Subalternidad y representación: Debates en teoría cultural 9783865278111

Versión española, revisada y actualizada, de "Subalternity and representation" en la que el autor se interroga

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Spanish; Castilian Pages 222 [217] Year 2004

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ÍNDICE
Nota de los traductores
Al lector latinoamericano
Introducción
Capítulo I. Escribiendo al revés: el subalterno y los límites del saber académico
Capítulo II. Transculturación y subalternidad: las afueras de la “ciudad letrada”
Capítulo III. ¿Nuestra Rigoberta? Autoridad cultural y poder de gestión subalterno
Capítulo IV. ¿Híbrido o binario? Sobre la categoría de “el pueblo”
Capítulo V. Sociedad civil, hibridez y el “aspecto político” de los estudios culturales (sobre Canclini)
Capítulo VI. Territorialidad, multiculturalismo y hegemonía: la cuestión de la nación
Bibliografía
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Subalternidad y representación: Debates en teoría cultural
 9783865278111

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SUBALTERNIDAD Y REPRESENTACIÓN Debates en teoría cultural JOHN BEVERLEY

COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 12

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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores

Consejo asesor

Fernando Ainsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta

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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, Madrid 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: 49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-150-X (Iberoamericana) ISBN 3-86527-128-6 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-811-1 Depósito Legal: M. 35.999-2004 Cubierta: de Martín Chambi, Cuzco, 1923. Cubierta: Marcelo Alfaro Impreso en España por: Imprenta Fareso, S. A. The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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ÍNDICE

Nota de los traductores ......................................................................

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Al lector latinoamericano ..................................................................

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Introducción ........................................................................................

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Capítulo I. Escribiendo al revés: el subalterno y los límites del saber académico ........................................................................................

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Capítulo II. Transculturación y subalternidad: las afueras de la “ciudad letrada .......................................................................................

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Capítulo III. ¿Nuestra Rigoberta? Autoridad cultural y poder de gestión subalterno ........................................................................... 103 Capítulo IV. ¿Híbrido o binario? Sobre la categoría de “el pueblo” .... 127 Capítulo V. Sociedad civil, hibridez y el “aspecto político” de los estudios culturales (sobre Canclini) ................................................ 163 Capítulo VI. Territorialidad, multiculturalismo y hegemonía: la cuestión de la nación ....................................................................... 185 Bibliografía ......................................................................................... 213

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NOTA DE LOS TRADUCTORES

La traducción es un ejercicio político. Consiste en hacer transitar las vacilaciones de una extranjería a las afirmaciones de una pertenencia. Y, sin embargo, traducir este libro ha sido una re-traducción. Sus argumentos eran, de alguna forma, ya propios de la discusión latinoamericana. Aunque, de otra forma, desfamiliarizan esta misma discusión y muestran los límites de la intelligentsia académica, aquí y allá, desde la consideración de las potencialidades de la inteligencia social, que acá Beverley llama subalternismo. Las complejidades de cualquier traducción, en este caso, se han visto suavizadas en extremo por la enorme gentileza y buena voluntad de su autor. Juan Antonio Hernández nos entregó una versión preliminar, bastante avanzada, del capítulo 1, que ha sido de mucha ayuda. No hay más que decir, dada la encomiable sencillez de los argumentos polémicos y directos de su autor, cuestión que nos evita tener que fingir alguna innecesaria reflexión sobre las palabras. Entonces, invitamos al lector “a la cosa misma”. Marlene Beiza y Sergio Villalobos-Ruminott

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AL LECTOR LATINOAMERICANO

Subalternity and Representation se publicó inicialmente en 1999, editado por la Duke University Press. En los años que separan esa fecha de esta traducción ocurren muchas cosas que pueden afectar al libro, entre ellas, principalmente, la disolución formal en 2002, después de un doloroso esfuerzo para encontrar una manera de seguir adelante, del llamado Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, formado inicialmente diez años antes, en 1992, cuyo trabajo colectivo, representado en dos antologías editadas por Ileana Rodríguez: The Latin American Subaltern Studies Reader (Durham: Duke University Press, 2001), y Convergencia de tiempos. Estudios subalternos / contextos latinoamericanos (Amsterdam: Rodopi, 2001), era la condición intelectual y política del libro. Paradójicamente, esa disolución coincidió con la generalización del tema de lo subalterno en el discurso académico de los estudios latinoamericanos, un fenómeno que mi colega Mabel Moraña designa como “el boom del subalterno”. No soy el mismo que escribió este libro en 1999, ni tampoco puede ser hoy la misma la situación global y regional de su recepción. En una situación parecida, la tentación suele ser re-escribirlo todo para actualizar los argumentos. Pero eso sería traicionar en alguna medida la inspiración del libro, que nace de una coyuntura específica, en mi caso, en particular, la derrota de la revolución sandinista. Por lo tanto, aparte de correcciones y algunos cambios estilísticos o de contenido menores para facilitar la traducción, he dejado el texto como apareció inicialmente. Quod scripsi scripsi, lo escrito, escrito. La única excepción importante ocurre en el capitulo 6, donde en la edición en inglés hay una discusión larga de los efectos de la nueva inmigración latinoamericana a los Estados Unidos y sobre la identidad nacional de ese país. Esa discusión, dirigida explícitamente a un público lector del mundo académico y las instituciones culturales norteamericanas, era –es– importante, porque se trataba en parte de redefinir la identidad cultural de los Estados Unidos desde el subalternismo, y vuelvo a decir algo sobre esto tanto al final del libro, como en este prólogo. Sin embargo, creo que no tiene el mismo interés para un lector latinoamericano o hispanohablante. Por lo tanto, la he reemplazado por unas páginas que tratan sobre el mismo problema de territorialidad, multiculturalismo e identidad nacional en un contexto más explícitamente latinoamericano. Esta revisión invo-

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lucra principalmente un libro de Mario Roberto Morales sobre cultura y políticas culturales en Guatemala, La articulación de las diferencias, que apareció después de Subalternity and Representation y que fue en parte una respuesta crítica directa, “desde” América Latina, si se quiere, a los argumentos que desarrollo aquí (La articulación de las diferencias tuvo su origen en una tesis doctoral que Morales escribió bajo mi dirección en la Universidad de Pittsburgh). El tema que subyace a este libro es que los estudios subalternos –la perspectiva del subalternismo– conducen a la posibilidad de una nueva forma política. ¿Cuáles serían las consecuencias de ese argumento para América Latina en particular?. Recordemos el famoso párrafo de La filosofía de la historia donde Hegel anticipa el futuro de los Estados Unidos: Si los bosques de Alemania hubieran existido todavía, la Revolución Francesa no hubiera ocurrido. Norteamérica será comparable con Europa sólo después de que el inmenso espacio que ese país presenta a sus habitantes haya sido ocupado, y los miembros de su sociedad civil estén referidos unos a otros. [...] América es por lo tanto la tierra del futuro, donde, en los tiempos que vienen delante de nosotros, el destino de la Historia Mundial se revelará quizá en un conflicto entre Norteamérica y América del Sur. Es la tierra del deseo para todos lo que están cansados del almacén histórico de la vieja Europa.

¿Deberíamos pensar que el futuro de América Latina como civilización involucra necesariamente un conflicto con los Estados Unidos “en los tiempos que vienen delante de nosotros”? Creo que la respuesta tiene que ser sí. Esta perspectiva trae a colación la idea del politólogo neoconservador Samuel Huntington sobre “la guerra de las civilizaciones”. Huntington sugiere que las nuevas formas de conflicto en el mundo posterior a la guerra fría no van a estar estructuradas sobre el modelo bipolar de comunismo contra capitalismo, sino que cristalizarán más bien en fault lines (líneas de quiebre) heterogéneas de diferencias étnicas, culturales, lingüísticas y religiosas: el eje Estados Unidos, Inglaterra, Commonwelath, Europa (una Europa dividida entre este y oeste, “nueva” y “vieja”; el este del Asia confuciana y el subcontinente “hindú” de la India; y, sobre todo, el mundo islámico en toda su extensión entre Asia y Europa. Lo que esta visión involucra, según prevé Huntington, es un nuevo bipolarismo, al que denomina (usando una frase del Kisshore Mahbubani) “Occidente contra los demás” (“the West versus the Rest”). En la taxonomía de Huntington, los países de América Latina y del Caribe son “países rasgados” (torn countries), divididos entre Occidente y los demás. ¿Van estos países a definir su futuro en una relación simbiótica

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y dependiente con la hegemonía cultural y económica de los Estados Unidos, o pueden desarrollar individualmente y como región o “civilización” sus propios proyectos en competencia con esa hegemonía? Si el 11 de septiembre de 1973 marca el comienzo de un largo período de restauración conservadora en la Américas (incluyendo Estados Unidos), uno tiene la impresión de que América Latina, por lo menos, entra en un nuevo período con el 11 de septiembre de 2001. Señal de eso para mí ha sido el casi unánime rechazo de la invasión de Irak entre la población y la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Si la tónica del período anterior era la integración de América Latina con los Estados Unidos bajo el signo neoliberal, la tónica del nuevo período se va a definir, como he sugerido arriba, por un enfrentamiento creciente de América Latina a la hegemonía norteamericana, en varios niveles: cultural, económico e, inevitablemente, militar. Pero, ¿qué sentido tiene hablar de América Latina como civilización, o aun de América Latina (que es, como sabemos, un neologismo inventado por la diplomacia francesa en el siglo XIX para desplazar la influencia anglosajona)? ¿No es lo subalterno precisamente lo que marca el límite de inteligibilidad de conceptos como “civilización” o nación? Mi pregunta, sin embargo, es otra. Desde precisamente ese límite, donde se pone en cuestión la identidad y la autoridad de los conceptos de nación, identidad, civilización –de la cultura misma–, ¿cuál sería la relación entre los estudios subalternos y un nuevo latinoamericanismo capaz de enfrentar la hegemonía norteamericana y desarrollar las posibilidades latentes de sus pueblos? Para Hegel, lo que posterga la realización de los Estados Unidos como nación es la frontera continental, porque la expansión hacia la frontera no permite la formación de una sociedad civil coherente entre sus habitantes. Lo que ha postergado, no el enfrentamiento de América Latina y los Estados Unidos, porque eso ya tiene una historia de más de tres siglos (el “inmenso espacio” continental al que se refiere Hegel fue precisamente una de sus dimensiones), sino la afirmación exitosa de América Latina en ese enfrentamiento, ha sido la prolongación en América Latina de elementos de su pasado colonial, combinados con un modelo post-colonial –el nacionalismo “liberal” de las nuevas repúblicas en el siglo XIX, que marginaba o reprimía amplios sectores de sus pueblos y culturas. Es en parte hacia la recuperación y valoración de esos pueblos y culturas, tanto en el pasado como en el presente, donde se orientan los estudios subalternos. Ahora bien, el argumento contra los estudios subalternos realizado por un amplio sector de intelectuales latinoamericanos que perfilo en este libro tiene como fuente común la noción de que los estudios subalternos, junto con la teoría postcolonial, la problemática del postmodernismo, y los cultu-

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ral studies de estilo norteamericano, representan una especie de colonialismo teórico; haciendo eco del concepto desarrollado por Edward Said, se les acusa de una especie de neo-orientalismo, donde la configuración de América Latina y sus culturas y sociedades se da de manera ex-céntrica o anómala (José Joaquín Brunner habla de “macondismo”). Como sugiero en este libro, esta posición puede ser calificada como neoarielista, por su insistencia en el valor de la autoridad de la tradición literaria y cultural latinoamericana y su afirmación de la validez de un “saber local”” representada en y por la tradición intelectual latinoamericana, contra la imposición de patrones culturales o teóricos norteamericanos o globales (la posición “calibanesca”, aparentemente alternativa, elaborada por Roberto Fernández Retamar en su celebrado y controvertido ensayo, “Calibán”, me parece una variante más que una alternativa a este neo-arielismo). Desde mi punto de vista, el problema del neo-arielismo no es que sea nacionalista o anti-yanqui, sino que no lo es de una manera eficaz. Afirma el valor de lo “latinoamericano” contra los Estados Unidos, pero su problema está precisamente en que no es hoy (y no lo era en la época de Rodó) una respuesta adecuada a la hegemonía cultural y económica norteamericana. Y eso es así porque tiene una visión demasiado limitada de la naturaleza y las posibilidades humanas de América Latina. Comparte esta limitación con la teoría de la dependencia, para la cual sirve, en cierto sentido, de correlato cultural. No es capaz de articular de una forma hegemónica la nación latinoamericana o América Latina como civilización: es decir, no tiene una manera de representar y agrupar a todos los elementos heterogéneos y multifacéticos que componen la nación o la región; no tiene la capacidad de producir una interpelación genuinamente “nacional-popular”, para recordar el concepto de Gramsci. Produce y reproduce una división perpetua entre la cultura de los intelectuales –incluyendo intelectuales supuestamente progresistas o de izquierda– y los sectores populares. Representa más que el desamparo y la resistencia de los sectores populares, la angustia de grupos intelectuales de formación burguesa o pequeño-burguesa, amenazados de ser desplazados del escenario por la fuerza de la globalización cultural, por un lado, y por un sujeto “popular” en el nombre del cual pretendieron hablar, por otro. En ese sentido, la posición neo-arielista, todavía dominante en los estamentos culturales y académicos de América Latina y del latinoamericanismo como empresa académica, reproduce la ansiedad constitutiva del arielismo inicial de Rodó y los modernistas, que manifiestan un profundo anti-norteamericanismo junto con un desprecio (o temor) de las “masas” y de la democracia. Descansa en una sobrestimación, de origen colonial, del valor del trabajo intelectual, el ensayismo, y la crítica. De ahí su celebración

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de la “critica cultural” contra la teoría. Pero el neo-arielismo no puede hacer una critica de sus propias limitaciones. Mas bien tiene que defender, reterritorializar esas limitaciones para presentarse como alternativa a lo que ve como modelos “metropolitanos”. En ese sentido, aunque acusa a los estudios subalternos de orientalizar al sujeto latinoamericano, no puede o no quiere ver adecuadamente la orientalización que ha operado y opera aún en la cultura letrada latinoamericana (la historia de la literatura latinoamericana es, esencialmente, una historia de orientalización interna de poblaciones subalternas). El problema tiene que ver con la democracia: ¿qué es lo que entendemos por una sociedad democrática e igualitaria? Los que trabajamos en el campo de la teoría cultural desde/sobre América Latina, tanto los que practicamos estudios subalternos o culturales como nuestros interlocutores neo-arielistas, somos, de una forma u otra, conscientes de enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Mas allá de nuestras diferencias, lo que compartimos es un deseo de democratización y desjerarquización cultural. Este deseo nace de nuestro vínculo común con un proyecto de izquierda anterior, que quería instalar políticamente nuevas formas de gobierno popular, anti-imperialistas, más capaces de representar a los pueblos del América Latina. Quizá este vínculo se haya vuelto problemático para algunos. Pero si todavía aceptamos el principio de democratización o desjerarquización como meta, nos encontramos hoy en una situación en la cual lo que hacemos puede ser cómplice precisamente de lo que pretendemos resistir: la fuerza innovadora del mercado y la ideología neoliberal. Es Néstor García Canclini quien ha pensado esta paradoja más lúcidamente, sin encontrar, en mi opinión, una salida en su propia articulación estratégica de los estudios culturales más allá de la consigna –válida pero limitada– de que “el consumo sirve para pensar”. Creo que la tarea que nos enfrenta hoy tiene que comenzar con un reconocimiento de que la globalización ha hecho mejor que nosotros un trabajo de desjerarquización cultural. Este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo –a pesar de sus orígenes en una violencia contra-revolucionaria inusitada– llegó a ser una ideología en la que sectores de clases o grupos subalternos podían ver también cierta posibilidad para sí mismos. Es decir, para emplear una distinción de Ranajit Guha, es una ideología no sólo dominante sino hegemónica. Pero esa hegemonía comienza a desmoronarse. Si tengo razón en este pronóstico, la respuesta neo-arieliesta de refugiarse en una re-territorialización neo-borgiana de la figura del intelectual crítico, del campo estético y del canon literario contra la fuerza de la globalización, se revela como una posición demasiado defensiva. La crisis de la izquierda que coincidió con o condujo a la hegemonía neoliberal no resultó

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de la escasez de intelectuales, o de modelos estéticos, historiográficos o pedagógicos brillantes de lo que era y podía ser lo latinoamericano, sino precisamente de lo opuesto: la presencia excesiva de la clase intelectual en la formulación de modelos de identidad, gobernabilidad y desarrollo. Lo que la teoría neoliberal celebra es la posibilidad de una heterogeneidad de actores sociales que permite la sociedad de mercado, un juego de diferencias no sujeto en principio a la dialéctica del amo y el esclavo, porque según el cálculo de rational choice, cada uno procura maximizar su ventaja y minimizar su desventaja a través del mercado, sin obligar al otro a que ceda sus intereses, y sin atender necesariamente a la autoridad hermenéutica de intelectuales o estamentos culturales tradicionales o modernos (a efectos de mercado, no importa si uno prefiere a Shakespeare o un vídeo-clip, rancheras o música dodecafónica). Por contraste, en algunas de sus variantes más conocidas –pienso, por ejemplo, en el modelo voluntarista del “hombre nuevo” del Che Guevara y la Revolución cubana, o en el proyecto de poesía de taller en la Nicaragua sandinista–, la izquierda ha presentado una visión y un patrón normativo de cómo debía ser el sujeto democrático-popular latinoamericano. Si la meta de esa insistencia era producir una modernidad propiamente socialista –una modernidad superior, más lograda que la modernidad burguesa incompleta y deformada en América Latina por las limitaciones de un capitalismo dependiente–, entonces tendríamos que reconocer que el proyecto de la izquierda congeló o sustituyó, en cierto sentido, el socialismo propiamente dicho –es decir, una sociedad dirigida por y para “los de abajo”– por una dinámica desarrollista de modernización nacional hecha en nombre de las clases populares pero impulsada desde la tecnocracia y el estamento letrado. (Debo esta idea a Haroldo Dilla.) Pero si la lucha entre el capitalismo y el socialismo fue esencialmente una lucha para ver cuál de los dos sistemas puede producir mejor la modernidad, entonces la historia ha emitido su juicio: el capitalismo. Si limitamos la posibilidad del socialismo simplemente a la lucha por conseguir la modernidad plena, estamos condenando de antemano a la izquierda a la derrota. La cuestión política involucrada en los estudios subalternos es, por tanto, ¿cómo imaginar una nueva versión del proyecto socialista no atada a una teleología de la modernidad? La tarea de una nueva teoría cultural latinoamericana capaz de, a la vez, dinamizar y nutrirse de nuevas formas de práctica política, sería la de reconquistar el espacio de desjerarquización cedido al mercado y al neoliberalismo. El desafío de articulación ideológica que esta meta presupone es cómo fundir la desjerarquización, la apertura hacia la diferencia y hacia nuevas

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formas de libertad e identidad, y la afirmación de lo latinoamericano contra la dominación norteamericana y el lado destructivo de la globalización, conscientes de la necesidad de desplazar al capitalismo y su institucionalidad tanto burocrática como cultural. Para ese propósito me parece más útil la postura representada por los estudios subalternos que la posición, en apariencia, más “criolla” o nacionalista del neo-arielismo. Y esto es así porque el enfrentamiento con Estados Unidos y la globalización requiere una redefinición de América Latina: no sólo de lo que ha sido, sino también de lo que puede y debe ser. Esta redefinición no puede venir de la burguesía o pequeña burguesía, ni de la tradición de la cultura letrada (aunque hay mucho que rescatar en esa tradición), ni de la izquierda tradicional, porque en esencia todos esos sectores permanecen anclados al proyecto de la modernidad. Requiere una intencionalidad política y cultural que nace propiamente de los “otros”, es decir, de lo subalterno. Requiere que los últimos sean los primeros y los primeros, últimos, como dice el Evangelio. ¿Qué habría que defender en la idea de una civilización latinoamericana articulada desde lo subalterno? No soy ni político ni politólogo, pero podría sugerir algunos elementos. Primero, la originalidad teórica de lo producido desde los movimientos sociales latinoamericanos; la afirmación, “bolivariana” si se quiere, de formas de territorialidad que van más allá de la nación oficial (la nación histórica es como un hogar querido y odiado, del que sentimos la necesidad de defender, pero es un hogar demasiado estrecho también); el hecho de que económicamente, culturalmente la base esencial de América Latina como civilización es el agro y el campesinado y la fuerza de trabajo rural (sin romantizar lo rural, porque América Latina tuvo desde los tiempos pre-coloniales también una cultura urbana altamente elaborada, en conexión orgánica con el agro); la supervivencia y resurgimiento de los pueblos indígenas con sus propias formas lingüísticas, culturales y económicas, no sólo como “autonomías” dentro de las naciones-Estados, sino como un elemento constitutivo de la identidad de esas naciones (y también la articulación de territorialidades indígenas supra-nacionales); la lucha contra el racismo en todas sus formas, y para la plena incorporación de la población afro-latina, mulata, mestiza; la redefinición de la nación misma, como, para usar el concepto de Otto Bauer, un Estado multinacional y multicultural; las reivindicaciones de las mujeres contra la misoginia y el machismo y en favor de una igualdad, porque ellas sostienen “la mitad de cielo”; las luchas obreras, tanto en el campo como en las ciudades, para enfrentar regímenes más y más duros de capitalismo salvaje y conquistar el dominio sobre las fuerzas de producción no solo en su nombre, sino en nombre de una sociedad justa e igualitaria para todos; la incorporación de esa

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inmensa parte de la población latinoamericana que vive en barrios, favelas, comunas, ranchos, callampas, esperando, generación tras generación, una modernidad económica que, como el Godot de Samuel Beckett, nunca llega. Soy plenamente consciente de que esta perspectiva deja por los menos dos preguntas sin resolver. La primera: ¿es que nuestra tarea como intelectuales consiste, entonces, simplemente en anunciar y celebrar nuestra autoanulación colectiva? Más bien creo que debe y puede dar lugar a otra posibilidad, que sería algo como una crítica de la razón académica, pero una crítica hecha desde la academia y desde nuestra responsabilidad profesional y pedagógica en ella. Por naturaleza, esta posibilidad tendría que realizarse como lo que en un lenguaje, quizá no totalmente nostálgico, se solía llamar una crítica/auto-crítica. La segunda pregunta atiende a mi persona, como alguien que escribe sobre y no desde América Latina. Es la pregunta de los neo-arielistas: ¿tiene un norteamericano el derecho de “hablar por” América Latina? ¿Qué hace un norteamericano cuando destaca que América Latina tiene que articularse, en el período que se abre, en una relación antagónica con el poder de su propio país? ¿No sería esto una forma de traición de mi propia identidad, sin poder reemplazar esa identidad por una latinoamericana? Nací en Caracas en 1943, y pase gran parte de mi niñez y adolescencia en América Latina, principalmente en Lima; pero, al fin y al cabo, fui un niño colonial en vez de criollo, que siempre añoraba la vuelta al imaginado país de mis padres, que representaba en mis fantasías una modernidad plena, lograda (soñaba desde Lima o Bogota con ciudades de arquitectura futurista, limpias y ordenadas, blancas, y de un poder militar ilimitado, todopoderoso). No soy cosmopolita, estoy profundamente arraigado a mi ciudad, trabajo y familia. Sin embargo, quizá por haber experimentado a América Latina desde la cuna, como el “hombre barroco” criollo del que habla Lezama Lima, no me siento exactamente en casa en Estados Unidos. Como en el caso de la narradora de la brillante novela cubana-americana de Cristina García, Dreaming in Cuban/Soñando en cubano, mi identidad pertenece a un espacio literalmente utópico entre Estados Unidos y América Latina (u-topos en griego “no lugar”, o “lugar imaginario”). Este problema no es particular mío. Con una población hispano-hablante actual calculada en más de 40 millones, Estados Unidos es hoy el tercer país del Atlántico hispánico, después de México y España. En 2050, esta población llegará a más de 100 millones; uno de cada cuatro habitantes de los Estados Unidos será de origen hispano. En un ensayo reciente (“The Hispanic Challenge”), Huntington ve en este fenómeno la amenaza más importante a lo que él percibe como la unidad de Estados Unidos como nación. Su

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respuesta al “reto hispánico” es reaccionaria: insistir en la hegemonía de la tradición anglo-protestante y del inglés como idioma nacional. Mi apuesta aquí, evidentemente, es otra. Pero para producir unos Estados Unidos diferentes, para que Estados Unidos desarrolle su inmensa posibilidad democrática, igualitaria, multicultural, es necesario primero la articulación de América Latina como una alternativa a, en vez de una mera extensión de los Estados Unidos. La dialéctica del amo y el esclavo enseña que la realidad del amo está en la posición del esclavo: por eso, el amo sufre de una “conciencia infeliz”, como la llama Hegel. El nuevo imperialismo beligerante de mi país en estos años representa el dominio de esa “conciencia infeliz” sobre nuestro espíritu y destino nacional. O por decir esto en un lenguaje más pragmático, y por lo tanto mas norteamericano: ninguno de nosotros puede ser libre mientras mantenga a otros encadenados. El futuro de los Estados Unidos pasa por la emancipación plena de los enormes recursos humanos y naturales de América Latina. John Beverley 5 de abril, 2004 Pittsburgh, Pennsylvania

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El fenómeno histórico de la insurgencia es visto por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa y de ahí la perspectiva de la contra-insurgencia –una imagen apresada en un juego de espejos tergiversantes. Sin embargo, la distorsión tiene una lógica. Ésta es la lógica de oposición entre los rebeldes y sus enemigos, no sólo como partidos comprometidos en una ocasión particular, en activa hostilidad, sino como elementos mutuamente antagónicos de una sociedad semifeudal bajo dominio colonial. El antagonismo se presenta tan profundamente enraizado en las condiciones materiales y espirituales de su existencia que es posible reducir las diferencias entre las percepciones de la elite y las percepciones de los subalternos acerca del movimiento campesino radical a las simples diferencias de un par binario. Un alzamiento rural entonces, deviene en un lugar de encuentro para dos formas de conocimiento rivales, que se encuentran y definen la una a la otra, negativamente. Es precisamente esta contradicción la que hemos usado en estas páginas como una clave para nuestra comprensión de las rebeliones campesinas, como representación de la voluntad de sus sujetos. Porque esa voluntad llega a nosotros sólo como una imagen reflejada: inscrita en el discurso de la elite, tiene que ser leída como una escritura al revés. Ranajit Guha Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India

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INTRODUCCIÓN

Los estudios subalternos tratan sobre el poder, quién lo tiene y quién no, quién lo está ganando y quién lo está perdiendo. El poder está relacionado con la representación: ¿cuáles representaciones tienen autoridad cognitiva o pueden asegurar la hegemonía, cuáles no tienen autoridad o no son hegemónicas? Gayatri Spivak formuló el problema concisamente: si el subalterno pudiera hablar –esto es, hablar de una forma que realmente nos interpele– entonces no sería subalterno1. Éste es un libro sobre la relación entre subalternidad y representación. Envuelve, como uno de los lectores del manuscrito notó, privilegiar en la idea de estudios subalternos el signo “estudios” por encima del signo (y la realidad) del “subalterno”. Argumenta que lo que los estudios subalternos pueden o deben representar no es tanto al subalterno como sujeto social concreto, sino, en cambio, la dificultad de representar al subalterno en nuestros discursos disciplinarios y en nuestras prácticas dentro de la academia. Por supuesto, la cuestión acerca de qué es el subalterno, en sí misma, no es ajena a estos discursos y prácticas. Spivak está tratando de decirnos que, casi por definición, el subalterno es subalterno en parte porque no puede ser representado adecuadamente por el saber académico (y por la “teoría”). No puede ser representado adecuadamente por el saber académico porque ese saber es una práctica que produce activamente la subalternidad (la produce en el acto mismo de representarla) ¿Cómo se puede reivindicar entonces la representación del subalterno desde el saber académico cuando ese saber está en sí mismo envuelto en la “otrificación” del subalterno? El subalterno es, de alguna forma, para el saber académico similar a la categoría de lo Real de Jacques Lacan, es decir, aquello que “resiste la simbolización absolutamente”, una laguna-en-el-saber que subvierte o derrota la presunción de conocerlo. Pero el subalterno no es una categoría ontológica; designa una particularidad subordinada, y en un mundo donde las relaciones de poder están espacializadas ello implica que tiene un referente espacial, una forma de territorialidad: Asia del Sur, América Latina, “en las Américas”, “en un contexto norteamericano”2. La invención de

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Cfr. Spivak 1988. Cfr. Rabasa 1994/1996 y Cherniavsky 1996.

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Antonio Gramsci de la idea de subalterno como una categoría político-cultural estaba profundamente conectada con su intento de conceptualizar el “Sur” –la región católica y agraria de Italia donde el campesinado se mantuvo como la más importante clase social. Cabe decir también que el “Sur” es una parte de Europa que se asemeja al mundo postcolonial (Gramsci mismo era de Cerdeña, lo que lo convierte en un intelectual “postcolonial” también). Los estudios subalternos están relacionados a los estudios de área porque la idea misma de “área” designa en la academia metropolitana un espacio subalternizado y el consiguiente problema epistemológico de “conocer al otro”3. Pero, por supuesto, desde América Latina, Asia o África, el otro es (entre otras cosas) precisamente la academia metropolitana y su aparato de colección de información, es decir, las formas contemporáneas de lo que Edward Said llamó Orientalismo. Los argumentos que desarrollo en este libro están referidos a cuestiones de historia, etnografía, teoría cultural e interpretación literaria tomadas principalmente de los estudios latinoamericanos. Y esto es así porque las urgencias que motivan estos argumentos nacen directamente de mi envolvimiento personal, intelectual y político con América Latina. Sin estas urgencias, la cuestión del subalterno se habría mantenido abstracta o virtual para mí. Sin embargo, no concibo este libro única o principalmente como una contribución a los estudios latinoamericanos (aunque espero que al menos sea eso). Éste, incluso, no es un libro de estudios subalternos. Me gustaría que fuera leído más bien como una contribución “regional” para una crítica del saber académico, una contribución que cartografía en particular algunos de los límites de la historia, la literatura, la etnografía, la deconstrucción y los estudios culturales al punto en que estos saberes están implicados en la representación del subalterno latinoamericano (o –y esto no es exactamente lo mismo– de Latinoamérica como subalterna). Debido a que Latinoamérica está ahora, hasta cierto punto, “adentro” de su otro norteamericano –“en las entrañas del monstruo”, para recordar la metáfora de José Martí (con una población hispana cercana a los 40 millones, Estados Unidos es hoy día el tercer país más grande de habla hispana, después de México y de la misma España)– esta crítica no puede ser contenida dentro del espacio territorial que la idea tradicional de Latinoamérica designa, sino que se abre sobre la idea del multiculturalismo y del futuro político de los Estados Unidos. Pero, como Spivak también nos recuerda, la representación no es sólo un problema de “hablar sobre” sino

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Debo esta observación a Alberto Moreiras.

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también de “hablar por”4. Esto es, sus preocupaciones se refieren a la política y la hegemonía (y a los límites de ambas). Si es que estamos ciertamente en una nueva etapa del capitalismo en la cual el horizonte teleológico de la modernidad ya no está disponible –sea porque ésta ha sido alcanzada, como en la hipótesis del “fin de la historia”, o porque será indefinidamente diferida– entonces, lo que se requiere es una nueva forma de plantear el proyecto de la izquierda que sea adecuado a las características de este período (o una renuncia de este proyecto). Lo que argumentaré aquí es que los estudios subalternos implican no sólo una nueva forma de producción o autocrítica académica, sino también una nueva forma de concebir el proyecto de la izquierda en condiciones de globalización y postmodernidad. Estoy privilegiando la idea de lo “nuevo” aquí, pero ésta es también una vieja cuestión, una cuestión que tiene que ver con la comprensión de algunas de las razones que llevaron al impasse de la izquierda ante el auge del neoliberalismo. Mi amiga Ileana Rodríguez cree que “cualquier declaración cultural hoy día debe comenzar por reconocer la victoria del capitalismo sobre el socialismo, lo cual ha incapacitado la oposición estructural, y reducido el espacio en el cual la producción cultural como crítica sistémica era viable”5. Entonces, debo comenzar por reconocer que este libro tiene su origen en una correspondiente derrota y fracaso, que comparto con Ileana. La derrota fue la derrota del sandinismo en las elecciones de 1990 en Nicaragua; el fracaso fue el fracaso académico y comercial de un libro que escribí con Marc Zimmerman a fines de los ochenta, que trataba parcialmente sobre la dinámica ideológico-cultural de la revolución nicaragüense, Literature and Politics in the Central American Revolutions6. Marc y yo estábamos comprometidos con el movimiento de solidaridad en Estados Unidos con Centroamérica, y como ambos éramos críticos literarios, encontramos sentido en tratar de combinar ese interés con las tareas del trabajo solidario. Marc trabajó como profesor en Nicaragua los primeros años de la revolución y editó una serie de antologías de poesía y testimonios sandinistas. Después de la victoria sandinista en 1979, visité Nicaragua dos veces. Conocí algunos de los intelectuales y escritores que estaban trabajando por la revolución, y ayudé a organizar una relación de hermandad entre 4

Siguiendo la elaboración de Spivak (1988) de la distinción entre Vertretung y Darstellung en Marx, entiendo por “hablar por” el acto de delegación política y por “hablar sobre” la representación mimética o representación en tanto que objeto de un saber disciplinario. 5 Rodríguez 1998: 232. 6 Cfr. Beverley y Zimmerman 1990.

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la ciudad en que vivo, Pittsburgh, y San Isidro, un pueblo en la carretera entre Managua y Estelí. Literature and Politics fue el fruto de esta experiencia; intentaba ser una contribución teórica a la práctica de la revolución nicaragüense y a los movimientos revolucionarios en El Salvador y Guatemala, y así, desde la academia, trataba de ser una forma también de política de solidaridad. Nuestra hipótesis en Literature and Politics era que las formas dominantes de la moderna literatura centroamericana –la poesía en particular– se habían vuelto una fuerza material –una práctica ideológica, en el sentido que Althusser le da al término– en la construcción de los movimientos revolucionarios que estaban compitiendo por el poder en la región. Pero, mientras Marc y yo estábamos luchando por terminar el libro, también estábamos golpeados por la creciente sensación de las limitaciones de la literatura como forma de empoderamiento y agenciamiento popular, limitaciones reveladas dramáticamente para nosotros en los debates en torno a la llamada poesía de taller en Nicaragua, y en la cuestión del testimonio como una forma narrativa que se resistía, de alguna manera, a ser tratada simplemente como un nuevo tipo de literatura. Terminamos Literature and Politics con estas palabras: “Retornamos en este cierre a la paradoja que ha estado con nosotros desde el comienzo de este libro: la literatura ha sido un medio de movilización nacional-popular en el proceso revolucionario Centroamericano, pero este proceso también elabora o plantea formas de democratización cultural que, necesariamente, cuestionarán o desplazarán el rol de la literatura como una institución cultural hegemónica” (207). No lo sabíamos cuando comenzamos el libro, pero estábamos trabajando contra el tiempo. Estábamos tratando de clarificar un proceso complejo y a veces contradictorio que estaba aún desplegándose. A mediados de los ochenta, los movimientos revolucionarios salvadoreño y guatemalteco que parecían tan fuertes a comienzos de la década, estaban frenados, y los sandinistas estaban en una profunda crisis. En 1989, Cuba –el principal soporte regional de las insurgencias– entró en su “período especial” con una debacle económica, producto del colapso de la Unión Soviética. Los sandinistas perdieron las elecciones en febrero de 1990. Varios meses después apareció Literature and Politics, y pronto se dirigió al limbo bien poblado de los libros académicos que han perdido su momento. El fracaso de nuestro libro no fue solamente coyuntural sino también teórico. Los movimientos revolucionarios en Nicaragua, Guatemala y El Salvador que nosotros intentábamos representar a partir de un aspecto de su política cultural se habían todos, en diferentes formas, articulado como luchas de liberación nacional. Nosotros tratamos de trazar los caminos en

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los cuales figuras y movimientos literarios específicos, formas de hegemonía cultural y contra-hegemonía, y la “cuestión nacional” como tal, estaban entretejidas en su desarrollo. Pero 1990 no fue sólo el año en que los sandinistas perdieron el poder; fue también cuando, más o menos simultáneamente con Literature and Politics, aparecieron Myth and Archive de Roberto González Echeverría, y la antología de Homi Bhabha Nation and Narration7. Doris Sommer había escrito un ensayo clave para Nation and Narration que anticipaba su propio e influyente estudio de las relaciones entre literatura narrativa y la formación del Estado-nación en el siglo XIX latinoamericano, Foundational Fictions, el cual apareció un año después8. En formas diversas, quizá competitivas, Myth and Archive, Nation and Narration y Foundational Fictions (junto con el anterior libro de Benedict Anderson Imagined Communities) rápidamente vinieron a ocupar el lugar que nosotros esperábamos para Literature and Politics: el de definir la principal agenda para la critica literaria latinoamericana en la academia norteamericana en los noventa. Más aún, esos libros definieron esa agenda en términos postnacionales o, al menos, desconstructivos respecto de las reivindicaciones identitarias de la nación y de las luchas de liberación nacional. Nuestro libro había sido puesto a un lado por la emergencia, en los estudios latinoamericanos, de lo que ha llegado a ser conocido como la crítica postcolonial. Fue por esta crisis de mi trabajo y mis compromisos políticos –pero también como una forma de rescate de ese trabajo y esos compromisos– que yo giré hacia los estudios subalternos. Me encontré con otros latinoamericanistas en ese tiempo que comenzaban a tener noticias del Grupo de Estudio Subalternos de Asia del Sur e imaginaban que este grupo tenía una relación más que casual con nuestras propias preocupaciones. Veníamos principalmente, pero no exclusivamente, desde el campo de la crítica literaria (Marc, Ileana y yo habíamos trabajado con Fredric Jameson en el Departamento de Literatura de la Universidad de California, San Diego, a fines de los sesenta). Lo que compartíamos era una sensación de que el proyecto de la izquierda latinoamericana, que había definido nuestro trabajo previo, había alcanzado un límite. Nosotros no estábamos seguros, o no estábamos de acuerdo, acerca de cuál era exactamente ese límite, pero estábamos seguros de que las cosas estaban cambiando y necesitábamos un nuevo paradigma. Tomando la idea de los estudios subalternos y la forma organizacional de un colec-

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Cfr. González Echeverría 1990 y Bhabha 1990. Cfr. Sommer 1991.

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tivo académico del grupo sudasiático, decidimos fundar una organización similar en los estudios latinoamericanos. Nos reunimos por primera vez en la George Mason University, cerca de Washington DC, en abril de 1992; de tal reunión surgió un documento fundacional –originalmente escrito como una propuesta para la Fundación Rockefeller– en la cual definíamos la necesidad de un nuevo paradigma en los siguientes términos: La actual caída de los regímenes autoritarios en América Latina, el fin del comunismo y el consiguiente desplazamiento de los proyectos revolucionarios, los procesos de democratización y la nueva dinámica creada por el efecto de los medios de comunicación de masas y la trasnacionalización de la economía: todos estos son desarrollos que llaman por nuevas formas de pensar y actuar políticamente. La redefinición de los espacios políticos y culturales latinoamericanos en los años recientes ha llevado, en su momento, a los intelectuales de la región a revisar epistemologías establecidas y previamente funcionales en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general a la democratización lleva a priorizar en particular la reexaminación de los conceptos de sociedades pluralistas y las condiciones de subalternidad dentro de estas sociedades9.

Parte de la afinidad que sentíamos con el Grupo de Estudios Subalternos de Asia del Sur, era porque éste también surgió de la crisis de la izquierda, una crisis que se había difuminado en la academia y en los estudios sudasiáticos. El trabajo del Grupo, particularmente los volúmenes de Subaltern Studies, comenzó a aparecer alrededor de 1980, pero el impulso detrás de este trabajo era anterior y remitía a un temprano cuestionamiento del proyecto del nacionalismo hindú en los setenta, en el sentido de que el impulso nacionalista se había agotado, o había entrado en una serie de contradicciones internas: el trauma de la partición y la violencia del comunalismo religiososectario que continuaba deteniendo el proceso de independencia; la industrialización sin prosperidad; la incapacidad de la izquierda marxista para desplazar la hegemonía política y cultural de la burguesía y los grandes terratenientes, a un nivel nacional; el alarmante crecimiento del fundamentalismo derechista hindú. Relacionada con el impasse del nacionalismo hindú estaba la inadecuación del modelo histórico de desarrollo nacional en el cual la izquierda marxista debía participar, junto con la burguesía nacional, –en un proceso de industrialización y sustitución de importaciones– para construir un camino alternativo de modernización económica basado en el control, por parte del Estado, de los sectores claves de la economía, la

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Cfr. Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos 1995: 135-6.

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ayuda material de la URSS, y una hegemonía política ostentada por un partido o por un bloque nacionalista. Ranajit Guha, el fundador del Grupo, definió la problemática central de su propio trabajo como “el estudio del fracaso histórico de la nación para llegar a su realización, un fracaso debido a la inadecuación de la burguesía y también de la clase trabajadora en ejercer el liderazgo hacia una victoria decisiva sobre el colonialismo y hacia una revolución democrático-burguesa del tipo clásico del siglo XIX bajo la hegemonía burguesa, o de un tipo más moderno, bajo la hegemonía de los trabajadores y campesinos, es decir, una ‘nueva democracia’”10. Mutatis mutandis, fue un “fracaso histórico de la nación para llegar a su realización” que nosotros estábamos confrontando en la crisis de la izquierda revolucionaria en América Latina en los noventa. Destacamos, en nuestro documento fundacional, que “la fuerza detrás del problema del subalterno en América Latina, puede ser dicho, surge directamente de la necesidad de reconceptualizar la relación entre nación, Estado y ‘pueblo’ en los tres movimientos sociales que han conformado centralmente los contornos de los estudios latinoamericanos (como de la moderna América Latina): las revoluciones mexicana, cubana y nicaragüense” (Beverley 1995: 127). Veíamos los estudios subalternos como “una estrategia para nuestro tiempo”, por usar una frase de Spivak. Definiendo el rango histórico de nuestro proyecto, nosotros incluimos no sólo el período colonial y nacional, sino también los efectos de la hegemonía neoliberal y la globalización económica y comunicacional sobre América Latina en la década de los ochenta (nuestra elaboración de los estudios subalternos fue condicionada por la previa emergencia de los estudios culturales). Concebimos el proyecto como una intervención en las relaciones que producen dominación y subordinación, no sólo en el pasado, sino también en el presente. Este énfasis sobre el presente nos distinguió, de alguna manera, de la agenda historiográfica del grupo sudasiático y de los historiadores latinoamericanos que estaban trabajando con cuestiones de subalternismo. Pero también estipulamos en nuestro documento fundacional que: La desterritorialización del Estado-nación bajo el impacto de la nueva permeabilidad de las fronteras para las fugas de capital-trabajo meramente replica,

10 Cfr. Guha y Spivak 1988: 43. (Las cursivas son mías.) Una traducción al español de este y otros textos del grupo sudasiático se encuentran en Debates Postcoloniales: una introducción a los estudios de la subalternidad, ed. Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Baragán (La Paz: Editorial Historias, s.f.).

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en efecto, el proceso genético de implantación de una economía colonial en América Latina... No se trata, solamente, de que no podamos operar más dentro del prototipo de la nacionalidad; el concepto de nación, en sí mismo, está referido al protagonismo de las elites criollas preocupadas con dominar y/o administrar otros grupos y clases sociales en sus propias sociedades, y ha oscurecido, desde el comienzo, la presencia de sujetos sociales subalternos en la historia de América Latina (Beverley 1990: 118).

Ésta fue la forma de traer a nuestro trabajo la crítica de la nación y el nacionalismo que estaba ganando actualidad. Partimos con la conciencia, a veces desde una posición cercana a los movimientos revolucionarios mismos, que aun en la revolución cubana o nicaragüense, que buscaban basarse en una reivindicación anti-imperialista amplia, había profundos problemas en la relación entre la vanguardia revolucionaria y “el pueblo”. Compartíamos con los miembros del grupo sudasiático un interés en la crítica de la representación desarrollada por el postestructuralismo. En su mayoría fueron estos historiadores o científicos sociales que comenzaron a leer a Roland Barthes o Michel Foucault, para tratar problemas con los que se habían cruzado en la historia del subcontinente Indio. La historiografía, en sus variantes colonial y nacionalista (incluyendo la marxista), había estado estructurada por un modelo teleológico y estatista de modernización política y económica –lo que en América Latina es conocido como el paradigma desarrollista; cuando ese modelo comenzó a producir efectos perversos, ellos tenían que encontrar una forma diferente de comprender la historia social y las instituciones del subcontinente indio. La crítica estructuralista y postestructuralista del historicismo y de la construcción del discurso de la historia se prestaba perfectamente a ese propósito. En cierto sentido, entonces pasaron de la historia a la crítica literaria. Nuestro impulso fue, de alguna manera, el inverso: teníamos que ir desde la crítica y la teoría literaria hacia la historia social y la narrativa etnográfica para tratar la crisis que estaba comenzando a tomar forma en nuestro propio campo. Esta crisis fue precipitada por la publicación del libro de Ángel Rama La ciudad letrada, a dos años de su trágica muerte en un accidente de avión en 198211. La ciudad letrada era más un esbozo de libro que un estudio plenamente desarrollado, y hoy revela varios silencios y ambigüedades. Más aún, su trabajo había sido anticipado, en una forma que Rama no fue siempre cuidadoso en reconocer, en el trabajo de una generación de críticos literarios latinoamericanos, con orientaciones sociológicas, que había emer-

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Rama 1984.

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gido en la década de 1970, la cual incluía (por nombrar sólo algunas figuras representativas) a Agustín Cueva, Jean Franco, Roberto Schwarz, Jaime Concha, Roberto Fernández Retamar, Alejandro Losada, Antonio Cornejo Polar, Hugo Achugar, Hernán Vidal, Carlos Rincón, Beatriz Sarlo, Françoise Perus, Beatriz González, Francine Masiello, Rolena Adorno, Iris Zavala y Mabel Moraña12. Aunque Rama mismo no lo confiesa, La ciudad letrada fue concebida como una genealogía a la manera de Foucault de la institución literaria en la sociedad latinoamericana, una genealogía que intentaba desafiar el prevaleciente historicismo de los estudios literarios latinoamericanos (sin lograr romper totalmente con ese historicismo). Lo que esta genealogía nos mostró fue que si es que la literatura –no sólo los textos coloniales o los oligárquicos “romances nacionales” que Doris Sommer estudió en Foundational Fictions, sino incluso el boom de la novela de los ochenta y la literatura vanguardista de izquierdas que Marc Zimmerman y yo trabajamos en Literature and Politics– estaba funcionalmente implicada en la formación de las elites tanto coloniales como postcoloniales en América Latina, entonces nuestra reivindicación de que la literatura era un lugar donde las voces populares podrían encontrar mayor y mejor expresión, que era un vehículo para la democratización cultural, fue puesta en cuestión. El argumento de Rama explicaba, por un lado, cómo la literatura llegó a tener el tipo de centralidad ideológica que tenía en la historia de Latinoamérica. Al mismo tiempo, ayudó a explicar lo que Marc y yo habíamos llegado a ver en el proceso de escribir nuestro libro sobre el rol de la literatura en el proceso revolucionario de América Central: los límites de la literatura representando a/y como representación de los sujetos subalternos. No sólo el proyecto sandinista mismo, sino nuestro propio proyecto como críticos literarios “en solidaridad” con el sandinismo, arribó a una crisis. Al punto que designaba una alteridad que no podía ser adecuadamente representada en las formas existentes de literatura, sin modificarlas en alguna importante medida, el subalterno era una manera de conceptualizar esa crisis. Los que formamos el Grupo estábamos conscientes que otras personas estaban trabajando con la cuestión del subalterno, en otras formas y otras

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El libro de Rama fue en sí mismo altamente dependiente y derivativo del trabajo que mucha gente había estado haciendo en los setenta sobre la relación entre literatura, ideología y poder en Latinoamérica, en particular en y alrededor del Instituto para el Estudio de Ideologías y Literatura de la Universidad de Minnesota, dirigido por Hernán Vidal y Antonio Zahareas, y del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos en Venezuela.

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áreas de los estudios latinoamericanos. Algunos habíamos estado leyendo a Michael Taussig, quien estaba tratando de producir una antropología que pudiese registrar cómo grupos subalternos en América Latina creaban en las supersticiones, chismes y cuentos, sus propias formas de historia, economía política y teoría del valor (en un sentido opuesto a la simple imposición de éstas por la actividad de alguna vanguardia político-teórica, como en la concepción leninista o populista de la transmisión de la conciencia de clase). En su presentación del “pacto con el diablo” entre los trabajadores del campo en el valle del Cauca en Colombia, en The Devil and Commodity Fetishism in South America, Taussig mostró, contra el prejuicio de lo que la historiografía marxista tradicional llamó “remanentes”, que había una relación activa entre lo que era claramente una superstición premoderna y un elevado grado de conciencia de clase y militancia evidenciado en aquellos trabajadores. El argumento de Steve Stern y Florencia Mallon acerca de que el campesinado andino no carecía de conceptos de lo nacional, sino que éstos eran diferentes del concepto criollo de nación que eventualmente prevaleció en las guerras de independencia –es decir, que esos conceptos obedecían a lógicas territoriales, económicas e históricas diferentes– también hizo emerger problemas que epistemológica y políticamente estaban relacionados con el subalternismo. Encontramos familiaridades con el libro de C. L. R. James, The Black Jacobins, sobre Toussaint y la revolución haitiana. Conocíamos el trabajo de John Womack y otros acerca de porqué la Revolución mexicana se desvirtuó –cómo los sectores populares fueron cooptados o reprimidos en la formación del Estado mexicano post-revolucionario. Seguimos el debate abierto por el trabajo de Gilberto Joseph sobre la cuestión de los bandidos en América Latina. Leímos a Karen Spalding sobre la “conciencia oposicional”; a Silvia Rivera Casucanqui sobre el ayllu como forma de democracia; a James Scott sobre “las armas de los débiles”; a George Marcus y James Clifford sobre el problema de la representación del otro en la escritura etnográfica; a la compilación de Daniel Nugent, Rural Revolt in México, uno de los primeros intentos de explicitar el alcance del proyecto de los estudios subalternos sobre los diferentes contornos históricos de la moderna América Latina y sus relaciones con Estados Unidos. Al mismo tiempo, no estábamos contentos con la forma en que la cuestión del subalterno estaba siendo manejada en el conjunto de estos trabajos. Nos pareció que los historiadores y científicos sociales en los estudios latinoamericanos no estaban tratando el problema de la subalternidad en el nivel crítico-teórico en el que los historiadores sudasiáticos lo habían hecho. Ellos parecían más bien preocupados con la cuestión de cómo acceder al subalterno desde adentro de sus respectivas disciplinas. Se preguntaban,

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efectivamente: “¿Cómo empujamos nuestras disciplinas un poco más lejos?; ¿cómo leemos los documentos del archivo de una forma nueva, o cómo reconfiguramos el campo de trabajo para acceder a la gente que no está adecuadamente representada en los archivos históricos o etnográficos?”. Escribiendo como historiadora, Patricia Seed expresó nuestra insatisfacción con esta aproximación en un muy debatido artículo en el Latin American Research Review13, el órgano oficial de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA). Sin embargo, Seed fue, y en muchas formas aún lo es, una excepción entre los historiadores. Creo que aquellos de nosotros que veníamos de la crítica literaria experimentamos la crisis de nuestra disciplina en una forma más aguda que ellos. En la medida en que nosotros estábamos implicados en la “ciudad letrada” como profesores, críticos y escritores, no era sólo una cuestión de estudiar un fenómeno que estaba afuera de la academia –estudiar bandidos o rebeliones campesinas, o hacer trabajo de campo antropológico. Fue más una cuestión de mirar nuestra propia participación en crear y reproducir relaciones de poder y subordinación, en la medida en que nosotros continuábamos actuando dentro del marco de la literatura, la crítica literaria y los estudios literarios. En otras palabras, debíamos tomar en cuenta la complicidad de la academia misma –nuestra propia complicidad– en producir y reproducir la relación elite/subalterno. La ciudad letrada de Rama fue, en algún sentido, un libro sobre el Estado. Éste partió sobre la premisa de que si se traza la genealogía de la “ciudad letrada” latinoamericana, desde el período colonial hasta el presente, no se estará describiendo sólo una institución cultural-literaria; se estará explicando también algo respecto del carácter del Estado latinoamericano. Se tendrá una más gramsciana (o foucaultiana) comprensión de la relación entre elite cultural y hegemonía, y entonces, también la posibilidad de pensar de manera más precisa sobre los límites del Estado y de las instituciones y prácticas relacionadas con el Estado. Los Estados-nación latinoamericanos no estuvieron enraizados en una relación orgánica entre territorialidad y etnicidad lingüístico-cultural; en ese sentido, parecen ejemplificar perfectamente la noción de Benedict Anderson sobre la nación como “comunidad imaginada”, producida por la literatura y la tecnología de la imprenta. La literatura latinoamericana no sólo sirvió a esos Estados-nación produciendo

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Cfr. Seed 1991. Véanse también las respuestas a Seed de Rolena Adorno, Walter Mignolo y Hernán Vidal en la misma revista (Latin American Research Review), 28, Nº 3 (1993).

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“ficciones fundacionales” alegóricas, por usar el concepto de Doris Sommer, sino que también la literatura fue una práctica ideológica que interpeló tanto a las elites coloniales como después a las criollas, para engendrar y administrar estos Estados: una forma de autodefinición y auto-legitimación que equiparó la capacidad para escribir y comprender la literatura con el derecho a ejercer el poder del Estado. En la crítica literaria latinoamericana escrita bajo el signo de la teoría de la dependencia en las décadas de 1960 y 1970, la literatura fue concebida como un vehículo para el sincretismo cultural, visto como necesario para la formación de un Estado-nación más inclusivo. La idea de Rama acerca de la “transculturación narrativa”, ejemplificada para él en las novelas del boom, fue quizá la más influyente expresión de esta idea general (volveré a este tema en el capítulo 1). Dentro del propio trabajo de Rama, La ciudad letrada señalaba el comienzo de un cambio radical en la concepción de la literatura: donde Rama veía antes la literatura como un instrumento para la modernización y democratización del Estado, ahora la veía implicada en la inhabilidad de las formas existentes del Estado en la región para representar adecuadamente e incorporar el rango pleno de identidades e intereses subsumidos en sus límites territoriales (límites frecuentemente arbitrarios y ambiguos). La forma en que el grupo sudasiático concebía la cuestión de la nación y el nacionalismo en la India encajaba con este cambio en la concepción de agencia cultural, aun cuando este último reflejara un muy diferente contexto histórico: ello nos permitió pensar en la relación entre nación, cultura nacional, género, raza, clase, poder y literatura en América Latina de una forma nueva. Varios colegas han mostrado preocupación sobre la validez de tomar un modelo teórico desarrollado para el subcontinente indio en condiciones de una dominación colonial inglesa, que persistió hasta más allá de la Segunda Guerra Mundial, y transplantarlo a los países latinoamericanos, los cuales (como región) se hacen formalmente independientes a comienzos del siglo XIX. Es pertinente recordar que la idea misma de estudios subalternos proviene inicialmente no de la India post-colonial, sino de la Italia fascista. Se encuentra en el esbozo de Gramsci sobre “la historia de las clases subalternas” en sus “Notas sobre la historia de Italia”, en los Cuadernos de la cárcel. El problema que Gramsci estaba tratando de explicar en las “Notas sobre la historia de Italia” era la debilidad constitutiva del moderno Estado italiano que emergió del Risorgimento del siglo XIX, el equivalente italiano de la Revolución francesa o de la independencia latinoamericana. Su hipótesis –que Guha retoma en su comentario sobre “el fracaso histórico de la nación para realizarse” – era que esta debilidad se debía a la inhabilidad de ese Estado, formado bajo el liderazgo político de un avanzado liberalismo

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burgués, para encarnar la voluntad popular. Para Gramsci esto era así porque el liderazgo italiano, a diferencia de los jacobinos en la Revolución francesa, no planteó la cuestión de la reforma agraria, y por lo tanto fue incapaz de incluir al campesinado y más generalmente al “sur” agrícola en el proceso de formación nacional. El resultado fue que el Risorgimento fue una “revolución pasiva”, una revolución sin participación de las masas. Y esta falla, a su vez, posibilitó una apertura hacia el fascismo14. Para Gramsci, la idea de lo nacional-popular funcionaba a la vez como concepto cultural asociado con la formación de un lenguaje nacional y con nuevas formas de literatura y arte, tales como la novela de folletín, y como concepto político que designaba la posibilidad de un bloque hegemónico o potencialmente hegemónico de diferentes agentes sociales en una sociedad nacional dada. Gramsci pensaba que la falla del nacionalismo italiano del Risorgimento tenía sus raíces en la separación producida en la Contrareforma entre lo que él llamaba intelectuales tradicionales (esto es, intelectuales con una visión de mundo cosmopolita o universalizante, lo que en Latinoamérica se llama el letrado) y las clases populares italianas. Mientras en otras partes de Europa, el humanismo del Renacimiento y la nueva literatura vernácula y secular trajeron las semillas del liberalismo y del nacionalismo, paradójicamente en Italia misma –lugar de nacimiento del humanismo y la literatura moderna– la inteligencia literaria y artística se mantuvo ligada a la Iglesia y a sus intereses confesionales, y el italiano se mantuvo como un lenguaje de la elite: el pueblo continuó usando dialectos regionales. Gramsci concluyó que en Italia “Ni una literatura artística popular ni la producción local de literatura ‘popular’ existe porque los ‘escritores’ y ‘el pueblo’ no tienen la misma concepción del mundo... Lo ‘nacional’ no coincide con lo ‘popular’ porque en Italia los intelectuales son distintos del pueblo, i. e. de la ‘nación’. Ellos están unidos, en cambio, a una casta tradicional que nunca ha sido vencida por un fuerte movimiento popular o nacional desde abajo”15. La genealogía de Rama de la “ciudad letrada” y el emergente debate sobre el rol del barroco literario en la formación de la cultura latinoamericana16, sugieren que algo más o menos similar ocurrió en España y América Latina en los siglos XVII y comienzos del XVIII.

14 “La burguesía italiana fue incapaz de unificar al pueblo a su alrededor, y ésta fue la causa de su frustración y de la interrupción de su desarrollo” (Gramsci 1971: 53). 15 Cfr. Gramsci 1985: 206-8. 16 Para una comprensión de las posiciones en este debate, véanse González Echeverría 1999 y Beverley 1997.

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Está claro que para Gramsci “subalterno” y “popular” fueron conceptos intercambiables (si lo son en los estudios subalternos será un problema a analizar en el capítulo 3). En este sentido, su recurso a terminologías como “clases subalternas” o “grupos sociales subalternos” (Gramsci usó ambas formas) puede ser simplemente un aspecto del lenguaje cifrado de los Cuadernos de la cárcel –Gramsci usó eufemismos para no alarmar innecesariamente a los censores de la cárcel. Si esto es así, “subalterno” debe ser leído en los Cuadernos como campesinado y trabajadores, de la misma manera en que “filosofía de la praxis” debe ser leído como marxismo, o “proceso integral” como revolución. Y aquí, para muchas personas que se consideran marxistas, el problema del subalternismo debiera terminar. Pero la idea de subalterno también sugería para Gramsci la primacía, en los conflictos sociales, de determinaciones, contradicciones y subjetividades políticas que son, en un amplio sentido, culturales más que económicas o políticas (políticas en el estrecho sentido de partido político). Para Gramsci, cada relación hegemónica era necesariamente una relación educativa, expresando tanto una posición de liderazgo moral e intelectual, como también la posibilidad de un bloque de diferentes actores sociales articulados alrededor de un programa común expresado por ese liderazgo. Para este efecto, sus argumentos en los Cuadernos de la cárcel estaban motivados por la conciencia –conformada por las condiciones de su propia reclusión– de que el economicismo de la Segunda Internacional y de la Internacional Comunista había sido incapaz de detener la emergencia del fascismo en las décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial: fue esta falla, después de todo, la que lo había llevado a él mismo a prisión. David Forgacs plantea que: “ ‘Cultura’ en Gramsci es la esfera en la cual las ideologías son difundidas y organizadas, en la cual la hegemonía es construida y puede ser quebrada y reconstruida”17. Si esto es así, entonces el argumento de Gramsci anticipa, y de alguna manera conforma, el cambio que ha ocurrido en (para usar una frase de Homi Bhabha) la “ubicación de la cultura” –un cambio frecuentemente identificado con la postmodernidad como tal. En la academia de la Guerra Fría, predominó lo que José Joaquín Brunner llama una “ ‘culturizada’ visión de la cultura” en la que la cultura era lo que ocurría después del trabajo, cuando vas a casa, lo que estaba en la sección arte y cultura del periódico dominical. En el lenguaje de la deconstrucción, la cultura era el “suplemento” de lo social. Las humanidades respondieron refugiándose detrás de las murallas del formalismo estético, insistiendo sobre la autonomía

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Forgacs 1984: 91.

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del arte respecto de la esfera de la razón práctica y la ideología, constituyendo así una concepción compartimentalizada de la producción artística y cultural, como una actividad especializada. En la crítica literaria anglo-americana la más avanzada expresión del formalismo fue la distinción entre acercamientos “intrínsecos” y “extrínsecos” al texto propugnada por el libro Teoría de la literatura de René Wellek y Austin Warren, el manual de los estudiantes graduados de literatura en Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960. Mucha de esta “‘culturizada’ visión de la cultura” –que al mismo tiempo sobrevaloró la herencia del humanismo y la alta cultura burguesa y subvaloró las humanidades como epistemológicamente “suaves” en oposición a “fuertes”, en un sentido positivista o empiricista–, persiste hoy día (ciertamente una de las caricaturas de los estudios subalternos entre historiadores y científicos sociales es que son “culturalistas”). Brunner ve esta persistencia “como un síntoma de la negación producida por un profunda, y típicamente moderna, tendencia: la predominancia de los intereses, incluyendo los intereses cognitivos, de la razón instrumental sobre los valores de la racionalidad comunicativa; la separación de la esfera técnica del progreso que incluye la economía, la ciencia y las condiciones materiales de la vida cotidiana de la esfera de sentido intersubjetivamente elaborado y comunicado, donde se encuentran indisolublemente anclados en un mundo-de-vida donde las tradiciones, los deseos, las creencias, los ideales y los valores coexisten y son, precisamente, expresados en la cultura”18. Lo que ha comenzado a cambiar, por supuesto, es que a la cultura se le atribuye ahora un nuevo poder de gestión (agency, en inglés). Se ha hecho cada vez más común para historiadores, antropólogos, politólogos, teóricos de la educación, planificadores, sociólogos y aun para economistas del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional pensar en la “sustentabilidad cultural” del desarrollo, o en la necesidad de un “ajuste social” de los (frecuentemente catastróficos) efectos de las políticas económicas neoliberales. En un ensayo que en sí mismo –en su global diseminación– ha devenido uno de los referentes culturales de la postmodernidad, Fredric Jameson argumenta que este cambio en el lugar de la cultura es una de las consecuencias del postmodernismo, comprendiendo por postmodernismo la “lógica cultural” o el efecto superestructural de la globalización. En la globalización, la que Jameson ve como una nueva etapa del capitalismo con características especiales, el modelo weberiano de la modernidad, en el cual la cultura y las artes funcionan como esferas autónomas o semi-autónomas respecto de la razón instrumental y de la

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Brunner 1995: 35.

