Rito y representación: Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea 9783865278050

Testimonio sin precedentes del alcance que las diferentes manifestaciones que las culturas de origen africano han tenido

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Spanish; Castilian Pages 282 Year 2003

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ÍNDICE
PREFACIO. HACIA UNA LECTURA HISTÓRICA DE LA PARTICIPACIÓN DEL ELEMENTO AFRO-CARIBEÑO EN LA CULTURA CUBANA
PRIMERA. PARTE EL RITO: PRÁCTICAS RELIGIOSAS AFRO-CUBANAS Y SUS DIVERSAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS/CULTURALES
INTRODUCCIÓN. SINCRETISMO, TRANSCULTURACIÓN O YUXTAPOSICIÓN DE SISTEMAS RELIGIOSOS: DEL CULTO Y SUS PRÁCTICAS
LA TEXTUALIDAD METAFÓRICO-CORPORAL EN LA SANTERÍA CUBANA: UNA LECTURA BIOSEMIÓTICA
ESCENARIO SIMBÓLICO EN EL RITUAL DEL ESPIRITISMO CRUZADO
PARA UNA POÉTICA DE LOS ALTARES
LAS RELACIONES DE PODER EN LA DEVOCIÓN A SAN LÁZARO. SUBVERSIONES EN LOS TERRITORIOS DEL SÍMBOLO
RITUALES: EL ESPACIO PÚBLICO Y EL ESPACIO DEL ARTE
LA RITUALIDAD EN LAS DANZAS DE LA REGLA DE OCHA
SOBRE MARCAS O HUELLAS DE ÁFRICA EN EL PENSAMIENTO MUSICAL CUBANO
HACIA UNA AGONOGRAFÍA ANTROPOLÓGICA: LAS FIESTAS PROFANAS COMO FORMAS DE UNA CULTURA MESTIZA EN PROCESO DE RESEMIOTIZACIÓN
FIESTAS POPULARES TRADICIONALES: TEATRALIDAD Y RITUALIDAD CONTEMPORÁNEAS
SEGUNDA PARTE. LA REPRESENTACIÓN: FUNCIÓN DE LOS SISTEMAS MÁGICO-RELIGIOSOS EN EL ARTE DE CUBA
INTRODUCCIÓN. PRESENCIA DE LAS TRADICIONES AFRICANAS. SÍMBOLO DE INTERACCIÓN DE LO SAGRADO Y LO PROFANO
LOS BAILES Y EL TEATRO DE LOS NEGROS EN EL FOLKLORE DE CUBA: LA OBRA ORTICIANA EN EL TEATRO CUBANO CONTEMPORÁNEO
DESDE LOS MÁRGENES: LA LITERATURA ORAL AFROCUBANA INVADE EL DISCURSO LETRADO
EL TEATRO RITUAL CARIBEÑO, CAUCE DE LO POPULAR
MARÍA ANTONIA Y CAMILA: GRACIA Y CASTIGO
DE LA RITUALIDAD TEATRAL Y LA TEATRALIDAD RITUAL: APROXIMACIONES CONCEPTUALES
LA POSESIÓN (PRIVILEGIO DE LA TEATRALIDAD)
STANISLAVSKI Y LA POSESIÓN EN EL RITUAL AFROCUBANO
EL RITO, EL TÍTERE Y EL NIÑO
EXPRESIONES AFRO-RELIGIOSAS EN LA CINEMATOGRAFÍA CUBANA
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
GLOSARIO
PARTICIPANTES
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Rito y representación: Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea
 9783865278050

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RITO Y REPRESENTACIÓN Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea YANA ELSA BRUGAL y BEATRIZ J. RIZK (eds.)

COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 6

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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

Enfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados proce-

sos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores

Consejo asesor

Fernando Ainsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta

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RITO Y REPRESENTACIÓN Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea Yana Elsa Brugal y Beatriz J. Rizk (eds.)

Iberoamericana



Vervuert



2003

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available on the Internet at .

Reservados todos los derechos © Beatriz J. Rizk © Yana Elsa Brugal © Iberoamericana, Madrid 2003 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2003 Wielandstrasse. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: 49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-085-6 (Iberoamericana) ISBN 3-89354-614-6 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-805-0 Depósito Legal: Ilustración de cubierta: “Oslwn (Vitral para la Iglesia Afroamericana”, de Tomás González Pérez Cubierta: Diseño y Comunicación Visual Impreso en España por The paper on wich this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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El arte cubano contemporáneo no puede sustraerse al fuerte reflejo de las raíces que lo nutren, en mayor o menor medida, como la suma de culturas que somos, bajo el nombre de identidad cubana. El concepto de rito es una obsesión de todo aquel que se aproxima a los orígenes del arte. Su estudio contempla variadas disciplinas, siempre con el denominador común de acto reiterativo, invocación de energías y acción transformadora, en la medida que desde el campo de las ideas, propicia el advenimiento de cosas. Sirven de antecedente e inspiración a este libro los debates producidos en torno al rito y su trascendencia durante las ediciones del Seminario Internacional “Rito y Representación” que desde 1996 se realizan en Cuba periódicamente, bajo la dirección de la investigadora Yana Elsa Brugal, coautora del presente volumen. En su carácter interdisciplinario se conjugan ensayos teóricos, talleres teórico-prácticos, expresiones de las artes plásticas, muestra de videos y espectáculos. Se estudia el rito en su sentido más amplio, donde intervienen aspectos relacionados con la tradición del universo mitológico, basado en los sistemas mágico-religiosos y la participación de rituales profanos, emparentados con principios generales de la ritualidad. Durante el desarrollo del libro, investigadores y creadores reflexionan en torno a la cultura afrodescendiente, su marcha y continuidad histórica de los todavía moradores ancestros, en la conciencia mental y física del hombre cubano del siglo XXI. Estudios a los cuales consagramos una parte importante de las investigaciones en el mencionado Seminario de la ritualidad. A todos los colaboradores que han contribuido en esencia y presencia al debate abierto que ha ido fomentando “Rito y representación” va dedicado este estudio.

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ÍNDICE

Prefacio Beatriz J. Rizk: “Hacia una lectura histórica de la participación del elemento afro-caribeño en la cultura cubana” ................................

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PRIMERA PARTE EL RITO: PRÁCTICAS RELIGIOSAS AFRO-CUBANAS Y SUS DIVERSAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS/CULTURALES

Introducción Beatriz J. Rizk: “Sincretismo, transculturación o yuxtaposición de sistemas religiosos: del culto y sus prácticas” ................................

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Ileana Diéguez Caballero: “La textualidad metafórico-corporal en la santería cubana: una lectura biosemiótica” ....................................

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Yalexy Castañeda Mache e Ileana Hodge Limonta: “Escenario simbólico en el ritual del espiritismo cruzado” ...................................

47

Nancy Morejón: “Para una poética de los altares” ..............................

57

Yissel Arce Padrón y Ania Rodríguez Alonso: “Las relaciones de poder en la devoción a San Lázaro. Subversiones en los territorios del símbolo” ....................................................................................

65

Magaly Espinosa Delgado: “Rituales: el espacio público y el espacio del arte” ....................................................................................

87

Bárbara Balbuena Gutiérrez: “La ritualidad en las danzas de la regla de Ocha” ...................................................................................

97

María Elena Vinueza: “Sobre marcas o huellas de África en el pensamiento musical cubano” .............................................................. 109 Pedro Martínez Acosta: “Hacia una agonografía antropológica: las fiestas profanas como formas de una cultura mestiza en proceso de resemiotización” ........................................................................

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Virtudes Feliú Herrera: “Fiestas populares tradicionales: teatralidad y ritualidad contemporáneas” ......................................................... 127

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SEGUNDA PARTE LA REPRESENTACIÓN: FUNCIÓN DE LOS SISTEMAS MÁGICO-RELIGIOSOS EN EL ARTE DE CUBA Introducción Yana Elsa Brugal: “Presencia de las tradiciones africanas. Símbolo de interacción de lo sagrado y lo profano” .................................... 141 Inés María Martiatu Terry: “Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba: la obra orticiana en el teatro cubano contemporáneo” .......................................................................................... 153 Ileana Sanz: “Desde los márgenes: la literatura oral afrocubana invade el discurso letrado” ................................................................ 167 Gerardo Fulleda: “El teatro ritual caribeño, cauce de lo popular” ..... 173 Amado del Pino: “María Antonia y Camila: gracia y castigo” ........... 181 Pedro Morales: “De la ritualidad teatral y la teatralidad ritual: aproximaciones conceptuales” .............................................................. 191 Tomás González Pérez: “La posesión (privilegio de la teatralidad)” ... 199 Yana Elsa Brugal: “Stanislavski y la posesión en el ritual afrocubano”

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Armando Morales: “El rito, el títere y el niño” ................................... 229 Maribel Rivero: “Expresiones afro-religiosas en la cinematografía cubana” ........................................................................................... 247 Bibliografía general ........................................................................... 259 Glosario ............................................................................................... 275 Participantes ....................................................................................... 277

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PREFACIO HACIA UNA LECTURA HISTÓRICA DE LA PARTICIPACIÓN DEL ELEMENTO AFRO-CARIBEÑO EN LA CULTURA CUBANA

Beatriz J. Rizk

La historia de la América Latina siempre ha sido enfocada desde el punto de vista de las clases hegemónicas. Uno de los objetivos que nos llevó a emprender la recopilación de los ensayos aquí presentes, además de recoger testimonios de la importancia, evolución y desarrollo de las religiones de origen africano en Cuba en todas las artes y formas de expresión artística, fue precisamente el de combinar o mejor dicho contrarrestar esa perspectiva desde arriba y darle un cariz diferente al involucrar con igualdad de peso a representantes de las clases tradicionalmente marginadas como son los afrodescendientes en el Caribe. Casi está por demás decir que siempre han estado excluidos de las grandes narrativas fundacionales, a pesar de los esfuerzos de algunos pensadores y forjadores de las identidades nacionales –como es el caso de José Martí en su popular ensayo “Nuestra América” (1891)1– y pese a la activa participación de este segmento de la población, documentada con creces, en las luchas emancipadoras durante el siglo XIX, como es el mismo caso de Cuba2. Surge el continente “latinoamericano” del choque monumental de tres culturas que se dio a raíz de la llegada de los españoles a América: la ibérica, la indígena y la africana, cuya presencia vino acompañada de los grillos

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De fecha más temprana es su obra Abdala (1869), cuando el autor tenía tan sólo quince años de edad, en que aparece por primera vez en la escena cubana un hombre de raza negra como héroe, rompiendo con los cánones del momento y demostrando lo que será una constante en su variada obra: la “fe en el negro como clave en el problema colonial” (Leal 1978: 18). 2 Ver, por ejemplo, los estudios de Rine Leal sobre el teatro mambí en los que da cuenta de la participación activa no sólo de negros y mulatos en las contiendas independentistas sino de su contribución a la dramaturgia cubana. Según el investigador, el hombre de raza negra “sólo alcanzaría su dignidad plena de artista en la manigua, de la misma manera que sólo en las filas insurrectas lograba la igualdad racial que España le negaba en su teatro” (1982: 25).

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y cadenas con los que desembarcaron de los barcos esclavistas. La sujeción de los africanos, de hecho, no comienza en América. Los primeros esclavos africanos de que se tienen noticia en la península Ibérica llegan a Lisboa en 1440, durante la época de Enrique el Navegante (Eakin 1998). El concepto de la esclavitud tampoco era ajeno en África. Se sabe que era práctica común capturar rehenes como botín de guerra y luego obligarlos a trabajar como esclavos. Por otra parte, los españoles y los africanos tuvieron contacto desde muchos siglos antes de su aparición en el llamado Nuevo Mundo por vía del comercio. Y en la América Latina se han encontrado vestigios de la presencia africana que datan de mucho tiempo antes de la llegada de Colón (ver Sertima 1976; Winfield Capitaine 1990 y León-Portilla 1992). Sin embargo, es en 1502 con la llegada del primer gobernador a Santo Domingo, fray Nicolás de Ovando, acompañado de varios esclavos bajo la autorización previa del rey de España, Fernando de Castilla, cuando se inicia la esclavitud africana en territorio latinoamericano (Saco 1974: 164, cit. por Torres-Saillant 1999: 1), dando paso al transporte masivo y forzado de mano de obra más grande de la historia de la humanidad que duró casi 400 años. Se sabe que para 1511 ya había esclavos en Cuba bajo el gobierno de Diego Velásquez. A Hernán Cortés lo acompañó en su campaña de México Juan Garrido, un liberto, quien después recibió una concesión de tierra de parte de los reyes de España (Gerhard 1995). Éste viene siendo uno de los caracteres definitorios del tráfico de esclavos en la América Latina y lo que lo diferencia de su contrapartida anglo-sajona, puesto que mientras bajo las leyes españolas (nos referimos a las “Las siete partidas”, derivadas del sistema legal romano, establecidas para la regulación de la esclavitud por la metrópolis desde temprana época) se contemplaba la posibilidad de que un esclavo pudiera adquirir su libertad y vivir como hombre libre, en la colonia británica del norte esto era una absoluta imposibilidad. De paso, en la etapa final de la esclavitud, la mano de obra de los esclavos se prestaba o alquilaba entre los blancos. El caso es que ya hacia finales del siglo XVII había una buena porción de negros emancipados libres trabajando en las grandes ciudades en toda clase de menesteres y oficios, no sólo en los domésticos como sucedió al principio. Se estima que un 50 por ciento de todos los africanos que arribaron a América permanecieron en el Caribe. El impacto demográfico es enorme, hacia mediados del siglo XVII ya había una mayoría visible africana en todas las islas mayores que conforman el Caribe. Pero es en el siglo XVI que surge el sistema de las plantaciones dedicadas al cultivo de la caña de azúcar, cuyo modelo tal como se conoció en tierras americanas proviene de la isla portuguesa de Madeira, en la que la importación de mano de obra esclava africana fue el eje central de su producción

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hacia los años de 1540 (Eakin 1998). Unos veinte años más tarde, se importó el experimento a Bahía, Brasil, y de allí, debido a las condiciones climáticas, la aptitud del terreno y la mano de obra esclava, traída para reemplazar a la población local indígena diezmada en el lapso de una generación, se emuló exitosamente en el Caribe. Primero se instauró en Haití, llegando a ser esta colonia francesa en su momento la más boyante, y luego en Cuba, en donde a partir de entonces la plantación se convirtió en el motor de la economía de la isla, lo que incrementó rápida y eficazmente el tráfico de esclavos durante los siguientes 300 años. Aunque al principio se señala al África occidental como el lugar de procedencia de los primeros esclavos, bien pronto se extendió a Benin (antiguo Dahomey), Nigeria y el Congo, entre otros lugares. Una vez en Cuba, los esclavos lograron establecer bajo los auspicios de la Iglesia Católica organizaciones de ayuda mutua, conocidas como “los cabildos” en las que se agrupaban los “negros de nación” o sea, provenientes de las mismas regiones de origen, lo que fue esencial para la conservación de su tradición y su cultura. El primer cabildo, llamado Nuestra Señora de los Remedios, se fundó en La Habana en 1598. Desde un principio, siguiendo la tradición ya establecida en la madre patria en donde funcionaban con anterioridad estas organizaciones (Foster 1953), los cabildos se ocupaban de organizar danzas recreacionales en las que se esforzaban por conservar el estilo propio de cada grupo étnico original (Brandon 1993: 71). Las cofradías, que se establecían asimismo amparadas bajo el proselitismo religioso de la Iglesia Católica, también contribuyeron a la preservación de la cultura africana. La bibliografía sobre el tráfico de esclavos ha crecido considerablemente durante los últimos años, a pesar de que los datos no estuvieron rigurosamente resguardados y, por obvias razones, se destruyeron casi todos a finales del siglo XIX (ver Curtin 1970; Davis 1995; Eltis 1999; Klein 1986 y 1989; Meltzer 1996; Scott 1985; y Thomas 1997, entre otros). Sobre el número de esclavos traídos a América, las cifras oficiales indican de 10 a 15 millones, pero las no oficiales se elevan hasta los 50, debido a que el tráfico continuó aún mucho después de que los ingleses, uno de sus principales protagonistas, determinaran su extinción hacia 1840; de hecho, el último barco en arribar al puerto de La Habana data de 1870. A esto se une el hecho nefasto y comprobable de que por cada esclavo que llegaba, por lo menos dos perecían en la travesía. A mediados del siglo XIX empieza, entonces, un movimiento antiesclavista que termina con la abolición de la esclavitud a finales del siglo. De importancia, en este sentido, fue el surgimiento de la literatura antiesclavis-

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ta, que tuvo en Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda su máximo exponente. Publicada en 1841 en España, no fue sino hasta algún tiempo después de la emancipación de los esclavos, en 1914, que se permitió su divulgación en la isla. Los esclavos trajeron inscritos en su memoria, y en sus cuerpos, los textos, danza y música de una tradición litúrgica antiquísima de cuyos vestigios y desarrollo se da amplia cobertura en este libro. De paso, tampoco es un fenómeno aislado en África; algunas investigaciones contemporáneas señalan sus fuertes lazos en común con la mitología egipcia. Una de las características del sistema de creencias de los yorubas, principal fuente religiosa de los afro-descendientes, es su permeabilidad. En este sentido, George Brandon señala que, desde la antigüedad, los africanos siempre “percibían otras religiones como suplementos y no como reemplazos de prácticas religiosas tradicionales”; de ahí también su predisposición a integrar no sólo elementos provenientes del cristianismo sino de otras religiones como el islam (1993:18). Pero aún más importante que las demostraciones físicas vertidas hacia el exterior de una tradición a través de las danzas y las ceremonias, lo que sobresale de este caudal religioso que hizo su entrada en América es su visión filosófica y profunda del mundo. Una cosmogonía basada en un sistema complejo de creencias específicas que encierra toda la gama de la existencia humana, extendiéndose al más allá en donde la vida se confunde de nuevo con el espíritu de los antepasados y las divinidades y espíritus a los que se les rinde culto. De manera que las religiones, el sistema de creencias, que trajeron los esclavos a Cuba se afianzaron creciendo en todo sentido, y produciendo religiones nuevas de raigambre sincrética por su contacto con el catolicismo como son la santería, en Cuba, y el candomblé en Brasil. Bastaría fijarnos, por ejemplo, en Ochún, divinidad mulata de manufactura caribeña, diosa mayor del panteón yoruba a quien no obstante se la identifica con la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. El término “santería” da cuenta de por sí del origen mismo de la teoría del sincretismo, en cuanto a que todos los investigadores coinciden en señalar que los esclavos negros trataron de identificar a los orichas africanos para prevenir posiblemente su gradual desaparición a través de los santos católicos. Los mismos afro-descendientes se ocuparon de pasar a la escritura el legado oral de sus antepasados y así surgieron libretas que tuvieron notoria aunque restringida difusión entre los allegados a los practicantes o ejecutores de rituales. En ellas se inscribían tanto los patakines –las leyendas relacionadas con las divinidades yorubas– como la liturgia y procedimientos en las ceremonias. Para tener una idea del riquísimo caudal que esta labor

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implica, Tato Quiñónez, al hablar del entrenamiento que reciben los sacerdotes de Ifá, señala que en la “antigüedad nadie podía ser respetado como buen babalao si no conocía al menos 16 historias por cada uno de los 256 odu, es decir 4.096 historias o poemas” (1999: 38). Hay nombres indispensables en esta trayectoria de la que se ocuparán prolíficamente los autores de este libro. El primero de todos, sin duda, es el etnólogo Fernando Ortiz quien al comenzar el siglo XX inició una brillante carrera dedicada a la reivindicación del elemento negro en su sociedad. De manera por demás curiosa, empezó con una investigación sobre el sistema de creencias de un grupo proclive a la criminalidad en su primer libro: Hampa afro-cubana: los negros brujos (Apuntes para un estudio de la etnología criminal) (1917/1973c). Como sabemos, Ortiz quedó atrapado por el tema, al que le dedicó el resto de su vida activa dejándonos una obra hasta ahora insuperable en ese terreno. Seguido de cerca, figura su pariente Lydia Cabrera quien, como sabemos también, amasó un extenso caudal de leyendas consideradas hasta hoy en día como referencia fundamental para cualquier aproximación al tema. Hay otros nombres indispensables que surgen una y otra vez a lo largo de este libro, así como el trabajo de grupos o entidades que han sido indispensables para la divulgación y afianzamiento de una cultura afro-caribeña de sello propio. Entre ellos figuran el musicólogo y etnólogo Argeliers León –bajo cuyo nombre ha surgido una cátedra–, el etnólogo Rómulo Lachatañeré, el escritor e investigador Miguel Barnet, Rogelio Martínez Furé, Tomás González, Eugenio Hernández Espinosa, Inés María Martiatu Terry y la lista cubriría, además de los autores de este volumen, a muchos otros que, por razones de espacio, nos sería imposible citar aquí. El sistema de creencias de origen africano dejó de estar limitado a las clases bajas y se expandió a todos los estamentos de la sociedad, sin duda, empujado por la practicidad que encierra su profesión, lo que la hace atractiva para todo individuo en busca de alguna mejoría física, espiritual o emocional. Sin embargo, ante la divulgación misma de una práctica que de pronto se convierte en moda, surgen las palabras cautelosas de maestros y estudiosos pidiendo una reincorporación de las tradiciones debidamente depuradas y del pensamiento filosófico que les acompaña y ante las exigencias de un mercado cada vez mayor, austeridad en el intercambio de beneficios. Se señala la década de los 30 como la época en que irrumpen con fuerza las prácticas estéticas de origen africano en la formación de la cultura nacional. Es el momento en que coincide el desarrollo del “negrismo” y surgen en el panorama poetas de la calidad de Nicolás Guillén, dando paso a un rico caudal artístico que se prolonga hasta nuestros días sin asomo de decai-

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miento, como atestigua, sin ir muy lejos, la obra prolífica de Nancy Morejón. Por otra parte, es a raíz de la revolución y durante los años 60 que se produce una cierta centralización de la marginalidad al subirse el negro a las tablas por cuenta propia o aparecer en roles protagónicos, como sucede con la inevitable Maria Antonia (1967) de Eugenio Hernández Espinosa, mencionada aquí un buen número de veces. En cuanto a la representación del afro-descendiente en la literatura y artes de Cuba, usando un esquema elaborado por Kamau Brathwaite (1993) sobre el desarrollo del legado de la cultura africana en la región, podemos constatar un primer momento “retórico” en el que se usa a África como máscara, como referencia. Aquí entran a colación obras del siglo XIX como Cecilia Valdés o La Loma del Ángel de Cirilo Villaverde o la misma Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda, mencionada antes, en las que a pesar de ser negros, los personajes se expresan como blancos educados bajo las convenciones literarias particulares de su época. Luego sigue un período de la literatura sobre “la supervivencia” del africano. En Cuba, no hay quizás mejores ejemplares que la Autobiografía de un esclavo de Juan Francisco Manzano, y Cimarrón de Miguel Barnet. A este período le sigue la llamada “literatura de la expresión africana” y aquí entrarían a figurar las obras que llevan a las páginas o al escenario las costumbres, danzas y ceremonias de los afro-descendientes, como sucede, por ejemplo, en las obras de Gerardo Fulleda o de Mario Morales con el grupo Teatreros de Orilé. Brathwaite señala un cuarto movimiento, el de la “literatura de la reconexión con África”, que posiblemente haya tenido sus mejores momentos en los Cuentos negros recopilados por Lydia Cabrera. También sentimos esta fuerte conexión en la producción dancística y performativa, de la cual se da amplia información en este volumen. De una cosa no nos queda la menor duda y es que desde el estereotipo del “negrito” del teatro bufo del siglo XIX, siempre representado por actores blancos pintados de oscuro, o sea en estado de “invisibilidad” detrás del personaje, al protagonismo incuestionable de fines del siglo XX e inicios del XXI, ha pasado mucho trecho y es ése el camino que este volumen ha intentado transitar y documentar a través de la supervivencia de los sistemas mágico-religiosos traídos por los antepasados de los afro-descendientes a la región.

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PRIMERA PARTE EL RITO: PRÁCTICAS RELIGIOSAS AFRO-CUBANAS Y SUS DIVERSAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS/CULTURALES

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INTRODUCCIÓN SINCRETISMO, TRANSCULTURACIÓN O YUXTAPOSICIÓN DE SISTEMAS RELIGIOSOS: DEL CULTO Y SUS PRÁCTICAS Beatriz J. Rizk

El panorama de las religiones de origen africano en Cuba es complejo por no decir múltiple como previsible consecuencia de la traída de hombres y mujeres esclavos de muy diferentes naciones, su separación al llegar y su afincamiento en diversos lugares para evitar cualquier intento subversivo. Hay varios sistemas de creencias, ritos, ceremonias y costumbres que comparten y hasta compiten por el mismo espacio. La bibliografía sobre los sistemas religiosos afro-cubanos ya es bastante extensa y, de hecho, tratamos de cubrir los estudios básicos en la nuestra; sin embargo, ante la mencionada simultaneidad de su práctica, como lo verifican los artículos aquí compilados, se hace casi de rigor indicar algunas de sus características más obvias para que el lector no necesariamente especialista pueda disfrutar de los diversos acercamientos a los que se refieren. De entrada descuella un sistema, en popularidad al menos, por encima de los otros cultos: la santería, también conocida como la regla de Ocha, de origen yoruba o lucumí. Su lugar de procedencia se señala en Nigeria principalmente, aunque también se reconoce al antiguo Dahomey como sitio original. Dentro de la santería se sitúa el culto a Ifá, cuyos ministros, los llamados “babalaos” se dedican al estudio del oráculo y la adivinación, ocupando un lugar de privilegio dentro de la jerarquía de los sistemas religiosos. En segunda línea, viene el palo monte cuyo origen bantú apunta al Congo, así como a la sociedad secreta de abakuá, que comparte su origen con el sudoeste de Nigeria; enseguida tenemos a la regla arará y al rito más conocido como vodú, de creciente influencia sobre todo en la parte oriental del país, pues fue introducido por los esclavos haitianos cuya procedencia se señala también en el antiguo Dahomey. En tercer lugar, y como si no fuera bastante, entran en juego el espiritismo, traído a Cuba durante la segunda mitad del siglo XIX (Bermúdez 1967), originado por el francés Allan Kardec, así como el espiritismo cruzado, sistema religioso derivado en parte del anterior, creado en Cuba. Como ilustra pertinentemente el ar-

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tículo de Yalexy Castañeda e Ileana Hodge Limonta, “Escenario simbólico en el ritual del espiritismo cruzado”, la estructura sincrética del mismo incorpora a su culto elementos de la regla conga (o palo monte), de la santería, del catolicismo y hasta del budismo. De todos los sistemas de creencias, éste es uno de los más populares en cuanto a que atrae a nuevos adeptos casi a diario. En último lugar, y por supuesto no jerárquicamente, está el catolicismo pues, dicho sea de paso, sigue conservando un sitio primordial que acarrea prestigio e influencia dentro de la sociedad cubana. Fuera de estos sistemas religiosos, también han germinado ya en la isla otros derivados del cristianismo, como son el protestantismo, el evangelismo y los testigos de Jehová, en los que, por obvias razones, no entraremos aquí. Una observación se hace indispensable y es que la participación en las religiones de origen africano no es privilegio exclusivo de la raza negra o mestiza, los blancos también participan activamente, así como muchos individuos negros o mestizos optan por no hacerlo. Por otra parte, en términos prácticos, y desde el punto de vista del espacio, una misma persona puede estar asociada a varias religiones a la vez (por ejemplo en lo que concierne al uso frecuente de las consultas adivinatorias) y ser católica creyente. Por otra parte, como veremos, las religiones afro-caribeñas comparten entre sí historias y leyendas (los patakines) y hasta ceremonias y ritos. Quizás por su procedencia, pues desde su llegada a mediados del siglo XIX los babalaos, en la regla de Ifá, “fueron reconocidos entre los suyos como sacerdotes” (Inés María Martiatu Terry, correspondencia con la autora, 9/2002)1, en cierta medida, al igual que los clérigos católicos, tienen que ser hombres y son respetados como la máxima autoridad. En el caso del palo monte así como en el de la santería hay iniciados de ambos sexos, aunque el primero también está dominado por los hombres y el segundo, hasta cierto punto, por las mujeres. En el caso del espiritismo no hay iniciación propiamente dicha y los médiums pueden ser tanto hombres como mujeres2.

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Deseo agradecer por este medio los esclarecedores comentarios que de este trabajo tuvo a bien hacer la investigadora Inés María Martiatu Terry. 2 Respecto a la cuestión del género en la santería, ha sido pasto de investigadores el hecho de que algunos santos masculinos, como es el caso de Changó que se identifica de manera sincrética con Santa Bárbara y aparece en algunos patakines como travestí, presentan a veces características tradicionalmente asociadas con lo femenino. Esto ha llevado a uno que otro estudioso a hablar de una posible homosexualidad (Dianteill 2000: 96). Sin ánimo de polemizar, creo que el campo se debería abrir a futuras investigaciones que se inclinen ya sea hacia el estudio de una posible bisexualidad, que respondería en cierto modo al doble rol genérico de algunos orichas como, por ejemplo, Obatalá identi-

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Como su nombre indica, la “santería” se desarrolla en la isla de manera sincrética, o por lo menos en contacto con el mundo de los “santos” del cristianismo. Casi todos los investigadores coinciden en señalar que “los esclavos negros identificaron a los orichas africanos a partir de ciertos santos y vírgenes católicos” (Dianteill 2000: 21). Según el citado etnólogo francés Dianteill, el sincretismo fue “una ficción adoptada consecuentemente por los esclavos con el fin de cambiar al color blanco [de los santos] y mantener la práctica de las creencias africanas” (21). Lo que en realidad, desde nuestra perspectiva del presente, se acerca más al camuflaje que al sincretismo. Sin embargo, éste quedó fijo en los múltiples objetos que se utilizan para las ceremonias rituales, como señalan Castañeda y Hodge Limonta en su citado ensayo, en cuanto a la construcción de los espacios reales-simbólicos del espiritismo cruzado, así como en el artículo de Nancy Morejón “Para una poética de los altares”. En un homenaje al sincretismo original de los altares, la poeta ilustra con creces la creatividad de sus hacedores y su “revolucionaria” entrada al mundo del teatro en los años 60. “Conjunto de ilusiones”, “caza de imágenes”, “propuesta de organización de los elementos [agua, aire, tierra y fuego]”, “catalizador” e “intermediario de la comunicación entre dos mundos” al igual que “formas totémicas”, los altares son, sin duda, como recalca Morejón, la “expresión del alma mestiza a través de varios panteones, varias mitologías”3. Por la vía del sincretismo, y quizás a la par con Ochún, identificada con la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, y análoga hasta cierto punto con Changó/Santa Bárbara, es Babalú Ayé/San Lázaro una de las divinidades “sincréticas” que mayor culto presenta en Cuba. Es por demás un culto bastante particular, pues se confunde a los dos Lázaros salidos del

ficado también con la Virgen de la Merced; o hacia una unión de los géneros no en el sentido categórico occidentalista, sino más bien pensando en una simbiosis de tipo espiritual como sucede en algunas de las filosofías orientales. 3 Así como su sincretismo es obvio en cuanto a los objetos, también hay diferencias básicas en los rituales de la Iglesia Católica y la santería o la regla de Ifá y el palo monte, etcétera. Sin ir muy lejos, en la misa, ese ritual en el que se reencarna el sacrificio del hijo de Dios, el “cordero divino” Jesucristo, la sangre es absolutamente simbólica y reemplazada por el vino que a su vez se consume teniendo una función purificadora; mientras que en los sistemas mágico-religiosos de origen africano el sacrificio es verdadero y la sangre real del animal que está siendo sacrificado se consume. Por lo demás, William Bascom señala “que la importancia ritual de las piedras donde están fijos los orishas, los sacrificios que se hacen y las plantas sagradas exceden bastante a la atención que se le brinda a los santos católicos en la santería” (cit. por Dianteill 2000: 21).

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Evangelio: el leproso de la parábola del rico que recibe migajas de su mesa y el hermano de Marta y María a quien Jesús resucita y más tarde se convierte en el obispo de Marsella4. Aunado en un solo culto, el 17 de diciembre se desarrolla la romería, posiblemente la más concurrida en toda Latinoamérica después de la dedicada a la Virgen de Guadalupe en México, hasta El Rincón, poblado de Santiago de Las Vegas ubicado al oeste de La Habana, en donde se encuentra la iglesia que lo honra principalmente. Babalú Ayé, por su parte, es la deidad yoruba asociada con las enfermedades, sobre todo las de la piel y se representa andando en muletas. De manera por demás paradójica, por su parecido con uno de los personajes bíblicos, varios compiladores de patakines han anotado una leyenda en la cual, a instancias de Ochún, quien fuera su amante y a quien abandonó por mujeriego, Olofi lo resucita después de haber perecido enfermo y sumido en la más absoluta miseria. Una vez reintegrado al mundo, se dedica a cuidar enfermos asumiendo la identidad con la que se le conoce y estima más (Cabrera 1980: 77; Bolívar Arostegui 1990: 142; Dianteill 2000: 130). Yissel Arce Padrón y Ania Rodríguez Alonso en su minucioso ensayo “Las relaciones de poder en la devoción a San Lázaro. Subversiones en los territorios del símbolo”, dan cuenta no sólo de un buen número de diversas expresiones artísticas en el campo de las artes visuales inspiradas por el popular culto al santo sino del momento histórico, a partir de los años 80, en que una cultura subalterna, en este caso la de raíces negro-antillana, sale de la marginalidad para insertarse de lleno en el canon de la región. En todos los sistemas religiosos de origen africano se les rinde culto a dos entidades diferenciadas. En primera línea están las divinidades (deidades) conocidas popularmente con el nombre de “orichas” u “orishas”5.

4 En España, particularmente en Santiago de Compostela, encontramos en el culto al apóstol Santiago la misma diversidad de representaciones y dentro de una misma Iglesia, como en Cuba. Santiago está representado en algunas instancias como el apóstol, en otras como peregrino con saya y bastón y también como Santiago Matamoros, a caballo y con lanza en mano, el que supuestamente se apareció en el año 844 a favor del rey Ramiro I en medio de una batalla que libraba contra los árabes. Ahí no cesa la comparación con los rituales y objetos asociados con este santo: la “concha de Vieira”, que se encuentra en la región de Santiago de Compostela, se ha usado tradicionalmente para indicar el camino hacia Santiago y en calidad de objeto simbolizado alcanza a tener propiedad sagrada, pues se cose al vestido del peregrino como parte de su atuendo indispensable. Esta concha es de la misma especie que la que se utiliza en las prácticas adivinatorias de algunos de los sistemas mágico-religiosos afro-antillanos. 5 Una aclaración se hace de rigor y es que debido al origen múltiple tanto de los sistemas como de los creyentes originales, hemos conservado las diferencias ortográficas o de

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“El país yoruba estaba organizado en ciudades-estados poseyendo cada uno una divinidad titular, llamada orisha, considerada como el/la fundador/a de la ciudad y de la dinastía reinante” (Dianteill 2000: 19). Según Tomás González, en su ensayo sobre “la posesión” recogido en este volumen, de seiscientos orichas existentes en Nigeria llegaron a América unos cincuenta. A algunos de los orichas, como Changó, se le identifica históricamente como uno de los primeros reyes de la ciudad de Oyó; o sea que son individuos, en general considerados superiores –de ahí su carácter ejemplar sin que, de paso, entre en consideración aquí el sistema de valores ético o moral judeocristiano–, que vivieron en una época lejana por no decir original. Otras versiones los identifican como dioses que residieron en la tierra. En un segundo plano están los espíritus, o sea, los muertos, los ancestros de cada cual o cualquier otro muerto con el que potencialmente se puede establecer una comunicación. Tanto en la santería como en el culto de Ifá priman en importancia los orichas; mientras que para los paleros, aunque han adoptado a estas divinidades, así como para los espiritistas su culto se concentra en los muertos. La actitud espiritual del pueblo descendiente de africanos se materializa en esta aptitud a trascender en la vida terrenal “la perpetuación de su estirpe” al mantener una comunicación activa con los muertos. El cambio más notable entre los cultos de África y Cuba reside, según Dianteill, en que “la referencia a los ancestros biológicos” se ha debilitado en la isla caribeña mientras que el lugar de los orichas ha devenido central para la definición de una posible identidad (2000: 105). El historiador Mircea Eliade, en su libro Cosmos e historia (1959), divide el tiempo cíclico de los hombres/mujeres tradicionales en tres diferentes etapas: el tiempo en el que los dioses residían en la tierra; el tiempo de los héroes, en el que los individuos todavía hablaban con los dioses directamente y el tiempo presente en el que los seres humanos se han apartado de los dioses y ya no hablan con ellos. Bajo esta perspectiva y teniendo en cuenta la abrupta interrupción en el desarrollo de sus civilizaciones debido a la esclavitud forzada, los afro-descendientes no llegaron a la tercera etapa. En otras palabras, no alcanzaron a desarrollarse en sociedades desprovistas de dioses, “petrificándose” en el tiempo como ha sucedido algunas veces con otras civilizaciones que han entrado en severas crisis (ver A. Toynbee 1947).

pronunciación que presentan tanto estudiosos como estudiados, de ahí que el término “oricha” en algunos artículos aparece como “orisha”; igualmente “babalao” se escribe “babalawo”; “Eleguá” aparece asimismo como “Elegguá”, etcétera. Nadie, estimamos, posee la forma correcta o adecuada; o sea, todas son correctas y adecuadas si están en uso.

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La parte anímica, por otro lado, es fundamental para los sistemas de creencias de origen africano. Según la tradición, Olodumare es el creador del ser humano pero es Obatalá quien le insufla el soplo divino, asociado con el llamado “aché”, centro de energía espiritual de cada cual, referido en varios de los ensayos incluidos aquí. El antropólogo William Bascom (1991) distingue tres almas en los sistemas religiosos africanos. La más importante es la ancestral, que protege; luego viene el “soplo” (o energía vital) y después la sombra que no tiene una función especifica durante la existencia humana. Después de la muerte, el espíritu toma otro cuerpo y se reúne con los antepasados. Ahora, por encima de cualquier contradicción se equipara la sobrevivencia de este espíritu después de romper con su forma material y la de los orichas incitando en el ser humano la necesidad vital de promover diferentes formas de relacionamiento comunicacional. En cuanto a la relación del creyente con un oricha determinado, al que se asocia como hijo o miembro iniciado de su culto, ésta es primordialmente de “identificación”, al resaltar de entrada los rasgos característicos afines que se puedan tener con el oricha en cuestión. En un segundo lugar, en el que se involucra el ritual, entra en juego la posibilidad de devenir un “otro” a través de la posesión del oricha, lo que al decir de Dianteill, incluye la “interiorización de roles sociales y la exteriorización de tendencias escondidas” (2000: 76). Por otra parte, la iniciación en algunos de los cultos, como en la santería, es un “renacer”, al recibirse de manera indiscriminada la “sustancia” del oricha. Ahora, siempre y en todo momento, se establece una relación recíproca, de dos vías, que fuera de ser espiritual es física, entre el individuo y el oricha. De la misma manera, por ejemplo, que se recibe al “santo” al incorporarse éste en la persona –sin que se confunda la misma con el sujeto divino pues siempre hay un desplazamiento de la conciencia humana cuando el santo “baja”–, hay que alimentar al “santo”, de ahí los sacrificios de animales necesarios para ello. Así que al tiempo que el oricha ejerce su protección en los humanos, éstos tienen que halagarle ofreciendo sacrificios y prebendas para tenerlos contentos y, por supuesto, atenerse a las, a veces, funestas consecuencias si se incurre en el incumplimiento de alguna promesa o mandato. Se establece, de esta manera, una relación de dependencia que está en el centro de las estructuras rituales afro-religiosas. En este sentido, el ensayo de Ileana Diéguez “La textualidad metafórico-corporal en la santería cubana: una lectura biosemiótica”, nos ofrece una visión dual que enfatiza la “esencia semántica” de cada oricha en cuanto a su carácter curativo, a la vez que señala ese doblez interdictual que puede acarrear daño al adepto. Una mirada por demás compleja, que comparte con otros ensayistas aquí presentes, de una

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estructura en la que la división tradicional entre el bien y el mal a la que estamos acostumbrados no tiene cabida y más bien se orienta hacia una “práctica” que conlleva el ayudar a resolver los problemas y vicisitudes humanas a través de acciones que a veces son, a nuestros ojos, transgresoras. Como buen ejemplo de la dualidad divina, Diéguez propone a la sexualmente agresiva Ochún, identificada asimismo con la Virgen de la Caridad del Cobre6. Ahora, una cosa es muy cierta y es que fuera de la comunicación inmediata y directa que se pueda tener con un espíritu –o sea, un muerto– toda comunicación con los orichas, centro y módulo de las religiones afro-cubanas, es poética y sobre todo metafórica a través del oráculo, de los caracoles, de las personas que caen en trance o de los patakines y aquí, por supuesto, entramos irremisiblemente, por un lado, en el campo del performance y, por el otro, en el de la literatura, en el de la creación artística. Sin duda, los dos soportes de la memoria colectiva que han permitido la supervivencia y divulgación de los sistemas mágico-religiosos africanos son el cuerpo y el espacio, como han señalado varios estudiosos (Bastide 1972; Dianteill 2000; además de los incluidos aquí). Los mitos desaparecen, cambian, se modifican y sobre todo se re-presentan en los ritos, en las ceremonias, que han permanecido incólumes en el tiempo. R. Bastide, particularmente, habla del cuerpo humano en tanto que receptáculo de una oralidad que a través de la adivinación, de la lectura “oral”, ha pasado de una generación a

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El sincretismo alrededor de la Virgen de la Caridad del Cobre/Ochún nos trae a la mente otro de los grandes fenómenos sincréticos marianistas en la América hispánica: la ya mencionada antes Virgen de Guadalupe/Tonantzin, puesto de relieve recientemente por la canonización de Juan Diego (7/2002), cuya misma existencia ha sido cuestionada por no pocos especialistas de la región. Según la investigadora chicana Yolanda BroylesGonzález la veneración a la Guadalupana fue la piedra de base de la cristianización de los indígenas a partir de 1531, fecha en que supuestamente se le apareció al mencionado Juan Diego en Tepeyac: “The ultimate act of disimulo or camouflage that brought and brings Catholic dogma in line with ancient indigenous forms of worship. Within the indigenous oral tradition we know of Guadalupe’s (Coatlashaupe’s) various manifestations as the earth mother, often represented through the serpentine earth symbol: Coatlicue, Tonantzin, Quilaxtili, and many more manifestations of earth (femenine) energy” (2002: 123). [“El último acto de disimulo y camuflaje que trajo y sigue trayendo el dogma católico a la par con las formas antiguas de celebraciones rituales de los indígenas. Dentro de la tradición oral indígena conocemos las varias manifestaciones de la Guadalupe (Coatlashaupe) como la madre tierra, a menudo representada a través del símbolo serpentino de la tierra: Coatlicue, Tonantzin, Quilaxtili, y muchas otras manifestaciones de la energía (femenina) de la tierra”.]

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otra, aunque, sin duda, debilitada al romperse la cadena generacional con la traída a América de los esclavos7. Pero los ritos también están inscritos en el cuerpo en tanto que memoria gestual y kinésica. Asimismo, el cuerpo no solo funciona como receptáculo de una memoria “corporal” sino como texto de significados de acuerdo a la apropiación que los diversos orichas han desarrollado de las diferentes partes que lo componen. En este sentido, el cuerpo como productor de acciones al mismo tiempo que receptor de textos deviene, al decir de I. Diéguez en su citado ensayo, en un “cuerpo resemantizado”. En cuanto al tema del espacio, ese espacio como cruce de caminos, como texto, un espacio imaginario que cubre toda la isla, en el que se van a repetir ad infinitum las expresiones ceremoniales y rituales que traen consigo los esclavos, nos obliga a entrar en el ya bastante debatido concepto de la “transculturación”. Ahora, no se trata aquí de darle la espalda a un proceso transcultural que es obvio en Cuba, además de una riqueza indiscutible, sino de poner sobre el tapete la ideología presente detrás del término, tal como fue diseñado por Fernando Ortiz y divulgado por Ángel Rama y compañía, al asimismo trascenderlo ateniéndonos a la realidad cultural y artística que presenta el país. Esto, dicho sea de paso, sin ánimo de menoscabar la obra monumental y de absoluta vigencia del etnólogo cubano, como se hace evidente en este volumen (ver el ensayo de Martiatu Terry, “Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba: la obra orticiana en el teatro cubano contemporáneo”). Es hacia su contexto histórico como productor de significados hacia donde nos dirigimos aquí, desde la perspectiva de un presente en el que intentamos profundizar en los componentes multi-étnicos, con valores propios y diferenciados aun cuando no dependan “de las corrientes inmigratorias que le[s] dan origen”, de la cultura que constituye un “etnosnación” cubano (ver Guanche 1996: 135)8. 7 Es de notar que las religiones de origen africano no conocen la escritura en Cuba hasta relativamente tarde. Su introducción a partir de principios del siglo XIX ha contribuido a unificar las religiones clasificando los odús (ejercicios adivinatorios) y permitiendo su divulgación por medio de manuales y cartillas hoy de amplia difusión. Según Dianteill, el primero de estos manuales, Folleto para uso del santero (Obba). Copia fiel del original, de Navarro y Varela, fue escrito, o mejor dicho recopilado, hacia 1836 (2000: 222). 8 Según Guanche: “El etnos-nación cubano es el resultado histórico cultural y poblacional de los conglomerados mutiétnicos hispánico, africano, chino y antillano principalmente, que se fusionan de manera compleja y disímil desde el siglo XVI, hasta crear una entidad étnica nueva basada en la formación de una población endógena, con capacidad autorreproductiva propia, no dependiente de las corrientes inmigratorias que le dan origen” (Guanche 1996: 135). Deseo expresar mi reconocimiento a la co-editora del libro Yana Elsa Brugal por haber dirigido mi atención a la obra de Guanche.

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El espacio como sitio del enunciado en el que se cruza e interpola la producción simbólica y artística de muy diversas procedencias se tomó como el escenario sobre el que se llevaría a cabo una tan supuesta como efectiva transculturación. Ortiz, señala Walter Mignolo, emplea el término para describir a la “nación” (2000: 42) en un momento en el que tardíamente (con respecto al resto de la América Latina) este concepto se estaba solidificando en Cuba, o sea, a principios del siglo XX9. La nación, el concepto de nación, que avizoraba Ortiz era el que conjugaba en una posible unión la cultura europeizante y los fragmentos de las culturas dominadas, bajo la mirilla tutelar de los representantes/descendientes de la primera. Así que sin afán evidente, por otra parte, de refutar el susodicho proyecto liberal y como aportación a la construcción de la imaginería nacional de la emergente república, Ortiz acuñó el término como explicación ideológica para la aculturación de la población negra esclava desde el punto de vista de la cultura hegemónica, tomando los dos ingredientes vitales de la economía cubana, el azúcar y el tabaco, como puntales sígnicos de esta fusión (1973a). Ahora bien, el mismo Ortiz, una vez hecha la sustitución del término “aculturación” por el neologismo “transculturación”, no pudo ser más claro en cuanto al destino reservado a cualquier subcultura que no se “acomodara” a la cultura dominante: La verdadera historia de Cuba es la historia de sus intricadísimas transculturaciones. Primero la transculturación del indio paleolítico al neolítico y la desaparición de éste por no acomodarse al impacto de la nueva cultura castellana (1973a: 129).

Por esta misma vía, Á. Rama, como de nuevo señala Mignolo, tomó la noción de “transculturación” y la extendió “al campo literario” (146), vaticinando, de paso, el fin “por muerte natural” de la cultura africana en América (1993: 3, 62; cit. por Mignolo 2000: 148). Alberto Moreiras, por su parte, señala que de la manera como se ha utilizado el término “no ha habido transparencia”: [...] which means that literary transculturation, as oriented, is simultaneously always beyond control, always outside its function as a technical device for the

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Esto no quiere decir, por supuesto, que Cuba hubiera estado ausente del “proyecto liberal” que abrazaron las demás naciones latinoamericanas un siglo antes como lo demuestran sus extensas luchas independentistas a lo largo del siglo, así como la no menospreciable lista de pensadores imprescindibles para la formación de una identidad con el ineludible apóstol José Martí a la cabeza.

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integration of external influences into an enterprise of cultural preservation and renewal (2000: 187). (“[...] lo que quiere decir que la transculturación literaria, dirigida, está de manera simultánea siempre más allá del control, siempre fuera de su función en tanto que subterfugio técnico para la integración de las influencias externas dentro de una empresa de preservación y renovación cultural”.) (La traducción es de mi autoría.)

Es obvio que el proceso de transculturación, a la par con la “esclavitud” en cuanto a “sistema deculturador”, “le permitió a la clase señorial destruir y reestructurar los contenidos y formas de la cultura de la clase dominada” (James, Millet y Alarcón 1998: 18-19). En este sentido, Ortiz no está muy lejos de los llamados orientalistas en el famoso ensayo de Edward Said (1979), en cuanto a que participó activamente en el esfuerzo clasificatorio europeizante de procesar otras culturas con fines, entre otros, administrativos. De esta manera, lo que empieza siendo una “tipología étnica” se convierte en no pocas instancias en racismo a medida que lo que se supone sea una “estructura objetiva” (Orientalismo como ciencia) se reemplaza por una “estructura subjetiva” (los orientalistas europeos). En este proceso, se produce una serie de generalizaciones que luego devienen categorías específicas en las que se compartimenta la realidad, tales como “lenguaje, razas, tipos, colores y actitudes”. Por este camino, no es de extrañar que el término “folklore”, usado por Ortiz específicamente para designar las expresiones culturales de los afro-descendientes, todavía se halle en vigencia al iniciarse este nuevo milenio. Volviendo a James, Millet y Alarcón, en su seminal estudio sobre El vodú en Cuba, los investigadores sugieren, apoyándose a su vez en R. Bastide (1967), que éste es el momento en que “se transformó lo africano en negro, por lo que la religión ‘se forma como una totalidad sincrética más o menos autónoma’” (19), de ahí su supervivencia también en el tiempo. De paso, observan asimismo que la cultura cubana ha asumido “más por añadidura que por transculturación o por sincretismo, a las manifestaciones culturales haitianas” (76), de donde, como dijimos antes, procede en gran parte el vodú, lo que es un fenómeno más o menos tardío respecto al proceso inicial del que hablaba Ortiz. El individuo, cualquier individuo, trasciende hoy en día el bagaje teórico y cultural sobre el que se cimentó la transculturación, como de hecho se está haciendo en Cuba, y lo podemos comprobar a través de los trabajos aquí incluidos, al no tomar partido por ninguna cultura y abrazar de frente las dos o tres culturas heredadas, impuestas o apropiadas, evitando su jerarquiza-

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ción y/o sometimiento de la una por la otra. También al colocarse en el centro del sitio del enunciado produciendo su propio discurso, con su lenguaje y gramática propia, de paso soslayando de este modo su sempiterno puesto como objeto de estudio, transciende y hasta puede interrumpir todo proceso destinado a una posible transculturación10. Dentro de este contexto se inserta el ensayo de Magaly Espinosa: “Rituales: el espacio público y el espacio del arte”. Partiendo de Marcel Proust, la investigadora nos hace comprender que el sentido del espacio, el conocimiento y la comprensión de un espacio particular, sobrevive al tiempo. Entre la tensión que resulta de la imposición de paradigmas europeizantes y la supervivencia de modelos culturales pre-modernistas que aunque fragmentados se insertan en los “intersticios” por los que se cuela la producción masiva del hombre/la mujer común, sus fiestas y celebraciones, se va forjando una cultura “otra” que, en cierto modo, es también “residual” porque, como bien dice Espinosa “se infiere de un pasado no realizado”. Dentro del “todo vale” posmodernista se recurre a lo que la autora llama “una estética en paralelaje” que contiene varios estamentos culturales además de niveles de producción diferenciados, lo que, por supuesto, rebasa la transculturación y nos acerca a un nuevo, o no tan nuevo, concepto de “yuxtaposición” de sistemas culturales, de distintas realidades. Por su parte, y subrayando dos de sus aspectos fundamentales: “la significación y la comunicación”, Bárbara Balbuena Gutiérrez en su ensayo “La ritualidad en las danzas de la regla de Ocha”, estudia las danzas rituales en las ceremonias sagradas desde un punto de vista performativo remontándose al origen mismo del ser humano. Aquí, magia y religión se aúnan, señalando el

10 Compatible con esta yuxtaposición de cultos es el impresionante testimonio de Rigoberta Menchú que por primera vez nos deja penetrar en los secretos sobre los rituales y creencias de los indígenas mesoamericanos en Guatemala. Por demás curiosa es la similitud con los sistemas de creencias de origen africano. Para empezar, al igual que con los orichas protectores, cada individuo nace con un nahual asignado a él/ella. Este nahual es un espíritu que se identifica con un animal, pero también puede ser otro ente como un árbol, bajo cuya protección crece el individuo. La persona en cuestión presenta parecidos en la personalidad con su nahual, de ahí que a los niños se les oculte su identidad hasta que sean mayores para que no se parezcan demasiado. Por otra parte, al lado de las divinidades católicas impuestas por los españoles durante la Conquista, los indígenas siguen adorando al sol como dios supremo y a la luna como deidad principal, a los que ofrecen sacrificios durante sus celebraciones. En cuanto al simbolismo de los objetos y colores, Menchú señala, por ejemplo, el valor del agua que tiene propiedades sagradas para su gente, así como el color rojo que denota fuerza y cobra un significado particular en las ceremonias (Burgos-Debray 1998).

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hecho de que el teatro, como la danza y cualquier acto performativo, tal como lo entendemos hoy en día, se origina en África con el primer hombre/mujer. El rito, en tanto que repetición del mito, encierra un orden y una secuencia observada por medio de una liturgia establecida que varía según la festividad y la tradición de las casas-templos, tal como lo ilustra minuciosamente la investigadora en su artículo. Es de notar que a pesar del alto nivel celebratorio de las danzas rituales, éstas atienden, en gran parte, a un contexto narrativo asociado con el oricha que preside, o al que se le dedica la danza, de ahí el repertorio de movimientos, su colorido y simbolización de los objetos utilizados. Por otra parte, la danza es fundamental en el ritual afro-caribeño pues, como señala Balbuena Gutiérrez “constituye la vía de estímulo [...] que induce al estado del trance-posesión”, meollo de gran parte de las ceremonias rituales. Tanto como la danza, otro de los elementos indispensables que ha compartido el espacio en el que se han desarrollado los rituales afro-caribeños desde sus orígenes ha sido la música. De hecho, como señala María Elena Vinueza en su ensayo “Sobre marcas o huellas de África en el pensamiento musical cubano”, es en los ingredientes musicales que conforman los cultos de las diferentes deidades, dentro de los rituales empleados durante las ceremonias, en donde se han establecido “relaciones históricas con culturas africanas especificas”. Entre éstos se cuentan en primera fila los “cantos y toques de los sagrados tambores batá”, así como los demás cantos y toques reservados a los cultos, seguidos de cerca por los mismos instrumentos con todo y sus técnicas de construcción y continuando con las claves o “líneas de tiempo” de los diferentes ritmos, por mencionar tan sólo algunas instancias en donde claramente se han hallado las “memorias o huellas culturales” de pueblos enteros. En este sentido, el trabajo de Vinueza es una contribución a lo que ya se ha adelantado en este campo, como ella misma detalla, en su imprescindible aporte a nuestro tema. Pasando al campo de la teoría, Pedro Martínez Acosta señala en su ensayo “Hacia una agonografía antropológica: las fiestas profanas como formas de una cultura mestiza en proceso de resemiotización”, la necesidad de trascender no sólo las categorías genéricas canónicas (épica, lírica y drama) impuestas a partir de Aristóteles, pasando por Hegel, sino aun las divisiones semiológicas ideadas por Y. Lotman (las diferencias semánticas-sintácticas), para acercarnos a formas definitivamente híbridas como el carnaval que se encuentra en la base misma de un proceso de “resemiotización” del que surgen los rituales festivos colectivos propios de una nueva etnia que abarcan focos culturales de diferente procedencia. Finalmente, Virtudes Feliú Herrera, en “Fiestas populares tradicionales: teatralidad y ritualidad contemporáneas”, separa el rito o ritual del teatro

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propiamente dicho, introduciéndonos de plano a la segunda parte de esta colección. La autora se concentra en la fiesta, punto de reunión e inicio de todas las artes escénicas, gráficas y musicales, en la que se funden los patrones culturales, históricos y estéticos. Tanto la fiesta patronal, como el carnaval y la parranda, de la que se deriva el teatro de relaciones, tienen su entrada aquí. Con su aportación, inaugura el camino que seguirá el resto de nuestros autores documentando lo que ha pasado en Cuba en el campo de las expresiones culturales afro-antillanas desde 1573, año en que los negros “horros o libres participaron [...] en la procesión de la festividad del Corpus Christi por mandato del cabildo habanero”, hasta el presente.

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LA TEXTUALIDAD METAFÓRICO-CORPORAL EN LA SANTERÍA CUBANA: UNA LECTURA BIOSEMIÓTICA Ileana Diéguez Caballero

El primer elemento de la creación puesto a disposición directa del hombre es el cuerpo humano en tanto que objeto físico y relacional. Antes, pues, de explorar el universo para encontrar en él mediadores, el africano explora su propio cuerpo. Descubre que éste es a la vez lugar de manifestación, de simbolización y de intercambio de energías [...]. C. Faïk-Nzuji Madiya1

La santería es una práctica significativa, cuyo discurso se organiza en torno a procesos mágico-religiosos configurados a partir de textos míticos y rituales curativos. En estos procesos leemos operaciones metafóricas que se inscriben en el espacio del cuerpo humano, marcando el carácter corporal de sus ritos. Mediante este discurso, las palabras, los sonidos, los objetos y el cuerpo, son resemantizados para desarrollar el diálogo con la otredad, la instancia divina que los anima. Leemos la santería como un texto esencialmente corporal. La idea de texto corporal la desarrollamos a partir del amplio margen que sobre la noción de texto han introducido los estudios semióticos, particularmente Iuri Lotman y los investigadores de la Escuela de Tartu (ver Lotman 1996). La teoría biosemiótica, en la propuesta de Gabriel Weisz (1998), introduce un modelo en el cual se articulan el discurso biológico, el lingüístico y el del inconsciente, planteando un marco conceptual para el estudio de la textualidad corporal. Desde estos aspectos teórico-literarios desarrollamos una lectura sobre algunos rasgos de la ritualidad afrocubana. La dupla interdictotrasgresión propuesta por Georges Bataille (2000) en sus reflexiones sobre la religión es otro elemento que nos interesa articular en nuestro discurso. Estas páginas forman de parte de una amplia investigación que sobre el

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tema hemos desarrollado; por razones de espacio aquí sólo presentaremos algunas ideas. En los ritos de la santería se producen textos cuyos significados se organizan a un nivel corporal del discurso. Sobre y en el cuerpo humano se escribe un texto. Este desplazamiento de significados hacia el cuerpo induce a pensar en una metaforología analógica, al establecer el ser humano una relación analógica con los dioses y la naturaleza. En el cuerpo se centra un amplio marco de signos y operaciones. Hacia él se extienden relatos míticos que le producen una serie de transformaciones. El cuerpo humano se connota como un espacio mágico, que desde nuestro marco teórico-literario llamamos metafórico. A través del ritual se invocan presencias que habitarán el cuerpo, resemantizándolo. Este proceso semántico indica el modo en que los diferentes orishas rigen y habitan determinada zona corporal. Un texto corporal es un concepto que se inscribe en la dimensión del cuerpo humano. Existe como enunciación de un discurso cuya escritura está determinada por el modo en que el cuerpo interviene o es afectado en este proceso de operaciones mágico-religiosas. Estas operaciones generalmente tienen un fin curativo y la curación es un acto que se produce sobre el cuerpo humano.

El cuerpo como “entidad hermenéutica” 2 Pensar el cuerpo como texto supone considerar el cuerpo como un sistema de significados susceptibles de ser leídos; en este caso, en relación con un sistema religioso que se apropia de modo particular de cada parte corporal. En los procesos mágico-religiosos –específicamente en el que nos interesamos, la santería– se configura un texto esencialmente corporal, fundamentado en una mirada que incluye al cuerpo humano como espacio mágico hacia el cual se extiende un mundo mítico. Es decir, ocurre un proceso de semantización corporal dadas las presencias que habitan el cuerpo humano a través del ritual. Esta semantización habla de cómo cada orisha o deidad rige y habita ciertas regiones del cuerpo humano. La presencia del orisha en la persona que se consagra o inicia a través de un ritual la consideramos desde nuestra lectura como un intertexto. Desde la biosemiótica también leemos este proceso de configuración del cuerpo consagrado como la conformación de un cierto cuerpo metafórico, en el cual se traslada o aplica el

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Vid. Weisz 1998: 183.

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cuerpo metafórico de la divinidad. La idea del cuerpo metafórico en la propuesta de Weisz sugiere la construcción de un cuerpo-texto a través de un proceso biosemiótico. Es importante señalar que estamos trabajando con una noción del cuerpo que incluye mente y espíritu, que vincula el principio del ser al organismo, que supone que “somos, y después pensamos” (Damasio 1996: 276); que no considera la separación abismal entre la sustancia conmensurable y visible del cuerpo y esa otra sustancia invisible e indivisible que a veces se llama alma, mente o espíritu, indistintamente. Nos ubicamos en la noción orgánica de “mente-en-el-cuerpo”, que aun cuando nos marca desde tiempos remotos, ha sufrido la ruptura en épocas supuestamente más iluminadas. Sin esta concepción que supone integración y no-fragmentación, no podríamos entender el pensamiento de ese hombre africano que hace cuatro siglos llegó a tierras americanas transportando a sus dioses en la memoria corporal. Podríamos leer como paradoja o ironía el que en aquellos seres esclavizados, trasladados en condiciones infrahumanas desde las costas de África, viajaran y habitaran dioses. Más complejo aún si en nuestra experiencia temporal admitimos que esos dioses, aparentemente esclavizados, hoy proporcionan un gran sustento espiritual para el ser contemporáneo en ciertos espacios americanos. Con aquellos africanos llegó toda una cosmogonía que no se asentaba en la palabra escrita ni mucho menos impresa. Esas historias, esa fe arcaica y todo el sistema religioso africano, únicamente habían alcanzado su “escripturalidad” o su “tatuaje” en la memoria corporal del ser africano. Con toda intención mencionamos las palabras “escripturalidad” y “tatuaje”. Ambas proceden del vocabulario del crítico cubano Severo Sarduy (1969: 276). Nos interesa el traslado analógico de las mismas para señalizar ciertos aspectos de una textualidad religiosa que no se inscribe en los códigos de un discurso literario, narrativo, oficial; que elige códigos textuales diferentes y diversos como la transmisión oral y corporal. Diríamos que aquí los trazos o grafos de ese discurso inscripto sobre el cuerpo resultan invisibles para un lector común. Esa escritura velada alcanza momentos de expresión gestual y verbal en ciertos eventos rituales que conforman la vida de los africanos y que en las nuevas condiciones de la esclavitud americana sólo pudieron comenzar a manifestarse en los espacios propios de los cabildos de nación, primeras formas de organización de los negros esclavos. Esas presencias visibles de los cuerpos negros africanos en tierras americanas eran sólo una manifestación del aspecto dual que constituye la cosmovisión africana. Para avanzar en nuestros fundamentos sobre el carácter cor-

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poral de la santería cubana, consideramos necesario exponer brevemente algunos aspectos de la concepción africana sobre el modo en que se desarrollan las relaciones entre humanos y orishas.

La cosmovisión antropocéntrica del ser africano3 Revisar ciertos aspectos de la cosmovisión africana –o al menos de una parte de África, dada la diversidad de etnias, culturas y religiones que la constituyen– permite comprender el sentido de las prácticas de la santería en las cuales se busca la trascendencia en este mundo, la continuidad de la vida. “La ética negro-africana es una ética antropocéntrica y vital” (263) y esto significa “reconocer que Dios no es concebido como el fin último del hombre” (276), afirma el estudioso y teólogo africano Mulago Gwa Cikala (1995). El mayor don es la vida terrena, el mayor mérito del hombre africano es la capacidad de perpetuar su estirpe a través de la procreación. La verdadera muerte sería la extinción de su estirpe. De allí que la peor desdicha sería que su inmortal espíritu no se perpetuara en otros nuevos cuerpos, es decir, que no pudiera engendrar y dejar descendencia. Todas las preocupaciones giran en torno a esta vida, pero en ésta se manifiesta la dualidad que rige el mundo africano, planteando una dimensión visible y otra invisible. En esa doble relación se manifiestan sus grandes intereses. En la dimensión visible entra la relación con los vivos: la familia, la tribu o el clan. Todo el concepto del bien o el mal se define según las consecuencias que el acto tenga para la comunidad: la concepción de la vida africana es comunitaria, los seres no pueden considerarse fuera de este circuito. En la dimensión invisible está la relación con los antepasados, los ancestros, la naturaleza y las divinidades. El ser africano no concibe su existencia si se rompe el lazo que los une a sus ancestros protectores o al Creador. Este diálogo con las dos dimensiones marca definitivamente la condición humana. Las creencias africanas buscan la relación con las fuerzas naturales o cósmicas, mediadoras de lo divino, para propiciar el bien a la comunidad. Respecto a ello debemos considerar las reglas y recomendaciones que emanan de un consejo de babalawos cuando al terminar cada año obtiene del

3 Tomamos como fuentes los trabajos desarrollados por investigadores africanos como Mulago Gwa Cikala (1995), Clémentine Faïk-Nzuji Madiya (1995) e Issiaka-Prosper Laléyé (1995), así como las ideas del filósofo africano Albert Kasanda.

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oráculo de Ifá la Letra que deben observar todos los creyentes para liberarse de muchos problemas y proteger su existencia. La relación con la muerte está marcada por el vínculo con los espíritus y antepasados, transmisores de un poder que procede del mundo invisible. Los antepasados muertos, en esta cosmovisión, se orientan hacia la comunicación con los familiares vivos, en los cuales se sienten perpetuados; por ello buscarán protegerlos y orientarlos, evitando la interrupción del ciclo vital. El ser africano no busca trascender la realidad terrena, sino trascender en la vida a través de la perpetuación de su estirpe. Crea una “realidad trascendente” (Ries 1995: 353) en donde el hombre está en vínculo con las fuerzas visibles e invisibles de la naturaleza y la divinidad. Esta idea central que prioriza la vida, concibe el mundo como “un conjunto de seres que participan de la misma fuente” (Tshibangu, cit. por Mulago 1995: 278). El don sagrado que facilita la existencia es reconocido como la “fuerza vital”. Procede del Creador y mantiene el lazo entre todos los seres, espíritus, elementos del universo. Esta fuerza puede crecer o decrecer, fundamentalmente, según las actuaciones de los miembros de la comunidad. Queremos plantear el vínculo entre el concepto africano de fuerza vital y lo que desde una lectura semiótica nombramos como esencia semántica. La fuerza vital es una especie de “realidad divina que mora en el hombre” (Witte 1996: 278). Esta afirmación podría fundamentarse a través del mito de la creación que cuenta cómo Obatalá esculpió los cuerpos humanos y el Creador –Olofi-Olodumare-Olorun–, principio absoluto y supremo, los animó soplando en ellos su aliento. Este texto mítico relata cómo el cuerpo humano creado por la divinidad fue animado por el Dios; conviviendo desde entonces, desde siempre, en la criatura humana, una doble dimensión: la propiamente humana y la divina, sin poder desligarse. La fuerza vital es inseparable del cuerpo físico, perderla es morir. Ella está presente en las emociones y en la energía psíquica corporal. La vitalidad y la fuerza espiritual del ser humano están relacionadas con el estado de su fuerza vital. Entre los yoruba esta fuerza vital recibe el nombre de aché y debe ser transmitida: su presencia en los cuerpos y las cosas es fundamental para que esas entidades sean consideradas sagradas. Por ejemplo, un terreiro brasileño tiene que plantar su aché para que éste pueda cumplir las funciones de protección y rito hacia la comunidad. En Cuba, la palabra aché tiene distintas acepciones, pero entre ellas se considera que es “la bendición del orisha colocada en distintas partes del cuerpo del neófito” (Bolívar 1990: 170). Hemos señalado que la fuerza vital o aché es inseparable de la corporalidad humana. Entre los nagó del Brasil existen ciertas partes del cuerpo que se consideran impregnadas de aché: corazón, hígado, pulmones y órganos

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genitales. Observamos cómo estos puntos se plantean como espacios en los cuales se condensa esta energía, que para los africanos es capaz de revelarse en la respiración, en la circulación de la sangre y en la sexualidad. En la concepción antropocéntrica africana se explica cómo el Creador dejó abiertos ciertos puntos en el cuerpo para que por ellos circulara la energía suprema. Tres puntos eran de naturaleza divina y otros nueve eran de naturaleza ordinaria. No se especifica sobre las características de unos u otros; pero por ciertas coincidencias con nueve puntos corporales que en Cuba son respetados para ciertos ritos de la santería, consideramos que la distinción entre los puntos divinos y los ordinarios está determinada por el acto de manipulación que puede hacer el humano sobre los ordinarios y la que ya realizó el Creador sobre los tres puntos divinos, cerrándolos luego para que no interfiriera el hombre. Faïk Nzuji señala que los tres puntos marcados por la divinidad fueron: – El hueco epigástrico, donde se manifiestan los poderes del espíritu y de donde viene el don de la intuición. – El corazón, sede del espíritu, de donde viene el don de la palabra. – La fontanela y el occipucio (fontanela grande y fontanela pequeña), donde se manifiesta la inteligencia y la sabiduría del espíritu (1995). Hemos nombrado estos puntos, ubicados en el cuerpo humano, para explicitar el modo en que el hombre africano relaciona orgánicamente cuerpo y espíritu, y cómo la separación de estos elementos o su fragmentación anularía el concepto del ser. Y porque además estos puntos muestran cómo, desde el mundo africano, se teje un cuerpo en el que habita la divinidad, configurándose el carácter corporal de la religión africana, base esencial para la comprensión del mundo corporal que despliega la santería. En las prácticas rituales afrocubanas se observan nueve puntos en el cuerpo “que se consideran emisores de vibraciones” (Valdés 1997: 114). Por ellos se deben pasar estrictamente aquellas ofrendas (adimú) que los humanos hacen a los orishas para garantizar que el bien anunciado en un oráculo, como el de Ifá, verdaderamente llegue a sus vidas, impregnándolos de aché o buena suerte. En estos nueve puntos, que sólo se activan en la dimensión o texto ritual, encontramos una estrecha relación con aquellos nueve puntos ordinarios que señala la cosmovisión africana. Pero no sólo en los humanos se corporiza la fuerza vital o aché. Todos los seres y cosas naturales son portadores o transmisores de esa fuerza que viene de Dios. Existen objetos como las piedras, elementos como las plantas o lugares como los mares o los ríos que son considerados fuentes condensa-

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doras de aché. Es importante para nuestro estudio enfatizar el poder sagrado de estos lugares por estar directamente relacionados con las orishas Yemayá y Ochún, a las cuales leemos como cuerpos metafóricos del agua. Como campo metafórico que participa del cuerpo metafórico de un orisha hemos considerado al conjunto de elementos, animales y vegetales, encargados de transmitir la fuerza vital. En el universo africano V. Mulago ha distinguido dos tipos de relaciones. Las de orden sobrenatural, correspondiente a las relaciones desarrolladas entre el ser creado y su creador; y las de orden natural, que abarcan las relaciones entre los seres humanos (1995). Desde los mecanismos literarios leemos estas relaciones vinculadas a aspectos metafóricos y metonímicos. Aquellas que Mulago denomina de orden sobrenatural, desde nuestra lectura las asociamos a la instancia metafórica, en la cual predomina el orden de lo paradigmático. Mientras que en las relaciones de un ser humano con su igual, consideradas de orden natural, observamos relaciones de contigüidad y las asociamos a la instancia metonímica.

