Sensibilidades conservadoras: El debate cultural sobre la civilización en América Latina y España durante el siglo XIX 9783968691602

Sensibilidades conservadoras tiene como foco de estudio el conservadurismo en tanto conjunto de discursos estéticos y cu

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Spanish; Castilian Pages 401 [390] Year 2021

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Sensibilidades conservadoras: El debate cultural sobre la civilización en América Latina y España durante el siglo XIX
 9783968691602

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SENSIBILIDADES CONSERVADORAS EL DEBATE CULTURAL SOBRE LA CIVILIZACIÓN EN AMÉRICA LATINA Y ESPAÑA DURANTE EL SIGLO XIX Kari Soriano Salkjelsvik (ed.)

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 67

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jorge J. Locane (Universitetet i Oslo) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)

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SENSIBILIDADES CONSERVADORAS EL DEBATE CULTURAL SOBRE LA CIVILIZACIÓN EN AMÉRICA LATINA Y ESPAÑA DURANTE EL SIGLO XIX Kari Soriano Salkjelsvik (ed.)

Nexos y Diferencias

Iberoamericana • Vervuert • 2021

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

La editora quiere agradecer el apoyo económico recibido de la Universidad de Bergen y el Departamento de lenguas extranjeras para la publicación de este libro. © Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-215-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-159-6 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-160-2 (e-book) Depósito legal: M-9647-2021 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Diseño de interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

El siglo xix desde la sensibilidad conservadora: nuevas perspectivas. Andrea Castro y Kari Soriano Salkjelsvik........................... 11 Soberanía popular, propiedad privada y republicanismo La matriz liberal. Notas para el pensamiento de la sociedad civil, las libertades y la oposición conservadora en el siglo xix mexicano. Ignacio M. Sánchez Prado............................................... 41 (Des)articulaciones populares en el discurso conservador del Perú en la época del guano. Brendan Lanctot............................................................. 67 De Brooklyn a Cauca: esclavismo y propiedad en el discurso transnacional conservador a partir de las revoluciones de 1848. Ronald Briggs.................................................................. 87 Chile, 1833: debate mediático, relato político y continuidad institucional. Álvaro Kaempfer............................................................. 119

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La familia: linaje, herencia, nación y educación Ciudadano de la eternidad: linaje y legitimación en José María Vergara y Vergara. Felipe Martínez-Pinzón................................................... 139 María: utopía conservadora, gótico y el retorno funesto de la Historia. Juan Pablo Dabove.......................................................... 163 La familia enferma: el liberalismo como enfermedad (México, 1857-1864). Ty West........................................................................... 189 El proyecto pedagógico de Manuel Benito Aguirre en Los niños pintados por ellos mismos (1841): un ejemplo de articulación de liberalismo y valores neocatólicos conservadores. Dorde Cuvardic García................................................... 215 Nostalgia conservadora: continuidades y rupturas Estética y doctrina: el lugar de la literatura en El Católico Argentino. Andrea Castro................................................................. 235 El razonable ateísmo de la felicidad: Manuel M. Flores y su otro Romanticismo mexicano. José Ramón Ruisánchez Serra.......................................... 255 Temporalidad, guerra y nostalgia imperial en las Memorias del vizconde de Taunay. Javier Uriarte................................................................... 279 Hombres de arraigo de ambas procedencias: las relaciones entre liberales y conservadores puertorriqueños del xix. Wadda C. Ríos-Font........................................................ 305

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Prensa y literatura: normatividad y excesos conservadores Liberales y católicos en la Argentina moderna: la polémica Cambaceres-Goyena (1882-1883). Sandra Gasparini............................................................. 337 Estética, polémica y Dios: aestesis teológica en el semanario mexicano La Cruz (1855-1858). Sergio Gutiérrez Negrón.................................................. 353 La religión y el realismo sacramental “Lanchitas” (1877), de José María Roa Bárcena: realismo sacramental literario y el proceder de la religión. Kari Soriano Salkjelsvik................................................... 375 Sobre los autores................................................................ 395

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El siglo xix desde la sensibilidad conservadora: nuevas perspectivas Andrea Castro Göteborgs Universitet Kari Soriano Salkjelsvik Universitetet i Bergen

En los últimos años se viene observando un nuevo giro a la derecha y una intensificación de argumentos conservadores en los debates públicos en Latinoamérica y en España, muchas veces expresados como reacciones ante el avance de la globalización y la pérdida de tradiciones y valores locales, los logros de las luchas feministas y el ingreso en la escena pública de sujetos anteriormente silenciados o marginados. El apoyo popular del que gozan estas tendencias no puede explicarse solamente como una vuelta natural del péndulo político e ideológico, sino también como expresión de una crisis en el modelo de democracia liberal y un testimonio del fracaso de dicho modelo para hacer frente a las demandas sociales tras el fin de las dictaduras militares en los años setenta y ochenta del siglo xx, demandas y reacciones que se formulan en textos y en discusiones, que se imaginan en los relatos y

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artefactos culturales que surgen en cada época. Aunque cada contexto histórico es único, hay que recordar que el pensamiento conservador1 tiene raíces históricas y culturales que datan de finales del siglo xviii y del surgimiento de las naciones modernas en el siglo que le sigue. La necesidad de comprender mejor cómo se gestan en la producción cultural las oscilaciones de ese péndulo fue el motor que impulsó los trabajos que se incluyen en este libro. Volver a leer la producción cultural del siglo xix, afinando la mirada hacia las expresiones de sentimiento conservador, puede brindarnos claves para entender también cómo se impulsan las oscilaciones del péndulo en otros momentos históricos. En Latinoamérica y España, a principios del siglo xix, tanto liberales como conservadores desarrollarían nociones políticas, sociales, filosóficas y culturales que respondían a la sensación de encontrarse en un momento de crisis general producto de las guerras de independencia, de los numerosos conflictos bélicos internos o externos que las siguieron y de las dificultades con las que se enfrentaban las diferentes naciones ante su ingreso a la comunidad comercial internacional. El letrado, ya liberal, ya conservador —y, muchas veces, combinando

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Conservadurismo es un término escurridizo que cambia su significado tanto a lo largo de la historia como en el contexto —disciplinario, geográfico, generacional, etc.— en que se utiliza. Tal y como lo empleamos en este ensayo, conservadurismo se refiere a un posicionamiento ideológico que designa, en términos muy generales, una resistencia al cambio abrupto y un compromiso con instituciones tradicionales como la Iglesia católica y el sistema monárquico, a la vez que entiende que hay un nuevo orden social y que por eso, como apunta Enrique Mora Quirós, trata de “establecer puentes entre algunos valores tradicionales y el mundo moderno” (2014: 16). Como bien es sabido, el término en sí nace en el contexto de la Revolución francesa y, aunque ya se utilizaba en la década de 1790 en Francia por los defensores de la República, no empieza a consolidarse hasta 1818, cuando François-René de Chateaubriand y Louis de Bonald, entre otros, publican el periódico Le Conservateur. No es hasta la década de 1830 que el término se populariza en la península ibérica y Latinoamérica, junto a otros muchos vocablos, para designar a aquellos que “se definían, por ejemplo, como defensores del rey, del orden, de la religión, de la patria o de la nación o como serviles, leales, patriotas, católicos o moderados, dependiendo del tiempo y del contexto” (Kolar y Mücke 2019: 12). La consolidación del término conservadurismo no ocurre hasta mediados del siglo xix.

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estas posiciones en un mismo sujeto—, se percibía a sí mismo en el centro y a la cabeza de un momento de inevitable cambio, aunque sus respuestas a cómo navegar este cambio diferirían. Si bien historiadores, sociólogos y politólogos han estudiado extensamente el papel que los conservadores tuvieron en las agendas políticas, militares y administrativas que se oponían a las reformas liberales que definieron a las naciones latinoamericanas y española durante el largo siglo xix, gran parte de los estudios sobre la producción estética y cultural de la época se ha ocupado de las relaciones conflictivas que aquellas tuvieron con el pensamiento liberal. En este contexto, es necesario mencionar algunos de los trabajos fundamentales que nos ayudan a entender el fracaso del liberalismo latinoamericano decimonónico —a veces, desde la perspectiva de una nación particular— para ver y formular las complejidades de la realidad latinoamericana, así como las formas culturales a través de las que esta ideología, en manos de una clase social, naturalizó su posición dominante bajo la narrativa del inevitable progreso y de la urgencia de ingresar en el mercado de la economía global; por mencionar a algunos, Viñas (1982), Sommer (1991), Masiello (1992), Gerassi-Navarro (1999), Rotker (2005), Skinner (2006), Dabove (2007), Andermann (2007), Sabau (2018). Sin embargo, si bien este rico corpus de trabajos previos puede registrar rastros de discurso conservador, no reconoce la fuerza y la resistencia de las visiones localistas o tradicionalistas que compitieron con la mentalidad liberal del siglo xix, todas ellas articuladas dentro de la ciudad letrada (Rama 1984). Dentro del campo, el influyente trabajo de Beatriz GonzálezStephan (2002) nos enseña sobre el papel que jugó el pensamiento liberal en definir los sistemas literarios nacionales y las historias literarias nacionales. En este aspecto, González-Stephan toma nota de las tensiones entre intelectuales conservadores y liberales. Por ejemplo, apunta la coexistencia de un impulso hacia la modernización, por un lado, y por la preservación de estructuras sociales coloniales, por otro. Quienes participamos de este volumen leemos estas notas —y las pistas que nos dejan otros estudios sobre el siglo xix— como una invitación a profundizar en estas tensiones, ahora poniendo el foco en cómo se formularon desde el pensamiento conservador.

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En resumen, al revisar el estado de la cuestión dentro del campo de los estudios culturales, es claro que hace falta abordar el estudio del siglo xix desde el punto de vista de sus sensibilidades conservadoras. Este volumen se suma así a unos pocos trabajos dispersos que ya empiezan a remediar dicho vacío. Sus autores son parte de una nueva red de investigación que lleva el mismo nombre que este volumen y sus nombres figuran también en el índice del mismo. Un ejemplo de estos trabajos es la contribución de José Ramón Ruisánchez Serra al A History of Mexican Literature (2016), con el título de “The Conservative Paradigm”. En esta, Ruisánchez Serra visualiza en una historia de la literatura mexicana la importancia de una sensibilidad literaria que no es de adhesión liberal. Otro de los trabajos nos lo ofrece Sergio Gutiérrez Negrón (2016) y versa sobre la novela La quinta modelo (1854), del conservador y católico mexicano José María Roa Bárcena. A principios de 2020, la revista chilena Tiempo Histórico, con Ty West como editor invitado, publicó un número especial en inglés “sobre la prensa [del siglo xix latinoamericano] y las estrategias desplegadas por el conservadurismo para utilizar las posibilidades que este medio les presentaba” (Gallardo Porras y West 2020: 13). Allí figuran artículos de Kevin Anzzolin, Andrea Castro, Sergio Gutiérrez Negrón, Kari Soriano Salkjelsvik y Ty West. El presente libro se gestó en las discusiones surgidas dentro de esta red de investigadores con la meta común de recuperar narrativas que, aunque olvidadas hoy, supieron imaginar las naciones de maneras diferentes a las propuestas por el liberalismo.2 Si bien su influencia fue muchas veces ejercida como resistencia al proyecto liberal, no podemos ignorar su contribución a moldear los imaginarios nacionales como los conocemos todavía hoy.

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También reconocemos la importancia de abordar las tensiones con los movimientos obreros y los pensamientos socialista y anarquista, que infundieron temores, e incluso terror, tanto en liberales como en conservadores. Como lo muestra Hilda Sabato (2018), el fantasma amenazador de la Comuna de París de 1871 estuvo presente por todo el continente. La relación del pensamiento anarquista con la literatura ha sido estudiada, por ejemplo, por Ansolabehere (2011), para el caso argentino. Pero este tipo de elucubraciones queda para trabajos futuros.

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Este volumen se adentra en el siglo xix para entender cómo el letrado decimonónico acogió la ideología conservadora y expresó sus sensibilidades, prácticas y valores en la prensa, la literatura, los sermones, las memorias, los discursos y otros tipos de materiales. Así, Sensibilidades conservadoras explora una veta del siglo xix que cuestionaba el proyecto liberal de construcción de la nación, insertando sus discursos de resistencia en los mismos debates cosmopolitas sobre la modernización de la región. El volumen quiere mostrar, además, la intensidad y la vigencia de la sensibilidad conservadora en la producción cultural del siglo xix en Latinoamérica y España. Las páginas que siguen contienen quince trabajos cuyo foco de estudio, como hemos señalado, son las formas que adquiere el conservadurismo en el discurso estético y cultural al entrar en diálogo con los procesos de modernización decimonónicos en Latinoamérica y España. Varios de los estudios que aquí presentamos discuten la noción de sensibilidades conservadoras, una noción con la que buscamos poner la lupa sobre la expresión estética y cultural de valores conservadores e identificar hábitos discursivos y maneras de sentir el conservadurismo. El concepto de sensibilidades conservadoras nos sirve, así, a modo de invitación a examinar cómo se expresaban los valores conservadores en la producción cultural decimonónica, en lugar de reproducir ideas preestablecidas, como, por ejemplo, aquellas ya expresadas por Esteban Echeverría (1874) en sus escritos sobre estética, acerca de que la sensibilidad conservadora privilegiaba la poesía neoclásica, mientras que el liberalismo se inclinaba por la poesía romántica. Además, como muestran una y otra vez los trabajos de este volumen y, antes de ellos, historiadores como Natalio Botana, William Fowler, Humberto Moreno, Erika Pani o José Luis Romero, entre otros, el pensamiento conservador estuvo presente como una tensión dentro del proyecto liberal, dado que a menudo los políticos liberales en lo social también abrazaron ideas conservadoras, por ejemplo, en cuanto a quiénes merecían acceso al poder político. Es decir, el liberalismo fue el marco ideológico generalizado entre las clases políticas decimonónicas, sobre todo en lo que concernió al libre mercado y a la educación pública. Pero, dentro de este marco, no podemos pasar por alto cómo se articuló el pensamiento conservador. Con esto en mente,

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la noción de sensibilidades conservadoras nos ayuda a mantener el foco en las expresiones estéticas del conservadurismo, en lugar de a priori enfocarnos sobre escritores particulares y sus declaradas o supuestas afiliaciones políticas. De este modo, los trabajos presentados, al elegir estudiar expresiones concretas, en textos concretos, descubren las complejidades de la intrincada red de relaciones entre ideologías que no siempre se encuentran en trincheras opuestas. Sin embargo, por mucho tiempo, en nuestro vocabulario crítico, el conservadurismo decimonónico ha sido antónimo de liberalismo. Es más, la distinción entre estos términos la hemos utilizado para denotar visiones del mundo irreconciliablemente opuestas: el primero le daba valor a la tradición y se resistía al cambio; el segundo buscaba una transformación radical de la vida social y política. Y bien es cierto que, desde sus desencajadas sensibilidades conservadoras, pensadores como Edmund Burke (1729-1797), Alexis de Tocqueville (18051859) o Joseph de Maistre (1753-1821) en Europa, Lucas de Alamán (1792-1853) en México o Miguel Antonio Caro (1843-1909) en Colombia, por mencionar algunos, veían en las costumbres y en las tradiciones un capital histórico fundamental para la consolidación de los nacionalismos, capital que para ellos tenía más valor que cualquier construcción teórica basada en el pensamiento abstracto, por ejemplo, en la razón. Sin embargo, como vamos viendo, la diferenciación entre liberales y conservadores no era tan tajante. Ya en 1977 Edmundo O’Gorman cuestionaba esta acostumbrada división con la que se operaba en el estudio del xix (por un lado, la tradición y, por otro, el cambio). En cierto sentido, se podría incluso decir que la insistente presencia de este binarismo terminológico en el discurso de la crítica cultural ha sido sintomático, en sí mismo, de una actitud académica y crítica conservadora, aunque esto sería una discusión para otro volumen. El sociólogo Robert Nisbet, en su libro Conservatism: Dream and Reality (1986), ve en la literatura y en otras expresiones culturales un estrato prepolítico: en ellas se extienden las raíces del pensamiento político, a la vez que este se nutre de ellas (1986: ix). Entendemos este estrato prepolítico como un estadio previo —o paralelo o posterior– a la instrumentalización e institucionalización estatales de ciertas ideo-

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logías. Pensando con Nisbet, las sensibilidades conservadoras serían, como venimos diciendo, las expresiones de conservadurismo en textos literarios y culturales, pero también la utilización de textos como vehículos para nutrir un contenido doctrinal de corte conservador. Al acercarse a ellas, los trabajos aquí presentados identifican temas, tropos, estéticas y dinámicas que caracterizan las sensibilidades y el pensamiento conservadores tanto de entonces como de hoy.

Soberanía popular, propiedad privada y republicanismo La irrupción de la vida independiente en las naciones latinoamericanas se caracterizó por un esfuerzo generalizado por definir la forma y la práctica de gobierno que mejor convenía, pero la empresa iba a resultar complicada. El tema de la soberanía nacional sería uno de los que más preocupó al letrado latinoamericano, que, influido por los ideales del liberalismo, la Revolución francesa (1789-1799) y la Constitución de Cádiz (1812), elegiría, con la excepción de Brasil, el sistema republicano, basándose en la idea de que la autoridad legítima residía en el pueblo. Para Hilda Sabato (2018) esto convierte la región en una suerte de laboratorio del republicanismo llevado a cabo entre 1820 y 1870. Aunque el republicanismo criollo encontró condiciones favorables para su adopción como forma de gobierno a lo largo de todo el continente, también encontró muchos obstáculos. Tras la derrota de la monarquía española, uno de los más importantes cambios sociales y políticos fue la adopción, a lo largo y a lo ancho del continente, de modelos de gobierno según los cuales la soberanía popular se establecía como fundamento del orden estatal y como principio constitucional. Aunque por mucho tiempo el poder político seguiría en manos de las élites, las elecciones tenían lugar dentro de un marco republicano y obedeciendo, al menos en teoría, a reglamentos específicos que daban crédito de la participación de la ciudadanía en la construcción de una modernidad liberal. En este contexto, uno de los temas más importantes para el conservadurismo, tanto el español como el latinoamericano, fue la cuestión de si el poder debía o no estar en manos de los ciudadanos y, de estarlo,

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en manos de qué ciudadanos. Desde su percepción orgánica de la sociedad, y la desigualdad natural del hombre, la sensibilidad conservadora se resistía a la idea del sufragio universal. Como señala Dora Kanoussi, “[u]na idea central del pensamiento conservador es la legitimación trascendental del dominio político y no la delegación desde abajo como en el caso del liberalismo democrático de la soberanía. Lo invariable de la condición humana, la desigualdad como resultado ineludible de la libertad, hacen necesarias las jerarquías. Por lo tanto, la libertad es derivada, no existe per se como en las ideas del iusnaturalismo” (2002: 12). En torno a los debates sobre la soberanía popular, en el primer trabajo de este libro, Ignacio M. Sánchez Prado parte, en diálogo con Bordieu, toma nota de una escisión conceptual fundamental en el modelo liberal decimonónico entre lo nacional y la ciudadanía; el primero, una categoría etnocultural, diversa, de origen histórico e imposible de homogeneizar, y la otra, una categoría práctica y discursiva que se define en términos de igualdad ante la ley.3 Esta paradoja constitutiva, arguye Sánchez Prado, domina la matriz liberal de México y de ella emerge un “orden constitucional de ciudadanía basado en la irresoluble tensión inmunitaria entre una noción de colectividad social que nunca puede devenir del todo y un discurso de garantías individuales que opera como forma de constante disolución de colectividades políticas resistentes”. Esta contradicción en el cuerpo político decimonónico, entendida en términos orgánicos, precisa de una inmunización diseñada para contrarrestar los efectos jurídicos de la soberanía popular en las clases privilegiadas. Para entender mejor esta tensión y los debates en torno a la soberanía popular que creó, Sánchez Prado examina detalladamente la figura del destacado

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Desde un punto de vista histórico, la tensión que se crea entre estos dos conceptos ya había sido discutida por los filósofos conservadores tempranos, quizás de manera más maniquea, como una incompatibilidad entre las nociones de libertad, que tenía como objetivo proteger la propiedad tanto material como inmaterial individual y familiar (costumbres, propiedad, linaje), e igualdad, cuya meta era erradicar las diferencias tanto materiales como inmateriales provocadas por la desigual acumulación de propiedad (Nisbet 1986: 47).

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letrado mexicano Francisco Zarco (1829-1869), que, como abogado, periodista y escritor, se sitúa en el punto cero de la matriz liberal y su proyecto modernizador. El aporte más valioso del estudio de Sánchez Prado es que revela una suerte de impasse en el pensamiento liberal decimonónico, una suma de significantes que articulan un orden liberal que, aunque inmunizado, nunca termina de ser. Es más, si bien su análisis trata de un caso específico en México, cabe afirmar, corriendo el riesgo de generalizar demasiado, que su argumento es válido para definir una de las dinámicas más diferenciadoras de la sensibilidad conservadora decimonónica. Continuando con la discusión, Brendan Lanctot examina los debates conservadores sobre la soberanía popular que tuvieron lugar en Perú durante la época del guano. Su estudio le presta especial atención a un sermón dictado por el cura ultramontano Bartolomé Herrera (1808-1864) en 1846, en el que este rechaza la soberanía popular a favor de lo que llama “la soberanía de la inteligencia”, y a algunos de los escritos satíricos de Manuel Atanasio Fuentes (1820-1889), que también criticaban las reformas electorales. El descubrimiento de Lanctot es que el discurso conservador no se oponía a la modernidad política en sí, sino que buscaba resignificar su vocabulario con el fin de restringir la participación de los sujetos populares en el ámbito de un gobierno republicano. También enfocándose en la época del boom del guano, Ronald Briggs traza los cambios en las prácticas sociales y el vocabulario utilizado para resistir la vertiente de liberalismo que estructuró la integración de Perú en una economía global, discutiendo en especial su relación con Estados Unidos y la cuestión de la esclavitud. Su análisis de la novela incompleta, y a menudo olvidada, Historia del perínclito Epaminondas del Cauca, que Antonio José de Irisarri (1786-1868) publicó en Nueva York en 1863, en plena guerra civil norteamericana, le permite a Briggs conectar la narración de los eventos que se desarrollan en Cauca y los Estados Unidos con un discurso conservador más global que surge como respuesta a la revolución de 1848 en la Europa occidental y que, como señala Briggs, aún no ha desaparecido. Su acierto es revelar la manera en que Irisarri utiliza los conceptos de propiedad privada y jerarquía natural como herramientas de orden

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social y gubernamental y va trazando paralelos no solo con el discurso global decimonónico, sino también con la época actual. En torno a la cuestión de la preservación de jerarquías, y así del poder, uno de los dispositivos institucionales más debatidos entre las élites criollas, ya fueran de simpatías conservadoras o liberales, fue, como ya dijimos, la forma que debería tomar legislación de la soberanía popular que regularía la participación de las masas en la política de las nuevas repúblicas. Ahora bien, entender el derecho como una forma de expresión cultural, que no solo regulativa, se hace esencial para comprender el desarrollo político, social, económico y cultural de una sociedad, sobre todo en los momentos históricos en los que hay cambios rápidos y donde cada nueva constitución constituye un esfuerzo por definir un nuevo paradigma social. En este contexto, ya Roberto Gargarella (2010) nos recuerda que muchas de las constituciones latinoamericanas fueron producto de la colaboración entre fuerzas conservadoras y fuerzas liberales, pues ambos grupos tenían, a pesar de sus diferencias, muchos objetivos en común. Su principal punto de diferencia se encontraba en temas como el religioso […]. Liberales y conservadores diferían, también, en cuanto a la mayor o menor concentración que proponían para la autoridad política y el poder. Sin embargo, como dijera, los espacios compartidos por ambas fuerzas eran también amplios. A ambos les interesaba la defensa de la propiedad, a la que veían amenazada por las demandas crecientes de grupos políticamente cada vez más demandantes. En tal sentido, además, liberales y conservadores se mostraban temerosos de las consecuencias posibles, previsibles, de un masivo involucramiento de las masas en el sistema de toma de decisiones. (2010: 34)

Este escenario de diálogo en el ámbito legal iría, como se va viendo, más allá de la producción de códigos de derecho constitucional. Ahora bien, no hay que olvidar la otra cara de la moneda, aquella en la que las diferencias irreconciliables que había entre las diferentes fuerzas políticas se evidenciaron en las numerosas guerras internas que asolaron el continente durante todo el siglo xix. Aun así, este tipo de acuerdos legislativos evidencian un frente común, por muy pragmático que fuera, entre ideologías encontradas.

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La aportación a este volumen de Álvaro Kaempfer se adentra en los debates que llevaron a la revisión de la Constitución de 1828 de Chile mediante un análisis que combina la historia cultural y la política. Esta constitución, en su artículo 133, había ordenado que se convocara una convención en 1836 para realizar las enmiendas que fueran necesarias. La Convención se reunió cinco años antes de lo establecido y, bajo una férrea orientación conservadora, retomó el desafío político que había animado el Reglamento de 1811, los Provisorios de 1812 y de 1814, las Constituciones de 1818, 1822 y de 1823, el esbozo federalista de 1826 y la Constitución de 1828. En su aportación, Kaempfer esboza los debates, los acuerdos y las tendencias que tuvieron lugar en esa Convención y que se publicaron en el periódico El Araucano, bajo la responsabilidad editorial de Andrés Bello. Este ejercicio le ayuda a Kaempfer a precisar los criterios que posibilitaron la colaboración entre facciones opuestas y le permite identificar las sensibilidades conservadoras que rigieron la redacción de la Constitución de Chile de 1833 y que sostendrían la visión política e histórica del conservadurismo chileno hasta, al menos, 1858.

La familia: linaje, herencia, nación y educación La familia es, tanto dentro del pensamiento liberal como del conservador, una de las esferas sociales más importantes para el fomento del progreso social, pues es la más efectiva en generar capital social, moral y económico. Hay que recordar el cambio radical que el pensamiento liberal supuso para la conceptualización de la familia: el rechazo de la tradicional y la apuesta por la igualitaria, sobre todo bajo la influencia de pensadores como Rousseau (1712-1778) o Mary Wollstonecraft (1759-1797). No obstante, las diferencias entre las distintas tendencias ideológicas en torno a la familia no eran tan abismales como pareciera a simple vista. Al efecto, en Family Feuds (2006), Eileen Hunt Botting ha hecho un estudio comparativo del pensamiento sobre la familia tanto en Wollstonecraft como en los dos supuestamente archienemigos Rousseau y Burke. Lo que revela Botting, y que es de especial importancia para comprender mejor la sensibilidad conser-

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vadora en lo que respecta a la familia, es que, desde posicionamientos políticos diferentes, los tres influyentes escritores percibían la unidad familiar como cuna de los valores morales que la sociedad demandaba para su buen funcionamiento; es decir, le otorgaban a la familia el papel de autoridad moral en la sociedad. Hasta ahí lo común, pues la sensibilidad conservadora se diferenciaba de la liberal porque pensaba que la familia tradicional, con una economía estable y en oposición a la familia igualitaria, era la base y el requisito de toda sociedad sana. El argumento en contra de la familia igualitaria no era exclusivamente moral —aunque desde la ideología conservadora se condenaban el divorcio y el concubinato—, sino que estaba relacionado con la defensa de la propiedad privada y el rechazo del individualismo. La familia, como grupo intermedio de la sociedad que no se aliaba al poder político, derivaba su importancia de una larga tradición tanto histórica como legal. Las leyes de progenitura habían garantizado desde el medievo que la propiedad privada de las familias no se fragmentara, que quedara intacta al ser heredada por el hijo mayor. Tras este argumento, se escondía la convicción de la supremacía de lo social sobre lo individual y la creencia de que la acumulación de propiedad privada era producto de la habilidad del hombre para utilizar sus talentos naturales de manera constructiva y administrar sus bienes. Es más, la desigualdad que las leyes de progenitura podían causar entre los hijos no era causa de preocupación, ya que precisamente en las diferencias de estatus y las jerarquías era donde se encontraba la clave de la estabilidad social y donde el individuo podía saber cuál era su lugar en ella. Por ello, la familia se consideraba un grupo social intermedio unido por la sangre, el linaje y la propiedad; una sociedad que existía para frenar el poder del Estado, defender su autonomía y, dentro de ella, los derechos y el lugar de cada miembro que la componía. A través del matrimonio religioso, la familia se convertía en una sociedad independiente e indisoluble, tanto desde un punto de vista legal como moral. O como argüía Louis Gabriel de Bonald (1754-1840) en su ensayo en contra del divorcio en 1801: Religion and the State consider in marriage only the duties it imposes, and they reward it only as the founding act of a society, since this

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society-to-be is,4 in the sacrament, the object of the blessings of religion, and, in the civil contract, the object of the clauses ratified and guaranteed by the State […]. The motives for indissolubility are taken from both domestic and public society, because marriage is both domestic in its principle and public in its effects. (1997: 128)

En otras palabras, la familia es el origen y el núcleo de la sociedad propiamente dicha. Es más, el argumento que defendía la familia como grupo social intermedio se transfería con facilidad a la sociedad en su totalidad, ya que esta era vista como un organismo natural. Tal y como señala Briggs en su contribución a este volumen, el vaivén conceptual que se establece entre las jerarquías privadas de la familia y las públicas como bastiones de orden social se convertiría en una de las estrategias discursivas de la sensibilidad conservadora, que no solo de la liberal. Al igual que la familia, la sociedad se definía por su linaje, su estructura paternalista y los principios morales que la regían. Así, la importancia que el letrado decimonónico le concedía a la familia hace que no sea extraño que se convirtiera en tropo favorecido en su literatura para problematizar y discutir cuáles eran las estructuras sociales y políticas más convenientes para la supervivencia y el progreso de la nación. Partiendo del doble linaje que ostentaba el colombiano José María Vergara y Vergara (1831-1872) —por un lado, ligado a la colonia y, por otro, a la nueva república—, la contribución de Felipe MartínezPinzón se adentra en la sensibilidad conservadora que le permitió a Vergara establecer una relación orgánica con España, tanto a nivel personal como a nivel nacional. A través de un minucioso trabajo de archivo, Martínez-Pinzón rastrea la retórica con la que Vergara forjara esa relación como natural y milenaria. En el centro de ese proyecto, la noción de linaje se vuelve clave, ya que tanto la conquista como la

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Al referirse al matrimonio como una sociedad futura (society-to-be), Bonald apunta a la necesidad de tener hijos para que la familia se consolide: “Marriage is a potential society, the family an actual society” (1997: 128; énfasis en el original).

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colonia se concebían en Vergara como una labor educativa que iba de españoles a criollos —de padres a hijos—. Esto, a su vez, le permitía representar una identidad colombiana específicamente hispana, o, para utilizar la expresión con la que él mismo se definía, una Colombia “americana española”. La sangre y la letra —el linaje y la lengua española— de manos de Vergara entraban así a formar parte en los debates en torno a la cuestión española con un relato en el que España tenía una vigencia civilizatoria que no solo se proyectaba hacia el pasado, sino también hacia el futuro. El capítulo a cargo de Juan Pablo Dabove examina María (1867), de Jorge Isaacs (1837-1895), una de las novelas más populares e influyentes del siglo xix latinoamericano, desde una nueva y sugerente perspectiva. Dabove se enfoca en las estructuras familiares que se organizan en torno a la propiedad privada, la hacienda patriarcal el Paraíso, y en la presencia de lo gótico como el pasado, la historia, que retorna (o que siempre estuvo ahí), obstaculizando el avance del hijo, Efraín, en su educación liberal y su formación como líder y heredero de la hacienda familiar. El acierto del estudio de Dabove resta en que conceptualiza las haciendas, no solo como unidades de producción agraria, sino también como universos estabilizadores de jerarquías y relaciones sociales que revelan las sensibilidades conservadoras de la novela y que aglutinan tensiones entre concepciones liberales y conservadoras de la historia. Por su parte, Ty West, en su contribución a este volumen, toma como punto de partida para hablar de la familia el carruaje ambulante que transportaba a Benito Juárez (1806-1872) y su administración exiliada durante la Guerra de Reforma (1857-1860) y la intervención francesa (1862-1867) en México. En su aproximación, West se detiene en el simbolismo del carruaje y analiza la metáfora “la familia enferma” con la que la prensa y la literatura conservadoras del momento lo denominaban. West muestra cómo la expresión establece una relación entre la nueva ideología liberal, la enfermedad y el miedo al contagio. Desde el discurso de la medicina, junto a una concepción orgánica de la sociedad, el pensamiento conservador articula una crítica tajante al liberalismo. No obstante, lo que nos revela West es que el uso del discurso médico moderno (y modernizante) es indicativo

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de una sensibilidad liberal inserta en lo que a todas luces se presenta como un discurso antiliberal. Por ende, la metáfora enfatiza la idea de la familia nacional concebida como un ser viviente frágil ante el cambio brusco propuesto por las reformas liberales. Así, la enfermedad se convierte en símbolo de la degradación y corrupción que, para el conservador, definía México bajo el gobierno de Juárez. También en un trabajo que focaliza en la familia, Dorde Cuvardic García se acerca a otra de sus funciones sociales importantes, la educación de los niños. Su mirada recae sobre Los niños pintados por ellos mismos (1841), una colección de tipos infantiles adaptada por Manuel Benito Aguirre para el mercado español a partir del texto original francés, Les enfants peints par eux-mêmes (1840). Al escrutar los formatos discursivos del proyecto pedagógico de este libro, Cuvardic encuentra que se inscriben en el marco de un liberalismo que promueve la alfabetización de la niñez y el mercado editorial del libro escolar, si bien rodeados de argumentos de sensibilidad conservadora, la superioridad del hombre de bien o una disciplina cargada de moralidad católica. A los ojos de un lector del siglo xxi, lo que quizás más sorprenda de esta aportación es que los tipos que aparecen en Los niños pintados por ellos mismos promueven la inserción de los niños en el mercado laboral en base a principios morales; es decir, su participación en lo que se podría llamar una economía moral, otro de los elementos que hace que el texto fluctúe entre propuestas liberales y conservadoras en torno a la educación.

Nostalgia conservadora: continuidades y rupturas En el contexto que nos ocupa, para muchos conservadores la adopción de las reformas liberales significó una catástrofe porque suponía una ruptura drástica con el devenir histórico natural de la sociedad, cuya soberanía, para ellos, no residía en el pueblo, sino en Dios. Es más, desde el pensamiento conservador, la idea de someter los derechos privados y posesiones de los grupos sociales intermedios (como la Iglesia y la familia) a la voluntad de las masas era, sobre todo, una forma de despotismo hacia aquel que había logrado su posición social

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gracias a sus atributos naturales, ya fueran estos materiales (herencia) o inmateriales (linaje, inteligencia). Es decir, y como señalan Fabio Kolar y Ulrich Mücke, “el pensamiento conservador no defendía el pasado por ser el pasado. Lo defendía por corresponder a sus ideas del ser humano y del mundo. No era un pensamiento retrógrado sin contenido, sino más bien la expresión política de una visión del mundo arraigada en el cristianismo y en las filosofías seculares herederas de la fe cristiana” (2019: 20). En su ya mencionado libro sobre el conservadurismo, Robert Nisbet (1986: 1) destaca el indiscutible rol fundacional de Edmund Burke (1729-1797) para el pensamiento conservador y su interés por preservar las estructuras sociales intermedias como la familia patriarcal, las comunidades locales, la Iglesia y los gremios o guildas, todos productos de la historia. Como comentábamos antes, la sensibilidad conservadora confiaba en la concreción de la experiencia y desconfiaba de abstracciones universalistas. La historia y la tradición eran las únicas que podían garantizar la legitimidad de la autoridad, porque la sociedad se entendía como una asociación indisoluble entre los que viven, los que ya no están y los que vendrán después. La concepción de la historia de conservadores como Burke, Joseph de Maistre (17531821) y Friedrich Carl von Savigny (1779-1861) es, por tanto, una que privilegia no la cronología del progreso y la modernidad, sino “la persistencia de estructuras, comunidades, hábitos y prejuicios, generación tras generación” (Nisbet 1986: 23). Sin embargo, es necesario subrayar que la sensibilidad conservadora no reniega dogmáticamente de todo cambio, pues es consciente de que es inevitable y natural en el devenir histórico de una nación. Ya lo argumentaba Burke en sus Reflections of the Revolution in France (1790): “A state without the means of some change is without the means of its conservation. Without such means it might even risk the loss of that part of the constitution which it wished the most religiously to preserve” (1824: 27). En otras palabras, cambio, sí, pero este debía ser siempre lento y respetando la tradición, las agrupaciones sociales intermedias y los principios duraderos y naturales de la sociedad. Para Burke, y para la tradición filosófica conservadora que lo siguió, los Estados no podían fijar su mirada solo en el pasado, sino que debían ajustarse a las nuevas circunstancias

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de una manera pragmática para preservar las instituciones producto del desarrollo social a lo largo del tiempo. Con el fin de entender cómo se articularon los textos literarios en un contexto ideológico de promoción y defensa de valores conservadores como la tradición, Andrea Castro aborda el estudio de El Católico Argentino (1874-1876), que describe como “una forma en transición entre canal de comunicación interna para miembros de la parroquia y publicación que se insertaba en la sociedad con el fin de regular la circulación y producción de discurso y de ideología católica intransigente y antiliberal”. Tras un minucioso recuento de los textos literarios publicados en el primer año de publicación de la revista, sus géneros y autores, Castro muestra que, a través de ellos, El Católico Argentino ofrecía una contemporaneidad conservadora que imaginaba el tiempo inmutable de una globalidad española y cristiana. A partir de dos textos particulares —el cuento “El Santo Reclamo”, de Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber 1796-1877), y las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695)—, Castro reflexiona acerca de los efectos que los mecanismos de reescritura y translación pudieron tener sobre los lectores argentinos y de cómo el periódico buscaba despertar el interés de un público que excedía el contexto parroquial, por ejemplo, las lectoras laicas. El trabajo propone que, de este modo, El Católico Argentino creó un espacio transnacional, haciendo a sus lectores parte de una globalidad católica alternativa a la cosmopolita, que ofrecía la modernidad, o a la del mercado, ofrecida por el liberalismo. Situando a México en un contexto estético global, José Ramón Ruisánchez Serra, de la mano de Badiou, piensa el Romanticismo mexicano como un Romanticismo planetario. En este estudio se enfoca en la obra de Manuel M. Flores (1840-1885) y revela en él una sensibilidad conservadora en relación con el individuo que explica cómo el Romanticismo logra sobrevivir en sus excesivos sentimientos. Trazando la inestabilidad de su origen y de lo que significa estar en el Romanticismo, Ruisánchez explora la manera singular en que se proclama el sujeto romántico a partir de la escritura de Flores para concluir que este “debe pensarse primero como un nosotros”; es decir, como la voz de una comunidad. El acierto de Ruisánchez es leer la

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poesía de Flores junto a su obra más íntima: las cartas que le dirige a Rosario de la Peña. Es en estas cartas que se descubre la oscilación definitoria del sujeto romántico: un sujeto que oscila entre un yo y la suma de varios individuos en torno a una verdad (Badiou). Es decir, visto así, el sujeto romántico no es la representación de un yo, de ese individuo ensalzado por el liberalismo, sino un sujeto intersubjetivo, multitudinario, comunal. La compleja relación de los conservadores decimonónicos con la historia es analizada por Javier Uriarte a través de la producción literaria de Alfredo d’Escragnolle Taunay (1843-1899), primer y único Vizconde de Taunay en Brasil. En su trabajo, Uriarte discute el lugar y la forma en que se articulaban la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) y la caída del sistema imperial (1889) en su obra, enfocándose en Memorias (1892), publicada póstumamente siguiendo las instrucciones explícitas del autor. Taunay, aristócrata cercano a la corte, adoptó una mirada nostálgica sobre los veinticinco años del sistema imperial que se había colapsado antes sus ojos y reivindicó no solo su propia figura, sino también la del recién fallecido emperador don Pedro II, personaje que se convierte en uno de los elementos articuladores del texto. Nostalgia por el pasado, linaje, guerra y viaje se revelan como lugares simbólicos que posicionan a Taunay, en el momento de la escritura, no solo en los intensos debates políticos e intelectuales sobre cuestiones referidas al futuro, a la modernización y a la propia noción de abolicionismo que estaban teniendo lugar en Brasil, sino también en un lugar ya al margen de los imparables cambios que definirían el devenir histórico del país a finales del siglo xix. Desplazando el foco a Puerto Rico, Wadda Ríos-Font explora el desarrollo del conservadurismo —y en él su sensibilidad liberal— para problematizar la tradicional visión de la historia nacional en la que los puertorriqueños se presentan como uniformemente liberales e independentistas. Y, si bien hasta cierto punto esta visión puede considerarse cierta, Ríos-Font muestra que el conservadurismo decimonónico en la isla era “una corriente no solo española, sino también criolla, y relacionada con el liberalismo de forma mucho más entreverada de lo que se suele suponer”. Su minucioso estudio de los programas propuestos por los partidos que definen la política de los últimos años

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de la colonia, tanto liberales —Partido Liberal Reformista (1870), Partido Federal Reformista (1873), Partido Autonomista Puerto-Riqueño (1887), unido en 1897 al Partido Liberal Fusionista— como conservadores —Partido Liberal Conservador (1871), Partido Liberal Sin Condiciones (1873)—, expone una historia de acuerdos y desacuerdos, de alianzas y enfrentamientos, que más que ideológicos se descubren pragmáticos. Con este telón de fondo, Ríos-Font se ayuda del modelo del actor-red (o actante-rizoma) de Bruno Latour para situar la producción cultural de Puerto Rico en una red dinámica de actantes y delinear así una clave de lectura para la literatura decimonónica producida en la isla.

Prensa y literatura: normatividad y excesos conservadores Como se sabe, la prensa decimonónica se hizo tribuna del ideario liberal y fomentó el debate público, la rápida circulación de noticias y la promoción de modas y de tendencias que venían, primordialmente, de Europa y los Estados Unidos (Goldgel Carballo 2013). Si bien mucho menos estudiado, es importante recordar que el conservadurismo no se quedó a la zaga de este fenómeno, sabiendo aprovechar tanto las nuevas tecnologías como la velocidad y la expansión del mercado editorial y de los lectores, como recogen los trabajos de Aníbal González (1993), Erika Segre (2007), William Garret Acree Jr. (2011) y Graciela Batticuore (2017). Así lo explica Ty West, sobre el caso mexicano: [C]onservative writers and editors were not always opposed to the speed of print commerce, but instead complicated a rigid interpretation of conservatism by intermittently embracing and rejecting the destabilizing aspects of the press. Furthermore, conservatives capitalized on the power of new print media to shape readers in ways that would promote their worldview, including strategies to exploit the economic aspects of publishing in order to promote conservative publications. (2020: 58-59)

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También es importante recordar que, en 1864, en la encíclica Quanta cura, el papa Pío IX (1792-1878) había denunciado la mala influencia que la prensa liberal ejercía sobre las masas5 e instaba a la comunidad católica a hacer uso de este medio para divulgar “la sana doctrina”; es decir, el papa y su Iglesia católica también supieron reconocer la importancia de la prensa en momentos en los que su posición social cambiaba drásticamente como resultado de las reformas liberales que definieron el siglo. Y es hacia la prensa que Sandra Gasparini dirige su mirada para estudiar la apasionada polémica estética que tuvo como nodos centrales al escritor y diputado católico Pedro Goyena (1843-1892) y el escritor Eugenio Cambaceres (1843-1888) y cuyo motivo fue la publicación de la ópera prima de este último, Pot-pourri. Silbidos de un vago, en 1882. Gasparini muestra que en la disputa estética que se llevó a cabo en la prensa y en algunos prólogos abundan los argumentos morales por parte de Goyena —y de Miguel Cané (1851-1905)— y que en estos se despliega “una sensibilidad atada a una normatividad y una hegemonía que se juzgan inapelables”. Cambaceres se presenta como el que se excede, el que expone a la vista de todos lo que debería quedar dentro de las paredes de la casa del escritor (y de su clase social), pero, finalmente, con sus nuevos libros, el naturalismo que primero defiende con argumentos liberales se irá sumando a las filas del conservadurismo en lo político, revelando la fluidez entre liberalismo y conservadurismo que ya mencionamos anteriormente en esta introducción. También interesándose por la prensa decimonónica, Sergio Gutiérrez Negrón se aboca a estudiar el programa estético del semanario conservador mexicano La Cruz. Periódico exclusivamente religioso (1855-1858) para así entender los mecanismos que utilizaron los editores para conectar lo estético con lo teológico en la gran diversidad

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“[S]abéis muy bien, Venerables Hermanos, que en estos tiempos los adversarios de toda verdad y justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión, engañando a los pueblos y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías doctrinas de todo género por medio de pestíferos libros, folletos y diarios esparcidos por todo el orbe” (Pío IX 1864).

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de textos publicados en la sección de “Variedades”. En esta sección, la poesía religiosa de escritores mexicanos compartía espacio con textos de autores internacionales, se publicaban reseñas sobre literatura, teatro, arte, arquitectura y artículos de exégesis bíblica. Partiendo de la idea de que la sección escenifica las sensibilidades conservadoras en un momento histórico específico, Gutiérrez Negrón propone sugerentemente el concepto de aestesis teológica para visualizar la conceptualización de lo estético como experiencia teológica fuera de sí llevada a cabo por la redacción de La Cruz. Es decir, al incluir textos no necesariamente religiosos, los editores de La Cruz se arriesgaban a abandonar el campo de la sana doctrina, pero a través de una argumentación estética que destacaba la autonomía de la obra de arte, la liberaba de otras posibles ideologías y la dejaba abierta para conducir a sus lectores a una experiencia divina.

La religión y el realismo sacramental Quizás la diferencia más grande entre la sensibilidad conservadora y la liberal concierne la religión. Recordemos que Thomas Hobbes (15881679), cuando en la Parte IV de Leviatán escribe sobre “El reino de la oscuridad”, no se refería a la noche ni al infierno, sino a la ignorancia y la superstición de la que se envolvía la Iglesia católica con sus creencias irracionales, sus santos y sus reliquias. Con el tiempo, la idea de oscuridad y ceguera vino a designar a toda la religión desde un punto de vista liberal. Sin embargo, para el conservador, la religión era importante no solo porque proveía una visión del mundo en términos morales, sino por su utilidad en la sociedad. En lo referente a la religión, las reformas legislativas liberales dominantes, sobre todo a partir de la segunda mitad de siglo, concretizaban los proyectos de expropiación de tierras de la Iglesia y de libertad de culto. Este proceso de secularización y de laicización se percibía como amenaza no solo a la propiedad privada, sino también al trabajo social y político de la Iglesia, trabajo que se insertaba dentro de un orden consagrado por una tradición de siglos. Por ello, el conservador latinoamericano, como señala Tulio Halperin Donghi, “se opuso tenaz-

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mente a los avances de la tolerancia religiosa y a las reformas inmobiliarias que amenazaban la propiedad eclesiástica” (1986: 195), además de a las reformas educativas que abogaban por la secularización de la enseñanza pública. La figura del papa Pío IX resulta clave en este contexto. Su papado, que se inició en 1846, vehiculó la llamada romanización, “un proceso de larga duración, debido en buena parte al esfuerzo del papado por consolidar la cohesión de la Iglesia frente a los Estados y a las ideologías seculares” (Di Stefano y Zanata 2009: 342). A través de dogmas —por ejemplo, el de la infalibilidad pontificia en el Concilio Vaticano de 1879— y encíclicas —como la ya mencionada Quanta cura (1864)—, el Vaticano centralizó el poder dogmático, doctrinario y disciplinario en el papa y su curia y estableció un modelo que atenuaba las autonomías eclesiásticas locales y les imponía normas universales para la liturgia y las devociones locales. Las diferentes iglesias nacionales, enfrentadas a una tensión entre el deseo de conservar la idea de iglesia como un conjunto de “corporaciones muy autónomas que gestiona[ban] el culto, la predicación y la pastoral y administra[ban] la jurisdicción espiritual” (Di Stefano y Zanata 2009: 9), las nuevas normativas universales y homogeneizadoras desde el Vaticano y los vientos secularizadores que soplaban en las nuevas naciones, adoptaron este modelo romano en diferentes grados (Di Stefano y Zanata 2009: 342-343). Así, se puede observar dentro de la Iglesia una tensión entre lo local y lo universal, tensión que se fue resolviendo, acorde al pragmatismo del pensamiento conservador (Robin 2011: 17), por preservar la tradición, como algunos de los trabajos de este volumen bien muestran. Los rápidos cambios que experimentó la Iglesia católica en España y Latinoamérica durante el siglo xix hicieron que esta pasara de ser una institución política y social a ser una cuestión espiritual y privada. Ante lo que se experimentaba como una catastrófica pérdida, el clero se vio obligado a desarrollar estrategias que le ayudaran a recuperar su función social, como aliarse con los partidos conservadores para seguir participando en la política o fomentar la educación religiosa de los niños y así impulsar y conservar una visión del mundo guiada por la moral católica.

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Para entender mejor esta visión religiosa, el capítulo de Kari Soriano Salkjelsvik propone leer uno de los cuentos fundacionales de la literatura fantástica mexicana, “Lanchitas” (1877), de José María Roa Bárcena (1827-1908), desde la perspectiva del dogma católico. Al desplazar el enfoque crítico del elemento fantástico a la figura del cura, personaje principal de la narración, y a la transformación que este experimenta ante el evento religioso de la confesión, Salkjelsvik arguye que Roa Bárcena “hace religión” (Latour); es decir, muestra la performatividad y verdadera naturaleza del sacramento católico. Esto es lo que la lleva a pensar el cuento como realismo sacramental literario. Por ende, traza cómo “Lanchitas” expone los peligros que conlleva la formación liberal en el cura y propone una vuelta a las funciones más básicas del clero: la formación católica de los niños.

Para finalizar Este volumen es producto del trabajo de una red de investigadores que durante los últimos cuatro años ha colaborado en seminarios y congresos internacionales con discusiones en torno a la intersección de los estudios culturales y el pensamiento conservador.6 En los miembros de esta red hay un interés común por el trabajo empírico y de lectura cuidadosa de los textos estudiados, con el fin de aportar nuevos matices a los estudios del siglo xix. La complejidad del panorama ideológico ha supuesto un desafío que, si bien no nos amedrenta, sí requiere de un trabajo minucioso y, por eso, lento. La diversidad de fuentes consultadas y los diferentes acercamientos teóricos y metodológicos presentes en este volumen —así como la inmensidad del área geográfica cubierta—, son reflejo de la gran variedad de prácticas y posicionamientos ideológicos a los que nos

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Las autoras de esta introducción reciben financiación para su investigación del Consejo de Ciencias Sueco, Vetenskapsrådet, con el proyecto Conservative Sensibilities. The Literary Imagination and the Press in Nineteenth-Century Latin America (ID 2018-01171).

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enfrentamos al comenzar a explorar las sensibilidades conservadoras decimonónicas. Una parte fundamental del trabajo que realizamos dentro de esta red lo constituye la búsqueda en bibliotecas y hemerotecas de textos olvidados o solo mencionados. Se trata de un trabajo hermoso y del que poco se habla en la disciplina de los estudios literarios, a diferencia de lo que ocurre en la historiografía. “[N]unca se explicará suficientemente hasta qué punto es lento el trabajo de archivo, y cuán creativa puede ser esa lentitud en las manos y en el espíritu”, escribe Arlette Farge (1991: 43) en su bello libro La atracción del archivo. El trabajo de archivo impone su propio ritmo, que no cuadra en las exigencias de publicación que las universidades quieren imponer sobre sus investigadores. Es un trabajo en el que abundan “las operaciones simples” —revisar catálogos, rellenar fichas, ponerse los guantes de algodón blancos, pasar hoja por hoja, tomar nota—, pero “al hacerlo, un nuevo objeto se fabrica, se constituye una forma diferente de saber” (Farge 1991: 51), el objeto —el periódico, la revista, el libro— cambia ante los ojos del investigador y, finalmente, ante el mundo. Los trabajos del volumen apuntan en diferentes direcciones, cubren diferentes tipos de materiales y abordajes, plantean diferentes preguntas de investigación. Unidos en este libro, hablan de la actitud exploratoria del proyecto común. En la búsqueda conjunta por entender cómo se hace para estudiar las sensibilidades conservadoras, todavía seguimos preguntándonos si es posible hacerlo, todavía seguimos pensando cuáles son las preguntas que debemos hacerles a los materiales con los que nos vamos encontrando. Pero, también, los resultados y las nuevas preguntas que los trabajos formulan son prueba de que vale la pena seguir pensando, porque estamos en la pista de algo que hace falta hacer.

Bibliografía Acree, Jr., William Garrett (2011): Everyday Reading. Print Culture and Collective Identity in the Rio de la Plata, 1780-1910. Nashville: Vanderbilt University Press.

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La matriz liberal. Notas para el pensamiento de la sociedad civil, las libertades y la oposición conservadora en el siglo xix mexicano Ignacio M. Sánchez Prado Washington University in St. Louis

En Sur l’État, sus cursos del Collège de France sobre la sociogénesis del Estado, Pierre Bourdieu plantea que en el modelo constitucional francés existe una escisión fundamental entre la nacionalidad, definida como categoría etnocultural a partir de la posesión de una lengua, una tradición y una historia, y la ciudadanía, como cualidad fundamentalmente jurídica y discursiva, basada en una república entendida como institución jurídica que descansa sobre una constitución. Esta escisión, observa Bourdieu, genera el problema fundamental de todas las generaciones subsecuentes a la Revolución francesa: la dificultad de transformar el “deber-ser” del ciudadano en realidad empírica (2012: 553). La doble tensión que Bourdieu presenta aquí es notable. Por un

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lado, la distinción entre nacionalidad y ciudadanía articula una de las paradojas fundamentales del modelo liberal: la tensión entre la imposibilidad y la violencia (basada para Bourdieu en discursos artificiales y arcaizantes) de la homogeneización etnocultural y el imperativo de construcción de un sistema de igualdades jurídicas necesario para articular la nación al Estado de derecho. Por otro, en la medida en que Bourdieu es ante todo un sociólogo de las prácticas empíricas que subyacen a los procesos y modelos de dominación social, la tensión fundamental de la democracia en su argumento radica en la paradoja interna del modelo de ciudadanía, debido a que su condición de posibilidad, la igualdad ante la ley, es el obstáculo fundamental para su realización. Eso se debe a su vez al hecho de que la ciudadanía requiere no solo lo que Louis Althusser llama “interpelación” (1997: 138-449), sino aquello que el pensador italiano Roberto Esposito llama “inmunidad”; es decir, la negatividad constitutiva de la comunidad que, en palabras de Timothy Campbell, defiende a los individuos de los “efectos expropiativos” de la comunidad (Campbell en Esposito 2008: ixxi). Para Esposito, “[j]ust as in the medical practice of vaccinating the individual body, so the immunization of the political body functions similarly, introducing within it a fragment of the same pathogen from which it wants to protect itself, by blocking and contradicting natural development” (2008: 46). En estos términos, la contradicción identificada por Bourdieu en la base del Estado, construida a través de la articulación de una cultura de pretensión universal con la particularidad de una tradición histórica o religiosa (2012: 252), sería posibilitada por el paradigma inmunitario: la inoculación de los efectos jurídicos de la universalidad ciudadana a través de una negatividad constitutiva fundada en la tradición y la raza. Lo que el análisis de Bourdieu y de Esposito pone de manifiesto es un procedimiento central a la matriz liberal construida en el México decimonónico, un agregado de discursos, saberes y prácticas que operan en el devenir histórico de la construcción de hegemonía en el país. Este procedimiento consiste en la emergencia de un orden constitucional de ciudadanía basado en la irresoluble tensión inmunitaria entre una noción de colectividad social que nunca puede devenir del todo y un discurso de garantías individuales que opera como forma

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de constante disolución de colectividades políticas resistentes. El personaje en torno al cual planteo algunas de estas reflexiones, Francisco Zarco (1829-1869), es una figura que opera en esta tensión inmunitaria, un teórico de las libertades individuales que se erige como figura central del constitucionalismo de 1857 y de la incipiente sociedad civil que se constituiría como resultado de esta. Creo que constituye un estudio de caso importante para comprender la cultura emergida de las discusiones en torno a la soberanía popular porque su obra opera en el contexto de la emergencia del literato como enunciador privilegiado de los saberes liberales, ubicado en la ambigua posición de ciudadano individual que, en nombre de un pueblo ilustrado por venir, opera desde un espacio que lo inmuniza de la comunidad preilustrada mexicana, compuesta por una clase baja que no estaba, desde su perspectiva, a la altura de la modernidad y por una clase política inclinada a una barbarie encarnada en la feroz división entre liberales y conservadores. Como otros liberales, Zarco representa una figura del escritor que encarna en sí varios regímenes de discurso y ciudadanía y que permite al letrado liberal convertirse en un locus de confluencia de la autoridad soberana del Estado, de la pulsión comunitaria encarnada en categorías como el pueblo o el público y la inmunización a la colectividad que da pie a la emergencia del individuo como ciudadano. El acto mismo de la escritura era lo que permitía a figuras como Zarco emerger como sujetos privilegiados de enunciación tanto del Estado como de la opinión pública. Beatriz González-Stephan plantea que “[l]as estrategias que abraza el proyecto de construcción nacional, incluyendo las del ciudadano, guardan una implícita relación con el poder de la escritura. La escritura se erige en el espacio de la ley, de la autoridad, en el poder fundacional y creador de las nuevas identidades” (1995: 435). Aunque la discusión de González-Stephan se centra en un punto lateral al presente estudio —la dicotomía civilización/ barbarie—, su formulación del problema de la escritura provee, no obstante, un valioso punto de partida para el estudio de Francisco Zarco: “Escribir, al menos durante la primera mitad del siglo xix, respondía a la necesidad de ordenar e instaurar la lógica de la civilización; pero, a la vez, era un ejercicio previo y sobredeterminante de la modernización. Era dar forma anticipada al sueño modernizador. La

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palabra llena los vacíos: construye estados, ciudades, fronteras, diseña geografías para ser pobladas, modela a sus habitantes” (1995: 435). El estudio de autores como Zarco muestra las distintas formas en las que la escritura articula concretamente el sueño modernizador. Si algo distingue a Zarco es que en las distintas modalidades del discurso que encarnaron su obra y su persona —como legislador, periodista, cronista de modas, poeta, crítico literario, etc.— confluían varias dimensiones del sueño modernizador del que habla González-Stephan. Francisco Zarco se ubica en el punto cero de la matriz discursiva de la Reforma Liberal. Su obra permite ilustrar varios elementos que subyacen a dicha matriz en tanto práctica material de poder y discurso, elementos que se institucionalizarían en la formación de la hegemonía política y cultural del México moderno. Primero, Zarco representa una de las primeras instancias de formación del arquetipo moderno de la figura del intelectual en México, en un momento previo al proceso de adquisición de autonomía del campo literario que ocurriría después de la Revolución mexicana (Sánchez Prado 2009), o, si se quiere, de manera previa a la profesionalización del escritor durante el porfiriato, en el cual operó una escritura, alrededor de la Revista Azul y la Revista Moderna, donde la división del trabajo intelectual entre los estadistas y los letrados era más clara (Pineda Franco 2006). Zarco pertenece a ese cuadrante de intelectuales decimonónicos para los cuales no existe separación en las dos funciones definidas por Zygmunt Bauman (2009), legislador e intérprete, puesto que el imperio de la letra en la vida pública del siglo xix permitió a los contemporáneos del juarismo erigirse simultáneamente en agentes legítimos de la hegemonía del Estado y en miembros de la sociedad civil ejerciendo libertades individuales. Zarco se enmarca en una ampliación de la lectura en las élites, que rompen con la centralidad de la cultura eclesiástica y comienzan a leer un canon heterodoxo de saberes provenientes sobre todo de la Ilustración francesa. Como resultado de esto, observa Carlos Monsiváis, la gradual emergencia de la formación del Estado nacional como prioridad para la clase letrada hizo que los escritores se convirtieran en “creadores de un nuevo lenguaje público a partir de la combinación de arrebato lírico y cultura jurídica” (2005: 90). En estos términos, Zarco escribe en la confluencia de tres ámbitos fundamentales de la cultura mexi-

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cana de la década de 1850 —la centralización en la literatura de la res pública, la escritura de la Constitución de 1857 como consolidación de la política liberal y la emergencia del periodismo como vehículo privilegiado de enunciación de la incipiente sociedad civil—.1 Por esta razón, Zarco es una figura neurálgica para comprender la relación entre literatura y Estado en el siglo xix y para discutir las continuidades que este momento fundante tiene en el concepto mismo del intelectual público hasta nuestros días. En esto, Zarco replica una fórmula de legitimidad política basada en la articulación de “la ley, la opinión y las armas”, cuya formulación ha sido ubicada por Brian Connaughton (2003) en el periodo inmediatamente anterior a la Reforma, enmarcado por el derrocamiento de Valentín Gómez Farías en 1834 y la reconfiguración, iniciada en 1848, del país tras la derrota militar frente a los Estados Unidos. En el cuerpo y discurso de intelectuales letrados decimonónicos como Zarco confluyeron las dos categorías antitéticas del pensamiento de Esposito: la inmunidad que mantiene al individuo en una situación de perenne excepcionalidad frente al todo social y la comunidad que emerge como imperativo de la función política.2

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Aníbal González discute la idea de que la violencia de la modernidad era por momentos la de la pluma (1993: 3), situación en la que ubica tanto al periodismo como a la narrativa de ficción. Es importante decir que la distinción entre periodismo y literatura en el sentido actual del término no es clara en el caso de autores como Zarco, que preceden al modernismo. Con todo, me parece fundamental observar que, en la Reforma Liberal, el periodismo ejerce en parte esa violencia modernizadora de la que habla González en la constitución de un imaginario de sociedad civil que no corresponde de manera empírica a la población sujeta al orden constitucional. Cuando se aplica la idea del paradigma inmunitario de Esposito al liberalismo decimonónico, conviene recordar la distinción planteada por José Guilherme Merquior entre la tradición inglesa y la tradición francesa de pensamiento sobre la relación entre individuo y Estado. El constitucionalismo mexicano se pliega menos a la tradición anglosajona, que entiende a los individuos como sujetos independientes que establecen una relación asociativa con el Estado —basado en la conversión de la nobleza en una élite agraria que mantiene el control del gobierno descentralizado— y sigue más bien el paradigma rupturista de la Revolución francesa, que crea la necesidad de usar al Estado para liberar al individuo y garantizar sus derechos (Merquior 1991: 13-14). El punto que agregaría aquí

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En su estudio del letrado decimonónico, Ángel Rama habla de dos fenómenos que explican bien a personajes como Zarco. Por un lado, sobre todo por influencia de autores como Ralph Waldo Emerson, emergen el periodista y el abogado como “figuras heroicas y solitarias” del campo letrado (1984: 77). Esto, a su vez, es parte de un proceso más amplio de emergencia de una disidencia interior a la ciudad letrada que, en palabras de Rama, contribuyó a la “configuración de un pensamiento crítico” (1984: 78). Zarco, quien era tanto abogado como periodista, ha sido institucionalizado en la memoria cultural mexicana como este tipo de héroe en la medida en que se le reconoce como el gran teórico de la libertad de prensa y de expresión. Aquí podemos recordar el libro póstumo de Miguel Ángel Granados Chapa publicado en 2012 con el título de Francisco Zarco y la libertad de expresión.3 Sin embargo, un estudio más amplio de su obra indica que, de manera paralela al periodista y abogado, figuras inmunitarias del orden liberal en la medida en que operan desde la sociedad civil, emergía en el orden constitucional mexicano la tensión comunitaria a través de la postulación explícita de la soberanía popular en las Leyes de Reforma de 1857.4 es que el individuo no es tanto un subordinado del Estado como una excepción constitutiva, cuya existencia está garantizada efectivamente por el marco constitucional, pero cuyo poder radica en su capacidad de existir en una excepción a la totalización y la horizontalización jurídicas que subyacen a la idea de ciudadanía. 3 Cabría decir que existe una buena biografía intelectual de Zarco, la escrita por Raymond Curtis Wheat (1957). Resulta significativo observar que Zarco aparece constantemente en el mapa de las historiografías del liberalismo mexicano, pero se les ha dedicado poca atención crítica a sus escritos. 4 Expandiendo sobre lo discutido en la introducción, los lectores pueden encontrar muy buenos sumarios sobre el proceso de la Reforma Liberal en varias fuentes. Vale la pena consultar Bushnell y Macaulay (1994: 193-200), donde se localiza el caso mexicano en un amplio espectro del liberalismo latinoamericano, así como las discusiones clásicas de Reyes Heroles (1974) y Díaz (1994). El libro que mejor describe la Reforma misma en sentido amplio es Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), de Jacqueline Covo (1983). Sobre las consecuencias a largo plazo de las reformas es posible consultar otros dos clásicos: Hale (2002) y Cosío Villegas (1998), libros de referencia para comprender las conexiones del periodo discutido aquí.

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En el artículo 39 de dicho documento, que traigo de nuevo a colación para discutir a Zarco, se puede leer el grado cero de la matriz liberal mexicana: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno” (Tena Ramírez 1971: 613). La fundación jurídica de la comunidad emergente a partir de la enunciación constitucional —porque, a fin de cuentas, una constitución no es sino un discurso emergido a partir de las prácticas materiales y el habitus de un campo jurídico autónomo (Bourdieu 2012: 508-518)— se vuelve inherentemente contradictoria, puesto que postula una comunidad sobre la que se funda el poder soberano del Estado que está desde siempre tensionada por la inmunidad del individuo-ciudadano, cuya existencia emerge en el artículo primero: “El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales. En consecuencia, declara que todas las leyes y todas las autoridades del país deben respetar y sostener las garantías que otorga la presente Constitución” (Tena Ramírez 1971: 607). El punto aquí es que el primer acto de enunciación del pueblo soberano no es la constitución del Estado en tanto comunidad, sino la declaración de los principios de la inmunidad del individuo frente a esa comunidad: lo que llamamos garantías individuales. Hasta que los principios de dicha inmunidad son establecidos por todo el título primero de la Constitución (en el que se incluyen libertades de industria, prensa y asociación, así como garantías legales frente a los tribunales), se puede llegar finalmente, treinta y ocho artículos después, a la cuestión de la soberanía popular. Por ello, para resolver la tensión entre comunidad e inmunidad, corresponde al sujeto de enunciación constitucional, encarnado por un pueblo que existe en el deber-ser, pero no en la realidad empírica, establecer el devenir práctico de la soberanía popular en Estado, encarnado en el artículo 40: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental” (Tena Ramírez 1971: 613).

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Y, a partir de esta premisa, el campo de poder emerge como práctica material en el momento en que se postula como la corporalidad institucional de la voluntad soberana del pueblo. O como lo pone el artículo 41: “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión en los casos de su competencia, y por los de los Estados para lo que toca a su régimen interior, en los términos respectivamente establecidos por esta Constitución federal y las particulares de los Estados, las que en ningún caso podrán contravenir a las estipulaciones del pacto federal” (Tena Ramírez 1971: 613). Teóricos políticos como Bernard Yack han postulado la importancia de pensar la soberanía popular como un paso previo a la construcción de la nación. Para Yack, “popular sovereignty doctrines insist that it is the people, the collective body of a territory’s inhabitants, [...] that should exercise such mastery [over the territory]. Nevertheless, these doctrines open the door to assertions of national sovereignty by justifying the right of peoples to disestablish and reconstruct the authority of the state” (2001: 528). De aquí que la soberanía popular como categoría jurídica precede siempre la formación de la idea de nación en una sociedad dada, puesto que no es sino hasta la definición del pueblo como sujeto soberano que la idea de la comunidad imaginada adquiere relevancia y urgencia. Sin embargo, puesto en términos de Esposito y de la afirmación del ciudadano individual en los primeros treinta y ocho artículos de la Constitución de 1857, existe un paso intermedio, en el cual debe emerger un sujeto inmunitario al que le corresponda enunciar y representar tanto al pueblo como a la nación, para que esa soberanía pueda constituir una comunidad. Francisco Zarco es, junto con otros intelectuales del liberalismo mexicano, una de las figuras cuyas prácticas intelectuales y materiales lo ubican en dicha posición inmunitaria. Si yuxtaponemos el análisis de Rama con este excurso sobre la fundamentación constitucional de la soberanía popular y con los puntos desarrollados arriba, podemos ver que la consagración del intelectual letrado como sujeto de enunciación privilegiado de las libertades individuales que lo inmunizan frente a la comunidad y el establecimiento del pueblo como comunidad soberana de la cual emana un Estado legítimo que rompe de manera decisiva con las instituciones del legado

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colonial (sobre todo la Iglesia) no solo ocurren de manera simultánea, sino que se presuponen entre sí. En uno de los mejores estudios sobre la cuestión de la soberanía popular en México, Paulina Ochoa Espejo observa que el mayor problema del “constitutional paternalism” de los liberales radica en “how to justify the original violence involved in the creation of the state and its institutions. Such violence emerged because it was not ‘the people’ but rather a political and economic elite who forcibly created a modern state from above, a situation that was difficult to justify” (2011: 23). Aunque creo que el término “paternalismo constitucional” de Ochoa Espejo simplifica el proceso descrito aquí, su análisis nos deja ver que el vacío constitutivo e infranqueable entre el deber-ser de la república y la praxis social de la ciudadanía teorizada por Bourdieu y Esposito adquiere un peso crítico particular cuando se analiza y debate desde la materialidad misma de las relaciones de poder encarnadas en el texto constitucional; es decir, cuando se piensa en los procesos materiales que constituyen al sujeto de la enunciación del discurso de la soberanía popular. La obra de Zarco es un punto privilegiado para dicha crítica porque su existencia simultánea como legislador del nuevo orden legal de 1857 y como intérprete de las contradicciones y límites de dicho proceso desde la inmunidad concedida al intelectual público vía las tesis de la libertad de prensa que él mismo impulsó constituyen un punto fundacional de inflexión de las aporías constitutivas de la matriz liberal mexicana. Aunque algunos historiadores de la Constitución del 1857, como Jesús Reyes Heroles, han identificado a Zarco como parte de un campo democrático radical que no prevaleció del todo en los debates constitucionales (1974: 298-300), es precisamente esta localización simbólica la que lo hace uno de los enunciadores fundamentales de la universalidad del orden liberal en México. En un artículo titulado “El orden constitucional”, publicado como editorial en la primera plana del periódico El Siglo Diez y Nueve el sábado 14 de febrero de 1857, Zarco observa: Cuando la Constitución a nadie excluye, cuando entrega el poder al pueblo para que el pueblo se gobierne por sí mismo, no hay pretexto para no aceptar el nuevo orden legal. En él caben todos los programas, todas

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Ignacio M. Sánchez Prado las aspiraciones legítimas, y en él es posible la lucha de todos los hombres que defiriendo en sus principios políticos, no olvidan que son compatriotas y hermanos, y que vencidos hoy pueden ser vencedores mañana, sin mancharse con odios, con atrocidades ni persecuciones. (1990: 8, 53)5

Esta aseveración es bastante notable si consideramos la reputación de Zarco como uno de los defensores más conocidos de las libertades y garantías individuales en el siglo xix. Incluso, en una muy importante nota editorial publicada el 5 de octubre de 1855, Zarco defendía la idea de que aquellos fuera del liberalismo gozaran de la misma libertad de prensa: “Queremos plena y absoluta libertad para que cada uno sostenga los principios políticos que profese: si hay quien piense establecer periódicos en que se defiendan la monarquía y el socialismo, lejos de pedir su supresión, alzaremos la voz para que se les deje subsistir” (1990: 6, 293). La diferencia entre este texto y el publicado en 1857 radica en el cambio de posición de Zarco, ya que, para 1857, era mucho más claramente un hombre de Estado, puesto que la promulgación misma de la Constitución demarca de manera clara un Estado de derecho contrario a las posturas de los conservadores, quienes buscaban derogarla. Este descontento de los conservadores tomaría forma en diciembre de 1857 con la promulgación del Plan de Tacubaya, a partir del cual el general Félix Zuloaga encabezaría una insurrección que resultaría en la Guerra de Reforma, que duraría hasta la restauración de la república el 1 de enero de 1861. En cierto sentido, y aquí emerge el espacio de la crítica conservadora, la posibilidad misma de las ideas expresadas en el texto de 1857 proviene del estatuto inmunitario de Zarco como periodista que fue erigido a estatuto constitucional precisamente en ese momento. La excepcionalidad asumida por el intelectual qua periodista le permite a Zarco postular simultáneamente la idea del orden constitucional como totalidad simbólica del discurso político posible (“En él

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Todas las citas de Francisco Zarco provienen de la edición de sus Obras completas compilada por Boris Rosen Jélomer. El primer número denota el volumen y el segundo, las páginas.

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caben todos los programas, todas las aspiraciones legítimas”), así como la construcción de un paradójico espacio de excepción que permite al sujeto inmunitario la criminalización de todos aquellos que resistan su elevación al estatuto de “compatriotas y hermanos”. En el párrafo que precede la cita anterior, Zarco observa sin equívocos: “Los que no aceptan la nueva Constitución se declaran fuera de la legalidad, confiesan su impotencia ante la opinión pública, se convierten en enemigos de la paz, y reconocen que no pueden llegar al poder sino por medio de trastornos y de rebeliones, esto es, por asalto, por sorpresa, por violencia, y no por la voluntad de sus conciudadanos” (1990: 8, 53). Por supuesto, hay que tener en mente que existe a lo largo de todo el proceso constitucional de la Reforma la amenaza de un golpe de Estado de los sectores conservadores. Por esta razón, Zarco dedica un número considerable de textos en 1857 a argumentar desde la prensa la idea de que el orden constitucional construye el disenso dentro de sí mismo, planteando de manera clara que incluso la expansión y redefinición de los derechos es inherente al orden establecido por el liberalismo. En un texto del 13 de junio, uno de los muchos escritos dedicados a rebatir la sombra del golpe, Zarco observa: Los progresistas queremos la reforma política, social, económica, administrativa, por medios legales, porque tenemos fe en el pueblo, porque reconocemos su soberanía que no es para nosotros una ficción para llegar al poder, porque creemos que ni el genio, ni el valor, ni el heroísmo, ni las virtudes todas son títulos suficientes para que un hombre se imponga al pueblo por su voluntad y lo prive de su libertad y del derecho para gobernarse a sí mismo. (1990: 8, 283)

El punto de Zarco es refutar la idea de la existencia de una “dictadura liberal” en la que se sustentaban las quejas de algunos conservadores. Silvestre Villegas Revueltas ha señalado que en ese momento Zarco escribía las editoriales “como una llamada a todas las facciones para que entren al terreno de la legalidad, es una invitación para fomentar la paz y, al igual que muchos otros individuos, una advertencia acerca de lo peligroso que era para el país continuar el camino de la fuerza” (1997: 171). Esta meta era sin duda comprensible, en medio

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de un país que llevaba décadas de conflicto interno y de guerra con otros países y al que todavía le faltaba más de una década de guerra e intervención extranjera. Sin embargo, el lenguaje del constitucionalismo se estructuraba en una criminalización y un descarte de todas las perspectivas ideológicas —conservadoras en este momento, pero en las que cabrían después los anarquistas, los socialistas utópicos y otras vías políticas—, ya que cualquier vía de pacificación era solo posible a través del reconocimiento de la soberanía de un pueblo que no era ficcional para Zarco, pero que claramente estaba definido en términos compatibles al ideario liberal. O, como lo pone Villegas Revueltas, “un punto importantísimo del documento [un artículo de Zarco del 5 de junio de 1857] es que invita a un juego legal para dirimir las diferencias en torno al nuevo corpus legal. Las sediciones, revoluciones, conspiraciones y demás acciones subversivas no tienen razón de ser” (1997: 170). Aunque Villegas Revueltas lamenta el hecho de que los conservadores optaron por la guerra civil —algo que tuvo consecuencias funestas sin duda—, cabe decir que el argumento de Zarco otorga a los liberales el rol de voceros incuestionables del pueblo. El punto es que, más allá de la legitimidad que la causa liberal pudiera tener en el contexto de la realpolitik de 1857, el giro retórico es establecer el orden constitucional como espacio absoluto de lo político y la consolidación de los liberales como únicos garantes de la soberanía popular. La paradoja que no hay que perder de vista es que la Constitución misma nace de un pronunciamiento, el Plan de Ayutla, como hubiera nacido cualquier cambio fundamental en la hegemonía política de México en la época. Lo que permite la soberanía popular es el innovador postulado de un orden social que pudiera absorber la totalidad del espacio de disenso social en una suerte de esfera pública que, más que ser autónoma del cuerpo soberano, coincide de manera exacta con el sujeto de la soberanía: el pueblo ejerce el poder político desde una voluntad homogeneizada por el consenso liberal, a la vez que es el espacio que permite el disenso solo cuando está regulado por el consenso mismo. En sus tesis sobre la política, Jacques Rancière observa que “the ‘all’ of the community named by democracy is an empty, supplementary part that separates the community out from the sum

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of the parts of the social body” (2010: 33). Las Leyes de Reforma y los artículos escritos por figuras como Zarco son el grado cero de la democracia en México precisamente porque son intentos de nombrar esta comunidad democrática que, sin embargo, mantiene una distancia infranqueable con la totalidad del cuerpo social. Lo notable del argumento de Zarco es que esa distancia no es reconocible desde dentro del paradigma liberal, y es incapaz de pensar que la única relación posible con distintos suplementos ideológicos y poblacionales (como el conservadurismo en este momento) es el conflicto. De esta forma, la reacción de Zarco a los desafíos conservadores pone de manifiesto la operación fundacional de la intelectualidad liberal mexicana que emerge del proceso de la Reforma. Si volvemos a intersecar el análisis de Esposito respecto a la inmunidad con el trabajo de Bourdieu sobre el poder como praxis social, podemos entender el mecanismo que autoriza a Zarco a utilizar el espacio público de la prensa como forma de sancionar simbólicamente a los muchos ciudadanos —desde los conservadores, cuya exclusión del espacio político resultó, como observa Ochoa Espejo, de su derrota militar, hasta los socialistas, anarquistas y líderes campesinos, que serían objeto de brutales persecuciones y represiones en el periodo que va de Juárez al final del porfiriato— que, reclamando la soberanía popular del artículo 39, resisten el monopolio de dicha soberanía de parte del discurso liberal, implícito tanto en la formulación explícita de la república como encarnación de la soberanía popular en el artículo 40 como en la absolutización del Estado de derecho como único espacio legítimo para la política en la obra de pensadores como Zarco. Este mecanismo se desdobla en una serie de operaciones implícitas al constitucionalismo. Primero, la ciudad letrada, a fin de cuentas enunciadora privilegiada del orden constitucional, construye para sí un espacio inmunitario a partir de la elevación de lo que Jürgen Habermas llama el “espacio de acción comunicativa” al estatuto de garantía individual. De hecho, como el propio Habermas reconoce, “as a consequence of the constitutional definition of the public realm and its functions, publicness became the organization principle for the procedures of the organs of the state themselves” (1991: 83). Dicho de otro modo, en la época de Zarco, el control liberal del Estado no se logra por el monopolio de

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la violencia, algo que el Estado mexicano nunca ha tenido del todo en su historia, sino por el monopolio de la esfera pública, sustentada precisamente por una práctica intelectual que enuncia la coerción de aquellos que no participen del Estado de derecho. Un importante antecedente es la transformación de los monarquistas en conservadores a fines de la década de 1840, justo en el momento en que se empezó a dirimir en la prensa la idea de soberanía popular. Esta transformación, según el elegante análisis de Elías José Palti, permite a los conservadores participar en una política entendida como “la continuación de la política por otros medios”, invirtiendo la fórmula de Clausewitz (Palti 1998: 43-57). De hecho, como recuerda José Antonio Aguilar Rivera respecto a este debate, “[l]os mexicanos incorporaron la crítica doctrinaria de la soberanía a sus alegatos, pero no su visión positiva del gobierno representativo” (2012: 306). Desde esta postura, los conservadores utilizan libertades liberales como la prensa para socavar el orden constitucional de la Reforma, del cual buscan constantemente su derogación. En respuesta, Zarco, desde la promulgación misma de la Constitución, establece esta demarcación excluyente del pueblo que contradice la noción universalista sobre la que se funda la doctrina de la soberanía popular. A partir de esto entra en cuestión Bourdieu, quien plantea en Practical Reason: “The state is the culmination of a process of concentration of different species of capital: capital of physical force or instruments of coercion (army, police), economic capital, cultural or (better) informational capital, and symbolic capital. It is this concentration as such which constitutes the state as the holder of a sort of metacapital granting power over other species of capital and over their holders” (1998: 41, énfasis en el original). Al enunciar la noción de soberanía popular desde el espacio inmunitario de las libertades individuales que la clase liberal se autoconcede durante el proceso constitucional, las élites, que debieron adquirir el poder a través de la violencia real y estructural, claman para sí distintas formas de capital: el político, vía la soberanía popular; el económico, vía la separación Iglesia-Estado y la secularización de la propiedad de la tierra; el cultural e informacional, vía la prensa y la esfera comunicacional, y el simbólico, vía la construcción de la cultura nacional. Resulta aquí instructivo leer los debates de la

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Constitución de 1857, publicados en cinco enormes volúmenes bajo el título Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857, editados por Zarco mismo, que recogen una selección de los debates que precedieron la promulgación de las Leyes de Reforma. Podemos ver en este documento cómo las figuras centrales del juarismo adquieren para sí, individualmente y como grupo, todas las formas de capital de las que habla Bourdieu. Por ejemplo, Ponciano Arriaga, una gran figura del liberalismo aún admirada por sus contribuciones a las ideas de reforma agraria, sustenta que “[d]espués de los días funestos de una dictadura esencialmente inmoral y perversa” (la de Antonio López de Santa Anna), el pueblo mexicano “demandaba que los representantes del pueblo, interpretando fielmente las palabras de la revolución, se apresurasen á formular los votos nacionales y á fijar los artículos de un acta constitutiva” (Zarco 1898: II, 45-46). Conviene recordar que “las palabras de la revolución” puede leerse como una referencia al Plan de Ayutla, el manifiesto liberal escrito por los militares levantados contra Santa Anna, y en cuyo quinto inciso llama a la creación de un congreso extraordinario.6 El punto es, claramente, que el reclamo del pueblo por la “formulación de los votos nacionales” no es sino la validación del plan político liberal planteado desde los orígenes mismos de la conjura contra Santa Anna. Vemos en este tipo de aseveración el grado cero del metacapital del que habla Bourdieu: un grupo reducido de constituyentes (de juristas, como lo describe en Sur l’État) que, desde la autonomía que el campo jurídico tiene de otras esferas como la militar, permiten la consolidación de la élite letrada liberal como la enunciadora de la soberanía popular. José Antonio Gamboa, congresista liberal por el estado de Oaxaca, defiende la idea de la democracia directa en los debates, argumentando, según lo pone Zarco a través del discurso libre indirecto, “admitido el sufragio 6

El texto del Plan de Ayutla dice: “A los quince días de haber entrado en sus funciones el presidente interino convocará el Congreso extraordinario, conforme a las bases de la ley que fue expedida con igual objeto en el año de 1841, el cual se ocupe exclusivamente de constituir a la nación bajo la forma de la República representativa, popular y de revisar los actos del Ejecutivo provisional de que habla en el art. 2º” (McGowan 1978: 301).

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directo en la lucha electoral, la ventaja estaría por el pueblo sobre las clases privilegiadas, y la prensa y la tribuna serían armas poderosas en manos del partido liberal” (Zarco 1898: III, 34). Debajo del discurso de elección directa, libertad de prensa y otras garantías individuales, subyace una voluntad, expresada en los debates del Congreso Constituyente, de que las garantías y los derechos otorgados al pueblo en realidad recaigan en la consolidación del partido liberal en el poder y en el destierro de los conservadores de la esfera pública, como indican las palabras de Zarco citadas anteriormente. La formación del Estado liberal, siguiendo el análisis de Bourdieu en el caso de las Leyes de Reforma, consiste fundamentalmente en lo que el sociólogo francés llama “effet de croyance et structures cognitives”, es decir, del Estado como “cette institution qui a le pouvoir extraordinaire de produir un monde social ordonné sans nécessairement donner d’ordres, sans exercer de coercition permanente” (2012: 264). El argumento de Gamboa apunta precisamente en esta dirección: otorgar el sufragio directo al pueblo por medio de la soberanía popular permite reclamar el poder de las clases privilegiadas (nombre que en este contexto denomina a la élite conservadora que mantenía fuerte control económico del país) para el partido liberal, que puede desplegar nuevas estructuras cognitivas a través del monopolio de la prensa. Por esta razón, es crucial la contribución de Zarco a este respecto, porque la construcción de las estructuras cognitivas del liberalismo mexicano requería el efecto de creencia no solo respecto al Estado, sino también respecto a la sociedad civil en la que residiría el pueblo soberano. Aquí radica una fundamental característica de las tesis de soberanía popular, cuyo enorme peso normativo no pudo ser erradicado por la oposición conservadora y que resulta en el hecho de que, como observa Aguilar Rivera, “[g]racias a ellas consideramos que los únicos sujetos básicos de derecho son los individuos: no los pueblos ni las colectividades” (2012: 319). La base paradójica de la soberanía del pueblo es el individuo inmunizado, vía las garantías constitucionales, de dicha soberanía, su punto de fuga. Gracias a esta paradoja, liberales como Zarco pudieron utilizar las libertades constitucionales para construir una palestra discursiva y erigirse a sí mismos como enunciadores concretos del discurso soberano.

