Un asombro renovado: vanguardias contemporáneas en América Latina 9783954878611

Este volumen colectivo examina el retorno del espíritu vanguardista en la producción literaria y artística latinoamerica

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Spanish; Castilian Pages 270 [262] Year 2017

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Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Introducción. Un asombro renovado
Reconceptualizaciones
Hilda Mundy y la “Dislocadura de la Lógica”
Los hilos de la vanguardia: el colectivismo como teoría del arte
(Des)aparecer en la escritura: sujeto y fracaso en la Trilogía involuntaria de Mario Levrero
Vanguardia y neobarroco en Copi
Gramáticas de la exasperación: del neocriollo a Tadeys de Osvaldo Lamborghini
Actualizaciones
Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit: imaginación crítica, persistencia y afectos
Los tiempos insólitos de Mario Bellatin: notas sobre El Gran Vidrio y las radicalidades actuales
Retornos de lo ilegible: errancias por la vanguardia de Lorenzo García Vega
80M84RD3R0 o la última imagen vanguardista
Procedimientos de la nostalgia: Bolaño y Aira frente a la vanguardia
Posfacio. Reflexiones ante la renovación del asombro
Sobre los autores
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Un asombro renovado: vanguardias contemporáneas en América Latina
 9783954878611

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Matthew Bush Luis Hernán Castañeda (eds.)

Un asombro renovado Vanguardias contemporáneas en América Latina

Ediciones de Iberoamericana 96 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

Un asombro renovado Vanguardias contemporáneas en América Latina

Matthew Bush Luis Hernán Castañeda (eds.)

Iberoamericana – Vervuert – 2017

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com/www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Derechos reservados © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-59-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-652-5 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-861-1 (e-book) Depósito legal: M-29381-2017 Diseño de cubierta: a.f. diseño y comunicación Imagen de cubierta: Desnudo bajando una escalera nº2, Marcel Duchamp, 1912, Philadelphia Museum of Art Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro. Impreso en España

Índice

Agradecimientos.................................................................................... 7 Luis Hernán Castañeda y Matthew Bush Introducción. Un asombro renovado..................................................... 9

Reconceptualizaciones Edmundo Paz Soldán Hilda Mundy y la “Dislocadura de la Lógica”......................................... 21 Karen Benezra Los hilos de la vanguardia: el colectivismo como teoría del arte.............. 37 César Barros A. (Des)aparecer en la escritura: sujeto y fracaso en la Trilogía involuntaria de Mario Levrero................................................................................... 61 Daniel Link Vanguardia y neobarroco en Copi.......................................................... 81 Martín Arias Gramáticas de la exasperación: del neocriollo a Tadeys de Osvaldo Lamborghini................................................................................................ 101

Actualizaciones Ángeles Donoso Macaya Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit: imaginación crítica, persistencia y afectos................................................................................................... 127

Julio Premat Los tiempos insólitos de Mario Bellatin: notas sobre El Gran Vidrio y las radicalidades actuales............................................................................. 149 Julio Prieto Retornos de lo ilegible: errancias por la vanguardia de Lorenzo García Vega...................................................................................................... 173 Carlos Villacorta 80M84RD3R0 o la última imagen vanguardista..................................... 197 Matthew Bush y Luis Hernán Castañeda Procedimientos de la nostalgia: Bolaño y Aira frente a la vanguardia....... 221 Vicky Unruh Posfacio. Reflexiones ante la renovación del asombro............................. 245 Sobre los autores................................................................................... 259

Agradecimientos

Los editores de este volumen desean agradecer, en primer lugar, a las instituciones que hicieron posible esta publicación con su apoyo y generosidad: Lehigh University y Middlebury College. Los libros no suelen escribirse solos, en especial cuando hablamos de volúmenes colectivos: queremos, por ello, dar las gracias a nuestros colaboradores, porque sin su rigor intelectual, su calidad profesional y su buena disposición, este libro no se habría hecho realidad. Finalmente, nuestra infinita gratitud a los autores invisibles de Un asombro renovado. Vanguardias contemporáneas en América Latina, los miembros de nuestras familias: Leticia, Nicolás y Laura.

Introducción. Un asombro renovado

Luis Hernán Castañeda/Matthew Bush (Middlebury College/Lehigh University) Rafael Barrios, café Quito, calle Bucareli, México DF, mayo de 1977. Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria… Incluso sacamos una revista… Nos movimos… Nos movimos… Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien. Roberto Bolaño, Los detectives salvajes

Este pasaje no necesita una presentación. Parece ocioso indicar, en pleno año 2017, que la cita proviene de la novela Los detectives salvajes (1996) de Roberto Bolaño, un texto crucial para hablar de comienzos y de finales en la narrativa latinoamericana y a la vez, pues al fin y al cabo las discusiones se intersecan, sobre vanguardias y neovanguardias en la prosa del continente. En la novela de Bolaño, un círculo de poetas mexicanos nace, a finales de los años setenta, como un eco de otro grupo poético que llevaba el mismo nombre y que se extinguió décadas atrás junto con las vanguardias históricas, tiempo heroico que los detectives salvajes Arturo Belano y Ulises Lima intentan resucitar mediante gestos y maniobras, más que por medio de una obra literaria propiamente dicha. Los real visceralistas que recorren las calles de la Ciudad de México en 1977, ensayando una intensidad sin objeto y arremetiendo contra un establishment literario regido por Octavio Paz, buscan reconquistar el espíritu de la vanguardia y consiguen perdurar, si no como movimiento, por lo menos como síntoma de protesta durante algunos años, hasta que sus líderes se dispersan y la precaria organización entra en crisis. La confesión de Rafael Barrios en el café Quito nos permite espiar los manotazos de ahogado de un colectivo acéfalo que, a falta de un rumbo artístico, opta por el pastiche y la

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repetición, montando una frenética espiral de clichés que desnudan una estética derivativa, un fantasma del pasado que no consigue mantenerse vigente. Ahora bien, la pregunta central que vertebra este volumen es la siguiente: ¿son las neovanguardias que vemos prosperar en ciertos experimentos literarios y artísticos contemporáneos, como la obra del mismo Bolaño, las de César Aira o Mario Bellatin —por citar casos bien conocidos—, proyectos legítimos y programas vigentes que logran renovar la senda trazada por los “ismos” de la vanguardia histórica, o acaso debemos ver en ellos casos perdidos y artimañas del desconcierto, semejantes a los cadáveres exquisitos y performances de los real visceralistas una vez concluida su edad dorada? Para acercarnos a posibles respuestas presentamos este conjunto de ensayos, cuya existencia debiera implicar, desde ya, una contestación positiva. Para nadie es un secreto que, desde hace algún tiempo, tanto críticos como escritores venimos hablando de la resurrección de las vanguardias.1 Parece ser que el asombro vanguardista, entendido como mezcla de inspiración creadora e interés académico, goza hoy de una vitalidad notable que desmiente la fijeza de periodos históricos y escuelas artísticas. La vanguardia actual, la que se practica como una acción del presente y no solamente como un eco2, invoca algunos significantes cuya complejidad de análisis es doble y, quizá, triple: si por un lado hablamos de un fenómeno contemporáneo y, por ende, de difícil aprehensión, al mismo tiempo nos referimos a la actualización de un pasado en sí diverso y a un desafío de la temporalidad cronológica. Así, la fusión de arte y vida, la crítica de la institución del arte, el mito del grupo de artistas, el gusto por la pieza y el fragmento, el ardor de la tecnología, la celebración del instante y el rechazo de la tradición, es decir, las conocidas divisas enarboladas por la vanguardia histórica principalmente europea, resurgen en nuestras días para ser re-formuladas, re-construidas o re-experimentadas desde una paradó1 Para nombrar tan solo un ejemplo del creciente interés en el (re)descubrimiento de las vanguardias, específicamente en América Latina, se puede mencionar el impresionante compendio de Jorge Schwartz en Las vanguardias Latinoamericanas. Textos programáticos y críticos. Asimismo, la proliferante bibliografía acerca de autores “excéntricos” o incluso “raros” se ve en la reciente publicación de volúmenes como Escrituras impolíticas. Anti-representaciones de la comunidad en Juan Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Virgilio Piñera de Karina Miller o Fuera del canon: escrituras excéntricas de América Latina, editado por Cristina González. 2 La clásica monografía de Vicky Unruh amplía la idea del vanguardismo latinoamericano para darle una dimensión política y, saliendo de la página impresa, una vocación activista; considerado bajo estos parámetros, hoy también sería posible “hacer” vanguardia.

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jica novedad con historia, una intensa segunda vida que, a falta de mejor término, llamamos —otra vez— vanguardia. A la vez que observamos estas realidades inmediatas en nuestro contexto de interés, un movimiento retrospectivo nos lleva a interrogarnos por sus orígenes, a cuestionar las imágenes heredadas y a postular nuevas visiones de las vanguardias del siglo xx. Es de este impulso bifronte que nacen los textos aquí recogidos, cuyo objetivo es, en primer lugar, investigar la huella de la vanguardia en la literatura —sobre todo, la narrativa— latinoamericana del presente; y, como infaltable complemento, recalibrar ciertas ideas recibidas en torno a la noción clásica de “vanguardia” para retornar, desde una visión fresca, a textos y figuras de periodos anteriores. Discutir el regreso de las vanguardias evoca, naturalmente, la conocida disputa entre aquellas voces que, en particular desde la teoría del arte, pregonaron su muerte o su vitalidad.3 El portavoz más férreo de la muerte, nombre que desfila por más de un ensayo de este libro, es Peter Bürger, quien en su estudio Teoría de la vanguardia declaró el agotamiento del impulso vanguardista europeo de los años veinte y treinta, y su domesticación institucional a manos de las mal llamadas “neovanguardias” —falsificaciones, según Bürger— norteamericanas del periodo post-1945. Una antítesis puede hallarse en el libro El retorno de lo real de Hal Foster, quien veinte años después de Burger propuso rescatar la estética vanguardista de su anquilosado marco temporal para, primero, subrayar el potencial revolucionario de los artistas denigrados por Bürger, y, segundo, replantear el camino vanguardista en sí como una opción atemporal. Por esta vía discurren en la actualidad varios de los esfuerzos críticos impulsados desde Latinoamérica, que ha venido perdiendo su condición geopolítica marginal, su situación de testigo, para asumir recientemente —y gracias al giro cosmopolita de los estudios latinoamericanos— una agencia mayor en el ámbito mundial, la que supone una afirmación del ímpetu vanguardista del continente.4

3 Para un recorrido de la disputa Bürger/Foster, y mayores precisiones sobre el debate en torno a la vitalidad de las vanguardias, consultar la introducción de Comunidades efímeras de Castañeda (Comunidades). 4 Para una reconsideración del lugar de Latinoamérica —tradicionalmente asumido como periférico— en el mapa geopolítico de las vanguardias históricas, consultar Rosenberg. Respecto del cosmopolitismo de la literatura latinoamericana y el diálogo entre latinoamericanismo y literatura mundial, véanse los estudios de Siskind y Hoyos.

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En este cauce se enmarcan estudios seminales como el libro Las vueltas de César Aira de Sandra Contreras, en el que la figura tutelar del narrador argentino César Aira, analizado aquí “como si fuera un vanguardista en los orígenes de la vanguardia” (15), abre la posibilidad de tender puentes entre espacios y momentos distantes. Esta es la veta seguida por Julio Premat, quien en un artículo de 2013 sostiene la posibilidad de un “retorno de lo nuevo”, fórmula que se despega de nociones como “evolución” y “teleología” para postular una suerte de tiempo elástico que se supedita al conjuro de cada proyecto artístico. Un tiempo eterno que sobreviene sin permiso, si hacemos caso al narrador de Margarita (un recuerdo) de Aira, novela en la que se describe la fascinación de un adolescente por una joven —su Nadja de Coronel Pringles— como una salida de la temporalidad cotidiana que debe parecerse mucho a la situación vanguardista: Me había instalado en una eternidad personal en la que sólo había horas, no días, horas que me elevaban a sus planos de luz y de sombra, medianoches radiantes y mediodías poblados con el canto de un solo pájaro. No había tiempo, pero a la vez sí lo había, y daba lo mismo una cosa que otra. Que el tiempo se detuviera pasando, y pasara detenido, si bien alguna vez tendría que reconocer que era lo normal, todavía no me entraba en la cabeza, o me entraba de modo provisorio… (2013: 95-96).

A estudios recientes como el de Premat parece subyacer la idea de que la vanguardia, esa “medianoche radiante”, no es una escuela delimitada por marcos temporales. Por el contrario, el vanguardismo representa una sensibilidad que facilita una comunicación directa entre artistas y proyectos concretos, que se da por afinidad y sintonía. Existe, de acuerdo a lo anterior, un núcleo común en las múltiples encarnaciones de la “vanguardia”, más allá de grupos y manifiestos divergentes; una especie de magma sin edad que, si bien manifestó en la Europa de entreguerras una eclosión, conserva todavía su capacidad para nutrir nuevas obras. Dicho concepto ocupa, precisamente, el centro de las reflexiones que dedica Contreras a las ficciones de Aira, las cuales efectúan una vuelta al surrealismo pero no, como hubiera querido la visión ortodoxa de Bürger, para reproducir un impulso crítico ni para procurar una fusión de arte y vida, sino para dejar fluir algo así como las fuentes primordiales del relato: una fuerza de invención perenne, la continuidad de una narración desbordada que se constata al nivel de cada novela, pero también alcanza al programa ar-

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tístico y editorial de Aira.5 ¿Hasta qué punto podemos generalizar, para entender otros proyectos coetáneos, este escribir como si se fuese un vanguardista de la primera hora? ¿No es la nostalgia parte constitutiva de un tal acercamiento a las vanguardias, cuya voz, finalmente, nos llega de otro tiempo? Para abordar estas preguntas, dividimos Un asombro renovado. Vanguardias contemporáneas en América Latina en dos partes complementarias, cada una de cinco ensayos: “Reconceptualizaciones”, dedicada a visitar figuras y conceptos del pasado, y “Actualizaciones”, consagrada a la actualidad del vanguardismo. Como lo anunciamos previamente, un libro sobre las vanguardias contemporáneas está incompleto si no toma en cuenta que los experimentos del hoy transforman nuestro entendimiento del ayer: la vanguardista boliviana Hilda Mundy, el trabajo colectivo de los Grupos, los escritores argentinos Copi y Osvaldo Lamborghini, y el uruguayo Mario Levrero constituyen el objeto de esta mirada retrospectiva. Para empezar, el capítulo de Edmundo Paz Soldán retrata la imagen y presenta la obra de una periodista y poeta poco recordada: Laura Villanueva Rocabado (1912-1982), que escribió bajo el seudónimo de Mundy, es excepcional por varias razones, pero, particularmente, porque se trata de una entre muy pocas mujeres vanguardistas latinoamericanas que escribió, además, desde una nación sin una marcada tradición de vanguardia. Cuestionando el espíritu de grupo —casi siempre viril y homosocial— propio de esta sensibilidad artística, Mundy hizo su obra en soledad y optó, finalmente, por un silencio del que es necesario rescatarla. El concepto de grupo sigue siendo, no obstante, central para una comprensión de las vanguardias que, lejos de ser literaria y estética, pase a ser política. Es por ello que el tropo grupal es recogido por Karen Benezra, cuyo trabajo es capital dentro de un volumen que busca, como buscamos aquí y como persiguen los mismos vanguardistas, trascender el espacio restringido de la literatura para ligar arte y sociedad en un proceso revolucionario. Benezra discute la obra de los Grupos, un conjunto de asociaciones de artistas visuales mexicanos de fines de los años sesenta y principios de los ochenta que capturan, para volver a los aportes de Unruh, el sentido de “activismo” propio del arte de vanguardia. Evadiendo los mecanismos estatales y mercan5 Véase, en Contreras, la introducción a Las vueltas de César Aira, que presenta la noción de “procedimiento” —comentada por el mismo Aira en su ensayo La nueva escritura como la herramienta básica del arte vanguardista— o enfoque en el proceso de invención como centro de las ficciones vanguardistas de Aira.

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tiles, los Grupos proponen la colectivización como acción vanguardista, pero no como espacio utópico de fusión arte-vida (la clásica tesis de Bürger), sino como sitio de reflexión sobre el trabajo cooperativo en el marco de la hegemonía capitalista. Leídos en dupla, los trabajos de Paz Soldán y Benezra nos permiten reflexionar sobre la paradoja de la individualidad vs. la colectividad, dos caras de una misma moneda que se necesitan la una a la otra para hacer posible un arte nuevo. A continuación, César Barros explora la noción de lo “involuntario” en la obra del uruguayo Mario Levrero, frecuentemente ligado al surrealismo. En su lectura de la llamada trilogía involuntaria —La ciudad, París y El lugar—, Barros se detiene en el caso de unos sujetos narrativos que, si bien controlan el lenguaje que emplean, carecen de toda posibilidad de dominar el entorno por el que circulan. Significativamente, Barros propone un paralelo entre los sujetos narrativos de la trilogía y la ética escritural de Levrero, autor que nos brinda unas narraciones sin brújula que se resisten, gracias a su indeterminación, a la cooptación por parte del espacio-tiempo burgués. La contribución de Barros a esta primera sección del libro es doble: por un lado, se consagra a una figura insoslayable del vanguardismo narrativo como Levrero, quien, a pesar de ser objeto de un número de estudios recientes, merece —en nuestro juicio— una atención mayor. Además, Barros le restituye al vanguardismo su lado político, su capacidad para luchar contra los sistemas hegemónicos desde la postulación de una forma narrativa que cuestiona toda ley. Por su parte, Daniel Link estudia la experimentación lingüística del argentino Copi, seudónimo de Raúl Damonte, desde un contrapunto entre la estética vanguardista y el neobarroco latinoamericano. Al leer la lúdica y meticulosa acumulación descriptiva que caracteriza no solo la producción narrativa de Copi, sino también sus piezas teatrales —y específicamente, El homosexual o la dificultad de expresarse—, Link indaga en la posibilidad misma de pensar a Copi como vanguardista, hábito que se asume como una verdad incuestionable. Al mismo tiempo, señala que la desbordante fuerza creativa del autor ha conducido a su frecuente asociación con una figura tan netamente (neo) vanguardista como Aira, cuya admiración por Copi está bien documentada. ¿Por qué se suele considerar vanguardista a Copi y qué nos dice ello acerca de nuestra definición de vanguardia? En su ensayo, que discurre también por cauces terminológicos y lingüísticos, Martín Arias vuelve a confrontar el problema de la definición y concluye

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que, cuando hablamos de vanguardia, hablamos de la creación de un lenguaje prohibido, siguiendo la tesis de Jorge Schwartz. Arias analiza la invención de una lengua imaginaria en la novela Tadeys del argentino Osvaldo Lamborghini, “escritor del mal” conocido por jugar con las palabras y tensar al máximo la piel de los significantes. En su examen de esas criaturas llamadas tadeys, este capítulo subraya que la mayor transgresión del monje Maker Say-Vomir es su proyecto de traducir la Biblia a la lengua de los tadeys, lo que la convierte en un texto obsceno que traiciona por completo su sentido original. La novela de Lamborghini pone de relieve que la perversión vanguardista implica, precisamente, suplantar la misma lengua con la que nombramos, condenamos o celebramos la praxis artística. Los ensayos que componen la segunda parte del volumen, “Actualizaciones”, examinan casos particulares de los autores que hoy en día encauzan el rumbo de la estética neovanguardista. Así, Ángeles Donoso Macaya comenta, a través de la teoría de los afectos, una puesta al día de la vanguardia en la narrativa de Diamela Eltit. Donoso Macaya pone en primer plano la fuerza o potencia —partiendo de las teorías de Deleuze y Spinoza— del cuerpo individual y de la comunión entre ciertos cuerpos que, en alianza unos con otros, alientan un proyecto revolucionario. Los lazos con los ensayos de Paz Soldán y Benezra son evidentes: el individuo y el grupo constituyen el hilo conductor de estas estéticas. Centrándose en Eltit, Donoso Macaya reconsidera el presunto fracaso de las vanguardias históricas para plantearlo como una utopía corporal potencialmente realizable y como una confabulación permanente que aún no ha visto sus mejores días. La temporalidad es también una preocupación presente en el capítulo que Julio Premat dedica al análisis de El Gran Vidrio de Mario Bellatin, quien es sin duda uno de los exponentes más reconocidos y visibles de la escritura vanguardista latinoamericana. En los tres relatos autobiográficos apócrifos que forman la novela de Bellatin, Premat descubre la presencia de un “yo” que, sirviendo de plaque tournante, actúa como una confluencia de tiempos y potencialidades. Premat sostiene que la fragmentación narrativa, característica común de la narrativa vanguardista, es producto de la presencia de un “yo” escindido en torno al cual se desencadena una reflexión constante acerca de los límites de la coherencia. El ensayo exhibe cómo la acumulación de procedimientos narrativos genera una multiplicación de sujetos en el texto, lo que

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emparienta la obra del escritor mexicano-peruano con la de Levrero, autor tratado por Barros en la primera sección. En su aporte al volumen, Julio Prieto investiga la reactivación de tropos vanguardistas en la obra del cubano Lorenzo García Vega, quizá menos difundido que autores como Eltit o Bellatin. Prieto está particularmente interesado en examinar el mecanismo paradojal por medio del cual un autor vanguardista puede ser, en simultáneo, anticuado. De manera similar a la de Aira, García Vega activa un impulso artístico que se conecta con un vanguardismo histórico, siempre con plena conciencia del supuesto anacronismo de su práctica. A pesar de lo obsoleta que parece resultar la escritura de García Vega, Prieto demuestra que en ella anida la voluntad de anular toda temporalidad, lo cual se consigue insertando, en medio del capitalismo tardío estadounidense, los mismos tropos (atemporales) que caracterizaron a la vanguardia histórica y a la neovanguardia sesentista. Enseguida, Carlos Villacorta pone en relación el terrorismo global y la vanguardia artística en su revisión de una novela experimental, de contenido altamente visual, como es 80M84RD3R0, del peruano César Gutiérrez. En ella, el narrador circula por el globo mientras escucha a David Bowie y presencia eventos como el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York. Por medio del estudio de una obra que puede resultar poco conocida, Villacorta abre un camino innovador para considerar el uso de las técnicas gráficas en la novela contemporánea y, además, para explorar los modos en que los textos literarios se atreven a plasmar las nuevas realidades de un mundo invadido por los medios de comunicación. Como es evidente, 80M84RD3R0 establece una conexión con las vanguardias históricas, que dialogaron también con los avances tecnológicos de su época. En el ensayo final de la sección, los autores de esta introducción y compiladores del libro ofrecemos una lectura comparativa de la obra narrativa de César Aira y Roberto Bolaño, centrándonos en diversas novelas. La comparación Aira/Bolaño quiere postularse como un cierre para el conjunto de los trabajos aquí incluidos. Se trata de un examen basado en las premisas del debate vanguardista, aporte que resulta —hasta donde llega nuestro conocimiento— novedoso en tanto que ataca frontalmente el dilema encarnado por Bürger y Foster, y propone una respuesta. En primer lugar, identificamos en Bolaño al paladín de la nostalgia vanguardista, un sujeto trágico que, reconociendo la calidad espectral del neovanguardismo, se lanza en un intento condenado de

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antemano que tal vez resulte, en virtud de su mismo fracaso, tanto más valioso y significativo. En Aira encontramos, por el contrario, la negación del tiempo histórico y la afirmación vitalista del presente como tiempo real de las vanguardias, lo que le da a su escritura un carácter único. La escritura atemporal de Aira instaría a una activación —y no una re-activación— de la estética vanguardista, entendida como una fuerza creativa que excede los patrones establecidos del orden narrativo, ocasionando así una “huida hacia adelante” en las palabras del autor. Por último, la estudiosa Vicky Unruh brinda un comentario general sobre el libro y la problemática de la vanguardia. Incide Unruh en la articulación entre vanguardia histórica y neovanguardias, y discute el lugar de la vanguardia en los estudios latinoamericanos. En términos generales, como sostiene la misma Unruh, los ensayos que aquí compartimos con el lector pretenden responder a una serie de interrogantes: ¿cuál es el rol de la vanguardia en el siglo xxi? ¿Cómo entendemos las vanguardias del pasado y cómo las reescribimos desde la contemporaneidad? A través de estas preguntas, lo que procuramos con Un asombro renovado. Vanguardias contemporáneas en América Latina es arrojar una mirada actual sobre ciertas escrituras de vanguardia, tanto canónicas como marginales, surgidas en América Latina a lo largo del siglo pasado, y, conjuntamente, reflexionar sobre las operaciones de reconceptualización y actualización que un número importante de creadores de finales de siglo xx y principios del xxi viene efectuando con dichas escrituras, cuya seducción se mantiene intacta. Obras citadas Aira, César. “La escritura nueva”. Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria 8 (2000): 165-170. — Margarita (un recuerdo). Buenos Aires: Mansalva, 2013. Bolaño, Roberto. Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2005. Bürger, Peter. Teoría de la vanguardia. Trad. Tomás Bartoletti. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2010. Castañeda, Luis Hernán. Comunidades efímeras: Grupos de vanguardia y neovanguardia en la novela hispanoamericana del siglo xx. New York: Peter Lang, 2015.

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— “Roberto Arlt/Roberto Bolaño: violencia y vanguardia en el Cono Sur”. Cuadernos de Literatura 29.39 (2016): 312-337. Contreras, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2002. Foster, Hal. El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Trad. Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Akal, 2001. González, Carina. Fuera del canon: escrituras excéntricas de América Latina. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2014. Hoyos, Héctor. Beyond Bolaño. The Global Latin American Novel. New York: Columbia UP, 2015. Miller, Karina. Escrituras Impolíticas. Anti-representaciones de la comunidad en Juan Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Virgilio Piñera. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2014. Premat, Julio. “Los relatos de la vanguardia o el retorno de lo nuevo”. Cuadernos de Literatura 17.34 (2013): 47-64. Rosenberg, Fernando J. The Avant-Garde and Geopolitics in Latin America. Pittsburgh: U of Pittsburgh P, 2006. Schwartz, Jorge. Las vanguardias latinoamericanas: Textos programáticos y críticos. México: Fondo de Cultura Económica, 2002. Siskind, Mariano. Cosmopolitan Desires. Global Modernity and World Literature in Latin America. Evanston: Northwestern UP, 2014. Unruh, Vicky. Latin American Vanguards. The Art of Contentious Encounters. Berkeley: U of California P, 1994.

Reconceptualizaciones

Hilda Mundy y la “Dislocadura de la Lógica”

Edmundo Paz Soldán (Cornell University)

Cuando hablamos de vanguardias literarias tendemos a imaginarnos a un grupo de escritores planeando manifiestos, participando en happenings, editando libros conjuntos. De hecho, se llega a esencializar la vanguardia como un movimiento netamente colectivo: es decir, sin grupo no hay movimiento vanguardista. Esto va a contrapelo de la experiencia latinoamericana: en muchos países del continente no todo fue tan colectivo. Ese es el caso de Bolivia, que tuvo escritores vanguardistas como Hilda Mundy (1912-1982), autora de Pirotecnia (1936) (de hecho, una de las pocas mujeres vanguardistas en el continente), pero no necesariamente un movimiento vanguardista.1 Hubo, además de Mundy, autores experimentales como Roberto Leitón con su novela Aguafuertes (1928), David Villazón con Rodolfo el descreído (1939), y Arturo Borda, cuya novela El Loco fue publicada recién en la década del sesenta; también vivía en Bolivia el peruano Gamaliel Churata, autor de El pez de oro (1955), quien tenía un diálogo activo con autores como  Carlos Medinacelli y con quien incluso publicó durante muchos años la revista Gesta Bárbara (1928-1936).  En la década del treinta, cuando Mundy estaba en la plenitud de su actividad como periodista y escritora, la poesía boliviana todavía estaba atada a las formas del modernismo, ya superadas en el resto del continente —César 1 En el prólogo a la Obra reunida de Hilda Mundy, la académica Rocío Zavala Virreira intenta deslindar a Mundy de la vanguardia precisamente por su soledad creadora, como si el test necesario del verdadero vanguardista fuera estar acompañado de un grupo. Zavala señala que el proyecto de la escritora boliviana es “oximorónic[o]”, pues la vanguardia es “lo programático… la acción colectiva”: “Hilda Mundy gusta de la vanguardia y la ensaya, la prueba, como una experiencia gastronómica. Quien es vanguardista no ensaya, no duda […] Decir que Hilda Mundy es vanguardista no es suficiente y en ciertos aspectos incorrecto: la vanguardia no es exactamente el hecho de subjetividades, a menos que lo sea en un 50%” (46).