Texto ritual, texto corporal: el carácter reparador del rito Desde las concepciones filosófica-religiosas de la cultura africana, en el espacio corporal se experimenta la divinidad y los signos de su acción benefactora o perjudicial, es decir, sus efectos concordantes o discordantes. Es justamente a través de las prácticas rituales que los seres humanos buscan restablecer o mejorar su relación con los dioses, intentando reforzar o recuperar su fuerza vital o aché. Todo acto ritual busca una reconciliación o un estrechamiento de las relaciones con los orishas, de modo que éstos den protección y apoyo especial para la vida, es decir, un reforzamiento o restablecimiento de la fuerza vital. Generalmente los rituales están precedidos de consultas oraculares a través de las cuales las personas reciben consejos sobre qué hacer para librarse de ciertos problemas o qué ofrecer a los dioses para obtener protección. En estas consultas se despliegan textos míticos proveedores de relatos o patakíes que a través de hechos pasados iluminan la conducta a seguir en el presente. Cada lectura oracular aconseja un ebó o limpieza que debe practicarse sobre el cuerpo de la persona necesitada; o un adimú u ofrenda a los orishas para que la suerte no se vaya. En ambos casos, es sobre el cuerpo de la persona donde se producen estas acciones. En el primero, el animal u objeto se desplaza sobre el cuerpo de la persona afectada o enferma, buscando liberarle del mal o energía dañina que le acompaña. En el segundo, la ofrenda que

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se destina a un determinado orisha, antes de ser depositada debe presentarse en cada uno de los nueve puntos “emisores de vibraciones”, con el fin de reforzar la fuerza vital del oferente, el cual no representa un cuerpo enfermo. De estos actos rituales-corporales derivan dos actitudes o estados del cuerpo, dos textualidades con signos y significados diferentes. Una revela un cuerpo enfermo cuya fuerza vital se ha debilitado y debe ser restablecida para propiciar la curación. La otra habla de un cuerpo sano que necesita asegurar la continuidad de su aché. Los rituales de curación no necesariamente son iniciativos. Muchos de los rituales de iniciación o consagración, como Omó en la santería, se deben a causas de salud, a la necesidad de curar un cuerpo enfermo o en crisis; o simplemente para que no se pierda el aché de la persona, para conservar su salud y equilibrio. En el caso de los Omó, consideramos análogas iniciación y curación. El cuerpo consagrado es un cuerpo renacido, resemantizado a través de un proceso ritual. El texto mítico despliega su significado mágico a través de una textualidad ritual. Sobre el cuerpo de la persona que se inicia comienzan a interactuar significados procedentes de la dimensión mítica, ahora activados durante el proceso ritual para propiciar un renacimiento mágico-curativo. Sobre el cuerpo en crisis del que va a iniciarse se abre una intersección para que penetre la fuerza vital de cierto orisha, el cuerpo sagrado que representa a éste y que determina la recuperación y consagración de la persona, su conversión en Omó. Este proceso implica una interacción de textos corporales para producir un cuerpo resemantizado. En relación con el acto curativo debemos considerar aspectos de la deidad que más directamente interviene para proteger a la persona. Los orishas, según las fuerzas que representan, poseen ciertos atributos, esencias o poderes con los cuales ejercen la curación o protección. Natalia Bolívar, a partir de las investigaciones de Lydia Cabrera (1974), ha sistematizado los caracteres de los orishas de la santería cubana (1990). En muchos de ellos señala aquellas aflicciones, enfermedades o problemas de los cuales protege esa deidad. Los poderes protectores que los orishas desarrollan están muy relacionados con la esencia semántica que los representa o con aquel elemento en el cual condensan la fuerza vital que transmiten a los humanos. En el caso de Yemayá, a la que hemos considerado cuerpo metafórico de las aguas marinas, justamente es el agua lo que constituye su esencia semántica. Será este elemento el que condense la fuerza vital divina con la cual restituye a los humanos. Yemayá protege de las aflicciones relativas al vientre y de todo problema, daño o muerte producido por las aguas. Dueña de la maternidad, madre por excelencia, será ella la que cuide de los vientres en

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los cuales debe germinar una nueva vida. Su papel como diosa del mar lleva implícito el celo con que cuida de ese gran útero marino, acuoso, oscuro y profundo, cuyos secretos nadie puede conocer. Ochún, dueña del amor, la gracia, la sexualidad femenina y los ríos, y a la cual hemos leído como cuerpo metafórico de las aguas dulces, será quien proteja el bajo vientre y las partes genitales, la sangre y todo tipo de hemorragias. Es decir, aquellas partes del cuerpo relacionadas con la sexualidad quedan al cuidado de esta sensual orisha. Pero, en tanto que hermana de Yemayá, está muy relacionada con la fecundidad y la prosperidad. La sangre es una esencia femenina o fuerza vital que habla de la condición reproductora en la mujer, porque menstrúa. Ochún asiste a las gestantes y parturientas. En esta diosa se configura una característica que al injertarse en el cuerpo humano produce un cuerpo sexual fértil que procrea. La sexualidad procreadora que funda la maternidad vincula a la sensual Ochún con la maternal Yemayá. Ambas diosas curan con los mismos elementos que las representan: las aguas dulces o marinas, la miel, los frutos, plantas y animales representativas de cada una. Todos los orishas guardan una estrecha relación con el cuerpo humano. El carácter curativo está relacionado con el grado en que estos orishas, a través de elementos o atributos, participan e inciden sobre el cuerpo enfermo de la persona. De estas relaciones deriva lo que leemos como un texto curativo. Estas prácticas rituales se apoyan en el uso de ciertos objetos, plantas, frutas, animales, a través de los cuales se restituye al ser humano en crisis la fuerza vital que estos elementos condensan. Tales operaciones de interacción sobre el cuerpo del enfermo, producen una serie de entrecruzamientos sémicos que generan nuevas significaciones. La producción de este nuevo significado, resultado de una operación ritual, es lo que se textualiza en el acto curativo. Es allí donde se elabora un texto curativo. Dada la concepción antropocéntrica del homo religiosus africano, para el cual la vida, la existencia y el cuerpo humano representan el mayor bien, y cuya posibilidad de trascendencia está en este mundo a través de la procreación, las deidades relacionadas con la fecundidad y la maternidad –como Yemayá y Ochún– adquieren una importancia suprema. Es interesante resaltar los significados del agua para el mundo africano, en tanto que sustancia “asociada al frescor, la humedad, la germinación, la fecundidad y la vida” (Lalèyé 1995: 326). Yemayá y Ochún, en tanto diosas o madres de aguas, guardan también una especial relación con un astro que siempre se asocia a lo femenino: la luna. Para África, como para otras culturas, la luna es “matriz primordial” y está profundamente vinculada a “la fecundidad, el poder de procrear” (Faïk-Nzuji 1995: 303). Estas orishas, que en nuestra lectura hemos considerado cuerpos metafóricos de las aguas

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son, muy enfáticamente, cuerpos fecundos, matrices fundadoras de vida, metáforas de procreación y continuidad humana. Pero más allá de Yemayá y Ochún podríamos extendernos en la lista de aflicciones de las cuales protegen los numerosos orishas de la santería, para observar cómo en la mayoría de los casos estas deidades tienen bajo su cuidado ciertas partes del cuerpo humano. Obatalá, dueña de la cabeza, de todo lo blanco, de los sueños, los pensamientos y la paz, protege de la ceguera y la demencia. Como Changó, señor del rayo, del trueno, del fuego, del baile, la música y la belleza viril, protege de las quemaduras y los suicidios por fuego. Adelantando investigaciones futuras, sugerimos la posibilidad de considerar a Changó un cuerpo metafórico del fuego. Las relaciones curativas que la divinidad establece con los seres humanos son esencialmente corporales, incluyen al cuerpo y son a través del cuerpo. Cuando hemos desarrollado la idea –a partir del modelo biosemiótico– de pensar en ciertos orishas como cuerpos metafóricos de un elemento que leemos como esencia semántica de ese orisha, hemos retomado de otra manera la idea de la fuerza vital o aché que toda divinidad transmite a los seres, valiéndose de múltiples intermediarios. Estas sustancias o elementos que identificamos como esencias semánticas, las consideramos como sustancias que condensan cierta cualidad de fuerza vital, razón por la cual alcanzan la condición curativa. Al trasladarse a los humanos esa fuerza vital procedente de los dioses, podemos considerar que el cuerpo humano participa del texto del orisha y que esta textualidad se anima por intermedio de la textualidad ritual, instancia en la cual se verifica la curación al entrar en contacto la fuerza vital del dios con el cuerpo en crisis de la persona. Pero también observamos que estas mismas esencias semánticas, transmisoras de fuerza vital que las convierte en elementos curativos, suelen aparecer generalmente como tabúes o interdictos que los humanos deben respetar. De modo que las hijas de Yemayá y Ochún no pueden introducirse libremente en mares y ríos sin antes solicitar el permiso de las diosas; deben cuidarse de estos espacios que así como protegen pueden atraer la muerte. El fuego que es sagrado para los Omó-Changó, es interdicto; como las bebidas alcohólicas que pueden romper la armonía resultan tabú para los hijos de Obatalá.

Cuerpo metafórico. Interdicto y trasgresión, concordancia y discordancia Hemos insistido en que los cuerpos metafóricos de los orishas condensan una esencia semántica o fuerza vital. Nos interesa observar la ambigüe-

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dad de la esencia semántica o fuerza vital en su doblez curativa e interdictual. Es decir, el modo en que los interdictos constituyen una condición para habitar en un espacio sagrado y las consecuencias que su trasgresión puede tener en un iniciado. En la cosmovisión africana el concepto de lo sagrado lleva implícito el de interdicto. Son conceptos que incluso se unen a través de una misma palabra en kiswahili, de la lengua bantú4. En el vocabulario kiswahili lo sagrado queda expresado en las palabras mwiko y haramu. La primera indica lo que está prohibido y alude a lo sagrado negativo; la segunda también indica prohibición o tabú (Mulago 1995: 264). Tomamos de Bataille la idea de que lo divino es el aspecto fascinante del interdicto. Lo divino, como el interdicto transfigurado, es una idea muy provocadora. En la santería, aquello que constituye el elemento más preciado de un orisha, el que lo define, su esencia semántica –como el agua para Yemayá y Ochún o el fuego para Changó– justamente constituyen interdicto y fascinación para sus hijos humanos. Pero en la concepción de Bataille el interdicto parece resultar una necesidad para la configuración de lo sagrado: “es sagrado lo que es objeto de una prohibición” (2000: 72). Ese límite que restringe y separa parece ser un mecanismo de necesidad que delimita lo sagrado superior y lo humano cotidiano. Las sustancias curativas pueden ser pharmakon y tabú; serán benéficas manipuladas sacramente porque su virtud curativa es directamente proporcional a la condición sagrada. Son benéficas porque en ellas habita la fuerza o cualidad de los dioses y sólo al ser manipuladas con esta conciencia producen el efecto deseado. Pero son tabúes o interdicto justamente para realzar su condición sagrada, superior; no pueden estar sencillamente al alcance de todos, no pueden confundirse con lo cotidiano, no pueden ser manipuladas por cualquiera. Es allí donde todo lo benéfico podría transformarse en distante y peligroso. La curación asociada al interdicto expresa la dualidad del mundo africano. En esta dualidad nos interesa vincular el interdicto con la trasgresión y sus expresiones en espacios sagrados y profanos. Esta condición dual, que asume valores de mundos diferentes, entre los orishas de la santería alcanza su paradigma en la figura de Ochún. Sincrética con las vírgenes del catolicismo, Ochún se asocia en Cuba a la Caridad del Cobre, patrona de la isla.

4 El kiswahili es la lengua bantú más extendida, hablada por africanos en Tanzania, Kenia, Zaire, Uganda, Burundi y Ruanda. Puede consultarse “El hombre africano y lo sagrado” de V. Mulago Gwa Cikala (1995).

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Por el texto mítico sabemos que Ochún es reina de la sensualidad, la gracia, el placer, el amor y la sexualidad femeninas. Es la guerrera que combate y conquista con miel y placer. Es la orisha que ha tenido amores con muchos de los santos masculinos, haciéndose notar por sus pleitos con otras orishas a causa de estas aventuras. En palabras directas, Ochún es la santa putapatrona, protectora de una isla en nombre del cristianismo y lo pagano. Desde el interdicto y la trasgresión, todo lo que el catolicismo condena moralmente –el placer corporal– otro espacio sagrado-pagano lo trasgrede y carnavaliza. Sacralidad y paganismo, como interdicto y trasgresión, conviven en este mundo de ambigüedades que es la santería. La trasgresión parece levantar el interdicto, pero, como observa Bataille, no lo suprime. Conviven sin aniquilarse. Queremos relacionar los interdictos y trasgresiones de lo sagrado con la dupla propuesta por Paul Ricoeur en el análisis temporal-narrativo de la trama: la concordancia-discordancia (1995). Pero articulada a la trama mítico-ritual, ambas son partícipes de eso que se manifiesta como experiencia sagrada. Por esta vía queremos acceder a la condición dual que también alcanza al cuerpo metafórico. Lo sagrado, en su búsqueda de concordancia, impone un efecto que desde lo humano puede leerse como discordancia. Todo cuerpo metafórico divino –nos referimos a las configuraciones de los orishas en relación con una esencia semántica o fuerza vital– implica no sólo la adoración, sino la observación de tabúes o interdictos respecto a esos mismos elementos que adoran, produciendo eso que Bataille llama “el aspecto fascinante de lo prohibido” (2000: 72). La experiencia sagrada ante el dios que consuela y armoniza, puede vivirse como concordancia en tanto observamos los interdictos o como discordancia si los trasgredimos. En los textos míticos hay suficiente información para sustentar estas ideas. Ello se explica en la imposibilidad de poder contemplar el rostro de Olokun, de conocer los secretos que habitan en el hogar marino de Yemayá, en el terrible y amenazador rayo de Changó, entre otros muchos. Respecto al cuerpo metafórico que se configura en un Omó, esta dualidad se mantiene y radicaliza. Esos cuerpos metafóricos pueden fragmentarse ante la trasgresión del interdicto. El cuerpo metafórico de un Omó lo leemos como una aplicación del cuerpo metafórico del orisha a quien esa persona se consagra. Es decir, los orishas se configuran como cuerpos metafóricos de ciertos elementos naturales, sustancias que condensan una fuerza vital divina; mientras los Omó se configuran como cuerpos metafóricos de ciertos orishas. En el cuerpo metafórico de un Omó se entretejen aspectos

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de la divinidad y de la propia persona. Esta naturaleza humano-sagrada del Omó incluye el principio de fragmentación al cohabitar en él la necesidad del interdicto y la trasgresión. Desde una lectura que articula teorías nos interesa analogar, en el espacio sagrado, cuerpo metafórico-interdicto y concordancia. Fuera de ese espacio sagrado, la analogía sería: fragmentación del cuerpo metafórico-discordancia y trasgresión. De estas duplas deducimos que la trama de la experiencia religiosa –en la cual se anudan trama mítica y trama ritual– parece emerger como un modelo de concordancia ante tanta discordancia existencial; pero también puede resultar lo contrario y mostrarse como el interdicto que limita y contiene un mundo de libertades humanas. La textualidad metafórico-corporal de la santería alcanza una manifestación paradigmática en los cuerpos metafóricos de los orishas y en la aplicación de éstos en los iniciados u Omó. En los textos mítico-rituales, a través de los cuales se tejen estos cuerpos metafóricos, observamos que la configuración de las tramas de significación está muy vinculada al modo en que interactúan las duplas concordancia-discordancia e interdicto-trasgresión. Estas duplas articulan la constitución del entramado mítico-ritual de la santería cubana, en el cual se estructuran historias de orishas y actos humanos de irreverencia y consagración.

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ESCENARIO SIMBÓLICO EN EL RITUAL DEL ESPIRITISMO CRUZADO Yalexy Castañeda Mache e Ileana Hodge Limonta

El denominado espiritismo cruzado o de cruce, como también se le conoce, es una manifestación popular del espiritismo cubano. Su forma de exteriorización de sus creencias, ideas, concepciones y prácticas religiosas, se aleja de las que supuestamente debe llevar el culto espiritista en su concepción más ortodoxa y/o convencional. Este tipo de práctica presupone, principalmente, la fusión de elementos que conforman el sistema de creencias espiritistas y las de origen étnico-lingüístico bantú, en específico la regla Conga o Palo Monte, aun cuando en su interior encontramos elementos de la regla Ocha o santería y del cristianismo. Su lugar de origen se ubica en la zona de Palma Soriano, localidad de la actual provincia de Santiago de Cuba, donde existieron en el período colonial asentamientos de grupos étnicos provenientes de la región del Congo. La revisión y búsqueda de materiales referentes a la temática nos revelan que esta manifestación práctica del espiritismo ha sido una de las menos estudiadas desde una perspectiva científico social; a pesar de ser una de las más difundidas y populares. Nos proponemos hacer un análisis contemporáneo de este complejo de creencias y prácticas de cruces, resaltando los elementos sincréticos que lo integran y lo califican como cubano; diferenciándolo, al mismo tiempo, de sus componentes originarios. Señalaremos en esta introducción algunas características, a nuestro modo de ver, importantes para comprender la organización y funcionamiento de esta manifestación popular del espiritismo de cruce. Es significativo de este complejo religioso la espontaneidad y diversidad de sus prácticas. Su sistema de creencias y el modo ritual no están sustentados por una estricta doctrina religiosa sistematizada que les proporcione cierta unidad. Conforman especificidades las sesiones rituales individuales o colectivas; así como la utilización de elementos típicos de diferentes expresiones religiosas presentes en la sociedad cubana, característica ésta palpable a simple vista. El conjunto de creencias, representaciones y símbolos de carácter religioso ligado a la actividad cultual se organiza atendiendo a su diversidad

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estructural y organizativa. Constituye objetivo principal de la misma la orientación hacia la canalización y búsqueda de solución a problemas específicos de la vida cotidiana de los individuos y al desarrollo de la mediumnidad por parte de los sujetos encargados de ofrecer la “caridad”. Las creencias y el ritual se confrontan y se confirman mutuamente dentro de la realidad social, desplegando una relación significativa en términos de la cual cada individuo practicante interpreta su experiencia, disipa la desesperanza y redescubre un sentido renovado del término vida. La agrupación espontánea de determinado número de creyentes en hogares bajo la guía de un líder que conduce el ritual, es una de las particularidades para desarrollar esta práctica religiosa, esto define la magnitud que alcanza su expansión, a pesar de lo difícil que se hace cuantificar su expresión. Aun cuando existen evidencias que apuntan a la reproducción y aumento en toda la isla de este tipo de espiritismo, nuestros estudios se han realizado, principalmente, en provincias como Guantánamo, Santiago de Cuba, Granma y Ciudad de La Habana, de donde, en lo fundamental, se extrajo la información que utilizamos. Con muchos rasgos de espontaneidad se construye como expresión simbólica la ceremonia del denominado espiritismo cruzado en cuanto a los cantos, rezos, los objetos a utilizar, sus representaciones y significaciones, así como la forma organizativa y funcional de “laborar” en su práctica. La actividad cultual dentro de esta manifestación representa el momento de máxima canalización del sentimiento religioso, en el cual, a los objetos presentes, se les atribuyen una connotación religiosa, que ofrecen al creyente un nuevo modo de aprehenderlos según la función y repercusión a favor o en contra que éstos tengan sobre su vida. De tal forma, éstos pasan de simples consideraciones como elementos comunes en sí mismos de significación, a la apreciación de un nuevo sentido con una fuerte carga emotiva y afectiva al poner en relación dos mundos significativamente concebidos, pero en el cual uno viene a suplir las carencias del otro, así como a ofrecerle protección y ayuda. En tal sentido, con apoyo en los criterios de Berger diríamos que “se establece el audaz intento de relacionar las precarias construcciones de la realidad efectuadas por la sociedad empírica con la realidad suprema para buscarles solución” (1971: 44). La práctica del espiritismo de cruce en sentido general –según lo constatado en el trabajo de campo–, se realiza básicamente de forma individual mediante las consultas que ofrece el médium en su domicilio. Estas sesiones están encaminadas tanto a la búsqueda de soluciones a problemas personales del consultado, así como también a que éste interiorice una serie de valo-

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res y normas de convivencia social que le ayuden a mejorar su comportamiento. El objetivo primordial de la actividad es buscar un tipo de evolución personal que trascienda los marcos sociales y los ayude espiritualmente. Idea de trascendencia a un mundo espiritual arraigada en estos sujetos. Esta orientación ética, central en el espiritismo científico, ha sido trasladada a sus derivaciones cubanas. Por otra parte, y como característica de la zona occidental, en específico Ciudad de La Habana, los espiritistas cruzados congregan a su alrededor determinada membresía o “clientela” que llega a conformar en ocasiones un grupo estable compuesto por médiums e individuos que desean desarrollar su mediumnidad y que, a su vez, están prestos a recibir la caridad. Esta sesión se hace fundamentalmente para “fortalecer los muertos de trabajo”1 de las personas presentes, en especial, del individuo que organiza la labor a petición de su muerto. La misma, a decir de los creyentes, le aporta tanto desarrollo espiritual como desenvolvimiento material en su vida. Dentro de esta sesión algunos practicantes efectúan la práctica de cordón con el fin de “poner preso al muerto oscuro” que perturba en el lugar o a determinado individuo, a decir de los entrevistados, o simplemente para “lograr que la sesión tome fuerza con la aparición de los espíritus o muertos congos”. Este tipo de sesión grupal se caracteriza por la creatividad que despliega el creyente en su práctica, por la espontaneidad, las rememoraciones del pasado y la transmisión oral que han proporcionado experiencia religiosa a estos sujetos. Esta flexibilidad permite variaciones locales, cada uno tiene su sistema propio y cada dirigente de culto cree poseer la verdad religiosa, respaldado, a su decir, por el legado de la tradición oral –familiar, generalmente–.

Lo real y simbólico de esta práctica El espiritista cruzado reserva un espacio dentro de su recinto familiar para realizar sus actividades de culto. Él mismo se enmarca desde la habitación destinada a efectuar las sesiones espirituales y reunir un número pequeño de practicantes, o las consultas individuales, hasta el área reservada para la intimidad de los objetos sagrados en la cual se puede ubicar un altar, una

1 Se alude a los espíritus que asisten al creyente –médium en tal caso– durante las sesiones grupales o consultas individuales para ofrecer la caridad.

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bóveda espiritual o simplemente los atributos simbólicos del santo o muerto africano que asiste al practicante. La construcción de este espacio concreto es importante para todo espiritista cruzado. Éste es el lugar propicio para hacer trascender sus ideas, “sentir” en su cuerpo las fuerzas o corrientes espirituales o simplemente “pasar un muerto” –a decir de los entrevistados–. Allí, todo lo que sucede se interpreta como expresión de una “ realidad” que en el curso de la actividad se va legitimando frente a los presentes y que sólo encuentra pertinencia a través de la práctica misma. A esto le denominamos el espacio real-simbólico. El practicante de cruce necesita de este lugar para dialogar y trabajar con sus espíritus o muertos, o con sus objetos religiosos, en la más absoluta intimidad. En la ceremonia ritual del espiritismo cruzado, el comienzo y el fin son los momentos más activos. Comienza la práctica con rezos y cánticos, conocidos por transmisiones; inspiraciones que, a decir de los creyentes, provienen de espíritus y son colocadas en determinados tipos de médiums, que luego las socializan en el grupo religioso y son entonadas en ceremonias rituales del espiritismo de cordón y algunas del Palo Monte. El “pase de corrientes espirituales”, conocido dentro de la literatura espírita como la acción de los espíritus sobre la materia en las sesiones de santiguaciones o despojos hasta entrar en fuertes estados de trance, se realiza con el objetivo esencial de lograr la caridad, traducida –según sus declaraciones– en el desenvolvimiento para la vida del consultado y el desarrollo de los muertos o seres espirituales del consultante. Constituye esta forma una búsqueda de solución, o simplemente de canalización, hacia la solución de conflictos y problemas presentados en la vida cotidiana de estos sujetos. En tal sentido, es válido reiterar que el ritual de cruce es mucho más dinámico y vivencial para el creyente. El mismo significa no sólo la posibilidad de “entrar en contacto” con el espíritu y/o muerto, sino también constituye un momento de reconceptualización y afirmación de la existencia “material” de éstos. Es, además, una búsqueda de respuestas que disipen o alivien las tensiones y paradojas con las que a diario se enfrenta el individuo; así como nuevas formas de intercambio, modos de interacción ritual y expresiones simbólicas que expresan la fuerza y poder de sus divinidades. Numerosa es la presencia de objetos con connotación religiosa en el espacio real-simbólico del espiritista cruzado, que agrupados conforman un extenso abanico que incluye atributos propios de otras expresiones religiosas, aunque a veces no tengan la misma significación original. Se destaca, de esta forma, la creatividad religiosa de estos creyentes, que se hace más fuerte y evidente mientras más necesidad muestren de exteriorizar sus sentimientos religiosos como forma de significar sus creencias.

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Es frecuente encontrar en el espacio real-simbólico imágenes del santoral católico; crucifijos; vasos y copas con agua; flores; muñecos confeccionados artesanalmente con recortes de tela y vestidos como lo hicieron los africanos asentados en Cuba; caracoles, que a veces se utilizan como medio de adivinación; botellas con esencias; soperas, al estilo de los santeros con su piedra u otán que representa un determinado oricha; ngangas o calderos de hierro, tal como la poseen los paleros con todos los atributos, dedicadas a Sarabanda, Siete Rayos u otra deidad; representaciones de Buda, indios y hasta incluso objetos artesanales a los que también les imprimen un sentido simbólico religioso. Todos estos objetos pueden conformar sus altares, calderos de “trabajo”2 y bóvedas espirituales. A este sentido adicional que adquieren los objetos y sus representaciones religiosas, junto a la autoimplicación del creyente, lo denominamos “sentido simbólico” (Houtart 1992: 74). El mismo fundamenta e intensifica el religioso a partir del momento en que el creyente hace referencia a lo sobrenatural, lo cual enriquece el significado inicial de ese objeto o acción. ¿Cómo se produce esta reafirmación de un sentido adicional? Veámoslo con ejemplos concretos. En primer lugar, se debe reconocer que el espiritista cruzado realiza la distinción entre la naturaleza del objeto material y lo que puede significar. Al respecto señalan que “todo está en dependencia de la situación y las personas”. El objeto simbolizado es en sí mismo sagrado a partir de los efectos que produzca en su vida personal y social. Podemos ilustrar con un ejemplo: cuando se utiliza un muñeco como representación de un individuo al cual se le realizará un “trabajo”, se refieren a este objeto como símbolo del espíritu de ese sujeto. Al obrar así, indican la fuerte carga psicológica que le imprimen a su “objeto de trabajo”, que puede concebirse y hasta adoptar la forma deseada por ellos en una situación determinada. Se actúa luego realizando los ritos en la forma más semejante posible a como si lo fuera. La misma explicación es válida cuando el espiritista cruzado materializa la presencia del muerto que lo asiste en sus “labores” mediante un muñeco/a con nombres propios de personas: Ña Francisca, Tá Francisco, Papá Julián, por solo citar algunas de las formas más comunes de denominar a los muertos. En tal grado, cuando se logra el enlace entre lo que se quiere representar y su representación material dentro de ese espacio real-simbólico, se funde el símbolo y lo simbolizado (Pritchard, “El simbolismo Nuer”, cit. por

2 Los calderos de trabajo son receptáculos que se preparan siguiendo un estilo similar a la nganga palera, sólo que a diferencia de éste no es confeccionado por un Tata Nganga, sino a dictamen de lo que dice el “muerto” del sujeto que lo confecciona.

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Robertson 1980: 92-98). El simbolismo añade un nuevo valor al objeto o acción sin confundir su núcleo simbólico o la transitoria función simbólica que lo exalta en un momento dado con la totalidad de ese objeto como realidad en el mundo. La auto-implicación del creyente, en este caso el espiritista cruzado, vendrá dada en la medida en que éste experimente las sensaciones, así como los beneficios que le reporte el cumplimiento de lo ofrecido por la “palabra” del muerto y/o espíritu para progresar en su vida terrenal. En este sentido sentirá respeto y fe hacia ese objeto que adquiere para él relevancia espiritual. El valor material queda sustituido por el valor simbólico. ¿Qué ocurre cuando alguna de las partes involucradas, hombres y “muertos”, no cumple lo prometido? ¿Se pierde ese sentido simbólico? El espiritista cruzado pone todo su empeño en cumplir lo “pactado” con el muerto; le obsequiará lo que éste “le pida”, bien sea un animal, algún dulce, flores, velas, tabaco, u otro elemento para realizar una limpieza en su cuerpo, en su casa o entre los propios objetos cultuales. Todo esto significa, para ellos, una vía para que se abran sus caminos o se despojen de un muerto oscuro que, dicen, les perturba o les facilita, también a su decir, el desenvolvimiento material o de salud ansiados. De no hacerlo, saben que “los muertos se ponen bravos” y “pueden entorpecer su vida”, como refiere una practicante. Ante tal particular, surge otro principio “en todo lo que se ofrece y se recibe, se ofrece y se recibe parte de la persona misma” (Cubero 1996: 268). Las ofrendas pueden ser también el vehículo que restaure el equilibrio en la vida del creyente practicante del espiritismo cruzado. Una entrevistada comenta: “Mis grandes problemas desaparecieron cuando el espíritu me mandó a ponerle una asistencia, luego realizarme una limpieza con baños de varias yerbas y flores blancas y a atender a la conga que me acompaña”. A su vez, este intercambio de bienes materiales con valor simbólico y gran predisposición psíquica, produce en el beneficiado una mejora en su posición social cuando los resultados pueden ser interpretados como benéficos. La mayoría refiere que sus peticiones para desenvolvimiento económico fueron “escuchadas por el muerto”. Es frecuente encontrar frases como éstas en la zona oriental: “Gracias a mis muertos, he mejorado mis condiciones de vivienda” o “Todo lo que poseo me lo ha dado este campo espiritual”. En tal grado, “los símbolos”, como afirma Víctor Turner, “son capaces de suscitar la excitación, la canalización y la domesticación de emociones poderosas tales como el odio, el miedo, el afecto, la pena” (Turner 1969: 42, cit. por Mier 1996). Otro punto a destacar es el simbolismo de la vestimenta que ilustraremos con el siguiente ejemplo: “Tengo mi saya de muchos colores porque Oyá,

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mi santo, lo ha pedido y cuando la uso, ella se hace presente frente al grupo y así compartimos diferentes emociones; en cambio, cuando tengo mis ropas de saco es mi muerto Tá Francisco quien se aparece y la gente lo reconoce”. En tal sentido, podemos concordar con René Guénon cuando nos dice que “el verdadero fundamento del simbolismo es la correspondencia que liga entre sí todos los órdenes de la realidad, ligándolos unos a otros y que se extiende, por consiguiente, desde el orden natural tomado en su conjunto, al orden sobrenatural...” (cit. por Cirlot 1985: 30). Este simbolismo contribuye a que los presentes dentro de la ceremonia, retomando el ejemplo anterior, se identifiquen y den como “verdadera” la presencia del santo o muerto como uno más dentro de ellos; por otra parte, el individuo que utiliza esta indumentaria siente que ha podido penetrar en el lenguaje simbólico de éstos, al salir convencido de que la deidad o espíritu ha estado en su cuerpo y él le ha entendido al conocer sus gustos.

El altar y la bóveda espiritual Como se ha referido anteriormente, el altar y la bóveda espiritual, así como el caldero de “trabajo”, ocupan parte de ese espacio real-simbólico que el cruzado necesita para laborar. El altar, como uno de los aspectos donde más se destaca el cruce, es el sitio propicio frente al cual el practicante cruzado realiza sus promesas sobre lo que desea lograr en la vida; para él, constituye una representación de fe en los espíritus, santos y deidades. A referencia de un espiritista, “este espacio está cargado de fuerzas espirituales”. La confección de un altar se realiza generalmente por pisos; muchas veces es un mandato de los espíritus o muertos, quienes ofrecen a sus portadores los detalles para crear el mismo, como refieren en las entrevistas, aunque también está la creatividad del sujeto que incorpora ciertos objetos para darle una función decorativa puramente estética como bombillos, muñecas y cortinas de fondo. Estas características apuntadas antes hacen que en nuestras observaciones se encuentre diversidad de altares en cuanto a la forma y distribución de los objetos. Los elementos colocados en el altar de los espiritistas de cruce tienen a su vez un sentido simbólico para este creyente. Los mismos tienen el poder no sólo de sugerirles una imagen y evocar esa figura, sino también –y lo que es más poderoso–, la evocación al espíritu. Esto le proporciona al individuo las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Máximas que todo espiritista, independientemente de su manifestación práctica, incluye dentro de su concepción del mundo.

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Entre los componentes del altar, de modo general, se encuentran las representaciones de los santos católicos, bien en figuras de yeso, estampillas, crucifijos o copas que para el creyente simbolizan la divinidad. En primera instancia, la representación de Jesucristo o el Santísimo, como muchos le llaman; posteriormente, en un segundo nivel, el santo “dueño del altar” con el cual el creyente está más identificado. Éste puede ser la Virgen de la Caridad, Santa Bárbara, las Mercedes o San Lázaro, entre los más populares, acompañado con algún vaso o copa con agua, flores y una vela que se enciende para iluminarlo y pedirle; y que, además, es velado el día de su celebración, según el santoral católico. La luz, para los protagonistas del estudio, simboliza el espíritu, y la intensidad de la llama se asocia a la energía y al desprendimiento de la fuerza espiritual que éstos proporcionan. Junto a los santos mencionados se pueden ubicar otras deidades que sean de la devoción del practicante. En algunas zonas de la parte oriental de la isla, la Virgen de Regla, Oggún, San Rafael Médico Divino, San Roque, Santa Teresita y Elegguá, todos mezclados, forman parte también del altar; aunque Elegguá se coloca en el suelo, bien en el piso del altar, detrás de una puerta que constituya una vía de acceso o en algún rincón de la casa. Otros practicantes incluyen en la confección del altar el piso del cuarto sagrado. Aquí se ubica desde el Elegguá espiritual o de la regla Ocha, hasta los objetos nganguleros. Constituyendo éste un aporte más del espiritismo de cruce a la confección de su altar cruzado. Como préstamo de la religión palera, muchas veces sin tener un conocimiento de esta expresión religiosa, el espiritista cruzado, que puede o no estar rayado en Palo, hace uso o toma estas “obras materiales” para construir su caldero de trabajo incluyéndolo en todo su espacio real-simbólico por la fuerza y poder que le atribuyen. Así, sobresalen ngangas consistentes en cazuelas o calderos de hierro a las cuales les atribuyen una connotación espiritual, estableciendo diferencias en su confección con respecto a la nganga o prenda palera. Para los cruzados, ésta es orientada por el muerto; así, son reiterativas respuestas como esta: “Los muertos se presentaron a través de la comisión africana y me dieron indicaciones para crear mi caldero”. Otro rasgo que refuerza la connotación de los objetos simbólicos colocados en el altar es el color. Independientemente del simbolismo universal de éstos con los que puede o no coincidir, cada santo u oricha tiene su color específico, según sus características. Asimismo, el practicante cruzado debe poseer el pañuelo con colores propios de la deidad con la cual se identifica, como del “muerto” que le asiste y le ordena el uso de determinado color para la vestimenta ya sea durante un período de tiempo o para determinadas

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ceremonias. Al respecto, cabe un breve comentario sobre el simbolismo de los colores, los cuales pueden resultar coincidentes con respecto a la significación asumida por otras expresiones religiosas como resultado de un proceso dialéctico de asimilación e identificación con éstas. En el ritual del espiritismo de cruce, aunque se caracteriza por un vasto colorido, existen para los practicantes determinados colores que son dominantes e imprescindibles y adquieren cualidades distintivas y poderosas. Por ejemplo, el color blanco, además de pureza, representa: la vida, la bondad, el bien, la tranquilidad, “la luz de lo divino”, la armonía, en fin, todo lo positivo. El rojo, por su parte, significa tanto las cosas buenas como las malas, mostrando la ambivalencia de este simbolismo. En el mismo se encuentran las nociones de poder, martirio, fuerza e impureza. De este color se desprende el simbolismo de la sangre que puede significar por un lado vida, alimento, subsistencia, por ejemplo cuando se le ofrenda al muerto, o sea, “dar de comer sangre de algún animal cuando sus muertos lo piden”, según declaran. Por otro, prohibición, impurezas, cuando es sangre menstrual que impide a la mujer realizar determinadas funciones dentro del ritual; así como la idea de la muerte cuando es “sangre mala” utilizada para trabajos maléficos. Otro color que por sus atributos tiene un carácter fuerte dentro del culto y constituye uno de los más importantes y respetados por el creyente es el negro. A éste se asocia la maldad, la oscuridad, el misterio, la enfermedad, la “mala suerte”, el sufrimiento, el luto, la brujería y la muerte. Existen también otros colores que llenan de belleza la ceremonia, tales como el amarillo, el azul y el verde, los cuales tienen un amplio abanico de referentes y significados. Estos modos de interpretación de los colores convertidos también en símbolos nos revelan un detalle. Los símbolos no deben ser analizados tan sólo en el contexto de cada tipo específico del rito, sino también en el contexto del sistema total de significantes y significados presentes en otras culturas o sistemas religiosos, los cuales pueden mantener o cambiar sus significados. Otro aspecto que merece atención dentro de los espacios habilitados por los espiritistas de cruce es la confección de la bóveda espiritual. Los componentes propios en ella son de una relativa sencillez: flores, generalmente naturales; velas; tres, cinco o siete vasos con agua que representan la trinidad cristiana o las siete potencias africanas; una copa con agua con un crucifijo adentro; fotos de difuntos que pueden ser familiares o allegados del dueño del altar; y un pedacito de mármol, que representa el contacto con la muerte. Sencillez, que no le resta importancia a la devoción de los espiritis-

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tas en cuanto a los símbolos de fuerzas espirituales que éstos le adjudican, pues, frente al altar es donde se “llama al espíritu del difunto” y se pide “con fe”, como expresan en sus declaraciones los creyentes. Como hemos analizado, hay en esta manifestación del espiritismo de cruce combinaciones de símbolos, sistemas de dominio y campos de sentido; permeados por la atracción afectiva, vivencial y emocional que el objeto simbolizado produce en el individuo.

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PARA UNA POÉTICA DE LOS ALTARES1 Nancy Morejón

A la memoria de Grecia Cuevas.

Sólo el recuerdo de cómo la poesía y el teatro nacieron juntos, o bajo el ala maravillosa del dios tutelar, ha hecho posible que pretenda proponer una suerte de poética de los altares, por supuesto, cubanos. Y aunque diga cubanos no hay chovinismo alguno en ello. Ese apellido de identidad nace de una experiencia histórica de cuya entraña brotó una estética hasta ahora desconocida que, como es de suponer, tiene infinitos puntos de contacto con otras expresiones de la teatralidad –¿por qué no?– de la oralidad tan característica del área del Caribe. La cubanía que asoma el hocico aquí es de una estirpe caribeña en su más depurado ámbito afro americano. Ya entrando en materia, sería ocioso asociar a una raíz religiosa que, si bien fue centro generador de una cultura de resistencia, sólo debe verse ahora como un “generador subterráneo” de una estética que ha alcanzado vastos espacios (por ejemplo en la danza) y un aliento que respira en la zona más popular de nuestro ser. ¿Por qué altares? Podrían preguntarse aquellos que no hayan podido desentrañar todavía la ritualidad y la desacralización de esa ritualidad. El rito ha escapado a muchas leyes sociales y ha perdurado, a través de las eras, como una legítima expresión de la humanidad; esa humanidad que forja a su imagen y semejanza las leyes de la naturaleza que la sometió durante un tiempo considerable. Los ritos sacro-mágicos revelaron mucho más de la historia de la humanidad que algunos tratados filosóficos, ciertas especulaciones económicas y un pensamiento político desconocedor del poder real que anida en todo pensamiento por imágenes. Creo que los primeros eslabones del pensamiento por imágenes fueron estos ritos sacromágicos, centro temático de muchas escuelas antropológicas del siglo XX.

1 Este ensayo fue una ponencia escrita especialmente para el festival sobre ritualidad organizado en Machurrucutu en 1993, a solicitud del teatrista argentino Osvaldo Dragún y fue publicado en una primera versión en Conjunto 99 (1994), pp. 65-69.

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Sin embargo, no es el sentido religioso de estos ritos sacro-mágicos lo que hizo nacer juntos a la poesía y al teatro, sino la viabilidad que su expresión donó a un arte del gesto y de la palabra en un tempo que conocemos hoy como manifestaciones de un lenguaje artístico que aún en nuestros días nos permite hallar, o al menos tantear, esa verdad escénica, así como un sinnúmero de recursos estilísticos que harán a nuestras producciones más coherentes, más orgánicas. La poética que les propongo no es necesariamente una petulancia, sino una aspiración por encontrar el equilibrio de la poesía y el teatro en el marco de una ritualidad a la que algunos artistas de mi promoción, entre otros, se afiliaron desde los años sesenta. ¿Era un descubrimiento?¿Era un renacimiento? Era una mezcla de ambos términos cuya simbiosis estaba dada por la urgencia de crear un teatro altamente comunicador, nunca desatento a la presencia de las vanguardias del siglo y, sobre todo, hijo de un trasiego finisecular, inserto en el rumor que nos dejaron los látigos en el aire, los quejidos imperceptibles ya en las bodegas de los barcos negreros. Por eso esta poética de los altares. De todas las definiciones de la palabra y de la noción altar, prefiero la que nos da Fernando Ortiz en su Nuevo catauro de cubanismos. Dice Ortiz: “conjunto de ilusiones o de cosas dispuestas a un fin determinado” (1974 [1923]: 44). Nuestros altares son una entrega de ese “conjunto de ilusiones” que conlleva, seguramente, un conjunto de cosas cuya ritualidad es inagotable. Nuestros altares no son exactamente sumas de ritos sacro-mágicos: en ellos, no obstante, alienta una sacralidad mágica incuestionable. Pero existe en ellos gracias a un orden y a un concepto variado de una sacralidad mágica. Quiero decir con ello que esos altares no son el resultado de una sola cultura sino de varias culturas, expuestas allí mediante un vasto proceso de transculturación, patentizado en la ritualidad que crea su propia existencia. Estos altares nuestros expresan nuestra alma mestiza a través de varios panteones, varias mitologías. Todo un lenguaje de adivinación y el rescate de una identidad, aparentemente perdida, se recobran. Por eso digo que nuestros altares son en sí mismos una propuesta de organizar –como expresión artística– los elementos conformadores de la naturaleza, a saber: agua, aire, fuego, tierra. Allí radica nuestro animismo, nuestra relación con esos elementos.

A la caza de las imágenes El culto a los muertos, tan especial y de tanto peso en el ser físico y espiritual de los mexicanos, también alcanza entre nosotros proporciones consi-

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derables. No en la misma cuerda mexicana, aunque siempre he valorado la ritualidad del dos de noviembre (fecha de origen hispánico) como una explosión primorosa de esa sacralidad mágica, de ese lenguaje poético-teatral. Nuestros altares son una suerte de cortina en el espacio. Esa cortina divide el centro de un cosmos. Un mundo terreno poblado por seres humanos y mundo celestial poblado por deidades. El altar es un catalizador, un intermediario de la comunicación entre un mundo y otro. El hombre está en la naturaleza y mediante ella expresa su instinto de progreso, de domesticación de los fenómenos que sólo la ciencia, en tiempos recientes, ha podido dominar. Llama la atención que muchas ceremonias del hombre primitivo eran, de hecho, representaciones dramáticas. ¿Quién no reconoce que la pantomima fue la forma original del drama, que luego ocupó su lugar al lado de la épica como una nueva forma de poesía? Lo que la épica describe, el drama lo pone en acción. Pero la pantomima de los pueblos primitivos es básicamente una función litúrgica de religión o magia. En varias acepciones, según Ortiz, como corresponde: religión, rito, pantomima, drama, teatro. Volviendo al culto de los muertos, el nuestro, deudor de un sincretismo abismal, utiliza al altar como ciclo definitivo de ofrendas y decide allí esa ritualidad cuya poética intento esbozar. Los altares, pues, se van construyendo como cortina y como pirámide. En el suelo, todos los atributos y los elementos del culto a los muertos. Inmensas bóvedas que conforman copas y vasos de agua que recuerda la memoria de uno o varios muertos, relacionados entre sí, o llamados a contar en esta especial cortina. En estos vasos y estas copas siempre aparece un crucifijo, un rosario o una gran cruz presidiendo; es decir, siendo el núcleo central del espacio escénico. Una infinidad de girasoles, azucenas, de flores blancas silvestres, o rojas –que llamamos príncipes negros–, gardeados por ramas y hierbas de diversos poderes curativos regulan la base del altar. La base del altar ocupa la parte inferior –la más ancha–, o sea, la base de la pirámide. Allí, quizás, aparezca una jícara llena de aguardiente cuya gravedad está asentada por un tabaco aún sin encender. Algunas velas diseminadas por el piso contribuirán a conducir el ojo del religioso, o del espectador, hacia la cúspide de la pirámide. Las velas serán el hilo conductor de la acción y, en principio, de la caza de las imágenes, pues alrededor de esta base comienzan a ponerse milagros, estaquillas, estampas, collares; todo aquello que conforme la sacralidad particular del hacedor de altares. El hacedor de altares puede ser uno. Los hacedores de altares pueden ser varios. Hay una ritualidad a flor de piel cuando la memoria colectiva ejerce su maravilla y la caza de imágenes se convierte, ante todo, en una cacería despiadada de colores y movimiento.

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El hacedor de altares pondrá siempre una flor blanca y una pequeña bandera del mismo color en una copa que servirá de eje principal, de convocatoria a los muertos implicados, quienes, a su vez, serán los mediadores de los orichas, es decir, de los dioses que integran la mitología yoruba de Cuba. Ya en un primer plano, aparecerán los orichas propiamente dichos. Eleggúa, dios de los caminos y las encrucijadas; Oggún, dios de la fragua y los hierros; Ochosi, dios de la caza, guerrero por excelencia. Estos tres dioses siempre presiden los altares. No por azar son llamados “los guerreros”. Cada oricha atrapará su collar en el viento. El resto de las deidades: Changó, Yemayá, Ochún, entre otras, aparecerán más arriba con sus respectivos atributos y los colores rojo, azul y amarillo, respectivamente. En lo alto, dirimiéndolo todo, Obatalá, dios de la paz y la pureza. E, invocando mucho más arriba, Olofi, el que todo lo creó y el cual puede compararse al Zeus de los griegos. Estos altares presentan un culto a los muertos, una acción que narra las características de cada dios u oricha y símbolos de prácticas espíritas provenientes fundamentalmente del santoral católico. El hacedor de altares, según su elección, o según haya decidido la memoria colectiva del resto de los hacedores, redondeará su espacio escénico con machetes, jaulas, animales disecados –por lo general, aves–. En muchos casos, nuestros altares no corresponden, únicamente, al reino de la ritualidad y la mitología yorubas sino a otras ya sincréticas dentro de un radio integrado por raíces congas o ararás, entre otras. Nuestros altares son mestizos como ya dije una vez. Por ello encontraremos elementos que no son solo de origen yoruba. La santería cubana es eminentemente un resultado sincrético del catolicismo y de la sacralidad mágica yoruba. Así ocurrió en Haití con el vodú y en el Brasil con el candomblé. Los orichas, casi los mismos. Los altares, siempre diferentes. Vuelvo a Fernando Ortiz para precisar algunas nociones de lo que trato de exponerles. Según él: Algunos teóricos sostienen que el drama nace precisamente en la mímica representación de las acciones de los dioses o entes místicos; a los cuales, mejor que “sobrenaturales”, pudiéramos denominar “sobrehumanos” o quizás “ultrahumanos”. Porque para las religiones africanas esos seres misteriosos no son propiamente “sobrenaturales”, pues según sus creyentes, no están por encima o fuera de la naturaleza, ni en rigor son tampoco “del otro mundo”. Para los negros afro-occidentales los dioses, al menos la casi totalidad de los orichas, los antepasados, los Egun (sic), los Irime (sic), etc., son seres “naturales” que conviven constantemente con los seres humanos y los animales. No son sino sus semejantes, que perviven en una especie de sobrevida póstuma e invisible, en

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este mismo mundo que existe, aunque en diferentes ámbitos y condiciones (tierra, fuego, agua, aire). Son por tanto entes más bien “sobrehumanos”, porque suelen estar sobre la humanidad en potencia y hasta en lugar; o acaso mejor, “ultrahumanos” porque a veces también están por debajo de los hombres, sometidos a sus artes y en un inframundo, o generalmente en su mismo rango, aunque en la ultranza de lo invisible. Tal como hoy sabemos hay vibraciones ultrasónicas aunque nosotros no las oímos, y colores fuera del iris que nuestra vista no puede percibir, así piensan los negros de África y la mayoría de los blancos que hay entes de existencia real a los cuales no oímos ni vemos, sólo porque están “más allá”, en la metafísica lontananza. Al evocarlos y hacerlos comparecer, por arte de la magia y fe de la mística, sólo se hace correr la paradójica “cortina” que, aunque al parecer transparente, la invisibilidad: tal como se alza un telón de un teatro y salen al escenario los personajes de la farsa [...]. Acaso pueda incluirse en esta hipótesis la ya citada teoría de Oesterreich, quien supone que en los transportes de la “posesión” puede estar el origen del teatro2 (1973b: 243-44).

Poética de la relación Quisiera establecer por el momento, apropiándome por su belleza de un texto capital del gran escritor antillano Edouard Glissant (1990), una poética de la relación frente a dos polos, dos aparentes antinomias. Se trata de la ritualidad de los altares y cierta dramaturgia cubana que nació a las tablas en los años sesenta. Casi todos estos dramaturgos han sido mis amigos y, lo que más vale, me permitieron asistir al nacimiento de esa poética de la relación entre la sacralidad mágica de los altares populares de la ciudad y sus obras dramáticas escritas y llevadas a escena dentro del espíritu más fiel a esa interrelación. La caza de imágenes que es un altar nuestro dejó de formar parte tan sólo de una tradición, de una costumbre, arraigada en el seno de una cosmovisión determinada. Las comparsas del carnaval –en muchos casos espejos de lo que fue en tiempos de la esclavitud el famoso Día de Reyes–, las parrandas y el tesoro de la calle habanera se incorporaron a la poética de los altares. Nuestros altares –esas formas casi totémicas aparecidas ante los ojos de casi todos– entraron por derecho propio a la escena nacional de la mano de esos teatristas. Pero no sólo entraron los altares

2 Nota de las editoras: Ortiz se refiere al trabajo de Traugott K. Oesterrich Les Possédés, publicado en París en 1927. Ver también su ensayo Possesion and Exorcism, traducido por D. Ibberson (Nueva York: Causeway Books, 1974).

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como centro escenográfico, como gancho del argumento, sino sus más humildes hacedores. Nuestros altares, tal como he intentado describir en mi pobreza de recursos, estaban ahí, sin pedir permiso; orondos como las palmeras reales, embrujando al ojo del visitante europeo, quitando velos impropios, arrancando mala voluntad y prejuicios. Fueron nuestros altares los que coronaron la imagen única de Santa Camila de La Habana Vieja de José Ramón Brene; de María Antonia de Eugenio Hernández Espinosa. Allí el altar recobraba su función primera y su función ulterior. Por primera vez, la estética ritual irrumpía en una escena que escasamente se contentaba con un teatro vernáculo que decaía o con un O’Neill revelador para la escena, aunque tal vez desfasado en el tiempo. Esa ritualidad, ese ejercicio de un orden traído ancestralmente delante de procesiones con fines no sólo místicos sino diversos, fue una revolución artística, resultado de aquel vuelco social que dividió la historia en dos mitades a partir de 1959. El culto a los muertos, el rito funerario, se fundió en una verdadera sustancia teatral como es el monólogo de la madrina en María Antonia cuando presagia el carácter trágico de todo lo que el espectador va a presenciar. La invocación a la Ikú entró por primera vez tal como se producía en las ceremonias con que culmina la acción de instalar un altar habanero. Canto arcaico que interpretaba Lázaro Ross; canto desacralizado, hecho polvo del camino, vuelto materia emprendedora de un lenguaje artístico que recién advenía. Fijar una ritualidad progresiva, dinámica, en su función de conducir las acciones de la tragedia, fue una contribución de María Antonia que no olvidaré mientras viva. Porque “el riesgo de una obra depende de acontecimientos futuros que ella no puede prever”, como puntualizaba en los cincuenta el sabio de Blanco y Trocadero (José Lezama Lima 1910-1976). Esa estética de los altares apenas vista en Hernández Espinosa y en Brene iba a expandirse en autores como Tomás González, José Milián, Gerardo Fulleda León, José Triana, Enrique Sosa. Cobró esplendor en el quehacer del Teatro de Pantomima de Olga Flora y Ramón, en su incesante búsqueda de la esencia gestual cubana. Tal vez hayan sido ellos los fundadores de la poética que hoy trato de explicar. Su perennidad queda demostrada en obras como La piedra de Eliot de la joven dramaturga Elaine Centeno3. 3

La ritualidad del teatro en Cuba –reverdecida y frecuentada con sobrada conciencia durante los años sesenta en La Habana– no sólo ha permanecido sino que se ha ido extendiendo a otras provincias. En esta línea se destaca la labor del Cabildo Teatral de Santiago, Santiago de Cuba, bajo la dirección del también dramaturgo Ramiro Herrero. Entre los autores de la ritualidad santiaguera descuellan el propio Herrero (Cefi y la

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He visto así una cadena de evoluciones; un humo en espiral que partiendo de esa ritualidad no se encasilla en ella sino que trata de ser, ante todo, una vía, una herramienta, un lenguaje artístico capaz de revelarnos los secretos de nuestro inconsciente colectivo. Si el altar es una síntesis materializada de la religiosidad espiritual de los cubanos, sirve ahora como una fuente de información, como un crisol de esas culturas que se depositaron aquí hace ya, como se sabe, medio milenio. No importa exactamente el día o la hora en que los altares vinieron a integrar esos focos de resistencia cultural que tan higiénicos han sido en esta cola de siglo en la que todavía no se ha visto con claridad la importancia de la diferencia, la importancia de la religión como suministradora de una vida cultural reprimida, pisoteada y escondida. En vísperas del siglo XXI, acabándose éste, es singular saberse testigo de una tradición que logra desalinearnos en virtud de un hecho teatral conmovedor. Esta poética de los altares no clama por una restitución ortodoxa de la religiosidad; no es exactamente eso, no. Clama por crearse un espacio liberador donde reconozcamos sin tamices de dónde venimos, quiénes somos, hacia dónde vamos.

muerte); Raúl Pomares (De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra); Agustín Mateo (Lázaro); Rogelio Meneses (Baroko) y Fátima Patterson (Mafifa). Estos teatristas editan, por demás, la revista Cabildo. Véase, entre otros, los estudios de Inés María Martiatu, “María Antonia: Wa-mi-ilé-ere de la violencia”, Tablas 3 (1984); “Baroko: el rito como representación”, en Revolución y Cultura (1990) y “El Caribe: teatro sagrado, teatro de dioses”, El público (1992a).

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LAS RELACIONES DE PODER EN LA DEVOCIÓN A SAN LÁZARO. SUBVERSIONES EN LOS TERRITORIOS DEL SÍMBOLO1 Yissel Arce Padrón y Ania Rodríguez Alonso

I Nadie pone en duda que allí afuera hay un mundo que no vemos; la cuestión es si queda muy lejos del centro y hasta qué hora tienen abierto. Woody Allen

Emprender una investigación desde los terrenos del arte debe dejar de ser exclusivamente la mera aventura estética que ha llevado a indagar en la belleza clásica de la Venus de Milo, en el virtuosismo técnico tras la sonrisa de la Gioconda, en la luz atrapada por los impresionistas, en los abigarrados colores de Las Fieras, en la novedosa perspectiva cubista o en las apropiaciones del Neo-historicismo. Ya, cuando el siglo ensaya su despedida, la Historia del Arte precisa desempolvar sus archivos, reemplazar viejas metodologías y transgredir los espacios autorizados para hacer visibles esas “sombras” de la realidad que el manto del exclusivismo cultural ha cubierto. Desandar este camino implica también desentrañar los procesos que posibilitan la existencia de fenómenos que se hacen significativos para un grupo humano; y es que, cada vez menos, los hechos simbólicos pueden ser desgajados de la praxis social que les da forma. El campo del saber se presenta entonces como una zona de contaminaciones y confluencias, donde las diferentes disciplinas pierden los límites de su autonomía y prestan/intercambian metodologías y herramientas concep-

1 Este texto forma parte de un ensayo mayor titulado: “Las relaciones de poder en la devoción a San Lázaro. El viejo dilema entre exclusiones y subversiones” y fue publicado anteriormente en Revista Arte Cubano 1 (2000): 8-19.

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tuales para el análisis de una realidad indiscutiblemente heterogénea, diversa, plural, que reniega de acercamientos unidimensionales. Éstos se han tornado incapaces de penetrar el entramado de relaciones de poder que subyacen tras las objetivaciones culturales. Luego de las incursiones de Marx, Bourdieu, Foucault y otros en el ámbito de los artificios del poder que modulan los universos de sentido, dicho tópico se ha instaurado como una de las perspectivas diagramadoras del discurso culturológico contemporáneo. Desde esta óptica, quedan al descubierto intereses, maniobras, re-juegos, que muchas veces se ven silenciados por la historia oficial. Las culturas populares, casi siempre preteridas por una Historia del Arte euro-céntrica, se han visto beneficiadas por este nuevo giro de las coordenadas cognoscitivas. Objetos de una continuada desatención, las zonas segregadas comienzan a ser revalorizadas como vectores claves por los estudios que pretenden deconstruir las estructuras jerárquicas. A pesar de este pretendido desplazamiento del discurso hegemónico hacia posiciones más tolerantes –acaso un remanente de las modernas energías utópicas–, sobreviven situaciones de omisión y destierro de prácticas populares y siguen en activo los mecanismos que regulan y normalizan las jerarquías de poder y privilegio. Tal vez esto responda a la normal disyunción entre teoría y práctica o a la disonancia entre una formulación global y su aplicación en las coordenadas de la realidad periférica. O quizás, por qué no, siga funcionando esa cualidad fetichista del discurso colonial, en la cual el otro es simultáneamente reconocido, deseado y repudiado (H. Bhaba, cit. por Geddes Gonzáles 1998: 5). Desde que Europa lanzó sus primeras miradas hacia estas tierras, estamos signados por la otredad, confinados a una marginalidad que ha desplazado nuestro comportamiento cultural hacia estrategias de supervivencia: el enmascaramiento, el clandestinaje y otras tantas formas de resistencia cultural se tornaron recursos recurrentes en la cotidianeidad. Mecanismos éstos que nos hemos visto precisados a utilizar, no tan sólo con respecto a una cultura euro-céntrica dominante, sino dentro de nuestras mismas sociedades. Latinoamérica ostenta la peculiaridad de ser a la vez Occidente y no Occidente. Los componentes de su multi-etnicidad no alcanzan una plena fusión, elementos no occidentales coexisten con grandes comunidades que se mantienen remisas a comulgar con una cultura subalterna. Este grupo que detenta el poder ejerce una acción discriminatoria y excluyente sobre determinadas zonas culturales, por considerarlas diferentes e inferiores. Ya se ha visto que no es posible entender el ejercicio del poder desde un punto de vista unívoco, sino como un tipo de relación social que opera a

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diferentes niveles. Foucault, en su teoría sobre el poder diseminado, plantea que no debemos buscarlo en “un punto central, un foco único de soberanía del cual irradiarían formas derivadas y descendientes” (cit. por García Canclini 1988: 62), por tanto, éste se puede ejercer desde cualquier espacio en el que se reconozca una autoridad (la familia, las instituciones, etcétera). Si esto lo trasladamos a la teoría de los campos de Pierre Bourdieu confirmaremos una vez más lo que al respecto dice este autor: [...] cada campo es un espacio permanente de resistencia. Resistencia a la dominación contra resistencia a la subversión. Independientemente de que hoy en día resulte difícil discernir los límites entre poderes (entre el poder político y cultural, por ejemplo), las instancias de poder tienden a fraccionarse en micro poderes sustentados en campos cada vez más restringidos (1990: 78).

Tratar de analizar la compleja urdimbre que conforma el campo religioso en Cuba desde el prisma de las relaciones de poder implica una revisión de su interacción con el contexto mayor en el cual se desenvuelve. El triunfo revolucionario introduce cambios importantes en el status de las religiones, ubicándolas a todas en posición de subalternidad con respecto al discurso oficial que respalda un Estado esencialmente laico. No obstante, la Iglesia Católica, por ser una institución de reconocido prestigio en la cultura occidental, y favorecida históricamente por las clases dominantes, conservó un lugar relativamente privilegiado con respecto a otras religiones no institucionalizadas en el país. Situación que la invistió de un poder que desde siempre la ha llevado a excluir y soslayar las manifestaciones más populares de la religiosidad cubana por considerarlas al margen de sus premisas. Esta poca flexibilidad de la Iglesia Católica es la que la llevó a desterrar de sus predios a los cultos sincréticos y entre ellos, al San Lázaro Mendigo. La intolerancia de la Iglesia y el ejercicio de poder que ha practicado hacia dicha deidad al pretender canalizar el fervor popular hacia el Lázaro Obispo, se ha visto subvertida en nuestro contexto artístico. Los creadores contemporáneos, despojados de prejuicios y miradas esquemáticas, se acercan desde sus obras a este universo popular con gran profundidad y seriedad investigadora. El arte se concibe como un espacio de inclusión, de reflexión, no de imposición. Claro que esto no siempre ha sido así. La Historia del Arte no ha estado exenta de coqueteos con el poder, ésta, que se ha dado en llamar universal, no ha sido más que una construcción desde patrones de la civilización occidental y a su paso ha desdeñado los principios conformadores de culturas que considera periféricas. En las sociedades latinoamericanas, la incorporación de elementos de la marginalidad en el plano artístico ha sido un proceso gradual. Enmascara-

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dos tras “lo popular”, dichos factores han penetrado en una concepción identitaria en momentos en que se tornaba imprescindible la búsqueda de lo propio, lo autóctono, lo nacional. Y es que el discurso por excelencia de la resistencia cultural ha sido el de la identidad. A diferencia de otros países de América Latina, la otredad que nos pertenece no se centra en el componente indígena. El sitio del desplazado, del excluido, lo ocupa aquí una gran masa popular en la cual el máximo grado de discriminación se ejerce sobre el negro y sus formas culturales. Este grupo ha sido objeto de acercamientos (muchas veces epidérmicos) por parte de disciplinas científicas, y posteriormente aparece en el arte. Dentro de sus sacralizados recintos, primero irrumpen expresiones como los bailes y los cantos, en gran medida aislados de su contexto genésico. Esencia de esas manifestaciones, el universo ritual afrocubano –entiéndase santería, Palo Monte, sociedades Abakuá– y otras formas de religiosidad popular con las que éste se imbrica, quedaba así al margen del hecho estético tenido como culto. Ese sustrato raigal fue un móvil para los artistas de la vanguardia cubana, quienes, asidos a relatos propios, se enfrascaron en el logro de una identidad plástica y cultural divorciada de los vicios y restricciones del canon académico. Con una impronta diferente a la de los hacedores contemporáneos, algunos de los exponentes de la renovación acaecida en la primera mitad del siglo XX, como [Wilfredo] Lam y [Roberto] Diago, elaboraron su poética personal a partir de la incorporación de elementos provenientes del mundo afrocubano a los predios de una práctica artística esencialmente culta. Este acervo cultural ha visitado frecuentemente los espacios legitimados de nuestra Historia del Arte. Sin embargo, no es hasta la década del ochenta, con lo que se ha dado en llamar “Renacimiento Cubano”, que las expresiones populares, marcadas con el signo de lo marginal, invaden el discurso de los protagonistas de las artes visuales; y lo hacen desde una vocación antropológica, sustentados en una profunda y seria labor investigadora que les permite alejarse de tabúes y soluciones facilistas. Traspasando los umbrales de la representación epidérmica llegan a desarrollar propuestas que indagan en los aspectos conceptuales, gnoseológicos y vivenciales de ese otro cultural. En la mayoría de los casos tal pretensión se convierte en una búsqueda existencial de su propio ser. Entonces el “yo” y el “otro” se fusionan en una misma entidad. La cultura observada, además de convivir con, se trastoca en la cultura observante. Esta peculiar situación responde a la procedencia popular de los actores de la renovación plástica. Un sistema gratuito de enseñanza artística posibilita que se sumen a un quehacer “culto” talentosos jóvenes provenientes de los más disímiles grupos sociales y acervos cultura-

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les. La práctica de religiones populares forma parte indisoluble de su propia existencia, de su medio familiar o de las zonas en que habitan. De manera que este universo contamina los predios del hecho estético de un modo natural y orgánico. Entre las figuras paradigmáticas de esta apertura del ámbito artístico se cuentan Juan Francisco Elso, José Bedia, Rubén Torres Llorca, Ricardo Rodríguez Brey, etcétera, quienes sentaron presupuestos importantes para el abordaje de universos desplazados. Todos ellos, preocupados por una mayor inserción social de su arte, oxigenan este espacio sacralizado a partir de una estrecha compenetración con el mundo popular del cual emergen y las conquistas del arte contemporáneo a nivel internacional. Inauguran una estética que, más allá de anécdotas y apariencias, proclama la interiorización de la estructura medular que sostiene estos cultos: los valores y principios rectores que conforman esta cosmovisión para proyectarlos como posibles caminos y soluciones ante los conflictos que se suscitan en el mundo de hoy.

II Una cultura se define por la habilidad de aprender de sus subculturas, sin ser destruidas y sin destruirlas. Luis Britto-García

La escena plástica de los años noventa, aunque presenta características peculiares que la hacen diferente, de manera general sigue las brechas abiertas por los creadores de la precedente promoción. Evidentemente, en los últimos años han ocurrido una serie de cambios económicos y sociales en el contexto cubano que han provocado que los artistas renueven intereses, inquietudes y sobre todo que busquen otras estrategias discursivas para dialogar con la nueva realidad. Así, en las propuestas de los artistas se aprecia una creciente densidad tropológica, una re-potenciación del género y una preocupación por parámetros estéticos; aspectos que fueron intencionalmente subordinados en los provocadores proyectos ochentianos. El abordaje del campo religioso popular ha sido uno de los elementos que sirve como puente de enlace entre la producción plástica actual y la anterior, ahora tratado desde las coordenadas de los nuevos derroteros expresivos. El componente ritual puede aparecer escondido en la adulterada fachada del simulacro o como alegoría, metáfora o “como forma de indexar

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la actualidad sociopolítica tras la coartada de la generalización de la religiosidad en los períodos de crisis” (Caballero 1994a: 15). Este panorama se muestra como un terreno fértil para acoger en el campo artístico credos populares. Entre ellos, la devoción a San Lázaro ocupa un lugar destacado; no el San Lázaro Obispo, oficialmente aceptado por la Iglesia, sino aquel canonizado por el fervor popular: mendigo, pobre, marginado. Los creadores beben de las religiones populares lo que verdaderamente sienten como propio, haciendo, en muchas ocasiones, caso omiso de las regulaciones que se imponen desde las instancias de poder, ya sea la Iglesia Católica o cualquier otra entidad. “La creación cultural es entonces un espacio de impugnación y resistencia, y al mismo tiempo de elaboración simbólica de las contradicciones [...]” (García Canclini 1988: 76). La representación artística de San Lázaro incorpora todos los signos del código popular. Su irrupción en el hecho estético está marcada por una gran pluralidad de enfoques que van desde la apelación directa a elementos de su iconografía visual, hasta interpretaciones más conceptuales del acontecimiento cultural en el cual se involucra esta figura. Su lugar privilegiado dentro de las deidades más veneradas por el pueblo cubano hace que haya sido abordado por diversos artistas en varios momentos de la Historia del Arte. Por ejemplo, Lam la trata en su obra Babalú Ayé2; Rubén Torres Llorca incorpora la figura popular de yeso que representa al Viejo Lázaro y que constantemente vemos en las calles en Ésta es tu obra (1989), especie de altar casero remedo del kitsch urbano, donde comulgan objetos pertenecientes a la iconografía católica y las representaciones heroicas. Otro es el sentido que le da Bedia en su propuesta Yo soy la ruta (1992), donde trata de trasladar al reino pictórico las connotaciones y los significados que se asocian a San Lázaro en los diferentes complejos culturales afrocubanos. Tales pudieran ser algunos de los antecedentes de los creadores que en el contexto plástico actual le dedican un espacio a esta deidad dentro de sus poéticas. Resulta interesante indagar en el modo en que se asume desde una posición culta, ilustrada, la incorporación de poéticas relegadas a la subalternidad. Esto permite constatar los matices y diferencias entre status hegemónicos pertenecientes a diversos campos; la posición de la Iglesia Católica que, hegemónica en el ámbito religioso, ejerce una acción excluyente hacia la interpretación popular de San Lázaro, contrasta con la actitud esgrimida

2 Esta obra la encontramos mencionada en el texto de Desiderio Navarro “Para otra lectura de Lam: cosmovisión afrocubana y Occidente cristiano” (1995); pero de ella no hemos hallado más datos.

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desde una norma “culta” de representación. Esta hipótesis podrá ser demostrada a través de una zona de la poética de artistas que, aunque pertenecientes a diferentes generaciones, comprometidos o no con una práctica religiosa, se mantienen activos en nuestro contexto simbólico. Por tanto, no nos detendremos en el análisis del quehacer de cada uno de ellos, sino que visitaremos sólo aquella parte de su producción que nos asiste en este proyecto por representar la imagen de San Lázaro o alguno de sus atributos. Las obras pueden ser agrupadas en torno a líneas, para nada homogéneas, que responden a la manera en que sus creadores se acercan al tema y marcan, de manera general, un conjunto de regularidades que se cumplen en las representaciones de los universos populares. Ésta es tan solo una propuesta tentativa que no podrá ser aplicada a todo el conjunto de la producción de cada artista. Asimismo, la diferenciación que hemos establecido es susceptible de ser modificada, pues no pretendemos restringir las lecturas que una pieza propone, sino destacar, potenciar una de ellas, ya que muchas de éstas pueden desplazarse de una a otra línea interpretativa, cuyos lindes, en ocasiones, se entrecruzan y confunden. Las direcciones en que hemos dividido a las propuestas son aquellas donde: 1. El principal interés es potenciar los valores estéticos de un hecho cultural eminentemente popular (Zaida del Río, 1954; Raúl Cañibano, 1961). 2. El acercamiento a este universo constituye un caso puntual dentro de la poética del creador, pero lo logra articular coherentemente con una propuesta de inserción sociocultural del arte (René Francisco Rodríguez, 1960). 3. Los artistas se acercan a la religión como pretexto para discursar en torno a las creencias, independientemente del objeto de culto; desde esta perspectiva puede operar una equivalencia entre credo político y fe religiosa u otros tipos de relaciones (Julio Neira, 1969; Rolando Vázquez, 1969). 4. Se trasciende la mera imagen del San Lázaro a través de un estudio reflexivo de motivaciones antropológicas que aprehende el sustrato conceptual del hecho religioso (Marta María Pérez, 1959; Carlos Estévez, 1969). 1. “Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza aun en los momentos de más profunda desesperación” (Milan Kundera).