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En su discusión sobre el momento fundacional de la idea de la libertad de prensa en el siglo xviii, Kirk Wetters observa: “It would be important not to see the freedom of the press as a purely positive freedom, but instead to see it as the crucial counterweight within a balance of representational imperatives” (2008: 60). En el contexto que me ocupa, esto quiere decir que la libertad de prensa no es un proceso de construcción absoluta de libertad individual, sino un proyecto inmunitario estrictamente necesario y correlativo al Estado liberal moderno, que requiere el equilibrio de imperativos representacionales, sobre todo cuando emergen categorías enteras de representación como el pueblo. Ante esto, la pretendida exterioridad de la representación social vía la prensa y otros mecanismos de la sociedad civil se convierte en la condición de posibilidad del Estado como representante de la soberanía popular y de la Constitución de 1857 como enunciadora de la ciudadanía. Su legitimación en el espacio supuestamente exterior de la sociedad civil (que existe, por cierto, bajo la rigurosa mirada del Estado de derecho que la constituye desde exactamente el mismo procedimiento que da forma al poder soberano) es el punto que ilustra Zarco cuando utiliza su libertad de prensa para criminalizar y negar capital simbólico a todos los rivales del proyecto liberal. Además, como observa Beatriz Urías Horcasitas, “[l]os grandes pensadores y hombres políticos de la época, entre ellos Ramírez y Zarco, confiaban en el poder transformador de las instituciones republicanas, pero estaban convencidos de que en el corto plazo era necesario restringir los derechos ciudadanos de las mayorías que carecían de educación para ejercerlos de manera responsable” (1996: 154). El efecto de esto fue la necesidad de liberales como Zarco de erigirse como ciudadanos excepcionales que representan, como discute Covo, al pueblo en dos dimensiones distintas, a veces como categoría política y en otras, y en oposición, como categoría socioeconómica (1983: 126). En estos términos, uno de los gestos fundamentales de Zarco como hombre de Estado fue mantenerse externo al Estado. En 1861, rechaza el nombramiento de ministro de Gobernación y de Relaciones Exteriores durante el gobierno de la restauración juarista para dedicarse por completo al periodismo. Así, el funcionario público del juarismo se vuelve intelectual, tan autónomo en su libertad de prensa como

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orgánico en su servicio al proyecto hegemónico. Como ejemplo baste una cita de un texto del 18 de junio de 1861, titulado “La elección de presidente constitucional”, escrito un mes después de su renuncia a los ministerios. Ante la restauración de Juárez en la presidencia tras la Guerra de Reforma, Zarco argumenta el deber del Partido Liberal de “apoyar, sostener, respetar esta administración, y no suscitarle dificultades ni embarazos, que en último resultado serían de funestas consecuencias, no para un hombre sino para la causa de la libertad y el progreso” (1990: 10, 149). En pocas palabras, la recién ganada palestra de la libertad de expresión es utilizada aquí para sustentar la necesidad de apoyar al Estado y de equipararlo con “la libertad y el progreso”. Y, desde la exterioridad construida por la inmunidad otorgada al periodista vía la libertad de prensa, dice: “No pretendemos que este apoyo sea ciego ni humillante, no queremos que no haya oposición literal. Lo que aconsejamos es que esta oposición no se aparte de la legalidad” (1990: 10, 149). Las consecuencias de esta transgresión serían funestas: “Otra cosa será renegar de las instituciones, pisotear la ley, contrariar el voto público y abandonar el sendero de la legalidad, para lanzarse al precipicio de las asonadas y de los motines que nos llevarían al caos, a la escisión, a la anarquía y al vilipendio del mundo, pues demostraríamos que somos incapaces de gobernarnos, incapaces de consolidar las instituciones, e indignos de formar una nación soberana e independiente” (1990: 10, 149). Aquí se ve con gran transparencia la idea de la libertad de prensa como derecho correlativo al Estado: la legitimidad simbólica del juarismo, su monopolio del capital simbólico de la libertad del progreso se sustenta a partir de la enunciación de dicho monopolio desde la pretendida exterioridad de la sociedad civil. Elías José Palti describe de manera iluminadora esta coyuntura: dentro de los marcos del nuevo lenguaje político, la conformación de la opinión pública supondría ya una cierta forma de organización social, una sociedad civil que pueda manifestarse como tal. [Del modelo forense de la sociedad civil basado en un sujeto-ciudadano que delibera en la plaza pública opera] una doble diferenciación: al mismo tiempo que instala el centro de la acción política en los modos de constitución del sujeto,

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desprende éstos de los procesos de formación de la opinión pública para instalarlos al nivel de sus presupuestos; esto es, dentro de los marcos del nuevo lenguaje político, la conformación de la opinión pública supondría ya una cierta forma de organización social, una sociedad civil que pueda manifestarse como tal. (2005: 301, énfasis en el original)

En el contexto de la discusión que me ocupa, esta idea podría traducirse afirmando que Zarco, al enunciar como un sujeto-ciudadano que ocupa el lugar de la sociedad civil, busca efectivamente una organización de lo social a partir de la constitución de una opinión pública que ordena la sociedad mexicana al alinearla a los proyectos del constitucionalismo liberal. Al enunciar como opinión pública, puede, por ejemplo, aconsejar a la oposición que se mantenga dentro de los parámetros de la ley, criminalizando retóricamente a aquellos que se salen del orden constitucional. Esta opinión pública es la encargada de vigilar el cumplimiento de la voluntad soberana del pueblo desde la sociedad civil. Una consecuencia ulterior de esta retórica, que ilustra bien las consecuencias de los argumentos esgrimidos por Zarco, fue el uso de la Constitución como argumento a partir del cual el Estado declaraba la guerra a distintas insurrecciones. Fernando Escalante Gonzalbo observa que, a partir de 1867, “las rebeliones ya no se justificaban por la necesidad de modificar la Constitución, sino por la exigencia de cumplirla” (1998: 31), mostrando la forma en que la soberanía popular ejercida a partir de las Leyes de Reforma podría operar de facto como el único lenguaje posible de la política mexicana. En el imaginario liberal, se entendía que la prensa tenía una incidencia fundamental para la nación. Según Elba Chávez Lomelí, un fenómeno como las nueve leyes promulgadas de 1831 a 1856 para la regulación de la prensa “confirma que esta intención de acotar y vigilar a la prensa le concedía una importancia superlativa, similar a la preocupación que causaban los levantamientos y asonadas” (2009: 85). Esto se debía según Chávez Lomelí al “peso que los contemporáneos le otorgaban a la opinión pública en la construcción de la nación”, debido en parte al hecho de que la recepción de la prensa excedía por mucho al público lector por la emergencia de espacios públicos en los cuales se consumía el perio-

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dismo a través de la lectura pública en voz alta (2009: 85). De esta suerte, la opinión pública a la que se refiere Zarco no era simplemente una entelequia, sino una voz heterogénea que se manifestaba en los emergentes espacios de convivencia ciudadana (las alacenas, los cafés y otros lugares similares según Chávez Lomelí) en los que se visibilizaba el pueblo potencial que ejercería la soberanía. Por lo tanto, el ejercicio de la prensa de parte de los miembros de los partidos políticos o de la clase gobernante operó en un proceso que fue, según Chávez Lomelí, de la manufactura de consensos sociales a la construcción de disensos (2009: 298). Por ello, figuras orgánicas al proyecto liberal como Zarco requerían erigirse como figuras de la opinión pública, puesto que buscaban lograr un consenso que, a la vez, pareciera el resultado de un debate político público.7 Lo que omite el análisis de Chávez Lomelí, y que es crucial para mi presente argumento, es que Zarco construye una posición liminal dentro de un espacio que existe en la tenue intersección del Estado y la sociedad civil. El que Zarco haya sido un autor de la Constitución lo inmuniza de su participación en la colectividad general de México, construyendo una individualidad que, paradójicamente, le permite afirmar la posición de un colectivo más reducido que el pueblo, la sociedad civil, que sustenta el privilegio de las élites liberales y su autoridad sobre la población en general. En Against Democracy, Simon During demuestra que la relación natural entre la práctica literaria y la democracia no es sino una ilusión. Más bien, nos recuerda During, la literatura puede considerarse una suerte de archivo de gestos antidemocráticos o contrademocráti-

7

El tema de las relaciones entre el poder y la prensa en el periodo de la Reforma es, por supuesto, muy complejo, y su discusión a fondo excede los propósitos de mis estudios. Para una historia y un análisis detallado del tema, véase el excelente libro de Gerald L. McGowan Prensa y poder, 1854-1857 (1978). Este trabajo da una idea muy clara del contexto general de debates y prácticas que enmarcarían el trabajo periodístico de figuras como Zarco. Es importante también tener en mente el punto central del trabajo de Chávez Lomelí, que la prensa fue constantemente regulada porque su libertad era percibida como una fuente de inestabilidad social. Para un recorrido sobre la prensa más controversial del periodo, véase Reyna (1976).

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cos que tensan con la democracia (2012: 10-11). En el espíritu de esta idea, me parece fundamental concluir enfatizando la simultánea emergencia de tres ideologemas constitutivos de la matriz liberal —la soberanía popular, la ciudadanía individual y el privilegio epistemológico del intelectual literario— en el pensamiento y la praxis de Francisco Zarco. La pervivencia de las ideas, los valores y los gestos culturales de la década de 1850 sigue marcando la contemporaneidad mexicana, una contemporaneidad donde el intelectual letrado sigue siendo agente de una autonomía que, sin embargo, tiene amplias complicidades con la hegemonía, donde la supuesta inmunidad del ciudadano es una prerrogativa de una élite, donde la soberanía popular se disuelve en un corporativismo de Estado que, por otra parte, carece como nunca del monopolio de la violencia. El pensamiento de Zarco es una piedra angular del “tránsito del modelo forense al modelo estratégico de la opinión pública”, que Elías José Palti define como “un giro que lleva de una forma de discurso centrada en torno a los fundamentos objetivos para la observación del orden legal establecido (su legitimidad) a otro enfocado hacia las condiciones subjetivas para la obediencia” (2005: 298: énfasis en el original). Precisamente porque la autoridad del Estado “does not depend on a contract between rulers and ruled, but, rather, on a contract between the ruled and the representative of their unity as a political community” (Nootens 2013: 70), el trabajo de Zarco operaba a partir de la excepción del individuo frente al Estado para que dicho individuo, desde instrumentos como la prensa, pudiera establecer el contrato de gobierno desde la perspectiva de los gobernados. Es precisamente la posibilidad de postular una sociedad civil desde la autoridad que construye un saber autonómico —la literatura— lo que permite a los liberales sentar las bases de la retórica política que permitiría, a la larga, la legitimación y el asentamiento de las instituciones sociales y simbólicas construidas por la Constitución de 1857. El conservadurismo se reformularía a la larga en oposición a este pensamiento. A partir de esto, vale la pena concluir este estudio con una reflexión sobre las consecuencias que la aporía existente entre la aspiración a una sociedad civil o un pueblo soberano, por un lado, y la vocación de enunciar un Estado de derecho tiene en el estudio de

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la literatura y el Estado mexicanos del siglo xix. El enfoque en el constitucionalismo que informó a los liberales decimonónicos puede ser interpretado como una importante debilidad de su pensamiento. Aguilar Rivera, por ejemplo, sostiene que “la necesidad de centrar la atención en la escritura de constituciones empobreció de una manera singular la tradición liberal latinoamericana”, debido a que “[h]izo que el liberalismo adoptara un carácter excesivamente legalista y formal” (2010: 12). Aguilar Rivera atribuye este fenómeno a la falta de originalidad de la tradición regional, a la que caracteriza como “rica en constituciones y pobre en ideas”, marcada por la emulación al grado de que el constitucionalismo emerge básicamente por la fascinación causada por el Curso de política constitucional de Benjamin Constant, que “les ofrecía un manual, una guía práctica, de cómo hacer sus constituciones” (2010: 13). Creo, sin embargo, que figuras como Zarco operaban de manera mucho más compleja, y es claro que su amplia obra desarrolla aristas que exceden la imitación desdeñada por Aguilar Rivera. Cabría decir más bien que el constitucionalismo de Constant y de los hispanoamericanos representó una ansiedad respecto a las consecuencias que la soberanía popular podría traer a las desiguales y jerarquizadas sociedades recién emergidas de largos periodos monárquicos o coloniales. Alan Ryan, quizá el mayor historiador del liberalismo en nuestros días, ha observado que pensadores como Constant o John Stuart Mill (cuyo On Liberty [1859] Aguilar Rivera cita como alternativa al liberalismo latinoamericano [2010: 13]) suscitaron una cultura en la cual los liberales “could comfort themselves for the dreariness of parliamentary politics with the thought that it was the Price we had to pay for avoiding the more alarming features of ancient, more participatory republicanism” (2012: 377). En estos términos, continúa Ryan, incluso Mill veía con horror “the way Parliament drafted legislation on the floor of the house; his own ideal was, in effect, that Parliament should assent to a principle of legislation: trained lawyers draft legislation to five effect to a principle, and then Parliament considers the results and agrees or not” (2012: 378). El hecho de que Mill articulara una idea de democracia representativa en la cual los representantes del pueblo hacen poco más que validar las ideas de una élite ilustrada que

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clama para sí la capacidad tecnocrática de escribir las leyes muestra que el constitucionalismo de Zarco y otros liberales no es, como plantea Aguilar Rivera, una limitación del liberalismo latinoamericano, sino una característica central de todo el liberalismo en el siglo xix, que nunca logró cuadrar del todo sus ideas de soberanía popular y democracia con su deseo de articular una élite que, en su dominio de los saberes ilustrados, sustentara el privilegio del gobierno de los otros.

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(Des)articulaciones populares en el discurso conservador del Perú en la época del guano Brendan Lanctot University of Puget Sound

Durante el boom del guano (aproximadamente desde 1840 hasta 1875), el Perú experimentó grandes, e incluso convulsivas, transformaciones. Entre otras, se realizó una integración al mercado global a través de la exportación de una materia prima y la adopción de una política económica basada en el libre comercio.1 Al mismo tiempo, la concepción corporativa de la sociedad, vestigio de la época colonial, cedía el paso a otra basada en principios republicanos de derechos y obligaciones individuales. La abolición del tributo indígena y de la esclavitud en 1854 son emblemáticos de estos cambios sociopolíticos, aunque muchas veces resultaban más retóricos que reales. En síntesis, se trata 1

Recordemos que, entre 1840 y el inicio de la Guerra del Pacífico (1879), se exportan aproximadamente trece millones de toneladas métricas de guano, producto con un valor de entre cien y ciento cincuenta millones de libras esterlinas (Cushman 2014: 45).

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de un periodo marcado por el surgimiento de diferentes vertientes del liberalismo, no siempre compatibles entre sí, que llegarían a ser hegemónicas a medida que se consolidaba el poder estatal. En este sentido, se podría decir que el Perú del boom guanero constituye una variante intensa, pero representativa, de la experiencia compartida por muchos estados nacionales de América Latina en la segunda mitad del siglo xix. La ascendencia del liberalismo no fue un proceso lineal, uniforme o sin oposición. Paul Gootenberg, por ejemplo, demuestra la complejidad del pensamiento económico del periodo en Imagining Development, mientras que otros historiadores, como Gabriella Chiaramonti, Carmen Mc Evoy, Natalia Sobrevilla y José Ragas, entre otros, examinan la frecuente reescritura de la carta constitucional, nuevas formas de sociabilidad y opinión pública y el sufragio del periodo. Trabajos como estos contribuyen a una nueva comprensión de la modernidad política en la América Latina decimonónica, una que recupera la variada experimentación con nuevos conceptos y proyectos políticos bajo el signo del republicanismo y que contrasta fuertemente con la narrativa convencional de historiografías nacionalistas, que tienden a representar la mitad del siglo como un periodo dominado por el caos y los caudillos, un mero desvío de una trayectoria civilizatoria cuya culminación lógica sería el estado liberal.2 Se vuelven visibles así una amplia gama de prácticas sociales novedosas que revelan cómo “people from different walks of life mobilized in large numbers and became involved in the political life of the new polities in the making” (Sabato 2018: 8). Por consiguiente, más allá de los letrados que se autoidentificaban como exponentes del progreso, hace falta tener en cuenta otras formas de agencia. Tal noción no solo implica una ampliación del elenco de los que construyeron los Estados nacionales hacia finales del siglo, lo cual podría reforzar la teleología de las historiografías nacionalistas, sino que señala hacia mayores contradicciones en los procesos constitutivos de la modernidad. Por tanto, se hace necesario plantear

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Dos ensayos que reseñan este corpus de historia política son “Political Modernity in Latin America: The Nineteenth Century” (Mücke 2017) y “Liberalism and Constitutionalism in Latin America in the 19th Century” (Adelman 2014).

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de qué manera la formación de conceptos, prácticas y actores sociales también dependía de los que se oponían al eclipse del antiguo orden. En este contexto propongo examinar el rol que desempeñaron intelectuales conservadores en los debates en torno a la soberanía popular en el Perú de la época del guano. Esta indagación se enfocará en dos momentos distintos. Primero, examinaremos la polémica desatada por un sermón que da Bartolomé Herrera en 1846, en el que el cura ultramontano rechaza la concepción liberal de la soberanía popular a favor de lo que llama la “soberanía de la inteligencia”. Al defender esta postura durante los primeros años del boom exportador, Herrera —máximo exponente del conservadurismo peruano de su época— esboza una teoría, que luego apuntalará los ataques conservadores, cuyo blanco principal es la ampliación de la participación ciudadana, particularmente después de la Revolución Liberal de 1854 y la promulgación de la Constitución de 1856. Posteriormente, abordaremos los escritos satíricos de Manuel Atanasio Fuentes que critican las reformas electorales llevadas a cabo durante ese periodo. Pese a utilizar un registro muy distinto al de Herrera en su febril producción periodística y editorial, Fuentes implementa una estrategia discursiva parecida a la de aquel para descalificar la ampliación de la participación ciudadana: pretende desagregar las palabras y acciones de sujetos populares para minar la idea de que una colectividad popular pudiera ser capaz de encarnar y, a la vez, ejercer la soberanía nacional. Sin embargo, pese a su desdén colectivo por la presencia plebeya en el ámbito político, tanto Fuentes como Herrera se ven obligados a admitir —no sin cierta renuencia— la potencia de estos mismos actores sociales. Es más, para descalificar la legitimidad de demandas populares, deben recurrir al mismo vocabulario de la modernidad política utilizado por sus adversarios. Eso es, al mismo tiempo que pretenden exponer lo que Elías Palti, refiriéndose al caso mexicano, llama las “aporías del liberalismo”, su oposición a nuevas modalidades representativas sostiene el antagonismo básico de la lógica subyacente de estos cambios políticos, una lógica que se aproxima a lo que llamamos hoy populismo.3

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Véase la “Introducción” de Palti (1998: 7-58).

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Reconozco que es un anacronismo emplear este término y su forma adjetival para hablar de mediados del siglo xix, ya que tal vez evoque genealogías que identifican a caudillos postrevolucionarios como antecedentes de los líderes carismáticos de movimientos masivos en el siglo xx. Sin embargo, repasar la historiografía reciente sobre el xix nos revela que su uso es frecuente y variado. En el caso del Perú, al insistir en la variedad ideológica de caudillos del periodo, Charles Walker declara que algunos “fended-off lower-class subversion, whereas others championed populist movements” (1999: 6); Carmen Mc Evoy, por su lado, se refiere a una “ola ‘populista’ desatada por el ‘48 francés’” (2001: 27) en la región; mientras que Paul Gootenberg habla del “Juan Espinoza’s populist Diccionario para el pueblo” (1993: 139) y observa que “by the mid 1860s a contagious new strain of ‘populism’ gripped many Lima thinkers, converging with, and ultimately enriching, their fiscal and economic concerns” (1993: 133). Como sugieren las comillas que emplean Mc Evoy y Gootenberg, el uso del término populismo probablemente se trate menos de una imprecisión descuidada y más de un préstamo que señala la incapacidad del vocabulario político de la época para denotar ideas y prácticas intempestivas. Es tal vez por eso que, en nuestro discurso crítico actual sobre el siglo xix, el populismo o lo populista se describa como una ola, una revolución, un contagio, una alteración; en otras palabras, alude a un suceso repentino e incontenible. Cabe subrayar que los ejemplos citados arriba no se refieren solo a la movilización de sujetos populares, sino también a las reacciones de diversos sectores de la élite frente a ella. Eso es, lo que sería un populismo avant la lettre consiste en una formación discursiva en ciernes, una relación entre palabras y acciones, que no denota una ideología de contenido positivo ni un agente predeterminado. Más bien se aproxima a la forma en que Ernesto Laclau define el populismo como una “lógica política” que consiste en “the formation of political frontiers and the discursive construction of power as an antagonistic force” (2007: 110).4 En ese sentido, si la política del siglo xix latinoameri-

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“By discourse, I have attempted to make clear several times, I do not mean something that is essentially restricted to the areas of speech and writing, but

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cano era moderna, como sostienen recientes estudios históricos, este populismo espectral no se puede reducir al caudillismo ni a una sola variante radical del liberalismo (como quizás sugieran los ejemplos antedichos).5 El término, en este caso, consiste en diversas respuestas localizadas y contingentes al dilema básico de asentar las bases de un nuevo modelo de soberanía. Sin embargo, esto no implica que la frecuente aparición (o la frecuentación) del populismo en el discurso crítico actual sea mero sinónimo de la política en general, como arguye Laclau. Más bien señala una “indecibilidad estructural,” un espectro que “puede ser algo que acompaña o que acosa a la democracia” (Arditi 2017: 116). Según esta conceptualización de Benjamín Arditi, el populismo no es omnipresente en el campo político, sino que se trata de un fenómeno multiforme que emerge en sus “periferias internas”. Surge cuando se percibe una brecha irreconciliable entre los mecanismos de representación política y la participación de sujetos populares en la vida pública, “en una zona gris donde no siempre resulta fácil distinguir la movilización populista del gobierno de la turba” (2017: 152). Si bien el estudio de Arditi concierne nuestra actualidad, cabe recordar que tal confusión no es posterior a la consolidación del poder estatal, sino integral a los intentos de inaugurar gobiernos republicanos a lo largo del continente: “pueblo y masa nombran lo mismo: la entrada de nuevos sectores al pacto político moderno, el de la representación; sin embargo, su uso diferenciado muestra la conflictividad que ese pacto entraña; muestra hasta qué punto ese fenómeno es un problema central en la organización del siglo xix” (Montaldo 2009: 30). El populismo es, en este contexto, un anacronismo que designa diversos intentos de configurar pueblos como respuesta a un dilema ineludible. Incluso su falta

any complex of elements in which relations play the constitutive role” (Laclau 2007: 68). 5 En particular, James E. Sanders arguye que el periodo postindependentista fue marcado por una reconceptualización de la modernidad, una que coloca a América Latina en el centro y no en la periferia de los procesos sociopolíticos, llevando a cabo la transformación acelerada del mundo atlántico. Véase Sanders (2014: 81-135).

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de nombre señala su intrínseca impropiedad; el antagonismo que se construye y se explota para construir pueblos es producto de la disputa misma, no de la retórica de una que otra banda en pugna. Dicho de otro modo, se trata de ensayos preliminares de un vocabulario y unas prácticas que luego se volverán un repertorio estable empleado para movilizar facciones de variadas posiciones ideológicas. Concebido de este modo, el populismo se convierte en una herramienta conceptual para repensar las luchas políticas del siglo xix latinoamericano, ya que nos permite ver cómo los adversarios luchaban por ocupar y delimitar un campo discursivo que todos estaban obligados a atravesar. Partiendo de este marco historiográfico y teórico, examinemos cómo la cuestión de la soberanía popular involucraba a rivales políticos, quienes debatían no solo el significado de la frase, sino también las condiciones de interlocución política que hacían posible definirla. Manuel Atanasio Fuentes, cuyo trabajo examinaremos con mayor detalle en la segunda parte de este ensayo, publicó en 1855 un Catecismo para el pueblo. Un tema recurrente de esta sátira mordaz es el peligro de basar las decisiones políticas en los caprichos de su supuesto público: ¿Qué cosa es soberanía? Una cosa que no se conoce todavia. [sic] ¿En qué consiste? En que la voluntad del soberano, se cumpla sin andarse con vuelva U. luego. ¿Quién es el soberano en el Perú? En la teoría el pueblo, en la práctica el que se la empuña. (1866: 179)

Para Fuentes, gobernar en nombre de la voluntad popular es mera artimaña retórica para enmascarar las tendencias despóticas del líder que la emplea. La soberanía, desde su punto de vista, no es un concepto abstracto o carente de sentido, sino algo que queda incógnito debido a la precariedad del régimen político. En términos coyunturales, la definición de soberanía popular que ofrece en su Catecismo sirve para denunciar la Revolución Liberal que llevó a Ramón Castilla a la presidencia el año anterior a la publicación del libro. Afín a un estereo-

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tipado ataque del populismo, el Murciélago (seudónimo de Fuentes) repara en lo que percibe como un desajuste entre palabras y acciones como integral al manejo del poder por parte del Gobierno liberal. En el sentido más inmediato, el objetivo del Catecismo de Fuentes es contrarrestar una prolífica producción discursiva que constituye un esfuerzo por imaginar un diálogo directo entre sujetos populares y el poder. En el mismo año en que apareció esta sátira, José Miguel Nájera publicó una Cartilla del pueblo sobre principios democráticos, y el montevideano Juan Espinosa, quien había llegado a Lima como soldado en el Ejército de los Andes, sacó a luz su Diccionario para el pueblo: Republicano, democrático, moral, político y filosófico. Cuatro años más tarde vería la luz la publicación del Catecismo patriótico de Francisco de Paula González y Vigil. Estos son los textos que Carmen Mc Evoy cita como evidencia de aquella supuesta ola populista que afectaba al país en pleno boom guanero. En su conjunto, estas obras articulan un deseo de equiparar a sujetos populares con las palabras clave del vocabulario político moderno, ofreciéndoles una pedagogía ciudadana que coincidía con la expansión del sufragio y nuevos modos de asociación.6 Cabe recordar que tal producción discursiva no es mera abstracción, sino un intento de responder a lo que el jurista liberal José Silva Santisteban llama las “furias populares” desatadas por el libre comercio (1979: 5). Como consecuencia de la liberalización económica, artesanos, trabajadores, exesclavos e indígenas, librados de sus antiguas identidades corporativas, se perciben como miembros libres de una masa desdiferenciada e invisible a los mecanismos de representación política existentes. Al promover una visión más inclusiva y participativa de la ciudadanía, el diálogo que imaginan colectivamente el Catecismo patriótico, el Diálogo y el Diccionario no presupone

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Como sintetiza Natalia Sobrevilla en un ensayo dedicado a examinar las repercusiones del 48 francés en el Perú, “[t]he extension of voter qualifications in 1849 brought a democratisation of the country, evidenced in the 1850-51 elections. New forms of political mobilisation imported from Europe, such as the banquet and the political club, were also brought into use […]. After democratic means for implement their plans had failed, liberals promoted Peru’s first revolution that involved mass mobilisation” (2000: 215).

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alianzas entre entes corporativos, sino un todo compuesto de individuos. Cabe notar que el Diccionario de Espinosa abre con un prefacio dirigido “Al pueblo”, pero, entre sus centenares de definiciones y a lo largo de más de ochocientas páginas, no se figura ninguna entrada para pueblo. Parece que Espinosa diera por sentada la unidad preexistente de su público lector. De este modo, más allá de abogar por específicas reformas, estas obras conciben al pueblo como un interlocutor unificado, imaginándose así una situación enunciativa cuya misma estructura alegoriza la voluntad popular como principio legitimador del orden político. Mientras que Espinosa no define el destinatario de su obra, alude de manera inequívoca al exponente máximo de una doctrina política rival. El primer párrafo del artículo para soberanía popular relata que “[e]n un Colegio de una República, en donde se educan los jóvenes para que sean buenos republicanos, se enseñaba no ha mucho que no había tal Soberanía popular, que ésta no era más que una quimera inventada por los hombres; puesto que todo poder venía de Dios” (2001: 628). Espinosa se refiere a los exámenes dados a los alumnos del Colegio de San Carlos en 1846, mientras Bartolomé Herrera era su director. Algunas de las preguntas de los exámenes de Derecho y Filosofía abordaron la soberanía popular, el mismo tema de un sermón que Herrera había dado en la Catedral de Lima el 28 de julio de ese mismo año para conmemorar los veinticinco años de independencia nacional. Herrera posteriormente publicaría dos ediciones de su sermón para responder a las críticas de Benito Laso y otros autores anónimos en la prensa limeña acerca de sus posiciones. En el sermón y la subsiguiente polémica, Herrera vigorosamente defiende el origen divino de la soberanía y su ejercicio a manos de una minoría ilustrada, una “soberanía de la inteligencia”. Las discrepancias de algunas respuestas de alumnos con este dogma de Herrera ampliaron la polémica iniciada con su sermón, la cual duraría hasta finales del año siguiente. Pese al tono acalorado y los ataques (a veces personales) que Herrera y sus adversarios se intercambiaron, sus apologías de distintos modelos de soberanía exhiben un consenso básico con respecto al vocabulario del republicanismo, basado en el derecho natural y de gentes. Es decir, es una conceptualización moderna de la política que

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hace mutuamente inteligible las posiciones contrapuestas en torno a la soberanía. Cuando Manuel Atanasio Fuentes dice que la soberanía es “[u]na cosa que no se conoce todavía” (1866: 179), se está refiriendo a este impasse. La referencia que hace Espinosa en su Diccionario a la polémica iniciada desde hace una década recuerda que queda irresuelta por mucho tiempo, además de subrayar la creciente influencia del sacerdote. Después de dejar el puesto de rector de San Carlos, Herrera ocupa una serie de puestos políticos, como legislador, ministro y diplomático. Será nombrado obispo de Arequipa en 1860, el mismo año de la promulgación de una nueva constitución nacional sobre la cual el cura ultramontano ejerce una influencia importante. Esta carta fundacional reemplaza la de 1856, eliminando muchas de sus reformas liberales, y queda vigente hasta 1919. Tanto en el sermón de 1846 como en los apuntes que acompañan su versión publicada, Herrera elabora una narrativa histórica en la que una multitud impulsiva es el factor principal de la inestabilidad crónica que aflige al Perú postrevolucionario. La independencia, un desastre irreversible a su modo de ver, engendró un espíritu rebelde que, a lo largo de las siguientes décadas, se volvió sistemático. Al luchar por buscar un sustituto por el monarca ausente, los peruanos confundieron la violencia emancipatoria con un orden fundacional: Separada de la monarquía de que era parte; sin sujeción á ninguna autoridad extraña, se llamó, y bien soberana, según el uso común de la palabra. Habiendo, como hai, una oposicion necesaria entre los efectos de la fuerza y los del derecho de mandar, no podia reconocer autoridad lejítima, sino en aquellos á quienes se hubiese sujetado, por un acto de libre sumision, para cumplir la lei divina que lo dispone así: y tambien en este sentido aunque impropio, pudo llamarse soberana. (1929: 80)

Para Herrera, la única fuente de legitimidad política es divina; como declara de manera tajante en sus apuntes, “el poder soberano […] es una emanacion de la autoridad divina incuestionablemente lejítima” (1929: 101). El error básico del liberalismo es, por tanto, la confusión de lo óntico con lo ontológico, de las condiciones particulares de un poder constituido (sea un imperio, sea un Estado nacio-

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nal) con una fuerza trascendental que apuntala ese orden terrenal. A pesar de ser hispanófilo confeso, el sacerdote no aboga por un regreso al pacto colonial, a la vez que cuestiona la permanencia del régimen republicano actual: “[P]arece natural que andando los siglos el Perú se divida en varios estados independientes” (1929: 95). Denuncia repetidamente el contrato social de Rousseau a lo largo del sermón y subsiguiente debate e insiste en el sometimiento pasivo como la única actividad permisible de sujetos populares bajo un gobierno justo.7 Mientras que Espinosa urge al público de su Diccionario para el pueblo a resucitar y completar el proyecto iniciado por la lucha independentista, Herrera aspira a un orden autoritario capaz de suprimir de manera definitiva las luchas internas que produjo. Sin embargo, no es que el rector de San Carlos niegue por completo la agencia de sujetos populares, sino que no admite su participación en las deliberaciones políticas habituales. Como pregunta en el prefacio a la versión impresa del sermón, “[s]i es lícito á ellos dirijirse a las pasiones, enardecerlas y precipitar á la multitud aturdida en el suicidio, ¿por qué no me ha de ser lícito á mí dirijirme á la razon de esa misma multitud para señalarle la senda de la vida?” (1929: 67). Al rechazar una visión del nacionalismo basada en un afecto identitario, hace eco de la noción duradera de identidad política que José Carlos Chiaramonte rastrea en la historia de las ideas desde la Ilustración hasta estadistas de la época independentista: “se trata de un sentimiento conformado en clave racional, no pasional y, por otra parte, y es lo más significativo, no es expresión de grupos humanos que requieren construir su propio Estado en forma independiente, sino, por el contrario, un sentimiento compatible con la inserción en cualquier organización política de la que se es parte” (2004: 101). El pueblo, término que Herrera define como “la suma de los individuos de toda edad y condicion” (1929: 131) y que usa como si-

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Como arguye Herrera en una carta dirigida a Benito Laso, impresa en El Comercio el 30 de julio de 1846: “Aunque no dije que la soberania popular consistia en la obediencia á las autoridades, conforme á la ordenacion de Dios, admito como tesis que el pueblo está obligado á la ordenacion de Dios” (1929: 106, énfasis en el original).

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nónimo de muchedumbre y multitud, es, a su modo de ver, incapaz de realizar acciones políticas autónomas y autolegitimadoras.8 Creer lo contrario, advierte, es correr el riesgo de invertir el orden natural: “Se ha convertido á los gobiernos y á los ciudadanos en esclavos de lo que llaman voluntad del pueblo, esto es, gobiernos, ciudadanos y pueblo han venido á ser esclavos de la voluntad de los demagogos” (1929: 67-68). Llega a tal punto de exasperación con una serie de ataques anónimos publicados en la prensa que responde en mayúsculas que el pueblo “NO TIENE LA CAPACIDAD NI EL DERECHO DE HACER LAS LEYES” (1929: 131). Representado en puro, el pueblo no tiene derecho a dirigir al representante de ese todo indivisible y orgánico. Dicho de otra manera, según la doctrina herreriana, admitir la soberanía popular hace inevitable la demagogia, porque las pasiones populares no se pueden representar. No existe ningún sistema político que pueda traducir los impulsos multitudinarios en principios para dirigir la gobernación. Por consiguiente, las abigarradas expresiones de esas pasiones son incapaces de conferirle una identidad positiva al pueblo. Mientras es indivisible la soberanía, el pueblo queda relegado a una multitud que no se puede contar como unidad. No hay masa crítica alguna, ninguna preponderancia demográfica o mayoritaria que pueda inclinar el balance del poder hacia el pueblo: ¿Por qué absurda maravilla el pueblo, conjunto de subditos, podrá ser soberano? Si la adicion no puede comunicar á la suma una naturaleza contraria á la de los sumados; por mas que se agreguen subditos á subditos, no se hará mas, como mil veces se ha repetido, que aumentar el número: resultarán quizá millones; pero millones de subditos. Inútil seria detenerse aun, en hacer ver de un modo directo lo monstruoso que es el error de la soberania del pueblo. (1929: 99)

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Cabe notar su fuerte oposición a cualquier intento de vincular el Estado nacional con el Imperio incaico: “No sé si fué un movimiento poetico, en el que se tomaba por la nacion el suelo; ó si fué una de las verdaderas locuras, que no escasearon en la época de la emancipacion: el hecho es que se proclamó la independencia del Perú, ó la reonconquista del imperio de los incas como una misma cosa” (1929: 86).

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El pueblo, a ojos de Herrera, nunca será más que la suma de sus partes; es una pura cantidad cuya condición subordinada es inalterable. Dicho de otra manera, no hay mecanismo discursivo que permita a cualquier número de personas, dentro del marco republicano de ciudadanía y gobierno representativo, adquirir “el derecho de mandar, ó soberania en el mas propio sentido de la palabra” (1929: 99). Por lo visibles o ruidosos que se manifiesten los actores populares en el ámbito público, tales actos jamás llegarán a ser más que expresiones ininteligibles y sin equivalencia legítima entre ellas. Desde esta perspectiva, movilizar a las masas no puede responder a reclamos concretos; solo logra convertir la política en mero espectáculo, la performance de una retórica que esconde un abuso del poder. Este argumento ad absurdum que ofrece Herrera para rechazar la soberanía popular sugiere que la polémica en que él y sus rivales se involucraban se limitaba principalmente al intercambio de posiciones teóricas desde el púlpito, el aula y las páginas de publicaciones periodísticas. En este sentido encarna los típicos debates del siglo xix que, según François-Xavier Guerra, “resembled academic games in which elites confronted each other on the question of which principles should provide the foundation of the system, rather than responses to a direct challenge at the level of practical politics” (1994: 24). No obstante, es preciso reconocer que en las cuestiones de representación y soberanía popular se desbordaron los estrechos límites del discurso letrado en el Perú de medio siglo. Lo que Herrera anticipa hacia mediados de la década de los cuarenta sucede una década más tarde; como observa Vicent Peloso, “especially once the Castilla-era reforms got underway, disputed elections became a sign of social change and conflict in Peru as the electorate grew and became more contentious” (1996: 192). Y, como observamos más arriba, este sufragio expandido era parte de una movilización más general de sujetos populares en la vida pública. Los intelectuales conservadores responden a las transformaciones sociales con una prolífica producción discursiva que satiriza las nuevas formas de interlocución y participación políticas que proponen sus adversarios liberales y progresistas. La Constitución nacional de 1860, carta fundacional de corte conservador influida por Herrera, fue precedida por La constitución política del Perú (1859), una sátira en verso

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del poeta Felipe Pardo y Aliaga. Conceptualmente, su denuncia del liberalismo reinante no dista mucho de la obra del antiguo rector de San Carlos, si bien adopta un torno marcadamente más sardónico: “[L]a parodia del pueblo soberano: / El entremés del popular sufragio: / Campos sin producción, fisco sin renta, / Inculta plebe, y licenciosa imprenta” (1898: 242). El teatro de la política masificada, para Pardo, esconde la improductividad de las clases obreras, ya desvinculadas de antiguas obligaciones laborales debido a las dos facetas del liberalismo. Esto es, el liberalismo político y el librecambismo se combinan para producir una masa informe (y desinformada) que abandona la actividad económica a favor del espectáculo ocioso. Pardo hace eco de una confusión similar entre lo económico y lo político que la que realiza Manuel Atanasio Fuentes, autor del antedicho Catecismo para el pueblo. Escribiendo bajo el seudónimo el Murciélago, en un periódico satírico del mismo nombre, Fuentes publica en abril de 1855 un texto que encarna la sensibilidad conservadora ante el liberalismo ascendente del periodo: ¿Qué cosa es guano? Al oir esta pregunta no puede uno ménos que decir ¡Ay! El guano es guano. Es una sustancia amarilla que empuerca las manos y que se convierte en otra mas amarilla que empuerca el bolsillo. De algún tiempo á esta parte, la palabra guano viene á significar en lengua peruana y castiza: Patriotismo. Abnegación. Republicanismo. Lealtad. Franqueza. Heroismo. Energía, etc., etc., etc., etc. (1866: 155-156)

Si el blanco más inmediato de “El guano” es Domingo Elías, hacendado, monopolista y entonces ministro de la Hacienda del Gobierno de Castilla, la noción de que la palabra guano puede significarlo todo en el vocabulario político moderno alude a una preocupación mayor que compartía Fuentes con otros intelectuales conservadores

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por la confluencia de la reorientación económica y, al mismo tiempo, el nuevo proyecto de Estado que interpelaba y movilizaba sectores populares para legitimarse. El que escribe estas líneas intervino en la vida pública peruana de diversas maneras, como periodista, publicista, impresor y futuro director de la Imprenta del Estado, médico sin licencia, cofundador de un banco, jurista y decano del Colegio de Abogados de Lima, entre otras actividades y puestos. Su obra más conocida es tal vez la Guía estadística de Lima, compendio ilustrado de información práctica e histórica sobre la ciudad, que apareció por primera vez en 1858. Como comenta Carlos Aguirre, Fuentes fue “protagonista central” en los debates periodísticos de la época y “usaría el prestigio que le daba su condición de publicista para consolidar y diseminar imágenes sobre el delito y las costumbres en la Lima del xix” (2004: 277). Pese a ser miembro de la élite limeña, el sector de la sociedad peruana que más se beneficiaba del boom exportador, el autor prolífico sostuvo, en palabras de Paul Gootenberg, “a drawnout critique of social ills of Peru’s liberalism of excess” (1993: 69-70). Tanto en su forma como en el contenido de sus respuestas absurdas, el Catecismo para el pueblo se burla de las consecuencias de fundar un orden republicano a base de la soberanía popular que tanto preocupaba a Bartolomé Herrera la década anterior. Consiste en una extensa conversación entre un padre, un straight man carente de ironía que hace una serie de preguntas sobre los principios republicanos y un hijo que responde de manera sardónica al interrogatorio paternal. Por ejemplo: “[P:] ¿Qué es patria? / [R:] La patria es una vieja gorda de desarrolladas posaderas á la cual todos sus hijos primogénitos tienen el derecho de darle látigo hasta que no quieran más” (Fuentes 1866: 178). De manera sistemática, el catecismo introduce las palabras clave del vocabulario político moderno —patria, soberanía, república, diputado, poder público, ministerio, reforma, etc.— para que el hijo pueda desengañar al lector, revelando los abusos del poder y la hipocresía de las clases dominantes. En palabras del hijo mismo, su oficio “[c]onsiste en refunfuñar, soto voce, del estado de las cosas; en lamentarse del atrazo del país y de los desaciertos del gobierno” (1866: 199). En este sentido, presenta los mismos términos que comprenden el Diccionario republicano, a la vez que mantiene (aunque de

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manera inversa) la misma situación comunicativa que presupone el texto de Espinosa. Dentro de este contexto, el Murciélago da otra variante del chiste sobre la inmundicia del guano y sus efectos en el mundo de la política. Cuando el padre pregunta “¿Qué es guano?” (1866: 196), su hijo le contesta que “es una porquería, la mas limpia del mundo; por ella se esponen los hombres á perder su vida en defensa de la patria” (1866: 196). Más tarde añade que “[e]l guano es el principio político de mas partidarios; la virtud mas apetecida; la religión de mas sectarios; el ídolo de mas adoradores” (1866: 197). En pocas palabras, la explotación del abono orienta todas las dimensiones de la vida pública. Ya escéptico de los ideales del republicanismo de entrada, Fuentes sugiere —para parafrasear a Benedict Anderson— que el “compañerismo profundo, horizontal” del nacionalismo ha cedido a imaginaciones aún más limitadas por las cuales las personas están dispuestas a matar y, sobre todo, a morir (2000: 7). El vocabulario de la modernidad política, diseminado en los esfuerzos sinceros de sus adversarios liberales, no sirve así para instruir a ciudadanos en potencia, sino para incorporar a esos sujetos desvinculados de sus antiguas identidades corporativas a una economía orientada hacia un solo objetivo básico. Dicho de otra manera, el objetivo de Fuentes es revelar que, contrario a lo que pretende la producción discursiva rival, conocer los términos del republicanismo no logra alterar el ejercicio del poder. Los dos mecanismos principales de esta incorporación guanocrática contra los que arremete el Murciélago son la prensa y la expansión del sufragio. En cuanto al primero, le recuerda a su lector que un periódico oficialista llamado La Voz del Pueblo “es bullanguera aunque proceda de una parte muy reducida del pueblo” (1866: 78). En otro momento cita el proverbio Vox populi, vox Dei, explicando que significa, en “traducción libre y criolla: la voz del pueblo es la voz de los necios” (1866: 50). La crítica a su publicación rival es doble, porque, por un lado, acusa a La Voz del Pueblo de dar la impresión de que transmite de manera directa (por encima de la representación) la opinión popular que apoya el Gobierno de Castilla y, por otro, de que sea falsa o no esa transmisión inmediata de la voz popular, solo se ve capaz de reproducir el ruido irracional del pueblo. La voz domina la letra, no viceversa.

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Las prácticas electorales tienen un efecto similar. En una nota titulada “Elecciones: Mucho ruido para nada”, el Murciélago observa desde los techos las nuevas actividades públicas previas en torno a las campañas electorales. Comenta que “los tabladillos estaban rodeados solo de gente de color de luto y que corto número de persona de mas claro tinte se conservaban á cierta distancia como meros espectadores de la gran fiesta” (1866: 97). Aquí, como en otros momentos, Fuentes ve la participación de sujetos populares en la vida política como una inversión de la jerarquía racial amenazada por las medidas del régimen de Castilla. Más tarde comenta que, antes de concurrir a las urnas, “[l]a capital ha visto en estos últimos días, multitud de reuniones de gente plebe, provocadas por los aspirantes á diputaciones; el mérito de estos, la suerte de la patria, se discuten en esos clubes con copa en mano; se enardecen los cerberos de esos tristes ciudadanos, con el licor que se les da en profusión, y de tal estado resultan esos vivas […] nacidos del entusiasmo báquico, no del entusiasmo patriótico” (1866: 98). Repetidas veces compara el nuevo proceso electoral con un teatro en que las multitudes pasan de ser espectadores a actores y viceversa. Prensa y prácticas electorales son, desde la óptica conservadora, cómplices en elaborar un espectáculo improductivo que logra poco más que la ilusión de un pueblo libre y soberano. Mientras Fuentes insiste en que “el brazo de la autoridad debió […] contener con energía, los males que no podían ocultarse á los menos entendidos y ménos á los hábiles ciudadanos” (1866: 58), teme que la movilización pueda desatar pasiones que puedan desbordar el entusiasmo de las campañas. Esto es, lamenta la democratización no solo porque diluye la influencia de los sectores más hábiles, sino porque la incorporación de las masas les da una cierta coherencia; puede convertir masas en masa, pueblos en pueblo, individuos en un interlocutor unitario que puede rebelarse en contra de sus representantes y hasta en el mismo sistema de representación que lo ha creado. En otras palabras, Fuentes le tiene miedo a un espectro que, con la irrupción de las masas en la política de América Latina (y más allá), llegará a ser una fuerza potente. Debido en parte a la metáfora que emplea el historiador Loris Zanatta, no creo que sea desubicado traer a colación la observación que ofrece: “En América Latina como en

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otros lugares, el populismo encuentra su humus en la imperiosa necesidad de ampliación del ámbito público, de extensión de la ciudadanía política, social y moral, de protección de los huérfanos de las viejas estructuras corporativas o de los excluidos de los rituales de la democracia representativa” (2015: 213). Abonada por el guano, la vida política de la época fue terreno fértil para cultivar una serie de prácticas políticas que, como Benjamín Arditi describe el populismo, “puede ser una dimensión de la representación y un modo de participación que se inscribe en sus bordes más ásperos, pero también algo más inquietante, su némesis, que no surge extramuros sino en el propio seno de las democracias” (2017: 119). Fuentes, escribiendo a mediados del xix, no admite distinciones tales: todo intento de reducir la distancia entre soberanía y pueblo, entre representantes y representados, termina corrompiendo la política. Lo que él no puede negar ni deshacer es que el sistema republicano, que no tiene marcha atrás, les concede cada vez más visibilidad a actores populares, y estos —con sus votos, sus voces, sus acciones— se muestran capaces de hacer reclamos al Estado de modo directo o indirecto. Ante esta inevitabilidad —que observa y reconoce—, el Murciélago emplea la palabra satírica para insistir en la diversidad irreducible de los sectores populares. De este modo reitera lo que Bartolomé Herrera ya había denunciado desde el púlpito. Sin embargo, al mismo tiempo que, como Herrera, pretende negar la posibilidad de un pueblo unificado, Fuentes no solo aboga por un modelo que evoca nostálgicamente el pasado, sino que también insiste en una división marcada entre la élite y la plebe, reforzando así el mismo antagonismo que explotará la lógica populista.9 Por tanto, si se puede hablar de una ola populista en la política del siglo xix, es necesario tener en cuenta cómo los que se resistían con vehemencia al liberalismo polivalente que estructuró la integración del Perú en la economía global directamente encararon y encauzaron esa temprana aparición de una lógica política que aún no tenía nombre. Como he intentado demostrar aquí, su oposición frente a los cambios en las

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Según Laclau, “the formation of an antagonistic frontier separating the ‘people’ from power” (2007: 74) es una clara precondición del populismo.

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prácticas y el vocabulario de la política moderna no fue puramente oposicional, sino más bien refractaria. Teniendo en cuenta la relación ambivalente que el liberalismo tiene con las irrupciones de las masas en otros momentos de la historia, vale considerar hasta qué punto la sensibilidad conservadora de la época del boom guanero ofreció una estrategia general para desarticular otras demandas populares en otras coyunturas.

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De Brooklyn a Cauca: esclavismo y propiedad en el discurso transnacional conservador a partir de las revoluciones de 1848 Ronald Briggs Barnard College, Columbia University

Introducción: el conservadurismo y los abolicionistas ¿Qué ocurre con las ideas que quedan borradas por el progreso histórico? ¿Son destruidas o se mantienen dormidas, más o menos intactas, bajo la superficie de la narrativa histórica dominante? ¿Las obras olvidadas tienen influencia escondida sobre los textos más afortunados que permanecen en la conciencia del público? ¿Y qué pasaría si estas llevaran las huellas de corrientes intelectuales o afectivas cuya historia e influencia fueran más allá de los textos en sí y sus públicos contemporáneos?

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La novela Historia del perínclito Epaminondas del Cauca por el Bachiller Hilario de Altagumea (Nueva York, 1863) parece ser un caso extremo en este contexto. Su autor no fue Hilario de Altagumea, sino Antonio José de Irisarri (1786-1868), cuyo país natal, Guatemala, se esconde en el anagrama “Altagumea”. La obra fue publicada por Hallet, una editorial norteamericana con una amplia lista de títulos en castellano, en plena Guerra de Secesión. Su trama se desarrolla en Cauca, la región agrícola que el historiador James E. Sanders ha identificado como “el centro del esclavismo Colombia” (2004: 11-12). La novela, escrita en Nueva York y publicada el mismo año que la Emancipation Proclamation, de Abraham Lincoln, cuenta la historia de un joven esclavo de ascendencia africana que cambia su nombre de Inocencio a Epaminondas tras leer libros de filosofía (Rousseau, Pierre-Joseph Proudhon y otros) en la biblioteca del hombre que lo tiene esclavizado. Es más, bajo la influencia de estas lecturas se convierte en un rebelde antiesclavista. A partir de este cambio, Irisarri representa el proceso de radicalización que le sigue y enfatiza la violencia resultante. Esta progresión se comunica en la novela por intervenciones del narrador y largos debates filosóficos en los que su amo, don Prudencio, otros personajes y el narrador discuten temas como el socialismo, el liberalismo y la abolición del esclavismo en discursos más orientados al debate ideológico que a la conversación verosímil. Si Epaminondas representa la voz de estas ideologías progresistas, don Prudencio y el narrador ofrecen sus condenas y así formulan un discurso conservador que se enfoca en lo que perciben como el daño social causado por lo que llaman la “nivelación” de la propiedad, los privilegios y la autoridad. El narrador, por su lado, se presenta como partidario del bando conservador en las guerras civiles colombianas de la época y de la Confederación de estados sureños (y esclavistas) en el conflicto norteamericano. La postura de la novela frente a la guerra civil norteamericana no difiere mucho de la opinión personal reflejada en la correspondencia de Irisarri. Como representante diplomático del Gobierno de Guatemala ante el Gobierno legítimo estadounidense, el del Norte, no puede presentarse como enemigo abierto de este. Lo que se revela en su correspondencia privada es la postura pragmática de “quedar

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tan amigos de los del Norte como a los del Sur” y juicios negativos hacia el Gobierno del Norte, acusándolo de haber actuado “con suma imprudencia” (1966: 70) y comparando a los gobernadores militares en territorios capturados del Sur con “los sátrapas del imperio turco” (1966: 260). El narrador de la novela adopta una actitud aún menos imparcial, comparando las posiciones del Gobierno del Norte y de los estados rebeldes del Sur, respectivamente, con las de Rusia y Polonia, poniendo de este modo al ejército antiesclavista del Norte en la posición de agresor colonial (1863: 3-4). Según el juicio del narrador, si el joven esclavizado Epaminondas es el autor responsable de la violencia de Cauca, el Gobierno de los Estados Unidos lo es de la violencia de la Guerra Civil contra los estados rebeldes del Sur. Así, para subrayar la intensidad de esta violencia, se refiere no solamente a “cañones” y “fuego griego”, sino también a “los monitores”, una referencia a los acorazados construidos en el Brooklyn Navy Yard; es decir, en la misma ciudad donde vivía Irisarri (1863: 86). La novela está inconclusa, ya que en la página final se anuncia una segunda parte por venir después de haber identificado al rebelde Epaminondas como “el hombre de este siglo”, una etiqueta que se explica del siguiente modo: “El tipo de modernos liberales; / Demócrata á la moda; socialista, / Furioso y estupendo progresista / De aquellos que hacen progresar los males” (1863: 192). La ausencia de este segundo tomo bien puede reflejar las circunstancias personales del autor, quien moriría en Brooklyn en 1868, o la dificultad contextual de manejar esta postura antiabolicionista después del triunfo del Gobierno estadounidense contra los estados rebeldes del Sur en 1865 y el asesinato de Lincoln, que ocurrió casi en el mismo instante. Nos enfrentamos, entonces, a un texto incompleto, políticamente conservador, escrito por un embajador con cierta fama literaria cuyo apoyo a la causa independentista a principios del siglo xix bien podría haber merecido la etiqueta de “liberal” en su momento. Se nota así la veracidad de la observación de Kirsten Silva Gruesz sobre la dificultad de anclar lo liberal o lo conservador en el contexto de la vida de Irisarri (2016: 42, n. 9). Por un lado, lo que se propone aquí no es argumentar el mérito literario o filosófico de esta novela, cuyo olvido tiene causas obvias, da-

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dos su composición y contexto. El texto en sí es una colección dispersa de anécdotas, fragmentos poéticos del autor, largas citas de fuentes historiográficas y argumentos abiertamente racistas contra la abolición de la esclavitud. Sería fácil concluir que el olvido de esta obra, aun entre los investigadores más interesados en la carrera literaria de Irisarri, es en sí una muestra del progreso histórico y moral del mundo occidental desde 1863 hasta el presente. Por otro lado, una lectura contextualizada de esta obra muestra claramente que no fue un ejemplo aislado de reaccionarismo, sino que es parte de una corriente de pensamiento conservador que se destaca sobre todo en los contextos americano y europeo después de las revoluciones liberales de 1848 y que aún no ha desaparecido. Irisarri se posiciona como oponente desenfrenado y convencido de cualquier reforma progresista, sea abolicionista, liberal o socialista. En esta postura se conecta con las voces conservadoras más conocidas de su época, como el poeta colombiano Julio Arboleda Pomba (1817-1862), oponente de la emancipación en Cauca; el pensador español Juan Donoso Cortés (1809-1853), cuyo discurso a favor de la dictadura sería una inspiración para Carl Schmitt en el siglo xx, y José Ferrer de Couto (1820-1877), militar anticarlista en España cuya obra neoyorquina, como la de Irisarri, se dedicaría a la causa antiabolicionista (y cuyos libros fueron publicados, como los de nuestro autor, por la editorial Hallet). Al exponer la dimensión global e histórica de esta obra de Irisarri, el presente trabajo mostrará una corriente clave en el pensamiento conservador del siglo xix —la unión de los conceptos de jerarquía y propiedad como fórmulas de orden social y gubernamental—, siempre frente al espectro dramatizado de un cambio progresista capaz de alterar o borrar estas fórmulas. Es más, en este análisis se espera mostrar cómo los argumentos conservadores antiabolicionistas y antisocialistas de la época buscan entrelazar la cuestión de la propiedad, con todas sus complicaciones filosóficas, y los prejuicios sociales y raciales de los lectores, que se dan por sentados, para presentar la reforma de la propiedad, por un lado, y el abolicionismo, por el otro, como crímenes contra la naturaleza. La novela de Irisarri, condenada al olvido por ser un fracaso comercial y estético, participa, no obstante, en la construcción cons-

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ciente de una naturaleza jerárquica construida como arma ideológica conservadora.

Conservadurismo y guerra civil global Se han mencionado ya las dificultades presentadas por los términos liberal y conservador en el contexto del siglo xix. No quiero caer en las trampas de la taxonomía y exponer argumentos para demostrar el conservadurismo o el liberalismo presentes en los textos o en la ideología de los autores, ya que esta acción presupondría un acuerdo estable sobre el significado y la relevancia de las categorías en cuestión. Cuando empleo la palabra conservador o conservadurismo me refiero, sobre todo, a una postura frente al espectro de las revoluciones de 1789 y 1848. Esta idea oposicional del conservadurismo se articula en el trabajo reciente de Corey Robin, quien, empezando con Burke y Joseph de Maistre, conceptualiza el conservadurismo occidental como la reacción frente a las promesas niveladoras de la Revolución francesa. Según el concepto de Robin, el conservadurismo empieza como una defensa de “la vida privada del poder” frente al desorden encarnado en movimientos revolucionarios o reformistas.1 No se trata, desde su perspectiva, de defender un statu quo como tal, sino más bien un orden (y así la jerarquía): “The conservative defends particular orders —of­ten hierarchical, often private regimes of rule— on the assumption, in part, that hierarchy is order” (Robin 2018: 24). Según la definición de Robin, entonces, el conservador defiende sistemas de gobierno como extensiones más amplias de “regímenes del dominio privado”, y así el Estado o la nación funcionan conceptualmente como extensiones de una familia patriarcal. Uno de los efectos 1

Robin explica la atención especial prestada a las relaciones de poder domésticas y familiares como un aspecto sobresaliente del discurso conservador desde Burke. En su análisis, la esfera privada sirve como fulcro emocional para manipular preguntas políticas y filosóficas más amplias. Así las cuestiones privadas no pueden ser separadas de las cuestiones públicas y más bien globales de derechos, jerarquías, propiedad y poder (2018: 10).

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de esta definición es que produce un conservadurismo flexible que puede representar, en distintos momentos, una posición liberal o el control central desde la perspectiva del gobierno. El libertario puede ser conservador también, según la taxonomía de Robin, ya que defiende “private, often hierarchical groups, where a father governs his family and an owner his employees” (2018: 16). Así es que los defensores del esclavismo pueden emplear un discurso de tinte liberal, quejándose de las limitaciones del gobierno central o de la interferencia de autoridades de afuera en la economía local, pero, en tanto que defienden un orden jerárquico contra el desorden igualitario, se afilian al conservadurismo. Robin, que escribe desde una perspectiva francamente izquierdista, menciona que la cualidad reaccionaria que tiene el conservadurismo no anula su capacidad de improvisación y creatividad. Al contrario, “the conservative mind is extraordinarily supple, alert to changes in context and fortune long before others realize they are occurring” (2018: 19). Esta última observación es importante porque nos recuerda que el conservadurismo es una postura intelectual que ocurre en momentos de gran conflicto ideológico —“an activist doctrine for an activist time” (2018: 33)—. Significa también que el énfasis en la vida privada del poder no implica el abandono de cuestiones más generales. Parte de la estrategia del discurso conservador consiste justamente en el vaivén entre las jerarquías privadas y públicas como baluartes de orden social. La dimensión global de esta defensa de “la vida privada del poder” se ve claramente en el discurso conservador después de las revoluciones europeas de 1848. Christopher Clark describe estas revoluciones, que tuvieron lugar en diversas capitales de Europa, como un momento de experiencia universal compartida (2019: 12) y destaca su relevancia para el contexto del siglo xxi (2019: 13). Además de la cualidad universal de estas insurgencias, en mayor parte fracasadas, Clark también subraya el alto nivel de autoconciencia histórica que tenían los participantes —“the intensity of historical awarenes among so many of the key actors (2019: 14)— y la dimensión global del evento —“polarised or clarified political debate, reminding every­ one of the malleability and fragility of all political structures (2019:

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14)—. Las vías de esta comunicación universal en América fueron las mismas establecidas por el colonialismo europeo: redes comerciales que incluían la economía esclavista del Caribe, América del Sur y los Estados Unidos. Para destacar un ejemplo norteamericano, el abolicionista Frederick Douglass, quien se había escapado del esclavismo en Maryland diez años antes, celebró las promesas libertadoras de los eventos de 1848 en un discurso pronunciado en Rochester, Nueva York, en la primavera del mismo año. Para Douglass, las acciones del Gobierno Provisional en París y, sobre todo, la abolición del esclavismo en el Caribe mostraban una clara conexión entre los eventos ocurridos en Europa y las experiencias que él había tenido (Blight 2018: 129). En su discurso señaló que el compromiso de los revolucionarios había traído la admiración de los trabajadores y mecánicos de Rochester —es decir, su público (1982: 116)— y subrayó la distinción común entre “la América cristiana” y “la Francia infiel”, notando que ante tal oposición él preferiría Francia, “that infidelity […] which strikes the chains from the hands of our brethren” (1982: 122). Unos meses más tarde, cuando se registra la caída del Gobierno Provisional, Douglass apuntó que la emancipación de los esclavos hecha por el Imperio francés viviría para siempre en la memoria de la gente de color como acto noble de ese gobierno provisional (1982: 138). Pero, si la promesa de revoluciones igualitarias y antimonárquicas atrajo la admiración de abolicionistas como Douglass, también provocó una reacción totalmente contraria entre los partidarios del esclavismo. Para John C. Calhoun (1782-1850), senador de Carolina del Sur y defensor empedernido de la esclavitud, los eventos en Europa formaban parte de una realidad política global —“a world-wide canvas”— y representaban más bien una amenaza: “A threat to order, to stability, to civilization” (Wiltse 1949: 300). El paralelismo entre la suerte del proletariado libre y el proletariado esclavizado era tan evidente para Calhoun como para Douglass, pero, desde la perspectiva del primero, la idea de la emancipación, ya fuera en un plano o en otro, implicaba una nivelación social impensable (Wiltse 1949: 305). La muerte de Calhoun en 1850 les permitió a sus compatriotas reflexionar sobre la dimensión local de la revolución universal de

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1848. En un artículo publicado sin firma en The Southern Literary Messanger, de Richmond, Virginia, en 1850, se elogiaban la vida y la carrera de Calhoun, presentándolo como un enemigo intelectual del socialismo, idea que se asociaba con una democracia centralizada, “the ultimate form of a centralized democracy” (“A Few” 1850: 378). Según el autor del artículo, el elemento clave que funcionaba como enlace entre la defensa contra el socialismo y el apoyo del esclavismo era la cuestión de la propiedad privada. El razonamiento se explicaba del siguiente modo: “[Calhoun] has never been more profound, or more successful, than in showing the identity of abolitionism and socialism, and that the same principles, which lead to the former, must end in overthrowing all the rights of property, and every relation that God has instituted between man and man” (“A Few” 1850: 379). Hay mucho para analizar aquí, pero quiero centrarme en dos puntos: la dimensión social que la propiedad privada conlleva para los defensores del esclavismo y la dimensión global que el socialismo añade a las cuestiones locales o nacionales. El pensador francés Pierre-Joseph Proudhon (representante sin duda, de esta Francia infiel a la que se refería Douglass) había desarrollado, en su texto contra la propiedad privada, la idea de una asociación universal capaz de trascender y subvertir las jerarquías (Proudhon 1994: 209). Desde este punto de vista, para los defensores de Calhoun y del esclavismo, la propiedad privada en sí representaba una forma de asociación humana, así que el riesgo del socialismo, desde su perspectiva, es el de “derrocar” no solamente la propiedad misma, con todas las consecuencias económicas que este acto supondría, sino también los enlaces sociales o, como apunta el obituario, “every relation that God has instituted between man and man”. Proudhon hacía referencia en su argumento a la dimensión social del acto de “practicar justicia”; es decir, la “nivelación”, que es anatema para el discurso conservador: “To practice justice is to obey the social instinct” (1994: 172). Los defensores del esclavismo, por el contrario, solían presentar la desigualdad como una forma social natural. Por ello, en su formulación alternativa, practicar justicia se pensaba como una muestra de fidelidad hacia otra forma de instinto social, una en la que cualquier programa político libertador, ya fuera del proletariado

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libre o esclavizado, representaba una amenaza contra la desigualdad, que se entendía como naturaleza intrínseca de lo social. Esta perspectiva esclavista tiene implicaciones más allá de los Estados Unidos, ya que sirve para el discurso conservador en general. Un ejemplo sería el texto antisocialista de Charles Mazade escrito en París en 1852 y distribuido en castellano en Bogotá durante el mismo año. Este texto refiere directamente al conflicto político que causó en Colombia la Constitución de 1851, que dictaba la emancipación inmediata del esclavo. Con ella se derogaba la ley de manumisión de 1821, que garantizaba la liberación de la próxima generación de esclavos cuando llegaran a la mayoría de edad, provocando que una persona, como el protagonista de Irisarri, Epaminondas, pudiera permanecer esclavizada por décadas. Para Mazade, la emancipación de 1851 representa nada menos que el socialismo revolucionario de 1848 traído al contexto americano (Mazade 1852: 14).2 Arboleda, el poeta conservador y esclavista colombiano, está de acuerdo en considerar un peligro el traslado de los valores de 1848 al suelo americano. Así, propone la triada “Propiedad-Familia-Relijion” como una suerte de antídoto ideológico al lema de la Revolución francesa de liberté, egalité, fraternité, que él traduce como “Comunidad-Promiscuidad-Escepticismo”. El miedo a las ideas perniciosas llegadas desde afuera, sobre todo, desde la “Francia infiel”, se ve también en Irisarri cuando se refiere a los abolicionistas como “estos Bichos y estos Chinos que son locos más perniciosos que don Quijote de la Mancha” (1863: 84). Lo que identificamos en Calhoun y sus defensores, Mazade, Arboleda, e Irisarri, es algo distinto a las ideas fuera de lugar; es más bien un conflicto ideológico ya presente en todo el mundo que se evidencia en diversos conflictos locales. Quizás la manifestación más conoci-

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Mazade traza varias conexiones entre la Constitución de 1851 en Colombia y la plataforma revolucionaria del Gobierno Provisional de París de 1848. Entre ellas se puede destacar “el derecho a la asistencia”, que él describe como “el derecho al trabajo, americanizado” (1852: 14). El racismo de Mazade es notable en su insistencia en que el derecho al trabajo es aun peor en la situación colombiana dada la presencia de gente negra libertada del esclavismo. También se queja del uso del “sufrajio universal directo i soberano” en el documento colombiano (1852: 14).

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da de esta interpretación de los eventos de 1848 se ve en el discurso del literato y estadista Juan Donoso Cortés. En su “Discurso sobre la dictadura”, pronunciado en Madrid en 1849, se basa en los eventos de París de 1848 para formular una propuesta sencilla y radical: si las estructuras gubernamentales existen para perpetuar ciertas sociedades, entonces la preservación de las instituciones sociales pesa más que el valor intrínseco de cualquier sistema de gobierno: incluso la dictadura podría ser justificada con tal de proteger la sociedad española contra la amenaza de la revolución. La cuestión central, desde la perspectiva de Donoso Cortés, no es tanto la ley, sino la sociedad: “Todo para la sociedad” (2002: 5-6). Además, se ve la resistencia frente a los valores revolucionarios no solamente como una autodefensa nacional, sino también como un servicio global: “¿Sabéis qué males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado por el mundo?” (2002: 14-15). España, dado su legado colonial, juega un papel importante en la resistencia mundial frente a la Francia infiel. La cuestión global entra en el discurso de Donoso Cortés encarada por los cambios tecnológicos comunicativos que habían ocurrido en la primera mitad del siglo xix. La realidad de 1849, desde esta perspectiva, es un nuevo mundo en el que “no hay fronteras” debido a la presencia de “los barcos de vapor y los caminos de hierro” y “no hay distancias” por culpa de “el telégrafo eléctrico”. Estas innovaciones y sus efectos sociales facilitan la revolución como proyecto global, y el acto de borrar fronteras y distancias provoca en Donoso Cortés una reflexión funesta sobre el posible futuro: “Donde no hay fronteras no hay patria y donde no hay patria no hay hombres, aunque haya por ventura socialistas” (1943: 200).3 Igual que Calhoun, Irisarri y Arboleda, Donoso Cortés ve en el socialismo una fuerza capaz de borrar las líneas que definen las instituciones responsables de la creación y el

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Iris M. Zavala desdibuja esta ansiedad sobre la circulación de ideas y personas como condición universal de los círculos conservadores españoles: “La Revolución de 1848 en Francia despierta a los grupos moderados y conservadores temerosos de que la circulación de ideas democráticas y socialistas pudieran causar trastornos graves” (1972: 80).

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mantenimiento de la sociabilidad, tal como él entiende el término. Así, la cuestión de lo global le sirve como metáfora para este desorden y también como condición bajo la cual cada acto de resistencia local puede caracterizarse como una batalla individual en una guerra más amplia.4 Otro efecto obvio de esta globalización y del miedo a la transmisión nacional de ideas es el impulso de organizar redes conservadoras internacionales. La figura de Donoso Cortés sigue siendo una inspiración para la derecha europea. Como han notado Sebastiaan Faber y Béquer Seguín, la referencia a este autor en un tuit de Pablo Casado, el líder del Partido Popular (PP) español, es muestra de su resonancia en el conservadurismo actual. El tuit hace referencia a la necesidad de unirse y también funciona, según Faber y Seguín, como una suerte de señal secreta; “a dog whistle to the most extreme sectors of the Spanish conservative movement” (2019: s/p). Esta ansiedad por crear, o bien mantener, un conservadurismo internacional se nota en las palabras recientes de Ross Douthat, cronista conservadora del New York Times, cuando invoca la necesidad de cultivar un “estilo reaccionario” dentro del conservadurismo estadounidense. Mientras admite todas las malas asociaciones que este “estilo reaccionario” podría generar —la Italia fascista, la Alemania nazi, “the slave-owning aristocracy of the south”—, Douthat enfatiza la necesidad de reconocer ciertas verdades que considera naturales: “The intractability of tribe and culture, the fragility of order, the evils that

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El concepto de “guerra civil global” llegaría a ser un término importante para el apologista nazi Carl Schmitt y sus seguidores del siglo xix y xx. Es posible encontrar apelaciones bastante recientes al concepto, como la llamada de Gary Ulmen a favor de una suspensión de las llamadas “normas de guerra” en el contexto de la respuesta estadounidense a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, en un ensayo que subraya las conexiones entre Donoso Cortés y Schmitt y que ve en la conciencia de Donoso un pronóstico de la globalización del siglo xxi (Ulmen 2002: 74). Al final del ensayo de Ulmen, el autor siente la necesidad de clarificar la relación entre 1848 y 2001: ¿un reaccionario católico como Donoso corresponde con los Estados Unidos, una republica liberal, o con el proyecto del Talibán y de Al Queda, enraizado en el concepto de la teocracia? Para Ulmen la respuesta es sencilla: “Donoso was for order. The terrorists are for disorder and destruction” (2002: 78). Véase Pankokoski (2018) para una crítica conceptual de guerra civil global.

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come in with capital-P Progress, the inevitable return of hierarchy” (2016: s/p). Para Douthat, la figura internacional clave es el escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), cuya obra solía identificarse como una contribución reaccionaria al discurso político del siglo xx y la introducción de Gómez Dávila en el ideario conservador estadounidense del siglo xxi promete la posibilidad “to welcome a reactionary style that’s artistic, aphoristic and religious, while rejecting the idea of a a reactionary blueprint for our politics” (2016: s/p). Douthat, en efecto, está reformulando el cliché del conservadurismo como una entidad no-ideológica. En 2019 The Economist proclamó esta verdad así: “Conservatism is not so much a philosophy as a disposition” (“Global” 2019: 9). A esta aseveración, Robin ofrecería la objeción de que en realidad el conservadurismo representa un compromiso sólido y profundo con la defensa y, según la necesidad del caso, la construcción de jerarquías, ya que la organización jerárquica es la base de la sociabilidad humana. Al mismo tiempo, estaría de acuerdo con la flexibilidad ofrecida por un estilo reaccionario y la ventaja, para el conservadurismo, de posicionarse como escéptico antifilosófico frente a los movimientos igualitarios, delegando así en sus oponentes la responsabilidad de proponer filosofías coherentes.

Propiedad y jerarquía: de la teoría a la práctica En los discursos de Donoso Cortés, de Arboleda y de los personajes de Irisarri se puede ver el trabajo intelectual de construir una versión de la naturaleza humana intrínsecamente resistente a cualquier propuesta igualitaria. Arboleda, por su parte, proclama la variedad entre los individuos como justificación para las jerarquías sociales: “La naturaleza no ha hecho dos seres humanos iguales ni física, ni moralmente” (1984: 227). Luego concluye que las realidades políticas contemporáneas, es decir, las contiendas civiles en Colombia, refuerzan esta verdad: “Todos los tiranos son cobardes y envidiosos y como cobardes y envidiosos, son niveladores” (1984: 323, énfasis mío). Es posible, aun probable, que Arboleda e Irisarri se conocieran en Bogotá en la década de los 1840; el escritor guatemalteco estuvo en la capital colombiana,

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donde fundó su periódico de tinte antiprogresista La Verdad Desnuda (1839) y publicó sus libros más conocidos en 1846 y 1847. Arboleda, por su parte, defendió la causa del esclavismo no solamente con la pluma, sino también con sus propias acciones. Luchó por el bando conservador en más de una guerra civil y vendió a la gente esclavizada de su hacienda al Perú, donde la emancipación proclamada en 1851 no los afectaba (Rojas 2013: 159). Rojas señala cómo la ideología de Arboleda y sus contemporáneos proveía justificaciones morales para esta acción, ya que “para Arboleda, como para muchos liberales o conservadores esclavistas del Caribe, la ausencia de libertad de la población negra era una realidad natural inamovible, mientras que el despotismo y la esclavitud promovidos, según ellos, por laicistas y abolicionistas eran realidades civiles que podían confrontarse política o militarmente” (2013: 159). Así, la propuesta de “una realidad natural inamovible” sirve como base de acciones concretas contra las “realidades civiles” que se atreven a oponerse a la “naturaleza”. Esta naturalidad es el baluarte lógico para la conclusión de Irisarri, ya citada, en la que se refiere a los abolicionistas como “locos más perniciosos que don Quijote de la Mancha”. Si la locura de don Quijote tiene que ver con querer aplicar las normas de las novelas fantásticas a una realidad donde no tienen cabida, en el caso de los abolicionistas o los niveladores, la fantasía es la igualdad, sea política, económica o racial. Según estos argumentos, si la naturaleza humana es a la vez social y jerárquica, el deseo de borrar o nivelar las jerarquías podría ser definido como un acto antisocial. En el contexto legal de Colombia, la contienda entre Epaminondas, que naturalmente se siente como dueño de sí mismo, y don Prudencio, que se considera el dueño legítimo de Epaminondas y de su trabajo hasta que haya llegado a la mayoría de edad y domine un oficio, tiene una resonancia política nacional. Imani Perry ha trazado esta desconexión entre trabajo y propiedad en Locke, quien subraya la división social entre los seres humanos según la lógica del “legal recognition” frente al contrato social (2018: 19, 21): “The labor of the slave did not grant him or her property, according to Locke. Only the labor of recognized ‘men’ could perform that social contractarian alchemy” (2018: 26). En el caso de Colombia, el conflicto entre don Prudencio y Epaminondas revela los

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grandes asuntos legales y morales que quedaron pendientes entre la ley de manumisión de 1821 y la emancipación inmediata ofrecida por la Constitución de 1851 (la proclamada por Lincoln en los Estados Unidos en enero de 1863, año en que se publicó la novela, parece ser paralela, en el imaginario de Irisarri, a la de 1851 en Colombia). Frente al argumento de que ningún ser humano podía ser dueño legítimo de otro ser humano, don Prudencio ofrece una autojustificación: “La propiedad adquirida de buena fe, conforme a las leyes de los países, debe ser respetada, aun en el caso de tener por conveniente derogar aquellas leyes estableciendo las opuestas” (Irisarri 1863: 22). En esta formulación, el derecho a adquirir depende de la ley del momento, luego el esclavista queda eximido de cualquier alteración del mismo régimen legal: las leyes pueden modificarse, pero la propiedad, una vez adquirida, es para siempre. Unas páginas antes, don Prudencio había ofrecido una definición de la propiedad, en cuanto al esclavismo, que parece basarse en la temporalidad del acto de poseer en vez de en su permanencia: “El hombre libre no lo es sino porque es dueño absoluto de su libertad, y no sería dueño de ella si no pudiese enajenarla” (Irisarri 1863: 20). La permanencia del esclavismo como manifestación del derecho a la propiedad depende del contexto de la posesión y de la identidad del dueño, y, según el arreglo reconocido por don Prudencio, es la posesión del esclavista lo que debe ser permanente, la posesión de sí mismo del ser humano esclavizado es lo que se presenta como caduca por definición. La contradicción existente entre la permanencia de la propiedad y la flexibilidad del régimen legal de la que depende es un punto clave en el ataque de Proudhon contra el concepto de propiedad privada. Donoso Cortés también vio esta contradicción como un aspecto problemático de la defensa de la propiedad y apeló a las instituciones culturales (la sociedad, en cierto sentido) como único estamento capaz de resolverla. Citando la cuestión de la propiedad de la tierra, ente permanente por naturaleza, Donoso Cortés concluye que “el hombre, considerado en sí, no puede ser propietario de la tierra” por el hecho de que “la propiedad de una cosa no se concibe sin que haya cierta manera de proporción de ninguna especie” (1943: 198). De ahí

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concluye que solo la existencia de instituciones más longevas que los individuos puede justificar la permanencia de la propiedad: “La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación religiosa o familiar, que nunca pasa” (1943: 198). Estas reflexiones sobre la tierra, el caso extremo de la propiedad permanente, lo conducen a conclusiones más generales y a ofrecer una suerte de desafío a sus lectores conservadores: si quieren defender la propiedad privada, tienen que defender la familia y la Iglesia como instituciones sociales imprescindibles. Una vez perdidas estas, sería imposible defender conceptualmente la propiedad privada, que entonces “viene agitándose entre los individuos y el Estado únicamente” (1943: 199). Este reconocimiento de la relación entre propiedad y familia se ve también en Perry, cuando concluye que hay un constante en los pactos sociales fomentados por las sociedades colonizadoras europeas, y es el hecho de que el patriarcado se formula a través de “sovereignty, property and personhood” (2018: 21). Donoso Cortés, en efecto, les está recordando a sus lectores este hecho. Para Donoso Cortés, la importancia de la familia y el Estado implica la necesidad de rechazar cualquier propuesta basada en la idea de la solidaridad o la igualdad más generalizadas. La “solidaridad política”, tal como la entiende este autor, descansa sobre una base jerárquica que no permite “la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad”, de la misma manera que “la perfecta igualdad de todas las familias” implicaría “la no existencia de la solidaridad en la sociedad doméstica” (1943: 199). Al perderse las jerarquías, se perderían también la propiedad y la solidaridad. La idea de la familia como garantía de la propiedad va más allá de una cuestión formal en la novela de Irisarri y pasa a la vida doméstica y sexual de los personajes. En una escena permeada por la tradición racista de ver a los esclavos como violadores potenciales, Epaminondas finge ser don Julio, el novio blanco de Juliana, una mujer mulata identificada por el narrador como “la Perla de Popayan” (Irisarri 1863: 64). Epaminondas entra en su habitación y Juliana, pensando que está con su novio, le recuerda “que hemos convenido en que U. no me besará, no hará más que abrazarme como se abrazan dos buenos amigos” (1863: 64), pero Epaminondas la viola y la muchacha pierde

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la conciencia. Cuando se despierta, no sabe que su violador no ha sido su novio : “Usted me ha perdido, don Julio: no esperaba yo de Usted semejante correspondencia” (1863: 64), y Epaminondas responde reivindicando el acto como una liberación: “Vaya usted ahora á contar su aventura, si no tiene vergüenza de contarla, y diga usted que todo esto no ha sido más que un quid pro quo, tomar un zambo feo por un blanco buen mozo; lo que al fin no es sino tomar á un hombre por otro” (1863: 65). Aquí el narrador considera la violación como una consecuencia lógica de la igualdad social. Unas páginas más adelante, Epaminondas ofrece su propio razonamiento: “[Epaminondas] habia adivinado lo que Proudhon publicó después, que la propiedad es un robo” (1863: 67). Ya identificado como una suerte de Proudhon avant la lettre, lo resume así: “Nadie tiene nada que le pertenezca con legítimo derecho, decía el zambo filósofo; todas las cosas son y deben ser comunes” (1863: 67). Tanto Epaminondas como don Prudencio dan por sentada la posibilidad de considerar a un ser humano como propiedad o propietario, según el contexto. La descripción de la violación como un crimen contra el régimen de la propiedad privada es casi un lugar común en el discurso conservador del mundo tras 1848 y encaja con la lógica de la propiedad según la cual “the wife and children of the patriarch were collapsed into his legal person” (Perry 2018: 24). Arboleda emplea la segunda persona para acusar a sus imaginados lectores socialistas de defender la violación como un derecho legítimo: “La mujer hermosa es tuya! / La propiedad del rico es tuyo! / Nadie tiene derecho a gozar de tus bienes / mientras tú carezcas de lo necesario!” (1984: 374). Lo que se revela en esta visión de la violación, además de prejuicios de género, raza y clase, que suelen ignorar su ocurrencia entre los sectores más poderosos, es la idea de propiedad en el imaginario conservador, un concepto que define la vida de la mujer dentro de la familia. Desde París, Mazade había reconocido la autoridad intelectual de Arboleda —“uno de los talentos más notables de la Nueva Granada” (1852: 20)— y expresaba sus propios miedos sobre lo que consideraba la pasión desenfrenada de los esclavos. Estaba convencido de que la emancipación significaría “pillaje” y “la relajación de las penas” (1852: 13) y ofrecía a sus lectores una visión apocalíptica que se parecía a la

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carrera revolucionaria de Epaminondas: “Pobres cholos en fila cerrada, con el cuerpo medio desnudo, la cabeza cubierta con un sombrero de paja i el fusil al hombro” (1852: 15-16). Así, Mazade articula una visión llena de prejuicios contra los seres humanos de las zonas bajas de la jerarquía colonial, los negros y los indígenas, presentando la emancipación como una amenaza al predominio de la élite criolla y blanca. Esta dimensión racista es algo más que una variación local americana del discurso conservador. Las palabras de Burke a finales del siglo xviii cuando compara la violencia de la Revolución francesa a la de “a gang of Maroon slaves, suddenly broke loose from the house of bondage” (2004: 37) muestran la versión transatlántica del discurso racista reaccionario. La revolución presenta una variante racializada a ambos lados del Mar Atlántico.

Orden versus licencia: el caso de la emancipación La progresión entre igualdad y barbarie es otra columna importante en la arquitectura conservadora de la época y permanece más allá de las fantasías de Irisarri, Mazade o Arboleda sobre el desorden que produce la abolición del esclavismo. En pleno siglo xx, el mismo Gómez Dávila, elogiado por Douthat como ejemplo del “estilo reaccionario”, ofrece su propia definición de la palabra civilización: “Civilización es la disciplina que una clase social alta le impone, con su sola existencia, a una sociedad entera” (1992: 105). Esta visión de la civilización —de las relaciones sociales— como una disciplina impuesta desde arriba, igual que el régimen esclavista, viene acompañada por una condena a la democracia debido a que el demos se presenta como incapaz de gobernarse a sí mismo: “El pueblo que se despierta, primero grita, luego se emborracha, roba, asesina, y después se vuelve de nuevo a dormir” (1992: 155). De ahí, podemos suponer, “la vuelta inevitable de la jerarquía”. En la novela de Irisarri la población negra de los Estados Unidos aparece como una suerte de proletariado sobre el que las condenas jerárquicas de Mazade o Gómez Dávila serían aplicables. Más allá de la violencia específica del caso de Epaminondas, Irisarri busca hacer

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un comentario más bien hemisférico5 sobre los peligros que supone la promesa de la libertad. Así, explica que “la historia de Epaminondas del Cauca y la historia de la Libertad no son dos historias distintas sino una sola historia verdadera” (1863: 84-85) y concluye, citando la violencia de la guerra civil norteamericana, “que todo hombre que anda en busca de la libertad es tan loco como el que se afana en hallar la piedra filosofal” (1863: 81). Aquí, también, al criticar uno de los valores de la revolución de 1789, Irisarri está poniendo su propio sello retórico en uno de los lugares comunes del pensamiento conservador. En el siglo xx el pensador español Ramiro de Maeztu declararía que “la libertad no es en sí misma principio positivo de organización social” (2001: 240). Gómez Dávila concuerda: “Se pueden tomar medidas iliberales con la conciencia limpia, porque la libertad no es el valor supremo” (1992: 34). En Irisarri, se emplean la raza y los prejuicios que el autor espera encontrar en sus lectores para subrayar el problema de la libertad como valor supremo en el contexto de la emancipación. Cuando Irisarri se queja de la violencia de la guerra civil en los Estados Unidos, utiliza la división entre blancos y negros como punto de partida. Los abolicionistas son culpables por haber difundido la idea de “que es un deber de los cristianos exterminar a los blancos que se sirven de los negros” (Irisarri 1863: 84) y los violentos son “los defensores de la libertad de los negros a costa del exterminio de los blancos” (1863: 191). Si los abolicionistas son el enemigo, los amigos potenciales son un grupo cuya solidaridad Irisarri busca fomentar: “Los hombres blancos de todas partes que no hallaban bien el ser sacrificado bárbaramente por los negros” (1863: 191). Aquí es sumamente importante la amplitud implícita en la frase “de todas partes”. Por un lado, sugiere una posible solidaridad entre los blancos del Norte y los del Sur de los Estados Unidos y, por otro, sobre todo en el contexto del vaivén entre Brooklyn y Cauca, sugiere una solidaridad

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El concepto de hemisferio en este capítulo remite al campo reciente de los Estudios Hemisféricos, en el que se consideran las continuidades y rupturas históricas, filosóficas y culturales a lo largo del hemisferio americano.

