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Spanish Pages [178] Year 1975
STEFAN ZWEIG
S IG M U N D FR E U D
EDITORIAL DIANA MEXICO
la. Edición, febrero de 1951 9a. Impresión, octubre de 1975
TRADUCCION DE =
GREGORIO GARCIA MANCHON
EDITORIAL DIANA, S. A. Galles de Tlacoquemécatl y Roberto Gayol, México 12, D. F. Im preso en M éxico
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Printed in M éxico
CAPITULO PRIMERO L A SITUACION DESPUES DEL SIGLO i Cuánta verdad soporta, a cuánta veidad se atreve un espíritu? Esto ea lo que ha constituido para mí, ca da vez más, la verdadera medida de los valores. El error (la fe en el ideal) no es ceguera, el error es co b a rd ía ... Cada conquista, cada pa so hacia adelante en el conocimiento, destila valor, duración hacia sí, lim pieza para sí. Nietzsche.
La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que soporta. Así, la acción de Freud, revolucionaria primero y reconstruc tiva después, no es verdaderamente compren sible más que si se representa uno la moral de antes de la guerra y la idea que se tenía
entonces de los instintos humanos. Hoy, las ideas de Freud — que hace veinte años eran todavía blasfemias y herejías — circulan corrientemente en el lenguaje y en la sangro de la época; las fórmulas concebidas por él aparecen tan naturales que es necesario un esfuerzo mayor para desecharlas que para adoptarlas. Precisamente porque nuestro si glo XX no puede concebir por qué el XIX se defendía con tanta exasperación contra el descubrimiento de las fuerzas instintivas del alma, tanto tiempo esperado, es necesario examinar retrospectivamente la aptitud psi cológica de las generaciones de entonces y saber una vez más de su féretro la momia ri dicula de la moral de la guerra. El desprecio de esta moral — nuestra ju ventud ha sufrido demasiado con ella, para que nosotros no la odiemos ardientemente — no significa el de la moral y su necesidad. Toda comunidad humana, unida por el es píritu religioso o nacional, se ve obligada, en interés de su conservación, a refrenar las tendencias agresivas, sexuales, anárquicas del individuo, y a contenerlas detrás de las ba rreras llamadas Moral y Ley. No es necesa rio decir que cada uno de estos grupos se crea formas particulares de la moral. Desde
la horda primitiva hasta el siglo de la elec tricidad, cada comunidad se esfuerza, por medios diferentes, en dominar los instintos primitivos. Las civilizaciones duras ejercían duramente su poder; las épocas lacedemonia, judaica, calvinista, puritana, trataban de ex tirpar el instinto de voluptuosidad, pánico de la humanidad, quemándolo con hierro al rojo. Pero, por muy feroces que fuesen sus órdenes y sus prohibiciones, esas épocas dra conianas servían, a lo sumo, a la lógica de una idea. Toda idea, toda fe, santifica en cierto grado la violencia de su aplicación. Si los espartanos llevaban la disciplina has ta la inhumanidad, es con el objeto de depu rar la raza, de crear una generación viril, apta para la guerra: desde el punto de vis ta del ideal de la comunidad, la sensualidad relajada debía ser a los ojos del Estado una usurpación de su autoridad. El cristianismo combate la inclinación carnal en nombre de la salvación del alma, de la espiritualización de la naturaleza siempre extraviada. J u s ta mente porque la Iglesia, el más sabio de los psicólogos, conoce la pasión de la carne en el hombre eternamente adamita, le opone brutalmente la pasión del espíritu como ideal; rompe su empecinamiento orgulloso
por los verdugos y los torturadores, para ha cer volver el alma a su patria suprema — lógica cruel, pero lógica de todos modos. Ahí, como en otra parte, la moral tiene por base una concepción del mundo sumamente aferrada. La moral aparece como la forma física de una idea metafísica. ¿Pero en nombre de qué idea, en servicio de qué idea exige todavía una moral, codi ficada el siglo XIX, cuya piedad no es, des de hace mucho tiempo, más que superficial? Groseramente material, gozador, ansioso de dinero, sin la sombra de la gran fe coheren te de las antiguas épocas religiosas, defen sor de la democracia y de los derechos del hombre, no tiene derecho a tratar seriamen te de prohibir a sus ciudadanos el derecho del líbre goce. Este, que sobre el edificio de la civilización ha izado la tolerancia a guisa de bandera, no posee el derecho señorial de inmiscuirse en la concepción moral del indi viduo. En efecto, el Estado moderno no se esfuerza ya francamente, como en otro tiem po la Iglesia, para imponer una moral inte rior a sus súbditos: sólo el código de la so• ciedad exige el mantenimiento de una con vención exterior. No se pide, pues, al indi viduo que sea moral, sino que lo parezca, que
