-mesías, un judío errante irónico. La adscripción a la tradición de Walser se debe a varias de las características bio-bibliográficas del autor de El paseo (1917): su marginalidad en la república de las letras, su libertad de opinión, su movimiento continuo entre patrias y su interés por el caminar como vía de conocimiento. Para Sebald, Walser y Benjamin son dos escritores (emigrantes, outsiders, críticos culturales) que han dejado huellas que a él le interesa reseguir y perseguir. Los tres podrían suscribir estas palabras de Walser, en conversación con Carl Seelig: «Lo 54 Para una genealogía desde la literatura clásica de este motivo literario ver el capítulo I, «El sol de los desterrados: literatura y exilio», de Múltiples moradas de Claudio Guillén (1998).
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más fructífero resultaron ser los paseos por las calles y las largas caminatas por los alrededores de la ciudad, cuya cosecha intelectual llevaba al papel al volver a casa» (Seelig 2003: 14). Handke quizá perteneció a esa línea de la literatura en alemán, pero su deriva ideológica le obliga a Sebald a marcar distancia. Cinco son los fragmentos que han quedado del proyecto contemporáneo de un libro ambientado en un viaje a Córcega, de finales de los noventa, según se puede leer también en el volumen póstumo Campo Santo (2003). Al parecer, la figura central era Napoleón, que aparece de una forma u otra en todos los libros de Sebald55; también los viajes de Kafka, Flaubert o Edward Lear son citados en esos apuntes fragmentarios que fueron apartados para abordar la empresa de mayor grado de ficción de Sebald. Como se ha visto, siempre hay otros viajes literarios detrás de cada periplo sebaldiano. En el caso de Austerlitz (2001), su última novela, ya no es tanto un viaje concreto de Conrad el que planea por sus primeras páginas, como ocurría en Los anillos…, sino el tema de fondo de su obra maestra, Heart of Darkness. Desde las primeras líneas se establece un enlace entre Inglaterra y Bélgica, los países entre los cuales dice el narrador haber viajado repetidamente en la segunda mitad de los años sesenta. El lugar de Amberes que reclama más atención del narrador al principio del relato es precisamente el Nocturama, que con el tiempo se confunde en la memoria con la Salle des pas perdus de la Centraal Station de Amberes. Esto es: de la oscuridad como objeto de estudio a la pérdida y el tren, en el contexto arquitectónico que testimonia la explotación africana que patrocinó el rey Leopoldo. Allí conoce el narrador a Austerlitz. Y es la persecución del rastro de ese personaje el motor de la novela. El encuentro entre viajeros lleva al tema inevitable del viaje: Desde luego, dijo Austerlitz al cabo de un rato, la relación entre espacio y tiempo, tal como se experimenta al viajar, tiene hasta hoy algo de ilusionista e ilusoria, por lo que, cada vez que volvemos del extranjero, nunca estamos seguros de si hemos estado fuera realmente… (Austerlitz, 16).
55 Napoleón tal vez sea la figura histórica central de la literatura del siglo xix (El rojo y el negro, Guerra y paz, Crimen y castigo…). El primer poema de For Years Now precisamente habla del posible daltonismo de Napoleón.
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La ambigüedad ontológica de lo que parece virtual. De ello se parte hacia la constatación de que el viaje se construye sobre la noción (vinculada con la de camino) de rastro o huella —«las huellas de dolor que, como él decía saber, atravesaban la historia en finas líneas innumerables» (17)—. La biografía del personaje está marcada, como siempre ocurre en Sebald, por sus traslados. La memoria se espacializa —para ver las diversas ciudades y testigos de la novela como «mediums del recuerdo» (Atze 2005)—. De su infancia praguense que descubrirá en la madurez al pueblo galés en que se crió en adopción; de éste a la escuela donde descubrirá su auténtico nombre; los interludios de veraneo en la mansión Andrómeda Lodge de la familia de su amigo Gerald (los viajes en tren hasta ella se describen como antitéticos a los que hacía con su padrastro el predicador calvinista, en carro); los estudios en París y en Londres; el descubrimiento de la identidad propia en Praga; Marienbad (adonde va en coche: la peculiaridad del transporte como indicación de la peculiaridad del viaje —de amor—)… Esos traslados tienen su doble en la propia narración novelesca, porque cada fase de la vida de Austerlitz le es revelada al narrador Sebald gracias a un desplazamiento. El primero, ya se ha dicho, es la estación de Amberes. Después, el bar de un hotel de Londres será el espacio de la confesión de la infancia y adolescencia; y, al día siguiente, un largo paseo por las orillas del Támesis remitirá a otros viajes del protagonista. En él se descubre que nunca ha tenido un reloj y que sus investigaciones en la historia parten del análisis del espacio. En taxi regresan a la ciudad y se despiden en el McDonald’s de la estación de Liverpool Street. Es uno de los poquísimos lugares sin memoria que aparecen en la obra sebaldiana: en él le contará Austerlitz que Gerald se estrelló con su avioneta en los Alpes de Saboya, y que ahí comenzó su decadencia personal. En un lugar recurrente (los Alpes) que en el mundo sebaldiano es tanto infancia, como ascensión y muerte adulta. Toda la obra está recorrida por figuraciones del hogar posible. La infancia con sus padrastros galeses de Austerlitz se encuentra, como su pueblo natal, bajo las aguas. Andrómeda Lodge se erige como un museo y un hogar feliz. Austerlitz le da al narrador Sebald las llaves de su casa. Pero la idea de hogar que mayor atención gráfica reclama en la novela es la judía, con la imagen a doble página del campamento hebreo del desierto del Sinaí (Austerlitz, 59 y ss.): «Realmente, dijo Austerlitz en una ocasión posterior, cuando abrió ante mí su Biblia infantil de Gales, sabía que, entre las diminutas figuras que poblaban el campamento, yo estaba
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en mi verdadero lugar» (59). La búsqueda del lugar propio, utópico, es el motor de la deriva europea de Austerlitz, judío errante. El dibujo de esa utopía es libresco y se formula en la escuela de la adolescencia, mediante la lectura de «libros de geografía y de historia, relatos de viajes, novelas y biografías» y atlas (65); su resultado es «una especie de paisaje ideal, en el que el desierto arábigo, el imperio azteca, el continente antártico, los Alpes nevados, el Paso del Noroeste, la corriente del Congo y la península de Crimea formaban un solo panorama» (65). Relatos de viaje; los Alpes; el Congo. La huida. El aprendizaje en el colegio se complementa con los veraneos en Andrómeda. La escarcha y las ventanas cerradas constituían la esencia de su casa; en la mansión de su amigo se enciende la calefacción para preservar a las aves. Entre ellas hay un loro procedente del Congo de 76 años: su presencia enlaza con el pasado colonial vivido por Conrad. El goteo de referencias es constante: las gotas cristalizan en un sustrato que se superpone a otros en la materia novelesca. El tío Gerald envía dinero al Congo «para la salvación de las almas negras que languidecían en el error» (90). También gotean hasta cristalizar las alusiones al desierto: una postal con la fotografía de pirámides y un campamento en primer plano anuncia una nueva cita (120); un cuadro del Rijksmuseum sobre la huida de Egipto, cuyo punto de luz tiene el personaje aún, tantos años después, entre ceja y ceja (122). La novela de nuevo se vertebra en cuatro capítulos, aunque esta vez no estén señalados como tales y se trate de los únicos cuatro puntos y aparte que hay en toda ella. Hasta el tercero no visita el narrador a Austerlitz en casa de éste, es decir, en un espacio privado; hasta entonces el marco de las entrevistas siempre habían sido lugares públicos, de tránsito. En ese contexto íntimo le habla de una de las etapas más negras de su vida: cuando perdió absolutamente la confianza en el lenguaje, se dio cuenta de que no sabía quién era y padeció un insomnio terrible que lo llevó a vagar por Londres56. El modelo literario de esos extravíos parece ser el de Handke57. La recuperación fue impulsada por un nuevo encuentro fortuito, en una librería de viejo, con Penelope Peacefull. Hogar homérico lleno de paz: el 56 Massimo Leone ha querido leer a Sebald desde la teología negativa y ve en el vértigo de varias novelas de Sebald, una aniquilación mística del espacio y del lenguaje. A mi entender, esas lecturas no guardan relación con el mundo sebaldiano y ejercen una violencia que parte de fuera y tiene a su víctima en el texto. Precisamente la poética de Sebald es contraria a la línea que, en alemán, viene del maestro Eckart. 57 Ver por ejemplo Tarde de un escritor.
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camino hacia Praga, donde descubrirá su infancia. Más tarde atravesará en tren Alemania, país por donde nunca había viajado conscientemente, que destaca por su espíritu ordenado. Se detiene en Nuremberg, la ciudad de los juicios, de la justicia histórica, pero «en ninguna parte, en los gabletes, marcos de ventana o alféizares, se podía ver una línea torcida o una huella de tiempos pasados» (225). Su propio pasado, el viaje que hizo de niño por ese mismo itinerario, se corresponde con el de una vieja obsesión, según la cual un hermano gemelo habría hecho con él aquel mismo viaje. La descripción del valle del Rin sintetiza la infamia germánica, al tiempo que acaba de perfilar la concepción del viaje que defiende Austerlitz, en lo que McCulloh llama una epifanía (2003: 129): Mientras estaba todavía bajo el hechizo de aquel paisaje, para mí, dijo Austerlitz, realmente mitológico, el sol poniente se abrió paso entre las nubes, llenó el bosque entero con su resplandor e iluminó las alturas del otro lado, en las que, en el lugar por donde acabábamos de pasar, tres chimeneas gigantescas se alzaban hacia el cielo, como si la cordillera del borde oriental hubiera sido vaciada en su totalidad y fuera sólo el camuflaje exterior de un centro de producción que se extendiera bajo tierra muchas millas cuadradas. La verdad, dijo Austerlitz, es que cuando se viaja por el valle del Rin, apenas se puede saber en qué época se encuentra uno. Incluso de los castillos, que se alzan muy alto sobre el río y llevan nombres extraños y de alguna manera falsos, como Reichenstein, Ehrenfels o Stahleck, no se puede decir, cuando se contemplan desde la estación, si son de la Edad Media o fueron construidos sólo por los barones de la industria del siglo pasado […], y también cuando hoy pienso en mis viajes por el Rin, de los que el segundo apenas fue menos terrible que el primero, todo se confunde en mi mente, lo que viví y lo que leí, los recuerdos que surgen y vuelven a hundirse, las imágenes que escapan y los dolorosos puntos muertos en los que ya no hay nada. Veo ese paisaje alemán, dijo Austerlitz, tal como fue descrito por viajeros anteriores, el gran río no regulado y que en algunos lugares invaden las orillas, los salmones que retozan en el agua, los cangrejos que arrastran por la fina arena; veo los oscuros dibujos de tinta china que Victor Hugo hizo de los castillos del Rin, y a John Mallord Turner mientras, no lejos de la asesina ciudad de Bacharach, sentado en un taburete plegable, pinta acuarelas con mano ágil (Austerlitz, 227-228).
El pasaje citado permite comprender qué significa viajar para Sebald. En primer lugar, «hechizo», «vaciada» y «camuflaje» remiten a una faceta virtual del paisaje. No hay que interpretarla desde Baudrillard. Lo que
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quiere evidenciarse es que Alemania, en el siglo xx, es más una construcción cultural que una realidad natural, que los paisajes telúricos y primigenios del nacionalismo no existen. En el valle del Rin está el oro del Rin, que para Wagner era también el Santo Grial. La fotografía central del libro, reproducida también en su portada, es de Austerlitz de niño: disfrazado. La imagen que preludia a ésa en la novela es de un paisaje alpino dibujado en el decorado de un escenario. Operístico. Dos veces se repite la idea del país como máquina de producción. Las chimeneas substituyen a las montañas, unen la tierra con el cielo. La imagen debe ser leída como una denuncia de la unión moderna entre destrucción industrializada y teología. Sutilmente, Sebald introduce la expresión «östliches Ufergebrige» [«borde montañoso oriental», «borde montañoso del este»]: las chimeneas han borrado lo que era natural en el Este de Alemania. Más adelante abordaré la importancia de ese eje (Oeste/Este) en el mundo sebaldiano. Seguimos con el texto: a ojos de Austerlitz, un personaje con la percepción espacial mucho más desarrollada que la temporal, el pasado medieval germánico («mythologische Landschaft»: paisaje mitológico) y la edad contemporánea se confunden, tal vez porque una violencia lleva a otra. De nuevo tenemos dos viajes: uno escrito sobre el otro, los dos reescritos a su vez sobre los viajes leídos (Balzac, Turner). Entre Austerlitz/Sebald y los viajeros decimonónicos está la regulación del río (el orden), está la técnica ecocida, está el exterminio de seis millones de personas. El mismo sustantivo, pero con otro adjetivo: «deutsche Landschaft»: «landscape clearly serves to bolster and legitimise national ideologies, and the same is true of the German forest» (Long y Whitehead 2004: 6). El paisaje que «hechiza», «la asesina ciudad de Bacharach»: la alusión oblicua es a la roca de los Nibelungos y a la leyenda de Loreley, al tesoro de la germanidad, a sus mitos de origen, y a la muerte de la sirena cantada por Heinrich Heine, el poeta alemán, el judío, el exiliado: «No puedo descifrar, el antiguo sentido, / De un dolor sin nombre, que me ha perseguido». Loreley se suicida al comprobar que su belleza hechiza y destruye a los marineros que pasan por el estrecho de Bacharach. Es rubia, como la Margaret de Celan; es alemana y es diferente, como Heine: no puede convivir con la comunidad. El Rin es Goethe y es Kleist: «Levantad un dique contra las aguas del Rin con sus cadáveres» (Améry 2001: 67). Sebald escoge, en fin, el destino turístico por excelencia de Alemania, desde el siglo xix, y al mismo tiempo un símbolo de la germanidad, en el
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Oeste del país. Lo deconstruye, lo convierte en decorado, en producción, en textualidad. Dos años después de la aparición de la novela, en 2003, fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Esa complementariedad necesaria entre viaje físico y viaje textual lleva a su consecuencia lógica: Austerlitz regresa a Londres sin saber todavía quién es, entra en crisis, y sale de ella mediante una lectura. El trabajo de Adler sobre Theresienstadt y el estudio de los planos conducirán finalmente a la comprensión de cómo era el campo de exterminio donde pereció su madre. De ahí llega a la conciencia de haber sido un «falso inglés […] aplastado por el sordo sentimiento de no pertenecer ni a ese Estado, al principio extraño, ni a ningún otro» (Austerlitz, 254). La condición de apátrida: descubierta. Las fechas son fundamentales. A vista de pájaro, revelan que Austerlitz tardó medio siglo en saber quién era. Y que el narrador Sebald tardó treinta años en entender qué fue un campo de exterminio (lo mismo que dice haber tardado en regresar a W.; el mismo período de tiempo que transcurre entre los diversos viajes de Los emigrados). Al cabo, la novela revela su diseño basado en los encuentros entre dos viajeros a lo largo de sus vidas. La alternancia entre día y noche en el Nocturama de Amberes; el positivo y el negativo o las fotografías en blanco y negro que se mencionan en toda la novela; las dos bolas de billar que parecen fases lunares (Austerlitz, 108-109); Austerlitz y Sebald como Kurtz y Marlow: la novela reincide una y otra vez sobre la dualidad y el doble. Pendulares. En la gramática del viaje sebaldiano, el encuentro, casual o concertado, debe ser entendido como epifanía del viaje. Entre viajeros (biografías), sí, pero también entre viajeros y espacios. El impulso de ambos es doble y contradictorio: hacia adelante en el espacio y en la narración; hacia atrás, la mirada, en el interés por lo pasado. El tren y el caminar devienen una vez más impulsos impostergables. ¿Hacia dónde? Hacia territorios en que los vivos pueden dialogar con los muertos. Porque la historia, en Sebald, es espacial y, por tanto, visitable mediante el viaje: «como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro» (187). La novela termina con el anuncio de un nuevo viaje de Austerlitz, a la zaga del rastro, la huella de su padre, en la frontera hispano-francesa (estuvo internado en Gurs). Y con la visita del narrador Sebald a Amberes y Breendonk, tres décadas después. Allí
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se le ocurre que se le podría incendiar el pelo, como a San Julián en su ruta por el desierto. Contra España Eduardo Subirats ha incluido a Juan Goytisolo en una categoría «de un exilio indefinido y de una tradición crítica desterritorializada» (2003: 49). Exilio indefinido: París, Marraquech, viajes a España y a cualquier otro lugar; exilio no sólo voluntario, también líquido. Tradición crítica desterritorializada: Cervantes, White, Castro, Cernuda. Se ha visto cómo Goytisolo pergeña una contra-lengua, en el seno de la propia lengua española de la segunda mitad del siglo xx, y concretamente cómo esa escritura en contra de España configura un campo semántico de metáforas, imágenes, símbolos, palabras, en relación directa con el movimiento y el viaje. Una gramática. Desde ellas se ha viajado a la cristalización de una escritura, como camino que establece una serie de alianzas biográficas y textuales, al tiempo que se decide entre diversas opciones técnicas. Lo mismo he tratado de hacer con la obra de Sebald. Ha llegado el momento de dar un paso más en ese viaje que ha empezado por las palabras y ha seguido por los libros de los autores y las relaciones intertextuales entre ellos y el canon que ellos mismos se han asignado. Ese paso último de mi exploración es una consecuencia lógica: la observación de lo contrario, de lo antónimo, de lo rechazado, de lo criticado en las obras que se han estudiado; las construcciones socio-políticas que éstas critican o parodian y el concepto de espacio nacional (español y germánico) que Goytisolo y Sebald cuestionan. Ha destacado el mismo Subirats que José Antonio Maravall definió la identidad española en términos territoriales: Lo español era más bien una suma de rasgos psicológicos elevados a la categoría ontológica de naturaleza a través de su identificación con el paisaje. En segundo lugar este naturalismo geográfico y biológico fue identificado por Maravall con lo romano y lo godo, verdaderos principios metafísicos de lo que llamó la «Hispania constante» (2003: 157-158)58. 58 Para observar cómo se une la tradición discursiva de San Isidoro con la de Alfonso III, y cómo se defiende que los árabes nunca concibieron como propio el territorio español ver Maravall (1954: 22 y 208).