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blanca más bien hemisférica. Los liberales de Colombia son culpables, según el narrador, de haber violado esta solidaridad de raza y clase —“si liberal es el que da, según el arte de Nebrija, en verdad que los que dan muerte no dan una bagatela, sino cosa de gran importancia” (1863: 90, énfasis en el original)—, un sentimiento que está en sintonía con los juicios de Arboleda.6 Para Irisarri, el racismo como fuerza social que el narrador espera encontrar en sus lectores también funciona para poner en cuestión la meta de la emancipación de los esclavos a corto y largo plazo. En su argumento, plantea la superioridad racial de la población blanca como una condición social absoluta, lo cual implica que la emancipación es un proyecto imposible: “Estos negros, después de toda la alharaca con que celebran el triunfo de los abolicionistas, habrán conseguido no llamarse esclavos en América, pero no conseguirán jamás llamarse hombres libres ni iguales a los blancos, que tampoco gozarán de mucha libertad, pues cada vez van teniendo menos, y hoy son unos verdaderos esclavos del poder militar” (1863: 81). En este pasaje, se refuerza la idea de la desigualdad natural ya propuesta por don Prudencio al principio de la novela: “Nuestra razón es tan desigual entre todos nosotros, como el instinto del perro es diferente de el del cerdo, y como el del asno difiere del mono” (1863: 15), un intento de clasificar a los seres humanos en diferentes especies biológicas. También vemos el uso deliberado de la voz esclavo para referirse a los esclavistas por ser víctimas de un castigo político. En cuanto a “la alharaca” necesaria para que se produzca esta emancipación, cabe dentro del cálculo de orden versus desorden en el ideario conservador y no vale la pena, como se comenta más tarde en la novela: “El establecimiento de lo que llaman democracia fue el establecimiento de

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Arboleda ofrece esta definición alternativa de liberté, égalité, fraternité en el contexto colombiano: “La libertad en los puñales en que Monagas asesinó a los apoderados del pueblo; la igualdad en el látigo con que López nivela en la afrenta, desde el niño de seis meses, desde el anciano octogenario tan importante como el infante, hasta la virgen casta, a quien hace azotar después de profanarla; la fraternidad en los santos y amables decretos de Urbina, que castiga a todo el Ecuador porque el General Flores habita en Lima” (1984: 365).

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la confusión más grande, el establecimiento del desorden más completo” (1863: 174). Este paralelismo entre caos y emancipación es resumido en el comentario de Nydia Jeffers como una ecuación conservadora en la que “la anarquía que quiere el esclavo es peor que el despotismo que impone el amo” (2013: 106). Jeffers incluye la novela, curiosamente, entre un grupo de trabajos antiesclavistas latinoamericanos, a pesar del racismo aparente y el hecho de que el protagonista negro “no logra la empatía del lector” (2013: 91). Jeffers reconoce el racismo de la obra y argumenta que, en cierto sentido, los vicios de Epaminondas funcionan como una suerte de crítica implícita del sistema que lo ha producido: “El mensaje abolicionista parte del distanciamiento con respecto al personaje opresor del esclavo que imita del amo el robo, la violación” (2013: 12). He dicho “implícito” porque la novela jamás acusa a don Prudencio ni de robo ni de violación. En cierto sentido, resulta clave si lo consideramos desde la perspectiva de Cauca o de Brooklyn. En el contexto colombiano, la novela parece preferir el modelo de la ley de manumisión de 1821 en vez de la de emancipación de 1851: no se trata de la permanencia de la esclavitud, sino más bien un fin de la misma de forma gradual, ejemplificado en la actitud de don Prudencio frente a Epaminondas, que reclama el derecho de tratarlo como de su propiedad en el presente con la promesa de darle libertad en el futuro. Si nos enfocamos en los Estados Unidos, donde no hay ninguna sanción legal que contemple un proceso de manumisión, la postura moderada en cuanto al esclavismo resulta lógicamente difícil durante la Guerra Civil. En este contexto, el antiabolicionismo de la novela supone, necesariamente, la permanencia del eslavismo por lo menos en algunos de los Estados, sin ofrecer ningún aparato jurídico capaz de abolirla. Además, se pueden conectar las acusaciones al socialismo, que aparecen a lo largo de la obra, con la retórica antiesclavista y, en algunos contextos, anticapitalista del mismo Lincoln. No se suele pensar en la guerra civil norteamericana como un conflicto íntimamente conectado con las revueltas europeas de 1848, pero el discurso de Irisarri nos fuerza a reexaminar esta perspectiva y a cuestionar sus antecedentes y sus reverberaciones dentro del mundo hispanohablante.

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El contexto estadounidense: esclavismo, propiedad y capital En 1864, un año después de la publicación de Historia del perínclito Epaminondas del Cauca, la misma editorial que sacó el libro, Hallet, publicó una nueva obra de José Ferrer de Couto, Los negros en sus diversos estados y condiciones; tales como son, cómo se supone que son, y cómo deben ser. En sus primeras páginas (cuyo título indica bien su propuesta racista), el autor explica que el libro forma parte de un proyecto bilingüe: “Hízose este libro en castellano para publicarlo inmediatamente en inglés, acomodando todo el caudal de su doctrina á los acontecimientos que hoy escandalizan al mundo en la América del Norte” (Ferrer de Couto 1864: 5). En inglés (también publicado por Hallet), el título estaba abiertamente conectado a los asuntos históricos en marcha en los Estados Unidos: Enough of War!: The Question of Slavery Conclusively and Satisfactorily Solved, as Regards Humanity at Large and the Permanent Interests of Present Owners. Así se explicitaba que el autor estaba de acuerdo con Irisarri sobre la inutilidad de una guerra para poner fin al esclavismo. Además de compartir la idea de la solidaridad blanca propuesta por el narrador de Irisarri, Ferrer de Couto ofrece argumentos racistas sobre la necesidad del esclavismo como una condición natural. Lo que se propone como modo de perpetuar el esclavismo es un cambio en la terminología: Ferrer sugiere que en vez de decir “trata” se debe decir “rescate de esclavos y prisioneros” y en vez de “esclavismo o esclavitud”, “trabajo organizado” (1864: 296). El razonamiento de Ferrer en cuanto a la esclavitud descansa sobre una visión racista de “las jerarquías inevitables”. Además, ofrece una justificación económica anclada en las estructuras coloniales, ya que “su organización secular” y “sus intereses presentes y futuros” son incompatibles con la abolición de la esclavitud. El racismo lo sostiene con un argumento moral —“tampoco la humanidad debe consentir en pleno siglo xix que subsiste en vastísimas comarcas una raza envilecida, que tiene en la guerra su estado normal” (1864: 16)—, mientras que desde el punto de vista económico sugiere que la emancipación de los esclavos haría peligrar la

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rentabilidad de las colonias, dando por sentado que esto convencería a sus lectores hispanohablantes. La dimensión global es importante aquí también, ya que la abolición propuesta en América del Norte sirve, a su juicio, como laboratorio y aviso para los territorios hispanohablantes en donde se sigue practicando el esclavismo dentro del régimen legal colonial o republicano: “Los propietarios españoles más timoratos y los ménos fatalistas, deben agradecer igualmente que esta cuestión se trata a priori, cuando de una forma inesperada se puede resolver” (1864: 6). Uno de los críticos españoles a la tesis de Ferrer ofrece un argumento global a favor de la emancipación basado en la preferencia de la república frente a la colonia, reconociendo “los trastornos que ha sufrido la República modelo para acabar de arrancar de su suelo las raíces de una institución maldita, y las grandes penas con qué se ha pagado y pagará el tremendo crimen de haber retardado la emancipación” (Hernández Iglesias 1866: 46) y argumentando que son los individuos esclavizados los que podrían quejarse de haber carecido de propiedad privada: “Y si el esclavo pidiese una indemnización, ¿con qué razones se la podrán negar los pueblos esclavistas? Con ninguna” (1866: 49). Con este argumento, Hernández hace eco del avanzado por el senador abolicionista Charles Sumner en 1864: para los esclavistas no existe la propiedad privada: “A bundle of barbarous pretensions, from which certain persons are sure to be released” (1864: 14). Por su lado, Sumner, uno de los radicales condenados por Irisarri y Ferrer, ofrece un argumento filosófico opuesto. Al pensar en el asunto de la libertad, lo conecta con el de la igualdad: “The denial of Liberty in the rebel States begins with a denial of Equality, so that our work is not completely done without the assertion of both principles” (1864: 22). Cuando dice “nuestro trabajo inacabado”, se refiere a la victoria militar y política ante la rebelión y el esclavismo en el Sur, sosteniendo que sea un proyecto más bien revolucionario. Aquí vale la pena subrayar que Irisarri, Ferrer de Couto y Sumner escriben en un momento de crisis en los estados del Norte. A pesar de las victorias militares de Vicksburg y Gettysburg en el verano de 1863, las pérdidas sufridas por el ejército norteño y los fracasos en sus intentos de tomar la capital sureña habían provocado un fuerte rechazo a la guerra en diferentes sectores de la sociedad norteamericana. Ferrer de Couto se refiere a las

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manifestaciones violentas en contra de la guerra que tuvieron lugar en Nueva York en 1863 como “el corolario de los males” producidos por los abolicionistas (1864: 266-67), una muestra de que la lucha por la emancipación no era políticamente sostenible. Irisarri quizás veía en el rechazo a la emancipación un argumento a favor de la solidaridad blanca, algo que sugiere en las últimas páginas de su novela. Así, Irisarri y Ferrer de Couto presentan su oposición a la continuación de la guerra (y la emancipación) como una alternativa populista y aun democrática. Se trata de una postura que se basa en la supuesta imposibilidad de la convivencia entre blancos y negros. Irisarri construye un universo político en el que el racismo de los blancos del Norte hace inviable una conclusión pacífica del proceso de emancipación: “Ellos quieren la libertad y la igualdad en los hombres de todos los colores, pero desprecian al negro, y no le permiten asociarse con el blanco; quieren que el negro viva libre y muera del hambre” (1863: 84). El director general del Servicio Postal de Estados Unidos, Montgomery Blair, aliado político de Lincoln, presenta el mismo razonamiento en 1863, refiriéndose a la existencia de leyes racistas en el Norte que limitaban los derechos de la gente libre según el color de su piel. Al describir la amalgama de razas como un gesto contra natura, “an attempt to make a fundamental change in the laws of nature”, y, por lo tanto, mucho más que una mera revolución política (Blair 1863: 17), Blair habla de la emancipación como una necesidad práctica en las condiciones de guerra y confía en la deportación voluntaria de la población negra estadounidense a Centroamérica, una táctica que Lincoln ya había discutido en 1861 y 1862. Al igual que Irisarri, Lincoln basaba su argumento en un concepto de solidaridad blanca y de prejuicio racial, sacando la conclusión general de que “the Northern Soldier intends becoming a Southern white man himself ” (Blair 1863: 19). Así se define la guerra no como un proceso de emancipación del esclavo, sino como una conquista blanca.7

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Una de las realidades que Blair intenta borrar es la presencia y la importancia de los soldados negros en el ejército del Norte, ya que parece suponer que “soldado del Norte” significa ‘soldado blanco del Norte’. Durante la guerra, Lincoln en-

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Esta visión populista del racismo como idea capaz de redimir a la población blanca de clase obrera es un reconocimiento directo de lo que W.E.B. DuBois llamaría “el sueldo psicológico y público” para compensarla por su baja posición económica (2007: 573). El soldado raso del ejército del Norte, según este razonamiento, puede imaginarse a sí mismo como conquistador basándose en su pertenencia a lo que Blair llama “la raza dominante” (1863: 17). El contraste entre Blair y Sumner es claro en cuanto al contexto norteamericano, dado que los dos se identificaron como partidarios del Norte en la guerra civil y contrarios al esclavismo. Ambos, en cierto sentido, actúan movidos por motivos pragmáticos, ya que Blair quiere desvincular la emancipación proclamada por Lincoln de cualquier noción de revolución social. De haber cambios en el futuro, sugiere, tendrán que ver con la suerte económica de los soldados rasos blancos del ejército del Norte, cuyo destino quiere diferenciar del de los soldados negros, a los que nunca menciona. Sumner, por su parte, insiste en la conexión entre igualdad y negación de libertad, sugiriendo que la revolución igualitaria que tanto le asusta a Blair podría complementar nuestro trabajo tanto como el acto de emancipar a los esclavos. La táctica de Sumner —formular la emancipación como un proyecto esencialmente igualitario— también encuentra eco en la retórica de Lincoln. En el mismo discurso anual de diciembre de 1861 en el que había mencionado la posible colonización de la población negra, tan importante para Blair, describe la rebelión de los estados del Sur como una guerra contra los derechos básicos del ciudadano: “A war upon the first principle of popular government—the rights of the people” (1861: s/p). Al intentar establecer los principios que sostienen su movimiento en contra de la rebelión, Lincoln argumenta a favor de la superioridad del trabajo por encima del capital: “Labor is prior to and independent of capital. […] Labor is the superior of capital,

fatizó la importancia militar de los soldados negros (1992: 303-304) y, después de la misma, el senador abolicionista Benjamin dijo, después de la guerra que la conducta de estos en el conflicto lo había curado de sus propios prejuicios raciales (Congressional 1867: 729).

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and deserves much the higher consideration” (1861: s/p). Un año más tarde, justificaría la emancipación como una medida práctica y moral infalible: “Other means may succeed; this could not fail” (1992: 270). John Nichols ha resumido esta posición de Lincoln como una suerte de acuerdo entre moral y propiedad: “He was on the side of freedom—not merely as a moral or social construct, but as an economic one” (2011: s/p). Por su parte, Kevin B. Anderson ha descrito la emancipación en el contexto norteamericano como una gran expropiación, “the greatest expropiation of private property in history up to that time” (2017: 30), recordando la conocida correspondencia amistosa, sino cordial, que hubo entre Marx, Engels y Lincoln después de las elecciones de 1864.8 Entre otras cosas, Anderson enfatiza la dimensión transatlántica del legado abolicionista, haciendo referencia a la actitud del obrero británico a favor del Norte como “one of the first examples […] of international working class solidarity” (2017: 37). Si Marx celebraba la emancipación como un ajuste entre trabajo y capital a nivel mundial, los oponentes conservadores veían esta dimensión global como un gran peligro. Calhoun, hablando desde la perspectiva de los terratenientes esclavistas del Sur, había buscado la solidaridad de los capitalistas del Norte advirtiéndoles de que los mismos argumentos igualitarios empleados contra la esclavitud podrían ser utilizados con “a very slight modification” para atacar las industrias del Norte (1851-1855: 207). Después de postular, de acuerdo con Lincoln, que el trabajo es lo único que puede producir riqueza, Calhoun subraya que la civilización es la causa de que la mayor parte de esta no quede en manos de los trabajadores: “How small a portion of it [wealth] in all old and civilized countries, even the best governed, is

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En el prefacio de la edición de 1867 de El capital, Marx hace referencia específica al senador norteamericano Benjamin Wade, que sirvió de vicepresidente durante el procesamiento de Andrew Johnson, quien, a su vez, había asumido el cargo de presidente después del asesinato de Lincoln. Wade había defendido una política abolicionista muy parecida a la de Sumner y, según Marx, “declared in public meetings that, after the abolition of slavery, a radical change of the relations of capital and of property in land is next upon the order of the day” (Marx 1915: 15-16); véanse Nichols (2011) y Anderson (2017).

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left to those by whose labor wealth is created” (Calhoun 1851: 208; citado en Wiltse 1949: 305). Esta reflexión se parece a la admonición de Donoso Cortés a los conservadores que quieren defender la propiedad privada sin pensar en la familia y la Iglesia. Desde la perspectiva de Calhoun, un ataque contra el esclavismo en nombre de la igualdad o en contra de la explotación podría ser empleado también en contra de los capitalistas del Norte. Así como los soldados (blancos) del Norte buscan convertirse en hombres blancos del Sur en el imaginario de Blair, el de Calhoun está poblado de capitalistas del Norte que comparten intereses con los hacendados esclavistas del Sur. El posicionamiento de Irisarri es claro: está del lado de Calhoun respecto a la naturalidad de la desigualdad y del de Blair en cuanto a la imposibilidad de una democracia racialmente plural. Si Jefferson Davis y los líderes de la Confederación son rebeldes contra el Gobierno estadounidense, Epaminondas y los abolicionistas como Sumner son, según la visión conservadora de Irisarri, rebeldes contra la naturaleza.

Conclusión: los conservadores y la democracia fugitiva En su estudio sobre la teorización de la raza en figuras hemisféricas como Frederick Douglass, Domingo F. Sarmiento, W.E.B. DuBois y José Vasconcelos, Juliet Hooker presta especial atención al apego decimonónico a las teorías racistas pseudocientíficas, entre ellas la idea de diferentes especies de seres humanos, algo importante para el narrador y los personajes esclavistas en la novela de Irisarri (2017: 7). Hooker nota que las mismas teorizaciones empleadas para justificar el dominio criollo fueron empleadas para apoyar las incursiones imperiales norteamericanas en América Latina, muchas veces en contra de estas élites criollas. La asociación que Irisarri hace entre el ejército antiesclavista del Norte y el imperialismo supone un esfuerzo por racionalizar un antiimperialismo francamente racista, por un lado, y conservador, por otro, al identificar el ejército del Norte, es decir, de los Estados Unidos, como una fuerza defensora (y agresiva) de una revolución social. Al hablar de Frederick Douglass, Hooker señala su postura a favor de la inmigración después de la Guerra Civil como ejemplo de

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“a Cosmopolitan notion of multiracial democracy grounded in the idea of a universal human right to migration and the Americas as a multiracial space” (2017: 51). Esta formulación es útil no solamente como una extensión de la reacción ya citada de Douglass frente a los eventos de 1848 en Europa y el Caribe, sino también como contrapunto a la línea de argumentación conservadora de Irisarri y sus contemporáneos, una idea arraigada en una noción de nacionalismo étnico que se construye como barrera a la migración y la circulación libre de seres humanos. En este contexto, un producto textual olvidado como Historia del perínclito Epaminondas del Cauca se ve menos como una aberración que como la manifestación de un discurso conservador formulado tras las revoluciones de 1848. Este hecho unifica la novela con las corrientes conservadoras europeas y conecta el discurso sobre las instituciones y la propiedad privada de Donoso Cortés con el partido que sigue citándolo en pleno siglo xxi. Desde la perspectiva hemisférica, 1848 representa una amenaza al statu quo esclavista; amenaza que es bienvenida por los abolicionistas, pero que es percibida como un peligro por esclavistas como Calhoun o Arboleda. Tanto para Irisarri como para Blair, la emancipación representaría un golpe social que se tendría que superar de camino a la realización de un orden racial —democrático para Blair y más bien aristocrática para Irisarri—. Ambas visiones son racializadas, sobre todo en lo referente a la cuestión de la propiedad. No ofrecen una objeción conceptual a las propuestas de Proudhon, sino que narran lo que ven como una consecuencia distópica del reordenamiento de las jerarquías raciales que determinan, al fin y al cabo, las cuestiones de propiedad en el continente americano. Lo que se produce después de 1848 es una nueva iteración de lo que George Ciccariello-Maher ha llamado “the paranoid psyche of the slave owners” con referencia a la revolución haitiana (2017: 60). La elaboración, el mantenimiento y la transferencia de esta psique están a cargo de múltiples fuerzas de producción cultural, entre ellas, el discurso político y el ficcional. Este último término es importante: si un estadista como Calhoun puede ver la revolución de 1848 como “a world-wide canvas” (Wiltse 1949: 300), se necesita el espacio imaginario de una novela y la voz de un narrador para yuxtaponer

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la emancipación proclamada en Colombia en 1851 y en los Estados Unidos en 1863. Donoso Cortés había avisado a su público sobre la rapidez con la que las nuevas ideas podrían difundirse en el siglo de la telegrafía y el vapor; la obra olvidada de Irisarri, considerada en el contexto del conservadurismo internacional y del hemisferio, muestra el peligro de las mismas fuerzas comunicativas puestas al servicio de las jerarquías racistas.

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Chile, 1833: debate mediático, relato político y continuidad institucional Álvaro Kaempfer Gettysburg College

En octubre de 1831, José Joaquín Prieto, presidente de la República de Chile, y Ramón Errázuriz, ministro de Interior y Exterior, firmaban el llamado del Congreso a revisar la Constitución chilena de 1828. Esta, en su artículo 133, dice que en “1836 se convocará por el Congreso a una gran Convención, con el único y exclusivo objeto de reformar o adicionar esta Constitución” (Constitución Política). Cinco años antes de esa fecha, una comisión del Senado, creada para tal efecto, afirmó “que la Constitución de 1828 se debe reformar y adicionar” (Letelier 1901: 2). De este modo, se retornaba el desafío que habían generado el Reglamento de 1811, los Provisorios de 1812 y de 1814, las Constituciones de 1818, 1822 y de 1823, el esbozo federalista de 1826 y la Constitución de 1828. Prieto, jefe militar del conservadurismo que venció al liberalismo criollo en 1830, y que fue presidente desde 1831, lideró la afirmación constitucional de un orden conservador con un gabinete ministerial que incluía a Diego Portales. El proceso

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afianzó la previa derrota militar del liberalismo criollo y zanjó el orden institucional de una presunta excepcionalidad chilena decimonónica, forjada en base a la matriz conservadora que articula su Estado. Años más tarde, en 1886, la Cámara de Diputados comisionó a Valentín Letelier para documentar los debates que llevaron a la Constitución de 1833, resultando en un volumen publicado en 1901 que llevaría el título de La Gran Convención de 1831-1833. En este trabajo, exploro el consenso sobre la continuidad institucional, sobre la fractura política entre liberales y conservadores, que expresan las secciones de los periódicos La Lucerna y El Araucano que aparecen en esa publicación. Para que su compilación fuese inclusiva, Letelier señala que hurgó por “aquellas piezas públicas o privadas que pueden servir para estudiar los oríjenes de la Constitución vijente o el significado de sus disposiciones” (1901: iii). Así, suplió “las reseñas parlamentarias de las actas concisas, con los artículos publicados en los periódicos contemporáneos” (1901: iv). Esto porque, para Letelier, “los artículos que se publican en los diarios son trasuntos igualmente fieles de las ideas, de las creencias, del saber y de las preocupaciones de las clases directivas de la sociedad” e indican “el carácter solidario” de la cultura política que va de la convención a la tribuna periódica de la mano de figuras como Ramón Rengifo, Mariano Egaña, Juan Francisco Meneses y Fernando Urízar Gárfias” (1901: iv). Aunque hubo matices entre ellos, tal y como señala Enrique Brahm García (1994: 37), todos, bajo la ley expedida para tal efecto el 1 de octubre de 1831, fueron parte de los elegidos por la reunión de ambas cámaras a la Gran Convención. Para Yamandú Acosta, la selección muestra que “liberalismo y conservadurismo fueron, pues, las ideologías articuladoras de los sujetos históricos de diferente densidad que de modo fuerte marcaron el espacio político de su época” (2000: 343). Sin embargo, por sobre esas diferencias primó entre ellos “el hecho de pertenecer ambos a la misma élite consolidada históricamente por la supervivencia de un modo de vida”, tal y como añade Eduardo Santa Cruz (2014: 558). Es más, tal y como ha argüido Marcelo Leiras, “la Constitución de 1833 fue un negocio entre caballeros metropolitanos integrantes de un círculo social estrecho, partidarios de un mismo grupo político y, la mayoría de ellos, colegas parlamentarios” (2004: 96). Por ello, la

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compilación de Letelier expone diferencias que no alteran la primacía conservadora sobre la continuidad cultural y social de un orden que se hunde en la experiencia colonial. El término del ciclo de “ensayos constitucionales inaugurado por la declaración de independencia” de 1818, marcado por la victoria militar conservadora en 1829, fue leído, por unos, como la reacción colonial al quiebre independentista y, por otros, como la sanción de un orden ligado a Diego Portales, lo que Gabriel Cid considera “lecturas incompletas” (2017: 20). En la misma línea, Byron Asken Montes sostuvo, también, que son insuficientes las lecturas “que caracterizan el periodo como un caos endémico producto de la ignorancia (Barros Arana, Encina, Edwards) o las que lo definen principalmente como una etapa de aprendizaje y formación política (Donoso, Heise)” (2016: 2). Fue Barros Arana, dice Gabriel Salazar, quien pudo instalar la interpretación histórica de esos años que fue débilmente contestada por la historiografía liberal (2005: 29-20). Es precisamente esta visión la que selló el relato nacional e institucional de la excepción chilena del siglo xix (Palti 2007: 158). En dicho contexto, los “diez gobiernos, cuatro congresos, dos Constituciones y, entre ambas, un ensayo federal” entre 1823 y 1830, marcarían, insiste Bernardino Bravo Lira, “la caída de Chile por la pendiente del desgobierno, la incertidumbre y el desorden” (1989: 330). Sin embargo, la consolidación del relato institucional que sella un orden nacional ha sido concebida consistentemente por la crítica como una reforma de la Constitución de 1828, sobre una trayectoria institucional que la precede. En la lectura conservadora que subraya el caos durante la década de 1820, se observa un deseo de orden cuya “fórmula política salvadora”, dice Raúl Bertelsen Repetto, está ligada a una fuerte autoridad ejecutiva legada por la colonia, encarnada por O’Higgins, esbozada en 1823, formalizada en 1826, preservada por la Constitución de 1833 y, por cierto, eco de la imagen del monarca en la Constitución de Cádiz (1977: 45). Esta fórmula condensaría la síntesis política e institucional de “una lucha entre la soberanía del rey frente a la soberanía nacional en construcción”, dice Manuel Chust (2002: 158). Para el caso chileno, Pablo Ruiz-Tagle señala que esa fuerte figura presidencial ha sido una constante en el ordenamiento constitucional chileno

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(2014: 230). Esto es importante, pues la Constitución de 1833 que surge tras la revolución de 1829 no es, en consecuencia, un quiebre con la tradición previa, sino que su consolidación autoritaria se lleva a cabo tras una victoria militar sobre las diversas disidencias liberales. Esa república conservadora implicó, señalan Ivan Jaksic y Sol Serrano, “un repliegue de la ampliación de las libertades y de la representación en función del fortalecimiento del gobierno” (2010: 74). Mal que mal, la ruptura con la península “no significó, pues, una revolución social, sino que, muy por el contrario, iba dirigida a fortalecer las relaciones sociales existentes y los privilegios de las elites”, cuyas cartas constitucionales, precisan Walther L. Bernecker y Rüdiger Zoller, fueron “los textos revolucionarios procedentes de París y Filadelfia, y casi todos los nuevos Estados independientes (exceptuando el Brasil y, por algún tiempo, México) se establecieron como repúblicas”, aunque, “en cierta manera eran repúblicas sin ciudadanos” (2007: 31). La construcción de la ciudadanía será uno de los debates en torno a la Constitución de 1833, y continuará con la Constitución de 1925, que la desplazaría. Si bien Hilda Sabato sitúa la construcción republicana en la segunda mitad del siglo xix, 1833 sella en Chile una dinámica donde “la república precedió a la nación, o más precisamente, en casi toda la región, la adopción y puesta en práctica de formas republicanas de gobierno fue anterior a la consolidación de las naciones”, lo que, dicho también por Sabato, “constituyó un aspecto central de su historia” (2007: 53-54). Sería Mario Góngora quien, al diferenciar la formación política de la nación de Chile y Argentina de la de México y Perú, sostuvo que en el cono sur americano el Estado precedió a la nación (1981: 11). Esta visión difería de la sostenida por Alberto Edwards, para quien la república, sin confundirla, aunque ligada a sus relatos de nación, se fundó en el fuerte respeto a una autoridad central, legada por la colonia y afianzada por el régimen portaliano (1928: 44). La lectura y defensa de esa continuidad en el proceso constitucional permitió que Chile, “a pesar del caos de la década de 1820, de los conflictos intestinos en 1830 y de las sangrientas guerras civiles (1851, 1859, 1891)”, dicen Brian Loveman y Elizabeth Lira, fuera visto “internacionalmente como la única nación de Iberoamé-

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rica que había resuelto exitosamente cuestiones constitucionales y políticas fundamentales” (1999: 55). El debate del que da cuenta la compilación publicada por Letelier cerraría un ciclo de enfrentamientos y lo reformularía a partir del texto constitucional que preserva la continuidad institucional. Iniciado el debate, “el principal empeño de los constituyentes de 1833 fue consolidar el régimen de gobierno establecido desde 1830, a raíz de la batalla de Lircay”, dice Bravo Lira, bajo una visión que “reconoce y refuerza de un modo incontestable la preeminencia adquirida por el presidente desde 1830” (1983: 320). Una constitución, dice Juan Pablo Beca Frei, “no es sino una determinada forma de relaciones de poder, las que mediante su consagración jurídica adquieren carácter vinculante” (2014: 311). En tal sentido, la consolidación de “un Estado fuertemente centralizado de corte autoritario, garante de la disciplina y el orden social”, sostiene Asken Montes, expresa precisamente “la coalición triunfadora encabezada por comerciantes y terratenientes [que] estableció las bases de un orden social y político que reforzó las estructuras tradicionales del sistema económico colonial” (2016: 18). Esa “aristocracia de Portales”, más allá de los aspectos de rango y dinero, cree Alejandro Guzmán Brito, remite “a una dinámica formación social a la que todos están llamados en la medida de su virtud. Concepto este mucho más amplio que el mero gusto por el orden” (1989: 50). Como indica Sol Serrano, “la soberanía popular requería de ciudadanos virtuosos, de la virtud cívica de la república clásica y, porque era popular, requería de un pueblo formado en esa virtud” (2010: 30). Es parte del debate entonces y a largo del proceso de formación nacional e institucional. De este modo, la abdicación de Bernardo O’Higgins en 1823, más allá del impacto político y militar de la independencia y los esfuerzos de institucionalización que la siguen, deja claro, apunta Eduardo Cavieres Figueroa, “que el problema central fue el de la emergencia de una nueva representación que debía darse en una transición de un sistema antiguo a otro de nuevo régimen” (2012: 51). Más allá de su victoria militar o gracias a ella, explica Natalio Botana, “aquellas revoluciones plantearon siempre la necesidad de autolimitarse por medio de una constitución” (2016: 13). Son esos momentos de negociación y conflicto los que van a te-

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ner en Chile un diálogo enmarcado por la nueva carta constitucional tras la anulación militar y política del liberalismo criollo. La Constitución de 1833 y la brasileña de 1824, compara Juan Cáceres Muñoz, “serían la respuesta que daría la aristocracia de los dos países para solucionar los problemas en torno a la forma de gobierno a adoptar, el tipo de ciudadanía que deberían gozar los habitantes y el carácter que asumiría la representatividad política” (1998: 16). Marcello Carmagnani añade que Chile es “el primer país latinoamericano que adopta este criterio” y precisa que “la Constitución de 1833 considera ciudadanos activos con derecho a voto solo a los chilenos que, además de saber leer y escribir, cuenten con ingresos derivados de un capital, un empleo o un oficio” (2004: 179). Se trata de una nación de ciudadanos sellada por un orden constitucional, como dicen Guillermo Palacios y Fabio Moraga, cuyos excluyentes mecanismos de participación se irán “ampliando a lo largo del tiempo” (2003: 177178). A pesar de sus limitaciones, el “constitucionalismo republicano afirma la idea de libertad e igualdad, y de la ley como su condición necesaria”, como lo observan Renato Cristi y Pablo Ruiz Tagle en la Constitución de 1828 (2006: 11). Fue una de las salidas o resultados iniciales de ese “campeonato por el poder del cual una constitución surge”, como lo caracteriza Marco Navas Alvear (2016: 15). De este modo, la Constitución de 1833 no solo hace una lectura de lo sucedido hasta entonces, sino que proyecta esa lectura bajo una perspectiva normativa hacia el futuro. Al inaugurar la Gran Convención, el presidente Prieto llamó a zanjar “los derechos i deberes no de un millón i medio de hombres que pueblan hoy a Chile, sino de las jeneraciones que deben formar algún día una gran nación de Sud América” (Letelier 1901: 5). La Constitución debía, para decirlo con Diego Sazo, “regular los aspectos fundamentales de la vida política. En ella, se traza el horizonte ideológico, aquel que inspira y otorga legitimidad al modo de vivir colectivo” (2016: 10). Un pueblo carente de constitución, afirmó Camilo Henríquez en 1814, a dos meses del colapso de la Patria Vieja, “es una asociación de hombres en quienes no se divisa otro enlace que el de aquellas relaciones mantenidas por la costumbre y expuestas continuamente a romperse con el choque de las pasiones”, ya que “un

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Pueblo sin Constitución es un grupo de infelices dejados al capricho y a la intolerancia del poder físico” (1814: 69). La Convención apuntó a afianzar un orden, con una constitución que, aunque conservadora, dice Roberto Gargarella, acabaría siendo liberalizada gradualmente (2013: 38). Con ese entramado constitucional engarza la visión de un Estado que, para Diego Portales, sostienen Kathya Araujo y Nelson Beyer, “no debería desplegarse tanto como para comprometer la legitimidad de su propia autoridad medida en función del objetivo central que es la producción del orden” (2013: 177). Tal como José M. Portillo Valdés indica, a la Constitución de 1833 se le va a exigir “establecer el diseño de un poder ejecutivo fuerte y capaz de ejercer una disciplina social que se concebía muy necesaria para poder hacer presente en ella al Estado” (2008: 79). Resulta relevante, también, que un aspecto importante en la elaboración de esa constitución, plantea Marco Antonio León, eran “los diferentes tenores que poblaban el imaginario político de la clase dirigente” (2008: 90). Esta misma visión es la que va, incluso, a limitar los alcances transformadores de la victoria conservadora que había buscado restaurar una continuidad histórica y constitutiva del orden forjado por siglos de orden colonial. De la compilación hecha por Letelier me interesa subrayar la visión expresada por dos publicaciones periódicas, La Lucerna y El Araucano. La importancia de estos periódicos no ha de ser subestimada, pues cabe recordar con Jay Kinsbruner que la Gran Convención no dejó un diario detallado de sus debates, sino, apenas, un resumen de la discusión en sala (1967: 46). Incluso el debate de la comisión que elaboraría el borrador constitucional no dejó “actas ni papeles o documentos que dieran vestigio de sus sesiones, discusiones o controversias”, dice Eduardo Soto Kloss, apenas “la prensa de la época trae algún material en cuanto a intervenciones (anónimas no pocas) que contendían con ideas, proposiciones, críticas respecto de lo que trascendía al público de ese trabajo” (1989: 814-815). La Lucerna buscó publicar esos debates y discursos, pero no siempre fue posible, como cuando “el temperamento perfeccionista de Mariano Egaña”, destaca Manuel Salvat Monguillot, evitó que se imprimiera uno de sus discursos, porque “estimó que no estaba fielmente reproducido” (2016: 251). De hecho, La Lucerna debió excusarse en su número

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siguiente por haberlo prometido (Letelier 1901: 190). Por otra parte, señala Raúl Muñoz Chaut, “la “necesidad de fundar un periódico que fuese el vocero oficial del gobierno, llevó a Portales a concretar la aparición del Araucano el 17 de septiembre de 1830” (1991: 70). Aun así, este periódico resiste tal caracterización oficial y aclara, en uno de sus números, que su propósito “no ha sido jamás el de ocuparnos en pequeñeces sino en aquellas cosas que puedan alterar la tranquilidad pública, o desconcertar la marcha del Gobierno” (Letelier 1901: 21). Portales le habría encomendado el periódico a José Manuel Gandarillas (Valdés Loma 1983: 119). Si bien Barros Arana y Manuel Luis Amunátegui creen que Bello fue parte del equipo inicial, Raúl Silva Castro considera que este fue una adición posterior a su fundación (1973: 167). Bello participa en la prensa no solo para hacer circular ideas que luego plasma en sus obras o defender su reputación, dice Iván Jaksic, sino, también, para “hacer de la prensa un vehículo de discusión y debate que hiciera posible explorar los diferentes ángulos de temas políticos y culturales” (2004: 136). De este modo, La Lucerna y El Araucano sostienen un intercambio, aunque relativamente breve, en el que aluden a la profundidad de la reforma constitucional en la que la Gran Convención estaría empeñada. Tal como reflejan los documentos que dan origen al debate constitucional, las iniciativas responden o están enmarcadas por un artículo de la Constitución de 1828 que prescribe una discusión que evalúe si la carta debe ser reformada o adicionada. Es decir, no hay indicios iniciales de que se esté en presencia de un proceso orientado a generar una nueva constitución. En tal sentido, El Araucano subraya, precisamente, la continuidad constitucional que observa en el acuerdo del Senado para avanzar en “la reforma del código constitucional” (Letelier 1901: 3). El Araucano asegura, asimismo, su confianza en que los llamados a cumplir ese destino “deben inspirar la mayor confianza de que la República verá reformada la gran Carta por ciudadanos los mas aparentes i los mas celosos de la prosperidad general” (Letelier 1901: 3). En ese editorial destaca, de igual manera, que la soberanía es “de donde emanan las facultades de la Gran Convención” (Letelier 1901: 3). Sin embargo, no trepida en cuestionar el articulado que acota el origen de las facultades de la Convención. Se refiere específicamen-

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te al que indica que la Gran Convención parece “haber conseguido resolver una ecuación por medio de las poderosas e infalibles reglas de la aljebra”, para, a continuación, “comprobar el resultado por pesadas e inciertas combinaciones aritméticas” (Letelier 1901: 3). Más aún, añade, “las facultades para la reforma de la Constitución no son delegadas a la Convención Nacional”, sino que fueron “conferidas espresamente por ese código” y “el Congreso no tiene facultad alguna para someterla a su revisión” (Letelier 1901: 3). El Araucano subraya la continuidad constitucional al decir que al Senado la Constitución del 28 “no le encargó más funciones que las del nombramiento de la Convención, número de sus miembros i demás circunstancias”, y que ese texto no incluye una “facultad arbitraria que el Senado reserva para aceptar o repulsar el código reformado” (Letelier 1901: 3). Si se hiciera así, argumenta, “la pomposa Gran Convención quedaría reducida a una mera Comisión del Congreso” (Letelier 1901: 3). Bajo “el modo señalado por la misma Constitución en al artículo 133, la facultad de aceptarla o rechazarla es contraria a lo establecido en ese Código” (Letelier 1901: 3). Por lo tanto, y “estando autorizada la Convención por la misma Carta, sus procedimientos son en nombre de la nación” (Letelier 1901: 3). Tras ese editorial de El Araucano del 16 de julio, otro del 22 de octubre anuncia que ya se ha constituido la Gran Convención (Letelier 1901: 5). Luego, la Comisión creada al interior de la Gran Convención para estudiar la situación reiteró, el 24 de octubre de 1831, que “la Constitución del Estado promulgada en 8 de agosto de 1828, debe reformarse y adicionarse” (Letelier 1901: 12). La reforma seguiría su rumbo. El 29 de octubre, tras enfatizar el acuerdo para revisar y adicionar la Constitución de 1828, El Araucano anuncia que la Gran Convención ha nombrado una comisión, formada por Gabriel José Tocornal, Mariano Egaña, Santiago Echevers, Fernando Antonio Elizalde, Agustín Vial Santelices, Juan Francisco Meneses y Manuel José Gandarillas, para “que prepare un proyecto de reforma de la Carta Fundamental, con arreglo a la lei dictada por el Congreso Nacional” (Letelier 1901: 14). La Convención le señaló a esa comisión, agrega, que “reconocía la forma del Gobierno representativo popular, dividida en los tres poderes lejislativo, ejecutivo i judicial que estableció la Constitución” y,

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además, conmina a sus miembros a “que ciñesen el proyecto a señalar con especificación los artículos vacíos de sentido, ininteligibles e inaplicables que creyese conveniente, sin alterar el fondo del código en parte sustancial” (Letelier 1901: 14). El Araucano le recuerda, de paso, al Mercurio de Valparaíso, el 17 de diciembre de 1831, que la Constitución de 1828 ya no podía asegurar el orden, que el cambio era necesario, porque “fue infrinjida por los mismos que debían hacerla respetar, i no prescribió remedios para este caso”, pero, sobre todo, por no afianzar una autoridad fuerte que “asegure la tranquilidad pública, i no le da facultades suficientes para corregir a los que intentan perturbarla” (Letelier 1901: 22). Sofía Correa Sutil subraya, en tal sentido, que esa mutación se hizo porque “la Constitución de 1833 concentró el poder político en el ejecutivo, entendiendo por tal el Presidente de la República y los ministros que con él gobernaban” (2015: 47). La apelación a la fuerza y a la flexibilidad del poder ejecutivo para ejercer su plena autoridad es, para los victoriosos de Lircay, un lugar común. Por su lado, La Lucerna, en el editorial de su tercer número, del 25 de julio de 1832, también reitera la necesidad de contar con una fuerte autoridad ejecutiva, asegurando al mismo tiempo la flexibilidad para que la ejerza y subrayando “lo peligroso que es detallar las atribuciones de los intendentes, gobernadores i demás agentes naturales del Poder Ejecutivo” (Letelier 1901: 27). La Lucerna cree vital abrir el debate y pide, el 24 de octubre de 1832, “que se pongan al alcance de todos los ciudadanos en todos los puntos de la República, para que el Código que resulte de la discusión reciba la sanción de los pueblos i sea jurado por el convencimiento de su utilidad” (Letelier 1901: 29), a diferencia de El Araucano, que acusa un error de procedimiento en la organización del debate para avanzar en la reforma y adiciones a la Constitución porque los miembros de la convención “no van a comparar los artículos de la reforma con los del Código, sino a examinar el proyecto de una nueva Constitución sin tener presentes las razones que movieron a sus autores a organizarlo de esa manera” (Letelier 1901: 47). Es más, subraya que “no van a analizar correcciones i modificaciones, sino a instruirse en destrucciones i creaciones” (Letelier 1901: 47). Por tanto, concluye expresando su

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rechazo El Araucano, “el resultado no será corregir, adicionar o reformar sino hacerlo todo de nuevo, o no hacer nada” (Letelier 1901: 47). En otras palabras, El Araucano alude al consenso al interior de la élite conservadora, decidida a consolidar institucionalmente su hegemonía pero ajena a darle un sello revolucionario a la reforma constitucional que impulsa. Al interior de la convención, señala Fernando Campos Harriet, “Gandarillas era partidario de la limitación de la reforma, no alterando ninguna de las disposiciones sustanciales de la Constitución de 1828” (1956: 466). De hecho, el 7 de noviembre de 1832, La Lucerna rechazó que la reforma en curso esbozara “el carácter de una nueva Constitución”, como sugería El Araucano, diario al que concibe “como el órgano del Gobierno”, para reiterarles a sus editores que “los pueblos autorizaron a sus Representantes para anticipar la Gran Convención, satisfechos de que el Gobierno no podía marchar con este Código calculado para cimentar la anarquía” (Letelier 1901: 156). El Araucano responde a La Lucerna y al Mercurio de Valparaíso rechazando ser un órgano mediático del Gobierno y reafirmando la independencia de sus editoriales, a la vez que reitera su visión de “que el proyecto de reforma, tal como se ha presentado, no es la misma Constitución de 28, aun cuando tenga las propias espresiones i estribe en los mismos fundamentos” (Letelier 1901: 157). De hecho, “por accidental que sea esta alteración, quita al Código su antigua forma, i lo hace aparecer como un ente nuevo”, insiste El Araucano, “porque no le deja mas signos distintivos que los elementos comunes a todas las Constituciones que establezcan un Gobierno representativo” (Letelier 1901: 157). En ese mismo número, El Araucano llama a oponerse al proyecto presentado por la Comisión poniendo como ejemplo de resistencia el rechazo a la propuesta hecha por Mariano Egaña al inicio de la convención (Letelier 1901: 184). Antonio Huneeus Gana, a pesar de ese rechazo, ha sostenido que, en el proceso, “prevaleció sobre otros proyectos el de don Mariano Egaña” (1933: 27). Sin embargo, la base de la reforma aprobada fue la propuesta de la comisión creada por la Gran Convención, y no la de Mariano Egaña, que, subraya Campos Harriet, “formaba un conjunto de disposiciones que tenderían a orga-

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nizar el Estado bajo apariencias republicanas, pero, en realidad, monárquicas” (1956: 467). Lo que está en discusión en este intercambio mediático son los alcances de la reforma y adición de la Constitución. La defensa de la continuidad constitucional, en ese debate letrado e impreso, reconoce su origen en otro texto, porque guarda directa relación con la integridad nacional que habría consagrado la Declaración de Independencia de 1818. Esta, según El Araucano, habría fijado los límites geográficos de Chile, lo que la Constitución del 28 refuerza en su primer artículo, porque es allí, en ese perímetro territorial, donde se ejerce la soberanía de “la Nación chilena [que] es la reunión política de todos los chilenos naturales i legales” (Letelier 1901: 194). De hecho, apunta Jorge Pinto Rodríguez, “el territorio fue una de las primeras cuestiones que interesó a los grupos que asumieron el poder después de la independencia” (2003: 100). La afirmación que abre la Constitución es, en consecuencia, el punto de partida tanto del texto constitucional como, asimismo, del relato nacional. Sin embargo, este último responde a una trayectoria cultural que ha legado tanto una noción de orden como, asimismo, ciertos criterios organizativos y políticos que subrayan una autoridad central. Una vez más, insiste el periódico, la soberanía residiría en la nación, desde donde es delegada en un gobierno popular y representativo, que son las autoridades establecidas por el texto constitucional (Letelier 1901: 337). La alteración de la secuencia del articulado del texto constitucional sería una mutación sustantiva. Como parte de su respuesta a esta propuesta, La Lucerna reseña la intervención de José Manuel Gandarillas, quien apoya “la permanencia del artículo 1º de la Constitución de 28; que este artículo no causaba mal alguno i si era necesario porque importaba una solemne declaración de la Independencia de Chile”, lo que, al interior de la convención, rechazó Agustín Vial (Letelier 1901: 200). Pinto Rodríguez considera que se consolidó “con relativa facilidad la idea de unidad en torno a un gobierno central, con poderes y facultades para decidir el futuro de Chile desde la capital” (2003: 95). En su réplica al El Araucano, La Lucerna cree que la Comisión no tuvo presente sino la regla “emanada del artículo 133 de la Constitución” (Letelier 1901: 193). A pesar de sus matices, ambos periódicos coinciden en reformar y adicionar un existente texto constitucional, como

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se acuerda el 17 de mayo de 1833 (Letelier 1901: 336). Sobre esa base, la convención hace “correcciones mui adecuadas”, dice El Araucano el 14 de diciembre, al “disponer las leyes constitucionales de modo que su observancia asegure los derechos del ciudadano contra los embates del despotismo i proporcione al Gobierno medios eficaces para conservar la paz i el orden público” (Letelier 1901: 195). El carácter de los cambios propuestos, consensuados y finalmente hechos sería el que determinó la Constitución de 1828. Para la Gran Convención era vital preservar ese carácter, a pesar de las alteraciones que se hicieron, y la afirmación de un autoritarismo presidencial que se consolidaría a lo largo del siglo xix. Al repasar los trabajos de Sergio Villalobos, Rolando Mellafe, Julio Heisse y Mario Góngora, Javier Infante Martín subraya la importancia de la continuidad no solo histórica, sino también de la articulación del relato historiográfico que da cuenta de ella (2014: 754-755). Para esta lectura, la primacía de la continuidad puede incluso llegar a reformular momentos de fuerte impacto fundacional para relativizar el nivel de alteración que produjeron. Esa lectura se ve refrendada, incluso, en el momento de mayor gravitación en la construcción del entramado que implica la Constitución de 1833 como un momento de restauración de un orden, más que de construcción de uno con el que Chile cruza el siglo xix. La relevancia de esa matriz de lectura, bajo el reiterado peso de la noche, constituye un consenso fuertemente defendido en los debates constitucionales de 1833, reflejado por la compilación de Letelier. No se trata de un consenso político que relativiza la revolución de 1929, sino que la caracteriza como restauración y hace de esa voluntad restauradora un diálogo constante con la historiografía cultural y política sobre el siglo xix.

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Ciudadano de la eternidad: linaje y legitimación en José María Vergara y Vergara1 Felipe Martínez-Pinzón Brown University

Descendiente empobrecido de una familia de encomenderos de la sabana de Bogotá que habitaron la hacienda Casablanca, José María Vergara y Vergara (1831-1872) podía trazar su ascendencia hasta Antón de Olalla, Juan de Olmo y Cristóbal Bernal, soldados del conquistador español y fundador de Bogotá Gonzalo Jiménez de Quesada (Gómez Hoyos 1972: 107). También hacía gala de sus conexiones con la causa patriota como descendiente de la “ilustre casa de Vergaras y Caycedos”, criollos que participaron de los alzamientos en contra del régimen colonial español en 1810 (Gómez Hoyos 1972: 108). Así, en sus textos, ostenta un linaje doble y, al hacerlo, produce el suyo como

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Partes de este texto también componen la introducción crítica que el autor de estas páginas hizo a la reedición del Museo de cuadros de costumbres y variedades (1866), de Jose María Vergara y Vergara (2020).

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un lugar en donde se reúnen los conquistadores del siglo xvi y los criollos ilustrados del siglo xviii, salvando distancias culturales, históricas y políticas, nacionalizando tanto la conquista como la colonia. En 1890, el intelectual conservador Carlos Martínez Silva ya identifica el doble linaje de Vergara y Vergara como una forma de pasar por la familia la nación a expensas de la historia: “Ligado a la colonia por sus abuelos, quedó vinculado a la república por sus padres; con un pie, por decirlo así, en el pasado y otro en el presente, sus afectos estuvieron partidos entre todas las cosas españolas —la religión, la literatura y las costumbres y todas las glorias de la república” (s/f: xvii)—. Todavía en el centenario de la muerte de Vergara y Vergara en 1972, sin asomo crítico de ironía, Rafael Gómez Hoyos sostiene que este “dentro de la patria estrechaba en un mismo abrazo a los abuelos de espadín y golilla que la habían descubierto y civilizado y a los padres de casaca y sombrero de castor que con su pluma y su sangre le dieron la libertad” (1972: 113). El abrazo —como imagen conciliatoria— entre la conquista, la colonia y la república lo elaborará Vergara y Vergara en toda su obra literaria y crítica. Se trata de una imagen con la que inscribirá, en tiempos de reformas liberales y ferviente antiespañolismo de liberales radicales, a España como única matriz generadora de la historia de Colombia. Por ejemplo, en la Historia de la literatura en Nueva Granada de 1867 (en adelante, Historia) produce como natural y desprovista de violencias una conexión entre España y la Nueva Granada independiente (Ochoa Gautier 2014: 85). Esta transición se da a partir de la educación como un pacífico ordenamiento del mundo que ata la colonia con la república: Para que hubiera habido entre nosotros esa admirable generación de 1810 [la generación independentista] era preciso reconocer la existencia de una labor anterior, y muy anterior a ella; de un desarrollo del espíritu, lento si se quiere, pero que existió. Hombres como [Francisco José de] Caldas no improvisa la humanidad en ninguna parte del mundo. El hombre cultiva en sí mismo el germen de las generaciones futuras: el que explota solamente las fuerzas físicas y las pasiones rudas tendrá por bisnieto a un bárbaro. (Vergara y Vergara 1867: vol. I, 19)

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La colonia se relata como un proceso de aprendizaje que conducirá a la independencia, una herencia que, como tal, está destinada a unos pocos: aquellos como Caldas, criollos con acceso a la educación, y no a la mayoría, aquellos sin linaje que explotan “solamente las fuerzas físicas” y tendrán “por bisnieto a un bárbaro”. Es la educación, y no las armas, la que se propone como razón de esa transmisión hereditaria, pacificando, por una parte, el relato bélico de las guerras de independencia y de las guerras civiles contemporáneas a Vergara y Vergara, y, por otra, falsificando la historia del propio Caldas, quien fue ingeniero militar patriota tras la declaración de Independencia y que moriría a manos de los reconquistadores españoles en 1816. El acceso a la educación, naturalmente, tampoco estaba exento de violencias. Entrar a las universidades dependía de otra práctica asociada al linaje como legitimidad: los aspirantes debían presentar un certificado de limpieza de sangre para ser admitidos tanto durante la colonia como en la república (Silva 2002: 137).

Volver al origen Para escritores conservadores como Vergara y Vergara, nacionalizar a Caldas es producto de representar la labor de España en América como una labor educativa.2 El legado de España será narrado, por y para estos patricios, como la labor de la cruz y no de la espada, de la educación y no de las armas, como si tal separación fuera del todo posible en una excolonia.3 A diferencia de muchos viajeros, cuyo destino

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Vergara y Vergara es tan solo un ejemplo de muchos de una sensibilidad conservadora común en el continente tras la Guerra de Independencia. Propietarios arruinados por la guerra o cuyas propiedades (y esclavos) fueron luego amenazados por las reformas liberales, como es el caso de Julio Arboleda en Colombia, comparten mucho de lo dicho en este ensayo respecto a nuestro autor. En otros lugares del continente esta sensibilidad tomaría forma en escritores como Felipe Pardo i Aliaga, en el Perú, o José María Roa Bárcena, en México. La invención de esta separación entre letras y armas ya aparece en el poema épico Gonzalo de Oyón (1854), de Julio Arboleda, en el que se divide a los con-

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consagratorio era Francia, Vergara y Vergara narra con más fervor su viaje a España, a pesar de que su misión diplomática tenía por centro París. Al bajar de los Andes desde Bogotá camino al Caribe para tomar el barco en 1869, (des)hace el trayecto de sus antepasados conquistadores. Esto lo lleva a hacer, no ya no con las armas, sino con las letras, una celebración de la conquista que se lee como una constante justificación del proyecto de España en América. Vergara y Vergara publica estas notas de viaje por entregas para el periódico conservador La Caridad y las dedica a miembros del patriciado capitalino. En una de ellas dice: Antes de que esa cruz tosca y pequeña llegara a la Boca del monte [lugar que designaba las postrimerías de la sabana de Bogotá y el descenso a la tierra caliente en donde dejaban exvotos como reconocimiento a la Virgen], había aquí barbarie, tribus errantes, adoración al demonio y a los astros mudos. Llegó la cruz y en lugar de tribus hubo sociedad reunida en ciudades bellas. La cruz trajo pedazos de Europa a América: trajo desde el animal doméstico hasta las artes; desde el hombre de la raza caucasa hasta la más pequeña de las comodidades de que hoy se disfrutan. La cruz, y solo la cruz, pudo sostener el ánimo de los conquistadores en los increíbles trabajos de la conquista. El oro les pagaba después sus trabajos; pero no era él quien sostenía sus corazones. (Vergara y Vergara 1869a: 138)

Aquí la expoliación de culturas es acallada, mientras la explotación y usurpación del oro son leídas como recompensas —en un dejo de la lógica de la encomienda— que pagan la labor de la civilización en América. Así, suprimir con la letra la violencia de la conquista es una labor que ejerce violencia sobre la historia misma, una violencia tan cruda como la de las armas.4 En una contradicción que muestra la im-

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quistadores entre hombres buenos de la cruz, asociados con los conservadores, y hombres violentos de la espada, asociados con los liberales. Le agradezco a Erna Von der Walde esta lectura crítica del poema. La generación de Vergara fundaría un paradigma, todavía usado por los discursos de la hispanidad en Latinoamérica, de acuerdo con el cual los conquistadores no fueron tales, sino colonos. La última entrega de este discurso aparece en el

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posibilidad de dividir armas y letras, Vergara y Vergara narra la Guerra de Independencia como la culminación de un proceso de aprendizaje del arte de la guerra entre padre e hijos, entre españoles peninsulares y americanos. En un texto llamado “Colombia” (refiriéndose a la llamada Gran Colombia de 1819,1830), dice: Las banderas españolas se arriaban [tras el triunfo de la batalla de Boyacá] por primera vez en la capital del virreinato, sin mucha mengua para los tercios que las defendían, porque no era el extranjero [el español], sino su misma raza la que vencía. Sangre española había corrido de una y otra parte; con ardimiento español habían luchado los vencidos y triunfado los vencedores. Los que huían habían enseñado a ser héroes a los que triunfaban (Vergara y Vergara 1931b: 170).

La guerra es representada como producto de una transferencia operada tanto por las letras —es una enseñanza— como por la raza. En esta versión de una historia hispana de las guerras de independencia —en donde ambos bandos son españoles—, la victoria militar patriota es un regalo, la última lección de una pedagogía bien aprendida que los españoles peninsulares brindaron a los españoles americanos. La reespañolización de los criollos hispanoamericanos que lleva a cabo Vergara y Vergara con sus ficciones del linaje obedece a una ansiedad por reconstruir un patrimonio inmaterial: la casta y la sangre amenazadas por las reformas liberales que expandieron la ciudadanía y, con ella, la idea de pueblo nacional a través de la emancipación de los esclavos, la privatización de tierras comunales indígenas o el desestanco del tabaco, entre otras. Las reformas liberales le confirmaban a Vergara y Vergara que el linaje no era garantía de riqueza ni daba acce-

libro Colombia: Historia de un olvido (2018), de Enrique Serrano. En los inicios de esta tradición en Colombia está el poema de José Joaquín Ortiz, dedicado a Vergara, llamado “Los colonos” (1865). Al ignorar cualquier historia ambiental anterior a la invasión de los españoles, Ortiz lo dedica, a la par que a Vergara, “a los que trajeron a nuestra tierra los primeros animales útiles, las primeras semillas, las primeras flores […]” (1865: 566). Este poema también fue publicado por el periódico El Mosaico (codirigido por Vergara) el 3 de junio de 1865.

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so gratuito a la mano de obra. El derecho a heredar el poder —a tener el linaje para reclamarlo— solo es posible al inventar el triunfo militar de la independencia como parte del patrimonio de una sola clase social, la suya, que él siente, en medio de los gobiernos del radicalismo, que ha sido dejada por fuera del poder. Por eso Vergara y Vergara defiende la revolución de independencia como un hecho llevado a cabo por “el patriciado del reino, único autor de aquella revolución, que proclamó ese día la independencia” (1867: 146; énfasis mío), excluyendo como actores políticos de la independencia a las clases populares. Paradójicamente, estos patricios conservadores del medio siglo narrarán su lugar en la república a partir de tropos no republicanos como la herencia, la sangre o el linaje. Al contarlo así, Vergara y Vergara buscará conciliar una idea de legitimidad a través de subrayar permanencias —se llamará a sí mismo español americano (Vergara y Vergara 1859: 5)— frente a las claras rupturas que supuso el triunfo republicano tras la Guerra de Independencia. Por eso su escritura será la permanente borradura de las fricciones y violencias de la historia de España en América. Con ello confirma la conflagración de lo ideal con lo real que caracteriza al paternalismo (Thompson 1993: 24), para representarlo a través del idílico retrato de una línea impoluta de “siete generaciones de hombres buenos” (1869b: 8) —como llama a su línea genealógica de conquistadores, encomenderos y patriotas—, en donde mezcla la historia de la patria con la de la familia. En su clásico texto sobre la colonia guatemalteca, La patria del criollo (2012), Severo Martínez Peláez encuentra que los criollos guatemaltecos del siglo xvii y xviii obedecían a un sentimiento que les dictaba que la tierra, al igual que quienes la trabajan, les pertenecía por “derecho hereditario de conquista”, en oposición a los nuevos inmigrantes españoles que llegaban a disputarles sus privilegios. A esto lo llamó Martínez Peláez “la patria-patrimonio” (2012: 118). Buena parte de la praxis poética y de la energía creativa de Vergara y Vergara provenían de la amargura de haber perdido la antigua hacienda señorial de Casablanca en la sabana de Bogotá. Varios textos suyos versan sobre esta pérdida como metáfora en donde leer la ruptura del vínculo patricio entre patria y patrimonio. Desde tempranos poemas suyos como “La patria ausente” (1858) hasta algunos de los últimos textos

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en prosa como “El humo” (1869) o “Los buitres” (1870) cantan una imposible vuelta al solar paterno como un espacio perdido en medio de las reformas liberales. Al salir de Bogotá hacia Europa y pasar por la que era la antigua hacienda familiar, dice en sus notas de viaje: Era dulce y buena entonces [en la colonia] la vida para los sencillos indígenas encomendados a mis padres; pero la heroica raza de libertadores, después de haber desatado las cadenas en que gemían aquellos pastores felices, los libró de una segunda opresión, la de sus tierras, declarando que ya no eran inalienables como en tiempo de la bárbara colonia. Vendieron los pobres pupilos de la sociedad sus tierras a precios ínfimos y recibieron su dinero de real en real. (Vergara y Vergara 1869a: 137)

Vergara y Vergara sostiene que los indígenas vivían mejor bajo la encomienda de sus padres que al vender, a ínfimos precios, las tierras comunales a las que les dieron derecho como propietarios las reformas liberales. Es importante aquí ver su reacción a estas reformas: el estatus de pastores felices representa la hacienda familiar como una arcadia patricia para los indígenas, quienes debían agradecerles su felicidad a los padres de Vergara y Vergara, como si fueran sus hijos. Aquí él se imagina como heredero escamoteado tanto de la propiedad como de los indios de sus padres, pero, a diferencia de otros patricios de la época, no se ve como heredero de las tierras de los indígenas.5 Martínez Peláez sostiene que “creer que los indios viven bien en la pobreza, querer convencerse, y convencer a los demás de que son ricos en la desgracia, es uno de los más viejos y arraigados prejuicios del criollismo” (2012: 199). Pensar que estos pastores felices habitaban la misma arcadia que Vergara y Vergara anhela, y a la que le canta en sus poemas

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Carl Langebaek Rueda, en su libro sobre las ficciones criollas acerca de los indígenas en Colombia y Venezuela, ha mostrado cómo los criollos —al pensarse como herederos del pasado indígena en contraposición a los españoles— aspiraban “a imaginarse como herederos que no [son]” (2009: vol. I, 23). Los conservadores como Vergara no se apropian del pasado indígena para legitimar su reclamo de la tierra. Esta es el pago natural por traer la civilización y la salvación de los infieles.

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y cuadros, encubre el hecho de que él y otros patricios se sienten defraudados por la administración que hacen, esta vez, las élites liberales de la “herencia de conquista” (Martínez Peláez 2012: 33), que les llegó a través de sus ascendientes conquistadores y encomenderos.

Vergara y Vergara, hombre distinguido Entre 1865 y 1869, en el periódico La Caridad, Vergara y Vergara publicó una serie de bocetos biográficos que tituló “Hombres distinguidos”. A diferencia de otras galerías de hombres ilustres de la época, en esta no se crea una genealogía o una familia de hombres a través de la celebración de sus hechos militares o sus contribuciones a las ciencias o a las letras patrias o universales: Vergara y Vergara redefine lo que debe ser entendido por “gran hombre” en el siglo xix. Para él, el siglo de los “los innobles mercaderes” (Vergara y Vergara 1931a: 182), de revoluciones, surgidas en Europa y que llegaron a América cuando un “ruido sordo de incredulidad, de impiedad, semejante al que Bossuet percibía en Francia, y que anunciaba de lejos la revolución, comenzó a oírse en Nueva Granada desde 1849 [año en el que sube al poder el general liberal José Hilario López]” (1931a: 211). Su galería se construye en oposición a las reformas liberales de 1849 en Colombia, que también consolidaron espacios de sociabilidad política abiertos a los artesanos en los recién fundados partidos políticos. En ella hay artesanos, sacerdotes católicos, militares y empresarios nacionales, armónicamente puestos en conjunto, sobrepasando cualquier diferencia de clase que los pudiera poner en conflicto para erigir la caridad (también el nombre del periódico) como su principio organizativo. Esta galería olvida activamente la lucha de clase entre artesanos y élites conservadoras y liberales que llevó a la guerra civil de 1854 y es, sin decirlo, al mismo tiempo, un mausoleo de los conservadores derrotados tras la guerra civil de 1860 a 1862. Algunos de estos hombres distinguidos murieron en ella o fueron exiliados tras el golpe de Estado al conservador Mariano Ospina Rodríguez (1805-1885) de parte de los liberales comandados por el patricio, ahora liberal, Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878). Su victoria en esta guerra fue coronada con

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la expedición de la Constitución radical de 1863, que separó la Iglesia y el Estado y proclamó la expropiación de bienes eclesiásticos, entre otras reformas vistas como atentatorias a los derechos de la institución eclesiástica. A diferencia de esos artesanos que se rebelaron en contra de las reformas del laissez-faire en 1854 y como reacción a la desactivación política del vínculo entre Iglesia y Estado de 1863, en los hombres distinguidos de Vergara y Vergara, asiduo lector de Chateaubriand,6 se equipara misión civilizadora con misión cristiana. Esta galería de hombres distinguidos —no ilustres, porque incluye personas del pueblo— se organiza en torno al trabajo y al catolicismo. En ella todos los personajes toman una pátina bíblica: son carpinteros (José María Trujillo o Rafael Franco), profetas de la civilización católica muertos en misión por “indios de Tierras de adentro” (Vergara y Vergara 1931a: 164) (Manuel Antonio Arboleda) y empresariosmártires de una civilización caritativa (Enrique París) que, en su denodado sacrificio, mueren al tratar de desecar lagunas para “entregar al laboreo de la agricultura ese millón de hectáreas de tierra, más fértil que la que Faraón dio a los hijos de Jacob” (1931a: 151). Aquí cabe recordar que, al desecar pantanos, los empresarios crean vastas haciendas sobre la tierra fértil producto del vaciamiento del agua en una práctica que marca una continuidad con las técnicas de las que se sirvieron los conquistadores para desecar los lagos sagrados de los muiscas —en particular Guatavita— en búsqueda del Dorado. Manuel Antonio Mosquera, por ejemplo, a partir del desecamiento de un pantano en sus tierras, crea una hacienda en donde es posible ver, según Vergara y Vergara, “el trapiche, famoso por su aseo y por la ciencia que presidió su fábrica; el real de los negros, a semejanza de un bien ordenado pueblo, los potreros bien cercados, llenos de árboles bellísimos para dar sobre a las greyes en el calor meridano, el vasto ca-

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Chateaubriand le permitió a una generación de conservadores en Hispanoamérica hermanar civilización con catolicismo. Vergara y Vergara, en su viaje a Europa de 1869, peregrinó a su tumba y escribió a partir de este viaje “Un manojito de hierba”. En él dice que el escritor bretón “probó que la civilización es cristiana y la barbarie incrédula” (Vergara y Vergara 1871: 356).

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ñaveral cercado de café y vainilla; todo, todo era creación de sus manos, todo había salido del caos de un pantano” (1931a: 162; énfasis en el original). Del caos del pantano surge un “bien ordenado pueblo” de trabajadores bajo la tutela de este patriarca-dios que, como Vergara y Vergara en su galería, inventa un mundo sin sujeciones de clase o de raza a partir del caos. En este panorama de armonía entre patricios y plebeyos se desactiva la guerra como trabajo, elevando como únicos legítimos —silenciando las violencias de la esclavitud— la carpintería y la agricultura. El propio Vergara y Vergara se retrata, sin decirlo, como organizador del pueblo en estas fantasías de la disciplina patriarcal. En su biografía del carpintero José María Trujillo, quien “ha emprendido hace muchos años la tarea de hacer cuadros de costumbres nacionales en cera”, lo describe como un “Mesonero Romano estatuario, tan ático, tan agudo, tan discreto como el escritor madrileño” (Vergara y Vergara 1931a: 167). El pueblo hecho estatuas, individualizado y extraído de gremios organizados —y producido así, para beneplácito de Vergara y Vergara, por el pueblo mismo— es la fantasía de un orden perfecto. En ese carpintero se refleja Vergara y Vergara como un Mesonero Romano popular, españolizando, a su paso, la cultura nacional, representándose también como un hombre sencillo, “agudo” y “discreto”. Así, en un nuevo giro de la sensibilidad patricia, hace que la identidad colectiva refleje su identidad individual, legitimándose como organizador del pueblo, conjunto de hombres-labor hechos de cera. Como otros fabricadores de galerías de este tipo, Vergara y Vergara también fue objeto del subgénero de las compilaciones biográficas de hombres notables o ilustres. En la galería de “nuestros más notables escritores” de El Hogar: periódico dedicado al bello sexo del 6 de diciembre de 1868, apareció tanto la biografía de Vergara y Vergara como su retrato en litografía. Con solo treinta y siete años en ese momento, el nestorismo7 (Molloy 2012: 89) con el cual lo repre-

7 Con nestorismo Sylvia Molloy se refiere a la “autofiguración como viejo y venerado maestro cuando [Rodó] no tiene treinta años” (2012: 89). Un tópico

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senta el redactor de El Hogar, José Joaquín Borda (con treinta y tres años entonces), lo muestra como una corporalidad en la que se encuentra toda la historia nacional. El “distinguido escritor” ha ganado, para Borda, el título de “ciudadano benemérito” no por su participación en política —“incendio voraz que quema las alas del genio en Hispano-América”—, sino por la larga lista “de sus escritos” (Borda 1868: 379). La experiencia de Vergara —su hoja de servicios a la patria— no es de guerras, sino de libros. Su legitimidad no se deriva de alianzas con sectores populares con motivo de transacciones políticas o bélicas, sino del estudio de la historia nacional: “Conocedor como hai pocos, de nuestra historia, se ha apoderado de los principales episodios de ella i con distintas novelas [publicó ese año la única, Olivos y aceitunos todos son unos] ha formado un todo notable por las bellezas de imaginación i por el fondo de verdad histórica” (Borda 1868: 380; énfasis mío). Borda, así, representa a Vergara y Vergara como un atlas en cuyos hombros descansa la historia nacional, haciéndola patrimonio suyo —de ella “se ha apoderado”—, organizándola tanto en sus “historias de la literatura neogranadina” [se refiere a su Historia de la literatura en Nueva Granada, de 1867] como en “una serie de novelas históricas” que nunca publicó (Borda 1868: 380). Para Borda, apoderarse de la historia con la letra es diferente a hacerlo con las armas; una separación, acaso, solamente factible en el presente, pues los ascendientes de Vergara y Vergara, y de esto él se preciaba, eran conquistadores. La vida consagrada a un laborioso y pacífico estudio es la que se celebra con la efigie de “José María Vergara V” que aparece en este mismo número de El Hogar. Como regalo solo resguardado para “nuestros suscriptores”, dice Borda, este retrato debe coleccionarse recurrente en la época, el nestorismo de los jóvenes letrados de la segunda generación de republicanos es un reclamo de legitimidad que busca consagrarlos a ellos mismos como objetos de culto, no ya por las armas o las alianzas que estas crean con las clases populares, sino por la propia escritura —espectacular y organizativa— de historias, compilaciones de cuadros de costumbres, geografías y biografías nacionales.

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Figura 1. “José María Vergara V”. El Hogar 48, 6 de diciembre de 1868, p. 379.

como ofrenda de agradecimiento y premio a un hombre que “desde la infancia hasta la vejez se dedica al estudio” (Borda 1868: 381). En la litografía, el apellido son las palabras que realzan una efigie sin paisaje, sin atadura a la labor física, recubierta por un halo de intemporalidad

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que justifica que ese cuerpo sea reproducido en página coleccionable dentro de álbumes domésticos o colgado de las salas del hogar (tal cual se llama el periódico). El único rastro de trabajo lo vemos en las ojeras y los surcos bajo los ojos, que enfatizan tanto el prematuro envejecimiento de Vergara y Vergara como el correlativo cansancio por estudiar para transmitirle al país su historia. El apellido lo decora elegantemente, tal como la levita o la cuidada barba. El abundante vello facial es una marca de distinción que lo ata a una corporalidad hispana y lo diferencia de otras complexiones tenidas como rastros de bastardización del linaje: el indígena lampiño o el mestizo sin nombre, cuya indumentaria aparece desarreglada en pintorescas acuarelas de costumbres. La blancura de la página lo lustra, le da brillo y lo hace único. Las marcas fenotípicas de un posible mestizaje indohispano o afrohispano son obliteradas a partir de los discursos orientalistas al uso durante el Romanticismo. Así, tonalidades no blancas de piel, por ejemplo, se representan como herencias árabes y como tales hacen parte de la historia ibérica y no americana. Son típicas de la época, en escritores de sensibilidades conservadoras, descripciones como esta de José Joaquín Borda: “Era un joven de veinticinco años, que en su fisonomía árabe y en sus ardientes ojos negros revelaba la seriedad de su carácter, la firmeza de sus convicciones y la energía de sus actos” (Borda 1868: 86). Vergara y Vergara también fue objeto de orientalización, paradójicamente, como forma de blanqueo. En el boceto de nuestro autor que el escritor José María Samper (1828-1888) escribe para su Galería nacional de hombres ilustres o notables (1879), dice que “el perfil, el aire y la morena cutis, [eran] enteramente andaluces” (Samper 1879: 387). Toda interrupción del linaje —que pueda cuestionar su legitimidad como español americano— es absorbida por la orientalización de facciones no inmediatamente reconocidas como blancas. El apellido es esa marca de legitimidad que pasa por las letras la blancura. Mientras los tipos son su trabajo —el carguero es quien carga, el arriero quien arrea—, los ilustres son su nombre. Apalancados en su apellido —este ocupa el mismo lugar que la descripción del oficio del tipo laboral—, escritores como Vergara y Vergara organizan el pueblo a través de cuadros de costumbres, diferenciándose del pueblo mismo a través de estos bocetos de notabilidades, tanto

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pintados como escritos. El pintor de tipos y costumbres y retratos de notabilidades mexicano Felipe Santiago Gutiérrez (1824-1904) también retrató a Vergara. A diferencia de los tipos y costumbres que aparecen vestidos con prendas nacionales como la ruana, en esta pin-

Figura 2. Felipe Santiago Gutiérrez, “Don José María Vergara y Vergara” [ca. 1885]. Óleo sobre tela. Propiedad de la Familia Vergara Samper (en Hernández de Alba y Carrasquilla Botero 1977: xxxvi).

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tura Vergara aparece ataviado con la capa española, una prenda de vestir ya en desuso en las décadas de los sesenta y setenta del siglo xix en Colombia (en El Hogar, por ejemplo, aparece de levita). Este anacronismo se combina con la levita y el corbatín, que emergen debajo de la capa como una prueba de que la civilización —la levita como traje del civilizador— no se opone a las tradiciones hispanas. La piel morena, la tupida barba y el pelo negros, puestos en proximidad con la indudable españolidad de la capa, desmarcan a Vergara de cualquier relación metonímica con la (mancha de la) tierra: la capa sustituye a la ruana (poncho andino) y así todo mestizaje queda proscrito. A diferencia de los tipos, la fina mano que delicadamente emerge de la capa es un recordatorio de que Vergara trabaja de otra manera: a través del mantenimiento de las tradiciones, ese saber combinar el presente con un pasado de tradiciones que se dejan ver tanto en la manera en que se cubre con la pesada capa como en la forma en que se desarropa para mostrar la levita del civilizador.

El último reducto: la lengua como linaje Al sentir su linaje de sangre de español-americano, capital cultural a la baja durante el medio siglo xix, amenazado por los espacios que abrieron las reformas liberales, Vergara y Vergara lo blindará con otra forma de la pureza que exhibiría para otros “su limpia y distinguida cuna” con la que lucirse sin pagar por ella: la palabra castiza (Samper 1879: 396). Desde 1858, en las páginas de su periódico El Porvenir, Vergara y Vergara comienza a concebir el proyecto de estrechar lazos culturales con España con un objetivo en mente: fundar la Academia de la Lengua en Colombia. Este proyecto comienza con la polémica que mantiene con el liberal Manuel Murillo Toro (1816-1880) acerca del legado de España en la Nueva Granada, llamada por el propio Vergara y Vergara la cuestión española.8 En ese debate, Vergara y Verga-

8 La cuestión española fue un debate llevado a cabo en varios medios impresos entre 1858 y 1859 en torno al lugar que ocuparía España —su historia, su lengua y

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ra se define: “[S]oy americano español, i tengo profunda admiración por mis projenitores: soi cristiano i profeso veneración por mi gremio católico: soi padre i esposo, i respeto altamente las leyes de la familia inventada por el cristianismo, i guardadas como un tesoro por el catolicismo” (Vergara y Vergara 1859: 5). Este debate muestra cómo el antiespañolismo liberal y sus invectivas contra la conquista y la colonia españolas eran vividas afectivamente, por españoles americanos, como un atentado personal (Rojas 2009: 188), pero también como un acicate con el que, en respuesta, los conservadores trataron de reestablecer las relaciones culturales y diplomáticas con España. Ante la negativa liberal, Vergara y Vergara se propondrá varias maneras de reconstituir “el lazo de oro que a pesar de tan malos esfuerzos nos une con España” (Vergara y Vergara 1867: vol. I, 167). Este esfuerzo continuará con la preparación y publicación de un Museo de cuadros de costumbres y variedades (1866), cuya idea se gestó también en el año 1858 y se concibió con el expreso motivo de enviarla a España (Vergara y Vergara 2020: vi); así como con la publicación de la Historia de la literatura en Nueva Granada, en la que trabajaría desde 1860 y publicaría solo hasta 1867. Con ambos textos, Vergara y Vergara logra narrar la emergencia de la literatura nacional como un evento imperial debido a España que ocurre en la Nueva Granada, no surge de ella (como lo dice el título de la Historia), para tomar la forma de un agradecimiento a la exmetrópoli cuando caracteriza la literatura nacional como un “largo himno cantado a la Iglesia”.9 Finalmente, el

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sus costumbres— en Colombia. Es, por una parte, una respuesta al antiespañolismo de los liberales y, por otra, un debate de la diplomacia local por definir qué afiliaciones imperiales convenía hacer —si con Inglaterra, EE. UU., Francia o, según Vergara, España— en momentos en que EE. UU. declaraba el destino manifiesto como política internacional, anexionaba partes de México y se mostraba neutral a la invasión de Nicaragua de William Walker en 1856. Para una reconstrucción de este debate, ver Padilla Chasing (2008 y 2017). El libro Historia de la literatura en Nueva Granada se lo entrega Vergara al español Juan Eugenio Hartzenbusch en Madrid, junto con los Versos en borrador (1868) suyos y el Diccionario ortográfico (1867) de José Manuel Marroquín (Marroquín 1926: 201).

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proyecto por hispanizar la cultura nacional concluiría con una visita del propio Vergara y Vergara a Madrid en 1869. Fruto de ella, y de la posterior relación epistolar con Juan Eugenio Hartzenbusch (18061880),10 Vergara y Vergara sería designado miembro correspondiente de la Real Academia Española el 2 de diciembre de 1870. Junto con los patricios Miguel Antonio Caro y José Manuel Marroquín fundaría en su propia casa la seccional colombiana en 1871.11 Como una forma de representar y actualizar la conquista como labor de la letra (de la cruz) borrando la de las armas, los académicos designarían doce puestos para los académicos “como conmemorativos de las doce casas que los conquistadores, reunidos en la llanura de Bogotá el 6 de agosto de 1538, levantaron como núcleo de la futura ciudad” (“Acta Fundamental” 1871: s/p). Los debates decimonónicos en torno al lugar de España en la historia de América se entroncan con otros a los que dio lugar el auge de las reformas liberales y su redefinición, cultural y económica, de la independencia y de sus límites. Famosamente conducido por Bello y Sarmiento en Chile en la década del cuarenta, el debate sobre el español12 que debía hablarse en América es uno que también evalúa el legado civilizador de España y su estado actual en el llamado “concierto de las civilizaciones”. Vergara y Vergara se inclinó del lado de Bello y defendió una gramática y fonética comunes para ambos continentes. En varios artículos, pero, en particular, en la serie “Anarquía literaria” aparecida en El Hogar, responde a un lector del periódico, quien se 10 Es especialmente importante la relación epistolar que, tras su vuelta a Colombia, mantuvo Vergara con Hartzenbusch (hoy en la Biblioteca Nacional de España), como quiera que este no solo era miembro entonces de la Real Academia de la Lengua, sino que formó parte de la Comisión que tenía a su cargo tramitar la aceptación de escritores americanos, como se hizo con Andrés Bello, en 1851 (Fradejas Lebrero 2004: 34). 11 Tras la muerte de Vergara, la Academia Colombiana de la Lengua fue inaugurada formalmente el 6 de agosto de 1872, aniversario de la fundación española de la ciudad de Bogotá (Marroquín 1985: 459). 12 Este debate recorre la región desde la década del cuarenta y va hasta la década del sesenta. Entre otras muchas entradas críticas a este tema, ver el libro editado por José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman La batalla del idioma (2014).

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queja de que conviven en los diarios de la época varias ortografías. Vergara y Vergara le dice que esto obedece a las persuasiones políticas de los impresores. Por ejemplo, los venezolanos afincados en Bogotá Jacinto y Cecilio Echeverría, así como el liberal José Benito Gaitán, siguen, para Vergara y Vergara, la neografía, mientras Foción Mantilla (impresor de El Mosaico, periódico de Vergara) emplea la ortografía académica, derivativa de la de España. El argumento de Vergara y Vergara para defender esta última —y que usa para disciplinar, no sin resistencias, a escritores y escritoras13— es que la ortografía española fue la que usaron los patriotas de la Independencia: “Triunfará la vieja escuela: que, al ver con qué ortografía escribieron Caldas i Nariño, Acevedo i Padilla sus veneradas páginas, por fin nuestro escritores han de convenir propio motu en que es un descubrimiento chirle i un progreso de mui dudosa ortografía el de escribir jeneral con j, Presidente con p chiquita, explicarse con s, i lo demás que rezan los periódicos” (Vergara y Vergara 1868: 184).14 Vergara y Vergara decide, nuevamente, identificarse con “el patriciado del reino” para establecer la lengua como el último reducto del linaje hispano, un orden que postula la eternidad como linealidad que conecta el pasado, el presente y el futuro sin interrupciones. Más que la religión católica —o de igual manera que esta—, la lengua provee a Vergara y Vergara la conciencia de ser “ciudadano de la eternidad” (Vergara y Vergara 2000: xxiiii), controlador de una lengua que él desea no sujeta a las disputas políticas nacionales o regionales. Al leer el lugar de España en los escritos de Bello, Rafael Rojas ha entendido el debate sobre el legado hispánico como una batalla ínti-

13 Carolina Alzate ha reconstruido el debate entre Agripina Samper de Ancízar (Pía Rigán) y Vergara y Vergara. A través de él ha mostrado las formas —en la ortografía y escritura— de las que se sirve la liberal parar resistirse a ser corregida por Vergara tanto como escritora como lectora. Aparte de modificar su ortografía, este le objeta su lectura de George Sand, ofreciéndole, a cambio, devotas lecturas francesas (ver Alzate 2017). 14 No deja de ser irónico, y en cierto sentido cómico, que el impresor conservador Nicolás Pontón haya usado la neografía para imprimir este artículo de Vergara en que exige un orden hispano para la ortografía americana.

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ma, pues, al fin y al cabo, quienes se involucraron en ella eran hijos o nietos de españoles. Lo fue también porque supuso no solo “discernir lo propio” (Rojas 2009: 188), sino reinventarse, en medio del caos de guerras, reformas y constituciones, como propietarios de materiales menos volátiles que el dinero o la tierra. El desestanco de los monopolios coloniales acrecentó la circulación tanto de dinero como de tierras en manos que no eran únicamente las de los descendientes de encomenderos, sino en las de artesanos politizados, importadores y exportadores de géneros, inmigrantes, campesinos enriquecidos o demás parvenus15 enriquecidos por las reformas liberales. De esta manera, institucionalizar el monopolio de la lengua se convirtió en una administración de la herencia por parte de patricios que veían su mundo desintegrarse. La actitud que tendrá Vergara frente a la lengua española, como la identificó Benjamin para los coleccionistas, será la de un heredero: “The most distinguished trait of a collection will always be its heritability” (Benjamin 2005: 491). Para Vergara y Vergara apropiarse de la lengua hará de las clases sociales emergentes no solo advenedizos que irrumpen en el solar del patriciado, sino usurpadores de una herencia que no les pertenece o que les pertenece en préstamo por sus educadores, los patricios. Ante la volatilidad del dinero y de las armas, a Vergara y Vergara le cabe ser propietario de la eternidad bajo la representación del orden inalterable de una lengua administrada fuera del caos republicano: en España.