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Vallejo, Vicente Huidobro, Oliverio Girondo y otros poetas vanguardistas ya habían llevado a cabo su revolución—; hubo que esperar hasta fines de los cincuenta y principios de los sesenta para que ocurriera la renovación en Bolivia. El mérito de la poeta nacida en Oruro es por ello más importante, aunque quizá eso haya conducido a su obra a un largo olvido. Paradójicamente, ella no era tan desconocida en su época como el mito alentaba a creer: un libro como Pirotecnia fue discutido y reseñado por los principales críticos del país. Hay artículos de prensa de 1937 que la describen como “novedosa y originalísima” (Zavala 21), incluso fuera de Bolivia, como en una reseña de la revista norteamericana Books Abroad que concluye condescendientemente: “Valió la pena gastar 12 centavos para descubrir que el modernism ha llegado a las letras bolivianas” (Zavala 21). Sin embargo, hubo en los críticos dos respuestas típicas: algunos reconocían la calidad de su obra, pero la minimizaban, sugiriendo que ella era sobre todo una escritora humorística —lo cual se entendía como “escritora menor”—; otros la leían mal y no entendían su proyecto, quizá porque lo que hacía Mundy era muy de avanzada para lo que se llevaba en el país, o, como ha sugerido la poeta y crítica Emma Villazón en su artículo “Hilda Mundy y Carlos Medinacelli: dos escritores en conflicto. A propósito de ‘vanguardia’ y ‘nación’ en Bolivia” 2, no entraba en los cánones aceptados del discurso literario de la época en Bolivia, fuertemente anclado en conectar la representación narrativa o poética con la búsqueda de las esencias de la nación andina; en palabras de Carlos Medinacelli en una carta al poeta Enrique Viaña: “Nilda [sic] Mundy ha publicado un libro, Pirotecnia. No llega a la pirotecnia, es apenas una vela de sebo que enciende beatamente a todos los prejuicios literarios burgueses. El mejor verbo que conjugamos en Bolivia: Yo sirvo. Tú sirves, Él sirve. Nosotros servimos. El que nos sirve es el gobierno” (Villazón 229). La muestra de que lo que hacía Mundy era incomprendido está en ese párrafo: el crítico más certero del país la desdeñaba porque su obra afirmaba los valores burgueses, cuando, más bien, lo que hacía la escritora orureña era ejercer su sátira “rotundamente contra el patriarcado, discurso social que actúa como sostén de la burguesía” (Villazón 230).

2 En una reseña de Pirotecnia en 1936, el escritor Manuel Frontaura señala: “Por primera vez he pensado que puede florecer un auténtico y noble humorismo en estas alturas, al conocer la obra periodística demoledora e intensa de Hilda Mundy” (Villazon 222).

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Literatura y crítica durante la guerra del Chaco Hilda Mundy (seudónimo de Laura Villanueva Rocabado), solo publicó un libro en vida, Pirotecnia (1936), subtitulado “Ensayo miedoso de literatura ultraísta”; una nueva edición de La Mariposa Mundial en el 2004 rescató el libro y produjo una avalancha de lecturas críticas que concluyó con su rápida canonización, como lo muestra su incorporación en el 2016 a la Biblioteca del Bicentenario, como parte de la Obra reunida de Hilda Mundy. Mundy fue muy activa en la prensa de ese período turbulento en que publicó Pirotecnia —eran los años de la guerra del Chaco (1932-1935) contra Paraguay—; llegó a dirigir revistas y tener hasta ocho seudónimos, con los que publicaba una enorme cantidad de columnas en diversos periódicos y revistas.3 Ella era consciente de que sus búsquedas iban a contracorriente de la época, al menos en Bolivia: en una carta dirigida a un colega periodista que alguna vez satirizó su estilo de escritura en la prensa, ella escribe en 1934: “En el gusto vamos en Sentido divergente. Mientras Ud. Prefiere la suavidad del camarote, la belleza sin complicaciones de los demás compartimientos, yo me he propuesto visitar el reino oscuro de las maquinarias” (Bambolla 170).4 ¿Y cuál era ese “reino oscuro de las maquinarias”? Aquí “maquinaria” tiene más de un sentido: alude a su descubrimiento fascinado de la vanguardia, y en especial del futurismo, ese movimiento obsesionado por el progreso tecnológico, llamado por ella “escuela apocalíptica casi por dislocadura de la Lógica, degolladora de las palabras y arrasadora de LO ANTIGUO” (Bambolla 60). Alude también a su deseo de explorar conscientemente, por dentro, el lenguaje —esa maquinaria— que está usando para la escritura: Mi espíritu amputado de lirismo se encoje al leer: “un claro de luna hacía soñar a los pájaros dormidos en los árboles y sollozar de éxtasis los juegos de agua en sus brazos de mármol” y se agranda, se agranda magistralmente al cantar el dinamismo de “tango y jazz: la América del Sur y la América del Norte: enlazadas

3 Véase el “Mapa Mundy”, en el que se despliegan los seudónimos de la escritora y los lugares donde solía publicar (Mundy, Bambolla 17-18). 4 Rodolfo Ortiz escribe al respecto: “Había que sumergirse en el andamiaje de las obscuras maquinarias que fueron también los subsuelos de las imprentas, el rumor de los teletipos de las máquinas Royal, claro fue, y las abandonadas hemerotecas de los periódicos donde vivió el periodo más intenso de su obra” (11).

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por la cintura. Como lo que son: una pareja de baile sobre el tablado oceánico”. (Bambolla 170).5

Son muchos los momentos en Pirotecnia en los que la escritura indaga en el lenguaje. En cuanto a los grafismos, está su fascinación por el trabajo de la escritura a través de la máquina de escribir: “nada mejor que acostumbrarse al uso desmedido de puntos suspensivos. En ellos coexisten maravillosamente la gracia de vivir y la sutileza […]. Uno va colocando pródigamente los munditos en la máquina y el artículo y el corazón se van riendo de tanto atisbo picaresco e irónico” (104-105); y está su obsesión irónica con con el “peso” del lenguaje: demasiada retórica en la escritura, “demasiadas claúsulas largas vaciadas en plomo” (33) producen ahogo y nos hunden, pues “solo en política es justificable la generosidad de la palabrería” (34), mientras que un estilo de frases cortas “nos conserva a flote”.6 En su estudio de la maquinaria de la escritura, Hilda Mundy anuncia explícitamente qué era lo que hacía: el mismo subtítulo de Pirotecnia menciona que se trata de un “ensayo miedoso de literatura ultraísta”. Un texto de Pirotecnia, el XXVIII, comienza describiendo que se está “con fiebre de urdir similitudes caligramáticas” (63), y luego el texto muestra precisamente esa fiebre a través de seis de esas similitudes. En su carta de presentación a su columna en el periódico La Mañana (14 de octubre 1934), en la que su seudónimo es Brandy Cocktail, menciona que lo suyo es un “capricho futurista”, en el que la supuesta ligereza de los temas debe ir con una forma “burbujeante y emborrachadora”, en oposición a la retórica pesada de los “artículos sesudos y profundos” (Bambolla 155-156). A la manera de Huidobro, Oquendo de Amat y otros vanguardistas latinoamericanos, también opta por trabajar la materialidad de la escritura, usan5 En otro artículo de 1937, Mundy señala a Marinetti como “el feliz renovador que tejió su universalidad destrizando a la lógica como a una feble pajarita de papel” (Bambolla 281). En ese mismo artículo, cuenta que, impresionada por la lectura del poeta italiano, decide enviarle un “mensaje de adhesión” a su espíritu “[c]on una prueba de comunicación magnética, —ídem, como se descarga una batería eléctrica” (281). 6 Véase también el texto XIV de Pirotecnia, en el que Mundy señala que “todos los signos hacen el papel de grandes inductores gratuitos que inducen a los lectores hacia una segunda intención escondida por coordinación o subordinación de pensamiento” (39); así, el entrecomillado es “el juez salomónico y equitativo” y los paréntesis “sugieren […] una frase cerrada, virtuosa” (39).

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do a veces las mayúsculas y otras las cursivas, y siempre está pendiente de recursos como los puntos suspensivos, que terminan convirtiéndose en una metáfora del tipo de escritura ligera que ella preconiza a través de sus frases cortas, en oposición a una escritura pesada, retórica, que debería superarse.7 Se insiste en las referencias al instrumento tecnológico de escritura: “Estoy presente frente a mi Royal, nuevecita y ligera como una chiquilla de quince años”, escribe en su columna del 7 de junio de 1935 (Bambolla 192). Esa materialidad es capaz de influir en el habla: “Aun al hablar he adoptado módulos de voz que imaginariamente representan puntos suspensivos etc. Y no niego que han tenido y tienen efecto. Ahora ya sabéis por qué marcho al compás de estos puntitos: tacc… tac… tacc… en la máquina de escribir” (Bambolla 193). Como sugería Nietzsche, el instrumento de escritura se internaliza y trabaja en la subjetividad y moldea el comportamiento de quienes lo usan (Kittler 203). Hilda Mundy también se aventura a analizar su propia obra a partir del uso que un escritor hace del lenguaje y la influencia de otros: “somos algo así como ‘ropevejeros’ de los demás, que utilizamos íntegramente —como usurpadores vulgares— sus palabras, sus frases, sus cláusulas de uso que recogimos al leer, con cierta modalidad idiomática propia…” (Pirotecnia 64). Esa conciencia de la escritura se cuela en la forma en que Hilda Mundy está consciente de cómo el lenguaje nos dice algo de los cambios sociales: “Ya murió la época en que a una mujer se la comparaba metafóricamente a una sirena… una estrella… o una flor…” (Pirotecnia 56). Todo eso apunta a algo fundamental en la vanguardia: los experimentos con la prosa en autores como Mundy, Huidobro u Oquendo de Amat, los juegos tipográficos, no eran gratuitos, un simple regodeo con la materialidad de la escritura a su disposición (la máquina de escribir, el diseño de la página); si bien había en estos autores un espíritu lúdico, ellos también buscaban indagar en el espíritu de la época a través de la forma en que asumían que el lenguaje de generaciones precedentes estaba agotado y necesitaba renovarse para expresar tanto la crisis del sujeto como las transformaciones sociales que se llevaban a cabo en el continente.

7 Si bien autores neovanguardistas como César Aira o Mario Bellatin podrían asociarse a Hilda Mundy en su intento de buscar una escritura “ligera” y en su ataque a los excesos retóricos de cierta literatura latinoamericana muy canónica —los autores del boom, por ejemplo—, lo cierto es que, a diferencia de ellos, preocupados en conseguir un tono más neutral, Mundy está muy interesada en llamar la atención sobre su escritura a través de las grafías.

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Esa época que moría era una de cambios dramáticos en Bolivia: la derrota de la guerra del Chaco produciría el surgimiento de los movimientos políticos que llevarían a la revolución de 1952, que, con medidas como la nacionalización de las minas, el derecho a voto de las mujeres y los indígenas, y la reforma agraria, sentaría las bases del país moderno hasta 1985. Esos años inestables permitieron la consolidación de voces críticas a esa democracia oligárquica y patriarcal convertida en modelo hegemónico nacional desde la derrota en la guerra del Pacífico contra Chile (1879). En ese contexto, es notable la lucidez de Hilda Mundy, que, con apenas veintiún años, se atrevía a criticar burlonamente los estamentos sagrados del país: los militares a cargo de la guerra, los políticos conservadores, las instituciones alineadas a la patriarquía. Es cierto, ella reconocía que había sido parte de esa colectividad que había apoyado la guerra por “atavismo de crimen y escozor de valentía” (Bambolla 202); no solo eso, como buena futurista, veía en la guerra algo positivo, el elemento necesario para la destrucción de una forma de entender las cosas y la renovación del país, llegando a predecir en 1934 que de los hombres que participaron en la guerra nacería el nuevo espíritu revolucionario: “La facultad creadora de todos ellos revivirá en una corriente intelectual nueva: savia virgen que nos ofrendará la eclosión de sus brotes fecundos… Nacida al contacto del fuego la literatura será recia, como el espectáculo de mil fuerzas desencadenadas en ímpetu magnífico” (Bambolla 166). Esa predicción no fue incorrecta: la generación que volvería de la guerra fundaría partidos políticos como el MNR, que haría la revolución en 1952 y quebraría definitivamente el modelo hegemónico oligárquico. La derrota en el Chaco llevaría a Mundy a la amargura crítica. Ella terminaría llamando a los militares a cargo de la guerra “reyes chicos, criminales de esta Patria desgraciada y gemebunda, felices en su glotonería y vicio” (Bambolla 143), para luego sugerir con acidez en la revista —una hoja semanal, más bien— Dum Dum, que era hora de fundar “hornos especiales de cremación de los organismos actuales: económico, político, social, jurídico e institucional” (Bambolla 233). Apenas firmada la paz con Paraguay en junio de 1935, describiría satíricamente el Chaco como “un magnífico y manso Edén… [donde] se irá a veranear allí de un modo chic. Será el punto de reunión de la élite social boliviancence. El lugar escogido por los novios para sorber la luna de miel […] Seremos FELICES, inmensamente FELICES en el Chaco” (Bambolla 199). Fueron estas críticas las que impulsaron al gobierno militar de Tejada Sorzano

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(1934-1936) a cerrar Dum Dum, que Mundy dirigía, y obligaron a la poeta a salir de Oruro e irse a vivir a La Paz (Bambolla 232), contribuyendo a su silencio posterior, pues si bien poco después publicó Pirotecnia, su actividad periodística disminuyó notablemente.8 El gesto vanguardista de Mundy en la década del treinta no consistía solo en una renovación formal de las letras bolivianas; apuntaba también a un insistente programa de transformación social e histórica en el país. Ella defendía la nueva concepción del artista como un ser de avanzada que permitía el cambio revolucionario, y del arte como inherentemente imbricado a la sociedad. Ser periodista, ser escritor, consistía en ayudar a la transformación de la sensibilidad nacional a través de la participación activa en la limitada esfera pública, escribiendo artículos, creando revistas, publicando manifiestos, etc. Ahora bien, no era nuevo el rol que se atribuía al escritor de remover las conciencias y denunciar situaciones que debían ser cambiadas: de hecho, en los años diez y veinte, escritores indigenistas como Alcides Arguedas eran los herederos del letrado decimonónico, intelectuales que participaban en política y que en sus libros señalaban las lacras a ser superadas (en este caso, el maltrato al indígena). También estaban escritores como Medinacelli, que veían en el indígena un crisol de la nacionalidad. Tanto en la crítica de Arguedas como en Medinacelli, sin embargo, a diferencia de la de Mundy, se dejaban intactos los elementos centrales del patriarcado; tampoco se renovaban los elementos formales de la escritura.9 El lugar privilegiado del artista como renovador crítico de las costumbres, caro a Mundy, se estrelló contra un establishment que no entendía las críticas e incluso las veía como antipatrióticas en un momento histórico tan delicado como el de la guerra y la posguerra del Chaco. Para fines de la década de los treinta, Hilda Mundy se había replegado de la esfera pública y dedicado a la vida doméstica; sus participaciones en periódicos fueron cada vez más escasas. Un libro como Pirotecnia no pudo, así, intervenir activamente en la transformación de la sensibilidad nacional; sus columnas periodísticas, dada la naturaleza efímera del medio, también pasaron a vivir en la posteridad mustia de los archivos. Solo en los años ochenta se inició la rehabilitación de la escritora, 8 El crítico Rodolfo Ortiz señala que fue el padre de Mundy, el arquitecto Emilio Villanueva, muy respetado por obras como el estadio de fútbol de La Paz, quien logró gestionar el traslado a La Paz y evitar que ella terminara en el destierro (Bambolla 232). 9 Véase el artículo de Villazón.

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a través de Cosas de fondo (1989), un libro que recopilaba una selección de su obra periodística.10 La mujer máquina En un artículo publicado en la prestigiosa Revista de Bolivia en 1937, Hilda Mundy escribe lo que podría entenderse como una suerte de manifiesto del porqué de su “adhesión” al futurismo —más específicamente, al “espíritu demoledor de Marinetti” (Bambolla 281)—: Me identifico íntegra con esta escuela hecha para demoler todo lo “pasado” y erigir sobre sus ruinas un algo nuevo. Aun más: me seduce como un íncubo bello y atractivo […]. Nueva técnica. Nuevas imágenes. Nuevo espíritu creador. Vivamos nuestro presente absoluto. Seamos antitradicionales, anticlásicos en todo su contenido integral […] los dogmas, las reglas, los preceptos no son más que estuches arqueológicos muy molestos para la sensibilidad moderna […]. Siquiera por travesura seamos futuristas. Deformemos las líneas del prisma gramatical. Pongamos de cabeza el enfoque de la realidad (Bambolla 282-83).

Ese intento de “poner de cabeza el enfoque de la realidad” llevó a Mundy a imaginar incluso una nueva forma de concebir el mundo y el ser humano, impactada por su fascinación futurista en el lugar de la máquina y la tecnología en la nueva sociedad. Hay en ella un protoposhumanismo que se emparenta con autores como los argentinos Eduardo Ladislao Holmberg o Adolfo Bioy Casares que, desde fines del siglo xix, y sobre todo en el campo de la ciencia ficción y la literatura fantástica, están redefiniendo en el continente la idea de una subjetividad “normal” y buscan trabajar el encuentro complejo entre el ser humano y la máquina.11 Ella, sin embargo, es aun más de avanzada; su concepción del sujeto solo encuentra eco en trabajos que están apareciendo en las últimas décadas. 10 Había en ciertos círculos literarios la conciencia de la necesidad de recuperar la obra de Mundy a partir de fines de los setenta. La revista Dador, dirigida por el poeta Humberto Quino, entrevista en su primer número de 1978 a Hilda Mundy como forma de “reparar una injusticia: el olvido (¿deliberado?) de una escritora singular” (Bambolla 301). 11 El tema de las identidades poshumanas en la literatura latinoamericana ha sido sobre todo territorio de la ciencia ficción. Véanse los ensayos de Latin American Science Fiction: Theory and Practice, libro editado por Elizabeth Gimway y Andrew Brown.

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Así, para Hilda Mundy, en su artículo “Absurdo maquinístico” (1937), la electricidad era el gran principio de la Creación: el universo podía ser “una gran Central Eléctrica” y Dios un “Genial Mecánico Electricista” (Bambolla 285). A partir de ese rol fundamental de la electricidad —una mirada más acorde a los cambios en la concepción del mundo producidos por los descubrimientos de la biología y la física de los años veinte—, Hilda Mundy era capaz de proyectar al ser humano de una manera radicalmente nueva, como un cyborg: “Nosotros somos unos lindos muñecos eléctricos […] Cada una de las células proteicas de nuestro cerebro es un dínamo… Cada ser humano genera corrientes eléctricas […] Cuando pego un puñetazo produzco un corto circuito en mi contricante comunicándole mi corriente alterna y continua en un bellísimo ojo en compota…” (Bambolla 286). Esa concepción se radicaliza y personaliza en una autoidentificación con la máquina como forma de integrarse a su tiempo y romper la división máquina/ hombre: “Por no preterizarme en estos tiempos modernos quiero maquinizarme […]. Iré a la Compañía General de Tranvías y allí me haré colocar a la cabeza un trolley especialísimo que me haga correr cosquilleando los cables eléctricos […]. Seré la mujer vehículo novísimo y admirable… Me llevaré a mí misma” (Bambolla 286). Esta fantasía de Hilda Mundy como la mujer máquina es una de las concepciones más radicalmente avanzadas del ser humano que ha podido concebir la vanguardia latinoamericana. A partir de la obra de Eduardo Ladislao Holmberg en la segunda mitad del siglo xix la ciencia ficción del continente había sido capaz de imaginar robots: en un cuento como “Horacio Kalibang o los autómatas” (1879), los autómatas eran la proyección siniestra del individuo por su capacidad de engañarnos, de hacernos creer que eran seres humanos, pese a su incapacidad de tomar decisiones éticas. Es de 1940 La invención de Morel, en la que Adolfo Bioy Casares plantea la posibilidad de la existencia de seres de celuloide, proyecciones de individuos —hologramas— también capaces de engañar nuestra capacidad de percepción por su verosimilitud y realismo. Los casos de Holmberg y Bioy Casares demuestran que circulaba en la ficción latinoamericana un imaginario en el que la tecnología ayudaba a concebir diferentes réplicas del ser humano. Los autómatas de Holmberg y el “holograma” de Bioy Casares son creaciones tecnológicas separadas del ser humano; la invención de Hilda Mundy acorta esas distancias, crea un híbrido humano/

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máquina. Lo que es radicalmente nuevo en ella es que esa tecnología se vuelca hacia el interior del ser humano para reconceptualizarlo (somos máquinas eléctricas, nuestras pulsaciones “equivalen a unas cincuenta y ocho millonésimas de voltio”) (Bambolla 286) y para crear un nuevo individuo fundido con la máquina. Esa reconceptualización audaz de Mundy está más vigente que nunca, pues hoy se habla de la forma en que la nueva tecnología “wearable” —los chips que se implantan en el cuerpo, los lentes de contacto inteligentes— llevará en las próximas décadas a una nueva concepción del ser humano como un cyborg que no depende de los chips y las computadoras exteriores a él como suplementos para su mejor funcionamiento sino que él mismo ha subsumido a la máquina y es, también, máquina, chip y computadora.12 Pirotecnia Los sesenta poemas en prosa de Pirotecnia atrapan el ruido de la urbe en el nuevo siglo, producto de transformaciones tecnológicas, y los cambios de sensibilidad y de conducta de una modernidad incipiente en algunas ciudades en el occidente del país, entre los que se cuenta un rechazo a instituciones fundamentales para sostener el patriarcado, como el contrato matrimonial, visto como el “degüello nupcial” (38). Pero Mundy, influida por el ultraísmo y por el creacionismo de Vicente Huidobro, no estaba interesada en hacer de su texto una crónica apegada al referente real; es decir, como sugiere Emma Villazón, la urbe de sus textos es mucho más moderna que las ciudades de Oruro y La Paz donde vivió mientras escribía el libro.13 Ella misma lo dice en las primeras líneas de la sección “Urbe” de Pirotecnia: “Esquema de una urbe situada entre los cuatro puntos cardinales de la imaginación” (75). Si bien buena parte de los textos de Pirotecnia tuvieron su primera versión como crónicas periodísticas, su trasvase al libro exacerbó sus cualidades modernas: la ciudad “que se construye en Pirotecnia es una… inventada a partir de, quizás, la literatura vanguardista, de las revistas extranjeras y, sobre todo, de algunas 12 Véanse las sugerencias de Antonio Regalado en la revista Technology Review: [consulta: 20 de julio de 2017]. 13 Rocío Zavala difiere al respecto. Sobre Oruro como “el primer lugar de la modernidad boliviana”, véanse pp. 30-31 de su introducción a la Obra reunida de Mundy.

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películas… [y muestra] la inclinación ultraísta por poetizar una ciudad cosmopolita, desapegada de una identidad nacional” (Villazón 234). Esa urbe ficcionalizada de Mundy no implica un desinterés por criticar la situación social. Su mirada satírica se enfoca constantemente en el patriarcado: en el texto IX, por ejemplo, el novio en una relación de pareja tiene toda la agencia y por ello es visto como un “terrible Revisor de Cuentas…”, un “diablejo inquisidor” que “justifica o injustifica la conducta de ella, con una autoridad prematura… fantástica… solemne” (Pirotecnia 30). Esa crítica iba pareja con otras viñetas en las que Mundy crítica el encasillamiento de la mujer en roles domésticos, como esposa o madre. A fines de los años veinte se produjo en Bolivia la primera Convención Femenina. Hilda Mundy estaba muy pendiente de la labor de las nuevas instituciones en procura de mejorar la situación de la mujer. Sin embargo, al interior de su propia clase social —una clase media relativamente estable—, ella veía que sus búsquedas diferían de las de las mujeres que participaban de esas Convenciones y de una manera paradójica terminaban ratificando ideas tradicionales de género.14 En una carta a un amigo en el frente de combate del Chaco, fechada en octubre de 1934, ella escribe: “En las reuniones de esta Convención se podía admirar los últimos cortes y modelos de vestido, el último taco de las toilettes graciosas, retinas de bellos ojos que destilan ajenjo, champaña y amor pero… aquello, lo otro que condensa la espiritualidad, la intelectualidad, oculto bajo la frondosidad de lo banal, de lo ridículo” (Bambolla 52). Pese a esa desconfianza en los roles tradicionales, un texto de Pirotecnia critica precisamente a esas mujeres que aspiran a nuevos roles no tradicionales: “La mujer fichada en 1936-1937 se siente sufragista… chauffeur… aviadora… locomotriz… concertinista… boxeadora… Tiene el don singularísimo de haber reemplazado al corazón con una máquina portátil de calcular” (56). El poeta y crítico Eduardo Mitre se pregunta en un ensayo cómo conciliar las imágenes de la Mundy crítica del patriarcado y defensora de una mujer alejada de su rol doméstico con la crítica de ella misma a los nuevos roles de la mujer (27). Él sugiere que es una cuestión de clase: ese feminismo lo promueven las mujeres de la clase alta, porque “la mujer de clase media o baja, sea de la ciu14 Virginia Ayllón llega a una conclusión similar en su prólogo a la edición de Pirotecnia del 2004.

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dad o del campo, no aparece en su libro” (28). A eso habría que agregar una noción tradicional de lo femenino en Mundy: es decir, ella podía estar a favor de una mujer no restringida a las actividades domésticas, pero ello no implicaba que debido a eso debía perder una femineidad tradicional, asociada a la belleza, a los buenos modales en la conducta, a una sensibilidad refinada; en la nueva sociedad, ser aviadora, chófer o boxeadora era perder esa femineidad; lo mismo, ser práctica y utilitaria. La autora canta a la electricidad (“El gigantón-poste ha florecido en una bombilla eléctrica por milagro de la Empresa de Luz…” [Pirotecnia 93]) y juega con los cambios de perspectiva producidos por el movimiento de un viaje en tranvía: “En la plataforma con todos los embarcados de última hora, tenía dos mundos disponibles: los viajeros del tranvía sentados infantilmente frente a frente y el panorama huidizo, artístico de la ciudad […] ¡Ciencia y arte por la suma módica de veinte centavos!” (Pirotecnia 100). Se trata de una escritura que registra los avances tecnológicos —el teléfono, el alumbrado público— y los nuevos escenarios urbanos —el teatro, la confitería, el stadium—, y se admira por ellos, mostrando cómo los nuevos medios influyen en la forma que toman las relaciones sociales.15 Es una escritura consciente, además, de la búsqueda futurista de atrapar el movimiento, el dinamismo, la energía, a través de, como dice Rocío Zavala Virreira, “la materia del presente, es decir […] una escritura del instante, basada en las impresiones recogidas en deambulaciones callejeras y también del espacio privado, a través de una percepción sensorial indisociable de la experiencia urbana, de las calles andadas y también recorridas en los nuevos transportes públicos de la ciudad moderna” (35).16 Mundy es una flâneuse que recorre el paisaje urbano y va dando cuenta de la ciudad cambiante, sin salir nunca al extrarradio y sin tampoco preocuparse por aquello que obsesionaba a otros escritores bolivianos de la época (la expansión de las haciendas en el campo, el lugar del indígena en los modelos de configuración nacional, la representación de la cuestión racial); en ese sentido, el desarrollo vanguardista en Mundy nunca entró en diálogo con el indigenismo, hecho que ocurre en, 15 Del teléfono, por ejemplo, dirá que “la conservación de la especie se mantiene latente por este pequeño aparato transmisor, que comedidamente se ha hecho puntal del amor” (Pirotecnia 101). 16 A veces Mundy señala dudas ante el costo del progreso: del automóvil, por ejemplo, dice: “[l]os que caminan en él acostumbrados al derrumbe de paisajes, anhelan aún el derrumbe de la humanidad” (Pirotecnia 85).