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Francisco Franco dejó claro que para el fascismo ibérico: «España es una unidad de destino en lo universal. El servicio de la unidad, grandeza y libertad de la patria es deber sagrado y tarea colectiva de todos los españoles»; la unidad española se sostiene en la fe común a Dios y a la Iglesia Católica, en un vínculo «intangible» entre el hombre y las tierras y en el carácter inseparable de la familia (Artola y Pérez Ledesma 2005: 369). En las palabras del historiador y en las del dictador, respectivamente, tenemos las líneas maestras de la concepción del espacio nacional según el falangismo y el franquismo. En primer lugar: siguiendo la tradición del idealismo alemán, la elevación del paisaje español a la categoría de realidad esencial, con la representación de Castilla como alma de España (a ello contribuyeron Azorín, Baroja, Unamuno, Ortega y Gasset, etc.). En segundo lugar: una inconcreta defensa de una hipotética «raza española», sin postulados biológicos claros, aunque en el primer franquismo sí hubo programas de reeducación de supuestas desviaciones como pudieran ser la homosexualidad o el republicanismo; la familia biparental y canónica vertebra la vida española, bendecida por Dios. En tercer lugar: la negación de la historia árabe y judía de España, la vindicación de sus raíces romanas, godas y cristianas (aunque en algunos momentos la política franquista utilizó el Al-Andalus y la Guardia Mora para negociaciones internacionales); la interpretación de Sánchez-Albornoz no deja lugar a dudas: la reconquista fue una realidad de ocho siglos (del 28 de abril de 771 al 2 de enero de 1492) y en «esa lucha se forjó el alma hispana y se talló el torso de la España actual» (1960: 11). En cuarto lugar: la unidad incuestionable de España, sin fronteras internas, pero con inquebrantables fronteras con el exterior. Escribió José María Pemán: «la definición de España: su ardiente primacía de los valores morales; su fondo duro y vital» (1947: 1003). El «vitalismo», que entronca con el «heroísmo»59, sería otro de los atributos del espacio nacional español, también una traducción de la filosofía política alemana del cambio de siglo. En su Idearium español, Ángel Ganivet escribió: «Así, pues, el espíritu de agresión que generalmente se nos atribuye, es sólo, como dije, una metamorfosis del espíritu territorial» (1999: 147).
59 De ahí la exaltación de El Cid, Cortés, Pizarro, Felipe II, etc. Menéndez Pidal, por ejemplo, habla de «El Cid, restaurador de cristiandad y europeísmo» y de su «energía heroica» (Menéndez Pidal 1957: 479 y 489).
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La lectura de los discursos de Franco, alimentados sin duda por los escribientes afines al régimen, demuestra que el acerbo de ideas y conceptos noventayochistas, regeneracionistas, falangistas y orteguianos fue asumido como caldo de cultivo de la ideología oficial. La columna vertebral es la unidad: la iglesia y el Estado son inseparables (Del Río Cisneros 1964: 145), «de la unidad de los hombres y de las tierras de España saldrá la España grande» (ibid.: 158). En ese contexto ideológico, cuando Guillermo Díaz-Plaja habla de los viajes de Eugenio D’Ors, afirma que «dos motes absuelven a este viajero tenacísimo de cualquier acusación de banalidad: el mote de Misión y su autocalificación de Católico Errante» (1965: 413). En el discurso oficial franquista, por tanto, se continúa cultivando una visión del viaje como legado de los tiempos de la Reconquista y de la Conquista de América. Díaz-Plaja añade, significativamente, que los desplazamientos de D’Ors siempre tienen lugar «dentro de las fronteras de la Catolicidad» (ibid.: 414). Exceptuando a Alí Bey y algunos pocos textos más, el mainstream de la literatura de viajes española de los siglos xviii y xix se ubica en un polígono topográfico europeo: el formado por España, en un vértice, y Londres, París y Roma, en los otros. El viaje de formación, tal como se entiende en España, es un viaje por el Viejo Continente, sin salirse de las lenguas próximas y de los límites católicos. A principios del siglo xx, Pío Baroja, por ejemplo, se continúa moviendo en esos márgenes. Tras la irrupción del gran exilio de 1936-1939, que fue acompañado por la proliferación de nuevos medios de transporte interoceánicos, la literatura española rompe esas barreras y se expande. El proyecto literario y vital de Juan Goytisolo se funda en ese contexto. Y contra él60. El estudio de las bases islámicas de la cultura española le conducirá a constataciones como ésta: «la lista de asimilaciones españolas abarca desde la noción de tolerancia y el concepto de Cruzada hasta las órdenes militares, el rosario y las cofradías religiosas de Semana Santa» (Ceca, 18). Esto es, los cimientos del estado nacional franquista (la Cruzada político-militar, la parafernalia religiosa) son de procedencia árabe. Paradojas de un discurso oficial que el escritor denuncia.
60 Para una lectura reaccionaria y neofranquista —«se logrará una nación verdaderamente Grande y Libre» (166)— de la literatura goytisoliana ver el libro de Gloria Doblado (1998).
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Tal vez un análisis de Campos de Níjar (1960) y La Chanca (1962) deba empezar por los elementos que contiene de esa tradición castiza, a favor del espacio del poder, aunque fueran libros concebidos como lo contrario: reportaje realista y social, contra la imagen oficial del régimen. El primer elemento pro-espacial late en la primera oración de La Chanca: «Los españoles aguantamos difícilmente la ausencia de España» (7). Goytisolo formula el consabido tema de España en términos tradicionales. La Chanca, como la Alcarria de Mesonero Romanos y Cela, como la Extremadura de Larra o como las Hurdes, pertenece a la triste categoría de las zonas españolas más miserables y atrasadas. Por otro lado, el joven Goytisolo comete deslices sentimentales que se suman a los tópicos del orgullo patrio, como cuando afirma que desde la Alcazaba la vista de Almería es «una de las más hermosas del mundo» (29), cultivo del tópico cuando él no había salido aún de Europa. Aunque en su primer libro de viajes se asome una crítica a Ortega y Gasset (Campos, 46-57), en el segundo se alude a Unamuno como a una autoridad (La Chanca, 9). La opción andaluza, no obstante, desde un punto de vista topográfico responde a una voluntad de buscar la periferia de Castilla, espacio noventayochístico por excelencia, con Madrid en el centro, capital franquista. En la tercera página de La Chanca el narrador afirma: «Europa había dejado de interesarme y comencé a recorrer los pueblos de la Península» (9). El movimiento, por tanto, fue inverso al de todos los escritores que le habían precedido en la historia de la literatura de viaje española. De Europa —de una mirada cultivada en Europa— a España. Durante el libro, el narrador es identificado por los niños de la Chanca como un inglés y como un francés. Su forma de mirar, a la hora de enfrentarse a la realidad andaluza, tiene a un tiempo las virtudes de los viajeros extranjeros y las de los nativos de España. Además, su descenso hacia el sur del país se realiza en la época —los sesenta— de las grandes inmigraciones al norte de la península. Doble movimiento inverso. En paralelo, la España franquista, la España fanfarrona, la España misógina, es llamada, vaga, literaria y no programáticamente, el Gran Cáncer. El proceso de escisión simbólica de Almería era insinuado en Campos de Níjar, cuando se recordaba que «En el siglo xviii era ya la cenicienta de nuestras provincias y, cuando los escritores del Noventa y Ocho se echaron a andar por los caminos y tierras de la península, se detuvieron en sus límites y no juzgaron empresa digna de su talento el empeño de defender su causa» (Campos, 110). La separación se consuma
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en su segunda parte: deja de ser parte de España y deviene una suerte de isla: «hubiera dado cualquier cosa por concentrarme y aclarar la razón de tanto dolor inútil, de tantos años sacrificados por nada; por agarrar el manual de geografía que estudié en el colegio y rayar con un cuchillo la frase “Almería es una provincia española”. Almería no es una provincia española. Almería es una posesión española ocupada militarmente por la Guardia Civil» (129). La separación violenta por parte del escritor supone tanto una denuncia como una apropiación. Como en la técnica del collage, la separación del fragmento de su conjunto de origen (migrante) llevará a su incorporación a la obra artística de acogida. A partir de ahora, Almería pertenece al mundo literario de Goytisolo y no al espacio político del franquismo. En el tratamiento de sus fuentes la propuesta de Goytisolo también se revela como contraria a la de Cela61. Siguiendo a Hemingway, en Viaje a la Alcarria se insinúa que el autor ha leído abundante material bibliográfico sobre la región, pero éste no es citado. El iceberg. La estrategia de Goytisolo es quizá menos arriesgada, es más comprometida (en la acepción más trivial del término, la que el escritor practicaba en esa época, la más alejada del arte real), pero es una intuición fructífera. Revela sus fuentes, no sólo las históricas, sino también las políticas. El último texto que se reproduce en el apéndice es un artículo del diario Pueblo en que se niega la pobreza de la Chanca —«El barrio de pescadores más pintoresco del mundo» (179)—, se atribuye a los gitanos el rol de pervertidores del lugar, y se aprovecha para atacar a los escritores críticos que denuncian ese tipo de miserias: «Mucha mala literatura es lo que tiene la Chanca de Almería. Mucho Goytisolo» (183). Sintomático: el periodista franquista destaca que los niños de la Chanca juegan a moros y cristianos. Precisamente, contra eso escribe Juan Goytisolo; contra ese espacio de mentira, racista, cancerígeno. Primero ha conseguido, literaria y conceptualmente, separar a Almería de España, apelando a la historia de un saqueo y a cómo el país (Madrastra) ha obligado a sus hijos a emigrar. Después ha ideado un modelo de relato de viaje que, sin ser quizá totalmente consciente de ello, se opone a una tradición. ¿Cómo re-semantizarlo? Con La Chanca empieza, pues, el proyecto contra-espacial de Juan Goytisolo. 61 Hasta ahora no existía un trabajo monográfico sobre el viaje en la obra de Goytisolo; Cela, en cambio, ha sido estudiado exhaustivamente por David Henn en Old Spain and New Spain. The Travel Narratives of Camilo José Cela (2004).
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El libro, no obstante, es contemporáneo de Pueblo en marcha. Una pieza huérfana en el puzzle goytisoliano por dos razones. Por un lado, porque escenifica una bifurcación: en esa época, la vida y la obra del escritor podrían haber apuntado hacia América Latina —«Había una maldición que parecía pesar sobre los pueblos de nuestra lengua, siempre dormidos» (Pueblo, 13)—, como horizonte del contra-espacio que, en cambio, crearía en el norte africano mediterráneo. Pero esa proyección en Cuba de una patria posible pronto será olvidada, en el seno de un proyecto biográfico y literario en que sólo el Sur podrá ser caracterizado como hogar. Por el otro lado, porque el reportaje cubano juega a favor del espacio oficial del régimen y aunque quiera ser un contra-ejemplo político (en los artículos de esa época Goytisolo defendía la vía tercermundista para España, en oposición a la europeísta), es poco más que un panfleto propagandístico, porque la capacidad crítica del viajero, presente en los viajes andaluces, ha quedado anulada, en favor de la admiración incondicional. En esos años está Goytisolo contraponiendo a la unidad y al inmovilismo franquistas unos conceptos opuestos: «una movilidad de pensamiento (“transhumancia de ideas”, diría Breton)» (Furgón, 6). El caos y la circulación se contraponen al orden y al inmovilismo. Como ha destacado Claudia Schaefer-Rodríguez, Álvaro Mendiola habla del «orden promiscuo y huero del que había intentado escapar», como correlato del desplazamiento real de Juan Goytisolo hacia Francia: «his geographical mobility as a substitute for the physical restrictions and the intellectual decay» (1987: 159). En el prólogo a la edición italiana de Campos de Níjar, abogando por un descubrimiento de las regiones olvidadas de España, escribe: «La España oficial —la de las grandes ciudades industriales y provincias ricas del Norte— no es sino la cabeza flotante de un iceberg cuyas cuatro quintas partes permanecen inmersas en el mar de la intrahistoria» (Furgón, 189). Dos palabras merecen ser destacadas: «oficial», pues es el objeto de los contra-viajes goytisolianos; «intrahistoria», la crítica a la Generación del 98 es intuida, incluso parcialmente formulada, pero aún no asumida. Viajar por España, no para describir el hombre como un elemento más del paisaje —en función de un criterio estético, como hiciera el Noventa y Ocho y, más recientemente, Camilo José Cela— sino para pintar el hombre y el paisaje en que el hombre nace, trabaja, pena y muere es un primer paso importante para acercarse a nuestras realidades españolas y forjar una literatura y un arte solidarios, auténticos (Furgón, 190).
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La solidaridad —a ojos de Goytisolo— está en Brenan y no en Cela. Más adelante continúa su crítica, con la Teoría de Andalucía de Ortega: «tras haber comparado los andaluces a los chinos y a los vegetales, les reprocha su pasividad e incurre en el tópico de su holgazanería» (Furgón, 193). Su literatura, por tanto, se sitúa en franca oposición a esos textos: los oficiales y los literarios. La conciencia de que un país es una construcción ideológica y una suma de discursos, más que un territorio físico (Disidencias, 290) le lleva a idear un personaje que renuncia al espacio físico, pero no al intelectual (literario-histórico), pues éste cifra su identidad y, por ende, debe ser sometido a examen. El mismo amor a la patria que, desde la izquierda política, era defendido en sus dos primeros libros de viaje, resulta ahora anacrónico (204). Sólo a partir de esas decisiones puede ser llevaba a cabo la destrucción de la patria, en la segunda página de Reivindicación…: «nueva Atlántida, tu patria se ha aniquilado al fin» (Don Julián, 84). Pero inmediatamente antes de esa liquidación, en la oración anterior, tiene lugar el puente simbólico de don Julián, su forma de pasar la frontera: «a veces el frío del anticiclón de las Azores ocupa la cuenca mediterránea y se adensa como un embudo entre las dos riberas hasta anular el paisaje». El componente incostestablemente africano de Andalucía enlaza con la africanidad tangerina: las raíces del Al-Andalus. Al otro lado queda Madrastra, expresión robada a Cernuda, con sus guardias civiles (88). Como observa Linda Gould Levine en su edición crítica de la novela, las referencias a la muerte de un gato en sus primeras páginas y a su entierro en las últimas cierran circularmente la obra y remite al asesinato y entierro simbólico de España. Esa anulación del paisaje inicial remite, además, a una retórica de la escisión que hemos visto en la extirpación de Almería del mapa de España (el topos del niño frente al mapa: finalmente apropiado, subvertido). La ampliación geográfica: de Barcelona a París y a Almería, a ahí a Marruecos, Argelia, Egipto, Palestina y Turquía; más tarde a los Balcanes. El itinerario de la diáspora (de los sefarditas, de los desplazados modernos y propia) bordea la orilla norte de África, une Barcelona con Bosnia, abarca el Mediterráneo, descrito como matriz en este pasaje de La saga de los Marx: viejas historias del Mediterráneo fértil en persecuciones, matanzas, dogmas fanáticos y opresivos, expulsiones masivas cuidadosamente planeadas, Mediterráneo!, Mediterráneo!, gran madre universal, semilla y cuna de la
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civilización!, patrón de la belleza y el arte clásicos!, crisol de culturas!, y no obstante ajeno y cruel, Mare Vostrum, ámbito de guerras, cruzadas, exterminio de poblaciones enteras, espadas rematadas en cruces, bendición eclesiástica a caudillos de manos sangrientas, tiranos divinizados en estatuas y libros, espulgadores de linajes y limpiezas étnicas, todo ese magma de horror y basura acumulado en su cuenca durante siglos y siglos! (La saga, 22).
El arco de la diáspora, reseguido por Goytisolo en sus viajes durante décadas, parece llegar a su puerto. Sarajevo es el archivo de un exilio hispano de siglos. El exilio son palabras. Se dice en una tertulia: «nos gustaba viajar con las palabras de Arabia a España, rastreando, demos por caso, el periplo mediterráneo del término “kafir”, “gavur”, “gaurí”, “guiri” en su acepción del infiel o cafre» (El sitio, 119)62. El viaje etimológico deviene físico y, al mismo tiempo, identitario, al cabo el viajero se distancia del turista, del guiri, mediante su discurso y su cultura. Y su ámbito: los destinos no son los del tour-operador, si no los de la coherencia del proyecto artístico. El contra-espacio literario de Goytisolo es completamente original en la literatura en lengua española. Se contrapone a las fronteras y a los intereses geopolíticos de los últimos cinco siglos de textualidad hispánica. Contra Alemania «Cuando pienso en Alemania me da la sensación de que algo demente anida en mi cabeza», le dice Aurach al narrador Sebald (Los emigrados, 218). Como ha escrito Arthur Williams, en el continuo sebaldiano las alusiones a lo germánico siempre tienen «a certain anti-German animus» (2001: 86). La obra de Sebald se hace pública en una época muy concreta de la historia alemana. Nach der Natur se publica en 1988; al año siguiente cae el Muro de Berlín. Su contexto de recepción, por tanto, en un país reunificado, viene determinado por una generalización del interés acerca «El guiur o infiel —nombre que derivado del árabe câfir, del que procede nuestro “cafre” y que, tras originar en el Maghreb dominado antaño por los otomanos el actual gauri (plural, guâra) con el que se designa hoy de un modo un tanto peyorativo a los europeos, aterrizará finalmente entre nosotros en forma de neologismo caló guiri—» (Estambul, 62). 62
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de los hechos históricos que llevaron a la desmembración. Después de más de cuarenta años de relativo silencio sobre el pasado nacional-socialista, los años noventa se caracterizan por el paso de una representación eminentemente literaria del pasado a otra pública, la institucionalización del exterminio nazi y la irrupción de la ficcionalización del pasado nacional: «the National Socialist past has moved from constituting a psychological problem of inter-familiar nature to a national level of historicity» (Schmitz 2001: 2). El fenómeno es paralelo al español, donde también en los años noventa se inicia el debate sobre la memoria de la Guerra Civil y del franquismo en que ahora nos encontramos. Pese a su origen alemán, Sebald se ve a sí mismo como parte de una tradición, la de la literatura austriaca contemporánea, «cuya característica consistía en elevar a principio la crítica de sí misma» (Pútrida patria, 11). Parte de esa crítica conduce a la «infelicidad del sujeto que escribe, considerada con frecuencia como rasgo esencial de la literatura austriaca» (11). Ésta es otra concordancia entre los proyectos literarios de Goytisolo y Sebald: ambos se sienten parte de una tradición de escritores de su misma nacionalidad que escribieron contra sus patrias respectivas; ambos lo han hecho contra el espacio diseñado por sendas dictaduras fascistas y las tradiciones ideológicas que las sustentan. Leemos en Austerlitz: Estudié los mapas del Gran Imperio Alemán y sus protectorados, que en mi sentido topográfico, por lo demás muy desarrollado, sólo habían sido siempre manchas en blanco, seguí el recorrido de las líneas ferroviarias que lo atravesaban, me deslumbraron los documentos sobre la política demográfica de los nacional-socialistas, la evidencia de su manía por el orden y la limpieza, […] supe de la creación de una economía de la esclavitud en toda la Europa central (200).