Vergara, apóstol de la Regeneración Vergara y Vergara muere a los cuarenta y un años, en 1872. Tras el ascenso al poder de Rafael Núñez (1825-1894) en 1880 y la rápida consolidación, de mano suya, del proyecto hispano-católico de la Regeneración (1886-1902), como lo ha llamado la crítica Erna von der Walde, aparece el Papel Periódico Ilustrado (1881-1888), dirigido por el

15 Con esta palabra francesa, la élite latinoamericana designaba, peyorativa y burlonamente, la movilidad social ascendente durante el medio siglo xix.

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artista conservador Alberto Urdaneta. De formato amplio y papel fino y decorado con las últimas técnicas de grabado aprendidas en París por Urdaneta, el Papel se lee como el haz y el envés de la imaginación patricia en tanto que organiza con claridad una genealogía civilizatoria, con raíces en la conquista española, que durante el radicalismo liberal (1863-1881) no se había cultivado. Esta línea une a los conquistadores con los editores del Papel Periódico Ilustrado. Puestos dentro de las mismas páginas, se hacen claras las conexiones entre patriciado y producción de pueblo en la figura del lector imaginado de sus páginas: un joven de finas sensibilidades europeas, conocedor de las innovaciones editoriales europeas del periódico, pero cultor asimismo de las reliquias de la patria: a la par batallas de la independencia, fastos de la conquista española, bocetos de notabilidades y cuadros de tipos populares. El primer número de la revista exhibe textos en donde se pueden leer las características de la sensibilidad conservadora a las que nos hemos acercado en este texto. Su portada es un retrato de Bolívar que se superpone a un paisaje tipificado como estampa nacional por la escritura de costumbres: el salto del Tequendama. El número abre con una viñeta biográfica acerca de la vida del Libertador. Este homenaje al fundador de la patria continúa, a página seguida, con un texto acerca de la fundación de Bogotá el día 6 de agosto de 1538 por el conquistador español Gonzalo Jiménez de Quesada. Esta crónica es seguida por otro texto que hace hincapié en la hermandad Bolívar-Jiménez de Quesada: se describe la batalla de Boyacá del 7 de agosto, evento designado como el de la derrota de las fuerzas españolas en el territorio de lo que sería Colombia. Así, la revista pone en sucesión la fundación de Bogotá y la independencia de Colombia; conquistadores y patriotas independentistas se siguen naturalmente como dos días en el calendario de la historia patria. A ellos se suma, como la última actualización de la hermandad hispanoamericana, el propio periódico: el 6 de agosto de 1881 los editores imprimen el primer número de la revista. Además de poesías líricas, consejos de agricultura y adelantos en ciencia, hay también, al cierre del primer número de la revista, una sección que enfatiza su carácter de actualidad llamada “Contemporáneos”. En esta aparece un nuevo homenaje a Vergara, acompañado de un poema suyo, un grabado de su perfil y un boceto biográfico.

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Allí Manuel Vicente Umaña lo representa como el organizador del pasado, del presente y del futuro de la nación: “[Su vida intelectual la] dedicó al pasado de nuestra literatura con sus investigaciones e Historias; al presente con sus oportunas publicaciones y concienzudos trabajos, y al porvenir con la fundación de la Academia colombiana [de la Lengua] y el impulso que siempre dio á todo talento naciente y sin apoyo” (Umaña 1881: 20; énfasis mío). Organizador del pasado como historiador y genealogista, inventor del presente a través de cuadros de tipos y costumbres y controlador de la contingencia del futuro a través del dominio de la lengua, en Vergara se sujeta el equilibrio de todo un mundo. El ascenso de los conservadores al poder marca una vuelta al centralismo, al dominio de la Iglesia católica sobre la educación y al sistema de misiones católicas para administrar la frontera. Recientemente Mercedes López Rodríguez ha sostenido que Vergara, como vocero ideológico y estético del conservadurismo de medio siglo en Colombia, logró ligar “lo nacional con lo hispánico y lo moral con lo conservador”, lo cual daría “la base del posterior movimiento político conocido como la Regeneración” (López Rodríguez 2015: 71). Concuerdo con ella en que Vergara logró legitimar, a través de su labor como “patriarca literario” (Avelar 2004: 42) de la literatura nacional, una visión de orden desde una representación hispana de la nación, la cual reaccionaba a una cierta modernización laica, incentivada por las reformas liberales, que traía consigo experiencias históricas, voces y usos de la lengua que desconocían el linaje hispano y la lengua castiza como marcadores de civilización. En una nueva iteración genealógica, los regeneracionistas harán de Vergara lo que este hizo de Caldas, es decir, una unión con un pasado hispano no a través de las armas, sino de las letras (Von der Walde 2007: 246). José Manuel Marroquín, Miguel Antonio Caro o Carlos Martínez Silva, entre otros, elegirán a Vergara como nueva pieza del linaje hispanoamericano. Estos intelectuales lo inscribirán en el mapa genealógico de la hispanidad en Colombia “no solo como un hombre de fe viva, sino de caridad ardiente. Extremado en el amor a la patria, a la familia, a sus amigos, y a las letras, lo era también en el amor a los pobres” (Martínez Silva s/f: xxvii). Si para Vergara, como vimos, las

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glorias de la literatura son las glorias de la Iglesia —como lo dice en su Historia (1867: xxiii)— no nos debe extrañar que su fama como literato sea reinscrita con un lenguaje religioso. Como “ciudadano de la eternidad” se definió Vergara como polemista en la prensa católica en contra de los reformistas liberales y sus llamados a traer inmigración no católica, separar la Iglesia del Estado y desamortizar las tierras eclesiásticas. La eternidad, sin embargo, como hemos visto, en el caso de Vergara y Vergara y el triunfo del conservadurismo en la Colombia de finales del siglo xix, es una historia terrenal, plagada de debates públicos, fabricaciones de héroes, fundación de periódicos, guerras civiles y luchas políticas por hermanar genealogía hispana con historia patria.

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María: utopía conservadora, gótico y el retorno funesto de la Historia Juan Pablo Dabove University of Colorado Boulder

I En la luctuosa narración de Efraín, narrador y protagonista de María (Jorge Isaacs, 1867), la muerte de su amada, víctima de una dolencia nunca del todo dilucidada, es mucho más que una pérdida personal. Es una catástrofe de vastas repercusiones. La muerte transforma el universo solar y público, vegetal y (re)productivo en el que había tenido lugar el romance en el universo nocturno, necrofílico y estéril del final. Asimismo, destruye la identidad de Efraín, quien estaba llamado a ser un hombre público, un líder de su comunidad (volveré a esto), y lo condena a una existencia espectral, revisitando ad infinitum la memoria de los fatales eventos responsables de su colapso. En los memorables tres últimos capítulos de su relato, Efraín, ya recuperado del síncope que le causó la noticia de la muerte de María, viaja al Paraíso para visitar las reliquias de su amor. La hacienda se

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parece poco al paisaje risueño del comienzo de la novela, aquel que Efraín describe con fruición a su llegada desde Bogotá. Aunque la familia abandonó la propiedad hace poco, y esa ausencia no debiera ser algo excepcional, vistas las costumbres de los hacendados latinoamericanos, la casa grande acusa un deterioro que parece ya largo y definitivo. El jardín, escenario y cifra del casto romance de los dos jóvenes, está casi borrado por la maleza y las hojas muertas (Isaacs 1986: 323). El interior de la casa ya no guarda memorias de la armónica vida doméstica del patriarcado rural, de sus rituales y símbolos. Parece menos una casa que un descuidado panteón familiar: flores muertas y olvidadas, sucios restos de cirios, un paño fúnebre abandonado sobre una mesa fuera de lugar; todo yaciendo en la oscuridad y obsedido por el opresivo olor de la tumba (1986: 324). Con una intensidad nacida de su desesperación, Efraín busca el contacto con las adoradas reliquias de la muerta (las trenzas de María que Ema cortó, por indicación de María, durante su agonía) y duerme abrazado a ellas, oportunidad de la que nunca disfrutó en vida. En su sueño, María lo visita por última vez, menos como un sueño que como un fantasma, y, enigmáticamente, le niega el favor de un beso en la boca. La muerte de María no solo define el universo narrativo al seno del relato enmarcado. Es el origen del relato y define la temporalidad en la que ese relato existe. La biografía de Efraín se agota en la narración de los sucesos que preceden a la muerte de su amada, en la esperanza y la aprensión frente a la misma, y en la muerte misma y sus consecuencias inmediatas. Pero además no hay, más allá de la breve “Dedicatoria a los hermanos de Efraín”, mención alguna durante la novela de su vida presente. No la hay porque no tiene una vida presente. Como mencioné antes, la muerte de María lo convirtió en una suerte de espectro fuera del tiempo, o fuera del presente, condenado como todo espectro a la incesante e interminable repetición del trauma. El manuscrito de Efraín es precisamente eso: no el procesamiento de un duelo, con vistas a la cura, sino una instancia más de la repetición fantasmática de un trauma insuperable. El emblema de esta dimensión gótica de la novela es la visión última de la ominosa ave negra posada en la cruz que marca la tumba de María, que grazna de manera siniestra como una advertencia o

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una burlona despedida. El ave negra evoca, naturalmente, al cuervo de Poe. “The Raven” (1848) es, como el final de María, una narrativa nocturna, en primera persona, narrada por un hombre abrumado por el recuerdo de una amada muerta y nunca olvidada. En ambos casos, el cuervo es el emblema de la ruina de la identidad del protagonista, que no muere, pero sobrevive en un lugar fuera del tiempo, bajo la tutela cruel de una oscura y lejana potencia: And the Raven, never flitting, still is sitting, still is sitting On the pallid bust of Pallas just above my chamber door; And his eyes have all the seeming of a demon’s that is Dreaming, And the lamp-light o’er him streaming throw his shadow On the floor; And my soul from out that shadow that lies floating on the floor Shall be lifted—nevermore! (Poe 1984: 86)

Hay, sin embargo, una diferencia crucial entre el innominado protagonista de “The Raven” y Efraín, que distingue a “The Raven” como un drama sicológico de María como un drama político (en un sentido amplio). “The Raven” ocurre en un escenario enteramente privado (tan privado que es ilocalizable geográfica o cronológicamente). Su protagonista no parece existir en función de un rol social explícito, formal o informal, y su sabiduría abarca solo “many a quaint and curious volume of forgotten lore” (1984: 81) y su sorpresa ante la idea de un visitante nocturno. María, por el contrario, tiene como escenario la hacienda y Efraín está destinado a un rol social central en ella: heredero de la propiedad, pero, sobre todo, líder y reaseguro del bienestar de aquellos que la habitan. En la sensibilidad conservadora de la novela, su liderazgo futuro es la imagen de una utopía agraria cristiana (volveré sobre esto). Mientras que en “The Raven” nada excede la dimensión sicológica o afectiva (esa interiorización es una de las contribuciones de Poe al gótico), en María la dimensión gótica tiene una resonancia política, cultural, económica, identitaria. La ruina de la hacienda, su transformación en mansión gótica habitada por fantasmas de un pasado trágico, es más que una falacia patética, una proyección de la desolación de Efraín. La hacienda como empresa quizás perdurará (la novela no dice nada al respecto), pero como compacto

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cultural, cuya garantía hacia el futuro hubiera sido la persona misma de Efraín, ligado en matrimonio a su prima, habrá desaparecido sin posibilidad de retorno. Desde esa perspectiva, la muerte de María no es el centro del conflicto, sino una metonimia de la resolución catastrófica de otro, de la misma manera que el amor de María por Efraín no es una pasión individual, sino política. La novela naturaliza la política bajo la imagen del destino y por eso María ama a Efraín desde siempre y ese amor nunca vacila, nunca se distrae, ya que es una confirmación visible de las virtudes de Efraín como líder futuro, no de sus encantos (bastante limitados) como cortejante. El verdadero conflicto de la novela tiene que ver con el rol de Efraín como futuro patriarca y con su formación como líder de la hacienda. Efraín, como intentaré demostrar, está completamente investido en ese destino, y la novela narra las pruebas (en el sentido mítico fuerte) que son los jalones necesarios de su advenimiento. Esas pruebas, donde la identidad del héroe se consolida, tienen lugar en la relación entre Efraín y sus subalternos (esclavos, campesinos libres) y, en menor medida, con sus pares. Allí muestra que, a diferencia de su amigo Carlos, además de ser el heredero legal de la hacienda familiar, es (o será) el líder legítimo de una comunidad orgánica (cohesiva pero profundamente jerárquica), un compacto cultural que la convierte, en la visión de la novela, en una unidad moral ejemplar. El conflicto surge de la obstinada voluntad del padre de Efraín de enviarlo a Londres y brindarle una educación liberal en el extranjero, condenando así a la hacienda al colapso y a María a la muerte. En las páginas que siguen, me interesarán tres cosas: (1) establecer el carácter crucial del conflicto entre educación (liberal) y formación (del líder de una comunidad orgánica) y mostrar cómo la interrupción de esa formación es la verdadera catástrofe; (2) describir los rasgos principales de esa comunidad orgánica, el mundo solar de la novela, y de las pruebas que Efraín supera en su camino hacia el liderazgo, y (3) explicar por qué el padre de Efraín, a fin de cuentas el líder presente de la hacienda, toma las decisiones que la condenan a la disolución. En esa explicación, volveré al problema del gótico como retorno de un pasado imposible de suprimir, pasado que arruina el presente y la presencia de los sujetos en este. Adelantando la tesis: el pasado que

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retorna y arruina el presente o pone en evidencia que el presente no es presente (ese es el tropo gótico por excelencia) tiene que ver con el hecho de que la idea de una utopía patriarcal fuera de la Historia, o que mantiene la Historia a distancia, es y siempre fue una ilusión, dado que su centro (el padre de Efraín) es un producto de esa misma Historia: un comerciante jamaiquino, angloparlante, desplazado por los avatares del comercio, que se casa con la heredera de un militar realista. El Paraíso es, así, profundamente, un producto de la guerra, de las finanzas, de las corrientes de inmigración regional y global: la estasis que la novela quisiera presentar es una ilusión, y la maldita verdad de la Historia vuelve a pesar de todo o, en vena gótica, siempre estuvo allí. El emblema de esa presencia es, otra vez, el ave negra, que aparece en coyunturas cruciales de la trama, como un recordatorio funesto de que, más allá de las aspiraciones de los personajes, hay otra causalidad más profunda y poderosa en juego.

II No sabemos exactamente de qué muere María, y no sabemos tampoco si su misteriosa enfermedad es hereditaria o no. Esa incertidumbre no es una falla estética o ideológica de la novela. Muy por el contrario. Ella ha dado lugar a las muchas respuestas que hoy la enriquecen y la complejizan y que, en una medida nada desdeñable, la han hecho renacer en la apreciación académica. Esas respuestas, usualmente, se apoyan en la enfermedad/cuerpo/herencia de María como metáforas que funcionan al seno de una alegoría definida con mayor o menor precisión.1 Pero hay una respuesta a la pregunta sobre la muerte de

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Hoy en día, quizás la lectura más famosa o influyente sea la de Doris Sommer, para quien María representa las paradojas o la imposibilidad del mestizaje como fuerza aglutinadora de una identidad nacional, donde el judaísmo es una suerte de significante flotante en relación a los dos polos de la dicotomía racial blanco / no blanco (Sommer 1989: 440). Otras respuestas se enfocan en el judaísmo de María desde una perspectiva más literal (Goldberg 1997; Faverón Patriau 2004; Graff Zivin 2008); en la esclavitud (McGrady 1972: 137); en el edénico (o in-

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María que es más literal y no está oculta. Para encontrarla debemos enfocarnos menos en la causa material (de qué muere) que en la causa eficiente (por qué muere). Sea cual fuese su enfermedad, María muere como consecuencia directa de una decisión que no es médica ni sentimental y que ciertamente no es inevitable. Muere por la obstinación del padre de Efraín de mandar a su hijo a estudiar Medicina a Londres, contra los deseos e intereses de este, que no solo no quiere separarse de María, sino que no tiene el más mínimo interés en la medicina. María muere por culpa del padre de Efraín, que obliga a su hijo a embarcarse en una empresa sin sentido (un poco como Paul et Virginie, de Bernardin de Saint Pierre, donde Virginie muere por el error trágico —con un tinte de interés monetario— de su madre, que la envía a Francia para mejorar sus posibilidades de ser heredera de su tía). La culpa del padre es obvia para los personajes de la novela, e incluso para él mismo (Isaacs 1986: 290, 323). Efraín no quiere ir a Londres no solo porque no quiere separarse de María. Su desinterés por la medicina es obvio y precede a su retorno al Cauca y a la crisis de salud de su amada. En su biblioteca, tal como la detalla la torpe enumeración de Carlos, no hay un solo libro de medicina (y sí de literatura, historia y política).2 Efraín no siente ninguna curiosidad sobre los aspectos médicos de la enfermedad de María, aunque sean enigmáticos y potencialmente fascinantes, y, aunque irá

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fernal) orden patriarcal y su declive o extinción (Molloy 1984; Borello 1997), y complementariamente, en el fin de la hegemonía de la clase terrateniente criolla (Musselwhite 2006); en el destino (fracasado) del capital en el Valle del Cauca a mediados del siglo xix (Beckman 2016: 550; Rosa 2018), y en el cuerpo reproductivo femenino como amenaza a la integridad de la identidad masculina (Trigo 2000). Bremer (1986) hace un buen análisis del valor ideológico del contenido de la biblioteca de Efraín. De manera complementaria, mi lectura nota la importancia de lo que no hay allí (una biblioteca científica). Si todos los libros que se mencionan en la novela formaron parte de la biblioteca personal de Isaacs, como Warshaw famosamente indicó (Warshaw 1941), podría parecer extraño que ni un solo libro científico haya pasado a la ficción, toda vez que Isaacs sí tenía curiosidades científicas definidas, como lo prueban tanto sus escritos como diversas circunstancias de su biografía.

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a Inglaterra a estudiar Medicina, no tiene interés en cultivar la amistad de Mayn, el médico inglés amigo de la familia. Por lo demás, Efraín nunca piensa en su educación futura más que como un obstáculo para su unión definitiva con María. No se menciona cuál es la institución donde va a estudiar o las condiciones de su admisión. No hay ninguna correspondencia al respecto (excepto en lo atinente al viaje mismo, que Efraín hará en compañía de una relación de su padre), aunque la novela los muestra a él y su padre trabajando en la correspondencia de la hacienda constantemente. No se menciona tampoco el campo en el que Efraín se especializaría (si alguno). Durante su estancia en Londres, no cuenta una sola experiencia académica. Su viaje a Europa no se presenta tampoco como el mítico viaje iniciático de la jeunesse dorée latinoamericana, donde la obtención de un título universitario era un complemento (o una incomodidad) de la adquisición de una identidad afiliada al tiempo y las costumbres de la modernidad noratlántica y una ocasión de ampliar el círculo de relaciones que iban a ser utilizadas para el posterior avance de carreras políticas o académicas una vez de vuelta al país de origen. Efraín no fantasea nunca con aquello que encontrará en Europa o con los lugares por donde viajará, las experiencias ennoblecedoras que tendrá, las tentaciones múltiples que deberá sortear.3 Pero este desinterés no es el de un héroe que ha olvidado o renegado de su misión o su identidad, entregado a los encantos y los tormentos de un amor incierto o equivocado (como Armand en La Dame aux Camélias, por ejemplo), sino el de uno que nunca se ha definido a partir de esa misión. Efraín rechaza el proyecto del padre (aunque nunca llega a resistirlo activamente) no solo porque no quiere separarse de María, sino porque comprende y rechaza aquello que lo define: un tipo particular de educación (liberal) que supone el abandono de 3

Abundan ejemplos ficcionales del motivo del viaje del joven latinoamericano a Europa (y sus equívocos y a veces nefastos resultados). Podemos mencionar, entre otros, Música sentimental, de Eugenio Cambaceres; el personaje de Agustín en Martín Rivas, de Alberto Blest Gana; el de Enrique en Clemencia, de Manuel Altamirano; el de Alberto Soria en Ídolos rotos (1901), de Manuel Díaz Rodríguez, y, desde luego, De sobremesa (1896), de José Asunción Silva.

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la verdadera educación que quisiera y debiera haber completado: su formación como (o transformación en) líder, que solo puede ocurrir en la hacienda, en la interacción con el universo multicultural, multirracial (y profundamente jerárquico) del Paraíso. Con educación liberal no me refiero (o no solo) a que la medicina es o era una de las así llamadas profesiones liberales o a que, como esta formación tiene lugar en Londres, será probablemente lo mejor que la modernidad tiene para ofrecer. Me refiero sobre todo al paradigma identitario liberal que alienta detrás de toda la empresa que el padre concibe. Efraín va a viajar a Londres, donde no parece conocer a nadie, para recibir una educación meramente profesional (en el sentido de job training), no científica ni humanitaria (dado que Efraín no parece tener ninguna curiosidad respecto a ambas). Viaja para adquirir una habilidad que venderá, por dinero, en un mercado abierto y, en la época en la que transcurre la novela, notablemente desregulado, dadas las radicales modificaciones del liberalismo en el Gobierno, que, de hecho, habían llevado a la clausura temporaria de las facultades de Medicina (Quevedo 2009). Así, el viaje de Efraín es un viaje instrumental, no de formación identitaria, más bien un hiato en esta última. Para su padre, el título parece ser importante porque los ingresos de Efraín como médico servirán para ayudar en el sostenimiento de la hacienda, que, recordemos, está en riesgo luego de la defraudación que el padre sufrió a manos de un socio comercial.4 Pero esa visión instrumental ciega al padre sobre los riesgos de la empresa: la muerte de María, que no sobrevivirá a la separación, y aquello de lo que esa muerte es causa o síntoma: la interrupción definitiva y catastrófica de la formación de Efraín como líder, que le hubiese permitido salvar la hacienda, salvar a María y salvarse a sí mismo. 4

La defraudación es narrada de manera indirecta y deliberadamente enigmática. Nunca queda del todo claro cuál es la identidad del socio, la índole de la defraudación, su monto, qué tan comprometida queda la economía de la hacienda y, sobre todo, por qué no hay recursos legales para intentar obtener una reparación, algo que no debiera ser tan arduo para un hombre de la élite regional.

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Ese es el conflicto entre dos modelos de formación del hombre de la élite, que no se afilian (o no solo) a dos ideologías encontradas, sino a dos paradigmas identitarios diversos: el liberal del individualismo posesivo (Macpherson 1962), cuyo ecosistema es el mercado y que subordina a este mercado las relaciones humanas y el delicado balance entre pasiones e intereses (Hirschman 2013), representado en la novela por Carlos y don Jerónimo, su padre, y la relación de ambos con su propia hacienda; y el paradigma conservador del unanimismo orgánico y jerárquico, cuyo ecosistema en la novela es la hacienda como compacto moral, articulada —pero aislada de —al capitalismo global, una suerte de versión sui géneris del desarrollo desigual y combinado.5 La hacienda, como utopía conservadora, no es, para Isaacs, una unidad primariamente económica, sino afectiva/cultural: un tejido de alianzas horizontales (entre hacendados), pero también, y quizás sobre todo, verticales (entre el hacendado y los esclavos, entre el hacendado y los campesinos libres que viven dentro o rodeando la hacienda). Esas alianzas son económicas, jurídicas, marciales, pero el pilar es la alianza afectiva/cultural: la participación compartida en un universo de prácticas y rituales cotidianos: oraciones, narraciones, conversaciones, comidas, fiestas, viajes, hospitalidad, formalizadas por medio de relaciones de compadrazgo y puntuadas por eventos donde la alianza se forja (como en la cacería del tigre) o se confirma (como en la protección del honor en peligro). Así, hacienda no indica (o no solamente) un territorio delimitado estrictamente con fines productivos o impositivos. De hecho, nunca queda claro dónde termina y dónde empieza la hacienda (o las haciendas, dado que hay varias, que Efraín y su padre visitan con regularidad, pero que en la novela no es tan sencillo diferenciar; es por ello por lo que todas las posesiones en la novela se suelen subsumir a una: el Paraíso). Tampoco queda claro cuáles campesinos trabajan tierras de la hacienda y cuáles no y en qué condición. Eso no es mera

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Dos análisis iluminadores de la manera en que la novela presenta esta articulación al capitalismo noratlántico son los que llevan adelante Rosa (2018) y Beckman (2016).

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vaguedad, sino parte de la apuesta ideológica de la novela: la hacienda de Efraín y su padre es un universo al que los personajes pertenecen no porque estén empleados por ella o trabajen sus tierras, sino porque están bajo la tutela del padre (y, crecientemente, de Efraín mismo). El Paraíso contrasta con la hacienda de Carlos y don Jerónimo: para ellos es meramente capital al servicio de la producción, sin connotaciones morales. De allí los inacabables conflictos de don Jerónimo con sus vecinos en torno a los límites y al agua o el desdén de Carlos por el campo, que sin embargo maneja muy bien y del que sabe mucho —des­ de un punto de vista técnico—, y su total incomprensión de la cultura rural. Asimismo, el Paraíso contrasta con la hacienda de su otro amigo, Emidgio. Si Carlos ve la hacienda bajo la forma distante del capital, Emidgio se ha compenetrado excesivamente con el universo de la misma, al punto de que es difícil establecer una distinción entre él y los campesinos o esclavos. Esta compenetración es tanto o más perniciosa, en la visión de la novela, que la distancia de Carlos y llega a un extremo en la decisión de Emidgio de casarse con una campesina, contra la voluntad de su padre. La hacienda como universo moral está sostenida por la figura del propietario/líder, quien es más que el dueño de la tierra. Funciona como representante, en el sentido de trustee, guardián y tutor (Brito Vieira y Runciman 2008) de toda la comunidad y de mediador entre esta y el exterior. En la figura del hacendado en María se enfatizan menos los privilegios que la carga física y moral que la posición impone. Podemos ver este doble aspecto de mediación/misión como carga en la representación de la escritura (comercial y administrativa) como la forma de trabajo privilegiada en la novela. De hecho, en el Paraíso el trabajo es raramente representado. No vemos a los esclavos trabajando en la plantación o en el ingenio (los vemos retornando del trabajo, cantando y satisfechos de su suerte), no vemos a los campesinos cultivando, cosechando o tumbando la mata. Efraín y su padre, por contraste, trabajan constantemente, escribiendo y leyendo correspondencia, actividad que implica un riesgo, toda vez que las amenazas al orden de la hacienda vienen exclusivamente del exterior, como el episodio de la defraudación y la fiebre cerebral del padre lo demuestran. El trabajo doméstico sí es representado (por ejemplo, el de María, las hermanas

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de Efraín y las hijas de José), pero no como trabajo per se, sino como parte de los rituales de la hospitalidad (la comida con la que reciben a Efraín en la casa de José) o como manifestaciones de afecto (las flores que María pone en la habitación o el baño de Efraín cada día). La hacienda es una institución totalitaria, dado que reemplaza a todas las otras instituciones sociales: al interior de la hacienda no hay dinero, no hay mercado (de bienes, servicios o trabajo)—,6 no hay policía o seguridad estatal (porque, desde luego, no hay delitos), no hay correo comercial, no hay infraestructura. La infraestructura estatal o asociada al Estado (puertos, aduanas, guardias) aparece en la novela por primera vez cuando Efraín vuelve al Cauca en su desesperada carrera para llegar a tiempo a, quizás, salvar a María. Pero esta aparición del Estado (y la transformación decisiva en el modo narrativo, señalada por la crítica) es una clara indicación de que todo está ya perdido, de que la utopía ha sido condenada (y reemplazada) por la Historia.7 Aunque María es una novela cristiana, no hay una presencia fuerte de la Iglesia como institución, dado que la religiosidad en ella está ligada más estrechamente al orden señorial que al eclesiástico. El mejor ejemplo, quizás, es la escena en la mesa en la que el esclavo y sus amos recitan el padrenuestro, dividiendo el rezo entre ambos (Isaacs 2005: 57).8 Nunca se menciona que los miembros de la familia vayan a misa o que haya festividades religiosas que puntúen el calendario (fiestas de santos patronos, por ejemplo). Aunque la hacienda tiene una capilla,

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En el Paraíso no hay trabajadores asalariados: hay esclavos y campesinos libres, en alguna forma de aparcería no del todo detallada, y propietarios de minifundios (de hecho, el proceso de parcelización de las grandes propiedades avanza a medida que progresa el siglo, dando lugar a la creación de minifundios [Hyland 1982]). Por otro lado, Escorcia menciona que casi no existían jornaleros rurales en el Valle del Cauca a mediados del xix y que incluso en Cali eran escasos (Escorcia 1983). Desde luego, la virtual inexistencia del Estado en la novela se corresponde con su virtual inexistencia en el Cauca durante las primeras décadas republicanas (Escorcia 1983: 108). La representación de la esclavitud como un estado, sino idílico, armonioso, no es exclusiva de Isaacs. Un siglo después de la novela, Sendoya mantiene lo mismo. Un ejemplo eminente son, para él, los esclavos del Paraíso, toda vez que arguye la existencia de Nay y de Juan Ángel (Sendoya 1962).

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no se dice que sea visitada regularmente por un sacerdote, que usualmente doblaría como consejero espiritual de la familia. Los sacerdotes (o el mismo sacerdote, dado que no se menciona un nombre) aparecen, desde luego, en coyunturas inevitables (el casamiento de Braulio y Tránsito, el casamiento de Bruno, la muerte de María, la muerte de Feliciana), pero su rol en esas escenas es del todo secundario. En la narración autobiográfica de Feliciana/Nay, el misionero francés que la convierte al catolicismo, y muere como mártir de la fe, sí tiene un rol crucial, dado que es el primer jalón en su liberación del salvajismo africano (las apologías de la esclavitud en las Américas justificaban la deplorable institución como, precisamente, una suerte de emancipación, guiada por una misión evangélica). Pero es importante notar dos cosas: ese sacerdote opera fuera de la hacienda (en África) y su misión es completada una vez que Nay es puesta bajo la protección del padre de Efraín, indicando claramente un relevo.9 Este relevo, por el cual el hacendado subsume en sí todos los roles, se nota también en la insignificancia de Higinio, el mayoral del Paraíso. El mayoral era una figura crucial en las haciendas y plantaciones latinoamericanas, y más aún en aquellas con esclavos, dado que hacia ellos gravitaba la administración de la propiedad y el control de la mano de obra. El mayoral, naturalmente, figura de manera prominente en la ficción latinoamericana, sobre todo en la antiesclavista del siglo xix. Su poca relevancia en María es verosímil dada la visión de la hacienda como un espacio sin conflictos internos, donde no hay necesidad de castigos o severidad. El hacendado es el reaseguro de esta ausencia de conflictos, sosteniendo la esclavitud como una especie de tutela, como en el caso de Feliciana, emancipada por el padre de Efraín, que decide permanecer con él, ligada a su amo por la gratitud. Esa tutela implica una comunidad cultural, ejemplificada en la asistencia de Efraín y su

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Vale la pena mencionar, asimismo, que no hay mención del rol que la Iglesia jugaba como propietaria de tierras o fuente dominante de crédito, rol este último debatido de manera amarga en la región y objeto de dos intentos diversamente exitosos de amortización, en 1851 y en 1861, procesos que beneficiaron a la élite terrateniente tanto liberal como conservadora (Hyland 1982: 390-393).

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padre al casamiento de Bruno y en la participación entusiasta de ambos en la fiesta subsiguiente, como asimismo en los diversos rituales de padrinazgo o compadrazgo que la novela presenta. Otro aspecto es la porosidad de los espacios exclusivos del amo y de los subalternos. La distinción de espacios, como parte del sistema de deferencia rural, era una de las reglas fundamentales de la jerarquía en las haciendas latinoamericanas y, por ende, un tópico importante en las novelas de hacienda. En María, los campesinos libres interactúan con los hacendados con una familiaridad que sorprende y molesta a Carlos y don Jerónimo, por ejemplo (Isaacs 2005: 140). Desde luego, esto no implica el colapso de la jerarquía, sino una certidumbre con respecto a esa jerarquía tan total, que puede, por consiguiente, prescindir de algunos rituales externos.

III Pero esa certidumbre, por la cual todos los miembros de la hacienda aceptan su lugar sin aparente resquemor, no surge ex nihilo. Debe ser construida. La escena de esa construcción son las pruebas por las que el líder se muestra digno de su elevada circunstancia. Efraín, a pesar de sus deberes para con su padre y su relación con María, dedica mucho tiempo a vincularse con los campesinos libres y, secundariamente, con los esclavos. Esa vinculación es más que una mera digresión o puntuaciones pintorescas del idilio rural en vena costumbrista.10 Sostengo que esas escenas son centrales para la constitución de la identidad de Efraín y la hegemonía como performance, en un momento en el que la situación social en el Cauca es particularmente inestable, en lo que hace a la relación entre hacendados y subalternos (Hyland 1982: 380-382; Escorcia 1983: 126), y en el que el establecimiento de esos lazos es crucial. Esa es su formación, que no se da bajo la forma de instrucción, de conocimiento (que Efraín parece ya haber adquirido),

10 Para una imprescindible reactualización del debate en torno al costumbrismo, ver Salkjelsvik y Martínez-Pinzón (2016).

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sino, como ya dije, de pruebas y de iniciaciones.11 Veamos dos pruebas, entre otras posibles: la cacería del tigre y la intervención de Efraín en la comprometida situación de Salomé. José, campesino libre y antigua relación de Efraín, pasa por la casa grande a invitarlo a cazar. Efraín le cuenta a su padre (lo que el padre, extrañamente, no sabía) que él y José tenían el hábito de salir a cazar juntos osos, a lo cual el padre responde que en Jamaica Efraín sería considerado un bárbaro o un héroe, y le pide la piel del oso que maten para los pies de su catre. En realidad, sin que el padre lo sepa, van a salir a cazar un tigre (jaguar) que ha estado matando ganado. A esa cacería van a ir además Braulio (su futuro yerno), Juan Ángel (hijo de Feliciana), Tiburcio, Lucas y dos esclavos de la hacienda (Isaacs 2005: 114). La partida rastrea y hiere al tigre, pero, cuando lo arrinconan para liquidarlo, todo parece a punto de tomar un giro fatal: la lanza de Braulio (encargado de hostigar al tigre) se rompe, José y Tiburcio disparan sus escopetas, pero no matan al tigre, y Braulio está a punto de quedar a merced de la fiera. Solo Efraín tiene un arma en servicio, con un solo tiro (dado que en la época no había armas de repetición), pero no vacila y pone una bala certera entre los ojos del tigre. Tres cosas son notables en esta secuencia narrativa. La primera es el rol de José: él es quien le enseñó a Efraín a cazar (no su padre) cuando este era un niño (antes de su partida a Bogotá); él es quien propone la cacería, no Efraín, y él es quien decide (sin consultarle) que en vez de cazar un oso van a cazar un tigre, con el riesgo mayor que eso implica. Estos tres elementos dan la pauta de que la cacería no es la versión sudamericana, subtropical, de la escena inglesa del manor house, donde los señores organizan la cacería de un pobre zorro como una performance al seno de la clase, donde lo importante son las tierras que se poseen, el pedigrí de los caballos y de los perros, el

11 Concuerdo, en este sentido, con la afirmación de Pérus que lee rasgos épicos, más que románticos y novelescos, en la caracterización de la relación de Efraín con el mundo que lo rodea (Pérus 1987: 734-735). Complementando esto un poco podría decirse que, por el fracaso de la épica, Efraín deviene un personaje novelesco en un mundo que ha perdido toda ilusión totalizante.

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número de sirvientes o el lujo de las libreas. La cacería del tigre es una puesta en escena, claro, pero de la cohesión entre clases, y es, sobre todo, una prueba de la capacidad de Efraín de transitar dos mundos diferentes. José es una figura iniciática: él es quien le enseñó al joven Efraín las habilidades que, años después, va a poner a prueba en el ritual de sangre por el cual va a pasar de adolescente a hombre. Y José es quien trae a la cacería a Braulio, su futuro yerno. Efraín demuestra tener la puntería y la sangre fría para matar al tigre en circunstancias nada propicias. Pero, al salvar a Braulio, que es de la misma edad que Efraín y a quien no conocía de antes, traba con él una amistad/alianza que será, potencialmente, crucial para el futuro de la hacienda. No por casualidad, Braulio estaba pensando en pedirle a Efraín que fuera su padrino de bodas, pero, solo después de que este mata al tigre y le salva la vida, Braulio empieza a referirse a él como “padrino”; esto es, una vez que Efraín se mostró digno y capaz de ofrecer la protección que el padrinazgo conlleva. Esa es una alianza que replica la del padre de Efraín y José, ahora entre los hombres de la nueva generación. La cacería es la escena donde esa alianza se forja, templada con la sangre del jaguar. La alianza tiene repercusiones inmediatas. La expedición de caza ocurre al mismo tiempo que Carlos y su padre visitan la hacienda con el propósito de pedir la mano de María; de hecho, Efraín la usa como una excusa para no estar presente cuando Carlos llegue. Durante el retorno, Braulio le da un saco a Efraín, indicándole que allí iban muestras de mineral para su padre. Cuando Juan Ángel cumple el encargo de llevarle el saco, en medio de la recepción de Carlos y su padre, el saco se abre inesperadamente y la cabeza decapitada del jaguar sale rodando en medio de la tertulia, aterrorizando a algunos, llenando de admiración a otros. Como Perseo que lleva al banquete de Polidectes la cabeza de la Medusa en un saco, para confundir a sus enemigos, que dudaban y se burlaban de él, el hombre de Efraín se encarga de que su proeza tenga la relevancia debida en torno a la petición de la mano de María. Carlos nota inmediatamente que, aunque Efraín no es responsable de la sorpresa, la cabeza del jaguar es un desafío a su masculinidad y por eso alude a la caza del siguiente día, donde espera probar sus cualidades.

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Al día siguiente los dos jóvenes se preparan para cazar, otra vez en compañía de Braulio. Carlos, que ve en la cacería un evento de exclusiva solidaridad (y competencia) al seno de su propia clase social y que es un señorito citadino, europeizado, desdeña los perros de Braulio, que no eran de pura sangre y que, perros de campo al fin, debían mostrar en el pelaje la vida rústica que los había producido. Los desdeña, aunque el día anterior habían probado su valía (y varios dejado su vida) en la lucha contra el tigre (Isaacs 2005: 140). Por lo demás, Carlos no comprende las familiaridades que Braulio disfruta (sentarse a la mesa de los amos, tomar el mismo café que ellos, ser tratado de palabra y acto como un igual [2005: 140, 145]). Braulio se molesta por el desdén de Carlos (aunque se cuida de manifestarlo) y comprende que la salida es también la escena de una sorda (aunque amigable) disputa. Fiel a su padrino, carga la escopeta de Carlos con pólvora, pero sin munición, de modo tal que Carlos sufre una irreparable humillación cuando un venado joven es acorralado (por otros) contra la casa grande y él, a pocos pasos, erra el tiro y el venado, indemne, es acogido bajo la protección de Ema y María (2005: 148). Braulio, sorprendentemente (o no) le cuenta a Efraín lo que hizo y por qué. Este lo reprende, pero solo pro forma: la anécdota lo divierte (y complace). Pero pensemos por un momento: Efraín celebra (o toma a la ligera) que un campesino a quien acaba de conocer humille a un antiguo amigo, un camarada de clase, frente a las familias de ambos. Esto hace claro que, para Efraín, la alianza con Braulio es tanto o más importante que la alianza con Carlos, que probablemente no volverá a visitar el Paraíso por un tiempo, dado que será la memoria de una doble humillación a su masculinidad (o de una única humillación manifestada en dos tiempos: el rechazo de María y el fracaso de la cacería). La narrativa exime a Efraín de ser el agente manifiesto de ambas humillaciones, manteniendo así una apariencia de solidaridad de clase, pero es claro que son las cualidades masculinas de Efraín las que están en la raíz de ambas. Por lo demás, es esta exhibición la que decide (o refuerza) el rechazo de Carlos por María. El amor y la lealtad son dos caras de la misma cosa en la novela: pasiones políticas que el líder despierta. La otra prueba es solo en apariencia menos dramática. Efraín va de visita a la casa de su compadre Custodio (es el padrino de su hijo

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Fermín). Custodio le cuenta varias cosas: el conflicto con don Jerónimo por límites y aguas, por ejemplo, y un problema familiar: su atractiva hija, la mulata Salomé, tiene un prometido más o menos formal, Tiburcio (uno de los compañeros de la expedición de caza que acabo de examinar). Esta es una relación entre iguales, aprobada por los padres. Salomé, sin embargo, no parece estar muy entusiasmada porque tiene otro cortejante: Justiniano, el hermano de Carlos. Dada la diferencia de clase, este cortejo no es abierto y ciertamente no tiene el matrimonio como un horizonte (para Justiniano). Custodio no lo dice explícitamente, pero es claro que teme lo inevitable: Justiniano seducirá a Salomé (si es que no lo ha hecho) y esta se entregará voluntariamente o por la fuerza. Cuando esto ocurra, Justiniano desde luego no la salvará de la deshonra casándose con ella. Custodio enfrenta un dilema que tiene que ver tanto con su hija como con su propia identidad social (el honor de las mujeres en las sociedades tradicionales era una extensión del de los hombres). Si acepta la deshonra de su hija (dañada, incansable), quizás con alguna remuneración de parte de la familia de Justiniano, su honra y su identidad social (la de Custodio) estarán para siempre destruidas, o, cuando menos, menoscabadas seriamente. Si se decide a actuar, ¿qué puede hacer? No puede forzar a Justiniano a casarse, pero puede matarlo. Si lo mata, su familia sufrirá las consecuencias de la ira de don Jerónimo. Y ¿cómo reaccionará la familia de Efraín si don Jerónimo lleva adelante una represalia? ¿Van a condenar un obvio abuso, una inmoralidad cometida contra gente que está bajo su protección? ¿No son acaso compadres y propietarios católicos? Pero, si defienden a Custodio, el conflicto será aún mayor, sobre todo teniendo en cuenta el carácter insensible, obstinado y conflictivo de don Jerónimo. Custodio no dice nada de esto, obviamente, pero Efraín entiende esos escenarios posibles. Su relato es un pedido (acoger a Salomé bajo la protección de la familia de Efraín bajo la excusa de que aprenda labores junto a la madre), pero es también una prueba: ¿entiende Efraín el código de la honra campesina y su propio rol como defensor de la vida y la honra de sus subordinados? ¿Actuará en consecuencia? Efraín está a la altura: se compromete a sacar (físicamente) a Salomé de esa situación tan expuesta. Además, va a hablar con Salomé, para hacerla

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entrar en razón. Para ello, ambos toman un paseo por el río. Allí, una nueva prueba tiene lugar. Salomé es abiertamente sexual y es consciente de su sexualidad y su atractivo, que pone en juego con insinuaciones nada oscuras a Efraín. Salomé desprecia a Tiburcio por negro, sueña con ser blanca y busca seducir a un blanco de posición, cualquiera: Justiniano o Efraín, no parece haber diferencia. Llamativamente, Custodio parece haber sido siempre consciente de que la conversación a solas es un riesgo: estuvo todo el tiempo cerca (aunque oculto) y aparece en un momento dado, dándola por terminada. Efraín, sin embargo, sale airoso también de esta prueba: resiste las seducciones de Salomé, salvándose y salvándola de sí misma, mostrando así, otra vez, el valor que pone en la alianza entre clases que fue llamado a honrar.

IV Pero este mundo se derrumba, porque cede en el punto más inesperado: la ya mencionada obstinación del padre de Efraín en mandar a su hijo a Europa. La razón de esta obstinación no es del todo clara. Lee Skinner, en un muy interesante ensayo, propone que el conflicto que anima la novela es el deseo sexual del padre de Efraín por María, y que el viaje sería la manera más respetable de apartar a su hijo de la escena, permitiendo así la consecución de sus perversos designios. Aunque Skinner no lo pone en esos términos, esto haría del padre un villano gótico stricto sensu. De hecho, lo haría similar al primer villano gótico de la historia literaria, Manfred, de The Castle of Otranto (Horace Walpole, 1764), quien, ante la muerte de su único hijo varón, y obsesionado por la idea de un heredero que brinde legitimidad a su poder (Manfred es un usurpador), decide repudiar a su esposa y unirse a la prometida de su hijo. Aunque un poco excesiva en sus conclusiones quizás, la tesis de Skinner es fascinante y apunta, en mi opinión, al sitio correcto: el enigmático o problemático origen de la decisión del padre de Efraín. Hay otra circunstancia que da aún más ambigüedad a la figura del padre, que Skinner no menciona, pero que es coherente con su visión de la novela. El primogénito de la familia ha muerto. Esa muerte, curiosamente, solo es mencionada al pasar, aunque es esencial en la

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trama, dado que tuerce el destino de Efraín, toda vez que lo convierte en el heredero de la hacienda. El protagonista, cuando concibe la idea de pedirle a su padre que no lo envíe a Londres, dice que “lo va a relevar de la promesa que le tiene hecha” (Isaacs 2005: 190), como si fuese de su hijo la idea y, por ende, la decisión de no llevarla a cabo.12 Una hipótesis es que la promesa databa de la época cuando Efraín era un segundón (esto es, no destinado a heredar las propiedades inmuebles de la familia), el hijo relegado a una profesión liberal —alternativa a la carrera militar, al sacerdocio o al comercio, destinos comunes para segundones en el xix—. Notemos que la carrera de médico no tenía, a mediados del siglo xix, el prestigio económico y científico que adquirirá más tarde en el mismo siglo.13 Luego de la muerte del hermano, Efraín busca asumir el lugar de primogénito que su padre nunca le otorga del todo, por razones no reveladas: si va a ser médico, ¿quién se hará cargo de la hacienda a la muerte del padre? Por un lado, du-

12 Por otro lado, parece haber una curiosa inversión de la circunstancia biográfica aquí: Isaacs quería ir a Londres a estudiar, pero su padre (aparentemente aconsejado por Alcides, hermano de José) decide que no vaya. Isaacs, en una carta de 1886, recuerda amargamente que por imposición paterna debió dedicarse al comercio, cuando sus intereses estaban en la ciencia: “A un hermano mío, Alcides, le cupo en la cabeza que yo estaba ‘llamado’ a ser un comerciante prodigioso; alucinó a mi padre, que solo deseaba mi buena fortuna, y ahí tiene usted perdidos mis estudios de botánica, mis aficiones a la anatomía, mis proyectos de médico; y en consecuencia, caí de tan alto a un mostrador, sobre el cual, para no perder del todo el tiempo, me di a borrajear mis versos de muchacho [...]” (citado en Molloy 1984: 52). Notablemente, la afición literaria aparece en esta carta como un consuelo (a diferencia de lo que se muestra en María). 13 En Colombia existían escuelas de Medicina desde la época colonial. Sin embargo, solo en el último cuarto del siglo xix la medicina se formalizaría profesional y científicamente con la creación de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales (1873) y la Academia Nacional de Medicina (1891). La revolución de 1850 y el ascenso del radicalismo liberal fueron instrumentales en la promulgación de la ley 15 del 15 de mayo de 1850, que declaró libre el ejercicio de las profesiones (esto es, sin necesidad de títulos universitarios). Esto causó el cierre pasajero de universidades y trastornó la fragmentada educación médica que existía entonces. Varios jóvenes colombianos viajaron a Francia para formarse como médicos, mientras que otros, ya graduados, continuaron allí sus estudios universitarios.

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rante su estancia en la hacienda, es su mano derecha, manejando su correspondencia, sus cuentas, viajando con él a las otras propiedades. Por otro, todo esto parece ser parte de una empresa fútil, dado que el padre destina a Efraín a otra carrera; a menos, claro, que esta esté destinada a ser meramente decorativa, algo nada infrecuente en la época. Pero, si ese es el caso, ¿por qué no abogacía, que iba a redituar beneficios más evidentes e inmediatos? Nada de esto se discute en la obra. En todo caso: el padre de Efraín no vio, no pudo ver, que su decisión era catastrófica, y eso lo muestra como un líder fallido (incapaz de navegar los dos mundos); esa falla es, de alguna manera, el inconsciente de la novela. Si en la hacienda (idealmente) no hay conflicto, es porque no hay historia (a diferencia de la hacienda de don Jerónimo, el padre de Carlos, donde hay muchísimos problemas).14 Como en la comunidad indígena del indigenismo, donde, antes de la irrupción de la hacienda, la comunidad vive en una estasis cultural y donde es la hacienda (aquí considerada como némesis de la comunidad) la que introduce la Historia (de violencia y expoliación). Pero la hacienda de María no está fuera de la historia (porque funciona al seno de una economía capitalista), sino que está protegida de ella: mantener esa protección, el equilibrio entre moral y mercancía, es la ingrata labor del líder. Pero la Historia irrumpe, de una manera u otra. Y la verdadera amenaza no acecha en el exterior, sino que siempre habitó en el interior: a fin de cuentas, el padre de Efraín es un inmigrante jamaiquino, cuya primera lengua no es el español (aunque en su habla no parece haber ninguna huella del inglés nativo) y cuya primera religión no es el catolicismo, sino el judaísmo (es un converso, y un converso dudoso, dado que se convirtió al catolicismo por amor —o por conveniencia— para casarse con la heredera de un español). Isaacs, convenientemente, en la ficcionalización de la historia de su padre, 14 Por otro lado, es notable la ausencia de conflicto político, toda vez que es precisamente en la época que la novela narra que, con la llegada al poder de Ramón Mercado (de la mano de la Sociedad Democrática de Cali), comienza una época de hostigamiento a los hacendados conservadores, en sus personas o en sus propiedades (Escorcia 1983: 126), como asimismo las vísperas (anunciadas) de la rebelión conservadora de 1851 (Escorcia 1983: 128).

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omite el hecho de que su fortuna tiene su origen en la minería de oro en el Chocó (Arciniegas 1989: 16) y que, antes de convertirse en un gran hacendado en el Cauca, fue comerciante y prestamista (Escorcia 1983: 36). Dudoso líder para una utopía ligada a la tierra, a la sangre, al catolicismo, a la hispanidad. La Historia vuelve. O, mejor, no vuelve porque, como en las novelas góticas, siempre estuvo allí, es la secreta fuerza que animó todo el drama (que se revela como una ilusión). Esa fuerza secreta es descubierta al final, en el momento de horror: “Yo soy eso otro”. Y el padre de Efraín es, en efecto, un producto de tres de las mayores fuerzas históricas de la modernidad: la guerra, la inmigración y el comercio. No es un líder natural, sino un impostor que lleva adelante una performance de naturalidad,15 que se sostiene, incólume, hasta el momento en que debe tomar una decisión que concierne al mantenimiento de esa utopía en el futuro. Allí es donde la oscura verdad del linaje emerge. María es una cautionary tale, por eso está dedicada a “los hermanos de Efraín”. No a los hermanos de sangre, que a le importaban poco y nada, sino a sus pares de clase.16 Una cautionary tale sobre el peligro de una sociedad de mercado liberal que no tenga un fundamento moral, cultural y estético por fuera del mercado y que considere a este como coextensivo del universo humano. Ambas sociedades, o ambos paradigmas identitarios, el liberal y el conservador (Carlos y Efraín), en la novela, son jerárquicos y son capitalistas y aspiran (infructuosamente) a integrarse al mercado mundial como exportadores de azúcar.17 El 15 Faverón Patriau lee la novela desde una perspectiva diferente a la mía. Sin embargo, señala adecuadamente la dimensión de performance (él la denomina “artificio”) de las identidades en la novela, ligando esta dimensión a la cuestión de la conversión religiosa, voluntaria, forzada o dictada por la conveniencia (2004: 342) 16 Molloy propone una lectura que apunta al aspecto de sensibilidad, pero obvia el aspecto de clase que arriba enfatizamos (1984: 37-38). 17 El azúcar se producía para consumo local o regional, y la región nunca se convirtió en un competidor por problemas de infraestructura, baja capitalización y precios no competitivos (Hyland 1982; Escorcia 1983). Este fracaso (que es similar a otros en el siglo xix por parte de otras economías latinoamericanas en el temprano período postcolonial de lanzar economías de exportación) es la base

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punto de clivaje es que Carlos (que es, por lo demás, quien realmente entiende la dirección de la economía regional, cuando mejora los pastizales de la hacienda, conversación que deja a Efraín indiferente y, por algún motivo, augura su “mal suceso” [Isaacs 2005: 128-129]) considera su hacienda como un mero negocio,18 del mismo modo que considera el matrimonio —y la posibilidad de casarse con María— como una mera transacción, la posibilidad de establecer o cimentar una alianza de clase .19 Por ello, el personaje de Carlos carece de sensibilidad para el paisaje natural (que es, en la novela de sensibilidad, mucho más que un mero espectáculo o una decoración) o el humano. La tierra, la naturaleza y el ganado son, en el mejor de los casos, capital (la tierra), commodities (el ganado) y proveedores de servicios (los hombres).20 Efraín, por el contrario, considera la hacienda como una totalidad humana, como la totalidad humana por excelencia. En ese sentido, Isaacs está más cerca de los problemas de los modernistas hispanoamericanos, preocupados por la preservación de una dimensión humana en una sociedad de mercado en ascenso. Y es en función de esa cautionary tale, de proponer un modelo profundamente conserva-

de las lecturas (diferentes pero complementarias) de Beckman y Rosa. Otras regiones de Colombia, que apostaron a otros productos, sí pudieron crear booms exportadores (Hyland 1982: 373), que tuvieron su expresión en la literatura de la época, como, por ejemplo, en Manuela (1858), de Eugenio Díaz Castro; Martín Flores (1866), de José María Samper, y Olivos y aceitunos, todos son uno (1868), de Vergara y Vergara (Rosa 2018: 275). 18 Tanto el padre de Efraín como don Jerónimo han hecho costosas inversiones de capital para mejorar la producción de azúcar (y, secundariamente, la ganadera). Efraín nota con aprobación las reformas del padre (Isaacs 2005: 250), en particular la fábrica de azúcar, “costosa y bella”, pero con reticencia la segunda, porque ha sido hecha con “poco gusto” (2005: 250). En este caso, el criterio de diferenciación estética es anejo a un criterio de diferenciación moral. 19 Sobre el matrimonio como mecanismo de consolidación de la estratificación social en el Valle del Cauca, ver Escorcia (1983: 92). El mismo autor detalla la incorporación de Jorge Isaacs padre a la élite caleña por medio de su matrimonio con Manuela Ferrer Scarpeta (Escorcia 1983: 95). 20 Pérus enfatiza la dicotomía entre Carlos y Efraín (y en la oposición entre ambos y Emidgio), señalando que “entre Efraín y Carlos media sin duda la distancia que separa al romanticismo del naciente positivismo” (Pérus 1987: 724).

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dor de sociedad, donde el capitalismo está articulado con y puesto a distancia del compacto cultural de la hacienda, que la trama amorosa funciona. Esa conciliación de capitalismo y un exterior al capitalismo fracasa. Y, con una comprensión notable de las fuerzas históricas en juego, fracasa porque aquel que debía sostener este difícil equilibrio se muestra ya desde siempre contaminado.

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La familia enferma: el liberalismo como enfermedad (México, 1857-1864) Ty West Saint Mary’s College

Durante la Guerra de Reforma (1857-1861) y al iniciar la intervención francesa (1861-1867), el presidente liberal Benito Juárez (18061872) y miembros de su séquito huyeron de la derrota inevitable frente a las fuerzas conservadoras y se establecieron intermitentemente en diferentes localidades del país. A pesar de la huida, la administración ambulante no perdió su legitimidad, sino que se cimentó en la memoria colectiva a través de la imagen mitificada de la diligencia negra en la que viajaban, símbolo de la resistencia a la adversidad. La mitificación de la diligencia se ha construido y consolidado a lo largo del tiempo tanto en la cultura popular como en los círculos intelectuales. Por ejemplo, es prominente en películas y series televisas que homenajean a los liberales, como Juárez (1939), dirigida por William Dieterle y con Bette Davis en el papel de Carlota, Aquellos años (1972), dirigida por Felipe Cazals en honor a Juárez a los cien años de su muerte, y El carruaje (1972), una telenovela histórica

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producida por Televisa. Por otro lado, en el ámbito literario, en 1975 Alejo Carpentier usó la diligencia como evidencia de que la realidad latinoamericana se podía definir como la cotidianeidad de lo extraordinario (lo real maravilloso): “El cochecillo negro […] en que Benito Juárez lleva a toda la nación de México sobre cuatro ruedas a través de las carreteras de la nación, sin despacho, y desde ese cochecito logra vencer los tres imperialismos más poderosos de la época” (1984: 75). Julia Preciado Zamora describe el logotipo de la Colección Bicentenario del Natalicio de Benito Juárez, 1806-2006 como “la mítica diligencia que en muchas ocasiones sirvió de palacio portátil” (2008: 227), interpretación que Kristine Ibsen también enfatiza al describirla como “the national archive of the Republic” (2010: 1). En tanto símbolo de la autoridad y la resistencia al imperialismo, ejemplo de la extraordinaria realidad latinoamericana, la visualización del archivo nacional ambulante y el refugio de los letrados en fuga, la diligencia se recuerda como monumento a la oposición a la política conservadora. Esta mitificación de la diligencia negra en fuga nos tienta a olvidar el periodo en el cual el triunfo del liberalismo aún no se consumía y los escritores e intelectuales conservadores cultivaban en la producción cultural formas creativas de descalificar al liberalismo precario. Si entre 1855 y 1867 el liberalismo evolucionó de ser un “movimiento minoritario” hasta lograr un “monopolio del discurso ideológico” después de la derrota definitiva de Maximiliano, es necesario identificar en qué plataforma y con qué discursos los conservadores establecieron su presencia en México durante sus victorias intermitentes (Thomson 1991: 265). Después de la catastrófica derrota ante los Estados Unidos en 1848, resultado que dio pie a la creación del Partido Conservador en 1849, las corrientes intelectuales conservadoras cobraron mayor validez, dejando de ser solamente un grupo fragmentado (católicos, reaccionarios, mochos, etc.) y pasando a formar parte del conservadurismo.1 Entonces, si, como dice Susana Draper, el homenaje crea

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Para la enumeración de las muchas categorías de conservador y liberal en México, ver Michael Costeloe (1993: 14). Para más información sobre el conservadurismo

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tanto un mito para la posteridad como una oportunidad para formular nuevas interrogantes respecto a la historia y su representación, los múltiples homenajes al liberalismo en fuga dentro de una diligencia abren aperturas en la historia desde las cuales se puede contemplar su desmitificación (2018: 2). A pesar de la legitimidad política que se le ha atribuido a la diligencia negra, en la prensa y la literatura de índole conservador de la época a esta y a sus ocupantes se les asignó el título de “la familia enferma”, un tropo que enfatiza la tenue relación entre la intimidad familiar y el riesgo de contaminación. Parecido, pero no igual, a lo que Carlos Jáuregui llama “el caníbal iconográfico” (2003: 80) y Juan Pablo Dabove designa como “cultural teratology” (2007: 1), el tropo de la familia enferma alberga una metáfora que establece la enfermedad como marca de la diferencia, a la vez que propone la familia como signo de cercanía y donde localiza en términos cartográficos a los liberales ambulantes.2 La diligencia, también parte del tropo, es una metonimia basada en la cercanía entre el archivo en circulación y lo que podríamos llamar el objeto de deseo de los conservadores: sus pasajeros. De este modo, el tropo de la familia enferma llena el vacío semántico que dejaron los liberales en fuga con una serie de oposiciones que articulan la delicada relación entre la familia y la enfermedad, así como entre la fascinación y la repugnancia. Partiendo de la mencionada mitificación de la diligencia negra, este capítulo presenta un análisis de la contramitificación del liberalismo a través de su articulación como enfermedad en la prensa y la literatura conservadoras. En el siglo xix, el liberalismo y sus postulados se empezaron a institucionalizar, convirtiéndose en lo que algu-

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antes y después de 1848, ver Erika Pani (2005b: 120) y William Fowler y Humberto Morales Moreno (1999: 14). Carlos Jáuregui explica el “caníbal iconográfico” como un fetiche cultural que se basa en “una metáfora que marca la alteridad (deseada y temida) y como metonimia la asocia con un objeto adyacente o afín” (2003: 80), mientras que Juan Pablo Dabove define la teratología cultural como las pesadillas y los monstruos que son el producto de las pugnas entre el deseo y la represión durante la formación de las culturas nacionales (2007: 1-2).

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nos críticos han llamado “predestined fate” (During 2012: 79) y más tarde “‘totalitarian democracy’” (During 2012: 37).3 El tropo de la familia enferma revela momentos en los que el intento conservador de contrarrestar el dogmatismo liberal supera los debates sobre la religión y la propiedad e incitan a indagar temas como la visualización del poder, la noción del progreso sin objetivo y la inestabilidad en el hogar. En este capítulo construyo un archivo que traza el desarrollo del tropo de “la familia enferma” en la prensa y la literatura conservadoras. Combino lecturas de las “Noticias sueltas” que se publicaron en La Sociedad. Periódico Político y Literario entre 1858 y 1864 con el análisis de la carga figurativa de la familia como la explica José Joaquín Pesado en 1858 en sus ensayos sobre la política en La Cruz. Periódico exclusivamente religioso, establecido ex profeso para difundir las doctrinas ortodoxas y vindicarlas de los errores dominantes. Termino con el análisis de la representación ficcional de la propagación de la enfermedad del liberalismo y la desintegración de la familia en La quinta modelo (1857), de José María Roa Bárcena. Hasta donde he podido averiguar, este es el primer estudio de la articulación discursiva del liberalismo mexicano como enfermedad en la producción cultural del sector conservador en el siglo xix. Como tal, este capítulo crea un archivo en el cual se revelan las ansiedades de los conservadores y las estrategias que utilizaron para enfrentarse a ellas y superarlas. Estudios recientes sobre el conservadurismo nos advierten sobre lo improductivo que es seguir insistiendo en una separación entre los denominados partidarios del progreso y los de la tradición. Erika Pani, por ejemplo, sugiere un acercamiento al conservadurismo decimonónico que no se base ni en “la historia redentora, de tanto querer ‘rescatar’ a los conservadores” ni en “la antihistoria oficial” que represente a

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Simon During atribuye la idea de una democracia totalitaria a Christopher Dawson, católico y teórico del conservadurismo, que relaciona la democracia con el control estatal de los modos de producción (2012: 37). Por otro lado, During explica que la noción de una democracia como destino predeterminado nace con Karl Mannheim y se refleja en Democracy in America, de Alexis de Tocqueville, que contiene uno de los estudios más agudos de la democracia decimonónica en las Américas (During 2012: 79).

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los conservadores de forma positiva, sino un estudio de “los términos y el contexto del debate político del momento” (2005a: 100). Como noción, la familia enferma nos permite rescatar el lenguaje que sirvió como campo de batalla semántica durante los debates de medio siglo y acercarnos a los conservadores sin exagerar su importancia ni subestimarlos, ni incorporar sus obras en una historia de las letras mexicanas ya fundada en el triunfo posterior del liberalismo.

Ubicar y diagnosticar En la sección “Noticias sueltas” del número de La Sociedad que se publicó el 19 de febrero de 1858, aparece un apartado titulado “Quién dará posada á estos peregrinos?” (”Quién dará posada” 1858: 4). Los peregrinos hacen referencia aquí a los miembros liberales de la administración ambulante de Benito Juárez, aunque el peregrinaje en este caso no se debe a un viaje a un sitio sagrado, sino al desarraigo como consecuencia de la devoción al liberalismo y la ausencia completa de apoyo entre la población: no hay quien les dé amparo a los liberales trashumantes. El título también anuncia que el acto de resistencia liberal es en realidad un rito religioso fallido: el peregrinaje es un exilio interno sin fin que se realiza en un espacio en pugna. En la noticia, la insistencia en el desarraigo de los liberales se complementa con un intento de localizarlos concretamente en el tiempo y el espacio nacional. Se confirma, por ejemplo, que el gabinete de Juárez partió de la ciudad de Guanajuato en la noche del 12 de febrero con rumbo a Guadalajara (“Quién dará posada” 1858: 4). Así, la ubicación de los liberales en fuga y el momento preciso de su desplazamiento se registran en el archivo conservador. Al final del apartado se asoma el primer ejemplo, hasta donde haya sido posible rastrearlo, del tropo de la familia enferma: “Por Leon pasaron en una diligencia con cortinas corridas por parte interior. Los conductores aseguraban que iba en ella una familia enferma, y decian la verdad. ¡Jamás habia estado tan enferma la familia demagógica!” (“Quién dará posada” 1858: 4). Esta primera manifestación del tropo de la familia enferma en La Sociedad no será la última: iba a gozar

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de una presencia tenaz en las páginas del diario; era extraño que no apareciera una referencia a la familia enferma entre 1858 y 1860. Las copiosas referencias a los liberales en fuga subrayan la doble labor de crear un mapa imaginario en el cual se pudiera trazar su trayectoria y a la vez diagnosticar los síntomas del liberalismo como enfermedad. La organización de los caóticos eventos históricos correspondientes a los años más complejos de la Guerra de Reforma funciona, entonces, para ubicar a los liberales que huían y descalificar el liberalismo al posicionarlo en el mismo campo semántico que la enfermedad. En primer lugar, notamos que el origen de la idea de que en la diligencia iba una familia enferma es una mentira. Con el fin de ahuyentar a los que se dejaban ganar por la curiosidad y así guardar el anonimato de Juárez y sus seguidores, el conductor de la diligencia activa el miedo colectivo sobre las enfermedades que asolaron el país en el siglo xix. Efectivamente, en 1833 hubo una epidemia de cólera en México y la enfermedad volvió a aparecer en 1849, 1850, 1851, 1853 y 1854, años que apenas preceden la aparición de la diligencia negra en la prensa conservadora (Oliver Sánchez 2014: 10). El cólera, igual que el liberalismo, llegó desde el extranjero y de igual importancia es que los conflictos bélicos en México, como la Guerra de Reforma, ponían en circulación cuerpos y objetos que contribuían a la propagación de la enfermedad (Oliver Sánchez 2014: 15). De esa forma, el tropo de la familia enferma establece una relación entre la llegada de la enfermedad, la nueva ideología liberal y el miedo al contagio. A pesar de que el cólera no fuera la única enfermedad que acosó a la joven república (el tifo, la fiebre amarilla y la viruela, entre otras, también afectaron a la población), sus brotes son importantes por su relación con la crítica al liberalismo realizada por los escritores conservadores. Como observa Donald Stevens sobre 1833, “la coincidencia de la llegada del cólera con el gobierno de Gómez Farías dio a los clérigos la oportunidad de explotar los sentimientos de culpabilidad y miedo del pueblo” (1999: 88-89). Del mismo modo, en algunos sectores del conservadurismo se aprovechó la simultaneidad de la aparición de una enfermedad que corrompía el cuerpo con la de una ideología que, según los conservadores, afectaba la psicología del mexicano. La campaña antiliberal que combinaba la enfermedad real

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con una enfermedad (liberal) imaginada a veces precedía la llegada de esta última a México. Como explica Michael P. Costeloe sobre la década de 1830, los conservadores aprovecharon la difusión de la noticia de la enfermedad que estaba por llegar para infundir el temor al liberalismo en los sectores populares: Durante los meses anteriores había ido aumentando el temor de que llegase a México una epidemia de cólera que, a la sazón, se extendía por varias partes del mundo, y, en abril, parecía inevitable que así fuese. El clero y los folletistas aliados con él empezaron a usar esta amenaza de plaga para hacer a los liberales objeto del odio popular, afirmando que se trataba de un signo de la ira divina por los proyectos de reforma del clero. De hecho, a las pocas semanas llegó la enfermedad y se extendió rápidamente por la mayor parte de los Estados, matando a más de 10 000 personas en la capital y a muchas más en otros lugares. (1975: 384)

Si el momento histórico se caracteriza por eventos que dividen a la población (las guerras internas, el fratricidio y las invasiones extranjeras), la lucha en contra de la enfermedad es algo que preocupa tanto a liberales como a conservadores y, por lo mismo, crea un campo semántico común. También crea una relación curiosa entre los dos grupos: al utilizar los liberales en 1858 el miedo a la enfermedad para ahuyentar a los que se quieren acercar a la diligencia, conjuran, seguramente sin querer, el miedo que cultivaban los sacerdotes conservadores al liberalismo desde antes de que se materializara el cólera en el espacio nacional. Sin embargo, la mentira liberal que invoca el miedo colectivo a la enfermedad real es apropiada en La Sociedad para aseverar que los pasajeros de la diligencia están efectivamente enfermos, solo que la enfermedad que padecen no es el cólera, sino el liberalismo: “¡Jamás habia estado tan enferma la familia demagógica!” (“Quién dará posada” 1858: 4). Entonces vemos que el lenguaje figurativo es inseparable de la articulación de los eventos históricos y que tanto los liberales como los conservadores acceden al vocabulario relacionado con la enfermedad para promover su ideología, solo que en contextos diferentes.

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Por cuestión de espacio es imposible presentar un análisis de los múltiples ejemplos de la doble labor por parte de los conservadores de identificar y diagnosticar los males de la sociedad. Sin embargo, vale mencionar algunos de los que más destacan. En el periódico La Sociedad, en una noticia suelta titulada “La ‘familia enferma’”, se comunica que “[s]e asegura que Juarez y sus ministros han salido ya de Veracruz con direccion al puerto de Matamoros” (”La familia” 1858: 3) y en la siguiente página, bajo el título “Departamento de Veracruz”, se vincula el lugar con la posibilidad de contagio: “Efectivamente, el presidente constitucional, empeñado en transmitir el pus democrático que corre por sus venas, ha dado vuelta por la vía de Panamá” (”Departamento” 1858: 4; énfasis mío). Más de un año después, se publica en el mismo periódico un apartado dedicado a Robert McLane, representante de los Estados Unidos enviado a México para negociar un tratado con el Gobierno liberal que cedería secciones del territorio nacional a cambio de ayuda en el conflicto contra los conservadores. Primero, la noticia ubica tanto a la familia enferma como a MacLane en el puerto de Veracruz. Segundo, el autor subraya la relación entre el puerto y la enfermedad. Finalmente, se presenta la razón por la cual se retira MacLane de México y se suspenden las negociaciones: “El Exmo. Sr. presidente de los Estados-Unidos se ha servido permitirme el que me ausente por corto tiempo, de esta plaza para restablecer mi salud” (“La retirada” 1859: 2). Tres días después, se publica “El decreto de Vidaurri”, que detalla el conflicto interno entre los liberales José Santiago Vidaurri Valdez (1809-1867) y José Santos Degollado Sánchez (1811-1861): “En cuanto á las verdaderas intenciones de Vidaurri y las causas que tuvo para retirar su apoyo á la familia enferma, las cartas de Monterey y lo que digan los periódicos liberales con motivo del decreto de Degollado, podrán darnos alguna luz dentro de pocos dias” (”El decreto” 1859: 3). En cada uno de estos ejemplos se relaciona el espacio con la enfermedad, y de esa relación se asoman los síntomas del liberalismo como enfermedad: la incorporación de sus postulados en los tejidos corporales (“el pus democrático”), la traición (entrar en negociaciones con los Estados Unidos resulta en la propagación de la enfermedad y obliga a MacLane a retirarse de México) y la división interna que

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es consecuencia de la falta de una política contundente (Vidaurri y Santos Degollado). La familia enferma en la prensa conservadora no presenta síntomas contradictorios. No es, por un lado, una presencia positiva y, por otro, negativa. No obstante, la familia enferma está sometida en todo momento a lo que Erin Graff Zivin llama “la mirada que diagnostica” (the diagnostic gaze), la mirada que intenta calificar los síntomas y situar el comportamiento en un campo semántico que apunte a la patología (literal o simbólica) (2008: 30). La mirada que diagnostica reconoce el puente entre el deseo y el miedo, también características de los monstruos que estudia Juan Pablo Dabove. El deseo radica en la necesidad de saber, de conocer el paradero de los liberales en fuga; el miedo se encuentra, además, en la posibilidad de contaminación. Lo que no queda claro es si los conservadores, al “detectar, diagnosticar —es decir, reconocer patologías—, clasificar y suprimir”, identifican a los liberales como sujetos degenerados que se deben eliminar para proteger a la nación o si sugieren “los límites de la enfermedad” y la posible “rehabilitación de los recuperables” (Molloy 1996: 172-173). Propongo que los conservadores contestan estas preguntas en La quinta modelo, la novela corta que se analiza más adelante. El ciclo en el cual se usa el tropo en La Sociedad se cierra el 6 de septiembre de 1864, cuando el periódico dedica una gran parte de su primera página a un artículo titulado “Nueva fuga de la corte juarista”. En este se explica, primero, la historia de las fugas liberales y el momento fundacional, cuando se hacen pasar por una familia enferma. Después se documenta la nueva fuga en diligencia negra, ahora durante la intervención francesa. De esa forma, al cerrarse el ciclo de la familia enferma en La Sociedad, se abre otro en el que se propaga el tropo en otras publicaciones de los siglos xix y xx. Hubo ejemplos de literatura popular como el panfleto titulado “Preces y letanía de la familia enferma” (1861), de un autor anónimo, que reproduce la oralidad de los devotos en una oración que nombra a los miembros de la familia enferma y registra sus delitos. La familia enferma (1860), de Ignacio Aguilar y Marocho, forma parte del género de los calendarios. Alejandro Villaseñor y Villaseñor publicó Estudios históricos (1897) con la finalidad de caracterizar a Juárez como traidor a la patria. Entre

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los términos despectivos que empleó para los liberales aparece la familia enferma, con el cual subrayó la inestabilidad política y lo errante de la diligencia negra por el espacio nacional (1897: 72-3). Ya muy entrado el siglo xx, aparece la familia enferma en las Obras completas de Alfonso Reyes (1957, 1959) y en Juárez Marxista. 1848-1872 (1984), de Salvador Abascal.4 Curiosamente, los liberales también invocan la diligencia en huida en un intento de reactivar cierta nostalgia. Por ejemplo, el poeta y cronista liberal Guillermo Prieto empieza su Viajes a los Estados Unidos con la reconstrucción de una visita previa al país norteamericano: “Entonces (1858), mal feridos y desgobernados en nuestros rocines y llevando a cuestas el retumbante título de La Familia Enferma, llegamos al Manzanillo, Juárez, Ocampo, León Guzmán…” (1993: 19). La persistente aparición de la familia enferma en textos de corte tanto conservador como liberal apunta al prolongado juego entre la documentación de la historia y la especulación figurativa. En el campo semántico, la familia y la enfermedad despertaban aspectos de los debates ideológicos que unían y desunían a los políticos. No obstante, el imaginario que se asociaba con la familia y la enfermedad no se inauguró con el nacimiento de la familia enferma como tropo. Podemos rastrear la preocupación por la capacidad de la familia de unir y de la enfermedad de separar aún antes de la primera huida en diligencia de Juárez.

La familia: núcleo hogareño y nación en miniatura Si durante esta época de inestabilidad la enfermedad unía a liberales y conservadores en el reconocimiento de la posibilidad de contaminación, en el pensamiento conservador la metáfora de la familia emergió como una estrategia retórica que podía retar algunos de los postulados del liberalismo e infundir una noción de estabilidad. Como

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Ver Salvador Abascal (1984: 227-237), Alfonso Reyes (1957: 278-279) y (1959: 128).

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explica Brian Connaughton, la metáfora de la familia enfrentó la vida privada y familiar con el individualismo liberal (1996: 472). Señalar a la familia como vehículo para la reintegración durante las guerras intestinas y las invasiones extranjeras sirvió como una alternativa metafórica a los quiebros sociales provocados por los enfrentamientos bélicos y abrió un espacio para la reconciliación. Si pensamos la sociedad mexicana de 1857 a 1867 como un cuerpo que agoniza, la familia presenta la posibilidad de “restañar las heridas de su frágil tejido social y dar seguimiento a las halagüeñas promesas de la Independencia en términos de libertad, felicidad y prosperidad” (Connaughton 1996: 471). Connaughton señala el carácter amplio de la metáfora de la familia al analizarla desde la perspectiva del cuerpo místico (el corpus mysticum) que es la sociedad: “This mystical body, incarnate in the Eucharist, present in the metaphorical family of society, and depicted organically as each religiously contributing his share to the whole of society, offered a sweeping vision of Mexico’s place in history” (1999: 460). El papel unificador de la metáfora de la familia proveía de un lenguaje en común para todos los escritores que se esforzaban por definir a la joven sociedad; la familia como metáfora y la sociedad como cuerpo ayudaban a crear un espacio perteneciente a todos y apuntaban a una identidad y un porvenir en común (1999: 460). Al igual que La Sociedad, el periódico La Cruz sirvió como foro para algunos de los escritores menos estudiados del siglo xix mexicano y fue plataforma para la construcción del pensamiento conservador.5 Edward Wright-Rios explica que los dos periódicos funcionaban juntos para articular las ansiedades conservadoras de la década de 1850: “Edited and printed virtually side by side, these publications represent two faces of the same movement: La Cruz served as the ideological forum and La Sociedad functioned as the discursive combat arm” (2014: 76). En las páginas de La Cruz encontramos una mezcla de crítica a la modernidad liberal que descartaba algunos de los sistemas establecidos durante la colonia y reflexiones modernas sobre la función de

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Para una lista completa de los periódicos conservadores, ver Pani (2005b).

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la ciencia política,6 además de obras literarias que representaban un futuro conservador de la nación. La familia, como lo explica Con­ naughton, aparece con frecuencia en La Cruz como tropo que organiza la crítica, el pensamiento político y la representación literaria. Aquí examino la construcción de la familia conservadora en la sección de La Cruz titulada “Controversia” como punto de partida para el análisis de la novela corta La quinta modelo, de José María Roa Bárcena, que se publicó por entregas en ese periódico en 1857.7 “Controversia” estaba dedicada a la exploración de los debates más apremiantes del momento y siempre llevaba un subtítulo que precisaba la polémica que el autor exploraba; como “Cuestiones sociales y religiosas”, “La esclavitud y el liberalismo” y “Sobre la historia eclesiástica de México”, por solo mencionar algunos ejemplos. En las entregas de “Controversia” que se publicaron el 18 y el 25 de febrero de 1858, José Joaquín Pesado explica los componentes imprescindibles del cuerpo de la sociedad conservadora y alude a cómo mantenerlo sano. Para él, “[l]a sociedad es un cuerpo” (1858b: 33) que, como el cuerpo humano, “se compone de diversos miembros, que si bien son desiguales entre sí, concurren todos á formar un todo armonioso y completo” (1858b: 36). Además, explica que esta configuración se opone directamente a la interpretación liberal de la sociedad que somete a la familia a “el despotismo de la multitud” y así destroza el conjunto familiar (1858b: 37). Asimismo, la noción de la sociedad como cuerpo y la metáfora de la sociedad como familia son inseparables en su conceptualización, ya que mantener la salud corporal implica mantener intacto el conjunto familiar, un modelo que se extiende a toda la nación: “En efecto, una nacion, por grande que sea, no es mas que una gran familia, que observa en escala mayor las

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Para un estudio detallado sobre la crítica conservadora a la modernidad liberal en La Cruz, ver Rosaura Hernández Monroy (2001); para un análisis exhaustivo de la exposición de la ciencia política en el contexto del conservadurismo que patrocinaba La Cruz, ver Íñigo Fernández Fernández (2019). Para más información sobre Roa Bárcena y su estilo de conservadurismo, La Cruz como bastión de los periódicos conservadores y un resumen de los estudios literarios de La quinta modelo, ver Sergio Gutiérrez Negrón (2016).