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por ejemplo, algunos autores centrales de la vanguardia peruana como Mariátegui o Gamaliel Churata. Mundy se muestra como un espíritu lúdico cuyas influencias también pasan por Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías (“El foot-ball es un deporte bíblico” [21]), y por los juegos tipográficos tan típicos de la época, desde el uso constante de palabras en mayúscula hasta guiños lúdicos que, a la manera de los Cinco metros de poemas de Oquendo de Amat, nos hacen ver que estamos leyendo un libro (véase, por ejemplo, la página 15: “PARTICULAR ADVERTENCIA AL LECTOR: Moje Ud. el dedo en el esponjero y cuidadosamente siga adelante” [15]). Sus recursos estilísticos son variados, pero como buena ultraísta el eje central de su obra es la metáfora audaz: “un tentador escote es el hall de un gran hotel por las notas de un delicioso jazz-band que viene del ruido discreto y armonioso de los collares de piedras fantásticas” (Pirotecnia 49). Su lenguaje está marcado por el uso de neologismos —“policoloros”, “suspensiviliza”, “cocainizado”, “multipligustado”—, anglicismos —“shootazo”, “standard”, “foot-ball”— y definiciones asociadas a la velocidad —“estómago de 25 HP”, “velocidad de 300 kilómetros por hora”—. Con apenas veinticuatro años y una obra tan promisoria, Hilda Mundy optó por el silencio, aunque este no fue tan sistemático: hubo uno que otro artículo publicado en prensa y revista a lo largo de los siguientes cuarenta y seis años de su vida. Ha habido muchas conjeturas acerca del porqué de esa retirada a la esfera privada de una mujer en la plenitud de sus facultades literarias. Lo lógico es pensar que pagó el precio de muchas mujeres escritoras del período, que, consumidas por el matrimonio y la familia (Mundy se casó dos años después de publicar Pirotecnia), no tuvieron posibilidades de seguir una carrera literaria.17 Otra posibilidad es que su furioso antimilitarismo en la posguerra del Chaco haya provocado el amedrentamiento militar que derivó en su retirada. Sin oponerse a esas lecturas, Eduardo Mitre ensaya otra, más a tono con el proyecto mismo de Pirotecnia: Mitre recuerda que en el epílogo de su libro Mundy menciona, entre tres tipos de artistas, al que “siendo Genio calla… porque callarse es hacer florecer el pensamiento en la ruta de la perfección” (Pirotecnia 107). Mitre también señala que en el prólogo Mundy sugiere que sus textos son “fuegos fatuos que representan nada” (Pirotecnia 17 Esta es la sugerencia de la poeta y crítica Blanca Wiethüchter en Hacia una historia crítica de la literatura boliviana.

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13); la literatura, en un gesto dadaísta de la autora, es un proyecto inútil que debe ser cuestionado. Después de estas “pirotecnias”, entonces, de este “atentado a la lógica” que “prescinde de la verosimilitud y linda con el absurdo” (Pirotecnia 13), el gesto consecuente del gran artista sería el de retirarse de la esfera pública, con lo que esta escritora sería tan radical en su ethos vanguardista como la misma Cesárea Tinajero de Los detectives salvajes. Si la literatura ha sido predestinada al fracaso, hay que encontrar “júbilo” en ello. La obra de Hilda Mundy no solo resitúa el lugar de la vanguardia en la literatura boliviana, sino también abre nuevas vías para entender la importancia de la materialidad de la escritura en la vanguardia latinoamericana y su relación con las condiciones sociales de las que emerge; contribuye de manera notable, además, al diálogo contemporáneo acerca del papel del escritor y se anticipa a las corrientes poshumanistas del presente al reconceptualizar al sujeto como un ser atravesado por la máquina. Obras citadas Ayllón, Virginia. “De la nada al venerado silencio”. Pirotecnia. 2.ª ed. La Paz: La Mariposa Mundial/Plural, 2004, 9-34. Bioy Casares, Adolfo. La invención de Morel. New York: Penguin, 1996 [1940]. Borda, Arturo. El Loco. Selección. Claudia Pardo y Omar Rocha, seleccionadores. La Paz: Ministerio de Culturas, 2012 [1966]. Gimway, Elizabeth y Andrew Brown, eds. Latin American Science Fiction: Theory and Practice. London: Palgrave, 2012. Holmberg, Eduardo Ladislao. Horacio Kalibang o los autómatas. Buenos Aires: El Álbum del Hogar, 1879. Kittler, Friedrich. Gramophone, Film, Typewriter. Trad. Geoff Winthrop-Young. Stanford: Stanford UP, 1999 [1986]. Leiton, Roberto. Aguafuertes. La Paz: La Mariposa Mundial/Plural, 2008 [1928]. Mitre, Eduardo. “El enigma de Hilda Mundy”. Pasos y voces. Nueve poetas contemporáneos de Bolivia: ensayo y antología. La Paz: Plural, 2010, 17-35. Mundy, Hilda. Bambolla Bambolla. Cartas fotografías escritos. Rodolfo Ortiz, ed. La Paz: Editorial La Mariposa Mundial, 2016. — Obra reunida. Rocío Zavala Virreira, ed. La Paz: Biblioteca del Bicentenario, 2016. — Pirotecnia. Ensayo miedoso de literatura ultraísta. Prólogo de Edmundo Paz Soldán. Santiago de Chile: Los Libros de la Mujer Rota, 2015 [1936].

Hilda Mundy y la “Dislocadura de la Lógica”

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Karen Benezra (Columbia University)

Los Grupos fueron una asociación heterogénea de colectivos de artistas plásticos. Radicados principalmente en la Ciudad de México, estuvieron activos desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta. Los Grupos se opusieron al academicismo anticuado de la formación artística de muchos de sus miembros al mismo tiempo que cuestionaron la promoción oficial y comercial del experimentalismo como fin en sí mismo. Se formaron como colectivos a lo largo de la década del setenta, habiendo nacido de la participación de algunos de sus integrantes en la producción gráfica del movimiento estudiantil de 1968. El fenómeno de los Grupos comprendió colectivos que emplearon diversos medios artísticos y estilos, incluyendo, entre otros, arquitectura (Arquitectura y Autogobierno, Tetraetdro), fotografía (Março), mural (Tepito Arte Acá, Germinal), instalación y arte efímero (Proceso Pentágono, Taller de Investigación Plástica, Peyote y la Compañía), libros de artista (Libro-Objeto), gráfica (Suma, Mira, Taller de Gráfica Monumental), y cine (Taller de Cine Octubre), así como literatura, periodismo y estética (TACO de la Perra Brava, Taller de Arte e Ideología). Sus variadas aproximaciones dan cuenta de un esfuerzo por definir la relevancia social y política del arte y por articular un espacio para la práctica artística más allá de las demandas y la ideología individualista del mercado. Este esfuerzo quiso responder al aperturismo y patrocinio cultural y académico de las administraciones de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo y el influjo, al menos temporal, de la prosperidad petrolera en la génesis de un arte experimental mexicano comercializable por primera vez a nivel internacional (Espinosa y Zúñiga 58-59). En un recuento posterior, Felipe Ehrenberg, miembro del grupo Proceso Pentágono, comentaría que a pesar de la diversidad de estilos y vocabularios

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artísticos de los Grupos, “lo que perdurar[ía] como propuesta mayor fue el enorme paso que lograron dar hacia la colectivización de la práctica artística” (Ehrenberg). Con esta afirmación, Ehrenberg desafía la narrativa de Dominique Liquois, organizadora de la exhibición “De los grupos, los individuos”, en el Museo de Arte Carrillo Gil en 1985. En palabras del curador, los Grupos enfrentaron una elección forzada “entre una actividad profesional de ‘subsistencia’” como condición de su independencia y la promoción de sus obras en el mercado (Liquois 48). En un ensayo anexado al catálogo, Ehrenberg insiste, al contrario, en que lo que los Grupos buscaban a través de la colectivización del arte fue “un modelo para la vida”, una búsqueda que contenía “los gérmenes de ideas mayores que trascienden el mundo de la plástica” (s. p.). Según Ehrenberg, al “re-interpretar la consigna del arte público” del periodo posrevolucionario, la colectivización de la práctica artística participaba en una revisión radical de la sociedad en su conjunto, desde la división del trabajo hasta preguntas fundamentales de gobierno relacionadas con “la educación, la cultura y el bienestar” (s. p.). Si los Grupos buscaron una visión de la vida en común más allá de su determinación capitalista, el colectivismo como vehículo de esa búsqueda también interrogó la relevancia crítica e histórica del arte ante la transmutación de las instituciones y normas del modernismo. Las distintas maneras en que los Grupos entendieron la colectivización de su práctica definiría el problema de la vanguardia de los sesenta y setenta. Los miembros de Proceso Pentágono, como otros grupos, se describían como herederos de la tarea incumplida de la socialización del arte que había propuesto el muralismo. Pese a la heterogeneidad de los medios y estilos que emplearon, les unía la ambición de cuestionar tanto el horizonte nacional-estatal como la aproximación vertical a la tarea pedagógica del arte de los años veinte y treinta como criterios definitorios para el arte y su relevancia social. A la misma vez, sus escritos contemplan la mediación histórica de la fusión del arte en una nueva praxis social. El vanguardismo de su apuesta grupal consiste menos en la afirmación de los tropos y premisas de la vanguardia histórica europea —el progreso lineal de la historia, la ruptura con toda tradición o la pretensión voluntarista de que el arte o el artista pueda adelantar los procesos históricos— que en una interrogación de la identidad y función social del arte en un momento histórico determinado (Calinescu 96, 100-104).

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La trayectoria de los Grupos interroga el estatus autónomo del arte en el capitalismo avanzado que contemplan las teorías de Peter Bürger, Theodor Adorno y John Roberts. Con respecto a Bürger, los Grupos plantearon el colectivismo, y no la institución, como el índice de la historicidad del arte. Subordinaron el problema de la autonomía del arte y la operación de extrañamiento de las normas artísticas vigentes que, según Bürger, definieron la vanguardia histórica europea, al hecho social y estético del colectivismo. Más que criticar el esteticismo inherente a la promoción oficial del experimentalismo, el colectivismo les permitió a los Grupos delimitar un espacio de autonomía al interior de un oficialismo transmutado por la lógica del mercado. Contra la insistencia de Bürger en la fusión de arte y praxis vital como definición de la vanguardia, los Grupos cuestionaron las condiciones históricas de la autonomía del arte mediante la forma del colectivo. En lugar de afirmar la disolución del arte en la expresión cultural general o el trabajo heterónomo, expandieron la definición del arte hacia un énfasis en la investigación y colaboración procesual. Exploraron así la manera en que la cooperativización del trabajo artístico podría transformarse en el locus reflexivo del arte.1 El resultado es una propuesta de vanguardia que se caracteriza por reivindicar la autonomía del arte o, más bien, afirmar el arte como una diferencia interna a la praxis social capitalista que se supone capaz de transformarla. Siguiendo a Adorno, el colectivismo de los Grupos no sería una apuesta utópica ni una forma de organización directamente política, sino la afirmación de la autonomía del arte en tanto producto de las fuerzas y relaciones sociales 1 Uso los términos “colectivización” y “cooperativización” de manera sinónima a lo largo del ensayo. No obstante, podríamos decir que pertenecen a registros y conllevan connotaciones diferentes. Entiendo la colectivización en su función más bien simbólica al intentar cuestionar la autoría individual como marca del prestigio y valor comercial de la obra y al posicionarse en contra del individualismo burgués a un nivel ético más general. La “cooperativización” o el carácter cooperativo de la práctica artística se refiere, en un sentido más específicamente material, al proceso técnico de la producción del arte. Empleo la noción de cooperación del trabajo artístico siguiendo el sentido que se presenta en el capítulo once del Tomo 1, Volumen 2 de El capital sobre la socialización del proceso inmediato del trabajo en la génesis propiamente capitalista del plusvalor relativo. La cooperativización de la práctica artística puede entenderse como un desafío al culto burgués del genio individual y del proceso artesanal, supuestamente ajeno al desarrollo de la técnica capitalista y de la producción del arte. No obstante la distinción entre la colectivización y cooperativización, intento argumentar que es precisamente la mutua implicación de estos dos términos —el sentido ético del primero y material del segundo— la que vuelve legible y remarcable el vanguardismo de los Grupos.

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capitalistas. Los Grupos ilustran así la reinterpretación de la teoría de Adorno que propone John Roberts. Al incorporar los procesos técnicos de trabajo más contemporáneos como el núcleo reflexivo del arte, también introducen la posibilidad de una apertura a la vez social y política para el arte. Para Adorno, la obra de arte se mimetiza con la mercancía en tanto objetivación de la peculiar organización y explotación del trabajo social bajo el capitalismo. El carácter del arte como producto del trabajo social desvestido de cualquier valor de uso, es decir, autónomo de la sociedad, le permite revelar y criticar un aspecto del fetichismo de la mercancía: el valor de cambio como la “sustancia” social y peculiarmente abstracta que cada mercancía cristaliza pero que resulta irreductible a la sensorialidad inmediata del objeto. Para Roberts y los Grupos, el campo expandido del arte también permite revelar otro sentido del fetichismo: la aparente e ilusoria autonomía del valor del trabajo social humano, o la magia por la cual las mercancías parecieran regir las relaciones de intercambio humanas por sí solas. Insistir en el carácter a la vez social y estético del colectivismo nos invita así a reconsiderar la historicidad de la vanguardia en relación a la especificidad del desarrollo capitalista en sus periferias. Desde esta perspectiva, los Grupos constituyen más que un mero movimiento de neovanguardia, si definimos la vanguardia, en términos de Bürger, por el gesto transgresor de señalar la caducidad de las normas estilísticas de la institución del arte y de fusionar arte y vida en la promulgación de una nueva praxis social. Para Bürger, la supuesta repetición de tal gesto en los años sesenta en Alemania y Estados Unidos lo banaliza, al mostrar la vacuidad de su posible crítica social ante el poder del mercado de fusionar arte y vida al interior de las relaciones sociales capitalistas. Los Grupos desplazaron la disputa entre estilos artísticos particulares junto con la ruptura con la institución como definición necesaria de la potencia crítica del arte. En su lugar, plantearon la neovanguardia como problema al insistir en la historización de su práctica colectiva de dos maneras: al asumir y reflexionar sobre la forma del colectivo de artistas heredada de los años veinte y treinta; y al aproximar el trabajo supuestamente individual y artesanal del arte autónomo a la organización cooperativa del proceso inmediato del trabajo capitalista. Es decir, contemplaron la autoridad social del arte al historizar su práctica desde un punto de vista artístico-político y materialista. De esta manera, pretendo demostrar que el caso de los Grupos resalta la problematicidad de la neovanguardia contra

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todo reduccionismo nominalista o culturalista.2 Contribuyo así a construir un marco histórico y conceptual para pensar la vitalidad de la neovanguardia más allá del campo de las artes visuales. Los Grupos Los Grupos se fueron dando forma en el medio universitario —en las academias de pintura y escultura, en la recepción y difusión de la estética marxista en el ámbito filosófico y en la producción gráfica del movimiento estudiantil del 68— y, a la misma vez, en el ámbito institucional de salones, bienales y galerías estatales y supranacionales a lo largo de la década de los setenta. Los primeros integrantes del Grupo Mira, Grupo Suma, Germinal, Proceso Pentágono y el Taller de Investigación Plástica, por ejemplo, empezaron sus colaboraciones como estudiantes. Su exposición al realismo socialista promulgado en las academias y, en algunos casos, su participación en la producción gráfica del movimiento estudiantil, los llevó o bien a rechazar o bien a reconsiderar la pintura mural y gráfica popular por fuera de los concursos y salones oficiales. Además de informar el discurso de los Grupos, el curso de estética de Alberto Híjar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma, daría lugar al Taller de Arte e Ideología, dedicado a la teoría del arte; también inspiraría el trabajo del grupo TACO de la Perra Brava, una asociación interdisciplinaria de escritores y estudiantes de literatura que colaboraba con el Sindicato de Trabajadores y Empleados de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). De manera simultánea, instituciones y espacios como el Museo Universitario de Ciencias y Arte en el campus de la UNAM y la Galería José María Velasco, darían cabida a la exhibición de los futuros protagonistas de los 2 La respuesta de Hal Foster a la teoría de Bürger en El retorno de lo real, publicado por primera vez en inglés en 1996, se ha convertido en una referencia imprescindible para la consideración de la neovanguardia. No obstante, para los propósitos del presente ensayo, el desplazamiento que Foster efectúa del problema de Bürger de la historicidad materialista e institucional de la interpretación al plano de la temporalidad psíquica retroactiva freudiana, obstaculiza la apreciación de la manera en que los propios Grupos pensaron la posibilidad de su intervención artística. En otras palabras, el análisis semiótico que la teoría de Foster presupone llega al límite de su productividad interpretativa al enfrentarse con el colectivismo en sí, y no con las obras específicas de los distintos grupos, como hecho estético.

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Grupos (Liquois 16).3 Esta última albergaría la exhibición “Conozca México, visite Tepito”, que iniciaría el trabajo muralístico del grupo Tepito Arte Acá en las casas y paredes públicas del barrio en 1973. También daría cabida a “Chicles, chocolates y cacahuates”, exhibición de la obra individual de Felipe Ehrenberg, entonces inspirada por Fluxus, entre otros movimientos (Benítez Dueñas 26). Ese mismo año, Víctor Muñoz, José Antonio Hernández y Carlos Fink, futuros miembros de Proceso Pentágono, como Ehrenberg, contribuirían con obras individuales a la muestra “A nivel informativo” en el Palacio de Bellas Artes, exhibición que César Espinosa y Araceli Zúñiga, miembros del TACO, describirían como “el despunte en México del conceptualismo” (Muñoz 62, Espinosa y Zúñiga 46). La tendencia grupal se generó contra el trasfondo de los debates ideológicos de la llamada confrontación entre abstraccionismo y realismo socialista. A su vez, estos debates estaban culminando un proceso de transformación de corte más infraestructural entre instancias estatales, supranacionales y comerciales de arte, cambio que reforzaba y animaba la ideología modernizante del boom de inversión extranjera en México durante los años cincuenta y sesenta (Goldman, Contemporary 27). El estreno de nuevos espacios dedicados a la exhibición del modernismo nacional e internacional también formaba parte de un giro en la política cultural del Estado. Como sugiere Sol Álvarez Sánchez, los sesenta marcaron la reorientación de la política cultural desde la pedagogía hacia la exhibición. Este cambio ayudó a fomentar el desarrollo de un mercado doméstico y extranjero para el arte mexicano (Goldman, Contemporary 30). Al mismo tiempo, la promoción del arte mexicano se gestionó en conjunto con la internacionalización y supuesta modernización del arte, un gesto evidente en la colaboración entre nuevos espacios de exhibición estatales, como el Museo de Arte Moderno, e instancias supranacionales vinculadas a la diplomacia cultural de la Guerra Fría. Desde mediados de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, florecieron bienales y concursos internacionales auspiciados de manera directa e indirecta por corporaciones norteamericanas, el gobierno estadounidense 3 En cuanto a los espacios más frecuentados por los integrantes de los Grupos durante los setenta, el Instituto Nacional de Bellas Artes, fundado en 1946, les abriría la Galería José María Velasco, la Galería Chapultepec, la Galería José Clemente Orozco y un espacio de exhibición en el Palacio de Bellas Artes. Bajo el auspicio de la UNAM, contaban con las galerías de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (San Carlos), el Museo de Ciencias y Artes, la Casa del Lago y la Galería Aristos (Goldman, Contemporary 29).

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y organizaciones supranacionales como la sección de artes visuales de la Unión Panamericana, luego la Organización de Estados Americanos.4 Las tensiones a la vez materiales, institucionales e ideológicas entre nacionalismo e internacionalismo, figuración y abstracción, muralismo y pintura de caballete, empezarían a desplomarse a partir del Concurso de Artistas Jóvenes de México, la undécima y última iteración del Salón Esso, en 1965. Auspiciado por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), la sección de artes visuales de la Unión Panamericana y la compañía Esso (filial latinoamericana de Standard Oil), el concurso convocó a artistas menores de 40 años de la región a competir por la oportunidad de exhibirse y concursar nuevamente en la galería de la Unión Panamericana en Washington, D.C. (Tibol 19). La premiación de dos artistas abstractos, entre ellos Fernando García Ponce, hermano de Juan García Ponce, que había servido en el jurado, suscitó la protesta de artistas asociados con el movimiento figurativo Nueva Presencia, contra la composición ideológica y el nepotismo del jurado. Los términos que asumiría el debate —realismo contra abstraccionismo y nacionalismo contra universalismo e imperialismo— también se articularían en torno a una disputa por el poder ante la reconfiguración del patrocino y de la política cultural del Estado. El INBA respondería a las protestas contra el Salón Esso con la propuesta de una exhibición y un ciclo de conferencias titulados “Confrontación 66” (Tibol 68). El proyecto pretendía sacar “un balance de la pintura actual”, al oponer a las tendencias más actuales e implícitamente internacionales contra los representantes de la Escuela Mexicana (Tibol 34). Pero la confrontación se dio menos en las presentaciones formales que en los intercambios y las declaraciones públicas que acompañaron el proceso de selección. Nuevamente, la pugna se armó por el recorte etario (artistas nacidos después de 1920) y, por tanto, la exclusión de los mayores representantes del muralismo. Mientras que la crítica Raquel Tibol, miembro del jurado y luego cronista del proyec4 Como Claire Fox ha mostrado, la Sección de Artes Visuales de la Unión Panamericana, bajo la dirección del curador cubano José Gómez Sicre, asumiría un papel protagónico en la conjugación de los intereses del Departamento de Estado estadounidense con corporaciones internacionales como Standard Oil en la promoción del arte abstracto e informal (Fox 43). La fundación de bienales interamericanas fomentaría la exportación de las últimas modas de la pintura modernista entre los artistas latinoamericanos hacia los Estados Unidos. Dichas bienales buscaban promover una identidad regional mediante la circulación y promoción de artistas latinoamericanos cuyas decisiones estilísticas concordaban con las claves internacionales y modernas, que los mencionados artistas reconocían en sus modelos y deseaban emular (Goldman, Contemporary 36).

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to, describiría la intención del comité organizador como la de enfrentarse al monopolio de la OEA sobre el arte joven, David Alfaro Siqueiros preguntaría al respecto si no habría “en todo esto un acto de confabulación con el mercado plutocrático en el terreno de las artes plásticas” (Tibol 59, 53). Si bien Siqueiros tenía razón al identificar la confluencia entre instituciones estatales e intereses internacionales y comerciales, la caducidad de los propios términos del debate se evidenciaba en la proliferación simultánea de galerías privadas. Estas aprovechaban el reconocimiento internacional concedido por concursos internacionales como el Salón Esso; a la misma vez daban cabida a la obra de artistas como Matías Goeritz, que se definía precisamente por su autodenominado “hartazgo” con la fragilidad y el aparente anacronismo de la disputa entre realismo y abstraccionismo a principios de la década de los sesenta (Goldman, Contemporary 34-35). Con posterioridad, Proceso Pentágono rechazó el mecenazgo interesado que impulsara los dos lados del debate en una entrevista de 1978. Los “reclamos sexenales” de muchos artistas contra la política cultural del Estado velaban la demanda por un número mayor o más equitativo de comisiones (Proceso Pentágono, “De viva” 8). Cuando se le pregunta al grupo por su opinión sobre el mayor problema que la política cultural del Estado debería enfrentar, el grupo desplaza la demanda gremial del artista frente al Estado a favor de la división social del trabajo o, en sus palabras “la injusta distribución de tiempo social entre las clases” (“De viva” 9). De igual manera, responden a una pregunta sobre su ruptura con los salones y exhibiciones oficiales y comerciales, al apuntar a las formas organizativas y los logros políticos de base como el fundamento de la transformación cultural (“De viva” 9). Proceso Pentágono se sitúa más allá de los debates estético-ideológicos oficiales de los sesenta, a la vez que critica la actitud tímida del experimentalismo comercial. La entrevista articula así una comprensión de la vanguardia como la de una retaguardia, es decir, como una práctica cuya significación sería producto de la determinación histórico-social y política. En otras palabras, no es el arte el agente de cambio en la sensibilidad colectiva, sino la propia práctica política. No obstante, si bien el arte queda subordinado a las necesidades políticas del momento, tampoco se disuelve en ellas. En la entrevista con Proceso Pentágono, se resalta la determinación contingente de la forma y función práctica que el arte tendría que asumir de acuerdo con las urgencias políticas del momento.

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La pregunta de Proceso Pentágono sobre cómo definir la vanguardia resuena en las formulaciones de otros grupos. El Grupo Suma, por ejemplo, que se había formado en el taller de investigación visual en muralismo de Ricardo Rocha en la Academia San Carlos, afirmaría que sus “primeras prácticas como grupo consistieron en la pinta de muros de lotes baldíos, con el propósito de sacar la pintura a la calle, involucrando a las distintas capas sociales” (328). En un manifiesto titulado “Por un nuevo arte colectivo” de 1974, el Taller de Investigación Plástica (TIP) llamaría a la creación de un nuevo arte público, como una “rectificación” del “rumbo creativo y social del muralismo mexicano” que no se había logrado a pesar de la “sobreabundancia de tendencias estéticas” disponibles (242). Como muchos otros grupos, el TIP afirmaría la identidad colectiva del artista frente al “personalismo” o autoría individual del muralismo, y así también la investigación como una práctica íntegra a la renovación de la relevancia social del arte y su puesta al servicio de la política. En términos más enfáticos Proceso Pentágono describiría su aproximación al trabajo en grupo como surgida de la “necesidad para enfrentar al aparato burocrático que administra la cultura y a las mafias elitistas que conscientemente o inconscientemente reproducen la ideología dominante en este campo” (“Grupo Proceso Pentágono” 318). La aguda conciencia de los Grupos de la confluencia entre aparatos oficiales y demandas comerciales complejiza la comprensión de la tarea vanguardista que sus propios textos manifiestan. Es más, se combina con la autopercepción de muchos grupos como herederos del arte público y colectivismo de los años veinte y treinta. Teorías de la vanguardia El vanguardismo de los Grupos se coloca así en la encrucijada de las teorías de Adorno, Roberts y Bürger con respecto al estatus autónomo del arte en el capitalismo avanzado. Para los tres, la autonomía del arte es producto de los procesos de racionalización capitalista. Para Adorno y Roberts la división social del trabajo capturada en la forma mercancía define este proceso. Para Bürger, el mismo proceso se define principalmente por la división de las esferas de actividad o praxis social, la cual ocurre de manera semiindependiente de la organización social de la producción en su conjunto. Según Adorno y Bürger, la autonomía del arte también es su recurso no necesariamente deseable frente

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a la capacidad homogeneizadora del mercado. De acuerdo con Roberts, en cambio, la autonomía del arte representa el potencial de cambiar la sociedad al intervenir en la técnica y división social del trabajo. Mientras que para Adorno el arte sostiene una relación dialéctica directa con la forma mercancía, potenciando así su capacidad de reflexión crítica, si no de intervención directa, Bürger insiste en la mediación de la institución y por tanto los efectos sociales del arte a la hora de definirlo crítica e históricamente. Criticando el historicismo de Bürger en su aproximación a las vanguardias históricas y extendiendo la categoría histórico-trascendental del arte que propone Adorno, Roberts avanza una definición expandida, hegeliana del arte y un énfasis en la incidencia del arte en la abstracción del trabajo inmaterial contemporáneo. Para Adorno, el capitalismo tiende a aislar y cosificar el arte con respecto a las fuerzas y relaciones de producción al oponer la ideología del arte por el arte a su subordinación a otros objetivos sociales heterónomos. Adorno arguye, al contrario, que el estatus del arte como un hecho estético también lo supone como un hecho social, producto de la división del trabajo (Adorno 26). Traspone así la definición hegeliana de la belleza como apariencia de lo absoluto al fetichismo de la mercancía (Roberts, Revolutionary Time 108). La capacidad del arte de revelar la verdad de la conflictividad social presupone su capacidad estética de cristalizar y negar la forma mercancía simultáneamente. En un momento histórico en que cualquier crítica social se ve sujeta a ser neutralizada por el mercado, el arte se define por develar una de las operaciones ideológicas que sostiene el fetichismo de la mercancía: la ofuscación de la manera en que el valor de cambio determina cualquier valor de uso. En lugar de sustraerse de las dinámicas del intercambio, en su supuesta inutilidad social, el arte autónomo permite develar la maniobra ideológica del fetichismo. En este gesto momentáneo, el arte permite vislumbrar una forma alternativa del uso más allá de la organización social del trabajo capitalista (Adorno 37; Martin 19). El valor de cambio que amenaza constantemente con cancelar el arte se convierte así en su condición de posibilidad (Martin 18). En Teoría de la vanguardia (1974) Bürger introduce la noción de la institución del arte para definir el índice de la historicidad del arte y el de su crítica posterior. Con esto, el autor critica la falta de mediación social en la noción de autonomía que avanza Adorno y el privilegio normativo de la obra modernista como el sitio en que radica el poder negativo del arte. Le critica a Adorno tanto su periodización como su caracterización del arte moderno,

