Radiografías de la monstruosidad insólita en la narrativa hispánica (1980-2022) 9783968694382

El volumen aborda distintas fórmulas de expresión del monstruo no realista en parte de la narrativa hispánica —Argentina

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Spanish; Castilian Pages 393 [394] Year 2023

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Table of contents :
ÍNDICE
PRÓLOGO
I. PÓRTICO FILOSÓFICO
MONSTRUO Y AUTOENGAÑO O CUANDO EL MAL SE DOCUMENTA A SÍ MISMO
II. CONTEXTUALIZACIÓN TEÓRICO-CRÍTICA
EL MONSTRUO COMO ELEMENTO CLAVE EN LOS GÉNEROS DE LA FASCINACIÓN: REFLEXIONES ACERCA DE SU CARACTERIZACIÓN, SU SENTIDO Y SUS EFECTOS
EL MONSTRUO NO MIMÉTICO COMO ESTRATEGIA DE PROBLEMATIZACIÓN DE REALIDAD E IDENTIDAD EN LA ÚLTIMA NARRATIVA HISPÁNICA
III. RADIOGRAFÍAS GEOGRÁFICAS
EL MONSTRUO FANTÁSTICO EN EL DESARROLLO DE LA LITERATURA DE TERROR EN CHILE
LAS FISURAS DEL YO. VARIANTES DEL DOBLE EN LA CUENTÍSTICA ESPAÑOLA RECIENTE
RECUENTO DE LA PRESENCIA LITERARIA DEL FANTASMA EN MÉXICO: ORÍGENES, EVOLUCIÓN Y RECONFIGURACIONES
REPRESENTACIONES DEL MONSTRUO EN LA NOVELA PERUANA CONTEMPORÁNEA
EL MONSTRUO COMO SÍMBOLO DE RESISTENCIA Y DENUNCIA. CÍBORGS, ROBOTS, CLONES Y ZOMBIS EN LA NARRATIVA URUGUAYA DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS
DISTORSIONES CLÁSICAS, ACTUALIZADAS Y ALTERACIONES OTRAS DE LA MONSTRUOSIDAD NO MIMÉTICA EN ANTOLOGÍAS COLECTIVAS DE CUENTO EN ESPAÑOL DEL SIGLO XXI
IV. MONSTRUOSIDAD, GÉNERO Y CUERPO
UNA ALIANZA MONSTRUOSA: EL RETORNO DE LAS BRUJAS EN LA LITERATURA HISPANOAMERICANA ESCRITA POR MUJERES
CÍBORGS Y ZOMBIS: DILEMAS DE LA CARNE EN LA CIENCIA FICCIÓN ANDINA
PATRONES DE MOVILIDAD TRANS-DOMÉSTICOS EN LOS HOGARES INSÓLITOS
CUERPO Y MONSTRUOSIDAD. CALAS EN EL IMAGINARIO LITERARIO EN LENGUA ESPAÑOLA (1980-2022)
MUESTRARIO REPRESENTATIVO DEL MONSTRUO QUEER EN LA NARRATIVA EN ESPAÑOL RECIENTE: DEL GÉNERO A LA DISOLUCIÓN CATEGORIAL
BIBLIOGRAFÍA
SOBRE LOS AUTORES
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Radiografías de la monstruosidad insólita en la narrativa hispánica (1980-2022)
 9783968694382

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Natalia Álvarez Méndez (ed.)

Radiografías de la monstruosidad insólita en la narrativa hispánica (1980-2022)

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Ediciones de Iberoamericana 142 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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Radiografías de la monstruosidad insólita en la narrativa hispánica (1980-2022) Natalia Álvarez Méndez (ed.)

Iberoamericana - Vervuert - 2023

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Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”-Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2023 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2023 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-356-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-437-5 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-438-2 (e-Book) Depósito Legal: M-9298-2023 Diseño de la cubierta: a.f. Diseño y Comunicación Ilustración de cubierta: Kajactulum, Alejandro Montes Santamaría Diseño de interiores: ERAI Producción Gráfica Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Natalia Álvarez Méndez Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 I. Pórtico filosófico Rafael Ángel Herra Monstruo y autoengaño o cuando el mal se documenta a sí mismo. . . . . . . . . . . . 15 II. Contextualización teórico-crítica Miguel Carrera Garrido El monstruo como elemento clave en los géneros de la fascinación: reflexiones acerca de su caracterización, su sentido y sus efectos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 Natalia Álvarez Méndez El monstruo no mimético como estrategia de problematización de realidad e identidad en la última narrativa hispánica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 III. Radiografías geográficas Jesús Diamantino Valdés El monstruo fantástico en el desarrollo de la literatura de terror en Chile. . . . . . . 93 Ana Abello Verano Las fisuras del yo. Variantes del doble en la cuentística española reciente. . . . . . . . 115

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Cecilia Eudave Recuento de la presencia literaria del fantasma en México: orígenes, evolución y reconfiguraciones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Elton Honores Representaciones del monstruo en la novela peruana contemporánea. . . . . . . . . . 165 Claudio Paolini El monstruo como símbolo de resistencia y denuncia. Cíborgs, robots, clones y zombis en la narrativa uruguaya de las últimas décadas. . . . . . . . . . . . . . . 183 Carmen Rodríguez Campo Distorsiones clásicas actualizadas y alteraciones otras de la monstruosidad no mimética en antologías colectivas de cuento en español del siglo xxi. . . . . . 205 IV. Monstruosidad, género y cuerpo Anna Boccuti Una alianza monstruosa: el retorno de las brujas en la literatura hispanoamericana escrita por mujeres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 Macarena Cortés Correa Cíborgs y zombis: dilemas de la carne en la ciencia ficción andina . . . . . . . . . . . 253 Rosa María Díez Cobo Patrones de movilidad trans-domésticos en los hogares insólitos. . . . . . . . . . . . . 275 Sergio Fernández Martínez Cuerpo y monstruosidad. Calas en el imaginario literario en lengua española (1980-2022). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 303 Benito García-Valero y Francesco Fasano Muestrario representativo del monstruo queer en la narrativa en español reciente: del género a la disolución categorial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325 Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 345 Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 387

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PRÓLOGO Natalia Álvarez Méndez Universidad de León, España. Grupos GEF y GEIGhd / IHTC

El presente volumen ofrece un compendio de los avances de un amplio equipo investigador en torno a los debates vigentes que giran en torno a la monstruosidad imposible. Los discursos que lo integran complementan y enriquecen las anteriores publicaciones desarrolladas entre 2019 y 2022 en el marco del proyecto de investigación Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). Nuestro interés se resume en brindar una teoría de conjunto sobre las distintas fórmulas de expresión del monstruo no realista en la narrativa hispánica para alcanzar progresos en el conocimiento de este objeto de estudio y enfatizar las posibilidades de sus múltiples vertientes de análisis. Asimismo, conscientes de que el monstruo adquiere distintos significados en función de la época, del espacio físico y de la coordenada cultural en la que se inscribe, este texto colectivo trata de radiografiar sus tipologías y sus sentidos en las cuatro últimas décadas de nuestro tiempo. El libro se abre con un pórtico filosófico, en el que Rafael Ángel Herra especula sobre qué es el monstruo y qué representa. Tras un trazado de las figuraciones y funciones monstruosas objetivas y documentables históricamente, observa el monstruo subjetivo, su dimensión moral, y constata que la conciencia humana es una fábrica de monstruos gracias a su práctica de autoengañarse, de construir encarnaciones ominosas en las que se deposita lo que se rechaza asumir como propio. La segunda sección ofrece, mediante dos trabajos, una contextualización teórica-crítica del monstruo no mimético. Por una parte, Miguel Carrera Garrido discurre sobre la naturaleza, las funciones y los efectos de los seres

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monstruosos en tres sobresalientes modalidades de lo insólito —a las que conecta bajo un mismo eje aglutinador, la denominación de géneros de la fascinación—: lo fantástico, lo maravilloso y la ciencia ficción, sin olvidar su conexión con el terror. Por otra, en el capítulo que yo firmo, trato de definir el monstruo ajeno a las formas del realismo y de dialogar con los ensayos sobre la materia para aprehender sus resortes narrativos, sus representaciones y su alcance desde las proyecciones ideológicas que derivan en la problematización de realidad e identidad en la literatura hispánica reciente. En tercer lugar, seis contribuciones nos aproximan a la monstruosidad no realista cultivada en la producción de diversas geografías hispánicas. El viaje, siguiendo un orden alfabético en cuanto a los países acotados, comienza en Chile con el escrito de Jesús Diamantino Valdés, que enfoca la presencia del monstruo fantástico en la literatura de terror chilena. Revisa sus orígenes en los inicios del género en las letras nacionales para adentrarse en el monstruo moderno y entender, tras ello, su impronta desde los parámetros de la posmodernidad y desde el entronque con la situación política del país y sus repercusiones sociales. Acto seguido, Ana Abello Verano profundiza en los sentidos y las variantes más frecuentes del doble en la cuentística surgida en España en las últimas décadas. Su argumentación confirma que el doble se erige como un tropo monstruoso fértil en la historia de lo fantástico, relacionado de modo singular en la actualidad con la construcción del yo y con el reflejo de la fragilidad de la identidad. Posteriormente, Cecilia Eudave examina cuentos y novelas cortas mexicanas en las que sobresale el protagonismo del fantasma en cualquiera de sus acepciones. Remite a la tradición del fantasma en México desde sus antecedentes a su evolución al borde del nuevo milenio y aborda las claves de este ser monstruoso, y de la revolución simbólica que implica en cuanto a la historia personal y la historia nacional, en la literatura entre 1980 y 2022. A continuación, el foco se traslada a Perú con la investigación de Elton Honores, que se centra en el monstruo en la novela contemporánea de sesgo fantástico de dicho país, con ejemplos que aluden a licántropos, vampiros y momias. En su texto, ahonda en aspectos retóricos e ideológicos y en vínculos de las narraciones con los códigos de lo monstruoso cinematográfico, además de dejar constancia de la incorporación de elementos de matriz popular oral a la tradición urbana occidental de lo monstruoso. Un giro de tuerca se produce en el capítulo de Claudio Paoli-

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Prólogo

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ni, con la introducción de monstruosidades que surgen de las articulaciones entre ser humano y tecnología. No solo cavila sobre cíborgs, robots, clones y zombis en la narrativa uruguaya actual, sino que establece las bases incontestables del uso literario del monstruo insólito como símbolo de resistencia y denuncia frente al sistema normativo que engloba dictaduras, crisis socioeconómicas y desastres medioambientales. Y se cierra este bloque con un acercamiento a las antologías colectivas de cuento en español editadas en el siglo xxi. Estas constituyen el corpus en el que se detiene Carmen Rodríguez Campo para poner de relieve la vigencia y riqueza de las representaciones literarias del monstruo no mimético. Las creaciones reseñadas, de España, México, El Salvador y Ecuador, le permiten dar cuenta de las distorsiones clásicas, de las visiones actualizadas y de otras vertientes novedosas de lo monstruoso. Finalmente, la cuarta sección del libro concentra la atención en monstruosidad, género y cuerpo mediante cinco ensayos. El primero corre a cargo de Anna Boccuti, que, tras una introducción teórica sobre lo monstruoso y lo femenino, emplea un cauce histórico y teórico-crítico que nos lleva desde los monstruos protofeministas de la narrativa latinoamericana del siglo xx a las peculiaridades significativas del retorno a las brujas que se desarrolla con la mirada de creadoras del siglo xxi y que abre el horizonte feminista a otras múltiples interpretaciones y reivindicaciones. En el capítulo de Macarena Cortés Correa se explora, igualmente, la relevancia de figuras monstruosas subversivas, encarnadas, en esta ocasión, en monstruos como el cíborg y el zombi, que se enmarcan en el contexto del capitalismo tardío y sus lógicas biopolíticas y necropolíticas. El campo de estudio se circunscribe a la ciencia ficción, aunque contempla su ligazón con el ámbito más amplio de lo insólito y el nuevo weird, y con el terror y el pensamiento mágico indígena. A su vez, analiza autoras de la región andina, abarcando Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Chile. La tercera investigación tiene en cuenta las particularidades de la casa encantada como monstruo. Rosa María Díez Cobo reflexiona sobre dicha arquitectura insólita en las estéticas posmodernas y sobre la asociación de mujer y espacio doméstico. La aplicación de sus presupuestos teóricos a escritoras de Argentina, Ecuador, España y México abre lecturas que revelan la potencialidad crítica de los factores históricos, sociales, culturales y genéricos ligados a los hogares fantásticos embrujados en la producción

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literaria del siglo xxi. Seguidamente, Sergio Fernández Martínez insiste en la proyección política de diversas tipologías corporales que destacan por la transgresión y la subversión: el cuerpo hórrido, el cuerpo freak, el cuerpo metamorfoseado, el cuerpo artificial y el cuerpo invisible. El trayecto por novela, cuento y minificción, así como por el amplio espectro geográfico hispánico —Argentina, Bolivia, Chile, Costa Rica, Cuba, Ecuador, España, México, Perú, El Salvador y Uruguay—, aboca a la afirmación de cómo el cuerpo es utilizado para tematizar realidades de género, desigualdades, conciencia de clase y lucha feminista. A todo ello se une el discurso de Benito García-Valero y Francesco Fasano, que proporcionan un muestrario de monstruo queer en la narrativa reciente en español. Con ejemplos de Argentina, España, México y Venezuela revisan distintas caracterizaciones y conceptualizaciones de lo queer, estableciendo las aristas que comparten los seres queer con la definición de lo monstruoso marcada por la hibridez, lo transfronterizo y la condición mixta. En suma, las catorce contribuciones demuestran que los monstruos engendrados por la imaginación —dobles, fantasmas, cíborgs, clones, zombis, brujas, casas encantadas y cuerpos e identidades monstruosas, entre otras formulaciones—, a pesar de su sesgo de imposibilidad, remiten a la realidad humana y revelan una visión lúcida acerca de la realidad presente. La metodología elegida ha apostado por la fusión de perspectivas teóricas y críticas con ópticas que combinan lo diacrónico con lo sincrónico y lo nacional con lo transatlántico; por la atención a monstruos de imaginarios populares y a monstruos globales, a monstruos tradicionales y a monstruos posmodernos; así como por lecturas críticas con enfoques filosóficos, estéticos, políticos, sociales, biopolíticos, necropolíticos, de género, poshumanistas, ecocríticos, etcétera. De tal modo, la pretensión no es otra que la de obtener una radiografía, todavía parcial, de la riqueza cultural tejida en el mundo hispánico a través de las figuraciones de seres ominosos imaginarios en los que se depositan temores e incertidumbres, pero con los que también se bosqueja la denuncia de violencias y totalitarismos, y con los que se propone una nueva idea de lo humano que sugiere la construcción de un necesario cambio posible.

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I. PÓRTICO FILOSÓFICO

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MONSTRUO Y AUTOENGAÑO O CUANDO EL MAL SE DOCUMENTA A SÍ MISMO Rafael Ángel Herra Universidad de Costa Rica

Monstruo y autoengaño El monstruo figura en tres actividades de la conciencia: en la autopercepción, en las coartadas morales y en el autoengaño. El presente texto, después de pasar revista a las figuraciones históricas del monstruo y sus funciones, se centra en el monstruo subjetivo, en sus orígenes moralmente escandalosos. Mi propósito es puntualizar la lectura en este último punto, ya que es ahí, según trataré de mostrarlo, donde radican fuentes clave de lo monstruoso como constructum imaginario. No basta creer que este ser sea mi reflejo repudiado en el espejo, como suele afirmarse, y con razón. Es preciso ir más a fondo, más atrás, y retroceder hasta los juegos interiores de la conciencia moral gracias a los cuales ella misma efectúa ciertos actos valorativamente tramposos: el monstruo es coartada de muchas caras, rica en ardides como Odiseo, harto conocido por enfrentarse a monstruos. El sujeto moral les pasa la cuenta a los monstruos por lo que le disgusta de sí mismo al autopercibirse. Gracias a su práctica autoengañosa, la conciencia es una fábrica de monstruos. El monstruo forma parte de un infierno imaginario que nadie puede definir según procedimientos convencionales. Es real e irreal, preciso e impreciso, bestial y divino, amo de pesadillas y trampa de la vigilia, aterrador y risible, cualquier cosa y nada, blanco, negro, gris, fantasma de las penumbras, razón y sin razón, vacío que se disfraza, ser proteico. Es contradictorio consigo mismo y por ello hostil a la lógica, es señal de los dioses, o esa cosa imprecisa y mortífera que protagoniza cierta

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Rafael Ángel Herra

película de ciencia ficción. Siempre es depredador y se arraiga también en el miedo a los depredadores. Empecemos con un episodio ominoso. El insecto desapareció en silencio. Solo quedaron tres restos de ala. Hace poco asistí al banquete de una mantis religiosa que devoraba una langosta viva, inmóvil entre los pinchos de la pata derecha. Con obsesivo apetito empezó cercenando la cabeza a mordiscos sin pausa, y siguió así hasta la aniquilación. En ese trance se me reveló un detalle: ver a un ser comerse a otro, aunque se trate de insectos, deja en la memoria un “resto” incómodo que uno tiende a sofocar. El festín me animó reacciones primarias hasta el colmo de reinventar el miedo frente los depredadores que asedió a la humanidad temprana. Esas fieras fueron la mayor amenaza para el homo sapiens, excepto otros seres humanos contra los cuales se impuso, eliminándolos durante un largo proceso de confrontación. Su prehistoria fundacional se define por la violencia ejercida aquí y allá, porque en aquellos tiempos, los primeros bípedos inteligentes y los demás depredadores se disputaron el espacio y la vida. Sin duda, podemos inferir que el homo sapiens mismo fue otro depredador desde los primeros tiempos, el más exitoso para adaptarse a las condiciones que el ambiente le iba planteando, incluso frente a sus congéneres. Al final de cuentas la mantis religiosa es inquietante porque remite a la realidad humana. Como las bestias imaginarias. El presente texto trata sobre las figuraciones del monstruo, su sentido, funciones y en especial algunos de sus orígenes. Según la hipótesis que propondré aquí, estos orígenes radican en la conciencia que se tiene a sí misma como objeto de valoración moral y que fabrica artefactos temibles e incluso ominosos para depositar en ellos lo que rechaza asumir como propio. El método de mi exposición parte del hecho de que el monstruo es indefinible según modelos convencionales. He elegido una vía alternativa de acceso a su estudio practicando un procedimiento descriptivo, y ficcionalizando etapas de la captación del mundo, como si volviéramos a los orígenes elementales de nuestras primeras sensaciones.1 Luego, la fenomenología del monstruo seguirá otras pistas (las figuraciones o caras con las que aparece, Este procedimiento se hace eco de la fenomenología y la tradición cartesiana. Véase Husserl (1963). 1 

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las hibrideces corporales, las metamorfosis, las funciones que cumple, etc.), hasta retroceder a la fuente de lo monstruoso en el yo mismo que lo fabrica. Esa fuente es un tipo de autopercepción moral llamada autoengaño. El desorden y el monstruo Seamos ingenuos, hagamos como si captáramos el mundo por primera vez. Echemos abajo nuestras resistencias y dejemos que algo nos sorprenda. La palabra algo indica cualquier dato de la conciencia sensible, conceptual o imaginario. Al principio, mientras practicamos este ejercicio de ingenuidad ante lo vivido, todo aparece difuso y arbitrario. Los datos de la conciencia son sensaciones, cosas, ideas, sueños, un caos a primera vista. ¿Qué hacemos entonces, abandonados como estamos en esta sopa de impresiones? Aprehender es poner orden. El orden da seguridad. Así comenzamos ordenando sensaciones, ideas, motivos, conceptos. Clasifico. Encuentro principios cognitivos en mí mismo que me permiten dar cuenta de lo experimentado fuera de mí y dentro de mí. Esas orientaciones básicas son lo uno, lo múltiple, la imposibilidad de que un objeto sea y no sea a la vez, o de que esté en dos lugares al mismo tiempo, que tenga dos identidades o que sea uno y dos simultáneamente, pues las cosas se dan en un tiempo y un espacio; existen sucesiones y precedencias entre acontecimientos, proximidad, lejanía, las cosas se encadenan por dependencias mutuas, etc. Dando este paso, avanzamos desde la vaga totalidad de sensaciones caóticas hacia el mundo ordenado por formas, por individuos, por grupos, por diferencias, por homogeneidades, por cantidades, por necesidades, etc., y dejamos atrás la indiferencia caótica del primer despertar. Con el orden acaba la sorpresa, puedo prever, dominar lo incierto, sujetarlo a leyes de percepción encontradas en mí. Estos principios me ayudan a establecer identidades y relaciones entre los datos de la conciencia para dominar lo incierto y sujetarlo a leyes perceptivas, a leyes del pensamiento, al orden. Siguiendo el método de fingir la realidad, el mundo ahora es lógico, ordenado, necesario o, al menos, empieza a ordenarse, puedo captarlo (o constituirlo) en categorías, en cantidades, en cualidades, establezco relaciones entre las cosas. La realidad, sujeta a una necesidad previsible,

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me parece segura. Junto a los acontecimientos naturales, o tras ellos, hay otras fuerzas: el poder, los dioses, el orden heredado, el otro irreductible a mí. Tiendo a percibirlo todo habituándome a una normalidad, a un mundo estable. Llegados a este punto creo haber superado el caos originario. Pero no. Poco a poco se tiende una sombra sobre las cosas. Aun así, para estar seguro, me inclino a preguntarme si la realidad de la que creo formar parte es tan segura como asumí al ver en ella un universo sujeto a reglas: ¿aparecerán grietas, desfases, huecos en el encaje del mundo?,2 ¿veré hechos imponderables?, ¿existirá algo equívoco que de pronto se manifieste fuera de control?, ¿habrá motivos no dichos para sentir presencias amenazantes? La respuesta no se dejará esperar: siempre es posible que parte de la realidad se me escape de las manos. El mundo no será tan homogéneo y controlable como lo había creído, ni tan dócil y tranquilo. Las anomalías irrumpen en un horizonte sujeto al orden y a formas de comprensión, y veo con sorpresa que la realidad o, mejor aún, nuestras expectativas sobre su comportamiento no se sujetan al control que espero. Algo se me escapa de las manos y me espanta frente a las fisuras de la normalidad. Si seguimos con nuestra ficción, ¿a quién, si no, a una fuerza extraña, a un enemigo destructor, podré atribuir la fuente del desorden? Nada más fácil que culpar al monstruo. Hablo de culpa junto a causas o motivos. Después veremos por qué. De momento hay que ir más allá, más atrás. Desde antiguo, el monstruo ingresa al imaginario colectivo como depredador, agente del mal y curioso aliado de los dioses. Así, en la Edad Media, el monstruo sufrió una proliferación excepcional, introduciendo el desorden en el mundo, o como lo resume Delumeau: “El pecado del hombre se ha extendido a la naturaleza…” (1983: 152).3 Sus dos primeras figuraciones, dependientes una de la otra, son el monstruo como deformidad física o hibridez y el monstruo como deformación de origen divino. Se podría aplicar aquí la teoría del encaje utilizada en el estudio de los sueños y lo fantástico por Campra (2019: 151). 3  Véase el capítulo “Prolifération du monstrueux” (Delumeau 1983: 152-158). 2 

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Las figuraciones Salta a la vista una particularidad: el monstruo tiene semblantes, cientos, ilimitados, ni verdaderos ni falsos, y muta según las circunstancias y condiciones. ¿Cómo captar ese ente execrable, reiterativo, fértil en ropajes inéditos e incluso contradictorios? Existen monstruos que recomponen su función, dinámicos, fantasmas que asustan, o sin rostro. Cuando aludimos a Leonardo da Vinci como monstruo, la metáfora invierte el sentido, pues hay monstruos buenos. En otras palabras, no se pueden omitir sus contradicciones. Otro asunto complica las cosas si tomamos en cuenta la tendencia medieval a la moralización de los monstruos. Umberto Eco, además de citar a Agustín, señala que los bestiarios lo redimen dándole una función moralizadora, ética y teológica; el primer bestiario se conoce con el nombre de El fisiólogo, anónimo del siglo ii a.C. (Eco 2007: 113-115).4 En cierto modo, los dioses híbridos de las religiones antiguas legitiman lo monstruoso. La polarización zoroastriana, en cambio, separa el mal del lado del bien. El monstruo es tan anormal y temible que es necesario aplacarlo. Roas estudia con precisión la tendencia posmoderna a normalizar a ciertos monstruos como el vampiro, despojándolos de su factor ominoso (2019). Existe otro escollo. Si se tienen en cuenta sus funciones y diversidad, no parece probable definirlo según modelos epistemológicos convencionales, como se define una especie vegetal o la composición del agua. El monstruo, al contrario, es polimorfo; veamos: como cuerpo físico deforme existe con respecto a la normalidad corporal; cuando su existencia es imaginaria, se manifiesta con rostros multiformes; si es monstruo conceptual, su idea se atribuye a individuos y a conglomerados o pueblos, y a conductas infames; si es histórico, algunas figuraciones suyas cambian a lo largo del tiempo y en culturas diversas, mientras otras perduran; si es estrictamente verbal, su manifestación le imprime sentidos al texto ficcional. Estas mutaciones ocurren según el sujeto que se lo represente en uno u otro contexto objetivo, histórico u horizonte de sentido. En otras palabras, el monstruo hace estallar principios lógicos, porque es mil cosas a la vez gracias a sus máscaras sin substancia. Se puede leer también una referencia a los mapas, especialmente al mapa Erbstorf en Manzi y Grau-Dieckmann (2012). 4 

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En este recuento —para insistir en la diversidad— se deben particularizar las figuras obsesivas y angustiantes, las bestias de las pesadillas, la cartografía simbólica medieval, las religiones, los carnavales, las artes plásticas, los cómics, el cine, los videojuegos contemporáneos y, no menos importantes, las bestias que nacen en los textos de ficción. Lo que dice un autor sobre la Edad Media podría generalizarse y matizarse: el monstruo está en todas partes.5 Su complejidad, en suma, no puede definirse por los medios habituales, y solo es inteligible por vías que darán cuenta de su diversidad y riqueza objetivas, tanto como de su carácter subjetivo en el contexto de las relaciones del yo con el mundo, del nosotros con los demás, y, no menos importante, del yo consigo mismo. Es preciso estudiar el monstruo como sujeto según aparece en los avatares de la conciencia moral. Volveré sobre este tema. Como no es posible una definición convencional, la tarea de comprenderlo se ha confiado a otras vías de investigación; y de representación, porque con frecuencia más que hablar de él, se lo representa, dibuja, esculpe, se lo convierte en personaje de la poesía, de los relatos. Tanto las mil formas tradicionales de aparecer como las investigaciones iluminarán su ser proteico, polifónico, polifacético, multidimensional, su rostro real y su imagen irreal, su polisemia, sus funciones emocionales, morales, sociales y políticas, su papel en el fantaseo personal y colectivo. Es preciso, como en la caza, ir tras él, perseguirlo, ya que cumple la paradoja de que, siendo irreal, deja huellas reales.6 Huellas del monstruo Sus huellas son anormales. Se distinguen por ser ruptura de reglas, fisuras y amenazas que no siempre aciertan a mantenerse activas en el torbellino de los cambios culturales —como las manifestaciones fantásticas que en su tiempo metían miedo y hoy solo emocionan por su valor estético—. Por Rubio Tovar empieza su texto así: “No hay espacio de la cultura medieval en el que no aparezca el monstruo”, en “Monstruos y seres fantásticos en la literatura y el pensamiento medievales” (2006). 6  Entre las muchas clasificaciones del monstruo remito a dos textos precisos y con diferente enfoque: Merino (2015) y Martín (2002: 35-36). 5 

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ahora nos contentaremos con ciertos rasgos morfológicos que determinan (o constituyen como diría Husserl) su forma de aparecer. Una vez que uno intenta ordenar este material huidizo, el primer paso en la comprensión del monstruo es descriptivo. Desde el inicio sabemos una cosa: la fantasía necesita fabricar y reproducir monstruos, tomándolos prestados, intercambiándolos, o resistiéndose a ellos en la forja instalada en sus propias pesadillas. Lo anormal seduce al sujeto, aunque le estimule resistencias. Si nos fijamos bien, la historia del monstruo es la sucesión de sus representaciones, es decir, de los miedos que han atraído y repugnado a los seres humanos. Cuando se habla de monstruos no se trata sin más de figuras aleatorias, al azar y sin sentido de pertenencia a algo, sino de figuras que surgen con arreglo a funciones dependientes de la época de aparición y bajo su influencia. Describirlas podrá revelar las contradicciones, nacimientos y reinvenciones monstruosas tal como se representan culturas y geografías diferentes. En ese espacio, la realidad humana se las arregla para vivir entre congéneres, dioses, depredadores (reales, o irreales con efecto real) y su propia interioridad. Quiero pasar revista al monstruo, tratando de señalar características generales.7 El cuerpo deforme En la mayoría de sus manifestaciones el monstruo es corporal, es decir, su representación retuerce el diseño del cuerpo orgánico admitido como normal. Este monstruo primario, cuando hablamos de deformación, está muy cerca de nosotros mismos, casi que nos representa, al menos desde el punto

Isidoro de Sevilla, en Etimologías (2004: XI-3, 879-887), recoge las variantes de los seres prodigiosos o portenta de la Antigüedad que formarán parte del canon monstruoso de la Edad Media y al que se le han agregado pocas variantes hasta nuestros días. “Portentos son cosas que parecen nacer en contra de la ley de la naturaleza […] el portento no se realiza en contra de la naturaleza sino en contra de la naturaleza conocida. Y se conocen con el nombre de portentos, ostentos, monstruos y prodigios, porque anuncian (portendere), manifiestan (ostentare), muestran (mostrare) y predicen (predicare) algo futuro […] Por su parte, monstra deriva su nombre de monitus, porque se ‘muestran’ para indicar algo, O por que ‘muestran’ al punto qué significado tiene una cosa” (2004: 879). 7 

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de vista físico, porque en nuestras angustias nos acobardan hasta el meollo las posibles mutaciones de nuestro cuerpo: cuerpo mutilado, inepto, enfermo, abierto, devorado por gusanos, alterado por excrecencias. Las deformaciones ocurren tanto en organismos humanos como animales. Consisten en la ausencia de miembros, duplicaciones o exageraciones corporales, pero también en la mezcla deformante de ambos. Hibridez La deformidad corporal más recurrente es la hibridez. El cuerpo humano mezclado con animales reaparece en todas las culturas. Es quizá la deformidad más obsesiva. Existe una mezcla de órdenes biológicamente incompatibles entre sí, por ejemplo, el cordero vegetal. Muchas religiones representan a los dioses juntando animales y figuras humanas divinizadas (Casas 2012: 5-9). Se puede hablar de la hibridez dinámica cuando ocurren metamorfosis entre estados irreconciliables entre sí, por ejemplo, los cuerpos al mismo tiempo vivos y muertos, y los que abandonan un estado y pasan a otro (zombies, vampiros, las bestias humanas de Wells en su isla), así como animales máquina. No olvidemos personajes de la ciencia ficción, las bandadas (como los pájaros de Hitchcock) y jaurías que rebasan su condición natural, las mujeres muñeca.8 Como es harto conocido, Freud abonó su teoría de lo unheimlich con la muñeca del relato de E. T. A. Hoffmann. El hiperrealismo contribuye a producir el efecto siniestro.9 La espectacularidad Una variante corporal es el espectáculo. Pienso en las exposiciones de personas con defectos físicos. El caso más conocido se publicitó con el eufe“La representación de la mujer artificial suele caracterizarse por mostrar el cuerpo femenino como un fetiche y son muy escasos los relatos que utilizan el motivo de los artefactos femeninos desde posturas diferentes” (López-Pellisa 2018: 9). 9  Véase Ballestriero (2016). 8 

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mismo de hombre elefante.10 Debe recordarse, no sin vergüenza, otro espectáculo nacido de la brutalidad colonial: los jardines botánicos más importantes de Europa abrieron las puertas a la exhibición de pueblos “exóticos”, para exponer sus danzas, vestidos, maquillajes ceremoniales y artefactos de la vida cotidiana. El morbo de este gran teatro en París, Viena, Londres, Hamburgo y Berlín llegó incluso a escritores fascinados con lo deforme como Kafka, quien menciona al organizador de estas vitrinas “civilizadas”, Carl Hagenbeck, comerciante hamburgués de animales extraeuropeos. En “Informe a una Academia” se lee: “una expedición de caza de la firma Hagenbeck —con cuyo jefe desde entonces vacié varias botellas de buen vino tinto— [etc.]” (1970: 148). Durante aquellos espectáculos despiadados, a los que acudían los visitantes, el ojo voyeur constituye lo monstruoso mirando el ser raro, no habitual, por lo insólito de sus características físicas y por la apariencia de costumbres diferentes —otras costumbres, lo otro—. Porque desde siempre lo extraño es amenazante, y se lo conjura con la exposición espectacular, en el circo, en los parques de recreo. O con la muerte. Aquellas personas expuestas al morbo por su color, rasgos físicos, prácticas cotidianas y vestidos que reproducen estereotipos de la barbarie, provocaban sentimientos contradictorios, repulsión, miedo, incluso burla, pero no debería sorprendernos que también hayan despertado deseos prohibidos, ya que lo monstruoso es ambiguo y lleva al desorden.11 Teatralidad El monstruo sufre desbordes dramáticos, se exhibe; en el fondo es un actor horrendo y obsceno, azuza. Prefiere el desafío y rompe reglas, poniendo al desnudo su carácter anómalo en el mundo normal. Es provocador en todos sus semblantes. A veces ríe, pero enseña los colmillos. La teatralidad y cierta inclinación a la puesta en escena son otras de sus tantas manifestaciones. La monstruosidad real se exhibe en las ejecuciones públicas para espantar y escarmentar. Esta galería es un ejemplo: (03/04/2022). 11  Véase Benninghoff-Lühl (1993: 77-84). 10 

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Monstruos máquinas El gólem, los robots, los cíborgs, y aún antes el perro mecánico animado, obra de Hefesto, es decir, los monstruos máquinas, algunos muy elementales y otros casi humanos, como ciertos monstruos de la ciencia ficción, acusan una inteligencia perversa. Aunque tengan fuerza desmesurada y actúen como cualquier depredador, lo ominoso en ellos no es el poder físico que sintetiza cuerpo orgánico y máquina, sino la inteligencia (humana) anormal. Esta condición última representa al cíborg como destino posible y por eso resulta ominoso (Moreno 2011). Monstruo transcultural Cada época, cada cultura incuba monstruos y, a su manera, los administra, los usa, los cataloga, los acorrala en sus esquemas de representación del mundo. Pueden pasar más o menos intactos de un período a otro, o bien se transforman parasitando nuevas corrientes culturales, políticas, técnicas y religiosas. Hay que señalar los traslapes bestiales, porque el monstruo no le teme a lo transcultural. Los faunos paganos, en el imaginario medieval, le dan las características corporales al demonio de Asia Menor. Esta transculturación morfológica se prolonga por muchos siglos hasta nuestros días, cuando Lucifer adquiere otras connotaciones, sin abandonar del todo su matiz religioso que alimenta el horror. Conservando más o menos viejas apariencias, el monstruo puede responder a nuevas “necesidades” con respecto al pasado, incorporando miedos inéditos. Estos miedos alimentaron el imaginario de la bomba atómica y desataron bestias cinematográficas durante la Guerra Fría. El monstruo mítico La divinidad instrumentaliza al monstruo para ejecutar tareas precisas. Un ejemplo paradigmático es Laocoonte. Cuando este quiso alertar a los troyanos contra la trampa del regalo aqueo, Poseidón envió unas serpientes marinas a darle muerte junto con sus hijos, para silenciar las profecías que

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habrían salvado Troya. El monstruo acompaña desde siempre a los dioses, a los semidioses y, paradójicamente, a las figuras de la religión. ¿No anda acaso el demonio por el mundo y fuera de él tentando a Jehová, a Jesús, a los santos de la Tebaida y a toda la pléyade de los mortales? Como expresión divina, y entre sus muchas funciones, el monstruo invade la épica de Gilgamesh, de Homero, los mitos antiguos, las catedrales medievales, campea en oraciones y en cánticos, forma parte de historias. Iconografía vertiginosa, las tentaciones de san Antonio agotan la imaginación con figuras diabólicas, para alimentar una cultura obsesionada en el martirio del propio cuerpo corruptible.12 El doble El doble es monstruoso. No importa que esta frase sea redundante: el monstruo es insólito en todo, incluso en los discursos que se ocupan de él. Considerándolo morfológicamente, el doble es idéntico y simultáneo, sucesivo o alternante, es otro cuerpo más allá del cuerpo, es decir combina lo imposible y lo hace posible como imaginario que desencaja la realidad. Pero el doppelgänger no solo es cuerpo. También existe algo más allá de lo físico orgánico, diferente a la sombra, a la imagen en el espejo, al retrato; me refiero al doble moral. Esos sujetos inusuales no irrumpen en el mundo por sus irregularidades orgánicas, ni por su hibridez física, sino más bien por su comportamiento, por una ruptura de carácter moral. Suelen comportarse como las buenas personas, tienen rostro, si no bello, al menos agradable, hasta el momento en que desenmascaran su aberración. Personajes así pueblan las fantasías literarias y el cine (recuérdense El retrato de Dorian Gray o, más cerca de nosotros, El vizconde demediado o El hombre duplicado), pero también se los encuentra en la vida real, en la política, algunos de ellos —grandes y nefastos— en la gran política. El doble moral es el lado oscuro que una sociedad no quiere ver de sí misma, el desdoblamiento que un individuo rechaza. Para observar la diversidad del vasto mundo del monstruo en la Edad Media habría que recurrir a una bibliografía interminable sobre monstruos, viajes, mapas y maravillas. Véanse Kappler (1980) y Goff (1986). Muchos textos literarios se alimentan de esta proliferación de demonios y monstruos: piénsese en los cuentos medievales de la Tebaida, en las obras de Dante, Chaucer, Cervantes, Voltaire, Flaubert, etc. 12 

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El doble coexiste con el original, los dos encuentran un lugar en el espacio al mismo tiempo, y pueden enfrentarse, pero en ese dato no radica lo inquietante, sino en el escándalo de que el doppelgänger desquicia el principio de identidad: hay dos seres y un ser al mismo tiempo, lo uno permanece, pero se desdobla y sigue siendo uno y también dos. Las metamorfosis Muchos seres son capaces de pasar de un estado a otro, corporal y moral; unos se quedan en el nuevo estado, otros regresan. Cuando se producen cambios sucesivos de estado, aunque permanezca la identidad —pero sin duplicación—, se trata de metamorfosis. El movimiento de alteración y lo otro en lo cual se convierten les confiere su carácter ominoso. Monstruos del más allá Algunos seres provienen del más allá, desde tiempos pasados: son muertos que retornan al mundo, fantasmas, espectros, almas en pena, aparecidos, damas blancas, sombras, lloronas coloniales de Centroamérica, poltergeister. El otro lado, el más allá de la vida es el misterio más poderoso de la muerte. Administrar ese misterio es fuente de poder. Lucrecio apuntó a él en su poema, aunque expresado con otras palabras: los dioses viven del miedo a la muerte. El monstruo también, al menos ciertos monstruos sacan fuerzas de ella. Monstruos de monstruos El diablo, monstruo de monstruos, polifonía de lo monstruoso desde los abismos, prolifera sin cesar en las iconografías del horror13 y desde el extremo opresivo de las creencias religiosas. Es el mal absoluto, y la seducción. Sin gran esfuerzo, en una de sus escasas apariciones en el Antiguo Testamento, 13 

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Véanse Batalha (2019) y Sooke (2015).

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Lucifer atrapa en sus redes incluso a Jehová cuando lo empuja a destruir a Job, por simple vanidad. A fin de cuentas, lo divino se ha mostrado mediante lo monstruoso; en otras palabras, el demonio es un instrumento, cierto rostro temible de lo divino, y forma parte de sus instrumentos. Sin embargo, el monstruo, el monstruo de monstruos, solo es una figuración inquietante en las tinieblas. Es algo más que sí mismo. Lo otro del monstruo Retomemos el método. La captación fenoménica del monstruo no se agota en la mera exterioridad, describiendo sus rostros, hibrideces, metamorfosis, locaciones de aparición, vehículos que lo manifiestan y contextos que lo nutren. El monstruo aparece y es lo que aparece, pero al mismo tiempo apunta a algo fuera de él. Mejor dicho: el monstruo no tiene substancia específica; representa algo externo a su figura. Puedo intentar decirlo con otras palabras: al entrar en escena, el monstruo arrastra consigo algo diferente de sí mismo, lo otro del monstruo. Su sola presencia remite a una fuente de sentido fuera de él que origina su condición ominosa, las razones del miedo a lo incierto, en suma y paradójicamente, el miedo que uno se tiene a sí mismo.14 Distingamos en el monstruo una condición prelógica. Esta condición es anterior a categorías perceptivas como, por ejemplo, la cantidad, la identidad, la temporalidad, la unicidad, etc. Su irrupción antinatural rompe la norma sobre la cual no hay control, pues más bien ella es legisladora. Este hecho prelógico es un escándalo, pues encadena al monstruo a algo diferente de sí mismo más allá de las categorías normales de la percepción. Tomaré prestado aquí el término metonimia. Las determinaciones metonímicas son variaciones del monstruo como el ser-otro de lo inusual.15 “El monstruo posmoderno como le pasa al científico de la película de David Cronenberg, La mosca, tiene problemas con el alma” (Moreno 2011: 575). 15  En la metonimia existe una relación externa entre el referente y la palabra. “La metonimia que me hace emplear el nombre del autor para designar una obra opera sobre un deslizamiento de referencia; no se modifica la organización sémica, pero la referencia queda desplazada del autor al libro” (Guern 1976: 17). 14 

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Máscara El monstruo es máscara, es decir, farsa y disparate, pero también tragedia, como las representaciones teatrales. Lo normalmente anormal se exagera, se amplifica hasta lo grotesco. La pura representación expresiva agrega un grado más a la ruptura de formas: diablo de feria repartiendo golpes. La paradójica irrealidad del monstruo Cierta parte de la energía que genera el monstruo radica en la incertidumbre de su mera posibilidad. Esta paradoja muestra en él una sombra maligna. No deja de inquietar que horrorice su mera condición de como si. Esta condición podría explicarse comparándola con un mecanismo privilegiado de la maledicencia, la cual funciona gracias al proceso mental de los receptores del mensaje, pues, aunque lo dicho sea falso, tiene efectos reales.16 Si con la maledicencia triunfa la mala voluntad, con el monstruo se impone lo ambiguo, lo inesperado, puesto que, al darse como si fuera real, rompe las reglas de lo previsible. Una vez aclarado esto, no nos extrañe que el monstruo le abra las puertas a lo fantástico en la literatura, en las artes e incluso en la vida cotidiana “real” con su desplante subversivo contra toda norma. Como lo resume Roas en el artículo citado, “el monstruo fantástico es siempre una anomalía” (2019: 36). O si se prefiere expresado en otras palabras, el monstruo amenaza con la posibilidad de lo imposible, esa fisura entre las cosas, y por eso distorsiona las fronteras entre realidad e irrealidad normalmente estables. Cuando su entidad fantasmática atraviesa lo que tenemos por real y nos arrastra consigo, caemos en un trance de desconfianza que realiza lo irreal y hace temblar nuestras expectativas de normalidad en el mundo. Tal vez sería útil pedir prestado aquí un concepto de Jean-Paul Sartre: el verbo irrealizar.17 La conEste fenómeno de difusión con efectos de realidad se ha generalizado en las redes sociales, o a causa de ellas y a su rapidez para difundir no-verdades. Véanse Pastor (2020) y Portillo Rodríguez (2019). 17  Puede verse el concepto irrealizar en Sartre (1975: 22). 16 

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ciencia irrealiza lo monstruoso, le da estatus de realidad a lo imaginario. No debería causarnos sorpresa la paradoja de que le damos vida a la irrealidad del monstruo, pero ocurre así, porque la conciencia autohipócrita necesita del monstruo como algo existente. Siempre el mal El monstruo es simbólico, apunta a otras cosas; y a algo más: me refiero al mal. Siempre el mal. Ninguna cultura, ninguna representación de la realidad, ningún ser humano escapa al vórtice del mal ni a sus representaciones: el mal es riesgo, amenaza, tentación, repugnancia y, en el extremo de lo posible, tragedia y crimen, el mal es experiencia límite de la voluntad. Cada sociedad alimenta un canon del mal, cualquiera que sea. Para ponerle rostro, los monstruos le sirven, prestan un servicio simbólico. Estos seres anómalos arrastran el mal, y ponen la cara para que un sujeto y una sociedad vean en ellos lo que no quieren ver frente a frente. En otras palabras: si se quiere hallar (o constituir) un orden de importancia en las variantes del simbolismo monstruoso, las más importantes representan el mal. Como quiera que se lo analice, existe aquí mismo otro factor asociado al mal y al monstruo: el poder, o, si se prefiere, la violencia. Pero centrémonos por ahora en el poder simbólico. El monstruo es una figuración del poder mismo que alude a la violencia potencial y a sus consecuencias. La cinematografía teratófila (principalmente la de Hollywood), así como los videojuegos, exhiben muchos ejemplos de ello, con un acento obsesivo en las escenas caóticas, en las batallas y en la guerra, en la destrucción material. Puedo matizar esta idea usando otra perífrasis. El monstruo enlaza el miedo, el mal y el poder en un mismo nudo, al menos de dos formas: la primera ocurre cuando el poder es monstruoso por su misma presencia, sin mediación simbólica, y por sus efectos desdichados (no se olviden los regímenes criminales); y, la segunda, cuando el monstruo incorpora ingredientes del terror, porque entonces el individuo no encuentra otra salida que la de plegarse a esas fuerzas y esquivar desgracias mayores (la Inquisición, las policías secretas, las bandas criminales).

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La fábrica de monstruos está en la autohipocresía Hasta ahora los monstruos se presentan bajo la perspectiva de objetos determinados por múltiples caras y funciones y por su representatividad en contextos cambiantes. La rica bibliografía que conozco, llena de matices y líneas de investigación, le da preferencia a esta visión objetiva. Haciendo un giro en el enfoque, para seguir con la exploración por terrenos menos visitados, me interesa retroceder en el orden ontológico.18 Propongo estudiar el monstruo en su condición subjetiva, pero no en general, sino bajo cierto punto de vista. El recorrido descriptivo por el fenómeno monstruoso, sus variaciones y funciones, abre la mirada a un campo rico en consecuencias. En este punto es necesario volver a los orígenes, hacia donde nos retrotraen los rostros bestiales. Me refiero al movimiento del ojo observador hacia atrás, los abismos de la subjetividad, y esto comporta un retorno al extraño universo del yo en que se hallan las fuentes de la imaginación, la fábrica de la moralidad, el impulso espontáneo que lleva a la conciencia a valorarse a sí misma con anterioridad a cualquier juicio ex post sobre la conducta. Reordenando las ideas bajo esta luz, el término monstruo figurará al menos en tres funciones o modos de la conciencia (no sé si indisociables) por los cuales el yo habita el mundo moral, el propio y el colectivo, constituye este mundo y se relaciona con él y consigo mismo por medio de él. Me refiero a la autopercepción, a la construcción de la moralidad, a las coartadas morales y al autoengaño.19 Empecemos con la subjetividad en tanto se atribuye o construye valores y actúa con arreglo a estos. El punto de partida puede ser desconcertante por lo obvio: nadie escapa a la necesidad de valorar su conducta con respecto a Aunque propongo un enfoque particular, señalo que, por supuesto, la perspectiva subjetiva ha estado presente en los análisis, así como en el tratamiento ficcional del monstruo. “La inestabilidad de sus límites se expande a la falta de certezas que caracteriza al yo posmoderno, quien también se enfrenta a la posibilidad de que el monstruo esté en su yo más íntimo, en su lado más oscuro e inaceptable” (Álvarez Méndez 2018: 323). 19  Véanse Rafael Ángel Herra (2012: 33-47) y Edoardo Giannetti (2005: 87-109). Mi perspectiva no es psicológica ni sociológica, pero pueden confrontarse los libros de Goleman (1997) y el estudio de G. Patarroyo y Muñoz Serna (2019). 18 

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sí mismo y frente los otros. Los otros son referentes de la moralidad. En la práctica nunca me percibo en mis actos sin más, como si mirase un vaso de agua pura, puesto que el fenómeno de la autopercepción es complejo y raramente translúcido. La autopercepción, que está lejos de parecerse al vaso de agua pura, es turbia, abigarrada, llena de frenos y rodeos y, por sobre todas las cosas, autocomplaciente. Al final de cuentas no sorprenderá admitir que la autopercepción puede ser fácilmente autohipócrita (empleo adrede esta palabra extraña y eficaz); el percibirse a sí mismo un sujeto ocurre a pasos torpes, avanza, echa atrás, se lamenta, se exalta, se escandaliza y al instante tiende un velo sobre el escándalo. La fábrica de monstruos se encuentra en el corazón de la autohipocresía. Esta condición caracteriza a individuos y sujetos colectivos emparentados por intereses y metas. Valoro mis acciones, las anclo a un referente ideal, rudimentario o elaborado, pero vigente. A esto se suma un pequeño matiz que llama la atención de inmediato: en la forma en que percibo a los demás doy cuenta de cómo me percibo y organizo mis valores de referencia, cómo los llevo a la realidad y me miro con respecto a ellos para darles vigencia. Acotada esta observación, volvamos al tema. En cada acto autoperceptivo intervienen mediaciones múltiples, es decir formas interferidas de observarme. En el marco de estas observaciones poco complacientes con lo que suele llamarse buena conciencia, se revela un hecho: el mal siempre es un punto de referencia, por no decir un pivote en torno al cual gira la autopercepción moral, no porque deba triunfar, sino porque marca un horizonte de contraste que se impone por sí mismo para que yo pueda medir mis acciones. Parece exagerado, pero no. El mal es un imán, el vértigo frente al acantilado o, si se prefiere —empleando un viejo término—, el mal funciona como si fuera una segunda naturaleza del ser humano. Un como si escandaloso frente al cual preferimos el lecho tibio de la buena conciencia. Por supuesto no voy a preguntar (y posiblemente es imposible responder) si el mal es parte de la “naturaleza humana”, si es connatural, si es un “instinto” que ancla la conducta a ciertos actos considerados perversos, o si mueve mi conciencia hacia ellos sin una razón obvia, aunque pueda ser a favor de la supervivencia. ¿El placer originado en el dolor que se le inflige a otro ser vivo (mujer, hombre, o cualquier individuo natural, en cualquier escala de

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complejidad orgánica) es consubstancial al ser humano?, ¿o es una conducta aprendida a lo largo de la evolución como resultado colateral de los mecanismos de autodefensa? No hablo de poner las cartas sobre la mesa, pero sí de formular la pregunta sin rodeos: ¿la crueldad es algo connatural a la conducta humana? Por de pronto, sacando inferencias por medio de comparaciones, creo posible sentar una hipótesis: puesto que no hay evidencia de conductas crueles en seres vivos no humanos, infiero que solo el homo sapiens es cruel, tal y como lo investigaron en su momento Konrad Lorenz (1969) y Erich Fromm (1977) para mencionar al menos dos nombres y disciplinas diferentes. Retengamos la idea convencional de que la crueldad consiste en gozar el mal que se le inflige a otro. Este hecho le suma un plus a la agresión: el placer. Insisto en la pregunta: ¿el ser humano es cruel por naturaleza? Según mi información sobre los estudios al respecto, existen dos respuestas típicas: o bien la agresividad maligna tiene origen natural, o bien es conducta aprendida (a causa de procesos psicológicos, modelos sociales de conducta, relación con el poder, experiencias traumáticas vividas, infancia, etc.). En muchos sujetos el mal está ahí, latente, en la máquina de tortura de su vida interior; si se le presentan las condiciones, la activan con sumo deleite. Algunos (¿muchos?) lo hacen a sabiendas, sin pretextos y por gusto, y se quedan tranquilos y dispuestos a nuevos golpes, esperando la oportunidad. Servir al aparato represivo de un estado les puede dar una coartada para torturar impunemente y a gusto. No tengo más que recordar aquí los resultados imprevistos del conocido experimento Milgram. Como quiera que se lo explique, el mal es un horizonte de posibilidad de la conducta humana, está cerca, a la mano, es una amenaza en el interior mismo de la conciencia moral. El sujeto tiene que habérselas con él, sin poder eliminarlo de su vida. Sin embargo, aquí las cosas tampoco son claras y transparentes. Existen traslapes, zonas grises, es decir, el campo impreciso de la conducta en el cual el agente moral altera los motivos por los cuales actúa. Esos motivos pueden variar incluso con respecto a un mismo acto. La autopercepción pone en movimiento una serie de recursos orientados a determinar a su modo la imagen de sí mismo que quiere darse el yo, para ponerla a su servicio y hacerla pública. En este gesto, la imagen no es solo especular, tal como funciona el espejo al devolvernos el rostro, cumpliendo

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una ley física. Al observar mi conducta, por lo general necesito (auto)justificarme antes o después, aunque sea vagamente, gracias a un procedimiento gratificante que podemos llamar autoengaño, cuyo patrón básico es muy simple y harto conocido en el mundo de las coartadas morales: durante el autoengaño (me) doy como móvil de la acción un factor falso para ocultar el verdadero, pero matizado. Este mecanismo acude a un truco que lo distingue de la manipulación cínica y calculada: me interesa que las razones íntimas de mi actuación queden ocultas ante mí mismo (autoengaño), y no solo ante los demás (engaño o cinismo). Observándolo desde otra perspectiva, el autoengaño entra en escena mediante patrones muy simples formalmente, pero al mismo tiempo complejos por sus antecedentes, por la intención moral que los anima y por sus consecuencias. No nos extrañe que a veces (¿a veces?) una colectividad entera, es decir una comunidad de intereses, viva en un estado de autoengaño con respecto a ciertos campos de valores encargados de servir como material de cohesión social, por ejemplo, la religión, la raza, o el odio manipulado contra otros (contra los inmigrantes, los afrodescendientes, los indígenas coterráneos en algunos países…) a los que se les imprime la marca de la bestia: en su imaginario demoledor, ellos son los otros amenazantes, diferentes, imprevisibles, y corroen nuestra sociedad. Lemas como el ingrato America first tuvo una apariencia afirmativa, pero sus motivos nacen también de la exclusión, es decir, su fuerza radica en lo no dicho, en sus silencios (Campra 2019: 151). Lo curioso y la gran utilidad pragmática del autoengaño en la vida cotidiana consiste en convertir a la autopercepción en un procedimiento (no sé si llamarlo sistema) de complacencia moral del sujeto consigo mismo, y constituye el aparato que posibilita las coartadas morales para ofrecer a los demás una cara dulce que ya he dulcificado ante mí mismo. Las coartadas morales son justificaciones a priori, espontáneas o no, que se truecan en móviles de la acción. Siempre arrastran consigo el pasado, es decir están sedimentadas como valores, creencias, etc. en la conciencia del agente moral, y tienden al futuro, abriendo la posibilidad de acciones que el yo, por esta misma sedimentación, da por justificadas incluso antes de producirse. Es un truco útil, muy útil porque tranquiliza. Tranquilidad sobre todo, aunque la conciencia tenga a la vista valores que condenen el acto. Si creo, por ejemplo, que hay “razas inferiores”, encuentro en esa afirmación la coartada para hacer el mal a cualquier miembro de esas “razas”, y lo hago sin ambigüedad moral,

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sin dolor, confiado en actuar bien, puesto que dispongo a priori de un marco de “legitimación”. Otra actitud con iguales características degrada a la mujer frente al hombre, amparándose en una larga pseudolegitimación histórica: si el hombre medieval monstrifica el sexo femenino, está preparado para atribuirle cualquier cosa, incluso vagina dentada, según un mito bestial conocido en la Edad Media. Aparte del horror emocional a lo frágil de la propia masculinidad que se oculta en él, ese mito es una coartada en otro plano de la conciencia moral. Las coartadas funcionan cómodamente gracias al artificio siempre a mano de los patrones autoengañosos de mi conducta. El autoengaño favorece la autopercepción benigna que al mismo tiempo es una autovaloración moral. Este procedimiento servirá para justificar mis actos a la luz de un motivo impostor cuyo propósito logra correr un velo ante el móvil verdadero. Pues bien, volvamos al monstruo. El monstruo bien amado de la perversidad encaja en la concepción de autoengaño esbozada aquí. En efecto, el autoengaño no es más que una de sus tantas figuraciones cuando el yo moral construye ficciones con efectos reales durante el proceso de “justificar” males que comprometen su actuación. No es extraño unir aquí tres conceptos: monstruo, autoengaño y teratofilia, aunque esto deberá ser materia de una reflexión aparte. Para seguir el hilo, aclaro un punto: las emociones y la moralidad se traslapan en la práctica conductual, aunque sean dos campos de la conciencia esencialmente distintos y se los trate teóricamente por separado. De hecho, entre los estudios sobre lo monstruoso predomina el interés por el campo emocional y simbólico. En todo caso, junto a su papel en el escenario de la moralidad, el monstruo —así parece sugerirlo su larga vida— resuelve situaciones emocionales. Esto puede observarse en niños pequeños. Los personajes monstruosos de cuentos infantiles les hablan muy de cerca sobre su relación con los adultos, o —lo que es equivalente— con respecto a fuerzas que los sobrepasan y de las cuales dependen. No es raro verlos fascinarse al escuchar historias crueles edulcoradas. Todo parece indicar que, mediante las ficciones, los niños conjuran miedos reales.20 Sin desestimar este factor emocional de lo monstruoso, he querido volver los ojos al campo ético, donde se fabrican las coartadas del monstruo. Es fácil 20 

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Véanse Bettelheim (1977: 7-25) y Herra (2005).

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echarle culpas, convertirlo en chivo expiatorio y azote de la normalidad. Nadie como él puede irrumpir en el mundo exterior ordenado, ni nadie como él le da paz a la conciencia frente al propio mal, que echa mano de cualquier artilugio para vivir sin grandes tormentos. El monstruo amenaza, pero tranquiliza, porque no soy yo el malo, sino él. El autoengaño es ingenioso. Logra pasarle la cuenta de mis gastos a otro. Al monstruo. Esa es la autohipocresía, cierta forma de conciencia moral equidistante entre los extremos del autoengaño y el cinismo. Queda por precisar un punto. Esta lectura del monstruo desde la perspectiva autohipócrita explica su carácter ominoso. El monstruo fantástico, esa aparición que pone en crisis mi tranquilidad en medio de un mundo normal y regulado, es aterrador porque me pone en evidencia conmigo mismo, con la normalidad que creo encontrar en mí y en el mundo por añadidura. El monstruo me sirve y me perturba. El monstruo no tiene substancia Lo sabemos y se ha reiterado tantas veces: el monstruo es la bestia de las mil figuras cambiantes, vive lejos, más allá, en los confines del mundo, fuera del mapamundi, en las galaxias de la ciencia ficción, pero también está aquí entre nosotros, muy cerca, muy íntimo, más próximo de lo que asumimos en la intimidad de nuestro propio yo, como si viviésemos con nuestro doble a mano para usarlo a conveniencia, como un guante. Buen servidor, se encarga de oficios acordes con la suciedad, lo tenebroso, lo terrible, lo inadmisible, lo perverso, lo depredador amenazante. Entre tantas apariencias que lo determinan, podemos sospechar que el monstruo no tiene substancia propia: su ser se caracteriza por ser sus apariencias. No es único, sino múltiples caras, máscaras sin nada detrás, salvo una fuente de vida que proviene de lo otro del monstruo, el sujeto que lo crea en los actos de la autopercepción. Echar una mirada a la historia y a los mitos, repasar iconografías, decoraciones arquitectónicas, fuentes literarias y cualquier otro artefacto de manifestaciones bestiales, debería enseñarnos a ver en el monstruo los miedos, angustias, ascos, delirios, fantasías, odios, culpas y pesadillas de la cultura que lo reproduce y sustenta, de los seres humanos que lo hacen aparecer con su aire

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disruptivo en un entorno aparentemente ordenado. El sujeto productor está imbricado con el sujeto que lo consume, lo utiliza y lo teme. Pero no debe sorprendernos otra cosa: los bestiarios trascienden a sus productores; muchos se renuevan en circunstancias diferentes a las originarias según las angustias y apetencias del público consumidor y en consonancia con los vehículos que los ponen en circulación. Deteniéndonos un minuto en el presente, los bestiarios son una reserva útil, casi ilimitada, que enriquece el material de los cómics, el cine y, en la última etapa de mediación, los videojuegos. Incluso los hechos históricos llegan a ser reinterpretados bajo un haz de intereses, incluso geopolíticos, algunos coyunturales, otros de largo plazo. Eso ocurrió con la película 300: detrás de las bellas imágenes de guerra, calcadas del cómic de referencia, se connota cierta imagen monstruosa grotesca de los persas, léase Irán. Cualquier pretexto sirve para crear, rediseñar, resemantizar figuras y ajustarlas a los miedos vigentes. El monstruo no es una substancia, es un reservorio vacío de muchas caras que sirve de coartada moral para revestir conductas imposibles de presentar al desnudo. En todo caso no hay que perder de vista que la deformidad corporal y lo monstruoso moral suelen ir de la mano, como se ve históricamente.21 Otra vez el otro Llegados a este punto, cobra nuevo matiz el otro. El otro inquieta porque el yo lo reconoce más allá de sí mismo, porque es una aparición casi siempre deforme del doble. Las historias sobre el espejo, el retrato, los reflejos, las fotografías, las sombras, los gemelos, etc., anuncian en la imagen duplicada al sujeto que capta su propia duplicación y se lo dice él a sí mismo por medio de un artefacto exterior; este artefacto puede ser su propia copia corporal idéntica o deforme. Le narra sus miedos, angustias, degradación orgánica y agresividad latente. Pero le habla con sesgos, como un espejo ondulado. El yo repliega estas fantasías en lo otro, en el reflejo asumido como algo exterior a él. Aunque solo lo adivine entre los pliegues, ese otro arrastra “Cornelius Gemma établit de façon général le lien entre désordre moral et désordre de la nature”, “ne nous étonnons donc pas si les hommes du xvie siècle joignirent hérésie et monstrueux” (Delumeau 1983: 156). 21 

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consigo la fuerza, las tinieblas y las máscaras de su productor. El monstruo, cualquiera que sea su apariencia, ese otro yo está ahí al acecho para facilitarle la vida al sujeto recogiendo su basura. Este lo asume y deposita en aquel la valoración moral de la propia conducta y las angustias fantasmáticas que necesita conjurar en el doble monstruoso. Gracias a que el malo es otro, aunque sea el doble, logra la tranquilidad, pues el monstruo, rico en paradojas, aterroriza y tranquiliza al mismo tiempo. Por eso se distinguen villanos y héroes, al menos en las representaciones simbólicas. El héroe llega a serlo derrotando monstruos, como en las epopeyas, novelas de caballería y cuentos infantiles. El monstruo está en todas partes, pues en todas partes hay anomalías.22 Avancemos un paso más: no solo hay héroes y villanos gracias al monstruo; también el sujeto moral le imprime legitimidad al poder, alienando en él la tarea de protegerlo. En el fondo, muy en el fondo —esta es otra paradoja—, confía en que el poder lo proteja de sí mismo. Lo sabemos desde siempre, o digamos desde casi siempre (para no correr el riesgo de exagerar una cuestión tan compleja). No es otra cosa la tarea de las mediaciones. ¿Cuántas sociedades les han concedido a brujos, magos, arúspices, sacerdotes, imanes y a otros intermediarios el derecho a mediar con el más allá y a servir de intérpretes, pero también de escudo y espada contra las tinieblas? San Miguel liquida al dragón reproduciendo el patrón de Perseo y la Gorgona. Nos entregamos a la bestia como Caperucita Roja al lobo malo. A diferencia de esos relatos, nuestra “inocencia” está sellada por el autoengaño. En muchas historias de buenos y malos, pienso en las películas de vaqueros, los héroes civiles sustituyen el papel del Estado (por definición bueno) empañado por el sheriff u otro funcionario bribón. Pero esta idea del Estado ha tenido un valor inverso en relatos distópicos (Nosotros de Zamiatin, 1984 de Orwell, etc.); el Estado es el mal mientras el héroe civil se eleva como víctima y opositor. En películas como Alien, el villano, más que el monstruo, es una empresa, la compañía. El monstruo, el malo, marca el contraste, esa coartada moral que fabrica agentes externos para cargarles la responsabilidad. Excepto en un léxico dedicado exhaustivamente a las obras de fantasía donde curiosamente no aparece la palabra Ungeheuer, monstruo. Véase Feige (1999). 22 

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Otras observaciones metodológicas Volviendo a mi propuesta de trabajo, voy a hacer dos observaciones metodológicas. Decía al empezar esta exposición que no es posible definir técnicamente el monstruo según los modelos lógicos y científicos que sirven para definir, por ejemplo, el espectro luminoso o las figuras geométricas. El monstruo es ambiguo, polifónico, polimorfo, está vivo y muerto, es orgánico y deforme, sufre metamorfosis, asusta y causa risa, me sirve para cargarlo con mis culpas, carece de substancias, es y no es. A veces se identifica por sus efectos, como la peste. También hay monstruos morales ocultos en un cuerpo hermoso. En suma, considerando la imposibilidad de definirlo convencionalmente, es preciso valerse de otros procedimientos de compresión. Primero he seguido un método descriptivo de monstruos y sus variaciones. Luego señalé su riqueza de significados, algunos más o menos estables, otros cambiantes según el emisor y el destinatario de sus apariciones. Esto llevó al paso siguiente, ya no al objeto monstruo, sino a su origen subjetivo en las dudas, angustias, autovaloraciones y coartadas del sujeto moral. Propuse la idea de que el monstruo se gesta en lo más profundo del yo, en ese terreno pantanoso en el cual el yo se observa a sí mismo y se rechaza como otro, pero instituyendo en el otro los pretextos de su tranquilidad. Al monstruo no le importan las contradicciones. Tal parece que al sujeto moral, tampoco. Si a este lo seduce el mal, tiene a la mano aquel fantoche para endosarle la atracción culpable. A partir de este punto, observamos otros juegos del monstruo en la dinámica social, en las relaciones con el poder y en los miedos que acompañan al yo en sus lazos con los otros: el otro social, el otro inmediato y el otro lejano. Términos operativos y temáticos Quiero terminar esta parte de mis disquisiciones aportando otro punto de vista metodológico apropiado para nuevos estudios. Me refiero a la cuestión de método que puntualiza Eugen Fink, de la escuela fenomenológica, en su artículo titulado “Operative Begriffe in Husserls Phänomenologie” (1957). Fink propone distinguir los términos que designan el objeto de la investiga-

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ción frente a los que se emplean como términos operativos del pensamiento. Este ejercicio de diferenciación es importante en cualquier disciplina, más aún si el asunto en estudio es ambiguo desde el principio. Pongo un ejemplo: Dios, en Descartes, es un término operativo por dos razones: apoya el proceso lógico esgrimido para demostrar la existencia del ego y es la garantía metafísica de esa existencia. El concepto “Dios” no designa un objeto investigado. Pero al convertirse en punto de apoyo de un proceso deductivo, ¿no adquiere una función como objeto de estudio? Descartes no lo explora, da a Dios por sentado. Algunos términos entremezclan las dos funciones en momentos separados del discurso. La combinación lexical “opinión pública”, por ejemplo, unas veces constituye el objeto de estudio en sí misma; otras, da nombre a la función operativa del discurso social. El artículo de Fink es un referente de estas cuestiones de método. No descarto un truco autorreferencial: si se estudia un término operativo junto con sus características, este acto de conocimiento, desde luego, lo convierte en concepto temático. Paradojas del lenguaje y del metalenguaje. He llegado a este punto, pues considero útil aplicar la distinción finkiana a las presentes reflexiones dirigidas a describir primero el monstruo, sus manifestaciones objetivas, sus funciones y luego sus orígenes subjetivos en la conciencia moral. ¿La palabra “monstruo” designa un concepto temático o un término operativo? “Monstruo” nombra por de pronto un ente dado a la reflexión cuya forma de aparecer es cambiante e incluso contradictoria, ¿o es solo una palabra útil y manipulable para referirse a una cosa, res cogita, que responde al mismo tiempo a cierta actividad de la conciencia, res cogitans? El estado de cosas es impreciso. Me inclino a entrever una ambigüedad de fondo: el término “monstruo” designa tanto la intentio temática como la intentio operativa. Ambas son modalidades de la investigación en las cuales “monstruo” es objeto del discurso en sí mismo e instrumento operativo para referirse, por medio de él, a fenómenos cuyos sentidos provienen de otra parte. Este doble uso lexical no hace más que reiterar la ambigüedad de la palabra “monstruo”, la cual designa las múltiples apariciones de un ente cuyas significaciones dependen de arbitrios subjetivos y sociales, pero también le sirve a la reflexión como artefacto lingüístico para referirse a esos otros entes que solo aparecen como fisuras de la normalidad. En unos casos —sin

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distinción o con ella— “monstruo” es tema de estudio; en otros, la palabra designa el acto operativo de la lengua dirigido a hablar de lo otro oculto, designado por el mismo vocablo. Lo que mienta “monstruo” es confuso, como agua turbia, pero también son confusas la palabra misma y su función lexical en el discurso que lo estudia. Hablando de palabras rebeldes, al final de estas reflexiones quiero retomar el mil veces citado juego de palabras de Francisco de Goya sobre los monstruos y el sueño de la razón. No me cansa el masoquismo de saber que Goya se ríe de nosotros gracias a la ambigüedad de la palabra española “sueño”. En lengua alemana no habría podido hacerlo, pues se distingue entre sueño (Schlaff) y sueño (Traum). Aceptemos el juego, puesto que tanto el sueño como el monstruo sirven incluso para eso. Juego tenebroso como el que más. Si la razón duerme, se alborotan las pesadillas que fabrican monstruos. Si la razón sueña, los monstruos se apoderan de ella. Como quiera que sea, el monstruo manda con toda su arbitrariedad ominosa, ya que no obedece a la razón lógica, y cuando esta descansa, aquel hace de las suyas. Podemos decir, usando una vieja terminología, que la palabra monstruo tiene pocas notas (o características) y se aplica a múltiples individuos. Esas notas tampoco son constantes; fluyen como el río de Heráclito convertido en remanso oportuno para que se contemple Narciso, pero siempre agitado por los torbellinos que causan las tormentas donde se adivina otro yo. Ese otro yo que fabrica las figuraciones del monstruo.

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II. CONTEXTUALIZACIÓN TEÓRICO-CRÍTICA

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EL MONSTRUO COMO ELEMENTO CLAVE EN LOS GÉNEROS DE LA FASCINACIÓN: REFLEXIONES ACERCA DE SU CARACTERIZACIÓN, SU SENTIDO Y SUS EFECTOS* Miguel Carrera Garrido Universidad de Granada, España. Grupos GEF y GEIGhd

Es como si todo el planeta fuese el receptáculo de las páginas de un gran bestiario de múltiples autores que se convierte, de esta forma, en el hogar de las más diversas criaturas, hoy más “sueltas” que en cualquier otro momento de la historia. La Tierra sería una especie de zoológico inusitado para la creatividad humana, engendrado en el transcurso de milenios: fantasfera. Un “orbe-bestiario”, que intercambia libremente sus criaturas, las cuales sufren modificaciones, muchas veces sutilísimas, de acuerdo con la cultura en la que se expresan. Y ese universo de lo fantástico tiene ciertamente su razón de ser: ningún monstruo se crea, reinventa o invoca por casualidad.1 Adriano Messias, Todos los monstruos de la tierra La idea del monstruo corre pareja con la de la maravilla, con la de milagro, con la de portento. El mundo es una maravilla y el monstruo, la maravilla de las maravillas. Héctor Santiesteban, El monstruo y su ser

Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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Los monstruos y la fascinación El presente texto se cuestiona sobre el lugar que ocupan los seres monstruosos en tres de los principales géneros o modalidades de lo insólito: lo fantástico, lo maravilloso y la ciencia ficción.1 También, dada su vecindad y frecuente hibridación con tales estéticas, hablaremos del terror. Aun cuando en este no es obligatoria la irrupción de lo ontológicamente imposible y, por lo tanto, caería fuera de lo insólito stricto sensu, los monstruos gozan en sus historias de un enorme protagonismo. Según Moreno, “existen diferencias fundamentales entre la manera de contemplar el motivo del monstruo según el género narrativo” (2011: 472). Nuestro objetivo en este capítulo consiste, precisamente, en escrutar las formas en las que las figuras monstruosas suelen ser presentadas dentro de la diégesis y dilucidar cómo son percibidas tanto por los personajes como por el receptor; ello nos permitirá llegar a una serie de conclusiones en torno a su naturaleza, funciones y efectos en cada una de las modalidades convocadas.2 Dejando, así, interpretaciones de mayor abstracción para trabajos posteriores de este volumen, nos centramos en el nivel elemental de significación y descodificación del monstruo. Para ello, partimos de la hipótesis de que este —entendido como “el desvío de la norma, la violación de los límites en relación a lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico, y también moral y social” (Casas 2018: 10)3— conecta directamente con el También podríamos haber incluido el realismo mágico o lo real maravilloso. Creemos, no obstante, que el lugar que ocupan los monstruos en sus ficciones es comparativamente menor. En cuanto a otras modalidades afines a lo insólito, como el surrealismo, lo grotesco o el absurdo, lo monstruoso desborda, creemos, los contornos de una sola figura, haciéndose extensivo a todo el mundo representado. 2  En este texto no se prestará atención a las especificidades de cada modo de representación (literatura, cine, teatro, cómic, etc.); el enfoque será eminentemente conceptual, tendente a la abstracción, y válido, a priori, para todos los medios expresivos, si bien nos hacemos cargo de que ciertas afirmaciones serían matizables en función del modo al que se refirieran. 3  Claro que el monstruo, bajo ciertas circunstancias, también puede representar al statu quo, esto es, al orden establecido. Ello ocurre cuando dicho orden es, en sí, perverso, represor, es decir, cuando incluso la presunta normalidad se revela anormal. A este respecto, Cuéllar Barona aduce el ejemplo de las películas slasher, en las que el asesino “pasa de ser una amenaza a ser un castigador, encarnando una posición (moralista) frente a los valores que defiende. 1 

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que juzgamos eje unificador de los géneros insólitos (también del terror); un ingrediente que, en mayor o menor medida, comparten todos ellos: la fascinación; fascinación, vale aclarar, del lector, espectador o jugador, antes que de los sujetos ficcionales, y que, en lo que se refiere al monstruo, adopta varias expresiones en función del esquema de fuerzas en el que se vea inserto; pues, como arguye Conte Imbert, “la naturaleza del monstruo no ha de entenderse como algo sustantivo, una propiedad definitoria, sino como un mecanismo relacional, algo que marca en la relación o contacto con una criatura su carácter de monstruo.4 Dicho mecanismo relacional viene definido por un registro de acciones e impresiones que pueden abarcarse bajo el denominador común de fascinación” (2009: 183; énfasis nuestro). Tal fascinación no es, con todo, simple o uniforme: la distingue una ambivalencia de base, merced a la cual juicio y sensibilidad, lejos de decantarse por el polo positivo o negativo, confunden ambos, experimentando al mismo tiempo atracción y rechazo, maravilla e inquietud, admiración y espanto ante lo exhibido en la ficción. Por supuesto, la inclinación hacia un extremo u otro dependerá del ámbito que se pise y el tono dominante, y si en el terror la balanza se escora hacia el lado oscuro, desasosegante, en lo maravilloso lo hace, a priori, en dirección contraria. Según Martín Alegre, “[l]o extraordinario se manifiesta en distintos grados y distintos géneros […]. Para entender adecuadamente nuestra fascinación tendríamos que considerar no solo la propia naturaleza de los Otros, sino cómo los códigos de cada género nos invitan a reaccionar de modo distinto” (2000: 23); lo cual no obsta para que siempre sea dable apreciar esa dialéctica, esa tensión irresoluble entre sufrimiento y placer, miedo e ilusión. La siguiente observación de Martínez Biurrun y Pitillas Salvá, a propósito del famoso pasaje de Alien (Scott 1979) donde hace su estruendosa entrada el chestburster, es ilustrativa de la que […] En esta medida el monstruo pasa de ser un transgresor a ser el guardián de la moral y el orden” (2008: 237). 4  En esto coinciden muchas voces. Para MacCormack, por ejemplo, “it is the structure of relation with the monster that creates its meaning, rather than the quality or nature of the monster itself ” (2020: 532). De hecho, en términos que trascienden la ficción, se podría decir que no existen los monstruos como tal; estos solo se definen en relación con una idea de normalidad, y, por lo común, desde la mirada de una autoridad incuestionable: “O sea, siempre hay alguien que dice quién o qué es un monstruo” (Messias 2021: 200).

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define a la vertiente más visceral del terror: “La escena provoca una mezcla de repulsión y fascinación. Sentimos asco, pero no podemos dejar de mirar lo que sucede, ni dejar de pensarlo o compartirlo” (2021: 61); dictamen que extienden también a la variedad psicológica, remitiéndose al final de Psycho (Hitchcock 1960): “El galimatías perceptivo, en claroscuro cambiante, nos perturba. Nos fascina en la misma medida en la que nos provoca incomodidad” (2021: 63). Esta irreductibilidad del sentimiento y la razón no es sino una respuesta coherente con la complejidad que reviste el propio ser monstruoso, en cuya condición, apariencia y comportamiento se entrecruzan —a ojos, otra vez, del receptor, más que de los personajes— nociones teóricamente incompatibles, como son lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, lo amigable y lo hostil, lo sorprendente y lo aterrador. “[L]as formas monstruosas poseen un profundo carácter de ambigüedad”, constata G. Cortés (1997: 21), quien glosa “la alternancia de repulsión/seducción que sentimos frente a lo monstruoso” (1997: 39). Por su lado, dice Martín Alegre: “La diferencia y la alteridad siempre nos inquietan y nos alarman, pero al tiempo nos fascinan, de modo que, cuanto más pronunciada es la diferencia entre el monstruo y lo ordinario tanto mayor es nuestra fascinación” (2000: 23). La fascinación así entendida trae a las mientes otros conceptos anteriormente empleados para abordar la ficción insólita y, también, la figuración de la monstruosidad. De ellos destacan dos, a medio camino entre la estética, la filosofía y la psicología: lo sublime y lo siniestro. Si decidimos no aplicarlos es porque pensamos que ambos —en especial el segundo— ponen excesivo énfasis en el significado perturbador de lo representado y de la reacción ante ello. Para abordar los géneros elegidos, para hacerlo desde un prisma integrador, estimamos operativo introducir un término más amplio, susceptible de extenderse a ámbitos de varia índole, no esencialmente inquietantes, donde, a cambio, vibra ese sentido de la maravilla que tan a menudo se ha esgrimido para referirse a la ciencia ficción.5 La fascinación, tal como aquí se concibe,

Como reza la Encyclopedia of Science Fiction, “the ‘sense of wonder’ comes not from brilliant writing nor even from brilliant conceptualizing; it comes from a sudden opening of a closed door in the reader’s mind” (Nicholls y Robu 1993: 1084). Véase cómo, sobre todo esto segundo, se vincula con nuestro concepto de fascinación. 5 

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está estrechamente emparentada con esta popular noción —también con las acuñadas por Otto (1936) en sus ensayos sobre lo sagrado, igualmente aplicables al análisis de lo insólito—6, si bien incorpora la paradójica coexistencia antes citada, abriendo la puerta a que eventos, espacios y seres del relato —con el monstruo a la cabeza— maravillen a la par que horroricen a quienes lo reciben. En lo siniestro, se nos dirá, se registra una tensión parecida entre la seducción y el horror. G. Cortés, de hecho, lo vincula directamente con el monstruo, argumentando que este “refleja la fascinación que lo siniestro ejerce sobre el ser humano” (1997: 39). Esta fascinación, pese a todo, no se identifica con la nuestra: la de lo siniestro, deudora del psicoanálisis y la indagación en el inconsciente, apunta más a tabúes, deseos reprimidos y filias inconfesables que al simple, puro, deslumbramiento que puede experimentar un adulto en presencia de algo opuesto a las categorías que rigen su existencia; o mejor aún: un niño ante cualquier fenómeno o criatura que estimule su imaginación, generándole la fantasía de trasladarlo más allá de la mediocridad del mundo cotidiano. Tal luminosidad, tal enriquecimiento de los sentidos y el espíritu —que suelen ir acompañados, sí, de zozobra, mas sin verse necesariamente ensombrecidos por esta— cabe en nuestra fascinación: no tanto, nos parece, en lo siniestro; cuando más, en lo sublime y su cuestionamiento de las ideas clásicas sobre la belleza, que, aun así, también privilegia eventos, seres y parajes inspiradores de terror y sensación de peligro.7

A este marco de referencia —más en concreto, a la vivencia de lo que Otto llama mysterium tremendum et fascinans (1936: 12-41)— se remite, por ejemplo, Conte Imbert al hablar de monstruos en la ciencia ficción de terror: “La presencia del monstruo suscita una parálisis que conjuga terror y fascinación, vértigo frente al abismo del horror, y que oscila entre una indecible atracción y la repulsión extrema, anulándose ambas pulsiones contrarias en la ausencia de movimiento” (2009: 193). Por su parte, Carroll, si bien se hace eco de la plausible analogía entre la experiencia del terror fantástico y la religiosa —o numinosa—, concluye que “[l]as más de las veces no nos sentimos impulsados a honrar al monstruo” (2005: 343). 7  Para una aplicación de esta acepción burkeana de lo sublime al estudio de lo monstruoso, véase el trabajo sobre Frankenstein de González Moreno, quien mantiene que “Mary Shelley […] se sirve de la estética de la sublimidad […] no solo para describir los paisajes alpinos o el Mont Blanc, sino también para construir estéticamente a la criatura” (2003: 181). 6 

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El monstruo se perfila como fuente de fascinación desde su propia etimología, así como desde los términos empleados a lo largo de la historia para aludir a él, dentro y fuera del arte. Véase, en este sentido, su conceptualización científica, iniciada por Aristóteles y que atraviesa desde la imaginación medieval a los bestiarios, las catalogaciones de Ambroise Paré, los fenómenos de feria, etc. (Weinstock 2020: 4-13); así, por ejemplo, esta última palabra —fenómeno— puede significar tanto “Persona o animal monstruoso” —según la tercera acepción del DLE— como remitir a un individuo “sobresaliente en su línea” —de acuerdo con la cuarta—; y lo mismo es predicable de otros vocablos comúnmente adscritos a este campo semántico: prodigio —“Cosa especial, rara o primorosa en su línea”—, maravilla o portento. Ya el término en latín —monstrum— evocaba estas definiciones, “meaning something marvellous to be treated as a warning or portent” (Ashley 1997a: 654); y qué decir del griego τέρας, presente en la denominación de la disciplina encargada de clasificar a las criaturas anormales; como dice MacCormack en su artículo sobre lo monstruoso poshumano: “Teras means both monster and marvel”; y añade: “Immediately one is struck with an inherent contradiction. The aberrant as marvellous points to the crucial role that desire plays in thinking both the posthuman and monsters” (2020: 525). De nuevo, pues, la fascinación problemática, contradictoria, mezclada aquí con el deseo, otro término clave en la consideración del monstruo. “The body of the monster is a text expressing human fear and desire”, resume Weinstock (2020: 20),8 haciéndose eco de una idea con la que comulga la mayoría de los críticos que han abordado la monstruosidad desde las nociones de lo siniestro y la otredad atemorizante. De ellos, tomamos al ya citado G. Cortés, para quien “la atracción por lo monstruoso puede ser entendida como el retorno, la recuperación de lo reprimido o como la convulsiva proyección de objetos de un deseo sublimado” (1997: 22). Claro que —insistimos— conviene no inclinarse demasiado hacia este polo negativo, dominado por el miedo y las oscuras pulsiones del inconsciente. Como defendíamos, la fascinación del monstruo puede rezumar pura y simple maravilla, identiYa Cohen, en su trabajo pionero, había sintetizado así los atributos de la criatura monstruosa: “The monster’s body quite literally incorporates fear, desire, anxiety, and fantasy (ataractic or incendiary), giving them life and an uncanny independence” (1996: 4). 8 

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ficándose con el pasmo producido por algo extraordinario, impensable en la grisura del día a día, pero no por ello peligroso ni amenazante; o sí, pero no en el sentido perverso, sombrío, que exploran los análisis psicoanalíticos. El riesgo que, en tales casos, puede acarrear el monstruo es el de arrastrarnos a lo inconcebible según los patrones ordinarios y predecibles, propiciando, en las mentes sensibles, una notable expansión de la imaginación y la creatividad, antes que la parálisis provocada por el miedo. Esta respuesta se impone, a nuestro juicio, a cualquier otra procedente de la constatación de una amenaza física o de otra especie (muchas veces presente en la variedad ficcional de lo maravilloso, pero con menos vigor o protagonismo). Sirvan las siguientes palabras del maestro Tolkien, sobre la figura del dragón, para apoyar esta concepción positiva, fascinante, del monstruo: “A dragon is no idle fancy. Whatever may be his origins, in fact or invention, the dragon in legend is a potent creation of men’s imagination, richer in significance than his barrow is in gold. Even to-day (despite the critics) you may find men not ignorant of tragic legend and history, who have heard of heroes and indeed seen them, who yet have been caught by the fascination of the worm” (2018: 9).9 Es el asombro, la admiración, que siente un niño cuando todavía es capaz de creer en lo increíble, de dejarse llevar por la fabulación y figurarse escenas inimaginables en el mundo de los adultos. No en vano, los monstruos gozan de gran predicamento en la ficción destinada al colectivo infantil y juvenil: en ella se antojan “a well-rounded package of imagination and fear” (Christie 2020: 7); depositarios de temores y ansiedades propios de la edad temprana, sí, pero también potentes generadores de sentido de la maravilla. Todo esto no quiere decir, claro está, que el monstruo no pueda, o no deba, infundir miedo —o, como poco, respeto— en quienes se encuentran con él, desde los personajes de la ficción hasta quienes lo encaran desde la lectura o el visionado de un relato, incluso desde la contemplación de una obra plástica o la interacción con un videojuego; tampoco que su efigie De hecho, el artículo de Tolkien es, en no poca medida, un alegato a favor de una lectura literal, inocente, de la fantasía presente en una obra como Beowulf, cifrada, sobre todo, en sus monstruos. Como dice: “Correct and sober taste may refuse to admit that there can be an interest for us —the proud we that includes all intelligent living people— in ogres and dragons; we then perceive its puzzlement in face of the odd fact that it has derived great pleasure from a poem that is actually about these unfashionable creatures” (2018: 9). 9 

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pueda ser considerada en igualdad de condiciones con los que representan a la normalidad. Todo monstruo que lo sea de verdad encarna lo otro, lo diferente, lo extraordinario, y solo por eso ya constituye una ruptura, una perturbación que provoca efectos a su alrededor. Qué clase de efectos, qué tipo exacto de perturbación, es lo que le corresponde determinar al crítico. Varios colegas indagarán en el nivel ideológico, a fin de iluminar los significados que pueden albergar los monstruos en la arena social, política, cultural, etc. En nuestro caso, nos centramos en el plano genérico, atendiendo a las constantes que permiten distinguir una modalidad de otra, un ser monstruoso de otro. Aproximarnos a estos, a su conformación e idiosincrasia en los géneros de lo insólito, es lo mismo que dar cuenta del tipo de fascinación que los recorre. El monstruo en lo fantástico A fin de elucidar cómo se instituye el monstruo en la ficción fantástica, conviene, en primer lugar, distinguirla del terror, con el que se la suele confundir. Nuestra concepción de lo fantástico se remonta a la postura de pioneros como Vax (1963), Caillois (1970) o Lenne (1974), según la cual la modalidad se reconoce por el rol disruptivo que posee lo sobrenatural en el relato. Como dice Roas: Lo fantástico nos sitúa dentro de los límites del mundo que conocemos para enseguida quebrantarlo con un fenómeno que por su dimensión imposible altera la manera natural y habitual en que ocurren los hechos en ese espacio cotidiano. Porque el objetivo de lo fantástico es desestabilizar los códigos que hemos trazado para comprender y representar lo real, una transgresión que al mismo tiempo provoca el extrañamiento de la realidad, que deja de ser familiar y se convierte en algo amenazador (2019: 31).

Roas, al igual que los demás expertos aludidos, apunta al miedo como efecto por antonomasia de lo fantástico (2011a: 81). Aunque esta reacción puede emanar de variadas fuentes, es el monstruo uno de sus principales disparadores. Hay que aclarar, con todo, a qué clase de miedo nos referimos, y si este es asimilable al que, a nuestro entender, define al género de terror.

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El crítico catalán acuña la noción de miedo metafísico como “impresión que considero propia y exclusiva de lo fantástico”, y explica que “si bien suele manifestarse en los personajes, atañe directamente al receptor, puesto que se produce cuando nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar” (2011a: 96-97). Esta mudanza puede responder a eventos incomprensibles para la razón, como que una puerta se cierre sola, que una silla levite o que se vean trastocadas las coordenadas espaciotemporales; pero también puede deberse a la irrupción de una criatura, un ser que vulnere las normas de lo concebible según nuestro entendimiento —y el de los personajes— de lo real: es esta anomalía la que subyace al monstruo en este género. Como apunta Bravo Rozas: “la causa principal de lo monstruoso en los cuentos de miedo suele ser la sobrenaturalidad, precisamente su extrañeza resquebraja toda premisa de naturalidad y abre la puerta de la alarma y el terror” (2013: 99); solo que, de nuevo, habría que especificar de qué miedo estamos hablando: no —lo avanzamos— del que hallaremos en el terror, sino de aquel basado en el “escándalo”, la “rajadura”, “la irrupción insólita” de las que habla Caillois (1970: 10), independiente de otros horrores que puedan concentrarse en el ser monstruoso; pues, como dice Roas, “más allá del peligro que suelen implicar para la integridad física de los humanos que se topen con ellos, o de su aspecto más o menos repulsivo, el monstruo fantástico supone siempre una amenaza para nuestro conocimiento (de la realidad y de nosotros mismos)” (2019: 31). En efecto: en lo fantástico, esto último —la trasgresión ontológica— es lo único que hace falta para acreditar la monstruosidad de un determinado ente, o sea, que no se adecue a las leyes que gobiernan la comprensión de lo que nos rodea, incluso del propio yo. Por mucho que se dé una tendencia en muchos críticos a atender a otras facetas no vinculadas a la sobrenaturalidad, mezclando criterios útiles para otras definiciones y extendiendo los conceptos de infracción y subversión a otros planos,10 es el choque con lo física y

Acaso la más representativa de esta tendencia sea Jackson, para quien “la forma que adopta el fantasy literario dentro de la cultura secular producida por el capitalismo, es una literatura subversiva”, siendo así que, con sus planteamientos estructural y temáticamente cuestionadores, “se dirige a la disolución de un orden que se experimenta como opresivo e insuficiente” (1986: 188). 10 

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científicamente imaginable —en nuestro universo y en el de la ficción— la sola condición necesaria para categorizar la monstruosidad fantástica. Esta ruptura nos sitúa ante el abismo de lo incomprensible e irreductible a términos racionales, pero no siempre va acompañada de una amenaza que no sea la de cuestionar nuestras certezas existenciales. Tal cuestionamiento, desde luego, puede empujar a la locura, aun a la muerte, mas no por efecto directo del monstruo. A decir verdad, su figura puede ser amistosa, entrañable, o bien indiferente; su rango de alteridad, en lo fantástico, atañe a los principios de lo concebible en una esfera de realidad equiparable a la nuestra, pudiendo sin problema aparecerse o comportarse, en otros respectos, de una forma similar a una persona corriente. Pensemos, por ejemplo, en los cuentos de fantasmas y revenants que, en vez de aterrorizar a los vivos, regresan de la tumba para mandar un mensaje, para reintegrarse, por precariamente que sea, a la compañía de sus seres queridos o para socorrerles en un trance determinado. De esto último sería buen ejemplo el relato de Félix J. Palma “Margabarismos” (2005), cuyo protagonista se alía con el espíritu de su tío para recuperar a su exmujer. En cuanto al segundo caso, se da en la narración de José María Merino “El desertor” (1982), en la que un soldado que, según sabremos al final, ha muerto en su huida de la guerra vuelve a casa para pasar una última noche con su esposa; o en “Asuntos pendientes” (2009), de Care Santos, donde un hombre abandona su nicho, años después del sepelio, solo para descubrir que los suyos le han dado la espalda. Y por lo que respecta al escenario restante, se da con profusión en las novelas de Ismael Martínez Biurrun —Rojo alma, negro sombra (2008), Sigilo (2019), Solo los vivos perdonan (2021)—, en las que el horror suele tener trazas humanas, y los muertos se descubren como víctimas inocentes, que claman por justicia, sin necesariamente devenir victimarios. En todos los casos aducidos, las reacciones de los personajes ante el engendro, si bien pueden delatar una genuina turbación al inicio, más que entendible ante el encuentro con lo extraordinario, termina reduciéndose al desajuste intelectivo que sentiríamos cualquiera de nosotros al asumir la efectividad de lo imposible: nada más… y nada menos; y es que, como argumenta Muñoz Rengel: “Más allá del miedo que puede causar la visión de la sangre o ser perseguido por un monstruo, la literatura fantástica provoca en el lector una suerte de vértigo intelectual” (2015: 21; énfasis en el original);

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visión en la que coincide con otra cultivadora de lo insólito en España —Elia Barceló—, para la que “lo fantástico se dirigiría más bien hacia el intelecto del lector, con el propósito de sacudir su concepción del mundo […], llevándolo a reflexionar sobre […] lo que es posible e imposible, real e irreal” (2005: 46). En cuanto al efecto causado por el monstruo, razona que puede ser de muy distinto orden: puede provocar sorpresa, risa, curiosidad, inquietud, miedo, terror, ternura, asombro, […] dependiendo de […] las circunstancias de la irrupción de lo fantástico y de la intención o los resultados previsibles de la aparición del fenómeno. […] Si el fantasma aparece con un aspecto simpático y te comunica la situación exacta de un tesoro en tu jardín no se siente lo mismo que si te dice que ha decidido que necesita tu cuerpo para volver a cumplir una venganza (2005: 45).