tenga una actitud moral. En cuanto a saber si obra de un modo verdaderamente moral, el Estado no se preocupa; eso no incumbe más que al individuo mismo, que únicamente es tá obligado a no dejarse sorprender en fla grante delito de faltar a las conveniencias, j Pueden ocurrir muchas cosas, pero no se hable de ellas! P ara ser rigurosamente exac to se puede decir, pues, que la moral del siglo XIX no aborda siquiera el problema real. Lo evita y toda su actividad se reduce a pasar a otra cosa. Durante tres o cuatro generaciones, la civilización ha tratado, o más bien apartado, todos los problemas se xuales y morales únicamente por medio de ese ilogismo necio que pretende que una co sa disimulada no existe. Esta situación se encuentra expresada del modo más terminan te, por esta frase de ingenio: netamente, el siglo XIX no ha sido regido por Kant, sino por el “ cant” (el canto). I Cómo una época tan razonable y lúcida ha podido extraviarse hasta ese punto y adhe rirse a una psicología tan insostenible y tan falsa? ¿Cómo el siglo de los grandes descu brimientos, de las conquistas técnicas, ha po dido rebajar su moral hasta hacer de ella una bolsa de prestidigitador cosida con hilo
negro? La respuesta es sencilla: precisamen te por orgullo de su razón; por infatuación optimista de su cultura; por arrogancia de su civilización. Los progresos inusitados de la ciencia habían sumergido al siglo XIX en una especie de embriaguez de la razón. To do parecía someterse servilmente al dominio del intelecto. Todos los días, a cada hora casi, se anunciaban nuevas victorias del es píritu; se conquistaban, cada vez más, los elementos refractarios del tiempo y del espa cio; las cúspides y los abismos revelaban su misterio a la curiosidad sistemática de la mi rada humana; la anarquía cedía por todas partes a la organización; el caos a la volun tad de la inteligencia especulativa. ¿Es que no era capaz la razón de dominar los instin tos anárquicos existentes en la sangre del individuo, de disciplinar y hacer entrar en juicio a la masa indócil de las pasiones? El trabajo principal a este respecto está realiza do hace ya mucho tiempo, se decía, y lo que se enciende de tiempo en tiempo en la san gre de un hombre moderno, de un hombre culto, no son más que los últimos y pálidos relámpagos de una tormenta que ya ha pa sado, las últimas convulsiones de la bestia lidad agonizante. Es necesario tener pacien-
cía todavía, unos años más, algunas décadas, y el género humano, que ha hecho una as censión tan magnífica desde el canibalismo hasta la humanidad y el sentido social, de purará y absorberá estás últimas y misera bles escorias, en sus llamas éticas; es inútil, pues, mencionar siquiera su existencia. No traigamos, sobre todo, la atención de los hombres sobre las cosas sensuales, y las ol vidarán. No excitemos con discursos a esa bestia humana antediluviana, aprisionada de trás de los barrotes de hierro de la moral, no la alimentemos con preguntas y se domes ticará. Pasar de prisa, volviendo la vista an te todo lo que es desagradable, hacer siempre como si no se viera nada; éste es, en suma, todo el código del siglo XIX. El Estado arma todos los poderes que de penden de él para esta campaña concéntri ca contra la franqueza. Todos ellos, ciencia, arte, familia, iglesia, universidad, reciben las mismas instrucciones de guerra: eludir toda explicación, no atacar al adversario, sino evitarlo, dando un rodeo; no entrar jamás en discusión seria, no luchar nunca por me dio de argumentos, sino recurriendo única mente al silencio, boycottear siempre e ig norar.