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La función histórica del arte, más allá de su anclaje en procesos vitales, ha sido la de indagar en el espacio de “lo bello”, entendido éste como categoría cambiante que se ha ido ampliando amparado por criterios anti-sustancialistas de artisticidad. Durante mucho tiempo las claves que estructuraron una concepción de lo bello estuvieron muy relacionadas con lo que se consideraba como lo sublime, elevado y culto. Esta noción limitó considerablemente los alcances del hecho estético al desdeñar otras zonas susceptibles de ser tratadas plásticamente. Con la apertura del campo artístico estos enfoques han sido superados y el arte se ha contaminado cada vez más con códigos populares. En nuestro contexto el hecho de que el arte profesional participe de las producciones populares es ya un lugar común. La distancia entre las propuestas que se nutren de este universo radicaría entonces en el grado de compromiso y en el modo de asumir dicha realidad. El mérito mayor que observamos en las obras agrupadas en esta línea es el de trasladar imágenes propias de la mal llamada “baja cultura” hacia predios más prestigiados, develando los valores plásticos que también posee esta tradición. Se trata aquí de objetos simbólicos creados con la intención de que el efecto estético sea predominante; tal vez por eso se respetan los límites formales que históricamente han regido los quehaceres pictórico y fotográfico, entiéndase la bidimensionalidad, la excelencia en la factura, etcétera. La aprehensión que Zaida del Río, practicante religiosa de la santería, realiza de los mitos, ritos y orishas de la tradición afrocubana parte de la riqueza plástica que éstos le inspiran. En ella no hay pretensiones analíticas ni elaboraciones intelectuales, sino que su maestría y virtuosismo técnico están puestos en función de la cultura popular de la cual forma parte. Su interés principal radica en reflejar los signos que definen la individualidad de cada una de las deidades que trabaja, potenciando sobre todo las posibilidades estéticas de la imagen. Los orishas encuentran en su obra el espacio de síncresis con las deidades católicas, de este modo se refleja a nivel visual una identificación propia del pensamiento y la tradición popular que relaciona la representación antropomórfica que ofrece la religión católica con las características y peculiaridades de las deidades afrocubanas. Más de una obra le ha dedicado Zaida a San Lázaro, pues, según sus propias palabras, “no se puede pretender ilustrar tres o cuatro santos en Cuba y que no aparezca San Lázaro. Es un santo muy importante para el pueblo” (entrevista con las autoras, 3 de noviembre, 1998). En el proyecto llevado a cabo en 1987, que fructificó en el libro Herencia Clásica, la artista realizó una serie de dibujos ilustrando oraciones religiosas que se han transmitido de forma oral de generación en generación. Aunque estos rezos nunca con-

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taron con el favor de la Iglesia, sí tuvieron una gran aceptación y difusión por parte de creyentes y no creyentes. En la página dedicada a San Lázaro, Zaida hace eco, tal vez inconscientemente, de la dualidad que opera en el plano religioso. La imagen del Lázaro de las muletas comulga aquí con la invocación al Lázaro de Betania, que, aunque no es otro que el Obispo, en el libro aparece identificado con el Mendigo. Esta situación refleja el carácter intuitivo (y tal vez el desconocimiento) que la artista y muchos otros devotos profesan hacia esta divinidad. Los constantes trasiegos del poder (Iglesia Católica) y los numerosos mitos que se han propagado en torno a esta imagen han generado un clima de imprecisión e indefinición que complejiza una comprensión cierta de esta figura. Más allá de la fusión –o confusión– entre los santos que opera en la conciencia popular, nos interesa constatar cómo, a pesar de que la invocación remite al credo católico, la artista –en su rol de intérprete social– acude a la imagen más humilde, reafirmando la fuerza que ésta tiene. San Lázaro ve expresada la devoción de sus seguidores en la peregrinación al Rincón3. Este fenómeno ha cautivado a muchos de nuestros creadores, quienes descubren en esto algo más que un gesto religioso. Zaida, en la ilustración de la oración a este santo, cede también un espacio para potenciar plásticamente este trayecto de pagadores de promesas, incursionando así en lo que ha sido por excelencia terreno de fotógrafos. Éstos, usualmente, se han acercado a este hecho plástico y cultural en busca de personajes y situaciones sensibles de ser captados por la cámara. A pesar del gran número de obras que surgen de la experiencia de Raúl Cañibano en el Rincón, la que analizaremos aquí no pertenece a ninguna de estas series. Ésta fue tomada en las afueras de la iglesia de Reina donde a la imponente figura del Sagrado Corazón de Jesús que se erige en la fachada se le contrapone en primer plano una pequeña talla popular del Viejo Lázaro. El punto de enlace de las dos figuras lo constituye un negro mendigo –acaso exponente de la tradición africana– que, sosteniendo en sus manos la imagen popular, pareciera que establece una equiparación entre el status marginado de las culturas afrocubanas y el Lázaro Mendigo. Cañibano penetra así, desde el espacio fotográfico, en la conflictiva relación entre las expresiones populares de religiosidad y la Iglesia Católica, entre la subalternidad y el poder hegemónico.

3 Nota de las editoras: el Rincón está ubicado en el poblado de Santiago de Las Vegas, al oeste de La Habana, en el que se halla el templo dedicado al culto de San Lázaro.

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Este creador asume la poética de la fotografía documental, que, últimamente, ha cedido el protagonismo a la fotografía construida. Sin embargo, la imagen posee la misma carga reflexiva que la llamada fotografía “conceptual” e incluso la particularidad de haber sido tomada directamente de la realidad, le otorga un valor especial. El gesto atrapado por el lente del fotógrafo no solo es importante como hecho estético, también es expresión de un comportamiento social cotidiano, que entraña, a la par, una irreverencia y un coqueteo con el poder. El personaje de la fotografía, resumen o síntesis del sentir religioso del cubano, prefiere encomendarse al Lázaro Mendigo, protector de todos los excluidos, los marginados, a pesar de participar del ritual oficial que celebra la Iglesia. Tratar de mantener caminos y creencias propias implica una conciliación, un re-juego con el poder: “[...] ese escurri-

Raúl Cañibano. Sin título, 1997.

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dizo y complejo mecanismo de seducciones, conquistas y violaciones difícilmente reductibles a una visión maniquea” (Escobar 1998: 56). La potenciación de valores plásticos en un hecho cultural de esencia popular puede ser vista como un recurso facilista para discursar en torno a estos temas. Es cierto que en una línea basada en tales presupuestos encuentran cabida obras que se acercan al tópico de una manera epidérmica, folclorista y que, por tanto, no consiguen ir más allá de aproximaciones mediocres centradas en el regodeo formal y colorista. Sin embargo, el análisis de las piezas que aquí hemos tratado pretende descorrer el velo de lo “formalmente correcto” para encontrar el planteamiento de problemas que actúan sobre la realidad cotidiana. 2. “El conocimiento del otro sirve al enriquecimiento de uno mismo: dar es tomar” (Todorov). Desde principios del siglo XX, con la eclosión de los sucesivos movimientos vanguardistas se impuso al arte el reclamo de acortar la distancia entre éste y la vida. La necesidad de un receptor altamente competente para acceder a los supuestos conceptuales de las nuevas propuestas estéticas, así como las constantes rupturas de los paradigmas artísticos, terminaron por confinar esta premisa en los terrenos de la utopía. La última revisión del proyecto moderno ha retomado esta problemática imprimiéndole un mayor aliento vital a la praxis creadora. Muchos de los protagonistas de esta nueva sensibilidad ensancharon los límites del arte haciéndolo participar del entorno cotidiano, al generar hechos simbólicos que abandonaron los espacios canonizados por la historia del arte y se enfrascaron en proyectos de resonancia sociocultural. Joseph Beuys, artista alemán de la posvanguardia, marca un nuevo camino a seguir a partir de una comprensión conceptual sobre el hecho estético y sus potencialidades como agente transformador de la realidad. Desde los años ochenta las enseñanzas de Beuys permearon nuestro contexto plástico. Éstas no solo se evidenciaron en las poéticas individuales de los artistas, sino que también constituyeron una parte importante de la concepción pedagógica que los iría formando. La interacción con un entorno no habitual para la academia fue la base de varios proyectos de inserción sociocultural. “Desde una pragmática pedagógica”, guiada por René Francisco Rodríguez, es una de las experiencias más consecuentes con este espíritu. En un espacio absolutamente marginal donde la religiosidad popular ocupa un lugar preponderante en la cosmovisión del sujeto, se generó la primera versión de este proyecto (1989-1990) bautizado como La Casa Nacional. La estancia durante un mes de él y sus alumnos del ISA en un solar de La Haba-

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na Vieja, sito en la calle Obispo número 455, conllevó la construcción de objetos que los vecinos necesitaran. Así, René Francisco se enfrentó a un universo que era ajeno a los derroteros de su discurso estético, pues uno de los reclamos de esta comunidad fue representar su acervo tradicional. De este contexto de los cuadros por encargo, emergen las apropiaciones que este artista hace de San Lázaro y que responden a las demandas de un cliente que, aunque ficticio, se piensa desde los códigos estéticos del medio en que recién incursionaba. Aunque estas obras en el orden de la factura manifiestan una evidente preocupación por el aspecto estético, tal como lo veíamos en los artistas de la primera línea señalada, no es éste, en nuestro criterio, su rasgo más significativo. En ellas ponderamos toda la concepción, el pensamiento reflexivo que les da forma. Mientras en los creadores que anteriormente analizábamos la excelencia formal respondía a una necesidad expresiva autónoma, aquí el artista, como decíamos, se traviste, se desdobla en un obrero de la pintura, su obra no responde a sus propios condicionamientos, sino a los gustos y requerimientos estéticos del destinatario. En este análisis no atenderemos al valor artístico que puedan tener las obras, sino a su relevancia como signo sociocultural. El pensamiento gramsciano que A. Cirese reelabora establece que: [...] el error de muchos radica en creer que los hechos demológicos son dignos de consideración científica sólo si son “creativos”, “bellos”, “auténticos”, etc. [...] Por el contrario, los hechos demológicos, merecen atención por su representatividad sociocultural, por el hecho de indicar los modos y las formas en que ciertas clases sociales han vivido la vida cultural en relación con sus condiciones reales de existencia en cuanto clases subalternas (1987: 311).

De lo que se trata es de insertar una tradición en la conciencia artística contemporánea, valorar sus objetos, sus códigos culturales. Por eso el artista desplaza su mirada y su acción hacia ambientes menospreciados criticando de este modo a la Historia del Arte cuyos discursos sólo toman en cuenta a las prácticas simbólicas que se producen en los centros hegemónicos para los cuales la cultura popular queda eternamente relegada a los márgenes. René Francisco, con estas piezas, sabe penetrar en la particular noción de religiosidad del cubano: Nosotros, religiosos realistas, queremos que los problemas vitales se resuelvan enseguida para tranquilidad y reposo de nuestras almas. De ahí que a veces no nos baste la intervención del sacerdote y nos convertimos a la vez en sacerdotes y fieles de nuestra propia causa, llegando inclusive a crear nuestro propio rito o un culto muy particular (Cuéllar Vizcaíno 1947: 80).

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Por eso interpreta las necesidades y aspiraciones que las personas depositan en San Lázaro y fractura su imagen en diferentes posibilidades atendiendo a su funcionalidad. Así crea un San Lázaro médico, un San Lázaro militar (configurado por la isla de Cuba con muletas, acaso un territorio convaleciente), un autorretrato como San Lázaro y un común retablo del viejo mendigo. Ya colocado desde un estatuto autónomo de la comprensión del hecho estético, el artista confiesa una segunda intención al concebir estos cuadros a principios de los noventa. Ha querido poner en evidencia el modo turístico en que muchos se acercan a estas culturas buscando sólo el componente exótico, diferente, queriendo “conocer” pero no adentrarse y llevándose, las más de las veces, una visión epidérmica signada por la ornamentación, las cuentas, el color. Por eso hubo un interés por parte de los protagonistas de la práctica cultural por entablar relaciones horizontales que garantizaran la comunicación efectiva y profunda de todas las partes. De esta manera, el proceso de circulación social de los hechos culturales (para más información ver Cirese 1987: 309) ha transitado entre grupos diferentes en cuanto a prestigio social y cultural. El movimiento ha operado con un sentido dual: los grupos más populares prestan su imaginario a los portadores de una cultura “ilustrada”, a la vez que éstos los hacen acceder a espacios que a algunos no le son habituales. 3. “Si hay fidelidad pero no hay duda, la cosa no va bien: se deja de ser un hombre libre” (Jean Paul Sartre). Creencia, credo y fe son vocablos que participan de una base semántica común. Según reza el Diccionario de la Lengua Española, éstos se refieren a la “fe y crédito que se da a una cosa”, así como al “conjunto de doctrinas comunes a una colectividad”. El hombre como ser social vive necesariamente aferrado a algún tipo de convicción. Estas “verdades” estructuran todo su sistema de comportamiento ético, moral y viabilizan su interacción armónica con el resto de la comunidad. Varias pueden ser las fuentes que generan y regulan estas certidumbres. La religión ha sido una de las instituciones más antiguas encargada de defender y propagar ciertos preceptos que han llegado a convertirse en normas sagradas para sus fieles. Por otra parte el poder político, históricamente, también ha puesto en circulación una serie de pautas que modelan las proyecciones de la sociedad, tornándose, las más de las veces, en dogmas a seguir. No les falta razón a aquellos que establecen una sospechosa relación entre la religión y la política como formas de culto. No sólo por los ejemplos que la historia nos aporta de momentos en que estos dos poderes han estado fusionados o porque ambos se instauran como entidades superiores

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que rebasan las posibilidades del individuo aislado y en las cuales éste centra su esperanza y confianza en la solución de los problemas vitales, sino también porque muchas veces personajes y acontecimientos históricos son “santificados” por una historiografía en la que pierden su carácter humano para formar parte de una construcción ideal poco creíble, pero sí admirada con una devoción que roza los límites de lo religioso y hace de esto un nuevo objeto de culto. El espacio que en los hogares cubanos estaba reservado para el Sagrado Corazón de Jesús, al triunfo de la Revolución, comenzó a ser ocupado por imágenes de líderes políticos. Este aura mitológico que sitúa al héroe alejado de las bajezas y contingencias de la vida cotidiana le otorga un carácter sacro que lo emparenta con un mártir religioso. La instalación Entonces David quiso matar a Goliath (1995) de Julio Neira, se articula coherentemente con esta paridad. El fundamento esencial del que parte una zona importante de su obra es el mito. Sin ceñirse a una sola fuente, sus piezas son visitadas por las más diversas alusiones, tanto a la mitología griega y pasajes bíblicos como a fragmentos del pensamiento afrocubano, integradas y recontextualizadas en creaciones que nos remiten al universo visual del kitsch citadino. Una de las piezas de la instalación sincretiza las iconografías de Martí y de San Lázaro, equiparando de esta manera dos figuras igualmente importantes e influyentes en su campo de acción, determinantes en los derroteros de nuestro pueblo. Esta equivalencia que propone el artista nos la hace notar, de un modo más general, el crítico Rufo Caballero cuando plantea: Luego de mucha insistencia y enrevesadas razones políticas, finalmente los santos han bajado para hacer comprender que muy pocos procesos históricos pueden ostentar vínculos tan medulares como los que enlazan la teoría marxista y la mitología afrocubana, [...] no sólo porque irrecusablemente toda doctrina utópica y humanista es también una forma de religión sugestiva y compensadora, sino incluso por la evidencia de que, pongamos por caso, el compañerismo aserista de los abbacuá viene a ser el equivalente exasperado de un rasgo crucial en el diseño previsto para la “personalidad socialista”, así como el altruismo hechicero del Palo Monte deviene un claro sinónimo del optimismo filantrópico enrumbado al mejoramiento humano [...]. O cómo el sistema cosmovisivo todo de las nociones yoruba representa una de las alternativas más atendibles del proteccionismo a las grandes masas que propugna el marxismo. Los extremos coquetean: uno por el camino del pensamiento razonado y sistematizado, y el otro por la destreza de la empiria callejera y los golpes cotidianos, acaso trabajan para objetivos comunes (1994a: 60).

La hibridación que Neira expresa entre credo político y credo religioso se verifica no solo a nivel visual, en las huellas externas de la imagen, sino

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que también se proyecta en el plano conceptual fusionando las ideas relacionadas con estas dos figuras. Para él “es el Martí sacrificado, lleno de llagas, muletas, con el pecho abierto para hacerlo más consciente, todavía inmolándose por una causa hasta cierto punto romántica. Retomo la idea de San Lázaro –dice– porque la creencia de la gente en los milagros se relaciona con la concepción de Martí como apóstol” (entrevista con las autoras, 26 de noviembre, 1998). Otra reflexión que sugiere la pieza emana del hecho de que la imagen dual se ve inscrita en un marco de monedas de un peso con la efigie de Martí: un modo de discursar acerca del valor o no-valor que la sociedad le imprime a ciertos signos en su constante trasiego con iconos y fetiches. La repetición, a veces abusiva, de determinados símbolos puede provocar un agotamiento del sentido y con él la vacuidad de zonas importantes de nuestra cultura. Esta situación es aprovechada por Neira para indagar sobre el empleo del dinero en el culto a las figuras de Martí y de San Lázaro, pues es sabido que varias promesas que se le hacen a este santo suponen la ofrenda de determinadas sumas. El saldo final de esta obra radica en la creación de un San Lázaro con connotaciones políticas y de un Martí que se integra al mundo religioso demostrando así la posible empatía entre las creencias políticas y religiosas. Otra figura en la cual se ha manifestado esta relación es la Virgen de la Caridad del Cobre, que, unida indisolublemente a la bandera cubana, símbolo frecuentemente utilizado desde plataformas políticas, carga la connotación de única expresión de la identidad religiosa del cubano. En la serie Los Patrones de Cuba (1996-1998), Rolando Vázquez se niega a admitir esta proclamación absolutista del poder de la Iglesia Católica y del Estado. A diferencia de estas posiciones autoritarias y excluyentes, el creador asume una postura inclusivista, otorgándole a muchas otras deidades el rango de Patrones de Cuba. Así, el espectador tiene la posibilidad de escoger por sí mismo la deidad o deidades con las que más se identifica. San Lázaro, al igual que los otros santos, se acompaña de una bandera que se tiñe con los colores que la santería establece para cada divinidad. La apelación a este símbolo legitimado por el poder político opera aquí también como una equiparación entre los credos político y religioso. Según palabras del artista, “el icono retablo, la bandera fe, se mezclan para dar lo flexible de un objeto y la fuerza que puede lograr cuando se le imprime un sentimiento fusionado con la fe” (entrevista con las autoras, 26 de noviembre, 1998). San Lázaro, además de ser el dios tutelar de Rolando, ocupa un lugar destacado en el cúmulo de su obra. La representación que hace de esta divinidad no responde solamente al esquema visual del mendigo de las muletas,

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sino que, apelando al recurso de la sinécdoque, extrae algunos de los elementos constitutivos de esa entidad. En su serie Islas Posibles: metáforas de un territorio (1997), una de las islas se viste de saco a la manera de aquellos devotos que asisten al Rincón para pagar sus promesas. El artista traslada a su obra, a través del saco, que deviene detonador de múltiples semas, todas las connotaciones que emanan de la figura de San Lázaro y del hecho cultural que éste engendra. Entonces, es la isla mendiga, penitente, pobre, precaria, sufrida, marginada. “Esta isla alude a la promesa popular, al deseo colectivo, va mucho más allá del puro sincretismo o del simple reflejo de una isla de saco que tiene que ver con San Lázaro” (entrevista con las autoras, 26 de noviembre, 1998). Las creaciones de Rolando Vázquez, acuciosas indagaciones del entramado social, no reparan en asirse a elementos religiosos y a todo tipo de materiales con el fin de desacralizar los discursos rectores de nuestro entorno, que reproducen y encubren relaciones de poder. La plástica cubana se ha caracterizado por poseer un espíritu impugnador, que hurga en los puntos más vulnerables de sistemas hegemónicos dentro de la sociedad. Esta misma condición de dominadores y represores de comportamientos los convierte en el blanco predilecto de aquellos que pretenden liberar sus espacios de estas estructuras de control. Para las obras de esta línea, elegir los terrenos de la creación con tales fines, implica una subversión doble, pues la protesta también pulsa su accionar hacia los vectores sagrados del medio que han adoptado para encauzar sus poéticas. 4. “La fuente es también la matriz, el amnios, el lugar fecundo” (Raúl Hernández Novás). El paradigma antropológico en los últimos años se ha enriquecido con estudios culturales que conmovieron al saber científico a partir de la revocación de modos tradicionales de acercarse al “otro”. Sus nociones favorecieron que el análisis de realidades simbólicas específicas, soslayadas por imaginarios hegemónicos excluyentes, no fuera asumido desde una perspectiva situada al margen de estas culturas, sino como “la posibilidad de ensayar en sí mismo la experiencia íntima del otro” (Lévi-Strauss 1958: XXXII). Los artistas, apremiados por un contexto que reclama su aliento crítico, se sirven de estas enseñanzas y sus enfoques se hacen más comprometidos. Esta manera de concebir “la conversación del hombre con el hombre” (Lévi-Strauss 1958: XXXV), genera propuestas que realizan un desmontaje conceptual de símbolos y signos para descubrir tras ellos significados susceptibles de ser proyectados hacia un entorno mayor. Los códigos provistos por un arsenal religioso, por esencia metafóricos, se prestan a la refuncionalización consciente de creadores que desdeñan toda artificiosidad y aprehenden las ideas que les dan forma.

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Todo esto se hace elocuente en una obra como Con tu ayuda salgo (1996) de Marta María Pérez, donde se extraen los atributos más significativos de la iconografía de San Lázaro, no con el simple propósito de representarlos sino para reflejar la confianza que sus protegidos depositan en él. La artista se traviste y sus piernas asumen las huellas de la enfermedad del viejo Lázaro. La mayoría de los elementos que conforman la imagen de este santo están en función de apoyar la vulnerabilidad de sus extremidades: las muletas lo socorren en su andar y los perros lamen sus llagas, marcas también de la exclusión. Marta María no necesita utilizar todo su ser, a ella le basta vestir sus piernas con las señas que considera características de esa divinidad para trasmitir sus significados y funciones a través de esta abstracción poética. Se ubica así en la situación del marginado y reclama de esta deidad, al igual que todos sus devotos, el respaldo que necesita. En esta pieza ella no representa fielmente al icono religioso sino que lo simula utilizando la materia prima fundamental de su discurso: su propio cuerpo, que se convierte en el vehículo ideal para canalizar sus preocupaciones. Este portador de marcas culturales, étnicas e ideo-estéticas, pugna por sustituir al artefacto ritual. Las sospechas comienzan con su nombre, que nos anuncia una rara relación con este santo. Marta y María, hermanas del Lázaro Obispo, son conjuradas esta vez para invocar la versión popular de esa divinidad, que es encarnada por la artista cual si estuviera “poseída” a la manera de lo que sucede en ciertas ceremonias religiosas. El discurso de la creadora sobre su identidad personal aparece como una amplificación del discurso mitológico de su contexto cultural. “Lo que yo hago –plantea Marta María– son reinterpretaciones de las manifestaciones religiosas, de los objetos, de todo lo que se refiere a ese mundo, pero con un lenguaje propio. Mi trabajo no es una investigación folclorista o etnológica, sino una aproximación cultural de una manera más amplia, más que nada observando cómo esa religión, esa parte de nuestra cultura, influye en la vida cotidiana” (entrevista con García Machuca, 26 de marzo, 1997). Otra vez aparece en su obra El viejo me dio el 17 (1996), primera fotografía del portafolio titulado Me pongo en sus manos, compuesto por diecisiete ejemplares impresos, firmados y editados por la artista, la deidad sintetizada, no ya a través de las laceraciones y el manto, sino a partir de sus fieles perros y su hierba propia: la escoba amarga. Esta alusión, mediante el sueño, a la imagen popular sirve de coartada para hablar sobre la lotería, que según Gramsci, estaba muy ligada a la religión pues, mientras ésta es el “opio del pueblo”, aquélla (la lotería) fue definida por Balzac como el “opio de la miseria”. El filósofo italiano señala, además, que hay “una estrecha relación entre la lotería y la religión: el ganar muestra que se es ‘elegido’,

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Marta María Pérez. El viejo me dio el 17, 1996.

que se ha tenido una gracia particular de un santo o de la Virgen” (Gramsci 1961: 215). Este juego ilícito de gran arraigo en la población es favorecido por el Viejo, quien no repara en las regulaciones del poder y envía sus señales para ayudar a sus protegidos, también en estos casos. Precisamente la fragilidad del ser humano es uno de los ejes que estructuran la propuesta Todo lo llevo conmigo (1994) de Carlos Estévez. Dentro de la poética de este creador nos interesa su discurso en torno al sacrificio y la laceración del cuerpo, por la similitud que podemos establecer con el ritual popular de adoración a San Lázaro y lo que emana de la propia imagen de esta deidad. Es sabido que el pago de sus promesas entraña una gran dosis de esfuerzo por parte de los devotos, quienes tienen que exponer su cuerpo a los rigores de las pruebas de fe que ellos mismos se imponen. Sin

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referirse a San Lázaro directamente, pero sin descartarlo como una de las posibles interpretaciones, pues como diría Salvador Redonet “nada es más soberano que una posible lectura” (1998: 62), pudiésemos hacer esa equivalencia. En esta obra se representa un hombre que porta en su cuerpo todas las huellas de su doloroso tránsito por el mundo. Su visión está obstruida por una cinta fúnebre de color morado, que, además de ser el color asociado a San Lázaro, declara su relación con los muertos. Es el cuerpo cercenado, amputado, maltratado pero que, sin embargo, sigue en pie, cual si la fuerza del alma bastara para sostenerlo. Es esta paradoja entre el cuerpo y el alma la que, según Carlos Estévez, puede establecer una relación con San Lázaro, pues tras ese cuerpo llagado sus devotos ven al ser que, además de severo e implacable, es piadoso, purifica, alivia, sana y entraña la salvación. Ese hombre que todo lo lleva consigo está cubierto de heridas que para el artista, son “el reverso de las medallas, son las marcas, la historia de una persona. Un emblema con las tiras colgando es la reproducción de la imagen de la herida, es la incisión con la sangre que corre” (entrevista con las autoras, 16 de diciembre, 1998). Esta pieza “incorpora al arte procedimientos de la religión. No es que lo estéticosimbólico regrese a participar de la liturgia, la representación y la parafernalia religiosos sino lo contrario: se apropia de recursos de la religión” (Mosquera 1994: 62). La obra de Carlos Estévez, de fuerte carga conceptual, recorre los intersticios simbólicos de múltiples culturas. Su práctica artística se ve asediada por orientaciones filosóficas que estructuran todos los resortes místicos y existenciales que conforman su discurso. Respaldado por el estudio sistemático en diccionarios, enciclopedias y libros de filosofía, este artista penetra en los orígenes del hombre y del conocimiento, en los saberes tradicionales. De ahí que la investigación antropológica le sea vital. A él, al igual que a Marta María, le interesa indagar en los cultos sincréticos en su dimensión conceptual, pero a diferencia de ésta prefiere no apelar a atributos, a artefactos u objetos específicos de estos cultos. La forma canónica de representar a ciertos poderes o deidades no seduce a este creador, quien se ve precisado a crear una peculiar iconografía para plenificar sus ideas. En ninguna de las obras aquí presentadas aparecen el rostro o la piel verdaderos de San Lázaro. Marta María presta su naturaleza, mientras que Carlos Estévez generaliza los atributos del Viejo hasta convertirlo en un hombre universal. Actualizar el legado de una tradición ancestral, ponderando sus alcances y preceptos conceptuales, constituye una alternativa que descubre los valores reales de un universo que por mucho tiempo ha sido visto como “salvaje” y “atrasado culturalmente”.

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III [...] y sé que estás allí, porque parece que ya no estoy tan solo en mi recinto. Raúl Hernández Novás

El principal provecho de estudiar un fenómeno netamente social desde los terrenos de la producción simbólica radica sobre todo en que mediante dicho procedimiento podemos analizar el imaginario colectivo y el modo en que éste refleja las contradicciones sociales. El arte, campo pleno de subjetividad, donde se trabaja a base de propuestas difícilmente concebidas como concluyentes, y espacio propicio para la reflexión y el cuestionamiento de los dictámenes del poder, también reproduce y subvierte –en términos simbólicos– relaciones de poder que afectan a la sociedad toda. No es desatinado entonces suponer que los pronósticos que emanan de este dominio estén en consonancia con el sentir de la mayoría. Por eso es altamente significativo el hecho de que aquí no se represente nunca al San Lázaro Obispo. Esto demuestra que la devoción popular y su proyección en el reino artístico poseen una lógica de sentido contraria a la que propugna la Iglesia Católica. El clima de porosidad cultural que se ha generado en nuestro contexto permite la libre transferencia de información y códigos entre grupos sociales diferentes. Fenómeno éste que favorece la relativización de presupuestos excluyentes y cerrados, que no reparan en las realidades que exceden sus límites. Las zonas artísticas ya se han ido despojando del halo que circunda lo inviolable y se han contaminado con las formas del otro cultural; aunque algunas de estas incursiones sólo aprehendan parcialmente las potencialidades culturales que el mundo desplazado ofrece. Esta tolerancia intercultural se hace eco de lo que Carlos Paz plantea con respecto al lenguaje, pero que puede ser trasladado al campo plástico: [...] detrás de las palabras del habla cotidiana se esconden patrones de conducta... al rechazar las “vulgaridades” lo que rechazamos no son simples palabras, sino patrones sociales de conducta [...] el habla popular es patrimonio de las personas de diferentes orígenes y los giros y voces populares fluyen tanto en boca del más iletrado como entre las personas más cultas (cit. por Hernández 1999: 42).

La peculiar permeabilidad del entorno plástico cubano y la convivencia de códigos que en él se verifican es la estrategia idónea para apoyar el dere-

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cho de las culturas a lo alternativo, a la diferencia. Es también el ámbito propicio para poner en acción la máxima de Foucault: “Donde hay poder hay resistencia”. La flagrante vocación de la cultura cubana de transformar el mundo o, tal vez, de imaginarlo mejor, debe signar todo acto hermenéutico que pretenda asomarse a realidades marcadas por el sino de la dominación, cualquiera sea la forma que ésta adopte; de modo que los análisis devengan ensayos decodificadores y sancionadores de las artimañas del poder. No debe pensarse en San Lázaro como un caso único dentro del concierto de las manifestaciones populares; apenas es un ejemplo de la larga cadena de silenciamientos que las instancias populares, protagonistas en el diseño de la identidad cultural cubana, caribeña y latinoamericana, han debido padecer. Éste pudiera ser tomado como un capítulo preliminar de un análisis mayor que aborde tanto las exclusiones que entidades y colectivos hegemónicos, como la Iglesia Católica, practican sobre otras realidades culturales, como las respuestas transgresoras que se elaboran desde la subalternidad o desde otros campos del saber. Estos hechos culturales requieren de estudios que trasciendan el simple dato etnográfico y articulen varias zonas del conocimiento, para aprehender el indiscutible valor y la complejidad de las manifestaciones de aquellos grupos que han permanecido y permanecen –no se sabe por cuánto tiempo– en condiciones de dominación. Y es que ya no es lícito invocar la ignorancia del pueblo para mantener tabuizadas cuestiones y preguntas, que pasan por la cabeza de todos y circulan por los aires de la ciudad. La minoría de edad del pueblo es un pretexto que invocamos muchas veces para encubrir nuestra pereza intelectual, cuando no nuestra arrogante y anacrónica seguridad (Forcano 1993: 12).

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RITUALES: EL ESPACIO PÚBLICO Y EL ESPACIO DEL ARTE Magaly Espinosa Delgado

El sentido es siempre la relación de un texto con una situación, con unos enunciadores en un contexto temporal y espacial. Jesús Martín-Barbero1

La vida transcurre sin que podamos vislumbrar con certeza los resultados de nuestros actos, sus beneficios o sus daños. En ese transcurrir, el pasado tiene un valor singular, el hombre lo abandona, pero el pasado no lo abandona a él. Lo vivimos desde esa dimensión en la que el presente se nos aparece como la posibilidad, aquello que es tangible, lo que aprehendemos, cambiándonos y acercándonos a las cosas desde diversas dimensiones. Pero cuando nada subsiste de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotica el edificio enorme del recuerdo (Proust 1964: 201).

Una evocación propia de los recuerdos nos ayuda a comprender por qué el reducto de los sentidos es un espacio de nuestro interior persistente ante el paso del tiempo. Ese reducto madeja las luchas por la primacía de los significados en el espacio y en el tiempo. Pero tal parece que la dimensión espacial supera cualquier sentido del tiempo. La cita anterior pertenece a Marcel Proust, de una edición hecha por la Editora Nacional en el año 1964, cuyo prólogo fue escrito por Virgilio Piñera y la portada es del artista Raúl Martínez. Estos datos nos remiten a una coincidencia en el espacio de la

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Vid. Jesús Martín-Barbero 1996: 16.

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cultura que habla con más insistencia de lo que fueron esos años para el arte en Cuba que cualquier tratado de teoría del arte. Frente al interés por el tiempo, el espacio se convierte en la justificación más beneficiosa de las acciones a través de las cuales se construyen las prácticas y se modelan las subjetividades. Sin embargo, ambos son conceptos que conforman el primer orden de nuestra existencia, quizás debido a ello es por lo que han ocupado la reflexión filosófica con perseverancia, siendo objeto de muchas de sus conjeturas. Un hilo fino y delgado por el que se trenzan encuentros y desencuentros. El espacio, en el sentido sociocultural, es el hábitat en el que se ordenan las ontologías sociales, un cruce de caminos, un hallazgo de momentos diferentes en los que penetran las prácticas simbólicas en la intimidad de los hombres2. En ese mismo sentido, la vida privada se ve asaltada por la vida pública: la radio, la televisión o el Internet modelan otras subjetividades. A su vez, el espacio público se hace cotidiano, se llena de los variados y ricos contenidos que emanan de la convivencia diaria. Esto ha dado por resultado que los procesos tradicionales de origen folclórico, las vetas etnológicas de la reproducción social, ya no se gesten sólo o primordialmente en la comunidad, la familia y el barrio, sino en interacción con las representaciones sociales, con las interpretaciones e innovaciones que de esos procesos realizan los medios masivos. Jesús Martín-Barbero se refiere a estos espacios como las nuevas maneras de estar juntos, sitios en los que la vida social se antropologiza (1998: 15). Las memorias compartidas, los textos híbridos, las narraciones discontinuas, ocupan un lugar en las representaciones de la alta cultura. Parecería que puede cumplirse el viejo anhelo de acercarnos al arte, devolviendo la producción artística a la desinteresada actividad estética. Este traslado del interés estético, este intento por ampliar las utilidades del arte, tiene su base en las mediaciones que se generan en el proceso de producción y reproducción simbólica, en las prácticas culturales que esas mediaciones conllevan. Ellas le imponen sentidos al consumo, hacen de él un fenómeno de carácter cultural que va más allá de un simple intercambio, 2

En la actualidad esta categoría se ha complejizado mucho, desde el horizonte de la teoría de la comunicación, hasta el de los estudios literarios y los estudios culturales. Los medios de comunicación y la imaginación cibernética han creado y ampliado nuestros movimientos y el sentido que tenemos de lo espacial. En el presente artículo me interesa resaltar la forma en la que la extensión de este concepto influye en las perspectivas socioculturales en las que se desarrolla la labor artística.

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hacia espacios generados entre las prácticas simbólicas y los medios de comunicación, entre la estética de la recepción y esa estética de la producción simbólica. Las cualidades de ese espacio en los procesos actuales del arte y la cultura no se explican simplemente a través del binomio estética-antiestética, propio del momento auto-crítico de la modernidad, devenida de una circunstancia en la cual la mirada del arte es su propio discurso. Se argumentan en una estética visual con un discurso que se extiende hacia toda la existencia humana, atacada por instancias en las que se auto-reconoce el encargo social. Lo que parece ser una crisis de los valores inamovibles del arte, pasa a ser un depósito desde el que se motivan matrices culturales que emergen del vasto fondo antropológico de la actividad social. Frederic Jameson nombra este proceso como neo-estetización o “dominante cultural”, una especie de gusto colectivo que él explica como un predominio de lo visual y del gusto visual que constituye una corriente y una tendencia extendida hoy a todo el mundo (1997: 354). Sin embargo, a este eminente pensador se le escapa una importante reflexión que nos ofrece Jesús Martín-Barbero en sus estudios sobre la comunicación. Martín-Barbero hace énfasis en la idea de que no se trata sólo de unificar contextos a través de lo visual, sino de las respuestas de los contextos que han democratizado las imágenes, impulsado y pulsado sus sentidos hacia lo popular, ambientando un espacio con nuevos sabores, olores, ritmos y cadencias. Es ya común que una celebración política se amenice con un concierto de la última orquesta de moda, que la imagen de un héroe ilustre una camiseta, o se desplieguen tras su fetiche objetos de usos disímiles. Los campos se interconectan en un mismo espacio, sea éste público o privado. Se intercambian los roles o los destinos, como sucedía en las celebraciones carnavalescas del medioevo, sólo que en el carnaval los cambios eran inofensivos, fueran de ropaje o de pareja. En la actualidad, ellos pueden tener grandes implicaciones en el orden ideológico o en el estético. El espacio simuló una de las más grandes aspiraciones de la modernidad: crear, bajo una forma única, una forma universal (Marardashvili 1992: 4). Éste es un tema crucial si se trata de comprender las diferencias lógicas entre las construcciones europeas y las de los países periféricos, ya que la modernización trae consigo para Asia y África un modelo postcolonial que armó temporalidades irregulares y discontinuas. Sin embargo, para América Latina y el Caribe la modernidad modeló desde sí misma esas temporalidades, pues diversas zonas de este continente y del Caribe se formaron a su amparo. No obstante, en ambos casos esa

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forma única no podía transitar al margen de la simultaneidad temporal que sobrevivía en un mismo espacio social. En el presente, además de esta constante referida a los órdenes mixtos de nuestras lógicas culturales, de lo que se trata es de comprender el agudo conflicto entre homogeneización y diferencia, globalización y fragmento y las consabidas estéticas visuales que conllevan. Entre estos extremos son los intersticios y lo residual lo que le imprime otro significado a las transferencias culturales. El intersticio y el residuo son como un espacio dentro del espacio, una abertura profunda de la que emergen las energías de los sentidos y las representaciones que las gentes hacen de sus vidas. El intersticio se expande hacia la reproducción masiva, representando el hábitat social de la vida cotidiana: mercados populares, ferias, supermercados, plazas, barrios, procesiones, festividades religiosas celebradas en los hogares, encuentros en estadios, parques. Es otra estética que se infiere de un pasado residual –no realizado–, que se reconvierte y se enriquece en el presente: “[...] es la visión de [Walter] Benjamin, no todo el pasado se ha realizado y es aquél el objeto a ser redimido, aprovechando en su virtualidad y potencialidad, pues es la parte de la vida no coaptada por el poder y que nos permite no dejarnos absorber por el presente” (Martín-Barbero 1998: 6). Ambas están vinculadas a aquella porción del sujeto, aquella esfera de las prácticas simbólicas que Nelly Richard ha descrito en su libro La estratificación de los márgenes cuando el estudio de las transferencias culturales saca a la luz respuestas no programadas por esas transferencias: “Una multiplicidad diversa de perspectivas quebradas y saberes fragmentarios, de versiones laterales y tradiciones soterradas, de conocimientos residuales y hablas limítrofes, ha reventado la esfera de lo homogéneo (de lo pleno y lo uno) que consagraba el ‘yo’ soberano de la cultura occidental” (1989: 51). Estas dimensiones del espacio construyen una especie de estética en paralelaje. Si algo le ha permitido al arte popular, a la estética de lo popular, subsistir en espacios vedados ha sido su capacidad de apropiación, su sentido de la ductilidad, su enorme poder para hacer comedia de la tragedia, y comedia de la comedia misma. Nada queda fuera de lo carnavalesco, adoptado como práctica cultural, nada está prohibido, todo es posible. El intersticio se reproduce entonces ante la demanda social, por los juicios de valor acumulados en la experiencia social. En él los objetos no tienen un significado en sí mismos, sino que se enriquecen producto de sus diversas formas de inserción en la experiencia, en la vida de la cultura. Así, cambian los roles, los ropajes: ser mendigos y reyes, ladrones y santos, y es por eso también, como decíamos, que la estética de lo popular es muy tolerante.

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El espacio funciona como un texto en el que se enclavan las mediaciones y se semantizan las prácticas simbólicas. Representa un nuevo modo a través del cual la sociedad se socializa, ya que se han extendido al ámbito social hábitos, costumbres y creencias que necesariamente ampliarán la esfera de los valores sociales y entre ellos los siempre afanados valores estéticos. La sociedad actual es más compleja que la sociedad del siglo XVIII o XIX, porque las esferas ocultas de nuestras vidas, sean referidas al sexo, al género, la familia, el barrio, los rituales o las horas privadas, son actos conocidos y mostrados en el espacio público. ¿Cómo puede el arte estar al día cuando las barreras de lo íntimo se difuminan? ¿Cómo puede sintonizarse con fenómenos sociales que siempre son latentes, emergiendo a cada embestida de los poderes dominantes? En la cultura cubana, la producción simbólica es un recinto de singular importancia. Ella fluye entre el campo de la autonomía y el de la estética de lo popular, entre las vivencias y los valores, entre aquello que aceptamos por imposición y aquello que dentro de cualquier espacio social es significativo para las costumbres, los hábitos, los gustos o las creencias. La condición de los artistas como portadores y reproductores del encargo social, su sintonía con la cultura popular, su conciencia sobre lo que significa potenciar los valores de la cultura, han sido factores de enriquecimiento para la estética de las obras. Describir este proceso significa trazar el mapa cognitivo del Nuevo Arte Cubano, desplegar su genealogía, desnudar sus apariencias. Las líneas evolutivas, las opciones estilísticas, las posibilidades de actuar desde dentro del proceso social, abriendo sus posibilidades para que juegue el anhelado papel de transformador social. Esta particularidad ha hecho del espacio social del arte un campo de batalla de reconversiones estéticas, apropiaciones o simulaciones desde las que se pueden describir niveles alternativos de producción simbólica que se desplaza entre intersticios, hegemonías, una estética autónoma o una estética popular. Las avenencias de esos movimientos ponen al descubierto distintas relaciones entre el espacio público y el del arte, por medio de posturas que emergen de un fondo común de rituales, representaciones o apropiaciones muy diversas. Uno de los rituales más intensos vividos dentro del arte cubano se encuentran en la exposición que realizó Tania Bruguera en 1992 bajo el título “Ana Mendieta-Tania Bruguera”. En esa ocasión, Tania utilizó cinco fotografías de performances efectuados por Ana entre 1971 y 19813 y una serie

3 Ana Mendieta nació en La Habana en 1949, emigrando a los Estados Unidos siendo niña. Vuelve a Cuba 19 años después junto a un grupo de artistas.

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de cuatro fotografías en blanco y negro enviada por la artista al Premio de Fotografía Cubana de 1982, reconstruyendo varias obras hechas por ella en 1976 y 1984. El espacio del arte le sirvió a la artista de justificación para encontrarse con los rituales de Ana Mendieta, haciendo que el tiempo trascendiera hacia el presente. La apropiación, como suele suceder, conserva el sabor del apropiado, pero debe tener también el ingenio del apropiador que le imprime otro sentido a la obra. Sin embargo, este inusual encuentro no se caracterizó por emplazamientos formales, deconstrucciones estéticas, sino que ponía su énfasis en la energía que emergía de las piezas, como incentivo para que desde una metodología de trabajo se hiciera posible acceder hacia el autoconocimiento. Al tallar las rocas de una cueva, ungir su cuerpo de fango, fundirse con los árboles y con la tierra, Ana crea metáforas sobre su identidad, intercambia sus poderes con los de la naturaleza, dándole a la obra artística una amplitud que la acerca a la vida. Con ese sentido de lo artístico la supuesta anécdota se opaca ante la evocación, por el significado espiritual de la estética que portan sus representaciones. Si para otros artistas los rituales le dan un sentido a la experiencia personal, facilitan las anécdotas de lo cotidiano, en las obras de Ana y de Tania ellos son la dimensión ontológica de lo espiritual. No se comen las vísceras de un animal, no se cuelga la artista de las paredes de una galería, si no hay una preparación previa del estómago, del alma o de una fe personal. El carácter testimonial de las fotografías es una excusa para que la presencia de Ana se hiciera tangible en el sagrado recinto del arte. Los rituales no son sólo una vía que permita sistematizar las costumbres, las creencias o el despliegue del argot popular, ellos tienen en sí una carga valorativa, una apariencia estética que le infiere un contenido particular en el conjunto de la cultura popular, y son también un exponente caprichoso de la volubilidad de esa cultura. Una de las artistas que ha logrado entroncar a través de su poética los rituales de la tradición con las vivencias y los significados del presente es Martha María Pérez. En ella –como en Tania Bruguera, Lázaro Saavedra y José A. Vincench– hay convenciones del ritual que se deslizan en el espacio artístico sintetizando el espacio público, al que adornan y re-significan, arropándolo hasta convertirlo en ceremonias que forman partes de sus propias vidas. Es sugestivo poder observar cómo Martha María apuntala escenarios de la Cuba actual, logrando que sus obras sean parte activa de la crónica que día a día describe las zonas del imaginario cotidiano de las gentes, mostrando con extraordinaria vitalidad cómo las costumbres y los ritos religiosos

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persisten funcionando en la realidad cubana. En su obra es constante la presencia de textos que complementan el sentido de las piezas, utilizando su cuerpo como soporte expresivo de ese sentido. La artista no muestra un especial interés en la técnica fotográfica, lo que parece ser su motivación fundamental consiste en alcanzar que las fotografías sean un vaciado de su mirada sobre los rituales y las supersticiones de la santería, las costumbres y los mitos que rodean a la cultura popular en su conjunto. Martha establece un juego con esos rituales, enmascarándolos con posturas que sintetizan el saber popular y el saber instruido, reúne los significados religiosos y sus formas de vivir en las costumbres, creando arquetipos visuales de aquello que conocemos por transmisión oral. Por ejemplo, en la serie Para concebir la artista toma en cuenta la tradición que envuelve a la mujer cuando se conoce que parirá mellizos, cosa que le ocurrió a ella misma. Se hizo fotos en estado de gestación manipulando los ritos y las costumbres que rodean este acontecimiento para poder adivinar el género de los mellizos, pronosticar el alumbramiento o eludir inconvenientes en el parto. Otra de sus series fotográficas, especialmente ingeniosa, es la que le dedicó al tema de la charada. En la tradición occidental la charada es un juego que consiste en buscar las sílabas de la palabra perdida que están disimuladas en un conjunto de las palabras. En Cuba esta tradición devino en juego de gran arraigo popular. Se cantaban los números que se elegían por sorteo y a los que eran asociados nombres de animales, profesiones, cualidades humanas o fenómenos de origen cultural. La artista aprovecha la manera en la que ese juego expresa la imaginación popular, vinculando número, imagen soñada y título en una misma fotografía, ya que soñar con determinados símbolos o determinados números podía significar un aviso para la buena fortuna. Es muy sutil la forma en que logra que participemos en este entretenimiento. Unas veces la alusión es directa entre el número y el título de la fotografía; así lo podemos apreciar en Dos palomas el 24, en la que ella aparece dormida y sobre su cabeza la imagen de dos palomas, haciendo que título y número signifiquen lo mismo. En otras piezas se activa la metáfora, como en la fotografía que tiene por nombre El viejo me dio el 17. Este número hace referencia a San Lázaro, santo sincrético de gran popularidad. Pero la imagen representada en el sueño de la artista no es la del santo, sino la de un perro, animal que siempre lo acompaña, y un ramillete que es uno de sus atributos. Algo similar ocurre con la fotografía Oyá me dio el 8. En ella los elementos que acompañan al sueño tienen diferentes significados. Oyá es un oricha de la santería cuya principal cualidad consiste en ser dueña del cementerio, y el número 8 en la charada significa “muerto”. Para relacionar-

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los visualmente, la artista hace colgar sobre una madera que tiene tres cruces, nueve pañuelos supuestamente de color rojo y negro, que son los colores de la falda que usa la deidad. De esta forma, soñar con estas representaciones debe inducir al durmiente a apostar por un número que relacione el significado visual de los elementos aparecidos en el sueño con el número que tienen en la charada. A través de toda la serie fotográfica Martha María ha introducido un juego en el juego. Si en el juego original era necesario descubrir la palabra buscada en las sílabas de otras palabras, con el que la artista nos propone, conoceremos no sólo el panteón de un culto, sino también la nomenclatura cultural de los números. Traducir un sueño significa entonces descifrar su contenido cultural. El espacio del arte se convierte en la obra de esta artista en un reducto donde se encuentran el ritual de la tradición religiosa y el de las costumbres populares. Un procedimiento estético similar es asumido por José A. Vincench; sin embargo, su entrada al ritual procede como un artificio del discurso visual. Este artista es un iniciado en santería, culto que practica por arraigo familiar. En su obra la función ritual y la función ideológica complementan aquellos contenidos que toma de su propia existencia cotidiana. Con este fin se destacan dos obras de la serie Rogación para los cubanos realizadas en 1996. Ambas evocan procedimientos de la santería que tienen como propósito alcanzar “protecciones” a través de distintas “labores” que al ponerse en práctica nos pueden librar de un mal destino, un pensamiento negativo, o de envidias y enemistades. Según el ritual al que alude una de las piezas, dicha “liberación” se alcanza utilizando un soporte de papel, una tela o un plato, sobre el que se escribe siete veces el nombre de la persona dañada y tres veces el daño o la perturbación. La inscripción se pasa sobre la llama de una vela hasta que se logra borrar con el humo las palabras y completar con ello el sentido de la práctica religiosa. Sin embargo, lo que más sorprende de esta pieza es el tipo de males de los cuales el artista quiere desprenderse: la inseguridad, la inercia, lo arbitrario de la autoridad, la ambición, el control estatal sobre las cosas, la doble moral, la mentira, la separación de la familia. Males humanos y sociales, como si a través del arte “se pudieran abrir claros de alivio en medio de las perturbaciones de la época” (Vincench 1997). La borrosa impresión dejada por el humo sobre la tela o el plato en la ceremonia original, el artista trata de reproducirla en los lienzos con palabras que se superponen, que parecen escritas por personas de poca instrucción, provocando esto que la lectura de las piezas sea difícil, por lo difuso e impreciso de la imagen. El arte se acerca al significado del ritual al poner al

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perceptor en el camino de un juego ceremonial donde puede encontrar sus propias demandas. En la serie aludida hay una instalación compuesta por diferentes gorros de lienzo de dimensiones variables. Para realizarla, Vincench invitó a un grupo de amigos a que escribieran en ellos sus deseos e inquietudes. En uno, la artista Belquis Ayón anotó: “grabado, salud, carro, promoción, creatividad, tesis, no justificarme, éxito”. En otro, la crítica y teórica del arte, Lupe Álvarez enfatizó: “yo, prudencia, barbarie, belleza, domesticar, democracia, rutina”. Casi se pueden conocer a los autores por sus demandas. El artista oficia entonces como un brujo que con su indicción nos protege, liberándonos del mal y encauzándonos hacia la buena fortuna. En la serie Para dar de comer al orisha (1997-98), Vincench elabora el más incomprensible diario de la vida de un ritual. Durante varios meses su padrino realizó diferentes prácticas espirituales encima de un papel que le había entregado previamente el artista. Dichas prácticas consistían en el sacrificio de animales para que con ello se alcanzara la limpieza del mal acaecido al consultante y se le protegiera. Una vez terminado el ritual las manchas que quedan sobre las hojas son una memoria de los diferentes momentos en los que se dio de “comer” al orisha. La obra no será un producto de la realización personal de Vincench, sino un resultado del encargo, de un gesto del artista por medio del cual el espacio bidimensional se comporta como el escenario privilegiado del ritual, en el que se ha sintetizado el sacrificio. Otra versión de lo ritual puede encontrarse en la pieza Desde el interior de la tierra. En un momento en el que Vincench realizaba una consulta, la letra de Ifá le aconseja oír las voces de sus muertos4. Tal sentencia es llevada al campo del arte a través de un dibujo en el que aparece el artista tratando de oír por un estetoscopio sobredimensionado como metáfora para simular el contacto con la tierra, que es una surtidora de los poderes de los antepasados y canal de comunicación con ellos. Aunque la imagen visual es muy sintética no debe escapársenos su complejidad, que como en las ocasiones anteriores nos permite apreciar la gran habilidad de Vincench para “ilustrar” un tipo de conocimiento. Ésta fue sólo una anticipación de un proyecto mayor que incluía poder escuchar realmente voces grabadas, en distintas ocasiones, de familiares y amigos.

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La exposición realizada por José A. Vincench en Galería Habana en 2000 bajo el título “Ni es lo mismo ni es igual”, se caracterizó por un conjunto de piezas que comprendían aseveraciones de los “Tratados de Odduns de Ifá”. Cada pieza describía una sentencia dictada al artista en diferentes momentos en los que se consultó.

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Los cultos sincréticos piden e involucran. Practicarlos significa acercarnos a su conocimiento, ya que no se trata sólo de una cuestión de fe, sino también de vivir las transformaciones del ritual bajo las condiciones socioculturales que lo rodean. Al convertirlo en metáfora bajo el influjo del arte, sus enseñanzas y la sabiduría que encierran, se potencian abriéndose sus posibilidades expresivas a niveles que cambian el propio sentido tradicional del arte por una acción cultural que no comienza ni termina en el ritual, sino que palpita en él como cultura. En 1995, Lázaro Saavedra expuso una instalación sin título que es una de las imágenes visuales más compactas del arte reciente cubano, ayudándonos a comprender que los rituales en la vida social cubana no están referidos sólo al aspecto religioso, sino que se encuentran en el tejido mismo de la sociedad. La misma consistía en una silla de ruedas que tenía al frente una pequeña mesa con un tablero de ajedrez en el que estaba invertido el orden de las piezas: las fichas blancas ocupan el lugar de las negras y viceversa. Le servía de marco a la instalación una gran tela negra a la manera de un hábitat sobre el que colgaban cuatro obras: un mapa mundi, una reproducción del rostro de Carlos Marx, una pintura del Sagrado Corazón de Jesús y la de unos pescadores a los que acompaña la Virgen de La Caridad, como si con ello se lograra que la Virgen se acercara a las agonías de la vida en la tierra. Ideología y religión comparten un mismo estatus. Intercambian sus roles, alterando sus significados originales, para penetrar el extenso escenario de la vida cotidiana. De forma tal que la ideología se humaniza –el rostro de Marx tiene un ojo que sangra– y la religión se ideologiza –Jesús tiene por corazón una bandera cubana, y en su cabeza el símbolo de la bandera norteamericana y en los labios la bandera rusa–. Las realidades sociales cubanas se juegan bajo un inmovilismo. Los extremos que la tensan, sean la fe o el mar, parecen igualmente compensados en una partida que no finaliza ya que hay un solo jugador. En estas como en otras obras el espacio del arte puede ser una justificación para acercarse a las energías del ritual, o a su transformación desde su propio terreno. También opera como artificio, como pretexto para movilizar los sentidos culturales de la vida, llevándolo hacia aquello que nos interpela desde lo social. El ritual es un escenario compensatorio, el espacio imaginario en el que danzan los símbolos. Puede que su presencia en el recinto del arte dependa de las lecturas directas, de las oblicuas, de las referencias o de las justificaciones para interpretar los sucesos sociales. Cualquiera de estas variantes lo consignan con una metáfora del azar, del destino o del deseo.

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LA RITUALIDAD EN LAS DANZAS DE LA REGLA DE OCHA Bárbara Balbuena Gutiérrez

Son muy pocos aún los estudios realizados en Cuba referidos a la danza folclórica y mucho menos los que se ocupan de explicitar las conexiones que ésta tiene con las condiciones históricas en las que se produce. La santería o regla de Ocha, por ejemplo, constituye una de las religiones populares cubanas a la cual se le han dedicado diversos trabajos investigativos, los que, en su mayoría, han logrado adentrarse en su estudio sin perder de vista sus antecedentes, pero se ha dejado al margen el análisis, tanto de las considerables transformaciones que ha sufrido este culto durante casi dos siglos de existencia, como de importantes manifestaciones representativas de las costumbres conservadas en la memoria cultural del pueblo. Tal es el caso de las danzas de la regla de Ocha. Entre las distintas religiones de origen africano conservadas en Cuba, se distingue la santería o regla de Ocha, nombres con los que se conoce al culto popular cubano originado a partir de las creencias y prácticas religiosas de los esclavos yorubas, de Nigeria occidental, sincretizados con elementos del catolicismo y otras expresiones religiosas de distintas procedencias históricas. Es ésta la religión de mayor complejidad y desarrollo entre las de antecedentes africanos en Cuba, y, además, la que mayor número de rasgos originales ha conservado. La santería o regla de Ocha es asumida por los creyentes sobre la base del culto a los orichas, que son las divinidades en torno a las que se desarrollan todas las formas de religiosidad que se producen en este contexto. Estas fuerzas sobrenaturales pueden influir en la vida de los creyentes ya sea para bien o para mal, por lo que en todos los momentos se procurará ganar su favor y para ello es necesario halagarlos, atenderlos y mantenerlos contentos. Es por esta razón que a los orichas van dirigidas las plegarias, invocaciones, sacrificios, ofrendas, sistemas de adivinación y la realización de diferentes ceremonias rituales. La práctica de las diferentes ceremonias de carácter ritual que se ejecutan en la santería, presupone determinadas funciones y objetivos dentro del culto, de allí que son muy frecuentes, diversas y con distintos grados de

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complejidad en su estructura. Algunas de ellas tienen un carácter secreto y requieren de la participación sólo de olochas y de otras categorías sacerdotales como babalochas, iyalochas, oriatés o babalawos; entre ellas están las ceremonias de iniciación o asentamiento y las fúnebres, como por ejemplo: el Ituto y el Levantamiento del Plato. En otras ceremonias, aunque rituales también, participan iniciados, creyentes y aleyos pues constituyen fiestas públicas, de ahí que tengan un carácter más colectivo y menos hermético. De éstas últimas, las que se realizan con mayor frecuencia en la actualidad son: el Wemilere o Tambor de Santo, el Güiro, el Bembé, el Cajón de Santo o Rumba de Santo y el Violín. Entre las principales expresiones socio-religiosas y culturales que son diferentes en cada una de las celebraciones rituales festivas de la regla de Ocha se destacan: las nomenclaturas que definen a cada tipo de fiesta, las orquestas instrumentales utilizadas, los toques o ritmos que se ejecutan, los cantos y rezos que se entonan, las formas de danzas que se interpretan y el clima general que alcanzan estos acontecimientos rituales. Entre las principales expresiones socio-religiosas y culturales que son comunes en todas las fiestas se destacan: sus motivaciones, el levantamiento de tronos o altares, la realización de orus, el fenómeno del trance-posesión y la estructura general de estas celebraciones. La motivación general de estas fiestas es la devoción religiosa enmarcada en la relación de dependencia ferviente que se establece entre el santero y sus orichas. Esta reciprocidad se fija como compromiso desde la ceremonia de asiento o iniciación. Entre las principales razones para rendirle culto a los orichas a través de una fiesta están: el cumpleaños de santo, el día del medio, la presentación al tambor, la conmemoración del día correspondiente al santo de cabecera del santero o del santo patrón de la casa-templo, para dar cumplimiento a una promesa, acatando el mandato de una divinidad, cuando se haya ofendido al santo, a la madrina o al padrino, y también como acto de depuración. Es muy extenso el universo danzario cubano actual, el cual ha sido conservado durante varias generaciones a partir de la génesis de un proceso transcultural que ha dado lugar a una enriquecida cultura popular tradicional danzaria genuinamente cubana. Este sistema de expresión kinética caracterizado por la diversidad de formas o estilos dancísticos, puede ser diferenciado para su estudio, a mi juicio, en dos grandes categorías: los bailes laicos, profanos o seculares y las danzas religiosas o sagradas. Para llegar a estas delimitaciones he tomado como punto de partida los destinatarios a los que está dirigido el mensaje, los que fueron diferenciados por Carlo Bonfiglioli (1995) como destinatarios humanos y destinatarios divinos. Partiendo

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de estos parámetros considero a las danzas pertenecientes a la santería o regla de Ocha como danzas religiosas o sagradas pues su motivación es religiosa, o sea, están dirigidas o representan simbólicamente a las divinidades o “seres” sagrados –los orichas– y se realizan en un contexto ritual. La adopción de este criterio responde a la necesidad de privilegiar la dimensión simbólica de la danza marcando a su vez dos de sus aspectos fundamentales: la significación y la comunicación. Toda danza religiosa se remite, explícita o implícitamente, al movimiento vital y mítico que es también el lenguaje de las divinidades. Desde la antigüedad, el hombre concibió la danza como una plegaria u oración, para mediatizar el poder de lo divino y enfrentarse a un conjunto de fuerzas aterradoras a las que no podía dar solución. A mi juicio, el que una práctica dancística constituya un acto religioso, una oración o plegaria, depende básicamente del contexto donde se realice. En el contexto de las fiestas rituales de la santería –tales como el Wemilere o Tambor de Santo, el Güiro, el Bembé, el Cajón de Santo o Rumba de Santo y el Violín– la danza constituye la razón fundamental para reunirse y el medio más propicio y orgánico para establecer los nexos de significación y comunicación con las divinidades, motivación esencial para la celebración de este acontecimiento. Aquí, aunque la danza coexiste con otras acciones rituales de gran importancia religiosa, ella, junto a los toques y cantos, constituye la atracción principal de la ocasión. De esta realidad contextual se desprende el hecho de que en las más recientes disertaciones referentes a la antropología de la danza, este concepto se amplíe al de dance event (evento o acontecimiento dancístico), donde la danza [...] es considerada con todo el ambiente que la rodea y el lugar donde se produce: no sólo el movimiento sino los asistentes, las razones para reunirse, la comida, la bebida, etcétera. De esta manera, la estructura de la danza se amplía a un radio mayor que el del movimiento en sí, y se inserta en el funcionamiento social a través del sentido colectivo que se le da al movimiento: la ocasión social (Islas 1995: 86).

Este evento festivo de la regla de Ocha constituye un “acto mágico-religioso”, concepto que tomo del propuesto por el antropólogo Arnold van Gennep y que él traduce como “rito” a partir de su propuesta de agrupar toda una serie de ceremonias rituales, aplicando el esquema de los ritos de paso. Van Gennep acata que estos tipos de actos “se ejecutan siguiendo un determinado orden” (1986: 9). Al precisar brevemente el sentido en que él emplea las palabras religión y magia, afirma que:

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[...] Estas teorías constituyen la religión, cuya técnica (ceremonias, ritos, cultos) llamo magia. Como esta práctica y esa teoría son indisolubles –convirtiéndose en metafísica la teoría sin la práctica, y en ciencia la práctica fundada en otra teoría– emplearé siempre el adjetivo mágico-religioso (1986: 23).

Retomando las ideas de Arnold van Gennep se puede decir que el rito es un acto técnico repetitivo, el cual se ejecuta siguiendo un orden preestablecido que responde a una tradición basada en una fe religiosa y fundamentada en la creencia de obtener un efecto directo o indirecto de lo que se anhela. Teniendo en cuenta que lo ritual se verifica a partir de una estructura básica que se repite en las ceremonias con un contenido mágico-religioso, es necesario profundizar en este particular. Las fiestas de la santería constituyen celebraciones rituales donde, al igual que en otras culturas, se combinan dos dimensiones sagradas yuxtapuestas: una lúdica y de disfrute, y otra litúrgica-cultural; una “caótica” (pero con sus propias reglas) y otra ordenadora (Bonfiglioli 1995: 60). El objetivo fundamental es rendirle culto a los orichas, ocasión en que los participantes a través de ofrecimientos de comidas, plegarias, cantos, toques, danzas y otras expresiones religiosas, persiguen un acercamiento espiritual con las divinidades. Existe una subversión de las reglas habituales en la medida que hay cierto desorden y excesos en cuanto a la ingestión de bebidas alcohólicas, la alegría festiva y el movimiento en general que se produce en una casa-templo. Sin embargo, estas ceremonias conforman un acto mágico-religioso en la medida que se ejecutan siguiendo un determinado orden que responde a una tradición basada en una fe religiosa. El ordenamiento ritual en las fiestas de la santería está en correspondencia con la mitología religiosa, la cual entra como elemento vital en los ritos sagrados que se producen en estas celebraciones. Ellos son los que explican las causas y el por qué de las acciones que se deben realizar, como por ejemplo: “Hay que tocarle, cantarle y bailarle primero a Elegguá porque si no, nos enturbia la fiesta” o “No se pueden tocar los tambores batá de noche porque a esa hora están rondando los muertos y atraen las discusiones y peleas”. B. I. Sharevskaya al referirse a la importancia del mito en las religiones del África tropical apunta: El mito religioso sirve como guión, que ha de seguir, durante la ceremonia ritual y es al mismo tiempo un texto que se recita con un tono especial de voz, instituido para establecer una relación mágica entre los personajes del mito y los oyentes. Tanto la escenificación ceremonial del mito como su recitación se suelen hacer con un especial lenguaje sagrado, es más que un simbolismo: es un potente acto mágico (1979: 75).

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Los mitos de la regla de Ocha relatan desde el origen del mundo hasta los sucesos acontecidos a los orichas, las facetas de sus vidas y la relación de éstos con los mortales. La mitología religiosa también está contenida en las plegarias y cantos que se entonan en estas fiestas, a manera de conducción o guía de los orus, acciones y danzas. Las celebraciones rituales festivas de la santería se realizan en la casa del santero, de su madrina o padrino de santo, de familiares o hermanos de santo, y también, en espacios alquilados que posean las condiciones mínimas necesarias para la realización de sus acciones. La preparación de la casa-templo se efectúa desde el día anterior, se limpia y organiza el local, se levanta el trono o altar, se confeccionan todos los dulces caseros tradicionales y se compran las frutas, flores, velas y todos los elementos imprescindibles para poner en práctica los actos del evento religioso. La estructura de estas celebraciones está en dependencia del tiempo de duración de la festividad y la tradición de la casa-templo, pues en algunas localidades del país las fiestas en honor de determinadas divinidades, como es el caso de Babalú Ayé o Changó, pueden durar de dos a tres días. En estos casos, tanto la distribución de sus principales ritos, así como sus denominaciones y acciones, pueden variar. En el caso de las fiestas que sólo transcurren en un día –que son las de mayor frecuencia– se repiten casi sin variante alguna los mismos actos. En este último caso el orden de las ceremonias es el siguiente: la misa espiritual, el Ñangaré, el almuerzo ritual, dar coco a los santos, Oru del Igbodú, Oru seco u Oru de adentro, Oru de eyá aranlá, ibán baló u Oru de afuera y la comida ritual. Es el Oru de afuera la ceremonia ritual que comprende cantos, toques y bailes. Ésta tiene un carácter público, ya que participan todos los invitados a la celebración –santeros y aleyos–, pues las acciones anteriores son cerradas para aquellas personas que no sean de la familia ritual o sanguínea del que realiza la fiesta. Sin embargo, cuando se trata de un Tambor de Santo (añá), bailan frente a los tambores sagrados sólo los que estén autorizados a hacerlo, en este caso, los iniciados en la regla de Ocha. Este tipo de himno ritual se ejecuta en un orden determinado. En el Oru de afuera, el orden ritual de los cantos, toques y bailes se interrumpe con la llegada de los olochas, a los cuales se le saluda con un canto y ritmo invocatorio del oricha que haya asentado (santo de cabecera) y éstos deberán bailar en su honor y luego saludar a los tambores (al igual que se hace al trono), según el sexo de su santo. En dependencia del oricha al que están dedicados los toques y cantos propiciatorios, saldrán a bailar los adeptos que, a su vez, responden como coro al akpwón. Es así como, por la emotividad colectiva y la fuerza ritual adquirida en la relación akpwón-coro-

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Desarrollo de ceremonia ritual, Cuba. Fotografía: Miguel Mariano Gómez.

orquesta, se produce el fenómeno del trance-posesión. De ese momento clímax del Wemilere, el maestro Fernando Ortiz apunta: Sólo cuando se advierten los pródromos nerviosos de la posesión enajenadora, se concentran los cantos y se repiten sin cesar las frases invocativas del conjuro, se acentúan más los ritmos y los tambores apresuran sus broncas llamadas y acosan al danzante hasta que lo rinden al oricha; que “sube a su cabeza”, le infunde el éxtasis y se posesiona de él (1965: 287).

El objetivo fundamental de los toques, cantos y bailes que ejecutan los participantes de la fiesta, profanos o santeros, es provocar el fenómeno del trance-posesión. El oricha va a descender en forma festiva produciéndose una comunión entre los adeptos. La divinidad, al bajar, se posesiona de un caballo de santo, a través de ese cuerpo se materializa, se hace visible y entonces se observará una relación más directa entre los santeros y sus santos. La relación se desenvuelve de forma familiar. Los orichas bailan delante de sus hijos, reciben sus saludos, escuchan pacientemente sus quejas, los aconsejan, resuelven sus dificultades, amonestan cuando no han seguido sus

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consejos o peticiones, conceden gracias, comen y brindan de las comidas de ofrenda y además prenden1 a su capricho. Luego de producirse la posesión, el creyente baila con más fuerza y belleza. El poseso es llevado al Igbodú, se le quitan los zapatos para que entre en contacto con el mundo sobrenatural, se le viste con las ropas y atributos correspondientes al oricha y sale a comunicarse con sus hijos. Si no hay vestuario suficiente, se le colocarán elementos relacionados por el color u otras características como, por ejemplo, pañuelos de colores o atributos simbólicos. Los trajes de los orichas son de gran belleza y tienen importancia ritual. Cada uno posee el suyo propio y aunque el modelo apenas varía, se diferencia por los bordados y pinturas alegóricas, la combinación de los colores, las marcas rituales, además de otros adornos complementarios como carteras de diferentes pieles (tigre, chivo) o de saco, gorros y sombreros. Los bailes de los orichas constituyen uno de los principales atractivos de la fiesta. Aún cuando el patio o la sala de la casa-templo sean muy reducidos, la mayoría de los invitados bailan; incluso los que no saben, tratan de imitar a un bailador o simplemente se mueven a ritmo de la orquesta. El carácter religioso que sustenta a las danzas de la regla de Ocha se debe no sólo al contexto donde se realizan, sino también a su dimensión simbólica. Las danzas caracterizan a cada uno de los orichas y los atributos que representan (el mar, el río, la paz, las enfermedades, el remolino), lo que realice en cada momento (trabajo, guerra, caza, juegos), sus estados de ánimo (alegría, ternura, rabia, miedo), facetas de su desarrollo (cuando son niños, jóvenes o viejos), secuencias de su personalidad (maternal, altanera, juguetón, brusco, sensual) y las danzas de tipo festivo en que las divinidades se divierten y se lucen. Su alto contenido expresivo se observa a partir de que cada movimiento, gesto o pantomima tiene una significación y comunica una idea o mensaje, de allí que la motivación temática de estas danzas recae sobre el marco de las danzas narrativas. La difícil ejecución de las danzas de santería se expone, no sólo por la diversidad de los pasos y variantes que prevalecen, sino también por la coordinación de los movimientos de las diferentes partes del cuerpo que están implícitas. Estos elementos están estrechamente vinculados a los ritmos producidos por las orquestas utilizadas en los diversos tipos de celebraciones rituales, dado que al cambiar los ritmos y cantos, cambian los pasos y gestos.

1 Es cuando el oricha (poseso) inesperadamente coloca en el cuello de un creyente el collar de Maso de Obatalá (todo blanco); luego de esto, el individuo deberá iniciarse en Ocha (asentarse) rápidamente.

