Políticas y estrategias de la crítica: ideología, historia y actores de los estudios literarios
 9783964561343

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Sergio Ugalde Quintana Ottmar Ette (eds.)

Políticas y estrategias de la crítica: ideología, historia y actores de los estudios literarios

BIBLIOTHECA IBERO-AMERICANA Publicaciones del Instituto Ibero-Americano Fundación Patrimonio Cultural Prusiano Vol. 162

Consejo editorial de la colección Peter Birle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin) Sandra Carreras (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin) Ulrike Mühlschlegel (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin) Héctor Pérez Brignoli (Universidad de Costa Rica, San José) Janett Reinstädler (Universität des Saarlandes, Saarbrücken) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin) Liliana Weinberg (Universidad Nacional Autónoma de México) Nikolaus Werz (Universität Rostock)

Sergio Ugalde Quintana Ottmar Ette (eds.)

Políticas y estrategias de la crítica: ideología, historia y actores de los estudios literarios

Iberoamericana • Vervuert 2016

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Reservados todos los derechos © Iberoamericana 2016 c/ Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid © Vervuert 2016 Elisabethenstr. 3-9 D-60594 Frankfurt am Main [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISSN 0067-8015 ISBN 978-84-8489-941-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-476-7 (Vervuert) Depósito legal: M-1213-2016 Diseño de la cubierta: Carlos Zamora Ilustración de la cubierta: © El cerezo de Silvia Barbescu Composición: Dinah Stratenwerth/Patricia Schulze Este libro contó con el apoyo de la Alexander von Humboldt Stiftung.

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en España

Índice Introducción7 Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

Teoría y crítica Orgullo y convivencia – orgullo de convivencia. Políticas afectivas y crítica prospectiva19 Ottmar Ette De la mimesis y el control del imaginario

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Luiz Costa Lima La ley formal del barroco y la teoría crítica

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Carlos Oliva Mendoza Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco en la América Latina de fines del siglo xx

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Gustavo Guerrero

Filología y crítica Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana

119

Vicente Bernaschina Schürmann Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz

139

Anke Birkenmaier Entre el ensayo y la filología: Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud155 Sergio Ugalde Quintana Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social Liliana Weinberg

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Índice

La memoria como biblioteca. Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana

191

Rafael Mondragón Opacidad, disciplina, latinoamericanismo

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Fernando Degiovanni Crítica de la historia – historia de la crítica: Américo Castro y Ernst Robert Curtius225 Anne Kraume Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar

241

Friedhelm Schmidt-Welle

Creación y crítica Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y el romanticismo. La narrativa como forma de crítica en el siglo xix latinoamericano259 Carolina Alzate Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri

271

Rafael Olea Franco Fundación mitológica de la ficción crítica: “El acercamiento a Almotásim”, de Jorge Luis Borges289 Antonio Cajero Vázquez Ezequiel Martínez Estrada: una lectura c­ rítica de Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’

311

Adriana Lamoso Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa

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Gesine Müller Autoras y autores

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Introducción Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

1. Políticas y estrategias de la crítica

En su libro Crítica y Ficción, el celebrado ensayista y narrador argentino Ricardo Piglia aseguraba algo que sintetiza perfectamente la intención que dio origen a este volumen. La crítica literaria, decía el escritor, es una de las formas modernas de la escritura autobiográfica; en ella no solo se encuentra el deseo puro y sublimado por conocer y estudiar una obra, sino también la “autobiografía ideológica, teórica, política, cultural” del propio crítico. La consecuencia lógica de esta aseveración era clara: “Toda crítica se escribe desde un lugar preciso y desde una posición concreta. El sujeto de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces el sujeto es el método) pero siempre está presente, y reconstruir su historia y su lugar es el mejor modo de leer crítica.” (Piglia 2014: 4-5). Este certero señalamiento revela la importancia de entender las condiciones de enunciación de los estudios literarios. El análisis de un texto no solo desvela una obra estudiada, sino también, entre líneas, el horizonte de comprensión desde el cual se le observa. Acorde con esta idea, desde hace por lo menos tres décadas, los estudiosos se han preocupado cada vez más por revisar, en un proceso de autoanálisis disciplinario, los fundamentos conceptuales y epistémicos –los lugares, la historia y los métodos– a partir de los cuales se han estructurado, consolidado y justificado los estudios literarios. Esto ha propiciado el análisis de la historia de la disciplina. Para los casos de Alemania, Francia e Inglaterra hay varios ejemplos que analizan la historia de la filología desde una perspectiva crítica –solo mencionamos unos cuantos–: (Bollack/Wismann 1983; Espagne/Werner 1990; Fohrmann/Voßkamp 1994; Ette 2005; Meßling/Ette 2013). En el caso latinoamericano, por su parte, sobresale, por ejemplo, la colección que el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana y la Universidad de Pittsburgh inauguró con el volumen Ángel Rama y los estudios latinoamericanos (Moraña 1997) y al cual siguieron volúmenes dedicados a los proyectos críticos de Roberto Fernández Retamar (Sklodowska/Heller 2000); António Cândido (Antelo

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2001); Antonio Cornejo Polar (Schmidt-Welle 2002) y Alfonso Reyes (Pineda/Sánchez 2004).1 Cuando en junio de 2013 y en mayo de 2015 realizamos en la Universidad de Potsdam los dos coloquios “Políticas de la crítica I y II: ideología, historia y actores de la crítica literaria” una idea muy cercana a esta historia sobre el saber de lo literario estructuraba la convocatoria del encuentro.2 Se partía entonces de la convicción de que los críticos, los ensayistas y los filólogos –en otras palabras, los intelectuales y profesionales dedicados a la configuración de un saber sobre la literatura– suelen hacerse cargo, en sus trabajos de revisión histórica y de análisis crítico y lingüístico, de crear, inventar, consolidar, naturalizar y normalizar simbólicamente un acervo literario y cultural. Al crear índices y cánones, al escribir historias literarias, al disertar sobre figuras y estéticas, al formar acervos y archivos textuales, al ensayar proyectos historiográficos desde la narrativa y la ficción, los profesionales de las letras han contribuido a configurar lo que Eric Hobsbawm denominó “la invención” de una tradición (Hobsbawm/ Ranger 2002: 7-23). Si, según Borges, todo escritor crea a sus precursores; cabría decir que toda crítica inventa una tradición. En ese sentido, nuestros dos coloquios querían destacar las alianzas, las polémicas, las negociaciones culturales, la invención de los principios, las construcciones hegemónicas, la emergencia de nuevos sujetos y géneros que se desprenden del ejercicio de un saber sobre la literatura. Las principales preguntas que nos guiaban eran: ¿Qué se selecciona, se estudia, se analiza, se critica y se ficcionaliza? ¿Por qué? ¿Cómo se justifica esa aproximación? ¿Cuáles son los mecanismos de silenciamiento y de omisión? ¿Cuáles los de puesta en relieve? ¿Cuáles son las políticas de inclusión y exclusión? ¿Cuáles son los debates y las polémicas que estructuran las negociaciones de un acervo? Lo 1 Sin pretender ser exhaustivos en la enumeración, en ese mismo sentido podríamos situar los trabajos sobre historiografía literaria que desde los años ochentas escribieron Rafael Gutiérrez Girardot (1986), Ana Pizarro (1987, 1993), Jorge Ruedas de la Serna (1996); así como los libros de Grínor Rojo –sobre la crítica literaria– (2001, 2012), Arcadio Díaz Quiñones –sobre la tradición intelectual caribeña– (2003), o las recientes recopilaciones sobre la tradición crítico teórica desde América Latina (García/Quijano 2013). En otra dimensión, pero en la misma órbita, nos gustaría llamar la atención sobre los trabajos que José Del Valle ha desarrollado en torno a las implicaciones políticas e ideológicas de los debates lingüísticos en el mundo hispánico (Del Valle 2004). En todos estos trabajos hay análisis de los proyectos, los fundamentos, las perspectivas y los personajes vinculados con el saber sobre lo literario o lo lingüístico. 2 Cabe señalar que por ‘crítica’ entendíamos, en un sentido amplio, todo aquel conocimiento que se desprende del estudio, del comentario y de análisis de una obra o una tradición literaria.

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fundamental, por lo tanto, era destacar los procederes y las prácticas que utilizaba ese saber para legitimarse: las políticas y estrategias de la crítica.

2. Ideología, historia y actores

Tres conceptos clave, en el subtítulo del coloquio, querían orientar la convocatoria; con ellos se pretendía ofrecer un horizonte y una propuesta de análisis. Cada uno de estos términos merece una breve explicación. Comencemos por el de ideología. Las definiciones de este término suelen ser muy diferentes y, a veces, hasta contradictorias. Teniendo en cuenta esa dificultad, el lingüista Jan Blommaert ha dividido el estudio de este concepto en dos categorías: por un lado, quienes conciben la ideología como un conjunto específico de representaciones simbólicas –lo que normalmente toma forma en comunidades discursivas políticas y culturales: liberalismo, fascismo o comunismo, etc.–, y, por otro, quienes la conciben como el fenómeno general de un sistema social. Este segundo término es mucho más difícil de definir: The second category is less easy to describe. Authors would emphasise that ideology stands for the ‘cultural’, ideational aspects of a particular social and political system, the ‘grand narratives’ characterising its existence, structure, and historical development. […] Authors in this second category would emphasise that ideology […] is common sense, the normal perceptions we have of the world as a system, the naturalised activities that soustain social relations and power structures, and the patterns of power that reinforce such common sense. Authors articulating such views include Pierre Bourdieu, Louis Althusser, Roland Barthes, Raymond Williams and Michel Foucault (Blommaert 2005: 159).3

A esta última dimensión de la ideología –como sistema social– se refiere también el filósofo Slavoj Žižek cuando asegura: Ideology is not simply a ‘false consciousness’ an illusory representation of reality, it is rather this reality itself wich is already to be conceived as ‘ideological’ –ideological is a social reality whose very existence implies the non-knowledge of its participants as to its essence– that is, the social effectivity, the very reproduction of wich implies that the individuals ‘do not know what they are doing’ (Žižek 1989: 21). 3 Sobre la dimensión ideológica puesta en práctica en el análisis de las políticas lingüísticas del español, puede verse el libro editado por Del Valle (2007), en él se comenta el pasaje de Blommaert citado aquí arriba.

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En ese mismo sentido debe entenderse el señalamiento de Teun Van Djik cuando define la ideología como “el sistema de principios que organiza la cognición social” (Van Dijk 2003: 19-30).4 Tomando en cuenta lo anterior, la ideología de los estudios literarios o de la crítica literaria se entendería, entonces, como un conjunto de ideas o convicciones que estructuran, justifican, naturalizan, normalizan y canonizan, mediante la escritura de ensayos, de comentarios, de críticas, de edición y de historias, un acervo o una tradición literaria, lingüística y cultural. En este proceso se manifiestan los dos categorías de la ideología a la que alude Blommaert: tanto el nivel específico como el general. Como puede desprenderse de las líneas anteriores, cuando se habla de ‘actores’ se hace referencia, en específico, a los sujetos encargados de seleccionar, configurar, normalizar y naturalizar obras, personajes, figuras, tópicos, estilos, corrientes, géneros, periodos. En otras palabras, los actores de la crítica son los teóricos, los críticos, los ensayistas y los filólogos. Este grupo de profesionales se puede caracterizar con la figura del intelectual dedicado a producir un saber sobre la literatura.5 Al hablar de ellos era importante destacar el contexto específico en el cual enunciaban sus proyectos: sus coyunturas sociales y culturales. De ahí que se volvía imprescindible resaltar sus actuaciones dentro de un campo cultural específico: su historia. Entre esos tres ámbitos: la ideología, los actores y la historia de los estudios literarios se conforma un entramado relacional y disciplinario muy complejo. Para estudiarlo es necesario desarrollar y pensar en estrategias cognitivas que abreven y crucen la reflexión teórica, el análisis del ensayo, la crítica textual, la historia intelectual, la historia de la crítica, de la disciplina, de las instituciones y la crítica cultural. El reto, por lo menos, era estimulante.

4 Cabría llamar la atención sobre la diferencia que establece Peter V. Zima entre los conceptos de ‘ideología’ y ‘teoría’ en su libro: Ideologie und Theorie. Eine Diskurskritik (Zima 1989). 5 No es el caso para este volumen, pero tenemos en cuenta que una ‘institución’ también puede crear comunidades discursivas y, por lo tanto, también puede ser un actor de la crítica literaria. Hay instituciones que se vuelven agentes que permiten la reproducción de ciertas ideas sobre lo que es y lo que debe hacer el estudio y la crítica de la literatura. Esas instituciones, llámense escuelas, centro de enseñanza y de investigación, juegan un papel importante en la reproducción y expansión de las ideologías del saber sobre lo literario.

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3. Los apartados de este libro: teoría, filología y creación

Bajo esas ideas, se convocaron a realizar dos coloquios en la Universidad de Potsdam: el primero se realizó en junio de 2013; el segundo, en mayo de 2015. Como era de esperarse, las colaboraciones de los participantes, en ambos encuentros, enriquecieron y ampliaron el horizonte original bajo el cual estaba pensado el evento. Este volumen contiene algunos de los trabajos presentados en uno de eso congresos. Cabe señalar que en varios de las contribuciones leídas ahí se habló de las dimensiones ideológicas de los estudios literarios: del latinoamericanismo, del hispanismo, del nacionalismo, del liberalismo, del romanticismo; se analizaron figuras específicas y sus polémicas con otras formas de aproximación al saber sobre la literatura y la cultura: se habló de filólogos, historiadores de la literatura, ensayistas; pero también se destacaron conceptualizaciones actuales sobre el fenómeno literario y cultural; se abrió un espacio para hablar de la relación entre la ficción y la crítica. En fin, en estos dos coloquios se desplegó una diversidad de perspectivas sobre la crítica y los estudios literarios. Tres grandes secciones pueden agrupar las colaboraciones que en ese momento se leyeron y que ahora reunimos aquí: teoría, filología y creación. A partir de ellas está organizado este libro. En la primera sección, denominada Teoría y crítica, se reúnen los trabajos de Ottmar Ette, Luiz Costa Lima, Carlos Oliva Mendoza y Gustavo Guerrero. Una serie de reflexiones sobre la noción de orgullo, figura pendular –negativa y positiva– de la convivencia entre las culturas, es el punto de partida del trabajo de Ottmar Ette. Ette analiza, a partir de algunas obras e ideas de Norbert Elias, Ortega y Gasset, José Lezama Lima y Fernando Ortiz, los proyectos de inclusión y de exclusión que bajo este término se diseñan. Para Ette, el orgullo de la convivencia entre las distintas culturas puede ser el punto de partida para una reformulación del término y puede significar también el campo de análisis de una filología polilógica que muestre, frente a la idea monolítica de una procedencia cultural única, las complejidades de las literaturas del mundo. Durante más de 20 años, el teórico brasileño, Luiz Costa Lima, ha desarrollado de forma intensa un campo de reflexión entorno a las nociones de mimesis, el control del imaginario y la ficción. En la colaboración que aquí publicamos se resumen sus perspectivas ya expuestas en varios de sus libros y presenta una lectura de la relación entre ficción y poesía en unos poemas de Paul Celan.

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En especial la idea de control del imaginario es sumamente valiosa para la concepción de este volumen en su conjunto. Carlos Oliva Mendoza, a partir de las reflexiones del filósofo Bolívar Echeverría sobre el cuádruple ethos en la modernidad capitalista, vincula la mímesis Barroca con la teoría crítica contemporánea. Para Oliva, el Barroco –al ser una exacerbación de la forma– representaría una actitud de resistencia ante el proyecto hegemónico de la modernidad. Gustavo Guerrero, por su parte, pone a dialogar las reflexiones de Bolívar Echeverría con las ideas del escritor cubano Severo Sarduy. Los ejes de articulación de este diálogo son las nociones de Barroco, de Neobarroco y las enseñanzas que ambos intelectuales nos dejan de su manera de leer el pasado, el presente y, también de forma implícita, el futuro de la cultura contemporánea. En la segunda sección de este libro, intitulada Filología y crítica, se analizan actores y libros fundamentales de las estudios literarios, filológicos y antropológicos en América Latina o en Europa durante el siglo xx. Las polémicas con la filología hispánica que Rodolfo Lenz o Fernando Ortiz establecieron desde Chile o Cuba son analizadas, respectivamente, por Vicente Bernaschina y Anke Birkenmaier. Bernaschina sintetiza la trayectoria disciplinar del filólogo y folclorista chileno-alemán Rodolfo Lenz y, al mismo, tiempo destaca las tensiones que su proyecto científico tuvo con la escuela de Ramón Menéndez Pidal. Bernaschina señala en la obra de Lenz las posibilidades de crear una filología crítica americana, abierta a una perspectiva cultural y consciente de la importancia del trabajo colectivo y transdisciplinario. Birkenmaier, por su parte, analiza una faceta poco explorada en la obra del antropólogo cubano Fernando Ortiz: sus trabajos filológicos y sus pugnas con el panhispanismo de principios del siglo xx. Para Birkenmaiaer, en esas obras tempranas de Ortiz se sitúan los inicios de la teoría de la transculturación. Este tipo de trabajo del cubano, a medio camino entre la filología y la antropología, nos ofrece, en opinión de Birkenmaier, ‘el modelo de una crítica cultural’. Sergio Ugalde trata el primer libro de ensayos de Alfonso Reyes: Cuestiones estéticas. En él encuentra una serie de polémicas con el campo intelectual mexicano de su momento. Por una parte, Reyes debate con el modernismo mexicano; por otra, con los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Con los primeros polemiza e intenta profesionalizar la crítica; con los segundos quiere diputarse un pasado cultural hispánico. El proyecto historiográfico de Reyes es caracterizado por Ugalde como un hispanismo liberal americano. El proyecto de Pedro Henríquez Ureña de crear una biblioteca Americana, y

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con ella conformar una tradición de textos que sustenten una cultura en el continente, es analizado por Liliana Weinberg y por Rafael Mondragón. Weinberg señala las características conceptuales de la aventura editorial e intelectual del dominicano y destaca ‘la nueva cartografía de lectura’ que se pone en movimiento con esta empresa: el objetivo es hacer legible e inteligible una cultura. Weinberg reconstruye este periplo gracias al epistolario que Henríquez Ureña mantuvo con Daniel Cosío Villegas, por ese entonces fundador y director del Fondo de Cultura Económica. Mondragón, por su parte, muestra de manera fehaciente cómo el proyecto editorial de Henríquez Ureña continúa de forma precisa los deseos de Andrés Bello al vincular dos ideas básicas: edición y liberación. Para Mondragón, “la lectura ayuda al autorreconocimiento de los pueblos colonizados”. Sobre Américo Castro y su inserción en el latinoamericanismo académico de los Estados Unidos, durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial, trata la contribución de Fernando Degiovanni. La publicación en 1941 del libro de Castro: Iberoamérica: su presente y su pasado, revela, para Degiovanni, no solo la retórica de la política del Buen Vecino, promovida por los Estados Unidos en ese momento, sino también un perfil de disciplinamiento social y cultural sobre el subcontinente regulado por la autoridad histórica de España. El legado de Castro con esa obra es reposicionar a España como modelo de dominación exitoso y situarlo como ejemplo para los Estados Unidos de la administración colonial, en una suerte de translatio imperii. También sobre Américo Castro, pero en relación con el romanista alemán Ernst Robert Curtius, versa la contribución de Anne Kraume. Kraume analiza, compara y pone a dialogar los proyectos historiográficos que estos estudiosos formularon en dos de sus obras fundamentales: España en su historia y Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, ambas publicadas en 1948. A partir de correspondencia inédita, Kraume desteje una serie de desencuentros y afinidades entre estos dos intelectuales y, al mismo tiempo, despliega los proyectos filológicos e historiográficos que los animaron. Una lectura crítica y sintética de la propuesta filológica y teórica de Antonio Cornejo Polar es expuesta por Friedhelm Schmidt-Welle. En ella destacan las nociones de heterogeneidad discursiva, heterogeneidad interna de lo literario, el sujeto migrante y la heterogeneidad no dialéctica. Con todo este andamiaje conceptual, Cornejo Polar elabora, en palabras de Schmidt-Welle, una filología latinoamericana que considera “la historia colonial y la situación poscolonial” del continente, así como los estudios subalternos, centro de los debates actuales en los estudios culturales.

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La tercera parte de este libro Creación y crítica reúne los trabajos que vincularon de forma directa el quehacer reflexivo con el ejercicio ficcional. Carolina Alzate analiza las estrategias que la escritora colombiana Soledad Acosta de Samper empleó, entre 1859 y 1876, para entrar al espacio público y político del americanismo republicano. Dado que el ámbito del ensayo estaba vedado para las mujeres, Acosta de Samper se inscribió en esa discusión a partir de su corresponsalía parisiense, publicada en un periódico destinado a un público femenino, y de su novela Una holandesa en América. Alzate muestra cómo las formas híbridas del ensayo –la corresponsalía y la narrativa–, sirven a Acosta de Samper para crearse una autoridad y abrirse paso en los terrenos de la reflexión pública. Rafael Olea Franco, por su parte, recrea el vínculo amistoso e intelectual que por más de cincuenta años unió a Alfonso Reyes y Julio Torri. A partir de la correspondencia entre ambos escritores, Olea muestra un entramado de relaciones y discusiones que abarcan tanto las lecturas, las escrituras como las encrucijadas vitales de estas dos figuras. Un elemento sobresale en ese intercambio: la concepción de una estética literaria de la sugerencia y de la alusión en disputa con los códigos realistas imperantes en el momento. Algo central en esa amistad e intercambio intelectual fue el rigor crítico. Sobre las estrategias que Borges desarrolló para inventar un género intermedio entre la crítica y la ficción (la ficción crítica o el ensayo ficcional) versa el trabajo de Antonio Cajero Vázquez. Cajero demuestra que el texto paradigmático de la innovación borgeana en el horizonte de las ficciones críticas es “El acercamiento a Almotásim” y no, como sostienen varios estudiosos, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Cajero repasa los elementos que llevaron a sostener esa falsa convicción y demuestra, a partir de un análisis detallado, el carácter fundacional del primer texto. Adriana Lamoso trata la figura de Ezequiel Martínez Estrada e intenta una aproximación al libro Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Dos secciones dividen su artículo: en un primer momento, Lamoso analiza el presente del ensayo de Martínez Estrada; en un segundo, muestra las funciones y figuras del intelectual en esa obra. Gesine Müller, por su parte, analiza dos momentos poetológicos y políticos en la obra de Mario Vargas Llosa. En los años sesenta, acorde con la efervescencia del discurso identitario en América Latina, el autor de La ciudad y los perros pretendía sobreponer, en sus novelas, una realidad ficcional a una realidad vivida. Con el paso de los años, y tras la caída de los grandes metarrelatos, la relación entre realidad y ficción cambió; sus

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narradores se volcaron a la interioridad de los personajes y a la idea de formación personal. Como se puede comprobar por este recorrido, las colaboraciones que conforman el presente volumen ampliaron el espectro inicial de la convocatoria. En ellos se encuentran sutiles continuidades (respecto de la ideología, la historia de la crítica y los actores de los estudios literarios), pero también evidentes diferencias. Una idea, no obstante, recorre el entramado del conjunto: con esta pluralidad y diversidad de perspectivas se entrevén las múltiples políticas y estrategias de la crítica. Varias instituciones hicieron posible la aparición de este libro. A todas ellas va un sincero agradecimiento. En principio, a la Universidad de Potsdam y a la cátedra de Romanística que permitieron la realización de los dos coloquios. En segundo lugar, a la Fundación Humboldt que apoyó financieramente los encuentros como la edición de este trabajo. Y, por último, al Instituto Ibero-Americano de Berlín que se interesó por publicar estas memorias en su colección. Gracias a estas tres instituciones también se abre la posibilidad de publicar un segundo volumen de Políticas y estrategias de la crítica con las colaboraciones de los otros participantes de los coloquios.

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Orgullo y convivencia – orgullo de convivencia Políticas afectivas y crítica prospectiva Ottmar Ette

Universität Potsdam

I 1. El orgullo como figura pendular de la convivencia

El orgullo que siento de poderles presentar a continuación algunas reflexiones nuevas acerca del tema del orgullo debo aplacarlo un poco, para que l@s demás participantes que, según lo convenido también se han dedicado a este tema, no malinterpreten mi actitud como orgullo petulante, como altivez o presunción y lo condenen en conjunto. Por regla general, no se esperan una excesiva modestia o un acto de devoción en la exposición de una contribución científica, pero tampoco un orgullo demasiado ostentoso, ya que podría llevar a desarticular la comunidad de reflexión convocada en un congreso o un simposio sobre ‘las políticas de la crítica’. Se sobreentiende que todos tenemos nuestro orgullo, pero pavonearnos orgullosamente como un solterón engreído (Hagestolz) no sería algo que podríamos guardar para siempre en nuestra memoria o ufanarnos con el pecho hinchado de orgullo. Por eso, comencemos con templanza. Las consideraciones introductorias ya nos permiten poner de relieve una serie de observaciones acerca del orgullo. En primer lugar, hay que tener en cuenta que hablar del orgullo es siempre una cuestión de dosis e implica matizaciones y por lo tanto es de naturaleza gradual. En segundo lugar, lo anterior pone de relieve que el orgullo tiene la propiedad de sufrir cambios repentinos inscritos en momentos históricos, culturales y situacionales. Por eso, el orgullo aceptado o por lo menos tolerado en cierta comunidad o sociedad, en otro contexto puede llegar al extremo de no ser tolerado y carecer de cualquier consentimiento o condescendencia. La

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interrogante acerca del orgullo es por lo tanto también una cuestión de linderos en el comportamiento o las formas y normas de vida de la comunicación interpersonal, cuya transgresión puede llevar a sanciones que van desde una cordial enmienda hasta la exclusión de una comunidad. El orgullo es algo peliagudo. Así, se podría determinar en tercer lugar y desde el comienzo de nuestras reflexiones que el orgullo es una figura pendular o, con más acierto, una figura pendular de la convivencia. El término de figura pendular alude a los cambios repentinos por momentos muy sorprendentes de un sentimiento aceptado y respetado por la comunidad o la sociedad a una expresión que causa desaprobación o desprecio colectivo y con facilidad puede desembocar en la proscripción por parte de la sociedad. La diferencia entre ambos extremos de la figura pendular en apariencia es tan insignificante como la que hay entre a-precio (Achtung) y des-precio (Ächtung). Por tanto, el orgullo se convierte en una categoría de la convivencia y en cierto sentido nos podría servir como sismógrafo para medir aquello que denominaríamos la configuración de las formas y normas de la convivencia. Hablar de orgullo significa tomar en consideración la convivencia, una práctica del convivir y un conocimiento de los límites de aquellas formas y normas de la vida que manejan y regulan nuestra convivencia en una comunidad concreta, determinada desde el punto de vista cultural, social e histórico – o, en el sentido que le diera Benedict Anderson, de forma imaginaria (Anderson 1983). El orgullo en su función de figura pendular de la convivencia, es un sismógrafo tanto para el ejercicio colectivo de convivencia, así como también para aquel saber con/vivir,1 que no necesariamente ha sido distribuido equitativamente en cierta comunidad o sociedad y además depende de fluctuaciones históricas significativas. Si echamos una ojeada al artículo que redactó Urs Thurnherr en torno al “orgullo” en el Historisches Wörterbuch der Philosophie, entonces salta a la vista inmediatamente en la historia de la terminología allí desarrollada el característico “cambio repentino” del lexema “virtud” a “vicio” (Thurnherr 1998: línea 201) en los períodos griego y romano. Entsprechend den beiden Möglichkeiten, daß ein Mensch das ihm gebührende Maß an Ansehen und Geltung richtig einschätzt bzw. sich selber richtig ”bewertet“ oder daß er sich überhebt, kann ”Stolz“ insgesamt zum einen im Sinne der 1 Véase en relación con este término (Ette 2010)

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Großmut eine Tugend und zum anderen in einem engeren Sinne des Hochmuts eine Untugend bezeichnen (Thurnherr 1998: línea 201). Según las dos posibilidades que se le ofrecen al hombre, de que pueda valorar con certeza la medida adecuada de prestigio y aprecio que le corresponde, esto es, se valore acertadamente a si mismo o se sobrevalore, hace que el orgullo se convierta por un lado en una virtud en el sentido de la magnanimidad o por el otro y en el sentido estricto de la soberbia en un vicio.

Si el orgullo determina “en general una especie de autoconciencia o una autoestima específica” (Thurnherr 1998: línea 201) entonces tenemos que considerar que esta autoestima individual es siempre precaria a nivel superindividual y corre el riesgo de ser desaprobada como una no-virtud o en el contexto cristiano como un vicio o incluso como un pecado severo, una concepción que ya encontró su expresión canónica en San Agustín (Thurnherr 1998: línea 202). Sin embargo: si la soberbia (Hochmut), como lo expresa el dicho alemán, tiene como efecto una caída, habría que preguntarse por el otro lado y rastreando el dicho – por la caída del valor (Mut) que en la valoración colectiva e individual se considera muy alto (hoch). Porque, si exploramos en la historia de la terminología la oscilación del orgullo entre la soberbia y la magnanimidad, nos damos cuenta que no se puede tener uno sin el otro y por lo tanto no hay una separación definitiva entre los dos ámbitos. El orgullo siempre se encuentra en movimiento, como emoción implica siempre moción. Esta oscilación entre superbia y magnanimitas, tan manifiesta en el latín, se logra comprobar con fondos culturales un poco diversos en el alemán, el francés o el inglés (incluidos en el mencionado artículo de Urs Thurnherr); en cambio en el español (que lamentablemente no se incluyó en el estudio) se abre un abanico de posibilidades que comprende, al lado de la soberbia y del orgullo, también la fiereza, la altanería, la suficiencia o la grandeza; términos que encontraron cabida en la investigación del filósofo español José Ortega y Gasset (1966: 459-466), a la que volveremos más tarde. Entre los idiomas europeos dominantes, el español es el que cuenta con la mayor diversificación. Una y otra vez se intentó estabilizar la figura pendular del orgullo en el ámbito alemán en tanto se le vinculó con un término menos inquieto. Así, por ejemplo, Nicolai Hartmann decía en su esbozo de una ética, que el orgullo sin la humildad siempre tendía “hacia la soberbia y la vanidad” (Thurnherr 1998: línea 206), por lo que había que ligar estrechamente el

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orgullo con la humildad y la modestia para que se pudiera conformar una valoración estable en el sentido de una síntesis. Los intentos de estabilización y fijación del término “orgullo”, tanto con miras a un espectro significativo valorado positiva- y negativamente, hasta el día de hoy no ha tenido mucho éxito. Porque el término orgullo vive precisamente de la dinámica de aquella figura pendular, que de ninguna manera puede inmovilizarse; como quien dice, no se puede hacer entrar en razón. Otra problemática que resulta de esta inestabilidad específica tiene que ver con el fenómeno del orgullo como figura pendular de la convivencia en el ámbito del orgullo nacional – al que volveremos más tarde, ya que allí hay cambios repentinos en términos de superioridad e inferioridad. Si hacemos hincapié, hablando con Johann Georg Zimmermann, de que el “orgullo nacional nace de la comparación favorable que realiza un pueblo entre las virtudes que tiene o piensa tener y de las que, según su opinión, carece otro pueblo” (citado por Thurnherr 1998: línea 204),2 entonces en el juego entre auto y heteroestereotipos esta construcción de la diferencia desemboca, según la regla histórica, en aquella figura pendular elemental que supo poner de relieve Tzvetan Todorov en su análisis de los informes sobre el llamado descubrimiento del Nuevo Mundo en el libro de bitácora de Cristóbal Colón: O bien piensa en los indios (aunque no utilice estos términos) como seres humanos completos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces no sólo los ve iguales, sino también idénticos y esta conducta desemboca en el asimilacionismo, en la proyección de los propios valores en los demás. O bien parte de la diferencia, pero ésta se traduce inmediatamente en términos de superioridad e inferioridad (en su caso, evidentemente, los inferiores son los indios), se niega la existencia de una sustancia humana realmente diferente que pueda no ser un simple estado imperfecto de uno mismo. Estas dos figuras elementales de la experiencia de la alteridad descansan ambas en el egocentrismo, en la identificación de los propios valores con los valores en general, del propio yo con el universo; en la convicción de que el mundo es uno (Todorov 1998: 50).

Esta problemática elemental de la alteridad, que podríamos definir como la figura pendular de Todorov, consiste en que se niega la alteridad del otro y con ello su diferencia y se asimila lo otro en lo propio (por lo que 2 [Nationalstolz entsteht aus der vortheilhaftigen Vergleichung, die ein Volk zwischen den Vorzügen macht, die es hat oder zu haben glaubt, und die nach seiner Meinung einem andern Volke mangeln].

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se pierden sus propios derechos), o se afirma lo otro en su diferencia para considerarlo en el acto ya sea superior o, como sucede casi siempre, inferior. La diferenciación sirve por un lado para negar la alteridad, con lo que se asimila el otro; por el otro lado se negativiza el otro, por lo que ya no se percibe a la altura de uno (esto es, con derecho propio), sino que es marginado a la periferia del pensamiento y de lo pensable (y por ende de la significancia). En ambos casos, es el orgullo de lo propio el que se convierte en la medida valorativa de cualquier comparación; un orgullo que se desembaraza del enfrentamiento con otro ya sea por medio de su erradicación o su inferiorización. Un procedimiento de tal índole no se tiene que justificar, se “sobreentiende” (Todorov 1998: 51). En otras palabras, descansa en la identidad del yo, en su autoconciencia, que es una conciencia de valores. Sin embargo, en Europa y entre los europeos también hay formas de comportamiento y formas de vida, que no necesariamente están sometidas a los automatismos de la figura pendular de Todorov. Esto se pone de relieve en el siglo xvi en pensadores como Michel de Montaigne y artistas como Albrecht Dürer, quien es su Tagebuch der Niederländischen Reise [Diario de viaje neerlandés] habla de su encuentro con aquellos tesoros que el emperador azteca había hecho entregar como regalos a Hernán Cortés en la Calzada de Iztapalapa en noviembre de 1519. El futuro conquistador del imperior azteca mandó inmediatamente los tesoros al centro del imperio español en expansión, por lo que pudieron ser expuestos primero en Madrid y Sevilla, antes de que en 1520 se les trasladara a Bruselas, donde pudo admirarlos Albrecht Dürer en verano del mismo año. Las notas al respecto descuellan en varios sentidos: Auch hab ich gesehen die dieng, die man dem könig auß dem neuen gulden land hat gebracht: ein gancz guldene sonnen, einer ganczen klaffter braith, deßgleichen ein gancz silbern mond, auch also groß, deßgleichen zwo kammern voll derselbigen rüstung, deßgleichen von allerley ihrer waffen, harnisch, geschucz, wunderbahrlich wahr, selczsamer klaidung, pettgewandt und allerley wunderbahrlicher ding zu manigliche brauch, das do viel schöner an zu sehen ist dan wunderding. Diese ding sind alle köstlich gewesen, das man sie beschäczt umb hundert tausent gulden werth. Und ich hab aber all mein lebtag nichts gesehen, das mein hercz also erfreuet hat als diese ding, denn ich hab darin gesehen wunderliche künstliche ding und hab mich verwundert der subtilen ingenia der menschen in frembden landen. Und der ding weiß ich nit außzusprechen, die ich do gehabt hab (Dürer 1970: 65).3 3 El pasaje es comentado por Gewecke (1986: 150) [La traducción es mía, R.S.M.].