Todas las potencias intelectuales, sirvien tes de la cultura, admirablemente obedientes a esta táctica, han hecho a un lado el pro blema, hipócrita y deliberadamente. La cues tión sexual ha sido puesta en cuarentena du rante un siglo, en toda Europa. No ha sido negada ni confirmada, ni agitada, ni resuel ta, sino colocada muy dulcemente detrás de una mampara. TJn ejército de formidables guardianes, disfrazados de instructores, pre ceptores, pastores y censores, se levanta pa ra arrebatar a la juventud su espontaneidad y su alegría carnal. Ningún golpe de aire fres co debe rozar el cuerpo de esos adolescentes, ninguna palabra sincera, ninguna iluminación debe llegar a su alma casta. Mientras en otro tiempo, no importa dónde, en todo pueblo sa no, en toda época normal, el adolescente núbil entra en la edad viril como en una fies ta, mientras que en las culturas: griega, ro mana, judaica y hasta donde existe la cul tura, el muchacho de 13 ó 14 años es recibi do francamente en la comunidad de los que saben, hombre entre los hombres, guerrero entre los guerreros, en el siglo XIX, una pe dagogía maldita lo aleja de toda sinceridad por medios artificiales y antinaturales. Na die habla delante de él libremente, y por
tanto nadie lo libera. Lo que sabe, no ha po dido aprenderlo más que entre las mucha chas o por cuchicheos de camaradas mayo res. Y como nadie se atreve a repetir más que en voz baja esta ciencia de las cosas más naturales de la naturaleza, todo adolescente que crece sirve inconscientemente de un nue vo auxiliar a esta hipocresía de la civiliza ción. La consecuencia de este siglo de reserva y de hipocresía obstinada, la vemos en un envilecimiento inusitado de la psicología en el seno de un cultura intelectualmente ele vada. Porque, ¿cómo una ciencia profunda del alma hubiera podido desarrollarse sin rectitud ni honradez, cómo se hubiera propa gado la claridad cuando justamente los que estaban llamados a repartir el saber, los maestros, los pastores, los artistas, los sa bios, eran también ignorantes o hipócritas? La ignorancia engendra siempre la dureza, y por lo tanto una generación de pedagogos sin piedad, aunque sin saberlo, hace un mal irreparable a las almas de la juventud, pres cribiéndole eternamente que se domine y que sea moral;. Muchachos medio formados, que bajo la presión de la pubertad y sin conocer la mu
jer, buscan el único exutorio posible para sus cuerpos, no tienen para informarlos más que las sabias recomendaciones de esos men tores esclarecidos que al decirles que se en tregan a un vicio espantoso que destruye la salud, les hieren profundamente el alma y les inculcan a la fuerza un sentimiento de inferioridad, una conciencia mística del pe cado. Los estudiantes de la universidad, (yo mismo he pasado por ello), reciben de este género de profesores que agradaba enton ces designarlos por la expresión florida de eminentes pedagogos, noticias por medio de las cuales aprenden que toda enfermedad sexual, sin excepción, es incurable. Tales son los cañonazos que el vértigo moral de la épo ca descarga sin vacilar sobre los nervios de estos jóvenes. Y se ha calzado estas botas claveteadas con que la ética pedagógica pa tea el mundo de los adolescentes. No se ad miren, pues, si por el hecho de esta educa ción sistemática de temor a la cual son some tidas almas todavía indecisas, parten de cuando en cuando tiros de revólver; no se admiren tampoco si este esfuerzo violento rompe el equilibrio violento de innumera bles niños y se produce en serie ese tipo de neurasténicos que arrastran toda la vida el
fardo de sus temores de adolescentes y de sus retrocesos. Millares de estos seres pri vados de consejo, estropeados por una moral hipócrita, vagan de médico en médico; pero como entonces los profesionales de la medi cina no llegan nunca a descubrir la raíz de la enfermedad, es decir, la sexualidad, y la psicología de la época ante-freudiana, no se atrevía, por conveniencia ética, a introducir se en estos dominios secretos, los neurólogos fueron tomados de improviso en esos casos críticos. No sabiendo qué hacer, envían to dos los enfermos del alma, no madurados todavía, para la clínica o el asilo de alienados, a establecimientos hidroterápicos. Se les h ar ta de bromuro, se les maltrata con la electri cidad, pero nadie se atreve a abordar las causas reales de su enfermedad. Los anormales son mucho más víctimas to davía de la necedad humana. Juzgados por la ciencia como seres éticamente inferiores, y por la ley común como criminales, estos in felices, cargados con una terrible herencia, arrastran toda una vida teniendo ante sí la prisión, detrás de ellos el chantaje, el yugo invisible de su secreto homicida. A nadie pue den pedir ayuda ni consejo, porgue si en la época ante-freudiana, se dirigía un homosc*-
m al a un médico, este señor, frunciendo las cejas, se indignaba porque se atrevía a im portunarlo con esas porquerías. ¡No se tra tan esas cosas privadas en un gabinete de consultas! ¿Pero dónde se tratan, entonces? ¿A quién puede dirigirse el hombre turbado o extraviado en su vida sentimental, qué puerta se abrirá para socorrer, para liber tar a esos millones de individuos? Las uni versidades se desentienden, los jueces se ci ñen a las leyes, los filósofos (a excepción del valiente Schopenhauer), prefieren no seña lar en su Cosmos estas desviaciones; la so ciedad cierra los ojos por principio y decla ra que esas cosas lamentables no pueden ser discutidas. Por lo tanto, silencio en los dia rios, en la literatura, en los medios científi cos : la policía está informada, y eso es su ficiente. ¿Que centenares de millares de cau tivos deliran en la prisión refinada de este misterio? Eso lo sabe el siglo supremamente moral y tolerante, y se burla de ellos; lo que importa es que no llegue al exterior nin gún grito, que la aureola que se ha fabrica do la civilización, este más moral de los mun dos, permanezca intacto a los ojos del públi co. ¡ Esta época pone la apariencia moral por encima del ser humano!