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El acto mágico-religioso que se produce en las fiestas de la regla de Ocha alcanza una dimensión representacional a partir de la riqueza en los diseños espaciales y corporales que imperan en sus danzas: coexisten danzas colectivas donde cada individuo se mueve independientemente, danzas en líneas paralelas que avanzan y retroceden frente al tambor, de tipo procesional –varias filas avanzan hacia un punto determinado–, como por ejemplo, la presentación al tambor de los Iyawó; danzas que describen círculos que giran en contra de las manecillas del reloj (Yemayá), y otras que contienen movimientos en círculos con un danzante en el centro (Ogba). Aunque en el acto dancístico de las fiestas coexisten los diseños simétricos y asimétricos, son estos últimos los que prevalecen en la ejecución colectiva de las danzas, si tenemos en cuenta que en el Oru de afuera los participantes se colocan de manera libre y sin orden alguno frente a la orquesta. Esta disposición en el espacio es la que predomina en el Tambor de Santo, si bien está en dependencia también del lugar donde se realice la acción, o sea, si el recinto es reducido o amplio. Los concurrentes que no están montados se mueven prácticamente en el espacio parcial, de lo contrario los desplazamientos son generalmente reducidos y responden al diseño específico de la danza del oricha al que está dedicada la acción. En cuanto a los diseños corporales (que también influyen directamente en la dimensión representacional de las fiestas sagradas), las características fundamentales dependen de la utilización de los brazos con los movimientos de la saya, los atributos simbólicos y la pantomima de la danza, en general. Es una característica recurrente el constante accionar de los hombros vinculados a la espalda y al pecho, interviniendo el torso en su conjunto, y la utilización de la pelvis en algunas danzas, principalmente en los gestos eróticos de la pantomima de determinados orichas. Prevalece con bastante frecuencia la inclinación leve del torso hacia delante, permitiendo una mejor utilización de los movimientos de esta región. En la ejecución de los pasos, las piernas se mantienen levemente flexionadas, aspecto que influye en el estilo de esta forma de danza, al igual que el apoyo de toda la planta del pie y en menor escala, del metatarso. En la realización de los giros en eje, el torso se inclina a favor de este movimiento. Los movimientos ondulantes del torso, fundamentalmente del pecho, los hombros y la espalda, caracterizan el estilo de las danzas de los orichas. La belleza que le imprime a los pasos, atrae la atención de los espectadores tanto cubanos como extranjeros, en el presente y en el pasado. Otra cosa sucede en la utilización de los diseños espaciales y corporales de los posesos. Como ya he expresado, las danzas de los orichas adquieren mayor belleza tanto por la ejecución de la cantidad de pasos y figuras, como

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por la amplitud y desplazamientos que alcanzan los movimientos de los caballos de santo. En este caso, los montados se desplazan bailando o con gestos y mímicas correspondientes a la divinidad, realizan movimientos amplios o exagerados con el objetivo, no sólo de hacer prevalecer su presencia, sino también, de demostrar sus poderes y autoridad sobre sus hijos o plebe, y la capacidad de su dominio en la música y la danza, aspectos básicos en la comunicación ritual entre los creyentes y sus santos. Cuando comienza el fenómeno del trance, el santero empieza a perder el equilibrio al ejecutar las acciones dancísticas, mantiene generalmente el peso del cuerpo sobre una pierna y se produce como una especie de catarsis de movimientos convulsivos, localizados fundamentalmente en la cabeza, troncos y brazos. Al caer poseído por el oricha, el resto de los participantes, luego de apartase para darle espacio a sus movimientos, se agachan, tocan el piso con los dedos y luego lo besan, denotando así respeto, veneración y pleitesía por la presencia de la divinidad. A mi juicio, específicamente en el contexto de las fiestas rituales, la danza constituye la vía de estímulo fundamental que induce al estado del trance-posesión. Alberto Cutié Bressler, al analizar las diferentes vías que pueden conducir a este fenómeno desde el punto de vista biosomático, afirma que “la hiperventilación por medio de la respiración acelerada de forma voluntaria o como consecuencia de la sofocación provocada por el baile ritual en medio de una atmósfera sobrecargada” y que, según las últimas investigaciones referentes a los cambios humorales provocados por la hiperpnea, “han demostrado que ‘una tempestad de movimientos’ es susceptible de dar lugar a cambios químicos en el organismo, que resultan muy similares a los efectos tóxicos de los psicodislépticos, siempre que en la excitación motora se afecte también la respiración, tal como ocurre en los rituales para el logro del trance-posesión en los diferentes sistemas mágicoreligiosos vigentes en Cuba” (1998: 98). Influyen también en el trance-posesión, desde el punto de vista psicológico, otros factores que están íntimamente ligados a la danza, como son la atmósfera mística colectiva de la festividad religiosa, la percusión sucesiva y cada vez más acelerada de los tambores, el texto y la repetición constante de los cantos a los orichas y el balanceo permanente, rítmico, repetitivo y colectivo de los participantes. Cuando el estado de trance-posesión es genuino (porque también son constantes los falseamientos, que los santeros llaman “filmar”), los danzantes posesos sustituyen su personalidad por las de los orichas que han bajado, y realizan actos inverosímiles como comer harina caliente, sentarse en el fuego o meter la mano en una cazuela con harina hirviendo (en el caso de

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Changó); comer cucarachas (que son como chicharrones de puerco para Yemayá), lamer las llagas o pústulas de algún devoto enfermo (Babalú Ayé), etcétera. Para Alberto Cutié estos fenómenos corresponden a los estados disociativos de la conciencia donde “la anestesia o hipoestesia táctil, térmica y dolorosa, así como los sentidos de la vista y de la audición” son muy característicos. También acota que “la aparición de recursos físicos inusuales en el estado de trance puede llegar a asombrosas habilidades, como la fuerza física descomunal (comparable con el furor epiléptico y la agitación catatónica), los malabarismos peligrosos, capacidad de trepar, de reptar y contorsionarse, la aparente inmunidad al filo y al fuego, etcétera” (1998: 79). En este período, el poseso es capaz también de expresarse en la lengua ritual de la santería (yoruba o anagó), que en muchos casos es desconocida para los actuantes y que frecuentemente es traducida por la madrina o un santero de confianza que acompaña al caballo de santo en las celebraciones, con el objetivo de socorrerlo, secarle el sudor durante la ejecución de la danza o cuando lo necesite. A esta prueba importantísima en que el sujeto está en estado de trance se le nombra científicamente “xenofasia (hablar en una lengua extrajera presuntamente desconocida por el sujeto) [...] o la jergafasia (hablar en jerga)” (Cutié Bressler 1998: 79). El poseso-oricha conversa con los participantes, danza junto a los creyentes u observa cómo lo hacen, y si le gusta, demuestra su aprobación saludándoles de manera ritual, colocándoles alguno de sus atributos simbólicos (sombreros, garabatos, agbegbe...), ofreciéndoles tomar o comer alguna bebida o comida sagrada, untándoles con ambas manos parte de su sudor (que representa el aché del santo) por la cara, etcétera. En su comunicación con los santeros se puede percibir [...] la aparición de una acentuada capacidad de comunicación parapsicológica, donde se incluye la adivinación de particulares evidentemente desconocidos por el sujeto, precogniciones o retrocogniciones, telepatía, telesinesia, etc., fenómenos todos que se informan en la literatura científica de aparición relativamente frecuente en los estados de hipnoides de conciencia (como el trance) y en el sueño normal (Cutié Bressler 1998: 79).

Cuando termina el período del trance, el poseso, invariablemente, no recuerda nada de lo sucedido (amnesia lacunar del período crítico), pregunta qué pasó, dónde está, qué hizo, etcétera. La estructura de las danzas de los orichas puede ser analizada o reconstruida sobre dos perspectivas diferentes: en su totalidad, o sea, cómo están organizadas las diferentes danzas durante el tiempo que dura la ceremonia

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ritual festiva, el qué y cómo se realizan las acciones dancísticas; o en su particularidad, de acuerdo al armazón de los motivos y frases de movimientos de cada una de las danzas en particular. En las dos vertientes señaladas, la estructura está basada en tres partes fundamentales: el principio (exposición), el desarrollo (anticlímax y/o clímax) y el final (desenlace). A pesar de que la danza tiene una fuerte dependencia y correspondencia con la música, posee una gran libertad expresiva e improvisadora en cuanto a sus movimientos y gestos en general. El gesto constituye en las danzas de los orichas el medio más propicio, rico y flexible para expresar las ideas religiosas, los estados de ánimo de la divinidad, para apoyar, corresponder y significar los textos de los cantos acompañantes y para complementar la comunicación no verbal establecida en el lenguaje danzario. Están implícitos los gestos funcionales, emocionales, sociales y rituales en la comunicación y significación dancística en las fiestas de la santería. Los gestos funcionales, que son los relativos a las acciones cotidianas, son generalmente los más utilizados: en las danzas de Elebguá, el oricha abre o cierra el camino con su garabato, juega a las bolas, empina papalote, fuma tabaco; Ogún corta con su machete las espinas y yerbas del monte, afila su arma, golpea los hierros; Ochún se abanica con su agbegbe, se baña en el río, se acicala; Changó se arregla los bigotes, se pone la ropa, monta a caballo, etcétera. Los gestos emocionales expresan los estados de ánimo de las divinidades en dependencia de cómo se manifiestan en la danza. Ellos se complementan con gestos faciales y exclamaciones de gritos, risas y palabras o frases entrecortadas. Abundan, además, los gestos eróticos y sexuales que están relacionados con los movimientos rotativos de la pelvis, tocarse los genitales o utilizar los atributos simbólicos en función de lo expresado. Los gestos sociales son aquellos que están dados en los saludos o en la relación de comunicación que se establece entre los orichas y los santeros o entre las propias divinidades. Por ejemplo: postrarse frente a los tambores o a los pies del akpwón, poner el iruke de Oyá o el hacha de Changó encima de la cabeza de un santero en señal de aprobación o para llamar la atención, etcétera. Algunos de los ejemplos anteriores podrían servir para ilustrar los gestos rituales, pues ellos responden a los movimientos de carácter religiosos, y los saludos que realizan las divinidades son de hecho religiosos. Un gesto ritual puede ser también persignarse. Estos tipos de gestos se relacionan entre sí, puesto que un ademán funcional puede también responder a un estado de ánimo específico, por sólo poner un ejemplo. Tiene razón Carlo Bonfiglioli cuando destaca que

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[...] las danzas nunca se han apartado de sus raíces festivas. Si bien puede haber fiestas sin que haya danzas, difícilmente encontraremos danzas desvinculadas de un entorno festivo. La fiesta, pues, es uno de los “contenedores contextuales” de las danzas (1995: 61).

Puedo concluir reafirmando que las danzas de la regla de Ocha son religiosas o sagradas, pues constituyen una plegaria a los orichas y el medio más propicio para establecer los nexos de significación y comunicación con las divinidades en el contexto ritual de las ceremonias festivas de la santería. Este acontecimiento dancístico es un acto técnico repetitivo el cual se ejecuta siguiendo un orden preestablecido que responde a una tradición popular cubana basada en una fe religiosa y fundamentada en la creencia de obtener un efecto beneficioso o positivo –directo o indirecto– de lo que se anhela, en este caso, por medio de los orichas.

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SOBRE MARCAS O HUELLAS DE ÁFRICA EN EL PENSAMIENTO MUSICAL CUBANO1 María Elena Vinueza

Durante años, el estudio de la contribución africana a la cultura musical de Cuba ha constituido un objetivo fundamental en el quehacer musicológico cubano. Encabezados por el gran sabio cubano don Fernando Ortiz, los estudios sobre esta temática han cubierto un gran número de páginas en las cuales ha quedado exhaustivamente demostrada la trascendental importancia que tuvo la presencia africana en el poblamiento de Cuba, deviniendo sin duda en componente esencial para la actual identidad socio-cultural del pueblo cubano. La presencia de africanos en Cuba se registró desde el siglo XVI, sin embargo, no fue hasta finales del siglo XIX que su número se hizo significativamente alto dentro de la sociedad colonial de entonces. Después de 1792, debido a la transformación de la economía agro-industrial de la isla y a la inserción de Cuba en el mercado mundial como principal productor de azúcar de caña, se hizo imprescindible introducir grandes cantidades de africanos a los que, en condiciones inhumanas de vida y de trabajo, les tocó protagonizar el episodio más trágico de la historia de la nación cubana: la esclavitud. Se ha estimado que sólo entre 1790 y 1860 fueron introducidos en Cuba aproximadamente 1.137.300 esclavos africanos, trasladados desde una extensa área de la costa occidental de África, que abarcó desde el golfo de Guinea hasta el sur de Angola, y que afectó fundamentalmente a pueblos del área lingüística nigero-congolesa. La composición etno-cultural esencial de esta población africana puede resumirse del siguiente modo: – Africanos reconocidos con la denominación meta-étnica de congos, procedentes del área etnolingüística bantú desde la parte norte del río Congo hasta el sur de Angola correspondientes al subgrupo lingüístico

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Una primera versión de este artículo fue presentado como ponencia durante la conferencia del Festival “Afromusic”, celebrado en Costa de Marfil en diciembre de 1998 y publicada en la revista Clave 1 (1999) bajo el título “Cultura musical cubana: las huellas de África”.

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benué-congo. Entre ellos se diferenciaron los bacongo, loango, bafiote, macuba, mayombe o yombe, mondongo, musundi, musoso, ambundu, cambaca, entre otros. – Africanos procedentes del margen oeste de la desembocadura del río Níger, actual Nigeria, con predominio de población del subgrupo lingüístico kwa y significativa presencia de yorubas. Estos africanos fueron reconocidos en Cuba bajo la denominación multiétnica de lucumí y se diferenciaron como oyó, egbado, iyesa, entre otros. Como lucumí también se introdujeron en Cuba africanos de otros pueblos vecinos del subgrupo lingüístico kwa y de las etnias edo, nupe, mosi, ywani, entre otras. – Los africanos reconocidos en Cuba como carabalí fueron traídos del área que abarca la margen este del río Níger, al sur de Nigeria, hasta la desembocadura del río de la Cruz en el Viejo Calabar. Entre esa población se registran esclavos ibibio, de lengua efik (subgrupo benuécongo), los ekoi que se identifican como berún y atam. También del subgrupo kwa se reconocen a los ibo o igbo, a los isuama, isuche, oru, entre otros y a los iyo, denominados bran o bras. – Del subgrupo kwa son también los ewe y fon procedentes del centro y sur de la actual República de Benin, antiguo reino de Dahomey. En Cuba, estos esclavos fueron reconocidos con la denominación étnica de arará, seguido de un segundo término como sabalú, dahomé, mahino o majino. A estos cuatro grandes grupos se sumaron esclavos de otras procedencias cuyo número fue más reducido en la población esclava de la isla. Ése es el caso de los esclavos mina procedentes de la Costa de Oro; los achanti y los fanti del etnos akán; los mandinga, término que agrupó a los mandé y también a esclavos bambará, fulbe, gola, malinqué, susú, entre otros. Los ganga, que proceden de Sierra Leona y Liberia y que como denominación también incluye a los pepel, quisi y wolof. Así como de esclavos reconocidos como macua que provienen por excepción del área oriental de África2. Cómo antes señaláramos, el aporte cultural de todos estos pueblos africanos resultó esencial en la formación y desarrollo de la cultura cubana. Sin embargo, ¿a qué nos referimos propiamente cuando tratamos de establecer el verdadero significado de ese aporte o contribución de África a Cuba?

2 Sobre este tema puede ampliarse en el libro Componentes étnicos de la nación cubana (1996), de Jesús Guanche.

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Sin duda en nuestra cultura musical, los rasgos más inmediatos y quizás más epidérmicos de esa contribución, se encuentra en los valiosos exponentes de una creación musical y danzaria de marcado antecedente congo, yoruba, arará o carabalí que tipifican la conducta folclórica-popular de amplios sectores de nuestra población. Del mismo modo que ocurrió con expresiones de las artes plásticas, con remanentes lingüísticos y de la tradición oral, el medio más apropiado para la preservación y socialización de las concepciones culturales africanas fue, sin duda, el espacio ritual-festivo de las religiones populares, sincréticas por excelencia, reconocidas en Cuba como regla de Ocha o santería, de antecedente yoruba, el Palo Monte, basado en creencias congas, el culto a los vodú de los arará, y las sociedades secretas Abakua, portadoras de antiguas leyendas del Calabar. En los cantos y toques de los sagrados tambores batá, en los toques de bembé, en los cultos arará, en la makuta, la yuka, el kinfuiti o en el plante abakua, han quedado preservados los modelos de elaboración melódica, rítmica, tímbrica, de estructuración formal y funcional que caracterizan el pensamiento musical de las diversas culturas africanas que sirvieron de referentes. De hecho, en los instrumentos de la música folclórica y popular de Cuba, un alto por ciento está representado por aquellos idiófonos y membranófonos que por los rasgos morfológicos, técnicas de construcción y ejecución aún pueden relacionarse directamente con los modelos organológicos de diversas regiones y culturas africanas. Incluye tipologías tan antiguas como la caja clepsídrica de los sagrados tambores batá o los sistemas de atadura con cuero o cáñamo en las cajas cilíndricas de los tambores iyesa; o la caja en forma de copa con el cuero atado y tensado por medio de estacas que se introducen perpendicularmente en la parte superior de la caja de resonancia, para conformar una tipología que en Cuba caracteriza a los tambores arará de antecedente dahomeyano; o las cajas cilíndricas con el parche atado y ajustado por medio de cuñas parietales de tensión, típico de los tambores abakuá de La Habana y Matanzas; o las cajas cilíndricas con el parche clavado de los tambores de yuka, makuta, ngomas de los congos y paleros o la peculiar morfología del kinfuiti, único tambor de fricción conservado a partir de esa tradición bantú. Del mismo modo, entre los idiófonos se pueden mencionar y relacionar con un antecedente preciso tanto en su forma física como en su funcionalidad, al abwe o chequeré, al ekon, el agogo, el nkoko, el ngongue, el atcheré, entre otros. Es larga la lista de ejemplos que podemos ofrecer y por cierto, la totalidad de ese complejo universo musical ha quedado ampliamente explicado

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en artículos y ensayos anteriores, especialmente en la obra Instrumentos de la música folclórica popular de Cuba. Atlas (CIDMUC, 1998), elaborada a partir de estudios bibliográficos y trabajos de campo realizados por nuestro equipo a lo largo y ancho del país desde 1980 hasta 1991, para luego asumir la realización musicológica y cartográfica de este libro publicado en dos tomos de texto y una carpeta de mapas. De igual manera, ejemplos musicales de gran interés aparecen compilados en los nueve volúmenes discográficos de la colección Antología de la música afrocubana y en los discos Cantos de congos y paleros y Cantos y toques de Santería, el primero dedicado al repertorio musical de antiguos cabildos congos de filiación bantú, aún conservados entre núcleos rituales de la región centro-occidental de la isla; y el segundo, representativo de tres variantes del oru o secuencia ritual de cantos y/o toques de la regla de Ocha o santería cubana yoruba, y desarrollada como el culto sincrético más popular de nuestro país3. Pero coincido con el musicólogo cubano Argeliers León cuando en su artículo “Continuidad cultural africana en América” afirma que: “el mecanismo cultural, social, en el desarrollo de la música americana, no radica en la conservación de injertos de expresiones o raíces que puedan cortarse, sino que es necesario situarlo en los procesos de conservación, acumulación y transmisión que determinan la evolución de las funciones sociales del lenguaje musical en tanto sistema de comunicación” (1986: 127). Ya antes, en ese mismo texto había aclarado que en “el mecanismo de inserción de modelos sintácticos y retóricos en un lenguaje musical podemos ya señalar que no se tratará de unas ‘raíces’ definibles como fórmulas rítmicas, esquemas rítmicos estereotipados en ‘un, dos, tres, hey’; ni claves, ni maracas batidas en desenfreno; ni escalas ‘defectivas’, lo que sólo sirve para colorear un producto de fácil absorción y llamarle afroamericano” (1986: 120). Por tanto, el conocimiento acucioso de nuestro patrimonio folclórico debe servirnos en primer lugar para comprender los rasgos o regularidades del pensamiento musical africano que pudo reintegrarse y desarrollarse en el contexto sociocultural de Cuba y de qué modo, en carácter de “marca o

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La música compilada durante estas jornadas de trabajo y grabación in situ, también ha sido editada en los discos Afrocuban Music to Salsa (Piranha Record, Germany, 1998), Folk Music of Cuba (Colección UNESCO, 1995) y en la colección en cuatro volúmenes Retrospective officielle des musiques cubaines (CIDMUC, 1999). Por su extraordinario valor artístico y patrimonial también se recomienda la colección discográfica grabada por el apkuon cubano Lázaro Ross y recientemente publicada bajo el sello disquero Unicornio de Producciones Abdala.

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huella cultural profunda”4, algunos de esos rasgos del pensamiento musical africano han quedado incorporados a todas las esferas de la creación musical del cubano, tanto en el ámbito de lo folclórico y popular como en lo más académico de la creación sinfónica y de cámara. El primero de esos rasgos, entre los de mayor significación, está relacionado con la manera en que el músico cubano concibe y conforma el conjunto vocal e instrumental para hacer su música. Me refiero a un conjunto de tambores batá, un conjunto de tambores de makuta, a un conjunto de tambores biankomeko, u otro5. La selección del número y de las cualidades tímbricas de los instrumentos que integran un conjunto, responde a un concepto de estructuración en zonas o franjas sonoras cuyas funciones rítmicas y expresivas están predeterminadas por una tradición musical que se expresa en aquellos modelos de canto, toque y danza en interrelación, que se acepta como válidos para determinado estilo o género folclórico (de bembé, de makuta, de rumba, de conga u otro). Ese conjunto vocal instrumental se presenta en la práctica musical como un espacio de realización sonora donde las zonas o franjas de elaboración musical quedan delimitadas por las propias cualidades físico-acústicas de los instrumentos –digamos el sonido agudo y estridente de un hierro percutido, el relativo registro agudo, medio y grave de tres tambores, más un sonajero– y por la función rítmica que a cada músico le corresponde dentro

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Según Danilo Orozco: “Los procesos históricos de los pueblos implican también realizaciones socioculturales que inevitablemente dejan marcas caracterizadoras importantes: en las costumbres, las relaciones grupales y sociales, en las tradiciones, sicología social e idiosincrasia, en las diversas necesidades expresivas. Dichas marcas o huellas, dadas en un proceso concreto, indican algún grado de afinidad cultural e identidad sociocultural histórica en diferentes grados y complejidades [...]. Tales marcas tipifican el contexto sin borrar las posibles analogías y elementos de contacto con otros contextos culturales donde se recibe y se da ininterrumpidamente en dinámica interrelación”. Tomado de la conferencia inédita: “Perfil sociocultural y modo son”, dictada en la Casa de las Américas (1994). 5 En la música folclórico-popular cubana se emplean veinticinco tipos de conjuntos instrumentales. Éstos son los conjuntos de: tambores yuka, tambores de palo, tambores del kinfuiti, tambores biankomeko, tambores arará, tambores de Olokun, tumba francesa, tahona, tambores de radá, tambores nagó, tanbourín, gagá, tambores de bembé, tambores batá, guiros o agbe, tambores iyesá, tambores dundón, tambores gangá, de tonadas trinitarias, violines espirituales, coros de clave, rumba, conga, punto y son. (Ver Instrumentos de la música folclórica popular de Cuba, Vol. II, 1997: 555-588, y en esa misma obra ver Atlas: 39-48).

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de ese conjunto. Cada instrumento (o grupo de instrumentos) ocupa una determinada franja tímbrico-funcional y mantiene un grado de interrelación e interdependencia con los demás integrantes del conjunto instrumental. El resultado de esa interrelación tímbrica, rítmica y expresiva es lo que conocemos como toque. A la vez, el toque está en estrecha interdependencia con el canto y tiene necesariamente que interactuar con el baile. Este criterio de superposición de franjas tímbrico-funcionales, y las relaciones de interacción e interdependencia que hemos señalado, se convierte en una regularidad dentro del pensamiento musical cubano y como “huella o marca profunda” se manifiesta como “principio estructural de comunicación” en las formas más tradicionales o contemporáneas de nuestra música popular. Así tenemos, por ejemplo, que en el son, como complejo genérico más representativo de la cubanidad, sus conjuntos instrumentales6, géneros y estilos creativos7 se estructuran y consolidan a partir de la interrelación de tres franjas tímbrico-funcionales básicas en las cuales se distribuyen y alternan las funciones melódicas, rítmicas y armónicas que concurren en la elaboración de lo sonero: – Lo melódico dado en el desempeño de cordófonos como el tres y la guitarra o de aerófono como la trompeta o los trombones en el caso de las orquestas, en contraposición con líneas de canto. – Lo rítmico expresado en las líneas conductoras y de complementación rítmica que establecen los instrumentos idiófonos (clave, cencerro, maracas y güiro) y en la realización de relativa improvisación que asume algún membranófono (bongó, tumbadora o pailas) y en el desempeño rítmico de punteo y rasgado que en ocasiones aporta el tres. – Lo armónico planteado como resultante de la interrelación tonal del tres y la guitarra y en la función de “bajo rítmico-armónico” característico en un instrumento de registro grave como el contrabajo o la marímbula.

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El conjunto instrumental del son presenta una gran cantidad de combinaciones instrumentales. Las combinaciones más frecuentes y tradicionales se reconocen como septeto, sexteto, conjunto, orquesta típica y melcocha. 7 Entre los géneros y estilos del son se encuentran formas primarias como el nengón, el kiribá y los cantos de pájaros, otros de presencia regional como el changuí y el sucu suco, y de alcance nacional como el son montuno y el son urbano.

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Se podrá notar, para esta función de “bajo rítmico armónico”, que lo mismo se emplea un instrumento que carece de una afinación temperada como la marímbula –de antecedente bantú–, que se aprovecha la sonoridad grave de las cuerdas del contrabajo, pulsadas y no frotadas con arco, como se haría en la música europea. Del contrabajo, el bajo rítmico del son sólo requiere tres sonidos que se combinan como soporte rítmico-armónico referencial de las demás franjas tímbrico-funcionales, y que sólo tienen una relativa proximidad con el criterio armónico-tonal de tónica, dominante y subdominante que conocemos en el sistema tonal occidental. Por eso en muchas ocasiones los músicos modifican sus contrabajos y dejan sólo las tres cuerdas que necesitan para el punteo del son. Este principio de estructuración en zonas o franjas tímbrico-funcionales se observa también en el danzón y mucho más aún se emplea consciente o inconscientemente en la creación musical culta cuando el compositor se propone revelar su identidad o cubanía. Cito, por ejemplo, una obra compuesta en el siglo pasado para orquesta de cámara, La bella cubana, del compositor y violinista cubano José White. Este principio de estructuración en franjas también permite a los músicos que integran un conjunto instrumental de antecedente africano, mantener una relativa independencia creativa dentro de los límites que le impone “la línea de tiempo” o “guía métrica temporal” que, de manera explícita o implícita, se imponga en cada caso. Una vez que el tocador estabiliza el modelo o grupo rítmico que le corresponde, puede desarrollar una o más variantes siempre que no afecte su función esencial. En todo el conjunto sólo un músico tiene la posibilidad de improvisar con total libertad, porque su toque se asienta sobre la interrelación rítmica, tímbrica y expresiva de los demás. En las expresiones de mayor apego a sus referentes africanos, la línea de tiempo queda colocada en el registro más agudo con la peculiaridad tímbrica de un idiófono de hierro percutido o el repiqueteo sobre una superficie de madera, posiblemente la caja de algún tambor; en un plano medio, dos o tres membranófonos o idiófonos asumen las figuraciones rítmicas breves y repetitivas que sirven de base para que en el plano más grave, el tambor o idiófono principal desarrolle con toda destreza las figuraciones rítmicas de gran complejidad que caracterizan su improvisación. En la rumba, exponente del proceso de concreción de elementos afrohispánicos, la improvisación corresponde al tocador del quinto (tumbadora o cajón) en un plano relativamente agudo con respecto a los demás membranófonos o idiófonos. Esta simple inversión de planos revela una significativa transformación en el pensamiento del músico cubano.

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Volvamos entonces al son y podrá comprobarse cómo esa estructuración en franjas permite la libertad expresiva de cada ejecutante y el virtuosismo que en ocasiones exhibe el tresero o el tocador del bongó. Entre los miembros de un sexteto o septeto sonero, ocurre una relación de diálogo y complementación expresiva que nada tiene que ver con la verticalidad armónica de la música occidental; en ese diálogo de voces e instrumentos ocupan igual nivel de importancia en tanto garantizan la eficacia del discurso sonero. Es de notar la relativa independencia y capacidad de improvisación que puede desarrollar cada integrante del conjunto una vez que se consolida la relación interdependiente y que se estabilizan los modelos rítmico funcionales y la “línea de tiempo” que sustenta la actuación colectiva. El músico –cantante o tocador– tiene la posibilidad de improvisar con total libertad porque su creatividad se asienta sobre la interrelación melódica, rítmica y expresiva de los demás músicos y sobre las pautas de elaboración musical convenidas colectivamente. Esta relativa independencia de las franjas es quizás el concepto que aplicado a la creación pianística del compositor cubano Ernesto Lecuona permite comprender la gran complejidad de sus obras, debido a que en ellas la mano izquierda, lejos de la acostumbrada función armónica de acompañante de la mano derecha, adquiere un rol expresivo y tal independencia que impone al pianista un máximo esfuerzo interpretativo. Se trata de dos franjas expresivas con igual presencia y significación dentro del discurso musical de Lecuona, como se puede comprobar en una obra tan conocida como La comparsa o en muchas otras de sus danzas. Quisiera detenerme en otro aspecto, ya antes citado, y que sin duda constituye una regularidad esencial en la música africana; se trata de la presencia de “líneas de tiempo” o “guías metro rítmicas”, que sustentan y definen toda esa interconexión e interdependencia de las franjas sonoras. Estas “líneas de tiempo”, consideradas como pulsación reguladora, funcionan como “un punto constante de referencia por el cual la estructura de frase de un canto, así como la organización métrica lineal de las frases, son guiadas” (Nketia 1963: 78). “Líneas de tiempo”, como modelos rítmicos de gran estabilidad, distribuidas en doce y dieciséis pulsaciones, identifican y diferencian los diversos estilos de los cantos y toques folclóricos, pero del mismo modo resultan imprescindibles en los géneros y estilos de la música popular cubana. No sería posible tocar o bailar el son o cualquiera de los géneros de la rumba sin considerar primero, la “clave” o “línea de tiempo” que corresponde a cada uno, más aún, estilos regionales de la rumba o del son se sustentan en la diferencia de sus “claves”.

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SOBRE MARCAS O HUELLAS DE ÁFRICA

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Gerhard Kubik plantea que estas “líneas de tiempo”, por su estructura interna matemáticamente definible, son muy difíciles de cambiar, por lo que se convierten en probables notaciones diagnósticas para detectar relaciones históricas con culturas africanas específicas (1993: 438). La diversidad de “líneas de tiempo” conservadas en Cuba y el análisis de aquéllas que han pasado a la música popular cubana, nos lleva a considerar esta “marca” o “huella cultural” como un importante recurso para que la musicología cubana se acerque con mayor acierto a esta contribución africana y quizás entonces podamos ofrecer una respuesta más objetiva a la pregunta de cuál fue la cultura musical africana que más aportó a Cuba. Si tratamos de responder esa pregunta a partir de la cantidad y diversidad de expresiones musicales y organológicas conservadas en la cultura folclórica popular, sin duda será África subsahariana el área cultural que mayor cantidad y diversidad de elementos revela (instrumentos, conjuntos instrumentales, repertorio musical y danzario). Sin embargo, si dirigimos nuestra perspectiva hacia el comportamiento métrico y rítmico de los géneros y estilos de la música popular cubana y asumimos como posibles notaciones diagnósticas sus “líneas de tiempo” y los llamados modelos o patrones rítmicos de la habanera, la criolla, el son o el bolero, por citar sólo los más relevantes, será en el complejo universo musical bantú donde encontraremos los referentes más cercanos a las estructuras métricas y rítmicas que predominan en el quehacer musical cubano. Por último, cabe mencionar el valor colectivo de la creación musical y danzaria en el que todas las partes –creadores y receptores– tienen un rol significativo e imprescindible para la materialización del hecho artístico, de su percepción estética y del desempeño psico-social y afectivo que la música y la danza tienen dentro de la comunidad. En el contexto tradicional del rito o de la celebración festiva, el músico ocupa un lugar de alto reconocimiento ritual y social y su desempeño artístico se mantiene en estrecha relación con los intereses de los demás protagonistas del evento festivo. El tocador y el cantador ponen su talento y virtuosismo en función del desempeño del bailador y, a su vez, el bailador, cuando logra caer en el estado de trance o posesión, garantiza la representación física de la deidad y por tanto el cumplimiento de los objetivos rituales de la fiesta. Este concepto de creación colectiva permanece arraigado en la música cubana más actual y se expresa en ese diálogo abierto que músicos y bailadores han desarrollado a través de géneros tan significativos como el danzón, el son y más recientemente la salsa. Es como si la antigua y estrecha interrelación tamborero-cantante-bailador siguiera imponiendo su código de comunicación para hacer de cada presentación de una obra musical bien sea

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esta sonera, salsera y hasta rapera, un momento irrepetible en la experiencia musical y danzaria del cubano.

Discografía Antología de la Música Afrocubana (Areito, EGREM): v. 1. Viejos cantos afrocubanos (LD 3325); v. 2. Oru DE Igbogdu (LD 3395); v. 3. Música Iyesa (LD 3747), v. 4. Música Arará (3996); v. 5. Tambores Yuka (LD 3994); v. 6. Fiesta de Bembé (LD 3997); v. 8. Toque de Guiros (LD 4463); v. 9. Congos (LD 4493). Cantos de Congos y Paleros (CD 091), Artex , 1994. Cantos y toques de Santería (CD) Artex, 1994. Folk Music of Cuba (UNESCO D 8064). From Afrocuban Music to Salsa (BCD-PIR 12589). Retrospective officielle des musiques cubaines (FA 176), 1997. Oricha Aye, Lázaro Ros (CD 6005), sello Unicornio de Producciones Abdala, 20012002.

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HACIA UNA AGONOGRAFÍA ANTROPOLÓGICA: LAS FIESTAS PROFANAS COMO FORMAS DE UNA CULTURA MESTIZA EN PROCESO DE RESEMIOTIZACIÓN Pedro Martínez Acosta

Las fiestas y los juegos son parte de la identidad cultural de un país. En el caso de Cuba, estas manifestaciones de la tradición, más que componentes de la cultura, son factores decisivos en la formación de ésta. Cuba constituye un grupo étnico portador de rasgos culturales que conforman un sistema sui generis, debido a sus características históricas y geopolíticas particulares. Es un sistema de sistemas: destructor de etnias, importador de símbolos, re-interpretador de códigos, productor de ambigüedades e inversiones semánticas y por último generador de un tipo nuevo de cultura que se construye y reconstruye dialécticamente. Se hace necesario aclarar que en el transcurso de este trabajo utilizaremos indistintamente los términos isla y archipiélago, ya que, a diferencia de otras regiones insulares como Canarias, Comores, el Japón, Polinesia y otras, Cuba es un archipiélago desde el punto de vista geográfico y ecológico, pero es una isla en términos demográficos. La colonización de Cuba por España no solo truncó el desarrollo cultural de los indígenas, sino que implicó el final de una raza que murió indefensa frente a los integrantes de una metrópoli con una cultura más desarrollada que los explotó al máximo y les arrebató sus medios de vida. Con la llegada a la isla de la raza negra, en sustitución de la mano de obra aborigen, llegaron también distintos tipos de cultura africana (diferenciados unos, similares otros). La marcada división de la vida social, polarizada en dos mundos (sagrado/profano/oficial/no oficial) propia de la cultura popular del Medioevo y el Renacimiento en Europa fue trasladada por los españoles al Nuevo Mundo. Para éstos, la cultura negra representó parte del polo negativo con respecto a la propia, y, en general, fue considerada por los blancos como cultura profana (incluyendo la sacra, por no cristiana, no entendible y dominada). A la vez, toda la cultura española –incluyendo la profana– fue considerada por los negros esclavos como cultura oficial y antagónica, por cristiana, no entendible y dominante.

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Todo tipo de manifestación cultural de carácter ritual tiende siempre hacia la conformación de un lenguaje crítico y una simbología ortodoxa, diferenciada, sacra, cerrada, seria y oficial. Por otro lado, todo tipo de manifestación cultural festiva y recreativa se orienta generalmente a lo contrario (aunque los participantes sean los mismos en ambos lados) y crea una simbología inversa: heterodoxa, pública, profana y no oficial. Por esto el estudio de las tradiciones festivas en Cuba se hace sumamente delicado y difícil desde el punto de vista historiográfico y funcional. Aquello que para un grupo étnico es serio, para otro es risible; lo sacro es interpretado como diabólico por unos, y lo festivo es sacro para otros. Solo formas híbridas de rituales serio-cómicos (carnavalescos) pudieron en estas tierras formar manifestaciones comunes que fueron estructurando un tipo de cultura nueva, no aborigen, no española y no africana. La prehistoria de la agonografía y la antropología cubana se remonta a las crónicas escritas por misioneros, militares y viajeros de los primeros años de la conquista, como Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, y otros que describieron distintos tipos de rituales masivos y festivos como los areitos. Lamentablemente los estudiosos de la cultura cubana no han encontrado ningún elemento aborigen de valor etnográfico en las tradiciones festivas del archipiélago (a excepción de sonajas y aerófonos primitivos encontrados en excavaciones arqueológicas y elementos de la culinaria popular), no obstante los esfuerzos de musicógrafos y etnógrafos como Eduardo Sánchez de Fuentes e Hilario González. Queda vigente pues, la contundente negación sobre la existencia de elementos característicos indígenas en la música y las actividades festivas del cubano contemporáneo, desarrollada por el eminente antropólogo Fernando Ortiz en su artículo “El carácter apócrifo del areito Anacaona” (en Africanía de la música folklórica de Cuba. Capítulo I. “La música afrocubana y la indo cubana”, 1950: 26). En el poema épico Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa, considerado como la primera obra literaria escrita en Cuba, se describe cómo después de una victoria popular contra piratas extranjeros se produce una escena festiva singular por lo atípica para la época (1608 aproximadamente), donde negros, indios y españoles comparten su alegría. La primera descripción sobre la participación de negros junto a españoles en una procesión festiva pertenece al viajero italiano Gamelli Carreri en 1698 (Bronley 1986). En el transcurso de los siglos XVIII y XIX se suceden artículos, crónicas y libros de viaje donde encontramos suficiente información sobre la situación social, cultural y ecológica del país. Las manifestaciones artísticas también

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nos sirven como material icnográfico, sobre todo los trabajos de litografía comercial en las cajas de habanos y la obra pictórica de carácter nacional y costumbrista que comienza a florecer en la Academia de Artes de San Alejandro en La Habana. Narraciones y novelas de escritores cubanos del siglo XIX, incluso, nos detallan el tipo de música, vestidos, bailes y composición social de las fiestas de la población cubana, como es el caso de la novela Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, que nos describe distintas fiestas en diferentes esferas sociales. A partir de la gran cantidad de material recogido y analizado por folcloristas y etnógrafos, que han prestado su atención al estudio de estas tradiciones culturales, se puede afirmar que en Cuba existía ya a los tres siglos de colonización una bien marcada diferenciación entre tipos de fiestas que, considerando al término carnaval más allá de su etimología, pudiera servirnos como concepto generalizador. Ampliando su significación, el carnaval es el conjunto de manifestaciones burlescas de un pueblo que de forma universal son parte del ritual (su forma más primitiva), o en oposición al ritual (su forma clasista), o como manifestación placentera y limitada en tiempo (su forma culminante), y libres en tiempo y reguladas en lugar (su forma moderna). Desde esta definición nosotros proponemos para el caso de Cuba cuatro expresiones terminológicas para definir cuatro formas de carnaval que a diferencia de Europa y otras regiones del mundo se desarrollan paralelamente y no de forma cronológica: 1. Carnaval primitivo (por ejemplo, el bembé de los yorubas afrocubanos). 2. Carnaval de salón (por ejemplo, las mascaradas y bailes palaciegos de la aristocracia y la gran burguesía). 3. Carnaval casero o de solar (por ejemplo, la rumba, el carnaval en la esfera doméstica). 4. Carnaval placero (por ejemplo las ferias, verbenas, fiestas patronales de las ciudades). A partir del siglo XIX, el carnaval tiende a fusionarse e institucionalizarse en forma de clubes nocturnos, cabarés e incluso orgías; en muchos casos como franca decadencia (al perder su carácter ambivalente) y en otros como adaptaciones modernas de las cuatro formas antes mencionadas. Cada una de estas formas de carnaval implicó distintos géneros musicales y bailables, literarios y dramáticos. A veces hasta un mismo género podía

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tomar distintas formas, como es el caso de la danza cubana en el siglo XIX por sólo citar un ejemplo. Fernando Ortiz, pionero de la agonografía etnológica en Cuba (1987), se refiere poco, sin embargo, al aspecto profano y burlesco del folclor cubano en su monumental obra, y como apuntábamos en nuestro trabajo “Introducción al estudio de lo burlesco. La muerte” (1993), su posición de defensa de los valores culturales y éticos de la población negra de una Cuba que hereda prejuicios raciales y vicios racistas, determina en gran medida el tono polémico de sus trabajos y su marcado interés por las artes rituales. No obstante, su trabajo “La fiesta afrocubana del Día de Reyes” (1930) es el primer ensayo importante sobre el carnaval de la historiografía y folclorística cubana. La identidad cultural nacional ha sido analizada por nuestros más valiosos intelectuales desde la época de Arango y Parreño (1765-1837) hasta nuestros días, incluyendo (consciente de pecar por omisión) a Félix Varela, José Antonio Saco, José Martí, Humboldt, Ortiz y Carpentier. Un estudio de las estructuras simbólicas de la expresión cultural cubana basado en la tradición científica y literaria antes detallada, y aplicado a uno de sus componentes más característicos (las fiestas) con una visión antropológica, es el objetivo a largo plazo de este trabajo que en sí no es más que los primeros pasos para una definición teórica como base de futuras investigaciones de antropología simbólica que nos permitiera afirmar en un futuro, como lo hace con derecho el antropólogo Galván Tudela en su libro Las fiestas populares canarias, que éste no es un trabajo sobre folclor ni se reduce a una operación de rescate sino que, por el contrario, “[...] intenta mostrar lo propio y lo específico de la mirada antropológica, mirada que no se reduce a ver rasgos, temas y costumbres de nuestras fiestas descarnadas del contexto ritual en que se manifiestan” (1987: 17). Los géneros artísticos (más exacto, las esferas genéricas) que Hegel, desarrollando ideas sobre la estética de Aristóteles, propone como especies únicas: la épica, la lírica y el drama (1958: T. XIV), se originaron del ritual, y en sus formas clásicas se mantuvieron en el campo de lo serio y lo oficial. Sin embargo, en las fiestas carnavalescas (lo anti-serio y lo anti-oficial; el destino primero y el origen después de todo lo burlesco), cuarta esfera genérica no contemplada por Hegel, cada una de aquellas esferas y casi todos los géneros artísticos se encuentran reinterpretados como dobles carnavalescos. Así se infiere del estudio de la teoría de la carnavalización propuesta, de hecho, en los trabajos científicos del lingüista ruso M. M. Bajtin.

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La esencia de las fiestas profanas o carnavalescas se encuentra en su oposición a lo serio, oficial u ordenado, y de aquí sus características desordenadas, caricaturescas, paródicas e incluso grotescas y absurdas, pero que mantienen un denominador común entre los polos de lo serio y lo cómico. Lo cómico es un elemento indispensable de lo carnavalesco, pero lo primero no basta para determinar la esencia y la función de lo segundo. “La burla carnavalesca”, escribe Bajtin... [...] es antes que todo una burla festiva. No es una reacción individual a algunas situaciones cómicas. La burla carnavalesca es, en primer lugar, una risa masiva y popular; en segundo lugar, es universal, es una burla dirigida a todo y a todos (incluyendo a sí mismos), todo resulta cómico y todo se recibe y se concibe en su aspecto risible, en tercer lugar es una burla ambivalente, jubilosa y a la vez maliciosa y ridiculizante, afirma y niega, sepulta y hace renacer. En la burla festiva se mantiene viva la antigua risa ritual, la ridiculización de lo sagrado, todo lo sacro y limitado pierde su rigor, pero se mantiene intacto lo humano, lo universal y lo utópico (1965: 16).

Otra posibilidad para la conceptualización de las fiestas la encontramos en la definición del juego según J. Huizinga. En su libro Homo Ludens, el historiador holandés se interesa por la comprobación del elemento juego en muchos fenómenos culturales y particularmente en los actos rituales. Huizinga considera el juego como un acto libre que no se realiza en virtud de un deber moral; no es una manifestación de la vida corriente o la vida propiamente dicha, más bien consiste en “escaparse de ella a una esfera temporaria de actividad que posee su tendencia propia” (1974: 24). Para este autor, el rito, el ceremonial y el ritual son juegos serios; para nosotros, el carnaval es un juego no serio que invierte la semántica y la forma de éstos. A partir de los años setenta del siglo XX se desarrolló en la antigua Unión Soviética un fuerte movimiento científico sobre semiótica de la cultura que produjo importantes trabajos sobre el tema –de autores como V. Ivanov y V. Toporov– que se interesaron en el problema de las fiestas de distintas maneras y sus implicaciones en la cultura. En muchos de estos trabajos, basados en los resultados anteriores de los estudios de M. Bajtin, e incluso de lingüistas, musicólogos y culturólogos, aplicaron el método resultante para el análisis de elementos paródicos, absurdos, grotescos, sarcásticos y obscenos en las tradiciones artísticas y literarias como D. Lijachov, A. Panchenco, Yuri Zensovsky y L. Abramian. En el campo de la semiótica de la estética, Yuri Lotman propone el concepto de los códigos culturales semántico y sintáctico en sus estudios sobre

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topología de la cultura (1970: I). El primero de estos códigos predomina en el tipo de cultura estética donde el contenido (semántica) determina la estructura, como es el caso, por ejemplo, del arte romántico. El segundo código prevalece en el tipo de cultura estética donde la forma determina, por encima del contenido, la estructura, como ejemplifica el arte musical barroco. Además, se infieren de manera lógica dos tipos culturales como variantes de los primeros: el tipo semántico-sintáctico, donde la estructura está equilibrada en sus códigos, como es el caso del arte neoclásico, y por último el asemántico-asintáctico caracterizado por la tendencia a la decodificación y desemiotización, un tipo de arte que pudiéramos ejemplificar con algunas manifestaciones del futurismo de los años veinte y el dadá. Sin embargo, en estos cuatro tipos o codificaciones simbólicas que Lotman propone como únicas, nosotros no encontramos lugar para las artes carnavalescas y el carnaval, éste no puede considerarse sólo en su aspecto negativo. El carnaval no es sólo un sistema de desemiotización sino, recurriendo a un neologismo, un sistema particular de “resemiotización”, reinterpretación de códigos por medio de la burla festiva. Esta interpretación semiológica es aplicable al carnaval sólo a partir de sus formas diferenciadas (medievales en el caso de Europa) y no así a sus formas no diferenciadas o primitivas, como los rituales de cambio de estatus social estudiados por V. Turner (1983) donde cada fase o polo del ritual se sucede como etapas de un solo proceso. Pongamos como ejemplo los rituales de iniciación de los abakuá en Cuba, estudiados ya en mi conferencia “La música profana de los negros” (1988). Lo expuesto anteriormente podríamos esquematizarlo para una mejor comprensión representando una matriz donde cada código se representa con signo (+) en el caso de prevalencia y con signo (–) para indicar ausencia o función secundaria: Código semántico

Código sintáctico

Tipo de cultura

+ – + –

– + + –

Semántica Sintáctico Sem.-sint. Asem.-asint.

El tipo de cultura que implica el carnaval sería entonces un tipo de cultura entre comillas:

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“+ – –+ ++ – –“

o invertida

1 –– +– –+ ++ ––

Las ideas antes expuestas, aplicadas al estudio semiológico y estructural de la cultura cubana nos acercan a una conclusión aparentemente paradójica y desprejuiciadamente cierta: nuestra cultura mestiza, nacional en forma y contenido, es el producto de un proceso de resemiotización que produjo una síntesis de elementos esencialmente de origen carnavalesco. Dicho de otro modo, la cultura artística y literaria cubana es de origen anticultura (de defensa), y nuestros géneros artísticos folclóricos, antigenéricos. Entendemos aquí por cubano a la síntesis resultante de una inversión semántica y sintáctica de elementos culturales foráneos, sin subvalorar o sobrevalorar ninguno de estos elementos, tan importantes unos como los otros, aunque de marcadas características originales. Solo un proceso de utilización, consciente o inconscientemente carnavalesca, de elementos foráneos (carnavalización), y de estilización profesional de géneros de origen carnavalesco (descarnavalización), logró en estas tierras la formación de un arte único y diferenciado como la rumba, la conga, el son, y el chachachá; y, en esferas diferentes, como las danzas de Cervantes, la música de Roldán y Caturla, la poesía de Guillén y la novelística de Carpentier. El estudio de las fiestas de nuestro pueblo, y su incidencia en la cultura nacional es una tarea de la antropología sociocultural actual, considerando a esta ciencia como Lévi-Strauss, que la define como la representante de una última etapa de síntesis, “[...] que toma por base las conclusiones básicas de la etnografía y la etnología” (1958: 388) y como Bronley cuando determina su objetivo: la cultura en su conjunto, el modo de vida o áreas culturales, los pueblos (1986: 143). No basta, a nuestro juicio, con describir fiestas, se necesita analizar con una óptica moderna las tradiciones de hoy para redescubrir el ayer. No basta con rescatar las tradiciones que nunca han muerto sino que han tomado otras formas y se encuentran vivas, la mayoría de las veces en el subconsciente del pueblo. Si antiguas fiestas ya no existen por cuestiones de evolución social e histórica, otras han quedado truncas en su desarrollo por cuestiones ideológicas y económicas, por lo cual no está de más repetir junto a Fernando Ortiz

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que “[...] la conclusión más triste que la agonografía habría de deducir de la observación científica es la de que los pueblos que no tienen fiestas públicas, o son pueblos caducos que van rodando hacia su disgregación y absorción por otros, o son pueblos en germen que no han podido todavía cristalizar sus expansiones de gozo en moldes propios y ya definidos” (1987: 70). El pueblo de Cuba no está situado en ninguno de estos casos, como lo demuestra el origen de su cultura y la idiosincrasia del propio cubano que se caracteriza y a veces se le estereotipa como festivo, sandunguero, jocoso y “jodedor”. Las congas y comparsas carnavalescas han sido un crisol donde se han fusionado costumbres y culturas; el católico, el hebreo, el chino y el africano se separan momentáneamente, sin perder su fe o costumbres, de sus iglesias, sinagogas, templos y cofradías para divertirse juntos. La rumba es una fiesta de cubanos pobres y no de cubanos negros; el danzón es una manifestación bailable de una ética popular; el son es una fiesta particular donde se expresa el alma nacional, el chachachá, un juego público por excelencia. Los procesos culturales y sobre todo los rituales festivos, las tradiciones festivas o las fiestas carnavalescas que han conformado la identidad cultural cubana han sido y son procesos abiertos, y una sobreprotección nacionalista sólo conducirá al anquilosamiento de éstos y, por tanto, a una decadencia y desintegración cultural. La pérdida de identidad de disímiles grupos étnicos (de lo cual se infiere que no siempre la pérdida de identidad es negativa) conformó en Cuba una nueva etnia que sólo mientras se nutre y corrige en un proceso continuo, se auto perpetúa.

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FIESTAS POPULARES TRADICIONALES: TEATRALIDAD Y RITUALIDAD CONTEMPORÁNEAS1 Virtudes Feliú Herrera

El tema que hoy abordamos, si bien no ha sido objeto de estudio particularizado a través de los veinte años que llevamos en la investigación de los festejos populares tradicionales de nuestro país, no ha escapado a la colectación de datos que obran en nuestro poder, ya que de una manera u otra es evidente la ritualidad y teatralidad en estas actividades. Como se conoce, la palabra teatro significa el conjunto de las producciones dramáticas de un pueblo, al mismo tiempo que se considera teatral todo aquello que tiene un propósito de fingimiento u ostentación. El rito o ritual es la realización de una costumbre o ceremonia que no es sino el hábito adquirido que se practica con fuerza de ley, en este caso de la tradición. Ya se sabe que las fiestas civiles o religiosas, constituían una puesta en escena de grandiosos espectáculos. Los papeles de actores y público estaban definidos. El escenario era todo el ámbito urbano y las actitudes adoptadas eran un reflejo de sus correspondientes situaciones sociales. Dicho así, las fiestas y el teatro pueden parecer una misma manifestación cultural, sin embargo, la desigualdad es patente. Cada uno posee características definidas que las separan. Una de ellas es la ruptura de los espacios. La fiesta ocupa la ciudad o el pueblo entero, mientras que la escena tiene uno específico. El teatro, el corral o el templo son lugares abiertos o cerrados, pero en recintos precisos. Por sus propias naturalezas hay otros rasgos diferenciadores. Las fiestas tienen por actores a las autoridades, a la nobleza, hombres distinguidos o del pueblo que no necesitan memorizar un texto porque actúan en sus propios papeles, los de su vida cotidiana. Por el contrario, los protagonistas activos del teatro lo conforman personas que interpretan papeles diferentes a los que la sociedad les tiene encomendados. El actuar como determinado personaje lo será por unas horas, las que dure la puesta en escena, para ocupar de nuevo el lugar que les corresponde. Por tal razón necesitan aprender un guión, ya que representan una ficción.

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Este ensayo se publicó en una versión anterior en Tablas 4 (1996): 24-28.

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Además, el individuo asistirá opcionalmente, y los espectadores tampoco serán de un grupo social determinado, sino que podría ser público lo mismo el noble que el plebeyo. La función teatral no se limitará a la representación de una obra dramática concreta, sino que reunirá un conjunto de manifestaciones (música, canto, baile) que serán una parte importante del espectáculo, al mismo tiempo que servirán para captar más espectadores. La fiesta es rasgo consustancial, dimensión constitutiva de nuestra existencia, algo inherente al ser humano, y, por ende, algo excepcionalmente serio, como parte de la auto-conciencia étnica de la comunidad. Las manifestaciones más diversas, como la explosión del gozo de vivir y la alegría común vecinal, el acercamiento a la divinidad, la estructura político-social, se han superpuesto y transfigurado en la manifestación suprema de la convivencia comunitaria: la fiesta. Parafraseando a Carmelo Lisón Tolosana debemos agregar que la misma es algo más que espacios sagrados, tiempos míticos y profundas emociones a veces orgiásticas: la fiesta hermana la fantasía con la acción, hace fluir significados emblemáticos de la escultura y la pintura, engasta la poesía en el ritual, concierta la danza, el color, el canto y la música, unce la excitación sensorial con la mística, disuelve lo profano en lo sagrado y en el misterio. En cualquier fiesta de pueblo se dan cita la imaginación, la creación metafórica-metonímica, la emoción trascendente, la estética y el pensamiento simbólico-visionario (1982: 152 ss.). Por ello constituye el rubro por excelencia a fin de estudiar la cultura popular tradicional colectivamente concebida. Nuestras fiestas son un derroche de elementos que las convierten en un gran espectáculo. Desde tiempos de los aborígenes, el areito jugó un papel fundamental a manera de complejo festivo que integraba la música, la danza, la luz y los ritos pero, sobre todo, la dramatización de sus tradiciones y leyendas a fin de que no se perdieran en el olvido y fueran conocidas por las nuevas generaciones. La fiesta es algo más que la reanimación de un mito, es la expresión de energía emotiva y catártica que cuando alcanza la categoría de cíclica pasa al orden de la estructura; la periodicidad de la celebración ritual sugiere, a través de la música, danza, luces, vestuario, pirotecnia, alegría del cuerpo, la movilización de energías mentales y morales, a principios imperecederos. La fiesta convierte al pueblo en un gran teatro ritual que ocupa espacios públicos como las plazas, calles principales, la iglesia e instituciones de la comunidad. ¿Quiénes actúan? Todos los vecinos son actores, de un modo u otro participan para garantizar el éxito, lo cual afianza su ego individual y colectivo. Mas no siempre fue así. Si nos remontamos a los albores de la colonización en América observamos que las autoridades locales, representativas del

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monarca, recibían por parte de las personas distinguidas palabras lisonjeras y aduladoras en señal de alabanza y reconocimiento a su mandato. Cuando los festejos se programaban por varios días las autoridades establecían un plan, de modo que cada grupo de poder organizara una actividad. Estaban incluidos la primera autoridad, los oficiales reales, el sargento mayor, el presidente de la audiencia, los dos cabildos, las órdenes religiosas y, en ocasiones, se contaba con los pardos libres o algún grupo de indios que subsistiera. Sin embargo, a veces las primeras autoridades y también miembros del pueblo adquirían cierto protagonismo al estarle encomendadas las manifestaciones lúdicas que entrañaban algún peligro. En las corridas de toros asumían el papel de lidiadores y así aconteció durante los primeros años. Finalizada la corrida, los toreros eran obsequiados por su valor con un brindis en los palcos del espectáculo o en las casas del cabildo (López Cantos 1992: 34). Otras diversiones de tipo caballeresco, como los juegos de cañas, sortijas, encamisados y otros, eran regocijos exclusivos de estos personajes de linaje. Mas, al decursar del tiempo, aproximadamente a fines del siglo XVIII, el pueblo las hizo suyas, imprimiéndoles, además, su propia impronta (López Cantos 1992: 54). De simple espectador, el hombre humilde pasó a ser actor de estos actos públicos, asumiendo algunos juegos de habilidades, particularmente los referidos a las carreras de caballos. Ya entrada la noche, los vecinos cabalgaban enmascarados de un lugar a otro, cantando y pregonando las conductas poco ejemplarizantes de las autoridades. Cansados de marchar sin rumbo fijo, reponían fuerzas en los bailes públicos o privados hasta las primeras horas del día. No era extraño que de esta actividad saliera una parranda cantando al amanecer para despertar a los más remisos. Muchas veces, personeros del cabildo y oficiales militares escenificaron piezas teatrales, como entremeses, autos sacramentales y comedias. En ocasiones estas expresiones eran encomendadas también a personas dedicadas a la organización de las mismas. En Cuba, los negros “horros” o libres participaron, desde el año 1573, en la procesión de la festividad del Corpus Christi por mandato del cabildo habanero. Éstos, con sus invenciones, pusieron mayor colorido a la actividad: bailaban, cantaban en sus lenguas o en español bozal, ejecutaban coreografías de carácter religioso y hasta improvisaban décimas y escenas dramáticas (Lorcas 1859, cit. por Ortiz 1963: 12-14). Las funciones teatrales no faltarían en las fiestas, ellas daban un sentido de nivel profesional y un motivo de mayor goce a los espectadores. Así vemos, por ejemplo, que en México, en el año 1574, se programó “[...] representar una farsa o comedia

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en el tablado”, con motivo de la consagración del obispo Pedro Moya de Contreras (López Cantos 1992: 207). La afición al teatro fue en aumento, y a partir del siglo XVII no faltarían en ninguna conmemoración. En Santiago de Cuba, en las Fiestas Reales efectuadas por la boda de Luis I con la princesa de Orleáns, se representaron tres comedias en el teatro provisional construido en la plaza mayor. En México se hacían representaciones teatrales con el objetivo de honrar a monarcas, virreyes, etcétera, en diferentes festividades (Rey 1944: 39). Las representaciones dramáticas abundan en los actos religiosos debido, en parte, a la afición y gusto que demuestran por ellas los pobladores de las nuevas comarcas, hecho que es aprovechado para su catequización por parte de la Iglesia. Se reportan bailes con máscaras y actores maquillados y “farsas y entremeses”. Asimismo, danzas de indios enmascarados y teatro de gradas en Perú. En las ciudades importantes, a finales del siglo XVI, surgen ya actores profesionales, cómicos, como un embrión de las futuras compañías. Sucede que en la medida en que se desarrolla la actividad teatral, ésta toma un cariz más laico y crítico. Son frecuentes las alusiones a la situación política, económica y social a que están sometidos los moradores de los poblados. En consecuencia no se hacen esperar las prohibiciones de autoridades eclesiásticas y civiles. En el siglo XVII, Felipe IV se quejaba de las comedias poco edificantes y no acordes con los lugares donde se representaban. Por ello, prohibió todo tipo de farsa en el interior o junto a las casas de religiosos (Jaramillo 1954: 361-64, cit. por López Cantos 1992: 204). Se impone la salida del teatro al aire libre. Primero surgieron los “corrales de comedias”, para luego instalarse, ya en el siglo XVIII, los “coliseos” o teatros abiertos. En La Habana se inauguró el primero en 1776; al decir de quienes lo vieron era... “el más hermoso y bello de la monarquía” (Arrom 1944: 13-15, cit. por López Cantos 1992: 218). Con el advenimiento de los teatros o coliseos nacionales, la actividad se institucionaliza, mas no desaparece por ello de los festejos. Al contrario, al sumarle muchos de sus elementos laicos convierten, de hecho, a muchos de ellos en un espectáculo cuya duración puede ser una noche o varios días.

Festejos populares. Ritualidad y teatralidad Si bien es cierto que todos los festejos populares tradicionales poseen y son, de hecho, actos rituales y teatrales, existen algunos que denotan con más énfasis este carácter. Comentaremos tres de ellos que, a nuestro juicio,

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Comparsa “Los Chinos” del carnaval de Santiago de las Vegas, municipio Boyeros en Ciudad Habana (año 1949).

son los más representativos del universo festivo nacional, y, al mismo tiempo, ejemplifican mejor esta problemática. Nos referimos a la fiesta patronal, el carnaval y la parranda. Las primeras son de origen hispano y fueron una de las primeras en establecerse en el país. Se trata de una síntesis de diversiones y actos religiosos que celebran el día del santo o santa patrona del lugar. Cada pueblo o villa fundada era bautizado con un santo que lo identificaba, según la política colonial respecto a la misión evangelizadora en las tierras conquistadas. La preparación de esta fiesta era compartida por autoridades religiosas y laicas. Al principio el mayor peso recayó en el programa religioso, pero en la medida que el pueblo ganó en participación se introdujeron más elementos profanos. Todas las diversiones y rituales tienen un punto de convergencia en la plaza. Al respecto, compartimos el criterio del historiador Pierre Chaurru cuando señala que “la concepción hispánica del espacio urbano corresponde al simbolismo de la fiesta” (1973). Entre los elementos descollantes de esta festividad se encuentran la música, la danza y el teatro. Al efecto encontramos recientemente un testimonio de fecha 23 de agosto de 1743 en Santiago de Cuba. En él se ordena al Mayordomo de Propias de Ciudad que pague veinte pesos a las personas que ejecutaron una danza el día de la celebración del patrono Santiago Após-

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tol (“Actas”, 1743: 5-6). El teatro también estaba presente en estas fiestas. El llamado “teatro de relaciones”, cuyas funciones eran en espacios abiertos, surge de las pequeñas obras que se organizaban el 25 de julio, en honor al santo. En su marco se ironizaba y protestaba por la situación política y social que imperaba en la época. Entre burlas y risas se ridiculizaban los usos y costumbres de las autoridades y clases altas. De la gangarilla española y del Izibongo o poema de origen bantú surgieron estas “relaciones”, debido, sobre todo, al asentamiento de esta etnia en el territorio oriental. Estas y otras diversiones conformaban las actividades de estos festejos. Su motivación principal era la procesión del patrón o patrona por las calles aledañas a la iglesia, tras lo cual comenzaban las actividades de entretenimiento y regocijo (bailes, juegos, competencias, ingestión de comidas y bebidas típicas y otras). El acompañamiento procesional con danzantes y portadores de símbolos se remonta a antiguos ritos traslaticios como los que se celebraban en algunas poblaciones helénicas. Las mujeres tiraban de un arado a través de los límites de los terrenos de labranza, acompañadas de ritos propiciatorios que protegían de vendavales y plagas, recorrían los senderos y culminaban las fiestas en las encrucijadas. De aquí las prácticas deambulatorias y representacionales, así como la detención en las plazas y cruces principales del trayecto que se recorría (León s. f: 4). El santo patrono es el eje sobre el cual giran todas las demás actividades. Es decir, el pueblo se percibe y representa a sí mismo, encarna en su fiesta patronal. Sin santo titular no hay fiesta y sin fiesta no es posible la comunidad. Los actos que se efectúan en esta fiesta teatral y simbólica dan lugar a que sus protagonistas se celebren a sí mismos como solidarios internamente y diferentes al mismo tiempo de otras comunidades. La escenificación festiva fortalece la conciencia de unidad, idealiza y, a la vez, “sacraliza” la población. Las conmemoraciones patronales, entre otras, constituyeron las ocasiones trazadas para la celebración de fiestas populares que incorporaban elementos procesionales y representativos que se desglosaban de las antiguas tradiciones hispánicas y se integraban en nuevas expresiones de fiestas populares. Existe, en el caso que nos ocupa, una dualidad santo-fiesta, vehículo simbólico-sensorial de unidad e identidad comunitaria. La ritualización del particularismo local potencia el sentido de comunidad, pero la experiencia solidaria interna tiene un carácter de conciencia colectiva, además del antagonismo y oposición a unidades similares ajenas (para más detalles ver Lisón Tolosana 1982: 166). A partir del siglo XV, herencia de las fiestas clericales y las de alegres sociedades profanas, surge un nuevo fenómeno, el carnaval urbano. Sin

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Conjunto de bailarinas actuando en una carroza del carnaval de La Habana (década del sesenta del siglo XX).

duda es la fiesta que representa el triunfo de lo irracional, lo efímero, la locura amable, la licencia y la libertad del juego en contra de las opresiones. Esta crítica carnavalesca es uno de los derechos más antiguos de las máscaras, en continuos conflictos con las autoridades y los censores. Por ello, el carnaval popular queda en el calendario litúrgico a partir del siglo XVII. El carnaval es la fiesta por excelencia, su finalidad es la diversión, no es consecuencia de un acto previamente determinado. Significa para todos la fiesta popular por antonomasia, donde cada persona es un protagonista. Sus elementos son de una fantasía e imaginación insospechados. Se combinan magistralmente manifestaciones tan ricas como carrozas, comparsas, imaginativos vestuarios, coreografía, manejo de luces, música, uso de la pirotecnia, juego de habilidades, variada gastronomía, simpáticos personajes populares, máscaras y disfraces, emblemas y símbolos. Este conjunto brinda una puesta en escena esperada por todos, donde el rito cumple una vez más el papel encomendado. Esta apropiación callejera es el triunfo de la tradición sobre la prohibición, el prejuicio y la ignorancia de algunos acerca de la

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riqueza de la cultura local. La fiesta es un resumen estético-apoteósico de la comunidad. En el momento del descubrimiento de América, el carnaval tenía en Europa gran popularidad. Los pilares de estos festejos fueron las máscaras y disfraces. Estos últimos representaban el único vestuario de la fiesta, mientras que el uso de las mascaradas era eventual, como parte de un conjunto de diversiones. Por ello cada participante era un personaje irreal que conformaba un gran espectáculo. En sus inicios, los disfraces de los danzantes recordaban figuras grotescas y danzas del mundo árabe oriental que se interpretaban como luchas religiosas contra infieles. Con anterioridad fueron prohibidas las máscaras entre los aldeanos, por ser vestigios de antiguas orgías paganas, derivadas del culto a los muertos. El uso de un carro en forma de barco dio paso a la carroza, lugar donde se realizaban representaciones y entonaban cantos groseros y satíricos que criticaban al gobierno, motivo por el cual fueron prohibidas en más de una ocasión. Sin embargo, la Iglesia Católica tuvo que asumir en América ricas tradiciones paganas que se habían conservado en las clases populares. Ciertas creencias y prácticas religiosas nativas, y también del negro, tuvo que tomar en cuenta, aunque a veces fueran más nominales que afectivas, ya que en las capas que se materializaban irían configurándose nuevas formas de vida (León s. f.: 6 ss.). Del mismo modo, las tradiciones hispánicas, en un nuevo contexto geográfico, recibieron aportes africanos y franceses que las obligaron a perder detalles regionales y, en consecuencia, quedar en forma más regulares y constantes en la práctica social de las comunidades. En Cuba, las fiestas carnavalescas que se celebraban en la primavera conservaron los nombres que utilizaban en regiones españolas, es decir, los cuatro paseos (domingo de piñata, del figurín, de la vieja y de la sardina), reservándose los sábados para las salidas de comparsas y demás grupos populares. Aisladamente lo hacían los peludos y demás máscaras durante horas del día, los sábados y domingos principalmente. La presencia de bailes con la organización de piezas de cuadro propias de las sociedades y liceos a semejanza de las que se celebraban en Europa por la burguesía en el siglo XVIII, se manifestó sobre todo en La Habana y Matanzas, lo que contribuyó a que el carnaval tuviera en esos lugares la característica de un espectáculo con pobre participación activa del pueblo. El negro, por su parte, tuvo que crear nuevos elementos culturales en su incorporación a la vida americana. La comparsa, entre otras, fue una creación popular desarrollada a partir de relaciones sociales que se establecían en cada barrio y que han moldeado los diferentes aspectos que se presentan

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en el tiempo. Ostentan temas costumbristas, atávicos o exóticos. Estas comparsas tradicionales desarrollan una dramatización del mismo a través de sus evoluciones coreográficas, con un perfecto sentido teatral en el cual se manifiestan la imaginación y creatividad popular. La puesta en escena de cada salida se complementa con cantos, música, instrumentos, vestuarios, atributos y farolas de acuerdo a la motivación o historia que se representa. Las agrupaciones de este tipo desde sus inicios poseyeron referencias de los bailes de cuadro que se hacían en los salones, y más tarde incorporaron las danzas, contradanzas, danzones y los ritmos cubanos característicos como el guaguancó, la conga y la rumba. A ello contribuyó la organización de los músicos, la elección de un tema, la uniformidad del vestuario y la coreografía preparada con antelación. La utilización de caretas, matar el alacrán y bailar cortando caña son algunos elementos de franca teatralidad que aún permanecen en sus actuaciones. La fiesta del Día de Reyes o Epifanía, era para el colonialista la representación que se lograba de concesión a sí mismo, creyendo de esta forma dar esparcimiento una vez al año a costumbres extrañas que conservaba aún el africano. Para el negro, esta fiesta significaba análisis y síntesis de distinción y selección de unos elementos, y su conjunción dentro de relaciones sociales diferentes a las de su lugar de origen. No hay que olvidar que los cabildos pertenecían a naciones o tierras distintas y dentro de cada una de ellas tuvo que efectuarse una mezcla al hacerse representativo de hechos y funciones que se rememoraban y ahora se reconstruían. Independientemente de que cada etnia preparara su representación, posteriormente se influenciaban mutuamente. Variadas razones –entre las que podemos señalar la presencia de inmigrantes franceses y catalanes, contar con poblaciones que tenían en Santiago un lugar de escalada, coincidencia de estar cerca de varias fechas en las que se conmemoran diversas fiestas católicas–, hicieron que las fiestas del carnaval de Santiago de Cuba, los “Mamarrachos”, ostentaran motivaciones y características diferentes a las de otras regiones, lo que coadyuvó a una participación colectiva sin un recorrido determinado oficialmente. La influencia francesa está presente a través de comparsas como Carabalí Olugo y Carabalí Izuama, las cuales corresponden a los famosos barrios El Tivolí y Los Hoyos, originarios de antiguos cabildos de nación. Aunque esta fiesta goza de gran arraigo popular, con una vieja tradición de participación (ya que aun antes de comenzar a efectuarse, durante los ensayos, el pueblo arrolla detrás de la comparsa de su barrio) no es menos cierto que ha perdido lucidez y calidad en sus elementos durante los últimos años, fundamentalmente por las carencias económicas que padecemos. Al

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igual que en la capital, actualmente se realizan esfuerzos por garantizar sus salidas con un adecuado nivel estético y organicidad, mas el pueblo reclama su fiesta con las manifestaciones y características de siempre. Hubo poblaciones que establecieron relaciones sociales más independientes de los barrios en que dividían la ciudad. La convivencia en esos barrios producía intereses comunes y conocimientos de historias familiares, al mismo tiempo que las pequeñas economías agrarias permitían la presencia de propietarios de pequeños inmuebles. Sin sufrir los choques de migraciones ni grandes movilidades internas, los barrios del interior del país hacían que, por razones económicas, determinadas capas sociales se ubicaran en los mismos, lo que conllevaba al desarrollo de relaciones sociales de trabajo que se creaban en cada barrio. De aquí las rivalidades y pugnas que había entre barrios y las formas de conducta social, de reconocimiento, de prestigio de personajes típicos y de leyendas acumuladas de origen hispano que daban lugar a perfiles distintos. Esto ocurrió con las parrandas de estos pueblos de la zona central del país, y está presente también en Santiago de las Vegas (Ciudad Habana) y en Bejucal (La Habana) con el denominativo de charanga. Lisón Tolosana lo sintetiza de esta forma: La extraversión y la alegría de todos y cada una, masiva y particular, la exuberancia y prodigalidad, la catarsis y el clímax, la expansión del yo y la sublimación del grupo son realmente posibles en las fiestas de los pueblos, en los que la experiencia de la convivencia se dramatiza en dos bandos, real y simbólicamente [...] (1982: 171).

Estos pueblos que celebran las parrandas están divididos en dos barrios que festivamente expresan su rivalidad y diferencias. Estas últimas pueden tener cierta base morfológica (separación por un río, un camino, la línea del ferrocarril, un puente, etcétera), ya que se pasa de la una a la otra sin percibirse la división. Ocurre que cada grupo celebra con agresividad su versión de la fiesta, realizando en consecuencia formulaciones y dramatizaciones diferentes. Las fiestas que comentamos, aunque las consideramos parte del complejo carnavalesco por sus elementos constituyentes, poseen determinados rasgos que las distinguen. El más sobresaliente es la ya señalada división de la comunidad en dos bandos contrarios que compiten entre sí año tras año en cada una de las manifestaciones. Es una rica tradición que se traduce en la confección de originales trabajos de plaza, farolas, monumentales carrozas que ostentan casi siempre temas foráneos, músicas creadas por compositores locales, conjuntos musicales llamados changüí, y un juego de fuegos artificiales

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Carroza de las charangas de Bejucal (provincia Habana) perteneciente al barrio “Espina de oro” (año 1977). De tema ruso, llevaba por nombre “El Kremlin”.

con luces de bengala y voladores que no tiene competencia en el país. La reina de estos festejos es la que se celebra en el pequeño poblado de Remedios (en la provincia de Villa Clara), ya que es el lugar originario donde se conserva con más celo la tradición desde el siglo antepasado (año 1880). Sus carrozas son verdaderas obras de arte, realizadas por artistas que han heredado de sus antepasados los secretos de su confección. Se caracterizan por la escenificación de un pasaje dramático del tema que anuncia, y el descubrimiento de una “sorpresa” (o elemento escondido hasta ese momento) que se muestra cuando llega a la plaza. Exige una auto preparación intelectual e interpretativa de los encargados de asumir los distintos personajes que forman parte de la puesta en escena, los cuales han abordado desde Espartaco hasta Sisi Emperatriz, pasando por la corte del faraón y otras figuras famosas. Cada barrio tiene un nombre tradicional que se plasma en pendones con un símbolo escogido al efecto. Al igual que en España, los detalles de la preparación de las fiestas son celosamente guardados, al extremo de enviar espías con el fin de obtener información sobre el particular.