Es decir, el yo asume lentamente el pasado europeo, su topografía, su red de ferrocarril, su historia nacionalmente fragmentada, a partir del mapa. Prólogo del viaje. En Occidente la idea de nación nace como confluencia de pensamiento político y lenguaje literario (Bhabha 1990). En la obra sebaldiana, la nación germánica, tal como se configuró en la Europa de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, tiene una genealogía que parte del romanticismo (y el idealismo), se consolida en el imperialismo guillermino y
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desemboca en el III Reich. El mito nazi de la «comunidad del pueblo» (Volksgemeinschaft) no tuvo nunca una base jurídica o filosófica consistente. Vagamente, se definía como la conjunción de elementos naturales (territorio y paisaje) y espirituales (idioma, costumbres, folclore, historia común), aunque sobre todo se basaba en una suerte de solidaridad racial y racista. El concepto geopolítico de «Lebensraum» procede de la segunda mitad del siglo xix. En 1871 era un eslogan político popular en la unificación alemana, y se vinculaba con el imperialismo contemporáneo: había que anexionarse colonias, en la estela de Francia e Inglaterra. En las décadas siguientes, teóricos como Karl Haushofer, Sir Halford Mackinder y Friedrich Ratze, elaboraron la noción. En 1926, Hans Grimm publica Volk ohne Raum («Un pueblo sin espacio»), título que pronto será adoptado por el nacional-socialismo como eslogan (Bankier 1990). Hitler veía en el Este el horizonte de expansión. Para entonces ya existe una connotación racista en el concepto y una justificación: los judíos son un elemento de descomposición, no de organización, y Rusia, por acogerlos, puede ser anexionada a Alemania: «la teoría de Haushofer fue la gran coartada ideológica que pemitió justificar el agresivo expansionismo de Hitler» (Sala Rose 2003: 114). Un expansionismo que vio en el Este su horizonte: el Drang nach Osten. Dos son quizá los rasgos principales del nacionalismo radical alemán de derechas desde finales del siglo xix que conduce al nazismo: «la exaltación del poder y la mezcla de determinismo y voluntarismo en la representación de la evolución política y social» (Campderrich 2005: 205). El trasfondo de la doctrina schmittiana de los grandes espacios era la confluencia de varias corrientes de la época, entre las que destaca la eclosión de la geopolítica alemana de los años veinte y treinta, cuyo mayor referente fue el mencionado Karl Haushofer, quien creía en la existencia de una ecuación entre la distribución del poder internacional y los espacios en que éste se despliega y las razas que en él existían: «Tres distintos tipos de espacio vertebraban el proyecto imperialista alemán en visión de Haushofer: Lebensraum, Mitteleuropa y Großraum» (ibid.: 206-207). Espacio vital, área de influencia y gran espacio de proporciones continentales. Esos conceptos están elaborados en los libros de Schmitt. Afirmó que en su época estaba teniendo lugar «una revolución espacial» protagonizada por «grandes espacios» que se imponían en el espacio global (Gran Bretaña y Estados Unidos, Japón, Alemania: las tres unidades de mayor influencia internacional). Según explica en Orden jurídico-internacional
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del gran espacio con prohibición de intervención para las potencias extrañas al espacio y en Tierra y mar, el propio concepto de espacio cambiaba en su época (Campderrich 2005: 210). Aunque Schmitt negara más tarde que en su teoría estuviera presente lo racial, la lectura de su obra lo desmiente. No obstante, fue acusado de tibio por otros ideólogos nazis más radicales. Como señala Campderrich en su riguroso estudio, los judíos son vistos por Schmitt como una amenaza al vínculo entre el «suelo» (Boden) y el «pueblo» (Volk): «El “espíritu judío”, en cambio, es, para Schmitt, ajeno a este tipo de relación con el espacio: el pueblo judío está condenado al desarraigo y sus intelectuales, sugiere Schmitt, están entregados en cuerpo y alma a transmitir ese desarraigo a los pueblos en que se infiltran» (ibid.: 213). En la retórica nazi, esa tendencia al nomadismo se vincula con las ratas y con las bacterias (Sala Rose 2003: 231). En un contexto de nacionalismo exacerbado rayano en la religión laica, los judíos son parásitos, contrarios al universo rural, que se caracterizan por la producción, la vida urbana y la diáspora (ibid.: 240-241). «En pocas palabras, el Großraum teorizado por Schmitt era principalmente de tipo existencial», ha escrito Enzo Traverso, «implicaba una visión del espacio como “conquista” vinculada a una necesidad vital […] el nomos telúrico de Schmitt hacía referencia al arraigo de un pueblo a un territorio» (Traverso 2003: 159). Según el ideólogo nazi, además, los pueblos católicos muestran una capacidad de echar raíces que es ajena a las comunidades protestantes. El localismo, la dependencia de lo patrio, se opondría según este razonamiento al universalismo y al cosmopolitismo de Gran Bretaña o Estados Unidos (que Schmitt veía como pueblos de mar, en contra de la tierra propia de Alemania, Francia o España). La teoría schmittiana se oponía frontalmente, además, a las políticas de la Sociedad de Naciones, y veía el Großraum del III Reich en oposición a las democracias anglosajonas. «From linguistic violations to brutal embodiments, National-Socialism re-conceptualised identity, space and nation, in the process communicating forced emigrations in the patois of patrotism, religion and selfdefence» (Baum 2006: 96): es decir, la configuración de una nueva forma de entender el espacio, que aúna la «Blut und Erde» [«sangre y tierra»] y el «Lebensraum», pasó por diversas fases que desde la violencia contra la propia lengua alcanzó la violencia radical contra las personas y los países. La disolución de la nación y del ciudadano democrático empezó por la perversión de las palabras: la expulsión y el asesinato debían tener
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un contexto jurídico y una legalidad que los acolchara: la Nazisprache, por tanto, es la dimensión lingüística del espacio nacional del nazismo, su razón de ser. Según Sebald, la preocupación por el tema de la patria es la constante quizá más acentuada de la literatura austriaca: «la zona temática [Themen-bereich: ¿campo semántico?] delimitada por conceptos como patria, provincia, zona fronteriza, extranjero, forastero y exilio ocupa una posición llamativamente prevalente en la literatura austriaca de los siglos xix y xx» (Pútrida patria, 109). Hemos visto esos términos como parte de la gramática de viaje sebaldiana. A él parece interesarle, en detrimento de la patria nacionalista, una patria que se podría llamar líquida, en tensión con las emigraciones, bajo la lupa crítica: El concepto de patria es relativamente nuevo. Se acuñó precisamente en el momento en que la patria dejó de ser un sitio donde permanecer y en el que los individuos y grupos sociales enteros se vieron obligados a darle la espalda y emigrar. […] Cuanto más se habla de patria, menos existe ésta (110).
La tradición literaria comienza con Sealsfield, que no en vano se llamaba Karl Postl, y desde él la pérdida de la patria es irreparable (110). Hay autores contemporáneos en lengua alemana a quienes Sebald acusa de trabajar a favor del espacio nazi, como Herman Broch, aunque quizá lo hiciera inconscientemente. La función ideológica que cumple la naturaleza en su obra es «deficiente» (183): «El pathos añadido muestra que la ecuación Naturaleza —Madre— Patria es un embuste, el déficit estético indica uno ético, y eso se refiere no sólo a ese caso aislado sino al proceso de composición del texto en general [Bergroman]» (184). También Alfred Andersch se posicionó ambiguamente respecto al régimen nazi, en una serie de decisiones que afectaron tanto a su cuestionable «exilio interior» como a su obra literaria (Sebald no distingue éticamente entre vida y obra. Estos autores problemáticos se inscriben en la nómina que viene desde «los escritos de los padres de la Iglesia hasta los de Frazer, Bachofen, RankeGraves, Klages, C. G. Jung y toda una serie de oscuros investigadores de mitos y de historiadores de la religión» (187)63. A propósito de Kasack, leemos en un artículo de 1982: 63 Para contextualizar sus reproches estetizantes a cierta literatura germana como la de Alfred Andersh ver Friedlander (1982).
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La elección de palabras y conceptos de esos pasajes, en los que se habla de la apertura de «la región mucho tiempo protegida del ámbito asiático», del beneficio de las «ideas… europeas» y de un «espacio vital hasta ahora cerrado», muestra, con aterradora claridad, hasta qué punto una especulación filosófica vinculada al estilo de la época subvierte sus mejores intenciones precisamente al intentar una síntesis. La tesis una y otra vez mantenida por la «emigración interior» de que la auténtica literatura se sirvió bajo el régimen totalitario de un lenguaje secreto resulta ser exacta, también en este caso, sólo en la medida en que su código coincidía involuntariamente con la dicción fascista (Campo Santo, 69).
Ya comenté cómo Sebald pone en tela de juicio la emigración o exilio «interior». En su crítica del colaboracionismo siempre parte de la forma, de la estética, para denunciar después las ideas pro-espaciales que el autor en cuestión cultivó. Al mismo tiempo que se distancia de algunos autores, muestra su sintonía con otros cuya concepción de lo nacional no puede ser relacionada con el nazismo. Tal es el caso de Jean Améry, cuyas consideraciones sobre la patria «son las más dignas de consideración que hay en la literatura reciente» (Pútrida patria, 196): su apatridia creció, convirtiéndose en la extraterritorialidad de una posición intelectual radical. La intransigencia moral de Améry, su aferrarse a un justificado resentimiento, tiene algo que ver con su orgullo, y éste, con su valor, y la voluntad de resistencia, con las cualidades especiales y raras que en tan alto grado poseía (204-205).
Obviamente, hay otros puntos de coincidencia con la trayectoria de Améry, pero al hilo de que aquí quiero desarrollar, debo destacar el examen crítico al que el autor de Más allá de la culpa y la expiación sometió su propia experiencia de judío asimilado, en las coordenadas del catolicismo, y su conflictiva relación con la lengua y con la cultura alemanas: «Se nos había excluido de la realidad alemana y, por tanto, también de la lengua alemana» (Améry 2001: 125). Aunque la identificación entre catolicismo e iconografías y pedagogías opresivas es una constante en Sebald, en pocos momentos llega su descripción al grado de sutileza logrado en la segunda sección de Los emigrados, cuando habla del maestro de primaria Paul Bereyter: «la aversión que sentía Paul por la Iglesia romana era mucho más que una mera cuestión
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de principios; tenía verdadero horror a los representantes de Dios y al olor a naftalina que despedían» (Los emigrados, 48), porque comunican superstición y anulan el espíritu crítico de las personas. Paul llena la pila de agua bendita con el agua de la regadera y el catequista nunca puede usar «la botella de agua bendita que llevaba siempre consigo en la cartera de piel de porcino negra y brillante» (47). La alusión al cerdo es al mismo tiempo una referencia histórica (la identidad cristiana en contraposición con la hebrea) y un juicio de valor. En «All’estero», la segunda sección de Vértigo, lo porcino se vincula con el nacionalismo: la palabra «pigmeo» aparece en italiano, «pigmei», asociada a un hiperbólico artículo nacionalista; en una suerte de alucinación, los oídos del narrador se llenan de la descomposición silábica de la palabra: «Pig-me-i, pig-me-i, pig-me-i. El grito retumbaba en el interior de mi oído, en realidad no sería más que el flujo de mi propia sangre, distorsionado y fortalecido por mi imaginación» (Vértigo, 99). Se trata de un pasaje sarcástico, deformado, pero remite a una acusación («soy un cerdo») en un contexto de Blut und Volk. Esa continuidad entre el pasado católico y feudal, el imperialismo guillermino y el nazismo es tratada por Sebald en su análisis de la obra de Canetti, «“Summa scientiae”. Sistema y crítica del sistema en Elias Canetti»64: El espacio de dominio guillermino tiene en el expansionismo de Schreber [presidente del Senado alemán estudiado por Canetti], que reclama por igual las dimensiones de tiempo y espacio, su reproducción exacta. […] También otros componentes numerosos de la ideología del Imperio alemán, por ejemplo el anticatolicismo de la lucha cultural, una pronunciada eslavofobia y la creciente virulencia del antisemitismo político, se reflejan en el sistema de Schreber (Pútrida patria, 62-63).
El viaje en la obra de Sebald cumple la función de defender una contraespacialidad inspirada en lo que la ideología nazi atribuía al pueblo judío. Su literatura se opone al «misticismo de la naturaleza, irracionalismo antihumanista y mito redentor del retorno a la tierra» (Traverso 2003: 162) propios del nazismo. En Mein Kampf, Hitler sostiene que esos rasgos son el nomadismo, el cosmopolitismo y el universalismo (el esperanto, por ejemplo, es la «jüdische Universalsprahe») (Hitler 1937: XV). Si se 64 � «Summa Scientiae — System und Systemkritik bei Elias Canetti», Literatur und Kritik, 177-178 (1983).
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analizan las representaciones de la infancia y de W., veremos que éstas inciden continuamente en los símbolos de un catolicismo que remite al estancamiento, al inmovilismo, en contra de la emigración y el viaje que han caracterizado la vida adulta del narrador. La apuesta vital y estética que implica ese posicionamiento lleva al narrador Sebald a expresar un rechazo visceral por todo aquello que remite a lo tradicionalmente germánico: Desde la terraza subía el ruido de la música y la algarabía de los huéspedes, en su mayor parte ya achispados, que, como constaté a mi pesar, se trataba casi sin excepción de antiguos compatriotas. Escuché a suabos, francos y bávaros hablando de las cosas más indecibles, y si ya me resultaban desagradables estos dialectos arrellanándose en el idioma alemán de forma más desvergonzada, el tener que escuchar las opiniones formuladas a voz en grito y los chistes de un grupo de hombres jóvenes de mi patria chica me resultaba un verdadero suplicio. Y de hecho, durante estas horas de insomnio, no había nada que deseara más fervientemente que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a ninguna (Vértigo, 78).
Al describir el casino personal de las SS en Breendonk leemos: «los padres de familia y los buenos hijos de Vilsbiburg y de Fuhlsbüttel, de la Selva Negra y del Münsterland, cuando se sentaban allí terminado el trabajo para jugar a las cartas o escribían cartas a sus amadas en el hogar, porque al fin y al cabo había vivido entre ellos hasta los veinte años» (Austerlitz, 27). El rechazo es a la lengua, al acento dialectal y, sobre todo, a la carga histórica que ella transporta: todos los alemanes son familiares de verdugos. Paseando por la periferia industrial de Manchester, el narrador Sebald ve un fábrica de gas y un matadero y «empezaron a rondarme alocadamente por la cabeza los nombres de los industriales pasteleros Haeberlein & Metzger, de Nuremberg» (Los emigrados, 192). «Metzger» es un apellido habitual en Alemania, que significa carnicero. Viaje contra espacio (Norte/Sur) La Inquisición luchaba contra la polisemia; contra el doble sentido, contra la alteración de las fuentes, contra lo intertextual. Lo mismo ocurre con la censura franquista: la «unidad de España». A ella le contrapone Goytisolo,
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desde Señas… un discurso múltiple. Algunos de sus estratos remiten a un contra-discurso: Polisémica y totalizadora, la estructura profunda de Don Julián autoriza el extremo de las más extremadas lecturas. Éstas, ya sean ingenuas o inmediatas o indirectas o eruditas, implican el reconocimiento de un léxico tomado del árabe que trabaja el interior del texto, ampliando así el campo de los signos y el horizonte de la significación (Loupias 1978: 237, citado por Aguinaga 2004: 23).
En el artículo «In memoriam F. F. B. 1892-1975»65, Goytisolo reconoce que su proyecto se sitúa a la contra de Franco y de su política: Un personaje a quien no vi físicamente jamás y que a su vez ignoraba mi existencia, pero que era el origen de la cadena de acontecimientos que suscitaron mi exilio y vocación de escritor: el trauma incurable de la Guerra Civil y la muerte de mi madre en un bombardeo de su aviación; la aversión al orden conformista en que los suyos quisieron formarme y cuyas odiosas cicatrices llevo aún; el deseo precoz de abandonar para siempre un país forjado a su imagen y en cuyo seno me sentía como un extraño. Lo que hoy soy a él se lo debo. Él me convirtió en Judío Errante, en una especie de Juan sin Tierra, incapaz de aclimatarme y sentirme en casa en ninguna parte (Pájaro, 26).