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Asimismo pude ver las cosas que le habían traído al rey de las nuevas tierras doradas. Un sol de oro, de una braza de ancho, también una luna toda de plata, del mismo tamaño, además dos habitaciones llenas de corazas, con una variedad de sus armas, arneses, todo maravillosamente real, vestimenta rara, y muchas cosas maravillosas de muchos usos que son más admirables que las cosas milagrosas. Todo tan rico que se calcula en cien mil gulden. En toda mi vida no había visto algo así que pudiera alegrar de tal forma mi corazón, porque vi allí cosas artísticas muy bellas y me admiré del ingenio sutil de los hombres en los países foráneos. Y no podría pronunciar las cosas que vi allí.

Obviamente, se puede sostener, que en estos renglones no hay un análisis artístico en el que se considera lo otro como lo ajeno; también salta a la vida que su percepción se encuentra bajo el signo de lo maravilloso, lo extraño y lo prodigioso y que un increíble asombro acompaña todo lo expuesto; pero salta a la vista la percepción de lo exquisito y lo artístico en la forma de asimilar todos los objetos contemplados (Ding) que tiene un artista (occidental). Al observar sus enunciados se puede hablar de un placer estético que tiene que haber sentido Dürer al contemplar los productos de una cultura tan diferente. Porque al diestro ojo del artista no se le pasaron por alto el valor económico de los metales preciosos empleados, ni el acabado, el tratamiento y la elaboración de estos materiales. No cabe duda: pareciera que la brecha entre las culturas, la diferencia entre las artes era tan grande que no se puede esperar que este primer encuentro de Dürer con el arte precolombino hubiera desembocado en la transformación de su propio arte. Sin embargo, aquí tenemos el testimonio de un europeo que reconoce en los artefactos expuestos no solamente la alteridad sino asimismo su valor tanto material, como también espiritual y artístico. Albrecht Dürer, por lo tanto, no incurre en la figura pendular en apariencia sin solución del esquema abocetado por Todorov, que puede considerarse un esquema elemental de la convivencia humana y no sólo de la convivencia entre diferentes culturas. Para Dürer, estos tesoros artísticos simplemente son diferentes, distintos; su disposición casi eufórica de absorberlos –y la falta de vocabulario para articular sus impresiones, más allá de considerarlo maravilloso y a la vez real– hace que la oscilación no lleve a una erradicación de la diferencia, la eliminación del otro. Por eso, el orgullo de la búsqueda de nuevas formas de expresión artística del arte europeo que se pone de relieve en el Tagebuch der Niederländischen Reise no desemboca en la negación y en la negativización de los objetos culturales y artísticos extra-europeos. El asombro se abre hacia una percepción del otro

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bajo el signo de su auto-lógica, a un reconocimiento gozoso de “los sutiles ingenios de la gente en países ajenos [subtilen ingenia der menschen in frembden landen]” (Dürer 1970: 65). Ante el telón de fondo de la simultánea conquista del imperio mexica por Cortés y con ello de un sangriento choque de las culturas y guerra de conquista salen a flote espacios de juego de una comprensión intercultural, que no tiene que negar el orgullo que siente por el propio arte, la propia cultura y civilización. El orgullo de lo propio no tiene que obcecar la mirada hacia lo otro.

2. El orgullo (soberbia) como pecado capital

Antes de poder abocarnos al estudio de la relación entre el orgullo y la civilización (propia) remitiendo a las reflexiones de Norbert Elias, quisiéramos introducir aquí aquel mundo hispanohablante que, con miras a los autoestereotipos y los múltiples heteroestereotipos impuestos desde fuera, es famoso por su tan pronunciado orgullo. Entre los innumerables escritos que le han sido dedicados al orgullo en general o al orgullo en España y para los fines que perseguimos en este estudio, descuella el ensayo “Para una topografía de la soberbia española” del ya mencionado José Ortega y Gasset, publicado en 1923 y con el alusivo subtítulo original “Breve análisis de una pasión”. De los diversos lexemas contenidos en el amplio abanico de términos, el filósofo español se dedica en especial a la soberbia o, más precisamente, con la superbia española y entre las formas cultivadas en el país vasco la considera la más pura. Al lado de una “topografía” en cierto sentido interior de España, su investigación se inserta en imágenes propias y foráneas de cuño sobre todo español, tal y como sale a relucir al principio de este ensayo no exento de cierta autoironía: La soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital. El hombre español no es avariento como el francés, ni borracho y lerdo como el anglosajón, ni sensual e histriónico como el itlaiano. Es soberbio, infinitamente soberbio. Esta soberbia adquiere en algunas regiones peninsulares sobre todo en Vasconia, formas estremas que no carecen de grandeza trascendente (Ortega y Gasset 1966: 459).

No hay duda de que las reflexiones de Ortega y Gasset incursionan en el ámbito de una psicología social que, por ser esencializante, es caduca y de

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la que esperamos que estén contados sus días. Sin embargo, el ensayo contiene un gran número de conclusiones a las que no se debería de cerrar la historia crítica sobre el orgullo – y no únicamente sobre el orgullo español. Esto no sólo se refiere al hecho, de ninguna manera secundario, de que el individuo, cuando siente orgullo se “yergue un poco”, hay una “erección del cuello y la cabeza” para hacerse más grande que el cualquier otro (Ortega y Gasset 1966: 460) – un mundo corporal de carne y hueso que, comprobable en el acto, convierte la emoción en moción, el movimiento interior en exterior y lo pone a la vez en escena. Porque, según Ortega y Gasset, en el orgullo (la soberbia) siempre radica una rebelión contra una realidad, con la que no se está de acuerdo (Ortega y Gasset 1966: 460). El orgullo (la soberbia) puede ser un resorte muy poderoso. Si Ortega a lo largo de su argumentación tilda la soberbia como “un error por exceso en el sentimiento de nivel” (Ortega y Gasset 1966: 462) y la vincula con una “vida”, que destaca por su “perpetuo gesto anquilosado” y su “gesto de gran señor” que tanto sorprende al extranjero en el castellano y el árabe (Ortega y Gasset 1966: 463), entonces es, porque siempre se toma en consideración la incrementada tensión muscular del cuerpo humano invadido por la soberbia. Aquí la corporeidad de la soberbia sin lugar a dudas se podría vincular con el hábito (Bourdieu 1974: 125-158) – como intermediación entre estructura (social) y práctica (individual) y describirla de forma escenográfica o coreográficamente en la “actitud” de un ser humano o ciertos grupos y comunidades humanas. En José Ortega y Gasset, esta metafórica de la corporeización se encuentra también en la competencia de los estereotipos en el interior de Europa: “El abandono infantil con que el inglés viejo se pone a jugar, la fruición sensual con que el francés maduro se entrega a la mesa y a Venus, parecerán siempre al español cosas poco dignas. El español fino no necesita de nada y menos que de nada, de nadie” (Ortega y Gasset 1966: 463). En sus reflexiones, José Ortega y Gasset diferencia entre una valoración refleja y una espontánea; la forma anómala del primero sería la vanidad (encarnada por los franceses) y la segunda, la soberbia (representada por los españoles). En la variante española, este orgullo no se funda en una valoración superior sino inferior (Ortega y Gasset 1966: 465) y la mayor recriminación que el filósofo español le hace al fenómeno por él observado es que “el puro soberbio” (Ortega y Gasset 1966: 463) se basta a sí mismo, “suele ser hermético, cerrado a lo exterior, sin curiosidad que una especie de activa porosidad mental” (Ortega y Gasset 1966: 463). Sale sobrando hacer

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hincapié en que Ortega y Gasset (quien no en balde perteneció a la última promoción de la Generación del 98, esto es, aquella gran generación de intelectuales españoles que escribió bajo el impacto del hundimiento de la grandeza colonial ibera en 1898) reconocía en esto las causas elementales para explicar el ostensible retraso de España como nación. Ya que todos portamos –según la tesis obviamente no biotecnológica de Ortega– un órgano valorador, que sin cesar ubica, clasifica y valora a todas las personas que se encuentran a nuestro alrededor, entonces la soberbia se puede comprender como una “enfermedad” de este órgano (Ortega y Gasset 1966: 463), que le resta cualquier tipo de importancia a todo lo que viene del exterior, en especial a todo lo novedoso. Será interesante para el Foro Einstein enterarse de que “la teoría de Einstein se ha juzgado por muchos de nuestros hombres de ciencia no como un error –no se han dado tiempo para estudiarla– sino como una avilantez” (Ortega y Gasset 1966: 464). La soberbia nos salva de procesos de aprendizaje trabajosos. Por tanto, el orgullo en los ojos del filósofo español es, por lo menos en su variante de la soberbia, un sentimiento inmovilizador que frena cualquier progreso, impulsa el sentimiento enfermo de la propia obstinación y más aún, se opone con sorprendente tenacidad a cualquier tipo de innovación. No sorprende por eso que el representante quizás más tardío de la generación del 98 considere “la soberbia como una potencia antisocial” y haga hincapié en que es incapaz de “percibir la excelencia del prójimo” y que “con ella no se puede hacer un gran pueblo y conduce irremediablemente a una degeneración del tipo humano”, en cuya víctima se ha convertido ya España (Ortega y Gasset 1966: 466). Orgullo y soberbia, así podríamos concluir en el sentido del gran intelectual español y con miras a toda una nación son causa de la caía, de un despeñamiento a la provincialidad europea. Sin lugar a dudas, los comentarios de Ortega son producto de su tiempo y se refieren a España. Y sin embargo, nos muestran con contundencia y toda la parcialidad el lado negativo de aquella figura pendular, en la que no solamente se pone de manifiesto la profunda relación tanto de la magnanimitas como de la superbia para la convivencia; aquella relacionalidad, que me sirve de hilo conductor para mis reflexiones. El cabecilla de la influyente Revista de Occidente no únicamente puso de relieve, en un nivel comunitario y social, una problemática de la convivencia y del saber con/ vivir causada por cierta forma de orgullo que se inmoviliza a sí misma y

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arrasa a toda la sociedad. Porque ¿no son los incesantes movimientos los que impulsan sin cesar a los “pueblos vanidosos” (Ortega y Gasset 1966: 466), como los llama Ortega (Francia es un ejemplo), que les hace buscar siempre nuevos motivos para ser admirados y así transforman las emociones en mociones, en movimientos del accionar social y político? José Ortega y Gasset no fue la única voz española que expresara su preocupación por las terribles consecuencias que tendría la soberbia para cada uno y para la sociedad. En el prefacio a su obra El español y los siete pecados capitales, fechado en Santa Bárbara, California en la primavera de 1966, Fernando Díaz-Plaja hacía hincapié en que sólo pudo escribir este libro (por cierto muy aclamado), en el que situaba la soberbia española entre los siete pecados capitales, desde la distancia y con un punto de vista modificado (Díaz-Plaja 1976: 11).4 Aunque la escritura sobre los siete pecados capitales no le liberaría de ellos (Díaz-Plaja 1976: 11), le habían sido de gran utilidad los innumerables proverbios españoles con su sabiduría de vida y también con sus intuiciones (Díaz-Plaja 1976: 14). Entre paréntesis quisiera agregar aquí que me ha sorprendido no encontrar ningún testimonio importante acerca del orgullo español en la bella antología de Werner Krauss Die Welt im spanischen Sprichwort (Krauss 1965). A modo de introducción de su larga disertación sobre la soberbia puso, al lado de un dibujo muy expresivo de Mingote, una cita del Criticón de Baltasar Gracián (Crisi xiii), lo que arroja una luz sobre la larga tradición que ha tenido la crítica en cuanto al orgullo (soberbia) español y por lo tanto se reproducirá a continuación: La Soberbia, como primera en todo malo, cogió la delantera, topó con España, primera provincia de Europa. Percióla tan de su genio, que se perpetuó en ella, allí vive y allí reina con todos sus aliados: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del don Diego y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción; y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo (Gracián 1971: 212).

En las casi cien páginas que le dedicó Fernando Díaz-Plaja al pecado capital de la soberbia española, la contemplaba como la clave esencial para comprender la actitud que el español toma frente a la sociedad (Díaz-Plaja 1976: 21). Estaba de acuerdo con la tesis de Américo Castro, de que los judíos y los árabes habían importado el orgullo español y que por tanto era 4 Le agradezco a Anne Kraume esta referencia.

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una herencia apoyada en la fe que tenían de ser el pueblo elegido (Díaz-Plaja 1976: 21). Además condimentaba sus reflexiones con citas extraídas del mundo de la literatura española y de los dichos y proverbios españoles; de allí desarrolló, partiendo de los términos clave nobleza, religión e individualismo, una cavilación acerca de lo intelectual porque, según él, la incapacidad del español de entablar un diálogo –que ambas partes usaban sólo para la afirmación monológica del propio punto de vista (Díaz-Plaja 1976: 88 s.)– era un rasgo característico de la soberbia, algo en lo que el español se diferenciaba mucho de los demás europeos. En este inciso encontramos un panorama enriquecido con muchos ejemplos que se extiende desde la falta de ganas del español de escuchar al otro, hasta el volumen utilizado en las conversaciones y discusiones (Díaz-Plaja 1976: 91), sin importar el lugar en el que se reúna. Y no hay que pasar por alto: La soberbia para Díaz-Plaja, más que para Ortega, no es sólo un pecado capital famoso sino también bien amado. Lo que me parece determinante en las reflexiones de Díaz-Plaja es el hecho de que todos sus ejemplos van enfocados a las especificidades de la convivencia (o, mejor dicho: la convivencia ibera). No importa, si se trata de un grupo de españoles que conversan sin más en un café en el extranjero con tanto grito y vehemencia que los demás huéspedes temen el inmediato acuchillamiento (Díaz-Plaja 1976: 91), o si se trata del menosprecio por parte de los intelectuales o portadores de conocimiento que ha observado Díaz-Plaja: los trozos de conversación “citados” abocetan con gran plasticidad cierta forma de convivencia, que ha sido copiada de la vida cotidiana en una oralidad fingida – y en esto se cimenta el éxito de este volumen. Así Fernando Díaz-Plaja desarrolla a través del ejemplo de la soberbia y del orgullo (que no se pueden separar claramente ya que conforman una figura pendular) un modelo de la convivencia española valiéndose de giros lingüísticos contundentes extraídos de la realidad; un modelo que no destaca tanto por su crítica a un pecado capital, sino más bien por esa actitud humorística y autoirónica frente a un vicio tan apreciado. Sin embargo, todos estos ejemplos y reflexiones del intelectual español no necesariamente se limitan a la Península Ibérica: descubren las formas de comprensión y procedimientos de una pasión que está íntimamente relacionada con las formas y normas de comportamiento. Porque, por ejemplo no es un privilegio reservado a los españoles expresar juicios valorativos llenos de burla y soberbia sobre un libro que el implacable reseñador no ha ni siquiera ojeado (Díaz-Plaja 1976: 96).

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3. El orgullo como elemento de inclusión de civilización

El orgullo o la soberbia como figuras pendulares de la convivencia no se pueden reducir –tal y como pudimos apreciar antes– a la dimensión de una virtud o un pecado capital. Los párrafos introductorios a sus reflexiones en torno a la “Sociogénesis de los términos ‘civilización’ y ‘cultura’, que le siguen al “Prefacio” del primer tomo de la obra El proceso de la civilización fechado en septiembre de 1936, Norbert Elias propone una definición del término civilización que me parece no ha perdido su encanto. Porque allí Elias comenta primero que este término puede referirse “a hechos muy diversos: tanto al grado alcanzado por la técnica como al tipo de modales reinantes, al desarrollo del conocimiento científico, a las ideas religiosas y a las costumbres” (Elias 1987: 57). Además, que se podría referir “a la forma de convivencia entre hombre y mujer, el tipo de penas judiciales o modos de preparar alimentos” por lo que casi no hay “nada que no pueda hacerse de una forma civilizada o de una forma incivilizada” (Elias 1987: 57) Elias, quien huyera de la barbarie nacionalsocialista al exilio, encontró una respuesta sorprendentemente sencilla, más no simplista a la aparente arbitrariedad del término civilización por él someramente abocetado: Pero si se trata de comprobar cuál es, en realidad, la función general que cumple el concepto de ‘civilización’ y cuál es la generalidad que se pretende designar con estas acciones y actitudes humanas al agruparlas bajo el término de ‘civilizadas’, llegamos a una conclusión muy simple: este concepto expresa la autoconciencia del Occidente. También podría denominarse ‘conciencia nacional’. El concepto resume todo aquello que la sociedad occidental de los últimos dos o tres siglos cree llevar de ventaja a las sociedades anteriores o a las contemporáneas ‘más primitivas’. Con el término de ‘civilización’ trata la sociedad occidental de caracterizar aquello que expresa su peculiaridad y de lo que se siente orgullosa (Elias 1987: 57).

Aquí sólo podemos mencionar al margen la famosa diferenciación que Norbert Elias hiciera entre el empleo del término en inglés y en francés por un lado y por el otro, el uso de la palabra “civilización” en el ámbito de habla alemana. Mientras para los franceses e ingleses el término resume “el orgullo que inspira la importancia que tiene la nación propia en el conjunto del progreso de Occidente y de la humanidad en general”, el uso que se le da en alemán sólo describe “un valor de segundo grado”, o en cierto sentido la “superficie de la existencia humana” (Elias 1987: 57). Porque “la

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palabra con la que los alemanes se interpretan a sí mismos, la palabra con la que se expresa el orgullo por la contribución propia y por la propia esencia, es cultura” (Elias 1987: 57). Sin poder rastrear la virulenta discusión surgida en la primer mitad del siglo xx y constatada por Elias, acerca de la diferencia entre el término francés civilisation y la alocución alemana Kultur, entre el esprit francés y el Geist alemán5 quisiéramos resaltar la insistente repetición del término “orgullo” por parte de Elias. El lexema aparece tanto en forma de sustantivo, como en forma de adjetivo (de éste se deriva el primero en la forma del alemán medio alto (Thurnherr 1998: línea 201)), y siempre está vinculado a la realización de una tarea o un logro en el pasado, cuyos efectos se extienden hasta el presente. Posee indefectiblemente una movilidad temporal específica (sobre todo retrospectiva), una vectoricidad temporal interior propia que está como quien dice inscrita en el lexema “orgullo” y orientada hacia el pasado. A la definición del término de civilización –o en alemán, de cultura– valiéndose del orgullo que se siente por los logros propios, se podría contraponer una determinación del orgullo que se apoya en un contexto en cierto modo macrocultural; esto es, deducir el orgullo no de una simple afiliación al Occidente, sino más a sus propios perfeccionamientos y su acuñamiento. En los primeros párrafos tan importantes del primer capítulo de Sobre el proceso de la civilización, el término orgullo no tiene tintes negativos, sino que se enlaza con algo logrado por esfuerzo propio, aunque este logro – tal y como subraya Elias, no pone de relieve los logros de ciertos individuos concretos que se sienten afiliados a esta cilivización occidental, sino aquellos de toda una comunidad. En lugar de un logro se podría hablar de un behaviour, que pone a estos individuos del lado de la civilización en el sentido positivo “sin importar si han realizado, logrado algo o no” (Elias 1987: 60). ¿Pero puede llenar de orgullo algo que no ha sido producido por uno mismo? Claro que sí –y podríamos aventurar la tesis de que ésta fue la variante que predominó a lo largo de prolongados períodos históricos– el orgullo por cierta procedencia u origen, la afiliación a cierta nación, tradición, religión. La forma de ver el orgullo propuesta por Norbert Elías, que asimismo incluye los términos de civilización y cultura, no solamente me 5 Véase en especial los trabajos de orientación empírica de Joseph Jurt (Jurt 1994: 329345), (Jurt 1995: 1-16), (Jurt 2004: 25-44).

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parece elucidadora para la perspectiva aquí desarrollada por el hecho de que se incluya explícitamente en el ámbito de aquello de lo que se puede enorgullecer el individuo, “la forma de convivir de hombre y mujer” (Elias 1987: 57) – y con ello la problemática de la convivencia. Porque más allá de este importante aspecto parece que el uso que le da Elias al término ‘orgullo’ prescinde de cualquier tipo de tinte negativo en cuanto a que no presupone o acarrea consigo la inferioridad de otras civilizaciones u otras culturas. Quisiera mencionar otro aspecto que me parece importante en las consideraciones de Norbert Elias acerca del proceso de la civilización. Corresponde a la “naturalidad” (Elias 1987: 57) con la que los términos de civilización y cultura funcionan en el “uso interno de la sociedad a la que pertenecen” (Elias 1987: 57): aquella naturalidad con la que se manejan tácitamente los valores y las valoraciones que dificulta tanto el acceso al significado complejo de este término “a quien no forma parte de las sociedades en cuestión” (Elias 1987: 58). A la inversa, me parece que el orgullo también queda afectado por esta naturalidad en su manejo sobreentendido o tácito, porque él es el que marca la pertenencia a cierta comunidad que difícilmente se logra expresar en palabras y por lo tanto –tal y como sucede con el término de cultura–, no se puede transferir al inglés o al francés (Elias 1987: 58). Porque ¿no contiene el orgullo, cuando no se refiere a alguna realización propia, algo que es difícil de expresar por medio de palabras, aquel je ne sais quoi (véase para ello el estudio de Köhler 1966: 230 ss.) de una historia terminológica de lo incomprensible, que marca un “resto” irracional de importancia, que es inherente a toda afiliación? Aquí me parece que tocamos una problemática central que no solamente afecta la civilización y la cultura, sino sobre todo el orgullo: la pregunta de la traducibilidad, no sólo de textos y libros individuales, sino de culturas enteras. ¿Se puede hablar de una traducibilidad de culturas? Antes que nada debemos hacer hincapié en lo siguiente: la labor de traducir está vinculada de manera fundamental con la convivencia. El dicho del gran escritor brasileño João Guimarães Rosa de que la traducción significa convivencia (“traduzir é conviver”)6 sin lugar a dudas alude directamente a esta relación central entre traslación y convivencia (no solamente) en el ámbito de habla portuguesa. Sin traducción, tanto en la interpre6 Esta cita del autor brasileño extraida de su correspondencia con Curt Meyer-Clason la pone de relieve (Murayani 2010: 123).

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tación terminológica más amplia como también en su sentido literal, es difícil concebir una convivencia entre diferentes culturas. La actividad de la traducción, que en las sociedades actuales muchas veces se considera secundaria y marginal y además por regla general es mal remunerada, desde este punto de vista no arroja una luz muy positiva sobre la importancia que se le da en el sigol xx y principios del xxi a la trascendente dimensión de la convivencia entre las diferentes lenguas y culturas. En su ensayo “Die Übersetzbarkeit der Kulturen” [La traducibilidad de las culturas], producto de una conferencia dictada en el año 1993, el renombrado sociólogo y teórico de las culturas Wolf Lepenies puso de relieve desde la perspectiva europea de que no siempre hubo ese menosprecio (por lo menos relativo) por la labor de traducción – en última instancia porque la traducción, en especial de textos literarios, se consideraba como un quehacer exigente y difícil: Im spanischen siglo d’oro [sic!], dem Goldenen Zeitalter, erlebte die Anerkennung der Übersetzerleistung ihren Höhepunkt: wer einen bedeutenden Text zum ersten Mal ins Spanische übertrug, durfte sich stolz, inventor, Erfinder, nennen (Lepenies 1997: 98). En el siglo d’oro [sic!], la Edad de Oro, el reconocimiento del fruto de la traducción alcanzó su culminación: quien tradujera por primera vez un texto al español, se podía nombrar con orgullo inventor.

L@s innumerables traductor@s podrían y pueden estar orgullos@s aún en la actualidad de sus logros,7 pero: esta forma especial del escribir entre mundos que no se encuentra envuelta en el aura de la autoría, no goza del reconocimiento que le debería corresponder por parte de la sociedad. En sus reflexiones, Wolf Lepenies hizo hincapié con sobrada razón y con miras a la situación específica “en nuestra era de las migraciones, de los contactos culturales y los desplazamientos de las culturas”, de que la meta no es la “compaginación de las culturas”, sino “su traducibilidad esencial y recíproca” (Lepenies 1997: 101).8 Si contemplamos las relaciones universales entre las culturas desde el punto de vista de la traslación y traducibilidad, saltan a la vista las perseverantes asimetrías que han resultado de la milenaria expansión militar, económica, biopolítica y cultural de Europa. Podríamos hablar en términos de Lepenies, de un privilegio de la traducibilidad de ciertas lenguas y naciones 7 Véase para ello el tercer capítulo “Translationen” en Ette (2005: 103-121). 8 [La traducción es literal, RSM]

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europeas, en tanto se toma en consideración el hecho de que ciertas naciones “pudieron obligar a otras culturas a articularse en un idioma foráneo, esto es, servirse de la lengua privilegiada de una potencia superior” (Lepenies 1997: 101). En estas consideraciones tan dilucidadoras me parece muy importante poner de relieve de que no solamente se ha acentuado y se sigue acentuando la problemática de la traducibilidad en el contexto de los procesos diferenciadores y desdiferenciadores en incremento (Lepenies 1997: 109), sino que también se han agravado “las diferencias entre las regiones [die Differenzen zwischen den Regionen] en el plano de la sociedad universal – esto es, la comunidad de estados a nivel mundial (Lepenies 1997: 110). De allí resulta para el autor de Das Ende der Naturgeschichte el siguiente corolario: Das Hauptproblem liegt daher längst nicht mehr darin, wie wir die Annäherung der Kulturen befördern, sondern vielmehr darin, wie wir ihre Differenziertheit bewahren. Als im 18. Jahrhundert sowohl Rousseau wie auch Herder aufriefen, es gäbe in Europa keine Deutschen, Franzosen oder Engländer mehr, sondern nur noch Europäer, da war dies kein Jubelruf sondern ein Wehgeschrei: Der deutsche wie der Franzose [sic!] beklagten die drohende Entdifferenzierung der europäi­ schen Kulturen. Erst seit kurzem wird unser Bewusstsein für die Notwendigkeit geschärft, weltweit die Unterschiede der Kulturen aufrechtzuerhalten und uns zugleich friedlich miteinander zu verständigen (Lepenies 1997: 110). El problema principal, por tanto, ya no radica en la manera en la que fomentamos el acercamiento de las culturas, sino más bien en la forma cómo podemos conservar su diferencia. Cuando en el siglo xviii tanto Rousseau como Herder proclamaron que en Europa ya no había alemanes, o franceses o ingleses sino solamente europeos, no fue un grito de júbilo sino un lamento. El alemán y el francés se quejaban de la amenazante desdiferenciación de las culturas europeas. Apenas desde hace poco se ha aguzado nuestra conciencia por la imperante necesidad de mantener vivas las diferencias entre las culturas alrededor del mundo y asimismo fomentar el entendimiento pacífico.

No soy de la opinión de que en la actualidad haya que “conservar” o “mantener vivas” las diferencias culturales, ya que las culturas son sistemas en alto grado dinámicos y dables al desarrollo, que no se pueden ‘conservar’ o congelar en cierta condición, ni tampoco se les puede manipular paternalistamente desde algún sitio, ni desde los Estados Unidos ni desde Europa. El desafío al que se enfrenta esta nuestra fase de globalización actual, con sus procesos diferenciadores y desdiferenciadores que corren a la par, con la homogenización cultural y la heterogenización transcultural, consiste en crear las condiciones idóneas para una convivencia a escala mundial, que nos permita convivir en paz y conservando la diferencia cultural.

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Es precisamente en este contexto de una convivencia a nivel global, a la que no solamente se aspira sino que es imprescindible para la supervivencia de la humanidad, donde surge la pregunta sobre la traducibilidad de las culturas, a pesar del hecho de que las cuatro fases de la globalización acelerada (véase Ette 2004: 169-184) únicamente han globalizado lenguas occidentales (desde el español, el portugués, pasando por el latín y el francés hasta el inglés) y las ha dotado con privilegios de traslación temporalmente determinados. En el momento en que, partiendo de las famosas premisas acuñadas por Walter Benjamin en su ensayo “Die Aufgabe des Übersetzers” [La tarea del traductor], no veamos el logro esencial del traductor en el hecho de hacer desaparecer las diferencias (culturales, lingüísticas, históricas y sociales) entre el ‘original’ y la ‘traducción’ , sino de llevar y trasladar esta diferencia a la lengua a la que se quiere traducir, entonces surge la posibilidad de reconocer las diferentes lenguas (y culturas) “del mismo modo que los trozos de la vasija puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior” (Benjamin 1971: 139) y evitar así una simple relación de alteridad entre ‘nuestra’ lengua y cultura y las ‘otras’. Una concepción de tal índole parte de una traducibilidad translingüe, que descansa asimismo en la no-disponibilidad en las otras lenguas. Estas reflexiones nos llevan a la terrible conclusión de que no se puede acceder sin dificultad a la lengua y la cultura del otro que tampoco nos son disponibles. La traducción no se convierte en el limpiador que se le aplica a un cristal de ventana que se ha opacado o, mejor dicho, ha sido manchado por las palabras. Tampoco se puede convertir en la portadora de una desdiferenciación y homogenización general y universal. Sin embargo, es la condición esencial para una comunidad, que ya se perfila en la imagen benjaminesca de los trozos de la vasija rota. Allende la asequibilidad y apropiación del otro, la traducción se puede comprender como aquella técnica cultural que nos permite desarrollar técnicas de inclusión específicas que no se dejen someter a la figura pendular de Todorov y no borren la otredad del otro ni en favor de una supuesta identidad ni fijen (por escrito) (fest-schreiben) las diferencias de lenguas y culturas (lo cual inmediatamente se convertiría en relaciones de inferioridad y superioridad). El traducir ensaya y desarrolla posibles potenciales de la convivencia. En este sentido, la verdadera traducción no es lo propio y mucho menos la apropiación del otro, sino más bien algo propio que se presta para el otro o le es afín. En palabras de Benjamin: “Porque en cierto grado todas

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las grandes escrituras, en más alto grado empero las sagradas, contienen entre líneas una traducción virtual” (Benjamin 1971: 143). El orgullo que se siente de la propia escritura por lo tanto ya contiene su propia traducibilidad a otros contextos lingüísticos, históricos, sociales y culturales. Por eso, en el sentido que aquí le da Benjamin, cada lengua y cada cultura –aunque se oriente de la forma más militante en una construcción identitaria exclusiva y excluyente– se convierte en parte de una comunidad universal, precisamente porque guarda en sí su propia traducción y traducibilidad. Sin lugar a dudas, una de las tareas primordiales de la traducción y asimismo de la filología es incrementar la traducibilidad inherente a ellas como un mecanismo de la inclusión, de la formación de comunidades lingüísticas y culturales que se trasciendan a sí mismas. Si trasladamos esto a la diferenciación entre las alocuciones homolingües y heterolingües (homolingual address/heterolingual address) desarrollada por Naoki Sakai (en tanto la primera es “a regime of someone relating herselt or himself to others in enunciation whereby the addresser adopts the position representative of a putatively homogeneous language society” (Sakai 2009: 3 s.) y la segunda desde un inicio enfoca al múltiple y políglota público lector y escuchas) entonces se crea una situación transcultural compleja, en la que se toman en consideración y ‘traslucen’ las diferentes lenguas de una comunidad multilingüe. Las lenguas y las culturas contienen siempre las reglas de su propia traducibilidad y las generan siempre de nuevo en un proceso inconcluso de la convivencia lingüística. Que el fomento y el desarrollo de situaciones de tal índole debe perfilar un modelo de civilización o de cultura, que en el sentido de Norbert Elias no solamente justifique un orgullo productivo de lo logrado y alcanzado, me parece ser una de aquellas “naturalidades” que no obstante tienen que convertirse todavía en naturalidades reales. En este nivel se podría convertir la relación aquí abocetada entre orgullo y convivencia en el desarrollo obligatorio de un orgullo sobre la convivencia.

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II 4. Orgullo por lo difícil de lo poli-lógico

Ya las palabras introductorias de la primera ponencia de las cinco que expondría el poeta, novelista y ensayista cubano más famoso del siglo xx los días 16, 18, 22, 23 y 26 de enero de 1957 en el Centro de Altos Estudios del Instituto Nacional de Cultura con sede en La Habana, tratan de definir aquella categoría que siempre ha sido motivo de crítica en sus textos en prosa y en su poesía, de estructuras tan complejas: lo difícil. Lezama aborda con arrojo el tema de lo que causa esfuerzo: Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad, ¿qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan sólo, en las maternales aguas de lo oscuro? ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica (Lezama 1969: 9). En este íncipit que introduce los textos de las ponencias, que el propio Lezama Lima recoge bajo el título La expresión americana, de una estructura nada sencilla, sale a relucir en el nivel gramatical y estilístico, así como también en el temático y el argumentativo, que lo que destaca en un paisaje es lo que está en movimiento y en devenir y no su composición o estatismo; elementos que gracias a su franqueza y apertura sensual y semántica atraen más al ensayista de Confluencias (Lezama 1988). Pero ¿qué quiere decir con lo difícil, alocución sobre la cual se concentra desde el principio todo el orgullo del ensayista? Precisemos: el poeta se concentra en lo estimulante, en el estímulo que activa el pensamiento y lo pone en movimiento y no se centra en primera instancia en la llegada, en la fijación y determinación (Fest-Stellen). Así, el “conocimiento poético” (Lezama 1988: 116) no es un conocimiento estable, fijo para siempre, sino más bien un entendimiento altamente dinámico, casi un torbellino del saber, que le debe el impulso de movilización a lo difícil. Por eso, se le antepone a las cinco conferencias reunidas en este volumen una alocución móvil e inisitente que nunca llegará a definir la médula del término: sólo lo difícil es estimulante.