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Estas fiestas se mantienen gracias al apoyo local y al esfuerzo de los miembros de cada bando, los cuales no escatiman horas de sueño y trabajo para vivir la fiesta de una noche, su tradición mantenida de generación en generación. Hoy por hoy se reconocen como las fiestas vigentes más importantes del país. No hay que olvidar que las fiestas son, en último análisis, movimientos de significación cultural, momentos de trascendencia subjetiva que capta y exalta lo real. Lo más fascinante de la fiesta como creación cultural, es que le da al cuerpo lo que es del cuerpo y al espíritu lo que le pertenece.

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SEGUNDA PARTE LA REPRESENTACIÓN: FUNCIÓN DE LOS SISTEMAS MÁGICO-RELIGIOSOS EN EL ARTE DE

CUBA

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INTRODUCCIÓN PRESENCIA DE LAS TRADICIONES AFRICANAS. SÍMBOLO DE INTERACCIÓN DE LO SAGRADO Y LO PROFANO Yana Elsa Brugal

La exposición anterior sobre el rito, sus sistemas mágico-religiosos y los conceptos que de ellos se derivan, nos libera de aclaraciones y permite ir directo a temas como la interpretación artística del rito de origen africano. Nos interesa la ritualidad del hecho artístico, exactamente en la representación escénica, que logró trascender pese a las estrategias a las que se vio obligado frente a la cultura dominante de aquellos tiempos, y su devenir en presencia espectacular en el arte, según he venido observando activamente durante años. Acudimos a este tema porque consideramos que la recurrencia al ritual en la contemporaneidad viene dada por la búsqueda de los orígenes, la forma en que vivieron y perduraron las religiones en el tiempo, como nos alumbra Eliade: “El hombre religioso desemboca periódicamente en el tiempo mítico y sagrado, reencuentra el tiempo de origen, el que ‘no transcurre’, porque no participa en la duración temporal profana por estar constituido por un eterno presente indefinidamente recuperable” (1998: 67). (El énfasis es del autor.) Entrar en las fronteras del espacio sagrado para sumergirse en sus honduras es la inquietud que revelan la dramaturgia y los espectáculos pertenecientes al recinto de lo trascendente. Nos sirven de base la convivencia con esta cultura, que es propia, y el conocimiento de sus atributos que tenemos por diversas referencias entre las que se encuentran la de los que participan directamente en ella o los que la estudian como manifestación cultural a través de sus específicas expresiones. Como centro de nuestros objetivos se encuentran: el paso del rito a la representación, su función en diferentes artes y, de gran importancia, la interpretación actoral como fuente de enlace con la riqueza legada por los ritos primigenios que fue adentrándose en las diferentes formas de nuestro arte popular en su sentido más amplio. Ese rito, con sus ceremonias plenas de componentes gestuales y musicales, ha devenido parte de la escena cubana inspirada de distintas maneras desde sus albores en las fiestas populares,

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los conocidos bufos de los años sesenta del siglo XIX, hasta después de un desarrollo sui géneris que veremos en este libro. Ahora, si hablamos de tradiciones, en esta instancia, de origen africano, se trata de ver su influencia en aquellos casos en que más directamente se ha evidenciado al intentar atraparlas en su estado más puro. Aunque hace mucho tiempo que todo está mezclado, existe una “mixtura” –término que preferimos utilizar– del híbrido de varias culturas que conforman la identidad cubana. Es imprescindible volver a mencionar, aun cuando sea objeto de detallado análisis en el presente volumen, que cuando se habla de tradiciones africanas se tiene en cuenta, por parte de los emprendedores al montarse en el carro de los estudiosos de la cultura de procedencia y sus complejidades, que su conformación desde la llegada a Cuba contempla diferentes etnias, las que al juntarse conformaron una amalgama que todavía es objeto de investigación por etnólogos y antropólogos. Aun cuando dedicamos espacio, precisamente a las representaciones que de forma directa se ocupan de conservar el ritual en su forma más original, también pudiéramos muy bien apuntar que en toda representación existe el germen de lo ritual y, de hecho, en Cuba encontramos diferentes formas de apropiación del mismo. Lo que nos interesa fundamentalmente es el lugar que ocupa el rito en las particulares puestas en escena que también se basan o inspiran en lo ritual, con el subrayado tema de la permanencia de las ceremonias sagradas. La cuestión de la unidad de los márgenes entre religión y vida es una recurrencia indispensable, pues ambas desde sus inicios estuvieron interconectadas. Los surcos se han comportado más o menos relacionados, pero nosotros, en el presente volumen, los queremos estrechar para remitirnos a las fuentes que han dado lugar al teatro inspirado en lo sacro. Aquí interviene el tema de la frontera e interacción entre lo sacro y profano, que está en gran parte determinado por las funciones que adquieren cada una para el intérprete y el espectador durante la representación del rito teatralizado. Si generalizamos, podríamos decir que la diferencia radica en la ausencia o no del tema mítico, los objetivos de los mismos, así como sus urgencias a resolver por el componente humano. Lo que queremos demostrar es precisamente la conjunción de ambos términos que han contribuido a la conformación de actitudes psicofísicas del hombre cubano. Este complejo tema de la demarcación de lo uno y lo otro, y más aún cuando se trata de rasgos de la mantenida viva cultura africana, practicada por diversos sectores de la población. Al hablar del teatro que incluye disciplinas inherentes a las ceremonias rituales, éstas no están en función de invocación a los dioses sino de poner las todavía existentes prácticas a favor de narrar una historia dramática. De

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esta manera, las ceremonias hacen perdurables sus formas de comunicación expresiva al ubicarse, según sea el caso, en el vórtice de espectáculos y dramas en un intento por entregarnos un resultado artístico cercano a la realidad de las leyendas y formas representacionales. Compartimos el axioma de muchos investigadores, quienes han señalado que el origen del teatro está basado en el ritual, al igual que en la ceremonia ritual se encuentra el germen de lo teatral. Ello conlleva cierta lógica porque el ritual y el teatro están regidos, ante todo, por las leyes del desarrollo de la humanidad. Quizás suene común decir que ambos, a grandes rasgos, están sentenciados por lo conocido como nacimiento, vida y muerte. Si le aplicamos el lenguaje dramático por exposición, desarrollo y desenlace, pudiéramos también mencionar muchas otras formas de describir la existencia sobre la tierra, del paso del tiempo y su estructura orgánica, pero no es el centro de nuestro interés. Insisten varios autores, en el debate en torno a los orígenes del teatro. No admiten que éste comience con los griegos, los cuales se han tenido como ejemplo, patrón de inicio de la cultura, dando pautas para la meditación sobre ello. La reiteración incisiva en el tema que venimos desarrollando se da porque estamos acostumbrados a reconocer como teatro originario al grecoromano. Pero han existido otros nutrientes culturales que han ido conformando un teatro muy particular. Los ritos de fuerte arraigo, con sólidos temas y estructuras, traídos por los africanos desde el siglo XVI, transmitieron, incorporadas en su piel, las costumbres y, por ende, formas de comunicación representacionales no precisamente europeas, que se fueron sincretizando con la disímil convergencias de culturas. No se pueden desconocer los aportes de teóricos y hacedores del arte al teatro ritual, como son los conocidos directores teatrales Jerzy Grotowski y Eugenio Barba. Valiosas resultan también las consideraciones del semiólogo Patrice Pavis, estudioso de los procesos teatrales en varias esferas del pensamiento, a los que podemos acudir en determinados momentos. Pero nos interesan preferentemente explorar aquellas reflexiones adoptadas por los autores aquí presentes que se convierten en constantes durante la trayectoria de este segundo segmento dedicado a la representación. Obligatoria referencia para el presente libro es Inés María Martiatu, investigadora que ha dedicado numerosas e imprescindibles indagaciones al tema del ritual, quien en su artículo “Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba: la obra orticiana en el teatro cubano contemporáneo” acude con justeza al maestro don Fernando Ortiz para destacar el “carácter multidisciplinario o de teatro total” de los rituales afrocubanos.

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El carácter interdisciplinario que extenderemos a lo largo de nuestra introducción es el que signaliza a la vida del arte ritual, de ahí que consideremos fundamental su importancia en el presente, cuando las artes cada vez más se interconectan y es imposible deshacer sus límites. Si nos detenemos en el tránsito entre rito y representación, veremos que en Cuba ocurre con fluidez, como hecho presente donde en la ceremonia religiosa existe un espacio, lugar literalmente total en el que todos participan en una especie de representación sintética de las artes. En estos antecedentes, que cita Martiatu, como tránsito inevitable hacia el hecho artístico, estaba el germen de la conformación de la dramaturgia cubana y, de forma más exacta, la que se basa en las narraciones de la vida común de los ancestros que ocupa un destacado lugar en la actualidad. Los famosos patakíes o leyendas míticas, a los que la investigadora Ileana Sanz dedica su artículo ponderando el lugar de los mismos, funcionan como antecedente y unión con la representación. Al centrar su tema en la evolución de la literatura oral africana, nos habla de estos patakíes que narran el caudal de peripecias e interconexiones que tienen los diversos orichas, fuente de conocimiento de la vida ancestral africana. Sobre su función inicial, Sanz señala su origen en el sistema de adivinación de Ifá, como “medio del cual se vale el oráculo para comunicar a sus seguidores los consejos de los orichas”, a la vez que hace hincapié en el “proceso de transculturación” que sufrieron en Cuba enriqueciéndose con la cotidianeidad. Ello nos enfrenta a la esencia del relato como estructura de sentido donde se observa que los patakíes, al fundirse con la vida terrenal, se mixturaron con las vivencias diarias, teniendo como resultado la síntesis de las culturas existentes, en mayor o menor medida, en la tierra cubana. Lo importante es que estas pequeñas anécdotas, historias surgidas de lo real-maravilloso del mundo mágico africano, se tornaron universales debido a sus situaciones, en mucho, paradójicas que encierran interesantes proyecciones filosóficas. El sustrato legendario de los patakíes sirvió de abono sobre el que se cimentó, de diversas formas, la dramaturgia cubana, en la que con una amplia visión se adentra el dramaturgo Gerardo Fulleda en su artículo “El teatro ritual caribeño, cauce de lo popular” para esclarecer las posibilidades que tienen las ricas leyendas mitológicas y los diferentes modos de apropiación del ritual en la interpretación de diversos autores cubanos. Con una aguda mirada sobre el cruce de lo culto y lo popular como aspectos relacionados en la cultura, Fulleda nos lleva desde el teatro vernáculo de principios del pasado siglo, hasta las huellas del rito en dramaturgos como Virgilio Piñera, Rolando Ferrer y Carlos Felipe. En ello entiendo que, para Fulleda, ritualidad es en gran parte sinónimo de identidad. Al hablar de Electra

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Garrigó de Piñera, al que todos consideramos como un dramaturgo mayor, señala: “Lo ancestral aquí se extraña, pues la parodia oculta o distorsiona, con intención, los valores rituales. Virgilio desdeña la literalidad, la mera cita, pero éstas se hallan latentes, parafraseadas, al margen, dándole una textura inusitada al conjunto, como para no desdeñarlas”. Mas no puede hablarse de ritualidad en la dramaturgia y teatro cubanos sin reparar con subrayados en las obras clásicas como María Antonia (1967) de Eugenio Hernández Espinosa y Santa Camila de La Habana Vieja (1962) de José Ramón Brene. Sintomáticamente encontramos que en el libro hay una insistente recurrencia a estos personajes, que con sus comportamientos hacen reconocibles los fundamentos religiosos a los que responden, pues viven en un mundo atado a lo “espiritual-trascendente”. Éstas fueron obras que marcaron pautas en la escena cubana en el orden de lo ritual, el tema de la mujer y su relación con la religión de origen africano, así como por su importancia como texto dramático. La aparición de estas obras en la década de los sesenta en el teatro cubano se asocia con el traspasar la barrera de lo marginado, enfrentar de lleno y sin intertextualidades una temática vista con anterioridad, en la mayoría de los casos, venida a menos o como renglón aparte. Al “vínculo entre el personaje y los elementos rituales que impulsan, matizan o determinan la acción dramática, a la vez que forman parte de su construcción psicológica”, como bien dice el dramaturgo e investigador Amado del Pino, dedica su artículo “María Antonia y Camila: gracia y castigo”, signado por abordar aspectos de la teatralización del rito desde diferentes ópticas. En María Antonia lo mágico-religioso es el centro del conflicto y decide el destino trágico de los personajes, mientras que Santa Camila hace énfasis en el ámbito social donde el rito es utilizado para desentrañar la esencia de Camila, quién también debía cambiar, evolucionar e incorporarse a una nueva forma de vida. En los dos casos se demuestra la relación de causa y efecto por medio de la significación que tienen los orichas/dioses y su incidencia en la vida del creyente, en ambas instancias, apasionados por el amor. Específicamente en Santa Camila, aquellos personajes que provienen del mundo cotidiano, “alejado” de las leyes de lo divino, también son parte del universo conformado por la historia de la religión de la cual forman parte. No podemos deslindar automáticamente y desacralizar las conductas que también tienden a ser rituales de la vida inspirados en las características generales del ritual aunque sea en su forma externa. En el estudio comparativo que emprende Del Pino, al pormenorizar, sobresale un punto de singular importancia: y es que cuando “la santera Camila exige y casi increpa a su padre Shangó por no acudir rápido en su ayuda [...] lo hace en

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español de Cuba, [...] a diferencia de María Antonia en donde la mayoría de los textos rituales aparecen ‘en lengua’, es decir, en yoruba”. Las obras basadas en leyendas mitológicas africanas en la dramaturgia y la danza cubanas constituyen un hecho que se propaga entre los creadores con evidente desenfado. Sin lugar a dudas la temática afro-descendiente (término que utiliza Maribel Rivero en el artículo del cine del presente libro) va ocupando cada vez más un lugar en la panorámica de las artes escénicas cubanas. Existen estudios sobre la imagen del negro en su historia1, fundamentalmente en el ámbito de la dramaturgia, desde una perspectiva que va más allá del ritual, para incursionar en aspectos tan debatidos como lo popular y lo populista y su interpretación por la sociedad en diversos momentos de las últimas décadas. Somos también de la opinión que ha sido compleja la asimilación del tema negro, pero ya se han solidificado hilos interesantes que conducen a diversas fórmulas del hacer y el decir en la escena, el sentir y la sabiduría legada por los ancestros que se han tornando plenamente “visibles”. El puente con la representación está tendido desde los inicios porque en el rito no se puede hablar de texto sin representación. Es obvio, sin embargo, que desde el origen a la meta teatralizada hay una selección depurada que establece nuevos códigos a la recepción teatral. Si en párrafos anteriores hablamos de los debates sobre los orígenes del teatro como forma de instalar lo propio, ahora ocurre otro tanto, con el desacuerdo que existe por parte de algunos investigadores del tema ritual, con los que se inclinan por respetar solamente lo foráneo, de carácter etnocentrista sin tener en cuenta nuestras originarias potencialidades. Se entiende que la queja viene un poco de lo imprescindible de conocerse primero a sí mismo. Anuncian investigadores su inconformidad con la aplicación del término “dramaturgia espectacular”2, ya que se obvian las ceremonias, por ejemplo, de la regla de Ocha o santería, en las cuales, por su estructura, se basa la dramaturgia ritual en lo espectacular. En resumen, se refiere a la importan-

1 En el artículo de Inés María Martiatu, “El negro: imagen y presencia en el teatro contemporáneo”, incluido en su libro El rito como representación (2000:195-209), la autora hace un recorrido que abarca la evolución del tema negro desde sus orígenes literarios hasta las obras de dramaturgos contemporáneos exponentes del tratamiento de este tema. 2 Al respecto, abunda Gerardo Fulleda en su artículo en este libro al desplegar los atributos propios de las ceremonias y su destaque por encerrar aspectos “novedosos e inusuales”.

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cia de las disciplinas que se juntan en un mismo espacio y los diferentes planos de acción que se conjugan al unísono. Quizás parezca excesivo detenernos a hablar sobre estos puntos de vista anteriormente expuestos, pero no podemos esquivar la mirada y obviar las inquietudes de quienes tratan de ubicar a la cultura caribeña en un espacio universal. Se hace necesario profundizar en la búsqueda incesante de las tradiciones, analizarlas desde hoy y representarlas como parte de un mosaico cultural que integramos para señalar los sostenidos bienes espirituales que contribuyen a la presencia en las artes del marcado trazo afro-descendiente en Cuba, ya no como mimetismo, sino como fenómeno que va evolucionando e impregnándose de nuevas partículas universales, identificándose como árbol ramificado del mismo tronco. La sincretización de culturas, por su parte, fuente de la cubanía es la que enriquece las actuales interpretaciones de dichas prácticas. El rito es uno; su representación, una secuencia de sucesos, con una definida idea que atraviesa todos los momentos de la ceremonia, llámese iniciación o investimenta de un santo por un creyente, una fiesta de santo o wa-ni-ilé-ere u otras prácticas del sentido religioso de lo africano. El recinto sacralizado, la cuarta pared que se crea para integrar a los asistentes, es la base también del proyecto representacional. De esta manera, cualquier espectáculo sería ritual, es cierto, pero no todos los espectáculos asumen las prácticas religiosas con la intención de ser fidedignos y establecer una verdadera comunión con los seres antepuestos para ser interpretados. En el libro se menciona en varias ocasiones la palabra performance; vale aclarar que es un término surgido solamente hace unas décadas, por lo que su significado depende de las circunstancias concretas en que emergió como necesidad histórica. No obstante, su instrumental teórico y algunos de sus criterios se aplican, por investigadores del mundo, al análisis de rituales de origen. Llama la atención el estudio sobre la cercanía del performance y el ritual que la investigadora Beatriz Rizk, coeditora del presente volumen, dedica en su libro Posmodernismo y teatro en América Latina: Teorías y prácticas en el umbral del siglo XXI (2001: 273-307). Tanto Martiatu como Rizk, en diferentes momentos de sus investigaciones, parten de los análisis de Fernando Ortiz y arriban a conclusiones similares respecto al carácter imitativo de las danzas, germen de lo representacional que, en cierta medida, tiene que ver con los enunciados que se asocian al acto performativo. Conociendo la condición de “poner a los participantes a accionar” para crear un espectáculo, que es uno de los presupuestos del performance, resalta

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el carácter performativo al cual se dedican estudios comparados con el ritual en las últimas décadas. La amplitud del término ha llevado a la expansión de la noción del performance bajo el manto que podría resumirse como: “toda acción puesta en práctica que involucre a los presentes es perfomance”. Pero los autores del presente libro no conceden un especial espacio a las actitudes cotidianas que algunos investigadores han dado en llamar también rituales. Como no es nuestro propósito detenernos en la teoría del performance, sino tener en cuenta las reflexiones al respecto para el arte de la representación en Cuba que realizan nuestros creadores en el estudio de los procesos de creación, recojo de forma global, como aspectos fundamentales, los que refiere Rizk basándose en el antropólogo Víctor Turner y el director teatral Richard Schechner. Estos investigadores analizan el ritual en comparación con el performance; o sea, la posibilidad de transformación del ser en su etapa de crisis, la capacidad de fluidez durante la representación y la estructura prefijada de antemano. Como el hombre es el transmisor por excelencia de estas consideraciones, lo más importante es centrarse en el arte del actor, comunicador de las verdades y esencias ancestrales. Por ello pasamos de inmediato a la técnica actoral. Desafortunadamente para los que pretenden condicionar dicha técnica a una restringida esfera de teatro especial, cuando se trate del más experimental o del más apegado a las raíces culturales autóctonas de un país, no pueden olvidar que siempre habrá coincidencias, puntos de contacto entre las diferentes formas de hacer. Claro que hay prácticas más comunes a otras y las tradiciones teatrales y del arte en general tienen diversas orientaciones, pero la esencia es una: el hombre y todo aquél que ayude a descubrir su gesto y psiquis se convierte en un aportador de verdades. El arte de la posesión es tratado como constante en casi todos los artículos de la representación, porque es una práctica ritual que pone realmente al personaje en acción, en una actitud de puesta en práctica en escena de lo vivencial. Es el momento del verdadero mostrarse como somos, la transmisión de los pensamientos ocultos y eso es parte íntegra del teatro ritual, de la comunicación con los demás, con los objetos, instrumentos o cualquiera que sea la manifestación de la que estemos hablando. Por supuesto que el arte de la actuación es la conexión directa, en los términos a los que nos referimos, porque se trata de representación. Como el arte ritual se constituye de procesos, existe la dicotomía de la espontaneidad de lo sagrado y la disciplina de lo profano. El reino de lo vivencial regula los estados de posesión, normatiza el hecho y lo arrastra hacia la acción consciente, interviniendo de esta manera en los condicionantes sociales.

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Ese momento de preparación, comparable a los ensayos a los que se somete el actor para “encontrar” a su personaje indicado, es un tránsito que conlleva a lo performativo. Esta variante teatral desde los africanos es colorida y espectacular, una constante puesta en práctica y en voz alta, con sonoridades y gesticulaciones que presenciamos sin mucho esfuerzo en su búsqueda en diferentes barrios de nuestra ciudad. Lo transformativo, durante la renovación que observamos en los estudios del performance y nuestros investigadores desde Ortiz, encuentra sus resonancias en otras áreas del Caribe como se evidencia en las investigaciones del haitiano Louis Mars. En su artículo “La identificación y las meras investigaciones en Haití sobre el vodú y las ciencias humanas”, destaca la importancia de fenómenos de posesión –usuales en la vida sacro-cotidiana en tiempos anteriores– al hablar de las ceremonias y su momento climático, “punto en que una crisis de posesión se presenta, en el momento donde surge el personaje divino como un condicionamiento renovado en cada ceremonia” (enviado por el autor, inédito; 1998: 3). Resulta interesante cómo habla de la vigilia, enfocada a la puesta en práctica del actor, el director polaco Jerzy Grotowski, quien tuvo un particular interés en los caminos del ritual. Reflexiona sobre el control de sí mismo, a diferencia de las sociedades tradicionales en las que el ritual ejerce el control sobre el individuo, por lo que, en la actualidad, el ejecutar un rito debe ser de manera estructurada y orgánica y al mismo tiempo seguir con conciencia vigilante. “Quiere decir, ‘estar en el principio’” que es “toda su naturaleza original, presente ahora, aquí, ahora [...] con todos sus aspectos divinos o animales, instintivos y pasionales” (1992b: 72). Es ese control sobre sí mismo, que tanto ha trabajado el actor desde principios del siglo XX, lo que en esta ocasión, para un determinado tipo de consagración de lo profano y de lo sagrado, se hace fundamental sin que se pierda el sentido de lo ritual originario. Adentrarse en un estado del ser, entiéndase, que sirva de transmisión de energía mental y física contextualizada en el presente. Si vamos a los antecedentes sagrados y su descripción, obligatoriamente nos tenemos que referir a la etnóloga Lydia Cabrera quien, basándose en sus directas indagaciones con los practicantes, concluyó que “a la persona que es objeto de intromisión habitual de un santo, en cualquier regla, se le llama ‘caballo’ o ‘cabeza de santo’. [...] El santo [...] reemplaza al Yo del ‘caballo’ [...] se mete dentro de éste, y ese hombre o esa mujer que le entra santo, ya no es quien es: ‘es el santo mismo’ [...] ‘Lo agarró santo’, ‘lo tumbó’, ‘lo cogió’. ‘Está con santo’. ‘Tiene santo’” (1954: 22). Sirven para graficar las experiencias del director teatral Tomás González, quien ha creado un tipo de actuación trascendente con su colectivo Tea-

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tro 5, las palabras de su citado artículo incluido aquí: “La posesión (privilegio de la teatralidad)”, donde deja clara su posición de arte integral comparándolo con la del “griot” africano: “ese actor total, bailarín, músico, dramaturgo, [...] El ‘griot’ [...] no rememora, sino que ejecuta una suerte de ‘las cosas siempre fueron y serán como son ahora que las vivo en la ejecución’. En realidad, para el negro africano, no hay representación, sino encarnación, una trascendencia donde el hombre da paso a algo que lo posee y, a la vez, está contenido en él”. El tema de la encarnación y de la posesión del otro a partir de sí mismo es objeto de estudio de la autora de esta introducción al realizar un análisis comparativo entre Stanislavski, su instrumental teórico-práctico y los procesos psicofísicos del actor y/o bailarín que, basado en la posesión ancestral, construye su modelo de “toma” del personaje divino en tanto que: 1. Actor con sus características personales en las circunstancias de partida que da lugar a la ceremonia. (Conformación de la idea.) 2. Actor convertido en caballo en el cordón espiritual. (Evolución hacia el superobjetivo.) 3. Develación e incorporación de la imagen por parte del actor. (Éxtasis o culminación.) Entra a jugar aquí el campo –muy difundido en la actualidad– de las energías, utilizado para la conexión con otras partes invisibles del ser, que aunque muchos ocultan a sí mismos el querer bajar al pozo de sus tinieblas, gustan de ver resplandecer en su rostro la existencia de las mismas. Existen varios ejemplos que ilustran la exposición que abordamos al hablar de la recurrida apropiación escénica, como Requien por Yarini (1999), dirigido por Gerardo Fulleda; Oshún y las cotorras (1999), dirigido por Eugenio Hernández Espinosa; Akanamba (1996), dirigido por Mario Morales y Cantata a Rosa (1997), dirigido por Rogelio Meneses. El hecho de incursionar –durante el libro– en aquellos espectáculos que denotan mayor arraigo en las tradiciones africanas que nos hacen sentir esa vuelta a los orígenes desde hoy, no omite las distintas formas de asumir el ritual en el teatro contemporáneo, a lo cual presta atención Pedro Morales en su artículo “De la ritualidad teatral y la teatralidad ritual: aproximaciones conceptuales”, al decir: “No existe la misma condicionalidad ritual en Caballo de Okun, de Teatreros de Orilé, que en Yarini, de la Compañía Rita Montaner. Ni se apropian o privilegian exactamente los mismos elementos rituales en Las ruinas circulares que en Otra Tempestad, del Teatro Buendía”.

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El arte de la representación abarca diversas zonas importantes, como la del títere y su capacidad de trasmitir –en su condición de objeto creado y revivido cada vez por el hombre– inusitada magia al espectador. Su trascendencia sagrada la afirma Armando Morales cuando señala: “La cercanía del arte titiritero con la práctica ceremonial y los códigos expresivos del rito, convierten a los mismos en nutricio manantial de este arte. La imagen de lo imaginado o soñado se trasmuta en cuerpo viviente de lo representado. Dioses, hombres o cuanta entidad fantástica o real puebla y alimenta la imaginación, el arte de los títeres les proporciona una verdad escénica insustituible”. De hecho, A. Morales se encuentra inmerso en la preparación del espectáculo Chicherekú, de Pepe Carril (1964), con el Teatro Nacional de Guiñol. En el cine y la investigación sobre el tema que tratamos ha sido dificultoso encontrar un artículo que reflejara los asuntos de la pantalla audiovisual. La primera aproximación de forma panorámica al tema la hace la investigadora Maribel Rivero en “Expresiones afro-religiosas en la cinematografía cubana” que nos sitúa desde el primer cortometraje cubano de principios del siglo XX sobre el tema, haciendo énfasis en los filmes de ficción, hasta nuestros días. Rivero conjuga los acercamientos de orden puramente sincrético desde el primer cortometraje, El cabildo de Ña Romualda (1908), hasta las últimas expresiones populares donde incursiona el tema ritual en filmes como Guantanamera (1995), La vida es silbar (1998) y Miel para Oshún (2000). Según apunta Rivero, aunque no protagonizan las prácticas a las que aludimos, “sus expresiones –especialmente las que se inscriben en la santería– van a gozar de una recurrencia insuperable en tanto que fundamento de la identidad sociocultural del país”. A manera de conclusión señalamos que nos centramos fundamentalmente en lo presente viviente y no en la historia a la que acuden los autores: ha sido una forma de inscribir el trabajo en los resortes actuales y darles relieve. Lo anteriormente expuesto entronca con lo desarrollado a través de este trabajo en que lo sagrado y profano se dan las manos, invaden los terrenos para explicarse unos a otros. Ello se da no solamente como recurrencia a los conceptos vívidos de fe, necesidad de creencia, por último en sí mismo, sino, a nuestro entender, a la permanencia de lo sagrado y el grado de acaparamiento de sus prácticas por la vida terrenal. Porque las leyendas empezaron, van pasando, reconvirtiéndose, y ahora navegamos con ellas en casi imperceptibles límites. Una vez comulgado con los orígenes y la defensa de lo autóctono, quizás por haber atravesado un complejo camino de asimilación social, el tránsito a la representación de lleno anota la importancia que tiene para el conoci-

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miento del hombre cubano. Consideramos que debemos continuar prestando atención y perfilar los auténticos caminos que rigen este teatro, en tanto que influye también, recuérdese, y se inmiscuye directamente en formas de creación no necesariamente de origen ritual asentadas en las tradiciones mágico-religiosas. Hemos hablado de los diferentes puntos de vista, acentuando la posición del investigador sobre las problemáticas del teatro de origen africano. El equilibrio, la justeza de los planteamientos es lo que buscamos, y explicar el por qué de las oposiciones. En la conjugación de la búsqueda de una verídica religiosidad, el estudio de sí mismo y una necesidad de acercarse de nuevo (como si fuera en forma cíclica pero en espiral), a las leyendas que conformaron el sentido mítico de la vida, estamos ante la incesante búsqueda de la readecuación del tiempo y el espacio de esencia sagrada para desde ahí proyectarse hacia el presente/futuro, en una escena cual plataforma de ideas contemporáneas que acusen un grado de espiritualización que hay que ganar, no darlo por perdido. A partir de estas concepciones contemporáneas, vemos el lugar que ocupan los sistemas mágico-religiosos en Cuba. Aludimos a su sistematización, producto de importantes empeños de creadores, de propuestas que se acercan a las expresiones que se conservan como genuinas y populares, insertadas desde los componentes africanos de la cubanidad que enriquecen su visión. En este sentido resulta esclarecedora la reflexión de Miguel Barnet acerca de la impregnación de lo africano que viene de muy atrás: [...] es que los mitos más esotéricos se van filtrando, haciéndose populares, asimilando ingredientes profanos. Van perdiendo esa médula religiosa para, sin desvirtuarse, sin perder su belleza original, convertirse en una historia popular aceptada y hasta funcional. Funcional porque aunque el mito sirva de marco religioso, el pueblo lo emplea para explicar muchas cosas. Personajes como Changó y Ochún, conocidos como el dios del fuego y de los rayos y la diosa del amor y el oro, se equiparan con seres vivos, reales, de nuestra sociedad, y sirven como patrón para definir una personalidad y un carácter (1998: 262).

Si decidimos cerrar con el teatro ritual caribeño por su cercanía con las ceremonias rituales, ya amasada durante el libro, optamos por decir que se inserta en la vida escénica del país, no como fenómeno aislado sino que convive en las carteleras diseñadas con pinceles que trazan variados estilos, en un continuo interactuar con otras expresiones.

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LOS BAILES Y EL TEATRO DE LOS NEGROS EN EL FOLKLORE DE CUBA: LA OBRA ORTICIANA EN EL TEATRO CUBANO CONTEMPORÁNEO1 Inés María Martiatu Terry

Fernando Ortiz es considerado con justeza una figura cimera de la cultura cubana del pasado siglo XX y sin duda lo será por mucho tiempo. Fue denominado por el destacado intelectual Juan Marinello: “Tercer Descubridor de Cuba”. Ha sido considerado el primero, tradicionalmente, Cristóbal Colón y el segundo el barón Alejandro de Humboldt por sus importantes trabajos en la economía y las ciencias naturales de nuestro país. La obra de Ortiz puede ser considerada sin exageración como monumental por su extensión y trascendencia. Esto puede sorprender a cualquier desconocedor que consulte un fichero en biblioteca y pueda constatar la magnitud de su bibliografía activa. Ortiz dejó además importantes obras sin editar, como La santería y brujería de los blancos, publicada en 2002 por la fundación que lleva su nombre. Este hombre ha sido considerado un sabio, ya que su trabajo abarcó el amplio espectro de las ciencias sociales, además de la musicología, el teatro, el estudio de las religiones y casi todo lo referido a la cultura cubana. Cuando Fernando Ortiz publicó en 1951 Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, estaba dando a conocer una de las obras más reveladoras y deslumbrantes que se haya escrito sobre cualquiera de las manifestaciones del arte cubano. Como siempre, abría brechas en el monte y veía y reconocía con claridad allí donde otros no habían visto. Estaba demostrando la teatralidad intrínseca en los sistemas mágico-religiosos, el carnaval y otras fiestas populares, pero al mismo tiempo nos legó un libro de anticipación artística (si es que se puede utilizar esa expresión). Ortiz habla de un teatro en su forma primigenia, pero habla también de un teatro que todavía no existía. Me gusta ver este libro fundamental como una obra

1 Una primera versión de este artículo apareció en la revista América negra 11, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, (1996): 83-92.

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de anticipación artística, entre otras virtudes, porque su autor vio en todo su esplendor lo que ya era y lo que podría ser luego un teatro ritual caribeño. Presente en las ceremonias, en las fuentes mitológicas y rituales de la santería, el palo monte, la sociedad secreta abakuá, el vodú, el bembé de sao y el espiritismo, con sus transportes y las actuaciones muchas veces brillantes de los médiums o caballos. Sin embargo, habría que esperar algunos años para que los teatristas profesionales llevaran a espacios escénicos convencionales o no, manifestaciones de una riqueza tal. Pero Ortiz, culturólogo desprejuiciado, vio con claridad la realidad dramática y espectacular de lo que él llamó teatro, sin adicionarle en esta certera definición ningún adjetivo que lo situara por debajo del llamado teatro occidental. Destaca su carácter multidisciplinario o de “teatro total” al observar la integración de la música, la poesía, la danza, la pantomima, la posesión-actuación y en algunos casos hasta la acrobacia, sin olvidar la significación del vestuario, el maquillaje, las máscaras. Además, tenemos los tronos, verdaderas instalaciones que integran el diseño, la pintura, la escultura y la escenografía. En ellos, plantas, flores, frutas, piedras, instrumentos de trabajo y musicales se mezclan con imágenes y otros elementos varios de la naturaleza o elaborados por el hombre. Todo lo que la imaginación pueda relacionar con los dioses. Estos ingredientes pueden parecer a los ojos profanos como un asombroso muestrario surrealista. Allí se representan ceremonias (acciones plásticas como decimos hoy). Con la inclusión de todos estos elementos que integran la representación, Ortiz expresa una concepción del teatro que se adelanta en mucho a la de los estudiosos de la antropología teatral contemporánea. Esto se conoce poco por la falta de difusión de la obra orticiana en estos medios. Ello ha dado lugar a la ignorancia sobre éste y otros aportes del cubano. Pero lo más grave de ello es la inexplicable ausencia de sus textos y aun de los contenidos fundamentales sobre el aporte africano a la cultura cubana en el currículum de pre-grado de los estudiantes de teatrología en la propia Cuba. Plena de referencias raigales, en esta obra se expresa el conocimiento de otras culturas que el autor podía comparar con la nuestra. Se remonta al teatro africano, pero también describe similares expresiones en el de la antigua Grecia, antecedente del llamado teatro occidental cuando éste no había olvidado todavía su función religiosa. Sin olvidar las referencias a las reminiscencias rituales que abundan todavía en las llamadas religiones universales y hasta en ceremonias de carácter militar o civil en nuestras sociedades contemporáneas. Es interesante destacar el lugar que Ortiz le dio a Los bailes y el teatro dentro del contexto de la magna obra de musicología que le ocupó en esos

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años. Confiesa que acomete este estudio por la importancia de la música en los bailes y el teatro, que es tal, que considera que no se puede separar de esas expresiones. No es posible, según él, comprender la música sin estudiar estas manifestaciones a las que está ligada. Se diría que escribió este libro más por la música que por los bailes y el teatro. Puede ser cierto, pero no lo es menos que logró una obra de gran significado. Él mismo sitúa Los bailes y el teatro como una segunda parte de La Africanía de la música folklórica de Cuba o sea entre La africana y Los instrumentos de la música afrocubana (esa obra monumental). Esto sólo demuestra una vez más la continuidad de la obra orticiana y los vínculos que él percibía entre las diferentes ramas del arte y la cultura. Talmente parece que escribía un solo libro. No le interesaba desdecir esa continuidad e incluso intercambiar alguna información de uno a otro libro o detenerse en aspectos que él creyó conveniente enfatizar. Tal es el caso en Los bailes y el teatro de la reproducción de los toques y cantos del oru de Eyá Aranla, suite de música ritual que integra el güemilere. Si bien ya estos cantos están incluidos en La africana considera importante reproducirlos aquí. Quizás le pareció imprescindible como suite básica de esta fiesta ritual de la santería, que por su carácter de “teatro total” resulta emblemática para el estudio de su estructura dramática y que es contentiva de todos los componentes de la puesta en escena. La obra está dividida en cuatro extensos capítulos. El título del primero, “La socialidad de la música africana”, nos recuerda la posición del libro dentro de esta serie dedicada fundamentalmente a la música. Se refiere a la funcionalidad de la música misma y por extensión de la danza, la pantomima, el teatro y el arte en general. Pero va más allá del aspecto sociológico o práctico e incluye las funciones mágicas o de comunicación con dioses y espíritus y ligada a todos los momentos trascendentes o cotidianos de la vida en las sociedades africanas. El énfasis de Ortiz en explicar esta funcionalidad para diferenciarla de la música occidental donde lo estético y lo funcional a veces aparecen separados, ha sido malentendido. Se dice que Ortiz minimiza el aspecto estético propiamente dicho. El segundo capítulo, “Los bailes de los negros”, nos remite a la importancia fundamental del ritmo, la concepción del movimiento sin el cual son imposibles los ciclos naturales, el devenir, ni la vida misma. Ya en este capítulo, Ortiz nos habla de representación, y se adentra aún más en ella cuando se remonta a “La pantomima de los negros” de la cual nos ofrece agudas observaciones y noticias sobre los griots y otros personajes y sobre la síntesis expresiva que caracteriza este arte entre los africanos y sus diferentes combinaciones con la danza y las narraciones orales. “El teatro de los negros” es el cuarto y último capítulo y en él es fundamentalmente el Barokó de los ñáñigos, ceremonia ritual

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impresionante y vigente entre nosotros con múltiples implicaciones históricas y sociológicas en la vida urbana de esta parte de la isla, la que escoge Ortiz para ofrecer su visión de la teatralidad o más bien para resumirla. Es interesante señalar que en todo este teatro hay una correspondencia mitorito (el rito es el mito escenificado). En el güemilere de la santería son muchos los mitos que se representan referidos a los avatares de cada uno de los orichas. En el Barokó de los ñáñigos es uno sólo: el mito primigenio que recuerda la tragedia y los nombres de los protagonistas y lugares que conforman una geografía en el recuerdo. Dice Ortiz del rito abakuá: Su desarrollo es una verdadera acción dramática con mímica, cantos, lenguaje críptico, bailes de íreme, altares, ofrendas, abluciones, sahumerios, procesiones, episodios de magia, oblaciones de víctimas, comuniones de sangre, ágapes simbólicos, iniciaciones resurreccionales, juramentos terribles, conmemoraciones mortuorias, y antaño guerras e imponentes sanciones de justicia. Y todo ello en una atmósfera de místico sobrecogimiento y comunicación con el misterio póstumo. ¡Drama de vivos y muertos, protagonistas de dos mundos! ¡Tragedia! ¡El Supremo Teatro! (1981 [1951]: 486-487).

Los cuatro capítulos que como vimos conforman el libro, por su extensión, dan pie al autor para tocar todos los aspectos imaginables del tema y permitirse, como siempre, junto a las innumerables citas eruditas que demuestran su información, las más extensas y aparentemente alejadas digresiones para volver a retomar el hilo. Intercala siempre sus criterios y observaciones personales, reconoce estar enterado de las teorías de su época, pero no se deja llevar enteramente por ninguna. Es capaz de romper con todas con la mayor honradez cuando la observación de su objeto de estudio así lo requiere. Por otra parte, lo difuso y hasta barroco de su discurso va unido a una forma transgresora de abordar los géneros literarios. Así, en Los bailes, como en muchas otras obras suyas, encontramos junto al discurso científico por excelencia elementos de la narrativa y otros. En una novela como Historia de una pelea cubana contra los demonios (1975), el etnólogo y el historiador se dan la mano con el narrador. En Los bailes se combinan, y no por capricho sino por una exigencia del objeto de estudio, la descripción etnográfica de los rituales y ceremonias, con las perspectivas del historiador y la especulación del culturólogo capaz de encontrar las conexiones entre estos diferentes discursos y abordarlos con un eclecticismo legítimo y necesario. Estas características, unidas a una prosa constantemente llena de cubanismos, dan como resultado un libro ameno, a veces lleno de noticias sorprendentes que difiere mucho de un tratado académico

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al uso y de tamaña extensión. En Los bailes esta promiscuidad desemboca en un ejercicio del criterio donde las creencias sincréticas, la posesión, la descripción de ciertos bailes –como el del maní (que casi constituye una novela corta dentro del libro)–, el güemilere, el Día de Reyes y el carnaval o el misterio de los Egun y de las máscaras se erigen en formas tan válidas de aprender el conocimiento como las disciplinas científicas al uso. En estos tiempos en que se han puesto en duda la legitimidad de los llamados meta relatos absolutos, algunos autores están no ya por la interdisciplinariedad, sino incluso por la promiscuidad entre las ciencias, y esto ya se observa en las obras de Ortiz. No es un secreto el hecho de que cada vez los estudiosos se muestran más inclinados a poner en duda la eficacia de una sola ciencia para estudiar un fenómeno determinado. Cada una por separado resulta a ojos vista insuficiente. En este contexto y a tenor de una nueva concepción sobre la cultura cubana y caribeña, la obra de Ortiz puede ser vista desde una óptica diferente y aquello que algunos pudieran llamar desorden debido a la pluralidad de discursos interconectados que incluyen la religión, el arte, la historia, la sicología, etcétera, puede ser ahora para nosotros una expresión contemporánea y acorde al universo que hizo objeto de sus estudios que hoy llamaríamos culturológicos. Hablamos de interdisciplinariedad y de promiscuidad entre las ciencias porque cuando hacía historia no dudaba en utilizar la descripción antropológica, el discurso narrativo o mezclar las disciplinas cuando se trataba de musicología o estudios teatrales. De esta forma de abordar los estudios culturológicos parte Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba. En la década del veinte surge la primera vanguardia en Cuba. En nuestro caso, la revolución en los aspectos formales del arte y las concepciones de la cultura y la sociedad en su conjunto, van acompañadas del reconocimiento del papel del negro y de la influencia de las religiones y las culturas africanas en Cuba. Estos aspectos fueron determinantes para la asunción de nuestra identidad. La obra y la actualidad de Ortiz es una de la más destacadas en esta etapa. Intelectual y hombre público, actuó como promotor auspiciando importantes publicaciones e instituciones culturales y pronunciándose contra el prejuicio y la discriminación raciales. En esta etapa aparece en la literatura el negrismo en la poesía de Nicolás Guillén, Emilio Ballagas o Marcelino Arozarena y en la narrativa de Alejo Carpentier, Lydia Cabrera y otros. En la música sinfónica, las obras de Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán son emblemáticas. En la música popular se produce el auge y la internacionalización del son con figuras como Miguel Matamoros e Ignacio Piñero. Por otro lado en la cancionística y la propia música popular se destacan Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig,

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Moisés Simons, Eliseo Grenet. En la llamada trova tradicional, Manuel Corona, Sindo Garay, María Teresa Vera y muchos otros que harían interminable esta relación. Florece el teatro lírico, la zarzuela cubana con argumentos basados en temas referidos a la esclavitud, la mujer negra y la mulata, las relaciones interraciales. En la música no debemos olvidar una característica que indudablemente favoreció y ha favorecido siempre la presencia de lo popular y por ende lo negro en ésta, sin duda la manifestación más importante del arte cubano. Y es la forma desprejuiciada en que muy temprano (en el siglo XIX) se mezclan e influencian entre sí los géneros, las técnicas y las sonoridades de la forma más orgánica y efectiva. Así tenemos que desde las contradanzas de Manuel Saumell (reconocido por Alejo Carpentier como el padre del nacionalismo musical cubano) los músicos utilizaban los aires y toques de la música negra y los que hacían música popular, los instrumentos, la sonoridad por supuesto y las técnicas, las melodías y armonías de la música europea. No nos extrañe saber que los más destacados compositores e intérpretes de la música sinfónica escribieron e interpretaron los géneros populares bailables. Roldán, Caturla, Lecuona, Grenet, Simons, son sólo algunos ejemplos. En las artes plásticas, el ejemplo de Wilfredo Lam es suficiente para mostrar la influencia del componente africano expresado en las nuevas formas de la vanguardia europea de su época. La vanguardia cubana de los veinte y los treinta fue cultural y artística, pero también política. Muchos de sus principales protagonistas estuvieron comprometidos en la lucha contra los males de la república, con el desarrollo del movimiento obrero y comunista y con la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado. La mayoría de los intelectuales y artistas, junto al pueblo, apoyó la lucha por la república española. Participaron muchos combatientes cubanos en la Guerra Civil. Pablo de la Torriente Brau, muerto en ese conflicto, es el ejemplo más conocido. Esa misma actitud se mantuvo contra la dictadura de Batista. Sin estas referencias no sería posible comprender algunos procesos culturales en nuestro país. En los años sesenta, con el triunfo de la revolución y en el contexto internacional que abarcó a todo el mundo –los movimientos radicales en Estados Unidos y Europa Occidental y los de liberación en el Tercer Mundo–, se produce el segundo momento importante de reafirmación de nuestra identidad en todos los aspectos. El tema negro pasa a primer plano y los estudios de Ortiz y otros investigadores se reeditan o editan por primera vez. Es preciso destacar la importancia que tiene la antropología en este proceso. Para nadie es un secreto que desde la Antigüedad, los historiadores nos dejaron descripciones de los pueblos que ellos consideraban “bárbaros”.

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Pero es en los comienzos de la modernidad, en la etapa de los “descubrimientos”, a partir de 1492, que estos relatos toman gran importancia. Los europeos se ponen en contacto más a menudo que antes con civilizaciones ajenas. También se dan a conocer los relatos de viajeros del Oriente. A los “descubridores” y exploradores les siguieron los misioneros, los colonos y viajeros. Algunos de ellos fueron capaces de escribir, de dar fe no sólo de lo ocurrido en las guerras y aventuras coloniales, sino que nos dejaron la descripción de aquellos pueblos y culturas recién conocidas. Tal puede apreciarse en las obras de Marco Polo, Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas, del árabe Ibn Batuta, del aventurero y científico inglés Richard Burton y muchos otros. Ya en plenos siglos XIX y XX podemos observar cómo obras importantes en los campos de la historia, la filosofía, la psicología y otras ciencias, fueron precedidas por los conocimientos aportados por la antropología. Sin ellos Carlos Marx no hubiera fundamentado sus teorías sobre los “modos de producción”. Federico Engels escribió El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, basado también en trabajos sobre los llamados pueblos primitivos. Sigmund Freud en su formulación del psicoanálisis recurrió a una profunda introspección remontándose a las raíces arcaicas del judaísmo a través de la Biblia y otras fuentes. Recordemos, además, Totem y tabú. Por eso no es raro que a finales del siglo XIX y principios del XX, algunas innovaciones de los ismos de la vanguardia europea, hayan sido influidas por el arte y las culturas de Asia, África y América Latina que fueran dadas a conocer por diferentes científicos sociales. El impacto de la antropología en las ciencias sociales y el arte de Cuba a partir de los sesenta es indiscutible. Investigaciones históricas como las de José Luciano Franco, Juan Pérez de la Riva, Pedro Deschamps Chapeaux, Manuel Moreno Fraginals y otros, centran su interés en el estudio de la “gente sin historia”. Aquí hay indudablemente un factor clasista que se aparta de la visión tendenciosa que la historiografía burguesa nos había ofrecido hasta entonces sobre estos sectores sociales y procesos. Estos investigadores no sólo abordan nuevos contenidos, sino que acuden a nuevas formas de dar a conocer los mismos. En muchos casos se apartan del discurso convencional de los textos anteriores. Un ejemplo de ello es Política continental americana de España en Cuba, de la trilogía de historia del Caribe de José Luciano Franco (1964). Se nos ofrece una especie de novela histórica de espionaje sin ficción basada casi totalmente en el montaje de documentos originales que van llevando la trama. El ingenio (1978), de Manuel Moreno Fraginals, es un texto lleno de digresiones propias de la narrativa. Las abundantes notas casi se pueden leer como un libro otro. No es raro que en una

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de esas notas se base el argumento de ese clásico del cine cubano que es La última cena, con guión de Tomás González y Tomás Gutiérrez Alea, realizado por el segundo. Un factor decisivo en esta etapa fue la creación del Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias de Cuba en 1962, fundado y dirigido por Argeliers León. Esta institución auspició investigaciones sobre temas y sectores hasta entonces marginados. A León y sus discípulos se sumaron antropólogos cubanos con una vasta experiencia en el extranjero como Calixta Guiteras y Aída Alonso que habían trabajado en México. En esos años es significativa la visita a Cuba del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, que trabajó una breve temporada en nuestro país. Es conocido entre nosotros por libros como Los hijos de Sánchez (1967) y otros donde fundamenta su polémica teoría de la “cultura de la pobreza”. Su libro Tepoztlan, un pueblo de México (1969), fue también editado aquí. Por esos mismos años visitó Cuba y actúo como jurado del premio Casa de las Américas, el prestigioso antropólogo mexicano Ricardo Pozas. Su libro Juan Pérez Jolote (1971) también fue editado en La Habana. En el propio Instituto se emprenden investigaciones de diferente índole. De Las Yaguas (un barrio de indigentes erradicado entonces) salieron libros como Manuela la mexicana, de Aída Alonso, premio Casa de Las Américas 1968 y Amparo, millo y azucenas, de Jorge Calderón González, mención en ese propio concurso en 1970. Ambos fueron editados por esa institución. Estos libros fueron escritos en la modalidad llamada “testimonio” o “novela sin ficción” y entre los antropólogos study case. A partir de esa etapa se han publicado muchos libros del género testimonio. Un hito es sin dudas Biografía de un cimarrón, del poeta Miguel Barnet, editado en 1966. Este libro sigue teniendo una amplia resonancia internacional por sus múltiples traducciones y ediciones. Barnet fue discípulo de Argeliers León e investigador del Instituto. Para ejemplificar la variedad de investigaciones emprendidas en esa etapa, podemos citar trabajos como Guanamaca (1966), de Alberto Pedro Díaz, estudio de campo en una comunidad rural de inmigrantes haitianos de Camagüey. El autor sólo dio a conocer un fragmento en la revista Etnología y Folklore. Además, se realizaron múltiples trabajos sobre el espiritismo, la santería, el palo monte, la sociedad secreta Abakúa, etcétera. El magisterio de Argeliers León formó no sólo investigadores, sino que influyó a artistas y personalidades de la cultura en general. Primero en el Seminario de Etnología del Teatro Nacional de Cuba, luego en el citado Instituto y finalmente cuando logró fundar la asignatura Estudios Afrocubanos en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Personali-

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dades como Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet, Alberto Pedro Díaz, Jorge Berroa, Jorge Calderón, la cineasta Sara Gómez, Lázara Menéndez, la que suscribe este trabajo y muchos otros de recientes generaciones continuamos trabajando en ese sentido. Cabe apuntar que en la actualidad, en el Instituto Superior de Arte funciona la Cátedra “Argeliers León” de estudios africanistas. En el arte y la literatura es obvio que la antropología no es la única influencia, pero sí lo es de manera bastante fuerte y visible. En la poesía, bajo estas influencias, se destacan las obras de Miguel Barnet, Nancy Morejón, Excilia Saldaña, Georgina Herrera o Jesús Cos Causse. En la narrativa, novelistas como Manuel Granados, Manuel Cofiño, Antonio Benítez Rojo y Eliseo Altunaga. En el cine tenemos a Tomás Gutiérrez Alea, Sergio Giral, Rigoberto López, Gloria Rolando y la desaparecida Sara Gómez. Esta última dejó una serie de documentales y una obra modélica: De cierta manera, filme de contenido contemporáneo y eminentemente antropológico. En su estructura combina la trama de ficción con el discurso documental en aras de abordar la realidad. No es casual que el filme se desarrolle en Miraflores (barrio que sustituyó a Las Yaguas). Ella mezcla actores profesionales con personajes de Las Yaguas, como Manuela la mexicana, protagonista del libro mencionado antes. En la plástica, irrumpe la obra originalísima de Manuel Mendive, seguido por Eduardo Roca (Choco), José Bedia, Belkis Ayón, Juan Roberto Diago y muchos otros. Por otro lado se consolida el fuerte movimiento de música bailable llamado “timba cubana”, encabezado por Juan Formell y los Van Van. En el jazz, se destacan Chucho Valdés y su grupo Irakere y muchos talentos de varias generaciones que harían interminable esta relación. Como hemos visto, existen vasos comunicantes entre las ciencias sociales, el arte, la cultura y las religiones. Éste es uno de los factores que explica en parte el cambio radical ocurrido en el panorama de la sociedad y la cultura cubanas en los últimos años. Como vimos, este proceso tiene sus antecedentes en la vanguardia de los veinte, tiene su eclosión a partir de los sesenta y se sigue desarrollando en la actualidad. Como consecuencia de ello aparecen la influencia ritual y el tema negro en general en las artes escénicas contemporáneas en nuestro país. Es en este contexto que debemos situar la importancia de la obra orticiana en el teatro cubano contemporáneo. Fernando Ortiz veía y asumía la singularidad de la cultura cubana en la que lo fantástico, la magia, el misterio y la comunicación entre dioses, espíritus y hombres cobran una dimensión inusitada y tienen una función, aún no suficientemente estudiada, fuerza, y poder permanente en nuestra sociedad. Esta libertad de Ortiz en aras de expresar una realidad que le era entra-

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ñable es un ejemplo para muchos estudiosos y críticos deslumbrados por la última teoría, por las nomenclaturas novedosas cuya importancia no niego. Buscan legitimar sus trabajos con referencias a textos prestigiosos dejando muchas veces que los juicios a priori entorpezcan en ellos la simple y recta observación de la realidad. Un ejemplo es la forma en que Ortiz aborda el estudio de las religiones sincréticas que ocupan un espacio preferente en su obra, pero no de forma separada, no se queda en la descripción etnológica, sino que la ve precisamente ligada a los productos artísticos y culturales de la sociedad donde cumplen una diversidad de funciones. De la misma manera ocurre en África negra, donde no es posible separar la religión de la vida material, la política, la cultura ni aun de la historia. Todo ello debemos tenerlo en cuenta, ya que sabemos que la influencia mayor que ha tenido África en la cultura cubana está, por supuesto, permeada de religiosidad. Claro que entendiendo el concepto de religión en el sentido totalizador que le da Ortiz. De ahí la permanencia de esas religiones en su sentido más profundo, sobreviviendo, reorganizando la vida de una población negra cuyas instituciones fueron desechas por el régimen esclavista y cuya primera inserción en esta sociedad fue bajo un estatus carcelario como era la plantación, permaneciendo incluso en diferentes regímenes económico-sociales y trascendiendo las clases, razas y otras condiciones que recientemente, y en muchos casos, se han llegado a convertir en externas a ellas.

La obra orticiana en el teatro cubano contemporáneo En los recintos sagrados donde se conservan y difunden diferentes religiones de origen africano, el sincretismo con el catolicismo, se representa un teatro ritual, teatro invisible para los neófitos, donde lo mitológico, que se basa en una rica tradición de literatura oral, tiene su expresión en lo ritual, lo escénico. El rito es el mito escenificado, repito; en esos diversos y complicados rituales y ceremonias, así como en el carnaval y otras fiestas populares, ha surgido una importante tendencia que se expresa en nuestro teatro. En las representaciones de este teatro sagrado, la acción, que escenifica un mito o varios, se sirve también de un espacio escénico lleno de sentido. La acción dramática, la posesión de los bailarines-actores o médiums sirven de comunicación con los dioses y los muertos. Ahora, muchos teatristas del llamado “Primer Mundo” se interesan por los aspectos rituales y trascendentes de estas manifestaciones del Tercer Mundo. Están de moda los términos teatro antropológico, teatro étnico o etnoteatro, teatro intercultural, teatro multicultural, collage de culturas y

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performance postmoderna, entre otras tendencias basadas todas en la búsqueda y expresión de la ritualidad a partir de diferentes concepciones. Teatristas e investigadores bien conocidos como Eugenio Barba o Peter Brooks beben en las fuentes de las culturas orientales, particularmente la hindú y la japonesa. Otros, como Víctor Turner o Richard Schechner, se remontan a culturas alejadas de los centros donde viven, como las de Oceanía, para encontrar la esencia de lo espectacular. Todos se afilian a una práctica intercultural por la relación que se establece entre las culturas receptoras y los préstamos de estas otras de la periferia, siempre a partir de una voluntad y una necesidad de las primeras. En este contexto nos felicitamos con el surgimiento de un importante movimiento de teatro ritual caribeño aparecido en nuestro país y avizorado, ya como vimos antes, en la obra anticipadora de Ortiz. En 1992, escribí el siguiente comentario para El Público: Cuando una virgen católica, la Caridad, abandona su corona y cetro y su vestidura seglar, negadora de todo indicio de sexualidad. Cuando ella baja del altar, donde sólo podía gustar de los placeres del incienso y las flores y donde toda alusión al amor humano es pecado. Cuando ella baja descalza, semidesnuda y carcajeante a bailar con los hombres una danza ritual y telúrica, de claro sentido erótico, en la que los dioses entregan a los hombres el amor y la carne con toda su dulzura y violencia, se está mostrando el inverosímil sincretismo antillano, pero también una imagen escénica, una deslumbrante poetización que habría de marcar entre nosotros una apertura (1992a: 102; también publicado en Teatro in Europa 1993).

Me refería a Suite Yoruba, la obra del genial coreógrafo Ramiro Guerra estrenada en 1960 en el Teatro Nacional. Coincidieron la creación de Danza Nacional de Cuba, fundada por él y la presentación de los espectáculos Bembé, Abakuá y Yímbula, auspiciados por el Departamento de Folklore del propio teatro, dirigido por Argeliers León. Allí funcionó el Seminario de Folklore, dirigido por el propio León, en el que participaron investigadores como Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet y Alberto Pedro Díaz, y otros artistas como el músico Jorge Berroa, la cineasta desaparecida Sara Gómez y la autora de estas líneas. El Seminario de Dramaturgia, dirigido por Osvaldo Dragún, agrupó en el propio teatro a autores como José R. Brene, Eugenio Hernández, Gerardo Fulleda León, Tomás González y otros. Esta conjunción y la relación entre profesores y alumnos de estos seminarios habrían de dar como resultados importantes trabajos de colaboración y una indeleble influencia que fructifica hasta nuestros días (ver Martiatu Terry 1987).

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Transculturación y teatro ritual caribeño Se ha debatido mucho últimamente sobre la validez y funcionalidad del término transculturación, como dice Ortiz “ [...] para expresar los variadísimos fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones de culturas que aquí se verifican” (1963: 99). Esta transculturación es vista como un proceso continuo signado por la convivencia histórica, por el mestizaje biológico y/o cultural que se ha establecido de una manera involuntaria y que lleva a una identidad común. Este concepto es muy diferente del término intercultural como se usa en la teoría teatral y que entiendo más adecuado para explicar relaciones entre culturas lejanas, de forma voluntaria, reciente, sin que medien un tiempo histórico, una convivencia prolongada, ni mucho menos la pertenencia a una nación o identidad comunes. En algunos casos se corre el riesgo de utilizar términos de moda y aplicarlos alegremente sin analizar si se adecuan o no a la realidad propia. Es preciso, sin embargo, distinguir este teatro ritual caribeño con raíces profundas en nuestras tradiciones, del teatro intercultural o de la llamada performance postmoderna tal como se representa en muchas partes del mundo e incluso en Cuba. De lo intercultural surge el teatro antropológico, la performance postmoderna, según la investigadora Erika Fischer-Lichte: “es el producto de una sociedad de la era postindustrial que se ha hurtado en tal medida de su historia y cultura, que sus miembros ansían disolverse a sí mismos y a su tradición en el torrente incesante de la información, de las imágenes sin significado” (1994: 231), y de lo transcultural, como diría Ortiz, surge este teatro ritual nuestro. Arte sagrado cuando se representa en los centros religiosos y profano en los espacios escénicos convencionales o no. Ambos han seguido su propia evolución, pero se relacionan e influyen entre sí, ya que muchas veces son los mismos artistas creyentes u otros influenciados por estas manifestaciones los que actúan en los centros religiosos y en el teatro profesional dando continuidad a una experiencia singular en que articulan sus responsabilidades y experiencias religiosas con su vida profesional y artística. En los ritos reivindican funciones sacro-mágicas importantes que pueden ser de vida o muerte para los creyentes y que están inmersos en su vida cotidiana. Estos ritos funcionan como un medio de dominación de la realidad. La madurez y el alcance de este movimiento se expresan en la dramaturgia en obras como María Antonia (1967), de Eugenio Hernández Espinosa, una tragedia en que los elementos de la santería desempeñan un papel primordial en su desarrollo dramático y estructura; Chago de Guisa (premio

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Casa de las Américas 1989), de Gerardo Fulleda León, la historia de un joven cimarrón, especie de épica de aprendizaje donde incluye influencias de la tradición yoruba y de la bantú; Cefi y la muerte (1983), basada en la tradición del teatro de “relaciones” enraizada en el carnaval santiaguero, escrita por Ramiro Herrero. La experimentación tiene un ejemplo en Barroco, donde Rogelio Meneses, tomando aspectos del espiritismo y la santería, logra una reveladora versión del Réquiem por Yarini de Carlos Felipe. No quiero dejar de citar las obras de dos mujeres: Fátima Patterson con su Repique por Mafifa (1992), la historia de una negra “campanera” de la conga de Los Hoyos en Santiago de Cuba, marimacha (lesbiana) y espíritu desencarnado que no quiere reconocerse como tal y Elaine Centeno con La piedra de Elliot, una obra llena de ritualidad que muestra las preocupaciones de un joven contemporáneo, sus relaciones con la religión, los dioses, los espíritus y el misterio.

La posesión como actuación Últimamente se está desarrollando una importante línea de investigación y experimentación basada en las técnicas de los posesos, montados como les llamamos en Cuba y les llamó Ortiz en su libro. Interesantes trabajos que han tomado un cariz pedagógico y se están consolidando como virtuales métodos de actuación. Constituyen una propuesta donde el actor encuentra recursos en sí mismo, en una experiencia personal o ancestral que le es propia. Rogelio Meneses, en Santiago de Cuba, realiza indagaciones de las técnicas de los médiums espiritistas y los del bembé de sao que aplica como actor y como director en sus puestas en escena con el Cabildo Teatral Santiago; Mario Morales, en La Habana, con sus Teatreros de Orilé, trabaja también con el espiritismo y la santería; y Tomás González ha logrado sistematizar su método de Actuación Trascendente, utilizando las técnicas de los posesos, el oráculo de Ifá y otros elementos. Ellos han dado importantes frutos en la técnica de actuación y en la concepción de la puesta en escena con seguidores dentro y fuera de nuestro país (ver Martiatu Terry 1994).

Conclusiones Este teatro tiene una evolución peculiar de acuerdo con su carácter y las fuentes sagradas de las que proviene. Nos plantea numerosos retos e interrogantes tanto a los creadores como a los estudiosos que hemos seguido ese

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proceso durante años. En la dramaturgia, ha evolucionado desde una temática apegada a las fuentes de la literatura oral, sobre todo la de influencia yoruba con constantes préstamos intertextuales del oráculo de Ifá y sus patakines. De esta primera etapa en que los personajes son los dioses y las historias sus avatares, se ha pasado a una etapa más intimista y actual. Se plantean preocupaciones filosóficas, existenciales, religiosas, en un contexto más inmediato. En cuanto a la posesión-actuación, queda mucho que investigar sobre el trance y sus diferentes grados de profundidad, sobre la ampliación de la conciencia que plantean algunos actores y pedagogos y aun sobre las dos formas más conocidas de llegar a él por medio de la concentración de los espiritistas o la exacerbación lograda mediante el ritmo, la danza y la música en general en las fiestas de la santería. Por otro lado, en cuanto a la representación, las formas convencionales son transgredidas. La fuerte presencia de la danza ha dado lugar al teatrodanza. En las estructuras dramáticas de un güemilere o de una sesión espiritual, lo programático deja un espacio mayor a la improvisación y se establece una relación diferente con el público (más exactamente participantes). Todo ello plantea nuevos problemas en la teoría de la recepción, en la dramaturgia espectacular (no la convencional escrita), en la dramaturgia del actor y en la responsabilidad misma de los actores como los del grupo Teatro 5, de Tomás González, que asumen las funciones de la adivinación con los participantes y cuyos espectáculos son completamente aleatorios en cuanto a los sucesos escénicos y a la duración de los mismos (Manzor-Coats y Martiatu Terry 1995). Podemos decir que se van borrando las fronteras entre el teatro sagrado y el profano, entre la concepción de ensayo y representación, entre el rito y la representación misma (Martiatu Terry 2000). Como vemos, la obra orticiana está presente en el teatro que se hace en Cuba y es preciso volver una y otra vez a Los bailes y el teatro, a este texto fundamental al que todos los estudiosos del teatro cubano debemos acudir con la debida frecuencia.

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DESDE LOS MÁRGENES: LA LITERATURA ORAL AFROCUBANA INVADE EL DISCURSO LETRADO Ileana Sanz

Una de las paradojas que arroja la revisión del discurso literario cubano es la limitada presencia de la huella africana como raíz vital del discurso letrado. No me refiero a la utilización del tema negro en obras de temática antiesclavista, que va desde la temprana obra de Manzano hasta la novela cumbre de Cirilo Villaverde. Tampoco subestimo la fuerza y validez del vanguardismo y del movimiento negrista en los años treinta en la reivindicación de la imagen del negro que alcanza en la poesía de Nicolás Guillén una concreción de alta factura estética. Hablo de la asunción y exploración de un sustrato de matriz africana, componente esencial de la cultura cubana en su sentido más amplio, portador de una cosmogonía, una religiosidad, un sistema de valores que se encuentra en el trasfondo de nuestra identidad. Dentro del conjunto de países que conforman el Caribe insular, es en Cuba donde se mantiene un suministro de esclavos africanos más sistemático y tardío (1873 es la fecha de la última entrada de esclavos provenientes de África). Si a esto agregamos que el estimado de africanos introducidos en el país se calcula en 1.300.000 y que la abolición no se consuma hasta 1886, hay elementos para suponer la fuerza nutricia del componente africano en el proceso cultural cubano. Su vigorosa presencia en otras manifestaciones de la cultura, como la música, ha sido parcialmente validada al trascender la categoría de folclore y asumirse como fuente raigal del universo sonoro. Pero ¿cómo explicarnos su escasa visibilidad en la literatura? He ahí la paradoja con la que inicié este ensayo y sobre la que propongo una reflexión desde las coordenadas de la región a la que pertenecemos no solo por ubicación geográfica, sino por compartir regularidades del proceso histórico cultural. Oralidad/literariedad Para los escritores caribeños actuales el acercamiento a la tradición oral ha devenido en una profunda y lúcida indagación de las esencias de una interpretación del mundo que subyace en la memoria histórica. El asumir esa ora-

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lidad como la fuente viva de la creación ha significado no sólo una verdadera revolución que dinamita cánones estéticos de factura marcadamente occidental, sino todo un cuestionamiento de valores éticos, modus vivendi, concepto de sabiduría, proyecto humano. Y es ese sentir caribeño, esa imaginación, esa sabiduría y ese humanismo, el que los artistas y escritores del Caribe han logrado aprehender en sus obras adelantándose a otras disciplinas. En gran parte de los países del Caribe la narración oral constituyó la forma de expresión literaria predominante hasta prácticamente los inicios del siglo XX. La existencia de una población mayoritariamente rural, una más alta concentración demográfica de descendientes africanos, la ausencia de una intelectualidad criolla y letrada constituyeron factores que propiciaron el surgimiento de una vasta y rica oralidad que tuvo su más alta expresión en el nacimiento de los creoles en el Caribe no hispano. Cuentos, leyendas, proverbios, adivinanzas, rimas, canciones, fórmulas rituales, cruzaron los mares, sobrevivieron las más duras condiciones, se recontextualizaron, y afianzaron en su nuevo espacio. Los cuentos de la araña Anancy se desarrollaron ampliamente en el Caribe anglófono extendiéndose a otros países como Curazao y Surinam. Héroe folclórico travestista que desde que desembarcó en este Nuevo Mundo se las arregló para no asumir la condición de esclavo y vivir de su ingenio y astucia. Los personajes de Bouqui y Ti Malice, en el Caribe francófono, se mantienen vivos en la imaginación de esos pueblos y constituyen parte de su herencia cultural. En Cuba, es la jicotea –Ayapá en lengua lucumí– la que se erige en personaje central de los cuentos. Sus maldades y artimañas contrarrestan su debilidad física y le permiten vencer en contiendas con los poderosos. Todos estos personajes comparten rasgos y funciones similares. Dependen de su astucia e ingenio para sortear las dificultades y lograr sus objetivos. Según la investigadora Lydia Cabrera, “sus triunfos eran revanchas, ingenuas revanchas que los negros saboreaban con filosófico humorismo” (1971: 13). Estos cuentos conformaron una rica literatura oral que registrada en la memoria colectiva funcionó como espacio de resistencia; su transmisión de generación en generación, permitió la recepción y difusión de saberes, percepciones, valores, visión del mundo.