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proporciones y reglas que la familia guarda en pequeño” (1858b: 3738). Por lo tanto, cada familia es una sociedad en miniatura y la receta para su salud es, por un lado, la existencia y la integración familiar y, por otro, un individuo sano: “Así pues, para alcanzar la felicidad en este mundo es necesario al individuo un cuerpo perfecto, sano y vigoroso” (Pesado 1858a: 5). Finalmente, Pesado usa una serie de metáforas para hablar de la sociedad entregada al liberalismo basándose en una gradación espacial que comienza a nivel nacional, pasa por el hogar y termina en un espacio dedicado a los pacientes con trastornos mentales: “Una nación en anarquía, es una casa en desórden, y una república entregada al vértigo de teorías irrealizables, es un hospital de dementes” (1858b: 38). La progresión conceptual que realiza el liberalismo —del cuerpo individual a la familia, de la familia a la nación y de la nación al hospital de dementes—, lo revela como enfermedad corporal y psicológica que amenaza con contaminar a toda la familia (y a todas las familias) y, por extensión, a la república entera. En los ensayos políticos de Pesado, sobresalen las características favorables de una familia conservadora. Ofrece, por ejemplo, la siguiente definición: “Nosotros la tomamos en su significación más precisa, en la de las personas que viven bajo la autoridad de un padre, encargado de su dirección y subsistencia” (Pesado 1857: 337). En una división tal vez típica para el momento histórico, las responsabilidades hogareñas se dividen según el género, con el padre como cabeza de familia. Fundamental también para la familia conservadora es la religión, que supera a la política como eje orientador, según Pesado, y organiza las diferentes relaciones que unen a sus miembros (1857: 337-338). Finalmente, la familia conservadora tiene como objetivo amparar al necesitado: “Es de notar que el objeto exclusivo de la familia es poner al débil bajo la protección del fuerte, y del que cuenta con recursos para remediar las necesidades de los que dependen de él. ¿Cuál sería la suerte de la mujer, si el marido no le ministrase cuanto necesita? ¿cuál la del niño? ¿cuál la del anciano y del enfermo?” (1857: 337-338). Si la familia conservadora debe tener al padre al mando, cuya función básica es la de proteger, ¿cómo sería la familia liberal? En la familia liberal la ausencia del padre es un constante peligro, dado que no reconoce los lazos matrimoniales como vínculo eterno (1857:

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338) y los hijos nacen como nómadas culturales, distanciados ya de la tradición familiar: “Los hijos son en este sistema, estéril en sentimientos, unos ramos desprendidos del tronco principal, unos vástagos estraños á la raiz que les dió nacimiento. Divagados desde sus primeros dias […]” (1857: 339). Tomando en cuenta el énfasis que Pesado le da al tropo de la familia en sus ensayos políticos, resulta clave leer La quinta modelo de Roa Bárcena no solo como una parodia del liberalismo, sino como una advertencia de los efectos desintegradores del liberalismo sobre las familias. A través de la prognosis de un padre de familia que padece del liberalismo, el autor subraya el peligro de la desintegración familiar y la amenaza de contagio nacional. Partiendo de la separación rígida entre la familia conservadora y la liberal que expuso Pesado, divido mi análisis de La quinta modelo en dos partes: el desarrollo de la enfermedad de Gaspar y la desintegración familiar como consecuencia de la enfermedad liberal. Mi intención es enfatizar que la crítica conservadora del liberalismo como enfermedad culmina con una reelaboración de los conceptos tradicionales de la familia. Según mi estudio de la novela, para progresar a través de los escombros del liberalismo, era necesario considerar alternativas al modelo rígido de la familia conservadora que presentó Pesado. De esa manera, la familia enferma en la novela revela un conservadurismo en proceso, o la encrucijada de diferentes corrientes del conservadurismo. La quinta modelo es la historia de Gaspar Rodríguez, un liberal exiliado en los EE. UU. que regresa a México. Al reencontrarse con sus compañeros liberales, inicia una carrera política en la Ciudad de México para después regresar a su finca, y a su familia, donde decide crear una comunidad utópica basada en su interpretación de los principios liberales. La novela refleja el argumento conservador de que el liberalismo consiste en ideas extranjeras que son incompatibles con la realidad mexicana. Por lo mismo, el proyecto de Gaspar comienza con una serie de torpezas y culmina en un desenlace trágico. Primero, fragmenta la familia al mandar a su hijo Enrique a estudiar en un colegio francófono donde solo aprende a hablar francés (una lengua inferior al inglés, según Gaspar) y a equivocarse en la geografía, la historia y la física. Luego Gaspar suspende el trabajo obligatorio en la finca y

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establece una ética laboral que depende de la voluntad de contribuir. Despide al administrador, quien había mantenido la finca en condiciones lucrativas durante su ausencia, y expulsa al cura, representante del orden católico y el fundamento moral. Libres de la amenaza del castigo por su absentismo laboral y de la culpabilidad religiosa, los trabajadores optan por una vida ociosa y viciosa, dejando de trabajar “ya no sólo en las labores de la hacienda, sino aun en las de sus propios terrenos” (Roa Bárcena 2000: 163). Sin ingresos, sin brújula moral y sin administrador que los castigara por su pereza, saquean la casa de la familia Rodríguez buscando sustento (2000: 164). El fracaso del proyecto de Gaspar se consuma cuando un compañero liberal, Márquez, asesina a su hijo Enrique durante una noche de copas y naipes, eliminando al heredero y desperdiciando la educación liberal en la que Gaspar había depositado tanta esperanza. La carrera política de Gaspar supone una ruptura familiar caracterizada por la ausencia física del padre de familia. No obstante, también abandona a la familia debido a su paulatina degeneración física y mental; es decir, el liberalismo como enfermedad provoca que también esté ausente en presencia. Son las ideas liberales, y no el cólera, por ejemplo, las que primero corrompen el cuerpo de Gaspar y después le trastornan la mente. Curiosamente, es el protagonista quien primero comenta la relación entre lo fisiológico y los problemas sociales cuando visita a Enrique en el colegio francés, expresando su disgusto con el pasado hispano y declarando la necesidad de buscar un nuevo modelo político-cultural en la tradición anglosajona y angloparlante. En este contexto, Gaspar relaciona, simbólicamente, la cultura con la sangre: “Nuestra sociedad enfermiza necesita transfusión de sangre, de religión, de idioma, y de costumbres públicas y privadas” (Roa Bárcena 2000: 128). Al decir que la sociedad es “enfermiza” y que el remedio más apremiante es la transfusión de sangre, Gaspar hace un diagnóstico ambiguo. Por un lado, identifica la sangre como posible fuente de la enfermedad social, dado que considera la trasfusión como el remedio más urgente, y, por otro, como posible vía de tratamiento de la enfermedad social. Cualquiera que sea la carga simbólica de la sangre, al declararla fuente o resolución del mal que aqueja la sociedad mexicana, Gaspar se distancia del argumento que informa la trama

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de la novela: que las ideas (liberales) suponen una enfermedad ideológica que contamina a México, la enfermedad que el mismo personaje padece. En otras palabras, Gaspar propone que primero hay que implementar un cambio fisiológico y orgánico para que entonces los beneficios circulen por la sociedad a través de la metafísica, la lengua y la cultura. En cambio, la novela sugiere que la enfermedad mexicana comienza con la introducción de las ideas extranjeras. La necesidad de cambiar primero la fisiología de la sociedad enfermiza (la sangre) nos sirve para señalar las diferencias entre la visión liberal y la conservadora respecto a su posible cura. El discurso de la decadencia y la degeneración social durante el fin de siglo en América Latina apuntaba tanto hacia lo cultural como hacia lo fisiológico. En el mismo acto de diagnosticar marcaba la necesidad de reconocer y categorizar las enfermedades sociales. Sobre todo, hizo falta señalar qué grupos y qué costumbres eran impedimentos biológicos a la introducción de las prácticas modernas y proponer posibles remedios (Aronna 1999: 14). Al determinar que el cuerpo era el origen del mal social, Gaspar (y, por extensión, todos los liberales, según la novela) parece identificarse con los discursos de la degeneración. Un simple cambio cultural no basta; Gaspar identifica los problemas de la sociedad mexicana como “enfermizos” y propone el cambio de la sangre como posible cura; así, se enfoca en lo fisiológico y no contempla el cambio ideológico como posible camino al fortalecimiento nacional. O, dicho de otro modo, al diagnosticar la enfermedad de la sociedad mexicana como un mal sanguíneo, Gaspar, víctima del liberalismo, pasa por alto su propio abatimiento psicológico. La novela se organiza alrededor del lento descenso de Gaspar a la enfermedad liberal. Por ejemplo, en las primeras páginas el narrador prefigura el futuro de la salud del protagonista al intentar nombrar su enfermedad: “Conviene hacer aquí una pausa y decir que la politicomanía no se había desarrollado aún en el carácter de Gaspar” (Roa Bárcena 2000: 107). El narrador anticipa los síntomas de la ideología liberal en el comportamiento, pero más adelante la obsesión con la política no solo afecta a este, sino que ocupa la mirada a la vez que altera el raciocinio: “De algunos días atrás el administrador notaba cierto extravío en los ojos de Gaspar y una marcadísima incoherencia

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en sus ideas” (2000: 153). La mirada alterada de Gaspar marca un intento por parte de Roa Bárcena de visualizar la insensatez liberal y así precede a las escuelas de criminología que tenían como finalidad mostrar el comportamiento obsesivo como síntoma de locura (Trigo 2000: 90-94). No obstante, y como el cura observa más adelante, el trastorno mental identificado en los ojos no requiere de un remedio inmediato, no hace falta aislar al paciente por miedo al contagio ni tampoco supone una amenaza apremiante para la sociedad: “El cerebro de Gaspar se hallaba fuertemente afectado por la manía política, y que tal afección no era, en apariencia, bastante grave para encerrarle y ponerle en juicio, salvando sus propios intereses y conjurando así el funesto porvenir que física y moralmente hablando amenazaba a la esposa y a la hija” (Roa Bárcena 2000: 161). Dado que el cura no ve la necesidad de encerrar a Gaspar para evitar el contagio, se sugiere que la amenaza de expansión de la enfermedad se limita a la familia. Sin embargo, como ya nos enseñó Pesado, la amenaza a la familia supone una amenaza al eje organizador de toda la sociedad y, como se verá más adelante, la familia también representa el remedio más inmediato. La estrategia discursiva de presentar al liberalismo como enfermedad que se psicomatiza no se limita al caso de Gaspar. Por ejemplo, los síntomas de la educación franco-liberal también se manifiestan en el cuerpo de Enrique, hijo de Gaspar y heredero del legado liberal, que se hunde en la perdición en el colegio al dedicarse a la bebida y al juego. Su comportamiento se visualiza metafóricamente en el cuerpo del estudiante mediante “úlceras sociales”, el cuerpo corrompido por la ideología extranjera. Además, el narrador usa el lenguaje de la contaminación para explicar la relación entre la educación liberal y la degeneración física: “Pero si este lector se toma el trabajo de examinar desapasionada y filosóficamente nuestras úlceras sociales, se convencerá de que la marca de vicio aparece con lamentable precocidad en la frente de los niños en quienes se juntan las malas inclinaciones de Enrique a la pésima educación que le dio su padre y a la corrupción que le contaminó en el colegio” (Roa Bárcena 2000: 138). La propagación de la enfermedad liberal en la novela da pie a otro reproche al liberalismo a través de la crítica de la medicina moderna que se orga-

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niza alrededor de dos procesos médicos decimonónicos: la práctica de sangrar a los pacientes y la frenología. Cuando el Monsieur Dionisio, el profesor encargado del colegio francés, se entera de la muerte violenta de Enrique, dice que su fin trágico se podía explicar según las teorías de Franz Josef Gall (1758-1828), el fundador de la frenología. Recordando a Gall, Dionisio declara que “las protuberancias del cráneo de Enrique” lo habían marcado para semejante fin (Roa Bárcena 2000: 197-198). La hipótesis del profesor —que la frenología pudiera explicar el comportamiento de Enrique— subraya la incapacidad de los mismos liberales para ver y diagnosticar la enfermedad que todos padecían. Ante esta falta, el narrador de la novela se posiciona como autoridad y enumera una serie de síntomas de la enfermedad liberal: la falta de moral, la anarquía, la imposición de la democracia, la denigración de la religión y la incapacidad de reconocer el fracaso, entre otros. Entre los síntomas aparece una referencia curiosa que compara a los liberales, “los reformistas políticos”, con la torpeza de los médicos que rechazan la medicina moderna: “La crítica de los médicos tan hábilmente escrita por Lesage, puede aplicarse sin variación alguna a los reformistas políticos” (Roa Bárcena 2000: 166). Alain René Lesage (1668-1747) fue el autor de la novela picaresca Historia de Gil Blas de Santillana, en la cual el protagonista homónimo conoce al doctor Sangredo, un verdadero matasanos. Primero, el doctor Sangredo sangra a sus pacientes para curarlos, una práctica médica obsoleta. Después, muestra cierta reticencia a utilizar los remedios vanguardistas, además de una ignorancia completa sobre el cuerpo humano (Lesage 1840: 104-105). Aparte de la obvia parodia del doctor que rehúsa estudiar con seriedad los avances médicos, podemos establecer un paralelo con Gaspar, quien identificó, como se ha visto, la trasfusión como posible tratamiento de la enfermedad social. Al igual que el doctor Sangredo, es incapaz de diagnosticar una enfermedad con certeza, la enfermedad ideológica, y propone como remedio una práctica inútil. Así son los conservadores, que practican una especie de medicina moderna o, inclusive, representan una disciplina médica mejor que la medicina moderna: son capaces de relacionar los síntomas de la sociedad enfermiza con la ideología.

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Si La quinta modelo articula una crítica del liberalismo como enfermedad para señalar los caminos equivocados hacia la modernidad, también debemos considerar los caminos hacia el futuro que la novela abre. La muerte de Enrique, el hijo de Gaspar, fulminó a su padre y no solo marcó el fracaso contundente del proyecto utópico en la finca, sino que también colocó el último peldaño en el descenso de Gaspar hacia el delirio mental y el agotamiento físico. No obstante, en la época de las guerras fratricidas y la ruptura política, el asesino de Enrique es otro liberal, no un enemigo político. De la misma forma, el autor de la novela no elimina a Gaspar, el liberal empedernido, sino que lo deja vivir como un monumento al liberalismo enfermizo. Hacia el final de la novela, el protagonista es descrito como “hecho un viejo, y los cabellos blancos no imprimían a su rostro el sello de bondad y dulzura que caracterizaba, por lo común, la fisonomía de los ancianos” (Roa Bárcena 2000: 193), un estado físico que contrasta con su estado mental, caracterizado por la intermitencia entre la lucidez y la ausencia de razón. Por ejemplo, en un momento lúcido, Gaspar lee unas cartas que sus compañeros liberales le han mandado durante su convalecencia. Al enterarse de los nuevos proyectos liberales, “sintió que se le democratizaba la sangre”, una descripción que vincula nuevamente la política con el cuerpo (2000: 197). Pero, a pesar de esta mejoría momentánea, al recordar el asesinato de su hijo, sufre una recaída, quizá permanente: “De nuevo la estupidez pintada en su rostro, y tal vez para siempre” (2000: 198). Es notable que el liberalismo no es una enfermedad fatal para el padre de familia; es decir, el autor no propone la eliminación violenta del liberal empedernido, ya que, al parecer, para los conservadores mexicanos las ideas son el problema (o la enfermedad) y asesinar a los liberales no eliminaría las ideas. En lugar de la eliminación física del liberal, aparece la inevitable ruta hacia la locura y la degeneración física como advertencias a futuras transgresiones. Con Gaspar sentado en su cama, un gesto tonto en la cara “tal vez para siempre”, el padre de familia se concreta como un monumento al fracaso del liberalismo, pero un monumento vivo. Igualmente notable es que, durante la convalecencia de Gaspar, se recalcan las cualidades admirables de su esposa e hija, Octaviana y Amelia. Solo las mujeres de la familia resisten la contaminación liberal

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y quedan al mando de la reconstrucción de la finca, aunque lo hacen consultando con el cura y el administrador. Pero, si nos concentramos en la familia como unidad fundamental de sobrevivencia de la tradición y, por extensión, de México, identificamos una plasticidad respecto a la idea de tradición y de familia que contradice la noción de esta última que promovió Pesado. La familia que, primero, se desintegra como resultado del proyecto utópico de Gaspar y, después, se recompone a base del liderazgo de las mujeres de la familia forma la columna vertebral de la crítica conservadora al liberalismo.8 El abandono de la familia por parte de Gaspar niega su definición como grupo de personas que vive bajo la autoridad de un padre. Octaviana, la esposa, llena el vacío que resulta de la ausencia (en presencia) del padre (Roa Bárcena 2000: 107). La mujer figura como sustituto del cabeza de familia y se ocupa del futuro al encargarse de los hijos. Si el olvido como manifestación de la fiebre liberal le pasa factura a Gaspar, “[t]erminadas sus tareas legislativas y disponiéndose a volver al lugar de su antigua residencia, Gaspar se acordó de que era padre”, la memoria de la madre no falla (2000: 127). En este caso, el hijo olvidado marca la separación familiar que exige el liberalismo. Cuando Gaspar regresa a la finca después de desempeñar su papel de diputado en la capital, es a petición de su compañero liberal que decide mandar a su hijo a estudiar en el colegio francés: “Márquez le había hecho ya algunas observaciones acerca de lo conveniente que sería separar a Enrique de la madre. Gaspar se avino a ello, y cierta mañana, aquel muchacho desaplicado y de malas inclinaciones, dejó el hogar doméstico y con él las influencias únicas que pudieran haberle traído a buen sendero” (2000: 113). De esa forma, la madre que sustituye al padre ausente, la única persona que puede ejercer una influencia positiva en Enrique, desaparece del proceso de formación del primer varón, asegurando, según el autor, su perdición.

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Erika Pani ha notado el papel fundamental de la mujer en la educación, la moral y la defensa del catolicismo en las publicaciones conservadoras. Ver Pani (1996: 75-77). Octaviana encaja perfectamente bien como la mujer católica fuerte que describe Pani. No obstante, mi acercamiento atribuye su fortaleza a su resistencia a la enfermedad liberal tal y como esta se representa en la novela.

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El análisis de La quinta modelo yuxtapuesto con la lectura de los ensayos sobre la familia y la sociedad mexicanas que se publicaron en La Cruz revela un conservadurismo en proceso. Los colaboradores de la revista (Pesado y Roa Bárcena) establecen, repiensan y cuestionan los postulados del conservadurismo en términos del futuro y la modernidad. Por ejemplo, al sugerirse como expertos en la diagnosis de una enfermedad nueva (el liberalismo), los conservadores se posicionan como partidarios de una modernidad que vaya más allá de una simple definición de la relación entre cuerpo e ideas. Además, poner a la mujer como cabeza de familia supone la rearticulación de la organización tradicional de la sociedad en un momento histórico en el que los discursos tanto del liberalismo como del conservadurismo se consolidaban. Abrir el archivo conservador, volver al espacio donde apareció La quinta modelo por primera vez en las páginas de La Cruz y vivir en carne propia el intento en La Sociedad de rastrear la diligencia negra en fuga por el espacio nacional revela el engranaje de la máquina conservadora que funcionaba para contrarrestar la mitificación del liberalismo que se produjo durante las últimas décadas de siglo xix y durante todo el siglo xx.

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El proyecto pedagógico de Manuel Benito Aguirre en Los niños pintados por ellos mismos (1841): un ejemplo de articulación de liberalismo y valores neocatólicos conservadores Dorde Cuvardic García Universidad de Costa Rica

El mercado editorial pedagógico toma auge con la promoción de la alfabetización y la escolarización a partir de la muerte de Fernando VII. Con la proclamación de Isabel II se inicia una época de dominio liberal moderado y progresista en la esfera política española. En estas coordenadas históricas, este régimen rompió con la etapa de estancamiento o regresión de la escolarización del primer tercio del siglo xix;

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en particular, se incrementó en ocho mil veinticuatro el número de escuelas entre 1830-1831 y 1855 (de las doce mil setecientas diecinueve existentes en la primera fecha) y se elevó la tasa de escolarización de los niños de entre seis y trece años del 24,7 % al 40,6 % durante el mismo periodo (Viñao 1998: 544). Asimismo, y correlativamente a esta mayor escolarización, se produce un auge en la producción (impresión, edición, traducción) y distribución de libros educativos;1 en particular, se inicia, a partir de 1840, un aumento en las publicaciones periódicas, de uso familiar o escolar, dirigidas a niños adolescentes (Viñao 1998: 550). Entre los textos educativos traducidos se encuentra la colección de relatos moralizantes Los niños pintados por ellos mismos (1841). Recordemos que la literatura cuenta con una alta utilidad pedagógica (Briggs 2017), y este es el caso de la adaptación española de Benito Aguirre que analizaremos. Diversos textos pedagógicos de esta época, aunque fueron promovidos por gobiernos liberales, se articularon con una sensibilidad conservadora, en particular una religiosa. Gran parte de estos textos forman parte de lo que Íñigo Sánchez Llama (2000) denomina el “canon isabelino”, una literatura institucionalmente legitimada por el Estado durante el reinado de Isabel II de España, de carácter neocatólico, que se aleja de la definición kantiana del arte y del placer estético desinteresado. Asimismo, Dereck Flitter, en su Teoría y crítica del Romanticismo español (2015), ha demostrado el carácter predominantemente conservador, católico e historicista (medievalista) del Romanticismo español, consecuencia directa de las ideologías políticas imperantes en la España de la época. Considero que en este canon isabelino hay que situar la pedagogía dirigida a los niños. Íñigo Sánchez Llama muestra que, si bien en la mayor parte de los diccionarios del siglo xix el concepto de neocatolicismo se asocia a posiciones ultramontanas y realistas, en el Diccionario de la lengua española (1897) se la define como aquella doctrina que tiene el propósito de conciliar las ideas liberales con el catolicismo

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Su producción se divide entre textos educativos y textos de ficción literaria, aunque estos últimos también tuvieron, parcialmente, una función pedagógica.

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(Sánchez Llama 2000: 81). Si adoptamos esta definición como concepto operativo, se puede aplicar retroactivamente a la mencionada literatura. Aunque los textos pedagógicos de esta época dirigidos a los niños no representan un caso de partidismo conservador, participan, sin embargo, de una sensibilidad conservadora. Si bien son promovidos y comercializados en una España cuyos gobiernos son liberales moderados y progresistas, el ambiente cultural del país durante el reinado de Isabel II se caracteriza por una moral conservadora que es ampliamente difundida en los textos educativos de la época. Creo que podemos entender esta aparente contradicción a partir de una autonomía parcial de los campos político y pedagógico, ya que manejan sus propias articulaciones ideológicas. En el auge del mercado editorial pedagógico durante la década de 1840 tuvo un papel relativamente importante Manuel Benito Aguirre, quien fue vicedirector de la Academia de Instrucción Primaria y, asimismo, funcionario de la Secretaría de la Dirección General de Estudios, durante la Regencia de Espartero (1840-1843). En el ámbito pedagógico, Aguirre es autor del Catecismo político de los niños (1839), un ejemplo de popularización de las leyes básicas del gobierno nacional para la formación ciudadana de la niñez; del Bosquejo histórico filosófico del Estado de la Instrucción Primaria en España (1841), una de las primeras obras de historiografía de la educación española, y de El mentor de la infancia o el amigo de los niños (1842), compendio de cuentos, poemas narrativos y reflexiones morales para la educación moral de la infancia. También publicó novelas como La mujer sensible (1831), de estética romántica, que sigue la enunciación de la autobiografía ficticia.2 Analizaremos en el presente artículo, específicamente, la pedagogía que rige el trabajo infantil articulado en la colección Los niños pintados por ellos mismos (1841).

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Esta novela ha recibido poca atención crítica y hasta ahora solo la hemos visto analizada por Juan Ignacio Ferreras (1973) en Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830).

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Pedagogía y trabajo infantil en Los niños pintados por ellos mismos El problema social del trabajo infantil en el siglo xix industrializado es suficientemente conocido. La denuncia de las condiciones laborales de la niñez es una finalidad explícita en intelectuales y escritores de ficción de la época.3 Pero, frente a este tipo de literatura de denuncia, existe otra que favorece —mediante relatos ejemplarizantes— la inserción del niño en el sistema de las relaciones laborales desde el esquema contractual aprendiz-maestro, en el marco de la enseñanza de un oficio. Es el caso de la colección Los niños pintados por ellos mismos (1841). Sus cuentos ejemplarizantes cumplieron la función de inculcar en los niños el amor por el trabajo y el respeto hacia los padres y los maestros. Los niños pintados por ellos mismos es una colección adaptada por Manuel Benito Aguirre a partir del texto original francés, Les enfants peints par eux-mêmes (1840), de Alexandre de Saillet, quien, además de escribir un par de fisiologías durante la moda efímera que vivió este último género, dedicó la mayor parte de su producción a la literatura pedagógica infantil.4 Si pensamos que Aguirre tuvo el puesto de vicedirector de la Academia de Instrucción Primaria, podemos pensar en las claras intenciones pragmáticas —educativo-moralizantes— que tuvo al traducir y modificar la obra original del francés.

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Por ejemplo, la venta de fósforos es una de las tantas actividades del mercado laboral marginal urbano que acaparó la atención de las organizaciones caritativas de la época, interesadas por obtener la atención de la opinión pública hacia el problema del trabajo infantil. Otro oficio infantil fue el de deshollinador, muchas veces ocupado por muchachos que no habían terminado su etapa de crecimiento, ya que eran las únicas personas que podían desplazarse por los estrechos tabiques de las chimeneas. Véase, al respecto, Cuvardic García (2014). El propósito didáctico conservador de esta literatura se puede apreciar desde el mismo título de la colección francesa —Biblioteca Moral y Cristiana— en la que apareció el volumen dedicado a las niñas, en la segunda edición, procedente de Limoges.

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A la colección inicial de Saillet, le siguió otra dedicada a las niñas en 1841, que nunca fue traducida al español. Considero que, implícita en la decisión editorial de no traducir este volumen, se encuentra la ideología de género patriarcal decimonónica, que concede menor importancia a los productos culturales dirigidos a las mujeres. María Esther Pérez Salas hace una observación atinada sobre el frontispicio de Los niños pintados por ellos mismos, procedente del original francés y reutilizado —con ligeras variantes— en las refundiciones española y mexicana: aunque en él aparecen tanto niños como niñas, los artículos se dedican exclusivamente a los primeros (2005: 270).5 El volumen en francés dedicado a los niños tuvo un gran éxito, hacia el 21 de julio de 1845 había vendido cuatro mil seiscientos ejemplares. Este éxito también se canalizó a través de las adaptaciones y reescrituras de la obra de Saillet, que comenzaron en la misma Francia. El 18 de junio de 1842, en el teatro Gymnase- Enfantin, se publicó una revista-vaudeville en un acto, escrita por M. M. de Berruyer y A. Guénée, según la obra original de Saillet, dirigida a los niños (no sabemos si llegó a representarse). En 1841 Benito Aguirre publicó la adaptación española. A su vez, en 1843 aparece en México una edición de la adaptación española realizada por Vicente García Torres, importante periodista liberal y fundador de El Monitor Republicano, cuyas modificaciones se circunscriben a la representación del contexto

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Al respecto se pueden comparar los dos frontispicios, el de la colección dedicada a los niños, por una parte, y a las niñas, por otra, del original francés. Mientras en el primero el contexto es lúdico, en el segundo es más bucólico-contemplativo. Además, en el caso del frontispicio de la colección masculina, en particular, mientras los niños asumen un papel activo en el espacio público (dos niños juegan con un mono, otro niño grafitea el nombre de la colección en una pared), las niñas asumen un papel pasivo (una de ellas mira a la pareja de niños que juega con un mono) o subordinado (una niña sostiene al niño que grafitea para que no se caiga del banco en el que se ha subido). El frontispicio de la colección femenina está dedicado, en cambio, a la lectura, hemos de suponer que de los textos formativos dedicados a las niñas. Este último frontispicio forma parte de aquella innumerable iconografía que muestra a la mujer burguesa y pequeñoburguesa como lectora, en ambiente íntimos, tanto interiores (salas, habitaciones) como exteriores (jardines, parques).

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mexicano, en el plano lingüístico y del relato (localismos, referencias geográficas) y de algunos de los tipos sociales ofrecidos,6 como también ocurrió en su momento con la edición española.7 Las modificaciones realizadas en los paratextos de la versión española, frente a la francesa, y de la mexicana nos indican las intenciones de sus editores. En la versión española, Manuel Benito Aguirre, como enunciador, expresa un enfoque pedagógico típico del liberalismo, ya que habla de “[la] necesidad de difundir la instrucción por todas las clases de la sociedad” (1841b: 5), y defiende la intervención del Estado en la enseñanza: extender la enseñanza primaria “es un deber imperioso del gobierno” (1841b: 5). El mexicano Vicente García Torres convierte el “Prólogo del editor” de la versión española en una “Advertencia preliminar”, añadiendo su propio prólogo, escuetamente titulado “El editor”, en el que explica el propósito de promover la educación en el contexto deficitario de la joven república americana, lo que marca su ideología liberal, promotora de la alfabetización y la escolarización. Confiesa que la educación de la infancia siempre ha sido uno de sus principales objetivos, y, al estar excluida de las polí-

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A nivel de formato, estas dos últimas versiones, la española y la mexicana, presentan diferencias: la primera está realizada a columna única y cuenta con doscientas catorce páginas; la mexicana, a doble columna y con ciento once páginas. La versión española cuenta con veintitrés artículos; la mexicana, con veinte. Precisa Pérez Salas (2005: 267) que desaparecen de la versión mexicana el cuento dedicado al monaguillo (posiblemente, la ideología liberal de Vicente García Torres le llevó a eliminar un tipo social del ámbito eclesiástico) y al galleguito (al no formar parte de la idea de nacionalidad mexicana). También desaparece en la versión mexicana el tamborcito (posiblemente por ser un tipo militar). Por su parte, “El repetidor”, es decir, el niño que ejerce de asistente sustituto del docente, se convierte en la colección mexicana en “El instructor” (en las escuelas de enseñanza mutua). La recontextualización no solo es toponímica, sino también histórica, social y económica. A veces se llega a la reasignación de una misma ilustración a distintos tipos sociales, como ocurre con el pequeño vendedor callejero “Le savoyard et le petit marchand des rues” en la versión francesa, que en la versión española se convierte en el fosforero. Con la excepción de los productos exhibidos, las dos imágenes son idénticas.

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ticas educativas oficiales, pretende realizar, con su publicación, una contribución privada. En todo caso, la ideología liberal, en cada país, puede impregnarse de valores conservadores. En este sentido, el concepto ideológico de articulación —que tanto éxito ha tenido en los estudios culturales contemporáneos— nos permite explicar, como es el caso que nos ocupa, la presencia de la promoción de valores religiosos en un texto educativo que explícitamente promueve la comprensión del niño como un futuro ciudadano que ha de insertarse plenamente en el sistema productivo del Estado-nación. En España, el contexto deficitario de libros de texto educativos dirigidos a los niños durante los primeros años de gobiernos liberales en la España del reinado de Isabel II conllevó la publicación de muchos proyectos editoriales, como los promovidos por Benito Aguirre. En el original francés, Saillet se ofrece en el espacio público como un sujeto altruista (en los cuentos de la colección, este mismo altruismo lo veremos en la figura del personaje del benefactor). Regalar el propio conocimiento desinteresadamente como un don es un recurso de atenuación ideológica de los intereses disciplinarios de toda ideología pedagógica. A partir de la versión española, Ana Peñas Ruiz (2012) radiografía el estatus de Los niños pintados por ellos mismos. Su interpretación es importante para perfilar la pedagogía en la colección. Peñas considera que, aunque emplea el sistema de distribución por entregas y la fórmula compositiva de las colecciones costumbristas, la obra más bien está supeditada a un exclusivo fin pedagógico y didáctico: la descripción interesada y circunstancial de las costumbres y la pintura de tipo solo están encaminada a hacer más atractiva la colección. Como consecuencia, Los niños es, ante todo, un curso de educación que incorpora temas de composición escolar (Peñas 2012: 93). De hecho, uno de los pocos artículos que ofrece, aunque sea parcialmente, un retrato costumbrista de un tipo social es “El hijo del labrador”. Es más, podemos hablar razonablemente de un uso pedagógico de los formatos costumbristas. Recordemos que la reforma moral de las costumbres y la educación moral del ciudadano son temas regulares del costumbrismo. En la colección que nos ocupa, los tipos sociales infantiles no

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quedan descritos estáticamente, a través de la técnica del cuadro, sino que se integran en cuentos protagonizados por niños singularizados que asumen distintos oficios: Leonardo es el monaguillo; Teodoro, el repetidor; Tomás, el cieguito; Francisco, el hilandero. Son cuentos pedagógicos morales que se organizan, a nivel compositivo, en el conjunto de la colección, a través del retrato y la puesta en situación narrativa de tipos sociales infantiles, predominantemente laborales.

Análisis del proyecto pedagógico en Los niños pintados ellos mismos Un dispositivo visual forma parte del relato marco, que permite organizar los distintos cuentos de la colección. “La linterna mágica”, el primer artículo, nos ofrece una valiosa información sobre el desarrollo de una sesión (esta última, ficcionalizada). Un maestro de especiales dotes didácticas de una escuela pública, con el que perfectamente Manuel Benito Aguirre podría identificarse, decide —después de la larga pausa de la Semana Santa— despertar de nuevo el interés por el conocimiento entre los estudiantes gracias a una sesión solemne de linterna mágica, definida como “espectáculo agradable y sorprendente para ellos” (1841b: 7-8); es decir, se mezclan el deleite y la enseñanza horacianos. Con la algazara abierta de la mayoría de los niños y con la circunspección reprimida de unos pocos, quedan ficcionalizadas, en todo caso, dos maneras distintas de entender la pedagogía. Algunos estudiantes muestran recelo hacia el uso de la linterna mágica como herramienta educativa. Tras estos alumnos aplicados se esconden, en realidad, aquellos docentes que la consideran un recurso didáctico demasiado trivial (demasiado orientado al entretenimiento) para el sistema educativo. Si estos alumnos (es decir, los docentes reacios a su uso) la consideran un dispositivo óptico incapaz de ofrecer el horaciano deleitar e instruir es porque, implícitamente, lo perciben como un dispositivo incapaz de ofrecer posibilidades didácticas, únicamente encaminado a deleitar, a distraer. El hecho de que sea definido como distracción pueril nos recuerda que a lo largo del siglo xix la linterna

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mágica se fue convirtiendo en un espectáculo infantil, dirigido explícitamente a amenizar sus horas de ocio, mientras que al mismo tiempo se fue incorporando, como recurso didáctico, al sistema educativo adulto, con objetivos encaminados a la popularización de los conocimientos científicos en las aulas universitarias y en las conferencias divulgativas, como ha investigado Frutos Esteban (2011). Se emplea la ficción dentro de la ficción (relato enmarcado de un personaje de la narración-marco), pero también deben rescatarse otras modalidades discursivas, como el género epistolar, el diálogo dramático o el encadenamiento narrativo de artículos dedicados a distintos tipos infantiles. La escena del aula es típica de la literatura pedagógica, como destaca Briggs (2017: 123) en su análisis de la obra de la ecuatoriana Emilia Serrano. Los artículos incorporan la enseñanza moral o moraleja al final. En “El cómico” se concluye: “La aplicación, la laboriosidad y el amor al estudio obtienen siempre una justa recompensa.” (Aguirre 1841b: 114). En “El hilandero”, al lamentarse del estado de postración de la industria textil española, declara el narrador: “La laboriosidad y el patriotismo son dos virtudes que se hacen muy necesarias” (1841b: 213). Al final de “Manuel y Andrés”, sentencia que “la Providencia divina vela por la conservación de los hombres justos” (1841b: 128). En “El leñador”, el narrador afirma que los altos juicios de la Providencia “tienen por objeto cambiar la suerte de los hombres, cuando parece que se deleita en hacer merecer los favores que prodiga” (1841b: 137). El neocatolicismo imperante en la literatura de la época isabelina se aprecia, en este sentido, en la recompensa de origen divino que ocasionalmente plantea el autor implícito, también presente en el original francés de Saillet. El remordimiento (el sentimiento de culpa) causado a los padres es, en diversos cuentos de la colección, motivo para el enderezamiento del personaje infantil. En “El mendigo”, el relato gira alrededor de la caridad cristiana. Mateo es un niño díscolo que ha robado a su padre el dinero que tenía destinado para comprarle una capa de tisú a San Martín. Desprecia, asimismo, a dos mendigos. San Martín decide ponerlo a prueba y lo convierte en ciego y gotoso, dos discapacidades presentes en los mendigos que repudió. Obligado a mendigar hasta reponer la suma que le robó a su padre, decide entre-

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garle por caridad este dinero, después de varios años de penalidades, a un transeúnte que necesitaba sacar de prisión a su padre, encarcelado por deudas. La caridad cristiana y el relato hagiográfico se encuentran, en este caso, al servicio de la formación del hombre de bien, del buen ciudadano. El esquema narrativo siempre es el mismo. El niño obtiene un premio o recompensa. En ocasiones, el protagonista endereza su comportamiento a partir de una conducta inicial descarriada o traviesa. Véase, por ejemplo, el caso de “El monaguillo”. “Aquel muchacho disipador, jugador y pendenciero, era ya un hombre juicioso, aplicado y en extremo reflexivo” (1841b: 32). En otras oportunidades, el niño es virtuoso desde el inicio hasta el final del cuento, pero enfrenta un daño temporal provocado por un niño descarriado. Se aprecia el esquema recompensa-castigo en otros modelos narrativos de la literatura pedagógica decimonónica, como es el caso de la it-fiction (relato de objeto enunciado en primera persona), género dirigido a un público infantil.8 El muchacho virtuoso desde el inicio del relato hasta el final, por ejemplo, se muestra en “El leñador”. En este cuento, Pedro carga a su hermano malherido y llegan al palacio de la condesa de S. B., que le ofrece educarlo a su lado. El niño se niega porque no quiere separarse de sus padres y la condesa, admirada de esta muestra de amor filial, manda construir una cómoda cabaña para la familia de leñadores. También es el caso de Francisco, el hilandero: “Siempre afable y servicial, a todos brindaba con su trabajo, y procuraba captarse a toda costa el aprecio de cualesquiera” (1841b: 210). En estos casos, es premiada una acción excepcional protagonizada por el niño, muestra de sus valores altruistas. Francisco, el hilandero, salva de las llamas a la hija del dueño de la fábrica donde él y sus padres trabajan. Lo mismo ocurre con el caso de “El cieguito”, donde Tomás toca el violín en la calle para llevar medicinas a su padre, expresión de su amor filial.

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En este último caso, como señala Festa (2007: 315-316), la lección moral consiste en el aprecio que el objeto le dirige al niño que se ha portado bien y en el retiro del afecto a aquel que ha cometido travesuras, en una relación de reciprocidad.

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Otro esquema narrativo es el de los niños descarriados que se enderezan, más vinculado a la esfera de los oficios, a las relaciones entre los discípulos y los maestros. En “El aprendiz de sastre”, los oficiales del taller le dicen al protagonista: “Si durante la primera semana te portas bien, el maestro te entregará el sábado una pesetilla para que el domingo puedas gastarla en obsequio de los dependientes del taller” (1841b: 59). La transformación del niño, de perezoso en trabajador, conlleva también una recompensa afectiva, no solo la monetaria. Así, por ejemplo, el aprendiz de sastre “consiguió que cesaran de martirizarle [sus compañeros de trabajo], y con una regular aplicación y la fidelidad más austera logró también captarse la benevolencia y el cariño del maestro” (1841b: 60). Algunos relatos se fundamentan en la relación paterno-filial existente ente el maestro del taller y el discípulo, con el consabido sistema de premios y castigos presente en la relación entre padres e hijos. En el caso mexicano, Sosenski señala que “[d]urante los dos primeros tercios del siglo xix, los padres de niños y jóvenes continuaban la práctica de entregar a sus hijos a un maestro artesano para que los iniciara en un oficio” (2003: 49). En la ficción de Los niños pintados por ellos mismos se trata de una relación idealizada: los maestros de los talleres no son simples empleadores, sino que también son mentores pedagógicos. La obediencia a los padres también es un valor promovido en los artículos. Los niños deben trabajar para contribuir al sostenimiento de la economía familiar y, en el marco de este propósito, deben aceptar ser entregados a un tutor que los incorpore en el mercado laboral. Estos niños, una vez adultos, se convierten en artesanos o empresarios exitosos. El presente de la enunciación nos ofrece a un narrador que destaca el éxito económico de aquellos niños que, convertidos en adultos, contribuyen al bien de la colectividad mediante su inserción en el sistema productivo. Víctor, por ejemplo, llega a establecer una imprenta, demostración de lo que podemos considerar como un axioma moral: “La perseverancia, la laboriosidad y la buena conducta, jamás quedan sin recompensa.” (1841b: 86). Este último valor, es repetido, con ligeras variantes, al término de otros relatos, como al final de “El cómico”: “La aplicación, la laboriosidad y el amor al estudio obtienen siempre una justa recompensa” (1841b: 114).

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Este modelo narrativo también se aprecia en el cuento dedicado al aprendiz de imprenta, Víctor Fernández, quien asume una conducta descarriada al realizar los mandados o recados. Se convierte en un chico de la calle, dedicado a las distracciones que ofrece el espacio público, como seguir las formaciones militares que pasan por la calle, pelearse con otros niños o colmar la paciencia de un vendedor callejero y de un portero. El aprendiz de imprenta es conocido por sus permanentes travesuras y nos ofrece un antimodelo de conducta virtuosa. Pero deja atrás su conducta descarriada cuando salva a un joven escritor de morir por inanición e imprime, bajos sus propios medios económicos, su manuscrito. A ello dedica dos horas diarias, una antes de su entrada oficial al trabajo y otra hora posterior a su salida. Con su tesón, compromiso y dedicación, logra obtener un tiraje de mil quinientos ejemplares de una obra que, finalmente, alcanza la gloria literaria. En “El fosforero” también se muestra este esquema narrativo. Dos muchachos, uno vendedor de fósforos (Andrés) y el otro de quincalla, pelean por obtener un lugar para comerciar su mercancía en la céntrica plaza madrileña de la Puerta del Sol. Al protagonista se le caen los fósforos, que se inflaman y quedan reducidos a ceniza. Desconsolado por la expectativa de recibir a corto plazo un castigo de su amo, recupera parte del valor de la mercancía perdida gracias a la compasión despertada en el público que presenció la pelea. Las dos terceras partes restantes del valor de las mercancías son proporcionadas por un niño compasivo que convence a su padre burgués para que trate de solucionar la tragedia del vendedor. El fosforero, finalmente, habla con su amo, quien le perdona. Con el tiempo progresa en su oficio y termina por vender también cartones de luz, aromáticos y bolas de jabón. Un día salva a un niño de morir ahogado en el río Manzanares, el mismo que había convencido a su padre para que le donara el dinero perdido. A raíz de este suceso, es adoptado por la familia del niño burgués. En todos los relatos existe un mentor o benefactor que permite al niño obtener una recompensa por sus virtudes. A veces, se trata de una relación de contraprestación entre el maestro del taller y el discípulo. Si el aprendiz se disciplina, será premiado por su mentor y por sus compañeros de trabajo, como ocurre en “El aprendiz de

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imprenta” o en “El aprendiz de sastre”. En otras ocasiones, el mentor, casi siempre un desconocido, beneficia al niño, quien no esperaba ninguna retribución por su acción altruista o heroica. Puede ocurrir que un desconocido se haga cargo del niño, al ver el maltrato que sufre por parte de los adultos, como en “El saltin-banqui”: “Al hombre de bien importa siempre proteger la debilidad contra la fuerza opresora; y desde este instante me declaro protector de ese niño, me encargaré de él, y daré cuenta si es necesario a la policía y a su padre” (1841b: 49). En este caso, el mentor pretende que ingrese en un colegio de declamación para que el niño se convierta en cómico. En “El escribiente”, un desconocido se lleva a Teodoro, el repetidor, a su casa, después de entregar algunas monedas a sus padres, y lo convierte en su secretario. En estos casos, los desconocidos que adoptan inmediatamente a los niños son simples deus ex maquina —sombras sin personalidad, sin perfil psicológico— que aceleran, en un giro dramático imprevisto, el final feliz exigido por estos cuentos melodramáticos. En todo caso, la filantropía también es ejercida por mentores conocidos por el niño cuando son sus empleadores. Tanto la peripecia como la anag­ nórisis se encuentran presentes en la colección. El reconocimiento queda integrado en el enfoque pedagógico del perdón, la redención y el arrepentimiento. En el cuento “El cieguito”, un muchacho travieso impide que un niño ciego, Tomás, músico callejero, le lleve las medicinas a su padre moribundo. A su vez, se queda ciego al explotarle pólvora en su cara. Un día, al pedir a la entrada de la iglesia con otros ciegos, reconoce en uno de ellos al músico violinista, de quien recibe el perdón. En suma, la estructura narrativa de los relatos se encuentra al servicio de una enseñanza moral. Los niños pintados por ellos mismos, aunque es un proyecto difundido por un sistema educativo liberal que necesita libros escolares para sus campañas de escolarización, promueve, en todo caso, valores cristianos como el perdón, la obediencia y la caridad. La religión forma parte de la ideología conservadora, en su defensa de la institucionalidad eclesiástica, pero también de los textos pedagógicos liberales cuando se trata de inculcar en la niñez la obediencia a un Estado-na­ ción que pretende formarlo como ciudadano.

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Conclusiones La propuesta pedagógica de Manuel Benito Aguirre se inscribe en el marco de un liberalismo que promueve la alfabetización infantil y el mercado editorial del libro escolar. La pedagogía de Los españoles pintados por ellos mismos es correctiva, se reduce a corregir la supuesta mala inclinación natural de la niñez hacia la indolencia y la desobediencia (por ejemplo, la vagancia se combate mediante el sometimiento al trabajo, en el marco de las relaciones maestro-discípulo) o a incentivar que conserven una conducta bondadosa y disciplinada en el espacio familiar y laboral. Cada cuento supone una lección de moral y buen comportamiento. Al final de cada relato el niño recibe su recompensa, conseguida gracias al sometimiento a los valores pedagógicos de los adultos. Son relatos de atribución, en términos de la narratología grei­ masiana: un sujeto-operador —en este caso, un adulto—, atribuye o inviste al niño con un premio. La ideología de la meritocracia permea la resolución de muchos cuentos de la colección. Manuel Benito Aguirre afirma que su texto cautivaría la atención de los niños “mientras les sirvan para aprender y ejercitar la lectura” (Aguirre 1841b: 5). Es decir, se adoctrina a la niñez a la vez que se le ofrece un texto de aprendizaje en la lectura y un modelo de entretenimiento a través de cuentos moralizantes.9 A ojos actuales, sorprende

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Futuras investigaciones pueden responder las siguientes preguntas: ¿quién fue el público real de textos como Los niños pintados por ellos mismos? ¿Los niños leían directamente estas obras en la casa o en la escuela? ¿Eran más bien padres y maestros los lectores intermediarios de estas obras, leídas en voz alta a los niños? ¿Eran leídos por los maestros en voz alta a los niños o eran leídos por estos últimos a toda la clase, en el marco de sus prácticas de lectura? El destinatario infantil de esta literatura, promotora de la inserción del infante en el mercado laboral, ¿es el niño de clase baja, a quien se le inculca el respeto hacia el trabajo o es el niño burgués y pequeñoburgués, a quien se le ofrece un modelo de esfuerzo y dedicación en el niño trabajador representado en los relatos? ¿O se dirige a los niños de ambas clases, para promover en ellos el amor hacia el trabajo y el esfuerzo? Recordemos que los autores de esta prensa y literatura infantiles son pedagogos, adultos que ofrecen una serie de recomendaciones orientadas a la socialización del niño y del adolescente.

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el enfoque pedagógico de esta colección, que promueve la inserción disciplinada de la niñez en el mercado laboral. Se ofrecen ejemplos de obediencia de los niños a los dueños de los talleres para los que trabajan, de lealtad a los padres y de agradecimiento a los mentores. No se orientan a denunciar la explotación laboral o a prohibir el trabajo infantil, sino a ensalzar su ejercicio honesto. Se proponen modelos de comportamiento infantiles caracterizados por la virtud moral y el respeto por las normas laborales. El concepto hombre de bien —aquel valor ilustrado tan promovido en las Cartas Marruecas de Cadalso— es repetido en muchos de estos artículos, aplicado tanto a los mentores como a los niños. Por ejemplo, en “El monaguillo”, el niño recuerda la última recomendación que le hizo su padre: ser hombre de bien (1841b: 31). El perdón y el arrepentimiento son los valores cristianos defendidos, con el objetivo último de que estos últimos contribuyan a disciplinar la conciencia del niño en la ideología productiva del Estado: el hombre de bien es aquel que contribuye a la prosperidad económica de la nación, y los valores espirituales también contribuyen a esta. Frente al castigo pregonado por el Antiguo Testamento, se visualiza aquí la ideología del perdón y del amor, procedente del Nuevo Testamento. La obediencia a un ser superior (que en “El leñador” no queda designado como Dios, sino como la “Suprema Inteligencia”) no forma parte sino de un engranaje disciplinario, al que se pretende integrar la subjetividad del niño y en el que también está incorporada la obediencia a los padres y a los tutores o mentores. Sin solución de continuidad, se promueve el sometimiento a la autoridad espiritual, a sus principios morales de obediencia, valores que también forman parte del sometimiento a la autoridad mundana. En “El leñador”, el narrador dice que el niño debe confiar “humildemente en la bondad y la justicia del que dirige los soles y los mundos […] amar a los padres” (1841b: 138). En “El mendigo”, Estado y religión se convierten en los principales agentes filantrópicos de una pobreza provocada por el vicio: “Sin el auxilio de la religión y de la ley, dos cosas santas que protegen y amparan a los pobres, morirían estos a cada paso sin el humano socorro” (1841b: 263). Los textos literarios pedagógicos españoles dirigidos a los padres de familia, a los docentes y a los pupilos se pueden rastrear, si vamos un

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poco atrás en el tiempo, hasta el Eusebio (1786), de Pedro Montengón. García Lara (1998: 59, 63) nos recuerda que el modelo pedagógico ilustrado —desde la sensibilidad y los buenos sentimientos— busca ofrecer una filosofía moral compatible con los valores cristianos. Asimismo, la pedagogía decimonónica, heredera del programa ilustrado, educa en la enseñanza de valores morales filantrópicos. La dedicación en el trabajo, el temperamento pacífico (frente al pendenciero) entre los niños y los aprendices, el agradecimiento al empresario, la generosidad y la lealtad a los padres, la solidaridad entre los hermanos (en el caso de los niños pastores Manuel y Andrés) o la defensa de la verdad son otros valores defendidos por esta colección. El mensaje es el siguiente: mediante la asunción de estos valores el niño puede progresar en su proceso educativo y convertirse en un hombre de provecho para la familia y la sociedad. En el proyecto pedagógico de Benito Aguirre, defensor de la intervención del Estado como agente educativo (proyecto del liberalismo moderado), los valores religiosos se insertan en una pedagogía infantil que busca disciplinar a la niñez como un actor perfectamente integrado en el sistema productivo. De esta manera, el proyecto educativo liberal queda articulado, coyunturalmente, a los valores cristianos, también defendidos por la ideología conservadora. A nivel textual, se visibiliza una ideología neocatólica, presente en aquel liberalismo que pretende reconciliar esta ideología con los valores del catolicismo, que calza bien con los planes pedagógicos del sistema escolar, garante del statu quo.

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Estética y doctrina: el lugar de la literatura en El Católico Argentino1 Andrea Castro Göteborgs Universitet

Introducción El liberalismo es un mal universal y que ha pasado al estado crónico. Inficiona todas las regiones, donde la humanidad moderna puede ejercer su autoridad. El liberalismo, justamente condenado por la Santa sede, es la falsificación política de la libertad; la fuente y la esencia de la Revolución. Ha pretendido sustituir la voluntad del hombre à las leyes divinas, á lo que, por irrision llama, el derecho divino. Una tal supresion de Dios entraña naturalmente, en el órden intelectual la soberania de la razon, en el orden moral la soberania de la volun-

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Este trabajo se realizó dentro del marco del proyecto de investigación Conservative Sensibilities. The Literary Imagination and the Press in Nineteenth-Century Latin America (ID 2018-01171), financiado por el Consejo de Ciencias Sueco (Vetenskapsrådet).

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tad, y en el orden político la soberania de la muchedumbre.2 (“la última trinchera” 1874: 325)

Esta apasionada toma de posición fue parte de un artículo editorial titulado “La última trinchera del liberalismo”, que apareció en la sección doctrinal del periódico El Católico Argentino el 19 de diciembre de 1874. El Católico Argentino. Revista religiosa de Buenos Aires fue un periódico semanal que se publicó entre el 1 de agosto de 1874 y el 12 de febrero de 1876 (Ulanovsky 1997: 441), bajo el arzobispado de Buenos Aires de Federico Aneiros y en la década anterior a aquella en la que la prensa católica se consolidaría en Argentina, alrededor de los acalorados debates sobre educación y el Registro Civil3 (Lida 2009: 85). En sus artículos de la sección doctrinal, la revista tomaba clara posición contra el liberalismo en general y contra el catolicismo liberal en particular.4 Según Miranda Lida (Lida 2009: 86), la publicación empezó siendo un boletín eclesiástico que se dirigía a párrocos y clérigos de la archidiócesis de Buenos Aires, fundada en 1865.5 Si bien su propósito inicial fue la difusión de la doctrina católica y de la información de una manera vertical de la archidiócesis a las parroquias, prontamente se convertiría “en una red horizontal capaz de articular a infinidad de actores que participa[ban] de la vida religiosa católica” (Lida 2009: 90). Posteriormente, a partir de los violentos incidentes que tuvieron

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Las citas respetan la grafía del periódico. La ley 1420 y la del Registro Civil, ambas de 1884, y la ley del matrimonio civil, de 1888. En el mismo artículo arriba citado, podemos leer: “[El liberalismo p]uede poner en campaña un formidable ejército con su ala derecha é izquierda: la primera la forma el cuerpo divisionario denominado católico liberales; la segunda la componen los politico liberales. Los primeros, esto es, los catolico liberales, son los más pérfidos de todos porque quieren someter el catolicismo a la razón política de los Estados”. Dentro de la misma metáfora bélica, el “centro del ejército” es “el liberalismo social” (”La última trinchera” 1874: 325). La archidiócesis de Buenos Aires comprendía los territorios de lo que hoy conocemos como las provincias de Buenos Aires, la Pampa, el Chaco y la región patagónica (Lida 2009: 96).

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lugar en el colegio jesuita del Salvador, en febrero de 1875, el boletín expandió su radio de alcance hacia el resto de las diócesis del país y hacia el laicado católico (Lida 2009: 87). Sin embargo, ya en el primer artículo del primer número de la revista, dirigido “Al público” y firmado por “El Administrador, Cárlos Alou”, podemos leer: “Atendidos los crecidos gastos que ocasiona un semanario de las condiciones del nuestro, suplicamos a los Sres. Curas Párrocos, Tenientes, á todo el clero secular y regular, y a las personas piadosas de esta capital, lo den á conocer á sus amigos, recomendándolo, si no por su importancia literaria, por su saludable influencia en la moral y costumbres de todas las clases de la sociedad” (Alou 1874: 1). De hecho, el formato de la revista —que, desde un principio, constó de una “Sección doctrinal” que ocupaba las primeras páginas, una de “Noticias varias”, una “Sección miscelánea”, una “Sección recreativa” y, finalmente, una de “Avisos parroquiales, obras, etc”— no cambió a partir de marzo de 1875. El Católico Argentino ha sido estudiado por la historiadora Miranda Lida (2009) en su calidad de publicación católica y, sobre todo, por el papel que jugó en el debate medial que se desencadenó a razón del incendio en el Colegio del Salvador. No obstante, su influencia en el campo literario argentino en formación no ha sido abordada hasta el momento. En el presente trabajo, el foco recae en los textos de carácter literario que aparecieron en las secciones “Miscelánea” y “Recreativa” de la revista. Con el fin ulterior de comprender cómo se articularon estos en el contexto ideológico de promoción y defensa de los valores conservadores que promovió El Católico Argentino y, a la vez, en el incipiente sistema literario argentino, el objetivo de este trabajo es describir el material literario que apareció en el período anterior al 28 de febrero de 1875 y plantear una hipótesis de trabajo a desarrollar en trabajos posteriores.

Las sensibilidades conservadoras El Católico Argentino como objeto de estudio surge de un interés por cómo se articulan en textos de carácter literario, y a través de ellos, las sensibilidades conservadoras. Este concepto se puede entender en re-

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lación con la “división de lo sensible” de Jacques Rancière (2000), que sería la delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido. Esta noción vincula estética y política para comprender cómo los diferentes modos de participar en la sociedad, entre ellos, las expresiones estéticas, contribuyen a establecer estas delimitaciones, por ejemplo, las distintas maneras de percepción y los límites tanto de lo que se ve y de lo que se puede decir y de quiénes tienen competencia para ver y calidad para decir. En este sentido, la noción de sensibilidades conservadoras nos permite acercarnos a la articulación estética de valores conservadores sin necesariamente recurrir a la filiación política de los autores, abriendo la posibilidad de identificarlas incluso en textos de autores presuntamente liberales. La expresión de la sensibilidad conservadora se aglutinaría así en torno a un deseo de cuidar y mantener el statu quo y podría tomar la forma de una predilección por ciertos géneros o estilos literarios (la leyenda, la poesía neoclásica), de ciertas escrituras de la historia a través de la ficción, de una preservación y un control de lo popular o de una distancia por parte del yo poético o narrativo hacia la exultación romántica, un modo de controlar lo que amenaza con desbocarse, como lo propone José Ramón Ruisánchez Serra en su trabajo sobre el paradigma conservador en la poesía mexicana (2017). El concepto de sensibilidad conservadora también debe entenderse en relación con las estructuras de sentimiento de Raymond Williams, unas estructuras colectivas y formativas a las que, en un determinado momento histórico, responderán los escritores y que tendrán impacto en las cualidades estéticas de los textos literarios producidos entonces (Williams 2010: 24-25).6 Ante la hegemonía de una estructura de

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Como anota Williams en su libro de palabras claves, el sustantivo sensibilidad empezó a usarse en el siglo xx para referirse al área humana sobre la que trabajaban y a la que apelaban los artistas a través de su arte. En un contexto en el que la diferenciación entre razón y emoción cobró importancia, el concepto de sensibilidad sirvió para referirse a esa área de reflexión y juicio que no podía ser reducida al campo de lo emocional o lo emotivo. De esta manera, la idea de sensibilidad abarcaba una forma de percibir el mundo que no se limitaba al pensamiento ni a las emociones, sino que los incluía (Williams 1976: 237-323).

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sentimiento liberal y modernizadora, el estudio de las sensibilidades conservadoras nos permitirá complejizar el cuadro de la producción cultural en el siglo xix.

Sobre El Católico Argentino Como publicación periódica, El Católico Argentino ofrece un espacio en el cual los diversos textos se encuentran compartiendo un nexo imaginario (Anderson 1983: 33) que se establece no solo por su fecha, sino también por la relación que se da entre los textos reunidos en las páginas del periódico y el mercado, relación que marca la circulación del periódico y su carácter efímero (Anderson 1983: 34). Este nexo imaginario nos permite “dar cuenta de la contemporaneidad enunciativa que la misma revista construye para el texto que publica” (Delgado 2014: 22), que tendrá como consecuencia que cada texto apele a los lectores de maneras diferentes que si se presentara suelto o en un libro de un mismo autor. De manera similar a su periódico amigo, El Estandarte Católico, en Chile, El Católico Argentino, tuvo “un carácter […] confrontacional y político” (Muñoz Salas 2012: 116) ante el liberalismo y la modernidad. Ambos atienden al llamado de Pío IX a combatir los errores de la época y a propagar la doctrina católica a través de su encíclica Quanta cura, de 1864, y el Syllabus que la acompañaba, que no era otra cosa que una lista de errores causados por la modernidad.7 El contexto político de la publicación es el de una nación unificada bajo la impronta liberal, aunque, según apunta Lida, no necesariamente anticlerical: Aun en los momentos de mayor auge del liberalismo, el Estado participó del proceso de conformación y consolidación de la Iglesia nacio-

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Muñoz Salas también alude a “la Constitución Dogmática Pastor Æternus, promulgada el 18 de julio de 1870, tras haber sido elaborada y aprobada por el Concilio Ecuménico Vaticano I convocado por el Papa Pío XI en 1869 para enfrentar al racionalismo y al galicanismo” (2012: 115, n. 11).

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nal: no fue en absoluto su enemigo. Asimismo, importantes figuras del liberalismo argentino se mostraron atentas a las dificultades por las que atravesaba la Iglesia que emergía de la crisis de la independencia; así el caso de Bartolomé Mitre, que se encargó de presidir las gestiones necesarias ante la Santa Sede con el fin de lograr que la ciudad de Buenos Aires fuera erigida en sede arzobispal. (Lida 2007: 1408)

A la presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868), le siguieron la de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y la de Nicolás Avellaneda (1874-1880). Sin lugar a dudas, hubo diferencias y rivalidades entre estos hombres a lo largo de ese periodo, pero, a pesar de estas, siguieron un curso común por un proyecto de nación de corte liberal. José Luis Romero describe el proyecto de estos estadistas alrededor de cuatro grandes ejes: “El fomento de la inmigración, el progreso económico, la ordenación legal del Estado y el desarrollo de la educación pública” (Romero 1997: 165), y, deberíamos agregar, laica. La guerra del Paraguay (1864-1870), en la que Argentina entró en mayo de 1865, fue naturalmente un elemento clave en la unificación nacional. Como dice María Victoria Baratta, “probablemente el Estado liberal nacional argentino haya sido un gran vencedor de la contienda. La guerra le proporcionó una oportunidad de acallar la disidencia interna y de consolidar el Estado nacional centralizado y sus representaciones sobre la nacionalidad argentina” (Baratta 2014: 100). Desde Europa, un evento que jugó un rol fundamental en el carácter político del periódico que nos ocupa fue la Comuna de París. Por ejemplo, en la sección de “Noticias varias” del 5 de diciembre de 1874, se recoge la petición de un alto representante de la Compañía de Jesús ante el Papa para “acelerar la beatificación de los sacerdotes martirizados por la Commune” (“Noticias varias. Los mártires” 1874: 306). Sin embargo, esto no parece haber sido algo exclusivo del catolicismo antiliberal, Sabato (1998: 225) también apunta que los incidentes de febrero de 1875 en Buenos Aires fueron comparados en la prensa liberal con la Comuna de París. Los mencionados incidentes de febrero de 1875 que culminaron con el incendio del Colegio del Salvador tuvieron su origen en un intento por parte del arzobispo Federico Aneiros de devolver la igle-

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sia de San Ignacio a los jesuitas, orden a la que anteriormente había pertenecido, pero de la que había sido despojada con la reforma eclesiástica de 1822 —de tendencia ilustrada— bajo el ministerio de Bernardino Rivadavia.8 Las intenciones de Aneiros despertaron fuertes protestas, que se iniciaron en la prensa y agudizaron el debate sobre la separación entre la Iglesia y el Estado. El 28 de febrero de 1875 se llevó a cabo una manifestación que empezó de manera pacífica, pero terminó transformándose en un levantamiento violento que culminó con el mencionado incendio. Si bien la prensa liberal contribuyó a promover las manifestaciones en contra de Aneiros antes de esa fecha, a posteriori, el rechazo a la violencia resultante fue masivo (ver Sabato 1998: 213-254). Desde los inicios de la publicación, la “Sección doctrinal” de El Católico Argentino, como órgano del arzobispado, promulgó su posición ideológica y política, jugando un papel protagónico en la defensa de la postura de Aneiros ante una crítica bastante compacta por parte de otros actores sociales, entre los cuales también había sectores católicos más liberales. Debido a esto, queremos plantear que el periódico puede verse como una forma en transición entre un canal de comunicación interna y una publicación que se inserta en la sociedad con el fin de regular la circulación y la producción de un discurso y de una ideología católicas intransigentes y antiliberales. Para poder plantear nuestra hipótesis de trabajo, este artículo se focalizará en el contenido literario de la revista hasta febrero de 1875, dejando el segundo período y la totalidad del periódico para un trabajo posterior.

Los textos literarios En la declaración de intenciones del primer número del periódico, ya se les da lugar a los textos literarios: “Dicho periódico se publicará to-

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Ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Rodríguez (1822-1824).

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dos los Sábados en cuadernos de 16 páginas del tamaño del presente, por el módico precio de 20 $ m/c al mes, pudiendo tener cabida en cada una de sus secciones doctrinal, religiosa y recreativa los trabajos literarios de las personas que gusten honrarnos con alguna de sus producciones siempre que sean adecuadas a la especialidad de nuestra publicación” (Alou 1874: 1). Como ya se ha adelantado, en casi todos los números del periódico,9 hay una sección “Recreativa” y una “Miscelánea”, en las cuales, indistintamente, se incluyen poemas, cuentos, alguna obra de teatro y otros tipos de textos más bien informativos sobre diferentes países y temáticas de actualidad. De los textos literarios que aparecen, el género predominante es la poesía. De los cuarenta y tres recogidos, treinta y cuatro son poemas, siete son relatos breves, parábolas y anécdotas, uno es un drama por entregas10 y otro es una novela por entregas.11 Entre los poemas, se puede apreciar una gran diversidad de géneros y escuelas; hay ejemplos de poemas con versos o estrofas de arte mayor, sonetos, romances y redondillas. No es sorprendente que las temáticas sean, en su mayoría, religiosas: hay poemas sobre la Virgen María y sobre Teresa de Jesús y sobre Jesús, como “A la iglesia católica apostólica romana y a Maria Santísima”, de María Concepción Saralegui de Cumiá, que aparece en el primer número del periódico. También hay poemas morales, como “La modestia”, de José Selgas, y poemas alegóricos, como el soneto “La Bugía y la linterna”, sin autor. Hay unos pocos poemas satíricos, como “Memento en el Album de Laura”, de J. Coll de Vehí, que desarrolla la temática del memento mori como si estuviera escrito en un álbum de señoritas. Un poema que destaca por sus tonalidades góticas es “El cementerio”, de P. Ibarria, que trata el clásico tema de omnia mors aequat (‘la muerte a todos nos iguala’). 9

Dentro del período estudiado, solo falta la sección recreativa en el número del 9 y 30 de enero y en del 3 de febrero de 1875. 10 Teatro de los ciegos, de D. Francisco Cutanda. 11 Las ruinas de mi convento, “Novela histórica del piadoso literato español D. Fernando Patxot”, vio la luz por entregas desde enero 1875; se publicó por primera vez en Barcelona en 1851, fue reimpresa varias veces y tuvo también secuelas.

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De los veintiséis autores que firman poemas, cuentos, una novela por entregas y una obra de teatro en los números del 1 de agosto de 1874 al 27 de febrero de 1875, la distribución geográfica y temporal es la siguiente: 1. diecisiete son autores españoles contemporáneos:12 Antonio Arnao, Juan Arolas Bonet, Juan Manuel de Berriozábal, Fernán Caballero, Severo Catalina y del Amo, Josep Coll y Vehí, Francisco Cutanda, Josefa Esteves de G. del Canto, Gaspar Núñez de Arce, Fernando Patxot, Victorina Sáenz de Tejada, María Concepción Saralegui de Cumiá, José Selgas y Carrasco, Narciso Serra, Ramón Torres Muñoz de Luna, Sebastián Trullol y Plana y José Zorrilla; 2. una es la novohispana Sor Juana Inés de la Cruz, del siglo xvii; 3. uno es el toledano Damián de Vega, de fines del siglo xvii, principios del xviii; 4. uno es el contemporáneo francés Louis Gaston Adrien de Ségur; 5. tres son nombres que no he podido ubicar: Mercedes I. Rojas,13 Balaguer Crespí y Pascual Rincón;14 6. dos son criptogramas: P. R e I. LL. A, 7. y uno es un seudónimo: El Amigo del País. (Este podría también ser el nombre de la revista católica de Copiapó, Chile, que El Católico Argentino menciona en algunos de sus avisos).15

12 Algunos de estos poetas ya no vivían en 1874-1875, pero de todos modos los he incluido en esta categoría: Juan Arolas Bonet (1805-1849), Juan Manuel de Berriozábal (1814-1872) y Severo Catalina (1832-1871). En cuanto a Juan Manuel de Berriozábal, había nacido en Cuzco de madre cuzqueña y padre español, pero la familia se había mudado a España en 1824, por lo que lo incluyo entre los poetas españoles. 13 La firma lleva entre paréntesis el nombre del periódico La Estrella de Chile, por lo que pensamos que puede tratarse de una escritora chilena (El Católico Argentino, 12 de diciembre de 1874, p. 320). 14 La firma lleva entre paréntesis “alumno del colegio Pio Latinoamericano en Roma” (El Católico Argentino, 17 de octubre de 1874, p. 193). 15 Por ejemplo, en el aviso titulado “Publicaciones chilenas”, del número del 24 de octubre de 1874.

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Que en la prensa se publicara a autores extranjeros no es algo extraño para la época, pero que fueran en su mayoría españoles sí lo es. A modo de contraste, consideremos lo que ocurre en la revista contemporánea La Ondina del Plata, cuyo primer número apareció el 7 de febrero de 1875 y en la que destaca la cantidad de autores nacionales y latinoamericanos que colaboran. Como indica Néstor Tomás Auza, las revistas literarias de la segunda mitad del siglo xix, de las cuales La Ondina del Plata fue una de las de más larga vida, cumplían “un ciclo necesario al desempeñar el rol de primeros escalones en la incorporación de los jóvenes a la vida cultural y social. […] [L]a mayoría de las firmas que figuran en las revistas literarias, ocupan años después en las letras, en el periodismo, en lo científico, en lo académico, en la diplomacia o en otras funciones, puestos relevantes” (Auza 1999: 45). Como vemos del recuento de colaboradores aquí presentado, El Católico Argentino no incluye autores nacionales, al menos no con nombre y apellido o con seudónimo reconocible. De este modo, a través del conjunto de textos literarios publicados, se estaría creando un espacio que invisibilizaba la incipiente literatura nacional, a la que otras publicaciones periódicas sí daban lugar. Asimismo, es relevante pensar la contemporaneidad de esta publicación con la reedición de los escritos de Esteban Echeverría sobre estética a cargo de José María Gutiérrez. Anota Friedhelm Schmidt-Welle que Echeverría “postula [para las literaturas hispanoamericanas] un porvenir independiente y nacional, cuyo modelo provisional tiene que ser la literatura francesa porque la hispanoamericana carece de una tradición propia” (SchmidtWelle 2003: 324). Esta negación de la tradición propia por parte de Echeverría, este intento de hacer tabula rasa para, a partir de ella, pensar la creación de una literatura nacional (Schmidt-Welle 2003: 325), se basa en una negación de una historia cultural tanto autóctona como colonial. De hecho, al retomar el modelo historiográfico de Víctor Hugo, Echeverría negaba la época colonial y la importancia de la literatura española para la creación de la literatura nacional. El Católico Argentino estaría haciendo la operación inversa: al publicar casi exclusivamente literatura española contemporánea, estaría ignorando el quiebre de la independencia (Lynch 1995: 527-528), la vuelta de la mirada hacia Francia e, incluso, la existencia de una producción

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literaria nacional. Un comentario al paso en un texto de tono leve dentro de la sección “Noticias varias” apoya esta impresión: “[C]omo buenos españoles, sabremos corresponder caballerosamente á las finas distinciones de una dama” (“Noticias varias. Los mártires” 1874: 13), reconociéndose “españoles” antes que “argentinos”. Así, el periódico estaría creando una contemporaneidad alternativa en la cual el orden colonial no había sido interrumpido, al menos en lo que respectaba al campo literario, cuyo papel jugó un rol fundamental en la idea de literatura nacional. A través del conjunto de sus textos literarios, El Católico Argentino ofrecía una contemporaneidad conservadora que imaginaba el tiempo quieto e inmutable de una globalidad española y cristiana.

Dos ejemplos Para brevemente ilustrar la articulación de la contemporaneidad arriba propuesta, he elegido dos textos de géneros y tiempos distintos, que muestran parte del abanico literario de El Católico Argentino. Se trata de un cuento de la contemporánea Fernán Caballero y un poema de Sor Juana Inés de la Cruz. “El Santo Reclamo”, de Fernán Caballero, fue publicado el 5 de septiembre de 1874. Al final del cuento y al lado del nombre de la autora, pone entre paréntesis “Revista Popular”. Esta era una publicación católica de cierta influencia que había sido fundada en Barcelona en 1871 por el sacerdote Félix Sardá y Salvany. Junto con las revistas chilenas El Estandarte Católico, La Estrella de Chile y El Amigo del País de Copiapó, la Revista Popular pertenecía al círculo de publicaciones periódicas que El Católico Argentino promovía en sus avisos y cuyos artículos y textos literarios reproducía entre sus páginas. De este modo, tanto la Revista Popular, como primer contexto de publicación del cuento, como su autora Fernán Caballero/Cecilia Böhl de Faber ingresan a las páginas de El Católico Argentino una clara posición ideológica, que además de católica es antiliberal. Sin embargo, vale la pena matizarla. Xavier Andreu Miralles indica que la obra de Fernán Caballero empezó a publicarse en 1849 en la prensa liberal

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moderada. Esta vio en Fernán Caballero la posibilidad de una regeneración de la novela nacional y un antídoto frente a la novela social de autores como Eugène Sue o George Sand, a quienes se acusó de haber extendido entre las clases populares ideas disolventes (Andreu Miralles 2012: 16). Más tarde, la obra de la autora española fue reivindicada por los neocatólicos (Andreu Miralles 2012: 30-32) y emprende una búsqueda de lo auténticamente español, cuyos rasgos distintivos son resumidos por Andreu Miralles así: “El catolicismo, el respeto por el orden y la jerarquía (los valores monárquicos y aristocráticos), la naturalidad, la sencillez, la franqueza… y, en el centro de todo, un ideal de mujer a su vez doméstica y religiosa” (Andreu Miralles 2012: 15). Es decir, el conservadurismo de Fernán Caballero no es un intento de volver a un tiempo pasado, sino que es un “proyecto de regeneración moral” que se lograría recuperando “los valores cristianos frente al materialismo” y, sobre todo, a través de la virtud femenina (Andreu Miralles 2012: 28). El traslado de este proyecto nacional empaquetado en la obra de una autora que gozaba de prestigio entre ciertos grupos a otro contexto nacional en el cual, además, el liberalismo y el anticlericalismo pisaban fuerte es una forma de recurrir a una globalidad que hace frente a la ofrecida por el liberalismo (la moda, los viajeros, las novelas sociales) y a la temida Internacional Socialista, con sus nuevas lenguas y sus atentados (ver Sabato 1998: 259-271). “El Santo Reclamo” nos presenta un relato marco en el que una voz femenina, la de la autora, transmite sus enseñanzas a su sobrino Perico Linares a través de un relato verídico —“no te diré una fábula, sino que te referiré un hecho” (Caballero 1874: 87)—. El motor de este relato es el hecho de que “en nuestra época descreída y destructora, en la que han hecho esplosion en la católica España las ideas y sistemas antireligiosos nacidos en otros paises que se han separado de la Iglesia, y acrecentado despues por la impía negacion de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo”, es necesario actuar para mantener “firme en la inmensa mayoría, aunque entibiada, la fé católica, esto es, la sola fé” (Caballero 1874: 87). El relato es el de un joven que pierde su camino. El final, sin embargo, es feliz:

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El joven ocioso, soberbio, lleno de incredulidad y de vicios, que á su ruina moral y material corria, es hoy uno de esos hombres admirables que llenos de verdadera abnegación dedican su vida á Dios, á su culto, al estudio, á la predicacion, sin que les arredre ni intimide la impiedad que contra ellos asesta sus más empozoñados tiros, soldados alistados por un Santo en la compañía que lleva en su bandera el sagrado Nombre de Jesús. (Caballero 1874: 88)

Recordemos que la fecha de publicación de este cuento es septiembre de 1874. La mención a la Compañía de Jesús no puede ser más adecuada al momento en Argentina, donde se estaría discutiendo el destino de la Iglesia de san Ignacio y de la orden jesuita y El Católico Argentino estaría militando por su posición. Esto no solo se hacía a través de las columnas en la sección doctrinal, sino también a través de un texto literario como este, que sin duda apelaría también a lectores que tal vez no se detuvieran en las acaloradas columnas. Mediante este mecanismo de reescritura16 que hace aparecer este relato en las páginas del periódico argentino, el repertorio del cuento español puede ser actualizado por el lector local en su propio contexto histórico, diciendo así algo de su presente. Un caso más marcado de traslado y reescritura lo encontramos en las redondillas de Sor Juana, que aparecen en el número del 10 de octubre de 1874. El poema no está completo, le faltan las dos últimas estrofas.17 Es difícil especular sobre la razón de esta omisión, que perfectamente puede haberse debido a una mera cuestión de espacio. En cualquier caso, el papel que jugará el poema en este contexto es, nuevamente, el de una voz femenina que educa, instando a los hombres 16 Al usar la noción de reescritura me estoy refiriendo al concepto acuñado por André Lefevere para describir los procesos que contribuyen a crear o modificar la imagen de un autor o de una obra literaria, entre los cuales también se encuentra la traducción, pero no solo esta. Ver Shuttleworth y Cowie (1997: 147-148). 17 “Dejad de solicitar / y después con más razón / acusaréis la afición / de la que os fuere a rogar. // Bien con muchas armas fundo / que lidia vuestra arrogancia / pues en promesa e instancia / juntáis, diablo, carne y mundo” (Juana Inés de la Cruz 1951: 229)

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a cuidar la virtud femenina. Aquí, la figura de la monja novohispana queda despojada de la posición desafiante que tuvo en la sociedad de su tiempo, por la que fue amonestada y restringida su libertad de expresión. En cambio, este sujeto colonial pasa a formar parte de las filas de un catolicismo intransigente y antiliberal que se extiende en una globalidad no solo contemporánea, sino diacrónica. Es importante notar que la temporalidad introducida por el poema recupera el momento de expansión de la Iglesia católica en sus colonias americanas, lo que, ante la Reforma en Europa, le permitió encontrar un nuevo nicho político para reestablecer su papel de actor geopolítico (Agnew 2010: 41-42). Que esto se haga a través de un poema de una mujer novohispana y de una forma poética popular, como lo son las redondillas, de tono satírico, también puede pensarse como una apelación a un público femenino y secular. Si recordamos que el primer poema publicado en el periódico fue de otra escritora española, María Concepción Saralegui de Cumiá, el hecho de que también estos textos literarios fueran escritos y enunciados por mujeres (tanto la narradora del cuento como la voz poética del poema) nos permite postular que ya entonces el periódico estaba abriéndose a un público más amplio, quizás buscando también despertar el interés de las lectoras laicas, que empezaban a transformarse en un grupo importante dentro del mercado de la prensa periódica. Escribiendo sobre la consecuente proliferación de prensa escrita por mujeres durante las décadas de 1870 y 1880, Graciela Batticuore se refiere a “una red de lectoras transnacionales conectadas entre sí a través de la prensa escrita por mujeres” (Batticuore 2017: 64).18 Se puede pensar que El Católico Argentino, consciente de la importancia de estas nuevas redes, intentaba atraer la atención de lectoras (religiosas o no) que apoyaran la causa antiliberal y así poder también contribuir a formarlas —y, a través de ellas, llegar a los hombres con los que compartieran los espacios domésticos—.

18 Esto se ubica en un contexto de “proliferación del mercado periodístico dedicado a las mujeres”, que era resultado de las campañas de alfabetización de los años 1860 y 1870 (Batticuore 2017: 130).

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Palabras finales y una hipótesis Con este primer repaso de los textos y autores publicados entre agosto de 1874 y febrero de 1875, podemos ver cómo las páginas del periódico consiguen reunir una serie de textos, a través de la traslación y la reescritura, creando “la contemporaneidad de lo no-contemporáneo” (Kosellek citado por Palti 2005: 73). En un trabajo sobre la lectura como práctica histórica en América Latina, Juan Poblete hace una distinción entre dos macromecanismos culturales del siglo xix “en que la lectura y la relación del sujeto con el texto juegan un papel crucial”: estos coexistirían, según Poblete, en controversia el uno con el otro (2015: 89). Uno es “la internalización y reproducción de un modelo superior y jerárquico atemporal en un lenguaje cuidado y selecto” que se basa en modelos de la cultura humanística clásica y en una relación autoritaria entre texto y lectores según la cual estos últimos son recipientes de la sabiduría. Este modelo caracterizaría, por ejemplo, “el intento evangelizador de la Iglesia”. El otro es uno de “subjetivación pseudoindividualizante y expresiva que, a través de formas y estilos menos exclusivos, busca en el lector y en el educando la respuesta personal y localizada en un tiempo y espacio nacionales” (Poblete 2015: 89). Este modelo caracterizaría las tendencias liberales y laicas del siglo xix, en las cuales, a través de la educación, se buscó formar ciudadanos con una conciencia nacional. En este contexto, la prensa y la novela jugaron papeles fundamentales. Partiendo de esta distinción, podríamos plantear que, en la prensa católica, la inserción de textos literarios juega un papel unificador de estos dos macromecanismos culturales. Por un lado, la poesía, como una “forma de discurso divinamente inspirado” (Poblete 2015: 81),19 apela a un lector preparado o a uno que perciba la altura de la que no es del todo digno. Por otro lado, se apela a lectores menos preparados, recurriendo a formas líricas más populares, como la redondilla, a relatos breves o a la novela por entregas —ese género

19 Acá Poblete está hablando de la posición conservadora de Miguel Antonio Caro ante la obra de Jorge Isaacs.

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que responde a una demanda del mercado y que “tiene un especial encanto para toda clase de inteligencias” (Blest Gana citado por Poblete (2015: 80); o esa “impertinencia” que hay que leer a escondidas (Vicuña Mackenna citado por Poblete (2015: 80)—. No obstante, no parece ser una conciencia nacional la que se busca inculcar en los lectores, sino una transnacional, haciéndoles parte de una globalidad católica que funcionaría como alternativa a la globalidad cosmopolita que ofrecía la modernidad o a la del mercado, ofrecida por el liberalismo. Queremos así proponer que, al recurrir a un repertorio de autores fundamentalmente españoles e imaginando una continuidad cultural con el período colonial, El Católico Argentino restituye el cuerpo de la Iglesia, amenazado por las tendencias liberales de la nueva nación. Así, junto a la selección de textos publicados, crea una communitas a la que invita a sus lectores. Como podemos ver a través de la impronta didáctica y moral de los dos ejemplos acá presentados, esta communitas apunta a una religio de tipo inmunitario (Esposito 2010: 94), según la cual la salvación de la sociedad cristiana dependerá de la preservación de su forma dogmática-institucional, o, en palabras de la narradora de “El Santo Reclamo”, de “la fé católica, esto es, la sola fé” (Caballero 1874: 87).20 Este trabajo prepara el terreno para un estudio más detallado de los textos literarios incluidos en todos los números del periódico con la intención de identificar las características estéticas y las estructuras de sentimiento que van tomando forma de esta lectura del conjunto de textos. En última instancia, nuestro interés radica en entender el tipo de lector al que el periódico no solo apela, sino al que busca formar a través de sus textos literarios, interviniendo a su manera y de forma muy concreta en los programas liberales de la educación pública. Esto nos permitirá visualizar la potencialidad política del periódico, a la que contribuyen los textos literarios, es decir, la de “desplaza[r] a un

20 “It is true that this horizontal cummunitas is destined to quickly roll over into an immunitary-type religio that makes the salvation of Christian society dependent on the preservation its dogmatic-institutional form” (Esposito 2010: 94).

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cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia[r] el destino de un lugar” (Rancière 1996: 45). Las sensibilidades conservadoras serán el resultado de la combinación de las características estéticas y de las estructuras de sentimiento emanadas de los textos en este contexto específico y particular que es El Católico Argentino.

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El razonable ateísmo de la felicidad: Manuel M. Flores y su otro Romanticismo mexicano José Ramón Ruisánchez Serra University of Houston

En estas páginas pienso el Romanticismo mexicano en el cruce de dos posibilidades críticas que, en mi opinión, no se han empleado a fondo. En primer lugar, para leerlo como una singularidad del paradigma compuesto por las maneras de un Romanticismo planetario que, a diferencia de otros ismos, particularmente el modernism(o), sigue como tarea pendiente. Esto se debe, sobre todo, al persistente monolingüismo de las academias del Atlántico del Norte y al nacionalismo de las del Sur global, no sé si de todas, pero sí al menos de las de América Latina. Aprovecho el vocabulario crítico de Badiou para explorarlo, especialmente las contribuciones que agrega a partir de Logiques des mondes (2006), que me permiten ya pensar no solamente un acontecimiento de verdad y a sus fieles, sino también a quienes reaccionan frente a él de manera conservadora o reaccionaria. Esto

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último resulta muy importante, pues precisamente el Romanticismo mexicano, y, sobre todo, el amparado por el triunfo liberal, es de sensibilidad conservadora. Al elegir como ejemplo central a Manuel M. Flores (1840-1885), intento primero atisbar lo que pudiera haber sido un Romanticismo más radical, pues este queda esbozado en sus mejores textos. En segundo lugar, trato de explicar cómo este Romanticismo permanece sin reprimirse.

Mundos románticos Comencemos, pues, con la llamada a pensar un Romanticismo planetario y, por supuesto, con sus malestares y descontentos. ¿No resulta curioso que precisamente en estos años donde lo global es una de nuestras buzzwords y se publican numerosas obras sobre World, Global y Planetary Modernism, apenas haya aparecido alguna que se atreva a utilizar abiertamente el mismo gesto crítico para pensar el Romanticismo? Lo poco que hay resulta indicativo del estado de la cuestión. Por ejemplo, el volumen Global Romanticism (2014), editado por Evan Gottlieb, solo compila textos sobre autores que escribieron en inglés, examinados exclusivamente por profesores que trabajan en departamentos de inglés. Acaso esto se debe no solo al provincialismo alarmante —aunque de manera alguna sorprendente— que impera en la academia de los Estados Unidos, sino también en alguna medida a que, como afirma Jürgen Osterhammel en su monumental The Transformation of the World, “the smallest degree of worldwide synchronization was to be found in the realm of culture. Contacts and exchange between civilizations, though not negligible, were not yet sufficiently strong to impart a general rhythm to the development of ‘global culture’” (2014: 62). En otras palabras, acaso sería mejor pensar en Romanticismos globales, en plural, o sistemas románticos atravesados desigualmente por un “metarromanticismo”, por usar el término que propuso Paul Hamilton. Entre estos sistemas románticos, me parece especialmente interesante la faceta dominante del Romanticismo lector. Esta faceta es, aunque no homogénea ni simultánea, amplísima. Su cronología y el

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censo de estas lecturas están quebrados por los perfiles de la competencia lingüística, el gusto y el azar como cifra del momento en que la complejísima red de sobredeterminaciones se revela inextricable. Debido a esta diversidad de lecturas, el plural insobornable en el que insiste Badiou al hablar siempre de mundos resulta útil. Es por ello que uso su vocabulario topológico: permite pensar regiones, y, aún más importante, está abierto a lógicas de aparición excepcional. Para el caso específico de México hay que recordar cómo, amparándose en el conocido pasaje de Octavio Paz, varias generaciones de críticos han sorteado la tarea de ponerse a leer los textos de nuestro cuestionado Romanticismo. En Los hijos del limo (1972), Paz señala que, dado que en España no hubo Ilustración, el Romanticismo careció de sustancia contra la cual rebelarse y, por lo tanto, apenas si existió. Y esto, ya de por sí malo en la España de los Borbones, fue dos veces malo en América, pues aquí llegaban muy apenas sombras de las sombras. Además, agrega Luis Miguel Aguilar sobre nuestros neoclásicos: Pagaza y Montes de Oca no aprenden la lección más interesante del xviii francés e inglés: “el sentido del humor, la sátira —en el mejor tratamiento sentido [sic] dieciochesco— y la parodia. De hecho, esta limitación impuso también un dique a la revuelta contra su estilo —así fuera meramente formal— de los románticos mexicanos. (1988: 114)

Podríamos sumar a esto que el culto a Víctor Hugo, la hugolatría, llega tarde, pues la primera recepción es, más que tibia, sobre todo desconcertada. Cabe señalar finalmente, como resumen del estado de la cuestión, que muchos lectores, sobre todo mexicanos, han insistido en que la práctica romántica es mucho menos atrevida que la de los modelos admirados. Con aburrida frecuencia la evaluación crítica se detiene en este dato casi autoevidente y no se tensa esta práctica con ningún aparato teórico productivo. Se reduce a señalar que nadie en México fue tan Byron como Byron. Ni siquiera Díaz Mirón. ¿Qué pasa si decimos esta práctica de otro modo? Propongo que lo hagamos mediante el vocabulario de Badiou, que permite pensar

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una fidelidad accidentada, vacilante y, en el último de los casos, hasta traidora. Para ello es indispensable trasladarnos a las reformulaciones recientes, de la última década aproximadamente, de su teoría. Comienzo con una cita de su Logiques des mondes: “Decir ‘sujeto’ o decir ‘sujeto respecto a una verdad’ es redundante. Ya que sólo existe el sujeto de una verdad: a su servicio, al servicio de su negación o de su ocultamiento” (Badiou 2006: 62). Primero que nada, hay que subrayar el hecho que frecuentemente se olvida: la unidad mínima del sujeto de Badiou no suele ser el individuo biológico. Una parte importante de la potencia de su pensamiento, y sobre todo su pertinencia y la energía que presta al estudio de los mundos del Romanticismo, surge cuando pensamos a un sujeto desde siempre intersubjetivo, por decirlo de manera compacta, si bien poco elegante. Sujeto es, así, la configuración de un conjunto de singularidades respecto a una verdad. Respecto a esta verdad, algunos son fieles. Pero también existen dos tipos de sujeto más: el conservador y el reaccionario. Todos son sujetos de la misma verdad, del mismo acontecimiento. Pensemos un poco el caso que nos ocupa revisando algunas fechas canónicas. El Werther se publica el 29 de septiembre de 1774, una fecha plausible como inicio del Romanticismo, cuando faltan un par de años para la Independencia de los Estados Unidos y algunos más para la Revolución francesa. También se puede esperar a 1782, cuando se publica el primer tomo de las Confesiones de Rousseau. Por otra parte, se puede postergar incluso al 1827, año en el que aparece al calce del “Prefacio” de Víctor Hugo a su Cromwell. Sin ser el caso más extremo —recuérdese la amplísima comprensión de Hegel, para quien Shakespeare debe ser pensado como romántico—, M. H. Abrams traza en su clásico libro una genealogía que se remonta muy atrás: en su punta más temprana, a las imitaciones de Píndaro que Abraham Cowley publica en 1651 y que, en el ámbito de la lengua inglesa, señalan el inicio de la resurrección de la lírica. Por otra parte, y moviéndonos en la dirección opuesta en la línea del tiempo, el ya antes mencionado Luis Miguel Aguilar propone convincentemente 1836 como fecha del inicio del primer Romanticismo mexicano: es el año de la fundación de la Academia de Letrán y de la publicación

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de “Al Niágara” y “En el teocalli de Cholula”, del cubano José María Heredia. Incluso se puede ser aún más radical y pensar con José Emilio Pacheco que [n]uestro siglo xix comienza en los ochenta. El modernismo tiene que cubrir en cuarenta años el camino que la literatura europea recorrió en una centuria: ser al mismo tiempo romanticismo, parnasianismo y simbolismo. Tres modalidades que si en Europa fueron sucesivas y excluyentes son tres caras de un mismo fenómeno: la revolución romántica del siglo xviii cuyas consecuencias aún no terminan y reaparecen con nuevas características en el arte de nuestros días. (1999: xxi)

Además de la conclusión nada despreciable de que existe para el Romanticismo, y las breves décadas de sus esplendores nacionales, una longue durée e incluso una très longue durée que abarca todos sus distintos mundos y que aún nos abarca epocalmente, me interesa subrayar el hecho de que la constitución del Romanticismo (como la de cualquier otro acontecimiento) es inevitablemente retrospectiva. No solo en el sentido trivial de que necesariamente se necesita de la distancia que es el don del presente respecto al pasado, sino de otro menos evidente pero más importante y abarcador, pues es constitutivo no solamente del Romanticismo, sino de toda fidelidad. En Logiques des mondes, Badiou especifica que la fidelidad se da no respecto a un acontecimiento (évènement), sino a una “trace évènementielle”, a la huella de un acontecimiento desvanecido. Retomo uno de los elementos de nuestro Romanticismo de très longue durée: la radical novedad de Cowley se basa precisamente en que ejerce este tipo de fidelidad respecto a un inexistente: la lírica moderna inglesa surge en la medida que trata de reanimar una práctica poética perdida para su mundo; del mismo modo (aunque naturalmente con diferente estilo) que los versos de Heredia imaginan, mediante la evocación de un pasado prehispánico frente a sus ruinas irreparables, una manera propia, hispanoamericana, de ser moderno. Lo que tienen en común los dos es la fuerza y la literalidad que adquiere ese pasado arruinado, que no es posible restaurar, al que no se puede volver. Lo importante es que, aunque el gesto de su fidelidad al pasado los

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une, la huella fundacional a la que se le debe fidelidad y la manera de esta fidelidad son distintas. Por decirlo con las ventajas filosóficas del español, el modo en que sucede el estar de un mundo romántico es siempre cambiante. Para terminar con este apartado, quiero subrayar dos aspectos que serán mucho más claros cuando llegue a la lectura detenida de los textos. El primero es que, si bien todo acontecimiento exige que surja un sujeto radicalmente nuevo, al sujeto romántico lo caracteriza su articulación incomparablemente audaz de la apercepción de su inestabilidad. En otras palabras: si el sujeto romántico, como todos los demás sujetos, es la continuada expresión del advenimiento de una imposibilidad y del trabajo incesante de sustentarla en cuerpos, su manera de proclamarla es absolutamente singular. En segundo lugar, como he dicho ya e insistiré más adelante, esto implica un quiebre radical de la idea recibida que hace equivalentes al sujeto y al yo. Por decirlo brutalmente, el sujeto, y, en consecuencia, el sujeto romántico, debe pensarse primero como un nosotros. El yo memorable de ciertas enunciaciones solo existe como brillo temporal, como acento retórico. Es una astilla que se desprende de ese nosotros y siempre está en riesgo de derrumbe, de erosión, de olvido; de hecho, el yo, si se analiza concienzudamente, revela su conciencia de haberse escindido de un sujeto colectivo. Ahora bien, vale la pena preguntar aquí sobre la diferencia entre el nosotros romántico y el de las corporaciones que defienden los conservadores. Creo que, más que estilística, se trata de la fidelidad al mundo ya establecido, en el caso conservador, y a un mundo radicalmente nuevo que logra entreverse en el acontecimiento de verdad, en el caso de los liberales. Examinemos esta enunciación plural en el mundo del Romanticismo mexicano, pues es lo que divide sus dos momentos. Como muestran estas agudas observaciones críticas de Aguilar, también genera dos tipos de espacio: Antes de entregarse a cualquier arrebato amoroso, a la poesía romántica mexicana la cruzaron y guiaron tres motivos: el regreso al pasado indígena, el pleito por el paisaje y las intensidades cívicas […].