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El “conocimiento poético” al que constantemente recurre Lezama Lima, por lo tanto se dejaría comprender más adecuadamente como una forma del conocimiento, que propaga un conocer, sin llegar al término mismo, que se especializa en no estar especializada en ninguna forma del conocimiento. Socava así normas del saber de lo científico, sin excluir sus formas de conocimiento. Porque sus fundamentos se orientan poli-lógicamente en la copresencia y más aún, en la convivencia de las más diversas lógicas: apuntan a una inclusión y no a una exclusión. Para un saber de tal índole es de gran envergadura el tratamiento que Lezama Lima le da al paisaje. Es un paisaje transarchipiélico: islas en el espacio y en el tiempo, unidas globalmente. Este paisaje aparece una y otra vez en las primeras páginas y asimismo en el transcurso de La expresión americana, para conformar un paisaje de la teoría9, que no trata de fijar y sujetar ni la isla de Cuba, ni el continente americano, si las trayectorias históricas, ni su eco desvanecido, la visión histórica. Obviamente este paisaje no se limita a ser el territorio de cierta cultura, de una única cultura. Más bien se deja comprender como el programa generador de lo futuro, como un modelo en constante cambio para crear un pensamiento y una acción que no están sujetos a un sólo punto de vista, sino que encuentra y proyecta prospectivamente y sin cesar nuevos horizontes. En el juego con estos paisajes de la teoría, la literatura resulta ser un espacio experimental de ensayo y también como un espacio dinámico del conocimiento basado en la intuición de que lo pasado apunta prospectivamente y siempre cambiantes perspectivas hacia lo futuro. En tanto se vuelve pensable lo imaginable, lo pensable escribible y lo escribible, publicable le abre tanto a lo vivenciable como a lo vivible nuevos horizontes. Es precisamente aquí, así se podrían interpretar las formulaciones del íncipit, la literatura es una forma en devenir, forma de conocimiento de aquellas formas del conocimiento que se sienten consagrados a la vida y no se encuentran sujetos a una estática rígida de lo territorial. Sin haber ido personalmente a la India o a Egipto, a China o a París, el poeta cubano escribía desde su isla, desde la biblioteca insular de su casa en la calle de Trocadero No. 16210, para colocar lo que él denominaba la “expresión americana” bajo el signo de un orgullo por la multirrelaciona9 En referencia a este concepto véanse el capítulo 1 (dritte Dimension des Reiseberichts), 2 y 11 de (Ette 2001a). 10 Véase para ello el contundente libro de (Ugalde 2011)

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lidad universal. Para el líder del grupo Orígenes, el orgullo por lo difícil no es el orgullo de “lo propio puro” que se ha construido, sino el orgullo que siente el americano por la capacidad de crear una convivencia entre las más disímiles tradiciones y formas de vida culturales. Porque no sólo están presentes de la forma más vital en el cosmos americano en tanto hemisferio unido, el mundo occidental, sino también los mundos africano y asiático. Sin lugar a dudas, se encuentra en la trayectoria de un pensamiento hispanoamericano, que ya se perfilaba en las formulaciones del intelectual y ministro de Educación José Vasconcelos en los años veinte del siglo xx, entanto en el pensamiento del mexicano del otrora país hispano se manifestaba ya una raza cósmica. Ella se encuentra bajo el signo de las cuatro etapas históricas que la anteceden: Tenemos entonces las cuatro etapas y los cuatro troncos: el negro, el indio, el mogol y el blanco. Este último, después de organizarse en Europa, se ha convertido en invasor del mundo, y se ha creído llamado a predominar lo mismo que lo creyeron las razas anteriores, cada una en la época de su poderío. Es claro que el predominio del blanco será también temporal, pero su misión es diferente de la de sus predecesores; su misión es servir de puente. El blanco ha puesto al mundo en situación de que todos los tipos y todas las culturas puedan fundirse. La civilización conquistada por los blancos, organizada por nuestra época, ha puesto las bases materiales y morales para la unión de todos los hombres en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado (Vasconcelos 1992: [fragmento 1925] 88).

Si el orgullo que siente Vasconcelos de poder considerarse un americano en el sentido hemisférico se enfoca hacia la fusión y la aleación de las diferentes “razas” (consideradas como tales desde el punto de vista cultural), entonces Fernando Ortiz, coetáneo y compatriota de Lezama Lima, desarrolla el término “transculturación”, una alocución que nace en oposición al término angloamericano “aculturación” y que no busca una condición estable de esta amalgama. Así, el gran antropólogo cubano afirma en su obra fundamental Contrapunto cubano del tabaco y el azúcar, publicada en 1940 lo siguiente: Hemos escogido el vocablo transculturación para expresar los variadísimos fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones de culturas que aquí se verifican, sin conocer las cuales es imposible entender la evolución del pueblo cubano, así en lo económico como en lo institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los demás aspectos de su vida (Ortiz 1978: 93).

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Por lo tanto, aquí se habla de la complejidad de las formas de vida, que no se podrían comprender utilizando la tesis de la aculturación en tanto asimilación por parte de una cultura guía, sino sólo se puede describir adecuadamente desde la comprensión del movimiento que curza las diferentes culturas. Con el neologismo transculturación, Fernando Ortiz supo llevar a término esta nueva forma de comprensión y asimismo logró crear un fundamento para nuevas formas y normas de vida para la convivencia. Ante este telón de fondo se puede comprender con facilidad de que el antropólogo cubano no quiere describir las formas de vida y de expresión de Cuba como deficitarias o incluso inferiores frente a Europa como, sino que ve en el fenómeno mismo de la transculturación la clave para la comprensión de una cultura de alta complejidad, que no se puede reducir a una procedencia, a una tradición cultural. Dicho de otra manera: el análisis del proceso civilizatorio descrito aquí con cierta profundidad desemboca ineludiblemente en el orgullo que se siente por la complejidad de una cultura que es producto de un cruce o más bien de una convivencia de todas las culturas; una convivencia muchas veces forzada y marcada por las migraciones. Así no sorprende que el último capítulo de su volumen pone de manifiesto el orgullo que siente el cubano, de que el tabaco cubano, resultado concreto de este proceso transcultural, indudablemente es el mejor del mundo (Ortiz 1978: 431). A la vez dice al final de lo que es la parte principal de este contrapunto cubano acerca de la “trinidad” del tabaco, del azúcar y del alcohol: Acaso canten un día los vates del pueblo de Cuba cómo el alcohol heredó del azúcar las virtudes y del tabaco las malicias; cómo del azúcar, que es masa, tiene las energías y del tabaco, que es selecto, la inspiración; cómo el alcohol, hijo de tales padres, es fuego, fuerza, espíritu, embriaguez, pensamiento y acción (Ortiz 1978: 88).

De estos interminables movimientos de cruce por todas las culturas, de la imbricación de todas las culturas se alimenta el conocimiento poético de alguien como José Lezama Lima; un conocimiento que sólo se logra comprender como una configuración transarchipiélica desde el punto de vista de la historia del movimiento y no desde la historia del espacio. Dicha configuración convierte la isla de islas (Ette 2001b: 9-25) en aquel espacio de movimiento al que no se puede inmovilizar. No hay ningún punto fijo en el que se pueda “fest-machen” sujetar este movimiento transhistórico y transcultural, a no ser que fuera en la línea del horizonte: “Dichosos

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los efímeros que podemos contemplar el movimiento como imagen de la eternidad y seguir absortos la parábola de la flecha hasta su enterramiento en la línea del horizonte” (Lezama 1988: 429). La potencia de conocimiento como forma del conocimiento y forma de vida de lo difícil de la que se hace mención en el íncipit del volumen de ensayos, sólo se puede impulsar, si interconecta las más disímiles culturas, tradiciones de pensamiento y de escritura y relaciona la acción inacabable del enarcar –utilizando una vez más una alocución del íncipit– con la dimensión, no únicamente de la convivencia pasada, sino también la futura. En esto radica una buena parte de la programática, así como de la fuerza vital y la capacidad de impacto de La expresión americana. El orgullo, que evidentemente recorre los textos del antropólogo cubano Fernando Ortiz y los del poeta cubano José Lezama Lima, es el orgullo por las posibilidades de una convivencia (seguramente difícil), que no es resultado de una lógica de la exclusión o de la aculturación, sino de una lógica de la inclusión. Ambos son grandes admiradores del poeta, ensayista y revolucionario cubano, José Martí y por tanto se refieren a aquel orgullo al que con tanta elocuencia se alude en el ensayo Nuestra América, publicado el 1 de enero de 1891 en La Revista Ilustrada de Nueva York: Ni, ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas (Martí 1975: 16).

La metafórica de inclusión de Martí, que en los renglones que le siguen se levanta contra el soberbio que se aprovecha de las repúblicas de Nuestra América para su propio bien (Martí 1975: 16), convierte una patria supranacional en objeto de un orgullo que se apoya en los logros del pasado. A su vez se convierte en punto de arranque de un desarrollo libre en la posteridad, que tiene como meta la unidad en la multiplicidad, ya que habla en plural de nuestra, y en singular de América. Fernando Ortiz y quizás con mayor ímpetu, José Lezama Lima, le otorgaron a este pensamiento una multidimensionalidad transcultural y mundial, en la que se apoya el orgullo por un proceso civilizatorio que apunta hacia lo venidero, el tiempo futuro. Y aquí no se hace referencia al “continente del futuro” de Hegel. Así, en el último ensayo de La expresión americana se encuentra aquella risa abismal, con la que se mofa el pensador cubano de Hegel y su retórica

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de la exclusión y, como él mismo confiesa lo hace con el “propósito de burlarlo” (Lezama 1969: 177). En su Philosophie der Weltgeschichte, Hegel sólo tomó en consideración al criollo blanco (Lezama 1969: 178) y desdeñó completamente el “continente negro”, ya que lo estimaba incapaz de cualquier progreso y formación (Lezama 1969: 179). Lezama Lima pudo librarse de semejantes concepciones en su balance crítico al referirse a la expresión americana: “Bastará para refutarlo, aquella épia culminación del barroco en el Aleijandinho, con su síntesis de lo negro y de lo hispánico.” (Lezama 1969: 179) ¿Por qué aparece aquí de pronto la alusión a aquel artista que tanto tiempo había pasado desapercibido, quien en Brasil había creado una visión transcultural del barroco? No es casualidad, que el punto de vista del Señor Barroco11 quien, como representante del barroco americano siempre ha encarnado la diversidad de los mundos con sus simultáneas (aunque asimétricas) relaciones de intercambio y transferencia, se convierta aquí en el crucero para el orgullo del americano por sus propias tradiciones transareales, que se han podido desarrollar en su existencia autónoma, trascendiendo en mucho las ficciones hegemoniales europeas de procedencia hegeliana y posthegeliana. En el barroco hispano-americano, según el impulsor de esta estética neobarroca, llegó a darse aquella forma densificada de la convivencia entre las diferentes tradiciones culturales que desembocó en una productividad artística tanto en la arquitectura como en la escultura, en la pintura y en la literatura tan descomunal, que hay pocas épocas que puedan competir con ella. En Lezama Lima, la expresión americana sigue precisamente esta lógica de la inclusión y apunta hacia una convivencia en el futuro bajo el signo de lo poli-lógico. Que un procedimiento de tal índole, una lógica de lo polilógico se iba a considerar complicada y díficil de comprender, sólo iba a ser un estímulo para el orgullo de Lezama Lima de seguir adelantando en lo difícil.

5. Orgullo por la inclusión o por la exclusión

Después de que la historia permaneciera hasta mediados de los años 80 en el “estado cristalino de la “posthistoria””, en el que parecían agotadas 11 Véase para ello el segundo ensayo en La expresión americana, “La curiosidad barroca”.

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todas las posibilidades, congeladas todas las alternativas, a finales de los 80 había “entrado de nuevo en movimiento” o, como lo comentara casi con júbilo Jürgen Habermas: “se ha acelerado, ha llegado incluso a recalentarse” (Habermas [1990] 1992: 632).12 En esta situación histórica, en la que da principio la cuarta fase de globalización acelerada que, ante el telón de fondo de la caída del muro y las corrientes masivas de migraciones planteaba nuevos desafíos a la unificación de Europa y a la convivencia, el filósofo alemán comenzó a sopesar las posibilidades y alternativas que se le presentaban y que irían a ser importantes para el postrer desarrollo de la Comunidad Europea o la Unión Europea. Después de una somera revisión crítica del devenir histórico del término “nación” llegó a una proposición que iba a ser motivo de discusiones críticas: Sin embargo, el ejemplo de sociedades multiculturales como Suiza y los EEUU, muestra que una cultura política en la que arraiguen los principios constitucionales no tiene por qué apoyarse sobre su origen étnico, lingüístico y cultural común a todos los ciudadanos. Una cultura política liberal constituye sólo el denominador común de un patriotismo constitucional que agudiza el sentido de la multiplicidad y de la integridad de las formas de vida coexistentes en una sociedad multicultural (Habermas [1990] 1992: 642).

Aunque no se esté de acuerdo aquí con los términos y definiciones utilizados en relación con lo “multicultural” o con la “identidad nacional”, es provechosa la dirección encauzada, en tanto se buscan nuevos fundamentos y razonamientos para una sociedad que no se apoya en ninguna unidad étnica, lingüística y cultural, y esta reorientación era y seguirá siendo necesaria para el desarrollo de una comunidad supranacional en Europa. ¿En qué puntos de referencia, qué valores puede o se debe orientar el futuro camino de Europa? ¿Cómo se le podría “prestar un alma a Europa”, usando términos que se oyen con frecuencia en la actualidad? En el debate político en torno a la alocución del patriotismo constitucional se ha luchado, tomando como base los argumentos de Dolf Stern­ berger, en qué medida se trataba aquí del procesamiento de una pérdida – de una renuncia de una unidad para mantener la libertad (Fuhr 2007:

12 Traducción extraida del texto de una conferencia impartida en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid), traducida por Francisco Colom González. Ciudadanía e identidad nacional. Reflexiones sobre el futuro europeo. (20.06.2011).

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5).13 En el contexto de estas discusiones se podría comprender la interpretación de Jürgen Habermas sobre el patriotismo de hecho como una “promisión política derivada del hundimiento del estado nacional alemán” (Fuhr 2007: 5), en tanto Auschwitz se convierte en “fuente negativa de una autoconciencia alemana postnacional e incluso antinacional, de una identidad que también podría revestirse de orgullo” (Fuhr 2007: 5). Sin duda: la autoconciencia en Norbert Elias (Elias 1987: 57) y también en Jürgen Habermas guarda en sí una clara semántica del orgullo, aunque por motivos históricos no se nombra ni se descubre. Una mirada a la hitoria de la terminología (Thurnherr 1998: línea 201) nos devela que autoconciencia y orgullo mantienen una gran cercanía semántica el uno del otro. Independientemente de si es acertada la opinión según la cual la consideración habermasiana en torno al patriotismo constitucional se ha convertido “indefectiblemente” en “la característica del estilo intelectual imperante en la República Federal Alemana de los 80” (Fuhr 2007: 6), me parece básico el hecho de que la autoconciencia propagada con tanta contundencia por Habermas siempre apunta a una acción, a una configuración de futuro, tal y como resalta en sus reflexiones de 1990 en torno a “ciudadanía e identidad nacional”. En el centro se encuentra la conformación de una autoconcepción político-cultural: Para ello se precisa menos la certidumbre sobre un origen común en el medioevo europeo que una nueva conciencia política que se corresponda con el papel de Europa en el mundo del siglo xxi. La historia mundial sólo ha concedido hasta ahora a los imperios en ascenso o en decadencia una sola oportunidad. Esto ha sido así tanto en el caso de los imperios del Mundo Antiguo como en el de los estados modernos (Portugal, España, Inglaterra, Francia y Rusia). Como excepción a la regla, Europa tiene ahora en su conjunto una segunda oportunidad que, obviamente, no podrá ser ya utilizada al estilo de la vieja política del poder, sino sólo desde las renovadas premisas de la comprensión y del aprendizaje de otras culturas (Habermas [1990] 1992: 651). El juego semántico con los términos autocomprensión (Selbstverständnis), autocerteza (Selbstvergewisserung) y autoconciencia (Selbstbewusstsein) lleva aquí a la formulación de un análisis prospectivo, una esperanza, en la que la segunda oportunidad no-imperialista descansa en una doble inclusión: en una unión que integra los “viejos” estados nacionales euro13 Le agradezco una vez más a Anne Kraume por haberme facilitado el dato.

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peos y una concepción que se apoya en las experiencias de otras culturas para incluirlas en una Europa polimorfa y –apoyándonos en lo dicho por Fernando Ortiz– transcultural. Asimismo resuena en esta proclamada autoconciencia la dimensión del orgullo que aparece en otra cita de Habermas (Fuhr 2007: 6). Según mi opinión, aquí será importante rellenar y reorientar el ‘invento’ y el contenido semántico del término “patriotismo constitucional”. Me parece que tanto aquí como también en Norbert Elias se puede más que sólo vislumbrar una dimensión del orgullo, que hasta ahora no ha jugado un papel importante en la historia de la terminología y en la discusión. Los ‘hallazgos’ semánticos en los matices de significación de una historia del término ‘orgullo’, no solamente podrán ser complementados por medio de innovativos ‘inventos’, sino asimismo modificados – también en el sentido de una filología prospectiva a la que ya no importa la calamitosa diferenciación realizada por Charles Percy Snow entre las Two Cultures, al considerar las ciencias naturales para lo venidero y las ciencias filosóficas y culturales para lo pasado.14 Porque de lo que se trata es de la dimensión del futuro, de lo prospectivo. Si Jürgen Habermas al final de sus reflexiones se refiere a que allende “la caravana del chovinismo del bienestar” (Habermas [1990] 1992: 659) se está perfilando ya el camino hacia un “estatus cosmopolita”, que “ya hoy se configura en las comunicaciones políticas a nivel mundial” (Habermas [1990] 1992: 659) entonces se hace patente con toda cotundencia que en este sitio la perspectiva histórica se abre hacia lo históricamente prospectivo, para poder confeccionar el futuro bajo el signo de un orgullo consciente de sus potenciales. Ahora bien, tal remodelación del término “orgullo” se topa con dos problemas: por un lado, la vectoricidad temporal interior del orgullo es retrospectiva y remite al orgullo por haber logrado algo en el pasado remoto o cercano o algo que nos ha venido desde la historia; y por otro lado, que en esta terminología predominan no tanto los mecanismos de inclusión como más bien los de exclusión. Para ello daremos un breve ejemplo. Hans Ulrich Gumbrecht remite en sus reflexiones en torno al orgullo y los límites de lo tolerable, que orgullo es una palabra “de poco uso” y allí donde aparece, suena “desmedido, pretencioso y muy conservador” 14 En cuanto a las perspectivas de una filología prospectiva véase el capítulo introductorio en (Ette 2010).

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(Gumbrecht 2007: 681). Ante el telón de fondo de una “historia de la terminología pobre en momentos de cambio interesantes” Gumbrecht hace hincapié en “un aspecto más bien sorprendente” que algunas palabras más adelante se condensa en una definición: “El orgullo surge reactivamente, el orgullo surge a raíz de las provocaciones y las exigencias de un poder jerarquicamente superior” (Gumbrecht 2007: 681). ¿Qué significa esto? Aparte de que el romanista, que lleva casi dos décadas enseñando en los Estados Unidos, incluyera esta disposición en el texto en forma de pretexto para darle forma a la anécdota autobiográfica que le sigue, esta formulación no solamente es interesante porque define el orgullo como categoría de una convivencia bajo el signo de relaciones asimétricas de poder, sino también porque esta conflictividad reactiva del orgullo –que obviamente está lejos de cubrir todo el espectro significativo del término– dota el punto de vista retrospectivo con una lógica que margina y excluye al otro. La historia de Caín y Abel, que Gumbrecht toma como ejemplo explicativo muestra, cuan homicida puede terminar esta variante del orgullo que enfoca en su ensayo. En dimensiones un poco más modestas que en el Viejo Testamento se mueve el orgullo de forma reactiva, por ejemplo, cuando las exigencias no vienen de Dios, sino del poder o de la sociedad que ofensivamente se acerca con ellas al individuo. En el ejemplo que da Gumbrecht sucede cuando el recargo de solidaridad se le sigue cobrando a aquellos que ya no pertenecen a la comunidad solidaria de la República Federal de Alemania (Gumbrecht 2007: 687), o cuando “los fumadores naturalmente tienen que tomar en consideración y respetar a los no fumadores, los sanos a los enfermos, los dotados a los menos dotados” (Gumbrecht 2007: 688). El escenario del terror se va extendiendo, porque “desde hace mucho ha empezado a imponerse esta mentalidad en las dimensiones transnacionales y transculturales” (Gumbrecht 2007: 688). La presión “de estar siempre abiertos para los más variados fenómenos y exigencias de la alteridad” (Gumbrecht 2007: 690) ha aumentado considerablemente. En el fondo, prosigue Gumbrecht, sus reflexiones solo pretenden “evidenciar la potencia del orgullo como un dispositivo, por medio del cual, desde la perspectiva individual, se puedan mantener a distancia las exigencias externas” (Gumbrecht 2007: 690). Así, el orgullo ha sido modelado como categoría de la convivencia, aunque de una convivencia que bajo la presión de las llamadas exigencias exteriores y bajo el signo de lo reacivo, fortalece el derecho del individuo a

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sustraerse no solamente a intervenciones en la esfera privada, sino también a obligaciones de solidaridad social legitimadas democráticamente. La “reactivación de una postura y de un valor que tuvieron su auge en los siglos premodernos y de la temprana modernidad” (Gumbrecht 2007: 690), practicada aquí con cierto cinismo, apunta hacia la construcción de un orgullo –esto lo ponen de relieve los ejemplos expuestos en el ensayo de tinte provocador– que se opone a cualquier formación de comunidades solidarias, que pretenden incluir a los discapacitados en la sociedad, integrar a los menos dotados en una comunidad de aprendizaje, aceptar estados menos ricos en una comunidad de estados. No importa tanto si consideramos conservador o no tal interpretación del término orgullo (Gumbrecht 2007: 690), porque aquí el orgullo se vincula con aquella mentalidad, para la que Jürgen Habermas logró encontrar esta bella fórmula de la “caravana del chovinismo del bienestar” (Habermas [1990] 1992: 659) – precisamente el orgullo por las posesiones y pertenencias.

6. Orgullo por la convivencia como valor nuevo

Cuando me preguntaron si quería participar en una conferencia sobre el orgullo, en el contexto de ‘las políticas de la crítica’, primero revisé mis apuntes en busca de notas que en algún momento hubiera hecho sobre el tema. No lo había hecho. ¿No probaba esto lo dicho por Hans Ulrich Gumbrecht, de que el orgullo era una postura perteneciente al pre- o el temprano modernismo y por ende representaba un valor cuyo auge ya había pasado? No comparto esta opinión. Al contrario: podría tener delante de sí sus mejores tiempos, aunque ya no de aquel modo que hasta ahora había predominado y que descansaba en los mecanismos de exclusión de los más diferentes tintes – ya sea aquellos de la procedencia noble, del nivel, del sueldo más alto, la afiliación a la única religión que causa dicha, la pertenencia a un continente ‘civilizado’ o cualquier otro tipo de distinción. Esta clase de orgullo nunca se terminará, pero tampoco hay bases en ella para el futuro. En sus reflexiones en torno al orgullo del escritor, Roland Barthes encontró una fórmula sencilla como respuesta a la pregunta de qué es lo que se entiende por orgullo, en su cátedra acerca de La Préparation du roman el

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15 de diciembre de 1979: el orgullo (l’orgueil) es un “vieux mot, mais pas forcément vieille chose” (Barthes 2003: 223). Sin embargo, no se podría decir del orgullo, lo que Barthes sostenía acerca del discurso amoroso al principio de sus Fragments d’un discours amoureux: “que le discours amoureux est aujourd’hui d’une extrême solitude” (Barthes 1995: 459). Esto no tiene nada que ver con la circunstancia de que no es tan infrecuente el uso del lexema “orgullo” ya sea como sustantivo o como adjetivo: que uno a veces se sienta orgulloso a finales del año por lo que se ha logrado, que los padres generalmente están orgullosos de sus hijos y que uno, después de las peores derrotas se pueda retraer al último rincón de la propia dignidad y formular, de que al fin y al cabo uno también tiene su orgullo. Asimismo, el discurso político se sirve de este vocablo, aunque en Alemania hay motivos históricos que han llevado a que por mucho tiempo se usara el término con cautela y moderación. El lexema ‘orgullo’ seguramente no es ubicuo, aparece en el uso cotidiano con más frecuencia de lo que se cree – también en Alemania. Aquí, las llamadas de atención de partes políticamente interesadas, de sentirse orgulloso de ser alemán tienen como modelo otros países en los que, como por ejemplo en Francia o Suiza, en España o en los Estados Unidos, hay un profundo orgullo nacional. Un vínculo típico entre un latente orgullo nacional y un orgullo agudo a raíz de un gran logro se dio por motivo de la salvación de los 33 mineros que el 13 de octubre de 2010, bajo circunstancias extemas y la presencia masiva de la prensa internacional fueron devueltos a la superficie. Al lado de este movimiento hubo una enorme ola de orgullo que pasó por un país que políticamente está muy dividido; una ola que creció tanto en la prensa chilena que podía dar miedo.15 Aún en el discurso del presidente Piñera con motivo de la 65. Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York poco tiempo después, no podían faltar las alusiones al orgullo chileno. El acento enfático puesto 15 Le agradezco a Leonor Abujatum la recopilación de las citas extraidas de la avalancha de formas de expresión del orgullo en la prensa chilena. Por ejemplo en El Mercurio (Santiago de Chile) encontramos una notable aglomeración de expresiones como “orgullo nacional”, “orgullo por el paisaje”, “orgullo por la patria” o “Chile un país orgulloso de sí mismo” o asimismo “orgullo patrio” etc. En un estudio de Visión Humana encontramos bajo el rubro “Mirémonos: saber como somos” una investigación, en la que se le hace una encuesta a diferentes grupos de personas sobre sus sentimientos de ‘orgullo’, ‘alegría’ u ‘optimismo’. Se pudo comprobar que el grupo de personas entre 45 y 54 años de edad era el que más orgullo sentían, seguido del 92,4% del grupo de personas entre 65 y 80 años, mientras ‘sólo’ un 79,8% de los jóvenes entre 15 y 24 años sentían orgullo.

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en el convencimiento de que “los chilenos se sentían muy orgullosos de ser una nación multicultural” se relativizó ante el telón de fondo de las continuas huelgas de hambre de 34 indios mapuche, que protestan en contra de la sistemática discriminación de su pueblo y su cultura, gracias a la declaración (aunque referida al pasado) de “que por siglos no hemos dado a nuestros pueblos originarios las verdaderas oportunidades que ellos merecen y necesitan”.16 Un orgullo nacional de sencilla manipulación por parte de la política, por momentos puede poner en segundo plano las deficiencias, por ejemplo en la convivencia, pero no las puede desatender perennemente o contribuir a la solución de conflictos. Así como hay un discurso del amor, seguramente hay un discurso del orgullo, cuyas figuras y coreografías se tambalean con la misma intensidad como la desdiferenciación y el cambio de significado de diversos lexemas de un mismo campo semántico. Se puede hablar aquí sin lugar a dudas de diferentes culturas del orgullo. Si cada una de las historias de la terminología es un proceso de traducción, entonces cada modificación semántica marca una traducción a un contexto lingüístico e histórico cambiado. A las traducciones intralingües entre diferentes lexemas de una misma lengua se les aúnan –tal y como lo muestra desde un inicio la historia de la terminología (Thurnherr 1998: línea 201)– procesos de traslación interlingües entre diferentes lenguas, que en la actualidad se les añaden fenómenos de traducción translingües, esto es, que cruzan las lenguas individuales. Igualmente, las formas colectivas del orgullo son muchas veces expresión de una política de identidad y sirven para modelar o modificar las identidades nacionales, que en general (el ejemplo chileno es uno entre muchos) manejan mecanismos de exclusión ocultos, por decirlo así, ‘debajo’ de los mecanismos de inclusión. El orgullo nacional es una marca importante en el juego de las fuerzas políticas. El mordaz comentario en los Aphorismen zur Lebensweisheit, de que el orgullo nacional era el sustituto barato para todos aquellos que “nada tienen de qué enorgullecerse” (citado según Thurnherr 1998: línea 205), pone de manifiesto, que el término habermasiano de patriotismo constitucional es el intento de buscar una solución a un problema que no ha surgido solo a partir del siglo xx. No obstante, se trata de una respuesta que debería completarse, corregirse

16 Citado según El Observatodo  (12.08.2015).

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o transformarse si se apuntase directamente hacia el problema de la convivencia. Sin embargo, en este contexto surgen dos interrogantes, a saber, si es por un lado posible, y por el otro, si se desea pensar el orgullo en relación con la convivencia como un término del futuro y más aún, como una fuerza prospectiva. El orgullo no se logra comprender solamente desde la perspectiva de la emoción: sería más adecuado considerarla como una fuerza y más todavía, como una fuerza vital. En el intento por encontrar una respuesta habría que tomar no sólo en cuenta que el orgullo en su calidad de figura pendular es un término del movimiento, sino además preguntar qué vectoricidad temporal está inscrita en esta alocución, porque a diferencia del miedo, que como miedo de algo apunta desde el presente hacia el futuro, y a diferencia del amor y del odio, que seguramente se enfocan más hacia el presente; el orgullo en su forma de orgullo de algo viene acompañado de un componente elemental retrospectiva, orientado en el pasado aunque se extienda hasta el presente. Pero, ¿se podrá implantar o sacarle algún provecho a una orientación prospectiva al orgullo o, dicho de otra manera: ¿se podría convertir el orgullo en una fuerza, en el sentido de una “estética de la fuerza” que fuera capaz de cumplir, en su calidad de “enseñanza de la naturaleza del ser humano” esta naturaleza estética “en la diferencia, a la cultura de sus prácticas adquirida por medio del ejercicio” (Menke 2008: 9)? Y finalmente: ¿se podría convertir el orgullo visto de esta forma en una fuerza vital elemental del hombre, en una fuerza que, gracias a la configuración de la convivencia le abra el camino futuro a una convivencia en paz y diferencia? Recapitulemos: el orgullo se identifica como una figura pendular, porque acciona en él un estímulo que, –como lo vimos en José Lezama Lima– se pone en movimiento casi como fuerza impulsora. Gracias a que se puede comprobar la presencia de esta figura pendular en todas las historias terminológicas –esto es, en el nivel de lo semánticamente hallado, del ‘hallazgo’–, se ha inducido una dinámica del término, por lo que los opuestos en sus campos de fuerza se rozan, chocan uno contra otro y por tanto se movilizan. Así se logran perfilar campos de tensión y de conflictos a lo largo de la historia terminológica, que son capaces de traducir, en su calidad de espacios de negociación de la convivencia, la intermediación de lo individual y de lo social en cierta vivencia y cierta actitud. El orgullo es capaz de poner algo en movimiento, pero también –tal y como lo vimos en Ortega y Gasset– inmovilizar a nivel individual y social. Para lograr una

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redefinición prospectiva del término, el hallazgo tiene que ir acompañado de un invento o reinvento del término, que nos permitiera fecundizar el orgullo en su calidad de fuerza vital prospectiva de la convivencia para los procesos culturales, sociales y políticos. El punto de partida para un reinvento de tal índole podría ser que el orgullo en relación con la convivencia pueda desarrollar no solamente una vectoricidad retrospectiva sino también prospectiva. En su discurso de agradecimiento en Estocolmo, Mario Vargas Llosa, el nobel de 2010 oriundo de Arequipa no sólo puso de relieve el orgullo por motivo del homenaje, sino también por su origen o, mejor dicho: sus orígenes: A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas! (Vargas Llosa 2010: 6).