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las cuales supondrían una relación dialéctica entre el ímpetu rupturista del modernismo y la promoción homogeneizadora de la novedad mercantil. En su lugar, Bürger arguye que las vanguardias históricas europeas representan un quiebre al interior del arte moderno al señalar la institución como índice de la función social del arte. Ahí donde Adorno arguye que la aparente inutilidad del arte (encarnación del valor de cambio en su estado puro) marca tanto su heteronomía como función social, Bürger mide esa misma función social según la ambición de las vanguardias históricas de forjar una nueva praxis social. De acuerdo con Bürger, ante el vaciamiento de toda crítica social en el arte, la vanguardia habría negado la institución del arte en su separación de otras formas de praxis social. En palabras del autor, “La institución [del] arte neutraliza el contenido político de las obras particulares”, alzando en su lugar la función social o capacidad de fusionar arte con praxis social como el criterio histórico del arte, y de ahí su intento por organizar una nueva praxis vital contraria a la racionalización moderna capitalista (Bürger 161). Al desvelar el relativismo histórico de la autonomía y los efectos ideológicos del arte cuando es percibido como un mero ejercicio imaginario, las vanguardias revelan que es la institución aquello que define el concepto histórico del arte (Murphy 8). La originalidad de la lectura de Bürger se deriva de la manera en que reclama la noción de institución desde la propia conciencia autocrítica de la vanguardia histórica. Pero el contexto limitado de esa mirada también se deriva de la historización incompleta de la institución como marco crítico o autocrítico. Según Bürger, los movimientos de neovanguardia europeos y norteamericanos de los años cincuenta, sesenta y setenta no pudieron sino convertir el gesto negativo de la vanguardia histórica en una forma de arte una vez revelada la caducidad y arbitrariedad de las antiguas normas del salón (104, 113). La génesis de la institución como categoría crítica torna irrepetible la operación autocrítica e historizadora de las vanguardias. Al mismo tiempo, la impotencia de la neovanguardia, según Bürger, se debe a la expansión del capitalismo, que logra la incorporación del arte a la praxis social cotidiana, de modo que la autonomía termina siendo el único recurso del arte en el capitalismo avanzado. Si bien la noción de institución limita la definición de vanguardia a un momento y lugar muy específicos, también opera como el punto en torno al cual la teoría de Bürger se abre a una contemplación a la vez más universal y más materialista de la vanguardia. Según Bürger, la ruptura de la vanguardia

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con la institución constituye el momento autocrítico del arte.5 La crítica de la institución como tal es consecuencia de su propio desarrollo, pero no solo de manera interna, sino en relación a las contradicciones sociales más amplias. Como ha señalado Richard Murphy, la vanguardia no solamente reaccionó al esteticismo como ideología, sino también a la coyuntura histórica de rápida modernización que el arte en su concepción autónoma se mostró incapaz de contemplar (Murphy 6-7). Es precisamente en este punto, concerniente a la relación entre la institución del arte y la sociedad en su conjunto, en el que la formulación de la institución como categoría permite abrir la lectura de Bürger más allá de los confines europeos. De acuerdo con Bürger, la relación entre el todo social y sus distintos subsistemas se caracteriza por la “no-simultaneidad” (Bürger 65). El estatus autónomo del arte en la sociedad burguesa es en todo momento el producto disputado y “precario” del “desarrollo social en su conjunto” (Bürger 66). Es justamente la apariencia contingente de esta no-simultaneidad la que marca la historicidad de la noción de institución más allá del lugar que ocupan las vanguardias europeas en el desarrollo supuestamente lineal de la historia del arte. Al buscar una teoría histórico-materialista del arte de vanguardia, Roberts critica el historicismo de Bürger a la vez que intenta rescatar la importancia que su teoría le atribuye a la praxis. Retoma así a Adorno en el intento por formular algo así como una praxis de la autonomía más allá de las pautas artísticas de la pintura modernista. Su propuesta, en este sentido, expande el índice de historicidad de Adorno para incorporar el énfasis en la praxis vital que caracteriza la formulación de Bürger. Roberts extiende la propuesta de Adorno de dos maneras: al contemplar el proceso técnico del trabajo como un elemento clave en la definición del arte; y al identificar la capacidad crítica del arte con “la transformación estética” de las tecnologías y los conocimientos técnicos que constituyen lo que Roberts denomina la técnica social general (Roberts, Intangibilities 36). El término pretende nombrar la interpenetración conflictiva entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción, técni5 Lo que se disputa no es un estilo o escuela respecto de otra, sino la institución del arte como tal. Citando los Grundrisse, destaca el ejemplo de la categoría de trabajo en la crítica de la economía política de Marx, categoría cuya importancia solo se hizo reconocible para la cognición crítica una vez la Revolución Industrial realizara la compleja división social del trabajo, volviendo irrelevantes sus cualidades particulares para el capital (Bürger 53-54). En palabras del autor, “la posibilidad del progreso del conocimiento le parece más bien motivada por el despliegue del objeto sobre el que se dirige el conocimiento” (53).

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ca y división social del trabajo. El aporte productivista de Roberts a la teoría de Adorno consiste en proponer que el cambio de conciencia que el arte genera no se encuentra solamente en la contemplación de una obra discreta, sino también en el sitio mismo de la explotación del trabajo. De manera inversa, Roberts plantea que es precisamente el abandono del modo de producción artesanal del arte moderno y su apertura a los procesos técnicos de producción lo que le permite al arte mantener y a la vez redefinir su capacidad crítica. Es en este sentido también que el planteamiento de Roberts revela otro aspecto de la ideología efectiva del capitalismo. Además de vislumbrar la forma social abstracta ofuscada por la materialidad de la mercancía, el planteamiento de Roberts apunta a la inversión entre sujeto y objeto, o la aparente autonomía de la autovalorización del capital frente a la explotación y capacidad creadora del trabajo. La propuesta de Roberts pretende superar las críticas más inmediatas a la impracticabilidad de la teoría de Adorno, y a la vez trascender el derrotismo de Bürger. Al mismo tiempo, Roberts presupone la no-identidad entre el arte y otras prácticas directamente valorizables por el capital. Roberts se pregunta por cómo concebir la cualidad estética del arte —la cualidad de ficción o apariencia que vincula su carácter fetichista con el de la mercancía— para el momento conceptual y posconceptual del arte. Roberts desplaza la cualidad suprasensorial del fetiche que Adorno localiza en la obra de arte modernista, al escenario del trabajo (Roberts, Intangibilities 36). Ante la precarización de la fuerza laboral artística y la promoción capitalista de la creatividad y colaboración, Roberts imagina la transformación estética de la técnica social como una operación de extrañamiento de lo cotidiano y, al mismo tiempo, como una forma de resistencia a la explotación de la creatividad cooperativa por parte del capital. En un sentido, los grupos activos en México de los sesenta en adelante ilustran el modelo de las vanguardias históricas que propone Bürger: ante la irrelevancia social de la experimentación formal oficializada, llaman a la integración del arte al “trabajo cultural” mediante la constitución de redes y centros de exhibición autogestionados. Además, el gesto de independizarse, hasta cierto punto, de los salones oficiales y del naciente sistema de galerías muestra la caducidad social de las normas vigentes. En otro sentido, no obstante, los grupos procedieron de manera contraria a sus antecesores europeos. En lugar de negar el carácter artístico de su obra, muchos retomaron las técnicas del muralismo y

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de la gráfica popular; en vez de hacer borrón y cuenta nueva del legado del arte burgués, describieron su tarea como la realización del proyecto cultural fallido del muralismo. Si bien el colectivismo fue la marca definitoria de los Grupos, haciéndose eco del gesto autocrítico en Bürger, no por eso subordinaron el arte como una práctica específica a la función social de la institución. A la vez que el colectivismo aparecía como un desafío a la valorización de la autoría individual en el campo expandido de concursos y exhibiciones estatales y comerciales, también propuso la organización cooperativa del trabajo como el material a la vez social y estético del arte. El colectivismo aparece simultáneamente como el vehículo de una rebelión antiinstitucional y una propuesta por la autonomía del arte frente a la transmutación de la institución. Situar a los Grupos en la encrucijada de las teorías de Adorno, Roberts y Bürger permite replantear la relación entre arte y política que con razón suele enmarcar su historia. Visto así, el fenómeno de los Grupos se resiste al historicismo presente en la teoría de Bürger. Pero los Grupos no trascienden el triste destino de la neovanguardia norteamericana y europea porque avancen un programa político más explícito ni porque el desarrollo de las instituciones del arte en México resulte intraducible a las contradicciones del proceso de racionalización capitalista europea. Al contrario, redefinen el problema de la vanguardia al cuestionar la promoción oficial y comercial del experimentalismo en tanto producto “precario” de una historia social específica. En el caso de los Grupos, la precariedad de la autonomía se manifiesta precisamente en la compleja relación entre la retórica vacía del arte público y la transformación interna de las instituciones oficiales como efecto de una serie de inéditas demandas comerciales y geopolíticas. Si bien el colectivismo de los Grupos emerge como una autocrítica del nuevo cruce entre oficialismo y comercialismo, lo que está en juego no es necesariamente la autonomía del arte, sino una versión más cercana al contexto de la institucionalización de la vanguardia de los años veinte que Bürger confrontaba a principios de los setenta en Alemania. Lo que podríamos llamar la institucionalización de la vanguardia en el caso mexicano asumió dos facetas relacionadas. Desde la década de los cuarenta y la administración progresista de Cárdenas, el muralismo se había empezado a privatizar en el sentido de desplazar comisiones públicas a instancias particulares y de reorientar la tarea pedagógica de la promoción cultural de los años posrevolucionarios al consumo cultural en el periodo de posguerra. Es decir, el terreno de la confrontación entre realismo socialista y abstraccionismo de los sesenta se

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dio sobre el terreno de la museificación del muralismo ya en los años cuarenta (Coffey 13). La promoción del experimentalismo formal e incluso antiartístico de los setenta, es decir, la institucionalización del efecto de extrañamiento formal, resulta ser una manifestación del fenómeno que Bürger lamentaba en el caso alemán, pero no la más significativa. De nuevo, los Grupos no se escapan del juicio de Bürger por su recurso a un fondo cultural o nacional supuestamente más allá del alcance histórico. El punto, al contrario, es que confrontaron la complicidad comercial de la novedad, no con el retorno a prácticas populistas de épocas anteriores, sino al subordinar la disputa entre técnicas y estilos del arte al hecho mismo del colectivismo. En lugar de fusionar el arte con la praxis social, el colectivismo afirma una diferencia interna a la misma. Es precisamente en el espacio de esta diferencia en que el énfasis de los Grupos se resiste a ser confundido con el trabajo directamente productivo para el capital. Es en este espacio donde los Grupos desdibujan la historicidad del arte, ya no en términos de su supuesta relegación de preocupaciones sociales, sino en su mímesis con procesos productivos heterónomos. La teoría de Roberts así plantea dos preguntas con respecto a los Grupos: 1) cómo captar la pequeña diferencia de la negación determinada del arte más allá de la cualidad sensorial y fetichista de un objeto; 2) cómo movilizar la forma mercancía del arte para intervenir en la lucha de clases desde el proceso técnico del trabajo. Si los Grupos buscaron modelar una forma social del trabajo más allá del arte y del capitalismo, como sugiere Ehrenberg, la aproximación de Roberts nos permite considerar cómo esa búsqueda estuvo mediada por el proceso histórico de expansión capitalista. El colectivismo La autodefinición que escribió el Grupo Germinal para un dossier sobre los Grupos en la revista Artes Visuales ilustra las contradicciones del colectivismo como un fenómeno a la vez ético-político e histórico. Frente a la dualidad “el arte por el arte o el arte para el pueblo”, Germinal describe su proyecto como heredero y transformador del legado de los colectivos de artistas del periodo posrevolucionario. Así como “la agrupación artística” de los setenta representaba “una respuesta tardía de los productores culturales frente al ejemplo organizativo de las masas”, también servía como receptora de las “organizaciones

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de trabajadores culturales como el Sindicato de Pintores y Escultores, la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, Taller de Gráfica Popular, que se [habían] preocupado por integrarse a los movimientos populares del momento histórico que les tocó vivir” (Germinal 31). Donde estos modelos fallaban en la asunción de una posición iluminista y en su vinculación al verticalismo del partido revolucionario, Germinal propone su tarea como la de retomar y reconceptualizar el papel y la práctica cultural como parte de un movimiento político desde abajo. El trabajo cultural desplazaría la subjetividad o la crisis de conciencia del artista individual, al dar lugar a la determinación de las formas y prácticas culturales por “la necesidad objetiva del momento” (Germinal 31). Además, tendría que producirse, distribuirse y consumirse en los circuitos y lenguajes de la cultura popular (Germinal 31). Al definir la función social del arte en estos términos, las propuestas de Germinal pretenden responder a la dicotomía “el arte por el arte o arte para el pueblo”, o, en otras palabras, la autonomía y heteronomía del arte, en la sociedad burguesa (Germinal 31). El grupo busca la salida de esta división a través de la categoría del trabajo cultural y la invocación de la creatividad popular dentro de la reconceptualización del trabajo cultural visto como un proceso inherentemente político, en lugar de una obra acabada para el consumo individual. De ahí la indeterminación del género y del estilo de arte y la caracterización del trabajo cultural como un proceso de investigación contingente a las demandas del momento. La praxis política sirve para redefinir la función social del arte, pero deja irresuelto lo que el propio grupo identifica como “la relación dialéctica” entre “la producción cultural de cualquier formación social” y “la estructura económica” en su determinación y transformación recíproca (Germinal 30). El Frente de Trabajadores Mexicanos de la Cultura intentó ubicar la respuesta en la propia organización de la práctica estética colectiva. El Frente fue convocado por los grupos Proceso Pentágono, Suma, el Colectivo y el Taller de Arte e Ideología en una junta a principios de febrero de 1978, e incluyó a trece colectivos en total en su constitución (Goldman, Dimensions 135). El Frente se constituyó tras la censura de varios de los inscritos en la sección mexicana de la X Bienal de Jóvenes de París en 1977, convocatoria que consolidó a los Grupos como movimiento. La organización se disolvió en 1982 debido a diferencias políticas internas.

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En un recuento posterior, Alberto Híjar, uno de sus miembros fundadores, describió estas diferencias en términos del destino del partido revolucionario y la relación que debía sostener con el arte tras el reconocimiento legal del Partido Comunista Mexicano y el establecimiento del reformista Partido Socialista Unido de México (PSUM).6 El nombre del Frente evoca la política de los frentes amplios de los años 30 y 40 y la importancia que le asignaba a la cultura. Al respecto, Híjar atribuye la crisis del Frente tanto a “la lección histórica” del reformismo de los frentes populares como a la incorporación del colectivismo y vanguardismo a la historia del arte nacional. Cumplido el ciclo histórico de los frentes amplios, el colectivismo artístico no pudo cobrar relevancia social en su función política instrumental. Tampoco pudo reivindicar la resistencia implícita en su propuesta por la autoría colectiva o la vinculación directa con movimientos sociales de base dada la incorporación oficial del colectivismo y vanguardismo artístico en general. Frente a la historia y al Estado, el colectivismo no pudo intervenir críticamente ni como arte ni como política. La respuesta anticipada del Frente a esta imposibilidad pareciera ser la noción del trabajo cultural, práctica que define como cualquier actividad “dentro del planto estético-ideológico de las relaciones sociales” (Frente 384). En otras palabras, con la noción de trabajo cultural el Frente propuso trascender la relegación social del arte mediante una definición más inclusiva del arte como una práctica estético-ideológica. Así amplió el rango de registros sociales del arte a la misma vez que asimiló la praxis artística a la actividad estético-ideológica más general. Pero al afirmar la necesidad de la cooperativización del trabajo cultural, también puso de relieve una justificación más precisa e histórico-materialista para su intervención: En las condiciones actuales de la organización social mexicana, los trabajadores de la cultura presentan formas organizativas laxas e inestables, que los someten a la 6 El Frente organizó varias muestras: “Muros Frente a Muros”, exhibición organizada en Morelia, Michoacán, en 1978 que pretendió abarcar nuevas aproximaciones al muralismo y al arte público; “América en la Mira”, exhibición internacional, de técnicas múltiples, montada en varias ciudades mexicanas en torno al quinto aniversario del golpe de Estado en Chile; y “Artes y Luchas Populares en México”, exposición organizada en el Museo de Ciencias y Artes de la UNAM que intentó servir como una síntesis de estéticas de la década previa (1968-78), incluyendo, entre otros géneros, testimonios gráficos del movimiento estudiantil, fotografías de reportaje, y obras de los Grupos El Colectivo, Germinal, Mira, Proceso Pentágono y el Taller de Investigación Plástica (Liquois 35).

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mayor explotación laboral y social, mientras su proyección en la lucha reivindicativa también es marginada y voluntarista. En consecuencia, los objetivos del Frente se orientan a promover la organización y el trabajo colectivos de sus integrantes, hacia la perspectiva superior de transformar las relaciones de producción y de significación capitalistas. (Frente 385)

La organización del trabajo cultural no remite únicamente a su sindicalización, sino también a la colectivización del proceso técnico de la producción. El énfasis del Frente en la colectivización del trabajo cultural apunta a dos aproximaciones contrapuestas: una más idealista en que la cultura asume un papel de vanguardia en relación a la organización política de la lucha obrera; y otra aparentemente más radical, que considera la colectivización del trabajo estético-ideológico como el material de su intervención en la socialización capitalista del trabajo. Siguiendo esta segunda lectura, el Frente sugiere que la transformación de las relaciones de producción podría llevarse a cabo desde adentro de la expropiación de la fuerza de trabajo y por lo tanto desde el sitio de la producción material al igual que la semiótica o cultural. La autopresentación del Proceso Pentágono para Artes Visuales insinúa la posibilidad de plantear la intervención del colectivismo desde el propio devenir de la capacidad expresiva del arte. En su breve ensayo de 1985, Ehrenberg declaró que el colectivismo de los Grupos había propuesto un modelo ético-político capaz de trascender el ámbito social del arte. Proceso Pentágono había desarrollado una posición más matizada en su manifiesto de 1980. Los autores declaran que el trabajo grupal, surgido de la generación del 68 “es mucho más complejo de lo que se piensa”, aunque “por otro lado, el ser grupo no es, ni con mucho, su característica más importante, la reunión o asociación de ‘artistas’ no es un elemento definitorio, ni el que podría darles del todo su carácter, como sucede con los oportunistas de la promoción cultural” (“De lo frío” 26). En una aparente contradicción, responden a continuación a la pregunta retórica “¿Dónde es, pues, donde gravita el epicentro en lo que respecta a los grupos?”, al afirmar que “radica sobre todo en su concepto de la producción visual y el trabajo colectivo que ello implica” (“De lo frío” 26). Su situación respecto de la trayectoria del arte mexicano durante el siglo xx permite captar el posible sentido de la diferencia entre una noción del colectivismo y otra.

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Como Germinal, los autores proponen una reconstrucción del devenir del modernismo a caballo entre la Escuela Mexicana y la actitud interiorista de la Generación de la Ruptura. Describen el advenimiento de los Grupos de la siguiente manera: “Al fin se está saliendo del letargo en el que trasnocharon figurones del decorado y provocadores de salón, un letargo que ya duraba cuarenta años, cuarenta años de vacío teórico” (“De lo frío” 26). Insinúan que el estar más allá de las polémicas entre el abstraccionismo y realismo les permite identificar una crisis en la autoridad social del arte. El vacío teórico no es solamente el lapso de tiempo que los separa del proyecto de arte público y del colectivismo de los años treinta. También es la perspectiva teórica y reflexiva que les permite percibir la diferencia entre “el ser grupo” como el “elemento definitorio” del movimiento y la implicación del trabajo colectivo como consecuencia de la reconceptualización de la producción visual. Lo que señalan no es la ausencia de la teoría del arte durante el periodo en cuestión, sino la ausencia de un reconocimiento en el arte mismo del carácter cada vez más autorreflexivo de su propia capacidad de expresión. Si para Hegel la capacidad de la pintura representativa y secular pierde el lugar privilegiado para expresar la verdad social, el llamado fin del arte (romántico) no señala el fin de la necesidad social del arte, sino su subordinación a la filosofía o más bien al carácter cada vez más reflexivo de la autocomprensión moderna (Pippin 281284). Para Adorno, el fetichismo de la mercancía asume la expresión sensible de lo absoluto en términos históricos a la vez que niega la especificidad histórica de la sociedad que objetiva. Sublimar el vacío teórico del arte implicaría reconocer un cambio tanto en la capacidad expresiva de la pintura como en la estructura social del trabajo y su objetivación y por tanto la relación que sostiene con el arte. Una nueva conceptualización del arte necesitaría reconocer un cambio en la función social al igual que en la identidad del arte. Si la indistinción entre el muralismo y la pintura de caballete durante el corto siglo xx se debe a la falta de este reconocimiento, Proceso Pentágono propone la salida del vacío teórico del arte por medio de la cooperativización del trabajo artístico y la autogestión de sus instituciones. Es en este sentido que pueden interpretarse las últimas líneas del texto: La práctica pictórica, como todo, está subordinada a la historia, y ésta le exige no sólo un lenguaje y un discurso apropiados sino un cambio en lo que a su producción, distribución y consumo, se refiere. Esto requiere de seriedad y rigor en la

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investigación visual. Los objetivos político-estéticos son la forja de un concepto distinto de pintura, y aquí pintura no es, evidentemente, un soporte con pigmento. (“De lo frío” 26)

El pasaje permite matizar el sentido en que Proceso Pentágono propone la “subordinación” del arte a la historia al reflexionar sobre cómo la determinación política e histórica de la función del arte también define su identidad social y estética. Se podría entender así que proponer el colectivismo y la autogestión como maneras de salir del “vacío teórico” no significa abandonar la pintura, sino replantearla al subordinar la normatividad estilística a la reflexión sobre la propia función y definición sociales del arte. La formulación de Proceso Pentágono permite considerar el potencial crítico del arte y, por lo tanto, su autonomía parcial de la praxis social capitalista. De una manera contraintuitiva, se podría plantear el colectivismo de los Grupos como índice de la historicidad del mismo gesto. Así, el colectivismo leído como salida del vacío teórico, es decir, en tanto devenir reflexivo del arte y como respuesta a la coyuntura institucional local, nos permite trazar una distinción al interior del ser grupal como la marca definitoria de los Grupos. Su apuesta vanguardista se juega en la diferencia entre el colectivismo pensado como la mera repetición de una forma de organización anterior y el colectivismo pensado como consecuencia de la reconceptualización de la identidad y el papel social del arte —entre el colectivismo como señal de la fusión entre arte y praxis social capitalista, y el colectivismo como espacio de reflexión crítica y social articulado desde su autonomía dependiente de la socialización del trabajo capitalista—. Al trazar una manera de entender la continua relevancia del arte, las palabras de Proceso Pentágono nos indican hasta qué punto los Grupos pensaron el problema de la neovanguardia mediante la especificidad de su coyuntura institucional y política. Proceso Pentágono anuncia esta apuesta en uno de los textos que autorizó para el catálogo de la Sección Anual de Experimentación del Salón de Artes Plásticas de 1979. La sección de experimentación fue un agregado a las categorías genéricas y técnicas del concurso anual del INBA. También pretendió servir como el reconocimiento oficial de las tendencias artísticas generadas a partir del movimiento estudiantil del 68, pretensión que supuso a su vez la cosificación de la misma periodización (García Canclini 3). Como anota Néstor García Canclini, que fue miembro del jurado, en su ensayo incluido

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en el catálogo, Proceso Pentágono participó en la exhibición pero no en el concurso como protesta contra el fomento de la competitividad entre artistas y como reivindicación de su independencia ante el auspicio económico oficial. Junto con su protesta interna, la obra que presentó Proceso Pentágono, titulada 1929: Proceso, pareciera cumplir con los objetivos sociales más ambiciosos del salón, según los plantea García Canclini: el cuestionamiento de la organización productiva y las instituciones del arte, al igual que las “estrategias simbólicas de las clases dominantes” (7). 1929: Proceso fue una ambientación cerrada de unos 400 metros cuadrados que parecía reproducir una delegación de policía (García Canclini 31). El título hace referencia a los cincuenta años del Partido Revolucionario Institucional. La instalación llevaba al espectador por un pasillo que atravesaba una serie de cuartos oscuros llenos de instrumentos y utensilios referentes a la tortura. La obra también repartía un cuestionario que preguntaba sobre el significado del término “desaparecido”, sobre los nombres de víctimas de represión política reciente y sobre posibles conocidos personales de los desaparecidos (García Canclini 32). El cuestionario imitaba el lenguaje, la tipografía y el formato de un documento oficial impreso con el encabezado de Proceso Pentágono. Por mucho que 1929: Proceso y su exhibición cumplieran con los criterios sociales del experimentalismo artístico que García Canclini remarca, el grupo también desafía la categoría de experimentación como tal en uno de los textos del catálogo, “De hebras, hilos y piolas”. Los autores se oponen al alza del experimentalismo, o más bien, a la incorporación de lenguajes y objetos heterogéneos al arte como respuesta a la crisis de la autoridad del arte: Ninguno de nosotros recuerda cómo se fueron localizando uno tras otro los datos, las observaciones, las reflexiones que han ido poco a poco configurando una forma de trabajo. Como hebras que no sabemos cómo, pero que de un momento a otro son la pequeña araña de algún rincón. Así, en el trabajo cotidiano, sin conciencia en un principio de lo que iba sucediendo, se fueron atando los cabos…Hace ya mucho tiempo que la pintura —trozos de hilo surgidos por aquí y por allá— dejó paulatinamente de ser sólo pigmento sobre una tela; fue desbordando aquellos límites para convertirse en araña. (Proceso Pentágono, “De hebras” 208).

El material mismo de la pintura —las hebras de tela— ha sido recompuesto y redefinido desde las prácticas de investigación y colaboración que se fueron gestionando física y metafóricamente por fuera del marco de la pintura.

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No obstante, es precisamente esta reconfiguración de la materialidad misma del arte que la pintura, en este caso, tendría que tomar en cuenta para seguir siendo relevante. Para parafrasear la autopresentación del grupo citada arriba, la pintura dejaría de ser “un soporte con pigmento” a condición del reconocimiento de este cambio en la identidad del arte. En lugar de la experimentación, los autores proponen la investigación social e histórica al igual que artística como la base de su práctica y así también la materialidad y el vocabulario estilístico de la obra. Más allá de la investigación como una práctica determinada, la sutileza del texto se encuentra en la manera en que retrata la subordinación del arte a la historia, en palabras de Proceso Pentágono, en los términos literales y metafóricos de la materialidad de la pintura. El texto desplaza así el “desborde” de la pintura, o la hibridación del lenguaje y registro social del arte, a favor de una reflexión sobre cómo teorizar o pensar ese desborde en la práctica: “Cabría preguntarnos”, escriben, “por qué se aplica el sustantivo experimentación a este cúmulo de pitas, fibras de estambre y pedazos de hilo nylon y algodón. No ha faltado quien clasifique estos desbordes como ajenos a la pintura… sin más, al lado de las secciones de pintura, gráfica y escultura aparece la de experimentación” (“De hebras” 209). Como manifiesto vanguardista, es interesante notar que “De hebras, hilos y piolas” no pretende defender la experimentación como algo más que sus soportes físicos y por tanto más que un estilo artístico particular frente a otros. Es más bien un esfuerzo por defender la pintura en tanto “reconfigurada” en su interior por “una forma de trabajo” contingente y cotidiana heterónoma al arte. Siguiendo a Adorno, podríamos decir que la intervención de Proceso Pentágono en la Sección Anual de Experimentación ilustra la implicación del arte autónomo en los procesos y materiales heterónomos que lo producen. No obstante, como los mismos autores sugieren en su autopresentación, la importancia de esta relación dialéctica para comprender el vanguardismo de los Grupos no se encuentra en la capacidad redentora del arte frente al capitalismo. Al contrario, la marca definitoria de los Grupos fue “su concepto de la producción visual y el trabajo colectivo que ello implica” (Proceso Pentágono, “De lo frío” 26). Como hemos intentado mostrar, la reconceptualización de la producción visual y el trabajo colectivo se implican mutuamente en el proyecto de los Grupos. El colectivismo es su apuesta por la renovación de la relevancia social y capacidad transformadora del arte. En lugar de declarar la

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fusión de arte y política, los Grupos insistieron en la historización de su propio gesto: propusieron politizar las relaciones sociales de producción desde la organización técnica del trabajo. Si bien los distintos integrantes de los Grupos comprendieron las consecuencias de la colectivización del trabajo artístico de maneras diversas, proponer el colectivismo de los Grupos como una propuesta de vanguardia permite historizar la relación entre arte, institución y política más allá de su caso específico. Obras citadas Adorno, Theodor. Teoría estética. Trad. Jorge Navarro Pérez. Madrid: Ediciones Akal, 2004. Álvarez Sánchez, Sol. Arte y centralismo. México: CENIDIAP, 2011. Benítez Dueñas, Issa María. “Reconstruir el vacío y recuperar el espacio: Ehrenberg conceptual”. Felipe Ehrenberg: Manchuria visión periférica. México: Editorial Diamantina, 2007, 21-26. Bürger, Peter. Teoría de la vanguardia. Trad. Jorge García. Barcelona: Ediciones Península, 1997. Calinescu, Matei. Five Faces of Modernity. Durham: Duke UP, 1987. Coffey, Mary. How a Revolutionary Art Became Official Culture. Durham: Duke UP, 2012. Ehrenberg, Felipe. “En busca de un modelo para la vida”. De los grupos los individuos: artistas plásticos de los Grupos Metropolitanos. México: Museo de Arte Carrillo Gil, 1985. Espinosa, César, y Araceli Zúñiga. La Perra Brava: arte, crisis y políticas culturales. Periodismo cultural (y otros textos) de los años 70 a los 90. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2002. Fox, Claire. Making Art Panamerican: Cultural Policy and the Cold War. Minneapolis: U of Minnesota P, 2013. Frente Mexicano de Grupos Trabajadores de la Cultura. “Declaración y Reglamento”. Frentes, coaliciones y talleres: grupos visuales en México en el siglo xx. México: Casa Juan Pablos, Centro Cultural, 2007, 382-388. García Canclini, Néstor. “¿Adónde va el arte mexicano?”. Salón Nacional de Artes Plásticas, Sección Anual de Experimentación 1979. México: INBA, 1979, 3-7. Germinal. “Germinal”. Artes Visuales 23 (1980): 30-31.