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El espacio público es tan desbordante y urgente, tan lleno de tiranos, guerras y alertas, que el espacio privado queda poco menos que proscri­ to […]. La fortaleza de esta poesía depende de que el sentimiento personal coincida o se confunda con el sentimiento público. (1988: 108-109)

Hay que hacer hincapié en esto último: como voz de la comunidad importa el Yo. Un ejemplo central aquí sería el gran poema de Ignacio Ramírez “Después de los asesinatos de Tacubaya”, de 1859, donde su dolor y su indignación son, sin ceder un grado de intensidad, logradamente impersonales. Agrega Aguilar que solo cuando “el liberalismo triunfante se volvió porfirismo institucionalizado […] el centro poético se desplazó: ahora el Amor, el Desengaño, la Religión, la Ciencia, el Hogar pasaron a ser los definidores de la nacionalidad en los poetas [de la generación de Manuel M. Flores (1840-1885), para quienes] los espacios públicos se cierran mientras los ámbitos privados se engrandecen” (1988: 111-112). Tiene razón, y no solo en el trazo general. Se debe subrayar que, mientras el Romanticismo primero es la cifra literaria de la lucha de los liberales y atraviesa muchas horas aciagas, en su forma más reconocible es el correlato del devenir conservador del liberalismo. Pero, además, hay que decir que este segundo momento del Romanticismo, donde predominan las temáticas íntimas, es rigurosamente contemporáneo con el ascenso del positivismo, que comienza en 1867, cuando Gabino Barreda, el discípulo de Compte, es llamado por Juárez para reformar la educación. Regresaré a ese dato fundamental al final de este texto.

Manuel M. Flores Manuel M. Flores nace en 1840, el momento justo para ver triunfar el liberalismo antes de cumplir los treinta años. Su comparativa estabilidad política ayudó al avance de su carrera como poeta, hasta granjearle, en su momento, bastante celebridad. Leamos “En el baño”, un ejemplo de la poesía más lograda entre las que son características ya del segundo momento romántico mexicano:

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Alegre y sola en el recodo blando, Que forma entre los árboles el río, Al fresco abrigo del ramaje umbrío, Se está la niña de mi amor bañando. Traviesa con las ondas jugueteando El busto saca del remanso frío, Y ríe y salpica de glacial rocío El blanco seno, de rubor temblando. Al verla tan hermosa, entre el follaje El viento apenas susurrando gira, Salta trinando el pájaro salvaje, El sol más poco a poco se retira; Todo calla… y Amor, entre el ramaje, A escondidas mirándolo, suspira. (1882: 37)

Subrayo de entrada “Se está la niña de mi amor bañando” en el primer cuarteto por la posibilidad de una lección muy hermosa en que el amor del sujeto lírico sustituye al río, pero también porque apunta hacia la dispersión contemplativa del primer terceto y a la aparición en el segundo de Amor con mayúsculas en tanto cuerpo divino. La niña que se baña en mi amor hace con su imagen que gire el viento, que trine el pájaro, que se retire el sol y, al final, que Amor mismo suspire. Hay que regresar a ese último terceto: Amor no está mirándola, sino mirándolo. ¿A qué se refiere este enclítico masculino? La sustitución pronominal es por el sustantivo Todo, el Todo que calla.1 En este instante en que cierra el poema, ha advenido un mundo. El silencio aguarda. No al acontecimiento, que ha pasado dejando apenas la vibración de su huella, sino al sujeto que lo reconfigure. Y este sujeto, en la lectura recibida, es el yo de quien espía a la muchacha que podemos pensar oscilando entre ingenuamente indiscreta o geni-

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Me hace advertir la editora de este volumen que, en la edición parisina de 1888, se cambia “mirándolo” por “mirándola”. Así aparece, por ejemplo, en la versión de la página del Instituto Cervantes [http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ pasionarias--0/html/]. Acaso sea una errata o lo que se piensa una errata, corregida.

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almente coqueta. Sin embargo, si leemos lo que el poema realmente canta, el yo es muy discreto y pasa de una observación al reclutamiento de otros observadores: el viento, el pájaro, quien lee. El sujeto, en cuanto lector, me quiere para sí, como parte del sustento material de algo simultáneamente levísimo y fugaz pero, al mismo tiempo, tan potente que ha abolido un mundo anterior. Ahora bien, aunque es claro que aún nos falta un trabajo definitivo sobre la notable poesía de Flores, es también innegable que, con todos sus méritos, esta lírica no se escapa de los límites compartidos por el resto del Romanticismo mexicano; de hecho, es crucial para hacerlo advenir, pues, conservando el paisaje de su primera época, convoca el erotismo de la segunda en un diálogo que no logra ni siquiera el mejor Altamirano.2 Lo que resulta más urgente para esbozar un Romanticismo radical es concentrarse en otra parte de su obra, la que no se hizo pública durante su vida: su escritura más íntima, que solo se publica como libro en el siglo xxi. Pero permítaseme volver en el tiempo para presentar a quien le permite conformar este sujeto romántico que nos falta comprender. Vuelvo al que sin duda es el episodio más recordado del Romanticismo mexicano, a su gesto central. Basándose en el testimonio de Juan de Dios Peza, José Emilio Pacheco escribe lo siguiente: El viernes 5 de diciembre de 1873, Acuña y Peza, que entonces tenía veintiún años, se sentaron en una banca de la Alameda a leer Las hojas de otoño, un libro de Víctor Hugo. Acuña se inclinó a recoger una hoja de las que el viento arrancaba a fresnos y chopos y dijo a su amigo: “Mira: una ráfaga de helada la arrebató del tronco antes de tiempo”. Luego le dictó (y le dedicó) el soneto “A un arroyo” que comienza:

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Si volvemos al libro clásico de Paul Bénichou sobre el período 1750-1830, recordaremos que el arranque del Romanticismo en Francia, incluyendo el ascenso del poeta para sustituir al peligroso letrado que representaban los philosophes, es parte del brutal coletazo conservador de la Restauración. Toda su Coronación del escritor piensa este proceso, pero especialmente importante resulta el capítulo sobre “Contrarrevolución y literatura” (2006: 102-181).

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José Ramón Ruisánchez Serra Cuando todo era flores en tu camino, cuando todo era pájaros tu ambiente, cediendo de tu curso la pendiente todo era en ti fugaz y repentino.

Al caer la noche salieron de la Alameda. Acuña se quedó en una casa de la calle de Santa Isabel y se despidió con estas palabras: “Mañana, a la una en punto, te espero sin falta. Si tardas un minuto más, me iré sin verte. Estoy de viaje… sí… De viaje… Lo sabrás después”. (2017: 25)

Como suele pasar, la prosa de Pacheco, tan tersa en su periodismo cultural como en sus libros de ficción, nos da de manera concentrada lo que tantas veces se torna difuso, por la combinación de abigarramiento y pudor, en los libros de la época. Conserva el ambiente y los elementos centrales para evocar la dicción y nos deja ver a los personajes con mayor nitidez que las fuentes de las que bebe: Acuña regresó tarde al cuarto 13 que ocupaba en la Escuela de Medicina… Rompió e incineró muchos papeles, escribió cartas dirigidas a su madre, a dos amigos: acaso Rosario y Laura Méndez. Acuña se levantó casi a mediodía el sábado 6 de diciembre. Puso en orden su habitación, se bañó, se vistió de negro, platicó con algunos compañeros en los patios del sombrío edificio que alojó durante la Colonia a la Inquisición. Hacia las doce y media volvió al cuarto número 13. Escribió sin que le temblara el pulso, un recado: “Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable”. Lo fechó y lo firmó. Encendió una vela. Apuró un vaso de cianuro y se acostó serenamente en el lecho. Al entrar Juan de Dios Peza, lo encontró “tendido en su cama con la expresión natural del que duerme […]. Un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio. (2017: 25-26)

Este gesto y la acusación de Altamirano —“¿Qué ha hecho? Acuña se ha suicidado por usted”—, sumada al ““Nocturno’ en que la dedicatoria quedó unida al título por la voz popular: ‘Nocturno a Rosario’ [hacen que] la muchacha de 1873 y la anciana que murió en Tacubaya medio siglo más tarde serían inexorablemente ‘Rosario la de Acuña’”

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(Pacheco 2017: 26). Rosario la de Acuña es, por cierto, el título que lleva la biografía escrita por José López Portillo y Rojas (1850-1923), publicada en 1920. Acuña no era ningún santo y acaso por ello perdió su oportunidad de ser correspondido. Por eso o porque “Guillermo Prieto ––que como el Nigromante, estaba tardíamente enloquecido por Rosario–– se acercó a ella para conminarla: ‘No le correspondas a Acuña. Te quiere engañar. Tiene de amante a una lavandera y, además, un hijo con Laura [Méndez de Cuenca]”’ (Pacheco 2017: 27). Aunque a él debe su ininterrumpida posteridad, Acuña está lejos de haber sido el gran amor de Rosario de la Peña. Antes de conocerlo en casa de Joaquín Téllez, Rosario ya había estado comprometida para casarse con el coronel Juan Espinosa de los Monteros y Gorostiza, muerto en un duelo en 1868. Más tarde, en sus tertulias se vio rodeada de la pléyade que incluía tanto a los hombres de la Reforma como a los más jóvenes. Todos se enamoraron de ella. Dice José Emilio Pacheco que ”al hechizo de Rosario no escaparon ni José Martí ni el joven Luis G. Urbina, quien la conoció veinte años después de aquel diciembre. [Pero] Rosario sólo correspondió a un poeta, Manuel M. Flores” (2017: 27). La noche del 26 de agosto de 1874, se conocen en una fiesta. Seguramente Flores sabía de la fama legendaria que nimbaba a Rosario. Por otra parte, ella habría leído con admiración justa los versos del joven poeta poblano. Su correspondencia, que comienza esa misma noche, se sostiene de manera nutrida durante el resto de ese año y el siguiente. En 1876 empieza a volverse más rala y durante buena parte de 1878 se interrumpe, debido a que Flores hace una especie de voto de silencio epistolar, sin que De la Peña deje de escribirle a él. Después de ese hiato, la correspondencia sigue hasta el 13 de febrero de 1883, cuando el poeta, ya muy enfermo, escribe la última de las cartas que se conservan. El archivo es asimétrico, pues las cartas de De la Peña se han perdido. Se ha especulado razonablemente que Flores se las devolvió y ella las quemó junto con otros papeles hacia el final de su vida. En su biografía de Flores, Grace E. Weeks nos legó algunos pasajes de los borradores de estas cartas, hoy también perdidos. Hasta donde sé, es todo lo que nos queda de esa mitad de la correspondencia. Además,

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como es evidente para cualquiera que lea la edición que hizo Marco Antonio Campos, el archivo de Flores también está mutilado. A pesar de todo esto, y de que, como ya se dijo, solo se publican como libro en nuestro siglo xxi, las cartas a Rosario de la Peña son en mi opinión el corazón secreto de nuestro Romanticismo, el esbozo y la ruina de lo que la exitosa represión conservadora no permitió arder, al menos en público, la huella de una subjetividad romántica casi borrada del campo literario. Pero, insisto, no del todo. A partir de estos textos hay que plantear una manera otra de pensar precisamente ese Romanticismo que estaba sucediendo, pero que apenas logró escribirse aquí. En su carta inicial, escribe Flores: Perdóneme usted pero esta noche no puedo hacer versos, no puedo escribir… Tengo el alma tan llena de usted, Rosario… tan llena de ti Rosa del cielo, que no puedo ni siquiera pensar. Pensar, para mí, no es más que contemplar tu imagen… Está en adoración todo mi espíritu. Comprendo que se llore de dicha, porque algo como un sollozo tiembla en mi corazón. Tengo el miedo de la felicidad. Yo no sé lo que será de mí; sólo sé que no me pertenezco, que he abdicado de mí mismo, que tú, Rosario, la mujer de mi destino, tienes la responsabilidad de mi suerte. (2004: 3)

El estado que me parece fundamental y al que me gustaría serle fiel es la oscilación. El usted inicial se convierte en tú pocas palabras después. Pero, además, la oscilación es capturada en prosa, porque “no puedo hacer versos” y, por lo tanto, desnuda del ornato poético que tan rápido y tan mal envejece. Al sortear su propia manera, llega a un momento de singularidad valiosa. Flores no dice “tengo miedo de la felicidad”, sino “tengo el miedo de la felicidad”: este miedo no es solo preciso, sino también exclusivo, se produce como una función en matemáticas donde las correspondencias se dan una a una. La capacidad muy considerable de manejo del lenguaje del poeta Flores se convierte aquí en un delicado instrumental aperceptivo; en una observación constante del acontecimiento de su amor. El sujeto amoroso es, en esta historia, agonístico desde el arranque mismo.

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Debo insistir en que, aunque solo conservemos lo que escribió Manuel M. Flores, el sujeto de este acontecimiento de verdad no es solo él. Al inicio de su carta del 16 de septiembre de 1874, escribe: “¿Tan pronto, Rosario?”, y agrega inmediatamente: “Mi última carta ha quedado sin respuesta”. Flores ha vuelto a Puebla, donde es diputado local, y lo que le queda entonces para ser fiel a la huella del acontecimiento, a los besos que Rosario le ha dado, es la escritura. “Quizá no tenga razón, pues aún no hace ocho días espero” (Flores 2004: 7). Al esperar, desespera; a menos de un mes de haberla conocido, exige: Yo necesito que me digas la verdad, la verdad entera, la verdad desnuda. En nuestro conocimiento hubo tales circunstancias, que lo que ellas crearon puede haberse disipado para ti como pasajero y efímero. Para mí no pasará jamás. Eres la mujer de mi amor y de mi alma; eres mi alma. Mis palabras no son solamente palabras; yo te ruego que te penetres bien de esto. Cuando te digo que eres mi alma es porque te amo de tal manera… que no te lo puedo explicar. Cuando te digo que eres mi vida es porque nada espero, nada sueño, nada quiero que no seas tú, Rosario. Yo no puedo ni siquiera concebir una felicidad que no venga de ti, y en que tú no seas todo. Pero esto es respecto de mí mismo. En cuanto a ti, sin que esto sea un reproche, pudo haber algo de pura imaginación, y por lo mismo, pasajero, pudiste equivocarte de buena fe. Y por esto te digo: necesito que me digas la verdad, la verdad completa, por dura que me sea. (2004: 7-8)

Seguramente su amada le protesta su amor en su respuesta. Pero, además, Juan de Dios Peza (1852-1910) le explica a Flores lo complicado que le resulta a Rosario poder sortear la vigilancia de su madre, una viuda de medios económicos modestos y con tres hijas que no logrará nunca casar, para enviar sus misivas. Flores se ve obligado a disculparse: “Perdóname, alma mía, perdóname ¡te lo ruego!, pero yo ignoraba todos esos detalles. De hoy en adelante, seré preciso en el día. Escribiré y mandaré los miércoles, para que recibas el jueves” (2004: 37).

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También quiero habitar ese “perdóname” que se repite con frecuencia a lo largo de toda esta correspondencia. En la capa más obvia, marca los momentos en que Flores, después de reprocharle algo a Rosario ––por ejemplo, en la carta del 10 de marzo de 1875: “¿Por qué tu carta es fría mi Rosario? ¿Por qué no es una respuesta a la mía?” (2004: 39)—, se arrepiente del reproche, pues es injusto. De golpe le llegan tres cartas que se habían atrasado, se entera de que Rosario está enferma y que con mucho esfuerzo ha logrado escribir unas pocas líneas. Pero es además la rectificación del sujeto amoroso. Este ajuste subjetivo debe leerse relacionándolo con la insistencia en cuanto a la Verdad; en la exigencia de que Rosario garantice algo que inmediatamente se revela como prácticamente puro pasado, puro futuro, pero, sobre todo, algo que carece esencialmente de positividad: una huella. Lo que me lleva de manera irresistible a Badiou, a quien cito de su Second manifeste pour la philosophie: Llamaremos enunciado primordial al inexistente del estado anterior del mundo que se haya relevado, llevado a la potencia máxima de aparición por la mutación acontecimental. No es que se trate necesariamente de una palabra, sino porque el valor de este término es una suerte de mandato. Nos dice desde lo alto de la autoridad que le da su relevo: “Mira lo que adviene y no solamente lo que es. Trabaja en las consecuencias de lo nuevo. Acepta la disciplina apropiada al devenir de esas consecuencias. Haz, de todo el múltiple que eres, cuerpo de un cuerpo, la materia imborrable de la Verdad”. (2010: 80)

Admito que es denso y poco amable, pero, comparado con el galimatías de Lógiques des mondes, resulta terso. Además, en muy pocas líneas se nos presentan las herramientas necesarias para de nuevo cuestionar una serie de ideas recibidas sobre el Romanticismo. Primero, lo más importante: del mismo modo que en la obra de Badiou sujeto debe entenderse como la suma o cristalización subjetivada de varios individuos humanos (a través de una idea) en torno a una verdad, cuerpo también debe entenderse como corpus, como cuerpo formado con cuerpos. En esto consiste la novedad radical de esta relectura del

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Romanticismo, pues tanto el sujeto como el cuerpo romántico dejan de ser yoícos para regresar a su potencia utópica jacobina, a la de la multitud y su fidelidad variopinta, de diferentes intensidades y duraciones. En cuanto se privilegia el yo, se reimpone una aristocracia ––ya no la de cuna, pero aristocracia al fin––, y con ello se subyugan de nuevo las potencias plebeyas. Esto no quiere decir que desaparezca el yo como una de sus posibilidades de enunciación, sino que debemos reconsiderar su índole. En una carta sin fecha, pero que Campos supone de entre la segunda mitad de septiembre y octubre de 1874, Flores dice lo siguiente: Rosario, tu amor es para mí todo un destino… Hay momentos en que tengo miedo de ser feliz, todo lo hermoso, todo lo grande y todo lo bueno se desvanece tan pronto, que nada más razonable que el ateísmo de la felicidad. Yo no dudo de ti: dudo de mi fortuna. Cuando me he encontrado a solas conmigo mismo, frente a mis recuerdos, frente a mis pensamientos… te lo confieso, mi alma ha temblado… (2004: 9)

“El ateísmo de la felicidad” es una expresión extraordinaria. Muestra los enormes poderes de invención y de precisión de Flores con más intensidad que cualquiera de sus versos. En sus cartas a Rosario su esfuerzo es muchísimo menos convencional. No tiene que obedecer a formas recibidas, se libra de las tiranías del mundo de la literatura de su tiempo e intenta decirse con pasión, desde luego, pero sobre todo con verdad. Lo que intenta es una verdad apasionada obedeciendo a lo que Badiou llama “enunciado primordial”. Pero, al mismo tiempo, muestra precisamente que la felicidad, pensándola de manera rigurosa, es de índole teológica, pues se trata de lo que Badiou llama un Todo, esto es, lo que no hay.3 En rigor, el futuro —donde radica el destino que menciona— es tan evanescente

3

Desde luego hay que recordar, con Motserrat Galí i Boadella, cómo la felicidad, en tanto meta de vida de la Ilustración y aquí, bajo el régimen de los Borbones, sufre un rápido desgaste en cuanto triunfa la Guerra de Independencia (Galí i Boadella 2002: 45-55).

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como el acontecimiento en torno al que se forma el sujeto. Es necesario al mismo tiempo imaginarlo con enorme intensidad, pero sin certeza. Al final del pasaje citado, Flores practica y platica una escisión, donde queda clara la diferencia entre el yo imaginado de manera tradicional-liberal y el yo ajeno, pues no es una pertenencia, sino un don, prometido y recibido de la subjetividad, un yo que es más munus4 que cogito. “Mi alma ha temblado” dice Manuel M. Flores, porque su fortuna es sublime: no solo no puedo abarcarla, es imposible conquistarla solo. Un poco más abajo, dice Flores: “Quizá habrás pensando mal de mí pero sería preciso que por un momento pudieras ser otra persona y te pudieras conocer, para que comprendieras que cuando se te conoce es imposible olvidarte” (2004: 10). Lo que le sugiere a Rosario es un gesto paralelo al que él acaba de realizar: una manera peculiar de apercepción. La invita a ser el otro que la ha conocido; o sea, a mirar a Teresa de la Peña siendo precisamente Manuel M. Flores. La invita a poder concebirse no como yo, sino como ese más (y menos) que significa Rosario (y todos los nombres y epítetos que le da Manuel); pensarse como Otra. Esta Otra, Otro, debe pensarse como lo que Badiou llama un “operador diagonal” (2006: 132). Pero ¿qué atraviesa el operador diagonal? Cruza al ser y a lo que no es. Esto es, precisamente, al ser-ahí. Definido de manera sumamente económica, el ser-ahí es “el ser determinado por su apareamiento con lo que no es” (2006: 156) o, de otra manera, “el ser ahí [el estar] es esencialmente ser otro” (2006: 157). Tú eres lo que no estaba. Me permito una última cita considerablemente larga pero importante, porque me parece que en la carta del 10 de marzo de 1875 confluyen todos los temas que he venido señalando por separado:

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Mi fuente para pensar el munus es la trilogía de Roberto Esposito ––Communitas, Immunitas, Bíos––, en la que, diseminada entre sus páginas, se va dibujando una definición: el munus es aquello que une a una comunidad. Lo importante es que no tiene positividad ––pues no es un tesoro, una tradición, una lengua, una serie de vínculos de sangre––, sino una deuda que no puede pagarse; no es una deuda externa, sino éxtima. Dicho en lacaniano, el munus es lo Real de una intersubjetividad.

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Yo te amo, Rosario, te lo protesto, con todo el amor de que mi corazón es capaz. Para la dicha de ese amor, yo necesito de una fe… la del tuyo… ¿Por qué viene a mí tantas veces y tan intensa la idea de que tú, Rosario, precisamente por tu corazón y por tu inteligencia eres la escéptica del amor?... Tú quieres creer en el amor y no puedes creer en él… ¿No es verdad? Tu quieres creer en la dicha… el sueño de ese sueño que se llama la esperanza… Y no puedes creer en la dicha. Tu corazón, Rosario, en materia de amor es tan ateo como el mío… por eso me atrae. No seremos los niños del amor, ni sus neófitos, porque no podemos serlo, precisamente por eso nos amamos mejor y más sinceramente. Ya tú ves cómo te hablo, Rosario. Desnudo ante ti mi corazón, a riesgo que su desnudez te parezca una deformidad. Quiero provocar las ingenuas confidencias del tuyo. El antiguo sistema del amor es el engaño: ensayemos, Rosario, un nuevo sistema: la verdad. Espero de ti una carta que sea una referencia directa a ésta. Sea lo que fuere que me digas, con razón o sin ella, tú, Rosario eres el amor único y último y supremo de mi vida. (2004: 39-40)

Y, además, porque es a la única carta que uno de los fragmentos escritos por Rosario de la Peña, y localizados por Grace E. Weeks, responde con toda certeza: Me he encerrado y concentrado para escribirte una larguísima carta, hoy que he apagado un tanto el tumulto de mis ardientes impresiones, siento que mi cerebro se serena y mi corazón no me ahoga. Has querido provocar mis ingenuas confidencias, está bien, voy a decírtelas como si hablara contigo. Siempre que llega a mi vida la palabra “felicidad” la encuentro armoniosa y nada más, cuando mi imaginación se empeña en darle forma, en hacerla existe[ente], me burlo de mí misma, me compadezco después y me digo [¿dedico?] a soñar —emprend[o] el vuelo— me encumbro hasta lo que es prácticamente imposible a riesgo de caer como Ícaro, con las alas rotas y espirando de dolor. No me puede así con el amor, el amor es para mí una enfermedad que afecta todo el sistema nervioso. Tiene su fiebre, sus desmayos, sus crisis, en ésta viene la muerte y no deja ni el recuerdo. Todo concluye o queda la enfermedad crónica, un sentimiento tranquilo y risueño, no libre de dolencias y de lágrimas.

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Yo te amo, con toda mi fuerza, eres el ídolo de mi alma, pero no estoy satisfecha de ti, tú estás conforme, te conformas con vivir, lejos de mí, te basta con que viva yo en tus memorias. (Flores 2004: 106)

En estas cartas aparece una manera del sujeto romántico del amor. Del amor de dos que han amado mucho y han sido muy amados. Pero, sobre todo, de dos que ponen por escrito la duda sobre el amor, que es la manera adulta del Romanticismo. Y esto también importa: cómo estas cartas marcan un camino para poder superar el coup foudre, el mito aún vigente del primer amor, del que están conscientes; no se trata del enamoramiento, sino del amor sostenido. Sin embargo, hay un punto evidente: ¿por qué se mantiene la condición de posibilidad de esta correspondencia, o sea, la distancia? ¿Por qué no hacen cuerpo sexualmente? Confieso que me he reservado una pieza clave de información, pero es debido a que nunca aparece en estas cartas. Quien conoce la chismografía del xix mexicano, espera el momento en que Flores finalmente ponga por escrito lo que no se atreve a decir, a pesar de sus protestas de que se muestra completo. A lo largo de su correspondencia, la frecuencia con la que habla de sus padecimientos físicos es creciente: primero se queja del hígado, casi inmediatamente después “del cerebro”, al final del avance irresistible de la ceguera. Pero, al menos en estas cartas, pues cabe pensar que las que han sido sustraídas o suprimidas dijesen lo que causa estos síntomas y constituye la condición de imposibilidad de su matrimonio ––que la viuda de De la Peña, la madre de Rosario, acaba exigiéndole francamente a Flores entre 1875 y 1876—. El Flores que tanto le exige la verdad a Rosario nunca se atreve a decirle que padece una sífilis galopante.5

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Juan Carlos González Espitia, en su texto “A Brief Syphilography of Nineteenth Century Latin America”, ha leído persuasivamente la sífilis no solo como hecho biológico, sino como el núcleo de una compleja trama de artefactos culturales que se activan cuando, al descubrirse su carácter hereditario, se sabe que están en juego no solo la salud del individuo, sino la de su familia, incluyendo a su descendencia, que son los futuros ciudadanos.

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Me parece poco menos que urgente —nada en los estudios del siglo xix lo es verdaderamente— el que alguien suplemente la biografía de Weeks, que tiene casi medio siglo ya, con una ficción conjetural donde se explore con los poderes de la imaginación las posibilidades que el rigor crítico tiene que dejar suspendidas.

Romanticismo conservador Mientras esta ficción adviene, me limito a los hechos. Flores, ya completamente ciego y pobre de solemnidad, agoniza y muere en 1885 cuidado por Rosario de la Peña, que muere soltera en 1924, en Tacubaya, casi cuarenta años después, sobreviviendo trece meses a su primer biógrafo. Lo más importante es que esta historia de amor sigue silenciada, debido, como ya se vio más arriba, a la publicación sumamente tardía de la correspondencia, que es su fidelidad y su proclamación,6 pero también al hecho de que no hayamos sabido recomponer la textura de nuestro siglo xix de manera radical, rompiendo de una buena vez con los marcos de interpretación recibidos y que siguen actuando sobre el campo.7 Como he insistido y espero haber mostrado, la potencia del sujeto que se produce en este acontecimiento escritural solo puede ser comprendida cabalmente mediante una teoría del mismo en torno al que este sujeto (intersubjetivo) cristaliza y se cuartea e intenta perseverar. No quiero pensar en esta última sección la negación del acontecimiento romántico que se repite a lo largo del tiempo y cuya articulación más alta y más resonante es la de Paz, sino la de la supuesta alianza entre la política liberal y el Romanticismo. Víctor Hugo dijo 6 7

Recuérdese que otro de los casos cruciales de revolución radical de la subjetividad en el siglo xix, las Memorias de Servando Teresa de Mier (1765-1827), sufren la misma postergación, que impiden su efecto entre sus contemporáneos. Sobre las tensiones que atraviesa el campo en este momento, véase mi artículo reciente ”Ampliación del campo”, donde comparo diferentes prácticas críticas.

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que el liberalismo era un Romanticismo político, pero, en México, esta alianza se va volviendo progresivamente limitante y represiva para el Romanticismo, envenena su manera más radical y lo mueve en la misma dirección del conservadurismo cuando finalmente se consolida en el poder. Desde este punto de vista, la primacía del yo que se presenta tardíamente en la poesía mexicana, y que llega, en el crepúsculo del modernismo, hasta la sinceridad en la poesía final de Amado Nervo,8 debe ser planteada, más que como el producto de un nosotros vivo —el del sujeto, cuyo interés radica en su perpetua inestabilidad, ese yo que dice “perdóname” y se reconstituye diferente, en otro lugar, como su resto—, como la ruina de una posibilidad literariamente realizable —y realizada en parte por esta correspondencia— pero suprimida por otras enunciaciones más fáciles y más útiles a los manuales. El mérito mayor de esta zona de la obra de Flores consiste entonces en articular como ningún otro autor del xix mexicano (romántico o no) las posiciones del acontecimiento amoroso; accede a un punto altísimo de la posibilidad de este Romanticismo como decir, cantar, sostener de un sujeto intersubjetivo. La manera más importante de conectar este comunismo romántico a su represión liberal es a través de una palabra que ya he usado antes y que atraviesa muchas de las polémicas del siglo antepasado. Debido a la importancia de la lengua francesa en la cultura, cuerpo traducía entonces una parte mucho más amplia del campo semántico que abarca corps de lo que lo hace hoy en día, incluyendo lo que entendemos más bien como corporaciones, pero que el doctor Mora, en su liberalismo, finamente percibido por Leopoldo Zea como un protopositivismo, llama, justamente, cuerpos y a las que atribuye un esprit de corps que denomina en llano español “espíritu de cuerpo”. Para Mora, y, al decir para Mora, digo para el liberalismo mexicano, el cuerpo es el enemigo crucial, pues

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Ver, por ejemplo, “Pale Theory”, mi texto reciente sobre cómo en su crónica de viajes se produce una articulación subjetiva absolutamente distinta y mucho más interesante (Ruisánchez Serra 2018b).

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los hombres de los cuerpos ––dice Mora–– se identifican con los intereses que les son peculiares y con los dogmas de su símbolo peculiar […] en el puesto que ocupan si las circunstancias le obligan a tomar partido, no pueden declararse contra los cuerpos a los que pertenecen sin provocar su indignación y quedar desde entonces expuestos a ser blanco de sus persecuciones: en una palabra, porque los cuerpos ejercen sobre sus miembros una verdadera tiranía que hace ilusoria la libertad civil y la independencia personal que a sus miembros corresponde como ciudadanos. Estos hombres, nos sigue diciendo Mora, en lo que menos piensan es en la conservación y seguridad de los derechos comunes: el empeño principal es sacar airoso al cuerpo, establecer su jurisdicción exclusiva y deprimir la autoridad civil. (Zea 2014: 79-80)

Desde luego, el nombre de los cuerpos que preocupan a Mora son el clero y el ejército, que, por sus fueros, se oponen al proyecto de Estado que conviene al capital, cifrado como progreso, industria y, claro, libertad. Este temor a los cuerpos lleva directamente a que en la protección específica del liberalismo ––y a su práctica como pedagogía que es el positivismo–– se limite la libertad al derecho de cada individuo a sus propias opiniones y convicciones privadas. Esto quiere decir que, en cuanto amenacen con convertirse en cuerpo, se puedan reprimir. Es por ello que, conforme avanza el siglo y con el triunfo del liberalismo, después de décadas de guerras civiles e internacionales, lo que había sido la tendencia de un Romanticismo colectivo se limita a los interiores muy delimitados por la casa privada y por un decir apolítico. Así, paradójicamente, se aplasta junto con la amenaza conservadora de las corporaciones y los fueros un Romanticismo jacobino, más radical, y repito el adjetivo de arriba, un Romanticismo comunista, pero que es posible percibir como virtualidad que regresa en ciertas obras posteriores —piénsese la colectividad que dibuja Cartucho, de Nellie Campobello—. Un Romanticismo del Otro, un Romanticismo del operador diagonal, no solo al interior de un poema, o de una carta, no solo con un libro, sino que se le escapa. Cuando se estudien los Romanticismos locales, en sus duraciones particulares y en diálogo con los discursos políticos que ellos impulsaron (pero que también los

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limitaron), se abrirá la verdadera posibilidad de enunciar la pluralidad del Romanticismo global como lo que es: una variedad pasmosa de fidelidades lectoras y escriturales, publicadas e inéditas, a una misma huella acontecimental.

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Temporalidad, guerra y nostalgia imperial en las Memorias del vizconde de Taunay Javier Uriarte Stony Brook University

Nessun maggior doloreche ricordarsi del tempo felice ne la miseria. Dante, Commedia, Canto V, 121-123 ¿Qué memoria nuestra pervivirá? Roberto Bolaño, 2666, 901

Alfred d’Escragnolle Taunay (1843-1899), conocido como el vizconde de Taunay, es considerado uno de los representantes más visibles del Romanticismo brasileño, especialmente famoso por su canónica novela Inocência (1871). Taunay perteneció a una familia aristócrata, muy cercana a la corte del emperador Dom Pedro II, cuyo largo reinado de cuño ilustrado (1841-1889) signó el siglo xix brasileño.1 1

La bibliografía sobre el reinado de Dom Pedro II es amplia. Al respecto, consultar por ejemplo, Moricz Schwarcz (1998).

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El vizconde de Taunay provenía de una familia francesa y su abuelo paterno, Nicolas-Antoine Taunay (1755-1830), fue un pintor cercano a la corte y fundador de la Academia Brasileña de Bellas Artes. Este trabajo no se detendrá, sin embargo, en la mencionada novela, sino principalmente en las Memórias de Taunay, texto escrito a fines del siglo xix — termina de escribirse en 1892—, aunque el autor solicitó que fuera publicado en 1943, cien años después de su nacimiento (acabó saliendo a la luz en 1948). En estas páginas haré también mínimas referencias a otro de sus textos más conocidos y trabajados, La retraîte de Laguna (más conocido por su título en portugués, A retirada da Laguna, 1868), crónica de una expedición trágicamente fracasada de un contingente militar en el oeste de Brasil durante la Guerra de la Triple Alianza —también conocida como guerra del Paraguay, de 1864-1870—. La intención de sorprender a las fuerzas paraguayas realizando una incursión por el norte de este país no dio frutos porque, en parte, no tomó en cuenta las dificultades del terreno, las cuales provocaron el debilitamiento de las tropas brasileñas poco antes de penetrar en territorio paraguayo. A retirada da Laguna es un texto que Taunay reescribe múltiples veces a lo largo de los años y narra tanto el fracaso de la expedición como la supervivencia de un grupo de soldados de la misma que lograron regresar a Brasil. Se trata de una narrativa sobre la destrucción de las propias fuerzas brasileñas, la cual se acentúa a medida que estas luchan por retornar a territorio brasileño. Sin embargo, dicha narrativa aparece retóricamente insertada en un relato victorioso —Brasil, Argentina y Uruguay conformaron una alianza contra Paraguay y resultaron a la postre vencedores—: así, el heroísmo, la resistencia y la voluntad de volver a la patria se tornan centrales en el armado del texto. Me interesará principalmente trabajar algunas cuestiones temporales importantes que atraviesan las Memorias. En primer término, es imprescindible establecer las circunstancias de escritura del texto; asimismo, cabe explorar las relaciones de estas tanto con el pasado como con el futuro. Taunay, como hemos dicho, termina de escribir las memorias en 1892, pocos años después de la proclamación de la república, fruto de un golpe militar ocurrido el 15 de noviembre de 1889. Conviene insistir aquí en elementos co-

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nocidos, pero que no hay que perder de vista en el contexto de este volumen colectivo: Brasil, luego de su independencia en 1822, que no implica por cierto guerra alguna, se declara un imperio. El sistema imperial, que fue de hecho una monarquía parlamentaria, aunque profundamente antidemocrática, solo es sustituido por el republicano en 1889, como hemos visto.2 Al mismo tiempo, el período conocido en Brasil como la primera república, o la República Velha, que comienza con esta proclamación, termina en 1930 con otro golpe militar, que esta vez inaugura el Estado Novo de Getúlio Vargas. Así, la proclamación de la república se produce apenas un año después de abolir la esclavitud, siendo Brasil el último país del continente en hacerlo. Los años anteriores a estos eventos envuelven al país en intensos debates políticos e intelectuales sobre cuestiones referidas al futuro, a la modernización, a la propia noción de abolicionismo.3 De hecho, y es este el punto en el que Brasil se asemeja con mayor claridad a las demás naciones del continente, la república, fuertemente inspirada por la teoría positivista, impondrá un régimen conservador, militarizado y represor que en pocos años consigue alienar el entusiasmo inicial de los intelectuales y de la opinión pública, generando descrédito y frustración sociales.4 La República Velha se corresponde

2

3 4

En un clásico libro sobre la historia del siglo xix brasileño, Emília Viotti da Costa describe el período monárquico como exento de transformaciones estructurales importantes: “A despeito das transformações ocorridas entre 1822 e 1889, as estruturas sócio-econômicas da sociedade brasileira não se alteraram profundamente nesse período, de modo a provocar conflitos sociais mais amplos. O sistema de clientela e patronagem que permeava toda a sociedade minimizou as tensões de raça e de classe. O resultado desse processo de desenvolvimento foi a perpetuação de valores tradicionais elitistas, antidemocráticos e autoritários, bem como a sobrevivência de estruturas de mando que implicam na marginalização de amplos setores da população” (1979: 16). Sobre este tema, ver, entre otros, Ângela Alonso (2002). Quizá la Guerra de Canudos, una masacre de un poblado rebelde (y algunos podrían decir conservador) en el norte del estado de Bahía en 1897, y fundamentalmente el canónico libro Os sertões, de Euclides da Cunha, publicado en 1902, constituyan el momento clave en que esta insatisfacción se revela.

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entonces a la perfección con la caracterización que Juan Pablo Dabove da de varios gobiernos conservadores-modernizadores-militaristas de fines del siglo xix: “The late nineteenth-century Latin American formula of rule: ostensibly liberal and formally republican, but in fact authoritarian, oligarchical, and decisively bent on a project of export-led macroeconomic growth, nation-state building, and social transformation according to Eurocentric models, inspired by positivist philosophy” (2007: xi). A pesar de que hoy es recordado principalmente por dos títulos —A retirada da Laguna e Inocência— el vizconde de Taunay es autor de una obra abundante —en gran medida publicada en forma póstuma— que tiene, podría decirse, dos líneas temáticas principales. Por un lado, los textos que pertenecen a lo que podríamos denominar ciclo de la guerra del Paraguay y de la región de lo que hoy es el estado de Mato Grosso do Sul. Entre estos, donde la descripción del paisaje, el viaje y la guerra se entrecruzan de manera original, se encuentran no solo sus dos obras más conocidas, sino textos como, entre otros, Scenas de viagens (1868), Histórias brasileiras (1874), Céus e terras do Brasil: scenas e typos, quadros da natureza, fantasias (1882), Recordações de guerra e de viagem (1920), Visões do sertão (1923), Marcha das forças (expedição de Mato Grosso) 1865-66, do Rio de Janeiro ao Coxim (1928) y el texto oficial Diário do exército (1928), sobre la campaña de 1869-1870 que dio por terminada la guerra del Paraguay, en la que el autor también participó. La segunda línea que podemos identificar contendría textos en los cuales Taunay establece sus posiciones sobre eventos políticos y económicos de Brasil; esto es, de opinión política, ensayos, opúsculos, panfletos, incluso textos de ficción vinculados con su actividad política, la cual comienza en 1872, una vez que regresa de los escenarios de la guerra. Algunos ejemplos de esta escritura, muchos también publicados póstumamente y que no podremos analizar aquí por falta de espacio, serían O casamento civil (1886), Que é a imigração? (1887), Ao eleitorado conservador (1889), Cartas políticas (1889), O encilhamento; scenas contemporaneas da bolsa em 1890, 1891 e 1892 (1894-1895) —novela sobre las crisis económicas de esos años, conocidas precisamente como o encilhamento— e Império e república (1933).

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(Auto)crítica, posteridad y formas de la pérdida La elección de las Memorias como centro del análisis de este ensayo se debe a que ese libro se encuentra entre estas dos líneas, ya que, por un lado, vuelve a contar la historia de las expediciones al frente paraguayo —en los escritos de Taunay hay un constante regresar a la experiencia de la guerra, con algunas repeticiones o con énfasis cambiantes—, mientras que, por otro lado, narra la vida política brasileña durante la segunda mitad del siglo, y particularmente la participación del autor en la misma. Las Memorias de Taunay, escritas inicialmente en cuatro tomos, dibujan un panorama de las clases aristocráticas, de las cortes y, en general, de las clases dirigentes de Brasil entre 1843, año del nacimiento del autor, y 1870, cuando finaliza la guerra del Paraguay. La familia de Taunay tiene una relación cercana con el emperador, quien aparece en ocasiones como consejero, como editor y como el primer lector de los textos de Taunay. Al referirse a la génesis de uno de sus libros, Cenas de viagens, el narrador explica: “O manuscrito foi com a maior paciência, integralmente lido pelo Imperador, que corrigiu a lápis várias passagens” (1948: 175). Esto es importante: la cercanía entre Pedro II y el narrador se explica por un componente central que va más allá de los lazos de clase y la amistad. La literatura tiene un papel crucial en esta relación: el emperador es también, para el narrador, un intelectual, un sabio admirado por su inteligencia y su cultura. Para entender mejor la importancia de la figura de Dom Pedro II en el texto es importante volver sobre las circunstancias de enunciación y las operaciones retóricas que las mismas implican. Como hemos dicho, Taunay termina de escribir las Memorias en 1892, cuatro años después de la proclamación de la república y la consiguiente caída del sistema imperial, al cual Taunay apoyó y continúa apoyando en su autobiografía.5 Al mismo tiempo, en 1891 el exemperador muere en el exilio, evento que marca profundamente su escritura. Dom Pedro II es una presencia central en el texto de Taunay, celebrado y recordado

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En las primeras páginas se indica la fecha exacta del comienzo de la escritura: el 6 de noviembre de 1890 (1948: 15).

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constantemente desde el lugar de una cierta sensibilidad conservadora letrada compartida entre el narrador y el personaje homenajeado: Foi Seybold quem compôs o esplêndido epitáfio de D. Pedro II, que resume de modo tão eloqüente aquela belíssima existência. Vêm-me as lágrimas aos olhos, ao transcrever para estas páginas conceitos tão justos, tão comovedores e elevados. É mais uma homenagem que presto à memória daquele ínclito soberano, cujo reinado teve tão inesperada e extraordinária contraprova. Ficou bem verificado, quanta sinceridade havia naquela grande Alma, nas opiniões, no modo de pensar político, social, particular, em tudo enfim… D. Pedro II honra a humanidade inteira! (1948: 162)6

La proximidad de la muerte hace del recuerdo del emperador un elemento articulador del texto, que busca resaltar la intimidad entre el narrador y el recientemente fallecido monarca. Se trata de una intimidad caracterizada por una sensibilidad romántica, cargada de emocionada nostalgia: el conservadurismo letrado del autor parece acá fundarse en cierta capacidad extraordinaria para el sentimiento, que admira en el emperador. Las reflexiones ciertamente nostálgicas sobre el paso del tiempo y la narración del mismo tienen que ver con una sensación de pérdida y de injusticia, que es el lugar desde el que se escribe. Esto es importante reafirmarlo: Taunay elabora este texto desde las ruinas de un mundo de cuyo colapso ha sido testigo, un sistema que explica su vida familiar, así como su trayectoria intelectual y política. Escribe desde un Brasil que ha dejado de tener sentido para él. Este ejercicio de memoria puede leerse, así, como un intento de recuperar nostálgicamente días que aparecen construidos como felices y heroicos, pero también como una forma de comprender su lugar en la sociedad brasileña, cuyos márgenes ahora habita. En este sentido, las Memorias realizan dos operaciones retóricas de interés. En primer lugar, el narrador busca afirmar —o, mejor, evaluar— su propia importancia en la vida cultural y literaria de su

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A lo largo de este texto, procuré en las citas de Taunay conservar la grafía original del portugués de la edición consultada.

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país. En segundo lugar, construye, con un fuerte tono nostálgico, el Imperio como un tiempo de felicidad ya perdido, a la vez que critica el sistema republicano y la situación supuestamente decadente que caracteriza el momento de la escritura. En relación con lo primero, a lo largo del texto la propia obra del autor es continuamente referida y elogiada, y es posible notar una inquietud relacionada con el propio lugar en la historia literaria de su país, con cómo su obra será leída en los años siguientes. En una tesis doctoral reciente sobre la escritura de memorias en el siglo xix brasileño, Katerine Brito sostiene que uno de los objetivos centrales del texto es “a construção da imagem de um ‘ilustre brasileiro’, apto a figurar entre os melhores e maiores, ‘cujos serviços ao Brasil tão valiosos foram’, e por isso pretensamente merecedor do reconhecimento da posteridade por suas escolhas pessoais, sempre feitas em função da pátria” (2017: 54). Como veremos, la búsqueda de la propia glorificación es clara, pero se ve atravesada por momentos de duda, de tristeza, de saudade. El narrador se pregunta si se volverá un distinguido escritor, una honra para su país, a lo que agrega: “Nada me compete responder; mas tenho a consciência de que trabalhei sempre com o maior esfôrço e todo o desinterêsse, movido só pelo estímulo do renome e da glória. Se mais não fiz, foi porque não pude, tendo a intuição de que, na verdade, alguma coisa me faltou, apesar de todo o meu empenho, para me tornar saliente e para sempre notável” (Taunay 1948: 174). El tono de duda, de gran sinceridad, se explica por el hecho de que el narrador se sabe leído en la posteridad: recuérdese que la publicación de este texto se difirió, por pedido expreso del autor, alrededor de cincuenta años; es decir, el momento y las circunstancias de la enunciación no coinciden con los de la publicación. Volveré sobre este elemento singular del texto. Más allá de la duda, que, por cierto, es un rasgo más bien excepcional del texto, la cita anterior es un claro ejemplo del lugar prominente que la propia labor escritural tiene en las Memorias. Taunay también expresa su decepción acerca de la forma en que ha sido tratado en los círculos literarios de su país y sostiene que no se le ha dado el lugar que merece en ellos (1848: 165). Pero acaso lo más interesante en este sentido sea la comprobación de que el libro es también un ejercicio de crítica literaria que permite tener una idea del panora-

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ma intelectual brasileño en el siglo xix y de algunos debates que en él se producían. Así, Taunay evalúa su propio trabajo: sostiene, con sorprendente acierto, que sus mejores obras, aquellas que serán recordadas y leídas, son Inocencia y A retirada da Laguna (1848: 97).7 A pesar de haber sido acertada, esta percepción sobre la propia obra se ha reproducido en la labor de la crítica, elemento que cuestiona María Lídia Lichtscheidl Maretti, autora del estudio de mayor aliento sobre la obra de este autor, al afirmar que la crítica literaria “tem excluído do seu conjunto tudo o que não corresponde aos critérios de valorização e periodização de que esta historiografia sempre se valeu: geralmente, restam apenas Inocência e A Retirada da Laguna como textos passíveis de atenção e consideração do estudioso” (2006: 66). Acerca de Inocência, Taunay afirma, en contraste con la muestra de humildad que veíamos en la cita anterior: “No meu pensar bem leal, talvez ingênuo, […] e de bastante imodéstia, êste romance é a base da verdadeira ‘literatura brasileira’” (1948: 168), lo cual se debería a las “descrições perfeitamente verdadeiras em que procurei reproduzir, com exatidão, impressões recolhidas em pleno Sertão” (1948: 168-169).8 Vale la pena detenerse en la reiteración del adjetivo verdadera, empleado en dos párrafos sucesivos, que subraya la conexión entre escritura de ficción y experiencia del autor, y en una mirada del Romanticismo caracterizada por la descripción exacta de paisajes en conexión con la narración de historias de amor. Si bien es claro que, por ejemplo, Chateaubriand constituyó una influencia clara en la escritura de Taunay, hay un ele7

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En todo momento, la preocupación por la recepción de su obra en la posteridad es central. Refiriéndose a estos dos libros, supuestamente los que se leerán más: “Chegarão, porventura, êsses dois libros à posteridade? Serão lidos, emergirão do enorme acervo de obras, romances, tratados condenados a eterna escuridade? Quanto ambiciono para Inocência o destino de Paulo e Virgínia! É a minha aspiração póstuma.” (1948: 161). A continuación aparece otro elocuente ejemplo del lugar del emperador Pedro II en la labor literaria de Taunay, ya que aquel habría sido una de las voces críticas que aprobaron el texto: “Meu pai, D. Pedro II e o ministro francês em 1891 e 92, […] muito entendidos em coisas literárias, espíritos imbuídos das grandes tradições clássicas do belo e do bem da verdade, sobremaneira o exaltaram” (Taunay 1948: 169).

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mento personal, vinculado con la experiencia del viaje y la guerra, que le dan a su literatura un sello original. Antonio Candido se ha referido a esto como un “sertanismo prático” en el cual “a paisagem deixou de ser, para ele, um espetáculo: integrou-a na sua mais vivida experiencia de homem” (2000: 97), notando que hay “uma fidelidade que dá valor documentário à sua ficção” (2000: 100). Nótese, en la cita anterior de Taunay, el uso del verbo reproducir, por ejemplo. Quizá haya que recordar el rol que tuvo el positivismo en el fin de siglo brasileño, así como en el movimiento que proclamó la república, y cómo las normas de belleza estética habían cambiado para entonces con respecto al Romanticismo de mediados de siglo.9 Es probable que esto explique el empleo de expresiones que ya se asocian a la narrativa naturalista para caracterizar una literatura sin duda romántica. Sin embargo, Taunay no solo elogia sus propios libros y construye una posición privilegiada en el escenario cultural brasileño, también aprovecha esta oportunidad para socavar el prestigio de quien es, todavía hoy, considerado el más canónico escritor romántico del país: José de Alencar (1829-1877).10 Sostiene Taunay que, si bien Alencar en su literatura representó las diferentes razas, tipos y regiones de Brasil, lo hizo desde su escritorio, sin viajar a esos lugares, sin un conocimiento de primera mano (1948: 166). Esa experiencia que dan el viaje y la guerra es, según Taunay, un elemento clave que lo distingue de Alencar, quien habría tenido un conocimiento limitado de los sujetos y lugares de su literatura; así, en Alencar todo era artificial y cansador (1948: 166).11 Esto se aplica también a la caracterización del indígena,

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Como veremos, Taunay no critica tanto el positivismo como el empleo —a su juicio errado— que del mismo hace el movimiento republicano. 10 Alencar fue autor de varias novelas clásicas del siglo xix brasileño, como O guarani (1857), Iracema (1865), Senhora (1875) o O sertanejo (1875). Integrante, como Taunay, del partido conservador, parece haber sido sin embargo rival de este: fue, a diferencia de nuestro autor, un acérrimo defensor de la esclavitud. Sobre sus ideas políticas y estéticas, ver, entre otros, Ricupero (2004: 179-204). 11 Es posible que Taunay conociera las fuertes críticas que a Alencar le hicieron otros escritores canónicos, especialmente Franklin Távora y, sobre todo, Joaquim Nabuco, ya que en estos pasajes de las Memorias las repite. La polémica con Na-

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por la que se hizo célebre Alencar, uno de los mayores representantes del indianismo brasileño.12 Un buen ejemplo de esto es el cuento largo “Ierecê a Guaná”, incluido en Histórias brasileiras (1874), que narra la relación amorosa entre una india y un blanco, y que los críticos han leído como una respuesta a la canónica novela de Alencar Iracema (1865).13 Esta historia parece basarse en una relación que el propio Taunay tuvo a los veinticinco años con una adolescente indígena de nombre Antônia en un paréntesis en su expedición militar a Mato Grosso, episodio que solo revela en el texto de las Memorias, es decir, póstumamente. Es importante pensar aquí en la insistencia de Taunay en su representación verdadera de los espacios y tipos brasileños, reivindicación que en las Memorias aparece inmediatamente después de su crítica a Alencar. Como adelantamos, esta operación resultó un fracaso, dado el lugar canónico que este último conserva todavía hoy, pero no deja de resultar digna de mención precisamente como un intento de intervención en el campo de la crítica y de la institución literarias: también demuestra una fuerte estabilidad en el panorama literario brasileño, ya que la centralidad de la obra de Alencar resultó una clara constante.

Monarquía y república: memorias de un conservador atípico La segunda operación significativa vinculada con este saberse ausente al momento de la lectura y, especialmente, con la perspectiva de mirar a un pasado desvanecido tiene que ver con el elogio del sistema monárquico —pero, fundamentalmente, de la figura del emperador— y la correspondiente crítica al estado presente de las cosas. Ricardo Pi-

buco fue publicada en forma de libro por Afrânio Coutinho. Una clara síntesis y comentarios se pueden encontrar en Ricupero (2004: 198-204). 12 Mucho se ha escrito sobre el indianismo. Entre otros textos, ver Ricupero (2004), especialmente el capítulo “O indianismo como mito nacional” (2004: 153-178). 13 Ver al respecto el ensayo de Lúcia Sá “Índia romántica. Brancos realistas” (2000).

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glia ha afirmado que “en el origen del diario siempre hay una pérdida, algo que se trata de entender o de restituir” (Larre Borges y Bajter 2011: 121). Las Memorias de Taunay no son, por cierto, una excepción: se escriben desde un lugar de pérdida absoluta, desde la certeza de la derrota. La restitución es simbólica, discursiva, ya que en el momento de la escritura se ha vuelto clara la imposibilidad de retornar al sistema anterior. Podríamos decir que en Taunay hay una sensibilidad conservadora fundamentalmente nostálgica. El contraste entre pasado y presente es explícito: escribiendo en 1897,14 el autor se refiere a “épocas de animação e alegria, bem, bem diversas do atual trecho de existência nacional sorumbático, melancólico, cheio para todos de tristezas e apreensões, a caminharmos para o imprevisto, negros os horizontes, ameaçados os destinos da pátria pelos fantasmas de ferrenha ditadura ou pavorosa anarquia” (1948: 409-410). Es claro que la antítesis planteada por Taunay es más bien una construcción dictada por sus circunstancias y su compromiso con el sistema desaparecido. No conviene engañarse, sin embargo: como decíamos arriba, no hubo grandes cambios estructurales en el pasaje de la monarquía a la república. En un punto, quizá Taunay no esté errado: la república no trajo mayor democratización a la vida del país. En esta mirada sombría sobre el presente de la escritura no hay que obviar las circunstancias personales, aunque cercanas a las ideológicas: en 1886, tan solo tres años antes de la caída del Imperio, Taunay es elegido —y luego nombrado por el emperador— como senador del Imperio, importante cargo que debería ejercer de por vida, pero que se vio interrumpido poco después, al proclamarse la república.15 Es decir, el cambio que implica la proclamación de la

14 Como dijimos antes, las Memorias terminan de escribirse en 1892. El texto citado aquí aparece como un apéndice en la edición consultada para este trabajo, bajo el título “Disputando eleições”, dentro de la quinta parte del texto, titulada “Notas esparsas”. Las Memorias, recordemos, se ocupan de la vida de Taunay hasta su regreso definitivo de Paraguay en 1870. 15 “A 6 de setembro de 1886 escolhia-me o Sr. D. Pedro II senador pela província de Santa Catarina. Tinha eu atingido o vértice da mina carreira política parlamentar” (1948: 422).

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república empuja a Taunay del centro al margen de la vida política de Brasil, trayéndole además por primera vez apuros económicos. En este convencido miembro del partido conservador, el tono del debate político se vuelve amargo, y la queja con respecto al sistema republicano se hace explícita. Se habla, por ejemplo, de “o fatal 15 de novembro [de 1889] que transformou êste pobre Brasil em república de espada, exatamente como as suas congêneres de tôda a América espanhola” (1948: 165). Aquí se cuestiona un lugar común del discurso político brasileño que pervive incluso en nuestros tiempos: la idea de una cierta estabilidad, orden y paz que caracterizarían a este país a diferencia del resto de los países latinoamericanos, sumidos en una supuesta perenne anarquía.16 Es una imagen en la que Taunay cree, aunque esa distancia habría llegado a su fin luego del golpe militar que puso fin a la monarquía. El peso del elemento militar en las naciones hispanoamericanas es sin duda uno de los elementos clave de la equivalencia que se plantea: este nuevo Estado es sin duda más represor, militarista y violento que el anterior, pero Taunay omite decir que esas características no estaban ausentes en el Imperio. En su libro A guerra do Pacifico: Chile versus Perú e Bolivia, que es en verdad una versión —traducción— reducida de la Historia de la Guerra del Pacífico, del intelectual chileno contemporáneo Diego Barros Arana, Taunay vuelve a afirmar la idea de la superioridad de Brasil con respecto a la supuesta barbarie americana al igualarlo con Chile, que habría precisamente luchado contra ella, pues, en esta interpretación, la barbarie estaría encarnada por Bolivia y Perú, naturalmente.17

16 En trabajos anteriores he argumentado en contra de esta percepción, señalando el lugar central que la guerra tiene en la historia brasileña. Y, en claro contraste con lo que sostiene acá Taunay, no se trata de que la violencia y el desorden llegaron con la república: la guerra también fue una presencia ineludible durante los años de la monarquía. Ver Uriarte (2020: 11-13). 17 Quien ha trabajado este texto de Taunay es Laura Hosiasson, en cuya ponencia “Vizconde de Taunay, lector y traductor de la Historia de la Guerra del Pacífico, de Diego Barros Arana” (Santiago, 2015) se menciona esta mirada que procura acercar Brasil y Chile como modelos excepcionales de progreso en Sudamérica.

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Tan solo una página antes de la anterior cita, sostiene Taunay: “Ah! República, república! Bem a definiu não me lembra mais quem: ‘É o regime em que cada qual está pronto a sacrificar ao interêsse geral o intêresse… dos outros’” (1948: 164). Y tan solo unas líneas más adelante describe la proclamación de la república con estas palabras: “O levante de 15 de novembro de 1889 […] que derrubou as organizações monárquicas, interrompeu a marcha ascensorial do Brasil e o fêz retrogradar cem anos na senda do progresso e da ordem, a pesar de todas as afirmações da bandeira pseudo científica da faixa e bola, casando as disparatas cores verde, amarela e azul” (1948: 164). Esta última es una referencia a la bandera brasileña que la república inauguró —la misma que hoy conocemos—, y que es un reflejo de la importancia enorme que la ideología positivista tuvo en el nuevo régimen.18 La frase “Ordem e progresso” es, naturalmente, una referencia a Augusto Comte. Aquí Taunay intenta disputar discursivamente la identificación del nuevo régimen con la idea de modernización, de progreso, sosteniendo que el tan mentado eslogan no se condice con la realidad y que el pensamiento moderno era realmente una característica del régimen anterior, llegando incluso a diferenciar el positivismo de Comte de la realidad concreta que la república instituyó: “Verdade é que Augusto Comte nunca imaginou possível a aplicação prática das suas idéias, chamadas positivistas, por meio de elemento que odiava – o militarismo” (1948: 369). Hay un intento de mostrar la monarquía como liberal, como poseedora de valores modernos, aunque pudiera parecer un contrasentido: “O Imperador era legítimo republicano – do que tenho plena certeza” (1948: 228). También Emilia Viotti da Costa nota este rasgo retórico consistente en invertir lo que ciertos discursos postulan: “O Visconde de Taunay, político conservador e monarquista […], caracteriza a Monarquia como um regime dotado de qualidades verdadeiramente republicanas e ao mesmo tempo define a República como uma ‘paródica ridícula e sanguinária do regime democrático’” (1948: 250). Particularmente

18 Sobre el rol que jugó el positivismo en el tránsito de la monarquía a la república, ver José Murilo de Carvalho (2012: 137-150).

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en el caso de Taunay, hay que resaltar que su conservadurismo es el de un letrado informado, que apoyó la abolición de la esclavitud, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios, entre otras ideas más bien identificadas con el liberalismo: se trata de una sensibilidad conservadora letrada, donde justamente las formas del sentir se asocian a la cultura, al saber, a cierta delicadeza aristocrática.19 Maretti llamó a esta actitud “disidencia discursiva”, observando que “seu conservadorismo não coincide exatamente com o do partido sob o qual atuou politicamente... Trata-se de um projeto que por vezes assemelha-se mais —sem necessariamente coincidir— à perspectiva liberal que à conservadora” (2006: 69). Sin embargo, Taunay concluye que la república no es el sistema ideal para Brasil, y critica, por una razón u otra, los modelos que se proponen al respecto (Francia, Chile), terminando por Estados Unidos, donde la única distinción es el dinero: “Na ânsia dos homens se distinguirem, a todo o transe, um dos outros, diferenciaram-se, […] não tendo condecorações, horarias, títulos, tomarão como objeto de todas as aspirações o dinheiro. E então cumpre alcança-lo, de qualquer modo e por todos os processos, lícitos ou ilícitos, honestos ou indecorosos. Ter dinheiro, ser rico, apresentar-se milionário, eis a vertigem que ninguém resiste!” (1948: 229). Por un lado, parece haber acá una idea profundamente aristocrática sobre quiénes deben gobernar. Las distinciones dentro de la sociedad deben existir, pero las mismas no deberían basarse en el capital o en el dinero. Este lugar del dinero y del individualismo acerca a Taunay a la crítica que cierta parte del modernismo —Martí sin duda, por ejemplo, y más adelante José Enrique Rodó— realizara al modelo estadounidense.20 En Taunay

19 Cabe insistir sobre el hecho de que el liberalismo brasileño nunca fue pleno, en el sentido de que, por ejemplo, aprendió a convivir armoniosamente con el sistema esclavista. Al respecto, ver el conocido ensayo de Roberto Schwarz “As idéias fora do lugar” (1981). 20 Aunque no aparece aquí, la obsesión por el dinero y los valores materiales que se impuso en la república se irá convirtiendo en una fuente de malestar de intelectuales y opinión pública con el nuevo sistema. Nicolau Sevcenko, en Literatura como missão, describe la insatisfacción causada por la creciente lógica

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la crítica a la lógica burguesa y materialista tiene un origen diferente, es claro. Para él, la capacidad de liderazgo tendría más que ver con el linaje, la familia, cierta sensibilidad heredada: se trata de una clásica reacción aristocrática a la lógica burguesa y mercantil que se impone con la modernización. En cualquier caso, cabe pensar que, más allá del carácter privado de estas Memorias —que, como recordaremos, fueron escritas para no ser publicadas de inmediato—, el texto da una pauta del involucramiento del autor en la vida política y cultural del país, centro de sus reflexiones. Otro de los aspectos temporales, al cual hemos aludido, tiene que ver no tanto con el pasado, y la fuerte nostalgia con que el mismo se piensa, como con el futuro. Al completar el manuscrito, el autor solicitó que se publicara en 1943, como hemos visto, aunque acabó por hacerse en 1948. Esto otorga al texto una singular característica, que lo diferencia de la gran mayoría de diarios y memorias, publicados en vida de los autores para, de algún modo, participar en la vida pública de su tiempo. Se sabe que la muerte es un elemento central en toda escritura de diarios y memorias, pero no se trata en este caso de la inminencia de la muerte, sino de que esta se vuelve un elemento propio de la recepción del texto. En este texto hay una mirada cierta hacia la posteridad: este yo se sabe leído después de su muerte. En un sentido, es una voz que habla desde la muerte: nos habla alguien que se sabe ya muerto; de ahí el fuerte grado de libertad e impunidad que presentan las afirmaciones del narrador.21 Esto se hace explícito en ciertos momentos en que aparecen referencias a “mi lector de 1943”. Veamos un par de ejemplos. El texto incluye numerosas digresiones que acaso se expliquen tanto por esa liber-

burguesa y mercantilista que imperaba en las relaciones sociales hacia fin de siglo (1985: 96). Murilo de Carvalho, en Os bestializados, también señala el rápido crecimiento de los valores burgueses y el dominio total de los materiales como características de la primera república (1987: 42). 21 Salvando las diferencias, es un narrador que no se sitúa muy lejos del “difunto autor” que narra la que acaso sea la novela más conocida de Joaquim Maria Machado de Assis —otro contemporáneo de Taunay, por cierto—, Memórias póstumas de Brás Cubas (1881).

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tad de no tener que rendir cuentas a sus contemporáneos como por la espontaneidad que presenta la escritura, guiada por un ejercicio de recordar que lucha por ser lineal, pero que se deja atravesar por súbitos —y a veces jugosos— paréntesis, consistentes en anécdotas, en opiniones, en descripciones de personas o lugares desconectados por momentos de la acción narrada. Por ejemplo, luego de narrar las dificultades para cazar y pescar durante su viaje a Mato Grosso y Paraguay, comienza el capítulo siguiente, interrumpiendo su digresión para volver a la narración central: “E basta de pescado. Afinal o meu leitor de 1943 interessarse-á por tôdas essas coisas?” (1948: 161).22 Este ejercicio conjetural, no exento de humor, posee cierta complejidad: ¿cómo hablarle a alguien cuya forma de interpretar la política, el país o la historia del siglo xix se desconoce? ¿Cómo imaginar la recepción de la propia voz cincuenta años después? Las referencias al futuro y desconocido lector son parte de momentos metaliterarios interesantes, en los que el narrador se refiere al propio libro que está componiendo, a sus propósitos y características. Pocas páginas más adelante, cuando cuenta su estadía en lugares desconocidos del territorio brasileño cercanos a Paraguay, interrumpe sus reflexiones sobre cierto poder destructor de la naturaleza: “Deixemo-nos porém de filosofar, alongando demasiado esta narrativa. Não devo abusar da paciência do meu leitor de 1943” (1948: 186). El autor agrega acá una nota explicando que estas referencias a un lector futuro se inspiran en la Vie de Henri Brulard, la autobiografía no terminada de Stendhal y también publicada en forma póstuma, en 1890 —lo que permite, además, notar cuán actualizadas eran las lecturas de literatura francesa de Taunay; recordemos que termina de escribir sus Memorias en 1892—.

22 Si bien las referencias al lector de 1943 son relativamente pocas, las digresiones, y el comentario metaliterario sobre las mismas, abundan. He aquí algunos ejemplos: “Tantas incidências, porém, inconvenientemente me arredam do assunto principal. A êle voltemos” (1948: 306); “No dia 11 de julho (continuando no ponto em que havíamos deixado a narrativa), um domingo, houve no acampamento de Piraiú brilhante festa militar” (1948: 337).

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La guerra del Paraguay: gloria de un autor, caída de un sistema En esta última sección discutiré de manera somera el lugar que ocupa la guerra del Paraguay en las Memorias y, especialmente, en la relación entre Taunay y el sistema imperial que defendió. No hay duda de que la Guerra de la Triple Alianza constituye un eje clave de toda la escritura de nuestro autor. Su obra se puede leer como una suerte de espiral, como un volver una y otra vez a los mismos episodios, las mismas inquietudes y los mismos espacios, modificándolos y revisándolos levemente, enfatizando diferentes momentos o escenarios.23 Como señalábamos arriba, una parte de su producción se relaciona con este conflicto o bien con la región cercana al mismo, que hoy es el estado de Mato Grosso do Sul, que, en parte, fue Paraguay y que estaba siendo disputada precisamente en los años del conflicto, cuando Taunay la visitó.24 Se trata de una región por entonces desconocida y de una geografía selvática y pantanosa que complicaba los tránsitos por ella. Esa dificultad del terreno será clave en el fracaso de la expedición a Mato Grosso en la que el autor participó entre 1865 y 1867, que aparece retratada en A retirada da Laguna y que también ocupa la mayor parte de las Memorias.25 Estas regiones son llamadas en ellas sertão —y su plural sertões; por ejemplo, “percorrer grandes extensões e varar até sertões imperfeitamente conhecidos e

23 Dice el crítico Sérgio Medeiros sobre este punto: “É um traço típico da literatura de Taunay a reelaboração da experiência e da memória” (2000: 115). 24 Leemos en las Memorias, por ejemplo: “Os belíssimos campos da zona sul de Goiás que tentei descrever em livros meus, especialmente Inocência, Histórias brasileiras e Céus e Terras do Brasil” (1948: 140). 25 El propio Taunay recomienda a su lector que tenga a mano A retirada al leer esta sección de sus Memorias (1948: 244). Sería sin duda interesante hacer una lectura comparada de del fracaso bélico en ambas narraciones, una publicada por primera vez cuando la guerra no había culminado y la otra ya con la perspectiva de la victoria aliada y la destrucción de Paraguay que la misma conllevó — y, claro, una escrita en pleno reinado de D. Pedro II y la otra, después de su caída—.

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mal explorados” (11948: 05)—,26 aunque no es un territorio que se denomine en general con este sustantivo. El sertão en Brasil, de riquísima tradición en la literatura y la producción cultural, es generalmente identificado con la zona árida o semiárida del nordeste, por ejemplo, la región bahiana, donde se produce la guerra que Euclides da Cunha narra en el ya mencionado Os sertões, o con la región del estado de Minas Gerais, en que se dan varias narraciones, también muy canónicas, de João Guimarães Rosa —el sertão bahiano es, por cierto, bastante diferente del sertão minero—. La palabra sertão en Taunay sugiere de algún modo que ha sido empleada menos para referirse a un paisaje concreto que para designar un lugar salvaje, desconocido, lejano, despoblado, resistente al avance de la llamada civilización, independientemente de su ubicación exacta. Al decir del propio Taunay, “Que fazer contra a rudeza de região áspera, selvática, inóspita, inclemente?” (1948: 146). Aunque no hay en estas páginas tiempo para ocuparse del tema en profundidad, cabe consignar aquí que se trata en gran medida del mismo sentido que la palabra desierto adopta en el siglo xix hispanoamericano —Taunay también emplea deserto en varias oportunidades para designar esa misma región—.27 26 Las referencias a la narrativa previa de esas desventuras son frecuentes en esta sección: “Muito interessante e pitoresca é a localidade e dela dei ligeira descrição nas primeiras páginas da Retirada da Laguna” (1948: 226). Otro ejemplo: “A 5 de maio ocorreu a pavorosa tormenta, que descrevi nos Céus e terras do Brasil” (1948: 237). Al mismo tiempo, Taunay indica los lugares y las personas que encontró en este recorrido y que le sirvieron de inspiración para sus obras de ficción, principalmente Inocência: “Foi lembrando-me da casa do Piquiri e de várias cenas daquela fazenda, disposição das dependências, gênio franco do dono e outras circunstâncias, que imaginei em meu romance Inocência a morada de Pereira, pai daquela meiga e modesta heroína dos sertões de Sant’Ana do Paranaíba” (1948: 142). El elemento intertextual y autorreferencial es notable: las Memorias funcionan así como una guía de lectura de la obra anterior del autor. Por otra parte, esta relación entre ciertos paisajes y personas concretos con su literatura puede leerse como un modo de insistir sobre los momentos —comentados aquí— en que Taunay caracteriza esta última como “verdadera”. 27 He aquí un ejemplo: “Sitiado como me achava pelo deserto, mas crente e bem crente que ficaria sepultado naquele êrmo, perdidas a carreira e o alento, longe dos meus” (1948: 147). Sobre la historia y los sentidos políticos, sociales y cul-

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La guerra del Paraguay adopta cierta ambivalencia en la escritura de Taunay, ya que, si bien el texto que escribe durante su fallida incursión en Paraguay es en gran medida el que le otorga fama literaria —y le permite construirse como patriota y capaz de grandes sacrificios por el sistema imperial—, también es este conflicto el que ocasiona el comienzo del derrumbamiento de tal sistema. Investigaciones históricas han establecido con claridad la relación entre el fortalecimiento del ejército que siguió a la guerra y el golpe militar que acabó con el reinado de D. Pedro II.28 Desde la perspectiva ventajosa que le permite la escritura postfacto, Taunay expresa sentimientos opuestos sobre la significación de este conflicto. Es el momento de mayor gloria de la nación brasileña —en el cual él participó, naturalmente—, sirviéndole para contrastar con el presente que percibe como desgraciado, operación retórica que ya hemos observado: “Terminada a guerra do Paraguai, tornou-se o Brasil […] a primeira nação da América do Sul e colocou-se à testa da hegemonia dêste continente” (1948: 369).29 Pero también Taunay alcanza a notar con singular agudeza que la victoria de 1870 constituyó el germen del golpe de 1889: “Não seria êste o primeiro indício das célebres questões militares que, de sucesso em sucesso, trouxeram como última consequência o 15 de novembro de 1889? Sem mêdo de errar, pode-se afirmar que levaram vinte anos a evoluir e que o primeiro germe veio da guerra do Paraguai!” (1948: 308).30 La relación entre guerra, ejército y caída de la monarquía está

turales de la palabra sertão en Brasil, ver entre otros Souza (1997), Lima (1999), Maia (2008) y Saramago (2015). 28 Sobre la relación entre el ejército y la caída de la monarquía durante y después de la guerra del Paraguay, ver el detallado trabajo de Wilma Peres Costa (1996) y también Doratioto (2002: 484). 29 En la misma página, continua Taunay: “E hoje, após seis anos de República, que sentimento em nós impera, ao enxergarmos de todos os lados tantas causas de desalento e vexame, sobretudo nessas contínuas e temerosas lutas civis, que nos tiram tanto prestígio e tanto nos enfraquecem?!”. 30 No se trata del único ejemplo en el libro. Mucho más cerca del comienzo, esta relación ya se plantea de manera clara: “Caminhava naquele tempo o Exército para a desconsideração que, um tanto suspensa durante a guerra quinqüenal do Paraguai, grandemente se agravou depois dela, até que os despeitos e desgostos,

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ya dibujada en los escritos de Taunay, antes de que la historiografía del siglo xx la estableciera como un hecho indisputable. Sin embargo, puede que no se trate de una simple contradicción, sino más bien de un proceso dialéctico. Se ha señalado en varias ocasiones que la guerra del Paraguay transformó, construyó o consolidó la idea de nación, así como el aparato estatal, en los países que en ella participaron.31 En el caso brasileño, el conflicto permitió que individuos que vivían en lugares muy distanciados y sin ningún contacto, sin ninguna relación ni elementos en común pudieran sentirse ligados por un evento que los convocaba, que los hacía partícipes de las mismas noticias, que los llevaba a leer con otro interés los mapas de la propia nación32 e incluso a empezar a desplazarse hacia otras partes del gigantesco país o, al menos, a preocuparse por los hechos que allí se daban. Es decir, el conflicto rearticuló la idea de nación o, al menos, la forma de vivirla. Según Maretti, esta transformación no solo tuvo que ver con el proceso de modernización y con la caída del Imperio, sino también con la forma sui géneris en que Taunay entendió su relación con el Romanticismo, y, en términos más generales, explica también su forma muy personal de entender el conservadurismo. Así, Maretti acaba proponiendo la idea de transición para pensar esa suerte de entrelugar, y entretiempos, que ocupa la obra de nuestro autor. No es de mi interés acá discutir en profundidad las relaciones de Taunay con el Romanticismo, aunque sí, por la naturaleza del volumen en que este trabajo se incluye, he intentado explorar la relación entre este movimiento y el conservadurismo con la guerra. Para terminar, entonces, me gustaría notar que la guerra y la monarquía se hermanan en un elemento central, que puede ser obvio

acumulados de 1870 a 1888, fizessem explosão no fatal 15 de novembro de 1889, em que o militarismo suplantou a bacharelocracia, derrubando ao mesmo tempo a monarquia, e tôdas as instituições constitucionais, para erigir o Brasil em pretensa repúbica federativa” (1948: 76). 31 Ver, por ejemplo, Whigham (2007), Rivarola (2016) y Uriarte (2020). 32 Ya lo dijo el célebre viajero británico Richard Burton en su libro Letters from the Battle Fields of Paraguay (1870), precisamente sobre este conflicto: “Wars, it has been said, teach the nations their geography” (1870: 139).

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pero que corresponde resaltar: Taunay es un sobreviviente de ambas, escribe desde el otro lado de ambas. Y ambas, y su después, son un motor de su escritura, de su labor intelectual; son los lugares desde los que él se construye un lugar en la vida cultural de Brasil. La obsesión por las formas de la pervivencia atraviesa, como hemos visto, las Memorias, pero en las escrituras de la guerra la misma inquietud está también muy presente. Escribir desde la sobrevivencia le permite rescatar, en A retirada da Laguna, las historias y los perfiles de los que han muerto y de aquellos personajes que no ha vuelto a ver. En el primer caso, se trata de honrar a los muertos por la patria, de traer a la vida pública sus vidas, sus personalidades, sus hazañas, que de otro modo serían olvidadas. En A retirada, el narrador es un testigo que reproduce las últimas palabras de sus compañeros muertos para la posteridad. Es el caso, por ejemplo, del teniente coronel Juvencio: “Os estigmas da cólera sôbre êle se haviam impresso. Conservava, no entanto, uma calma que a situação tornava admirável: ‘Vou morrer, também, pronunciou; era fatal. Salvei a expedição. O Sr. que o sabe, há de dizer’” (1963: 115). En otro momento en que la muerte, aunque todavía no presente, se avista en el horizonte, se vuelve a apelar al relato del sobreviviente. Uno de los compañeros sostiene que hay que “entregar-se às mãos do Senhor. Dizia-lhe Êle que estávamos chegando ao termo de nossas provações: ‘Saibamos morrer, acrescentava: dirão os sobreviventes o que fizemos’” (1963: 107). El narrador es, de hecho, el que cuenta la historia en nombre de los que no están. En las Memorias también se da una operación equivalente. Con la perspectiva de la publicación póstuma, el autor dibuja los perfiles de varios individuos que conoció y con los que compartió momentos, ya sea en los viajes, en el campo de batalla o en la vida estudiantil o política. Hay una constante apelación al ubi sunt?, la tradicional fórmula retórica, estrechamente vinculada a la muerte, que se pregunta por quienes han desaparecido. No es exactamente el mismo procedimiento, pero se trata en ambos casos de hablar por los otros. Un buen ejemplo se da cuando reflexiona sobre sus compañeros de escuela al terminar de narrar esos años: “Chegado ao final desta primeira parte da mina existência, tão bela até aquí, […] vejamos que fim mais ou menos tiveram aqueles doze companheiros com quem transpus o

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limiar da sociedade e de alguns dos quais me separei para todo o sempre” (1948: 64). Lo que sigue es una sucesión de historias desgraciadas, de muertes tempranas, de destinos ignorados, ya que algunos de estos antiguos compañeros se han perdido en el tiempo. Unas pocas páginas más adelante se encuentra una formulación más directa, que tiene que ver con la reivindicación pública de ciertos personajes, momentos en que la escritura —y, particularmente, la de la memoria— hace explícita su relación —al menos buscada— con la posteridad. Así, la memoria se escribe contra el olvido, y no solo contra el propio: “Vicente Polidoro Ferreira! Não caia de todo o teu nome em olvido, caso consigam no futuro estas páginas sinceras e despretensiosas alguns leitores” (194878). Nótese que el grado en que su compañero permanecerá en la memoria va a depender de cuán recordado (leído) sea él mismo: la gloria propia se convierte así en la condición del recuerdo ajeno. El texto emplea el recurso clásico de la falsa humildad para proponerse como un antídoto contra el olvido, como una forma de la pervivencia. Sea en la guerra, sea en la vida: el privilegio de estar, de escribir, de durar permite esta voluntad de integrar otras historias al propio recuerdo. Los lugares simbólicos desde los que escribe Taunay son entonces la guerra, el viaje y la monarquía, experiencias por las que atraviesa y sobre las que sigue volviendo una y otra vez, los lugares de la gloria y la felicidad. Una frase de A retirada da Laguna, con la que describe un lugar al que retorna y encuentra ahora destruido, resume, creo, todo el proyecto literario de Taunay y describe con bastante exactitud su forma de proceder en las Memorias: “O soldado e o viajante interessamse sempre pelos lugares onde repousaram” (1948: 132).