Como se ve, en lo fantástico cabe una muy heterogénea gama de matices y disposiciones ante el ser monstruoso, al punto de permitir su coexistencia con líneas, tonos y géneros —como el cómico o romántico— que, a primera vista, parecerían refractarios a su esencia. Ello no equivale a decir, vale precisar, que se pueda llegar a considerar, en ciertas situaciones, un sujeto homologable a una persona normal (o a cualquier tipo de persona). Nada de eso. Reiteramos que un monstruo, para merecer tal denominación, ha de conservar un mínimo rastro de alteridad, de diferencia, ya en su naturaleza, ya en sus actos, ya en su aspecto, y el de lo fantástico no es una excepción: por mucho que los seres humanos que interactúan con él puedan sentirlo próximo, jamás podrá ser un igual, siempre adolecerá de una anomalía de base (a saber, su irreconciliable discrepancia con las leyes naturales). Así visto, lo propio es que aparezca representado como un ser al margen, un outsider, en ningún caso asimilable al coto de lo normal y cotidiano. Si esto se tambalea, si el monstruo se ve de pronto admitido como uno más en la comunidad —relativizada su sobrenaturalidad y blanqueada su dimensión de otro—, lo fantástico se interna en aguas inespecíficas y el monstruo se desliza hacia su domesticación —en expresión de Roas—, por la que “deja de ser una figura del desorden para encarnar el orden, la norma, a la vez que se convierte en un posible más del mundo” (2019: 51); cosa que no solo contribuye a “desfantastizarlo”, sino que pone en entredicho el género en su totalidad.

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El monstruo en el terror No creemos que haga falta, a estas alturas, insistir en que, en el género de terror, no es preceptiva la irrupción de lo imposible para lograr el efecto deseado: “una reacción visceral de miedo, repulsión y rechazo frente a situaciones o fenómenos que pueden proceder tanto del mundo ‘real’ como de lo ‘fantástico’” (Barceló 2005: 46);11 lo cual no impide que siga muy extendida la identificación entre monstruo terrorífico y criatura sobrenatural. Esto se debe, en buena medida, a la confusión de categorías fomentada por muchos críticos a lo largo de las décadas. Paradigmático es, a este respecto, el modelo propuesto por Carroll en su muy influyente Filosofía del terror: enteramente fundado en las entidades monstruosas, su interés se restringe, no obstante, a las que “son antinaturales en relación con un esquema conceptual cultural de la naturaleza” (2005: 86); en cambio, a las que poseen rasgos humanos o resultan asumibles desde los presupuestos de la ciencia contemporánea y nuestra idea de lo real —entre las que figurarían monstruos de primer orden como Hannibal Lecter, Leatherface, Pamela Vorhees, Norman Bates, Annie Wilkes o, fuera de la especie humana, el tiburón de la novela y el filme homónimos—, Carroll los expulsa del género (2005: 90-97). Qué duda cabe de que posturas como esta son insostenibles para un entendimiento global del terror como modalidad ficcional. Ya no se trata solo de la teoría: los innumerables libros, películas, cómics, videojuegos, obras de teatro, etc. en los que la monstruosidad no tiene nada que ver con lo fantástico habrían de ser un irrefutable argumento para dejar de vincular automáticamente dos vetas que pueden funcionar con absoluta independencia. Otra cosa es que se hermanen muy a menudo, alumbrando la impresión de correspondencia necesaria entre lo fantástico y lo terrorífico (Barceló 2005: 47). Esta recurrencia, por acusada que resulte, no justifica la homologación entre géneros y tipologías monstruosas. La asimilación a una sola categoría es tan inexacta como la equiparación, también generalizada, entre terror y ficción de monstruos. Para la delimitación entre los dos géneros, nos permitimos citar, aparte de los de Barceló y Muñoz Rengel —entre otros cuantos—, dos de nuestros trabajos teóricos: Carrera Garrido (2015, 2018). Véase también la temprana, y muy aguda, diferenciación de Losilla (1993: 35-58). 11 

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“Horror has always been understood through its monsters”, dice Hart (2020: 135), quien habla de lo que él llama The Monster Function como “an inescapable element of the genre” (2020: 169). Bravo Rozas, por su parte, alude a “la presencia obligada del monstruo” (2013: 58) y opina que “es la pieza clave para la comprensión de las historias de horror y la aparición de su figura el objeto fundamental de estos relatos” (2013: 100).12 Pues bien, reconociendo que, ciertamente, el monstruo posee una importancia mayúscula en el discurso terrorífico, la verdad es que su presencia, en cuanto sujeto concreto, determinado —ya sea natural o extraordinario—, no es indispensable ni exclusiva de esta clase de ficción.13 Ello no es lo mismo que sostener que la monstruosidad, como concepto, sea igualmente prescindible; esta, más que sus encarnaciones particulares, sí que nos parece innegociable en el género. Como dice Aldana Reyes a propósito de lo que antes denominábamos vertiente más visceral del terror, “[the monster is] a mere catalyst that can be replaced by events, situations, objects and even the mutilation or dismemberment of the body in isolation” (2016: 98). Son estos hechos, situaciones y objetos lo que de verdad importa; y lo mismo es aplicable a otras variedades menos centradas en el horror físico, en las que puede desaparecer el sujeto monstruoso como tal, pero no las acciones, las escenas o los conceptos percibidos como monstruosos. En el terror, la idea de monstruosidad apunta a la segunda acepción del término en el DLE: “Suma fealdad o desproporción en lo físico o en lo moral”. En efecto, la ética y la estética —frentes que resuenan en esta definición— son los dos pilares sobre los que se apoya lo monstruoso en el dominio terrorífico, tanto en general como cuando se singulariza en un individuo. “El aspecto más elemental de la monstruosidad es la fealdad física”, afirmaba Lenne (1974: 22). El asunto no suele reducirse, empero, a una También Lenne, incidiendo en la indistinción recién glosada entre fantástico y terrorífico, señala que “en el lenguaje corriente, el film [sic] ‘fantástico’ está considerado como un ‘film de monstruo(s)’ y el monstruo es el que caracteriza de manera más completa a este cine, o mejor dicho su monstruosidad ” (1974: 22). 13  “[N]ormalmente, al estudiar la figura del monstruo se suele considerar solo la criatura horrorosa del terror”, apunta Martín Alegre (2000: 1), que, incómoda con ello, consagra parte de su ensayo a “la refutación de una gran inexactitud […], la idea de que terror y monstruosidad vienen a ser lo mismo” (2000: 5). 12 

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apariencia poco agraciada a la vista: hablamos de una estampa hondamente desagradable, de nefasto gusto, capaz de desatar reacciones somáticas —náuseas, sobre todo (Carroll 2005: 58)— en personajes y receptores, y que suele traducirse en un rosario de “[d]esfiguraciones, mutilaciones, amputaciones, deformaciones” (Lenne 1974: 22). La experiencia de lo estéticamente aberrante trasciende, por lo demás, el sentido de la vista, proyectándose hacia todos los demás y conectando con capas de significado menos epidérmicas. Más que de fealdad en el plano estético, se trataría, pues, de anomalía en la faceta sensitiva, o sensorial: una alteración violenta de lo que estimamos ya no solo bello, sino placentero a los sentidos en su conjunto y tolerable para el buen gusto; cosa que se puede ampliar a cualquier orden dominado por este y donde aquellos jueguen un papel importante.14 Con eso y con todo, no siempre los monstruos terroríficos presentan estos repugnantes atributos ni generan reacciones físicas negativas (Aldana Reyes 2016: 92). En sus reflexiones, mantiene Carroll que aquellos producen asco y temor a partes iguales. Especifica, aun así, que esto se debe a la idea de impureza que, según él, los define, y no tanto a que sean estética o sensorialmente ingratos (por frecuente que esto sea). Como admite, “la fealdad no parece ser una marca necesaria de los monstruos ni siquiera en el lenguaje ordinario” (2005: 100). Ya Lenne avanzaba esta salvedad cuando explicaba que ciertos engendros “carecen de horrorosas anomalías; son otras taras que nos hacen estremecer (o gozar). Algunos han distinguido, desde este prisma, una clase de monstruos ‘psicológicos’ en contraste con los monstruos ‘fisiológicos’” (2005: 23). En definitiva, que tampoco lo horroroso para los sentidos es obligatorio en la configuración del engendro terrorífico. Cualquiera puede comprobar que hay multitud de figuras que no pueden ser más agraciadas, pero que, aun así, son consideradas monstruos. ¿Qué es, entonces, lo que los distingue? La respuesta está clara: su conformación ética. “Unos monstruos traspasan las normas de la naturaleza (los aspectos físicos), otros las normas sociales y psicológicas, pero ambos se juntan, en el

El sexo, por encima de todos, donde el cuerpo —ese territorio de tabúes y elemento recurrente del género— se presta a todo tipo de trasgresiones de la estética y el decoro. Aún está por estudiar a fondo —al menos en la academia hispánica— la relación entre la monstruosidad terrorífica, el cuerpo y el sexo. 14 

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campo del significado, en la medida que, normalmente, lo físico simboliza y materializa lo moral”, mantiene G. Cortés (1997: 18). Ya hemos visto, sin embargo, que no tiene por qué plantearse una equivalencia entre lo feo y lo moralmente reprensible. Lo primero se revela opcional, como la faceta sobrenatural. Es la ética, cifrada en la colisión de los actos y pensamientos del monstruo con lo que juzgamos bueno y justo, lo que, a todas luces, no debe faltar en un monstruo terrorífico, ni en el género en su conjunto; y es que, como concluye G. Cortés: “La moral y el bien social no pueden pactar con los seres monstruosos porque representan lo otro, lo diferente” (1997: 19). De la maldad inherente al monstruo terrorífico se sigue, por lo demás, una certeza: la de una amenaza efectiva, actualizable en una agresión física o psicológica, que pone en guardia a personajes y receptor (con distintos grados de implicación, como es lógico). Mientras que el ser fantástico podía mostrarse amigable, en el terror esta posibilidad está descartada: ya en el plano de lo palpable —el cuerpo—, ya en el de lo intangible —la mente, el alma—, el monstruo es aquí verdaderamente perturbador y destructivo. Determinado por la violencia, la locura y el horror en sus muchas acepciones, es un agente del caos en toda regla, en el que, ahora sí, cobra enorme relieve el polo negativo. Como dice Bravo Rozas: “La principal característica de estos entes es su peligrosidad, el contacto con ellos produce efectos letales —matan, mutilan, destruyen identidades— e incluso acaban con el orden moral de la sociedad en que se instalan” (2013: 100). Y bien, ¿en dónde radica la fascinación de semejantes engendros? Pues precisamente en la oportunidad que nos brindan —a nosotros, los receptores, cómodos y a salvo en nuestra realidad, y no tanto a los personajes, que temen por su vida y apenas se paran a racionalizar su experiencia— de asomar la mirada a lo que se extiende más allá, ya no de los límites de lo real, sino de los que garantizan el orden social, moral y psicológico, conteniendo la vesania y las pulsiones más tenebrosas. Como ya decía Wood en su muy freudiana American Nightmare: “Central to the effect and fascination of horror films is their fulfillment of our nightmare wish to smash the norms that oppress us and which our moral conditioning teaches us to revere” (1979: 15). Hay, en efecto, un innegable goce —al menos algunas (muchas) personas lo encuentran— en trasgredir estos diques, en conocer, por un lado, qué se siente al romper con los preceptos de la ética, la cordura y el statu quo

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comunitario, y, por otro, al exponerse sin paños calientes a su hostigamiento. Se da, en esto, un cruce de lo sádico y lo masoquista, dependiendo de si nos identificamos con el monstruo o con su víctima; todo ello, claro está, sublimado a través de la ficción y la distancia, procesado como una especie de catarsis, sin consecuencias —en principio— en la vida real. De resultas de todo ello, se puede decir que es el monstruo terrorífico el que provee el mayor grado de alteridad o, cuando menos, la más desasosegante. Se trata, asimismo, de una figura muy flexible, capaz de navegar sin inconveniente de un género de lo insólito a otro: dado que su naturaleza es independiente de los valores ontológicos o su integración en un marco existencial determinado, puede existir en todos ellos, hibridándose con los característicos de cada modalidad. Aun cuando en estas páginas hemos tratado de definir su especificidad, es esto lo más común: así, no solo ocurre con lo fantástico, sino también, muy a menudo, con la ciencia ficción e incluso con lo maravilloso. Ejemplos de cada uno de estos casos los encontramos en la obra de Santiago Eximeno: monstruos como los que habitan la infernal Umbría (2013) —deformes, repelentes, aparte de malvados y dañinos— pertenecerían a la especie fantástica; otros inspirados en el horror cósmico de Lovecraft —como los que encontramos en su novela corta Imágenes (2004)— se situarían más cerca del terreno de la ciencia ficción, mientras que el Asterión de “En el laberinto” (2010) —delirio retrofuturista en el que Teseo lucha contra al Minotauro con armas de fuego…— se ubicaría en el dominio de lo maravilloso. De esta modalidad y sus monstruos hablamos en el siguiente apartado. El monstruo en lo maravilloso En su repaso de las perspectivas teóricas más comúnmente usadas para el estudio del monstruo, incluye Weinstock la mitología (los otras serían la teratología y la psicología) como “the consideration of fantastical creatures” (2020: 4), y enumera tres categorías asociadas a aquella: “monstrous races of human beings, monstrous creatures of myth and fantasy, and cryptids —creatures proposed by some to exist but the existence of which is generally disputed by science” (2020: 13). Aunque la segunda podría vincularse,

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al menos en parte, con el monstruo fantástico tal como aquí lo entendemos, es desde este prisma de lo mitológico, la creencia, la tradición y los ámbitos paracientíficos —la magia, por encima de todos—, como se ha de abordar la monstruosidad maravillosa. Se puede argüir que es este tipo el que más tiempo lleva entre nosotros, así como el que mayor número de avatares ha ido adoptando en la historia y el que en mayor cantidad y variedad de discursos se encuentra presente. Su existencia se remonta a los mitos fundacionales, recorre los imaginarios de las religiones, engrosa innumerables catálogos de seres extraordinarios y posee un lugar protagónico tanto en el folclore como en la clásica y moderna fantasía. Desde Escila y Caribdis hasta Voldemort y la Bruja Mala del Oeste, desde la Humbada del Poema de Gilgamesh hasta Sauron, desde Grendel hasta el Viserion de A Song of Ice and Fire, el maravilloso es el verdadero monstruo de las mil caras. Poemas épicos, libros de caballerías, cuentos de hadas, narraciones de espada y brujería, aparte de bestiarios y mirabilia, relatos de viaje como el de Marco Polo o Mandeville, compendios zoológicos y, por supuesto, textos sagrados que han cimentado la cosmovisión de Oriente y Occidente: en todos estos territorios genéricos y discursivos —algunos ficcionales, otros no (por lo menos en teoría)— es posible hallar engendros maravillosos. ¿Qué es lo que los hermana? ¿Hay un criterio unificador para tan gran diversidad? Al igual que el monstruo fantástico, el maravilloso se opone a las leyes de lo posible según nuestra concepción de lo real; o mejor sería decir: según la idea asentada por la razón y la ciencia en los tres últimos siglos. La diferencia fundamental es que, mientras que para nosotros —representantes de la conciencia escéptica del tercer milenio— esto es así, para los pobladores del mundo donde el ser extraordinario se manifiesta, la existencia de este es perfectamente encuadrable en su episteme, o conocimiento del universo; y no hablamos solo de los que ocupan espacios y tiempos de la ficción, sino de todos aquellos que, bien en el presente, bien en el pasado, están o han estado sujetos a paradigmas epistemológicos paralelos, los cuales les permiten creer en la posibilidad de esa otra realidad no sancionada por los principios científico-racionales; una realidad, de todos modos, igual de organizada y sistematizable que la nuestra, solo que fundada en patrones no enteramente racionalizables: en supersticiones, dogmas de fe, costumbres, etc. Con arre-

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glo a estos, los monstruos maravillosos no resultan anomalías en el sentido en el que lo eran los fantásticos. Si acaso, estarían un poco más cerca de la acepción terrorífica, como veremos. En su libro, explica Carroll en qué se diferencia su estatus sobrenatural del que poseen los engendros del terror en su variante fantástica: Boréadas, grifos, quimeras, basiliscos, dragones, sátiros y demás son criaturas molestas y temibles en el mundo de los mitos, pero no son antinaturales, pueden situarse en la metafísica de la cosmología que los produce. Los monstruos del terror, sin embargo, rompen las normas de la propiedad ontológica presupuestas por los personajes humanos positivos de la narración. Esto es, en los ejemplos de terror el monstruo aparecería como un personaje extraordinario en nuestro mundo ordinario, mientras que en los cuentos de hadas, etc., el monstruo es una criatura ordinaria en un mundo extraordinario (2005: 47).

En otras palabras: los seres maravillosos se ven legitimados en el orbe evocado en la ficción, “un mundo”, citando a Caillois, “donde el encantamiento se da por descontado y donde la magia es la regla” (1970: 10); lo cual no obsta para que continúen siendo vistos como criaturas molestas y temibles. En efecto: que se las contemple como posibles en un paradigma de saber determinado no equivale a que se presenten totalmente integradas en él, de manera aproblemática, o que sean sentidas como iguales o como seres inofensivos. Nada más lejos de la realidad. Bien mirado, desde los diablos de la Biblia a los dragones de las leyendas medievales, pasando por los ogros de los cuentos infantiles, las hechiceras de la antigüedad o los trolls del folclore escandinavo, todos estos monstruos siguen conceptuándose como otros amenazantes: no por las mismas razones que los fantásticos, ni siquiera, exactamente, que los del terror, pero tan apartados como aquellos de la luz de lo ordinario; considerados, también ellos, outsiders.15 Estas precisiones nos valen para marcar límites y proponer distingos entre las innumerables criaturas imposibles que ocupan las regiones de la fantasía, la mitología, el pensamiento mágico, etc. No todas ellas, nos parece, son Pensemos, sin ir más lejos, en algunas de denominaciones que recibe el Diablo en la tradición bíblica, y que traducirían el nombre Satanás: Enemigo, Adversario, Oponente. En ellas resuena, aparte de la otredad, el antagonismo que suele llevar aparejado este arquetipo. 15 

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asimilables al marbete de monstruo; el criterio de sobrenaturalidad no es suficiente. De lo contrario, hobbits, ents, elfos, ángeles, hadas, ninfas, unicornios, también deberían ser catalogados como tal, y no creemos equivocarnos si decimos que este proceder encontraría infinitos detractores. No: estos no son monstruos. El único modo en el que, a nuestro juicio, podrían serlo es si incorporasen rasgos adicionales, característicos del terror (perversidad, deformidades, afán homicida). En este caso, empero, devendrían seres híbridos, impuros en su definición genérica. El patético Gollum imaginado por Tolkien —un hobbit en su origen— sería un buen ejemplo de esta ambivalencia. Por lo que respecta a los monstruos maravillosos en sí, aquellos que, de entrada, son percibidos como aberraciones —tanto por nosotros, los receptores, como por sus presuntos conciudadanos—, se trata de criaturas que, inscritas en una determinada cosmovisión —ya de la vida real, ya de la ficción insólita—, ocupan en ella un lugar de alteridad, tanto física como simbólicamente. Así, no es raro, por ejemplo, que un dragón —monstruo por excelencia de esta tipología— se oculte en una siniestra cueva, apartado del resto de la comunidad; que la bruja del pueblo viva en una decadente cabaña en las lindes de la localidad; o que los demonios se retuerzan en un entorno incandescente, invivible para cualquier ser humano. A su apartamiento —voluntario o forzoso— se añaden otros ingredientes que ahondan en la carga de diferencia del monstruo maravilloso: sin ir más lejos, su apariencia, no necesariamente repulsiva, se distancia con fuerza de la humana, revelando a menudo partes —como dientes, garras, alas— que sugieren la idea de peligro o agresión. En otras ocasiones, atesora poderes o facultades fuera del alcance del resto de habitantes del universo; atributos que pueden perfilarlos como una amenaza. Lo mismo pasa cuando muestran una inteligencia superior, inmediatamente asociada con la noción de maldad; aunque también puede adornarlos una profunda estupidez, que los haga actuar gregaria, bestialmente, y que los defina, igualmente, como peligros; pensemos, si no, en los orcos, cuya fealdad apunta tanto a su condición próxima a lo animal como a sus aviesas intenciones. Lo más importante, de cualquier manera, es lo que podríamos llamar la codificación previa que pesa sobre todas estas criaturas. Antes decíamos que los mundos maravillosos se presentan tan organizados como el nuestro, aun si los criterios, medidas y herramientas difieren de los respetuosos con el pen-

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samiento científico-racional. Pues bien, esta organización se extiende también a los roles y propiedades que cada sujeto cumple y posee en el universo figurado.16 Sin decir que estos sean inamovibles, se observa una gran inercia y regularidad a la hora de distribuir papeles y configurar esquemas con frecuencia maniqueos, de blancos y negros. ¿Qué queremos decir? Que, en las ficciones de lo maravilloso —como en los demás ámbitos no pertenecientes a lo ficcional, pero sí a lo maravilloso (como la religión)—, los engendros vienen, en buena medida, definidos por una tradición, por un imaginario que transita entre lo supuestamente real, lo legendario-supersticioso y lo decididamente poético. Territorio abonado para los arquetipos —reducidos a funciones en estudios como el de Propp (1998)—, su monstruosidad no constituye, pues, una trasgresión como tal, ni fantástica ni terrorífica, sino, bien al contrario, la constatación de un orden de cosas. Como apunta Serrano: [P]orque cumplen múltiples funciones, los monstruos premodernos están insertos, más allá de que representen el mal o la deformidad, en un marco y en un relato general en el que, bien el conjunto del universo y de los dioses o bien la divinidad perfecta y la suma bondad hacen tolerable el terror que pueda producir el monstruo. Producen cierto temor o repugnancia según los casos, pero no producen angustia. Generan asco pero no la oscura inquietud de lo que llamamos inquietante y de lo siniestro (2010: 79).

En cuanto a la fascinación, recuperamos las siguientes palabras de Lenne: “Si lo maravilloso utiliza lo imposible, es para sorprender: no para asustar o inquietar, sino para encantar y fascinar” (1974: 94). Así es: pese a que lo maravilloso puede hibridarse con el terror —como el resto de géneros insólitos, por lo demás— y sus monstruos aterrorizar como los de esa otra Aquí también se podría aducir el plano simbólico en general, plasmado, sobre todo, en la mitología, el folclore y los cuentos populares. Así, si nos asomamos al Diccionario de los símbolos, vemos, por ejemplo, que “[e]l monstruo simboliza al guardián de un tesoro, como el tesoro de la inmortalidad por ejemplo, es decir, el conjunto de las dificultades a vencer, los obstáculos a superar, para acceder por último a ese tesoro, material, biológico o espiritual. El monstruo está allí para provocar el esfuerzo, el dominio del miedo, el heroísmo” (Chevalier y Gheerbrant 1986: 721). 16 

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modalidad, es en este orbe donde más resplandece, a nuestro entender, el embeleso puro, genuino, ante el despliegue de lo prodigioso, de lo inalcanzable en la vida cotidiana, anhelado por su encanto y magia, no por oscuras razones inconscientes y autodestructivas; el arrobamiento, en fin, de un impúber que, sin cinismo, aún sueña con lo imposible, no como algo que viene a resquebrajar su idea de lo real, sino a ensancharla y enriquecerla. Si a ello le sumamos el protagonismo que suele ostentar en este género la aventura,17 se confirma como un dominio incomparable para la explotación del sense of wonder. Como concuerda Morales, “lo maravilloso es un ensanchamiento de los límites más evidentes que plantea la realidad, es una explicación de lo inexplicable y una réplica contundente a las explicaciones lineales de la causalidad. Asimismo, lo maravilloso es compensación, es deleite, […] búsqueda espiritual de un mundo más justo o más feliz. El recuerdo del paraíso o la aspiración al retorno” (2003: 16). En la ficción española, encontramos ejemplos de criaturas y monstruos maravillosos en la saga de novelas Memorias de Ihdún (2004-2006) de Laura Gallego, así como en otras muchas obras de la misma estirpe. También en las obras de Pilar Pedraza que se desarrollan en el mundo clásico —La perra de Alejandría (2003), Lobas de Tesalia (2015) y El amante germano (2018)—, en las que hechiceras sancionadas por la autoridad conviven con otras consideradas despreciables, monstruosas: las nigromantes. Resultan, por otro lado, de lo más originales las hibridaciones que propone Elia Barceló entre lo maravilloso y la ciencia ficción. “La dama dragón” (1981) es un ejemplo perfecto en lo que respecta a la monstruosidad: en dicho relato se confrontan dos

Como dice Christie en su trabajo sobre los monstruos de la literatura infantil: “For young children, story worlds and characters are often presented to them when combined with imagined adventures, faraway lands, and mysterious creatures” (2020: 2). Ello es extrapolable a toda la ficción épica y de fantasía. Por su lado, y siguiendo con la importancia de la mirada infantil, escribe Ashley: “The marvellous […] is particularly appropriate to children’s fantasy”; a lo que añade, escéptico: “It is harder to achieve in adult fantasy, where the reader’s cynicism combats the sense of wonder (1997b: 628). Con ello concuerdan también Nicholls y Robu en The Encyclopedia of Science Fiction cuando dicen: “As we become older and at least in our own eyes more sophisticated, we are of course less likely to seek diamonds in dung-heaps. […] In this respect the ‘sense of wonder’ is a phenomenon of youth – but that does not make it any less real” (1993: 1084). 17 

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universos, uno hipertecnologizado y otro de tintes medievales, y mientras que en este último un paladín cree estar combatiendo al dragón anunciado en las profecías de su pueblo, nosotros sabemos que aquello contra lo que lucha es, en realidad, una nave espacial procedente del primero. La colisión de los mundos nos da idea de lo proteico y subjetivo que puede ser el concepto de monstruosidad. El monstruo en la ciencia ficción La ciencia ficción guarda una semejanza de base con lo maravilloso: los prodigios que se muestran en ella son asimilables al paradigma de conocimiento vigente en la diégesis. La diferencia esencial es que, en este caso, el soporte existencial no es la magia ni la fe, sino la ciencia y la razón, o mejor dicho: una ciencia y una razón concebidas como válidas y rigurosas en un mundo hipotético, aunque en el real —en el nuestro— no lo sean; un universo que, dadas las circunstancias, podría ser (o haber sido) este en el que vivimos. Como explica Moreno, la ciencia ficción sería “un género que habla de lo real y de lo que no es posible en este momento histórico, pero que rechaza lo mágico, lo esotérico, lo mítico, lo religioso (como verdad revelada) y lo alegórico como tal” (2010: 68). En esta esfera de realidad no solo se proponen invenciones o avances del conocimiento —tanto científico-tecnológico como sociológico y humanístico—; también se juega con la existencia de criaturas o manifestaciones del ser humano que la ciencia actual aún no ha descubierto, inventado o categorizado: que quizá nunca lo haga, pero que en el orbe figurado se dan por racionalmente consistentes y verificables. En este acervo caben todas las figuras prototípicas del género, como los extraterrestres, los cíborgs, los experimentos de laboratorio, los mutantes, los robots, los clones, los superhéroes, las computadoras superdesarrolladas, etc. Todos ellos tienen en común una desviación, mayor o menor, de lo que se considera normativo en términos científicos, la cual se asimila con naturalidad, no obstante, a la episteme expandida de la ficción. Moreno habla de monstruo prospectivo para referirse a las figuras que representan al Otro en la ciencia ficción. El adjetivo remite a su concepción del

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género, que la distingue de las historias simplemente situadas en el porvenir, en otro planeta o con presencia de naves espaciales, rayos láser, aliens de color verde y otros tópicos de la modalidad. En su concepción de lo que él denomina ficción prospectiva, el discurso solo en la superficie se aleja de nuestra realidad: introduce extrapolaciones, posibles desarrollos del saber para, a la hora de la verdad, hablar de nuestro presente y analizar sus contradicciones y desafíos. En sus historias, según Moreno, los autores se hacen una pregunta: “¿qué uso puedo dar a los hallazgos e inventos que van apareciendo para hablar sobre los temores y obsesiones de nuestra sociedad y de sus individuos, y sobre los cambios que se van produciendo y sobre su realidad inmediata, usando ‘el futuro como motivo literario’?” (2010: 147). Es en lo que Suvin (1972) bautizó como novum —elemento diferenciador de la ciencia ficción, fuente del extrañamiento cognitivo que caracteriza al género— donde se incorporan todos estos hallazgos e inventos. Es ahí, también, donde encontramos al engendro distintivo de esta modalidad. Sobre este, razona Moreno que “sería […] aquel monstruo imposible en nuestra sociedad actual, pero plausible según las reglas de nuestro mundo empírico y que es empleado como herramienta retórica para profundizar en inquietudes culturales del ser humano” (2011: 477). Ahora bien, como pasaba en lo maravilloso, no nos parece que cualquier sujeto que contravenga las normas de lo posible pueda ser automáticamente catalogado de monstruo. También aquí se debe percibir una amenaza, un rasgo específico que presente a estos entes como potenciales adversarios o, cuando menos, receptáculos de las inquietudes a las que apunta Moreno. No hablamos de miedos que puedan contemplarse desde el prisma terrorífico, sino de temores intransferibles de la ciencia ficción. En este sentido, Szollosy alude al que simbolizan los robots o, en general, los seres artificiales que replican a personas: “We fear becoming an empty, mechanical shell of cold, unfeeling rationalism. We are afraid of losing, or that we have already lost, the very qualities that we deem to define us as human” (2017: 435). Por su parte, MacCormack se interesa por lo poshumano, definiéndolo como “the crisis of the end of the myth of man” (2020: 531). Son solo dos ejemplos; hay muchos otros: la clonación, la vida en otras galaxias, las mutaciones, los superpoderes, etc. Todos ellos, como decimos, se enmarcan en suelo característico de la ciencia ficción, o lo prospectivo, y toman cuerpo en el ser

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monstruoso. Son motivos, a la vez, que conectan con los temas profundos del género, que serán explorados en otros capítulos. Otro rasgo distintivo es que la criatura prospectiva, aun cuando pueda causar repulsión o convocar ideas de peligro físico, psicológico o ético comparables a las del terror con su presencia o sus actos —el xenomorfo de Alien, HAL-9000 de 2001: A Space Odissey (Kubrick 1968) o el Ozymandias de Watchmen (Moore y Gibbons 1986-1987) serían ejemplos de cada vertiente—, espolea, en receptores y en personajes (en este caso, en una proporción similar), la reflexión intelectual.18 De este modo, el espanto que, en un principio, pudiera suscitar —que también podría deberse, como pasa a menudo en el terror, a su aspecto, desagradable a los sentidos o contrario, en general, a los cánones del cuerpo— va dando paso a emociones menos viscerales o instintivas, y lo negativo, oscuro, que latía en el terror, se atenúa en favor de un talante especulativo. Tanto el mencionado Moreno como Conte Imbert coinciden en esta idea. Dice el primero que “el monstruo prospectivo —a diferencia del monstruo fantástico, cuyo mejor ejemplo es Drácula— pierde su carácter siniestro a lo largo del relato” (2011: 477), mientras que el segundo mantiene que “[l]a aparición del monstruo en el terreno de la ciencia ficción se ve impregnada por una reconstrucción de la mirada analítica o científica, que liga la posibilidad de su derrota con la comprensión de su naturaleza” (2009: 188). Según se avanza en esta racionalización o enfriamiento, el discurso se aleja, así, de lo tenebroso, para dar paso a una fascinación genuina, al sense of wonder tal y como lo definieron los primeros que hablaron de él: esa maravilla de poder preguntarse sobre realidades alternativas y jugar a imaginarse lo —por ahora— inimaginable. Como dice Moreno: “la repulsión y el temor iniciales intrínsecos de las criaturas (lo siniestro) provocan un primer rechazo que a continuación se transforma en estupefacción e incluso según el ejemplo en admiración” (2011: 480). Sintomático a este respecto, y a otros que conciernen a sensaciones contradictorias y conceptos en pugna, es el enSe trata, en verdad, de una reflexión, y no de un abismo intelectual como el que proponía lo fantástico. En la ciencia ficción, lo que en este otro terreno era ininteligible —y por ello fascinante— encuentra explicación, y la fascinación radica precisamente en esta racionalización ficcional. El asombro propio de la ciencia ficción, por otro lado, es detectable también en el mundo real, como constata Grenham (2020) en su artículo sobre las reacciones ambivalentes —fear and fascination— suscitadas por los primeros ordenadores en Estados Unidos. 18 

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gendro al que toda la ciencia ficción y buena parte del terror y lo fantástico se remontan: la criatura de Frankenstein. En ella no solo se dan cita todas las reacciones aquí desgranadas, sino que corporeiza, mejor que nadie, uno de los grandes temas/motivos de la ciencia ficción: la ética aplicada a los límites del saber humano, con frecuencia enfrentado a los dogmas de la religión. En la proyección hacia lo que hay más allá de las fronteras impuestas por fe, moral y sociedad, en ese jardín prohibido donde se levanta el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, es donde reside el grueso de la atracción que ejercen la ciencia ficción y sus monstruos en los receptores. En cuanto a la literatura española, muestras de tal regodeo en lo imaginativo y lo especulativamente plausible serían, entre otras muchas, los iloi de El mundo de Yarek (1994), de Elia Barceló —inspirados desde su nombre en los eloi de Wells—, los ocupantes del cometa de “El bosque de hielo” (1997), de Juan Miguel Aguilera, o las reactualizaciones del Gólem en “Te inventé y me mataste” (2009), de Juan Jacinto Muñoz Rengel.19 También, en lo que se refiere a monstruos e historias que combinan horror y fascinación prospectiva, podríamos mencionar Un minuto antes de la oscuridad (2014), de Martínez Biurrun, con sus miméticos, o clones al servicio de las personas, o, del mismo autor, los alienígenas de “Invasión” (2006), capaces de infiltrarse en la mente humana a través del lenguaje. Y para acabar, un caso que mezcla, en sus seres y espacios, lo maravilloso con la ciencia ficción de una manera distinta a como lo hacía “La dama dragón”: la serie de Los ojos bizcos del sol (2007-2020) de Emilio Bueso, trilogía que, en palabras de su autor, pertenece al género híbrido de sword and planet (Alós, 2017). Palabras finales La clasificación hasta aquí delineada se presta, como es obvio, a matizaciones y desarrollos que, por desgracia, no caben en estas páginas. Una de las más evidentes tiene que ver con el medio de expresión o representación en el que se figuran los monstruos. En estas páginas hemos privilegiado el A este autor, y en parte al libro en el que se inserta este relato —De mecánica y alquimia (2009)—, les dedica Álvarez Méndez (2018) uno de los pocos artículos que recurre explícitamente al término de monstruo prospectivo. 19 

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nivel genérico o conceptual, sin detenernos apenas en el ideológico o en el propiamente modal, o semiótico-formal. Es, empero, un trabajo necesario, esclarecedor, que complementaría las categorías que hemos venido definiendo. Pensemos, por ejemplo, en el aspecto físico y los atributos sensoriales del engendro: qué duda cabe que no es lo mismo imaginárselos en la lectura que verlos y oírlos en una pantalla de cine o, como poco, contemplarlos estampados en las viñetas de un cómic. También, teniendo en cuenta el principal leitmotiv de nuestro discurso —la fascinación—, muy distinto resulta el efecto que produce, pongamos por caso, un dragón descrito en una novela —por muy elaborada que sea la descripción— del generado por el que se presenta a través de los cada vez más sofisticados medios técnicos del cine, al que, por si fuera poco, suelen acompañar una épica banda sonora y una deslumbrante fotografía. No es, necesariamente, que uno sea mejor que el otro, sino que son de diferente orden, en cuanto apelan a diversas vías de recepción del público y, por lo tanto, activan partes distintas en su espíritu e intelecto. No es, en definitiva, baladí dedicarles atención a las especificidades del modo de figuración, a los lenguajes, códigos y signos manejados en cada uno, relacionándolos con los presupuestos aquí asentados; como tampoco estaría fuera de lugar explorar con mayor detalle las hibridaciones que se dan entre los diferentes géneros o modalidades ficcionales y, en concreto, entre las variadas clases de monstruosidad. La práctica siempre es mucho más compleja —y, por ende, más rica— que la teoría, y es en el análisis crítico donde de verdad se ponen a prueba las hipótesis mantenidas. Algo de esto lo encontraremos en los capítulos que siguen: en ellos se habrán de evidenciar la impureza, el dinamismo y, en fin, la irreductibilidad de una producción desbordante en su imaginación y capacidad de asombrar en múltiples sentidos; en una palabra: monstruosa.

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EL MONSTRUO NO MIMÉTICO COMO ESTRATEGIA DE PROBLEMATIZACIÓN DE REALIDAD E IDENTIDAD EN LA ÚLTIMA NARRATIVA HISPÁNICA* Natalia Álvarez Méndez Universidad de León, España. Grupos GEF y GEIGhd/IHTC

Preámbulo1 Cuando se cavila sobre cultura e identidad en el marco de las Artes y las Humanidades, se deben considerar los imaginarios que abogan por la creación ficcional de mundos imposibles, en los que se inserta la literatura no mimética. En esta última, la relevancia de la prosa de ficción no realista en español en los últimos cuarenta años está fuera de toda duda, pues ha obtenido el reconocimiento de los grandes sellos editoriales, de la crítica y del ámbito académico. En ese concreto cauce genérico, el monstruo insólito se ha convertido en una de las estrategias con mayor impronta en la actual narrativa hispánica, en las modalidades de lo fantástico, lo inusual, el terror sobrenatural, el gótico cotidiano, lo mítico y la ciencia ficción prospectiva o especulativa. A pesar de que el corpus objeto de estudio es inabarcable en un único capítulo, pretendo establecer en las siguientes páginas una sucinta muestra del valor que poseen sus figuraciones, sus sentidos y su sesgo polisémico en las creaciones contemporáneas en español, así como los mecanismos, técnicas y recursos narrativos con los que se recrea la monstruosidad. La intención que me guía es la de subrayar conceptualizaciones y debates Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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vigentes que enfocan su amplia gama de encarnaciones con diversas perspectivas abarcadoras de tipologías que no solo se han convertido en líneas de fuerza de su representación literaria, sino que también abocan a una lectura crítica de la realidad. Pretendo explorar, además, cómo la inquietud o el miedo que provoca el monstruo desde su especificidad insólita deriva en la problematización de los códigos cognitivos y hermenéuticos establecidos y en la proyección metafórica de los temores del ser humano. Recordemos, en primera instancia, que la narrativa fantástica enjuicia nuestra noción de realidad, que no es otra cosa que una construcción cultural marcada por la evolución de los paradigmas científicos y filosóficos que la conciben. La citada categoría genérica juega con la transgresión de las leyes que rigen nuestro mundo, y nos habla del individuo actual y de su compleja situación identitaria en una realidad percibida como inestable y relativa. Todo ello provoca la colisión de las certezas, acentuando la problemática de la identidad y la crisis del yo que aboca a su disolución en el seno del escepticismo posmoderno. Esto demuestra que las ficciones fantásticas no padecen ningún tipo de atrofia ideológica. Jackson (1981), Gregori (2015, 2019) y Campra (2019), entre otros, constatan que nunca son textos ideológicamente inocentes, pues urden un entendimiento crítico y cuestionan el orden institucionalizado. En ese contexto, uno de los resortes de la reciente narrativa fantástica en español para discurrir sobre el entorno y acerca de la construcción de la identidad es el monstruo. Este se ha convertido en protagonista de un elevado porcentaje de discursos de investigación en las últimas décadas del siglo xx y en pleno siglo xxi, expuestos tanto en diversos congresos internacionales como en un creciente número de publicaciones monográficas sobre la materia. A su vez, en el marco de la narrativa no mimética, junto a los de lo fantástico, tienen cabida los monstruos que se localizan en la mitología y en lo maravilloso, y, sobre todo, el monstruo imposible como componente notorio del gótico cotidiano o del terror sobrenatural y de la ciencia ficción especulativa. Sus manifestaciones llevan a los especialistas a hablar de lo inefable y lo irrepresentable, de la otredad inquietante e irreductible marcada por el exceso y la indeterminación (Beville 2014). La versatilidad del monstruo, prolongada a lo largo del tiempo, del espacio y de las culturas, da germen a novedosas actualizaciones. Para ello, con el fin de evitar errores, es preciso insistir en la necesidad de clarificar

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previamente cuáles son las implicaciones que imprimen a la caracterización, sentidos y efectos del monstruo insólito las tipologías genéricas que lo integran en sus páginas, aspectos en los que no me detengo porque han sido expuestos en el presente volumen en el capítulo precedente, a cargo de Carrera Garrido. Por mi parte, remito sin más a la indicación relativa a la obligación de reflexionar en el campo de la narrativa no realista acerca del monstruo que atenta contra la normalidad y sobre el efecto que este produce mediante la ruptura del statu quo. En lo fantástico, el impacto emocional que el monstruo provoca culmina —desde los criterios ontológicos, filosóficos y metafísicos— en la subversión de nuestra idea de realidad, en la ruptura de los límites de lo posible; aunque, en palabras de Campra, la lectura de un texto fantástico no se agota en el cuestionamiento de lo real, pues posee otras repercusiones ideológicas con las que “se podrían identificar distintas formas de reenvío a la historia, la política, la sociedad” (2019: 81). Mientras, en el terror, en el gótico y en la ciencia ficción dicha carga emocional conduce a la transgresión en los planos físico, moral, psicológico e, incluso, social y cultural, como amenaza latente al individuo y a las estructuras sociales. Por lo tanto, comprender bien el alcance de esta monstruosidad exige considerar el de las modalidades ficcionales que lo acogen. Representaciones y significados del monstruo insólito que problematizan la realidad e interpretan subjetividades Son numerosos los ensayos sobre el monstruo que no siempre se centran en su totalidad en el de sesgo imposible y que están enunciados desde diversos enfoques, como el teratológico, psicológico, político, sociológico, antropológico, de historia cultural o estético, entre otros. Todos ellos coinciden en que el concepto de monstruosidad está sometido a constante evolución a lo largo de la historia, y esto abre nuevos caminos en su representación narrativa y obliga a su análisis desde la crítica literaria, pero, además, desde presupuestos de la filosofía, de la teoría y crítica cultural y del pensamiento político. Esto es así porque, tal como argumenta Cohen (1996: 4), podemos leer las culturas a partir de los monstruos que estas engendran, pues estos se adaptan a los miedos de cada período histórico y a cada marco geográfico y cultural.

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En aras de un inicial acercamiento divulgativo y didáctico, se puede afirmar que el monstruo implica el desorden, la transgresión de los límites que determinan lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico y moral. Asimismo, ha sido caracterizado a través de lo intersticial, como el ser en el que se entremezclan diversas categorías: vivo/muerto, humano/animal, terrestre/extraterrestre, yo/otro, carne/máquina, etcétera. Y se vincula al horror, porque nuestra mente necesita monstruos que metaforicen nuestras ansiedades y miedos. Igualmente, se convierte en una imagen del Otro que nos enfrenta a cómo reprimimos nuestros instintos primarios, pues el monstruo refleja todo aquello que ansiamos ser. De ahí que su percepción oscile entre la atracción y la repulsión, la fascinación y el miedo, entre lo imposible y lo prohibido (Skal 1993, G. Cortés 1997, Hock-Soon 2004, Weiss 2004, Carroll 2005). A juicio de Gilmore (2003) y con la aplicación de una perspectiva antropológica, los monstruos personifican todo lo que la imaginación humana considera peligroso y horrible, por lo que inventamos esas criaturas fantásticas para asentar en ellas nuestros miedos. En la sociedad actual, definida por el relativismo y por la violencia globalizada, seguimos necesitando ese desahogo que provoca el monstruo. De acuerdo con lo que he afirmado en la introducción a un monográfico en el Bulletin of Spanish Studies sobre “La monstruosidad imposible en la narrativa contemporánea en español” (Álvarez Méndez 2022a), esta nos acompaña en un intento de explicar lo que nos rodea y de interpretar al propio ser humano, con el dibujo de la naturaleza del mal que rezuma a través de las grietas de nuestra parte más oscura, tanto en el ámbito familiar y doméstico como en el social. Y aquí es donde entran en juego diversas estrategias representacionales de la identidad colectiva, por una parte, y de la identidad individual, por otra, con la fragua metafórica de monstruos míticos, vampiros, seres desdoblados, zombis, espectros, demonios, cíborgs, hombres-lobo o monstruos de los imaginarios populares, entre muchos otros. Desde este punto de partida, se debe ascender en el debate sobre la monstruosidad no mimética. Conviene interrogarse sobre por qué nos hace el monstruo cuestionar la identidad. Teniendo en cuenta la brevedad de la exposición, trataré de explicarlo sintéticamente, estableciendo una serie de premisas que permitan, al menos, sugerir y enunciar la riqueza de la aplica-

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ción crítica y comparatista que proporciona el diálogo teórico abierto sobre esta cuestión. En 1919, Freud hablaba de lo siniestro (unheimlich). Tiempo después, se constituyen otros conceptos complementarios, como los de lo abyecto y la perversión en los Pouvoirs de l’horreur (1980), de Kristeva, o el de la diferencia implicada en lo monstruoso que provoca un conflicto entre identidad y otredad, según ideas de Baudrillard (1991). Desde debates más políticos, Foucault (1999a) vinculó lo monstruoso a la anomalía y Agamben (1995) al devenir animal y disruptivo. Otras muchas teorizaciones subrayan que el monstruo remite a la alteridad pero evoca lo humano, y que esa alteridad, ese otro monstruoso podemos ser nosotros, lo que favorece la interpretación de las subjetividades individuales y colectivas. De tal modo, se despliegan variados sentidos en la narrativa hispánica contemporánea con diversos engranajes conceptuales que problematizan la realidad y que inciden con originalidad en el horror que late en sociedades marcadas por los discursos establecidos desde la esfera del conocimiento y desde los ámbitos de las creencias, de lo sociológico y de lo político. El monstruo descubre lo ominoso bajo el velo de la racionalidad impuesta y fractura el pensamiento institucionalizado acerca de orden, de poder y de identidad. En ese camino de desestabilización de las ideologías o idearios impuestos y de liberación de lo reprimido, el monstruo se erige en herramienta crítica y contracultural que aborda el mal, la diferencia y lo marginal desde la reelaboración simbólica de los imaginarios colectivos. Recuerdo en este punto que, tal como defendí en el preámbulo, las estéticas de lo fantástico y sus fronteras no están reñidas con una dimensión ideológica. Remito a las argumentaciones de Gregori: La acusación sin fundamento que hace de la literatura no mimética un producto industrial orientado exclusivamente a la evasión y el entretenimiento contiene sibilinamente una idea de fondo acaso más corrosiva: usar en el arte una imaginación alejada del estricto mimetismo estilístico comporta una grave traición a aquel compromiso ideológico que combate por causas justas. El eslabón semántico en que convergen ambos males es la idea de deserción: el abandono del legítimo combate en beneficio de la propia seguridad y a cambio de contentar al enemigo. En este proceso, además, se acaban infantilizando las obras (y a sus lectores/as), en el sentido de que se les sustrae su capacidad de incidencia en el mundo de seres responsables y concienciados, convirtiéndose en artefactos

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simplemente lúdicos. De esta manera, en los países occidentales se ha conformado un postulado en forma de binomio (entretenimiento-colaboracionismo) que poco tiene que ver con el funcionamiento real de la circulación de lo ideológico en los sistemas culturales, ya que las lecturas metafóricas o alegóricas de fenómenos sociopolíticos surgidas a partir del consumo de obras literarias o audiovisuales no miméticas multiplican su incidencia gracias al elevado nivel de popularidad de estas (2019: 7).

Esa misma dimensión ideológica puede ser desempeñada por el monstruo insólito. Como afirma Moraña, del monstruo se apropian tanto los imaginarios populares como los discursos de poder, pues su figura “se relaciona con los sistemas de control (del conocimiento, de la representación, de la sociedad)” y afecta a los procesos de construcción de subjetividades (2017: 27). Esta radica en dos posibilidades: una, en su identificación con un eje semiótico de creación de significados que devela las patologías de nuestras sociedades incluso cuando se emplea al servicio del orden establecido; y la otra, en su identificación con un símbolo de resistencia cultural progresista que se rebela contra el statu quo, siempre sin abandonar su entronque con el mal o con la anomalía. En esos sentidos semiótico-ideológicos, se pueden diferenciar dos grandes bloques que contribuyen a la lectura crítica de la construcción de identidades desde los sistemas de control y de representación hegemónicos. Por una parte, los intimistas e individuales, que caminan entre la visión escéptica de la realidad actual y la multiplicación de metáforas de lo social. Por otra, los ideológicos, asociados a la crítica política, social, económica, medioambiental, de género y cultural, ya que no hay que olvidar que el monstruo es empleado tanto por el orden simbólico institucionalizado como por quienes quieren subvertir su significado. En estas manifestaciones, el monstruo cuestiona el pensamiento dominante, el poder político, el capitalismo, los fundamentalismos y el patriarcado. Y activa la conciencia al descubrir y expresar las lacras de nuestras sociedades, las violencias intolerantes y sistémicas. De tal manera, vampiros, cíborgs, zombis y espectros se han empleado en la configuración alegórica de críticas al capitalismo, a la economía política, como bien se demostró desde las teorías marxistas y posmarxistas. Son interesantes, además, las publicaciones que abordan los monstruos desde la

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biopolítica. Si el monstruo se identifica con el espanto y lo perverso, por el contrario, en estos casos puede adquirir un carácter parcialmente positivo. Desde esta perspectiva, ensayos como el de McNally (2011) profundizan en el monstruo erigido en liberador de multitudes oprimidas por el capitalismo. El monstruo esgrime un poder político que logra la resistencia cuando actúa como manada, como multitud que se opone al Estado, cuando interviene como máquina de guerra —siguiendo la expresión de Deleuze y Guattari (2002)—, y que nos recuerda la necesidad de la movilización popular, tal como explicita Negri (2007). Se trata de un monstruo que potencia la reflexión sobre la subjetividad y el poder, sobre la construcción identitaria que atañe tanto al cuerpo individual como al cuerpo político y al lugar del ser humano en el mundo. En opinión de Mabel Moraña, es el monstruo relativo a la polis y a los procesos de socialización, vinculado ‘a las relaciones de poder sobre el cuerpo y a la concepción del lugar de lo humano con respecto a la Naturaleza, la historia, la temporalidad, la trascendencia y la cotidianidad’ (2017: 14). Narraciones del boliviano Edmundo Paz Soldán, junto a las de otros nombres como los de Mariana Enriquez, Liliana Colanzi, Alicia Borinsky, Samanta Schweblin, Bruno Lloret, Diego Muzzio, Betina Keizman, entre otros, brindan muestras de lo comentado, como muy bien detalla Noguerol (2020) en una conferencia en la que alude a la importancia que cobran el mutante y el zombi, relacionados con las economías ocultas, y el fantasma asociado a la posmemoria. Muy marcada es esa relevancia política que tiene la dimensión clásica del fantasma, que en el seno de lo que se nombra como fantología, fantasmagoría o espectralidad, perfila no solo los traumas individuales propios de la esfera de los afectos y de lo reprimido, sino también de lo silenciado desde la dimensión humana colectiva, lo oculto por el peso de los poderes opresivos y los regímenes dictatoriales, en un enlace de narrativa no mimética y memoria histórica. En el ámbito español, desde un realismo metafórico que juega con el expresionismo, el surrealismo y lo esperpéntico, Luis Mateo Díez recurre con frecuencia a esos fantasmas que nos devuelven la estampa de los desaparecidos por los conflictos bélicos. En el ámbito latinoamericano los ejemplos se multiplican. Entre ellos, resalta el éxito actual de narrativas que dan fuerza a esa temática, como puede ser el caso del gótico cotidiano en el que la argentina Mariana Enriquez inscribe el horror político y social.

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En publicaciones previas individuales he esbozado de forma teórico-crítica un acercamiento a algunas de esas proyecciones ideológicas de la monstruosidad no realista (Álvarez Méndez 2022b), pero de mayor interés son otras investigaciones de nuestro equipo, como el monográfico en la revista América sin nombre titulado El monstruo en las estéticas actuales de lo insólito (Álvarez Méndez y Eudave 2022). En ese número especial se puso el foco de atención precisamente en algunos de estos planteamientos en los que el monstruo imposible enfrenta la ideología dominante. Así, se dejó constancia en diversos artículos de la potente vinculación entre la transgresión del monstruo de terror sobrenatural y el reflejo de las problemáticas sociales y políticas chilenas (Diamantino 2022a); de las alegorías de las dictaduras y sus consecuencias en el sur de América Latina a través de la monstruosidad distópica que trasluce las herramientas de represión de los poderes totalitarios (Paolini Vincenti 2022); o de motivos concretos como el de la casa encantada empleados por narradoras latinoamericanas para poner de relieve convulsos contextos sociales (Díez Cobo 2022a). Con todo ello y junto a otros trabajos, refrendamos “el alcance de las figuraciones y los sentidos del monstruo insólito, con ramificaciones semióticas en constante transformación, pero siempre atravesadas por ejes estéticos, cognitivos, filosóficos y biopolíticos que enjuician y cuestionan la realidad, lo cotidiano, la identidad y los juegos de poder establecidos por el statu quo, permitiendo retratar el horror y el trauma desde dispositivos contrahegemónicos y contraculturales” (Álvarez Méndez y Eudave 2022: 13-14). Por lo tanto, no cabe duda de que, si el monstruo imposible profundiza en inquietudes epistemológicas, metafísicas y filosóficas, igualmente, fragua críticas históricas, sociales, políticas y económicas. El mexicano Alberto Chimal, autor en el marco de la literatura de la imaginación —tanto de lo maravilloso como de lo mítico, lo fantástico, el horror, lo extraño y la ciencia ficción—, lo constata con su obra. En Manos de lumbre (2018), concede protagonismo en algún relato a monstruos, como los extraterrestres, para remarcar la subsistencia de regímenes abusivos y corruptos, la falta de libertad del ser humano para hacer frente a estos y la decepción por no haber alcanzado una nueva era tras la caída de los ideales socialistas de toda una generación. Ya en su anterior libro de cuentos publicado en España, Los atacantes (2015), ahonda en lo perturbador a través del monstruo delineado desde una conciencia política que

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reproduce la violencia del mundo que habitamos. Figuras relevantes como el zombi no solo son utilizadas para desarrollar crítica histórica y política en relación con el enjuiciamiento de contextos coloniales y raciales, sino también para imprimir una conciencia social relativa a lo económico. En sus relatos, extraterrestres, zombis y fantasmas, entre otras concreciones monstruosas nacidas de lo popular, encarnan los miedos y el desvalimiento del ser humano acosado por el atropello de los poderes políticos y fácticos, así como por la vigilancia y el control social propio de la época actual. A su vez, la monstruosidad vampírica da entrada a la crítica social enmarcada en el capitalismo y el abuso del poder político y criminal, como acontece en el cuento “La gente buena” (Los atacantes). En él, el vampiro despliega sentidos que ponen de manifiesto una cabal percepción de lo político y económico. De acuerdo a lo que he propuesto en análisis anteriores al referirme a este cuento, el personaje principal de la vampira no se describe solo como un monstruo o alteridad individual, sino que su carácter imposible, depredador y terrorífico se extrapola a lo colectivo, por lo que se erige en un símbolo de la modernidad vampírica que se modela como un poder antinatural y animalizado, como una amenaza a la integridad física del ser humano y un asedio a este último a través de las desigualdades, las incertidumbres, los peligros y las injusticias sociales que intensifica el capitalismo global (Álvarez Méndez 2022b: 12-13). Asimismo, Los atacantes, de Alberto Chimal, conjuga monstruos clásicos con los que surgen de los horrores derivados de la tecnología, y evidencia la conexión de los miedos atemporales con la desolación actual ante la corrupción, el narcotráfico, la explotación del marginado y el crimen organizado: Todo esto está en algunos de los cuentos de este libro porque el libro en general está construido para contar historias de miedo, de inquietud, de angustia, son historias que se refieren a estos grandes temas de la narrativa de miedo que los tenemos desde el principio de la especie, al mismo tiempo está el contexto actual en el cual nacen los miedos de nuestra época y entre ellos está este miedo a la vigilancia, a los grandes poderes que no responden a nadie y que pueden hacer con los individuos lo que sea sin ser castigados. (Chimal en Aguilar Sosa 2015).

Asimismo, en relación con lo fantástico y con la ciencia ficción especulativa, sobresale la monstruosidad ligada a la tecnología y a la cibernética,

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despuntando el motivo de la inteligencia artificial que remite a la falta de control sobre los avances científicos y tecnológicos. El monstruo maquínico quiebra los protocolos de representación de la identidad humana, tal como advierte Haraway (1991), que define al cíborg como entidad e identidad poshumana y posgenérica. Tanto los cíborgs como otros seres artificiales, digitales, virtuales, biotecnológicos y posbiológicos cuestionan nuestro concepto de cuerpo y de vida. Un buen ejemplo, con cuentos de autoría masculina y femenina tanto de Latinoamérica como de España, se localiza en Las otras. Antología de mujeres artificiales (2018), editada por López-Pellisa. Dicho volumen, tal como su título anuncia, conceptualiza lo artificial y lo femenino con muñecas y mujeres virtuales, biotecnológicas y robóticas, así como con la reunión de relatos fantásticos y de ciencia ficción que entregan divergentes imágenes femeninas conectadas por “la incorporación de la tecnología en el cuerpo y la posibilidad de otras sexualidades e identidades” (López-Pellisa 2018: 18). No en vano, el análisis de los monstruos que surgen en la era de la biotecnología demuestra la necesidad de aplicación de ópticas del poshumanismo, del ecofeminismo, del transfeminismo, del ciberfeminismo y de la necropolítica, entre otras (López-Pellisa 2022). Si nos enfrentamos a la cuestión de la representación cultural del ser híbrido y monstruoso, cobran importancia teorías como las de Donna Haraway (1999, 2019) sobre la necesidad de repensar el concepto de Naturaleza y de redefinir el posicionamiento del ser humano respecto al resto de seres vivos, lo que se puede relacionar con el necesario diálogo y alianza entre especies y con el dibujo positivo de la otredad del considerado como monstruo, de acuerdo con Braidotti (1999, 2015). Esto favorece la presencia en la narrativa hispánica de monstruos que testimonian las consecuencias de economías agresivas que tienen como resultado sociedades enfermas y una naturaleza devastada que da lugar a monstruos susceptibles de ser observados desde la filosofía, el psicoanálisis, la biopolítica y el poshumanismo. Son abordajes que se extienden en lo fantástico, el terror, lo inusual y la ciencia ficción especulativa, ensayando nuevas formas de corporalidad y de subjetividad alternativas. En el caso de la mexicana Iliana Vargas, en Yo no voy a salvarte (2021), se percibe en gran medida esa preocupación por el caos reinante, no solo por los desequilibrios sociales, sino también por los científicos y los ecológicos, pasando de lo distópico a lo ecotópico. Vargas conforma en

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el citado volumen de cuentos una original narrativa en la que se sugiere el riesgo de la destrucción de lo conocido para llegar a una transformación que salve a las personas de un mundo deshumanizado, imperfecto, caracterizado por los negativos efectos de economías no sostenibles, por la contaminación y por la pérdida de armonía del ser humano con la naturaleza. Aparentemente, se podría cerrar la revisión sintética de la construcción de identidades a través del monstruo no mimético en la narrativa hispánica, pero hay que matizar que se abre, sin embargo, un nuevo abanico de posibilidades interpretativas al enfocar la atención en género y monstruosidad. En ensayos previos, he trazado algunas consideraciones sobre la defensa de una tradición femenina en el marco de la ficción de lo irreal (Álvarez Méndez 2022c, 2022d), lo que me llevó a constatar la riqueza de la producción hispánica de autoría femenina (Alemany Bay y Eudave 2020) y de los estudios sobre género, monstruo y políticas identitarias, como los de Creed (1993), Haraway (1991) y Shildrick (2002), entre otros. A su vez, en un reciente capítulo dedicado a monstruosidad insólita en las narradoras actuales en español (Álvarez Méndez 2023a), ofrezco variados ejemplos de publicaciones de escritoras de Argentina, Bolivia, Ecuador, España y México. Según indico en el mismo, son numerosas las creadoras en español que profundizan en la conciencia de género. En conjunto, sus obras subvierten las normativas y arquetipos patriarcales de lo femenino en respuesta a las imágenes de monstruosidad unidas desde antiguo a la mujer que han identificado a esta con lo amenazante y lo incomprensible, que han otrificado su identidad durante siglos tomando lo femenino como un todo monstruoso y han consolidado una construcción social del género. Entre estas creadoras, en el ámbito hispánico, se distinguen las que se insertan en lo fantástico puro o en el hibridismo con el terror o el gótico cotidiano. A ellas se agregan las que se enmarcan en lo inusual, expresión acuñada por Alemany Bay (2016) para designar una literatura de umbrales entre lo fantástico y sus fronteras, marcada por la singularidad de voces femeninas en español que introducen elementos insólitos de sesgo metafórico en la estampa de una realidad experimentada como hostil por personajes femeninos. Esta narrativa de lo inusual cobija ficciones que atestiguan las incoherencias de la sociedad y violencias diversas, no solo fruto del horror social, sino también las que parten de conflictos humanos y que exigen una

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reflexión sobre el hecho violento. Y lo hacen, tal como explica Cecilia Eudave, con una enunciación singular que comulga con escritoras de varias generaciones en el rechazo de los estándares de recreación femeninos propios del discurso conservador (2019: 43-58). Igualmente, la ficción prospectiva acoge múltiples escenarios de reivindicación feminista. Una buena muestra de la variedad de poéticas no miméticas escritas por mujeres, con una perspectiva transatlántica, junto a un porcentaje sobresaliente de contestación al ideario patriarcal asumido por el imaginario, es la antología Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España, editada por López-Pellisa y Ruiz Garzón (2019a). En este volumen se recogen cuentos escritos por una treintena de mujeres de habla hispana, de al menos dos tercios de los países hispanohablantes y de diferentes generaciones. Con él se propone una visión completa de la variedad temática acotada por las escritoras desde perspectivas claramente comprometidas, en muchos casos con sesgos políticos y reivindicativos: Entre los temas que se abordan entre estas páginas, a título de anticipo (dado que cada relato irá presentado con una biografía de la autora y una breve introducción al cuento), destacamos en cualquier caso la violencia de género, la relación con el Otro, la diversidad sexual, la soledad, la misoginia, los cuerpos no normativos, la infancia, la muerte, la enfermedad, las relaciones familiares, la metaliteratura, la licantropía, la precariedad laboral, el canon de belleza occidental, la violencia, la desigualdad de clases, el monstruo, la ecología, la guerra, el amor, la política en la era de la globalización, la relación humano-máquina, la educación en la era de la cibercultura, la inmigración o la indiferencia de la sociedad frente los problemas ajenos, entre otras posibilidades que invitamos a descubrir como quien destapa el ánfora de Pandora (López-Pellisa y Ruiz Garzón 2019b: XXX).

En todas las modalidades referidas se localizan ejes temáticos desarrollados a través de matices prácticamente ausentes en las narraciones de firma masculina y que pueden atravesar todas las ramificaciones de la monstruosidad. Asistimos al empleo de significativas actualizaciones, muy personales, del fantástico feminista, expresión reivindicada recientemente por Roas (2020a: 23-27), tras profundizar en esta problemática y revisar teorizaciones que apoyan un posible uso feminista de lo fantástico, entre ellas las de Cranny-Francis (1990) y Alpini (2009):

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Un empleo, pues, feminista de lo fantástico cada vez más extendido en autoras de diversos países y lenguas, y en diversas artes, lo que implica la presencia recurrente de estas características antes mencionadas: voces femeninas para exponer en primera persona la experiencia de lo fantástico; personajes femeninos cuyas historias traducen un constante movimiento de reconstrucción identitaria frente a la identidad estereotipada construida por la heterodesignación del discurso hegemónico patriarcal, lo que, a la vez, implica la inversión de los roles femeninos (y la consiguiente deconstrucción de esos estereotipos) y la destacada presencia de la monstruosidad femenina (Creed, 1993) como forma de denuncia y transgresión de los modelos tradicionales, tanto en lo referente a la representación del cuerpo como a los límites de la monstruosidad y, sobre todo, a la violencia y el horror como reflejo de la opresión sobre la mujer (Roas 2020a: 27).

En esa misma línea de pensamiento, en unas páginas dedicadas a la consideración de una fragua de especificidades en la poética de lo fantástico desde la autoría femenina, he defendido el término de insólito feminista, habida cuenta del hibridismo genérico de las categorías de lo no mimético que delimita la obra de muchas de estas autoras (Álvarez Méndez 2022d: 126-131). En el tema que centra la atención de este capítulo, es notorio cómo, desde ese quehacer, las creadoras logran subvertir y transgredir rasgos del statu quo patriarcal a partir de la renovación del monstruo asociado a la alienación y al cuerpo de la mujer aquejado por los modelos culturales femeninos impuestos y que conectan con la conciencia social inscrita en la problemática de género. Así, algunas narraciones enfocan una serie de resortes preponderantes que son elaborados con variadas figuraciones de mujeres monstruosas. Entre dichos resortes sobresalen la ruptura o subversión de los arquetipos y de los modelos femeninos instaurados por el orden patriarcal y la reivindicación de la diferencia; la reescritura de los cuentos maravillosos y de diversas mitologías; la creación de metáforas del horror a partir de la relación entre mujer y espacio doméstico; el enjuiciamiento al papel de la mujer como ángel del hogar; las difíciles relaciones genealógicas entre abuelas, madres, hijas y hermanas; la experiencia de la maternidad como conflicto; las relaciones de dominio y sumisión entre amigas; las visiones siniestras de la niñez, con la monstruosidad infantil; las vivencias traumáticas de la esfera de los afectos por la prevalencia de un concepto patriarcal de pareja y de amor romántico;

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la relación entre sexualidad, monstruosidad y mujer, con el enfrentamiento a la representación tradicional de esta última en los discursos hegemónicos misóginos, y en el imaginario artístico y literario, como un objeto del deseo del hombre; la importancia de la corporeidad en la caracterización de lo monstruoso, bien sea por la liminalidad de rasgos o por la intensificación e hiperbolización de otros. La nómina ilustrativa de esos hilos temáticos es ingente, con narradoras como Karen Chacek, Liliana Colanzi, Mariana Enriquez, Patricia Esteban Erlés, Cecilia Eudave, Ana Llurba, Ana Martínez Castillo, Clara Obligado, Mónica Ojeda, Giovanna Rivero, Michelle Roche, Solange Rodríguez Pappe, Samanta Schweblin, Daniela Tarazona, Iliana Vargas, María Zaragoza y un largo etcétera al que se van añadiendo nuevas voces de lo fantástico. Por citar un ejemplo reciente, nombro Blancogramas (2021) de la española Gemma Solsona Asensio, en el que, sin entrar a concretar cada relato en el que aparecen, podemos disfrutar de lo monstruoso vinculado a la infancia, las crueles relaciones entre amigas, el juego siniestro con motivos bíblicos y de cuentos de hadas, con seres reconocibles en el panteón teratológico, como son el fantasma, la bruja, el doble, la vampira e, incluso, insectos en multitud o monstruos vinculados a la hechicería y el vudú. Todo ello localizado en ambientes irrespirables y opresivos, y orientado bien a perfilar la monstruosidad que el ser humano puede albergar en su interior, bien a explorar con ternura al que es considerado monstruoso por ser diferente. Gracias a todas esas vertientes, se construye un potente mensaje contracultural que desarma al heteropatriarcado. Se conjuga en las narradoras actuales la herencia de temas más íntimos, cultivados por las generaciones anteriores, con perspectivas más políticas en los textos recientes, que retratan el terror social. Las estrategias son muy variadas. En unas ocasiones, se emplea la pintura narrativa de la violencia sistémica de género, del que constituye una buena muestra la obra de la peruana Rocío Santisteban, en la que profundiza Raggio (2022), investigando sobre cómo aborda el feminicidio a través de la imagen del terror de lo masculino monstruoso. En otras, emerge en la narración el devenir en monstruo del personaje femenino para reivindicar lo marginal, lo diferente, a través de singulares metamorfosis corporales y de identificaciones con entidades monstruosas totalmente originales que se escapan a los moldes patriarcales; o mediante cuerpos violentados que ar-

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gumentan en favor de la alteridad, el diálogo entre especies y el hibridismo, y la disolución de identidades genéricas y del orden binario de lo masculino y lo femenino. Un modelo esclarecedor de estas temáticas se brinda en los cuentos concretos, recogidos en Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España, de la salvadoreña Jacinta Escudos, la colombiana Laura Rodríguez Leiva y la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, tal como ha analizado Rodríguez Campo (2022b). Así sucede en creaciones de las escritoras de lo inusual, que trabajan con cuerpos liminales, en transformación o en mutación y metamorfosis, para trazar la desestabilización de los discursos del heteropatriarcado y propiciar la exploración de la identidad. En suma, la monstruosidad exhibe envergadura crítica en las esferas de la activación política, de la interacción social y de las relaciones íntimas y familiares, sin olvidar que también remite a seres vulnerables en el contexto de las relaciones interpersonales, con sectores más sometidos a una posible violencia, entre los que, junto a niños y ancianos, sobresalen las mujeres y quienes se asocian a sexualidades no normativas. Con esa última intención, se incorpora el vampiro a la obra de la mexicana Gabriela Rábago Palafox para encarar el discurso hegemónico sobre la homosexualidad y la violencia de género, abordando esas problemáticas sociales de los años ochenta y noventa en su país (Arango Vallejo 2022); o el fantasma a ficciones más recientes, como “Orilleras” (Constelaciones familiares, 2020), de Ana Llurba, y “La alcoba blanca” (Blancogramas, 2021), de Gemma Solsona Asensio. Se examina, pues, el conflicto no solo social sino interior que sufre el ser marginado, su lucha contra las máscaras identitarias que la cultura y la sociedad le imponen. En conjunto, en la obra tanto de narradores como de narradoras, en función de lo argumentado en este epígrafe, y a la vista de las dinámicas de poder y de resistencia en las que se inserta el monstruo, se verifica que, al igual que lo fantástico y otras modalidades no miméticas, el monstruo imposible concibe una percepción crítica e, incluso, subversiva del mundo actual. Esa dimensión ideológica se beneficia, a su vez, de la polivalencia significativa del monstruo y de su capacidad para difuminar límites, entre ellos, “el desdibujamiento o infinitización de los límites ontológicos (hombre/animal, ser/nada), epistemológicos (verdad/falsedad), morales (bien/ mal) o estéticos (belleza/fealdad)” (Castany Prado 2013: 139). El mons-

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truo transmite, por ende, una lectura de la realidad, completamente alejada del escapismo, que plasma injusticias y abusos, así como múltiples crisis, contradicciones y la naturaleza deshumanizada de las sociedades actuales y futuribles. Resortes narrativos de la caracterización del monstruo imposible El juego con los rasgos asociados a lo monstruoso, como la hibridación, lo intersticial y la anomalía, no son los únicos aspectos de interés en la construcción narrativa del mismo. Por esa razón, no quiero cerrar este capítulo sin realizar unos breves apuntes sobre determinados mecanismos que potencian su alcance y que dotan a las ficciones de particularidades novedosas en su tratamiento. Previamente, antes de revisar algunos de esos instrumentos, comento a continuación dos debates que asoman al acotar la monstruosidad ajena al realismo. Por una parte, al hablar de monstruos no miméticos, conviene descartar cierta confusión que se produce en ocasiones y tener en cuenta que en ellos solo tienen cabida los que se recrean a través de algún tipo de distorsión fantástica, dando entrada a la convivencia conflictiva de elementos y órdenes incompatibles con nuestros paradigmas vigentes. El reflejo de la violencia se registra en numerosas voces, entre las que destacan las femeninas hispánicas, mediante monstruos abyectos humanos caracterizados por subjetividades subversivas o rechazadas por el orden simbólico institucionalizado, pero ese corpus no pertenece a nuestro ámbito de exploración porque no se trata de seres imposibles que violenten en mayor o menor grado las reglas de lo real, de lo considerado como mímesis. Por otra parte, no hay que pasar por alto el fenómeno de la domesticación del monstruo (Roas 2019: 37-51), muy extendido globalmente con la mercantilización de lo monstruoso efectuada por la creación audiovisual. Al verse naturalizado, el monstruo pierde uno de sus rasgos fundamentales, el de provocar miedo o inquietud, por lo que su fuerza significativa decae, igual que lo hace su capacidad subversiva. Ante ello, sin embargo, como ya hemos sugerido en el anterior epígrafe, al abordar la literatura en español, podemos inferir que la literatura no mimética se une en un elevado porcentaje a una proyección semiótica ideológica:

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Se demuestra que nos situamos ante una narrativa a la que no le interesa la naturalización o la domesticación del monstruo, un fenómeno que se ha extendido por gran parte de los imaginarios culturales de los últimos tiempos. Por el contrario, apuesta por la reinterpretación de monstruos clásicos, por nuevas vías de representación que se adaptan a los paradigmas artísticos y filosóficos de nuestro tiempo, con monstruos reformulados y posmodernos que nos ofrecen una lectura crítica de la realidad (Álvarez Méndez y Eudave 2022: 11).

Al margen de esos dos aspectos, referenciados de forma tangencial simplemente para dejar constancia de cuál es el objeto de estudio que abordo, resalta la confluencia de elementos primitivos y modernos que se unen en el bosquejo de la monstruosidad insólita. No olvidemos que la fascinación por lo siniestro, por lo sublime y por el terror convergen en la pervivencia del monstruo a lo largo del tiempo y en distintas tradiciones. En este mundo globalizado, hay un trasvase de monstruos desde la Antigüedad hasta nuestros días y desde unos marcos espaciales a otros, gracias en parte al arte, la literatura y la cultura audiovisual, con producciones que, como anota Byron (2013), son entidades intertextuales que se mueven en muchas direcciones internacionales. En el caso de la tradición occidental reconocemos la huella de los monstruos de la mitología grecolatina y los del pensamiento judeocristiano, así como los de impronta barroca y gótica junto a formulaciones actualizadas, pero no podemos olvidar la relevancia de todo el imaginario transoceánico que surge con el hecho histórico de la conquista de América. En ese imaginario, numerosos seres fantásticos y monstruos quedan inventariados en mapas, documentos de viaje, bestiarios, leyendas y ficciones populares. A ello se añade el interés que generan los monstruos pertenecientes a otros imaginarios y mitologías diversas. Las narraciones de las últimas décadas recurren con mucha frecuencia a esos seres, pero también crean nuevos monstruos que se adaptan a la realidad actual y a los miedos coetáneos que más prominencia poseen en cada contexto geográfico. Se debe cavilar, asimismo, aunque sea brevemente, sobre un recurso que constituye una línea de fuerza fundamental al hablar del monstruo en la literatura en español. Aludo al contraste entre monstruos locales, con variantes regionales de marcos culturales designados como periféricos, y los monstruos globales, conocidos universalmente. El monstruo creado desde la con-

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figuración local detalla con gran potencia tanto al sujeto popular como a la subjetividad colectiva. Esta tipología ha cobrado mucha trascendencia en la narrativa latinoamericana. El monstruo local, entroncado con la cultura específica de cada país, incluida la oral, y con sus propios mitos prehispánicos y creencias, ofrece una gran riqueza significativa y testimonia, en numerosas ocasiones, la idea negativa que el poder o el centro ha creado en relación con el otro. En muchos casos, monstruo local y global se entrecruzan o se permean en los rasgos descriptivos que reciben en las narraciones. Existe, además, una creciente y amplia nómina de ficciones en las que el monstruo local se vincula con cuestiones de género. Por ejemplo, en el marco del folclor amerindio, se inscribe la bruja en un contexto cultural específico en la narrativa de las ecuatorianas Mónica Ojeda y Solange Rodríguez Pappe. Como bien resume Boccuti, estas escritoras emplean […] el uso del imaginario vinculado a figuras monstruosas de gran difusión en el mundo andino como las voladoras o las umas, que se revelan centrales en el proceso del empoderamiento de las protagonistas que estas autoras plantean en sus textos. A diferencia de otros cuentos fantásticos del siglo xx donde el pasado prehispánico o “lo autóctono” aparece en clave monstruosa y por lo tanto ominosa, fijado como alteridad radical, en estas autoras —y en particular en algunos cuentos de Las voladoras (2020) de Ojeda y La primera vez que vi un fantasma (2018) de Rodríguez Pappe— los monstruos femeninos del folclore amerindio determinan reconocimientos sorprendentes y metamorfosis inesperadas, lo cual implica, como veremos, la reivindicación del poder abyecto de la monstruosidad: de esta manera, no sólo se subvierte la connotación del monstruo, sino que también se cuestionan y reescriben, desde el género, los arquetipos literarios que naturalizan el orden patriarcal de la cultura (2022: 129-130).

Narradoras como Ojeda esgrimen lo ancestral para expresar el horror cotidiano mediante la alianza entre mujer y monstruosidad, con el resultado de la transformación de la otredad ante lo masculino con una nueva significación de su identidad que puede convertirse en la vía de escape de la opresión. Las autoras reescriben los arquetipos del monstruo global y aquellos que han pervivido en los imaginarios colectivos de sus regiones locales. Con ello ponen de relieve la posibilidad de una enunciación distinta a la conservadora y patriarcal, con lo que contribuyen a fracturar los discursos unidireccionales

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de poder y a construir una imagen literaria del horror cotidiano. Así lo hacen otras muchas autoras latinoamericanas, como las argentinas Mariana Enriquez, Ana Llurba y Samanta Schweblin o la boliviana Giovanna Rivero. El sustrato de los elementos culturales del folclore y de los mitos prehispánicos permite abordar la problemática de identidad y alteridad en relación con los conflictos de género, aunque hay otros posicionamientos más vinculados a la reivindicación de lo identitario de sesgo cultural. Finalmente, junto al uso en auge del recurso de la voz del otro, que le otorga la palabra narrativa al monstruo, conviene no desatender las divergentes envolturas de las manifestaciones de este último, entre las que despuntan el humor, en sus distintas tipologías, y la melancolía, al margen de los tonos poéticos o sórdidos que impregnan algunos textos y que recorren tanto lo fantástico como lo inusual, el gótico cotidiano y la ficción especulativa. El humor, aunque parezca paradójico, es capaz de combinarse con lo monstruoso. Las diferentes gamas del humor negro, la ironía, la parodia y la sátira coinciden en su funcionamiento como herramientas críticas. No extraña, por ello, que el monstruo tradicional se actualice en la narrativa reciente desde el humor que vierte una mirada distanciada de la convencional. Nombres que destacan en el contexto del humor negro, la ironía o la parodia en la esfera de lo fantástico, el terror y lo inusual son el peruano Fernando Iwasaki, la mexicana Cecilia Eudave, la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe o los españoles David Roas, Santiago Eximeno, Patricia Esteban Erlés, Ana Martínez Castillo y María Zaragoza, entre otros. De acuerdo con el análisis de Boccuti (2018), el humor puede tener una función agresiva, liberadora, metafísica y conceptual. Los mecanismos del humor unidos a los monstruos dan lugar a la desestabilización de los discursos dominantes, a la liberación de lo reprimido, a la lectura crítica de la realidad y a la fractura de las jerarquías con las que hemos ordenado el mundo. De tal modo, los monstruos fantásticos y de terror, clásicos y globales, se renuevan con modernizadas encarnaciones a través de un humor tanto estructural como semántico en la narrativa actual. La monstruosidad insólita que emplea este procedimiento opta por enlazar lo trágico y lo terrorífico con lo cómico, por romper el horizonte de expectativas lectoras distorsionando los tópicos del género, o por convertir la ironía y la parodia en sus principales engranajes narrativos. Zombis, revenants, fantasmas, vampiros, dobles,

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monstruos infantiles, casas encantadas, muñecas, extraterrestres y monstruos del horror cósmico, entre otros, protagonizan tramas de giros imprevisibles que potencian la transgresión humorística mientras mantienen el efecto ominoso propio de lo fantástico y el terror. Las estrategias son variadas: juegos con la enunciación, con el punto de vista y la temporalidad; la ruptura de expectativas; el uso lúdico del lenguaje; el desvío entre lo literal y lo figurado o metafórico; la incongruencia; la paradoja; la contradicción semántica; la hipérbole; la bisociación de términos; la intertextualidad y la metaliteratura (Álvarez Méndez 2022e). La melancolía, por su parte, asociada en la Antigüedad a la bilis negra o atrabilis, remite a un concepto complejo, en cuanto cambiante a lo largo del tiempo y difícil de acotar. Algunos, como Morales Rivera, la han clasificado como un productivo arquetipo en el arte y el pensamiento modernos en sus diversas acepciones históricas de tristitia, acedia, tedio, ataraxia y depresión (2017: ix), además de asumir que es “una enfermedad mental y una expresión metafórica para explicar conflictos ideológicos” (2017: ix). Por su parte, Jackson la relaciona con estados de aflicción (1989: 15), recordando cómo en la Grecia clásica era “un desorden mental que implicaba un prolongado estado de miedo y depresión”, restringiéndose a partir de los siglos xvii y xviii a su significado de enfermedad (1989: 17). Otras voces, como la de Pujante (2018), defienden la necesidad de interpretarla como mito cultural y no como enfermedad susceptible de ser abordada por la psiquiatría, prescindiendo por lo tanto de consideraciones científicas y médicas. En una investigación en la que me aproximé a la significación de la melancolía en la narrativa hispánica actual, distintas ficciones de Alberto Chimal, Patricia Esteban Erlés, Cecilia Eudave y Juan Jacinto Muñoz-Rengel me permitieron sondear cómo —con la neomitologización, lo fantástico, lo gótico y lo inusual— la melancolía —y, en ocasiones, la depresión y el suicidio— se representa a través de dos vertientes destacadas a lo largo de la historia cultural: la de los afectos y la del genio creador (Álvarez Méndez 2023b). Desde la modernidad, la melancolía cobra fuerza a través de la conciencia de finitud y de soledad. Se reviste, sin embargo, de lecturas sagaces y juiciosas de lo que nos rodea, en virtud de la capacidad metafórica del monstruo insólito: bestias míticas, fantasmas, vampiros, gólems, dobles, extraterrestres y un largo etcétera. Uno de los maestros españoles de la melancolía en el ám-

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bito del realismo metafórico es Luis Mateo Díez, mientras que en las letras latinoamericanas late ese peso de personajes y atmósferas melancólicas en obras como las de Giovanna Rivero, entre otras. La combinación del monstruo con la melancolía —que a su vez se enriquece en algunos casos con el ensamblaje con lo macabro y lo gótico y en otros con el humor—, aunque se hace presente como tristeza afianzada e inevitable en la existencia del ser humano, va más allá de un estado de ánimo y conduce a una visión crítica de la realidad y al autoconocimiento. Conclusión En un mundo como el posmoderno en el que se han perdido las certezas y se incrementan las amenazas —desinformación, catástrofes naturales, pandemias y sociopatía política—, el ser humano observa cómo a los miedos ancestrales y atemporales se suman nuevos terrores que cobran fuerza tras el supuesto orden de lo racional. En una época marcada por múltiples crisis, en la que se pasa de lo relativo a lo mutable y lo inconstante, el monstruo tiene garantizada su pervivencia como artefacto cultural capaz de desentrañar e interpretar la realidad colectiva y la subjetividad individual.

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III. RADIOGRAFÍAS GEOGRÁFICAS

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EL MONSTRUO FANTÁSTICO EN EL DESARROLLO DE LA LITERATURA DE TERROR EN CHILE* Jesús Diamantino Valdés Universidad Adolfo Ibáñez, Chile. Grupo GEIGhd

Preludio1 Lo fantástico, como categoría ficcional, nos obliga a adentrarnos en los contornos más inusitados de la imaginación y a trastocar los lindes de aquello que denominamos realidad. Dicho de otro modo, la presencia de lo sobrenatural sería el punto de partida para identificar este tipo de narraciones; pero tal concepto, que alude directamente a todo aquello que sobrepasa o tergiversa las leyes de la naturaleza, funciona de manera distinta dependiendo de la forma en que lo sobrenatural se materializa e incide en el plano ficcional. En este sentido, podríamos catalogar como fantásticas a aquellas ficciones en donde se presenta una confrontación entre lo admisible y lo insólito. En otras palabras, este género implica la escenificación de una realidad admitida y coherente con los lectores, la cual en un determinado momento es tensionada por un elemento extraño e inexplicable. Esta confrontación problematiza no solo la percepción del mundo creado dentro del texto, sino también la realidad extratextual de los lectores. Por ende, “el objetivo de lo fantástico va a ser precisamente desestabilizar los límites que nos dan seguridad […], en definitiva, cuestionar la validez de los sistemas de percepción de la realidad comúnmente admitidos (Roas 2011a: 35). Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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Ahora bien, ¿qué definimos entonces cómo terror?, ¿es el terror una condición esencial de lo fantástico? No del todo, ya que el terror funciona como un mecanismo discursivo parasitario capaz de adherirse a otros géneros sí legitimados; por lo tanto, no puede ser entendido como una corriente autónoma. Es decir, si bien no todas las obras fantásticas pueden ser consideradas terroríficas, sí es cierto que lo fantástico es el recipiente ficcional más recurrente del terror, esto ya que el elemento imposible que pone en jaque las pautas lógicas del mundo, al ser inexplicable y muchas veces violento en su aparición, el efecto que conlleva generalmente es el horror. Sin embargo, no olvidemos que la sustancia de lo fantástico radica en la inexplicabilidad del fenómeno, por lo que el vínculo entre este género y el terror se limita solo a lo sobrenatural como punto de unión. El terror sobrenatural engloba a todas aquellas obras en donde el eje articulador es una amenaza extraña que carece de explicación lógica y desestabiliza de forma más o menos evidente el universo inteligible de los personajes; ejemplos de ello son el cuento vampírico “Thanatopía” (1925), de Rubén Darío y la historia de fantasmas “Las islas nuevas” (1939), de María Luisa Bombal. Desde esta lógica, el terror fantástico genera “una sensación de lo que podría ser denominado irrealidad macabra: macabra por la presencia de algo amenazador y horrible, e irreal, por la imposibilidad de definir lógicamente aquella amenaza (Ligotti 2016: 26). En este punto, la figura del monstruo se articula como uno de los tropos más significativos de la ficción de lo insólito, ya que alude a los miedos atávicos y se presenta a lo largo de la historia como una amenaza amorfa y proyectiva del sujeto. No es casual que el desarrollo de lo fantástico en Latinoamérica y, particularmente en Chile, tenga como eje la representación del monstruo: criaturas del folclore indígena, fantasmas, revinientes y animales imposibles pueblan el retablo literario como símbolo de la heterogeneidad y de la riqueza cultural del continente. Legitimación del género fantástico y tratamiento de la monstruosidad El desarrollo de la literatura no mimética en Chile está marcado profundamente por la presencia del folclore nacional, el cual se caracteriza, en

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esencia, por la presencia de lo monstruoso. Los diversos seres que pueblan las creencias heredadas del sincretismo entre la cultura oral de los pueblos aborígenes y la herencia europea de los conquistadores españoles configuraron un prolífero escenario temático desde los inicios de la narrativa nacional. En esta vertiente, emanada del romanticismo imaginativo, las leyendas y tradiciones sitúan el suceso insólito en un pasado histórico reconocible para el lector, propiciando un perfil identitario que sale a la luz a través del testimonio de un narrador heterodiegético. En estas ficciones el elemento sobrenatural se manifiesta a través de las figuras de santos, demonios, animales mágicos, fantasmas o aparecidos (Diamantino 2022b: 69) La publicación de la novela Don Guillermo en 1860, significó el inicio del género fantástico y de la legitimación de la monstruosidad en el retablo literario oficial. Su autor, José Victorino Lastarria (1817-1888), buscó manifestar sus consignas liberales desde un punto de vista alegórico, criticando implícitamente no solo la herencia del vetusto pasado colonial, sino la crisis política de su tiempo a través de la estigmatización del partido conservador. Para ello, se vale de la recreación de imágenes dantescas del infierno, retratando demonios, brujas y figuras monstruosas emanadas del folclore, entre ellos destaca el imbunche (también llamado chivato), una criatura deforme de origen mapuche que sirve de protector a los hechiceros. Según la leyenda, el imbunche es un niño sin bautizar robado o regalado a los brujos para convertirlo en guardián de sus cuevas. Para ello, los infantes son sometidos a un proceso de imbunchaje: primero los hechiceros rompen su pierna izquierda y se la adhieren a la espalda, por lo que se desplaza con saltos; también le tuercen el cuello y le obstruyen o cuecen todos los orificios del cuerpo. Vive toda su vida en soledad, no puede hablar y emite horribles alaridos cuando intenta alimentarse por su cuenta; nadie, salvo los brujos, pueden mirarlo directamente. La apariencia anómala de este monstruo ha sido retomado persistentemente por distintos autores a lo largo de la historia de la literatura chilena: José Donoso en El obsceno pájaro de la noche (1970), Carlos Droguett en Patas de Perro (1965), Carlos Franz en La muralla enterrada (2001). Su potencial simbólico propicia interesantes reflexiones respecto a la identidad cultural del país, desde la violencia fundacional de Chile (como en el caso de Lastarria) hasta la represión política de la dictadura militar, y de manera más

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reciente, la narrativa chilena pareciera invocar a esta criatura multiforme y polisémica para abanderarla con las actuales demandas sociales. Es así como la monstruosidad ha cimentado en gran medida el camino de la literatura nacional, anclándose en lo fantástico para observar de manera crítica el desgarro de la memoria histórica y las contradicciones del sujeto. La legitimidad de lo fantástico como género en las letras nacionales, se observa con el predominio de la escuela realista y naturalista a finales del siglo xix y principios del xx. El interés de los autores por contraponer de manera crítica la vida de las zonas rurales en oposición al centralismo del progreso económico, implicó la asimilación de la tradición oral. El tratamiento de lo monstruoso, lo observamos en dos escritores fundamentales: Joaquín Díaz Garcés y Baldomero Lillo. Del primero, destacamos el cuento “Los Chunchos” (1907), único relato del autor en el cual se propone la posibilidad del terror fantástico. La pieza fabula la influencia maligna que un ave del repertorio mitológico chileno tiene sobre unos personajes de la burguesía santiaguina, vaticinando con su canto el destino trágico de una joven mujer, exteriorizando así un conflicto entre el saber popular y el escepticismo moderno. Respecto a Lillo, en sus relatos “Juan Fariña” (1903) y “El ahogado” (1907), se utilizan, respectivamente, la figura del demonio y la del reviniente como amenazas monstruosas; en ambas piezas lo sobrenatural funciona como símbolo de las injusticias de un sistema social corrompido por el poder económico burgués. Desde ahí, el advenimiento de las nuevas tendencias estéticas como el surrealismo y superrealismo ofrecerán nuevas visiones en torno a la monstruosidad, respondiendo una nueva concepción de lenguaje supeditado a la representación de dimensiones extrañas y contradictorias que cuestionan la configuración hegemónica de la realidad. Entre estas destacan el relato “El pájaro verde”, de Juan Emar (compilado en el libro Diez), en el que se expone el tema de la reanimación fantástica de un ave disecada que ataca y asesina a un hombre con ideales conservadores en torno al arte. Así también, sobresalen algunas piezas de Manuel Rojas como “El colocolo” y “El hombre de la rosa” (ambos publicados en 1957). En el primero, si bien el argumento se desarrolla en un contexto rural, lo insólito entra en pugna con las convicciones de los personajes al tomar como referencia la supuesta existencia de un roedor fantástico que succiona la saliva de los durmientes, produciendo su deterioro físico y la muerte. En el segundo, el texto expone

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una reflexión sobre el prodigio religioso y la desmitificación de los supuestos trascendentales a través de un monje que es capaz de desprenderse la cabeza de su cuerpo y otorgarle vida propia. En este mismo escenario contextual, muchos cuentos de la escritora Marta Brunet abordan la ficción sobrenatural, enmarcados en lo maravilloso y lo fantástico-terrorífico. Destacan de su amplio repertorio los cuentos: “Ave negra” (1926), “Doña Tato” (1927) y “La Machi de Hualqui” (1963); los tres unidos por el motivo de la brujería y el imaginario folclórico de provincia, el cual es estimulado por las referencias intertextuales de la tradición fantástica europea, exaltando elementos como el gato negro, los pájaros nocturnos, la represión sexual y la mujer como imagen monstruosa, los que construirán un mundo regido por la incertidumbre y la desestabilización de la estructura familiar en el sistema capitalista postcolonial. De la misma forma, la subversión del cuento de hadas que propone María Luisa Bombal en su pieza “La historia de María Griselda” (1946), representa un punto de inflexión en la historia de la narrativa de terror en Chile. El cuento retrata la historia de una joven mujer que trae consigo la desgracia de una belleza maldita, que desencadena la tragedia en su entorno familiar invirtiendo las líneas argumentales del relato maravilloso clásico. De esta forma, la hermosura sobrenatural de la protagonista es vista como una transfiguración monstruosa que devela las frustraciones sexuales y las fisuras de la hegemonía patriarcal. El monstruo moderno Desde la década 1950, la narrativa chilena comenzó a experimentar un paulatino cambio en su sistema de representación; la generación de este periodo manifestó un profundo rechazo hacia los vestigios de la escuela criollista y abrazó un escepticismo tajante ante la realidad. Esta actitud llevó a los autores a configurar una suerte de enmascaramiento de los resortes cotidianos y a reflexionar sobre temas universales, disociados de lo estrictamente localista y de las preocupaciones sociales: “La Generación de 1950 es morbosa, crítica, inconformista y algo erótica”, sentenció Latchman el 24 de abril 1959 en La Nación, ante el auge de estos nuevos escritores, promulga-

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dos principalmente por Enrique Lafourcade gracias a su labor como editor y antologador. Según Morales: El proyecto de los nuevos narradores, en Chile y América Latina, estuvo orientado, en sus líneas principales, por las prácticas creadoras, críticas y teóricas de los movimientos vanguardistas europeos de entre las dos guerras mundiales. Estas prácticas asumieron la condición urbana de lo moderno, sepultaron el tipo de obra artística de la tradición realista e instalaron otro, regido por un fragmentarismo descentrado, mientras simultáneamente se abrían a un doble horizonte utópico: estético (un nuevo arte) y político (una nueva sociedad) (2008: 18).