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(Des)aparecer en la escritura: sujeto y fracaso en la Trilogía involuntaria de Mario Levrero

César Barros A. (SUNY New Paltz) La línea recta, el trabajo, el destino, la persistencia en el yo, solo pueden llevar al fondo de lo conocido donde nos espera apenas un miserable reconocimiento tranquilizador. Es preciso hacer intervenir al otro, a todos los otros posibles e imposibles, en una constelación multidimensional, para que podamos ir a parar realmente a otro lugar. César Aira, La innovación

Comencemos por el final. Las últimas líneas de El lugar: Mis manos siguen escribiendo y voy leyendo lo que escriben con rara fascinación. De pronto las veo como seres independientes, y siento un nudo en la garganta y ganas de dar un alarido. La calle está raramente silenciosa. Apenas pasa algún coche de tanto en tanto. A lo lejos, algún disparo de arma de fuego, o un entrecortado tableteo de ametralladora. No tengo sueño. Tengo sed. Tengo hambre. No tengo sueño pero quiero dormir. Quisiera dormir sin soñar, dormir mucho tiempo sin imágenes, liberar mi mente de todo pensamiento y mi cuerpo de toda sensación. Los interrogantes se siguen sucediendo, mis manos siguen escribiendo, pero no surge ninguna respuesta. (158-159)

Quisiera leer estas últimas líneas como una suerte de punto de fuga de la constelación “involuntaria” que constituyen las novelas La ciudad, París y El lugar de Mario Levrero. Es bien sabido que, pese a ser la última novela de la Trilogía involuntaria en ser publicada (1982), Levrero escribe El lugar no mucho después de La ciudad, su primera novela, en 1969. El lugar tiene así una doble posición: es a la vez el centro de la trilogía y uno de sus extremos. Y así también podemos leer estas últimas líneas como centro significante y como

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cierre.1 Allí el narrador, cuya coincidencia con el protagonista queda tanto confirmada como puesta en suspenso en este pasaje, contempla fascinado/ horrorizado una escena de escritura: quiere un descanso después de una larga y pesadillesca deriva (a diferencia de las otras novelas de la trilogía, el protagonista llega finalmente a casa) y sin embargo sus manos, o las manos de otro, siguen escribiendo. Más allá —alarido de por medio— de sus algo caricaturescos visos existencialistas, en el final de El lugar asistimos, junto a su protagonista, a una escena de escritura automática. André Breton alguna vez dijo que si el practicante de la escritura automática estuviera “Lúcido, despierto, saldría lleno de terror de ese mal paso” (Segundo manifiesto 126) y es justamente esta coexistencia de dos sujetos lo que le da los visos siniestros a la escena en El lugar. Las manos escriben a pesar del protagonista. ¿Qué es lo que escriben? Lo que estamos leyendo, El lugar. Y, dada la mentada posición de centro y extremo de la novela, quizá también la Trilogía involuntaria completa. Voy a utilizar esta escena de escritura automática, una escena en la que un sujeto, muy a pesar suyo, observa su división como entrada para establecer una relación entre la trilogía y la vanguardia histórica y, más específicamente, entre la trilogía y el surrealismo, considerado como una práctica escrituraria que desafía —intenta hacer fracasar— la consistencia y posición del sujeto soberano burgués. No soy el primero en establecer esta relación, por supuesto. Desde comienzos de los años setenta, poco después que se publicara la primera novela de la Trilogía involuntaria, se comenzó a asociar la escritura de Levrero con el surrealismo. Ángel Rama en La generación crítica (1972) comenta sobre la escritura de Levrero: “Por tratarse de una literatura emparentada con el surrealismo a través del funcionamiento del psiquismo libre, no son las estructuras racionales, explicativas, sino las imágenes persuasorias las que delatan sus opciones” (241). Hugo Verani, por su parte, plantea: “La acumulación 1 En términos de escritura, La ciudad es de 1966, El lugar de 1969 y París de 1970; en términos de publicación las novelas son respectivamente de 1969, 1982 y 1980. El orden de publicación debe ser considerado si tomamos en serio la idea de una trilogía. Entre otras cosas, si El lugar fue publicada trece años después de su escritura y después de las otras dos novelas, muy posiblemente fue objeto de revisiones que consideran las dos novelas anteriores. De hecho, es solo en el momento de publicación de El lugar que Levrero decide nombrar a la serie como tal. En este sentido, El lugar es definitivamente un episodio final que constituye retroactivamente a la serie como serie y por esto, más allá de la fecha de su primera escritura, adquiere una posición central en la Trilogía involuntaria. El mismo Levrero parece confirmar esto cuando dice que El lugar hace “de puente entre La ciudad y París, que leídas sin la novela intermedia podrían aparecer como cosas muy distintas” (Gandolfo 22-23; mi énfasis).

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de situaciones excéntricas y de encuentros fortuitos, la suspensión onírica y la eliminación de los mecanismos sicológicos previsibles ponen de manifiesto la afinidad de Levrero con el surrealismo” (“Mario Levrero” 49). Sin embargo, en estas lecturas —solo dos ejemplos de una línea vasta de comentarios críticos que establecen esta asociación— el surrealismo y su presencia en la Trilogía involuntaria quedan relegados a una colección de temas y “técnicas”, por lo que se tiende a pasar por alto lo que este tiene de pensamiento sobre la práctica escrituraria, su posición en lo social/ institucional y la subjetividad burguesa. Quisiera proponer aquí que sujeto y escritura son un nodo fundamental en la Trilogía involuntaria. Si bien la escritura aparece tematizada esporádicamente y más en su irrupción enunciativa que en una tematización explícita en el enunciado, tiene su punto de emergencia al final de El lugar, conformándose, como en acción diferida, en motor significante de las tres novelas. El sujeto de/ en la escritura es lo único que queda de este sujeto impotente que aparece al final dormido y sonriente (La ciudad), en un llanto y una carcajada involuntarios (París) u observando cómo la escritura se apodera de su tenue voluntad (El lugar). Así, me parece que es posible encontrar una insistencia en Levrero sobre la centralidad de la escritura como el lugar donde aparece una subjetividad mínima y paradójica, impropia e impotente, que piensa en y se distancia del sujeto soberano burgués. La escritura como lugar improductivo, como desvío hacia otro camino que no sigue ni los presupuestos de la división literaria del trabajo ni las determinantes del sujeto burgués obsesionado con el sentido, lo útil y lo productivo.2 Más allá de encontrar tal o cual “rasgo vanguardista” en estas novelas, entonces, me interesa concentrarme en el pensamiento que estas obras elaboran o gatillan, en un diálogo escéptico con una serie de posiciones de la vanguardia histórica y especialmente con el surrealismo, en torno a las nociones de sujeto y voluntad, y a la posición que la escritura adquiere en relación a ellos.3 2 En su lectura de La novela luminosa Graciela Montaldo hace hincapié en la relación entre la institución literaria y el trabajo de escritor tematizada en la novela. Dice Montaldo que en esta novela “la escritura es parte de un proceso donde el acto de escribir se vuelve visible porque hubo dinero de por medio. La literatura, en este caso, no es la construcción ni la deconstrucción, sino la exhibición de todo aquello que no es literatura pero que la hace posible” (28). 3 Se ha establecido una especie de corte absoluto entre “dos Levreros” y el corte parece estar estructurado según la tematización más explícita del rol de la escritura en el “segundo Levrero”. El presente ensayo intenta establecer un puente entre las dos épocas del escritor.

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Escritura automática, sujeto y fracaso Las nociones de éxito y fracaso se han transformado en piedra de toque a la hora de acercarnos a las vanguardias históricas. La intervención de Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia ha marcado una suerte de ruta en este sentido.4 Bürger es inequívoco en plantear el fracaso de la vanguardia, materializado en la absorción, por parte de las mismas instituciones burguesas a la que se oponía, del shock y el impulso vanguardista por lograr la eliminación de la distancia entre arte y vida. Sin embargo, la intervención de Bürger se remite a pensar si la vanguardia como proyecto es exitosa o no y no se concentra en cómo éxito y fracaso entran en las mismas prácticas vanguardistas. En otras palabras, las nociones de fracaso y éxito han quedado secuestradas en el diagnóstico de Bürger y de toda la genealogía crítica que este abrió, lo que ha obstruido una mirada sobre el papel que jugaron las nociones de fracaso y la frustración mismas en la escritura, las prácticas pictóricas, cinemáticas y performáticas vanguardistas, algo que quisiera aquí pensar en relación a Levrero. Asimismo, ciertos parámetros moderno-burgueses voluntaristas y triunfalistas a través de los cuales la misma retórica de las vanguardias circulaba —su epítome se encuentra en el género del manifiesto— han contribuido en no poca medida a desviar nuestra mirada sobre el rol del fracaso en su práctica. Esta cuestión no es trivial, pues si le creemos al discurso vanguardista y su ética de la “destrucción de los valores”, el mismo binomio éxito/fracaso tendría que quedar puesto en entredicho como medida de valuación burguesa.5 Así, se podría aplicar lo mismo que André Breton plantea sobre el par destrucción/ En este sentido, estoy de acuerdo con Diego Vecchio, quien plantea: “Los años noventa, nos dicen, marcan un punto de inflexión. Levrero parecería abandonar la veta fantástica por una literatura egotista en consonancia con una época proclive a las confesiones, verdades y mentiras, a una literatura que es literatura porque ya no es literatura y se jacta de ser documento, pose, performance o testimonio. Una vez más, se trata de una trampa, o, mejor dicho, de un espejismo espectral. Hay un cambio de rumbo, esto es innegable. Pero […] se trata de una literatura del yo que gira en torno a un vacío, de una literatura íntima desprovista de intimidad, de una literatura egotista que se despliega en un desierto de eventos, poblados por un ego fantasma, asediado por espíritus, demonios o pájaros” (Vecchio 3). 4 Dice Bürger: “[T]oday, the farther reaching intentions of the avant-garde movements can in fact be judged to have failed” (87). 5 Quizá una verdadera escansión entre la esfera política, ciertamente heroica en lo que concierne a las vanguardias, y la ética, la de la destrucción de las categorías de valoración burguesas, nos puede permitir un acercamiento más productivo a la noción de fracaso.

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creación en su defensa del surrealismo a las nociones de éxito y fracaso: “cuán absurdo resultaría adjudicarle [a la práctica surrealista] una orientación exclusivamente destructora o constructora: el punto en cuestión es a fortiori aquel en que la construcción y la destrucción dejan de ser blandidas la una contra la otra” (Segundo manifiesto 84). Como se verá, Levrero en mi perspectiva viene a completar, aunque sería mejor decir descompletar o desarmar, este impulso surrealista al pensar el fracaso y su codeterminación con el automatismo y llevarlo a sus últimas consecuencias. En The Queer Art of Failure, Jack Halberstam intenta rescatar ciertas prácticas contemporáneas queer que se inscriben en el fracaso como un espacio oposicional o de fuga a la lógica del capital, justamente en lo que esta última tiene de triunfalista. Dice Halberstam: “Heteronormative common sense leads to the equation of success with advancement, capital accumulation, family, ethical conduct, and hope. Other subordinate, queer, or counter-hegemonic modes of common sense lead to the association of failure with nonconformity, anticapitalist practices, nonreproductive life styles, negativity, and critique” (89).6 ¿En qué sentido podríamos considerar las prácticas contrahegemónicas vanguardistas y, en específico, la escritura automática surrealista como una práctica del fracaso? ¿Y cómo podríamos ver una relación entre esta posible versión del surrealismo y el pensamiento desplegado en la Trilogía involuntaria? La escritura automática se puede describir como un dispositivo que intenta romper con las trabas del superego para permitirle al sujeto un acceso a otras constelaciones, a otra realidad, una más allá o más acá de la respetabilidad burguesa.7 Pero esta descripción es, si no falsa, completamente insuficiente. El surrealismo es un intento, en la práctica escritural misma, de hacer aparecer no 6 Al hacer recurso de la teoría queer no quiero plantear que el discurso surrealista o la narrativa de Levrero se desmarquen necesariamente de la normatividad sexo-género capitalista. En el caso de Levrero en particular esto se hace bastante difícil de defender. Su constante recurso a una constelación de deseo que otrifica a la mujer y construye su cuerpo como objeto sublime es solo una muestra de su inscripción en la heteronorma. Sin embargo, la teoría queer nos permite pensar ciertas posturas éticas y políticas contrahegemónicas que, a pesar de insertarse dentro de la norma sexo-género, son invisibilizadas muchas veces por una crítica que también se localiza cómodamente en esta norma. 7 Recordemos la definición de surrealismo que da Breton en el Primer manifiesto: “SURREALISMO: s. m. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con exclusión de todo control ejercido por la razón y al margen de cualquier preocupación estética o moral” (44).

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un sujeto inconsciente independiente, sino el sujeto en su división. En otras palabras, es una exploración sobre la codeterminación entre la consciencia y lo inconsciente, entre lo voluntario, lo involuntario y lo automático. Como planteara Maurice Blanchot, el surrealismo “sobre todo busca su Cogito” (“Reflections” 86; mi traducción). Se trata de un cogito impropio, inmanente a la escritura misma. Como dice Breton en el Primer manifiesto: Escribe velozmente, sin tema previo, con tal rapidez que te impida recordar lo escrito o caer en la tentación de releerlo. La primera frase vendrá sola, puesto que cada segundo hay una frase, ajena a nuestro pensamiento consciente, que pugna por manifestarse. Es bastante difícil pronunciarse sobre el caso de la frase siguiente, la que sin duda participa a la vez de nuestra actividad consciente y de la otra, si se admite que el haber escrito la primera frase implica un mínimo de percepción. Pero esto no debe preocuparte, porque allí reside en su mayor parte el interés del juego surrealista. (49; mi énfasis)

Así, la práctica surrealista tiene menos que ver con la puesta en contacto de realidades que la lógica burguesa considera distantes, que con la supresión de las lógicas de valuación burguesa que la práctica misma inspira.8 Se trata de una nueva mirada provocada por estas constelaciones generadas en esta especie de improducción que es la escritura automática (producción sin utilidad para el sentido común burgués, producción que no prolonga al sujeto soberano). Como plantea Blanchot: “[The] effort, by which man tries to turn round on himself and seize a gaze that is no longer his own, has always been the dream and resource of surrealism” (“Literature” 93). Lo real de la “pasión por lo real” (Badiou) surrealista, entonces, no es la de encontrar una realidad más real en una reserva inconsciente; lo real se encuentra en el surgimiento de la mirada intermitente en la distancia y coexistencia de dos sujetos. Quizá una de las mejores definiciones de esta práctica la da Jean Paul Sartre en su crítica acérrima del automatismo: Automatic writing entails above all a destruction of subjectivity: when we try our hand at it, clots travel through us spasmodically, tearing us asunder. We do not 8 Como planteara Laurent Jenny, “the [surrealist] poet did not bring these words or images together; rather, he observed them gravitate toward each other by making himself openminded or dream prone so that he would not impede their course and not interpret their collision in terms of meanings that have been inculcated in him by his culture” (50; mi énfasis).

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know where they come from, we do not know them at all before they take their place in the world of objects, and then we can but perceive them only with strange eyes. It is not, therefore, as has too often been stated, a matter of substituting their unconscious subjectivity for consciousness, but rather of showing that the subject is an inconsistent lure in the midst of a subjective universe. (Citado en Beaujour 87; mi énfasis)

El sujeto que descubre el surrealismo no es, entonces, una reserva: aparece en la frustración, el desconcierto en la división, una suerte de resto que solo se hace visible en la escritura. Si aparece algo en la práctica de la escritura automática esto se debe entonces al desacople, al menos en teoría, de voluntad y subjetividad. El sujeto de la escritura automática no es un sujeto que quiere algo, ni uno que no quiere nada. Sería entonces un sujeto que ni quiere ni no quiere. Podríamos comparar a este sujeto con la figura del sujeto de la potencia, tal y como la comenta Giorgio Agamben. Este sería un sujeto que se constituye en la posibilidad de hacer y, sobre todo, de no hacer algo: “Una experiencia de la potencia en cuanto tal es siempre también potencia de no (de no hacer o de no ser algo), la tablilla de escribir tiene que poder también no estar escrita” (105).9 El sujeto del automatismo, en contraste, no es el de la potencia pues es un sujeto frustrado y despojado, sin reserva: no se trata de poder no hacer o de preferir no hacer, sino de un hacer a pesar de querer o no querer, un sujeto impotente cuyo éxito no es suyo. Lo automático aquí daría la máxima independencia posible, la paradójica y algo fútil autonomía del automaton, fracasada sin duda bajo la luz del sujeto soberano burgués. Una escritura sin pneuma, sin el soplo del cogito. Allí radica la aniquilación más radical del sujeto cartesiano, burgués, soberano. Se trata de una instancia que actúa cuando no ha pensado en querer ni en no querer actuar. Es esta instancia la que aparece en la sintaxis del texto surrealista: un sujeto sin acto soberano y sin potencia, es decir, a la luz de la “retórica liberal

9 Dice Agamben: “Esta ‘potencia de no’ es el hilo secreto de la doctrina aristotélica de la potencia, lo que hace de toda potencia en cuanto tal una impotencia. Así como el arquitecto conserva su potencia de construir aun cuando no la actualice […] el pensamiento existe como potencia de pensar y de no pensar, como una tablilla encerada en la cual no hay nada escrito […]. Y así como la capa de cera sensible al trazo se deja grabar por el punzón del escriba, la potencia del pensamiento, que no es en sí mismo cosa alguna, deja lugar al acto del entendimiento” (99).

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de la decisión” (Halberstam), un sujeto fracasado.10 La escritura automática, qué duda cabe, es un acto, pero llevado a sus últimas consecuencias sería un acto accidental, ni deseado ni no deseado, el acto de un sujeto resto. No se trata principalmente de una nueva excepcionalidad artística —como Breton plantea una y otra vez en el Manifiesto, cualquiera puede hacerlo— sino de un ejercicio de deriva en el cual la escritura hace aparecer, mediante la entrada de otra escena, la inconsistencia del camino ya trazado por el Otro para el sujeto burgués.11 Mediante su entrega al desvío en la escritura (la entrega de su soberanía) el sujeto se puede contemplar en su impropiedad: “Lo importante es que ya no sea libre, que continúe hablando todo el tiempo que dure el misterioso campanilleo: en efecto, en el momento en que deja de pertenecerse, nos pertenece a nosotros” (Segundo manifiesto 126). Así, la práctica surrealista está dedicada a explorar el fracaso, la frustración y el desvío de este sujeto sin soplo. Sin embargo y algo paradójicamente, la retórica triunfalista de la vanguardia histórica, sobre todo en los manifiestos de Breton, recubre con una especie de épica voluntarista la improducción del fracaso del sujeto. La práctica escritural de Levrero, comenzando con las novelas de la Trilogía involuntaria, explora esta tensión y, podría decirse, la hace protagonista. En estas novelas aparecen los tres sujetos que se tensionan en la práctica surrealista: el sujeto que busca su soberanía a costa de su entrega al Otro del sentido 10 Uno de los primeros textos publicados por Jacques Lacan, “El problema del estilo y la concepción psiquiátrica de las formas paranoicas de la experiencia” (publicado en la revista surrealista Minotaure) resalta en cierto sentido este fracaso del sujeto burgués, entendido allí, como el sujeto “cuerdo”. Habla allí Lacan de la “sintaxis de la experiencia paranoica”, cuya comprensión, “nos parece una introducción indispensable para la comprensión de los valores simbólicos del arte, y muy especialmente de los problemas del estilo —a saber, las virtudes de convicción y de comunión humana que le son propias, no menos que a las paradojas de su génesis—, problemas siempre insolubles para toda antropología que no se haya liberado del realismo ingenuo del objeto” (4). 11 Esta democratización del sujeto de la escritura y del cambio de signo de la noción de inspiración provocó bastante polémica. Vicente Huidobro es un caso ejemplar de la oposición a esta proposición surrealista, tal como se ve en su Manifiesto de manifiestos: “Hay que ser un verdadero poeta para poder dar a las cosas que se hallan cerca de nosotros la carga suficiente para que nos maravillen; hay que ser poeta para enhebrar las palabras cotidianas en un filamento Osram incandescente, y para que esta luminosidad interna caldee el alma en las latitudes a que se nos precipita” (13). En este y otros textos Huidobro no solo critica la democratización de la práctica literaria postulada por los surrealistas, sino también la misma posibilidad de una escritura automática. Se podría plantear que hay una copertenencia entre ambas proposiciones.

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burgués, el sujeto impotente, fracasado en este intento, y un sujeto completamente automático que sería el resto involuntario de esta tensión. De alguna manera, Levrero des-sublima el resto épico surrealista al cruzar impotencia y acto involuntario, evacuando así aquel optimismo bretoniano. Corte, desvío, seducción Mario Levrero bautizó estas tres novelas como una Trilogía involuntaria —involuntaria, porque el escritor se habría percatado ex post facto de que había un tema común—. A mi parecer, Levrero, quizá involuntariamente, dio en el clavo con el nombre de la trilogía, pero no por la supuesta importancia de la ciudad, ni por lo azaroso de su “descubrimiento”, sino por la centralidad misma de la voluntad y su frustración a lo largo de las páginas de las tres novelas: sería una trilogía sobre la voluntad, sobre lo (in)voluntario; una trilogía sobre el sujeto.12 Las tres novelas son especies de experimentos donde se piensan los mecanismos de “enganche” del sujeto en la ideología, sus capacidades de fuga y el estatuto de la acción y la pasividad. La tematización de la escritura y un cierto automatismo que recorre las tres obras son las dos caras de la moneda de esta exploración sobre el sujeto. Cada una de las novelas de la trilogía tiene, por supuesto, sus coordenadas propias. Sin embargo, hay una serie de elementos formales y temáticos que las comunican: son todas narradas en primera persona por el protagonista; todas muestran un recorrido que tiene la forma de una búsqueda-huida; y en todas hay similitudes en las lógicas que hacen funcionar al mundo novelesco, cuyo rasgo fundamental es la falta de garantía simbólica, un Otro presente, pero invisible y opresivo cuyo deseo es inextricable para el protagonista. En todas hay también irrupciones más o menos notorias del lugar de enunciación, una especie de tiempo y lugar imposible de la escritura de todo aquello que sucede en el relato. La escritura de la peripecia aparece ya sea tematizada (El lugar es un caso paradigmático, pues el protagonista 12 Sobre el nombre de la Trilogía involuntaria dice Levrero: “La trilogía es involuntaria en el sentido de que nunca me propuse (conscientemente) escribir una trilogía; La ciudad, El lugar y París fueron saliendo, en ese orden, y solo bastante tiempo después las descubría centradas en un tema común: la ciudad. En la primera aparecía solo como un proyecto (unos planos); en la segunda, se la atravesaba fugazmente en la última parte; en la tercera, el protagonista estaba sumergido en ella” (Verani “Conversación” 16).

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va recogiendo actos e impresiones en una libreta) o mediante la irrupción de marcas temporales o pequeñas interrupciones que nos hacen preguntarnos por el lugar de enunciación de la narración. Pero sin duda aquello que comunica a estas novelas de manera más clara y que a la vez determina los isomorfismos recién mencionados son sus comienzos. En las tres novelas el comienzo se constituye como un corte violento en la vida del personaje, tan violento que le da al personaje una suerte de exterioridad en relación al mundo de la novela. Literal o figurativamente, los tres personajes son “arrojados” al mundo de la peripecia novelesca. Estos comienzos, es importante notar, no son recomienzos ex nihilo, sino más bien una especie de desvío abrupto de una cotidianeidad que se sugiere algo mediocre y sin eventualidades, pero de la que poco o nada sabemos. Esta estructura hace del corte en sí mismo (no el origen, ni siquiera la salida por tiempos añorada) lo más importante en la acción y en la posición subjetiva del protagonista. No hay ni nuevo origen, ni origen perdido, entonces, sino la experiencia de un corte inmanente; algo que, como veremos, hace de cada personaje un sujeto angustiado.13 En La ciudad, el protagonista aparece en una casa desvencijada de la que pronto e impulsivamente decide salir, dejando puertas y ventanas abiertas. Es así que cual Dante, en medio de la lluvia y la oscuridad, el protagonista pierde el camino: Caía, en efecto, la noche; los contornos de las cosas, ya un poco diluidos por el agua, iban perdiendo toda nitidez. Pensé que en algún momento debido a la oscuridad que progresaba, se encendería un foco de luz en alguna parte. Allí encontraría un sitio para reponer fuerzas. Pero pronto la oscuridad fue total, y el foco esperado no se encendió (20). 13 La violencia del comienzo no es exclusividad de las novelas de la Trilogía involuntaria. Matthew Bush en otro contexto ha comentado sobre este rasgo en Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974) y La banda del ciempiés (1989). Para Bush estos comienzos violentos apuntan hacia una ruptura que “serves not only as a motif or structural method to construct the text, but also as a dialogic tool working among mediums: the rupture of the detective format in Nick Carter or of the newspaper article in La banda del ciempiés indicate, simultaneously, a manipulation of both mass media and supposedly ‘high’ forms, the production of new aesthetic formations based in these flexible representation paradigms, and a conscious estrangement of the reader from the outset of these texts” (Bush 49). Desde mi perspectiva, este extrañamiento del lector, artificio para el fracaso del sentido, podría pensarse como el punto máximo de identificación entre narrador, escritor y lector en las novelas de Levrero.