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Hombres de arraigo de ambas procedencias: las relaciones entre liberales y conservadores puertorriqueños del xix Wadda C. Ríos-Font Barnard College, Columbia University

Ideología Si la tarea de describir y circunscribir el conservadurismo decimonónico en las naciones hispanoamericanas ya es ardua, presenta dificultades enormes en el caso de Puerto Rico, que pasó directamente del dominio español al norteamericano en 1898, y cuya historiografía se escribió en gran medida después del cambio de soberanía. La historia de Puerto Rico como disciplina comenzó como una narrativa que proyectaba hacia los tiempos de España la reacción a un nuevo poder colonial que deshizo la autonomía finalmente lograda en 1897 y desplazó a la oligarquía local. Esta mirada retrospectiva reconstruyó la historia política de la isla como lucha inequívoca

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entre la tiranía imperial y el deseo puertorriqueño de libertad, entendida esta cada vez más como sinónimo de independencia. Atendiendo al modelo de las demás naciones del continente, el pasado puertorriqueño se configuró como una evolución a la vez natural y tenazmente labrada hacia la nación propia, truncada solo por la invasión norteamericana. Dentro de este marco, no solo quedan claramente delimitados todos los actores en el proceso, sino que la política insular aparece sobre todo como una batalla de los puertorriqueños, uniformemente liberales, por escapar del conservador colonialismo español. A grandes rasgos, por supuesto, esta perspectiva tiene mucho de cierta. Si bien el liberalismo no fue mayoritariamente independentista, sino reformista, la administración negligente y explotadora del territorio puertorriqueño dominó el campo político de la época. De igual modo, la dura represión colonial de cualquier cosa que pudiera amenazar la integridad del territorio español sometió de tal forma al separatismo, forzado al exilio y la clandestinidad, que cuesta entender ahora el alcance que podría haber llegado a tener; no hay duda de que, para ciertos intelectuales antillanos y antillanistas de la época, la autonomía era un preámbulo de la independencia.1 Ahora bien, la ca-

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María de los Ángeles Castro confirma que los políticos liberales puertorriqueños siempre hablaron de la autonomía como propuesta que “ofrecía las garantías suficientes para preservar la integridad del territorio español” (1995: 10) e incluso como “dique de contención para retardar o evitar movimientos independentistas” (1995: 11). Sin embargo, como aclara Agustín Sánchez Andrés, el liberalismo republicano español, en su vertiente federalista, profesó “el principio de la misión civilizadora de España sobre sus territorios de Ultramar y [...] el carácter necesariamente temporal de la soberanía española [...] hasta que alcanzaran su madurez política” (1997: 140). En ese sentido se había expresado también el ministro de Ultramar Manuel Becerra en 1869: “Todas las colonias del mundo ha de llegar un día en que sean naciones independientes, y dichosa la nación bajo cuya tutela las colonias se conviertan en naciones [...]. Ahora bien; a la provincia de Puerto Rico [...] no le ha llegado el caso” (citado en Pagán 1961: 184). Entre tanto, el programa del partido nacional “defendía [...] un modelo de organización autonómica para las Antillas”, o más bien una vagamente definida asimilación con adaptaciones (Sánchez Andrés 1997: 141). Dadas las alianzas

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racterización global de la política puertorriqueña decimonónica como disputa metrópolis-colonia por la libertad de Puerto Rico desdibuja las complejidades que subyacían tras la alineación de partidos, las relaciones entre los mismos y las conexiones con la política colonial en Cuba y nacional en España. Sobre todo, se ha prestado relativamente poca atención al conservadurismo como corriente no solo española, sino también criolla, relacionada con el liberalismo de forma mucho más enrevesada de lo que se suele suponer. El nacimiento oficial de la política local en el xix se asocia comúnmente con la elección, en 1809, del isleño Ramón Power y Giralt como representante, primero, a la Junta Central Gubernativa del Reino y, tras su disolución, a las Cortes de Cádiz. Puesto que ambos cuerpos encarnaban de cierta forma la soberanía del rey, la aparición de un posible rival por el poder sobre la isla provocó la animadversión del gobernador Salvador Meléndez Bruna, quien de inmediato emprendió una agresiva campaña contra el diputado. Este, a su vez, consideraba responsables a los despóticos y rapaces gobernantes del penoso estado en que se encontraba la colonia. Así se explica que, rechazando la vía revolucionaria que ya se manifestaba en ciertas partes de Hispanoamérica, apostara por permanecer dentro de una España que imaginaba, en adelante, una monarquía parlamentaria liberal, pluralista y protofederal. El diputado estaba convencido de que la Constitución de 1812 elevaría las posesiones ultramarinas a la categoría de provincias en igualdad con todas las peninsulares y que la participación directa en el parlamento nacional desbarataría el gobierno colonial de facultades omnímodas. Se estrenaba de este modo la doctrina asimilista, que reivindicaba la uniformidad de derechos bajo una legislación común a todos

del Partido Liberal Reformista puertorriqueño con republicanos y federales, y dada la segura membresía en dicho partido de los independentistas de Lares que no hubieran abandonado la isla tras el intento frustrado de revolución, es de suponer que la idea de la autonomía como vía a una eventual independencia tenía cierto apoyo en la isla. Los sectores más radicales del autonomismo en la década de 1880 favorecieron una autonomía cercana al modelo canadiense, donde la presencia británica conservaba un carácter casi totalmente simbólico.

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los territorios y que acapararía el espacio liberal hasta la década de 1880. Sin embargo, el asimilismo no fue una creencia estrictamente criolla o ideológicamente unitaria: tras el respaldo a Power y Giralt se encontraban intereses muy variados de diferentes grupos de electores que podían esperar beneficios de la reforma colonial.2 El apoyo al gobernador o al diputado no obedeció estrictamente a divisiones étnicas. A numerosos cambios de régimen en la península —el absolutismo restaurado, el Trienio Liberal de 1823, la disolución de la representación caribeña en Cortes en 1837 y otros— correspondió una dinámica tremendamente compleja de relaciones de poder en Puerto Rico, entre aquellos que se beneficiaban de mantener el statu quo colonial y aquellos que abogaban por una serie de reformas encaminadas no tanto a liberar la isla como a renegociar el orden social y económico en ella. También se sucedían con gran frecuencia los gobernadores, cuya gestión, con contadas excepciones, se mantenía en la línea absolutista tradicional, independientemente de sus tendencias ideológicas en España. Así, por ejemplo, Juan Prim, líder de la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868, se había destacado como uno de los capitanes generales más cruentos durante su mandato en la isla (1847-1848). Tras décadas de política ad hoc, las dos corrientes principales cristalizaron en partidos solo a partir de 1869, cuando el gobierno revolucionario metropolitano convocó representantes puertorriqueños a las Cortes Constituyentes de la República. El liberalismo se constituyó como Partido Liberal Reformista, cuyo primer programa, fechado el 28 de noviembre de 1870, exponía

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Power y Giralt recibió instrucciones de cinco cabildos (ayuntamientos) de la isla. El mayor contraste lo presentan los dos municipios más antiguos, San Juan y San Germán. Mientras que el primero solicita una serie de reformas orientadas a la mejor administración política y comercial de la isla sin cuestionar jamás la lealtad a España, el segundo advierte que la fidelidad a la metrópolis está estrictamente ligada a la persona del rey Fernando VII (abriendo por tanto la puerta a la opción de la independencia de no regresar este a España) y va mucho más allá en “imagining the possibility of an administrative separation between the colony and the metropolis” (Ríos-Font 2011: 111).

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su ideario básico. Ante todo, se identificaba con “el criterio liberal, a la luz de los principios proclamados por la Revolución de Septiembre”, de la cual esperaba reformas comprehensivas (citado en Pagán 1961: 163). El primer artículo, por tanto, establecía la identificación del grupo con los partidos liberales de la metrópolis; poco después, pactaría específicamente con el Partido Progresista Democrático Radical de Manuel Ruiz Zorrilla. En el segundo artículo se abordaba la cuestión de la administración colonial, declarando “el principio de asimilación en política con la Madre Patria; pero asimilación completa, haciendo extensivo a esta isla en todos sus artículos el Título I de la Constitución de la Monarquía, que trata de los derechos individuales”. El texto constitucional aludido garantizaba a todos los españoles protección contra arrestos sin motivo, destierros o desplazamientos forzados sin previa sentencia, registros domiciliarios o de correspondencia, expropiaciones y varios otros de los excesos habituales de los gobernadores generales; garantizaba, además, la libertad de opinión, de asociación, de reunión y de movimiento y el derecho de los naturales de la isla a ostentar cargos públicos. Los artículos tercero y cuarto del programa matizaban, no obstante, el anterior, declarando que los suscribientes “no ocultan que prefieren la autonomía en lo administrativo a la vez que la asimilación en política”, al igual que “aceptan el mismo principio de asimilación en la cuestión económico-administrativa, siempre que esa administración sea completa y concediendo la mayor suma de facultades a la Diputación y Ayuntamientos de esta Antilla” (1961: 164; énfasis mío). Mediante el concepto de asimilación se insistía de nuevo en la participación directa en unas Cortes cuyas leyes valdrían para todas las provincias, a la vez que se hacía claro que el reformismo no tenía elementos potencialmente separatistas, sino que buscaba la integración total con la metrópolis. Quienes hablaban de autonomía en esta época hacían referencia al fuero vasco (Quiñones 1889: iii) o al “sistema inglés para las Antillas” (Cruz Monclova 1970: 68). Sin embargo, la propuesta se consideraba tan quimérica, por una parte, y peligrosa, por otra, que quienes la favorecían solo pudieron prevalecer mucho más tarde, después de que el federalismo y los nacientes movimientos regionalistas comenzaran a normalizar la idea de descentralización en el debate

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nacional.3 El último, pero muy importante, artículo del programa liberal reformista presentaba otro elemento doctrinario: el imperativo “de que se resuelva definitivamente y cuanto antes la cuestión social”, es decir, la esclavitud, por cuya abolición los liberales puertorriqueños luchaban abiertamente desde 1866 (Pagán 1961: 164).4 Con el advenimiento de la Primera República Española en 1873, el Partido Liberal Reformista se reorganizaría brevemente como Partido Federal Reformista, asociándose con el Partido Republicano Federal de Francisco Pi y Margall. Pero, al finalizar el sexenio liberal, regresó a su orientación original, grandemente debilitado y además perseguido por los conservadores y la autoridad. No fue hasta 1887, bajo la influencia del autonomismo cubano, y con la mayor parte de sus miembros desilusionados “por no haber podido recabar nunca de nuestros gobiernos sino promesas” (Quiñones 1889: 50), que sus elementos más radicales lograron que reformulara la relación deseada

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Sería el catalán Víctor Balaguer, uno de los impulsores de la renaixença y defensor del federalismo antes de votar “a favor de la monarquía constitucional” (Colez 2013: 9), el primer ministro de Ultramar que, en 1887, se expresaría de manera abierta y precisa a favor de la autonomía para las Antillas, viendo en ella, según María de los Ángeles Castro, “el camino hacia la asimilación” (1995: 14). En 1865, el entonces ministro de Ultramar Antonio Cánovas del Castillo decidió convocar a representantes cubanos y puertorriqueños a una junta de información para discutir qué forma debían tomar las leyes especiales prometidas desde 1837. Al celebrarse la misma, en 1866, tres de los cuatro comisionados puertorriqueños (los liberales Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones) inmediatamente presentaron un manifiesto al efecto de que “creian conveniente á la Isla [...] la inmediata estincion de la esclavitud” (Información 1877: 47). Se opuso el comisionado conservador, Manuel Zeno Correa, argumentando que “la esclavitud en Puerto-Rico [...] dista mucho de la esclavitud histórica [...]. Solo el nombre de esclavo es lo que tiene de odiosa la institucion, pero [...] no debe calificarse, imparcialmente hablando, sino de un verdadero protectorado” (1877: 50). A pesar de la oposición de los conservadores, la lucha por la abolición fue constante, en parte porque era una de las condiciones que subyacían tras la excepcionalidad de las Antillas, demorando así la extensión a las mismas de los derechos plenos que los asimilistas puertorriqueños deseaban. Se obtuvo un triunfo parcial con la ley Moret o de libertad de vientres de 1870, que establecía la emancipación de esclavos menores y ancianos; y finalmente un triunfo completo con la abolición total en 1873.

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con España y se rebautizara Partido Autonomista Puerto-Riqueño.5 Su nueva “Constitución orgánica” estipulaba que “tratará de obtener la identidad política y jurídica con nuestros hermanos peninsulares; y el principio fundamental de su política será la mayor descentralización posible, dentro de la unidad nacional […]. La fórmula clara y concreta de este principio es el régimen autonómico, que tiene por base la representación directa de los intereses locales a cargo de la Diputación Provincial” (citada en Pedreira 1937: 145). Aunque se enfatizaba que “el partido no rechaza la unidad política, antes bien proclama la identidad política y jurídica”, se reservaban a la administración local ciertas áreas de gobierno relativas a los asuntos insulares (obras públicas, agricultura, correos, etc.). Se resaltaba, de todos modos, que “la Metrópoli continúa en el goce supremo de la soberanía y en la práctica del imperio” (1937: 146). Por supuesto, el germen del autonomismo ya estaba contenido en el planteamiento original en 1870 de la “asimilación económicoadministrativa […] concediendo la mayor suma de facultades a la Diputación” (Pagán 1961: 164). Simplemente se expresaba de un modo más abierto y se sistematizaban estas facultades. No hay que perder de vista en cualquier caso que, aunque no siempre se pudiera

5 El Partido Autonomista Cubano, fundado ya en 1878, tuvo gran influencia sobre la evolución del pensamiento reformista puertorriqueño, y varios representantes visitaron la isla en 1886, “recibidos cordialmente por una comisión de Liberales Reformistas de San Juan” (Pagán 1961: 320), que ya empezaba a contemplar el giro autonomista. En la Asamblea Constituyente del Partido Autonomista puertorriqueño celebrada en Ponce en 1887 se aprobó la unión efectiva con el grupo cubano y se proclamó al prohombre de los cubanos, Rafael María de Labra, “leader; es decir, guía y vocero principal de este partido en la Metrópoli” (1961: 365). Más de una vez fue diputado en Cortes por municipios puertorriqueños (Sabana Grande y San Germán). Como máximo dirigente de todos los autonomistas, en controversias sobre temas como las relaciones con partidos peninsulares y el modelo de autonomía al que se debía aspirar, Labra llegó a prevalecer sobre el jefe local, Román Baldorioty de Castro, cuya renuncia provocó en 1889. Sus criterios dominarían la actividad de los autonomistas puertorriqueños hasta la década de 1890, cuando Luis Muñoz Rivera consiguió que el partido se alejara de los planteamientos republicanos de Labra.

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expresar abiertamente, la lucha contra los gobiernos militares que rigieron durante casi todo el siglo fue hilo conductor del reformismo, tanto en su versión asimilista como en la autonomista. Reafirmando siempre esta lucha, el programa autonomista desecha otros elementos doctrinarios del liberal reformista. Además de suprimir las referencias a la esclavitud, que había sido abolida en 1873, se aleja de cualquier posicionamiento con respecto a la política nacional, dejando “a cada uno de sus afiliados en completa libertad para ingresar en los partidos políticos de la Metrópoli que acepten o defiendan la Autonomía de las Antillas” (Pedreira 1937: 147). El principio sería revisado en 1891 para permitir al directorio del partido “acordar y realizar inteligencias o alianzas […] con los demócratas peninsulares que acepten o defiendan el sistema autonómico-administrativo de las Antillas” (Pagán 1961: 425). De todos modos, el partido siguió manteniendo sus simpatías republicanas hasta que en 1897 una nueva generación dirigida por el poeta y periodista Luis Muñoz Rivera logró imponer la unión con el Partido Liberal Fusionista de Práxedes Mateo Sagasta, monárquico y turnista.6 Si bien el pacto facilitó la obtención de la Carta Autonómica en 1897, enajenó a los antiguos liberales reformistas y autonomistas ortodoxos, que formaron una nueva agrupación. Tal vez irónicamente, solo la nueva facción pactista conservó el nombre de Liberal.7 Quedaban separados liberalismo y republicanismo.

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Junto con Juan Prim y Manuel Ruiz Zorrilla, Sagasta había liderado la Revolución de Septiembre y ejerció el cargo de ministro de la Gobernación y otros durante el Sexenio Liberal. Sin embargo, sus ideas favorecían la monarquía constitucional y no solo aceptó la Restauración borbónica, sino que estableció el turno pacífico según el cual el conservador Cánovas y él, como jefe de los liberales, se repartirían el poder. Así fue hasta la muerte de Cánovas, y Sagasta continuaría hasta 1902. Los autonomistas ortodoxos no confiaban en él por su trayectoria política llena de intrigas y, sobre todo, porque “siendo Ministro, él fue quien nos envió primero al gobernador Sanz, luego a Pulido, y por último a Palacios”—los tres gobernadores bajo los cuales los liberales sufrieron las más violentas persecuciones— (Pedreira 1937: 77). Antonio S. Pedreira recuenta que los ortodoxos y los liberales continuaron sus actividades por separado, hasta que “inesperados acontecimientos españoles vinieron a favorecer a los liberales. En el mes de agosto de 1897 fué asesinado don

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La facción conservadora, que llegaría a llamarse Partido Español sin Condiciones, comenzó su trayectoria formal con el curioso nombre de Partido Liberal Conservador, y su primer programa definitivo fue firmado el 23 de marzo de 1871. La ideología fundamental y posiblemente única del grupo —impulsado por los eventos de Cuba y la reciente conmoción de Lares— era la preservación de la unidad de España, asumida a partir del sentido más elemental del término conservador: “Ante todo debemos tratar de llevar al convencimiento, al ánimo de cuantos tienen algo que perder […] que Puerto Rico atraviesa actualmente uno de esos períodos críticos” (citado en Cruz Monclova 1970: 143; énfasis mío). En este contexto, se profesan “liberales […] en lo económico-administrativo, liberales también en lo político hasta donde las especialísimas circunstancias lo permitan sin peligro del orden, sólo somos conservadores de nuestra gloriosa nacionalidad […]. No rechazamos el progreso, españoles por convicción y por conveniencia, nosotros posponemos todo a aquella calidad de tales” (1970: 145). En otras palabras, el conservadurismo puertorriqueño comienza su historia declarando un programa liberal. Su desiderata se centra en objetivos de desarrollo que solo con diferencias ocasionales compartían los reformistas y que se venían reiterando desde los tiempos de Power y Giralt: creación de bancos, infraestructura para el comercio y el transporte, educación gratuita, incluyendo el establecimiento de una universidad, fiscalización de las aduanas para controlar el contrabando, impuestos más bajos y otras reformas en línea con el liberalismo económico español.8 Más espe-

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Antonio Cánovas del Castillo, jefe del gobierno, y don Práxedes Mateo Sagasta subió al poder. Presionado por la angustiosa situación cubana y por el peligro de los Estados Unidos, rápidamente concedió a Puerto Rico la carta autonómica [...]. Por conveniencias políticas y por la influencia de Labra, Sagasta exigió al bando de Muñoz que se pusiera de acuerdo con el [ortodoxo] de Barbosa para implantar unidos el nuevo régimen” (1937: 84). Es de notar que, según explica James L. Dietz, como resultado de la Real Cédula de Gracias de 1815 y el Código de Comercio aplicado a Puerto Rico en 1832, las élites isleñas ya se beneficiaban de una política que había permitido la inmigración de extranjeros emprendedores, además de maquinaria y capital, iniciando,

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cíficas al grupo eran tal vez sus afirmaciones sobre “esa clase trabajadora que tratan de engañar haciéndola entender que son sus enemigos los propietarios, siendo así que son sus naturales protectores. El capital y el trabajo son hermanos” (Cruz Monclova 1970 143). El manifiesto no incluye referencias directas a la esclavitud, aunque al parecer muchos terratenientes ya se habían resistido a cumplir la ley de vientres de Segismundo Moret, que el mismo José Ramón Fernández, marqués de la Esperanza, segundo líder de los conservadores, había combatido en Cortes, como combatiría más adelante la ley de la abolición. Igualmente, aunque el documento aboga por una “descentralización municipal”, tampoco se expresa abiertamente sobre el modo de gobierno ideal para la colonia. Advierte, sin embargo, que son necesarios “mucho tacto, prudencia y proceder sin precipitación, a fin de que al decretar cualesquiera derechos políticos se tenga muy presente que hay unos cuantos ambiciosos ávidos de aprovecharse con refinada astucia de nuestra improvisión [sic] para llevar a cabo sus planes de independencia” (1970: 144-145). Frente a ellos, “la autoridad debe tener […] todas las facultades necesarias para reprimir cualquier atentado” (1970: 145). A pesar de la suspicacia con que se mira el experimento revolucionario en la metrópolis, tampoco se opina sobre el tipo de Estado que debe prevalecer en España ni se hace mención de simpatías con ningún partido nacional específico; por el contrario, se apela a “cada uno, prescindiendo de miras personales, de apasionados principios políticos y de irreflexivos compromisos” (1970: 146). De la misma manera, la organización no restringe su membresía a los nacidos en la península: “Hijos todos de la gran familia española,

aunque tímidamente, la modernización de la producción agrícola. Precisamente por estar la isla excluida de la mayor parte de las protecciones constitucionales aplicables en España, los hacendados disfrutaban de abundante mano de obra coaccionada por leyes laborales que criminalizaban la vagancia y requerían el registro municipal de jornaleros. Se protegió además el dominio de los españoles, reservándoles el ejercicio exclusivo del comercio a la vez que forzando la importación de productos de la península (lo que beneficiaba a muchos de los mismos comerciantes que mantenían intereses a ambos lados del Atlántico). Por otro lado, se abrieron posibilidades de comercio con países aparte de España.

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en nuestro partido no puede haber exclusiones por razón de origen” (1970: 146). Reece B. Bothwell señala que los liberales reformistas consideraban el nombre del grupo liberal conservador un “contrasentido” (1988: 4), y la paradoja invita a algo más de exploración. En marzo de 1871, tras la revolución y la proclamación de la Constitución del 69, el poder soberano se encontraba en pleno ímpetu liberal y, de hecho, algunos de los miembros del partido se identificaban con esta ideología (sobre todo en su vertiente moderada). Según consignaba en 1887 el director y propietario del periódico La Integridad Nacional, Casiano Balbás, en su serie de artículos El Partido Incondicionalmente Español de Puerto-Rico, para la época de la fundación del mismo figuraban entre sus miembros muchos liberales reconocidos que, sin embargo, reaccionaron con inquietud ante los eventos revolucionarios en la península y, más crucialmente, en Yara y Lares. Balbás establece una línea de conexión entre estos correligionarios y la tradición liberal descendiente de la Guerra de Independencia española —momento que, si bien había permitido la entrada en España de ideas contrarias al absolutismo de Fernando VII, también había detonado las independencias americanas—: Cruzó por nuestra mente la idea triste y desconsoladora de si, como había ocurrido en otra [sic] lamentable período histórico, serían […] las valiosas perlas ultramarinas de la corona de Castilla […] las que vendrían a sufrir fatal y desgraciadamente las consecuencias del estado revolucionario y anárquico que devoraba á la Península. De ahí el que, á pesar de que existen en ambas Islas hombres de ideas liberales por convicción y hasta por herencia, que han militado siempre en la Península en las filas de los partidos más avanzados, […] [y] no obstante que hay aquí muchos hombres que cuentan entre sus honrados ascendientes a héroes de la independencia y mártires de la libertad, al tener conocimiento de los hechos extraordinarios y notablemente trascendentales que acababan de tener lugar en la Península, lejos de entusiasmarnos […] sentíamos embargado el ánimo y angustiada el alma con el triste pensamiento de que algo terrible […] iba á suceder en la Madre Patria, y algo aún más humillante y desgarrador […] en sus preciadas y queridas posesiones ultramarinas. (1887: 13)

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Ante las circunstancias decidieron organizarse en un partido no estrictamente antillano sino “eminentemente nacional” (1887: 15), o más exactamente nacionalista, que, a pesar de ello, “ni se mezcla ni interviene […] en los cambios de ministerio ó forma de gobierno que la Nación se dé” (1887: 16). Su razón de ser, según Balbás, se limitaría a “velar por la integridad del territorio patrio y contribuir al adelantamiento moral y material de la Provincia” (1887: 14). Esta misión utilitaria y pragmática reuniría a “hombres procedentes de las distintas fracciones [sic] que se agitan en el campo de la política peninsular, como son los carlistas y republicanos, los conservadores y demócratas, y otros varios, en unión de los insulares adictos á la nacionalidad, haciendo completa abstracción de sus particulares ideas” (1887: 19). Enmarcando su proyecto de esta forma, los liberales conservadores se sentían injustamente motejados “de retrógrados, de oscurantistas, de negreros y de enemigos de la libertad y del progreso” (1887: 17, énfasis en el original) y resentían el acaparamiento de los conceptos mismos por sus rivales políticos, advirtiendo que “la palabra libertad […] en América, ha sido, es y será siempre, sinónimo de INDEPENDENCIA” (1887: 17, énfasis en el original). Parte de la paradoja o contrasentido antes mencionado proviene de que la creencia del grupo en la necesidad de subordinar toda ideología al imperativo de la unidad de España, aunque siempre insistiendo en su genealogía liberal, lo lleva a profesar su obediencia total a todo aquello que la metrópolis decrete, mientras que el movimiento de unas Cortes revolucionarias para conceder derechos democráticos a los habitantes de las Antillas atenta contra la hegemonía de sus miembros. Con cierta consciencia de la contradicción, el comité fundador la plasma en su programa: Respecto a política, las Cortes soberanas han dispuesto ya que se reforme nuestro sistema de gobierno […] y nosotros, partidarios consecuentes del principio de autoridad, no nos hemos opuesto ni nos opondremos a que se cumpla la voluntad del Poder soberano. Pero a la sabiduría de las Constituyentes, sin embargo de haberse formado por sufragio universal a raíz de la fiebre revolucionaria que siguió a los acontecimientos de septiembre, no se ocultó que sus principios

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políticos no podrían aplicarse a las Antillas sino con las modificaciones que se creyeran necesarias. Porque aplicar a estas íntegro aquel Código democrático, como lo piden los partidarios de sálvense los principios aunque perezcan las colonias, sería entregarnos atados de pies y manos, sin que la autoridad tuviera facultades para protegernos, a merced de los enemigos de nuestra nacionalidad y prosperidad, quienes, a la sombra de la nueva ley fundamental, arrancarían el pabellón protector de España de los dos últimos pedazos que en la América española aún nos quedan. (Cruz Monclova 1970: 144, énfasis en el original)

Como se desprende de este pasaje, los liberales conservadores asumían, no menos que los reformistas asimilistas, el derecho de la isla a la representación en Cortes; de ahí la urgencia de enviar a Madrid diputados puertorriqueños que “juzguen necesarias varias y muy profundas modificaciones en la Constitución que hoy rige” (1970: 145; énfasis mío). A la vez, consideran que otorgar a las Antillas los mismos derechos que la Constitución del 69 confería a todos los españoles llevaría inevitablemente a la pérdida de las últimas colonias. Desean y anticipan la elaboración de una ley fundamental específica que cumpla la función de la legislación especial prometida desde 1837: “En las tres legislaturas que alcanzaran estas Cortes no puede menos de hacerse la Constitución para Puerto Rico” (1970: 146). Si bien los conservadores entienden el principio de autoridad como precepto que los sujeta a las decisiones del gobierno metropolitano, también le dan un giro más conveniente al concepto, utilizándolo para señalar su adhesión al gobierno colonial. Desde sus orígenes anteriores al período partidista en el Instituto de Voluntarios, cuerpo paramilitar formado en 1868 para hacer frente a la presunta amenaza separatista y que juró lealtad al tiránico gobernador general José Laureano Sanz, se declararon “adicto[s] á la Superior Autoridad” (Balbás 1887: 21), encarnada en “la dignísima primera Autoridad de la Isla”. Sus líderes confiaban institucionalmente en los gobernadores, que a su juicio sabrían estimular el desarrollo económico del territorio manteniendo a la vez el orden. Si se sometían, al menos en apariencia, a mandatarios liberales como el “seducido, si bien bizarro” Baldrich (1887: 23) —a quienes, por otra parte, atacaban bastante libremente en sus periódi-

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cos y en cartas a Madrid solicitando su destitución—, ejercían lo más posible, a través de todo tipo de manipulaciones y agasajos, su influencia sobre otros más autoritarios que no dudaban en actuar decisivamente para preservar el estado de cosas del que se beneficiaban. Balbás enuncia abiertamente aún en 1887 la premisa de que los miembros de la agrupación, “cualquiera que sea el proceder de los Gobernadores Generales, siempre verán en éllos á Generales españoles y á dignos Delegados del Gobierno Supremo de la Nación” (1887: 25). El núcleo contradictorio del “liberalismo conservador” se encuentra entonces en su deseo de obtener lo que ellos también llamaban “reformas” (1887: 33) que potenciaran el crecimiento económico, e incluso que dieran a los insulares mayor participación política en el gobierno metropolitano, sin poner en peligro el provecho que sacaban de una relación con España que favorecía sus intereses. Para los terratenientes y comerciantes que formaban parte significativa del partido, era fundamental el acceso a una clase trabajadora completamente subordinada. De ahí su diferencia más importante con respecto a los liberales reformistas: el gobierno colonial autoritario les resultaba esencial para mantener el orden. Aunque en una circular electoral de junio de 1871 apoyaban, “en tiempos normales, la supresión de las facultades omnímodas que tienen aquí los gobernadores superiores civiles” (Cruz Monclova 1970: 159; énfasis mío), dejaban claro que los tiempos normales no habían llegado. Así se refieren al segundo mandato del gobernador Sanz (1874): “Á las repetidas y escandalosas manifestaciones que no tenían otro objeto que escarnecer la Religión, desprestigiar los Gobiernos nacionales, mancillar la honra de la Patria y concitar odios de las masas populares en contra de los españoles […] sucedió el [período] pacífico […] á que dio forma […] el mando recto, enérgico, patriótico y eminentemente español del ilustre General Sanz” (Balbás 1887: 42; énfasis mío). El peligro de dejar de ser eminentemente españoles radicaba además en la posibilidad de que Puerto Rico cayera en la órbita de Norteamérica, que trasladaría de manos el capital, subordinaría a las élites hispanorriqueñas y terminaría, según el programa del partido, por “exterminar la raza de sus moradores lo mismo que la exterminó en la Florida, Tejas y California” (Cruz Monclova 1970: 145).

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En 1880 el Partido Liberal Conservador cambió su nombre al de Partido Español sin Condiciones y elaboró un nuevo programa. La afirmación original de ser “conservadores de nuestra gloriosa nacionalidad” hecha casi al final de la plataforma de 1871 se ha convertido ahora en la “Base Fundamental” del nuevo documento: “El Partido Español sin Condiciones o conservador de la nacionalidad tiene por fin supremo de su existencia el velar por la conservación de la integridad nacional en Puerto Rico” (citado en Cruz Monclova 1970: 542). Notablemente, ha desaparecido además la enumeración detallada de peticiones de reformas económico-administrativas, reemplazada por la “base doctrinal” genérica de que el grupo, “desligado de todos los Partidos peninsulares, no sólo no se opone a las reformas convenientes al bienestar, prosperidad y progreso del país, sino que las promueve y apoya” (1970: 543). Las restantes cuatro bases doctrinales especifican, primeramente, que el “objeto” del partido es “cooperar […] al mantenimiento del orden público” (1970: 542), así como que el mismo “no participará en los cambios políticos en la Metrópoli y apoyará incondicionalmente a todo gobierno español constituído en cuanto sea útil y necesario a la citada Base Fundamental”, que todos los miembros están obligados a “la disciplina” y “completa obediencia” a la jerarquía del grupo y que, aunque “no tiene por sistema combatir ideas de escuela alguna política”, sí utilizará sus órganos de comunicación para “poner en evidencia […] teorías y doctrinas que pudieran conducir a la anulación parcial o total de la Base Fundamental” (1970: 543).9 En resumen, a pesar de su conocida preferencia por medidas de gobierno conservadoras, el partido relega las declaraciones ideológicas a espacios externos al programa oficial, comunicando en este solo su

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Esto lo hacía sin empacho José Perez Moris, cuarto y nuevo dirigente de los conservadores, que desde las páginas del Boletín Mercantil advertía, por ejemplo, que “las doctrinas de libertad, de igualdad de la Ley, de inviolabilidad de domicilio y de generosa tolerancia, son muy seductoras, pero en el fondo son una forma, un medio engañoso de seducir a los pueblos, para destruir lo existente [...]. La democracia [...] se apoya no en el derecho sino en la fuerza; no en el derecho sino en la mitad más uno de los votos [...]. ¿No fue Jesucristo condenado por aclamación democrática?” (citado en Cruz Monclova 1970: 539).

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carácter nacionalista español y su insistencia en el orden público. Pasa a distinguirse casi exclusivamente por su adopción del autoritarismo y apoya la persecución cada vez más violenta tanto de los liberales autonomistas como de los trabajadores urbanos y los jornaleros rurales.10 La orientación integrista del Partido Incondicional apunta a otra diferencia con el Liberal Reformista que, sin embargo, nunca fue programática. Aunque la obstinación con la nacionalidad española y con el control de la fuerza trabajadora no les impide pensar en los intereses de la isla en oposición a los de la península, sí les mantiene alejados de concebir a la totalidad de los nacidos o habitantes de Puerto Rico como colectividad cohesiva. Casiano Balbás, por ejemplo, utiliza el término “españoles insulares y peninsulares” (1887: 12, 18) para referirse a personas de su ámbito político y el de los reformistas, independientemente de sus desavenencias. Pero queda claro que la condición de ciudadanos se reserva para las élites, fuera de las cuales se encuentran las despersonalizadas “masas inconscientes” y las “clases bajas” (1887: 25), que por definición no actúan a partir de criterios propios,

10 La mano de obra no esclava, blanca o de color, fue regulada reiteradas veces a través de leyes restrictivas emitidas por los gobernadores locales. Por ejemplo, el bando contra la vagancia de 1838 establecía juntas de vagos y amancebados “to punish those who preferred to subsist off officially vacant plots rather than become servile peons in export-oriented units’” (Martínez-Fernández 1994: 110). La ley de la libreta, vigente entre 1849 y 1875, estipulaba que todos los varones carentes de propiedades debían llevar una libreta de jornalero “used to make annotations about [...] work, wages, debts, and conduct” (1994: 110-111). En cuanto a la persecución de los autonomistas, probablemente el caso más dramático (pero de ninguna manera el único) fueron los compontes de 1887. Ese año, el siguiente al nacimiento del Partido Autonomista, se formaron sociedades secretas que organizaron el boicot de comercios españoles: “Obligados bajo juramento, a no realizar transacción alguna [...] con una firma, tienda o corporación en que no se emplease a puertorriqueños ni [se] los aceptase como dependientes” (Pedreira 1937: 46). El Gobierno del general Romualdo Palacios aprovechó para reprimir tanto a sospechosos de participar en las sociedades como a militantes y líderes del partido, todos en calidad de conspiradores insurrectos. Se llevaron a cabo denuncias, allanamientos, palizas, arrestos, encarcelamientos, torturas y asesinatos sin control hasta que emisarios autonomistas enviados a Madrid obtuvieron el relevo de Palacios.

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sino “seducidas o compradas” y siempre violentamente. Estas masas, que, por supuesto, estaban excluidas del sufragio en todas sus concepciones sucesivas, ni siquiera eran percibidas en sí mismas como los “enemigos” (1887: 23), “laborantes” o “separatistas” (1887: 25), sino exclusivamente como instrumento de unos adversarios pertenecientes a las clases superiores a quienes sí se les concedía capacidad política. A la idea de colectividad puertorriqueña se acercaron más los liberales reformistas, cuyo poder social era relativamente menor al de los incondicionales y cuyas filas presumiblemente incluían a muchos más pequeños comerciantes y miembros de las profesiones que hacendados y burócratas gubernamentales.11 Para acceder al poder político sin acudir a la violencia tenían que forjar un electorado amplio, lo cual emprendieron aprovechando la existencia en Puerto Rico de un estamento de esclavos libertos y de mestizos que desde principios del xix había comenzado a adquirir cierta respetabilidad social. Puede recordarse, por ejemplo, que ya en 1862 el escritor liberal Alejandro Tapia y Rivera, en la que fue la primera biografía puertorriqueña, había loado al pintor mulato José Campeche, fenecido en 1809. También la figura del maestro Rafael Cordero, esclavo liberto que comenzó a ejercer el magisterio en la segunda década del siglo y a cuya aula

11 Trías Monge, citando parcialmente a Cruz Monclova, describe así la membresía de los dos partidos: “Integraban el Partido Conservador principalmente los peninsulares o juníperos; los empleados públicos, en su gran mayoría españoles; los comerciantes y propietarios de mayor posición, generalmente peninsulares también; y un grupo, de número difícil de estimar, que [...] eran conservadores menos por convicción que por miedo [...]. En el Partido Liberal Reformista militaban el grueso de los intelectuales y profesionales; los pequeños hacendados y agricultores; los comerciantes criollos; los obreros; ‘y la gran masa de las clases media y llana, que juntamente con los anteriores constituían el elemento demográfico de mayor importancia social de la Isla’” (1980: 63). Como se argumenta en este trabajo, es necesario problematizar esta descripción: resulta difícil diferenciar efectivamente entre comerciantes y propietarios de mayor o menor posición (que no solo podían ser peninsulares o criollos, sino de múltiples y diversas procedencias), es dudoso hablar de una clase media en el Puerto Rico de la época, y los obreros y miembros de la clase llana no eran, en su mayor parte, miembros de la clase política con capacidad de voto.

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acudieron muchos de los futuros líderes liberales. Y asimismo puede recordarse la defensa hecha en Madrid en 1866 por políticos puertorriqueños de una amplia clase de color libre que “contribuye de un modo notable […] á la produccion del país” y a la cual “la raza dominante en las Islas de Cuba y Puerto-Rico [o sea, la blanca] […] con el transcurso del tiempo tiene que absorver necesariamente” (Información 1877: 143). Aunque los liberales puertorriqueños tenían poca intención real de ceder poder a negros, mulatos o trabajadores blancos de mayor o menor pureza de sangre, sí llegaron a imaginar el mestizaje como un blanqueamiento deseable y moral, y esta visión de fluidez racial condujo a los principios de una identidad étnica puertorriqueña incipientemente diferente de la española. Según ha apuntado Astrid Cubano Iguina, ya desde la década de 1860 los liberales comenzaron a plantear el sufragio universal censitario como objetivo deseable para integrar a los pequeños agricultores y trabajadores —en buena parte mestizos— en su base electoral. Los líderes reformistas (muchos de los cuales también habían absorbido, estudiando en Barcelona, ideas nacientes de etnicidad-nacionalidad y formación estatal no centralista) adoptaron una política populista que “consciously and unconsciously attempted to integrate the native-born inhabitants of the colony by constructing a single ethnic identity for the island” (1998: 635). Sin dejar de verse como españoles, abrieron la puerta a una etnia puertorriqueña encabezada simbólicamente por la figura del jíbaro, un campesino fundamentalmente blanco, si bien potencialmente multirracial. Su propuesta finalmente triunfó, si brevemente, en las elecciones celebradas en 1898 tras la concesión a última hora de la Carta de Autonomía. La victoria fue plenamente liberal —aunque el Gobierno elegido no pudiera entrar en funciones debido a la invasión norteamericana de julio del 98 y aunque los liberales mismos, para obtener esa autonomía, hubiesen traicionado sus tempranos ideales pactando con un partido monárquico—. Los liberales y los conservadores fueron adversarios pertinaces y enemigos acérrimos. Puede decirse también que ambos partidos se radicalizaron en direcciones opuestas: los primeros, mediante el paso del asimilismo al autonomismo y los segundos, en su progresivo abandono de ningún tipo de política que no fuera el autoritarismo

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nacionalista. Una oposición tan tajante esconde, no obstante, que la división no fue estrictamente entre insulares y peninsulares, y ni siquiera entre dos ideologías bien formadas y totalmente contrapuestas, sino finalmente entre dos sectores de las élites puertorriqueñas con intereses a veces, pero no siempre, divergentes. En ese sentido, puede observarse que convicciones presuntamente antagónicas llevaron más de una vez a planteamientos muy similares. Los reformistas luchaban por derechos y libertades personales, rechazaban el Gobierno colonial autoritario y, al menos en su período asimilista, pedían la aplicación a Puerto Rico de la Constitución española. Inicialmente estuvieron a favor de la abolición de la esclavitud y finalmente desplegaron una política paternalista encaminada a sumar a las clases racial y económicamente subalternas a sus filas. Los incondicionales se identificaban con el principio de autoridad, consideraban el Gobierno colonial un aliado y confiaban en la elaboración de una constitución específica para Puerto Rico —es decir, de las leyes especiales prometidas desde 1837— que les permitiera, mediante variaciones relativas a temas como el sufragio, perpetuar su control sobre las fuerzas trabajadoras. En este esfuerzo, se aferraron a su identidad como clase y etnia. Sin embargo, ambos bandos se inclinaron por un liberalismo económico capitalista. Aunque José Trías Monge afirma que los conservadores siempre se opusieron “a toda reforma de orden autonomista y aun a la mera descentralización” (1980: 63), la idea de los incondicionales de que los principios políticos españoles solo debían aplicarse a las Antillas con las modificaciones necesarias no se aleja sustancialmente de la idea liberal reformista de la autonomía económico-administrativa. En efecto, a riesgo de insistir en lo evidente, ambos partidos apostaban categóricamente por la estabilidad que permitiría continuar la relación política con España, incluso si hubo cierto grado de criptoindependentismo en las filas liberales. Hay que advertir igualmente que los grupos no necesariamente monopolizaban sus causas predilectas. Sobre la abolición, por ejemplo, resulta iluminador el examen de Jaime Oliver Marqués que cuestiona, por un lado, la actitud uniforme en su contra atribuida a los incondicionales y, por otro, su defensa desinteresada por parte de los reformistas. Aunque corrobora la apreciación de Lidio Cruz Monclo-

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va de que el marqués de la Esperanza era un esclavista acérrimo “que declaraba […] que la abolición produciría la decadencia de la propiedad y la perturbación del orden público” (Cruz Monclova 1970: 274, citado en Oliver Marqués 1997: 19), muestra también que para otros conservadores la manzana de la discordia no era la abolición en sí misma (dado sobre todo el alcance limitado de la esclavitud en Puerto Rico: veintinueve mil trescientos treinta y cinco esclavos en 1873), sino la cuestión de la indemnización a propietarios. Asimismo, documenta que abolicionistas importantes como Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta, Francisco Mariano Quiñones y Julián Blanco no solo poseían esclavos, sino que los conservaban a la espera de la compensación que esperaban recibir por liberarlos. Otros líderes abolicionistas (o familiares suyos) comerciaron, al alza, con las carpetas o bonos inicialmente emitidos por el Gobierno en lugar del efectivo correspondiente a las indemnizaciones. En el mismo orden de cosas, a pesar de que los incondicionales eran el partido de la ley y el orden, Bolívar Pagán explica cómo después de la reorganización en 1883 del Partido Liberal Reformista una comisión compuesta de José de Celis Aguilera, Manuel Corchado Juarbe y José R. Becerra visitaron La Fortaleza, y ofrecieron la cooperación del partido para mantener la ley y el orden y para sostener las instituciones vigentes […]. También el nuevo jefe del partido, Celis Aguilera, transmitió un cablegrama al Ministro de Ultramar a Madrid en los siguientes términos: “Partido asimilista reorganizado, saluda Gobierno; se pone órdenes V. E. para asimilación sostener orden instituciones”. (1961: 307)

Tanto como los incondicionales, los reformistas deseaban congraciarse con la autoridad local y hacer patente que su organización era enteramente compatible con la soberanía española y la paz ciudadana. En 1879, bajo la presidencia en España de Arsenio Martínez Campos, arquitecto de la Restauración y de la Paz de Zanjón en Cuba, y ya establecido el turno pacífico entre Sagasta y Cánovas del Castillo, los incondicionales y liberales reformistas intentaron llegar a un pacto en que deponían sus diferencias y presentaban candidaturas conjuntas para elecciones municipales, a la Diputación Provincial y a Cortes

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—era, como mínimo, el tercer intento de conciliación—. En esta ocasión optaron por postergar reivindicaciones políticas con respecto a las cuales habría poco acuerdo, con el objeto de presentar un frente unido para solicitar medidas de desarrollo económico a un aparato político peninsular que ya había suspendido desacuerdos ideológicos a favor de la consolidación de un poder monárquico, oligárquico y centralista. Martínez Campos, argumentaban, necesitaba apoyo, y “hemos creído que estamos en la obligación de prestárselo, en tanto al menos que se muestre favorable a los intereses de las Antillas, y sin que nuestros representantes se afilien a partidos políticos […] ajenos por ahora en todo a la conveniencia de las provincias españolas de América” (Boletín Mercantil, citado en Cruz Monclova 1970: 514). Mediante una operación que revelaba que, a fin de cuentas, todos —incondicionales y reformistas— se sentían aislados de la política nacional, coincidían en pedir la “reciprocidad mercantil” con la península que gravaba las importaciones de las colonias mientras les colocaba forzosamente sus exportaciones (1970: 519); el pago inmediato de la indemnización prometida a los antiguos poseedores de esclavos; la revisión de prácticas de cabotaje abusivas; un tratado de comercio con los Estados Unidos, y la reducción de burocracia innecesaria en la administración local. La conciliación fue un fracaso rotundo, puesto que artificios de ciertos conservadores causaron la derrota de candidatos liberales de las listas conjuntas, pero el intento muestra que el pragmatismo dominante en la política puertorriqueña era capaz de prevalecer sobre cualquier polarización entre conservadores y liberales. La inexistencia de oposición absoluta entre los dos partidos se reflejó también en el respeto, al menos ocasional, con que militantes de uno u otro bando se referían al contrario. La propuesta misma de conciliación escrita por el periodista y cuarto líder de los incondicionales José Pérez Moris invitaba a aunar los esfuerzos de “hombres de arraigo, de probidad y de ilustración de ambas procedencias” (Cruz Monclova 1970: 514). Igual de revelador es el lenguaje del liberal Francisco Mariano Quiñones (futuro presidente del malhadado Gabinete Autonómico) al referirse en 1889 al segundo jefe de los conservadores: “Al Marqués de la Esperanza, puertorriqueño no muy aventajado en luces, pero honrado y generoso como pocos” (1970: 13). Según Qui-

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ñones, si los conservadores eran tales, era precisamente por la falta de luces de “clases industriosas, pero inexpertas” que temían “pasar por sospechosos y tibios en el amor á su nacionalidad” y por esta razón “aceptaban sin discernimiento los temores de cercanas perfidias antinacionales” (1970: 13). Del primer jefe conservador, Manuel Valdés Linares, varios historiadores coinciden en resaltar sus posiciones moderadas y sus intentos de encontrar terreno común con los liberales. En 1870, según Cruz Monclova, fue uno de varios “conservadores templados” autores de un manifiesto “que curiosamente hubo de servir a don Julián Blanco Sosa para formular el programa liberal-reformista” (1970: 68; énfasis mío). En este se hablaba de “ser conveniente que se trate y resuelva sobre todas las reformas en los ramos de administración política, económica, administrativa y social”; “aceptar el principio de asimilación política” así como “económico-administrativa”, y “aceptar la necesidad de que se resuelva cuanto antes el problema social”. En el mismo acto se acercaban a los liberales para invitarles a “llevar a cabo la fusión de ambas fuerzas” (1970: 69).

Sensibilidad Frente a la permeabilidad de la frontera entre liberales y conservadores, ¿cómo pensar en la sensibilidad de cada facción y en su manifestación en los productos culturales, en general o los textos literarios, en particular, de uno y otro bando? En 1990, Doris Sommer ideó el convincente modelo de la ficción fundacional. Subrayando la frecuencia de la figura del político-escritor en el período formativo de las naciones latinoamericanas, observó la prevalencia de novelas en las cuales un argumento arquetípico —la “erotic rhetoric… [of ] productive heterosexual desire” (1991: 2)— funcionaba alegóricamente para, a través de procesos de identificación lectora, cimentar los movimientos de conciliación y consolidación necesarios para “bind together heterodox constituencies” (1991: 14). Su argumento crítico se popularizó tanto que llegó a tener carácter teórico, puesto que la aparición de la novela en literatura coincidió con el advenimiento de la llamada era de las naciones, y no es casual que también fuera la época que instituyó lo

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que Stephanie Coontz ha llamado el love match en la historia del matrimonio. El ámbito literario y el político, en efecto, se alimentaron mutuamente. “Possessing a ‘literature’” incluso se convirtió, como ha señalado Itamar Even-Zohar (1996: 44), en uno de los requisitos para que una colectividad pudiera considerarse nacional. El modelo de ficción fundacional fue tan ubicuo que llegó a probarse incluso por su ausencia: donde la creación de la nueva nación no se dio, se encuentra ausente o aparece solo distorsionado, como ha mostrado Zilkia Janer (2005) precisamente en el caso de Puerto Rico (si bien su estudio comienza en los albores del siglo xx). Los intelectuales puertorriqueños del xix, sin embargo, sí vieron la literatura como mano izquierda de la política —o las letras, en un sentido más amplio—, considerando la cantidad de publicaciones periódicas, muchas asociadas a partidos, en un país donde no solo la libertad de imprenta estuvo fuertemente restringida a lo largo del siglo, sino que incluso había muy pocas imprentas físicas.12 En parte por las convenciones literarias dominantes y en parte por escapar a la fuerte censura, muchas de las obras de entonces tienen también una estructura alegórica, frecuentemente insertada en una historia de amor (si bien no necesariamente legítimo, consumado o feliz). Su lectura en clave sirve para trazar de maneras excepcionalmente concretas las alusiones a conflictos económicos y políticos de la isla. En diversas conferencias y en un libro en preparación, yo misma he aplicado este método de lectura a textos como las Historias de ultratumba, del liberal Manuel Corchado y Juarbe, o la novela El tesoro de los piratas, del conservador José Pérez Moris. Lo primero que revela la lectura de obras liberales o conservadoras, sin embargo, es que tienen tanto elementos en común como en

12 Por supuesto, muchas de las obras del momento, y especialmente las escritas por liberales, se publicaron fuera de Puerto Rico. De las cinco generalmente consideradas las primeras de la literatura puertorriqueña —los Aguinaldos puertorriqueños, de 1843 y 1846; el Álbum puertorriqueño, de 1844; el Cancionero de Borinquen, de 1846, y El gíbaro, de Manuel A. Alonso, de 1849—, las tres últimas fueron publicadas por estudiantes en Barcelona. La circunstancia complica la pregunta de qué se consideraría exactamente literatura puertorriqueña y cuál era su relación con el campo literario español.

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contraste, no solo en cuanto a temas, tropos y estructuras literarias —lo cual es fácilmente explicable en términos estrictos de geografía y fecha—, sino muchas veces en su ideario y, desde luego, en su recepción. Para entender mejor estas obras, es necesario añadir un segundo nivel de análisis desde un punto de vista relacional que pueda dar cuenta de su trayectoria en un escenario en sí mismo fluido. Teorías como las del campo cultural de Pierre Bourdieu o los polisistemas de Even-Zohar son de gran ayuda, aunque el contexto del Puerto Rico decimonónico a veces parece desbordarlas, ya que aplicar nociones de campo o repertorio culturales a una sociedad en tantos sentidos heterogénea, y que, de hecho, no marcha hacia la organización nacional, sino todo lo contrario (definamos como definamos lo contrario, que en cualquier caso excede una simple subalternidad colonial), implica ignorar un remanente caótico que en realidad nunca desaparece. En ese sentido, resulta útil un modelo como el del actor-red (o actanterizoma) de Bruno Latour (1996), precisamente por su intento de captar el dinamismo sin sistematizarlo, considerando la descripción de cada caso como proyecto estrictamente ad hoc.13 La teoría del actor-red se origina en un concepto semiótico del mundo: no solo los textos (o “productos culturales”, en el vocabulario de Bourdieu), sino también todo orden de cosas (humanas, materiales, naturales, sociales, científicas) son a la vez reales y parte de una producción de significado que se genera a través de su interacción con otras entidades en redes de todo tipo. Yendo más allá del planteamiento deconstruccionista de que solo es posible acceder al texto, y no a la realidad como tal, Latour afirma que todo existe en un mismo plano y los textos ya no son intermediarios entre el observador y un teórico

13 La falta de sistematización y de términos o conceptualizaciones teóricas propias —“reusable metalanguage is abandoned” (Latour 1996: 377)— ha sido uno de los aspectos más criticados de la teoría de Latour, que quizás sería mejor llamar simplemente un acercamiento. Y, de hecho, su nivel de abstracción es tal que es tan difícil imaginar qué aspecto tendría un análisis latouriano perfecto como encontrar en motores de búsqueda académicos estudios que se atrevan a presentarse de esa forma. No obstante, su orientación asociativa ofrece una alternativa metodológica sugerente para acercarse al xix puertorriqueño.

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mundo real, sino mediadores en cadenas de producción de significado que se convierten en “an end in itself ” (Latour 1996: 373) —y de las cuales el observador mismo puede pasar a formar parte—. Cada entidad humana o no humana (texto, persona, cosa, hecho, fenómeno) puede devenir actor, o actante, en la medida en que provoca algún tipo de acción, reacción o movimiento en otra entidad, que a su vez hace lo mismo. Más aun, incluso tratándose de personas, “actors are not conceived as fixed entities but as flows, as circulating objects” (1996: 374). Las conexiones y asociaciones entre actores/actantes forman una red que Latour no imagina horizontal o unidimensional, sino capaz de extenderse en múltiples direcciones y trascender oposiciones como “far/close”, “large scale/small scale”, “inside/outside” (1996: 371-372). Este orden “networky” (1996: 373) adquiere carácter ontológico; es en sí mismo “the very essence of societies and natures” (1996: 369). El estudioso de cualquier producción o fenómeno es un intérprete semiótico de los mismos, pero su técnica consiste en trazar el “path-building, order-making, creation of directions”, un proceso que no distingue “if it is language or objects one is analyzing” (1996: 375). Desde esta óptica, una explicación es “the attachment of a set of practices that control or interfere in one another. No explanation is stronger or more powerful than providing connections among unrelated elements or showing how one element holds many others” (1996: 375). Donde otros acercamientos relacionales ponen nombre a las redes que identifican, Latour enfatiza que cada red puede ser sui generis. Esta semiótica de las cosas provee además la posibilidad de elegir entre concentrarse en lo estrictamente local o en una entidad global, dependiendo de la red que se construya (o reconstruya). Puerto Rico en el siglo xix era satélite distante de un imperio en decadencia. Su población dispersa y heterogénea incluía españoles, peninsulares e insulares, inmigrantes de procedencias diversas como Irlanda, Francia continental, Córcega, Alemania, otras islas del Caribe hispanoparlante y no hispanoparlante, colonos americanos que habían huido de las guerras de independencia, habitantes de Nueva Orleáns tras su cambio de soberanía y muchos otros. Prácticamente todos estos grupos incluían miembros de inmigración antigua o reciente; el movimiento migratorio y a veces circular continuó siendo muy activo

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todo el siglo, como en el caso de los burócratas gubernamentales o el de catalanes que iban y volvían por negocios, muchos de los cuales finalmente regresaron a España como indianos. La relativamente baja importancia de la esclavitud y las múltiples amnistías de inmigración crearon desde muy temprano una clase de negros libres socialmente superior a los esclavos. Miembros de todos los grupos étnicos y raciales se mezclaron, pero también podían ocupar posiciones muy distintas en la escala social. Las clases tampoco formaban bloques homogéneos ni grupos sociales como hacendados, comerciantes, profesionales o incluso trabajadores. La educación superior no existía, causando que los jóvenes de las llamadas élites salieran a estudiar en España, otras partes de Europa, Estados Unidos y hasta Cuba, trayendo consigo a la vuelta diferentes conocimientos e ideologías. Como explica James L. Dietz, “las relaciones de producción y las relaciones sociales puertorriqueñas eran tanto capitalistas como no capitalistas” (2007: 51, énfasis en el original), incluso feudales o semifeudales. Las clases trabajadoras provenían de distintas razas y también de diversas culturas agrícolas, principalmente la azucarera del litoral y la cafetalera de la montaña. Como se ha dicho, no tenían acceso al aparato de la ciudadanía activa ni al de la producción cultural. Los habitantes de la isla no solo eran en su mayor parte producto del mestizaje, también eran, avant la lettre, sujetos interseccionales. Además de esta enorme variedad, influían en la política isleña eventos en Cuba y España, sin omitir los Estados Unidos. Más allá de la evidente conexión horizontal entre dos discursos, el político y el literario fundacional, cualquier variable en cualquier parte del archipiélago (literal y figurado) podía tener efectos sobre las demás. Por descontado, como este trabajo ha intentado demostrar —aunque no toque sino una punta del iceberg—, las sucesivas actitudes y acciones contradictorias de actores en España con respecto a las Antillas, resultado de la inestabilidad política, económica y cultural en la península, provocaban reacciones en cadena que transformaron el liberalismo y el conservadurismo puertorriqueños en prácticas pragmáticas y cambiantes que reorganizaban constantemente las relaciones de poder en la isla. Sus correspondientes sensibilidades formaban parte de un entramado fluido que ni siquiera correspondía invaria-

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blemente a las ideologías conservadora y liberal peninsulares (cuyo movimiento era de por sí ya bastante browniano). En Puerto Rico el mestizaje fue tan doctrinario como racial, y comprender las versiones locales de estas ideologías, así como sus manifestaciones culturales, comienza por la tarea de reconstruir las múltiples redes formadas por todos estos factores.

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Liberales y católicos en la Argentina moderna: la polémica CambaceresGoyena (1882-1883) Sandra Gasparini Universidad de Buenos Aires

En el capítulo de Los que pasaban (1919) dedicado a Pedro Goyena (1843-1892), Paul Groussac (1848-1929) extiende un pasajero manto de oscuridad sobre la figura del letrado, que a la vez pinta luminosa, de una verba efectiva y una ética intachable: Recuerdo […] que una vez, en su casa (sería allá por el año ‘82 …), después de una larga visita en que, por caso extraordinario y tratarse de los alborotos del Congreso Pedagógico, habíamos disputado sobre materia vedada, como al retirarme me acompañara hasta la escalera, díjele en chanza, señalando a un niño de seis o siete años que estaba allí: “¿Quién sabe si éste no es un pichón de librepensador?”. Repentinamente la fisonomía risueña de Goyena se demudó para revestir insólita y solemne gravedad. Puesta su mano sobre la cabeza del niño, articuló estas palabras, que me estremecie-

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ron cual eco de aquel fanático dicho de Felipe II, y en que estoy seguro de no cambiar una sílaba: “Si no hubieras de ser un buen católico, mejor sería (vaciló un segundo) que no fueras…”. Sí, quien así hablaba, y en tal circunstancia, tenía que ser terriblemente sincero… (2001: 133-134)

Ese retrato de contraluces que viene bosquejando Groussac a lo largo del capítulo, en el que destaca las dotes de orador de Goyena por sobre su intermitente contracción a la escritura, se detiene por un momento en un borde oscuro: Goyena, padre de cinco hijos, prefiere que el pequeño no sea a que, en un futuro posible, practique el librepensamiento. Este detalle siniestro del político y polemista se inclina sobre un costado muy presente en los devenires retóricos de las discusiones entre católicos y liberales en la década de 1880 en la Argentina decimonónica y subraya el fundamentalismo religioso de su posición. “Religión o muerte”, parecería decir Goyena, como la divisa que Facundo Quiroga enarbolara en tiempos pasados. O como el mencionado rey español Felipe II, que prometiera al papa defender el catolicismo con las armas y apoyar la Inquisición. Si los alborotos del Congreso Pedagógico de 1882, antecedente inmediato de la ley de educación común 1420 —aprobada el 8 de julio de 1884 tras intensos debates en el Congreso Nacional—, generan conversaciones sobre materia vedada entre los amigos, en el ámbito de los congresales, figuras de la política y la cultura nacionales, la cuestión excede los buenos modales y los delegados católicos se retiran cuando se propone eliminar la enseñanza de la religión en la escuela. En torno a la secularización de la educación girarán las principales polémicas entre católicos y liberales. La “chanza” de Groussac, en perspectiva, más de treinta años después, carga las tintas sobre las connotaciones políticas e ideológicas de la virtualidad de una vida en pura potencia: ese niño habrá sido un masón o un anarquista (o no), habrá sido un devoto de su fe o bien un laico con dudas (o no). Parece señalar a las claras la intolerancia del personaje evocado. Diego Mauro ha advertido ya sobre la emergencia de un “laicado católico” en la Argentina de la década de 1870, que rápidamente cambia hacia posturas de intransigencia en cuanto al rol de la Iglesia en la educación al comenzar el siguiente lustro:

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Un tanto paradójicamente, las posiciones más liberales en lo referido a las relaciones Iglesia/Estado —con excepción tal vez de las insinuadas por Del Valle— fueron las defendidas en la década de 1870 por dos referentes del emergente laicado católico, Estrada y Goyena, quienes de todos modos no persistieron en sus planteos y ya en la década siguiente encabezaron la oposición a las leyes laicas a tono con los lineamientos de la intransigencia romana. (2016: 66)

A partir del antecedente de La América del Sud (1876-1880), José Manuel Estrada (1842-1894) había fundado el periódico católico La Unión (1882-1890), que coexistía con La Voz de la Iglesia (18831911).1 La Unión se constituyó en el ala más liberal del catolicismo y estaba vinculado a proyectos tendientes a organizar un partido católico (la Unión Católica), que persistieron hasta 1890 y lograron bancas de diputados para Estrada y Goyena en 1886 (Ghio 2007: 46).2 Por otro lado, entre las décadas de 1870 y 1880 se producen cambios a nivel nacional que tienen el sello del proceso modernizador: la articulación del espacio a través del ferrocarril y del telégrafo, el predominio militar del ejército nacional profesional y lo que unifica la etapa de 1852 a 1912, que es “la concentración del poder en un sector limitado de la sociedad y la capacidad no nula, pero sí bastante limitada, de otros sectores de influir en la definición sobre quién ejerce el gobierno. En suma, un orden oligárquico […]. El predominio de círculos de poder limitados dentro de un formato institucional republicano […] es un rasgo específico de esta etapa” (Míguez 2012: 67). Este es, a grandes rasgos, el entramado político sobre el que se escribe la polémica entre Pedro Goyena y Eugenio Cambaceres (1843-1889) en 1882 con motivo de la publicación de Potpourri. Silbidos de un vago, ópera prima del segundo.3 1 2 3

En su programa del 1 de agosto de 1882, La Unión se proponía “servir a los principios católicos en conexión con la sociedad civil. Trabajaremos para reanudar las tradiciones cristianas en la vida política de la nación: Pro aris et focis” (Bruno 2011: 90). Ya en el siglo xx, aparece El Pueblo (1900), de circulación nacional y de más amplio público (Lida 2006: párr. 5). Para la referencia a la novela se respeta la escritura de la palabra francesa tal como figura en la portada del original, como así también la de las citas y ediciones consignadas, que difiere en algunos casos.

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La idea central de este trabajo es que la discusión entre ambos, que en una primera lectura compromete solo cuestiones estéticas y personales, es profundamente política y adelanta la controversia que tendrá lugar en el Congreso Nacional sobre la ley 1420 de Educación Común, Laica, Gratuita y Obligatoria, donde triunfó un “estatismo centralizador y laico”, pero sobre posiciones conservadoras (Puiggrós 2002: 82).4 Durante la década de 1880 esta ley, junto con la de matrimonio civil y la de secularización de los cementerios, encabezó las reformas más osadas de un Estado que no iría a fondo en materia económica ni en cortar lazos con la Iglesia. La 1420, además, indicaba que se podría dictar opcionalmente catequesis antes o luego de la jornada normal de clases en los mismos recintos públicos.

Libro enfermizo En octubre y noviembre de 1882 se editan de manera anónima las dos primeras tiradas de la novela de Cambaceres; la tercera, también sin nombre de autor, en diciembre de 1883.5 En la segunda, salvo la co4

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Mauro observa que a “la Constitución de 1853, que estableció la libertad de cultos, se sucedieron de igual manera conflictos diversos motivados por el intento de laicizar funciones e instituciones bajo la órbita religiosa. El punto más alto de esa conflictividad se alcanzó en la década de 1880, cuando el Estado nacional impulsó las llamadas leyes laicas que establecieron la educación común y el matrimonio civil. El enfrentamiento, que dio pie a la creación de la Unión Católica encabezada por José Manuel Estrada y Pedro Goyena, derivó en la expulsión del delegado apostólico Luigi Matera en 1884 y en la interrupción de las relaciones de la Santa Sede con el Estado argentino. Para la historiografía católica, el choque ponía de manifiesto el anticlericalismo y la animosidad de un liberalismo sectario, acicateado por la masonería, esencialmente opuesto a la religión. Para los historiadores liberales, por el contrario, los enfrentamientos evidenciaban el sectarismo de la Iglesia que se aferraba a los privilegios constitucionales heredados de la cristiandad colonial para detener el camino del progreso” (2016: 46). La primera edición de Potpourri con nombre de autor es la de Minerva, en 1924, treinta y seis años después de la muerte de Cambaceres.

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rrección de cinco erratas (Sued y Albin 2014: 134; Cymerman 2007: 589), el autor no introdujo ningún cambio. En la tercera, publicada en París, agregó un prólogo. El inmediato éxito editorial de este texto híbrido e inclasificable acaso se deba a la doble atracción que provocaron; por una parte, la crudeza —para los parámetros de pudor contemporáneos— con la que se cuenta lo que debe callarse por decoro y, por otra, una figura de autor escurridiza que remite inmediatamente a la transgresión que prevé una sanción. La repercusión en la prensa no se hizo esperar. Cambaceres tiene treinta y nueve años y ha renunciado hace seis a su banca por el Partido Autonomista Nacional, de corte liberal conservador, en el Congreso Nacional. En esa misma época ha protagonizado un escándalo con Emma Wizjiak, una cantante lírica de paso por la ópera porteña. Abogado que no ejerce la profesión, posee una fortuna importante y su vida se reparte entre su mansión en Buenos Aires y su estancia El Quemado. Publica Potpourri e inmediatamente viaja a Europa con Luisa Bacichi, artista austríaco-italiana con la que vivirá hasta el final de su vida, pocos años después. Este itinerario se replicará en negativo dos años más tarde, cuando publique Música sentimental (1884), su segunda novela, en París, también de manera anónima, y se embarque, entonces, para Buenos Aires. El cúmulo de estos detalles biográficos no bastan para explicar por qué las tres primeras ediciones carecen de nombre de autor en la tapa, pero sí para señalar el lugar descentrado de Cambaceres en una escena literaria en consolidación lenta y en una élite —“coalición estatal” arriesgará Ludmer (2000: 25)— de variada composición que empieza a no perdonarle sus rarezas y desplantes. El 10 de octubre de 1882 aparece en El Diario, firmada por Mathos, una reseña con el título “El libro del día” que pone el acento en la misteriosa identidad del autor, al que confunde sin inocencia con el narrador en primera persona: Potpourri tiene un lenguaje, arriesga Mathos, que “está escrito como hablamos nosotros, los que nos llamamos gentes decentes o de buenas familias, cuando hemos perdido un poco de nuestra guaranguería nativa, sin caer en el purismo tonto de los que creen que todavía la Academia sirve para otra cosa que

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hacer diccionarios” (Espósito 2011: 94).6 El cúmulo de lecturas que genera por esos días la novela —treinta y siete notas entre octubre y noviembre de ese año en trece periódicos diferentes, diecisiete sueltos, catorce reseñas y seis anticipos (Espósito 2010: 281)— deriva entre las reflexiones sobre la inmoralidad del vago que la protagoniza, el anonimato, el carácter autobiográfico o inaugural, el género al que pertenece, su adhesión o no a la estética naturalista, el lector al que interpela y el peligro que puede representar si funciona como ejemplo, entre otros problemas, pero ninguna reseña entabla la polémica sostenida que se establece entre Cambaceres y Goyena, quien publica en el diario católico La Unión, el 11 de noviembre, “Potpourri. Silbidos de un vago”, texto que define al comienzo como “una especie de larga conversación o cuento con digresiones” (Espósito 2011: 113). Si el carácter casi vanguardista de Potpourri7 —a pesar del conservadurismo político cambaceriano— provoca la molestia de Goyena, el ataque ad hominem lo termina de irritar: “En cualquier parte donde Goyena esté, hace lo que la temperatura: se equilibra según el grado de calor intelectual que encuentra, estudia a su público, lo cala, le toma el peso, busca la dominante y afina su órgano al diapasón común” (Cambaceres 1985: 100). Agudo lector ya desde el comienzo zumbón de Potpourri —“Vivo de mis rentas y nada tengo que hacer. Echo los ojos por matar el tiempo y escribo” (1985: 19)—, Goyena nota una grieta por la cual colarse en la pose despreocupada del autor y acierta: Este hombre, que podía repetir la frase del Doctor Verón: “carezco de privaciones”, ha ennegrecido muchos cuadernillos de papel, ha corregido pruebas, se ha tomado todas las molestias que lleva consigo el oficio de literato, generalmente desdeñado por los sibaritas. El hastío ha debido, pues, ser muy exigente. Para escapar a él ha sido necesario entregarse a

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Mathos, “El libro del día”, El Diario, 10 de octubre de 1882. Todas las citas de la polémica en la prensa están tomadas de la recopilación digital editada por Espósito et al. (2011). Iglesia afirma que Potpourri “tiene más de la alegoría de la vanguardia que de la referencialidad del realismo” (2002: 122).

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una ruda tarea y pasar por los trámites prosaicos y enfadosos de la tipografía. No lo olvidemos y veamos en ello una lección. Se puede vivir de rentas y corregir pruebas para no morirse de tedio. (Espósito 2011: 113)

Las sucesivas y profusas correcciones en las tres ediciones en vida del autor (Sued y Albin 2014: 135) dan la razón al ofuscado Goyena. Cambaceres no carece de pretensión literaria ni pretende vivir, tampoco, de lo que recaude con la publicación de su novela —inusitado para la época— porque no lo necesita. Goyena detecta allí una pose y prescribe la corrección de un desvío: la vida del autor de Potpourri carece de rumbo —tres años más adelante, el protagonista de su novela Sin rumbo será el bajel en la deriva del naturalismo que tematizará este señalamiento—. La mirada de Goyena advierte también una enfermedad: “Los Silbidos revelan un estado del alma, un estado patológico… Su chiste es enfermizo” (Espósito 2011: 116). La anomalía queda, entonces, aislada y diagnosticada. Lo que activa esta lectura iracunda es sin duda la correspondencia entre el Goyena histórico y el representado en el Club del Progreso en Potpourri. “¿Por qué, muerto Juan María Gutiérrez, Pedro Goyena es el causeur más agradable del país?” (Cambaceres 1985: 100), se pregunta el vago. La respuesta es que el profesor adapta el tema de su conversación a la situación que convenga, es decir, maneja muy bien la consistencia en registro: “Juega con el tópico como Robert Houdin con los cubiletes” (1985: 101). Versatilidad oportunista que parece tener su contrapartida estática en el desinterés por la moda, trasuntado en la vestimenta del causeur. Goyena ataca desde el púlpito, Cambaceres responde con fuerte ironía anticlerical parodiando el discurso litúrgico y doctrinal del catolicismo. Las lecturas sobre Potpourri comienzan un 10 de octubre de 1882, en un periódico fuertemente connotado por su marco ideológico liberal, El Diario, de Manuel Láinez —quien impulsará la ley que lleva su nombre y complementa la 1420—, que no desdeñaba el uso del humor y los trascendidos para captar lectores. La polémica entre ambos se extiende desde el 11 de noviembre de 1882 hasta que la clausura Cambaceres en El Diario el 2 de mayo del año siguiente y comprende cuatro textos: reseña de Goyena en La Unión, respuesta de

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Cambaceres en El Diario, retruque del primero en esta misma publicación y cierre del novelista. La apelación en la primera carta a los diminutivos descalificadores (“Pedrito”) hacia Goyena por parte de su excondiscípulo del Colegio Nacional de Buenos Aires es menos interesante que el registro paródico utilizado por Cambaceres y que remite, sagazmente, a lo que él denomina la pacatería y la miopía clerical de su rival, a quien titea desde su ahora recuperada banca de liberal laico en la segunda. Comienza con un tenue “tenga en cuenta Vd., tan práctico en materia de doctrina cristiana que la rabia figura entre los pecados capitales y que de rabiosos está el infierno lleno” (Espósito 2011: 123) y más adelante remata:8 En su afición por la Santísima Trinidad, [Goyena] ha creído ver reproducido el misterio una vez más, y, así, asegura que el vago es el Dr. D. Eugenio Cambaceres y que el Dr. D. Eugenio Cambaceres soy yo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. En cuanto al vago que pueden ser muchos y que puede ser ninguno, rechazo la personería; déjelo donde está que está bien, por más que algunos pretendan lo contrario. Ahora, en cuanto que el infrascrito sepa responder al nombre de Cambaceres (Eugenio), ya que Vd. lo quiere, será y hágase, Señor, tu voluntad, etc. (Espósito 2011: 123; énfasis mío)

Es el estatuto de autor empírico, autor implícito y narrador-personaje lo que está deslindando Cambaceres, en un gesto que no solo sustrae hábilmente su nombre de las acusaciones, sino que coloca a Potpourri en el podio de la autonomización de la novela nacional (Laera 2004: 165). Esa trinidad, que no es misterio de la fe, sino de las instancias autorales y narrativas, es también un guiño hacia uno de los tópicos de las novelas francesas que Potpourri parece recrear: la infidelidad en el matrimonio burgués en la que un tercero es burlado.9

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La primera carta ya tenía un remate irónico con tono anticlerical: “Gracias a Dios, goza una salud de fierro! Que Dios la conserve muy lejana hasta la hora del último traspié” (Espósito 2011: 121). Laera (2004: 262) señala la importancia de antecedentes como Le cocu (1831), de Paul de Kock, entre otras novelas.

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Goyena cree ganar la partida desde que señala en el diario la falta moral de Potpourri. Se pregunta si el incontestable éxito literario ha hecho “crecer al autor en el concepto público” y se responde que no. Reflexiona, con Saint Beuve, que “no se debe hacer un libro sino cuando se tiene una idea nueva o una manera preferible de expresar la idea ajena” (Espósito 2011: 113); es decir: el utilitarismo, el ahorro y la mesura frente al goce, al derroche y al ocio creativo. A esta figura de escritor indolente es posible contraponer el Goyena que Groussac construirá años más tarde en Los que pasaban: un conversador incansable que, sin embargo, no puede sentarse a escribir una palabra. Paradójicamente, el trabajo cobra peso en la narrativa del novelista y disminuye en las palabras efímeras del causeur. Goyena critica “las ideas morales de Pot-pourri” (Espósito 2011: 115); el exceso, la falta de equilibrio, los desbordes dionisíacos de Cambaceres: los trazos gruesos del criado gallego, del juez de campaña, la acritud de los juicios sobre un político que ha caído y los símiles animalizantes que el protagonista utiliza para referirse a la mujer de su amigo. Hay un moralismo que afecta a la estética de una novela que precisamente quiere desentonar y granjearse enemigos íntimos. Goyena exige un pietismo que no se condice con el carácter rupturista de la propuesta de Potpourri: ese es su desfasaje en la lectura, leer en clave moral un artefacto literario; querer hacer de la literatura una máquina capaz de preservar el orden de un sistema que parece desestabilizarse a partir de algunos movimientos que favorece el proceso modernizador: una sensibilidad conservadora que se crispa con lo nuevo, aunque las diferencias en materia política sean solo de detalle. Goyena concluye por descontextualizar un enunciado del vago que justifica su reconvención a Cambaceres y que usa para rescatar del naufragio moral a Potpourri: “El recuerdo del placer que empalaga y del dolor que harta, trae aparejado un desencanto profundo y, como consecuencia de él, se despiertan sentimientos de perversidad que espantan y producen el horror de uno mismo, luego que la ofuscación pasa” (Cambaceres 1985: 35). Pero ese recorte interesado que Goyena practica con la cita de la novela dice más por lo que omite que por lo que explicita: es, en el texto, el preludio a la elaboración del chisme, ese misil que horada la

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superficie ya imperfecta de la élite. Lo que sigue luego del fragmento —“Hallábame en uno de esos momentos fatales; el demonio de la murmuración aguijoneaba mi espíritu” (1985: 35)— es, precisamente, el motivo del malestar del causeur Goyena, que no quiere ser el centro de la conversación —del chisme— o más bien de la acusación de la que lo hace blanco el narrador de Potpourri. La polémica queda definitivamente cerrada por Cambaceres en el prólogo a la tercera edición, parisina, casi un año después, ya fuera de la prensa: ¿Digo lo mismo de mis ejemplares del Club del Progreso? No; aquí he seguido el procedimiento de los industriales en daguerrotipo y fotografía; he copiado del natural, usando de mi perfecto derecho […]. Consecuencia: alguno de mis sujetos, según dicen, echa espuma contra mí. Desconfiando que no careciera de razón y que bien podía habérseme ido la mano (¡así suceden las desgracias!) he repasado después y vuelto a repasar esas páginas, no como el que las escribe o se ve escrito en ellas, sino como el que las lee de afuera, sin ánimo preconcebido y sin pasión. Bien, pues, quiero que las siete plagas me tullan si he encontrado allí la más remota sombra, siquiera, de ataque a la dignidad privada. O soy muy bruto yo, o muy fatuos los otros. Pueden haber sufrido la vanidad y el amor propio; la reputación, jamás […]. Ni soy el vago, ni para bosquejar la silueta de mis personajes, redondear sus contornos y llegar a darles la última mano, he trabajado solo. Mal que les pese, todos Vds. han colaborado alcanzándome la pintura. (1985: 12-16)

Las vueltas del realismo: el modelo “al natural” (Goyena, en este caso) se rebela y se vuelve contra el creador reclamándole no faltar a lo que él cree la “verdad”.

Un libro de enfermo El alcance del gesto disruptivo de Cambaceres en Potpourri puede medirse en el momento en que el liberal y patricio Miguel Cané (18511905), ya no un futuro representante del partido católico, antiguo amigo del autor, con quien ha mantenido correspondencia durante la

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estadía de ambos en Europa, incurre también en el diagnóstico médico en “Los libros de Eugenio Cambaceres. A propósito de Sin rumbo”, nota de Sud América del 30 de octubre de 1885: “Silbidos de un vago es no sólo un libro enfermo, sino un libro de enfermo” (Espósito 2011: 144). Sin duda, como explica claramente Terán, no es posible pensar el liberalismo en la Argentina de la década de 1880 sino como un liberalismo conservador que sospecha de la igualdad porque conspira contra el orden (2008: 114). Cané —junto con Eduardo Wilde y Lucio V. Mansilla, entre otros— se suma entonces a ese largo lamento por las viejas costumbres del patriciado porteño anteriores a la modernización, por sus consecuencias no esperadas. No debe sorprendernos que esa mirada del narrador de Potpourri, que no se escandaliza frente al adulterio, provoque escándalo (Pastormerlo 2007: 22). Si bien el vago silbador salva al amigo de una posible deshonra pública a causa de la infidelidad de su mujer con un tercero enviando a este al extranjero, lo que predomina en el texto no es precisamente un lamento por el carácter irrecuperable de los tiempos pasados mejores. A Cambaceres le faltan, dice Cané, las dificultades primeras de la vida, que hacen pensar a los espíritus más triviales e indolentes, le ha faltado el empleo, que se mira con horror, al que se va de mala gana, que pone el libro en la mano, que aguza la aspiración, sostiene en el trabajo y lo muestra como el único medio de alcanzar la independencia y salir del infierno moral de la sujeción. (Espósito 2011: 143, énfasis en el original)

Cané interpela directamente a Cambaceres con el uso acusador del deíctico. Lo juzga a través de sus lecturas y sus prácticas estéticas, ya de cara a la reciente publicación de dos novelas (Música sentimental y Sin rumbo) que avanzan en la recreación de la escuela francesa: “El prurito naturalista [de Zola], aquella inútil asquerosidad del trofeo triunfal de la huelga, es la ostentación de las carnes flacas y repelentes sobre los montones de carbón, es la palabra infecta, que detiene la admiración y la disuelve” y lo condena por su voluntad rupturista en el plano de la representación: “¿De dónde, pues, puede haber venido a Cambaceres la idea de cambiar, de la noche a la mañana, toda tradición literaria y abolir, de un golpe, las reglas establecidas del buen gusto? Si escribiera en el

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único estilo de que es capaz, lo habría condenado, al pasar, sin insistir en él. Pero no, es un prurito, es un propósito fijo” (Espósito 2011: 148). En contraste, tanto Cané como Goyena carecen de una producción ficcional relevante. El primero, con la autobiográfica Juvenilia (1884), aportó escuetamente, junto con algunos relatos, al universo de mundos ficcionales de la década de 1880. Intentó escribir una novela, de la que se conocen solo sus tres primeros capítulos.10 Goyena, el hombre de prensa y orador purista, es dibujado con grandes trazos por Groussac: “No era realmente artista: casi nunca nos ofrece un párrafo suyo la sorpresa de la imagen nueva, del giro imprevisto […]. Con todo, una innegable virtud se desprendía de esa dicción moderada y discreta” (2001: 108). No resulta sorprendente entonces el llamado de atención sobre la poética cambaceriana que, como queda indicado en carta de diciembre de 1883 a Cané, se caracteriza por “mostrar las cosas en pelota y por hurgar lo que hiede” (Cymerman 1971: 8).11 Las virtudes pregonadas por el catecismo católico contra los pecados capitales —mentados irónicamente por Cambaceres en la segunda réplica a su lector— son el subtexto que lee a Potpourri como un combinado de soberbia, pereza y lujuria. Goyena llama al orden, Cambaceres se excede. Cané también se lamenta por el interés que tiene el novelista en publicar “todos los ascos morales” y no dejar el manuscrito en

10 Se publicaron en 1903 en Prosa ligera. “De cepa criolla”, uno de los tres capítulos, junto con “En el fondo del río” y “A las cuchillas”, podría hacer una alusión velada a la unión de Cambaceres con la artista Luisa Bacichi (Pastormerlo 2010: 268). Casi una devolución de favores, aunque se haya hecho pública cinco años después de la muerte del aludido. Es necesario agregar que Cané aparece retratado con su nombre en Pot Pourri, entre otros personajes de la high life porteña que frecuentan el Club del Progreso en un baile de máscaras, como uno de los que, “carilargos y a trueque de desarticularse los carrillos”, “pasan su noche en blanco, a plancha corrida”; es decir, sin compañía femenina ni aun como pareja de baile (Cambaceres 1985: 124). 11 Los consejos de Cambaceres a Cané constituyen su propia arte poética: “No ponga almíbar en la boca de un changador, ni le haga decir mierda a una institutriz inglesa; respete a la verdad. En cuanto a mí, Ud. sabe que tengo un flaco por mostrar las cosas en pelota y por hurgar lo que hiede; cuestión de gustos” (Cymerman 1971: 8).

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el cajón por el bien de todos o, más bien, de un oscuro y ambiguo “nosotros” (Espósito 2011: 144). Se trata de un problema claro: “El silencioso cajón del escritorio es y debe ser el confidente tolerante de todas nuestras intransigencias” (2011: 144). Para ser precisos, mejor no hablar de ciertas cosas, y menos cuando implican a la propia clase. Lo que defienden Goyena y Cané se apoya en una sensibilidad atada a una normatividad y una hegemonía que se juzgan inapelables. Tal como lo ha planteado Romero, “los conservadores, aunque se expresan a través de actitudes políticas, son, mucho más que eso, los celadores de la preservación de las estructuras básicas” (1986: x). Todo proceso de cambio es “sospechoso de constituir una agresión a la integridad y a la plena vigencia de esa estructura” (1986: xi) y, por esta razón, la sensibilidad conservadora se prepara para detectar cuándo es necesario contrarrestar las amenazas que podrían resquebrajar esa normatividad. Afirma Pastormerlo que la separación entre literatura y moral en la sociedad letrada de 1880 no hubiera podido lograrse sino a través del escándalo que provocó Potpourri (2007: 26). La lectura positiva que en 1886 hace García Mérou (1862-1905), secretario de Cané, será la que tercie a favor de la cuestión estética, al recrear una cita de Zola: “No sé lo que se entiende por un escritor moral y un escritor inmoral; pero sé bien lo que es un escritor que tiene talento y uno que carece de él” (1886: 89). Al avanzar la década de 1880, se irá oscureciendo el arco del liberalismo con inflexiones conservadoras, así como el positivismo se teñirá de ideologías espiritualistas y vitalistas que asignan a “la voluntad y a la acción un papel preponderante en la construcción del orden social” (Ghio 2007: 39). Cambaceres transformará en una rígida estructura la estética naturalista en su última novela, En la sangre (1887), olvidando la miscelánea y el nada improvisado desparpajo de Potpourri. La polémica se olvida porque, en un acuerdo tácito, la xenofobia que rezuma En la sangre adelanta, por un lado, la futura ley Cané o ley 4144 de expulsión del extranjero, que desde 1902 permitirá expulsarlos sin juicio previo, y, por otro, los postulados de la Unión Católica —antimoderna y en contra de la democratización de las masas—, que integrará Goyena.

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Estética, polémica y Dios: aestesis teológica en el semanario mexicano La Cruz (1855-1858) Sergio Gutiérrez Negrón Oberlin College

Desde su primer número, publicado el 1 de noviembre de 1855, al último, del 29 de julio de 1858, el semanario La Cruz. Periódico esclusivamente religioso se presentó como el defensor del catolicismo mexicano y como el bastión que resistiría a los liberales y sus intentos de cementar la separación entre Iglesia y Estado.1 Los editores del semanario conservador —el más importante de su época— vieron su batalla dividida en cuatro frentes, los cuales correspondieron a las cua-

1

La Cruz se publicó entre 1855 y 1858. Sus ciento veinticuatro números constaron de un promedio de treinta páginas en formato de libreto con numeración progresiva, exceptuando la variación de los materiales suplementarios. Se imprimieron en la Imprenta de José María Andrade y Felipe Escalante, calle Cadena, 13.