Si bien el predominio del realismo fue evidente en el sistema literario de la segunda mitad del siglo xx, el interés por lo fantástico comenzó a aflorar de manera más o menos progresiva en la narrativa breve. El influjo determinante de las vanguardias europeas, el éxito del boom y la instauración de la escuela neorrealista argentina dio lugar a una serie de propuestas inventivas disociadas del realismo. En palabras del crítico Rama, “la cosmovisión fantástica fue sufriendo una suerte de nacionalización que concluyó situando la irrupción del estremecimiento fantástico, su repentina ruptura, en el seno de una realidad engañadora pero aparentemente acogedora. Fue primero mediante un tipo de aproximación simbólica, distorsionada y hasta grotesca, luego mediante una inserción cautelosa y por ende trágica del discurso de la vida cotidiana” (2008: 196). En Chile, muchos autores experimentaron ocasionalmente con recursos estilísticos y temáticos próximos (o inmersos) en la arquitectura de lo fantástico, muchas veces alejados de las particularidades de su propio proyecto narrativo. De ahí en adelante es posible advertir una diacronía del cuento chileno de terror en sus dos vertientes: sobrenatural y sustancial. Sin embargo, es necesario precisar que a diferencia de otros autores canónicos latinoamericanos como Juan Rulfo, Julio Cortázar o Juan José Arreola, que exploraron lo sobrenatural en gran parte de su corpus literario, la producción de los narradores chilenos fue limitada y ocasional, dando a conocer sus aportaciones al género en antologías generacionales o en recopilaciones particulares, como Antología del nuevo cuento chileno (Lafourcade 1954), Cuentos de la generación del 50 (Lafourcade 1959), 28 cuentistas chilenos del siglo xx (Undurraga

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1963), Antología del cuento chileno moderno (Yáñez 1965), Cuentos de cabecera (Poblete Varas 1967) y Antología del cuento chileno (Lafourcade 1985). Entre los relatos en donde se manifiesta la tematización de lo monstruoso, destaca “El témpano de Kanasaka”, de Francisco Coloane (1910-2002), perteneciente al libro de cuentos Cabo de hornos (1941). El texto se basa en una leyenda de la zona austral de Chile que versa sobre la aparición fantasmal de un indio yagán atrapado en un témpano de hielo. El relato de Coloane retrata el periplo de unos tripulantes de Tierra del Fuego que deben atravesar las tempestuosas aguas del canal de Beagle, para llegar al presidio de Ushuaia en la localidad Yendegaia con un cargamento ilegal de licor. En su trayecto, se enfrentarán a la portentosa visión del Témpano de Kanasaka; una gran mole de hielo conducida por un espantoso cadáver, el cual, según el relato popular, conducía a los marineros a una muerte segura. Como en la mayoría de los relatos de Coloane, la presencia de una geografía portentosa establece el determinismo telúrico: principio en donde la naturaleza se configura como una entidad monstruosa y amenazante.1 Lo fantástico en el relato, proviene de la dimensión inexplorada de la naturaleza, distanciándose del plano real. Los cuentos de Coloane son breves crónicas de la pugna entre el hombre y el ecosistema primitivo, el cual siempre termina revelando la insignificancia del ser humano: “La mole blanquecina se acercó: tenía la forma cuadrada de un pedestal de estatua y en la cumbre, ¡oh visión terrible!, un cadáver, un fantasma, un hombre vivo, no podría precisarlo, pues era algo inconcebible, levantaba un brazo señalando la lejanía tragada por la noche” (Coloane 2014: 51). La visión monstruosa que emerge desde las profundidades del mar responde a la categoría de la “magnificación” propuesta por Casas (2012: 6), ya que la formidable aparición excede los rasgos convencionales de los elementos naturales. Por otra parte, el reviniente aferrado al témpano simboliza la llegada inexorable de la muerte y, al mismo tiempo, la degradación de los pueblos originarios a causa de la invasión de los colonos europeos; conclusión que se infiere de las palabras finales del narrador una vez que ha llegado a tierra firme: “en Dicho tópico, lo podemos rastrear intertextualmente en obras de terror clásicas como El buque fantasma (1837-1839), de Frederick Marryat o en el ciclo de relatos marítimos de William Hope Hodgson. 1 

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mi recuerdo perduraba como un símbolo la figura hierática y siniestra del cadáver del yagán de Kanasaka, persiguiendo en el mar a los profanadores de esas soledades, a los blancos civilizados que han ido a turbar la paz de su raza y a degenerarla con el alcohol y sus calamidades. Y como diciéndoles con la mano estirada: ‘¡Fuera de aquí!’” (Coloane 2014: 53). Otros ejemplos de la monstruosidad en la narrativa fantástica del periodo son “El cuerpo restante” (1954) y “Miguelito” (1959), de Luis Alberto Heiremans (1928-1964). En el primero observamos el motivo del intercambio de cuerpos, el cual es propiciado por el desplazamiento incorpóreo del alma. Orión, un anciano mago, enseña el arte de la disgregación a Adelaida y Cecilia, sus compañeras de pensión en la calle Grajales, en el centro de Santiago. Juntos recorren las arterias urbanas por las noches para combatir el tedio cotidiano: “Era maravilloso. Solíamos regresar al amanecer y encontrábamos los cuerpos descansados, prontos a iniciar una nueva jornada. Esto duró un mes, más o menos. En un comienzo, partía a vagabundear en compañía de Orión; pero muy pronto me independicé e hice mi vida” (Heiremans 2015: 255). Sin embargo, el terror se suscita cuando Adelaida regresa una mañana y se percata de que su cuerpo ha sido ocupado por el alma del hechicero, quien ha decidido intercambiar su avejentado organismo por el de la joven. El cuento pareciera ser una reversión del relato de H. G. Wells, “La historia del difunto míster Elvesham” (1896), en donde se presenta el mismo motivo, pero sujeto a la especulación científica. En ambos relatos se alegoriza el miedo a la vejez y las posibilidades fantásticas para aplacarla robando la juventud ajena. También encontramos rasgos de otros cuentos fantásticos hispanoamericanos que se vinculan intertextualmente con dicho motivo, como “Alma callejera” (1882), de Eduardo Wilde, en donde lo sobrenatural se focaliza en el hecho de que el alma es capaz de habitar otros espacios más allá del cuerpo, entendida como una cárcel que condiciona la libertad del espíritu, y el relato “Axolotl” (1952), de Julio Cortázar; contemporáneo a Heiremans y enmarcado también en los parámetros de lo neofantástico, en donde lo imposible recae en los mismos personajes y en las distorsiones de su propia concepción de lo real (la trasmutación cortazariana se produce cuando el narrador personaje se transforma en un pez que observa obsesivamente en un acuario), distanciándose de los agentes externos (vampiros, fantasmas, seres monstruosos, etc.) que suponían un quiebre con los paradigmas positivistas del siglo xix.

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En el caso de “El cuerpo restante”, la cotidianidad monótona de la protagonista la llevan a explorar nuevos niveles de realidad que desarticulan la verosimilitud del texto. De esta forma, el abandono del cuerpo implica una aceptación y no una negación, ya que el hecho asombroso es entendido como una extensión más del mundo representado y no un quiebre absoluto. En este sentido, el terror sobrenatural recae en lo extratextual, pues trastoca los convencionalismos del lector. Por otra parte, el cuento “Miguelito” nos presenta la historia de un hombre de 53 años, que luego de perder a su hermana Rosario, con la que vivió aislado casi toda su vida junto a su madre en una enorme casona, es atormentado por una gata que adopta como mascota. Aparte del animal, su única compañía es Carmela, la empleada doméstica que lo sigue tratando como un niño (de ahí el diminutivo “Miguelito”). La gata adquiere un tamaño desproporcionado y acecha constantemente al personaje, y frente a esta inusitada situación pide ayuda a su médico de cabecera, quien será el canalizador de los sucesos extraordinarios. Evidentemente, el nombre de la gata hace alusión a la automarginación del protagonista, estableciendo un nuevo plano de realidad en donde la casa opera como un espacio siniestro. La contraposición binaria entre el animal real y el animal fantástico se observa en el relato a través de la mutación que experimenta la mascota al convertirse en un ser amenazante que subvierte los parámetros de la domesticación, dando lugar al extrañamiento. En este punto, el calvario que vive el protagonista podría interpretarse como la incapacidad de asumir la soledad, sentimiento que se materializa en la gata: —No sé cómo explicarle. Tendría que verla. Pero Carmela no deja que nadie se acerque a ella. Hay días en que a mí también me prohíbe entrar a la pieza donde está “Soledad”. Pero eso no me importa. Lo único que quiero es que se la lleven. No puedo seguir viviendo ahí, doctor. Ayer, por ejemplo, me acerqué a acariciarla y la sentí crecer bajo mi mano, así, de golpe. Es horroroso. No puede imaginarse el miedo que me dio. Apoyar la mano sobre algo vivo que súbitamente cambia de forma, se agranda, se hace distinto... (Heiremans 2017: 149-150).

El animal cambia de forma y produce un miedo indecible en el personaje, quien tiene que lidiar no solo con el monstruo sino también con la confa-

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bulación de Carmela, quien protege al animal y lo aísla. En este sentido, podríamos afirmar que la gata es una transfiguración simbólica de la identidad del protagonista. También, otra lectura nos hace pensar que la “bestia” encarna el recuerdo nostálgico de la hermana de Miguelito, Rosario. Desde este punto de vista, el relato nos remite al clásico cuento de Cortázar, “Casa tomada” (1946) y al tema del incesto, el cual, al mismo tiempo, es retomado del relato La caída de la casa Usher (1839), de Poe, en donde lo fantástico enmascara las pulsiones sexuales de una pareja de hermanos empeñados en perpetuar los valores de una aristocracia degradada. Por último, el final trágico del texto de Heiremans consolida la disolución de una unidad familiar represiva: Carmela y Miguelito son encontrados muertos en la casa, este último con los órganos intactos, pero con unas marcas de dientes en su cuello, sugiriendo este hecho el predominio del terror sobrenatural. No había señales de la gata, solo predominaba el silencio y el vacío. La sentencia final del narrador es crucial respecto a la tesis sobre la fabulación simbólica de la soledad: “Tal como había dicho Miguelito, la soledad era el único pecado. Él lo sabía y, sin embargo, la había dejado entrar. Ahora ya era demasiado tarde. Ambos habían sido devorados por la bestia” (Heiremans 2017: 156). Por otra parte, El cuento “En el tiempo”, de Braulio Arenas (19131988), recogido por María Flora Yáñez para su Antología del cuento chileno moderno (1958), manifiesta una transgresión cronotópica fundada en la yuxtaposición de dos realidades. El relato presenta la historia de un aviador del ejército que es enviado a una misión de reconocimiento para develar los emplazamientos de la facción enemiga. Al realizar el despegue durante la madrugada se percata de que el motor de la avioneta falla, por lo que se ve obligado a realizar un aterrizaje forzoso. Sin embargo, nadie responde desde el centro de mando y la pista muta de forma extraordinaria, convirtiéndose ahora en un lugar completamente abandonado y roído, impidiendo su retorno. El choque entre lo posible y lo imposible sucede cuando el protagonista advierte la trasmutación de su realidad, situándolo en una dimensión sobrenatural: “Volvió a pasar por encima de la cancha. Pero esta, en contados segundos, había sufrido una metamorfosis diabólica, más perceptible ahora, pues las primeras luces del amanecer se insinuaban por entre las sombras. Se trataba de un campo sobre el cual hubiera llovido azufre y

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sal, donde ni el menor vestigio de algo viviente podía advertirse” (Arenas 1965: 42). Esta anomalía ficcional es denominada por Roas como “tiempo convergente”, donde lo fantástico se manifiesta a partir de la confluencia de dos (o más) tiempos en un mismo instante. Es decir, se produce “la imposible comunicación entre dos estados temporales y, por tanto, entre dos órdenes de realidad” (2012a: 110). En términos intertextuales, este mismo motivo (aunque con otras variantes) lo observamos en otros cuentos fantásticos hispanoamericanos del periodo, como “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, “El milagro secreto”, de Jorge Luis Borges, “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar o “Una partida de ajedrez”, del escritor chileno Miguel Arteche, donde un juego de mesa transporta a los personajes a dos planos temporales distantes entre sí. El miedo, como efecto estético, recae en el hecho inadmisible de un espectro asociado metonímicamente a la monstruosidad de una nave que surca los cielos en una eternidad circular, desplazando la historia de base, sujeta a la hiperrealidad transgredida, al plano de la leyenda como una anécdota persistente en el imaginario popular, haciendo converger, de esta forma, dos tradiciones narrativas para configurar lo sobrenatural. Además, el léxico empleado por el narrador construye una red semántica macabra. Monstruos de la convergencia cultural Reflexionar sobre literatura chilena contemporánea implica enfrentar la sombra del golpe de Estado de 1973 y sus repercusiones sociales. Este acontecimiento configuró el leitmotiv de los autores post-golpe. En una primera instancia, la literatura chilena podría abordarse desde dos focos contextuales según el análisis del crítico Moulián (1997: 15): el primero de ellos referido a la producción que se enmarca en la “dictadura terrorista” entre 1973 y 1980, caracterizado por la censura y el silencio; y el segundo foco se observa en las obras publicadas entre 1980 y 1989 encaminadas hacia la democracia. Por otro lado, los autores exiliados integraron a la amplia diáspora cultural latinoamericana y contribuyeron significativamente al escenario artístico chileno. En este contexto se publicó la antología El cuento chileno de terror (1986), compilación que reunió los cuentos finalistas de un concurso organizado

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por la Revista del Mundo; primer libro dedicado completamente a la ficción macabra en Chile. Destacan ahí autores como Poli Délano (1936), Gonzalo Contreras (1958), y la exagente de la DINA, Mariana Callejas (1932). Aunque resulte tentativo analizar estos textos bajo el prisma de la dictadura militar, como una proyección de los miedos políticos y sociales de la época, no se puede desestimar el influjo de los tópicos cinematográficos y la cultura de masas. Por otra parte, en muchos de los relatos convergen elementos de la tradición folclórica nacional y del imaginario de las zonas rurales para configurar lo monstruoso. En aquella selección destaca el relato “La isla de los muertos” de Rodrigo Ferraro, en donde se expone una visión aterradora del conglomerado de las leyendas de Chiloé. La historia se centra en el rito de iniciación de un niño para convertirse en hechicero y de los actos sangrientos que debe realizar para obtener ese título. El relato explora los rincones pavorosos del paisaje sureño y nos adentra en el imaginario fantástico de la brujería y el satanismo. Dicho bautismo es retratado de la siguiente forma por el narrador: Vinieron esa noche, cuando me obligó a botar los amuletos de la casa. Me llevaron con ellos. Eran los brujos de la Mayoría, de la cueva de Quicaví, que me necesitaban (…) Aprendí con ellos. Lavé mi bautismo en las aguas del Thraiguén. Fabriqué mi macuñ con la piel de un cristiano muerto, para volar. Recibí en mis manos la calavera. Y pacté con el Maligno, ganando el poder obscuro. Con ese poder había prevalecido contra mis enemigos. Los había destruido (Ferraro 1986: 34).

El autor nos presenta una interesante dicotomía entre la ciudad y el Sur de Chile; una contraposición cultural entre la civilización y la barbarie. La figura mítica del brujo encarna la herencia pagana de las creencias medievales (traídas al continente por los conquistadores españoles y navegantes europeos) y el imaginario de los pueblos aborígenes de la isla (chonos y huilliches), configurando un monstruo autóctono que prevalece sobre el liberalismo económico del país y los horrores ocultos del Gobierno Militar, quizás como un afán subrepticio por rescatar los valores nacionales. En la década de 1990 un grupo de escritores romperá con la estela política precedente. El rasgo más distintivo de esta generación es el distanciamien-

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to con el pasado histórico y el diálogo con el mundo neoliberal. Estos nuevos narradores —a los que podríamos denominar autores de la cultura de masas— exponen mundos posibles ligados estrechamente a la monopolización de los medios de comunicación masivos y la legitimación del receptáculo popular: la novela gráfica, el cine de clase B, los videojuegos, las series de televisión, las redes sociales, etc. En este sentido, lo fantástico —junto a otras formas ficcionales limítrofes como la ciencia ficción, la fantasía épica o el policial— se sostiene gracias al discurso de la convergencia cultural (convergence culture), lo que Jenkins define como “el flujo de contenido a través de múltiples plataformas mediáticas, la cooperación entre múltiples industrias mediáticas y el comportamiento migratorio de las audiencias mediáticas, dispuestas a ir a casi a cualquier parte en busca del tipo deseado de experiencias de entretenimiento” (2008: 14). En otras palabras, lo que define la producción de los autores de la cultura de masas es la aceptación de los nuevos códigos receptivos, en cuanto a que el emisor y el receptor actúan recíprocamente como consumidores. De ahí el hecho de que el tratamiento del terror en la narrativa chilena actual sea el resultado de un reciclaje cultural que busca integrarse en la globalidad mediática. Lo anterior, sumado al auge de las editoriales independientes, ha incrementado significativamente el repertorio de publicaciones sujetas al ámbito de lo no mimético en comparación a las últimas dos décadas. Entre los factores más determinantes en el auge de la literatura de terror fantástico del siglo xxi en Chile, podemos mencionar: la reivindicación de la imaginación ante el realismo sociopolítico, la herencia del horror cósmico y el influjo de las producciones cinematográficas y televisivas norteamericanas de los últimos diez años, resignificando el objeto literario desde los parámetros de la posmodernidad. Respecto al primer factor, la fuerte presencia del boom latinoamericano y la alegorización de los cambios políticos en el discurso literario, impulsaron nuevas formas de representación que problematizaron el sistema mimético de referencia, como una concreción del proyecto de las vanguardias literarias que influyeron directamente a los escritores de mediados del siglo xx. Autores como José Donoso, Diamela Eltit, Roberto Bolaño desarrollan “una narrativa que responde a otros condicionamientos de la verdad del discurso literario, unos ya posmodernos, pero a la vez fuertemente arraigada en esa experiencia de los efectos demoledores del poder dictatorial sobre el sujeto” (Burgos, 2017: 22).

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Así, la matriz del discurso de la posmodernidad, que instalará en el sistema literario un descreimiento de los valores utópicos frente a la esterilidad del objeto artístico como acceso a la verdad, llevará a cabo una serie de transformaciones estéticas ligadas a la fragmentación, la reducción de la experiencia humana y la completa desestabilización del discurso realista como máscara de la historia, sembrando el camino para nuevas articulaciones del terror, las que se traducirían en las más disímiles representaciones posibles, entre las cuales destacan las poliédricas desconstrucciones narrativas, reformulaciones de la noción de género literario, usos de silencio y vacíos de la escritura; las apocalípticas visiones sobre el escalamiento de la violencia, la sostenibilidad del planeta y el creciente control del Estado y de corporaciones sobre el ser humano; las desesperanzadoras plasmaciones del predominante registro de simulaciones socioculturales; los espectrales enfoques de los abrumadores dispositivos sociales de control e intencional alienación del individuo; y la refutaciones sobre la posibilidad de realización de la historia como progreso y conquistas sociales (Burgos 2017: 24).

El influjo de la estética del horror cósmico desarrollada por H. P. Lovecraft también será determinante para la configuración de lo monstruoso en la actualidad. En el contexto latinoamericano, el influjo de Mitos del autor de Providence comienza a rastrearse en el movimiento neorrealista, particularmente con la narrativa argentina. Serán decidores los relatos There are more things (“Hay más cosas”), de Jorge Luis Borges, perteneciente a El libro de arena (1975) —cuento en donde se homenajea al autor de Providence, integrando los elementos más llamativos de su poética, como el afán intelectual de los personajes, el espacio maldito en donde habita una criatura monstruosa, el carácter sectario y la consabida jerga que denota lo ominoso—, y la fascinante adaptación que hace Alberto Breccia de “Los mitos de Cthulhu” en 19732. A esto se suman emblemáticas traducciones como El color que cayó del cielo, de Ricardo Gosseyn (1957, Minotauro), primera versión de los cuentos de Lovecraft transcrita al español; Los mitos de Cthulhu. Lovecraft y otros (1969, Alianza), de Rafael Llopis y Relatos de los mitos de Cthulhu I, II y III (1977, Bruguera), de Francisco Torres Oliver, realizadas en España y que contribuyeron también significativamente a la difusión de los escritores que continuaron perfilando el ciclo cósmico del autor norteamericano. 2 

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La vertiente del terror cósmico —la que en sus inicios respondía al miedo surgido ante las guerras mundiales y sus consecuencias económicas y políticas, como una manifestación más de las vanguardias artísticas que apelaban a la deconstrucción de la realidad— se ha mantenido vigente hasta nuestros días, incluso manteniendo sus rasgos conceptuales más esenciales, los que sin duda se han amoldado a los nuevos contextos y sus respectivas tensiones. Consideramos tres los elementos esenciales que caracterizan esta forma estética: a) lo monstruoso, b) la reconstrucción mitológica y c) la aniquilación del sujeto. Dichos tópicos se imbrican y dependen entre sí para construir un aparato narrativo basado en la inefabilidad y el caos, expresando una serie de oposiciones semánticas imposibles. La visualización, en este sentido, es uno de los aspectos más controversiales, ya que la naturaleza irreproducible de lo monstruoso problematiza la asimilación estética de aquello que supera al mismo lenguaje. En este sentido, lo arquetípico declara al mismo tiempo una “interacción, intercambio, confrontación y, sin lugar a duda, un conflicto entre este mundo y los demás” (Fisher 2018: 24). En Chile, el primer muestrario lovecraftiano3 será Historia personal del miedo (1994, Planeta), de Thomas Harris; un compendio de relatos de terror caracterizado por la presencia de seres abismales y monstruosos, el dominio de cronotopías alteradas, prefiguraciones arquetípicas que aluden a los miedos atávicos del sujeto y la huella del imaginario macabro cinematográfico; todo lo anterior articulado en un escenario hiperreal sujeto a los miedos sociales y políticos ante la democracia recientemente restituida. Historia personal del miedo representa un punto de inflexión en la literatura de terror chilena, no solo por definirse como una relectura de H. P. Lovecraft, sino también por ser la primera obra autoconsciente del género que integra todos sus convencionalismos, muchos extrapolados desde el lenguaje del cine. Esta compilación sirve como ejemplo para establecer un puente hacia la propensión de los autores por integrar en sus narraciones elementos Si bien para algunos críticos el mito antártico recreado por Miguel Serrano (1917-2009) en su novela Quien llama en los hielos (1957) es la primera obra chilena vinculada a la ficción arquetípica, esta carece de los rasgos propios del imaginario lovecraftiano, como la presencia grandilocuente de potestades innombrables o la construcción de una atmósfera que connote el miedo metafísico; en su lugar, dicha novela se articula como un viaje iniciático de carácter místico en donde el terror está prácticamente ausente como fórmula estética. 3 

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temáticos y estilísticos del arte cinematográfico, como respuesta al paradigma transmedial y a la desarticulación del objeto propiamente literario. En esta misma vertiente temática, destaca la reactualización de las aventuras de El siniestro Doctor Mortis, personaje creado originalmente por el escritor Juan Marino (1920-2007); considerada la obra más emblemática en la historia del terror fantástico en Chile, no solo en el canon del cómic, sino también en el cine (como serie de televisión de Canal 13, entre 1971 y 1973), la dramaturgia (programa emitido por Radio Portales en Santiago) y la literatura (Memorias del Doctor Mortis, 1973, Editorial del Pacífico). Originalmente, el Doctor Mortis fue un personaje concebido para el radio teatro en la década de 1940. Luego, de 1966 a 1975, el personaje se traslada al cómic bajo los sellos Zig-Zag y Quimantú, superando los 100 números publicados (sin contar las reediciones más actuales). En todos sus formatos ficcionales, Mortis actúa como anfitrión y personaje de diversas historias autoconclusivas que dialogan directamente con el imaginario decimonónico clásico y el cine fantástico popularizado por las productoras Universal y Hammer; sumándose, de esta forma, a la tendencia cada vez más creciente de la historieta de horror norteamericana heredera de las revistas pulp, como The Vault of Horror, Tales from the Crypt, Haunt of Fear (EC Comics), Creepy (Warren Publishing) o The House of Secrets (DC Comics), por mencionar algunas. La representación conceptual de Mortis ha sido interpretaba habitualmente como la imagen de Satanás o la encarnación de la misma muerte, sin embargo, uno de los logros más significativos de Marino fue el hecho de no conferirle a este personaje una identidad definida. En este sentido, la sustancia de Mortis es más bien una idea, un bosquejo semántico que actúa como catalizador de lo fantástico. No obstante, el acto subversivo de Marino es todavía más radical, ya que el mundo imaginario que emana de El siniestro Doctor Mortis se configura a partir de un distanciamiento absoluto de lo mimético, asumiendo así una reconstrucción enciclopédica de los dispositivos del terror. En este sentido, resulta coherente el vínculo con los resortes románticos tardíamente asimilados en Chile, en concomitancia con los rasgos del terror arquetípico que se abordarán más adelante: como la inefabilidad y la aniquilación corporal (o mental) ante el horror. Frente a Mortis,

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la búsqueda siempre falla, y en un doble sentido. Primero por no lograr ver ni saber quién es Mortis, lo segundo es que quienes se acercan a la verdad recaen en un descontrol corporal que los imposibilita seguir siendo cuerpos funcionales. La paradoja, es que los protagonistas que ponen en mayor riesgo al Doctor son quienes al finalizar las narraciones caen en la locura o enfermedad; es decir el exceso de razón o funcionalidad moderna es el problema o causa, más que el mismo Doctor (Sánchez 2017: 58).

La reflexión anterior de Sánchez pone en evidencia la problemática corpórea de Mortis y la retórica visual que suscita el miedo. Dicho examen desentraña uno de los componentes cardinales de la configuración del monstruo: su inefabilidad, no solo lingüística sino también gráfica. La destrucción de los personajes equivale a la imposibilidad de visualizar el caos, el mal; ya que el monstruo es la resistencia ante el orden y la cordura. Esta idea coincide con los atributos de la corriente cósmica, en donde la amenaza es concebida como una idea inmaterial e imposible de reproducir a través del lenguaje: matriz temática primordial en las vertientes del terror contemporáneo. La propensión de lo arquetípico en la actualidad ha cimentado un escenario prolífero para lo fantástico en Chile. En este contexto destacan historietas como El modelo de Pickman, de Gilberto Villarroel, Gabriel Aiquel y Christian Luco (2009, Editorial MIDIA), Catacumba, de Germán Adriazola (2012, publicación independiente), El Gran Guarén, de Claudio Álvarez y Pedro Tralkan (2012, Acción Comics), Lovecraft en cómic, de Juan Vásquez (2015, Biblioteca de Chilenia), La Grieta, de Christian Luco (2018, Cuadernísimo Ediciones) y la exitosa saga Locke & Key, de Jon Hill y Manuel Rodríguez (2011, Arcano IV), por mencionar algunas. Los autores Miguel Ferrada, Felipe Benavides y Carlos Reyes llevaron a cabo el proyecto de homenajear y resucitar al mítico personaje de Juan Marino en 2007 con la publicación de In Absentia Mortis; una antología de historietas de terror que congrega a distintos escritores y dibujantes nacionales, formato que se repite también en Mortis Eterno Retorno (2011) y en In Nomine Mortis (2013). La trilogía propone una revisión de la creación original de Marino apelando a la libertad artística de los autores convocados, pero también estableciendo una matriz conceptual basada en la esencia arquetípica del personaje. Si bien ninguno de los tres libros propone una consecución

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directa de los cómics oficiales, las historias articulan un contexto mitológico para redefinir a Mortis (lo que nos lleva a pensar irremediablemente en la extensión de los mitos de Cthulhu de Lovecraft). Las diversas visiones en torno al personaje de Mortis congrega inevitablemente un amplio repertorio de influjos temáticos y estéticos provenientes del ecosistema de los medios de comunicación: desde personajes resignificados como Lady Gaga, Drácula, Van Helsing, Jack El Destripador, Victor Frankenstein y su criatura, hasta referentes cinematográficos como The Thing, Alien o Freaks. De esta manera, el regreso de Mortis pone en tensión no solo la tradición fantástica sino también la evolución de esta corriente, convirtiéndose en un verdadero punto de inflexión en el canon del terror fantástico en Chile. La producción de Francisco Ortega es tal vez la más prolífera respecto al tratamiento del terror sobrenatural en este nuevo contexto. Su novela fantástica más conocida, Salisbury (2017), presenta elementos temáticos característicos de la ficción gótica, entre estos: la terrible influencia de una maldición familiar, el conservadurismo religioso como símbolo del despotismo, la presencia de un ambiente amenazante y opresivo, la profusión de elementos sobrenaturales, el carácter transgresor y violento. Del mismo modo, la obra incorpora referentes del horror cósmico y los motivos del cine fantástico contemporáneo. Dicho diálogo intertextual sitúa la obra dentro de las dinámicas de la cultura de masas y, al mismo tiempo, representa un momento emblemático para la narrativa fantástica chilena. Esto responde al afán de una nueva generación de escritores por expandir el imaginario folclórico; como señalábamos antes, un afán que se sustenta en la transgresión de la historia oficialista, la burla hacia el conservadurismo y los discursos vedados y, por sobre todo, la revalorización de la identidad nacional. La novela cuenta la historia de Martín Martinic, un actor en decadencia que vuelve a su pueblo natal, Salisbury, para asistir al funeral de su mejor amigo, Juan José Birchmeyer (Juanjo), quien murió trágicamente en un sospechoso accidente automovilístico. Una vez allí, el protagonista deberá enfrentar a los fantasmas del pasado y develar el misterio de la terrorífica mansión Berkoff. La obra se desarrolla a través de dos perspectivas: una expuesta por el narrador protagonista, Martinic, y otra contada por un narrador omnisciente creado por la pluma de un excéntrico personaje,

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Pércival Birchmeyer. La primera de ellas narra el retorno de Martín a su lugar de origen, su reencuentro con el amor de su vida, Emilia Geeregat, viuda de Juan José, con sus vecinos, compañeros de colegio, y con el Ojo, un hombre deforme y repugnante, perteneciente a una de las familias más poderosas de Salisbury y principal sospechoso de la muerte de Juanjo. La segunda historia, narrada simultáneamente por uno de los personajes centrales, cuenta también la llegada de Martinic a su pueblo y sus reencuentros, pero una vez ahí deberá lidiar con duendes maléficos, maldiciones mapuches, licántropos y, por sobre todo, con el gran horror que esconde la mansión Berkoff: una entidad maléfica que amenaza con destruir a la humanidad entera. Sin embargo, el texto más sugerente de Ortega, en cuanto a la incorporación de referentes transmediales y lo monstruoso, es el relato “Santa Graciela”, publicado en la antología Alucinaciones TXT. Literatura fantástica chilena para el siglo xix (2007, Puerto de Escape). La historia trata sobre una expedición militar que un grupo de soldados hace a un centro de reclusión de presos políticos ubicado en la isla ficticia de Santa Graciela, al interior del Golfo de Arauco. Al llegar ahí se encuentran con el presidio aparentemente abandonado. La razón: una criatura vampírica y parasitaria ha devorado prácticamente a todos los individuos que se encontraban allí, salvo un grupo pequeño de supervivientes. Sin duda, la historia es una reinvención chilena de la película La Cosa (The Thing, 1982), de John Carpenter, pues se replican elementos fundamentales en el argumento: un lugar alejado de la civilización, el carácter hermético y asfixiante del espacio y una criatura polimórfica capaz de copiar la identidad de sus víctimas; no es casual que el narrador mencione que la base era antes una estación ballenera que recibía capitales noruegos (Ortega 2007: 81). No obstante, Ortega incorpora el tópico del vampiro para caracterizar a sus criaturas e incluso introduce una explicación sobre la procedencia de estos seres a través de la voz de uno de sus personajes, Renz Tauscheck, un cazador de monstruos que curiosamente no es chileno sino alemán: Yo los llamo parásitos, pero supongo que su nombre más común le será más familiar. Vampiros, mi estimado oficial. Claro, como pudo comprobar en persona, son algo distinto a la imagen del noble de acento extraño vestido de

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capa y traje que nos ha mostrado el cine. Se trata de animales, mi capitán, parásitos que se apropian del cuerpo de un ser vivo y lo transforman en alguna clase extraña de criatura capaz de mimetizarse con el entorno y de permanecer en un estatus de media vida y media muerte. Olvídese de las estacas, las balas de plata y las cruces (2007: 95).

Se puede observar la metamorfosis del vampiro clásico en función de los nuevos miedos culturales: las pandemias, la inmediatez de la información y la voracidad del consumismo. De esta forma, se establece un juego irónico con el discurso de la Historia nacional, pues es un monstruo el que hace desaparecer a los presos políticos y no el gobierno directamente (quizás como un recurso metafórico frente a las dinámicas de poder). Asimismo, el autor utiliza el gore, lo grotesco y la violencia extrema: “Tomé mi fusil y comencé a disparar sobre la criatura, pero esta continuó alimentándose de su víctima, como si las balas no existieran. Con las garras de su mano derecha rebanó el vientre del Oso y desparramó sus vísceras. Algunas escurrieron hasta el piso, otras se las metió a mordiscos dentro de la boca, masticándolas con una obscenidad que no era de este mundo” (2007: 90). Más allá de la contravención de los tabúes sociales, el relato responde a las exigencias del mercado actual, en donde el desmembramiento y la aniquilación del cuerpo se han legitimado como los nuevos mecanismos estéticos del terror. Conclusiones El horror fantástico, desde los inicios de la narrativa chilena, ha extendido una fascinante y solapada sombra, la cual refleja en gran medida las claves de la identidad nacional. Es, por ello, que resulta fundamental revitalizar la labor crítica en favor de una reactualización del canon, abriendo nuevos puntos de reflexión y otorgando legitimidad a formas artísticas marginadas por la óptica académica tradicional. De esta forma, se puede evidenciar un desarrollo temático y cronológico de la ficción terrorífica en Chile a través del tópico de la monstruosidad, la cual responde a los cambios socioculturales acaecidos en el país desde el

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establecimiento de monumentos discursivos patrióticos e identitarios. Creemos que este corpus plasma de manera evidente la inestabilidad y la desintegración del sujeto vulnerado por las ansiedades de un sistema económico, religioso y político que moldea el fracaso de un discurso hegemónico. Así, no podemos desestimar el evidente derrotero que ha trazado lo fantástico en el retablo literario chileno, siendo la imagen del monstruo la principal matriz de sentido.

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LAS FISURAS DEL YO. VARIANTES DEL DOBLE EN LA CUENTÍSTICA ESPAÑOLA RECIENTE* Ana Abello Verano Universidad de León, España. Grupo GEIGhd

Preámbulo1 El doble, relacionado con la problemática inherente a la construcción del yo, ha sido uno de los motivos más fértiles y revisitados de la historia de la literatura fantástica, muy prolífico también en el cine, como demuestra Andrade Boué (2010), y estudiado desde ámbitos diversos como el psicoanálisis (Rank 1914), la filosofía (Rosset 1993) o la mitocrítica (Bargalló 1994). El término Doppelgänger, que inventó Jean Paul Richter en 1976, estableciendo patrones de estudio fundamentales para la posteridad, podría traducirse al español como “el que camina al lado”, es decir, un “otro” que duplica la existencia y origina la pérdida de consistencia de la imagen creada sobre uno mismo. Autores clásicos de lo fantástico como E. T. A. Hoffmann, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier, Guy de Maupassant o Robert Louis Stevenson, entre otros, cultivaron este motivo por vincularse de un modo claro con el debilitamiento de la propia identidad y con el lado más desconocido del ser humano, planteando asimismo la pluralidad de tendencias, incluso en relación antagónica, que pueden coexistir en su interior. Tras las altas cotas de calidad que adquiere bajo la pluma de Julio Cortázar —“Lejana” (Bestiario, Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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1951)— y Jorge Luis Borges —“El otro” (El libro de arena, 1975)—, el doble llega con fuerza hasta la literatura contemporánea, aspecto que no ha pasado desapercibido a la crítica especializada (Vilella 2007, Herrero Cecilia 2011). Uno de los asuntos centrales de la nueva narrativa fantástica española es, como apunta Roas (2011a: 161), la transgresión de la noción tradicional de identidad,1 que se suma al cuestionamiento de lo real como eje estructurador del género desde sus comienzos decimonónicos. Las alteraciones de la identidad se plasman en las ficciones no miméticas a través de recursos como las metamorfosis (con seres que subvierten los patrones biológicos y reflejan las oscilaciones sobrenaturales que pueden darse entre lo humano y el mundo vegetal y animal), los intercambios o trasvases de cuerpos y, por supuesto, los desdoblamientos. En un trabajo previo (Abello Verano 2022) ya señalé que el doble constituye una de las representaciones monstruosas más frecuentadas en la narrativa breve reciente, sujeto a reformulaciones que confirman su naturaleza proteica y su capacidad de adecuarse al tiempo en el que se inscribe. Su presencia provoca atracción y repulsión, fascinación e inquietud, como cualquier monstruo que atenta contra los códigos hermenéuticos, quebrantando lo conocido y, en este caso, los fundamentos de la identidad. Así, por citar solo un ejemplo, el personaje que protagoniza “El hombre bifurcado” (Los demonios del lugar, 2007), de Ángel Olgoso, asegura que el descubrimiento de su doble, a quien visualiza desde la ventana del hotel en el que se aloja, le genera un “empavorecedor escalofrío —sin matices—” que atraviesa su cuerpo “como una velocísima aguja candente, como una astilla prensil” (2007: 33); y eso que en ningún momento se produce una confrontación directa entre ambos seres. La irrupción del doble supone una perturbación para la que no puede darse respuesta, de ahí que genere un efecto de inquietante extrañeza. El personaje pasa así del dominio de lo verosímil (que supone un elemento estructural básico del género fantástico) al territorio de lo imposible. No hay que olvidar que “quien entra en contacto

En la misma línea, Muñoz Rengel sostiene que “uno de los principales efectos de la reconstrucción posmoderna de la realidad ha sido la disolución del propio yo en medio de un entorno demasiado volátil. No es de extrañar, por lo tanto, que la cuestión de la identidad se haya convertido en otra de las preocupaciones esenciales de la última narrativa fantástica” (2010: 9). 1 

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con su doble o tiene una experiencia de fragmentación de la personalidad, sufre transformaciones profundas en su constitución psicológica y anímica” (Velasco Vargas 2007: 88). Siguiendo los pasos de escritores que contribuyeron a normalizar el género durante los años ochenta, como Cristina Fernández Cubas —“La mujer verde” (Con Agatha en Estambul, 1994)—, José María Merino —“El derrocado” (Cuentos del barrio del Refugio, 1994)— o Juan José Millás —“La memoria del otro” (Ella imagina y otras obsesiones de Vicente Holgado, 1995)—, las nuevas voces de lo fantástico retoman el doble como motivo que remite al terror arcaico hacia lo idéntico y al desvanecimiento de esa unidad que parece consustancial al ser humano. En sus composiciones la identidad se convierte en una cualidad inexacta e incluso circunstancial, pero no solo eso, sino que también el mundo acaba siendo un auténtico caos, un laberinto absurdo e ilógico por el que discurre el hombre, criatura incapaz de asumir las riendas de su propia vida. Martín López sintetiza muy bien todas esas preguntas que surgen de la problemática del doble: Arrancada la máscara, al sujeto ni siquiera le queda ya el consuelo de ser uno, por detestable que resulte ese uno (individuo significa “lo que no puede ser dividido”). La aparición del doble contradice radicalmente su convicción de ser único y de poseer una parcela intransferible del mundo, de modo que al primer interrogante —¿Yo soy realmente este?— se le suma un segundo: Si ese de ahí soy yo, ¿cuál es mi lugar en la realidad?, ¿quién soy yo entonces? (2006: 38).

Todorov advertía, en su Introducción a la literatura fantástica, que “si bien es cierto que aparece en numerosos textos fantásticos, en cada obra particular el doble tiene un sentido diferente, que depende de las relaciones que este tema mantiene con otros” (1972: 171). De acuerdo con su complejidad de significados y su adaptabilidad a las nuevas formas de expresar lo imposible en el discurso fantástico posmoderno, en las siguientes páginas sintetizaré algunas de las formulaciones más transitadas del doble, refiriéndome a encarnaciones más tradicionales y a ciertas vías en las que aparece combinado con otros motivos. Me centraré únicamente en la narrativa breve, con el análisis de cuentos y algún microrrelato, por ser estas formas expresivas donde más potencialidad adquiere lo fantástico. En el marco de esa representación de

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dos o más personalidades que acaban coexistiendo en el mismo plano de la ficción, prestaré atención al doble como enemigo, a los gemelos, a los seres bifurcados y a las duplicaciones que generan también otros órdenes de lo real. Estos subtemas se unen a otros ya conocidos como la sombra, que puede desligarse del cuerpo y cobrar vida, el presagio de muerte, el espejo, el cuadro, el retrato, la fotografía, la estatua o el muñeco. El doble como rival que suplanta la identidad Una de las variantes clásicas del doble, que persiste en algunos narradores actuales de lo fantástico, es la que presenta este motivo desde la perspectiva de la persecución y el hostigamiento, tal y como se plasma en el microrrelato “El perseguidor” (Los males menores, 1993), de Luis Mateo Díez. La caracterización del alter ego como amenaza del protagonista que suplanta su identidad, tanto en el ámbito privado como público, aparece también en “El doble” (El libro de los pequeños milagros, 2013a), de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Esta ficción hiperbreve supone una ampliación de la versión que, bajo el mismo título, se incluyó en la antología Por favor, sea breve 2 (2009, edición de Clara Obligado).2 Ambas composiciones inciden en la separación entre lo familiar y lo extraño, con un personaje que guarda ciertas similitudes con el Muñoz Rengel escritor de la vida real. El descubrimiento de una otredad que toma posesión del lugar en el mundo que ocupa el narrador hace que se desvanezca la imagen que este tiene de sí mismo, si bien las líneas conclusivas reservan una inversión sorprendente de papeles: Hace diez días, vi a un hombre idéntico a mí tomando un café y leyendo el periódico junto a la cristalera de una cafetería. Tenía buen aspecto, y eso me hizo sentir cierto orgullo. Como llevaba prisa, no pude detenerme a observarlo y ni mucho menos entrar allí a desayunar. La tarde del lunes de esta misma semana lo

El doble es un invitado asiduo del microrrelato de las últimas décadas, como asevera Martín López: “La representación en este marco narrativo corrobora su naturaleza canónica: despojado de todo elemento secundario, reconocible gracias a unos rasgos escasos pero concluyentes, el doble genera una atmósfera que remite al lector a una larga tradición literaria” (2008: 9). 2 

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volví a ver. Estaba sentado en una terraza, en una mesa llena de libros, y rodeado de personas que prestaban devota atención a todo lo que decía. El sol acariciaba la mitad de su cara e iluminaba media sonrisa radiante. Esta mañana, el café que me he tomado de pie en la cocina no me ha sabido a nada, y hace días que advierto que el espejo me refleja con cada vez menos intensidad. En las páginas centrales del periódico, me he encontrado de nuevo con él. Le han concedido no sé qué premio. Ya casi no me quedan dudas: el doble soy yo (Muñoz Rengel 2013a: 20).

Se trata de un texto que surge de forma paralela al proceso de escritura de la novela El sueño del otro (2013b), donde el autor vincula el concepto de dualidad con las leyes secretas e incomprensibles que dan forma a los sueños, una línea creativa muy transitada en su imaginario no mimético que se puede apreciar también en “La Sociedad secreta del Sueño” (88 Mill Lane, 2005). El microrrelato, que se caracteriza por la economía de recursos que implica y que responde a los rasgos que detalla Velázquez Velázquez (2017), se centra en la idea de que la falsa vida fuese en realidad la nuestra, lo que supone la constatación del mundo como simulacro y la ausencia de arquetipos primarios. El narrador va a sufrir una coincidencia con un hombre que extrañamente se le parece mucho y que desarrolla actividades que le acaban provocando un ápice de orgullo. El buen aspecto del doble también le satisface, pero a través de las referencias temporales diseminadas estratégicamente en la trama se aprecia una gradación que va desde ese entusiasmo inicial hasta la angustia final derivada del hecho de sentirse una criatura desprotegida. El doble, que también es creador de ficciones, consigue el reconocimiento editorial que el yo original no ha podido obtener y usurpa por completo los rasgos genuinos de este último, quien asegura no saborear el café de la mañana y no verse reflejado con nitidez frente al espejo, lo que es signo inequívoco de la desintegración de su esencia. Queda así completado el robo de la propia personalidad con un doble que hace sentirse al yo inicial una mera sombra, una copia, un intruso, como le sucede también al protagonista del relato “El ojo en la mano” (88 Mill Lane), incapaz de admitir la “desfamiliarización” que sobre él se ha producido. Esa idea del ser duplicado que provoca la vulnerabilidad del yo se vuelve a trabajar en “Te inventé y me mataste” (De mecánica y alquimia, 2009), relato de estética futurista que incide en la pro-

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blemática derivada del conflicto amor-odio a través del gólem, figura creada por los humanos como réplica de sus parejas. Hermanos tenebrosos La gemelaridad constituye uno de los arquetipos universales del doble, pues los gemelos, como puntualiza Velasco Vargas, reflejan unidades simbólicamente ambivalentes y pueden plasmar las dualidades que se generan entre el orden y el caos, la vida y la muerte, el bien y el mal o el cuerpo y el alma (2007: 61-62). Las gemelas o hermanas del mismo sexo cobran relevancia en la prosa de Patricia Esteban Erlés, quien asegura que estos motivos constituyen su variante predilecta del tema del doble (2021: 143). Ya en su primera publicación, Abierto para fantoches (2008), se incluye el relato “El juego”, cuya trama, en claro guiño intertextual con la película de suspense ¿Qué fue de Baby Jane?, de Robert Aldrich, se centra en los lazos de hermandad basados en la dominación. La composición, recogida años más tarde en No entren a 1408. Antología en español tributo a Stephen King (2013, edición de Jorge Luis Cáceres), retoma la figura de la niña monstruo en forma de fantasma que, desde el otro lado, desestabiliza el orden familiar. En este sentido, la gemela muerta se niega a irse y atormenta la existencia de su hermana, ordenándole que cometa actos atroces sobre su familia que a ella le provocan un notable divertimento, incluido el asesinato de su perro. Victoria, la voz narradora que experimenta la instigación del ser imposible, al que está unida por la relación telepática que las niñas mantienen desde su nacimiento, pone de manifiesto la desolación provocada por la falta de veracidad que sus padres otorgan a su testimonio. Su madre quiere hacerle entender que su hermana ha muerto y es necesario iniciar el duelo, asumiendo que las visiones son producto de un trauma no superado, pero las palabras de la niña resultan sobrecogedoras: “Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella” (Esteban Erlés 2008: 28). Si la representación de la gemelaridad en este relato supone un homenaje deliberado a las protagonistas que articulan El resplandor y su adaptación homónima al cine por Stanley Kubrick, Esteban Erlés retoma en Casa de Mu-

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ñecas (2012) la similitud extrema entre seres con las gemelas huérfanas de “El resplandor”, que son devueltas por sus padres adoptivos al orfanato, un acto reincidente que permite intuir su naturaleza adorable y temible a un tiempo. Su identidad dual se recalca a nivel visual con la ilustración de Sara Morante que complementa el texto, pero también a través de diversas comparaciones léxicas que se efectúan con un evidente toque humorístico: “como si fuésemos dos lamparitas de noche que no pudieran separarse”; “vestidas de azul como los caramelos de anís” (Esteban Erlés 2012: 139). Otros microrrelatos de Casa de Muñecas potencian la hostilidad entre hermanas o exploran la asimetría inquietante que puede darse entre ellas, como sucede en “La gemela fea”, composición de ecos matutianos que puede ser analizada desde la perspectiva de género, al tematizar el sometimiento a los cánones de belleza y el ideal de perfección que, desde un imaginario erótico machista, se asocia al cuerpo femenino: Te peinaré siempre que tú me lo pidas, le decía la gemela fea a la gemela guapa, asumiendo su papel de pequeña doncella condenada a las sombras. A la gemela guapa le gustaba escuchar cerca la respiración perruna de su hermana, saberla despierta en la oscuridad las noches de tormenta en que velaba su sueño. Te prohíbo dormir, le decía, no te duermas antes que yo, y si viene el monstruo, tiene que comerte a ti primero y me avisas mientras te esté devorando para que me dé tiempo a escapar. La gemela fea agitaba la cabeza. Obedecía y aguantaba la respiración, le anudaba el lazo del vestido, lustraba sus zapatos blancos de charol, cualquier cosa que ella le pidiera era una orden, el deseo irrevocable de un ser perfecto, de esa versión idealizada de sí misma, la que estuvo a punto de ser y no fue. La gemela fea continuó peinándola cada noche, alisando cada mechón de su cabello una y cien veces ante el espejo, aunque la gemela guapa llorara bajito y le dijera que ya no, que por favor ya no. Sorda, como la lealtad de un perro que no deja de amarte ni muerto (2012: 46).

Las hermanas, del mismo modo que se plasma en “Los zapatos de Margot” (Azul ruso, 2010), texto adscrito a los patrones del realismo, representan diversos arquetipos de mujer y muestran una relación carente de sororidad, aunque el horizonte de expectativas del lector queda trastocado en el desenlace. La gemela menos agraciada, convertida ya en uno de esos monstruos que tanto aborrecía su bella hermana, continúa al lado de esta para de alguna

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manera vengar el trato violento y desigual al que se vio relegada. Gran parte de los fantasmas que recorren el universo creativo de Esteban Erlés se relacionan con experiencias traumáticas pasadas y regresan en base a un asunto pendiente que tienen que saldar, algunas veces bajo el tamiz del humor negro. Así la muerta de “Tierra en los ojos” se levanta del féretro para revelarle a su hermana con “una carcajada de ultratumba” (2012: 88) la relación que ha mantenido con su marido. Si muchos personajes de la escritora zaragozana ven en el antagonismo la base de sus vínculos, la rivalidad fraternal, en este caso, surge por un secreto inconfesable en vida: “Luego volvió a morirse y yo me pasé el resto del velorio con los ojos secos y su mano entre las mías, clavándole el filo de una llave en las palmas hasta que cerraron el féretro” (2012: 157). Otra incursión en el tema del gemelismo desde una percepción perturbadora puede encontrarse en “Reunión familiar”, relato inédito con el que David Roas (2020b) participó en la antología Ars moriendi. Cuentos de la no vida (2020, edición de Gemma Solsona Asensio). A través de la segunda persona narrativa, el texto, dedicado a Mark Twain, sumerge al lector en la angustia del protagonista, quien descubre con treinta años que tuvo un hermano gemelo que se ahogó a los pocos meses de nacer, un trauma familiar que sus padres ocultaron por no saber exactamente cuál de los dos hijos falleció. Tras la noticia, aflora en el personaje un sentimiento de indefensión, de culpa por haber sobrevivido. Y en ese contexto en el que la obsesión se va agravando, el bebé muerto empieza a irrumpir cada noche en su habitación; una visita que interpreta como la necesidad del fantasma de recuperar su lugar o quizás cambiarse por él. Sin embargo, con el tiempo se acostumbra a su compañía y la asume como una curiosa manera de animar su existencia, optando en el desenlace del texto por una decisión impredecible: Esta mañana has telefoneado a tu madre. Disimulando tu turbación, sin que sospeche nada, has logrado que te dijera el nombre del cementerio en el que reposa tu hermano. No querías alarmarla, ni, menos aún, revelarle tus intenciones. Esto es únicamente cosa tuya. Nunca has estado antes allí, pero no te sorprende conocer el camino. No dudas ni una sola vez. Después de zizaguear entre tumbas, de atajar por extensiones de césped recién cortado, te detienes ante una lápida en la que no hay ningún nombre grabado,

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solo dos fechas, tan próximas en el tiempo que hace daño leerlas. Tu hermano te espera. Comienzas a cavar. La tierra está blanda. No tardarás mucho. Cada uno de los golpes de la pala te acerca más a tu hermano. Bajo tus pies, una vibración sorda parece responder a tus paladas. El minúsculo ataúd aparece enseguida. Lo abres. Te tranquiliza comprobar que su cadáver sigue ahí. Feliz de poder verlo de nuevo, te tumbas junto a él sobre la tierra húmeda, juntos por fin otra vez. Como siempre debió ser (Roas 2020b: 22-23).

En otras ocasiones, como se observa en los textos finales de Invasión (2018), David Roas también ha acudido al tema de los hermanos reduplicados o clonados a través del espejo, elemento que en el imaginario fantástico funciona bien como portal a otros mundos posibles, bien como un espacio metafórico del cambio profundo que puede producirse en la noción del yo, revelando su fragmentación con la creación de otros yoes.3 La perspectiva adoptada en todos los casos es la de la paternidad, y no ya la de la hermandad. Así, el microrrelato “Reflejos”, tras las pistas dadas en “El otro” y “Tras los pasos de Alicia”, relativas a la predilección del niño por mirarse en los espejos de la casa y comprobar lo que hay detrás, plasma la impotencia del padre ante la inviabilidad de distinguir a su verdadero descendiente: “No sé cómo voy a explicarle a mi mujer que he perdido a nuestro hijo. Bueno, en realidad no lo he perdido, solo que me es imposible reconocerlo entre los ocho niños idénticos que juegan sobre la alfombra del salón” (Roas 2018: 121). Por último y para finalizar esta sección dedicada a las connotaciones siniestras que pueden desligarse de la relación entre hermanos o gemelos, me referiré a “El parásito”, una curiosa composición de Fernando Iwasaki en la que la dualidad se representa mediante un sujeto cuya existencia se encuentra inevitablemente unida a un bulto de grasa en su cuerpo. Se trata de uno de los pocos microrrelatos incluidos en Ajuar funerario (2004) que explora Así lo recoge Jackson, haciendo alusión a los estudios críticos de Leo Bersani: “Al presentar imágenes del yo en otro espacio (conocido y desconocido), el espejo proporciona versiones del yo transformado en otro, convertido en una cosa o persona diferente. Emplea la distancia y la diferencia para sugerir la inestabilidad de lo ‘real’ de este lado del espejo, y propone impredecibles (aparentemente imposibles) metamorfosis del yo en otro” (1986: 87). 3 

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la problemática del doble y además lo hace desde la perspectiva del mellizo nonato. El narrador de la historia coincide con el doctor que revisa el caso y que informa a su paciente de que alberga en su interior un bebé que no nació, encontrándose este enquistado en su espalda, “como un inquilino perpetuo y satisfecho”. A nivel médico intenta darle un diagnóstico en el que descarta la presencia de tumores, fibromas o folículos infectados, patologías todas ellas que formarían parte del terreno de lo esperable, si bien lo insólito emerge cuando asegura que se trata de una “miniatura atrofiada de sí mismo”. El veredicto no causa la reacción esperada en el paciente, quien, tras la intervención quirúrgica en la que se le extirpa dicha protuberancia, trata a su mellizo como si realmente albergase un hálito de vida. Ambos parecen constituir un todo indivisible y en el intento de acabar con la amenaza del doble, el personaje debe asumir su propia muerte: “Dos días después de la operación falleció por causas desconocidas. El parásito le sobrevivió un día más” (2004: 92). El doble como alternativa En el marco del fantástico posmoderno, una manifestación llamativa del motivo del doble es aquella en la que no se presenta como un reflejo exacto del protagonista, sino que viene a encarnar una alternativa, “como si la vida del personaje en cierto momento se hubiera dividido en dos caminos que se habrían desarrollado independientemente y a la vez” (Roas 2011b: 303). En estos casos, David Roas cree que es más adecuado hablar de “seres bifurcados”, en lugar de “seres desdoblados”, porque el sosias puede implicar una mejora en relación con la trayectoria vital del personaje original. Así se plasma en “La vida correcta” (El vigilante de la salamandra, 1998), de Félix J. Palma, un autor que retoma dicha temática en “Rosas contra el viento” (Las interioridades, 2002), si bien bajo el esquema de la réplica en miniatura que cobra vida y que adquiere el mismo estatus que el referente, llegando a disfrutar incluso de mejores condiciones existenciales. La historia de “La vida correcta”, narrada desde una focalización omnisciente, recoge el escalofriante hallazgo de Julio, quien, durante un trayecto en coche, se desorienta y desemboca en una aldea desconocida donde acaba-

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rá encontrándose con un hombre tan similar a él que parecerá él mismo. La expresión de la cara, la complexión y la voz de aquel extraño llamado Moisés guardan una desconcertante semejanza con Julio. No hay que olvidar que, al duplicarse, la familiaridad del cuerpo propio se transforma en algo siniestro, ya no solo por el carácter excepcional del suceso, sino sobre todo por “la revelación de lo que, hasta la aparición del intruso, había permanecido oculto, hurtado a la memoria” (Martín López 2006: 31). Ambos personajes han desarrollado sus vidas en dos ámbitos espaciales diferentes y ahora se ven abocados a uno solo, evidenciando la fragilidad de la realidad en la que se han desenvuelto hasta el momento. Se trataría de “dobles simultáneos” que pueden interactuar tanto física como verbalmente, tipología que, en palabras de Doležel, permite explotar todo el potencial semántico y emotivo del doble (2003: 273). A través del diálogo, tratan de afrontar la situación de un modo racional, si bien no pueden dejar de comprobar, atónitos, su parecido frente al espejo: Observó los ojos de Moisés y luego los suyos, ambos angostos y oscuros, ambos como intimidados por el espeso ramalazo de las cejas, ambos idénticos. De ellos fluía la misma mirada, esa que tan bien conocía y que a ratos le resultaba solemne y a ratos insegura. Estudió la repetición de la nariz, fina, alargada; las bocas gemelas, que se plagiaban a la perfección, aquel rictus circunspecto que había aprendido a desmantelar con una sonrisa efectiva y precisa; la barbilla caprichosa redundante en el espejo, y el cabello tupido y negro, alborotado sobre la frente, reproducido bucle a bucle con una exactitud escalofriante. Ambos poseedores del mismo aire lánguido, de la misma expresión sincera y reservada. Ambos idénticos, idénticos en todo. Como reflejos (Palma 1998: 146).

Juntos repasan su pasado, aquellos hechos decisivos que quizás marcaron un camino distinto en cada una de sus vidas. Julio comprueba que su doble ha elegido los trayectos que él mismo descartó y que, por esa razón, ahora él lleva una vida peor que su réplica. El segundo yo es un ser que ha visto materializados hechos rechazados por el primero. Es partícipe de una vida llena de lujos: una casa espaciosa con todo tipo de comodidades, un matrimonio cómplice al que nada puede separar, ni siquiera el paso del tiempo. Los derroteros de la conversación les llevan a constatar que las similitudes no solo abarcan la dimensión fisiológica, sino que también atañen a la personalidad:

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“Sus esquemas de pensamiento eran los mismos, debían contenerse para no acabarse las frases el uno al otro y la mayoría de las ideas ni siquiera necesitaban ser esbozadas cuando ya se compartían” (Palma 1998: 150). La envidia que le produce al protagonista que su doble haya disfrutado de una trayectoria vital mucho mejor que la suya le hace barajar la idea de borrar por completo los vestigios funestos de su pasado y convertir a Moisés en una víctima de las circunstancias. Dado que “Moisés no era otra cosa que él mismo, un Julio mejor afinado, un Julio dorado en el horno del éxito” (Palma 1998: 150), suplantar su vida privada no le supone mucho esfuerzo. En este sentido, los sentimientos del original hacia su doble se transforman de la inquietante curiosidad inicial al deseo de aniquilación: “Costaba acostumbrarse a tenerse a uno mismo caminando por ahí, revoloteando a tu alrededor. El efecto de tridimensionalidad producía embrujo y aversión a partes iguales” (1998: 148). Al matarlo y comenzar la vida del doble, la que debía haberle correspondido siempre a él, nadie notaría la diferencia. Sin embargo, a Moisés esa dualidad le produce las mismas sensaciones y, demostrando más rapidez de decisión, acaba con la vida de su contrincante. El final de la composición reproduce los últimos pensamientos de un Julio ya fallecido que debe aceptar el triunfo de su yo exitoso: “Al fin y al cabo había conseguido su propósito. Ahora viviría una sola vida: la vida correcta. Se las ingenió para componer una sonrisa de aceptación. Una sonrisa que desapareció bajo la primera paletada de tierra” (1998: 153). “El precio del placer” (Distorsiones, 2010), de David Roas, también recupera la temática del doble desde una perspectiva muy particular que refleja uno de los ejes definitorios de la poética de lo fantástico posmoderno: la combinación del elemento sobrenatural con el humor,4 entendido este último como un dispositivo retórico que, en lugar de provocar un distanciamiento, puede fortalecer el efecto de inquietud. El autor ya había hecho uso del juego paródico en “El rival” (Horrores cotidianos, 2007), microrrelato que evoca el desdoblamiento especular que articula el mito de Narciso a través de un personaje que, subvirtiendo los patrones tradicionales de las composiciones sobre dobles, desarrolla una relación de competición y acoso con la figura Véase Abello Verano (2016) y, especialmente, Roas, Álvarez y García (2017) para obtener información detallada sobre la poética fantástica reciente. 4 

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monstruosa que culmina con la muerte del individuo originario, momento en el que el doble no puede “reprimir una sonrisa de venganza” (Roas 2007: 23). En esta ocasión, la práctica del humor aplicada al doble se produce en un texto de dimensiones mayores, incluido también en la antología Las mil caras del monstruo (2012, edición de Ana Casas; 2018, edición de Ana Casas y David Roas) como muestra representativa del motivo. Desde el comienzo, una voz narrativa de carácter testimonial explica al lector las consecuencias nocivas del proceso de desdoblamiento que sufre:5 “Desdoblarse es una lata. O al menos cuando se hace mal, como es mi caso. Porque llevo unas semanas experimentando ese fenómeno y mi vida se ha convertido en un infierno. Yo, como todo el mundo, había fantaseado alguna vez con lo estupendo que sería poder contar con un doble para, entre otras cosas, llevar a cabo esas ingratas tareas que siempre se eternizan. Siendo dos, pensaba, todo sería mucho más fácil” (Roas 2010: 45). La inusual capacidad desdobladora ocurre únicamente cuando el personaje mantiene relaciones sexuales con su mujer. Obtiene así dos perspectivas simultáneas del mismo suceso: una interna o activa, desde la cama y abrazado a la mujer, y otra externa o pasiva, como si fuese un voyeur que visualiza todo desde la silla del dormitorio. Sin poder atribuirle una explicación en términos freudianos, los consejos que aporta el doble condicionan positivamente el rumbo del acto sexual y, en consecuencia, aumentan el placer de los dos amantes. Si la confrontación entre los dos sujetos masculinos articula todo el discurso, con grandes dosis de comicidad, el desenlace reserva una vuelta de tuerca que pone de manifiesto el desdoblamiento también femenino, lo que permite intuir el provecho futuro que le depara a la figura del doble: “Fascinados, nuestros yoes de la silla se miran fijamente y, de inmediato, se arrojan uno en los brazos del otro. Mi mujer se levanta de la cama y me hace un gesto para que la siga. Abrazados y en silencio, salimos de la habitación” (Roas 2010: 49).

Acerca del punto de vista narrativo que es adoptado en las composiciones sobre dobles, Martín López sostiene que “la preponderancia del narrador protagonista tiene que ver con el carácter subjetivo de la experiencia del desdoblamiento, con el tratamiento de un tema intrínseco a la identidad que parece más oportuno tratar desde el propio yo” (2006: 50). 5 

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Vidas bifurcadas Si bien el doble “aparece cuando dos incorporaciones del mismo personaje coexisten en el mismo espacio o mundo ficcional, cuando el individuo tiene la oportunidad de contemplarse a sí mismo como un objeto ajeno gracias al fenómeno de la autoscopia” (Martín López 2005: 232), en algunos relatos actuales los personajes se desdoblan con cada decisión que toman, lo que enriquece la trama con la multiplicación de planos. El relato más representativo en este sentido es “Las siete vidas (o así) de Sebastián Mingorance” (El menor espectáculo del mundo, 2010), de Félix J. Palma, cuya trama recuerda, en cierta medida, a la composición de Ignacio Ferrando titulada “Roger Lévy y sus reflejos”, recogida en su volumen Sicilia, Invierno (2008) y analizada por David Roas (2011b: 302). En ambos casos se apuesta, no ya por una réplica que lleva una mejor vida, sino por una cartografía de trayectorias desdobladas distintas que requiere una elaboración más minuciosa, incluso a nivel estructural, y que se combina con el tema de los universos paralelos. La confrontación entre el original y sus diversos dobles en el cuento de Palma se produce en base a patrones de actitud. Cada nuevo Mingorance refleja una parte latente de la personalidad del original, no desarrollada en potencia; en definitiva, un camino que el original puede emprender pero que en cambio no emprende. Este aspecto puede relacionarse con lo que Carroll denomina fisión espacial, proceso por el que “un personaje o conjunto de personajes se multiplica en una o más facetas, en la que cada una representa otro aspecto del yo, generalmente un aspecto oculto, ignorado, reprimido o negado por el personaje que ha sido clonado” (2005: 110). El protagonista coincide con la caracterización del personaje típico del relato fantástico, por lo que la construcción sigue los parámetros de otras composiciones del escritor granadino: un sujeto sin ningún tipo de cualidad excepcional —en este caso podemos deducir que se trata de un oficinista por las reiteradas menciones a la elaboración de informes—, y con una vida donde no sucede nada digno de mención. Desde su “diminuto apartamento de soltero impenitente” (Palma 2010: 159) y habituado como está a “lidiar contra la claustrofobia del tedio inyectándose en vena la heroína letárgica de la televisión o haciendo solitarios” (2010: 160), Sebastián Mingorance se resigna a ver pasar un aburrido sábado.

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Las condiciones meteorológicas le hacen renunciar a sus planes de pesca —una tarea que se obliga a realizar para diferenciar los fines de semana del resto de días—, pero también contribuyen a crear una atmósfera siniestra que parece conspirar contra él. Es importante este dato, puesto que el elemento anómalo —la sucesión de duplicaciones— se produce bajo la coyuntura de la tupida lluvia, benefactora para algunos dobles y conducente al delirio para otros. La ciudad se configura con su cielo grisáceo y sus nubarrones como una urbe fantasmagórica. Una vez que acaba el tiempo adverso todo parece recobrar su normalidad; algo parecido a lo que le ocurre al personaje de “Venco a la molinera” (El vigilante de la salamandra), que a raíz de unas turbulencias en su avión de regreso a casa ve cómo su realidad desaparece para dar paso a otra. El tiempo de la acción del relato se reduce únicamente a un día: desde el comienzo de esa mañana de sábado, cuando el personaje sale de su casa a buscar el periódico, hasta la noche, cuando se acuesta pensando en la llegada de otro día que rompa con su mediocre existencia. La coda del relato se centra exclusivamente en la mañana del domingo, pero el motor dramático del texto radica en los distintos modos de sobrellevar un sábado intempestivo, de acuerdo a una premisa fantástica llevada al extremo. La duda de en qué kiosko adquirir el periódico ya genera la primera duplicación: el doble —Mingorance I el Irresoluto— elegirá un lugar distinto al pensado por el original, lo que ocasiona una bifurcación de direcciones. Una elección tan simple como esa provoca el desdoblamiento inicial. El personaje asegura sentirse paralizado ante cada decisión que ha de tomar; un anquilosamiento que le impide actuar con claridad: La elección final, realizada sin el respaldo de la razón, cuya colaboración, dadas las circunstancias, era del todo inútil, resultaba siempre para Mingorance un misterio. No llegaba nunca a saber por qué tiraba hacia la derecha en detrimento de la izquierda, o viceversa, sólo intuía que dicha solución no alcanzaba a fraguarse en su mente, y como le parecía excesivamente indigno otorgarle esa responsabilidad a sus pies, prefería pensar que nada tenía que ver con él, sino que una fuerza superior, una especie de titiritero cósmico, era quien lo conducía en una dirección u otra siguiendo unos designios inescrutables (Palma 2010: 161).

En el camino de regreso a casa, Mingorance I el Irresoluto se encuentra con una chica que tiene averiada su bicicleta, pero deja que sea un vecino del

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portal de enfrente el que se detenga y le ofrezca su ayuda. Su indecisión origina una nueva duplicación que se concreta en un sujeto dispuesto a aprovechar cada oportunidad que se le presenta. Bajo la consigna de que “la vida la construimos nosotros mismos, poniendo ladrillos a diario, y que no hacemos más que dejar escapar trenes, por lo que difícilmente llegaremos a ningún sitio” (2010: 164), surge Mingorance II el Intrépido, que no solo se detiene ante la singular belleza de la chica, sino que la invita a refugiarse de la lluvia en su apartamento, tal y como ha hecho el hombre del edificio opuesto. Los tres Mingorances coinciden en el salón del apartamento, y por lo tanto comparten espacio, cada uno desempeñando una tarea diferente que permite distinguirlos, como si se tratase de seres independientes. Mingorance se enfrasca en la lectura del periódico en búsqueda de “cualquier desgracia ajena” (2010: 168) que pueda mantenerlo entretenido y Mingorance I el Irresoluto contempla con perplejidad lo que podría haberle deparado el camino rechazado, adoptando una postura de resignación ante los logros de su doble, que a pesar de las condiciones adversas ha sabido actuar con determinación. Definido a lo largo del texto como un ser “incapacitado para inclinar su existencia hacia la felicidad” (2010: 177), Mingorance I analiza la actitud de su vecino, ya que ambas ventanas se encuentran a la misma altura, un aspecto que sirve para potenciar el desdoblamiento visual. Se convierte, de esta manera, en espectador de una escena que podría haber protagonizado y que paradójicamente Mingorance II el Intrépido está desarrollando en su piso. En contraste con esa posición de observador inmóvil que mantiene Mingorance I, surge Mingorance III el Bravo, que rechaza el estatismo y se dispone a interrumpir la amena conversación en el inmueble del otro lado. Su decisión acaba ocasionando la caída del vecino por las escaleras y su muerte fortuita. Un detalle relevante de esta escena es la mención a ciertos síntomas de gripe que al final del relato serán clave en la interpretación global, haciendo que sus movimientos carezcan de validez y queden anclados en la esfera de la alucinación. En este momento del relato se recupera la perspectiva de Mingorance y se focaliza la atención en sus movimientos. Ignorando las hazañas realizadas por lo que podría considerarse una parte de él mismo, se dirige al restaurante chino del barrio para calmar su hambre. Su vacilación en la entrada del establecimiento, no obstante, se traduce en un camino de vuelta hacia su portal y

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en una profunda reflexión sobre las consecuencias de cada decisión tomada: “Mientras remontaba las escaleras hizo un asombrado recuento de las veces al día que debemos tomar una decisión, por pequeña e insignificante que sea. Y se preguntó qué consecuencias acarreaba cada una de esas elecciones, si la vida que finalmente se vive es mejor que sus descartes” (2010: 173). Como resultado de sus rechazos aparecen en la trama Mingorance IV el Abducido, que en lugar de entrar a casa se dirige con el coche a las afueras de la ciudad, y Mingorance V el Inoportuno, que no duda en disfrutar de una comida china, amenizada además por un atraco. La red de bifurcaciones se complica más de lo esperado y hace que todas las hipótesis aparezcan a nivel textual. Una vez llegados a este punto, la narración muestra de forma simultánea distintos ángulos de visión: la preocupación de Mingorance III el Bravo por un asesinato que nunca se produce, el momento de reposo de Mingorance frente a su televisión, la intoxicación alimentaria de Mingorance I el Irresoluto, la entrada al piso de Mingorance V el Inoportuno con una catana que le ha regalado el dueño del restaurante chino y el coqueteo entre Mingorance II el Intrépido y la muchacha. El intento de seducción de Mingorance II se compara con el documental que está viendo Mingorance, donde un leopardo se aproxima a su presa —una conexión muy lograda entre ficción televisiva y trama—. Todos estos planos contienen ciertos elementos repetitivos que funcionan como punto de unión entre ellos e inciden en la idea de multiplicidad, en el despliegue de varias hipótesis. Es Mingorance II el Intrépido el único que logra conquistar a Claudia y llevar sus propósitos más allá, aunque una vez conseguidos se enfrenta a una nueva odisea. La ausencia de azúcar para tomar café le lleva a aventurarse hacia el piso de arriba, donde viven tres ancianas viudas dedicadas a un negocio de macramé. Mientras los pasos de Mingorance II el Intrépido se dirigen escaleras arriba, los de Mingorance IV el Perplejo —nuevo sujeto que se une a la red de duplicaciones— descienden hasta el piso de abajo para pedir algo de azúcar al físico que se aloja allí. Resulta curiosa la disposición espacial y la caracterización de los vecinos; las viudas se asemejan a las tres parcas de la mitología románica y se muestran ante el personaje como “arañas laboriosas” (2010: 181) que urden entre sus manos el destino de la gente. No pasa desapercibido el símil que se produce entre ese concepto de la madeja de hilos y las vidas paralelas de Mingorance retratadas a lo largo del texto. El físico, en cambio, conduce la conversación

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hacia el tema de los universos paralelos y la posibilidad de estar en dos sitios distintos al mismo tiempo sin saber realmente si alguna de esas dimensiones podría colapsar, aportando datos propios de la teoría cuántica que desconciertan al protagonista: Se vislumbró por un momento duplicado, triplicado, quintuplicado, minuciosamente multiplicado, y sintió un vértigo atroz al imaginar que con cada decisión tomada, se había ido desparramando ávido, desbordando frenético, reproduciéndose como un hámster descocado a lo largo del día, de tal manera que, aunque él se encontraba allí, en su apartamento se apretaban mil Mingorances más, cada uno de ellos ocupado en sus cosas, creyéndose único e indivisible (2010: 184).

Podría afirmarse, por lo tanto, que el personaje o las distintas partes del mismo se encuentran en medio de dos teorías de la existencia, entre el determinismo o el destino prefijado —simbolizado a través de las tres parcas que viven encima— y el papel que desempeña el azar o la probabilidad —cuyo máximo representante es el especialista en física cuántica del piso de abajo—; dos formas muy distintas de entender el discurrir vital. La técnica de la contraposición continúa hasta el final. Mientras Mingorance II y Mingorance IV regresan al piso y piensan al unísono en los beneficios que reporta estar bien acompañado, Mingorance decide por fin ir a cenar fuera y Mingorance I el Irresoluto se debate entre la vida y la muerte de camino al hospital. Su actitud autodestructiva hace que una parte de él muera, dando lugar a Mingorance VII el Hastiado, última duplicación que recoge la narración. Podría ilustrarse la red de duplicaciones a través del siguiente esquema: M. III. El Bravo M. I. el Irresoluto

Mingorance

M. IV. El Abducido

M. II. El Intrépido

M. VI. El Perplejo

M. VII. El Hastiado

M. V. El Inoportuno

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Todas esas vidas posibles acaban confluyendo de noche, arrastradas por el sueño de Mingorance, que siente desde su cama cómo cada parte desintegrada retorna a su propio cuerpo. Si ya la trama es compleja de por sí, siguiendo la línea temática del despliegue de posibilidades, el desenlace de “este ejercicio de procreación especulativa” (2010: 178), deja aún más dudas en el lector atento, al descubrir que la mujer ha quedado dentro de la actividad ondulatoria. Dobles y realidades paralelas Como ha podido observarse en el apartado anterior con la multiplicación de las copias, los desdoblamientos se vinculan de forma clara con las teorías del multiverso, de ahí que autores como Doležel estudien el doble en relación con la idea básica del modelo de los mundos posibles (2003). La escisión de la vida de los personajes puede llegar a tal punto que se genera un desdoblamiento simultáneo del universo en el que habitan, una línea temática que Carlos Castán aborda en “Servicio de socorro”, relato publicado en su ópera prima Frío de vivir (1997), donde se recogen otros textos sobre curiosos juegos de duplicidades —“El andén de nieve” y “Mi tía Aurora”—, y en el volumen recopilatorio Cuentos completos (2020). Con un narrador omnisciente, “Servicio de socorro” presenta la historia de un personaje innominado que se dispone a disfrutar de un día que solo es festivo para él. Sus pensamientos iniciales lo llevan a comparar el ajetreo que muchos trabajadores y familias padecerán a primera hora de esa mañana lluviosa con su situación de absoluto reposo en el dormitorio familiar. Pero su tranquilidad se ve interrumpida por el comunicado que escucha en Servicio de Socorro de Radio Nacional de España: “Se le ruega a él que se ponga rápidamente en contacto con su mujer en un número de teléfono que a duras penas logra memorizar por unos segundos y apunta luego en su paquete de tabaco” (Castán 2020: 96). Tras comprobar que tanto su mujer como su hijo se encuentran bien y no han tenido ningún accidente en su trayecto al colegio y la oficina de ella, repara en que el número proporcionado corresponde a otra provincia y no duda en llamar. Sin saber explicar el porqué de su decisión, deja una nota de despedida en casa y coge un autobús que le llevará exactamente a una ciudad

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no muy lejos de la suya donde descubrirá su inusual apellido, Gorostizábal, en el letrero de una imprenta. El dueño del negocio lo recibe con una mirada entre cómplice y de reproche por haber abandonado a su mujer y a sus dos hijos, información que confirma la superposición de dos realidades en el marco de un mismo espacio-tiempo. El personaje, que se encuentra inmerso en un estado febril quizás derivado de esa yuxtaposición de planos a la que se ha enfrentado, decide renunciar a su vida anterior, al menos por un tiempo, noticia que recibe atónita la mujer con la que convivía al inicio del relato. Otra historia escalofriante en relación con el doble y los universos paralelos es la que desarrolla David Roas en “Duplicados” (Distorsiones), donde se concentran dos disciplinas a simple vista tan dispares como la física, con la alusión directa a diversos especialistas, y la literatura. Todo el relato se refiere a la famosa paradoja del gato de Shrödinger y a su intento de ejemplificación, ante la insistencia de los alumnos del protagonista, un profesor universitario de mecánica cuántica que quiere comprender mejor el funcionamiento del mundo. Este experimento consiste en encerrar a un gato en una caja opaca e instalar en el interior un recipiente de cristal con veneno letal y un dispositivo con una partícula radiactiva que tiene una probabilidad del 50% de activarse, produciendo la liberación del veneno y consecuentemente la muerte del animal. La interpretación que desde los preceptos de la teoría cuántica se adopta es que, al pasar una hora, el gato está vivo y muerto simultáneamente, porque los electrones se caracterizan por su capacidad para estar en diferentes lugares al mismo tiempo. No obstante, en cuanto intervenga un observador para comprobar el resultado, la superposición cuántica se altera y el sistema se inclina por una de las dos soluciones: la vida o la muerte del animal, nunca ambas realidades. El profesor decide comprar dos gatos negros —no pasan desapercibidos los guiños a Poe, ni las muestras dubitativas del narrador, que recuerdan a “El gato negro”— y realiza el experimento en el ámbito de la intimidad, antes de hacer la demostración en público. Prepara en su despacho todo el material instrumental para que el ensayo se desarrolle con precisión. Pero, acuciado por la desazón de tener el gato encerrado, no deja pasar el tiempo necesario. La clonación del animal es la inopinada consecuencia que se encuentra al abrir la tapa de la caja, algo que no duda en definir como “un cataclismo de proporciones astronómicas” (Roas 2010: 59) que dejaría sorprendidos

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a científicos como el mismo Everett o Richard Feynman. Si el personaje se sorprende ante la aparición de dos felinos con desigual destino (uno de ellos se desploma ante sus ojos), el hecho de que la duplicación afecte además al mundo entero le produce más desconcierto si cabe: “El continuo espaciotiempo en el que hasta hace un rato habitábamos se ha dividido por la mitad y ha generado —no se me ocurre otra explicación mejor— un nuevo universo. Nuestro doble” (2010: 63). El gato vivo pasa a pertenecer al otro mundo y deja de tener su réplica correspondiente en la realidad del personaje, ya que su doble está muerto en la caja; se convierte en el único elemento asimétrico de esos dos mundos. El profesor trata de asimilar esa alteración en el paradigma de la realidad objetiva, si bien no puede evitar el catálogo de inseguridades que se ciernen sobre su persona. Necesita recobrar la normalidad, pero, se encontrará dominado “por la inquietud de saberse ante lo incomprensible, pero, sobre todo, de saber que no hay vuelta atrás” (Roas 2011a: 157). Identidades quebradas. A modo de conclusión El doble ha sido considerado en numerosas ocasiones como el tema fantástico por excelencia (Jourde y Tortonese 1996: 39), si bien, como todos los motivos de los que se nutre el género desde sus inicios, ha tenido que transformarse para romper de algún modo las expectativas de los lectores y adaptarse al contexto cultural en el que se ubica. Al tiempo que persisten encarnaciones clásicas e icónicas, basadas en la relación hostil entre el doble que suplanta la personalidad y el sujeto primitivo, la cuentística española de las últimas décadas pone de relieve singulares líneas argumentales que permiten hablar de renovados artificios. Así, una de las formulaciones más recurrentes es aquella en la que el doble ya no se representa como una réplica exacta del protagonista, sino que implica una opción alternativa, lo que origina una cartografía de existencias escindidas que posibilitan la realización de las decisiones no tomadas por el original, de sus opciones descartadas. Los protagonistas de este tipo de ficciones dejan atrás la noción de binarismo propia de la duplicación y son objeto de una multiplicación gradual de personalidades. Del mismo modo, es bastante habitual que el doble se combine con otros resortes no realistas, como pueden ser la yuxtaposición de distintos

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planos de realidad, enlazando con el concepto de los universos paralelos, o los fantasmas que dejan entrever la tendencia de usar la figura del infante monstruoso en la poética de lo fantástico posmoderno. El objetivo principal de esta investigación era arrojar luz sobre los sentidos y las tipologías más frecuentes del doble en cuanto a tropo monstruoso que, vinculado “con la vida de la conciencia, de sus fijaciones y proyecciones” (Ceserani 1999: 121), sigue teniendo plena operatividad en la narrativa breve española de los últimos años. Quizás esa pervivencia y la preservación de su poder ominoso frente a la degradación de otros resortes fantásticos se deba, como sostiene Martín López, a la propia morfología del doble: “es el individuo quien constituye un peligro para sí mismo, pues la amenaza late en el seno de su propio yo […]” (2007: 25), de ahí que el horror que inspira sea fundamentalmente metafísico. Los narradores de lo fantástico en el siglo xxi continúan sirviéndose de este motivo para indagar en el conflicto de la identidad, concretado en la época actual en un yo fragmentado que no encuentra arraigo en la inestabilidad que le rodea. De este modo, se pone en crisis la integridad del individuo en el contexto de una realidad definida cada vez más por sus incoherencias y fallas.

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RECUENTO DE LA PRESENCIA LITERARIA DEL FANTASMA EN MÉXICO: ORÍGENES, EVOLUCIÓN Y RECONFIGURACIONES* Cecilia Eudave Universidad de Guadalajara, México. Grupo GEIGhd

I1 La creencia en los fantasmas es innata en el hombre: se encuentra en toda época y país, y quizá ningún hombre esté totalmente libre de ella. Arthur Schopenhauer

La representación del fantasma en cualquier parte del mundo trae consigo un problema más allá de su definición global, la cual incide en su caracterización fantástica, en elementos ontológicos o en la personificación de ciertos estados de conflicto social a nivel económico, político, genérico, religioso, moral o racial. Viene también con la cuestión de la colonización occidentalizada —con sus variantes—, la cual sirve de mediadora para la representación de lo fantasmal. Teorías y análisis de todo tipo se centran en la concepción de un fantasma que nace en el seno de las culturas anglosajonas y europeas, con sus diferentes grados de folclor, que vician, algunas veces, la lectura del otro fantasma nacido de la hibridez de la conquista física o económica de los países imperialistas. Partiendo de esta premisa, observamos que los fantasmas latinoamericanos, en la mayoría de los casos, son la representación del hoEsta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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rror social provocado por las oligarquías, o por las idiosincrasias propias de nuestros pasados mestizos que no pudieron unificar de manera efectiva dos sistemas de pensamiento diferentes, lo cual da origen a una singular manera de enfrentar lo sobrenatural, lo insólito. Es importante señalar que actualmente es tendencia, desde las últimas dos décadas del siglo xx y las primeras dos del siglo xxi, enunciar al fantasma literario como una metáfora o alegoría del horror social global o nacional; como representante o víctima de todos los vicios, excesos, tiranías o despotismos de las instituciones gubernamentales. Digo horror porque, cuando este tipo de “fantasma” se encarna, puede ser cualquier persona sometida al abuso o a la discriminación. En cierto modo, se puede asumir que la invisibilidad del otro o la exclusión social nos vuelve fantasmas, metafórica o alegóricamente,1 pero un fantasma es un fantasma. Mas allá de su alegoría, en los territorios de lo insólito, esta entidad es visible o perceptible, existe a su manera, y es precisamente cómo “vive”, o “pervive” lo que me interesa destacar desde la perspectiva de lo no mimético; como señala Roas, el fantasma “no sólo tiene que ver con el miedo a los muertos (pues representan lo otro, lo no humano), sino que plantea la posibilidad efectiva de la presencia de lo sobrenatural en nuestro mundo” (1999: 95). De hecho, es tangible que en las culturas de cualesquiera de los países del mundo la presencia de lo sobrenatural, en especial del fantasma, es indispensable para el equilibrio: son puntos de fuga para el horror y el espanto de las sociedades donde se engendran.

Wolfenzon, en su libro Nuevos fantasmas recorren México, dice respecto a esta variante: “Identifico un tipo de personaje fantasmático que ha cobrado existencia en la narrativa mexicana. Es decir, los autores ‘proponen’ una cierta figuración de lo fantasmático que de repente ha pasado inadvertida ‘en tanto fantasmático’. Mi contribución tal vez sea descubrir y hacer explícita esa propuesta: un personaje que no necesariamente sea etéreo, como Aura, o las almas en pena de Pedro Páramo o cualquiera de las apariciones […] sino personas reales, a quienes el sistema trata como si fueran una aparición: un vacío, una corporeidad hueca, como si fueran nada” (2020: 25). Pese a que esta es una manera metafórica de percibir al fantasma, para esta aproximación no nos referiremos a la prefiguración de lo espectral o fantasmático como una encarnación real que adquiere estas características por asociación y/o apropiación comparativa, sino abordaremos al fantasma con toda su carga insólita y sobrenatural. 1 

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Subrayo, también, que el ente fantasmal suele operar en solitario: observa al mundo desde el umbral de dos realidades, y así tortura, cuestiona, inquieta desde los espacios cerrados y a través del intimismo. Son ecos de los comportamientos de las sociedades que los generan y los replican; esto, de forma particular, de las maneras que se mostrarán en este recuento de la prefiguración del fantasma en distintas épocas de la historia de México. Si se me permite adelantar una hipótesis, podría argumentar que los fantasmas son el dolor de una humanidad que se descarna con cada golpe de violencia, abuso y descalificación de lo alterno (genérico, racial, social, económico, cultural); que a pesar de su “no existir” en el plano de una realidad convenida, deben “existir” en el plano de la conciencia emocional y reflexiva. Su proceder es siniestro e inquietante porque ataca de la misma manera en que es atacado. Son un espanto saludable porque cuestionan nuestra naturaleza humana. Para este capítulo, elegiré como materia de estudio solo cuentos, y algunas novelas cortas, que tengan como protagonista un fantasma en cualquiera de sus acepciones: ya sea como ánima, espectro, sombra, visión, aura o espíritu. Esta aproximación comenzará con una breve contextualización de la tradición del fantasma en México, la cual recuperará sus antecedentes desde la colonia, el siglo xix, y el siglo xx solo hasta la década de los setenta. Así pues, en un segundo apartado exploraremos las incidencias que perfilan la evolución del nuestro sujeto de estudio al borde del nuevo mileno. Finalmente, en el tercer apartado abordaremos las diferencias y/o similitudes con que se concibe al fantasma entre 1980 hasta 2022, mencionando algunos textos relevantes y significativos; es decir, cuentos y novelas cortas que, sin dejar de lado las denuncias del horror social, privilegian zonas u otras perspectivas del mismo. Intentaré indagar en algunos síntomas textuales: a) la reflexión sobre el pasado que intenta una vuelta, una reinvención de los orígenes, o un restablecimiento del hecho histórico, b) el juego de lo sincrético —entre folclor y actualidad— para hablar de los miedos contemporáneos como fantasmas existenciales y sociales, c) la propuesta del regreso a la intimidad del dolor moral, causado por la sociedad, y d) la recuperación de una memoria-espectro donde se reactualizan todos los síntomas textuales de los incisos anteriores.