Se trata de un mito fundacional que tiene en el antagonista (asesino de la madre) como motor de la obra. La ruptura con él, con España y con todo lo que ellos implican es el punto de partida de su literatura (BussièrePerrin 1998: 5). Los ensayos de Disidencias explicitaban esa lucha contra los esencialismos noventayochistas y las visiones históricas nacional-católicas de Menéndez y Pelayo, Menéndez Pidal y otros, como han explicado el propio autor y sus principales críticos (Navajas, Lázaro, Gould Levine, Kunz, etc.). No voy a abundar en ello. Lo que sí merece la pena ser destacado es lo que ellos no plantean: cómo el viaje deviene una estrategia para enfrentarse a esas rémoras literarias y políticas. En pleno proceso creativo de Juan sin tierra, entre 1972 y 1973, Goytisolo fue entrevistado 65 «In memoriam F. F. B. 1892-1975» apareció, a la muerte del dictador, en diarios de todo el mundo. Conoce varias versiones o reproducciones en libros de ensayos del autor (Libertad, Pájaro).
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por Julio Ortega (ver Disidencias). En sus palabras se observa la voluntad de desplazar a España, de quitarle el protagonismo que había tenido en Reivindicación… El libro debía regirse por el nomadismo, por la ausencia de fronteras, objetivo que, como se ha explicado anteriormente, es logrado por el escritor. Juan sin tierra supone un salto espacial: por primera vez la libre migración de los narradores internos por el espacio del texto dibuja un espacio mediterráneo, contra-espacial. Sin embargo, no se puede negar que España como constructo ideológico y literario continúa siendo central en el libro; desde sus primeras páginas cubanas. Mi lectura es que el programa y la intención chocaron con el propio proceso de escritura, tematizado en el seno del libro. El último tercio del volumen es, precisamente, el que trata temas y autores españoles, como si el escritor no hubiera podido escapar del espacio cuyo contrario estaba creando. El final, en que la escritura en español (en contra-español) es negada definitivamente, hasta el punto de irse traduciendo, en una agonía que es la del proyecto cerrado del libro, finalmente al árabe, constituye una brillante doble solución: por un lado, al problema de cómo continuar con un proyecto de la complejidad de Revindicación…; por el otro, a cómo escapar del predominio de lo español en la parte última de la novela. Sin embargo, considerando la obra de Juan Goytisolo como una trayectoria contra-espacial de más de medio siglo, se observa que se encontraba en un callejón sin salida. Y que Madrastra siempre estaba al final del callejón, junto a los contenedores de basura y las escaleras de incendio. El retorno a la ciudad de donde se huyó marca la trayectoria literaria de Juan Goytisolo: la gran mayoría de sus textos, ambientados en parajes extranjeros o en narraciones de viajes orientales, ostentan como una maldición la marca de Barcelona o de España. A medida que el escritor ha ido envejeciendo, la presencia de esa inscripción en su literatura en viaje se ha hecho más patente. Quizá porque siempre estuvo ahí, aunque la coherencia del proyecto radical que se inicia con Reivindicación… la desterrara; no en vano, en Señas de identidad aún se podía leer: habías aprendido a amar tu ciudad (cosa sorprendente en un carácter difícil como el tuyo este amor mantenido a lo largo de los años hacia unos lugares y calles descubiertos sólo al filo de tu juventud, de una ciudad en la que nacieras como quien dice por casualidad, y cuya hermosa lengua te resultara siempre, pese a tus esfuerzos, profundamente extraña (Señas, 89).
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A partir de 1970, en cambio, la mayoría de las alusiones al amor por algún territorio español se centran en Almería, «patria chica», en defensa de esa coherencia artística, de ese camino o contra-camino hacia el Sur. Pero no se puede escapar de la Ciudad: La Ciudad —esa Ciudad única y total, mezcla creadora y bastarda de las ciudades que conoce y ama, en la que no deja de pensar en el curso de sus interminables paseos […] por la emergencia, en las perspectivas cartesianas y ordenadas de Haussmann, de brechas y fragmentos de Tremecén y Dakar, El Cairo y Karachi, Bakomo y Calcuta; por un Berlín-Kreuzberg que es ya un Estambul del Spree y una Nueva York colonizada por boricuas y jamaiquinos; por un futuro Moscú de uzbecos y chinos y una Barcelona de tagalos y negros, capaces de recitar de memoria, con inefable acento, la Oda patriótica de Maragall (Paisajes, 149).
El pasaje pertenece a la primera novela de Goytisolo en que el tema de lo catalán tiene cierta importancia, aunque ésta sea periférica. Paródicamente, la especificidad nacional catalana se compara con la de los oteka, un pueblo aniquilado, y con los rutenios, un pueblo, una nación subcarpática, cuya desdichada situación geográfica ha condenado a lo largo de los siglos —como Catalunya o Macedonia— a ser frecuente y viciosamente violada por sus más poderosos y perversos vecinos […]. Como uno de esos sardanistas afanosos que aprovechan cualquier oportunidad de enseñar a los deslumbrados forasteros procedentes de Canadá o Dinamarca la dansa més belles de totes les danses que es fan y es desfan, el rutenio había prometido develarle la esencia de la música nacional (Paisajes, 94-95).
La ironía es evidente, pero no invalida la presencia de Barcelona. Como escribió Said: «Every scene or situation in the new country necessarily draws on its counterpart in the old country» (2000: 378). La reivindicación de lo africano en los barrios periféricos de París conduce a Juan Goytisolo a la siguiente afirmación: «Hay que rendirse a la abrumadora evidencia: África empieza en los bulevares» (Paisajes, 164). La democracia en España y la muerte de las ideologías tematizada en la novela ha alterado las estructuras globales. La narrativa de Goytisolo se reorienta. El tópico burlesco de que África empieza en los Pirineos es subvertido. Lo anti-español se convierte en defensa del cosmopolitismo.
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Se asume la imposibilidad de librarse de la carga de «esa sublime y grotesca península» que mira hacia «la costa africana» (169). Pero ésta es interiorizada. Ya no se trata de un combate público, sino de su combate íntimo. Ese tránsito es metaforizado en el microcapítulo «Ser de Sansueña», en que Goytisolo resume el periplo de un compositor español exiliado a París en el 39 que se declara en huelga de silencio hasta que Franco muera. Desarrolla así partituras del silencio. Incluso da un concierto en que nada suena. A la muerte del dictador, en vez de regresar a la música como interpretación pública, destruye su agenda y se enclaustra en «el intercambio de notas con su mujer» (66). Arte suficiente; cuando la causa de la protesta ha desaparecido, sobreviene la pérdida de sentido, la necesaria reorientación. Antes de Paisajes…, Makbara se convierte en la única novela que consigue alejarse de España: callejón sin salida, su blanco sobre blanco. En los ensayos de Crónicas sarracinas encontramos la teorización al respecto. Según el propio novelista, incluso una obra como Makbara, donde no hay elementos topográficos o culturales idisiosincráticos de lo español (aunque el narrador de la parte final sea identificado como un «nesraní»): «Puesto que la objetividad absoluta no existe, la empresa de describir al Otro lleva siempre la marca del lugar de origen. El mayor reproche que podremos hacer a un autor será así su tentativa de disimular éste: pintar o reconstruir el universo ajeno desde un imaginario no man’s land, en nombre de los valores implícitos de una supuesta universalidad» (Crónicas, 9). El comentado ensayo autocrítico de ese volumen —«De “Don Julián” a “Makbara”: una posible lectura orientalista»— deja claro que el escritor está condicionado por su contexto de recepción, que en el caso que nos ocupa es español y occidental: «parafraseando a Said, la asistencia, director y actores de la escenografía mental “son para España y sólo para España”» (32). En Estambul Otomano (1989), como ya he dicho, la obra más extensamente citada es el Viaje a Turquía; pero, según se indica en el índice onomástico, el topónimo de país que más veces aparece en el libro, en vez de ser Turquía, como cabría suponer, es España: «Constantinopla brinda, frente a la intransigencia católica y sus hogueras inquisitoriales, un ejemplo de convivencia pacífica entre personas y grupos de origen y credos diversos» (Estambul, 60). Frente a. Después de citar al ensayista tunecino Hichem Djait, quien defiende que después de haber tolerado al Otro en su seno, y haber convivido con él, el Islam reaccionó, ante la
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expansión de la Reforma protestante, con una contracción y reafirmación frente al Otro, Goytisolo afirma a renglón seguido: «La teoría es plausible, pero, para aceptarla plenamente, deberíamos contrastarla con el ejemplo: el de una decadencia similar originada por razones opuestas» (63). No hay razones extratextuales (aunque el libro esté dirigido a un lector español) ni de lógica argumentativa interna que justifiquen esa comparación. La única razón es intratextual: el relato goytisoliano no se entiende sin esa comparación. La propia literatura de Goytisolo no se entiende si no se enfrenta a España. El hispano-escepticismo y la heterodoxia sólo pueden existir junto con lo hispano y la ortodoxia. El elemento de oposición es imprescindible: su razón de ser. Se ha visto cómo al concepto de Unidad, tan importante en la ideología franquista, le ha opuesto Goytisolo en toda su obra el de dispersión y fragmentación. Cabe ahora recordar que a la institucionalización de la violencia franquista se la llamó «movimiento nacional». En Las virtudes… leemos: es compatriota nuestro, dice ella, aunque en lejanas tierras vibra, sufre y anhela, comparte nuestros principios e ideas, cree en la perennidad de nuestras esencias y las virtudes del Movimiento regenerador, los demás huéspedes se inclinan a estrecharte la mano e intercambias cortesías con ellos, muchos visten de frac o chaqué pero abundan también las guerreras, botas, sotanas, camisas, boinas azules y granas (LVPS, 87).
El Movimiento, paradójicamente, fue históricamente sinónimo de estancamiento cultural y aislamiento internacional. De quietud. En la página siguiente a la citada se recuerda que se trata de un país donde lo misionero y la evangelización son fundamentales. Al viaje tradicional de su país de origen le contrapone Goytisolo un viaje de espiritualidad sufí y deseo sexual, abierto, fragmentario, etc. Han pasado casi quince años desde la muerte del dictador, pero la formulación de contra-espacio es válida. Ha comenzado, por otro lado, una evocación de la infancia que será constante en la obra de Goytisolo: «como cuarenta y pico años atrás en la marea encrespada de la plaza, bajo el balcón de los tíos, brazos en alto, discursos, himnos, sesiones públicas de purificación y exorcismo» (Las virtudes, 90). La crónica de faction «Aproximaciones a Gaudí en Capadocia» (1990) constituye un ejemplo irrebatible de esa progresiva exploración de la ciudad propia en
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las ciudades cavafianas por siempre ajenas: «De modo imperceptible, la distancia de Capadocia a Barcelona se anula: el espacio mirífico en que se mueve la conduce insoslayablemente a la creación auroral de Gaudí» (Aproximaciones, 10). El texto comienza así: «El viaje barcelonés que en el trayecto», y conduce a una identificación con Gaudí, posiblemente la única entre Goytisolo y un conciudadano suyo, en un libro publicado cuando el autor está a punto de ser sexagenario: que nada tienes que ver con los Calvet, Batlló, Milà de tu mezquina tierra; que aborreces como él esa burguesía rapaz que utilizó su genio sin comprenderlo; que tú también has roto con ella y vagabundeas apátrida por los lugares y tierras que le fascinan (Aproximaciones, 22).
Gaudí, recuerda Goytisolo, viajó antes a Marruecos que a los consabidos destinos españoles de Londres, París o Italia. En ese volumen titulado como la crónica abundan las alusiones a España, quizá porque el destinatario primero de los textos, que fueron publicados en prensa, era el público español. Pero hay una ausencia importante: los viajes andaluces de Goytisolo. Una ausencia referencial especialmente llamativa en la crónica «La ciudad de los muertos», porque las circunstancias en que viven algunos de los habitantes del peculiar suburbio de El Cairo recuerdan a las de los habitantes de La Chanca que conoció y retrató Goytisolo. Pero en el libro se impone con más contundencia ese vínculo con Barcelona y se ignora el otro: «Algunos rincones evocan el Sarriá y Pedralbes suburbiales de mi niñez, antes de que, como tantas otras cosas de aquella Barcelona recatada y romántica, fueran inmolados en nombre del progreso» (Aproximaciones, 52). Cada vez más, a partir de ese momento, la presencia de la ciudad, la infancia y la Guerra Civil serán más poderosas en la obra goytisoliana, vinculadas a la historia de exclusión que ha sido la española desde el reinado de los Reyes Católicos. En La cuarentena el narrador tematiza esta conversación con el espacio propio que se está comentando: «¿Cómo dialogar, a dos mil kilómetros de distancia, con el cónclave de fantasmas de tu niñez y familia? ¡Madre tronchada y bruscamente disuelta en la nada!» (La cuarentena, 20). El nomadeo del narrador por los círculos textuales de un infierno neodantesco lo conduce a la experiencia de catábasis más dura de su obra: la visión del cadáver de su madre:
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La angustia que se apodera de ti y cala en lo más recóndito sugiere la inminencia de imágenes más dolorosas y próximas, la exhumación de heridas más hondas, de cicatrización imposible. Avanzas temblando, no obstante el ardor de la bruma y fetidez de los cuerpos, hacia la silueta caída de bruces de una mujer bien vestida, arrebujada en una elegante piel de zorro y tocada con un sombrero de moda en los años treinta (78).
En La saga de los Marx, la aparición de uno de los «niños de Rusia», como testigo de los monstruos que produjo el sueño de la razón marxista preludia varias alusiones a España, como parte de ese Occidente en que la adulteración del marxismo fue llevada a cabo. La novela habla del anarquista Anselmo Lorenzo y del miembro de la Internacional José Mesa, y reflexiona a menudo sobre la suerte del caso español, y la de Marx en Barcelona. Siguiendo la lógica poética que ha ido describiendo, era de esperar la aparición de la Ciudad Condal. Siguiendo la burlesca figura del Payaso, que nomadea por Europa, nueva encarnación del judío errante, dice el narrador: los periodistas le habían descubierto finalmente en la Ciudad de los Prodigios, la portentosa Villa Olímpica […] nórdicos despechugados, magrebís, gitanos, paquistaneses se aglomeran frente al Gran Teatro del Liceo, el santuario barcelonés consagrado a la ópera, punto de cita obligado del rovell de l’ou de una burguesía tradicionalmente culta y melómana, justo a la hora en que ésta sale del sancta santorum en tenue de soirée y cuello de pajarita (La saga, 76).
Durante toda la novela se habla de la identificación entre el narrador y Marx. No debe olvidarse su condición de emigrado sebaldiano, de refugiado político. En las parodias de descripciones costumbristas que hay en la obra se alude a menudo a los detalles de la alimentación típicamente alemana de la familia o de la afición a la cerveza del pensador. Rastros del hogar perdido. El exilio es evocado simbólicamente cuando uno de los personajes se encuentra, haciendo zápping, con «la versión felliniana de la segunda escena del tercer acto de Nabucco / Oh, mia patria sì bella e perduta! / Oh, remembranza sì cara e fatal!» (La saga, 23). Si en La cuarentena el narrador confundía, en un flash-back, la visión de los refugiados albaneses del presente con los republicanos de su infancia, en La saga de los Marx la alusión a la niñez propia se produce en las últimas páginas de la novela mediante la inclusión en el discurso de una foto-
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grafía de Helena Demuth, la fiel criada de los Marx. Aunque el narrador justifique esa inclusión como una forma de evitarse una descripción naturalista, no es casual que la única fotografía en un libro dedicado a una familia de alcurnia pertenezca a una sirvienta. La justificación, decía, remite a un hábito del pequeño Goytisolo: pegaba fotos en sus novelas de aventuras66. Cuaderno de Sarajevo (1993) y El sitio de los sitios (1995) apuntan indiscutiblemente hacia esa dirección: exploración de lo propio a través de lo ajeno (también contra-propio): «Casi cinco siglos después de la quema de manuscritos arábigos en la granadina puerta de Bibarrambla decretada por el cardenal Cisneros, el episodio se repitió en mayor escala durante las conmemoraciones del Quinto Centenario […] miles de manuscritos árabes, turcos y persas se esfumaron definitivamente» (Sarajevo, 58). El pasaje ilustra el puente simbólico que el escritor tiende entre la historia española y la balcánica. El vicepresidente de la Sociedad Humanitaria, Cultural y Educativa Judía, que habla judeo-español, se declara bosnio, judío y español (60). Pero el enlace conceptual fundamental del libro se establece entre los conflictos balcánicos, el asedio de Sarajevo y «nuestra guerra civil y el cerco y bombardeo de Madrid se impone como una realidad insoslayable» (97). La relación es, obviamente, personal: insoslayable sólo si quien la realiza es un español. Pero Goytisolo no la problematiza. La imbrica con su mundo personal, sin reconocer que si el observador fuera un alemán o un vietnamita, la asociación sería muy distinta. Las comparaciones de esos dos conflictos bélicos con la Segunda Guerra Mundial y el exterminio nazi son frecuentes y a menudo arbitrarias (46, 72 y 91). Gaudí reaparece en la primera página de El sitio de los sitios, por la visión de la cripta del hotel «cuyo trazo le trajo a la memoria el del proyectado rascacielos-catedral gaudiano» (El sitio, 13). En la novela, la asociación judeo-española se convierte en S.O.S. Sefarad, que denuncia que «quieren acabar con este Jerusalén chico como sus inspiradores de hace siglos acabaron con Toledo» (104). Las referencias a la actualidad española son inevitables y adquieren una carga crítica peculiar cuando se trata de la Conferencia Episcopal (147) Las experiencias históricas de la Guerra Civil 66 En el archivo de la Universidad de Boston se conserva A través de la jungla, donde las fotografías de los personajes y el mapa final de la acción apuntan hacia un impulso de representación espacial que encontramos en toda la trayectoria del escritor.