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ética religiosa, llega a su fin. La cultura, argumenta Jameson, atraviesa ahora lo social en formas nuevas todavía no teorizadas19. Lo social como tal es ahora visto como un “efecto del significante”: el resultado de luchas por y sobre el poder de representación cultural más que la precondición ontológica de esas luchas. Para registrar las consecuencias de este quiebre de las fronteras entre las diferentes esferas de la modernidad se requiere –Jameson así lo cree– nuevos “mapas cognitivos”. Los estudios subalternos podrían ser comprendidos, de alguna manera, como uno de estos mapas cognitivos postmodernos. En América Latina, la nueva preocupación por la cultura en las ciencias sociales –la que ha sido designada a veces como una “vuelta a Gramsci”– fue en parte una consecuencia del arribo de las dictaduras militares, autoritarias y tecnocráticas en la década de 1970. Antes de ellas, la ecuación de democratización con modernización económica (en su versión capitalista o estatal capitalista) había prevalecido en una forma que cruzaba el espectro político desde la izquierda a la derecha, desde la teoría de la dependencia a la Alianza para el Progreso. Pero la experiencia de los países del Cono Sur (y en los años sesenta de Brasil) mostraron que la democratización no estaba necesariamente conectada a la modernización económica y viceversa, que la modernización económica –tanto en las formas capitalistas como en las formas nominalmente socialistas o de capitalismo de Estado– no fue siempre capaz de tolerar la democracia. Lo que comenzó a desplazar los modelos de la modernización y la teoría de la dependencia, por lo tanto, fue una interrogación acerca de las diferentes y asincrónicas “esferas” de la modernidad (cultural, ética, ideológica, política, legal, etc.) y la “causalidad estructural” (Althusser) de su interacción –una interrogación que requirió poner nueva atención a la subjetividad y a la identidad, y una nueva comprensión de la heterogeneidad religiosa, lingüística y étnica de las poblaciones latinoamericanas (el propio trabajo de Brunner estuvo enmarcado por la derrota de Allende y la Unidad Popular y la consiguiente lucha contra la dictadura de Pinochet). El correlato político de esta “vuelta a Gramsci” en las

19 “Aun argumentar que la cultura hoy día no está más dotada con la relativa autonomía de la que una vez disfrutó, como un nivel entre otros, en los momentos tempranos del capitalismo (o en las sociedades precapitalistas) no implica necesariamente su desaparición o extinción. Totalmente al contrario; debemos afirmar que la disolución de la esfera autónoma de la cultura, debe, en cambio, ser imaginada en términos de una explosión: una expansión prodigiosa de la cultura a través del campo social, al punto donde toda nuestra vida social –desde el valor económico y el poder del Estado a las prácticas ideológicas y la estructura misma de la psique– se puede concebir como ‘cultural’ en un sentido original y aún no teorizado” (Jameson 1991: 48).

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ciencias sociales latinoamericanas fue la emergente preocupación con los nuevos movimientos sociales y las llamadas “políticas de identidad” (identity politics), ellas mismas también un efecto de la globalización y de la derrota o retardo de los proyectos revolucionarios de la izquierda20. La nueva centralidad de la cultura y la “identidad”, paradójicamente, le otorgó al campo de la teoría y la crítica literaria la función de una vanguardia conceptual en los estudios latinoamericanos. Pero el argumento de Gramsci sobre la dimensión cultural de la hegemonía era también un poderoso incentivo para desplazar una “‘culturizada’ concepción de la cultura”. Para Gramsci, la dinámica implícita en la producción de las identidades de los subalternos y de la elite, en la historia de Italia, concebía la cultura de la misma forma que los intelectuales tradicionales la comprendían –arte, música clásica, ópera, literatura escrita, belles letres, el italiano: en una palabra, “alta cultura”– contra la cultura en la forma en que ésta era entendida y vivida por las clases populares (por ejemplo, en la persistencia de los dialectos regionales). Entonces, esto no era simplemente una pregunta por la “cultura” como tal, como si el problema pudiera ser adecuadamente resuelto simplemente teniendo historiadores o científicos sociales que hicieran estudios literarios o historia del arte. Plantear el problema de la cultura en una forma no-“culturizada” requería el desarrollo de nuevas formas de práctica transdisciplinaria o interdisciplinaria que subvirtieran activamente las fronteras disciplinarias, que fueran en algún sentido transgresivas. Esa fue la tardía promesa de la década de 1960 que llegó a ser conocida como estudios culturales. Una de las preocupaciones centrales de este libro es la (a veces convergente, a veces contradictoria) relación entre estudios subalternos y estudios culturales. Guha define los estudios subalternos como un “escuchar la voz pequeña de la historia”21. En el mismo espíritu, yo encuentro a veces útil ver los estudios subalternos y estudios culturales coincidentes con esa “incredulidad con las metanarrativas” con la que Jean François Lyotard define lo postmoderno: ésta es la crisis o erosión de la noción de modernidad basada en un historicismo eurocéntrico, una epistemología positivista, y una racionalidad de medios/fines supuestamente encarnada en las operaciones del mercado, el

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La colección editada por Sonia Álvarez, Evelina Dagnino y Arturo Escobar, Cultures of Politics/Politics of Cultures: Re-Visioning Latin American Social Movements, en 1998, es quizá la más plenamente elaborada expresión de un nuevo paradigma en los estudios latinoamericanos. Su argumento central es que “Hoy en Latinoamérica, todos los movimientos sociales representan una política cultural” (6). Sobre la “vuelta a Gramsci” en los estudios latinoamericanos, véanse Aricó 1998 y Coutinho y Nogueira 1988. 21 Cfr. Guha 1996: 1-8.

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Estado y las correspondientes formas de disciplinamiento académico. La diferencia es quizá que donde Lyotard le da a la “incredulidad con las metanarrativas” la forma de un proyecto que puede y debe tomar lugar dentro del espacio de la globalización –para él parece no haber ningún espacio viable fuera de la globalización– los estudios subalternos pueden ser vistos, en cambio, como un esfuerzo de articulación en contra de aquello que es hegemónico en la globalización. Algo parecido a lo que ha sido llamado a veces (aunque no me gusta mucho este término) un “postmodernismo de resistencia”. Como otras formas de pensamiento y práctica posmodernista, los estudios subalternos están guiados por una tendencia hacia la ruptura epistemológica que puede ser profundamente amenazante para las agendas disciplinarias previas. Todo aquel involucrado en los estudios subalternos o estudios culturales habrá oído argumentos de este orden: “Tú reclamas una politización del saber académico, pero olvidas o ignoras que nosotros también tenemos una gran inversión, la cual incluye aspectos políticos y personales, haciendo literatura, historia, antropología o ciencia dura de acuerdo a los protocolos disciplinarios: una inversión política porque las consecuencias de nuestro trabajo se refieren a lo que es y no es verdad, y afectan, por lo tanto, la estructura del financiamiento público para la educación y la investigación, la manera en que los cursos de la educación superior son enseñados, o cómo son calculadas las exhibiciones de los museos, los usos y límites de la tecnología, qué es una narrativa nacional y cómo ésta es contada, etc. Es decir, finalmente, la hegemonía. La academia puede tener sus distorsiones y límites, pero su autoridad es finalmente la autoridad de la razón y de la verdad científica, y es esta autoridad la que es necesaria para superar la ignorancia, desigualdad y opresión. Habermas tiene razón: el proyecto de la Ilustración todavía está incompleto. Mientras tanto, ustedes están hablando de deconstrucción y de indecibilidad en un lenguaje virtualmente incomprensible. Ustedes toman erróneamente los textos por el mundo real; piensan que pueden leer el mundo real de la misma forma como leen un texto. Lo que ustedes hacen es más perjudicial que útil, porque aísla el trabajo académico del público”. Yo ofrezco esta arenga como un medio para tratar de capturar un sentido de la resistencia a los estudios subalternos por parte de colegas suspicaces con respecto a los nuevos desarrollos en teoría cultural, pero con una agenda política de izquierdas o liberal22. Sin embargo, esta resistencia también

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Mi amigo Paul Bové llama a esta tendencia “conservadurismo de izquierdas”. Podría ser definida como una conjunción de epistemología positivista con reformismo social-demócrata.

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aparece en el terreno de la teoría cultural misma, como tendencias en competencia por atención, influencia y soporte institucional. Déjenme esbozar algunas de las áreas de contención en este sentido, que serán exploradas en los capítulos siguientes. Los estudios subalternos son frecuentemente vistos como una sub-área de los estudios postcoloniales. Pero la correspondencia entre estudios subalternos y estudios postcoloniales no es siempre exacta (en parte porque los estudios subalternos no limitan su alcance al mundo postcolonial). En su propio ensayo en Nation and Narration, Homi Bhabha argumenta convincentemente que la “hibridez” es un concepto central en los estudios postcoloniales. Bhabha ve la hibridez como uno de los efectos del poder colonial, pero a la vez, como el lugar en el que el sujeto colonial o subalterno puede “traducir” y “deshacer” los binarismos impuestos por el mismo proyecto colonial23. Volveré sobre este argumento (y a los argumentos relacionados sobre hibridez y suplementariedad en los trabajos de Gayatri Spivak y Néstor García Canclini) en los capítulos 3 y 4. Pero antes, unas cuantas palabras para anticipar lo que diré allí. Reconozco, por supuesto, que no existe identidad que no sea, en algún sentido, híbrida, comenzando con el hecho de que todos somos el producto genético de dos personas diferentes; que la identidad es descentrada, plural, contingente, provisional, performativa; que toda significación está fundada sobre una ausencia o falla; que las taxonomías binarias de poblaciones son una característica de lo que Foucault llamó el “biopoder”; que lo que los estudios subalternos hacen visible es, precisamente, el carácter fisurado de las narrativas nacionales, la forma en que éstas son interceptadas por otras historias, otros modos de producción, otros valores e identidades. Sin embargo, con el riesgo de inclinarme demasiado en una dirección, el principal tema de este libro se relaciona con lo que Bhabha llama “una estructuración binaria de los antagonismos sociales”, tanto en la forma en que los estudios subalternos representan teóricamente la relación subalterno/dominante, como en la forma en que estos estudios actúan en sí mismos como un proyecto teórico político dentro de la academia. La apelación a la hibridez por la academia contemporánea es obvia: une la preocupación con el subalterno y la postcolonialidad con la “ideología

23 “Las complejas estrategias de identificación cultural y producción discursiva que funcionan en el nombre de “el pueblo” o “la nación” [son] más híbridas en la articulación de diferencias culturales e identificaciones –género, raza o clase– que lo que puede ser representado en cualquier estructuración del antagonismo social jerárquico o binario” (Bhabha 1990: 292).

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espontánea” (Althusser) de las humanidades, la cual es una fe en el valor redentor de la cultura. Pero esto nos trae de vuelta a la “‘culturizada’ concepción de la cultura” de la que hablaba Brunner. En contraste, quiero sugerir aquí un sentido de la subalternidad y de la práctica cultural de los subalternos como algo que aparece como una antítesis a la autoridad de la “cultura”, en la forma en que cultura es usualmente comprendida por la academia. La contienda entre las nuevas formas de teoría que emanan (principalmente) de la academia norteamericana y la izquierda nacionalista latinoamericana está en el centro de un argumento que ha sido elaborado contra los estudios subalternos en particular, y contra la actualidad de la teoría cultural postcolonial en general, por intelectuales en, o que reclaman hablar desde América Latina. Usaré como ejemplo de una posición generalizada los trabajos de Hugo Achugar y Mabel Moraña, originalmente presentados en el encuentro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de 1997, en Guadalajara, México24. Moraña y Achugar plantean en sus ponencias tres puntos interrelacionados: (1) Los estudios subalternos y postcoloniales representan una problemática norteamericana sobre multiculturalismo, y/o una problemática de la Commonwealth británica sobre la postcolonialidad, la cual ha sido aplicada a Latinoamérica con el coste de representar erróneamente sus diversas historias y formaciones socio-culturales, las cuales no son fácilmente reducibles ni al multiculturalismo ni a la postcolonialidad25. (2) Ambos proyectos ignoran el anterior compromiso de intelectuales latinoamericanos –de los latinoamericanistas realmente latinoamericanos– con los problemas de representación histórica y cultural identificados por Guha y el Grupo de Estudios Subalternos de Asia del Sur. Ambos implican, por lo tanto, una negación tácita del estatus y autoridad de los intelectuales y las tradiciones intelectuales latinoamericanas, un olvido voluntario de lo que Hugo Achugar llama “el pensamiento latinoamericano”. La imponente influencia de la “teoría” puede ser, en sí misma, un tipo de imperialismo cultural conectado a la globalización, una nueva forma de panamericanismo preocupado con la constitución de un sistema de conocimiento de y sobre América Latina, por parte de la academia norteamericana. (3) Al privilegiar la crítica de la nación y del nacionalismo, y los fenómenos de diáspora tales como la hispanización de 24

Cfr. Achugar 1997 y Moraña 1997. Expresando una preocupación similar, Jorge Klor de Alva ha argumentado que las condiciones de colonialidad fueron radicalmente diferentes en Latinoamérica que en Asia o África –tanto es así, que esto desafía, piensa él, la viabilidad misma de la categoría de lo colonial para América Latina. 25

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los Estados Unidos, los estudios subalternos y postcoloniales pueden contribuir a inhabilitar la capacidad de América Latina para implementar sus propios proyectos de identidad y desarrollo nacional o regional. Más allá de una apelación al sujeto subalterno que socava (cualquier posible) representación hegemónica, los estudios subalternos en particular carecen de un sentido de lo político fundado en la continuidad de la nación, en una más o menos activa y políticamente informada ciudadanía, una esfera pública, una memoria local y proyectos individuales que buscan afirmar los intereses tanto de los países latinoamericanos, como de la región en conjunto, en un sentido diferencial, y aun antagónico, en relación con la globalización26. Creo que los problemas que dividen a los estudios subalternos de sus críticos latinoamericanos pueden ser menos importantes a largo plazo que las preocupaciones que nosotros compartimos27. Soy sensible en particular a las preocupaciones referidas al prestigio y poder de la academia norteamericana en una era en la cual las universidades y la vida intelectual latinoamericana están siendo diezmadas por las políticas neoliberales, conectadas en gran medida a la hegemonía norteamericana en todos los niveles del sistema global, pero particularmente en América Latina. Sin embargo, lo siguiente podría ser dicho, provisionalmente, como una respuesta: si es que la globalización implica, de hecho, un desplazamiento de la autoridad de los intelectuales latinoamericanos, entonces la resistencia a los estudios subalternos es, en sí misma, sintomática de un tipo de subalternidad –la desigual posición de la cultura, Estado, economía y trabajo intelectual latinoamericano

26 Moraña concibe los estudios subalternos como un neo-exotismo crítico que “mantiene Latinoamérica en el lugar del Otro, un sitio pre-teórico, marginal y calibanesco en relación al discurso metropolitano” (1997: 50), que de esta manera reinscribe inadvertidamente la dinámica centro/periferia. Achugar escribe “similarmente”: “[L]a construcción que se propone de América Latina, dentro del marco teórico de los llamados estudios postcoloniales, parecería apuntar a que el lugar desde donde se habla no es o no debería ser el de la nación sino el del pasado colonial [...]. [El] lugar desde donde se lee América Latina parece ser, por un lado, el de la experiencia histórica del Commonwealth y por otro [...] el de la agenda de la academia norteamericana que está localizada en la historia de su sociedad civil” (1997: 381). Ambos autores repiten, aparentemente sin darse cuenta, una crítica previa a los estudios subalternos como un tipo de neo-Orientalismo realizada por Gareth Williams en “Fantasies of Cutural Exchange in Latin American Subaltern Studies” (1996). 27 Lo que Walter Mignolo ha llamado “políticas de ubicación” de la teoría, ha sido un problema importante en el trabajo del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos, en una forma que Moraña, Achugar y pensadores afines no consideran suficientemente.

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en el actual sistema mundial– (estoy aludiendo al comentario de Paul de Man acerca de cómo la resistencia a la teoría, en los estudios literarios, es, en sí misma, un tipo de teoría). Lo que Moraña y Achugar (y en un registro distinto, Beatriz Sarlo, cuya posición esbozo en el capítulo 3) invocan contra la relevancia de los estudios subalternos y la teoría postcolonial para América Latina, equivale a lo que yo caracterizaría como un tipo de neoarielismo, por recordar la caracterización que José Enrique Rodó dio a Latinoamerica como Ariel, el poeta, “la criatura del aire”: una reafirmación de la autoridad de la literatura latinoamericana, la critica literaria y los intelectuales literarios, como los que sirven de sostenedores de la memoria cultural de América Latina, contra formas de pensamiento y práctica teórica identificadas con Estados Unidos. Pero el arielismo casi por definición es, como la hibridez de Bhabha, un ideologema de la “‘culturizada’ visión de la cultura”. Porque no es sólo “en teoría” (subalternismo, postcolonialismo, marxismo y postmarxismo, feminismo, queer, u otras vertientes contemporáneas), o desde la academia norteamericana, que la autoridad de la “ciudad letrada” latinoamericana está siendo desafiada. Esto es también una consecuencia del “fracaso de la nación (latinoamericana) para realizarse”, y de los cambios y luchas que acompañan la globalización dentro de la misma América Latina, incluyendo la emergencia de nuevos movimientos sociales. Los estudios subalternos comparten con los estudios culturales –éste es el principal punto de convergencia entre ambos proyectos– la idea de un desplazamiento de la autoridad hermenéutica a la recepción popular. Pero ello implica también un desplazamiento de la autoridad de la “ciudad letrada”. Se puede comprender y aun simpatizar con un arielismo à la Rodó como un modo de resistencia al imperialismo cultural anglo-americano, a fines del siglo XIX. Pero, al rechazar formas de cultura basadas en posiciones subalternas en América Latina, el argumento neo-arielista hoy puede también implicar un “blanqueamiento” inconsciente tipo Sarmiento, el cual representa erróneamente incluso el carácter y la historia de esos países que ese argumento reclama representar (en el doble sentido de hablar de y hablar por). Los estudios subalternos no son sólo una forma de pensar sobre un “otro” colonial o post-colonial. Puede ser verdad que el sureste brasileño o

28 La virtud del trabajo de Cherniavsky (1996) es transferir la problemática del subalterno a la historia norteamericana, la cual se representa como esencialmente postcolonial; verbigracia, “cartografiar los vectores del poder colonial en los Estados Unidos es poner al revés los espacios de la historiografía postcolonial de Guha” (85-86).

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Uruguay sean más “europeos” que, digamos, partes de España o lo que Gramsci llamó el Sur28. Pero aun en esa Latinoamérica (como en la misma Europa) todavía aparecen, verbigracia: el problema del machismo y la continua subordinación de la mujer; el crecimiento del sub-proletariado y la pauperización de sectores de los estratos medios; las continuas, y continuamente diferidas, reivindicaciones por la supervivencia de los pueblos indígenas (quienes, debe ser dicho, también viven “en la modernidad”); la persistencia de racismo y sexismo en todos los niveles de la sociedad; la discriminación en contra y la represión de las minorías sexuales; el problema de las poblaciones diaspóricas e inmigrantes; la arbitraria criminalización de grandes sectores de la población por parte del Estado. Al afirmar la autoridad de una tradición intelectual-literaria latinoamericana contra los estudios subalternos, y al identificar esa tradición con la afirmación de la identidad regional o nacional “criolla” contra un orden foráneo, Moraña y Achugar, de alguna forma, socavan su propio argumento. Para defender la unidad e integridad de los Estados-nacionales individuales latinoamericanos y de América Latina misma contra su re-subordinación en el emergente sistema global, ellos están forzados a ocultar algunas de las relaciones de exclusión e inclusión, subordinación y dominación que operan dentro del marco de esas naciones y que forman parte integral de su cultura “nacional”. Pero los problemas planteados por estas relaciones –comenzando por el hecho de que el más importante grupo social que el concepto de subalterno designa es el de las mujeres– son cruciales para repensar y reformular el proyecto político de la izquierda latinoamericana en condiciones de globalización. De ahí que se llegue a un impasse, que parece definir el pensamiento culturalista y literario en América Latina hoy. Por lo tanto, quizá la más pertinente crítica del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos haya venido desde dentro del campo de los mismos estudios subalternos. Me refiero al ensayo de Florencia Mallon “The Challenge and Dilemma of Latin American Subaltern Studies”29. En este ensayo, Mallon argumenta que el trabajo del Grupo es demasiado dependiente de lo que ella llama la deconstrucción derrideana de textos. Ella propone, en cambio, un modelo de estudios subalternos basado en un programa de investigación empírica sobre el rol de los grupos subalternos en la formación de la sociedad y la política latinoamericanas. “En mi experiencia”, escribe la autora, “es el proceso mismo el que nos mantiene honestos: ensuciándose las manos con el polvo de los archivos, teniendo los zapatos

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Mallon 1994.

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impregnados con el fango del trabajo de campo, confrontando las sorpresas, ambivalencias y percances de la vida cotidiana, tanto la nuestra como la de nuestros ‘sujetos’ de estudio” (1507). Hay más de una pizca de batalla disciplinaria en el ensayo de Mallon. Su no-demasiado-oculta agenda es, en efecto, preguntar: ¿quién habla por los estudios subalternos? Y sugerir que ella y sus colegas historiadores lo hacen con más derecho que el “literario” Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos. La casi simultánea publicación de su estudio histórico comparativo acerca del rol de las comunidades campesinas en la formación de los modernos Estados de Perú y México, Peasant and Nation (Campesino y nación), parece venir a confirmar su reivindicación de que ella ofrece una “mejor” forma de hacer estudios subalternos. Yo me relacionaré más extensamente con las limitaciones de Peasant and Nation como un ejemplo de estudios subalternos en el capítulo 1. Aquí simplemente quiero repetir la cuestión con la que comencé: ¿es posible realmente representar el subalterno desde las disciplinas de la historia o la crítica literaria; esto es, desde la posición institucional de la cultura dominante? ¿No sería el “polvo de los archivos” la cocaína de los historiadores? En parte, la preocupación de Mallon refleja la ansiedad general entre los historiadores y científicos sociales sobre lo que se llama “el giro lingüístico”. Pero su preocupación es también, más propiamente, una ansiedad “marxista” con la teoría postmoderna. Los estudios subalternos comienzan con impecables credenciales marxistas vía Gramsci, y el trabajo del Grupo sudasiático está profundamente conectado a las vicisitudes de la izquierda comunista en el subcontinente indio, particularmente la fracasada experiencia de la rebelión Naxalita a comienzos de la década de 197030. Ciertamente, una tosca y apresurada caracterización de los estudios subalternos podría ser que ellos mismos son un tipo de híbrido, un marxismo “foucaultiano” (en tanto que varios de nosotros envueltos en los estudios subalternos venimos del marxismo, pero no vemos que haya una contradicción necesaria entre marxismo y Foucault, en contraste a esos marxistas que rechazan a Foucault y al postestructuralismo tout court). Sin embargo, no todos los identificados con los estudios subalternos se considerarían a sí mismos marxistas, mientras que otros ven en los estudios subalternos una forma de salir de lo que ellos perciben como el colapso teórico y/o político del marxismo. A su vez,

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Sobre la relación de los estudios subalternos con la sublevación de Naxalbari, véase Guha 1997. El propio Guha fue funcionario del Partido Comunista de la India durante muchos años, antes de retomar su trabajo como historiador.

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la mayoría de los marxistas han tendido a ver los estudios subalternos como un tipo de herejía “post-marxista”: una mutación de la sólida “historia desde abajo” de estilo inglés, que de alguna forma es derribada, como Pablo en el camino de Damasco, por el postestructuralismo. La más influyente crítica de los estudios subalternos desde la posición del marxismo ortodoxo de la que soy consciente aparece en la introducción del libro In Theory (En teoría) de Aijaz Ahmad, donde el autor aborda el problema del “culturalismo” de la teoría postcolonial en general. Él menciona en este sentido, junto con “el arnoldiano sentido de ‘alta cultura’ y la ‘sociología anglo-americana de la cultura’ [es decir, estudios culturales], la “igualmente amorfa categoría de ‘conciencia subalterna’, la cual se erige inicialmente en una cierta tendencia vanguardista en la historiografía india pero que luego es capitalizada también por teorizaciones metropolitanas” (1992: 8). En una nota al lector, Ahmad da la siguiente caracterización del trabajo de Guha: De acuerdo con Ranajit Guha, descrito en la contratapa del volumen VI de la obra del Subaltern Studies Group, como “gurú”, la nación colonial fue caracterizada por la “coexistencia” de dos “dominios”, la “elite” y el “subalterno”, estructuralmente conectados por la categoría de “dominación”. La primera incluye a todo el personal colonizador tanto las “elites” “tradicionales” y “modernas”, los funcionarios comunistas y los historiadores marxistas; y la última, cuyo “dominio” –se dice– es autónomo y trazable a la sociedad pre-colonial, incluye a todo el resto. Véase, para una articulación ejemplar, “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, en Subaltern Studies 1. La página 8, donde Guha trata de definir estos términos, es notable por sus contorsiones cuando trata de reconciliar un lenguaje tomado parcialmente de Gramsci y parcialmente de la sociología americana con el maoísmo de la Nueva Democracia y las “contradicciones en el seno del pueblo”, en el momento fundacional de un proyecto que ha sido posteriormente asimilado en un muy híbrido y muy dependiente tipo de postestructuralismo (1992: 320-21 n. 7).

Una nota posterior de Ahmad llama la atención sobre el hecho de que en los debates en la India contemporánea la “inversión de la pareja binaria tradición/modernidad pueda ser encontrada en muy diversos tipos de escritura: no sólo en varias de las articulaciones de la derecha comunalista hindú o en los neo-gandhianos [...] sino también en varias escrituras ‘subalternistas’. [Los escritos de] Partha Chatterjee [...] están repletos de este tipo de lógica invertida” (1992: 321 n. 8). Variantes de este argumento –con su tentadora sugerencia de una convergencia tácita entre fundamentalismo hindú y el proyecto de los estudios

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subalternos– aparecen en el trabajo de otros historiadores marxistas (por ejemplo Eric Hobsbawm) que han caracterizado a los estudios subalternos, llevándolo a uno a sospechar que Ahmad es su fuente común. Pero el lenguaje de Ahmad (“el maoísmo de la Nueva Democracia” y otras frases por el estilo) delata un no reconocido elemento sectario en su caracterización de los estudios subalternos: me refiero a la hostilidad del trotskismo y del marxismo soviético con el maoísmo y otras formas de marxismo tercermundista. Entonces, queda en duda si Ahmad está haciendo una crítica propiamente “marxista” de los estudios subalternos, o si su crítica de los estudios subalternos debe ser vista, por contraste, como parte de un debate dentro del mismo campo marxista. Mi propia perspectiva sobre los estudios subalternos es que son un proyecto del marxismo más que un proyecto marxista, si es que esta distinción tiene algún sentido. Yo no pienso los estudios subalternos, por lo tanto, como un tipo de post-marxismo, al menos que por post-marxismo se entienda un nuevo tipo de marxismo, o una nueva forma de actuar del marxismo en el mundo31. Déjenme reconocer en este aspecto mi enorme deuda al incompleto legado teórico de Althusser. El entrelazamiento de la terrible tragedia personal de Althusser y su esposa y el colapso del comunismo ha contribuido casi a eclipsar su figura. Sin embargo, no veo que Althusser haya sido superado por el postestructuralismo o la deconstrucción (los cuales podrían ser vistos, en cualquier caso, como productos de los estudiantes de Althusser) u otras formas de pensamiento social postmodernista. Hay varios caminos que Althusser abrió y que recién están comenzando a ser explorados. Quizá el más importante de éstos sea el análisis de los mecanismos de la ideología esbozado en las famosas “Notas sobre ideología” y posteriormente elaboradas por Nikos Poulantzas, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y Judith Butler, entre otros. Pero ciertamente no es el único camino. La crítica de Althusser al historicismo; su desarrollo de los conceptos de sobredeterminación, contradicción, desarrollo desigual y causalidad estructural; la crucial perspectiva de Etienne Balibar acerca de la relación entre modos de producción y formas de historicidad (en la última parte de Para leer el Capital)... Todos estos temas invitan a la problemática de los estudios subalternos.

31 Simpatizo con las implicancias del comentario de Roger Bartra “[A]fortunadamente para el marxismo ha llegado el momento de desaparecer, para disolverse y ser como antes era. De hecho, se está disolviendo en el océano de la izquierda, pero al mismo tiempo está ganando mucho y con ello, todos nosotros” (Ferman 1996: 88).

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En particular, me gustaría inscribir este libro y mi comprensión de los estudios subalternos dentro de la idea de lo que Althusser llamó “antihumanismo teórico”. Al mismo tiempo, reconozco que en el esfuerzo por recuperar la presencia del subalterno como un sujeto de la historia, los estudios subalternos están obligados a marcar su distancia de la bien conocida reivindicación de Althusser que “la historia es un proceso sin sujeto”. Creo que la tensión entre estas dos urgencias es lo productivo de los estudios subalternos como tal. Debería ser ya evidente que los argumentos que reviso en este libro son también, en varios casos, argumentos internos a los estudios subalternos. Digo esto para enfatizar que ni el Grupo Sudasiático ni el Grupo Latinoamericano pueden ser definidos por una sola “línea.” Ellos constituyen en cambio (por usar la caracterización de Pat Seed) “espacios experimentales” en los cuales varios proyectos y agendas se hablan mutuamente, alrededor de una preocupación común que es al mismo tiempo epistemológica, pedagógica, ética y política. El subalterno sirve, sobre todo, como el significante para esa preocupación. Desde que la cuestión de la adecuación de la representación está en el centro de los estudios subalternos, el lector debe ser consciente de que mientras yo crea que estoy representando aquí la naturaleza de esa preocupación común adecuadamente, hay elementos de mi interés personal en este libro, particularmente en el capítulo 5, en el cual trato de desarrollar las implicancias de los estudios subalternos para reconstruir el proyecto de la izquierda, en diálogo con el libro de Antonio Negri y Michael Hardt, Imperio. Digo esto no sólo para cumplir el acostumbrado protocolo académico, sino también para indicar que los estudios subalternos son una empresa colectiva y pluralista, una forma de “política de alianzas”. Pienso que los estudios subalternos son un lugar donde personas con diferentes urgencias y agendas, pero comprometidos por la causa de la emancipación y de la igualdad social, pueden trabajar juntos. Por otro lado, si es que los estudios subalternos no estuvieran conectados a la política, entonces correrían el riesgo de ser recapturados por las mismas formas de elitismo académico cultural que quieren cuestionar. Estoy de acuerdo con los críticos latinoamericanos de los estudios subalternos que mencioné antes, en que lo más urgente hoy día es una defensa y una rehabilitación del proyecto de la izquierda. Pero esto debe comenzar desde un análisis de lo que estaba errado en ese proyecto; no puede ser simplemente el voluntarismo de “mantener la bandera roja en alto”, como si el colapso de la izquierda no hubiera ocurrido en América Latina, al igual que en todos lados. Los estudios subalternos pueden ayudar en esa tarea, explorando la laguna entre la izquierda organizada, con su pretensión de representar a las clases y los

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grupos subordinados, y las necesidades, deseos, estrategias y posibilidades reales de esas clases y grupos. Lo que precipitó la llamada crisis del marxismo fue su identificación, tanto en las formas social-demócratas como en las leninistas, con un ethos de la modernización que finalmente no pudo competir con la fuerza del mercado capitalista, por decirlo crudamente. Lo que está representado en esta crisis, entonces, no es tanto la crisis del marxismo como tal, sino la crisis de esta identificación. Los estudios subalternos han sido comprendidos sobre todo como una investigación y crítica del Estado-nación y del Estado-nacional postcolonial en particular. Más que una deconstrucción “postnacional” de las fuerzas de la –siempre finalmente infundada– figura de la nación, creo sin embargo que los estudios subalternos nos permiten re-imaginar la nación en una forma que tiene sentido hoy día, después del colapso de los “socialismos-realmente-existentes” y la derrota o receso de los movimientos revolucionarios que emergieron del proceso de descolonización. El crítico irlandés David Lloyd ha hablado en este sentido de la posibilidad de un “nacionalismo contra el Estado”32. Estoy de acuerdo con este lema, pero agregaría (y éste será el sentido de mucho de lo que sigue), que argumentar por un nacionalismo contra el Estado es también argumentar por un nuevo tipo de Estado. Esto podría parecer una reivindicación demasiado ambiciosa, dada especialmente la distancia que separa la teoría académica tanto del sentido común popular, como del poder. Se solía decir irónicamente de Michael Harrington –el principal teórico de la socialdemocracia norteamericana– que, invirtiendo la famosa consigna gramsciana, mostraba “optimismo del intelecto y pesimismo de la voluntad”. Un cargo similar podría ser hecho contra este libro. La nueva “visibilidad” de la cultura que Fredric Jameson ve como la característica definitoria de lo postmoderno, podría simplemente enmascarar el hecho de que las fuerzas reales que mueven el mundo hoy están en otro lado. Ernesto Laclau ha diagnosticado la “sutil tentación” de sustituir el sujeto revolucionario universal –el proletariado– con su “simétrico otro” vía la reinscripción de la multiplicidad de posiciones de sujeto

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“[S]i queremos que los nacionalismos con los cuales nosotros estamos en solidaridad sean radicales o emancipatorios, en vez de apresados en los aparatos represivos de las formaciones estatales, es su relación coyuntural a otros movimientos sociales la que necesita ser enfatizada y fortalecida, tanto a nivel teórico como práctico. La posibilidad del nacionalismo contra el Estado radica en el reconocimiento del desborde del pueblo sobre la nación, y en la comprensión de que esto es, más allá de sí mismo, la lógica misma del nacionalismo como un fenómeno político” (Lloyd 1997: 1992).

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subalterno, en un nuevo tipo de sujeto de la historia33. El subalterno es una “identidad” y, si es que hemos aprendido algo del “largo siglo XX”, es que esa identidad esta relacionada inexorablemente con la división, la agresión y el mal. Esto es lo que el politólogo Samuel Huntington –buscando un nuevo foco para el poder norteamericano– quiere ponderar con su idea de la “guerra de las civilizaciones”. Éstas son advertencias útiles. Aun así, se debe recordar la crucial diferencia entre las “contradicciones en el seno del pueblo” y las contradicciones entre este pueblo y el bloque de poder. No tenemos el derecho a esperar una utopía no conflictiva, armoniosa, auto-transparente; pero podemos esperar y demandar sociedades en las cuales las formas de conflicto y desigualdad producidas por el desarrollo desigual y combinado del capitalismo y el legado de esclavitud, el colonialismo y el imperialismo no tengan que predominar todavía. ¿Cree alguien realmente que las tragedias de “limpieza étnica” en Bosnia o Ruanda o el resurgimiento del fundamentalismo islámico están completamente desconectados de ese legado? Continúo pensado que la posibilidad de una nueva forma de política democrática radical –quizá ésta pueda ser llamada una forma postmodernista de comunismo o socialismo– está alojada dentro de la problemática del subalterno. Si es que este libro tiene algún valor propedéutico en este sentido, entonces habrá cumplido su propósito.

Post-scriptum Leyendo el manuscrito de este libro me he dado cuenta de una tendencia cada vez más prominente a contar historias. Contar historias, nos recuerda Walter Benjamin, es una forma de producción cultural artesanal que es subalternizada por el capitalismo y el surgimiento de la novela moderna34. ¿Sería posible un trabajo de “teoría” que estuviera compuesto totalmente de historias? Quizá eso sea lo que es aún pertinente pensar en Borges, a pesar de su posición política reaccionaria (¿o está su posición política relacionada a su función como narrador también?).

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Cfr. Laclau 1996: 322. “La narración que habita por un largo tiempo en el entorno de trabajo –el rural, el marítimo y el urbano– es en sí mismo una forma de comunicación artesanal, por decirlo así. No persigue convocar la esencia pura de la cosa, como la información o un informe. Hunde la cosa en la vida del narrador, para sacarla de él nuevamente. De esa forma, los trazos del narrador se adhieren al cuento de la manera en que las huellas del alfarero se adhieren a la vasija” (Benjamin 1969: 91-92). 34

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CAPÍTULO I ESCRIBIENDO AL REVÉS: EL SUBALTERNO Y LOS LÍMITES DEL SABER ACADÉMICO

Jacques Lacan contó la siguiente historia en uno de sus famosos seminarios en París: Tenía yo entonces unos veinte años, época en la cual, joven intelectual, no tenía otra inquietud, por supuesto, que la de salir fuera, la de sumergirme en alguna práctica directa, rural, cazadora, marina incluso. Un día, estaba en un pequeño barco con unas pocas personas que eran miembros de una familia de pescadores de un pequeño puerto. En aquel momento, nuestra Bretaña aún no había alcanzado la etapa de la gran industria ni el barco pesquero, y el pescador faenaba en su frágil embarcación por su cuenta y riesgos. A mí me gustaba compartirlos, aunque no todo era riesgo, había también días de buen tiempo. Así que un día, cuando esperábamos el momento de retirar las redes, un tal Petit-Jean, como lo llamábamos –al igual que toda su familia, falleció muy pronto por culpa de la tuberculosis, que era en esa época la enfermedad ambiental que cruzaba a toda esa capa social– me enseñó algo que estaba flotando en la superficie de las olas. Se trataba de un pequeña lata, más precisamente, de una lata de sardinas. Flotaba bajo el sol, testimonio de la industria de conservas que, por lo demás, nos tocaba abastecer. Resplandecía bajo el sol. Y Petit-Jean me dice: “¿Ves la lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve!”. Le divirtió mucho esta observación –a mí, menos–. Me pregunté: “¿Por qué?”. Es una pregunta interesante. La moraleja de este breve cuento, tal como acaba de surgir del ingenio de mi compañero, el hecho de que le pareciera tan gracioso, y a mí no tanto, se debe a que si se me narra un cuento como ése es porque, al fin y al cabo, en ese momento –tal como yo aparecía ante esa gente que se ganaba el pan a costa de su esfuerzo, enfrentándose a lo que para ellos era una naturaleza inclemente– yo constituía una imagen bastante inenarrable. Para decirlo claramente: yo estaba fuera de lugar en el cuadro. Y porque me daba cuanta de ello, el que me interpelasen así, de esa cómica e irónica manera, no me hacía mucha gracia (Lacan 1995: 102-103)1.

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Mis agradecimientos a Henry Krips por recordarme esta historia. [Nota de los traductores: Hemos usado esta versión con leves modificaciones.]

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Estoy usando aquí la figura de Lacan para ilustrar al sujeto “amo” –el “sujeto supuesto saber”. Lacan contó este “breve cuento” para ilustrar su teoría de la relación entre el sujeto y el campo visual (forma parte de sus lecturas sobre la mirada y el objeto petit a). Pero ésta es también una historia sobre subalternidad y representación, en este caso, sobre cómo el sujeto subalterno se representa al sujeto dominante, y en el proceso lo descoloca, mediante una negación o un desplazamiento: “yo estaba fuera de lugar en el cuadro”. En la sucinta definición de Ranajit Guha, lo subalterno es “un nombre para el atributo general de la subordinación... ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género y oficio o de cualquier otra forma”2. Seguramente, se puede entender que “de cualquier otra forma” incluye la distinción entre educado y no (o parcialmente) educado que el aprendizaje en la academia o el saber profesional confiere. Esto es lo que Lacan expresa, desde el otro lado de la fisura subalterno/dominante, cuando nos dice que, como joven intelectual, quería “ver algo diferente” –en efecto, intercambiar la posición del amo, ajeno al mundo del trabajo y su materialidad, por la posición del esclavo. Para Guha, al igual que para Lacan, la categoría que define la identidad o “voluntad” del subalterno es la negación. El epígrafe de Guha a su libro fundamental Elementary Aspects of Peasant Insurgency, es un pasaje en sánscrito sacado de las escrituras budistas: (Buda a Assalayana, su discípulo): ¿Qué piensas sobre esto, Assalayana? ¿Has escuchado que en Yona y Camboya y otras janapadas (poblados) hay sólo dos varnas (castas), el amo y el esclavo, y que habiendo sido un amo se deviene un esclavo; habiendo sido un esclavo se deviene un amo?

Para acceder al campesino rebelde como un sujeto de la historia se requiere, según Guha, una correspondiente inversión epistemológica: “La documentación sobre la insurgencia en sí misma, debe ser invertida para reconstituir el proyecto insurgente como una inversión del mundo” (Guha 1983: 333). El problema es que los hechos empíricos de esas rebeliones son capturados en el lenguaje y las correspondientes pautas culturales de la elite –pautas, tanto la nativa como la colonial– contra las cuales las rebeliones precisamente se dirigían. Tal dependencia, argumenta Guha, constituye un sesgo que dificulta la construcción de la historiografía colonial y post-colo-

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Guha 1988: 35.

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nial, en favor del archivo escrito y las clases dominantes y sus agentes, cuyo estatus es parcialmente posibilitado por su dominio de la alfabetización y la escritura. Este sesgo, evidente incluso en formas de historiografía empáticas con los insurgentes, “excluye al insurgente como un sujeto consciente de su propia historia y los incorpora sólo como elemento contingente a otra historia y con otros sujetos” (77). Por lo tanto, “el fenómeno histórico de la insurgencia es visto por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa, de ahí que la perspectiva de la contra-insurgencia [...] inscrita en el discurso de la elite, tiene que ser leída como una escritura al revés” (333). (El cuento de Lacan trata sobre una manera de mirar al revés.) Guha entiende por “prosa [...] de la contrainsurgencia” no sólo la información contenida en el archivo colonial del siglo XIX, sino también el uso, incluyendo el uso en el presente, de ese archivo para construir los discursos burocráticos y académicos (históricos, etnográficos, literarios y otros) que pretenden representar estas insurgencias y ubicarlas en una narrativa teleológica de formación del Estado. Guha está preocupado con la manera en la que “el sentido de la historia [es] convertido en un elemento de cuidado administrativo” en estas narrativas. En tanto que el subalterno es conceptualizado y entendido, en primer lugar, como algo que carece de poder de (auto)representación, “por hacer de la seguridad del Estado la problemática central de las insurrecciones campesinas”, estas narrativas (de perfeccionamiento del Estado, de ilegalidad, de transición entre etapas histórica, de modernización) necesariamente niegan al campesino rebelde el “reconocimiento como sujeto de la historia y su propio derecho a un proyecto histórico que era totalmente suyo” (3). El proyecto de Guha es recuperar o re-presentar al subalterno como un sujeto histórico –“una entidad cuya voluntad y razón constituyen una praxis llamada rebelión”– desde el revoltijo de la documentación y los discursos historiográficos que le niegan el poder de autogestión. En ese sentido, como observa Edward Said en su presentación del Grupo de Estudios Subalternos Sudasiático, este trabajo representa una continuación historiográfica de la insurgencia3. Pero esta observación implica que los estudios subalternos no pueden ser, simplemente, un discurso “sobre” el subalterno. Pues, ¿cuál sería el interés, después de todo, de representar al subalterno como subalterno? Ni tampoco los estudios subalternos tratan solamente sobre los campesinos o el

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“Yo no creo que sea una exageración decir, por consiguiente, que la reescritura de la historia de la India hoy día es una extensión de la lucha entre los subalternos y la elite, y entre las masas hindúes y el imperio británico” (Said 1988: vii).

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pasado histórico. Surgen y se desarrollan como una práctica académica en un marco contemporáneo en el que la globalización está produciendo nuevos patrones de dominación y explotación, y fortaleciendo otros anteriores. Responden a las presiones sobre la universidad, la investigación y las políticas institucionales para producir los saberes apropiados a la tarea de comprender y administrar mejor una trasnacional y heterogénea clase trabajadora. Entonces, los estudios subalternos no son sólo nuevas formas de producción de conocimiento académico; deben ser también formas de intervenir políticamente en esa producción, desde la perspectiva del subalterno. Hay un pasaje en el ensayo autobiográfico del escritor chicano norteamericano Richard Rodriguez Hunger of Memory (Hambre de memoria) que re-narra la historia de Lacan, desde el otro lado, el lado en que el sujeto dominante se hace consciente como tal, en un proceso de diferenciación y fisuramiento con respecto al subalterno. Este pasaje captura elocuentemente cómo el saber académico está implicado en la construcción social de la subalternidad y, viceversa, cómo la emergencia del subalterno en la hegemonía altera ese saber. Hunger of Memory cuenta la historia del aprendizaje de Richard Rodriguez como un estudiante chicano de pregrado en Literatura Inglesa, primero en Stanford y luego, como alumno de postgrado, en Berkeley, proceso que le dio la oportunidad de trascender su acervo familiar parroquial (en su visión) de clase trabajadora, hispanohablante. Volviendo desde la universidad a su viejo vecindario, en la ciudad de Sacramento, California, para trabajar durante el verano, Rodriguez observa lo siguiente de sus compañeros de trabajo: El salario que esos mexicanos recibían por su trabajo era sólo una muestra de su condición desventajosa. Su silencio era más explícito. Ellos carecían de identidad pública. Se mantenían profundamente ajenos [...] su silencio permanece conmigo. Yo he usado estas palabras para describir su impacto. Sólo el silencio. Algo extraño hay en esto. Su complacencia, vulnerabilidad, su pathos. Cuando escuchaba salir su camión, sentía escalofríos, mi cara se cubría de sudor. Finalmente había estado frente a frente con los pobres (1983: 137-138).

Lo que Rodriguez entiende por los pobres es, por supuesto, lo que Guha entiende por el subalterno. De hecho, no conozco una descripción más exacta de la producción de la identidad del subalterno, como “antítesis necesaria” (la frase es de Guha) de un sujeto dominante, que este breve pasaje, construido sobre una conceptualización binaria de fluidez verbal-poder versus mutismo-subalternidad, el cual, en la medida en que está escrito, también representa performativamente. Aunque no sin conflictos y pérdidas irremediables, que sus admiradores conservadores tienden a soslayar, Hun-

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ger of Memory es, finalmente, una celebración de la universidad, del currículum tradicional y humanista en literatura y de las destrezas de la escritura en inglés en particular, que le dan a un “niño en ‘desventaja social’” por su origen hispano en Estados Unidos, como Rodriguez se describe a sí mismo, un sentido de identidad y emprendimiento personal4. Por contraste, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, que es también un texto autobiográfico sobre las negociaciones de estatus entre los subalternos y la elite en las Américas, comienza con un rechazo estratégico tanto de la cultura del libro, como del concepto liberal de la autoridad de la experiencia personal que la literatura puede engendrar: “Mi nombre es Rigoberta Menchú. Tengo 23 años. Éste es mi testimonio. Yo no lo aprendí de un libro, tampoco lo aprendí sola”5. Lo que Hunger of Memory y Me llamo Rigoberta Menchú comparten –además de ser narrativas autobiográficas que tratan de cómo un sujeto subalterno “adquiere poder”, por así decirlo–, es una conexión fortuita con la Universidad de Stanford, una de las más prestigiosas de Estados Unidos. La decisión de incluir Me llamo Rigoberta Menchú en una de los cursos de Cultura Occidental para los estudiantes de pregrado de Stanford fue decisiva para el debate público sobre el multiculturalismo durante la era de Reagan, con la muy publicitada intervención de Dinesh D’Souza, en su bestseller IIliberal Education (Educación iliberal), y del entonces ministro de Educación norteamericano William Bennett. El debate no fue tanto sobre el uso de Me llamo Rigoberta Menchú como un documento del mundo del subalterno –la cultura occidental siempre ha dependido de reportes sobre y desde lo subalterno–, sino sobre el hecho de poner este texto en el centro de un conjunto de lecturas requeridas a los estudiantes de una universidad cuya función primaria es la de reproducir las elites locales, nacionales y trasnacionales6. Cuando Gayatri Spivak reclamó que el subalterno no puede hablar, trataba de decir que el subalterno no puede hablar en una manera que conlleve cualquier forma de autoridad o sentido para nosotros, sin alterar las relaciones de poder/saber que lo constituyen como subalterno. Richard Rodriguez puede hablar (o escribir), en otras palabras, pero no como subalterno, no como Ricardo Rodríguez y, a pesar de que Estados Unidos es hoy el tercer

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“Hace mucho tiempo yo fui un niño ‘socialmente en desventaja’. Un niño felizmente encantado. La mía fue una niñez de intensa proximidad familiar. Y alienación pública. Treinta años después escribo este libro como una americano de clase media. Asimilado” (Rodriguez 1983: 3). 5 Menchú 1983, con la colaboración de Elisabeth Burgos-Debray. 6 Sobre el diseño del curso y la controversia resultante, cfr. Pratt 1992.

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país de habla hispana del mundo, no en español. El “silencio” del subalterno, su aquiescencia o “vulnerabilidad” en la imagen de Rodriguez, es así sólo desde la perspectiva de la elite –estatus que él cree haber alcanzado. Para decirlo con palabras de Spivak: “La práctica subalterna norma a la historiografía oficial”7. Los pobres también tienen vidas, personalidades, narrativas, mapas cognitivos. Su silencio frente a Rodriguez es estratégico: ellos no confían en él, a pesar de su condición de mestizo, él no es uno de ellos; es un letrado, una palabra que tiene connotaciones negativas asociadas con un agente del Estado o un miembro de la clase dominante8. Si sus narrativas pudieran ser textualizadas para nosotros, ellas se asemejarían a Me llamo Rigoberta Menchú9. Y si es que estos textos fueran admitidos en la hegemonía –por ejemplo, requeridos en la lista de lecturas de un currículum de humanidades en alguna universidad de la elite– esto complicaría las reivindicaciones de Rodriguez acerca de la diferencia y la autoridad, reivindicaciones basadas precisamente en su dominio de los códigos de la cultura occidental, códigos que él aprendió como estudiante de Literatura Inglesa en Stanford y Berkeley. Sin embargo, no está del todo claro que el propio Rodriguez pueda, o quiera, borrar todas las marcas de subalternidad de su propia identidad. Henry Staten ha notado, en una incisiva re-lectura de Hunger of Memory, que: A pesar de su ideológicamente familiar distinción de los pobres, a pesar de su metafísica trascendental, Richard siente una profunda conexión con los mexicanos percibidos de manera más abyecta y desea tener contacto con ellos [...] En parte, estos sentimientos constituyen el “parroquianismo de clase media” contra el cual él mismo nos advierte (Hunger 6): un romance cultural interclasistas en el cual la burguesía anhela la corporeidad e inmediatez de los trabajadores. Pero en el caso de Richard es mucho más que eso, al menos por dos razones: primero, porque él comparte el fenotipo de los trabajadores y, segundo, porque su padre, aunque “blanco” e identificado con la burguesía, habla inglés precariamente,

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“¿Cuándo ha contradicho la historia que es la práctica la que norma la teoría, como la práctica subalterna norma en este caso la historiografía oficial?” (Spivak 1987: 16). 8 Gramsci nota: “Ellos [los campesinos] ven al ‘caballero’ (signore) –y para muchos, especialmente en el campo, ‘caballero’ significa intelectual– completa, rápidamente y con aparente facilidad, trabajar, al costo de las lágrimas y la sangre de sus hijos, y ellos piensan que hay un truco” (1971, 43). 9 La novela de formación de Tomás Rivera escrita en voz colectiva y plural acerca de los peones mexicanos, Y no se lo tragó la tierra –una de las obras maestras de la novela chicana moderna– sugiere la forma de esta narrativa. Pilar Belver llamó mi atención sobre un testimonio de peones migrantes: Buss 1995.

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tiene las manos callosas por el trabajo y ha sido humillado en la vida por ser subalterno (Hunger 119-20), como los mexicanos de piel morena que Richard retrata. La identidad de Richard está escindida con relación a su padre, quién por un lado, representa la persona que le permite a Richard ser diferente de los pobres y, por otro lado, representa a los pobres de los cuales Richard es diferente (Staten 1988: 111).

La subalternidad es una identidad relacional más que ontológica, es decir, se trata de una identidad (o identidades) contingente y sobredeterminada. Rodriguez no puede escapar de esa contingencia; en eso, según el argumento de Staten, consiste su perpetua frustración melancólica. En cierto sentido, la idea de “estudiar” al subalterno es oximorónica o auto-contradictoria. Aún cuando sus prácticas constituyen una forma de discurso académico elitista, Guha y los miembros del Grupo de Estudios Subalternos Sudasiático tienen un agudo sentido de los límites impuestos por el hecho inevitable de que ese discurso y las instituciones que lo contienen, tales como la universidad, la historia escrita, la “teoría” y la literatura, son en sí mismos, cómplices de la producción social de subalternidad. Los estudios subalternos deben, entonces, enfrentar e incorporar la resistencia al saber académico que Menchú expresa en las palabras finales de su testimonio: “Sigo ocultando lo que yo considero que nadie sabe, ni siquiera un antropólogo, ni un intelectual, por más que tenga muchos libros, no saben distinguir todos nuestros secretos” (377)10. ¿Cuáles son, entonces, las implicancias de los estudios subalternos para el saber académico y la pedagogía? Mi propia respuesta en este libro es ambigua. Creo que hay una tensión al interior de los estudios subalternos entre la necesidad de desarrollar nuevas formas de pedagogía y práctica académica –en historia, en crítica literaria, en antropología, en ciencia política, en filosofía, en educación– y la necesidad de desarrollar una crítica del saber académico como tal. Por un lado, los estudios subalternos se ofrecen como un instrumental conceptual para recuperar y registrar la presencia subalterna tanto históricamente, como en las sociedades contemporáneas. El fracaso de

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Doris Sommer ha argumentado que esto no es tanto una cuestión de secretos reales –los que Menchú necesita ocultar a nosotros, en el interés de protegerse a sí misma y a su comunidad–, como de una insistencia estratégica, que a pesar de su afirmación, propia de la convención genérica del testimonio, de que ella está contándonos “toda la verdad de mi pueblo” (frase que la edición en inglés traduce equivocadamente como “the reality of a whole people”) hay algo que no dice y que nosotros no podemos saber (cfr. Sommer 2002: 147-65). .

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ciertas formas de pensamiento asociadas con la idea de modernidad tiene que ver –en términos generales– con su incapacidad de representar adecuadamente al subalterno (el fracaso de la estrategia norteamericana en la guerra de Vietnam –una estrategia diseñada en la academia, en momentos de alta expansión de la educación superior– hacía evidente los traumáticos problemas causados por la incomprensión o tergiversación de las clases o grupos subalternos, por parte de las disciplinas y metodologías académicas). En Estados Unidos, nosotros estamos desconectados del subalterno en virtud a un doble elitismo, el de la academia, y el de la academia metropolitana. Pero ahora contamos con un “lente” –los estudios subalternos– que nos permite “ver” este fenómeno. Ya no necesitamos depender del “informante nativo” de la antropología clásica, el cual sólo nos contaba lo que nosotros queríamos saber en primer lugar. Ahora, nosotros podemos acceder directamente al subalterno, por decirlo así. Ésta es una idea de los estudios subalternos. En la medida en que tanto los actores como las formas culturales subalternas se hagan visibles a través de nuestro trabajo, ello producirá nuevas formas de pedagogía y representación en las humanidades y las ciencias sociales (porque como dice un crítico norteamericano, “ahora todos somos multiculturalistas”11). Pero, ser capaz de escuchar en el comentario de Menchú la resistencia a ser “conocida” por nosotros debe implicar también lo que Spivak llama “desaprender el privilegio”: trabajar contra la corriente de nuestros propios intereses y prejuicios, oponiéndonos a la academia y a los centros de “saber”, mientras al mismo tiempo, continuamos participando en ellos y desplegando su autoridad como profesores, investigadores, administradores y teóricos. Esta comprensión de las implicancias de los estudios subalternos es bastante diferente de la primera. Como hemos visto, Guha hace de la negación la categoría central de la identidad subalterna; ¿qué pasaría con la negación si ésta ingresara en el espacio académico (en lugar de ser simplemente representada desde la academia)? ¿Puede nuestro trabajo incorporar esa negación, y entonces devenir parte del poder de gestión del subalterno? Guha no se refiere a la negación “dialéctica” –superación-conservación: aufhebung–, sino a algo similar a la negación simple o “inversión” en el

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En una conferencia sobre “Cross-Genealogies and Subaltern Knowledges”, en la prestigiosa Universidad de Duke, en octubre de 1998, la decana de estudios interdisciplinarios en Duke, Cathy Davidson, señaló que veía a los estudios subalternos como un modelo de trabajo para el futuro en las humanidades y ciencias sociales en Duke. Pero, ¿cómo pueden los estudios subalternos devenir parte de una institución como Duke dedicada a producir a la elite dominante?

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sentido en que Feuerbach emplea esta idea en su conocida crítica de Hegel. Para Hegel la negación es un momento necesario en un proceso dialéctico de “devenir” (Entwicklung) a través de “momentos” que culminan en el Espíritu Absoluto (o, en términos más prosaicos, en la modernidad). Ésta es la forma en que tanto la historia como el pensamiento se mueven. La idea de Feuerbach de negación, por contraste, no es dialéctica y no es teleológica. Feuerbach toma de Hegel la idea de la religión como la forma imaginaria del Espíritu Absoluto, pero la ‘invierte’. La religión es para Feuerbach, una expresión alienada de la posibilidad de la igualdad humana, de la felicidad y de una plenitud ya presente a la conciencia. Esta posibilidad se vuelve alcanzable no al final de una secuencia histórica (en la cual la idea de lo sagrado cambia a través de un proceso de auto-alienación y devenir), sino simplemente mediante la denegación de la religión de una vez por todas. Esto es la negación como “inversión”, opuesta a la negación-superación dialéctica. De manera similar, para Guha, la “forma general” de insurgencia campesina es “un proceso de inversión, como Manu ha advertido, de lo bajo (adhara) a lo alto (uttara)” (1983: 76). Al invocar a Feuerbach soy consciente –me refiero a la discusión de Althusser sobre Feuerbach en Por Marx– de que me mantengo plenamente dentro del dominio de una concepción ideológica de la identidad. Éste es también el argumento de Spivak, cuando ella nota el esencialismo del concepto de conciencia subalterna, pero al mismo tiempo lo justifica argumentando que ese esencialismo es “estratégico”, es decir, está políticamente fundado. Lo que es de interés político no es la verdad del sujeto, en la forma en que una práctica teórica desconstructiva podría revelar, sino en cambio lo que constituye verdad para el sujeto (en el sentido del comentario de Althusser de que “la ideología no tiene un afuera”, esto es, que la misma categoría de sujeto es ideológica). La reivindicación de Guha es que la simple inversión es una de las formas en las cuales los grupos y clases subalternas experimentan la historia y la posibilidad del cambio histórico. La visión histórica de los subalternos es más particularista, maniqueísta, antihistoricista, reactiva y aun, a veces, “reaccionaria”: simular paródicamente o mofarse de los símbolos del prestigio y la autoridad cultural, quemar los archivos, invertir el mundo, recuperar la edad de oro y todo será perfecto de nuevo. (En la construcción de la categoría del subalterno tanto en Gramsci como en Guha hay un trazo de la idea de la “moral de esclavo” de Nietzsche, ahora “invertida”, sin embargo, en un signo positivo más que negativo). Los signos culturales –formas de habla y etiquetas verbales, escritura, prohibiciones de comida, vestuario, literatura e iconografía religiosa, alusiones intertextuales, rituales– sostienen relaciones de subordinación y defe-

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rencia en una sociedad semifeudal de “alta semioticidad” (Guha toma el concepto de Yuri Lotman); por lo tanto, la insurgencia campesina es, en gran parte, una rebelión contra la autoridad de la cultura misma: “sería correcto decir que la insurgencia fue una masiva y sistemática violación de esas palabras, gestos y símbolos que daban el sentido a las relaciones de poder en la sociedad colonial” (1983: 39). “[F]ue este combate por el prestigio el que estaba en el corazón de la insurgencia. La inversión fue su modalidad principal. Ésta fue una lucha política en la cual el rebelde se apropiaba y/o destruía las insignias del poder de su enemigo, esperando así abolir las marcas de su propia subalternidad. Al revelarse, inevitablemente por lo tanto, el campesino se envolvía a sí mismo en un proyecto que estaba constituido negativamente” (75). Guha muestra que las insurgencias campesinas desbordan aun las formas de “cambio prescriptivo” permitidas por las expresiones de inversión social culturalmente sancionadas, como la fiesta o el carnaval: En condiciones gobernadas por la norma de incuestionada obediencia a la autoridad, una revuelta de subalternos sorprende por su relativa entropía. De ahí entonces la intempestividad tan frecuentemente atribuida a los alzamientos campesinos y el imaginario verbal de irrupción, explosión y conflagración usado para describirlas. Lo que se intenta [...] es comunicar el sentido de un quiebre imprevisto, de una brusca discontinuidad. Porque mientras las inversiones rituales ayudan a asegurar la continuidad de la sociedad campesina, permitiendo a sus elementos altos y bajos cambiar de lugar por intervalos regulares y por períodos estrictamente limitados, la motivación de la insurgencia campesina es tomar esa sociedad por sorpresa, poner de cabeza las relaciones de poder existentes y hacerlo así para siempre (36).