Durante todo un siglo, pero un siglo horri blemente largo, domina a Europa su ruin conjuración del silencio moral. De repente lo rompe una voz. Un día, sin la menor intención revolucio naria, un médico joven se levanta en el círcu lo de sus colegas, y tomando como punto de partida sus investigaciones sobre la historia, habla de las perturbaciones, del retroceso de los instintos y de su liberación posible. No usa grandes gestos patrióticos, no proclama con tono emocionado que es tiempo de apo yar las concesiones morales sobre una nue va base, que ha llegado el momento de dis cutir libremente la cuestión sexual. No, este médico joven, rigurosamente realista, no imi ta a los oradores en el medio' académico. Pro nuncia exclusivamente una conferencia de diagnóstico sobre la psicosis y sus orígenes. Es precisamente la calma y la naturalidad lo que emplea para establecer que gran par te de las neurosis, casi todas, en suma, se derivan del retroceso del deseo sexual, lo que provoca el espanto helado de sus colegas. No es que éstos consideren como falsa esta etio logía, — al contrario, la mayor parte de entre ellos han adivinado o experimentado a me nudo estas cosas, y se dan cuenta perfecta
personalmente del papel que desempeña el sexo en el equilibrio del individuo. Pero en tanto que los representantes de su época, en tanto que los sirvientes de la moral en cur so, se sienten también heridos por esta fran ca comprobación de un hecho claro como la luz del día, como si la indicación del joven profesor equivaliese por sí misma a un gesto indecente, se miran embarazados. ¿Es que ig noraba aquel joven docente el convenio táci to que prohíbe abordar esos temas espino sos sobre todo en una sesión pública de la muy honorable Sociedad de Médicos f Sin embargo, el recién llegado debía cono cer este convenio y respetarlo: el capítulo se xual se trata entre colegas por una guiñada de ojos, se lanza, cuando hace a.l caso, una pequeña broma en una partida de naipes, pe ro no se exponen estas tesis en pleno siglo XIX, un siglo tan cultivado, en una reunión académica. Esta primera manifestación pú blica de Freud — la escena se ha desarrolla do realmente, — es para sus colegas de la Facultad como un tiro de revólver en una iglesia. Y los más benevolentes de entre ellos le hacen notar inmediatamente que sería pru dente, en su interés propio, en interés de su carrera académica, que renunciara en el por
venir a hacer investigaciones sobre asuntos tan enojosos que a nada conducen, o por lo menos a nada que sea susceptible de ser dis cutido en público. Pero Freud se preocupa de la sinceridad, y no de la conveniencia. Ha encontrado una pista y la sigue. Precisamente el sobresalto de sus oyentes le muestra que, sin querer, ha puesto el dedo en la llaga, que en el pri mer golpe ha tocado el nervio de la cuestión. Se siente satisfecho. No se deja intimidar por las advertencias, que parten lealmente de un grupo de sus mayores, ni por las la mentaciones de una moral ofendida, que no está acostumbrada a sentirse asida tan brus camente in pimcto puncti. Con esta intrepi dez tenaz, con este valor viril y esa capacidad de intuición que reunidas forman un genio, no cesa de presionar cada vez más fuerte mente el punto sensible, hasta que finalmente el abceso se revienta, la llaga se abre y pue de trabajar en su curación. Al primer contac to de la sonda en lo desconocido, este mé dico solitario no presenta todavía todo lo que descubrirá en aquella obscuridad, pero adi vina el abismo, la profundidad, que atrae siempre al espíritu creador. El hecho de que a pesar de la insignifi-
rancia aparente del motivo del primer en cuentro de Freud con su generación, se trans forma en un choque, es un símbolo y no una casualidad. No son solamente la pudibundez ofensiva, la dignidad moral en vigor, las que se ofenden por una teoría aislada: no, la mo ral impedida de dejar pasar las cosas en si lencio olfatea aquí, con la clarividencia ner viosa que se tiene ante el peligro, una oposi ción real. No es' la manera cómo Freud abor da esta esfera, sino el hecho que toca, que se atreve a tocar, que equivale a una pro vocación a duelo en el que uno de los adver sarios debe sucumbir. Desde el primer ins tante, no se trata de mejoramiento, sino de subvención total. No invoca preceptos, sino principios. No es cuestión de detalles, sino de un todo. Frente a frente, se alzan dos for mas del pensamiento, dos métodos tan opues tos, que ¿ntre ellos no hay acuerdo posible, ni puede haberlo nunca. La psicología antefreudiana, encerrada en la ideología del do minio del cerebro sobre la sangre, exige al individuo, al hombre instruido y civilizado, que reprima sus instintos por la razón. Freud responde a esto, neta y brutalmente: los ins tintos no se dejan reprimir, y es vano supo ner que cuando se reprime, se ocultan y des