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(como culminación secular), la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de los Balcanes se funden, en un plano simbólico, cuando se alude al bombardeo incendiario de la biblioteca de Sarajevo: Los responsables del auto de fe quemaron esta vez el papel y lo que encerraba. Un humo tan espeso como el de las chimeneas de los campos de exterminio: historia esfumada en silencio, cielo cubierto de densas, ennegrecidas nubes alimentadas en las pavesas de nuestra extinción (111).
La expansión del espacio literario, de España a los Balcanes abarcando el Mediterráneo, tiene su hilo de ariadna en la progresiva concepción de la historia mediterránea como un proyecto de exclusión y exterminio que empieza con la Reconquista y la Inquisición y termina con el penúltimo genocidio del Este europeo. El retorno a Barcelona, como el propio Goytisolo señala, tiene que ver con el retorno a la madre, a la muerte de la madre, a los bombardeos de la Guerra Civil: «retorno seminal a episodios de la infancia y escenas de familia que creía sepultados» (El sitio, 167). Los años noventa, como se ha visto, son recorridos por ese regreso obsesivo a la Barcelona de la Guerra Civil. La primera página de Telón de boca de Juan Goytisolo comienza con la constatación de que una música se le ha metido al narrador enfermizamente en la cabeza. Lo raro es que no se trata de Mozart, Verdi o Brahms, sus músicos favoritos, sino de los «aires marciales o zafios que retransmitía la radio el año que terminó la guerra y volvió con el padre y hermanos a su ciudad natal» (Telón, 13). La muerte de su compañera sentimental es equipara a la de la madre, sesenta años atrás. En Telón de boca se establece una relación entre las proyecciones de la infancia y la realidad de la vida adulta, y se reafirma el espacio mediterráneo construido libro a libro, en contra del espacio nacional-católico mamado desde el colegio. Se trata del escenario cuyo telón va a caer. El escenario donde tendrá lugar el encuentro entre el narrador y la divinidad. Una divinidad que no se inscribe en la tradición árabe, sino que habla en «cruel castellano» (Telón, 75) y que defecó el mundo según relata Mateo Alemán. La divinidad le dice: La cordillera que contemplas es el telón de boca de un teatro: álzalo y penetra en él. El mundo que se extiende al otro lado responde a tus emociones y anhelos: abrupto, salvaje, abrasado por el sol y esculpido por la conjunción de los cuatro elementos. Lo presentiste primero en el espacio
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volcánico de Gaudí, luego en le páramo lunar del Gran Erg y las dunas sin fin de Tarfaya (88).
Goytisolo ya ha fraguado por completo su proyecto intelectual de pensar lo oriental desde lo español. Ese objetivo implica una retórica a la contra: «Luchar contra el mito, contra la ingente masa de leyendasestereotipos que envuelven al Islam y su cultura, lo petrifican, enturbian, falsean, tal fue el propósito de Alquibla I» (Ceca, 9). La crítica a la historia española, pionera en las políticas de exclusión y exterminio de lo otro; la naturaleza de laboratorio cultural, su excepcionalidad durante ocho siglos, permiten pensar Europa y el Magreb desde unas coordenadas diferentes. En Argelia en el vendaval se puede observar una afirmación cuya genealogía se encuentra en artículos anteriores —y queda fijada en su «Discurso de Estrasburgo» leído ante el Consejo de Europa en 1991 (El bosque, 233-244)—: Entre una concepción reductiva, homogeneizadora, condenada al monólogo, y otra receptiva, plural, abierta al diálogo tanto la experiencia española como la árabe muestran que el triunfo de la primera significa la desertización cultural y el reinado estéril del dogmatismo (Argelia, 60).
Obviamente el fenómeno puede ser observado desde la perspectiva inversa. En vez de ser una obsesiva presencia de lo hispánico en lo extranjero, entonces, deviene una ampliación de las fronteras de lo español. Aunque ha viajado por diversas partes de América Latina, sólo Cuba han devenido —por razones familiares— parte de su mundo literario. La atención es monopolizada por un Mediterráneo que va de Barcelona a Sarajevo por la ruta sur. No a través de París, que como se ha visto es atractivo en dos de sus dimensiones minoritarias (la hispanoamericana de los escritores exiliados y la árabe de los barrios de inmigrantes) y no en la principal (la de los oriundos franceses, parte del rechazo de su vida previa a Señas de identidad, la única de sus novelas donde aparece el cronotopo de un París tradicional, neorromántico, francés). No hacia el Norte, sino hacia el Sur. El eje Norte/Sur, simbólico y no estrictamente geográfico67, En Juan Goytisolo: metáforas de la migración, Marco Kunz titula acertadamente los tres primeros capítulos «El Sur, tierra de emigración», «El Norte, tierra de inmigración», «El Sur convertido en Norte: la inmigración en la España europea y global». A esa orientación simbólica me refiero. 67
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define la obra goytisoliana; en sus problemas y subversiones se cifra la mayor parte de sus textos, desde que por primera vez se fue a Almería, esa región arrancada del mapa de Madrastra, con su prefijo «al» árabe. A través de Almería, Tánger, Marraquech, el Sáhara, Argelia, Egipto, Palestina, Turquía: Libre de las anteojeras etnocéntricas que convierten de ordinario la visión occidental del mundo islámico en una colección de tarjetas postales, Alquibla II se esforzaba en mostrar el vasto territorio de Dar al Islam, desde Tánger a Samarcanda (Ceca, 10).
El ámbito de una diáspora. Con múltiples planos paralelos: el idioma sefardí, el erotismo hispanoárabe (reprimido en la península desde el siglo xv), la opresión sistematizadas… El viaje se convierte en la búsqueda personal de conciliación de esos planos dispersos. El contra-espacio de Juan Goytisolo, por tanto, es una ampliación de las fronteras españolas, una configuración simbólica que identifica el horror hispánico con el mediterráneo y que busca las herencias sefarditas en el ámbito de la diáspora. Al espacio de la geografía escolar franquista, aprendido durante la infancia (la patria única según Jean Améry), de fronteras estancas y casticismo, le contrapone un espacio de fronteras líquidas, en la posmodernidad líquida, mestizo, sobre todo mediterráneo, pero también neoyorquino o parisino, según razones que no tienen que ver con la geopolítica, sino con la literatura, la emigración y la solidaridad. Sin embargo, debe quedar claro que la construcción de ese contraespacio tiene siempre a España como eje y punto de referencia: como razón de ser; o como deuda pendiente. Incluso un libro como Paisajes de guerra con Chechenia al fondo, en el territorio físico explorado no guarda ningún tipo de relación con la historia española, el territorio literario en que se convierte será contrapunteado con el devenir de lo español —«Iván el Terrible, ensanchó sus fronteras hacia el Este y el Sur en guerra con los tártaros, como Castilla extendió […]» (Chechenia, 107)—. Se podría decir, sin miedo a la hipérbole, que Juan Goytisolo es el más contra-español de los escritores españoles contemporáneos, porque no hay ni un sólo libro suyo que no hable obsesivamente de España y los españoles. Ese libro publicado originalmente en alemán se revela como medular: primera y única exploración unitaria de la Ciudad cavafiana que estaba ya en proceso de descomposición, que se iba a fragmentar en todos y cada uno de sus libros posteriores.
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Viaje contra espacio (Oeste/Este) «Hasta los veintidós años de edad nunca había estado yo más lejos de cinco o seis horas en tren de casa», afirma el narrador Sebald al comienzo de la cuarta sección de Los emigrados (179). Se podría decir que toda su obra de creación madura apunta hacia la redefinición del espacio que fue el suyo durante su infancia y adolescencia. Al principio de Del natural se describe el altar de la iglesia parroquia de Lindehardt. Se trata del segundo topónimo que aparece en el relato —después de los Alpes, presentes en el título de la sección—, en el verso 18 será mencionado Múnich. La apuesta topográfica queda formulada. Los viajes y trabajos de Grünewald, así como las asociaciones con otros personajes históricos u obras de arte, hacen que aparezcan también Francfort, Basilea, Maguncia, Estrasburgo, los Vosgos, Bamberg, Alsacia, Halle, el Tirol, el lago Constanza, el bosque de Turingia, etc. Europa Central. La relación entre mirada y paisaje, entre la exaltación y la inocencia en los mitos nacionalistas (con un fondo de violencia que queda recogido en la cita de Klopstock que abre la segunda sección del libro), siempre es problemática en Sebald. En una imagen brutal, consigue unir al yo con ese espacio para subrayar esa conflictividad: «Así, cuando el nervio óptico / se desgarra, en el espacio tranquilo del aire / todo es blanco como la nieve / en los Alpes» (Del natural, 40). En Austerlitz, el narrador pierde la visión en un ojo, acude a un oftalmólogo checho (Zdenek Gregor) y recuerda la nieve de los Alpes (Austerlitz, 40-41). En su análisis de Trastorno, de Bernhard, hace hincapié en la problemática de la exaltación idealizada del paisaje, del campo: «La ciudad está enferma, pero el campo no está sano como Rilke y toda clase de dudosos artistas de su séquito han pretendido» (Pútrida patria, 78). El énfasis en ese espacio está vinculado a una representación de la temporalidad en que ese espacio se ha configurado. La del cristianismo y los castillos rilkeanos como los del valle del Rin. Sebald dice haber nacido «el Día de la Ascensión / del cuarenta y cuatro» (Del natural, 82) [la expresión en alemán es mucho más explícita: «Christi Himmelfahrtstag des Vierundvierzigerjahrs»]. Se habla del Domingo de Ramos (85). En Los emigrados es el Domingo de Ramos [«Palmsonntag»] la fecha cristiana vinculada a la violencia antisemita (69). En el mismo libro, cuando Aurach recuerde su vida en Alemania de entreguerras evoca sobre todo
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las procesiones, manifestaciones y desfiles para los que por lo visto siempre había un motivo: bien el Primero de Mayo, bien Corpus Christi, carnaval o bien el décimo aniversario del putsch, el Reichsabauerntag [«día nacional del campesino»] o la inauguración del centro de bellas artes. Bien trasladaban el Sagrado Corazón de Jesús por las calles del centro, bien las llamada Blutfahne [«bandera de sangre»] (Los emigrados, 219-220).
De lo católico a lo político; de la procesión religiosa a la exaltación colectiva nazi: el mismo camino. La iconografía que debe vincularse a ese espacio y ese tiempo ritual es la de los cuadros que se describen en la primera sección del libro y que más adelante aparecerán en el pueblo natal del narrador Sebald: crucifixiones, martirios, penitencias, incendios, castigos bíblicos. El dolor heredado. Ese cronotopo político es el que acoge una persecución de los judíos que se remonta al siglo xiii (Del natural, 16). Esa imaginería de una religión que ha estetizado el sufrimiento y la tortura es largamente desarrollada en «Il ritorno in patria», la cuarta sección de Vértigo, donde se reproduce una imagen del Infierno (Vértigo, 176) y una triple imagen de san Jorge clavándole su lanza al dragón (188). En otros momentos de la obra sebaldiana se vuelve a ello, como en el poema de For Years Now: «I recall now / there were pictures / of decapitations / in my house / master’s room». A ese contexto heredado por vía natural, se le contrapone en el continuo sebaldiano otro, aprendido, interiorizado por la vía cultural: el hebreo. Muchos de sus personajes y muchas de sus historias remiten a esa «Europa del Este» que el nazismo barrió del mapa. Pero su operación es mucho más que temática. Su obra propone un marco referencial en que se desplazan las referencias al tiempo y el espacio nacional-católicos. El caso de Austerlitz es en este sentido paradigmático: la interpretación de su infancia se construye a partir de la reinterpretación de las historias bíblicas que escucha de boca de su padre calvinista: «detrás de las historias bíblicas que me daban a leer en la catequesis desde los seis años sospechaba un sentido que se refería a mí, un sentido que se diferenciaba por completo del que se deducía del escrito cuando recorría las líneas con el dedo índice» (Austerlitz, 58). El arca de Noé o el desierto del Sinaí remiten, por ende, a otro sentido, el dado por el Pueblo del Libro. Ese dedo que se desliza por las líneas de la Biblia como por rastros de la Historia y la reinterpretación debe ser vista como una imagen de la reescritura sebaldiana, como su técnica de reformulación del espacio cultural europeo. No en vano, esas
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escenas de la infancia de Austerlitz forman parte del relato del viaje que hacía con su padrastro, y se intercalan con las anotaciones bíblicas del 20 de julio de 1939, del 3 de agosto de 1941 y del 21 de mayo de 1944, tres momentos de la Segunda Guerra Mundial y sus masacres. Ya he hablado sobre la configuración autoficcional del narrador Sebald, su naturaleza de anti-mesías. La intención fue expresada por el propio escritor: «el mesianismo de proveniencia judía, dispuesto a ver en cada forastero y desconocido el anhelado libertador, contiene, junto al potencial teológico, también un potencial político» (Pútrida patria, 219). Repito: político. Los Alpes: en su margen septentrional se cría Sebald. Su nacimiento y primera formación acontecen, por tanto, en el corazón de ese espacio retratado por la tradición romántica, nacionalista y nazi en unos términos que toda la obra sebaldiana va a atacar. El anti-mesías, cuyo nacimiento fue subrayado por malos augurios, fuego y muerte, va a dedicar su proyecto narrativo a la creación de una contra-espacialidad artística. Por eso Sebald sitúa el incendio que devoró una serrería cercana iluminando todo el valle, el segundo desastre que tuvo lugar en su infancia (el primero fue la muerte del portador del palio en la procesión del día de su nacimiento), «poco antes de mi primer día de escuela» (Del natural, 82). De la infancia de Sebald, tal como es retratada en la tercera sección de Del natural, hay que mencionar su homogeneidad, resultado de la geopolítica racial nazi. Gente de una misma procedencia étnica y de un mismo idioma constituye la comunidad de su pueblo natal, católica, en fingida paz. En «la margen del bosque, con frecuencia miraba un moro / desde un tanque norteamericano» (85): el detalle recuerda que son un país vencido y no es casual que el soldado estadounidense sea visto por los niños como «ein Mohr», el otro radical, ni que éste esté en la frontera de lo familiar. En el monólogo interior poético de la tercera serie de versos de la tercera sección del libro aparecerán también fuera del pueblo natal, en el puerto de Hamburgo, «marineros negros» (89). La diversidad está más allá de los límites del espacio germánico. Eso ya se había puesto de manifiesto en la sección segunda del libro, cuando el científico Steller deja atrás Alemania en el puerto de Danzig y llega a San Petersburgo, «superpoblada de armenios, turcos, tártaros / kalmukos, suecos emigrados, alemanes, franceses» (47)68. 68 En la Salle des pas perdus de la estación de Amberes, subvencionada por el rey Leopoldo, la otredad se ha petrificado, decorativa: «el muchacho negro totalmente
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En el último capítulo de Los emigrados, como he dicho, el narrador Sebald recuerda que no salió del espacio germánico hasta los veintidós años de edad; por eso es significativo que en Manchester vaya a comer al local de Wadi Halfa, un emigrado keniata (en su recuerdo de la conducción por Estados Unidos, recuerda media hora de simpatía recíproca con un coche ocupado por una familia de afroamericanos). En «Il retorno in patria», el capítulo último de Vértigo, el narrador Sebald habla de un campamento gitano que hubo a orillas de W. en los meses de verano de posguerra: Cuando íbamos a la piscina que la comunidad había construido en el año 36 con el propósito de fomentar la salud pública, teníamos que pasar por delante de su campamento, y cada vez que llegábamos a este mismo sitio mi madre me cogía en brazos (Vértigo, 144).
No había ningún tipo de diálogo entre el pueblo y el campamento. Los gitanos los miraban con asco. En un álbum de fotos del padre militar del narrador, los gitanos aparecen sonrientes, al otro lado de una alambrada con púas: la raíz del asco. Treinta años después, cuando regrese a W., reconocerá que el pueblo, para él, «seguía emplazado en el extranjero más que cualquier otro lugar imaginable [für mich in der Fremde als jeder andere denkbare Ort]» (146). Ya no existe la Casa del Servicio Voluntario de Bomberos. En la serie IV de la tercera sección de Del natural, Sebald habla de que «[h]ace / media vida que [él], / al salir de la provincia» (91) llegó a Manchester. Recuerda que se le hacía insoportable permanecer en casa cuando veía los «aviones, hermanos grises de tiempos remotos» (93), surcar el espacio aéreo y eso le hacía escuchar «las monótonas / vibraciones de un arpa judía» (93). Salía. Deambulaba. Su terapia. Como ha señalado McCulloh la posición que ocupa el narrador Sebald respecto al material que narra es a menudo a vista de pájaro (17). También eso está formulado ya en Del natural: «Como los estorninos, el viento nos empuja / a volar en la hora en que caen / las sombras» (39), leemos en la primera sección; y en la tercera, complementariamente, el narrador sueña que vuela a Múnich para ver el cuadro La batalla de Alejandro: cubierto de cardenillo que, desde hace ya un siglo, se alza solo contra el cielo de Flandes con su dromedario, como monumento al mundo de los animales y los pueblos indígenas» (Austerlitz, 9-10).
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Era cuando la oscuridad caía y, muy debajo de mí, vi el techo de mi casa, veía las sombras depositándose sobre el paisaje de East Anglia, […] así me deslizaba silencioso, sin mover apenas un ala, muy alto sobre el suelo, sobre la desembocadura del Rin (105).