Si es que, como Said argumenta, el proyecto de Guha es una continuación de la lógica “negativa” de las insurgencias campesinas que éste busca representar como historiador, entonces la cuestión que debe plantearse es ¿cómo se localiza este proyecto con relación al proyecto necesariamente político de cambiar las estructuras, prácticas y discursos que crean y mantienen las relaciones elite/subalterno en el presente? Un historiador convencional podría decir: “Guha hace esto mostrando una forma diferente de pensar sobre la historia social que produce una nueva concepción de los sujetos históricos y de su poder de gestión, de la nación y de lo nacional popular”. Pero los intereses y teleología que gobiernan el proyecto de los historiadores –su “tiempo de escritura”, su compromiso con la idea de aproximación progresiva a la verdad, la acumulación institucional de saber y la relación entre ese saber y una “buena ciudadanía”– son necesariamente diferentes de los intereses “negati-

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vos” que gobiernan la acción de las insurgencias campesinas. El proyecto de los historiadores es, básicamente, un proyecto representacional en el cual, como en la analítica filosófica de Wittgenstein, todo es dejado como era. Nada es cambiado en el pasado porque el pasado es pasado; pero nada es cambiado en el presente tampoco, en cuanto la historia como tal –es decir, como una forma de saber– no modifica las relaciones existentes de dominación y subordinación. De alguna manera, todo lo contrario: la acumulación de conocimiento histórico como capital cultural por parte de la universidad y los centros de saber, profundiza las subalternidades ya existentes. Paradójicamente entonces, tendría que producirse un momento en el cual el subalterno se disponga contra los estudios subalternos, de la misma manera en que, según Guha, el subalterno se dispone contra los símbolos de la autoridad cultural-religiosa feudal en las insurrecciones campesinas. Dipesh Chakrabarty pregunta en su ensayo “Postcoloniality and the Artifice of History: Who Speaks for the “Indian” Past?”: ¿cómo es que los intelectuales postcoloniales pueden tomar, sin problemas, el discurso de la historia cuando la historia, en sus formas colonial, nacionalista e incluso marxista, está profundamente implicada en la producción de subalternidades coloniales y postcoloniales?12 Chakrabarty plantea la posibilidad/imposibilidad de otra historia que encarnaría lo que él llama la “política de la desesperación” del subalterno: “una historia que deliberadamente hace visible, dentro de la misma estructura de sus formas narrativas y de sus propias estrategias y prácticas represivas su colusión con las narrativas de la ciudadanía, para asimilar al proyecto del Estado moderno todas las otras posibilidades de solidaridad humana” (290). Pero la “imposibilidad” de esa historia antimoderna es a la vez interior a los estudios subalternos mismos como un proyecto académico, porque “la globalidad de la academia no es independiente de la globalidad que la modernidad europea ha creado”. Chakrabarty concluye: “El sujeto antihistórico, antimoderno, por lo tanto, no puede hablar de sí mismo como ‘teoría’ dentro de los procedimientos de saber de la universidad, aun cuando estos procedimientos de saber reconozcan y ‘documenten’ su existencia” (285). Extendiendo el argumento de Chakrabarty, podríamos insistir en una pregunta anterior: si es que la educación “superior” –la academia– en sí misma produce y reproduce la relación dominante/subalterno (porque si es superior debe haber otra educación inferior), ¿cómo ésta puede ser un lugar donde el subalterno adquiera hegemonía? Esta pregunta obligaría a los his-

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Chakrabarty 1997: 263-294.

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toriadores disciplinarios a confrontar, junto con Chakrabarty, la forma en la cual el discurso de la historia está implicado en la construcción de la ideología, de la autoridad cultural, del Estado y de la modernidad “occidental”. Sin embargo, esto sería admitir que la escritura de la historia no tiene que ver con el pasado, sino con el presente. Estos comentarios sirven para introducir una consideración del libro Peasant and Nation (Campesino y nación) de Florencia Mallon, quizá el más explícito y sostenido intento de aplicar el modelo de los estudios subalternos a la historia latinoamericana13. Mallon está preocupada por las formas en las cuales el imaginario jacobino de la revolución nacional-democrática es transferido al espacio postcolonial de Perú y México en el siglo XIX. En el proceso de adaptar este imaginario a sus propios objetivos y valores culturales, Mallon quiere mostrar cómo “los subalternos [...] ayudaron a definir los contornos de lo que fue posible en la construcción de los Estados-nación”. Entiende el Estado en forma gramsciana como “una serie descentralizada de lugares de lucha a través de los cuales la hegemonía es tanto contestada como reproducida” (8). “Desde el comienzo”, argumenta Mallon, “la combinación histórica de democracia y nacionalismo con colonialismo creó una contradicción básica en el discurso nacional democrático [en América Latina]. Por un lado, la promesa universal del discurso identificó la autonomía potencial, la dignidad y la igualdad de todos los pueblos, y del pueblo, en el mundo. Por otro lado, en la práctica, grupos enteros de población fueron excluidos del acceso a la ciudadanía y a la libertad de acuerdo a un criterio eurocéntrico excluyente de clase y género”. ¿Cómo entonces recuperar los proyectos y las voces de los excluidos? El punto de partida de Mallon es una noción de “hegemonía comunal” (11), basado sobre el parentesco y la autoridad generacional (principalmente patriarcal), y formas colectivas o semicolectivas de propiedad de los grupos indígenas. Ella delinea con considerable detalle las intersecciones entre esta “hegemonía comunal”, la actividad de lo que ella llama “intelectuales locales”, los intereses y coaliciones regionales, la maquinaria constitucional y represiva del nuevo Estado-nación en formación, y las resultantes contradicciones y negociaciones de género, clase y etnicidad dentro y entre cada una de estas esferas. Estas intersecciones revelan en sus líneas de fractura o juntura “nacionalismos alternativos” (89 y ss, 220 y ss) que “ayudaron a producir el tipo de Estado-nación con el que México y Perú llegaron al período contemporáneo” (329). Diferencias

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Cfr. Mallon 1995.

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coyunturales llevan a un Estado relativamente más autoritario en Perú, y a uno relativamente más democrático-popular en México14. Para hacer este tipo de historia se requiere, nos dice Mallon, recuperar las “voces locales” contra las presiones por omitirlas o ignorarlas a favor de una narrativa histórica más sintética de la emergente unidad de la nación. Pero tal narrativa tiene un costo demasiado alto: “Simplificando la política local y las prácticas discursivas se niega la dignidad, la autogestión y la complejidad de la gente del mundo rural y se facilitan los tipos de construcción del otro dualistas y raciales, a los que esa gente está aún sujeta. Cuando pretendemos que la historia oral, los rituales y la política comunal no son espoacios de argumentación donde el poder se combate y se consolida, nosotros sumergimos las voces disidentes y ayudamos a reproducir la falsa imagen de un paraíso (o de idiotez) rural que ha sido repetidamente invocado, tanto por la derecha como por la izquierda, para explicar porqué los intelectuales y políticos urbanos saben lo que es mejor para este inocente, ignorante o ingenuo habitante rural” (329-330). Dos implicaciones metodológicas –que parecen coincidir con el proyecto de Guha (aunque Mallon lo menciona sólo de paso)– se desprenden de esto: (1) la noción de un nacionalismo alternativo “debe afectar las formas en que nosotros re-escribimos el pasado en la actualidad”, entre otras cosas, por devolverle a las comunidades rurales la autoridad de un sujeto-de-lahistoria capaz de producir su propia comunidad nacional imaginada (330); y (2) el hecho de que “la historia desde una perspectiva subalterna debe también tomar seriamente la historia intelectual de la acción campesina [lo cual] implica romper con la división artificial entre el analista como intelectual y el campesino como sujeto –es decir, comprender el análisis como un diálogo entre intelectuales–” (10). Mallon escribe en Peasant and Nation sobre la necesidad de “desenterrar los tesoros de la imaginación popular” (329). La metáfora es quizá simplemente desafortunada, en la medida en que la mayoría de las metáforas lo son; pero también podría ser evidencia de un punto ciego en su proyecto. A pesar de su reclamo acerca de que la historia subalterna requiere “negociaciones” entre intelectuales –es decir, entre historiadores profesionales como

14 En particular, “las formas más radicales del discurso local comunal en la zona central del Perú se mantuvieron más aisladas que sus similares en México y potencialmente menos disponibles para conectarse a coaliciones nacionales alternativas” (1995, 315). Regresaré a la cuestión sobre la relación entre territorialidad, nación y hegemonía en el capítulo 6.

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ella misma y los intelectuales orgánicos de las comunidades que ella estudia– Peasant and Nation no es, visiblemente, el producto de tales negociaciones. Mallon raramente abandona el rol de narradora omnisciente. Para representar la narración histórica misma como un “diálogo” se habría requerido una muy distinta forma de narrativa o narración, en la cual la escritura de la historiadora (Mallon) estuviera “interrumpida” por otras formas de narrativa oral o escrita y otras teleologías, aquellas de los “intelectuales locales”15. Lo que hace Mallon en Peasant and Nation, en cambio, es escribir, en efecto, la biografía del Estado-nación, mostrando en esa narrativa formas de gestión subalterna que otros recuentos –la propia historia oficial del Estado– pudieron haber ignorado. Pero esto es dejar el marco de la nación, y la inevitabilidad de su presente (y también la autoridad de la historia y de la misma Mallon como historiadora) intacta. En cierto sentido, Peasant and Nation resuelve la dualidad entre lo que Chakrabarty llama la “radical heterogeneidad” del subalterno y el “monismo” de la narrativa oficial del Estado-nación y la modernidad, en la medida en que demuestra que los campesinos y los habitantes rurales tuvieron realmente un rol en la formación del Estado en México y Perú en el siglo XIX, que no actuaron sólo pasiva o negativamente respecto al Estado y sus agentes. Pero, para usar una figura lacaniana, esto “sutura” un vacío a la vez conceptual y social que de alguna manera podría ser mejor dejar abierto. Peasant and Nation, entonces, omite precisamente lo que quiere hacer visible: la dinámica de la negación en la cultura subalterna. En parte el problema se debe a que Mallon mantiene una forma narrativa diacrónica; esto es, un sentido de la historia como desarrollo, maduración, “despliegue”. Por contraste, Guha está preocupado por la manera en que

15 Esto es exactamente lo que hace Shahid Amin en Event, Metaphor, Memory: Chauri Chaura, 1922-1992 (Berkeley: University of California Press, 1995), o en el ensayo largo que lo precede, “Remembering Chauri, Chaura”, reimpreso en Guha 1997: 179-239. Como Mallon, Amin quiere recuperar la “memoria local” campesina, en este caso, de una ”rebelión” en 1922, en el curso de la cual, los campesinos de un pequeño pueblo en el norte de la India quemaron una comisaría de policía, matando a 23 agentes; pero él también está preocupado por encontrar un camino para incorporar formalmente las narrativas sobre el evento de manera textual. Recientes trabajos etnográficos proporcionan ejemplos de textos polifónicos en los cuales la voz narrativa y la autoridad del etnógrafo están contrapuestos con la voz y autoridad de los sujetos subalternos que el etnógrafo quiere representar: por ejemplo, Behar 1993 o Bourgois 1995. La propia Mallon ha estado trabajando en lo que ella llama un testimonio “experimental” con una activista chilena mapuche y feminista, Isolde Reuque.

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una insurrección campesina “interrumpe” la narrativa de la formación del Estado. Por ello, él rompe con lo diacrónico en su propia representación de estas insurgencias, tratando, en cambio, de captar sus “aspectos elementales” –es decir, sus modalidades estructurales o sincrónicos. La intransigencia y resistencia campesina pueden y contribuyen a los complejos ajustes, negociaciones y mediaciones que moldean históricamente al Estado, porque el Estado debe modificar sus estrategias y formas de relacionarse con el subalterno16. Pero, al hacer el corte sincrónico –la temporalidad en Elementary Aspects es similar a lo que Walter Benjamin llamó Jetzzeit (el tiempoahora)– Guha es capaz de preservar, en la representación de esas insurgencias, las posibilidades contenidas en ellas mismas de otro Estado y de otra manera de relacionarnos con el tiempo o el ser, que no está sujeta a una representación futurista o a una narrativa teleológica del “desarrollo”. Mallon critica el enfoque del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos por estar demasiado centrado en la idea de desconstrucción textual. Pero ella quizá se podría haber beneficiado de haber releído y reelaborado su propio texto desconstructivamente. El problema de su deseo de acceder a las “voces locales” no es tanto, como Spivak diría, el fonocentrismo –la identificación de la verdad con la presencia o voz del subalterno, como en la narrativa testimonial. El problema está, en cambio, en el simple hecho de que la voz (y la escritura) del subalterno sencillamente no está presente como tal en su narrativa. Está sólo la voz de Mallon y su escritura (las historias alternativas de fundación por los intelectuales locales que ella refiere en su texto, están parafraseadas o re-narradas). Chakrabarty advierte que la historiografía de los estudios subalternos difiere de la “historia desde abajo” en tres principales áreas: “(a) una relativa separación entre la historia del poder y cualquier historia universalista del capital, (b) una crítica de la forma nación, y (c) una interrogación de la relación entre saber y poder (y por ello del archivo mismo y la historia como una forma de saber)”17. Se podría concluir que Mallon incorpora las dos primeras de estas áreas, pero no la tercera. El subalterno está siempre, en algún

16 “Los niveles formativos del desarrollo del Estado fueron interrumpidos una y otra vez por estas sísmicas agitaciones hasta que éste aprendió a ajustarse a su lugar desconocido por medio de la prueba y el error y se consolidó a sí mismo mediante la creciente sofisticación de los controles legislativo, administrativo y cultural” (Guha 1983: 2). 17 Dipesh Chakrabarty, “A Small History of Subaltern Studies”, trabajo presentado en la conferencia “Cross-Genealogies and Subaltern Knowledges”, en la Universidad de Duke, 15 y 18 de octubre de 1998. Posteriormente apareció bajo el título “Subaltern Studies and Postcolonial Historiography”, en Nepantla: Views from South 1.1 (2000), 9-32.

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sentido, ahí afuera para ella, en “el fango del trabajo de campo” y “en el polvo de los archivos”. A pesar de su apelación a un diálogo entre intelectuales de diferente tipo y locación social, ella aún ve la historia a la luz de un modelo positivista de escolaridad y objetividad, que la deja en el centro del acto de conocer y representar. En vez de estudiar cómo los campesinos peruanos o mexicanos estaban o no estaban envueltos en la formación del Estado, Mallon podría haber interrogado como historiadora por la relación entre el archivo, la “ciudad letrada”, la historia escrita y la formación del Estado en México y Perú en el siglo XIX. Si Foucault y Gramsci –las dos figuras que ella erige contra Derrida y la deconstrucción– nos enseñan alguna cosa, es que lo que nosotros hacemos está implicado de una u otra forma en las relaciones sociales de dominación y subordinación. ¿Cómo podría ser distinto? ¿Cómo podrían instituciones tan poderosas como la universidad y la disciplina de la historia no estar implicadas en el poder? ¿A qué intereses, finalmente, responde la inmensa labor de investigación y narrativización que Peasant and Nation implicó en su realización? Mallon estaría de acuerdo con Chakrabarty en que los estudios subalternos son un proyecto dentro de la universidad. En otras palabras, no se trata de un proyecto narodniki (los narodniky fueron los populistas rusos quienes en la década de 1880 dijeron, como los zapatistas hoy: “Nosotros tenemos que ir al pueblo, al narod”, y entonces abandonaron todas su preconcepciones –universidad, profesiones, vida familiar de clase media– y fueron a las comunidades campesinas y trataron de organizar allí). No estoy tratando de decir: “Deja lo que estas haciendo y anda a trabajar con los grupos comunitarios en la India o con el movimiento indígena en Guatemala o las víctimas del SIDA”. Pero, ¿no tenemos que admitir, en algún momento, que hay un límite a lo que nosotros podemos o debemos hacer en relación con el subalterno, un límite que no es sólo epistemológico sino también ético? Un límite constituido por el lugar de historiadores como Mallon o de críticos literarios como yo en una posición que no es la del subalterno. El subalterno es algo que está al otro lado de esta posición. Asumir como conmensurables el proyecto de representar al subalterno desde la academia y el proyecto de auto-representación del subalterno mismo es, simplemente, eso: una asunción. En verdad, sería más correcto decir que estos son proyectos diferentes, incluso antagónicos. Creo que la universidad debe “servir al pueblo”; para ese fin, ésta debe ser más accesible, democratizada, ofrecer más posibilidades de asistencia. Pero estas medidas en sí mismas no resuelven la brecha entre nuestra posición en la academia y el mundo del subalterno. Incluso no resuelven la brecha entre las privilegiadas, poderosas y, frecuentemente, privadas universidades que,

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en general, han devenido en hogar de los estudios subalternos en los Estados Unidos y las desprestigiadas y pobremente financiadas universidades públicas de ese país, o entre la universidad “metropolitana” como tal –sitio de los area-studies– y las universidades latinoamericanas. Por eso prefiero enfatizar aquí el aspecto “negativo” o crítico del proyecto de los estudios subalternos: su interés en registrar dónde fracasa el poder de la universidad y de las disciplinas en representar al subalterno. A veces pienso los estudios subalternos como una versión secular de la “opción preferencial por los pobres” de la teología de la liberación. De hecho, comparten con la teología de la liberación la metodología esencial de lo que el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez llama “escuchar al pobre”18. Como la teología de la liberación, los estudios subalternos implican no sólo una nueva forma de concebir o hablar sobre los subalternos, sino también la posibilidad de construir relaciones de solidaridad entre nosotros y los seres sociales que usamos como nuestro objeto de estudio. En un famoso pasaje, el filósofo norteamericano Richard Rorty distingue lo que él llama “el deseo de solidaridad/objetividad”: Hay dos formas principales en que los seres humanos reflexivos tratan, al poner sus vidas en un contexto más amplio, de dar sentido a esas vidas. La primera es contando historias acerca de su contribución a la comunidad. Esta comunidad puede ser la comunidad histórica real en la que ellos viven, o una totalmente imaginaria, constituida quizá de una docena de héroes y heroínas seleccionados de la historia o la ficción, o ambas. La segunda es describiéndose como estando en una relación inmediata con una realidad no humana. Esta relación es inmediata en el sentido en que no deriva de una relación entre tal realidad y su tribu, o su nación, o su banda imaginada de camaradas. Yo diría que las historias del primer tipo ejemplifican el deseo de solidaridad, y las historias del segundo tipo ejemplifican el deseo de objetividad (1985: 3).

Lo mejor de los estudios subalternos, creo, es que están impregnados por lo que Rorty llama “el deseo de solidaridad”; el proyecto de Mallon en Peasant and Nation, en cambio, parece estar impregnado por “el deseo de objetividad”. Sin embargo, el deseo por solidaridad debe comenzar con lo que Gutiérrez llama una “amistad concreta con el pobre”: no puede ser simplemente un asunto de tener una “conversación con” (según el concepto del mismo

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La frase viene de una serie de conferencias de Gutiérrez sobre “El nuevo evangelismo” en el Seminario Teológico de Pittsburgh, mayo de 1993.

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Rorty), o romantizar o idealizar al subalterno. En este sentido, Mallon podría tener razón sobre los límites de la “textualidad” y las virtudes del trabajo de campo. Más aún, haciendo la transición desde la “objetividad” a la “solidaridad”, no podemos simplemente despachar la cuestión de la representación con el pretexto de que ahora estamos permitiendo al subalterno “hablar por sí mismo”. Y hay una forma en la cual la política –¿necesariamente?– liberal que el enfoque de Rorty da a la idea de solidaridad puede también ser, como la consigna de los sesenta decía, parte del problema más que parte de la solución, porque éste asume que la “conversación” es posible a pesar de las diferencias de poder y riqueza que dividen y, diferencian radicalmente, a los participantes19. La solidaridad basada sobre la asunción de la igualdad y reciprocidad no significa que las contradicciones sean superadas en el nombre de una noción heurística de fusión o identificación con el subalterno: la observación de Foucault sobre la vergüenza de “hablar por otros” es pertinente aquí. Como el “breve cuento” de Lacan al comienzo de este capítulo, el acto de “contestar” del subalterno necesariamente perturba –a veces con displacer– nuestro propio discurso de benevolencia ética y privilegio epistemológico, especialmente en aquellos momentos en que ese discurso reivindica “hablar por los otros”. Gutiérrez concluye que las consecuencias de una opción preferencial por los pobres para el intelectual están simbolizadas por la estructura de una curva asintótica: podemos aproximarnos en nuestro trabajo, y práctica política, cada vez más al mundo de los subalternos, pero no podemos nunca, realmente, fusionarnos con ese mundo, aun cuando, como los narodniki, nosotros nos dispusiéramos a “ir al pueblo”. Se nos pregunta cómo nosotros que estamos, en general, en las mayores universidades en los Estados Unidos y pertenecemos socialmente a la clase media o clase media alta profesional, podemos reivindicar la representación del subalterno. Pero nosotros no reivindicamos representar (“trazar un mapa cognitivo”, “dejar hablar”, “hablar por”, “excavar”) al subalterno. Los estudios subalternos tratan, en cambio, de cómo el saber que nosotros producimos e impartimos como académicos está estructurado por la ausencia, difi-

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“[C]uando Rorty argumenta a favor de la conveniencia de la ‘conversación’ en lugar de la epistemología racional, no toma seriamente la situación asimétrica del otro, la imposibilidad empírica concreta de que el ‘excluido’, ‘dominado’, u ‘obligado’, pueda intervenir efectivamente en tal discusión. Él toma como punto de partida un ‘nosotros americanos liberales’, no un ‘nosotros aztecas en relación con Cortés’, o ‘nosotros latinoamericanos en relación con los norteamericanos en 1992’. En tales casos, ninguna conversación es posible” (Dussel 1995: 75).

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cultad o imposibilidad de representación del subalterno. Esto es reconocer, sin embargo, la inadecuación fundamental de ese saber y de las instituciones que lo contienen y, por lo tanto, la necesidad de un cambio radical en dirección a un orden social más democrático e igualitario.

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Shanta Nag, que viene de una generación de mujeres de clase media cuyas madres habían recibido ya una educación formal, cuenta la historia de cómo aprendió a leer el alfabeto. Fue alrededor del cambio de siglo. Su madre se sentaba al frente del escritorio junto a su hermana mayor, y ella, del otro lado, miraba silenciosamente los procedimientos. En unos pocos meses, sin que nadie lo sospechara, había aprendido a leer los dos primeros libros de texto en bengalí. La única dificultad fue que, para poder leer, tenía que poner el texto al revés. Partha Chatterjee, The Nation and Its Fragments

En su prólogo a la primera antología en inglés del Grupo de Estudios Subalternos, Edward Said sitúa a Ranajit Guha y sus colegas como “parte de un vasto esfuerzo, cultural y crítico, de carácter postcolonial, el cual incluiría a novelistas como Salman Rushdie, García Márquez, George Lamming, Sergio Ramírez y Ngugi Wa Thiongo, poetas como Faiz Ahmad Faiz, Mahmud Darwish, Aimé Cesaire, teóricos y filósofos políticos como Fanon, Cabral, Syed Hussein Alatas, C. L. R. James, Ali Shariati, Eqbal Ahmad, Abdullah Laroui, Omar Cabezas…”. Para Said, la obra del Grupo, a semejanza de los intelectuales mencionados, sería un “híbrido tanto de corrientes europeas y occidentales como de tendencias nativas de Asia, el Caribe, América Latina o África”, un híbrido que anuncia la forma de un nuevo humanismo postcolonial1.

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Cfr. Said: 1988, ix-x. David Lloyd hace un argumento similar sobre la forma de intervención del intelectual en el mundo colonial: “[El] nacionalismo es generado como un discurso oposicional por intelectuales que aparecen, por virtud de su formación en instituciones imperiales, como en un primer lugar sujetados antes que sujetos de asimilación. Su asimilación es, sin ir más lejos, inevitablemente un escabroso proceso: por la misma lógica de asimilación, o los asimilados deben abandonar totalmente su cultura de

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Pero donde Said, como Roberto Fernández Retamar en su ensayo “Calibán”, visualiza a un nuevo tipo de intelectual literario como el protagonista de la descolonización, la intención característica, deliberadamente paradójica, de los estudios subalternos es desplazar no sólo la centralidad de los intelectuales sino lo que estos reconocen como cultura, junto con la autoridad del archivo escrito en la historia social y política. Esto significa mostrarse escéptico de concebir a los intelectuales como subalternos, aún cuando se trate de intelectuales anticoloniales, como los que figuran en la lista de Said. En gran parte de la crítica postcolonial pareciera que un sujeto –alguien como Salman Rushdie o Toni Morrison, por ejemplo– que no es exactamente un subalterno, que se distingue de un subalterno precisamente por tener el estatus y el prestigio de un autor, es situado como representante del subalterno2. Existe una especie de narcisismo cultural en torno a la autoridad de la cultura letrada involucrado en esta sustitución, un narcisismo que involucra nuestro propio lugar dentro de esa autoridad, un narcisismo contra el cual la negatividad subalterna se encuentra frecuentemente dirigida. Esto sonará demasiado maniqueo para algunos. El propio Said destaca que el proyecto subalternista corre el riesgo de convertirse en un proyecto separatista, a la manera (según él) del feminismo radical3. La advertencia resulta

origen, suponiendo que esta ha existido en forma pura, o persisten en una perpetuamente dividida conciencia, percibiendo los elementos culturales originales como un residuo resistente al sujeto formado como un ciudadano del imperio” (1992: 112). Véase también Paul Gilroy 1993, quien toma de W. E. B. DuBois la idea de la “doble conciencia” de los intelectuales afro-atlánticos. 2 Como Tim Brennan ha destacado, una figura como Rushdie no es representativa siquiera de las comunidades inmigrantes en Inglaterra: “A pesar del pensamiento fresco sobre la forma ‘nación’ [de Rushdie], sobre un nuevo desarraigo que es también mundanidad, sobre el doble filo de una responsabilidad post–colonial, The Satanic Verses muestra cuán extrañamente distanciado e insensible puede ser la lógica de la ‘universalidad’ cosmopolita. Puede ser, como él dice, que ‘el fanatismo no sea sólo una función del poder’, pero no parece adecuado argumentar en el complejo particular de inmigración/ aculturación en la Inglaterra contemporánea, que el problema central sea el del ‘mal humano’. Los medios de distribución de ese mal son obviamente muy desiguales, y la violencia que viene desde la defensa de la identidad o del sustento como opuestos a la defensa de los privilegios no es la misma” (Brennan 1989: 165). 3 “Pues si la historia subalterna es pensada sólo como una empresa separatista –en el sentido de la temprana escritura feminista que está basada en la concepción de que la mujer tenía un lugar y una voz propia, totalmente separada del dominio masculino– entonces la historia subalterna corre el riesgo de ser sólo el reflejo invertido de la escritura cuya tiranía disputa” (Said 1988: viii).

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sintomática de su incomodidad en torno a la relación de la cultura moderna –que él defiende– con lo que Dipesh Chakrabarty llama “la política de la desesperación” de los subalternos postcoloniales. El espectro que acosa a Said, en tanto intelectual palestino, es, desde luego, el del fundamentalismo islámico –ese mismo fundamentalismo que pronunció la fatwa contra Rushdie y que anima a los terroristas suicidas de Hamas o Al Qaeda. Pero si fuese tan sólo por el hecho de que la cultura y la política subalterna tienden, en sus propias dinámicas, a ser maniqueas, tal vez valdría la pena asumir este riesgo. No pretendo ignorar el rol del liderazgo político-cultural o la cuestión de estratos “intermedios”, los cuales pueden ser tanto subalternos como hegemónicos, dependiendo de las circunstancias (volveré sobre estos tópicos en los capítulos 2 y 3). Pero deseo marcar, provisionalmente, la diferencia entre los intelectuales letrados no-europeos, anti-coloniales o postcoloniales como los que Said nombra -los cuales tienen sus propias y complejas agendas– y los intelectuales orgánicos de los sectores subalternos, quienes se apropian y se distancian de la identidad y las funciones del intelectual tradicional. Historiadores como Florencia Mallon se inclinan a preservar y a nutrirse del archivo mientras que, por otra parte, campesinos rebeldes como los que Guha estudia en Elementary Aspects o los zapatistas en el Chiapas de hoy, frecuentemente quieren destruir tales archivos, quemando, por ejemplo, los registros municipales (como los zapatistas hicieron, de hecho). Estos campesinos insurgentes comprenden que el archivo y la escritura son también el registro de su condición de despojo y explotación4. He señalado en mi introducción que las circunstancias que me condujeron, junto con otros, a una reevaluación de nuestro trabajo en la dirección de los estudios subalternos se debieron, en parte, a nuestra percepción, cada vez mayor, de lo inadecuado de los paradigmas de la práctica político-literaria de izquierdas en la cual muchos de nosotros fuimos formados. En el campo de la crítica literaria latinoamericana, el más influyente de tales paradigmas fue, sin duda, la noción de “transculturación narrativa” propuesta por Ángel Rama, la cual continúa sirviendo como una forma latinoamericana del tipo de modernidad literaria postcolonial que Said defiende5.

4

“Difícilmente hubo un levantamiento campesino de cualquier proporción significante en la India colonial que no causara la destrucción de grandes cantidades de material escrito e impreso incluyendo documentos de renta, de posesión y de archivos públicos de todos los tipos [...]. La escritura fue [para el campesino] un signo de su enemigo” (Guha 1983: 52),. 5 Cfr. Rama 1982.

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La idea de transculturación –y el propio neologismo– fue introducida por el etnógrafo cubano Fernando Ortiz en su clásico de 1940 Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (aunque la noción tiene uno de sus antecedentes en el concepto, más temprano, de “mestizaje cultural” o “criollización” propuesto por Pedro Henríquez Ureña, fundador de la moderna crítica literaria latinoamericana). Ortiz intentaba que el término sirviera como una alternativa al concepto de “aculturación”, funcionando como modelo para la evolución de la cultura cubana en su transición del pasado colonial a la nación. Mientras que en los procesos de aculturación una cultura subordinada debe ajustarse a la cultura dominante, en la transculturación los elementos de ambas culturas se encuentran en una relación dinámica de contradicción y combinación. Para Ortiz, el concepto de transculturación designaba un proceso social en el que elementos europeos, españoles y africanos, previamente antagónicos –comidas, vestidos, prácticas religiosas, costumbres, música, etc.– eran fusionados en la cotidianidad cultural de la vida diaria cubana. En la reelaboración hecha por Ángel Rama del concepto –reelaboración basada en la coincidencia entre la práctica literaria de los escritores del boom y las nuevas energías políticas liberadas por el impacto de la Revolución cubana– llegó a convertirse en algo análogo a un ideologema definitorio del trabajo intelectual y cultural en América Latina. Como tal, la transculturación postulaba el rol providencial de una vanguardia “letrada” de científicos sociales, pedagogos, artistas, escritores, críticos y un nuevo tipo de líder político destinados a representar a las clases y grupos sociales subalternos a través del desarrollo de nuevas formas político-culturales en las que la presencia formadora de éstos en la historia y la sociedad latinoamericana podría hacerse manifiesta. La obra del gran novelista peruano José María Arguedas, situada en la frontera entre las formas culturales indígenas y las europeas, entre el quechua y el español, resultaba ejemplar de lo que significaba la transculturación narrativa para Rama. En su prólogo a la primera edición del libro de Ortiz –publicado en un momento en que el fascismo dominaba la mayor parte de Europa– Bronislaw Malinowski reconoció la ventaja del concepto de transculturación, en tanto noción etnográfica, sobre la de aculturación, asociando esta última a los efectos negativos del colonialismo europeo en África y el Pacífico. Fernando Coronil se hace eco de esta valoración en su propia introducción a la reciente reedición de la traducción al inglés de Contrapunteo, argumentando en particular que el atractivo de la transculturación es que nos obliga a reconocer que “aquello que Walter Benjamin llamó ‘tesoros culturales’ […] dejan de deber su existencia exclusivamente a la acción de las elites y se hacen, también, en

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tanto productos de una historia común, el logro de colectividades populares”6. Coronil quiere establecer de este modo la validez normativa del concepto de transculturación para el campo de los Estudios Latinoamericanos. Tal postulado, sin embargo, presupone que el resultado de la transculturación es una superación de las diferencias preexistentes de poder y estatus; por contraste, la aculturación implica –al menos en la manera en que tanto Malinowski como Ortiz la comprendieron– un alejamiento desde una posición subalterna o marginal hacia una dominante o hegemónica. Ortiz vio la transculturación como algo que ocurría en las mercancías, cosas y prácticas más cotidianas y ordinarias. La transculturación era un proceso que requería lo cotidiano. Rama, por contraste, privilegia una noción literaria de la adecuación representacional, real o potencial, de los intelectuales y de la alta cultura en relación con el subalterno. Al igual que Ortiz, Coronil es antropólogo pero, a veces, pareciera como si, para él, el libro de Ortiz fuese más expresivo de la transculturación que las prácticas populares cotidianas que ese libro describe. En particular, Coronil cita favorablemente la aseveración de Ángel Rama de que “las obras literarias no están fuera de las culturas sino que las coronan y en la medida en que estas culturas son invenciones seculares y multitudinarias hacen del escritor un productor que trabaja con las obras de innumerables hombres. Un compilador, hubiera dicho Roa Bastos. El genial tejedor, en el vasto taller histórico de la sociedad americana”7. En otras palabras, para Rama y Coronil, la transculturación es algo que ocurre entre la alta cultura (y la literatura en particular) y la cultura subalterna, en lugar de ser un producto o un recurso interno a la propia cultura subalterna. Creo que se trata de un desplazamiento significativo desde el concepto original de Ortiz (el cual, en sí mismo, no deja de ser problemático8). Para Rama, la literatura tiene el poder de incorporar la oralidad de las culturas regionales o subalternas pero sólo al coste de relativizar la autoridad de la cultura oral en sí misma. Aunque la cultura oral y la cultura letrada mantienen, nominalmente, un estatus de igualdad en la transculturación –en tanto la literatura es modificada en su contacto con la oralidad y los lenguajes no hispánicos– la literatura realmente permanece como dominante en tanto que es el polo hacia el cual la transculturación tiende9. (En el pasaje 6

Coronil1995: vii/x. Rama 1982: 42. 8 Véase la discusión de Ortiz en Duno Gottberg 2003. 9 El autor ha quedado reintegrando con la comunidad lingüística y las formas de habla “dentro de ella, con libre uso de sus recursos idiomáticos. Si es que esa comunidad 7

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que Coronil cita, la literatura “corona” a la cultura: la imagen de Rama del escritor como un “tejedor” parece, en su aparente igualación entre trabajo manual e intelectual, más igualitaria, pero el escritor tiene que ser “un brillante tejedor”, y en tanto opuesto, suponemos de la cita, al que es tan sólo tejedor mediocre o subalterno, el cual podría parecerse más a lo que Walter Benjamin caracterizó como el cuentista.) Tanto para Rama como para Ortiz la transculturación funciona como una teleología, no sin marcas de violencia y pérdida, pero necesaria, en última instancia, para la formación del moderno Estado-nación y de una identidad nacional (o continental) que sería distinta a la suma de sus partes, puesto que las identidades originarias terminan subsumidas en el propio proceso de transculturación. El historicismo esencial de esta concepción (la cual tiene una base hegeliana no reconocida) puede ser captado, vívidamente, en las propias palabras de Ortiz: “la verdadera historia de Cuba es la historia de sus transculturaciones entremezcladas”, asevera. “[E]ntre todos los pueblos la evolución histórica siempre ha significado un cambio vital, de una cultura u otra, en ritmos que varían de lo gradual a lo repentino”. Pero en la historia cubana, argumenta Ortiz, este proceso ha sido comprimido dramáticamente: “[…] las culturas que han influido en la formación de su gente han sido tantas y tan diversas en su posición espacial y en su composición estructural que esta vasta mezcla de razas y culturas sobrepasa en importancia cualquier otro fenómeno histórico […] la extensión entera de la cultura recorrida por Europa en un período de más de cuatro milenios ha tomado, en Cuba, menos de cuatro siglos”. La conquista española en particular significó que “en un solo día varias edades fueron mezcladas en Cuba”10. Existe una agenda oculta de ansiedad racial y de clase en la idea de transculturación manejada por Ortiz la cual, creo, Coronil no trae suficientemente a la luz en su presentación del Contrapunteo. Dicha ansiedad se relaciona con la posibilidad de que la violencia racial y de clase pudiera, desde abajo, es, como frecuentemente ocurre, de tipo rural, o está en los bordes de un grupo de habla indígena, entonces es comenzando desde este sistema lingüístico que el escritor trabaja, no intentando imitar un habla regional desde afuera sino, en cambio, elaborándola desde dentro, con un objetivo artístico” (Rama 1982: 42). 10 Ortiz 1995: 98-100. Debo esta observación a Hugo Achugar, quien agrega: “La insistencia en la especificidad cubana y en segundo término latinoamericana de la transculturación no impide observar, como el mismo Ortiz lo sostiene, que la diferencia con otros procesos similares –también vividos por Europa– radica sólo en la concentración temporal del proceso; lo que en un lugar tomó cuatro milenios en el otro, sólo cuatro siglos” (Achugar 1996). Para provechosas discusiones sobre la idea de transculturación en Ortiz, cfr. Pérez Firmat 1989, Moreiras 1990: 105-19 y Duno Gottberg 2003.

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destruir la estructura de privilegios habitada por intelectuales liberales de clase alta como el propio Ortiz, en un país como Cuba donde una mayoría de la población es negra o mulata y, al menos antes de la revolución, abrumadoramente pobre (campesina, proletaria o sub-proletaria). Del mismo modo en que la obra de Said se encuentra acechada por el espectro del fundamentalismo islámico, Contrapunteo cubano se encuentra acechado por el episodio más traumático de las primeras décadas del siglo XX cubano: la llamada “guerrita” de 1912, en la cual grupos de soldados negros, desmovilizados después de que hubieran luchado por la Independencia en la guerra contra España y desilusionados por su marginación política en la nueva república, decidieron levantarse contra el gobierno y fueron implacablemente aplastados11. La reelaboración por parte de Rama de la idea de transculturación, en la coyuntura muy diferente de la década de los sesenta y del boom literario en América Latina, delata una ansiedad similar a la de Ortiz. Para Rama la transculturación es, sobre todo, un instrumento para alcanzar la modernidad cultural y económica de América Latina frente a los obstáculos que han creado, para dicha modernidad, las formas primero coloniales y luego neocoloniales de dependencia. La transculturación alcanza esto al modificar, sin liquidar completamente, la fuerza de las etnicidades, lenguajes, historias y culturas subalternas que han persistido en el curso de la historia del continente. Rama argumenta que el conflicto cultural en las Américas no es nuevo sino que resulta ser: una sucesión iniciada con el conflicto por excelencia que fue el de la superposición de la cultura hispánica a las americanas indígenas y cuya versión acriollada y regionalizada se dio con la dominación de la oligarquía liberal urbana sobre las comunidades rurales bajo la República; es un conflicto resuelto de distinta manera, donde no se produce una dominación arrasadora y donde las regiones se expresan y afirman, a pesar del avance unificador. Se puede concluir que hay, en esta novedad, un fortalecimiento de las que podríamos llamar culturas interiores del continente, no en la medida en que se atrincheran rígidamente en sus tradiciones, sino en la medida en que se transculturan sin renunciar al alma (1982: 71).

De lo anterior se sigue que para Rama la única solución viable para los pueblos indígenas –en tanto “culturas interiores del continente”– es el mestizaje racial y cultural, un mestizaje que la transculturación refleja y modela. Las alternativas a la transculturación son o la renuncia cultural o el genocidio.

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Debo esta observación a Luis Duno Gottberg.

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En una entrevista realizada poco antes de su muerte en 1983, Rama fue interrogado en torno a si pensaba que en la última novela de Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, publicada luego del suicidio de su autor, habría alguna esperanza de supervivencia para la cultura indígena. Rama respondió: Sin duda, pero no de la cultura indígena sino de la cultura mestiza, porque la cultura india ya no tenía sentido. Lo que él [Arguedas] comprendió es que la salida era esa barrosa salida del mestizaje. Ese zigzagueante, y muchas veces sucio camino, como la vida misma, pero que era mucho más rico en posibilidades12.

¿“Más rico en posibilidades” para quién? Neil Larsen observa que, en el concepto de transculturación de Rama, “[…] la cultura, en sí misma, se convierte en el contenido, naturalizante y deshistorizante de lo que, de otro modo, es la emergencia de una contra-racionalidad opuesta, de manera directa, a la de la ausente mediación estatal”13. Situar lo regional, lo arcaico y lo subalterno como un problema de integración al Estado nacional –es decir, en relación al proyecto “incompleto” de la modernidad latinoamericana (por aludir al conocido concepto de Habermas)– no permite a Rama pensar tales elementos subalternos como entidades sincrónicas, con sus propias lógicas históricas y con sus específicos sentidos de derechos y reclamos (los cuales pueden incluir la reivindicación de un tipo diferente de Estado nacional). Desde la perspectiva de la transculturación, Rama no puede conceptualizar, ideológica o teóricamente, movimientos indígenas a favor de su identidad, derechos y/o autonomía territorial que desarrollen sus propios intelectuales orgánicos y formas culturales, sean estas literarias o no. Dichas formas no sólo no dependen necesariamente de una narrativa de transculturación sino que, en muchos casos, se encuentran obligadas a resistir o contradecir dicha narrativa. De una manera análoga, Rama fue incapaz de teorizar la emergencia de los movimientos de mujeres en América Latina. La

12

Ángel Rama, en Díaz 1991. Es interesante comparar los comentarios de Rama con las observaciones sobre el mismo asunto de Mario Vargas Llosa, quien en otros aspectos está situado al otro extremo del espectro político: “El precio que ellos [los campesinos indígenas] deben pagar por la integración es alto –renuncia de su cultura, de su lenguaje, de sus creencias, de sus tradiciones y costumbres, y la adopción de la cultura de sus antiguos dominadores [...]. Si es que estuviera forzado a elegir entre la preservación de las culturas indígenas y su completa asimilación, con gran tristeza yo elegiría la modernización de la población indígena, porque hay prioridades [...]. [La] modernización es posible sólo con el sacrificio de las culturas indígenas” (Vargas Llosa 1990: 5253. La traducción es mía). 13 Larsen 1992: 64.

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idea de transculturación expresa, tanto en Ortiz como en Rama, una fantasía de reconciliación de clases, razas y géneros. Este impasse fundamental dentro de lo que fue uno de los más importantes paradigmas de la teoría cultural latinoamericana, es decir, la transculturación, recuerda la observación hecha por Guha de que la historiografía colonial de la India, “al hacer de la seguridad del Estado el problema central de la insurgencia campesina”, necesariamente negó al rebelde campesino “su reconocimiento como un sujeto de la historia por derecho propio, aun en un proyecto que le pertenecía” (1983: 3). Guha, hasta cierto punto, comparte con Rama el reconocimiento de la crisis del Estado postcolonial. Pero donde Rama se muestra preocupado por la integración al Estado, a través de la transculturación, de los grupos subalternos que han sido previamente marginados o reprimidos, Guha se preocupa con encontrar esos momentos en que aparece, para recordar la frase ya citada de Neil Larsen, una “contraracionalidad” opuesta a la del Estado existente. Para Rama la transculturación fue, en última instancia, una especie de ideologema de la modernidad latinoamericana. La transculturación apuntaba hacia la necesidad de forjar una nueva literatura y cultura, a escala nacional y continental, más compleja e incluyente, la cual, de acuerdo con Rama, rompería con la herencia colonial de la misma manera en que los economistas de la teoría de la dependencia argumentaban a favor de que las economías latinoamericanas se “desvinculasen” del mercado mundial para comenzar un proceso de desarrollo autónomo14. Mientras la fuerza conceptual de la teoría de la dependencia se encuentra, desde hace tiempo, agotada en América Latina y el Tercer Mundo, algunos de sus presupuestos persisten todavía entre nosotros: por ejemplo, la idea, compartida profundamente por Rama, de que tanto la izquierda políticamente organizada como la intelectualidad cultural identificada con dicha izquierda, tenían la responsabilidad de llevar adelante el proyecto de elaboración de una cultura nacional, proyecto dejado incompleto por la burguesía latinoamericana dado el carácter pusilánime o –por recordar la frase precisa de André Gunder Frank– “lumpen” de dicha burguesía. Permítanme ofrecer el siguiente ejemplo de esta idea. Mi amigo Nelson Osorio es un crítico literario que fue militante del Partido Comunista Chileno durante los años de Allende. Después del golpe de 1973, Osorio fue arrestado, torturado y enviado al exilio por la dictadura de Pinochet. Eventualmente, se radicó en Venezuela, donde trabajó, durante casi una década,

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Sobre la relación entre la narrativa del boom, la idea de transculturación y la teoría de la dependencia, véase Halperin Donghi 1980.

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en la composición de una enciclopedia de la literatura latinoamericana, el Diccionario Enciclopédico de Literatura Latinoamericana. Dicho proyecto supuso coordinar la participación de cientos de académicos de todo el mundo, con el propósito de producir una totalización crítica del canon de la literatura latinoamericana que también tomara en consideración desarrollos nuevos, no canónicos, tales como el testimonio, la literatura oral y escrita de las lenguas indígenas, las literaturas en lenguajes caribeños y la literatura de los grupos latinos producida en los Estados Unidos. Yo contribuí con numerosas entradas al Diccionario. Al mostrarme de acuerdo en hacerlo reconocía el carácter progresista de este proyecto políticointelectual. Al mismo tiempo, sin embargo, mi propia obra se encontraba orientada hacia la conclusión de que la literatura había sido, en América Latina, una práctica constitutiva de la identidad de las elites. Por lo tanto, yo había leído La ciudad letrada de Rama como una suerte de autocrítica enmarcada dentro de la incipiente crisis del proyecto de la izquierda latinoamericana en la década de los ochenta (el propio Rama había sido expulsado de los Estados Unidos en 1982 por la administración de Reagan, bajo presión de la derecha cubano-americana y, se dice, de Reinaldo Arenas en particular). Según expliqué en la introducción, mi propia experiencia con el rol de la literatura en las revoluciones centroamericanas me clarificó que la cadena metonímica (escritura-literatura-letrados-elites criollas-ciudad-nación) que Rama establece en La ciudad letrada no fue necesariamente rota con los intentos de democratizar la literatura a través de las campañas de alfabetización impulsadas por las revoluciones en Cuba y Nicaragua; fue, precisamente, uno de los límites de dichas revoluciones el no romper con las previas jerarquías culturales y fue este también uno de los puntos de partida del proyecto del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos. Lo que ha socavado la hegemonía de la “ciudad letrada” y la efectividad de la “transculturación narrativa” de Rama en tanto formas de modernización cultural ha sido la mutación de la esfera pública latinoamericana causada por el tremendo crecimiento, en los últimos treinta o cuarenta años, de los medios audiovisuales masivos. El gran crítico brasileño Antonio Cándido observó, desesperadamente, en su seminal ensayo de 1972 sobre literatura y subdesarrollo, que el auge de los medios masivos implicaba una renovada postergación de la posibilidad de la cultura literaria como un modelo o práctica formativa para una ciudadanía educada15. Cándido estaba preocu-

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Cfr. Cándido 1973. Estoy agradecido a Vicente Lecuna por llamar mi atención sobre el ensayo de Cándido.

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pado con la cuestión de porqué no había emergido en los países del mundo en desarrollo como Brasil un público mayor para la literatura escrita. Su respuesta fue que, mientras los procesos de industrialización capitalista en Europa occidental, los Estados Unidos, Japón o, inclusive, los países periféricos como Rusia o España, coincidieron con la expansión de la cultura impresa y la educación pública, en países como Brasil, donde la industrialización es un fenómeno relativamente reciente, ésta coincide con la explosión de los medios y la cultura comercial masiva. Poblaciones anteriormente inmersas en el mundo primordialmente oral e iconográfico de la cultura popular rural pueden pasar directamente, en el proceso de ser proletarizados y/o urbanizados, de esa cultura rural a la cultura de los medios –esta última caracterizada por Cándido como una especie de “folclore urbano”– sin tener que pasar por la cultura impresa. En los países del mundo en desarrollo, creía Cándido, la literatura enfrentaba un enemigo implacable: los medios masivos. Cándido vio una crisis de identidad cívica y de capacidad en la inhabilidad de las masas, recientemente urbanizadas o en proceso de urbanizarse, de acceder a la literatura y a la cultura impresa. Inclusive encontró que el teatro catequizador desarrollado por los jesuitas durante el período colonial para enseñar a los pueblos indígenas la doctrina católica era preferible a los medios, dado que ese teatro jesuítico, a pesar de su función colonizadora, al menos involucraba el adoctrinamiento de tales poblaciones en una forma de alta cultura literaria. Los medios, por contraste, funcionan como una especie de “catecismo al revés” (catequismo as avessas). Al igual que Rama (o Georg Lukács), Cándido hablaba en “Literatura e subdesenvolvimiento” como un moderno, uno de esos modernos que creen que la tarea de una intelectualidad marxista o progresista es preservar y defender las instituciones de la cultura nacional, formadas por la burguesía en su ascenso al poder, de su perversión o degeneración en las manos de esa misma burguesía, la cual ha abandonado sus formas humanistas de autolegitimación cultural a favor del poder descarnado de la manipulación mediática y del mercado. El proyecto del Diccionario provino de una lógica similar, en tanto que se podría argumentar que Osorio –habiendo creado algo semejante a una versión académica de la Unidad Popular de Salvador Allende para sostener dicho proyecto– preferiría resistir los esfuerzos para “descentrar” el estatus de la literatura como significante cultural. Osorio habría observado que para desconstruir el canon de la literatura latinoamericana éste debe ser primero construido en cuanto tal. Y me parece que el punto es relevante. Pero el impulso estratégico de los estudios subalternos es que resulta necesario ir más allá de los parámetros tanto del Estado-

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nación como del canon literario, al menos tal y como éstos se encuentran constituidos en el presente. Como argumentaré en los capítulos subsiguientes, esto significa desplazarse hacia registros a la vez post-nacionales y postliterarios. Y esto último significa repensar lo que son la literatura y la nación y lo que ambos pudieran llegar a ser en un nuevo registro. Es en relación con esta posibilidad que quisiera introducir ahora en la discusión cuatro textos literarios relacionados con la rebelión de Tupac Amaru (como se sabe, ésta fue un alzamiento masivo de campesinos pobres indígenas y algunos mestizos que barrió las altiplanicies del Perú entre 1780 y 1783, después de lo cual fue aplastada brutalmente por las autoridades coloniales). Dichos textos son, respectivamente: 1. La Genealogía, escrita en español por el líder de la rebelión, José Gabriel Condorcanqui Tupac Amaru, la cual toma la forma de un documento legal, defendiendo su reclamo de ser descendiente del último Inca y presentada a la Real Audiencia de Lima en 1777, tres años antes de la rebelión. 2. Las Memorias, también conocidas como Cuarenta años de cautiverio o El cautiverio dilatado, del hermano de Tupac Amaru, Juan Bautista Tupac Amaru, las cuales aparecieron en Buenos Aires en 1825, también en español. 3. El drama Ollantay, escrita anónimamente en quechua (el autor pudo haber sido un cura local que hubiese aprendido a usar el idioma) y representada ante audiencias indígenas –una de las cuales se dice que incluyó al propio José Gabriel Condorcanqui– en los años anteriores a 1780, pero basada completamente en las convenciones del drama del Siglo de Oro español, incluyendo la forma de tres actos de la comedia lopesca y la figura del gracioso. 4. El Apologético en favor de don Luis de Góngora de Juan de Espinosa Medrano, un tratado sobre poesía que es generalmente considerado como uno de los textos fundacionales de la crítica literaria latinoamericana. Escrito más de un siglo antes de la rebelión (la primera edición data de 1662), se encuentra también conectado a las dinámicas culturales del mundo andino en el período que condujo al alzamiento de 1780. Tal y como la descripción anterior sugiere, la Genealogía de Tupac Amaru se encuentra inmersa en la forma y la retórica del legalismo colonial español. Fue inspirada, hasta cierto punto, aunque con un propósito más inmediatamente utilitario, por la genealogía narrativa construida por el escritor mestizo Inca Garcilaso de la Vega, un siglo y medio antes, en sus Comentarios reales para justificar el derecho de los remanentes de la aristocracia incaica –a la cual él pertenecía a través de su madre– de compartir la admi-

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nistración del virreinato con los representantes de la Corona española. La elaboración retórica del documento, la cual parece excesiva para lo que es, después de todo una petición legal formal, se propone mostrar el dominio, por parte de su autor, de los códigos aristocratizantes propios de la ciudad letrada virreinal. El documento define una paridad entre su autor y sus interlocutores españoles y criollos. A la luz del posterior rol de José Gabriel, uno puede ver en la afirmación de su reclamo de ser el descendiente directo del último Inca (y por lo tanto su derecho a usar el patronímico Tupac Amaru) las semillas de la idea de hacerse a sí mismo Inca en una restauración (o, como veremos, reformulación) del Estado incaico, el Tahuantinsuyu. Aunque la Genealogía tiene elementos autobiográficos y de historia familiar, se parece más a una versión expandida de la “prueba de limpieza de sangre” que a una autobiografía propiamente dicha. En contraste, las Memorias de Juan Bautista Tupac Amaru, las cuales aparecen unos cincuenta años después, son una autobiografía, en el sentido moderno, revelando una persona y una retórica enteramente nuevas. En el período intermedio, propio de las grandes revoluciones burguesas que la rebelión de Tupac Amaru anticipa, se ha producido una vasta transformación en la forma y la sensibilidad literaria. Las Memorias sitúan la experiencia de Juan Bautista en las prisiones españolas como una metonimia de la degradación a la que ha sido sometida América por el gobierno colonial español. Cuentan en primera persona cómo su narrador es capturado, luego de la derrota de la revuelta, enjuiciado, llevado encadenado hasta la costa y exiliado, por cuarenta años, en un equivalente del archipiélago Gulag en la España borbónica (incluyendo una notoriamente infame prisión en el África español), tras lo cual logra, eventualmente, abrirse paso y regresar no al Perú sino a Buenos Aires después de 1820. Si la Genealogía anticipa la rebelión de 1780 al establecer la legitimidad del reclamo de José Gabriel de ser el descendiente del original Tupac Amaru, el último Inca, las Memorias articulan un sentido de continuidad entre la rebelión de José Gabriel y las revoluciones liberales de los criollos de casi medio siglo después. Se trata de un texto que figuras revolucionarias como Simón Bolívar, Bernardino Rivadavia o José de San Martín debieron haber leído con el mismo sentido de instrucción e identificación que encontraron en las Confesiones de Rousseau16.

16

Existe, de hecho, una carta quizá apócrifa de Juan Bautista Tupac Amaru a Bolívar, incluida en las ediciones modernas de las Memorias, en la cual le escribe, entre otras cosas, que la sangre de “mi tierno y venerado hermano [...] fue el ruego que había prepa-

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Si tratamos de estudiar la Genealogía y las Memorias como ejemplos de la apropiación de modelos literarios europeos por parte de representantes de una rebelión regional contra la autoridad colonial –es decir, siguiendo la idea de transculturación narrativa propuesta por Rama– podemos encontrar, rápidamente, un impasse. Ninguno de los dos textos figura en el canon latinoamericano, ni siquiera en el de la literatura peruana; pero no se trata simplemente de la cuestión de incluirlos en el canon (aunque resulta evidente que ambos deberían estar incluidos). Más bien, el impasse resulta de una falla de representación que Paul de Man identificó, precisamente, en las Confesiones de Rousseau. “Como cualquier otro lector, él [Rousseau] está sujeto a leer equívocamente su texto como la promesa de cambio político”, explica De Man. “El error no es de parte del lector; es el lenguaje mismo el que disocia el conocimiento del acto. Die Sprache verspricht (sich); al punto de que éste es necesariamente engañoso, tanto como el lenguaje necesariamente convoca la promesa de su propia verdad. Esto es también porque la alegoría textual en este nivel de complejidad retórica genera historia” (1979: 277). Aunque en su construcción de una alegoría del sujeto la Genealogía y las Memorias, así como las Confesiones, evidentemente “generan historia” –en el lenguaje de la teoría de los actos de habla, dichos textos son performativos, forman parte de la puesta en escena de la rebelión y de sus consecuencias– no representan adecuadamente la historia. Los sujetos autobiográficos que ellos configuran resultan inconmensurables con el verdadero carácter de la rebelión, la cual involucra la acción colectiva de grandes y heterogéneas masas de poblaciones tanto indígenas como mestizas y criollas. La cadena metonímica que opera en una narrativa testimonial como Me llamo Rigoberta Menchú para conectar la representación textual de la experiencia vital del narrador individual con el destino colectivo de una clase o grupo social no puede ser completada en estos textos. El historiador Leon Campbell trae a colación un problema análogo. Campbell se muestra de acuerdo con estudiosos de la literatura andina como Martín Lienhard o Rolena Adorno en torno al hecho de que existió, desde la conquista española, una literatura indígena escrita, tanto en quechua como en español, basada en adaptaciones de la literatura, los epistolarios y procedimientos legales europeos, la cual nutrió la visión del mundo de los líderes

rado aquella tierra para fructificar los mejores frutos que el gran Bolívar habrá de recoger con su mano valerosa y llena de la mayor generosidad”. Varios historiadores han sugerido una relación entre las Memorias y el avanzado programa del partido de Manuel Belgrano en las guerras de independencia, el cual incluía la idea de restaurar el imperio inca.

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de las comunidades indígenas andinas (sabemos, por ejemplo, que Tupac Amaru llevaba consigo una edición de los Comentarios reales del Inca Garcilaso). Pero el archivo documental que ha sido reunido en torno a la rebelión también revela, en sus intersticios, la existencia de una cultura radicalmente diferente, una cultura predominantemente no europea, oral (o, de manera más precisa, a pesar del aparente anacronismo, una cultura audiovisual) desarrollada por y para los rebeldes –mayormente campesinos y artesanos junto con sus familias–, los cuales integraban los ejércitos tupamaristas y kataristas y quienes (en su mayor parte) no leían ni hablaban español ni estaban particularmente interesados en aprenderlo. Campbell concluye que existió lo que él llama un “idioma dual” de la rebelión: por un lado, textos literarios o legales escritos en español como la Genealogía o las proclamas y cartas dirigidas por el liderazgo rebelde a las autoridades criollas o coloniales; por otro lado, las prácticas culturales no literarias, o inclusive anti-literarias, desplegadas por los propios rebeldes17. La ambivalencia cultural del propio José Gabriel (el cual, por ejemplo, a veces se vestía con trajes incas y, en otras ocasiones, con uniformes militares al estilo europeo) respondía a las contradicciones de su propia formación ideológica, su posición dentro del sistema colonial y a sus esfuerzos por representarse a sí mismo como un líder, tanto ante sus seguidores como ante las autoridades coloniales. Pero el “idioma dual” de la rebelión no fue meramente coyuntural o táctico, ni se refiere tan sólo a las divisiones en las prácticas de liderazgo. Dicho “idioma dual” coincide también con los términos de un debate histórico bastante conocido sobre la naturaleza –¿reformista o revolucionaria?– del propio levantamiento. Como señala Campbell: Cuando uno toma sólo en consideración el registro escrito en español, la rebelión aparece enfocada o dirigida exclusivamente hacia las ciudades y sus habitantes criollos y el programa rebelde se muestra enfocado sobre asuntos materiales, centrado primariamente en desmantelar las duras reformas económicas de los Borbones, las cuales empobrecieron a muchos peruanos a través del aumento de los impuestos y de las restricciones comerciales. Si, por otro lado, los roles del mito, del simbolismo, la ceremonia y el ritual son también examinados y sus significados interiores definidos, es claro que no sólo estos aspectos comprendieron una parte importante de la literatura de la rebelión sino que sus ideas diferían con frecuencia de lo que los rebeldes parecían estar exigiendo en sus propuestas escritas. Debido a que las directrices, escritas

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Antiliterario porque la escritura fue uno de los símbolos del mismo poder colonial. Campbell 1987.

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en español, de los rebeldes se enfocaban sobre los mayores centros comerciales que permanecían leales a la Corona o sobre zonas criollas bajo el control de los rebeldes [...] dichas directrices dieron a la rebelión un “racionalismo táctico” muy característico de los tiempos [...]. Dichas directrices también calzan muy bien dentro de las definiciones occidentales de las rebeliones del siglo XVIII tal y como éstas se desarrollaron en Europa y América (1987).