La convivencia de todo este mundo de culturas que se entrecruzan en el Perú sin fusionar en una cultura guía fue todo menos pacífica durante largos períodos de la historia y aún en la actualidad sigue siendo muy problemática, pero el párrafo expuesto contiene un homenaje del orgullo que no se enfoca a una identidad, sino al cruce transcultural de todas las identidades – un orgullo por la presencia de una convivencia, que es el resultado heterogéneo de los procesos históricos de la transculturación. La posición que representa el novelista peruano –y aquí podríamos encontrar muchos elementos coumnes con Amin Maalouf– es antagónica a un orgullo que cree poder recurrir a una unidad, a una sola procedencia o fuente, para poder aprovechar esta aparente identidad fundamental ““qui est souvent religieuse ou nationale ou raciale ou ethnique” para vivirla “fiérement á la face des autres” (Maalouf 1998: 9). Sin embargo, las identidades de tal índole no descansan en mecanismos de inclusión, como los que desarrolla Vargas Llosa en el párrafo citado, sino más bien en mecanismos

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de exclusión que con frecuencia tienen rasgos homicidas y por tanto se pueden convertir en identités meurtrières. En una carta dirigida a su ex-esposa Friederike, Stefan Zweig le escribió en septiembre de 1941 desde Brasil y unos cuantos meses antes de que se suicidara en éste, su último país de exilio, que su libro Brasilien: Ein Land der Zukunft, publicado ese año en seis diferentes lenguas, no tuvo la aceptación entusiasta que él había esperado en el país de acogida: ellos aman de su país precisamente aquellas cosas que no nos gustan y sienten más orgullo por las fábricas y los cines que por el maravilloso colorido y naturalidad de la vida.” (Zweig 2005: 313).17 Pese a todas las reservas que con toda razón se puedan tener con relación al libro sobre el Brasil de Stefan Zweig, me parece elucidador el llamado de una civilización del futuro en el Nuevo Mundo que, ante el telón de fondo de la barbarie nacional-socialista en el Viejo Mundo se formula como una crítica a un orgullo que se orienta únicamente hacia los emblemas de una modernidad (europea) y donde los brasileños no toman en consideración los aspectos enfocados hacia la vida y la convivencia de la variedad de personas como una dimensión maravillosa – en la que sigue presente lo merveilleux de los descubridores y conquistadores europeos. Pero era precisamente esto en lo que Stefan Zweig veía aquel aspecto futuro en el que debería orientarse el orgullo de los brasileños y no en el orgullo por una técnica como la que representaba ejemplarmente la Alemania nacional-socialista con sus fábricas y sus semanarios. La renovada perspectivación que trasluce aquí se podría considerar como un orgullo por la convivencia. Si Brasil era para Stefan Zweig un país del futuro, entonces no lo era en el sentido hegeliano, sino porque albergaba la promesa de un mundo futuro de la convivencia. Un orgullo por la convivencia de esta forma abocetado es, como un impulso, como un estímulo, un valor que promueve la convivencia e incluso se puede considerar una fuerza de cambio de la sociedad y promotora de la comunidad en el sentido que se le perfiló con anterioridad. La aceptación de Habermas, que Europa puede tener una segunda oportunidad sólo en la medida en que se despida de su pasado imperial y comience a aprender de las otras culturas podría encontrar su fuerza impulsora en aquella figura pendular del orgullo, de la que ya Voltaire hablaba en su artículo de la Encyclopédie y donde resaltaba, que ya los matices más insignificantes 17 Véase para ello el estudio de (Muranyi 2010: 84)

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en el uso de este término podría ser esencial para una comprensión ya sea positiva o negativa (Thurnherr 1998: línea 202): precisamente entonces, cuando el orgullo se vincule con la convivencia. Seguramente se podrá encontrar en el orgullo por una convivencia aquel aguijón de un riesgo potencial, que llevaría a cabo en el orgullo una inmovilización y una cerrazón ante todo lo ajeno, todo lo nuevo, tal y como lo vieron José Ortega y Gasset o Fernando Díaz-Plaja. Esto no se debe sólo al hecho de que el orgullo es una cuestión de matices y dosificaciones – como vimos al principio del ensayo. Porque el orgullo por una convivencia siempre tiene inscrito la advertencia de no reposar y sentirse seguro en la retrospectiva de lo logrado, así como la traducibilidad de las culturas no se puede pensar como un proceso que se puede concluir en cierto momento, que puede conservar de una vez por todas la diferencia entre las culturas. Un orgullo inmovilizado puede llegar en cualquier momento hacia aquella figura pendular de Todorov, que oscila entre una negación y una negativización del otro. Es precisamente en este sentido en que el orgullo por una convivencia no sólo es un término del movimiento sino también un término de horizonte, que para algunos puede parecer una utopía inútil en tiempos en los que con toda tranquilidad estamos volviendo de una posible transculturación a una aculturación, en la que una cultura guía peculiarmente in-movilizada (fest-gestellt) se quiere propagar de aquella manera en la que una sociedad medialmente “sarrazinada”18 cree poder deducir de las irresponsables tesis de Samuel Huntington del llamado “choque de civilizaciones”. Para una comprensión de nuestro tiempo, que en el sentido que le diera Friedrich Nietzsche trata de sacarle algo futuro a lo que aparentemente no va acorde con el tiempo, el orgullo por la convivencia sería un término de horizonte que se enfrenta a los retos que le esperan a la humanidad del siglo xxi: aquellos desafíos de convivir en paz y diferencia. Las literaturas del mundo (universales) despliegan ante nosotros, con su saber con/vivir continuado a lo largo de los milenios y cruzando las más 18 Muy acertada fue la confrontación que realizó Jakob Augstein en su contribución sobre el llamado debate sobre el exitoso libro escrito por el ex-ministro de finanzas de Berlín, llamándolo un “libro de la perfidia” en contraposición al tan exitoso libro de Indignez-vous! de Stéphane Hessel, un superiviente del campo de concentración de Buchenwald, tildándolo como “Libro de la esperanza”, un libro que acompañaba una discusión similar en Francia y los vinculó con la alusión a la importancia del orgullo “en la vida de las naciones”. Véase Augstein, Jakob: “Im Land der Niedertracht”. En: Spiegel Online (13.1.2011), (12.08.2015).

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diversas culturas, el espacio de experimentación y ejercicio para aquellas formas y normas de vida para la convivencia, que ponen a la disposición un saber prospectivo para el futuro en la traducción de lo imaginable en lo pensable, de lo pensable en lo escribible y de lo escribible en lo legible. Depende de nosotros si queremos tornar el orgullo por la convivencia, que ha encontrado su expresión vital densificada en el saber de vida de la literatura, en fuerza para lo venidero. Traducción: Rosa María S. de Maihold

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De la mimesis y el control del imaginario Luiz Costa Lima

Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro

Los temas que discutiré aquí han ocupado mi pensamiento por más de 20 años, aunque no todos pueden ser abordados aquí. Por el contrario, este ensayo sólo se referirá a tres de ellos: (1) el intento de repensar la noción de la mimesis; (2) de forma paralela a este repensar, la idea de lo que he llamado el control del imaginario; y (3) el problema de la ficción. Espero ser capaz de mostrar que este grupo inicial de tres principios están interrelacionados, de tal modo que el segundo –la idea del control– es una consecuencia del repensar la mimesis; que el problema de la ficción proviene de la idea del control de lo imaginario y, más aún, que esto permite una nueva apreciación del concepto de mimesis. Será a partir de estas consideraciones que el problema de la ficcionalidad requerirá de una divisón adicional: por un lado, la ficción interna o literaria y, por la otra, la ficción externa. Esto, por su parte, nos permitirá considerar: (4) la relación entre la ficción (interna o literaria) y la poesía, que nos revelará una nueva forma de mimesis que no se basa en la descripción de un estado, sino que acentúa su procesualidad; y (5) los límites de la ficción (externa), un análisis que nos requerirá considerar la idea de la pan-ficcionalidad – creadora de los valores sobre los que se funda una sociedad o una cultura, así como de los discursos dominantes que legitiman la aplicación de estos valores como un estándar de verificación.

1. Repensando la mimesis

Es inútil reafirmar una vez más que la mimesis fue la primera gran teoría creada por y para las artes de la antigua Grecia. La idea griega de la téchné no calza con nuestra idea moderna del arte, y por lo mismo, se pensó que la mimesis estaba asociada con ciertos tipos de objetos que para nuestro entendimiento hoy resultan objetos artísticos y no técnicos. Tampoco necesitamos reexaminar en profundidad la oposición entre Platón y su gran

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discípulo Aristóteles. Basta decir que para el primero, los mimemata, es decir, los productos de la mimesis, poseen un estatuto inferior, ya que se subordinan al objeto material al que pretenden imitar y, por lo tanto, se subsumen a lo que sería el único y real interés del conocimiento, la idea (platónica). Consecuencia de esta inferioridad de la mimesis es que sus productos no tenían lugar en la república ideal de Platón, excepto como una especie de reforzamiento verbal o iconico del poder de sus gobernantes y/o como entretenimiento para sus ciudadanos. En la Poética de Aristóteles, sin embargo, nos encontramos en muchas ocasiones con el caso contrario. Aristóteles no sólo caracteriza al hombre mediante la mimesis –“El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez [...] y también el que todos disfruten con las obras de imitación.” (Aristóteles 1974: 135-136) [Capítulo 4 1448b5-b10]–, sino también considera a la metáfora como el recurso más importante del habla – “lo único que no se puede tomar de otro” [Capítulo 1459 a5-a10] (214). En efecto, su afirmación fundamental es que la “la poesía es más filosófica y elevada que la historia” (158) [Capítulo 9 1451 b5-b10]. A pesar de que es común la queja de que Aristóteles no proveyó una definición precisa de aquello que él consideraba ser el fenómeno de la mimesis, tal como no proveerá una descripción directa de conceptos fundamentales como la catharsis –lo que ha hecho que algunos conjeturen que la obra ha llegado a nosotros sólo de manera fragmentaria–, el hecho es que el interés intelectual en la Poética ha permanecido constante desde su redescubrimiento en el Renacimiento por la inaugural Poetica d’Aristotele vulgarizzata et sposta (1570) de Lodovico Castelvetro, hasta los recientes y sustanciales comentarios en francés (por Rosely Dupont-Roc y Jean Lallo), en inglés (por Stephen Halliwell) y en alemán (por Arbogast Schmitt). Este continuo interés en la mimesis nos parecería extraño si consideraramos sólo un punto esencial: que, al menos desde Horacio (65 a.C - 8 d.C), la mimesis, comprendida como imitatio, se convirtió en la propiedad principal de la poesía. Cuando Horacio dice en su Ars poetica que “Ficta voluptatis causa sint proxima ueris” [“Las cosas inventadas (o fabulosas) son más cercanas a la verdad”] (Halliwell 1986: 298), transmuta la verosimilitud (o probabilidad) aristotélica en proxima veris (más cercano a la verdad); al hacer esto, como lo observa Stephen Halliwell, Horacio introduce “una noción que... no tiene ninguna relevancia esencial para la estructura artística como tal” (Halliwell 1986: 298).

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¿Cuál es la consecuencia de esta modificación radical? Al ser llevada más cerca de la verdad, la mimesis comienza a adoptar a su vez una tendencia más filosófica. Desde la Antigüedad, sin embargo, el arte ha mostrado una resistencia peculiar al imperativo filosófico y, por otra parte, los romanos no compartían la propensión de los griegos por la especulación filosófica. Por lo mismo, con el fin de aproximar a la verdad el producto de la mimesis, fue necesario subsumir al arte a los preceptos retóricos. No es casualidad que en su vertiente romana, la retórica perdiera el carácter reflexivo que tenía en su tratamiento aristotélico; a partir de De Institutione Oratoria de Quintiliano en el siglo I d.C, la retórica se transforma sustancialmente en una descripción sistemática de procedimeintos estilísticos –las así llamadas figuras del habla– que los oradores y escritores habían de seguir. En la medida en que no es la intención de este ensayo proveer una cabal historia de la mimesis, podemos dejar de lado la contribución bizantina a este problema. En su lugar, bastará decir que desde que los romanos privilegiaran la retórica y hasta los poetólogos del Renacimiento, la mimesis en cuanto imitatio fue la preocupación central de los poetas y pintores. Con esto, no queremos sugerir que este prestigio de la imitatio carezca de interés o que persistió sin experimentar cambios internos. Sin embargo, para el propósito de la presente discusión, sólo necesitamos recordar que Castelvetro no siguió la alabanza de la poesía hecha por Aristóteles, sino que además invirtió su posición con respecto a la historia. Puesto que la poesía –y en especial el género renacentista par excellence, la épica– debía pretender una obediencia ante la verdad histórica. En breve: desde los tiempos de Horacio, pasando por los múltiples poetólogos del Renacimiento, del Manierismo y del Barroco, hasta llegar a las últimas décadas del siglo xviii, la imitatio fue la mot d’ordre y resultó sin lugar a dudas muy dañina para numerosos poetas y pintores. La opresión ejercida por el precepto de la imitatio sólo se vió interrumpida por la primera manifestación del Romanticismo en el siglo xix – para ver esto en operación basta sólo con examinar las dos series de fragmentos de Friedrich Schlegel: “Kritische Fragmente” (1797) y “Athenäum Fragmente” (1798). Esta somera mirada hacia el pasado a través de ciertos momentos claves en la historia de la mimesis es insuficiente para apreciar este concepto en todo su espectro, sin embargo necesaria para replantear el problema de la mimesis; es decir, para repensarla fuera de la influencia de la imitatio. Para hacer esto, debemos preguntarnos primero si estamos tratando de recu-

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perar un proyecto al que los románticos renunciaron. Ante esta pregunta, debemos responder: “no, de ninguna manera”. Sin embargo, la respuesta negativa invoca una segunda pregunta y nos impele a preguntarnos si no estamos entonces intentando, en una especie de reconstrucción arqueológica, recuperar el viejo significado griego de la palabra ‘mimesis’ original. Nuevamente debemos responder: “no, este no es nuestro propósito”. Pero incluso si hemos respondido ambas preguntas negativamente, el plantamiento de éstas sirve aún así un propósito. Si bien es un hecho conocido –como lo dijimos con anterioridad– que la Poética de Aristóteles no provee una definición precisa de lo que él entiende bajo mimesis, existen varias pistas que nos permiten comprender de una manera bastante aceptable qué es lo que este término quiere decir. Aquí sólo deseo enfatizar la razón de por qué su concepto de este término no puede corresponderse con el de la imitatio. Al explicar por qué los hombres experimentan placer al contemplar mimemata, Aristóteles escribe: Hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres. ... Por eso, en efecto, disfrutan viendo las imágenes, pues sucede que ... si uno no ha visto antes al retratado, no producirá placer como imitación, sino por la ejecución, o por el color o por alguna causa semejante (Aristóteles 1974: 136) [Capítulo 4 1448b10-b20].

Lo que este pasaje nos indica es que a pesar de que la concepción griega del cosmos puede evidenciar algunas afinidades con una concepción cristiana del mundo, el significado griego del cosmos se ha perdido irremediablemente para nosotros y la divergencia entre estas dos perspectivas tiene lugar con respecto al papel otorgado a Dios. De acuerdo con Aristóteles, Dios es un motor inmóvil y por lo tanto, en la medida en que la creación está absolutamente completa, no hay un lugar particular en ella para la acción humana. En mi opinión, Hans Blumenberg escribió el ensayo más cabal sobre las consecuencias de esta divergencia cuando apenas despuntaba su carrera como filósofo. Me refiero a su ensayo, “‘Nachahmung der Natur’. Zur Vorgeschichte der Idee des schöpferischen Menschen” (1957) del que citaré en alemán (con traducciones propias al castellano) algunos pasajes que resultan fundamentales para comprender lo que él considera la concepción griega del cosmos y las consecuencias que tiene con respecto a la mimesis. Blumenberg escribe:

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…für Aristoteles alle generativen Prozesse der Natur [sind reguliert] durch einen unverrückbaren eidetischen Bestand […]. Die Natur wiederholt sich in ihrer Selbstproduktion ewig… (Blumenberg 2001 [1957]: 26). [...para Aristóteles todos los procesos generativos de la naturaleza están regulados por una inamovible existencia eidética [...]. La naturaleza se repíte a sí misma eternamente en su autoproducción.] Der Kern der aristotelischen Lehre von der tékhne ist, dass dem werksetzenden Menschen keine wesentliche Funktion zugeschrieben werden kann. Was man die “Welt des Menschen” nennen wird, gibt es hier im Grunde nicht [...]: er vollbringt, was die Natur vollbringen würde, ihr – nicht sein – immanentes Sollen (Blumenberg 2001 [1957]: 27). [El núcleo de la doctrina aristotélica de la tékhne está en el hecho de que no es posible asignarle una función esencial al hombre que actúa o pone en acción. En el fondo, aquí no existe lo que se denominará “el mundo de los hombres” [...]: el hombre realiza lo que la naturaleza realizaría, su deber ser inmanente y no el de él.] Es bedarf keiner “Nachahmung der Natur”, weil die Natur für alles Notwendige einsteht. Es gibt keinen legitimen Übergang von der Natur zur “Kunst” (Blumenberg 2001 [1957]: 29). [La “imitación de la naturaleza” es innecesaria, porque la naturaleza es responsable de todo lo necesario. No existe ningún paso legítimo de la naturaleza al “arte”.]

En otras palabras, cuando el hombre aparece, el cosmos ya está formado, completo y poblado en su totalidad. No existe ningún lugar vacío que el hombre pudiera ocupar. Una concepción del mundo como ésta resulta evidentemente incompatible con la concepción cristiana de Dios en cuanto creador. Según Blumenberg, no obstante, los inicios de la perspectiva cristiana aparecen con la Stoa, y él los posiciona en las polémicas entre Posidonio y Séneca. Ante el cosmos pleno de los griegos, él escribe: Seneca [sieht zum erstenmal – freilich mit negativem Vorzeichen –] das authentisch Menschliche des Ungenügens an der teleologischen Vorsorge der Natur (Blumenberg 2001 [1957]: 29-30). [Séneca es el primero en ver –por supuesto, como augurio negativo– la auténtica humanidad de la insuficiencia ante la providencia teleológica de la naturaleza].

Al seguir esto, se abre el camino para una concepción diferente del cosmos, de Dios, del lugar del hombre y, por último, de la mimesis. A pesar de que yo discutiría que la diferencia aristotélica entre natura naturata y natura naturans contradice en efecto la idea de un cosmos clausurado, abriendo la posibilidad de un cierto grado de independencia en la mimesis, lo que aquí nos interesa es ver que, independientemente del desacuerdo entre Platón y Aristóteles, en la antigua Grecia no existían las condiciones sistemáticas

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para una concepicón de la mimesis que no estuviera basada en la similitud o la semejanza entre la producción de la naturaleza y el mimema humano. La tarea que aquí abordamos, a saber, la reconsideración del problema de la mimesis y el desanclaje de su íntima combinación con la imitatio, debe ser emprendida con mucho cuidado. La aproximación que he tomado es una que me permitirá seguir la trayectoria de mi argumentación particular. No obstante, no sería injustificado preguntarse por qué no he valorizado la separación romántica de todo este embrollo. La respuesta es sencilla, puesto que los románticos rechazaron la imitatio en nombre de la expresión de la individualidad – y esto resultó ser algo más bien problemático. Para ellos, la obra de arte es algo que difiere bastante de las ciencias en general o de la filosofía, porque el arte sólo se interesa en la expresión de la subjetividad de su autor. En otras palabras, si la concepción tradicional y rechazada de la mimesis en cuanto imitatio establecía una relación entre la realidad (o la existencia) y la obra –una relación considerada impropia porque no dejaba lugar para el autor–, la desviación romántica, por su parte, resaltaba en extremo la individualidad del autor en contra del papel reconocido a la realidad (o la existencia). El resultado final de esta operación fue, por supuesto, la reinscripción de la mimesis en cuanto imitatio al interior de la relación entre el autor y la obra. En efecto, la transformación efectuada aquí consiste meramente en el cambio del polo externo, la naturaleza o una escena objetiva, por una escena interna – la subjetividad del autor. Si rechazo una perspectiva de este tipo es porque mi pensamiento parte de la idea de que ninguna concepción del arte será de valor si no toma en consideración un triángulo preliminar que incluye, por un parte, el entorno motivador o condicionante (llámese realidad o existencia), por la otra, el agente de la obra, y en el medio, la obra de arte en sí misma. Este triángulo no excluye ninguno de los términos, sino que los considera en relación mutua – y esto es válido en una extensión tal, que incluso al referirme al ‘agente de la obra’, intento proveer un espacio tanto para el autor como para el lector. Por lo mismo es que creo indispensable repensar el problema de la mimesis. Puesto que si la historia del concepto de la mimesis es capaz de enseñarnos alguna cosa, ésta es que la mimesis debe partir de un componente del objeto mismo (el mimema) en vez de una consideración universal (el carácter del cosmos) o de una individual (la constitución particular del autor). He intentado alcanzar este equilibrio en mi obra al insistir que la mimesis no debe confundirse con la imitatio, porque aparte

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del componente que ya hemos visto operando en la mimesis –es decir, la semejanza–, opera también otro simultáneamente: la diferencia. Esta insinuación pareciera contravenir una comprensión intuitiva y puede muy bien provocar la pregunta “¿diferencia con respecto a qué?”. A lo que yo respondería inmediatamente señalando que es la diferencia con respecto al supuesto objeto o estado de ánimo que se representa. Semejanza y diferencia funcionan en un proceso dialéctico peculiar dentro de la producción de la mimesis. Esta es la razón por la que he intentado desarrollar una definición rehabilitada de la mimesis precisamente como la producción de la diferencia dentro de un horizonte de la semejanza. Al hacer esto, estoy consciente de atribuir una gran responsabilidad a estos dos términos algo imprecisos: semejanza y diferencia. También estoy consciente de que parecería fácil rechazar esta definición de la mimesis, basándose en el hecho de que los más renombrados defensores de la imitatio jamás alegaron ni defendieron una transparencia completa entre la materia externa que motiva la imitación y la obra de arte. Esta objeción, sin embargo, no niega efectivamente mi propuesta, aunque para ver por qué debemos proceder con cautela, demos un paso a la vez. Primero que todo, necesitamos repensar un concepto que está implicado en la pregunta planteada, es decir, el problema de la representación. Hablar sobre la representación supone comúnmente la oposición entre un sujeto y un objeto. Esto es cierto, sin embargo, sólo en la concepción clásica de la representación, de acuerdo a la cual la representación designa la imagen mental de algo que está por aquello que se encuentra ante el sujeto o que el sujeto considera mentalmente. Esta no es, por supuesto, una concepción de la representación que según mi opinión debemos aceptar. De hecho, considero que la representación es un efecto provocado en un sujeto por un fenómeno (objetivo) que está ante el sujeto o, de otro modo, un efecto puramente subjetivo producido al pensar o recordar algo o a alguien. En la concepción clásica, se supone que la representación reproduce mentalmente la cosa o el fenómeno con el que la mente está ocupada. En la concepción revisada que ofrezco aquí, en cambio, la representación, independientemente de su naturaleza (sea artística, científica, sicológica, etc.), siempre tiene el carácter de un efecto. Toda representación es un efecto-representación. En breve, con la excepción de intercambios completamente automáticos, toda representación provoca una reacción afectiva más o menos intensa. Es por esta razón que Blumenberg afirma que “la percepción es de cierto modo un automatismo” (2007: 32) – y esto es así, porque

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comúnmente percibimos lo que ya estábamos esperando. No obstante, el punto importante es que la percepción es aquí un automatismo sólo hasta un determinado momento y las consecuencias de esta sutil variación son muy significativas. Para regresar al problema del arte, lo que esto implica es que lo que la mimesis representa se produce por un efecto en el aparato sicológico del autor, aunque esto provocará un efecto diferente en el receptor. Una obra existe y vive sólo en el fuego cruzado de los afectos producido en sus receptores – una obra de arte firma su sentencia de muerte, en el instante en que no provoca una reacción afectiva en el receptor. Dentro de este dominio, sin embargo, debemos diferenciar entre dos tipos de mimesis. La forma más general de la mimesis se llama mimesis de representación. En la pintura se caracteriza por la descripción de una figura, de un paisaje o de un objeto; en una obra de arte verbal, como la prosa o la poesía, por la representación de un estado de ánimo. Para formular esto de una manera más compleja, podemos recurrir a dos breves pasajes de Simmel. El primero se refiere a la realidad de la forma estética: “por más supraindividual que sea la forma en relación con la realidad empírica, esta forma permanece algo individual en relación con la indiferenciada totalidad del ser” (Simmel 1916: 87). La propiedad de la distinción realizada aquí se hace evidente en conexión con un segundo pasaje: “Allí donde el observador ideal resulta un factor determinante, lo individual se repliega en deferencia a una forma de generalización [Verallgemeinerung], como si existiera una humanidad general que gobierna, por decirlo de algún modo, la circulación libre” (Simmel 1916: 81). En la medida en que Simmel consideraba que esta actitud era propia de la concepción clásica del ser humano, el clasicismo quedaría en consecuencia vinculado al sentimiento de que “lo semejante sólo puede ser reconocida por lo igualmente similar” (Simmel 1916: 81). No es accidental que Simmel desarrollara estas consideraciones sobre algunos aspectos de la pintura del Renacimiento con el objetivo de contrastarlas con las de Rembrandt. En otro milieu artístico, sin embargo –en la prosa verbal del siglo diecinueve–, podríamos decir que los caracteres acuñados por Balzac o Flaubert, a pesar de estar muy bien individualizados con rasgos individuales, en sus peculiaridades formales terminan remitiéndose a una generalización de la ‘humanidad’. La razón parece ser muy simple: en la medida que la mimesis no se confunde con la realidad empí-

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rica y que las obras de arte son productos de la mimesis, la forma en ellas adquiere una configuración supraindividual. Aparte de esta primera especie de la mimesis, he explorado una segunda que denomino la mimesis de la producción. Con mimesis de la producción, no me refiero a la descripción de algo –un objeto material o un estado de ánimo– que existiría independientemente de su transfiguración formal; aquí nos enfrentamos en cambio con un proceso de creación que aparece en el mismo momento en que es percibido por el receptor. En esta mimesis de producción, entonces, el oyente o el lector tienen la sensación de ser testigos del proceso mismo de decodificación realizado por el ‘ojo de la mente’en el momento de la producción artística que ya se ha llevado a cabo.

Figura 1: Piet Mondrian: Composition No. 10 (Pier and Ocean), 1915. Pintura al óleo en pantalla. 85x108 cm. Rijksmuseum Kröller-Müller, Otterlo.

Una segunda forma de aproximarnos a esto nos la provee un comentario –sobre el cual me extenderé más adelante– hecho por van Doesburg en 1915 sobre la pintura de Mondrian “Composition 10 in black and white” (ver Figura 1): La tarea que Mondrian se impuso a sí mismo... es efectuada con gran éxito. Espiritualmente, esta obra es más importante que todas las otras. Transmite la impresión de Paz; la quietud del alma. En su construcción metódica, el ‘llegar a ser’ es más potente que el ‘ser’. Este es un fenómeno puramente artístico, puesto que el Arte no es ‘ser’ sino ‘llegar a ser’. Este ‘llegar a ser’ es retratado en blanco y negro... Restringir sus medios a lo mínimo y aun así, transmitir

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una declaración artística de una pureza tal con sólo pintura blanca sobre un lienzo blanco y líneas perpendiculares y horizontales, es un logro extraordinario... Mondrian es consciente del hecho de que una línea ha adquirido un significado profundo. Aquí, una sola línea se ha vuelto casi una obra de arte y no es posible tratarla más de manera casual, como sería posible hacerlo cuando el arte se preocupa de representar cosas vistas (Bois y Mondrian 1995: 170, énfasis mío).

En otras palabras, la pintura adquiere su autonomía sólo con la ayuda de la economía de sus medios expresivos. Y esta autonomía adquiere un carácter peculiar a través de la ausencia de colores y de objetos figurativos, ya que al usar sólo líneas blancas y negras dispuestas en un arreglo casi circular, nos resulta difícil identificar al océano y al puerto. La peculiaridad de esta composición pictórica consiste en transformar lo no-reconocible en lo reconocible: el océano y el puerto se articulan en la concretización de algo que de otro modo sería inexpresable, puesto que aparece sólo como una composición abstracta de trazos similares. Esto quiere decir que la multiplicación, con sutiles variaciones, de la misma y simple figura –una barra vertical aparejada con una o dos barras horizontales en uno u otro de sus dos extremos– condensa tanto al puerto como al océano. Para decirlo de otro modo, la multiplicación de una figura elemental sujeta a una serie de variaciones produce una condensación de la superficie líquida y de la construcción sólida de tal forma que aquello que no podía ser reconocido previamente –puesto que no hay ningún objeto figurativo– aparece aquí, y sólo aquí, a través de la multiplicación y la variación, y se vuelve algo visualmente comprensible. En breve, el espectador de esta pintura –como el lector de un libro o de una revista académica– tiene la oportunidad de embarcarse en un viaje mental, en cuyo curso se configura una concreción inesperada. Al hacer esto, Mondrian entra en un milieu inter-subjetivo, y se sobrepone a la ausencia de lenguaje inherente a este medio.

2. Control del imaginario

El mejor modo de introducir el control del imaginario es haciendo énfasis en dos puntos: (a) quizás no es tan atrevido decir que el control surge de la misma raíz que produjo la reducción de la mimesis en imitatio. Y al decir esto, podemos ver cómo la sección previa de este ensayo –repensar

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la mimesis– sobredetermina la presente discusión que tiene que ver con el control. En términos sencillos, la historia del control del imaginario es un corolario de la historia de la mimesis al ser reducida a la imitatio y cada una de ellas nos provee una ventana a la otra. Lo que me interesa, sin embargo, es establecer un vínculo claro entre el mecanismo de la imitatio y el control del imaginario. No me parece difícil concebir este vínculo: el deber de obedecer el precepto de la imitatio fuerza al pintor o al poeta a seguir patrones (argumentos, ideas y creencias) que ya han sido aceptados y/o promovidos por los poderes establecidos; (b) de este modo, podemos ver cómo el control corre paralelo al establecimiento de un poder central. Con él se propaga y acepta un conjunto de valores determinados, mientras que otros se proscriben. Un buen ejemplo de este control y su corolario –con lo cual me refiero a la valoración de obras que ayudan a legitimar ciertos poderes– puede encontrarse en la novela de Hermann Broch Der Tod des Vergil (1958), especialmente en la tercera parte en la que el emperador Augusto busca convencer a un agonizante Virgilio de que en cuanto ciudadano romano tiene la obligación de entregar el manuscrito de su Eneida. ¿Era Augusto un celoso amigo o un ferviente admirador del poeta? No necesariamente, pero lo que sí es cierto es que era suficientemente inteligente para saber que la épica de Virgilio ayudaría a legitimar al Imperio Romano. Espero que estos pocos puntos sean suficientes para destacar este curioso y muy desatendido rasgo del arte – del arte verbal, al menos, y posiblemente de otras formas de arte también. Es bien sabido que el arte no tiene ningún poder y sin embargo es capaz de conmover profundamente las emociones humanas. Según me parece, esta es la razón por la que el arte ha sido por siglos objeto de extrema preocupación tanto para las autoridades religiosas como para las estatales, ya que puede servir para encausar las emociones hacia formas socialmente aceptables. Mientras que todo esto sirve como una buena introducción para la pregunta por el control, antes de referirnos directamente a esta pregunta resulta necesario preparar las bases un poco más. Primero que todo, se debe enfatizar que el problema del control no es sólo un nombre diferente para el conocido problema de la censura. La censura opera haciendo uso de una norma positiva, mientras que el control opera en las sombras. La censura es un acto material, llevado a cabo por diversos y diferentes agentes de seguridad, mientras que el control supone una interdicción potencial. El control, por decirlo así, es una especie de espada de Damocles, que suspendida

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sobre las cabezas de sus vasallos, les señala que una cierta práctica –como escribir una novela en vez de una épica en el Renacimiento– puede producir consecuencias desagradables. Un fenómeno como éste permanecería inexplicable sin recurrir a la pregunta por el control, que para presentar algo como heroico solicita ciertos caracteres o ciertas actitudes, modos y usos de un código verbal o pictórico. En breve, el control impone valores que no van en contra de un panteón establecido. Esto no sugiere que los mecanismos de control son idénticos a las conocidas formas de la crítica ideológica. Sin embargo, es quizás por esta proximidad algo incómoda que la pregunta por el control no aparece en las reflexiones críticas contemporáneas. Sí, el control forma parte de la ideología. Pero mientras la ideología tiene un carácter político manifiesto, el control identifica un desacuerdo más general. La diferencia entre estas posiciones puede parecer sutil, pero es importante, porque no son idénticas entre sí. La reticencia ante el Tristram Shandy de Sterne por las élites o clases dirigentes inglesas, por ejemplo, no responde a razones políticas, sino a su falta de consideración de la veracidad histórica y su desprecio a la linealidad de las formas narrativas aceptables. Al considerar este problema, el análisis del control es interesante no sólo porque nos permite comprender de mejor forma un cierto orden social, sino también, paradojalmente, porque estimula al artista a desarrollar recursos que parecen contradecir a este control, más que respetarlo. Esta es la razón por la que hablamos de “Don Quijote de la Mancha”, puesto que esta era la región en la que vivía. Pero al decir “de la Mancha”, también referimos al hecho de que era un “manchego”, lo que equivale a decir que pertenecía y venía de la mancha. En ese tiempo, por supuesto, esta era una forma para referirse a los judíos que habían sido recientemente expulsados de España en nombre de la pureza de sangre y de religión. Sin querer indicar aquí ninguna intención autorial, resulta de todos modos importante notar que al hacer “manchego” a Don Quijote, Cervantes puso a su personaje en proximidad inmediata con aquellos que habían sido expulsados por los “reyes católicos”. Pero consideremos ahora la pregunta por el control en términos más concretos. ¿Cómo funciona el control en instituciones, como los medios de comunicación o la universidad? En el primer caso, la respuesta parece sencilla. En la medida en que los medios de comunicación están legitimados como un vehículo para todos los niveles de la población, no se los considera como un lugar apropiado para piezas experimentales. Puesto

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que los segmentos más cultivados de la población son en su mayoría una minoría, el espacio en los medios de comunicación para temas menos sensacionalistas y para una reflexión más sobria se está volviendo cada vez más estrecho. De este modo, se genera un cortocircuito: mientras que los consumidores de los medios se alimentan con un nivel de mediocridad, las minorías cultivadas están confinadas a pequeñas islas. O, cuando entran en la arena de los medios, lo hacen como actores o realizadores y no como intelectuales; no como aquel que cuestiona el status quo, sino como aquel que realiza un espectáculo de cuestionamiento, mientras que en la realidad existe y de manera muy confortable dentro del status quo (en términos de estatus, prestigio, dinero). En las universidades, el problema no es menos serio. No obstante, debemos ser cuidadosos en no generalizar impropiamente. Como primera aproximación a este contexto, yo sugeriría que el mecanismo de control se manifiesta aquí a través de los fenómenos como la corrección política, listas (cerradas) de obras canónicas y la estimación privilegiada de ciertas culturas por sobre otras. Esto, sin embargo, no quiere decir que las culturas marginales sean siempre las únicas víctimas del control. Un control de este tipo se manifiesta también al interior de las culturas marginales, aunque de diferentes maneras. En principio, los intelectuales de áreas marginales (y yo me considero perteneciente a este grupo) se ven a sí mismos con profunda desconfianza, salvo si las ideas que propagan están legitimadas por un nombre (sea un concepto o un autor) consagrado en una área metropolitana. Los brasileños, en efecto, nos sentimos un tanto incómodos cuando recordamos las observaciones de un escritor satírico, quien decía que nosotros los brasileños padecemos el complejo del perro callejero (vira-lata). Otra aproximación que tiene consecuencias más amplias, pero que todavía se mantiene dentro de la universidad, sea tal vez reconocer la importancia del mercado como la gran herramienta contemporánea del control. Supongamos, por ejemplo, que un determinado académico o una determinada académica mantiene una reconocida actitud contraria al capitalismo. En un principio, es posible que no encuentre ningún puesto en las universidades occidentales. Pero si la administración de esas universidades cae en cuenta que sus exposiciones teóricas atraen a un gran público y que al mismo tiempo no tienen ninguna posibilidad de alborotar la arena política, o que demuestran la capacidad de ser domesticadas mediante un liderazgo prudente, es muy probable que él o ella sea cortejado por las universidades occidentales de más alto nivel, consiguiendo así un lucrativo

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empleo. Si observamos este problema ante un escenario de este tipo, es posible considerar la proliferación de estudios de base marxista en las universidades occidentales a partir de la Segunda Guerra Mundial, en última instancia, como el triunfo del capitalismo. El mercado es el controlador par excellence de la universidad moderna y lo ha sido desde por lo menos la segunda mitad del siglo veinte, al igual como la Razón y el cientificismo lo fueron en los siglos dieciocho y diecinueve respectivamente, y como Dios y la religión lo fueron en los siglos precedentes en los inicios de la universidad en el medioevo. En breve, el control es un mecanismo para desincentivar los cuestionamientos radicales del stauts quo –sea lo que esto sea, dependiendo del contexto histórico y cultural– y a la vez un proveedor de incentivos que permitan cuestionamientos menos radicales o preguntas que operan dentro de límites prescritos y cuyas respuestas –a menudo sabidas de antemano– no perturban este status quo. Ahora bien, para que este poder se establezca –para que se revista de la ‘verdad’ o la ‘realidad’ o la ‘naturaleza’– es necesario un gran esfuerzo imaginativo, y es por esto mismo que comenzamos a apreciar por qué los mecanismos de control intentan desarraigar cualquier divergencia con su poder y por qué, entonces, puede considerársele, en lo fundamental, un control del imaginario. Si en primera instancia somos capaces de identificar los puntos de convergencia entre el poder establecido y la imaginación individual –siendo estos los que forman el circuito del control–, entonces la rehabilitación de la mimesis en cuanto producción de diferencias puede representar para el intelectual una poderosa herramienta, que lo ayude a preservar, al menos, una parte de su libertad.