¿Ausencia de oralidad en Cuba? Es sabido que en Cuba, a diferencia de otros países del Caribe, la literatura escrita tuvo su génesis en una época bien temprana y ésta pudiera ser una de las razones por las cuales el peso de la oralidad es aparentemente

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menor que en otros países del área. No obstante, se ha comprobado la existencia de un gran número de leyendas, mitos, fábulas, proverbios y poemas que conforman un corpus de raíz africana que se ha mantenido inédito y marginado del discurso literario. Entre los diferentes grupos étnicos introducidos en Cuba (yoruba, carabalí, bantú, entre otros), el primero fue el más numeroso y el que marcó más profundamente la cultura cubana. Oriundos de Nigeria, los yoruba eran portadores de una larga tradición cultural. Rogelio Martínez Furé, destacado etnólogo y folclorista cubano estudioso de esta temática, afirma la existencia de una literatura yoruba cubana en verso y en prosa registrada en dialecto y recogida en las llamadas “libretas de santería” (1985). Estos cuadernos constituyen documentos de inestimable valor que han sido conservados por los seguidores de este culto. Sin embargo, aun las historias literarias más recientes no incluyen los textos matrices, expresión de una literatura alternativa que justamente debe ser valorada como integrante del discurso nacional. Como acertadamente señala el crítico Rogelio Rodríguez Coronel, “los textos afrocubanos originarios relacionados con las prácticas de santería permanecen marginalizados a los predios de la folklorística sin tener acceso a los medios canónicos de lo literario” (1993: 49). Es en las décadas del veinte y del treinta, período clave en el reconocimiento de la herencia africana en Cuba, cuando por primera vez esta literatura oral transgredió el espacio de la memoria y la voz y entró en el código escrito. El camino que abre el gran don Fernando Ortiz al valorar y jerarquizar la raíz africana de la cultura cubana, estimuló el trabajo de otros intelectuales. Cabe a Lydia Cabrera el mérito de ser la primera en llevar a la escritura los cuentos y leyendas que la población negra había guardado en su memoria histórica. La publicación en 1936 en Francia de Cuentos de Cuba, cuya primera edición cubana data de 1940, recoge un conjunto de historias y fábulas de animales como el tigre, el elefante, la gallina, pero fundamentalmente la jicotea, aunque también se incorporan algunos orishas del panteón yoruba. Estos cuentos inician en Cuba la labor de recoger y transcribir una parte de la tradición oral de origen africano. Pero Lydia Cabrera trasciende su función de colectora y traductora, según la define Ortíz en la introducción al libro, y nos entrega una reelaboración artística de altísima calidad estética adelantándose a lo que posteriormente realizaran escritores más contemporáneos. De manera desafortunada, su labor pionera y fundacional no pudo ejercer una influencia decisiva ya que sus textos no fueron reeditados en Cuba sino hasta finales de los ochenta. Imbuido del mismo afán de indagar en la herencia africana, Rómulo Lachatañeré recoge la primera colección de patakíes que publica bajo el

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título de ¡Oh, Mío Yemayá! (1938, 1992b). Estas leyendas, definidas por Ortiz como una colección de recitaciones sagradas de los negros yoruba, constituyen una de las expresiones literarias de mayor riqueza. Originadas en el sistema de adivinación de Ifá, son el medio del cual se vale el oráculo para comunicar a sus seguidores los consejos de los orishas. Este sistema adivinatorio lo utilizan los sacerdotes y sacerdotisas del culto de Ifá que interpretan el oddu (letra). Según la religión yoruba en Cuba, uno o más orishas hablan a través de la letra, de ahí que los patakíes narren los avatares o caminos de los diferentes orishas del panteón yoruba como momentos de sus vidas o anécdotas. Cada patakí finaliza con un owe o proverbio que induce a la reflexión. No obstante estas historias tener un origen africano, sufrieron un proceso de transculturación en Cuba y se enriquecieron con la experiencia de la vida diaria. A juicio de Martínez Furé, en los patakíes cubanos los orishas no constituyen arquetipos morales y se encuentran expuestos a las debilidades humanas. Pero sus leyendas son transmisoras de una experiencia vital y funcionan como orientadoras de la conducta social. Mas estos textos no pudieron estimular o inspirar una literatura escrita, no sólo por la poca difusión de la obra de Lachatañeré –no se reeditó hasta 1992– sino debido a que la mayoría de estos patakíes se mantuvieron celosamente guardados en las llamadas libretas de santería, y su uso limitado a las prácticas y ritos religiosos. Si la década del treinta marcó el inicio de la exploración artística de la literatura oral afrocubana, los años sesenta signados por el espíritu renovador del proceso revolucionario fueron el detonante no solo para continuar el rescate y la revalorización de la huella africana sino para expandir su diapasón a un receptor mucho más amplio. Es el teatro el que lidera este fenómeno a través del Guiñol Nacional, primer colectivo en montar obras inspiradas en leyendas afrocubanas. Chicherekú (1964), de Pepe Carril y La Loma de Mambiala (1966), adaptación de Silvia Barros de un cuento recogido por Lydia Cabrera, narran historias donde seres humanos, animales y orishas están ubicados en un mismo nivel y se delinean con debilidades y flaquezas. A través de diálogos que en un lenguaje coloquial desbordan humor e ironía, se revela un sustrato mítico portador de valores morales sustentado en la filosofía yoruba. Una de las obras más interesantes de esta década es Shangó de Ima (1966) de Pepe Carril, uno de los fundadores de esta compañía. Como el título sugiere, la obra se focaliza en la vida del orisha Changó y su lucha para obtener el dominio de sí mismo. A través de los avatares de este orisha, representado como ser humano, se reflejan problemáticas de índole filosófica desde una cosmovisión yoruba. La obra transmite un mensaje que enfati-

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za tanto el derecho a la libertad individual como a la responsabilidad del hombre con su propia existencia. Como afirma el personaje Obatalá en la obra: “El castigo del hombre ya no viene de Olofi. De ahora en adelante será el hombre mismo quien dé su castigo” (tomado del material mimeografiado sin paginar). Al incorporar estas obras a su repertorio, el Guiñol Nacional desempeñó un papel trasgresor aún no suficientemente valorado. Por primera vez, un público tanto infantil como adulto, contemporizó con deidades del panteón yoruba devenidas en personajes de hondo trasfondo humano y las reconoció, conscientemente o no, como parte de su legado cultural. Se expuso a una percepción del mundo, a una filosofía proveniente de la religión yoruba ya transculturada y enraizada en suelo cubano. Como señala Miguel Barnet en las notas al programa de Shangó de Ima, la preocupación universal presente en la obra recibe una respuesta yoruba. Para Barnet, Changó es como el destino de cada ser, la verdad y la mentira, el bien y el mal. Esa gran contradicción que es el hombre, ese contraste único y maravilloso de la natura. La vigorosa efervescencia creativa de los sesenta que estimuló la exploración y reevaluación del componente africano, languideció en la década siguiente. Sustentada en la prioridad de salvaguardar la unidad de la nación, la política cultural promovió la imagen de una cultura e identidad sin tensiones, que equiparaba lo unitario con lo nacional y desestimaba la exaltación de uno de los componentes, en este caso el africano. No obstante, se continuaron estudios e investigaciones, aunque a escala limitada, en las disciplinas de musicología, etnología e historia, y en alguna medida se extendieron al campo de la religión, la lengua y la literatura. A partir de los ochenta, se percibe un renovado interés por la exploración del legado africano, y la riqueza de los patakíes estimula la creación literaria. En 1987, Excilia Saldaña publica su colección de cuentos Kele Kele, término yoruba que significa “suavemente”, “tiernamente”. En su introducción al libro, Saldaña expresa: “Por eso he querido venir hoy aquí, kele kele, con estos patakín, que no son otra cosa que hermosas leyendas de amor. Yo los oí de viva voz, y ahora he querido contárselos a ustedes, agregando a su música mi propia resonancia” (11). Las cinco historias incluidas están enlazadas por un tema común: el amor. Cada una de ellas es introducida por un proverbio africano que encierra un sabio consejo y que funciona como presentación del tema. El titulado “Obba” se inspira en el patakí que narra los avatares de esa orisha, mujer de Changó, símbolo en la religión yoruba de la obediencia, la lealtad y la fidelidad que se espera de una mujer hacia su marido. Aunque tanto el patakí como la recreación que hace Saldaña en su cuento homónimo narran la

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misma anécdota, la perspectiva es diferente. El patakí “Obba” resalta la figura de Changó como guerrero y destaca su lucha con Ogún. El relato de Saldaña se centra en la figura de Obba; subraya su belleza y atributos morales y Changó es desplazado a un lugar secundario. Aunque la anécdota no cambia –la mutilación de las orejas de Obba para alimentar a su marido y su consiguiente rechazo– la autora logra de forma velada ofrecer una perspectiva feminista y más contemporánea. Su mensaje, de forma delicada y subrepticia, cuestiona el patrón de lealtad conyugal y sumisión que simboliza esta orisha. La prosa del relato, imbuida de un profundo lirismo, se nutre de las técnicas narrativas de la oralidad. Eugenio Hernández Espinosa y Gerardo Fulleda León sobresalen entre los dramaturgos que dialogan con los patakíes en un interesante juego intertextual. Este último obtiene el premio Casa de las Américas con Chago de Guisa (1989). La obra, ubicada en un palenque cimarrón en los albores de la Primera Guerra de Independencia, explora el proceso de aprendizaje de un adolescente para alcanzar la adultez. Aparentemente la intención del texto es cumplimentar las funciones del patakí, o sea, narrar un episodio de la vida de un orisha. Pero Chago, protagonista principal, no se diseña a partir de los rasgos de un orisha específico. En su largo viaje iniciático debe vencer pruebas y tentaciones provenientes de orishas, egunes y humanos para lograr su objetivo esencial: encontrar su propio camino. Como le señala Atocha, el orisha de las encrucijadas: “Te he mostrado el camino que me has pedido a cada paso, el de la sabiduría, el de la riqueza y el del poder. Pero no el tuyo” (144). Chago se nutre de toda la filosofía contenida en diversos patakíes y en los valores enraizados en la comunidad. Su determinación no le hace ignorar o subestimar la sabiduría presente en sus antepasados, pero siempre asumiendo ese legado desde un contexto contemporáneo. Es un protagonista ambicioso y soñador, pero también esencialmente cuestionador que simboliza lo ilimitado del esfuerzo humano “todo puede intentarse, todo puede lograrse” (22-23). Fulleda León logra un balance apropiado entre la necesidad y el derecho a la libertad individual. Chago de Guisa irradia una cosmogonía, una ética, una filosofía que ofrece una guía para la conducta humana proveniente del mundo mítico religioso afrocubano que es parte de nuestra cultura y cuyos exponentes son los cubanos y cubanas que nos topamos a diario. La literatura oral afrocubana ha recorrido un largo trayecto para transgredir las fronteras de la marginalización y ocupar el sitio que le corresponde dentro del panorama literario del país. Pero su trascendencia mayor reside en la apropiación artística y refuncionalización que hacen los autores cubanos contemporáneos de ese legado que enriquece su discurso.

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EL TEATRO RITUAL CARIBEÑO, CAUCE DE LO POPULAR1 Gerardo Fulleda León

“No hay peor ciego que el que no quiere ver.”

Reza un viejo proverbio que en nuestros ámbitos teatrales se confirma. Durante la última década, la llamada dramaturgia espectacular2 ha hecho furor entre determinados estudiosos y creadores, quienes –inclinando la cerviz, una vez más, ante todo lo que procede de potencias etnocentristas, como patrocinadoras de aquello que debe ser el último grito cultural– han opuesto esta tendencia a cualquier otra manera de interpretar la realidad en la dramaturgia contemporánea. Estos profesionales del teatro han tratado de privilegiar, como única fuente de experimentación teatral, aquellas que se fundamentan en tales cánones, intentando desconocer, minimizar o negar el carácter renovador y, en última instancia, experimental de otras zonas de la dramaturgia que, por proceder su quehacer del aprovechamiento de las llamadas manifestaciones tradicionales populares, parecen estar, erróneamente, condenadas –según ellos– a la inmovilidad creadora, y les son ajenas, pese a convivir junto a las mismas. Tal prejuicio o miopía estética los ha llevado a soslayar, por ejemplo, el carácter novedoso, revelador y contemporáneo que tiene el llamado ritualsacro que llevan a cabo entre nosotros, desde siempre y en constante transformación, los practicantes de la regla de Ocha o santería. Dramatúrgicamente un bembé, tambor o toque de santo tiene características en su composición, tan similares a la llamada dramaturgia espectacular, que asom-

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Una versión anterior de este ensayo se publicó bajo el título “Lo ritual cauce de lo popular” en Tablas 4 (1996): 21-3. 2 Dramaturgia espectacular. Considerando a aquella que identifica a los espectáculos teatrales que intentan escapar de una visión unívoca y cuyos componentes no están remitidos tan solo a un texto dramatúrgico de autor, sino a una estructuración que pretende dinamitar y crear en el propio montaje de una idea dramática su fundamento, permeada por diversas fuentes poéticas, literarias, dramatúrgicas, éticas, etcétera.

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brarían a quienes se detuvieran a valorarlas; una prominencia de la imagen por encima del diálogo; la utilización al máximo de la pantomima, la música y la danza; los diferentes planos de acción que se conjugan en su mismo espacio, cuando dos o más orichas interactúan al mismo tiempo, posesionados en los presentes, en diálogo con otros practicantes o entre ellos mismos y el apkwón, para crear una multiplicidad de una riqueza provocadora, presidida por los cantos, los bailes y el toque de los tambores; en fin, una especie de propuesta dramatúrgica espectacular, digno receptáculo de tradiciones orales, que maravilla a los ojos ajenos a nuestra cultura que la vislumbran, por novedoso e inusual y que para algunos coterráneos no pasa de ser una muestra exótica de nuestro folclor. Claro que, para estos últimos, lo ajeno “de afuera” no resulta exótico sino el dictado, lo contemporáneo, el gran designio a seguir. Uno de nuestros más eminentes directores y pedagogos teatrales, de vanguardia siempre, me contó cierto día muy lejano que en una entrevista que tuvo con Jerzy Grotowski en un evento, el maestro se interesó mucho por este tipo de manifestación que se lleva a cabo en nuestra isla y lo que le gustaría a él ver, participar y estudiar un hecho como éste. Terminó instando a nuestro creador a asumir esa realidad en su quehacer profesional, lo que sin dudas lo enriquecería. No tengo noticias de que lo haya intentado y sigue, por supuesto, muy feliz. No es una actitud aislada.

De dónde procede ese concepto de dramaturgia No obstante, esa dramaturgia está ahí, con su pujanza, sustentada en mitos y leyendas, transformada y adaptada a la práctica de quienes cruzaron el mar con grilletes y de sus descendientes y los de quienes los forzaron a morar en estas tierras, en esos viajes sin retorno. Los patakines son la forma expresiva de estos avatares, especie de relatos épico-dramáticos, con su sentido oblicuo, su carga conceptual y humana, su humor y esa pretensión profética y develadora en nosotros de conductas y posiciones a asumir en la existencia y que constituye, de tal modo, una forma de resistencia cultural. Los mitos y las leyendas han servido a los practicantes de la regla de Ocha para esclarecer y solucionar –con su sabiduría y visión remodeladora, en la práctica diaria de sus existencias y en situaciones más trascendentales de sus vidas– los problemas y las dificultades que les han aquejado, al encontrar en los mismos alivio a sus males y dar respuesta a sus necesidades. Pero no sólo ante el padrino, el “orillate”, el babalao o el santo posesionado, sino también gracias a esa especie de griot que puede ser un viejo

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narrador, escena entrañable, en una noche de cuentos y proverbios. Ellos han mantenido vivo, como nuestra Haydée Arteaga3, este corpus que se alza vital y renovado, en una forma ya más elaborada, en una sólida dramaturgia contemporánea que ha sabido apropiarse, de manera muy particular, de tales expresiones, sin temor a lo folclórico, al percibir en éstas tanto la teatralidad latente en sus formas, como esa peculiar capacidad que poseen para acercarse al acervo de nuestro público. Si ya algunos títulos del llamado teatro vernáculo –como Los negros espiritistas (1880) de Pancho Fernández, Una sesión de hipnotismo (1891) de Ramón Mesa y Mefistófeles (1896) de Ignacio Sarrachaga, entre otros pocos– se acercaron epidérmicamente a estas fuentes presentes en la realidad de su momento, con la aparición de Virgilio Piñera, Rolando Ferrer y Carlos Felipe, una tríada inefable de nuestro teatro, la dramaturgia cubana tomó, en diversos grados de profundidad, el empeño. Pecaríamos de prejuiciados, si no sumáramos a este grupo a Paco Alfonso, legítimo predecesor del tratamiento de estos temas, quien con Aggayú Solá, Ondocó (escrita en 1941), primera teatralización de un patakín, y otros títulos posteriores supo enfrentar los prejuicios y las limitaciones éticas y estéticas de su tiempo, al adentrarse en tales temas y combinarlos, a veces, con preocupaciones sociales y políticas muy válidas, pero que enrarecieron su ya endeble visión dramatúrgica, dejándonos textos que, aunque son artísticamente defectuosos en lo literario y dramático, dan fe de un afán y respeto por encauzar dicha temática, en el mejor sentido.

Una dramaturgia reveladora Carlos, Rolando y Virgilio –con sus peculiares dotes dramatúrgicos, sus honduras conceptuales y sus respectivos lenguajes escénicos– supieron ver y calar hondo, a su manera, en estos predios y sentar las bases de lo que hoy florece dramatúrgicamente.

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Haydée Arteaga, Sagua la Grande (1915). Llamada “La Señora de los Cuentos”; desde los cuatro años de edad es narradora oral de cuentos y canciones procedentes de nuestro acervo cultural-tradicional. Desde 1935 creó sus Charlas Culturales Infantiles, con niños y niñas de barrios y zonas marginales de la ciudad de La Habana, labor que mantiene en nuestros días con su sabiduría y hacer creador. Reconocida en Europa y América Latina, tiene entre sus galardones el otorgado por el Ministerio de Cultura de Cuba: Memoria Viva.

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Réquiem por Yarini. Director: Gerardo Fulleda León. Foto: Ernest Rudin.

El primero, Carlos, conscientemente llega a asimilar y recrear el tinglado humano y religioso de un momento determinado de nuestra realidad en su obra cumbre: Réquiem por Yarini (1960, 1992), una tragedia moderna que ocupa uno de los más altos sitiales en la dramaturgia cubana de todos los tiempos. En él la ritualidad no es paisaje, cita o mero recurso teatral, sino raíz, fundamento del drama que ocurre en escena. Es el hombre inmerso en la búsqueda de su esencia, tratando de hallar valores espirituales y éticos para sobrevivir, allí donde todo está permeado de corrupción: un Eros en el infierno, como da título el poeta Cintio Vitier a su magistral y esclarecedor ensayo sobre esta pieza (1971). El segundo, Rolando –más interesado en develar la madeja social y psicológica en la que se debaten sus personajes que en las conductas excepcionales– traza con rigor una trama en la que la magia, el misterio y el decir de los practicantes permea su Lila, la mariposa (1954 estreno, 1992), de un patetismo y una riqueza formal poco comunes. Estamos ante uno de los textos capitales de nuestra escena, en el que afloran el aire de provincia, la auto-represión, la angustia y el afán de libertad, tan caros al hombre medio, en una realidad que ordenada o regida a su antojo por deidades o espíritus del bien o del mal, que conviven con nosotros en este mundo,

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pero que también ayudan a trastornarlo y transformarlo todo. Rolando supo darnos las claves para penetrar en esa realidad. Es un texto que está clamando por otra reinterpretación acorde con estos postulados, que –lejos de limitarla– la amplíen, y que le sean consustanciales a esta farsa trágicopoética. Virgilio, el tercero y no el último, asume el mismo género (farsa poéticotrágica) para lanzar no solo su escupitajo al Olimpo, como se ha tildado a Electra Garrigó (1948 estreno, 1992) –esa joya de la modernidad del teatro cubano–, sino a la sociedad de su tiempo y a la carga de prejuicios morales y tabúes sociales que lastran, aún, nuestra existencia provinciana. Este autor, cuyo punto de partida es siempre la trasgresión, aquí lo hace con los “no dioses” –¿espíritus, eggunes, que los criados negros de la familia Garrigó desatan o ellos mismos?– que acosan a su protagonista y tratan de impedirle su realización personal y la transformación de los cánones familiares. Lo ancestral aquí se extraña, pues la parodia oculta o distorsiona, con intención, los valores rituales. Virgilio desdeña la literalidad, la mera cita, pero éstas se hallan latentes, parafraseadas, al margen, dándole una textura inusitada al conjunto, como para no desdeñarlas. En estos tres innovadores dramaturgos viene a hacerse ya evidente, en diversos grados, eso que Néstor García Canclini señaló como una característica de lo postmoderno cuando “viene a desdibujar la línea que separaba lo moderno ‘culto’ de la sensibilidad masiva y cotidiana”, pero aclara más adelante que entre nosotros la postmodernidad “es más bien una situación compleja de desarrollo cultural, un proceso de transformación. Su núcleo es un reordenamiento de los principios que rigen el arte culto, el popular y la oposición entre ellos, cuando funcionaban como estructuras separadas” (1989: 90). Estos autores –sin convenciones, conscientes o menos conscientes, con sus determinados niveles interpretativos y alcances estéticos– supieron mirar adentro y asumir la complejidad de lo que somos, independientemente de los derroteros de sus dramaturgias. Por eso, sus textos aún son paradigmas de una actitud contraria al pueril mimetismo apagado, retrasado y ecléctico y demuestran el apego, la revitalización y el desarrollo de la expresión de nuestra realidad en escena.

Características del teatro de fuente ritual popular Después del quehacer de estos pilares, no todo ha sido coser y cantar. Para lograr dar otra vuelta de tuerca al material, han sido necesarias más de

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tres décadas, con títulos y autores como Pepe Triana (Medea en el espejo, 1961); José Ramón Brene (Santa Camila de La Habana Vieja, 1962); Eugenio Hernández Espinosa (María Antonia, 1967); Tomás González (Cuando Teodoro se muera, 1990); Tito Junco (Chachopachin, asere, 1979); René Fernández Santana (Okin, pájaro que no vive en jaula, 1988); Yulki Cary (Okandeniyé, la dama del ave real, 1979); Elaine Centeno (La piedra de Elliot, 1993); Alberto Curbelo (El brujo, 1995); Denia García (Nokán y el maíz, 1985) y Gerardo Fulleda León (Chago de Guisa, 1992), por sólo citar una muestra de estos creadores, quienes corroboran –junto a otros directores y ocasionales dramaturgos como Pepe Camejo, Rogelio Meneses, Rogelio Martínez Furé, Mario Morales, etcétera– la diversidad, el calibre y la riqueza creativa de este movimiento que, ahora sí rotundamente consciente, hace suya la llamada cultura popular tradicional, innovándola. Cinco características primordiales perfilan nítidamente el grueso de esta dramaturgia: 1. El sentido lúdico del diálogo y las situaciones. 2. El carácter eminentemente sensual de los conflictos y los caracteres. 3. El humor como recurso, propósito y componente fundamental de las situaciones dramáticas. 4. La presencia de nuestros ritmos, en expresión musical o danzaria o ambos inclusive. 5. La particularidad propiciatoria de incidir en la problemática de los personajes y la solución de sus acciones, como bien ha señalado la investigadora Inés María Martiatu4, con lo cual la apropiación de la realidad, por parte de los protagonistas de las obras, adquiere una relevancia ritual sui generis. Estas características pueden estar presentes, todas o no, en algunos textos, y ocupar diferentes preponderancias en la textura dramatúrgica, pero son recurrentes en los mismos y sirven, además de sus temáticas, para acentuar la especificidad transcultural del ritual caribeño, a diferencia de la otra vertiente ritual existente en el teatro cubano de ascendencia intercultural.

4 Este criterio fue manifestado por Inés M. Martiatu durante una charla que yo ofrecía, en julio de 1996 en la sede de la revista Tablas, sobre la obra de Carlos Felipe. Esperamos que en sus próximos trabajos Martiatu abunde en lo allí expresado verbalmente.

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Lo propiciatorio y la apropiación de la realidad En esta dramaturgia, los personajes no están abandonados a los designios del destino como ha venido sucediendo en el drama tradicional. Yarini puede salvarse con solo no hacer un simple gesto; María Antonia puede no despeñarse si corona su cabeza, y Camila salvar su amor si no abandona a su oricha. O por el contrario: si las costureras no pusieran las tijeras bajo la almohada, Lila no se mataría; si Chago preguntara por su camino, no se perdería en los otros; si Elliot alimentara su piedra de imán, no perdería a su amor; si Electra hiciera la revolución en vez de declamar su tragedia familiar, fuera otra. O sea, los personajes, como en la vida real los practicantes –con acciones, obras espirituales o materiales o simples gestos–, tienen la oportunidad de torcer, transformar y cambiar sus destinos. Aquí no funciona la inevitabilidad y tienen la oportunidad de re-escribir su historia ellos mismos y de apropiarse, por consiguiente, de la realidad. Que lo hagan o no tiene que ver con la innegable condición y voluntad humanas.

Lo ritual: cauce de lo popular Las características antes mencionadas, y la última en particular, dotan a estos textos –con sus singulares hechuras y realizaciones– de una cercanía con un público mayoritario que reconoce, y agradece en los mismos, una interpretación y modos de verlos que le son afines. Y es en este entarimado de su textura dramática donde se complejizan las manifestaciones de la realidad, tanto por mostrar la conexión o los conflictos entre sus diversos componentes como por lo polisémico de las propuestas formales en que éstos se estructuran y que los convierten en piezas expresivas de un teatro popular. No podemos olvidar que el ritual caribeño, en su esencia, no es restringido o elitista sino que pretende abrir puertas y acercarse a diversas capas de la sociedad, practicantes o no, mientras que otros rituales al ser trasladados a escena fundan sus principios en códigos excluyentes propios para iniciados o personas “de nivel”, aunque a ratos, en una carrera oportuna, coqueteen con elementos del teatro ritual caribeño, pero para parodiarlo y, por tanto, denigrarlo. Así, la farsa, el melodrama, la comedia, la tragedia y la tragicomedia son géneros asiduos en la producción de los dramaturgos que recurrimos a los campos del ritual caribeño que, como hemos visto, no se conforma con recrear lo que ha sido, sino que al incidir en zonas contemporáneas de lo que somos nos ayuda a avizorar lo que podemos llegar a ser. O sea, no es un tea-

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tro que se refugie en mitos, leyendas y tradiciones en una intención retro o de otra manera “exquisita”, para pasar por alto los problemas del diario existir, sino que lo hace para ganar en perspectiva y eficacia y aprehender de manera problematizadora los misterios de la existencia y el hombre, aquí y ahora, y ayudarnos a ser más dueños de nuestro destino, y, de tal modo, al ganar en reflexión alternativa, sin citas textuales o traslación mecánica, asumirnos en un mundo contradictorio y cambiante, en el que el esplendor de las flores y el fruto de lo mágico-religioso nos acompañan para sentir el aroma de la tierra y palpar, en nosotros, el zumo agridulce de la savia popular.

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En la dramaturgia cubana del siglo XX se dan varios casos en que la ficción teatral nace muy apegada al entorno social y cultural. Como complemento de ese origen los personajes se convierten en paradigmas o prototipos que van más allá de su vida escénica. Si pensamos en caracteres femeninos, se destacan las protagonistas de Santa Camila de La Habana Vieja (1962), de José Ramón Brene (1927-1990), y María Antonia (1967), de Eugenio Hernández Espinosa (1936). Tanto el estreno de Camila, por el grupo Milanés, dirigido por Adolfo de Luis, como el de María Antonia, en septiembre de 1967, a cargo de Roberto Blanco, con diseños de María Elena Molinet, a cargo del Taller Dramático y el Conjunto Folklórico Nacional, siguen constituyendo hitos en cuanto a la relación de la escena cubana y su público. Además, la reacción de la crítica fue en ambos casos favorables, aunque la segunda resultó para muchos agresiva por sus temas y visiones. Este acercamiento –aunque recordará algunas de las claves del resto de la obra de los dos esenciales autores– se centrará en el vínculo entre el personaje y los elementos rituales que impulsan, matizan o determinan la acción dramática, a la vez que forman parte de su construcción psicológica. Debo confesar que, después de estudiar ambos textos durante años, ha sido la feliz circunstancia de tener en mi vida cotidiana el mundo de los orishas lo que ha permitido redondear un análisis más sensual que académico. El 9 de agosto de 1962 se estrenaba, en el Teatro Mella, Santa Camila de La Habana Vieja, suceso que haría exclamar al maestro de críticos Rine Leal: “¡Ojo con José R. Brene, ahí hay un autor!” (1967: 26), y no era para menos, si recordamos los veinte mil espectadores que atrajo la pieza, cifra inverosímil que marca un viraje en la relación escena-público al borrar de un plumazo la imagen de aquellas salitas donde algún crítico abnegado y uno que otro amigo, eran los únicos receptores de la más apasionada entrega al teatro que pueda imaginarse. Pero además, esta Santa Camila abría una perspectiva temática que permitía llevar a categoría dramática a un sector de nuestra realidad subvalorado y que el dramaturgo escoge para abordarlo desde una óptica clasista (Vázquez 1986: 26).

He citado en extenso a la teatróloga Liliam Vázquez porque su párrafo resume todo un proceso artístico y hasta histórico. Como ha esclarecido

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muy bien Inés María Martiatu –a la que volveré en estas páginas por tratarse de la principal especialista en la amplia creación de Hernández Espinosa–, la referencia al negro, al blanco pobre o a la vida del solar tenían casi siempre un sentido de burla antes de 1959 y, agregaría, que ese sentido despectivo ha permanecido (más o menos solapado) después de esa fecha. El Negrito del teatro bufo o vernáculo era premiado con la simpatía, pero visto con superficialidad y concentrando en él algunos defectos que la imagen tópica atribuye al cubano: ligereza, desproporción, vagancia y culto absoluto al choteo y a los placeres más terrenales. Como se recordará, la condición caricaturesca del Negrito era tal que siempre fue interpretado por actores blancos pintados de negro brillante. Con todo, hay que agradecer al llamado género alhambresco –nombre que viene del siempre repleto Teatro Alhambra, que se mantuvo abierto, de forma continua, desde 1902 hasta 1936, logrando lo que Leal llamó la temporada teatral más larga de la historia– que nos dejara las imágenes de la gran tríada del teatro popular humorístico que completan el Gallego, tozudo y cascarrabias, y la espléndida pero frívola Mulata. Brene y Eugenio intentaron poner “en serio” el mundo de los olvidados y, no por azar, escogen la figura de la mujer (negra o mestiza, además), quinta rueda del carro dentro de una herencia social machista, clasista y racista. Vale la pena “invitar” a Inés María Martiatu: “Como protagonista María Antonia se sitúa en esa galería de personajes femeninos paradigmáticos, encabezados entre nosotros por la Cecilia Valdés, del novelista Cirilo Villaverde. No por casualidad son mulatas estas cubanas trágicas, en cuya situación convergen las contradicciones sociales que se expresan bajo la circunstancia del drama pasional” (1992b: 938).

De María Antonia a Oshún y viceversa Prefiero comenzar por el análisis de María Antonia, porque aquí la relación entre el personaje y la ritualidad dentro de la que vive, se da de forma más clásica. El mundo mágico-religioso se nos ofrece de manera clara en esta obra, empezando por la estructura dramática impregnada del sentido narrativo de los patakíes. Desde el Prólogo, Batabio, el babalao, sacerdote de la regla de Ocha, lo aclara: “Se va a echar la suerte. Se va a decir lo que pasó, lo que está pasando por ti y lo que va a pasar” (1992: 941). Esta confianza del personaje en el sistema adivinatorio, que concede a sus elegidos Orula, funciona como un aviso y da al argumento de la obra un sentido que recuerda a Brecht, en cuanto a poner distancia entre la peri-

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pecia y la subordinación del público a lo argumental. Hernández Espinosa ofrece –partiendo de lo ceremonial– una visión rápida de los resultados que la pasión de su protagonista traerá. De tal modo, la estructura de la anécdota no buscará tanto fascinar con el orden de los acontecimientos como iluminar las contradicciones sociales y afectivas de los personajes. La insistencia en lo coral, en las escenas de masas, también es vertebrada por ese tambor que está ofreciendo la Madrina de María Antonia y que funciona mucho más allá de un pretexto o un telón de fondo. Desde el acto cotidiano de la hermosa negra comprando las viandas para el trono del ritual, mientras es asediada por Yuyo, hasta el momento climático de la muerte de Julián, los cantos a los orishas y el mundo mágico son inseparables del no menos importante ángulo del amor o la condición social. La vocación por lo colectivo y el hecho de que lo danzario y lo musical formaran parte desde el principio del tejido dramático, resultaron motivaciones para que Roberto Blanco, quien devendría con los años uno de los más sobresalientes directores cubanos, aplicara con María Antonia dos experiencias fundamentales en su formación: el resultado de su viaje investigativo por África a principios de los sesenta y sus estudios en el brechtiano Berliner Ensemble. Cuando escribo estas reflexiones, en Cuba son cada vez más las personas que se interesan por las religiones de origen africano, sea desde la fe, la curiosidad o la investigación científica. Pero durante muchas décadas, este mundo sufrió la subestimación o el silencio. Lo primero por falta de información de la cultura central o dominante sobre las visiones y el sustento espiritual de los grupos marginales. El silencio se acrecentó, además, porque éstas son religiones de secreto, de conservación delicada y sobria durante siglos en que su soporte fue mucho más oral que escrito y su divisa esencial, la autenticidad. El dramaturgo –formado en la fe cristiana, según Martiatu como una forma de alejarlo de los valores que se identificaban con la raza negra y la condición de pobre– retoma el cauce de su identidad y lo hace con amplitud y madurez. La relación de María Antonia con la diosa Ochún es reiterada y de gran riqueza. La protagonista es identificable con la deidad por su sensualidad, su pasión, su dulzura. Pero tiene también el costado de la tristeza súbita y honda que, cuando se trata de resumir demasiado el panteón afrocubano, se atribuyen básicamente a su hermana la diosa Yemayá, orisha madre del mundo, dueña del mar. Veamos un momento en que la Madrina describe una circunstancia que mucho recuerda la condición agridulce, (procedente de las dos aguas / río y mar: alegría-tristeza), de Ochún:

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¡Ay! ¡Cómo duele recordar aquel día en que a mi María Antonia se le perdió su risa cascabelera! El sol había salido como siempre. La gente iba y venía. Por mi niña preparaba ofrendas para los santos. Fui a buscarla temprano. Me la encontré con la cintura rota de dolor; diez días llevaba sin querer probar bocado, tirada en la cama, olvidada, decía, de su amor. Para aliviar su pena, me la llevé al mercado a comprar ofrendas para Oshún (1992: 951).

La primera imagen evocada, apunta a la alegría de vivir que se atribuye a las hijas de Oshún, la risa sonora, la gracia sensual. Luego la luna enseña otra cara, y la poderosa frase “con la cintura rota” puede resultar una alusión indirecta al vínculo entre la deidad y la fecundación, el vientre materno, la esencial vocación femenina de ser simiente; Oshún es también la diosa de las aguas dulces y de la maternidad. Cuando la Madrina describe con rasgos fuertes el sufrimiento de amor de su ahijada hace pensar en la tutelar pasión de orishas como Yemayá, Oshún y Obba. Sobre la capacidad de entrega de esta última escribió y llevó a escena Hernández Espinosa una obra a principios de los ochenta: Obba y Shangó (1983), por Teatro de Arte Popular; también partió de este mundo legendario para escribir Odebí el cazador, asumida por el Conjunto Folklórico Nacional en 1982. En 1999, Eugenio volvió al mito de la diosa con Oshún y las cotorras, obra diseñada en clave tragicómica que recibió opiniones encontradas de la crítica. Brene en Santa Camila, hay un instante en el que casi cita un patakín o leyenda de Obba, orisha mujer de Shangó, símbolo de la fidelidad y entrega conyugal. En la escena primera, se produce el siguiente intercambio entre Camila y su amante Ñico: ÑICO: Está bueno ya de tanto hablar. ¿Hay algo de almorzar? CAMILA: (Pegándose a Ñico y acariciándole la cabeza) ¿Cuándo tu mujercita te ha dejado sin comer? Y el día que no tenga que darte me cocino yo misma (1992: 475).

Para alguien familiarizado con este universo, se establece enseguida la asociación con el pasaje en que Obba cocina sus propias orejas y se las sirve a Shangó (rey guerrero, orisha vinculado al ingenio, virilidad y fuerza masculina) como si fuera carnero, la carne preferida del dios rey. Volviendo al parlamento de la Madrina, se destaca el tránsito de lo solemne y casi sagrado a la presencia de lo cotidiano, pero sin desentenderse de lo ritual: “para aliviar su pena” lleva a la otra a comprar ofrendas al mercado. Aquí se cruzan varias líneas de desarrollo del texto. El mercado, la

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plaza, también se le llama al sitio donde el dramaturgo ubica buena parte del acontecer de su tragedia. Es el escenario donde se yuxtaponen las razas y los credos, pero con una fuerte presencia proletaria y marginal; lugar donde se come de pie, donde se pregunta, donde se encuentran las personas y las pasiones. No resulta gratuito recordar que una característica de los rituales de la regla de Ocha es que la cualidad religiosa de muchas de las ofrendas del mundo animal y vegetal, no niega la posibilidad de que sea consumida por los creyentes o sus invitados. Desde un Día del Medio1, en la semana de la iniciación consagratoria, hasta un cumpleaños de santo en el que el religioso celebra un tiempo de haber “vuelto a nacer”, muchas de las frutas o carnes son degustadas como parte de la actividad social. Se exceptúan las labores de limpieza (Ebbó) o algunos ritos cuando se recibe un santo muy vinculado a la salud: Olokun. Desde el punto de vista teatral, es interesante el lenguaje que se establece con los objetos en la suerte de performance en los que se convierte la ceremonia religiosa. En la ya mencionada escena de regateo y coquetería en la que María Antonia logra llenar su jaba de viandas mientras Yuyo la corteja, la calabaza o la fruta bomba (además, esta última símbolo popular del sexo femenino) tienen varias cargas semánticas. Cumplirán una función en el Tambor que celebra la Madrina; puede que con ese pretexto se alimente la cortejada y, por si fuera poco, funcionan como una materialización del poder de la rebelde mujer ante el hombre que la asume como objeto sexual. Otra vertiente de interés en cuanto al lugar de la ritualidad en el complejo tejido de relaciones que propone Hernández se localiza en el vínculo entre la protagonista y su Madrina. Aquí lo religioso se confunde muchas veces con lo familiar. En Santa Camila, sin embargo, asistimos a una forma de interrelación más pragmática y profesional entre creyentes con grados distintos de jerarquía, aunque siempre, como una de las bases de estas formas de espiritualidad, con un profundo respeto por los mayores. De hecho Camila, cuando se siente en peligro de ser abandonada por Ñico, manda a buscar a su Madrina y la convoca a un ritual. Pero en esta obra los tiempos han cambiado y lo social comienza a ser más poderoso y a tener un peso mayor. Hay excelentes y breves diálogos en los que el autor logra dar los dos ele-

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La ceremonia de iniciación consta de siete días. Los tres primeros son los fundamentales. Se le llama “Día del Medio” al segundo de ellos, donde el iniciado en la regla de Ocha recibe a sus invitados ataviado de la indumentaria, herramientas y atmósfera del santo que se consagró el día anterior.

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mentos, como cuando se habla de una gestión para salvar al vecino Pirey y Camila está de acuerdo, pero insiste en que “primero hay que consultar a Elegguá”. También en los momentos de desconcierto la santera Camila exige y casi increpa a su padre Shangó por no acudir rápido en su ayuda. Cuando consigue lo que quiere le promete un carnero y –ojo con este elemento– lo hace en español de Cuba, con su habla común, a diferencia de María Antonia, en donde la mayoría de los textos rituales aparecen “en lengua”, es decir, en yoruba, un idioma que en Cuba no se habla, pero se convierte en un lenguaje convencional religioso –en buena medida– una lengua artística. Hernández Espinosa incluye, con notable conocimiento de sus potencialidades escénicas, momentos bastante cercanos al ritual verdadero. En el Cuadro Tercero nos hace testigos de un despojo o purificación a María Antonia, donde el personaje parece renunciar fugazmente a toda su carga de violencia y resentimiento para pedir pureza, alivio, sosiego. Veamos: MARÍA ANTONIA: (Cayendo de rodillas ante ella) ¡Ampárame y guíame! Lava mi espíritu con tu bondad y limpia mi vergüenza con agua fresca, madre mía. Hazme nueva como el primer día que vi tus ojos llenos de compasión, mi madre. MADRINA: (Despojándola) Que Oloddumare te proteja a cada despertar del día. Y que la noche no caiga antes de haber secado tus angustias; que encuentres tu voz y Elegguá limpie tus caminos; que lo malo se aleje siempre de ti y lo bueno te sea concedido; que tu nombre brille en boca de todos los que estamos aquí reunidos (1992: 977).

La acotación del primer parlamento puede resultar simbólica. María Antonia, la que nunca pide tregua, la reina entre sus iguales por su belleza y temple, ahora se arrodilla como una niña, busca en Oshún su salvación. Este momento, además, contrasta acertadamente con el trágico final en el que las pasiones humanas se juntan con lo ritual y el personaje se quita sus ropas, se desnuda entre el sacrificio y la provocación y recibe la muerte. En ese sentido de no lograr equilibrar el mensaje ritual y las exigencias del corazón, esta obra hace recordar a otro momento clave de la literatura dramática cubana: Réquiem por Yarini (1960, 1992), de Carlos Felipe (19141975), basada en la vida de Alejandro Yarini, un proxeneta de la década del treinta, que Felipe asume como un mito y un símbolo sexual. María Antonia, como Camila –y en alguna medida igual que el clásico Edipo– hurga en su destino, pero no tiene fuerzas o formas de escapar a su tragicidad. Aunque no está dicho textualmente en la obra, los personajes confieren un valor

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relativo a sus poderes y esperan la ayuda de estos santos que están por encima de ellos en trascendencia, pero que conservan suficiente inmediatez como para ayudarlos en el aquí y ahora. Julián se encomienda a sus santos para vencer a la Araña, su rival como boxeador. Carlos –el débil y poético enamorado que se convierte en la mano que ejecuta a la mujer y al símbolo–, se muestra menos comprometido con lo mágico y su proyecto ideal pasa por el hechizo de la tecnología salida de la imaginación. Inventar algo que lo pegue todo, construir una casa con esos materiales casi poéticos. Con la saga de la historia de este personaje, Eugenio escribió y montó, a finales de los ochenta, El masiguere (1987), un estremecedor espectáculo unipersonal del Grupo Teatro Caribeño, donde al supuesto loco (masiguere, en lengua yoruba) anda pidiendo “luz para esta oscuridad” y cuestionando a la sombra de su amada María Antonia: “Dime que no te hice feliz, anda, ¡dime que no te hice feliz!”. El hecho de que la furia ciega apunte al centro del cuerpo, al sexo de la protagonista, posee también un valor simbólicoritual, tras el que puede intuirse que Carlos no sólo da muerte a María Antonia, sino también a una encarnación fallida, pero poderosa, de la diosa en la tierra.

Camila se va con sus santos Aunque José Ramón Brene también conoció de cerca la ritualidad –se habla entre los especialistas acerca de una historia de amor con una santera similar a Camila–, en su obra, la vocación clasista, de la que hablaba Liliam Vázquez, recoloca estos elementos y hay escenas en que son ubicados, de forma explícita, como parte de lo que el ideal del autor considera un mundo que termina. A pesar de ello, en lo ritual tiene un asidero la teatralidad del texto y hasta algunos factores argumentales de peso, como la confirmación de la metáfora de la Madrina, cuando advierte a su ahijada: “Debes enterrar el bastón para buscar la verdad”. Varias veces Ñico (y podría pensarse también que el autor) se cuestiona la “profesionalización” de Camila como santera. Ñico llega a comparar la relativa comodidad de su mujer con el trabajo fatigoso de su madre durante años. La protagonista se defiende: “Yo no trabajo duro porque nací con ese don de los santos, pero así y todo trabajo, y muy duro. A cada cual lo suyo” (1992: 474). Resulta interesante observar este diálogo a la luz de los presupuestos del autor y el director en el 62 y conjeturar otra posible respuesta, variando el punto de vista. Aunque Brene está defendiendo a su personaje, la argumentación no es lo suficientemente sólida. Según los santeros, cada trabajo o labor que realiza un sacerdote o

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iniciado es salud y energía, vida que va dejando para ayudar a los demás. Por eso se entiende que se le remunere, además, para que no pierda su aché, su gracia, su don. Camila exclama en un momento de debate en el que lo social se liga con lo íntimo: “Mi vida es vivir con mis santos y querer al hombre que me gusta. Nada más me interesa, para que lo vayas sabiendo” (491). Obsérvese una vez más el carácter más bien pagano de la relación entre el creyente y el mito. Su vida son sus santos, pero muy cerca, uno junto al otro, el amor, y no visto desde su punto de vista más espiritual o despojado de erotismo, sino desde la pasión carnal; afectivo también, pero muy con los pies en la tierra y los cuerpos sobre una cama. En una obra como ésta que, además de su innegable gracia y efectividad, se propone ofrecer un modelo de actitud y de relaciones que propone un cambio en el orden social tan amplio y rotundo como la revolución cubana, se produce la transformación, un tanto apresurada de Ñico, y Camila se queda sin el sustrato espiritual que la ampara, la sustenta y, más vencida que convencida, comienza también una evolución al final de la obra. Antes de entrar en consideraciones sobre ese momento muy ilustrativo para estas reflexiones, vale advertir que en Santa Camila se apuntan elementos a nivel artístico (y sin apenas panfleto) de lo que será después la contradicción religión-Estado en las circunstancias cubanas. La obra no escapa a la visión de la santería como asunto del pasado por superar y de sus creyentes como personas poco cultivadas y hasta torpes. Esa tendencia se repetiría en un gran éxito de público de los ochenta, que mucho debe a María Antonia y a Santa Camila: Andoba, de Abrahan Rodríguez (1945-1992), estrenada en 1979 por el Teatro Político Bertold Brecht. Allí, Aniceto –un personaje que también simboliza la ruptura con lo marginal– le dice a Corina, anclada en los valores no oficiales: “¡Si lo tuyo no lo resuelve un psiquiatra, cómo te lo va a resolver un babalao!” (1992: 1.187). Brene se interesó en otras etapas de su amplia, aunque desigual creación por el nacimiento de los mitos. En El ingenioso criollo Matías Pérez –llevada a las tablas por el Teatro Político Bertolt Brecht en 1979–, se asomó a la leyenda de este cubano del siglo XIX que desapareció para siempre en un globo en el que se proponía sobrevolar La Habana. Más directos son los vínculos con lo ritual en La fiebre negra (1964) y Un gallo para la ikú (1966). Con otra de sus grandes obras, Fray Sabino (premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1970) lleva a planos delirantes de sensualidad y vida terrenal el diálogo con un emblema cristiano. Sobre este texto comenté: “Aquí se mezclan en dinámica y febril ebullición las virtudes mayores de la dramaturgia de Brene: el rescate de lo popular, el uso del

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humor negro, el doble sentido, la parodia en barroco juego teatral, la apropiación personalísima de la historia” (1990: 14). Testimonian los que participaron en el histórico montaje de Santa Camila, en 1962, que no fue fácil para Brene y Adolfo de Luis lograr un final coherente para la obra, sobre todo en aras de sostener la credibilidad de las motivaciones de la protagonista. La solución final en la que Camila sigue a su amor a la nueva vida, pero recogiendo, llevando en el último momento los objetos rituales, se torna conciliadora, pero, por los días de su estreno, indicó madurez. Porta, además, fuerza teatral, pues más que un largo discurso, el personaje tiene una reacción instintiva, esencial, que ratifica su pertenencia.

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DE LA RITUALIDAD TEATRAL Y LA TEATRALIDAD RITUAL: APROXIMACIONES CONCEPTUALES Pedro Morales López

Con estos apuntes, que son resultado parcial de una investigación, solo pretendo compartir algo que me preocupa en tanto que investigador escénico y practicante de una religión: la santería. En las últimas décadas ha venido siendo común, internacional y nacionalmente, la confluencia de una gran variedad de prácticas teatrales y danzarias que dicen estar sustentadas en elementos rituales, así como un correspondiente discurso teórico-crítico que valora esas prácticas artísticas como formas escénicas de ritualización. Querámoslo o no, el problema de los orígenes del teatro es uno de los apasionantes temas que convergen en ese campo de estudios no del todo sistematizado como disciplina científica que es la antropología teatral, cuya versión más coherente –la de Eugenio Barba y la ISTA (Instituto Internacional de Antropología Teatral)– nace prácticamente sin contactos con obras y autores que los especialistas reconocen como esenciales dentro de la ciencia antropológica y sus distintas teorías etnológicas. Otros temas o problemas que se plantea la antropología teatral pueden ser: 1. El papel del símbolo en su relación con el concepto. 2. La búsqueda de constantes “universales” en la técnica actoral. 3. La apertura a lo sagrado y auténtico en el acercamiento a una raíz o sentido humano (Pavis 1994a: 231-37). Para nosotros los cubanos, como los caribeños e incluso muchos latinoamericanos, lo sagrado, lo trascendental, el misterio de la otra vida o de los ancestros y deidades que nos acompañan en ésta, es algo consustancial al decursar cotidiano. El acercamiento artístico (musical, plástico, literario, danzario, teatral, audiovisual) a ese referente cultural-vital generalmente ha servido para explicarnos a nosotros mismos, para compartir con nuestros receptores (el pueblo cubano, en primer lugar) posibles respuestas a las preguntas que acompañan a toda civilización: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?

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Siguiendo las huellas del componente étnico africano de nuestra nacionalidad, nadie como don Fernando Ortiz profundizó en la aportación escénica de aquel componente, particularmente la teatral, a través de su libro Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, cuya primera edición es de 1951. Haciendo justicia, tendría que decir que es Inés María Martiatu quien ha seguido con más pasión y entrega las huellas que en el teatro profesional cubano de los sesenta hasta acá se cultivan partiendo del referente afro, en su permanente imbricación y mestizaje con otros códigos etnoculturales arribados a nuestras costas o reelaborados en el proceso de mixación etnogenética que nos hace emerger como un pueblo nuevo. Particularmente entre los ochenta y los noventa, cuando la sociedad y la cultura cubanas se confrontan a modelos coherentes de sí, que precipitadamente comienzan a agrietarse o a hacerse rígidos, ese teatro inspirado en lo sagrado alimentó un diálogo afirmativo, enaltecedor y aglutinante con distintos sectores de público. Es decir, ese teatro fue y sigue siendo espacio de reafirmación y reencuentro, pero también de refugio y salvaguarda ante tantas incertidumbres que hoy vive la humanidad. Ahí están para probarlo, entre otros muchos ejemplos, Sunsundamba, de Teatreros de Orilé; Cuando Teodoro se muera, La virgen triste y Santa Cecilia, de Galiano 108; las propuestas de Tomás González y su Teatro 5; Baroko, del Cabildo Teatral Santiago; los experimentos grotowskianos de Vicente Revuelta (Peer Gynt y Chac Mool); Inmigrantes, de Teatro de los Elementos; La cuarta pared y Segismundo ex Marqués, de Teatro del Obstáculo; El pez de la torre nada en el asfalto y El árbol y el camino, de Danza Abierta. (Para abundar en estos y otros ejemplos, véase Azor 1996: 16-20; Martínez Tabares 1996: 71-84; Martiatu Terry 2000.) En otro lugar he escrito que el teatro de este fin de siglo y milenio no es solo plural y sintético como todo teatro, sino también plurívoco y devorador de múltiples fuentes, especialmente las religioso-rituales. Tal vez carezca de sentido discernir si la condicionalidad ritual de un espectáculo teatral proviene de su remisión a los orígenes de ese arte o de su acercamiento a lo sacro, porque al cabo la noción de ritualidad nace del y corresponde al terreno de la religión, o al menos de lo místico. Mi posición sobre el origen del teatro es que, en efecto, éste nace de la secularización progresiva y estetizada de diversos ritos. Ese proceso ocurre siguiendo pautas más o menos similares en distintas culturas y en diversos momentos; y en este sentido, el modelo griego no es universal y absoluto, sino que se legitima específicamente dentro de la tradición euro-occidental. (Véase Morales López, En busca de los orígenes. Una reflexión antropológica en torno al surgimiento del teatro, en proceso de edición por el Instituto Superior de Arte, La Habana.)

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La convivencia unitaria de lo sagrado y lo profano ha marcado, como un opuesto universal, la historia de la humanidad. Y en toda práctica humana, incluido el teatro, se han estado intercambiando ambos opuestos. Son muchísimas las obras teatrales escritas sobre temas religiosos, y representadas en contextos netamente religiosos. Pero no dejan de ser obras de teatro y se estudian como tal, aunque sirvan como testimonios de fe. Lo mismo ocurre con la Capilla Sixtina. Los objetos artísticos y culturales llegan a desempeñar varias funciones. Un collar de santería puede ser un atributo religioso a la par que una preciosa obra plástica. Ahora bien, cuando entro en contacto con metatextos que analizan o estudian este teatro (contemporáneo, postmoderno, latinoamericano, caribeño, cubano) influido por el rito, pocas veces encuentro definiciones convincentes del término ritual. En varios de esos materiales (incluso en el extraordinario libro El teatro sagrado. El ritual y la vanguardia de Christopher Innes, 1992) no se define de entrada qué se entiende por ritual. Ante esos textos pienso en Brecht, quien veía el teatro como una emancipación total del ritual, sin deudas con el mismo. Sólo que yo siempre he sentido, en el Pequeño organón para el teatro y en las posiciones grotowskianas, que el teatro surgió después del ritual (Grotowski 1992a: 56-61). Un intento de diferenciación saludable: el ritual ha tenido un desarrollo histórico dentro de la religión en tanto forma de la conciencia social; por su parte, el teatro ha correspondido y corresponde al universo del arte, otra forma de la conciencia social. Metodológicamente, me resulta incómodo admitir la carencia de definiciones sólidas para categorías centrales en una crítica, un ensayo o un informe de investigación. En un caso así, recuerdo cierta idea que tomé como un emplazamiento muy lúcido: ritual puede ser “una formulación vacía que los críticos aplican a los fenómenos teatrales cuando no tienen ya otras etiquetas para catalogarlos” (Barba 1983: 15). Un rito es la reiteración o re-actualización de un pasaje mítico, que contribuye decisivamente a reafirmar una profunda identidad cultural, colectiva e individual, a renovar un sistema de creencias, a despertar energías fundamentales, a un tiempo arcaicas y nuevas1. Al rito le son afines vocablos como regla, norma o costumbre. En el Larousse Básico Escolar, un peque-

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Esta definición intenta resumir de algún modo ideas expuestas por el Dr. Rogelio Martínez Furé y el dramaturgo Gerardo Fulleda León durante la discusión de la ponencia que dio origen a este ensayo en el III Seminario Internacional “Rito y Representación”, Ciudad de La Habana, diciembre 16 al 20 de 2000.

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ño diccionario de la lengua española, su autor, Miguel de Toro y Gisbert, expone la siguiente acepción: “Rito. Orden establecido para las ceremonias de una religión” (1981: 709). La forma que adoptan los ritos en la Iglesia Católica se llama liturgia, término que por extensión se aplica a todo tipo de oficios divinos. La liturgia propugnada oficialmente por la polis griega coincide con/se había apropiado de antiguos ritos paganos, uno de los cuales era el culto de Dionisos. Esto explica por qué la praxis teatral griega preservó en su contenido varios mitos y en su ejecutoria formal la disciplina del ritual. Había en todo esto un marcado interés ideo-político. En las primeras fases del medioevo, no hay representación sino presentación. El nacimiento de Cristo no se está escenificando: está ocurriendo. El dogma litúrgico católico, sustentador de una visión del mundo y de una estructura de poder, de algún modo sintetiza, absorbe, regula distintos ritos. En estas etapas iniciales de la institucionalidad cristiana2, el rito como subversión no tiene lugar ante una audiencia eminentemente litúrgica, controlada por la Iglesia. El rito opera aquí ante todo como artículo de fe, privilegia su función básica de medio religioso. Con el paso del tiempo, la Iglesia Católica segregó a quienes no pudo controlar, y continuó con su codificada liturgia al interior de los templos, ofrecida en latín, una lengua incomprendida por las grandes masas. Los marginados, aquellos que no se subordinaron al dogma litúrgico y se mantuvieron fieles a otro concepto de la vida, más apegado a ritos ancestrales y fiestas populares (de fertilidad, de renovación natural) fueron histriones y juglares, y tal vez determinados religiosos seglares cultores de la actividad teatral. Ellos comenzaron entonces a hacer lo que luego devendría en teatro, históricamente hablando. Entre los histriones y juglares hubo algunos que, con mucho esfuerzo, alcanzaron a sistematizar “profesionalmente” su trabajo; pero al carecer de medios para sostenerse perdieron el carácter y el rigor de la escuela, de la profundización técnica y pedagógica en su oficio. Como acabamos de ver, esa concomitancia (más bien ese contrapunteo) un tanto perversa pero también fecunda entre rito y teatro, proviene del medioevo3. La escuela-laboratorio se perdió en el medioevo europeo para quienes hacían teatro; y se ha venido a rescatar en el siglo XX. Es en el medioevo

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Recuérdese que, en tanto religión, el cristianismo se ha concebido y se ha estructurado con un marcado afán universalista. 3 Alegría, José Antonio. “Las poéticas teatrales”. Curso de postgrado impartido en el Instituto Superior de Arte. Notas de clase. Octubre 1995 a Junio 1997.

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donde comienzan a teatralizarse las relaciones rituales4; y es en el teatro contemporáneo donde comienzan a ritualizarse las relaciones teatrales (Alegría). Gracias a esa ritualización creciente de las relaciones teatrales, y escénicas en general, en el contexto de laboratorios y talleres de investigación, es que tenemos la obra acumulada desde Maeterlinck hasta el Living Theatre; desde Mary Wigman hasta Pina Bausch (Innes 1992). La profundización en estos hechos históricos debe servirnos para pensar con mayor rigor científico en la relación entre teatro y ritual. Hace algún tiempo que estoy creyendo que aquella vulgarización crítica del concepto de rito guarda relación con dos elementos en alguna medida derivados de la praxis científica: a) El manejo que se ha hecho de las ideas en torno al comportamiento ritualizado y la ritualización cotidiana, nomenclaturas o conceptos que emanan de la etología, disciplina científica de reciente formación que estudia las costumbres y ocupa –junto a la ecología humana y la sociobiología– un rango intermedio entre la antropología físico-biológica y la antropología sociocultural (véase Marinis 1991: 231-266; Palerm Vich 1987: 13-18). b) El avance que están teniendo los estudios culturales en la legitimación de los otros, de las culturas periféricas y tradicionales, en un mundo de tantas interconexiones y relativizaciones (véase Espinosa Delgado 1996: 19-20). Pero indiscutiblemente no todo es ritual, ni en la vida cotidiana ni tampoco en el arte. Me declaro conservador en el manejo de este término. Opino que no es lo mismo ritualidad teatral que teatralidad ritual. Básicamente el rito no reclama otros espectadores que los antepasados y las divinidades: los oficiantes laboran para sí y para entidades cuya presencia no es física, tangible, ni tampoco adoptan la pose contemplativa en la que comúnmente pensamos al espectador occidental5. El teatro, por su parte, no existe sin el

4 Puede que esto deviniera como resultado de un intento de legitimación de aquellos ritos ancestrales y fiestas populares no reconocidos por la Iglesia. 5 Es cierto, como ha señalado Gerardo Fulleda León en la discusión de esta ponencia durante “Rito y Representación III”, que en determinados rituales propios del espiritismo que se practica en Cuba y hasta en los rituales festivos de la santería (Wemilere, Güiro, Bembé, Cajón de Santo, Violín), sí hay participantes que no están movidos por la misma convicción del practicante portador iniciado, pero que están presentes siguiendo alguna motivación, con cierto grado de expectativa, en algunos casos a la espera de un mensaje

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espectador, sin la relación viva entre actor y espectador en circunstancias de representación para intercambiar ideas, sentimientos, credos que no tienen que responder necesariamente a una religión o culto (véase Morales López 1996: 31-38). La dimensión teatral de un rito quizás sea terreno trillado. Para mí es algo que no hay que buscar en la presencia de observadores sino en todo aquello que históricamente llevó al rito a convertirse en fuente de teatralidad. La dimensión ritual de un espectáculo teatral sigue siendo tema para explorar. Ante todo, habría que definir qué posición adopta el creador ante el hecho ritual: lo reproduce (íntegra o parcialmente), lo apropia, lo subvierte, lo niega, lo enaltece, lo deforma. Habría que conocer el por qué y el para qué de esa posición estética. Habría que determinar zonas, áreas o componentes del hecho escénico donde lo ritual se hace más notable y de qué forma se hace más notable. Aunque, como puede verse, hay mucho que investigar, preliminarmente creo que puede recurrirse al esquema de los círculos concéntricos para explicar este problema: lo ritual en el teatro habría de hacerse palpable en la estructura de base o dramaturgia espectacular (primer círculo interior), en la dramaturgia del actor (segundo círculo intermedio), así como en la dramaturgia del receptor (tercer círculo exterior). Del círculo interior al exterior se ordena una estrategia comunicativa que, dependiendo de la opción estética asumida por el creador, hará hincapié en uno u otro círculo (niveles), teniendo –pienso yo– la dramaturgia espectacular como elemento generador, una formación técnica para el actor a tono con la opción estético-ritualista tomada, e incluso un “entretenimiento” para el receptor, cuyas sensaciones y respuestas energéticas habrá que observar y valorar con detenimiento. En sí misma, una rogación de cabeza –quizás el más frecuente de los ritos para el iniciado en la regla de Osha o santería– no comporta la condicionalidad teatral tan compleja, mistérica y plurisignificante que tiene el conjunto de ceremonias concatenadas en que se basa la iniciación del santero, que viene a ser un rito de paso.

proveniente del muerto o del santo. Pero aun estos participantes no iniciados o que no practican regularmente las religiones mencionadas, para mí no son comparables con los miles de espectadores que frecuentan una sala teatral por pura diversión o entretenimiento (algo muy válido y necesario), que preservan la distancia de quien no está preparado o habituado a “pactar” (leer, contrapuntear, vivenciar) con el acto teatral. En última instancia, podría decirse que al teatro asisten espectadores y espectadores; lo mismo que al rito concurren participantes y participantes. Las condiciones en que se verifica cada hecho social también son diferentes y decisivas en términos diferenciadores.

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No existe la misma condicionalidad ritual en Caballo de Okun, de Teatreros de Orilé, que en Yarini, de la Compañía Rita Montaner. Ni se apropian o privilegian exactamente los mismos elementos rituales en Las ruinas circulares que en Otra tempestad, del Teatro Buendía. No sólo la cultura cubana es fuente natural, cauce abierto para que nuestros creadores beban cuanto necesiten en exploraciones de este orden. Dentro de esa cultura cubana, las artes escénicas han acumulado una tradición, distintos modos de asumir la ritualidad que nosotros, los teóricos, debemos estudiar en toda su amplitud y riqueza, sin parcializaciones ni esquematismos. En ese proyecto y, no obstante lo logrado por este mismo evento [el III Seminario Internacional “Rito y Representación”, La Habana, 2000], siento que nos faltan métodos e instrumentos para avanzar con mayor seguridad en el conocimiento profundo de nuestro teatro de filiación ritual. Además de los aspectos antes apuntados, habría que preguntarse: ¿cómo cada creador selecciona y maneja sus fuentes referenciales? ¿Qué jerarquía alcanzan los lenguajes musical, danzario y plástico? ¿Es el trance la única vía para “incorporar” espíritus o divinidades? La variedad de religiones populares cubanas, ¿cómo influye en los distintos modos de un quehacer teatral de base ritual? En la creación de los métodos e instrumentos para responder a estas y otras muchas preguntas indispensables, la teatrología cubana puede apoyarse en la etnoescenología (véase Pavis 1998: 181-226), un campo disciplinario en formación, del cual podemos tomar modelos de análisis y retribuir un arsenal de experiencias empíricas y teóricas que –sin lugar a dudas– nos confieren un lugar destacado en el contexto caribeño y latinoamericano. Atender este aspecto de los métodos y los conceptos para mí es cardinal, porque, en tanto práctica religioso-cultural y fuente de investigación teatral, el rito ha sido ampliamente estudiado, incluyendo entre esos estudios sus mecanismos de comunicación y recepción, terreno en el cual las investigaciones teatrales han avanzado poco. Y, además, porque en la apropiación o reproducción escénicas del rito, es obligatorio tomar en cuenta su naturaleza contradictoria y supercompleja: El universo del rito opera por actos, actos anárquicos, de una incoherente homogeneidad. El orden de sus figuraciones no responde precisamente a un orden casual; la práctica ritual muchas veces contradice su formulación “dramática”: el mito. Por debajo de la aparente banalidad de la construcción mítica opera un complejo “haz de relaciones” /sobre el cual/ la humanidad, en su estrato emotivo, de alguna manera siempre ha tenido una meridiana claridad (Alegría 1994: 14-24).

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LA POSESIÓN (PRIVILEGIO DE LA TEATRALIDAD) Tomás González Pérez

¡Aquí estamos! La palabra nos viene húmeda de los bosques, y un sol enérgico nos amanece entre las venas. El puño es fuerte y tiene el remo. ............................................ Nuestro canto Es como un músculo bajo la piel del alma, nuestro sencillo canto. Traemos el humo en la mañana, y el fuego sobre la noche, y el cuchillo, como un duro pedazo de luna, apto para las pieles bárbaras; traemos los caimanes en el fango, y el arco que dispara nuestras ansias, y el cinturón del trópico, y el espíritu limpio. Traemos nuestro rasgo al perfil definitivo de América. Nicolás Guillén, Llegada

Entre los diversos significados que se le conocen a la palabra “oricha” y “orisha”, tomaremos aquel que puede ser insertado en Ohun ti a ri sa: “el que se compone de pedazos dispersos”. En cierto sentido, un oricha es una recopilación de las muchas conductas que constituyen una personalidad arquetípica. Se cuenta en uno de los muchos mitos yorubas que “Oricha vivía solo en una cabaña al pie de una enorme roca. Para no estar solo fue al mercado y se compró un esclavo. Desde el primer momento el esclavo fue de gran utilidad para su amo. Al tercer día, el esclavo le pidió una parcela de tierra a su amo para cultivarla y, en sólo dos días, trazó los linderos de una finca. Pero era esclavo y, por ello, todo el tiempo alimentaba su odio al amo, planeando

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el cómo matarlo. Un día, el esclavo le hizo una emboscada a Oricha. Lo esperó encima de la gran roca, al pie de la cual tenía su cabaña Oricha. Cuando el esclavo vio venir a su amo e introducirse en la cabaña, dejó caer desde lo alto de la roca un gran pedrusco sobre ella. Oricha, de esta forma, fue aplastado y desbaratado en cientos de ‘pedazos’ que se esparcieron por todo el mundo”. Los orichas en Nigeria han llegado a alcanzar el número de seiscientos. Al Brasil llegaron unos cincuenta, que han quedado reducidos a unos dieciséis en el “candomblé” y ocho han pasado a “umbanda”. A Cuba también llegaron unos cincuenta orichas, de los cuales se adoran en la actualidad, en los cultos más secretos, un número por debajo de los cuarenta, sin contar con los “caminos” que poseen cada uno de estos orichas. A modo de ejemplo, podemos comentar que la relación de “caminos” de Elegua-Eshu, recogida por Lydia Cabrera en su libro Yemayá y Ochún (1974), alcanza unos ciento diez “caminos”. Los orichas son concentraciones de energía que andan desprovistas de un cuerpo material que ya perdieron. La “energía concentrada” por el oricha, como he dicho anteriormente, es el resultado de una historia personal en extremo apasionada que se mantiene a través de todos los tiempos. Vistos desde este ángulo, los “arquetipos” no son otra cosa que “energía concentrada” por una saga personal furibunda. Los orichas han llegado a ser lo que son porque algunos hombres sostuvieron en vida conductas llevadas al extremo. El oricha, de otra parte, es un exceso de personalidad, una personalidad límite, de un hombre genérico en una raza determinada y que, por ello mismo, es afín con todos los hombres y con todas las razas. De aquí todas esas coincidencias entre culturas y dioses, tales como los panteones hindúes, griegos, egipcios, mayas, aztecas, yorubas, ararás, etcétera. Toda esta aparente “dispersión” cultural ha llevado a elaborar a algunos investigadores, la teoría de un centro cultural, cuyos restos descansan inmersos en el mar de arena que es el desierto del Sahara. Se cree éste el lugar donde yace una especie de Atlántida, un portento cultural que irradió sus ramificaciones a Egipto, Grecia, a todo el Medio Oriente, a China, la India, al Tíbet, y a todas las culturas que constituyen el complejo cultural del golfo de Guinea, en África (Nigeria, Dahomey, Ghana, etcétera). En todos estos pueblos hay coincidencias religioso-culturales: de dioses, de oráculos, de diseño y confección de piezas rituales, de tabúes y simbologías. Don Fernando Ortiz, el sabio cubano que desveló el patrimonio de los africanos en la cultura del Nuevo Mundo, dice que “en las prácticas y ritos crípticos de las sectas secretas de los negros africanos es donde mejor puede

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descubrirse cómo debieron surgir, de las simbólicas pantomimas de los primitivos misterios, los factores del teatro literario”, y agregaba que “de estos ritos pantomímicos procedentes de ultraoceánicas culturas, de primevales simbolismos y de históricos antecedentes milenarios, varios se practican todavía en Cuba” y es “donde podrían estudiarse a lo vivo los gérmenes del teatro universal en lo fundamental nada o poco contaminados por la cultura troncal del país, se pueden estudiar los ritos iniciatorios”. Más adelante aclara que “estos ritos no son exclusivos de los negros africanos; se hallan en numerosos pueblos de análogos rangos de cultura, de donde fueron pasados a instituciones más civilizadas, como a los misterios egipcios, minoicos, griegos y romanos, y aún se mantienen en estos tiempos modernos con su originario alegorismo resurreccional” (1981). Esta premisa del maestro Ortiz nos sirve para no perdernos en el presupuesto de un complejo de inferioridad, por el que se ha tomado como modelo siempre a Grecia, ya que, hasta hace muy poco, se creía que sólo en este pueblo residía el origen del teatro. Conviene aclarar que el origen del teatro no puede remitirse sólo a su literatura, ya que el teatro, como fenómeno vivo es un acto revelador, en el que lo divino es encarnado por un actor. Jerzy Grotowski, uno de los más grandes reformadores del teatro de hoy, sostenía que basta que exista el actor para que se produzca el hecho teatral (1970). No creo que haya que fundamentar la existencia del fenómeno teatral adscribiéndose a las premisas del teatro griego. No hay que buscar la existencia de un diálogo entre el coreuta y el coro, entre un protagonista y un antagonista, para que se dé certeza de teatro. Hay teatro cuando el hombre, provocando el vacío, es decir, destruyendo los obstáculos de su personalidad cotidiana, asume el contacto con lo arquetípico universal. En los estratos tempranos de la humanidad todo arte tenía un fin utilitario; no habría placer sino urgencia. El arte estaba ligado a la supervivencia. Se hacía arte para vivir, para no morir, y todas las especificidades del arte estaban totalmente integradas a ese fin. La pantomima, la danza, la música, la plástica, el canto, la palabra o el sonido, los conjuros, servían al fin de atrapar, no solo al animal, sino a lo divino que permitiera atrapar ese animal. No quisiera detenerme en otros cuerpos de danza que siempre he considerado posteriores al de aquella representación que permitía la buena caza. Por ello he excluido con toda intención danzas lúdicas, de celebración, etcétera. Hay representaciones rupestres que no muestran sólo al animal que se quiere atrapar, como las de los “santuarios” en las cuevas de Lascaux, Pech Merle, Altamira y La Pasiega; en Tassili, así como en las pinturas encontradas en los países africanos, se pueden ver imágenes de hombres que danzan, en la representación mágica de atrapar el animal: hombres blandiendo lan-

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zas o arcos y flechas, en plena faena de caza; pero investidos por una especie de halo mágico alrededor de las cabezas y, en alguna parte de estos murales, hay algún otro hombre disfrazado con la piel del animal. La danza es, en lo más primigenio de la historia humana, un rito por el cual, no sólo se trasmite el trasunto pedagógico del cómo atrapar un animal, sino que, primero que cualquier otra cosa, se busca, por medio de los pasos, de la reproducción mimética, de la investidura con la piel, de la reproducción de la cabeza del animal por medio de una máscara o por medio de algún maquillaje litúrgico, el modo de hacer contacto con lo divino que permita atrapar al animal. El hombre primitivo, como el africano de hoy, sabe qué animal va atrapar. No es que lo presienta, sino que para él el tiempo no se divide tan claramente en pasado, presente y futuro. Esto se puede observar en el “griot” africano, ese actor total, bailarín, músico, dramaturgo, memoria viva de toda la saga de un pueblo. El “griot” no recuerda, no rememora, sino que ejecuta una suerte de “las cosas siempre fueron y serán como son ahora que las vivo en la ejecución”. En realidad, para el negro africano, no hay representación, sino encarnación, una trascendencia donde el hombre da paso a algo que lo posee y, a la vez, está contenido en él. Tanto lo encarnado, como el que lo encarna, son partes de un mismo universo. Se es persona en el día a día; pero en el rito se es esa persona trascendida. Se encarna algo que ha sido real y que ahora no lo es porque está en el ámbito de lo divino. Los trascendidos es “otra cosa de uno mismo”, conseguida o concebida por medios mágicos. “Los ritos son principalmente [dice don Fernando Ortiz] danzas imitativas. En todo el mundo, en su fase mágico-religiosa, el hombre danza cuando el moderno solo haría una plegaria, quizás, meramente mental, o cantaría un himno. Aquel necesita actuar directamente, tratar de obtener lo que anhela, haciéndolo él mismo o imitando su realización para provocar sugestivamente su efectividad; haciendo él en pantomima, o sea en drama, lo que espera sea hecho en realidad. Y esto no es exclusivamente característico de los negros, sino de todas las culturas párvulas” (1981: 269). Jane E. Harrison, en su libro Epilegomena to the Study of Greek Religión, de 1921, señala que “la voz griega para significar rito es dromenon, que quiere decir ‘una cosa hecha’”. Mas quiero recalcar una vez más que el hombre primitivo, al tratar de obtener lo que desea, lo hace poniendo a lo divino bajo su control. El rito es el modo con que pone el hombre lo divino a su servicio, asumiéndolo como algo venido de afuera o que, a lo menos, se produce en el acto. Por esto creo que el arte primitivo, sobre todo, el de los negros africanos, no es sólo arte de imitación, sino también es arte trascendente, porque su fin no es sólo imitar lo real, sino atraparlo desde antes.