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II ¿Qué es un fantasma? Preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. James Joyce

Sin abundar en la historia del fantasma en México, lo cual sería motivo para un libro, podemos destacar que desde antes de la conquista ya los pueblos originarios de estas tierras invocaban a seres espectrales, a los que llamaban de distintos modos: nahuales, seres protectores, aluxes, entre otras acepciones cuyos fines también oscilaban entre ayudar o atormentar según el contexto de pertenencia. Sin embargo, será hasta la llegada de los españoles que, mediante los miedos y supersticiones propios del mestizaje de religiones en contrapunto, la figura del fantasma tomará el rumbo que para este trabajo interesa. El encuentro de dos maneras de construir lo sobrenatural, la católica por parte de los conquistadores y la indígena por parte de los distintos pueblos originarios, legará una singularidad más que significativa para abrevar en lo insólito y restituirlo como herramienta de adoctrinamiento, control y denuncia de los conflictos que genera el enfrentamiento de dos sistemas de pensamiento disímiles. Debido a esta discrepancia, se puede deducir que los momentos más importantes de la coalición/colisión de pensamientos se dará en la colonia. En este periodo se construirán historias con fuerte influencia de la tradición de las crónicas de Indias, que registran sucesos extraordinarios, rarezas y seres espectrales, para dar origen a historias híbridas que circularán en las ciudades, pueblos y zonas rurales, y que serán denominadas por la mayoría como leyendas. Entre las más famosas están “La llorona”,2 “La monja de la catedral”, “La venganza de la hechicera”, “El nahual”, “El monte de las ánimas”. Cualesquiera de ellas tienen a manera de común denominador, sobre todo en la época de la colonia y de la independencia mexicana, la representación de un fantasma con características semejantes a las adjudicadas tradicionalmente al de raíces europeas: muertos que vuelven del más allá, almas en pena tamUna de las mejores versiones de esta leyenda es la de Artemio del Valle Arizpe (18881961) que se ha recogido en varias antologías sobre cuentos legendarios o fantásticos. 2 

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bién denominadas ánimas, seres espectrales, apariciones diabólicas, objetos fantasmagóricos, cuyas distintas mutaciones responden a las necesidades de adoctrinamiento de la religión, o las morales y éticas del gobierno en turno. Así pues, los fantasmas se usan como instrumentos de intimidación o control de ciertas conductas en el contexto sociopolítico y cultural de la circunstancia histórica en el que se inscriben.3 Estas primeras manifestaciones de la leyenda propiciarán el incipiente nacimiento del cuento fantástico, que se atisba desde principios del xix, bajo influencias góticas y con temas variados, entre el que destaco el motivo de “el aparecido”. Será esta, entonces, la que en su pasaje de la oralidad al registro escrito se irá estilizando y legará un variado e interesante mosaico, sobre el cual se comenzará a esbozar la figura del fantasma mexicano contemporáneo.4 Entre los autores más representativos de la primera etapa de evolución citaré: “El visitador” (1838) de Ignacio Rodríguez Galván, que se localiza en Muñoz, visitador de México (1947), “Un estudiante” (1842) de Guillermo Prieto —considerado el primer cuento fantástico en México— en Obras Completas I, así como los relatos de Manuel Payno, “El diablo y la monja” (1849) e “Historia famosa que deberá contarse a las doce de la noche” (1849) en Obras completas XIV, y la novela El fistol del diablo (1859-60). Esta última fue adaptada al cine en 1961 por Fernando Fernández, legando un filme que marcó a muchas generaciones de amantes del terror y las historias de aparecidos, no todos necesariamente fantasmas. Julio Caro Baroja (1992), opina que “La leyenda de siempre tiene este otro carácter más vinculado a la experiencia y a la vida. Por eso no se puede hablar de cosas equivalentes a las leyendas españolas en relatos propios de algunos países […] En todo caso podemos pensar al final que la leyenda ha servido para destacar hechos y caracteres que se perfilan en función de distintas sociedades, pero que tienen un carácter permanente dentro de la variabilidad de la sociedad a la que pertenecen. […] La leyenda hay que estudiarla dentro de un ámbito histórico-cultural en función de esquemas firmes, pero de creencias variables”. 4  En este capítulo, por cuestiones de espacio, no se profundizará en la importancia de la leyenda como eje fundador del cuento contemporáneo fantástico, sino que solo se atisban sus orígenes como intertextos fundacionales de la narrativa fantástica, cuyo tema es el fantasma, en los escritores cuya producción de enmarca entre 1980 a 2022. Si el lector está interesado en el tema recomiendo el libro Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la ciudad de México (Peza 1988), publicado por editorial Porrúa y con un excelente prólogo de Isabel Quiñones. 3 

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Sin embargo, pese a esta primera explosión de textos en la primera mitad del siglo xix, no será sino hasta después de la República Restaurada que se publiquen los cuentos más sobresalientes del género fantástico en México hasta el momento. Esto sucede pese a que seguía imperando el pensamiento positivista y racional, como bien lo señala Hernández Roura: [L]a destrucción de las bases de la realidad no fue llevada hasta sus últimas consecuencias, ya que los paladines liberales de la República Restaurada no eran tan radicales como se cree y primó en ellos el impulso constructor. Es importante hacer notar un fenómeno interesante en el que se vincula la relación de los escritores con la literatura fantástica: la dicotomía liberal romántico y conservador neoclásico no funciona; encontramos escritores como Ignacio Manuel Altamirano, José Tomás de Cuellar o Manuel Payno, que son políticamente liberales pero reacios a la experimentación y, en cambio, conservadores como José María Roa Bárcena o “liberales conservadores” como se autodenomino Justo Sierra, que realizaron textos bastante innovadores para su época (2020: 33-34).

Intentando seguir este recorrido hasta llegar a los años que competen para esta aproximación, y pese a las contradicciones entre los primeros escritores en incursionar en lo insólito, debemos insistir que es fundamental la adicción de la mayoría de los autores mencionados a la estética del Romanticismo. Esta privilegiará la figura del fantasma, así como en el siglo xviii se abordó de manera constante en los textos de carácter sobrenatural la figura del vampiro, las brujas o el demonio. Estos antecedentes permitirán un tránsito natural entre el cuento fantástico de finales del siglo xix, y lo que se escribirá en la primera mitad del siglo xx. Una de las figuras sobresalientes para ello fue José María Roa Bárcena (1827-1908) y su cuento emblemático “Lanchitas” (1878), que marcará el rumbo del género en relación con el tema del fantasma. En él se cuenta la historia de un hombre que regresa a confesarse con un sacerdote —el protagonista del relato—, quien al darse cuenta de que ha confesado a un muerto, termina abandonando el raciocinio, los estudios y su profesión, porque la sensatez y las creencias no alcanzan para explicarse lo sucedido. A través del motivo de “el aparecido”, este texto esboza muchas de las características del fantasma tradicional moderno: ya no solo está contando las motivaciones de la aparición, del regreso del muerto en busca de expiación, sino cómo su manifestación provoca en el receptor de

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lo inexplicable un conflicto existencial y social, donde lo anecdótico es un pretexto para evidenciar anomalías en el sistema del pensamiento positivista de la época. Algunos de los pioneros que abordan el tema del fantasma en esta dirección son: Ciro B. Ceballos (1873-1938) con “El guantelete” (1903), Manuel Romero de Terreros (1880-1968) con “El amo viejo” (1922), Carlos Toro (1875-1914) con “El retrato” (1947), así como José López Portillo y Rojas (1850-1923) con su narración “El espejo” (1886). Sumemos a estos autores a Alberto Leduc (1867-1908) con “Nupcias fúnebres” (1896) y José Ferrer y Félix (1865-1954) con “La estatua del condenado”.5 Será desde la propuesta de escritura y actitud hacia lo insólito de estos pioneros que surjan textos de carácter fantástico cada vez más comprometidos con lo no mimético como recurso para representar la realidad que los circunda. También, se entrevé la necesidad de autonomía frente a la influencia europea más tradicional; así pues, será bajo las tendencias vanguardistas, que no solo del “modernismo”, desde donde se configurará la singularidad cuentística mexicana de la primera mitad del siglo xx. Esta va dejando de lado las características del gótico, abandonando las ambientaciones propias de los escenarios europeos lúgubres y decadentes, los personajes torturados por su pasado miserable, su adoctrinamiento primario basado en sembrar miedo y remordimiento. Será Amado Nervo (1870-1919) y su producción fantástica, particularmente El domador de almas (1904), quién provoque una renovación de la escritura insólita apoyándose en lo extraño, en el humor que va desde la ironía hasta la parodia, y que a veces puede redundar en lo metaliterario, en lo metafísico. Nervo, junto a otros escritores de la época, apunta a la necesidad de nuevas formas narrativas que se desprenden de las corrientes de Algunos de estos textos son de difícil acceso para los lectores, pero pueden encontrarse sus referencias en el libro Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922), publicado en 2022 de Hernández Roura. A su vez, recomiendo al lector de este capítulo si está interesado en profundizar más sobre este periodo y sus autores, leer lea la notable investigación doctoral completa de Hernández Roura que se puede consultar en línea cuenta con una extensa bibliografía y puede encontrar todas las referencias que no se encuentren citadas en la bibliografía general de este capítulo. 5 

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vanguardia, y que se apoyan en la intrusión de estos discursos provocadores, que pretenden alejarse de la solemnidad de la producción decimonónica que la precede,6 o integrar nuevas variantes y modelos de escritura más acordes a los tiempos modernos del siglo xx. Algunos autores sobre esta línea son: Manuel Gutiérrez Nájera con “Rip-Rip El aparecido” (1890) reunido en Obras XII. Narrativa II. Relatos (1877-1894), Manuel José Othón (1858-1906) con “El nahual” (1903) incluido sus Obras completas, tomo II; la escritora Laura Méndez de Cuenca (1853-1928) con “Un espanto de verdad” (1909) en Simplezas y otros cuentos (2010), Guillermo Vigil y Robles (1869-1936) con el texto “Raro” (1890) compilado en una colección titulada Cuentos de su autoría del mismo año, y con una prosa destacada esta José Bernardo Couto (1879-1901) con “Una obsesión” (1897) que aparece en su Obra Reunida (2014). Una mención aparte es para Alfonso Reyes (1889-1959), uno de los escritores e intelectuales más influyentes de la primera mitad del siglo xx. Aunque cultivó todos los géneros literarios, su obra de corte fantástico es decisiva en la renovación del género, no solo en México, lo que lo convierte en un referente para autores que se despuntarán en el género como Jorge Luis Borges. Existe un antes y un después de la publicación del cuento “La cena” (1912), que más tarde se integrará en su libro El plano oblicuo (1920). Reyes fortalecerá y validará el movimiento de la narrativa insólita, le otorgará una singularidad peculiar al acompañar a los seres espectrales (sus auras, sus ecos) de otros motivos antes no abordados, o muy poco frecuentados: los dobles distorsionados, la confusión espaciotemporal, la relatividad de la realidad mediante la inserción de lo metafísico, la reflexión filosófica sobre lo verosímil/inverosímil, y la posibilidad de crear universos insólitos que apelen a realidades contextuales. Es el caso de “La cena” que, más allá de la anécdota de la recuperación de un ser querido, Existen otros antecedentes de lo fantástico ligado al humor, la ironía, el sarcasmo, un texto bastante atrevido y singular para la época escrito en 1871, cuya redacción es en verso: El ánima de Sayula de Teófilo Pedroza. Este poema narrativo cuenta la historia de un hombre que se encuentra con un fantasma homosexual que quiere cierta clase de favores con él, lo cual invierte el terror en dos sentidos, no solo ante la aparición de un fantasma, sino la posibilidad ser víctima de un acto contra natura. Un buen ejemplo de cómo a través de humor y del sarcasmo se evidencian la descalificación, degradación y la fuerte presencia de homofobia latente en la República mexicana. 6 

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enfrenta un pasado decimonónico reacio al cambio frente a un tiempo moderno que va instaurando nuevos valores y formas de representar el mundo. Es momento de un paréntesis en el recorrido de la reconstrucción y desconstrucción del fantasma en México para hablar específicamente del que se gesta durante y después de la Revolución Mexicana. Si bien los cuentos con tema de la Revolución no tienen el reconocimiento que suscitaron las novelas, sí son en su mayoría portadores de un sentimiento de inmediatez ante el hecho y de una plena reflexión intimista de las consecuencias del conflicto armado. Cuentos que, desde lo insólito en todas sus variantes, confrontan el fracaso del movimiento armado y las subsecuentes guerras civiles atroces y sanguinarias. En este contexto lo sobrenatural cobra una importancia sobresaliente, pues funciona como un espacio de catarsis en el que se evidencian, desde lo fantástico, la maldad de los “vencedores”, su arbitrariedad, su abuso. De entre los relatos a destacar mencionemos “El fusilado” (1933) de José Vasconcelos (1882-1959) en el que se describe una ejecución como un acto mecánico y lleno de frialdad. Se nos cuenta lo que le sucede a su protagonista tras morir en un despiadado fusilamiento colectivo: su alma vaga y es testigo del grotesco recibimiento del hecho sangriento entre sus contemporáneos, quienes miran aquello con indiferencia y lo comentan como si de algo cotidiano se tratara, destacando lo “díscolo” del fusilado respecto a sus ideales o su lucha por la causa. Por otro lado, Francisco Monterde (1894-1985) nos ofrece “El mayor Fidel García” (1915), un cuento aterrador que cuenta cómo “su mujer” vuelve para vengarse de él, castigarlo, y dejarlo ciego. Otros ejemplos notables son los de Rafael F. Muñoz (1889-1972), escritor singular que comienza a gestar e incursionar en la figura del fantasma desde otras ópticas. “La cuerda del general” (1928), incluido en el libro Relatos de la Revolución (1973) del mismo autor, argumenta la posesión de cuerpo por parte del espectro para atormentar al victimario de más de una centena de colgados; además, es de los primeros que escribe sobre el motivo del traspaso de un umbral a otro para encontrarse con figuras fantasmagóricas como expresa en su relato “Looping the loop”, publicado por primera vez en su libro de cuentos Si me han de matar de una vez (1933). Se puede observar cómo los cuentos fantásticos derivados de las luchas armadas mexicanas, que abordan el tema del fantasma de manera central o aledaña, no intentan abandonar la realidad para refugiarse en la ficción, en lo imposible; no pretenden liberar-

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nos de culpa, ni tomar distancia de los hechos que llevaron a un ser vivo a deambular por la tierra. Estos fantasmas, productos de una modernidad que irrumpió en México de manera abrupta, son quienes representarán de mejor manera la compleja y contradictoria forma de ser del mexicano, un mexicano que pareciera privilegiar la violencia, el resentimiento, el rencor, la opresión, lo patriarcal, la descalificación y abuso a grupos marginados. El mexicano de esta época ha creado fantasmas a su imagen y semejanza, seres espectrales que los aprisionan en su despecho, en su dolor de seres escindidos, traicionados por el abuso de poder de los gobiernos en turno, fantasmas monstruosos que creen que la violencia solo puede ser sofocada con más violencia. Quizá será Juan Rulfo (1917-1986) y su novela corta Pedro Páramo (1955) donde se clausure el discurso de la traición, crueldad y abuso de los bandos políticos encontrados para sustentar un nuevo gobierno. Será él quien dé voz a los que padecieron los resultados desastrosos de esa colisión de poderes y fueron despojados de sus valores, sus orígenes y su identidad, desde la perspectiva de lo insólito. Sus seres fantasmales varados en un universo semejante a un limbo nos confrontan con nuevas problemáticas nacidas de un pasado violentado y arbitrario. Así, su novela no mimética será una propuesta unificadora y desestabilizadora, al mismo tiempo, de un pueblo que no logra asumir una transición de valores: desde un espacio arcaico (la madre tierra, espacio unificador) hacia un espacio de naciente modernidad (la tierra como espacio de industrialización e individualidad). Con ello se inician —o expanden— motivos distintos para la configuración de la figura del fantasma en México como catalizador de nuevas problemáticas sociales. Merece hacer un paréntesis en este recorrido para destacar a una autora de entre siglos que no tuvo la notoriedad de los escritores con perspectiva insólita de su tiempo, me refiero a Ana de Gómez Mayorga (1878-1952), escritora prácticamente desconocida y recientemente recuperada por los estudiosos de lo insólito. Nace durante el Porfiriato, padece la Revolución Mexicana, y le toca vivir la modernización del país. Su obra es extraña, fantástica, cosmopolita; se apega a las tradiciones del gótico, la ciencia ficción y lo fantástico. La suya es una literatura de juegos alegóricos que cimbra las conciencias de sus lectores. Su obra es moderna, vanguardista, se sitúa en la cotidianeidad de lo urbano. Sus personajes son abrazados por lo insólito sin sospecharlo ni buscarlo, lanzados a distintas líneas temporales o sacudidos por lo siniestro.

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Con relación al tema que nos ocupa, menciono dos textos que forman parte del único libro que publicó, Entreabriendo la puerta (1946): el primero de ellos con el motivo de la ciudad fantasma titulado “La puerta”, y el segundo, “El espejo”, que retoma al objeto como umbral para que se comunique una mujer recientemente fallecida con su marido.7 Con esta escritora comenzamos a acercarnos a la narrativa de corte fantasmal de la segunda mitad del siglo xx, donde la presencia de las autoras será mayor y, aunque se continuará abordando el desencanto de una revolución traicionada —el lado oscuro de los “victoriosos”, la decadencia de la idea moderna de la democracia—, se buscará trazar otras rutas. Así, el fantasma se viste con otros trajes, pero sigue desconfiado, sigiloso, y lleno de resentimiento. Pese al extremo realismo cultivado en un México obsesionado con la sacralización manipulada de los hechos históricos y la creación de un perfil mexicano acorde con las sociedades industrializadas, surgen figuras singulares, inclasificables en su momento, con tendencias claras hacia la escritura no mimética. A partir de la década de los cincuenta del siglo xx hasta sus finales, será la narrativa de corte insólito la que se aventure por senderos más modernos y singulares. Entre esas voces destacamos a Francisco Tario (Francisco Peláez Vega, 1911-1977), autor singular, cuya prosa llena de humor, sarcasmo, hace una lectura bastante acertada de su contexto social y del mexicano de clase media. Su gusto por lo extraño y lo sobrenatural perturban por lo bien que enlaza el mundo insólito con el real creando un efecto tan perturbador como desconcertante entre los lectores que intuyen en sus cuentos algo más que una historia de fantasmas. Entre su producción, nos avocamos solamente a lo fantasmagórico: destaco “La noche de Margaret Rose”8 incluido en El libro de Entreabriendo la puerta es casi inconseguible. Los cuentos aquí citados se pueden leer en una edición que publicó la UNAM, con selección y prólogo de Reyna Paniagua Guerrero, titulada Nostalgia de lo recóndito, en la colección Relato Licenciado Vidriera con fecha de 2011. 8  Este cuento fue incluido por Jacobo Siruela en la Antología Universal del cuento fantástico (2013), es el único mexicano que figura en ella. El editor se refiere a este relato: “tiene un clima onírico que desemboca en la sorpresa final. Tario amaba los fantasmas, sus costumbres solitarias (la soledad es uno de sus temas más recurrentes y su persistente deseo de permanecer en el mundo. Cuando en 1967 su bella mujer Carmen Farell, murió en Madrid, le dedicó su último libro, Una violeta de más, con estas palabras: ‘Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas’” (Siruela, 2013: 61). 7 

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su libro La noche (1943), y su libro de cuentos Tapioca Inn; Mansión para fantasmas (1952) compuesto por nueve cuentos donde sus personajes van y vienen entre los umbrales de lo posible y lo imposible, lo vivo y lo muerto. La prosa de Tario es sugerente, perturbadora y ácida. Sus fantasmas visten los vicios y virtudes de los humanos y desafían la consciencia de sus lectores que atisban el más allá. Por otra parte, considero que las autoras mexicanas que cultivaron lo fantástico/insólito entre 1950 y 1970 son las primeras en dar una vuelta de tuerca a las historias no miméticas, puesto que desafían las construcciones de una realidad heteronormativa y misógina. Sus textos visibilizan lo femenino y desenmascaran al México siniestro que les tocó vivir. Muestran a la mujer en su contexto de opresión y descalificación, usando como pretexto los mundos insólitos en los que se mueven sus personajes. Logran crear perturbadoras atmósferas para que sus personajes femeninos puedan liberar su otro yo: el monstruoso, el fantasmal. Los seres fantásticos nacidos de estás autoras generan catarsis y la toma de la conciencia del ser reprimido socialmente. Intentan, cada cual a su manera, darle corporeidad a la memoria social e histórica de las mujeres con todas sus contradicciones y, al hacerlo, el cuerpo femenino se convierte en un espacio para denunciar, por y a través de él, las atrocidades que la sociedad de su tiempo ejerce sobre ellas. El motivo del fantasma no es en muchas de estas autoras reiterativo ya eligen el monstruo o lo monstruoso de manera más evidente; sin embargo, cuando es convocado tiene una fuerza tan real que intensifica el juego alegórico en el que se inscribe. De entre todas ellas, destaco como ejemplos a tres autoras fundamentales en la construcción del nuevo imaginario fantástico: la primera es Amparo Dávila (1928-2020) con sus relatos “El espejo” (1959), “La quinta de las celosías” (1959), “El jardín de las tumbas” (1961), “El entierro” (1961), “Griselda” (1977) y “La casa nueva” (2008); le sigue Elena Garro (19161998) con su cuento “La semana de colores” (1964); y, finalmente, Guadalupe Dueñas (1910-2002), con su emblemático cuento “Historia de mariquita” (1958), publicado en La noche tiene un árbol. En un texto que critica duramente la doble moral de la época, Garro nos muestra con aguda ironía cómo Don Flor (ser fantasmagórico) narra a dos niñas la manera en que ha esclavizado a los días de la semana, transfigurados en mujeres, que además se asocian a los siete pecados capitales. Se trata de una historia siniestra y aterra-

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dora, en que la gente visita a los días para castigarlos, y con ello exorcizar los vicios, las perversiones y la decadencia de la sociedad mexicana de la época. El relato corto de Dueñas, por otro lado, nos ofrece una excelente representación del peso moral, social y religioso que lega una familia conservadora a su descendencia, quienes deben responsabilizarse de cuidar un ente fantasmal —la primogénita— que vigila, somete, y desestabiliza, desde el frasco que la contiene, la vida de sus hermanas. Otro gran cultivador de lo fantástico que diseminó fantasmas o figuras fantasmáticas entre su obra fue Carlos Fuentes (1928-2012). Desde su celebrada novela corta Aura (1962), hasta cuentos como “La gata de mi madre”, “La buena compañía” o “La bella durmiente”,9 se vuelcan en los textos algunas de las obsesiones recurrentes del escritor, las cuales son encarnadas en seres fantasmales que buscan redimir lo vivido para apuntalar la identidad perdida. Tanto en la novela corta como en estos tres relatos seleccionados como ejemplos, podemos observar su gusto por la evocación de un pasado que se manifiesta en un presente completamente decadente, periférico. Sin embargo, la elección de estas historias breves tiene como propósito evidenciar la manera en que Carlos Fuentes crea fantasmas femeninos que siempre están custodiando los valores rancios de la sociedad que los engendra. Seres femeninos que habitan o son enclaustradas en casonas antiguas, resguardando los secretos más íntimos de las familias, convocando el pasado con magia, hechicería o supersticiones. Son “las fantasmas” de Fuentes mujeres activas, poderosas, transgresoras; pero siempre y cuando estén al servicio de la restitución de la masculinidad y el restablecimiento del orden socavado. Porque “la mujer, al ser un ente casi mágico, es expulsada del mundo terrenal, propiedad incontestable del hombre (desde esta visión); la mujer es un estado anterior a los dioses y a los hombres, y también posterior: es un destino, es un infinito, pero no es terrenal” (Eudave 2008a: 151). Sería interesante rastrear esta incidencia textual que marcará, además, al resto de figuras fantasmales femeninas en la literatura mexicana, sobre todo desde la perspectiva de los autores masculinos. Durante los años setenta, los fantasmas seguirán abordando la figura fantasmal desde diferentes ángulos discursivos y dinámicas simbólicas, para deLos tres cuentos citados se contienen en el libro de relatos Inquieta compañía, publicado por Alfaguara en el 2004. 9 

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nunciar o confrontar los miedos, la frustración, la injusticia y la impotencia. La ambivalencia del fantasma —hay tantos fantasmas malignos como benévolos— sensibiliza la reflexión al mostrarnos que, tanto uno como los otros, son el resultado de la violencia que no desaparece aún después de que se habiten otros planos de existencia. Esta observación, aplicable a la mayoría de los relatos abordados en esta sección, es especialmente notoria en los siguientes ejemplos: “Teoría de Candingas” (1967) de Salvador Elizondo (19322006), “Cuento de horror” (1971) de Juan José Arreola (1918-2001), “Fiesta brava” (1972) de José Emilio Pacheco (1939-2014), “Bodegón” (1975) de Guillermo Samperio (1948-2016) y “El hombre embozado” (1982) de Emiliano González (1955-2021), publicado en su libro emblemático Las bellas durmientes (1982). Así pues, el espectro de la maldad, del odio, de la discriminación, la violencia de género o de la arbitrariedad del poder, son los que animan y motivan a la venganza o la redención a los entes fantasmales de esta década. III [E]l regreso del muerto en forma de fantasma va ligado indefectiblemente a la perturbación de la tranquilidad de los vivos. David Roas

Acercándonos a las décadas que nos interesa destacar más, es importante acotar que la literatura con perspectiva insólita sigue siendo periférica frente a las problemáticas del México de fin de siglo. Es decir, un México que fue sitiado mayoritariamente por la literatura que abundaba en la violencia desprendida del narcotráfico, de los secuestros como una nueva forma de control necropolítico, de las constantes crisis económicas, de la inseguridad pública —aparecen las primeras mujeres desaparecidas—, entre muchos otros factores que contribuyeron a la ebullición de cierto tipo de literatura “realista” que, a más de cuarenta años, sigue imponiendo una lectura de la realidad contextual mexicana. Sin embargo, serán estas dos décadas de finales de siglo xx en las que se perfilará lo insólito como una nueva ruta para confrontar las distintas realidades de un país sumido y consumido por la violencia. Sin ser objeto de nuestro estudio, pero como ejemplo, son las no-

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velas de corte fantástico las que intentan abrirse paso en medio del panorama realista a través de la recuperación de momentos históricos significativos. Es el caso de La panza del Tepozteco (1992) de José Agustín (1955), que revive las deidades prehispánicas en el contexto contemporáneo de finales del siglo para confrontar el pasado y el presente. Por otra parte, está La vida de un muerto (1998) de Oscar de la Borbolla (1949), una novela ucrónica con tema narcotráfico donde se despliega una serie de situaciones abigarradas, alucinantes e insólitas, después de que el protagonista Benito Correa, ya muerto, vive una historia alternativa donde se convierte en Tony Lugano y se infiltra en el mundo de los ‘narcos’. Con todo lo rico que es el panorama no mimético en relación con el contexto histórico mexicano, lo que interesa resaltar es cómo la figura del fantasma, al igual que otros seres insólitos y/o monstruosos, intentará oponer un renovado código fantasmático que represente de manera menos rígida la configuración de distintas categorías identitarias a las que están sujetas. Este se opondrá a la rigidez de los viejos códigos, en que las sociedades ven estas alegorías insólitas solamente como la encarnación de los vicios y las anormalidades morales, sexuales y éticas de la época en la que se manifiestan. Así, los fantasmas, los monstruos y las quimeras de finales del xx luchan contra lo real impuesto y pactado; es decir, salen de la clandestinidad para evidenciar todo aquello que no participa de la estandarización de una sociedad unilateral y arrogante. En los años ochenta y noventa, la escritura insólita se afantasma —si llevamos el símil al plano de la escritura—, se adentra en rutas escriturales no miméticas para visibilizar otras categorías genéricas, las cuales surgen junto a la descalificación de preferencias morales o éticas fuera de lo heteronormativo. No solamente retratan la violencia social de la época; hay una suerte de intimismo, de observación del impacto que genera una sociedad paralizada en el conservadurismo y la doble moral. Será esta literatura la antagonista, la sombra con la que se clausura un siglo, y la bruma desconcertante que anuncia la fractura de una visión literaria que se cree unívoca, pero que ya no alcanza para representar ni la realidad, ni a los que la habitan. Queda clara la ruptura, la necesidad de enunciar los conflictos internos o externos del contexto de un país que agoniza como el siglo; sin embargo, para la crítica y el sistema editorial aún resultan prioritarias las voces hegemónicas y masculinas. Mas en ese panorama de los ochenta, aún anclado en

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la inmovilidad patriarcal que no permite una reactivación literaria más incluyente, surge una voz femenina que irrumpe con una fuerza subversiva poco frecuente: me refiero a Gabriela Rábago Palafox (1950-1995), cuya muerte temprana deja una obra breve pero significativa. Menciono aquí solo sus libros de cuentos, Relatos de la ciudad sin dueño (1980), La señorita (1982), La voz de la sangre (1990) y La muerte alquila un cuarto (1991). Rábago Palafox no tuvo la oportunidad de que su obra llegara a un público mayor, que pudiera apreciar lo contestataria y actual que fue su propuesta. A propósito de ello, Arango Vallejo comenta en su artículo “Vampirismo y sexualidades marginalizadas en dos relatos de Gabriela Rábago Palafox”: [E]s prudente afirmar que esto, más que a la calidad o irrelevancia de sus escritos, se debe sobre todo al carácter transgresor tanto de la autora como de su obra: no solo fue una escritora mujer en un panorama literario prevalentemente masculino, sino que también fue una escritora homosexual en un momento en el cual la homosexualidad era altamente tabuizada y estigmatizada en la sociedad mexicana, especialmente en el contexto del auge de la pandemia de VIH/sida en los años 80. Su obra, conforme a ello, suele presentar una posición abiertamente crítica de los estigmas sociales y culturales en torno a la homosexualidad y a la sexualidad femenina de su época (2022: 35).

Después de este paréntesis importante, retomamos la línea argumental de esta aproximación exponiendo que, no solo eran pocas las mujeres que se destacaban en el ámbito de la literatura insólita, sino que los escritores que suscriben su obra fantástica en los años ochenta, pese algunos intentos innovadores en relación con las problemáticas sociales externas, siguen proyectando lo femenino en sus textos de manera tradicional. Vampiras, brujas, monstruas, fantasmas, encarnan lo sinestro, lo perturbador, la maldad, el quebranto y la desestabilización de lo masculino. Un caso marcado de esa dinámica lo tenemos en “Cartas para Julia” (1981), de Luis Arturo Ramos (1974); en él, un personaje masculino se muda al departamento donde antes vivía la mujer que da nombre al relato, y sufre cierto tipo de posesión. La inquietud que provoca la no-presencia de Julia en el personaje central se agrava con la alteridad genérica de la muerta, la cual culmina en un momento de transgresión corporal cuando la mano del personaje, al estirarse para tomar una carta dirigida a ella, se convierte en una mano de mujer. La feminidad,

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al incidir sobre un cuerpo masculino, se vuelve el conducto mismo de lo inquietante. La femenina no es la única subjetividad no-hegemónica que se nos revela durante la década de los ochenta. En “Niño con palabra nueva” (1981), de Álvaro Uribe (1953-2022), el fantasma marca a la figura del niño; en este caso, un niño inquieto y mimado para quien el castigo por destruir las cortinas nuevas de casa resulta fatal. Observaremos en este cuento un elemento estructural que se repetirá a lo largo del periodo: la condición fantasmagórica como un giro argumental, como la resolución negativa de la tensión narrativa. Así pues, la revelación de que el personaje se trata de un fantasma viene acompañada del horror que despierta su muerte, regularmente violenta —como lo es en este caso. Es pertinente señalar que en esta década encontramos, aún, una clara división entre el espacio insólito y el espacio de la realidad pactada, de manera en que la presencia del fantasma genera un cronotopo ambiguo. Resumiendo y parafraseando lo que señala Velasco Vargas en su revisión panorámica El cuento: la casa de lo fantástico (2007: 162-164), los cuentos de corte fantasmagórico nos muestran un mundo de los vivos donde se busca al personaje desaparecido o se duele del personaje muerto. Ello redunda en la puesta en escena de un conflicto interior emocional ante el hecho fatal repentino, y la mayoría de las veces violento. Como señalé con anterioridad, la recurrencia del fantasma como motivo argumental en las décadas del sesenta, setenta, y ahora en los ochenta, es menor en la obra escrita por mujeres en comparación a los textos de autoría masculina. Aunque las autoras parecen privilegiar otros tipos de seres insólitos para enmarcar la monstruosidad social, puedo mencionar que sí se incrementa la producción fantástica entre mujeres, lo cual anuncia un periodo fértil para las historias de corte sobrenatural. Como ejemplos están los libros de cuentos, Lo que cuentan los espantos (1985) de Fidela Cabrera, Duemevelas (1986) de Adela Fernández (1942-2013), y De magias y prodigios (1987) de Angelina Muñiz-Huberman (1936).10

La literatura escrita por mujeres del siglo xx es recuperada en un estudio y acopio bibliográfico por la investigadora Pedroza (2018) en su libro titulado: Historia secreta del cuento mexicano (1910-2017). En él se puede observar las distintas líneas temáticas, géneros literarios y frecuencia con las que se les publicaba. Un texto importante en relación con el estado de la literatura de mujeres en un país dominado por la escritura masculina. 10 

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En la década de los noventa, encontramos con especial recurrencia relatos que se sostienen por la inquietud, el espanto y el desconcierto ante la revelación de la propia condición de fantasma. Notable es la influencia de la narrativa de Francisco Tario y su emblemático cuento, “La noche de Margaret Rose”, ya mencionado en el aparado anterior, donde el fantasma resulta ser él y no ella. Este recurso de la confusión identitaria se repite en colecciones de cuentos como Mantis religiosa (1996), de Mauricio Molina (1959-2021), en el que aparece en tres de los cuatro cuentos que abordan la figura del fantasma: “El regreso”, “La máscara” y “La Plaza Giordano Bruno”. En el primero, un hombre regresa del hospital para descubrir, por cambios en el comportamiento de su esposa, que ha muerto; en el segundo, un investigador reconstruye un cráneo arqueológico que, por la forma de su fragmentación, revela la muerte violenta que el propio investigador sufrirá al revelarse él mismo como origen de su descubrimiento; mientras que, en el tercero, un burócrata accede a la experiencia del nominal Giordano Bruno. Como reverso a la tendencia antes observada, aquí las subjetividades de los fantasmas tienden a lo hegemónico, lo cual es especialmente notorio en el caso del protagonista de “La máscara”, llamado Guillermo Berger. A través de la evidente relación intertextual con “La fiesta brava” (1972), influyente cuento de José Emilio Pacheco (1939-2014), anotamos la manera en que aquí es la alteridad la que, al incidir sobre el personaje estadounidense/masculino, se configura como una amenaza y genera la respuesta de inquietud. Inquietud que al confirmarse ante lo insólito vuelve lo improbable posible, desafía las reglas de lo real pactado y desestabiliza el orden preestablecido por el sistema social contextual. Si bien la perplejidad de reconocerse un fantasma atrapado en el umbral de la vida y la muerte es un motivo recurrente en la década de los noventa, no se abandona la configuración de personajes fantasmagóricos femeninos que acosan o desestabilizan a los vivos, particularmente masculinos. Tenemos, por ejemplo, “La perfecta espiral” (1996) de Héctor de Mauleón (1963), en el que la presencia de una mujer vestida de negro en un balcón remite a los fantasmas de Carlos Fuentes y de Juan Rulfo. Por otro parte, está “Tabaco” (1998), de Mauricio Montiel Figueiras (1968), en el que la fantasma, expareja desaparecida del personaje central, resulta una presencia amenazante que se manifiesta a través de colillas de cigarro manchadas de labial. Es impor-

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tante, a su vez, indagar hasta qué punto el fantasma resulta inquietante por su condición de fantasma o por su condición de mujer, sobre todo desde la perspectiva escritural masculina. Sumemos a este síntoma textual de representación de lo femenino el cuento “Samaná” (2011), de Bernardo Esquinca (1972), uno de los escritores más prolíferos en el ámbito de lo sobrenatural en el país, que cuenta con una amplia trayectoria y más de una decena de libros de corte sobrenatural; y algunos textos incluidos en Fantásmica (2011) y El libro que resucitaba a los muertos (2013), de Carlos Bustos (1968-2016). Es evidente que en el siglo xxi los denominadores de lo fantástico del siglo xx persisten en el panorama, no solo de las dos últimas décadas, sino desde la mitad de este. Por ello, no nos debe resultar extraño que vuelvan a surgir los nombres de figuras esenciales como Carlos Fuentes y su libro Inquieta compañía (2004), del que argumenté algunos aspectos en relación con su trato de lo femenino y la restitución del pasado. Vuelvo a retomar estas dos premisas porque serán fundamentales para la construcción fantasmal de las y los escritores del 2000 al 2022, quienes recurrirán a un pasado que se restituye en el presente, ya sea para recuperarlo o para denostarlo. Pero también se establece un binomio interesante al estrechar la figura del fantasma y el trauma histórico, de manera que la condición fantasmal de los protagonistas resulta una suerte de mecanismo para la venganza. Así, por ejemplo, el relato “La bella durmiente” de Fuentes, con sus referencias al holocausto y la revancha fantasmal contra el nazi asentado en México resignifica el acoso espectral. Esta puesta en escena se imanta en “Nadie lo verifique” (2007), de Gonzalo Soltero (1973): aquí, una historiadora del Claustro de Sor Juana descubre a lo largo de su investigación en el edificio evidencias de las apariciones de la monja; estas parecen servir a un interés reivindicativo, particularmente en el tema del acceso de las mujeres a la educación formal. Por otra parte, textos como “El espejo” (2007), del ya mencionado Héctor de Mauleón, sí conservan esta relación histórica, pero desde una modalidad más cercana a la respuesta colectiva al trauma histórico. En él, una familia lleva a arreglar un espejo que no muestra nada, para descubrir en él la figura de un hombre con atuendo militar que, al parecer, podría tratarse de un abuelo o ancestro. En este horizonte, dominado por la perspectiva masculina, encontramos una enunciación desde lo femenino por parte de la talentosa escritora Raquel Castro (1976), cuya prosa privilegia el humor, la

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ironía y la parodia, como es el caso en el cuento “El recado” (2020). Castro retoma y revitaliza el cuento de los aparecidos en el contexto de la Revolución Mexicana, no para incidir en el fracaso de la misma, sino para relatar la situación de las mujeres durante el conflicto armado. Se aleja de la imitación literal e inamovible de la representación de lo femenino de ese periodo como ente fantasmal portador de desgracias, para ofrecernos una lectura amorosa en medio del abuso, el miedo y la arbitrariedad con las que se les trataba ante la ausencia del marido o del padre. Todo este contexto cargado de crueldad se ve matizado e interrumpido por la llegada del mejor amigo del marido difunto de la protagonista, que también ha muerto en la misma batalla y le lleva, en calidad de fantasma, las pertenecías del fallecido junto con una llave que cambiará su suerte. Un cuento poderoso en su enunciación de varios giros argumentales, pero sobre todo en la recuperación del estado de las mujeres en esa época. Abro otro paréntesis para hablar de la obra de dos autoras cuyas narraciones no podrían asociarse del todo con las características propias de lo fantástico pactado en la tradición literaria: nos referimos a Cecilia Eudave (1968) y a Daniela Tarazona (1975). Su escritura es extraña, siniestra, íntima, delirante, provocadora e inquietante. Su obra, en casi todo su conjunto, ha sido denominada recientemente por Carmen Alemany Bay como narrativa de lo inusual.11 Ambas privilegian las novelas cortas y el cuento; además, Alemany Bay indica: “La etiqueta de ‘narrativa de lo inusual’, como hemos defendido en alguna ocasión (Alemany, 2014 y 2016), nos permite amparar una literatura que se mueve en baremos no usuales, infrecuentes; pues no hay en sus discursos una intencionalidad explícitamente fantástica, aunque sí la necesidad de acudir a otros parámetros que actúan en la franja que oscila entre lo real y lo insólito, aunque termina por detenerse en lo primero; una forma de acción en la que prima la incertidumbre, aunque los hechos transcurran en el plano real con transiciones hacia lo onírico o lo delirante. Sus discursos se nutren de tropos que proceden fundamentalmente de lo poético —analogías, metáforas, comparaciones, alegorías— y que les sirven para explicitar de otro modo lo real. Este tipo de discurso, que podríamos calificar como una evolución o acaso una variante del neofantástico, se ejerce desde la hibridez discursiva en la que la representación metafórica es solo una necesidad de representación de la realidad que no busca desestabilizarla. Universos complejos, ambiguos, ante una realidad trastocada por la imaginación o por la desestabilización (locura las más de las veces) de quien lo enuncia y que está haciendo una reinterpretación de la realidad a partir de esos parámetros” (2018: 429-430). 11 

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presentan una fuerte presencia escritural de las autoras de la generación que les antecede —figuras como Amparo Dávila, Elena Garro o Clarice Lispector—, pero con variantes sustanciales. Eudave, particularmente, insiste en la figura del fantasma como motivo para la recuperación del pasado, que no solo se da en relación con el hecho histórico social y su posible trauma, sino a partir del recuento íntimo, de la introspección de la vida personal de sus personajes en el contexto social en el que se inscriben y la manera en que los impacta. En Bestiaria vida (2008) —donde cada capítulo se puede leer de forma independiente—, varios pasajes hacen referencia a cómo el espectro del pasado se manifiesta, ya sea a través de los espejos en “Los espejos son medusas”; o como en el caso de “Los demonios desordenados”, donde el padre fallecido será quién se manifieste como ente espectral cuyo cuerpo está hecho de pergaminos, de manera en que todo él es un enorme palimpsesto desprendiéndose de las historias familiares. En su más reciente entrega, El verano de la serpiente (2022), es mucho más evidente la recuperación del pasado para advertir sobre el futuro, ya que la narración se desarrolla en 1977 y concluye cuarenta años después, en 2017. Aquí, tanto la historia íntima como la social se asocian a la sentencia de que todo presente es una repetición del pasado, lo cual permite a la fantasma habitar todos los tiempos al mismo tiempo. Pese a la presencia del espectro en la novela, la conclusión de la historia permite codificar la narración en dos sentidos: el insólito o el real. El lector, a pesar de la presencia de algunos elementos insólitos, no tiene la sensación de leer algo imposible. Eudave resignifica lo fantástico, atravesando lo contado, para entregarnos un final alegórico. Por su parte, Daniela Tarazona narra, en su última novela Isla partida (2021) la vida de una mujer cuyo cerebro sufre una afección que la lleva a habitar dos espacios distintos pero posibles a la vez. Si bien en su relato el fantasma no es un motivo central, sí es una incidencia poderosa, pues decide prefigurarse en la abuela de la protagonista que, de manera significativa, puede atravesar las paredes y sirve de vínculo con la madre, con el pasado y el presente desdoblado en el texto. La prosa de Tarazona también se afantasma, nos trasmite descargas eléctricas poéticas que cuestionan nuestra relación con la memoria, la identidad del yo y la coherencia del mundo habitado. Los fantasmas de Eudave y Tarazona no amenazan, no castigan, no vienen a buscar venganza; solo intentan develar los secretos ocultos, advertir,

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movilizar, perturbar y reconciliarnos, a través de la escritura, con la resonancia del incidente monstruoso o fantasmal, el cual evidencia el miedo a la propia destrucción o al desasosiego que nos provoca el mundo. El escritor Alberto Chimal (1970), autor de numerosos volúmenes tanto de relatos en su mayoría fantásticos, como de novelas, ha sido y es una influencia indiscutible en las generaciones que le siguen; además, sus trabajos han merecido el reconocimiento internacional. Es multifacético a la hora de llevar al texto a los territorios de insólito. Para los fines de este panorama fantasmagórico, elegí sumarlo a los autores que hacen una recuperación de lo histórico, a través del rescate y vuelta de tuerca de una de las leyendas más populares en México: la llorona. Su cuento “La mujer que camina para atrás” (2017), se sitúa en el contexto violento y contemporáneo de la capital del país, donde todos sus habitantes, sobre todo de noche, corren peligro de ser atracados, asesinados o secuestrados; una circunstancia que incentiva el surgimiento de leyendas urbanas. En el caso de esta narración terrorífica, no solo se renueva el motivo de la aparecida que se lamenta por sus hijos, sino que aquí la mujer advierte a los que la vean con la frase: “Sigues vivo”, porque han eludido, momentáneamente, el destino funesto y fatal que aguarda a los que moran la ciudad. Alberto Chimal documenta con su cuento el horror de todos los mexicanos antes la posibilidad potencial de convertirse en víctimas de la violencia irreprimible del país, y con ello apuntala una tendencia: la de asociar al fantasma con actos delictivos que implican violencia de género, intrafamiliar, o en contra de sectores sociales marginados. Sobre esta línea podemos incluir el cuento “Post mortem” (2011), de Omar Delgado (1975), que recupera la tradición de “la muerte niña”, al situar a su personaje, de oficio fotógrafo, en una población indígena que vive en lo profundo de una sierra. El proyecto se justifica con motivos culturales, pero su intención real es cartografiar una zona en que el ejército teme un levantamiento. Un niño pequeño del poblado muere, y el protagonista es obligado a tomar la fotografía ante la urgencia de los dolientes por capturar su aura, su esencia. La creencia entre muchas comunidades mexicanas es que “la muerte niña” hace que los infantes se conviertan en protectores y adviertan de los peligros, que es justo lo que sucede cuando el fotógrafo revela la impresión, abriendo el umbral que anuncia la llegada del infante, que entre risas amenazantes se aproxima a su choza. Por último, está “Alguien la ha

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visto” de Karen Chacek (1972), cuento que se ha recuperado en su libro de relatos titulado de la misma manera, y publicado en 2022 en España dentro de la colección “Las puertas de lo posible”. No solo retoma el motivo del fantasma que desconoce su nueva condición, estrategia fantástica tan socorrida en el siglo xx; aquí, reconocimiento del yo fantasmal producto de una muerte violenta, temprana e inesperada, produce un shock, un desconcierto, al mirar su rostro en los carteles pegados por la ciudad en calidad de desaparecida. Chacek, al suspender en ese momento la narración, deja a la fantasma pendiendo de ese instante y, como en casi todos sus textos, se sumerge en las oscuridades de la sociedad que son visibles en su narrativa. La inquietud que destila su obra nos hace suponer que tanto lo real como lo fantástico son tan posibles como atroces. Los ejemplos citados me hacen recordar las certeras palabras de la estudiosa Campra al señalar que La literatura fantástica, al igual que tanta literatura de nuestro tiempo, se resuelve, en su fundamento, como una reflexión sobre la naturaleza misma del acto de existencia. Solo que el texto fantástico lleva el cuestionamiento a sus límites extremos: las palabras que pronuncia tienen forma de red, de telaraña, de trampa en la que cae el lector. No hay conciencia del discurso porque no hay trasparencia. Y lo que bulle bajo la opacidad del lenguaje es un espanto sin forma, hasta tanto permanezca secreto. Basta entonces hurgar en las palabras para poner en movimiento esos engranajes mortales que nada pueden detener, ni siquiera la palabra (2008: 187).

Siguiendo esta ruta propuesta, observo que los escritores nacidos en los ochenta retoman, además de las voces más reconocidas en el género del siglo xx, presencias intertextuales de las y los autores nacidos en los sesenta y setenta. Incluso seguirán compartiendo muchas de las características de enunciación hacia las problemáticas sociales vinculadas con la violencia, la descalificación, y represión, particularmente de todo aquello que no se alinea a los discursos dominantes patriarcales de representación de la realidad en relación con la familia, la pareja, la sexualidad, la identidad genérica, la maternidad, la educación, las mujeres, los indígenas, por mencionar algunos. Es importante señalar que la segunda década de este milenio explota con voces femeninas que, a través de la literatura con perspectiva insólita, rompen con

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los estereotipos, por ejemplo, de lo femenino. Escritoras como Atenea Cruz (1984) quien, con su novela corta Ecos (2017), se gana un lugar importante en la narrativa insólita al ofrecernos una narración perturbadora, cruel e inquietante. La anécdota nos muestra a un hombre que debe a revivir la misma escena todas las noches, en la que su esposa Celia, una mujer que fue madre a regañadientes y la fantasma de la historia, lo tortura de distintas maneras, mientras el hijo de ambos no deja de llorar. Mas para este acercamiento al estado del fantasma me centraré en su cuento “Corazones negros” (2019); en este, la historia gira en torno a la confesión de un fantasma homosexual que se lleva y mata a un niño. El espectro admite, desde el más allá, que si se lo llevó fue porque la madre lo maltrataba. La identificación del fantasma con el niño se genera por el maltrato, ya que él mismo sufrió abusos por sus preferencias sexuales, los cuales lo condujeron al suicido y, por consiguiente, a quedar atrapado en ese estado. En el relato solo se privilegia el punto de vista del ente fantasmagórico, de manera en que se da voz al que ya no está, no para justificar sus actos sino para validar su conducta. Cruz se apega a la premisa de “hacer historias del Mal para no sucumbir al Mal” (Kristeva 1996: IV); con su prosa irreverente, mordaz y sin concesiones, demuestra que es una de las exponentes que con más crueldad y ferocidad representa —en el caso de su novela breve— el contexto de una sociedad que demanda cierto perfil de valores a las mujeres, sobre todo con respecto a la maternidad, al matrimonio; y, por otra parte, denuncia las consecuencias que puede generar el trato diferenciado y de exclusión a grupos minoritarios, en el caso del cuento sobre la homosexualidad. La hibridación de géneros también se destaca de manera importante cuando lo fantástico se combina con la ciencia ficción, con el terror. Es en 2010 que empezamos a ver el elemento tecnológico mediando la relación con el fantasma. Historias del séptimo sello (2010), de Norma Yamille Cuéllar (1977), nos plantea una práctica espiritista que se da a través de una computadora, la cual permite establecer contacto entre una mujer y las víctimas de un asesino en serie. Se encuentra un caso similar en el libro de cuentos No hablaremos de la muerte a los fantasmas (2021), de Daniel Centeno (1991). La colección tiene a la figura del fantasma como hilo conductor y, además, constituye un amplio muestrario de las modalidades de su aparición. Los cuentos van desde lo más metafórico, en “La inmortalidad es relativa” (don-

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de la discusión sobre si las medusas pueden ser inmortales o fantasmas es el conducto para un conflicto más importante entre una niña y su familia), hasta la perspectiva de un fantasma en “Perder significa muchas cosas”. De manera particular, tenemos al fantasma como una criatura inequívoca, parte de las normas de una realidad pactada intradiegética, en “El lugar que ocupan nuestros deseos más profundos” y en “Muerte suspendida”, donde los fantasmas y los vivos tienen complicadas relaciones burocráticas. Por su parte, en el cuento “7 minutos” de Cecilia Eudave, incluido en Al final del miedo (2021), es a través del humor, la ironía y el sarcasmo —muy presentes en toda la obra de esta autora— que se nos presenta el fantasma de una mujer, fallecida recientemente, quien se aparece a un fotógrafo fracasado por mediación de una fotografía que sirve de salvapantalla en su computadora. En su desconcierto, ella lo confunde con Dios. La fantasma en esta historia no tiene ninguna relación con el protagonista; la inquietud nace de la confrontación que provoca la breve aparición de un ser espectral para él, y de un ser mortal e insignificante para ella, lo cual deriva en una búsqueda inusual por parte de ambos para darle un sentido al encuentro. Para concluir este recuento, enlisto algunos autores más que deben visitarse para observar la puesta en escena del fantasma desde perspectivas renovadas, o deconstruidas a partir de la intertextualidad, lo cual es otro elemento recurrente entre los autores más jóvenes. Tenemos a Iliana Vargas (1978), una de las voces más singulares de esta segunda década, cuyos cuentos se decantan entre la ciencia ficción y lo fantástico; con “Orquídeas y claveles” (2012), nos ofrece la confusión del espíritu de un esposo que, tras diez años de su muerte, visita a su mujer, que lo recibe con una naturalidad que lo desconcierta; ella asume que lo regresaron porque cometieron una equivocación. Destaquemos, también “Oscura noche, fría la tierra” (2017) de Rafael Villegas (1980), donde aparecen fantasmas dentro del sueño de dos niños que nunca se conocieron en la vida real; o Enrique Urbina con “Esto somos” (2021), en que una presencia trata de limpiar y mantener vivo un misterio familiar. En “Autorretrato” (2013) de Gabriela Damián, la chica que habita dentro de una pintura es capaz de salir y entrar de ella para encarnar un cuerpo, para experimentar por momentos la vida humana; por su parte, Miguel Lupián nos presenta, en su cuento “La libreta” (2013), la idea de una fantasma atrapado en un loop. Está, además, el libro de minificciones de Edgar Omar Avilés, No respiramos:

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inflamos fantasmas (2014), donde varias presencias o personajes sobrenaturales invaden la realidad presente y futura; o Los pequeños macabros de Yesenia Cabrera (2020), colección de relatos donde se mezcla el espanto del fantasma y la sordidez de la pesadilla. Estos autores son algunas de las propuestas a seguir en la producción y evolución de los géneros amparados por lo insólito. IV Los fantasmas tienen su morada tanto en nuestros miedos ancestrales como en la voluntad de negarlos, y si vienen a hacernos compañía, es a través de las palabras con que podemos convocarlos. Rosalba Campra

Los fantasmas de todos los siglos —pero especialmente los del xxi— generan una revolución simbólica que, si bien no puede vencer el totalitarismo patriarcal de las sociedades donde se ven inmersos, sí usan a su favor la violencia desmedida, descarada y arbitraria para engendrar productos que cuestionan los sistemas sociales caducos. Afianzado en lo insólito, el discurso de lo fantástico no usa el lenguaje como una máscara, ni crea un falso vínculo con la realidad. Como creemos haber demostrado en este recuento fantasmal en México, el fantasma, el espectro, el aparecido, el ánima en todas sus variantes, intenta convertir su procedencia social en un principio transhistórico; es decir, puede cuestionar el presente a partir de las etapas históricas que lo conforman, su evolución o involución, su estatismo o movilidad, su negación, para dar un paso adelante y, por qué no, sublevarse. Como advirtió Foucault, “las sublevaciones pertenecen a la historia. Pero, en cierto modo, se le escapan. El movimiento mediante el cual un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice: ‘no obedezco más’, y arroja a la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida —tal movimiento me parece irreductible—. Y ello porque ningún poder es capaz de tornarlo absolutamente imposible” (1999b: 203). De igual manera el fantasma resulta al mismo tiempo partícipe y ajeno, ya no solo a la historia, sino al mismo espacio-tiempo que se entiende como real. El fantasma mexicano es mediador, es la resistencia, la voz de los grupos marginados, la conciencia monstruosa de un pasado sangriento, de una so-

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ciedad retrógrada, hegemónica, patriarcal, un entorno cultural que está maldito por su estatismo, por la momificación de sus códigos morales y sociales y, por ello, termina siendo sitiada por los fantasmas, los monstruos, los seres inauditos que susurran al oído el fracaso de su proyecto nacional e institucional. Los seres fantasmales, como signos o productos de la sociedad, no nos ofrecen certidumbres porque usan un segundo lenguaje simbólico, alegórico, mutante, donde lo enunciado dependerá del contexto en el que se enuncia el aquí y el ahora; ello determina cómo se deslizan para atravesar las paredes de los sistemas sociales que cohabitan. La estructura del género fantástico, se hibride o no, utiliza algunos recursos de lo maravilloso, lo extraño, lo inusual, lo terrorífico o la ciencia ficción. Aun así, conserva en diferentes grados las características que lo conforman, las cuales nos lleva a percibir en los textos la inquietud, el devenir siniestro, la reflexión a través de la recuperación de la memoria íntima o colectiva, perdida ya sea por trauma histórico, social o familiar. También, nos entrega las resonancias monstruosas de los contextos violentos en donde se generan para que el lector a su vez pueda afantasmarse y tomar distancia de lo que lee; ver más allá del sistema alegórico en el que se cifran anécdotas tan reales y por lo mismo escalofriantes. Este recuento del estado de la cuestión del fantasma en México es apenas un esbozo histórico, una puesta en escena de los conflictos identitarios generados por el mestizaje, la colonización, la llegada tarde a la modernidad, la imposición de sistemas de pensamiento desde el positivismo hasta las nuevas variantes neoliberales. El ‘alma’ mexicana pervive en el fantasma para conservar su pasado indígena no asumido del todo, su melancolía de ser escindido por las tradiciones occidentalizadas, de manera en que nos dejan entrever su resentimiento, su impotencia o su violencia desorbitada, porque solo percibe en lo violento un acto de proximidad hacia el otro que le permite ser escuchado. Si bien cada periodo gesta sus propios fantasmas, en este país —si se me permite el símil— estos se manifiestan como grandes palimpsestos de nuestra historia personal de frente a la historia nacional. Y cada ‘sábana’, en sentido metafórico, que se sume a su representación contextual, enriquecerá la fenomenología de lo siniestro que los invoca; al fin y al cabo, los fantasmas son los espejos donde nos miramos constantemente.

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REPRESENTACIONES DEL MONSTRUO EN LA NOVELA PERUANA CONTEMPORÁNEA Elton Honores Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú

El presente trabajo abordará la presencia del monstruo en la novela contemporánea: la licantropía —El sueño de las estirpes (2016) y El dios sin rostro (2018) de Raúl Quiroz Andia—, el vampirismo —Doble de vampiro (2012, 2014a) de José Donayre y Maxente (2016) de Carlos E. Freyre— y la momia —La muerte no tiene ojos (2016) de Miguel Ángel Vallejo Sameshima—. Nuestra propuesta contempla tres aspectos centrales: lo retórico (representación del cuerpo en relación a lo grotesco); el punto de vista o lugar de enunciación (la ideología y el factor político-históricosocial que subyace); y su vinculación con la cultura de masas (cine) y la readaptación de los códigos de lo monstruoso cinematográfico en lo literario. Introducción La figura del monstruo en la literatura fantástica ha sido una constante. En el caso peruano hay que distinguir aquella matriz popular oral, que cubre diversas regiones del país con un catálogo amplio de monstruos y seres sobrenaturales; y de otro, aquellas narraciones más vinculadas a lo urbano occidental, muchas veces alimentada por el cine. En este trabajo nos aproximaremos a cinco novelas contemporáneas publicadas en la última década que incorporan elementos de la tradición urbano occidental fusionándolos con referencias propias.

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Anatema La colección “Anatema” de la editorial Altazor (fundada en 1995) fue creada en el año 2012 por Willy del Pozo (Ayacucho, 1970) y José Donayre (Lima, 1966). A lo largo de sus más de 20 títulos, la colección ha dado cabida a un singular número de novelas de terror fantástico, así como del policial (Lenin Solano), la narrativa zombi (Hans Rothgiesser, Charles Huamaní), además de rescates (Alejandro de la Jara) o reediciones (Isabel Sabogal), incluso la última parte de la tetralogía de Carlos Calderón Fajardo. Si bien en conjunto puede ser ecléctico, ya que hay otras más próximas a la ciencia ficción o al terror psicológico, el espíritu con el que fue concebida la colección está más próxima a la narrativa de género, con un cuidado en la parte gráfica de muchos de sus títulos, poco frecuente en el ámbito local. Dentro de ese conjunto estudiaremos aquellas que resultan más singulares y acordes para los objetivos de esta investigación. Licántropos andinos En el América del Sur la figura del licántropo o del hombre-lobo como tal está restringida al Río de la Plata (Argentina, Uruguay) y a algunas regiones de Paraguay y Brasil. Es conocido como el lobisón. Es así que la película Nazareno Cruz y el lobo (1975) de Leonardo Favio recoge este mito popular. En España, la editorial 451 publica Hombre lobo (2008) una antología diversa sobre el tema en el que si bien se incluyen textos de los peruanos Alonso Cueto (1954) y Santiago Roncagliolo (1975), estos forman parte de una tradición más cinematográfica del mito (que oral o literaria),1 a la vez que podría considerárseles como los primeros autores urbanos locales sobre el tema. Juan Antonio Molina Foix (2002) remite el mito del licántropo a los primeros relatos de metamorfosis de la Antigüedad clásica, y cuyo desarrollo permitirá ciertas características prototípicas como: “despojamiento completo de la ropa antes de la transformación, plenilunio, ferocidad y ataques al ga-

En la zona de la selva existe la figura del “Yanapuma”, al que se le atribuyen algunos rasgos del licántropo. 1 

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nado, y magia simpática” (2002: 12), es decir, las heridas recibidas durante su etapa de conversión monstruosa se mantienen cuando recupera su humanidad. La licantropía posee además una simbología dual y ambivalente: la del héroe guerrero y antepasado mítico, y a la vez tanatológico y de divinidad infernal (2002: 13). En al ámbito audiovisual, Roger Bartra en Los salvajes en el cine (2018) sostiene que los salvajes “representan la otredad extrema, todos contienen elementos no humanos, casi siempre bestiales” (2018: 10); y sobre el monstruo en particular afirma que “Los hombres lobo, como los demás salvajes, son una explicación popular pagana de las raíces ‘naturales’ de la maldad. La licantropía busca las fuentes de lo maligno en la naturaleza animal y apela a una extraña dualidad, a una misteriosa escisión de la condición humana” (2018: 113). La tradición audiovisual del hombre lobo remite a clásicos como The Wolf Man (1941) de George Waggner, The Curse of the Werewolf (1961) de Terence Fisher, An American Werewolf in London (1981) de John Landis, The Howling (1981) de Joe Dante, Wolfen (1981) de Michael Wadleigh o The Company of Wolves (1984) de Neil Jordan —versión posmoderna de la popular historia de la Caperucita roja y el lobo—. La tradición literaria se remonta principalmente al siglo xix, sin tener un texto dominante, aunque suele citarse a El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson como lejano modelo. Raúl Quiroz Andia (Lima, 1973) estudió Filosofía en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, además de diseño gráfico. En 2014 publicó su primer libro de relatos, Maneki-Neko. En 2016 publica El sueño de las estirpes y dos años después, El dios sin rostro, la continuación de la saga (o precuela) sobre el mismo universo ficcional. Sobre sus influencias destaca La saga de los confines (2000-2004) de Liliana Bodoc, la saga de los “Guardianes” del escritor soviético Serguéi Lukiánenko; Clark Ashton Smith o el horror cósmico de H. P. Lovecraft, e incluso el juego de rol basado en su obra titulado La llamada de Cthulhu (Honores 2022a). De estilo metafórico Quiroz Andia considera su obra como una novela de aventuras y de iniciación en la medida que el personaje descubre su propia naturaleza y toma conciencia de quien es. En el caso de la figura del monstruo cumple con su condición de figura marginal.

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La novela El sueño de las estirpes tiene como modelo a Lukiánenko: hay un mundo paralelo al humano, llamado el “lubricán” que funciona como portal del tiempo, una especie de zona crepuscular en el que se enfrentan diversas estirpes de monstruos, y también buscan mantener el equilibrio con el mundo de los humanos. El personaje central es Iyán, un licántropo, quien junto a un yurac (del quechua, traducido como “blanco”), una especie de vampiro, y una bruja, serán los protagonistas. Lo novedoso radica en que el autor incorpora figuras mitológicas del mundo prehispánico como el nakaq (o degollador andino) y el qarasiri, ser a quien se le atribuye la acción de extraer la grasa humana (en otras zonas se le conoce como phistaqo); o referentes como los apus (montañas vivientes al modo de dioses) los quipus (antigua escritura inca no descifrada), el Uku pacha (o mundo de abajo, o de los muertos), o el Amaru (deidad en forma de serpiente). De otro, envuelve el relato dentro de la historia del Perú, lo que le sirve para hacer algunos comentarios políticos. Iyán llega al Perú en el siglo xvi, en esa oleada española de hacer fortuna en América. Al entrar en contacto con un nativo es que recibirá la “llamada” de las estirpes, convirtiéndose en un licántropo (o “caminante de piel”, como se le menciona). La novela presenta saltos temporales que van desde la invasión hispana en el siglo xvi a referencias a la Guerra con Chile (18791883), el periodo de reconstrucción nacional, fines del siglo xix e inicios del xx y el ingreso a la modernidad. Su humanidad consiste en que elige no matar, aunque esto le debilite ya que las estirpes se alimentan de la violencia. Las estirpes deben de unir fuerzas para acabar con la amenaza del “ser de sombras”, descrito como “aquella forma difusa y gigantesca, abarcando con su cuerpo deshilachado el piso y las paredes cercanas. No me era posible entender dónde comenzaba o terminaba su extensión. Parecía un inmenso reguero de negra pez suspendida en el aire quieto” (Quiroz Andia 2016: 60), también descrito como un “enredo confuso de caos” (100). Esta entidad informe de naturaleza indefiniblemente lovecraftniana debe ser combatida, ya que va matando a niños inocentes en diversas partes del país. Y a la vez la amenaza se volverá mayor cuando se deslice la posibilidad del retorno de los “durmientes” o dios dormido. Sobre los comentarios políticos sobre la realidad del momento, el autor desliza opiniones sobre la guerra civil por el poder luego de la Guerra con Chile, al señalar que la nación estaba “[…] envuelta en la pálida aura de desespe-

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ranza que había dejado la guerra décadas atrás, alimentada por las rivalidades y egoístas fines de generales, demócratas y civilistas que buscaban hacerse del poder” (2016: 125). Es decir, la posguerra ofrece un nuevo periodo de inestabilidad política que envuelve a la sociedad en una cuasi guerra civil. Y hacia fines del xix añade que la denominada República aristocrática “[…] abría los brazos a todo lo que viniera de más allá de sus fronteras, pero daba las espaldas con descaro a sus propias raíces” (2016: 134). Es decir, el ingreso en la modernidad supone también la pérdida de los valores nativos y locales en beneficio de lo extranjero y del capital norteamericano, y progresivamente de su cultura. Tras vencer a un nakaq que amenazaba desestabilizar el orden, en el epílogo, ubicado en el año 1940, los denominados “dioses sin rostros” se erigen como la principal amenaza. En cuanto a las referencias cinematográficas o visuales, hay algunas similitudes con Underworld (Len Wiseman, 2003), Constantine (Francis Lawrence, 2005), incluso con Star Wars (George Lucas, 1977) o los mutantes de los X-Men. Es decir, se apela a una visualidad propia del cine y del cómic. Estas estirpes funcionan como clanes o razas diferentes y dentro del discurso globalista, la novela se inserta dentro de las agendas acerca de las nuevas identidades o identidades inestables, ya que el licántropo oscila entre lo humano y lo animal (sobrenatural). Y curiosamente, es un mundo, en el que, salvo la bruja, es predominante masculino, cuyas características (o estereotipos) están vinculados con la agresión, la violencia y la muerte. La segunda entrega, El dios sin rostro, sigue la estructura anterior (dividida en capítulos con vasos comunicantes) y la lógica de la acción es similar. En este caso se trata de controlar la amenaza del denominado “dios sin rostro”. La dimensión existencial se mantiene pues el personaje afirma que “no me sería posible escapar de mí mismo” (Quiroz Andia 2018: 21). En algunos pasajes Quiroz Andia conecta su relato con los grandes relatos cinematográficos (entendidos como populares y masivos, no necesariamente con mayor artisticidad), como el mencionado Star Wars, lo que permite que el lector se vincule con mayor facilidad con la narración. El componente histórico está mejor incorporado, aunque la ficción (la fantasía sobre las estirpes monstruosas) y la historia del Perú convergen muy poco. En cuanto al comentario político, este se acentúa más. Se habla así de la tiranía del militarismo y la pugna con los liberales por el poder político hacia 1872: “La podredumbre, en una debacle que corrió como pólvora en todos los estratos de la sociedad, sumió al país en

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uno de los periodos más corruptos de su historia que pueda recordar” (2018: 85). El acuerdo entre militares, liberales, la alta burguesía y el capitalismo británico hizo que las elecciones de ese año fuesen “[…] un fraude orquestado por los grupos de poder, dispuestos a repartirse el país, respaldados por los espurios intereses de las Juntas Preparatorias del Congreso” (2018: 86). Este escenario resulta tan actual, ya que el Estado sigue envuelto en escandalosos actos de corrupción. Tras vencer a esta segunda amenaza se observa cierto pesimismo del héroe monstruo ya que se trata de una lucha condenada al fracaso por decisiones (políticas) humanas, al elegir a pésimos gobernantes. En el epílogo ubicado en el año 2000, Iyán afirma: “He visto esta nación sumergirse en odios difícilmente reconciliables, caer en las manos de gobernantes corruptos y ser partida hasta el hartazgo por la voluntad de imperios, esgrimiendo las banderas del mundo libre” (2018: 257). El caos es el de los humanos (mejor dicho de los ciudadanos o electores), mientras las estirpes, en otra dimensión se han alejado a otros espacios alejados de la urbe y de la modernidad. Recordemos que el año 2000 supuso la caída de la dictadura cívico militar de Alberto Fujimori (1990-2000) tras los escandalosos “vladivideos” que mostraban el grado de corrupción asentado en el aparato estatal durante el fujimorato. Los temas vinculados al mito clásico cinematográfico como la mordedura del lobo y la maldición, la doble conciencia humana y animal (una conciencia escindida y dividida moralmente), las noches de luna llena que los transforma en monstruos, o la bala de plata que los aniquila no aparecerán de modo categórico en las dos novelas de Quiroz Andia, salvo en la noción general de metamorfosis, como síntesis posmoderna del mito. Y de otro, el carácter casi aséptico del monstruo —que será una constante en las otras novelas—, es decir, a pesar que el tema lo amerita no hay un acercamiento a lo grotesco, ni a la materialidad del cuerpo, sino que pone mayor énfasis en la noción genérica de fantasía, en la creación de un mundo posible con su propia mitología, sobre todo para el universo del denominado “lubricán”, y la lucha entre el Bien y el Mal. Momias egipcias y danzantes de tijeras La presencia de la momia como monstruo fantástico quizás goce de menos prestigio ya que sus posibilidades de movimiento corporal son acaso

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limitadas para convertirse en una amenaza real. Tras el descubrimiento de la tumba de Tutankamón en 1922 por Howard Carter, la egiptología se vio reanimada y sirvió para su formalización fantástica en el cine de terror como The Mummy (1932) de Karl Freund, The Mummy’s Tomb (1942) de Harold Young; The Mummy (1959) de Terence Fisher, The Curse of the Mummy’s Tomb (1964) de Michael Carreras o Blood from the Mummy’s Tomb (1971) de Seth Holt y Michael Carreras —tres productos de la Hammer—, que dan cuenta de su paso por lo audiovisual. Sin un referente literario específico —algunos se remontan vagamente a Le roman de la momie (1858) de Théophile Gautier; o con más proximidad a La joya de las siete estrellas (1903) de Bram Stoker—, es claro que su presencia en la literatura ha sido más bien discreta, destacándose The Mummy or Ramses the Damned (1989) de Anne Rice. Si bien la figura de la momia sea la menos explotada, atrayente (o terrorífica) del ciclo de monstruos clásicos de los Universal Studios de los años 30 (Drácula, Frankenstein, la momia, el hombre invisible) —en los 40 se sumaría el hombre lobo—; esta fue revitalizada en su popularidad, gracias a los efectos especiales en el ciclo iniciado en 1999 con The Mummy de Stephen Sommers. Hay claves generales que codifican esta serie: la profanación de la tumba, la maldición, algún tipo de reliquia, los seguidores subalternos del culto profano y los sacrificios que llevan a cabo (y un racismo explícito hacia el otro cultural, ya sea asiático o africano) y la momia en sí, de lento andar y torpe, de gran fuerza que recibe órdenes de su amo (esto remite a la figura del gólem, a Frankenstein, e incluso a una suerte de protozombi). La momia tiene una gran desventaja: solo se mantiene con vida, y se sitúa así, a pesar de su fuerza física, en un estadio intermedio no del todo pleno o humano. En cuanto a la narrativa fantástica latinoamericana podemos citar La hija de Kheops (1989) del argentino Alberto Laiseca, una suerte de novela histórica paródica y fantástica, ambientada en el Antiguo Egipto, como principal antecedente. En el campo literario local, su presencia ha sido más bien escasa, salvo el caso de “La momia”, cuento modernista incluido en La venganza del cóndor (1924) de Ventura García Calderón, en el que un expolítico llega a una hacienda del norte del país junto a su hija en la búsqueda de una momia prehispánica para su colección privada, oculta en una de las antiguas huacas. Finalmente, cuando descubre el tesoro anhelado ve con horror que

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se trata de su propia hija que ha sido embalsamada por los indígenas según las antiguas costumbres, mientras que el padre cae en la locura. En el nuevo siglo, la novela La momia que más amé (2010) de Francisco Mejorada, está orientada más al descubrimiento de la conflictiva identidad nacional a partir de la búsqueda de una antigua momia peruana. Para Navarro, esta serie narrativa de horror del Antiguo Egipto tiene dos ejes claves: “la ancestral creencia en los aparecidos, cuyas raíces se hunden en el miedo a los difuntos, en la estupefacción que provoca toda muerte anormal o violenta, y el pavor hacia lo Otro, sintetizado aquí en el contacto con una cultura ya desaparecida —es decir, muerta—, oriental y pagana” (2006: 15). Además de una galería de dioses zoomorfos, la presencia de talismanes mágicos, e incluso de pulsiones necrófilas, serán constantes en el relato cinematográfico: “la muerte prematura, y normalmente violenta, del difunto (momia); el estado de culpa o pecado en el que se halla aquél en el momento del fallecimiento; la profanación de su tumba, siglos después, por extraños que importunan el ya de por sí frágil descanso del finado en las condiciones de anormalidad espiritual ya señaladas; el retorno a la vida de la momia, arrancada de su fantasmagórico letargo, para vengarse de aquellos sacrílegos que han roto su sosiego” (2006: 16). Estos elementos ya anotados según la tradición serán retomados en nuestra novela. Miguel Ángel Vallejo Sameshima (Lima, 1983) estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, además de Estudios Literarios y Teatrales, y Lenguas, Textos y Contextos por la Universidad de Granada (España). Ha publicado el libro de cuentos Monstruos de ayer, hoy y uno de mañana en 2014, además de novelas de literatura infantil, un libro de testimonio y un guion de cómic. En 2016 publica La muerte no tiene ojos. Para el escritor y crítico José Güich Rodríguez (2016), por las escenas bizarras, esta novela esta emparentada con el cine de serie B de los años 50. Para el propio autor es una novela ucrónica ya que parte de la idea del encuentro entre “antiguos egipcios y peruanos 1,300 años antes de Cristo” (El peruano 2016). Agrega Vallejo Sameshima que “Un loco [en foros de internet] pensaba que Punt (antiguo territorio descrito en jeroglíficos del antiguo Egipto) era Sudamérica. Se amparaba en que ambas culturas momificaban y construían pirámides. ¿Por qué no inventarle una mentira aún más verosímil?” (Peru21 2016). Vallejo Sameshima aclara que la novela surge de un crossover, de cuen-

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tos suyos publicados en Monstruos de ayer, hoy y uno de mañana (2014), en el que la figura del danzante de tijeras es recurrente, y dado que el Perú es un país que inventa héroes, la figura del danzante como héroe colectivo es capital (Honores 2022b). Como se ha anotado líneas atrás, la influencia del cine de serie B es clara en la novela (Honores 2014; Güich Rodríguez 2016), que el autor define como “falso realismo” o “farsa seriamente presentada”, y que está vinculada, por ejemplo, a la serie de novelas sobre James Bond de Ian Fleming; a él se suma el componente metaliterario e hiperbólico de Quentin Tarantino (Honores 2022b). Podemos afirmar que lo monstruoso en la novela está en relación con el personaje de Mana Wañuq Quispe Tito y su amada, la perversa y asesina princesa egipcia Mout. Ambos poseen la inmortalidad que resulta antinatural. La búsqueda del amante de su amada es más un clisé cinematográfico que debe más a la versión de Drácula de Francis Ford Coppola y a la propia The Mummy (1999) de Stephen Sommers, que a la lejana versión expresionista de Boris Karloff. Aunque pocos han reparado en el carácter absurdo de un amante subyugado por más de miles de años (Honores 2022b). Curiosamente, en la novela de Vallejo, el cuerpo de la momia casi no aparece, es aséptico. Lo monstruoso, más que una presencia es una ausencia (ausencia de la amada) y paradójicamente el poder femenino (encarnado en la momia que subyuga y esclaviza al amante a pesar del paso del tiempo) es algo muerto, que puede leerse acaso como leve reacción a la ola del feminismo del siglo xxi. La historia se concentra en la búsqueda de Mana Wañuq (también nombrado como “gran dañino”, dentro del mundo andino), una suerte de inmortal que busca a su amada momificada egipcia Mout. También están los arqueólogos (presentados como coleccionistas compulsivos) que, además de la inmortalidad que ya poseen, desean conocer mayores secretos del mundo antiguo y de la vida en el más allá. Frente a estos agentes del mal irrumpe la figura de Sonqo, un joven danzante de tijeras que utiliza sus artes para vencer al mal. En cuanto a la figura del danzante de tijeras en la literatura peruana podemos afirmar que su presencia ha sido muy escasa, pudiéndose citar a “La agonía de Rasu Ñiti” (1961) del indigenista José María Arguedas, que cuenta la anécdota que da título al cuento, un danzak que ha sido tocado en el pa-

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sado por el wamani (dios montaña) le hereda la deidad a su joven discípulo antes de morir. Décadas después, “Ángel de Ocongate” (1982) de Edgardo Rivera Martínez plantea la existencia de un ser mágico, sobrenatural, que se identifica como un antiguo danzak y que es también un ángel arcabucero, figura emblemática de la pintura barroca cusqueña del siglo xvii, que sirve para plantear el problema de la identidad mestiza, mezcla del orden europeo y andino nativo. Este “Sonqo” de Vallejo Sameshima es heredero directo de Arguedas convertido ahora en héroe. Salvo al final, cuando Mana Wañuq se ha unido con Mout, es que aparece lo grotesco, ya que su cadáver “se descompone con discreción, levemente hinchado, la piel convertida en una desagradable tela viscosa que ya exhibe algunos huesos” (Vallejo Sameshima 2016: 156). Este absurdo de morir vivo junto al objeto amado ha sido presentado visualmente en la comedia de aventuras The Lost City (2022) de Aaron Nee y Adam Nee, en el que una autora de novelas románticas y a la vez arqueóloga descubre el horror y la angustia que supone este tipo de “unión” romántica final. Volviendo a la novela de Vallejo Sameshima, Sonqo libera a Mout, como un modo de restablecer un equilibrio entre fuerzas sobrenaturales, dejando un final abierto hacia una continuación de la historia. Vampiras seductoras José Donayre (Lima, 1966) estudió Literatura y Lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado La fabulosa máquina del sueño (1999) novela de ciencia ficción, La trama de las Moiras (2003), novela fantástica, diversos libros de cuentos, prosa experimental, microrrelatos. En los últimos años ha tenido una destacada labor como editor a través de su sello Maquinaciones y como antologador, en diversos proyectos. La novela Doble de vampiro (2012, 2014) es el resultado de un viejo proyecto literario de José Donayre propuesto junto a Carlos Calderón Fajardo, Iván Thays y Ricardo Sumalavia, acerca del mito de Sarah Ellen. De los cuatro, solo Calderón Fajardo cumplió con la apuesta en 1993 con El viaje que nunca termina, editado por Sumalavia. Veinte años después Donayre publica esta

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novela2 que rinde homenaje no solo a la figura vampírica, sino, además, a una amistad literaria. Sobre el mito de Sarah Ellen, José Donayre sintetiza las tres versiones más difundidas de esta leyenda urbana moderna: La primera afirma que en 1893 fue acusada de vampirismo y brujería, luego asesinada por sus propios vecinos y prometió regresar de la muerte luego de cien años para vengarse. La segunda asegura que fue juzgada y condenada por las autoridades de su pueblo en 1913 —aunque no haya registros de condenadas por brujería en Blackburn—, y amenazó con retornar después de ochenta años […] Donayre consigna una tercera versión, citada del español Javier Arries, según la cual Sarah Ellen habría sido ejecutada por la ley británica junto a sus dos hermanas, acusadas de brujería y de haber asesinado a un hombre. Poco antes de morir, Sarah Ellen lanzaría su amenaza de regresar ochenta años después. Mientras, Roberts haría un peregrinaje buscando dónde enterrarlas: una hermana se quedaría en México, otra en Panamá y Sarah Ellen llegaría a Pisco en 1917 (Vallejo Sameshima 2019: 61-62).

Como complementa: La historia reciente consigna que en 1993, cerca de la fecha profetizada para el regreso de Sarah Ellen, la dictadura de Alberto Fujimori utilizó este mito como psicosocial, congregando a legiones de curiosos en su tumba la noche anunciada. Esto produciría decenas de reportajes televisivos y de prensa, de medios peruanos y extranjeros. Además de estos textos, aparecería una canción pop, “Sarah Ellen”, del cantautor Julio Andrade, y posteriormente algunos microrrelatos y un cuento. Luego, en 2007, un terremoto destruiría gran parte de la ciudad de Pisco, incluido el cementerio, mas la tumba de Sarah Ellen permanecería intacta, por lo cual se le empezó a considerar una santa popular (2019: 62).

Para José Donayre, la figura del vampiro está más ligado al romanticismo del siglo xviii y xix. En esa línea “la figura del vampiro es la del ‘monstruo perfecto, por fuera y por dentro’. ‘Un monstruo oscuro, inquietante de la belleza degradada […] [quería] buscar un poco la belleza decadente […]’”

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Se cita por la segunda edición, ampliada, de 2014.

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(Vadillo 2012). Es decir, el vampiro sería “una gran metáfora que explica uno de los lados más egoístas y oscuros del ser humano, pero también es cierto que nos permite hurgar en los límites más complejos del individuo contemporáneo” (Capurro 2012). Güich Rodríguez (2013) pone el énfasis en el lenguaje de la novela Doble de vampiro. En esa línea sostiene que “El lenguaje vuelve a oscilar entre un registro racional o especulativo y el contenido, más bien orientado a lo irracional y monstruoso: la existencia de un mundo de entidades que esclavizan a los humanos con una justificación propia, no impulsada por el simple deseo de morder a víctimas indefensas, sino por un sentido de la trascendencia no tan distinto de ciertas doctrinas humanas obsesionadas por “la vida eterna” (Güich Rodríguez 2013: 58). Para Miguel Ángel Vallejo Sameshima, en esta novela “la ensoñación y lo sobrenatural aparecen normalizados” (2019: 64) y agrega que “Estos episodios son una suerte de nueva versión de lo que narró Calderón Fajardo, quien había fabulado sobre este viaje. Así, el mito se vuelve a contar, pero con un narrador que incide más en lo paradójico y menos en lo ambiguo del personaje […]” (2019: 64). Para Donayre la principal referencia es la versión oral de su abuela Yolanda Molinari del Drácula de Bram Stoker, contada cuando era un niño. A ellos se suman las versiones de Nosferatu (1922) de Murnau y Nosferatu, Phantom der Nacht (Nosferatu, vampiro de la noche, 1979) de Werner Herzog, Blood for Dracula (Sangre para Drácula, 1974) de Paul Morrissey o The Hunger (El ansia, 1983) de Tony Scott. En cuanto al título, es un homenaje a Body Double (Doble de cuerpo, 1984) de Brian de Palma. Lo audiovisual forma parte de su formación artística, incluidas las “películas sin guion” de Glauber Rocha, vistas en los cineclubes de Lima como el Santa Elisa, Antonio Raimondi, o en la Filmoteca de Lima (Honores 2022c), hoy todas desaparecidas o sin actividad. La novela tiene una estructura en tres partes, siendo la primera la más extensa. En esta, titulada “Tinieblas de ultratumba” (que da origen a una versión en novela gráfica), se concentra en la condena a Sarah acusada de practicar artes prohibidas (en esa línea hay alusiones al ocultismo, y es claro el carácter anticlerical de la novela) junto a sus “hermanas” Almeda y Dora. Tras la muerte, su esposo Robert debe de buscar en el nuevo mundo un lugar

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en que ellas puedan descansar. Es así que el cuerpo de Sarah llegará al cementerio de Pisco, en Ica. De otro lado, la narración en primera persona apela al recuerdo como recurso romántico que grafica la agonía del amante por la pérdida de la amada y la angustia frente a su ausencia. En el contexto en el que se inscribe la novela (el boom de la saga Crepúsculo y su correlato cinematográfico) el vampiro es acá una figura sofisticada, elegante, pero a la vez marginal y subversiva. El interés de Donayre es insertarse en una tradición literaria establecida, pero agregando otros aspectos como la intertextualidad y el componente lírico digresivo (de la segunda y tercera parte). Así, en cuanto a la intertextualidad, aparecen diversos personajes de ficción: Jack Torrance, personaje de The Shining (El resplandor, 1977) de Stephen King, convertido en una suerte de oficial del barco que traslada el cadáver de Sarah, el juez Joseph Sheridan que dicta sentencia, en alusión a Sheridan Le Fanu, autor de la novela de vampiras Carmila (1872), Abraham Valdelomar, escritor iqueño posmodernista peruano de las primeras décadas del siglo xx, quien orientará a Robert a llegar hasta el cementerio de Ica. Valdelomar es autor del cuento posapocalíptico “Finis desolatrix veritae” (1916), que también es citado. Incluso alude a una novela ficticia de Carlos Salazar titulada Sebo (1916), en alusión al nombre completo de Carlos Salazar Calderón Fajardo. Así, Donayre parte del mito pero al incorporar elementos tantos de la literatura (Jack Torrance), ficticios (Carlos Salazar), como del mundo real (Le Fanu, Valdelomar), borra las fronteras entre lo real y la ficción. La segunda parte, “Una roja señal y ningún recuerdo”, ubica las acciones muchas décadas después, con otros personajes (Lucía, acaso la reencarnación de Sarah; y su madre, una especie de bruja lectora del tarot). Los límites entre realidad y pesadilla se van difuminando. En otro pasaje la nueva Sarah conoce a Beatriz y ambas se mueven en una realidad entre onírica y erótica. Estos pasajes se ven interrumpidos por el fluir de una conciencia vampiresca, en clave nietzscheana, que hace que la condición del vampiro esté más allá del bien y del mal. Se trata de “prosas de atmósfera” en las que no hay necesariamente un conflicto, sino que el lenguaje es el conflicto (Honores 2022c), y que el autor ha trabajado en textos anteriores. La última parte, titulada “En la noche absoluta del ausente”, está compuesta por poemas (de otra conciencia) con alusiones al tiempo y al erotismo. Así, Donayre recupera un componente olvidado gracias a la saga de Crepúsculo: el erotismo y

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la monstruosidad del vampiro. A ello se suma la experimentación formal a través del lenguaje. Vampiros subversivos Carlos E. Freyre (Lima, 1974) es escritor, guionista y oficial de armas del Ejército. En 2010 publicó El fantasmocopio, una novela de ciencia ficción, y tiene otras novelas que transitan entre el realismo y lo real maravilloso. Maxente (2016) narra la lucha entre un grupo de élite del ejército peruano llamado Epsilón frente a fuerzas subversivas de corte sobrenatural en plena selva. Históricamente, este espacio hace referencia tanto a las actividades ilícitas del narcotráfico como a la zona del VRAEM, abreviatura del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, espacio en el que aún perviven algunos remanentes de Sendero Luminoso. Freyre alude en Maxente a lo que fue la lucha contrasubversiva del ejército en la selva liderada por Alipio y Gabriel. En esta ucronía, ambos líderes no fueron abatidos en 2012 y 2013, respectivamente, sino que siguieron con vida gracias a que fueron convertidos en vampiros por el vampiro mayor Eunuco Covarrubia, tan lejano como los primeros españoles, que se alimentaba de “revoluciones, movimientos independentistas, campañas sacrílegas, pestes, terremotos y todo cuanto desastre pudiera presentarse […] En caso de que los fenómenos naturales menguaran y las guerras escasearan, él se encargaba de armar el estropicio: fue montonero, azuzador de masas, líder de rebeliones indígenas y enganchador de nativos caucheros” (Freyre 2016: 73). El carácter conservador queda patente en la cita, ya que se homologan fenómenos y desastres naturales (pestes terremotos), con procesos de reivindicación política (rebeliones, revoluciones independentistas), que a todas luces son disímiles, pero que puestos en el mismo grupo suponen eventos negativos y condenables moralmente. La novela de Freyre presenta a tres variantes: a) los brucolacos (con reminiscencias al folclore griego) que llegan a la región con los colonizadores españoles, que “se alimentan de sangre, fluidos y carne. Son los carroñeros de los vampiros. Solo consumían sangre de seres humanos vivos si estos voluntariamente querían convertirse en vampiros” (2016: 41); b) los “pioneros”, compuesto por niños y adolescentes, que “usan armas de fuego, puñales, ma-

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chetes y explosivos como cualquier combatiente” (2016: 42); c) “vampiros energéticos”, quienes “se alimentan de sangre y son antropófagos, como cualquier otro, pero se les utiliza para debilitar a sus víctimas antes de atacarlas. Tienen la capacidad de succionar energía, y una vez que su objetivo se debilita, los demás vampiros vienen y atacan. Podrían usar armas blancas. Hacen eso cuando quieren ahorrar munición y aproximarse sin hacer demasiada bulla” (2016: 55). Estos asumen formas femeninas en el sueño para subyugar a los oficiales. También se agregan seres sobrenaturales del imaginario popular, como el tunche, definidos en la novela como fantasmas amazónicos (2016: 127) y que adquiere diversas encarnaciones: desde una mujer bella o la forma de otros cuerpos humanos a los que ingresaba con el fin de seducir o confundir (2016: 128). De modo convencional, la amenaza de la mujer monstruo debe de ser erradicada del ejército de hombres. En la novela, Epsilón fue un grupo de élite durante los años del terror (1980-2000), que debe de ser reactivado para acabar con esta nueva amenaza. En este punto, sus antiguos miembros han sido relegados socialmente, no son héroes de guerra, sino que llevan una vida anodina y discreta. Este dilema ya ha sido tratado en el drama Días de Santiago (2004) de Josué Méndez, que muestra a un ex miembro del ejército en un entorno urbano y que no encaja socialmente, además de vivir trastornado por ese pasado reciente de violencia. Estos miembros de Epsilón aceptan el llamado de la patria (es claro que hay un discurso a favor del ejército dado que su autor es también, además de escritor, oficial de armas del ejército peruano). Ya instalados en el espacio conflictivo hay resonancias a la cultura del cine, desde Predator (Depredador, 1987) de John McTiernan, Dog Soldiers (2002) de Neil Marshall (aunque, claro, aquí se trata de la amenaza de hombres-lobo), y sobre todo a El páramo (2011), película colombiana de terror dirigida por Jaime Osorio Márquez, en la que el ejército se enfrenta a la guerrilla y a una amenaza sobrenatural. Ellos poseen un moderno visor que les permite distinguir a los humanos de los monstruos vampíricos, ya que, sin el uso de tal visor, es difícil distinguirlos. Este recurso puede remontarse al clásico They Live (Están vivos, 1988) de John Carpenter, y a “Men Against Fire” de la serie Black Mirror (temporada 3, episodio 5), aunque estrenado el 21 de octubre de 2016. Los agentes subversivos del terrorismo son emparentados con los vampiros, en una clara metáfora (usada también por Calderón Fajardo en otra de

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sus novelas). La sangre derramada, el ansia por la muerte del otro son capitales para comprender esta relación posible. Por ello, la única solución es el ataque brutal del ejército que debe de arrasar con la amenaza vampírica; una victoria silenciosa que convierte a los hombres en héroes anónimos. Quizás la figura del vampiro sea la que esté más asentada en la tradición peruana (véase Los que moran en las sombras, Honores y Portals 2010). El vampiro ha servido desde el siglo xix como metáfora política de los gobernantes y autoridades abusivas de turno, de los corruptos que corroen a la sociedad civil (no es casual que Manuel A. Bedoya presente al dictador de turno como un vampiro que bebe la sangre de sus opositores), patrones y jefes que “vampirizan” a sus empleados, en un sistema de explotación muy vívido y actual. “Chupar” la sangre de las víctimas no es solo para vivir eternamente, es mantener un statu quo, un estado de cosas. El vampiro es también la violencia sin ley. Además, sus pulsiones de muerte refractan la represión de una sociedad aún conservadora. Conclusiones Un primer elemento que comparten los autores seleccionados y sus novelas es la influencia de la cultura audiovisual en mayor o menor medida. El cine forma parte del registro o modo con el que se cuenta la historia, que puede parecer una obviedad en pleno siglo xxi, pero que hay que afirmarlo, sobre todo en ciertos medios “culturales” en los cuales la narrativa se sigue pensando con referencias exclusivamente literarias, o con cierto increíble menosprecio hacia la cultura audiovisual, dado su carácter masivo, popular y en muchos casos esquemático. Derivado de este elemento se encuentra el carácter intertextual. En segundo lugar, es claro que el comentario político aparece en las novelas aludidas, que si bien no es un requisito indispensable para la calidad estética o coherencia del proyecto narrativo, amplía la conexión con la historia del Perú. Otro aspecto importante es la búsqueda de una estética propia que se aleje de los modelos canónicos, una preferencia por subvertir códigos de lo fantástico a través de un proceso de mestizaje y referencias locales. Finalmente, es constante el carácter aséptico o semi inmaculado en la representación del monstruo o de lo monstruoso, que quizás se explique por-

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que: a) no hay posibilidad de competir con lo audiovisual, en el sentido que este es más directo y realista (por lo tanto, en la literatura hay más espacio para la digresión, estados de ánimo del personaje); b) sigue parcialmente a la fantasía y al cine de serie B, pero no en su componente grotesco y material; c) no son narraciones concebidas como efectistas o truculentas (que poseen sus propios códigos); d) hay cierto pudor a la hora de enfrentar la representación de la materialidad corporal o ser “políticamente correcto” en la cultura de la cancelación; o e) simplemente no hay interés en los autores por explorar este registro. En todo caso, la figura del monstruo cruza la historia y la política, no es solo una figura del terror fantástico, sino que, a través de esta, la identidad, lo mestizo y lo nacional entran en tensión permanente.