En otras palabras, el historiador que elija textos literarios como la Genealogía o las Memorias en tanto representativos de la cultura y los objetivos de la rebelión, verá, esencialmente, un movimiento reformista concebido dentro de los códigos legales y culturales impuestos por los procesos de colonización europea en los Andes –ahora criollizados o transculturados– mientras que el historiador que mire más allá de dichos textos, hacia otras prácticas culturales, verá algo que se asemejará más a un vasto movimiento revolucionario, producido desde abajo e impulsado por los sectores más pobres y explotados de los campesinos y artesanos indígenas, con aliados coyunturales entre algunos (muy limitados) sectores de mestizos, criollos y caciques, y con el propósito último de restaurar el Estado inca o alguna otra forma de hegemonía indígena. He mantenido en reserva la cuestión de Ollantay dado que este texto se encuentra directamente conectado a este último punto y al reclamo de José Gabriel Tupac Amaru en la Genealogía de ser el legítimo descendiente del último Inca. De diversos modos, Ollantay es el más derivado y “europeo” de los tres textos, combinando el modelo alegórico del teatro estatal barroco –verbigracia La vida es sueño de Calderón– con aquello que llegó a ser conocido como la “comedia tierna” en la Ilustración española, siendo El delincuente honrado de Jovellanos el más conocido ejemplo de un género que anticipa el melodrama burgués. Al mismo tiempo, Ollantay, como he dicho, fue escrita y representada en quechua y se está basada en un relato incaico situado en el período anterior a la conquista española (lo cual ha dado lugar a un debate, estéril en mi opinión, sobre si el relato es colonial o precolonial en su origen). Ollantay cuenta la historia de un plebeyo del mismo nombre que llega a ser uno de los principales generales del ejército incaico y que se enamora de Cusi Coillor, la hija del Inca Pachacuti. En el curso de su romance, Cusi queda embarazada y Ollantay le pide al Inca permiso para casarse con ella. Pachacuti reacciona violentamente –estaba prohibido el casamiento de los hijos del Inca con plebeyos– encarcelando a su hija junto a su pequeño hijo y forzando a Ollantay a escapar a su provincia natal. Una vez allí, Ollantay organiza un ejército para desafiar la autoridad del Inca y del Cuzco e inten-

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tar recuperar a Cusi y a la hija de ambos. La guerra entre Ollantay y Pachacuti dura diez años; en su transcurso, Pachacuti muere y es reemplazado por su hijo, Tupac Yupanqui, el hermano de Cusi. Ollantay resulta eventualmente derrotado, capturado y llevado encadenado hasta el Cuzco para enfrentar un juicio por traición con la posibilidad de ser condenado a muerte. Sin embargo, a través de la mediación de su hija, Yma Súmac, a quien Ollantay nunca ha visto, el protagonista es perdonado por Tupac Yupanqui, reunido con Cusi y situado como una especie de vice-Inca (inka-rantin) para gobernar en lugar de Tupac Yupanqui siempre que éste se encuentre lejos del Cuzco. Si interpretásemos Ollantay como una “alegoría nacional” (en el sentido que Fredric Jameson le da al término) anticipando las guerras de Independencia de comienzos del siglo XIX, el frustrado romance de Ollantay y su rebelión contra el Inca parecerían simbolizar la insatisfacción de una emergente clase criolla-mestiza con las estructuras de poder, aún dominantes, del ancien régime virreinal en las colonias Americanas de España. Sin embargo, dos puntos socavan esta interpretación: 1) como ya dijimos, Ollantay fue compuesta e interpretada en quechua y, por lo tanto, en términos prácticos resultaba inaccesible a las audiencias criollo-mestizas; 2) a pesar de apoyarse en las fórmulas de la comedia barroca española, los modelos de la pieza, en términos estéticos, lingüísticos, culturales y de autoridad política resultan ser, en última instancia, andinos antes que europeos. Mientras que la representación del viejo Inca, contra el cual se rebela Ollantay, podría ser leída como una simbolización de los Borbones, dicha representación también podría haber sugerido a los públicos locales –mayormente indígenas– que vieron la obra en 1780, la posibilidad, para nada simbólica, de restaurar el Estado incaico. Pero si acaso éste fue el mensaje que tales públicos estaban leyendo en Ollantay, tal lectura venía con un giro interesante: la reconciliación sugerida al final de la pieza –a través de la cual el héroe es incorporado a la elite del poder, permitiéndosele el matrimonio con Cusi– es un “final feliz” en contradicción con lo que se sabe históricamente en torno a la intransigencia de los incas en tales asuntos. Por alguna razón, la lógica del final de la pieza ya no depende de un principio de estricta autoridad de casta, la cual prevaleció en el sistema inca tradicional (que dependía de conquistar o asimilar por la fuerza otras ciudades-Estados indígenas como aquella de la que provenía Ollantay). Dicho finalparece sugerir, más bien, la posibilidad de un Estado nuevo que una simple “restauración”. ¿Deberíamos hablar aquí de la infiltración o contaminación, al interior de una concepción del Estado y su territorialidad andina o incaica, de ideas

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provenientes de la concepción del despotismo ilustrado –la cual, en parte, se encuentra históricamente basada en ciertas visiones ilustradas del Estado incaico– o inclusive de ideas jacobinas o proto-democráticas? Ollantay es ciertamente un texto transculturado. Tanto en sus niveles ideológicos como en los estéticos, contiene una combinación inestable y potencialmente explosiva de elementos culturales y lingüísticos propios de los Andes y Europa. Inclusive la pureza de su quechua es testimonio de su carácter como texto escrito (ejemplos transcritos del quechua oral propio del período muestran un grado mayor de diversificación regional y de clase)18. Pero resulta importante ver esto como un proceso de transculturación desde abajo, basado no en los modos en que una emergente “ciudad letrada” (y, posteriormente, el Estado nacional dominado por los criollos) se hace, de manera progresiva, más adecuada o eficaz en la tarea de representar los intereses de la población indígena, sino en los modos utilizados por la población indígena para apropiarse de aspectos literarios y filosóficos, de la cultura europea y criolla que pudiesen servir a sus intereses. Martín Lienhard argumenta que nosotros deberíamos, de hecho, caracterizar Ollantay como un intento ideológico de interpelar a grupos indígenas no incas y a sectores de la población criolla y mestiza. Se trataría de una articulación hegemónica producida por una elite andina “neo-incaica” interesada en la posibilidad de restituir el Estado incaico en el contexto de la crisis de autoridad del absolutismo europeo de finales del siglo XVIII19. Resulta importante notar, sin embargo, que lo que caracteriza el caso del Ollantay y de la rebelión de Tupac Amaru no fue la distinción entre un proyecto que tenía un concepto de nación, articulado en la literatura y la cultura impresa –como en la conocida tesis de Benedict Anderson– y otro proyecto que no lo tenía, siendo simplemente tribal o comunitario, en tanto

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Véase sobre este punto, Mannheim 1991. “Si la aristocracia neoinca, que carecía de un poder político real, pretendía crear las condiciones para una restauración incaica, no le convenía, por cierto, insistir en las prerrogativas discrecionales de los Incas históricos. Para recuperar el poder en la situación política del siglo XVIII, necesitaban al menos la alianza con los demás sustratos indígenas, probablemente también con los criollos liberales. No podía permitirse el lujo de alarmar a sus hipotéticos aliados con la perspectiva de un gobierno inca totalmente inflexible. Si el Ollantay pertenece a este contexto neoinca, es lógico pensar que el o los autores del drama prefirieran ofrecer una imagen más adecuada para apoyar la lucha reivindicativa de los “Incas” contemporáneos. Una imagen más humana, pero no desvirtuada: el drama ilustra precisamente la capacidad de la sociedad inca para restablecer, en una época de crisis un poder supremo ‘justo’” (Lienhard 1990: 248). 19

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carente de la capacidad representacional para proyectar una “comunidad imaginada” más allá de sus límites territoriales. Se trata de concepciones diferentes de la nación, de su territorialidad, de los intelectuales y de la propia cultura intelectual. Steve Stern explica que: En Perú-Bolivia, en el período colonial tardío, los campesinos no vivieron, lucharon y pensaron en términos que los aislaban de la emergente “cuestión nacional”. Al contrario, los símbolos protonacionales tuvieron una gran importancia en la vida de los campesinos y pequeños propietarios. Sin embargo dichos símbolos no se encontraban atados a un emergente nacionalismo criollo sino, más bien, a nociones de un orden social andino o liderado en términos incaicos. Los campesinos andinos se vieron a sí mismos como parte de una cultura protonacional más amplia y buscaron su liberación en términos que, lejos de aislarlos de un Estado, los vinculaban a un Estado nuevo y justo (1987: 76)20.

Lo que parece estar claro, retrospectivamente, es que el Estado que la rebelión de Tupac Amaru pudo haber creado, en el caso de triunfar, no hubiera estado basado en la autoridad del español sobre las lenguas indígenas: dicho Estado, como mínimo, habría sido bilingüe o, más bien, plurilingüístico, dado que la autoridad lingüística del quechua estaba conectada con la dominación inca sobre otros pueblos, incluyendo a los hablantes de lengua mapuche, aymara y shuar. Y, probablemente, dicho Estado habría patrocinado alguna forma de comunalismo agrario basado en un resurgimiento del sistema del ayllu. Tal Estado pudo, o no, haber retenido cierta identidad como parte autónoma del imperio español (de la misma manera en que las antiguas colonias británicas permanecieron como parte de la Commonwealth). Pudo haber sido, o no, democrático. Pero si dicho Estado hubiese sido el gobierno de una elite, ésta habría sido racialmente indígena en lugar de criolla, una elite neo-inca. Para decirlo con otras palabras: la idea de nación no pertenece exclusivamente a la elite criolla que formó el Estado nacional peruano. Dicha idea también puede pertenecer, como Mallon muestra en Peasant and Nation, a una producción del saber y del deseo de los sectores subalternos. Buscar la

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Las cursivas son mías. Aníbal Quijano ha argumentado en términos similares que la rebelión de Tupac Amaru despliega una “racionalidad andina” que es paralela al proyecto de la Ilustración y de las revoluciones burguesas, pero en un sentido histórico diferente y, a veces, antagónico a ellas (cfr. Quijano 1995). Sobre los conceptos “híbridos” de nación y nacionalidad mantenidos por la elite andina, es pertinente consultar Mazzotti 1996.

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canonización de textos como la Genealogía, las Memorias o, inclusive, Ollantay, intentando colocarlos como pertenecientes a un sentido más amplio de la literatura “peruana” o “latinoamericana” no sólo oscurece el hecho de la producción cultural de un imaginario nacional-popular por parte de un campesinado indígena y sus intelectuales orgánicos, una producción que, mientras puede haber envuelto elementos de la literatura, la política y la cultura científica europea, lo hizo subordinando dichos elementos a su propia lucha por la significación y la hegemonía; dicha canonización también equivale a un acto de apropiación que excluye a la población indígena como un sujeto consciente de su propia historia, incorporándola como un elemento contingente de otra historia (la del Estado nacional moderno, de la Ilustración, de la literatura peruana) cuyo sujeto es también otro (criollo o mestizo, hispanohablante, letrado, masculino, propietario). La tensión existente entre la “ciudad letrada” –en su evolución hacia el nacionalismo criollo– y los discursos movilizadores de la rebelión campesina andina que he bosquejado en torno a la Genealogía, las Memorias y Ollantay, tiene sus raíces un siglo antes en otro texto andino, el Apologético de Juan de Espinosa Medrano. Como su título completo sugiere –Apologético a favor de don Luis de Góngora– dicho texto es una respuesta a un ataque lanzado por el humanista portugués Manuel de Faría y Sousa, a mediados del siglo XVII, contra el estilo de poesía asociado al poeta español Góngora. Pero si el Apologético fuese tan sólo eso, tendría un escaso interés para nosotros. Lo que lo hace relevante es que Espinosa Medrano combina su defensa de Góngora con la apelación a una emergente conciencia criolla, lo cual hace del texto una de las más tempranas muestras de la idea de transculturación propuesta por Rama (el estilo barroco de escritura que Espinosa Medrano defiende en el Apologético fue, precisamente, el estilo empleado por José Gabriel Tupac Amaru en su Genealogía). Algunos antecedentes mínimos son necesarios para ayudar a comprender lo que se encuentra en juego aquí. Lo esencial de la crítica hecha por Faría a Góngora –la cual, por su parte, tiene un sesgo nacionalista, dado que Portugal luchó, durante la mayor parte del siglo XVII, por independizarse de la España de los Hasburgo– es que la poesía de Góngora carecía del “misterio científico” plenamente evidente, en contraste, en la obra de Camoes, el poeta nacional de Portugal. Espinosa replica en el Apologético que no es la función propia de la poesía –y por extensión, de todas y cada una de las formas de literatura secular o “las letras humanas”, como las llama él– constituir un cuerpo de doctrina natural o teológica. El argumento de Espinosa Medrano depende de una distinción, de tipo nominalista, entre la escritura que lleva la autoridad de la verdad científica o religiosa –la “verdad revela-

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da y teológica”– y la literatura secular –“la escritura humana y poesía secular”21. Invirtiendo el orden usual de la jerarquía escolástica, Espinosa Medrano sostiene que lo que cuenta en poesía es la lógica sutil de su dispositio lingüístico-formal y no la materia didáctica que ella presente. Este argumento, de diversos modos, anticipa la distinción elaborada por Kant, casi un siglo después, entre juicio teológico y juicio estético, es decir, la base filosófica del formalismo estético como una forma de lo moderno. Inversamente, el concepto de decoro, el cual subyace a la objeción hecha por Faría a Góngora, depende de una noción fija de la relación entre materia de imitación y estilo o género de imitación. Al refutar a Faría, Espinosa Medrano hace también la vindicación de una suerte de modernidad literaria y cultural, una modernidad que se encuentra representada para él en la escritura de Góngora, la cual es también un rasgo que asume como propio. La defensa de Góngora hecha por Espinosa Medrano es formalista. Pero se trata de un formalismo que ha sido conectado a una defensa y promoción de lo americano (o “austral”, como el propio Espinosa lo nombra, al carecer del concepto de América) contra la autoridad de lo europeo. Su propósito no es tanto desconectar lo estético de lo ideológico sino más bien, en cierto sentido, fundamentar lo ideológico –una identidad criolla emergente diferenciándose a sí misma, cada vez más, de modelos metropolitanos– en lo estético. Roberto González Echevarría ha argumentado que la propia suplementareidad de la situación del letrado colonial viene a ser refuncionalizada en el Apologético como una especie de ventaja o privilegio epistemológico sobre la autoridad metropolitana representada por Faría. En Espinosa Medrano lo americano es metaforizado como un “papagayo” que sólo puede repetir elocuentemente (que tanto parlase) lo que le ha sido dicho. Pero esta carencia de esencia también encarna para Espinosa Medrano la originalidad del mundo americano ya que implica no sólo la superioridad de una práctica de significación, tal como la literatura, sobre el mundo dado de la naturaleza y la tradición sino, además, la superioridad de las “letras humanas” y de la crítica literaria (también una actividad secundaria o suplementaria) sobre el “misterio científico” defendido por Faría22.

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Espinosa Medrano 1982: 25. “Pero el juego de asociaciones [en la Apología] culmina con la comparación entre la luna, la cual establece una conexión cósmico-metafórica entre el poeta cordobés y los indianos [...] la luna es el cuerpo celestial conocida por su luz reflejada, por su secundariedad, como la plata en relación al oro, como la arrogancia barroca que depende del destello de la tradición. El Lunarejo [seudónimo de Espinosa, el cual refiere a la deformidad 22

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El Apologético viene a ser una variante de la Disputa entre los Antiguos y los Modernos, en la cual Espinosa Medrano se inscribe a si mismo –y a la “ciudad letrada” criolla que él representa– en la posición de lo Moderno. Si la modernidad implica –de acuerdo a la tesis de Weber– un proceso necesario de desencantamiento, un reconocimiento de que el mundo ha perdido su carácter mágico o aurático, mientras las formas carismáticas de autoridad se desvanecen, entonces la literatura–las “letras humanas y poesía secular” de Espinosa Medrano– resulta no sólo una representación de la modernidad sino algo que, en tanto práctica cultural, produce activamente dicha modernidad. Como se sabe, Weber iguala, en el contexto específico de la transición entre feudalismo y capitalismo en Europa occidental, a la modernidad capitalista con el surgimiento del protestantismo en el norte de Europa. Para un letrado criollo como Espinosa Medrano, que era un sacerdote católico, el mundo mágico-aurático desplazado por la modernidad literaria que él reclama para Góngora no podía haber sido el catolicismo como tal: en el contexto colonial, y de manera más precisa, en la situación andina de Espinosa Medrano, el catolicismo representaba –o mejor dicho, se representaba a sí mismo– como una forma de modernidad. Pero si lo aurático-mágico a ser superado no era el catolicismo, entonces ¿qué era? Se trataba, precisamente, de los lenguajes, las culturas y prácticas religiosas del sujeto que viene a constituir el otro del otro (criollo): el “indio”, visto como idólatra, pagano, seguidor de la “antigua religión”23.

física que él sufría] lo inscribe a él mismo como emblema al comienzo de su propio texto mediante su seudónimo, un signo que lo pone aparte como una figura enigmática en la misma fundación de su propio arte. [L]a modernidad de la poética del Lunarejo es esa combinación de resentimiento, alineación y auto-aceptación como un ser que, si es que esto es verdad, disfruta del estatus de lo nuevo, sufriendo un retraso congénito que lo condena a un ansioso hurgar a través de lo dado en búsqueda de aquello que le de forma, por medio de lo extraño que él es y encarna” (González Echeverría 1993: 169). 23 “Los padres cristianos en los Andes tenían la muy difícil tarea de suplantar las visiones paganas de la naturaleza con la doctrina derivada de la Iglesia. Ellos tenían que efectuar una revolución en las bases morales del conocimiento mismo [...]. Una nueva semiótica tenía que ser escrita, tan grande y abarcadora como el universo mismo [...]. Los padres cristianos buscaron demostrar a los indios que los fenómenos no podían ser dioses por su regularidad [...]. Una concepción de un sistema auto-organizado de cosas mutuamente relacionadas fue transformada en una concepción diferente, una suerte de unidad orgánica que estaba dominada y orquestada por un único líder, Dios, el ingeniero celestial, el inmóvil administrador. El cristianismo buscó suplantar el sistema de partes mutuamente condicionantes por otro que inscribió la relación maestro-esclavo en la naturaleza” (Taussig 1980: 174-175).

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Esta paradoja nos permite comprender un aspecto de la relación de Espinosa Medrano con su propia herencia étnica (se piensa que uno o ambos de sus padres podrían haber sido indígenas). Espinosa Medrano tradujo a Virgilio al quechua e introdujo palabras quechuas y temas incaicos en sus obras de teatro, las cuales, a semejanza del Ollantay, se encuentran basadas en el modelo de la comedia barroca o de los autos sacramentales. Pero esto no es tanto un caso de la transculturación de modelos literarios metropolitanos por parte de un intelectual orgánico indígena, tal y como Raquel ChangRodríguez entre otros ha argumentado24. En lugar de esto, la literatura secular fue, para Espinosa Medrano, una práctica cultural capaz de desplazar radicalmente los elementos de una visión del mundo tradicionalmente indígena y las formas culturales y sociales estructuradas en torno a dicha visión. En otras palabras, lo que Espinosa Medrano estaba intentando crear, al traducir a Virgilio al quechua o al adaptar la comedia a temas andinos, era la posibilidad de una modernidad literaria en quechua. Ciertamente esto es algo cercano a lo que Rama entendía como transculturación narrativa; repito que el Apologético marca uno de los momentos originarios de la “ciudad letrada” latinoamericana. Pero también es cierto que no se trata de un texto que sostenga la autoridad de una cultura precolonial o de culturas indígenas que sobreviven dentro de una matriz colonial. El hecho de que Espinosa Medrano defienda lo criollo contra la imputación de ser bárbaro o inculto no significa que el Apologético no contenga su versión particular de la polaridad binaria civilización/barbarie. Para Espinosa Medrano lo bárbaro es, precisamente, aquello que no puede ser adecuadamente inscrito en el texto literario, es decir, aquello que es pre-literario y por lo tanto que carece de autoridad representacional25. La idealización de la literatura en el Apologético construye una precaria identidad criolla o criollo-mestiza no sólo contra la anterioridad y la autoridad del español o de la cultura metropolitana. Se trata de un movimiento del propio texto que tiende a refuncionalizar a una figura canónica metropolitana como Góngora –figura cuya autoridad literaria se encontraba, paradójica-

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Chang-Rodríguez 1994. Faría había repetido la acusación de los críticos españoles del gongorismo de que Góngora fue el “Mahoma de la poesía española”. Espinosa replica: “[S]epa Faría que no supo lo que se dijo: que a Mahoma por la largura del apetito y por lo licencioso de la sensualidad bestial, le siguen hombres ignorantes, brutos, ciegos, bárbaros, selváticos, y bestiales; pero a Góngora, que no escribió para todos penétranle los discretos, sondéanle los eruditos y apláudenle los doctos. Pues de aclamar bárbaros y de clasificar doctos, véasele la diferencia que hay” (Espinosa Medrano 1982: 70-71). 25

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mente, en una situación precaria y cuestionada en la metrópolis– como un registro de posibilidades en el que situar dicha identidad criolla o criollomestiza. El texto también sitúa dicha identidad en una relación necesariamente diferenciada con un sujeto indígena que se encuentra aún más profundamente subalternizado que el criollo. Más profundamente subalternizado, precisamente, a causa de su alegada incapacidad o su falta de acceso a las “letras humanas”, las cuales, por otro lado, nunca cesan de proclamar que ellas representan o pueden hablar por este sujeto adecuadamente. El resultado es que la “ciudad letrada” criolla y la emergente conciencia nacional –las cuales se encontrarían supuestamente encarnadas por la transculturación– se encuentran marcadas por lo que Antonio Benítez-Rojo –a propósito de la idea de la nación en las novelas del siglo XIX latinoamericano– ha caracterizado como un “deseo bifurcado”: un deseo que busca fundar su autoridad en una apelación a lo local y que, al mismo tiempo, acude, de manera utilitaria, a formas de la modernidad cultural europea con el propósito de construir la nación26. Quizá valga la pena recordar, en relación con lo anterior, que los afrikaaners de lo que es hoy Sudáfrica, también fueron “criollos” y anticoloniales (con respecto a Inglaterra y a la autoridad de la cultura y el lenguaje inglés). Sin embargo, en contraste con lo que está pasando hoy en Sudáfrica, uno podría decir que, mutatis mutandis, el apartheid triunfó históricamente y continúa triunfando en Latinoamerica a partir de la derrota de la rebelión de Tupac Amaru y el bloqueo de la revolución haitiana después de 1793. A pesar del “mito de la democracia racial” que es un componente de muchos nacionalismos latinoamericanos, quizá el apartheid, en lugar del mestizaje racial-cultural o la transculturación, sea un modelo más preciso para definir lo que ha pasado y lo que continúa pasando en muchas partes de la cultura y de la sociedad en América Latina. He postergado, hasta ahora, la cuestión del otro lado del “idioma dual de la rebelión” tal y como fue definido por Campbell. Se trata de las formas

26 “[L]os escritores criollos, condicionados ya por un deseo de perfil nativista de representar la tierra cada vez con mayor complejidad [...] fueron impulsados a escribir por motivaciones tanto de orden interno como externo. O si se quiere de manera más concreta: por el deseo de legitimarse en la naturaleza autóctona y en el color local y, a la vez, por el de imitar desde posiciones utilitarias las instituciones de la Europa moderna. Es precisamente este deseo bifurcado, imposible de ser resumido dialécticamente por una síntesis, lo que define en Hispanoamérica lo Nacional y lo que caracteriza su discurso paradójico y excesivo, comenzando por la problemática del lenguaje mismo” (Benítez-Rojo 1993: 188).

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culturales pertenecientes a los trabajadores domésticos, campesinos, artesanos y mitayos (indios asignados al trabajo forzado por el Estado o por compañías privadas) envueltos en el alzamiento. Lo he postergado ya que mi interés ha sido mostrar los límites de la “ciudad letrada” aun cuando ésta trate de colocarse en una relación de solidaridad expresiva con los subalternos. Pero quizá debamos agregar algo sobre los medios de transmisión de los mensajes propios de una rebelión campesina. Guha, en Elementary Aspects, argumenta que en sociedades de oralidad primaria tales como las de la India rural (o, por extensión, del altiplano andino) la transmisión de tales mensajes depende, primordialmente, del rumor. El rumor (en contraste a las “noticias”) opera de acuerdo a una dinámica fluida de anonimato, improvisación y transitividad. En otras palabras, el rumor no es tan sólo oral. Éste depende de la oralidad y de las estructuras comunales (la villa, el bazar o el mercado local, las redes de mujeres) tanto para su modo de transmisión como para los particulares efectos de verdad que lleva consigo. Proclamar, como hacen algunos historiadores de las insurrecciones campesinas de la India del siglo XIX, que “la charla de los mercados era un registro auténtico de una gran cantidad de información útil”, es reconocer, observa Guha, “la correspondencia entre el discurso público del rumor y la acción popular de la insurrección, es decir, la colateralidad de la palabra y el hecho surgida de la voluntad común del pueblo” (1983: 259). Lo cual no quiere decir que la escritura y el libro (o las lenguas extranjeras) se encuentren necesariamente ausentes de la cultura campesina: el caso del Ollantay resulta suficiente evidencia de la manera en que culturas noeuropeas pueden apropiarse de las técnicas de la literatura occidental. Pero tales técnicas aparecen de una manera curiosamente invertida o “negativa”, a la cual sería difícil de aplicar el concepto de transculturación narrativa, en el sentido propuesto por Rama. Guha observa que en las rebeliones de la India, “la carencia de educación letrada hizo que los campesinos se relacionaran, de manera ocasional, con formas escritas, de tal modo que destruían la motivación original de éstas, desverbalizándolas y explotando la opacidad resultante, con el propósito de proveer a tales representaciones gráficas con nuevos ‘significados (signifiés)’”. Guha cita en particular el caso de un líder de la rebelión santal de 1855, una rebelión comparable con la de Tupac Amaru, quien, como signo de su autoridad y como instrumento de movilización, mostraba ante sus seguidores un atado de papeles, “los cuales en una posterior revisión demostró que contenían, entre otras cosas, ‘un viejo libro sobre las locomotoras; algunas cartas de presentación de un tal Mr. Burn, ingeniero; y, de ser cierto el testimonio de la semioficial Calcutta Review (1856), una traducción, en algún lenguaje nativo, del Evangelio según San Juan”.

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Guha continúa: Lo que resulta aún más remarcable es que el resto de los papeles, los cuales, de acuerdo con los rebeldes, habían caído del cielo y eran valorados por los líderes santal como evidencia del apoyo divino a la insurrección, no tenían nada escrito en ellos, sea en la forma de escritura manual o impresa. “Todos los papeles en blanco cayeron del cielo y el libro que tiene todas las páginas en blanco cayó del cielo también”, dijo Kanhu [el líder de la rebelión]. De este modo, claramente, las condiciones de una cultura pre-literaria hicieron posible que la insurgencia se propagara por sí misma no sólo por intermedio de un enunciado divorciado de su contenido sino, además, a través de un material de escritura que actuaba por sí mismo, sin estar marcado por signos escritos. El principio que gobernaba tal propagación fue esencialmente el mismo que el de la “bebida de la palabra”, conocida en algunas partes de África islámica. En este caso, la tinta o el pigmento utilizados para inscribir una fórmula sagrada o mágica en un papel, papiro, cuero o piel, se cree investida por la santidad del propio mensaje. Dicha tinta o pigmento podría ser extraída o lavada para ser tragada como cura para ciertos males. Hubo, sin embargo, una diferencia. Mientras la proyección metonímica de las facultades sobrenaturales de la palabra escrita al material de escritura era usado, en el caso de la ‘bebida de la palabra’, para dejar a la gracia de Alah la cura de males físicos, en el caso de la rebelión de los santal dicha proyección metonímica fue utilizada más bien para legitimar el intento de los rebeldes de remediar los males de este mundo con sus propias armas (1983: 248-249).

Éste es un pasaje complejo que merece nuestra atención en diversos niveles. Dejemos que sirva aquí simplemente para indicar otra manera de pensar la relación entre transculturación y subalternidad, literatura y oralidad. Porque ciertamente existen elementos de transculturación –por no hablar de simulacro postmoderno– en la acción del líder santal27. Pero se trata de una transculturación que a la vez preserva y se muestra gobernada por la relación binaria que opone la escritura (como instrumento del gobierno colonial y señorial) a la oralidad (en tanto forma de la cultura campesina nativa). Dicha operación es posible sólo “a causa del carácter bidimensional de los enunciados escritos, lo cual los diferencia claramente de los enunciados orales” (Guha 1983: 249). Sin embargo, no hay síntesis de opuestos en esta transculturación. El uso del libro no trae consigo la superación de las contradicciones de clase entre el terrateniente y el campesino. La transcultu-

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En particular su gesto parece un ejemplo de lo que Judith Butler concibe como performance: un acto el cual a la vez desconstruye los binarismos que constituyen la identidad pero también pone en juego o posiciona esos binarismos. Cfr. Butler1990.

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ración no logra superar la posicionalidad subalterna; más bien, dicha posicionalidad subalterna opera y se reproduce en y a través de la transculturación. Por lo tanto, no hay un movimiento teleológico hacia una cultura “nacional” en la cual literatura y oralidad, códigos o lenguajes dominantes y subalternos sean, finalmente, reconciliados. Shahid Amin hace una afirmación semejante en su estudio sobre las maneras en que la figura de Gandhi era percibida por los campesinos y los nacionalistas de clase media, en ocasión de su visita a la provincia de Uttar Pradesh, en la India, en 192128. Para ambos grupos, Gandhi era el símbolo de la resistencia contra el orden colonial existente, pero más allá de eso, lo que Gandhi significaba difería radicalmente para cada grupo. Para los campesinos, Gandhi era visto como un hombre sagrado o mahatma, poseído de poderes sobrenaturales, el cual había venido para restaurar las cosas tal como éstas deberían ser (o tal como habían sido). Es decir, Gandhi habría venido a restaurar la “economía moral” de la vida espiritual y económica de los campesinos, alterada tanto por el colonialismo como por el régimen de los terratenientes nativos. Para los nacionalistas (letrados y sectores de la clase local terrateniente), Gandhi era visto como el líder político de una lucha anticolonialista para formar un Estado hindú. Una serie de rumores o cuentos en torno al pratap de Gandhi (su poder milagroso) son reseñados por el periódico nacionalista local, Swadesh, en preparación para y durante la visita. Amin descubre una conexión entre estos rumores y relatos campesinos en torno a Gandhi y sus versiones periodísticas, puesto que dichas versiones impresas de los milagros contribuyeron a darle legitimidad a las narraciones orales (debido a la autoridad concedida a la palabra escrita). Las versiones periodísticas terminaron retroalimentando la fábrica de rumores de la cultura oral campesina. Pero en un punto determinado, los relatos y su textualización en el periódico difieren, de tal manera que “las ideas de los campesinos en torno a las ‘ordenes’ y a los ‘poderes’ de Gandhi divergían, frecuentemente, de las ideas del liderazgo nacionalista local, ligado al partido nacionalista Congreso, y chocaban, del mismo modo, con los principios básicos del propio gandhismo” (Amin 1988: 342). Esta divergencia tenía dos aspectos. Primero, para ser efectivos como propaganda entre los campesinos, los reportes periodísticos tenían que ser retraducidos al lenguaje oral demótico, al ser leídos en voz alta o parafraseados en las aldeas. De este modo, Amin observa, “aun para una parte considerable de los sectores de la población técnicamente

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Crf. Amin 1988.

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alfabetizada, los textos impresos sólo podían ser descifrados a través de un rodeo por el lenguaje hablado. En tales lecturas […] el relato adquiere su autenticación a partir de su motivo y del nombre de su lugar de origen antes que de la autoridad del corresponsal periodístico. Los relatos se esparcían de boca en boca, a través del habla cotidiana de la gente” (1988: 336). El segundo aspecto enfatiza aún más la brecha abierta entre una posición dominante y una subalterna en algo que parece ser, en una primera mirada, una relación recíproca y transculturada. Amin escribe: El editor de [el periódico] Swadesh, quien había buscado inculcar una actitud de devoción en su distrito hacia el mahatma, no había vacilado en imprimir rumores en torno al pratap de éste. Fue solamente después de que tales rumores parecieron instigar creencias y acciones peligrosas, tales como demandas para la abolición de los zamindari [terratenientes], la reducción de las rentas o la implementación de precios justos en los mercados, que el periódico comenzó a publicar desmentidos de los rumores (1988: 337).

La división, visualizada por Amin, entre las lecturas hechas por los nacionalistas y los campesinos en torno a Gandhi, no significa (para reiterar un punto que ya mencioné) que no pueda existir un sentido de lo nacional desde posiciones subalternas. Además (para recordar la preocupación de Said en torno al separatismo), el nacionalismo subalterno puede tomar a menudo la forma de un fundamentalismo étnico o religioso. Pero, como en el caso de Ollantay, dicho fundamentalismo sería erosionado, a su vez, por aquello que subalterniza (el fundamentalismo hindú subalterniza a las mujeres, a los musulmanes, a lo no-hindúes, a diversas tribus; el fundamentalismo inca, en tanto proyecto nostálgico de una restauración patriarcal, subalterniza a las mujeres y a los pueblos no-incas). La lógica de “cajas chinas” de la identidad subalterna apunta hacia una concepción cultural y lingüísticamente heterogénea de lo nacional que no depende de una lógica de transculturación, aunque puede incorporarla. Esta posibilidad –la cual se encuentra latente en la textura de todas las sociedades postcoloniales, incluyendo a los Estados Unidos– tiene aún que encontrar una expresión adecuada en la política o en la teoría cultural contemporánea. Y tal carencia, como argumentaré en el capítulo VI, ha sido debilitante para el proyecto de la izquierda. Un indicio de lo que esta posibilidad significa se encuentra en un texto de Antonio Cornejo Polar publicado poco antes de su muerte en 199729. Dado que dicho ensayo se relaciona con 29

Cornejo Polar 1996.

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la situación contemporánea de los descendientes de los rebeldes de Tupac Amaru, sus argumentos, creo, sirven como una manera de concluir este capítulo. El ensayo de Cornejo comienza reconociendo el hecho de que, en los últimos cincuenta años, la población urbana del Perú ha pasado de un porcentaje aproximado del treinta y cinco a un setenta por ciento, siendo la mayor parte de este crecimiento atribuible a la inmigración desde las altiplanicies andinas a las ciudades costeras, particularmente Lima. Se trata de un fenómeno diaspórico, aun cuando tenga lugar dentro del territorio del mismo Estado nacional. Esto implica, según Cornejo, la socavación irremediable de las bases andinas del nacionalismo utópico expresado por Mariátegui y Arguedas y el indigenismo peruano. Tales escritores opusieron la ciudad (de un Perú costero, criollo-mestizo) al campo (un Perú andino e indígena) en el nombre de una “nueva ciudad” (la imagen es de Arguedas) que sintetizaría los mejores elementos de ambos mundos. En este punto cabe recordar que una creencia ampliamente difundida atribuye, en parte, las razones del suicidio de Arguedas a su desesperación ante la pérdida cultural ocasionada por la inmigración andina. Sin embargo, Cornejo argumenta que es importante evitar hacer del migrante una víctima pasiva, “la perspectiva que hace del migrante un subalterno sin remedio, siempre frustrado, repelido y humillado, inmerso en un mundo hostil que no comprende ni lo comprende […]” (1986: 844). El migrante también se impone a sí mismo o a sí misma sobre la ciudad, rehaciendo en el espacio urbano su imagen de un pasado nostálgico: “Triunfo y nostalgia no son términos contradictorios en el discurso del migrante” (Ídem). Se trata, por supuesto, de la relación compleja entre lo que Raymond Williams llama identidades emergentes e identidades residuales. Para Cornejo, el sujeto que aparece en este registro no es, sin embargo, transculturado o híbrido. Más bien se trata de un sujeto esquizofrénico o “descentrado”, constituido en torno a dos ejes de identidad que son contradictorios y desemejantes: el discurso migrante es radicalmente descentrado, en cuanto se construye alrededor de ejes varios y asimétricos, de alguna manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico. Acoge no menos de dos experiencias de vida que la migración, contra lo que se supone en el uso de la categoría de mestizaje, y en cierto sentido en el del concepto de transculturación, no intenta sintetizar en un espacio de resolución armónica (1996: 844-845).

Cornejo también rechaza la opción –la cual identifica con la obra de Néstor García Canclini– de ver esta identidad como “desterritorializada”.

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En lugar de esto, la dislocación producida en la migración desde los Andes a la ciudad, “dobla” la territorialidad del sujeto, obligándolo a hablar desde más de un lugar de enunciación: “duplica (o más) el territorio del sujeto y le ofrece o lo condena a hablar desde más de un lugar. Es un discurso doble o múltiplemente situado” (1996: 841). Cornejo ofrece, como un ejemplo de esta dualidad, la transcripción de la actuación de un cómico callejero, recopilada en Lima por dos etnógrafos interesados en las nuevas formas de oralidad que han aparecido en el contexto de la diáspora andina30. El cómico comienza con una referencia a “nosotros los criollos” con la intención de distinguir a su audiencia de los “provincianos” o “gente de la sierra” –a quienes califica como “estos mierdas”– y para identificarse él mismo, en tanto hablante, como un limeño. Sin embargo, unos pocos minutos después, el cómico gira, repentinamente, hacia un elogio de los incas y de Tupac Amaru, identificándose ahora como un “serrano”: “si tú eres provinciano nunca niegues a tu tierra. Yo vivo orgulloso como serrano que soy, serrano a mucha honra, serranazo” (Cornejo 1996: 843). Los etnógrafos que recogieron esta actuación, destacan que el discurso, la performance, tiende a depender en un desplazamiento metonímico a lo largo de un eje de contigüidad y de libre asociación. Cornejo se pregunta si acaso este discurso no tiende también, en sí mismo, en su propia acción, a establecer una “doble territorialidad”, la cual “repite el azaroso itinerario del migrante”. “[T]al vez en la deriva del curso metonímico el migrante encuentre lugares desiguales desde los que sabe puede hablar porque son los lugares de sus experiencias”. Cornejo concluye: “Serían las voces múltiples de las muchas memorias que se niegan al olvido” (1996: 843). Este sentido de la resistencia a olvidar, de la negación y del “desdoblamiento” es también, creo, un modelo para un nuevo discurso de lo nacional. Pero ya no se trata de un discurso de lo nacional en el sentido de los muchos deviniendo uno, como dice la fórmula nacional de Estados Unidos (e pluribus unum). Antes bien se trata del discurso del uno deviniendo muchos.

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En Biondi y Zapata 1994.

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CAPÍTULO III ¿NUESTRA RIGOBERTA? AUTORIDAD CULTURAL Y PODER DE GESTIÓN SUBALTERNO

La autoridad epistemológica y ética de narrativas testimoniales tales como Me llamo Rigoberta Menchú, se dice, depende de su apelación a la experiencia personal. De allí, por ejemplo (en mi propia definición del género): Por testimonio entiendo [...] una narrativa [...] contada en primera persona por un narrador que es también un protagonista o testigo real de los eventos que él o ella cuenta [...]. La palabra testimonio traduce literalmente el acto de testificar o de ser testigo en un sentido legal o religioso [...]. La situación de narración en el testimonio envuelve una urgencia de comunicar, un problema de represión, miseria, subalternidad, encarcelamiento, lucha por la supervivencia, implicado en el acto mismo de la narración. La posición del lector del testimonio es semejante a la de un miembro del jurado en una corte. A diferencia de la novela, el testimonio promete por definición estar primariamente concernido con la sinceridad en lugar de con la literariedad (Beverley 1996: 24 y 26).

Pero, “¿qué pasa si la mayor parte de la historia de Rigoberta no es cierta?” La pregunta es del antropólogo David Stoll, en un libro sobre Me llamo Rigoberta Menchú y los usos para los cuales éste ha servido, un libro que atrajo una considerable atención por parte de los medios internacionales cuando apareció a fines de 1998 (coincidente con las etapas finales del juicio por prevaricación al presidente Clinton, el cual se basaba también en cuestiones de evidencia y credibilidad) 1. Refiriéndose en parte a mi definición del testimonio citado anteriormente, Stoll argumenta que “[J]uzgado por tales definiciones, Me llamo Rigoberta Menchú no pertenece al género del cual es el más famoso ejemplo, porque éste no es el recuento de un testigo presencial como afirma serlo” (1999: 242). En realidad, lo que Stoll es capaz de demostrar es que algunos detalles y no “la mayor parte” de la historia de Menchú pueden ser lo que él llama “una invención literaria”. Pero el problema se mantiene: si el poder del testimonio está fundado finalmente

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Stoll 1999.

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en la presunción de un testigo que dice la verdad, entonces cualquier evidencia de “invención” debe ser profundamente problemática. Como destaqué en la introducción, la reivindicación de Spivak de que el subalterno no puede hablar como tal intentaba subrayar el hecho de que si el subalterno pudiera hablar de una forma que realmente nos causara problemas, de una forma que nos hiciera sentir compelidos a escuchar, no sería subalterno. Spivak está diciendo, en otras palabras, que una de las cosas implicadas en ser subalterno es no llamar la atención, no ser digno de ser escuchado. El argumento de Stoll relativo a Rigoberta Menchú, por contraste, es precisamente por la forma en la cual su libro de hecho llama la atención. Se preocupa de cómo la canonización de Me llamo Rigoberta Menchú fue usada por académicos como yo y por activistas de solidaridad y derechos humanos para movilizar un apoyo internacional para el movimiento guerrillero guatemalteco en la década de 1980, mucho después (según Stoll) que ese movimiento hubiera perdido cualquier apoyo que inicialmente pudiera haber tenido entre los campesinos mayas de y por quienes Menchú reivindica hablar. Las omisiones e incorrecciones que Stoll alega encontrar en la narración de Menchú se prestan, según argumenta, “para justificar la violencia” (1999: 274). Este problema –“como intelectuales extranjeros estaban usando la historia de Rigoberta para justificar la continuación de la guerra a expensas de campesinos que no la apoyaban” (1999: 241)– es la cuestión principal para Stoll, no las incorrecciones u omisiones en sí mismas. Al hacer parecer la historia de Menchú, en sus propias palabras, como “la historia de todos los pobres de Guatemala”, Me llamo Rigoberta Menchú representa erróneamente una situación más compleja e ideológicamente contradictoria entre los campesinos indígenas. En un sentido, por supuesto, hay una coincidencia entre la preocupación de Spivak, con la producción en la academia metropolitana de lo que ella llama un “otro domesticado” y la preocupación de Stoll con la conversión de Menchú en un icono político para sostener una estrategia política vanguardista que él concibe como profundamente incorrecta. En una forma en que parece hacer eco de Spivak, Stoll señala que “libros como Me llamo Rigoberta Menchú serán exaltados porque le cuentan a los académicos lo que ellos quieren escuchar [...] lo que hace a Me llamo Rigoberta Menchú tan atractivo en las universidades es su carácter engañoso respecto de la lucha por la supervivencia en Guatemala. Pensamos que estamos más cerca de comprender a los campesinos guatemaltecos cuando en realidad estamos siendo alejados por las mistificaciones envueltas en una figura icónica” (1999: 227). Pero su argumento está también explícitamente dirigido contra Spivak, como practicante del “saber postmoderno”, como la define, que pri-

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vilegia un texto como Me llamo Rigoberta Menchú (1999: 247). Volveré a este punto, pero por el momento puede ser suficiente señalar que mientras Spivak está preocupada por la forma en la cual las representaciones de la elite borran la presencia efectiva del subalterno, el argumento de Stoll contra Menchú es precisamente una forma de re-subalternizar una narrativa que aspiraba a tener (y alcanzó) hegemonía. En este sentido, el libro de Stoll puede ser visto como un ejemplo contemporáneo de lo que Ranajit Guha llama “la prosa de la contrainsurgencia”, esto es, un discurso que capta el hecho de la insurgencia subalterna precisamente a través de los prejuicios culturales de la elite y las acciones del Estado contra las cuales la insurgencia estaba dirigida. Stoll destaca en su discusión la elevación de Rigoberta Menchú a un tipo de santidad secular por académicos izquierdistas y activistas de la solidaridad. Esa preocupación puede explicar en parte su curiosa insistencia en referirse a ella familiarmente por su primer nombre, aun cuando la fuerza del libro de Stoll está precisamente dirigido a desacreditar la autoridad personal de Menchú. ¿Porqué parece correcto referirse, como habitualmente se hace, a Rigoberta Menchú como Rigoberta? El uso del primer nombre es apropiado para dirigirse, por un lado, a un amigo o familiar, o, por otro lado, a un sirviente, niño o animal doméstico; es decir, a un subalterno. Pero ¿nos estamos dirigiendo a Rigoberta Menchú como a una amiga en el trabajo que nosotros hacemos sobre su testimonio? No diríamos con tal facilidad, por ejemplo, “David” por David Stoll, o “Gayatri” por Gayatri Spivak, a menos que quisiéramos señalar que tenemos (o queremos tener) una relación personal con ellos. Fredric Jameson observa que mientras el testimonio implica el desplazamiento del “sujeto maestro” de la novela moderna, lo hace paradójicamente mediante la insistencia en la voz en primera persona y el nombre propio del narrador (Jameson, sin embargo, también habla de Rigoberta2). 2 “[L]a anatomía de la contra-autobiografía, que la novela testimonial constituye, entre otras cosas, es entonces en este sentido, no la pérdida de un nombre, sino –paradójicamente– la multiplicación de los nombres propios” (Jameson 1996: 185). “Sujeto maestro” proviene de una entrevista anterior de Jameson: “Yo siempre insisto en una tercera posibilidad más allá del viejo ego burgués y del sujeto esquizofrénico de nuestra sociedad de la organización actual: un sujeto colectivo, descentrado pero no esquizofrénico. Éste emerge en algunas formas de narración que pueden ser encontradas en la literatura del tercer mundo, en cotilleos y rumores y cosas de ese tipo. [...] Está descentrado en la medida en que las historias que cuenta ahí no pertenecen a él, él no las controla a la manera del sujeto maestro que caracterizaría al modernismo. Pero no las sufre en un aislamiento esquizofrénico que es más propio del sujeto del primer mundo hoy” (Stephenson 1987: 45).

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La cuestión del nombre –de la autoridad del nombre propio– está encarnada en el título del testimonio de Menchú, el cual se reproduce en sus primeras líneas: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. En una entrevista realizada algunos años atrás, se le preguntó a Menchú sobre su relación con Elisabeth Burgos, la antropóloga venezolana (y ex esposa de Regis Debray) con quien estableció en París las conversaciones que produjeron el testimonio. En la mayoría de las ediciones del libro, Burgos aparece como la autora, y parece que ella ha sido la que ha recibido los derechos (aunque Burgos reivindica haber pasado parte de éstos a Menchú). Menchú, sin embargo, insiste: “[L]o que sí efectivamente es un vacío en el libro es el derecho de autor [...]. Porque la autoría del libro, efectivamente debió ser más precisa, compartida, ¿verdad?”3. En deferencia a una persona que he conocido sólo formalmente, procuro siempre decir Rigoberta Menchú o Menchú, pero tengo que hacer un esfuerzo constantemente en este sentido. Mi inclinación es también decir Rigoberta. Lo que es importante en la cuestión de cómo dirigirse a Menchú es el estatus del narrador testimonial como un sujeto en su propio derecho, y no alguien (o alguna cosa) que existe esencialmente para nosotros. Lo que tengo que decir aquí está ubicado en la tensión entre el interdicto de otorgarle a Menchú el respeto y la autonomía que ella merece como persona, y el

3 Britten y Dworkin 1993: 214. Irónicamente, el reverso de lo que Menchú está alegando ocurre en la reciente traducción al inglés de su nuevo libro, Crossing Borders, el cual continúa la historia comenzada en Me llamo Rigoberta Menchú, hasta el presente. Aunque Menchú preparó el libro en estrecha colaboración con una editora italiana Giani Mina y el académico literario guatemalteco Dante Liano, ambos (Mina y Liano) son completamente eliminados en la edición en inglés, donde el libro aparece como producto sólo de Menchú, transcrito y editado por la traductora, Ann Wright. Elisabeth Burgos ha continuado insistiendo en varias entrevistas en que ella es la autora de Me llamo Rigoberta Menchú, aun cuando ha buscado distanciarse de la posición de Menchú. De una forma u otra, el problema de la autoría en el testimonio es frecuentemente un punto de conflicto entre las partes envueltas en su producción. Por ejemplo, en la primera edición de Biografía de un cimarrón, publicada en Cuba, Miguel Barnet apareció como autor, aun cuando el texto mismo es una narrativa en primera persona de su informante, Esteban Montejo. En la posterior traducción al inglés (Londres: Bodley Head, 1968; Nueva York: Meridian, 1969), ahora descatalogada, el trabajo fue re-titulado, más cuidadosamente, según mi criterio, Autobiography of a Runaway Slave (“Autobiografía de un esclavo cimarrón”), el autor fue designado como Esteban Montejo, y Barnet apareció como editor. En una nueva traducción al inglés, recientemente publicada por Curbstone Press (1995), preparada con la aprobación de Barnet, el libro es de nuevo titulado Biography of a Runaway Slave (“Biografía de un esclavo cimarrón”) y Barnet aparece de nuevo como el autor. Debo esta información a Goffredo Diana.

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deseo para verme a mí mismo (mis propios proyectos y deseos) en o a través de ella. ¿Tiene Rigoberta Menchú una psique, o es que el inconsciente mismo es un privilegio burgués o ladino, lo que en inglés se llama white-stein privilege? Esta cuestión parece irónica o perversa, dada la propia insistencia del narrador testimonial sobre las dimensiones públicas y colectivas de su función social y de su persona narrativa. En su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin concibe la narración oral tal cual como impermeable a la introspección psicológica, la cual es en cambio una característica de la novela de formación (bildungsroman)4. Sin embargo, Me llamo Rigoberta Menchú podría (¿debería?) ser leída como una bildungsroman más o menos familiar. La secuencia de la narración, la cual corresponde tanto a la maduración del narrador como a la emergencia de la lucha armada revolucionaria entre las comunidades mayas de Guatemala, va desde un rechazo inicial de la madre y de la maternidad a favor de una identificación con el padre (Vicente, un activista campesino)5; a una lucha de autoridad con el padre, quien no quiere que su hija aprenda a leer y escribir, porque él cree que eso significará su alineación de la comunidad y de los roles tradicionales de la mujer; luego, a la muerte del padre (en 1979, junto con otros activistas, Vicente Menchú ocupó la embajada de España en la Ciudad de Guatemala para protestar por la violencia militar; el ejército rodeó la embajada y le prendió fuego, matando a todos los que estaban adentro); luego a reconocer que su madre es alguien que también controla las artes subversivas del habla subalterna y el rumor; más tarde al asesinato de la madre, de nuevo a manos del ejército (es raptada y torturada hasta morir en un campo militar); y finalmente a la emergencia de Menchú como un sujeto discursivo pleno, una organizadora y líder de derecho propio, representada en el acto de narración del testimonio mismo. Quizá podría ser útil ver el testimonio como una narración híbrida: una fusión de lo que Benjamin entendía por el “narrador” como una forma premoderna de sabiduría y autoridad, y el bildungsroman o autobiografía, como formas paradigmáticas de subjetividad transculturada, “moderna”. Como Hunger of Memory de Richard Rodriguez al que hicimos referencia en la introducción, Me llamo Rigoberta Menchú no sólo narra, sino que 4

Benjamin 1969: 91-2. “Figuras como la diosa Atenea – auto-proclamadas hijas del padre incontaminadas por el útero– son útiles para establecer la auto-degradación ideológica de la mujer, la cual debe ser distinguida de la actitud desconstructiva hacia el sujeto esencialista” (Spivak 1988: 308). 5

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también encarna en sus aporías textuales las tensiones características en esta casi clásica secuencia de maduración edípica, la cual también marca la transición (o quizá más adecuadamente, la oscilación) entre los órdenes de la tradición y la modernidad, lo local y lo global, la cultura oral e impresa (Menchú narra su historia oralmente, su textualización se debe a Elisabeth Burgos), narrativa etnográfica y literatura, el subalterno y la hegemonía, y –en el esquema lacaniano de formación del sujeto– lo imaginario y lo simbólico. Para Rodriguez, como vimos, el español es la lengua materna de la esfera privada que tiene que ser rechazado para ganar pleno acceso a la autoridad (gobernada por la Ley del Padre) del orden simbólico representado por el inglés –de tal forma que Hunger of Memory es, entre otras cosas, una celebración de los programas de escritura en inglés y una crítica del bilingüismo en los Estados Unidos. En contraste, es la contradictoria y cambiante relación de Menchú con su madre, quien representa la autoridad de la cultura oral y del lenguaje maya-quiché, más que cualquier experiencia específicamente política, la que está al centro de su propio proceso de concienciación y autorización como una narradora6. Al coste (aparente) de relativizar las reivindicaciones éticas y políticas que un texto como Me llamo Rigoberta Menchú hace a sus lectores, mi improvisada lectura psicoanalítica destaca su complejidad, el hecho de que su análisis es interminable, que el texto se resiste a ser el simple espejo que refleja nuestros prejuicios narcisistas sobre lo que éste debe ser. A pesar de todos los malentendidos que su ensayo ha provocado, seguramente éste fue el motivo de Spivak al responder negativamente a la pregunta: “¿Puede hablar el subalterno?” Ella estaba tratando de mostrar que detrás de la buena fe de los académicos liberales o de los etnógrafos “comprometidos” o de los activistas de la solidaridad que hacen posible “hablar” al subalterno, aun se mantiene un trazo de la producción colonial del otro, un otro que esta con-

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Frecuentemente vuelvo a la observación de Walter Mignolo sobre el hecho de que la violencia de la práctica de segregación de los niños de la aristocracia indígena, de sus familias, por parte de los españoles, para alfabetizarlos y enseñarles el cristianismo “no está localizada en el hecho de que los más jóvenes han sido reunidos y encerrados día y noche. Está localizada, en cambio, en el interdicto de tener conversaciones con sus padres, particularmente con sus madres. En una sociedad primariamente oral, en la cual virtualmente todos los conocimientos son transmitidos por la conversación, la preservación del contacto oral estaba en contradicción con el esfuerzo de enseñarles cómo leer y escribir. La prohibición de las conversaciones con la madre significó, básicamente, privar a los niños de su cultura viva encarnada en el lenguaje y preservada y transmitida en el habla” (Mignolo 1989: 67).

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venientemente disponible para hablarnos (es decir, con quien nosotros podemos hablar). Esto neutraliza la fuerza de la realidad de la diferencia y el antagonismo que nuestra posición relativamente privilegiada en la división del trabajo global o nacional podría producir. Elzbieta Sklodowska tiene en mente algo similar cuando argumenta que, a pesar de su apelación a la autoridad de la voz de un subalterno real, el testimonio es más bien una especie de “puesta en escena” del subalterno por alguien que no es subalterno. En particular, el testimonio no es, en los términos de Sklodowska, “una reacción genuina y espontánea de parte de un ‘multiforme sujeto popular’ en condiciones de postcolonialidad, sino que en cambio continúa siendo un discurso de las elites comprometidas con la causa de la democratización”7. La apelación a la autenticidad y a la victimización en la validación crítica del testimonio detiene el juego semiótico del texto, piensa Sklodowska, fijando el sujeto en una perspectiva unidireccional que lo priva de su realidad. Fija al narrador testimonial como un sujeto, pero también nos fija a nosotros como sujetos, en lo que Althusser habría llamado una relación de doble especularidad creada por la idealización o sublimación de la otredad del subalterno, una relación que en el fondo también nos aparta de nuestra realidad. Al mismo tiempo, la apelación desconstructiva a la “múltiple, abierta e infijable complejidad de una obra de literatura” –la frase es de Spivak8, pero refleja la posición sobre el testimonio expuesta por Sklodowska– también debe ser cuestionada, dado que esta “infijable complejidad” ocurre sólo en una matriz histórica en la cual la literatura en sí misma es una de las prácticas que genera la diferencia que es registrada como subalternidad en el texto testimonial. El límite de la desconstrucción con relación al testimonio es que ésta revela (o produce) una “indeterminación” textual, pero en el mismo acto de hacer esto, como una forma de saber de la elite, produce o reproduce como práctica cultural la “fijeza” de las relaciones de poder y explotación en el texto social “real”. ¿Es entonces el testimonio simplemente otro capítulo en la historia de la “ciudad letrada” en América Latina –la asunción, unida directamente con los intereses de clase de las elites criollas y sus propias formas de auto-autorización cultural, es que la literatura, el intelectual letrado y la esfera pública urbana son o podrían ser significantes adecuados de lo nacional? La pre-

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Sklodowska 1990-1991: 113. La idea de “sujeto-pueblo multiforme” a la que Sklodowska alude proviene del crítico chileno Jorge Narváez. 8 Cfr. Spivak 1987: 95.

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gunta es relevante para la reivindicación hecha por el intelectual neoconservador Dinesh D’Souza de que Me llamo Rigoberta Menchú no es literatura. D’Souza escribió, para ser preciso: “Celebrar el trabajo del oprimido, más allá de los estándares de mérito con los que otras artes, historia y literatura son juzgadas, es romantizar su sufrimiento, pretender que éste es naturalmente creativo, y es darle un estatus estético que no es compartido o apreciado por aquellos que realmente soportan la opresión”9. A diferencia de D’Souza, creo que Me llamo Rigoberta Menchú es una de las más importantes obras de literatura producidas en América Latina en las últimas décadas. Sin embargo, creo también que debiera ser una provocación a la academia, una otredad radical, como D’Souza siente que es, en vez de algo suavemente integrado en un currículum para ciudadanía “multicultural” en una universidad de la elite en Estados Unidos. Me gustaría que mis estudiantes se sientan más incómodos que virtuosos cuando leen un texto como Me llamo Rigoberta Menchú. Me gustaría que ellos comprendieran que, casi por definición, el subalterno, el cual en algunos casos podría ser un componente de su propia identidad personal, no es, y no puede ser adecuadamente representado por la literatura o en la universidad, que la literatura y la universidad están entre las prácticas que crean y sustentan la subalternidad10. Al mismo tiempo, sin embargo, es precisamente la canonización académica de Me llamo Rigoberta Menchú la que contribuye a su fuerza ideológica, como señala Stoll. Menchú es, por supuesto, una intelectual también, cuya formación como tal incluye un período de entrenamiento como lo que se llama en la teología de la liberación una “catequista de la palabra”, que tiene la responsabilidad de explicar historias de la Biblia a su pueblo. Pero ella es una intelectual en un sentido claramente diferente a lo que Gramsci llamó el “intelectual tradicional” –esto es, alguien que satisface los criterios y representa la autoridad de la alta cultura, la filosofía y la ciencia– y muestra, a veces, una explícita hostilidad hacia los intelectuales, el sistema estatal de educación y la autori-

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D’Souza 1991: 87. Mary Louise Pratt me cuenta que una encuesta a los estudiantes de pregrado en su universidad (Stanford), mostró que Me llamo Rigoberta Menchú fue el libro que había tenido mayor impacto sobre ellos. Una encuesta similar en una universidad estatal en Estados Unidos produciría, creo, un resultado muy diferente, en parte porque muchos de los estudiantes provienen del acervo de la clase trabajadora o de la baja clase media, y (en general) están destinados a trabajos profesionales de medio o bajo perfil, y no a trabajos de elite. Sobre las contradicciones de enseñar Me llamo Rigoberta Menchú en los salones universitarios norteamericanos, véase los ensayos compilados en Carey-Webb y Benz 1996. 10

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dad de los libros11. La preocupación con la cuestión del poder de gestión subalterno en el testimonio se relaciona con la sospecha, señalada en el primer capítulo, de que los intelectuales y la escritura misma son, en tanto que tales, cómplices en las relaciones de dominación y subalternidad. El testimonio se nos presenta (esto es, a la esfera pública) como un texto escrito, pero que también conserva una cierta autoridad o privilegio epistémico de la oralidad en el contexto de los procesos de modernización que privilegian la alfabetización y la escritura en lenguajes europeos como normas culturales. Tanto Stoll como Sklodowska y Spivak están preocupados con lo que Gareth Williams llama la “fantasía disciplinaria” implícita en la presentación académica del testimonio12. Pero quizá la cuestión más urgente no es tanto cómo nosotros mismos nos apropiamos de narradores testimoniales, como iconos que nos dicen lo que nosotros queremos escuchar, sino cómo estos narradores se apropian de nosotros para sus propósitos. Sklodowska está en lo correcto, por supuesto, al plantear que la voz en el testimonio es una construcción textual, producida por un editor que vive en un muy distinto lugar de enunciación con relación al lugar representado por la voz narrativa misma. Sus recomendaciones nos dicen que debemos estar advertidos contra la “metafísica de la presencia”, sobre todo en el testimonio donde la convención de ficcionalidad ha sido suspendida, más que en otros textos. Pero algo de la experiencia del cuerpo que ha sufrido, ha pasado hambre o ha estado en peligro –lo que René Jara llama “un trazo de lo real”– está presente en el testimonio13. Ciertamente éste es el sentido del extraordinario pasaje en el cual Menchú narra la tortura y ejecución de su hermano por parte del ejército en la

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Por ejemplo: “Así es como se considera que los indígenas son tontos. No saben pensar, no saben nada, dicen. Pero, sin embargo, nosotros hemos ocultado nuestra identidad porque hemos sabido resistir, hemos sabido ocultar lo que el régimen ha querido quitarnos. Ya sea por las religiones, ya sea por las reparticiones de tierra, ya sea por las escuelas, ya sea por medio de libros, ya sea por medio de radios, de cosas modernas, nos han querido meter otras cosas y quitar lo nuestro” (Menchú 1983: 275). O también: “cuando entran maestros en las aldeas empiezan a meter la idea del capitalismo y de superarse. Entonces tratan de meternos esas ideas. Me recuerdo, que en mi aldea, estuvieron dos profesores algún tiempo y empezaron a enseñar al pueblo. Pero los mismos niños informaban a sus padres todo lo que les enseñaban en la escuela. Entonces los padres dijeron: ‘no, aquí no queremos que nuestros hijos sean ladinizados’ y, entonces, hicieron correr a los maestros [...]. Para el indígena es preferible no tener estudios que ladinizarse” (Ibídem, 321-322). 12 Cfr. Williams 1996. 13 Cfr. Jara 1986: 2.

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plaza del pueblo de Chajul, en Guatemala. Ella describe cómo, en el momento de clímax de la masacre, los testigos experimentaron un casi involuntario estremecimiento de repulsión y rabia, que los soldados percibieron y les obligó a permanecer en guardia y, eventualmente, retirarse: Ya después, el oficial mandó a la tropa a llevar a los castigados desnudos, hinchados. Los llevaron arrastrados y no podían caminar ya, arrastrándoles para acercarlos a un lugar. Los concentraron en un lugar donde todo el mundo tuviera acceso a verlos. Los pusieron en filas. El oficial llamó a los más criminales, los kaibiles, que tienen ropa distinta a los demás soldados. Ellos son los más entrenados, los más poderosos. Llaman a los kaibiles y éstos se encargan de echarle gasolina a cada uno de los torturados. Y decía el capitán, éste no es el último de los castigos, hay más, hay una pena que pasar todavía. Y eso hemos hecho con todos los subversivos que hemos agarrado, pues tienen que morirse a través de puros golpes. Y si eso no les enseña nada, entonces les tocará a ustedes vivir esto. Es que los indios se dejan manejar por los comunistas, dijo. Al mismo tiempo quería convencer al pueblo pero lo maltrataba en su discurso. Entonces los pusieron en orden y les echaron gasolina. Y el ejército se encargó de prenderles fuego a cada uno de ellos. Muchos pedían auxilio. Parecían que estaban medio muertos cuando estaban allí colocados, pero cuando empezaron a arder los cuerpos, empezaron a pedir auxilio. Unos gritaron todavía, muchos brincaron pero no les salía la voz. Claro, inmediatamente se les tapó la respiración. Pero, para mí era increíble que el pueblo, allí muchos tenían sus armas, sus machetes, los que iban en camino del trabajo, otros no tenían nada en la mano, pero el pueblo, inmediatamente cuando vio que el ejército prendió fuego, todo el mundo querían apagar, exponer su vida, a pesar de todas las armas [...]. Ante la cobardía, el mismo ejército se dio cuenta que todo el pueblo estaba agresivo. Hasta en los niños se veía una cólera, pero esa cólera no sabían como demostrarla (Menchú 1983: 285-286).