aparecen para siempre. A lo sumo se llega a rechazar los instintos de lo consciente en lo inconsciente. Pero entonces, sometidos a esa desviación peligrosa, se callan en el fon do del alma y reengendran por su constante fermentación, la inquietud nerviosa, las tu r baciones y la enfermedad. Sin ilusiones, sin indulgencias, sin creencia en el progreso, Freud establece perentoriamente que las fuer zas instintivas de Libido, estigmatizadas por la moral, constituyen una parte indestructi ble del ser humano que renace en cada em brión, que ese elemento no puede ser deshecho nunca, pero que en ciertos casos se consigue hacer inofensiva su actividad por el paso a lo consciente. Así, pues, el estado de cons ciencia que la antigua ética social considera como un peligro capital, lo encara Freud co mo un remedio; el retroceso que aquélla es timaba beneficioso, él demostraba que era perjudicial. Lo que el viejo método trataba de encerrar en un cajón, él quiere mostrarlo a plena luz. Quiere identificar en vez de igno rar, abordar en vez de rehuir profundizar en vez de apartar la vista, poner al desnudo en vez de cubrir. Sólo puede disciplinar los instintos el que los conoce; sólo puede domi nar a los demonios el que los saca de su abis
mo y los mira cara a cara. La medicina tie ne tan poca relación con la moral y el pudor, como con la estética o la filosofía-, su tarea más importante no es reducir al silencio los secretos más misteriosos del hombre, sino obligarlos a que hablen. Sin el menor cuida do por la pudibundez del siglo, Freud lanza estos problemas del retroceso y de lo incons ciente en el hermoso medio de la época. Por ahí emprende la curación, no sólo de innume rables individuos, sino de toda la época mo ralmente enferma, desterrando de la disimu lación en la ciencia el conflicto fundamental que quería tener oculto. Este método revolucionario de Freud ha transformado no solamente nuestra concep ción del alma, sino que ha indicado una di rección a todas las cuestiones principales de nuestra cultura presente y futura. Por esta causa, todos aquellos que desde 1890 quieren considerar el esfuerzo de Freud como una simple obra médica, la estiman groseramen te y cometen un gran error porque confun den conscientemente el punto de partida con el fin. El hecho de que Freud haya derri bado la muralla china de la psicología anti gua, partiendo de la medicina, es una casua lidad históricamente exacta, pero sin impor
tancia para sus resultados. Lo que importa en un creador no es de dónde viene, sino a dónde ha llegado. Freud viene de la medi cina, del mismo modo que Pascal de las ma temáticas o Nietzsche de la filosofía antigua. Sin duda, este origen da a su obra una tona lidad, pero no determina, ni limita su gran deza. Porque sería, en fin, tiempo de obser var ahora que entra en los setenta y cinco años, que su obra y su valer hace mucho tiem po que no se basan más en el detalle secun dario de la. curación anual por el psicoaná lisis de algunos centenares de individuos más o menos neuróticos, ni sobre la exactitud de cada una de sus teorías y de sus hipótesis. Que Libido esté textualmente fijada o no,, que el complejo de la .castración y la aptitud narcisiana — y sabe Dios cuántos más artícu los de fe codificados — sean o no canoniza dos por la eternidad, estas cuestiones se han convertido hace ya tiempo en motivo de su tilezas escolásticas entre universitarios, y no tienen la menor importancia para la reforma histórica y duradera que Freud ha impuesto al mundo por su descubrimiento del dinamis mo del alma y su nueva técnica frente a pro blemas psicológicos. Lo que interesa es que un hombre, por su visión creadora, ha trans
formado nuestra esfera exterior. Y el hecho de que se trataba de una verdadera revolu ción, que su sadismo de la verdad trastorna ba todas las concepciones del mundo del al ma, los representantes de la generación mo ribunda lo reconocieron los primeros; com prendieron el peligro de su teoría. Porque para ellos había la seguridad de que era pe ligrosa: aquellos ilusionistas, aquellos opti mistas, aquellos idealistas, aquellos abogados del pudor y de la buena vieja moral, lo advir tieron inmediatamente y con espanto, en cuan to se vieron frente a un hombre que quema ba todas las señales indicadoras, que no ha cía retroceder y no intimidaba ninguna con tradicción, para el que en realidad, nada per manecía sagrado. Sintieron instintivamente que con Freud, inmediatamente después de Nietzsche, el Anticristo, resultaba otro gran destructor de las viejas tablas santas, un an tiilusionista, en quien el rayo Roentgen de la mirada, iluminaba implacablemente los pla nos posteriores, veía bajo Libido el sexo, en el niño inocente el hombre primitivo, en la dulce intimidad familiar, las antiguas y pe ligrosas tensiones entre padre e hijo> y en los sueños anodinos el ardiente hervidero de la sangre. Desde el primer instante los ha