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EL MONSTRUO COMO SÍMBOLO DE RESISTENCIA Y DENUNCIA. CÍBORGS, ROBOTS, CLONES Y ZOMBIS EN LA NARRATIVA URUGUAYA DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS Claudio Paolini ANEP-Consejo de Formación en Educación, Uruguay

Introducción La tradición del monstruo insólito en la literatura producida en Uruguay ha tenido múltiples representaciones. Desde los albores de la nación y hasta los años inaugurales del siglo xx, el monstruo se caracterizó por poseer vínculos con elementos derivados de una raigambre oral y campestre. En los relatos publicados en la prensa periódica y en libros se manifestaron la presencia de espíritus y entidades malignas corporizadas, lobisones, vampiros, duendes y hechiceros, entre otros. Ya iniciado el siglo xx, a través de la amalgama de elementos derivados de algunos resabios del espiritualismo y del positivismo, sumado al influjo de las expresiones vanguardistas (Paolini 2019), el monstruo suma nuevas formas: científicos excéntricos, antropoides con rasgos humanos, humanos animalizados, máquinas humanizadas, humanos duplicados, seres deformes, extraterrestres y otros. Avanzado el siglo, se agregan los humanos con habilidades extendidas y los muñecos humanizados o androides. Las articulaciones entre los humanos y la tecnología establecen dos modelos de estados de conexión: la integración exógena —la humanización de la máquina— y la integración endógena —la maquinización del ser humano— (Koval 2008). En este sentido, numerosos relatos conexos con la ciencia ficción y sus aledaños (Suvin 1984, Capanna 2007, Moreno 2010) reflejan el modo en que las derivaciones de la tecnociencia promueven un

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trasiego desde la conquista del universo —tan cara para la ciencia ficción tradicional— hacia una “endocolonización” (Virilio 2003), un factor que centraliza su interés en el recinto interior del cuerpo humano. A través de este constructo relacionado con el monstruo insólito, y en lo que respecta a las últimas décadas, me interesa poner foco sobre algunas representaciones literarias en que se problematiza la idea de lo humano por medio de factores provenientes del uso de la biotecnología.1 Narrativas que, en diversos casos, despliegan nexos con momentos de conflictos pretéritos o actuales —dictaduras, crisis socioeconómicas, desastres medioambientales— y que tematizan una preocupación acerca de un presente o un futuro posible dominado por escenarios totalitarios, apocalípticos o posapocalípticos, hiperconsumistas y de cambios drásticos en el clima, entre otros. Contextos en que cíborgs, robots, clones y zombis representan símbolos de resistencia y denuncia frente al sistema imperante. Breve contextualización histórica Afirma Walter Benjamin: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente fue’. Significa apoderarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro” (2018: 309). La vida institucional del Uruguay de las últimas décadas ha estado marcada por circunstancias de “peligro” que han implicado crisis, resistencia y reconstrucción. De esta forma, la representación del monstruo insólito, en diversas narraciones escritas por uruguayos, revela articulaciones con determinadas coyunturas históricas del país. En 1980, y en un marco regional (Medalla et al., 2010), Uruguay todavía estaba padeciendo un proceso de dictadura cívico-militar (1973-1985) que profundizó aún más la fuerte inestabilidad social y económica que se arrastraba desde fines de los años cincuenta. Durante ese período se produjo la muerte, la tortura, la desaparición y el exilio forzado de personas; la supreEl monstruo en deriva de cuestiones biotecnológicas, o próximas a estas, no fue un tópico frecuente en la narrativa uruguaya hasta mediados del siglo xx; no obstante, son referencias ineludibles “El hombre artificial” (1910) de Horacio Quiroga y “Las Hortensias” (1949) de Felisberto Hernández. 1 

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sión del habeas corpus; la prohibición de reuniones en espacios públicos; la proscripción de los partidos políticos; la clausura de varios medios de comunicación; la intervención de los servicios universitarios; la disolución de los gremios estudiantiles y la central obrera; y la censura de muchos escritores y cantautores, entre otros elementos de la vida cotidiana de los uruguayos (Bruschera 1986, Caetano y Rilla 1998, Martínez 2007). Abril Trigo indica que “el régimen militar fragmentó la sociedad uruguaya en tres grupos: los desterrados (exilio), los enterrados (prisión) y los aterrados (insilio)” (1997: 37). De todos modos, y con el transcurrir de los años, en algunas esferas de la sociedad uruguaya se fue organizando un sentimiento de rebeldía que estableció de forma paulatina lo que Bayce (1989) denomina “islas de resistencia” contra la dictadura, constituidas por las asociaciones estudiantiles, las cooperativas de vivienda, y la mayoría de los integrantes del llamado Canto popular, el carnaval y el teatro; a estos se les sumó la actuación de varios líderes políticos contrarios al gobierno de facto, tanto dentro del país como desde el exterior. Un jalón trascendente en vías de la restauración democrática fue el plebiscito constitucional, llevado a cabo el 30 de noviembre de 1980, a través del cual el régimen dictatorial pretendía legitimar su actuación; la propuesta constitucional fue rechazada y esa derrota “se convirtió, cual victoria de la oposición, en el momento más decisivo del comienzo de la transición democrática” (Caetano y Rilla 1998: 149). Esto posibilitó, en noviembre de 1982, la realización de elecciones internas de algunos partidos políticos (con la excepción de los sectores de izquierda) en que triunfaron las fracciones opositoras al gobierno; y, en noviembre de 1984, elecciones nacionales, aunque con varios líderes políticos todavía proscriptos (Caetano y Rilla 1998). Finalizada la dictadura, se abre un espacio de algunos años de transición democrática que trasluce la inestabilidad de una apertura negociada entre las fuerzas dictatoriales y los partidos políticos democráticos; Álvaro Rico asegura que “a pesar del cambio de régimen, el autoritarismo deja efectos, secuelas, herencias, traumatismos, cuentas pendientes, que la institucionalidad democrática no solo no resuelve plenamente sino que, por el contrario, silencia o enmascara de muchas maneras” (2004: 223). Un punto clave y espinoso es la aprobación parlamentaria en 1986 de la ley 15.848 de “Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado” y su posterior ratifica-

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ción plebiscitaria;2 aunque a partir del primer gobierno del Frente Amplio (2005-2010, y siguientes) —de tendencia de izquierda—, y a través de una nueva interpretación de la ley, se encarceló a varios líderes de la dictadura y a connotados torturadores (Caetano 2019). A esta problemática, también se anexa el reclamo y búsqueda de los desaparecidos por el terrorismo de Estado durante la época autoritaria, nudo que continúa hasta el presente. En consecuencia, la dictadura y sus derivaciones, unido a factores externos, provocaron profundos cambios en aspectos económicos y sociales que, en lo que va del siglo xxi, han estado marcados por momentos de estabilidad o incertidumbre, de desarrollo o estancamiento —sumado al desequilibrio socioeconómico regional del 2001 y sus repercusiones en los años siguientes—, a través de los tres períodos consecutivos de gobiernos progresistas, flanqueados antes y después por administraciones de los partidos tradicionales —conservadores y neoliberales—. El monstruo como símbolo de resistencia y denuncia Pensar en el monstruo, desde la perspectiva de este trabajo, implica concebirlo como el que desestabiliza el sistema dominante y, por consiguiente, se manifiesta en la búsqueda de otra organización posible; como un medio de repensar la política en comunicación con algunas concepciones de Rancière y de Agamben. Rancière propone entender la política como aquella que “rompe la evidencia sensible del orden ‘natural’ que destina a los individuos y los grupos al comando o la obediencia, a la vida pública o la vida privada, asignándolos desde el principio a tal o cual tipo de espacio o de tiempo, a tal manera de ser, de ver, de decir” (2010: 61-62); por su parte, Agamben pone énfasis en la figura del refugiado y el estado de excepción, como ese “otro” que se resiste a “la decadencia ya imparable del Estado-nación y en la corrosión general de las categorías jurídico-políticas tradicionales” y se constituye como “la única categoría en la cual hoy se nos permite entrever las formas y los límites de una comunidad política por venir” (2017: 24). A su vez, Fou-

Establecía, entre otras cuestiones, la caducidad del ejercicio penal sobre los delitos cometidos hasta el fin de la dictadura por funcionarios del Estado. 2 

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cault observa la existencia de “puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en una sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, trazando en ellos, en su cuerpo y su alma, regiones irreducibles” (2007: 117). El monstruo muchas veces posee la capacidad de desdoblar —metamorfosear, hibridizar, resignificar— su cuerpo y su capacidad de acción; de este modo, genera líneas de fuga que problematizan su pertenencia a un determinado género, especie, entidad —natural o artificial—. Una existencia que se visibiliza en esencia durante tiempos de conflictos; como asegura Cohen, el monstruo surge “as an embodiment of a certain cultural moment —of a time, a feeling, and a place. The monster’s body quite literally incorporates fear, desire, anxiety, and fantasy (ataractic or incendiary), giving them life and an uncanny independence. The monstrous body is pure culture” (1996: 4). Estos elementos se ven representados en varios relatos producidos por uruguayos que pueden conectarse con determinadas etapas de tensión padecidas en el país. La novela Las furias (2012), de Renzo Rossello (Montevideo, 1960), describe un mundo distópico en el que un supraestado organiza los designios de la mayoría de los habitantes en un contexto en que vastos territorios del planeta se encuentran conmovidos por un proceso de deshielo; las zonas verdes y las ciudades construidas en Antártida son los espacios más disputados para residir. La historia comienza con la desaparición del periodista Will Hudson a posteriori de conocer el descubrimiento de un portal enigmático en el monte Gunnbjord de Groenlandia. Como consecuencia, otro periodista amigo de Hudson, de origen sueco y llamado Gunnar Ejbert, se embarcará en un viaje por América del Sur y del Norte, repartiendo sus horas de trabajo con la indagación del paradero de su colega. La descripción de los traslados se presenta intercalando las crónicas de Ejbert y el desarrollo de las diversas modalidades con que obtiene la información —las transcripciones de la transmisión en vivo de un noticiario de televisión en un campamento de mutantes terroristas; los registros de operaciones militares; las declaraciones de jóvenes marginados, de unos predicadores y de un viejo asesino; el diálogo con un espía; la última confesión de un militar de la guardia urbana en un hospital; la crónica de una misión de rescate; y las actas de un juicio a la

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madre de un criminal aún no nacido—. La novela concluye con un conjunto de notas breves del periodista sueco y de un militar. A través de un estilo cinematográfico, el relato alude a diversos niveles o clanes de cíborgs —combinación de máquina y organismo—. En los ámbitos de las jerarquías más altas, sobresalen los portadores del llamado “genoma dorado” (Rossello 2012: 137), individuos seleccionados genéticamente para ser convocados en su momento para formar parte de las estructuras del supraestado; y en un grado inferior, más de treinta millones de personas que constituyen una novel aristocracia “que ha sustituido entre el 35 y 75 por ciento de su cuerpo por implantes biotecnológicos de variada especie. El desarrollo de elementos como el neurogel transmisor, el fibrocarbono y las nanotelas autorregenerativas” (2021: 138); sucesores lejanos de la criatura de Mary Shelley, pero ostensiblemente mejor dotados. Por otra parte, se destacan los denominado “ratamanes”, una raza de cíborgs concebida para el trabajo en zonas peligrosas o de catástrofe ambiental que se liberó de los controles del supraestado y que, desde su perspectiva, constituye un núcleo de resistencia frente a los arbitrios gubernamentales. A través de ellos —y de otros personajes y situaciones—, y en el vínculo entre ciencia ficción y ecología (Stableford 2005), la novela se despliega como una denuncia de cómo, ante la explotación desmedida de los recursos naturales, el planeta ha sido objeto de transformaciones climáticas terriblemente abusivas en un marco que puede corresponderse con el capitaloceno (Moore 2020), metáfora que asocia el cambio medioambiental global con “las relaciones que privilegian la acumulación sin fin del capital” (Moore 2020: 205), instaurando una fuente concentrada de extracción y acumulación de materiales, a expensas del empobrecimiento y la precarización de gran parte de la población mundial, así como de la generación de cambios medioambientales y geológicos. Cuando algunos de los “ratamanes” eran apresados por la Guardia Urbana —los aparatos de captura (Deleuze y Guattari 2015) del supraestado—, los análisis de la Seguridad Sanitaria revelaban la presencia de “56 agentes patógenos latentes, la mitad letales, muchos apenas conocidos. La temperatura corporal del último individuo capturado para estudios promediaba los 43 grados, con picos de 49” (Rossello 2012: 20). En este sentido, el producto resultante de experimentos biotecnológicos se transmuta en un sector opositor al que, por un lado, se le puede tender nexos

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con los movimientos de resistencia durante la dictadura en Uruguay; y, por otro, visualizarlo como “el terrible telos apocalíptico de las crecientes dominaciones occidentales de la abstracta construcción de individuos; un último yo no atado finalmente a ninguna dependencia” (Haraway 1995: 255). Un enfoque diverso es el presentado en La novela del cuerpo (2015) de Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958). Las representaciones se instituyen como una crítica a la sociedad de consumo por medio de un estilo pleno de ironía y a través de una configuración que desestabiliza el género novela —una amalgama de ensayo, crónica periodística y ficción, y sin protagonistas que articulen el relato—, un planteo frecuente en la narrativa actual y que puede vincularse con lo que Josefina Ludmer (2021) define como “literatura postautónoma”. Pese a caracterizarse por una estructura fragmentaria, el texto se encuentra vertebrado por las acciones de “Mercado del Cuerpo Inc.” (Courtoisie 2015: passim), una empresa multinacional que posee la tecnología o novum (Suvin 1984) que permite la modificación o el trasplante de cualquier parte del cuerpo por órganos, miembros y tejidos artificiales o naturales procesados a medida del consumidor. De esta forma, los individuos pueden acceder a hígados, riñones, intestinos, páncreas, extremidades y cerebros a estrenar, saludables u ostentosos —sobre esto último, por ejemplo, a través del aumento desmesurado del pene—. Si bien el potencial tecnológico de la empresa puede relacionarse, en algunos casos, con los avances científicos de hoy en día, el desarrollo de las situaciones apela, por lo general, a la hipérbole, la ironía y el humor. La compañía se encuentra representada por tiendas y sus empleados que, por medio de una atención impersonal, dejan en evidencia un proceso dominado por una política empresarial y en línea con un catálogo de diferentes ofertas económicas, en detrimento de los constituyentes científicos y médicos. El relato se erige como cuestionador de los mecanismos de los discursos para generar contrasentidos en las personas y así provocar la insatisfacción de sus cuerpos. Todo esto en el marco de una sociedad deshumanizada, donde los vínculos se han vuelto vacíos y en que un hedonismo frívolo parece gobernar e impulsar el cambio o transformación del órgano o miembro enfermo, despreciado o insuficiente. Como señala Montoya Juárez, la novela de Courtoisie deviene “en una arqueología […] que visualiza los restos materiales de nuestro presente —globalizado, neoli-

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beral, atravesado por un cambio tecnológico exponencial—, comenzando por el más obsceno: el cuerpo” (2018: 183). A modo de ejemplo, Mercado del Cuerpo Inc. da la posibilidad de trasplantar el páncreas por uno de diseño genético: El páncreas de poliuretano, fibra elástica y cartucho de insulina es, digamos, un páncreas prêt-à-porter, un artículo listo para su uso, estándar… El páncreas de diseño es un producto exclusivo, personalizado: solo lo puede emplear usted, no hay rechazo posible, su sistema reconoce el código genético como propio y lo acepta desde el primer día, la insulina que produce es de primera calidad, es como la suya propia, solamente que corresponde a una edad temprana, como si tuviera el páncreas de cuando usted era un adolescente (Courtoisie 2015: 81).

Conceptos como “prêt-à-porter”, “artículo”, “producto exclusivo” y “primera calidad” dan cuenta de una lógica empresarial que considera al páncreas como si fuera un mero engranaje rédito de una gestión mercantil y no un órgano o glándula a trasplantar; en este sentido, el discurso del empleado de la tienda instala una mediación simbólica que establece un vínculo displicente y comercial, distanciándose de la fundamentación técnico-médica enmarcada en un entorno jerarquizado por la contención, tal como debería ser su fin principal. Otro ejemplo a referir es el del individuo que necesita aprender chino de forma urgente y, para compensar rápidamente esa carencia, quiere comprar un cerebro nuevo. La oratoria del vendedor resulta práctica, para la empresa nada es imposible: podemos “implantar dentro del cráneo un cerebro apto para aprender idiomas. […] Un cerebro nuevo requiere cierta adaptación, hay que reprogramar… digamos… el software, adaptar los mecanismos cerebrales del nuevo tejido neuronal al perfil de su personalidad, hacer ajustes…” (2015: 116-117). Entre esos ajustes, se destaca el de definir el nivel de psicoalteridad: Mide el grado de compromiso con ideas o posiciones éticas o filosóficas diferentes a aquellas en las que su cerebro natural ha tenido su imprinting, su impronta. Mide el grado de diversidad que puede alcanzar con la nueva masa encefálica implantada en tanto ideología, creencias, filosofía… Un alto grado

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de psicoalteridad le permite darse vuelta como un guante. Puede cambiar de posición política y/o ideológica en minutos, en segundos… (2015: 121).

El cuerpo —ese cerebro— del cíborg está presentado como una computadora que requiere una “reprogramación” de su “software” a través de determinados “ajustes”; no obstante, algunos mecanismos pueden provocar cambios irreflexivos, o preconcebidos por agentes externos, en cuanto a puntos de vista éticos, sociales, religiosos. En consecuencia, los monstruos de La novela del cuerpo se manifiestan por medio de una paradoja: por un lado, parecen no resistirse a los factores modelizantes que patrocina el sistema; y, por otro, son un testimonio de la banalidad de la sociedad de consumo contemporánea, al tiempo que simbolizan un factor de denuncia ante las prerrogativas del mercado y determinados lineamientos biopolíticos (Foucault 2001). La voz narradora, en una pausa de los diálogos entre vendedores y clientes, afirma: “El cuerpo está hecho de palabras […] El cuerpo es siempre una manera, una forma de decir las cosas. […] La novela del cuerpo es un cuerpo. Requiere acción” (Courtoisie 2015: 104-105). Desde una perspectiva política, la obra de Courtoisie plantea distintas estrategias de lectura sobre la significación del cuerpo en la actualidad. Asimismo, establece un diálogo con Haraway, cuando esta escribe que el cíborg “es texto, máquina, cuerpo y metáfora, todos teorizados e inmersos en la práctica en términos de comunicaciones” (1995: 364). El cuerpo como un espacio que en el cíborg implica un cuestionamiento cultural y político de cara a una transformación radical de la identidad en la medida que se inscribe como un núcleo productor de materiales y de signos. En el cuento “Sentidos alterados” (2017), de Mónica Marchesky (Salto, 1959), se describe una Montevideo del futuro en que las grandes corporaciones contratan “humanos modificados genéticamente” (2017: 93) para el diseño de materiales creados en laboratorio. Con el fin de preservar las fórmulas de sus inventos, estos sujetos son sometidos luego del trabajo a un borrado de su memoria inmediata. Drive es uno de esos cíborg que, después de un servicio, transcurre sus horas de ocio en locales y calles en busca de experiencias sexuales virtuales y en donde los “sentidos eran excitados al límite a través de los luminosos, despidiendo aromas afrodisíacos y sonidos subliminares. […] Parecían inmersos en nubes, conversando animadamente,

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absorbiendo cada uno su propia medicina. Marihuana, fenciclidina, éxtasis, mescalina, LSD” (Marchesky 2017: 95-96). Preciado refiere que en la época que denomina “farmacopornográfica” prevalecen las “tecnologías biomoleculares, digitales y de transmisión de información a alta velocidad: es la era de las tecnologías blandas, ligeras, viscosas, de las tecnologías gelatinosas, inyectables, aspirables, incorporables” (2020a: 64); así, la biotecnología invade todos los órdenes de la vida y, como se describe en el cuento, el sexo y el consumo de drogas, tradicionalmente materializados en el ámbito privado, devienen en actos públicos. En ese entorno, Drive se encuentra con Tjor —su gemelo: “habían nacido de ambientes incubados, fecundados por un mismo cigoto” (2017: 98)—. Allí, mutuamente, se cuentan recuerdos —la mayoría implantados o comprados—; entre ellos, se destaca uno de Drive en que describe una invasión extraterrestre. Más tarde, al ingresar a su domicilio y enfrentarse con la publicidad de los últimos productos del mercado transmitidos cotidianamente sobre las paredes y rodeado de cámaras y micrófonos impuestos por el sistema de control del gobierno, ingirió algunos alimentos envasados y transgénicos —preponderantes en el mercado—. Un régimen dominado por el consumismo y enmarcado en una “sociedad de control” (Deleuze 2014). Ante un nuevo trabajo para diseñar un escudo militar, Drive percibió que el borrado de su memoria no había sido del todo efectivo. El relato termina con el encuentro del cíborg con un miembro de la resistencia que, por medio de una conexión en red, le transmitió los detalles de su última sesión de trabajo en que los alienígenas que se habían manifestado en algunos de sus recuerdos “lo manipulaban, lo conectaban a máquinas y tubos” (Marchesky 2017: 101) con el fin de que diseñara un escudo más resistente para lograr la invasión. En el imaginario de los latinoamericanos ha estado presente, desde diversos enfoques, la llegada de los conquistadores a partir de fines del siglo xv y los múltiples acosos antes y después de los períodos independentistas; Quijano sostiene que el ciclo de independencia de los países de América Latina “no pudo ser, no fue, un proceso hacia el desarrollo de los Estados-nación modernos, sino una rearticulación de la colonialidad del poder sobre nuevas bases institucionales” (2000: 236). Por otra parte, los efectos de la globalización, fundamentalmente desde las últimas décadas del siglo pasado, se inscriben

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como otro empuje colonizador, aunque más sutil, que expande renovados estándares de hegemonía. De este modo, los alienígenas invasores del cuento de Marchesky bien pueden estar representando tanto aquellos lejanos colonizadores, como los presentes modelos globalizantes; al mismo tiempo, los cíborgs terrestres se instituyen como la resistencia frente a los invasores. Braidotti plantea una fuerte proximidad entre el cíborg y el robot, en la medida que los autómatas reflejan una impresión metamórfica sobre los observadores humanos similar a los cíborgs; según ella, son “objeto de deslumbramiento y de terror, de repulsa y de deseo. En tanto que réplicas, representan un reensamblaje de partes orgánicas, a menudo montadas siguiendo un orden nuevo. La regla que rige la organización de los órganos en estos cuerpos monstruosos es la del exceso, la carencia o los desplazamientos” (2005: 265). Una amalgama de algunos de los elementos referidos por Braidotti se trasluce en el cuento “La epopeya de los setenta” (2013), de Andrés Caro Berta (Montevideo, 1950-2018). En un mundo futuro y apocalíptico, un conjunto de robots humanoides recorre un desierto con el objetivo de cruzar “El Límite” (2013: passim) y llegar al “Santuario” (passim). Durante el trayecto son atacados, en reiteradas oportunidades, por “Gigantes Destructores” (passim) que paulatinamente van mermando el número del grupo; también hay referencias a altercados, en el pasado, con humanos, cíborgs y animales. A través de diez breves capítulos, el cuento va intercalando las descripciones de un narrador omnisciente y los pensamientos de algunos personajes. Por momentos, el relato presenta a los robots con características próximas a lo humano; en efecto, se trata de sujetos que están provistos de discernimiento propio, sentimientos y conciencia de comunidad, y creen en un Dios al que oran. Asimismo, tienen relaciones sexuales entre ellos; esto se exterioriza por la actuación de una robot —llamada Lilith— que había sido “creada para el placer” (Caro Berta 47). La ginoide, en diversas ocasiones, tiene sexo con otros robots y busca “seducir a los más fuertes, prometiéndoles semanas de pasión a cambio de que no desfallecieran” (2013: 50) en su travesía. No obstante estas afinidades con lo humanoide, la historia también muestra determinados márgenes de opacidad, como el potencial de generar voltajes de energía desmedidos y la posesión de diez sentidos, la insuficiencia de aceite para agilizar los movimientos, y el sonido metálico de sus voces; elementos

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que se encuentran en línea con los excesos, carencias y desplazamientos a los que alude Braidotti. En el contexto del cuento, los robots ya no tienen a los humanos como un modelo exacto a imitar, sino que abogan por una identidad propia; el monstruo es aquel que no quiere identificarse con el que detenta el poder dictatorial y que genera ámbitos de rebeldía —como las ya aludidas “islas de resistencia” que refiere Bayce (1989)— que configuran inesperadas cartografías que desafían las discontinuidades y las jerarquizaciones, y que se crean mediante líneas de desterritorialización y reterritorialización (Deleuze y Guattari 2015). El relato también manifiesta una crítica, por un lado, a la sociedad de consumo reflejada en las alianzas entre empresas, laboratorios y estados para confeccionar robots destinados a la policía, el deporte y el sexo; y, por otro, a los medios de comunicación por transmitir noticias falsas. Al final, el traspaso de “El Límite”, por los escasos robots que habían podido subsistir a los ataques, no resulta en la salvación anhelada, sino en la destrucción final del grupo por parte de una alianza entre humanos y gigantes. A pesar del desenlace crítico para estos robots, interesa destacar cómo su carácter rebelde problematiza el statu quo; su sola existencia impulsa la creación de condiciones para que otros después ocupen su posición y legado. Desde una perspectiva semiótica, el monstruo revela la posible desestabilización de las hegemonías y la mutabilidad de la episteme. Otro caso es el de la novela Ur. Melodrama biológico (2013), de Leandro Delgado (Montevideo, 1967), en la que se presentan múltiples monstruos. La historia está dividida en dos partes. En la primera se describen las peripecias de una serie de personajes —un capitán telépata, un clon, las gemelas G1 y G2 y un hombre gigante (al final se descubre que es un robot)— que viaja en una anticuada nave inteligente —llamada Simone— hacia Ur. A través de las vivencias de algunos personajes y de un narrador omnisciente, se exponen sus pensamientos y las contingencias experimentadas por el grupo; asimismo, se hace referencia a un mundo pasado en que los avances tecnológicos habían logrado combinar lo humano, lo animal y lo material. Y en la segunda parte de la novela se distingue, fundamentalmente, la voz de un narrador-personaje que recorre Ur, una ciudad en donde los nombres de las calles, los monumentos y los espacios coinciden con los de Montevideo; y se intercalan algunas analepsis ubicadas unas décadas antes de finalizado el

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siglo xx. Ur parece haber sufrido un apocalipsis: los edificios están derruidos y abandonados, las plazas públicas se han convertido en terrenos baldíos y la radiación ultravioleta ha afectado grandes sectores. La novela da cuenta, entonces, de las consecuencias de una catástrofe —que puede leerse como una alusión hiperbolizada de los efectos de la última dictadura o de la recesión socioeconómica del 2001 y años siguientes— y de la negligencia en la preservación del medioambiente —declarando esto último una preocupación en línea con los estudios de la ecocrítica (Glotfelty y Fromm 1996) y los debates de las denominadas Humanidades Ambientales. Entre las diversas voces, me interesa poner foco en la del clon, autodenominado como Diesel. Le Breton indica que la clonación “es una versión moderna del imaginario del doble. Es la célula, espejo futuro del donante” (2002: 240). El clon puede considerarse como un pariente cercano del cíborg, en la medida que es un ser humano cuyo nacimiento ha sido provocado a través de experimentos derivados de la biotecnología en el marco del capitalismo. A este respecto, Diesel afirma: “Heme aquí, producto de las elucubraciones de algún hombre de la ciencia. […] En aquel tiempo era feroz la competencia de los laboratorios por crearme, alimentarme y analizarme con tanta obscenidad y prejuicios que yo, este invento, los dejé a todos parados ahí, en el laboratorio” (Delgado 2013: 60). Esta última alusión patentiza un acto de deslegitimación y desafío frente a sus creadores; un rechazo que se convierte en emancipación a partir del establecimiento de una relación amorosa con G2, una de las gemelas humanas y que en un determinado momento adopta el nombre de Nissan. En efecto, los dos se fueron en busca de un territorio propicio y donde establecieron, siglos más tarde, una dinastía y una nueva especie en otro tiempo y lugar. Ambos se convirtieron en los monarcas de una comunidad de seres humanos y animales mutantes, no mutantes y mutantes a medias, de acuerdo con un criterio procreativo librado a los impulsos de múltiples deseos. […] La sociedad fundada y procreada exponencialmente por Diesel y Nissan fue feliz y no pasó mucho tiempo para que los monarcas fundadores abandonaran muy naturalmente su jerarquía y se transformaran en un par de ejemplares más en la panoplia de seres (Delgado 2013: 118-119).

Al margen del carácter utopista de la historia, el clon deviene en uno de los protagonistas de un mundo que ha dejado atrás las desigualdades de

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especies, razas y géneros, y a favor de la hibridez y el mestizaje biológico y tecnologizado (Haraway, 1995). Acerca de la clonación, resulta ineludible nombrar el evento paradigmático de la oveja Dolly;3 Preciado afirma que “la aparición de Dolly, la primera oveja clonada, señala el principio de un apocalipsis biológico. Lo humano no existe bajo el signo de lo divino, sino de lo monstruoso” (2020a: 165). Pensar en Dolly, al igual que en Diesel, propone transformaciones radicales en cuanto a los procederes de reflexionar heredados tradicionalmente; en definitiva, conlleva determinadas paradojas en línea con una condición poshumana que, como sostiene Braidotti, “sustituye el esquema dialéctico de oposición, reemplazando los dualismos predeterminados por el reconocimiento de un profundo zoe-igualitarismo entre humanos y animales” (2015: 90), y conjuntamente “obliga al deslizamiento de las líneas de demarcación entre las diferencias estructurales, o entre las categorías ontológicas, por ejemplo, entre lo orgánico y lo inorgánico, lo original y lo manufacturado, la carne y el metal, los circuitos electrónicos y los sistemas nerviosos orgánicos” (2015: 108). Otro clon que se inviste como un agente de cambio —y, en esencia, de resistencia— es Emmet, el protagonista del cuento “Apocalipsis, San Juan, 13:15-18” (2013), de Diego Coppa Rutigliano (Salto, 1984), que contiene como epígrafe, precisamente, la cita bíblica que hace referencia el título. La bestia aludida en esos versículos representa a dos versiones opuestas de monstruos: por un lado, un sistema mundial despótico y arbitrario que está controlado por el mercado y los centros hegemónicos de poder; y, por otro, clones genéricos. El mundo había atravesado por varias eras socioeconómicas y en el presente se había logrado erradicar el hambre y la pobreza, pero la superación de estos dilemas había dado lugar a que la población del planeta se cuadruplicara en menos de cincuenta años. En este sentido, todos los habitantes debían tener implantado un chip desde el nacimiento como instrumento de regulación a través de un intenso régimen biopolítico (Foucault 2001); el aspecto positivo del chip consistía, entre otras cuestiones, en registrar todos los aspectos de salud y, de ese modo, prevenir enfermedades; pero, ante el En tanto que es muy profusa la bibliografía sobre el caso Dolly, no me voy a extender sobre este tema. 3 

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descontrol del índice de mortalidad, a cada individuo “se le asignaba una fecha de ‘desactivación del chip’. La persona debía concurrir esa fecha a un centro donde se le quitaba el chip y se le inyectaba una solución líquida que le provocaba una muerte indolora en segundos” (Coppa Rutigliano 2013: 61-62). En un principio, la edad de desactivación había sido solo para los mayores de ochenta años; pero, poco tiempo después, descendió a los de treinta. Sin embargo, la edad promedio de desactivación en los países más poderosos había sido fijada en “127 años, y la de los menos agraciados apenas 63” (2013: 65). El chip de Emmet había sido desactivado y él no se había presentado ante las autoridades; en consecuencia, estaba declarado como fugitivo. El relato describe su recorrido nocturno por una ciudad amurallada. Emmet había sido contactado por un grupo rebelde e iba al encuentro con uno de sus representantes, su clon genérico. Su chip había pertenecido antes a este otro personaje: “somos clones, de clones, de clones, no genéticos, sino genéricos, en los chips se almacena la información, pero a través de ellos también se nos imparten características que ayudan a la economía capitalista” (2013: 67); la clonación es “de forma genérica, traspasando su chip a un recién nacido con estas cualidades aumentadas, en lugar de darle uno nuevo, garantizando una sociedad cada vez más esclava y activa para el sistema” (2013: 67). Hardt y Negri afirman que los grandes poderes hegemónicos generan “subjetividades que a su vez son agentes dentro del contexto político: producen necesidades, relaciones sociales, cuerpos y mentes, lo que equivale a decir que producen productores. En la esfera biopolítica, la vida debe trabajar para la producción y la producción, para la vida. Es una gran colmena en la que la abeja reina vigila continuamente la producción y la reproducción” (2003: 43). En el cuento de Coppa Rutigliano, los clones dejan en evidencia las injusticias de un sistema que organiza estrategias de control autoritarias para crear mayoritariamente identidades sumisas. El relato finaliza con la extracción del chip y Emmet recibido con entusiasmo, fuera del territorio amurallado, por seiscientos sesenta y cinco miembros de la resistencia; con él se completaba el número de la bestia y daría inicio “un nuevo cambio de era” (Coppa Rutigliano 2013: 69). Los actos de los clones de la resistencia pueden dar lugar a, por lo menos, dos aristas interpretativas diferentes: una explícita y otra atenuada. Por un

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lado, una reacción frente al sistema capitalista y globalizado y sus estrategias de control y dominación; y, por otro, una alusión lejana a los movimientos de resistencia, ya indicados antes, durante la última dictadura en Uruguay. Ambas hacen visible la arbitrariedad, sinrazón y violencia de los correspondientes regímenes; y, al mismo tiempo, fortalecer las ideas de cambio. Enfoques y contextos diversos sobre clones se manifiestan en las novelas Los ojos de una ciudad china (2016) y Viajar no lleva a ningún sitio (2019), de Gabriel Peveroni (Montevideo, 1969); ambas integrantes de una saga de ficciones, en el marco del denominado Proyecto Shanghái, llevada a cabo por el autor y todavía en desarrollo. En las dos novelas participan la mayoría de los mismos personajes; no obstante, y por el carácter en que está organizada la estructura narrativa, no presentan una continuidad cronológica, sino que hay una suerte de ir y volver en el tiempo a lo largo de las múltiples historias que se entrecruzan por medio de las voces de un nutrido número de narradores a través de apuntes, notas, reflexiones, memorias y diarios personales de los personajes. Asimismo, se da la transcripción de fragmentos de novelas apócrifas atribuidas al escritor argentino César Aira, la aparición de algunos personajes de otras novelas de Peveroni —como La cura (1997), El exilio según Nicolás (2004) y Tobogán blanco (2009)—, y la figura cuasi omnipresente de David Bowie, entre muchas otras menciones y guiños de literatura y música. Ubicadas entre mediados de los años noventa y los primeros lustros del siglo xxi —y con algunas escenas retrospectivas de décadas anteriores—, las novelas muestran elementos derivados de la cultura pop y el ciberpunk, y se encuentran dominadas por un contexto cosmopolita e hiperglobalizado, en el marco de una “poética nómada” (Bournot 2015), en el que se jerarquiza el papel de la historia y la memoria acerca de determinados acontecimientos claves. En este sentido, se alude a algunas consecuencias de la guerra entre China y Japón, en los años treinta del siglo xx, que persisten hasta el presente; la problemática de los hijos de los desaparecidos, dados en adopción de manera furtiva a otras familias, durante la última dictadura en Uruguay; la historia de una banda punk rock rioplatense —Los Suicidas— de los años ochenta y las derivaciones en los hijos de sus integrantes; los vaivenes de los miembros de un programa televisivo —Ibéricos por el Mundo— en Shanghái, Manila, Palawan y otros lugares; y muchos eventos más que transitan por

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numerosas ciudades de tres continentes; la mayoría bajo el trasfondo de una conspiración, organizada en laboratorios y sustentada por la mafia china, acerca de la clonación de seres humanos. A través de múltiples voces y versiones, en las dos novelas se describe el modo en que, a partir de programas de fertilidad genética basados en la clonación, se producen copias de humanos y animales para compensar diversas problemáticas o con el fin de obtener determinados objetivos. La historia da cuenta de los iniciales experimentos de un médico griego y Brigitte —una científica francesa— en un laboratorio ubicado en Chipre. De esta forma, los programas se aplican ante la imposibilidad de tener hijos y por el deseo de perpetuarse en otro cuerpo y alcanzar la eternidad. Como refiere uno de los personajes: En quince años serán miles de personas en todo el mundo que buscarán esta vía —dice Brigitte—. En Shanghai tenemos varios clones desarrollándose. Es un lugar ideal porque el gobierno chino no se entromete demasiado y los gobiernos occidentales no pueden decir nada. Por unos años, Shanghai tendrá el dulce encanto de las fronteras abiertas. Es la ciudad ideal para perderse y volverse a encontrar. Allí está todo y va a estar todo concentrado: la información, las patentes, los bonos, los avatares, las ficciones, los recuerdos (Peveroni 2016: 103).

Shanghái se inviste como un territorio central, pero que esparce líneas de fuga hacia todo el planeta. Los sujetos se encuentran en medio de un proceso de transformaciones radicales a través de permanentes eventos de desterritorialización y reterritorialización (Deleuze y Guattari 2015) que producen originales subjetividades. Ante la fusión entre original y copia, biología y tecnología, surge el monstruo; el clon provoca un cuestionamiento de la especie humana y un terreno para el surgimiento de nuevas categorizaciones y simbolizaciones de la vida; al decir de Mazurov: “The monster is thus a continuous, unstable project of both disassembly or ex-figuration and of unsanctioned coupling; concrete and relational, it is a practiced hybridity of form which eludes conceptual formalization, existing as it does as a state of contestation and troubling —shifting, adjusting, and dissolving at whim” (2018: 262). La producción de clones también se realiza para perpetrar crímenes —asesinar, extorsionar, violar— y servir de guardaespaldas, en la mayoría

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de las instancias, organizados por la mafia china presente en numerosos países. A esta cuestión se le suma el problema de que muchas copias padecen un síndrome que los hace envejecer de forma más acelerada que la normal. De cara a estas circunstancias, por un lado, la científica francesa proyecta exterminar a los clones defectuosos e incorporarles a los futuros un código moral, “una especie de gen que grabe en sus personalidades clonadas algo similar a los diez mandamientos católicos” (Peveroni 2019: 236); y, por otro, la mafia china posee una estrategia antagónica: “construir replicantes para venderlos como armas, como bombas humanas diseñadas para provocar atentados” (2019: 236). Algunos monstruos, entonces, manifiestan su oposición al poder establecido por medio de una violencia subjetiva y sistémica (Žižek 2010) que subvierte condiciones y vínculos. En conjunto, la ficción se instituye como un medio para visibilizar las condiciones en que las personas pueden volverse mercancía, objetos de intercambio y usura. Asimismo, muestra estrategias negativas de apropiación de lo humano a través de la reformulación de identidades, tal como fue la pretensión de diversos gobiernos totalitarios. Y deslizándose entre los intersticios de los episodios, se destaca la presencia de Ziggy Stardust:4 —Soy el primer clon —dijo Ziggy—. Soy una extensión del músico británico David Bowie, pero desde el mismo momento en que nos separamos, en que él se fue a Berlín a meterse toda la droga que pudiera calmar la ansiedad de haber visto el futuro posible, no lo volví a ver. Demoré algún tiempo en llegar a Shanghai, antes estuve en otros sitios. Podría aburrirlos con mi historia. Lo único cierto es que mi vida se desplaza en sentido horizontal, no tengo mañana ni ayer, solo un presente continuo en el que se superponen los tiempos y las historias (Peveroni 2016: 196).

El ser la representación del “primer clon” se instituye como un modelo precursor de nuevas cartografías del saber e inéditos modelos de organizaZiggy Stardust fue el primer alter ego que acogió David Bowie en su carrera de músico y actor, un extraterrestre bisexual de figura andrógina que se convierte en estrella del rock; su historia se describe en el álbum conceptual The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, editado en 1972 (Trynka 2011). 4 

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ción del poder; por otra parte, como el monstruo que aparece en diferentes territorios y lapsos históricos, se configura como un nómade que “representa la diversidad movible; la identidad del nómade es un inventario de huellas” (Braidotti 2000: 45). Su potencial de movilidad es el que le confiere la facultad de conexión y articulación con múltiples espacios, memorias y condiciones de lo vivo —humana, animal, vegetal, híbrida—. De este modo, la identidad de Ziggy es transgresora en la medida que desestabiliza los estatutos tradicionales de concebir y pensar la existencia por medio de desarrollos de subjetivación en devenir. Y otro es el monstruo que se exterioriza en la novela Zack, publicada en 1993, de Ana Solari (Montevideo, 1957): el zombi.5 Situada en un futuro cercano, la novela pone foco en las derivaciones de un proyecto para construir una colonia en la Luna, denominado Tierra2, y en las acciones de Zack, un especialista en el estudio de la “adaptación del ser humano al nuevo medio ambiente, tanto desde el punto de vista físico como psicológico” (Solari 1993: 12) —similar a lo que se relata en la película The Titan (2018), en que se entrena y se altera psíquica y orgánicamente a un grupo de militares para posibilitar su adaptación en Titán, una de las lunas de Saturno. La historia comienza con la descripción de un ámbito próximo a lo apocalíptico en el que se producen ataques armados y el estallar de bombas; ante esta situación, el protagonista emprenderá una huida de ese presente confuso y anárquico para salvar su vida y encontrar las razones de lo acontecido. A su vez, la narración intercala numerosos flashbacks que describen episodios de Zack durante el proyecto, en que se alude a experimentos fallidos con humanos. El imaginario catastrofista emparenta la ficción de Solari con otras ya referidas en cuanto a una preocupación por el futuro del planeta y una crítica a la intervención descontrolada de los humanos sobre el medioambiente. Hacia el final de la novela, el protagonista se encuentra en un pueblo y se dispone a presenciar la llegada de un circo; a partir de un momento, observa cómo, desde otro sector, unos seres armados se aproximan: “Se movían con

El zombi considerado como producto resultante de experimentos biotecnológicos —tal como se manifiesta en la mayoría de las narraciones, cómics, películas y series contemporáneas—, y no como originariamente surgió el término: como aquel muerto que ha sido resucitado por medio de un ritual vudú haitiano. 5 

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torpeza, como si no estuvieran entrenados para esto; algunos tenían brazos extremadamente largos, otros tenían cabezas enormes y deformes. Zack los miró con estupor. Eran los desechos humanos de Tierra2, los restos corrompidos de los experimentos fallidos” (Solari 1993: 166). El cuerpo monstruoso del zombi se manifiesta como una conmoción de las configuraciones humanas, su deformidad representa un medio para cuestionar la concepción de lo humano establecida por los regímenes biopolíticos tradicionales. Como señala Carroll, “los monstruos no solo son físicamente amenazadores; también lo son cognitivamente. Amenazan el conocimiento común” (2005: 86). De este modo, pueden pensarse como una “multitud” (Hardt y Negri 2003), en la medida que enuncian un potencial crítico que desprecia y se opone a la norma y, además, denuncia sus arbitrariedades. Los experimentos habían fracasado y el gobierno no supo cómo enmendar el problema de “los desechos humanos de las investigaciones” (Solari 1993: 173); aquellos humanos que eran habitantes de hospicios y hospitales psiquiátricos, seres abandonados, no podían formar parte, según las autoridades, del nuevo sistema. Ese pueblo se había convertido en “un gigantesco depósito para las víctimas que traía el circo año a año consigo, luego de recogerlas a lo ancho y largo de todo el país. Un cementerio, un depósito perfecto, para vivos y muertos” (Solari 1993: 167). El zombi instala una antinomia: está vivo y muerto al mismo tiempo; a este respecto, Lauro y Embry, desde una perspectiva en diálogo con Haraway (1995), indican que “the zombie is not merely the negation of the subject: it takes the subject and nonsubject, and makes these terms obsolete because it is inherently both at once. The zombii’s lack of consciousness does not make it pure object but rather opens up the possibility of a negation of the subject/object divide. [...] the zombii is a paradox that disrupts the entire system” (2008: 94). Por otra parte, el zombi es un símbolo del miedo por su condición de ser el otro, el diferente, el opositor, el chivo expiatorio. Es el monstruo que testimonia el rechazo xenófobo, de clase, de género, de raza, que manifiestan los que ostentan el poder y temen perderlo; el mismo rechazo y la misma violencia que ejercieron y ejercen los sistemas totalitarios, como los regímenes dictatoriales padecidos en Latinoamérica. Como significa Mabel Moraña, el monstruo “desestabiliza la fijeza del centro al potenciar y pluralizar las significaciones del margen, desde donde emergen formas inéditas de ser, de

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cognición y de conciencia” (2017: 216); así, el monstruo establece una identidad en términos de una lógica inédita y subversiva. Coda Las ficciones examinadas constituyen un corpus representativo del monstruo insólito —en su carácter ideológico, transgresor y acusatorio—, en la narrativa uruguaya de las últimas décadas. Al margen de la diversidad de las representaciones, el monstruo se revela por medio de una actitud crítica frente a determinados discursos hegemónicos. De este modo, las voces fronterizas de cíborgs, robots, clones y zombis se posicionan como un elemento opositor frente a diversos factores de autoritarismo, colonización, arbitrariedad e hiperglobalización homogeneizante que tienden a concebir subjetividades disciplinadas y sometidas. Por consiguiente, también se configuran como agentes de resistencia y denuncia ante los distintos ejercicios de violencia instaurados por sistemas que, en varias instancias, pueden interpretarse como en vínculo con períodos críticos y lúgubres de la sociedad uruguaya; en este último sentido, también colaboran con pensar y elaborar el trauma que significaron esos escenarios. Asimismo, varias narraciones muestran entornos en deriva de catástrofes climáticas que despliegan una preocupación por el medioambiente ante el descuido e imprevisión por parte de grandes compañías y naciones. Y también advierten sobre la vulnerabilidad de algunos sujetos que, ante lo banal de la sociedad consumista contemporánea, se convierten en objetos y algoritmos comercializables y de especulación financiera. La figura del monstruo se establece como aquella que plantea una problematización social y política en la medida que se erige como un símbolo instaurador de nuevas y transgresoras identificaciones de existencia y, en consecuencia, señala y hace posible el cambio. Como asegura Negri: “Si hay monstruo, el resto se transforma y se desestabiliza. El concepto de fundamento ontológico y de orden, de principio y de poder, la causa y la jerarquía, se separan” (2007: 106). El monstruo, entonces, despliega un devenir hacia entidades emergentes que se resisten, que denuncian, que construyen.

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DISTORSIONES CLÁSICAS, ACTUALIZADAS Y ALTERACIONES OTRAS DE LA MONSTRUOSIDAD NO MIMÉTICA EN ANTOLOGÍAS COLECTIVAS DE CUENTO EN ESPAÑOL DEL SIGLO XXI1* Carmen Rodríguez Campo Universidad de León, España/Università degli studi di Torino, Italia. Grupo GEIGhd/IHTC

Prolegómeno En la encrucijada entre el temor y el deseo, se ubica el monstruo. Imperturbable, siempre oculto y a la espera, se inscribe como metáfora cultural de un contexto propio (Cohen 1996, G. Cortés 1997, Gilmore 2003, Carroll 2005, Beville 2014, Moraña 2017, Roas 2019). Bajo la transgresión de los códigos que perfilan nuestra idea de realidad y que ocurren en el ejercicio de lo fantástico, el monstruo es uno de los ejes más cultivados en esta estética al constituirse como desafío epistémico. Variados y plurales artefactos monstruosos, de difícil categorización, se adecúan al momento actual y proponen un nuevo acercamiento al conocimiento del mundo, así como a la exploración del mismo. Fruto de ello son las múltiples alteraciones de la otredad que, en el terreno del cuento, han dado paso a antologías colectivas en las que los autores examinan dicho motivo. Con el objeto de acotar las diversas representaciones de la monstruosidad insólita que conviven en la ficción breve contemporánea en español, las anEsta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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tologías de relatos son, pues, una vía desde la que atender a las figuraciones escogidas por los autores, ya que se constituyen como “cultural, political and literary objects that legitimize certain voices and texts and serve as guidance for scholars and readers in identifying referential authors” (García 2019: 577). Además, y en el caso concreto que nos ocupa, las antologías sobre monstruos hacen hincapié en los miedos y ansiedades del individuo tanto atávicos como actualizados, adaptados algunos de ellos a nuestros terrores actuales o generando terrores otros que se alejan de modelos arquetípicos para crear nuevas formas de monstruosidad (Casas 2018). Teniendo en cuenta la cantidad de antologías publicadas en la última década en lo referente a la modalidad de lo insólito y, sobre todo, al motivo del monstruo, ha de establecerse un determinado criterio de selección para el presente capítulo y su consiguiente espacio discursivo, que no tiene como finalidad analizar la totalidad de recopilaciones de cuentos dedicados a la monstruosidad no mimética en español, sino establecer un breve corpus de partida desde el que sintetizar las representaciones del monstruo fantástico e inusual examinadas en ciertos cuentos de las obras escogidas. Previo a ello, he de establecer una concisa introducción desde la que corroborar la impronta de la otredad no mimética en este tipo de obras; sobre todo en aquellas publicadas a colación del motivo del monstruo. Así, si nos centramos en el siglo xxi, entre los años 2008 y 2009, Fernando Marías recopiló una serie de cuentos de autores reconocidos en el panorama español que recuperaban la tradición de Frankenstein, del hombre lobo, de Drácula o del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, componiendo volúmenes individuales dedicados exclusivamente a dichas manifestaciones de la monstruosidad insólita según fuera el caso —Frankenstein (Marías 2008b), Hombre lobo (Marías 2008c), Drácula (Marías 2008a) y Jekyll & Hyde (Marías 2009)—. Con posterioridad a estas fechas empiezan a aparecer numerosas antologías dedicadas al monstruo en todo el ámbito hispánico. De esta forma, Las mil caras del monstruo (Casas 2012), Horrendos y fascinantes. Antología de cuentos peruanos sobre monstruos (Donayre 2014b), Chile del terror. Visiones Lovecraftianas (Dracon Saccis 2015), Cuentos chilenos de terror, misterio y fantasía (Heiremans, Barros y Diamantino 2015), Diodati. La cuna del monstruo (Guerrero 2016), Festín de muertos. Antología de relatos mexicanos de zombis (Castro y Villegas 2017a), El legado del monstruo. Relatos de terror (Diamantino 2018a), Las

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mil caras del monstruo (Casas y Roas 2018), Los muertos nos miran. Cuentos peruanos sobre zombies (Atoche Intili 2018), Macabras. Antología de terror con un par de ovarios (López 2018), Madre de monstruos. Mary Shelley homenajeada por sus criaturas (Valrís y González-Pola 2018), Vuelo de brujas (Solsona Asensio 2018), Monstruosas (González-Pola y del Toro 2019), Dismórfica (Huerta 2020), Antología 21-1. Terror gótico/Monstruos experimentales (Alcántara 2021), Tenebra. Muestra de cuentos peruanos de terror (Saldivar 2021), Arquitecturas inquietantes. Antología de relatos de casas encantadas (Díez Cobo 2022b), entre otras, son claros indicios de la fortaleza que está adquiriendo la otredad no mimética en la última década. En aras de reivindicar la riqueza constitutiva de la modalidad de lo insólito y, dentro de ella, del motivo del monstruo objeto de estudio, estas antologías ilustran su relevancia al concebirlo como constructo que cuestiona el orden social y cultural establecido. Siguiendo a Moraña, el monstruo redefine los conceptos de “centro” y “periferia”, precisando la dicotomía establecida entre normalidad y anormalidad (2017: 14). La diversidad de los contextos geográficos expuestos en el listado previo da cuenta del alto grado de complejidad en el estudio del monstruo. Este se hará eco de los mitemas propios de la mitología clásica o de la simbología prehispánica, estableciendo una notable diferencia entre las figuras teratológicas globales y otras encarnaciones de la monstruosidad, surgidas a partir de la adaptación del monstruo a nuestros días o en relación al bagaje cultural y los imaginarios populares de las geografías que componen el mapa iberoamericano. Para el caso que nos ocupa, las antologías que he seleccionado y que formarán parte del análisis crítico posterior son: Festín de muertos. Antología de relatos mexicanos de zombis (Castro y Villegas 2017a), Las mil caras del monstruo (Casas y Roas 2018)1 e Insólitas: narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España (López-Pellisa y Ruiz Garzón 2019a). Todas ellas han sido editadas y/o coordinadas por estudiosos de lo no mimético; sabios conocedores de la estética de lo insólito. Dichos investigadores justifican en el prólogo que precede a estas recopilaciones el porqué de su realización, así como el criterio organizador y de selección de los cuentos y los autores Se ha escogido la reedición de dicho volumen, ya que esta ha sido corregida y aumentada con respecto a la anterior, tal y como se explicita en el prólogo de la misma (Casas 2018: 18). 1 

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escogidos. De esta forma, en primera instancia y en referencia a la antología mexicana Festín de muertos, Castro y Villegas, compiladores de la misma, recogen en este volumen dieciocho relatos de autores mexicanos que sitúan al zombi como eje de la trama, dada la necesidad de conceder a esta figura la relevancia que está adquiriendo tanto en narrativa como en otros formatos. Voces consolidadas del panorama literario mexicano contemporáneo coexisten en el volumen junto a otras más novedosas: Bernardo Esquinca, Édgar Adrián Mora, Jorge Luis Almaral, Omar Delgado, José Luis Zárate, César Silva Márquez, Cecilia Eudave, Alberto Chimal, Joserra Ortiz, Bernardo Fernández Bef, Gabriela Damián Miravete, Karen Chacek, Antonio Ramos Revillas, Arturo Vallejo, Ricardo Guzmán Wolffer, Carlos Bustos, Norma Lazo y Luis Jorge Boone. Desde sus tramas, los autores exploran lo propio mexicano que enlaza con su vertiente política o intimista según sea el caso, a partir de los conceptos de crisis y frontera (Castro y Villegas 2017b: 12). Por otra parte, Las mil caras del monstruo, en su reedición del año 2018, ha sido compilada por Casas y Roas. Casas es quien explicita en el prólogo la hibridez biológica de la que parte el monstruo para su construcción (2018: 8-9). A ello se suma la violación simbólica que supone su presencia y que resemantiza su significado a medida que el tiempo avanza. La antología incluye, pues, dieciséis relatos escritos por autores consolidados de lo fantástico español —Fernando Iwasaki, Care Santos, Manuel Moyano, Aixa de la Cruz, Marian Womack, David Roas2, Patricia Esteban Erlés, María Zaragoza, Ángel Olgoso, Andrés Neuman, Félix J. Palma, Santiago Eximeno, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pablo Martín Sánchez, Raúl del Valle e Ismael Martínez Biurrun— que visibilizan la ductilidad del monstruo y su consiguiente adaptación al cronotopo en el que se inscribe. La obra advierte del empleo de diversos resortes pocos explorados en este campo que contribuyen a la actualización del monstruo: el uso de recursos formales innovadores —el humor, la estructura, el punto de vista de la Otredad, la perspectiva infantil, la sinonimia o la elipsis—, el establecimiento de fronteras lábiles entre los El cuento de este autor, “El precio del placer”, incluido en dicha antología, es analizado por Abello Verano, en cuanto a los “seres bifurcados” se refiere, en su capítulo en este libro sobre el motivo del doble en la cuentística española de las últimas décadas. 2 

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integrantes de la trama o la familiaridad que revela la proximidad cada vez mayor del monstruo (Casas 2018: 13). En lo que respecta a la última antología objeto de estudio, Insólitas, he de destacar dicho volumen como uno de los primeros que rescata la obra de narradoras de lo no mimético en español, tal y como ponen de manifiesto López-Pellisa y Ruiz Garzón en el prólogo de la misma (2019b: XXII). La obra adopta una perspectiva transatlántica y de género desde la que sitúa la narrativa de lo insólito en todas sus variantes como eje que cuestiona los modelos femeninos prefijados por el orden patriarcal impuesto, ahondando en la sexualidad no normativa, la corporalidad y su abyección o la transgresión de los cánones de belleza, entre otras cuestiones. A pesar de no estar íntimamente ligada a la temática del monstruo como fuera el caso de las obras anteriores, la presente antología incluye numerosos ejemplos de monstruosidad imposible que, retomando lo afirmado por Boccuti, dan cuenta de las experiencias de la mujer como símbolo de denuncia ante la discriminación impuesta y prefijada (2020a: 9-10). Muchos de estos ejemplos dan cabida a monstruos sumamente peculiares, delimitados por la historia del territorio en el que surgen, en continuo diálogo con debates candentes en torno a lo femenino y la monstruosidad. Insólitas consta de veintiocho relatos entre los que se intercalan voces consagradas con exponentes que gozan ya de un amplio recorrido y escritoras que comienzan su trayectoria: Laura Rodríguez Leiva, Cecilia Eudave, Patricia Esteban Erlés, Mariana Enriquez, Cristina Fernández Cubas, Ana María Shua, Solange Rodríguez Pappe, Laura Fernández, Luisa Valenzuela, Alicia Fenieux Campos, Pilar Pedraza, Liliana Colanzi, Anacristina Rossi, Elia Barceló, Daína Chaviano, Laura Ponce, Cristina Jurado, Amparo Dávila, Sofía Rhei, Angélica Gorodischer, Lola Robles, Jacinta Escudos, Raquel Castro, Susana Vallejo, Tanya Tynjälä, Anabel Enríquez, Cristina Peri Rossi y Laura Gallego. Aunque las antologías de cuento merecen un estudio más amplio, presento este breve corpus como muestra representativa en la que se sitúa al monstruo como eje vertebrador de la trama; todo para dar respuesta a la problemática que mimbrea entre estas páginas: ¿cuál es la representación de la monstruosidad no mimética en el siglo xxi? Como puede observarse, el corpus iberoamericano referente a las antologías sobre monstruos es muy extenso, pero parcelado, salpicado por diversas identidades. Dado el carácter

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transatlántico de mi propuesta, pretendo establecer un diálogo que dé cuenta de la representación del monstruo en los volúmenes correspondientes con España —en las ficciones de Manuel Moyano, Santiago Eximeno y Pablo Martín Sánchez— y México —en los relatos de Alberto Chimal y Karen Chacek—, así como con otros países de habla hispana que se incluyen en la antología Insólitas, de los que destaco El Salvador y Ecuador —tierra natal de las autoras escogidas: Jacinta Escudos y Solange Rodríguez Pappe, respectivamente—. Los volúmenes seleccionados presentan variadas ramificaciones de la monstruosidad, a excepción de Festín de muertos, que solo aborda el motivo del zombi. La peculiaridad de cada obra radica en los tipos de monstruos empleados, así como en la simbología de muchos de ellos que responde en todo caso al contexto sociocultural del territorio en el que han surgido. De esta forma, considero necesario examinar las variantes de la monstruosidad imposible según sean una recuperación de las características de los monstruos tradicionales —a ellas me referiré como monstruos universales clásicos—, una adaptación y/o resignificación de dichas propiedades constitutivas al tiempo en el que se ubican —denominadas en el cuerpo de texto monstruos universales actualizados— y aquellas otras encarnaciones de la monstruosidad que no responden a la clasificación tradicional. Estas últimas suponen, en su lugar, cierta mixtura ante la conjunción de rasgos arquetípicos del monstruo y de localismos propios de la imaginería prehispánica o de nuevas biologías híbridas monstrificadas. Tomando como ejemplos representativos estos tres cauces de la monstruosidad previamente expuestos —véase monstruos universales clásicos, monstruos universales actualizados y otras encarnaciones de la monstruosidad— llevaré a cabo un análisis crítico de la otredad fantástica y/o inusual generada en las tramas de algunos relatos incluidos en las recopilaciones escogidas y seleccionados para el presente capítulo. Monstruos universales clásicos Toda figuración de la otredad no mimética pervive anclada a nuestra percepción del mundo y a los códigos hermenéuticos por los que esta se rige (Cohen 1996). Dicha imposibilidad de desvincular al monstruo con el con-

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texto que lo determina es la característica que los monstruos universales clásicos comparten con aquellas otras alteraciones de la monstruosidad que serán mencionadas en este capítulo —es decir, los monstruos universales actualizados y otras encarnaciones de la monstruosidad—. Sin embargo, a diferencia de los ítems posteriores, los monstruos universales clásicos recuperarán las características arquetípicas de la otredad no mimética sin transformarlas ni desvirtuar los procesos biológicos clásicos que han dado cabida a su constitución.3 El monstruo “mantiene ciertas constantes esenciales que se combinan con variantes que surgen en función del momento histórico y del horizonte cultural”, afirma Roas (2019: 36), ya que en dicha tipología se mantienen inermes las propiedades clásicas que lo constituyen, vinculándose al marco sobre el que se inscriben, para señalar y/o denunciar un aspecto determinado de dicha cultura. Ejemplo de ello será, en primer lugar, el relato de Manuel Moyano, quien, a modo de homenaje, dialoga con Drácula, de Bram Stoker, revisando una a una las características que prefiguran al vampiro, adaptado en este caso a la experiencia del individuo del siglo xxi. Por otro lado, el zombi empleado por Santiago Eximeno y Alberto Chimal en sus respectivas ficciones dará cuenta de la melancolía asociada a la muerte y de la crítica ante el narcotráfico según sea el caso, explorando las variadas tipologías del revenant que conviven en la tradición cuyas singularidades se mantienen en los textos objeto de análisis. De esta forma, en primera instancia, la figura del vampiro, vinculada al mito del demonio, encuentra desde su origen —en tanto destructor, príncipe de las tinieblas (Balló y Pérez 2010: 74)— hasta nuestros días plurales manifestaciones vinculadas, según sea el caso, a tres significaciones: el miedo a la finitud, al ser que supera dicho tabú y al deseo de ser inmortal (Roas 2012b: 442).4 El vampiro es, sin lugar a dudas, el monstruo que aúna repulsión y atracción, rechazo y anhelo, al encontrar en su sanguinaria anomalía No deben confundirse las propiedades que caracterizan a cada tipología expuesta en el presente capítulo de aquellos resortes, recogidos por Roas, Álvarez y García (2017: 203-214), que ilustran de forma general al monstruo de la posmodernidad, ya que estos recursos serán empleados por todos los autores en cualesquiera de las versiones de la otredad no mimética que utilicen en sus ficciones. 4  Véase también de este mismo autor otro artículo posterior en el que examina las variables del vampiro y su evolución en la literatura y el cine (Roas 2013). 3 

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cierto viso de esperanza ante la muerte. En palabras de Roas, “el vampiro es un fantasma de la mente liberado por el Ello, que es el lugar donde habita el deseo de placer y destrucción, el lugar donde las sombras del inconsciente adquieren presencia y muestran lo que el sujeto quiere ocultar” (2012b: 452). Así, tomando las propiedades del vampiro para la posterior caracterización del Vlad Tepes del siglo xxi, Manuel Moyano plantea en su cuento “Querida Sharon”, incluido en la antología Las mil caras del monstruo, la exploración del narcisismo, el amor, el placer y la superstición. El relato ilustra la relación amorosa que Vlad mantiene con una de sus víctimas, Sharon, agente receptora de la carta desde la que se estructura el cuento; hecho que motiva la complicidad con el lector al conceder la voz a la otredad. El empleo de este resorte —véase, el “recurso de darle voz al Otro” (Roas, Álvarez y García 2017: 204)— junto con la “hibridación con otros géneros y categorías” (2017: 204) a partir de la estructura epistolar del texto contribuye al novedoso desarrollo que está adquiriendo el cultivo de lo fantástico en español en las últimas décadas y al que me iré refiriendo a lo largo de las páginas que siguen.5 Tomando como punto de partida la clasificación que ha efectuado Roas en cuanto a la evolución del vampiro se refiere —véase old vampire, vampiro humanizado y vampiro naturalizado y/o domesticado (2012b, 2019)—, podría señalarse el carácter depredador de Vlad en el relato objeto de análisis como uno de los rasgos que invitan a pensar en la singularidad del old vampire. Vlad Tepes pervive como ser excepcional e inspira el terror que lo caracteriza como monstruo incluso en aquellas mujeres a las que convierte, aterradas ante la amenaza física y metafísica que lo constituye como ser imposible; de ahí que “ninguna de ellas [supiera] comprender […] el regalo que les había ofrecido […, entregándose] incluso al enemigo, para que las diera fin” (Moyano 2018: 32). Las dudas éticas propiciadas por el encuentro con lo monstruoso señalan el enfrentamiento con la otredad, tanto propia como ajena, que, en el caso de estas vampiras recientemente transformadas,

Manuel Moyano, al igual que Santiago Eximeno y Pablo Martín Sánchez, entre otros, destacan entre las voces que, nacidas entre 1960 y 1975, están renovando la poética de lo fantástico en español, ilustrando en sus ficciones las preocupaciones estéticas e ideológicas del nuevo milenio (Roas, Álvarez y García 2017: 203-204). 5 

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se intuyen sin reafirmarse, acentuadas bajo el miedo propiciado por su nueva condición. Moyano vincula a la figura del monstruo diversos aspectos de la religión cristiana que, en claro homenaje a Drácula, se conciben bajo el efecto corrosivo que dicha simbología provoca. Así, la ingente cantidad de catedrales e iglesias que pueblan el territorio acompañan al “arrogante dios” al que su perseguidor, Van Helsing, rinde tributo; ilustrado todo ello para hacer hincapié en la contraposición establecida entre la figura del vampiro y la Iglesia, en tanto que esta primera supone “la violación del gran tabú”, es decir, la concesión de la eternidad, a través de la ingesta de sangre (Roas 2012b: 442). El vampiro es uno de los monstruos dotado de una “función aliviadora”, positiva, en tanto que se vincula “con el poder, la resurrección y la energía beneficiosa, una mezcla de Halloween y Pascua”; de ahí la reivindicación del propio vampiro del relato ante la incomprensión que sus víctimas muestran al haberles concedido tal poder que trasciende a la mortalidad humana (Skal 2008: 436). En el relato, la mordedura vampírica, consciente de la influencia que a ella se vincula, no se concibe como recurso alimenticio, sino que esta lleva a pensar en la “perversión que forma parte del sexo” (Martín 2002: 144), tal y como se observa en las fantasías que el cuello de la mujer de Oribe, su pintor, provoca en el conde —“A la hora en la que me sentía más hambriento, debía permanecer impasible mientras se paseaban por la casa sus dos hijitos, tan tiernos, y su bella mujer, cuyo delicado cuello excitaba mis fantasías” (Moyano 2018: 33-34)— y que remiten inexorablemente al deseo sexual tan presente en dicha variante de la monstruosidad.  Otro de los rasgos que entroncan con la tradición del mito reside en la combinación del caos que propicia la presencia del monstruo junto a su apariencia inquebrantable. Es en ella en la que reside la modificación del narcisismo tradicional, dada la posibilidad de enamoramiento en el vampiro del relato. Sin caer en la humanización del monstruo6, “la respuesta al narciRoas opone, al examinar la evolución de la figura del vampiro, el proceso de humanización de la otredad —entendido en este caso el monstruo como ser que irrumpe en la cotidianidad y que, a pesar de seguir siendo concebido como amenaza, “reniega de su condición y busca liberarse de ella” (2019: 38)— a la domesticación o “castración” del Otro, en cuyo caso el monstruo pierde “el rasgo esencial común al resto de seres y fenómenos fantásticos: la excepcionalidad” (2019: 46-47). 6 

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sismo, en este caso, consiste [...] en un dato que ellos descubren: su propio corazón. Es este el que les permite conocerse a sí mismos como algo más que un mero mecanismo criminal” (Martínez Lucena 2010: 135). El vampiro del relato de Moyano se preocupa por su estética, en tanto que supone su desarrollo personal en sociedad desde el juego paródico que se establece ante la moda del siglo xxi. Vlad, obsesionado con su imagen, muestra un deseo estético que nace de su amor por Sharon y que se aleja de los ideales ególatras del conde de Stoker, que solo atiende a su interés personal y su apetito, propagado como una plaga.  Reparamos, por lo tanto, en la exageración de los rasgos que determinan a Drácula, sin dejar al margen la imposibilidad del monstruo que, desde la voz del Otro lado, nos hace partícipes de su desdichada existencia en el mundo, siempre prevenido ante la presencia de su perseguidor. A ello debe sumarse el empleo del humor; ya mencionado por Álvarez Méndez (2022e) como recurso utilizado para parodiar la identidad vampírica del protagonista. En ella se va incidiendo a lo largo del relato, revelando nuevas propiedades de su inquietante caracterización a partir de ciertos indicios. La exclusión del remitente para proteger su paradero, la mención de los poderes que posee, la mixtura del léxico actual con aquel poco acertado para el cronotopo en que se encuentra y la vana facultad de no poder verse reflejado en los espejos conducen a la interpretación de la otredad fantástica, reafirmada al final del cuento bajo la signatura de Vlad, el remitente de la carta. Es desde este recurso desde el que Moyano potencia la imposibilidad fantástica, presentándonos a un ser que convive en nuestro mundo, en nuestra idea de realidad, y que propaga su condición no desde el miedo generado como extranjero que “pudiera infiltrar el corazón del imperio y destruirlo” (Martín 2002: 140) —recordemos el deseo del conde en Drácula por impregnarse de los modales ingleses de Jonathan Harker para la conquista del territorio—, sino que, desde la actualización de su léxico y apariencia, consigue pasar desapercibido en el ambiente en el que ahora se esconde. Por otro lado, y para referirme a las ficciones de Eximeno y Chimal, debo partir de lo establecido por Knickerbocker (2015) a colación del zombi. Este investigador define al revenant bajo el carácter primitivo que media en sus movimientos y en su instinto animal; fachada desde la que se anula cualquier halo de humanidad, de raciocinio. La clasificación que Knickerbocker expo-

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ne al respecto de este monstruo diferencia al zombi del folclore —que nace en la tradición haitiana y que responde a los intereses del bokor, en tanto brujo que crea a su esclavo—, el zombi poshumano —manifestado a través de sus propiedades animales, previamente referidas— y el zombi renaissance —que surge a raíz de experimentos biológicos y/o bioquímicos que generan la epidemia—. En este sentido y, en primer lugar, analizaré el relato de Santiago Eximeno, titulado “La hora de la verdad”, incluido en la antología Las mil caras del monstruo. En él se emplea al “zombi poshumano” para verbalizar las inquietudes ante el deceso, que señalan el miedo a la muerte; hecho al que trasciende la melancolía. Desde la seriedad académica que promete la estructura expositiva propia del informe oficial, Santiago Eximeno en “La hora de la verdad” enuncia el modo de proceder ante la defunción de un familiar empleando para su construcción las características propias de este tipo de textos. Así, describirá, estructurando la información en diferentes epígrafes y subepígrafes —“Introducción”, “Preparativos”, “Muerte lejos del hogar”, “Donación de órganos”, etc.— los pasos a seguir en caso de producirse la muerte de un familiar. La objetividad que se presupone en el informe académico se conjuga con el compromiso social del autor, dada la vinculación en su texto con el proceso de duelo; consigna desde la que se perfilan opciones de permanencia del finado en nuestro mundo. La inquietud ante la muerte induce a los familiares a demorar la dolorosa despedida. Tanto es así que estos optan en su lugar por alterar dicho proceso de tránsito dado el reencuentro con la alteridad que sustituye parcialmente al recuerdo de lo vivido. De entre las decisiones que los familiares deben tomar al respecto del deceso, se encuentra la posibilidad de reencuentro con el familiar fallecido, convertido ahora en zombi. En “La hora de la verdad” los zombis se exhiben como posibilidad ante la no muerte. Son la opción que elimina el carácter emotivo y melancólico que adquiere la pérdida ante la incomprensión del fin. Tal y como he planteado en un trabajo previo (2022a), la permanencia del finado en nuestro mundo supone la convivencia con el anti-sujeto, quien, dotado de aquella forma física que le constituía como individuo, se ha transformado en un ente autómata, vacío de toda conciencia. Los familiares, cansados del proceso de duelo, de la dolorosa despedida, buscan convivir con el recuerdo de su apariencia. Ahora bien, la figura del cadáver andante no cesa en su fachada amenazante y putrefacta; al

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contrario, insta a la reflexión de una más que posible sociedad contenida por la amenaza zombi —en la realidad de dicha ficción—. En este caso, el monstruo se asocia a la esclavitud y a la sumisión propiciada por la donación del cuerpo, es decir, por la “reeducación de los finados” —última disposición propuesta entre las cuatro posibles: entierro, cremación, encierro controlado y donación del cuerpo—, cuya continua retribución al sistema supone la eliminación del descanso eterno a la par que propicia un nuevo reencuentro con la familia del fallecido, ya que “estamos dando los primeros pasos en control y educación de fallecidos, orientando el programa hacia la creación de puestos de trabajo e integración social” (Eximeno 2018: 167). Dicha posibilidad coexiste junto con el encierro controlado, dada la perpetuación del recuerdo de los familiares fallecidos, que, además, adquiere cierto valor clasista al reservarse para las familias pudientes: “El encierro controlado ha tenido una acogida muy diferente dependiendo del nivel cultural y social del cliente. […] supone un gasto económico considerable que no todos pueden permitirse” (2018: 165). Las críticas al respecto del sistema se alternan en un texto en el que reina la combinación de lo fantástico con el humor; recurso empleado para potenciar la desestabilización de los límites de lo real generada por la imposibilidad fantástica (Roas, Álvarez y García 2017). La identidad del difunto se perfila así bajo diversos juegos lingüísticos —por ejemplo: la denominación de los familiares como supervivientes, la diferenciación presupuesta entre los entierros permanentes o no, el “uso indiscriminado de la palabra zombi” (Eximeno 2018: 168) por parte de los trabajadores de la funeraria— o bajo la diseminación alterna de las propiedades del no-muerto que se intuyen sin reafirmarse como tales a lo largo del relato —la continua mención a la importancia que adquieren las primeras cuarenta y ocho horas tras el fallecimiento, la insistencia ante la extracción del cerebro si se opta por el entierro permanente, el tratamiento estético ofertado para mejorar la apariencia del no-muerto y, con ello, su estancia durante el encierro controlado, etc.—. El empleo del humor se hace patente a través de los ejemplos referidos y de otros desde los que se verbaliza la crítica social ante el mercado negro, la religión o el propio sistema capitalista, que inhibe la libertad individual en favor de la operatividad del sujeto, tal y como se ha observado en los ejemplos sobre la donación del cuerpo.7 7 

Para saber más sobre el análisis de este relato, véase Rodríguez Campo (2022a).

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En ese sentido, Alberto Chimal, conocedor de la impronta crítica que redunda en el uso de este recurso, lo utiliza en el relato “Los salvajes”, incluido en la antología Festín de muertos; cuento desde el que incide en el narcotráfico en México. En el texto se narra el largo viaje que emprende el protagonista, nieto de uno de los capos más conocidos del país, apodado este último “La Piraña”, con el fin de resucitar a Roberto Bolaño, la Celebridad, que coexiste en el relato junto a Charles Bukowski. Para resucitar a ambos creadores, se describe en el texto el robo del uranio y su posterior transporte a un laboratorio clandestino en Barbados. El proceso en su totalidad está condenado por diversas organizaciones —véase la ONU, la UE, etc.— a las que se suman personalidades como el papa, Shakira, Bono y países como Corea del Norte. Esta última mención, de la que ha de señalarse el inciso entre paréntesis —“Después de […] pagar el proceso de síntesis, carísimo y además condenado por el papa, la ONU, la UE, los EU, los EAU, Corea del Norte (que lo había inventado) y hasta Shakira y Bono” (Chimal 2017: 67; énfasis mío)—, hace hincapié en los prejuicios ante dicho país y sus posibles implicaturas al respecto del origen del virus originado en este contexto, que, finalmente, consigue ser reconducido a España. El humor, tal y como se está planteando, contribuye a la deconstrucción del sistema, reiterando el velo de corrupción que pervive y que, además, se extiende a través de la imposibilidad fantástica del monstruo. Este último no es sino una exageración que visibiliza el alcance de la depravación del gobierno. En esta línea, el empleo de la ironía incorpora “la doxa vigente en un determinado contexto histórico para luego trastornarla, revelando así su inconsistencia y la inconsistencia del orden en que esta se funda” (Boccuti 2018: 11). La presente epidemia introduce la monstruosidad insólita a través de la tipología del “zombi renaissance”, siendo de índole biológica o bioquímica la causa que mueve a su creación (Knickerbocker 2015). Los revenants ilustrados no solo en la figura de ambos escritores —es decir, Bolaño y Bukowski, homenajeados en el texto— sino de todos aquellos a los que infectan con su mordisco son la llamada de atención ante la corrupción del sistema. El efecto zombi se intuye, pues, como puente simbólico entre las fuerzas del Estado que coartan al individuo y la multitud, como la resistencia, los zombis convertidos, que luchan frente a la perniciosa vigilancia del gobierno. “Los salvajes” encuentra en el zombi el cese de la vigilancia que las grandes organi-

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zaciones gubernamentales vuelcan sobre el individuo, señalando la transformación en zombi como la posibilidad última de redención, de salvación del ser humano. Así lo corroboran los últimos pensamientos del protagonista, quien, tras ser mordido por uno de los escritores referidos, promete “empezar a vivir, mejor, su propia vida, libre de modelos e influencias” (Chimal 2017: 71). En esta línea, debemos definir al monstruo en el relato objeto de estudio como aquella figuración ligada a la libertad, a la revolución frente al sistema, empleada para verbalizar la supresión del Estado.8 A ello se suma el peso de la ficción cinematográfica, que recae en la realidad del texto incidiendo en la propagación del fin no solo generada en la amenaza zombi, sino también en la corrupción a la que se ve sometido el sistema. Ello se constata en el siguiente fragmento, en el que se describe cómo los zombis “avanzaban por la Ciudad de México en el comienzo de la epidemia prometida por tantas franquicias del entretenimiento y que en la realidad sería mucho peor (¡la caída de las naciones, la humanidad reducida al estado animal antes de su extinción, el horror!) y no tendría fin” (2017: 71). Otro de los ejes que sobresalen en la narración tiene que ver con la defensa de las humanidades. El nieto de uno de los capos más afamados del país, protagonista del texto, opta por abandonar el narcotráfico y dedicarse a la investigación, prometiéndole a su abuelo fallecido que “iba a ser alguien aunque fuera en la cosa inútil —él decía ‘la pendejada’— que [l]e había dado la gana estudiar” (2017: 69). La inquietud científica que acompaña al protagonista es tal que este, movido por su deseo de ahondar en la obra del escritor Roberto Bolaño, decide resucitarle para llevar a cabo la redacción de su tesis, titulada “2666 desde el punto de vista del autor”, que albergará en el futuro una segunda parte, a la que denominará “nuevas revelaciones directamente de la fuente” (2017: 69; énfasis en el original). El fanatismo ante la figura de este escritor conduce al protagonista del texto al empleo del apelativo “detective salvaje”, que remite a la obra Los detectives salvajes (1998), del escritor previamente referido, y que sustituye a “La Pipi”, apodo cariñoso empleado como homenaje

Así se constata en esta y en las demás ficciones del libro de relatos del autor al que también pertenece este texto, Los atacantes (2015), ya que dichos “cuentos inciden en cómo en tiempos actuales los miedos contemporáneos nos llevan a lo perturbador y, de nuevo, al monstruo” (Álvarez Méndez 2022b: 4). 8 

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a su abuelo, “La Piraña”. Este, el detective salvaje, consigue, finalmente, su cometido: introducir en España el uranio para generar una sustancia que resucite a Roberto Bolaño, la Celebridad. Rompiendo con la premisa de la muerte del autor, Bolaño-zombi resolverá las dudas del protagonista del relato, asegurando el triunfo de su investigación. La reivindicación del escritor homenajeado se lleva a cabo no solo a través de los guiños intertextuales que señalan su obra escrita sino también desde el humor, al visibilizar, una vez vuelto a la vida, la confusión que su nombre, Roberto Bolaño, provoca en el público: —Es él. Es él. ¡Es él! —dijo, cada vez con más fuerza, como villano de la película del siglo xx—. Bueno, ¿qué esperan? Desátenlo. Nadie obedeció de inmediato. —Oiga, señor Juan Luis, realmente estuvo bien cabrón el vuelo —dijo un guardaespaldas. —Sí, es muy salvaje el güey este —dijo otro. —Yo de niño pensaba: “Chespirito ha de ser el hombre más bueno del mundo”, ¡pero no! —dijo un tercero. Y “La Pipi” se puso furioso. —Chespirito —dijo, levantándose de su sillón— se llama Roberto Gómez Bolaños. Chespirito es un cómico de la televisión. ¡Yo lo conozco desde que tengo tres años! ¡Y ese que tienen ahí se llama de otro modo! ¿Por qué toda la gente ignorante confunde a Bolaño con Gómez Bolaños? (2017: 70).

Enmarcada en un estado corrupto, la otredad fantástica pone de manifiesto la pervivencia del narcotráfico en una suerte de diálogo con “La Pipi”. Es este último quien, como entrevistado, documenta la tragedia acaecida ante la epidemia zombi. Dicho intercambio de información podría sobreentenderse desde un futuro próximo en el que el propio protagonista, convertido en zombi, narra lo sucedido. Él mismo afirma al final del cuento que “eso diría muchos años después” (2017: 71). Monstruos universales actualizados Para definir al monstruo universal actualizado, ha de revisarse lo enunciado por Casas quien sostiene al respecto de la otredad no mimética que “es

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extremadamente dúctil y pone de manifiesto hasta qué punto varían los temores dominantes dependiendo de la época y la cultura en la que nos encontremos” (2018: 12). En esta línea, a diferencia del primer ítem expuesto, el monstruo universal actualizado transforma el arquetipo de la monstruosidad clásica para adecuarse a los miedos y ansiedades de la época a la que estos se refieren y a la que ahora pertenecen, mimetizándose en el ambiente. Más que una simple degeneración cultural, los monstruos universales actualizados señalan a una cultura propia (Skal 2008: 22; énfasis en el original), renovando las propiedades y roles asociados a las diversas figuraciones de la monstruosidad ya existentes. Afloran nuevas perspectivas que, por un lado, configuran un nuevo tratamiento del monstruo. Como se observará en el relato de Karen Chacek, la zombi, protagonista del texto, narra su propia historia; hecho que dota al revenant del raciocinio antes carente en él. Por otro lado, en este tipo de figuraciones también confluye la monstrificación de diversas entidades que ya sugieren cierta capacidad amenazante en su figura mimética.9 En primera instancia, Karen Chacek, en su cuento “Como cada vez”, incluido en la antología Festín de muertos, elige al zombi para relatar en primera persona las vivencias de la revenant en la urbanización en la que reside. Si bien, antes de referirme a las peculiaridades de este monstruo, considero necesario acotar el texto en la poética de lo inusual para su consiguiente comprensión. Siguiendo lo expuesto por Alemany Bay (2016, 2019), en las ficciones de algunas escritoras del ámbito hispanoamericano, la alegoría del yo femenino se perfila desde la narrativa de lo inusual, considerando el cuerpo de la mujer como cuerpo que deviene monstruo. Muchas narradoras exploran en sus tramas la monstrificación de dicha corporalidad, frágil e inestable, para trastocar los arquetipos vinculados al ideal de feminidad, definido desde el marco patriarcal dominante que lo configura. Se desvirtúan, así, las fronteras entre el plano de lo real y lo imaginado, albergando cuerpos desde los que subvertir los patrones que rigen el mundo. En esta línea, y en contraposición al rol de la mujer como madre-cuidadora, musa, objeto comercial o herramienta destinada al placer, escritoras como la mexicana Karen Chacek optan por acotar lo femenino desde el eje de la perversidad. Ejemplo de ello pudiera De ello dará cuenta en su relato Pablo Martín Sánchez (2018) al vincular las labores del dentista con las características propias del demonio. 9 

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ser su cuento “Como cada vez”, ya que en él la identidad femenina se acerca a la representación de esta como castradora; hecho que surge de la tradicional idea de la mujer monstruo a partir de la vagina dentata (Creed 1993). En este caso, la zombi se erige como figura amenazante —en ella es relevante advertir la convergencia de su inteligencia humana con su actual fachada monstruosa— y de denuncia —al exponer sus heridas en tanto reafirmación de su identidad revenant y del recuerdo de lo acaecido, huella imborrable de su pasado, a partir de la violencia ejercida a manos del hombre sobre su propio cuerpo—. En cuanto a la primera vertiente señalada como figura amenazante, la zombi del relato elude la clasificación expuesta por Knickerbocker (2015) al encontrar en ella una interesante mixtura en la que convergen su naturaleza humana —dada la pervivencia de su identidad, sus aptitudes cognitivas y su interés estético— y monstruosa —que no se aleja de la amenaza que confiere como muerto andante—. El miedo que despierta su presencia no se atenúa a pesar del raciocinio empleado para facilitar la convivencia con los ancianos de su urbanización. Al contrario, se favorece su anomalía al conceder la voz a la otredad. La zombi ilustrará en primera persona la venganza ante estos hombres que tanto daño le han causado física y psicológicamente. El lienzo en el que ahora conviven sus heridas, su nueva corporeidad, se modela, en primera instancia, a partir de los cuidados físicos que ejerce sobre sí misma, cuya única finalidad es la de esconder las magulladuras para mimetizarse en el ambiente: “Cuando visito mi colección de fotografías me río de aquellos primeros años en los que jugaba a esconder mis suturas y maquillaba de colores los cierres” (Chacek 2017: 107-108). Si bien, dichas lesiones, ocasionadas por los hombres con los que la zombi ha mantenido relación, se alzarán como símbolo de resistencia: “Ahora disfruto a raudales verme las cremalleras y palpar con las yemas de mis dedos lo frío de sus dientes metálicos” (2017: 108). Debe revisarse en lo referente a la transfiguración de la carne el ensayo de Kristeva —Poderes de la perversión (2006)—; texto en el que, bajo la definición de lo abyecto, se vincula la corporalidad femenina y todo lo expulsado a través de esta con la otredad.10 Asimismo, remito al capítulo de Fernández Martínez en este libro quien, al respecto del “cuerpo hórrido”, reflexiona en torno a la transgresión corporal de la mujer —vinculada a la maternidad— y del cuerpo de la mujer. 10 

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Las heridas a las que estoy haciendo alusión adquieren una nueva dimensión al convocar la relación entre monstruo y mujer, y sugerir un nuevo arquetipo de feminidad opuesto al de “ángel del hogar”; posicionándose, así, la zombi del relato como mujer-sujeto, contraria a la victimización previa, que escondía y maquillaba sus heridas: Cuando estamos bajo las sábanas bañados en sudor, fluidos y plasma, y ellos enredan sus piernas con las mías, es solo cuestión de tiempo para oírlos tragar sangre y exhalar un “Estás muy callada… ¿en qué piensas?”. Lo veo en sus miradas encendidas, que me recuerdan de pronto a las de los muñecos de baterías, ansían que responda: “Pienso en la herida, en la que acabas de hacerme”. Pero yo únicamente sonrío y les acaricio el rostro. Lo detestan (Chacek 2017: 109).

Otro de los ejes en la narración que llevan a vincular la perversión de la que es objeto la mujer del relato es la distorsión del motivo del amor romántico. Los hombres que se suceden a lo largo del texto rechazan a la zombi por la valentía y honestidad que emanan sus heridas y la visibilidad que estas adquieren como parte de sí. También es necesario matizar el desprecio al que esta —la amante, aquella que solo sueña con enamorarse alguna vez— se ve sometida. Tanto esta como las demás líneas examinadas en el texto arrojan un haz de luz a la hora de responder a los traumas que no han sido superados y que se redefinen desde la estética de lo inusual en tanto subversión monstruosa que clama contra la violencia de la que es objeto la mujer.11 Por otro lado, y al hilo de las consideraciones previas acerca de las nuevas perspectivas actualizadas que alberga la monstruosidad no mimética actual, el cuento de Pablo Martín Sánchez, “Luego están los dentistas”, incluido en la antología Las mil caras del monstruo, sobresale como ejemplo de lo expuesto en relación a la reconversión de algunos de los arquetipos del terror tradicionales. Este es el caso del demonio; figura con la que el autor establece un juego exagerado desde el que contrastar el imaginario demoníaco con las labores odontológicas. A través del uso de metáforas y sinónimos, se refleja el Para más información al respecto del relato de Chacek y de otras ficciones, incluidas en la antología Festín de muertos, en las que también se analizan cuestiones íntimas y miedos sociales plasmadas en la poética de las creadoras mexicanas de la última década, véase Rodríguez Campo (2023). 11 

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funcionamiento de una clínica dental, describiendo de forma detallada la cotidianidad que la envuelve y que reconocemos como tal. El protagonista del texto nos hace partícipes de su visita al dentista, trazando con minuciosidad la totalidad del proceso desde la entrada en la clínica hasta su consiguiente y tortuosa salida. Durante el transcurso de su visita, el lector será testigo de la presencia, ayuda y desmesurada amabilidad de la “secretaria-ayudanteenfermera”, del inquietante silencio que se respira en la sala de espera, alumbrada por las revistas del corazón, o de los sonidos estridentes propios del instrumental médico. Estos son algunos de los elementos que, junto al uso de la segunda persona del singular, sitúan al lector en la trama, instándole a formar parte de ella. El terror que propicia dicha atmósfera se acentúa desde el propio lenguaje como instrumento que favorece una abertura ante los dos planos superpuestos en el texto —la clínica dental y el infierno respectivamente—, protagonizados estos por el dentista como “figura de origen natural”, siguiendo la clasificación de Roas, y, al mismo tiempo, por el demonio como “ser imposible” (2019: 31). La caracterización de este último, del Maligno, se plantea a lo largo del texto en las diversas alusiones que responden a las entidades demoníacas que han poblado la cultura propia del folclore alemán —“el mefistofélico estomatólogo”—, hebreo —“Astaroth, el Odontólogo”— o judío —“el maléfico Asmodeo”—, entre otros. A dichas denominaciones se suma la precisión y riqueza léxica que conduce a la ilustración del monstruo. Se reservan ciertas imágenes que señalan al color blanco y que se relacionan quizás en su definición simbólica en tanto “séptimo color” (Cirlot 1992: 101), aunque también en la oposición que supone ante la imbricación de ambos planos, véase la claridad de la clínica frente a la oscuridad del infierno. Múltiples son las escenas que se suceden en torno a dicha tonalidad, es decir, en cuanto al color blanco, a cuyo encuentro emergen los elementos que el dentista utiliza en su labor y que enfatizan la presencia de la monstruosidad, tal y como argumenta Carroll al respecto de la metonimia terrorífica (2005: 118-121). De esta manera, la enfermera, “albo cancerbero” (Martín Sánchez 2018: 183), conducirá al paciente a la estancia en la que se encuentra “una especie de camilla ondulada, como la virgulilla de una ñ gigante o la columna vertebral de un demonio con lordosis” (2018: 183; énfasis mío).