Leyendo este pasaje, nosotros también experimentamos esta rabia y la posibilidad de desafío frente a la amenaza de muerte, de la misma manera que cuando en la película de Steven Spielberg sobre el Holocausto, La Lista de Schindler, las mujeres en el campo de concentración de Cracovia, que se estaban felicitando mutuamente por haber escapado del proceso de selección, se dan cuanta de repente que sus hijos han sido reunidos mientras tanto y están siendo llevados en camiones a las cámaras de gas. Éstas son instancias de lo que Lacan llama tuché: momentos donde la experiencia quiebra la pasividad impuesta sobre los testigos por la represión, mediante la repetición. Por el contrario, romantizar la victimización tendería a confirmar una narrativa cristiana del sufrimiento y la redención que confirma la dominación colonial o imperialista en primer lugar. En la práctica, tal postura lleva-

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ría más a un paternalismo benevolente o a un sentido de culpabilidad “liberal” que a una solidaridad efectiva, la cual presume en principio una relación de igualdad y reciprocidad entre las personas implicadas14. Pero la narración de la muerte del hermano de Menchú es precisamente uno de los pasajes de Me llamo Rigoberta Menchú cuya veracidad literal Stoll cuestiona, argumentando sobre la base de sus propias entrevistas en el área de la que proviene Menchú (donde él paso varios años realizando trabajo de campo): 1) que la tortura y masacre de su hermano por parte del ejército ocurrió en una manera diferente, 2) que Menchú no pudo haber sido testigo de ella (63-70), y 3) que por lo tanto su descripción es una “inflación mítica” (232). Es importante distinguir este argumento de los posteriormente hechos por los comentaristas de derecha en Estados Unidos o Guatemala que mantienen que Me llamo Rigoberta Menchú es fraudulenta. Stoll no está diciendo que Menchú haya falsificado todo. Él no refuta el asesinato del hermano de Menchú por el ejército, y estipula en su prefacio que “no hay duda sobre los puntos más importantes [en su historia]: que una dictadura masacró a miles de campesinos indígenas, que las víctimas incluían a la mitad de la familia directa de Rigoberta, que ella huyó a México para salvar su vida y que se unió al movimiento revolucionario para liberar a su país” (viii). Pero Stoll arguye que las incorrecciones, omisiones o malentendidos que él pretende encontrar en el relato de Menchú la vuelven a ella 14 Debo esta observación a Pat Seed. La romantización de las víctimas fue la estrategia de las narrativas anti-esclavistas producidas por las elites liberales o las aspirantes a elites en el siglo XIX, tanto en América Latina como en Estados Unidos. Esta romantización es también un problema en La Lista de Schindler. El uso por Spielberg de la historia de Schindler personaliza el Holocausto y lo acerca al espectador: así diferencia su film del tratamiento vanguardista del Holocausto como en el caso de Noche y bruma de Alain Resnais o Shoah de Claude Lanzman. El precio, sin embargo, es que los judíos (como grupo) pueden ser representados en el film sólo como víctimas, dependientes de Schindler y del personaje representado por Ben Kingsley, quien simboliza el rol tradicional del liderazgo judío de los Judenrats (las comisiones judías establecidas por los nazis), para su salvación. Una representación sionista o comunista habría criticado el rol de los Judenrats y habría enfatizado la posibilidad de la auto-organización judía desde abajo y la lucha armada contra el sistema nazi, en lugar de su concesión a la benevolencia de elites judías y no judías. Aun la misma representación del Holocausto, en otras palabras, es sustraída en La Lista de Schindler de las víctimas o participantes reales. El film, como una empresa capitalista, refleja el negocio de Schindler (manufactura de armas) como el vehículo necesario para la salvación judía. Es ilustrativo contrastar la estrategia narrativa de Spielberg en el film con el montaje colectivo de testimonios directos por sobrevivientes del Holocausto, presentado en el Museo del Holocausto en Washington, o con un vídeo similar producido con el auspicio de Spielberg, Voces del Holocausto.

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menos confiable como representante de los intereses y creencias de las personas en nombre de las cuales reivindica hablar. Menchú ha reconocido públicamente que anexó elementos de las experiencias y anécdotas de otras personas en su propio relato. En particular ha admitido que ella no estaba presente en la masacre de su hermano y sus compañeros en Chajul, y que el relato de los eventos vino en cambio de su madre, quién (según Menchú) sí estaba allí. Ella dice que estas interpolaciones fueron una manera de hacer de su relato una narración colectiva, más que una autobiografía15. Destaca, en contra del cuestionamiento de Stoll acerca de la representatividad de su testimonio, el famoso parágrafo de apertura, donde declara que su historia es “la vida de todos los guatemaltecos pobres y trataré de dar un poco de mi historia. Mi situación personal engloba toda la realidad de un pueblo” (Menchú 1983: 30). Pero, de alguna forma, el debate entre Menchú y Stoll no es tanto sobre qué ocurrió realmente, sino sobre quién tiene la autoridad para narrar. Lo que parece molestar a Stoll sobre todo es que Menchú tenga una agenda ideológica. Él quiere que ella sea una “informante nativa”, que se prestará para sus propósitos (de reunión y evaluación de información), pero ella es, en cambio, una intelectual orgánica preocupada por producir un texto de “historia local” (por recordar el término utilizado por Florencia Mallon); esto es, por elaborar hegemonía. Aunque Stoll habla de objetividad y hechos, él también tiene una agenda ideológica. Él cree que el intento de la izquierda marxista por realizar una lucha armada contra el ejército dictatorial en Guatemala puso a la mayoría de la población indígena del país “entre dos fuegos”, produciendo un apoyo para la guerrilla más por la ferocidad de las medidas del ejército contrainsurgente que por la creencia en la justicia o necesidad estratégica de la lucha armada16. Por el contrario, la lógica narrativa de Me llamo Rigoberta Menchú sugiere que la lucha armada guatemalteca se fue haciendo necesaria debido a las condiciones de represión impuestas sobre las comunidades indígenas, en su intento por mantenerse firmes contra las tomas de terreno y la explotación por parte del ejército, los escuadrones de la muerte paramilitares y los latifundistas ladinos. En otras palabras, para que Stoll pueda sostener su hipótesis tiene que desacreditar el

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Ver el texto de su entrevista con Juan Jesús Aznárez, “Los que me atacan humillan a las víctimas”, para el periódico español El País (24 de enero, 1999). Una traducción de la entrevista, junto con documentos, artículos periodísticos, entrevistas y ensayos representando una variedad de posiciones en el debate Stoll/Menchú, incluyendo la respuesta de Stoll a sus críticos, está en Arias 2001. 16 Cfr. Stoll 1993.

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testimonio de Menchú. Como se hace claro al final de su libro, Stoll intenta no sólo una crítica retrospectiva de la lucha armada en Guatemala; también quiere que su libro sea una advertencia contra el entusiasmo por movimientos contemporáneos de reivindicación campesina, como los zapatistas en México. Para Stoll, las estrategias de la guerrilla rural como tales “son una fantasía urbana, un mito propulsado por radicales de clase media que sueñan con encontrar la verdadera solidaridad en el campo”, un mito que “ha sido reiterativamente fatal para la misma izquierda, por desmoralizar sectores de las clases bajas y hacer posible una respuesta aplastante por parte del Estado” (1993: 282). La distorsión o simplificación de la vida indígena y de las realidades rurales que un texto como Me llamo Rigoberta Menchú produce, es, según él, cómplice con esta fantasía urbana. Pero, el problema de Stoll ¿es realmente la verdad del relato de Menchú o la legitimidad de la lucha armada como tal? Si fuera posible mostrar que todos los detalles en la narración de Menchú son, de hecho, verificables o plausibles, ¿se seguiría para Stoll que la lucha armada estaba justificada? Obviamente, no. Pero, de la misma forma, los vacíos, las incorrecciones, las “inflaciones míticas”, que él encuentra en el relato de Menchú no necesariamente se suman a su crítica de la lucha armada. Tal vez la lucha armada fue un error: Stoll observa que la propia Menchú ha buscado en años recientes mantener una cierta distancia entre su persona y la organización paraguas de la izquierda insurreccional, la URNG. Pero este juicio no se deriva de su descrédito de la autoridad narrativa de Menchú. En otras palabras, la cuestión de la verdad está subordinada al desacuerdo ideológico de Stoll con la estrategia de la lucha armada. Mi propia perspectiva es que bajo condiciones de dictadura militar y paramilitar, en las cuales aun el más precavido sindicalista u oficial socialdemócrata o demócrata-cristiano pudiera “desaparecer”, y en el contexto de la victoria sandinista en 1979, no es sorprendente que la resistencia armada apareciera para mucha gente en Guatemala como una desesperada pero plausible estrategia. En particular, es bastante diferente decir como Stoll que no todos los campesinos indígenas apoyaron la lucha armada que decir que la estrategia guerrillera les fue impuesta, contra sus voluntades e intereses. Stoll no nos da más evidencia “dura” convincente para soportar esta conclusión que Menchú para argumentar lo contrario. Otros observadores han argumentado que la guerrilla fue relativamente exitosa en reclutar campesinos indígenas, que la integración de la guerrilla predominantemente ladina y marxista con elementos de esta población implicó un problema grave para la dictadura militar, y que era precisamente esa posibilidad de alianza entre ladinos e indígenas la que el ejército estaba tratando de destruir con la guerra contrain-

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surgente genocida que Menchú describe en su testimonio17. ¿A quién debemos creer? Como en el juicio por prevaricación al presidente Clinton en Estados Unidos, esto se reduce a un asunto de dimes y diretes, que al final será decidido sobre fundamentos políticos más que epistemológicos. Refiriéndose a las tareas de la comisión de la verdad establecida como parte del proceso de paz en Guatemala, Stoll señala que “si la identificación de los crímenes y el quiebre del régimen de ocultamiento ha devenido un imperativo público en el proceso de paz, si hay una demanda pública por establecer la ‘memoria histórica’, entonces Me llamo Rigoberta Menchú no puede ser mantenida como verdad en una forma que no es” (1993: 273). Eso es razonable. Pero si el ejército guatemalteco simplemente había destruido la guerrilla e impuesto su voluntad sobre la población, entonces no habrá ninguna comisión de la verdad, en primer lugar. Stoll, paradójicamente, desacredita el relato de Menchú, entre otras cosas, precisamente porque éste ayudó a los líderes de la guerrilla “a obtener finalmente en diciembre de 1996 el acuerdo de paz” (1993: 278). En el proceso de construcción de su narrativa y de articularse ella misma en torno a la circulación de ésta, Menchú está deviniendo no subalterna, en el sentido en que ella está funcionando como un sujeto de la historia. Pero las condiciones de su devenir-no-subalterna –su estrategia narrativa, silencios, “inflación mítica”, “reinvención”, etc.– necesariamente implican que hay versiones de “lo que realmente ocurrió” que ella no representa o no puede representar sin relativizar la autoridad de su propio relato. En cualquier situación social, incluso dentro de una clase o grupo particular, siempre es posible encontrar una variedad de narrativas y puntos de vista que reflejan agendas e intereses contradictorios. “Un relato veraz de Chimel [la región de procedencia de la familia de Menchú] habría presentado una imagen no inspiradora de campesinos enfrentándose unos a otros”, señala Stoll. “[Los] narradores de historia de vida tienden a minimizar la incoherencia, accidente, discontinuidad y duda que caracteriza la experiencia de vida real [...]. En el caso de Rigoberta, ella alcanzó coherencia omitiendo aspectos de la situación que contradecían la ideología de su nueva organización, sustituyéndolos por temas revolucionarios apropiados” (1993: 192-193). La existencia de “otras” voces en el relato de Stoll hace que las comunidades indígenas de Guatemala –incluso la propia familia de Menchú– parezcan irremediablemente fisuradas por rivalidades internas, contradicciones, diferentes formas de narrar. “Obviamente”, escribe Stoll, “Rigoberta es una

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Véase, por ejemplo, Smith 2001.

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voz maya legítima. Así también lo son todos los jóvenes mayas que quieren emigrar a Los Ángeles o Houston. Así también el hombre con una familia grande que posee 3 acres de tierra agotada y quiere que yo le compre una sierra para que pueda cortar el último bosque más rápidamente. Cualquiera de estas personas puede ser tomada para hacer generalizaciones erradas sobre los mayas” (1993: 247). Pero, de alguna forma, observar esto es negar la posibilidad de la lucha política como tal, porque un proyecto hegemónico, por definición, apunta a la posibilidad de una voluntad y acción colectivas que dependen precisamente de la transformación de las condiciones de exclusión política y cultural que refuerzan estas rivalidades y contradicciones. La apelación a la heterogeneidad –“cualquiera de estas personas”– deja intacta la autoridad del observador externo –en este caso, Stoll–, quien está sólo en la posición de ser capaz tanto de escuchar como de ponderar los diversos testimonios (pero el observador externo también tiene sus propias agendas social, política y cultural, y sus acciones tienen efecto “internos” a la situación que él pretende describir desde una posición de neutralidad objetiva). También deja intactas las estructuras existentes de dominación política-militar y de autoridad cultural. La existencia de “contradicciones en el seno del pueblo”, por recordar el concepto maoísta –por ejemplo, los interminables combates interinos sobre la tierra y los recursos naturales dentro y entre comunidades campesinas que Stoll enfatiza tanto en su libro–, no niegan la posibilidad de una contradicción entre el “pueblo” como tal y un “bloque de poder” étnico y de clase, sentido como profundamente alienante y represivo por estas comunidades (retornaré a este problema en el próximo capítulo). Pero el argumento de Stoll no es sólo sobre Guatemala. También está dirigido contra los discursos del multiculturalismo y el postmodernismo en la academia norteamericana, los cuales él siente en complicidad, consciente o inconscientemente, para perpetuar la lucha armada, promoviendo Me llamo Rigoberta Menchú y convirtiendo a Menchú en una figura internacional. Por ejemplo: “Fue en nombre del multiculturalismo que Me llamo Rigoberta Menchú entró en las listas de lecturas de la universidad” (1993: 243). O también: “[B]ajo la influencia del postmodernismo (el cual ha socavado la confianza en los hechos) y de las políticas de identidad (las cuales demandan la aceptación de las demandas de las víctimas), los académicos están crecientemente no dispuestos a desafiar ciertos tipos de retóricas” (1993: 244). O: “con las críticas postmodernas a la representación y a la autoridad, muchos académicos están tentados de abandonar la tarea de verificación, especialmente cuando ellos construyen al narrador como una víctima que merece su respaldo” (1993: 274).

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Lo que comenzó como una crítica a las pretensiones de verdad del testimonio de Rigoberta Menchú y a la estrategia foquista del movimiento guerrillero guatemalteco, se transforma en una problemática de disciplinariedad académica. La conexión entre postmodernismo y multiculturalismo que molesta a Stoll, es establecida sobre la base de que el multiculturalismo (y el libro de Menchú es, entre otras cosas, un argumento para entender a Guatemala misma como una nación profundamente multicultural y multilingüística) implica una demanda de relativismo epistemológico que coincide con la crítica postmoderna de la ideología de la Ilustración. Si es que no hay un estándar universal para la verdad, entonces las pretensiones de verdad son contextuales: tienen que ver con cómo sujetos sociales construyen diferentes representaciones del mundo y tienen diferentes memorias históricas, aun cuando comparten el mismo conjunto de hechos, en situaciones de radical inequidad social, explotación y represión. La verdad reivindicada por una narrativa testimonial tal como Me llamo Rigoberta Menchú depende del otorgamiento de una autoridad epistemológica especial a la experiencia subalterna. Pero para Stoll, esto se traduce en una “inflación mítica” del subalterno que favorece los prejuicios de una audiencia académica metropolitana, en función de una política de solidaridad que (en su perspectiva) está provocando más daño que buenos resultados. Contra tal inflación, Stoll quiere afirmar la autoridad del procedimiento de recolección de hechos de la antropología o el periodismo, en el cual las narrativas testimoniales, como la de Menchú, son tratadas, simplemente, como materia prima que debe ser procesada por técnicas más objetivas de evaluación. “Si nosotros nos enfocamos en el texto, en la narración o en la voz, no es difícil hallar a alguien que diga lo que queremos escuchar, precisamente lo que necesitamos para afirmar nuestro sentido de dignidad moral o nuestra identidad de intelectuales rebeldes”, escribe (1993: 247). Pero las fuentes de Stoll para cuestionar el recuento de Menchú de la masacre de su hermano y otros detalles de su historia son entrevistas con personas provenientes de la región en la que ocurrió la masacre, entrevistas que él condujo varios años después. Es decir, la única evidencia que puede poner en el lugar de lo que considera el norepresentativo testimonio de Menchú son otros testimonios, en los cuales (no es una sorpresa) puede encontrar cosas que él quiere escuchar. Hay una discusión en un libro de Shoshana Felman y Dori Laub sobre representaciones testimoniales del Holocausto que se relaciona con este dilema. Tiene que ver con una mujer superviviente que dio un reporte presencial del sublevamiento de Auschwitz para el Vídeo-Archivo de Testimonios del Holocausto de la Universidad de Yale. En un determinado momento de su narración, la superviviente recuerda que en el curso de la sublevación, en sus

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propias palabras: “Repentinamente, vimos salir por las chimeneas llamas, explosiones. Las llamas se disparaban al cielo, la gente estaba corriendo. Esto era increíble”18. Meses después, en una conferencia sobre el Holocausto, esta secuencia se volvió el centro de un debate. Algunos historiadores plantearon que sólo una de las chimeneas había sido destruida en la sublevación, no varias, y que la mujer no había mencionado en su narración que la resistencia clandestina polaca había traicionado el alzamiento. Dado que la narradora estaba equivocada en estos detalles cruciales, argumentaban, sería mejor poner a un lado la totalidad de su testimonio, en vez de dar credibilidad a los llamados “revisionistas” que quieren negar la realidad del Holocausto en su totalidad, mediante el cuestionamiento de la fidelidad del recuento factual. Laub y Felman notan que, en esa ocasión, [un] psicoanalista que había sido uno de los entrevistadores de la mujer, estaba en profundo desacuerdo. “La mujer estaba testificando”, insistía él, “no sobre el número de chimeneas que explotaron, sino sobre algo aún más radical, más crucial: la realidad de una impensable ocurrencia. Una chimenea explotando en Auschwitz era tan impensable como cuatro”. La cantidad significa menos que la ocurrencia misma [...]. La mujer testificó sobre un evento que rompió el marco represivo de Auschwitz, donde las revueltas armadas de los judíos no sólo no ocurrían, sino que no tenían lugar. Ella testificó sobre el quiebre del marco represivo. Ésa fue la verdad histórica (1992: 60).

Es el mismo Laub quien prosigue: En el proceso de testimoniar un trauma, como en la práctica psicoanalítica, en efecto, tú no quieres saber nada más que lo que el paciente te cuenta, porque lo que es importante en la situación es el descubrimiento del saber –su evolución y su misma ocurrencia–. El saber en el testimonio es, en otras palabras, no una factualidad pre-dada que es reproducida y replicada por el testificante, sino un advenimiento genuino, un evento de suyo propio [...]. [La mujer] estaba testificando no simplemente sobre los hechos empíricos históricos, sino sobre el secreto mismo de la supervivencia y la resistencia a la exterminación. Los historiadores no podían escuchar, creo, la forma en la cual su silencio era, en sí mismo, parte del testimonio, una parte esencial de la verdad histórica de la que ella, precisamente, era testigo [...]. Ésta era su forma de ser, de sobrevivir, de resistir. No se trata simplemente de su discurso, sino de los mismos límites silenciosos que rodeaban su discurso, los cuales atestiguan, hoy día como en el pasado, esta afirmación de resistencia (1992: 62).

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Felman y Laub 1992: 59.

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Algo sabemos de la naturaleza de este problema. No hay, fuera del discurso humano mismo, un nivel de facticidad social que pueda garantizar la verdad de esta o aquella representación, dado que los hechos de la memoria no son esencias anteriores a la representación, sino que, en cambio, son las consecuencias de las luchas por la representación. Ése es el sentido del aforismo de Benjamin según el cual “aun los muertos no están seguros”: incluso la memoria del pasado es coyuntural, relativa, perecedera. El testimonio es tanto un arte como una estrategia de la memoria subalterna. Otorgar a narradores testimoniales como Rigoberta Menchú sólo la posibilidad de ser testigo, pero no la posibilidad de crear su propia autoridad narrativa y negociar sus condiciones de verdad y representación, sería todavía una versión más del “informante nativo” de la antropología colonial. Esto equivaldría a decir que el subalterno puede hablar, pero sólo a través de nuestra autoridad institucionalmente sancionada como intelectuales, la cual nos da el poder de decidir qué es válido y qué no en la materia prima testimonial. Sin embargo, es precisamente esa autoridad institucionalmente sancionada, en una menos benevolente forma aunque todavía alegando hablar desde el lugar de la Verdad, la que el subalterno debe confrontar cotidianamente en forma de guerra, explotación económica, esquemas de desarrollo, aculturación obligatoria, represión policial y militar, destrucción de su hábitat, esterilización forzada, etcétera19. Stoll (en una forma que recuerda la apelación de Florencia Mallón al “polvo de los archivos”) plantea directamente el problema de la autoridad de la antropología –la cual, en su visión, tiene la franquicia disciplinaria de representar los “otros”– contra lo que es, para él, su corrupción por “académicos postmodernistas”. Déjenme decir entonces algunas palabras sobre la relación de Menchú con la tradición maya. Su testimonio, aunque está fundado en la noción de recuperación de la tradición, lo cual su interlocutora, Elisabeth Burgos (también una antropóloga), subraya mediante la inserción de pasajes del Popol Vuh al comienzo de algunos capítulos, no contiene nada particularmente “tradicional”: no es la tradición la que hace al testimonio “toda la realidad de un pueblo”, porque no hay nada particularmente tradicional en la comunidad o la forma de vida que ella describe. Nada más

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“Cualquier sentencia de autoridad no tiene otra garantía que su simple enunciación, y resulta inútil para ella buscar otra significación, puesto que no podría aparecer fuera de este locus, de ninguna manera. Eso es lo que quiero indicar cuando digo que no se puede apelar a ningún metalenguaje como recurso, o, más aforísticamente, que no hay Otro del Otro. Y cuando el legislador (aquél que reclama mantenerse bajo la ley) se presenta a sí mismo para llenar el vacío, lo hace en la forma de un impostor” (Lacan 1997: 310-311).

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“postmoderno”, nada más atravesado por las fuerzas económicas y culturales del capitalismo trasnacional –nada que nosotros podamos reivindicar en nuestras vidas– que las contingencias sociales, económicas y culturales en las que Menchú, su familia y sus amigos viven y mueren. Incluso la aldea comunal que su narración evoca tan insistentemente, con su vida económica y sus rituales colectivos, se revela, en una más cercana inspección, no tanto como una ancestral Gemeinschaft maya, sino como un establecimiento fundado por su padre, Vicente, sobre territorios desocupados en las montañas, en un momento en el que se producía un desplazamiento forzado de los habitantes desde lugares de residencia previos, de la misma forma que los campesinos han creado las grandes barriadas de los alrededores de las ciudades latinoamericanas o los refugiados de las guerras civiles en Centroamérica han tratado de reconstruir sus comunidades20. No quiero, sin embargo, disminuir la fuerza de la insistente apelación de Menchú a la autoridad de sus ancestros y de la tradición, sino indicar simplemente que es una apelación que está siendo activada y, al mismo tiempo, continuamente revisada en el presente, que es una respuesta a las condiciones de proletarización y semi-proletarización que sujetos como Menchú y su familia han experimentado en el contexto del mismo proceso de globalización que afecta nuestras propias vidas. De alguna forma, un artista de performance podría ser una guía más confiable para acceder al mundo de Menchú, que antropólogos como David Stoll o Elisabeth Burgos, quienes asumen que están autorizados o, simplemente se autorizan a sí mismos para presentarnos a nosotros la verdad. Los lectores del testimonio de Menchú recordarán en particular los comentarios, quizá no intencionalmente condescendientes de Burgos, en su introducción, sobre la vestimenta de Menchú (“Vestía su traje tradicional: un huipil multicolor con bordados gruesos y variados”, etcétera [11]), y probablemente tenderán a percibir esto como ilustración de la auto-interesada benevolencia de los intelectuales hegemónicos hacia los subalternos. Pero la ropa de Menchú no es tanto un índice de su autenticidad como subalterna, lo que confirmaría las virtudes epistemológicas y éticas de los intelectuales de “buena fe” en el primer mundo: tanto como trabajadora del campo en las plantaciones de café y como sirvienta en la Ciudad de Guatemala, Menchú tuvo que aprender a vestirse de manera diferente, como nos cuenta ella misma en su narración. Su ropa habla, por el contrario, de una especie de

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Véase el análisis meticuloso de una de estas comunidades elaborado por Beth y Steve Cagan (1991).

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travestismo performativo por su parte, un uso consciente de las vestimentas de la mujer tradicional maya como un significante cultural para definir su propia identidad y su alegato a favor de la comunidad y de los valores por los que está luchando21. En esto, como en la construcción del texto testimonial, se trata de una forma de agenciamiento subalterno. Preguntada, en la misma entrevista donde defiende su derecho a aparecer como co-autora del libro Me llamo Rigoberta Menchú, si es que ella piensa que sus luchas tendrán un fin, Menchú contesta: “Yo sí creo que la lucha no tiene fin. [...] yo creo que la democracia no depende de la implantación de algo, sino que va a ser un proceso en desarrollo, se va a desenvolver a lo largo de la Historia” (Britten y Dworkin 1993: 213). Ella ve su propio testimonio en términos de una intervención coyuntural que respondió a una urgencia estratégica, una intervención ahora relativizada por lo que no fue o no pudo ser incluida en ella, una metonimia imperfecta de un texto diferente, potencialmente más completo o representativo, abierto a las contingencias de la memoria y de la historia. Excepto por la esperanza de ser reconocida como co-autora, no es mucho lo que ella objeta a la forma en que Elisabeth Burgos transcribió y editó su narración, más bien, su preocupación aparece como una autocrítica: Ahora, al leerlo, me da la impresión que es una parte, que son fragmentos de la historia misma, ¿verdad? Tantas anécdotas que uno tiene en la vida, especialmente la convivencia con los abuelos, con la familia, con la tierra, con muchas cosas. Son fragmentos los que tiene el libro y ojalá que algún día pudiéramos redocumentarlo para publicarlo, tal vez para nuestros nietos, posiblemente después de poner una serie de otras leyendas, testimonios, vivencias, creencias, oraciones, que aprendimos de chiquititos, porque el libro tiene una serie de limitaciones (Britten y Dworkin 1993: 217).

Nótese que Menchú distingue en este pasaje entre un testimonio –el libro Me llamo Rigoberta Menchú (“son fragmentos los que tiene el libro”)– y testimonios en plural como prácticas o actos heterogéneos y principalmente

21

Menchú nota que “entonces, para una comunidad, el hecho de que se cambie nuestra forma de vestir, es una falta de dignidad ante todo el mundo. Entonces, el que no se viste como se visten nuestros abuelos, nuestros antepasados está perdiéndose” (Menchú 1983: 84). Pero el escritor guatemalteco Arturo Arias, que ha trabajado con ella, me ha dicho que fuera de la mirada pública, ella usa a veces blue jeans y camiseta. Guha (1983) tiene varios pasajes lúcidos sobre las formas de vestir como expresión de resistencia; véase, por ejemplo, páginas 65-66.

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orales de testificación y narración en su propia comunidad, como en “una serie de otras leyendas, testimonios, vivencias, creencias, oraciones”. Testimonio en singular es sólo una forma, dirigido a un público “letrado”, de una más amplia práctica testimonial en la cultura subalterna, una práctica que incluye las artes de la memoria oral, de la narración comunitaria, del cotilleo y del rumor. Aun cuando la identificación principal, al comienzo de su narración, es con su padre, Vicente –el hombre público u organizador– éstas son, precisamente, las artes que Menchú reconoce haber aprendido de su madre, cuya propia vida recuerda al final de su historia como un “testimonio vivo”22. Testimonio en singular es, por supuesto, la forma de esta práctica comunal que está a nuestro alcance, es decir, en la que podemos “oír” al subalterno. De aquí se deriva el carácter esencialmente metonímico del texto testimonial. No se trata entonces solamente de la voz/experiencia del narrador como metonimia de un grupo o comunidad más amplio, como en la reivindicación de Menchú de su narración como el testimonio de “todo un pueblo”; el testimonio mismo es también una metonimia de las prácticas culturales de “representación”, complejas y variadas, de esa comunidad o grupo. Lo que Me llamo Rigoberta Menchú nos obliga a confrontar no es al subalterno como víctima “representada” de la historia, sino en cambio como un agente de un proyecto histórico transformativo que aspira a devenir hegemónico según su propia dinámica. Aunque podemos entrar en relaciones de comprensión y solidaridad con este proyecto, no es nuestro proyecto en ningún sentido inmediato y, podría de hecho implicar estructuralmente una contradicción con nuestra posición de relativo privilegio y autoridad en el sistema global. Volverse un escritor, producir un texto literario desde una narración oral, usar la narración testimonial para construir una narrativa histórica en la forma en que Mallon lo hace en Peasant and Nation, leer y discutir el texto en una clase universitaria no es la solución a la “situación de urgencia” que genera la narración testimonial, aunque Burgos, Menchú y los demás envueltos en la creación del texto eran conscientes, desde el principio, de que éste sería usado contra la guerra de contra-insurgencia que el ejército guatemalteco estaba desarrollando. Pero el propio interés de Men-

22 Destaca en el último capítulo algunos ejemplos del trabajo del grupo de historiadores subalternistas sobre oralidad en la culturas campesinas. Lo que es relevante de esto para Me llamo Rigoberta Menchú es que el modo de transmisión de la cultura oral es dependiente del altamente socializado carácter de la vida cotidiana comunitaria, en la cual las mujeres juegan un rol central.

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chú en crear su testimonio no radica en verlo convertirse en parte de la “cultura occidental”, de la cual, en cualquier caso, ella desconfía profundamente, ni en hacer posible un objeto de consumo para nosotros, a través del cual tengamos acceso a “toda la realidad” de su pueblo. En cambio, su interés estriba en la posibilidad de actuar estratégicamente en una forma en que se haga posible escuchar los intereses del pueblo que ella “representa”, a quienes ella llama “los pobres” de Guatemala. Ésta es la razón de porqué su testimonio no puede ser concebido como “gran literatura”, en el sentido en que ésta tendría para D’Souza: el testimonio se ubica fuera, necesariamente, de los campos de la antropología y la literatura, en sus condiciones actuales23. Esto parece obvio, aunque hay una dura lección acá para nosotros, en la medida en que nos obliga a reconocer que la intención de la práctica cultural subalterna no es simplemente la de significar, más o menos habilidosamente, más o menos sinceramente, su subalternidad para nosotros. Si eso fuera lo que el testimonio hace, entonces Sklodowska y Spivak estarían acertadas en concebir el testimonio como una especie de costumbrismo postmoderno. Mientras Menchú habla, en el pasaje citado anteriormente, de la posibilidad de re-hacer su texto, también deja claro que esa posibilidad involucra otras historias que ella necesita, o quiere contar. Y debe ser así, porque no es sólo nuestro deseo o nuestros propósitos los que deben contar en relación con el testimonio. Pero nosotros –el nosotros de “nuestro deseo o nuestros propósitos” indicado antes– no estamos exactamente en la posición dominante del binarismo dominante/subalterno. Mientras servimos a la clase dominante, no somos (necesariamente) parte de ella. Concebir el problema de la representación simplemente como celebración de la diferencia y la alteridad es quedar en el espacio del multiculturalismo liberal. Equivale a reemplazar la

23 La idea de Mary Louise Pratt acerca del testimonio como “auto-etnografía” es pertinente aquí. Mientras en la historia oral o en la “historia de vida” etnográfica es fundamental la intencionalidad del interlocutor, en la etno-biografía el sujeto subalterno encuentra un interlocutor que pertenece a la hegemonía y que está en la posición de hacer su historia conocida a una más amplia, “letrada”, audiencia. En la “historia de vida” el texto es el producto de una voluntad hegemónica; en la auto-etnografía, el texto es producto de una voluntad subalterna. Menchú ha aclarado que Me llamo Rigoberta Menchú fue hecho no sólo por Elisabeth Burgos sino también por un equipo de compañeros de la organización político-militar a la que ella estaba asociada en Guatemala, incluyendo al historiador Arturo Taracena, trabajando junto a ella después de las sesiones con Burgos en París. Me llamo Rigoberta Menchú es, en este sentido, el proverbial texto escrito por un comité (¡por un comité central, en este caso!).

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política por una ética desconstructiva. Parte de la apelación al testimonio de Menchú que Stoll objeta reside en el hecho de que éste simboliza y posibilita concretamente una relación de solidaridad activa entre nosotros –como miembros de las clases medias profesionales y practicantes de las ciencias humanas– y sujetos sociales subalternos. El testimonio implica mucho más que simplemente ser espectadores y reporteros de las luchas de los otros construyen en torno a las políticas de identidad y los puntos de contención a la globalización. Nosotros también tenemos intereses en estas luchas. Tanto las bases éticas como las económicas de nuestras vidas profesionales dependen de la idea de servicio en una red de soporte público, de actividades o de instituciones subsidiadas. Como una clase o fracción de clase, con parámetros locales, nacionales y trasnacionales, los profesionales tienen muy poco que ganar y mucho que perder con los procesos de privatización y de menoscabo de salarios y de estándares de vida introducidos por el neoliberalismo triunfante. Este hecho funciona como un argumento a favor de una alianza táctica entre los estratos de clase media profesional y los “pobres” locales/globales. De manera similar, aunque sobre la base de una afirmación de la identidad y cultura maya contra una “gran narrativa” de acumulación y modernización (expresada tanto en versiones marxistas como liberal-burguesas), Me llamo Rigoberta Menchú no es tanto la apelación a una suerte de excepcionalismo maya, como un gesto hacia una formación política potencialmente hegemónica en Guatemala, que también incluiría elementos de la clase trabajadora y de la clase media ladina (y más allá de Guatemala, que comprometería el apoyo de las fuerzas progresistas en el mundo en general). Lo que Menchú llega a comprender, en otras palabras, es que la posibilidad de una identidad política maya y su supervivencia cultural, se ha hecho dependiente de una alianza con lo que para ella es un otro24. La posibilidad de construir tal formación política, basada sobre la coincidencia de intereses entre sujetos subalternos e intelectuales y profesionales como nosotros mismos, quienes buscamos “representarlos” a ellos, es algo que David Stoll, en su argumento en contra del testimonio de Menchú, busca imposibilitar. De esta manera también, el texto de Stoll funciona como un texto de contra-insurgencia. Lo que compartimos con Rigoberta

24 Sobre este punto, véase Morales 2002. Debo notar, sin embargo, que estoy en desacuerdo con la polémica de Morales contra la identidad política maya en Guatemala, las razones de mi desacuerdo están en el núcleo de mi argumento sobre multiculturalismo en el capítulo 5.

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Menchú, más allá de las contradicciones que separan nuestros intereses y proyectos, es el deseo y la necesidad por un nuevo tipo de Estado junto con nuevos tipos de institucionalidad político-económica transnacional. ¿Cómo favorecemos esta posibilidad en medio de la apabullante hegemonía del neoliberalismo? Ésta es la problemática que me gustaría discutir en la segunda parte de este libro, la cual, de manera general, tiene que ver con la relación entre estudios subalternos y estudios culturales.

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CAPÍTULO IV ¿HÍBRIDO O BINARIO? SOBRE LA CATEGORÍA DE “EL PUEBLO”

Ranajit Guha agrega a su definición del subalterno (recordemos: “un nombre para el atributo general de la subordinación [...] ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género u oficio o en cualquier otra forma”) esta frase calificadora: “nosotros reconocemos, por supuesto, que la subordinación no puede ser comprendida excepto como uno de los términos constitutivos de una relación binaria de la cual el otro término es el de dominación” (1988: 35). La referencia no declarada es a la concepción de Ferdinand de Saussure sobre el rol de la negación en la constitución de la identidad del significante lingüístico1. Ello implica que la lógica que constituye la identidad subalterna es, necesariamente, binaria. Comenzando desde la misma consideración estructuralista sobre la producción de sentido, Homi Bhabha argumenta, por el contrario, que la resistencia del sujeto colonizado emerge, necesariamente, al margen de las identidades fijas o en su momento catacrético: “[L]as complejas estrategias de identificación cultural y discursiva apuntan a que la función en el nombre ‘del pueblo’ o ‘la nación’ son [escribe] más híbridas en la articulación de diferencias culturales e identificaciones –género, raza, clase– que lo que puede ser representado en cualquier estructuración jerárquica o binaria del antagonismo social” (1990: 292). Esta comprensión, a su vez, está en la base de su reivindicación de que el proyecto crítico-filosófico de la desconstrucción y las estrategias e intenciones del desafío subalterno al poder, van de la mano. El argumento de Bhabha sobre la hibridez se ha vuelto, de una u otra forma, una especie de lugar común en la crítica postcolonial. Tomemos los siguientes ejemplos2: 1

“[L]os conceptos son solamente diferenciales y están definidos no por su contenido positivo, sino negativamente por su relación con otros términos del sistema. Su característica más distintiva es ser lo que otros conceptos no son” (Saussure 1966: 117). La idea de negación como constitutiva de la identidad en la filosofía occidental proviene de Spinoza. Guha encuentra una anticipación a la concepción de Saussure en la idea de Lopa o blanco gramatical en la literatura sanscrita clásica (1983: 46, n. 81). 2 Pertenecen, en orden de aparición a Suleri 1992; Stoler 1995, y Seed 1994-1996.

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Estudiar la retórica del Raj británico, tanto en sus manifestaciones coloniales como postcoloniales es, por lo tanto, intentar romper con la incipiente esquizofrenia de un discurso crítico que busca representar la dominación y la subordinación como si estos fueren términos mutuamente excluyentes. En vez de examinar un rígido binarismo entre estos términos –lo que representa una estrategia inherentemente europea– este campo crítico sería mejor atendido si es que uno buscara romper la fijeza de las líneas divisorias entre dominación y subordinación, y más aún si es que uno cuestionara la privación de poder que el encuentro colonial implica [...]. ¿[C]ómo puede la dinámica de la intimidad imperial producir una idea de nación que no pertenece ni al colonizador ni al colonizado? (Suleri 1992: 4). La reificación de un momento colonial de oposiciones binarias puede ser más el producto de agendas políticas contemporáneas que de ambiguas realidades coloniales. Porque frecuentemente ésta trabaja en favor de mostrar que el mundo contemporáneo es infinitamente más complicado, más fragmentado y más difuso. Necesitamos pensar rigurosamente no sólo porqué la historia colonial aparece de manera maniquea, sino también porqué tanta historiografía ha invertido (y continúa invirtiendo) en ese mito en la actualidad. El “esencialismo estratégico” puede representar, en cuanto contre-histoire de un discurso racial, la forma en la cual los saberes subyugados producen su espacio. Éste podría ser su virtud política. Pero como una estrategia política para re-escribir historias que reflejan tanto la fijeza como la fluidez de las categorías raciales, que muestran cómo la gente re-trabaja y responde a los límites de los Estados coloniales taxonómicos, se muestra, si no desatenta, al menos problemática (Stoler 1995: 199). Aquellos que no quieren aprobar la crítica [subalternista] del nacionalismo y de la identidad nacional –tanto la propia como la de otros– en cambio parecen ansiosos –y para mí esto aparece como un tipo de ansiedad– de preservar los esencialismos, mediante la negación de la hibridación, de las diásporas y otras reconfiguraciones contextuales de las identidades, precisamente porque tales críticas contribuyen a una reconfiguración radical de las concepciones de lo nacional y de la identidad política (Seed 1994-1996: 220).

Entonces, ¿la identidad subalterna es híbrida o binaria? ¿Son las concepciones de Bhabha y Guha acerca del sujeto formado por el colonialismo conmensurables? ¿Se trata de un esencialismo colocar en primer lugar al subalterno como una posición de sujeto estable, cuando una persona real no es ni esto ni lo otro? ¿No se trata, como las referencias anteriores sugieren, de deshacer las taxonomías binarias que fueron instituidas por formas previas de poder colonial o de clase?

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Déjenme comenzar con una respuesta a estas preguntas por lo que parece ser un enredo de parte del mismo Guha (Spivak fue la primera que llamó la atención sobre ello en “Can the Subaltern Speak?”). En la “nota” anexada a su ensayo “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, Guha ofrece lo que de alguna forma es una definición diferente de la identidad subalterna, cuya nota principal es la identificación del subalterno con la categoría de “el pueblo”: “Los términos ‘pueblo’ y ‘clases subalternas’ han sido usadas como sinónimos a través de esta nota [escribe]. Los grupos sociales y elementos incluidos en esta categoría representan la diferencia demográfica entre el total de la población de la India y esos a quienes hemos descrito como la elite”3. Guha advierte que la elite colonial en la India puede ser subdividida en tres categorías, cada una subordinada a la anterior: (1) los grupos dominantes extranjeros (oficiales británicos, hombres de negocio, propietarios de tierras, misioneros, etcétera); (2) los grupos nativos dominantes (terratenientes feudales, burguesía mercantil e industrial, oficiales nativos de clase alta); (3) elites a escala regional o local que eran o miembros de la segunda categoría o, “si es que pertenecían a un estrato social jerárquicamente inferior respecto de los grupos dominantes al nivel más alto del Raj, actuaban en interés de estos grupos y no en conformidad a los intereses que verdaderamente correspondían a su propio ser social”. La sintaxis tortuosa de esta frase de Guha refleja un problema conceptual en su taxonomía binaria. Porque puede incluir grupos sociales o identidades que pueden combinar elementos de la elite y de los subalternos (miembros de castas bajas que han ascendido en términos administrativo o de clase, por ejemplo), o que han perdido su estatus de elite, la “tercera categoría” de la elite: era heterogénea en su composición y gracias al carácter desnivelado de los desarrollos regionales y económicos, difería de un área a otra. La misma clase o elemento social que era dominante en una región de acuerdo a la definición anterior, podría estar entre los dominados en otra. Esto podía y de hecho creó varias ambigüedades de actitudes y alianzas, especialmente entre los estratos bajos de la burguesía rural, propietarios empobrecidos, campesinos ricos y medios-altos, todos los cuales pertenecieron, idealmente hablando, a la categoría de “pueblo” o “clases subalternas”, como está definida abajo (ibídem).

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“A note on the terms ‘élite’, ‘people’, ‘subaltern’, etc. as used above”, en Guha 1988: 44.

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La frase citada anteriormente de la “Nota”, donde se hace equivalente “pueblo” y “clases subalternas”, sigue con esta definición nueva del subalterno: Los grupos sociales y elementos incluidos en esta categoría [el subalterno] representan la diferencia demográfica entre el total de la población de la India y todos aquellos a quienes hemos descrito como la ‘elite’. Algunas de estas clases y grupos, tales como la pequeña burguesía rural, los propietarios empobrecidos, los campesinos ricos y medios, quienes “naturalmente” se ubicaban en el ‘pueblo’ y el ‘subalterno’, bajo ciertas circunstancias podían actuar a favor de la ‘elite’, como ha sido explicado arriba (ibídem).

Como destaca Spivak, la identificación hecha por Guha del pueblo y el subalterno es el producto de lo que, en efecto, es una substracción, en vez de una identidad positiva que es interna al pueblo-como-subalterno. Es extraño, cuanto menos, ver al mismo actor social –es decir, la “tercera categoría de la elite”– aparecer en dos lugares diferentes en el texto de Guha, descrito casi en palabras idénticas, pero en lados opuestos del par binario elite/subalterno4. En el primer caso, a pesar de su clasificación como la tercera categoría de la elite, “idealmente hablando” este grupo o grupos pueden ser persuadidos de alinearse con los grupos subalternos. En el segundo caso, son definidos como aquéllos que “naturalmente” se ubican en el pueblo o entre los subalternos, aunque “bajo ciertas circunstancias podían actuar a favor de la ‘elite’”. La tercera categoría de la elite está, en otras palabras, en una posición-de-sujeto intermedio o liminal, semejante de alguna forma a la caracterización marxista tradicional de la pequeña burguesía como una posición de clase “vacilante” entre la burguesía y la clase trabajadora, y por lo tanto, capaz de ser políticamente movilizada por cualquiera de las dos, dependiendo de la correlación de fuerzas. Esta indeterminación crea, advierte Guha, “una ambigüedad que el historiador debe sortear sobre la base de una lectura cercana y juiciosa de su

4

Aijaz Ahmad encuentra este pasaje “Notable en las contorsiones que él [Guha] realiza para reconciliar un lenguaje parcialmente tomado de Gramsci y parcialmente de la sociología americana con la Nueva Democracia maoísta y ‘las contradicciones en el seno del pueblo’” (1992: 321, n. 7). De forma similar, Spivak destaca que “[e]l objetivo de investigación del grupo, en dicho caso no es el pueblo como tal sino la flotante zona de contacto elite-subalterno regional, siendo ésta una desviación desde el ideal –el pueblo o el subalterno– el cual es, en sí mismo, definido por su diferencia con la elite [...] más allá de si ellos mismos lo perciben o no. De hecho Guha ve su definición del “pueblo” dentro de la dialéctica del amo y el esclavo–, sus textos articulan la difícil tarea de rescribir sus propias condiciones de imposibilidad como sus condiciones de posibilidad” (1988: 304).

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evidencia”. Pero el problema no es sólo historiográfico o metodológico; tiene también que ver con las formas en las cuales tal posición-de-sujeto intermedio es o puede ser interpelada o “dirigida” ideológicamente. La identidad del pueblo-como-(el)-subalterno es el producto de una articulación, en el sentido que, por definición, “el pueblo” no puede ser simplemente la suma de intereses y posiciones de grupos o clases previamente constituidos, sino que se refiere a algo que todos ellos tienen (o podrían tener) en común. En otras palabras, esta articulación también redefine aquellos intereses y posiciones5. La categoría de “el pueblo” en la forma que la usa Guha deriva en particular del discurso del Frente Popular. Demos un breve pero quizá necesario contexto, dada la enorme distancia histórica e ideológica que nos separa del apogeo del Frente Popular. La política del Frente Popular fue inaugurada en el séptimo congreso mundial de la Internacional Comunista en 1935, impulsada por un discurso central del líder comunista búlgaro Georgi Dimitrov6. Éste buscaba rectificar lo que se consideraba el error de la línea “clase contra clase” asumida durante el llamado tercer período del Comintern, el cual coincidía con la Gran Depresión y con el arribo de Stalin y la colectivización forzada en la Unión Soviética. El sello distintivo del tercer período fue la incesante hostilidad de los partidos asociados al Comintern hacia los sindicatos y organizaciones de masas social-demócratas, liberales y católicos. El argumento era que el capitalismo había entrado en una etapa de crisis terminal. La Gran Depresión mostraba que el capitalismo se podía colapsar económicamente, y la revolución bolchevique mostraba que la posibilidad objetiva de la revolución, a escala mundial, era inminente. Los partidos comunistas representaban los estratos más avanzados de la clase trabajadora y el leninismo, la forma teórica más avanzada del marxismo. La socialdemocracia y los partidos laboristas, por confinar los intereses de la clase trabajadora a la esfera de los intereses electorales, del reformismo, y del sindicalismo, aparecían como el obstáculo principal para la conciencia revolucionaria. La tarea de los comunistas era, por tanto, crear organizaciones “revolucionarias” de masa en competición con la social-democracia, o las organizaciones católicas y liberales, y, al mismo tiempo, fomentar activa-

5 Spivak destaca el “contrapunto” en la definición de Guha “entre el lenguaje ostensible de la cuantificación –diferencia demográfica– el cual es positivista, y el discurso de una diferencia definitiva –diferencia demográfica–, que abre la puerta para el gesto desconstructivo” (1988: 297). 6 Cfr. Dimitrov 1938.

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mente la insurrección donde ésta pareciera posible (por ejemplo, en 1929, los alzamientos de Shangai en China y, en 1932, la rebelión en El Salvador). Lo que alteró este cálculo estratégico fue, precisamente, la victoria del fascismo en Alemania, lugar en que el Comintern había puesto sus mayores esperanzas. Para combatir el ascenso del fascismo, argumentaba Dimitrov, era necesaria la más amplia unidad posible de fuerzas democráticas, lo cual requería alianzas con una variedad de fuerzas sociales, organizaciones y partidos políticos. Dimitrov nombró los siguientes grupos, de manera específica, en su discurso: jóvenes, mujeres, pequeños campesinos y granjeros (“el fascismo triunfó porque fue capaz de ganar una gran masa de campesinado, debido al hecho de que los social-demócratas, en nombre de la clase obrera, siguieron una política que, de hecho, era anti-campesinado” [Dimitrov 1938: 76]), “negros” (en referencia a los Estados Unidos en particular), artesanos, trabajadores organizados, “católicos, anarquistas y trabajadores no organizados”, “la clase trabajadora en su totalidad”, social-demócratas y socialistas independientes, las iglesias, la intelligentsia, sectores de la pequeña burguesía, “los pueblos oprimidos de las colonias y semi-colonias” y los movimientos de liberación nacional, y “capitalistas democráticos”. “El pueblo” designaba para Dimitrov la posible unidad de todos estos componentes en una identidad común. Esa identidad, a su vez, era presentada negativamente contra algo que Dimitrov nombró de varias maneras: verbigracia capitalistas y grandes propietarios, “los ricos”, dictadura, reaccionarios, “el poder del capital financiero”, “los bancos, trusts y monopolios”, el imperialismo y la gran burguesía, pero que podía ser entendido, en términos generales, como la hegemonía del fascismo. En una forma similar, Mao imaginó el “bloque del pueblo” en China como formado por todas las clases y grupos sociales cuyos intereses estaban en resistir la invasión japonesa: esto es, la burguesía nacional (en contraste a la burguesía compradora), campesinos pobres medios, el proletariado urbano, la intelligentsia y los profesionales. Hay una evidente (y a menudo señalada) aporía en esta articulación discursiva, en el sentido de que “el pueblo” nombra lo social o lo nacional como si estuviera vinculado por una relación fraternal, pero, al mismo tiempo, excluye de esa relación necesariamente a otras clases o grupos componentes de la nación. “El pueblo” sólo puede constituirse en una relación antagónica con un “enemigo” –en el sentido que esta palabra tiene en la teoría política fascista, por ejemplo, en Carl Schmitt– que es exterior a esa identidad. Sin embargo –y este es un punto crucial– para Dimitrov, la categoría de pueblo es heterogénea y no unitaria como en la concepción fascista del Volk, envolviendo agentes sociales con diferentes identidades, objetivos e intereses. Por

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lo tanto, la unidad del pueblo descansa, precisamente, sobre el reconocimiento y tolerancia de diferencias e inconmensurabilidades. Esto lo expresa el famoso concepto de Mao de “las contradicciones en el seno del pueblo”. Pero esto implica, a su vez, que aquello que no es el pueblo –por ejemplo, el fascismo– no reconoce o tolera diferencias e inconmensurabilidades, sino que representa, en cambio, una lógica de sujeción y homogeneización étnica. En otras palabras, la heterogeneidad socio-cultural es interna al pueblo, más que representar un valor o característica que se extiende a todos los sectores de la comunidad nacional (volveré a este problema en el último capítulo). El objetivo político del Frente Popular, como lo expresó Dimitrov, no era una dictadura del proletariado de tipo soviético, ni un gobierno parlamentario laborista o social-demócrata, sino en cambio, lo que él llamó gobierno de “frente unificado”7. El carácter de este tipo de gobierno es que debe defender y extender la democracia, las elecciones libres, la libre opinión, la separación constitucional de los poderes del Estado, los derechos civiles (vistos como “conquistas” del pueblo), según su respectiva tradición nacional, contra la concepción del Estado fascista en tanto régimen de “excepción”. Dimitrov concebía los gobiernos de frente unificado como formas transicionales, necesarias para contener la marea alta del fascismo, pero prestándose, en un período posterior, a una conversión en el tipo de “democracias populares” que fueron instaladas en la Europa del Este o en China después de la Segunda Guerra Mundial. (Por esa razón, no quiero sugerir que la heterogeneidad implícita, en principio, en el concepto de “el pueblo” estaba de hecho inscrita de manera efectiva en cualquier régimen de lo que llegó a ser llamado “socialismos realmente existentes”. En este sentido, “el pueblo” se mantiene como un ideal a ser realizado.) Sin embargo, Dimitrov no insistió en este carácter transicional de los gobiernos de frente unificado. Por el contrario, su argumento parecía apuntar en una muy diferente dirección: que, en las condiciones de crisis capitalistas creadas por la Depresión y el ascenso del fascismo, sólo la hegemonía del bloque del pueblo permitía la defensa y la expansión del carácter liberaldemocrático de los Estados-nacionales.

7

“Preferimos no decir ‘gobierno laboralista’, y hablar de un frente unido de gobierno, cuyo carácter político es totalmente diferente, diferente de principio, con todos los gobiernos social-demócratas que usualmente se llaman a sí mismos ‘gobiernos de trabajadores. Mientras el gobierno social-demócrata es un instrumento de la colaboración de clases con la burguesía en interés de preservar el orden capitalista, un gobierno de frente unido es un instrumento de colaboración de la vanguardia revolucionaria del proletariado con otros partidos anti-fascistas, en interés de toda la población trabajadora” (ibídem, 73).

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Dimitrov comprendió que el fascismo apelaba no sólo a amplios sectores de las clases medias y del campesinado, aterrados tanto por la crisis capitalista como por la agitación revolucionaria, sino que también apelaba a sectores de la clase trabajadora8. Parte de esa apelación descansaba en la reivindicación, por parte del fascismo, de representar los intereses de la nación. En respuesta a ello, Dimitrov creía que el discurso del Frente Popular debía evitar el “nihilismo nacional” característico del tercer período y enraizarse más bien en las características de las culturas nacionales: “El internacionalismo proletario debe, por así decirlo, ‘aclimatarse’ en cada país, para hundir sus profundas raíces en su tierra natal. Las formas nacionales de la lucha de clases proletarias y de los movimientos de trabajadores en los países individuales, no están en ninguna contradicción con el internacionalismo proletario; por el contrario, es precisamente mediante estas formas como los intereses internacionales del proletariado pueden ser defendidos exitosamente”. Más específicamente, Dimitrov argumenta que el socialismo “significará la salvación de la nación” (1938: 79-80)9. En su concepción, “el pueblo” es tanto una categoría objetiva como heurística. Pertenecer al pueblo requiere que el ser social de uno tenga un grado inherente de subordinación, expresada en la primera definición que ofrece Guha de lo subalterno (“clase, casta, edad, género u oficio o en cualquier otra forma”). Por otro lado, este grado de subordinación, en sí mismo, no es suficiente para garantizar que la orientación de uno se alinee con el subalterno en el par binario subalterno/dominante, en una coyuntura histórica dada. La indeterminación de los componentes de “el pueblo” –indeterminación que los hace sujetos a una articulación– recuerda la tercera categoría de la elite definida por Guha, en cuanto posición de sujeto bisagra que puede moverse a cualquiera de los dos lados, el lado subalterno o el lado de la elite, dependiendo de las circunstancias. Pero estas circunstancias, por supuesto, no son simplemente un problema de interpelación. Están enraizadas también en las características estructurales de las formaciones coloniales y post-coloniales y en la lógica de desarrollo capitalista desigual y com-

8 “El fascismo es capaz de atraer a las masas porque apela demagógicamente a sus más urgentes necesidades y demandas. El fascismo no sólo estimula prejuicios que están profundamente incrustados en las masas, sino que también aprovecha los mejores sentimientos de éstas, su sentido de justicia y, a veces, incluso sobre sus tradiciones revolucionarias” (ibídem, 13). 9 El eslogan propuesto por Earl Browder, cabeza del Partido Comunista norteamericano durante el período del Frente Popular fue: “El comunismo es el americanismo del siglo XX”.

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binado resultante. La teoría de la dependencia, en su forma clásica, justifica el cargo de economicismo, pero los teóricos de la dependencia estaban ya deviniendo conscientes, a fines de los años sesenta, de que en economías nacionales o regionales desproporcionadamente sujetas a las demandas del mercado externo, las relaciones de producción e intercambio entre periferia y metrópolis están protegidas y reproducidas por prácticas no económicas. La estructura de la dependencia económica implica (o crea) no sólo relaciones de producción contradictorias en términos de clases sociales (aun cuando exista una proletarización formal extensiva, la característica central de las economías dependientes garantiza que la proletarización será altamente dispareja, como en el caso de los campesinos que son también trabajadores asalariados estacionales en el campo); también produce una situación de acumulación económica y mecanismos de represión que afectan a todos los que no forman parte del bloque de poder, formado por los grandes propietarios y la burguesía, los sectores altos de la burocracia estatal, las fuerzas armadas, y los intereses extranjeros. En ausencia de un mercado interno extenso que pueda disciplinar las demandas y expectativas de los trabajadores y otros sectores no oligárquicos, los regímenes de tales sociedades tienden a requerir la intervención directa político/militar a través de los aparatos represivos del Estado, más específicamente del ejército y la policía. Ellos ejercen el poder más por dominación que por hegemonía, gobiernan políticamente con una base de apoyo muy limitada, y tienden a entrar en crisis cuando hay un cambio mayor en la demanda de sus productos de exportación en el mercado internacional. Una economía capitalista metropolitana “corre por sí misma”, en el sentido de que sus condiciones de reproducción (precios, nivel de salarios, tasa de ganancia, etcétera) están (en general) determinadas por las operaciones “normales” del mercado, las cuales aceptan todos los actores sociales, incluyendo los trabajadores. En regiones o naciones post-coloniales o periféricas, sin embargo, las clases o fracciones de clase dominantes gobiernan principalmente a través de sus relaciones político-burocráticas con otras clases y grupos de intereses, pero en último término dependen de su control de la administración, los patrocinios, ingresos estatales, la policía y el ejército, en vez de los mecanismos del mercado nacional e internacional, los cuales ellos no controlan. Una lógica política (y, a veces, también cultural y racial) predomina sobre la lógica económica de “intereses” o identidades sociales definidas principalmente en términos de relaciones de producción y tenencia. La represión estatal, formal e informal, actúa no sólo sobre los trabajadores y campesinos –es decir, sobre los pobres– sino también sobre los sectores no hegemónicos del comercio, maestros, empleados de servi-

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cio, la aristocracia obrera, los estudiantes, algunas categorías de profesionales, criadas, trabajadoras y trabajadores sexuales, etcétera. En este sentido, puede darse un cambio de las alianzas entre el campesinado pobre –básicamente rural–, diferentes grupos religiosos, tribales o étnicos, el proletariado formal, los desempleados, las mujeres, los estratos medios caracterizados por Guha como “tercera categoría de la elite” y también sectores de las nuevas clases urbanas profesionales a quienes no se les ha permitido, o se les ha negado, participar de lo que ellos consideran una representación suficiente del poder político, cultural y económico. Es esta lógica sobredeterminada de desarrollo dependiente y desigual la que crea una base objetiva (en oposición a una comprensión puramente retórica o interpelativa) para la constitución de “el pueblo” como el sujeto social de las luchas de liberación nacional. Algo parecido es lo que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe están pensando cuando argumentan, en un famoso pasaje de su libro Hegemony and Socialist Strategy, que en las democracias de capitalismo avanzado hay una proliferación de políticas de identidad o luchas democráticas orientadas por derechos; pero dado su necesario carácter diverso, estas luchas no tienden a la constitución de “el pueblo”, es decir, hacia una división binaria del espacio político (de la nación) en dos campos antagónicos, el campo popular y el bloque de poder. Aquí citamos el pasaje en su totalidad: Pareciera que puede ser establecida una importante característica diferencial entre sociedades industriales avanzadas y la periferia del mundo capitalista; en las primeras, la proliferación de puntos de antagonismo permite la multiplicación de las luchas democráticas, pero estas luchas, dada su diversidad, no tienden a constituir un “pueblo”, es decir, a entrar en relaciones de equivalencia unas con otras y a dividir el espacio político en dos campos antagónicos. Por el contrario, en los países del tercer mundo, la explotación imperialista y el predominio de formas de dominación brutales y centralizadas tiende desde el comienzo a dotar la lucha popular con un centro, con un enemigo simple y claramente definido. Aquí la división del espacio político en dos campos es más reducido. Nosotros usaremos el término posición popular de sujeto para referir a la posición que es constituida sobre la base de la división del espacio político en dos campos antagónicos; y posición democrática de sujeto para referir al lugar de un antagonismo claramente delimitado, el cual no divide a la sociedad en esa forma (Laclau y Mouffe 1985: 131).

Doris Sommer observa que esta distinción de Laclau y Mouffe descansa, como en el argumento de Fredric Jameson sobre la literatura del tercer mundo como “alegoría nacional”, en una distinción esencializada entre pri-

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mer y tercer mundo10. El punto es bien conocido; como sea, podría ser de mayor utilidad para nuestro argumento destacar que la distinción puede también trabajar en un sentido inverso: es decir, una proliferación de luchas orientadas por las políticas de identidad o reclamos de “derechos” también puede ser característica de los países del tercer mundo (los movimientos de mujeres y de pueblos indígenas han estado entre las fuerzas políticas más importantes en América Latina en los últimos años); y viceversa, la polarización del espacio político en dos campos antagónicos es también al menos una posibilidad en las avanzadas democracias capitalistas. Si la idea de Laclau y Mouffe sobre una posición-de-sujeto popular sugiere la lógica de “el pueblo” en cuanto sujeto de las luchas de liberación nacional, el otro lado de su distinción –la idea de una proliferación de luchas individuales y una correspondiente posición-de-sujeto democrática– establece a la vez los límites donde el concepto comienza a desconstruirse, tanto en los países avanzados como en la periferia. El discurso nacionalista hegemónico, anticolonial o anti-imperialista, estabiliza la categoría de “el pueblo” en torno a una cierta narrativa (de intereses comunes, comunidad, tareas, sacrificios, destino histórico) que sus sectores internos, sean clases o grupos, pueden o no compartir en el mismo grado, de manera homogénea. Se trata de una sutura retórica de los vacíos y discontinuidades del subalterno. Una cosa es como en la India moderna, donde el proyecto nacionalista está en manos de la burguesía nacional y los terratenientes y se usa la apelación a la unidad nacional o religiosa para frenar la movilización que viene desde la izquierda y las clases populares; otra cosa es cuando este efecto de sutura ocurre en el contexto de un proyecto de la izquierda que está identificado con y que busca movilizar a las clases populares. El caso sandinista puede servir como un ejemplo de este segundo tipo de eventualidad. Como es bien sabido, los sandinistas se organizaron en un frente multi-clasista en Nicaragua (el nombre oficial del movimiento fue Frente Sandinista de Liberación Nacional) alrededor de la figura de Augusto Sandino, el terrateniente y político liberal de provincias que lideró una lucha exitosa para desalojar a los marines norteamericanos de Nicaragua a fines de los años veinte, para ser asesinado después, con la connivencia de los intereses norteamericanos, por el patriarca fundador de la dinastía de los Somoza. El Frente llegó al poder en 1979 con un amplio

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“Por alguna razón, aunque la clase y el sujeto se han marchitado como signos estables, los términos igualmente ‘ficticios’ como Tercer Mundo o Pueblo permanecen” (Sommer 2002: 162).