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torturado un presentimiento penoso: seme jante hombre que, en sus valores más sagra dos, cultura, civilización, humanidad, moral y progreso, no ve ninguna otra cosa que sueíios-deseos, ¿no llevará todavía más lejos su sonda feroz"? Este inconoclasta, no transpor tará finalmente su impudente técnica analí tica del alma individual al alma colectiva? ¿No llegará a golpear con su martillo los fundamentos de la moral del Estado y los complejos familiares aglutinados a costa de tantos esfuerzos hasta disolver con sus áci dos violentamente cáusticos la, idea de pa tria y hasta el espíritu religioso? En efecto, el instinto del mundo agonizante de antes de la guerra, ha visto justo: el valor, la intre pidez de Freud no se han detenido en nin guna parte. Indiferente a las objeciones y a las envidias, al ruido y al silencio, con la paciencia inquebrantable y sistemática del artesano, ha continuado perfeccionando su palanca de Arquímedes, hasta poder atacar al mundo. A los setenta años de vida, ha em prendido Freud la obra última de aplicar su método (con el cual había realizado experi mentos en un individuo), a. la humanidad en tera y hasta a Dios. Ha tenido el valor de avanzar siempre más sobre las ilusiones has
ta la nada suprema, hasta esc infinito gran dioso donde no hay más fe, más esperanzas ni sueños, ni siquiera los del cielo y donde no existe la cuestión del sentido y la mancha de la humanidad. Sigmund Freud ha dado a la humanidad, — obra admirable de un hombre aislado, ■— una noción más clara de sí misma; digo más clara, no más feliz. Ha profundizado la con cepción del mundo de toda una generación: he dicho profundizado y no embellecido, por que lo absoluto no hace nunca dichoso, ni ha ce más que imponer decisiones. La ciencia no tiene el deber de mecer nuevos apaciguado res del corazón eternamente pueril de la hu manidad ; su misión es enseñar a los hombres a marchar derechos y firmes sobre nuestro duro planeta. La parte de Sigmund Freud en esta tarea indispensable ha sido ejemplar: en el curso de la obra que él ha emprendido su dureza se ha hecho fuerza, su severidad ley inflexible. Freud nunca ha demostrado al hombre, por el placer de consolarlo, una sa lida cómoda, un refugio en un paraíso celes te o terrestre, sino siempre y únicamente 9] camino que conduce al conocimiento de sí mis mo, la vía peligrosa que conduce a lo más profundo de su YO. Su clarividencia no tie-
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ne indulgencia; su modo de pensar uo ha aliviado en nada la vida humana. Agudo y cortante como el cierzo, su irrupción en una atmósfera sofocante, ha disipado muchas nie blas doradas y nubes rosadas; pero, más allá de los horizontes iluminados, se extiende aho ra una nueva perspectiva sobre el dominio del espíritu. Gracias al esfuerzo de Freud, una nueva generación mira una época nueva, y lo hace con ojos más penetrantes, más libres y más sinceros. Si la peligrosa psicosis del disimu lo que ha tenido en trailla durante un siglo a la moral europea, está definitivamente des cartada, si hemos aprendido a mirar sin fal sa vergüenza en el fondo de nuestra vida; si las palabras vicio y pecado nos hacen es tremecer de horror; si los jueces, informa dos sobre la fuerza dominante de los instin tos humanos, vacilan a veces en pronunciar una condenación; si los instructores admiten generalmente las cosas naturales y la familia francamente las cosas francas; si hay en la concepción moral más sinceridad y en la ju ventud más camaradería; si las mujeres aceptan más libremente su sexo y su deseo; si hemos aprendido a respetar la esencia úni ca de todo individuo, y poseemos la compren
sión creadora del misterio de nuestro sér es piritual, todos estos elementos de corrección moral, nosotros y nuestro mundo nuevo, lo debemos, en primer término, a este hombre, que ha tenido el valor de saber lo que él sa be y el triple valor de imponer ese saber a la moral obstructiva y torpemente residente de la época. En la obra de Freud pueden ser discutidos muchos detalles, ¿pero qué impor tan los detalles? Los pensamientos viven tanto de las negaciones como de las con firmaciones. Una obra nc existe menos por el odio que por el amor que despierta. El único triunfo decisivo de una idea, el único al mismo tiempo que estamos todavía hoy dispuestos a reverenciar, es su incorporación a la vida. Porque en nuestro tiempo de justi cia incierta, nada reaviva tanto la fe en el predominio del espíritu como el ejemplo vi vido, por el hecho de que basta que un hom bre solo tenga el valor de decir la verdad, para aumentar la verdad en todo el Uni verso
CAPITULO II
RETRATO DEL CARACTER La autoridad es el manantial todo genio.