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La superposición de planos insertos en el texto se configura a partir de imágenes propias de la mitología que refuerzan el tono humorístico que lo rodea. A pesar de no relacionarse con el mitema de la tentación12, asociado a la figura del Maligno en la mitología clásica, el demonio del relato surge como reacción ante los propios miedos de la civilización contemporánea y se constituye como advertencia ante la constante presencia del monstruo en nuestros días. Bajo su fachada como practicante de la medicina, el diablo ubica la entrada a la estancia desde la que ejerce su profesión a través del “portalón de la sala Estigia” (Martín Sánchez 2018: 183), que se erige como el límite que separa la tierra del más allá, aunque en el texto sea la puerta que atraviesa el paciente y que preludia el desasosegante encuentro con el dentista. Diversos son los ejemplos que se suceden en el texto a colación del descenso a los infiernos; viaje que se verá acompañado de la figura de Caronte, el barquero que transita ambos mundos, y que reclamará al paciente el peaje que separa los dos planos del texto. “Al vacío dejado por tu muela, se une ahora otro vacío en el bolsillo no menos doloroso” (2018: 186), leemos en el texto, reforzando así la crítica hacia lo encarecedor del servicio a través del humor como recurso que incide de forma velada en la realidad de este sector, siempre al acecho bajo la apariencia deslumbrante e impertérrita del dentista, “escrupulosamente afeitado, con un corte de pelo reciente, un perfume caro […] y, por supuesto, con una dentadura perfecta, marca de la casa (natural o falsa, da igual, que todo vende)” (2018: 181). La adaptación del monstruo se efectúa a partir de procesos metafóricos que reinterpretan al diablo desde la figura del dentista. Si bien, hasta aquí podría considerarse el relato bajo una óptica realista si se constata la analogía entre ambos caracteres. En este caso, la única finalidad del texto sería la de reforzar el miedo que provoca en los pacientes la puesta en práctica de dicha profesión. Sin embargo, se plantea la posibilidad de indeterminación de lo fantástico al final del cuento; momento en que el paciente se fija “en la

Sí se observa en el relato una mínima referencia a la sexualidad en el personaje de la enfermera, al descubrir en ella “los turgentes abismos de su impuro averno de mujer” (Martín Sánchez 2018: 183). Con ello se establece una clara interrelación con la tradición de monstruos femeninos asociados a la poética de la perversidad que plantea Alpini (2009) y que incide precisamente en el engaño a través de la tentación. 12 

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campanilla y descubre, asombrado, que tiene forma de lengua bífida” (2018: 186). De esta manera, se constituye la duda que caracteriza a la estética de lo fantástico y que opone la explicación científica y la explicación sobrenatural, dada la presencia de lo monstruoso (Carroll 2005: 301). Otras encarnaciones de la monstruosidad Como ya se ha adelantado, son diversas las entidades o alteraciones de la monstruosidad que, aunque basadas en los modelos arquetípicos tradicionales, toman características propias de la cultura y del territorio en el que surgen para recuperar los monstruos de la tradición conformando así otros nuevos. Este es el caso tanto de los monstruos universales actualizados como de aquellas otras encarnaciones de la monstruosidad. Si bien y en lo referente a la última de las tipologías expuestas, estas o bien se asocian a variantes que surgen de los mitos prehispánicos, de la tradición oral —tal fuera el caso de las voladoras que introduce Mónica Ojeda en su libro de cuentos homónimo—, o bien presentan una nueva forma de hibridez que no pertenece a los modelos monstruosos clásicos, sino que, en su lugar, juega con objetos de actualidad —pongo por caso el aspirador hambriento del cuento “La familia y uno más”, de Raúl del Valle—, con especies de la naturaleza —la mujerplanta carnívora que dibuja Ángel Olgoso en sus “Flores atroces”— o formas otras que alberguen la monstruosidad no mimética. Por ello, considero necesario aludir a dos relatos de la antología Insólitas en este capítulo —“Yo, cocodrilo”, de Jacinta Escudos, y “Pequeñas mujercitas”, de Solange Rodríguez Pappe—, ya que me parecen claros ejemplos de monstruosidad imposible que rompen los umbrales categóricos clásicos de hibridez. Además, estos textos, tal y como demuestro en un trabajo previo (2022b), introducen variantes regionales o locales del monstruo, con características específicas y diferenciadoras respecto a los monstruos globales o universales. En su presentación se perciben bien los mitos prehispánicos, bien los cultos populares asociados a la cultura oral de cada país. Desde ese contexto se puede concebir el cocodrilo en el que se transforma la protagonista de la trama en el relato “Yo, cocodrilo”, de la salvadoreña Jacinta Escudos, pues la autora muestra una tendencia a no decantarse

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por figuras teratológicas globales, sino a recurrir a seres monstruosos más cercanos a su tradición cultural. En esa línea, Escudos trabaja la identidad femenina para subvertir el ideal de mujer configurado por el marco patriarcal dominante y vinculado a las creencias sumamente conservadoras de una tribu. En el relato —que bien podría ser estudiado desde una perspectiva ecocrítica y decolonial— se aborda la conversión en cocodrilo por parte de la protagonista, quien nos hace partícipes de su metamorfosis en primera persona, es decir, desde la voz del Otro lado. Esta transformación supone la vía de escape ante el ritual de ablación genital llevado a cabo por la curandera de la tribu. Todas las mujeres de la comunidad contribuyen a la puesta en práctica de un rito que aprueba las relaciones matrimoniales a través de este ritual. Se concibe, así, a la mujer como objeto y no como sujeto, es decir, como artefacto destinado a la reproducción y al que se le niega su propio placer. La importancia de esta práctica, de la ablación genital, es tal que aquella que se niegue a someterse al ritual “será infiel, será lujuriosa, se enfermará de la carne y se le pudrirá todo” (Escudos 2019a: 357). Por ello, la transformación en cocodrilo, vinculado este a la fertilidad y a la muerte (Cirlot 1992: 135), supone la vía de escape que rompe con la concepción de la mujer virginal, pura. Esta encuentra en la monstruosidad el desafío social que también se advierte en monstruos arquetípicos como las amazonas. Afirma Braham que “the Amazon women present a multifaceted challenge to social and natural orders, freely roving their inhospitable territories, sacking and pillaging, and demonstrating unmaidenly sexual agency” (2015: 15). Este desafío al que estoy haciendo mención se dibuja en el relato a través del ejercicio de la violencia que ajusticia a todas aquellas mujeres sometidas contra su voluntad. La protagonista decide no aceptar el ritual, confesando su naturaleza monstruosa, entendida desde el diálogo interespecies: “Prefería ser cocodrilo, indigna, impura” (Escudos 2019a: 358). El cuento termina con la destrucción de la aldea, previo acuerdo de la protagonista con aquellos otros cocodrilos del pantano de cuyo grupo ahora forma parte. Estos animales, quizás seres monstrificados, acaban con todas las mujeres de la comunidad y con los hombres que trataban de defenderlas en vano: “Fuimos a la aldea. Destruimos todo. A los únicos seres a los que despedazamos fue a las mujeres de la aldea. Algunos compañeros murieron en la hazaña. Los hombres se defendían. Pero los hombres no nos interesaban. Eran ellas las que hacían

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todo. Las que cortaban, obligaban, mantenían las piernas abiertas” (Escudos 2019a: 358). Remito a mi investigación previa sobre este relato (2022b) en la que sostengo que el devenir monstruo repercute en el realce de una identidad alternativa a la “normalidad” social, actúa como fuerza de sesgo político que permite defender la necesidad de romper con el pensamiento dominante. Así, el hibridismo que emana del monstruo se constituye como ejercicio positivo que cuestiona el mandato identitario y cultural de la sociedad en la que se inscribe. Establecer un diálogo con el monstruo, según demuestra Beville (2014), es necesario en términos de adquisición de la libertad individual: aceptar al Otro que hay en nosotros es espeluznante, pero empoderador. En este sentido de liberación, la búsqueda de la propia identidad opera en la protagonista a partir de la conversión en cocodrilo.13 Durante los sueños que ocurren en el tránsito de su devenir monstruo, la protagonista experimenta su propia sexualidad a través de la satisfacción que le produce una simbólica y “larga serpiente que le crece entre las piernas” (Escudos 2019a: 359), que acaba recorriéndola por dentro, señalando la masturbación femenina y la vana necesidad de la figura masculina para albergar el placer en la mujer. Con ello, Escudos propicia la eliminación de fronteras binarias rígidas entre ambos sexos, que llevan a constituir una nueva identidad alejada de los parámetros que definen lo masculino y lo femenino. Construir el cuerpo del monstruo supone desvincularse de los protocolos sociales generados en el comportamiento en sociedad. A ello se refiere Escudos con su relato, proclamando, tal y como he declarado en Rodríguez Campo (2022b), el disfrute de la animalidad en contraposición al deshumanizado régimen del patriarcado imperante, que aboga por la disolución de las identidades impuestas. Por su parte, la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe se suma a la reivindicación de lo femenino en su relato “Pequeñas mujercitas”; texto en el que recoge la dicotomía entre la mujer como ángel del hogar y aquella relacionada con la seducción, la violencia, la lucha y el placer (G. Cortés 1997:

A colación de la metamorfosis a la que se refiere el texto, debe revisarse lo examinado por Fernández Martínez en su capítulo en este libro en el que se analiza el “cuerpo metamorfoseado” en la narrativa reciente en español. En él, se ejemplifican cuestiones candentes vinculadas a la importancia que adquieren los cuerpos en la desestabilización de la estructura cultural hegemónica. 13 

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73). Este último arquetipo lo hallamos en una tribu de diminutas féminas, formadas a partir de procesos tales como la miniaturización y la masificación14, que se erige en amenaza para reivindicar el papel de la mujer, reservada al ámbito del hogar, del cuidado ajeno. Lo masculino, opuesto a dicha entidad otra, se constituye como representante del éxito profesional y social en la familia; caracterizado en el relato en el hermano de la protagonista del texto, que vuelve a la casa de sus padres tras cometer adulterio. Su hermana, dedicada en ese momento a la limpieza del hogar, le permite su regreso, como hiciera su madre en el pasado. Esta última siempre le ayudaba en ese asunto, favoreciendo así la desigualdad filial. “Aprende de tu hermano, que jamás da qué hacer” (Rodríguez Pappe 2019: 100), bufaba la progenitora, quien enfrenta la obligada servidumbre de la mujer frente a la tan aclamada y negligente actitud de su hermano. Dichas estratagemas de sometimiento que el ideal femenino se ve obligado a aceptar se subvierten en el relato a partir del uso del humor como herramienta de reevaluación, que conduce al cuestionamiento de los modelos patriarcales asumidos a partir del necesario distanciamiento generado por la ironía (Roas, Álvarez y García 2017; Boccuti 2020b). De esta manera, la protagonista del texto observa a las diminutas féminas, desnudas en sus viajes por el salón, al mismo tiempo que escucha a su hermano hablar sobre su “sofisticada vida como asesor de un político” (Rodríguez Pappe 2019: 102). Estas escenas transcurren en el hogar; cuya “potencial ruptura […], su violación, su profanación, puede desembocar en la peor de las perversiones imaginables” (Díez Cobo 2020: 138). Ello se lleva a cabo no solo a través de estas pequeñas mujercitas, que exploran el desnudo femenino conminado a permanecer oculto, sino también a partir de los objetos bélicos y sexuales —símbolos de guerra, puñales o merchandising pornográfico— que permanecen escondidos en el salón y que cuestionan la casa como espacio de seguridad. Esta se transforma en un terreno inquietante que adquiere verdadera importancia como lugar desde el que reivindicar una lectura de género al tratarse de uno de los espacios reservados a la mujer, entendido como tal La mixtura de ambos procesos confluye en una proliferación desmedida de minúsculas mujercitas; hecho que responde a los dos procesos biológicos de creación de monstruos referidos que podrán revisarse en el ensayo de Carroll, Filosofía del terror o paradojas del corazón (2005: 116-118). 14 

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Distorsiones clásicas, actualizadas y alteraciones otras

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bajo el marco patriarcal heteronormativo (Álvarez Méndez 2022d: 135). La rebelión que suponen estas pequeñas mujercitas mueve a la protagonista a abandonar sus tareas domésticas y, con ellas, a su hermano, que dormía en el sofá; asentamiento de la pequeña tribu. Las diminutas monstruas reflejan la situación opresiva experimentada por la mujer.15 Claman venganza en la elipsis final del relato en el que se plantea un interrogante. Tal y como manifiesta Braham (2015), en él confluyen la tentación y el caos que caracterizan a las amazonas, mencionadas con anterioridad, y a las sirenas. Estas últimas, recordemos, con sus cantos y su belleza, embelesaban a los marineros, invitándoles a formar parte de su humilde colección de náufragos. Así se constata en el final del relato, en el que seremos testigos de la atracción que supone el monstruo y el riesgo que ello conlleva: Antes de salir, dejé la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín, que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesa mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del umbral, serían de dolor o de placer (Rodríguez Pappe 2019: 103).

En definitiva, tal y como he apuntado con anterioridad (Rodríguez Campo, 2022b), Rodríguez Pappe sitúa a esta tribu de pequeñas monstruas para trastocar los patrones asumidos de lo masculino y lo femenino en ese diálogo entre ambos hermanos. A ello se suma la corporalidad y, más aún, el desnudo; ambos empleados como ejes de subversión del modelo de mujer que el imaginario patriarcal esculpe a imagen y semejanza de la perfecta Galatea. En esta línea no debe olvidarse que el cuerpo femenino, sostiene Creed, puede ser representado desde el fetichismo o como figura omnipresente relacionada con la muerte (1993: 23). Precisamente y, para ahondar en este último aspecto, la mujer, a la hora de desvincularse de las propiedades conservadoras que la Sobre dichos patrones de sumisión sufridos por la mujer, debe revisarse el ensayo de Roas al respecto de los monstruos femeninos (2020a: 27). 15 

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configuran, se redefine a través de estas diminutas féminas que exhiben desde su propia corporalidad aquellos aspectos de sí mismas no socialmente aceptados: “Horror emerges from the fact that woman has broken with her proper feminine role —she has ‘made a spectacle of herself ’— put her unsocialized body on display” (Creed 1993: 42). Con ello, Rodríguez Pappe visibiliza los prejuicios experimentados por la mujer a lo largo de los siglos, e inscribe este texto en la poética de la perversidad, dado el cierre elíptico, expuesto con anterioridad, que mueve a la sororidad y empoderamiento femeninos. Conclusiones Para responder a la problemática esbozada al inicio —¿cuál es la representación de la monstruosidad no mimética del siglo xxi?—, se ha examinado una pequeña nómina de textos incluidos en tres antologías que contribuyen a establecer una suerte de diálogo transatlántico entre España, México, El Salvador y Ecuador; todo para confirmar la pluralidad de variantes, de alteraciones de la otredad fantástica e inusual, que coexisten en la poética de los autores contemporáneos que escriben en español. Los monstruos universales clásicos, los universales actualizados y aquellas otras encarnaciones de la monstruosidad persisten en su empeño para demostrar la ductilidad y vitalidad de dicho motivo. Su pervivencia se debe a los múltiples acercamientos que se adecúan a un determinado marco sociocultural y que señalan ciertos aspectos de la realidad sobre los que debe ponerse el foco. Ejemplo de ello son las ficciones de los autores referidos —Manuel Moyano, Santiago Eximeno, Alberto Chimal, Karen Chacek, Pablo Martín Sánchez, Jacinta Escudos y Solange Rodríguez Pappe— que visibilizan su originalidad a través de vampiros, zombis, demonios, mujeres-cocodrilo o tribus de diminutas féminas, que trenzan la amenaza de lo monstruoso con el eje crítico que mueve a la reflexión de nuestra idea de realidad. El presente capítulo, en definitiva, se esgrime como boceto mínimo de un necesario análisis posterior en el que pueda concretarse la representación de la monstruosidad no mimética en el siglo xxi, dando voz a otros autores y autoras, de diferentes nacionalidades, que completarán sin ninguna duda esta primera panorámica expuesta.

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IV. MONSTRUOSIDAD, GÉNERO Y CUERPO

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UNA ALIANZA MONSTRUOSA: EL RETORNO DE LAS BRUJAS EN LA LITERATURA HISPANOAMERICANA ESCRITA POR MUJERES Anna Boccuti Università degli studi di Torino, Italia. Grupos GEF y GEIGhd

Il corpo deforme, più che un oggetto, è quindi un dispositivo di spostamento, un veicolo per la costruzione di una rete di discorsi interconnessi e allo stesso tempo potenzialmente contraddittori: discorsi sul suo —di lui, di lei— sé incarnato. Genere e razza sono due agenti primari di questo processo. Rosi Braidotti, Madri, mostri e macchine

Lo monstruoso y lo femenino: breve excurso Entre las muchas manifestaciones de lo monstruoso en la cultura, seguramente una de las más ancestrales es la que combina la monstruosidad y lo femenino, hasta el punto de que, como recuerda Shildrick (2002: 29), los dos términos acaban por solaparse: ambos oponen su diferencia ante al cuerpo modelo, masculino y blanco. En la Antigüedad, la equivalencia “cuerpo monstruoso/cuerpo femenino” es teorizada por Aristóteles en De generatione animalium, donde se afirma: “Hay semejanza de forma entre un niño y una mujer, y la mujer es como un hombre estéril” (Aristóteles 2001: 155, trad. personal). La mujer, según el Estagirita, es inferior al hombre porque no posee el esperma, el principio vital que fecunda, sino que solamente puede actuar como contenedor en la procreación, es decir, como elemento pasivo. El suyo es, pues, un cuerpo ‘monstruoso’, ya que como tal se consideran en el pensamiento aristotélico aquellos cuerpos que presentan una carencia o un exceso en relación con el cuerpo masculino: la que se plantea aquí es una monstruosidad en primer lugar biológica. Esta concepción de la inferioridad

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intrínseca del cuerpo femenino influiría posteriormente en la percepción general de la mujer como un ser degradado, perteneciente a una humanidad ‘desviada’: la distancia que separa la alteración biológica de la inadecuación moral e intelectual que marcará el papel subordinado de la mujer en la cultura occidental es corta.1 Las tesis del Estagirita contribuyen pues a fijar el régimen binario de separación entre lo masculino y lo femenino, así como su jerarquización, destinada a tener profundas repercusiones en la conceptualización de lo femenino como polo inferior y negativo. La supuesta convergencia de lo monstruoso y lo femenino también ha sido puesta de relieve por la psicología analítica junguiana —orientada, como es sabido, a rastrear y comprender los arquetipos compartidos por el inconsciente colectivo y presentes en el imaginario de todas las culturas— en su interpretación de uno de los arquetipos fundacionales, el de la Gran Madre. Como ha señalado Neumann (1981), en la Gran Madre se alternan la generación y la muerte, el principio y el fin, puesto que este arquetipo reúne la Madre Buena (generadora y nutricia) con la Madre Terrible (devoradora y opresora): en la una y en la otra se encuentran principios femeninos (procreación, nutrición) y masculinos (destrucción). Por esta razón el sexo del monstruo, afirma Neumann, en todas las culturas es siempre simbólicamente femenino (1981: 180). El héroe fundador del mito debe, pues, domar la fuerza caótica híbrida y primigenia del monstruo femenino para reconstituir el orden y fundar la civilización (patriarcal): decapitar a la Gorgona, resistir a las sirenas es su misión. El psicoanálisis freudiano, por su parte, ha contribuido a reforzar la idea del cuerpo femenino como monstruoso. En Lo siniestro (1919) Freud remonta la experiencia de lo ominoso al recuerdo que todo hombre tiene de su propia vida prenatal; luego, en La cabeza de la Medusa (1922), afirma que es la visión de los genitales femeninos la que produce en los sujetos masculinos atracción y miedo, porque el sexo femenino sugiere la amenaza de la castración, a la que remite también el mito de la vagina dentada. Además, el

Como señala Shildrick, el paradigma aristotélico produce el cambio epistemológico por el que cualquier cuerpo que exhiba “corporeal disorganisation, lack of resemblance, ontological impropriety and link with the feminine” (2002: 32) es juzgado en términos de diferencia y monstruosidad. 1 

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cuerpo de la mujer constituye una amenaza simbólica para el orden patriarcal, porque durante la gestación y la lactancia pierde sus límites, se deforma, se excede y deja así de ser controlable: como puntualiza Braidotti, “The fact that the female body can change shape so drastically is troublesome in the eyes of the logocentric economy within which to see is the primary act of knowledge and the gaze the basis of all epistemic awareness” (1994: 80). Al constituirse como inestable e indefinido, el cuerpo de la mujer amenaza con sacudir el régimen de pensamiento patriarcal desde sus cimientos, de ahí la necesidad de controlar y mortificar el cuerpo femenino, de excluirlo del orden sociocultural ‘monstrificándolo’. Este brevísimo resumen de la trayectoria a través de la cual se ha llegado a la construcción de la monstruosidad femenina en la cultura occidental demuestra que este proceso se promovió desde una única perspectiva y según una lógica única, la falo-logocéntrica; una lógica que contempla una innecesaria ausencia simbólica, como Braidotti aclara: la de la mujer (1994: 82). El significante ‘mujer’, como advirtió Cixous, se habría constituido a través de una aporía, inherente a la propia naturaleza de lo que llamamos ‘lo femenino’. Dentro de un sistema cultural binario como el occidental, fundado en parejas dicotómicas y jerárquicas, lo femenino parecería estar delimitado por oposición a lo masculino (Cixous 1995: 13-17) y sería, en última instancia, una especie de significante vacío, a redefinir siempre de forma relacional. Si recuperamos las enseñanzas de Judith Butler y concebimos lo femenino (y por tanto también los otros géneros) no en clave esencialista, sino como una categoría determinada por prácticas discursivas y hábitos sociales, inmersos en un proceso de cambio constante, se nos hace evidente otra afinidad entre lo monstruoso y lo femenino2: ambos encarnan una otredad determinada discursivamente y que es central en la constitución de la identidad, porque en ella se proyectan las ansiedades, los miedos y los deseos reprimidos de cada época y cada cultura. “The Monster’s body is a cultural body”, lo había Retomamos aquí una importante aclaración de Mabel Moraña sobre la relación monstruo/género: “Las consideraciones anteriores sobre el tema del género y su proximidad respecto a la elaboración de lo monstruoso se extienden también a la conceptualización de formas de sexualidad o de expresión de género no convencionales, como la homosexualidad, el travestismo y las modalidades transgenéricas, que por su misma condición contranormativa problematizan la idea de nación, ciudadanía, orden social, etc.” (Moraña 2017: 232). 2 

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puesto en claro la prima de las siete tesis de Cohen sobre el monstruo: “the monster is born […] as an embodiment of a certain cultural moment – of a time, a feeling, and a place. The monster’s body quite literally incorporates fear, desire, anxiety, and fantasy […] giving them life and an uncanny independence” (Cohen 1996: 4). La alteridad del monstruo nunca es, pues, radicalmente ajena a la identidad, no es universal ni permanente, y es precisamente esta ambivalencia constitutiva, esta oscilación entre la diferencia y la identidad, entre la distancia y el reconocimiento, lo que hace que los monstruos vuelvan a aparecer en la literatura contemporánea como lo que ilumina la crisis del presente, sin perder su naturaleza ominosa y aterradora. Monstruos protofeministas: narrativa siglo xx La literatura hispanoamericana de lo insólito3 escrita por mujeres ofrece un excelente repertorio para ahondar en las representaciones contemporáneas de esta íntima conexión otredad-femenino. Como subraya Mabel Moraña, eso se debe en parte a que, en principio, el lugar discursivo del monstruo es el de los géneros menores y las formas subliterarias, como el gótico, donde lo monstruoso se expresa mediante temas y motivos vinculados de manera alegórica —o no tan alegórica— a la sexualidad y a las emociones excesivas que los impulsos eróticos y la libido negada desatan: represión, sublimación, culpa, etc. (Moraña 2017: 224). Como ha sido evidenciado por la crítica (Edwards-Guardini Vasconcelos 2016, Goicochea 2016, Casanova Vizcaíno-Ordiz 2018), en la literatura latinoamericana la estética gótica se aclimata a otros paisajes y otras angustias, al tiempo que sigue ofreciendo a las escritoras los tropos y las imágenes para narrar figurativamente su propia condición de “women imprisoned, and buried alive, as ‘ghosts’”, “civilly dead” (Wallace 2009: 31) entre los muros del hogar paterno, al igual que había ocurrido en el siglo xix con el female gothic. La casa encantada es un No vamos a proponer en esta ocasión un panorama teórico de la literatura de lo insólito, al respecto remitos a Boccuti (2020). Nos limitaremos a decir que lo insólito puede considerarse una macro-categoría en la que confluyen diversos modos no miméticos, desde lo fantástico, la ciencia ficción, el realismo mágico, lo maravilloso, el horror, etc. que establecen diferentes grados de alejamiento o transgresión de las leyes de la realidad. 3 

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claro ejemplo de esta transformación del espacio doméstico de refugio a lugar de horror, un motivo gótico que transitará de las literaturas europeas a la literatura fantástica hispanoamericana,4 que tendrá un proficuo desarrollo a partir del siglo xx. Entre finales de los años cincuenta y principio de los sesenta del siglo pasado, se asiste a la consolidación del fantástico en América Latina, cuya canonización se había inaugurado en los años cuarenta con la publicación en Argentina de la Antología de la literatura fantástica compilada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, que tiene una segunda edición ampliada en 1965. En esos mismos años, las autoras mexicanas Guadalupe Dueñas (1910-2002) y Amparo Dávila (1928-2020), pertenecientes a la llamada Generación de Medio Siglo, empiezan a explorar en sus ficciones diferentes matices de lo insólito,5 deteniéndose en buena medida en los mismos ejes temáticos, como bien ha destacado la crítica: “Dávila y Dueñas recrearon temáticas protofemeninas y protofantásticas: el hogar, el matrimonio, la agresión masculina, la represión sexual, la soledad, la vejez, el doble, las damas fantásticas” (Velasco 2007: 126-127). En los cuentos de estas autoras, las protagonistas se encuentran con frecuencia ante presencias monstruosas, criaturas sobrenaturales que contribuyen a la configuración de una realidad tan misteriosa como siniestra y asfixiante. En algunos casos, estas criaturas no se nombran ni se describen, más bien se aluden apenas a través de elipsis y reticencias que dejan volar la imaginación y suspenden la interpretación. Un buen ejemplo de esta estrategia de los vacíos textuales típica del discurso fantástico es “La celda” (Tiempo destrozado, 1959),6 relato de Dávila que se centra en el espacio doméstico y conyugal, en el que se utilizan varios elementos del gótico. La síntesis de la trama, como se verá, implica ya una interpretación porque la ambigüedad inscrita en el Al respecto, véase el capítulo de Díez Cobo en este mismo volumen. La obra de Dávila y Dueñas, a menudo etiquetadas como ‘escritoras fantásticas’, exhibe múltiples modulaciones de lo insólito: algunos cuentos pertenecen al horror (“El último verano”, en Música concreta, de Dávila), otros son más inusuales y alegóricos (como “La araña”, en Tiene la noche un árbol, de Dueñas), algunos evidentemente fantásticos (como “La dama gorda”, en No moriré del todo de Dueñas) o góticos (como “La quinta de las celosías”, en Tiempo destrozado de Dávila). 6  Se cita en este capítulo por la edición de 2009. 4  5 

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texto causa una indeterminación del sentido, que resulta imposible fijar en un desarrollo narrativo cerrado: el cuento gira alrededor de una presencia amenazante, designada elípticamente con el pronombre “él”, que empieza a atormentar las noches de la joven protagonista, María Camino, tan pronto como esta se compromete con Juan José Olaguibel. No sabemos nada de “él” pero los efectos de los encuentros nocturnos con la mujer nos dejan sospechar que no se trata de una criatura natural: semana, tras semanas, estas actividades nocturnas parecen absorber la vitalidad y la cordura de María, llevándola incluso al asesinato de su futuro marido, como parecería indicar el final de la historia.7 A medida que avanzan los preparativos para la boda, el matrimonio —destino ineludible de las mujeres en la familia patriarcal— le parece a la protagonista siempre menos deseable, mientras que los encuentros clandestinos y prohibidos con “él” se esperan con creciente ansiedad, con deseo y miedo. Y tal vez sea la influencia de “él” la que convence a la joven María de que solo una rebelión (también monstruosa: el asesinato) puede poner fin al encierro al que la destina todo su sistema familiar. Lo cierto es que la rebelión contra los patrones preestablecidos no se produce sin consecuencias, como se lee en el final, donde la narración pasa de la tercera persona a la primera con focalización interna, y el texto se presenta en letras cursivas, casi como para marcar gráficamente la disolución de una percepción compartida de la realidad y subrayar el hundimiento en la locura de la protagonista, y ahora narradora homodiegética: “Ahora el tiempo también se ha detenido... ¡Qué cuarto tan frío y oscuro!, tan oscuro que el día se junta con la noche; ya no sé cuándo empiezan ni cuándo terminan los días […] este castillo es oscuro y frío como todos los castillos; yo sabía que él tenía un castillo... ¡qué Sardiñas defiende “la posibilidad de leer este cuento como una obra de tema vampírico, a partir de su comparación con una narración paradigmática de la literatura de vampiros: Drácula, de Bram Stoker” (2019: 1-12). Sardiñas identifica cuatro paralelismos que permiten defender esta tesis: “1) la palidez de la protagonista, María Camino, a partir del momento en que comienzan las visitas —o presuntas visitas— del ente misterioso a la habitación de la joven; 2) el tiempo o el horario nocturno durante el cual ocurren esas presuntas visitas; 3) el cambio de conducta que María Camino muestra, tanto respecto al ente misterioso como respecto a su prometido, y 4) el espacio típicamente gótico —ocupado además por animales asociados a la presencia de un vampiro paradigmático como Drácula—, donde se desenvuelve la escena final” (2019: 10). 7 

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lindo estar prisionera en un castillo, qué lindo! ” (Dávila 2009: 43; cursiva en el original). La celda-castillo gótico del título sugiere una lectura metafórica, que deja entrever analogías entre el matrimonio como una celda-castillo, y el marido como un vampiro… En otros casos, los monstruos irrumpen visiblemente e incluso se tematiza lo que estos vienen a simbolizar según Cirlot, “la exaltación afectiva de los deseos, la exaltación imaginativa en su paroxismo, las intenciones impuras” (1992: 306), como leemos en “Los pasos en la escalera” (No moriré del todo, 1976) de Guadalupe Dueñas.8 El relato se abre, siguiendo un tópico de lo fantástico, con la incertidumbre sobre la realidad de lo que la narradora cree haber escuchado: “A la vaga de la claridad de la luna, ¿no pudo confundir las pisadas con el crujir de la madera o con algún ruido del jardín, tal vez de ramas azotadas por el viento?” (Dueñas 2017: 2164 Kindle). Sin embargo, estos ruidos indistintos son inmediatamente relacionados por la protagonista con el descubrimiento del cuerpo sin vida de su marido, que yace “sobre la alfombra que trepaba como roja lengua” (Dueñas 2017: 2169 Kindle). La imagen de la alfombra como una lengua roja (el cromatismo no es de secundaria importancia, ya que remite al campo semántico del amor pasión crucial en el relato) nos introduce directamente en el tema de la historia, que aborda la especial obsesión erótica del hombre muerto para ciertas monstruosas deidades femeninas a las que él solía invocar mediante rituales de alquimia: “las salamancas de anteojos, los uruvelos, las gigantes que privan de la vista a quien las mira y los tritones ultracelestes, que pueden medir hasta medio metro y son de un verdor marino inolvidable” (Dueñas 2017: 2191 Kindle). Estos monstruos simbolizan en el relato un deseo impuro e irreprimible, que desata una fuerza destructiva, como prueba la aclaración en el texto de que “todas tenían el mirar de las serpientes” (Dueñas 2017: 2199 Kindle): la mirada serpentina de todos es asociada simbólicamente al mito del monstruo femenino devorador.9 La irrupción de esta fuerza libidinosa en el hogar Se cita por la edición de 2017. La salamandra, que también se menciona en el cuento de Dueñas, tiene la propiedad de arder siempre sin consumirse nunca (véase “Salamandra” en Chevalier-Gheerbrant), es la manifestación viva del fuego y al mismo tiempo es un monstruo devorador, de ahí las evidentes conexiones con la perversa pasión que se tematiza en el relato: “A distancia y por horas, persistían en ardor amoroso” (Dueñas 2017: 2200 Kindle). 8  9 

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conyugal despierta en la mujer tanto los celos como la culpa, por haber sido espectadora cómplice de la que se define como una perversión erótica de su marido. En el final, digno de una película de horror, la salamanquesa, también loca de celos por el difunto, cae en picado desde el techo hasta el suelo junto a su amante, mostrándose ante su rival, la mujer (y ante nosotros las lectoras y los lectores) en toda su monstruosidad sobrehumana: las intenciones desquiciadas y los afectos impuros que los monstruos representan no causan solo la muerte de quien cede a ellos, sino que arrastran todos los que se encuentren en la casa… Los cuentos que hemos analizado hasta aquí presentan criaturas monstruosas vinculadas de maneras diferentes con lo femenino y con la sexualidad, cuya combinación, como se ha dicho, da lugar a una serie de motivos góticos muy provechosos a la hora de representar una reacción al sistema machista. La opresión del patriarcado se manifiesta, en ambos cuentos, a través de un matrimonio frustrante y asfixiante, por esta razón el despliegue de un deseo erótico considerado inadmisible actúa como fuerza subversiva y destructora del orden androcéntrico. Sin embargo, tanto el cuento de Dávila como el de Dueñas concluyen con la aniquilación y el silenciamiento también de la protagonista que intenta sustraerse a los mandatos patriarcales. Podemos, pues, hacer extensivo a Dueñas lo que Cecilia Eudave afirma para Dávila: el elemento monstruoso funciona en los cuentos de estas autoras como recurso para la materialización de los deseos más ocultos de los personajes, y es justamente la presencia del monstruo lo que les permite escapar pasivamente de una realidad intolerable, sin ver comprometida su virtud: la pulsión transgresora que permitirá a las protagonistas liberarse definitivamente de sus maridos se proyecta de hecho hacia el exterior (Eudave 2008a: 109). La infracción fantástica suspende solo temporalmente el orden que rige la casa del padre-marido, pero las repercusiones sobre las protagonistas son irreversibles. Considero, en cambio, más interesantes para ahondar en lo monstruoso desde el género aquellos relatos en los que lo monstruoso femenino propicia una metamorfosis que desestabiliza todas las categorías preexistentes, como ocurre en algunos relatos de la escritora argentina Silvina Ocampo (19031993). La literatura de Ocampo posee un carácter visionario y se resiste a la clasificación en géneros, oscilando entre lo fantástico, lo absurdo y lo gótico,

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con una marcada enunciación irónica: se trata de cuentos que, como ha mostrado la crítica, no es posible encasillar, etiquetar de manera fija y definitiva dentro de un modo narrativo.10 En su narrativa abundan las voces y los puntos de vista divergentes respecto del discurso hegemónico —por ejemplo, la voz de los niños crueles o las de las clases subalternas—, y a menudo los relatos están protagonizados por las “amigas del monstruo”, definición que retomamos del título de un ensayo de Monica Farnetti (2006) muy útil para seguir reflexionando sobre la relación entre lo femenino y lo monstruoso desde una perspectiva no androcéntrica. Las escritoras, según Farnetti, captan y desarrollan a su manera lo unheimlich, invirtiendo la angustia que tradicionalmente connota la reacción masculina ante la aparición del monstruo en empatía y cercanía, incluso en aceptación y amor. Este encuentro con la otredad desencadenaría en los sujetos femeninos una nueva conciencia de sí mismas, permitiéndoles un reajuste de los binarios de su propio destino y de su deseo: de este modo, el concepto de lo monstruoso, observado desde una perspectiva de género, termina así por connotarse positivamente e indica nuevos e inesperados horizontes, esta vez al lado del monstruo. Hay que aclarar que lo monstruoso que encontramos en la obra de Ocampo es atípico: se expresa a través de la magia, mediante juegos de simetrías y desdoblamientos, se manifiesta a través de los objetos, que tan significativos resultan para las atmósferas al mismo tiempo kitsch y enrarecidas de lo fantástico ocampiano (Mancini 2003, Gamerro 2010). El que se edifica es un mundo en metamorfosis constante, que encierra una dimensión oculta11; consecuentemente, los personajes ocupan a menudo una posición intersticial entre lo racional y lo irracional: son brujas, videntes, adivinas, que acceden a otras formas de saber. Estas mujeres marginalizadas utilizan las posibilidades que les ofrece la condición de liminalidad de lo monstruoso para configurar su propia identidad en oposición al sistema dominante —determinado por la clase y el género— que las oprime y encarcela, al menos metafóricamente, dentro de rígidos estereotipos sociales y de género. La cercanía con lo irracional —y por eso, monstruoso— es lo que le permite a la joven protagonista de Sobre la fluctuación de modos discursivos y géneros en Ocampo, véase especialmente Biancotto (2015) y Hernán Suárez (2013). 11  Romera Rozas (1997) ha estudiado los aspectos esotéricos de los cuentos de La Furia. 10 

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“La muñeca” (Los días de la noche, 1970),12 una huérfana confiada al cuidado de dos institutrices en una familia burguesa, y muy íntima con los hijos varones de la familia, encontrar su lugar en el grupo. La joven adivinará ante las institutrices que en la caja que contiene su regalo hay una muñeca, y tras este episodio de clarividencia será para todos “sorcière [...] bruja” (Ocampo 1999: 98; énfasis en el original). El relato termina así con una singular inversión de valores: lo que aparentemente sancionaría la condena de una cualidad negativa, la etiqueta de bruja, parece abrir aquí otros horizontes existenciales.13 Tan es así, que el relato se inicia con una afirmación de la identidad bruja: “Todo el mundo dice: Yo tal cosa, yo tal otra, salvo yo que preferiría no ser yo. Soy adivina. Sospecho a veces que no adivino el porvenir, sino que lo provoco” (Ocampo 1999: 92). Es precisamente en la resignificación de la figura de la bruja —un tiempo epítome de la maldad femenina y de una exclusión social escandalosa— donde la articulación ‘femenino’ y ‘monstruoso’ adquiere una connotación inédita, o por lo menos potencialmente inédita. En el paso del siglo xx al xxi, la bruja, construida a través del discurso y las representaciones masculinas y patriarcales y luego silenciada por este mismo discurso, toma por fin la palabra, hace oír su voz y se convierte en el sujeto de la narración: cuenta su propia versión. A través de las reescrituras de los cuentos de hadas —y en particular de las versiones moralizantes del siglo xvii— las escritoras pueden contradecir el imaginario del patriarcado: buen ejemplo de ello son el relato “Jardín de Infierno” de Silvina Ocampo (Cornelia frente al espejo, 1987), parodia del famoso (y terrible) cuento de hadas de Charles Perrault “Barba azul”; o bien las microficciones de Ana María Shua dedicadas a Cenicienta y a las princesas, incluidas en su libro Casa de geishas (1992), o los Cuentos de hades, en Simetrías (1993), de Luisa Valenzuela. Se cita por la edición de 1999. Diferente la interpretación de José Amícola, quien afirma que la muñeca-regalo devuelve a la protagonista una identidad-lugar, pero “no en su lugar de huérfana adoptada, sino en el lugar femenino […]” (Amícola 2014: 5). Y aclara: “La brujería que la protagonista domina desde su niñez le dará el pasaporte necesario para la aceptación de sus excentricidades. Le será perdonado que se haya bañado mezclada con los varones, en tanto ella prometa enmendarse y volver a las muñecas, que la esperan en el recinto clausurado del hogar” (Amícola 2014: 5). 12 

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A este último volumen pertenece “La densidad de las palabras”, texto en el que podemos ‘escuchar’ directamente la voz de la bruja: novedad principal de las escrituras y reescrituras posmodernas. Se parodia aquí el cuento “Las hadas” de Charles Perrault, donde se narran los diferentes destinos de dos hermanas tras el encuentro con un hada: a la menor, buena y bondadosa (idéntica a su padre), el hada se le aparece vestida de mendiga y le concede el regalo de emitir rosas y piedras preciosas para recompensarla por la ayuda que le ha ofrecido. A la mayor, fea y desgarbada (parecida en todo a su madre), se le aparece como una rica dama, y para vengarse por la insolencia con que la ha tratado, le inflige un terrible castigo: sapos y culebras le saldrán de la boca a cada palabra. Y es precisamente de la imagen que el don del hada materializa, “palabras como culebras”, que surge la metáfora de la bruja-escritora que sustenta la narración de Valenzuela. La enunciación se sitúa ahora en el final del cuento de Perrault, cuando la hermana mayor ya ha sido desterrada al bosque por su madre y vive allí en soledad despreciando a los hombres. Las dos hermanas, como es evidente, representan las dos caras de lo Femenino: una se amolda a los deseos y necesidades del patriarcado, se adapta a sus reglas y, por tanto, es socialmente aceptada (se casa con el príncipe, vive en el castillo); la otra es rebelde y, por esta razón, es expulsada a los márgenes de la sociedad. Sin embargo, la soledad en el bosque —la vida al margen del mandato patriarcal— depara también una forma inesperada de libertad, esa “room on one’s own” que Virginia Woolf reivindicaba como condición para la creatividad de las mujeres; el bosque entonces se convierte en “la casa del lenguaje”, como señala Martinez (2002, s. p.). De este modo, la salida de la casa y de la ley del padre determina el nacimiento de la bruja y también el nacimiento de la escritora, mujer finalmente liberada: “No me arrepiento del todo: ahora soy escritora. Las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban vedadas; las grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando como deben, todas con vida propia” (López-Pellisa y Ruiz Garzón 2019a: Kindle). Dueña de su propio lenguaje, la bruja-escritora puede ahora reescribir la historia, no solo la suya, sino la de todas las mujeres: “Con todas las letras escribo, con todas las palabras trato de narrar la otra cara de una historia de escisiones que a mí me difama. Escribo para pocos porque pocos son los que se animan a mirarme de frente” (López-Pellisa y Ruiz Garzón 2019a: Kindle).

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La humanización de la bruja y la enunciación abiertamente irónica disuelven en parte el efecto de terror tradicionalmente asociado a la aparición del monstruo, rasgo muy frecuente en las representaciones posmodernas del monstruo, aunque este, como aclara Roas (2019, 2022), con su propia existencia, no deja de contradecir las leyes de la realidad y, por lo tanto, ser intrínsecamente inquietante. En la distancia irónico-crítica que se insinúa entre la parodia y su hipotexto, se deconstruyen tanto los estereotipos patriarcales de lo femenino como los tópicos del cuento de hadas, género didáctico que ha contribuido a consolidar este imaginario sexista y misógino. La variación del final en el cuento de Valenzuela también juega una función en cierta manera subversiva: las dos hermanas, la sumisa y la rebelde, pueden finalmente reunirse, restableciendo simbólicamente la legitimidad de una femineidad de múltiples —e incluso contradictorias— facetas. El retorno de las brujas: una mirada al siglo xxi Si bien siempre más frecuente, el registro irónico-humorístico no es el único que adoptan las escritoras contemporáneas para narrar otras versiones de lo monstruoso desde una perspectiva de género. Como la crítica ha puesto de relieve, en los últimos tiempos se han utilizado los sentimientos excesivos y desbordantes de la estética gótica para contar lo que antes no estaba narrado en primera persona ni enunciado por las victimas (Gasparini 2022: 259): el incesto, los abusos sexuales, la pedofilia, encuentran ahora su lugar en las ficciones no miméticas de las argentinas Salva Almada, Agustina Bazterrica, Mariana Enriquez, Dolores Reyes, Samanta Schweblin, de las ecuatorianas María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Solange Rodríguez Pappe, de las mexicanas Brenda Lozano y Fernanda Melchor (y la lista no es ciertamente exhaustiva). Cada vez más se pone el foco en la desigualdad y la violencia de género como expresiones de una violencia estructural que el gótico, sobre todo en su combinación con el horror y el gore, ayuda a desvelar (Gasparini 2022). Sobre esta convergencia en la literatura ultra-contemporánea entre lo fantástico y la denuncia social —esta última tradicionalmente formulada a través del registro realista y el testimonio— parecen esclarecedoras las reflexiones que cierran un ensayo de Jossa sobre las representaciones del feminicidio a

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través de lo fantástico: “The contemporary fantastic genre makes it possible to deconstruct roles, decentralize identities and create problematizing discourse. And, above all, to create a gap, a shift away from the official discourses that ensnare. It is not an escape route but a form of questioning. The three writers [Ojeda, Solange Rodríguez Peppe, Denise Phe Funchal] do not propose alternative models but deconstruct existing ones” (2022: 393). También en las ficciones de muchas de las autoras que mencionamos antes, lo fantástico (entendido aquí de manera flexible)14 y, en particular, la irrupción de lo monstruoso se transforman en una vía de cuestionamiento de la realidad: la deconstrucción de la violencia patriarcal se articula en estas páginas a través de una nueva genealogía de brujas literarias que dialoga con la bruja de la tradición, el emblema de lo monstruoso femenino por antonomasia. Como cuenta Caro Baroja en La bruja y su mundo (1961), las llamadas ‘brujas’ de la Edad Media eran en realidad mujeres que no habían sido domesticadas por el orden patriarcal: a menudo vivían solas en los márgenes de la comunidad, o habían tenido hijos fuera del matrimonio y practicaban el comercio sexual. Solían ser depositarias de conocimientos y prácticas de carácter extraordinario —curaban con hierbas o ayudaban en los partos o abortos—, por lo que eran miradas con sospecha por el resto de la comunidad. Su inconformismo contenía, de hecho, la semilla del desorden, amenazando la estabilidad de todo un sistema político-económico-religioso que, como ha teorizado recientemente Federici (2010), se fundaba precisamente en la represión de la disidencia individual y en la explotación de la fuerza reproductiva femenina. Sin embargo, no es la figura histórica lo que nos

Nos referimos a la hibridación de lo fantástico de época ultra-contemporánea con otras modalidades pertenecientes a lo no mimético pero que no pueden considerarse estrictamente fantásticas, como lo insólito, lo inusual, lo weird. Estas formas difieren de lo fantástico porque no instauran lo imposible en lo real, representando un conflicto entre lo real y lo irreal, como teorizaron Campra (2008) y Roas (2001), entre otros. Proponemos, pues, leer lo insólito y las formas que este contiene como resemantizaciones contemporáneas del “género fantástico”, cuyos ecos y modelos afloran en contraluz en las escrituras de las narradoras que mencioné más arriba. En esto, coincidimos plenamente con Bizzarri cuando recuerda la importancia de “seguir trabajando con la idea de lo fantástico para no cortar con una tradición (crítica y creativa) que ha prendido raíces profundas y ramificadas en Hispanoamérica y con la que, de manera bastante explícita, todos los jóvenes dialogan” (2019: 214). 14 

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interesa investigar aquí sino los usos literarios de esta figura, aunque somos conscientes de que hay una osmosis entre mito e historia: el mito y las representaciones artísticas ejercen una fuerza modeladora sobre la realidad y este imaginario ha contribuido a reforzar a lo largo del tiempo arquetipos y estereotipos de lo femenino, determinando en cierta medida también las características de la figura histórica. Representada a través de la mirada masculina, herede de Eva, Lilith, Hécate, Medea, Circe, la bruja literaria es una criatura seductora que gracias a sus artes mágicos atrae al Héroe, atrapándolo en una maraña indisoluble de eros y muerte. Puede asimilarse por lo tanto a otra encarnación de la monstruosidad femenina, la que se manifiesta en el modelo finisecular de la femme-fatale, como bien ha mostrado Bornay (1990). En cambio, en el cuento que tomaremos en consideración en esta ocasión, “Cabeza voladora”, incluido en la colección de relatos Las voladoras (2020), de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda, la focalización está en la protagonista, que ve en la monstruosidad una fuerza catalizadora y repelente a la vez, y la posibilidad de devenir otra a través de la monstruosidad. La dimensión colectiva que se atribuía a las brujas se manifiesta en el relato de Ojeda a través de formas inesperadas de sororidad y alianza entre mujeres para oponerse a la violencia patriarcal, como puede verse en varios relatos de Mariana Enriquez,15 pero no se trata de encuentros a-problemáticos. Como Este mismo tema se aborda también en “Las cosas que perdimos en el fuego”, cuento emblemático que cierra la colección homónima de relatos. En este cuento, un grupo de mujeres decide reunirse en una secta clandestina para hacer frente común antes las cada vez más frecuentes y brutales agresiones contra las mujeres por parte de sus maridos y sus novios. Las Mujeres Ardientes —así se llaman a sí mismas las que forman parte de esta resistencia auto-organizada— deciden protestar apropiándose del gesto con el que los hombres las matan: se queman voluntariamente en hogueras clandestinas, saliendo desfiguradas del fuego. Actos de rebeldía radical, las quemas producen una extrema deconstrucción de la identidad corpórea femenina y propician, por lo menos en las intenciones de las Mujeres Ardientes, el surgimiento de “una belleza nueva” (Enriquez 2016: 190), como se la define en el texto. Se trata de una belleza hecha de cicatrices y mutilaciones, de cuerpos monstruosos que hacen alarde de su diferencia ante los ojos horrorizados del mundo. El que se propone es evidentemente un proyecto de matriz feminista (Gallego Cuiñas 2020), pero un tanto problemático por las consecuencias paradójicas que implica. En el mundo de monstruas-brujas ansiado por las Mujeres Ardientes, la libertad a la que se accede es puramente abstracta porque la opción es dejarse quemar o quemarse. De lo cual surge la pregunta que da el título al relato:¿qué es lo que perdimos en el fuego? 15 

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se verá, la opción monstruosa es siempre provocada por una monstrificación previa de la realidad, por lo tanto, la acción se configura como una reacción a una condición de opresión que ya no se puede tolerar más, la huida de un orden monstruoso a través de la creación de otro (des)orden, en el que, sin embargo, la monstruosidad parece ofrecer la posibilidad de constituirse como sujetos autónomos y reestablecer la justicia. Mónica Ojeda y las Umas: “un vientre lleno de víboras” Muchos de los relatos de Las voladoras utilizan la ficción no realista para mostrar el lado más oscuro y turbio de la realidad latinoamericana contemporánea. Esto puede verse claramente en los cuentos que abren el libro: en “La voladora” se narra de manera elíptica un incesto,16 en “Sangre coagulada” una violencia sexual, en “Cabeza voladora”, un feminicidio. Este crimen resulta doblemente impactante porque el asesino, el Dr. Gutiérrez, es el padre de la víctima, la joven Guadalupe de apenas 17 años, y tras descuartizarla ha jugado con su cabeza durante cuatro días como si fuera una pelota... Vuelven pues en estos relatos las distintas formas de la abyección y la combinación de Eros y Tánatos que son centrales en las obras de Ojeda: en su primera novela, Nefando, del 2016, también se habla de incesto y de pedo-pornografía, y en Mandíbula, novela del 2018, se aborda la figura maternal a través de la metáfora de la madre devoradora. Los relatos de Las voladoras también tratan de la violencia patriarcal que asedia a las mujeres y convierte la familia y el espacio doméstico en un lugar de horror: se actualizan —en cierta manera— los temas que ya Dávila y Dueñas planteaban, casi hace medio siglo. “La voladora”, “Sangre coagulado” y “Cabeza voladora” conforman el que llamaré ‘tríptico de las brujas’, ya que todos los cuentos están protagonizados por mujeres que se comparan y se identifican con el arquetipo monstruoso de la bruja, en su versión andina17: la Uma o la cabeza voladora. Me he dedicado al análisis de lo monstruoso y su lectura desde el género en “La voladora” en Boccuti (2022). 17  No abordaremos en esta ocasión la presencia de lo andino en la obra de Ojeda, al respecto remito a los artículos de Leonardo-Loyaza (2022) y Rodrigo Mendizabal (2022), 16 

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El motivo de la cabeza que se desprende del cuerpo y sale a volar de noche remonta probablemente al pasado prehispánico e indígena, pero mantiene su vitalidad en las narrativas amerindias actuales, como prueba la gran variedad de versiones en las que la leyenda de las cabezas voladoras ha sido transmitida hasta el siglo xx, según refieren Morote Best (1953) y Ríos Acuña (2008). En “Cabeza voladora”, en particular, nos encontramos ante la aparición de las Umas, brujas que se quitan la cabeza “para deambular por las calles mientras su cuerpo hace chillidos horribles” (Ríos Acuña 2008: 108). La cabeza voladora del folclore y la cabeza ‘voladora’ del cuento se superponen, puesto que, como se ha dicho, se relata el hallazgo por parte de la protagonista de la cabeza de su vecina, la joven Guadalupe, decapitada por su padre (y, tal vez, ella misma joven Uma, como el relato sugiere). Este suceso provoca un cambio radical en la protagonista. Cambia la percepción que ella tiene de la gente, que le parece ahora morbosa y abyecta, como insinúa la asociación ‘placer’/‘chica muerta’: “Las personas querían conocer lo que un padre era capaz de hacerle a su hija, no por indignación sino por curiosidad. Sentían placer irrumpiendo en el mundo íntimo de una chica muerta” (Ojeda 2020: 35); cambia la percepción que tiene del mundo, que se convierte en un entorno siniestro, casi gótico, como señala la imagen “hueso limpio” / “animal muerto”: “El día le pareció luminoso aunque de un modo inquietante: la luz tenía una tonalidad blanquecina, del color de un hueso limpio, y la gente no hablaba entre sí, aunque se sonreían largamente en los jardines” (2020: 33); “Lo cotidiano le parecía un animal muerto e imposible de resucitar” (2020: 33-34). La representación de la abyección opera en este cuento en primer lugar en el nivel estético, como fuerza desestabilizadora mediante el uso de lo repulsivo y lo grotesco, como bien ha explicado Mandolessi (2012) en la estela de lo que Umberto Eco destacaba en su Historia de la fealdad: lo abyecto coincide con lo feo y lo deforme, convergiendo así hacia lo monstruoso y provocando esa respuesta ambivalente de atracción y repulsión que se manifiesta con la publicados en el número monográfico de la revista Brumal dedicado a lo fantástico andino, y a Boccuti 2022. Preferimos hablar de gótico “andinizado”, definición que le debemos a Elton Honores (2011).

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reacción física del asco.18 La literatura de Ojeda coincide bajo este aspecto con la de Enriquez:19 ambas insisten en los afectos (miedo, repulsión, asco, horror), avanzando por asociaciones sensoriales que contribuyen a la constitución del sentido más allá del nivel lógico-racional. Esto se ve bastante claramente en “Cabeza voladora”: el recuerdo de Guadalupe viva y el de su cabeza podrida envuelta en el plástico provocan en la protagonista náuseas y ganas de vomitar; las mismas náuseas que le provocan los periodistas que quieren entrevistarla y por eso la persiguen y, en cierta medida, la misma náusea que se da ella misma cuando piensa en su propio, obsceno, comportamiento: “Sentía […] Remordimiento. Porque, de vez en cuando, miraba con extraño y desconocido placer la fotografía que le tomó a la cabeza de Guadalupe poco antes de que llegara la patrulla” (Ojeda 2020: 38). El acento se pone de forma explícita en la estética de la abyección que mencionamos antes, esta vez a través de imágenes cuyo carácter alucinado refleja el fuerte trauma vivido por la protagonista tras el hallazgo de la cabeza y el salvajismo del crimen cometido: “La madrugada anterior había soñado con su torso moreno y menudo bailando en medio de la selva, agitándose, sacando las costillas y los pequeños senos. Era un torso flotante que brillaba como una luciérnaga, que ascendía hacia las altas ramas de un árbol de sangre” (2020: 33). Las descripciones de las extremidades del cuerpo enterrado, la crueldad del asesinato, las alusiones a la (perversa) atracción sexual de la protagonista hacia la víctima, las imágenes que remiten al cuerpo de la víctima en descomposición, dibujan una monstruosidad natural que prepara el

Señala Mandolessi sobre la asociación “abyección”, “feo”, “asco”: “La enfermedad, la vejez, la decadencia, el cadáver y la muerte, el cuerpo en su materialidad, la demonización del enemigo que retrata como feos a grupos o etnias sociales (los extranjeros, los judíos, los negros), la perversión y el gusto por la crueldad (encarnados en personajes ejemplares como Sade o Gilles de Rais). Así aquello que provoca la emoción de asco, y aquello que se representa encarnando las cualidades de lo feo, se presentan indisolublemente ligados” (2012: 53). 19  Sobre el papel de los afectos en la narrativa fantástica remitimos a la brillante investigación de Olivia Vázquez-Medina (2019, 2021). La teoría de los afectos se aprovecha en estos ensayos como una herramienta más para la interpretación de la significación del texto y se considera como lo que permite relatar una “historia secreta” (Vázquez Medina 2021: 290) bajo la trama de la historia visible que los relatos proponen. 18 

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advenimiento de la monstruosidad fantástica, que parece resultar indispensable para la sanación de la mente perturbada de la protagonista y —como veremos— para el restablecimiento de la justicia, negada en el mundo real. La transgresión de lo real que caracteriza la dimensión sobrenatural de este relato se manifiesta a través de la aparición de un grupo de mujeres de edades distintas, de veinte a ochenta años, que se reúnen todas las noches en la casa de la joven asesinada: la primera noche están sentadas en círculo entre las plantas arrancadas cantando y trenzándose el pelo una a otra, otra noche cantan y susurran, otra noche están reunidas en lo que podemos definir un aquelarre, formando “una jauría” excitada que baila “una danza festiva y delirante” (2020: 38), y salta de una habitación a otra desenfrenadamente. La vista de esta comunidad inquietantemente liberada de mujeres-brujas desencadena en la protagonista el impulso de abandonar su casa y el orden normalizado patriarcal que ha permitido la muerte de Guadalupe y unirse a ellas, cuya naturaleza monstruosa, en cierta medida, comparte. Por esta razón, la vista de las brujas le despierta también “repulsión y atracción: reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno de víboras” (2020: 38). A medida que va avanzando el relato, nos enteramos de que la protagonista también es (metafóricamente) una monstrua: no ha querido ver las señales de maltrato presentes en el cuerpo de Guadalupe, no le ha prestado atención cuando estaba viva, y una vez muerta la ha convertido en objeto de una atención mórbida, sacando una foto de su cabeza decapitada antes de llamar a la policía. El acercamiento a la dimensión monstruosa que las Umas encarnan se presenta como algo prohibido y lindante con la locura, pero solo refugiarse entre las Umas le concede a la protagonista una tregua de su remordimiento: “Ya no dormía ni comía, pero pensaba mucho y deseaba la oscuridad, los murmullos los bailes. Las mujeres la hacían olvidarse de la cabeza de Guadalupe, del malestar de su propio cuerpo, de la sensación de asfixia. Sabía que estaba mal, que todo indicaba que debía sentir desprecio por ellas, sin embargo, esa locura enarbolada le permitía recordar a Guadalupe” (2020: 39). El aquelarre monstruoso de las Umas ofrece la posibilidad de compartir la angustia y abandonar por completo la realidad, sometiéndose, como veremos, a una especie de justicia transcendente, que es necesaria para salir del pasado y pensar en el futuro. Para la protagonista, entonces, la única manera de liberarse del peso de la culpa es vencer el miedo a la naturaleza

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salvaje de las Umas y convertirse en una de ellas, abandonar el cuerpo y entregar su cabeza, con todos sus pesados pensamientos, y finalmente expiar conociendo un destino análogo al de su vecina, como se lee en las líneas finales del cuento: Bajó la mirada y vio su cuerpo caído sobre la tierra, flojo y pálido como el capullo roto de una crisálida. Sus ojos estaban lejos, a la altura de diez, quince, veinte cráneos flotantes. Su voz era viento. Aterrorizada, escuchó el ruido de una cabeza siendo pateada contra la pared como el futuro. Y luego, abriéndose paso entre la ingravidez de los cabellos, el sonido de la suya propia volando hacia el patio de al lado y cayendo en las hortensias (2020: 43).

Ante la constatación de una monstruosidad inherente a la realidad y que no se puede eliminar, lo monstruoso sobrenatural interviene como fuerza justiciera. En “Cabeza voladora” las brujas están allí para cuestionar, pues, la identidad de los monstruos en este mundo tan monstruoso, borrar el límite entre lo normal y lo monstruoso, entre el Yo puro y el Otro impuro. Conclusiones En todos los relatos que vimos en estas páginas, la aparición de lo monstruoso es al mismo tiempo indicio de una crisis en acto y lo que, potencialmente, puede provocar la crisis: es, por lo tanto, un operador de sentido dinámico y complejo. Es con esta última función —provocar una crisis y una transformación de la representación y de los regímenes de representación (Audran 2019: 219)— que lo monstruoso entra en la producción de Dávila y Dueñas, y también lo es en la narrativa de Ocampo y Valenzuela y Ojeda que, desde estéticas y registros diferentes, proponen más o menos abiertamente una apropiación de la monstruosidad para desarticular todas las dicotomías que subyacen en la construcción de la alteridad monstruosa: sano/enfermo, legal/ilegal, legítimo/ilegítimo, normal/patológico, humano/ no humano, etc. Lo que nos importa subrayar es que —sobre todo en los relatos de Valenzuela y Ojeda— el retorno de la bruja pertenece a un hori-

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zonte feminista:20 misoginia, violencia de género y feminicidio constituyen el tema portante de los relatos, pero la narración no se limita a la denuncia del crimen a través de lo monstruoso. Especialmente en las escritoras del siglo xxi, la instauración de lo monstruoso en el corazón de los cuentos los abre a interpretaciones múltiples, y los sustrae a lecturas cerradas: los relatos tematizan la violencia de género, pero su finalidad, evidentemente, no se agota con la denuncia. Como tratamos de mostrar, a través de la figuración monstruosa Ojeda traza situaciones paradójicas y no resolutorias. En “Cabeza voladora” es la utilización de una monstrua andina lo que, en cierta medida, satura el imaginario, y remite a una constelación de figuraciones no del todo descifrables: lo que se enfatiza aquí es por lo tanto la naturaleza inasible del monstruo, su inagotable densidad semiótica (de la que deriva también su papel de ‘justicieras’ en el cuento). Sin embargo, el retorno de la bruja es lo que propicia la posibilidad de un orden nuevo para enfrentar el caos del orden actual: la monstruosidad funciona entonces como estrategia para desestabilizar los discursos hegemónicos patriarcales y enunciar un contra-discurso, en el que los sujetos silenciados y marginalizados —en este caso, las mujeres— sean sujetos de una palabra poderosa y a través de lo monstruoso reivindiquen su lugar y su papel de disidentes e insumisas en la sociedad y en el imaginario.

Sobre el feminismo en Ojeda, resultan esclarecedoras las reflexiones de la autora en la entrevista por Alarcón (2021). 20 

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CÍBORGS Y ZOMBIS: DILEMAS DE LA CARNE EN LA CIENCIA FICCIÓN ANDINA Macarena Cortés Correa Universitat Autònoma de Barcelona, España

Muchos de los monstruos modernos han permeado a la ciencia ficción (CF) contemporánea, reformulados desde esta modalidad para dar cuerpo a la crisis de la categoría de lo humano como máxima moderna. Ya en 1996, Cohen se refería a esta capacidad del monstruo para surgir en momentos y lugares en los que las categorías entraban en crisis (1996: 6), a la vez que este materializaba “la diferencia hecha carne” (1996: 7). Así sucede con monstruos icónicos como la criatura de Frankenstein, a la que Mary Shelley da vida en 1818 y de la que ha surgido una verdadera genealogía cíborg, en la que la tecnología se une a la carne humana para dar vida a un ser creado por un hombre, Victor Frankenstein, pero también por el Hombre, en tanto sujeto de la ciencia y la tecnología. Esta conjunción entre lo “natural” y lo “artificial” ha dado pie para considerar el cíborg como una metáfora de nuestro tiempo. Un caso similar ocurre con el zombi, que surge del folclore africano como un monstruo que “se creaba mediante una pócima mágica que mataba al sujeto y lo resucitaba sin inteligencia ni libre albedrío, esclavo de los deseos del bokor”1 (Knickerbocker 2015: 66). Sin embargo, con el tiempo el zombi se ha vuelto un monstruo ciencia ficcional, cuyo origen más que en pócimas, se ha explicado a partir de un virus letal creado en un laboratorio. De este modo, el ser humano crea su propia destrucción. Proveniente de la religión vudú y presente en muchos relatos folclóricos de Haití, el bokor es un hechicero que a través de conjuros tiene la capacidad de creación de zombis o muertos vivientes, quienes mueren y al revivir pierden su voluntad y siguen las órdenes del bokor. 1 

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Si bien el monstruo de Shelley era explicado desde el paradigma científico ya en ese entonces, el mismo concepto de ciencia ha cambiado, como también las formas de la CF. Esto guarda relación con que “al igual que sucede con sus propios contornos, la dirección ideológica de estas criaturas es múltiple y cambiante. Y su creación sirve tanto para subvertir el orden social como para defenderlo” (Ramírez-Blanco 2020: 9). Es en este dilema en el que me centraré. Particularmente en cómo estos monstruos, el zombi y el cíborg, pueden surgir en las narrativas contemporáneas como figuras subversivas, a la vez que pueden encarnar lo que López-Pellisa (2022) ha denominado “monstruo hegemónico”, cuyos intereses son los del capitalismo tardío (Jameson 1991) y sus lógicas biopolíticas (Foucault 1977) y necropolíticas (Mbembe 2011). Esta problemática puede percibirse con especial claridad en la producción ciencia ficcional de escritores provenientes de Latinoamérica, en que las figuraciones de los monstruos entran en diálogo transcultural (Ortiz 1978; Rama 1982) con las realidades diversas de sus territorios geopolíticos. Esto ha generado una hibridación entre géneros, lo que ha llevado a diferentes académicos a buscar categorías que permitan dar cuenta de un ámbito más amplio, como lo insólito (Abraham 2017) y el nuevo weird (Sanchiz y Bizzarri 2020), entre otras. Ahora bien, he querido centrar mi corpus en cuentos de escritoras de CF de la región andina por tres razones. En primer lugar, porque el género del cuento o del relato breve ha permitido la divulgación de un mayor número de autoras que gracias a la consolidación del fandom les ha permitido circular en antologías y fanzines, además de libros de su propia autoría. En segundo lugar, he optado por incluir solo a autoras porque históricamente por razones de género han sido menos visibilizadas que sus pares varones. Por último, me he querido centrar en la región andina2 por ser los países que la conforman He tomado en consideración para la delimitación de dicha región a aquellas naciones que en 1969 formaron la organización internacional Comunidad Andina (CAN), donde habitaron y habitan diferentes culturas indígenas, entre las que se considera Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Chile. Aunque hubiese querido incluir a Venezuela, el estado de la investigación sobre ciencia ficción escrita por mujeres es aún incipiente, a la vez que parece ser que aún no existe una tradición “sólida” del género hasta la fecha. Esto se explica, por una parte, a su inserción tardía en el género, “como a su carácter refractario ante las influencias culturales extranjeras” (Arella 2021: 527). 2 

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menos estudiados dentro de la investigación de CF de América Latina, mientras que Argentina, México y Cuba parecen ser los países más estudiados y con un desarrollo del género más consolidado. Monstruos del sur global: de la biopolítica a la necropolítico Foucault se refiere a la biopolítica como una forma de poder soberano concebida en la modernidad como un mecanismo de control ejercido desde el poder centrado en la vida, bios, que explica así: “[a]hora es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar” (2007: 167). Quienes detentan el poder se centran, así, en el control del “cuerpo-especie, en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población” (Foucault 2007: 168). A este proceso lo llamó biopolítica de la población. Desde una perspectiva marxista, lo monstruoso se configura tanto en el desarrollo capitalista como en esos cuerpos que no sirven como soporte a los procesos biológicos de interés del capital. En este sentido, Negri agrega: “cuando, sometido a la explotación, cada trabajador no sólo se reconoce abstractamente como mercancía, sino que se ve concretamente como partícipe monstruoso de la clase de los pobres, y entonces comprende que debe resistir y, si puede, rebelarse… Será tanto más monstruoso cuanto más desarrolle esta toma de conciencia” (2007: 101-102). De este modo, a la vez que se consolidan las “resistencias monstruosas” (Negri 2007: 102), “[c]omenzamos a leer la historia desde el punto de vista del monstruo, como producto y umbral de aquellas luchas que nos han liberado de la esclavitud a través de la fuga, del dominio capitalista a través del sabotaje y, siempre, a través de la revuelta y la lucha” (2007: 103). Sin embargo, “[p]ara pasar de un monstruo al otro, de aquel que es metáfora del capital a aquel que es el de la multitud que encarnan los explotados, hay todavía un gran espacio de ambigüedad” (2007: 103). Este espacio de ambigüedad, del que ya hablaba Cohen, se

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relaciona, entonces, con la participación del trabajador en la producción y reproducción del capital, que cuando deja su rol espectral, sin voluntad, deviene monstruo. Ahora bien, el monstruo en Latinoamérica a la vez que guarda ciertas relaciones con el proletariado europeo se distancia en tanto “la verdadera riqueza era el trabajo acumulado a partir de la trata de esclavos, que hizo posible un modo de producción que no pudo ser impuesto en Europa” (Federici 2010: 158). De esta manera, el capitalismo en la etapa de acumulación primitiva se instaura de forma diferente, puesto que “la demonización de los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y el saqueo de recursos” (Federici 2010: 156). A esto se suma el antecedente de que ya en el siglo xvi “un millón de esclavos africanos y trabajadores indígenas estaban produciendo plusvalía para España en la América colonial” (Federici 2010: 158), lo que muestra hasta qué punto la instauración de modernidad y el capitalismo como sistema económico está íntimamente relacionado con la invasión y explotación de América. Estas lógicas tempranas de capitalismo se perpetuaron durante la modernidad, pasando del argumento religioso (demonización) de los nativos a un argumento científico (de capacidades inferiores, incivilizados, infrahumanos). Así, en la actualidad en América Latina y otras latitudes consideradas del “tercer mundo” prima una forma de poder que Mbembe ha denominado necropolítica, según la cual la soberanía se impone como el “derecho de matar” (2011: 21). Como sujeto colonizado, considerado como infrahumano por sus “conquistadores” occidentales, el sujeto latinoamericano ha sido objeto del racismo, y, siguiendo esta lógica, lejos de la administración de la vida, “[e]n la economía del biopoder, la función del racismo consiste en regular la distribución de la muerte y en hacer posibles las funciones mortíferas del Estado” (Mbembe 2011: 23). En estos contextos la noción de biopoder se vuelve insuficiente, puesto que no refleja las formas de sumisión de la vida al poder de la muerte, que Mbembe denomina mundos de muerte y define como “formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones de existencia que les confieren el estatus de muertos-vivientes (2011: 75). Como estadio tardío y consecuencia del capitalismo, se configura un capitalismo gore, con el que Valencia se refiere “al derramamiento de sangre explícito e injustificado (como precio a

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pagar por el Tercer Mundo que se aferra a seguir las lógicas del capitalismo, cada vez más exigentes), al altísimo porcentaje de vísceras y desmembramientos, frecuentemente mezclados con el crimen organizado, el género y los usos predatorios de los cuerpos, todo esto por medio de la violencia más explícita como herramienta de necroempoderamiento” (2010: 15). Así, el monstruo latinoamericano sufre hasta la actualidad de la persecución, a la vez que el monstruo del capitalismo se muestra en su faceta más cruel en estos territorios. Los monstruos que habitan la literatura latinoamericana contemporánea no se encuentran ajenos a los contextos sociopolíticos que enfrentan las diferentes regiones de territorio. Por el contrario, su representación da cuenta de la centralidad del monstruo en nuestras preocupaciones, no tanto como reflexión sobre lo extraño, lo “otro”, sino como condición a partir de la cual se piensa nuestra inscripción cultural y política. Allí donde las retóricas de lo divino y de la naturaleza ya no sirven para reflejar el rostro de lo humano, lo monstruoso trae una materia ambivalente, entre lo natural y lo artificial, informe y abierta a mutaciones, a partir de la cual pensamos el (no) lugar de lo humano en relación a una política de lo viviente (Giorgi 2009: 329).

Desde la crítica literaria es ineludible la “poética del monstruo” desarrollada por Moraña, en la que además de plantear un recorrido por las apariciones del monstruo como representación en diversos registros culturales respecto al centro y la periferia, también problematiza el procedimiento de monstrificación, entendido como una calle de dos vías, una dialéctica sin síntesis, una forma de representar asimétricamente los intercambios simbólicos que integran y conforman lo social. El pensamiento dicotómico que guía esos procesos de construcción del/de lo Otro esconde, bajo un aparente maniqueísmo, desarrollos complejos atravesados por la ambigüedad y la paradoja, donde se disuelven las fronteras del Yo y del Nosotros y los extremos se contaminan (2017: 13).

Es este carácter ambivalente del monstruo el que prevalece en ciertos relatos que problematizan las categorías desde una perspectiva decolonial a la vez

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que indagan en cómo este mismo se naturaliza y obedece a lógicas neoliberales, que pueden incluso llegar a transformarlo en un producto de consumo. Prefiero ser una cíborg a ser una zombi: escritoras de CF de la región andina Este capítulo se propone indagar en las formas de representación del monstruo, particularmente del cíborg y del zombi, en un corpus de relatos de CF de escritoras provenientes de los países que comprenden la región andina. Para seleccionar el corpus he considerado cuentos publicados entre 2010 y 2020 en libros de una autoría, en antologías, en revistas de CF y fanzines. El auge de la CF en lo que va de este milenio se explica en gran medida con el surgimiento y/o consolidación del fandom, por una parte, por la influencia que comienza a ejercer la cultura estadounidense en los países de América Latina —debido en buena medida a la consolidación del modelo neoliberal y los tratados de libre comercio— y con la llegada de internet a buena parte de la región. Al ser la CF un género de origen anglosajón, esta impronta trae consigo una serie de referencias a obras tanto literarias como cinematográficas que influencian notoriamente a los autores de este milenio. Es también a partir de 2010 que se puede constatar un aumento sistemático en la publicación de CF en español escrita por mujeres, como lo afirma la escritora e investigadora Robles: “Se podría afirmar que el cambio de paradigma se produce en 2010, por tratarse del momento a partir del cual aumenta de una manera notable la presencia de las escritoras y se visibiliza su trabajo, gracias a diferentes factores, que tienen que ver con la mayor presencia de investigadoras, editoras, difusoras en páginas webs y blogs, directoras de revistas y traductoras” (2019: 15). Este cambio de paradigma guarda relación, a su vez, con la cuarta ola de feminismos3 que tuvo su consagración en el ámbito de la CF con la conComo cuarta ola de feminismos me refiero al fenómeno que se desarrolla a lo largo de la segunda década del siglo xxi. Esta evolución tiene como punto de inflexión el 8 de marzo de 2018, cuando 170 países adhirieron a la huelga feminista. Esta cuarta ola tiene como características ser un “[m]ovimiento de masas, interseccional y ciberactivo” (Varela 2019: 155). 3 

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vocatoria Alucinadas 2014: antología de relatos de ciencia ficción en español escrito por mujeres, primera antología de CF en español compuesta solo por escritoras. La editora, Cristina Jurado, se refiere al objetivo de su publicación como una forma de utilizar “la palabra como herramienta contra el olvido, la invisibilización y el silenciamiento sistemáticos” (2014: 17). Este proyecto contó con un total de cinco versiones que reunieron cincuenta y dos relatos, de los cuales solo es posible encontrar autoras de cuatro países de América Latina: Argentina (4), Cuba (3), México (2), y Chile (1). Es por esta razón que he optado por elegir una región menos visibilizada. La región andina ha sido estudiada desde la crítica literaria a partir del siglo xx como un territorio que es todo menos homogéneo. Su variedad geográfica, así como las diferentes culturas prehispánicas que habitaron y/o habitan los países que la conforman, determinan diferentes formas de transculturación (Rama 1982) desde los inicios de la era moderna. Si bien sus literaturas se pueden agrupar en dos amplias tradiciones, las de la gran urbe, abiertas a la modernidad y a su afán transnacional, y a aquellas propias de las ciudades provincianas, de usos y valores rurales, mucho menos permeables al influjo foráneo, estas se han ido “contaminando” entre sí, generando hibridaciones. A lo largo del siglo xx el binomio ciudad-campo, fue reemplazado por otros, como costa-sierra/selva (sobre todo en Perú), o el de centro-periferia. Las culturas de los Andes, así como las que se asentaron en la selva o en el altiplano han vivido fenómenos de transculturación heterogéneos debido a “una geografía múltiple, con regiones internas que no tenían entre sí nada en común y que producían, por su propia peculiaridad, formas de organización social y sistemas culturales decididamente diferentes y hasta antagónicos” (Cornejo Polar 2003: 163). Es por esta condición transcultural que muchas de estas literaturas recurren a modalidades narrativas no realistas para traducir a palabras “las dimensiones míticas del universo indígena sin aislarlas de la realidad, con lo que se obtienen imágenes más profundas y certeras de ese universo” (Cornejo Polar 1984: 550). Esto marca la CF del periodo entre 2010 y 2020, en el cual “los imaginarios sociales, políticos y económicos propuestos en los escenarios del futuro de las narraciones latinoamericanas tienen una clara identidad propia, con una voz local que refleja los problemas nacionales en el marco de la globalización y los procesos de colonización y descolonización existentes” (López-Pellisa 2021: 27).

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En el caso de la CF boliviana contemporánea, esta se caracteriza por un estilo híbrido y heterogéneo en que se produce una difuminación de fronteras entre la CF, lo maravilloso y el terror gótico. La “realidad se mezcla con lo onírico, la alucinación, lo insólito y lo extraño” (Martín-Gómez 2021: 128). Entre sus variantes más relevantes se encuentra el neoindigenismo y el ciberpunk, lo que da cuenta de la yuxtaposición entre culturas letradas urbanas y aquellas de la sierra y la selva. En sus relatos abundan cierto tipo de monstruos, como los zombis, revenidos (revenants) y mutantes, muchos de los cuales han sido hibridados desde diferentes culturas globales y locales y, en algunos casos, se han “contaminado” entre sí. En Chile, entre las modalidades del género son frecuentes la distopía y el ciberpunk4 (Sullivan 2021). A partir del siglo xxi es posible encontrar autoras que experimentan con la CF de forma intermitente a la vez que la continuidad del fandom permite visibilizar a autoras del género. Entre los monstruos que aparecen en los relatos de las narradoras, predomina el cíborg que se materializa en los cuerpos de sus protagonistas en que la fusión con la tecnología tiene un carácter subversivo para algunas, mientras que en otras se refleja la tecnofobia todavía existente. La presencia de autoras en Ecuador es sugestiva y en sus narrativas se presenta “una CF que anticipa, que problematiza, usando para cada caso, el extrañamiento cognitivo para producir algún sentido sobre la realidad que ellas proyectan en el futuro” (Rodrigo-Mendizábal 2021: 305). En el caso de Perú, a partir del comienzo del siglo xxi se experimenta una apertura y masificación del género en el que los nombres de escritoras cobran una importancia consistente y progresiva. En Colombia se evidencia una “disolución del concepto clásico del género en un diálogo cercano al new weird, siguiendo una tendencia que ocurrió en toda Latinoamérica” (Bastidas Pérez 2021: 199). Entre los monstruos prevalecen aquellos surgidos desde la tecnología, El ciberpunk o cyberpunk es una modalidad de la ciencia ficción que se sitúa por lo general en un futuro postindustrial y mezcla elementos del género policial y el de aventura con la ciencia ficción, [e]l orden mundial que describe es el del capitalismo tardío, liderado por grandes corporaciones globales y saturado por la tecnología y sus desechos. En él los seres humanos portan todo tipo de prótesis e implantes, que les permiten modificar sus cuerpos y conectarse a las redes informáticas […]. De acuerdo a Luckhurst, se trata de un género híbrido y ambiguo, lo cual se refleja ya en su nombre, que mezcla la tecnología, lo cyber, con el margen y la anarquía, lo punk” (Areco 2011: 164). 4 

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dando cuenta en algunos casos de la ambivalencia que produce el desarrollo científico en tanto generador de avances para el bienestar de los ciudadanos, a la vez que proyecta nuevas formas de exclusión social y racismo. El cíborg como subjetividad encarnada y subversiva Entre aquellas múltiples reencarnaciones del monstruo en la modernidad, pero tal vez la más conocida, se encuentra la criatura que engendra Victor Frankenstein en Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley. En este caso, su cuerpo es la advertencia ante los excesos de la ciencia, cuyo mensaje sigue vigente hasta la actualidad. Este ha sido considerado el primer cíborg, puesto que “su cuerpo es orgánico y cobra vida gracias a la tecnología” (López-Pellisa 2015: 131). Desde la definición del cíborg “los dispositivos que incorporamos en el interior y el exterior de nuestros cuerpos son los que nos otorgan nuestra naturaleza cíborg” (López-Pellisa 2015: 131). En esta criatura se condensan “varios dilemas modernos de la vida artificial en sus más complejas manifestaciones. Hoy en día, tanto la clonación como la cuestión del cíborg, o la ambigüedad cada vez más sutil del limen entre la vida y la muerte, siguen siendo temas de descollante actualidad” (Rivero y Ginway 2020: 1). La criatura de Frankenstein “sitúa al monstruo en un espacio estrecho, intersticial, entre la ciencia y la imaginación, entre la realidad y la fantasía, entre la posibilidad y la imposibilidad, lo que desestabiliza los parámetros convencionales de recepción literaria, situando al lector en una zona de incertidumbre respecto a la naturaleza del relato y al pacto de lectura que establece” (Moraña 2017: 93-94). Es justamente esta zona de incertidumbre la que inaugura este nuevo género, entre la ficción y la ciencia. Si bien el concepto de cyborg fue acuñado por Clynes y Kline en 1960 para referirse a un ser humano que ha sido modificado para poder vivir en el espacio (Aguilar 2008: 13), su importancia ha sobrepasa su definición y uso originales sobre todo a partir de los postulados de Haraway en su Cyborg Manifiesto de 1984. Como ella misma afirma: “Los monstruos han definido siempre los límites de la comunidad en las imaginaciones occidentales” (1995: 308) y el cíborg es el monstruo de nuestra época en tanto “[…] organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de

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realidad social y también de ficción” (1995: 253). A partir de Frankenstein es posible trazar una genealogía cíborg que se extiende hasta la actualidad a partir del cual se cuestionan y se ponen en entredicho una serie de oposiciones binarias heredadas de la modernidad, como vida-muerte, hombre-mujer, cultura-naturaleza o mente-cuerpo. La razón de su persistencia como monstruo radica justamente en ofrecer esta posibilidad monista según la cual se traza un continuo entre los contrarios. Al menos una veintena de cuentos de autoras de la región andina tienen entre sus personajes a un cíborg, entre las que destaca la chilena Jacqueline Herrera (Santiago, 1984) con su relato “CIM” (2018), situado en Maipú, una comuna periférica de Santiago, en un contexto posapocalíptico luego de que el hambre y la radiación matara a buena parte de la población. En este relato Camila, la protagonista, se enfrenta a la “tecnologización de su cuerpo” como única forma de subsistencia una vez que ve perdida toda posibilidad de conseguir alimento, cuando su compañero, quien la abastecía a ella y a su hermano pequeño, no vuelve más. El cuerpo de Camila deviene poshumano como alternativa a la necropolítica estatal, que abandona a los ciudadanos, puesto que “[p]ara el gobierno era más barato sacar los cuerpos y tirarlos al escaso cauce del zanjón que alimentar a su gente” (Herrera 2018: 52). La crisis que provoca la hambruna y las mutaciones, y que lleva al gobierno de turno a cerrar y sitiar Maipú no es una crisis global, sino local, producto de una revuelta social y un terremoto: Antiguamente todo ese sector era parte de una ciudad, pero las revueltas… todo… la comuna se había independizado para aislarse, quedando todos los habitantes atrapados. Igual que en el muro de Berlín, en cuestión de horas se construyeron murallas para mantenerlos a salvo, supuestamente, y sólo fueron deduciendo la catástrofe que asoló el país a través de noticias de contrabando. Algunas cosas les tocaron, otras, sólo las pudieron imaginar (2018: 52).

Para contrarrestar la violencia política Camila, a su vez, ha de entregarse a un proceso de monstrificación que la deshumaniza. Este proceso es descrito desde el cuerpo mismo y el dolor al que debe someterse para lograr franquear el muro: “Sabía que iba a doler, que querría morir, pero era la única forma de burlar las guardias y salir del pueblo. Sabía que su cuerpo cambiaría irre-

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mediablemente, pero era necesario para resistir el viaje” (Herrera 2018: 52), específicamente “para poder pasar al segundo punto, tendría que colgarse oculta entre las vigas de concreto por doce horas” (2018: 53). Y posteriormente, rayando en lo gore describe: “Sabía lo que vendría, y se había preparado mentalmente para ello, pero había olvidado ponerse un pañuelo en la boca. Había pedido que los cables entraran lento en su cuerpo, porque a pesar de que vendrían con anestesia, no dejaría de sentirlos y no quería correr el riesgo de gritar. Dolería igual, pero pensó que si era gradual, sería manejable” (2018: 53) y finalmente, una vez que se ha sometido a la fusión tecnológica: “Ella ahora no era ella, sino una gran caverna donde la criatura pondría sus huevos, que se alimentarían de su carne y la comerían. Ahora recién tomó conciencia de que no sólo su cuerpo no dejaría de existir al fin de su misión, ella misma dejaría pronto de pensar y sentir como ella, como Camila” (2018: 56). Es la fusión de la carne con los cables que la penetran lo que provoca un cambio no solo físico, sino que su misma subjetividad se verá modificada. A pesar de la tortura a la que somete a su cuerpo, guarda una esperanza, “esta oportunidad única” (2018: 53). Para llevar a cabo esta transformación debe contactar a un ser que es escasamente descrito como “la silueta de un ser de otro mundo” o “un monstruo informe que se alzaba desde las nubes que impedían la salida del territorio…” (2018: 53). El encuentro es breve, y en este “la sombra no hizo ningún gesto de reconocerla, y ella siguió de largo. Un breve ademán dejó en su mano la llave, la que sintió caliente dentro de sus manos heladas” (2018: 53). De este modo, existe en el relato una intención poshumana en tanto subversiva respecto a la especie humana y permite la proyección de un nuevo colectivo. El final del relato muestra en esta fusión maquínica una posibilidad de futuro, una esperanza en medio del desastre, “un esfuerzo blasfematorio destinado a construir un irónico mito político fiel al feminismo, al socialismo y al materialismo” (Haraway 1995: 251). La subversión del cíborg está dada en “CIM” justamente por esta posibilidad de vivir una realidad otra en la que Camila no está sola: “Donde el metro ingresaba de nuevo a la tierra, estaba la otra, esperándola. Ella se había mutado antes, ella ya tenía experiencia. Se preguntó si las líneas de la cara se le veían a ella también. Caminaron juntas sin decirse nada, mientras la niebla empezaba a inundarlo todo” (Herrera 2018: 57). El relato cierra con un enigma que involucra ese plural femenino,

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lo que se relaciona con el feminismo poshumanista según el cual “la crisis de la modernidad no es en absoluto un salto melancólico en la pérdida y en la decadencia, puesto que representa una gozosa apertura a posibilidades nuevas” (Braidotti 2018: 36), que se relacionan también con la CF y con el ciberpunk como modalidad, en tanto “allí dónde la cultura dominante se niega a llorar la pérdida de las certezas humanistas, producciones culturales menores como el ciberpunk, la cultura musical en su conjunto y el mundo en red ponen de relieve la crisis y subrayan su potencial para soluciones creativas” (Braidotti 2018: 36). Es desde estas “verdaderas figuraciones imaginarias que representan una corporalidad completamente atravesada por el factor tecnológico, ahora convertido en segunda naturaleza” (Braidotti 2018: 36), que se plantea una salida que más allá de la supervivencia de esos cuerpos abandonados al hambre, permite la proyección de una nueva especie capaz de transgredir las fronteras impuestas por el poder. La protagonista del relato de “Cyber-proletaria” de Claudia Salazar (Lima, 1976) también encarna a una cíborg. Sin embargo, en este caso la protagonista ha sido creada en un laboratorio del que ha logrado escapar. Están por cumplirse tres años desde que escapé del laboratorio donde me crearon. Sí, “crear” puede ser una palabra obscena y algo presumida para lo que hizo el humano que trabajó en el prototipo más avanzado de Inteligencia Artificial y me dio la auto-conciencia. No pongo eso en discusión. En parte, si escapé de ahí, fue por esa pretensión exasperante que lo colmó totalmente. Su gran error fue enfocarse demasiado en una sola cosa. Se le olvidó eso, que yo sabía de mí misma (2018: 205).

Una vez en la ciudad logra no solo pasar el test de Turing, sino que también se percata del estado precario de los ecosistemas. A partir de este hallazgo decide crear una corporación de fertilización in vitro con vientres de alquiler, Procrear Inc., con la oculta intención de reducir la población humana mundial a partir de la modificación genética. De este modo: La cyborg siempre describe la producción-reproducción desde términos mercantiles, se le da una equiparación con una proyección bursátil que generará los resultados esperados en determinado periodo de tiempo. Además, pareciera que los cuerpos gestados entran en lo que podríamos determinar “el mercado de

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la carne”, ya que la creación de estos organismos se da a través de una transacción económica y no hay una reflexión bioética de la creación de los mismos (Leandro Hernández 2021: 60).