3. Ficcionalidad

Mis reflexiones en torno al problema de la ficción no son una digresión con respecto a los dos problemas previos, sino más bien un desarrollo necesario. Desde un punto de vista histórico, resulta sintomático que el concepto de la ficción haya quedado desatendido durante siglos por la reflexión filosófica seria. En el caso de los griegos, a partir de su concepción cerrada del cosmos, es bastante comprensible que su palabra para referir a la ficción –plasma– no se haya desarrollado en un concepto. Sin embargo, ¿qué es lo

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que sucede con la intelectualidad que tenía al latín como lengua? En latín, fictio tenía dos significados: podía emplearse en el sentido de la poiesis griega, significando ya sea hacer o crear, o podía referir a una ilusión o falsedad. Si la rareza del primer uso antes de la decadencia romana se explicar por la connotación de la imitatio (como ya lo examinamos ampliamente), desde el advenimiento de la cristiandad como la religión oficial de Roma –y, por supuesto, de las antiguas colonias romanas luego de la caída del Imperio– la identificación de fictio con el segundo sentido (el de la falsedad) fue una consecuencia natural del monopolio teológico y de la concepción cristiana de Dios como todopoderoso. Pensar a la ficción como un equivalente de la poiesis significaría que al hombre se le habría conferido un poder que de otra forma era exclusivo de Dios: el poder de la creación. Concordantemente –y si consideramos esto en los términos del control del imaginario–, la composición, circulación y legitimación de un gran poema cristiano como La Divina Commedia sólo fue posible en la medida que Dante la concibió como un poema que podríamos describir de la manera más precisa como un poema teológico. Sin embargo, ante la pregunta de si el poeta pudiera considerarse entonces como un teólogo –una pregunta que efectivamente fue postulada durante el Renacimiento–, los mecanismos de control rechazarían con rapidez esta posibilidad. Por esta razón se entiende que durante la Edad Media un gran poeta como François Villon fuera considerado un extraño y que un escritor tan grande como Rabelais ocupara una posición marginal. A pesar de que sin duda alguna sería posible mostrar que este mismo rechazo de la ficción continúa con las primeras gran figuras del pensamiento moderno –Bacon y Descartes–, prefiero notar aquí que el primer tratado sobre la ficción (que, sin embargo, nunca se culminó) fue escrito a principios del siglo diecinueve (a partir de 1814) por Jeremy Bentham y sólo publicado en 1932 por C. K. Ogden bajo el título de Theory of Fictions. En el entretanto, la pregunta por la ficción permaneció tan desatendida que habrá que esperar todo un siglo para que el problema sea mencionado nuevamente, esta vez por Hans Vaihinger, quien durante la Primera Guerra Mundial regresó a esta pregunta en su Die Philosophie des als ob (1913), una obra en la que, por supuesto, no se hace ninguna mención a Bentham. No obstante, si bien ambos se hacen cargo de la pregunta por la ficción, ni Bentham ni Vaihinger estaban interesados en la ficción como un problema literario. Esto explica, por supuesto, por qué sus obras no tuvieron ninguna influencia en la concepción de la literatura, especialmente en la de

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la novela, que se desarrollaría desde finales del siglo diecinueve hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado – el período en el que la ficción en cuanto problema literario se volvería finalmente un tema central para el gran teórico alemán Wolfgang Iser, principalmente en su obra Das Fiktive und das Imaginäre. Perspektiven literarischer Anthropologie (1991). Las ideas de Iser se separan de la ortodoxia crítica con respecto a la perspectiva literaria sobre la idea de la ficción, desarrolladas desde The Art of Fiction de Henry James (1884). James no elaboró una teoría propia y desde la primera página queda en evidencia que él se queja sobre la ausencia de una teoría tal. “Sólo hace muy poco tiempo –dice de la escena inglesa– que existía en el extranjero un sentimiento cómodo y afable de que una novela es una novela, tal como un budín es un budín...” (James 1884: 44). Desde esta perspectiva, resulta también interesante notar que James considera que el obstáculo que previene la formulación de cualquier teoría de la ficción dice relación con “la vieja hostilidad evangélica hacia la novela” (James 1884: 44). Sin embargo, la validez de James en tanto proto-teórico de la ficción es limitada por su reticencia a considerar cualquier otra perspectiva salvo el lugar común de que la novela tenía “que representar la vida”. Al tener esto en cuenta, no resulta tan extraño que un crítico norteamericano como Joseph Frank haya dicho más recientemente, aunque en la misma veta que James, que “la dimensión de la profundidad histórica ha desaparecido del contenido de las obras más grandes de la literatura moderna”, en un movimiento en el que “la imaginación histórica (se transforma) en mito” (Frank 1991 [1945]: 63). A lo que todo esto apunta es a que existe un abismo entre la producción artística, de un lado –más específicamente las obras literarias–, y la reflexión teórica, del otro. Henry James comprendió muy bien, sin embargo, que el lugar que habría de ocupar la novela sería uno falso de no existir a su vez una meditación sobre su significado. Pero el problema es mayor que sólo el de la novela. Si no comprendemos lo que implica el hecho de que todas las obras literarias –ya en prosa o ya en poesía– sean productos ficcionales, corremos el riesgo de reducir su importancia a la de ser subproductos de la historia o mero entretenimiento gracioso. Por supuesto que una obra de prosa o de poesía puede ser entretenida, en la medida en que ser una obra de ficción es a la vez también una cierta forma de juego; pero es un juego que tiene la peculiaridad de ser también una ficción, lo que quiere decir que tiene como su raíz la cláusula “como si”. Esta cláusula “como si” no es necesariamente una fantasía o una actividad compensatoria, sin

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embargo sí provee una perspectiva oblicua sobre nuestras propias vidas y organizaciones sociales. En otras palabras, suscita un cuestionamiento fundamental y provee los fundamentos para hacerlo. En este sentido, la literatura tiene un carácter ficcional en la medida en que es auto-reflexiva, y este aspecto de ella es el que cumple una actividad crítica. Esta habilidad depende de manera fundamental de la interrelación de la semejanza y la diferencia, que –como ya lo hemos visto– son los componentes del fenómeno de la mimesis. Esto me lleva a una observación final. A pesar que el término ficción es un lugar común, como lo hemos visto, su teorización es sólo reciente. En términos de la prosa literaria –con lo que me refiero a la novela y al cuento– tiene la ventaja de oponerse a métodos puramente documentales, de acuerdo a los cuales el valor literario dependería de su ajuste a las condiciones socio-históricas, lo que quiere decir, la medida en que ésta se identifica con el mundo que la rodea. En esto es también verdad que la aproximación ficcional no debe confundirse con las así llamadas formas de análisis textual o inmanente. En efecto, la ficción literaria, así como la concebimos, no puede ser pensada salvo al interior de un marco formado por una mimesis reconfigurada; o sea, por la producción de la diferencia.

4. Ficción y poesía: al tratar con un cierto Celan

Si las reflexiones respecto a la ficción literaria no carecen de precedentes ni son inusuales, no podemos decir lo mismo à propos de la poesía. En efecto, considerar los géneros poéticos como tipos de discurso ficcional es una tarea mucho más complicada. Normalmente hablando, en la medida en que los géneros poéticos carecen de trama, el núcleo ficcional de la poesía reside en el mismo arreglo de las palabras. Los modos en los que esta operación tiene lugar en la poesía se hace más evidente si prestamos atención a un ejemplo específico. Para este fin, deseo concentrar mi atención en la obra de Paul Celan, un poeta rumano proveniente de Czernowitz. Hay dos consideraciones cruciales que debemos tener en cuenta al aproximarnos a la vida y la producción poética de Celan. La primera es un evento, el Holocausto (Shoah) en el que perdió a su padres, su comunidad y todo sentido de pertenencia y conexión con su pueblo. La segunda es el hecho de que el alemán, la lengua que jamás abandonó, era también la

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lengua de aquellos que asesinaron a sus amigos y familiares. A través del análisis de dos poemas de Celan, deseo mostrar la conexión entre estos factores determinantes y ciertas características de su poesía. El primer poema que deseo examinar apareció sin título en 1967 en el libro Atemwende. La traducción al castellano de José Luis Reina Palazón dispuesta junto al original en alemán es la siguiente: Paisaje con criaturas de urnas. Conversaciones de boca de humo a boca de humo.

Landschaft mit Urnenwesen Gespräche von Rauchmund zu Rauchmund.

Comen: la trufa de los trastornados, un trozo de poesía insepulta, encontró lengua y diente.

Sie essen: die Tollhäusler-Trüffel, ein Stück unvergrabner Poesie, fand Zunge und Zahn.

Una lágrima retorna a su ojo. La izquierda, la mitad vacía de la concha de peregrino –te la regalaron, después te ataron– alumbra auscultando el espacio:

Eine Träne rollt in ihr Auge zurück. Die linke, verwaiste Hälfte der Pilgermuschel – sie schenkten sie dir, dann banden sie dich – leuchtet lauschend den Raum aus:

el juego a las canicas contra la muerte puede comenzar. (Celan 2004: 228)

das Klinkerspiel gegen den Tod kann beginnen. (Celan 2000: II, 59)

Para comprender un poco más el lenguaje elíptico y sumamente compacto de Celán, vale la pena recordar un pasaje de Otto Pöggeler, quien declara: En la “Landschaft” de Atemwende, los muertos de los campos de exterminio envían al poeta con la mitad de una de las conchas del peregrino (“Pilgermuschel”, coquille Saint-Jacques) para que en el “Klinkerspiel contra la muerte” busque la otra mitad. Al interpretar el poema y sus relaciones con motivos de Mallarmé, la conclusión a la que se llega es que Celan se sometió a sí mismo a las ambiciones de Mallarmé para determinar el sentido del poetizar de en un modo diferente que el de Mallarmé (Pöggeler 1986: 123).

Cuando Pöggeler se refiere a los “motivos de Mallarmé”, se está refiriendo por supuesto a Un Coup de dés jamais n’abolira le hasard – en el cual el maître (el poeta) intenta en vano (como lo indica el título) lanzar un siete con su dado, eliminando así todo lo que es imprevisible y finito, prefiriendo en última instancia fusionarse en su fracaso con la tranquilidad del mar. Al

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final del poema de Mallarmé, se muestran en lo alto las siete estrellas de la Osa Mayor, “avant de s’arrêter à quelque point dernier qui le sacre”, y el poema concluye con la línea “Toute Pensée émet un Coup de Dés” (Pöggeler 1986: 122). A pesar de que esta explicación es sin duda demasiado breve, es suficiente para que seamos capaces de entender que al confrontarse con el repicar de los ladrillos en los hornos de los campos de concentración, Celan requería más que la conclusión del “maître” sobre la imposibilidad de derrotar a la finitud. Sin embargo, el poema hace más que lidiar con el silencio de los muertos. Los muertos, con sus bocas llenas del humo que los sofocó, continúan la conversación de los vivos. Y si tienen bocas para hablar, ¿por qué no han de usarlas para comer? ¿Qué es lo que comen? Algo que el poema llama “Tollhäusler-Trüffel” [“la trufa de los trastornados”] y algo que está ubicado delante de ellos (y de nosotros), “ein Stück unvergrabner Poesie” [“un trozo de poesía insepulta”]. El poema, de este modo, los sobrevive y al hacerlo, recibe la otra mitad de la concha que abierta en dos alimenta al peregrino – la Pilgermuschel. Al decir esto, no puedo evitar pensar que aquí opera deliberadamente un movimiento irónico en contra de Adorno, quien consideraba bárbaro escribir poesía lírica después de Auschwitz. Ahora bien, mientras la muerte hace inútil el acto de alimentar a los condenados, esto no significa que ellos no puedan recibir trozos de poesía. La ironía de esta sugerencia, sin embargo, se extiende y desarrolla hasta alcanzar el punto de la blasfemia: a pesar de que los que yacen asfixiados fueron antes peregrinos, Dios no los salvó de los horrores que sufrirían después. Los finos detalles de la ironía que aquí alcanzan la blasfemia, sin embargo, son menos importantes que el último destino de la mitad de la “concha peregrina”. La misión del maître (poeta) a quien le ha sido dada no es más la determinación de la imposibilidad cósmica de vencer la finitud, sino, más modestamente, escuchar lo que sucede a los seres que no sólo están destinados a morir sino que además se dan la muerte a sí mismos – como es que con acierto Reinhart Koselleck corrige la famosa frase de Heidegger del “ser para la muerte” [Sein zum Tode]. Lo que alguna vez se llamó el amo (maître) y que ahora es apenas el poeta de los trozos no enterrados del lenguaje, escucha lo que sucede a su alrededor, luego de que el espacio a su alrededor ha sido iluminado – ausleuchten den Raum. Ahora bien, ¿qué espacio puede ser iluminado sino el espacio ocupado por los hornos de la última estrofa? Como sucede a menudo en la obra de Celan, el poema regresa entonces al evento primordial, al Holocausto, pero sólo

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para restarle todo carácter trágico de proporciones operáticas. En lugar de una intimidad melodramática, él destaca lo grotesco, la caricatura, la parodia, la blasfemia. No sería justo decir que esto se corresponde con las preferencias de un poeta realista, pero tampoco sería correcto verlo como el producto de construcciones surrealistas. El mayor desafío al interpretar los poemas de Celan no estriba en reconocer el tipo de procedimiento que, en él, es casi absoluto, sino más bien en reconocer la operación que resulta de la convicción de que ya no es necesario observar el principio de la mimesis – una convicción que el intérprete europeo habrá aprendido de las usuales reflexiones sobre la filosofía del arte. Por el contrario, la insubordinación de Celan va más allá del estrecho espacio del poema y se extiende hasta los principios que guían cualquier reflexión sobre el poema. Es una rebelión en contra de la afirmación que la mimesis es un concepto bueno para nada, reservado para hegelianos bastos. Lo que resulta de esta insubordinación y su efecto en la exégesis alemana del poeta queda en evidencia en los estudios seminales de dos de sus intérpretes más importantes: Beda Allemann y Harald Weinrich. De acuerdo con Allemann, las esferas de las cosas y de las palabras están intercaladas en la obra de Celan. Incluso, él afirma que se podría ir tan lejos hasta decir que sólo es aceptable trabajar con la oposición abstracta entre “palabras” y “cosas”, y que “el lenguaje es considerado real, en un sentido inmediato, y no puesto a prueba como un sistema de portadores de significados de cosas reales [Realien] externas al discurso” (Allemann 1970: 195-196). Weinrich describe este fenómeno de manera muy similar y lo denomina “metalenguaje, metapoesía”. Para el propósito de nuestra discusión, aquí necesitamos repetir sólo sus declaraciones principales. Él escribe que en la poesía de Celan “las cosas están por sí mismas y la frontera entre la palabra y la metáfora se desdibuja” (Weinrich 1970: 217). Para él, se deduce de esto que “la teoría de relevancia poética es aquella de la mimesis del mundo” (Weinrich 1970: 224). Weinrich supuso innecesario explicar qué es lo que él entendía por “mimesis der Welt”, aunque resulta obvio que no parece considerarlo como algo positivo. Él declara: “si el mundo está desarticulado, el lenguaje no puede permanecer articulado” (Weinrich 1970: 225). Lo que, por supuesto, tiene consecuencias mayores para un análisis de Celan, puesto que si Celan niega el arco que convencionalmente refiere una palabra a un referente específico, su poiesis plantea la desconcertan-

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te pregunta: “¿cuál es el propósito de esto?” [“Was soll das?”] (Weinrich 1970: 226). Por muy breve que sea este recuento de dos perspectivas diferentes sobre la poesía de Celan, debe resultar más que aparente el hecho de que estos dos renombrados filólogos están en desacuerdo sobre las operaciones de la obra de Celan. En ambas perspectivas, sin embargo, las palabras de Celan se alejan de su referente hasta un punto tal que la comprensión del lector se pone en peligro o resulta simplemente denegada. Quizás la mejor evidencia de que el poeta se rebela en contra del principio de la arbitrariedad del signo es el hecho de que este incumplimiento está reafirmado por un autor que no sigue los parámetros de los celebrados filólogos. O, como lo declara Pöggeler, “el poeta enlaza su lenguaje íntimamente con lo que es” (1986: 70). A pesar de las diferencias entre las perspectivas de estos críticos, sus objeciones apuntan hacia la misma idea: la poesía de Celan intenta realizar una “mimesis der Welt”, lo que lo conduce hacia “contracciones” en su construcción verbal, cuyas consecuencias resultan negativas para el poeta. No obstante, en este punto es importante recordar mis declaraciones de más arriba. Puesto que mientras el concepto tradicional de la mimesis asumía una relación entre un modelo y un producto a venir, cuya modelación estaría sujeta a ese modelo, sea de modo imitativo (imitatio) o emulativo (aemulatio), es posible sugerir más bien que la mimesis se produce mediante la combinación de dos vectores opuestos, semejanza y diferencia; que, en consecuencia, la mimesis no es un privilegio de la obra de arte, puesto que se encuentra presente en todo comportamiento social; y que la especificidad de la mimesis en el arte se limita a que el vector de la diferencia es una medida de la obra, mientras que la semejanza es aquello que dentro de la esfera de lo cultural consideramos que equivale al objeto del poema o de la pintura en cuanto trasfondo que guía al receptor. Es más; para repensar las operaciones de la obra de Celan aquí podemos regresar también a la distinción realizada al comienzo entre la mimesis de representación y la mimesis de producción. En la mimesis de representación, los procedimientos de la diferencia se disimulan lo más posible, de forma que el receptor tiene la impresión de estar confrontando la cosa real. Para que funcione la ilusión, es necesario que sus procedimientos sigan el código cultural que determina como debería ser tal o cual cosa. Así, mientras María, la madre de Cristo, debió tener sin duda alguna rasgos faciales judíos, una Madonna renacentista que no tuviera piel clara, labios

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delgados y una expresión angelical no habría sido aceptable para el patrón que la ordenó. En la medida en que esta es la modalidad predominante de la mimesis, no sorprende que la mimesis de representación haya ayudado a mantener la creencia de que la mimesis opera como una réplica –muy refinada, por supuesto– de la realidad. En la mimesis de producción, por el otro lado, lo que se enfatiza son los rasgos de la diferencia, y esto es tan cierto para la pintura abstracta del siglo veinte de que la mayor dificultad para el receptor es averiguar si existe un plano de la similitud que lo guíe. Por esta razón, la mimesis de la producción se caracteriza no sólo por la descripción de un estado, sino por el despliegue de un proceso. Si ensayo estos argumentos una vez más es porque creo que la ruptura del vínculo convencional entre palabras y cosas que encontramos en la obra de Celan nos sugiere el abandono de un código cultural que definía cómo había que comprender y hacer uso del contrato. Y esto por su parte nos explica por qué, incluso a pesar de que su poesía contiene metáforas, Celan rehusaba entenderlas como metáforas. En vez de verlas como figuras que cortan y atraviesan el sentido literal de las palabras, Celan las consideraba términos que operaban sólo en su propio nombre, puesto que al considerarlas como “correlatos objetivos” de los objetos en el mundo es que ellas se aproximaban más a aquello que él estaba nombrando. Para algunos comentaristas, como lo hemos visto, el cuestionamiento de lo que ha sido llamado desde Saussure la arbitrariedad del signo que emerge de la realización de la poesía de Celan de una “mimesis del mundo” nos puede llevar a considerar la poesía en sí misma como algo arbitrario, incapaz de responder preguntas por su propósito. No obstante, yo creo, por un lado, que podemos interpretar el propósito de la insubordinación del poeta precisamente como un medio para mostrarnos que la expresión “mimesis del mundo”, lejos de estar cargada negativamente, es más bien una intuición à rebours de que el mismo concepto de la mimesis necesita ser cuestionado. En otras palabras, si no consideramos la forma en la que opera la mimesis, la relación de la obra ficcional con el mundo se vuelve vaga y arbitraria en sí misma. Con el fin de comprender de mejor manera este proceso, será instructivo en este punto remitirnos a una obra en la que la mimesis adquiere una dirección más radical: hacia la mimesis de producción. Esta es la forma de la mimesis que encontramos en el poema “Du liegst”, literalmente traducido como “Tu yaces” y el cual leemos a continuación:

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Estás echado en este extenso escuchar, rodeado de espesura, de copos rodeado.

Du liegst im großen Gelausche, umbuscht, umflockt.

Ve tú al Spree, ve al Havel, ve a los ganchos de carnicero ve a las rojas manzanas en palillero de Suecia –

Geh du zur Spree, geh zur Havel, geh zu den Fleischerhaken, zu den roten Äppelstaken aus Schweden-

Viene la mesa que las ofrendas trae, en un Edén de la vuelta –

Es kommt der Tisch mit den Gaben, er biegt um ein Eden-

El hombre quedó como un colador, la mujer, la marrana, tuvo que nadar, por ella, por nadie, por cualquiera.

Der Mann ward zum Sieb, die Frau mußte schwimmen, die Sau, für sich, für keinen, für jeden-

El canal de Landwehr no va a murmurar. Nada queda estancado.

Der Landwehrkanal wird nicht rauschen. Nichts stockt.

De acuerdo con algunos relatos, este poema se refiere a un paseo por Berlín, luego de que Celan fuera invitado a la ciudad para leer algunos de sus poemas en la Freie Universität. De hecho, Peter Szondi, quien lo acompañó, dice lo siguiente sobre este poema: ...sin la caminata hacia el Havel, hacia el Landwehrkanal, pasando junto al “Edén”, sin la visita a la feria navideña y a la cámara de ejecuciones en el Plötzensee, sin la lectura de los documentos sobre Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, el poema es impensable (Szondi 1978: 395).

Para aquellos que no están familiarizados con el texto de Szondi, deberíamos explicar que los dos habían emprendido un tour por un hotel que había sido convertido entonces en apartamentos, pero que había conservado su nombre original: “Edén”. Fue allí que Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fueron torturados y luego asesinados; este último ejecutado de un balazo por la espalda y la primera arrojada al canal en enero de 1919. Continuando este tour, Celan y Szondi siguieron hacia el Plötzensee, donde un grupo de conspiradores fueron ejecutados después de fracasar en un

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atentado en contra de Hitler el 20 de julio de 1944, para dirigirse finalmente a una feria navideña repleta de árboles festivos. Lo que se hace evidente al leer el ensayo de Szondi es que algunos intentos anteriores por explicar este poema son problemáticos. Algunos afirman que Celan creía que el conocimiento de los distintos eventos invocados en el poema sería suficiente para explicarlo. De acuerdo con esta teoría, en el poema se confunden tres períodos de tiempo, complicando así lo que en un principio parece ser la descripción de sólo un tour en torno a Edén. Más bien, en el poema están presentes la tortura de la pareja en 1919, el asesinato de los conspiradores fallidos y la colorida atmósfera navideña contemporánea, y en su conjunto muestran que mientras las aguas del canal no cesan de fluir, el tiempo tiene la habilidad de fluir y de no fluir. En esta lectura, lo que tenemos aquí es una fotografía. Una lectura diferente la sugiere Gadamer, quien se pregunta con los gestos de un profesor impaciente: “¿así que el poema no puede comprenderse sin que se sepa algo sobre el Plötzensee, Liebknecht y Rosa Luxemburg?” (Gadamer 1973: 127). Y luego agrega: “un lector que posea esa información podrá de seguro reconocerlas con precisión en el poema. Pero esto no significa comprender el poema, ni tampoco conduce necesariamente a una comprensión de él” (Gadamer 1973: 130). Para Gadamer, el poema prescinde de “información privada o efímera” (Gadamer 1973: 128) y lo que efectivamente dice es que “‘dar una vuelta por Edén’ es un camino que se aleja de la felicidad en vez de llevar a ella” (Gadamer 1973: 126). Así, para Gadamer, la autonomía del poema hace prescindibles todos los hechos contingentes en torno a él o supuestamente plegados en su interior. El poema habla por sí mismo y transforma en coleccionistas en lugar de lectores a todos aquellos que deseen recolectar cualquier pequeño trozo de información externa. No obstante, no todos los seguidores de Gadamer parecen encontrar sus argumentos completamente satisfactorios. Esto es, al menos, lo que podemos inferir de un ensayo por Winfried Menninghaus, en el que el filósofo alemán es bastante menos educado con el texto de Szondi: Las observaciones de Szondi sobre “Du liegst” no hubieran agradado a Celan. ¿Por qué? ¿Una obtusa generación de secretos? Otra posibilidad es que el secreto que Celan deseaba guardar no eran las informaciones desdibujadas, sino la poesía en sí misma – un secreto que a partir de la orientación hacia ciertos hechos contingentes resulta más bien oscurecido que esclarecido. O de otro modo: tal vez el secreto del poema sea que los posibles impulsos de su devenir han sido tan asimilados en la formación de su ser que el camino de

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regreso sólo puede ser recorrido en desmedro de la poesía misma (Menning­ haus 1987: 92).

Como si fuera necesario disipar toda duda sobre qué postura hermenéutica él adopta al proponer esto, Menninghaus, aún hablando del texto de Szondi, agrega: Una concepción como esta, así de poetológicamente ingenua, ignora la posibilidad de que la poesía desplace en su interior a todos sus “orígenes” subterráneos –hacia sí y en sí– y que sea acaso a través de este movimiento de transformación irreductible que la poesía se constituye como tal – de modo que el retorno a las supuestas fuentes no sería el mejor camino hacia la poesía misma, sino por el contrario un camino que se aleja de ella. (Menninghaus 1987: 93)

El argumento expuesto aquí, sin embargo, resulta bastante extraño, puesto que las declaraciones realizadas sobre la naturaleza de la poesía se basan en el supuesto de que existía un secreto que el poeta deseaba guardar. Pero no es con secretos que una teoría, al menos no una teoría que no es religiosa, se mantiene con vida. Al contrario de lo que Menninghaus afirma, yo deseo invitar a pensar en la mimesis de producción: a través de este lente, el paseo alrededor del Edén y las áreas aledañas generan incomodidad con respecto al período de tiempo que parece permanecer constante en vez de pasar. Y este efecto se consigue en la ausencia de cualquier secreto conservado por hermeneutas, críticos e incluso por poetas. En conclusión, con el fin de invalidar la problemática sugerencia de que para ser autónomo, un poema no requiere de información contingente, sólo basta con que comprendamos la información básica para ver en él una invocación a repensar la relación misma entre el arte (verbal o pictórico) y la realidad. A partir de este repensar surge una nueva forma de la mimesis que no se basa en la descripción de un estado, sino en un énfasis en la procesualidad. La mimesis de este tipo no sólo declara lo que es declarable, sino más bien destaca el proceso de producción de lo que se está haciendo. En otras palabras, en este poema no se describe un paseo por Berlín; más bien sucede mientras se realiza el proceso del poema. Lo que se produce en el poema es, entonces, un reconocimiento del infierno que permea la historia de la humanidad: “Nichts / stockt”, dice el original, una frase que quizás se traduce de mejor forma aquí no como “nada / se detiene” sino como “nada / cambia”.

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5. Los límites de la ficción

Como nos lo ha demostrado nuestro desvío hacia la poesía de Celan, al considerar los límites de la ficción es necesario tener mucho cuidado. Los análisis realizados aquí se han ocupado del problema de la ficción literaria. Pero la pregunta por los límites de la ficción se vuelve incluso más seria con respecto a lo que yo llamo la ficción externa. Hablar de la ficción externa implica sugerir que la ficción no coincide con la literatura. ¿Cuáles son entonces los límites de la ficción externa? Este es quizás el tema de otro artículo o de un libro completo. No obstante, aquí podemos declarar que en el contexto de una pan-ficcionalidad como esa, esta pregunta está delimitada, por un lado, por las teorías que se someten a un proceso de verificación –esto es, a un discurso dependiente de un estándar de verdad o falsedad– y, por el otro, por los valores sobre los cuales se funda una sociedad o una cultura – es decir, sobre un discurso que legitima la aplicación de este estándar de verdad o falsedad. Si desde el interior de este marco una teoría no se confirma durante el proceso de verificación, se la caracteriza como una teoría sencillamente falsa – lo que no es otro nombre para una teoría fictiva. De la misma forma, si una cultura se funda en un determinado valor –la libertad, por ejemplo, o un cierto paradigma religioso– y este valor o concepción es puesto en duda, no nos es posible declarar que esta disputa está motivada por un deseo de hacer inoperante esta ficcionalización. Es por esta razón –para regresar por un momento a nuestra discusión previa sobre el control– que el análisis ofrecido aquí difiere de aquellos que examinan el problema de la censura o de la crítica ideológica. A partir de estas consideraciones es que también podemos entender por qué estas otras formas de análisis son en última instancia inadecuadas; por qué, por ejemplo, el sobreponerse a una forma de censura lleva a menudo a la imposición de otras formas de censura y por qué una ideología es comúnmente desplazada por el triunfo de otra ideología. En todos estos casos, jamás se considera la pan-ficcionalidad subyacente, a partir de la cual emerge la pregunta por la ficcionalidad – y por vía de un proceso de control, también resulta silenciada. Un argumento similar puede hacerse en relación con la escritura de la historia. Una interpretación histórica falsa se la juzga como una pieza de escritura histórica equivocada y no se la confunde con una pieza de escritura ficcional. Por supuesto que se podría alegar que una escritura como esa es una pieza fictiva. Pero un asunto fictivo –esto es, un asunto falso– tiene un perfil diferente de uno ficcional – es decir, cuestionante. Para desarro-

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llar esta diferencia deberíamos considerar un análisis del discurso que no sea únicamente de naturaleza lingüística. Por ahora, baste decir que todo discurso –sea científico, filosófico, de los múltiples tipos de discurso cotidiano e incluso ficcional– se caracteriza por un cierto número de axiomas y procedimientos correspondientes. A pesar de que los perfiles de diferentes discursos varían históricamente, esto axiomas no pueden confundirse ni tampoco pueden ser tomados como fenómenos atemporales, semejantes a los así llamados arquetipos. Así, por ejemplo, la pregunta por lo que sea el ser, cambia con los griegos, con la cristiandad, con Kant y con Heidegger, pero permanece siempre una pregunta filosófica, confinada a un discurso particular. Del mismo modo, la concepción facultativa de la historiografía no puede coincidir con un énfasis en el lugar donde se realiza un análisis historiográfico, aunque es siempre sólo una pregunta historiográfica. Considerando esto, quizás no es una coincidencia que estos discursos –el filosófico y el histórico– florezcan principalmente al interior del marco institucional de la universidad. Lo que es más, si recordamos lo que ya hemos dicho sobre el papel que desempeña el control del imaginario en el establecimiento del poder de ciertos discursos para persuadir, entenderemos cómo es que sucede este florecimiento al volver estos discursos aceptables. No olvidemos, sin embargo, que la pregunta por la ficción se basa siempre en la cláusula “como si”, aun si la trama de la escritura en prosa hace más fácil de reconocer esto que en la poesía. Esto es crucial, puesto que implica una forma de discurso que ofrece una perspectiva oblicua sobre estas axiomáticas en variación y los procedimientos correspondientes que dan forma a nuestras organizaciones sociales y nuestro propio lugar dentro de ellas. Al hacer esto, la ficción hace posible una posición desde la cual podemos suscitar cuestionamientos fundamentales concernientes al proceso de establecimiento de discursos –tal como el filosófico o el historiográfico– que se fundan en la conversión del “como si” desde sus raíces en un “es”. Y con ello, parece lo más apropiado terminar con un pasaje de Arnold Gehlen, quien extiende esta idea de una diferenciación discursiva hasta el nivel basal de todas las formaciones discursivas y de todo discurso. Gehlen escribe: “el comportamiento humano es comunicativo en todos los niveles [...]. Tiene lugar al considerar un tú, incluso si este tú sólo es un aspecto del propio yo...” (1983 [1951]: 122). Traducción: Vicente Bernaschina Schürmann

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La ley formal del barroco y la teoría crítica Carlos Oliva Mendoza

Universidad Nacional Autónoma de México

“Faetónica” hubiera llamado Sor Juana a la experiencia de dos siglos de transformación romántica del mundo –recordando el mito que cuenta las catástrofes que vienen sobre el cosmos cuando el joven Faetón, queriendo demostrar su estirpe divina, se empeña en guiar por su cuenta, sin apoyarse en la experiencia de su padre Helios, el carro celeste que reparte la energía solar. La década de 1960 concentró en sí los síntomas del final de esa época. El retorno al realismo, a través del desencanto o la ernüchterung ha llevado a la resistencia frente a la modernidad imperante a soñarse a sí misma como posmoderna mientras reinventa para nuestros días una estrategia barroca. Bolívar Echeverría

Durante largos siglos el tema del tiempo ha tenido un lugar privilegiado dentro de las configuraciones filosóficas y ficcionales del mundo. Más allá de la idea del espacio, que ha sido desplazada a un factum inapelable de sentido, a un aquí nos tocó vivir incuestionable, la idea del tiempo ha sido una especie de llave de los tesoros. Entenderlo presupone, en cierta medida, entender el sentido de nuestra vida; fantasear con un principio y un fin cinematográfico. Algo de cuaquerismo ya había en Kant, por ejemplo, cuando, al definir las ideas trascendentales del tiempo y el espacio, señala que la única diferencia estriba en la posibilidad del conocimiento de uno mismo que brinda el tiempo. Esa mirada interior que devela a un individual demonio divino en procesos de trans-identidad. Señalo lo anterior en un intento de preguntar por qué es tan difícil pensar las representaciones a partir de su mera formulación espacial – monádica. ¿Por qué, en cierto sentido, siempre es necesario pensar en un despliegue del tiempo? Ya sea como una proyectiva futurista y utópica o como una substanciación del pasado. Ya sea como un despliegue racional de la historia o, peor aún, en un panóptico del presente que se ramifica a sí mismo de forma fractal. Hay intentos, por supuesto, de hacer lo contrario, pero pronto caen en una narrativa escritural y moderna que los vuelve comprensibles, conmensurables, universales en su pretensión comunicativa. Condenado a este contexto es que quiero recordar un viejo tema burgués, el del tiempo productivo e improductivo –que en cierta forma se

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monta en el tema del trabajo productivo de ganancias o improductivo: productivo de ocio– para ver de cerca el despliegue de la representación barroca y la teoría crítica; para acentuar sus formas disruptivas del mito del tiempo en la representación romántica, clásica y realista.