de
Boerne.
La puerta severa de un inmueble vienes vuelve a cerrarse después de medio siglo so bre la vida privada de Sigmund Freud: es taríamos por decir que no la ha tenido, tan silencioso curso ha tenido su existencia per sonal, modestamente relegada a último tiem po. Setenta años en la misma ciudad, más de cuarenta años en la misma casa. Aquí, el con sultorio en la misma habitación, la lectura en el mismo sillón, el trabajo literario ante el mismo escritorio. Pater familias de seis hi jos, sin ninguna necesidad personal, sin otra
pasión que la de la profesión y de la vocación. Jamás se pierde un átomo de su tiempo, par simoniosa y sin embargo generosamente uti lizado, en el deseo de grados y dignidades, en vanidosas actitudes exteriores; el creador de la obra realizada nunca se cuadra delante de ella preparando la publicidad; el ritmo de la vida de este hombre se somete tínica y total mente al ritmo incesante, uniforme y pacien te del trabajo. Cada una de las mil y mil se manas de sus setenta y cinco años, está ence rrada en el círculo de una actividad delimita da ; todos los días son semejantes uno a otro. Durante todo el período universitario, confe rencia una vez por semana; el miércoles por la noche, regularmente, según el método so crático, una reunión intelectual en medio de sus discípulos; el sábado por la tarde, un par tido de naipes; aparte de todo, desde la ma ñana hasta la noche, o más bien hasta la me dia noche, cada minuto, cada segundo, está dedicado al análisis, al tratamiento de los en fermos, al estudio, a la lectura y a la tarea científica. Este inexorable calendario del tra bajo no contiene hojas en blanco; esta jor nada sin fin, en el curso de medio siglo, no cuenta una sola hora de reposo de espíritu. La actividad perpetua es tan natural para
este cerebro siempre en movimiento, como lo es para el corazón el golpeteo generador de la sangre; en Freud, el trabajo no aparece como una acción sometida a la voluntad, sino por el contrario, como una función permanen te e inherente al individuo. La indefectibilidad de este celo y de esta vigilancia, es pre cisamente el rasgo más sorprendente de su sér intelectual: la norma se convierte en fe nómeno. Desde los cuarenta años, Freud se entrega diariamente a ocho, nueve, diez, y a veces hasta once análisis; es decir, que nue ve, diez, once veces, se concentra durante una hora entera en una tensión extrema, casi pal pitante, a fin de no formar más que uno solo con él y su sujeto, cuyas palabras otea y pe sa una por una, no obstante que su memoria, que jamás le falla, le permite comparar si multáneamente los datos del psicoanálisis del momento con los de todos los casos preceden tes. Así vive en el corazón de esa personali dad extraña y, al mismo tiempo que estable ce el diagnóstico del alma, lo observa en la parte exterior. Y de pronto, al terminar esa sesión, debe dejar a ese enfermo, entrar en la vida del que le sigue, y esto, ocho o nueve horas diarias, guardando en sí mismo, sin anotaciones ni medios neumónicos, los hilos
secretos de miles y miles de destinos que él domina y cuyas ramificaciones más delica das discierne. Un esfuerzo tan constantemente renovado exige una vigilancia del espíritu, un acecho del alma, una tensión de los nervios que nin guna otra persona sería capaz de soportar durante más de dos o tres horas. Pero la vi talidad asombrosa de Freud, su fuerza supe rior en el dominio de la potencia intelectual, no conocen el agotamiento ni el cansancio. Cuando termina su trabajo analítico, por la noche bien tarde, cuando la jornada de nueve o diez horas al servicio de la humani dad ha terminado, empieza el otro trabajo, el que el mundo cree que es su tarea única: la elaboración creadora de los resultados. Y esta labor gigantesca, practicada sin descan so en millares de hombres, y que repercute sobre millones, se efectúa a lo largo de me dio siglo, sin ayudantes, sin secretario, sin ayuda alguna; todas las cartas de Freud son manuscritas, las investigaciones las sigue hasta el fin por sí mismo; y, sin mediar la menor ayuda, da forma definitiva a todos sus trabajos. Sólo la regularidad grandiosa de su potencia creadora traiciona bajo la superfi cie trivial de esta existencia el elemento pro