La cíborg sin nombre del cuento de Salazar no solo accede al sistema capitalista imperante, sino que participa de él, modificando la especie humana a través de la modificación genética a partir de la reproducción de los cuerpos, puesto que “[e]l cuerpo es la carne que alimenta todo nuestro sistema de representación mediática y televisiva, materia en que se inscriben flujos de capital y reterritorializaciones del deseo. Sin embargo, el cuerpo es también el lugar de apuestas y lanzamientos de dados, espacio de autodeterminación, zona de conflicto y negociación” (Braidotti 2018: 37). Así, se plantea un personaje ambiguo en su participación de los flujos de capital y de negociación. Si bien es subversiva, en tanto busca asegurar la proyección del planeta en medio de su devastación, por otra parte, participa del sometimiento de los cuerpos de otras cíborgs como mero medio para su fin. En este sentido se acerca al monstruo hegemónico, en tanto se ha convertido esos cuerpos en un producto neoliberal. Es en la carne también que se sitúan las transformaciones de los cuerpos de los protagonistas de “Huitaca” (2017) de Koryna González (Bogotá, 1987). Los cuerpos de Huitaca y de Tomás son intervenidos por nanobots, infiltrados a través de bebestibles en sus organismos por la empresa EUGENE INC, dirigida tanto por científicos, como por puristas religiosos y por el aparato estatal. En los laboratorios de esta empresa se analiza el ADN de estos sujetos “invertidos” por su homosexualidad, a los que se busca “corregir” mediante una modificación cromosómica. En este relato, “[l]a eugenesia ya no es, como en los viejos tiempos, un principio ontológico más una norma abstracta de organización social; ha devenido ingeniería del ser vivo con aspiraciones de tecnología de dominación política” (Negri 2007: 128). Huitaca y Tomás, como contraparte, trabajan en el mamcúcleo, un espacio de investigación interespecie organizado a partir de un mariposario de monarcas, donde tanto mariposas como humanos han sido modificados. Si bien ambos personajes sufren una pérdida de voluntad severa luego de ser invadidos por los nanobots de EUGENE INC, que se manifiesta en la copulación heterosexual, esta empresa no logra desentramar las lógicas de

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sus cuerpos. Así, comienza una persecución a ambos personajes, no libre de torturas físicas, pero que Tomás aprovecha para hackear el sistema de la empresa: “En su minipantalla van apareciendo registros de los archivos: partos selectivos, esterilización sin consentimiento en hombres y mujeres pobres, amputaciones, robos de cromosomas, transfusiones de sangre, clonación” (González 2017: 215). Así, desde la modalidad ciberpunk de la CF en “Huitaca” se presentan dos corrientes antagónicas del poshumanismo. Por una parte, la empresa EUGENE INC, como su nombre lo indica, persigue los fines eugenésicos característicos del transhumanismo, que propone la mejora de la especie desde una perspectiva liberal y antropocéntrica (Bostrom 2011), con fronteras éticas que difícilmente consideran la interseccionalidad de género, raza y clase ni su incidencia en otras especies. Los cuerpos de Tomás y de Huitaca son zonas de conflicto y su compromiso radica en soportar dolorosas torturas físicas para proteger el mamnúcleo. Es en la resistencia cíborg que radica la posibilidad de una alternativa a la mercantilización de los cuerpos y su “normalización”. Frente al transhumanismo como forma de perpetuación de la excepcionalidad humana, el relato plantea una forma de relación con otras especies como utopía futura, que se aproxima a las fabulaciones que propone Haraway en Seguir con el problema (2019). El monstruo transhumanista logra ser resistido por otras monstruosidades provenientes de la alianza de los humanos y otras especies animales como forma de adaptación y como paradigma ético capaz de combatir el capitalismo gore, aunque sea combatida con el dolor de la carne. Los cíborgs se representan como monstruos encarnados, en tanto organismos materiales portadores del espíritu de su tiempo. Estas criaturas expresan por una parte los costos trágicos del capitalismo a la vez que exhiben las fisuras del sistema. Por lo mismo, tiene en su interior la agencia de la subversión. Zombis y revenants: algunas (con)fusiones El zombi como monstruo contemporáneo, si bien ha sido considerado “el equivalente fantástico del cíborg ciencia ficcional, porque las dos figuras

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expresan ansiedades similares y cumplen la misma función ficcional” (Knickerbocker 2015: 61), debo indicar que en el caso de la CF andina este organismo representa un carácter mucho más ambiguo y cambiante dentro del género. Si bien ambos representan una visión “poshumana antihumanista” (2015: 62), el zombi posee “algunas posibilidades simbólicas únicas” (Knickerbocker 2015: 66) que Mabel Moraña también reconoce como un “ensamblaje” (2017: 164), es decir, como composiciones de deseos (Deleuze y Guattari 1986). En la CF andina es posible encontrar relatos que representan al zombi desde esta visión poshumana antihumanista, según la cual representan a una multitud que, por medio del contagio de un virus u otro factor tecnológico de índole similar, se ha muerto y ha revivido, pero perdiendo su individualidad, la capacidad de comunicación y voluntad. Solo los posee un hambre insaciable. Cercano a estas características, el zombi aparece en los relatos “Después” de Renata Duque, “El hijo” (2020) de Lisa Carrasco, “99” (2014) de Tanya Tynjälä, “Tzi’kin” (2019) de Connie Tapia Monroe e “Híbrido” (2010) de Alicia Fenieux, entre otros. El zombi así representado “evoca la idea de multitud, ya que, como la crítica ha indicado, nunca tiene una función protagónica individualizada, como Drácula o Frankenstein, sino que suele presentarse en grupos amorfos y acumulativos, que, aunque no tienen voz ni conciencia ni admiten liderazgo, tienen una presencia proliferante e inorgánica, que amenaza el orden social y los modelos cognitivos dominantes” (Moraña 2017: 175). Sin embargo, dada su “saturación semiótica” (Comaroff y Comaroff 2002) este monstruo se ha mostrado desde una hibridez que lo reformula a partir de su raíz folclórica en ciertos relatos. En “Kè fènwa” (Para comerte mejor), de Giovanna Rivero (Montero, 1972), y en “El mundo de arriba y el mundo de abajo” (Las voladoras), de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988),5 la revisita a este monstruo se plantea como una revisión epistemológica que pasa por alto buena parte de las referencias al zombi de la cultura anglosajona, por una parte, y desafía ciertas

Este corpus lo he investigado anteriormente a partir de la modalidad de la ciencia ficción neoindigenista en el artículo “Tiempos mixtos y subjetividades migrantes en los relatos de ciencia ficción neoindigenista de Giovanna Rivero, Mónica Ojeda y Alicia Fenieux”, Revista Kamchatka (en prensa). 5 

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características que se han tomado como centrales en su figuración. Además, reivindica aquellos aspectos folclóricos y locales del mismo. En el caso de Giovanna Rivero, considerará para la figuración de los zombis los antecedentes que “se remontan al esclavismo de los siglos xv y xvii, sobre todo en Haití, donde se gesta la versión caribeña del zombi, vinculada a las leyendas populares que tematizan la explotación, el tráfico humano y la pérdida de territorios como consecuencia del colonialismo” (Moraña 2017: 268). “Kè Fènwa”, corazón de las tinieblas en creole, ocurre en Haití, donde un terremoto ha arrasado con la isla y la protagonista, una maestra de física extranjera, que ha ido como voluntaria, lucha por su supervivencia en medio de un escenario de destrucción, onírico y posapocalíptico. En este relato se retrata también un grupo de restaveks, niños que —fuera de toda ficción— son enviados por sus padres a trabajar a un hogar de acogida como sirvientes domésticos porque no cuentan con los recursos necesarios para mantenerlos. La presencia de estos niños se entremezcla con elementos de rituales vudú y con la historia reciente de Haití y la dictadura de Baby Doc (1971-1986), quien ha regresado desde la muerte. Así, diferentes monstruosidades se entrecruzan siguiendo la perspectiva de la narradora protagonista, que en medio de un deambular por este Haití destruido, busca su corazón. Su cuerpo se experimenta torpe: “encerrada en mi propio cuerpo, en posesión de un pánico incoloro, sin razones” (Rivero 2021: 72); “[m]e toma un tiempo sentarme, reconocer mis pies, mover los globos oculares, pero aún más torcer el cuello. Es este el movimiento más difícil” (Rivero 2021: 73). Tiene las órbitas congeladas y tiene un hambre que la lleva a comer carne humana. Una cicatriz en su pecho da pistas de lo que le ha ocurrido, ya que su cuerpo parece sufrir un proceso de “zombificación” y ahora busca alimento como carroñera. De este modo, contra todo pronóstico, el zombi es narrado desde la individualidad y no desde la multitud. Y aunque su voluntad se ha visto afectada en cuanto a su movilidad, y en tanto pertenece a uno de los restaveks, esta es una pérdida solo parcial, pues la búsqueda del corazón marca sus pasos. La aparición del bokor devela lo que se venía intuyendo, puesto que el chamán vudú, que tiene la capacidad de resucitar a los muertos y hacerlos trabajar en su provecho, así como la de provocar la muerte a voluntad, no solo le ha extirpado el corazón a la protagonista, sino que ha resucitado a Baby Doc en un mismo ritual. Aunque guardando

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distancias con su figuración clásica, son entonces varias las características que la protagonista encarna del zombi. Pero, ¿qué ocurre con Baby Doc? ¿Es un zombi o un resucitado? Es claramente un reveniente, pero no se sabe hasta qué punto obedece al bokor o es el bokor quien le obedece a él. Aunque no haya respuesta, la resucitación de un dictador claramente no concuerda con las características de subversión. Por el contrario, parece resucitar a un “monstruo hegemónico”, puesto que “no presupone ninguna subversión frente a la norma, ya que ha sido producido por el propio sistema para reforzarlo, por lo que la disidencia que representa la monstruosidad como lugar desde el que convertirse en un elemento de resistencia para la transformación social desaparece” (López-Pellisa 2022: 30). Por otra parte, si en el retrato “Huitaca” es a través del transhumanismo como se propone la perpetuación de la especie humana a expensas de otros, en este caso es a través de los conocimientos del bokor que la idea de inmortalidad es perseguida. Rivero propone, de este modo, a través de la hibridación de la CF con elementos folclóricos locales el surgimiento de un novum que lejos de la tecnología, ofrece a través de esta epistemología propia del ritual un fin similar: la superación de la muerte. El relato se cierra con la llegada de un helicóptero que rescata a la profesora y se marcha, lo que contrasta con la realidad de los niños haitianos, a quienes nadie busca sacar de la miseria y la destrucción. Así, queda en evidencia el lugar de privilegios de la protagonista, pese a ser también una mujer latinoamericana. De este modo se materializa la “heterogeneidad conflictiva” (Cornejo Polar 2003) que se vive en el territorio latinoamericano en general, al contrastar la realidad de la narradora con la de los restaveks o del mismo bokor, que deben quedarse en ese universo en ruinas, mientras ella logra escapar. La necropolítica queda también exhibida en los cuerpos descartables mientras otros merecen ser rescatados. Así, las categorías del mismo monstruo hegemónico parecen reformularse, dado que “[e]l monstruo hegemónico vive y se adapta a un sistema político social discriminatorio y capitalista, mientras que el monstruo inapropiado/able vive en ese lugar otro porque no puede (ni debe, ni quiere) acceder al sistema: lo repudian por su monstruosidad” (López-Pellisa 2022: 31). Si Baby Doc es el monstruo hegemónico, cabe preguntarse hasta qué punto la protagonista representa a un monstruo inapropiado/ble (Haraway 1999) encarnado de manera evidente

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en los cuerpos abandonados de los restavecs. Parece más bien plantear una intersección entre ambas categorías. El relato “El mundo de arriba y el mundo de abajo” de Mónica Ojeda pertenece al libro de cuentos Las voladoras (2020), que la autora ha propuesto bajo la etiqueta del gótico andino. Este relato no puede ser clasificado como fantástico, puesto que el monstruo no representa un imposible (Roas, 2011), “no obstante, mediante la aparición de una monstruosidad real y posible, que no desarticula las nociones de realidad concebidas en el mundo moderno, no se pierde el elemento subversivo” (Carretero 2021: 181). Es en esta posibilidad subversiva del monstruo que el relato “El mundo de arriba y el mundo de abajo” hibrida elementos maravillosos y de ciencia ficción y plantea un monstruo, particularmente un zombi, que no representa un quiebre con “lo real”. El novum que se presenta es, al igual que en el relato de Rivero, la extensión de la vida después de la muerte. La técnica utilizada es el conjuro, que puede ser entendida como brujería. Sin embargo, dentro del relato este conjuro opera como un método que permite revivir cuerpos. El protagonista es un padre que intenta dar un nuevo nacimiento a su hija Gabriela. Para ello utiliza el cuerpo de su esposa, y madre de la niña, quien se sacrifica para dicho fin y quien dicta a su marido el procedimiento que este debe seguir para tal fin: “Guarda mi cuerpo del viento y de la nieve, Hanan Pacha […] Llena mi boca con la ceniza del volcán, cúbreme la piel con colas de caballo y hojas de chiquiragua, pon en mi mano izquierda un colibrí y conjura el renacimiento de Gabriela” (Ojeda 2020: 101). Así, no es la alta tecnología la que permite extender estas vidas en el tiempo, sino un evento novedoso que hibrida elementos maravillosos con otros del método científico y un conocimiento. Como ocurre en “Kè fènwa” con la resurrección de Baby Doc, acá se procede a resucitar a Gabriela, aunque esto no resulte según lo esperado. La subversión en el relato de Ojeda consiste en ahondar en aquellas lógicas de poder asociadas al conocimiento. La figura del padre se aleja de aquella arquetípica del pater familias occidental, puesto que está despojado de poder. Por el contrario, recibe las críticas de los indígenas con que se cruza, quienes lo acusan de impostor. A esto se suma el fracaso que supone traer a Gabriela de vuelta, quien regresa en un estado fronterizo entre la vida y la muerte, como un zombi.

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Si bien el padre se autodenomina chamán, esta afirmación será desautorizada varias veces a lo largo del relato por diferentes voces indígenas y cobra fuerza con el fracaso que supone la vuelta de Gabriela a la vida: “[c]on los últimos rayos de sol veo la grandeza de sus ojos de vicuña devolviéndome la mirada. Una de sus pupilas se fija en mí, pero la otra cae hacia la izquierda y se oculta en el interior de su cráneo. El sol se apaga” (2020: 107). Aunque Gabriela logra volver a la vida, este tránsito ha significado una transformación monstruosa: “[s]us ojos se pierden a menudo en la llanura y en el interior de su cabeza. Entonces una mirada blanca y lunar como las piedras de su tumba se le talla en el rostro: una que me muestra la profundidad real del mundo de abajo” (2020: 109). El mundo de abajo, el inframundo, irrumpe así en la vida de la niña y los ojos, al igual que en el relato anterior, marcan este tránsito. El padre persiste en su intento de traerla de vuelta y sube al volcán para ello. Sin embargo, un indio se le aparece y lo interpela: “no eres un chamán, sino un hombre. Y no existen palabras en este mundo con la pasión suficiente para resucitar a un muerto” (2020: 118). Finalmente, el chamán entrega a su hija al volcán y la devuelve al mundo de abajo, mostrando su impotencia frente a estos dominios. La hija, aunque tiene ciertas características del zombi, como puede ser la mirada blanca y lunar, y la pérdida del poder de comunicación, no es parte de una multitud. Por el contrario, es Gabriela, único nombre propio del relato. En contra de los deseos de su padre, es una muerta viviente, una resucitada a medias. No hay plegarias para que vuelva completamente a este mundo. Así, tanto “Kè fènwa” como “El mundo de arriba y el mundo de abajo” muestran protagonistas que representan una subjetividad ambigua entre la vida y la muerte, también entre el monstruo hegemónico y aquellos inapropiable/dos. En estos relatos aparecen lo que he denominado monstruos ch’ixi, vocablo aymara que “obedece a la idea aimara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido. Un color gris ch’ixi es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario” (Rivera Cusicanqui 2010: 70). Este tercer incluido dialoga con los zombis, pero difícilmente puede ser uno en su totalidad. La misma categoría del zombi se descoloniza de las imágenes que lo han rodeado como una masa hambrienta, para transformarse en sujetos, en un caso, o ser radicalmente carne, en el otro. Ojos rígidos que esconden la verdadera oscuridad que supone cruzar el umbral de la muerte y regresar.

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Las mismas fronteras del género de la CF se ven interpeladas también al producir un monstruo híbrido cuya ontología difícilmente puede ser asociada a un novum6 científico en su sentido original, sino que se hibrida con los géneros de terror y maravilloso y cuestiona los límites de la ciencia respecto al pensamiento mágico indisoluble de las epistemologías indígenas. En este sentido, los relatos reivindican las llamadas “epistemologías del sur” (Santos 2009) entendidas como “nuevos procesos de producción, de valorización de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido, de manera sistemática, destrucción, opresión y discriminación causadas por el capitalismo, el colonialismo y todas las naturalizaciones de la desigualdad en las que se han desdoblado” (2011: 16). Conclusiones A lo largo de este capítulo he buscado constatar cómo, a partir de la representación de los monstruos, se revelan los universos epistemológicos en los que se sitúan los relatos. Por una parte, es posible identificar cuentos que se sitúan en ciudades asediadas por la contaminación, en ruinas o hipertecnologizadas. Así, las cíborgs de las narraciones deben buscar la subsistencia en estos espacios hostiles cercanos a la modalidad del ciberpunk, en que el aparato estatal o las empresas transnacionales se representan como los verdaderos monstruos. La violencia de la necropolítica y del capitalismo gore se desata contra estos cuerpos subversivos, cuya agencia radica en la resistencia y en la fusión tecnológica. Es lo que sucede en “CIM” y en “Huitaca”, donde las protagonistas logran resistir la represión sistémica al derribar sus propias fronteras corpóreas. En “Cyber-proletaria”, sin embargo, su protagonista no llega a ser un agente subversivo a pesar de su afán antihumanista, y termina sometiendo a otros cuerpos de una manera que replica las lógicas de coerción del sistema en que se encuentra. Novum es el evento novedoso que trae una nueva tecnología, ciencia o procedimiento que caracteriza a la ciencia ficción según la propuesta de Darko Suvin en Metamorfosis de la ciencia ficción: sobre la poética y la historia de un género literario (1984). 6 

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Algo diferente es lo que ocurre con los relatos “Kè fènwa” y “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, en los que aparece un zombi atípico, que se aleja de sus características más clásicas, lo que dificulta clasificarlo como tal. En estas narraciones surge, a su vez, una subjetividad que viene a incomodar las lecturas dialécticas del zombi, puesto que propone un “tercero incluido”, un cuerpo que es y no es monstruo, que transa y dialoga con los monstruos inapropiados/bles y hegemónicos, pero que no es ni el uno ni el otro. Cuerpos ch’ixi, cuerpos abigarrados de yuxtaposiciones culturales que experimentan la “fisura colonial que habita en todxs y cada unx de nosotrxs” (Rivera Cusicanqui 2018: 81).

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PATRONES DE MOVILIDAD TRANS-DOMÉSTICOS EN LOS HOGARES INSÓLITOS* Rosa María Díez Cobo Universidad de Burgos, España. Grupo GEIGhd

I thought how unpleasant it is to be locked out; and I thought how it is worse perhaps to be locked in. Virginia Woolf, A Room of One’s Own (1929)

La casa encantada: la pervivencia de un motivo insólito1 Cuando se alude a la casa encantada dentro de la literatura fantástica y de terror son recurrentes las particularidades que se enumeran para su caracterización. No resulta extraño, pues, que, en algunos estudios sobre el tópico, incluso desde el propio título, lleguen a aludir a él en términos de “fórmula” (Bailey 1999). Al mismo tiempo, el gran auge de este motivo en la literatura, cine, series y otro tipo de manifestaciones culturales ha provocado que el elenco de rasgos se incline, en general, hacia el estereotipo y, por ende, esto pueda desembocar en una cierta desestima de su capacidad como recurso crítico o innovador (Punter 2013: 94). Es decir, la llamativa querencia por este tipo de construcciones como representantes espaciales de lo imposible, de aquello que, desde una lógica cartesiana, no “debería de estar ahí”, opaca a menudo la complejidad de su surgimiento, de su evolución y mutaciones a través de las décadas y, sobre todo, de las paradojas que genera su propia ontología. No sería extraño, pues, que, ante la idea de

Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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enfrentarnos a un texto con la presencia de un domicilio maldito nos asalte el escepticismo y sospechemos que “esta sea la historia de otra casa embrujada” (Ávila Mateos 2018).1 Porque, entre otros muchos aspectos, cabría preguntarse: ¿qué tipo de entidad terrorífica representa?; ¿funcionaría, según postulan algunos críticos, como un escenario principalmente simbólico donde se proyectan las perturbaciones psíquicas de sus personajes (McAndrew 2020)? ¿O sería, a decir de otros, una estrategia discursiva principalmente orientada a la escenificación de experiencias traumáticas, de un pasado irresuelto (Michlin 2012)? O, desde una postura diferente, ¿podría, pese a su esencia espacial, ser asimilable a la genealogía de monstruos clásicos, es decir, con autonomía, como algunos otros han apuntado? (King 1981; Carroll 2004; Hock Soon Ng 2015; Díez Cobo 2020). Y si convenimos en que guarda semejanzas con lo monstruoso y, por ello, que se puede interpretar como un reverso espantoso de las expectativas sobre lo espacial doméstico, ¿cómo clasificarlo en relación con otros personajes del canon teratológico de fisonomía más humanizada? En cuanto a la ruptura de la verosimilitud que provoca su aparición, surgen, igualmente, algunas incógnitas. Una de ellas, quizá la más sugerente, resulte en que, a diferencia de otros seres aberrantes, sus efectos sobre sus víctimas tienden a diferir enormemente. Si un vampiro, un zombi, o casi cualquier otro ser clásico imposible, tiende a infundir temor en todos aquellos con los que se relacionan o sufren sus asaltos, ¿por qué la casa encantada con cierta frecuencia es percibida como tal solo por alguno de los habitantes, o estos sufren en forma muy diversa sus acometidas sobrenaturales? Esto nos lleva a uno de los pilares sobre los que descansa la ontología de los espacios malditos —mayoritariamente hogares—: la estrecha vinculación con la mujer, en principio sujeta a la condición doméstica. ¿Sería, por lo tanto, automática la intersección entre el rol femenino y los domicilios embrujados?

Esta afirmación ha venido inspirada por el ilustrativo título del artículo “Esta no es la historia de otra casa embrujada: reflexiones acerca del componente de terror en la novela House of Leaves de Mark Z. Danielewski”, donde su autora anticipa un potencial recelo por parte del lector ante la posibilidad de que el estudio verse sobre una novela de hogares embrujados plagada de lugares comunes. 1 

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En este capítulo se valorarán algunas de estas cuestiones, pero, sobre todo, se enfatizará el proceso por el cual la casa encantada, desde las estéticas actuales posmodernas, puede justificarse dentro de una tipología teratológica con el apoyo de diversas teorías sobre la ontología del monstruo. Asimismo, se revisarán algunas reflexiones sobre la relación de la mujer y el espacio doméstico, cuestionando la naturaleza y los límites de esta supuesta simbiosis entre ambos. Esto implicará, necesariamente, reconsiderar la ligazón que a menudo se ha establecido en la crítica gótica y fantástica entre los escenarios de la casa encantada y el protagonismo femenino en ellos. Más concretamente, y dentro del encuadre de la literatura actual en español2 por narradoras, se propondrá la reorientación de la consideración de la casa embrujada como espacio de perturbación estático, epicentro acotado de fenómenos anómalos o inexplicables, hacia otra visión que favorezca su comprensión como la de encrucijada fluida de factores históricos, sociales, culturales, genéricos, etc. Se seguirá, por ello, en cuanto a la conceptualización del espacio la propuesta sociológica de Massey (1994), las reflexiones narratológicas de Ryan (2012) y, sobre todo, la apuesta de García (2020) por abrir los espacios domésticos fantásticos a una lectura trans-doméstica, superando las clásicas fronteras del espacio construido. Específicamente, y como más adelante se justificará, se planteará una interpretación más dinámica y versátil del espacio narrativo del domicilio embrujado basada en el tránsito de los personajes entre los interiores y los exteriores del lugar. Así, en la última sección de este trabajo se analizarán diversos relatos contemporáneos de autoras de diversas procedencias dentro del ámbito hispánico que ilustrarán la articulación de los conceptos expuestos.

Un tema en el que no se ahondará en esta investigación es el referente a la presencia de este tópico de la literatura de terror en las letras hispánicas. Si bien es evidente que su cultivo es mucho más amplío en otras tradiciones culturales como la anglófona, antologías como la reciente Arquitecturas inquietantes. Antología de relatos de casas encantadas (Díez Cobo 2022b), que recoge una muestra representativa de relatos de hogares embrujados de autores y autoras de primera línea de ambos lados del Atlántico, confirma la buena salud y versatilidad del tema en nuestras literaturas. 2 

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Galería de monstruos: hacia una ontología monstruosa del edificio fantástico La casa, espacio íntimo y familiar por antonomasia, ha suscitado un importante corpus bibliográfico dentro del cual se destacan a menudo las líricas reflexiones de Bachelard para quien, en su Poética del espacio (1957), desde un punto de vista fenomenológico, habitar una vivienda tiene un claro alcance simbólico relacionado con las experiencias, las memorias, las rutinas, las relaciones y todas las implicaciones contraídas a partir del hecho de ocupar un ámbito arquitectónico de estas características. Es decir, la casa se transforma, así en una transposición de la persona, un agente social y socializado (Bachelard 2018: 79). En este particular también insistió Lefebvre quien, siguiendo la descripción de las formas del habitar formuladas por Heidegger (1994), definió la producción del espacio sobre la base de la práctica social (2013: 429). Por ello, de acuerdo con estos acercamientos filosóficos, la casa presupone un entorno físico, pero, también, un conjunto de interacciones simbólicas. Y en tanto que expresión de una forma de ser, estar y relacionarse en el mundo, esto necesariamente significa la existencia de un exterior, un “más allá del umbral”, con el que se contrapone pero que, al mismo tiempo, dota al interior de sentido y distintividad (Bollnow 1966, 20-22). Como veremos posteriormente, esta oposición considerada desde su fundamento social, será central para comprender el fecundo diálogo entre los interiores y exteriores de la casa encantada. En el ámbito del fantástico y lo terrorífico ya bien conocida es la paradójica y compleja relación etimológica entre el término alemán unheimlich, que puede definirse como el reverso inhóspito de lo familiar dentro de su propio núcleo, y que justamente, se vincula con la raíz heim que alude al hogar.3 Esta elocuente singularidad lingüística, que en español guarda una cierta correlación con el término “siniestro” respecto de su antónimo (Trías 2011), apunta ya al valor polivalente y difícilmente aprehensible que engendra el espacio

Eugenio Trías en su renombrado ensayo Lo bello y lo siniestro (2011), en las secciones “De lo sublime a lo siniestro” y “Lo siniestro como categoría lingüística”, desgrana las implicaciones del ensayo freudiano que discute el concepto de unheimlich y, al mismo tiempo, realiza una exhaustiva e interesantísima revisión de la etimología del término. 3 

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doméstico como entorno que rebasa categorías y modelos. En este sentido, conviene señalar la concurrencia de esta visión de la casa con la definición del monstruo de Moraña como artefacto semiótico o, en otras palabras, “como el momento y el lugar en el que el transcurrir de la vida y la historia se detienen, de manera provisional, fijados en una imagen icónica en la que cristaliza una multiplicidad de sentidos que se proyectan sobre lo real” (2017: 23). De especial interés resulta que Moraña aluda a la naturaleza de lo monstruoso no solo en su clásica versión de ente de características principalmente antropomorfas o zoomorfas, sino que también incluya la variable de lugar. No olvidemos que, con otros objetivos críticos en mente, aunque igualmente en referencia a la polivalencia de algunos espacios sociales disidentes, Foucault (1967) acuñó sus “heterotopías”, “contra-espacios”, o “espacios diferentes, […] esos otros espacios, una suerte de contestación a un tiempo mítico y real del espacio en que vivimos” (1997: 87). Aunque en este caso concreto estemos realizando una extrapolación del sentido original foucaultiano, sí podremos considerar legítimamente la noción como equiparable al rol inverso que asume un domicilio en el que, lejos de hallarse amparo y comodidad, como se presupondría de un hogar ideal, por el contrario, acontecen sucesos inexplicables de naturaleza en gran medida pavorosa. No en vano, Stephen King, en su ensayo Danse Macabre (1981), donde se ocupa de analizar la ficción terrorífica, listó los “lugares malos” como uno de sus arquetipos y, dentro de ellos, destacó el papel de la casa encantada (2006: 296). Pero la pregunta que surge tras este breve repaso por algunas caracterizaciones clásicas de la vivienda como espacio, o de sus formas invertidas, es si, en verdad, y más allá de su potencialidad semiótica, se puede llegar a considerar a una construcción arquitectónica como monstruo. Si revisamos trabajos especializados sobre el asunto, como el volumen Monster Theory (1996) de Cohen, vemos que, en su extenso índice, ninguno de los seres examinados en sus capítulos se corresponde con entidad espacial alguna. Lo mismo podría decirse de los múltiples ejemplos que aporta Beville en su volumen The Unnameable Monster in Literature and Film (2014), o Moraña en su ya citado estudio. Si bien, llamativamente, muchos de los planteamientos teóricos expuestos por estos expertos explicarían perfectamente la ontología paradójica de la casa embrujada, ¿cómo justificar esta omisión en estos trabajos? Como ya apuntábamos anteriormente, la razón fundamental

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radicaría en la naturaleza tan diversa de lo arquitectónico que, en principio, parece hacerlo incompatible con los rasgos más generalizados y reconocibles de lo monstruoso, siempre tendente a su asociación con un ser de naturaleza orgánica. Sin embargo, si nos acogemos al breve repaso que Roas (2022) hace sobre las características más sobresalientes del monstruo, observaremos su obvia aplicabilidad al motivo de la casa encantada.4 En primer lugar, si la existencia del ser imposible “subvierte los límites que determinan lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico e incluso moral” (Roas 2022: 106), claramente el carácter amenazante de un hogar extraño cumple con esta premisa ya que desarma nuestros principios cognitivos. Es más, si, incluso, como en algunas narrativas ocurre, es la propia vivienda la que en ocasiones exhibe una voluntad propia, una capacidad racional, que franquea y difumina los rasgos entre lo sintiente y lo inerte, aún más indiscutible resultará esta aserción. Afirma también Roas que esta desestabilización de las categorías acostumbradas por parte del monstruo lleva aparejado el miedo y nos aproxima a la dimensión oscura de nuestra naturaleza (2022: 106). No cabe duda de que, si algo puede resultar especialmente perturbador es que, entre los muros de nuestra vivienda, en el territorio personal más primigenio, se manifiesten situaciones inauditas o dañinas de causa misteriosa. Por otra parte, y en esto coinciden sin ambages todos los teóricos de la monstruosidad, se señala que el ente insólito es cambiante y su mutación responde a la confluencia de lo social y cultural donde acontece, a las ansiedades que recorren cada tiempo y cada territorio (Roas 2022: 106). No hace falta mencionar que, en el caso del espacio embrujado, su larga andadura ha acomodado muy diversas manifestaciones del mismo: desde los distantes y aciagos escenarios medievales en los primeros ejemplos de la literatura gótica, pasando por espacios cada vez más inclinados a la exhibición de lo maligno vinculado con lo psíquico, hasta desembocar en las ambiguas y polimorfas expresiones posmodernas (Díez Cobo 2022b: 12-15).

Por motivos de claridad nos hemos concentrado en el sintético perfil que este estudioso ha trazado del monstruo, pero cabe señalar que los siete postulados que plantea Cohen para detallar el sentido de lo monstruoso son igualmente asimilables al tópico de la casa embrujada (1996: 3-20). 4 

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Todo parece en principio propicio pues para entroncar el espacio de la casa con lo monstruoso. Si a ello sumamos la revolución que, desde hace décadas, en los campos de las ciencias sociales y las humanidades ha provocado el “Giro Espacial” y que ha encumbrado la consideración de la dimensión del espacio por encima, o paralelamente, a al estudio de lo temporal, esto explica algunas aproximaciones que ya han dado cabida a las casas insólitas en el elenco monstruoso. Por una parte, hay que destacar el minucioso estudio sobre el terror del filósofo Carroll The Philosophy of Horror, or Paradoxes of the Heart (1990), para quien el monstruo, así como la reacción que este provoca en los personajes, es una condición primaria de las narrativas de este género (2004: 16). En su “galería de monstruos” y partiendo de la asunción de la naturaleza intersticial y contradictoria del ser aberrante, sitúa al hogar maldito entre aquellas entidades que fusionan características ontológicas antitéticas como el binomio animado versus inanimado (2004: 32). Poniendo a la casa encantada al mismo nivel que monstruos más tradicionales y comúnmente identificables como fantasmas, vampiros, zombis o momias, entre otros, Carroll reconoce a este espacio no como mero decorado o trasfondo estático, sino como un personaje central del discurso fantástico. Por otra parte, contamos con dos relevantes investigaciones de Hock Soon Ng donde aborda el análisis específico de la edificación embrujada desde el ángulo de lo monstruoso. En el primero de ellos, Dimensions of Monstrosity in Contemporary Narratives (2004), dedica un capítulo completo a la espacialidad a la que caracteriza desde un ángulo psicoanalítico (2004: 2264). Admitiendo lo inusual de considerar el espacio como una forma posible de monstruo (2004: 17), concentra el mencionado capítulo en el análisis de dos novelas y toma como referencia la ciudad donde se sitúan las tramas con el fin de “depict how space can contain certain unacknowledged ‘energies’ which manifest themselves, nevertheless, through bodies which inhabit it” (2004: 22). En su segundo volumen, Women and Domestic Space in Contemporary Gothic Narratives (2015), también en una línea predominantemente psicoanalítica, aunque no excluyente de interpretaciones históricas y socioculturales, se ocupa del caso particular de la casa encantada. La novedad que representa este análisis es, a diferencia de estudios previos sobre el asunto, el reconocimiento del espacio no desde un ángulo metafórico, sino valorando cómo “a subject encounters lived space as real space (if only to her) and as such

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treats this space —the house— as a material, physical presence” (2015: 7; énfasis en el original). Más especialmente y de gran interés es que el autor reflexione sobre la interacción bidireccional entre sujeto y casa, es decir, sobre la dimensión experiencial y el influjo mutuo “that, as result of dwelling, is borne of its occupant’s conscious and (especially) unconscious desires, but also exceeds them, becoming in the process an independent property now integral to the architecture capable of implicitly influencing its occupant’s subjectivity” (2015: 11). De una forma explícita, por lo tanto, se está asumiendo que la casa inverosímil pasa a generar una red compleja de significados que condiciona la identidad de sus moradores, así como sus límites y, al mismo tiempo, gobierna la inclusividad a través de una negociación entre el espacio y sus integrantes. Por lo tanto y, aunque en su último trabajo Hock Soon Ng no tilda al hogar encantado de monstruo en ningún momento, la deducción se hace obvia si se parte de la presunción de que la arquitectura encarna características y roles que lo aproximan a lo sintiente. Aunque tampoco en términos de monstruosidad, pero con importantes derivaciones hacia esta concepción, García (2015) aborda un exhaustivo examen del efecto fantástico en las narrativas posmodernas a través de la intervención fundamental del elemento espacial. En oposición a la noción de “lugar” y su estatismo, dedica su monografía a diversas modalidades de espacios insólitos con la premisa de que In a nutshell, place-centred fantastic stories focus on a particular site (or group of sites) and on what occurs in it (or them). Therefore, in the model I have denominated, the Fantastic of Place (a site) acts as a receptacle of the supernatural. This contrasts with the Fantastic of Space, which, since it affects the laws of space, deals with a more complex phenomenon. Space here is what causes —and not what hosts— the fantastic transgression (2015: 21; énfasis en el original).

En definitiva, como se ha pretendido mostrar en esta sección, el reconocimiento de que el espacio puede poseer características que lo singularizan como monstruo dentro del panteón de seres insólitos permite, a su vez, apuntalar el concepto de que no se trata de un trasfondo inactivo o

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de un mero edificio limitado a ejercer como escenografía, símbolo o metáfora. Reconocer su agencialidad, su participación como desencadenante primario de las perturbaciones fantásticas, implica, asimismo, repensar la concepción de la monstruosidad dentro del Posmodernismo, no ya como una confrontación entre el yo y el otro, posicionando a este último en una radical otredad y diferencia, sino como un reflejo especular, distorsionado, del primero (Casas y Roas 2018: 11; Diamantino 2018b: 9). Y esto es así en tanto que la casa, como espacio insólito por excelencia, en las narrativas que analizaremos, no se mostrará como una construcción ajena, absolutamente opuesta a sus habitantes o víctimas, sino como una extensión arquitectónica, aunque autónoma, de estas últimas. La problematización de esta relación entre habitante y habitáculo, trabada con los patrones de movilidad de los personajes humanos, concentrará, como ya se ha señalado, el núcleo de esta investigación. “The Angel in the House”5: repensando la domesticidad femenina El espacio-personaje que va a ocupar el grueso de nuestro análisis ya se encuentra teóricamente justificado en el marco de este trabajo. Ahora, abordaremos a los protagonistas humanos que lo habitan. Si revisamos la bibliografía existente concerniente al tema de la casa encantada, un tópico constante y, a menudo asumido como verdad incontestable, es el que se refiere a la sujeción de las protagonistas femeninas al espacio doméstico.6 De alguna Este es el título de un poema narrativo del británico Coventry Patmore, publicado en 1854, y que asentó en la esfera cultural anglosajona un estándar idealizado para la mujer de clase media vinculado al hogar y a las tareas domésticas y, sobre todo, fundamentado en la segregación de intereses y quehaceres respecto a los varones. 6  Por razones de espacio y de concreción, se eludirá el abordar cuestiones tocantes a este tema que interseccionan con la evolución y diversas tipologías del gótico y de la literatura terrorífica y del ya muy debatido aspecto del “gótico femenino” y del “fantástico femenino”. Para clarificar aspectos concernientes al primer tema y a las particularidades del gótico escrito por mujeres, se recomienda acudir al volumen The Female Gothic: New Directions (2008), de Wallace y Smith. En relación a la literatura fantástica femenina, al artículo “A Geocritical Perspective on the Female Fantastic: Rethinking the Domestic” (2020) de Patricia García plantea una condensada y certera revisión crítica del asunto. 5 

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forma, esto implica una simbiosis entre ambos que condiciona o restringe su proyección. Para autoras como Ellis (1989) esta relación comenzaría a explicitarse, en el caso de la ficción gótica inglesa, paradójicamente, con la redefinición del concepto de hogar y la posición de la mujer en él. Más concretamente, la consideración de que el mundo, los espacios exteriores, eran intrínsecamente peligrosos, aún más para las mujeres, y de que el ámbito doméstico podría soslayar esta amenaza, sería, para esta estudiosa, el acicate o precondición esencial de la narrativa terrorífica de la época (1989: 7-11). Esto es, de acuerdo a esta visión, desde el prisma de la ficción, la vinculación del sujeto femenino a su espacio vivencial, arrancaría a partir de una articulación ideológica contradictoria entre lo que supuestamente debería ser un refugio y que, en realidad, tantas veces se tornará en figuración metonímica reveladora de las tensiones o violencias domésticas y de los dominios distintos y distantes entre lo masculino y lo femenino. De ahí, según la propuesta de Ellis, nacería la corriente topofóbica que asigna un valor predominantemente negativo a lo hogareño y que, a través de la narrativa fantástica y de terror se vería refrendado en la situación de una protagonista femenina atrapada entre los muros de un espacio opresor y maligno. Estudios como los clásicos The Madwoman in the Attic (1979), de Gilbert y Gubar, o Daughthers of the House (1992), de Milbank apuntarían en esa dirección en su retrato de la interacción de la mujer y el hogar en sus análisis literarios. En las elocuentes palabras de Gilbert y Gubar en referencia a autoras góticas decimonónicas y sus sucesoras en el siglo xx: “Literally confined to the house, figuratively confined to a single ‘place’, enclosed in parlors and encased in texts, imprisoned in kitchens and enshrined in stanzas, women artists naturally found themselves describing dark interiors and confusing their sense that they were house-bound with their rebellion against being duty bound” (1979: 84). En otra línea de pensamiento divergente, algunos acercamientos como los de Showalter en A Literature of Their Own (1977) y Sister’s Choice (1991), desde el énfasis en la búsqueda de una forma de expresión propiamente femenina por parte de las creadoras, proclama las capacidades combativas de lo doméstico. Este espacio concebido como baluarte, desde el que el rol femenino se reivindica, se puede transformar en plataforma de visibilización femenina. Quebrando, en cierto modo, el estereotipo victoriano del “ángel del hogar”, sin embargo, desde esta visión se mantendría, no obstante, intac-

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ta la conexión entre lo femenino y el hogar. Y, aunque cabe valorar el hecho de que, al surgir posicionamientos antagónicos sobre la naturaleza de esta se posibilite la variabilidad y ambigüedad de significados, la persistencia del leitmotiv parece inevitable desde cualquier ángulo en que sea abordado. Como señala García (2020), si bien es indiscutible que, en el caso concreto de la ficción fantástica, el tropo doméstico ha jugado un papel central tanto como motivo literario como categoría crítica desde la que articular la visibilización de las opresiones sobre el sujeto femenino y, por ello, no cabría cancelarlo o invalidarlo en su totalidad, sí es necesario discutir algunas de sus limitaciones con el objetivo de superarlas. En primer lugar, señala García la reiteración de los binarismos como base para sostener esta asociación entre mujer y hogar. Si el rol femenino, entendido de una forma descontextualizada y sin atender a otras especificidades materiales, culturales, genéricas o étnicas, es desenvolverse principalmente en su residencia familiar, esto dará pie a toda una serie de polarizaciones relacionadas con la ocupación, la vivencia y funcionalidad del espacio o, como más exactamente formula su autora, “a gender-biased theorisation of space”. Los dualismos que se generan entre lo femenino y lo masculino, presentan así una estructuración claramente asimétrica: si a lo femenino se le atribuye el dominio de las dimensiones interiores, privadas y familiares, en consecuencia, a lo masculino se adjudica lo exterior, lo público y, por lo tanto, lo universal, con todas las implicaciones axiológicas e ideológicas que esto comporta. Sobre este aspecto reflexiona ampliamente Massey: The universal, the theoretical, the conceptual are, in current western ways of thinking, coded masculine. They are the terms of a disembodied, free-floating, generalizing science. […] On the other side of the pairings, the term ‘local’ itself displays, on the one hand, a remarkable malleability of meaning and, on the other, a real consistency of gender associations. […] Woman stands as a metaphor for Nature (in another characteristic dualism), for what has been lost (left behind), and that place called home is frequently personified by, and partakes of the same characteristics as those assigned to, Woman/Mother/lover (1994: 9, 10).

Es decir, dar prioridad a la visión de que lo femenino forma un todo indisoluble con lo doméstico no implicaría solo reflejar un statu quo más o menos imperante en la sociedad sino, a su vez, participar de la construcción

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de ese mismo pensamiento, reproducirlo sin cuestionarlo. La propuesta de limitar el espectro de lo femenino a la domesticidad es una forma de confinamiento espacial, de restricción de la movilidad y, consecuentemente, de control sobre su identidad, ya que, como señala Massey, los lugares y los espacios y nuestra propia percepción de ellos están cargados de matices y, aunque estos son variables a través del tiempo y de las cartografías, condicionan nuestra manera de entender el género y también sus relaciones (1994: 186). A esto se sumaría, según esta experta, el hecho de que, durante largo tiempo, incluso por parte de referentes filosóficos de primera línea, se ignoró la politización de lo espacial y la organización espacial de lo histórico y de lo social (1994: 254). Si el espacio se consideraba como un escenario estático, inerte, frente al dinamismo de lo temporal, efecto lógico de esto ha sido la consolidación del binomio mujer-hogar, ambos representantes de lo inmutable. Lo que propone Massey, en línea con los postulados de la Geocrítica y su consiguiente subversión de valores, no es simplemente realzar el espacio por encima de la experiencia temporal, sino de reconcebir la partición como interrelación necesaria entre ambos elementos y, por supuesto, con los niveles sociales (1994: 261). Todos los fenómenos sociales acontecen en una espacialidad y localización y estas evolucionan a lo largo del tiempo, por lo tanto, no cabe adjudicar al espacio un sentido de estatismo intrínseco (1994: 265). Este reconocimiento contribuiría a salvar los antagonismos y a concebirlos dentro de una continuidad social e histórica mutable y evolutiva. Desde la óptica de la ficción fantástica, como señala García (2020), esto ha tenido indudables consecuencias en el hecho de eludir otros espacios social y estéticamente relevantes presentes en las narrativas limitando, con ello, el impacto crítico de las escritoras, situándolas siempre en posiciones marginales en contraposición a sus correlatos masculinos. Como ejemplo ilustrativo y, en relación a las casas encantadas, García señala la paradoja de que cuando escritores de renombre como E. T. A. Hoffmann o Edgard Allan Poe han focalizado la trama en estos espacios anómalos, los críticos han dirigido, por lo general, sus observaciones más allá de la domesticidad del asunto y han privilegiado aproximaciones teóricas más diversificadas.7 Este es el punto Afortunadamente, se localizan también perspectivas críticas renovadoras que, como la de Gorrill (2021), en “Schizoid Masculinity and Monstrous Interiors in American Haunted 7 

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de partida de esta autora para proponer estrategias de lectura “trans-domésticas” basadas en el concepto de los “marcos espaciales” de Ryan (2012) y que, en la siguiente sección, supondrá, también nuestro arranque en el presente análisis. Además, subrayaremos la importancia de concebir el domicilio embrujado como monstruo o, en otras palabras, como agente independiente, a la hora de ensanchar las fronteras del espacio y de repensar su relación con sus residentes más allá de condicionamientos estrictamente genéricos. En movimiento: más allá del estatismo espacial Tradicionalmente, la definición de un locus está relacionada, principalmente, con el establecimiento de límites y acotamientos que lo cercan y lo transforman en específico, singular, distintivo respecto de otros. Esto sin duda contribuye a que sea generalizada la consideración de que el núcleo intramuros es lo que aporta la verdadera entidad y caracterización a dicho espacio. En otras palabras, nos estaríamos moviendo en el terreno de un binarismo interior versus exterior donde el primer elemento es el que, positivamente, define lo que representa un espacio dado frente a su opuesto: “lo que no es” o “está más allá” de este. En esta línea de concepción espacial antinómica, Hock Soon Ng enuncia una afirmación tajante respecto a las casas encantadas: “In literary studies, it seems evident as well that much of the critical insights surrounding domestic space is actually derived from reading the fictional house’s interiority. After all, what gives this building its centrality are almost always the events occurring within its four walls, not beyond them” (2015: 8; énfasis en el original). No parece tener duda el autor de que, cuando analizamos una vivienda hechizada, lo que resulta relevante es lo que acontece entre sus muros, pues nada fuera de ellos tendría el suficiente valor para sustanciar la naturaleza del lugar en cuestión. Esta concepción chocaría de lleno con la propuesta de Ryan (2012) que, en su exhaustivo examen narratológico del elemento espacial distingue cuatro laminaciones del espacio narrativo: “spatial frames”, House Narratives”, analiza en algunas narrativas posmodernas en inglés cómo recaen los conflictos domésticos de la era posmilenial sobre protagonistas masculinos en relación con el tropo del hogar encantado.

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“setting”, “story space” y “narrative (or story) world”. El primero de ellos, los marcos narrativos, es el que vamos a considerar como fundamento para comprender la casa encantada no exclusivamente como un recinto donde lo que ocurre en su corazón es primordial, sino como geografía definida precisamente por el interfaz entre el adentro y el afuera y donde los desplazamientos de los personajes del interior al exterior, o viceversa, enfatizan justamente, en muchos casos, el carácter anómalo, monstruoso, del hogar. En términos de Ryan los marcos espaciales se caracterizarían por ser “shifting scenes of action, and they may flow into each other: e.g. a ‘salon’ frame can turn into a ‘bedroom’ frame as the characters move within a house. They are hierarchically organized by relations of containment (a room is a subspace of a house), and their boundaries may be either clear-cut (the bedroom is separated from the salon by a hallway) or fuzzy (e.g. a landscape may slowly change as a character moves through it)” (2012: 2). Dentro del argumentario general de Ryan a través de los conceptos que desgrana, un gran peso para la comprensión más completa del espacio recae, por lo tanto, en los movimientos y en las percepciones de los personajes a través de las demarcaciones territoriales que transitan o vivencian. De esta manera, desde esta perspectiva, ya no se limitará a entender lo espacial solo a través de descripciones estáticas, sino por medio de formas más dinámicas de construir el espacio narrativo, como territorio experimental, sensible y vivencial. De ahí que la estudiosa, en su propuesta, sugiera una serie de nuevos frentes de investigación espacial para la narratología entre los que destacaremos: “studies of the historical and cultural variability of the semiotic oppositions (such as ‘high-low’, ‘inside-outside’, ‘closed-open’) that determine the topology of narrative worlds” (2012: 13). Por otra parte, esta visión, a su vez, entronca, en la actualidad, con el influyente peso dentro de las humanidades de los paradigmas de movilidad, lo que ha posibilitado superar la tendencia heideggeriana a primar la concepción sedentaria y estática de las disciplinas y de sus objetos de estudio (Sheller y Urry 2006: 207-212). No solo, como sostienen Sheller y Urry, esta atención hacia el desplazamiento físico como eje cardinal se debería a los actuales parámetros culturales fundamentados en una sociedad apresurada, líquida e hiperconectada, sino que, en retrospectiva, podemos hacer extrapolable la movilidad como pilar teórico para trazar una red de significación más fluida y compleja a la hora de analizar ficcio-

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nes donde lo espacial cobra una especial preeminencia. El espacio es más que una extensión física inerte, contenida entre límites, ya que conforma todo un crisol dialéctico marcado por su posicionamiento en relación con otras topologías y con el movimiento entre estas a nivel físico y simbólico. Asimismo, no cabe olvidar que, como sostiene Massey, el espacio se debe conceptualizar como una construcción simultánea a la par que versátil de interrelaciones sociales y culturales y donde el factor temporal no es secundario (1994: 264). Esto nos hace enfrentarnos a un complejo conglomerado de significados donde convergen numerosas potencialidades y funcionalidades conceptuales. Para deslindar dicha complejidad, García (2020), en su examen de la casa encantada, recurriendo a los planteamientos de Ryan, propone concebirla como un marco espacial en sí mismo. Entre las oportunidades que abre esta aplicación concreta supondría dar cabida a: “a) the location of the house and its significance with peripheral surrounding areas, b) vectors indicating characters’ movements inside and outside, and c) thresholds, their associated gate-keepers and related entry rituals” (2020: 5). El presente estudio se focalizará precisamente en el segundo de estos elementos relacionado con la movilidad de los personajes entre las demarcaciones interiores y exteriores que circundan el edificio. En el caso de García, en relación a esta dinámica de movilidad en torno a la casa embrujada analiza, entre otros textos, novelas como Rebecca (1938), de la británica Daphne du Maurier, The Haunting of Hill House (1959), de la estadounidense Shirley Jackson y el relato “Habitante” (2008), de la española Patricia Esteban Erlés. Sin negar la centralidad de la domesticidad en estos textos, privilegia en su examen la significación del entorno que envuelve las casas que los protagonizan y a los patrones simbólicos que conforman el deambular de sus personajes humanos. En nuestro caso, tomando como referencia esta misma concepción vectorial, nos proponemos un análisis que, por una parte, permita apuntalar la naturaleza monstruosa del hogar insólito. Como veremos en los textos seleccionados, es en el contraste entre la espacialidad interior y los exteriores y en el simbolismo de unos y otros, así como en la movilidad entre ambos, donde descansa la auténtica conformación de la casa como un ente abyecto e inverosímil. Por otra parte, quebrando la presunción de que la casa encantada se puede definir solo en tanto que construcción, que inte-

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rioridad, se cuestionarán los dualismos que, como anteriormente veíamos, tendían a asignar al sujeto femenino un posicionamiento exclusivamente doméstico. Como se desprenderá de las siguientes observaciones, además, el influjo del hogar maligno es con frecuencia oscilante y, lejos de establecer una necesaria simbiosis con las féminas protagonistas, constituirá entramados de relaciones más complejas que afectarán, por igual, a los personajes masculinos. Aunque se hará mención a diversos títulos, cuatro serán los relatos contemporáneos que principalmente centrarán este acercamiento: “Una noche de invierno es una casa” (2000), de la mexicana Cecilia Eudave; “Calamidad doméstica” (2014), de la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe; “La Maga” (2015), de la española Elia Barceló y “La casa de Adela” (2016), de la argentina Mariana Enriquez. Seleccionar relatos y no novelas responde al hecho de que la unidad y síntesis de sus tramas y del retrato de las construcciones encantadas permite un mejor enfoque y una mayor claridad en su análisis. Igualmente, uno de los motivos que unifica todas estas ficciones es la presencia de casas que, en grado diverso, muestran un alto grado de agencialidad y autonomía. Como se observará, en varias de ellas, la sospecha de que el edificio es el causante directo, e incluso consciente, de las perturbaciones insólitas no parece infundada. Nos movemos, pues, en el terreno de narrativas de carácter posmoderno, donde además de resquebrajar las características más atávicas del tropo, se revoluciona y diversifica la entidad del monstruo y de su proyección crítica. Retomando el epígrafe que abre este trabajo, nos permitimos extrapolar la reflexión de Virginia Woolf al terreno de las casas encantadas. En todas ellas, cualquiera que sea su naturaleza y la casuística del terror que generan, parece evidente que el encierro entre los muros de un domicilio embrujado resulta sin duda indeseable. Pero los hogares malditos, entendidos aquí como monstruos y desde una óptica principalmente posmoderna, ante todo son seres proteicos, difícilmente categorizables. De ahí que, si repasásemos un amplio elenco de títulos cuyas tramas se desarrollan en espacios hogareños embrujados, encontraremos una variable entremezcla de situaciones en lo que se refiere a las entradas y salidas de los personajes y, lo que es más, a la voluntad o influencia que a ello les mueve. Esto responde, entre otros aspectos, a la naturaleza “repeledora” o “hambrienta” (Graham Jones 2015: 5) en

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la que se puede encuadrar a la mayoría de estas construcciones.8 Es decir, nos referimos a moradas que, o bien, ejercen una presión para alejar a sus habitantes de su interior o, por el contrario, para atraerlos, lo que a su vez incentiva o genera esquemas de movilidad intramuros o extramuros. Dividiremos a continuación las lecturas elegidas de acuerdo al patrón dominante en ellas, aunque, como se observará, la distinción nunca es precisa y con frecuencia tiende a entremezclarse. Hacia la casa encantada “Hay seres tan hermosos, tan brillantes, tan llenos de vida que siempre parecen rodeados de fantasmas, como si todo lo que constituye su entorno inmediato se desdibujara ante su presencia para convertirse en un mero telón de fondo. Son seres dramáticos, perennes, testarudos; supervivientes que hunden sus tentáculos en la médula misma de la vida y la chupan para sí, para seguir brillando, despiadadamente” (Barceló 2017: 217). Así da comienzo “La Maga”, uno de los relatos más sugerentes de la espacialidad embrujada en nuestras letras, no solo por la fuerte personalidad de la casa donde acontece la trama, sino por la conjugación de aspectos formales e intertextuales que la convierten en un texto particularmente fecundo en significados y posibilidades interpretativas. En palabras de la propia Elia Barceló, la historia es deudora de las obras de Dino Buzzati, Julio Cortázar y Shirley Jackson protagonizadas por edificios enigmáticos y mutantes, y que son referente de la temática dentro de la literatura universal (2017: 274).9 “La Maga” es un relato extenso, epistolar en su mayor parte, que recoge las misivas de un único interlocutor, la anónima protagonista que las dirige a su marido Flip, destinado por razones laborales a un lejano país que no se explicita. Esta elocuente voz en primera persona narra el instantáneo e intenso enamoramiento que sufre con una magnífica mansión que adquieren su hermana y cuñado junto a sus tres pequeños y quienes también quedan prenGraham Jones emplea, en el original inglés, los términos “stay away houses” y “hungry houses” respectivamente. 9  Nos estamos refiriendo, respectivamente, a Il deserto dei Tartari (1940), “Casa tomada” (1946) y The Haunting of Hill House (1959). 8 

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dados del edificio. Cada carta, además de documentar otras cuitas personales como la obsesión de la narradora por no conseguir quedarse embarazada, transmite el progresivo embelesamiento de todos los miembros familiares citados por la casa, una radiante construcción rodeada de un jardín de ensueño y a la que bautizarán como “La Maga”, por su encanto: La casa más bonita que he visto en toda mi vida, te lo juro, con un jardín enorme y un castaño inmenso, de esos que solo salen en las novelas del siglo pasado y en las películas británicas, donde se reúne la familia a tomar el té y todas las chicas llevan vestidos de muselina blanca; hay también un estanque con nenúfares y una rosaleda con rosas de todas las especies y una pequeña alameda con un emparrado de rosales trepadores de esos que tienen rosas pequeñas y aterciopeladas de color rojo sangre (2017: 218).

Todos los moradores se entregan al cuidado de la vivienda con fruición hasta extremos obsesivos: “Figúrate que el otro día me hice todos los suelos de La Maga al estilo antiguo, de rodillas y con bayeta, y aún me sobró tiempo para empezar a quitar el polvo a los libros de la biblioteca” (2017: 241). Estas rutinas se tornarán pronto patológicas. Lejos esto de provocar malestar en los residentes, la fijación hipnótica se acrecentará y encontrará recompensa en forma de experiencias oníricas maravillosas donde los deseos de los soñadores parecen hacerse realidad, lo que provoca una creciente tendencia a la confusión entre los planos del sueño y la vigilia: “Me ha dado mucha pena despertarme esta mañana y darme cuenta de que no era verdad, aunque, mientras estábamos juntos, yo no sabía que era un sueño y, en la base, ¿qué más da? ¿Qué diferencia hay entre real y no real si uno lo siente como si lo fuera?” (2017: 236). La culminación de este desorden de fronteras lleva incluso, en un momento dado, a que la protagonista no sea capaz de comprender el anuncio real de la muerte de su esposo, interpretado este como un mal sueño. De este modo, le seguirá enviando cartas incansablemente. También, enajenada por sus sueños, se creerá encinta, colmando así el mayor de sus anhelos. Pero la apariencia de apacible estampa familiar en La Maga, de ensoñaciones encantadoras, pasa a ser cada vez más siniestra cuando, con total naturalidad y sin mostrar indicio de sospecha, la narradora menciona las

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experiencias pesadillescas de su cuñado Fred, que lo trastornan visiblemente, y los miedos atroces de una de sus sobrinas, la única que parece percibir con lucidez los efluvios tan embriagadores como perniciosos de la casa: “[…] Susy, que está un poco rara y, cuando cree que no la ve nadie, le da patadas a las paredes o hace cosas misteriosas por los rincones” (2017: 241). Aquellos que escapan a las influencias magnéticas del domicilio, o a los que esta parece retirar su beneplácito, sufren estas perturbaciones que, en todos los casos, desembocarán en consecuencias letales. Si algo define a La Maga como monstruo, además de su capacidad de empujar a los moradores indeseados a cruentos fines, es el poder de atrapar a los restantes, especialmente a la voz narradora, su favorita, cual arácnido espacial. Una vez dentro de sus confines, los movimientos de la protagonista se van reduciendo hasta prácticamente desaparecer, su radio de acción no excederá los límites del jardín. Abandonará su trabajo y residirá de forma permanente en la mansión, mostrando auténtica desazón las pocas veces que salga de ella: “Es la primera vez desde hace no sé cuánto tiempo que he tenido que salir de La Maga y la cabeza aún me da vueltas. Había olvidado la locura del mundo exterior, la prisa, la lucha constante, el griterío de la gente, los horribles olores de la ciudad” (2017: 263). La antigua propietaria, con quien la narradora se entrevista en un principio, le confesará lo complicado que puede representar el escapar físicamente del lugar: “—No vaya usted. No vaya ni de visita o acabará como yo, sin poder salir más” (2017: 223). No en vano, esta mujer se encuentra en una residencia, convaleciente tras un accidente en el que habría chocado frontalmente contra un árbol (2017: 222), guiño nada sutil al cierre de la obra magna de Shirley Jackson, y por el que presumimos que La Maga rechaza que cualquiera pueda escamotear sus redes. La monstruosidad por lo tanto radica en esta habilidad de sumisión psicológica que anula los deseos o las capacidades de desplazarse fuera de sus límites casi tanto como las sensaciones y pensamientos que infunde en sus habitantes. Además, no lo olvidemos, La Maga fuerza a la protagonista a convertirse en su brazo ejecutor a través de una domesticidad adictiva que puede entenderse como una reescritura de la sujeción femenina al espacio hogareño. No obstante, si consideramos que la protagonista, mediante esta peculiar situación estática, alcanza su deseo de maternidad y elude todas las expe-

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riencias dolorosas como la muerte de sus familiares, de su marido Flip y la de sus sucesivos cónyuges, cabe quizá preguntarse si no estaremos más bien ante una satisfactoria relación simbiótica por la cual la mansión se nutre con aquellos que perecen en ella y que son atraídos o retenidos por la protagonista: “Marion y la niña están arriba, en su cuarto. Querían quedarse en un hotel de la ciudad, pero he conseguido convencerlas de que, en su estado, lo mejor era volver aquí […]. Marion, no me explico por qué, parecía aterrorizada…” (2017: 264). A cambio, esta, como señalamos, se halla en una plenitud vital constante, sin fisuras emocionales: Y cuando termine la fiesta y todos se retiren después de haber abierto sus regalos, Matthias y yo nos quedaremos un momento más, recogeremos lo más preciso para que todo quede en su lugar, nos despediremos en la escalera con un beso fraternal, como todos los años, y subiremos a nuestras habitaciones, él con su mujer y yo con mi marido, a arrebujarnos bajo las sábanas de seda a esperar los maravillosos sueños. Felices y en paz, sabiendo que La Maga vela por nosotros (2017: 271-272).

Por lo tanto, La Maga es, sin duda, un espacio encantado hambriento y, a su vez, un paradójico “hogar fatal” que activa códigos similares a los del motivo de la femme fatale a través de la anónima narradora del texto. La casa aparenta ser un remanso de belleza y armonía domésticas que consigue aferrar habitantes y convertirlos en abnegados admiradores y servidores, siempre que estos, por supuesto, respeten la integridad y designios del edificio. Como monstruo antropófago, reverso paródico del hogar ideal, de la femineidad canónica, transforma el estatismo e inmovilidad a la que fuerza a su moradora en un arma tan seductora como letal. “La casa de Adela”, sin duda uno de los relatos más sobresalientes y celebrados de la argentina Mariana Enriquez, describe, a través de su argumento, unos sugestivos trazados vectoriales de entrada y salida del recinto del domicilio protagonista. Clara, la narradora, en retrospectiva, nos referirá sus andanzas infantiles junto con su hermano mayor, Pablo, y Adela, su vecina, muchacha peculiar en cuanto a su personalidad y aficiones y llamativa físicamente por carecer de un brazo. Amantes de las historias y películas de terror, los tres caerán irremisiblemente obsesionados con una vieja y maltrecha casa

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abandonada en su vecindario bonaerense de Lanús: “La casa no tenía nada de especial a primera vista, pero, si se le prestaba atención, había detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre seca, dijo Adela” (Enriquez 2016: 71). Alentados por las ficciones terroríficas y aparentemente sugestionados por las percepciones que les despierta el edificio, cruzan el jardín agostado que la rodea y penetran en él. Al igual que en “La Maga”, los pequeños se sienten irrefrenablemente atraídos por el espacio: introducirse en el lugar se transforma en un atractivo y atemorizante reto, aunque, en este caso, lo que los impele es su potencial aterrador, no su belleza externa, y quizá, también la propia casa: “No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo hacia así. Porque lo atrajo a él, primero. Y el contagió a Adela” (Enriquez 2016; 72-73). Así, pues, la entrada en la vivienda nada tiene que ver con fines domésticos, sino con la exploración de lo desconocido, con la llamada de lo inexplicable. Cada uno de los niños, a su vez, muestra pálpitos y sensaciones diversas: la narradora, reticente, más perceptiva del peligro que entraña; Pablo, deseoso de aventuras; Adela, vacilante, dudosa al inicio y entusiasmada una vez adentro. Al trasponer el umbral y dejar atrás el mundo cotidiano, se introducen en un universo aparte que recoge muchos de los tópicos de las ficciones de casas encantadas más canónicos. En principio anodino, poco a poco va revelando su inverosimilitud: de mayores proporciones en su interior que en su parte externa, alumbrada por una luminosidad científicamente imposible, repleta de enseres descontextualizados… El deambular entre estancias y el adentrarse en la casa es lo que confiere al lugar su cualidad realmente monstruosa, de un espacio hogareño, aunque abandonado, supuestamente convencional, paulatinamente los personajes y los lectores somos testigos de su transformación en un entorno de características abominables. El tránsito entre habitaciones acrecienta los factores temibles y culmina con la desaparición de Adela tras una de las puertas que no se volverá a abrir, para desesperación de sus acompañantes. El trauma de la abducción de Adela los acompañará de por vida: en el caso de Pablo este acabará suicidándose años después, mientras que Clara

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insiste en las pesadillas y evocaciones pavorosas que aún sufre. De sumo interés, en términos de movilidad, es el hecho de que una vez expulsados del lugar —la puerta principal se cierra tras ellos a cal y canto—, la policía entra en el lugar para indagar sobre el paradero de Adela, y hallan este vacío, sin muros ni puertas interiores. Así pues, se puede especular con que los niños han fantaseado o, desde un tenor insólito, con que el edificio posee una capacidad mutante que abre dimensiones propias y desconocidas a aquellos que ella desea. Es decir, siendo este el caso, estaríamos ante un monstruo espacial de intenciones, sin duda, aviesas. Especialmente relevante es el hecho de que ninguno de los hermanos vuelve nunca a entrar en el lugar. Todos los miedos y acechanzas se evocan desde el exterior. La casa se torna, desde entonces, en una presencia aciaga pero aparentemente inofensiva desde fuera. La duda pendula sobre las dos perspectivas, interna y externa, que parece poseer. A fin de cuentas, la narradora afirma en un punto de la historia: “Recuerdo que los escuché decir “máscara”, no “cáscara”. La casa es una máscara, escuché” (2016: 78). A este respecto es significativo que la última frase del relato culmine con la aspiración de Clara de volver a entrar alguna vez de nuevo al derruido edificio y el enfático contraste a base de alusiones y deícticos entre lo interior y lo exterior: “No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. Acá vive Adela, ¡cuidado!, dice. […] Pero yo sé que tiene razón. Que ésta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla” (2016: 80). En definitiva, este otro hogar “engullidor” exhibe su capacidad monstruosa en la oposición entre lo que aparenta y lo que es, lo que unos y otros ven o lo que la casa les permite ver. La casa, además, subvierte cualquier valor de domesticidad tradicional. No es un lugar para ser habitado, es un espacio tenebroso, una puerta hacia lo incognoscible, quizá hacia otra dimensión, ultraterrena, como argumenta la versión novelesca extendida del relato en Nuestra parte de noche (2019). O, como han defendido algunos críticos (Villegas, 2018), y en línea con la acostumbrada inserción de crítica sociopolítica en sus textos, Enriquez evocaría los procesos de detención ilegal y desapariciones forzosas durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) en Argentina porque, no en vano, como se advierte desde el propio relato, a Adela “[n]unca la encontraron. Ni viva ni muerta” (2016: 78).

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No es este el único relato de Enriquez donde la entrada a un domicilio aparentemente normal acaba por revelar una transición a un territorio insólito y terrible. Así, también, en Las cosas que perdimos en el fuego, en “La Hostería” (Enriquez 2016: 35-47), dos adolescentes sufrirán un episodio de proyecciones fantasmagóricas, eco del pasado, en un vetusto hotel de una ciudad de provincias. En “El patio del vecino” (Enriquez 2016: 131-153), una joven se muda junto a su pareja a un sencillo pero confortable apartamento que conecta, a través de un patio interior, con otra casa homóloga preñada de misterios y guarida, en apariencia, de un ser deforme y sangriento. En ninguno de estos casos se asocia el protagonismo femenino con una domesticidad al uso, bien al contrario, los personajes se relacionan con el espacio en un modo exploratorio, como una aventura que más tiene que ver con la peculiaridad del edificio que con su convencionalidad hogareña. El monstruo espacial, además de conformarse como un ente metamórfico en contraste entre el adentro y el afuera, abandona sus tradicionales atributos y se convierte en un territorio insondable que atrapa a aquellos que se internan demasiado entre sus muros. Escapando de la casa encantada Toda salida de un edificio presupone un ingreso o estancia previos. Así lo hemos visto en “La Maga” donde el deseo de algunos personajes de huir de la mansión llegaba a culminar en ocasiones, aunque a duras penas. En la descalabrada casucha en “La casa de Adela”, Pablo y Clara huyen, pero nunca consiguen volver a entrar. Ambas casas han seleccionado claramente a sus moradores. Abren y cierran sus puertas a aquellos que ansían para sí mismas. En otros textos, sin embargo, el proceso de entrada en el domicilio encantado en cuestión no es central, ocurre de forma natural, sin que medien inexplicables atracciones magnéticas. Lo que se enfatizará, por el contrario, será el procedimiento de salida, de escapada. Este es el caso, entre otras, de “Una noche de invierno es una casa” de Cecilia Eudave. Desde una perspectiva fuertemente irónica y humorística, lo que rebaja el tono siniestro característico de este tipo de narrativas, una pareja adquiere una arruinada casona, rodeada de un jardín desastrado en

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medio de una ciudad, en contraste con construcciones más modernas. Los afanes de la protagonista femenina por rehabilitar el lugar son tenaces, pero infructuosos; cualquier intento de mejorar su condición resulta en hilarantes situaciones que acrecientan su debacle arquitectónica: “Total, no se pudo lograr que un solo apagador hiciera lo que debe hacer un interruptor: prender la luz, apagar la luz. Incluso por las noches un pequeño recital de clicks se escuchaba cuando llegábamos intentando encender la luz, y solo conseguíamos ecos, destellos que se iluminaban en distintas zonas” (Eudave 2022: 57). Este hogar, aunque de forma menos evidente que La Maga o la casa del relato de Enriquez, goza de una personalidad propia que se empeña en no dejarse domeñar, en conservar su lamentable aspecto. Pese al indudable fastidio que esto genera a los personajes, sus reacciones no son temerosas, ya que, a su vez, se hallan embebidos en el proceso de descomposición de su relación, tan arruinada como la propia vivienda. Desde el inicio, es indiscutible que la casa no desea amoldarse a ser habitada y esto se hace más notorio en el caso de la protagonista femenina, hacia la que evidencia un deseo de expulsión indudable. Las reticencias de la mujer a hacerlo, a huir de la casa y de su relación de pareja, son vencidas por un último despliegue de agresión arquitectónica y por las cada vez más acres e insidiosas críticas del marido: “¡O la casa o yo!”, le grité a Enrique. Pues la casa, por supuesto. Él se quedó con ella y yo hice mi maleta. Recuerdo que antes de irme quise echar un último vistazo al lugar. […]. Entonces, por un instante, pensé: “¿Y si me quedo? Si hago un último esfuerzo y trato de recuperar lo que aquí se ha perdido…”. Y, ¡zas!, se revienta el tinaco y sale disparado el tapón que lo cubría como un torpedo asesino que fue a retumbar a una de las paredes del jardín haciendo que se cayera un trozo considerable de muro. De no haber sido porque el agua que emanó de golpe me tiró al suelo, estaría ahora en otra parte, si es que hay otra después de la muerte (2022: 65-66).

La salida de la casa se cierra con el encuentro de un enigmático personaje que la invita a dejar atrás su equipaje y adentrarse en un mundo mejor. Así, de principio a fin, el carácter de todo el texto es fuertemente simbólico. El monstruo irreparable y con una fisonomía decadente, ruinosa hasta lo grotesco, remeda una relación dominada por la inquina de una convivencia enturbiada e infeliz donde ya no caben los remiendos y donde la ilusión de

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habitar un edificio especial es puro espejismo. El ser aberrante espacial en esta ocasión reafirma su naturaleza en el contraste entre el adentro, maldito y condenado sin remedio, y el afuera, una expectativa promisoria de mejora. La domesticidad en este caso también se ve subvertida: no solo la protagonista parece incapaz de adaptarse a sus mandatos, sino que la casa la desaloja abiertamente, su presencia no parece deseada o, desde otra óptica, se podría interpretar que la vivienda se alía con ella, la empuja o la salva de un interior domiciliario indeseable y de una relación insatisfactoria. Por el contrario, su marido permanece indiferente a las veleidades del edificio, creyéndolas responsabilidad directa de su mujer. La casa permanece, así, como un territorio masculino mientras la mujer evade la condición doméstica a instancias del propio espacio y en pos de la emancipación. Por su parte, “Calamidad doméstica” es una narrativa compleja y de un alto poder metafórico. La casa en la que acontecen los hechos, a diferencia de las anteriores, no parece tener la misma personalidad proactiva. Se podría afirmar que tiene más de escenario, pero un escenario de un carácter muy sugerente por la red semiótica que activa. Trasunto explícitamente señalado del cuento de “Barba Azul”, sus residentes, además del patriarca que habita con su pareja oficial, Uno, y sus vástagos en la parte superior del edificio, son tres mujeres numeradas, Dos, Tres y Cuatro, carentes de otro nombre, que se hacinan en el lóbrego sótano del lugar. Estas últimas, desde que tienen memoria, se hallan en este encierro, es decir, su entidad parece emanar de la propia estructura jerárquica del domicilio, no existe un afuera. Este clan femenino vive entre el contradictorio deseo por recibir las acometidas viriles del hombre y el rencor de que otra suplante el lugar privilegiado al lado del varón. Estas mujeres conviven en un territorio claustrofóbico de encierro, control y sumisión que les confiere un carácter animalesco y, además, lo que resulta más siniestro, este estatus se hace extensible a todo hogar en general: “Las mujeres del sótano tenemos problemas con nuestra temperatura, estamos frías, somos muy blancas, poseemos el instinto de los murciélagos y el pelo muy negro. En todo hogar respetable suele haber una mujer arriba y dos o tres mujeres en el sótano para los malos tiempos. Así son los hombres de frágiles” (Rodríguez Pappe 2022: 133). Dos es la narradora a lo largo del relato, dividido en breves secciones encabezadas por reveladores títulos. Incluso en una de estas se le otorga la

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voz al dominador que, significativamente, equipara a sus mujeres con una condición espacial inerte: “Quieta y silenciosa eres una estancia bella donde pasar las tardes, ¿quién podría estar cómodo en una habitación que habla y que reprocha? […]. El tesoro eres tú y yo solo soy la cerradura” (2022: 136). El amo exige sumisión y su serrallo, exceptuando escapadas furtivas de Dos al piso de arriba, acata su mandato, se iguala por ello la condición femenina con la subordinación a los anhelos del macho y, en consecuencia, con la casa como emblema del patriarcado. Las mujeres invisibles del subsuelo son una parte inherente de la construcción, sobre ellas, paradójicamente, descansa la tensa paz de la vivienda en tanto que constituyen la piedra angular que sacia los deseos libidinosos y tiránicos de su propietario. La domesticidad en este espacio alegórico no se plasma en la sujeción a tareas cotidianas, sino como reclusión vitalicia en las entrañas del hogar. Los pisos superiores y el mundo exterior no son siquiera conocidos por el harén de féminas subterráneas, apenas constituye una ensoñación anhelada: “Cuatro a veces habla dormida y se pregunta cómo será el mundo de arriba, lo imagina por los sonidos y los cambios de temperatura, cree que está lleno de flores, no como las flores de plástico que nos trae Barba Azul” (2022: 131). “El punto de giro” (2022: 137) de esta situación acontece cuando Tres se queda embarazada y ante la expectativa de que la nueva integrante en el suceder numérico languidezca desde niña como sus precedentes, las tres concubinas deciden escalar a los aposentos superiores una madrugada y huir. La exploración de estos proyecta la de un hogar armonioso y apacible, repleto de objetos y símbolos de una familia idílica. Sin embargo, el portón hacia el exterior del domicilio se encuentra cerrado, imposibilitándoles así una fuga sencilla. La dicotomía entre el asfixiante interior y todo lo que este implica y la promesa de la libertad exterior alcanza su máxima tensión en este punto de la narrativa. La disyuntiva sobre cómo proceder concluye con la inesperada aparición de Uno que, contra todo pronóstico, manifiesta su deseo de escapar con las demás mujeres, aunque todas se enfrenten al mismo dilema: todas las llaves están en posesión de Barba Azul. Finalmente, la desesperación de Dos ante las ansias violentas de Tres y Cuatro contra Uno la hacen convocar, a voz en grito, a todas las mujeres ocultas en el hogar en busca de ayuda: “Y a mi voz de auxilio, mujeres de todos los tamaños y formas, mujeres menudas, dobladas en varias partes, salieron de los rincones donde habían permanecido aletargadas

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y empezaron a llenar la casa, reconociéndose entre ellas, abrazándose, dándose la bienvenida mientras revisaban rendijas y resquebrajaduras en los ladrillos, llamando a más mujeres delgadas como cabellos arrancados” (2022: 140). Esta alegre profusión, que parece anticipar una rebelde sororidad multitudinaria, se desvanece ante la aparición del amo: todas las mujeres se escabullen, retornan a los rincones oscuros, incluidas Uno, Tres y Cuatro que descienden al sótano. Solo Dos lo enfrenta y, ante la sorna y desprecio de este, la deja salir con rabia contenida. Por lo tanto, la protagonista solo puede franquear el umbral y encaminarse hacia la claridad externa gracias a la mediación de la figura de autoridad. La casa es dominio de este y todo lo que hay dentro de ella; el exterior se antoja pues como una dimensión liberadora para el sujeto femenino siempre y cuando consiga el consentimiento del señor del hogar. Pese a que todo apunta hacia un final feliz, hacia una consecución radiante tras el encierro, la última de las secciones que componen la historia, también titulada, como el propio relato “Calamidad doméstica”, refiere un amargo desenlace: Dos ha cambiado su nombre por el de Uno y, reproduciéndose la dinámica de familia feliz en la parte superior de un hogar, esconde, en sus bajos, a otras mujeres numeradas a las que, una vez recelada su presencia, Uno tapia sin miramientos para impedir su salida. Porque, a fin de cuentas y como ella misma afirma: “‘Puede que ahora yo sea Uno, pero mientras haya hombres habrá sótanos’” (2022: 143). La monstruosidad de estos opresivos espacios hogareños radica, de este modo, en la incapacidad de sus moradoras de evadirlo por sí mismas, de escapar a unas disposiciones repetitivas que perpetúan su condición de prisioneras del poder masculino. Como hemos ya señalado, forman un todo orgánico con él. No hay afuera plausible para ellas; la figura femenina parece incapaz de romper con las dinámicas sociales, siempre será una más, un ente anónimo, numerado, engranaje de construcciones opresoras donde ella misma llega a cimentar, con frecuencia, su propio sometimiento e inequidad. Conclusiones Es evidente que los espacios condicionan al sujeto y que lo experimental, en diálogo con lo arquitectónico, es lo que determina las anomalías insóli-

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tas en las casas encantadas que hemos analizado. Dichas anomalías, como hemos observado, y considerando la variabilidad de cada ejemplo, poseen particularidades que se corresponden con las características más visibles del monstruo fantástico. Su entidad tan autónoma como aberrante y ominosa y su subversión de lo normativo desencadenando el terror son viva expresión del imaginario teratológico. Asimismo, a través de los relatos seleccionados, podemos ratificar que la trabazón entre el protagonismo femenino y la condición doméstica en la literatura actual es inconstante y con tendencia a mostrar una panoplia de tonalidades críticas que hace complicado su fácil encasillamiento como ha tendido a realizarse en muchas ocasiones desde la teoría. Si a esto unimos la importancia de aprehender el motivo de la casa encantada no como un edificio descontextualizado, puro interior, sino en relación con sus diversos marcos espaciales desde los que se movilizan numerosos vectores “trans-domésticos” ampliaremos su potencial crítico y trascenderemos interpretaciones limitantes. Los hogares insólitos no son pura domesticidad, ni sus protagonistas inequívocamente femeninos, sino focos de diálogo que, con su evolución y persistencia a través de las décadas, revelan su plasticidad y capacidad renovadora.

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CUERPO Y MONSTRUOSIDAD. CALAS EN EL IMAGINARIO LITERARIO EN LENGUA ESPAÑOLA (1980-2022)* Sergio Fernández Martínez Universidad de León, España. Grupo GEIGhd

El cuerpo insólito: una introducción1 Dentro de la categoría de lo fantástico, y a diferencia de otras particularidades que componen el género y son fruto del imaginario occidental expandido a otros contextos, la monstruosidad es un fenómeno global, surgido en cada cultura debido al intento de distinción entre lo normal y lo anómalo. En este sentido, el paralelismo con la definición de lo fantástico resulta más que evidente, pues el desarrollo social implica variaciones en la evolución de la noción de lo real y de lo insólito. La dimensión corporal del monstruo es, por tanto, una de sus coordenadas más significativas, ya que refleja de manera dinámica los múltiples intersticios entre lo real y lo imaginario, llegando incluso a desestabilizar la constitución de un cuerpo socialmente inteligible. “All monstrous bodies come as questions”, afirma Patricia MacCormack en su

Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). La investigación se ha desarrollado en el marco de las ayudas para la recualificación del sistema universitario español 2021-2023 (Modalidad Margarita Salas), convocadas por el Ministerio de Universidades dentro del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia “Modernización y digitalización del sistema educativo” y su financiación procede del Instrumento Europeo de Recuperación Unión Europea-Next GenerationEU, mediante convocatoria de la Universidad de León. Referencia UP2021-025. Clave orgánica Ñ-134. Número de contrato 2021/00182. * 

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estudio de la ética y la monstruosidad (2012: 258), enfatizando así el alcance epistémico de la corporalidad monstruosa. A través del examen de los cuerpos monstruosos aquí analizados —el hórrido, el freak, el metamorfoseado, el artificial y el invisible— desentrañaré sus procesos de (des)estructuración física, su relación con la anatomía humana —considerada la hegemónica— y su alcance simbólico. Cabe advertir un importante matiz respecto al ámbito cronológico que he elegido: como recuerda Campra en su estudio de las narrativas de lo insólito, “los años noventa pusieron el acento en las bases físicas del pensamiento, en el rol del cuerpo en toda formulación creadora o crítica” (2019: 93). Es decir, ha de considerarse, de manera ineludible, este giro somático presente en el ámbito artístico y académico a finales del siglo xx, que alcanza a la actualidad, donde incluso se incrementa. Por ello, en este capítulo también pretendo indagar cómo la imagen del cuerpo ha modulado su fuerza metafórica en el imaginario literario a lo largo de estos más de cuarenta años en sus diferentes contextos histórico-sociales y cómo se distribuye la capacidad de impacto de los recursos textuales y de las diferentes categorías —tanto discursivas como culturales— que se ven invadidas por la carne insólita. Particularmente, me interesa cómo el género fantástico sirve para subvertir la subjetividad a través del cuerpo y cómo revela la construcción cultural de la identidad humana. Se trata de un acercamiento a la figura del monstruo considerándolo como un motivo que articula diferencias culturales, ya preconizadas por Bhabha (2002: 18) que permiten desarrollar estrategias identitarias desde nuevos lugares de colaboración y cuestionamiento en el acto de comprender la propia idea de sociedad. Para ello, he decidido realizar una investigación panorámica con el fin de profundizar y sintetizar en los diferentes sistemas que involucran al cuerpo y en cómo su producción de significados permite repensar las construcciones ideológicas de cada país. La revisión de diferentes textos de las literaturas nacionales de los países hispanohablantes resulta en una clara conclusión: el miedo es uno de los fenómenos más comunes en estas narrativas, pues la amenaza de devenir otredad y transformarse en un cuerpo irreconocible —ajeno tanto para el propio sujeto como para la sociedad— no hace sino confirmar la vulnerabilidad humana, cuestión esencial en todas las obras. No en vano, el miedo

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es uno de los cuatro ejes de lo fantástico, junto con la realidad, lo imposible y el lenguaje (Roas 2011a: 9). Considero esenciales estas nociones, pues las diferentes prácticas discursivas que trato en esta investigación proponen un movimiento implícito entre lo concreto y lo abstracto en el proceso de tematización corporal, lo que repercute en los niveles intertextual, estructural, formal y semántico. Por ello, en el corpus que he seleccionado, el cuerpo insólito toma diferentes formas y expresiones literarias: los monstruos surgidos de un referente anatómico real al que se incorporan retóricas de lo insólito —freaks, malformaciones, mutaciones, horror médico— se ven complementados con la creación de nuevas corporalidades, de índole totalmente fantástica —cuerpos artificiales, metamorfosis, fantasmas o invisibilidades—, o bien revisiones de monstruos míticos y folclóricos. Todo ello evidencia cómo las variantes históricas y culturales resemantizan el discurso crítico sobre el cuerpo e intervienen en su poder político, y es esta una de las principales aportaciones con las que el cuerpo del monstruo ha contribuido a expandir los límites del género fantástico. Tomando como punto de partida los conceptos de “transgresión corporal” (Douglas 1973; Stallybrass y White 1986; Aldana Reyes 2014) y “acto corporal subversivo” (Butler 2015: 173), analizaré diferentes tipologías corporales que transgreden diferentes formas subjetivas impuestas y plantean la descentralización de las relaciones entre el sujeto y el otro y el cuerpo y su espacio. En específico, esta línea de pensamiento permite resituar los cuerpos en unas nuevas coordenadas culturales. La transgresión corporal, o el acto corporal subversivo, es una representación ficcional del cuerpo que excede o desintegra una parte o la totalidad de la anatomía humana mediante la alteración de los límites físicos socialmente inteligibles. De este modo, la dificultad para reconocer la corporalidad humana —o bien la completa destrucción de este reconocimiento— quebranta la razón entre lo real y lo imposible. La transgresión corporal que explora los límites del cuerpo real invade, por tanto, el horizonte de lo insólito, puesto que los códigos que la constituyen están sujetos a discursos cíclicos y cambiantes. La anatomía del monstruo, por tanto, nace como respuesta al dominio del cuerpo hegemónico, y precisamente ahí surge su potencialidad política.

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El cuerpo hórrido “Since the first Frankenstein adaptation in 1910, there has been no decade without theatrical and filmic adaptations, spin-offs or remakes of the Promethean myth”, señala Aldana Reyes (2014: 145). En efecto, simultáneamente al nacimiento de la novela gótica, la resucitación de la carne muerta renovó los parámetros corporales insólitos, y proporcionó una suerte de ideario médico que enriquecería notablemente la imaginación fantástica. Años más tarde, en medio de la supremacía mágico-realista, el autor chileno Carlos Droguett publica Patas de perro (1965), una novela en la que el desasosiego corporal —el cuerpo del protagonista, Bobi, es mitad niño mitad cánido— invitaba a la reflexión sobre la otredad en los estratos sociales más humildes. Esta época resulta decisiva para la literatura de habla hispana, sobre todo la producida en América Latina, pues son los años de fervor del realismo mágico, que además de entrar de lleno en el circuito comercial literario, ensancha el imaginario corporal al extrapolar, de manera inigualable, recursos de tradiciones culturales específicas a contextos actuales. Se produce de este modo una forma masiva de interpelación desde lo monstruoso. Llega así la contemporaneidad, con sus correspondientes avances biomédicos y socioculturales, un contexto renovado donde textos como “Simbiosis del encuentro” (1983), de la costarricense Carmen Naranjo, Cuerpo náufrago (2005), de la mexicana Ana Clavel, o “Memoria de Siam” (2008a), de la salvadoreña Jacinta Escudos, revisan las nociones de embarazo, feminidad y masculinidad a partir del intercambio de cuerpos entre hombres y mujeres. Impuesto a la carne (2010), de la chilena Diamela Eltit, La comemadre (2010), del argentino Roque Larraquy, Los abismos de la piel (2013), de la mexicana Lourdes Meraz, o “Como cada vez” (2017), de la mexicana Karen Chacek, imaginan posibilidades corporales como el enquistamiento orgánico de un cuerpo en otro, la decapitación funcional, el abandono de la piel o el llagamiento de la carne. Todos estos textos colocan en el centro de sus narraciones transgresiones corporales que progresivamente van dejando atrás lo entonces inimaginable porque el presente lo torna realidad. Precisamente, este abandono del paradigma de lo real se muestra de manera insoslayable en estos textos, que están unidos por un motivo común: el horror corporal. La irrupción de lo imposible en el contexto actual sirve

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como ejemplo de la problematización de las convicciones colectivas descritas en los relatos, pues cuestionan la validez de los sistemas de percepción de lo entonces real. La actualización de lo fantástico a través del cuerpo en los textos de Naranjo, Clavel y Escudos utiliza un mismo medio —el cambio de sexo de las protagonistas—, pero la diferente tematización del conflicto es lo que resulta esencial en la construcción del monstruo, pues determina, en definitiva, su fantasticidad. La trama de “Simbiosis del encuentro”, relato de apenas seis páginas, es sencilla: una mujer, Ana, rememora cómo conoció a su pareja, Manuel, y narra la evolución de su relación. Tras una crisis que les lleva a separarse tras un encuentro sexual, Manuel regresa con indisposición corporal: “Oí en las noche sus vómitos. Todo le caía mal. Se le antojaban ciruelas” (Naranjo 1983: 38), recuerda Ana, al tiempo que ella comienza a molestarse por sus regalos: “fui detestando sus detalles, el exceso de ellos, la parquedad de algunos, lo amanerado de otros, lo femenino de varios” (Naranjo 1983: 38). El lenguaje literario y las reflexiones de Ana evolucionan en la misma medida que el intercambio de los cuerpos: lo tradicionalmente considerado masculino pasa a invadir el cuerpo de Ana y lo tradicionalmente femenino invade el cuerpo de Manuel; como así lo ha tratado Muñoz (2000). De este modo, a través de la denigración lingüística, el cuerpo monstruoso es también la superficie que refleja las expresiones culturales de la feminidad y la maternidad. Dentro de un paradigma foucaultiano, Bordo recuerda que “through the organization and regulation of the time, space, and movements of our daily lives, our bodies are trained, shaped, and impressed with the stamp of prevailing historical forms of selfhood, desire, masculinity, femininity” (2003: 165) y esta es una cuestión esencial en “Simbiosis del encuentro”, tratada a través de la parodia. Pronto se anuncia el embarazo: “Estaba delgado, por lo que se fue asombrando de cómo le crecían los pechos y se le abultaba el vientre. A los seis meses tenía, el pobre Manuel de mis confusiones, el cuerpo más horrible que se pueda concebir en un hombre: una barriga casi puntiaguda, unos pechos enormes y caídos, un andar despacio y cansado, un doblar la espalda para esconderse” (Naranjo 1983: 39). La repugnancia, el asco y el vómito, de gran relevancia en el último tercio del relato, concuerdan con el desarrollo teórico de lo abyecto en relación a lo maternal enunciado por Kristeva, donde, a

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diferencia de aquello que entra por la boca y nutre, “lo que sale del cuerpo, de sus poros y de sus orificios marca la infinitud del cuerpo propio y provoca la abyección” (2006: 143), y simultáneamente reifican ideológicamente la representación discursiva del cuerpo gestante: “a complex and contradictory system of representations —discourse, images, myths— through which we experience ourselves in relation to each other and to the social structures in which we live” (Newton y Rosenfelt 1985: xix). De esta manera, el distanciamiento crítico de los cuerpos, donde el cuerpo feminizado es el del hombre, no hace sino subrayar la territorialización ideológica del cuerpo de la mujer, como explicita la propia Ana: “jugó algún horrible ente diabólico un enredo de papeles tradicionales sobre la simple y automática división sexual” (Naranjo 1983: 40). Este monstruo resulta, como tal, abyecto, pues es un polo constante de atracción y repulsión. No menos importante es la carencia de lenguaje de Manuel, con la que queda excluido de su propia construcción identitaria: él es el monstruo, la otredad, el silenciado, aunque hacia el final del relato Ana reconocerá cambios en sí misma: su “voz ronca”, “el peso de un bigote” y el peso de sus “barbas movidas por el viento (Naranjo 1983: 40), con lo que se insiste sobre las ideologías del género y del sexo. Los monstruos son ambos. El relato, que finaliza de manera irónica —“la soledad se me hizo dura, igual que mi cutis, tan azotado por esa navajilla, y que ya exigía dos afeitadas diarias” (Naranjo 1983: 40-41)— se apropia de las posibilidades de la figura del monstruo, y en concreto de su insólito cuerpo, para transgredir los códigos de funcionamiento de lo real. Esta dimensión de lo imposible es también uno de los ejes de Cuerpo náufrago, que cuestiona los roles sociales desde su apertura: “Ella —porque no cabía duda sobre su sexo, aunque las presiones de la época contribuyeran a que asumiera otros roles— estaba dormida en la cama y se resistía a abandonar el último sueño” (Clavel 2005: 11), para, a continuación, desestabilizar el reconocimiento corporal de la protagonista, Antonia: “Antes de salir de la habitación alcanzó a percibir una figura desconcertante en el espejo de cuerpo entero que acababa de pasar. […] De seguro había caminado dormida y seguía soñando. El niño que había sido en el sueño ahora era un hombre. Ella misma, pero indudablemente un hombre: ahí, entre sus piernas, plantado como una señal irreductible, su nuevo sexo” (2005: 12). Al igual que en el texto de Naranjo, el cuestionamiento de los roles de género,

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filtrados siempre a través del cuerpo monstruoso, resultan clave: “¿De dónde le venía ese desparpajo, esa ligereza para no tomarse las cosas a lo trágico, esa seguridad envalentonada que le hacía sentirse con derecho a estar en el mundo? […] ¿Era por el hecho de habitar ahora el cuerpo de un hombre o por la posibilidad del cambio, de una metamorfosis que le permitía renacer y darse permiso para ser otra?” (2005: 18). Cuerpo náufrago, que se nutre del hibridismo genérico, incluye fotografías, ilustraciones y grabados, como “Corte transversal de matriz”, de Andrea Vesalio, reproducido en dos ocasiones (2005: 48; 148), para reflexionar sobre nociones asentadas culturalmente y proponer un acercamiento literario a las normas de inteligibilidad del género, ya analizadas en el campo sociológico por Butler (2015: 70). Lejos de ofrecer una respuesta, el final queda abierto en una posible alusión a la identidad fluida: “Cuando Antonia salió de aquellas aguas de transparencia infinita y braceó de nuevo hacia la isla, se supo minotauro superviviente. Tan pronto tocó la orilla y pudo reponerse, se miró las manos y la piel traslúcidas como si hubiera emergido de una pileta de químicos reveladores. Un cuerpo náufrago, una sombra iluminada al fin” (Clavel 2005: 185), intensificando así los niveles monstruosos de la carne insólita. Como se ha visto hasta ahora, el cuerpo gestante es uno de los tropos con mayor potencialidad en la literatura de lo insólito debido a su inherente capacidad de fracturar los límites entre lo propio y lo ajeno. En su análisis del monstruo femenino, Braidotti señala que el cuerpo de la mujer “is capable of defeating the notion of fixed bodily form, of visible, recognizable, clear and distinct shapes as that which marks the contour of the body. She is morphologically dubious” (2011: 225-226), por lo que en los textos la transgresión corporal alcanza constantemente cotas novedosas. Si bien el vínculo entre lo femenino y lo monstruoso es un motivo de larga tradición en la historia de la literatura, en Impuesto a la carne asume una resignificación que enfatiza cuestiones esenciales del feminismo latinoamericano, como la pobreza y la carencia, que estructuran la motivación de Eltit en la creación del monstruo madre-hija que protagoniza la novela (en Ortega 2018: 149-150). El monstruo de Eltit, encerrado en un hospital1 y configurado carnalmente como Por su especial relevancia en las narrativas de la monstruosidad conviene matizar el entendimiento del espacio hospitalario. El hospital, en tanto espacio de control, provoca la 1 

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la inserción de una madre en el tórax de la hija —“Necesito moverme con un cuidado ceremonial pues transporto a mi madre adentro de mí. Ella está incrustada en el interior de mi pecho” (Eltit 2011: 32)—, queda emancipado de sus nociones biológicas y condiciones culturales. De este modo, el alcance simbólico de esta fusión madre-hija —“organomadre” (Eltit 2011: 185) o “madreórgano” (2011: 186), siguiendo la denominación de la hija— consigue quebrar la lógica integradora del sujeto —y de su anatomía— y confrontar el concepto de finitud corporal y biológica. Se trata de una inquietud surgida de un fenómeno imposible y que sitúa al lector en una zona inestable. Por ello, el monstruo innominado de Impuesto a la carne posee una función de desestabilización de los paradigmas patriarcales: resemantiza la función de la figura materna y subraya su diferencia tomando como símbolo los grupos marginalizados, subordinados e invisibilizados de la sociedad chilena. La inédita construcción del monstruo ejemplifica un modelo de individualización al tiempo que problematiza la relación entre subjetividad y cuerpo individual, los vínculos entre construcción identitaria y cuerpo político y el equilibrio entre vulnerabilidad y dominio. Los parámetros de lo insólito, condensados en el espacio corporal, rearticulan los sistemas en los que se inscribe el monstruo, y su carne se erige como fuerza contranormativa. Dentro de este epígrafe sobre el cuerpo hórrido podrían incluirse asimismo dos novelas distópicas como Cadáver exquisito (2017), de la argentina Agustina Bazterrica o En el cuerpo una voz (2018), del boliviano Maximiliano Barrientos. En ellas se plantea un futuro donde la desaparición de los animales motiva y legaliza el canibalismo humano: las modificaciones tecpérdida de la autonomía de los sujetos internos, cuestión provechosa para la literatura de lo insólito, y que se ha visto reforzada en subgéneros específicamente corporales, como el gore, el medical horror, el surgical horror, el splatterpunk, o el torture porn entre otros. Como recuerdan Gabbert y Salud, “biomedical models constitute a powerful means by which knowledge and ideologies, particularly about gender, race, and other measures of ‘normal’ bodies are produced and circulated” (2009: 209), avances que simultáneamente permean los imaginarios monstruosos. Así, el hospital mediatiza un conjunto de relaciones consigo mismo y con los individuos que en él se encuentran, donde las colectividades terminan por constituir una identidad compartida. En un estudio previo (Fernández Martínez 2023) he analizado pormenorizadamente la novela de Eltit.