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Desde este punto de total desorientación se desarrolla la trama que consistirá en una serie de encuentros fortuitos que solo confunden y extravían más al protagonista, quien intentará con cada vez más vehemencia escapar del espacio y la lógica del lugar. De alguna manera, el protagonista seguirá buscando sin éxito ese primer foco de luz. En El lugar, el protagonista despierta solo en una habitación oscura: “Advertí varias cosas: que hacía frío, que ese lugar no era mi dormitorio, que estaba acostado sobre un piso de madera sin colchón ni cobijas, en una oscuridad total; y que tenía ropa de calle” (16). Pronto se dará cuenta de que está en un lugar constituido por habitaciones prácticamente iguales de las que se puede salir, pero a las que no se puede volver a entrar. En París, el protagonista llega (o vuelve, nunca queda del todo claro) a esa ciudad: “La gran estación está casi vacía. Me bajo del tren, desorientado, la valija en la mano derecha, el impermeable doblado sobre el brazo izquierdo contraído; resuelvo sentarme en un banco. Cierro los ojos y me invaden un cansancio extremo, una desilusión extrema y algo muy parecido a la desesperación. Un viaje de trescientos siglos en ferrocarril para llegar a París” (21). Luego del corte, los protagonistas no tienen ninguna suerte de soporte al cual aferrarse. Esto es lo que generará el rumbo contradictorio de la peripecia de las tres novelas. Se trata de una urgencia (siempre marcada por la duda y el cuestionamiento) por salir de la situación de precariedad inicial, a través de, por un lado, un deseo de ser enganchado por la elusiva interpelación del Otro y su extraña lógica y, por otro, de escapar físicamente del espacio opresivo y su juego. Otro elemento crucial es que ante esta precariedad inicial, pasado, memoria y toda experiencia que le da consistencia al yo, quedan o completamente elididos o degradados. Esto produce que, en ocasiones, se cuestione la misma diferencia entre el mundo de la peripecia y el “mundo normal”, y por ende, el mismo estatuto del corte inicial. Dice el protagonista de El lugar ante la perspectiva de dejar de buscar una salida del lugar pesadillesco en el que se encuentra: “Volví a sonreír, ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano” (31). Así, va desapareciendo cualquier tipo de nostalgia por un pasado en el que el sujeto habría tenido un pie más firme en la estructura simbólica de su realidad. El pasado, la historia del sujeto, se hace cada vez más etéreo y la nostalgia por la “vuelta” cada vez más irrelevante. A medida que este pasado va desapareciendo, el presente mismo de la peripecia,

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el presente poscorte, se va convirtiendo en una suerte de pasado en construcción. Es la escritura, la cual irrumpe esporádicamente en el relato, la que se configurará como un espacio de consignación (reserva de la memoria) de la experiencia (presente), lo que a su vez establece una mínima distancia entre sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación. Sin embargo, esta distancia es tan mínima que no logra aquietar la angustia y la sensación de inestabilidad generada por el corte. Varios críticos han observado que los relatos de Levrero se constituyen como series algo discontinuas de acontecimientos fortuitos. Martín Kohan, por ejemplo, plantea: “En las narraciones de Levrero, las eventualidades son la sustancia (y no un complemento o una circunstancia, como pueden serlo para otros escritores)” (2). Rama, quien a finales de los sesenta define el relato levreriano como un “contar derivativo”, observa: “[E]n Mario Levrero, desde sus primeras páginas partimos de una constancia del cambio incesante y de la imprevisión del futuro, no regulable por proyectos lógico-racionales […] a pesar del esfuerzo de reinquiciar [sic] su materia dentro de una estructura general más rígida y coherente, encontramos la inseguridad acerca del tramo inmediato, la variación imprevisible que construye la vida” (242). Sin duda, hay en la mayoría de los relatos levrerianos esta sensación de salto discontinuo de un acontecimiento a otro, salto cuya única ligazón sería el sujeto escritural escindido que los experimenta, los piensa, los resiste y los consigna. Esto es patente en las novelas de la Trilogía involuntaria. Desde el corte inicial, a los protagonistas “les suceden” cosas, una tras otra, lo que marca no solo su falta de control de la situación, sino también la presencia de una especie de trazado aleatorio. Es esta cadena de eventualidades lo que producirá el movimiento del sujeto. Este movimiento se configura como un derivar y un divagar constante marcado por lo involuntario y una suerte de automatismo. Si el comienzo marca el desvío, como decía, los tres protagonistas intentarán sin éxito engancharse en la consistencia del lugar al que han sido arrojados: “volver” al trazado ideológico o insertarse en el nuevo trazado con su lógica alternativa o simplemente perversa. Para esto, cada protagonista irá postulando teorías sobre la lógica del lugar. Los tres personajes encuentran su situación insoportable: esto es, por supuesto, porque no tienen soporte, porque están a la deriva. Así se ve en este pasaje de París: “¿Cómo puede vivir un hombre con dos carabineros que lo vigilan constantemente? ¿Cómo puede un hombre vivir con una mujer que no le permite aproximarse? ¿Cómo puede vivir en

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perpetua incomodidad, en un mundo que tiene muy pocos atractivos, y donde las cosas parecen por completo irrealizables?” (122). Por un lado, hay una necesidad constante de entender y pertenecer, de encontrar un centro o punto de anclaje: “algo había cedido en mí, tal vez la secreta esperanza de encontrar placer en Angeline, de encontrar compañerismo en Angeline o, al menos, de encontrar en ella un punto de referencia; el anhelo de que esa mujer pudiera contribuir a ubicarme a mí mismo, que pudiera devolverme algo que había perdido, que pudiera hallar en ella lo que era incapaz de hallar en mí” (París 137). Esto, como se puede ver, postula una posibilidad de un rumbo perdido, de un objeto perdido que quizá puede ser encontrado. Por otro lado, hay una anomia en el personaje que se configura como fuerza contraria: “Ya no quería que nadie me explicara nada, nunca más. ¿Para qué las explicaciones, si no hacen más que confundir las cosas, y crear nuevos y múltiples interrogantes?” (La ciudad 85). Esta dualidad es lo que producirá la angustia en los protagonistas. Por ejemplo, en París: “Yo quedé recostado contra el murallón del río, observando cómo el sol desaparecía también, con lentitud, detrás de los edificios más altos. Allí traté de controlar la angustia […] Así, fui descubriendo los orígenes de mi angustia actual” (146). O en La ciudad: “[D]e pronto me sentí angustiado al hacer conciencia de la circunstancia actual: la fatiga en un lugar desolado y desconocido, el ridículo de cargar sobre mis espaldas a una mujer, y ese calor, progresivo y martirizante, que me iba cubriendo de transpiración” (44). La discontinuidad de los relatos, este vagar y divagar, marca a los protagonistas como sujetos impotentes —mediante el corte son sujetos sin reserva— e improductivos, pues, como decía, no hay un trazado que permita una prolongación del sujeto en su actividad, la que es más bien una pasividad impuesta por la peripecia: “Todos los caminos están cerrados si uno no tiene una idea clara de adónde quiere llegar” (París 121). Quisiera leer esta figura del corte y el desvío como una marca de aquello que, me parece, insiste en toda la literatura levreriana: la figura de la seducción.14 La seducción es aquí entendida como un movimiento de desvío, auto14 Aunque aquí me refiero a la seducción en su sentido etimológico primigenio y la pongo en tensión con la noción de producción, mi lectura no sigue las proposiciones de Jean Baudrillard con respecto al mismo par de términos (véase De la séduction, 1979). Estoy poco interesado en oponer producción y seducción como profundidad ideológica versus superficie diseminante. El esquema de Baudrillard se inscribe en un revisionismo de las categorías marxistas que no comparto. La seducción en mi perspectiva es la figura de un corte inmanente en las seguridades

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matismo o accidente; es decir, como el movimiento de un sujeto involuntario en tensión con el de un sujeto productivo. Tanto seducción como producción comparten etimología en la palabra latina ducir, que significa dirigir. Producir, en sus inicios, connotaba conducir hacia delante, llevar adelante, llevar algo a su fin, prolongar. Seducir, en contraste, significa apartar al sujeto del camino, desviarlo. En este sentido, podríamos decir que se necesita un sujeto proyectado —productivo— para que ocurra el desvío de la seducción. El ser seducido implica entonces una trayectoria desviada de la proyección del sujeto hacia delante. En París, el protagonista piensa: “No puedo continuar por ningún camino en línea recta —pienso—. Siempre me desvío sin llegar a ninguna parte. Nunca he de llegar a ninguna parte” (131). En el sentido primitivo de estos conceptos, la producción implica un trazado y un telos y, por consiguiente, una cierta consistencia del sujeto: el sujeto se proyecta, siempre hacia delante en lo que produce. En este mismo sentido, el sujeto de la producción interpreta lo pasado según el trazado de la prolongación: sería un sujeto del sentido y del origen. Este trazado de la producción sería otro nombre para la consistencia simbólica que entrega el “enganche” ideológico. Un sujeto productivo, en este sentido, implica a Otro que le da consistencia, un Otro que marca, traza, el camino de la proyección. Sin embargo, en la producción este Otro queda invisibilizado y el sujeto queda encumbrado como origen de su producto: ficción constitutiva de la economía política capitalista y la subjetividad soberana burguesa. Al mismo tiempo, este sujeto productivo tiene su otra cara en un sujeto del consumo: es un sujeto que goza en la posibilidad de “consumirse” como producto acabado del trazado del Otro. La seducción, por supuesto, también implica a un otro (con minúsculas) —aquel que seduce— pero este otro está constituido en el corte, en el desvío, no en el trazado y la garantía. Solemos pensar en la seducción como una entrega total, gozosa, al otro. Sin embargo, en el sentido en el que le estoy dando aquí, la seducción se constituye como la presencia misma del corte con relación a ese Otro al que cómodamente nos entregamos en la cotidianeidad y, en este sentido, confronta al sujeto con su división constitutiva; de allí sus rasgos a veces siniestros, angustiosos.15 del sujeto burgués productivo y no una alternativa opuesta a las proposiciones marxistas que justamente (con sus aciertos y errores) vienen a cuestionar estas mismas seguridades. 15 Como plantea Ricardo Seldes siguiendo al Lacan del Seminario X: “La angustia es esencialmente un corte, sin el cual el significante, su funcionamiento, su surco en lo real es

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Entiendo, entonces, la seducción como el momento del corte inmanente, tal y como se aprecia en el comienzo de estas novelas, pero también en la serie de figuras que constituyen estos relatos: el cambio de rumbo, el paso en falso, el divagar. Por supuesto, el desvío puede inaugurar otro trazado y constituirse en una nueva entrada en los designios del Otro. En términos lacanianos, la angustia que es suspensión por el enigma del deseo del Otro desaparece y el sujeto vuelve a deslizarse por la cadena significante. Pero en este punto deja de ser seducción. La prolongación de la seducción, una improducción, si es que se puede hablar de algo así, sería una continuación de lo discontinuo, un constante vagar —y en términos de escritura, un constante divagar— por un espacio no trazado de antemano. El otro de la seducción, aquel que seduce, no es entonces el Otro de la consistencia simbólica sino el de la pérdida de ruta, el del descalabro del sujeto como consistencia dependiente del Otro. Es el sujeto intentando moverse ante un otro inconsistente, intentando moverse, como diría Heidegger, en su impropiedad misma, un habitar en lo propio de la impropiedad que lo constituye. Este otro que seduce en la Trilogía involuntaria será el sujeto del enunciado, la escritura misma, la cual seduce en su automatismo. De esta manera, en la trilogía encontramos dos posiciones subjetivas en pugna: por un lado, el sujeto angustiado, alienado por el corte y que intenta engancharse en la estructura —el sujeto del enunciado; por el otro, el sujeto de la enunciación, el sujeto de la escritura, que irrumpe en el enunciado y que adquiere su mínima consistencia en la frustración y el automatismo, en un divagar sin curso y sin voluntad––. Si seguimos el esquema althusseriano de la subjetivación, el sujeto adquiere consistencia, se engancha en la ideología, una vez que es interpelado por el Otro. De ese modo el individuo puede reproducir la estructura y deambular con seguridad en lo social. El esquema que he ido delineando sobre el movimiento desviado del sujeto en la Trilogía involuntaria nos hace preguntarnos justamente por la condición de posibilidad de este enganche. Se trata de la pregunta que, desde distintas perspectivas teóricas, se le ha hecho al esquema althusseriano: ¿si el sujeto se configura en la interpelación del Otro, qué es aquello que es interpelado? ¿Qué viene antes del sujeto? Mladen Dolar, siguiendo el esquema lacaniano, plantea, por ejemplo: imposible. Pero esto que es sólo un instante […] demuestra qué sucede cuando en el marco significante aparece lo más cercano, lo heim, el huésped pero bajo su otra dimensión, lo más extraño, el objeto” (s. p.).

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Althusser borrows a famous suggestion from Pascal, namely his scandalous piece of advice that the best way to become a believer is to follow the religious rituals (although they appear completely senseless to a non-believer), after which the creed will follow by itself with an inescapable necessity. So where does the creed come from? In the first stage, that of following the senseless ritual, there is no established authority of the Subject, no direct convocation or address, no specular relationship, but merely a string of nonsense. The subject has to make the Other exist first; he/she does this with a supposition ascribed to that senseless chain of ritual, a supposition that it means something even if one does not know what, a belief that there is something to believe in. (Dolar 90)

En la Trilogía involuntaria, debido a la exterioridad que le da el corte inicial y la indeterminación del deseo del Otro, muchas veces muy a su pesar, el protagonista no logra engancharse: no logra creer en que hay algo en que creer. Esto hace que su presencia como voz se haga central. ¿Quién narra? ¿Desde dónde? Como decía al comienzo, el lugar de enunciación tiende a irrumpir en ciertos lugares del relato. En La ciudad hay momentos en el que la voz adquiere un lugar de enunciación fuera del relato: “Entre todos […] hubo sin embargo uno que me llamó la atención, no por su calidad […] sino porque era un figura que me recordaba a alguna persona que yo conocía en la realidad, pero que no pude ubicar. No se trata de nadie que aparezca, creo, en estas líneas; más bien de una imagen enterrada en la memoria, quizás desde la infancia” (107; mi énfasis). En París, el lugar de enunciación se manifiesta en una constante serie de cambios temporales en que coexisten el uso del presente y del pasado. Se trata de un sujeto escindido que a la vez experimenta y rememora: “Siento como si la comprensión fuera un objeto real y vivo, con personalidad propia, que se burla de mí, se escabullía, se escondía y de pronto asoma y hace señas desde un rincón” (36; mi énfasis). En El lugar, el protagonista hace notas (el Otro provee papel y lápiz) sobre sus experiencias, sin embargo, es al final donde la escritura irrumpe, enunciación y enunciado se unen en un automatismo fuera del control del personaje. Esta voz, el sujeto de la enunciación, sería una especie de resto, una suerte de excrecencia que se debate entre lo potencial y lo accidental, que se observa impotente: un sujeto que no logra actuar y que se va observando cada vez más como accidente, preso de un automatismo. La tensión entre el automatismo y la (in)voluntad, entre el sujeto y el no-sujeto, hace que el sujeto levreriano (aquel que irá apareciendo, construyéndose y deconstruyéndose en toda su literatura) se vaya conformando. Hay,

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de esta manera, una relación entre el carácter involuntario y fuera de lugar del personaje y la escritura o el lugar de enunciación. Por un lado, un presente continuo marcado por el corte inicial y la serie de eventualidades sin sentido; por otro, un rememorar mediante la escritura. Si las novelas están constituidas por este sujeto sin memoria, un sujeto “involuntario”, a la deriva, impotente e improductivo, existe la tentación de concebir el acto enunciativo como aquella posición firme que al sujeto se le escapa constantemente, una especie de posicionalidad del sentido. Sin embargo, no se trata de una generación de sentido exposfacto. Por el contrario, el lugar de enunciación irrumpe y se anuncia como una manifestación más de esta inmanencia del corte, lo que hace del final de El lugar este punto altamente significante en estos relatos leídos como serie, pues la escritura, tal como todo el resto, se le escapa del control al protagonista. Esta tensión, como digo, nunca va a tener una resolución, es más bien el motor que hace avanzar (y retroceder) al sujeto de la escritura, un sujeto que avanza angustiado, siempre determinado por la seducción del corte, a ninguna parte. Es este un sujeto sin actos (el escribir no es un acto propiamente tal: es automatismo), fracasado, que reacciona a la eventualidad. No hay un lugar donde aparezca más claramente esta figura que en el episodio de París en el que el protagonista “se encuentra” volando. Cito en extenso: Ruido de género rasgado, y un par de alas se abren paso, automáticamente, a través del saco que acaban de romper. Mi caída es frenada como por un paracaídas enorme y compruebo con asombro que estoy volando, que incluso gano altura. Las alas se mueven solas […]. Me veo enfrentado a una avalancha de pensamientos; estaba recordando mis alas; surge en mi memoria el recuerdo de vuelos anteriores, aunque todavía sin una precisión mayor; pero ya desaparece toda voluntad inquisitiva, y rememorativa, y me siento impulsado vivamente a alejarme de allí, no por el hecho de alejarme ni para llegar a ningún sitio en particular, sino por el vuelo mismo […]. El vértigo había desparecido. Sentí una embriaguez especial, una sensación no malsana de poder, y de dicha […] y me dejaba guiar en mi vuelo por impulsos arbitrarios y extraños, y sentía que, de algún modo, estaba trazando en el cielo un dibujo coherente y estético. (París 59-60; mi énfasis)

Ese dibujo que se siente “coherente y estético” es aquella práctica escritural que exacerba el impulso involuntario surrealista. Allí, la seducción del desvío pierde sus contornos siniestros. Recordemos que esa escritura, ese volar, se activa de una manera involuntaria absoluta: el sujeto no quiere, no desea volar

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y es solo allí donde se encuentra. La escritura como ese lugar improductivo —“He desperdiciado mi vuelo” (61), piensa el protagonista— de este sujeto mínimo, anárquico, desdeterminado sería como el volar del protagonista de París. En la novela, el sujeto descubre involuntariamente esta suerte de poder impropio. Sin embargo, este encuentro con la escritura no es una salida: el protagonista vuelve al asilo, se queda en ese París siniestro y extemporáneo; solo en el fracaso lo automático adquiere toda su fuerza. El carácter involuntario de este encuentro del sujeto consigo mismo adquiere más claridad si comparamos esta instancia del volar con las últimas líneas de la novela. Allí el protagonista decide escapar volando. Parado en la cornisa de la azotea del asilo, el mismo lugar desde donde emprendió su vuelo involuntario, el narrador dice: Miro hacia abajo, hacia la calle, y siento vértigo. Luego miro hacia la noche, y el vértigo se acentúa. Intento desplegar las alas. Fue como si intentara mover las orejas; apenas logré un levísimo movimiento, producido sin duda por el desplazamiento de otros músculos de la espalda. Intento otra vez, inútilmente. No sé desplegarlas. La vez anterior lo habían hecho solas en forma automática, al ser precipitado en el vacío; ahora cuando trato de hacerlo en forma voluntaria, no puedo […]. Me atacó un pánico feroz y salté, pero no hacia la calle, sino hacia el piso de la azotea. Cincuenta centímetros. Me lastimé las rodillas, y me quedé allí, acurrucado en el suelo, riéndome de mí mismo, llorando. (153-154)

De este modo, la escritura sería el lugar de consignación del carácter involuntario del sujeto: una especie de lugar donde aparece el sujeto, pero no como instancia productiva —exitosa según el paradigma de la ética burguesa— que consigna a su antojo, que entiende y descansa en su enganche ideológico; por el contrario, el sujeto de la escritura se constituye como un otro sin garantías que aparece involuntariamente, a pesar del deseo y la potencialidad, solo en la práctica, en la deriva de la seducción. El fracaso, el “descalabro del sujeto”, es lo que comienza a aparecer en esta primera parte de la práctica literaria levreriana. La práctica escritural, tal como queda consignada en la Trilogía involuntaria, se despoja de la épica surrealista —no depende ni siquiera de la apertura voluntarista bretoniana—; el divagar escritural se transforma en una práctica en la que el sujeto se apropia intermitentemente de su carácter impropio. Intermitencia paradójica en la que el sujeto desparece en la escritura

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y queda consignado como fantasmagoría.16 Se puede pensar así en la literatura de Levrero como una crónica del intento fallido o del no-intento, de la zozobra del sujeto, que viene, si no a completar —el impulso a la compleción fue quizá el talón de Aquiles del surrealismo en este sentido—, a interrogar el potencial del fracaso en el impulso surrealista. Obras citadas Agamben, Giorgio. “Bartleby o de la contingencia”. Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben, José Luis Pardo. Trad. José Luis Pardo. Valencia: Pretextos, 2000, 93-136. Aira, César. “La innovación”. Boletín del Grupo de Estudios de Teoría Literaria 4 (1995): 25-30. Badiou, Alain. El siglo. Buenos Aires: Manantial, 2008. Baudrillard, Jean. Selected Writings. Mark Poster, ed. Varios traductores. Stanford: Stanford UP, 2002. Beaujour, Michel. “Sartre and Surrealism”. Yale French Studies 30 (1963): 86-95. Blanchot, Maurice. “Reflections on Surrealism”. The Work of Fire. Trad. Charlotte Mandell. Stanford: Stanford UP, 1995, 85-97. — “Literature and the Right to Death”. The Work of Fire, 300-344. Breton, André. Manifiestos del surrealismo. Trad. Aldo Pelegrini. Buenos Aires: Argonauta, 2001. Bush, Matthew. “Into the Screen: Inhabiting Media with Mario Levrero”. Technology, Literature, and Digital Culture in Latin America: Mediatized Sensibilities in a Globalized Era. Matthew Bush y Tania Gentic, eds. New York: Routledge, 2016, 44-59. Bürger, Peter. Theory of the Avant Garde. Trad. Michael Shaw. Minneapolis: Minessota UP, 1984. Dolar, Mladen. “Beyond Interpellation”. Qui Parle 6, 2 (1993): 75-96. Gandolfo, Elvio. “El lugar, eje de una trilogía involuntaria”. Un silencio menos: conversaciones con Mario Levrero. Elvio Gandolfo, ed. Buenos Aires: Mansalva, 2013. 16 Como plantea Julio Ortega, en Levrero “no hay nada que contar en este cuento sin comienzo ni fin que es escribir (o reescribir) la zozobra del sujeto en los discursos dados” (citado en Ruffineli 61).

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Daniel Link (Universidad Nacional de Tres de Febrero/ Universidad de Buenos Aires)

En muchas ocasiones, Copi desasignó su obra —y su experiencia estética— de la vanguardia con la cual se lo pretendía ligar: “Tengo influencias surrealistas, como todo el mundo. Es imposible escaparme, y es muy, muy importante. Pero la gente que hace simplemente surrealismo no me interesa” (Buteau). Pero más allá de su posición como autor, lo que importa destacar es que su posición como scribens rechaza la lógica dialéctica propia de la vanguardia. En los últimos años, la vanguardia estética viene siendo impugnada tanto desde la derecha —Daniel Bell, Juan José Sebreli, Francis Fukuyama— como desde la izquierda —Russell Berman, Eric Hobsbawm—. Se la acusa de destruir el lazo social —Fukuyama en La gran ruptura— o de haber puesto en crisis al capitalismo —Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo—, o de haber atentado con eficacia contra la Modernidad —Sebreli en Las aventuras de la vanguardia—. Esas apreciaciones excesivas se fundan en las mismas declaraciones programáticas de la vanguardia, que obsesivamente proclamó la necesidad de atentar contra el capitalismo, destruir el lazo social y acabar con la Modernidad. Estas pretensiones un poco ilusorias de las vanguardias —su tratamiento en singular es ya un poco sospechoso— formaron siempre parte de su encanto. Un arte que proclama como su fundamento que hay que transformar el mundo es, en principio, un arte más simpático que el que pretende conservarlo tal cual es. Las alarmas de la derecha, en todo caso, parten del convencimiento —nunca demostrado— de que las vanguardias triunfaron en la imposición de sus objetivos al conjunto de la sociedad. La izquierda, más razonable —más módica—, censura a las vanguardias por las aporías de sus razonamientos —Adorno, en su Teoría estética; Hans

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Magnus Enzerberger, en “Las aporías de la vanguardia”—, porque perdieron toda su fuerza contestataria al ingresar en el museo —Edoardo Sanguineti, inspirado por Baudelaire y Benjamin, en Para una vanguardia revolucionaria—, porque claudicaron ante la hegemonía de los medios masivos de comunicación, cuya lógica provendría de la lógica vanguardista —Russell Berman en Modern Culture and Critical Theory— o, más recientemente, Eric Hobsbawm, porque la fascinación vanguardista por la técnica —y su relación inmediata con estados de la tecnología— volvió obsoletos todos sus proyectos. En todo caso, las apreciaciones de la izquierda derivan de la sospecha de que las vanguardias fracasaron históricamente en el cumplimiento de sus objetivos. No es extraña semejante divergencia de opiniones: también en lo que se refiere a la evaluación del arte de vanguardia, la izquierda y la derecha son irreconciliables. En A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo xx, Hobsbawm se limita, retroactivamente, a deducir del fracaso histórico de las vanguardias el carácter inevitable de ese fracaso desde el comienzo. El problema, en las críticas de la izquierda —ni siquiera vale la pena seguir el razonamiento errático y malintencionado de las críticas de la derecha—, es la confusión entre arte experimental y arte de vanguardia. Ese deslizamiento —a veces inocente, a veces no— de una cosa a otra, parece obligar, en la contradicción entre clasicismo y experimentalismo, a una toma de partido por el clasicismo y sus valores, comprensibles para el conjunto de la sociedad. El arte de vanguardia es una forma histórica del arte experimental. El fracaso histórico de las vanguardias —la disolución de sus objetivos y modos de operar en el museo o el mercado— en modo alguno impugna el arte experimental. Muy por el contrario, es en esos fracasos históricos donde el arte encuentra las razones para seguir adelante, una y otra vez, en su afán de transformar el mundo. El otro problema grave que ponen en escena las polémicas sobre el modernismo histórico y las vanguardias es el de la relación entre arte y democracia, porque la discusión política sobre el arte experimental pasa hoy —como siempre— por su carácter acotado a un público mínimo o inexistente —lo que algunos llaman elitismo—. Ninguna persona de bien podría negar, de buena fe, que la ciudad —ese artefacto— debe ser para todos. Que el arte deba ser para todos es una afirmación ya más problemática y el “aristocratismo”

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consecuente con su puesta en duda requiere de un esfuerzo de pensamiento adicional para que nadie —ni desde la izquierda ni desde la derecha— pueda alucinar que proviene de algún pacto con la ideología que pretende conservar el mundo tal cual es. En el capítulo 3 de Kafka. Por una literatura menor —el capítulo central del libro, que desarrolla todo lo que de programático y prescriptivo hay en esa obra panfletaria—, Deleuze y Guattari reinterpretan el “Esquema de las literaturas menores” en sus propios términos —o en términos de Pasolini, a quien Deleuze ha leído mucho y bien—. Dado que la vanguardia no sirve ni estética ni políticamente como concepto, lo que se pretende es reemplazar la noción de vanguardia con nuevas categorías que operen a la vez política y estéticamente: la vanguardia histórica hizo pie para formular su campo de operaciones en la negatividad dialéctica. De lo que se trata es de salir de la dialéctica por una vía que no sea institucionalizable.1 De modo que en la “teoría de la literatura menor”, según la denominación de Deleuze y Guattari, de lo que se trata es de armar nuevas series textuales y plantear nuevos problemas. Kafka no es un autor vanguardista y con gran dificultad se podría entender la obra de Kafka como la obra de un modernista, porque Kafka trabaja con el anacronismo; es un tradicionalista: el apólogo, la fábula —en el caso de los cuentos—, la novela de aventuras, la novela de pruebas —en el caso de las novelas—. Modelos narrativos arcaicos, completamente superados ya en el siglo xix. Kafka no es un autor preocupado por la novedad —y ni siquiera por lo nuevo— sino todo lo contrario. Más bien está preocupado por reformular y resignificar la tradición, lo tradicional —lo mismo que, en otro contexto, caracteriza a Pasolini—. Habría que buscar, entonces, una distribución del arte que no pase por la oposición vanguardia/academicismo, y que permita recuperar de otro modo las textualidades que atraviesan el siglo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari tiene dos momentos: el primer momento es El Antiedipo y el segundo es Mil mesetas —no tanto una primera y una segunda parte, sino más bien una reescritura “rizomática” de lo mismo—. En esos libros se lee una oposición binaria entre arte con potencia 1 La vanguardia es algo que se institucionaliza (tanto por presión de la cultura como también por su misma lógica aporística, fundada en una negatividad dialéctica).