1. Configuraciones modernas dentro del tiempo y el trabajo productivo e improductivo

Tanto el tiempo como el trabajo productivo pueden definirse como aquellos momentos, espacios y esfuerzos que dedicamos a generar, producir y poseer capital de todo tipo. Esto tiene como fin el hecho de que, a través de la conversión de capital en valores de intercambio, adquiramos y consumamos útiles o valores de uso que den algún sentido a nuestra existencia, y que nos permitan seguir generando valores que podamos, en el sentido acumulativo del capital, intercambiar en nuestros procesos de socialidad. Por el contrario, el tiempo y el trabajo improductivo serán aquellos que no tengan una forma franca de acumulación y crecimiento de capital, esto es, su última y fatal conversión en valor de cambio será deficitaria, anormal, inconexa con el proceso de socialización mercantil que rige al capitalismo, apologéticamente, desde hace más de cinco siglos. Dentro de estas dos esferas analíticas, pueden configurarse diversas formas culturales y económicas de sentido. A partir de una serie de anotaciones que al respecto ha hecho Bolívar Echeverría,1 he armado este elemental esquema, con el fin de mostrar una faceta de lo que él llamó “el cuádruple ethos de la modernidad capitalista” o, en otros términos, las formas paradigmáticas de configurar el sentido del mundo dentro del capital:

1 En especial, el o la lectora puede referirse a los siguientes artículos: “Modernidad y capitalismo. 15 tesis” (Echeverría 1995: 133-197); “El ethos barroco” y “Cultura y ethos histórico”, (Echeverría 1998: 32-56 y 161-172); “Modernidad en América Latina”, (Echeverría 2006: 195-217).

La ley formal del barroco y la teoría crítica

Tiempo productivo

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Tiempo improductivo Mímesis barroca

(arte) Mímesis realista (juego)

Mímesis romántica

Mímesis clásica (ritual)

Dentro de este diagrama elemental que propongo, las mímesis realistas son fundamentalmente lúdicas. Al desarrollar el más abstracto montaje autocrítico, afirman violenta y determinantemente una legalidad pre-establecida, como se hace en los juegos. Como recuerda Echeverría, encierran un poderoso índice de crítica y de placer: Es el placer que trae la experiencia de una pérdida fugaz de todo soporte; la instantánea convicción de que el azar y la necesidad pueden ser, en un momento dado, intercambiables. En la rutina irrumpe de pronto la duda acerca de si la necesidad natural de la marcha de las cosas –y, junto con ella, de la segunda “naturaleza”, de la forma social de la vida, que se impone como incuestionable– no será justamente su contrario, la carencia de necesidad, lo aleatorio (Echeverría 1998: 190).

Sin embargo, el juego al reificarse en una mímesis realista, sólo por un momento pone en duda la naturalización artificial de la vida. En lugar de permanecer en la esfera lúdica, como se hace en las alegorías infantiles, el juego realista es ciego y competitivo, excitante y democrático. Fatalmente, como todo ludismo, esconde o da pie a una segunda legalidad: una forma que por su presunción puritana niega y deforma la esencia contradictoria de la vida humana; la somete constantemente “a juego” y la entrega a los vencedores o a las vencedoras. En el lado opuesto de esta mimética moderna, se encontraría la mímesis clásica. Insistente en un valor perenne y sólo escrutable a través de la interpretación infinita, el modo clásico se entrega, en última instancia, a una forma ritual, festiva y sacrificial. Apuesta por un advenimiento total de la develación y la formación de una arquitectónica propicia para la apoteosis de sentido. De ahí su terrible perversión en el mundo de la reproductibilidad capitalista. Desde la apuesta de auto-conservación clásica, surgen los

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mundos pseudo-auráticos y fundamentalistas del fascismo, el clasicismo monárquico y kitsch, la imperialización bélica que se sustenta en la retórica de la libertad o la marginación de las “masas” por el “sustento” de los proyectos ilustrados. Fiat ars, pereat mundus, recuerda Benjamin que “dice el fascismo, y espera, como la fe de Marinetti, que la guerra sea capaz de ofrecerle una satisfacción artística a la percepción sensorial trasformada por la técnica”. (Benjamin 2003: 98) De esta forma, este espacio y tiempo de entronización de l’art pour l’art, encarnado en la representación clásica, es el punto real de fusión entre arte y guerra: La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora un objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. De eso se trata en la estetización de la política puesta en práctica por el fascismo (Benjamin 2003: 98-99).

Entre los paradigmas lúdico y festivo, de un extremo a otro, se desplaza la mímesis romántica. Ésta va desde una extrema ritualización festiva –en la vindicación de la revolución; en la idea del mundo como museo y destino turístico– a un ludismo también extremo – en el desarrollo de las artes del lenguaje que tienen su mejor remate en la cinematografía–; en el decadentismo moderno, como apertura lúdica y destructiva; o en las gestas de independencia que demandan a un tiempo el ritual romántico y la profunda ironía individual. Frente a estas representaciones modernas, que entrañan manifestaciones formales y críticas muy particulares, surge el barroco, como la única forma que no guarda una potencia interna capaz de subsumir estos esquemas básicos –el ritual y el juego– como lo hace el modo romántico, y que tampoco se inscribe claramente en alguno de los mismos, como ocurre con los diversos proyectos clásicos y realistas. El barroco, pues, no circula de un extremo a otro ni configura desde alguno de los extremos; por el contrario, acude a una esquematización más débil y se coloca en un punto de indefinición entre el tiempo y el trabajo productivo e improductivo. Si, como señala Echeverría, el juego es “la ruptura que muestra de manera más abstracta el esquema autocrítico de la actividad cultural” (Echeverría 1998: 189), y la fiesta, a través de la ceremonia ritual, “destruye y reconstruye en un solo movimiento todo el

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edificio del valor de uso dentro del que habita una sociedad” (Echeverría, 1998: 190); el tercer esquema paradigmático de la modernidad será la materialización pragmática del conflicto que, entre la técnica y la naturaleza, desarrolla de forma muy particular la modernidad capitalista: el arte. (Echeverría 1998: 192). Así pues, el arte, un pragmatismo material creado para postular un índice de sentido, es el esquema que guía al barroco, y desde ahí extrae su potencia crítica frente a las otras mímesis de sentido.

2. Ritualidad y arte en el mundo barroco

Como ha sido puntualmente analizado, el movimiento barroco tiene un impulso fundamental en la reacción frente a la reforma luterana. En este sentido, es un complejo proceso de modernidad que busca un eje teológico para oponerse a la idea humanista, pragmática y racional que radicaliza el calvinismo. Frente a la individuación que desata la primacía de la fe, sobre la constatación milagrosa, o el exilio de Dios, al romper todos los vínculos intermediarios entre lo divino y lo humano, los movimientos jesuitas intentan una contrarreforma que tiene sus momentos clave en el despliegue de la Compañía de Jesús en América latina, en el seno del debate del Concilio de Trento –entre el 13 de diciembre 1545 y el 4 de diciembre 1563– y en el establecimiento posterior de la teología postridentina. Desde la perspectiva de Echeverría, más allá de las acusaciones de dogmatismos y atraso sobre la Contrarreforma jesuita, ésta sería un movimiento profundamente hereje dentro de la iglesia, que se basa en la revitalización maniquea de una confrontación entre el bien y el mal. En este sentido, al igual que la Reforma luterana y calvinista, el jesuita Loyola y los suyos reconocerían una distancia profunda entre lo divino y lo humano pero, a diferencia de los reformadores, intentarían cerrar esa distancia a través de toda una serie de mundos alegóricos y figuras intermediarias que existen entre Dios y el mundo humano. De ahí por ejemplo la importancia en el Concilio de la reafirmación, contra los reformistas, de la existencia del Purgatorio. En este movimiento o proceso barroco de permanente constitución del mundo divino en la esfera de lo humano, jugaría un papel central el libre albedrío; de hecho, de éste dependerá que se reactualice la sacralidad.

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En este sentido, que realmente profundiza el libre arbitrio, al ponerlo en tensión con una presupuesta potencia divina, Echeverría señala cómo para la Compañía de Jesús, a diferencia de los luteranos y calvinistas, el comportamiento verdaderamente cristiano no consiste en renunciar al mundo, como si fuera un territorio ya definitivamente perdido, sino en luchar en él y por él, para ganárselo a las Tinieblas, al Mal, al Diablo. El mundo, el ámbito de la diversidad cualitativa de las cosas, de la producción y el disfrute de valores de uso, el reino de la vida en su despliegue, no es visto ya sólo como el lugar del sacrificio o entrega del cuerpo a cambio de la salvación del alma, sino como el lugar donde la perdición o la salvación pueden darse por igual (Echeverría 1998: 67).

De ahí que el mismo Echeverría aplique una lectura sui generis a la famosa frase de Ignacio Loyola, “se puede ganar el mundo y sin embargo perder el alma”. Para el filósofo americano no se trata de una condena de la mundanidad, sino de una advertencia que implicaría que el mundo es “digno y deseable de ganarse” pero con “la condición de que sea un medio para ganar el alma, es decir, una empresa ‘ad maiorem Dei gloriam’ ”(Echeverría 1998: 67). Puede verse el rebuscamiento barroco de la propuesta jesuita con claridad. Si para la mayor gloria de Dios es necesario ganar el mundo y el alma, esto deja muy pocos márgenes de participación a la misma divinidad, de ahí su potencial hereje. Al ser el arbitrio humano “el topos de la libertad” con “buen olfato, el papado rechazó la teología jesuita porque percibió que llevaba al umbral de la herejía” (Echeverría 1998: 79). Se trata de una doctrina del todo particular con una estrategia plenamente barroca, “perversa si se quiere”, dice Echeverría: “una estrategia que implica el disfrute del cuerpo, pero de un cuerpo poseído místicamente por el alma. Un disfrute de segundo grado, en el que incluso el sufrimiento puede ser un elemento potenciador de la experiencia del mundo en su riqueza cualitativa” (Echeverría 1998: 67).2 En este contexto es que se 2 Echeverría sigue este discurso hasta su pleno establecimiento como contrincante claro del discurso filosófico medieval e ilustrado que tendrá su apogeo en el siglo xviii: “Se trata de una teología sumamente compleja, contradictoria en sí misma, pues está en vías de dejar de ser tal y convertirse en filosofía. Es sabido que la obra de Luis de Molina que está el los orígenes de todo este proceso, la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis…, que va a influir fuertemente en la inmensa y brillante obra de Francisco Suárez así como en la de muchos otros, es una teología que, después de enconadas discusiones fue rechazada como teología oficial de la iglesia. […] El planteamiento de los teólogos jesuitas es sumamente radical: golpea en el centro mismo del discurso teológico de la Edad Media. Nada hay más híbrido y ambivalente que el discurso teológico: es el dis-

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puede volver a insistir en la importancia del arte para la constitución del mundo barroco. No es propiamente el hecho ritual o festivo el que será manifiesto (aunque sí determinante) pues justo la situación de conflicto que introduce la Contrarreforma y el papel central del libre albedrío, en relación a una divinidad desplegada alegóricamente en el mundo, hace que la salida sea propiamente perceptiva y sensacional, esto es, estética. No es posible, realmente, apelar, con base en el presupuesto del libre albedrío, a una festividad, ritualidad o ludismo humano, pues esto confirmaría el elemento central de la Reforma, la fáctica e infranqueable distancia entre Dios y el mundo humano. Por esta razón, la afirmación del libre albedrío y del permanente proceso de sacralización del mundo debe de darse en una esfera plenamente humana pero de segundo orden, sin la potencia del mundo lúdico o ritual: en el mundo del arte. Así, por ejemplo, tenemos que las grandes concreciones de la Contrarreforma, el Concilio y la Teología tridentina no se dan en la vida eclesial, sino en una forma ritual y festiva que se expresa supinamente en su manifestación artística, el marianismo. Nuevamente es Echeverría quien realizó estudios destacadísimos al respecto, entre estos, su trabajo sobre el guadalupanismo en México (Echeverría 2011) y sus indagaciones sobre el mito de la Malintzin (Echeverría 1998: 19-31).

3. Arte barroco

El arte no tiene su origen o principal impulso en sí mismo. Si lo podemos definir como un hecho pragmático, que está por lo tanto sujeto a la interpretación y contextualización radical de sí mismo, esto implica que debe de nutrirse, en su constitución, de esferas que le son ajenas. Incluso una teoría tan poderosa como la adorniana, que sostiene la constitución monádica de toda obra de arte, no puede dejar de reconocer que la obra también funciona como un proceso que sólo se explica dentro de una legalidad pre-establecida (Adorno 1983: 237ss.).

curso filosófico, el discurso de la razón volcada en contra de toda verdad revelada, pero como discurso que está allí para justificar precisamente una verdad revelada; el discurso de la no-revelación puesto a fundamentar la revelación. Este discurso tan peculiar es justamente el que comienza a reconfigurarse en las obras de Molina, de Suárez, etc. Mediante un intento de reconstruir el concepto de Dios” (Echeverría 1998: 78).

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El arte barroco establece una relación muy clara respecto a sus vínculos extra-estéticos. Es un arte que, al rechazar la idea de contenidos sustanciales y entregarse a la decoración absoluta, necesita poner en cuestión la idea misma de un arte puro, de un arte por el arte o de un arte desinteresado y, paradójicamente, esta actitud marca un estilo fetichista y superficial que pareciera ultra y meta-artístico. Al trabajar recalcitrantemente sobre la forma, al estar entregado como proceso artístico a la infinita donación de representaciones, el arte barroco aparece como si fuera esencial y exclusivamente arte – o contrariamente, como sólo parodia y burla del arte. Esto se debe a que sus atributos se alcanzan al desustanciar todo aquello que lo rodea, hacernos dudar sobre la densidad de lo real y proponer reformulaciones del mundo. Un ejemplo de la ambigüedad fundamental del arte, en su clave barroca, es la propia música de los siglos xvii y xviii, donde surgen una serie de procedimientos que permiten pensar la música como puro artificio. Escribe Susan McClarly: Las teorías de la tonalidad armónica que florecieron en el siglo dieciocho tienen como base sólo premisas musicales: relaciones matemáticas, series armónicas derivadas de la acústica física, demostraciones sistemáticas como la Regla de la Octava. Dentro de un marco intelectual así establecido, la música parece formarse de principios racionales que existen con independencia de la invención humana (McClarly 2007: 72).

Sin embargo, esto se muestra en elementos meta artísticos, y nostálgicos de la esencia de las cosas, la armonía y la melodía. Esta representación funciona como una tensión, de ahí su barroquismo, entre la presunción de que existe algo esencial que debe de ser comunicado y la búsqueda febril de nuevas representaciones y técnicas de representación. Quizá el ejemplo por excelencia es la fuga bachtiana, donde literalmente, frente al despliegue armónico y melódico, el autor introduce fugaz barrocas que impiden la concreción de la forma elemental que estaría cifrada en la armonía y su despliegue melódico, como lo hace plenamente Vivaldi. Esta ambigüedad, actualizarla una y otra vez, es la materia prima del arte barroco. No sólo representa su espacio infranqueable, sino que su identidad depende de la constante concreción de esta ambigüedad y ambivalencia que desdeña los trágicos caminos del ritual, la fiesta y el juego que han conducido a las otras representaciones de sentido en la modernidad. Es central, pues, no definir al barroco por fuera de su índice artístico y estilístico; hacerlo, una y otra vez, ha conducido a la gran mayoría de las teorías de la cultura –e incluso de la política– a degradar la potencia del hecho barroco.

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El barroco, pues, debe de pensarse en un primer momento a partir de sus concreciones artísticas, con el fin de comprender su profundidad y observar sus estrategias de despliegue. En este sentido, cuando Eugeni d’Ors muestra un panorama de las definiciones negativas, a mediados del siglo xx, parece detectar que éstas se deben a que no se atiende a las obras, sino a una definición que tendría que ver con el sentido establecido del “buen gusto”: Habitualmente, el calificativo “barroco” no ha venido siendo aplicado sino a cierta perversión del gusto; perversión cronológicamente y perfectamente localizada. Recientemente aún, maestro tan erudito como Benedetto Croce negaba con insistencia que pudiera ser considerado el Barroco de otra manera que como “una de las variedades de lo feo”. Sin llegar a posición tan negativa y exorcizante, la tendencia común hace 20 años, y hace menos, era la de atenerse en este capítulo a las formas siguientes: 1.a El Barroco es un fenómeno cuyo nacimiento, decadencia y fin se sitúan hacia los siglos xvii y xviii, y sólo se produjo entonces en el mundo occidental. 2.a Se trata de un fenómeno exclusivo de la arquitectura y de algunos raros departamentos de la escultura o de la pintura. 3.a Nos encontramos con él en presencia de un estilo patológico, de una ola de monstruosidad y de mal gusto. 4.a Finalmente, lo que lo produce es una especie de descomposición del estilo clásico del renacimiento […] (D’Ors 1964: 76-78).

Si ponemos atención, parece que la definición más certera dentro de este paisaje, es la de Croce, “una variedad de lo feo”. Por un lado, porque atiende al fenómeno estético en primer lugar; por el otro, porque casa con la definición que se ha implantado en la actualidad, donde el arte barroco ha sido descrito como “exageración ornamental o retórica”. En esta vaciedad de contenidos, al pensar como lo hicieran los antiguos, radicaría su remate de final de fealdad. Es, nos dice Echeverría al seguir a Adorno, un “arte oportunista” que busca siempre la decorazione assoluta. (Echeverría 1998: 44-45). En este sentido, su formalización depende, casi simultáneamente a su constitución, del receptor o espectador, de este ornamento que pretende integrarse a la finalidad absoluta de la forma. No es casual que, por ejemplo, la pintura barroca jugara con la idea del marco como límite falso del cuadro. El pintor no sólo se insertaba en la obra –como en el famoso caso de Velázquez– sino que toda la poética de espejos tiene como fin sugerir el lugar central del espectador pero como un ornamento más de la obra. Al realizar este ejercicio, el arte barroco se afirma –de forma muy similar a como se legislara la misa postridentina en el sentido de proponer la simulación plena del sacrificio de Dios– como representación formal-absoluta y, por lo tanto, como simulacro. Es pues un arte, podemos decir,

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contra-artístico. Un arte de simulación de todo fundamento que, en el momento de su reactualización, subvierte, bajo el parámetro estilístico, todo hecho ritual o lúdico y los convierte en una representación estética, en un ornamento.

4. La ley formal del barroco y los estudios barrocos

A partir de lo que hemos señalado, podemos sintetizar la idea de Bolívar Echeverría sobre “la ley formal del barroco” y contextualizar esta idea dentro del corpus de los estudios sobre el barroco. Para Echeverría, el hecho barroco contendría una legalidad propia e independiente a otras formas modernas de representación que se ha hecho presente, específicamente, desde los llamados estudios posmodernos. Habría dos direcciones posibles para estudiar el fenómeno en la actualidad. Por un lado, se encontrarían los teóricos que consideran que el barroco es un período por el que deben de pasar todas las configuraciones estéticas como parte de su desenvolvimiento orgánico. Dentro de esta corriente, Echeverría señala a Eugeni d’Ors, Benedetto Croce, Henri Focillon, Ernest Robert Curtius y Gustav R. Hocke. En otro sentido, estarían los teóricos que consideran al barroco como un fenómeno específico de la cultura moderna, entre ellos, destaca a Wilhelm Haustein, Werner Weissbach, Alois Riegl, Luciano Anceschi y José Antonio Maravall (Echeverría 1998: 11). Si bien Echeverría menciona que ambas direcciones pueden congeniar y ser complementarias, él mismo se inscribe dentro de la segunda corriente. No sólo esto, sino que da indicaciones de cuáles serían algunas de las líneas de exploración que él continúa. Por una parte, señala la importancia de la relación entre los primeros estudios de negación de la modernidad –o posmodernos– y la actualización del barroco. En este sentido, menciona el lugar central que tiene el célebre libro de Lyotard, La condición posmoderna, y el trabajo de Boaventura de Sousa escrito en Pela Mão de Alice. Sumado a lo anterior, Echeverría pone de relieve cuatro ideas fundamentales para el estudio contemporáneo de lo barroco y a los autores que han indagado al respecto: 1) la actualización de lo barroco como neo-barroco, en la obra de Sarduy; 2) el estudio de la constante formal, en el trabajo de Calabrese; 3) la recuperación del trabajo sobre el barroco en la “periferia americana” realizado por Lezama Lima y Carlos Rincón; y 4) los estudios sobre las formas de resistencia, simboliza-

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das en los estudios sobre el pliegue, que llevó a cabo Deleuze (Echeverría 1998: 14-15). En este contexto, es que Echeverría señala una pregunta central para su estudio sobre el barroco: ¿cuáles son los alcances y la actualidad del proyecto alternativo barroco y neo-barroco, en el entendido de que no se trata de “una alternativa radical” sino de una “manifestación de la incongruencia moderna”, que al desplegarse muestra la “vigencia de alternativas”? (Echeverría 1998: 15). Bajo estas premisas y marcos de investigación, es que podemos sintetizar la “ley formal del barroco” que propone Echeverría. Se trataría, desde mi punto de vista, de una legalidad que se despliega entres momentos: • Es una representación formal, negativa de cualquier presupuesto sustancial: un simulacro. • Es una representación de sentido tautológico, representa bajo el presupuesto de que todo es representación. No está pues sostenida sobre la idea de proyección o creación de un objeto, sino sobre la base de que la representación se representa a sí misma. En el más radical sentido aristotélico o kantiano, se trataría de una forma que sólo puede volver a alcanzar una continuación formal. Nada la detiene ni la ancla, es representación de representación, como en el barroco borgesiano. • De las dos ideas anteriores, se infiere que es un proceso proto-teatral. Es una dramatización permanente que se resuelve en la hiper-ornamentación de todo hecho o fenómeno que estilice.

5. Método barroco

Esta ley formal del barroco, como lo observa atinadamente Echeverría, implicará antes que nada un método (Echeverría 1998: 214-221). De ninguna manera es un arte espontáneo o accidental, sino que justamente puede aparecer como espontáneo, piénsese en Lezama o en Rulfo, o como accidental, por ejemplo en El Quijote, porque tiene un pleno dominio y manejo de los materiales que someterá a una legalidad dada. Echeverría sostiene que el método barroco es un método de shock. Desde su perspectiva, la representación o decoración absoluta y liberada de todo presupuesto sustancial, regresa a la contradicción elemental entre la donación permanente de forma y la aspiración a un resguardo de identidad. El barroco, que se

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mantiene en este vaivén, no apuesta por el resguardo de identidad pero en su despliegue formal debe de simular esa identidad, mostrarla y conculcarla, causando un shock en el momento de su aparición. Se trata, si lo pensamos un momento, en algo muy similar a lo que el Pseudo Longino escribiera sobre la legalidad sublime (Longino 2002). Al igual que el arte sublime, el arte barroco procede, metodológicamente, en dos momentos, causando la suspensión del juicio y después la persuasión del intérprete. Ésta es su metodología retórica y ornamental, muy similar a la fuerza o grandiosidad matemática de lo sublime kantiano y a su complemento, la velocidad y envolvimiento, a partir de lo sublime dinámico (Kant 1991). Se trataría de dos momentos elementales que tienen como única finalidad el no obstruir la continua construcción de las formas que se encabalgan una tras otra. Sarduy lo muestra bien en su Barroco: Cifrado pues, en barroco, el método, el modo, pero también la vocación primera de ese estilo, que no por azar ha podido relacionarse con la expansión jesuítica: la pedagogía, la expresión energética que no sólo da a ver, sino que “pone las cosas frente a los ojos”. Arte de la argucia: su sintaxis visual está organizada, en función de relaciones inéditas: distorsión e hipérbole de uno de los términos, brusca noche sobre el otro; desnudez, ornamento independiente del cuerpo racional del edificio, adjetivo, adverbio que lo retuerce, voluta: todo artificio posible con tal de argumentar, de presentar autoritariamente, sin vacilaciones, sin matices. Todo por convencer (Sarduy 1974: 18).

¿Pero, finalmente, qué sucede con esta absoluta y tautológica permanencia de formas, cuál es su parámetro de validación? Quizá en este sentido es que Echeverría señala que el barroco no es un hecho radical pero sí sintomático de la actitud de resistencia al proyecto hegemónico, tanto en sus vertientes realistas como románticas, de la modernidad. Para Echeverría, esta insistencia formal crea el “espectro de la técnica barroca” y con esto, podemos decir, el espectro de los comportamientos modernos más imprevisibles y resistentes al proyecto de la modernidad capitalista. Hay dos manifestaciones fundamentales a partir de la insistencia en la forma que despliega el barroco. En primer lugar, propiamente esta voluntad de forma, hace que el arte barroco reactualice su tensión como la mímesis clásica. En lugar de alcanzar una identidad propia, el barroco muestra una voluntad de forma atrapada en la presunción de una naturaleza dada o espontánea, esto es, en una naturaleza y humanidad que se desplegaría en sus modos perennes y clasicistas. A partir de este hecho, es que el barroco se reactualiza monádicamente, como un centro de sentido

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clauso en el interior de un mundo clásico que nos es imposible compartir. Por esta razón, el arte barroco se nos muestra tantas veces como kitsch, frívolo, oscuro, superficial, abigarrado, popular, porque en su decoración absoluta de la representación nos indica la sustancia que en los “mundos antiguos” fuera presupuesta y que es ajena a la modernidad. D’Ors lo anota con gran claridad: Siendo por esencia, todo clasicismo intelectualista, es, por definición, normativo y autoritario. Recíprocamente, porque todo barroquismo es vitalista, será libertino y traducirá un abandono, una veneración ante la fuerza. Por esto el clasicismo fue también llamado humanismo, en denominación casi sinónima. El sentido cósmico del barroquismo, al contrario, bien se reveló en su vocación sempiterna por el paisaje y el folklore (D’Ors 1964: 99).

Por esto mismo se puede objetar a las representaciones barrocas que sólo sean representación de representación, simulacros donde se presupone que toda la realidad es arte. En efecto, el barroco no distingue en un primer momento entre el material propiamente artístico y el material mundano. D’ Ors ve este movimiento que golpea el centro de la racionalidad clásica e ilustrada con suma perspicacia: “La actitud barroca, al revés [de la actitud clásica que tolera el movimiento que desconcierta la razón], desea fundamentalmente la humillación de la razón” (D’Ors, 1964: 102). También Sarduy, al igual que Echeverría, ve que estas objeciones se hacen desde un presupuesto clásico o romántico en el que debe preexistir un normatividad dada para el arte. Con base en esta normatividad, el arte barroco podría encontrar una salida romántica, como ha presupuesto Bartra (Fuentes et al. 2012: 101-105), o regresar a una actitud soberbia de indiferencia y marginación clasicista. Por el contrario, el barroco, al acentuar sus elementos melancólicos, alegórico e incluso suicidas se reprime moralmente. El barroco no ofrece, al modo de Heidegger digamos, una posible morada de resguardo, sino que una y otra vez manifiesta la contradicción entra una presupuesta morada o moral natural y una moral económica y políticamente desplegada en el mundo contemporáneo. Esta anomalía es perfectamente señala por Sarduy: “A la historia del barroco podríamos añadir, como un reflejo puntual e inseparable, la de su represión moral, ley que, manifiesta o no, lo señala como desviación o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, representada por lo clásico” (Sarduy 1974: 16). En segundo lugar, este recurso formal, hace que el barroco lleve el sentido trágico al absurdo. La mímesis barroca no encuentra un punto para centrar, al modo clásico, la representación y por lo tanto tampoco

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puede direccionar subjetivamente una reacción romántica. Es ahí cuando se muestra la festividad y ludicidad del arte barroco, un sentido del juego y del rito siempre en la frontera de lo absurdo, de lo falso, de lo cómico, y no de lo trágico, lo épico o lo heroico en su clave romántica o clásica. Esto es claro, por ejemplo, en el arte barroco de Bernini y Cervantes, en el mito “traidor” de la Malintzin, en la dubitación barroca de la fuga de Bach, en el cine barroco de Reygadas o Greenaway o en la antropofagia brasileira, entre tantos despliegues contaminados del estilo barroco en diversos grados.

6. Teoría crítica y mímesis barroca

Termino estas notas planteando una pregunta y una primera respuesta: ¿qué implica la legalidad barroca para la teoría crítica, por qué esta ley formal, esta mímesis barroca, puede ser ejemplar para el discurso crítico? Durante centurias, ha sido la representación romántica la que ha guiado la configuración del discurso crítico. La idea central de transformar al mundo y emancipar las vidas humanas ha prefigurado un tipo de teoría que se coludió y confundió con el relato utópico y el discurso revolucionario. Al proceder de esta forma, se olvidó la parte central del discurso marxista, la teoría crítica más poderoso que ha formada la modernidad: su poder de deconstrucción de la discursividad apologética del capital o, dicho en términos ya es desuso, su crítica a la fenomenología idealista que tuvo su materialización en los discursos de la economía y política del cuerpo social moderno. El proceder barroco, por el contrario, precisa para su propia existencia del desmontaje constante de los mundos y estilos establecidos. No es un arte que cree nuevos materiales, ni figuraciones, sino que desmonta y reconfigura lo que está dado; de ahí su caducidad en el tiempo, su vuelo sublime, su estrategia oportunista. Es un arte de mise en scène, donde se apuesta todo a la representación y, en el mismo momento de su apología, ya está tramando la nueva forma representativa. Por esto es singularmente elocuente el hecho del mestizaje radical para el discurso barroco; por esto es un arte y estilo tan atraído por aquello que es desechado y que puede retomar para su ornamentación infinita. La teoría crítica contemporánea puede seguir esos pasos, de hecho lo hacen muchos de aquellos y aquellas que la ejercen de manera cotidiana y no siempre estridente; en vez de buscar la asonada revolucionaria, el vuelco utópico o el

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resurgimiento de las identidades fundamentales, como el paradigmático traductor de Borges, hay quienes alegóricamente se entregan a deconstruir una lengua y construir su traducción para, inmediatamente, ir en busca de otra variante. En este ejercicio, más profundo que veloz, puede ser que se encuentren un día las reconstrucciones barrocas con el vuelco re-evolucionario que siempre prometió nuestra vida moderna.

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Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco en la América Latina de fines del siglo xx Gustavo Guerrero

Université de Cergy-Pontoise

Es cada vez más frecuente ver asociados los nombres de Severo Sarduy (1937-1993) y de Bolívar Echeverría (1941-2010) en los trabajos que se dedican al tema de las relaciones entre el Barroco y el Neo-barroco latinoamericano. Cualquiera que se asome a nuestras bibliografías más recientes no puede dejar de comprobarlo y acaso hasta sienta cierta sorpresa al hacerlo, pues, a primera vista, no son muchos en verdad los rasgos comunes entre dos personalidades tan diferentes intelectual y políticamente. Por un lado, tenemos así a un escritor y artista cubano exilado o expatriado, que desarrolla casi toda su obra en el París estructuralista y post-estructuralista, y se afilia a grupos de vanguardia franceses, como el de la revista Tel Quel; por otro lado, está un filósofo ecuatoriano que estudia en el Berlín de los sesenta y se forma leyendo a Marx, Heidegger y Adorno, antes de regresar a América e instalarse en México, donde se convierte en uno de los principales protagonistas de la renovación del pensamiento marxista dentro de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Que se me conceda que un encuentro entre ambos parece bastante improbable y de seguro no se habría producido, si no hubiera mediado esa pasión por el arte, la literatura y, de un modo más general, la cultura barroca que fue el factor común que los acercó. O digamos, para ser más precisos, que acercó a Echeverría a Sarduy. Porque nunca hubo trato personal entre ellos ni consta que el cubano se haya interesado alguna vez en la obra del ecuatoriano. El lazo que hoy los une, asimétrico y libresco, pasa básicamente por la lectura que Echeverría hace de dos de los ensayos más influyentes de Sarduy: Barroco (1974) y Nueva Inestabilidad (1987). Efectivamente, ambos son citados y comentados en varios capítulos del libro La modernidad de lo barroco (1998) donde el filósofo ecuatoriano construye su teoría como situándose por momentos en la continuidad de las ideas del escritor cubano, o incluso como si se tratara de prolongar algunos de sus hallazgos.

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No en vano algo como una suerte de homenaje se deja traslucir en la manera como Echeverría saluda a Sarduy a través de este juego intertextual que vuelve explícita la relación entre los dos y traza así un puente entre dos apuestas teóricas distintas pero, a la vez, emparentadas; dos apuestas que se cuentan entre los aportes más estimulantes y audaces de nuestra crítica cultural a la interpretación de los conceptos de Barroco y Neobarroco en las últimas décadas del siglo xx. Quisiera utilizar el breve espacio que me ha sido impartido, para establecer un paralelismo entre la visión de Sarduy y la de Echeverría que me permita exponer resumidamente los principales aspectos de sus teorías y establecer a la par un diálogo abierto que haga evidente o palpable la trama de afinidades que las une pero también sus diferencias. A fin de estructurar este paralelismo, voy a plantearme tres preguntas que corresponden a tres momentos distintos aunque relacionados dentro del trabajo teórico de nuestros dos autores. La primera tiene que ver con la construcción de una perspectiva histórica sobre el siglo xvii que preside a la elaboración de un concepto cultural del Barroco en Europa y América. Esta pregunta podría formularse tentativamente así: ¿cómo describen el uno y el otro la emergencia en la historia post-renacentista de una cultura del Barroco a ambos lados del Atlántico y, subsidiariamente, cómo se explica esa correlación o coincidencia? La segunda pregunta tiene que ver con la reaparición, el resurgimiento o, si se quiere, el reciclaje del Barroco en el siglo xx y con la entronización en América de una literatura y un arte que se definen como “Neo-barrocos”. Mi pregunta podría formularse en estos términos: ¿cómo se explica o se justifica el pre-fijo “neo” en la idea de un Neo-barroco americano del siglo xx y que supone la generalización y el empleo de dicha calificación aplicada a diferentes prácticas y discursos como diagnóstico sobre la situación de la cultura contemporánea? En fin, mi tercera pregunta tiene que ver, a manera de conclusión, con los horizontes que nos abren ambas teorías a través del vínculo que tejen entre Barroco y Neo-barroco. Pongamos simplemente: ¿qué nos enseñan Sarduy y Echeverría no sólo de nuestra manera de leer el pasado y el presente de una cultura, sino también su porvenir? Evidentemente, estas tres preguntas, que dibujan un arco en el tiempo, están íntimamente relacionadas y la respuesta o las repuestas que le demos a una puede interferir o influir en las otras, puede prefigurar o determinar las otras; pero voy a tratar, en lo posible, de distinguirlas dentro de mi

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análisis y de tratarlas separadamente, a fin preservar cierta claridad en la exposición.