Oníricamente transformado en pájaro —nómada: «a vista / de cigüeña»—. El cuadro de Altdorfer representa una batalla que provocó más de cien mil muertos para «la salvación de Occidente» (106-107). Un flash-back imprevisto retrotrae a la escuela de la infancia y al «inteligente capellán / que ha colgado junto a la pizarra / una oleografía del cuadro de la batalla. Fue / dice, una demostración de la necesaria aniquilación / de todas las hordas del este / y por ello una aportación a la historia de la salvación» (106). Alejandro, en la batalla de Isos de 333 a. C. convertido en cristiano. La perversión de la historia y de la ékfrasis, en boca de un religioso, justifica una visión del mundo que conduce al aniquilamiento: catolicismo y exterminio. Y lo que es más importante: división del espacio europeo en dos conceptos abstractos y manipulables: Este y Oeste. Más allá de los confines de la batalla ve el narrador las tiendas persas y Chipre, Egipto, el Nilo, el Sinaí, el Mar Rojo «y, todavía más lejos, / las montañas nevadas y heladas / que se alzan a la luz decreciente / del continente extraño, inexplorado y africano» (107). Un espacio no-europeo que es visto como abierto, contra la cerrazón de la topografía europea que ha representado el libro. Las ventanas cerradas de Sebald. La tentación del viaje al exterior supone el fracaso. Tanto Steller como Sebald no pueden huir de lo que han dejado atrás. El exilio es un callejón sin salida. Como hemos visto en Goytisolo y nos recuerdan Cavafis, Améry y Said, lo propio siempre nos persigue. Esa imposibilidad la formula hablando sobre Joseph Roth: «En su extenso ensayo publicado por primera vez en 1927, Judíos errantes, que describe el tren hacia el oeste como un camino equivocado» (Pútrida patria, 164). En Londres, Austerlitz explorará el East End (Austerlitz, 131). La topografía sebaldiana se define precisamente en el ensayo «Hacia el este, hacia el oeste. Aporías de las historias del gueto alemanas», publicado
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en 1989 y prácticamente contemporáneo a la redacción de Del natural. Hacia el final de éste Sebald hablaba del descubrimiento que supuso imaginarse «una catástrofe silenciosa que ocurre / sin que el espectador la perciba» (83); el epígrafe del artículo, de Dolf Sternberger, a propósito de la literatura decimonónica reza: «El horror es siempre el fondo inadvertido / de la emoción que se deleita en ese género». El artículo habla del advenimiento a mediados del siglo xix de «algo así como una literatura patria judía en lengua alemana» (Pútrida patria, 115)69. El impulso hacia el Este es una constante en Sebald, como se observa en un pasaje de Vértigo en que se describe la colección de postales de una vecina del pequeño Sebald. Primero se enumeran las de «Coira, Bregenz, Innsbruck, Altaussee, Hallstatt, Salzburgo, Viena, Pilsen, Marienbad, Bad Kissingen, Wurzburgo, Bad Homburg y Francfort del Meno»; en segundo lugar, las de «Merano, Bolzano, Riva, Verona, Milán, Ferrara, Roma y Nápoles»; por último, el «Lejano Oriente, de la Indochina holandesa, de China y de Japón» (Vértigo, 153-154)70. El viaje de Ambros Adelwarth y Cosmo Solomon traza un arco desde los Estados Unidos hasta Egipto; y aunque regresen a América para acabar sus días en Ithaca, la clínica psiquiátrica se llamará Samaria. El mismo impulso es retratado en Austerlitz, cuando se habla de los judíos expulsados de la Marca Oriental, «lo mismo que en otro tiempo sus antepasados habían recorrido el país en Galizia, Hungría y el Tirol con sus bultos a la espalda» (172). En un circo inverosímil, baudeleriano, de París, el protagonista percibe un viento «de gran distancia, del Este, pensé, del Cáucaso o de Turquía» (273). La vida de todos los personajes sebaldianos y del propio narrador Sebald (y de Sebald, también) cuelga de un péndulo que se columpia entre el Oeste y el Este. Toda la obra de Joseph Roth, autor de cabecera de Sebald, está recorrida por esa división simbólica entre el Oeste y el Este; él mismo se veía como un emigrado del Este judío sobreviviendo en Berlín o en París, asimilado. «[S]o etwas wie eine jüdische Heimatliteratur in deutscher Sprache» (Unheimliche Heimat, 40) 70 La tarjeta postal es una figura clave en la literatura de viajes. Este pasaje de Sebald recuerda uno de la Crónica de Berlín de Benjamin sobre su abuela materna: «ningún libro de aventuras ha influido tanto en mi afición a viajar como las tarjetas postales con las que ella me obsequiaba abundantemente durante sus largos viajes […] había emprendido grandes viajes en barco o incluso paseos en camello bajo la dirección de la agencia de viajes Stangel, a la que se encomendaba cada pocos años» (1996: 223-224). 69
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Pero el eje sebaldiano va más allá de lo literario y de lo cultural: bajo el eufemismo Generalplan Ost se definía, en el nazismo, un plan formulado en 1940 para la aniquilación de los judíos del Este europeo mediante el envío a los campos de exterminio situados precisamente en el Este (Baum 2006: 107). La denominación oficial utilizada en la Alemania nazi para identificar a los judíos polacos y rusos era: «Ostjuden»; lo evoca Primo Levi en uno de sus poemas, titulado precisamente así, que termina: «Vi ho ritrovati por ogni dove, / Molti come la rena del mare / Voi popolo di altera cervice, / Tenace povero seme umano» (Levi 2005: 42). A propósito de la idea de desaparición (humana), el narrador de Los anillos… afirma que «da igual si se sobrevuela Terranova o el hervidero de luces que se extiende desde Boston a Filadelfia al caer la noche, los desiertos de Arabia relumbrantes como nácar, la cuenca del Ruhr o los alrededores de Frankfurt» (Los anillos, 101). Parece revelarse en esa enumeración una experiencia biográfica que trasciende los límites geográficos impuestos por la obra. El hecho de que en la escritura sebaldiana no aparezcan elaborados como matrices narrativas esos lugares de Estados Unidos o del norte africano, defiende mi tesis: la selección de los espacios responde a un proyecto contra-espacial71. Vértigo se inscribe, temporalmente, entre 1813 (caída de Napoleón) y 1913 (preludio de la Primera Gran Guerra), aunque el narrador hable de viajes propios acontecidos a finales del siglo xx (y el libro termine en 2013, en un intento de cuadrar el tríptico) y de otros ajenos anteriores a 1800, como los de Casanova. Espacialmente, la obra abarca una Europa posible: Italia, Francia, Austria, Inglaterra y Alemania. Desde la primera sección se hace énfasis en una zona geográfica que va a ser recurrentemente visitada por Sebald en su narrativa: en Sobre el amor, Mme Gherardi y Stendhal viajan al lago Garda, Riva y los Alpes austriacos. El hincapié en lo espacial es abordado desde diversos ángulos; el narrador, por ejemplo, se muestra como un comprador compulsivo de planos: «¿Cuántos planos me habré comprado ya? Siempre he intentado hacerme una idea fiable al menos del espacio» (Vértigo, 88). Hacia el final de la cuarta parte de Los emigrados, a propósito de Manchester, la ciudad donde Sebald inició su exilio inglés, se dice:
71 «Cuando hoy día se sobrevuela la Amazonia o Borneo y se ven las enormes montañas de humo aparentemente inmóviles sobre el techo de la selva» (Los anillos, 177).
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Los sefardíes, que ya llevaban mucho tiempo afincados en Manchester, se apellidaban Besso, Raphael, Cattum, Calderon, Farache, Negriu, Messulam o di Moro, y los alemanes y demás judíos, entre los cuales los sefardíes apenas hacían distinción, tenían nombres como Leibrand, Wohlgemuth, Herzmann, Gottschak, Adler, Engels, Landeshut, Frank […]. A lo largo de todo el siglo pasado la influencia judía y alemana ha sido en Manchester mayor que en cualquier otra ciudad europea, así que yo, a pesar de haber emprendido el camino en la dirección opuesta, al arribar a Manchester había llegado en cierto modo a casa, y con cada año que he pasado desde entonces entre las negras fachadas de esta cuna de nuestra industria he visto con mayor claridad that I am here, as they used to say, to serve under the chimney (Los emigrados, 231).
El movimiento es sumamente interesante: Aurach habla de un recorrido también protagonizado por el narrador: dejar Alemania para ir a parar a la ciudad no-alemana más alemana de Europa: para ver que el fordismo nació en parte gracias a la inmigración judeo-alemana: para terminar a la sombra de unas chimeneas que son también el símbolo de la muerte de sus padres. Bajo esas chimeneas escribió Sebald y en todas sus obras, bajo las páginas, corre ese humo inglés y alemán, sobre todo alemán. El narrador de Austerlitz termina caminando hacia Mechelen: «Though the narrator doesn’t tell us so, by walking to Mechelen he is retracing the steps of the Jews, but in reverse — Mechelen was the point of departure for every shipment of Belgian Jews destined for the death camps of Eastern Europe» (McCulloh 2003: 132). Esa reescritura del espacio mediante el caminar o el viaje en tren debe ser entendida como la esencia del proyecto sebaldiano. Más allá de lo documental (los paseos reales del Sebald real), estamos ante una acción política: caminar, viajar, por lugares connotados, como ocurría en el surrealismo y en el situacionismo, supone un acto revolucionario. El uso indistinto de alemán, inglés y francés en la obra de Sebald apunta también a una cierta idea de espacio europeo: la «escena de un crimen no expiado» (Austerlitz, 290). En Sobre la historia… se recuerda que Churchill hablaba de un «devastating exterminating attack by very heavy bombers from this country upon the Nazi homeland» (25) y que en la cúspide militar del Bomber command estaba Sir Arthur Harris, quien creía en la destrucción por la destrucción (28). Como recuerda Enzo Traverso, la responsabilidad es europea, por la construcción de un contexto ideológico y tecnológico en que el genocidio perpetrado por los
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nazis fuera posible. En Vértigo, por ejemplo, la campaña napoleónica que se salda con 16 000 cadáveres; más adelante se habla de la monstruosa incineradora veneciana donde «se incinera de continuo» o del molino donde «uno se pregunta si es cierto que aquí era únicamente grano lo que molía» (Vértigo, 53). No se puede decir, por tanto, que la obra de Sebald sea exclusivamente contra-alemana —tampoco la de Goytisolo es sólo contra-española—. En un movimiento de ampliación geográfica muy orquestado, su obra expande puntualmente sus límites y al reflexionar sobre Estados Unidos, China, el Congo o Tierra Santa, obliga a ver los contextos ideo-tecnológicos favorables a la masacre de seres humanos como una constante universal. Eso sí: que germinó en Europa. Al final de la segunda sección de Los emigrados, por ejemplo, Jerusalén aparece como una ciudad palimpsesto: los edificios citados reúnen a ingleses, judíos, sefarditas, armenios, franceses, italianos, etc. Allí: Todos los poblados a más de cuatro horas a la redonda fueron aniquilados, los sistemas de riego destrozados, los árboles y los arbustos talados, quemados y extirpados hasta el último tronco. Durante años ejecutaron los césares sistemáticamente el proyecto de supresión de la vida, y también más adelante Jerusalén ha sido castigada, liberada y pacificada repetidas veces (Los emigrados, 172-173).
El Imperio romano, primero; las Cruzadas promovidas por el catolicismo, después: eslabones de una historia universal de la destrucción pensada desde Europa. Se ha visto que el tratamiento del exterminio nazi es absolutamente oblicuo, jamás directo o pornográfico. El respeto llega al punto de no utilizar en ningún momento los nombres de uso común para nombrar el suceso histórico («Holocausto», «Shoah»72). Los términos más directos utilizados son puestos en boca de Austerlitz: «conquista de Europa por los Es amplia la bibliografía que advierte sobre lo inapropiado de usar estas palabras para referirse al exterminio de seis millones de seres humanos por parte de las fuerzas nazis y sus aliados. Entre otros: Rastier, Traverso y Bollack. «Shoah» es exclusivamente judío y olvida a los presos políticos, a los homosexuales, a los gitanos, a los deficientes mentales…; «holocausto» tiene un matiz teológico, de sacrificio, como se explicita en la cita de Thomas Browne que inicia el artículo «Constructs of Mourning. Günter Grass and Wolfgang Hildesheimer» (Campo Santo, 92): «And if the burthen of Isaac were suffcient for an holocaust, a man may carry his owne pyre». 72
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alemanes, del Estado de esclavos que establecieron, ni de la persecución a la que yo había escapado» (Austerlitz, 142); «la aniquilación de su existencia en pocos años» (168); «una pasión ciega de conquista y destrucción» (169); «sólo se orientaba a la extinción de la vida» (241). O en ensayos: «the annihilation of the Jews» (Campo Santo, 164). En Sobre la historia…, no en vano un ensayo, las alusiones son más directas: «los asesinados en los campos» (58), «escenas de horror del hundimiento» (106), «aniquilación sistemática de los judíos» (109), pero siguen sin utilizar abstracciones ambiguas. En el relato que Austerlitz escucha de labios de su antigua niñera hay una visión del auge del nazismo acorde con lo que aquí he venido desarrollando: «los alemanes, saliendo de la humillación que no habían podido superar, estaban desarrollando una idea de sí mismos como pueblo elegido para mesianizar el mundo» (171). Según Sebald, el nazismo tenía el mismo impulso mesiánico que milenariamente había caracterizado al pueblo judío. Las metáforas se encuentran: Hitler y sus secuaces se dirigían «todos en la misma dirección, como si siguieran un llamamiento más alto y, tras largos años en el desierto, estuvieran por fin en camino hacia la Tierra Prometida» (171). Si dos son las líneas mayores de la historiografía sobre el exterminio, por un lado la que hace hincapié en el irracionalismo, antisemitismo y excepcionalidad del sistema nazi (Friedlander, Katz, Bauer, Gutman…), y por el otro la que carga las tintas en la tecnocracia y la crisis moderna (Adorno, Horkheimer, Hilberg, Arendt, Bauman, Todorov…) (Finchenstein 1999: 33), Sebald se alinearía con estos, pero trataría de incorporar desde la ficción también el otro debate: el pseudo-mesianismo de Hitler. Por eso es necesario el anti-mesianismo de Sebald. Terezín, desde la distancia, no es más que «la chimenea de la fábrica de cerveza y la torre de la iglesia» (Austerlitz, 188). Contra esos dos símbolos escribió Sebald. En Sebald el viaje físico es correlato del viaje interior, de conocimiento, de indagación. El viaje total: también en la forma, en las palabras. Sólo mediante él se puede enfocar oblicuamente el mayor genocidio de la historia. Dice Hayden White: «este problema, el de representar los acontecimientos del Holocausto, requiere para su resolución la exploración completa de las técnicas artísticas tanto modernistas como premodernistas» (2003: 244). La forma como Sebald enhebra esas técnicas es el viaje. Ese diálogo se evidencia en el hecho de que en una sola página de Los anillos de Saturno (68-69) se pase de la supuesta luminotecnia del arenque al campo de exterminio de Bergen Belsen, a través de la noticia de la muerte
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de Le Strange, su liberador. Sin previo aviso, sin ékfrasis ni comentario alguno, se exhibe a doble página la terrible fotografía de George Rodger, titulada «Bergen Belsen», del 20 de abril de 1944, publicada en Time-Life (Chéroux 2002: 141). En ella se ven varios centenares de cadáveres, mal tapados con mantas y abandonados en un bosque. Pero, como digo, la imagen es mostrada con toda su violencia sin mediación alguna: al contrario, se reproduce la historia de Le Strange y de su ama de llaves, haciendo énfasis en una excentricidad que contrasta brutalmente con la historia subterránea que la fotografía evidencia. Como si la página fuera el espacio en que el viaje físico del narrador se encuentra con el viaje colectivo de la historia europea. No en vano, el libro une conceptualmente el cultivo del gusano de seda en China con el Grupo Especialista de Sericultores del Reich. Y se cierra con la idea de la muerte como viaje último. En ese sentido, cabe señalar otra posible relación intertextual que Sebald quizá estableció en su obra. En ella se menciona, si no me equivoco, una única vez de forma explícita a Paul Celan, en una enumeración de autores en lengua alemana hecha por Heinrich Böll (Campo Santo, 65). Hay una alusión a su figura en Austerlitz: se dice que el protagonista vivió a finales de los cincuenta en el número 6 de la rue Émile Zola, en una época en que se planteó el suicidio. Ésa era la dirección de Celan cuando acabó con su vida lanzándose al Sena desde el Pont Mirabeau. Hay otra posible cita oculta, pero ésta más discutible: en el poema «Inselhin» («Hacia la isla»), Celan habla de las almas de los muertos en el exterminio, «las almas saturalmente agónicas», traduce Jesús Munárriz el verso «die Seelen saturnisch beringt» [«beringen» es el verbo «anillar»] (Celan 1985). Está por demostrar que la poética celaniana constituyera un modelo de la de Sebald, pero sí que me parece que las citas ocultas —demostrables o por demostrar—73, apuntan hacia esa dirección. Es demasiada casualidad que Sebald nunca ponga el nombre de poeta en la punta de su pluma. La ocultación late como una deuda. Sobre todo en el fragmento de Los anillos… dedicado a Michael Hamburger, el más conocido traductor de Celan al inglés. Que sí aparezca, en cambio, la figura de Hölderlin es llamativo. Si, como sospecho, el autor de Cambio de aliento es el gran Otra posible: el abuelo de Paul Bereyter era Amschel Bereyter (comprobar en alemán), lo que remite al apellido real de Celan (éste es un anagrama), y el mencionado por Kafka en sus diarios; y el nombre de Paul coincide con el de Celan. Cuando éste se suicidó, dejó abierto un libro de Hölderlin en su piso de la rue Émile Zola. Ver Carrión 2008. 73
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modelo de todo el proyecto contra-espacial sebaldiano, fue pertinente hablar de contra-lengua en el caso que nos ocupa. También Celan viajó contra-espacialmente. Hay otra cita mucho más pertinente para entender el título sebaldiano. Pertenece a Mandelstam, que tampoco fue citado nunca por Sebald, y reza: «Los círculos del Infierno no son otra cosa que los anillos de Saturno de la emigración. Para un exiliado, su ciudad está prohibida y perdida para siempre, se esparce por toda partes: está rodeada por ella». No pueden existir palabras más adecuadas para sintetizar la vida y la obra de W. G. Sebald.