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tro secciones de la publicación: uno doctrinario, en el que presentar las doctrinas más pertinentes de la Iglesia católica; uno controversial, en el que debatir los “errores” promovidos por los “jacobinos”; uno estético, en el que compartir “pequeñas composiciones de amena literatura del género literario”, y, finalmente, uno calendario, a partir del cual informar sobre los eventos pertinentes al año religioso (La Cruz 1855: 2).2 A pesar de esta distribución aparentemente jerárquica, durante el primer año de la publicación —un año en el que se intensificó la polarización política de México lo suficiente como para justificar el surgimiento de la publicación— la tercera de estas unidades, llamada “Variedades”, muy pronto hizo metástasis y, en ocasiones, inclusive, llegó a ocupar dos tercios de sus páginas. Apreciar esta inflación del frente estético de La Cruz en un momento caracterizado por el tipo de polémica que guiaba su frente doctrinario implica entender la complejidad de las sensibilidades conservadoras de la época. Entre la preponderancia de “Variedades”, se hallan ideas estéticas y obras que parecerían contradecirse. Entre estas, cuatro son claves: (1) una defensa de la fe, de lo religioso y lo místico que rechaza la abstracción metafísica al mismo tiempo que censura los excesos de la expresión terrenal; (2) una condena del Romanticismo, pero una recurrencia a sus tropos y al rol estructurante de los sentimientos; (3) un llamado al arte realista que evita la teoría, prioriza la costumbre y la particularidad nacional, pero que, aun así, exige que este arte permanezca anclado en la teología y lo divino, y (4) un reconocimiento de un espacio estético distanciado de las exigencias y presiones de lo político que va de la mano con una insistencia en que no existe separación posible entre la política y la teología. El hecho de que estos cuatro puntos enfrentados hallaran concierto en las páginas de la publicación y que, además, lograran hacer eco en el público lector que garantizó el éxito de La Cruz sugiere la posibilidad de que las contradicciones parezcan tales solo si se tiene una visión simplista de los parámetros estéticos que apelaban al conservadurismo mexicano decimonónico.

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Para facilitar la citación de La Cruz, usaré solo la paginación del tomo del primer volumen.

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En este trabajo se sostendrá que “Variedades” escenifica las sensibilidades conservadoras en un momento histórico específico y, así, revela la complejidad de sus engranajes internos. De hecho, “Variedades” articuló, como se verá, un programa estético cosmopolita en el cual se aunaban —a menudo tensamente— la poesía religiosa escrita por escritores mexicanos con textos de autores internacionales, al igual que reseñas y comentarios sobre la literatura, el teatro, las artes, la arquitectura e inclusive la exégesis bíblica. El denominador común del programa estético de “Variedades”, su point de capiton, no fue sino el intento de los editores de La Cruz de casar lo estético con lo teológico, de presentarlos como inevitablemente enlazados y, en sus puntos más logrados, comenzar a elaborar una aestesis teológica; es decir, un concepto de lo estético y la experiencia estética el cual presentara el arte como creencia teológica fuera de sí. De esta manera, “Variedades” no solo fue una sección dedicada a propagar las buenas costumbres mediante el arte didáctico, sino que figuró como un fusil más en una batalla que, aun en 1855, se limitaba a los lindes del discurso, la contraparte epidíctica o demostrativa de la retórica jurídica del resto de la publicación. La Cruz vio la luz pública el 1 de noviembre de 1855, dos meses después del desmoronamiento de la dictadura de Antonio López de Santa Anna, un gobierno que, en su inicio, fue la última esperanza de un conservadurismo radicalizado. El semanario entró al espacio de lo público enfrentado al enraizamiento de la nueva administración liberal que reemplazó a la de Santa Anna. Esta administración liberal llegaba al poder comprometida con cementar un programa revolucionario de reforma que amenazaba, mediante la desamortización de bienes eclesiásticos y la promoción de la secularización ideológica, la presencia material e inmaterial de la Iglesia católica en México.3 La Cruz se inauguró, por lo tanto, a la defensiva. Esta no era una posición desconocida para el elenco de personajes que se halló detrás de la publicación —Clemente de Jesús Munguía, José María Andrade, Felipe

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Para un resumen efectivo e incisivo de los enfrentamientos ideológicos e institucionales entre el Estado y la Iglesia durante este período, ver Pani (1999).

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Escalante, José Joaquín Pesado y José María Roa Bárcena—. Después de todo, como ha dicho Elías José Palti, en la década de 1850, a la vez que el conservadurismo del medio siglo fue desplazado de los espacios y puestos políticos públicos y que la única base de poder que le quedó a este se halló cada vez más al seno de instituciones religiosas, su posición crítica ante el estado liberal se exacerbó y se articuló a partir de un pesimismo nacional reaccionario que insistía en la ilegitimidad de toda autoridad terrenal (Palti 2005: 284). Por un lado, el posicionamiento reaccionario de sus allegados llevó a la autodenominación del grupo como conservador, en tanto que se llamaban tal, en palabras de Lucas Alamán, “porque queremos primeramente conservar la débil vida que le queda a esta pobre sociedad, a quien habéis herido de muerte” (citado en Noriega 1972: 66-67). Por el otro, era este un posicionamiento en el cual también subyacía su defensa de la dictadura como único modo de establecer la legitimidad política. Es cierto que la intransigencia discursiva ante el Estado y el Gobierno secular de La Cruz solo se intensificó a partir de la mitad de su primer volumen y que, en los números anteriores, todavía mantuvo una posición relativamente moderada en cuanto a lo político, pero también es verdad que sus ensayos polémicos y controversiales siempre compartieron con el discurso conservador de la época, aun si sutilmente, la presunción de la ilegitimidad política del Gobierno en el poder.4 Esta posición no es de sorprender si se considera que Munguía fue uno de los motores ideológicos de la publicación. De hecho, aunque el semanario era impreso por José María Andrade y Felipe Escalante, Munguía no solo fue quien dirigió los primeros ocho o diez números de La Cruz, sino que es posible que, aun después de estos, al promulgarse la ley Lafragua en diciembre de 1855 y establecerse que las publicaciones debían incluir el nombre de su responsable, continuara detrás del proyecto, aunque quien firmara como director fuera José Joaquín Pesado (Gómez de Aguado y Gutiérrez Hernández 2009: 217). Si bien el eje central del presente ensayo no se encuentra en el

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El primer volumen de La Cruz incluye veinte números publicados semanalmente desde el 1 de noviembre de 1855 al 13 de marzo de 1856.

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discurso polémico de la publicación, es esencial pasar revista a la vida de Munguía, aunque sea escuetamente, porque desde el inicio de la década fungió como el modelo del clericalismo combativo que caracterizaría a La Cruz, práctica y discursivamente. Munguía era ya una figura conocida a principios de los años cincuenta, pero el acto que hizo de él estandarte del conservadurismo tomó lugar el 6 de enero de 1851, cuando, en la ceremonia en la que se le declararía obispo de Michoacán, negó jurar lealtad a las leyes de la Federación. En esa ocasión, Munguía argumentó que juramentar tal cosa comprometería los derechos y libertades de la Iglesia. Como relata Pablo Mijangos y González, quien ha escrito uno de los tomos más completos sobre la vida y el ideario de Munguía, este gesto del futuro obispo comenzó una tormenta política que incluiría un enfrentamiento entre el Vaticano y el Gobierno federal (2015: 264). A partir del momento de su negativa y a lo largo de la media década, Munguía se radicalizaría y, durante la creciente crisis constitucional e ideológica de la época, insistiría en su visión de la existencia de una “república católica” que preexistía a la liberal —y a cualquier república terrenal— (2015: 269). Esta república católica desconocía la legitimidad de toda ley o constitución que atentara contra los privilegios y dogmas divinos (2015: 269). Al centro de la cuestión se hallaba un impasse que Mijangos y González resume en la siguiente formulación: “Mientras México permaneciera un país ‘exclusivamente católico’, ¿quién tenía la máxima autoridad para definir y validar su constitución? ¿Le pertenecía ese poder al gobierno y los representantes de la ‘nación soberana’ o, más bien, a la ‘maestra de los pueblos’, la Iglesia Católica?” (2015: 269; traducción mía). La respuesta de La Cruz siempre localizaría el poder soberano de decisión en la Iglesia católica y en la consecuente república católica, sin importar si se refería a la entidad espiritual o a su encarnación mexicana. Aun antes de la última radicalización del semanario, después de la promulgación de la nueva Constitución en 1858, estas ideas serían el fundamento discursivo de todos los artículos incluidos en sus secciones doctrinarias y políticas, aun cuando la presunción escolástica y académica de su discurso suavizara las posiciones. Como se verá, “Variedades” también insistiría, aunque de manera oblicua,

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en la soberanía de lo extraterrenal en la esfera de las artes y las bellas letras mediante la articulación sutil de una aestesis teológica, una conceptualización de lo estético como experiencia teológica fuera de sí. Cabe comenzar con el final del volumen en cuestión. El 13 de marzo de 1856, en la nota “A Nuestros Suscritores”, con la cual anunciaban el cierre del primer ciclo de la publicación y el principio del segundo, los editores de La Cruz decidieron expandir su anterior justificación de “Variedades”. Como ya se mencionó, la sección originalmente se propuso simplemente como un espacio para compartir “pequeñas composiciones de amena literatura del género literario” (La Cruz 1855: 2). Sin embargo, cinco meses después, reconociendo el éxito de la publicación, la cual se financiaba exitosamente a pulso de suscripciones y ventas, los editores enmarcaron “Variedades” como otro antídoto a la superficialidad del liberalismo. Según ellos, a pesar de que esta superficialidad era uno de los “defectos dominantes de nuestra generación”, a menudo el combate en contra de ella fracasaba, ya que “extirpar tal defecto por medio de escritos doctrinarios es querer casi un imposible” (1856: 644). La lucha contra la superficialidad debía librarse en otros registros. Por esta razón, decían no participar “de la opinión de muchas personas graves que miran con horror cuanto tiene apariencia de novela” (1856: 644). De hecho, estaban convencidos de que “bajo formas superficiales pueden inculcarse grandes verdades morales y religiosas” (1856: 644). El efecto de estas “formas”, para ellos, se podía ver, aunque en su iteración negativa, en los estragos que causaban en las ideas “y por consiguiente” en las costumbres, las novelas de la escuela socialista de autores como Eugéne Sue (1856: 644). Proponían, pues, “que para obtener la reacción hácia el bien, era preciso combatir el mal con sus propias armas y en su mismo terreno” (1856: 644). Esta visión de la esfera pública, y de la operatividad de la retórica en ella, es fundamental para entender la lógica que yace detrás de la aestesis teológica de “Variedades”, de su propuesta estética. Después de todo, para los editores, la función demostrativa de lo literario —y de lo artístico entendido de manera general, como veremos más adelante— era capaz de inculcar verdades morales y religiosas, a pesar de la impropiedad del modo y el medio, los cuales le atribuían al enemi-

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go liberal. Se trataba de una visión de lo público propia de la época. Según Palti, tras la invasión estadounidense y la pérdida de la mitad del territorio nacional en 1848, en México se quebró el equilibrio político y el consenso ideológico que anclaba la esfera de lo político y, consecuentemente, también colapsó “el concepto deliberativo de la opinión pública” (2005: 192) que yacía al centro del modelo jurídico de la retórica; es decir, del modelo de la opinión pública como una suerte de tribunal. No fue coincidencia que el modelo de retórica que surgió en su lugar se anunciara en la obra de Munguía, ideólogo de La Cruz. En sus escritos, Munguía venía redefiniendo la opinión pública a partir de los parámetros “del género epideíctico” o demostrativo (Palti 2005: 274). Según este, escribe Palti, “la función del orador ya no será la de convencer sino la de conmover, movilizar a la audiencia tanto física como espiritualmente” (2005: 274). No obstante, precisamente porque para Munguía la retórica y la política tenían finalidades distintas, “el modelo retórico epideíctico descrito se aplica [para Munguía] sólo al ámbito judicial, el cual distingue tajantemente de la arena propiamente política (cuya confusión cree que es la raíz de todos los males en México)” (2005: 275). En cierto modo, la partición entre lo político y lo jurídico de Munguía se desplegaba sobre la distribución seccional del diario. Así, por un lado, el frente doctrinario y el controversial quedaban identificados con lo político como ámbito en el que la función del orador es convencer en una circunstancia deliberativa y así llegar a un consenso comunal. Por el otro, “Variedades” quedaba ligada a la función retórica de convencer mediante la demostración y el afecto en una circunstancia en la que la meta no era develar una verdad política establecida, sino convencer al sujeto y, consecuentemente, moldear su conducta. Esta concepción retórica reafirmaba el compromiso de los editores con formas superficiales que, entendían, podrían parecer problemáticas para “muchas personas graves” (1856: 644). Al momento de pensar el uso epidíctico de las artes, en “A Nuestros Suscritores” el énfasis caía en las “formas superficiales” y no en la gran cantidad de poesía religiosa que cundía en las páginas de “Variedades”. Esto era así porque las poetizaciones de las parábolas bíblicas, las celebraciones de la Virgen María, del nacimiento de Jesús y del

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Miércoles de Ceniza, etcétera, cumplían una función complementaria, aunque no por eso prescindible. Al igual que la obra de poetas católicos como Manuel Carpio y de Pesado, editor del diario a partir de su décimo número, gran parte de la poesía religiosa y bíblica publicada en el semanario cumplía una función de popularización y divulgación de imaginería dogmática, de salmos y parábolas, enmarcadas en el estilo clasicista que por entonces se oponía a los excesos del Romanticismo. Tal producción no hallaba justificación en su formalismo o potencial expresivo o piadoso, sino en la perspectiva negativa que tenían los editores de la educación religiosa de su tiempo, la cual creían había decaído en las últimas décadas. Como ha dicho Christopher Domínguez Michael, “en el católico México la Biblia se leía poco y divulgadores en verso, como Pesado, no salían sobrando para la causa recristianizadora, en la medida en que el secularismo liberal amenazaba a la iglesia” (2016: 390). La importancia de “Variedades” para las sensibilidades conservadoras de la época se evidencia en tres momentos de su primer volumen: (1) la apreciación crítica del escritor E. T. A. Hoffman y la publicación de uno de sus cuentos y de una novela a través de diez números, (2) la aproximación literaria y formal al bíblico “Libro de Rut” y (3) la reseña cuidadosa de una exposición de bellas artes en la Academia Nacional de San Carlos. Estas tres piezas son reveladoras, en primer lugar, porque anuncian un estilo de crítica literaria y estética que no se conocía en el periodo y que no se vería hasta la obra de Francisco Pimentel Historia crítica de la literatura y las ciencias en México desde la Conquista hasta nuestros días (1885), y, en segundo, porque adoptan una aproximación oblicua al proyecto católico de la publicación y proponen, por acumulación, un innovador criterio rudimentario mediante el cual juzgar la experiencia artística. En el artículo “Hoffman y sus cuentos”, publicado en el primer número de La Cruz, el ensayista (identificado simplemente como “RR”) ofrecía una biografía de Hoffman a manera de prólogo a relatos que se publicarían posteriormente y sostenía que debía considerársele como uno de los autores alemanes más notables de la época, a pesar de la vida libertina que lo llevó a la ruina. El boceto biográfico que precede la justificación de la obra de Hoffman se despliega como una

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narración romántica sobre la vida de un artista plagado de demonios y es interrumpido en ocasiones por condenas de los excesos del alemán, al mismo tiempo que el autor se expande sobre estos con algo de placer morboso. Según sostiene, han seleccionado las dos obras de Hoffman porque en ellas se ve un ejemplo de lo mejor de las letras alemanas, una tradición la cual no desvaría por “las altas regiones de la metafísica”, y porque “tiene un sello de ternura que parece peculiar de los climas septentrionales” (La Cruz 1855: 22). Del mismo modo, estos relatos en particular podrían interesar al público local porque, a diferencia de otros del autor, evitan lo fantástico, “muy poco admitido en la literatura moderna de los pueblos meridionales” (1855: 22). Más adelante, el autor profundiza e insiste en los elementos provechosos en la obra en cuestión. Con respecto a “La dicha en el juego”, el más breve de los dos relatos a publicarse, resalta su naturaleza ejemplarizante y su crítica a los juegos de azar. En más de una manera, ese primer relato encaja perfectamente dentro de La Cruz. Es, no obstante, en la justificación del segundo de los textos, “Maese Martín y sus obreros”, la novela corta que publicarán por entregas, que anuncia las posturas expresadas posteriormente en “A Nuestros Suscriptores”. “RR” reconoce que el gran mérito literario de la obra, el cual ya ha sido proclamado por “los inteligentes de todos los países”, no se limita a lo fidedigno del retrato que hace de “las costumbres alemanas” (1855: 22). Si deciden incluir “Maese Martín” es porque, a pesar de que le falte un “objeto moral tan directo como el de la obra anterior”, este objeto se encuentra implícito “indudablemente” en “la pintura animada de la vida doméstica y de los afectos más nobles y tiernos” (1855: 22). Es decir, lo que justifica dedicar diez números a la novela de Hoffman no es la vida del autor ni la función didáctica y explicativa presente en “La dicha en el juego”. Su didactismo podría asociarse al modelo deliberativo de la retórica, en tanto que busca convencer a su público mediante la exposición racional y explícita de un mensaje pedagógico. Al contrario, lo que justifica la presencia de “Maese Martín” es su funcionamiento epidíctico: aparece en La Cruz por la manera en la que diluye su objeto moral en la representación de la vida (doméstica) y los afectos ahí expresados, por lo que abandona el registro de la razón para entrar en el de lo físico y lo espiritual y conmover al público

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lector. Se trata de una apreciación de una obra que no es explícitamente moralizadora ni religiosa, sino que explica la valoración de las formas superficiales por parte de los editores y anuncia la expansión del inventario bélico de los conservadores al terreno artístico. Al separar la obra de arte de su autor, especialmente de uno libertino, y, consecuentemente, reconocer el potencial interpretativo del contenido de la obra y la posibilidad de su movilización para fines distintos a los del autor, este editor de La Cruz afirmaba, de manera intencional o no, una autonomía artística que no dejaba de ser innovadora en un periódico exclusivamente religioso. Era una autonomía relativa y limitada drásticamente a la producción de la obra como tal, que hallaba su límite, como hemos visto, en su recepción. Era por ello que prologaban la obra indicando la interpretación apropiada. No obstante, la afirmación autonómica dislocaba hasta cierto punto la esfera artística de la política y abría las puertas para el surgimiento de escrituras conservadoras como la obra futura de José María Roa Bárcena, redactor principal de La Cruz, liberada de la compulsión religiosa explícita de la poesía de Pesado y de los lindes del clasicismo, precisamente porque entendía que podía llevar a cabo su trabajo ideológico de manera epidíctica. Al mismo tiempo, esta autonomía literaria relativa también hacía posible una crítica y un juicio apreciativo que simultáneamente se acercaban a y distanciaban de la crítica de José María Heredia y del conde de la Cortina. Como ha mostrado Fernando Ibarra Chávez, ambos precursores veían la crítica literaria como un vehículo para “ofrecer nuevos cauces para sensibilidades en formación, o consolidar tendencias ya practicadas para abrir o mantener espacios reflexivos, pero siempre en relación directa con la práctica literaria” (Ibarra Chávez 2018: 33). Por un lado, “Variedades” buscaba, como Heredia y el conde de la Cortina, encauzar sensibilidades mediante los efectos indirectos de la lectura de Hoffman. Por el otro lado, “Variedades” se distanciaba de estos proyectos porque sus fines no se limitaban al terreno de lo literario, sino que buscaban atravesarlo para develar las verdades morales y religiosas contenidas en las formas, superficiales o no. El tratamiento del bíblico Libro de Ruth, en un artículo de ese mismo nombre publicado en el segundo número de La Cruz, permite

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elaborar esta aproximación crítica. El artículo consta de una celebración de la poesía bucólica que, si no fue escrito por Pesado o Carpio, sí hace eco del estilo clásico que estos impusieron a mitad de siglo (Domínguez Michael 2016: 385).5 En la pieza, los autores ofrecían una visión panorámica e histórica, aunque no teleológica, de la poesía pastoral. Para ellos, el problema de esta poesía, tanto en los poetas antiguos como modernos y especialmente en aquellos pertenecientes al Siglo de Oro español, fue su desafortunado abuso de “difusas descripciones campestres y […] eternos diálogos puestos en bocas de los rústicos, quienes pudieran aventajar en pedantería a nuestros mejores ergotistas” (La Cruz 1855: 54). El neoclásico español Juan Meléndez Valdés (1754-1817) comprendió estas limitaciones, aunque en su intento de escaparlas se extendió más bien en “descripciones verdaderamente hermosas” (1855: 54). Sin embargo, los autores del artículo notan que “si se trata de retratar únicamente las escenas de la naturaleza que pudiéramos llamar inanimadas, siempre la pluma será inferior al pincel, a menos que el poeta se llame Teócrito o Virgilio” (1855: 55). El poeta suizo Salomón Gessner (1730-1788), según ellos, ofreció una salida de este callejón, puesto que sus “idilios” no solo se desbocan en la descripción de paisajes y pastores, sino que además “presenta[n] la vida pastoral hermoseada todo lo posible, sin rayar en el estremo de un refinamiento oportuno” (1855: 55). De esta manera, Gessner “habla al corazón” e “inspira sentimientos muy tiernos” mediante las escenas domésticas que revela (1855: 55). Más 5 En La innovación retrógrada. Literatura Mexicana, 1805-1863, Christopher Domínguez Michael ofrece un minucioso análisis de la poesía pastoral en la primera mitad del siglo xix mexicano (2016: 87-166, 585-592). Domínguez Michael estudia tanto su popularidad a principios de siglo, en los años del Diario de México, como su recurrencia posterior, a partir de la década de los treinta y cuarenta, en la Academia de Letrán, a manos de Carpio y Pesado, entre otros. Para Domínguez Michael, lo bucólico ofreció una salida indudablemente moderna de la modernidad: “Lo bucólico, corazón del neoclasicismo, no es ni trágico ni histórico, negaciones intolerables para una edad revolucionaria, como la iniciada en 1789 y viva hasta bien entrado el siglo xx” (2016: 164). Sin embargo, se trató de un modo poético de naufragios constantes, después de todo, su “talón de Aquiles” siempre fue “la cercanía de la guerra” (2016: 165).

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aún, tomando en cuenta los aciertos de Gessner, es necesario una renovación del género. Dicen los editores: “[E]n nuestro concepto, la poesía bucólica, lejos de morir, está llamada a brillar y á ejercer una influencia saludable en las costumbres, tan luego como se comprenda más generalmente su verdadero espíritu” (1855: 54-55). Es aquí que entra el Libro de Ruth, al cual los autores recurren para identificarlo como modelo estético de una nueva poesía pastoril y para disertar sobre los posibles usos de lo bucólico. Se trata de una concepción de la historia literaria no historicista, una que se ha desarrollado a partir de falsos principios y desarrollos atrasados. Ya en el Antiguo Testamento se hallaba “el modelo más acabado de la poesía bucólica”, ahora había que retomarlo mediante la operación crítica que Domínguez Michael ha denominado una “innovación retrógrada”, “un intento de avanzar mediante el anacronismo” (2016: 587). En palabras de los editores de La Cruz: “Véase el libro de Ruth: bajo la pintura de bellísimas escenas campestres, hablan al entendimiento y al corazón las más sublimes máximas y los afectos más delicados y verdaderos. El ejemplo está dado, solo falta seguirlo” (La Cruz 1855: 54-55). Lo que llama la atención de esta concepción del funcionamiento de la historia literaria es el reconocimiento de que “[t]ratándose, sin embargo, de algunas páginas de la Biblia, no hay que detenerse en la belleza de la forma; desde luego es preciso gustar de la belleza del pensamiento” (1855: 53). Para los editores, en tanto se trata de un texto bíblico, el Libro de Ruth no puede considerarse estéticamente bello en un sentido clásico. En esto, se diferenciaban de las posiciones románticas con respecto al Antiguo Testamento. Por un lado, como ha mostrado Abraham Avni en su clásico estudio, si para Herder el valor estético de la Biblia yacía en la manera en la que expresaba el Zeitgeist de una época pasada, para gran parte de los católicos románticos alemanes, la aproximación estética era incompatible con el catolicismo (Avni 1969: 277). Por el otro, para Chateaubriand y sus herederos los logros estéticos de la Biblia evidenciaban precisamente su carácter sagrado (Avni 1969: 277-280). La Cruz parecería localizarse en algún lugar entre el Romanticismo católico alemán y el francés. Para poder apreciar estéticamente lo pastoril en la Biblia y, al mismo tiempo, no

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estetizarla completamente, a los editores les fue necesaria otra conceptualización de la belleza; un tipo de juicio estético que no se detuviera en la belleza formal, sino en la belleza indirecta y profunda, que aquí denominan “belleza de pensamiento”. En este gesto crítico hay una operación de deslinde similar a la que se explicita en el caso de Hoffman y en “A Nuestros Suscritores”. Se trata de la celebración de un texto no ya por sus cualidades explícitas y formales, sino por cualidades indirectas que yacen latentes en este y que, como dijeron de Gessner, “habla[n] al corazón” e “inspira[n] sentimientos muy tiernos” (La Cruz 1855: 55). En cierto modo, y para recapitular, la belleza del pensamiento es el movimiento crítico necesario para la movilización de formas superficiales desde el punto de vista conservador, puesto que desplaza tanto la literalidad como la inmediatez de la obra. También, a modo de una prototeoría de la recepción, desplaza la instancia de apreciación estética y la enfoca en el lector, quien es el conmovido. Centrándose en la belleza de pensamiento, el crítico rompe, en primer lugar, con la necesidad didáctica de un texto, ya que la lectura ahora siempre se sintonizará con el potencial expresivo y afectivo de este. En segundo, rompe con la apreciación clásica de la maestría formal, como hace claro cuando despacha toda la tradición de la poesía bucólica para identificar su núcleo en “El libro de Ruth”. Esta idea de otro tipo de belleza estética entendida como belleza de pensamiento es necesaria para comprender el proyecto de La Cruz, ya que se repetirá de varias formas a través de “Variedades”.6 La belleza de

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Versiones de esta aparecerán en una docena de artículos sobre diversos temas. Por ejemplo, una menos desarrollada se publicó en el primer número, en un artículo sobre lo que es “propio” en la belleza de la mujer, en el que se contrasta la “belleza de la camelia”, la cual es temporera y terrenal y se percibe de manera explícita, con “la belleza de la violeta”, la cual es profunda y opera principalmente mediante “el perfume del sentimiento” (La Cruz 1855: 20). También se verá la idea de la belleza del pensamiento en una serie de artículos, relatos, anécdotas y fábulas en las que un joven personaje comete el error de dedicarse a la búsqueda de la belleza formal que se halla en una flor, una canción o una pieza artística, entre otros. En todos estos, el joven, ya viejo, termina arrepintiéndose al des-

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pensamiento no se agotaba, sin embargo, en la recepción, como mostró la reseña crítica de una exposición de bellas artes titulada “Bellas artes—Una visita a la academia de San Carlos”, escrita por Roa Bárcena.7 En esta, el autor complementó la anterior concepción de la belleza de pensamiento enfocándose no ya en el lector, sino en el artista.8 En los primeros renglones de “Bellas artes”, Roa Bárcena registraba la conmoción que causa el arte en los espectadores, la cual hace que se olviden “de los disgustos importunos de la vida” y que se sientan “trasportados á un mundo diverso, en que se despiertan á la vista de los pobladores creados por el cincel, el buril ó el pincel, las fuerzas todas de la imaginación, las mas nobles facultades del alma” (La Cruz 1856: 352). Sin embargo, Roa Bárcena especula que esta conmoción debe ser mínima si se compara con la de los artistas: ¿Qué placeres no esperimentarán [sic] los artistas consagrados sin descanso á dar una forma visible á ese tipo de eterna belleza que la mano de Dios ha impreso en sus almas, y que se refleja lo mismo en las ondas del lago tranquilo y trasparente que en las terribles escenas de la tempestad; lo mismo en la frente de la jóven y del niño que en la apacible faz del anciano; lo mismo en la cuna que en el sepulcro? Pudiera decirse de los artistas lo que decía Sófocles hablando de la juventud, esto es, que habi-

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cubrir, al final de su vida, que, al enfocarse en las formas, perdió de vista una belleza más profunda, menos inmediata pero más satisfactoria. Ver, por ejemplo, “El canto del ave del paraíso”, de José María Roa Bárcena en los números 11 y 12 (La Cruz 1856: 343-347; 375-380); “El Kloarek”, en el número 13 (1855: 413-414); “Inutilidad de los planes de vida”, en el número 16 (1855: 514-516); “La primavera”, del número 18 (573), y “La partida y la vuelta”, también de Roa Bárcena, en el número 20 (1856: 638-641). La reseña de la exposición apareció en los números 11 (La Cruz 1856: 351-353), 12 (1856: 381-388) y 14 (1856: 442-450). El propósito del escrito, además de visibilizar la muestra y la institución de la que surge, es introducir “en México la costumbre de publicar frecuentemente revistas críticas, que indicando con acierto las bellezas y los defectos de cuantas obras saliesen á la luz pública en materia de bellas artes, contribuirían muy poderosamente al adelanto de nuestros artistas” (La Cruz 1856: 450). Se trata, por lo tanto, de una ejemplificación del tipo de crítica que Roa Bárcena cree necesaria para el desarrollo artístico del país.

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tan un valle creado por ellos mismos, y al cual no tienen entrada ni los cuidados de la vida ni los rigores de las estaciones. —El arte es la juventud perpetua de los espíritus privilegiados. (1856: 352)

Aquí el artista se desempeña no ya como creador, sino como vehículo para la materialización de una belleza divina que se encuentra al interior de su alma y, a la vez, diseminada a través de las cosas del mundo. Una obra se consideraría bien lograda cuando visibilizase correctamente la “eterna belleza”. La localización de los artistas en “un valle creado por ellos mismos, y al cual no tienen entrada ni los cuidados de la vida ni los rigores de las estaciones” es necesaria, ya que así puede trasladársele, por lo menos durante el momento de la creación, del momento presente y conflictivo a un espacio imbuido por voluntad divina. Un resultado de ello es que la obra quede, siempre, y sin importar el artista, como testamento de la “eterna belleza”, que inevitablemente es su materia prima. Roa Bárcena parte de estas premisas en su recorrido crítico por la exposición haciendo hincapié en que la visibilización de la “eterna belleza” no debe entenderse de manera explícita o superficial. Un ejemplo de ello se encuentra en su apreciación del cuadro “La demencia de Isabel de Portugal”, de Pelegrín Clavé (1811-1880), expuesto en la muestra. Distanciándose de lo que otros han dicho, Roa Bárcena insiste en que la pieza no es tanto un “cuadro histórico”, sino lo que él denomina un “cuadro de sentimiento” (La Cruz 1856: 384). Con esto quiere decir que la verdad moral que se encuentra en esta obra no se halla en su lección histórica ni en la representación evidente de próceres: para él, está en la capacidad con la que la obra encapsula “un estudio profundo de la naturaleza y del corazón humano, y el hábito feliz de espresar [sic] sus concepciones” (1856: 385). Al igual que en la novela de Hoffman, es en la dimensión afectiva, en su potencial epidíctico, que Clavé logró capturar la eterna belleza. Recurriendo nuevamente a la autonomía relativa y al énfasis en la recepción que ya vimos, a Roa Bárcena le parece una confirmación de la verdad moral de la pintura el hecho de que esta se le ofrece inclusive a “[l]a persona menos versada en el conocimiento de los caracteres físicos de la demencia”, quien, tras verla, sabrá “que el alma contenida en aquel cuer-

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po se halla privada de la razon, luz hermosa encendida en nosotros por la mano de Dios” (1856: 385). De esta manera, Roa Bárcena desarrolla la relación directa que existe entre la autonomía relativa, la belleza de pensamiento y la divinidad. Lo que añade la teoría del arte implícita que este articula en su artículo es una comprensión del mundo en el que la experiencia estética —la belleza— está diseminada por voluntad de Dios como su celestial expresión. El arte figura, por consiguiente, como una destilación de la materia divina y el artista, como un tipo de médium. Es posible llamar a esta concepción de lo artístico, fundada sobre una belleza profunda que es siempre ya una belleza divina, como “aestesis teológica”. Los diccionarios definen la palabra griega aestesis simplemente como ‘sensación’ o proceso de percepción. Sin embargo, la aestesis ha recibido dos usos y caracterizaciones distintas en la obra de los críticos Walter Mignolo y Jacques Ranciére. Esbozar brevemente los usos que estos les han dado ayudará a dilucidar definitivamente la operación teórica que se halla al fondo de “Variedades”, una operación que revela la complejidad retórica y crítica de las sensibilidades conservadoras de una época y las líneas de fuga que la compusieron. En cierto modo, tanto Mignolo como Rancière recurren a la aestesis como forma de enfatizar la sensación y la percepción en tanto modalidades experienciales y activas de la estética. Es decir, para ambos aestesis implica actividad y verbo, donde estética es un objeto estático y substantivo. La diferencia esencial se halla en cómo los dos historizan el concepto y la manera en la que describen su relación con la modernidad y con la estética, como una expresión de la misma. Como parte de su proyecto decolonial, Mignolo recurre a la aiesthesis como indicio de una sensibilidad originaria, de una capacidad de sentir sensaciones que preexisten la conceptualización moderna de la estética, y que es “común a todos los organismos vivientes con sistema nervioso” (Mignolo y Vázquez 2010: 14). Para Mignolo, estética nombra la invisibilización y colonización de esta capacidad universal. Dicha expropiación fue resultado de la generalización de una teoría de la percepción europea y eurocéntrica; y, por ello, específica a “la etnoclase que hoy conocemos con el nombre de burguesía” (2010:

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14). Consecuentemente, esta generalización, a partir del siglo xviii, restringió la expansibilidad del concepto y lo limitó a la “sensación de lo bello” (2010: 13-14). Dice Mignolo que “[a]sí, la mutación de la aesthesis en estética sentó las bases para la construcción de su propia historia, y para la devaluación de toda experiencia aesthésica que no hubiera sido conceptualizada en los términos en los que Europa conceptualizó su propia y regional experiencia sensorial (2010: 14). Así, esta metástasis de la estética, que hizo ilegible cualquier relación sensorial que no ocurriera dentro de sus parámetros, ocurrió en dos direcciones: temporalmente, en cuanto estableció los estándares estéticos del presente e intentó narrar la experiencia sensorial del pasado y el futuro a partir de ellos; y espacialmente, en tanto que se proyectó a la población entera del planeta como matriz de legibilidad (Mignolo y Vázquez 2013). En este marco, Mignolo moviliza la idea contestataria de una aestesis decolonial para nombrar los procesos performativos que hacen visible el emplazamiento estructural de las sensaciones o que intentan descolonizar la regulación (occidental y occidentalizante) de la percepción. Si para Mignolo la aestesis nombra una relación con la sensación y la percepción que precede la modernidad estética y es domesticada por esta, para Rancière la aisthesis es precisamente el modus operandi de esta modernidad. Como es de esperar, la historización de la estética europea de Rancière difiere de la de Mignolo en varios puntos. Clave para ella, es la idea de los regímenes del arte. El régimen estético, o, lo que es lo mismo, la modernidad estética —la cual podemos datar al final del siglo xviii—, marca el momento de quiebre en el que artistas, escritores y filósofos rompieron con el anterior régimen representativo del arte y fundaron una nueva experiencia o distribución de lo sensible. Donde el régimen representativo era un sistema cerrado de reglas y parámetros que definía estrictamente los lindes clásicos de las bellas artes y las bellas letras, el régimen estético que rompió con este implicó un colapso de las jerarquías, los géneros, los estilos. Se trató de una reorganización de los modos de percepción, sensación e interpretación que hizo posible la acogida, dentro de la ahora ilimitada categoría de arte, de imágenes y objetos que alguna vez pudieron parecer opuestos a la idea del arte bello (Rancière 2015: 10). El régimen estético se

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funda, consiguientemente, a partir de un ethos general de igualdad que insiste en que el arte, “lejos de hundirse con [las] intrusiones de la prosa del mundo, no deja de redefinirse en ellas, intercambiando por ejemplo las idealidades de la historia, la forma y el cuadro por las del movimiento, la luz y la mirada, y construyendo su propio dominio al desdibujar las especificidades que definían las artes y las fronteras que las separaban del mundo prosaico” (2015: 11). Es decir, al inmiscuirse en la prosa del mundo y desdibujar cualquier definición estática de lo que define el arte, lo estético da paso a la aisthesis. Así, el arte se abre al mundo, y el mundo se abre a lo estético. Para Jean Phillipe Deranty, uno de los comentadores más incisivos de Rancière, lo que yace al corazón de la aisthesis es la idea de que “hay logos en el pathos, que la sensación y la expresividad no se hallan en ningún otro lugar más que en lo ‘sensible’ mismo” (2013: 141). O, dicho de otro modo, es a partir de la redistribución de lo sensible en la modernidad estética que se hace posible, por primera vez, la percepción de sensaciones, cosas y experiencias que anteriormente fueron indiscernibles. En fin, la aisthesis de Rancière nombra el verbo, la función activa, de la estética de Mignolo; o, lo que es lo mismo, la aestesis de Rancière solo es, desde el punto de vista de Mignolo, el nombre de la acumulación primitiva permanente del mundo sensible. Como se ve, lo que ambos conceptos tienen en común es la idea de la aestesis —colonial o decolonial— como abolición de las normas que definen qué es el arte y, consecuentemente, como apertura a una existencia sensorial ilimitada, plural y diversa. Esta connotación de la aestesis como percepción y significación activa de las cualidades formales de las cosas del mundo resuena con la formulación estética que, cumulativamente, hemos venido explorando en La Cruz. Puesto en breve, la aestesis teológica que se asoma en “Variedades” nombra la capacidad crítica de percibir en una obra de arte no solo su apariencia o superficie formal, sino una sensación o experiencia que, a pesar de no ser en sí misma religiosa, en tanto su autonomía, está centrada y fundamentada en una sensación celestial que sería, inevitablemente, la sensación de Dios. Al igual que en el caso de Mignolo, la aestesis teológica es un concepto polémico, que se lanza contra la apropiación del mundo sensorial por parte de artistas,

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filósofos y críticos liberales y seculares. Se trata de un concepto que busca desdibujar las categorías preestablecidas —mediante la relectura de textos seculares, la reelaboración genealógica de la poesía bucólica, la reseña de una exposición de arte, etc.— para así elaborar un arte y una apreciación de este capaz de serle fiel a lo que entienden como la realidad del mundo, una realidad inevitablemente teocéntrica. Como la aestesis de Rancière, la aestesis teológica es inseparable de la prosa del mundo, por lo que la sensación de Dios y la expresividad posibilitada por sus celestiales diseños se hallan en todo aquello que es sensible. A través de su articulación de una aestesis teológica, Roa Bárcena y los otros editores anónimos de La Cruz intentaron recuperar un terreno que, para ellos, nunca debieron haber cedido. Si las secciones argumentativas del diario enfrentaron la batalla ideológica de la época de manera frontal, “Variedades”, como hemos visto, operó de un modo oblicuo, epidíctico, y así logró abrir un espacio para el despliegue de sensibilidades conservadoras más complicadas e incisivas con las que librar aquella batalla en la que se veían envueltos, y que aún por entonces no sabían perdida.

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“Lanchitas” (1877), de José María Roa Bárcena: realismo sacramental literario y el proceder de la religión1 Kari Soriano Salkjelsvik Universitetet i Bergen

Es cosa cierta que casi siempre que Dios ha permitido que una pobre alma condenada apareciere en el mundo, ha dejado una huella visible. Louis-Gaston de Ségur, El infierno. Si lo hay qué es. Modo de evitarlo (1877)

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Este trabajo se realizó dentro del marco del proyecto de investigación Conservative Sensibilities. The Literary Imagination and the Press in Nineteenth-Century Latin America (ID 2018-01171), financiado por el Consejo de Ciencias Sueco (Vetenskapsrådet).

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Introducción El famoso cuento “Lanchitas” (1877),2 de José María Roa Bárcena (1827-1908), es una versión más del misterio de la calle Olmedo, una de las leyendas populares de México, de la que existen, al menos, cinco versiones escritas, además de la de este escritor. Se trata, por tanto, de una historia popular insertada en una tradición literaria que cubre varios siglos y diferentes países.3 La historia de un misterio que se va repitiendo, por ende, en distintos géneros literarios, que van desde la tradición oral hasta la leyenda, pasando por la poesía y el cuento. La trama, con variaciones, es la siguiente: a un cura que pasea por la calle de noche, lo para una persona y le pide que vaya a confesar a un moribundo. Este accede y ambos se dirigen a un edificio decadente y tenebroso, donde el cura encuentra en la cama a la persona enferma que quiere confesarse. Tras administrar el sacramento y al volver a casa, el cura se da cuenta de que se ha olvidado un objeto querido en la cama del penitente, pero, al regresar al día siguiente a buscar dicho objeto, encuentra que el edificio está abandonado y que los vecinos le

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Existe cierta confusión sobre la fecha de publicación de este cuento. Ignacio Montes de Oca y Obregón recuerda que fue leído para la tertulia de la Sociedad Literaria Munguía, pero sin especificar la fecha (Montes de Oca y Obregón 1913: 147). Oscar Hahn, en su antología comentada de la obra de Roa Bárcena, añade que en 1880 o 1881 se distribuyó una edición privada del mismo (Hahn 2002: 192). Dolores Philipps-López, por su parte, lo fecha en 1878 (2001: 1). Sin embargo, Luisa F. Rico Mansard (1986: 16), Raúl Hernández Viveros (2009: 98) y Rafael Olea Franco (2007: xviii; 2010: 76) datan la publicación del cuento en 1877—aunque este último, en estudios anteriores, hubiera argüido 1878 (Olea Franco 2004: 25; 2005: 269)—. Desde España, Calderón de la Barca ya había escrito en el siglo xvii una obra de teatro basada en la misma leyenda, bajo el título La devoción de la Cruz (1640). Vicente Riva Palacio, por su parte, escribe una versión en verso en 1885, que sería más tarde modernizada y narrada por Erwin K. Mapes y Juan López-Morillas (1943). Otras reescrituras, también del siglo xx, van de la mano de Luis González Obregón (1922), Genevieve Barlow y William N. Stivers (1974) y Guillermo Murray Prisant (1997). Pedro Lasarte ya había identificado tres de estas en un estudio (1991).

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aseguran que nadie ha vivido ahí en mucho tiempo. De todas maneras, el cura entra en la casa y la descubre vacía, llena de polvo y con su preciada posesión allí. Los detalles de la historia varían según el texto, algunas veces el cura se olvida de un pañuelo, otras de un rosario; el que se quiere confesar puede ser un hombre enjuto, una delincuente o una bella doncella, y el cura puede incluso morir del susto. Las diferentes adaptaciones de esta leyenda vistas en conjunto crean una red de reconfiguraciones, entre las que resalta el cuento “Lanchitas”, de J. M. Roa Bárcena, debido al papel central que adquiere el confesor en esta adaptación. Si en las otras versiones el centro de la historia era el misterio alrededor de la aparición del objeto en la casa abandonada, aquí el cura y su transformación llevan el peso de la historia. Incluso, la narración misma comienza porque el narrador recuerda a este personaje de su infancia “en la especie de linterna mágica de la imaginación” (Roa Bárcena 1941: 90). Lanzas es un cura, que, al no estar satisfecho con la rutina de su trabajo, decide ampliar su educación incluyendo también lecturas de los grandes pensadores liberales de la época. Su sabiduría gana el respeto de la comunidad, pero, tras confesar al moribundo y descubrir su pañuelo a la mañana siguiente en una casa abandonada, Lanzas sufre un cambio radical, incluso en su nombre, pues pasa a ser conocido como Lanchitas. El apodo no solo le da título al cuento, sino que además personifica un enfrentamiento irreconciliable entre dos regímenes de enunciación: el de la ciencia y el de la religión.4 Esta oposición es clave para entender los lances que se cuentan en la historia, que hacen eco de desacuerdos entre conserva-

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Siguiendo a Bruno Latour, “régimen de enunciación” se entiende en este trabajo como una manera específica de hablar y comunicar regida por un criterio específico de la verdad. Este régimen está íntimamente relacionado con su concepto de “modos de existencia”, que denota formas idiosincráticas de construcción del mundo guiadas por conceptos específicos de lo que es verdadero y falso. Así, el modo de existencia científico, articulado a través del régimen de enunciación científico, se construye alrededor de una diferenciación epistemológica de lo que es verdadero y falso. Por su lado, el modo de existencia de la religión y su régimen de enunciación se estructuran en torno a una diferenciación teológica de la verdad.

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dores y liberales mexicanos decimonónicos.5 Por ello quiero proponer que, si realizamos una lectura abocada por el dogma católico y enfocada en la transformación que sufre Lanzas, los eventos del cuento revelan el proceder de la religión dentro del contexto de los sacramentos católicos, identificándose como profundamente religiosos. ”Lanchitas” ocupa un lugar singular en la historia de la literatura al ser considerado uno de los precursores de la cuentística moderna y, más específicamente, de la literatura fantástica en México (PupoWalker; Lasarte; Hahn; Olea Franco; Martínez; Ajuria Ibarra). Y bien es cierto que el texto se ve atravesado por ambas convenciones, además de participar en otros saberes que quiero ir desentrañando aquí. La clasificación de “Lanchitas” como cuento fantástico se ha hecho en base a la identificación de un momento de vacilación frente a los acontecimientos sobrenaturales que narra, que no quedan clarificados. Esta incertidumbre, como bien recordamos, es la que se ha considerado estructuralmente constitutiva de lo fantástico desde que Tzvetan Todorov publicó su ya clásico estudio sobre este género (1980: 19–20). No obstante, para mi lectura de “Lanchitas” me gustaría desplazar el enfoque desde dicha vacilación hasta la específica relación que se establece entre el cura y el evento misterioso. Es más, quiero suspender por un momento la lectura en clave de lo fantásti-

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A diferencia de los liberales, los conservadores opinaban que la política debía subordinarse a las leyes y moral católicas y, como consecuencia, debía estar en contacto con el clero. Antes de 1846, cuando se fundó el Partido Conservador bajo la dirección de Lucas Alamán, no se podía hablar de un programa político conservador como tal, sino de distintas alianzas que intentaban preservar algunos de los aspectos fundamentales del orden novohispano. Como señalan William Fowler y Humberto Morales Moreno, los pensadores tradicionales, “sin rechazar el concepto de la modernidad, abogaron siempre por reformar a la nueva nación lentamente, conservando a la vez esos valores tradicionales que consideraban no sólo fundamentales para preservar el orden, sino también eran una parte íntegra y esencial de la nueva y emergente nacionalidad mexicana” (1999: 14). Al restaurarse la república en 1867, con el triunfo del liberalismo, los conservadores católicos quedan excluidos de la administración pública y se muestran tenaces en la defensa de sus principios, de manera que incluso “tenían en su ánimo el carácter de una convicción” (Adame Goddard 1981: 9).

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co y proponer otra que entiende que los hechos narrados muestran el proceder de la religión, lo que Bruno Latour (2005) ha definido como un acto de comunicación que no solo transforma al que recibe el mensaje, sino que también cambia el modo en que se habita el espacio. O, dicho de otra forma, el enfoque de este trabajo restará sobre la transformación que ocurre en Lanchas, el personaje principal del cuento, ante el evento religioso. A través de lo que se revelará como realismo sacramental literario, Roa Bárcena muestra estéticamente la performatividad del sacramento católico, así como su doble naturaleza: una material, reconocible, y otra que queda fuera del alcance de los sentidos. De esta manera, la inexplicable reaparición del pañuelo a la mañana siguiente en “Lanchitas” se relaciona con una sensibilidad conservadora6 particularmente religiosa. Me interesa especialmente de este texto el cruce que crea entre la modernidad ilustrada y el materialismo, por un lado, y la tradición y el dogma católico, por otro. Entre el proceder científico y el proceder de la fe. Sobre la función de la religión en el cuento, Rafael Olea Franco ha recordado que en el catolicismo hay una larga tradición de muertos vivientes en la que la aparición del espectro se codifica como un milagro, “una fe religiosa que prescinde de dudas o escepticismos” (2007: xxiv), lo que hace que, para este crítico, en el cuento no se cambie el paradigma de la realidad, pues lo único que queda tras el evento es un silencio absoluto acerca del tipo de acontecimiento que ha presenciado el cura. Desde una perspectiva empírica, para Olea Franco lo que prevalece en la historia es la imposibilidad de su esclarecimiento; es decir, si bien el cuento tiene indiscutibles raíces católicas, la narración nunca explica la misteriosa confesión ni la reaparición del pañuelo

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Aunque José María Roa Bárcena era claramente conservador, la noción de sensibilidad conservadora, tal y como se viene usando entre los estudios que contribuyen a este volumen, se enfoca en cómo los valores conservadores son expresados estéticamente, ya sea en obras literarias u otras producciones culturales, independientemente de la afiliación política del autor. Teniendo en cuenta que la distinción entre liberales y conservadores no era siempre tan clara en el siglo xix, la noción nos permite enfocarnos en las expresiones estéticas del conservadurismo, sea cual fuere el contexto en el que aparecen.

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como algo religioso, por lo que prevalece la irresolución que asienta el cuento dentro del género de lo fantástico (2005: 262). Pedro Lasarte, por su parte, ha realizado una lectura de “Lanchitas” desde su especificidad católica, resaltando que el texto incluye dos discursos que normalmente anulan lo fantástico: el religioso y el de la leyenda. Ahora bien, su conclusión es que el producto final es fantástico, ya que “lo legendario, como lo religioso, es desnaturalizado, recontextualizado en un nuevo complejo de significación, para crear aun un mayor grado de vacilación hacia la coherencia o posible comprensión lógica del evento sobrenatural” (1991: 15).7 Estas lecturas, enfocadas en un análisis de lo fantástico, se esfuerzan por identificar elementos que expliquen, o no, la reaparición del pañuelo en la casa abandonada, que ciertamente prevalece como misterio sobrenatural en el cuento desde una perspectiva materialista. Alternativamente, en lugar de quedarme en los intersticios entre lo real y lo fantástico, me referiré a la confesión y la consecuente transformación de Lanzas como ejemplo de articulación estética de un fenómeno imposible pero natural que prevalece en el dogma católico y en la sensibilidad conservadora de la época.

Los sacramentos y el proceder de la religión No cabe duda de que la práctica de la religión ocupa un lugar central en el cuento de J. M. Roa Bárcena. En primer lugar, la acción gira en torno a uno de los siete sacramentos católicos: la penitencia o confesión. Esto es importante, pues, desde una perspectiva católica, la misma naturaleza del sacramento combina, en armonía y balance, los dos elementos propuestos como excluyentes desde la perspectiva de lo fantástico. Según el Manual Teórico Práctico del Derecho Canónico Mexicano de 1862 —escrito por el hermano de José María Roa Bárce7

De forma más categórica, Julianna Gallardo, en su tesis doctoral, propone “Lanchitas” como un ejemplo cabal de lo “fantástico puro” en términos todorovianos, pues el descubrimiento del esqueleto en la pared al final del cuento intensifica el misterio al añadirle dos posibles interpretaciones: que el penitente estaba agonizando cuando llegó Lanzas o que era un espectro (2009: 42).

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na, Rafael—,8 ”[c]onstan los sacramentos de dos que pueden llamarse partes, á saber, un signo sensible sujeto á los sentidos, y la cosa ó efecto invisible, que está fuera del alcance de estos” (1862: 61). En otras palabras, los sacramentos se definen por una doble presencia, la de un elemento que se podría verificar con los sentidos y una metodología científica y la de otro que se concibe, exclusivamente, dentro del proceder de la verdad católica, dentro de la fe. En el campo de la teología, esta aparente contradicción se denomina realismo sacramental, lo que Helena M. Tomko ha resumido como “a reality that cannot be perceived and yet that is so real as to effect a dynamic inner transformation” (2007: 1; énfasis mío). Efectivamente, todos los sacramentos católicos se basan en enunciados performativos, o actos del habla realizativos, para su ejecución y éxito consagratorios. Es decir, el sacramento, administrado a través una serie de rituales con formulaciones codificadas y repetibles, genera un cambio que tiene consecuencias reales. La confesión, por ejemplo, requiere que el penitente haga un examen de conciencia, que se arrepienta sinceramente de sus pecados y que los confiese siguiendo los gestos y las palabras del ritual que le es propio. La confesión finaliza cuando el sacerdote dice: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, momento en el que los pecados del penitente son perdonados.9 Este es el

8 Rafael Roa Bárcena (1832-1863) fue un reconocido abogado y regidor del Ayuntamiento de México. Su interés por la docencia y la práctica forense le llevó a escribir en 1860 el primer libro de texto en el que se combina la medicina con la criminología: Manual razonado de práctica y médico legal forense mexicana (Sloan 2017: 37), además de otros libros sobre este tema y otros jurídicos, entre ellos el manual de derecho canónico aquí citado. En el campo de la literatura, escribió la novela Reminiscencias del Colegio Carolino (1857). 9 Es importante notar que el sacramento requiere no solo un lenguaje específico, sino también un ritual en el que se enmarca la enunciación; es decir, constituye un régimen de enunciación de elementos tanto lingüísticos como extralingüísticos y necesita cualidades específicas de los dos participantes en el sacramento: el penitente ha de arrepentirse sinceramente y el cura ha de estar ordenado por la Iglesia católica. De ahí que, si en una escena de cine los actores recrean una confesión, esto no significa que el sacramento tenga lugar, pues los requisitos extralingüísticos no se cumplen.

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principio llamado ex opere operato, que no depende del que ejecuta el sacramento ni de la persona que lo recibe, sino del poder sagrado de la enunciación en sí. Como apunta Rafael Roa Bárcena: “Confieren la gracia los sacramentos por su propia virtud y naturaleza, ó como dicen los teólogos, ex opere operato. (Conc. Trid. sess. 7 de Sacram. can. 8.) Así, no se regula su fuerza y eficacia por los méritos del que los confiere, ni del que los recibe, sino que toda ella procede y se deriva de Cristo” (1862: 62). Es decir, desde un punto de vista católico, el cambio que confiere el sacramento, si bien es sobrenatural, no es fantástico en tanto que no provoca ni vacilación ni duda, sino que confirma la naturaleza divina, y doble, de su performatividad. Latour añade que el régimen enunciativo de la religión no se articula dentro del régimen de la creencia (belief), pues para él la verdad es la categoría más pertinente; es decir, la enunciación religiosa genera verdades en el acto de hablar. Desde este punto de vista, la religión, cuando habla, lo hace de una manera que es incompatible con la de la ciencia: “Religion […] does not speak of things, but from things, entities, agencies, situations, substances, relations, experiences, whatever is the word, which are highly sensitive to the ways in which they are talked about” (2005: 29). De ahí que el acto de hablar religiosamente haya de ser juzgado no por la información que transmite, sino por su capacidad de transformar, por el proceso de mediación que pone en marcha. En este proceso lo que en apariencia está lejos —lo infinito, el cielo, lo trascendente, lo eterno, lo sublime— torna inmediato: el lenguaje de la religión desplaza el enfoque al aquí y al ahora, a la proximidad y al presente, y transmuta el espacio y el tiempo en que habitamos (2005: 32). En “Lanchitas” lo que está a juego es, precisamente, este poder transformativo del acto religioso. En esta historia, si bien el confesado desaparece, la fuerza del sacramento se hace visible en el cambio que produce en el cura, en su radical transformación.

Realismo sacramental literario y transformación de Lanzas Al comenzar el cuento, Lanzas es un hombre sencillo que, si bien no olvida sus deberes canónicos, también es un estudioso insaciable:

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Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista y en los ratos que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las investigaciones teológicas y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las controversias entabladas en Europa, entre adversarios y defensores del catolicismo; no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza; ni la refutaciones victoriosas que provocaron en su tiempo. (Roa Bárcena 1941: 91)

La crítica abierta a Rousseau, Voltaire y Spinoza no sorprende de la mano de un conservador católico10 y monárquico como J. M. Roa Bárcena, que resentía abiertamente las influencias morales y sociales que dichos filósofos estaban teniendo en México y rechazaba los ideales del liberalismo y la filosofía en que se basaban. Las lecturas de Lanzas marcan en el personaje un peligroso acercamiento a ideas anticlericales —al valor de los derechos naturales del hombre, el racionalismo y el positivismo—, que el narrador clasifica como “burlas”, “aberraciones” y “abstracciones”. Solo tras especificar los estudios y la dedicación del cura, el cuento pasa a narrar la leyenda en sí y su misterio. Desde un punto de vista retórico —en el sentido clásico del término—, las detalladas referencias a las lecturas que ha leído el cura y a su laboriosidad sirven quizás para persuadir a los lectores que las eviten. Pero, en un nivel acaso más profundo, el programa educativo inherente en dichas lecturas fortalece la estructura narrativa del cuento y el proyecto ideológico de J. M. Roa Bárcena. Si, tal y como Roland Barthes había indicado, la característica clave de la narratividad reside en el post hoc, ergo propter hoc escolástico —aquella ilusión de causalidad irreversible en la secuencia de eventos— (1966: 10), aquí el autor se vale de dicha ilusión para enfrentarse y cuestionar las visiones y profecías propuestas por los ideales de la Ilustración y su visión de la progresión unidireccional del ser humano hacia un futuro mejor,

10 Jorge Adame Goddard (1981) apunta que el término católicos conservadores lo utilizaban para nombrarse a sí mismos. Durante la segunda mitad del siglo xix los definía un deseo de crear una doctrina social que contrarrestara las reformas liberales dominantes.

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predestinado y guiado por la razón, además de proponer una visión católica de la realidad. Lanzas, hombre parcialmente autodidacta, conocedor de los últimos y más importantes tratados filosóficos de la época en sus diferentes vertientes ideológicas, debería, en principio, estar predestinado a una mejora, al menos personal, de mano de sus lecturas. Desde el punto de vista del racionalismo ilustrado, el conocimiento, guiado por la razón, no solo prometía el desarrollo científico y técnico de México, sino también la mejora del individuo y la sociedad, pues tenía la capacidad de aumentar su felicidad y sus valores éticos y morales. Sin embargo, en Lanzas la educación provoca un resultado inesperado, pues la razón no le ayuda a explicar la excepcional experiencia material ni mejora, al menos en apariencia, su bienestar, sino que lo separa de su trabajo religioso, prefiriendo los estudios y las reuniones sociales. De ahí que necesite de una transformación substancial para poder retomar en pleno sus funciones clericales, transformación que además lo provee una “risa de idiota” (Roa Bárcena 1941: 100). Volveré a la risa en cuestión en breve. Cuando a Lanzas lo para en la calle una mujer y le pide, “con frase breve y enérgica” (1941: 93), que vaya a confesar a un moribundo, él la sigue hasta una modesta habitación. Es significativo que el cura no acepte inmediatamente el encargo, sino que le pregunte a la señora si no ha ido a la iglesia a buscar ayuda. Esta primera reluctancia marca, si bien sutilmente, que Lanzas prefiere ir a la tertulia con sus amigos antes que ejercer sus labores eclesiásticas, aunque termine yendo a administrar el sacramento. Una vez llega a la casa, su primera reacción al ver al penitente es pensar que estaba frente a un cadáver, pues “[l]os ojos del hombre estaban cerrados y notablemente hundidos y la piel de su rostro y de sus manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de las momias” (1941: 94). La descripción contribuye al tono gótico del pasaje, que se intensifica cuando el narrador, después de subrayar que el cura ha respetado el voto de silencio, sugiere que el mismo enfermo deliraba y pensaba que estaba muerto, pero, además, avanza el desenlace inquietante del cuento: tras la confesión, Lanzas olvida su pañuelo en la casa del moribundo y, al volver a la mañana siguiente a por él, encuentra la casa abandonada, la puerta tan

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atrancada que “daba la seguridad material de no haber sido abierta en algunos años” (1941: 99; énfasis mío) y la habitación desamueblada. Aun así, y contra toda lógica, en una esquina encuentra su pañuelo. La reacción de Lanzas es de terror: se quita el sombrero, guarda el pañuelo y sale a la calle. Ahí, cuando el propietario de la casa le pregunta, queda en silencio: —Pero, ¿y cómo se explica usted lo acaecido? Lanzas le vió con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la pregunta y siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se la volvió a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante rareza, contestaba con risa de idiota y llevándose la diestra al bolsillo, para cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. (1941: 100; énfasis mío)

A partir de este momento, Lanzas pasa a llamarse Lanchitas, “cierra o quema repentinamente sus libros” (1941: 91-92) y, cuando le inquieren sobre lo que pasó, no contesta más que con la risa ya mencionada. El cambio radical del personaje recalca, como ha señalado la crítica, el impacto que el evento, visto como inexplicable, ha tenido en él. Para Cynthia K. Duncan, incluso, el encuentro del pañuelo en el cuarto abandonado se convierte en “el punto culminante” del cuento y el momento en el que este se convierte en un relato fantástico, pues no hay posibilidad de una explicación lógica de lo sucedido y nadie en el texto se atreve a contestar la pregunta del dueño de la casa (1990: 104). Efectivamente, el punto de vista del materialismo ilustrado, representado en las lecturas de Lanchitas y en la reacción de los vecinos, no aclara lo que ha ocurrido, pues no existen pruebas materiales que lo expliquen. Esto conlleva una visión de la realidad guiada por la razón, por el avance cientificista y por la relación de causa y efecto verificable. Desde el pensamiento ilustrado, que tanto leía el párroco Lanzas, no se explica la manera en que el pañuelo llegó al supuesto espacio de la confesión, la aparición física del objeto, su realidad material. Sin embargo, desde el punto de vista religioso, la aparición del pañuelo se inserta en una larga tradición no solo literaria, sino también católica, que explica la necesidad del penitente de confesarse para no seguir

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condenado eternamente, en este caso un espectro que no termina de pasar a la vida eterna, que ha vuelto a la calle Olmedo para rogar por la salvación de su alma y que, tras recibir los santos sacramentos, abandona para siempre este mundo material. En este sentido, la aparición inexplicable del pañuelo se convierte en un vestigio, una pequeña prueba milagrosa, que funciona como rompehielos de una zona de saberes que el liberalismo prefiere rechazar: si la vista y la razón no pueden explicar el evento misterioso, la fe y la tradición proveen certeza sobre el mismo. El régimen de enunciación de la religión se construye alrededor de una concepción teológica de lo que es la verdad, porque, como diría Latour, “there is nothing hidden, nothing encrypted, nothing esoteric, nothing odd in religious talk” (2005: 34). Desde la doble naturaleza del sacramento de la confesión, “Lanchitas” propone una respuesta religiosa a preguntas que no tienen base científica y que serán denominadas por los ilustrados materialistas como improbables y por la crítica actual como fantásticas. Sin embargo, el cuento se acerca a los bordes de esta percepción de la realidad para mostrar la esencia paradójica del sacramento e intenta armonizarlo, estéticamente, con la experiencia cotidiana con lo divino. Este ejercicio es definitorio de lo que Tomko propone como elemento clave en el realismo sacramental literario: Literary sacramental realism is not simply a “spiritual” view of reality akin to the Christian medieval understanding of the natural world as showing forth vestiges of its creator. This is clearly one idea inherent to sacramental realism. More than being indicators of the presence of divine grace in the world, sacramental signs are mundane elements, whether bread, water, wine, or oils, which are conjoined with human words and gestures and dignified in the economy of salvation by God-made-man Himself. The same dignity extends to the mundane elements that become the subject-matter of literature and art. Cristian art consequently acquires the task of ‘bodying forth’ those sacred realities that constitute the fulfilment of Christian life. (2007: 6)

En el esfuerzo por representar literariamente la doble naturaleza sagrada del sacramento, este tipo de escritura se inserta en un marco teológico desde el cual expresa su mensaje. Lo importante es que esta

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literatura requiere un modo de escritura y lectura que reconozca dicho marco teológico. Roa Bárcena utiliza el sacramento de la confesión como artificio literario, como escena para crear el marco en el que ocurre la misteriosa reaparición del pañuelo, pero va más allá, pues dicho objeto se convierte en elemento crucial para el régimen de enunciación de la religión en términos literarios. El pañuelo es en el cuento el vestigio físico que queda tras la enunciación religiosa y, analógicamente, representa el sacramento mismo y su naturaleza transformativa. Como este, el pañuelo posee dos partes, una sensible, en tanto que es un trozo de tela, y otra que queda fuera del alcance de los sentidos, ya que aparece inexplicablemente en la habitación abandonada. El pañuelo, además, no es uno cualquiera, sino uno bordado por “alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él” (Roa Bárcena 1941: 94), lo que le otorga cierto valor emocional y lo conecta con el trabajo pastoral del cura en la comunidad. La importancia de este objeto y su dualidad se subraya cuando, cada vez que alguien le recuerda el incidente, Lanchitas lo toca compulsivamente, como para cerciorarse de que el misterio sigue con él, para volver a través del tacto al momento religioso. Como argüía Latour, el régimen de enunciación de la religión, representado aquí metafóricamente en el pañuelo, no solo transmite un mensaje divino, sino que además transporta al aquí y al ahora. O, dicho de otro modo, Lanchitas, al tocar el pañuelo, vuelve al acto religioso, al presente del sacramento, al único lugar desde el que se puede alcanzar la salvación. Desde el punto de vista del realismo sacramental literario, tal y como se entiende en este trabajo, esto es clave, pues permite un cambio de perspectiva desde el cual la confesión se convierte en telón de fondo inverificable —pues no se sabe si tuvo lugar o fue un sueño del cura— para la presencia perceptible y material del pañuelo. De este modo, se presenta estéticamente la doble naturaleza del acto sacramental.

Tradición y cambio “Lanchitas” expresa cierta resistencia a las ideas que trajo consigo la Ilustración, que califica, como se vio, de aberraciones, burlas y abs-

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tracciones. De hecho, el cuento se puede leer como una reacción a las propuestas de cambio que llegaban a través del pensamiento liberal a México, una sociedad de larga tradición católica. El siguiente pasaje es relevante en este sentido: En una época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaban la pureza de costumbres, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales y un juicio recto, para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista… (Roa Bárcena 1941: 91; énfasis mío)

Lo que se presenta como una circunstancia positiva para el cura y la práctica de sus deberes es interrumpido por su deseo de adquirir conocimiento. El uso de la conjunción adversativa pero para introducir dicho deseo marca la disrupción de la tranquilidad anteriormente descrita. Este es el primer cambio de Lanzas, el que se lleva a cabo porque no se conforma con lo ordinario, lo cotidiano, y el que hace de él un hombre que se desenvuelve igual en las partidas de tresillo, fumando habanos y dándole órdenes a los criados de otros o aconsejando al prelado, pero que, sin embargo, hace que, cuando le piden que administre un sacramento, se resista en un primer momento a hacerlo. Hay que recordar que en el pensamiento conservador católico se enfatiza la idea de que la tradición es uno de los medios a través de los cuales Dios hace saber su voluntad a los humanos. Louis Gabriel Abroise, vizconde de Bonald, y Hughes Felicité Robert de Lamennais, ambos de la escuela teocrática, al igual que Joseph de Maistre, todos leídos y citados en los ambientes conservadores mexicanos decimonónicos, insisten explícitamente en que las tradiciones encarnan revelaciones divinas primitivas, verdades eternas, de ahí que haya que respetarlas. O como diría Rafael Roa Bárcena al hablar de la tradición en su manual de derecho canónico: “La costumbre consiste en el uso antiguo de los hombres, la cual tiene fuerza de ley siempre que sea laudable y honesta, de larga y general observancia, y consentida

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tácita ó espresamente” (1862: 9). La premisa tras este argumento es que toda idea, tradición, estructura social u organización política que haya sobrevivido por mucho tiempo tiene una función práctica en la comunidad. Para Maistre esto resulta de vital importancia, pues entiende que los sistemas sociales y las creencias tradicionales son sacrosantos no solo porque son útiles para unificar la comunidad humana, sino también porque, en un sentido literal, personifican los deseos revelados de Dios: “Man, in spite of his fatal degradation, bears always the evident marks of his divine origin, in that every universal belief is always more or less true. Man may well have covered over and, so to speak, encrusted the truth with the errors he has loaded onto it, but these errors are local, and the universal truth will always show itself ” (2012: 214). Es decir, las tradiciones culturales, al resistirse al cambio, siempre dejarán una huella en el presente. Desde este punto de mira, el pañuelo funciona justamente como un vestigio que le recuerda a Lanzas que el cambio que está sufriendo es demasiado drástico, pues lo aleja de sus deberes sacros. Esto no quiere decir que los conservadores se opusieran al cambio ni al progreso, por el contrario, como apunta Miguel Hernández Fuentes en su trabajo sobre el concepto de temporalidad en la prensa conservadora decimonónica de México, la modernización del país era deseada también por ellos, pero las modificaciones tenían que atemperarse por lo ya conocido, por ideas e instituciones maduras y juiciosas, de modo que los cambios se darían de una manera rítmica, pausada y prudente, pero siempre constante. Por último, esta concepción conservadora de la nueva experiencia de temporalidad —al igual que la liberal— también se piensa en los términos de un proceso global: alcanza a todos los pueblos, de manera que las experiencias de unos retroalimentan la conciencia de otros. (2015: 355)

Ciertamente, la sensibilidad conservadora apoyaba el camino de México hacia el progreso, pero de manera diferente a la del proyecto liberal. Para ellos, las instituciones tradicionales y las costumbres sociales servían como guía en el devenir histórico y, por tanto, debían ser protegidas.

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Por otro lado, la voz de Dios, en tanto huella (vestigio) que se vislumbra en las costumbres, solo es patente para aquellos que no se han visto corrompidos por la influencia de un racionalismo excesivo como el cura Lanzas. Se trata de una voz accesible, en principio, a todos los ciudadanos. El ser humano, enfatizan los teócratas, viene equipado con un instinto que los guía hacia las ideas definitorias de su identidad y naturaleza. Esta esencia está también presente en las estructuras sociales, pues, como Maistre indica, “nations have a general soul, a true moral unity, which makes them what they are” (2012: 19). Toda nación tiene sus costumbres particulares, su propio carácter, su propia misión; también la nación católica, que de la mano de su Iglesia continúa su labor civilizadora, que espera se revele por todo el mundo a pesar de los obstáculos que puedan presentar la propagación de los ideales de la Ilustración, el enciclopedismo y las reformas liberales.

Comentarios finales Como se ha visto, la transformación de Lanzas a Lanchitas marca un cambio radical en el cura, que pasa de ser un intelectual con tendencias “peligrosamente” liberales a un hombre que se concentra “con infatigable constancia” (Roa Bárcena 1941: 100) a educar a los niños. La figura del cura Lanchitas predicando a los niños es representativa de una búsqueda de una comunidad unificada a través de la religión católica, una utopía político-social que emerge de la crisis ante la que se enfrenta la Iglesia tras las reformas liberales de 1855. Pero no se trata de mera melancolía por un pasado en el que la Iglesia estaba a la cabeza de la organización política y social de México, ya que el cuento llama a la acción y tiene un claro corte didáctico. En este sentido el texto es diagnóstico de una crisis, pero ofrece a su vez un antídoto: educar a las futuras generaciones. Es más, el narrador, retóricamente, se pregunta sobre Lanchitas: “¿Tenía, acaso, presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo a los párvulos?” (1941: 101). Así, se insinúa que la transformación en Lanchitas después del evento es una vuelta a la teología, además de a las funciones de cura que tenía antes de haberse embarcado en un proyecto de autoformación que quizás lo

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sobrepasaba, pues continúa el narrador: “Me pregunto si a los ojos de Dios no era Lanchitas más sabio que Lanzas y si los que nos reímos con la narración de sus excentricidades y simplezas, no estamos, en realidad, más trastocados que el pobre clérigo” (1941: 101). Con esta pregunta, J. M. Roa Bárcena sentencia, a su manera, a favor de un régimen de enunciación diferente al de la ciencia, a favor de una realidad que incluye aquello que no es perceptible, pero que tiene un poder de transformación real. Como dije al inicio de este trabajo, leer “Lanchitas” como ejemplo de realismo sacramental literario no cancela la interpretación que hasta ahora se ha hecho del cuento como fantástico, sino que se presenta como otra lectura que traza el dogma católico y la sensibilidad conservadora presentes en el cuento, una lectura atenta al régimen de enunciación de la religión y, más específicamente, a la doble naturaleza del sacramento. Anecdóticamente, o quizás no, el silencio de Lanchitas tras la transformación crea resonancias con la vida del propio J. M. Roa Bárcena. Convencido conservador y columnista regular en periódicos conservadores como El Renacimiento (bajo el pseudónimo Antenor), El Universal, La Sociedad y La Cruz, fue miembro de la Academia Imperial de Ciencias y Literatura durante el Segundo Imperio, así como uno de los fundadores de la Academia Mexicana de la Lengua. Como literato e intelectual, frecuentaba círculos que organizaban conferencias científicas y literarias, lo que le mantuvo en contacto con importantes intelectuales liberales, como Justo Sierra, José María Vigil y Francisco Sosa, de quienes obtuvo reconocimiento por la calidad de su escritura. En el ámbito político, por otro lado, J. M. Roa Bárcena era férreamente imperialista. Creyó que su deber cívico era cooperar en el establecimiento de un régimen apoyado por Europa para contrarrestar el creciente poder de los Estados Unidos, que acababan de arrebatarle a México más de la mitad de su territorio. Formó parte de la Junta de Notables que se reunió en 1863 para convertir el país en Imperio ofreciéndole la corona a Maximiliano. No obstante, como es sabido, cuando tomó el poder, este último rechazó muchos de los puntos del programa exaltado y conservó un número importante de las leyes que el partido liberal había expedido anteriormente. J. M. Roa Bárcena censuró abiertamente al archiduque y recibió el extraña-

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miento del Gabinete Imperial. Al caer Maximiliano, estuvo dos años en prisión, tras los cuales cayó en el silencio.

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Sobre los autores

Ronald Briggs es profesor asociado en la Facultad de Spanish and Latin American Cultures de Barnard College, Columbia University. Investiga la convergencia de educación, reforma social y teoría literaria en la producción cultural de los siglos xviii y xix. Es autor de dos libros, The Moral Electricity of Print: Transatlantic Education and the Lima Women’s Circuit, 1876-1910 (Vanderbilt University Press, 2017) y Tropes of Enlightenment in the Age of Bolívar: Simon Rodríguez and the American Essay at Revolution (Vanderbilt University Press, 2010). Sus artículos han sido publicados en revistas como Bulletin of Hispanic Studies, Studies in Travel Writing, Dieciocho, Journal of Spanish Cultural Studies y Decimonónica. Andrea Castro es doctora en español por el Departamento de Lenguas Románicas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia, con la tesis El encuentro imposible. La conformación del fantástico ambiguo en la narrativa breve argentina (1862-1910). Actualmente, se desempeña como catedrática de literaturas hispánicas en el Departamento de Lenguas y Literaturas de la Universidad de Gotemburgo. Ha publicado artículos sobre literatura fantástica y conformación de la nación, así como sobre cuestiones de lengua, identidad y traducción. Es editora (en colaboración) de números especiales sobre literatura fantástica de las revistas Anales (2008: 11-12), Lo fantástico: Norte y Sur y Amoxcalli

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(2008: 1), de una Historia de la literaturas hispánicas. Aproximaciones críticas (2013, orientada a estudiantes escandinavos) y de De nómades y migrantes. Desplazamientos en la literatura, el cine y el arte hispanoamericanos (2015). Actualmente, dirige el proyecto “Conservative Sensibilities: Literary Imagination and the Press in Nineteenth-Century Latin America” (Vetenskapsrådet, Consejo Científico Sueco). Lleva a cabo el podcast de poesía en castellano titulado Poesía al Paso Podcast. Dorde Cuvardic García es doctor en Periodismo y Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona y Magister en Literatura Española por la Universidad de Costa Rica. Es profesor Catedrático de Teoría Literaria en la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica. También imparte docencia en el Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura, de la misma universidad. Sus temas de investigación son la literatura española y latinoamericana del siglo xix (con especial énfasis en la literatura panorámica), la teoría literaria y la cultura visual. Ha publicado El flâneur en las prácticas culturales, el costumbrismo y el modernismo (2012). En coautoría con Ramón Pérez Parejo, de la Universidad de Extremadura, se encuentra en proceso de publicación del libro Tópicos vegetales: hojas secas, flores y jardines en la literatura latinoamericana y española (en prensa, 2021). Juan Pablo Dabove es catedrático en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Colorado Boulder. Ha estudiado la representación en la cultura latinoamericana poscolonial de las diversas formas de violencia rural calificadas como “bandolerismo”. Sobre el tema, ha publicado dos libros: Nightmares of the Lettered City: Banditry and Literature in Latin America, 1816-1929 (2007) y Bandit Narratives in Latin America: from Villa to Chávez (2017). En la actualidad, investiga y escribe sobre el gótico en la cultura latinoamericana, en particular, en la cultura argentina. Sandra Gasparini es doctora en el área de Literatura de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investiga fundamentalmente la literatura fantástica argentina y sus vínculos con el discurso científico, y con el

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Sobre los autores

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gótico y el terror. Es docente en la cátedra de Literatura Argentina I (A) de la carrera de Letras (Universidad de Buenos Aires) y profesora adjunta de Narrativa Argentina 1 en la carrera de Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Publicó Espectros de la ciencia. Fantasías científicas de la Argentina del siglo xix (2012), Iniciado del alba. Seis ensayos y un epílogo sobre Luis A. Spinetta (compilación, prólogo y artículo, 2016) y Las horas nocturnas. Diez lecturas sobre terror, fantástico y ciencia (2020). Ha publicado también ediciones anotadas de textos de Holmberg, Bioy Casares y Echeverría, entre otros, así como artículos en diversas revistas científicas y capítulos de libros. Dirige actualmente el proyecto grupal de investigación “Escrituras disidentes: terror, desplazamientos y política en la literatura argentina”, subsidiado por UBACyT. Sergio Gutiérrez Negrón obtuvo su doctorado en Emory University y actualmente es profesor de estudios hispánicos en Oberlin College (Ohio). Actualmente, su investigación se enfoca en el discurso económico y el discurso conservador en el México decimonónico. Sus ensayos, sobre el siglo xix y también sobre la literatura latinoamericana contemporánea, han aparecido o están por aparecer en Journal of Latin American Cultural Studies, Hispanófila, Decimonónica, Tiempo Histórico y la Revista de Estudios Hispánicos, entre otras. Álvaro Kaempfer hizo sus estudios de pregrado en la Universidad Austral (Valdivia, Chile), la Maestría en la Universidad de Santiago (Santiago, Chile) y el doctorado en Washington University in St. Louis (Missouri, Estados Unidos). Su investigación, en el ámbito de las humanidades y enfocada en las letras, aborda la relación entre colonialismo y globalización en textos de diverso formato y género del siglo xix, particularmente en el mundo hispano. Además de un libro sobre los textos de las declaraciones de independencia de Argentina, Chile y Brasil, sus publicaciones han aparecido como capítulos de libros y revistas disciplinarias e interdisciplinarias como Dieciocho, Inti, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Araucaria, Revista de Estudios Hispánicos, Mapocho, Revista Hispánica Moderna, Estudios Filológicos, Naveg@mérica, Revista Chilena de Literatura, A Contraco-

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rriente, Revista Iberoamericana, y Modern Language Notes, entre otras. Actualmente es catedrático de literatura y cultura hispánica en Gettysburg College (Pennsylvania, EE. UU.). Brendan Lanctot es profesor asociado y director del Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puget Sound (Tacoma, WA). Es autor del libro Beyond Civilization and Barbarism: Culture and Politics in Postrevolutionary Argentina ​(Bucknell University Press, 2014), además de diversos ensayos sobre la cultura visual en la América Latina decimonónica y la reconfiguración de mitos fundacionales en la Argentina contemporánea. Actualmente trabaja en un proyecto titulado “Specters of the Popular in Nineteenth-Century Latin American Visual Culture”, por el que recibió una beca del American Council of Learned Societies en 2019. Felipe Martínez Pinzón, doctor en literatura latinoamericana de la Universidad de Nueva York, además de abogado y literato de la Universidad de los Andes. En la actualidad se desempeña como profesor asistente en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Brown. Es autor de Una cultura de invernadero: trópico y civilización en Colombia (1808-1928) (Iberoamericana/Vervuert, 2016). Con Javier Uriarte coeditó Entre el humo y la niebla: guerra y cultura en América Latina (IILI, 2016) e Intimate Frontiers: A Literary Geography of the Amazon (Liverpool University Press, 2019). Con Kari Soriano Salkjelsvik, Revisitar el costumbrismo: cosmopolitismo, pedagogías y modernización en Iberoamericana (Peter Lang, 2016). En coedición con Uniandes y la Universidad del Rosario, reeditó el Museo de cuadros de costumbres y variedades (1866, 2020) de José María Vergara y Vergara. Su libro Patricios en contienda: cuadros de costumbres, reformas liberales y representación del pueblo en América Latina saldrá en el 2021 en la colección “North Carolina Studies in Romance Language and Literatures” de la Universidad de Carolina del Norte. Wadda C. Ríos-Font (BA The Johns Hopkins University, 1985; PhD Harvard University, 1991) se desempeña como Catedrática en el Department of Spanish and Latin American Cultures de Barnard Colle-

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Sobre los autores

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ge (Columbia University), y su especialidad es la literatura y cultura españolas de 1800 al presente. Es autora de dos libros, Rewriting Melodrama: The Hidden Paradigm in Modern Spanish Theater (Bucknell 1997) y The Canon and the Archive: Configuring Literature in Modern Spain (Bucknell 2004). En 2009 recibió la John Simon Guggenheim Fellowship para investigar las relaciones trasatlánticas España-Puerto Rico durante el siglo xix. Sus artículos más recientes en esta área son: “Y ahora seremos españoles: The Uncertainties of Puerto Rican Identity in the Late Spanish Empire” (Martí López, Elisa, ed. The Routledge Hispanic Studies Companion to Nineteenth-Century Spain, 2021); “Mi corazón inundado: La retórica del amor a la patria en el discurso político puertorriqueño de principios del xix” (Delgado, Luisa Elena, Pura Fernández, y Jo Labanyi, eds. La cultura de las emociones, Cátedra 2018); y “Murder in the Batey: Spanish Justice in the Atlantic Colony (1890-92)” (Sinclair, Alison, ed. Wrongdoing in Spain, 1800-1936: Representations and Interactions, Tamesis, 2017). Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas como Hispania, Siglo diecinueve, MLN, Anales de la literatura española contemporánea, Hispanic Review, Revista de Estudios Hispánicos, Cuadernos de Estudios Manuel Vázquez Montalbán y otras; y en volúmenes como la Cambridge History of Spanish Literature. José Ramón Ruisánchez Serra es profesor de teoría y literatura en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Houston. Se especializa en literatura latinoamericana de los siglos xix, xx y xxi. Entre sus últimas publicaciones están La reconciliación: Roberto Bolaño y la literatura de amistad en América Latina (UNAM, 2019), Bibliography of Spanish American Poetry of the 19th Century and Modernismo (Oxford University Press, 2020) y Torres, una autobiografía de su educación visual (ERA, 2021). Bienalmente, y desde ya hace ocho años, publica el panorama de poesía mexicana en el Handbook of Latin American Studies (University of Texas Press / Library of Congress). Ha coordinado con Ignacio Sánchez Prado y Anna Nogar, A History of Mexican Literature (2016), A History of Mexican Poetry (2021) y A History of Mexican Novel (2022) todos publicados por Cambridge University Press.

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Ignacio M. Sánchez Prado es el titular de la cátedra distinguida Jarvis Thurston and Mona van Duyn en Washington University de St Louis Missouri, donde es profesor de literatura y cultura mexicanas. Ha publicado diversos libros y artículos, y editado colecciones críticas sobre varios temas. Sus libros más recientes son Strategic Occidentalism (Northwestern University Press, 2018) e Intermitencias alfonsinas (Universidad Autónoma de Nuevo León 2019). Kari Soriano Salkjelsvik es profesora titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Bergen, Noruega. Su investigación actual aborda la producción cultural e historia intelectual del siglo xix, enfocándose en la relación entre narrativa, geografía, educación y conservadurismo, particularmente en México. Ha coeditado con Alberto Egea Fernández-Montesinos Paseo poético por Andalucía. Diálogo ecfrático entre versos e imágenes (Centro de Estudios Andaluces, 2007) y con Felipe Martínez-Pinzón Revisitar el costumbrismo: cosmopolitismo, pedagogías y modernización en Hispanoamérica (Peter Lang, 2016). Sus publicaciones aparecen como capítulos de libros y en revistas como Revista Iberoamericana, Bulletin of Hispanic Studies, Neophilologus y Decimonónica. Javier Uriarte es profesor asociado de literatura latinoamericana en Stony Brook University, Nueva York. Algunos de sus intereses de investigación son la literatura de viajes, la relación entre guerra y representación, literatura y medioambiente, la imaginación espacial en América Latina, particularmente en la región amazónica. Su último libro es The Desertmakers: Travel, War, and the State in Latin America (Routledge, 2020). Ha coeditado dos libros (con Felipe Martínez-Pinzón): Entre el humo y la niebla: Guerra y cultura en América Latina (IILI, 2016) e Intimate Frontiers: A Literary Geography of the Amazon (Liverpool University Press, 2019). En este momento se encuentra preparando un libro sobre “poéticas fluviales” a comienzos del siglo xix en la Amazonia y otro sobre “Retóricas y geografías de la guerra en el siglo xix”. Ty West (PhD Vanderbilt University) es profesor asistente del Departamento de Lenguas y Culturas Modernas en Saint Mary’s Co-

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Sobre los autores

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llege, Notre Dame. Se especializa en la cultura, historia y literatura del siglo xix en México. Sus proyectos de investigación recientes han girado alrededor de la relación entre la circulación de ideas, sujetos en tránsito, la prensa y el conservadurismo mexicano. Sus publicaciones aparecen en Journal of Latin American Cultural Studies, A Contracorriente: una revista de estudios latinoamericanos y Tiempo Histórico.

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