I

La pregunta por el surgimiento de una cultura del Barroco en la historia de Europa y América hace explícito un primer rasgo común entre nuestros dos autores: Sarduy y Echeverría se sitúan en el linaje de los teóricos que se plantean una elucidación histórica del tema y que lo abordan además como un fenómeno específico de la historia cultural moderna. A diferencia del catalán Eugenio D’Ors y del cubano Alejo Carpentier, por ejemplo, que definen lo barroco como un tendencia o constante transcultural y transhistórica, presente en diferentes épocas y climas, Sarduy y Echeverría se inscriben en la larga genealogía de todos aquellos que, de Heinrich Wölfflin a Haroldo de Campos, pasando por Walter Benjamin, José Lezama Lima y José Antonio Maravall, conciben el Barroco como un momento específico de la historia moderna europea y/o americana. Aún más, nuestros dos teóricos, como algunos de sus predecesores, lo ven no ya como un concepto exclusivamente literario o de historia del arte, sino como la definición más amplia de una cultura que, a lo largo del siglo xvii, construye su trama de signos, o su fábrica de lo sensible, en respuesta a la crisis de los valores y creencias que habían animado a los hombres del Renacimiento. Ambos se sitúan así, por lo que toca a la interpretación de la noción de Barroco, en una perspectiva eminentemente histórica, culturalista y post-autónoma, que no reconoce fronteras infranqueables entre los distintos modos de representación artísticos o no artísticos, literarios o no literarios, sino que busca, por el contrario, crear una continuidad entre ellos susceptible de totalizar la experiencia de unas sociedades europeas y americanas que ingresan en el tiempo moderno. Para Sarduy, que escribe en los años setenta y ochenta del siglo pasado, la lectura del paso del Renacimiento al Barroco se describe, en los términos de Michel Foucault, como un “corte epistémico” provocado por la ruptura de la unidad religiosa que representó durante siglos la Cristiandad europea y cuyas manifestaciones, según afirma en su ensayo de 1972, “El Barroco y el Neobarroco”, son numerosas, simultáneas y bastante explícitas:

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La iglesia complica o fragmenta su eje y renuncia a un recorrido preestablecido, abriendo el interior de sus edificios, irradiando a varios recorridos posibles, ofreciéndose en tanto que laberinto de figuras; la ciudad se descentra, pierde su estructura ortogonal, sus indicios naturales de inteligibilidad, fosos, ríos, murallas; la literatura renuncia a su nivel denotativo, a su enunciado lineal; desaparece el centro único en el trayecto, que hasta entonces se suponía circular, de los astros, para hacerse doble cuando Kepler propone como figura de ese desplazamiento la elipse; Harvey postula el movimiento de la circulación sanguínea y, finalmente Dios mismo no será ya una evidencia central, única, exterior, sino la infinidad de certidumbres del cogito personal, dispersión, pulverización que anuncia el mundo galáctico de las mónadas (Sarduy 1999a [1972]: 1386).

De este conjunto de expresiones que ve en un primer momento como signos anunciadores de una cultura barroca, Sarduy va a elegir posteriormente uno y la va a dotar de un protagonismo inédito en su ya citado ensayo de 1974, Barroco. Lo que ha de marcar simbólicamente, según nos dice, la emergencia de la cultura barroca es el impacto del cambio de modelo astronómico que se produce cuando la maqueta de Galileo, que se basa aún aristotélicamente en la órbita circular de los planetas alrededor del sol, es reemplazada por la maqueta de Kepler, que introduce modernamente la órbita elíptica y provoca un reajuste y un descentramiento general del sistema. Fiel a las ideas y al método de Foucault, el cubano describe la cultura barroca del siglo xvii en la continuidad que dibujan las proyecciones isomorfas o ecos formales de la elipse de Kepler a través de las varias representaciones urbanísticas, arquitectónicas, pictóricas y literarias elaboradas por la época. La pintura de Caravaggio, el Greco, Rubens y Velásquez, la literatura de Góngora y Cervantes, así como también la Roma de Pietro de Cortona y de Francesco Borromini, son todas instancias donde se deja traslucir eso que Sarduy llama, relativizando la idea de causalidad, la “retombée” del modelo astronómico en la producción simbólica. Lo que este discurso de la elipse le permite enunciar es, sin embargo, mucho más importante que una simple homología o proyección isomorfa, ya que se traduce en la postulación de un conjunto de transformaciones decisivas para génesis del mundo moderno, coronadas por la apertura hacia un principio de alteridad: Las leyes de Kepler, alterando el soporte científico en que reposaba todo el saber de la época, crean un punto de referencia en relación al cual se sitúa, explícitamente o no, toda actividad simbólica: algo se descentra, o más bien, duplica su centro, lo desdobla: ahora, la figura maestra no es el círculo, de centro único, irradiante, luminoso y paternal, sino la elipse, que opone a ese

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foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, muerto, nocturno, el centro ciego, reverso del yang germinador del Sol, el ausente (Sarduy 1999b [1974]: 1223).

Hablar de un descentramiento del modelo astronómico supone así hablar del paso a una cultura que no se cierra ya armoniosamente sobre la perfección del círculo como garantía de la identidad entre racionalidad y naturalidad, sino que ahora descubre, desorbitada, la presencia del otro y de lo Otro que no puede alcanzar o subsumir. Lo irregular, lo desviado, lo monstruoso, al igual que la sofisticada celebración de la artificialidad que a menudo los acompaña, tratan de incorporar o al menos de apuntar hacia esa alteridad que acusa los límites de la representación misma. Hay así una conflictividad propia del discurso del Barroco que traduce esta tensión entre lo que se puede enunciar o no se puede enunciar. Sarduy la analiza a través de las relaciones entre elipse y elipsis, entre la figura geométrica y la figura retórica, estableciendo un paralelismo que convierte el doble centro elíptico, como representación de un sol presente y un sol ausente, de un sol luminoso y un sol negro, en expresión de lo que se dice y lo que se calla en la imagen poética o plástica barroca. Para formularlo de otra manera: lo Barroco, para Sarduy, se alza ambiguamente sobre lo que se suprime o elide dentro del discurso pero que permanece allí tácitamente, en el interior del sistema simbólico, como señalando sus fronteras o su más allá. Dos nociones procedentes de la teoría psicoanalítica tratan de hacerlo inteligible: por un lado, la del objeto (a) de Lacan, con que se significa la presencia de un objeto no representable; por otro, la mecánica de la represión freudiana, que excluye de la conciencia un contenido insoportable o desagradable ligado a ciertas pulsiones del sujeto. Lo propio del lenguaje barroco, según el cubano, sería así enunciar oblicuamente esa alteridad que no se puede representar o que se debe silenciar, esa alteridad que a la vez acusan y esconden la proliferación, el exceso y la extremosidad de la imagen o la palabra barrocas. De ahí que lo barroco resulte a menudo perturbador, incomodo y transgresivo; de ahí la doble censura a la vez estética y ética que el Siglo de las Luces impondrá luego al siglo xvii al tildar a su literatura y a su arte de perversos, degradados o de mal gusto en un intento por suprimir al otro y a lo Otro que se asoman como un peligro para la razón ilustrada de Occidente. También Bolívar Echeverría ve la semiótica de la representación barroca como cifra y fruto de un conflicto pero de una naturaleza algo distinta.

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El siglo xvii se le presenta como el inestable período de una transición suspendida que sigue a la crisis de los ideales universalistas del Renacimiento y que parece dominado por la convivencia y el antagonismo entre una fuerza de innovación político-religiosa y otra de orden político-económica. Ambas se conciben como respuestas al cambio que revoluciona a una Europa que ha perdido su norte y su unidad y, como tales, ambas se definen dentro de una lógica esencialmente moderna. Echeverría nos recuerda así que la Contrarreforma es contemporánea de la génesis del capitalismo y que, por intermedio de la Compañía de Jesús, va a tratar de incorporar elementos de la nueva lógica económica y mercantil a la construcción del mundo post-tridentino. Siguiendo esta línea de pensamiento, lo Barroco se define, para él, como una de las actitudes principales que han de adoptar las sociedades europeas y americanas a partir de la época moderna en su intento por incorporar la nueva lógica político-económica emergente y las distorsiones que acarrea en las relaciones entre valor de uso y valor de cambio, o mejor, entre la dimensión concreta del trabajo y el disfrute de los bienes y la dimensión abstracta del proceso de valorización del valor y acumulación del capital. Para el filósofo marxista, existe de tal suerte un “ethos barroco” que constituye una respuesta del siglo xvii a las contradicciones de su situación histórica específica y que, según él, “se da lo mismo como el uso o costumbre que protege objetivamente a la existencia humana frente a esa contradicción, que como la personalidad que identifica a la misma subjetivamente” (Echeverría 1998: 89). Lo propio, lo característico de dicho ethos no se hace visible, sin embargo, si no se le compara con los otros tres ethe –el realista, el romántico y el clásico– que, según Echeverría, forman parte, desde ya hace varios siglos, de las distintas maneras como la modernidad ha gestionado sus relaciones con la lógica político-económica del capitalismo. Así, el ethos realista ve la acumulación del capital como algo positivo y deseable, y considera ilusoria toda percepción de lo contrario, mientras que el clásico no borra la contradicción del hecho capitalista pero la va a vivir como una condena trágica, como algo fatal e inmodificable. Por su parte, el ethos romántico integra la contradicción y la toma, en un sentido favorable, como un episodio genuino o necesario de un acontecer histórico que puede llevar a trascenderla y puede desembocar, por ejemplo, en la Revolución. Ante todos ellos, el ethos barroco se caracteriza, en la teoría de Echeverría, porque no borra como el realista la contradicción ni tampoco la integra como el romántico; más bien la reconoce como inevitable, a la manera del clásico, pero no se

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resuelve del todo a aceptarla y la acaba plasmando en una forma particular de creación que busca afanosamente volver compatible lo incompatible mientras se nutre de esa imposibilidad y de su propia irresolución. El ecuatoriano escribe así en La modernidad de lo barroco: Construir el mundo moderno como teatro es la propuesta alternativa del ethos barroco frente al ethos realista; una propuesta que tiene en cuenta la necesidad de construir también una resistencia ante su dominio avasallador. Lo que pretende es rescatar la forma natural de las cosas siguiendo un procedimiento peculiar: desrealizar el hecho en el que el valor de uso es sometido y subordinado al valor económico, transfigurarlo en la fantasía, convirtiéndolo en un acontecimiento supuesto, dotado de una ‘realidad’ irrevocable. El ser humano de la modernidad barroca vive así en distancia respecto de sí mismo, como si no fuera él mismo sino su doble; vive creándose como personaje, aprovechando el hiato que lo separa de sí mismo para tener en cuenta la posibilidad de su propia perfección. Trabajar, disfrutar, amar, decidir, pensar, opinar: todo acto humano es como la repetición mimética o la transcripción alegórica de otro acto; un acto original, él sí, pero irremediablemente ausente, inalcanzable (Echeverría 1998: 195).

A esta ética teatral de la irrealidad, la ambigüedad y la ambivalencia, de la que hay tantos ejemplos en la literatura de Gracián y Calderón, corresponde una estética que radicaliza la significación del concepto de representar, asociando dramatización y decoración en un esfuerzo último por salvar el paradigma clásico del Renacimiento. Echeverría insiste en la fidelidad del Barroco a los cánones heredados del siglo xvi como un intento por reactualizar un ideal de vida que los rápidos cambios que se están produciendo ya han hecho obsoleto. Porque también hay una forma de resistencia y de conciliación en ello, dado que la literatura y el arte barrocos vuelven a las fuentes antiguas como para despertar la vitalidad que duerme en ellas, pero lo hacen de una manera que se acaba convirtiendo en un explícito y aparatoso ejercicio de respiración artificial, si se me permite la expresión, cuyos resultados distan de ser los previstos. Valga citar a este respecto un párrafo por demás explícito del filósofo marxista: Los desfiguros a los que se ve obligado el ideal de las proporciones clásicas en manos del Spagnoletto y su feísmo ibérico, por ejemplo, lo ponen en cuestión, pero –como diría el conde Salina– no para rechazarlo sino para reafirmarlo. Agotado el programa renacentista en el que lo clásico debía aportar una Verklärung, una transfiguración idealizadora de la realidad, Ribera, como Velázquez, emprendió la aventura de pintar la vida misma, de ir directamente al modelo del que se suponía que lo clásico era la quintaescencia, y encontró que donde mejor coincidían o se encontraban lo clásico y la vida era justamente en la representación de la realidad a través de lo contrahecho y esper-

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péntico, o a través de una representación que llevase en sí misma su propia negación (Echeverría 1998: 94).

Sarduy y Echeverría coinciden por vías distintas en esta interpretación conflictiva de la representación barroca que hace de la Europa del siglo xvii un campo de fuerzas encontradas donde lo moderno no se define aún por el patrón ilustrado que ha de imponerse en el siglo siguiente, sino que preserva la alternativa de un orden distinto y reflexivo, que pone en tela de juicio la posibilidad de reducir lo otro a lo uno y lo real a una imagen idealizada del mundo. No en vano ambos teóricos coinciden además en una interpretación de la representación barroca como una representación al cuadrado, dominada por la celebración del artificio y la parodia, según Sarduy, y aficionada a una proliferación decorativa y a una meta-teatralidad que, siguiendo a Adorno, Echeverría no duda en describir como “decorazione assoluta” y “messinscena assoluta” (Echeverría 2006: 157 ss.; 1998: 212). Para nuestros autores, estas actitudes extremosas apuntan hacia el horizonte virtual de una representación autónoma o emancipada de cualquier modelo que señala una crisis general del sistema semiótico en la época, ya que pone de manifiesto el inconcluso juego de espejos que preside ahora a las relaciones entre el mundo de las imágenes y el mundo de los objetos, o el mundo de las palabras y el mundo de las cosas. Sarduy y Echeverría concuerdan en todos estos puntos y sin duda en algunos más, pero, a despecho de tantas coincidencias, hay algo importante que los separa: la elaboración de una perspectiva sobre la proyección atlántica del Barroco en el siglo xvii y su reaparición en tierras americanas. El cubano no construye ninguna hipótesis histórica a este respecto, mientras que el ecuatoriano sí lo hace y le concede además un lugar destacadísimo en sus escritos. Para tratar de resumir su visión, puede decirse que Echeverría lee el siglo xvii americano como un siglo largo, que empieza aproximadamente hacia 1580 y concluye hacia 1750. Se trata de un extenso período que resulta decisivo en la génesis de nuestra cultura y durante el cual el ethos barroco se enraíza en América gracias a la conjunción de al menos tres fenómenos determinantes: el mestizaje, la incorporación del continente a las redes del comercio mundial y el intento de los jesuitas por imponer un modelo civilizatorio moderno que compagine la nueva lógica político-religiosa y la nueva lógica político-económica. Según Echeverría, la crisis que signa el final del Renacimiento en Europa tiene su equivalencia en la crisis que pone fin a la Conquista y a la uto-

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pía religiosa en América, y que desemboca en la necesidad de cambiar un modelo civilizatorio que ya no puede concebirse como el de una prolongación o reproducción de la misma Europa, sino que exige la invención o la creación de una Europa otra, de una Europa americana. El ethos barroco gobierna de principio a fin este proceso a través de la reapropiación de los códigos europeos dentro de una dinámica de mestizajes que los asocia a los códigos indígenas y africanos. Dicho esfuerzo de reapropiación, que busca revitalizar la herencia europea en América, que trata de hacer compatible lo idéntico y lo distinto, acaba produciendo sin embargo una civilización otra y un mundo otro donde la “decorazione assoluta” y “messinscena assoluta” ponen de manifiesto las profundas tensiones que los constituyen. En este sentido, los mestizos americanos del largo siglo xvii, los principales protagonistas de esta historia, no se comportan ante los códigos de Europa en forma muy distinta a la de Bernini, Velázquez o Ribera ante los cánones del clasicismo renacentista. Y es que, tratando de revivirlos, los reinventan y se reinventan ellos mismos dentro de un mundo transculturizado e inédito. Para hacer palpable su barroquismo, Echeverría apela sin embargo al ejemplo del Quijote y de los indios citadinos del Perú y la Nueva España, y escribe esta página memorable sobre el mestizaje barroco con la que voy a dar por terminada mi primera respuesta: Desde principios del siglo xvii, los indios citadinos de América imitan a su muy peculiar manera las formas técnicas y culturales europeas. Las imitan, es decir, hacen una representación de ellas, las escenifican ante un público que no las conoce y necesita conocerlas, el público compuesto por los habitantes de las nuevas ciudades, es decir, antes que nada por ellos mismos y después también por los europeos americanos (los criollos). Al hacerlo, estos indios son actores, pero unos actores muy especiales, dada la condición igualmente especial que les impide abandonar el escenario y retornar a la ‘normalidad’; son indios que representan el papel de no indios, de europeos, y que ya no están en capacidad de volver a ser indios a la manera en que lo fueron antes de la época de la Conquista, porque esa manera fue anulada y no puede volver a tener vigencia histórica. Son actores para quienes el mundo representado se ha vuelto más real que el mundo real porque la realidad de éste se ha desvanecido: actores de una messinscena assoluta impuesta por la historia. De manera diferente a la huida de don Quijote, cuando escapa de la miseria de su mundo y se instala en otro, transfigurado imaginariamente, la estancia de los indios de América en ese otro mundo, tan extraño para ellos, el de los europeos, que los salva también de su miseria, es una estancia que no termina. No despiertan de él, no regresan al ‘buen sentido’, como don Quijote; no regresan a ese otro mundo imitado, representado, sino que permanecen en él y se desenvuelven en él, convirtiéndolo poco a poco en su mundo real (Echeverría 2006: 164).

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II

Entre el Barroco y el Neobarroco se produce un acrobático salto en el tiempo que nos conduce desde el siglo xvii hasta la segunda mitad del siglo xx y que nuestros dos autores van a tratar de explicar, poniendo de relieve las profundas semejanzas entre las dos situaciones históricas. Así, para Echeverría, también el siglo xx es el momento de una inestable transición suspendida que tendría que habernos llevado a una civilización distinta, mientras que, para Sarduy, la aparición de la teoría del Big-Bang constituye una revolución simbólica análoga, en nuestra manera de representarnos el universo, a la que introdujeron, en siglo xvii, las leyes de Kepler. Por vías distintas, el escritor y el filósofo convergen así hacia una definición del Neobarroco que no gravita exclusivamente alrededor de la idea de una relectura del gongorismo o la estética barroca, como ocurrió en tiempos de las vanguardias, sino que se estructura más bien en torno al contexto más amplio de una crisis civilizatoria que concierne el modelo de modernidad predominante desde el siglo xviii, a saber: aquel que surge básicamente de la síntesis entre el universalismo de la razón ilustrada, la ética protestante y la Revolución Industrial. Es por ello por lo que, para ambos, en grados diversos, el horizonte del debate sobre la postmodernidad constituye uno de los contextos principales de emergencia del Neobarroco y es también por ello por lo que el Neobarroco aparece, en los años setenta, ochenta y noventa del siglo xx, como una instancia de revisión crítica de lo moderno y/o como la propuesta de una modernidad alternativa. Bien visto, es a la par un factor y un producto de esa revisión, de ese proceso que acompaña en aquel momento la idea de que se ha entrado en el final de un tiempo y en el comienzo de otro. Digo que lo Neobarroco es un producto de ello porque, como parte del espíritu de la época, resulta de las nuevas condiciones sociales que hacen necesario repensar lo moderno; digo también que es un factor porque la práctica de lo Neobarroco, tal y como señala Sarduy, es un ejercicio esencialmente subversivo, que trata de cuestionar algunos de los fundamentos de la modernidad imperante e invita a vislumbrar otra. Valga citar este conocido párrafo de Barroco: ¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte

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simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer –y no, como en el uso doméstico, en función de información– es un atentado al buen sentido “moralista y natural” –como el círculo de Galileo– en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación. El barroco subvierte el orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse –ese suplemento de valor– subvierte y deforma el trazo, que la tradición supone perfecto entre todos, del círculo (Sarduy [1974] 1999b: p. 1250).

Echeverría cierra con estas mismas líneas su introducción a La modernidad de lo barroco veinte años más tarde, como haciendo suyas no sólo una crítica al capitalismo que se inspira en las ideas de Bataille y de Barthes, sino sobre todo la postura irreverente y transgresora de Sarduy como fundamento de un Neo-barroco. La solidaridad entre ambos autores pasa además por la manera cómo el ecuatoriano recicla la imagen del descentramiento como una herramienta para interpretar la crisis del paradigma moderno y para explorar las perspectivas de un horizonte post-moderno, de un después o un más allá de la modernidad, de un futuro donde modernidad cederá su lugar al plural “modernidades”. Hay que reconocer, sin embargo, que, en su lectura del Neobarroco de Sarduy, Echeverría no siempre tiene en cuenta la evolución del pensamiento del cubano ni repara en la dificultad que plantea el hecho de que se mueva a la vez dentro y fuera del campo cultural latinoamericano. Efectivamente, Sarduy ve lo Neobarroco, al mismo tiempo, como un fenómeno estético propio de nuestro continente, que se manifiesta en nuestra literatura y nuestro arte, y también, no habría que olvidarlo, como un fenómeno más general o global, vinculado a la crisis de valores, discursos y prácticas que recorre la segunda mitad del siglo xx. Por supuesto, el contenido que puede atribuirse al concepto en cada uno de los casos es distinto. Así, en tanto y en cuanto realidad latinoamericana, lo neobarroco constituye, para el cubano, toda una estética que encuentra en la escritura de José Lezama Lima y de Guillermo Cabrera Infante, o en la pintura de Botero y de Cruz-Diez, algunas de sus expresiones más logradas. Reflexividad, dialogismo, carnavalización, abstracción, oscuridad, se cuentan entre los rasgos principales de la obra neobarroca, según Sarduy. Recordemos que, siguiendo estas ideas, desde mediados de los años ochenta del siglo xx y hasta bien entrado nuestro siglo, varios grupos poéticos fueron reivindicando el calificativo, como, por ejemplo, la escuela del Neobarroco o Neobarroso porteño del argentino Néstor Perlongher, o el trans-barroco latinoamericano del brasileño Haroldo de Campos. La

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antología Medusario (1996) editada en México por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí constituyó, en el último fin de siglo, como el momento consagratorio de estas diferentes corrientes. Sarduy no vivió para verlo, pero su teoría nutre sin lugar a duda muchos de estos poetas a través de una interpretación del Neobarroco como una estética de la diferencia y que además se erige en una instancia crítica del racionalismo europeo y su vocación universalista. Tanto es así que algunas páginas del cubano nos llevan, con su crítica del logocentrismo, hasta el atisbo de lo que puede ser una lectura postcolonial que ponga de relieve la diferencia americana como diferencia de los diferentes. Por ejemplo, cuando define lo neobarroco en un texto para el catálogo la Bienal de París de 1977, escribe: No se trata de recopilar los residuos del barroco fundador, sino –como se produjo en literatura con la obra de José Lezama Lima– de articular los estatutos y premisas de un nuevo barroco que al mismo tiempo integraría la evidencia pedagógica de las formas antiguas, su legibilidad, su eficacia informativa, y trataría de atravesarlas, de irradiarlas, de minarlas por su propia parodia, por ese humor e intransigencia –con frecuencia culturales– propios de nuestro tiempo. Ese barroco furioso, impugnador y nuevo no puede surgir más que en las márgenes críticas o violentas de una gran superficie –de lenguaje, de ideología, de civilización–: en el espacio a la vez lateral y abierto, superpuesto, excéntrico y dialectal de América: borde y denegación, desplazamiento y ruina de la superficie renaciente española, éxodo, trasplante y fin de un lenguaje, un saber (Sarduy 1999c [1982]: 1307).

Para Sarduy, lo Neobarroco justificaría de este modo el empleo del prefijo neo porque, más que una reedición del Barroco propiamente dicha, sería, a la vez, su reinvención, su transgresión y su superación dentro de una lógica eminentemente contemporánea y subversiva: “Neobarroco: reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no están apaciblemente cerrado sobre sí mismo –había escrito en 1972–, arte del destronamiento y la discusión” (Sarduy 1999ª [1972]: 1403). La otra manera de entender el término nos conduce de vuelta al BigBang y al impacto de esta teoría en la producción simbólica del siglo xx. Acaso como para contrarrestar el boom neobarroco al que toca asistir en Latinoamérica, el escritor cubano se ciñe en su libro Nueva Inestabilidad (1987) a una pauta más limitada y rechaza en bloque las caracterizaciones de lo neobarroco en base a los rasgos que él mismo había descrito antes. Porque solo una ajustada “retombée” de la maqueta del Big-Bang ha de definir, para el último Sarduy, a la literatura y el arte neobarrocos dentro y

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también fuera de Latinoamérica, siguiendo una línea de interpretación que lo desterritorializa y lo convierte en un fenómeno global: Así como la elipse –en sus dos versiones, geométrica y retórica, la elipsis– constituye la retombée y la marca maestra del primer barroco –Bernini, Borromini y Góngora bastarían para ilustrar esta aseveración–, asimismo la materia fonética y gráfica en expansión accidentada constituiría la firma del segundo. Una expansión irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es informulable. No solo una representación de la expansión, tal y como puede situarse en la obra de Pollock, en ciertos caligramas o hasta en la poesía del grupo brasileño Noigandres. Sino un neobarroco en estallido en el que los signos giran y se escapan hacia los límites del sorporte sin que ninguna fórmula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de producción. Hacia los límites del pensamiento, imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que, quizás, vuelve a cerrarse sobre sí mismo (Sarduy 1999d [1987]: 1375).

Echeverría, como ya lo dije, se hace eco de estas ideas de descentramiento y alteridad que corren infusas de distintas maneras en la teoría de Sarduy y, por su intermedio, se apropia además de la estética de lo inestable, lo multidimensional y lo mutante descrita por Omar Calabrese como un signo de los tiempos en L’etá neobarocca (1987). Pero, a diferencia del crítico italiano, el filósofo no desvincula dicha estética de la que surge en el siglo xvii y, a la manera del cubano, ve en el prefijo neo menos un capricho del mercado del arte que el símbolo que instaura una analogía entre dos situaciones históricas: las que signan la génesis y la crisis de la modernidad entre los siglos xvi y xviii. El Neobarroco se alza de hecho, desde esta perspectiva, como una plataforma crítica postmoderna en la obra de Echeverría, ya que le permite plantear, por un lado, una reflexión sobre los lazos entre Barroco y Modernidad, y, por otro, una reflexión sobre los lazos entre Barroco y contemporaneidad. La primera se cifra en la doble pregunta por el carácter necesariamente moderno de lo Barroco y por la necesidad de un barroquismo en la modernidad que obligue a revisar el empleo histórico del término y autorice el plural “modernidades”. La segunda reflexión da lugar a una interrogante, estrechamente vinculada a la anterior, en torno a la posibilidad de imaginar una modernidad alternativa respecto de la que ha existido y cuya prefiguración definiría la función de la estética neobarroca en el contexto actual. Sintetizando las dos problemáticas, Echeverría afirma que, si la existencia del Barroco en el siglo xvii constituye un mundo moderno distinto, que trata de gestionar de otra manera los problemas que plantean el cambio y

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la novedad, la existencia del Neobarroco se erige en el lugar crítico de esa alternativa dentro del mundo contemporáneo: La actualidad de lo Barroco no está sin duda en la capacidad de inspirar una alternativa radical de orden político a la modernidad capitalista que se debate actualmente en una crisis profunda; ella reside en cambio en la fuerza con que manifiesta, en el plano de la vida cultural, la incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa (Echeverría 1998: 15).

III

Concluyo tratando de contestar brevemente a mi tercera pregunta: ¿qué nos enseñan Sarduy y Echeverría no sólo de nuestra manera de leer el pasado y el presente de una cultura, sino también su porvenir? Creo que, en última instancia, el neobarroco representó para ambos un modo de decirnos que el pasado nunca está cerrado ni terminado del todo si somos capaces de mantener viva la relación que lo une al presente como una instancia de interpretación de la cultura contemporánea y, por ende, de nosotros mismos. En este sentido, el neobarroco y sus teorías constituyen un formidable ejemplo del papel que las Humanidades han cumplido y deben seguir cumpliendo como gestoras críticas de la memoria en el campo del saber. Pero hay quizás algo más importante aún en el ejemplo de Sarduy y Echeverría justo en este momento actual en el que, según François Hartog, nos instalamos en un régimen histórico “presentista” que nos pinta el mañana casi como una eterna repetición del hoy. A fines del siglo xx y a principios del xxi, lo Neobarroco constituye uno de los lugares desde donde se reivindica la posibilidad de imaginar un futuro otro y donde se hace patente un cierto de estado de crisis avanzada de la civilización moderna. Ambas problemáticas se asocian, para el cubano y el ecuatoriano, a la relectura que la cultura latinoamericana hace de su propia diferencia histórica en el nuevo contexto global. De ahí que lo neobarroco pueda ser leído como la manera en que los escritores, poetas, artistas e intelectuales latinoamericanos reactivan la comprensión de los procesos de hibridación y transculturación que nos han constituido, para convertirlos, en un instrumento de interpretación del momento contemporáneo dentro y fuera del continente. O dicho en otros términos: lo Neobarroco bien puede ser entendido no sólo como una cierta visión del mundo latinoamericano ac-

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tual, con todos sus conflictos y su diversidad, sino además como una visión latinoamericana del diverso y conflictivo mundo de hoy. Y acaso también como una apuesta por el mundo que vendrá.

Bibliografía Calabrese, Omar (1987): L’etá neobarocca. Roma: Laterza. Echavarren, Roberto/Kozer, José/Sefamí, Jacobo (1996): Medusario, muestra de poesía latinoamericana. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica Echeverría, Bolívar (1998): La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era. _____ (2006): “El barroquismo en América Latina”. En: Vuelta de siglo [versión para lector digital Kindle], México, D.F.: Era: pp. 155-173. Hartog, François (2003): Régimes d’historicité, présentisme et expérience du temps. Paris: Seuil. Sarduy, Severo (1999a [1972]): “El Barroco y el Neobarroco”. En: Obras completas, vol. II, edición de Gustavo Guerrero & François Wahl. Madrid/Paris: Colección Archivos, pp. 1385-1404. _____ (1999b [1974]): Barroco. En: Obras completas, vol. II, edición de Gustavo Guerrero & François Wahl. Madrid/Paris: Colección Archivos, pp. 1195-1262. _____ (1999c [1982]): La simulación. En: Obras completas, vol. II, edición de Gustavo Guerrero & François Wahl. Madrid/Paris: Colección Archivos, pp. 1263-1344. _____ (1999d [1987]): Nueva inestabilidad. En: Obras completas, vol. II, edición de Gustavo Guerrero & François Wahl. Madrid/Paris: Colección Archivos, pp. 1347-1382.

Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana1 Vicente Bernaschina Schürmann Universität Potsdam

1. De la crítica filológica a una filología crítica

Rodolfo Lenz fue un filólogo cabal. Fue, como lo diría Amado Alonso a pesar de algunas desavenencias fundamentales, “un hombre de ciencia” de suma “autoridad técnica” (Alonso 1961: 271), que “en la historia de la fonética española […] ha de figurar siempre en un lugar de honor” (Alonso 1940: 273).2 Fue el primero en describir científicamente la especial pronunciación en castellano de la r agrupada con otra consonante (Alonso 1940: 273) y también el primero en señalar y describir satisfactoriamente el fenómeno de la “vibración de las mucosas” (Schleimhautvibration) o “rehilamiento”, como lo llaman Alonso y Tomás Navarro Tomás (Alonso 1940: 274-75). Fue, desde su llegada a Chile en 1890 a instancias de la fundación del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, agente principal en la modernización de la filología en el país y en el continente, fomentando la práctica de la fonología, la dialectología, la lexicografía bajo principios científicos claros (Rabanales 2002: 180). En lo que respecta a la educación, fue participante activo en las reformas a la enseñanza de idiomas extranjeros, de la ortografía y de la gramática castellanas (ver Lenz 1914 y 1920). 1 Agradezco a Sergio Ugalde por sus insistentes inquietudes sobre Rodolfo Lenz que me llevaron a (re)descubrir sus caminos. Agradezco también la atenta lectura y valiosos comentarios de Pablo Faúndez y Katharina Einert, sin ellos de seguro me habría perdido por esos caminos. 2 Las desavenencias de Alonso con Lenz guardan relación con la joven “tesis araucanista” de éste último y las opiniones que fomentó o podría fomentar. De esta tesis –“que el español de Chile (es decir la pronunciación del bajo pueblo) es, principalmente, español con sonidos araucanos” (Lenz, 1940: 249)–, dice Alonso: “tesis sensacionalista preconcebida, con métodos deficientes que las afirmaciones hiperbólicas no logran disimular” (Alonso 1961: 281). Para más detalles sobre la reacción de Amado Alonso, Ramón Menéndez Pidal y Américo Castro frente a las propuestas de Lenz, ver (Bernaschina 2013).