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respaldo popular para comenzar un proceso de cambio social radical. Pero, en la medida en que la revolución progresó, bajo la presión tanto del conflicto interclasista interno como de los ataques de la Contra, el Frente comenzó a desmoronarse. Los sectores de negocios anti-somocistas previamente aliados con los sandinistas, trabajadores, pequeños propietarios, madres y jóvenes urbanos opuestos al reclutamiento militar, los miskitos y otros grupos indígenas se fueron distanciando o desmoralizando con el proceso. Particularmente después de 1985, cuando el plan sandinista de estabilización económica (implementado para controlar los efectos inflacionarios del bloqueo norteamericano y la desestabilización de la moneda) comenzó a afectar los estándares de vida de las clases trabajadoras urbanas y de los campesinos pobres, “el pueblo” comenzó a dividirse en varios y diferentes sectores, con el resultado de que los sandinistas comenzaron a perder hegemonía. En la ideología sandinista, Sandino funcionó esencialmente como lo que Laclau llama un “significante vacío”, un significante alrededor del cual la unidad del pueblo o de lo “social” como tal se constituye, pero que no tiene en sí mismo un contenido o una connotación ideológica11. Pero Sandino no era exactamente un significante “vacío”, esto es, capaz de ser articulado con cualquiera y todas las formas de identidad popular. Para los miskitos y la población afro-caribeña angloparlante de la costa atlántica de Nicaragua, Sandino –simbolizando en su persona la oposición entre la cultura católica hispano-mestiza y el imperialismo norteamericano y sus valores culturales– significa algo diferente que para los principales grupos de Nicaragua. En respuesta a la campaña abierta de la CIA por explotar esta fricción para desestabilizar la costa atlántica, los sandinistas se vieron obligados primero a recurrir a la represión militar en la región y luego, a renegociar las condiciones de autonomía, eventualmente con algún éxito12. Charles Hale ha argumentado que la división sandinistas/miskitos, no era simplemente una cuestión de falta de sensibilidad e incomprensión por parte de los sandinistas, sino que

11 Laclau 1996. Si es que comprendo correctamente el argumento de Laclau, la figura de José Martí en la política cubana sería un “significante vacío”, en cuanto ésta es capaz de ser movilizada tanto por la revolución como por la política cultural de la comunidad exiliada anti-castrista. 12 Para un recuento conciso de la evolución de la política sandinista para las minorías étnicas en la costa atlántica, cfr. Vilas 1989, y Blandón 1997. Irónicamente, la costa atlántica, que fue en un momento dado el principal objetivo en la estrategia de desestabilización de la CIA, terminó votando por los sandinistas en las elecciones de 1990.

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Las mismas premisas que eran integrales al éxito sandinista en unificar la vasta mayoría de los nicaragüenses –canalizando sus demandas, forjando una visión de cambio social con amplio soporte, y reuniendo apoyo para los crecientes y urgentes esfuerzos de resistir el estallido de la agresión contrarrevolucionaria– excluían directamente a los miskitos. Dicho francamente, el FSLN forjó una ideología contra-hegemónica que invalidaba los aspectos centrales de la militancia étnica profundamente enraizadas en los indios miskitos [...]. [Una] versión radicalmente nueva del nacionalismo nicaragüense –enfatizando soberanía, autosuficiencia e igualdad con otros Estados– mantuvo un estándar mestizo de homogeneidad cultural a la que se esperaba que todos los ciudadanos se conformaran [...] en el que identificarse como miskito devino virtualmente sinónimo de ser considerado contrarrevolucionario (Hale 1994: 35-36)13.

Pero el problema de los límites de la representación hegemónica de “el pueblo” surge aun dentro del “estándar mestizo de homogeneidad cultural” al que Hale se refiere. Considérese el caso de dos sectores claves para los sandinistas: las mujeres y los campesinos pobres. Para movilizar a una población mayoritariamente identificada con el catolicismo, los sandinistas fomentaron su concepto de una teología de la liberación e Iglesia del pueblo (el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal fue uno de los principales arquitectos ideológicos de la relación entre pensamiento social marxista y los principios católicos, y varios prominentes sacerdotes e intelectuales católicos se identificaron con el FSLN). Pero esto comprometía al Frente a apoyar de facto las posiciones de la Iglesia contra el aborto y el control de la natalidad (y también obligó a los sandinistas a confrontarse con las sectas fundamentalistas protestantes que estaban ganando rápidamente terreno precisamente entre los sectores más pobres de la población). La falla en legalizar el aborto puso a la organización sandinista de mujeres, AMNLAE, en un dilema: en la medida en que ésta era una organización sandinista sujeta a la disciplina de partido y supuestamente expresiva de la unidad de “el pueblo” contra la agresión imperialista, tenía que estar subordinada a las decisiones del Frente; pero en la medida en que esta organización buscaba representar e incorporar en el proceso revolucionario las luchas y demandas de las mujeres que venían desde abajo en una sociedad profundamente patriarcal, estaba bajo la presión de tomar una posición diferente (o al menos relativizar la posición oficial del Frente) en materias tales como el aborto, control de natalidad, divorcio y violencia contra las mujeres. (Lo que volvió el problema particularmente difícil fue el hecho de que la cuestión de los derechos y

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Cfr. también Gould1998.

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la emancipación de las mujeres no podía ser planteado en primer lugar independientemente del proceso revolucionario mismo.) Es un lugar común hoy día que la política sandinista de desarrollo económico rural comenzó a encontrar resistencia no sólo desde las elites propietarias desplazadas por la revolución y la reforma agraria, sino también desde los mismos grupos sociales que dicha política estaba tratando de beneficiar: los pobres (muchos de los reclutados por la Contra eran campesinos pobres). María Josefina Saldaña explica esta evidente paradoja como sigue: [E]l FSLN identificó al proletariado itinerante y las formaciones minifundistas con una conciencia pre-colectiva o pre-proletaria, e interpretó sus deseos de tierra como aspiraciones pequeño-burguesas hacia la propiedad privada. [...] El modelo de desarrollo del FLSN intervino en cada aspecto de la vida [de estos grupos] sin asegurar nunca a estos sectores del campesinado los medios políticos para negociar los términos de la intervención. [...] Consecuentemente, los campesinos desposeídos y pobres no tenían ninguna forma de negociar con los sandinistas desde adentro [del proceso revolucionario]. Por supuesto, esta desconsideración era sintomática de la fundamental incredulidad del partido con respecto a la conciencia de estos dos sectores como formas racionales o viables de conciencia revolucionaria. [...] Los Sandinistas estaban trabajando en agricultura con sujetos revolucionarios idealizados (Saldaña-Portillo 1997: 164-166).

Saldaña sugiere que una solución posible para los sandinistas habría sido negociar “entre su propia visión progresista, nacionalista y vanguardista [de modernización económica] y la visión de desarrollo económico nacionalista, de masas, ‘conservadora’, pero no necesariamente antirrevolucionaria, de los campesinos” (1997: 166). Pero esto habría implicado, como en el caso de los miskitos y la costa atlántica, una apertura inicial de parte de los sandinistas a la visión de mundo de estos sectores del campesinado, a sus deseos de tierra y autonomía personal, su sentido de territorialidad limitada, su apego a la tradición, una apertura que habría contradicho la propia autolegitimación de los sandinistas como un partido vanguardia que representaba la fuerza del progreso histórico contra un pasado reaccionario. En el curso de un debate sobre la posición política de los estudios subalternos, Alberto Moreiras argumenta que “[l]a relación hegemónica es precisamente la que excluye al subalterno como tal”. Y continúa: [n]osotros necesitamos un concepto de hegemonía, pero sólo para ir más allá y afirmar que nuestro trabajo como subalternistas transnacionales es necesaria-

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mente post-hegemónico. [...] Lo que estoy tratando de pensar aquí es la posibilidad de fundar una práctica política específicamente subalternista. Si es que somos populistas, no somos subalternistas. Si es que somos subalternistas, podemos aún ser populistas pero eso demanda un doble registro o una doble articulación, tanto al nivel de la teoría como de la práctica. Como intelectuales académicos, ocupando una posición importante en lo que pienso podemos llamar sin apologías los aparatos ideológicos del Estado, yo diría que nuestra función como subalternistas es potencialmente más importante que nuestra función como populistas. Dentro del populismo, nosotros asumimos la representación de “el pueblo” [...]. Dentro del subalternismo, sin embargo, nuestra función es principalmente, quizá exclusivamente, contra-representacional. El subalternismo está del lado de la negación, el populismo está del lado de la positividad, estratégicamente esencialista o no14.

Los problemas con la movilización ideológica alrededor de la categoría de “el pueblo” que esbocé en relación al sandinismo parecieran apoyar la reivindicación de Moreiras de que el subalterno es el suplemento desconstructivo dejado por una articulación hegemónica, y que, por lo tanto, los estudios subalternos deben estar propiamente concernidos en explorar los límites de la hegemonía. Pero esto implicaría a su vez que los grupos y clases que apoyaron de hecho a los sandinistas no eran subalternos y que la marginalización desde el proceso revolucionario de los campesinos pobres, grupos indígenas y algunos sectores de las mujeres, fue una consecuencia necesaria de la hegemonía sandinista como tal, y no el resultado de una ceguera ideológica y epistemológica en el liderazgo del movimiento –principalmente masculino, blanco o mestizo, de clase media, y “letrado”. ¿Es la idea de hegemonía en sí misma el problema?, ¿o sería posible imaginar una forma de hegemonía más “multicultural”, para darle un nombre, en la cual los problemas inherentes al proyecto sandinista –como a otras formas de socialismo y populismo nacionalista modernizante– no tuvieran que darse exactamente de la misma manera? Ésa es la pregunta que nos ocupará por el resto de este libro. Lo que está en juego en la hipótesis de Moreiras sobre la inconmensurabilidad de lo hegemónico y lo subalterno es la pertinencia de la desconstrucción como un modelo para nuevas formas de práctica e imaginación política. Para discutir esta posibilidad más ampliamente, déjenme retornar primero a la idea de hibridez en Homi Bhabha y la teoría postcolonial que

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Alberto Moreiras (1997). El argumento ocupa un lugar central en su reciente libro sobre teoría cultural latinoamericana, The Exhaustion of Difference (Moreiras 2001).

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esbocé al comienzo de este capítulo. Luego consideraré algunas, quizá no intencionadas pero sin embargo problemáticas, consecuencias del concepto de lo subalterno en Spivak. Para Bhabha es precisamente el carácter arbitrario o “infundado” de la significación revelada por la semiótica y la teoría estructuralista la que permite la resistencia subalterna en primera instancia. La narrativa de identidad nacional-popular “olvida” o desplaza la historia real que produce esa identidad. Bhabha pone especial atención a lo que él llama el “tiempo performativo” del nacionalismo, citando a Frantz Fanon sobre “los fluctuantes movimientos a los cuales el pueblo acaba de dar forma”: “el presente de la historia del pueblo es una práctica que destruye los principios constantes de la cultura nacional que intentan rememorar un ‘verdadero’ pasado nacional, el cual es frecuentemente representado en formas reificadas y estereotipos de realismo”. Pero, [e]l pueblo no es simplemente [un conjunto de] eventos históricos o parte de un patriótico cuerpo político. Éste también es una compleja estrategia retórica de referencia social donde la reivindicación e interpelación de ser representativo provoca una crisis en el proceso de significación discursiva. Tenemos entonces un territorio cultural disputado donde el pueblo debe ser pensado en un tiempodoble; el pueblo es el “objeto” histórico de una pedagogía nacionalista, dando al discurso una autoridad que está basada sobre un origen histórico o evento predado o ya constituido; el pueblo es también el “sujeto” de un proceso de significación que debe borrar cualquier presencia anterior u originaria del pueblo-nación para demostrar los prodigiosos principios vivientes del pueblo como ese proceso continuo por medio del cual la vida nacional es redimida y significada como un proceso reproductivo repetido (1990: 297).

Leer desconstructivamente tales narrativas de lo nacional-popular implica reconocer el carácter híbrido tanto de “el pueblo” como de la historia (tanto la historia del pueblo como la historia mundial o “universal”), envolviendo múltiples conflictos y cruces de posiciones y culturas. La articulación de las diferencias culturales y de los antagonismos no puede ser una articulación binaria simple de “nosotros y ellos”, según Bhabha, porque [l]as diferencias culturales no representan simplemente la competición entre contenidos oposicionales o tradiciones de valor antagónico. [...] [L]a misma posibilidad de competición cultural, la habilidad para cambiar las bases de los saberes o para comprometerse en una ‘guerra de posiciones’, depende no sólo de la refutación o sustitución de conceptos. [...] En la medida en que todas las formas de discurso cultural están sujetas a la regla de significación no puede haber

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una simple negación o superación de la instancia contradictoria u oposicional. [...] Los signos de la diferencia cultural no pueden ser entonces unitarios o individuales formas de identidad porque su implicación en otros sistemas simbólicos siempre los deja ‘incompletos’ o abiertos a la traducción cultural [...]. La diferencia cultural debe ser hallada donde la ‘pérdida’ de sentido ingresa, como un borde cortante, en la representación de la plenitud de las demandas de la cultura (1990: 313).

Para Bhabha, la “regla de significación” implica no sólo una conciencia del carácter semiótico o arbitrario de cualquier significante cultural, sino también un acto necesario de paso a lo que llama “Tercer Espacio”, el cual representa tanto las condiciones generales del lenguaje como la implicancia de un discurso en una estrategia performativa e institucional específica. Este Tercer Espacio es también el espacio de lo que Bhabha llama, alternativamente, hibridez, traducción, suplementariedad, interdisciplinariedad, la línea fronteriza, el borde cortante, la pérdida de sentido15. Quizá sea un argumento barato el comparar el Tercer Espacio de Bhabha con la “Tercera Vía” del Nuevo Laborismo de Tony Blair y Anthony Giddens. Pero hay un problema político y conceptual similar con el argumento de Bhabha. Lo que Bhabha parece confundir es el mecanismo de lo que Althusser llamó la “ideología en general” –es decir, la forma en que cualquier ideología opera para crear el sujeto en una “relación imaginaria” con lo Real– con ideologías históricas concretas, de tal forma que, para Bhabha, el fundamento de la resistencia subalterna deviene similar al movimiento mismo del significante: es decir, la indecibilidad final de cualquier acto de producción de sentido (porque la significación estaría fundada, en primer lugar, en una falta y ausencia). Bhabha reconoce que, de acuerdo a la dialéctica del amo y el esclavo, el subalterno o (como él prefiere llamarlo) el “marginal” está en una posición de privilegio epistemológico, en el

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Por ejemplo: “El pueblo no es ni el comienzo ni el fin de una narrativa nacional; representa la cortante frontera entre el totalizante poder de lo social y las fuerzas que se dirigen de manera más específicas a las controvertidas desigualdades de intereses e identidades en la población” (1990: 297). O también: “La hibridez es la perplejidad de lo vivo en la medida en que interrumpe la representación de la plenitud de la vida; es una instancia de iteración, en el discurso minoritario, del tiempo del signo arbitrario –el ‘menos del origen’– a través del cual todas las formas de sentido cultural son abiertas a la traducción porque su enunciación resiste la totalización. La interdisciplinariedad es el reconocimiento del momento emergente de la cultura producida en el momento ambivalente entre el discurso pedagógico y el performativo [...]. Las diferencias culturales emergen desde el momento de traducción límite” (1990: 314).

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sentido de que su misma condición de subordinación, tanto requiere de éste como lo habilita para desmitificar la ilusión de la autoridad y la presencia de los signos de poder que él confronta. El momento en que las figuras de autoridad son parodiadas, desafiadas o, simplemente, burladas, es el momento de la negación subalterna de la que nos habla Guha (es el momento en que, en el testimonio de Rigoberta Menchú, los campesinos de Chajul reaccionan en contra del violento espectáculo de la tortura y asesinato y fuerzan a los soldados a retirarse). En otros términos, el subalterno sabe, como Segismundo en La vida es sueño, que el poder es un efecto del significante. Si esto no fuese así, no habría posibilidad de negación o resistencia: el subalterno simplemente vería su subalternidad como parte de la naturaleza de las cosas. Pero no se desprende necesariamente de ello que la ideología subalterna sea, como quiere Moreiras, desconstructiva. La negación de la ideología dominante es acompañada, al mismo tiempo, por la composición de otra ideología, la cual se posiciona como autorizada, auténtica y verdadera en sus formas de identidad, costumbres, valores, territorialidad e historia. Esto es así porque, para recordar otra frase de Althusser, “la ideología no tiene afuera”. El conflicto social no es entre la ideología como “falsa conciencia” y algo que no es ideología, sea esto la “ciencia”, la “hibridez” o la “desconstrucción” misma. Se trata, en cambio, de un conflicto entre ideologías diferentes y antagónicas, con consecuencias radicalmente diferentes en términos de posibilidades y formas de comunidad humana. A pesar de los deseos de Bhabha por teorizar la subalternidad y la marginalidad social por medio de la desconstrucción, lo que su argumento sugiere es la hegemonía de la misma “cultura” como un horizonte insuperable. De ese modo, lo que ocurre es una recuperación o reterritorialización del subalterno dentro de los límites de la ciudad letrada16. El trabajo de Spivak representa otro de los esfuerzos mayores para articular, a través del recurso a la desconstrucción, las consecuencias de los estudios subalternos para la teoría y política cultural. Es bien sabido que Spivak trata de resolver el problema indicado por Bhabha (y por todo antiesencialismo semiótico) a través de la idea de un “esencialismo estratégi-

16 Bhabha replicaría que la hibridez es “a la vez muy cultural y muy salvaje” (1994: 158). Salvaje porque la hibridez marca al sujeto de la cultura como abismal, siempre/ya dividido, fundado sobre una falla, y por lo tanto, no representable o recuperable por la política cultural de la hibridez y la “diferencia” que está intentando volverse hegemónica en la globalización, esto es, el multiculturalismo liberal.

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co”17. Spivak escribe: “Investigar, descubrir y establecer una conciencia subalterna o campesina parece, en principio, ser un proyecto positivista, un proyecto que asume que, si está propiamente elaborado, nos llevará a un fundamento firme, a alguna cosa que pueda ser revelada” (1987: 202). Pero, “en la medida en que el ‘subalterno’ no puede aparecer sin el ‘pensamiento de la elite’”, en el mismo momento de su representación “siempre hay una contradictoria sugerencia en el trabajo [historiográfico] del grupo, esto es, que la conciencia subalterna está sujeta a la catexis de la elite, que nunca es plenamente recuperable, que siempre está torcida por su condición de significante recibido, que es borrada aun cuando es revelada, que es irreductiblemente discursiva” (1987: 203). Los estudios subalternos no pueden, por lo tanto, producir al subalterno como plenitud, como presencia auto-transparente. Lo que producen, en cambio, es un “efecto-de-sujeto subalterno”: “[L]os textos de la contrainsurgencia localizan [...] una ‘voluntad’ como la causa soberana cuando ésta no es más que el efecto del efecto-de-sujeto subalterno, en sí mismo producido por una coyuntura particular puesta en evidencia por la crisis meticulosamente descrita en varios de los volúmenes de Subaltern Studies” (1987: 204). De esto se desprende que, por ejemplo, la reivindicación de Guha de que “reconocer al campesino como el forjador de su propia rebelión es atribuirle [...] una conciencia propia” (1983: 4) sólo puede ser justificado mediante un fundamento “estratégico” –es decir, político– más que ontológico: “Yo los leería [a los estudios subalternos] entonces, como un uso estratégico del esencialismo positivista a favor de un interés político escrupulosamente visible” (Spivak 1987: 205). Lo que es “estratégico” para Spivak en la recuperación del subalterno por Guha y la historiografía subalternista, es que esta recuperación desvirtúa la apelación a la autoridad de la cultura dominante y de ciertas formas de saber, incluyendo la narrativa teleológica de la secuencia de los modos de producción del marxismo clásico. Entonces, “El grupo [de estudios subalternos] posiciona esta teoría [de la conciencia subalterna como conciencia colectiva emergente] exactamente en el contexto de la tendencia del marxismo occidental a negar una conciencia de clases al subalterno pre-capitalista, especialmente en el teatro del imperialismo”(1987: 206). Más aún, si “al traducir trozos y partes de la teoría del discurso y de la crítica del humanismo a una historiografía esencialista el histo-

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En su introducción, titulada “Deconstructing Historiography”, en Selected Subaltern Studies. Mis citas aquí provienen de la versión de esta introducción que apareció en Spivak (1987).

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riador de la subalternidad se alinea a los mismos patrones de conducta del subalterno, sólo una visión ‘progresista’, que diagnostica al subalterno como necesariamente inferior, concebiría tal alineamiento como algo que no tiene valor intervencionista” (1987: 207). Al mismo tiempo, sin embargo, el lado desconstructivo del argumento de Spivak implica que “el espacio de la persistente emergencia del subalterno en la hegemonía debe, siempre y por definición, mantenerse heterogéneo a los esfuerzos de los historiadores disciplinarios. El historiador debe persistir en sus esfuerzos con la conciencia de ello, de que el subalterno es, necesariamente, el límite absoluto del lugar donde la historia es narrativizada como lógica” (ídem). Este sentido del subalterno como “límite absoluto” a la narrativización implica que el subalterno, para Spivak, en el mundo colonial y post-colonial debe ser necesariamente otro que “el pueblo”, y debe por tanto resistir la totalización sugerida en la cópula gramsciana “pueblo-nación” (1987: 246). “Si el nacionalismo es el único discurso acreditado con posibilidades emancipadoras en el teatro imperialista, entonces uno debe ignorar los innumerables ejemplos de resistencia subalterna a lo largo de los siglos pre-imperialistas e imperialistas, frecuentemente suprimidos por esas mismas fuerzas nacionalistas, las cuales serían instrumentales en transformar la coyuntura geo-política de la etapa de imperialismo territorial al neo-colonialismo”(1987: 244-245)18. Donde para Guha la categoría de subalterno incluye no sólo a la clase trabajadora y a los campesinos y trabajadores agrícolas sino también a sectores de los llamados estratos “medios” y a identidades que no están específicamente marcadas en términos de clase, para Spivak el subalterno es aquel que siempre se desliza o se distancia de la representación, aun del tipo de representación que el trabajo de los estudios subalternos pretende otorgarle.

18 También: “Especialmente en una crítica de la cultura metropolitana, el evento de la independencia política se puede asumir de manera automática, permanece entre la colonia y la descolonización como un bien no examinado que opera un reverso. Pero los objetivos políticos de la nueva nación están supuestamente determinados por una lógica regulativa derivada de la vieja colonia, con sus intereses revertidos: secularismo, democracia, socialismo, identidad nacional y desarrollo capitalista. Cualquiera sea el semblante de esta suposición, se debe admitir que siempre hay un espacio en la nueva nación que no puede compartir las energías de este reverso. Este espacio no tiene establecida ninguna forma de tráfico con la cultura del imperialismo. Paradójicamente, este espacio está también afuera del trabajo organizado, debajo del intentado reverso de la lógica capitalista. Convencionalmente, este espacio es descrito como el hábitat del sub-proletariado o del subalterno” (Spivak 1993: 78).

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Como tal, el subalterno es parecido a lo que Julia Kristeva entiende por “abyecto”: algo que esta más allá de la posibilidad de representación, porque cuando surge en la representación –el orden simbólico en el sentido lacaniano– pierde su carácter de subalternidad. En otras palabras, el subalterno funciona en el trabajo de Spivak de una forma similar a la “regla de significación” en Bhabha: como un sustituto o tropo de suplementariedad de la desconstrucción misma. La alteridad del subalterno interrumpe la asunción o reivindicación de la posición de la elite de ser un o el sujeto de la historia; pero, de la misma manera (porque la desconstrucción no tiene ninguna alianza o proyecto político que le sea específico) la desconstrucción está siempre orientada a interrumpir la constitución del subalterno como sujeto de la historia. El argumento de Spivak entonces se asocia al de Bhabha en su insistencia en que la indecibilidad misma deviene el fundamento para la resistencia subalterna, y, viceversa, que las políticas subalternas son, de alguna forma, el correlato objetivo de la actividad desconstructiva. Lo que Spivak comprende por catacresis –el colapso por sobre-extensión metafórica de la significación– es, en esencia, lo mismo que Bhabha entiende por hibridez. El resultado, para Spivak, es que la política subalterna puede ocurrir sólo en un proceso continuo de desplazamiento-desconstrucción que subvierta los binarismos constitutivos colonial/nativo, subalterno/dominante, adentro/afuera, moderno/tradicional. Spivak apunta, medio en broma, que “el subalterno es el nombre de un lugar tan desplazado [...] que hablar de él es como la llegada de Godot en un bus” (1990: 91)19. Estos breves comentarios obviamente no pueden hacer justicia al amplio rango del pensamiento de Spivak y Bhabha sobre los problemas de la cultura, subalternidad y post-colonialidad, los cuales ellos persiguen con gran rigor y un profundo sentido de los intereses humanos y políticos aquí presentes, ni quisiera sugerir que ellos arriban al mismo lugar ideológico (Bhabha ha buscado abrir las posibilidades del multiculturalismo más allá de los límites de su versión “liberal”; Spivak ha sido una elocuente e incansable voz para las reivindicaciones de las mujeres en la teoría cultural y práctica del marxismo). Pero podría ser que algo similar está ocurriendo aquí a lo que ocurrió con el trabajo de Herbert Marcuse, tan influyente en la configuración de la política cultural de la Nueva Izquierda en la década de

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En “Can the Subaltern Speak?”, el rol de la mujer subalterna humillada es asumido por Bhubaneswari Bhaduri, una activista nacionalista hindú cuyo suicidio es malentendido aun por su familia más cercana.

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los años sesenta. Desde una posición de elite académica se decreta que las únicas posiciones desde las cuales la oposición al sistema dominante puede ser imaginada y construida son aquellas más marginales o liminales. Se cree posible representar estas posiciones, en cambio, por una forma de teoría académica –la desconstrucción en el caso de Spivak y Bhabha, la teoría crítica frankfurtiana en el caso de Marcuse– y por lo que en ambos casos aparece como una valoración de una estética vanguardista. Se podría argumentar que la articulación del subalterno de Spivak como “límite absoluto” a la simbolización busca obedecer escrupulosamente el dictamen de Lenin de que la política revolucionaria debe buscar siempre el estrato más oprimido de la población. Pero los problemas políticos de esta posición no son distintos de los problemas del tercer período de la Internacional Comunista que Dimitrov buscó superar con su concepto de Frente Popular. Por el contrario, la identificación de Guha entre el subalterno y el pueblo funciona como un argumento a favor de un sentido más inclusivo de la identidad subalterna, sin abandonar la idea de antagonismo binario como el principio articulante de esa identidad (es decir, sin identificar “el pueblo” con la heterogeneidad de la sociedad civil como tal). Con esto no quiero romantizar al Frente Popular, el cual, como todos saben, produjo sus propias ilusiones, limitaciones y contradicciones; simplemente quiero sugerir que el principio de la interpelación popular-democrática que fundamentó a dicho Frente no es incompatible con los objetivos de los estudios subalternos. Se trata más bien de la forma que se da a la idea de “el pueblo”. Los estudios subalternos existen en la tensión entre un proyecto que es desconstructivo de las aspiraciones de la nación, del nacionalismo, del conocimiento académico y de la política formal de la izquierda, y una articulación constructiva –“estratégica” en el sentido de Spivak– de nuevas formas de gestión colectiva política y cultural. Sin embargo, dos agendas políticas bastante diferentes se desprenden de esta doble urgencia. Una es el apoyo a los nuevos movimientos sociales y a la resistencia de las organizaciones de base, a un nivel sub- o supra-nacional (ésta es la opción que Spivak prefiere y la cual ella busca conectar con su trabajo). La otra es la constitución de un bloque “popular” político-cultural potencialmente hegemónico, una articulación que de una forma u otra invoque las categorías de “el pueblo” y la “nación”. En el primer caso, está claro que la unidad de la nación-Estado, junto con la idea de hegemonía política misma, nunca fueron representativas del subalterno, y en cualquier caso están ahora, con el advenimiento de la globalización, obsoletas para los propósitos de la izquierda, como también lo es quizá la izquierda misma. De ahí que, para Moreiras, los estudios subalternos deban ser, al mismo tiempo, “contra-representacionales”, “tras-

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nacionales” y “post-hegemónicos”. En el segundo caso, en cambio, la cuestión es si los estudios subalternos pueden contribuir a organizar una nueva forma de hegemonía política y cultural desde abajo, lo que Guha llama una “política del pueblo”. Es con relación a esta segunda posibilidad que quiero abordar brevemente en lo que resta de este capítulo, y luego más extensamente en el capítulo 4, la cuestión de la relación entre los estudios subalternos y los estudios culturales. Cuando Stuart Hall se refiere a lo que él llama “el ‘aspecto político’ de los estudios culturales”, está aludiendo al hecho o a la percepción de que la emergencia de los estudios culturales como un proyecto académico estaba conectada a la izquierda política, ampliamente hablando, y a los nuevos movimientos sociales en particular20. El Centro para los Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham, que dio al campo su nombre (y donde el mismo Hall ejerció como director asistente en los años setenta), estaba organizado en una ciudad industrial en una de las llamadas Red Brick Universities (“universidades de ladrillo rojo”) creadas por el gobierno laborista después de la Segunda Guerra Mundial para democratizar la educación superior en Gran Bretaña. El centro de Birmingham buscó conscientemente desarrollar una relación orgánica con la clase obrera de dos formas: primero, como un proyecto académico conectado a la formación histórica y protagonismo de esa clase (de ahí entonces la cercana afinidad de ese Centro con historiadores marxistas tales como E. P. Thompson y con sociólogos laboristas como Raymond Williams o Richard Hoggart, su primer director); segundo, como un lugar para registrar y estudiar los movimientos sociales que comenzaban a aparecer en la década de los años setenta, en los márgenes de la tradicional cultura de la clase obrera inglesa: los punkis y, en general, la cultura juvenil, el movimiento de mujeres y de los derechos homosexuales, los movimientos de los nuevos inmigrantes asiáticos y caribeños.

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“¿No se sigue que los estudios culturales son un área disciplinaria politizada? ¿Que los estudios culturales son cualquier cosa que el pueblo haga, siempre que ésta se localice o comprenda en el proyecto y la práctica de los estudios culturales? Yo no estoy satisfecho con esta definición tampoco. Aunque el proyecto de los estudios culturales está abierto, no puede ser simplemente pluralista de esa forma. Sí, este proyecto se niega a ser un discurso maestro o un meta-discurso de cualquier tipo. Sí, este es un proyecto que está siempre abierto a aquello que aún no conoce, a aquello que no puede aún nombrar. No importa si los estudios culturales son esto o eso. Lo que no pueden ser es una vieja práctica que decida marchar bajo una pancarta en particular. Esto es una empresa seria, o un proyecto, y esta inscrito en lo que a veces es llamado ‘el aspecto político’ de los estudios culturales” (Hall 1992: 278).

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La escuela de Frankfurt había introducido la idea de un estudio académico y teórico de la cultura de masas en conexión con las agendas políticas izquierdistas. Sin embargo, para establecerse a sí mismos, tanto de manera teórica como generacionalmente, los estudios culturales estilo Birmingham se sintieron compelidos a distanciarse de la escuela de Frankfurt y su mezcla de economía política marxista, teoría psicoanalítica y conductismo, y sus problemáticas de “reificación”, “falsa conciencia”, “manipulación” y “des-sublimación represiva” (Marcuse). La experiencia de la cultura de masas de los intelectuales de la escuela de Frankfurt coincidió con la emergencia del fascismo en la década de 1930, así, ambos procesos estaban implícitamente relacionados en sus trabajos (por ejemplo, en la idea de Adorno de la “personalidad autoritaria” en la cultura de masas). Para la generación posterior, como Hall o yo mismo, la cultura de masas capitalista –especialmente las películas, la televisión, y el rock o el baile– era simplemente nuestra cultura, o al menos una parte importante de ella, una cultura, más aun, no del todo incompatible con la iconoclasia cultural y/o la radicalización política. De hecho, parecía más cierto el caso contrario: la cultura de masas era uno de los territorios claves en los cuales el radicalismo de los sesenta fue articulado21. Como destaqué en la primera parte de este capítulo, el Frente Popular concebía a “el pueblo” de dos formas: (1) como heterogéneo en su composición, pero potencialmente unificado en una relación antagónica con la elite o “bloque de poder”; y (2) como un sujeto social activo, en cambio que pasivo, con sus propios recursos culturales y agendas. Aunque la conexión directa de los estudios culturales con el Frente Popular fue parcialmente reprimida por el anticomunismo de la guerra fría, éstos estaban, en efecto, reinventando dicho concepto22. Mediante su énfasis en lo popular como tal 21 “Los miembros de la escuela de Frankfurt argumentaban que la transformación del arte en mercancía minaba inevitablemente la imaginación y marchitaba la esperanza […]. Pero el impulso artístico no es destruido por el capital; es sólo transformado por éste. En la medida en que el utopismo está mediado por los nuevos procesos de producción y consumo cultural, comienza nuevas formas de lucha por la comunidad y el tiempo libre” (Frith 1981: 264-268). 22 Stanley Aronowitz traza algunas líneas de esta conexión: “La contracultura del Frente Popular nunca deseo contestar al espacio de la alta cultura. En cambio, su intervención en la cultura americana era para insistir en la pluralidad de legítimas formas expresivas [...]. [Éste] peleó lo que ha sido probado como una abierta batalla en las aúninfinitas guerras culturales: la lucha por una concepción democrática de la cultura nacional, y la batalla para obliterar la designación que la alta cultura hacía de la cultura popular como ‘baja’” (1993: 166). Sobre la política cultural del Frente Popular en los Estados

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y en el ideal de una cultura democrática, la teoría y la práctica cultural del Frente Popular posibilitó en los años treinta la incorporación de significantes sectores de escritores, artistas y técnicos en la creciente industria cultural del cine, la música comercial, la radio y, en los años cuarenta, la televisión. Pero dentro de su ámbito había también ambigüedades, tensiones y luchas en torno a las implicaciones de la comercialización. Al mismo tiempo que el Frente Popular incitaba a los intelectuales a entrar a la industria cultural y tratar de organizar a los trabajadores en las florecientes industrias del cine y de los medios de comunicación, tendía a equiparar la cultura popular esencialmente con el folclore, privilegiando en la música norteamericana, por ejemplo, el primer jazz sobre el jazz moderno, los blues rurales sobre el rhythm and blues y el soul, las baladas folclóricas tradicionales sobre la música country, y cualquiera de éstas sobre el rock. Era políticamente correcto escuchar jazz antiguo o música folk porque éstas eran formas de la “música del pueblo” relacionadas a formas sociales marcadas por modos de producción artesanales o precapitalistas, no productos comerciales de la emergente industria cultural capitalista (aunque muchas de las formas de lo que era percibido como música folk dependían, de hecho, de la radio y de las compañías de grabación tanto para su producción como para su circulación). Alineado a este prejuicio se encontraba la distinción sociológica entre cultura de masas y cultura popular, la cual creó muchas confusiones y amargos debates (entre ellos, el escándalo que el cantante norteamericano Bob Dylan causó en 1964 cuando decidió presentar sus canciones con una banda de rock y usando instrumentos eléctricos). Estos dos aparentemente contradictorios aspectos de la política cultural del Frente Popular –su apertura a la emergente industria cultural y su privilegio del folclore o de las formas culturales premodernas en cuanto reserva de conciencia y resistencia– estaban, de hecho, ligados con el deseo de ver en el espacio de lo “popular” una forma cultural potencialmente anticapitalista. La concepción de Gramsci de la cultura subalterna como esencialmente “folclórica”, “espontánea”, anclada en el “sentido común” en contra de una concepción científica del mundo, a la vez coincidía con la teoría cultural del Frente Popular y marcaba la necesidad de una instancia política independiente de la cultura subalterna: el “partido” en el sentido leninista. La estrategia alternativa de Lukács para el Frente Popular –celebrar desde la

Unidos y la muy rica y variada producción a la que ésta dio origen, véase el enciclopédico libro de Michael Denning (1996): The Cultural Front: The Laboring of American Culture in the Twenty Century. Londres: Verso; especialmente, p. 463.

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izquierda la herencia científica y democrática de la alta cultura burguesa, encarnada sobre todo en la novela realista– hizo posible una cierta convergencia entre los representantes más avanzados de esa cultura y el proyecto del comunismo, pero al coste de negar la fuerza tanto de la cultura popular como del vanguardismo estético. Sin embargo, aun con estas limitaciones cruciales, el Frente Popular fue (y en varios aspectos todavía lo es) una forma política más adecuada al desarrollo de los estudios culturales que la teoría crítica de la escuela de Frankfurt; sin embargo, gracias al macartismo, éste ha operado más como el “inconsciente político” de los estudios culturales que como un programa o un paradigma teórico explícito. El Frente Popular es más adecuado porque presupone que la cultura popular y la cultura de masas son más formas subalternas de poder de gestión, que simple “falsa conciencia” o anacronismo. He destacado anteriormente la afinidad de los argumentos de Spivak y Bhabha con los principios del vanguardismo estético y sus objetivos de extrañamiento o desfamiliarización. Esa afinidad tiene sus raíces en la, a veces tácita, a veces evidente y programática equivalencia que tanto los formalistas rusos como la escuela de Frankfurt hicieron entre vanguardismo y radicalismo político. Para la escuela de Frankfurt en particular, el arte vanguardista era un espacio donde la negación de la razón instrumental de la sociedad capitalista todavía podía darse, dada la cooptación o “habitualización” de la clase trabajadora por el consumismo y el fordismo. Los estudios culturales, por el contrario, surgen de la “cultura joven” de los años sesenta y proceden sobre la base de que el vanguardismo –por entonces canonizado y mercantilizado como elevado arte burgués– estaba en sí mismo conectado a las estructuras de poder que coincidan con o creaban las pre-condiciones para la división económica y social (segregaciones culturales, distinciones, subordinaciones) de las sociedades capitalistas de la segunda mitad del siglo XX23. El “aspecto político” de los estudios culturales en su momento formativo era encontrar –y entonces tratar de identificarse con– formas de cultura que fueran anti-hegemónicas. ¿Cómo definirlas? De acuerdo con la lógica binaria que es constitutiva de la identidad subalterna como tal, tendrían que ser formas culturales que fueran una negación de los valores de la cultura burguesa y de la clase media, aun en formas políticamente progresistas

23 No debiera ser sorpresivo que varios de los mismos intelectuales que defendieron en revistas como Partisan Review, Tel Quel, Mundo Nuevo o Plural las credenciales políticas izquierdistas del vanguardismo contra el realismo socialista y el populismo, se hayan transformado en los neoconservadores de hoy.

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representadas por el vanguardismo. Es decir, tendrían que ser literalmente otra cultura; no podían ser simplemente, como Lukács y la línea dominante en los debates culturales soviéticos proponían, una extensión hacia abajo o una democratización de los valores y formas de la alta cultura burguesa. El escritor asociado –aunque problemáticamente– con la escuela de Frankfurt y que comprendió la dinámica utópica subyacente a la cultura de masas y se insertó en ella fue, por supuesto, Walter Benjamin. En su gran ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” o en el borrador de su proyecto sobre las Arcadas de París, Benjamin devino un puente entre el legado de la escuela de Frankfurt y los estudios culturales tal y como éstos emergieron en las décadas de 1970 y 1980. Para Richard Hoggart, el fundador del Centro de Birmingham, la cultura de masas era, aún, un desplazamiento de, por un lado, la alta cultura y, por otro lado, una “auténtica” –es decir, premoderna– cultura popular de la clase obrera inglesa –una suerte de la cultura “orgánica” de clase que E. P. Thompson describió magistralmente en La formación de la clase obrera inglesa. Pero en la medida en que el trabajo de Birmingham progresó, la distinción entre alta y baja cultura, de masas y popular, “auténtica” y “comercial”, nativista y colonial tendió a volverse más y más precaria, como Hall y otros destacaron. Gracias al ensayo seminal de Althusser sobre ideología, uno de los textos fundacionales de los estudios culturales, se produce un colapso de la distinción entre cultura e ideología24. La ecuación a la que Birmingham arribó era algo así: en la medida en que la cultura de masas es popular en el sentido del consumo –es decir, “pop”–, ésta era también popular en el sentido político: vale decir, representativa del pueblo, encarnando la voluntad social de éste, su condición nacional-popular, “progresista”. Un trabajo clave en este sentido fue el libro de Paul Willis, Learning to Labour, una etnografía de los jóvenes de la clase obrera británica que buscaba describir la “cultura de la resistencia” que ellos crearon por sí mismos en música, estilo de peinado, moda, géneros de habla, baile, etcétera, contra las formas de estandarización cultural proferidas por

24 Como plantea John Kraniauskas: “ [Los estudios culturales] extienden el gesto democratizante del concepto antropológico de cultura como una ‘forma de vida total’ en ideología, mientras –en el mejor de los casos, en sus versiones no populistas– reconocen el poder de las estructuras existentes, incluyendo el elitismo intelectual de la ideología de ‘la ideología’: es decir, la cultura, ahora, como una ‘forma total de lucha’. En lugar de una mera valorización de las formas de cultura de masas o de lo popular como tal, es este trabajo cultural de recuperación el que constituye el populismo que los estudios culturales deben arriesgar y transitar –quizá justamente” (Kraniauskas 1998: 11).

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la cultura “aprobada” de la escuela, la familia, y la Iglesia como parte de su adoctrinamiento en las relaciones capitalistas de producción y formas reformistas de ciudadanía propuestas por el laborismo25. La importancia otorgada en los estudios culturales –y en esto la teoría de la recepción literaria fue decisiva– al análisis de las actividades cotidianas de los consumidores y la naturaleza de las mercancías que éstos compraban y usaban llevó frecuentemente a la reivindicación de que el consumo constituía un espacio de libertad y de resistencia de los sectores populares a las formas ideológicas o al principio de realidad del capitalismo, como si el consumo fuera en sí mismo un tipo de política (o alternativamente, que la política funcionaba ahora dentro de la lógica de la mercantilización y la elección de consumo; es decir, en el dominio de la sociedad civil más que en el ámbito del Estado y de sus aparatos ideológicos)26. Aquí una posición supuestamente de “izquierda” –teorizando las formas de agencia autónoma popular– parecía, paradójicamente, encontrar fundamento en algo parecido a la tesis del “fin de la historia” de un ideólogo neoliberal como Francis Fukuyama. Puesto que el mercado y la cultura de masas (o más genéricamente, la sociedad civil) son las que permiten la resistencia cultural de parte de los grupos subalternos, entonces ellas devienen la condición misma de movilización subalterna, no aquello que la negatividad subalterna confronta. En los Estados Unidos, el trabajo de Tom Wolfe y el llamado “Nuevo Periodismo” puede ser visto como una forma de populismo derechista previa a los estudios culturales, francamente celebratorio de las implicaciones supuestamente “democráticas” de las nuevas formas de cultura mercantilizada y globalizada (en una perspectiva más apocalíptica, Jean Baudrilliard también podría ser mencionado en este contexto). Esto apunta a una paradoja en el corazón mismo del proyecto de los estudios culturales. Si los estudios culturales fueron exitosos en el clima reaccionario en los Estados Unidos y Gran Bretaña en los años de su emergen-

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Willis (1993). El propio Willis vio la cultura juvenil de la clase trabajadora como contradictoria: por un lado, ésta constituía una aguda crítica a los valores de la sociedad de clases a la que estos jóvenes estaban siendo adsorbidos; por otro lado, carecía –en su visión– de un poder de gestión contra-hegemónica. Para un planteamiento, estilo Birmingham, de los problemas de la cultura juvenil el cual es también un convincente manifiesto para una práctica de los estudios culturales re-politizada, véase Cohen 1997. 26 Para mí el locus clásico de estudios culturales orientados a la recepción es el ensayo de mi colega Feuer (1989). El trabajo de Michael de Certeau sobre las formas de resistencia en la vida cotidiana ha sido también extremadamente influyente en esta perspectiva.

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cia, digamos entre 1985 y 1990, ello se debió en parte a que eran capaces de marchar bajo dos banderas al mismo tiempo: una “roja”, otra “blanca”, por así decirlo. El proyecto de transferir la agenda radical de los sesenta a la universidad –criticando los paradigmas disciplinarios, democratizando las estructuras, modificando los requerimientos, desmantelando el canon, introduciendo formas nuevas de teoría, creando nuevos espacios inter o transdisciplinarios para el trabajo académico– se yuxtapuso con un proyecto de reorganización de la hegemonía burguesa que emanaba tanto del Estado como de las fundaciones privadas y grupos de expertos, un proyecto que envolvía crucialmente la reforma y modernización de la educación superior en el contexto de la globalización y el post-fordismo. La emergencia de los estudios culturales es paralela al ascenso a través de los rangos académicos de la generación que ingresó al trabajo académico en o un poco después de la década de los sesenta, atraída por la tremenda expansión de institutos de educación superior y universidades durante esa época. Esta lógica generacional, la cual hizo de los estudios culturales, de alguna forma, una continuación de la Nueva Izquierda, coincidió con el advenimiento de la globalización y la crecientemente precaria situación de alternativas al capitalismo reflejadas en el colapso de la Unión Soviética. Apareció un sentimiento generalizado acerca de que las humanidades se habían vuelto disfuncionales, estaban agotadas, y que no funcionaban más como deberían con relación a la hegemonía burguesa. Los neoconservadores buscaban, contra los estudios culturales y la “teoría”, reafirmar la autoridad de la tradición humanista y de la civilización occidental. Sin embargo, sus campañas fallaron porque no se correspondían con las percepciones de la elite, directamente conectada al problema de la educación (administradores educacionales, fundaciones de investigación, consejos superiores de educación). Estos grupos decidieron que el futuro de la educación se estaba moviendo en la dirección sugerida por los estudios culturales, las comunicaciones, la interdisciplinariedad, el multiculturalismo y otras tendencias similares. La idea de restaurar el currículum tradicional en las humanidades era simplemente un plan condenado al fracaso en las universidades, donde era claro que, para bien o para mal, las disciplinas estaban perdiendo su función y coherencia. Quizá el libro que mejor expresa el carácter contradictorio y paradójico de la coyuntura que dio origen a los estudios culturales en este período es La Condition Postmoderne (1979) de Jean François Lyotard (el cual no por casualidad es también un diagnóstico de la situación de la educación superior). Si se lee cuidadosamente uno se da cuenta de que Lyotard está abandonando su postura de joven trotskista de la revista Socialismo o Barbarie

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–el “sueño del 68”– y, en cambio, quiere pensar la radicalización en los límites de las universidades y centros de conocimiento realmente existentes. Él, en efecto, está preguntando: ¿cómo podemos reelaborar las disciplinas en una época en que sus bases epistemológicas y sus fronteras se están desintegrando? Pero, para Lyotard, ésta es una pregunta que puede ser respondida dentro del sistema mismo, el que, en cualquier caso, permite ahora mayor flexibilidad de pensamiento y acción, y aún, a veces, es capaz de radicalizarse a sí mismo. Los estudios culturales, como otros aspectos de la vida social y cultural globalizada, serían para Lyotard una práctica “no totalmente subordinada a los objetivos del sistema”, aunque cuando tolerada por este27. Esto es así porque los estudios culturales son, en sí mismos, una de las consecuencias del impacto desconstructivo que la cultura de masas capitalista ha tenido sobre las ciencias humanas, mediante el mismo proceso de mercantilización que la ideología estética post-modernista celebra (o diagnostica) en cuanto colapso de la distinción entre alta cultura y cultura de masas. En un lenguaje marxista más tradicional, se podría decir que los estudios culturales son un efecto superestructural de la globalización vista como una nueva etapa del capitalismo (“capitalismo tardío” según la fórmula de Mandel); pero, por supuesto, fue un marxismo colapsando o ya colapsado el que los estudios culturales parecían destinados a suplantar. Si, como he argumentado, proyectos subalternos y dominantes, residuales y emergentes convergen en los estudios culturales, hay inevitablemente también un momento en el cual estos proyectos comienzan a divergir, en cuanto representan, en última instancia, divergentes intereses de clase. En este sentido, no podemos seguir presuponiendo que los estudios culturales son necesariamente progresistas o contra-hegemónicos en términos políticos: es decir, que son “populares”. Este hecho ha dado origen a una crítica desde la izquierda de los estudios culturales que toma la forma, generalmente, de un retorno a la escuela de Frankfurt (con o sin Habermas, dependien-

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“[E]l contrato temporal en la práctica suplanta la institución permanente en los dominios profesional, emocional, sexual, cultural, familiar e internacional, también como en los asuntos políticos. Esta evolución es, por supuesto, ambigua: el contrato temporal es favorecido por el sistema debido a su mayor flexibilidad, bajo costo, y la confusión creativa de sus motivaciones anexas –todos estos factores contribuyen a incrementar la operatividad. En cualquier caso, no se trata de proponer una alternativa pura al sistema: ahora todos sabemos, como se nos hizo claro en los setenta, que un intento de esta naturaleza terminaría asemejándose al sistema que intentaba reemplazar. Debemos estar felices de que la tendencia hacia el contrato temporal sea ambigua: no está totalmente subordinada a los objetivos del sistema, aun cuando el sistema la tolera” (Lyotard 1985: 66).

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do de la inclinación individual del crítico). El análisis de Meaghan Morris de la idea de “consumo sin producción” en el trabajo de los estudios culturales británicos, o la identificación que hace Jameson del postmodernismo con el populismo estético y su consecuente rehabilitación de Adorno, son dos ejemplos familiares e influyentes de esta crítica28. El libro de Beatriz Sarlo Escenas de la vida postmoderna –sobre los efectos de la cultura de consumo postmoderno en Argentina– puede servir como representante de un argumento similar en un contexto latinoamericano29. Como su título sugiere, Escenas posiciona a Sarlo en la condición de un flanêur benjaminiano, en cuanto ella presencia una serie de prácticas culturales contemporáneas en Buenos Aires: vídeo-juegos, televisión, centros comerciales, cirugía estética, etcétera. Pero a diferencia del flanêur, que esperaba ver, como Baudelaire, detrás de la cara de hidra del paisaje urbano degradado de la ciudad capitalista la posibilidad de una epifanía, una redención providencial de la historia, Sarlo critica lo que ella llama el “neo-populismo de los medios”. Los mass-media y las nuevas posibilidades del consumo como los vídeo-juegos o los malls o el zapping televisivo asumen el lugar previamente ocupado por la escuela y la familia en cuanto prácticas ideológicas. Como tal, ellos generan nuevas posiciones-de-sujeto e identidades. Implican, en particular, un desplazamiento del ciudadano a la condición de “audiencia”, condición que produce un fetichismo de los medios. El suave efecto narcótico de la imagen televisiva tiene una fuerza mayor que el discurso de la esfera pública –el dominio de la “racionalidad comunicativa” de Habermas- erosionando así las bases para una política de oposición o resistencia a la dominación. El simulacro engendrado mediáticamente desplaza la autoridad del original; no hay original o un fundamento de la experiencia al cual apelar. La “epistemología televisiva” (frase de Sarlo) funda su propia intertextualidad auto-reflexiva. Las masas sienten las cosas “cercanas” con la televisión y el consumo, las cuales borran la distinción entre lo sagrado y lo profano, lo distante y lo inmediato y producen en la forma de una “fantasía cotidiana” una pseudo-universalización de la experiencia y de los valores que trasciende las diferencias de grupos y clases. Los medios, a su vez, son el espejo del nuevo tipo de aparato estatal demandado y producido por las economías neoliberales y la globalización. Si los medios son, de hecho, los productores de legitimación en las sociedades contemporáneas, esto pone en crisis la función del intelectual tradicio-

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Cfr. Morris 1988 y Jameson 1993. Cfr. Sarlo 1994.

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nal en cuanto productor de la hegemonía. Sarlo opone contra el intelectual tradicional y contra el “neo-populista de los medios” la figura del “intelectual crítico”, quien puede al mismo tiempo representar las nuevas formas de consumo (como ella misma lo hace en Escenas de la vida postmoderna) y producir su crítica respectiva30. Sarlo argumenta, de forma similar a Antonio Cándido en su ensayo “Literatura e subdesenvolvimiento” (1973), que el pensamiento crítico y, por lo tanto, la ciudadanía efectiva sólo son posibles a través de la distancia o perspectiva provista por las formas de alta cultura, las cuales requieren, a su vez, la expansión de la alfabetización y el fortalecimiento de la educación formal contra los medios. Para ella, la posibilidad de hacer una crítica negativa del presente es una pequeña ventana de esperanza en medio de lo que concibe como el avance apocalíptico de la mercantilización y de un autoritarismo “suave”. Las bellas artes, en particular, conservan para ella el lugar en que el Ser, en el sentido heideggeriano, reside a resguardo del “caído” paisaje de las sociedades de consumo tardo-capitalistas. El argumento de Sarlo tiene el mérito de ser un retrato de los efectos de la hegemonía neoliberal sobre la clase media de las sociedades latinoamericanas; pero también muestra las limitaciones de la teoría crítica de la escuela de Frankfurt, desde donde deriva su argumentación. Por un lado, ella es claramente nostálgica del retorno a una esfera pública burguesa que pudo bien no existir nunca como tal, o pudo haber existido sólo de manera precaria y problemática en América Latina. En este sentido, su argumento es habermasiano. Por otro lado, ella también comparte con los neoconservadores norteamericanos, tales como William Bennett o Allan Bloom, una concepción de la cultura de masas producida por las industrias culturales como cultura “nociva”. Bajo su desligue, en efecto, la comunidad es desplazada por las comunicaciones. Sarlo escribe: “[c]ontra la ideología neopopulista que encuentra en la pantalla la energía bajo cuyo influjo pueden restaurarse los lazos sociales que la modernidad ha corroído, sería necesario averiguar hasta qué punto la televisión necesita de una sociedad donde esos lazos

30 La crítica de Sarlo de los “neo-populistas de los medios” encaja con la idea de James Petras de que la hegemonía del neoliberalismo ha creado un nuevo tipo de intelectual en América Latina, el “intelectual institucional”, “crítico ostensible del modelo económico neoliberal, pero profundamente arraigado en relaciones dependientes con las redes extranjeras como sus adversarios entre las elites financiera y orientadas a la exportación [...]. La ascendencia del intelectual institucional ha diluido los conceptos claves que iluminaban las luchas populares: imperialismo, socialismo, poder popular y lucha de clases han desaparecido bajo un hoyo de la memoria, están pasados de moda” (Petras 1990: 106, 118).

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sociales sean débiles, para presentarse ante ella como la verdadera defensora de una comunidad democrática y electrónica amenazada y desdeñada por quienes no escuchan sus voces ni les importan sus reclamos” (1994: 87). Pero, seguramente algo de lo comunitario persiste en la “comunicación”. La incomodidad del intelectual tradicional, como Sarlo, frente a la cultura de masas y los medios es, en parte, una incomodidad con la democracia y sus efectos. Uno de estos efectos es el desplazamiento de la autoridad hermenéutica desde el lugar del intelectual letrado hacia la “recepción” popular. Silviano Santiago nota que la meta de críticos como Sarlo “es la preservación, a toda costa, en una sociedad democrática o potencialmente democrática, de la posibilidad de la opinión pública, una posibilidad que ellos creen puede ser lograda solamente a través de una devastadora crítica de los medios y de la proliferación de imágenes que entregan para el consumo de masas”. Pero los medios y las condiciones de recepción que establecen implican, en cambio, que: [e]l sentido en la producción simbólica y/o cultural devenga plural e inalcanzable en su pluralidad. El sentido “total” (o la totalidad del sentido) deviene el producto de una intencionalidad que ya no está necesariamente articulada por las instituciones tradicionales del saber y sus acólitos. Las luchas de los grupos minoritarios y subalternos por su propia identidad pasa necesariamente a través de la búsqueda, y recuperación, de objetos culturales que han sido juzgados inferiores por la tradición moderna, sobre la base de su propios y centrados criterios de buen gusto (Santiago 1995: 249).

Si nosotros aceptamos el argumento de Santiago aquí –y yo sí lo acepto– entonces el problema con los estudios culturales no es tanto lo que Jameson o Sarlo llamarían su “populismo” como el hecho de que los estudios culturales no son suficientemente populares. Particularmente, por transferir el programa formalista de desfamiliarización de la esfera de la alta cultura a las formas de cultura de masas, ahora vistas como si fuesen más efectivas y dinámicas estéticamente, más capaces de producir extrañamiento (ostranenie), los estudios culturales podrían perpetuar inconscientemente la ideología estética vanguardista que pretenden desplazar, una ideología que Jameson, Sarlo y otros críticos de los estudios culturales presumiblemente defenderían. Es fácilmente apreciable que los estudios culturales son esencialmente una apropiación intelectual de la cultura de masas, que produce algo semejante a una forma “pop” del sublime volksgeist de los románticos. En la medida en que la cultura de masas puede ser re-estetizada en esta forma y, al mismo tiempo, incorporada pragmáticamente a la hegemonía como suple-

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mento de la globalización económica, se hace posible para las disciplinas académicas, incluyendo las ciencias, reagruparse contra la amenaza de que los estudios culturales usurparían sus territorios u oscurecerían sus fronteras. Pero la ansiedad producida por el cambio de la autoridad hermenéutica desde el intelectual tradicional a la recepción popular es, como sugiere Santiago, también provocada por la irrepresentabilidad de los efectos de esa recepción en términos de cualquier tipo de saber académico disciplinario (¿cómo podría la más sofisticada encuesta de opinión medir los efectos psico-ideológicos de una telenovela que está siendo vista en un país como Brasil simultáneamente por treinta o cuarenta millones de telespectadores, en una rango extremadamente heterogéneo y contradictorio de posiciones sociales?). Para Santiago, los medios electrónicos han devenido, de manera efectiva, las nuevas condiciones para la ciudadanía cultural. Existe aquí el riesgo de idealizar la cultura de masas de la misma forma que antes, quizá, he idealizado el Frente Popular. Pero, al menos, uno debe preguntarse si la cultura científico-humanista representada por la academia y la esfera pública burguesa, la cual tiene un interés tanto en producir subalternidad como en mantener las cosas como están, hace más por sujetos sociales subalternos que la no legislada e irrepresentable proliferación de la cultura de masas y sus efectos en la recepción. Como todo argumento populista, éste es demagógico: comprendo que la academia y la cultura de masas no están tan radicalmente separadas como se pretende; que (como Jameson ha mostrado) la alta cultura burguesa y el fetichismo de la mercancía están imbricados por una lógica no siempre oculta; que nosotros somos interpelados también por la cultura de masas y, viceversa, que todos los productores y consumidores de cultura de masas pasan a través o son afectados por el sistema de educación en algún nivel; que la sala de clases es un lugar de negociación de las consecuencias sociales y políticas del consumo. Pero también permanezco atento a la tesis de Daniel Bell sobre las contradicciones culturales del capitalismo, una tesis que puede servir como definición de lo postmoderno como tal: el capitalismo ha producido/está produciendo formas de experiencia cultural y tecnológica que ya no coinciden con los requerimientos de la ética capitalista del trabajo. Los valores del consumo –des-sublimación represiva (Marcuse), hedonismo, sujetos “lites”, gasto, narcisismo– socavan el carácter edipalizado de la estructura y valores necesarios para las posiciones-de-sujeto tanto del explotador (como figura de autoridad) como del explotado (como trabajo abstracto) en el capitalismo. Bell concibió esta contradicción como presagio de la crisis de legitimación de las sociedades capitalistas contemporáneas: ésa era la base de su afinidad con la política cultural de los neoconservadores, aun cuando él seguía

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siendo un liberal o social-demócrata en materia de política económica31. Los estudios culturales, por otro lado, están en posición de articular esta contradicción como una modalidad de lo que Laclau y Mouffe llaman posición-de-sujeto popular, mediante una articulación en la cual el “principio performativo” represivo impuesto por la ley del valor capitalista y el “principio del placer” modelado por el consumismo como forma de deseo, sean colocados uno frente al otro32. Pero esta posibilidad, a su vez, hace surgir una serie de difíciles preguntas: ¿es la contradicción, como Bell sugirió, realmente entre cultura capitalista (los valores del consumo) y los requisitos de la competición capitalista (o como Marx lo habría planteado, entre fuerzas y relaciones de producción)? O, ¿se trata más bien de una nuevo “régimen” o etapa del capitalismo, en la cual la ley del valor ha perdido su fuerza? ¿Es el consumo como tal lo que interpela a los individuos como sujetos –como Sarlo y los “neopopulistas” de los medios que ella critica parecen asumir– o es, en cambio, la forma en que los sujetos están posicionados por diferencias de clase, género, raza y otras, la que estructura sus acciones como consumidores? ¿Cuál es la relación entre identidades políticas y consumo? ¿Son los estudios culturales, efectivamente, una teoría de la sociedad civil? ¿Funcionan teóricamente los estudios culturales en lugar de una izquierda política que se ha hecho anacrónica o disfuncional, poniendo la producción cultural y el consumo como si fuesen, por sí mismos, formas de resistencia democráticopopular, quizá las únicas posibles en el actual sistema mundial? O ¿esta relación entre consumo y sociedad civil asumida por los estudios culturales, depende, en última instancia, de la incidencia política de las clases populares y los movimientos sociales sobre el Estado y sobre las instituciones sociales en general (el lugar de trabajo, las instituciones culturales y las empresas con independencia del Estado, el “sentido común”, los patrones de conducta y expectativas cotidianas)? ¿Cuál es la relación entre los requerimientos de lo que Foucault llamó “gobernamentalidad” y las dinámicas de las posiciones-de-sujeto populares y subalternas? ¿Cuál, finalmente, es la relación entre los estudios culturales y los estudios subalternos?

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Cfr. Bell 1976. Una re-lectura de Marcuse en esta perspectiva, particularmente de Eros y civilización, podría ser útil. El trabajo de María Milagros López sobre subjetividades formadas por el colapso del régimen de trabajo capitalista, las nuevas estrategias de las políticas públicas y la interpelación cultural que éstas implican es extremadamente sugerente. Véase, por ejemplo, 1995. 32

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En el capítulo que sigue intentaré responder a estas preguntas, basándome en la articulación de los estudios culturales latinoamericanos sugerida por Néstor García Canclini en su importante libro Culturas híbridas. Pero quisiera anticipar mi respuesta a la última pregunta en particular: si es que los estudios culturales representaran adecuadamente las dinámicas de “el pueblo”, no habría necesidad de estudios subalternos, o no habría necesidad de éstos como una formación político-intelectual distinta, y de alguna manera, antagónica a los estudios culturales.