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nológicas y la producción masiva de esta carne supone un reordenamiento social de los cuerpos. Se borra así la división entre las especies humana y no humanas y, muy especialmente, los cuerpos de las mujeres, que pasan a ocupar un espacio predominante: “pasan por el galpón de las preñadas. Algunas están en jaulas y otras están acostadas en mesas, sin brazos, ni piernas” (Bazterrica 2018: 34). Si bien en estos textos resuena la violencia de novelas anteriores como la fundacional El matadero (1871), de Esteban Echeverría, cabría también articular la influencia de textos como “La carne” (1944), de Virgilio Piñera, La mujer desnuda (1950), de Armonia Somers o Mundo animal (1953), de Antonio di Benedetto, en los que existe una interrelación entre el ámbito de la carne y el sociopolítico. Todos ellos contribuyen a profundizar en las incertidumbres de la realidad. El cuerpo freak Es muy probable que a partir de la cinta Freaks (1932), de Tod Browning, que amplió a un público general el mundo de la teratología, se comenzase a expandir la presencia de este motivo en diversas narrativas de lo insólito. Sin embargo, la novela Lucifer Circus (2010), de la española Pilar Pedraza o algunos de los microrrelatos de Para viajeros improbables (2011), de la mexicana Cecilia Eudave o de Fenómenos de circo (2011), de la argentina Ana María Shua, no se limitan a narrar los sucesos de personajes con anomalías físicas, sino que la monstruosidad freak entra en los discursos de lo real para destruirlo. Una de las estrategias críticas que utilizan es la de historizar y politizar las representaciones corporales. Es, además, una cuestión extensible a las malformaciones corporales que Pedraza utiliza en novelas como Piel de sátiro (1998) o El síndrome de Ambras (2008), cuyos protagonistas son monstruos pilosos.2 Como recuerda Grosz, “bodies cannot be adequately understood as ahistorical, precultural, or natural objects in any simple way; they are not only inscribed, marked, engraved, by social pressures external to them but are the products, the direct effects, of the very social constitution of nature” (1994: X).

En trabajos anteriores (Fernández Martínez 2015, 2016) he estudiado ampliamente el tema de la corporalidad novocárnica en la obra de Pilar Pedraza. 2 

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La presentación social de cuerpos anómalos es una práctica con origen en el siglo xix, cuando la otredad suponía una forma de consumo visual como espectáculo para valorar la supremacía de las razas dominantes, occidentales: “spectators wanted to be shocked by the unsightly spectacle of primordial races, in order to be confirmed in their assumptions of racial superiority” (Braidotti 1999: 294). En esta línea, Braidotti define la teratología como una serie de discursos organizados científica y socialmente acerca de las diferencias corporales, y menciona, siguiendo la estela teórica de Kristeva, la abyección como un efecto de reacción frente al cuerpo de la mujer y el cuerpo del monstruo. Esta división entre el cuerpo hegemónico y el anómalo se conformaba de acuerdo con significaciones culturales, raciales, nacionales o históricas que enfatizaban dicha diferencia y permitían al espectador autoconfirmarse como sujeto estándar y al freak como sujeto desviado, monstruoso (Shildrick 2002: 24). Cuestiones adyacentes, como el sexismo y el racismo, adquirían especial relevancia en esta diferenciación de carácter antropológico. Estudios pioneros, como los de Thomson (1996) o la propia Pedraza (2009) han incidido en el carácter festivo de la exhibición de los freaks, los sideshows, los minstrels y los zoológicos humanos: cuerpos dispuestos para el entretenimiento en circos y ferias occidentales. En ese sentido, como recuerda Scully (2005: 52), el modelo médico se situaba en un paradigma cognoscitivo propio de la modernidad —y en el que evidentemente irrumpen dilemas bioéticos—, cuya máxima aspiración era el progreso hacia la perfección humana. En los textos, esta dialéctica entre la normalidad y la anormalidad, lo saludable y lo patológico, la capacidad y la incapacidad aparece trabajada desde los discursos de lo insólito, como en los microrrelatos de Shua “Los acróbatas” (2011: 44), “Gloria de la poesía volante” (2011: 55), “La muchacha del circo” (2011: 69), “La mujer que vuela” (2011: 62) o “Problemas con los elefantes” (2011: 81), cuya conclusión está determinada por la revelación de la verdadera corporalidad insólita de sus protagonistas —saltos fuera del espacio-tiempo, apéndices alados, capacidad de volar o desarrollo de una trompa—. La minificción se ha mostrado particularmente propensa a recoger muchas de las figuraciones de lo insólito. Así lo demuestra Para viajeros improbables (2011), colección de microrrelatos de Eudave —relanzado en 2021, diez años

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después de su primera publicación original, en edición ampliada de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el título de Para viajeros improbables (versión reloaded)— en el que las dos últimas secciones, “Apócrifamente hablando” y “Animales y prodigios para algún jardín...”, utilizan la tradición del bestiario para revisar y actualizar los cuerpos monstruosos y generar nuevas mitologías que problematizan los idearios socioculturales de la contemporaneidad. Sucede con las renovadas versiones de los cíclopes (Eudave 2011: 31), la figura de Medusa (Eudave 2011: 37-38), los centauros (Eudave 2011: 40), o los bicéfalos (Eudave 2011: 54), todos ellos seres convertidos en atracción circense. Junto a este procedimiento de innovación, la creación de seres inéditos enriquece aún más el catálogo de monstruos: es el caso de los “agripianos”, “seres con cabeza de pájaro y cuello retorcido sobre su cuerpo de humano”, del relato “La conquista de Gripia” (Eudave 2011: 33-34), o los astomos, unos hombres sin boca que se alimentan de olores en el microrrelato “Un malentendido” (Eudave 2011: 35-36). En relación al cuerpo freak, resulta de especial interés el de las sirenas, de las que Eudave ofrece dos versiones en sus microrrelatos “Sirenas de mercurio” (2011: 29-30) y “Sirenas mudas” (2011: 45). En el primero de ellos, las mujeres, híbridos de hembra humana y pez, son mutiladas de su extremidad posterior: “Por esta lujuria humana murieron miles de sirenas al ser cercenadas de la cintura para abajo; algunas, las menos ¿desafortunadas?, quedaron condenadas a andar en unos terribles y lastimeros carritos de madera donde cargaban sus cuerpos mutilados con los senos al aire y sus largas cabelleras sucias; portaban, además, un letrerito que decía: ‘Una moneda para esta pobre sirena’. Así vagaban por los puertos” (Eudave 2011: 29-30). La dimensión corporal entra de este modo en contacto con la dinámica del freak show: “Ahora, las sirenas atrapadas son objeto de la mutilación perpetua en las carpas dominicales de las ciudades y los puertos” (Eudave 2011: 30). No es esta una cuestión baladí, pues como recuerda Noguerol, las sirenas son las “criaturas preferidas de la minificción mexicana” (2014: 71), existiendo ediciones antológicas (Perucho 2008) y estudios monográficos completos dedicados al tema (Ávalos Chávez y Vázquez Laureano 2020). De este modo, las bases del imaginario cultural occidental y mexicano logran transgredirse desde la familiaridad de un arquetipo literario tradicional y su distanciamiento irónico, que en este caso logra una revitalización textual y literaria, se rearticula a través de la reconfiguración monstruosa de un refe-

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rente consolidado como es el cuerpo de la sirena. Las anomalías corporales, las excepciones anatómicas y, en definitiva, las monstruosidades muestran una vez más su capacidad transcultural. El cuerpo metamorfoseado Probablemente uno de los recursos literarios más extendidos en las narrativas de lo insólito respecto a la corporalidad sea la metamorfosis: su transgresión corporal —lenta o abrupta, deseada o sorpresiva—, junto a una vasta posibilidad temática, es casi infinita. Sin pretender una lista exhaustiva, y lejos de agotar el motivo de la transformación corporal, la metamorfosis se presenta en múltiples formas en novelas como Sin noticias de Gurb (1991), del español Eduardo Mendoza, Baile con serpientes (1996), del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, Subte (2006), del argentino Rafael Pinedo, El animal sobre la piedra (2008), de Daniela Tarazona, Bestiaria vida (2008; con edición española de 2018), de Cecilia Eudave, Moho (2010), de la mexicana Paulette Jonguitud Acosta, Odio (2012), de la mexicana Adriana Díaz Enciso, o Las malas (2019), de la argentina Camila Sosa Villada. Por otro lado, es también uno de los motivos más frecuentes en relatos como “Gemelos en el dedo del ojal” (1996), de la ecuatoriana Gabriela Alemán, “Papilio Síderum” (1997), del español José María Merino, “Mi mano izquierda” (2001), de la ecuatoriana Martha Chávez, “Yo, cocodrilo” (2008b), de la salvadoreña Jacinta Escudos, “La jaula de los esperpentos” (2009), de la ecuatoriana Diana Varas, “Septiembre en la piel” (2019), de la argentina Yanina Rosberg, o “Capirotes” (2021), de la española Lourdes Pinel. Al tratarse de un motivo tan profusamente estudiado, que establece vasos comunicantes entre las diversas obras que lo tratan y ha logrado permear todas las culturas literarias, únicamente añadiré dos anotaciones relativas a la mera transformación corporal. En primer lugar, la función subversiva de lo fantástico adquiere en la metamorfosis una dimensión especial, pues presenta, en palabras de Jackson, un “reverso de la formación cultural del sujeto” (2001: 148). Es decir, el orden fantástico se encuentra fuera del discurso racional pero también fuera de lo simbólico: “las fantasías de identidades deconstruidas, demolidas o divididas, y de cuerpos desintegrados, oponen categorías

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tradicionales de sujetos unitarios. Intentan llevar a cabo representaciones gráficas de sujetos en proceso, que sugieren las posibilidades de otros innumerables sujetos, de historias distintas, de distintos cuerpos” (Jackson 2001: 149). Esta cuestión resulta fundamental, pues es la confirmación de que lo insólito promueve la posibilidad de una transformación cultural radical a través de la destrucción de los límites entre lo real, lo imaginario y lo simbólico. En segundo lugar, una notable diferencia: muchos de los textos anteriormente mencionados tienen como protagonista a una mujer. En su estudio sobre las metamorfosis corporales insólitas, Díez Cobo anota que en las últimas décadas, metamorfosis y corporalidad femenina han estado habitualmente vinculadas, debido a la centralidad que ocupa el cuerpo de la mujer en la comprensión de los constructos sociales, signo que ha demarcado históricamente los roles sexuales y de género (2016: 139). El cuerpo, concepto central de la metamorfosis, no presenta una definición establecida —sí en ocasiones como punto de partida—, sino que busca completarse a través de un proceso de evolución en el que se explicitan las protestas sociopolíticas del ámbito de lo real. Así lo recuerda Daniela Tarazona en un análisis del tema, donde asegura que las metamorfosis reconocen diversas identidades de abundantes significados: “cuerpos habitados, mutantes e invisibles, en contextos hostiles o extraños. Las protagonistas son mujeres en una búsqueda incómoda y, sobre todo, individuos que reflexionan acerca de su esencia. El cuerpo, continente de extensión limitada, es visto como el espacio de las posibilidades” (2014: 194-195). Si bien su estudio se centra en textos de Díaz Enciso, Eudave y Laurent Kullick, la conclusión resulta reveladora para muchas otras obras que comparten la dinámica de la metamorfosis como motor diegético. La fluctuación entre los órdenes de la realidad, que pasa por el prisma del cuerpo en todos los casos, enriquece las nociones y parámetros de lo insólito al proporcionar innovadores desarrollos y sugestivas irrupciones de la irrealidad. El cuerpo artificial En su decisivo estudio sobre el monstruo, Cohen se detiene en su dimensión corporal: “The too-precise laws of nature as set forth by science are gleefully violated in the freakish compilation of the monster’s body. A mixed

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category, the monster resists any classification built on hierarchy or a merely binary opposition, demanding instead a ‘system’ allowing polyphony, mixed response —difference in sameness, repulsion in attraction—, and resistance to integration” (1996: 6-7). Su inherente polimorfismo alberga un desafío gnoseológico, tanto en el ámbito de lo real como el de lo insólito. “The monster is difference made flesh”, concluye Cohen (1996: 7), y precisamente el cuerpo artificial supone una ulterior diferenciación frente a las corporalidades analizadas hasta el momento. Cinco novelas como son Las novias inmóviles (1994), de Pilar Pedraza, Las Violetas son flores del deseo (2007), de Ana Clavel, Los amantes de silicona (2008), del español Javier Tomeo, Los cuerpos del verano (2012), del argentino Martín Felipe Castagnet, o La novela del cuerpo (2015), del uruguayo Rafael Courtoisie, y relatos como “Bomba sexual” (2011), de la cubana Zulema de la Rúa, “El cementerio de elefantes” (2008), del boliviano Miguel Esquirol, o muchos de los microtextos contenidos en Casa de Muñecas (2012), de la española Patricia Esteban Erlés, albergan varios giros diegéticos y simbólicos en torno al cuerpo artificial que suplementan la conocida imaginería pigmaleónica. Estatuas, muñecos, autómatas, cíborgs o diversos tipos de corporalidad artificial reconstituyen el mito del cuerpo artificial; un cuerpo que genera un desequilibrio continuo entre las nociones de realidad e irrealidad y que propone, de modo permanente, el desplazamiento de un centro estable. A través de algunas de estas narrativas será posible comprobar cómo se proponen nuevas formas de construir modos corporales posibles y cuestionar el propio concepto de ficción y su alcance. La naturaleza inorgánica del cuerpo artificial garantiza dos características fundamentales, clave en los textos que analizaré: por un lado el estatismo y por otro la pureza. Sin embargo, la aparición de lo fantástico resignificará estas características para transgredir la concepción de las figuras femeninas inertes. Los amantes de silicona, además de tambalear el sistema de la (ir)realidad, también lo expande al nivel textual y compositivo de la novela: Basilio y Lupercia, un matrimonio en crisis y sexualmente insatisfecho, deciden comprar sendos muñecos sexuales: Marilyn y Big John, quienes terminan por cobrar vida y comenzar entre ellos una historia de amor, abandonando al matrimonio. La novela, que ha sido leída en clave metafórica “del presente y del futuro próximo, de una sociedad de avances tecnológicos asombrosos

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y de […] vínculos humanos frágiles, transitorios y precarios” (Sáez Martínez 2009: 255), se acerca a las diferencias entre el cuerpo natural y el artificial para considerar, paradójicamente, sus semejanzas en una larga disquisición sobre la carne (Tomeo 2008: 16-21). Respecto a la entrada en el ámbito de lo fantástico, pronto se advierte una pista clave: Marilyn tiene una placa base que le permitirá, pasados cinco meses, “acceder a un léxico mucho más extenso, construir frases y manifestar ciertos sentimientos que incluso a los hombres de carne y hueso no les resulta fácil expresar” (Tomeo 2008: 18) y la siguiente advertencia: “no me parece normal que esos muñecos, por muy sofisticados que sean, tenga tanta libertad de movimientos” (2008: 27). Comienza así la intuición de la transformación corporal, que bien puede enmarcarse dentro del concepto baudrillardiano del simulacro (Baudrillard 1978: 7), donde la representación termina por suplantar lo real a través de sus signos. Planteamientos teóricos como los de Haraway (1991), Lipovetsky (2006) o Levy (2008) respecto a la evolución, en tiempos hipermodernos, de las relaciones entre los humanos y las máquinas, están centrados principalmente en el cuerpo, en cómo se establecen “los íntimos lazos existentes entre sexualidad e instrumentalidad, entre percepciones del cuerpo como una especie de máquina maximizadora para uso y satisfacción privada” (Haraway 1991: 289). Desde la parodia, la novela de Tomeo vuelve sobre estos temas. Así, cuando se produce la evolución a cuerpo real y los muñecos se revelan, Basilio pregunta: “¿Cómo puede una muñeca salir perjudicada de sus relaciones con un hombre? ¿No sois acaso objetos creados exclusivamente para dar placer, no para recibirlo?” (Tomeo 2008: 85). Los diálogos entre los muñecos y los humanos, marcados por un humor hilarante, intensifican la tensión narrativa entre lo lógico y lo absurdo y lo real y lo irreal. Si bien la novela se centra en gran medida en la descripción paródica de la anatomía de unos y otros, la propia hibridez de la escritura aparece anotada en el texto: de una “novela erótica o tal vez pornográfica” (2008: 11) se pasa a una “historia de folladores compulsivos” (2008: 31) que se torna “pornosentimental” (2008: 52) y termina siendo una “pésima novela de ciencia ficción protagonizada por criaturas imposibles” (2008: 103). La larga tradición de la agalmatofilia en la literatura es también una constante en Las Violetas son flores del deseo, donde Julián Mercader, el protagonista, posee muñecas vírgenes preadolescentes capaces de sangrar durante las

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relaciones sexuales y que él utiliza como escape de la pulsión sexual incestuosa que siente por su hija Violeta: “Cómo contemplar esas fotografías de muñecas torturadas, apretadas cual carne floreciente, aprisionada y dispuesta para la mirada del hombre que acecha desde la sombra” (Clavel 2007: 9). Las muñecas de la novela —que utiliza el relato “Las hortensias” (1946), de Felisberto Hernández como intertexto explícito— poseen tamaño natural, piel y atributos humanos. El texto, inscrito en un espacio mudo, utiliza el cuerpo artificial como denuncia de los abusos verbales y físicos contra la mujer —en especial las niñas—, como la violación, la tortura, la esclavitud sexual y otras formas de agresión y violencia sexual. El mismo punto de partida del cuerpo artificial, y también en relación al sexo, aparece en el relato “Bomba sexual”, de Zulema de la Rúa, donde la parodia discursiva del relato pornográfico termina con una explosión corporal final, coincidente con el orgasmo —“Luego aparece la inevitable explosión y un caos de sangre, órganos y huesos queda diseminado por todo el cuarto” (2011: 13)—. A través de la corriente de conciencia de la protagonista, la narración ofrece una crítica explícita al turismo sexual, al turismo capitalista y a la reificación corporal de la mujer cubana. Todo ello confirma y atestigua la polivalencia simbólica del mito pigmaliónico, y enfatiza su capacidad para albergar diferentes significados adaptados a cada contexto concreto, a cada localismo. El cuerpo artificial, por tanto, es un elemento que vehicula la problemática de la construcción sociohistórica de la mujer en el sistema heteropatriarcal al tiempo que posibilita implicaciones de marcado carácter biopolítico desde estratégicas proposiciones textuales. El cuerpo invisible La invisibilidad podría parecer el extremo opuesto a la transgresión corporal, e incluso cabría su entendimiento como incorporeidad. Sin embargo, resulta especialmente iluminador acudir a un breve párrafo de Lo visible y lo invisible, donde Merleau-Ponty readapta y matiza los términos en los que anteriormente había entendido la percepción y el dualismo entre cuerpo y mente. En este texto póstumo, su enclave teórico es el concepto de la

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“carne”, un término que provee un sustento conceptual para relacionar las distinciones entre cuerpo y mente y sujeto y objeto: “cuando hablamos de la carne de lo visible […] queremos decir […] que el ser carnal […] es un prototipo del Ser, del que nuestro cuerpo, sintiéndolo sensible, es una muy notable variante, pero cuya paradoja constitutiva ya está en todo lo visible: ya el cubo reúne en él visibilia incomposibles, como mi cuerpo es la vez cuerpo fenomenal y cuerpo objetivo” (2010: 124; énfasis en el original). Este cambio sustancial de la carne implica una transitoriedad, una mutabilidad, y para ello Merleau-Ponty refiere las relaciones entre lo visible —esto es, lo sensible— y lo invisible —lo inteligible—, lo visto y el vidente. Lo visible es “posibilidad, latencia y carne de las cosas” (Merleau-Ponty 2010: 121), mientras que lo invisible es “1) lo que no es actualmente visible, pero podría serlo —aspectos ocultos o inactuales de la cosa —cosas ocultas, situadas ‘en otra parte’— […] 2) lo que, relativo a lo visible, no puede sin embargo ser visto como cosa —los existenciarios de lo visible sus dimensiones, su armazón no-figurativa—” (Merleau-Ponty 2010: 226-227). De este modo, termina concluyendo que “lo invisible es un hueco en lo visible” (Merleau-Ponty 2010: 208), y es este un significativo punto de partida. En el año 2000, el escritor español José María Merino publica la novela Los invisibles. Su estructura, que conforma un tríptico ficcional mediante la disolución entre el plano textual, el real y la intersección entre ambos, debilita los planos superpuestos entre las dimensiones narrativas con el fin de generar un profundo efecto de misterio. “Adrián no podía imaginar que aquella misma noche se iba a volver invisible” (Merino 2000: 13) es la primera frase de la novela, que no solo introduce de manera directa el tema de la invisibilidad, sino que propulsa el terreno de lo sobrenatural y avanza el conflicto interior del personaje. En efecto, durante la noche de san Juan, Adrián toca una extraña flor azulada y se convierte en “una especie de fantasma” (2000: 44). En su nuevo estado físico comienza una relación amorosa con Rosa, otra joven invisible, conoce una comunidad de invisibles y se enfrenta al Cazador, un individuo que colecciona y asesina a los seres invisibles. Tras recuperar su forma visible, Adrián contacta con José María Merino para dar a conocer su historia. La invisibilidad, motivo ya utilizado en relatos anteriores del autor, como “La imposibilidad de la memoria” o “Las palabras del mundo”, ambos recogidos por primera vez en El viajero perdido (1990), constituye una de las

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principales modalidades mediante las que Merino explora la identidad humana. La crítica, que ha visto este recurso en los cuentos citados como una metáfora de la pérdida de la identidad (Giovannini 2001: 168) y en la novela como “la visión alegórica del desarraigo y el aislamiento” (Simó 2007: 358), “la fragilidad o inestabilidad del sujeto contemporáneo, la dificultad de forjarse una identidad” (Noyaret 2015: 281) o una forma de “alienación” (Gregori 2018: 72), coincide en la interpretación identitaria del proceso corporal, pero cabe además resaltar la propia constitución corporal de la transparencia como impulso narrativo: la invisibilidad es la circunstancia física que genera el íncipit de la narración. En este punto, me resulta particularmente interesante una apreciación de Giovannini en la que elucida la diferencia entre los procesos corporales en ambos relatos: Eduardo Souto, protagonista de “Las palabras del mundo”, “logra una condición de invisibilidad corpórea” (2001: 168; énfasis en el original), mientras que Javier, protagonista de “La imposibilidad de la memoria”, atraviesa un “lento proceso de evaporación corpórea”, con lo que se convierte “en una especie de variante al revés del cuerpo presente (alma ausente)” (2001: 168; énfasis en el original). Así, el primero es “un fantasma al revés, cuerpo inerme e invisible” (Giovannini 2001: 168; énfasis en el original) —“las ropas, ordenadas como si vistiesen a una persona —aunque era evidente que no había nadie dentro— y sin volumen que las diese forma, recordaban sin embargo vagamente un ademán humano” (Merino 1990a: 43)—, y el segundo “se encuentra en la rara condición de cadáver al revés, por ser alma presente (cuerpo ausente)” (Giovannini 2001: 169; énfasis en el original) —“la presencia invisible —porque al fin sabía ella que de una presencia invisible se trataba— continuó en silencio” (Merino 1990b: 73)—. Además, en ambos relatos es el cuerpo invisible el que delata dicha condición: la ropa dispuesta “en la misma forma que debe mantener vistiendo un cuerpo” (Merino 1990a: 43) en el primero, y el sonido producido por “cierto apretón de maxilares, con el subsiguiente frotar de muelas y dientes” (Merino 1990b: 73) en el segundo. Estas dos posibilidades corporales ejemplifican, desde la dimensión de lo monstruoso no visible, la pérdida de seguridad frente al mundo real y remiten, inevitablemente, a la figura del fantasma. El cuerpo fantasmal, vinculado al temor, es la encarnación del tránsito entre la vida y la muerte. Una

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frase de Los invisibles recoge metafóricamente esta afirmación: “Comprendí que mi niñez y mi adolescencia habían muerto también” (Merino 2000: 268). Ampliando los marcos de comprensión del fantasma, Merino recurre a la corporalidad invisible como transgresión de las leyes físicas del mundo real, puesto que es una figura para la que no existe el tiempo ni el espacio (Roas 2001: 9). En este sentido, la línea de pensamiento de Grosz en torno a la ontología de lo incorpóreo resulta altamente provechosa: su propuesta, que retoma ciertas cuestiones del estoicismo —“While incorporeals (asomata) do not exist, they are nonexistent; they are not-nothing. They still belong to the category of ‘something’. However, unlike something, they do not exist but subsist as the incorporeal conditions for the appearance and operation of somethings, objects, and their qualities and relations” (Grosz 2017: 28)—, otorga una nueva dimensión materialista a la carnalidad, con lo que concluye: “the incorporeals subsist even in the absence of bodies” (2017: 34). Esta transgresión corporal, que determina su valor en el texto fantástico, concuerda con la propuesta del escritor argentino Sergio Chejfec en su relato “Los enfermos”, recogido por primera vez en la antología Excesos del cuerpo (Guerrero y Bouzaglo 2009a), y, muy especialmente, en “Vecino invisible”, aparecido en Modo linterna (2013). Si Jean Bellemin-Noël paralelaba la creación de lo fantástico y la creación del fantasma en su conocida fórmula “lo fantástico es una forma de narrar, lo fantástico está estructurado como el fantasma” (2001: 108), en estos textos, las formas de lo invisible adquieren nuevos estratos de significación al inscribir lo imposible en lo real. El primero de ellos, “Los enfermos”, se reprodujo en Relatos enfermos, antología editada por Javier Guerrero, que continúa la propuesta de Excesos del cuerpo, que proponía “dar cuenta de las múltiples estrategias de representar el cuerpo y exhibir sus excesos en América Latina” (Guerrero y Bouzaglo 2009b: 52). En esta ocasión, el volumen toma nuevamente la enfermedad como “pretexto […] para narrar el cuerpo” y los relatos que lo componen “lo desordenan, lo rearman cuando resulta posible, otras veces lo desvanecen y desesencializan” (Guerrero 2015: 9). Esto es lo que ocurre en el relato de Chejfec, cuya trama es sencilla: una mujer es convocada a cuidar a un paciente anónimo en un hospital. Sin embargo, tras una temporada en el extranjero, nada de su ciudad le resulta familiar, sino más bien irreconocible;

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en especial el hospital.3 De acuerdo con Guerrero, en el relato “los cuerpos enfermos se desvanecen, solo existen piezas, miembros anatómicos —pies, tobillo, ojos, manos—, restos desconectados —toses, conversaciones entrecortadas, ruidos— y despojos” (2015: 12). La invisibilidad de los cuerpos de los hospitalizados, entonces, recuerda igualmente a la carga simbólica que toma en el relato “Las palabras del mundo”, de Merino. Si bien el rastro de la invisibilidad acecha desde un primer momento —“todo a su alrededor se ha borrado”, lo que la protagonista denomina como “el extraño episodio” (Chejfec 2015: 93)—, pronto las insinuaciones se van intensificando: “Se ve a sí misma como un punto que avanza titilante por el camino trazado” (2015: 99); “lentas figuras humanas aparecen y desaparecen con pasos cortos y borrosos” (2015: 106) hasta culminar en la toma de consciencia de su propia invisibilidad: “pensamientos que trata de retener porque tiene la intención de resumirlos puntualmente apenas inspire confianza en la sala y la admitan como una visita más que danza en las sombras esa música de recorridos habituales” (2015: 111-112). La espectralidad, motivo recurrente en la obra de Chejfec —“había pasado por el trance de ver fantasmas, seres anfibios o espectrales” (2008: 42), dice el narrador de Mis dos mundos para posteriormente cumplir su deseo al verbalizarlo: “yo mismo me disolvía en el vapor que rodeaba la fuente” (2008: 58)—, esencializa la noción merleaupontiana de “carne” y articula en el tránsito de lo visible a lo invisible una evolución de la experiencia subjetiva hacia una experiencia de lo exterior. El análisis de otras obras que tratan la invisibilidad corporal, desde un antecedente como la transparencia de Historia de Garabombo el invisible (1972), del peruano Manuel Scorza, hasta Los deseos y su sombra (2000), de Ana Clavel, permiten concluir que la desaparición física de la carne implica una ausencia existencial relativa, dependiente de las nuevas dimensiones generadas por los diferentes niveles perceptivos de los personajes, pero también del lector. En palabras de Blanchot, la invisibilidad, la ausencia corporal,

Como mencioné previamente, el hospital es un espacio de gran relevancia en muchas de estas narrativas. En el caso concreto del relato de Chejfec, pareciese sugerir una contraposición a los médicos invisibles con los que habla Fernanda del Carpio en Cien años de soledad (1962), de Gabriel García Márquez. 3 

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implica “un contre-monde qui serait comme la réalisation, dans son ensemble, du fait d’être hors du réel” (1949: 84). De este modo, y vinculable a la ausencia, a la no figura, el cuerpo invisible es la exteriorización de un cuerpo vivo, ajeno o no a la conciencia, y un movimiento en movimiento; un cuerpo “ex-crito” (Nancy 2010: 46), trazado fuera del cuerpo, de donde surge su propia aparición. El cuerpo extrañado: consideraciones finales Existen, como resulta evidente, muchos otros tipos de corporalidades insólitas que en la actualidad desbordan incluso el imaginario monstruoso de Juan Rodolfo Wilcock en su obra seminal El libro de los monstruos, publicado en 1978, dos años antes del límite cronológico establecido en este estudio. En este trabajo he llevado a cabo un modus legendi específico, priorizando el enfoque tipológico y el establecimiento de supracategorías corporales, en un esfuerzo por sintetizar las amplias posibilidades físicas del monstruo. Así, y con el fin de ofrecer un panorama abarcador y elaborar un corpus de diferentes literaturas nacionales en un ambicioso marco cronológico, varias obras han quedado fuera de la extensión de este trabajo, como es el caso del cuerpo poseído en El camino de Santiago (1999), de Patricia Laurent Kullick o El huésped (2006), de Guadalupe Nettel, ambas mexicanas; el cuerpo vampírico, que no vampirizado, en La sed (2020), de la argentina Marina Yuszczuk, o en los relatos de Nocturnas (2021), de Pilar Pedraza; o las corporalidades casi infinitas presentes en las poéticas de la extrañeza del mexicano Mario Bellatin, la hispanoargentina Fernanda García Lao, la salvadoreña Claudia Hernández, la boliviana Liliana Blum o las ecuatorianas Solange Rodríguez Pappe y Mónica Ojeda. Estas obras muestran transgresiones corporales a través de una mirada crítica que, inserta en los resortes de lo fantástico, contribuye a analizar las diferentes realidades de cada nación. El cuerpo extrañado, por tanto, subvierte la propia noción de corporalidad para cuestionar y resignificar el mundo contemporáneo. Al igual que es posible afirmar que se percibe un incremento en la utilización de la figura del monstruo en los años más recientes del siglo xxi, la recapitulación final de este análisis lanza varios resultados relevantes. En

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primer lugar, se ha desvelado una importante diferencia cuantitativa: son muchas más las autoras que utilizan el imaginario monstruoso para dar respuesta a cuestiones de diferente índole, frente al uso que de él hacen los autores. El género, las desigualdades, la conciencia de clase y la lucha feminista son algunas de las realidades tematizadas, presentes en forma de diferentes corporalidades y recursos monstruosos en los textos analizados. En segundo lugar, el estudio de diferentes géneros prosísticos —novela, relato, diversos tipos de minificción— demuestra que la corporalidad monstruosa se presta a narraciones de diversa extensión, aunque el carácter del microrrelato facilita su torsión sorpresiva, frente al mayor desarrollo temático que ofrecen las novelas. Finalmente, cabe resaltar el nexo común entre las diversas categorías de lo fantástico y del monstruo: son figuras que se erigen como motivo paradigmático de los modos en los que la sociedad ha comprendido la otredad. Son muchos los temas y motivos que configuran la dimensión corporal del monstruo, pero un resultado resuena con mayor impacto: en su evolución de lo asimbólico a lo simbólico, de lo informe a lo conforme, los monstruos patentizan, a través del cuerpo, su potencialidad política, su contenido ideológico y su alcance epistémico.

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MUESTRARIO REPRESENTATIVO DEL MONSTRUO QUEER EN LA NARRATIVA EN ESPAÑOL RECIENTE: DEL GÉNERO A LA DISOLUCIÓN CATEGORIAL* Benito García-Valero y Francesco Fasano Universidad de Alicante, España. Grupo GEIGhd/Università degli Studi di Padova, Italia

We all born naked and the rest is drag RuPaul I’m beautiful in my way ‘cause God makes no mistakes […] I was born this way Lady Gaga

Introducción y manera1 La categoría queer, capaz de desestabilizar todas las categorías e incluso a sí misma, es una de las que más han rendido en los estudios literarios de las últimas décadas, y es precisamente en la estricta actualidad cuando goza de una excelente salud y seguimiento. En este trabajo nos proponemos dar muestra de obras literarias del ámbito hispánico que de manera representativa incluyen elementos asimilables a lo queer bajo la clave de lo monstruoso. Como hijo de la deconstrucción, el concepto queer desestabiliza la centralidad semántica de un término cualquiera (en su origen, particularmente relacionado con el género) mediante el rescate de los componentes orillados Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PGC2018-093648-B-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ FEDER “Una manera de hacer Europa”Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad). * 

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a la hora de establecer su significado central. Este carácter de desafío a la estabilización semántica comparte ya algo con lo monstruoso. En este sentido, y en sintonía con las últimas derivas del término, todo monstruo es inherentemente queer. Aquí sin embargo llegaremos a tal afirmación de forma progresiva y a modo de conclusión, siguiendo la evolución de los usos de lo queer a partir del análisis que de sus distintas estaciones puede hacerse en las obras seleccionadas para este trabajo. Para cumplir este propósito, dividimos en tres fases nuestra propuesta de análisis de personajes representativos del monstruo queer en la narrativa en español reciente: 1. En primer lugar, atenderemos al uso ‘clásico’ del concepto queer en tanto que noción nacida para desestabilizar las construcciones culturales en torno al género. Tal uso quedará aplicado a la novela de Fernanda Melchor Temporada de huracanes. 2. En segundo lugar, lo queer será tratado en su íntima relación con los procesos naturales como opuestos a los culturales, y nos serviremos del relato “Desfloración” de Ángelo Néstore para elaborar este uso. 3. Por último, en sintonía con las últimas caracterizaciones de lo queer, abordamos el término en toda la amplitud que le permite erigirse como no-categoría, o categoría total que agrieta cualquier intento de fijación terminológica en el ámbito de lo cultural, también en la forma en la que definimos la oposición salud/enfermedad. La obra de Mario Bellatin (Salón de belleza, 2009), Javier Guerrero (Balnearios de Etiopía, 2011), Samanta Schweblin, (“La respiración cavernaria”, 2015) y de Mariana Enriquez (Nuestra parte de noche, 2019) serán los ejemplos asimilables a este último uso. Nuestro propósito de evidenciar la existencia del monstruo queer en la narrativa actual en español viene acompañado de un esfuerzo teórico que consideramos necesario para ilustrar la evolución del fenómeno. Nos resulta irresistible cruzar el discurso crítico más académico con algunas iluminantes afirmaciones de arzobispos de la cultura pop como la drag más querida del mundo, RuPaul, y su amiga íntima, Lady Gaga, cuyas citas han abierto este trabajo. Arrancamos así imaginando una mesa redonda que contara con la participación de dos estrellas de la teoría queer y dos superstars de la música

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ligera en las que releer la revolucionaria propuesta que Bizzarri, releyendo a Butler, avanza en su ‘Performar’ Latinoamérica. Estrategias queer de representación y agenciamiento del Nuevo Mundo en la literatura hispanoamericana contemporánea (2020). Cualquier identidad es una performance culturalmente definida: “la naturaleza no crece ni en los árboles” (Bizzarri 2020: 24), nos recuerda el profesor pisano traduciendo al español a Linda Hutcheon (2002: 14), tanto la individual como la colectiva, así que la marca registrada “América Latina®” de la que ironiza Sergio Volpi en El insomnio de Bolívar (2009) funciona obviamente como posmoderna “tradición inventada” (Hobsbawm y Ranger 1983) y se pinta y maquilla según se desee. Esta laxitud semántica de lo queer acompañará nuestro recorrido por las obras antes señaladas como testimonios valiosos de la presencia del monstruo queer en la narrativa en español reciente. Género queer: las posibilidades regenerativas de la no-categoría Queer es término propio de la teoría derivada de la deconstrucción que bebe fundamentalmente de las teorías performativas de Butler en El género en disputa, publicado en 1990, y que se consolida a partir del monográfico de la revista differences titulado Queer Theory: Lesbian and Gay Sexualities, coordinado por Lauretis en 1991. Butler había planteado a partir de los trabajos de Foucault cómo el género se ha construido en dependencia con el sexo del individuo. Propone que la identidad de los individuos no tiene una base ontológica sino performativa, y por tanto no es inmutable sino variable y poliédrica. Los usos de lo queer parten por tanto de los estudios feministas y de género, y sirvieron para retratar la raigambre cultural de conceptos tan biológicamente estables en la historia como ‘hombre’ y ‘mujer’, y por supuesto, ‘heterosexual’ u ‘homosexual’, categorías que quedan subsumidas en la siempre cambiante idea de lo queer, que apela a las ilimitadas posibilidades de la sexualidad previas al tamizado cultural. El monstruo queer puede aparecer entonces en la literatura como un personaje con una sexualidad manifiestamente difusa: travestismo, intersexualidad y transexualidad son sus atributos habituales, y en algunos casos pueden ser vehículos de regeneración no solo categorial, sino también físi-

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ca. Así nos aparece la Bruja Chica, uno de los personajes protagonistas de Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor. La novela comienza con el hallazgo de su cadáver en un canal de riego, cebo argumental para adentrarnos en esta historia de marginación social y sexual cuyo vértice es la casa de la Bruja y el supuesto tesoro que escondía. Entroncada con el imaginario tradicional sobre las brujas, la Bruja Chica vive en una casa en las afueras de La Matosa, cercana ya a los parajes despoblados que rodean la pequeña población. Su origen es incierto: es hija, sabemos, de la Bruja, pero la paternidad se atribuye bien al acaudalado del pueblo, don Manolo, bien al mismísimo diablo, como afirmaba la propia madre, o incluso al efecto de las sesiones de sexo grupal que según se cuenta su madre celebraba en casa (Melchor 2017: 21). La Bruja Chica se dedicará, como su progenitora, a actividades semejantes a las que el folclore confiere al arquetipo: curaciones, elaboración de ungüentos y pócimas para dolencias varias, también amorosas (2017: 31). La peculiaridad queer de la Chica será que bien avanzada la novela descubrimos tras sus vestimentas un hombre enredado en las tramas de lujuria, deseo y estupefacientes que ataban a distintos jóvenes de la zona. Es así como tenemos la combinación de monstruo (por bruja) y queer (por sus prácticas sexuales), una combinación que por cierto no es ajena a la realidad cultural mexicana, donde existen tipos de curanderos que se travisten para dar rienda a sus capacidades sanadoras (véase, por ejemplo, el reciente trabajo de Aguilar Ros, 2020), y que sin duda entroncan con las atribuciones divinas que suelen concederse a la androginia como manifestación de la superación de la dualidad natural, y vehículo por tanto hacia el plano de lo trascendente: para Chevalier y Gheerbrant, la androginia es “la coexistencia de todos los atributos, comprendidos los atributos sexuales, en la unidad divina” (2007: 94). El tránsito tremendista de la vida a la muerte de la Bruja Chica que narra Fernanda Melchor en la novela incluye numerosas alusiones a la actividad sexual que solo al final adquieren sentido homoerótico, cuando se conoce el sexo biológico de la protagonista. Es necesario considerar que estas vienen asociadas siempre al lenguaje despreciativo que la sociedad ha dedicado a la actividad homosexual. “Borrego perdido” (Melchor 2017: 28) es la alusión más suave a un homosexual en la novela; el resto vienen acompañadas de actos de prostitución, consumo de estupefacientes, robos y demás actividades

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que alimentan los márgenes más oscuros de la sociedad y en las que, hasta la resementización que articuló la etiqueta ‘gay’ en los ochenta, se vinculaban inexorablemente a la homosexualidad masculina, al menos en las sociedades occidentales. La monstruosidad de esta Bruja pasa también por administrar no solo pociones sino pastillas estupefacientes a quienes frecuentaban sus salvajes fiestas (2017: 179-181), muchas veces con la intención de predisponer a los invitados al acto sexual. Dos de los personajes que frecuentan estos encuentros, Brando y Luismi, que practican la homosexualidad en ocasiones, encarnan la marginalidad que dicha actividad reviste en la novela. De sí mismo piensa Brando que “él no era ningún puto maricón de mierda” (2017: 194) aunque, sin embargo, en los báquicos encuentros organizados por la Bruja, Brando se permite ampliar las nociones sobre sí mismo al menos en el plano de la acción para intimar con Luismi. El eje que todo lo une en un juego macabro es la Bruja, curandero travestido que amalgama en su casa una suma de marginalidades cuyos sujetos acabarán por robarle y matarla en busca del supuesto tesoro de don Manolo. Tales márgenes alimentan el potencial queer de la Bruja Chica y se unen a sus preferencias sexuales, pero no deja de ser llamativo, y es de hecho crucial para nuestra argumentación, el potencial sanador que las gentes de La Matosa y alrededores le atribuyen tanto a ella como a su madre. Su monstruosa condición de bruja y su actividad homosexual la sitúan fuera de las categorías comunes, y como los ambientes báquicos que procura, genera un espacio donde la imagen social puede caer (como el concepto que de sí mismo tiene Brando), y los sujetos puedan visitar otros aspectos de su persona, bien que lo hagan en estados alterados de conciencia. Las propiedades curativas de la Bruja, el consuelo que sus brebajes y conversaciones ofrecen, quedan reservados para aquellas personas cuya vida y condición discurre por los cauces periféricos de la hegemonía cultural y social, como las prostitutas que aliviaban las necesidades de los negociantes que se enriquecían con el petróleo en instalaciones cercanas a La Matosa (2017: 30). La novela es un ejemplo diáfano de las posiciones que lo queer ha ocupado tradicionalmente, y que solo en las últimas décadas otras posiciones teóricas y obras, como las que a continuación visitamos, han puesto en tela de juicio, avanzando sin embargo por el cauce regenerador que incluso en estas visiones grotescas de lo queer aparecen.

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Todo lo nacido es queer: naturaleza y monstruosidad Lo queer y lo monstruoso son escándalos del completo palimpsesto filosófico occidental, claramente de los principios éticos y estéticos, pero también de los lógicos, porque niegan la distinción dicotómica de lo justo y lo equivocado y rehúyen del consagrado principio del tercer excluido. La adscripción de lo queer al ámbito natural resulta difícil por contravenir los cánones semánticos del término en la crítica hacia la sexualidad que se ha tenido como ‘natural’ o ‘antinatural’. Desde los trabajos de Foucault y de Butler, el pensamiento queer ha tejido sus teorías para demostrar que “la sexualidad no es un hecho natural, sino que está construida socialmente” (Córdoba 2009: 23). Como sabemos bien, en la historia de la asociación semántica entre sexualidad y naturaleza en Occidente solo unas cuantas formas de comportamiento sexual han sido entendidas como ‘naturales’, generalmente, las reproductoras (Córdoba 2009: 25). En este trabajo no abordamos tanto la crítica del término ‘natural’ como la idea de que la naturaleza es intrínsecamente queer. Es decir, antes del proceso de categorización de la sexualidad, en los entes naturales se da un miasma pre-categorial queer confuso, amplísimo e inabarcable en su total extensión para la comprensión humana. Utilizamos el término ‘naturaleza’ en su restricción etimológica: lo que ha nacido. Aunque no es común aunar en una misma proposición las palabras ‘naturaleza’ y ‘queer’, lo hacemos desde el convencimiento de que es propio a lo queer desestabilizar las categorías y transformar continuamente los márgenes, aunque ello ponga en cuestión incluso a lo propiamente queer. Esta inasibilidad del concepto ya fue abordada por Vidarte en su desenfadado ensayo sobre el statu quo de los estudios queer en el ámbito académico, al afirmar que la teoría y las instituciones se llevan mal con lo queer (2009: 78), y es así por su escurridizo efecto de desestabilización categorial. El origen del uso positivo actual del término queer parte, como se dijo, de la deconstrucción, movimiento utilizado asimismo en estudios de género para erigir el axioma de que todo elemento cultural es un constructo que nada tiene de biológico, de manera que categorías como ‘hombre’ y ‘mujer’ no son entes naturales, sino que resultan abstracciones lingüísticas para procesos sexuales que en realidad no son duales, sino múltiples, diversos y expansivos. La naturaleza, como todo lo biológico, se pre-

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senta entonces como un fenómeno sobre el que nada puede decirse de forma completamente fijada, sabedores de que las categorías que constituimos para describirlas, por muy objetivas que puedan parecer, resultan en realidad constructos humanos derivados de una cultura, una mentalidad y una época determinadas, y así es como todo saber, incluso el de las ciencias naturales, se puede deconstruir. Construimos aquí la vertiente ‘natural’ del término queer en línea con lo que la física teórica Barad plantea en su aproximación al ladrillo primero o piedra angular del mundo físico: las partículas subatómicas y su extraño comportamiento cuántico, incapaz de ser reducido a categorías estables. La imposibilidad de reducir su naturaleza a ondas o partículas, rompiendo así la dualidad de la física clásica, permite que hablemos de la imposibilidad de categorización del nivel primario de la realidad física y, por tanto, de la pertinencia de lo queer incluso en las ciencias más exactas. Así lo expresó en una entrevista: Quantum physics as well as feminist, poststructuralist, and queer theories have been inspiring coworkers in my efforts to think about the nature of matter and how differences materialize. According to my agential realist account, matter is not mere stuff, an inanimate givenness. Rather, matter is substance in its iterative intra-active becoming —not a thing, but a doing, a congealing of agency. It is morphologically active, responsive, generative, and articulate (Barad en Kleinman 2012: 80).

Si la materia en sí misma, en la visión de Barad, es queer, si no es “mera sustancia”, sino “un hacer, una solidificación de la agencialidad”, ¿qué sentido tiene la distinción entre naturaleza y cultura? La física cuántica apunta implícitamente a la disolución del dualismo cartesiano igual que corrigió el newtonismo para un nivel determinado de la materia (el mundo de las partículas subatómicas). De cualquier manera, esta dotación de ‘agencia’ a lo matérico en su proceso de ‘devenir’ (becoming) constante, unida a la difícil adscripción del nivel infinitamente pequeño de las partículas subatómicas a una categoría u otra (partícula u onda) es la base de la consideración queer de la naturaleza. Sin embargo, la visión ilustrada que alumbró la categoría de ‘monstruo’ como la entendemos hoy partía de una visión mucho más

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rígida de la materia y de las ciencias que la clasificaban, y se afanaba por categorizar la realidad en taxonomías fijas, propias de la epistemología de su tiempo. El monstruo aparece como un desafío a la lógica divina imaginada en la modernidad occidental, a las categorías perfectas y cerradas que permitían describir el reloj infalible que era el mecanismo del universo puesto en marcha por Dios, relojero que no podía producir error. El monstruo es un tremendo desafío a la ciencia clásica, pero es la evolución natural del proceso matérico en constante devenir, y esto explica el nacimiento de la teratología en el cambio del siglo xviii al xix, en el seno de la anatomía comparada de Cuvier (Chaitin 1998: 146), cuyo objeto de estudio eran los especímenes con rarezas anatómicas naturales difícilmente clasificables, generalmente por malformaciones congénitas, que contravenían el propósito de hacer cortes categoriales claros. De forma menos obtusa que la ciencia clásica, la simbología tradicional podía concebir al monstruo como la suma total, la epifanía o la desvelación de lo sobrenatural: como criatura que aglutina en su misma corporalidad categorías dispares, es manifestación de la realidad más allá del limitado mundo de categorías opuestas en el que nos movemos, y así el monstruo fue signo de lo divino, “suma completa de las posibilidades naturales” (Durand 1981: 298), muestra de lo sobrenatural, emblema de la totalidad subyacente. Pero hay otro motivo de mayor peso para considerar la naturaleza como intrínsecamente queer: el fenómeno de la sexualidad en los animales vivos es tan complejo que no podemos pretender que lo queer quede reducido a la erección de categorías culturales, y, por tanto, únicamente a la actividad humana. Tal gesto es antropocéntrico. Una mirada biocéntrica reconoce la constante mutabilidad del mundo sexual en el ámbito biológico, y ha de acoger todos esos procesos de homosexualidad, bisexualidad, transexualidad, intersexualidad y travestismo, documentados en el mundo animal por Bagemihl en un ensayo que abrió el camino a la intrusión de lo queer en el mundo natural: Biological Exhuberance (1999). Algunos de esos procesos son incluso todavía incomprensibles para nosotros, como los de la especie serranus baldwini que combina varios de estos fenómenos (1999: 41). La naturaleza, en su constante devenir y transformación, ya resulta monstruosa, irreductible a categorías inmutables. Presenta, al menos en el estado de la ciencia actual, ejemplares difícilmente clasificables como nacidos o no

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nacidos y, por tanto, como vivos o muertos, como los virus. Utilizamos este monstruoso devenir para aproximarnos al relato “Desfloración”, de Ángelo Néstore, nuestra próxima parada en este muestrario de monstruos queer. Néstore es un poeta nacido en Lecce (1986) que ha publicado varios poemarios, piezas teatrales y relatos en español. “Desfloración” (2019) narra la historia de Iris, un personaje cuya adscripción a uno de los dos sexos hegemónicos resulta problemática. Iris nace un 8 de julio de 2019 y, con dieciséis años, observa con terror cómo crece de su pubis unos filamentos verdes que acaban tomando la forma de una magnolia. El carácter híbrido de su condición de humano/planta es compartido por otros seres: “descubrió en un periódico digital que a otra niña en una pequeña aldea de un país lejano le había crecido una rosa en el pubis. Y luego a otro niño un geranio” (Néstore 2019: 48); sin explicación científica para estos casos (“hombres marchitos” será el nombre que reciban), la sociedad tachó a Iris de “perversa, salvaje o bárbara” y empujó a estos seres “fuera de las fronteras de lo humano” (2019: 48). La vía sexual es la que parece servir a esta sociedad científica para repudiar la mutable naturaleza de estos pequeños monstruos vegetales, que parecen metáforas de los procesos queer. Además, serán perseguidos y ajusticiados, como sucede en el final de este corto relato que precipita el desenlace. Con ochenta y dos años de edad, en un intento de escapar de los agentes que acuden a por ella, Iris se transforma, cumpliendo con su condición de monstruo en devenir, en un campo de magnolias que inunda el jardín de la casa. Propia de su condición fantástica es la ambigüedad que ejecuta el relato, que en parte recuerda a la narrativa de lo inusual (Alemany, 2016; GarcíaValero, 2019) en su difícil adscripción al orden mimético de la realidad empírica, y por su práctica de un lenguaje que puede ser interpretado como una alegoría de la naturaleza queer de estos niños y niñas flor que nacen en el relato de Néstore. El final del relato, con una Iris envejecida, bien puede ser una metáfora de su muerte, y no una transformación real en campo de flores. Quizá entonces las flores en los pubis de estos seres sean también metáforas de su sexualidad no hegemónica y mutable. Antes de experimentar su metamorfosis, Iris había escrito en su diario que “codificar el mundo desde tu propia imagen te convierte en moribundo” (Néstore 2019: 46), frase que en nuestra interpretación aludiría al efecto paralizador que supone categorizar (codificar) el mundo en formas fijas que cortan y seccionan lo que en

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realidad es un continuo mutable siempre dinámico, en cambio y evolución, en metamorfosis, como la misma naturaleza. La condición marginal de Iris por ser monstruo en tránsito hacia lo vegetal conecta con otras condiciones queer, entendidas ahora como periféricas. Su rareza y monstruosidad, ya en su vejez, le llevan a recordar “a los niños no niños en la franja de Gaza” (sus precarias condiciones existenciales podrían justificar esa cualidad de ‘no-niñez’), “en las personas no personas en busca de un refugio que acunaban las olas del Mediterráneo” (2019: 49), en definitiva, en seres marginados por su nacionalidad, por su religión o por su condición de emigrante: si la Bruja Chica de Temporada de huracanes se compadece de las prostitutas que trabajan en torno a la industria petrolífera del lugar y acudían a por sus remedios abortivos y filtros amorosos (Melchor 2017: 31), el monstruo queer de Néstore da un paso más y despierta entonces a su potencial liberador y solidario con otros perseguidos. El personaje de Iris puede ser además contemplado bajo la mutante categoría de lo trans. En Yo soy un monstruo que os habla, Preciado (2020b) reconoce el potencial salvífico y vivo del trans, menos comprendido todavía que los fenómenos de homosexualidad por la sociedad mayoritaria y, por tanto, con más vehemencia (y violencia) ha sido vinculado a lo monstruoso. En su alegato, el autor compara el cuerpo trans con la América previa a la hispanización: “El cuerpo trans es a la epistemología de la diferencia sexual lo que América fue al Imperio español: un lugar de inmensa riqueza y cultura imposible de reducir al imaginario del imperio” (2020b: 46-47). El símil nos vale en nuestra argumentación, no solo porque recuerda a esa asociación hija de la modernidad que empareja América con lo natural y Europa con lo civilizado, esa dualidad Calibán-Próspero, o civilización y barbarie, que tanto rendimiento en distintos sentidos ha dado a los estudios americanos, sino también porque América es irreductible a ninguna categoría dada su vasta riqueza, al igual que la inmensa variabilidad y fenomenología de lo nacido, de lo natural, es inaprehensible e incategorizable de forma fija e inmutable: es monstruosa y queer. Solo los seres que, como Iris, se hallan en tránsito, en transformación monstruosa, viven plenamente, y no caen en lo “moribundo”, como escribía en su diario, de lo codificado, de lo fijado, de lo permanente, de lo inmóvil.

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El monstruo queer enfermo ¿Cómo hace el monstruo para producir el escándalo que lo hace célebre? Sin mucho esfuerzo. Su sola presencia es suficiente para desafiar, y doblegar, la narrativa maestra de ‘lo Normal’, según la cual el monstruo simplemente no debería existir y cada uno de sus ominosos respiros resulta una afrenta, un crimen de lesa majestad. Si se nos permite ‘erigir’ una metáfora urbanística, de alguna manera robada a la construcción fílmica de la película mexicana La zona (Plá 2007), el país de la Normalidad es una ciudadela fortificada inexpugnable, ordenada y ‘quirúrgicamente’ limpia, herméticamente cerrada para quedar estéril, donde, obviamente, la tolerancia por la diferencia es mínima cuando no nula. Como ministro de la Defensa y guardián de las fronteras con los bárbaros se ha contratado justamente a la Medicina: severa y justa, la disciplina de higiene pública distingue sin excepciones, científicamente, lo normal de lo patológico (Canguilhem 1998); lo normal es lo sano que se tiene que custodiar, lo patológico es un error que hay que borrar, erradicar, sin la más mínima vacilación. A propósito de fallos, hay otro nivel de complejidad que se ha de agregar al asunto: lo normal-sano es justo por natural, lo que debe ser según lo que se ha entendido por Madre Tierra, así que, para ocupar el otro extremo de la dicotomía, es necesario percatarse de cómo lo que tiene que ver con la patología es un error primigenio y constitucional, es contranatural. Lo monstruoso llega de un inopinado fallo de producción del sistema ‘industrial’, que es la Naturaleza, incansable máquina que debería ser infalible, obra del relojero-Dios que más arriba mencionábamos, y su producto debería asociarse exclusivamente a la idea de pureza; por contra el monstruo es el epítome de lo impuro, es el dios maligno de la contaminación, y así su mancha y deshonra más intolerable. Sin embargo, volviendo a la imagen de la ciudad amurallada, para poder apreciar verdaderamente la alianza terapéutica entre lo enfermo y lo queer se tiene que romper la narrativa maestra desde dentro. Cómplices de esta tarea son las muy en boga narraciones zombi que han totalizado nuestra experiencia cultural en la era de la pandemia, somos rehenes de la neurosis conocida como “síndrome de la ciudadela sitiada” (Bizzarri 2008: 20): el recinto nos defiende de lo deforme, envidioso de la belleza de lo perfecto, que siempre intentará vengarse, ‘comernos vivos’. Para salir de este impasse se tiene que

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mirar al fortín desde otro punto de vista, pensar no que estamos dentro sino fuera, con los parias, tomar la mirada desviada de los outcasts y repensar lo que significa esta arquitectura. Así, los excluidos, absolutamente desinteresados de lo que pasa en la esterilidad del pueblito provinciano vallado, construyen su propio mundo desde las afueras y avanzan ad libitum hacia tierras desconocidas. La dirección que toman es centrífuga y no centrípeta, hacía los desconocidos lejanos mundos alienígenas: la letra escarlata que se le había pintado en la frente es sello de garantía de vulnerabilidad, el diagnóstico en la tarjeta sanitaria que se les pone recién sacados de las incubadoras en el departamento de teratología es en realidad el salvoconducto y pasaporte hacia las tierras salvajes que otorgan el derecho a la exploración de la diferencia. La nación de los enfermos no es un territorio cercado, es una zona incontenible que se abre al más allá, una frontera infinita que se califica como dimensión intermedia absoluta. Dicho esto, explotando hasta la última gota la metáfora propuesta, podemos apreciar ahora cómo nuestros monstruos queer enfermos actualizan la idea de “máquina de guerra” de Moraña (2017): estos seres bífidos, intercategoriales e intersticiales, no rompen barricadas, no practican la violencia, se mueven cautelosamente y con paciencia entre las grietas de los sistemas defensivos hechos para contenerlos, se cuelan sin ofensa en los espacios dejados vacíos e indefensos, y de allí se proponen como negociadores del inevitable cambio. Merece la pena observar cómo ha madurado en la literatura hispanoamericana una transformación del monstruo en dirección queer-enfermo (enfermo de otredad) para llegar a su forma contemporánea más lograda, en otras palabras, ver cómo se llega a la intersección de los tres tropos (enfermedad, queerness, monstruosidad) mirando visionariamente las trayectorias poéticas de algun*s autor*s. Antes de continuar este recorrido hay que lanzar una advertencia: el mundo del revés que se propone no es un preciso negativo fotográfico de lo real. En the dark side of the moon, el lado queer enfermo del mundo, están permitidas cosas prohibidas, como la contradicción. Lo queer, en su posición “débil”, y utilizamos aquí la terminología de Vattimo y Rovatti (2010), se regocija entre las chispas creativas que brotan de la fricción de los opuestos en disputa que integra en sí mismo. Vivir lo ambiguo de los miles de matices de gris entre blanco y negro es lo que nos propone el primer paso de nuestro

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recorrido con la distopía de Bellatin: la primera etapa de esta aventura tiene que ser el Salón de belleza (2009). En su obra maestra, el escritor peruanomexicano propone una maqueta del dualismo urbanístico que acabamos de plantear: el salón de belleza que da título a la obra es un hospice para enfermos terminales de SIDA que está en la periferia de una capital sudamericana cualquiera. El espacio entero del centro estético es un banquete de metáforas queer del que picaremos abundantemente; para empezar, como primer elemento se tiene que considerar el umbral, la puerta de entrada, que no está abierta ni resulta acogedora, como podríamos suponer al imaginar lo queer como la porción liberada del universo, sino que da paso a un recinto cerrado y vigilado, como testimonio de una distancia infranqueable con el mundo de afuera, en el que bandas de matacabros, por la calle en pleno día, asesinan impunes a homosexuales. El salón es más que una cárcel un refugio exclusivo, en el que no se puede entrar si no se tienen las cualidades requeridas: el gestor se niega a aceptar a sujetos que no estén suficientemente enfermos, es decir, todavía demasiado sanos. La enfermedad es mutación; esta misma metáfora contagia el espacio narrativo que se transforma de centro estético en hospicio a través de un simple particular cambio de mobiliario: la sustitución de espejos por acuarios. La imagen reflejada por una superficie nítida como la del espejo es violenta y cruel, los enfermos verían el inequívoco cambio de sus propios semblantes durante los estadios progresivos de la afección; por el contrario, la imagen que restituye la superficie borrosa de una pecera es más suave, permite dar tiempo a quien la mira para asumir el cambio, y por el hecho de realizarse por encima de una superficie no plana y fija sino movediza e inestable, resulta capaz de restituir hasta la iridiscencia de la identidad. La triangulación de los conceptos (monstruo, queer y enfermo) se condensa en la figura del protagonista y narrador de la obra. Es el profesional de estética, que primero se preocupa por dignificar la belleza de sus clientas, luego se guía por un ambiguo imperativo de piedad por sus semejantes (los maricones perseguidos por los “matacabros”, Bellatin 2009: 37), maquilla su salón de belleza y lo transforma en una ‘sala de muerte’ que llegará a ser su mausoleo in vitam, el retrato de lo mutante. La misma novela, en un juego metaliterario, es el diario de la enfermedad, metamorfosis y muerte del regente, que encarna la característica fundamental de lo

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enfermo, de lo queer y en definitiva de lo monstruoso: la vulnerabilidad (Butler 2007). También es cierto que el Salón de belleza es al mismo tiempo fábrica y almacén de monstruos: los pacientes del Moridero (Bellatin 2009: 11) son monstruos porque son homosexuales, la différence insostenible, porque están enfermos, porque son la “ciudadanía mala” de Sontag, y porque tienen un cuerpo anormal, ‘excesivo’ en el sentido de Guerrero y Bouzaglo (2009a). Bellatin produce magistralmente la confusión entre estos tres niveles, y es en esta espesa bruma semántica donde se encuentra el punto de partida para la siguiente obra. El segundo momento de nuestro recorrido pasa por los Balnearios de Etiopía de Javier Guerrero (2011). La novela se debe leer como una alucinante illness narrative de un paciente que se hace oráculo del mundo de los monstruos, que a través de la enfermedad consigue contactar con la otra dimensión. Con esta novela Guerrero completa el trabajo hecho en la ya mencionada recopilación de cuentos Excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina (Guerrero y Bouzaglo 2009a) volviendo a poner el acento en lo que la narración patológica aporta sustancialmente al debate crítico literario: la centralidad del cuerpo. El monstruo, antípoda del otro noble arquetipo fantástico (el espectro), es una entidad sumamente matérica y es su presencia desbordante la que nos impacta mayormente, y no hay manera más eficaz de presentarla sino a través del retrato patológico. Sin embargo, subrayando el gusto por la paradoja que caracteriza el discurso de la enfermedad, la novela que habla de cuerpos excedentes se construye en el fuerte contraste con una materia enrarecida que es la de los sueños y las alucinaciones inducidas por las fiebres de una ‘exótica’ patología que aflige a una pareja homosexual. Los “balnearios de Etiopía” son los templos de la mutación en los que se proyectan en sus delirios febriles los protagonistas de esta illness narrative; son espacios oníricos otra vez caracterizados por la difuminación extrema de todos los límites, lugares propicios para las transiciones y los atravesamientos. La confusión que sugieren las figuras borrosas que fluctúan en las nieblas aqueas de Guerrero es la condición en la cual lo queer se encuentra más cómodo, una indeterminación e inestabilidad identitaria que tranquiliza en lugar de inquietar por el hecho de permitir conversiones identitarias continuas. Lo queer se contrapo-

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ne a la identidad estable del ‘in-dividuo’, se queda mucho más cómodo con el concepto de ‘dividuo’, estudiado por Strathern en sus años melanesianos (1988), y definitivamente en su lugar con la idea de ‘con-dividuo’ que trabaja Remotti. En otras palabras, el enfermo monstruoso refleja la complejidad del viviente por el hecho de ser al mismo tiempo por lo menos dos cosas a la vez; retomando el clásico de los estudios sobre literatura y enfermedad Illness as metaphor (Sontag 1978) nos damos cuenta de cómo la crítica estadounidense no construye realmente una dura y despiadada dicotomía como aquella a la que estamos acostumbrados en Occidente, sino que coloca el estado de enfermedad en una dimensión intermedia entre vida y muerte. El ‘pasaporte oscuro’ que nos otorga el diagnóstico patológico y que nos daría acceso al mundo nocturno de la enfermedad es evidentemente un documento que estipula una irreversibilidad de proceso (tras enfermarse no se puede volver a estar sanos) pero esto no significa que restrinja al sujeto a su mundo; el enfermo es un explorador del equipo de avanzadilla que abre el territorio oscuro antes que los demás, pero sigue participando en el mundo luminoso de la vida. Evocando las metáforas que nos llegan del mundo de la física cuántica, cuyo discurso se hace cada vez más imponente en la producción literaria hispanoamericana actual, especialmente la no mimética (Labatut 2020), el enfermo es la prueba más evidente de un estado intermedio entre los extremos del lenguaje binario (1 y 0), es vivo y luminoso pero a la vez muerto y oscuro: su posición ambigua le hace parecer al errático gato de Schrödinger: es monstruo porque no se conforma con una identificación, lo quiere todo a la vez, y así rompe con el principio lógico de identidad, al que se tendría probablemente que atribuir el honor de ‘animal totémico’ para nuestro “tiempos interesantes” (Žižek 2012). Nuestro tercer paso nos adentra en el relato “La respiración cavernaria” de Samanta Schweblin, en el que se da cuenta de la dimensión de duplicidad que la enfermedad confiere a la identidad. El doble que cuestiona la unicidad de la identidad es sin duda un tema clásico de la literatura fantástica, bien conocido por las exploraciones “neo-” de Cortázar, pero resulta fascinante observar lo que agrega la voz de la enfermedad al debate. En Schweblin —y también en los trabajos de Guadalupe Nettel, particularmente en la novela El huésped (2006) y el cuento “Hongos” (El matrimonio de los peces rojos, 2013)—, el Doppelgänger reside en nuestro cuerpo: una señora mayor pe-

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lea por su supervivencia ontológica con una entidad “ancestral” (Schweblin 2015: 46), un “gran monstruo prehistórico” (2015: 95) que vive en su interior, dentro de sus cavidades pulmonares. El hecho de que el ataque del templo corpóreo llegue desde dentro rompe la certeza de que el peligro provenga de fuera, neutraliza el miedo a la ‘invasión’ y nos preocupa por otro lado la posibilidad de una ‘evasión’ que nos deje vacíos. Difuminados así suficientemente los límites corpóreos de la identidad unitaria, hemos acabado nuestra ruta y llegado a la etapa final, Nuestra parte de noche (Enriquez 2019), el más actualizado de los bestiarios contemporáneos. Lo que puede armar Enriquez en su tomo es la verdadera fábrica de los monstruos post-postmodernos, dado que conoce el ingrediente secreto para la receta definitiva: sus criaturas —las de los cuentos “Bajo el agua negra” (Las cosas que perdimos en el fuego, 2016) y “El carrito” (Los peligros de fumar en la cama, 2017), por ejemplo— se crían en el caldo de cultivo constituido por elementos folclóricos ancestrales supervivientes y por todos los desechos pop de la cultura capitalista; salen del barro de los ríos contaminados de nuestras ciudades globales como amalgamas informes y se reapropian de los espacios urbanos (Bizzarri 2019: 209-229). Los monstruos en Enriquez son ‘remezclas’ que pertenecen a varios mundos, son médiums strictu sensu, entidades negociadoras físicamente intermedias entre dimensiones. Como conviene, el catálogo de los habitantes de la parte que nos pertenece de la noche es amplio y variado. Empezamos por Mercedes Bradford, la versión más oscura y argentina del doctor Frankenstein, que incapaz de tener una prole poderosa propia, ‘imbuncha’1 niñ*s robad*s (“los secuestrados que sus amigos militares le entregaban”, Enriquez 2019: 129) a familias pobres para intentar convocar oscuros poderes intrínsecos de lo humano. Sus engendros, los monstruos por los cuales merece la pena probar piedad, agonizan encerrados en jaulas en un túnel subterráneo esperando la muerte; lamentablemente, no se logra hacer monstruos con la misma El imbunche o invunche es un monstruo de la cultura chilota y mapuche. Según el DLE se trata de un “ser maléfico, deforme y contrahecho, que lleva la cara vuelta hacia la espalda y anda sobre una pierna por tener la otra pegada a la nuca”. Algunas versiones populares del proceso de embuchamiento recogen los siguientes pasos: quebrar una pierna de la víctima y torcerla sobre la espalda, aplastar su cabeza para darle una forma alargada y partir la lengua en dos. 1 

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eficiencia que tiene la naturaleza (ya lo hemos dicho), a no ser que la acción parta de un monstruo como Juan, capaz de dar vida a otros semejantes. Adela, “la monstruita” del cuento homónimo “La casa de Adela” (Las cosas que perdimos en el fuego, 2016), es un parto queer de Juan: le corta un brazo durante “el Ceremonial” (que es su bautismo weird) con sus uñas bisturí, cuchillas cauterizantes hechas de Oscuridad, y en donde debería estar su brazo hay ahora el fantasma del miembro, que ‘contacta’ a través de la mágica cámara del neurólogo Ramachandran. Adela es el freak por defecto descrito por Leslie Fiedler (1978), y obviamente el brazo que le falta no es ninguna discapacidad sino, al revés, una plusvalía. El espacio vacío que no completa canónicamente su cuerpo es un lugar abierto para que la misma Oscuridad pueda colocarse como su prótesis y hacerse la llave para el Otro lugar. Si Adela, por ser el más weird entre los cíborg harawayanos (mixtura entre naturaleza humana y cultura oculta) es un monstruo queer suficientemente convincente, es sin duda Juan el modelo más logrado que junta todas las piezas del rompecabezas. Es él el médium con mayúscula: “Yo soy la puerta abierta [que] no puede cerrarse” (Enriquez 2019: 56) entre dimensiones, el metamorfo que supera hasta el confín con lo animal transformándose en ave de rapiña, y “andrógino mágico” (2019: 85), ser encantado que reúne en sí mismo los opuestos del sueño del ‘banquete’ de Platón, vinculándose entonces con el sentido de la androginia que apuntábamos más arriba. No obstante, hay que dar todavía un paso más adelante, porque Juan es la puerta que nos lleva a la entidad monstruosa que cierra cada exploración, el non plus ultra: la Oscuridad. Esta sombra inalcanzable, bruma invasora, entidad weird absoluta, lo más lejano a cualquier anterior ente antropomorfo, es el monstruo contemporáneo por excelencia. Como una enfermedad invasiva se cuela en los cuerpos de los médiums, que son así sus contenedores, busca tomar una forma extemporáneamente para volver después a su condición de absoluta indeterminación. Su ausencia de forma, dimensión, razón, conciencia y motivación le hace el ser resistente por antonomasia a cualquier control taxonómico. Encarna el miedo más absoluto porque no puede ser clasificado de ninguna manera, no hay forma de controlarlo y dialogar o negociar con ella: “La Oscuridad” es la condensación más lograda del “horror cósmico” de H. P. Lovecraft, la representación más weird de lo queer, finalmente entendido como ‘qweird’.

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Inconclusiones: distinciones que no pueden concluir En consonancia con el objeto de estudio de este trabajo, resulta imposible lanzar unas conclusiones definitivas sobre dos elementos en continua transición: el monstruo y lo queer. Queden estas palabras entonces como resumen de algunas apreciaciones aquí realizadas y que pueden servir para entender algunas manifestaciones que consideramos representativas de los monstruos queer de las narraciones recientes escritas en español. Desde el nivel más fundamental del mundo físico y natural, el que pretende describir la física cuántica, resulta imposible establecer categorías que cierren los objetos de estudio y los fijen de forma definitiva. La luz manifiesta la no-dualidad fundamental del primer grado de la materia, una materia que actúa, según la visión del realismo agencial de Barad, que tiene voluntad y deseo, y que muta, ya en el nivel biológico, en constante devenir, rasgo sin duda monstruoso por inabarcable e incomprensible en su totalidad. Es el ámbito de lo sexual uno de los primeros que plantea problemas a la hora de categorizar los fenómenos naturales, y de la crítica precisamente de lo tenido como natural partieron los estudios queer. En línea con esta idea, el monstruo que constituye la Bruja Chica de Temporada de huracanes manifiesta rasgos fantásticos y atributos sexuales difusos, a medio camino entre el hombre y la mujer gracias al travestismo, que ubican al personaje al mismo tiempo en el camino de la marginación (y de las actividades de prostitución y consumo de drogas) y la regeneración que revisten sus capacidades sanadoras. Abriendo la mirada a todos los seres sexuados de la naturaleza, cuyo comportamiento y variabilidad en este ámbito permiten tildarlos de queer, encontramos en el relato de Néstore “Desfloración” el recurso al mundo vegetal para generar monstruos-flor que parecen alegorizar la condición queer: repudiados por la mayor parte de la humanidad en esta ficción, y también por sus familias, estos monstruos son capaces de extender lazos de solidaridad con otros seres marginales (“niños no niños”, “personas no personas”), progresando en el espectro de marginalidad que abarcaba la Bruja Chica para alcanzar incluso a los desconocidos. La enfermedad, que ha sido tradicionalmente entendida como el límite de la salud y, por tanto, de lo permisible, es otro de los ámbitos que ha

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generado desde siempre seres marginados. En las narrativas abordadas así sigue siendo: unos son afectados por el SIDA, como en el Salón de belleza, de Bellatin, o los Balnearios de Etiopía de Guerrero; también encontramos, en Nuestra parte de noche de Enriquez, unos seres mediúmnicos, Juan, Eddie, Olanna, Adela y Gaspar, que viven en el límite puro entre nuestra realidad y el “Otro Lugar”, brecha que se abre a la monstruosidad de lo desconocido, de lo incomprensible (lo divino, para algunos personajes que la adoran). El ser queer deviene entonces en intersticio, en puerta entre dos mundos, víctima propiciatoria gracias a su condición mixta. De nuevo, comparte una arista con la definición de lo monstruoso. Esto sucede muy especialmente en el ser andrógino, como Juan, pero lo hemos encontrado igualmente allá donde existe un personaje híbrido, transfronterizo, que desafía las lógicas rígidas de cualquier ciencia. Finalmente, destacamos que la mayoría de los objetos analizados son americanos. A excepción de Néstore, l*s autor*s american*s han provisto de varias muestras monstruosas a la literatura reciente y nos han servido para defender la imposibilidad de cartografiar la realidad de forma prístina, rígida, inamovible. Desde luego, alejada de las pretensiones ilustradas de exactitud y fijación que acogieron las definiciones de monstruo prevalentes hoy. De nuevo, sirve América como metáfora, siguiendo a Preciado, de lo que es imposible de imaginar, de forma similar a lo trans: ningún imperio, o ninguna ciencia, será capaz de fijar definitivamente las dinámicas en flujo y transición continua de lo que ha nacido y nace. Los monstruos queer siempre proliferarán para recordárnoslo. Recuperando una vez más a Bizzarri (2019), Latinoamérica abandona cada veleidad de identificación fuerte, renuncia a la resistencia en la acepción más militar y muscular del término, se “performa” en estilo butleriano más que “afirmarse” con el vigor bolivariano, se propone como QueerAmérica, plataforma para astronaves alienígenas, y ground zero de lo humano desde donde volver a pensar la vida en la tierra. Si lo queer tiene sentido en todo lugar donde se manifiesta un límite difuso, una zona transitoria entre dos ámbitos, quizá también entre dos mundos, se trata de un fenómeno extrapolable a cualquier categoría cultural. Lo queer deviene entonces en metodología, y permite apuntar a “la inestabilidad de los significados y conceptos que se dan por hechos, que ge-

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neran relaciones de poder al ser naturalizados”, tal y como elaboran Browne y Nash en su trabajo sobre metodologías queer (Platero y Langarita 2016: 63). Finalmente, y en inconclusión, el monstruo debe ser queer. Mejor dicho: el monstruo siempre ha sido queer y siempre lo será. Os convocamos a encontrar algún monstruo que no lo sea, empezando por aquellos que escriben o leen estas líneas.

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Radiografías de la monstruosidad insólita en la narrativa hispánica

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SOBRE LOS AUTORES

Ana Abello Verano es doctora en Filología Hispánica (especialidad de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada) por la Universidad de León y actualmente trabaja como profesora de Lengua Castellana y Literatura en el I.E.S. Obispo Argüelles de Villablino (León). Dirige la colección “Las Puertas de lo Posible”, de la editorial Eolas, y forma parte del grupo de investigación GEIGhd. Ha publicado los ensayos Lo insólito en la narrativa de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Entre monstruos y ensoñaciones (2021) y Poéticas de lo fantástico en la cuentística española actual (2023), así como diversos artículos y capítulos de libro centrados en manifestaciones literarias no miméticas. Entre sus últimas coediciones destacan Realidades fracturadas. Estéticas de lo insólito en la narrativa en lengua española (1980-2018) (2019), Cuentos fantásticos. Emilia Pardo Bazán (2020) y Monstruos insólitos en las grietas de lo real. Visiones de las narradoras hispánicas (2023). Natalia Álvarez Méndez es profesora titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de León. Es directora del grupo de investigación GEIGhd y de la colección “Las Puertas de lo Posible” (Eolas), y miembro del GEF de la Universidad Autónoma de Barcelona y del Laboratorio de Estudios del Futuro de la Universidad de Alcalá. Ha sido la Investigadora principal del proyecto I+D+i “Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad)”. Ha publicado los ensayos Espacios narrativos (2002) y Palabras desencadenadas. Aproximación a la teoría literaria postcolonial y a la escritura hispano-negroafricana (2010). Entre sus coediciones más recientes destacan Realidades fracturadas. Estéticas de lo insólito en la narrativa en lengua española (1980-2018) (2019) y Monstruos insólitos en las grietas de lo real. Visiones de las narradoras hispánicas (2023), además de la

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edición Entre la seda y el hierro. La creación poética y cuentística de Antonio Pereira (2022). Anna Boccuti, doctora en Estudios Americanos, es profesora titular de Lengua y Literaturas Hispanoamericanas en la Università degli Studi di Torino. Se ha dedicado al estudio del humor en la literatura argentina, el discurso del tango-canción, la microficción y la literatura fantástica, temas sobre los que ha publicado artículos e impartido conferencias en varias universidades (Università de Padua, UNAM, Universidade do Estado do Rio de Janeiro, Université Paris-Sorbonne IV, Universidad de Buenos Aires, Universidad de Alcalá, entre otras). Es miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (Universidad Autónoma de Barcelona). Entre sus publicaciones más recientes, destacan la monografía Variazioni umoristiche. César Bruto y Julio Cortázar (2018) y la coedición del libro Fantástico y humor en la ficción española contemporánea (2022), con David Roas. Ha traducido y prologado los relatos de Rodolfo Walsh, Fotografíe (2014), y la novela verbovisual de Verónica Gerber Bicecci, Insieme vuoto (2022). Miguel Carrera Garrido es profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada. Entre sus intereses están la narrativa, el teatro y el cine producidos en la España contemporánea, sobre todo en su vertiente insólita. En esta área destacan sus aportaciones a Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015) (2017) e Historia de la ciencia ficción en la cultura española (2018). Miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico y del Grupo de Estudios Literarios y Comparados de lo Insólito y Perspectivas de Género, y editor de Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico, ha colaborado en los proyectos “Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (desde 1980 a la actualidad)”, “Lo fantástico en la cultura española contemporánea (1955-2017): narrativa, teatro, cine, TV, cómic y radio” y “Lo fantástico en la literatura, el cine y la televisión españoles (1935-2013). Teoría e historia”. Macarena Cortés Correa es investigadora y editora, doctoranda en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de

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Barcelona, donde realiza su tesis sobre ciencia ficción escrita por mujeres en la región andina. Sus líneas de investigación se centran en la ciencia ficción, la literatura latinoamericana y los estudios de género. Es investigadora del Laboratorio de Estudios del Futuro de la Universidad de Alcalá. Ha publicado artículos en revistas especializadas y libros académicos. Como editora ha trabajado en el rescate de la obra de ciencia ficción de escritoras chilenas en publicaciones como Ficciones de la Quinta Era Glacial y otros relatos insólitos de Ilda Cádiz Ávila (2021) y Cuentos de Elena Aldunate. La dama de la ciencia ficción (2011). Desde 2013 codirige Imbunche Ediciones, sello editorial especializado en literatura latinoamericana. Jesús Diamantino Valdés es docente y director del Departamento de Expresión de la Universidad Adolfo Ibáñez (Chile); es doctor en Literatura por la Universidad de Chile y magíster en letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Además, es miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) de la Universidad Autónoma de Barcelona y del Grupo de Estudios Literarios y Comparados de lo Insólito y Perspectivas de Género (GEIGhd) de la Universidad de León. Ha sido editor de los libros Cuentos chilenos de terror, misterio y fantasía (2015) y Rutas inciertas. Nuevos cuentos chilenos de terror, misterio y fantasía (2017); y autor y antologador de El legado del monstruo (2018) y Monstruos Chilenos. Cuentos fantásticos y de terror (2019). En 2021 publicó la novela Los que susurran bajo la tierra y la compilación de relatos Horrores. Cuentos extraños y perturbadores y, en 2022, su ensayo Geografía del miedo. El desarrollo del relato de terror en Chile. Rosa María Díez Cobo es profesora ayudante doctor en el Departamento de Filología de la Universidad de Burgos. Posee un Doctorado Europeo Cum Laude en Filología Inglesa por la Universidad de León (2005). Es licenciada en Filología Inglesa (2000) y en Filología Hispánica (2006) por la misma institución. Se ha especializado en el análisis de géneros como la sátira, la metaficción y la literatura fantástica y de ciencia ficción abordadas desde una perspectiva comparada inglés-español. Ha sido miembro de ocho proyectos de investigación competitivos. Es autora de buen número de capítulos de libros y de artículos críticos con índice de impacto y de dos libros de autoría individual, Nueva sátira en la ficción postmodernista de las Américas (2006)

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y Arquitecturas inquietantes. Antología de relatos de casas encantadas (2022). También es coeditora del volumen La (ir)realidad imaginada: aproximaciones a lo insólito en la ficción hispanoamericana (2015). Cecilia Eudave es narradora, ensayista, profesora-investigadora en la Universidad de Guadalajara, México, y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) en el mismo país. Cuenta con varios libros y artículos de investigación en el área de literatura mexicana e hispanoamericana, así como en estudios de la literatura fantástica e insólita. Destacan en esta línea sus libros Sobre lo fantástico mexicano (2009), acreedor de una mención honorífica en el 13th Anual International Latino Book Awards en Nueva York, y Diferencias, alteridades e identidad (Narrativa mexicana de la primera mitad del siglo xx) (2015). En 2016 se le otorgó la Cátedra América Latina por la Université Toulouse-Jean Jaurès. En 2018 fue invitada de honor de la Cátedra Dolores Castro por la Universidad Autónoma de Aguascalientes y en 2023 fue favorecida por el programa Francisco Giner de los Ríos para una estancia en la Universidad Alcalá de Henares. Es miembro del grupo de investigación Estudios Literarios y Comparados de lo Insólito y Perspectivas de Género de la Universidad de León. Escribe novela, cuento y minificción, ha sido traducida a varios idiomas. Francesco Fasano es beneficiario de una beca postdoctoral en el Departamento de Estudios Lingüísticos y Literarios de la Università degli Studi di Padova; el título de la investigación es “Il libero scambio dell’alterità identica: la spettralizzazione della globalizzazione nel fantastico ispanoamericano degli anni zero”. Su tesis de doctorado se titula “Malattia come identità. La transizione epidemiologica e la mutazione delle metafore patologiche nella letteratura ispanoamericana contemporanea”. Junto a Gabriele Bizzarri fue organizador del congreso internacional “Astronaves en la cordillera, tentáculos en la selva. Fantástico y globalización en la literatura hispanoamericana contemporánea”, celebrado en diciembre de 2022. Es médico y antropólogo. Sergio Fernández Martínez, doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, es investigador posdoctoral Margarita Salas de la Universidad de León y desarrolla su trabajo en torno al cuerpo y el dolor en la poesía

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del siglo xxi en el Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Es miembro del GEIGhd (ULE) y ha sido investigador en el proyecto I+D+i “Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad)”. Su monográfico más reciente es La poesía leonesa y la Colección Adonáis. Una historia revisada (2021). Ha editado los relatos de Felicidad Blanc en La ventana sobre el jardín (2019) y los cuentos infantiles de Mercè Rodoreda en Cuentos para niños (2019), por el que obtuvo el XIX Premi Aurora Díaz-Plaja. Asimismo, ha coeditado varios volúmenes de crítica literaria hispánica, como Narradoras españolas de posguerra (2022). Es también traductor literario. Benito García-Valero imparte clases de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Alicante. Su investigación trata las relaciones entre literatura y ciencia, con especial atención a la física y los estudios cognitivos, y extiende esta perspectiva a los géneros de lo insólito actuales, como la narrativa de lo inusual. Sus últimas publicaciones en estas materias son La naturaleza de la luz, la magia literaria (2020), “Una integración cognitiva de las teorías racionalistas e idealistas sobre la génesis poética y de algunos de sus principales conceptos”, en la revista Tropelías (2021), y “Una mirada cognitiva al monstruo en la literatura fantástica y la narrativa de lo inusual: empatía y monstrificación del lector”, en la revista Brumal (2022). Es coordinador del proyecto de innovación metodológica “Laboratorio Cuerpo y Símbolo”, cuyo objetivo es aproximar de forma experimental los contenidos de teoría literaria a la docencia. Rafael Ángel Herra es catedrático jubilado de la Universidad de Costa Rica, Dr. Phil. (Maguncia), con una tesis sobre Husserl. Miembro de la Academia Costarricense de la Lengua y exembajador en Alemania y en la Unesco, es, asimismo, autor de relatos, ensayos y poesía. Algunos libros: La brevedad del goce, Melancolía de la memoria, Había una vez un tirano llamado Edipo, La guerra prodigiosa, Viaje al reino de los deseos, D. Juan de los manjares, El genio de la botella, El ingenio maligno, La divina chusma, Artefactos, Lo monstruoso y lo bello, Autoengaño, Verde bestiario. Cuenta con traducciones al italiano, alemán, francés, checo, rumano y portugués. Ganador del Premio

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Internazionale di Poesía Alfonso Gatto 2019, Salerno y del Premio Áncora de Novela (diario La Nación, Costa Rica). Elton Honores es doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y profesor del Departamento de Arte de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la misma universidad e investigador del Instituto Raúl Porras Barrenechea. Ha publicado los libros: Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana (2010); La civilización del horror. El relato de terror en el Perú (2014); La división del laberinto. Estudios sobre la narrativa fantástica peruana contemporánea (1980-2015) y La racionalidad deshumanizante. El teatro político y la ciencia ficción (1886-1989), ambos en 2017; Fantasmas del futuro. Teoría e historia de la ciencia ficción (1821-1980) en 2018; los volúmenes I y II de las antologías Más allá de lo real (2018) y Noticias del futuro (2019); El pájaro que se transformó en mujer. Yma Súmac, la hija del Sol (2022), entre otros. Ediciones: El hijo del doctor Wolffan (1917) de Manuel A. Bedoya, El castillo de los Bankheil (1944) de Alejandro de la Jara, El jardín de las lámparas (1924) de Luis Enrique Moreno Thellesen, El misti en el año 3,000 (1954) de Porfirio César y El teatro, espectáculo literario (1930) de Felipe Sassone. Claudio Paolini es doctor en Literatura (Universidad de Buenos Aires), licenciado en Letras y Psicólogo (Universidad de la República, Uruguay). Integra el Sistema Nacional de Investigadores (Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay). Profesor en la sección Teoría y Metodología de la Literatura (Consejo de Formación en Educación, Uruguay). Dirige el Grupo de Investigación sobre Literatura Fantástica Uruguaya (GILFU). Ha realizado trabajos de investigación publicados en Argentina, Brasil, España, Estados Unidos, Perú y Uruguay. Publicó los libros Teatro uruguayo y los pliegues del realismo (2014) y Proyecciones de lo insólito. Lo fantástico en el cuento uruguayo del medio siglo xx (2019). Entre sus coediciones sobresalen Configuraciones del desvío. Estudios sobre lo fantástico en la literatura latinoamericana (2017) e Inmediaciones de lo distante. Estudios sobre ciencia ficción en la literatura americana (2020). Director de la revista Tenso Diagonal (Uruguay).

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Carmen Rodríguez Campo es contratada predoctoral de la Junta de Castilla y León en la Universidad de León. Es graduada en Lengua Española y Literatura (2015-2019) y ha cursado el máster universitario en Formación del Profesorado (2019-2020) en la citada universidad, siendo galardonada con el Premio Extraordinario Fin de Máster en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura. Durante tres años consecutivos ha sido becaria del grupo de investigación GEIGhd, realizando labores de edición de textos en la colección Las Puertas de lo Posible de la editorial Eolas. Entre sus publicaciones más recientes, centradas en la monstruosidad no mimética del siglo xxi, destacan “Monstruosidad y transgresión de los modelos de feminidad en las narradoras latinoamericanas: Jacinta Escudos, Solange Rodríguez Pappe y Laura Rodríguez Leiva” (Bulletin of Spanish Studies, 2022) y “El monstruo como metáfora de los miedos y ansiedades del individuo de nuestro tiempo: el zombie y el bebé diabólico en dos relatos de Santiago Eximeno” (Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico, 2022).

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