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revolucionaria y arte sin potencia revolucionaria. ¿Cuáles son los nombres de estos artistas cuya práctica tiene potencia revolucionaria? Kafka, Artaud, Burroughs, Fitzgerald, Becket, Pasolini. A esa lista convendría agregar a Copi. Este arte con potencia revolucionaria se define como un arte experimental, en términos muy generales, es decir, entendiendo arte experimental “como el designante de un acto cuya salida es desconocida” (Deleuze y Guattari, Antiedipo 381). Precisamente en relación con el valor de los arcaísmos, leemos “Otros [neoarcaísmos] son enclaves, cuyo arcaísmo tanto puede alimentar un fascismo moderno como desencadenar una carga revolucionaria (las minorías étnicas, el problema vasco, los católicos irlandeses, las reservas de indios)” (Deleuze y Guattari, Antiedipo 265). No hay en Copi —en su obra, en sus piezas teatrales, en sus dibujos, en sus novelas— ni en su experiencia estética algo del orden de la negatividad dialéctica que caracteriza a la vanguardia. Por eso, el teatro paradojal —si es que se acepta, siquiera momentáneamente esa designación— de Copi no está fundado tanto en el escándalo de las designaciones sexuales, en la transgresión genérica y generalizada, sino más bien en la suspensión de los procesos de nominación, lo que necesariamente implica una negatividad absoluta, irrecuperable —por la vía de la dialéctica—. La invención, en Copi, responde a otra lógica diferente de la vanguardista aun cuando, como ella, apela a un pleno de sentido. Ni siquiera se trata de “espantar a los burgueses”, porque el interés de Copi no era ofender a nadie, porque en su obra la ofensa no tiene lugar, como tampoco el tiempo y el recuerdo, es decir: el rencor: “Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido”, escribía poco antes de morir (Obras, Tomo I 346). Lo que a Copi le preocupaba de verdad era aprovechar esas arenas movedizas, el derrumbe de las categorías trascendentales y la aparición de nuevos sujetos sociales, dos circunstancias decisivas en la década de los setenta —es decir: post 68—, para proponer una antropología y una soberanía nuevas. La lógica de Copi es sencilla: se trata de oponer al Estado-Nación y sus ficciones guerreras —la vanguardia es una de ellas— la idea de comunidad —transnacional y, al mismo tiempo, imposible porque se trata de la comunidad de los que no tienen comunidad—. Es el tema de La internacional argentina, tal vez su novela más dogmática. Y es algo que recorre toda su obra bajo la forma de la apropiación lingüística: “He preferido colocarme en

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el no man’s land de mis ensoñaciones habituales, hechas de frases en lengua italiana, francesa y de sus homólogas brasileña y argentina, entrecortadas con interjecciones castellanas, según la sucesión de escenas que mi memoria presenta a mi imaginación”, escribió Copi en un manuscrito que se guarda en la abadía normanda de Ardenne donde funciona el instituto francés de manuscritos (Obras, Tomo I 342). Copi, que es un argentino de París —y no un argentino en París, como nunca fue un parisino o un uruguayo en Buenos Aires— rechaza la identificación con una lengua, con un Estado, al mismo tiempo que rechaza todos los demás temas trascendentales. Propone una estética trans: transnacional, translingüística y transexual, en el sentido en que lo trans debe entenderse, como el pasaje de lo imaginario a lo real. Pero entonces, si la lógica de Copi no es vanguardista, ¿cuál es su predicado? * La lógica de Copi es barroca, lo que es decir todo y, al mismo tiempo, decir nada. Sigo, en principio, las observaciones de César Aira. Copi es barroco por una necesidad específica: “dentro de una situación no puede haber un vacío. De ahí la inestabilidad, y hasta el horror, que acecha en su felicidad. La regla es: todo mundo debe ser el receptáculo de otro, no puede haber mundos desprovistos de mundos adentro. Todo está envuelto en su representación, y eso es el barroco” (Aira 30). Aira también comenta el “vacío imposible” (o “vacío-lleno”) en el “compacto barroco” (53). Copi habría encontrado en la “escena gay” su destino barroco: “En adelante el universo a medias autónomo de las ‘locas’ será su Teatro del Mundo, lo que el cristianismo fue para Calderón; el triunfo será hacer sublime esa irrisión” (Aira 49); “Las distancias se acortan. El ‘Teatro del Mundo’ presupone una inclusión, y la inclusión una relación de tamaños, por la que el objeto del arte tiende a la miniatura. El espacio se hace pequeño, el tiempo se acelera. Todo se colma. Las cosas se pegan” (Aira 54-55). Más allá de su aparente sofisticación, la definición de barroco de Aira subraya el fatigado horror vacui como su rasgo distintivo. Tal vez esa sea una condición necesaria, pero no suficiente, para describir la lógica de Copi. Desde el comienzo, Raúl Damonte, a quien conocemos como Copi, se entrega a un “sencillismo” narrativo o dramático para demostrarnos que no necesitaba tensar la cuerda de los temas para conseguir lo que se proponía —desbaratar el mundo y reconstruirlo sobre nuevas bases— y que, cuando

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lo hizo, fue para responder a una demanda. Le bastaba con poner a su personaje más célebre, La mujer sentada, a mirar la luna, notar que la luna se veía cuadrada, señalar lo raro del fenómeno, hacerla preguntarse cuál sería la razón de algo semejante y concluir en que la luna había cambiado de forma. Todo eso, claro, en diálogo consigo misma. Copi piensa y, al hacerlo, subraya el barroco del que participa: ese cambio radical de las formas naturales y esa duplicación del self.2 En su extraordinario libro La razón neoliberal, Verónica Gago llama “economías barrocas” a ensamblajes que establecen “un tipo de articulación de economías que mixturan lógicas y racionalidades que suelen vislumbrarse (…) como incompatibles (33); “Una economía barroca (…) tiene entonces una lógica similar al bricoleur del que hablaba Lévi-Strauss” (98). Dos consecuencias: “Esta mixtura barroca forma zonas abigarradas que exponen un hojaldramiento temporal” (Gago 36) y “Contraponiéndola a las unidades organicistas románticas, esa complejidad barroca proyecta una ontología fractal que ignora la distinción entre parte y todo” (Gago 217). Al horror vacui, al pliegue del compacto barroco y a la anamorfosis de las formas naturales y la duplicidad del self —que, por esa vía, se coloca en situación de exterioridad respecto de sí—, podríamos decir, la lógica de Copi —la economía libidinal de esa obra— suma entonces la articulación de heterogéneos, el bricolage como compuesto, el cuerpo sin órganos y la ontología fractal en la que cada parte es un todo —encapsulado, plegado—. “Una identidad pot-pourri y una naturaleza de viva la Pepa”, así caracterizó María Moreno a esa economía literaria o imaginaria (Copi, Obras, Tomo I 15). Las posiciones de Aira y la de Gago son más o menos subsidiarias del “destino barroco” con el que Deleuze se cruzó cuando decidió interrogar a Leibnitz al mismo tiempo que Néstor Perlongher definía su propio neobarro-

2 Copi recordaría otro dibujo sobre la luna, esta vez rechazado por su editor, igualmente sencillista: “A veces me han rechazado dibujos, creo que tres veces, en seis años. Me acuerdo una vez de uno, que era la Femme en una conversación con la luna. Yo quería hacerlo en una página y Serge me dijo que era malo. Era muy hermético, un poco surrealista si querés. La Femme hablaba con la luna y la chiquita le decía: ‘mirá como la luna se parece a tu prima Therese’ y la Femme se ponía a hablar con la luna y decía ‘¿Cómo te sentís siendo luna?’ No había ni siquiera una caída. Era un dibujo muy largo y no estaba en la idea que el público se hace de mí. Era un poco confuso. Creo que es la razón por la que Serge lo rechazó. Hace poco encontré ese viejo dibujo en un baúl y me di cuenta de que él tenía verdaderamente razón” (Buteau).

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co a partir de la matriz deleuzeana. Pero no abracemos, todavía, ciertas causas porque: Si el Barroco –y allí reside, probablemente, su resistencia en el tiempo– no logra nunca coincidir consigo mismo (al punto de que el hiato entre la palabra y el concepto se vuelve un auténtico pozo sin fondo), entonces, la serie Barroco, Neobarroco, Neobarroso, Neoborroso, Transbarroco, Hiperbarroco, debería funcionar antes como delimitación de un problema que como colocación natural, excesivamente cómoda. (Díaz 345)

Plegado a su propia lógica, el barroco —o el neobarroco, o neobarroso, o transbarroco o barrococó— solo expresa su imposibilidad de expresarse y eso es lo que lo aparta de toda ilusión vanguardista. Ni aun en su momento de repetición —neo o trans—, el barroco adhiere a la lógica aporística —dialéctica— propia de la vanguardia, que supone una historia lineal —un antes y un después en la producción y la comprensión de las “cosas de arte”—. El barroco es la repetición vacía de sentido de su propia melodía o la repetición de una melodía vacía de sentido que ignora el tiempo, o lo somete a la torsión de lo que retorna —es decir, lo reprimido—. Copi entendió muy rápidamente esa lección y propuso su propia indagación en L’homosexuel ou la difficulté de s’exprimer, la pieza teatral publicada en 1971, al mismo tiempo que Jorge Lavelli la montaba en el Teatro de la Ciudad Universitaria, para escándalo de los revoltosos alumnos post-68. Uno de sus últimos puestistas ha resumido: “Esta farsa trágica cuenta la terrible historia de un triángulo amoroso fuera de norma. El autor retrata el viaje de tres excéntricos personajes crueles y entrañables que, en un mundo hostil, tratarán de salvaguardar o acceder, cada uno a su manera, al amor del ser amado”.3 La reunión de estas heroínas agobiadas por “la dificultad de expresarse” culmina con la autoablación por parte de Irina —la “damita joven” de la pieza— del órgano del lenguaje: la lengua. Podríamos decir, siguiendo la iluminación lacaniana de Néstor Perlongher en el ensayo Caribe transplatino, cuando diferencia el barroco de Sarduy y el de Lamborghini, que aquí también se trata del tajo que hiere la carne: 3 “En effet, cette farce tragique raconte la terrible histoire d’un triangle amoureux hors-norme. L’auteur dépeint le parcours de trois personnages louches excentriques, cruels et attachants qui vont tenter, chacun à leur manière, dans un monde hostile, de sauvegarder ou d’acquérir l’amour de l’être aimé” (Bouvet, s. p.).

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En […] Sarduy […] la inscripción toma la forma de un tatuaje […]. El autor es […] un tatuador; la literatura, el arte del tatuaje […]. En cambio, para Osvaldo Lamborghini, más que de un tatuaje, se trata de un tajo […]. Entre estos dos grandes polos de la tensión tajo/tatuaje, se desenvuelven, grosso modo, una multiplicidad de escrituras neobarrocas. (100)

Tratándose, como se trata siempre, en el universo de Copi de diversos umbrales de “realización” del Imaginario, podría pensarse que su barroco se diferencia del de Sarduy porque es, antes que una inscripción en superficie, una intervención tajante. Pero sería, todavía, decir bastante poco, agregar casi nada a lo evidente, trabajar a la sombra de lo que ya ha sido dicho tantas veces y no querer escuchar las palabras inexpresivas que Copi eligió para poner por escrito su pensamiento, la lógica de Copi, su diagrama de vida, sus conceptos. A difererencia de Severo Sarduy, de Haroldo de Campos, de José Lezama Lima, de Giuseppe Ungaretti, de Dámaso Alonso y de Néstor Perlongher, cuyas interrogaciones del barroco participan al mismo tiempo del poema y del ensayo, Copi eligió una vía alternativa: el teatro, la escena, la palabra inexpresiva y encarnada, al mismo tiempo (Díaz 584). Como para Sarduy, también para Copi la filosofía platónica constituye “una forma de terror” (Sarduy 17), pero decide enfrentar ese terrorismo con las mismas armas del enemigo: el pensamiento dialogado, organizado en una escena que constituye un derroche de liturgia —y no tanto una liturgia del derroche—. Por eso Copi necesita instalar a sus personajes en los espacios más remotos. En L’homosexuel ou la difficulté de s’exprimer, ese espacio es un borde siberiano, con aullidos de lobos y auroras boreales que son, al mismo tiempo, el escenario de la tragedia que se vive en el escenario y el escenario de la fiesta de la que la representación —imposible, como la expresión— participa. La vía de indagación del barroco es para Copi necesariamente festiva, lo que equivale a decir que piensa el teatro como barroco y como fiesta y no meramente al barroco como teatralidad —a la manera de Sarduy—.4 4 Sarduy, Severo: “Esa reducción de su propio mecanismo técnico a la teatralidad de la simulación es la verdad barroca de la anamorfosis” (Simulación 1275). Por cierto, la relación entre barroco y teatralidad también ha sido ya suficientemente subrayada desde diversas perspectivas: “El teatro y la fiesta, la fiesta teatral, son los momentos dominantes de la realización barroca, en la cual toda expresión artística particular adquiere su sentido por su referencia al decorado de un lugar construido, a una construcción que debe ser para sí misma el centro de unificación; y ese centro es el pasaje, que está inscripto como un equilibrio amenazado en el desorden

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Raúl Escari le contó a María Moreno que una vez “íbamos caminando con Severo Sarduy por el boulevard Saint-Germain. Pasó Copi y él se acercó a saludarlo. Yo agarré y le dije de todo” (Moreno 27). No sabemos —el sistema pronominal es ambiguo— a quién Raúl Escari le dijo de todo. Pero lo que me importa destacar es el cruce de dos naves barrocas en el mar embravecido del París del 68, dos iluminaciones latinas, dos alegorías de una transformación radical del Teatro del Mundo. La alegoría marinera es del propio Copi: “estar en escena es como estar sobre un barco. Bien en equilibrio”.5 Como el acróbata o el funámbulo, habría que agregar. Sí, Copi es alegórico: sus personajes, los nombres propios que convoca, todo está puesto allí como si se tratara de pictios en busca de suscriptios. El acontecimiento barroco es desplazar hasta el infinito la pictio y la suscriptio, sin dejar de abrazar el modelo alegórico de representación —el único que incluye la falla del sistema en su propia lógica—. René Schérer y, sobre todo, Guy Hocquenghem,6 el “amigo” de Copi, sostuvieron el carácter alegórico del barroco figural.7 Copi, atento a esos diálogos, los reprodujo a su manera en su Teatro del Mundo. Por eso, para Copi el travestismo no es necesariamente una ontología del ser —como para Sarduy— sino, además y sobre todo, un dispodinámico de todo. (…) El conocimiento y el reconocimiento históricos de todo el arte del pasado, retrospectivamente constituido en arte mundial, lo relativizan en un desorden global que constituye a su vez un edificio barroco a un nivel más elevado, edificio en el cual deben fundirse la producción misma de un arte barroco y todos sus resurgimientos. Las artes de todas las civilizaciones y de todas las épocas, por primera vez, pueden ser conocidas y admitidas en conjunto”; o “Estudiar el barroco es situarse ante ‘una sociedad dramática, contorsionada, gesticulante, tanto de parte de los que se integran en el sistema cultural que se les ofrece, como de parte de quienes incurren en formas de desviación, muy variadas y de muy diferente intensidad’”. 5 “Ce que j’aime c’est d’avoir le public toujours devant, tu peux le fendre comme un bateau. On avance, et le public est toujours devant, comme une illusion d’optique. Rester en scène comme on reste sur un bateau. Bien en équilibre”. Véase, en Copi Le Frigo, “Postface: entretien avec Michel Cressole”, p. 53 (la traducción es mía). 6 El cineasta Lionel Soukaz filmó Race d’Ep (1979) junto con Guy Hocquenghem y Copi. “Contamos la historia de la homosexualidad desde la invención de la palabra en 1860, reflejando cómo había servido para sacarnos de las prisiones y ponernos en manicomios. La película fue censurada, tuvimos que cortarle más de veinte minutos, pero así y todo pudimos hacer el film que queríamos” (Bravo). Soukaz filmó también el corto Copi je t’aime (un homenaje a Copi poco antes de su muerte). Copi y Hocquenghem fueron amantes durante un breve lapso, pero vivieron juntos durante mucho tiempo (véase Martel 90). 7 Díaz, Barroco 600.

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sitivo teatral de extrañamiento —brechtiano— ante (o sobre) los estereotipos, la manera de resistir al terrorismo platónico, es decir, al terror del pensamiento categorizado.8 El mismo Copi así lo subrayó para La Quinzaine Littéraire: “No me gusta que cualquiera de mis personajes sea socialmente reconocible. Todos ellos son muy marginales, y todo lo que parece una crónica de la sociedad es azaroso, resultado de la caricatura o de la exageración”. * Vuelvo, por un instante, a César Aira, a su postulación de Copi como “hombre renacentista” que desencadena, a través de una ascética, el Sistema de las Artes del Barroco, lo que implica retomar a Calderón.9 Naturalmente, Copi transita la vía calderoniana en Eva Perón, porque entiende, como Rubén Szuchmacher muchos años después, la íntima relación entre barroco y peronismo.10 El siglo de oro del peronismo fue un espectáculo teatral con un doble centro: Casa con dos puertas mala es de guardar de Calderón y La comunidad organizada, de Marcelo Bertuccio y Rubén Szuchmacher, escrita especialmente para una puesta doble.11 Algo parecido sucede en Gatica, la película de Leonardo Favio, que elude los niveles de pensatividad que se dejan leer en los acontecimientos teatrales mencionados —Eva Perón, El siglo de oro…— pero que funciona como la enciclopedia de las imágenes argentinas, desde el kitsch peronista hasta la sangre. Pero la sangre en esa película es puramente formal y remite antes al cine gore que a la política argentina. Escrita con sangre, Gatica habla de una alianza aberrante de imágenes y es en este punto que la película vuelve a mencionar 8 En cuanto a los estereotipos en la obra de Copi, véase “Copi, le travestissement entre parodie et vanité” por Isabelle Barbéris. 9 En un ensayo pionero, Roland Spiller contrapuso el teatro de Copi con el de Calderón, contrastando “visión del mundo, teatralidad y retórica” (559) y subrayando “el minimalismo retórico de Copi” (574). 10 El tópico de la vida como teatro, que Calderón expone en el auto sacramental El gran teatro del mundo, está ya en los pitagóricos, en el Filebo de Platón, en los estoicos —Séneca y Epicteto—. La imagen del theatrum mundi se vuelve frecuente en la cultura renacentista por la mediación de las traducciones de Erasmo de Róterdam de las Epístolas de Séneca y los Diálogos de Luciano. (Véase Rey Hazas y Sevilla Arroyo 9-10). Para otros usos de Calderón, véase, por supuesto, Pasolini. 11 Los espectadores se dividían en dos para ver o bien la pieza de Calderón o bien la de Szuchmacher-Bertuccio, que contaba las bambalinas de los actores que representaban Casa con dos puertas. Terminada esa experiencia, los espectadores cambiaban de sala para ver la otra pieza.

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lo específico argentino porque precisamente mezcla dos estéticas visuales irreconciliables y en permanente debate: el barroquismo de Greenaway con el clasicismo de Scorsese. El proceso de ascesis lleva a Copi, inmediatamente después de Eva Perón, a la suspensión de las imágenes y los decorados en la estepa siberiana —L’homosexuel ou la difficulté de s’exprimer, como quien dijera: Justine o los infortunios de la virtud (Sade), Pamela o la virtud recompensada (Richardson)—. La estructura misma del título remite a la dimensión alegórica del pensamiento expuesto —pero no expresado—, a la dimensión de una moral pedagógica. Copi podría haber dicho “el camp” o “el trash” o “el lenguaje” o “el barroco” o incluso “el peronismo”, “y la dificultad de expresarse”, pero elige una figura que no es ni un nombre propio —Justine o Pamela— ni un acontecimiento histórico, sino una figura identitaria positiva (es decir: inventada por el positivismo) para declarar que, en esos términos —en ese sistema de pensamiento, en ese terror—, pero sobre todo en esa situación —“no invento un personaje. Lo que yo invento es una situación” (Buteau, s. p.)—, no hay expresión posible ni hay teatro del mundo que pueda sostenerse. En todo caso, se trata de un nombre común que Copi trata como un nombre propio y, al mismo tiempo, como un nombre-emblema sobre el que se acumulan, capa sobre capa de hojaldre temporal —pot-pourri—, los engranajes de su lógica —alegórica, formal— barroca, muy lejos del manierismo y el gongorismo que sirve de sustrato al neobarroco de Sarduy. En la pieza, a diferencia de lo que sucede en Eva Perón y otras grandes piezas, los personajes hablan casi sin signos de exclamación, en una calma emocional que es el correlato de la exquisita economía de los diálogos.12 De hecho, si hubieran estado escritos en versos regulares —dispositivo que Copi utilizó en dos piezas teatrales—, estos diálogos serían un ejemplo escolar de esticomitia —cada intervención de un interlocutor ocupa un verso—.13 12 En la misma entrevista antes citada, Raúl Escari se refiere a la incondicional predilección de Copi por los signos de exclamación (Moreno 27). 13 Tomemos, por ejemplo, el caso de Antígona: ANTÍGONA: Piensa si vas a combatir y a colaborar conmigo. ISMENE: ¿Cuál es el riesgo que hay que correr? ¿Cuál es la determinación que has tomado? ANTÍGONA: Se trata de si vas a levantar el cadáver unida a estos mis brazos.

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IRINA: Tengo ganas de ir al baño, mamá. MADRE: ¿No comiste nada y quieres ir al baño? IRINA: Es para cagar al niño. MADRE: ¿Tienes ganas de abortar? IRINA: Sí. MADRE: Ven que te ayudo. IRINA: Espérame. Ya viene. MADRE: Déjame ayudarte. IRINA: Espérame, déjame, ya viene. MADRE: Puja. Puja. IRINA: Ya está. MADRE: A ver. IRINA: Está muerto. MADRE: Ven que te limpio (Copi, El homosexual 23).

En la escena X, el diálogo se repite con algunas variaciones: MADRE: Irina, ¿qué hacía este puñal en tu retículo? IRINA: ¿Qué puñal? MADRE: Mire, tenía un puñal en su retículo. ¿No es esto un puñal? IRINA: Me lo dieron. MADRE: ¿Quién? IRINA: Para defenderme de los lobos. MADRE: ¿Quién? IRINA: Los cosacos. MADRE: No deja de mentir. ¿Me vas a decir la verdad, Irina? GARBO: Cállese, señora Simpson. MADRE: ¿Acaso no tengo derecho a preguntarle por qué lleva consigo un puñal? ¿Qué querías hacer con este puñal? IRINA: Nada MADRE: ¿Dónde está el ratón? IRINA: ¿Cuál ratón? MADRE: El ratón que tenías en la jaula arriba de tu cama. No te hagas la idiota. IRINA: Dejé que se fuera. MADRE: ¿Lo mataste? IRINA: No MADRE: ¿Qué hiciste con él? Tome un poco de mirabel, lo va a necesitar. Te metiste el ratón por el culo. IRINA: Estás loca. ISMENE: Pero ¡cómo! ¿Es que se te ha ocurrido pensar enterrarlo cuando es cosa denegada a la ciudad? (Sófocles 136).

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MADRE: ¡Ven a cagarlo! IRINA: No MADRE: ¡Ven a cagarlo! Puedes agarrar una infección. IRINA: No. (46)

En la escena previa Irina ha intentado explicar a Garbo por qué cambió de sexo —“quería cambiar de sexo”, “ya había empezado”— con el mismo tono monocorde. Al mismo tiempo, subraya el hecho de que la Señora Simpson no guarda parentesco con ella. En la escena X, Irina, que ya ha abortado per angostam viam, enseña otra de las propiedades del esfínter que es no solo una vía de escape, sino también de agenciamiento animal. Ni “infortunios de la virtud” ni “virtud recompensada”: no hay en las alegorías de Copi ningún afán moralizante. Lo que sucede, sucede por la coacción del deseo —tener ganas de abortar, querer cambiar de sexo, etc.— y por el goce de expulsar objetos pequeños —ratas o fetos— a través del esfínter. Otros pequeños que quedan como un resto, una economía del goce que debe pensarse —lamborghinianamente— como un “sueño sober-ano” —el ano es, además, la sede del sueño de la soberanía de sí—. Dejo el tema, bastante obvio, para centrarme en el retículo donde Madre encuentra un puñal. Es el puñal —no hace falta que se nos lo diga— que Irina usará más adelante para cortarse la lengua, el emblema de la intervención tajante —la realización del imaginario— a la que Irina —y Madre y Garbo— se entregan. Pero, sobre todo, lo que intriga —lo que sostiene la intriga, pero además una ética y una lógica— es la otra palabra que con el puñal se combina. ¿Qué es un retículo? La palabra francesa que Copi escribe es réticule que, como su equivalente castellana, incluye el umbral de la soberanía, postulado como un verdadero cul de sac —callejón sin salida—, porque réticule es, además de un instrumento óptico, un bolsito —sac— de uso femenino que acompañó la moda Directorio, a finales del siglo xviii y comienzos del xix, cuando desaparecen los miriñaques, los corsés y las telas pesadas y se imponen las túnicas ligeras —clásicas—, sin bolsillos donde guardar las pertenencias femeninas —pañuelo, frasquito con sales aromáticas—. También conocido como “balandrán”, el nombre “retículo” se impuso por su homofonía con “ridículo” —réticule/ridicule—. Como podrá verse en La torre de la defensa, la lógica de Copi deja resonar en esa palabra —que seguramente aprende del léxico del vestuarismo—, además, una voz maestra. Así como “yo aprendí a dibujar imitando a Oski, a Lino

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Palacio” (Tcherkaski 29) y así como reconoce la influencia de Landrú, nombres que Copi reivindica contra cualquier influencia de la vanguardia parisina y contra cualquier asociación con la izquierda francesa, en retículo —que se dice también “redículo”14— resuena la mal-dicción de alguno de los personajes de Niní Marschall —ridículo-redículo—, como en La torre de la defensa “tan de repente” cita a “tan redepente”.15 El hojaldre del nombre “retículo” no se detiene y todavía conviene mencionar, para extenuar el descentramiento, la anamorfosis, el pliegue y el horror vacui, la forma reticular que se impone en la teoría de los nodos de Jacques Lacan.16 ¿La lógica de Copi, lacaniana? No hablamos de un sujeto biográfico que haya o no leído tales o cuales páginas o que haya escuchado o no tales o cuales palabras (después de todo, Copi siempre dijo que no leía, que no iba al cine, que no miraba televisión ni iba a los museos: solo trabajaba). Se trata de una lógica, y si la lógica de Copi se toca con la lógica de Lacan, además del azar y la coacción que provienen de estar los dos en el mismo pliegue espacio-temporal, es porque Lacan puede pensarse como otra nave barroca —en este caso, un acorazado de guerra— que transformó el trenzado —tressage— freudiano en encadenado —chaînage—. Una lógica de redes y encadenamientos, lo Real como el resultado de una operación algebraica, un resto irrepresentable. Todo eso es para Copi un cul de sac —que también podría llamarse Holzwege— del deseo: Irina pierde la cadenita, antes de cortarse la lengua: MADRE: Es el tornillo de tu retículo, el que buscabas el otro día, el tornillo que sostenía la cadenita de tu retículo, lo encontré detrás del armario. ¿Y la cadenita, dónde la pusiste?17 IRINA: No sé. (40) 14 Véase Poveda, Ana María y su traducción del francés de —probablemente— Celnart, Elizabeth. Manual de las señoritas ó Arte para aprender cuantas habilidades constituyen el verdadero meérito de las mugeres, como son toda clase de costuras, corte y hechura de vestidos ó arte de modista; bordados en hilo, algodón, lana, sedas, oro, lentejuelas, al zurcido, al trapo, al pasado, en felpilla, cañamazo, seda floja y demás labores á punto de aguja, etc.: el arte de encagera, ó modo de hacer blondas y calados: toda clase de obra de cañamazo, bolsas, redículos, obras de abalorio, felpilla, pelo, cordones, presillas, muletillas, etc.; con el arte de componer dichos objetos. Madrid, Impr. que fue de Fuentenebro, 1827. 15 Véase Link. 16 Véase, sobre todo, Lacan 131. 17 En el original: “la petite chaîne de ton réticule”, “la chaînette” (70).