fundamente demoníaco. Unicamente en la es fera de la creación es donde esta vida, apa rentemente normal, revela lo que hay en ella de único e incomparable. Este instrumento de precisión que funcio na hace décadas sin detenerse nunca, sin de bilitamientos ni desviaciones, sería inconce bible, si la materia que lo envuelve no fuese perfecta. Como en Haendel, Rubens y Balzac, creadores torrenciales, la superabundan cia intelectual se deriva en Freud de una sa lud espléndida. Hasta la edad de setenta años, este gran médico nunca ha estado gra vemente enfermo; este profundo explorador de las enfermedades nerviosas jamás ha sen tido el menor desarreglo nervioso; este in vestigador lúcido de todas las anomalías del alma, este sexualista tan difamado, ha per manecido durante toda una Vida con una uni formidad, una salud admirables en sus ma nifestaciones personales. Este cuerpo no co noce por experiencia ni aun las enfermeda des más comunes que vienen a turbar el tra bajo intelectual, y nunca ha conocido, por decirlo así, la jaqueca ni la fatiga. Durante decenas de años, Freud no ha tenido nunca necesidad de consultar a un colega, nunca lo ha obligado una indisposición a suspender
una clase. Unicamente en la edad patriarcal es cuando una enfermedad maligna se esfuer za en romper esta salud policrática. Pero es en vano. Apenas se lia cicatrizado la herida, en el acto y sin disminución alguna, recobra la antigua vitalidad: para Freud, la salud va con la respiración, el estado de vigilia con el trabajo, la creación con la vida. Y cuanto más viva y continua es la tensión del día, tanto más completo es el descanso nocturno para este cuerpo tallado en roca. Un sueño breve, pero total, renueva todas las mañanas ese vigor magníficamente supernormal del espíritu. Cuando Freud duerme, duerme pro fundamente y cuando vela, está formidable mente despierto. La imagen exterior del sér no contradice en manera alguna este equilibrio completo de las fuerzas interiores. Proporciones perfec tas en todos sus rasgos, aspecto esencialmen te armónico. La estatura no es ni demasiado elevada ni demasiado baja, el cuerpo no es ni muy grueso ni muy delgado: en todo y siempre, existe un término medio verdadera mente ejemplar. Hace años que los caricatu ristas se desesperan frente a este rostro, cu yo óvalo, perfectamente regular, no da nin gún motivo para la exageración del dibujo.
Es inútil que se coloquen uno junto a, otro los retratos de su juventud para sacar de ellos algún rasgo dominante, algún signo caracte rístico. Y a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta años, esas imágenes no nos mues tran más que un hombre bello, un hombre viril, un señor de rasgos regulares, demasia do regulares quizá. La mirada sombría y concentrada revela ciertamente el sér inte lectual, pero por más esfuerzo que se haga, no se encuentra en esas fotografías descolo ridas nada más que uno de esos rostros de sabios, de una virilidad idealizada, con la barba cuidada, tales como le gustaba pintar a Lenbach y Makart, tenebroso, grave y dul ce, pero en suma, nada menos que un reve lador. Se cree ya deber renunciar a todo es tudio de caracteres ante este rostro encerra do en su propia armonía. Pero de pronto, las últimas fotografías comienzan a hablar. So lamente la edad, que en la mayor parte de los hombres disuelve los rasgos personales y los desmenuza en arcilla gris, solamente la vida patriarcal, la vejez y la enfermedad, con su tijera creadora, dan al rostro de Freud un carácter especial innegable. Después que los cabellos blanquean, cuando la barba no encuadra ya tan ricamente el mentón obsti
nado, cuando el bigote sombrea menos la bo ca severa, cuando avanza el basamento hue sudo y sin embargo plástico de su rostro, se descubre algo duro, incontestablemente ofen sivo: la voluntad inexorable, penetrante y casi irritada de su naturaleza. Más profun da, más sombría la mirada, en otro tiempo simplemente contemplativa, es ahora aguda y penetrante; un pliegue amargo y descon fiado hiende como una cicatriz la frente des cubierta j surcada de arrugas. Los labios delgados y apretados se cierran como en un no o en un no es cierto. Por primera vez se observa en el rostro de Freud el vigor y la vehemencia de su ser y se adivina que no hay allí un gaod grey oíd m