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CAPÍTULO V SOCIEDAD CIVIL, HIBRIDEZ Y EL “ASPECTO POLÍTICO” DE LOS ESTUDIOS CULTURALES (SOBRE CANCLINI)

Abordar la cuestión de los estudios culturales desde la perspectiva de los estudios subalternos es, de alguna forma, retornar a la discusión sobre transculturación del capítulo II, porque la transculturación, desviada de su conexión con la alta cultura literaria, podría servir bien como un ideologema para los estudios culturales. ¿Son las limitaciones de los estudios culturales las mismas que las de la transculturación? Déjenme comenzar mi respuesta por otro relato (petite histoire). En el verano de 1996 yo estaba dando un seminario sobre estudios culturales en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito, un seminario centrado en el libro Culturas híbridas de Néstor García Canclini. A medio camino del semestre, una historia sensacional apareció en las noticias junto a los reportajes sobre el corredor ecuatoriano que había ganado una medalla de oro en las Olimpiadas por primera vez en la historia del país. Dos curanderas fueron acusadas por una comunidad indígena de las tierras altas de Ecuador, donde ellas trabajaban, de ser impostoras y de causar varias muertes en el pueblo –no sin razón, porque algunas de las enfermedades que supuestamente estaban curando, y por las cuales habían cobrado mucho dinero, podrían haber sido tratadas por otros medios, ya sean modernos o tradicionales. Sometidas a interrogatorio por el consejo de la comunidad, las mujeres confesaron que eran, de hecho, impostoras. Lo que significa la impostura en la práctica de un curandero es algo que no estoy preparado para explicar (un antropólogo médico de la Universidad Andina que estudió este incidente me aseguró, sin embargo, que habían fundamentos para distinguir una cualificada práctica de medicina tradicional de una falsa, de la misma forma que en la medicina occidental uno puede distinguir a un doctor de un matasanos). Lo que me interesa más, en cualquier caso, es cómo el delito fue tratado (el escándalo fue cubierto en vivo por la televisión nacional y otros medios, con la participación de múltiples y variados expertos, desde chamanes hasta antropólogos y abogados). Los indígenas querían ser los que castigaran ellos mismos a las impostoras sobre la base de que sus crímenes afectaron la integridad de la comuni-

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dad. Las autoridades estatales se sintieron obligadas, por contraste, a llevar a las mujeres a juicio por crimen civil o fraude a la ciudad más cercana. Esto habría significado, sin embargo, un operación policial o militar contra la comunidad para rescatar a las mujeres, ya que sus habitantes se negaron a entregarlas. Prudentemente, el gobernador de la provincia eligió no tomar este curso de acción, permitiendo de esta forma a la comunidad quedarse con las falsas curanderas. Los indígenas decidieron no matarlas –como temían en un principio las autoridades– sino humillarlas y flagelarlas públicamente para luego expulsarlas de la comunidad1. Este episodio se volvió un tópico de discusión y debate en el seminario. Varias mujeres vieron el brutal castigo infringido a las curanderas por los habitantes de la comunidad, como tolerancia respecto a la violencia contra la mujer –un problema generalizado en la sociedad ecuatoriana, que las organizaciones de mujeres habían estado combatiendo mediante la apelación a la legalidad formal y al discurso de los derechos humanos–. Otros sentían que el haber permitido a la comunidad castigar a las mujeres reflejaba y contribuía a la “débil” constitucionalidad del Estado y la sociedad civil ecuatoriana (el nombre de Jurgen Habermas fue explícitamente invocado para ese efecto). Por otro lado, dos indígenas participantes en el seminario –uno de los cuales era de la región en la que ocurrieron los hechos– argumentaban que el cargo civil de fraude era inadecuado tanto al grado objetivo de daño que las falsas curanderas infligieron, como a la percepción de ese daño por los habitantes de la comunidad (asumiendo, en primer lugar, que estas cosas pueden ser separadas). Todos los que estábamos envueltos en el seminario, sin embargo, compartíamos la conciencia de una paradoja latente en el incidente: debido al carácter de la formación estatal latinoamericana, la primacía de la constitucionalidad y el dominio de la ley están de alguna forma atadas a su opuesto, es decir, a los regímenes dictatoriales o “excepcionales”. Históricamente, los ejércitos latinoamericanos derivan cualquier legitimidad que puedan reivindicar al menos en parte de la imposición de proyectos constitucionales sobre poblaciones y comunidades que se resisten a ellos, por una u otra razón2. Por ejemplo, la campaña contra Antonio el Consejero y la utopía campesina de

1 Un estudiante de literatura española reconocerá algunas similitudes entre este incidente y la famosa obra de Lope de Vega Fuenteovejuna, sobre una rebelión campesina –y su relación con respecto a la formación del Estado absolutista– en tiempos de los Reyes Católicos. 2 Véase, por ejemplo, Salvatore 1994-1996.

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Canudos en Brasil, el tema tanto de la crónica decimonónica de Euclides da Cunha Os Sertões ssobre la rebelión como de la novela moderna de Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, fue una campaña para imponer la autoridad del Estado federal brasileño sobre lo que era claramente, en algún sentido, una comunidad anárquica, o una comunidad más allá de la ley. ¿Quién tenía razón en el caso de las curanderas? ¿La modernidad o la tradición? ¿El principio de dominio de la ley (pero qué ley)? ¿La sociedad civil o el Estado? ¿Las organizaciones concernidas con los derechos de las mujeres o aquellas concernidas con la identidad y la autonomía indígena? ¿La afirmación de los derechos de la mujer, en este caso, necesariamente contradice la afirmación de los derechos de los pueblos indígenas, y viceversa? ¿Fue la acción de la comunidad de hecho una instancia de la sociedad civil, como ésta es usualmente comprendida? En el conflicto entre Canudos y el Estado brasileño retratado por Da Cunha, me habría alineado con Antonio el Consejero y sus seguidores contra el Estado, es decir, contra la “modernidad” y el “progreso”. En La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa, por contraste, quiere retratar la “trágica” necesidad de la exterminación de Canudos en nombre de la modernidad. En el conflicto sobre el caso de las curanderas, yo me alineo tanto con las reivindicaciones de la comunidad como con la preocupación feminista sobre la violencia contra las mujeres. Reconozco, por supuesto, que estas instancias son contradictorias. Lo que las unifica es que en cada caso me estoy alineando con una posición subalterna: la posición del pueblo indígena en una sociedad profundamente racista; la posición de la mujer en una sociedad profundamente machista. El problema de “el pueblo” es cómo alinearse con cada una de estas posiciones, sin negar las reivindicaciones de la otra. El concepto de sociedad civil, comprendido como libre asociación o relación entre individuos autónomos gobernados por leyes civiles pero no bajo el tutelaje directo del Estado, ha adquirido un carácter programático en la teoría social reciente, difuminándose desde sus orígenes (y referentes) europeos a la periferia de Europa. Mahmood Mamdani ha notado que esta transferencia está basada sobre dos presunciones no problematizadas: 1) que la sociedad civil debe existir como un constructo plenamente formado en el mundo postcolonial de la misma forma que en la Europa occidental; y 2) que la fuerza principal detrás de la democratización es la presión de la sociedad civil sobre el Estado, y que las sociedades postcoloniales actualmente carecen de sociedades civiles suficientemente fuertes o desarrolladas3.

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Cfr. Mamdani 1996: 13-23.

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La autoridad actual del concepto de sociedad civil deriva, en parte, de su uso como explicación teórica de lo movimientos anti-soviéticos en Europa del Este y en la Unión Soviética misma, en la década de los ochenta. El argumento se desarrolla más o menos así: dado que ningún partido político independiente en el sentido liberal-democrático es permitido (los partidos que pueden existir son creaciones del Estado), la contradicción política central en las sociedades comunistas realmente existentes es entre la sociedad civil como tal (familia, organizaciones religiosas, clubes, sindicatos no oficiales como Solidaridad, redes de trabajo informales, nuevos movimientos sociales, etcétera) y el partido-Estado, el cual busca absorber para sí todas las funciones y formas de la sociedad civil4. En otras palabras, el privilegio de la categoría de sociedad civil está conectada a la desilusión “postmodernista” con la capacidad del Estado para organizar la sociedad; es decir, para producir modernidad en su forma socialista o capitalista. El poder de gestión político es, entonces, transferida desde el Estado a las fuerzas de las que se dice están operando autónomamente en la sociedad civil: esto es, a la “cultura” –la esfera privada– y/o al mercado. En este sentido, la articulación derechista del binario sociedad civil/Estado es el neoliberalismo, y la articulación de izquierdas está en los nuevos movimientos sociales o en las micropolíticas foucauldianas. En esta relación binaria con el Estado, la sociedad civil parece un co-término con el subalterno: de ahí, por ejemplo, el argumento de Gramsci de que “la historia de [las clases subalternas] está entretejida con la historia de la sociedad civil” (1971: 52). Si buena parte de la autoridad actual del concepto de sociedad civil deriva del argumento de Gramsci sobre la necesidad de luchar una “guerra de posiciones” en la esfera ético-cultural como también en la esfera de la política formal, es también Gramsci quien hace una de las más profundas críticas a la distinción Estado versus sociedad civil. En las notas agrupadas bajo el título “El Príncipe moderno”, Gramsci describe en efecto una temprana forma del neoliberalismo, al que llama “liberalismo del laissez-faire”. La idea central de este liberalismo es, argumenta Gramsci, que “la actividad económica pertenece a la sociedad civil, y que el Estado no debe intervenir para regularla”. Pero la distinción entre Estado y mercado es “meramente metodológica” en lugar de “orgánica”: “En realidad la sociedad civil y el Estado son uno y el mismo”, porque “el laissez-faire también es una forma de regulación ‘estatal’ introducida y mantenida por legislación y medios coercitivos. Ésta es una política deliberada, consciente de

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El texto clave es Arato y Cohen 1993.

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sus propios fines, y no la espontánea, automática expresión de los hechos económicos. [Éste] es un programa político” (1971: 160). Los editores ingleses de los Cuadernos, Quintin Hoare y Geoffrey Nowell Smith, proveen un buen resumen de las variantes de su articulación de la distinción entre Estado y sociedad civil. Ellos plantean que la sociedad civil en Gramsci es, a veces, algo que debe ser conquistado por un proyecto hegemónico antes de que sea absorbida por el Estado, y otras veces, algo que debe ser conquistado o hegemonizado desde el Estado. A veces, la sociedad civil es “cultura” y está en la esfera privada (la familia, la religión, la interioridad personal); otras veces, ésta es “un modo de conducta económica” –el individualismo posesivo–; a veces, está fuera y en oposición al Estado; otras veces es lo que Gramsci llama “el contenido ético del Estado”. Hoare y Smith concluyen que “Gramsci no logró encontrar una única, totalmente satisfactoria, concepción de la ‘sociedad civil’ o del Estado [...]. El Estado es el instrumento para amoldar la sociedad civil a la estructura económica, pero es necesario que el Estado ‘esté dispuesto’ a hacer esto, es decir, que los representantes de los cambios que han tenido lugar en la estructura económica estén en control del Estado” (1971: 207-208). Estas variaciones, obviamente, tienen que ver con la cuestión de cómo la hegemonía es asegurada, y con los efectos recíprocos de la hegemonía sobre los valores, formas sociales y relaciones de producción. Ellas no deben ser vistas, sin embargo, como una celebración por Gramsci del carácter autónomo de la sociedad civil. A lo más, deben ser leídas como advertencias anticipadoras contra las pretensiones totalitarias del partido-Estado de tener bajo su control a todos o a la mayoría de los sectores económicos y a todas o a la mayoría de las formas de organización y actividad cívica independiente. Pero no niegan que el control del Estado –es decir, la hegemonía, o “el contenido ético del Estado” – sea finalmente lo relevante en la actividad de la sociedad civil; y, viceversa, que sea la hegemonía la que configura a la sociedad civil. Volviendo a nuestra “pequeña historia”, sería claramente un error ver la disputa como una confrontación entre sociedad civil y un Estado no representativo o autoritario, por dos razones: 1) el concepto de sociedad civil –en sí mismo relacionado con la legalidad burguesa y el mercado– es inadecuado para comprender la dimensión del daño que los habitantes sintieron que había sido producido por las curanderas, y para comprender los medios que éstos propusieron para remediar ese daño; y 2) en este caso, el Estado no lo hizo tan mal para los intereses de la comunidad. De hecho, el gobernador de la provincia suspendió la normatividad legal que regula, en principio, a la sociedad civil. Al esperar adjudicarse el caso, los habitantes de la comuni-

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dad estaban, en un sentido, estableciendo las reivindicaciones de la comunidad contra la sociedad civil: pero, a la vez, el sentimiento de sorpresa o indignación expresado por algunos estudiantes en mi seminario por lo que los campesinos estaban haciendo, ponía a la sociedad civil ecuatoriana (clase media o alta, urbana, moderna, blanca o mestiza, hablante del español, “observante de la ley”) contra la comunidad (indígena, rural, pobre, hablante del quechua). Al menos en un nivel, en otras palabras, el conflicto sobre quién tenía la autoridad para adjudicarse y castigar a las falsas curanderas era entre sociedad civil (en el sentido de Gesellshaft), por un lado, y comunidad (en el sentido de Gemeinshaft) subalterna, por otro, con el Estado local en la posición de mediador. Partha Chatterjee llama la atención sobre lo que él considera la “supresión, en la moderna teoría social europea, de una narrativa independiente de la comunidad [...]. [L]a comunidad, en la narrativa del capital, queda relegada a la prehistoria, a un estado primordial, natural, pre-político en la evolución social” (1993: 235). En el mundo colonial, la dicotomía entre sociedad civil y Estado es desplazada por la imposibilidad del Estado colonial de instituir una sociedad civil efectiva, precisamente porque éste no puede reconocer al sujeto colonizado como un ciudadano pleno. Como resultado “[E]l quiebre crucial en la historia del nacionalismo anticolonialista se da cuando el colonizado se niega a aceptar su membresía en esta sociedad civil de sujetos”: Ellos [los colonizados] construyen la identidad nacional dentro de una narrativa diferente [a la de la sociedad civil], la narrativa de la comunidad. Ellos no tienen la opción de hacer esto dentro de las instituciones burguesas de la sociedad civil. Crean, consecuentemente, un dominio muy diferente –un dominio cultural– marcado por las distinciones de lo material y lo espiritual, de lo externo y lo interno. Este dominio interno de la cultura es declarado el territorio soberano de la nación, donde el Estado colonial no puede entrar, aun cuando el dominio externo se mantiene rendido ante el poder colonial. El intento es [...] encontrar, contra las grandes narrativas de la historia misma, los recursos culturales para negociar los términos a través de los cuales el pueblo, viviendo en comunidades diferentes, contextualmente definidas, pueda coexistir pacíficamente, productivamente y creativamente dentro de unidades políticas mayores (1993: 237-238).

Chatterjee concluye que “la invocación de la oposición Estado/sociedad civil en la lucha contra las burocracias socialistas en la Europa del Este o en las ex repúblicas soviéticas o, para el caso, en China, no haría sino buscar replicar la historia de la Europa occidental” (1993: 238). Escribiendo como filósofo latinoamericano, Enrique Dussel revela un aspecto de la genealogía de esta asociación entre sociedad civil y moderni-

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dad en “algo que ha pasado desapercibido por varios comentaristas y críticos de Hegel, incluyendo a Marx”: el “impulso dialéctico”5 que conecta la emergencia de la sociedad civil al mismo proyecto del colonialismo. Dussel llama la atención, en particular, a los siguientes pasajes de La filosofía del derecho de Hegel: A través de un impulso dialéctico de trascenderse a sí misma que es propio de ella, tal sociedad [la sociedad de mercado capitalista] es, en primer lugar, llevada a buscar fuera de sí misma nuevos consumidores. Por esta razón busca encontrar formas para moverse entre otros pueblos que son inferiores a ella con respecto a los recursos que esta tiene en abundancia, o, en general, a su industria. Este desarrollo de relaciones ofrece también los medios de colonización hacia los cuales, ya sea en forma accidental o sistemática, una realizada sociedad civil es impelida (1995: 73).

Dussel comenta: “Hegel no parece darse cuenta [en estos pasajes] que esto significa que [las colonias] deben ser controladas por otros pueblos. La periferia de Europa es un ‘espacio libre’ que permite al pobre, producido por las contradicciones del desarrollo capitalista, devenir capitalista o propietario el mismo en las colonias” (74). Su argumento es que la idea de sociedad civil de Hegel, así como la idea de racionalidad comunicativa de Habermas, requiere una modernidad “realizada” que está unida a la creencia en la necesidad del “desarrollo” (pedagógico, económico, higiénico, etcétera).“Para Habermas, como para Hegel, el descubrimiento de América no es un hecho constitutivo de la modernidad”. Por contraste, un “sentido de la relación entre la conquista de América y la formación de la Europa moderna permite una nueva definición, una nueva visión global de la modernidad, la cual muestra no sólo su lado emancipador, sino también su lado destructivo y genocida” (1995: 74-75)6.

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Cfr. Dussel 1995: 73. La idea de que el Estado debe desplazar sus contradicciones externas sobre las colonias se encuentra en el pensamiento político europeo ya en Maquiavelo. Dominique Colas explica la filiación entre dominio de clase de la burguesía y el imperialismo colonialista en la concepción de Hegel de sociedad civil así: “[E]l término usado por Hegel como equivalente alemán de Koinonia politiké, o ‘sociedad civil’, es burgerliche Gesellschaft. ‘Burgués’ es un término polisémico, y Hegel hizo buen uso de esta polisemia. Un burgués era, primero, un habitante de la ciudad, esto es, alguien que disfruta de los derechos civiles, un ciudadano. Pero un burgués era también alguien que disfrutaba de un estatus elevado –el dueño de una corporación, por ejemplo– y, de acuerdo a Hegel, el miembro típico de la sociedad civil era un ‘burgués’ precisamente en el sentido francés de la palabra. Sin embargo, al mismo tiempo que la sociedad estaba engendrando en uno de sus polos una burgue6

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Guha a veces argumenta que las formas de ley consuetudinaria y tradición en el período precolonial del subcontinente Indio constituyen un tipo de sociedad civil avant la lettre, y que el Estado colonial impuesto por los británicos existió sobre, y hasta cierto punto en contra de esta sociedad civil. Estas formas podían funcionar, por lo tanto, como un lugar de resistencia al Estado colonial, el cual no podía ni penetrarlas ni subsumirlas a cabalidad. En las colonias, los subalternos existían necesariamente al margen o fuera de las fronteras del Estado, o en sus fisuras; la categoría (ético-legal) de ciudadano no era co-extensiva con la categoría (moral-comunitaria) de persona7. En este, y solamente en este sentido históricamente específico, la lucha anticolonial es, a veces, conceptualizada por Guha como una lucha entre sociedad civil y Estado. Lo que implica sociedad civil en este caso, sin embargo –el “hogar” del binarismo hindú “hogar y mundo”, el “espíritu” del pueblo, la religión, comida, arte, vestidos, costumbres “nativas”– es esencialmente idéntico a lo que Chatterjee comprende por comunidad. En una forma similar, cuando los zapatistas llaman hoy a la “sociedad civil mexicana” a alinearse con ellos en su lucha contra el Estado regional y nacional, ellos entienden por sociedad civil el ensamblaje de identidades sociales en la sociedad mexicana comprometidas con la democracia y la justicia social, y por Estado, la oligarquía de los grandes capitalistas y los grandes jefes políticos8. En otras palabras, la presencia y fuerza de la negativi-

sía, estaba también creando lo que Hegel llama “el populacho” en su otro polo –con una brecha entre los dos que sólo podía incrementarse. Una forma de regular a la sociedad civil, de acuerdo a Hegel, era incentivar lo que él consideraba como los miembros más suplementarios del populacho a salir de él y fundar colonias en otros lados” (Colas 1997: 36-37). 7 Ésta es la base del argumento de Guha de que el Estado colonial implicaba “dominación sin hegemonía”: “El consentimiento que fortalecía a la burguesía para hablar por todos los ciudadanos en los Estados hegemónicos de Europa era también la licencia usada por estos Estados para asimilar las respectivas sociedades civiles (nativas) a su proyecto. Pero tal asimilación no fue posible bajo condiciones coloniales donde un poder foráneo dominaba sobre un Estado sin ciudadanos, donde el derecho de conquista más que el consentimiento de sus ciudadanos constituía su invitación, y donde, por lo tanto, la dominación nunca ganaría la hegemonía que tanto codiciaba. Así pues, no tiene ningún sentido equiparar al Estado colonial con la India constituida por su propia sociedad civil. La historia de la última habría siempre excedido la historia del Raj” (Guha 1996: 3). Sobre este punto véase también la temprana monografía del mismo Guha: A Rule of Property (1963; segunda edición, Durham: Duke University Press, 1995). 8 Por ejemplo: “La sociedad civil mexicana ha llamado a una ‘marcha virtual’ para mostrar apoyo internacional para incluir a los zapatistas en los diálogos nacionales hacia una solución pacífica de la crisis en México. Dado el hecho de que los miembros del EZLN que viajaron a la Ciudad de México son ciudadanos mexicanos, y están protegidos

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dad subalterna no es desfigurada por el uso de la noción de sociedad civil en estos casos, aunque el concepto pueda ser problemático en otras formas. ¿Cómo es que esto es atingente a mi relato? Mi objetivo no es celebrar la “diferencia” latinoamericana, en lo que sería una variante de lo que José Joaquín Brunner llamó (refiriéndose a Cien años de soledad de Gabriel García Márquez) macondismo. Después de todo, la lucha de la comunidad indígena de Ecuador en el caso de las falsas curanderas no era sólo un asunto de identidades culturales y autoridad “premodernas”. Las luchas por identidades y derechos culturales y las luchas económicas por los efectos de la globalización son, como Arturo Escobar señala, “una y la misma [...]. Los regímenes capitalistas socavan la reproducción de las formas de identidad socialmente valoradas; mediante la destrucción de prácticas culturales existentes, desarrollando proyectos que destruyen los elementos necesarios para la afirmación cultural”9. La acción de la comunidad obviamente obedecía una lógica cultural diferente a la que gobernaba a la sociedad civil ecuatoriana. Escribiendo sobre los ayllu en la Bolivia actual, Silvia Rivera Casucanqui mantiene que “intentos liberales, populistas e izquierdistas por imponer modelos liberal-democráticos sobre los ayllus, realmente han dificultado la emergencia y consolidación de prácticas e instituciones democráticas”. Ella está, en cambio, por un concepto no integrista de ciudadanía, fundado en “el derecho a ser diferente como un derecho humano fundamental”. Al mismo tiempo, sin embargo, señala que los conflictos en los ayllus –por ejemplo, entre hombres y mujeres, entre jóvenes y viejos– son frecuentes, y producen complejas articulaciones entre individualismo económico y fuerzas de mercado, sociedad civil basada en “derechos” individuales, la actividad de las ONG, y la lógica de producción y control colectiva de los mismos ayllus. Estos conflictos también envuelven desigualdades de poder y prestigio. Se debe concluir, entonces, que el problema del subalterno no puede ser esencializado como “comunidad” versus Estado o sociedad civil, sino que, en cambio, aparece tanto dentro de la comunidad como de la sociedad civil, como también en las relaciones entre ambas10. por la Constitución mexicana para viajar descubiertos a cualquier parte de la República, y dado el hecho de que el gobierno mexicano no los considera a ellos criminales o terroristas [...] es extremadamente importante presionar al gobierno mexicano para [...] garantizar el libre desplazamiento de la delegación zapatista al congreso indígena nacional que se llevará acabo el 7 de octubre”. Zapatista E-mail ACTION ALERT, “Cyberspace Demonstration. Support Zapatista Delegation to Indigenous Congress” (octubre 7, 1996). 9 Escobar 1995: 170-171. 10 Rivera Casucanqui 1990. Debo esta referencia a Alberto Moreiras. Para el mismo problema véase la magistral reconstrucción de Guha de un aborto fallido y la red de

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Sí, como Dussel argumenta, la modernidad implica el pleno florecimiento de la sociedad civil, entonces su condición necesaria es, en principio –como en La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa– la represión de la lógica comunal (y sus respectivos valores, intereses e identidades) envuelta en la decisión de la comunidad de castigar a las curanderas por sí misma. Pero el resultado de la contienda legal también sugiere que tal lógica comunal pude “coexistir pacíficamente” con la modernidad y el Estado moderno (aunque quizá no con una modernidad capitalista). El Estado simplemente tiene que dejar “que así sea” (Let It Be), como dice la canción de los Beatles, en lugar de ver su telos o propósito como la liquidación y transformación de tales prácticas y sistemas de creencias. Pero para que esto ocurra se requiere un cambio en los discursos e intereses que construyen al Estado como un sujeto de la historia. Es en la producción de tal interpelación donde la intervención crítico-teórica propuesta por los estudios subalternos puede jugar un rol crucial. Esta observación me trae de vuelta al argumento de Stuart Hall, señalado en el último capítulo, sobre el ‘aspecto político’ de los estudios culturales, y a mi prometida consideración de Culturas híbridas de Canclini11. En una forma que recuerda la formulación de Gayatri Spivak de los estudios subalternos como una “estrategia para nuestro tiempo”, se podría decir de Canclini que él ha desarrollado una concepción estratégica del rol de los estudios culturales y su relación con el Estado en el contexto de los efectos de la globalización y la hegemonía neoliberal en las sociedades latinoamericanas. Presumiblemente Canclini sería para Beatriz Sarlo un “neo-populista de los medios”. A diferencia de Sarlo, Canclini acepta la premisa principal de que hay una creatividad autónoma en la esfera del consumo o de la cultura popular que no depende del hecho de ser autorizada por la alta cultura (por el contrario, si es que ésta es autorizada por o como alta cultura, se vuelve naturalizada y pierde su fuerza oposicional). De esta premisa fluyen otras: que no se trata simplemente de una cuestión de manipulación o comercialización (en cambio, la comercialización es uno de los medios por los cuales esta creatividad popular autónoma funciona); que la cultura popular y la cultura de masas no son entidades claramente separadas; que ellas no permanecen atadas a los referentes territoriales del Estado-nación; que, de alguna forma, son co-extensivas con la categoría de sociedad civil.

mujeres de ayuda que está articulada en torno a este evento, entre campesinos pobres en el siglo XIX en Bengala (1997a). 11 Cfr. García Canclini 1992.

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Para Canclini, la izquierda política en América Latina está atrapada en una concepción “gutemburgueana” de la política cultural, coincidente con los límites demográficos y políticos de la “ciudad letrada” de Rama (la propia teoría de Rama de la transculturación sería un ejemplo de esta concepción)12. Canclini pertenece a una generación latinoamericana que participó del sueño de la revolución en los años sesenta, pero que falló y que ahora retorna con un nuevo programa, mejor ajustado a las condiciones actuales, las cuales incluyen centralmente el colapso del comunismo como alternativa al capitalismo. De lo que Canclini se da cuenta, sin embargo, es de que las sociedades capitalistas como el México contemporáneo también confrontan el problema de que la narrativa que organiza y legitima al Estado no coincide más con las múltiples lógicas de la sociedad civil. De hecho, es la crisis o inadecuación de la nación-Estado provocada por la globalización –la cual es también para él la crisis de lo “nacional-popular” de Gramsci– la que permite que la categoría de sociedad civil aparezca en su pleno alcance: es decir, como lo que él llama “comunidades interpretativas de consumidores”, parcialmente apartados de un referente nacional13. La nación-Estado no está en posición de permitir a la sociedad civil ser lo que puede ser; es decir, reconocer los derechos de los ciudadanos para entrar en relaciones autónomas reguladas en última instancia sólo por leyes civiles nacionales o internacionales. Canclini comparte con el giro postmodernista en general el sentido de las limitaciones del Estado y de las narrativas de formación y modernización estatal14. Donde él difiere de los estudios subalternos en particular, sin embargo, es que su concepto de poder de gestión, definida en parte por las operaciones de la cultura popular y de masas, busca explícitamente trascender el fuerte binarismo implicado en la dicotomía élite/subalterno. Él está interesado precisamente en “desconstruir” (él mismo usa ese término) las

12 “[S]e requiere que las políticas culturales, los partidos que critican el neoliberalismo, y los movimientos sociales, superen su concepción gutemburgueana de la cultura y elaboren estrategias consistentes de actuación en los medios” (García Canclini 1995: 190). 13 “Una cuestión cardinal para la definición de la sociedad civil [...] es la crisis de la nación [...]. Las sociedades civiles parecen cada vez menos como comunidades nacionales, entendidas como unidades territoriales, lingüísticas y políticas. Se manifiestan más bien como comunidades interpretativas de consumidores, es decir, conjuntos de personas que comparten gustos y pactos de lectura respecto de ciertos bienes (gastronómicos, deportivos, musicales) que les dan identidades compartidas” (ibídem, 194-195). 14 Véase en particular la crítica de Canclini en Culturas híbridas de la forma en que el Museo Nacional de Antropología de México escenifica el patrimonio mexicano mediante una “monumentalización y ritualización nacionalista de la cultura” (1992: 164).

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categorías de subalternidad y hegemonía, al menos como éstas son generalmente comprendidas en relación a la modernización y la modernidad. Para Canclini, como para Homi Bhabha, la categoría que expresa las dinámicas de la cultura popular es hibridez en lugar de subalternidad. La hibridez designa formas socioculturales “en las cuales lo tradicional y lo moderno están mezclado” (García Canclini 1992: “Entrada”) y que están localizadas necesariamente en la sociedad civil en lugar de en el Estado o en los aparatos ideológicos del Estado. El argumento clave de Culturas híbrida aparece en el capítulo central del libro, “La puesta en escena de lo popular”: Se piensan los procesos constitutivos de la modernidad como cadenas de oposiciones enfrentadas de un modo maniqueo: culto

tradicional

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popular

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hegemónico

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subalterno.



=



moderno



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La bibliografía sobre cultura acostumbra suponer que existe un interés intrínseco de los sectores hegemónicos para promover la modernidad y un destino fatal de los sectores populares que los arraiga en las tradiciones. Los modernizadores extraen de esa oposición la moraleja de que su interés por los avances, por las promesas de la historia, justifica su posición hegemónica; en tanto, el atraso de las clases populares las condena a la subalternidad. Si la cultura popular se moderniza, como en los hechos ocurre, esto es para los grupos hegemónicos una confirmación de que su tradicionalismo no tiene salida; para los defensores de las causas populares, resulta otra evidencia de la manera en que la dominación les impide ser ellos mismos. [Pero] el tradicionalismo es hoy una tendencia en amplias capas hegemónicas, y puede combinarse con lo moderno, casi sin conflictos, cuando la exaltación de las tradiciones se limita a la cultura mientras la modernización se especializa en lo social y en lo económico. Hay que preguntarse ahora en qué sentido y con qué fines los sectores populares se adhieren a la modernidad, la buscan y mezclan con sus tradiciones. Un primer análisis consistirá en ver cómo se reestructuran las oposiciones moderno/tradicional y culto/popular en los cambios de las artesanías y las fiestas. Me detendré después en algunas manifestaciones de la cultura popular urbana donde la búsqueda de lo moderno aparece como parte del movimiento productivo del ámbito popular. Por fin, habrá que examinar cómo se reformulan hoy, junto con lo tradicional, otros rasgos que habían sido identificados de manera fatal con lo popular: su carácter local, su asociación con lo nacional y lo subalterno (1992: 191-192).

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Para Canclini, seis tesis sobre la relación entre cultura popular y modernidad se siguen de este argumento y diferencian su posición radicalmente de la de Gramsci: 1) el desarrollo moderno no suprime las culturas populares tradicionales; 2) las culturas tradicionales y rurales no representan más la mayor parte de la cultura popular; 3) lo popular no está concentrado en objetos; 4) lo popular no es monopolio de los sectores populares; 5) lo popular no es vivido por los sectores populares como una complacencia melancólica con la tradición; y 6) la preservación de las tradiciones puras no es siempre el mejor recurso de lo popular para reproducirse a sí mismo y reelaborar su situación (1992: 200-220). La noción de hibridez en Canclini, de alguna forma, se refiere a dos cosas diferentes. La primera tiene que ver con los efectos de desterritorialización y globalización en situaciones de “frontera”, tales como la representada por la ciudad de Tijuana (pero no sólo allí, en cuanto la frontera es también “interna” a la nación, “envaginada” para usar la noción de Derrida), en la cual los elementos culturales de diferentes tiempos históricos y formaciones sociales entran en contacto y se combinan. Culturas híbridas incluye una importante sección –“Desterritorialización”– que resume los resultados de un proyecto interdisciplinario en el que participó Canclini sobre los conflictos culturales en Tijuana, uno de los conglomerados urbanos más volátiles y rápidos en crecer en el mundo. El grado cero de su visión de Tijuana se muestra en el siguiente pasaje: En varias esquinas de la avenida Revolución hay cebras. En realidad, son burros pintados. Sirven para que los turistas norteamericanos se fotografíen con un paisaje detrás, en el que se aglomeran imágenes de varias regiones de México: volcanes, figuras aztecas, nopales, el águila con la serpiente. “Ante la falta de otro tipo de cosas, como en el sur, que hay pirámides, aquí no hay nada de eso [...] como que algo hay que inventarle a los gringos”, dijeron en uno de los grupos. En otro, señalaban que “también remite a este mito que traen los norteamericanos, que tiene que ver con cruzar la frontera hacia el pasado, hacia lo salvaje, hacia la onda de poder montar” (1992: 300).

En tal situación, Canclini cree, la nación y la narrativa nacional de unidad (territorial, lingüística, simbólica, etcétera) no sirve para representar la ciudadanía cultural o para diseñar políticas educacionales o culturales efectivas. Hay una desconexión o un malentendido (en el sentido lacaniano de méconnaissance, como aquello que crea la unidad imaginaria de la persona) entre la idea de la nación y la heterogeneidad de sus poblaciones reales y de los “tiempos mixtos” en que ellas viven. Gramsci habría designado esta des-

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conexión como una desconexión entre lo nacional y lo popular. Pero, al igual que Bhabha, Canclini rechaza explícitamente este lenguaje, percibiéndolo como todavía anclado en la dicotomía modernidad/tradición. Él prefiere la idea postmodernista de pastiche15. El concepto de culturas híbridas también designa para Canclini un quiebre con las divisiones tradicionales en el campo de estudio de la cultura y la producción: por ejemplo, la división entre cultura alta, media y popular, o entre cultura de masas, cultura popular y folclore, o entre producción artesanal y manufacturada, publicidad y arte, simulacro y original. Debido a que los protocolos tradicionales para el estudio de la cultura en las ciencias sociales y las humanidades están anclados en una u otra de estas divisiones (por ejemplo, la historia del arte en la “alta cultura”; los estudios de antropología y folclore en lo tradicional popular), la hibridez cultural consecuentemente demanda formas híbridas o interdisciplinarias de pensar la cultura, formas, en términos de Deleuze, que Canclini llama “ciencias sociales nómadas” (1992: “Entrada”). “Ciencias sociales nómadas” podría tomarse como la definición de Canclini de los estudios culturales16.

15 Por ejemplo: “Los neogramscianos ven la cultura, más que como un espacio de distinción, de conflicto político entre las clases, como parte de la lucha por la hegemonía. Por eso, este modelo es utilizado por quienes destacan la autonomía, la capacidad de iniciativa y oposición de los sectores subalternos [...] [esto] ha estimulado visiones unilaterales y utópicas [...] Las dificultades se agudizan, tanto en esta corriente o en la reproductivista, cuando sus modelos son usados como superparadigmas y generan estrategias populares a las cuales se pretende subordinar la totalidad de los hechos: todo lo que no es hegemónico es subalterno, o a la inversa. Se omiten entonces en las descripciones procesos ambiguos de interpenetración y mezcla, en que los movimientos simbólicos de diversas clases engendran otros procesos que no se dejan ordenar bajo las clasificaciones de hegemónico y subalterno, de moderno y tradicional” (1992: 255. Ver también 237-254) 16 La doble articulación de la idea de hibridez de Canclini esta representada en la portada de la primera edición mexicana de Culturas híbridas por una imagen doble: una foto de la frontera entre los Estados Unidos y México, en la que, en el lugar donde la reja de la frontera termina, hay una playa. Porque los límites legales de territorialidad están dados por la línea lanzada desde la marea más alta, al punto más bajo es posible cruzar sin obstrucción de un país a otro (la foto muestra familias normalmente separadas llevando picnics de uno y otro lado). Sobre impresa sobre esta foto en blanco y negro hay una fotografía a color de un marco de ventana pintado a la manera del pop-art; la yuxtaposición encarna el colapso de la distinción entre lo estético y lo utilitario, lo aurático y lo postaurático. Mediante el mismo recurso, la relación entre ambas fotografías sugiere también un cruce de fronteras entre alta cultura y cultura popular, posibilitando una de las características del pastiche: la combinación en un artefacto estético –en este caso la portada del libro– de sistemas culturales o de signos contradictorios o estéticamente divergentes.

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Ahora bien, es evidente que la manera en que Canclini está concibiendo estos problemas tiene la ventaja de registrar las formas complejas, “impuras” en las cuales el pueblo realmente experimenta y produce cultura, mientras el binarismo de los estudios subalternos parece crear identidades artificialmente maniqueas (hegemónico versus subalterno; cultura tradicional versus masiva; artesanía versus manufactura; o, en mi propio caso, testimonio “contra la literatura”). Canclini estaría de acuerdo, en particular, con el argumento de Bhabha, señalado antes, de que la nación es “más híbrida en la articulación de las diferencias culturales e identificaciones –genero, raza, clase– de lo que puede ser representado en una estructuración jerárquica o binaria del antagonismo social”. Pero es necesario distinguir entre hibridez como una taxonomía descriptiva y su posible articulación como un concepto normativo para los estudios culturales; en otras palabras, como un ideologema, que es precisamente lo que pasa con el uso de la hibridez por Bhabha y Canclini. Debería ser evidente (para responder a la pregunta del comienzo de este capítulo) que la noción de hibridación de Canclini tiene una relación de familia, por así decirlo, con la noción de transculturación, en la misma medida en que la noción de transculturación estaba relacionada a la idea anterior de mestizaje o criollización como esencia de la identidad o identidades en América Latina17. La diferencia es que mientras escritores como Rama u Ortiz vieron la transculturación reforzando la habilidad de la nación-Estado para integrar poblaciones y regiones heterogéneas en el proceso de producirse a sí misma en una forma moderna, Canclini ve –de manera más postmodernista– la hibridez como algo que ocurre no sólo al margen del Estado, sino también contra el Estado, en cuanto este proceso pone en cuestión la representación del Estado y de sus aparatos ideológicos. Consecuentemente, el locus de la transculturación se desplaza para Canclini desde la alta cultura –la transculturación narrativa de Rama– a la cultura popular y de masas –el énfasis de Ortiz en la cultura cotidiana (comida, vestimenta, dialectos, música popular). Si es que la hibridación viene a ser co-extensiva con las dinámicas de la sociedad civil en el argumento de Canclini, entonces a pesar de su apelación

17

Aunque no menciona la transculturación explícitamente, Canclini explica la filiación del concepto de hibridez así: “Se encontrarán ocasionales menciones de los términos sincretismo, mestizaje y otros empleados para designar procesos de hibridación. Prefiero este último porque abarca diversas mezclas interculturales –no sólo raciales a las que suele limitarse el “mestizaje”– y porque permite incluir las formas modernas de hibridación mejor que ‘sincretismo’, fórmula referida casi siempre a fusiones religiosas o de movimientos simbólicos tradicionales” (1992: 14, n 1).

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a la desconstrucción –que para él funciona retóricamente como el correlato teórico de la hibridación– el binarismo que no está desconstruido es aquel que es constitutivo del mismo concepto de hibridez: la oposición del Estado y la sociedad civil, según la cual el primero es visto como monopólico y reduccionista en su concepción de lo nacional, y el segundo como heterogéneo, móvil, autónomamente creativo, múltiple (en el sentido de Deleuze), sujeto (a través de la elección del consumidor y del mercado) a la voluntad popular. Si, como hemos señalado en el capítulo II, hay implícita en el concepto de mestizaje o trasculturación una teleología del Estado-nación, de manera similar una teleología postnacional (no reconocida) opera en Culturas híbridas, en la medida en que la hibridación implica un proceso de combinación que es a la vez necesario y providencial, destruyendo en las prácticas cotidianas las oposiciones binarias que Canclini como teórico de la cultura pretende desconstruir. La hibridación funciona, en otras palabras, como un proceso de superación dialéctica o trascendencia de estados anteriores de disonancia o contradicción en la configuración de un sujeto, grupo o clase social, y de identidades regionales o nacionales. En este sentido, el argumento de Canclini es, esencialmente, modernista en cambio que anti o postmodernista, como parecería a primera vista. Simplemente cambia el foco de la modernización cultural desde el Estado hacia la sociedad civil producida por la globalización18. Subrayo en la articulación de Canclini el entendido de que, por romper con los marcos disciplinarios tradicionales que impiden un conocimiento de las nuevas realidades y permitir la creación de disciplinas híbridas, los estudios culturales nos permiten articular nuevas formas de pensar lo político y, por lo tanto, nuevas formas de generar políticas culturales. Estas políticas, a su vez, reforzarán un expandido concepto de “ciudadanía cultural”. Como en Lyotard, este proyecto presupone que la etapa actual del capitalismo esta “más allá del bien y del mal”, configurando las nuevas condiciones de vida; es decir, es algo inevitable, como tener que comer o dormir. Tanto para Lyotard como para Canclini no hay “afuera” de la globalización desde la que construir una oposición a ella; “tradición”, “tercer mundo”, “naturaleza”, la esfera autónoma de cultura popular precapitalista, la hermenéutica de profundidad del arte vanguardista. Se desprende de ello, que ya no tiene ningún

18 “A diferencia de la época en que se enfrentaban quienes colocaban todas sus ilusiones en alguna transformación mágica del Estado y quienes confiaban todo el cambio al proletariado o a las clases populares, ahora se trata de ver cómo podemos rehacer conjuntamente el papel del Estado y de la sociedad civil” (1995: 189).

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sentido seguir pensando el sistema mundial y las relaciones inter-estatales en términos de un centro (dominante) y una periferia (dominada o subalterna). Todo lo que fue el proyecto radical de los sesenta debe ahora tomar lugar y acomodarse a este espacio globalizado (éste es también el tema del libro de Antonio Negri y Michael Hardt, Empire). Pero, providencialmente, también puede ocurrir ahí, en la medida en que la globalización y la desterritorialización requieren y al mismo tiempo hacen posible nuevos cruces disciplinarios, nuevos protocolos en las ciencias, una revisión de la estructura de los saberes académicos. La articulación de Canclini de los estudios culturales entonces sirve como un sustituto compensatorio para una práctica política de la izquierda ahora vista como imposible o indeseable en una era post-política. Pero también nos pide no abandonar todas las esperanzas; aún hay importantes y urgentes tareas: democratizar las bases del conocimiento, producir nuevos tipos de objetos y discursos culturales, desarrollar programas para educación mediática –incluso algo tan simple como dejar a los estudiantes graduados trabajar en temas tales como las telenovelas o la cantante Madonna. Evidentemente, si uno puede conocer, en un sentido académico, qué es la cultura y cómo funciona en el contexto de la globalización, entonces en lugar de mantenerse atrapado en las divisiones disciplinarias que corresponden a períodos anteriores del desarrollo capitalista, uno puede ofrecer un “mapa cognitivo” más ajustado al presente y a formas de vida emergentes. Pero aquí en el proyecto de Canclini reaparece el peligro al cual me referí antes, a propósito de la institucionalización académica de los estudios culturales: su tendencia a convertirse en un tipo de etnografía o costumbrismo postmoderno. En vez de estudiar a las tribus “primitivas” o a los campesinos, ahora tenemos que ir a Tijuana, o tenemos que analizar telenovelas, pero estamos mirando todavía con los mismos ojos que aquéllos que fueron a la selva, diciéndonos a nosotros mismos: “¡Ah! Mira las costumbres extrañas de esa gente, esos nuevos otros!” Es cierto, por supuesto, que estos nuevos otros también nos incluyen, en la medida en que nosotros somos a la vez observadores y observados en el campo de la cultura contemporánea –una de las virtudes del trabajo de Canclini es el reconocimiento de esta retroalimentación en el trabajo de los estudios culturales. Canclini critica correctamente a Gramsci su concepción de la cultura popular como pre o antimoderna, en cuanto la resistencia subalterna es para Gramsci esencialmente la resistencia de la cultura folclórica o la tradición a la modernidad (capitalista). Pero el subalterno no opera solamente en el marco de la tradición o la cultura folclórica; opera en una lógica de antagonismos binarios que puede incluir o no la oposición entre modernidad y tradición. El error

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de Gramsci fue doble: primero, asumir que el subalterno puede devenir hegemónico sólo a través de devenir culturalmente su otro –esto es, por incorporarse en la cultura dominante mediante aculturación o transculturación (volveremos a esto en el siguiente capítulo)– y, segundo, que la cultura dominante era necesariamente moderna. Sin embargo, en la medida en que Canclini disuelve la distinción subalterno/hegemónico tanto como la distinción popular/culto y tradicional/moderno, no puede discernir cómo la dinámica de la subalternidad continúa operando dentro de la modernidad y la hibridación. Para Canclini, los estudios culturales como nuevo campo interdisciplinario, actúan como mediadores y facilitadores entre el Estado (y los organismos trasnacionales para-estatales) y la sociedad civil. Interpelar al Estado desde la posición de los estudios culturales implica que éstos buscan funcionar, en cierto sentido, como el “espejo” del Estado, representando no lo que el Estado es, sino la forma más alta de lo que el Estado debería ser. El propio trabajo de Canclini ofrece, a la vez, un modelo teórico y una nueva metodología para esta práctica. Pero, como en las nuevas formas de social democracia en América Latina sugeridas por Jorge Castañeda en La utopía desarmada –un libro que es, en algún sentido, la contraparte de Culturas híbridas– el proyecto de Canclini se mantiene esencialmente dentro de la lógica del sistema dominante, en vez de crear un espacio de oposición o estimular las contradicciones de este sistema. Más aún, su proyecto desplaza el poder de gestión desde los sujetos popular-democráticos a un nuevo tipo de “intelectual específico” por acudir al concepto de Foucault, ahora definido en sus tareas y objetivos por los estudios culturales y la “teoría”. No se trata de que la lucha de clases u otras formas de conflicto e inequidad social desaparezcan para Canclini, quien aún se considera una persona de izquierdas (ellas están vivamente presentes en la problemática de las desigualdades respecto al acceso a la producción y el consumo cultural, por ejemplo)19. Lo que sí desaparece, sin embargo, junto con el binarismo hegemonía/subalternidad y la cópula gramsciana de lo nacional-popular, es la posibilidad de cambio estructural, o incluso de reforma estructural. Para

19

Por ejemplo: “En los intercambios de la simbólica tradicional con los circuitos internacionales de comunicación, con las industrias culturales y las migraciones, no desaparecen las preguntas por la identidad y lo nacional, por la defensa de la soberanía, la desigual apropiación del saber y el arte. No se borran los conflictos, como pretende el postmodernismo neoconservador. Se colocan en otro registro, multifocal y más tolerante, se repiensa la autonomía de cada cultura –a veces– con menores riesgos fundamentalistas” (1992: 304).

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Canclini, la política como tal ha sido parcialmente desplazada por una noción culturalista de poder de gestión localizada en la sociedad civil. Pero las contradicciones y luchas sociales son también luchas “en la cultura” y en la sociedad civil, por ejemplo, las luchas en el lugar de trabajo, las luchas por los derechos étnicos o de la comunidad, o por una situación regional o nacional más equitativa en el contexto de la globalización (las que solían ser llamadas luchas anti-imperialistas), la lucha de las mujeres por la igualdad, incluso las micro-políticas de los nuevos movimientos sociales que parecieron ser el nuevo sujeto social convocado por (y para) los estudios culturales. Estas luchas continúan dependiendo de una lógica de dominación y subordinación, contradicción y negación que caracteriza a las identidades subalternas como tales, aun cuando los sujetos sociales envueltos en ellas puedan operar en el terreno de la hibridación. Ellas son binarias a la vez que híbridas. La misma sociedad civil es un espacio en el cual las relaciones subalterno/dominante son producidas y reproducidas, en cambio que algo externo de esta dicotomía. Si la hibridación es vista como co-extensiva con el mercado, la elección de consumidores y el individualismo posesivo (market choice), entonces, a pesar de las reivindicaciones hechas por Canclini de que su proyecto está orientado a contribuir en una reformulación del proyecto de la izquierda, hay un sentido en que este proyecto es también, en principio, compatible con la globalización y la hegemonía neoliberal. ¿No realiza acaso la hibridación cultural por medio del mercado lo que la izquierda fue incapaz de realizar, esto es, democratizar las mismas bases de la identidad y del valor? Canclini se hace esta pregunta a sí mismo en el libro que prosigue a Culturas híbridas, Consumidores y ciudadanos, cuyo propósito declarado es “desfatalizar el paradigma neoliberal”20. Canclini reconoce explícitamente los límites del mercado y por ello la necesidad de fortalecer la habilidad de las existentes naciones-Estado para resistir o modificar las consecuencias más negativas de la globalización. La lógica de este argumento es circular: el consumo es o se está volviendo un lugar central en el cual se ejerce la ciudadanía en las sociedades contemporáneas (la idea central del libro es que “el consumo sirve para pensar”). Pero, si esto es así, entonces debe ser responsabilidad del Estado y/o de las entidades regionales como el Mercosur asegurar el acceso al consumo y el más amplio rango de posibilidades para los consumidores –incluyendo productos culturales “nacionales” (tales como el cine mexica-

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“Veo en las actuales polémicas europeas un intento de desfatalizar el paradigma neoliberal” (1995: 88).

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no)–, los cuales, a su vez, pueden funcionar también como productos culturales de exportación. La globalización, al destruir o marginar los productores locales y sus productos, y/o al reducir los estándares de vida de grandes sectores de la población (y con ello sus posibilidades de consumo) es, por lo tanto, una potencial amenaza a este tipo de ciudadanía cultural21. Como respuesta a esta amenaza de homogeneización, Canclini propone en Consumidores y ciudadanos la idea de un “federalismo regional” en América Latina que estaría basado en parte en el trabajo de los estudios culturales. Tal proyecto envolvería una concepción dinámica de políticas culturales que implica la participación del Estado en áreas de producción cultural que necesitan protección o condiciones especiales, para solucionar los desniveles en el acceso al consumo, y coordinar actividades entre las esferas pública, privada, local y global. Pero, como ha observado Alberto Moreiras, la idea de “federalismo regional” reinstala el binarismo subalterno/dominante precisamente en el corazón de un discurso que ha intentado eliminar ese mismo binarismo, en cuanto la fuerza de lo local o regional sólo puede derivar de las relativamente desventajosas condiciones de las sociedades latinoamericanas en el sistema global. A tal punto que América Latina puede reivindicar un privilegio epistemológico con respecto al centro precisamente por esta desventaja. Moreiras lo plantea en estos términos: “Los estudios culturales latinoamericanos [...] deben ser comprendidos como esfuerzos sistemáticos para incorporar el saber de área basado en América Latina [...] básicamente como saber de la diferencia subalterna de la región en el contexto global [...]. El regionalismo crítico, como un pensamiento del consumo cultural desde una perspectiva regional, fue comprendido como el pensamiento de una resistencia singular al consumo, desde dentro del consumo, a través de lo cual la formación de identidades locales y regionales ocurren en tiempos globales”22. Pero Moreiras también entiende que, junto con las dimensiones “resistentes” del regionalismo, existe “una cierta comprensión de la singularidad local que sirve a los intereses reproductivos del orden neoliberal, promoviendo el consumo de (y así, no casualmente, aniquilando) la diferencia”.

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George Yúdice en varios trabajos ha argumentado que las sociedades pueden haber alcanzado un umbral histórico en el cual no es posible ya pensar en ideas tales como ciudadanía y democracia sin tomar en cuenta el consumo. 22 Alberto Moreiras, “A Wind Storm from Paradise: Negative Globality and Latin American Cultural Studies”, citado del manuscrito del autor. Para un desarrollo de este argumento, véase su posterior libro The Exhaustion of Difference (2001).

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Más aún, si “la singularidad local”, “las fisuras negativas”, “los tiempos mixtos”, la hibridez, la transculturación, la heterogeneidad, y otras nociones por el estilo son fenómenos generalizables a todas las sociedades, en todo tiempo y lugar, ellas no pueden como tales expresar la particularidad estructural de las sociedades y de las naciones-Estado latinoamericanas: es decir, el hecho de que junto con las relaciones de subalternidad y dominación que continúan prevaleciendo dentro de ellas, también ellas mismas se mantienen (o se están volviendo) subalternas en el sistema mundial23. Los estudios culturales emergen inicialmente y reúnen fuerzas como un esfuerzo por “representar” (en el doble sentido en el que hemos estado usando este término) adentro de la academia, las luchas por la igualdad social y el reconocimiento que emergen fuera de ella. Canclini, por contraste, en cierta forma ofrece los estudios culturales como una solución disciplinaria para el problema de la explotación, el racismo, la desigualdad y la ingobernabilidad que aflige nuestras sociedades. Podría ser más interesante comprender porqué los estudios culturales no pueden ser una solución a estos problemas, precisamente porque esos problemas requieren no sólo un cambio de pensamiento sino un cambio en las relaciones de poder que estructuran en primer lugar las identidades como privilegiadas o subalternas, en cuanto esas relaciones de poder están encarnadas y se configuran en su interacción de acuerdo a un modo de producción. Este reconocimiento requiere, sin embargo, pensar estratégicamente la relación entre los estudios culturales y el proyecto de la izquierda. En este sentido, lo que es valioso en la propuesta de Canclini es su énfasis en la necesidad para la izquierda de ir más allá de una “gutemburgueana” noción de cultura y política, y más específicamente, de comenzar a operar en el terreno de los medios de comunicación de masas. Igualmente valiosa es la idea de “tiempos mixtos” que subyace al concepto de hibridez de Canclini, lo que sugiere un sentido de intervención política no lineal ni historicista. La izquierda no tiene porqué seguir atada a una narrativa homogénea y homogeneizante de la “modernización” (los “tiempos mixtos” articulan la problemática, analizada por Althusser y su escuela, de la interacción en cualquier formación social dada, de modos de producción residuales y sus respectivas superestructuras que sobreviven bajo y están en competencia con nuevos modos de producción dominantes). Pero éste es un tema para desarrollar más en el siguiente capítulo. Fredric Jameson habla del “deseo llamado estudios culturales”, y describe ese deseo como “el proyecto de constituir un ‘bloque histórico’, en cam-

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Estoy en deuda con Hugo Achugar por esta observación.

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bio que, teóricamente, la ocasión para una nueva disciplina” (1993). Si mi argumento aquí es correcto, la formación de tal bloque histórico –esto es, de un proyecto capaz de desplazar la hegemonía del neoliberalismo– depende de los estudios culturales, pero no ocurrirá desde la misma posición de los estudios culturales, a menos que éstos estén críticamente interpelados por los estudios subalternos. Sin esta interpelación, me da la impresión de que los estudios culturales en general enfrentaran un impasse similar al enfrentado por Canclini. La clase dominante, el Estado en todos sus niveles, los varios organismos trasnacionales (no gubernamentales y para-gubernamentales), la hegemonía neoliberal, la universidad y las redes de trabajo de las fundaciones y centros de investigación necesitan de los estudios culturales porque ellos responden a los vertiginosos cambios en las formas de vida y saber que acompañan la globalización. Pero los estudios culturales también constituyen una especie de “zona liberada” académica. Se busca que los estudios culturales pertenezcan a la clase dominante, pero, por su propia naturaleza, pertenecen a los “otros”.

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CAPÍTULO VI TERRITORIALIDAD, MULTICULTURALISMO Y HEGEMONÍA: LA CUESTIÓN DE LA NACIÓN

“Las clases subalternas, por definición”, según Gramsci, “no están unificadas y no pueden unirse hasta que sean capaces de devenir un ‘Estado’” (1971: 57). Cierto. Pero si para ganar la hegemonía las clases y grupos subalternos deben volverse esencialmente como aquello que ya es hegemónico, entonces, en cierto sentido, la vieja clase y cultura dominante siguen ganando aun después de ser derrotadas políticamente. ¿Cómo moverse desde la negatividad del subalterno a la hegemonía? Ésta es la pregunta planteada por las críticas de Néstor García Canclini y Homi Bhabha del binario subalterno/dominante; la idea de transculturación de Ángel Rama; o el esfuerzo de Florencia Mallon para leer en el archivo histórico la presencia real de comunidades campesinas en la configuración del Estado moderno en Perú y México. Pero sus propias respuestas a esta pregunta son insatisfactorias, tal cual hemos señalado. Podríamos parafrasear la pregunta así: ¿la crítica subalternista de la forma-nación y del nacionalismo, basada en la conciencia de la inconmensurabilidad entre el subalterno y el Estado, impide necesariamente contribuir a la redefinición del Estado-nación y sus funciones? O, ¿son los estudios subalternos, en esencia, un tipo de post-nacionalismo? Guha comienza Elementary Aspects of Peasant Insurgency con una crítica de la idea de Eric Hobsbawm de que el bandidaje campesino es pre-político, arguyendo en cambio que éste debe ser comprendido en un registro diferente de política que aquel representado por el Estado y las formas coloniales de sociedad civil, un registro que Guha llama “la política del pueblo”. Pero Guha también explica la relación entre la insurrección campesina y el poder colonial en términos que implican que, mientras ésta no era pre-política, hay sin embargo limitaciones en el tipo de política que encarna: [La insurgencia campesina] no estaba aún equipada con un concepción madura y positiva del poder, por lo tanto de un Estado alternativo y de un conjunto de leyes y códigos que lo acompañaran. Esto no es negar por supuesto que algunas de las revueltas rurales más radicales [...] anticiparon al poder al menos hasta un cierto grado y lo expresaron, aunque débil y crudamente, en términos

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de justicia bruta y violencia punitiva relacionada con la venganza. Más allá de eso, sin embargo, el proyecto en el cual los rebeldes estaban envueltos era predominantemente negativo en su orientación. Su propósito no era tanto constituir el mundo como invertirlo (Guha 1983: 166).

El problema está agudizado por la forma en que las insurgencias campesinas se relacionaron con el espacio político-administrativo del Estado colonial en la India, el Raj. Guha argumenta que las rebeliones creaban territorialidad esencialmente en dos formas: por relaciones de consanguinidad –es decir, la rebelión se esparcía por lazos familiares, tribales o de casta; o por relaciones de contigüidad o “pertenencia local”– la rebelión podía saltar de un grupo étnico a otro cuando éstos estuvieran localizados de manera más o menos próxima. Las utopías campesinas generalmente funcionan como formas subnacionales de territorialidad, porque la nación como una abstracción legal (y más todavía el Estado colonial y postcolonial) es experimentado como un espacio hostil y no representativo por parte de los campesinos, en contraste con un recordado o imaginado espacio y tiempo otro que ellos buscan restaurar1. Entonces, mientras la inmediata “lucha por la tierra se confundía con la lucha por la nación” (1983: 290) en una forma que después sería aprovechada por el nacionalismo, “aun el más poderoso de los levantamientos campesinos fue incapaz de exceder las fronteras locales” (1983: 278). Esto significaba que la rebelión podía ser exitosa sólo dentro de un territorio limitado, y que sería, eventualmente, derrotada por el omni-abarcador poder del Estado colonial (como es bien sabido, un problema similar afectó a las rebeliones de esclavos en las Américas, las cuales, con la excepción de Haití, lograron sólo crear territorios liminales como los quilombos o comunidades de cimarrones). Guha concluye: “[E]l dominio de la rebelión aún queda corto con respecto al dominio de la nación, y los dos brazos de la territorialidad [...] actuaron en gran medida poniendo paréntesis a la resistencia contra el Raj. Un estrecho localismo instaló su liderazgo e impidió el progreso de los insurgentes en momentos críticos” (1983: 331). La doble articulación de la territorialidad en las rebeliones campesinas que Guha describe tiene importantes implicancias para conceptualizar las luchas sociales contemporáneas que son sub o supranacionales2. Sin embar-

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Guha nota que “[Un] correlato de la categoría de espacio [en la insurrección campesina] fue el sentido del tiempo […]. Expresado en su forma más generalizada como un par contrastado de tiempos (entonces/ahora), un buen pasado negado por un mal presente, su función fue dotar la lucha contra el extranjero con la misión de recuperar el pasado como futuro” (1983: 291). 2 Véase, por ejemplo, Slater 1998.

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go, esto también significa que las insurgencias históricas que Guha estudia no podían moverse desde una posición de subalternidad a una hegemónica. Ellas se mantuvieron subalternas en el mismo acto de contestar la dominación porque no podían articular (o crear) la nación. Y esto es así porque, como Gramsci comprendió, la nación es (o ha sido) la forma de territorialidad que corresponde a la hegemonía (y, viceversa, la nación es, en un sentido, el efecto de la hegemonía3). Conectado con las limitaciones de la territorialidad subalterna está el problema político de la construcción de la identidad subalterna. Como hemos visto, la definición de Guha del subalterno como “el atributo general de subordinación [...] ya sea que ésta sea expresada en términos de clase, casta, edad, género y oficio o en cualquier otra forma” expresa la múltiple determinación de las identidades sociales. Pero esto es decir básicamente lo mismo que las políticas de identidad multiculturales: una identidad sólo puede articularse en una relación diferencial con respecto a otra. Aunque la definición de Guha establece la coincidencia del subalterno con “el pueblo”, esa identificación es de hecho precaria, porque “el pueblo” constituye un potencial bloque hegemónico y unitario, mientras el subalterno designa una particularidad subordinada, experimentada como “identidad”. Esto nos lleva de vuelta a la contradicción en el mismo proyecto de estudios subalternos entre recuperar la presencia subalterna y desconstruir los discursos que constituyen al subalterno como tal: recordemos, por ejemplo, el argumento de Spivak de que la misma recuperación de la “voz” del subalterno implica también su borramiento, porque en el modo de representación que nosotros le asignamos (en el testimonio, por ejemplo) éste ya no está localizado en el espacio de la subalternidad, sino que, en cambio, se ha vuelto algo así como un muñeco ventrílocuo. El problema es complicado por el hecho de que, como Gyan Prakash plantea, “la búsqueda subalternista por un sujeto-agente humanista frecuentemente termina con el descubrimiento de la falla de la gestión subalterna: el momento de rebelión atado al momento del fracaso” (1994: 1480). Gramsci se ocupa de la relación entre subalternidad y hegemonía en varios pasajes de los Cuadernos de prisión. En la sección titulada “El estudio de la filosofía”, considera el carácter del mismo marxismo como un determinismo histórico, expresado más fuertemente en la narrativa de la secuencia de los modos de producción y en la idea de su universalidad e inevitabilidad. La hostilidad de Gramsci al marxismo vulgar es bien conocida;

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Es decir, la nación o el Estado-nación no es una “cosa”, sino un concepto.

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pero da aquí una perspectiva inesperada a la cuestión del determinismo. Ve ese determinismo como un componente integral en la conciencia de las clases y grupos subalternos: “Debe ser destacado como los elementos deterministas, fatalistas y mecanicistas han sido un ‘aroma’ ideológico directo que emana de la filosofía de la praxis [marxismo], como la religión y las drogas (en su efecto estupefaciente)”. Pero esto, a su vez: Se ha justificado y hecho necesario históricamente por el carácter “subalterno” de ciertos estratos sociales [...]. Cuando no tienes la iniciativa en la lucha y la lucha misma llega, eventualmente, a ser identificada con una serie de derrotas, el determinismo mecánico deviene una tremenda fuerza de resistencia moral, de cohesión, de paciencia y de obstinada perseverancia [...]. La realidad se vestirá con las prendas de un acto de fe en una cierta racionalidad de la historia y una forma primitiva y empírica de apasionado finalismo aparecerá en el rol de sustituto para la Predestinación o la Providencia de las religiones confesionales (Gramsci 1971: 336).