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En su polémica con Foucault sobre Las meninas —cuadro que también analizó Sarduy—, Lacan subrayó —¡cómo no!— el efecto de la luz en las dos ranuras paralelas del vestido de la Infanta, a la que propuso como signo del falo, precisamente por el pliegue o hendidura de la volanta de su vestido armado, demasiado armado. A Copi, ese camino no lo llevaba a nada. * Al proyecto de viaje de Irina y Madre, pronto se sumará Garbo. Que Madre esté en español en el original quiere decir algo sobre la lengua materna (más allá de las declaraciones circunstanciales de Raúl Damonte). Garbo no es un nombre siberiano, pero se lo puede ubicar en la misma isoterma. Hay en la pieza una taberna Lenin y un militar llamado Pushkin. Cuando Madre le dice que Irina está indispuesta, Garbo le pregunta si ya llamó al Dr. Feydeau. El nombre es anómalo en relación con la serie, lo que nos fuerza a interrogarlo. Georges Feydeau (8 de diciembre de 1862-5 de junio de 1921) fue un dramaturgo francés de gran popularidad en el teatro de boulevard de la Belle Époque, desatendido en su momento, pero que luego fue puesto a la altura de los grandes clásicos —algunos lo comparan con Molière—. Marilú Marini y Alfredo Arias —que integraron el grupo Tsé del cual también participó Copi— lo mencionan para explicar el sostenido éxito de las obras de Copi en los escenarios parisinos (Cabrera, s. p.).18 El propio Copi subrayaba, refiriéndose a sus tiras cómicas: “Yo, lo que hago es escribir teatro, hago sketchs de teatro dibujado, teatro de cabaret dibujado” (Buteau, s. p.). Muy influyente para el dadaísmo, el surrealismo y el teatro del absurdo, Feydeau consideraba que para hacer reír había que colocar a los personajes en situación trágica y observarlos desde un ángulo cómico.19 Ese desajuste entre la cualidad de los actos y comportamientos que se desempeñan y el punto de 18 Feydeau cultivó la farsa a partir de 1890, inspirado en los trabajos de Eugène Labiche, Henri Meilhac y Alfred Hennequin, quienes inspiraron su exitosa Champignol malgré lui (1892). Escribió más de 60 obras, entre las cuales L’Hôtel du libre échange (1894) es una de sus más conocidas, y cuya trama es muy parecida a La cigarra no es un bicho (Daniel Tinayre, 1963). Para más información, véase Ramos Gay. 19 Para la correlación entre el método vaudevillesco y el método experimental, véase Feydeau, la machine à vertiges de Violaine Heyraud. Si Marilú Marini no hubiera relacionado a ese Feydeau con Copi, podría haberse seguido, de todos modos, otra pista: el parisino teatro Feydeau (hoy desaparecido), ubicado en el IIe arrondissement (19, rue Feydeau). Inaugurado en 1791, el teatro programaba principalmente comedias y “pastiches”. Fue demolido en 1829.

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vista es decisivo para comprender la lógica de Copi, quien pensaba no en términos de personajes, sino, como ya se ha dicho, de situaciones. Por otro lado, el hojaldramiento temporal nos obligaría a mencionar que en la Île Feydeau de Nantes nació Jules Verne, aquel en cuyos libros Foucault localizó “un discurso inmigrante” y, al mismo tiempo, “sabio”. Según Foucault, “Las novelas de Jules Verne son la negantropía del saber”20 y parecería que la lógica de Copi recurre a la misma sintropía o entropía negativa que expulsa todo aquello que haría perder equilibrio al funámbulo.21 ¿Habría que decir del barroco de Copi que es totalmente negantrópico? ¿No es por eso que tanto en sus novelas como en sus piezas teatrales Copi nos regala un máximo de pensamiento en un mínimo de forma? ¿No es por eso que sus nombres son como emblemas dispuestos en delgadas capas de hojaldres temporales, como pliegues y agenciamientos infinitos, pot-pourri de referencias culturales? Y esa distribución de masas verbales —palabras inexpresivas y encarnadas— y de cantidades —de significación llevada al cul de sac, Holzwege, desencadenada como resultado de una intervención cortante—, ¿no se opone al mínimo de pensamiento en un máximo de forma que caracteriza al barroco perlongheriano, sarduyesco, gongorino, lamborghiniano? No sé muy bien cómo, pero Copi, y su peculiar desempeño barroco, me han llevado una vez más hacia la filología, y sus rancias discriminaciones. No: Copi no se opone a Sarduy como el tajo al tatuaje, ni tampoco se trata de diferencias de plegados o de las cualidades de las piezas engarzadas en sus maquinarias singulares. Tampoco de la simulación o de la verdad del travestismo o del transexualismo. Se trata solo del concepto. Severo es un culterano. Copi, un conceptista. De allí su negantropía y su predilección por el teatro: Lo que principalmente buscaba el conceptista al escribir era hacer gala de agudeza y de ingenio; por eso muestra gusto especial por las metáforas forzadas, asociaciones anormales de ideas, transiciones bruscas, y gusto por los contrastes violentos en que se funda todo humorismo, que humoristas son los grandes escritores de este siglo, Quevedo y Gracián. En estos autores geniales el conceptismo aparece 20 Véase Foucault (Transfábula 295). 21 Según el pensamiento de Foucault, la negantropía es la entropía que el sistema vivo exporta para mantener su entropía baja. Se encuentra, pues, en la intersección de la entropía y la vida.

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lleno de profundidad, la frase encierra más ideas que palabras (al revés del culteranismo, que prodiga más las palabras que las ideas); pero en los autores de orden inferior de este siglo la agudeza suele estribar únicamente en lo rebuscado del pensamiento, en equívocos triviales y en estrambóticas comparaciones. El siglo xvi fue el del esplendor de la prosa castellana, el xvii es ya de decadencia; y uno de los síntomas de ésta es precisamente el buscar como principal sazón de la obra literaria el artificio y la agudeza. (Menéndez Pidal 229-30)

Las esferas de actuación de las dos potencias del ser, nos enseña Gracián, son el ingenio y el juicio.22 La agudeza sería el procedimiento que establece una correlación entre esas dos esferas (ingenio y juicio). Cuando esa conexión se materializa en el discurso, lo que brilla es el concepto, en tanto concreción en una idea de la potencia o capacidad para la agudeza. Eso explica el humor de Copi —y cuando digo humor quiero decir Stimmung—, su negantropía y su antropología revolucionaria: los movimientos del barco en el que, desde hace más de cuarenta años, nos está llevando. Obras citadas Aira, César. Copi. Rosario: Beatriz Viterbo, 2003. Barbéris, Isabelle. “Copi, le travestissement entre parodie et vanité”. Modern French Identities 55 (2006): 215-28. Bouvet, Raphaël. “Note d’intention”, [consulta: 23 de agosto de 2016]. Bravo, Guillermo. “El amigo francés”. Página/12. 17 de junio de 2011, [consulta: 23 de agosto de 2016]. Buteau, Michel y Copi. “La mujer sentida”. Página/12. 20 de enero de 2012, [consulta: 23 de agosto de 2016]. Cabrera, Hilda. “También con humor se pueden expresar las ideas profundas”. Página/12. 19 de noviembre de 2004, [consulta: 23 de agosto de 2016]. 22 Véase Gracián y también Egido y Marín Pina. Además, en lo que se refiere a la perspectiva aquí sostenida, véase Roberto Esposito.

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Copi. Le frigo. Paris: Persona, 1983. — La Quinzaine littéraire. Paris, 16 de enero de 1988. — L’homosexuel ou la difficulté de s’exprimer. Paris: Christian Bourgois, 2003. — El homosexual o la dificultad de expresarse. Trad. Joani Hocquenguem. México: Ediciones El Milagro/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2004. — Obras (Tomo 1). Barcelona: Anagrama, 2010. Deleuze, Gilles y Félix Guattari. El antiedipo. Buenos Aires: Corregidor, 1974. Díaz, Valentín. Barroco y modernidad en la teoría estética del siglo xx, 2015. Tesis Inédita. — “Mapa del Imperio. Néstor Perlongher y el Barroco”. La Biblioteca 12 (2012): 344-356. Egido, Aurora y María del Carmen Marín Pina, eds. Baltasar Gracián: estado de la cuestión y nuevas perspectivas. Zaragoza: Institución “Fernando el Católico”, 2001. Esposito, Roberto. “La dialettica del sopravvissuto. Politica e tecnica in Baltasar Gracián”. Il Mulino, XXXVI.1 (1987): 137-144. Foucault, Michel. “La proto-fábula”. Verne: un revolucionario subterráneo. Buenos Aires: Paidós, 1968. — “La transfábula”. Entre filosofía y literatura. Barcelona: Paidós, 1999. Gago, Verónica. La razón neoliberal: Economías barrocas y pragmática popular. Buenos Aires: Tinta-Limón, 2015. Gracián, Baltasar. Agudeza y arte de ingenio. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza (Col. “Clásicos Aragoneses” Larumbe, n.º 31), 2004. Heyraud, Violaine. Feydeau, la machine à vertiges. Paris: Garnier, 2012. Hobsbawm, Eric. A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo xx. Barcelona: Crítica, 1999. Lacan, Jacques. Le Séminaire. Livre XXIII, Le Sinthome. Paris: Seuil, 1976. Link, Daniel. “Formas de reproducción”. Fuera del canon: escrituras excéntricas de América Latina. Carina González, ed. Pittsburgh: IILI, 2014, 81-96. Martel, Fréderic. The Pink and the Black: Homosexuals in France Since 1968. Stanford: Stanford UP, 1999. Menéndez Pidal, Ramón. “Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645)”. Antología de prosistas castellanos. Madrid: Bergantín, 1992. Moreno, María. “Prólogo”. Copi. Obras Tomo 1. Buenos Aires: Anagrama, 2010. Pasolini, Pier Paolo. Calderón. Barcelona: Icaria, 1987. Perlongher, Néstor. Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992. Buenos Aires: Colihue, 1997.

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Gramáticas de la exasperación: del neocriollo a Tadeys de Osvaldo Lamborghini

Martín Arias (Université Catholique de Louvain-la-Neuve)

Vanguardia, “idealismo”, lenguas imaginarias “Desnaturalizar el lenguaje, primer efecto de la literatura, no equivale a anularlo en su poder de referir” (Ludmer, Onetti 13). La distinción que Josefina Ludmer enunciaba de este modo no era ociosa en el prólogo a un estudio sobre Onetti, escritor a cuya maestría la literatura latinoamericana debe uno de sus más sofisticados referentes ficcionales: la ciudad de Santa María, con su astillero, su casa de tolerancia, sus glorietas y la estatua ecuestre que honra a su fundador. Algunas líneas antes, la crítica había definido con precisión los términos de su argumento: “[…] borrar el referente y la representación, hacer del signo una absoluta entidad introspectiva, es una forma de idealismo. Ese idealismo actúa en las posiciones antirrepresentativas que postulan ciertas ‘vanguardias’” (13). La cautela y la distancia dominaban esa formulación, y cabe preguntar cuáles serían las otras vanguardias, esas que, apenas intuidas tras la prudencia restrictiva del “ciertas”, hubieran podido ser mencionadas sin comillas. Antes que responder a esa pregunta, interesa notar la tensión que aquel “idealismo” —el ideal de un lenguaje desanclado de todo referente— había sabido introducir en la literatura del siglo pasado. Una tensión que si podía llevar al idiolecto, a las lenguas ignotas, a las glosolalias y a los juegos del significante, también podía inclinar el péndulo hacia el otro extremo: hacia el paroxismo de la representación. Por ejemplo, hacia una literatura de la transparencia, una literatura que insistiera en representar, en “referir”, y en hacerlo hasta el punto de perseguir aquella quimera de la retórica antigua: “poner ante los ojos” del lector el objeto del discurso. Que la misma escritura roce ambos límites, el habla “introspectiva” y la pura representación, es una experiencia harto singular que depara la lectura de Os-

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valdo Lamborghini. Pues este, si nunca deja de entregarse a cierto “engolosinamiento de lengua” —como dijo Héctor Libertella en Las sagradas escrituras—, es también un maestro en eso de “hacer ver” aquello de lo que habla. Como se sabe, Lamborghini redactó pasajes de la más rigurosa pornografía, género por excelencia de la eficacia representacional. Pero además, y sin abandonar por un instante, más bien expandiendo, el circuito cerrado, obsesivo, implosivo del cuerpo obsceno, construyó en su novela Tadeys (1983; publicada en 1994) un complejo referente de ficción, un vasto país imaginario llamado La Comarca o LacOmar —la toponimia fluctúa a lo largo del libro— y una viciosa capital cuyo nombre es Goms-Lomes. Algo de la geografía novelesca de Onetti parece redesplegarse en este libro, y la diatriba de Ludmer contra el idealismo de las vanguardias constatarse en —o proceder de— Osvaldo Lamborghini, quien por cierto había sido su camarada de la revista Literal. Pero en Tadeys no solo se inventa un territorio, con su violenta historia, su zoología fantástica y sus intrigas políticas, sino también una lengua: el difícil idioma llamado “comarquí”. Así, a lo largo de la novela, en el estilo de un lexicógrafo tan erudito como burlesco, el narrador aportará ejemplos de términos comarquíes, datos sobre su evolución lingüística, comentarios acerca de la pronunciación o de la traducción al habla del país. Ese objeto de ficción llamado “lengua comarquí” es lo que quisiéramos estudiar en las páginas que siguen. Quisiéramos hacerlo de un modo comparativo, y para decirlo con las palabras de la lingüística, diacrónico, enlazando esta lengua con otras del pasado. Es en este punto donde intervienen las vanguardias. Pues como nota Jorge Schwartz en Las vanguardias latinoamericanas: textos programáticos y críticos, una de las pulsiones más intensas de las vanguardias latinoamericanas consistió precisamente en eso: en la invención de una lengua imaginaria. De esa invención, Schwartz ha indicado algunos aspectos cruciales que conviene tener en cuenta. En primer lugar, Schwartz observa que una de las “dimensiones utópicas” de las vanguardias de los años veinte —en especial en Argentina, Brasil y Perú— se encuentra en los esfuerzos que escritores y artistas llevaron a cabo para renovar las lenguas existentes (Las vanguardias 55). Ejemplos de ello son el “idioma de los argentinos” de Borges, la “lengua brasileña” de Mário de Andrade y “la ortografía indoamericana” de Fransisqo Chuqiwanka Ayulo. Al resucitar las querellas decimonónicas entre la novación americana de la lengua y el conservadurismo academicista —Borges, hacia 1925, dirigía sus invectivas a quienes “creen en la Academia como quien cree

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en la Santa Federación”— esas propuestas buscaban intervenir en el castellano y el portugués de modo transformador. En segundo lugar, junto a esos proyectos surgieron otros que se adentraron de modo más decidido en el terreno de lo utópico. Es el caso de ciertas lenguas inventadas, entre ellas la “panlengua” y el “neocriollo” de Xul Solar. De este último intento se han conservado rastros considerables, textos que no han dejado de interesar tanto a la literatura —el caso de Borges es el más notorio— como a la crítica. Esa suerte de historia literaria de una lengua inventada no es el único rasgo, como se verá, que permite aproximar el neocriollo —lengua artificial— a un idioma tan imaginario como el comarquí. Esa aproximación será, por decirlo de algún modo —un modo, si se quiere, vanguardista— el procedimiento que nos proponemos aplicar en lo que sigue. Pero todo esto exige, como paso previo, un esbozo descriptivo del marco en que ambos idiomas se presentan al lector. Inventada con el fin de servir a una utopía humanista de unión latinoamericana, el neocriollo es una lengua en la que se fusionan, según declara su creador, el castellano y el portugués —veremos, sin embargo, que otras lenguas intervienen en la mezcla—. Sus registros más tempranos datan de la década de 1910, en la correspondencia que Xul, por entonces en Europa, mantenía con su familia. En esas cartas, escritas en castellano, aparecen palabras inventadas cuyas formas resurgirán en los textos ya redactados por completo en neocriollo. A esto habría que añadir una pintura fechada en 1915, Dos Anjos (Dos Ángeles), cuyo título, como indica Schwartz ya muestra el cruce de las dos matrices: el castellano “dos” y el portugués “anjos”. Con el paso de los años, esos escarceos cristalizarían en un proyecto más ambicioso y, a partir la década de fervor vanguardista, los años veinte, Xul se encargará de difundir y publicar escritos en lo que ya es el neocriollo. Aparecen así “Algunos piensos cortos de Cristian Morgenstern” (una traducción del alemán al neocriollo de “Stufen”), publicados en Martín Fierro en mayo de 1927, los “Apuntes de neocriollo” (1931), “Visión sobrel trilíneo” (1936) y “Explica” (1953). Los últimos tres escritos forman parte de un conjunto mayor: los San Signos, una serie de textos en los cuales Xul plasmó, a lo largo de varios años, las visiones místicas que le inspiraron los hexagramas del I Ching. La publicación reciente de ese diario espiritual, en versión bilingüe neocriollo-castellano —la traducción estuvo a cargo de Daniel E. Nelson—, nos permite un acceso más cabal a esta utopía lingüística.

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Tadeys, la novela en que se presenta la lengua comarquí, es una obra inconclusa y propensa a la digresión. Esos rasgos son a menudo los de una enciclopedia, y sin duda el libro puede ser leído como una enciclopedia ficcional, una enciclopedia burlesca: un compendio de saberes sobre La Comarca. De un territorio algo más grande que la China, situado probablemente en Europa del Este, la economía de este país se sostiene en la explotación de un animal llamado “tadey”. De aspecto físico idéntico al humano, el tadey tiene un comportamiento sexual inquietante: homosexual durante el día, y ferozmente licencioso, se vuelve heterosexual y prolífico durante la noche. Si su carne es preciosa como manjar y como fuente de riquezas, su naturaleza erótica no deja de causar inconvenientes. Pues el de La Comarca es un pueblo religioso, un verdadero baluarte de la cristiandad. Como veremos, el idioma del país no carece de afinidades con los hábitos de estos “delicados sodomitas”. Lenguas en contacto Podríamos señalar un primer punto de acercamiento en la asombrosa combinatoria etimológica de estos dos idiomas, que se complacen en la multiplicación de sus orígenes. Pues si el neocriollo nace como un intento relativamente simple de combinar las “dos lenguas dominantes” de Latinoamérica, con el tiempo evoluciona y asimila otras hablas. Daniel E. Nelson escribe: Como una mezcla de raíces españolas y portuguesas, el neocriollo empezó la vida como un lenguaje artificial a posteriori alrededor del año 1915 […]. Pero también hay que notar la introducción de múltiples raíces basadas en el inglés, el francés, el alemán, el italiano, el latín, el griego antiguo, el hebreo, el tupí-guaraní, el náhuatl, el sánscrito y el chino, y finalmente del lenguaje infantil y de la nomenclatura científica moderna… (Solar, San Signos 29)

Por su parte, el cínico narrador-lingüista de Tadeys describe el comarquí de los modos siguientes —la novela incluye distintas versiones de esta etimología ficcional—: El enredo lingüístico de LacOmar, inextricable derivado de una mezcla de raíces latinas, eslavas y arábigas, complicaba aún más el problema político y religioso… (178)

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…el enredo lingüístico de La Comarca –mezcla inextricable de raíces latinas, eslavas y hebreas… (347) El problema político y religioso se enredaba aún más por las complicaciones lingüísticas de La Comarca, inextricable trabazón, su lengua, de raíces latinas, eslavas, hebreas e incluso (inexplicablemente) vascas, como se llegó a afirmar, y no sin autoridad. (320)

Para emplear la metáfora religiosa con que Haroldo de Campos describió, justamente, las relaciones entre el castellano y el portugués de Brasil —y el origen bíblico de esa metáfora no es ajeno ni a San Signos ni a Tadeys— digamos que ambos idiomas son atravesados, ya por “el impulso disyuntivo de Babel”, ya por el “soplo conjuntivo de Pentecostés” (160). Pero si aquello que se da bajo la forma de una comunión latinoamericana en Xul se muestra como “enredo lingüístico”, convulsivo y babelizante, en el imperio vagamente centroeuropeo de Lamborghini, no se sigue de ello que debamos concederle sin más al primero el objetivo de ecumenismo comunicativo que él mismo declaraba perseguir. Ocurre que ese ideal de transparencia latinoamericana se ve siempre ya desviado, diferido, enrevesado por la deriva del neocriollo, desde los primeros escarceos hasta los San Signos. Esto lo nota más de un lector de Xul. Nelson, por ejemplo, habla de un incremento de la “la dificultad para entender el nuevo idioma” a medida que su creador introduce innovaciones gramaticales (San Signos 29); Schwartz, de la paradoja de un lenguaje “artificial de uso colectivo” que, a la larga, “se vuelve hermético”, y no solo por su dificultad lingüística sino también por sus connotaciones esotéricas y ocultistas (“Sílabas” 39). Los dos, así como Naomi Lindstrom (244), citan la humorada de Macedonio Fernández, quien en uno de sus “brindis”, además de llamar a Xul “estrellador de idiomas”, calificó al neocriollo como “idioma de incomunicación”.1 El chiste, podríamos pensar, al menos si aceptamos el 1 Se trata del “Brindis insistente”, incluido en los Papeles de recienvenido: “Cuando en 1928 yo apresuraba las páginas de mi ‘Vigilia, etc.’ […], una visita del exquisito estrellador de cielos, y de idiomas, Xul Solar, púsome en grave zozobra. Yo contaba estar escribiendo el libro menos entendido del mundo, y él venía a anunciarme que su idioma de incomunicación, su ininteligible neocriollo, estaría listo antes de que concluyera el urgente y forzoso remate indefectible de alhajas que durante cuatro años se ha anticipado en la calle Corrientes y Suipacha. Entonces se iba a decir que una vez proporcionado al mundo el idioma de Xul Solar cualquiera podrá escribir libros ininteligibles. Apresuré el mío y creo haber acreditado que no necesito del idioma de Xul Solar: un pensador puede hacer incomprensible, cualquiera, lo que hasta ahora parecía difícil” (59).

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recurso a la historia de la lengua, se funda menos en un oxímoron que en el étimo de la palabra “idioma”, la cual deriva del latín tardío idioma (“peculiaridad de estilo”, “lenguaje propio de un autor”), y este del griego ídios (“privado, particular, propio”). Así, Heráclito oponía los despiertos a los dormidos: aquellos viven “según el Logos”, que es común; estos, recluidos, incomunicados “en un mundo privado”, en un ídion kósmon. ¿Es la experiencia interior de las visiones recogidas en los San Signos, íntima hasta rozar el idiolecto, lo que conduce al hermetismo de su lengua? Sea cual fuere la respuesta, y más allá de toda excursión mística, el neocriollo es complicadísimo, como repite Tokuro, personaje de Osvaldo Lamborghini. Complicadísimo es también el comarquí, y de una complejidad cuyas consecuencias para la cruenta historia de La Comarca no son pocas ni menores. A esas consecuencias alude el narrador cuando menciona, en la cita transcrita más arriba, el “problema político y religioso” del imperio. En el corazón de ese conflicto se encuentra la historia del monje Maker Say-Vomir, traductor de la Biblia del latín a su “amada lengua natal”. Un grave percance interviene en esa obra piadosa: al ser vertidos a la lengua del país, los pasajes más sublimes del texto sagrado se vuelven dobles sentidos obscenos, juegos verbales de la más injuriosa procacidad. Como resultado de ello, no solo se dificultan las relaciones de Goms-Lomes con Roma, sino que además se concede a los enemigos de La Comarca, en particular al limítrofe Imperio Otomano, un motivo de burla: “Reía el turco y lloraba la cristiandad” (Lamborghini, Tadeys 375). El lenguaje imaginario se ubica entonces en el centro de la situación político-narrativa de Tadeys. Esto nos conduce de nuevo a Xul, pero a través de su promotor Borges. En efecto, a propósito de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, escribe Sarlo: Los lenguajes imaginarios están en el centro de la situación filosófico-narrativa. En la descripción de una de las lenguas de Tlön, “Borges” menciona el lenguaje artificial inventado por Xul Solar sobre la base de una especie de sintaxis del esperanto con un vocabulario latino, criollo y porteño. Estas referencias, aunque irónicas, remiten al interés de Borges por los lenguajes y los sistemas de representación artificiales, más fascinantes que las lenguas reales porque prescinden de toda relación confusa con cualquier referencia externa. Los lenguajes imaginarios, aunque socialmente imposibles, son siempre nítidos y pueden ser exactos […]. Esto les otorga una supremacía sobre las lenguas naturales que se modifican en el proceso histórico y poseen borrosas diferenciaciones dialectales de marca social. […] Además de su poder para que el caos de lo real no se transfiera al pensamiento

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ni contamine la experiencia, los lenguajes imaginarios tienen otra virtud: resisten al desorden que inquieta el corazón de las sociedades modernas. Las lenguas reales llevan la marca de la mezcla demográfica, especialmente en naciones como la Argentina donde la población hispano-criolla se mezcló, casi por mitades, con los inmigrantes de Europa del sur y central. Estos cambios demográficos, cuyo peligro denunciaron los intelectuales nacionalistas desde el Centenario, pueden conjurarse simbólicamente por la disciplina abstracta de la imaginación racional, inventora de lenguajes y de tramas: frente a la incontrolable proliferación social de diferencias lingüísticas, la unicidad de las lenguas artificiales. (119)

Una observación cercana a la de Sarlo la consigna Marina Yaguello en su libro sobre las lenguas imaginarias: al crear un idioma filosófico, el inventor de lenguas artificiales busca reconciliar lenguaje y pensamiento; al crear uno internacional, busca reconciliar a los hombres entre sí. Por eso, continúa la autora, ese inventor proviene a menudo de Europa central, de algún país “dividido y desgarrado por la historia: muchos inventores de comienzos de siglo vienen del imperio ruso o austrohúngaro” (36, la traducción nos pertenece). Esos países destrozados participan en la formación novelesca de La Comarca, con su influencia eslava y sus esclavos siberianos —seguramente, la Austria-Hungría de Néstor Perlongher no está lejos—, casi tanto como la no menos desgarrada Argentina. Pero si el lenguaje que inventa Lamborghini exacerba la maldición de Babel y las marcas del desorden —social, lingüístico, político— no se trata para nosotros de verificar en él la pura inversión del neocriollo, pues como ya se dijo, conviene poner a cierta distancia las metas latinoamericanas de Xul. Si se desarma esa teleología pentecostal, lo que queda es antes que nada una relación de pura intensidad con el lenguaje, una logofilia desaforada en la cual la intimidad de un idioma privado, de un habla incomunicada, recluida, ocluida en una visión introspectiva, pasa a lo público, a lo universal. Es, de hecho, aunque no sin cierta decorosa ironía, promovida por el más universal de los escritores argentinos. La lengua imaginaria es una intimidad publicada, y como tal convoca, con sostenido rigor en la escritura de Osvaldo Lamborghini, los efectos de toda exhibición de lo íntimo: se vuelve obscena. Así es la logofilia del monje traductor de Tadeys, quien desde lo profundo de su “amada lengua natal” activa el peligroso sistema de los dobles sentidos sexuales. Y entonces, para retomar las palabras de Sarlo, “toda relación confusa” —o mejor, toda relación equívoca— “con cualquier referencia externa” se vuelve la ley misma del lenguaje: su gramática.

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Gramáticas imaginadas En su ensayo Xul Solar. Utopía y vanguardia, luego de citar la frase del utopista francés Joseph Déjacque según la cual, en la lengua única que prevalecerá en el futuro, “se dirá más en una palabra de lo que se podría decir en las nuestras en una frase” (38), Alfredo Rubione —uno de los primeros críticos literarios en ocuparse de la literatura de Lamborghini— anota que uno de los procedimientos más persistentes entre todos los utilizados para construir lenguajes imaginarios es la aglutinación.2 Esta abunda en los textos neocriollos: kierfumoh (“humos de deseo” en la traducción de Nelson), nacihora (“hora de nacimiento”), pensiredes (“redes de pensamiento”). Pero también abundan otras estructuras sintéticas. Por ejemplo las palabras compuestas, entre las cuales, en una diseminación de lo viviente y de lo divino, muchas se forman con los prefijos bio- y teo-: bioembudos, biochozas, biopalacios, biodardos; la frase la teotropia menfoge —donde la conexión con Girondo se hace evidente— significa “la atracción divina me prende fuego”. Con cierta impostación gauchesca, se habla de una endotempestá. También hay apóstrofos que anudan contracciones tales como ųel’plí —pronúnciese jelplí—, vertida al castellano como “infernalmente complicado”. La compulsión sintética, el deseo aparente de eliminar las ineficacias y los rodeos del castellano y del portugués se manifiesta, en Xul, como una especie de prisa léxica, o tal vez —habría que decir— como otra de tantas aceleraciones vanguardistas. Pero también se lee allí una exasperación, un fastidio ante los idiomas dados, los “naturales”, una irritación ante las tardanzas perifrásticas de nuestras lenguas romances. Esa exasperación —arruinado, o por lo menos abandonado a una paradoja irresoluble el ideal de construir una lengua menos torpe— la encontramos también en Lamborghini. Cabe citar aquí una observación de Aira, quien nota que para su maestro y amigo la clave de la poesía estuvo siempre en el hallazgo de una fórmula, de unos “relámpagos verbales” (Aira, “Prólogo” 11) que hacía innecesario el “relleno narrativo, el 2 Comentando el Cours de linguistique générale de Saussure, Martín Zorraquino resume: “Otro factor que influye en la creación de palabras nuevas, es decir, en el cambio lingüístico, fenómeno central en el estudio diacrónico, es la aglutinación. Consiste esta en la unión de dos o más términos distintos que, encontrándose juntos en sintagma en el interior de una oración, se sueldan en una unidad absoluta o difícilmente analizable (CLG: 208). Serían ejemplos de aglutinación en español: todavía (