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Las danzas de caza, en este proceso mágico-religioso, poseen un elemento que debe ser destacado. El cuerpo del hombre adopta cierta postura, una como de concentración de energía, como de cese de respiración y latido, los pies firmes en el piso, un poco separados el uno del otro, las rodillas algo flexionadas para permitir el deslizamiento de los pies más que el paso fortuito, la columna ligeramente encorvada, con la cabeza proyectada hacia delante y las manos ocupadas con el arma, bien sea la lanza o el arco y la flecha. El deslizamiento de este acecho lo vamos a encontrar en todas las danzas del complejo cultural afrocubano. Ésta será como postura base. Este deslizamiento en acecho también se hace visible en los desplazamientos del teatro Noh, Kabuki y aún en el moderno Butoh en el Japón. Esta postura nos hace observable el nexo del hombre primitivo con la energía universal. En toda danza, menos en el ballet clásico donde la sofisticación del rococó del XVIII tiene su imperio en la imitación neoclásica, el danzante está en contacto con la tierra: los pies, a pesar de las evoluciones, permanecen en contacto con el piso. En las danzas de origen africano, el hombre golpea la tierra, para estimular y tomar la energía de la tierra. Este golpeteo de los pies en el piso es indispensable para que de la tierra brote un torrente energético, invisible para ojos profanos, que se pone al ascender en contacto explosivo con la región pélvica del danzante, allí mismo donde los chinos señalan que reside la “energía original”, incita a ésta a ascender a todo lo largo del tronco, por el vehículo de la médula espinal hasta la cúspide del cerebro allí donde se produce otro choque energético importante, y es el que propicia el éxtasis o trance del poseso. Esto se produce en casi todas las culturas, sobre todo en aquellas que no han perdido el numen original. Como bien ha analizado Jerzy Grotowski en su pequeño ensayo “Ser hijo de alguien”, “el cuerpo no es más que una serpiente antigua”, si se le considera como una columna vertebral coronada por la cabeza, prescindiendo de las extremidades (1992b). El hombre en su figura posterior al nacimiento, sigue manifestando la imagen de la concepción primaria, sigue teniendo la forma de un espermatozoide que ha hundido su cabeza en el cosmos de un ovario. Esta imagen de una cabeza coronada por un gran halo, da la idea de una cabeza trascendida. Es éste el momento que marca la existencia de un nuevo ser, de otro ser que sin dejar de contener los elementos duales que le han formado es un ser distinto. Aquí la polaridad, la contradicción entre masculino y femenino, entre yang y yin, se resuelve en la creación de un nuevo ser, de un ser reptil que es la representación de una “serpiente antigua”.

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En la India, el yoga es todo un sistema de ejercicios posturales para el estímulo de esta “serpiente antigua”. La sublimación de la energía sexual se obtiene por medio de la ejercitación de la columna vertebral, despertando, como sostienen los yoguis, el llamado kundalini, o “serpiente ígnea”. Sin serpiente no hay conocimiento, de aquí que ésta lo simbolice. Pero yendo un poco más allá, y en relación con el tema que nos ocupa, podemos afirmar que sin el estímulo de esta serpiente que es nuestra columna vertebral y la cabeza, no hay trascendencia, no hay umbral, no hay sublimación, no hay encuentro de la verdad, no hay éxtasis, trance ni oráculo. Danza sin los pies en la tierra no posee espíritu, sino que, en todo caso, es la imitación de lo divino, más sólo la imitación. El pitón en la antigua Grecia está relacionado con el saber, un saber que se desplaza en pasado, presente y futuro. De allí que los norteamericanos hayan dado el nombre de pitonisa a la sacerdotisa de Apolo que daba sus oráculos en el templo de Delfos. Las danzas que tienen como meta la búsqueda de la posesión, es decir, de la encarnación de una deidad o espíritu, siempre comienzan con un golpeteo del piso, acompañado por movimientos sinuosos que provocan ondulaciones y cortes abruptos de la columna vertebral, para que la energía ascienda por el canal medular hasta alcanzar la cúspide del cerebro. El golpe que se produce en la cima de la cabeza, el poseso, perdiendo su visión cotidiana, alcanza la visión de un “tercer ojo”. Sus ojos mueren para que puedan ver la “otra realidad” y así operar desde ella. Ya estos ojos no saben mirar, sino que ahora “ven” el todo como devenir. Resumiendo: para mí el verdadero origen del teatro reside, no en la coincidencia de formas de ciertos ritos de origen africano con la estructura del teatro griego. Si estas coincidencias existen y por cierto han sido bien analizadas por don Fernando Ortiz, para nuestro criterio, el origen del teatro está en la posesión. Es en el hacer del “poseso”, del “subido”, del que “monta” dioses, espíritus o “santos”, donde se produce la encarnación, no ya de un personaje, sino de un arquetipo. En estos transportes de la posesión es donde para nosotros se encuentra el origen del teatro. Aquí ya no se trata de la ejecución de la pantomima danzada de un animal, sino el sumir la presencia divina por medio de la encarnación de los dioses. Sólo cuando el teatro pierde el numen es que se transforma en representación. La posesión no es representación y admitiendo que así lo fuese, tendría el concurso de lo divino, ya que provoca, como en los antiguos misterios, una verdadera catarsis donde el hombre sale renacido. El teatro de hoy, si desea recuperar la función inicial de mejoramiento humano, ha de buscar los medios de permitir al hombre el contacto con lo divino que no es otra cosa que lo humano trascendido.

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Nieves Fresneda: una bailarina posesa Siempre ha sido el baile lo que más ha caracterizado la africanidad del africano. Sus bailes pueden ser tediosos o excitantes, grotescos o bellos, pero siempre son trascendentes. No conozco un equivalente, nada que pinte en una sola actividad todo posible género de pensamiento y de emociones, y luego vaya aún más allá. Dudo si la mentalidad occidental pueda comprender plenamente un baile africano, no por tales o cuales diferencias en los pasos, ritmos o tonadas, sino porque ese baile pertenece a un mundo distinto al nuestro, a otra dimensión de la cual nosotros podríamos pensar que la dejamos atrás hace largo tiempo o que no la hemos alcanzado todavía. Sylvia Leith Ross, African Women

Cuando llegamos al wemilere, es decir, a “la fiesta de santos”, Nieves Fresneda aún no había querido comenzar a bailar, por lo que la pude ver antes de la transformación que ella, un poco más tarde, sufriría en todo su ser. En ese momento era como siempre, Nieves Fresneda, primera bailarina del Conjunto Folklórico Nacional de Cuba. Vestida con la elegancia resultante de la provisión de su infinidad de viajes por diversos lugares del mundo. Su cabeza, cubierta con una peluca rubia, a pesar de esto, ostentaba la realeza de su negritud. Ya andaba cercana a los ochenta años, las arrugas de su piel así lo manifestaban. La frente con un ceño fruncido por preocupaciones ya olvidadas. Y la mirada como perdida siempre, con los ojos nunca despiertos, que no se le veían por semicerrados, como si estuviera con un pie en cada mundo, en el real de todos los días y en “lo real maravilloso” de la esencia afro-americana. En su cuello, surgiendo como de la coraza enjuta de su pecho, se enjoyaba con una cadena y medalla de plata y un collar de cuentas en azul y blanco, presencia de la diosa Yemayá. Una blusa blanca de seda, cuyas mangas largas permitían ver la profusión de pulsas de cobre y plata en las muñecas. La estrecha saya negra, por debajo de las rodillas, y las medias con un brillo perlado, demasiado rosado para su piel, y en el tobillo, por allí donde el pie se internaba en las estrechas correitas de sus sandalias, una ajorca de plata, argelina, con una discreta bulla de campanitas diminutas, provocada por su nervioso andar. Para que bailara se hizo un poco de rogar. Eso fue en la sala, sí, porque de pronto, impulsada por un resorte, fue hacia el patio, seguida por un cortejo. En el patio, en el llamado oru del Eyá Aránla, donde tiene lugar la fiesta

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pública, ya sonaban los tambores y el akpuón (el cantante inspirador) y el coro que danza en círculo, entonaban la procesión de cantos para cada oricha que, si bien tienen siempre un orden preciso, ahora, porque la fiesta estaba dedicada a la diosa Yemayá, dejaban sus cantos para el final, después que se le hubiera cantado a todo el mundo, es decir, a todos los orichas empezando por Eleguá, el oricha que abre los “caminos” y que, por supuesto, también debe abrir todas las fiestas, para que sucedan sin tropiezos. Al llegar al patio, Nieves se unió a la rueda, se hizo una más, cantando y bailando el paso básico de este círculo mágico, hecho claramente, para que sea visitado por los orichas, para que bajen allí donde son llamados. El akpuón, al notar la presencia de Nieves, giró su canto, cambiado para Yemayá, dejando inconcluso un canto, creo, destinado a Obatalá. Los cantos empujaron al centro del círculo a Nieves. Allí ella bailaba lentamente, con escasez de recursos, como lo impone la maestría ganada en la ejecución de los años. Ella, más que bailar al detalle, insinuaba, y los que la veían, ponían lo otro, lo que está, pero no se ve; lo que provoca en los espectadores un nivel de participación mucho más comprometido que el acostumbrado, pues a uno, en esos instantes le baila como el corazón. Lentamente su baile, el de Nieves, fue dando señales de gran boato y majestuosidad. La presencia de la diosa, de Yemayá, se iba haciendo atmósfera, no solo para Nieves, sino que en este juego todos estábamos involucrados. Nieves bailaba no una Yemayá específica, en uno de sus tantos “caminos”. No era Yemayá Asesú, la de las aguas tranquilas, ni la agresiva Yemayá Okuti, tampoco Yemayá Konlá, esa que hace la espumita a orillas del mar. No, Nieves era todas juntas, un compendio del azul, todo el mar, los mares y un solo mar. Un mar llevado a trascendencia. Su baile abarcaba tanto que, cuando más tarde llegó la diosa por el camino que a ella le “bajaba”, sentimos nostalgia por el profuso baile de ahora. ¡Ay, bonita negra sin edad, con todo el tiempo para vaciarse a sí misma! Aquel baile suave, trenzando olas, de perfecciones dinámicas, alardes, visajes virtuosos, siempre en lo detenido, aunque por dentro siga bailando. Esa quietud fluida que conociera en mi madre, también hija de esta diosa, cuando sentada como una reina frente a su máquina de coser, andaba por todas partes sin moverse del trono. Ahora Nieves nos está bailando por dentro. Dentro de mí se hacen olas todos los movimientos de su cuerpo. En un remolino Nieves pierde su peluca de oro, sobornadas en un tejido de carreritas. Todo esto me evoca la argentina lana en la cabeza de mi propia madre... Aquí lloro como un niño, sin ocultarlo en medio de la fiesta. Una vez más me doy cuenta de lo que he perdido con la muerte de mi madre: me perdí el mar... Pero esta tarde es motivo para recuperaciones. Nadie pierde nada en este suceso, en este encuentro con la legitimidad.

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Y pasaba lo de siempre, la Yemayá de Nieves no quería “bajar” o tal vez era Nieves la que no quería padecer los efectos que después te deja la “bajada de santo”. El akpuón de aquella vez, uno de los Lázaro, no Ros, sino el de apellido Galarraga, de voz grande, por entonces en pleno goce de sus facultades vocales, se extremaba llamando a Yemayá con cantos olvidados, con los elogios o insultos de todo tipo siempre en lengua yoruba, no la que se habla hoy en día en Nigeria, sino aquella, con sonoridades más clásicas, incorrupta, traída allá por el siglo XVI por los esclavos de origen lucumí: AKPUÓN: Yemayá o-o-o Awoyó sigua-ó Oloso oké loddo. CORO:

Eó Oloddo Iyábbá, se ba wa-ó Oka meme lawó.

AKPUÓN: Iwa Asesú-u-ú CORO:

Olomi talá.

AKPUÓN: Iwa Achabbá CORO:

Olomi talá Awoyó Yemisí Mi Yemayá Olokun Moforibale.

AKPUÓN: Omo sitó, omo sitó Ila ladye como yokutó Omo sito, omo sitó CORO: Ila ladye como yokotó AKPUÓN: Oma yo-e-ke-e CORO:

Oma yo-e-e

AKPUÓN: Oma yo la tumba washi Iré mayo la tumba washi. CORO:

Oma la umba washi-iré.

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Entonces fue cuando Nieves comenzó a hacerse la sinuosa, vibrante como regida y batiéndose como una serpiente. Se iba diciendo que sí, primero en un estremecimiento que comenzaba en la cabeza y que, luego, la recorría a todo lo largo de la columna vertebral, a la vez que se inclinaba, acorralada por el akpuón, hasta casi descender tocando la tierra con la cabeza, de nuevo ascendía; abría los ojos, trataba de abandonar el ruedo; pero todos, sin que ella pudiese notarlo la empujaban al centro. Nuevamente se repetía el ciclo, una o dos veces más; después de esto, ya en el ámbito total de la diosa, arremetió a bailar la “meta” de Yemayá y se tiró a todo lo largo delante de los tambores. De allí la levantaron con los ojos desorbitados, bufando y diciendo: “¡moddu kué!”. Ya había caído en trance. ¡Cómo no iba a caer! La poseía ya Yemayá cuando se la llevaron para vestirla y cambiarle la ropa profana por la ropa de la diosa del mar. Por allá dentro, en un cuarto donde se guardaban los “otanes” en soperas de porcelanas, es decir, la “piedra y el caracol” que son los orichas, le quitaron el calzado de Europa y las medias, dejándole los pies desnudos. La pusieron de Yemayá, todo lo que ésta lleva. Un vestido en azul de muchos encajes en blanco, como la espuma, y muchas sayas interiores, hasta el número de siete en todos los tonos del azul, tonos que van desde el mar hasta el cielo. Luego vinieron todos los feligreses, sus hijos, los “omolochas”, acompañados o no por sus madrinas (iyalochas) o por sus padrinos (babalochas), para que ella, Yemayá, la de Nieves, les saludara, y les dijera algo que les pudiera ayudar a seguir llevando la existencia sin tropiezos. A cada uno dio palabras para aliviar la situación del alma y de los cuerpos. Unos le gratificaban la presencia y los consejos con mucho dinero que le prendían al pecho del traje con alfileres, y ella, la diosa, se arrancaba el dinero para aquellos que la diosa madre les sabía la necesidad. Un reparto comunal, de corazón. Solo la madre sabe cuál de sus hijos tiene mucho y cuál es el que está en apuros o no tiene nada. Y ¡cómo no lo va a saber si ella es dueña de todas las fortunas! Y yo me pregunto, ¿por qué los hombres no aprenden el gobierno como lo estilan los orichas? Ellos saben de las cosas por dentro y no igualan, pero tampoco edifican jerarquías con la necesidad. Yemayá Awoyó, con su chal-serpiente de muchos colores, iba de nuevo donde la fiesta mayor, abrazando a todo el mundo a su paso, hasta que de nuevo se encontró frente a los tambores. Ya cada tocador de tambor tenía un regalo de Yemayá. Y a ella le parecía que todo era poco para el akpuón que le ponía cada vez los cantos más bonitos, aquellos que ya no canta nadie. No teniendo ya más que darle de toda su fortuna, levantó, no sé con qué fuerza, a la primera mujer que pasaba y la lanzó a los brazos del akpuón. Lázaro la

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recibió con un estrujamiento de pelvis y un beso que la mujer no rechazó. Nadie podía protestar, era Yemayá quien había hecho la trastada y el canto subió mucho en medio de la risa del coro. Después, Yemayá bailó todo el tiempo, ejecutando una milagrería de zapateado. Lanzó el pañuelo azul que le cubría la cabeza y del que estaban prendidos muchos pesos, y después de hacer una parábola por los aires en su trayectoria, fue a parar a la cabeza del maestro de los tamboreros, del Olú Batá Jesús Pérez. Aquello no era tan solo una fiesta sagrada, sino también y creo, primero que todo, un espectáculo teatral trascendente y total. Lo religioso se cumplía en que todos estaban allí congregados, sin diferencias, inmersos en el inconsciente colectivo, no ya de una raza sino de la humanidad toda. Porque allí también había extranjeros y sentían lo mismo que nosotros, la misma “conmiseración y temor”; pero, además, todos sentíamos el bullir de la alegría que da la cierta esperanza, aquella que llenaba de luz el bello rostro de Nieves Fresneda cuando Yemayá había tomado su fragilidad por asalto. Nieves murió un tiempo después. Ahora tal vez esté bailando por los cielos, ante la presencia de Dios, en ese wemilere en donde los “santos” no bajan, sino donde, más tarde o más temprano, van a bailar todos los seres humanos.

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STANISLAVSKI Y LA POSESIÓN EN EL RITUAL AFROCUBANO1 Yana Elsa Brugal

El Caribe es un centro de comunión de temas de orden mítico que se funden con los profanos. Desentrañar los vínculos entre arte y vida, los procesos culturales vinculados a la etnografía, antropología y psicología entre otros aspectos, es focal para el entendimiento de la travesía de nuestros procesos culturales y en especial para el artístico que compete al teatro. La unidad entre ceremonia ritual y teatral se ha vuelto indisoluble en el estudio del teatro de carácter ritual que acontece. Los temas se rozan, por supuesto, con el arte en su conjunto, y su riqueza viene de ahí, de la integralidad que es portadora de la gran ceremonia de la vida. La vastedad de este suceso del ámbito de lo representacional, expansivo en todos los órdenes, hace que vayamos penetrando en los diferentes ángulos, para explicarnos sus interconexiones. Uno de los temas que recaba mayor atención y al que me dedico, entre otros, desde hace algún tiempo, es el relacionado con la posesión como una de las vertientes de la ritualidad. Reflexionar sobre los estados posesos en la actuación es el centro de atención del trabajo que propongo compartir. Me acerco a la posesión en el arte de la representación desde la óptica de la estructuración dramatúrgica del comportamiento del cuerpo-mente del intérprete en su proceso de creación, hasta atrapar la imagen. Cabe subrayar que la actuación –en toda su posibilidad de plasmación de tendencias y estilos– lleva el germen de lo poseso. Al intentar desentrañar los resortes que compulsan al actor a ser un poseso, de inicio establezco que la actividad creadora del intérprete en todos los tiempos es un proceso para llegar al estado de posesión del y por el personaje, en dependencia de su modo de preparación, la forma y el estilo del material dramático que se va a interiorizar y las exigencias del director. Por su parte, la posesión y el trance, basados en la mitología, se fundan en la relación del actor con el otro, el orisha, a través de técnicas cons-

1 Este texto parte de dos trabajos publicados en las revistas Tablas 4 (1996): 16-18 y Conjunto 109 (1998): 18-23.

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cientes y la entrega intuitiva al subconsciente, hasta alcanzar la plena identificación buscada. Como bien afirma el investigador Fernando Ortiz, el trance es un estado intermedio entre el consciente y el subconsciente (1981: 73). Desde ya queremos dejar clara la diferencia que establecemos con el trance, pues entendemos la posesión –término siempre atractivo por sus diferentes acepciones– como el acto de tomar, integrar a sí un ente material y espiritual para dominarlo por el intérprete que nos entretiene en esta ocasión. Éste es un asunto no agotable debido a sus complejidades en los aspectos psicofísicos propios del actor, sujeto que siempre encontrará fórmulas adecuadas para comunicar el arte irrepetible de la transformación en otro. El trance, por su parte, es el tránsito, el verdadero proceso para llegar al estadio superior de la posesión, ensamblarse en una entidad creada, formándose de esta manera la suma del yo y el personaje. Para el análisis me baso en la teoría de la acción dramática y su relación con los rituales de origen africano, conservados –con sus lógicas transformaciones– hasta nuestros días. En Cuba existen diferentes tipos de rituales de tradición africana; los más conocidos son: yoruba, palo, vodú, arará, abakúa, entre otros. Pero el más difundido en el teatro cubano es el yoruba o regla de Ocha que tiene sus antecedentes en Nigeria, desde que fuera traído a la isla en el siglo XVII. La santería –como se le denomina– es, en sentido general, el culto a los orishas o santos, y cuenta con atributos particularizantes y compleja forma de adivinación y celebración. Se caracteriza por el sincretismo entre la religión católica y la africana. Durante la ceremonia aparece el trance, al intentar –los más adeptos a estos estados– posesionarse del orisha o espíritu y comunicarse, en algunas ocasiones, con los presentes en la lengua propia de los mismos. El ritual religioso encierra particularidades culturales que en su tradición se emparientan con el arte de la representación colectiva, en la que participan los miembros de la comunidad, inclinados a las creencias religiosas. Los ritos constituían un núcleo dramático, caracterizado por la unidad de fuertes propósitos –como los de propiciar el bienestar de los habitantes invocando a sus dioses– para, tras un período de tensión dinámica, obtener lo deseado. La enseñanza de estas prácticas rituales se entiende como cierre/ritual o conclusión del “éxtasis”. Cuando comparamos el ritual y el teatro en el arte del actor nos referimos a estos instantes en que reina el desenfado, domina el quererse mostrar por dentro, sin evasiones, ante los co-participantes. Como observamos, durante las ceremonias, los oru que incluyen los bailes, cantos y músicas de invocación a los dioses/orishas, no son más que un dar motivos al descenso de éstos y al desencadenamiento del trance en los creyentes.

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De inicio, se requiere contextualizar el trabajo del cuerpo del actor ritualista en sus coordenadas específicas. Si analizamos hoy, desde perspectivas teatrales, la dramaturgia del actor de tradición africana, vemos que encierra aspectos protagónicos durante la misma. Basados en las prácticas rituales, los creadores de imágenes se entrenan con el propósito de encontrar prioritariamente la denominada memoria ancestral que tan bien definiera, para el teatro, como memoria emotiva el conocido pedagogo y director Konstantin Stanislavski, quien también nos ayuda con otros elementos de su sistema: concentración, naturaleza orgánica, el sí mágico, el sentido de la verdad, la atención, imaginación, unidades y objetivos, subtexto, línea continua de acción, entrenamiento, circunstancias dadas, etcétera. En el sistema de búsquedas actorales hay puntos en común del intérprete de espectáculos teatrales-pedagógicos con los bailarines folclóricos, que utilizan, de manera más genuina, la libre asociación con el llamado etnos por estar en mayor medida apegados a las tradiciones culturales de origen africano. Me propongo componer las ideas esenciales del sistema de Stanislavski que interactúan con las prácticas desarrolladas durante la denominada posesión, mediante la adecuación de conceptos stanislavskianos pertenecientes a la teoría de un teatro preponderantemente emocional y la incorporación de estos conceptos y otras categorías artísticas que complementan el entrenamiento psicofísico en la posesión. Asimismo, me apoyo en demostraciones prácticas de un poseso creyente-artista, que ilustra con “fe” y “conciencia” el estado de la posesión, y en experiencias de colectivos teatrales. Para desentrañar el proceso de la posesión, no me inhibe el remitirme al mencionado Stanislavski, actor, director, pedagogo y teórico teatral ruso de probada importancia para el acercamiento teórico-práctico del arte teatral, servible a actores de todos los tiempos, con sus tendencias y estilos diversos. Sus estudios, mundialmente conocidos, están centrados en el proceso de formación del actor y del personaje. Acercarnos a los instrumentos y las categorías del análisis que nos dejó ayuda a comprender el proceso creador del actor. Solamente tenemos que reformular el sistema desde nuestra propia práctica, teniendo en cuenta el actual nivel de desarrollo de las ciencias que estudian la conducta humana. Resulta claro que la tradición de Stanislavski es la del teatro realista, que asume un texto para deconstruirlo desde una óptica más frontal de enfrentar los temas seleccionados, mientras que el teatro mágico-religioso se rige por los parámetros relacionados con la mitología de origen africano que trasciende la realidad cotidiana, como es la del negro. El actor va en busca de su propio yo y su relación con el universo divino. Por tanto, son tradiciones

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diferentes. No se trata de explicar el caudal original de la cultura actoral caribeña con las herramientas stanislavskianas, sino situar puntos de aproximación en el apéndice de la búsqueda del desentrañamiento del estado espiritual del actor puesto en conexión con fuerzas divinas. Pero no se pretende traspolar miméticamente una técnica encaminada a un tipo de teatro realista, sino de aislar la esencia, asimilar los ejercicios y sistematizarlos, para complementar los estudios de los rasgos de la cultura ancestral. Hasta la fecha se desconoce algún creador que haya rechazado el instrumental teórico-práctico stanislavskiano para después desarrollarlo o seguir su propio camino. Los innovadores de mayor difusión y reconocimiento de las últimas décadas, como Grotowski y Barba (fundamentalmente el primero), lo estudian, tienen en cuenta y lo polemizan, en el mejor de los sentidos. El mismo Grotowski apunta: “La cosa más digna de ser envidiada a Stanislavski fue esa inaudita ventaja de sus alumnos, muchos de los cuales encontraron su propio camino” (1992c: 27). Al escribir estas notas, se refería –en primera instancia– a Meyerhold y sus innovaciones de la biomecánica. La anterior exposición no es casual, porque la duda, cuestionamiento o rechazo ante la relación de Stanislavski –con los aspectos de la interpretación de origen africano–, puede ser, en cierto sentido, hasta lógica para los desconocedores del sistema. Es con esta total convicción que me propongo destacar la importancia de diferentes aspectos del sistema de actuación stanislavskiano para la comprensión del fenómeno trance en el teatro de carácter ritual. Ya Stanislavski –desde sus inicios en el descubrimiento de sus estudios teórico-prácticos en el teatro– centró su atención en la necesidad de desentrañar la psiquis de los personajes y sus inquietudes. Para él, la psicología del hombre pasó al primer lugar y luego se orientó hacia la indagación de las formas, el comportamiento físico de los personajes y la búsqueda del dibujo escénico, para llegar a la conclusión de que las partes del proceso de formación de lo físico y lo psíquico deben marchar unidas en el transcurso de la “encarnación” del personaje. Después entendió que no son necesarios los pensamientos abstractos, sino el accionar, el hacer, y desde la correspondiente acción llegar a los pensamientos. No obstante, subraya su interés por lograr que los actores esquiven la tendencia a racionalizarlo todo, ya que aspiraba a resultados orgánicos en cualquiera de las circunstancias dadas que se encontrara el actor. Despertar las sensibles cuerdas de la compleja psicología humana es una premisa a la que me adhiero para hablar del actor ritualista caribeño, pues el campo de la posesión está estrechamente vinculado al reino sensorial. Por eso defiendo las primeras posturas de Stanislavski ante los estudios de la psiquis, cuando otorgaba mucha importancia al

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inconsciente, al teatro que denomino de la emoción, mediante la búsqueda de la organicidad y espontaneidad, durante el proceso de la construcción del personaje, tomando como punto final y de partida para ello la insustituible verdad de la vida. Quizás lo más atendible en esta ocasión sea entender que cuando nos referimos a este teatro estamos hablando de sentimientos, de fidelidad de emociones, del campo de las energías sutiles, del contacto con lo que –para muchos– existió, y la tarea es despertar y darle vida a través de sí a los ancestros, en este caso de origen africano. Por eso, insisto en que Stanislavski, con sus estudios sobre la zona del inconsciente, nos viene bien, nos sentimos cómodos acudiendo a él. Se conoce que Stanislavski aconsejaba al actor la búsqueda del personaje a través de la conciencia y la voluntad, porque ambas actúan sobre los procesos psíquicos, también apunta a que se crea por inspiración inconsciente, por lo que una proporción más importante es inconsciente e involuntaria. La voluntad consciente motiva al actor a expresarse y la acción depende del significado de lo que se haga en relación con el objetivo. Toda vez entendida la importancia de la acción consciente, precisamos que es desde el enfoque de la zona descontrolada de la psiquis humana, en contraposición al autocontrol, donde resulta interesante penetrar en las oposiciones inherentes al desarrollo de determinadas acciones en la construcción de situaciones dadas. El conflicto existente entre la psicología de la mente y la del cuerpo constituye la plataforma sobre la que edificaremos nuestras osadas aproximaciones, como quien se introduce en esta compleja esfera de la “vida artística” para penetrar en un pozo oscuro repleto de agua transparente. Me acerco ante todo a la acción dramática –fuente y sostén de todo hecho artístico con la absoluta intervención de la voluntad– como hilo impulsor de los resortes del alma del actor en tanto ser humano. Las acciones físicas son las fuerzas motoras de los pensamientos y las emociones. Las prácticas religiosas son tomadas como fuente, para condicionar al actor a asumir en su cuerpo/mente la imagen del personaje que antes era divino y, ahora, en este teatro, se trata de atraer a lo terrenal. El trance hacia otra esfera de la conciencia, resulta común al teatro, heredado del arte de la representación; mostrar y para ello adentrarse en el sujeto de apropiación, o relacionarse, deviene un acto, en primer lugar, que se deriva de un estado especial y una disposición que implica el imprescindible principio de la concentración. El ritual, fundamental para adentrarse en el mundo de los ancestros, contempla sus variantes en cada caso, pero la esencia es llegar a la concentra-

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ción y atención hacia un objeto dado. Busco la demostración de lo que Stanislavski denominó “vivir el personaje”, recrearlo ante nosotros para producir la “empatía” teatral deseada. Las actitudes psicofísicas en el transcurso de la historia escenificada conducen al universo de lo “espiritual”: Acciones emotivas Mundo espiritual Acciones físicas

Si nos adentramos en el análisis de los procesos actorales, es imprescindible ubicar el lugar y la relación con las palabras y la estructura esencialmente dramática, para luego exponer las coordenadas específicas del actor en su basamento práctico. En las formas teatrales que nos ocupan no abunda la palabra como elemento dominante y la lógica tiene sus especificidades, tales como la ausencia de verticalidad y la estructuración de las partes, para tornarse en una horizontalidad que aísla, en cierta medida, los sucesos macro-estructurales. Se pierde la linealidad y el desarrollo equilibrado del conflicto para dar lugar a estructuraciones diferentes: cíclicas, repetitivas y contrastantes. Me remito a Patrice Pavis, al referirse al drama etnológico, en el que apunta que cuando se parte de leyendas mitológicas los roles son conocidos, las responsabilidades quedan establecidas y las conclusiones formuladas. Lo interesante es la estructura de la narración escénica (1994a: 35). Por otra parte, el personaje tradicionalmente conocido en sus líneas ascendentes y descendentes en el desarrollo de los conflictos, es sustituido por imágenes-caracteres surgidos de las narraciones de leyendas de origen africano llamadas patakíes. Entiendo como carácter el conjunto de voluntades, sentimientos y pensamientos, una forma específica de la dinámica espiritual del hombre. Es un concepto psicológico que la imagen exterioriza en un plano estético. De su interpretación en situaciones dadas depende el interés que pueda provocar en el espectador determinada imagen de un orisha o deidad africana. De forma global, nos apoyamos como instrumentación teórica en la línea lógica de acción transversal determinada por el juego dinámico de acciónreacción y dividida en micro-sucesos delineados ascendentemente, hasta devenir en una catarsis irrefrenable e ineludible, para alcanzar la zona de “toma de posición” de la imagen-carácter por el actor y el forcejeo de este con la imperancia del espíritu de la imagen sobre él.

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El esquema que sugiero –a partir de las experiencias de las agrupaciones Los pasos perdidos, dirigido por Jorge Villegas y Teatreros de Orilé, con Mario Morales al frente de la misma– consta de tres divisiones durante el proceso de trabajo hasta la creación de la imagen-carácter, tomando como modelo la práctica de origen yoruba; es decir, el actor, para su entrenamiento y búsqueda de la imagen, se basa en los procesos ceremoniales de la práctica ancestral que lo conduzca a la transmisión artística de la deidad: 1. Actor con sus características personales en las circunstancias de partida que da lugar a la ceremonia (conformación de la idea). 2. Actor convertido en caballo en el cordón espiritual (evolución hacia el superobjetivo). 3. Develación e incorporación de la imagen por parte del actor (éxtasis o culminación).

Conformación de la idea El actor invoca la inspiración como algo mágico. Acude a las fuerzas supremas a fin de solicitar ayuda en la transformación de su conducta cotidiana para transmitir los signos referentes al orisha. De esta manera, la mente, con sus impulsos psicológicos, precede a cualquier despliegue físico. El aspecto relacionado con la intuición desempeña su papel en estos momentos de “apertura”. La máxima concentración en las circunstancias de partida, o acumulación de factores que inducen a un comportamiento posterior determinado, despierta en el actor la capacidad de movilizar las acciones del cuerpo, conjugándolas con los pensamientos y las emociones. Por su parte, la voluntad consciente dispone en el creador un estado de entrega a las situaciones no aprehensibles. Con ayuda de la disciplina, el actor sitúa la tensión en un punto determinado de su mente para lograr el estado de relajación o punto inicial que permite el flujo de los acontecimientos internos. Es el momento de mayor introspección: el individuo consigo mismo, encuentro con su yo desde su perspectiva. Hurga detalladamente en la nutrida información anterior para construir el mundo de la ficción-realidad histórica de su yo. Así, la narración de su cuerpo-mente será consistente y sólida, para expandir su expresividad hacia varios niveles de lectura. Se remite a los códigos culturales de otros momentos de la historia universal, para penetrar y sentir aquellas atmósferas y los aspectos de su idiosincrasia que puedan influir en el comportamiento actual del intérprete. Ello, por

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supuesto, no surge solo del contacto con ese “otro”, sino del acopio del material observado y retenido en la memoria por sus experiencias concretas. La comunicación con lo sensorial se establece por un hilo conductor intuitivo, marcado por experiencias concretas del actor en el curso de su vida. Los recuerdos reproducidos recurren al carácter inmaterial y espiritual del hombre. La conexión con las imágenes del pasado está sedimentada y fundamentada en la historia, las leyendas o los mitos de la religión yoruba, en este caso, que perduran hasta nuestros días. El tiempo es experimentado como duración distinta, porque el sujeto llena los minutos con sus sensaciones, impresiones y emociones e incluso puede vivirlo ya a escala más global como ciclicidad, es decir, “como retorno a lo mismo, al principio, o como especie de atemporalidad, como si se detuviera el fluir temporal; tal ocurre en los ritos y las ceremonias que se nos presentan como atisbos de la eternidad”, según el teórico Kurt Spang. (1991: 76). De sustento a estas “preparaciones” sirven las prácticas de creyentes en sus sesiones espirituales, las que se identifican con un espacio sagrado donde sitúan sus altares, para concretar sus acciones dialógicas con el espíritu-imagen en un rito vivencial.

Evolución hacia el superobjetivo Para el intérprete, al igual que el creyente, el caballo es su cuerpo, dispuesto a recibir un orisha que se le monta (si el personaje asignado es una deidad, pues de lo contrario estaríamos en presencia de un espíritu o entidad que también existió). Por ello, el artista acude a un estado especial: éste es el instante en que se produce la decisión para desempeñar una particular función: poner en movimiento las fuerzas psicofísicas motoras con ardor. El control de la respiración –de tan importante significado–, se coloca en un lugar predominante en su inspirar lo positivo, cargarse de energía vital de su entorno y expirar la parte de su yo que esté contaminada, con la ayuda de un severo control mental. De esta forma se prepara para entrar en un plano neutro, capaz de fundir ambas potencias espirituales: hombre/imagen. El artista acude a una “disposición a...”, dentro del conocido cordón espiritual como tránsito hacia la búsqueda de sus objetivos. El estímulo que con frecuencia busca el actor del teatro negro para iniciar el camino hacia el personaje parte de la interioridad signada por los códigos del mundo mítico. El eslabón siguiente es el cordón espiritual que sirve para entrenar la estructura psicofísica del actor-bailarín: entregarse a la trascendencia de lo

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terrenal penetrando la realidad virtual “posible” y envolverse en su infinitud. Las presentaciones del grupo profesional Teatreros de Orilé con frecuencia se inician con un “cordón espiritual” consistente en que los actores-bailarines forman una rueda cogidos de la mano, para inducirse energías a través de las mismas e ir conformando en sus lentas y reiteradas vueltas un sentido de comunión y compromiso entre todos ante el acto de la representación. Comienzan a mover los brazos con intensidad de arriba hacia abajo, al tiempo que van girando y entonando cantos religiosos bajo la hegemonía del dirigente del cordón, para invocar así a las divinidades, con el lenguaje que a éstas le es propio. Para la acción descrita se requiere de una fuerza “superior” que “baje” las energías antepasadas, reviva la memoria y haga reaparecer los recuerdos y sentimientos, con el objetivo de alcanzar el principio de interiorización del espacio y luego proyectar las ideas artísticas y los temas acordados. Las acciones psicofísicas que promueven la búsqueda de la evolución del individuo en “situación” son definidas y fragmentadas. La técnica depurada aparenta una conjunción de movimientos al unísono, pero si observamos atentamente aflora la importante independencia de cada uno de estos en secuencia. Un movimiento provoca el siguiente, es su causa. La interrelación de movimientos se acentúa cuando se sueltan las manos y comienzan a observarse con el objetivo de aniquilar los bloqueos, cancelar los obstáculos psicofísicos que puedan cargarlos de sentimientos indeseados, y unos a otros, mientras se apropian improvisadamente del espacio, se perdonan para obtener la quietud mental. Una vez libres para entregarse y dirigirse al encuentro sincero con el “otro” o imagen anhelada, se opera una combinación de búsqueda consciente hacia el objetivo, apoyándose en la preparación durante el cordón. El actor, para adentrarse en la mitología, penetra en la búsqueda del “otro-espíritu” con el fin de que lo acompañe, sea su igual perdido, desentrañarlo y dejarlo atravesar su cuerpo-mente. Ello requiere de un proceso de identificación logrado por el principio stanislavskiano del “sí mágico”, resumido en “si todo lo que me circunda fuera verdad”. Lo que circunda al actor, sea su memoria ancestral, la historia de la deidad y lo existente en la escena, incluso el “texto” del autor, constituye el fundamento de lo que conocemos como “circunstancias dadas”, para desarrollarlas y moldearlas a su concepción. Stanislavski afirmaba que “el actor necesita una imaginación fuertemente desarrollada, unida a una ingenuidad y confianza infantiles”. Sólo esto podrá hacerle creer que lo que le circunda es la verdad del sí mágico. Insisto en el imaginario “sí mágico” porque de él dependen la fe y el sentido de la verdad. En la medida en que actúe como si fuera así, obtendrá el resultado de entrega total al personaje que está creando. Según Stanislavski:

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El sí actúa como palanca para elevarnos del mundo real a la región de la imaginación. [...] El secreto del efecto del sí yace principalmente en el hecho de que no utiliza ni la fuerza ni el temor ni obliga al actor a hacer nada. Por el contrario, le otorga confianza mediante su honestidad y lo estimula a confiar en una supuesta situación. [...] Despierta una actividad interior y verdadera, y lo hace con medios naturales (1970: 8).

El próximo montaje para la construcción de la imagen corresponde a la voz –elemento importante en el análisis de la dramaturgia del cuerpo en cuestión, por ser la exteriorización en forma hablada de los sentimientos– que resulta una poderosa vía para destacar la acción en movimiento, y tiene la capacidad de colorear y matizar de sentimientos a la acción. La voz en el cordón se presenta como emisores vocales ininteligibles: gemidos, lamentos que anteceden a la palabra expresa. Su aparición está indisolublemente atada al espíritu del intérprete, por lo que su integración a las acciones la convierte en un movimiento también corpóreo. La fuerza de la palabra, al crear realidades, es un acto verídico. Para esclarecer la aparición del lenguaje hablado, en forma de montaje de palabras claves afectivas que iluminan el cuerpo en movimiento como conjunto de voluntades psicofísicas, sirve la demostración de un acto de posesión en busca de un orisha, ejecutado por un creyente-actor-bailarín, Jorge Villegas. Observamos que, en un principio, el texto estimulador puede ser: FUERZA; al cerrarse este ciclo comienza otra micro-fracción que se adentra en el siguiente estadio, en el que se dejan escuchar las palabras: GLORIA, MISERICORDIA. Al llegar a la relación excitante de máxima tensión –en contraste con el inicio pacífico e implorador del cordón–, la “lengua” (dialecto africano) impone su presencia y fluye la emisión subrayada de HETYEAR, HETYEAR, HETYEAR (“avanzar”), y TÍNGORA, TÍNGORA, TÍNGORA (“aplomar”), para dar paso finalmente a gritos y movimientos desesperados y establecer la conexión con el que queremos traer “acá”. Villegas, el poseso, afirma que en el contacto directo con el piso, hay que ir llamando esa energía que va subiendo, que te va tomando por los pies, que te toma la cintura, que llega al corazón y te lo adelanta, y tomar esto como referencia para poder ubicar de que no soy Shangó, pero yo veo a Shangó y Shangó soy yo porque lo llamo, está entrando en mí, lo estoy respirando: Shangó está en mí, lo estoy viendo y quiero que ustedes también vean, que sientan mis sentimientos. Es un poco entrar en el mundo oscuro, en la nave oscura, y pasar a la luz. Es decir, entrar en escena, cerrar los ojos, abrirlos, ver un mundo claro, empezar a evolucionar y hablar e irme desgranando (entrevista de la autora, La Habana, 1997).

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Para remitirnos al antecedente directo de la posesión, ocurrido durante la ceremonia ritual, nadie tan esclarecedora como la conocida etnóloga Lydia Cabrera, quien en su libro El monte dedica un considerable espacio a estas experiencias en los religiosos. Para ella, un individuo al que “‘le da santo’ es sacado, arrojado por este fuera de su cabeza, ‘ori, que es la que manda el cuerpo’, queda anulado y lo sustituye el orisha... (Y ya no hay ni Pedro ni Juana ni María.) Es Yemayá o Changó u Ochún o el santo que lo agarre. Prueba de ello es, y la más convincente para el negro, que el ‘caballo’ pierde entonces por entero la conciencia de su personalidad habitual” (1954: 22). Según vemos, una energía cargada de emociones empuja al intérprete y lo prepara a accionar para moverse en un círculo interno con la ayuda imprescindible de la música, elemento provocador que contribuye a tejer la atmósfera y, con sus instrumentos de percusión, a elevar las emociones del intérprete. El cordón, lejos de ser un fin en sí mismo, según se observa, contiene objetivos firmes y delimitados. La aparente improvisación está cargada de sentido dramatúrgico; no son movimientos dislocados, porque de lo contrario no estaríamos en presencia de un hecho artístico, sino que se trata de la concatenación lógica de sucesos y sus interrelaciones con el universo activo de las emociones. La estructura flexible responde a una unidad fraccionada y, en la misma, cada detalle de la acción se encuentra en el lugar que le corresponde. Este proceso al que nos referimos se entiende como de autocuración del cuerpo y la mente, es una forma de aislar los bloqueos y las resistencias que puedan existir para purificarse y unirse en la secuencia divina del estado lacio y desprejuiciado del orden material dominado por la razón. Es tratar de excavar en uno mismo para articularse con las energías que se construyen e hilvanan en el universo. En este cordón los actores buscan, intuitivamente, la conducta/postura a tomar en la futura encarnación del personaje: a partir de sí, ir al como si, del que hablábamos anteriormente. Si analizamos esta operación, de una parte está la búsqueda de los propios contenidos marcados por los recuerdos, deseos y sensaciones vividas, y por otra, la de conjugarla con el siempre recurrente universo, esta vez, alojado en el recinto seleccionado por sus historias pasadas. Se establece un punto de comunicación entre la memoria actoral y la ancestral: intentos de profundizar en los recuerdos que constituyen el acervo personal del intérprete, dictados por la conciencia colectiva ancestral. Si tenemos en cuenta los pequeños cambios acentuados de una acción a otra durante el proceso conflictivo del cordón espiritual dramatizado, podemos determinar que existen tres particularidades que lo identifican:

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a) Cambio de atención de las partes del cuerpo para distinguirlas, independizarlas y luego integrarlas; por ejemplo, de los pies a las piernas, de las piernas al tronco, y así sucesivamente. Valorización o recolección de las circunstancias dadas a través de la comprobación del estado de madurez de un segmento del cuerpo para pasar a otro. b) Cambio de objetivo, dado por la decisión de comenzar un nuevo contenido en la próxima sección elegida del cuerpo, contribuyendo al surgimiento de la unidad de acción y enriquecimiento de los medios expresivos.

Éxtasis o culminación La transformación o develación de la imagen, ocurrida ante nosotros de forma precisa y orgánica, ha convertido al actor, de transición en transición, en un ser marcadamente extra-cotidiano, por su acentuada postura y conducta pertenecientes a la esfera de la ficción e irrealidad. Ésta, a su vez, es conocida por los contemporáneos, enraizados en las tradiciones africanas, por ser parte de la cultura diaria, persistente en el pensamiento y la forma de vida actuales. Aquí se evidencian estados de visible alteración que estremecen y hacen vibrar, debido al mismo grado de excitación provocado por el artista a través de sus energías. Luego del estado de entrega, la carga emocional puede ser visualizada por un frenesí externo o por la emoción interna como si ordenadores de la mente dictaran sobre el corazón. El punto climático está determinado por el momento de la crisis de la situación expuesta. Se hace énfasis en el ritmo, las tensiones psicofísicas se maximalizan hasta la catarsis; es el instante de transición a la aparición de la imagen para dar respuesta a las expectativas del receptor. Según pude apreciar, el actor entró en un estado de acción real de “sentimiento de lo verdadero” que implica el concepto de fe y sentido de la verdad stanislavskiano, hasta el punto de apreciarse espuma en su boca. Más que la exquisitez técnica del muestreo del personaje interesa la emoción vivida en primer plano. Para la llegada a lo que denomino “franja movediza” de la semiinconciencia, el actor, bailarín o creyente necesita una comunicación raigal con el espacio, llenarlo de contenido, hacerlo suyo y extraer las energías acumuladas del recinto, sea escenario preestablecido, figurado como lugar conferido a la representación o espacio natural.

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Los elementos particularizantes del mismo que crean ambiente no son suficientes para la explicación de este tipo de apropiación particular del actor en su vinculación con fuerzas supremas. Necesita una sensorialidad especial para llegar a lo palpable del espacio y así modelar una comunicación íntima, priorizada a través de sonoridades imperceptibles que fluyen entre ambos hasta lograr la verdadera fusión espacio-actor e imagen dramática. Es cuando se llega al máximo punto de posesión, a la conocida “encarnación” o apropiación del carácter, y se atrapa el espíritu que estuvo ayer, al que denomino “esencia”. Aquí se producen estados de visible alteración psicofísica, como desvío de la mirada y pérdida del equilibrio producido por el mismo grado de excitación provocado por el artista. Una vez lograda la “identificación” con la imagen-orisha por medio de la técnica psicofísica, se representa el diseño escénico trazado por el director, para lo que el poseso continúa comentando: “En determinado momento tenemos que decirle al espíritu: ‘tú te quedas ahí’, porque a mí me toca hablar, tengo que comunicarme, interrelacionarme con el público, aunque el espíritu se resista. Comienzo a entregar al público mis emociones con la misma energía que busqué en el piso, pero ya de una forma más consciente” (entrevista de la autora a J. Villegas, 1997). El distanciamiento de un creyente, al transformarse en poseso, no se remite sólo al autocontrol e imposición de la voluntad consciente, a través del diálogo directo entre su pensamiento y el del espíritu. Influyen apoyaturas de orden extravivencial como son: amarrarse la cintura o una rodilla con un cordón, desenvolvimiento del cuerpo –fundamentalmente de las manos– para ir controlando la cabeza que, como dice Miguel Barnet (1996a: 15), es donde radica realmente la vida de los posesos y así contener los desenfrenos del espíritu por apoderarse del ente material y dominar la situación. Tratar de atrapar a la deidad es como ponerle fronteras al vacío, demarcar la vastedad de ese mundo inconmensurable que representa. El actor confronta resistencia al no dejarse abandonado a su cauce. El predominio lineal concebido por la continuidad de la acción transversal expuesta, cede espacio al paralelismo, ante la negativa del desborde de las pasiones, con el fin de mantenerse en el estado de semi-inconciencia al cual se refiriera Fernando Ortiz. Al preguntar a Villegas las vías que utiliza para llegar al trance, expresó que es a través de los estudios de la práctica del conocido concepto de periespíritu o envoltura semimaterial que sirve de lazo o intermedio entre el espíritu y la materia; desde esta situación sensorial de observancia y concentración es que logra interactuar con la energía vital y trasladarse a los diversos estados referidos de semi-inconciencia.

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Comienza a ejecutar físicamente “el tratar de encontrarse con el otro” creado por el autor de dichos patakíes. Se encuentra rodeado de circunstancias concretas, expresadas en la interrelación con otros actores y los conocidos elementos propios de este tipo de teatro, donde los atributos de los orishas desempeñan un papel importante, debido a que interactúan con el objetivo de animar los rasgos de la imagen hallada. En los momentos de incentivar una nueva realidad o la imagen-carácter, intervienen por tanto los rasgos del conocido concepto del “como si” fuera el otro. Nos auxiliamos de investigaciones de otras disciplinas como la psiquiatría y la sociología para ampliar el diapasón de las miradas sobre un tema que obligatoriamente necesita de un acercamiento interdisciplinario para esclarecer los momentos de iluminación y el estado de pérdida de conciencia, incluso cuando aparentemente estemos solamente hablando de Stanislavski y sus puntos de contacto con técnicas utilizadas en las prácticas de los sistemas mágico-religiosos. Sobre este momento en el estado de posesión han escrito diversos y autorizados autores. Me inclino a acercarme a la posición del sociólogo Roger Bastide, quien en su libro El sueño, el trance y la locura, señala que el trance obedece a reglas establecidas por los mitos, donde la disciplina se conjuga con la espontaneidad. “En los cultos de posesión, [...] el trance nunca se supone un apartamiento del mundo de las reglas; siempre se le verá por el contrario, ‘domesticado’” (1972: 107). Considero válida para nuestro análisis la postura de Bastide, ya que el tipo de conflicto que se produce no es evidente, sino reflejo de contradicciones internas y externas: voluntad consciente e imperancia sobre el subconsciente, y éste, por otra parte, con sus impulsos inagotables, reclama su indisciplina y tiende a desobedecer a su regidor. El desorden establecido remueve su yo. Hay un conflicto entre los vínculos de atracción o rechazo por la imagen a poseer. La situación dramática creada por el descontrol-autocontrol encierra, por supuesto, contradicciones entre los planos mental y corporal. La mente, en el desenfreno, se apodera del cuerpo, pero este último se apoya en las enormes cualidades de sus partes físicas para doblegar el descontrol y lograr así un estado intermedio donde coexistan las dos fuerzas. Evidentemente hay una alteración de la conciencia. En este instante también me detengo para introducir la observación del psiquiatra Alberto Cutié al referirse al trance producido en las ceremonias donde también se alcanza, aunque con otras evidentes funciones, un estado de máxima expresión. Él alude al punto vigil que garantiza que la conducta del disociado no sea absolutamente inconsciente y desordenada, pues aporta

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una cierta coherencia a este estado especial de conciencia, que evidentemente no es lúcido pero tampoco turbado. Más adelante amplía su análisis sobre el punto vigil al señalar que éste orienta y dirige a la parte sub-vigil de la conciencia, además de permitir la comprensión del carácter de las maniobras rituales. Al escribir sobre el momento que podemos comparar con Stanislavski en tanto que verdadero dice que “se hace patente el fenómeno de la posesión, expresado de forma de sustitución del ego o de la personalidad por otro, con cambios apreciables de los códigos éticos. Una vez transcurrido el período de trance, se produce invariablemente una amnesia lacunar de período crítico, tal como ocurre en cualquier estado disociativo con estrechamiento de la conciencia. De acuerdo con el criterio de que se ha producido un fenómeno de posesión con desplazamiento del yo del poseso, resulta lógico que éste no pueda recordar lo ocurrido durante el período en que ha sido desplazado y por tanto se encuentra ausente” (Cutié 2001: 59). El investigador llega a profundizar en el estado propio de trance total por parte del religioso, que no son precisamente las buscadas, porque Cutié se detiene en aquellas especificidades del proceso ritual en su conjunto. Nosotros tomamos las particularidades en que actores y directores se apoyan, como en este caso las tradiciones de rituales, para llegar a resultados de “empatía” con los dioses-orishas-personajes. Dentro de las explicaciones en que se detiene, sí hay un elemento de nuestro interés relacionado con la memoria emotiva que nos parece pertinente señalar aquí: Durante el período de trance-posesión puede haber una notable exaltación de la memoria con aumento de la evocación, que puede llegar a representaciones muy vívidas de sucesos remotos, y a una hipermnesia de fijación o reproductiva con asombrosas rememoraciones de detalles o textos leídos por el sujeto. El fenómeno de criptomnesia (recuerdos de reminiscencias que subyacen en el inconsciente del sujeto) pudiera explicar fenómenos de apariencia asombrosa como la xenofasia o xenoglosia (hablar en una lengua extranjera presuntamente desconocida por el sujeto (Cutié 2001: 52).

Vemos que la observación de Cutié guarda relación con el comportamiento del cuerpo-mente durante el trance provocado de forma artística donde se presenta una contradicción que desestabiliza la dramaturgia, aparentemente carente de oposiciones, al producirse una alternativa entre el actor y el orisha (imagen-carácter) que por fin ha llegado. Después de esta visión desde enfoques diversos podemos decir que cuando el actor logra el trance está preparado para comenzar la representación

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dentro de la narración o patakíes, y cumplir la función de “orientador”; de forma directa esclarecerá los misterios. Su cuerpo-mente o caballo –según explicamos– transferirá la deidad o espíritu invocado que el visitante espectador busca en él. Su “diagnóstico” se expresará de modo proverbial. El momento de la posesión, la culminación de la atrapazón del “personaje” cuando se produce el cambio, o sea, la transformación en otro sin dejar de ser, esa zona movediza, la defiendo como una entera situación de luminosidad y de mayor accionar en el actor o intérprete común. Si nos atenemos al performance, ése sería su mayor momento de revelación. El actor nos entrega un comportamiento restaurado o restituido, según la conclusión de Richard Schechner, quien nos refiere que la “información” tomada de la génesis del personaje, al descontextualizarla, adquiere significaciones diferentes sin perder su contenido (1988: 241). La expresividad mostrada en el contorno físico visible del personaje aloja las cuerdas no tan a la vista de la interioridad del actor y el personaje. Como se evidencia, la jerarquización de sentimientos y comportamiento gestual subraya la conexión –ya comentada antes– de los principios psicofísicos stanislavskianos, para influir de una determinada manera en el espectador, que deposita, por su parte, la fe en el poder del “hechicero” que con su magia alivia los problemas y despierta los sentidos aún no descubiertos en él. En este tipo de teatro hay diferentes líneas de importancia, según hemos visto, que van desde lo ritual hasta la incorporación de la imagen/carácter. Quiero llamar la atención sobre el valor que alcanza el gesto con referencia a la palabra durante el proceso de creación específicamente, que es al que nos hemos estado refiriendo. Se trata del cuerpo puesto en forma para sincronizarlo con el medio circundante y expresar las circunstancias dadas en su entera amplitud. Los procesos de ensayo que son repetición en desarrollo sobre un mismo personaje y situaciones, a los que tanto interés dedicara Stanislavski, también tienen que ver con las famosas repeticiones inherentes al ritual, como son las letanías de las canciones, la repetición sin cesar de los mismos bailes y el máximo grado de concentración alcanzada en los rituales de convocatoria al orisha, donde el creyente está en un estado introspectivo buscando, en ocasiones con frenesí, la llegada de lo invisible. Descubrir y relacionarse con el público a través de vasos comunicantes del reino de las sensaciones es lo que intentamos explicar y continuaremos indagando en ese sentido. Siempre se habla, se escribe de la relación con el público desde la óptica de lo que se ve, aunque tomando como base la línea de la percepción tangible, pero no es precisamente lo que nos interesa en estos momentos. Vamos por el camino de lo indescriptible que es lo comple-

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jo y atractivo de resolver. He ahí, según mi criterio, donde reside la diferencia entre una interpretación y otra, es decir, cuando entra a jugar a su antojo la capacidad emocional intrínseca. La conexión del actor durante sus intervenciones en el mundo explorado y alcanzado por su total entrega, no se desvanecerá porque las energías pasadas avivan el presente, haciéndose contemporáneas en su accionar. El espectador, por su parte, alberga la esperanza de “ver” a través del mismo a la deidad, le exige el compromiso de acercarse e introducirse en “lo que fue” para hacérnoslo creer con la veracidad requerida y no sentirse defraudado. No cabe duda que el teatro de la emoción está privilegiado en el ritual teatral inspirado en la mitología. Estoy convencida de que Stanislavski –quien tenía la misión principal de resaltar el rostro espiritual del hombre– seguirá ayudándonos a una aproximación teórica de estos fenómenos artísticos.

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El muñeco no está en el inicio del hombre, sino que es el inicio mismo. Francisco “Paco” Porras1

I El decursar de las eras Desde la más remota antigüedad, el hombre ha buscado la posibilidad de apresar su universo y expresarlo en creaciones propias a imagen y semejanza, atribuyendo a esas imágenes tanto lo beneficioso a su existencia como lo perjudicial. Lo divino y lo maléfico han regido, desde los días mágicos, las diferentes formas culturales generadas a lo largo de milenios; planteando teorías filosóficas que, de alguna manera, han acercado al hombre al origen de los procesos que tienen lugar en la naturaleza y en la propia sociedad de la cual él forma parte. Dentro de esa universal acción reflexiva, lugar destacado ocupan los mitos relacionados con los astros, principalmente los que tienen al sol y la luna como dioses protagónicos de cosmovisiones de la vida en la Tierra. Los tiempos mágicos están marcados por la aproximación a lo real a través de lo imaginado; y la práctica comunitaria ritual ha propiciado expresiones que en el decursar de las eras abrieron cauce al arte teatral. No podemos obviar que el sacerdote –actor de la tribu–, al colocar sobre su cabeza el cráneo de algún bisonte e imitar con sus desplazamientos rítmicos y gestuales los movimientos característicos del animal, reanimaba a la vista de los cazadores –espectadores de la tribu–, no sólo el espíritu de la deidad propiciadora de la caza, sino también la certeza, en los participantes del ritual, de la acción demiúrgica que ejecutaban.

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Vid. Francisco “Paco” Porras 1981: 41

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La animación de figuras en las prácticas mágico-religiosas ha sido y es una constante imprescindible del hombre en su afán por extender su voluntad cognoscitiva hacia lo desconocido. Lograr trascender la dimensión humana desde su entorno real y apoderarse de la realidad otra, fantástica y asequible ha sido función fundamental del títere y su teatro. El axioma de que el arte teatral se origina en la práctica ritual, en modo alguno excluye al arte teatral titiritero, donde con mucho mayor énfasis permanecen aspectos casi míticos de una práctica oficiante en la que realidad y fantasía; sujeto y objeto, precisan de una consciente y voluntaria relación dialéctica. Hace siglos que el teatro de figuras animadas es para la humanidad fuente inagotable de hechizante regocijo. “El títere nació cuando el hombre, el primer hombre, bajó la cabeza por primera vez en el deslumbramiento del primer amanecer y vio su sombra proyectarse en el suelo” (1990: 241) y esta provocadora divagación de don Javier Villafañe ha fundamentado cosmogonías, sagas, mitos, leyendas de civilizaciones geográficamente tan distantes como la azteca y la egipcia; abarcando no sólo a pueblos de alto desarrollo socioeconómico y cultural, si no que estas míticas argumentaciones se extienden a aquellos que presentan rudimentarias expresiones de conocimiento y comprensión de su entorno, como algunas tribus localizadas en la exuberante región amazónica o en etnias africanas y australianas. Cuando los pueblos andinos aceptan la concepción de que el maíz, planta sagrada en la cultura incaica, contiene en cada uno de los granos de la mazorca la energía solar, relacionan el alimento fundamental de la dieta común con el poderoso, y por lo tanto, adorado Inti, el dios del sol. La fuerza del universo concentrada en la reproducción del sol. El grano de maíz como soporte nutricional mágico, capaz de asumir la acción cotidiana de proveer al organismo del alimento imprescindible para mantener las funciones vitales adquiere, gracias al sentido ritual de tal acción, una extensión cósmica. Los taínos, antiguos pobladores del archipiélago cubano, adoraban ídolos a los que llamaban cemíes; los cuales, según sus creencias, les proporcionaban el agua, el sol, los alimentos, los hijos y cuanto les fuera necesario para la vida. A estos cemíes los representaban o bien pintados en las paredes de bohíos y cavernas, o los realizaban modelando el barro o tallando la madera. El fraile Ramón Pané, sacerdote que investigó la religión de los taínos, cuenta el proceso mágico-indagatorio para la selección del árbol y el posterior tallado del cemí: [...] cuando alguno va de camino dice que ve un árbol, el cual se mueve desde la raíz; y el hombre con gran miedo se detiene y le pregunta quién es. Y él le res-

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ponde: –Llámame a un behique y él te dirá quién soy. Y aquel hombre, ido al susodicho médico, le dice lo que ha visto. Y el hechicero o brujo corre enseguida a ver el árbol de que el otro le ha hablado, se sienta junto a él y le hace la cohoba [...] Hecha la cohoba, se pone de pie, y le dice todos sus títulos como si fuera un gran señor, y le pregunta: –dime quién eres, y qué haces aquí, y qué quieres de mí y por qué me has hecho llamar. Dime si quieres que te corte, o si quieres venir conmigo, y cómo quieres que te lleve, que yo te construiré una casa con una heredad (cit. por Manuel Rivero de la Calle 1966: 251-253).

El árbol respondía lo que quería; la manera en que había de ser cortado y tallado; como construirle la casa; la labranza y las ceremonias que habrían de ofrecerle. El behique cortaba el árbol y tallaba en él la figura del cemí. Los sacerdotes taínos simulaban que estos ídolos poseían el don de la palabra. Para lograrlo, introducían un ayudante dentro del cemí, si la figura era del tamaño apropiado; o bien, lo ocultaban dentro de un hueco cavado cerca de la figura, protegiendo al hombre con ramas y hojas secas de las miradas de los demás. En un momento del ritual, el hombre, así oculto, hablaba a través de una especie de trompa con uno de sus extremos cercano al ídolo. En las islas que conforman el actual Japón, artesanos especializados en la confección de muñecos tradicionales para el teatro, antes de tallar las figuras lanzan maderos al río y observan atentamente el curso que la corriente hará seguir a los leños. Así conocen las características contenidas en cada trozo. Si el curso es apacible o rápido; errático o sinuoso, indicaba certeramente qué expresión debía estar presente en el personaje tallado. Ritmo y danza influyendo desde los sortilegios de la naturaleza hasta la realización de una figura donde la propia naturaleza brinda prueba de la orientación y ascendencia que en la obra artística y en cuanto rodea al hombre ejercen los infinitos procesos naturales que trascienden las dimensiones telúricas hasta llegar a alcanzar planos ignotos donde realidad y fantasía se funden en lo que un Alejo Carpentier hubiera apuntado como “lo real maravilloso” (1966: 86). Tanto el madero tallado por el artesano, como el árbol mecido por los vientos detectan cualidades sobre ciertas materias o materiales que sin haber sido trabajadas por la mano del hombre, surgen de su ámbito con una belleza original que es la belleza del universo. El espectador –niño o adulto–, situado frente al teatro de figuras animadas penetra en una dimensión real y maravillosa, tomando así posesión de libertades ancestrales como las del hombre taíno ante los signos de la brisa sobre el árbol o como la del artesano japonés descifrando los vericuetos del leño en el río.

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Los títeres eran ya viejos conocidos cuando en el siglo VI a. C., Tespis colocara, por primera vez, a un actor en el escenario ambulante de su carro ateniense. En los templos del faraónico Egipto, figurillas animadas por los sacerdotes movían los ojos, la cabeza y hasta el falo cuando representaban la leyenda de la resurrección de Osiris. En la India, los dramas religiosos personificados por marionetas datan del siglo XI a. C., y en el África negra, en las islas de Oceanía, al igual que en la América precolombina, existieron los títeres. Investigaciones arqueológicas en el nuevo mundo testimonian in situ la existencia de figurillas articuladas para representaciones rituales y trabajos de hechicería. Esta capacidad en el hombre de revalorar, de reorganizar, de dotar de significados fantásticos a los astros, árboles, animales, montañas, ríos, extiende su horizonte real a dimensiones infinitas proyectadas desde una voluntad sostenida en su afán, siempre insatisfecho, por descubrir, por recrear, por asumir al universo como su más lograda obra. La aparición de ese ser fabricado enteramente “con las mismas manos” que lo harán levantar y andar; que en modo alguno corresponde a la escala humana y que, sin embargo, es portador y perturbador de la sociedad, ha devuelto a la escena un pequeño soplo de ese gran misterio que es raíz de todo el arte teatral desde sus inicios. El teatro de títeres presenta, por su esencial naturaleza de animar lo inanimado, la más cercana función artística originada en la práctica ritual. Los mitos, la memoria colectiva de la fantasía de los pueblos, ha conservado en signos gráficos o transmitidos oralmente las historias lo suficientemente ingenuas como para poder asimilar, en el decursar de los tiempos, mayores y más complejos sucesos. La popularidad y razón de ser del títere y su teatro ha sido la fuerte inclinación del hombre a revelar los secretos de la vida. Inclinación que, a lo largo de los siglos, lo ha hecho ir tras el origen de lo percibido a partir de lo imaginado. Y he aquí la gran paradoja de esta particular escena: el títere refleja mejor la realidad, alejándose de ella. Lo alegórico en el títere se encuentra y se unen de una manera natural, sencilla y espontánea. “El títere es un símbolo, no tiene que repetir al hombre” y esta afirmación de Carucha Camejo relaciona la aspiración permanente del arte por comprender y reflejar la vida con la alegoría (1968: 132). Recurso que el arte toma a su servicio para poder generalizar aspectos de la realidad. Gracias a lo alegórico en el arte titiritero se pueden plantear, a veces, los problemas actuales más agudos. “Ningún actor es capaz de representar general y completamente al ser humano, puesto que él mismo lo es. Sólo el títere es capaz de realizar esto, preci-

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samente por su naturaleza no humana”, al decir de Serguei Obraztsov (1985: 104). La representación con títeres dedicadas al público infantil que, algunos en nuestros días le confieren un sospechoso confinamiento a la escena dedicada a tan especial espectador, minimiza o disminuye su capacidad de hablar sobre las cosas que permanecen silenciadas o escondidas en los rincones de lo cotidiano. Antoine Vitez no por gusto ha afirmado que con el estereotipo de que el teatro de títeres es teatro para niños, “se estaba restando importancia a las dos cosas” (1982: 41). Es cierto que los niños han hecho suyo el teatro de títeres; como también se han apropiado de textos que originalmente no estaban dirigidos a ellos. La figura animada toca resortes comunes a la infancia. El títere es, en primer lugar, un objeto que se anima; algo que el hombre adulto crea y guía, como guía al niño. Para el niño –también para el adulto desprejuiciado–, el títere tiene vida propia. El niño siente en el títere una condición parecida a la suya: tiene vida, lo cuidan, lo guían, obedece; pero aspira a su libertad. La libertad que el niño descubre frente al títere; la absoluta espontaneidad con que a él se dirige; la soltura al establecer el diálogo descubre facetas de la identificación con el actor de madera. Ante el títere el niño está a sus anchas y lo siente cercano, muy parecido a él. El títere, por su fantástica naturaleza, suscita y permite todas las libertades. El retablo titiritero abre desmesurada y desaforadamente el campo de lo posible. Y en ese sentido la relación con el niño se reafirma aún más, puesto que para el niño todo lo es. Ésa es su gran riqueza. El mundo maravilloso de lo posible. Imaginar no es sólo su primer deleite; es el signo de su libertad, de su primer impulso. No puede extrañarnos, entonces, que por la natural aspiración del niño –del hombre–, a la libertad, descubra en el teatro de títeres un sostenido apoyo a la realidad inmediata de lo posible. El títere, hay que admitirlo, se ha convertido en una de las fuerzas motrices de la recuperada teatralidad de la escena de nuestros días. La real Ubermarionnette de la que tanto especulaba Gordon Craig ha proporcionado al arte teatral un estilo naturalmente artificial y, por esencia, artificialmente natural (1942: 74). Los componentes del teatro de figuras animadas, entre ellos, la expresión fantasmagórica del teatro de sombras; la ruptura en las proporciones liberadas de la escala humana; el marcado movimiento pantomímico; la reestructuración del espacio como campo de la acción dramática que Antonin Artaud nombra como “jeroglífico” (1969) por la amplia poligrafía significante que proyecta y las sobredimensionadas máscaras y esperpentos, aportan soluciones ignoradas u olvidadas a cuestionamientos del discurso escénico contemporáneo.

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Presenciar mediante el arte titiritero y sus ilimitados recursos, el trágico destino de Prometeo encadenado a la roca y la llegada, jornada tras jornada, del águila que devorará las entrañas, es una acción que el teatro de figuras animadas puede resolver formalmente con gran precisión y verdad escénica gracias a los artificios tecnológicos y artísticos que este arte ha atesorado a lo largo de milenios. El mito, el títere y el ritual escénico provocan en el espectador la acertada convicción de estar observando el origen real de las historias imaginadas. El mayor mérito alcanzado en la relación entre el mito y el teatro de títeres reside en la estrecha comunicación que mantiene con el niño. La verdad escénica de los hechos y los personajes, en este tipo de representación, colma un lenguaje más de sugerencias que de evidencias, brindando el placer de la ilusión; del encanto de la libertad expresada como desafío de una “vitalidad resignada a la cotidianidad” a la cual pertenece y en la que se sitúa el espectador. Por el contrario, fuera del espacio del retablo y del tiempo real en que sucede la acción dramática, en el hieratismo de su rostro o en el movimiento otorgado por la energía de su animador, es casi imposible ubicar a los títeres, pues ellos combinan de tal modo lo mítico con lo real, lo animado con lo inanimado que nos vemos obligados a situarlos –como a los mitos–, en la cercanía de lo eterno; por lo cual, cuando un niño presencia el ritual titiritero no sólo colma ese espacio tan difícil de llenar donde radica su inteligencia, sino que enciende el fuego sagrado de su imaginación.

II Óptica reveladora de nuestra identidad El teatro de títeres en Cuba ha transitado, como toda actividad humana, por contradictorias eras. Tiempos que, como selva de oscuro esplendor, más tarde iluminarían los años difíciles en los que hasta la propia existencia de los títeres pareciera a punto de desaparecer de la faz de las tablas. Parece ser signo –o sino– distintivo del milenario arte, el fenómeno de las “intermitencias”. Así, para el arte titiritero, a la brillantez solar del día, le ha seguido el tenue plenilunio de la noche. Quizás el primer obstáculo a la presencia del títere-objeto animado como protagonista de la escena sea el propio hombre –sujeto animador–, pues éste, en su íntimo contacto con aquel, descubre en el títere facetas de una acción liberadora que, ciertamente, les son negadas a la condición humana.

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De ahí la hechizante fascinación de los espectadores ante el actor de madera y que al actor de carne y hueso le es tan difícil de alcanzar. En 1963, cuando el Consejo Nacional de Cultura (CNC), institución rectora del arte y la cultura de aquellos años, funda el Teatro Nacional de Guiñol (TNG), se da continuidad a la política de brindar cobertura a todas las manifestaciones artísticas, incluidas las de menos desarrollo en el país. Es así que a Carucha y Pepe Camejo, máximos artífices del renacimiento cubano del arte de los títeres junto a Pepe Carril, se les brindaba la privilegiada oportunidad de realizar, como directores artísticos, una obra que, entre nosotros, tendría irrefutable alcance. Los creadores del TNG se enfrentaron a tareas de las cuales, alguna de ellas, debían comenzar en cero. Al estudio, formación de artistas, producción y promoción del títere como fenómeno estético, habría que incluir el encuentro con un público. En cuanto al espectador infantil, desde los primeros títulos: Las cebollas mágicas de María Clara Machado; El flautista prodigioso de Carucha Camejo; El cartero del rey de Rabindranath Tagore; Pedro y el lobo de Serguei Prokofiev; El sueño de Pelusín de Dora Alonso, todas presentadas en 1963 y seguidas de La calle de los fantasmas de Javier Villafañe; La caperucita roja de Modesto Centeno; La caja de los juguetes de Claude Debussy y La cenicienta en la versión de Carucha Camejo, en 1964. El pequeño príncipe y El gato con botas, según las versiones de Carucha Camejo y Silvia Barros, respectivamente, fueron los títulos sumados al repertorio en 1965. Estas producciones brindaron la exuberante oportunidad de enfrentar a los niños –también a sus adultos acompañantes y en muchas ocasiones adultos solos–, con los imprescindibles cuentos clásicos, junto a creaciones o versiones de autores contemporáneos adaptadas a las especificidades del teatro de títeres. Un ejemplo de la proyección artística que desde los primeros años signó el trabajo del TNG lo constituyó el exquisito título, dirigido por Carucha, La caja de los juguetes, a partir del ballet del mismo nombre con música de Claude Debussy y guión de André Hellé. Verdaderamente, el retablo de aquellos años fundacionales del títere en Cuba era portador de una noble voluntad, pues poseían “[...] la virtud de ser nuestros de la primera a la última puntada, del primer grano de aserrín al último resorte como que la guían manos, inteligencias, sensibilidades con genuina cubanía” (Valdés Rodríguez 1963: 1). Y si la “sala del Guiñol”, como familiarmente el pueblo ha sintetizado la sede del colectivo teatral, exhibía con orgullo el cartel de “Agotadas las localidades” en sus funciones para niños, realidad muy diferente sucedía con las dirigidas, por las noches, al público adulto.