Pero si (la creencia en) el determinismo mecánico es un aspecto de la cultura e identidad subalterna –la negación del idealismo de las clases altas, el plumpen Denken (“pensamiento gordo”) de Brecht, una parte constituyente de la “voluntad” de los campesinos rebeldes a los que Guha está preocupado de recuperar desde el archivo histórico–, Gramsci cree que esto es también algo que debe ser superado en el proceso de la lucha. ¿Por qué?, porque: cuando el “subalterno” se hace líder y responsable por la actividad económica de las masas, el mecanicismo a un cierto punto deviene un peligro inminente y una revisión de los modos de pensar debe tomar lugar porque un cambio ha tomado lugar en el modo de existencia social. Los límites y la dominación de la “fuerza de las circunstancias” se ensanchan [...]. [S]i es que ayer el elemento subalterno era una cosa, hoy día ya no es una cosa sino una persona histórica, un protagonista; si ayer éste no era responsable, por “resistir” una voluntad externa a sí mismo, ahora se siente responsable porque ya no está simplemente resistiendo sino que es un agente, necesariamente activo y tomando la iniciativa (1971: 336-337).

Para Gramsci el determinismo, mientras es entendible como un efecto “determinado” de la división y el conflicto de clases, es finalmente un fatalismo, incluso un concepto cuasirreligioso, el cual debilita en última instancia el movimiento de los trabajadores4. Hay una crítica tácita en estos

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“Que la concepción mecanicista ha sido una religión del subalterno es mostrado por un análisis del desarrollo del cristianismo” (1971: 337). Gramsci tiene un problema

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comentarios al estalinismo y al compromiso del marxismo soviético a una narrativa de la “necesidad” histórica que establecía una relación teleológica entre el llamado “desarrollo de las fuerzas de producción” y la llegada del socialismo. Pero hay también una subyacente asunción sobre las limitaciones conceptuales de la cultura subalterna que es más problemática. Como señalamos en el último capítulo, Gramsci tiende a equivaler el subalterno como tal con la categoría de lo “tradicional”, el “folclore”, o (más frecuentemente) lo “espontáneo” (por ello, como hemos visto, Canclini piensa que es necesario abandonar las categorías de hegemonía y subalternidad al mismo tiempo, porque, en su visión, el subalterno puede ser conceptualizado como posición de sujeto sólo en relación a un sentido tradicional o popular de la cultura que ha sido superada por la modernidad). Por lo “espontáneo” Gramsci quiere decir ideas que “no son el resultado de ninguna actividad educacional sistemática de parte de un grupo dirigente consciente, sino que han sido formuladas a través de la experiencia cotidiana iluminadas por el ‘sentido común’, verbigracia por la concepción tradicional popular del mundo, lo que poco imaginativamente es llamado ‘instinto’, aunque éste es también de hecho una adquisición histórica elemental y primitiva” (1971: 198-199). Notando la carencia de documentos fidedignos sobre la insurrección y la resistencia subalterna, Gramsci observa: “Se puede decir que la espontaneidad es por tanto característica de la ‘historia de las clases subalternas’, y ciertamente de sus elementos más marginales y periféricos; ellos no han alcanzado ninguna conciencia ‘para sí’ de clase, y consecuentemente nunca se les ocurre que su historia podría tener alguna importancia posible, que podría haber algún valor en dejar evidencia documental de ella” (1971: 196). El corolario es que el subalterno es incapaz de “imaginar” una nación en el sentido que da Benedict Anderson cuando habla de la nación como una “comunidad imaginada” (viceversa, para Gramsci la dificultad de la cultura literaria-humanística dominante en representar a las clases subalternas es el talón de Aquiles del nacionalismo italiano)5.

similar con el sindicalismo: “Aquí estamos relacionándonos con un grupo subalterno [trabajadores organizados] el cual es prevenido por esta teoría de volverse dominante, o de desarrollarse más allá de la etapa económica-cooperativa y elevarse al plano de la hegemonía ético-política en la sociedad civil, y de dominación del Estado […]. La transformación del grupo subordinado en uno dominante está excluida” (ibídem, 160). 5 La hipótesis de Anderson (1991) es que el Estado-nación moderno requiere la existencia previa de un adoctrinamiento en una cultura científico-literaria impresa o (como el mismo Anderson prefiere) en un “capitalismo de imprenta”. Como he señalado en la discusión de la rebelión de Tupac Amaru en el capítulo II, sin embargo, lo que es crucial

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Gramsci está tratando de sintetizar en los Notebooks “espontaneidad” –el elemento de la negatividad subalterna, la cual es la fuerza dinámica de la historia social– y “liderazgo consciente”, el cual (en su visión) es necesario para la hegemonía. No se trata de que los movimientos subalternos carezcan de liderazgo; pero la teoría poseída por ese liderazgo está limitada al “folclore” o a la “ciencia popular”. Éste es el eje de su polémica contra Henri de Man (el tío de Paul de Man), la cual se desarrolla dentro y fuera de los Notebooks. De Man, uno de los líderes de la social-democracia belga en el período de entreguerras, había argumentado la necesidad de contraponer el hecho empírico de las supersticiones populares y el folclore, a la autoridad “científica” de la teoría marxista. Gramsci piensa que esto intenta recuperar el pensamiento subalterno en su subalternidad6. Al mismo tiempo, sin embargo, argumenta que la izquierda organizada necesita valorar e incorporar los movimientos “espontáneos”, cualquiera que sea su carácter ideológico inmediato (que podía ser en varios casos religioso y milenarista). El coste de no hacer esto podía ser la reacción, la restauración, o un golpe de Estado, porque las clases dominantes y sus representativos se percatan de la amenaza a sus intereses que está implícita en tales movimientos: “Negar, o peor aún, despreciar los llamados movimientos ‘espontáneos’, esto es, fallar en darles un liderazgo consciente o en elevarlos a un plano superior mediante su inserción en la política, podría frecuentemente tener consecuencias extremadamente serias” (1971: 199). El modelo en el cual Gramsci ve una síntesis de “espontaneidad” subalterna y “liderazgo consciente” es el movimiento de huelgas de Turín de comienzos de los años veinte, el cual, en sus palabras, “le dio a las masas una conciencia ‘teórica’ de ser creadores de valores históricos e institucionales, de ser fundadores de un Estado”. Él concluye con un comentario sugerente sobre la relación del subalterno con la política de masas: “Esta unidad entre ‘espontaneidad’ y ‘liderazgo consciente’ o ‘disciplina’ es precisamente la acción política real de las clases subalternas, en la medida en que ésta es una política de masas y no meramente una aventura de un grupo que reivindica representar a las masas” (1971: 198). La referencia de Gramsci a un “plano superior” (y la asunción de que ese plano superior está constituido por la política moderna en vez de la cultura aquí no es tanto la incapacidad del subalterno para “imaginar” una nación como tal, como el hecho de que el subalterno tiende a producir un sentido diferente de la historia y territorialidad nacional. 6 Henri de Man terminó como colaborador con el régimen fascista en Bélgica, un hecho que podría ayudar a explicar las tempranas simpatías proto-fascistas de su sobrino.

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local) es sintomático de un historicismo latente en su argumento: esto no es una cuestión de “etapas” económicas –como hemos destacado, Gramsci rechaza el determinismo económico– sino de “etapas” de pensamiento e ideología. En particular, su presunción de que el subalterno no tiene ninguna (archivada o registrada) historia es manifiestamente hegeliana, y lo lleva a una recaída en el eurocentrismo7. El historicismo (implícito) y el modernismo (explícito) del argumento de Gramsci están articulados en sus bien conocidas ideas sobre la importancia de la educación formal. Para Gramsci, la división elite/subalterno es en sí parte de una división educacional: “la división fundamental entre escuelas clásicas y vocacionales (profesionales) fue una fórmula racional: la escuela vocacional para las clases instrumentales [Gramsci usa intercambiablemente classi strumentali, classi subalterni y classi subordinate], la escuela clásica para las clases dominantes y los intelectuales” (Gramsci 1971: 26). La separación entre escuelas clásicas y vocacionales reproduce la división entre elite y clases subalternas. La proliferación de diferentes tipos de escuelas vocacionales puede parecer a primera vista democrática, en el sentido de que es un reconocimiento de la heterogeneidad social y del conocimiento práctico (como opuesto al teórico). Pero la democracia “debe significar que cada ‘ciudadano’ pueda ‘gobernar’ y que la sociedad lo ubica a él, aunque sea sólo abstractamente, en una condición general para alcanzar esto”. Esto no pueden hacerlo las escuelas vocacionales, advierte Gramsci. Por contraste, incluso algo tan evidentemente anacrónico como el currículum filológico en la literatura clásica en latín y griego permite a los estudiantes adquirir una “historizante comprensión del mundo y la vida, la cual deviene una segunda naturaleza casi espontánea” (1971: 39-40). Pero precisamente en esta invocación de las humanidades aparece un problema que Gramsci está obligado a reconocer: la fuerza cotidiana del resentimiento subalterno contra y la resistencia a la educación formal dirigida por el Estado o la Iglesia. Gramsci nota que “siempre será un esfuerzo aprender auto-control y disciplina física [...] esto es porque mucha gente piensa que las dificultades de estudiar esconden una ‘trampa’ que los disca-

7 “Incluso si uno admite que las otras culturas han tenido una significado e importancia en el proceso de unificación ‘jerárquica’ de la civilización mundial (y esto debe ser admitido sin reparos), ellas tienen un valor universal sólo en la medida en que han devenido elementos constitutivos de la cultura europea, que es concreta e históricamente la única cultura universal en tal sentido, es decir, en cuanto ellas han contribuido al proceso del pensamiento europeo y han sido asimiladas por éste” (1971: 416). Agradezco a José Rabasa por llamar mi atención sobre la crítica a Gramsci realizada por David Lloyd (1992: 127 y ss) a la idea de que la historia de los subalternos es episódica o fragmentaria.

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pacita –cuando no creen que son estúpidos por naturaleza”. Él concluye con cierto pesimismo que, “[S]i nuestro motivo es producir un nuevo tipo de intelectuales, incluyendo aquellos capaces del más alto grado de especialización, desde un grupo social que no ha tradicionalmente desarrollado las actitudes apropiadas, entonces tenemos dificultades sin precedentes que superar” (1971: 42-43). Pero la resistencia a la educación formal es precisamente una modalidad de la identidad subalterna, de su negación–la resistencia del “silencio” de los pobres en el libro de Richard Rodriguez, Hunger of Memory, al cual aludimos anteriormente, o la ambivalencia hacia las escuelas del gobierno y los “libros” que Rigoberta Menchú expresa en su testimonio. Si el proceso de educación formal en sí mismo produce y reproduce la relación subalterno/ dominante, ¿cómo puede éste ser un lugar en el cual el subalterno pueda alcanzar la hegemonía? Gramsci cuenta con la formación de un nuevo tipo de intelectual que sería capaz de traducir el carácter ‘espontáneo’ de la cultura subalterna en la posibilidad de hegemonía, el famoso “intelectual orgánico” que combina a la vez los recursos de la educación formal con el punto de vista y el compromiso con los intereses de las clases y los grupos subalternos. Pero, como Hunger of Memory ilustra, el mismo mecanismo de educación formal borraría o problematizaría la identificación de tal intelectual con su clase o grupo original, en el sentido de que el intelectual ya no es “uno de ellos” y está, de hecho, hablando, en el mismo acto de dar una forma narrativa a su vida, necesariamente un lenguaje diferente (historia, estética, filología, literatura y crítica literaria, ciencia, economía política, filosofía, ley cívica, etcétera). El ideal de educación formal de Gramsci como un entrenamiento necesario para el “liderazgo consciente” está relacionada con su aceptación del concepto leninista del partido vanguardia como un “intelectual colectivo” que actúa para representar al subalterno en su emergencia hacia la hegemonía. La autoridad del partido está fundada sobre su reivindicación de conocer la estrategia y las tácticas correctas y su habilidad para imponer, mediante el mecanismo de centralismo democrático, una voluntad o disciplina sobre sus miembros y el a veces recalcitrante sujeto popular que alega representar, en nombre de los intereses últimos de ese sujeto. Pero ¿cómo y porqué está el partido o partido-Estado autorizado a decidir cuáles son esos intereses? ¿Es necesario “educarse” para ejercer el liderazgo y poseer derechos, o, como argumenta Spinoza, estos derechos son inherentes al hecho de ser una persona? Gramsci critica el carácter específico del estalinismo como una ideología y una forma de centralismo burocrático; pero no desarrolla una crítica del leninismo como tal. Para él, en cambio, el partido de van-

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guardia es el “Príncipe moderno” requerido por el subalterno para ganar y ejercer la hegemonía. Entonces, el argumento de Gramsci llega a un impasse, un impasse que anticipa la actual crisis del marxismo. La “espontaneidad” subalterna (Guha diría negación) es necesaria para que la lucha social tenga lugar –es el “contenido” de la lucha, por decirlo de alguna manera. Por lo tanto, “[C]ada trazo de iniciativa independiente de parte de los grupos subalternos debería [...] ser de incalculable valor para el historiador integral” (1971: 55). Pero por naturaleza –es decir, como un subalterno– éste se resiste a volverse alguien capaz de hegemonía. Para Gramsci no hay suficiente “historia”, o “disciplina”, o “cultura” en la conciencia subalterna para constituir un proyecto hegemónico; pero el partido o el partido-Estado que puede y de hecho cumple la función de “liderazgo consciente” termina reproduciendo en varias formas cruciales la estructura de la antítesis dominante/subalterno. El problema es que Gramsci no puede imaginar la hegemonía aparte de aquello que ya es hegemónico. El subalterno podría replicar en las siguientes palabras (de una escritora feminista): He sido afectada por el discurso emergente de estos movimientos [en representación de pueblos oprimidos o marginados] que han apuntado a la contradicción entre la retórica liberacionista del marxismo y su imaginario de transformación social a través del dominio, dialéctico o de otra forma. Cualquiera que haya alguna vez sido silenciado porque él o ella es mujer o gay o negro o pobre le gustaría, como yo, querer resistir la idea de que algún discurso es intrínsecamente privilegiado, epistémicamente, históricamente, o de cualquier manera. Cualquiera que ha operado desde una posición marcada como marginal, a algún nivel, resiste la reificación de algún posicionamiento histórico, y su normalización a través de la autoridad del saber. Si tales diferencias de acceso a la autoridad existen, y de hecho existen [...] deben ser resistidas estratégicamente, no como falsa conciencia, sino como mala política (Singer 1991: 128).

El argumento entre el capitalismo y el socialismo que subyacía a la Guerra Fría fue esencialmente un argumento sobre cuál de los dos sistemas podía llevar a cabo mejor la posibilidad de una modernidad política, económica, científico-tecnológica y cultural latente en el mismo proyecto burgués. La premisa básica del marxismo como ideología era que la sociedad burguesa no podía cumplir con su propia promesa de emancipación y bienestar debido a las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista –contradicciones sobre todo entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la propiedad y la acumulación. Liberando las fuerzas de producción de los lazos de las relaciones de producción capitalistas

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–así decía el conocido argumento– los regímenes de socialismo de Estado podían más o menos rápidamente sobrepasar esas limitaciones y “ganar” al capitalismo. La respuesta –de hecho ganadora por el momento– del capitalismo fue que la fuerza del mercado libre y la privatización sería más dinámica y eficaz en producir la modernidad y el desarrollo económico. Lo que no estaba en cuestión en este argumento, sin embargo, era la categoría de modernidad en sí, o la idea –de clara, aunque no siempre reconocida, procedencia hegeliana– de un proceso teleológico necesario para producir esa modernidad. Esta ambivalencia estaba implícita en la teoría de la dependencia, y explica el cambio de rumbo ideológico de una figura como Cardoso en Brasil. Si la teoría de la dependencia fue esencialmente una explicación del retraso ( o “subdesarrollo”) de los países de la periferia capitalista con respecto a una modernidad económica, política, cultural y científica supuestamente lograda en el centro, entonces la modernidad era el principio de valor en relación al cual se juzga el abyecto presente nacional, y el mercado libre, o el capitalismo de Estado, o el socialismo eran sólo medios para conseguir esa modernidad, medios que en última instancia deberían ser juzgados por su efectividad pragmática en lograr esa meta. Como hemos visto, en su articulación de la relación entre subalternidad y hegemonía, Gramsci no logra escapar totalmente a esta lógica; pero, ¿puede existir una idea del socialismo o del comunismo que no esté conectada con la idea de la modernidad como telos o meta trascendental? Es en relación con esta pregunta, creo, que es posible apreciar la contribución política de los estudios subalternos. La modernidad involucra el ideal y, a la vez, la posibilidad material de una sociedad transparente a sí misma –la generalización del principio de la “razón comunicativa”, por recordar el concepto de Habermas. Por lo tanto, la lógica de la modernización es aculturadora o transculturadora. Pero lo que se opone a la posibilidad de una sociedad transparente a sí misma no es solamente el conflicto modernidad/tradición sino la proliferación de diferencias y heterogeneidades producidas precisamente por el desarrollo desigual y combinado de la modernidad capitalista. En ese sentido, el concepto de lo subalterno no designa una identidad pre o para-capitalista, sino precisamente una relación de integración diferencial y subordinada dentro del tiempo del capital. Dipesh Chakrabarty formula el problema de la siguiente manera: Las historias de los subalternos escritas con atención a la diferencia no pueden constituir otra variante, en la larga y universalizadora tradición de las historias socialistas, de un esfuerzo de erigir lo subalterno como el sujeto de las

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democracias modernas, es decir, de expandir la historia de lo moderno para hacerla más representativa de la sociedad como realmente es [...]. Las historias de cómo éste o aquél grupo en Asia, África o América Latina resistió la penetración del capitalismo no constituyen historia “subalterna” propiamente dicha, porque estas narrativas se fundan en la imaginación de un espacio que es externo al capital, un “antes” cronológico del capital, pero que es, a la vez, una parte de un marco temporal unitario e historicista dentro del cual tanto el “antes” como el “después” del modo de producción capitalista puede desarrollarse. El “afuera” [de lo subalterno] es distinto de lo que se imagina simplemente como el “antes y después del capital” en la prosa historicista. Pienso este “afuera”, de acuerdo con Derrida, como algo conectado con la misma categoría del capital, algo que se conforma al código temporal dentro del cual aparece el capital, a la vez violando ese código, algo que es posible ver solamente porque podemos pensar/teorizar el capital, algo que nos recuerda también que otras temporalidades, otras formas de hacer mundo [worlding], coexisten y son posibles [...]. [Los e]studios subalternos, pienso, sólo pueden situarse teóricamente en la coyuntura en que no abandonemos ni a Marx ni a la “diferencia”, porque, como he dicho, la resistencia a la cual se hace referencia puede ocurrir solamente dentro del horizonte temporal del capital y sin embargo tiene que ser pensado como algo que interrumpe la unidad de este tiempo (1997a: 56-57).

Lo que expresa el concepto de ingobernabilidad es la inconmensurabilidad entre lo que Chakrabarty llama la “heterogeneidad radical” de lo subalterno y la “razón” del Estado moderno. La ingobernabilidad es el espacio de desobediencia, resentimiento, transgresión o insurgencia dentro de la globalización. Como tal, la ingobernabilidad marca el fracaso de la política formal (es decir, en el sentido de los partios políticos y las instituciones estatales). Aludimos en el capítulo IV al argumento que explica la crisis del comunismo en términos de la oposición entre un Estado monológico y coercitivo y la “heterogeneidad” de la sociedad civil. Pero, como destacamos allí también, la “heterogeneidad radical” de lo subalterno tampoco es conmensurable con lo que se entiende normalmente por sociedad civil (es decir, el burgerlich Gesselschaft de Hegel y la Ilustración). Y esto es así porque tanto la idea como la construcción histórica de la sociedad civil comparten con el Estado una narrativa historicista de “desarrollo” (Entwicklung en Hegel), que, a causa de sus prerrequisitos culturales y legales (urbanización, alfabetización, educación formal, medios de comunicación, familia nuclear, propiedad privada) excluye a amplios sectores de la población de la ciudadanía o limita su acceso a ella. Esa exclusión o limitación que opera dentro de la sociedad civil también constituye lo subalterno (en otras palabras, las desigualdades de clase, género, etnia, ocupación también pasan por, y son

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producidas y/o reproducidas por, la sociedad civil). Por lo tanto, la oposición sociedad civil/Estado no es homologable con la oposición subalterno/Estado. En la imagen producida por el trabajo historiográfico subalternista, lo subalterno es precisamente lo que interrumpe o desorganiza la narrativa paradigmáticamente moderna de la transición del feudalismo al capitalismo, y de las “etapas” sucesivas del capitalismo (mercantil, competitivo, imperialista, global), vistas como las condiciones materiales para la aparición y maduración tanto del Estado-nación como de la sociedad civil. Esta narrativa implica centralmente desde Maquiavelo la categoría de “el pueblo” (il popolo) y la capacidad del emergente Estado nacional para integrar al pueblo en su propia modernidad. Según Gramsci, un proyecto hegemónico articula una concepción “nacional-popular” a la cual pueden suscribirse distintas clases o grupos sociales. Lo que constituye lo nacional-popular es la identidad –heurística o por hacer, en cierto sentido– entre los elementos heterogéneos de una población concreta y la forma del Estado. Pero la apelación a una identidad (“nacional” en el caso del discurso del Estado, “cívica” en el caso del discurso de la sociedad civil) compartida o heurísticamente compartida estabiliza la identidad de “el pueblo” alrededor de una visión de valores, intereses, tareas, sacrificios, destinos comunes. Sutura las discontinuidades o diferencias, “las contradicciones en el seno del pueblo”, por recordar el concepto maoísta. Practica una especie de privación o negación de la identidad (Verwerfung-Verneinung en Freud), una falta de simbolizar lo que debía ser simbolizado, que es constitutiva de lo subalterno, como una identidad abyecta, “carente” en primer lugar. Por lo tanto, lo subalterno marca un sujeto que no es totalizable ni como “el pueblo” en el sentido homogeneizante que éste ha tenido en el discurso nacionalista, ni tampoco como “el ciudadano” de la racionalidad comunicativa de Habermas. Desde esta perspectiva, la hegemonía como tal podría ser vista como una especie de pantalla en la que las clases-grupos dominantes –y entre ellos el grupo de los intelectuales– proyectan su ansiedad de ser desplazados de su poder y privilegio relativo por un sujeto subalterno que siempre está incompletamente representado por la política. La ecuación entre sociedad civil, cultura letrada y hegemonía en Gramsci y otros pensadores de la modernidad oculta el hecho de que el subalterno se dirige necesariamente contra lo que se entiende por “cultura” y valores culturales por los grupos dominantes, es decir, la concepción “cultural” de la cultura, para recordar la frase de José Joaquín Brunner. Esta ecuación corresponde a una época de la modernidad en la cual la ciudadanía y la autoridad no pueden ser separadas de la educación formal (y de la calidad relati-

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va de esa educación), debido a que los valores y la información necesarias para ejercer la hegemonía son accesibles sólo a través de la cultura de la imprenta (el libro, el ensayo o discurso cívico, el periódico, etc.). Con el advenimiento de la cultura de masas audiovisual, esta ecuación comienza a perder parcialmente su fuerza normativa. Como hemos visto en nuestra discusión de Canclini, éste ha sido el gran tema de los estudios culturales. Pero el proyecto de estudios culturales no rompe en sí con los valores de la modernidad. Más bien, el proceso de desterritorialización e hibridación cultural que celebra produce –pero ya en el nivel de las culturas populares o de masas, y en un registro post o para-nacional– la teleología moderna expresada anteriormente en la idea de desfamiliarización y transculturación. No se trata aquí de idealizar a la tradición o el Gemeinschaft pre-capitalista. Esto haría de los estudios subalternos de hecho otra forma de pensamiento de la elite, sino que se trata más bien de encontrar maneras de transferir la negatividad constitutiva de lo subalterno a los estamentos de la cultura dominante (incluyendo, por supuesto, la cultura de la academia y de las ciencias). El subalterno no tiene más razones para celebrar la tradición que la modernidad, ya que ambas dimensiones pueden –suelen– proveer las condiciones de su subordinación y privación. Según una fórmula de María Milagros López, el subalterno es un sujeto que, a la vez, no tiene nada en común con un pasado idílico, pero que parece resistirse a ser incorporado por las disciplinas normativas de la modernidad8. Propongo renombrar a lo que Chakrabarty llama la “heterogeneidad radical” de lo subalterno –una heterogeneidad que representa diferentes lógicas de lo social y diferentes maneras de experimentar y conceptualizar a la historia dentro de una misma formación social o Estado-nación– como “multiculturalismo”. Para un lector europeo o latinoamericano, el término tendrá la desventaja evidente de estar asociado con ciertas preocupaciones “liberales” norteamericanas, y por ello representar una agenda ajena a sus realidades. (Se ha promulgado en América Latina la idea de “interculturalidad” en vez de “multiculturalismo”, con la idea que el multiculturalismo es una ficción estatal tranquilizadora, mientras que el interculturalismo es la propuesta de diversidad proyectada “desde abajo” por los mismos movimientos sociales; pero lo que entiendo por “multiculturalismo” es esencialmente lo mismo que interculturalidad). Quiero indagar más en las consecuencias teóricas y políticas del multiculturalismo haciendo referencia especial al libro La articulación de las diferen-

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Cfr. López 1995: 189.

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cias de Mario Roberto Morales9, el cual es una especie de versión guatemalteca o (para usar un neologismo de Canclini) “glocal” de Culturas híbridas. Lo que Morales comparte con Canclini es un doble deseo de salir de una concepción “gutemburgueana” de la cultura (es decir, una concepción centrada en el libro y la print culture), y desconstruir los binarios (tradicional/moderno, subalterno/hegemónico, indígena/ladino, oral/letrado, local/ global) que rigen la manera de pensar las prácticas y políticas culturales. El libro de Morales surge en particular de su intervención en el llamado “debate interétnico” que acompañó la firma de los acuerdos de paz en 1996 y su posterior puesta en práctica en Guatemala. Lo que estaba de por medio en este debate era una doble coyuntura formada por la derrota de un proyecto revolucionario anterior y los efectos de la globalización que Guatemala comenzaba a enfrentar. El impulso personal de Morales hacia los estudios culturales está condicionado directamente por esta doble coyuntura, que revela no sólo las limitaciones del modelo de la lucha armada de liberación nacional, sino también las limitaciones del modelo de protagonismo intelectual de “la ciudad letrada” y del escritor progresista en una etapa en que, según la formulación de Ángel Rama, “la polis se politiza” (Morales comenzó su carrera intelectual como novelista asociado con el proceso de la lucha armada). Lo que preocupa sobre todo a Morales es el problema de la representación de la población indígena en Guatemala. Se podría ver en el proyecto de Morales un esfuerzo por construir un “ensayo nacional” sobre una Guatemala posmoderna. Pero, ¿cómo se construye lo nacional-popular en un país donde coexisten hoy la narrativa vanguardista de Asturias y el testimonio de Rigoberta Menchú; la poesía guerrillera de Otto René Castillo y las canciones de Selena emitidas por estaciones de radio en Texas; McDonald’s con la tortilla; una multitud de ONGs y organizaciones internacionales de derechos humanos con 22 pueblos indígenas, cada cual con su propia lengua y formas narrativas y simbólicas; la defensa de las tradiciones milenarias de estos pueblos con el ecoturismo? Evidentemente, piensa Morales, lo “nacional” tendría que ser hoy lo “híbrido”. El emergente discurso de identidad “maya” en Guatemala que Morales analiza en su libro tiene su raíz en una serie de hechos que forman la línea central del testimonio de Rigoberta Menchú: la incorporación de una gran parte de la población indígena a la lucha armada en los años setenta y ochenta; la correspondiente politización y autonomización de su conciencia étni-

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Cfr. Morales 20022.

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ca, impulsada muchas veces por antropólogos, ONGs, o activistas de la teología de la liberación; la respuesta por parte del Estado y del ejército con la guerra contrainsurgente, cuyos efectos cayeron principalmente sobre las comunidades indígenas del altiplano; la propagación de la evangelización fundamentalista en esas comunidades; y, a la vez, la creciente entrada en ellas de una oferta de objetos de consumo masificados. Aunque nace de condiciones de extrema marginación y opresión, ese discurso significa, cree Morales, sobre todo el deseo de una negociación de una parte de la elite indígena con la globalización y con las condiciones de su inserción en ésta. En este sentido, para Morales el “esencialismo” identitario de ese discurso, 1) no representa adecuadamente –en el sentido de hablar de– al mundo indígena en sus múltiples acomodaciones, hibridaciones, negociaciones con el mundo ladino actual y con formas culturales trasnacionales; y 2) no representa políticamente –en el sentido de hablar por– la posibilidad de una alianza interétnica e interclasista capaz de desplazar la hegemonía sobre el espacio nacional de los grupos afiliados al modelo neoliberal y/o a lo que sobrevive del antiguo régimen militar-oligárquico. Contra el “binarismo” del discurso mayista –supuestamente articulado en una relación antagónica indígena/ladino– Morales defiende un proceso de lo que él llama “mestizaje cultural” modelado sobre la base del concepto de hibridez de Canclini. Diferencia su uso del concepto de mestizaje de la acepción tradicional de ese concepto en el discurso mundonovista (verbigracia en Martí o Vasconcelos). Reconoce la persistencia del carácter multicultural, multiétnico, y multilingüístico de un país como Guatemala, la justicia de muchas de las reivindicaciones indígenas, y la posibilidad de cierta autonomía relativa de los grupos indígenas dentro del espacio nacional. Entiende por “mestizaje cultural” no la supresión de diferencias étnico-culturales a favor de una identidad nacional homogénea, sino la ampliación, negociación, e hibridación de esas diferencias en condiciones de democratización (para parafrasear su propia formulación). Esta posibilidad implica, a su vez, una nueva forma potencialmente hegemónica de lo nacional-popular, modelada sobre la representación (otra vez, en el doble sentido de la palabra) que ofrecen los estudios culturales de lo social. Es decir, la idea (y la metodología) de los estudios culturales funciona en el discurso de Morales como un paradigma para un nuevo tipo de proyecto político hegemónico. Pero cabe preguntar entonces, ¿si tanto la cultura indígena como la cultura ladina en un país como Guatemala participan de un común proceso de mestizaje/hibridación/transculturación, entonces en que consiste su diferencia? Porque indudablemente hay, al fin y al cabo, una diferencia, como hay una diferencia (de “identidad”, de valores, de acceso al poder, de privilegio,

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de ingreso y riqueza) entre negros y blancos en Estados Unidos o, a pesar de la Revolución, aun en Cuba, o entre hombres y mujeres en toda sociedad patriarcal (negros y blancos, hombres y mujeres, tocan y disfrutan del jazz –un producto cultural “híbrido” por excelencia– pero eso no salva las profundas diferencias –por no hablar de contradicciones– sociales, culturales, económicas que existen entre ellos). Morales estaría de acuerdo en que no se puede fundar una política potencialmente hegemónica sobre la base de la negación o el ocultamiento de esas diferencias. Más bien, es precisamente esa diferencia lo que permite y hace necesario a la vez el “diálogo interétnico” que Morales promueve contra el discurso mayista (porque no hay diálogo o –para usar el término de Richard Rorty– “conversación” entre posiciones de sujeto desiguales). Podemos resumir el problema de esta manera: si las políticas de identidad multiculurales como el discurso mayista en Guatemala son esencialmente una demanda de igualdad de oportunidad o representación formal –de acuerdo con la categoría legal del sujeto burgués– entonces son compatibles con la hegemonía neoliberal. Es más: expresan el deseo y la posibilidad de la integración por parte de sectores relativamente privilegiados de grupos anteriormente subalternos al Estado y mercado capitalista. A su vez, el Estado y el mercado capitalista comparten la lógica de organizar poblaciones heterogéneas e híbridas en categorías identitarias fijas: indígena, gay, mujer, víctima del SIDA, protestante, etc. (El problema, por supuesto, es que una persona concreta puede ser todas estas cosas a la vez.) En este sentido, Morales tiene razón en sospechar que la política de identidad mayista podría en ciertos casos involucrar, paradójicamente, una despolitización de demandas indígenas concretas. Pero si estas demandas no son sólo de igualdad o “representación” formal, sino de una igualdad epistemológica, cultural, económica, y cívicodemocrática concreta, entonces la lógica de las políticas de identidad sobrepasa la posibilidad de ser contenida dentro de la hegemonía neoliberal. Según el argumento de Laclau y Mouffe que bosquejamos en el capítulo anterior, el multiculturalismo se conforma con un pluralismo “liberal” de interacción de sujetos autónomos gobernados en última instancia sólo por las reglas del juego democrático y del mercado, en el sentido de que estas identidades encuentran en sí mismas el principio de su propia racionalidad, sin tener que buscarlo en un principio trascendente o universal que garantice su legitimidad ontológica o histórica. Pero el multiculturalismo conduce hacia una posición de sujeto popular –es decir, capaz de dividir el espacio político en dos campos: el campo del “pueblo” y el campo de la elite o del bloque del poder– en la medida en que la auto-constitutividad de cada una

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de las identidades diferenciales es, a la vez, el resultado del desplazamiento de un imaginario igualitario compartido, un imaginario que nace de las desigualdades (económicas, étnico-raciales, de género, de cultura, etc.) producidas por la secuencia histórica de la modernidad capitalista (colonización, sometimiento y/o genocidio de los pueblos indígenas, flujos demográficos, esclavitud, dependencia, desarrollo desigual y combinado, etc.). La idea inherente a este argumento es que se puede derivar una posición de sujeto colectiva necesaria para la implantación de una nueva forma de hegemonía nacional-popular desde el principio del multiculturalismo. Como señalan Mouffe y Laclau, la posibilidad de sobrepasar los límites de la actual hegemonía burguesa sería, en un sentido primario, nada más que la lucha por la autonomización máxima de esferas sociales de acuerdo con la generalización de esta lógica igualitaria inherente a las políticas de identidad. Pero esto ocurre precisamente cuando se presiona desde dentro de las variadas formaciones culturales y políticas de identidad para llegar al extremo de sus demandas; es decir, a un extremo en que estas demandas (de “reconocimiento”, “derechos”, igualdad formal, bi o multilingüismo, etc.) ya no pueden ser contenidas dentro de las formas legales y los aparatos ideológicos del Estado actual y la lógica económica impuesta por la ley del valor capitalista. Esto no implica necesariamente, como muchas veces se ha dicho, reemplazar al proletariado y la “lucha de clases” con los nuevos movimientos sociales, vistos ahora como el nuevo agente universal de la historia dentro de una emergente sociedad civil global. Pero sí implicaría entender que la conciencia de clase es también una “identidad”, y no sólo una abstracta “relación de producción”. El concepto de “imaginario igualitario” parece coincidir con el argumento del filósofo canadiense Charles Taylor de que el multiculturalismo implica una “presunción de valor igual” que se traduce políticamente en las demandas de “reconocimiento” de las políticas de identidad10. Pero los conceptos apuntan en direcciones distintas (es, en efecto, la incapacidad de entender esta diferencia la que malogra la crítica del multiculturalismo de Morales). En una discusión de Taylor, Homi Bhabha señala que, para Taylor, la presunción de valor igual “no deriva del lenguaje universal del valor cultural [...] porque se enfoca exclusivamente en el reconocimiento para lo excluido”. En otras palabras, la presunción no depende de un principio valorativo ético o epistemológico que existe anterior a la demanda de reconocimiento cultural en sí misma. Más bien, la demanda pone en marcha un “juicio procesal”

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Cfr. Taylor 1994.

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(processual judgement) que involucra la necesidad de “negociar” diferencias de valor para llegar a una nueva “fusión de horizonte” (fusion of horizon) que no estaba presente antes de la demanda. Hasta aquí, bien. Pero estas ideas de processual judgement y fusion of horizon sugieren en el argumento de Taylor un proceso teleológico de transculturación dialogal que parece negar la fuerza de la otredad que se trata de negociar en primer lugar (entre otras cosas, porque esa otredad no esta obligada de antemano a expresarse necesariamente en una teleología de transculturación o hibridación). Como señala Bhabha, “Lo que Taylor encuentra particularmente inaceptable en la presunción de valor igual es la extensión de derechos civiles al dominio de juicio cultural”. Pero la solución de Taylor, “trabajar a través de la diferencia cultural para ser transformado por el otro”: No está tan claramente abierta al otro como suena. Esto es porque la posibilidad de una ‘fusión de horizonte’ de valores –el nuevo patrón de juicio– no es tan nueva; está fundada sobre la noción de sujeto dialógico de la cultura que teníamos precisamente en el comienzo del argumento. Ese patrón no ha cambiado [...]. Hay [en Taylor] una pregunta de reconocimiento dialógico como forma de reciprocidad social y psíquica que hace de la fusión de horizontes una norma de valor y entereza cultural esencialmente consensual y homogeneizante, basada en la idea de que la diferencia cultural es fundamentalmente sincrónica (Bhabha 1997: 449-450).

Bhabha quiere enfatizar aquí que no puede ser un principio abstracto ético o epistemológico de reciprocidad o reconocimiento –es decir, un principio particular al supuesto universalismo de la cultura burguesa occidental– lo que dinamice la “presunción de igual valor”; sino más bien el carácter históricamente específico de las relaciones de subalternidad, marginalización y explotación producidas por la hegemonía de esa misma cultura. Para Taylor, por contra, “[l]a diferencia está constituida y totalizada dentro de cada cultura”, de ahí que para él el diálogo multicultural “involucra dos sujetos culturales unitarios (individuales o colectivos)”. Pero el problema para Bhabha no es “la cuestión de reciprocidad –‘la relación de los dos’– sino la problemática de proximidad [....]. El sujeto minoritario producido por la proximidad de diferencia (en vez de reciprocidad) emerge de una historia de prácticas discriminatorias y exclusionarias sin la temporalidad nueva que el dialogismo necesita para un reconocimiento exitoso” (1997: 450). Taylor representa para Bhabha la limitación de las energías subversivas generadas por el multiculturalismo a la lógica de lo que en los Estados Unidos se suele llamar liberal multiculturalism. Pero Bhabha señala también el peligro de que una política de identidad que no depende de la “fusión de

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horizonte” puede quedar atrapada en una articulación defensiva, rígida de dolor y resentimiento, no sólo “incapaz de participar en una política transformativa, colectiva, sino en cierto sentido colusoria con sus propias condiciones sociales de producción y reproducción como sujeto subalterno o minoritario” (1997: 452). Taylor y Bhabha coinciden en pensar que el multiculturalismo implica en mayor o menor grado un principio de relativismo cultural y epistemológico. Una gran parte de la izquierda, por contra, ha preferido refugiarse en la idea del socialismo como una forma de racionalidad crítico-científica moderna, opuesta al mismo tiempo a la “razón instrumental” del mercado y del Estado burgués, y a las sociedades tradicionales precapitalistas. La secularización como valor y las formas de una cultura propiamente secular (la ciencia, la literatura, y el arte moderno, la historia y las ciencias sociales, el lenguaje de derechos civiles, etc.) son, como los ideales de democracia e igualdad social, productos de la modernidad, y están, hasta cierto punto, interrelacionados con esos ideales. Pero el objeto de una sociedad igualitaria no debería ser la secularización en sí (una meta además imposible de conseguir), o el dominio de la ciencia o los “expertos” (que, en las condiciones actuales, equivaldría a decir el dominio de las grandes multinacionales que han monopolizado o están en proceso de monopolizar la tecnología y la informática). En el polo opuesto, sin embargo, surge el problema de lo que se podría llamar “lo subalterno de lo subalterno”: es decir, la persistencia (o la nueva introducción) de formas de discriminación y subordinación dentro de los grupos o sociedades subalternas (verbigracia, las formas varias de poder patriarcal y machismo en las culturas de las clases populares o las discriminaciones étnicas o de casta dentro de una misma “clase”). La apelación a lo subalterno no puede celebrar las formas de desigualdad de sociedades o regiones tradicionales simplemente por ser no-modernas o anti-modernas. Un neo-tradicionalismo o fundamentalismo religioso puede ser altamente compatible con la reproducción de un orden moderno autoritario (como en el caso de Chile bajo la dictadura de Pinochet, o ciertos aspectos del fundamentalismo islámico, o el neo-confucianismo de Singapur y los regímenes del capitalismo asiático). Tampoco –repetimos– se trata de una insistencia en la identidad como tal, ya que en un proceso de articulación hegemónica, las identidades de las clases y los grupos sociales involucrados necesariamente se transforman en la medida en que las relaciones estructurales que determinan esas identidades en primer lugar se modifican. La posibilidad radical del multiculturalismo reside estrictamente en una insistencia constitutiva en la igualdad social. Para decir esto en otras palabras, la insistencia del subalternismo es más sobre la desigualdad que sobre la diferencia, aun-

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que quiere marcar también la manera en que la diferencia es experimentada como desigualdad. Pero –para recordar el argumento de Bhabha– esta insistencia no depende simplemente de un “principio” ético o filosófico de igualdad. Cualquier relación de subordinación o desigualdad social concreta produce su contrario: una negación concreta, específica de la autoridad de la posición dominante. Por lo tanto, la ecuación entre lo popular y lo subalterno no implica generalizar el principio del multiculturalismo a todo el espacio social, como ocurre en el caso del liberal multiculturalism. Si lo que Mouffe y Laclau entienden por la posición de sujeto popular es precisamente la expresión político-cultural de un principio de igualdad implícito en una heterogeneidad multicultural “subordinada” de una u otra forma, entonces no puede incluir dentro de sí la “diferencia” representada por la identidad o identidades del bloque de poder hegemónico o dominante. Políticamente, culturalmente, la identidad del pueblo tiene que ser articulada contra algo que no es, su “afuera constitutivo”, como lo nombra Laclau. En las condiciones de la globalización y de las hegemonías locales de elites burguesas y/u oligárquicas, ese “afuera constitutivo” tiene que ser el proceso normativo de aculturación o transculturación de la modernidad y la ley del valor de la producción capitalista que rige la racionalidad del mercado “libre”, vista ahora como incompatible en última instancia con las demandas tanto de las clases populares como de las identidades subalternas o multiculturales que cruzan esas clases para una condición de igualdad social y democratización máxima en todas las esferas. Lo que define la renovada posibilidad de “el pueblo” como sujeto hegemónico hoy no es, por lo tanto, la noción jacobino-nacionalista del pueblo como sujeto idéntico a sí mismo –noción que hace del pueblo esencialmente el sujeto predilecto del Estado moderno– sino la articulación del pueblo como un sujeto internamente fisurado y heterogéneo11. En otras palabras, la unidad de los elementos de “el pueblo” depende de su reconocimiento de la inconmensurabilidad de esos elementos –es decir, de la proliferación de “contradicciones en el seno del pueblo”, entendidas como valores positivos en vez de “problemas” (de desarrollo, de falta de educación, de “cultura de

11 Este sentido de “el pueblo” es cercano a lo que Jean François Lyotard entiende por “lo pagano” o lo que Paolo Virno entiende por “la multitud”, es decir, un sujeto social colectivo, pero radicalmente inconmensurable, no totalizable en una identidad. La forma política que corresponde a “la multitud” es lo que Spinoza llamó “democracia absoluta” (en vez de representativa).

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la pobreza”, etc.). Un nuevo proyecto radical para “cambiar la vida” sería la expresión política de este reconocimiento de la heterogeneidad e inconmensurabilidad de lo social, sin sentir la necesidad de resolver las diferencias en una lógica unitaria o transculturadora. Pero esto nos deja con una pregunta irresuelta que nos devuelve a la problemática de Guha sobre la espacialización de las rebeliones campesinas, ¿cuál sería la forma espacial de esa heterogeneidad, es decir, su territorialidad? Como Lenin señalo en Imperialismo, el espacio geopolítico sui generis de la modernidad capitalista estaba formado por la nación-Estado. Por contraste, la globalización –entendida como una nueva etapa del capitalismo– implica una superación relativa de la nación-Estado. Al mismo tiempo, uno de los temas más urgentes de los estudios subalternos es la inconmensurabilidad entre lo real social y el orden simbólico del Estado-nación. Parece haber, en este sentido, una especie de convergencia objetiva entre la globalización y el supuesto radicalismo teórico de los estudios subalternos. Lo que está implícito en el concepto de lo nacional-popular en Gramsci es que la nación es el espacio necesario de la hegemonía. ¿Hace falta entonces abandonar la idea de la nación y moverse a un registro a la vez post-nacional y post-hegemónico, como sugieren Antonio Negri y Michael Hardt en su nuevo “manifiesto”, Imperio? ¿O sería posible desarrollar desde el multiculturalismo un imaginario nuevo de la nación-Estado congruente con nuevas formas de territorialidad supra o subnacionales?12. “Desde el multiculturalismo”, porque este imaginario no podría ser simplemente una reafirmación de la nación histórica, ya que la nación histórica –y sus instituciones, como el canon de la literatura nacional– es inconmensurable con la “heterogeneidad radical” las clases y grupos sociales subalternos que pretende representar dentro de su territorialidad13. Sin embargo, sería una forma de esencialismo pensar que la nación se limita sólo a servir los intereses de una clase: la burguesía. Es una situación en que la burguesía ya no “necesita” la nación, quizá es necesaria su defensa. Como una forma de conclusión, pero también como una manera de relacionar las dimensiones norteamericanas y latinoamericanas de mis preocu-

12

Un ejemplo podría ser la idea de borderlands o territorialidades liminales en las obras de escritoras latinas en Estados Unidos: Dreaming in Cuba de Cristina García, How the García Girls Lost Their Accents de Julia Álvarez, Translated Woman de Ruth Behar, o Borderlands/La frontera de Gloria Anzaldúa. 13 El austro-marxista Otto Bauer anticipó la concepción sugerente de un “Estado multinacional” en su tratado de 1907, Die Nationalitäten Frage und die Sozialdemokratie (La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia).

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paciones, me gustaría preguntar ¿qué significa hoy día articular pedagógicamente la identidad de Estados Unidos en el contexto de la rápida hispanización –tanto en términos demográficos como lingüístico-culturales– de la sociedad norteamericana?, un proceso al que he aludido varias veces a través de este libro. Usaré como puntos de referencia un artículo titulado “Integrating Ethnicity into American Studies” (“Integrado la etnicidad en los estudios americanos”), de Sean Wilentz, el director del programa de Estudios Americanos en la Universidad de Princeton, del cual podría decirse que encarna una idea “híbrida” de americanismo, y el programa del curso llamado “American Identities” (“Identidades americanas”) desarrollado por Sacvan Bercovitch y Doris Sommer en la Universidad de Harvard, del cual podría decirse que encarna la idea de una “heterogeneidad no dialéctica”, por recordar el concepto de Cornejo Polar esbozado en el capítulo II14. Lo que delata la ansiedad multiculturalista en ambos documentos es que la narrativa “liberal” tradicional de aculturación y de asimilación de los inmigrantes, de hecho no funciona para los llamados “latinos” en los Estados Unidos15. Wilentz comienza su artículo con una referencia a la forma en la cual “con el arribo de un numero récord de estudiantes latinos y asiático-americanos a las universidades [norteamericanas] en los ochenta el interés en el estudio de

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Cfr. Wilentz 1996 y Sommer y Bercovitch 1997. Para comenzar, es falso que todos los latinos sean inmigrantes, en cuanto muchos de ellos son descendientes de gente que vivió en lo que son hoy partes de los Estados Unidos antes de su configuración como nación. Aquellos que son inmigrantes no han perdido, en general, el uso del español más allá de la primera generación, o el sentido del vínculo a la cultura hispana o latinoamericana. Esto se refleja en la proliferación de periódicos, estaciones de televisión y radio, propaganda, música, librerías, etcétera, en español. De hecho, una ciudad como Miami muestra lo que Alejandro Portes llama “aculturación inversa”: anglos, judíos y africano-americanos han tenido que ajustarse al lenguaje y las formas culturales de la nueva población –aprender sobre comida latinoamericana como la yuca o los frijoles, por ejemplo, o escuchar canciones en español. Aunque la mayoría de los intelectuales latinos escribe en inglés (porque como Richard Rodriguez en Hunger of Memory, ellos ven el inglés como el lenguaje dominante en la academia y en el mercado literario), la cultura latina en Estados Unidos es bilingüe. Si novelas como Dreaming in Cuba o How the García Girls Lost Their Accents (ambas publicadas simultáneamente en ingles y en español) estuvieran realmente reflejando en sus diálogos las formas de habla de las comunidades a las que sus personajes pertenecen, serían al menos bilingües y requerirían por lo tanto un lector que pudiese leer en inglés y en español (dejando de lado las diferencias regionales, dialectales y de clase en ambos idiomas). Para todos los propósitos prácticos, Estados Unidos es ahora un país tan bilingüe como Canadá, y esto se seguirá profundizando. 15

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la etnicidad se incrementa. Entonces: “Los programas de estudios americanos se han enredado en las recientes batallas sobre el multiculturalismo y la diversidad en el currículum”. Después de una crítica al legado de la Nueva Izquierda, Wilentz nota que “[E]l estudio de la etnicidad, así como el estudio de la raza, deviene capturado por la visión postmodernista que acusa a la racionalidad occidental, al universalismo, y al humanismo de la subyugación de los no-blancos (y para algunos, de las mujeres blancas) por el hombre blanco. Esto lleva a los estudiantes a representarse a los Estados Unidos principalmente en términos de identidades y antagonismos étnicos (o raciales)”. Contra el auge de los estudios étnicos, que buscan defender sus culturas “de la asimilación en una tendencia hegemónica de la civilización americana”, Wilentz declara: Los estudios americanos en Princeton, mientras rechazan las viejas ideas parroquiales sobre la cultura americana, se han movido en una dirección diferente [...] nosotros tememos, como el historiador Arthur M. Schlesinger, Jr. ha observado, que la fijación en diferencias étnicas presente una imagen distorsionada de los Estados Unidos que es un país “pluribus” [múltiple] y no “unum” [unido]. Estamos igualmente convencidos, sin embargo, de que un enfoque étnico o racial, estrechamente concebido, no hace justicia a los numerosos componentes étnicos y raciales de la cultura americana [...]. Y aunque los Estado Unidos puedan no ser un crisol, ni su cultura ni la de sus grupos étnicos es pura. Para parafrasear al escritor Ralph Ellison, los americanos son todos “culturalmente mulatos” (Wilentz 1996: 56-58).

La apelación de Wilentz a los “culturalmente mulatos” recuerda el argumento del “mestizaje cultural” de Mario Roberto Morales. Como Morales, Wilentz también subordina la representación de las diferencias sociales a una narrativa de asimilación cultural y modernización en la cual los antagonismos previos son “superados”. Hace del “cruce” (cross-over) un modelo para la cultura americana: casi inevitablemente, la forma cultural que Wilentz pone como ejemplo normativo es el jazz. Pero la fuerza estéticoideológica del “cruce” deriva del hecho de que dos o más diferentes y, a veces, antagónicos códigos culturales están siendo simultáneamente representados en la performance o artefacto. Esto puede sugerir, más que “fusión de horizontes”, para recordar la idea de Taylor, la persistencia de los antagonismos interclasistas o interétnicos. Volvemos a la problemática de la transculturación como forma de lo “nacional” analizada en capítulos previos. El curso “American Identities” impartido por Doris Sommer y Sacvan Bercovitch en Harvard comienza, por contraste, con el reconocimiento de que las Américas, incluyendo los Estados Unidos, son un espacio postcolonial, sujeto

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a la misma heterogeneidad contradictoria que caracteriza a otras territorialidades postcoloniales16. Aquí está parte de su introducción al programa del curso: Americano significa diferentes cosas, dependiendo del lenguaje que uno hable y la posición geográfica o racial del hablante. Puede significar un ciudadano de los Estados Unidos o perteneciente a alguna parte del Nuevo Mundo, centro o periferia. La yuxtaposición y competición resultante sobre el nombre y significado de América es el contenido de este curso. Ensayos, poemas, y prosa narrativa desde Anglo-América e Ibero-América sugerirán construcciones culturales paralelas en competencia, como extensión de las culturas del “viejo mundo”, como sujetos de los desarrollos indígenas, y como determinados por los desplazamientos de masas de europeos, africanos y americanos migrantes (Sommer y Bercovitch 1997).

El curso despliega paralelamente lecturas en una secuencia más o menos cronológica, desde la época del descubrimiento y la conquista, pasando por el período colonial, la lucha por la independencia, la abolición de la esclavitud, hasta la emergencia del capitalismo, el imperialismo y la modernidad. La sección colonial empareja un ensayo de 1630 del padre puritano John Winthrop titulado “Un modelo de caridad cristiana” con extractos del libro de Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias de 1542; la sección de la independencia empareja la “Declaración de Independencia” de Thomas Jefferson con la “Carta de Jamaica” de Simón Bolívar; la sección del siglo XIX, el Canto a mí mismo de Walt Whitman con el ensayo de José Martí sobre el propio Whitman (uno de los textos fundacionales de la poesía moderna latinoamericana), y la novela de Jorge Isaac María con The Prairie de James Fenimore Cooper (ambas como “ficciones fundacionales” del nacionalismo criollo); la sección de modernidad equipara Absalom, Absalom! de William Faulkner y Pedro Páramo de Juan Rulfo, ambas novelas como ejemplos de cómo la modernidad capitalista desplaza un modo de producción agrario y comunitario anterior. Me llamo Rigoberta Menchú es leída (como lo hemos hecho en el capítulo 2 aquí) en oposición a Hunger of Memory de Richard Rodriguez. Otros materiales, incluyendo La narrativa de la vida de Frederic Douglass y el film de Disney Pocahontas, exploran la relación entre la idea de América y la institución de la esclavitud, el genocidio y la represión de los pueblos indígenas.

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Es quizá apropiado que el americanismo de Sommer y Bercovitch sea en sí mismo aporético. Bercovitch es judío canadiense; Sommer es descendiente de padres judíos de Europa del Este que vinieron a Estados Unidos después de escapar del Holocausto.

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No tengo duda de que Wilentz replicaría que éste es el tipo de enfoque que él tiene en mente en su crítica del discurso de la “identidad” étnica, en la medida en que Bercovitch y Sommer no se proponen tratar la etnicidad “en aislamiento”17. Pero yo argumentaría que en su visión de América como un lugar de múltiples discursos, a veces competitivos, Bercovitch y Sommer apuntan al carácter antagónico más que al carácter híbrido o transculturado de la identidad americana (y también a los problemas de desigualdad racial, de clase y género y al antagonismo en el discurso de identidad hegemónico norteamericano como latinoamericano). En el diseño de su curso, las identidades (indígena, latinoamericano, asiático, africano y judío) no están superadas en una noción abarcadora y general de mezcla “mulata” o identidad criollizada. No están gobernadas, en otras palabras, por un paradigma de superación o hibridación; tienen sus propias competencias y autoridad histórica, estética y epistemológica. Al mismo tiempo, están todas –en cuanto identidades subalternas– conectadas de una u otra forma a lo que Mouffe y Laclau entienden por “imaginario igualitario”. Implican la posibilidad, por lo tanto, de una “política de alianzas” en que las diferencias de identidad serían respetados y, finalmente, un sentido de la nación que tendría que reconocer y basarse a sí mismo en el principio del igualitarismo multicultural. Por contraste, a pesar de sus credenciales liberales, la defensa de Wilentz de lo que él llama “americanismo hegemónico” parece, como en el caso de Mario Roberto Morales, una respuesta reactiva si no reaccionaria al problema del multiculturalismo, una respuesta que limita nuestra habilidad de hacer de la academia, los medios y las artes lugares donde un nuevo bloque histórico pueda surgir en la vida norteamericana18.

17 De acuerdo a un artículo en la Princeton Alumni Weekly, el propio curso de Wilentz, “Democracia americana y mundo atlántico”, “Quebró con los marcos acostumbrados, los cuales tendían a enfatizar el rol único de los Estados Unidos en la historia; en cambio, éste enfatiza la idea de país como una nación atlántica, cuya relación con Europa, América Latina, el Caribe y África es central para su pasado y presente. El programa presenta una perspectiva comparativa e interregional” (“University Revamps American Studies Program”, en Princeton Alumni Weekly, 17 de diciembre de 1997, 4). 18 De esa manera, en su énfasis sobre el éxito individual –verbigracia, “America puede ser una sociedad multicultural, pero también es una sociedad multicultural de individuos; y los más dotados de ellos han expresado sus visiones multiculturales en el arte”– el argumento de Wilentz, quizá inadvertidamente, hace eco del mismo lenguaje de la hegemonía neoliberal. Si hay algún modelo para una política de izquierda relacionada con el argumento de Wilentz, sería algo así como el intento de Richard Rorty de revivir el progresismo de Dewey. Pero, la propuesta de Rorty, que coincide con Wilentz en rechazar las políticas de identidad, termina siendo otro caso de “americanismo hegemónico”: en efecto, una versión americanizada del socialismo fabiano inglés, celebratorio

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Si para “devenir americano” se requiere la supresión de la anterior identidad, lenguaje o dialecto, y de los valores correspondientes, esto hace del aprendizaje de la cultura y los valores basados en la clase media o alta europea una condición de facto para la ciudadanía: es decir, esto efectivamente (y para todos los propósitos prácticos, permanentemente) priva de derechos a amplios sectores de la población. Los sectores privados de derecho son precisamente los subalternos. Esto me trae de vuelta al impasse en el intento de Gramsci por formular la relación entre subalternidad, educación y hegemonía: si el subalterno tiene que devenir nosotros o como nosotros para ser hegemónico, ¿qué habrá cambiado realmente? He trabajado por treinta años en una universidad estatal en una ciudad asolada por la desindustrialización. A pesar de mi profundo respeto por lo que Sommer y Bercovitch están tratando de hacer, no quiero concluir este libro con la idea de que un curso enseñado en Harvard o Princeton puede proveer una buena respuesta a esta pregunta. De esta forma dejo ver mi propia, obviamente relativa, subalternidad y resentimiento en mi argumento. Sommer y Bercovitch están dispuestos a “desconstruir” varios aspectos de la identidad americana en su curso, pero no el fundamento desde el cual ellos hablan. Su curso no puede contener una crítica de Harvard mismo como una institución vinculada a la reproducción de la jerarquía de clases y de poder en los Estados Unidos, o de la hegemonía norteamericana sobre el resto del mundo, incluyendo América Latina y el Caribe. Finalmente, su apelación es una apelación ética en vez de política: uno “debe” devenir más consciente de los otros, más tolerante y respetuoso de la diferencia. (Para Bercovitch en particular, el rol del discurso disidente en la vida americana es precisamente restaurar y renovar su liberalismo fundacional19.) He tratado de argumentar que los estudios subalternos como un proyecto en la academia no están tan preocupados con la articulación del multiculturalismo como un valor en sí mismo, como con llevar a un punto crítico el antagonismo creado por las relaciones sociales de desigualdad y explotación que son inherentes a la diferencia multicultural. Instituciones como Harvard están profundamente implicadas en crear una nueva elite, la cual parecerá y pensará de manera diferente que la vieja elite. No quiero minimizar la importancia de esta tarea; pero creo que no habremos avanzado muy

de los objetivos y valores de los Estados Unidos, que se presenta como el poder mundialmente dominante, y por lo tanto, una forma de “social-imperialismo”. 19 Estoy en deuda con Jo Tavener por esta observación.

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lejos si la preocupación por el subalterno resulta principalmente en la creación de un nuevo tipo de yuppie multicultural, lo que se llama en Miami (jugando con el nombre de un tubérculo importante en la cocina caribeña) un yuca (un joven arribista cubano-americano). La posibilidad de tal resultado es quizá lo que los críticos de los estudios subalternos tienen en mente cuando ven a dicho estudios como una extensión de la lógica norteamericana de las políticas de identidad. Por otro lado, como vimos en el caso de Mario Roberto Morales, su propio deseo de reafirmar la integridad y autoridad de la tradición latinoamericana de pensamiento crítico contra la autoridad de la academia norteamericana pareciera terminar en el mismo lugar que el “americanismo hegemónico” de Wilentz: es decir, en una reafirmación de la autoridad de la “ciudad letrada” y de la transculturación sobre el pueblo. El problema del subalterno no es sólo ético o epistemológico, sino también estructural. Los diálogos interculturales e interclase no pueden ser simplemente algo que ocurre al interior de un curso enseñado en una institución de elite (o, lo que termina siendo similar, dentro de un texto artístico o literario dado). Éstos deben también ocurrir entre ese curso o texto y algo que está necesariamente fuera y en oposición al curso o texto. Por ello creo que, en el rango de las determinaciones señaladas por Guha con respecto al subalterno (“clase, casta, edad, género y oficio o cualquier otra forma”), los estudios subalternos deben retornar al problema de la desigualdad y explotación de clase, porque la clase es la forma de subalternidad que subyace a las otras. En términos pedagógicos, la articulación del multiculturalismo en la universidad no es sólo un problema de cómo introducir textos latinoamericanos o africanos o asiáticos o indígenas, o textos de homosexuales y mujeres, o de sujetos marginales, en el currículum; es también un problema de cómo, en las escuelas de América Latina o Asia, África, tanto como en Estados Unidos y Europa, introducir materiales y formas de pensamiento que representen los intereses, valores y esperanzas de la población trabajadora en toda su diversidad de “identidades” como opuestos a esos que representan a la clase dominante, cuyo privilegio, poder y riqueza están fundados en la perpetuación de la desigualdad en todas sus –siempre interrelacionadas– formas. En términos políticos, no se trata sólo de un problema de teorizar o legitimar una “política de la diferencia” sino de desarrollar una visión nueva del socialismo, que tiene como meta una sociedad a la vez diversa e igualitaria. Comencé este libro con la cuestión de la relación del subalterno con la universidad como centro de conocimiento, porque creo que el proyecto de los estudios subalternos no es sólo un problema de la “representación” del

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subalterno, sino de comprender cómo nuestro propio trabajo en la academia funciona activamente haciendo y deshaciendo subalternidad. Déjenme terminar con una observación final que tiene que ver con esta preocupación: deberíamos comenzar a pensar estratégicamente sobre las posibilidades de nuestra ubicación en la educación superior. No hay forma de decir desde dónde vendrán los impulsos que revivirán a la izquierda, y no hay razón para suponer de antemano que la universidad no pueda ser lo que en el idioma de la vieja izquierda se llamaba “un sector clave”. Pero esta posibilidad también significa asumir un nuevo tipo de responsabilidad por lo que decimos y hacemos. Ésta es quizás la más importante lección que los estudios subalternos puedan enseñarnos.

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