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Capítulo III
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Turística y contradictoria posmodernidad Los posmodernistas persiguen el vacío sin historia; los turistas, en cambio, van hacia donde «las cosas sucedieron», pero ya no suceden: las substituye un relato, una imagen, una reconstrucción: una representación (MacCannell, 2003: xxi). De nuevo es una cuestión de mirada: en el Gran Cañón, Baudrillard, según refiere en América (1986), ve el vacío absoluto; los turistas, en cambio, persiguen el rastro de la supuesta épica entre los aborígenes y el Séptimo de Caballería. Las antologías de relatos de viajes acostumbran a recoger, en el último apartado (la posmodernidad) textos del propio Baudrillard, de Barthes, de Eco o de Augé, sobre lugares como Disneyworld, aeropuertos, megahoteles o centros comerciales. Textos de alto contenido teórico, en los que es más importante el análisis de la representación espacial y social que los sucesos. Hemos visto en este trabajo que la posmodernidad es una etapa de nuestra historia mucho más compleja en lo que respecta a sus topografías. Goytisolo y Sebald son posmodernistas en su forma de entender las dimensiones de lo narrativo, sin embargo defienden una ética, un compromiso con lo real. En sus obras, bajo las capas de metaliteratura, ironía, collage, autoficción, análisis del simulacro y de lo espectacular, intertextualidad, etc., existe un deseo real, modernista si se quiere, de recuperar el tiempo perdido y de concienciar al lector sobre los motivos del naufragio de la historia occidental.
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Pero esa misma búsqueda se realiza casi siempre en direcciones opuestas. El alemán visita cementerios judíos, hoteles europeos en decadencia, geriátricos, hospitales psiquiátricos o campos de concentración —espacios europeos— y los dota de actualidad mediante la recuperación de los testimonios y la escenificación del proceso mental que lleva al narrador a entenderlos. El español, en cambio, fabula un presente —en contextos subdesarrollados— de turismo bélico o de balneario felliniano donde las «cosas suceden» ante la mirada irónica del narrador; o en sus libros periodísticos, testimonia los sucesos reales en tiempo real. Comparten, no obstante, la oposición al olvido que caracteriza a la sociedad de consumo (Bauman 1999: 109) y, en relación con ello, ciertos cronotopos; por ejemplo, el cementerio. Es lo que significa «Makbara»: cementerio marino; la Ciudad de los Muertos del Cairo es otro espacio constante en el continuo goytisoliano. Como la periferia urbana, la zona en que se desintegra la metrópolis y no acaba de aparecer un campo que es más bien ámbito de derribo, de escombro, de polígono industrial, también muy presente en la obra de ambos autores, se relaciona conceptualmente con la presencia del desierto. En Sebald, con la figura de la caravana, del campamento, con sus resonancias bíblicas y Jerusalén (como promesa utópica) al fondo1. En Goytisolo, como metáfora de la disolución textual o como espacio del zahorí, de la migración, de la lucha armada y resistente. No es casual que Benjamin viera en los pasajes, los cementerios, los burdeles y las estaciones de tren los espacios paradigmáticos del flâneur moderno (Ortiz 2000: 115). Está claro que el turismo masivo en Europa y en el Mediterráneo comienza poco después de la Segunda Guerra Mundial, y re-mapea Occidente (Löfgren 2002: 184), dentro de una «retórica de la virginidad» (ibid.: 182) que caracteriza el desarrollo histórico del turismo. El «paraíso virgen» se encuentra, se publicita, se explota, se pierde, en un ciclo que todavía no ha terminado. Eso lleva a la saturación turística de las topografías por donde se mueven los narradores Sebald y Goytisolo, y el necesario desarrollo por su parte de estrategias de flaneurismo, que una y otra vez los llevan a la periferia, a los espacios de memoria y a los cronotopos forjados por las obras personales. 1 «“El año que viene en Jerusalén”, se prometían desde antaño los judíos en el ritual de Pascua, pero no importaba alcanzar realmente Tierra Santa, más bien bastaba con pronunciar la fórmula en común» (Améry 2001: 114).
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Lo periférico es en ambos una categoría: «Lo que me ha interesado siempre es la mirada de la periferia hacia el centro, mucho más enriquecedora que la mirada del centro hacia la periferia» (Juan Goytisolo, Tradición y disidencia, 29). Como recuerdan Mazierska y Rascaroli, para Deleuze y Guattari el nomadismo es el emblema posmoderno de la resistencia «to the mainstream capitalist and patriarchal society […] “deterritorialisation” is a mode of resistance, a radical counterpractice. Being a nomads mean, in this context, to resist the constricting and regimenting structures of Western society, in all the spheres, including the economic, social and sexual spheres» (Mazierska y Rascaroli 2006: 111). Acertadamente, vinculan la figura del nómada con el espacio simbólico del desierto: «the desert is therefore a margin for linguistic, cultural and political experimentation» (ibid.: 111). De nuevo estamos en la tradición del surrealismo y del situacionismo, que en los inicios de la posmodernidad última, se interesó por «los desiertos y los terrains vagues de las abandonadas periferias» (Careri 2002: 126). MacCannell, en el prefacio a la edición de 1989 de El turista, donde no distingue entre viajero y turista, ha observado lúcidamente por qué autores como los que nos ocupan necesitan el turismo como tema en sus obras: «El turismo constituye una estrategia alternativa para conservar y prolongar lo moderno y protegerlo de sus propias tendencias a la autodestrucción. La zona cero en Hiroshima, el lugar del asesinato de Kennedy, los hornos en Dachau, el muro de Berlín, todos se presentan en El turista como atracciones importantes. Las visitas a los sitios de interés no suprimen estos sucesos de nuestra conciencia, antes bien los recrean “como si” pudiéramos asimilarlos» (2003: xxii-xxiii). Las topografías de Goytisolo y de Sebald se enfrentan a ello desde posiciones distintas. En Goytisolo encontramos un semicírculo que une París con los Balcanes a través del norte africano (lo que he llamado el eje Norte/Sur), mientras que en Sebald estamos frente a un mapa de Europa en que Inglaterra, Francia, Alemania, la República Checa o el norte italiano se abren hacia una abstracción llamada Oriente (eje Oeste/Este), en las obras de ambos observamos un impulso de universalización. Es decir, aunque el espacio pisado se limite aproximadamente a ciertos ámbitos, la referencialidad se multiplica en una voluntad de abarcar el mundo entero. En Goytisolo: mediante la preocupación por la historia y la política de la época que le ha tocado vivir (Cuba, China, la URSS, los genocidios africanos…), con un narrador nómada que permite unir espacios y pre-
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ocupaciones en un ámbito que, al cabo, es eminentemente textual. En Sebald: mediante una red de intertextualidades que incluye al argentino Borges o a la cría de gusanos de seda en el Extremo Oriente, en paralelo a una preocupación ecológica que une las combustiones europeas con las de la selva amazónica, las migraciones animales con las humanas: de los caminos atravesados al mapa de lo leído. También los une, como se ha visto, la misma preocupación contraespacial: contra el espacio totalitario y de la infamia, contra la ideología de éstos (sus textos), contra su monopolio de la Unidad. No es casual la presencia del homoerotismo en la obra de Goytisolo y de Sebald: tanto el nacional-socialismo como el franquismo consideraban la heterosexualidad como la única opción sexual. El imperio habsbúrgico «había impreso un sentido indeleble de unidad» (Magris 1993: 42). El imperio nazi constituye una fugaz reconstitución de ese orden y de esa unidad perdidos. La literatura de Sebald evidencia, en su retrato del espacio europeo, la fragmentariedad cultural y política del Viejo Continente. El narrador Sebald, a cada paso, constata una ausencia. La relectura y el re-viaje constituyen en su caso estrategias de acercamiento a ese vacío semiótico que convive con un mundo —el actual, el turístico— saturado de signos. Por su lado, las memorias de Goytisolo se pueden leer como la temprana desaparición en la conciencia de un ciudadano del franquismo de cualquier atisbo de unidad o de estabilidad: la ruptura familiar será seguida por la separación consciente de la cultura oficial del régimen. La textualidad goytisoliana, su condición líquida, es el correlato de una forma de entender la vida (el sexo, el viaje) que no cree en lo inmutable. Cada página de Goytisolo es un acta de defunción de las fronteras perdurables (del individuo, de la familia, de la nación o estado, del texto). Al contrario de los balnearios de Goethe o de Thomas Mann, en los de Goytisolo el exterior invade y perturba constantemente el interior turístico. La familia textual La construcción de una tradición propia y la de un paradigma de lectura (que permita la recepción) son consubstanciales a la literatura. En los casos que nos ocupan, la estrategia pasa por un equilibrio entre autores de la lengua propia y otros de la literatura universal, que comparten
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el movimiento, físico o intelectual, y la excelencia de sus propuestas estéticas (y éticas). Goytisolo no se entiende sin la tradición que él ha llamado hispano-escéptica, iluminada por Américo Castro. Los cristianos-nuevos, precisamente, se sitúan a medio camino entre la emigración y la errancia de sus antepasados y el sedentarismo que experimentarán si su integración se completa. Magris ha escrito que «los vagabundos de Walser se ocultan en los rincones ínfimos o las ropas discretas de gente desconocida; los héroes kafkianos eluden minuciosamente el poder, disimulándose entre los pliegues de los engranajes que los acechan. […] Errantes y obstinados, los héroes de Joseph Roth moran en la periferia de la vida» (1993: 433-434). Los viajeros estudiados por Sebald y por Goytisolo comparten una extra-territorialidad que sobre todo es una doble perspectiva. Se ha visto como el autor de Los emigrados no puede escapar de los Alpes ni de su abuelo; tampoco el autor de Aproximaciones… puede evitar el regreso periódico a Barcelona y a la madre. Pero ambos insisten en una residencia abroad. Y ambos han adoptado en gran parte la perspectiva de la tierra de elección (a la contra de la de origen). Significativamente, en su viaje a Palestina, Goytisolo se llama a sí mismo «fronterizo» (Chechenia, 268), pero llama a la guerra de 1948 «nakba o catástrofe» (237), es decir, mediante la palabra árabe (Israel la llama Guerra de Independencia). «Catástrofe» es la palabra del Sur, la que nadie conoce ni utiliza en el Norte. El mismo texto concluye con una cita de una obra previa: Diario palestino (1988). La relectura de uno mismo. Cuando Sebald escucha en Londres la melodía de un arpa judía, una música que sólo él puede escuchar, se está convirtiendo en un representante del Este en el Oeste y está creando un puente entre su figura y la de Joseph Roth, entre su texto y Judíos errantes: «Oí la vieja canción que canta Jerusalén, la ciudad, tan nostálgicamente que su dolor atraviesa en un soplo Europa entera hacia el Este, a través de España, Alemania, Francia y Holanda, a través de todo el amargo camino de los judíos» (Roth 1989: 87). La distancia es intrínseca al viajero (Ortiz 2000: 115). Como el flâneur, persigue la exterioridad. «Tengo que asumir mi extranjería como un elemento esencial de mi personalidad», escribe Améry (2001: 186). El problema es que las coordenadas respecto a las cuales se acerca o se distancia, en la posmodernidad última, son volátiles, móviles, líquidas. Se pierden. Por eso Goytisolo habla del viaje como «aprendizaje de una semiología» (Chechenia, 268). Por eso Sebald, cuando viaja, recuerda a
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un detective: Benjamin ya dijo que la figura del flâneur anuncia a la del investigador (Ortiz 2000: 117). Pese a que mi mirada crítica los una bajo la misma etiqueta de «contraespaciales», no hay duda de que en sus obras hay una elevada atención a la temporalidad —a la historia—, que desemboca en ambos casos en el desconsuelo, ante la constatación de que los humanos hemos practicado la historia como un encadenamiento de atentados, como un sinfín de destrucciones. A propósito de Sobre la historia natural de la destrucción, John Beck ha defendido que el texto «does not seek to offer another theory of history; instead, it is a poetics of history that contains even as it deforms the modes of domination it seeks to reject» (Beck 2004: 77). Es más: Historical time for Sebald is not the narrative of progressive linear unfolding associated with Elightenment conceptions of history, including literary modes of representation — the novel, biography or autobiography — that rely upon the teleological structure of a unified, unidirectional time, but is a tidal temporal ingress and egress. Late twentieth-century cultural collapse is not, then, the end-time of an apocalyptic reading of linear history but a phase of decay that repeats and mostrously mirror other such phases (ibid.: 82).
En un artículo sobre Josep Roth, escribe Sebald: para los judíos errantes, entre los que se cuenta Roth y que, como él escribe, tienen sus tumbas por todas partes, la patria no está en ningún lado y, por ello, es la quintaesencia de la utopía pura. Roth la ha extrapolado del absoluto desconsuelo de la Historia y, por medio de diminutas artimañas artísticas, la utiliza para describir precisamente ese desconsuelo. En su prosa hay pequeñas variaciones, intervalos de semitono y cadencias que parecen indicar que, más allá de la infelicidad histórica, que no puede excluirse, debe de haber algo distinto (Pútrida patria, 168).
Añade Sebald más adelante: «Benjamin opinaba que el verdadero narrador no es tributario de la Historia sino de la Historia Natural» (173). Como he comentado, la vía de escape al desconsuelo entronca con el mesianismo y con su posibilidad de un exilio del tiempo histórico. Un mesianismo irónico, simbólico, desplegado en el continuo mediante pequeñas «artimañas artísticas»: como esa caravana que avanza por el desierto de las páginas
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de Sebald sin llegar nunca a su destino (que obviamente no puede ser el Estado de Israel que conocemos). Goytisolo le da al problema una respuesta similar. En «La novela española contemporánea», un ensayo de 1970, formulaba un concepto que va a ser recurrente en su producción textual: «la amarga exclamación de Moratín que confirma una vez más el irónico cumplido que Larra solía dirigir a la madre patria: “Para Vd. no pasan días”. No, para España no pasan días: nuestra Historia es un “Bolero” de Ravel interminable en el que las mismas situaciones se repiten de modo indefinido» (Disidencias, 153). En los últimos treinta y cinco años, la presencia de ese concepto es una constante: «Nuestra historia es un bolero de Ravel que se repite en obsesivas ondas circulares» (OIBW, 50), que se amplía y pasa de referirse a España a hacerlo al conjunto de Occidente: «¿Es la historia europea de los noventa una mera repetición […] un incansable y cansino Bolero de Ravel?» (Sarajevo, 86). La metáfora es problemática, pero si se pone al lado de la preocupación constante que Goytisolo demuestra en sus artículos sobre política internacional, se revela como una reducción necesaria para expresar la desazón que puede embargar a cualquiera que conozca, con sus viajes, la repetición constante de los errores humanos. «Toda la dinámica del relato de viajes, la dedicación a la alteridad exotizada, desemboca en una reconciliación con lo propio», dice Ette (2001: 51). Como el bumerán, que al regresar ha sido alterado por la energía cinética y la fricción del aire, en el movimiento de su viaje circular, los periplos de Goytisolo y de Sebald, aunque apunten parcialmente hacia el regreso necesario, sacuden en su trayectoria la presunta inmovilidad y unidad de lo real. Buscan reconciliarse con lo propio y sólo lo consiguen en una pequeña parte; insatisfactoriamente. La transgresión es triple, porque los lugares son móviles en sus obras, pero también lo son las identidades y, sobre todo, la textualidad que los retrata, en contra de los espacios, las identidades y los textos que propugnan los discursos oficiales autoritarios. Goytisolo y Sebald crean formas de relatos de viajes que llevan el movimiento a todos los estratos de la realidad y de la literatura. Pasquali habla de cuatro modalidades contemporáneas del relato de viaje, centrándose en la tradición francesa: en primer lugar, la inversión de la mirada etnocéntrica, es decir, el paso de lo exótico a lo cercano: la ciudad (Baudelaire, Benjamin, el surrealismo, Perec); en segundo, el viaje en el tiempo, que supone el paso de una configuración espacial del movimiento o una incursión en la dimensión histórica del
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espacio (Víctor Hugo, Cendrars, Magris); en tercero, el viaje inmóvil (Michaux); por último, el viaje relatado desde un trabajo a conciencia de las formas literarias (Butor). Las cuatro modalidades se combinan en las obras metaviajeras de Sebald y de Goytisolo. Se trata de extraer el mayor rendimiento posible a la técnica (a la forma) para expresar con el máximo rigor posible una ética de la escritura en movimiento. Máxima exigencia estética; máxima voluntad de justicia; en textos inquietos. ¿Tres vías para un solo futuro? En un zum inverso al que hice al principio de este libro, cuando de un panorama general del siglo xx fui progresivamente enfocando la presunta centralidad de Bowles y de Chatwin, primero, y la figura del metaviajero y del viajero contra-espacial, después, para cerrar este trabajo voy a ampliar el campo de visión: de otros posibles viajeros contra-espaciales a algunas reflexiones sobre la situación del relato del viaje en este inicio de siglo. Junto con la exploración de las poéticas de Goytisolo y de Sebald se han ido viendo las de autores de poéticas afines de las tradiciones hispánica y germánica, respectivamente. El cuestionamiento que, desde lugares diversos, llevan a cabo autores como Américo Castro o Luis Cernuda se sitúa en la misma línea que el que José María Ridao ha firmado en El viajero de Montauban (2003). En él, Ridao establece lazos de solidaridad con autores como Azaña, Machado o el propio Goytisolo, al tiempo que disecciona la prosa de viaje de Camilo José Cela, por lo que he llamado su pro-espacialidad, mientras recorre el país metaliterariamente, en rutas literarias que son al mismo tiempo históricas y paisajísticas. En el caso de la lengua alemana, la actitud respecto a la topografía política que hemos visto en Améry, Bernhard, Celan o el propio Sebald tiene puntos de contacto con la que ha desplegado Elfride Jelinek en sus textos anti-austriacos. De hecho, habría que diferenciar entre un cierto ánimo anti-nacional, que se traduce por lo general en lo que llamo la contra-espacialidad, cuando ésta es inmóvil y cuando, en cambio, implica movimiento. Bernhard o Jelinek abordan el destripamiento de las supuestas esencias socio-políticas austriacas desde textualidades aproximadamente sedentarias; Améry y Sebald, en cambio, recurren a desplazamientos para desarrollar su crítica; los poemas de Celan, en tanto que anotaciones poetizadas de su vida cotidiana, es decir, en tanto que textos de diario (poético), pueden participar
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de ambas actitudes: muchos poemas fueron escritos en París, pero muchos otros se escribieron en el Périgord o en Alemania y, por tanto, transcriben experiencias o reflexiones que provienen del viaje. En la literatura hispanoamericana la figura fundacional de esa línea posible es la de Domingo Faustino Sarmiento. En Recuerdos de provincia (1850), leemos acerca de su proyecto intelectual personal: «obra de la paciencia y de una idea fija, llevada adelante, durante veinte años, en despecho de la pobreza, del aislamiento, y de la falta de elementos de instrucción en la oscura provincia en que me he criado» (Sarmiento 1998: 29). La crítica de la miseria, material y educativa, del interior argentino, al tiempo que ensalza la capacidad de superación del narrador —cuya construcción ficcional es comparable a la de Cela o Chatwin—, es coherente con el cuestionamiento que realizará tanto de su patria como de España, a quien atacará «maliciosamente para que le duela» (Colombi 2004: 125); pero irá más lejos, sacudirá también la lectura que la cultura francesa ha instaurado sobre «España», de modo que su viaje acabará siendo una incursión intelectual crítica en la metrópolis, en un mundo progresiva y lentamente poscolonial. El viaje político y literario de Sarmiento es sin duda contra-espacial. Entre sus posibles herederos implícitos posmodernos, además del relativamente sedentario Fernando Vallejo —escritor colombiano afincado en México— tenemos al guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, testaferro de Paul Bowles, y al salvadoreño Horacio Castellanos Moya, que dejó clara su vinculación con la tradición contra-espacial germánica cuando tituló uno de sus primeros relatos El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1996). En su configuración inicial, las poéticas de ambos estaban en evidente sintonía. Rey Rosa, autoconsciente escritor viajero (Tánger, Nueva York, España) y traductor que, como su maestro, no ha firmado ningún libro de viajes, ha llevado a cabo en su obra de ficción un sistemático abordaje de los problemas políticos y sociales, casi siempre vinculados con la violencia, que han devenido constantes en la historia de Guatemala. En Piedras encantadas (2001), por ejemplo, escribe: Guatemala, Centroamérica. El país más hermoso, la gente más fea. Guatemala. La pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organización social (9).