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Revisando el folleto Teatro Nacional de Guiñol 1963-1988 (1989), aparecen los títulos presentados por el TNG en los primeros años de la década de los sesenta: El retablillo de Don Cristóbal y El amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, ambas de Federico García Lorca. Del mismo autor, La doncella, el marinero y el estudiante; El paseo de Buster Keaton y El maleficio de la mariposa, piezas que revelaban el propósito de mostrar al espectador los valores universales de la dramaturgia titiritera lorquiana: [...] punto y aparte a la excelente labor brindada por el Guiñol de Cuba con El maleficio de la mariposa, estreno en Cuba de la pieza de Federico García Lorca, un mundo mágico, lleno de imaginación casi surrealista, que los títeres supieron mantener en una dimensión justa y agradable. Con un vestuario y medios teatrales realmente maravillosos, el grupo [...] inauguraba sus representaciones para adultos [...]. Todo un movimiento de títeres, que se iniciaba como coronación de los largos y titánicos esfuerzos y búsquedas (Leal 1962: 50).

La selección de obra para tan específico teatro que, además, estaba a la conquista de un público no avisado no es tarea fácil, pues requiere de dramaturgos especializados en el género. La meta del TNG de acercar el público adulto al retablo de títeres entrañaba la búsqueda de un repertorio que pudiera estimular a todos. La loca de Chaillot, de Jean Giradoux, sería el nuevo intento. Para ello se distribuyó el extenso reparto de la pieza: [...] entre actores vivos y muñecos, la franca introducción de actores vivos en escena. [...] La construcción de muñecos de gran dimensión que puedan enfrentar a aquellos y permitan al titiritero utilizar sus manos, dándole mayor vitalidad; el empleo cuidadoso de una música escrita especialmente y viva, no grabada; el trabajo en tres planos; la introducción de máscaras, son factores importantes (Casey 1963: 4).

En la búsqueda del público adulto para el teatro de títeres, habría que decir, con Antón Arrufat, que el “Guiñol”: “había alcanzado ese algo misterioso que se llama “madurez” (1963). Es posible que fuese así, salvo que, si bien había alcanzado la madurez en el plano artístico, el público, el gran público, aún no había tomado como suyos aquellos espectáculos. Corrían los días en que un autor, hasta entonces desconocido, irrumpía en la escena. José R. Brene era aplaudido de pie por un público que se reconocía en los personajes de su Santa Camila de La Habana Vieja y Pasado a la criolla. El prolífico autor obtiene con su pieza La viuda triste mención en el III Concurso Literario de la Casa de las Américas. El título, por sí mismo,

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contenía una intención satírica muy afín a los títeres. Los miembros de “la secta de la cachiporra y el encantamiento” se acercaron a Brene solicitándole la obra para su estreno en su “retablo de maravillas”. Llevados por los anteriores éxitos del autor, el público acudió a la pequeña sala, pero aún el desconcierto frente y también tras el retablo era evidente. En el año 1959 comenzaron a presentarse ciertos espectáculos teatrales auspiciados por el Departamento de Folklore de lo que sería el actual Teatro Nacional. Pero, sólo cuando el Conjunto Folklórico Nacional hizo su debut con un claro sentido de las leyes que rigen la escena –como anteriormente había sucedido con la compañía de Danza Moderna que fundó y dirigió el maestro Ramiro Guerra, con el ejemplo esplendente de su Suite Yoruba–, fue que el público aplaudió a Yemayá, Shangó, Oshún y a todos los orishas del panteón yoruba. La cercanía del arte titiritero con la práctica ceremonial y los códigos expresivos del rito, convierten a los mismos en nutricio manantial de este arte. La imagen de lo imaginado o soñado se trasmuta en cuerpo viviente de lo representado. Dioses, hombres o cuanta entidad fantástica o real puebla y alimenta la imaginación, el arte de los títeres les proporciona una verdad escénica insustituible. Surge entonces la idea de representar los temas afrocubanos colmados de fantásticas narraciones. Patakíes heredados de una tradición cultural tan fuerte y arraigada en sus hombres que, soportando esclavitud, cadenas, cepos, látigos, encierros, censuras y todo tipo de hostigamientos conservaron y extendieron con toda su mágica realidad. Divinidades, héroes, animales; hombres y mujeres; en fin, cuanto ser ha poblado la fértil imaginación que signa las mitologías de los pueblos de origen africano, podrían ser asimilados en el cuerpo escénico de la titeritería nacional. Chicherekú, obra en un acto escrita por Pepe Carril sobre un cuento recogido por Lydia Cabrera, estrenada por el TNG en l964, constituyó una aproximación al universo de la mayoritaria cultura popular en Cuba. Universo que [...] el creador manipula a su leal saber y entender: lo toma, retoma, recrea y utiliza como sujeto de las más atrevidas lucubraciones cuyo éxito o no, dependen del talento individual del creador. Podrán tomarse todas las licencias que se quieran, pero su validez estará determinada por la capacidad de reinventar la tradición (Guerra 1982: 7-8).

La puesta en escena de Chicherekú (abril de 1964), probaba que lo que puede ser interesante como literatura o narración oral, no tiene necesariamente que interesar como teatro. La poesía de esos cuentos no es suficiente

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como para sostener por sí misma la acción escénica. El respeto a lo narrado; a su poesía, redujo los valores dramáticos contenidos en el poderoso mito. No obstante, con la presencia de Oya Fumilere, el brujo de aguas, en forma de un inmenso, hermoso e impresionante muñeco, la escena trasmitía al espectador un estremecimiento de fascinante encantamiento: “Siempre que el muñeco hace su aparición, lo teatral, muy ausente de la obra, vuelve por sus fueros [...]. Y es que el gran brujo representa todo lo que el espectáculo debía ser y no es” (Casey 1964: 4). Si algo excepcional puede definir el trabajo del TNG de los años sesenta fue el irrenunciable laboratorio en que se convirtió su trabajo, retablos y títeres incluidos. La investigación, el estudio, la experimentación con los elementos y las técnicas tradicionales avaladas por milenios de práctica titi-

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ritera, eran cuestionadas dialécticamente buscando, y en ocasiones encontrando, soluciones que enriquecieron el infinito horizonte del discurso teatral del títere y su estética. Los actores en vivo, interactuando en franco antagonismo expresivo con los gigantescos muñecos de varilla, minúsculos títeres digitales, máscaras, sombras, etcétera, reordenaban el discurso teatral titiritero en función de una contemporaneidad que deslumbró a especialistas y admiró a un público cada vez en mayor número. Como afirmaba Miguel Barnet en las notas al programa del estreno de Chicherekú: “Este primer paso del Guiñol de Cuba al encuentro de un teatro nacional es muy acertado. Concretiza más la poesía de la Isla. La pone a dialogar con el público y afirma nuestros valores”. Tras el estreno de Chicherekú, pieza que volvería a subir a las tablas en l976, luego de una juiciosa revisión escénica, se imponía un nuevo rastreo por los hitos del arte teatral universal. La seguridad de los artistas del TNG en que lo específico titiritero podría estar presente en cualquier pieza dramática y que sólo habría que descubrir esas aristas, hizo dirigir la mirada a títulos como Farsa y Licencia de la Reina Castiza, de don Ramón del Valle-Inclán; Ubu Rey de Alfred Jarry; Asamblea de mujeres de Aristófanes; Don Juan Tenorio de José Zorrilla, entre otros estrenos de los años sesenta, cuyas excelencias de puesta en retablo, poseían ya un rostro nuevo y demostraban que “[...] cuando un texto dramático es servido con eficacia teatral, poco importa si los actores son de carne y hueso o de maderas cubanas. O de las dos cosas” (Leal l965: 32). El TNG, con Chicherekú, había explorado un terreno virgen para nuestro teatro de muñecos –para el otro también–, y permitió descubrir, aun con sus deficiencias, un mundo cargado de fuerza dramática y de profunda poesía capaz de expresar una concepción del hombre y de la vida, brindando además infinitas posibilidades a los creadores al materializar en la escena las más inimaginables fabulaciones. La loma de Mambiala, adaptación de Silvia Barros sobre otro cuento recogido por Lydia Cabrera, y estrenada en mayo de 1966, conservaba toda la gracia chispeante en diálogos, situaciones y personajes que, como Serapio Trebejo, el que vive del cuento, presentaban otros componentes de nuestra cultura: el mundo mágico de los congos con sus alegres bailes, cantos y su especial gracejo. Para el creador, todo medio de expresión es válido, pero sin discusión, en el caso específico de lo contado en La loma de Mambiala, el teatro de figuras animadas es el ideal. ¿Cómo si no presentar personajes-objetos como Bastón Manatí, Cazuelita Cocina Bueno, Calabaza y tantos otros? El TNG, haciendo gala de los recursos expresivos legados por años de rigurosa investigación y experiencia creativa, diseñó la puesta en retablo de

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La loma de Mambiala como una suma artística donde el actor, el teatro de objetos, el teatro de sombras, máscaras, esperpentos, títeres de varillas, de técnica mixta, el canto y el baile, reencontraron una forma de ser y de estar: [...] el negro Serapio asoma su miseria en la alegría de una canción popular para viabilizarse la limosna de los ricos y éstos rechazan su pobreza mendigante, su caso ya está ubicado en el ámbito de la poesía. [...] Ese balance establece el equilibrio del espectáculo, cuyo tono satírico se enriquece en la variedad de las escenas (González Freire 1966: 6).

Los títeres, confeccionados por el propio taller especializado, eran motivo de admiración, a partir de una realización y acabado verdaderamente digno de museo. Los materiales seleccionados –fibras vegetales, textiles, semillas, cuentas, y otros–, revelaban las manos maestras que los iban transformando en valiosas obras de arte. Con La loma de Mambiala el TNG alcanzaba su mayoría de edad, que se traducía en la determinante selección del repertorio, el perfecto equilibrio de los componentes del retablo, el magistral dominio técnico en la animación de figuras por parte de sus intérpretes y en la acabada terminación de sus muñecos y accesorios. No conforme con los resultados –público y crítica– de La loma de Mambiala, el TNG acometió un nuevo trabajo, ahora prescindiendo del títere, entidad que, hasta ese momento, acusaba el protagonismo de sus representaciones. La alta especialización que demanda el arte teatral titiritero del acto-animador podría marginar o subordinar la dimensión humana en favor de los títeres. Esta posibilidad provocó en realidad un trabajo que, en cierto sentido, se aproximaba a la rica experiencia del Conjunto Folklórico Nacional. Shangó de Ima, “misterio yoruba”, como lo calificara su propio autor y director, Pepe Carril, fue concebido como un espectáculo afiliado a los medievales autos sacramentales, con el personaje de la Muerte incluido. En realidad, este título, estrenado en noviembre de 1966, aun dentro de la acción escénica integradora de los componentes de nuestra sociedad que siempre signó las producciones del Guiñol, obviaba premeditadamente al títere, y sólo en La Iku, sobrecogedora máscara diseñada por la maestría de Pepe Camejo como teatral homenaje a la estatuaria tradicional africana y a la plástica de nuestros Wifredo Lam y Roberto Diago, se aproximaba la puesta en escena a la estética del títere. Con Chicherekú, La loma de Mambiala y, hasta cierto punto, con Shangó de Ima, el arte titiritero restauraba, para el público adulto, la presencia de una forma de expresión que en los tiempos actuales, en nuestro país, generalmente o perezosamente, se identifica como teatro para niños. Sólo que,

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precisamente, estos temas de la mayoritaria cultura popular de los cubanos, no eran tratados en la escena dirigida a los jóvenes espectadores. Hora era ya de que la escena nacional para niños asumiera, con óptica reveladora de nuestra identidad, la herencia de mitos, cuentos y leyendas, bailes y cantos de los pueblos de nuestro componente de origen africano. Ibeyi Añá —Los jimaguas y el tambor—, cuyo estreno sucedía en marzo de 1969, iniciaba la apropiación para el retablo titiritero de los orishas y sus particulares dones. Pero el retablo escénico no sólo traducía la majestad de dioses; la polirrítmia de toques de tambores, cantos, rezos, bailes y todo tipo de refranes y sentencias, atributos de la cosmovisión filosófica del panteón yoruba, irrumpían osada y audazmente en los presupuestos artísticos que el TNG, desde su fundación, había materializado con su trabajo: “En la diversidad de expresión que caracterizan el teatro de títeres contemporáneos [...] el Teatro Nacional de Guiñol de Cuba, propone una modalidad propia y original” (Niculescu 1969: 4).

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Nuevamente Lydia Cabrera brindaba material a los creadores del TNG. Ibeyi Añá, en versión de Pepe Camejo y Rogelio Martínez Furé, dominaba la escena cubana, no sólo la dirigida a los niños, como un punto culminante del largo proceso de decantación, pero también, de asimilación de modos y maneras “todo mezclado” que nos ha identificado como nación. El cuento recogido por Cabrera servía de base para las acciones y los diálogos entre los principales personajes: el diablo Okurri Borokú y los ibeyis, Taewo y Kainde. El propio Furé hacía gala de sus dotes interpretativas al asumir los cantos rituales incorporados al discurso escénico. Mención aparte para el compositor Héctor Angulo, riguroso autor de la partitura; reveladora en sí misma de la fuerza dramática de los toques de los tambores batás en la música ritual yoruba en contrapunto expresivo con el diseño sonoro de cantos, recitativos y bailes a través de los códigos contemporáneos de composición elaborados por el compositor. Iván Tenorio, coreógrafo del Ballet Nacional de Cuba y permanente colaborador del Teatro Nacional de Guiñol, reelaboró los pasos y bailes rituales del complejo cultural yoruba para ser interpretados por los actorestitiriteros, danzantes en un escenario diseñado por el célebre gráfico José Luis Posada a partir de unas estructuras o especies de retablos móviles que posibilitaban el paso de actores y títeres. Esta suma de valiosos creadores de diferentes disciplinas artísticas convocados por el teatro, evidencia el descubrimiento estimulante y generador ante la cultura yoruba y su efectiva extensión al teatro de títeres para niños. Luego del estreno de Ibeyi Añá, en marzo de 1969 por el Teatro Nacional de Guiñol, los retablos titiriteros y la escena en general han enriquecido las pautas de aquel título precursor. En la década de los ochenta, Adalet Pérez Pupo, solitario titiritero de la ternura y el encantamiento, nos proponía una nueva presencia de Los Ibeyis con su espectáculo solista a partir de la versión y dirección de Ramón Rodríguez Regueiro. Y de nuevo, y no será la última vez, irrumpe en los retablos la historia de los jimaguas. René Fernández, al frente del Teatro Papalote, de Matanzas, propone a las actrices-titiriteras Migdalia y Mayda Seguí –ibeyis ellas también–, el enfrentamiento con Rubén Darío Salazar animador de un diablo jocundo, pícaro y majestuosamente bufonesco. Esta renovada presencia de la historia de los jimaguas y el diablo posee el valor de la imagen impresionante de los diseños de Zenén Calero que nos inunda de la gracia, de la alegría, del goce estético ante tan espectacular visión. Sin perder las esencias de la imaginería, tanto la de origen africano como española, el diseñador reorganiza figuras, vestuarios, máscaras y retablos deslumbradores. René Fernández, como autor y director de la puesta en

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retablo de su propia versión, propone aristas novedosas para el personaje del diablo, ya que sin perder el vínculo con la narración original, proyecta al personaje en una especie de ruedo ibérico esperpéntico componente del perfil esencial de nuestra nacionalidad mestiza. Otros colectivos titiriteros se han apropiado de la pieza de Fernández. Luis Emilio Martínez, del Teatro de la Villa, de Guanabacoa, ha extendido a los espacios abiertos –calles, plazas, patios–, un montaje de impresionante calidad artística. Otro tanto ha hecho el propio Fernández con el Teatro Arbolé, de Zaragoza, en España, donde Iñaki Juárez, titiritero y director de la compañía, aporta lo suyo en un esplendoroso diablo. No sólo los espectáculos de mediano y gran formato han restaurado la presencia del títere como componente imprescindible de la cultura teatral nacional. La autenticidad de los espectáculos titiriteros concentrados en la voluntad inclaudicable y empecinada del intérprete solista, caracteriza de manera muy precisa la energía y pujanza de artistas que han encausado por esta vía sus fuerzas creadoras aportando al arte teatral cubano aristas de sobrada valía. En las programaciones teatrales diseñadas como complemento verificador de las tendencias, formas y maneras de asumir el arte teatral titiritero, los trabajos del intérprete solista signan una acción teatral con la impronta de la “necesidad” y no de la “casualidad”. Necesidad de potenciar sus fuerzas creadoras y desarrollar el arte del títere, con toda su hechizante presencia en el complejo escénico nacional. No es casual que nuestros más jóvenes creadores sean valorados por la crítica especializada y por los aplausos del respetable como “la zona más inquieta y creativa de la escena cubana actual”. Pero no sólo los jóvenes se han enfrentado al reto de poblar la soledad del espacio escénico con personajes, cuentos, fabulaciones, alegorías animadas por la acción mágica del títere, restaurando para la escena las fuentes rituales de iniciación. Maestros de sostenida creatividad como Pedro Valdés Piña, Allán Alfonso, Juan Acosta, Miriam Sánchez, Maria Elena Tomás, Gladys Casanova, Gilda de la Mata, Ulises García, Xiomara Palacio y el propio Adalet, entre otros, han ofrecido sus encantamientos en esta suma expresiva que perfila al unipersonal titiritesco de nuestros días. Los jóvenes sólo han prolongado con nuevos y sostenidos bríos esta particular expresión escénica. Lázaro Duyos, juglar comprometido con la modernidad, propone ante nuestros ojos las peripecias de un Redoblante y Meñique iluminados; en tanto Ángel Guilarte, poeta de fabulaciones titeriles, con un personalísimo modo de hacer, enriquece el panorama titiritero por lo singular de sus propuestas; mientras Carlos González, animador solitario de sus marionetas,

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nos revela que la vida, la de sus marionetas, no pende de hilos mágicos, sino de una voluntad –la del marionetista– enfrentada a riesgos pero también a la satisfacción de ser, de estar. Un nombre imprescindible dentro del titerismo cubano es el de Sahímell Cordero. El joven teatrero no sólo anima a sus títeres, antes los realiza; construye su marco escenográfico; sus retablos, y todo cuanto precisa su imaginería en una verdadera, por auténtica, acción de “hacer títeres”, heredada de la tradición de trujamanes y titiriteros de ferias. Su puesta en retablo de la pieza Pelusín frutero, de la escritora Dora Alonso, ha marcado una nueva era para el Pelusín, nuestro títere nacional. Y junto a Sahímell, otros artistas se acercan con sus trabajos solistas a los misterios del teatro de figuras animadas. William Fuentes, José Luis

Chicherekú, con el Teatro Nacional de Guiñol, Cuba. Diseños: Armando Morales.

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Quintero, Dolores “Lolita” Rodríguez, Luis Enrique Chacón, se unen a una infatigable Margarita Díaz, artista de larga experiencia, que continúa haciendo con sus creadoras manos Tangú Amayé; y el joven Rubén Darío Salazar, papalotero de Las Estaciones, día tras día, abrillanta la lorquiana La niña que riega la albahaca y el Príncipe preguntón sin olvidar el clásico Okin Eiye Aye, de la autoría de René Fernández, a las que habría que añadir, del propio autor, títulos tan significativos como los recordados El gran festín; El tambor de Ayapa; Obiaya Fufelele; La Ikú y Elegguá y la trilogía Reinas y Leyendas (Ochún, Yemayá y Obatalá). Los temas de nuestra cultura popular han sido tratados por otros autores. Dania Rodríguez con Nokán y el maíz; Raúl Guerra y sus Cuentos de la abuela Tilé; Yulki Cary con Agüe, el pavo real y la guineas reinas; Papobo de David García. De Hugo Araña Sanchoyerto su Papito; el imprescindible Ruandi, de Gerardo Fulleda León; El agüita de todos, de Fidel Galbán, entre otros títulos, estrenados o aguardando en la papelería de sus autores, muestran la influencia, directa o indirecta, de la labor del TNG de aquellos años, al sentar las bases de un teatro donde el mito, la leyenda y los títeres extendieron a zonas inéditas de nuestra cultura el arte teatral titiritero dirigido a niños y jóvenes. Los temas afro-cubanos representados por el Teatro Nacional de Guiñol entre los años 1963-1969 abrieron las puertas a una zona de la cultura nacional relegada o marginada que irrenunciablemente nos pertenece. Como sentenció el guerrero Elegguá concluyendo –cerrando–, las acciones en Chicherekú: Hay camino abierto al trabajo, hay camino al amor, hay camino a la lucha y al fuego... Hay que cuidar lo que se tiene, y hay que parir lo que no se tiene para tener algo que cuidar...

Ciertamente se parió lo que no se tenía; si no hemos sabido cuidarlo, al menos nos queda no olvidarlo.

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EXPRESIONES AFRO-RELIGIOSAS EN LA CINEMATOGRAFÍA CUBANA Maribel Rivero

En la fusión étnica que tipifica a la cultura cubana predomina una tradición de ascendencia africana que se exterioriza no sólo en el espacio de lo cotidiano popular sino también en el de la creación simbólica de la isla. Múltiples son las manifestaciones artísticas que acceden en sus propuestas a expresiones legadas por el continente negro en la búsqueda de conceptos que definen hoy la cubanidad. Como la música, la plástica y el teatro, la pantalla cinematográfica es una vívida muestra de ello. En tanto soporte, dotado de gran profundidad sociocultural en lo que a su estética refiere, el cine cubano es poseedor de una conciencia activa que trasluce en pantalla la esencia y ser de nuestra identidad. En sus propuestas, los cineastas acuden al reflejo de problemáticas subalternas que exponen las prácticas religiosas sincréticas de origen popular y sectores raciales tradicionalmente marginados. Dichos factores, a pesar de constituir perfiles definidos, en su dinámica cotidiana aparecen articulados a otros campos de la cultura. Es por ello que dichas temáticas son generalmente trabajadas por la filmografía cubana no como argumento central de las obras, sino como tópicos a los que recurren reiteradamente los creadores para ofrecer coordenadas de nuestra realidad. Sin embargo, pese a la asiduidad de estas expresiones en los filmes de las últimas décadas, resulta sintomática la omisión en la crítica especializada de valoraciones que aborden sus complejidades expresivas dentro de la cinematografía cubana. En las artes audiovisuales y en especial el cine se corrobora el vacío de una reflexión conceptual sobre dicha problemática. El otro que somos, texto de la autoría de Sara Vega e Ivo Sarría, es un reciente ensayo que intenta polemizar sobre el reflejo del negro y sus prácticas socioculturales en la pantalla cubana, pero éste se inserta dentro del análisis de otros sectores que se han tenido como subalternos y que lo circunscriben a un estudio general sobre de la marginalidad (2001: 134-44). Surge entonces mi interés por rastrear y estudiar –a través de un recorrido por la historia del cine cubano– la representación de ritos y expresiones religiosas sincréticas de ascendencia africana en la gran pantalla nacional.

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Cuba, espacio de obligada conexión entre la geografía europea y la americana fue uno de los primeros países del continente que presenció el artilugio creado en Francia durante el último lustro del XIX, y que emergería posteriormente como Séptimo Arte. El 24 de enero de 1897, mientras la capital era azotada por una epidemia que afectaba a los reconcentrados de la guerra independentista, irrumpió en la calle Prado la primera proyección cinematográfica a cargo de Gabriel Veyre, en representación de los hermanos Lumière. Entre los cortos exhibidos comparecían Unos negros bañándose, Llegada del tren, Escena del jardinero, Los bebés (Rodríguez 1992: 28), materiales que alteraban de modo insospechado el orden físico de la realidad establecida para los espectadores habaneros (ver Carpentier 1985: 247). Inmediatamente algunos de ellos, no menos perspicaces que los hermanos franceses, vislumbraron en el espectáculo un fructífero negocio y se lanzaron a la producción artesanal de las primeras cintas cubanas, proyectadas en conjunto hacia la materialización de una cinematografía nacional. A partir de 1905 se instalan los primeros distribuidores cubanos con una exigua actividad que germinaría cinco años más tarde, con la fundación de la primera productora, Santos y Artigas. De esta asociación emerge Enrique Díaz de Quesada, pionero del cine cubano que rodó los materiales más significativos del período silente. Sus cintas, de carácter testimonial, incursionaron en temáticas concernientes a la realidad nacional precedente y en crónicas que transitaban los diversos estratos sociales desde una óptica documental. En su interés por develar los intersticios periféricos de la sociedad filma, en 1908, El cabildo de Ña Romualda, primer cortometraje cubano con argumento en el que se exhibía al público espectador un universo oculto en el cual eran invocados dioses africanos mediante bailes ceremoniales y ritos de sacrificios. Su título alude a los recintos donde se desarrollaron por siglos estas prácticas, pilares que preservaron los credos y dialectos traídos por los negros esclavos: los cabildos de nación. Como sus actores, las manifestaciones afro-descendientes pasarán a un espacio marginado que se mantendrá aún adentrado el período republicano neo-colonial. Esas “cosas de negros”, como despectivamente eran denominadas, acrecentaron en el eje social su concepción en tanto símbolos de atraso. Fe de ello dan obras como La hija del policía o En poder de los ñáñigos (1917) y La brujería en acción (1920), películas realizadas bajo las prerrogativas del primer estudio realizado por Fernando Ortiz sobre la influencia del antiguo esclavo africano en la vida criminal de la población. En éste se adjudicaba a las prácticas religiosas afrocubanas una tendencia hacia el delito y la criminalidad. Ambos cortometrajes estereotipaban la imagen del negro brujo y el ñáñigo (practicante de la religión abakuá) como fetiches de

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temor que inducían a la idea de que la ritualidad de los negros se limitaba a la brujería y aún más, al canibalismo. Con la llegada del cine sonoro al país, en 1930, la música popular, de gran componente afro-descendiente, va a protagonizar los filmes cubanos dando inicio a una etapa en la que se van a comercializar las expresiones danzarias y rítmicas de origen africano, así como la imagen sexual de la mulata rumbera. El tema de la ritualidad de contenido religioso va a ser trastocado por una tendencia folclórica de atracción turística con el fin de ganar competencia en el mercado cinematográfico internacional. No será hasta 1959, con la creación del Instituto Cubano de la Industria Cinematográfica como primera ley cultural dictada por el naciente gobierno revolucionario, que van ser revalorizadas las expresiones sincréticas religiosas cubanas de componente africano. El documental y el noticiero ICAIC, antesala del cine de ficción, van a sobresalir en esta etapa entre los mejores exponentes creativos de nuestra realidad sociocultural (ver también Albúniga Jesús 1990). Son estos géneros los que van a abrir una cuerda dialógica en temáticas de corte culturológico, promoviendo problemáticas hasta entonces marginadas como la del negro y sus expresiones socio-religiosas. En colaboración con el Teatro Nacional de Cuba, centro promotor de los estudios folclóricos y de las expresiones danzarias afrocubanas, a través de la gran pantalla se va a legitimar la representación de ceremonias rituales desde una percepción artística que van a trascender su real connotación litúrgica. Historia de un Ballet, cortometraje realizado en 1962 por el cineasta José Massip, es muestra de ello. Basada en la puesta en teatro de Suite Yoruba, esta cinta refleja las danzas de un wemilere en honor a los orichas, deidades del panteón africano que representan sus bailes y ritos en un espacio hasta el momento exento de estas ceremonias: el escenario teatral. En la indagación del universo danzario religioso, el coreógrafo Ramiro Guerra se apropia de los bailes de Changó, Ochún, Elegguá y Yemayá y los revaloriza en una creación de connotaciones puramente estéticas. Su efecto dimana en la presentación de una obra en la que la voluntad de tanteo estético se traduce en el dominio del instrumental expresivo cinematográfico. La apropiación de los valores semánticos de la música recrea una atmósfera en la que se desenvuelven los personajes que encarnan las deidades orichas en una suerte de performance, en cual se exponen sus colores típicos, sus atuendos y atributos desde una concepción puramente plástica. La resignificación de este tipo de práctica religiosa con el fin de estetizarla y convertirla en hecho artístico es ejercitado igualmente por Bernabé Hernández en el filme Abakuá, realizado en 1963. Prohibidas oficialmente por las autoridades españolas desde mediados del siglo XIX, las asociaciones

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Cartel cinematográfico prerrevolucionario. Fotos de archivo del ICAIC.

abakuá celebran desde entonces sus ceremonias rituales en secreto. Con este documental se expone por vez primera ante el ojo público una ceremonia de iniciación ñáñiga exclusiva de la casa-templo que los acoge. Un grupo activo de la cofradía es el protagonista de la cinta, en la que danzantes enmasca-

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rados denominados íremes ejecutan una danza simbólica al percutir del Bonkó Emchemiyá. Otro es el enfoque desde el cual se analiza la práctica religiosa sincrética en el documental Acerca de unos personajes que unos llaman San Lázaro y otros Babalú Ayé (1968). En éste, el cineasta Octavio Cortázar compila las imágenes de una peregrinación al Santuario de San Lázaro realizada cada diecisiete de diciembre por los devotos a este santo protector de las enfermedades. El sincretismo religioso católico-africano es analizado desde sus predios por este creador. Personas que cargan piedras y maderos atados a sus pies, arrastrándose, cumplen las promesas que le han hecho al Lázaro de las piernas heridas acompañado por perros. Este ritual, que rompe con el espacio limitado de la casa-templo para expandirse al espacio público, es practicado tanto por católicos como por santeros en comunión de espíritu. Sin embargo, en algunas de las entrevistas realizadas a testimoniantes, fundamentalmente especialistas de centros académicos de saber, prevalecen criterios que desvalorizan esta práctica ritual. En la década de los setenta, el discurso cinematográfico se vertió hacia la exaltación de las tradiciones patrióticas y revolucionarias del pasado, fundamentalmente aquellas referidas a un tiempo apenas esbozado por la historia. Bajo la visión historicista, primó el tratamiento del negro y sus prácticas culturales desde una perspectiva épica, en la cual su protagonismo quedó reservado para significar su desventaja social en una etapa anterior. Dentro de esta tendencia despunta la trilogía del director Sergio Giral, El otro Francisco (1974), El rancheador (1976) y Maluala (1979), filmes que recrean hechos históricos en el contexto colonial referido a la esclavitud (sobre el cine de los setenta ver García Borrero 2000: 25-52). El otro Francisco deviene un filme histórico del período colonial que tiene como referente literario a Francisco, primera novela antiesclavista escrita en 1838 por Anselmo Suárez Romero bajo la tutoría de Domingo del Monte. Escrita bajo la rúbrica del romanticismo europeo, la narración desarrolla una relación amorosa entre una pareja de esclavos mediante la que se pretende criticar el sistema esclavista. Pero la incursión en la temática, y la pertenencia del autor a una clase dominante que, a pesar de su continua interrelación con los grupos dominados, desconoce sus traumas, limitan la novela a la representación de la relación de pareja interracial forzosa entre el hacendado blanco y la negra esclava, obviando en su planteamiento otros conflictos subyacentes en la esclavitud cubana. Surge entonces el propósito de El otro Francisco, cuyo título revela la intención crítica del cineasta ante el texto del que se apropia. La película está construida como una especie de ensayo gráfico del período colonial desde la perspectiva –nunca antes esbozada– del sector negro. El

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conflicto amoroso entre los personajes protagónicos Dorotea y Francisco que sustenta el drama literario es diluido en la pantalla por un pormenorizado análisis socioeconómico de la primera mitad del siglo XIX, momento álgido en la catalización de la sociedad industrial cubana. Sergio Giral expone los mecanismos esclavistas sobre la base conceptual aportada por las investigaciones de Fernando Ortiz y Manuel Moreno Fraginals. Las polémicas entre esclavistas y terratenientes por las reformas que introduce la máquina de vapor, el surgimiento de una conciencia de clase en la sacarocracia cubana con la tendencia abolicionista y los mecanismos deculturativos impuestos a los esclavos son coeficientes utilizados por el director para arremeter contra la obra literaria. En este sentido, el filme trasciende como testimonio de época que problematiza temas detonantes en la evolución de la cultura cubana obviados por buena parte de la historiografía contemporánea. Maluala y El Rancheador participan igualmente de esta retórica que consagra la épica colonial, esta vez encauzada a testimoniar la rebeldía de los negros esclavos ante la dominación operante. Ambos filmes esbozan los pasajes beligerantes de los primeros sujetos que decidieron en la isla entre emancipación o muerte; el primero desde la visión del cimarrón y el segundo desde la de su “cazador”. Las continuas rebeliones de los esclavos, desatadas por las agravantes condiciones de explotación a las que eran sometidos, condujeron al cimarronaje y al levantamiento de entidades clandestinas de cooperación entre los negros cimarrones de distinta progenie: los palenques. En torno a esta especie de sociedad que cohesionó a las distintas etnias movilizadas ante el acecho del rancheador, se despliegan en las dos tramas fílmicas en cuestión. A diferencia de los cabildos de nación, que agrupaban hombres de una misma tribu, en los palenques se transculturaron las variadas etnias propiciando un clima favorable para la recuperación del sentido acumulativo de saberes; contra esto atentaban los enfrentamientos interétnicos propiciados por la clase dominante como obstáculo para la formación de una conciencia de clase. Tanto en Maluala (nombre de un palenque de la zona oriental) como en El Rancheador el cineasta Sergio Giral enuncia el engaño al que eran inducidos algunos esclavos para renegar de sus hermanos de sangre y denunciar dichos centros nucleadores del cimarronaje, así como los mecanismos de resistencia cultural negra ante los patrones impuestos por la metrópolis. Entre estos mecanismos de encubrimiento y confrontación la práctica de ceremonias rituales es representada en ambos filmes bajo el prisma instrumental que constituía para los negros esclavos la religión como medio de invocación a los dioses guerreros. Cantos y bailes son ejecutados alrededor de la ceiba, árbol protector cuyo nacimiento es un sitio de transmutaciones simbólicas en el que se depositan ofrendas y amu-

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Maluala. Director: Sergio Giral. Fotos de archivo del ICAIC.

letos. Cada uno de estos objetos es una instancia que facilita, después de la ceremonia, el acceso al ancestro que invocaban para el fortalecimiento del espíritu. En este contexto, la madurez conceptual y estética del decenio se va a observar en la obra de Sara Gómez, primera realizadora negra que va a dedicar parte de su carrera cinematográfica al reflejo de las problemáticas socioculturales de su raza en la pantalla cubana. En la persistencia por manifestar zonas polémicas de la sociedad emergente, como la erradicación del racismo y la marginalidad, esta cineasta rueda el mediometraje De cierta manera (1974). Este filme devendrá uno de los más fieles testimonios acerca de la existencia de dicho sector, cuyos conflictos parecían ya resueltos en el ámbito oficial. En él se representa la ceremonia de sacrificio practicada por la sociedad secreta Abakúa en un intento por dar a conocer al espectador el ritual ñáñigo (para más información sobre la secta Abakuá ver Quiñónez 1994). Trascendida esta etapa historicista a inicios de los ochenta, la experiencia visual se abocó fundamentalmente hacia el enfoque social y al reconocimiento de una conciencia crítica que no se había proclamado ampliamente hasta este momento. El discurso estético, próximo a la cotidianeidad y su entorno, abrió una cuerda dialógica hacia esferas preteridas por la oficiali-

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dad. Se dirigieron entonces poéticas en busca de zonas neurálgicas del nuevo decir con basamentos antropológicos, científicos, religiosos y sociológicos que buscaban su representación explícita. Los cineastas van a apelar en primera instancia a lo circunstancial, descubriendo conflictos internos de los diferentes sectores sociales extraídos de la realidad más inmediata, signada por el fuerte contacto con lo popular. El universo popular va a protagonizar los filmes en el tema abordado, en el lenguaje utilizado o en la propuesta simbólica, los que van a tender hacia la jerarquización de los valores culturales tradicionales en una creciente necesidad de explicitar nuestras prácticas diarias. A dicho factor se va a sumar la recurrencia desprejuiciada hacia los llamados “temas menores”, motivo que va a propiciar la apertura de la temática socio-religiosa de ascendencia africana. Iniciada con Cecilia (1982) la representación de deidades, iconos y una simbología inherente a las religiones sincréticas afro-descendientes, fundamentalmente de la santería, la imagen cinematográfica ingresará gradualmente estos signos a su estética. En esta película, inspirada en la obra homónima del novelista cubano Cirilo Villaverde (1812-1894), el realizador Humberto Solás devela la eclosión de la criollez en el siglo XIX a través de un lenguaje tropológico cargado de símbolos de la religión yoruba. Emergen así a manera de códigos la asociación del personaje de Cecilia (siempre vestida de amarillo) con Ochún, diosa sensual dueña de los ríos y el de Pimienta con Changó, guerrero que domina el rayo y el trueno. El mito y los atuendos de cada uno de los orichas son sublimados y a la vez rescatados en una dimensión social, pues ambas figuras mitológicas surgen de la pantalla resignificadas como atributos que cualifican esa mezcla de sensualidad y arrojo con la que se tipifica a los cubanos. (Para más información sobre el trabajo del director Solás, ver Caballero 1999: 4-12 y Pereira 1982: 96-111.) Si bien en Cecilia la incorporación de códigos afro-religiosos se produce a través de temas históricos y legitimados por las letras, otros filmes van a incorporarlos como fundamentos distintivos de la idiosincrasia popular que revelan temas de la inmediata realidad. Sus argumentos, mayormente centrados en presentar al individuo en su interrelación social, van a ser vertidos en expresiones que ensayan nuevos enfoques toda vez que jerarquizan las cualidades de lo cubano popular: espectro amplio que va a extraer sustancialmente el carácter connatural de nuestra cultura hacia la credulidad mística. Se van a arrojar así las primeras luces sobre la inevitabilidad espiritual del cubano hacia las creencias sincréticas, donde se van a resaltar la sabia aportada por la cultura negra, dada su riqueza simbólica y su idoneidad mitológica para reflejar la esencia temperamental de nuestro pueblo. Desde relatos que desbordan

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la temática socio-religiosa de ascendencia africana, los realizadores van a recurrir a expresiones y códigos sincréticos de la religión cubana en las que van a coexistir paralelamente rasgos de santos católicos y divinidades del panteón yoruba en el trazado de los personajes, en su manera de representarse la vida, de enfrentar y solucionar los conflictos que los invaden. En este sentido se emplaza Plaff o Demasiado miedo a la vida (1988), película realizada por Juan Carlos Tabío que perfila desde el asistido género paródico una historia mediada por claras referencias a símbolos implícitos en las prácticas sincréticas. Tal como indica el sonido onomatopéyico que da título a la película, el leitmotiv de la trama se articula mediante una acción carente de significado –en apariencia– como el lanzar huevos, que en el sistema operacional de la regla de Ocha cobra connotaciones en tanto acto de poder. Concha, protagonista y causante del primer huevazo, le profesa devoción a Santa Bárbara, identificada con Changó en la práctica santera1. Mientras la representación visual de la deidad obedece a la imagen de la santa, sus códigos operacionales responden al oricha, cuyo carácter de guerrero es incorporado por la protagonista. Ésta mantiene un diálogo constante con su protector, quien guía sus actos figurando como un personaje más dentro de la historia. Sin embargo, la relación entre la creyente y su santo rompe con la rigidez de los estereotipos sociales que asocian la imagen del religioso a la del oricha que lo resguarda. En este caso, la practicante escuda su miedo a la vida tras la pujanza de su santo y éste, a su vez, restringe la conducta de ella. Esta especie de manipulación entre creyente y la divinidad que lo simboliza es un signo recurrente en otras películas en las que se profundiza en la conexión entre personajes y deidades, como es el caso de Cecilia, y María Antonia. Sólo que en Plaff la expresión religiosa se inscribe –conjuntamente con problemas sociales como la burocracia y el estatismo– dentro de la crítica social. Aquí la madrina es una especie de santera dialéctica que investiga el maleficio de los huevos a través de huellas dactilares y microscopios, mientras ciertas disciplinas a las que debe someterse el iniciado son revertidas como restricciones que impiden la libertad de acción. Concha prohíbe a su hijo que silbe en la casa porque hay un Eleguá, o que utilice la bañadera,

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El carácter andrógino de dicha deidad se atribuye a la equiparación de sus atributos con los de la Santa, dueña del rayo y el trueno. Por eso los negros, sin darle importancia a la cuestión sexual, siguieron adorando al más viril de sus dioses en el ídolo femenino de los católicos. Según el relato oral, cierta vez Changó se disfrazó como su mujer, Oyá, para escapar de una emboscada preparada por sus enemigos.

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pues en ella vive una jicotea “que recoge lo malo”. El ritual religioso penetra el mundo social como medio de solución a la polarización de actitudes presentes en la realidad cotidiana. Así el sortilegio del huevazo deviene estrategia ideal para solucionar contingencias reales en el sentido que cobra para el practicante la concepción práctico-utilitaria que tiene de sí y de su religión; de aquí que el primer huevazo, de connotaciones puramente religiosas, soluciona posteriormente un problema práctico de la ciencia. Tras la aparente simplicidad del enigma de quién lanza los huevos, el director se traza como objetivo provocar en el espectador la reflexión sobre conflictos que trascienden la religiosidad y que pretenden denunciar algunos síntomas de la realidad cotidiana. Por otro lado, inmersos ya en la temática religiosa propiamente dicha, Manuel Octavio Gómez y Sergio Giral hacen de estas prácticas el nudo argumental de Patakín (1982) y María Antonia (1989), filmes que hallan sus predios en obras creadas para las tablas por el dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa, que por su trascendencia le dedicaremos estudios posteriores. La legitimación y reconocimiento de las religiones populares como hecho cultural en el ámbito social cubano de los recién concluidos años noventa ha condicionado un cambio en la aceptación de la práctica ritual religiosa. Ante las circunstancias de crisis y necesidades que no encuentran solución por las vías oficiales de acceso, se ha incrementado la búsqueda de respuestas simbólicas que activen el valor y la eficacia de las creencias populares. Entre ellas van a ser extendidas aquellas que preservan un alto grado de inmediatez y sentido utilitario, en función de dar solución a conflictos cotidianos emergentes. De esta manera, las expresiones sincréticas de origen africano van a ingresar cuantitativamente a un considerable número de partidarios. A la apertura de dichas expresiones contribuyó definitivamente el reconocimiento oficial de la religión como un medio integrante de la realidad social cubana en el Segundo Congreso del Partido realizado en 1991. La flexibilización en torno a la presencia del hecho religioso en los medios de difusión y la potenciación de su cuerpo ideo-estético en las implicaciones poéticas, han trazado nuevos puentes para la búsqueda identitaria por parte de la filmografía emergente. El compromiso con el proyecto de nación cubana va a ser asumido por los cineastas desde la problematización de la identidad como concepto, el que va a ser relacionado en algunas propuestas con expresiones del universo afro-religioso. Una importante apertura hacia la temática se va a producir desde el video y el soporte digital. Esta tendencia, protagonizada por cineastas como Gloria Rolando, Rigoberto López y Tato Quiñones entre otros, se inscribe entre los más serios estudios sobre las prácticas rituales religiosas en el contexto

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cubano. Su acercamiento merita un profundo análisis como investigación aún por realizar. En el cine de ficción, el discurso de lo sincrético religioso va a ser activado por algunos creadores audiovisuales bajo el prisma instrumental que constituye el reciclaje cultural al que se apela constantemente para dar respuestas a las experiencias presentadas en la cotidianeidad. Si bien estas prácticas no van a protagonizar ninguno de los filmes de ficción, sus expresiones –especialmente las que se inscriben en la santería– van a gozar de una recurrencia insuperable en tanto que fundamento ineludible de la identidad sociocultural del país. Ya desde la perspectiva anecdótica, como sucede con el patakí de la muerte en el caso del filme póstumo de Tomás Gutiérrez Alea, Guantanamera; en tanto premisa filosófica, a través de la que los personajes indagan vías de solución a los conflictos existenciales que enfrentan, aludido en Miel para Oshún; o como recurso metafórico que apela a la búsqueda de la plena realización de la cubanidad en la Vida es silbar. En cada uno de los filmes mencionados se va a evocar el universo religioso para instrumentar el discurso cinematográfico, toda vez que lo ritual litúrgico de la tradición legada por África se desmitifica como ritual cotidiano practicado por el cubano de finales de siglo. Guantanamera (1995), un road movie que apela al género de la comedia para recrear una historia de enredos burocratizantes y muertos que recorren la isla, vindica una de las reflexiones filosóficas más profundas sobre las connotaciones de la muerte en la religión afrocubana a través del apólogo de Ikú (la muerte), adorada en el sistema adivinatorio que da nacimiento a todo lo que rige en el mundo de Ifá. De su concepción se valen Alea y Juan Carlos Tabío, quienes resemantizan a Ikú en una niña vestida de negro que encarna el momento en que la deidad se le aparece al poseso para comunicarle que su vida “en plano tierra” ha terminado. Su imagen es un símbolo presente en el filme, provocando en su representación una especie de paradoja entre la dulce figura de la niña y la muerte que responde a las connotaciones que tiene el hecho en la dimensión ritual. Este mensaje es apoyado por una voz en off que narra el patakí de Ikú, legitimando su acepción dentro del cuerpo representacional de la muerte en la filosofía popular cubana. En Miel para Oshún (2000) –filme reciente de Humberto Solás en el cual desentraña la temática de la diáspora cubana– la inserción de la religión confluye, no desde la operatoria iconográfica, sino como núcleo configurador de la estructura dramática del filme. La película cuenta el retorno de un cubanoamericano en busca de su madre y de sus orígenes a través de un relato sencillo y anecdótico que lo lleva a desandar sus raíces por toda la geografía insular. El objetivo perseguido por el director es la reflexión sobre la identidad cubana, su

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MARIBEL RIVERO

curso y sentido. El drama del desarraigo que sufre el protagonista deja de ser privado y personal desde el momento en que a raíz de su crisis de inspiración vital es conducido por su prima al legendario solar habanero, espacio en el que encontramos instaladas con frecuencia las prácticas afro-religiosas, en busca de respuestas a su conflicto. Teniendo como punto de partida el sentido y las acciones que se desarrollan en este contexto se produce el contacto de Roberto con una santera, la que a través de la bajada del oricha que se asienta en ella enuncia un acertijo que contiene la solución de la búsqueda: el lugar donde las aguas del mar, que simboliza a Yemayá, se cruzan con las del río Miel, símbolos que encarnan a Ochún. La urgencia de transformación mediante el viaje y la búsqueda de verdades esenciales para Roberto lo hace recorrer la isla erráticamente sin certeza alguna en la premonición observada por la madrina, en la que no se medita durante la travesía. A través del periplo, el protagonista sobrepasa el fin de la búsqueda en la madre para asimilar su identidad una vez finalizado el trayecto insular. Cuando toda posibilidad de encuentro está perdida se apela entonces a las palabras iniciales de la madrina, que dejan de ser meramente proféticas para promover el hallazgo. En el punto final se alude simbólicamente a la madre como concepto de identidad, en la que tanto Yemayá como Ochún se funden para configurarla como isla. Cuba-Madre viene al reencuentro con su hijo en un bote, clara alusión a la Virgen de la Caridad-Ochún y patrona de Cuba. Con este filme, se cierra una década en la cual se devela una revalorización y pluralización de sentidos en la instrumentación del legado religioso, todos con un objetivo unitario: el reflejo de lo identitario cubano. Dentro de la muestra analizada descuella La vida es silvar, una reciente película que reflexiona sobre conceptos determinantes para el presente cubano, entre los cuales la identidad es definida sobre códigos propios de la ritualidad religiosa de ascendencia negra. Entronizada en el discurso contemporáneo, esta obra realizada por Fernando Pérez en 1998, nos coloca ante la visión del cubano de finales del siglo XX para dar fe de sus vivencias. Cuba se llama la madre del marginal religioso, metonimia que alterna el significado de progenitora y madre, simbolizada por un iddé (pulsera de carácter sagrado) que luce los colores representativos de todos los orichas del panteón yoruba. La plena aceptación de este hijo por Cuba deviene una suerte de metáfora acerca de la comprensión del legado religioso popular con una vocación culturológica. Esta obra, junto a las mencionadas que responden a la autoría de Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, devienen paradigmas dentro del espectro fílmico divisado en este sintético recorrido por la filmografía cubana a través de filmes que esgrimen en sus poéticas múltiples expresiones concernientes al universo religioso sincrético afrocubano.

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GLOSARIO

Aché: Poder sobrenatural. Gracia. Don. Aleyos: Persona no iniciada en la regla de Ocha. Profano. Akpwón o akpuón: Cantante. Agbegbe: Abanico. Atributo de las orichas Yemayá y Ochún. Se diferencian por el color y adornos utilizados. Babalochas: Padre de santo. Padrino. Babalawo: Padre de los secretos. Jerarquía masculina que manipula el sistema de adivinación de Ifá, oricha de la adivinación. Barokó: Ceremonia ritual de los ñáñigos. Bembé: Fiesta religiosa que puede llevar implícitos aspectos recreativos. En las fiestas de la regla de Ocha, los toques son realizados con tumbadoras, en vez de tambores de fundamento. Día de Medio: La ceremonia de iniciación consta de siete días. Los tres primeros son los fundamentales. Se le llama “Día de Medio” al segundo de ellos, donde el iniciado en la regla de Ocha recibe a sus invitados ataviado con la indumentaria, herramientas y atmósfera del santo que se consagró el día anterior (Del Pino). Ebbó: Ofrenda a los orichas o limpieza. Eggun: Espíritu, ánima de los muertos. Güemilere o Wemilere: fiesta ritual de la santería. Haramu (en kiswahili): Alude a la prohibición o tabú (Diéguez). Igbodú: Cuarto sagrado donde están colocados todos los objetos del culto. Proviene de la raíz Igbo que significa sacrificio (Balbuena Gutiérrez). Ikú: La muerte. Iruke: Rabo de cola de vaca o caballo. Atributo de los orichas Babalú Ayé, Obatalá y Oyá fundamentalmente. Se diferencian por el color y en los adornos (Balbuena Gutiérrez). Ituto: Ceremonia fúnebre que se realiza al morir un santero, con el objetivo de despedir al espíritu del muerto (Balbuena Gutiérrez). Iworos: Iniciados. Santeros. Iyalochas: Madre de santo. Madrina. Iyawó: Recién iniciado en la regla de Ocha. Adquiere este nombre durante un año (Balbuena Gutiérrez). Kiswahili: La lengua bantú más extendida hablada por africanos en Tanzania, Kenya, Zaire, Uganda, Burundi y Ruanda (Diegues). Levantamiento del plato: Ceremonia fúnebre en recordatorio a un santero que haya muerto y donde se realiza un rito de comensalidad (Balbuena Gutiérrez). Leri ocha o Kari ocha: Se le nombra a la ceremonia de iniciación en la santería. Leri (cabeza), Kari (arriba), Ocha (oricha, santo) (Balbuena Gutiérrez).

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Mwiko (en kiswahili): Indica lo que está prohibido y alude a lo sagrado negativo (Diéguez.). Ngangas: Calderos de hierro que se encuentran en el espacio real de las ceremonias. Obá: Se le dice también al Oriaté. Olubatá: Tocador o dueño de los tambores batá. Olochas: Iniciado. Santero. Oló (dueño), Ocha (santo, oricha). Omó: Iniciado. Cuerpos metafóricos de ciertos orishas (Diéguez). Oriaté: Maestro de ceremonia en la iniciación o asentamiento y en las ceremonias fúnebres (Balbuena Gutiérrez). Orichas u orishas: Seres con rasgos antropomórficos que actúan sobre la vida de los individuos según sus convicciones (Hodge Limonta). Oru: Secuencia de toques, cantos y danzas que se repiten en un orden ritual específico. Se dedica a cada uno de los orichas del panteón santero. Constituye una plegaria. Es un rito de propiciación. El oru puede ser de toques solos (oru seco), de cantos o que incluya toques, cantos y danzas (Balbuena Gutiérrez). Patakies o patakines: Especie de relatos épico-dramáticos. Práctica de cordón: Utilizada en el llamado espiritismo de cordón, que se caracteriza por la participación de todos los presentes, quienes tomados de la mano se unen en forma de cadena mientras dicen oraciones y cantos propios del espiritismo. Prender: Es cuando el oricha (poseso) inesperadamente coloca en el cuello de un creyente el collar de Maso de Obatalá (todo blanco); luego de esto el individuo deberá iniciarse en Ocha (asentarse) rápidamente (Balbuena Gutiérrez). Registro: Es cuando el creyente acude a los babalawos, babaloshas o iyaloshas, para consultarse con los orichas a través de los diferentes sistemas de adivinación: los cocos, el dilogún (caracoles) o el sistema de Ifá (Balbuena Gutiérrez). Santo de cabecera: Oricha que tenga el santero asentado. Sistema de adivinación Ifá: Es el medio del cual se vale el oráculo para comunicarle a sus seguidores los consejos de los orishas. Este sistema adivinatorio lo utilizan los sacerdotistas del culto Ifá que interpretan el oddu (letra) (Sanz). Yaboraje: Proceso al que se somete el Iyawó durante el primer año de su vida religiosa y donde debe cumplir obligaciones y prohibiciones establecidas en su iniciación en Ocha (Balbuena Gutiérrez).

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PARTICIPANTES

Yissel Arce Padrón (Cuba). Graduada en Licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de La Habana. Ha recibido cursos libres y de postgrado. Ha impartido conferencias sobre Arte Africano, Arte Cubano y Estudios Afrocubanos en centros y eventos nacionales e internacionales. Ha publicado textos críticos en catálogos y publicaciones periódicas del país. Es profesora de Arte Africano, de Estudios Afrocubanos y de Teoría de la Cultura Artística en la carrera de Historia del Arte en la Universidad de La Habana. Ha sido editora de la revista Arte Cubano y del tabloide Noticias de Arte Cubano. Sus investigaciones y trabajos han merecido premios y reconocimientos. Ganadora del Premio Nacional de la Crítica de Artes Plásticas Guy Pérez Cisneros en el año 2001. Bárbara Balbuena Gutiérrez (Cuba). Licenciada en Artes Danzarias en la especialidad de Danza Folklórica. Máster en Ciencias sobre Arte con mención en Danza. Miembro del Consejo Científico y jefa del Departamento de Danza Folklórica de la Facultad de Artes Escénicas del ISA. Directora del Ballet Folklórico ISADANZA. Coreógrafa y profesora de Danza Folklórica con 23 años de experiencia profesional. Es autora de varios artículos como “Ceremonias y ritos en la regla de Osha” (1997), “Los retos de aikunwa” (2000) y de la monografía El íreme abakuá (1996). Sus ensayos “La enseñanza de la danza folklórica en Cuba” y “La ritualidad en las danzas de la Regla de Ocha” están en proceso de publicación así como su libro El Casino y la Salsa en Cuba. Yana Elsa Brugal (La Habana, Cuba). Cursó estudios de postgrado en el Instituto Estatal de Teatro, Música y Cine de San Petersburgo, Rusia, donde obtuvo el doctorado en Ciencias del Arte. Tiene numerosos ensayos en revistas especializadas y compilaciones teatrales. Fue directora de la revista de teatro Tablas (1990-2000). Ha impartido cursos y talleres de teatro en universidades e instituciones de arte de América Latina, Europa y Estados Unidos. Fue directora de Proyectos Artísticos del Consejo Nacional de las Artes Escénicas. Actualmente es investigadora, asesora teatral, profesora adjunta de Dramaturgia de la Comunicación de la Universidad de La Habana, directora del proyecto cultural “Arte-Tiempo” y del seminario internacional “Rito y Representación”. Pertenece a la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), LASA (Latin American Studies Association) y CARIBNET (Red de Presentadores del Arte del Caribe). Yalexy Castañeda Mache (Cuba). Graduada en Sociología en la Universidad de La Habana, actualmente realiza estudios de postgrado en la Universidad de Lovaina. Trabaja en el Departamento de Estudios Sociorreligiosos del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas, en el que se desempeña como especialista en Estudios sobre la Religión. Ha recibido varios premios de investigación

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otorgados por la Academia de Ciencias de Cuba. Tiene publicaciones en revistas nacionales e internacionales. Ileana Diéguez Caballero (Cuba). Maestra en Literatura Comparada por la UNAM. Licenciada en Teatrología y Dramaturgia en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Realiza estudios de doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha impartido cátedras en varias universidades incluyendo la Universidad Iberoamericana en México, donde es profesora de asignatura en el Departamento de Letras, desde 1997. Desde 1989 realiza la coordinación pedagógica de la Escuela Internacional de Teatro de la América Latina y el Caribe (EITALC). Ha organizado veintinueve talleres internacionales en diferentes países de América Latina y Europa. Integra y coordina el equipo de investigadores de la EITALC. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas como Conjunto, Tablas, Cine Cubano, Unión (publicaciones cubanas); Gestos (University of California, Irvine); La Escena Latinoamericana (México) y La Má Teodora (Miami). Sus libros incluyen Lo trágico en el teatro de René Marqués (Premio Nacional de Ensayo 1984); Movilidad del tema marginal en el teatro cubano (Premio Nacional de Artículo 1985) y una antología, Teatro Brasileño Contemporáneo (1989). Magaly Espinosa Delgado (Cuba). Doctora en Filosofía y especialista en Estética. Ha sido profesora de Filosofía en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana y de Estética y Teoría de la Cultura en el Instituto Superior de Arte. Fue jefa del Departamento de Filosofía y Estética de dicho instituto. Es profesora titular. Ha impartido entre otros, un curso en el Instituto de Estética y Teoría del Arte en Madrid, en La Casa de América de Madrid, y en La Universidad de los Andes, Bogotá. Ha participado en la Bienal de Artes Plásticas del Caribe en Santo Domingo. Dirigió la exposición de arte cubano que participó en la Feria de Arte de la ciudad de Hamburgo. Entre sus publicaciones se encuentran la compilación de los libros: Estética y Arte (1991) y Estética y Arte: Variaciones del objeto crítico (1993). Es presidenta de la Sección de Teoría y Crítica de la Asociación de Artistas Plásticos de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Virtudes Feliú Herrera (Cuba). Doctora en Ciencias Históricas en la especialidad de Etnología. Licenciada en Musicología. Se desempeña como investigadora titular y profesora del Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana “Juan Marinello” del Ministerio de Cultura de Cuba. Miembro del Consejo de Redacción de la Obra Científica Atlas Etnográfico de Cuba y jefa del tema Fiestas Populares Tradicionales. Ha participado en eventos internacionales y publicado artículos e informes de investigación, y es coautora de seis libros. En proceso editorial se encuentran sus libros El carnaval cubano y Alegría y tradición: fiestas populares tradicionales cubanas. Ha recibido dos premios nacionales de investigación y distinciones por su labor en el campo de la cultura popular tradicional. Gerardo Fulleda León (Santiago de Cuba). Licenciado en Historia en la Universidad de La Habana. Dramaturgo y director teatral. Ha publicado críticas y trabajos teóricos en Tablas, Conjunto, Revolución y Cultura, La gaceta de Cuba y otras publicaciones. Sus obras para adultos y niños le han valido diversos galardones

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entre los que se destacan Chago de Guisa (Premio Casa de las Américas 1989), Plácido (Premio Teatro Estudio 1982), Provinciana (Premio La edad de oro 1984), Ruandi (Premio UNEAC de Teatro para Niños 1985), entre otros. Ha sido representado en Suecia, Suiza, Honduras, Venezuela y Estados Unidos. Profesor adjunto del Instituto Superior de Arte; preside la Sección de Dramaturgia de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba). Dirige la Compañía Teatral “Rita Montaner”. Tomás González Pérez (Santa Clara, Cuba). Es dramaturgo, director teatral, poeta, pintor, compositor, actor, cantante, coreógrafo, ensayista y asesor teatral. En 1964 trabaja como dramaturgo jefe en el Departamento de Dibujos Animados del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos y desempeña labor docente en la Escuela Nacional de Arte en las secciones de Teatro, Danza Moderna y Folklore. Se licencia como teatrólogo y dramaturgo en el Instituto Superior de Arte, donde continúa su labor docente como profesor titular en diversas especialidades. Como autor teatral rebasa los ochenta títulos que han sido estrenados en su inmensa mayoría. Entre los publicados se encuentran: Delirios y visiones de José Jacinto Milanés (1987), Los juegos de la trastienda (1990), El gran amor es siempre el último (1991). Son suyos los guiones cinematográficos De cierta manera (1973), bajo la dirección de Sara Gómez, y La última cena (1976), bajo la dirección de Tomás Gutiérrez Alea. Su trabajo en la formación de actores ha sido plasmado en “La actuación trascendente” (inédito), método de actuación del que ha sido creador. Ha recibido numeroso premios, entre ellos el Premio de Teatro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (1987). Desde 1993 reside en Las Palmas de Gran Canaria. Ileana Hodge Limonta (Cuba). Graduada en Filosofía en la Universidad Estatal de Moscú M. V. Lomonosov. Trabaja en el Departamento de Estudios Sociorreligiosos del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas, en el que se desempeña como especialista en Estudios sobre la Religión. Es investigadora auxiliar. Ha recibido premios de investigación otorgados por la Academia de Ciencias de Cuba. Ha publicado más de una decena de artículos en revistas nacionales y extranjeras. Es coautora de Los llamados cultos sincréticos y el espiritismo (1991), La Religión en la cultura (Premio de la Crítica en 1991) y Panorama de la Religión (1997), entre otras publicaciones. Inés María Martiatu Terry (La Habana, Cuba). Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana, fue alumna del Seminario de Etnología y Folklore del Teatro Nacional de Cuba. Su campo de estudios comprende la presencia negra y la influencia africana en la cultura cubana y caribeña. En 1984 obtuvo el Premio de la Crítica de la revista Tablas, en 1990 el de Cuento de Temas Femeninos convocados por el Colegio de México, Casa de Las Américas; en 2002 gana la beca “Razón de Ser” que otorga la Fundación Alejo Carpentier. Le fue conferida la Distinción por la Cultura Nacional. Sus trabajos han aparecidos en numerosas revistas especializadas de varios países. Sus libros incluyen: Teatro de Eugenio Hernández (1989), Algo bueno e interesante (cuentos) (1993), y El Rito como representación (2000). Es miembro de la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC y de la Asociación

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Internacional de Crítica de Teatro. Pertenece al Consejo de Expertos del Consejo Nacional de las Artes Escénicas. Es asesora de la Cátedra “Argeliers León” de Estudios Africanistas en el Instituto Superior de Arte y colaboradora de la Fundación Fernando Ortiz. Pedro Martínez Acosta (Camagüey, Cuba). Licenciado en Musicología en el Conservatorio Estatal de Odessa (Ucrania). Curso estudios de doctorado en el Instituto Estatal de Teatro, Música y Cine de San Petersburgo, Rusia. Ha sido profesor de Historia de la Música en el Instituto Superior de Arte, filial de Camagüey; profesor de Contrapunto y Fuga en la Escuela de Superación Profesional, Camagüey; musicólogo y jefe de investigación en el Centro Provincial de Música de Camagüey; asesor técnico del Consejo Nacional para la Cultura, en San Salvador; profesor de Armonía e Historia de la Música del Centro Nacional de Artes (CENAR) de El Salvador; y profesor de la Orquesta Sinfónica Juvenil de El Salvador, Sociedad de Arte de El Salvador. Ha impartido conferencias, cursos y talleres de Musicología en encuentros e instituciones internacionales de países como Austria, México, Unión Soviética y Cuba. Ha publicado numerosos ensayos sobre música en revistas especializadas y compilaciones. Actualmente es profesor de Musicología y jefe del Área de Capacitación del CENAR, San Salvador. Ha obtenido, entre otros, el Premio de la Crítica del Simposio Nacional de la Crítica del Instituto Superior de Arte de Cuba en 1988. Armando Morales (Cuba). Actor-titiritero, director y diseñador del Teatro de Títeres. Es miembro fundador y director general del Teatro Nacional de Guiñol. Ha diseñado más de cien títulos estrenados por compañías teatrales de Cuba, México, España, Suiza y Ghana. Ha dirigido numerosos textos de autores cubanos como Abdala de José Martí, La lechuza ambiciosa de Onelio Jorge Cardoso, Redoblante, Tío Conejo y los dos leones de Francisco Garzón Céspedes, así como piezas de autores extranjeros: Globito Manual de Carlos José Reyes, Puedelotodo vencido de Manuel Galich, El retablillo de Don Cristóbal de Federico García Lorca, entre otros. Ha publicado los títulos De Vidushaka a Pelusín, el eterno fuego eterno; El títere: El Superactor y La mueca. Ha recibido numerosos premios y distinciones por su actividad teatral. Como diseñador ha participado en varias muestras colectivas y expuesto en otras personales como Exposición Homenaje. 35 años de vida artística (1996); Del Retablo a la Galería (1997) y Armando títeres (2000). Piezas suyas se encuentran expuestas en el Museo de Obraztsov, en Moscú. Pedro Morales López (Cuba). Licenciado en Artes Escénicas, con especialización en Teatrología y Dramaturgia por el Instituto Superior de Arte. Diplomado en Etnología por la Fundación Fernando Ortiz de Cuba. Prepara su tesis de doctorado con el tema “Una estrategia de análisis para el teatro cubano de base ritual”. Más de cuarenta de sus textos sobre teatro, música, danza, tradiciones cubanas, semiótica y cultura en general han aparecido en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Ha ocupado varios cargos importantes como la vicepresidencia de la Sección de Crítica y Teatrología de la Asociación de Artistas Escénicos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; jefe del Departamento de Teatrología y Dramaturgia de la

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Facultad de Artes Escénicas del ISA; y secretario ejecutivo de la Cátedra de Africanía Argeliers León de la misma universidad. En estos momentos es profesor asistente del Departamento de Danza Folklórica de la Facultad de Artes Escénicas del ISA, secretario de la Comisión de Carrera de Arte Danzario de esa institución docente, y especialista de la Dirección de Desarrollo Artístico del Consejo Nacional de las Artes Escénicas de Cuba. Nancy Morejón (La Habana, Cuba). Una de las voces más relevantes de la poesía cubana actual, ha merecido importantes reconocimientos dentro y fuera de su país. Traductora y ensayista además, publicó su primer libro en 1962 y el más reciente, Elogio y paisaje, en 1997 (Premio de la Crítica). Su obra publicada incluye más de doce títulos, entre los que se destacan: Richard trajo su flauta y otros argumentos (1967); Where The Island Sleeps Like A Wing (antología bilingüe, 1985); Piedra pulida (1986) y Botella al mar (antología, 1997). Miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua. La Universidad de Howard, de Washington D. C., publicó en 1999 un volumen de estudios críticos sobre su obra recopilados por la profesora Miriam DeCosta-Willis bajo el título Singular Like A Bird: The Art of Nancy Morejón. La editorial Visor, de Madrid, publicó la antología, Richard trajo su flauta y otros poemas (1999), cuya edición estuvo al cuidado de Mario Benedetti. Su poemario La quinta de los molinos recibió el Premio de la Crítica 2000. Premio Nacional de Literatura 2001. En 2003 aparece una colección de poemas escogidos bajo el título Looking Within/Mirar adentro, editada y prologada por Juanamaría Cordones-Cook en la Wayne State University Press. Es miembro del Consejo Asesor del Teatro Nacional de Cuba. Actualmente se desempeña como directora del Centro de Estudios del Caribe de la Casa de las Américas. Amado de Pino (Ciego de Ávila, Cuba). Licenciado en Teatrología y Dramaturgia. Ha publicado la obra Tren hacia la dicha y numerosos ensayos en antologías y revistas culturales. Es coautor del libro inédito La crítica teatral cubana desde 1950-1990. Ha obtenido premios literarios, como el de investigación en el concurso “Razón de ser” de la Fundación Alejo Carpentier y el de dramaturgia “Virgilio Piñera” del Ministerio de Cultura. Actualmente es redactor de la revista Revolución y Cultura y columnista de teatro del periódico Granma. Miembro de la Unión de Artistas de Cuba (UNEAC). Maribel Rivero Sacarrás (Cuba). Cursó estudios de Historia del Arte en Universidad de La Habana. Escribió la tesis “Presencia de prácticas sincréticas religiosas de ascendencia africana en el cine cubano”. Recibió un taller de Apreciación y Montaje Cinematográfico en el Instituto Superior de Arte (1997). En estos momentos estudia la historia de la documentalística cubana de temática afro-descendiente. Actualmente se desempeña como profesora adiestrada del Arte Africano en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Beatriz J. Rizk (Colombia/Estados Unidos). Curso sus estudios de postgrado en New York University y el Graduate School and University Center CUNY, donde obtuvo su doctorado en Literatura Hispánica. Ha publicado numerosos artículos sobre teatro latinoamericano y teatro latino en Estados Unidos en revistas especiali-

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zadas de Europa y las Américas. Ha traducido varias obras y editado tres colecciones de ensayos y obras para la revista Tramoya sobre el teatro de las comunidades latinas en Estados Unidos, el teatro indígena/indigenista y el teatro brasileño. Sus libros incluyen: El Nuevo Teatro Latinoamericano: una lectura histórica (1987); Enrique Buenaventura: La dramaturgia de la creación colectiva (1991); Posmodernismo y teatro en América Latina: teorías y prácticas en el umbral del siglo XXI (2001) y Teatro y diáspora. Testimonios escénicos latinoamericanos (2002). También es coautora del volumen Latin American Popular Theatre: The First Five Centuries (1993). Actualmente dirige el Componente Educativo del Festival Internacional Hispánico de Miami y forma parte de la Mesa Directiva de NALAC (National Association of Latino Arts & Culture). Ileana Sanz Cabrera (Cuba). Doctora en Ciencias Filológicas. Profesora titular de la Universidad de La Habana. Especialista en Literatura del Caribe. Ha colaborado en varias revistas especializadas. Ha publicado las antologías: Caribbean Stories (1977), de la cual es coautora, y From the Shallow Seas: Bahamian Creative Writing Today (1993). También es autora del libro Selección de lecturas sobre el Caribe (1986). Es miembro de la Asociación de Estudios del Caribe y actualmente forma parte de su Consejo Directivo. Ania Rodríguez Alonso (La Habana, Cuba). Estudios de Licenciatura en Historia del Arte (1994-99). Ha recibido cursos libres. Ha impartido conferencias sobre Arte General y Arte Cubano en centros y eventos. Profesora del Instituto Superior de Arte (ISA). Ha publicado textos críticos en catálogos y publicaciones periódicas del país. Sus trabajos de investigación han merecido premios y reconocimientos. María Elena Vinueza González (Ecuador/Cuba). Recibe su Licenciatura en Musicología del Instituto Superior de Arte. Desde 1980 hasta 1996, trabaja en el Departamento de Investigaciones Fundamentales del CIDMUC vinculada a la obra científica Historia de la Música Cubana. Sus informes de investigación, estudios monográficos y artículos han sido publicados en diversas revistas especializadas nacionales y extranjeras. Ha colaborado con grabaciones a las colecciones sonoras del CIDMUC, integradas en los volúmenes discográficos de las series Antología de la Música Afrocubana, galardonados con el Premio EGREM. Ha realizado varios CD como Cantos de Congos y Paleros, y Cantos y toques de Santería. Muchas de sus grabaciones de campo también han sido editadas en discos y colecciones como los cuatro volúmenes Retrospective officielle des musiques cubaines, CIDMUC (1999). Obtiene el Premio de Musicología Casa de las Américas 1986 por su libro Presencia arará en la música folklórica de Matanzas. En 1996 asume la dirección del Departamento de Música de la Casa de las Américas, en donde dirige la publicación del boletín Música. Enseña en la Facultad de Música del Instituto Superior de Arte. Es miembro de la UNEAC y, en mayo de 2002, el Ministerio de Cultura de Cuba le otorgó la Distinción por la Cultura Nacional.