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Castellanos Moya, que también ha vivido en diferentes países (Canadá, Costa Rica, México), escribe a su vez en el relato citado: «este país es una alucinación, Moya, sólo existe por sus crímenes, por eso hice bien en largarme, en cambiar de nacionalidad» (2000: 96). El traslado de agunos rasgos de la poética bernhardiana al continente americano, como en el caso de Vallejo, inspira una contra-espacialidad que se nutre de las diferencias sociales, las guerras civiles, la inestabilidad política y la violencia atávica que no existen en la Austria de nuestra época. Sin embargo, la violencia del inicio de sus proyectos se ha ido desdibujando a medida que han devenido autores globalizadores. Una actitud similar pero más radical ante el país de origen, del cual huyó en una clara apuesta por la extra-territorialidad, observamos en Roberto Bolaño. En su última gran obra, 2666, en tanto que suma de su trayectoria, encontramos tanto un intermitente dedo en la llaga sobre temas chilenos (cultura de origen) —«La prosa de Kilapán, sin duda, podía ser la de Pinochet. Pero también podía ser la de Aylwin o la de Lagos. La prosa de Kilapán podía ser la de Frei (lo que ya era mucho decir) o la de cualquier neofascista de la derecha» (Bolaño 2004: 287)—, y sobre temas españoles (cultura de adopción) —«la carrera de las letras en España está hecha para los arribistas, los oportunistas y los lameculos» (ibid.: 224)—, como si la incomodidad con el espacio oficial fuera una cuestión de principios, que el exilio voluntario no hace más que transplantar, sin resolver jamás. La lente crítica de Bolaño enfoca todo su continente, en un memorable pasaje de la misma 2666 habla de la relación con el poder de los intelectuales mexicanos, que es la del empleado con su jefe, y afirma algo que se podría aplicar a los sufijos «pro» y «contra» aplicados a la espacialidad: «El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio» (ibid.: 161). La relación entre el poder oficial y las heterodoxias contra-espaciales es un tema que, por su extensión y complejidad, no puedo tratar en estas páginas. Lo que sí merece la pena mencionar es el hecho de que aquéllas siempre se desarrollan desde una extrema conciencia lingüística (la lengua rota de la Carta a Lord Chandlos). En el caso de Bolaño, él sostenía que sus textos tenían unas sombras, un reverso; una contra-textualidad particular, que a veces tiene que ver con la obra propia y otras con la obra de otros: «Todos mis textos me los planteo como un texto donde prima el argumento, pero tiene su reverso, su contraire. Y ese contraire era el poema “Saranguaco”,
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de Nicanor Parra, su esquema, el diálogo imposible, una especie de diálogo loco. […] Por ejemplo “Vida de Anne Moore”, el último cuento de Llamadas telefónicas es, en su reflejo, una novela-río de aproximadamente seiscientas páginas» (González Ferriz 2005: 150-151). Obviamente, la literatura hispanoamericana contemporánea se ubica, en términos internacionales, en el paradigma de la literatura poscolonial. En ese sentido, se podrían trazar paralelismos interesantes entre autores viajeros tan diversos como Derek Walcott, Sergio Pitol, V. S. Naipaul, Alma Guillermoprieto, Martín Caparrós, Vikram Seth, Juan Villoro o incluso Ryszard Kapuscinski (ya que Polonia recobró la independencia en 1918 tras más de un siglo de ocupación). Gran parte de la literatura actual que versa sobre viajes se ubica de un modo u otro en ese paradigma, aunque evidentemente ya no se trata de una reescritura de la metrópolis desde la periferia, ni de una lucha por una posición canónica a la que se aspira desde el margen, conflicto al que sí tuvieron que enfrentarse las generaciones que les precedieron. Ejemplo reciente de esas nuevas coordenadas es Ciudad total. Bombay perdida y encontrada (2004), de Suketu Mehta. El autor puede ser visto como un metaviajero, porque escribe desde el regreso constante a la realidad conocida (la India) y porque posee una distancia irónica, textual, respecto a ella; pero al mismo tiempo es un nativo, un traductor, alguien que ha crecido en Bombay, se ha educado en universidades anglosajonas, ha sido un ciudadano de Nueva York totalmente integrado en la ciudad y ha vuelto a casa sin sentirla como hogar. Mehta es una persona in between: el sujeto post-poscolonial, emblemático de nuestro tiempo, de identidad doble o escindida. Traductor para ambos lados de la frontera. Sontag lo fue de París en los Estados Unidos, Goytisolo de Marruecos en Europa, Sebald de Alemania en el Reino Unido; pero, a diferencia de ellos, Mehta —o Naipaul o Caparrós— no es originario de una metrópolis, potencia o ex-potencia; su posición inicial es subalterna; y su literatura debe ser considerada en un contexto multipolar. El metaviaje, en tanto que relato de viaje paradigmático de la posmodernidad, no tiene más remedio que mutar si quiere sobrevivirla. Sea lo que sea el período histórico en el que estamos ahora instalados, se encuentra después de la posmodernidad. El turismo se ha convertido en la primera industria mundial; si la pornografía define nuestro comportamiento sexual, el turismo define tanto nuestras actividades de ocio como nuestra relación con la ciudad propia y las extranjeras. Los medios de transporte han aumentado su velocidad; el low cost ha cambiado la percep-
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ción de Europa; y sobre todo Internet ha metamorfeseado la percepción del espacio, cotidiano y periódico (el viaje: antes, durante y después de su realización física). Se me ocurren tres vías posibles para la superación de ese estado de la cuestión. La primera pasaría por la superación definitiva de la animadversión a la figura del turista: la integración del turista en el seno de uno mismo, o en otras palabras la aceptación del escritor como turista, desde una conciencia nueva, la del siglo xxi, con una actitud afterpop: «El autor afterpop se sitúa en un espacio histórica y simbólicamente posterior: asume que la cultura del consumo tal y como se conoció a lo largo de la segunda mitad del siglo xx no sólo “está en ruinas” sino que, en cierto modo, es el pasado inmediato» (Fernández Porta 2007: 62). No me refiero a la redacción de libros comerciales como los del británico Bill Bryson, donde el narrador no tiene reparos en autorepresentarse como alguien que consume tours, no persigue historias excepcionales y se conforma con la descripción humorística o ingeniosa de datos y experiencias que puede vivir cualquier visitante, en una prosa periodística de acceso inmediato. La experimentación con el turismo puede darse a muchos niveles; por ejemplo, el topográfico. Quim Monzó dio la vuelta a Europa de aeropuerto en aeropuerto. La performance no sólo significa la exploración de unos no-lugares que cada vez son más lugares de vida humana ininterrumpida y de sus posibilidades narrativas —«Heathrow és un dels tres aeroports europeus on podries passar una setmaneta de vacances» (Monzó 2004: 38)—, también implica una reactualización de la voluntad subversiva de las vanguardias: «Les normes socials dicten que és imprescindible viatjar durant les vacances. […] Hi ha una solució. Viatjar, però només als aeroports» (ibid.: 37). En la crónica «La guerra en Estambul», el escritor chileno Juan Pablo Meneses va un paso más allá, al compatibilizar la experiencia turística con la narrativa audio-visual: por un lado, narra unas vacaciones en pack turístico y en pareja; por el otro, le da tanta importancia a la ciudad visitada como a los hechos históricos que en aquel momento está narrando la televisión del hotel (el 11-S): «La esquizofrenia de Estambul es ser la ciudad musulmana más occidental del planeta. Mi paradoja era otra: fuera del hotel era ridículamente turista y dentro, frente a la televisión, me había convertido en un adicto compulsivo a las imágenes del atentado» (Meneses 2003: 162). No es casual que los ejemplos de Monzó y de Meneses provengan del periodismo. Si el cortometraje, el videoclip y
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la publicidad son los laboratorios del cine, la crónica lo es de la literatura de no-ficción. La incorporación de lo audiovisual y de las nuevas tecnologías al relato de viaje constituye la segunda vía posible para la superación del metaviaje posmoderno. Una vía que se podría llamar pangeica (Mora 2006). Google Earth, por ejemplo, se puede observar como un relato espacial colectivo, como una obra de arte en movimiento de autoría global. Las crónicas estadounidenses de David Foster Wallace, con su disposición gráfica que recurre al uso y abuso de la nota a pie de página, a esquemas gráficos múltiples y a la sobredocumentación mediante la red, apuntan hacia esa dirección. También lo hace el trabajo de Arcadi Espada en su blog y en libros como Ebro/Orbe (2007), donde las herramientas internáuticas se incorporan a la textualidad del relato en movimiento. Pero es el cómic donde más se está experimentando con las posibilidades narrativas de la no-ficción sobre viaje. Desde el periodismo en territorios conflictivos de Joe Sacco (Palestina y los Balcanes) hasta la crítica contra-espacial de Craig Thompson a su tierra natal (el interior de los Estados Unidos en la novela gráfica Blankets, la política internacional de su país en una viñeta de Cuaderno de viaje), pasando por los diarios de viaje por medio mundo de Miguel Gallardo o las memorias irónicas de Guy Delisle en Asia, el abanico de propuestas del cómic actual en referencia al viaje podría ser una fase previa, obviamente gráfica, a la llegada de una narrativa de la imagen tecnificada, cuyo caldo de cultivo se está preparando. Lo más fascinante del presente es que no puede ser fijado. Desde él sólo se puede proyectar. La tercera vía por tanto queda en silencio. Abierta, ignota, múltiple, impredecible. No tengo ni idea de cuál puede ser ni por dónde puede avanzar. Como ocurrió en su momento con la propuesta del surrealismo, con El Danubio de Magris, con la obra de Sebald o con los cómics de Joe Sacco, su primera manifestación llegará sin avisar, para sorprendernos y obligarnos a la lectura y a la reflexión y al viaje. Ya veremos a dónde nos lleva.
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Nota final
La vida y la escritura se confunden en el viaje. La idea de la tesis doctoral que ha conducido finalmente a este libro nació en Barcelona durante 2002, cuando finalicé los cursos de doctorado en la Universidad Pompeu Fabra: su título (El viaje contra-espacial. Juan Goytisolo y W. G. Sebald) se formuló, de hecho, en esa época, tras una conversación con Antonio Monegal, su director. Hacía años que me interesaba la relación del viaje y la literatura, teoría y práctica. Además había estado investigando sobre la emigración española a Australia para la redacción de un libro de viajes por ese país, al tiempo que, con un proyecto creativo para escribir sobre Sebald, conseguía la beca KRTU para jóvenes creadores en 2003; ambos proyectos se acabaron concretando en sendos libros, Australia. Un viaje (Berenice, 2008) y GR-83 (Edición de autor, 2007). Pero la profundización en las lecturas y en las ideas se inició con mi partida, en julio de 2003, sin fecha de regreso. Para entonces ya había concluido el estudio que me llevaría al artículo «La recepción de Celan en España» (Cuadernos Hispanoamericanos, 661-662, 2005, pp. 185-196), mi primera incursión sistemática en la literatura en lengua alemana. A partir de entonces, el itinerario físico diseña el intelectual. En Buenos Aires y Rosario estudié alemán en el Goethe Institut, pude acceder a bibliografía inaccesible en Barcelona y obtuve la orientación de la profesora de la Universidad de Buenos Aires Beatriz Colombi, especialista en los escritores viajeros hispanoamericanos del cambio del siglo xix al xx. Después, la procedencia de algunos libros de la bibliografía de este trabajo da testimonio del itinerario que seguí, sin bibliotecas ni habitaciones estables donde trabajar: Brasil, México, Chile, Uruguay, etcétera.
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En diciembre de 2004, en una conferencia en el Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana, hablé por primera vez sobre el viaje contraespacial en Goytisolo y Sebald. El primer semestre de 2005, gracias a un convenio con la UPF, lo pasé en la University of Chicago como lector de español, donde proseguí con mi estudio del alemán. En su biblioteca pude leer la obra completa de Juan Goytisolo en primeras ediciones y tuve acceso a la bibliografía secundaria que precisaba para mi investigación, además de la logística para conseguir materiales de otras universidades estadounidenses. Desde allí viajé a Boston para acceder al Archivo Juan Goytisolo del Howard Gotlieb Archival Research Center de la University of Boston. Durante 2006 trabajé en Mataró y Barcelona. Y el mes de agosto lo dediqué a concluir la tesis en Berlín, la ciudad de Joseph Roth y Walter Benjamin. Al mes siguiente aparecería el dossier sobre W. G. Sebald que había coordinado para la revista Quimera, que incluía mi artículo «El viajero contra-espacial». Posteriormente conté con la ayuda de Ignasi Pàmies para la revisión de las citas en alemán de este trabajo, al tiempo que Miguel Sáenz me orientaba en problemas puntuales de traducción. En junio de 2007 defendí la tesis doctoral ante un tribunal formado por Nora Catelli, Marco Kunz, Anna Rossell, Julio Ortega y José María Micó. Menos de dos meses más tarde, en el Holiday Inn de Sarajevo comencé a trabajar en este libro, donde he reflexionado sobre la observaciones que ellos me hicieron y donde he incorporado materiales que de forma indirecta se podían haber observado en el dossier «Metaviajeros» que coordiné para Quimera (julio-agosto) o en mis propios libros de creación. Durante los años que ha durado la investigación, he tenido la suerte de poder visitar varias ciudades y varios países vinculados con los autores de este libro. Así, recorrí Tánger siguiendo a Bowles; Australia, la Patagonia y Salvador de Bahía tras los pasos de Chatwin; Palestina y los Balcanes desde la versión gráfica de Joe Sacco; Marraquech, París o Estambul bajo el influjo de las palabras de Juan Goytisolo; o Londres, Venecia y Jerusalén persiguiendo espacios o ideas vinculados con la obra de Max Sebald. «El año que viene en Jerusalén», se dijeron los judíos durante siglos, como una forma de actualizar una utopía y de darse ánimos para una espera que durante mucho tiempo se vio como infinita. En Israel, por los mismos parajes por donde viajan Ambros y Cosmos antes del nacimiento del estado moderno, vi cómo esa utopía ha sido destrozada. Pero en Sarajevo, un año más tarde, leí las siguientes palabras de Dzevad Karahasan: «Esa frase los ha sostenido, esa frase es el eje vertical de su percepción del mundo y su
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Nota final
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lugar en él, esa frase es una parte ineludible de nuestra identidad. Pronunciada en la misma ciudad de Jerusalén no tiene sentido. Y es estúpido renunciar al centro ideal del mundo, renunciar a un sueño de dos mil años, renunciar a la propia identidad a causa de un número determinado de edificios que constituyen la ciudad real de Jerusalén». Después de tantos años de lecturas, de viajes y de escritura de las páginas que preceden a ésta, me doy cuenta de que los cerca de 440 000 caracteres con espacios de este libro sólo tienen sentido como impulso hacia el conocimiento de algo, el viaje, que como Jerusalén es a un mismo tiempo real e ideal, y sólo parcialmente explicable con palabras. J. C. Mataró, noviembre de 2008
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