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Fue, además, junto a Julio Vicuña Cifuentes y Ramón Laval, el fundador de la Sociedad de Folclore Chileno en 1909, cuyo programa fue “una de las primeras clasificaciones teórico-prácticas de la Ciencia Folklórica, de las elaboradas en Iberoamérica” (Salinas 2011: 309). A través de esta institución, no sólo promocionó la importancia social y científica de los estudios folclóricos y populares en el país, sino además cultivó amplias redes internacionales de intercambio académico; entre otros, con investigadores como Robert Lehmann-Nitsche, Max Uhle, Silvio Romero, Franz Boas y Aurelio M. Espinosa (ver Velleman 2008: 13-16 y Salinas 2011: 306). Lenz fue apasionado promotor de los estudios de lengua y cultura mapuches, en un país y en un momento histórico en que dichos intereses eran considerados intrascendentes para la nación y el progreso del saber; y dentro de ellos, no sólo fue el primero en recopilar, con el máximo rigor científico posible, materiales para el estudio del mapudungún de boca de los indígenas mismos (Sánchez 1992: 284), sino también el primero en sentar las bases analíticas y clasificatorias para las investigaciones que hoy conocemos bajo el nombre de estudios etnolingüísticos y etnoliterarios (ver Carrasco 1988). A partir del cruce de todas estas disciplinas, en este enfoque ‘transcultural’ como lo expone Soledad Chávez Fajardo en un excelente artículo, Lenz fue el primero en componer en Chile, con su famoso Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas americanas (1905-1910), un diccionario etimológico enciclopédico, crítico y científicamente completo del español de Chile (Chávez 2011: 92-93). Una obra que sentó precedente en la lexicografía histórica del continente y que en sí misma y en sus textos introductores deja entrever “los bosquejos de una teoría del contacto entre el español y el mapudungun” (Chávez 2011: 104). En este punto, creo que sería necesario ir un poco más lejos para hacer justicia a la obra de Lenz, ya que esta teoría del contacto de asombrosa actualidad, también abre campo a reflexiones generales sobre el desarrollo de la cultura americana en contacto con diversas culturas indígenas, además de los contactos e intercambios preexistentes ya entre éstas mismas. Más allá del carácter precursor de la obra de Lenz para distintos ámbitos de los estudios lingüísticos, hoy es de primera necesidad destacar en su legado la vigencia de un modo crítico de practicar la filología. Porque ser un filólogo cabal implica no sólo ser prolijo en la observación o enciclopédico en los saberes, sino en primer término ser capaz de interrogar y establecer demandas al sistema mismo con el cual se trabaja, sobre todo

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cuando éste, sea por límites epistemológicos o por cuestiones de política, nos impide ver precisamente aquello que está delante de nuestros ojos. Al inicio de La oración y sus partes, libro publicado en 1920 por el Centro de Estudios Históricos de Madrid, Lenz lo manifiesta sin ambages: no hay nada más nocivo para la filología y para los estudios de la lengua española que la perpetuación acrítica de esclerosadas ideas con raíces en los disparates de una gramática universal. Allí advierte: se olvida a menudo que casi todos los estudios de lingüística han sido hechos por autores cuyo campo de investigación fueron las lenguas indoeuropeas o algunas de sus ramas. De consiguiente, casi todas las observaciones lingüísticas en que se fundan nuestras teorías generales son solamente aplicables a estas lenguas indoeuropeas, que, con todos sus millares de dialectos, en el fondo representan un solo modo de pensar primitivo (Lenz 1944 [1920]: 15).

Las reflexiones generales sobre lenguas y culturas que se desprenden de la obra de Lenz dan a entender que los fenómenos lingüísticos observables en América son de una importancia insólita para la filología hispánica en particular y para las filologías románicas en general, puesto que implican una revisión y reformulación epistemológica de la disciplina. Ante la existencia viva de las lenguas indígenas y el prolongado contacto de éstas con el español en América, Lenz no sólo comprendió lo importante que era esto para el estudio directo de las variaciones de una lengua trasplantada a una naturaleza y un medio cultural completamente nuevo, sino también una oportunidad única para enriquecer nuestros conocimientos sobre el lenguaje humano en general. Aún si esto implicaba signar la insuficiencia de la propia disciplina. Nuevamente es La oración y sus partes la que nos da el tono: “Esperar que sólo con el estudio de las lenguas europeas pudiéramos llegar a comprender la psicología del lenguaje humano, me parece tan razonable como si un naturalista quisiera fundar una fisiología botánica estudiando sólo las rosáceas” (Lenz [1920] 1944: 31). Actitud polémica, actitud de crítico: la obra de Rodolfo Lenz no sólo muestra un gran apasionamiento por la cultura popular y la cultura mapuche; su obra, además, establece demandas, plantea preguntas y ensaya respuestas que la disciplina, precisamente por sus principios y campos de interés, no estaba dispuesta a considerar. Una actitud, entonces, y la apertura hacia un ámbito de indagaciones filológicas y culturales que serán aspectos fundamentales en lo que hoy comprendemos como crítica latinoamericana.

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2. Cuestión de principios: la sustancia original

En 1923, Américo Castro fue invitado a pronunciar un ciclo de siete conferencias sobre lengua y literatura española ante profesores y estudiantes del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. El, que hasta entonces fuera director del Instituto de Filología Hispánica de la Universidad de Buenos Aires, preparó un panorama que iba desde los orígenes del español en el siglo ix y x, pasando por el humanismo, Cervantes y Lope de Vega, hasta concluir, en su última conferencia, con una disquisición sobre “Metodología de la enseñanza de la lengua y la literatura españolas”.3 Enterado de las investigaciones de Lenz y con miras a los conflictos que se habían desatado en hispanoamérica en torno al fragmentacionismo propugnado por los defensores de los idiomas patrios, Castro postulará el siguiente principio metodológico: [Y]o creo fundamental en cuanto al lenguaje es estudiarlo separadamente del pensamiento y de la realidad. […] El lenguaje, se ha dicho con razón, no es lógico, es sicológico, pero hay que añadir: el lenguaje, fundamentalmente, es lenguaje. Es como una encrucijada; hay en él una interferencia del mundo del pensar, del mundo íntimo, y del mundo real; pero no indica esto que el lenguaje, por sí mismo, carezca de sustantividad. Tal como la encrucijada, es algo distinto de los caminos que en su terreno se cruzan. El lenguaje debe estudiarse como algo sustantivo. […] El lenguaje vive autonómicamente entre el pensar, el sentir y la realidad (Castro, 1924: 845-46).

Este llamado a una concepción del objeto ‘lenguaje’ en cuanto entidad autónoma y la necesidad de estudiarlo en sí mismo, surge evidentemente de las propuestas de la lingüística que habían desarrollado hasta ese entonces Charles Bally, Albert Sechehaye, entre otros, a partir del póstumo Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure. Un llamado en el que reconocemos el giro estructural de los estudios sobre el lenguaje y que consolidará su estatuto científico en el siglo xx. Ahora bien, esta propuesta metodológica oculta una serie de opciones disciplinarias, que responden al carácter ideológico de los fines perseguidos por parte de esta filología hispánica moderna que empezaba a constituirse. Luego del desastre colonial de 1898 y la agudización de los nacionalismos 3 Las conferencias fueron publicadas en los Anales de la Universidad de Chile a lo largo del año de 1924 y hoy pueden consultarse en línea en: (20.08.2015).

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periféricos en la península y de las querellas independentistas en América y el Caribe durante las primeras décadas del siglo xx, las élites intelectuales y políticas de España asumieron la tarea de iniciar una modernización institucional, económica, social e intelectual que lograra reintegrar a España en las pautas de las demás naciones europeas (Elizalde 2000: 202). “Con el fin de superar la crisis finisecular, la dependencia política exterior de los dictados de las grandes potencias y encontrar soluciones comunes a los problemas sociales” (Sepúlveda 2011: 15), la estrategia adoptada fue la del panhispanismo o hispanoamericanismo; es decir, la insistencia del rol fundamental que jugaba España en la conformación de una inmensa comunidad cultural transnacional, sostenida por la raza (como síntesis de cultura), el idioma (garante de la comunidad), la historia (el pasado común) y la religión (vertebración de valores comunes) (Sepúlveda 2011: 23). Dentro de este contexto, la misión que asumió la filología fue la recomposición de la comunidad espiritual y cultural que compartían América y la Península, dentro de la cual, por supuesto, la España castellana ocupaba el sitial hegemónico por origen y genealogía. José del Valle, por ejemplo, al estudiar el período de regeneración nacional y sus utopías lingüísticas, ha insistido en el perfil eminentemente nacionalista –imperial sin más, diría yo– que guiaba los esfuerzos de Ramón Menéndez Pidal y sus discípulos en su carrera por “contrarrestar el sentimiento antiespañol que pudiera existir en las antiguas colonias y asegurar la lealtad de la élite al proyecto de construcción de una comunidad hispánica moderna en la que se reservara un papel central a España” (Del Valle 2004: 111). Un proyecto político, entonces, que se sirvió del poder retórico de la ciencia con el fin de entregar una imagen icónica del castellano, desde sus orígenes y a lo largo de toda su historia, que lo retratara como una lengua civilizadora en esencia.4 La opción metodológica ofrecida por Américo Castro en su conferencia, es decir, la concepción del objeto ‘lenguaje’ como sistema autónomo del mundo que lo circunda, a pesar de su apariencia neutral, defiende es4 Según del Valle y Stheeman, el nacionalismo cultural, en sus esfuerzos por prevalecer, genera inevitablemente ideologías lingüísticas que utilizan principalmente dos procedimientos retóricos para legitimarse: ocultamiento e iconización. El primer procedimiento redunda en una simplificación del campo sociolingüístico, invisibilizando a ciertas personas o actividades, mientras que el segundo, implica una transformación de la relación semiótica entre rasgos lingüísticos o variedades lingüísticas con las imágenes sociales a las que están vinculadas, lo que hace que ciertos rasgos lingüísticos aparenten ser representaciones de la esencia o naturaleza inherente de un grupo social (Del Valle & Stheeman 2004: 32).

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tos mismos intereses. Como él mismo lo dice, el lenguaje parece poseer una doble vida: por un lado, existe en la contingencia, es una encrucijada entre el pensar, el sentir y la realidad, mientras que, por el otro, es en sí mismo portador de una sustantividad. Sustantividad de mayor interés para la ciencia que la mera contingencia y que es posible identificar en las características y dinámicas propias del lenguaje, que provienen de la historia interna de la lengua expresada en la tradición. Esta igualación de la dinámica interna de la lengua con su desarrollo histórico (Zimmermann 2011: 10) lleva a desestimar “las manifestaciones anárquicas y selváticas del hablar”, “esa floración espontánea del lenguaje desprovisto de cultura” (Castro 1924: 844) en pos de una ideal rector de la lengua (Alonso 1961: 278), que en la tradición literaria y cultural se expresaría siempre en la norma culta o literaria. Ramón Menéndez Pidal, en una conferencia con fines divulgativos de 1944 titulada “La unidad del idioma”, lo expone del siguiente modo: es innegable que en la sociedad existen distintos tipos de hablas –habla culta o literaria, habla popular y habla vulgar–, pero eso no significa amenaza alguna para la unidad del idioma. Ésta está garantizada por la primacía del habla literaria, que es la expresión más cercana al sistema ideal de la lengua y que en su historia evolutiva siempre funge como eje rector de la interacción dialéctica que se da entre ésta y las hablas populares regionales. Así, el desarrollo evolutivo de la lengua se da entre el habla literaria y las populares regionales en la forma de “dos líneas ondulantes que caminan a la par y en la misma dirección” y cuya unidad está dada por el peso de la tradición (Menéndez Pidal, 1947 [1944]: 187).5 Es decir, la manifestación histórica de “la idea de la lengua” de la que hablaba Alonso y que Menéndez Pidal resuelve aforísticamente: “la lengua está en variedad continua y en permanencia esencial” (Menéndez Pidal, 1947 [1944]: 196). Propuesta teórica que buscará explicar las realizaciones dialectales del español en América a partir de los orígenes peninsulares: no hay variación en la lengua actual que no existiera ya antes en potencia en el origen de la lengua. Engarzada a esta perspectiva, la propuesta metodológica enunciada por Américo Castro para la filología hispánica oculta o invisibiliza precisamente aquellos fenómenos lingüísticos que podrían contravenirla, puesto que insisten en los contactos de la lengua con el pensar, el sentir y la reali5 La lengua vulgar, que como dice del Valle (2004: 125), es la que presenta los mayores peligros para la unidad de la lengua, desaparece rápidamente del esquema, puesto que al carecer de tradición, carece de gravedad sustancial.

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dad. Sin estos factores, la lengua española es y será siempre esencialmente la lengua española, sea en Madrid, en Granada, en Galicia, en el valle de Anáhuac o al sur del río Bío-Bío.

3. Cuestión de principios: las dinámicas sociales

No es insignificante que Castro sostuviera esta conferencia ante profesores y estudiantes del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, sobre todo al considerar que once años antes, Rodolfo Lenz había pronunciado en la misma institución una conferencia titulada ¿Para qué estudiamos gramática?, en la que afirmaba lo siguiente con respecto al lenguaje: El lenguaje no es sólo un fenómeno sicofísico del hombre en general; es también, casi diría en primer lugar, un fenómeno social de cada nación y como tal toda explicación de lo existente debe fundarse en la historia del pasado (Lenz 1912a: 38).

Este enunciado no es sólo llamativo porque insta a estudiar al lenguaje precisamente en sus puntos de contacto con el pensar, el sentir y la realidad, sino además por las profundas consecuencias epistemológicas que tiene para la filología. La comprensión del lenguaje en cuanto fenómeno sicofísico, Lenz la obtiene de sus lecturas sobre la Völkerpsychologie, en especial de los trabajos de Wilhelm Wundt. Según este último, el objetivo principal de la disciplina es la explicación genética de la comunidad de sentimientos e ideas que dan forma y sentido a un grupo humano determinado, entendiendo que ésta emerge de la interacción histórica de los individuos particulares con la multiplicidad de individuos junto a los que conviven.6 “Las precondiciones de la experiencia subjetiva”, sostiene Wundt, son “las ideas y representaciones (Vorstellungen) heredadas de la tradición, el lenguaje y las formas del pensamiento contenidas en él y por último, los profundos efectos de la crianza y la educación” (Wundt 1997 [1900]: 241). Con respecto al lenguaje, que es lo que a Lenz y a nosotros más nos preocupa, Wundt dice que es el ámbito de investigación principal, puesto que sólo en él tenemos acceso a los otros dos campos que completan el 6 Ver también la exposición de los principios generales de la Völkerpsychologie, organizados por Eckardt 1997:12-21.

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cuadro de la sicología étnica: el mito y las costumbres. El lenguaje tiene la virtud de ser simultáneamente una creación humana de carácter objetivo y subjetivo (Wundt 1997 [1900]: 246); en él “se refleja el mundo de las ideas y representaciones (Vorstellungswelt) de la humanidad” y en él se pueden observar transformaciones lexicales, morfológicas o sintácticas que dan cuenta de la formación o mutación de la conciencia de una comunidad, a partir de influencias síquicas o determinadas condiciones naturales o culturales (Wundt 1997 [1900]: 269). Por estas razones, más que el mero contenido, importan las emociones, afectos y relaciones que expresan en el lenguaje los modos y formas de pensamiento de una comunidad. Lenz dirá: “El lenguaje siempre contiene elementos que no corresponden a la expresión de los conceptos propiamente tales, sino a la expresión de relaciones que se establecen entre las palabras para expresar con ellas la operación lógica de la formulación de juicios” (Lenz 1912a: 18). Postulado que ejemplificará bellamente en La oración y sus partes: Si digo ‘el árbol está florido en la primavera’, o ‘el árbol tiene flores’, o ‘el árbol florece’, la representación total que analizo es la misma, aunque en el primer caso hablo de una cualidad (el participio adjetivo); en el segundo uso una fórmula transitiva y considero las flores como algo que posee el árbol, y en el tercer caso uso un verbo neutro y considero la cualidad como un fenómeno. Se trata de una particularidad de nuestra lengua que no encontraremos en todos los idiomas (Lenz 1944 [1920]: 56).

Como bien lo destaca Lenz, determinadas formas expresivas son particulares a los modos de pensar que ofrece una lengua. Sin embargo, esto no quiere decir que estas formas sean inmutables. La sicología étnica no es sólo diferente entre distintas comunidades, sino que está en constante variación dentro de comunidades que alguna vez tuvieron lengua e historia comunes. Una prueba de ello se encuentra fácilmente al mirar algunas diferencias fundamentales entre las mismas lenguas vulgares derivadas del latín (Lenz 1944 [1920]: 56). Para comprender y explicar estas diferencias es necesario recurrir a la historia de la lengua, pero a partir de su dimensión social, sus usos efectivos. No se trata, entonces, de ir meramente al habla, como insistía Lenz siguiendo a von der Gabelentz (Sánchez 1992: 275), sino de concebir la historia y evolución de la lengua de un modo distinto. Para decirlo con una expresión de Antonio Cornejo Polar, se trata, por muy paradojal que

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esto parezca, de “historiar la sincronía”, una sincronía complejamente heterogénea. Wundt, al buscar puntos de apoyo para sus fines en la filosofía del lenguaje, se encontró con una gran limitación: desde el Cratilo de Platón hasta la famosa introducción Sobre las diferencias de la estructura del lenguaje humano de Wilhelm von Humboldt, existe una tendencia metafísica, preocupada casi exclusivamente del “solo problema del origen del lenguaje” (Wundt 1997 [1900]: 255 – destacado en el original). Lenz, por su parte, veía un problema similar en la filología hispánica, obsesionada con explicar la evolución de la lengua a partir de su origen y dinámicas internas, olvidando que éstas corresponden a “un solo modo de pensar primitivo” y desestimando los diversos aspectos naturales, sociales y culturales con los que la lengua ha interactuado constantemente. “Así como no existen pueblos de raza absolutamente pura y única, así tampoco existen lenguas que no hayan recibido ciertas voces de sus vecinos. Todas las lenguas de los pueblos de civilización europea conservan en sus etimologías la expresión clara de la historia de su cultura” (Lenz 1912b: 4). Si el lenguaje “es un fenómeno social de cada nación” y el castellano expresión de un pueblo de civilización europea, entonces resulta ineludible que “toda explicación de lo existente deb[a] fundarse en la historia del pasado”, es decir, no sólo en la historia de una lengua aislada, sino en todas las historias que conforman su pasado y su presente.

4. Lenguas trasplantadas

En una conferencia pronunciada en el XVII Congreso Internacional de Americanistas celebrado en Buenos Aires en 1910 y publicada posteriormente en 1912, Lenz afirmaba polémicamente: En la lengua castellana moderna sobrevive el recuerdo de que hace mil doscientos años los árabes trajeron a la España subyugada una cultura en muchos puntos superior a la de la raza que se había formado por la fusión del conquistador romano con el celtíbero, nuevamente conquistado por las tribus germánicas de suevos, visigodos y otros. El albañil que hace acequias, alcantarillas y casas con zaguanes y azoteas, fue árabe (Lenz 1912b: 4). Lenz acababa de concluir su monumental Diccionario etimológico; obra verdaderamente precursora para su tiempo y que él consideraba una prue-

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ba concreta de sus teorías sobre el lenguaje en general y de las características particulares del castellano en Chile como caso ejemplar del castellano en América. Todo estudio etimológico de una lengua viva, sostiene Lenz en la misma conferencia, remite los conceptos utilizados en la actualidad a sus orígenes, organizando las distintas voces según las lenguas de las que se derivan; lo que implica no sólo una afirmación de la riqueza léxica de una lengua, sino principalmente la posibilidad de conocer “cuánto han contribuido las distintas naciones al estado actual del lenguaje, o, lo que es lo mismo, al estado actual de la evolución síquica y cultural de la nación correspondiente” (Lenz 1912b: 3). Visto desde esta perspectiva, el castellano de América presenta un caso especial, si no único en su extensión. Histórica y culturalmente hay que considerar de entrada que este idioma es una lengua “trasplantada”, que hubo de “amoldarse a la naturaleza antes desconocida del nuevo mundo” y “adaptarse a otro sistema de vida, con alimentación y habitación distintas de las antiguas españolas” (Lenz 1912b: 4). Hecho que resalta las variaciones en la lengua a partir de su interacción con un medio antes desconocido y lo que esto significó para la comunidad allí formada. Además, el castellano actual de América evidencia en sus voces la presencia viva del contacto e intercambio que experimentó con diversas lenguas indígenas pre y coexistentes: lenguas de las Antillas y México, de la zona Andina, el Amazonas, el cono sur y la Patagonia, entre otras (Lenz 1912b: 7). La filología decimonónica en su mayor parte condenaba estas voces indígenas y populares, tildándolas de vicios y aberraciones que era necesario corregir y erradicar (Chávez 2011: 94), mientras que la filología hispánica de principios del siglo xx, en favor de la idea de una comunidad panhispana, argumentará que estos préstamos léxicos son accidentes absolutamente insignificantes frente a la unidad morfológica y sintáctica del español. Para Lenz, con su mirada etimológica y etnológica, esta heterogeneidad léxica será la piedra de toque para una reevaluación de ciertos principios de la filología y puerta de entrada al estudio científico y desprejuiciado de las lenguas indígenas; ya no como mera herencia patrimonial, sino como fenómenos vivos desde hace siglos en y junto al castellano de América (Lenz 1926: 21).7

7 Importante es también que Lenz, luego de escribir su libro sobre El Papiamento (publicado por entregas en los Anales de la Universidad de Chile entre 1926 y 1927), contará dentro de estas lenguas vivas no sólo a varias lenguas indígenas, sino también “jergas

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A fines del siglo xix y principios del xx, filólogos de distintas regiones miraban con interés los cambios lingüísticos del castellano de América. Muchos tenían la esperanza de ver en ellos la formación actual de lenguas nuevas, tal como fuera el caso del latín vulgar; otros apoyaban la tesis para fortalecer nacionalismos y la idea de los nuevos idiomas patrios.8 Sin embargo, para la década de los ’20, esta tesis había perdido casi toda su fuerza: el castellano permanecía relativamente homogéneo en ambos lados del Atlántico. Lo interesante de esta discusión no está tanto en la identificación fácil de grupos nacionalistas o panhispanistas, sino en las explicaciones y consecuencias que tuvieron éstas para el posterior desarrollo de la filología. Si según la historia de la lengua de esos años, la condición natural de una lengua es su tendencia a variar (más aún, alejada de su centro de irradiación), ¿cómo se comprende el hecho de que a pesar de la vasta extensión de América, esta parezca conservar su unidad? ¿Qué sucede con las vertientes populares y las lenguas indígenas? En un artículo traducido por Américo Castro, el filólogo alemán Max Leopold Wagner, lector y crítico de Lenz, insistirá que las circunstancias históricas del latín y el castellano no son comparables y que ésta última se perpetúa íntegra en las personas de las clases elevadas tanto en España como en el nuevo mundo. Si hay variaciones, ya sean ‘barbarismos’, ‘regionalismos’ o ‘indigenismos’, estos afectan sobre todo a la lengua del vulgo, pero no son suficientemente fuertes para interrumpir en modo alguno “la continuidad de cultura” (Wagner 1924: 85). Ramón Menéndez Pidal será de la misma opinión: como lo mencionamos más arriba, para él, desde sus orígenes en el siglo ix, el castellano había generado una potencia cultural y una unidad interna que le otorgaba ‘permanencia esencial’ ante cualquier posible variación. Y en lo que respecta al factor indígena, decía ya en 1918: “En las lenguas indígenas no hallamos, pues, un elemento externo que diferencie claramente el habla americana, y acudiremos a buscarlo con más éxito tanto en los orígenes hispánicos, como en la evolución propia del español colonial” (Menéndez Pidal 1918: 5).

mezcladas de lenguas americanas y africanas con el español”, lo mismo con el inglés, francés y holandés (Lenz 1926: 21). 8 En el caso de Argentina, piénsese en el libro de Luciano Abeille, El idioma nacional de los argentinos (1900) y en el de Chile, en la conferencia de Julio Saavedra, Nuestro idioma patrio (1907).

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Lenz, por su parte, observaba el fenómeno desde otra perspectiva. Lenz estaba de acuerdo con el hecho de que la norma culta o literaria podía influir en el proceso de formaciones dialectales, promoviéndolo o desacelerándolo; pero esto no se debía a ninguna esencia que precedía al lenguaje, sino a razones de política. Con una idea que groso modo anticipa en más de setenta años a La ciudad letrada de Ángel Rama, Lenz dirá al principio de su Diccionario etimológico que en América, a pesar de las vastas distancias geográficas, se instaló un gobierno lo suficientemente fuerte para establecer una norma cortesana y literaria, reguladora de ahí en adelante del comportamiento lingüístico de los grupos de poder y con ellos el de los demás grupos sociales. La administración de las provincias estaba en manos de personas procedentes del centro político; las ordenanzas y las leyes impusieron la escritura al fijarse ellas mismas por escrito; la creación de una cultura letrada conjuntó en torno a la administración a los poetas, por quienes nació y se instauró el modelo literario. “Así se han formado sobre base lingüística natural, pero por razones históricas de política, las que solemos llamar lenguas literarias” (Lenz 1977 [1905-1910]: 11 – destacado en el original). Ahora bien, esta concepción política de la consolidación del castellano en América ofrecía una mirada diferente del funcionamiento de las dinámicas sociales del lenguaje que el que ofrecía hasta entonces la filología hispánica al enfocarse sobre el diastratismo. Porque si es claro que “hacia arriba prevalece la lengua escrita” con sus formas y usos particulares –dice Lenz utilizando una metáfora topológica social–, “hacia abajo prevalece la comunicación oral; la esfera de la vida doméstica y todas sus múltiples relaciones con la vida del individuo en cuanto a habitación, vestimenta, alimentación, con los artesanos y el comercio al menudeo que satisfacen necesidades diarias” (Lenz 1977 [1905-1910]: 12). Hacia abajo, entonces, se difuminan los límites de la cultura letrada y en los usos lingüísticos de la vida cotidiana no encuentran únicamente expresión las formas afectivas y los pensamientos de las esferas populares e indígenas, sino también se efectúa su ingreso paulatino a la “lengua general”, que siempre es más que la sola norma literaria (Lenz 1977 [1905-1910]: 12-13). Si para un grupo de filólogos, estas formas expresivas serán meras variaciones superficiales, aceptadas por la lengua debido a sus posibilidades intrínsecas, para Lenz éstas son evidencias palpables de la ampliación del mundo de una lengua, a través de relaciones, afectos y representaciones de mundos culturales diferentes. Visto con cuidado, este fenómeno permite

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romper, también, con los prejuicios instaurados por la ‘civilización’ sobre los demás estratos lingüísticos y adquirir un conocimiento mayor de la cultura y la historia americana, sea ésta la de las comunidades hispanas, criollas o indígenas. La perspectiva etimológica y etnológica como puerta de entrada hace ostensible no sólo cuantos conocimientos recibieron los conquistadores de los indios de Chile, sino aun se podrá notar hasta qué grado la influencia de los quechuas en el Norte y Centro del país había alterado la civilización del mapuche, y con sorpresa se verá que por el estudio del Diccionario vulgar chileno será posible llenar algo el vacío casi absoluto en que estamos con respecto al alcance de la conquista incásica en Chile (Lenz 1977 [1905-1910]: 18).

Y de paso, esta perspectiva desmiente también a los que han calumniado a los mapuches, “diciendo que eran salvajes, casi sin agricultura, que apenas habían aprendido de los incas el cultivo del maíz y del poroto” (Lenz 1912b: 9). Los ochenta y siete tipos de papas que se cultivan en Chile con nombres de procedencia indígena son, según Lenz, irrefutable prueba de lo contrario. Además, un estudio de índole similar sobre la lengua mapuche dará cuenta de como ésta, en contacto con el castellano español y otras lenguas indígenas, supo adaptar para sí usos y costumbres de otras comunidades, incluida la literatura. Como lo dice Lenz en su temprana conferencia De la literatura araucana: además del cultivo de las propias fábulas, leyendas y poemas, “los araucanos se han asimilado casi todo el tesoro de la literatura popular española” (Lenz 1897: 25). Esto no quiere decir que el movimiento de la cultura sea unidireccional y que haya que fijarse sólo en las tradiciones españolas, puesto que si se mira con cuidado, se detectará que “varios temas de las fábulas araucanas se encuentran en diferentes partes del mundo sin que sea necesario que provengan de una sola fuente” (Lenz 1897: 26). Así, en lo que concierne a la formación de la literatura, Lenz abandona también una investigación que quiera reducir todas las expresiones a una fuente originaria. Puede ser que todas las fábulas y mitos del mundo provengan de la cultura indo-europea, pero la obsesión por el origen no es capaz de enseñarnos nada sobre las formas en las que el intelecto humano en general se desarrolla a través del lenguaje y cómo en prácticas particulares, ambos encuentran formas expresivas diferentes: “La acción de la fantasía del pueblo más bien se muestra en nuevas combinaciones de antiguos episodios que en la invención de nuevos rasgos” (Lenz 1897: 31).

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5. Afinidades electivas: colofón y envío

A los campos a los que se dirigieron las investigaciones de Rodolfo Lenz, no podía o no quería entrar la filología hispánica. Ya fuera por motivos ideológicos o por pruritos disciplinarios (aunque estos pruritos responden principalmente a ocultamientos e iconizaciones ideológicas, ver nota 4), en las formas expresivas populares e indígenas ésta no veía más que degradaciones de la cultura o, en el mejor de los casos, accidentes lingüísticos de poca o ninguna trascendencia. De los trabajos fonéticos del joven Lenz y su “tesis araucanista”, quedó para el recuerdo su “autoridad técnica” y sus precisas observaciones sobre la pronunciación de algunos fonemas. La lengua y literatura mapuches no eran más que una curiosidad folclórica, destinada a desaparecer ante el avance de la cultura hispana. Y las expresiones lingüísticas y poéticas populares no tenían gran importancia, si más allá del mero gusto de las masas, éstas no se afincaban en lo verdaderamente tradicional (Menéndez Pidal 1928: 39-40). Así, la filología hispánica no podía ver ni sentir los fenómenos que impulsaban a Lenz a plantearse constantemente preguntas para las que la práctica de la disciplina no tenía explicaciones satisfactorias. Precisamente en cuanto a las afinidades del bajo pueblo por ciertas expresiones, en un prolijo estudio dedicado a la poesía popular impresa de Santiago de Chile, escrito en 1894 y sólo publicado en 1919, Lenz se permitía enjuiciar la calidad de algunos de los poemas de su colección. Con respecto al grupo denominado “versos de astronomía”, decía Lenz “que gozan de mucha aceptación, aunque son, generalmente, cúmulos absolutamente indigestos e indigeribles de palabras altisonantes (nombres geográficos) que no encierran ninguna idea comprensible” (Lenz 1918: 588). Y hacia el final del libro, sentenciará sobre ellos: Es una literatura de alta alcurnia que ha caído al barro […] Pero no por eso los poetas y cantores dejan de ser manifestaciones curiosas de la vida intelectual del bajo pueblo chileno; y en cuanto al significado, no creo equivocarme si digo que prueban que ese bajo pueblo, anhela por tener participación en la cultura de las clases superiores (Lenz 1918: 618).

De estos juicios y aclaraciones, me parece fundamental el balance que Lenz establece entre el fenómeno popular observado y su propia percepción mediante el uso de concesiones gramaticales. Es un gesto que no pretende, como lo interpretaba el crítico literario Emilio Vaïsse (seud. Omer Emeth)

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en una reseña en el periódico, descubrir “la fuente de cierta poesía modernista” con “desaforado verbalismo” y “absoluta vaciedad” (Vaïsse 1940: 355), sino más bien un gesto, como el de Galileo si se quiere, que persiste en una pregunta insatisfecha. Estos versos nos parecen indigestos, dice Lenz, aunque gozan de aceptación; es literatura caída al barro, pero sus circunstancias no carecen de interés. El mismo gesto se trasladará también al campo de la lengua y literatura mapuches a modo de crítica implacable al trabajo que habían hecho durante la conquista y la colonia cronistas y misioneros. Porque a pesar de haber cantado el valor de los mapuches, de haber celebrado sus virtudes retóricas y de haber tenido los conocimientos necesarios para escribir la lengua, no fueron capaces de transcribir poemas o discursos mapuches. Es más, para sus gramáticas y catequismos, inventaron oraciones y versos que nada tenían que ver con la realidad cultural y religiosa de los mapuches; e incluso algunos, como el Padre Olivares, tuvieron el descaro de enjuiciar su poesía en los siguientes términos: “la poesía no tiene entre ellos, aquellos conceptos altos, alusiones eruditas y locuciones figuradas que se ven en obras poéticas de las naciones sabias” (Lenz 1897: 5). Para todos estos casos, Lenz observa y critica: Es el profundo desprecio que experimentaban para con las pobres poesías indígenas los contemporáneos secuaces de un Góngora, como es el orgullo de poseer la única religión verdadera el que no permitió a los mismos cronistas y con mayor razón a los padres misioneros que han escrito las gramáticas, que averiguaran sinceramente cuáles eran las creencias religiosas de los pobres herejes. Esas son las razones que nos han privado de un conocimiento más exacto de lo que cantaron, narraron y creyeron los indios del tiempo de la conquista (Lenz 1897: 5).

La crítica es rotunda y vista a la luz de la filología practicada por Lenz, de importantes consecuencias: si se trata de ampliar las fronteras del conocimiento humano, de sus formas de pensar, sentir y vivir en sociedad, es fundamental reconocer que las afinidades propias puedan ser nocivas, quizás fatales, mientras que las afinidades ajenas, puerta a un mundo inexplorado. Como lo sugiere Lenz en el Programa de la Sociedad de Folklore Chileno: la ciencia no puede atacar los diversos sistemas de valores que estudia, provengan éstos de las religiones, costumbres literaturas o usos lingüísticos; cada una de estas actividades se realiza en una esfera propia a la comunidad de la que emergen. No obstante, la ciencia tampoco puede abandonar su propia esfera y abandonarse al dictado de aquellos sistemas de valores.

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Hay que buscar modos de investigación y pensamiento que no procedan autocráticamente, propone Lenz en el mismo programa al referirse a su entendimiento etnológico: si Luis xiv dijo “el Estado soy yo”, lo mismo hizo Descartes al fundar todo su sistema filosófico en su “yo” (Lenz 1909: 6). El precario equilibrio que emerge en la mirada de Lenz ante las formas expresivas populares y mapuches a partir de las tensiones entre las afinidades propias y ajenas, puede quizás interpretarse como un primer tanteo hacia una filología americana. Filología que asuma para sí también la cuestión del otro, como la denominó Todorov, sin caer en la asimilación total, la implícita imposición de valores propios, ni en la categorización jerárquica, la explícita imposición de los valores propios (Todorov 1985: 56). Por supuesto que Lenz no fue capaz de desprenderse de sus propios sistemas de valores, de su ideología: hay pasajes en los que diferencia aún entre lenguas o pueblos naturales y lenguas o pueblos de cultura, idiomas de alta cultura y otros de menor evolución, pasajes en los que se percibe una inclinación a la superioridad de la cultura occidental (Lenz 1914: 6) o hacia la de la ciencia alemana frente a otras.9 Pero de seguro que nosotros mismos, ante los prejuicios de nuestro propio tiempo, tampoco lo haríamos mejor. Lo fundamental es que a partir de estos prejuicios, Lenz fue igualmente capaz de practicar una filología abierta hacia una perspectiva cultural y social, dispuesta a reconocer y confrontar sus limitaciones, a reconocerse como un trabajo siempre inconcluso, consciente de la importancia de un trabajo colectivo y transdisciplinario (Lenz 1909: 6). Una filología que en las lenguas de América comenzaba a vislumbrar las múltiples historias que las conforman y la emergencia de una comunidad americana, jamás meramente hispana, criolla o india. Una mirada filológica, etnológica, cultural que ya a fines del siglo xix y principios del xx, intentaba hacernos ver la pervivencia de organizaciones sociales y comunidades, que desde la conquista y al decir de José María Arguedas, han “permanecido, a través de tantos cambios importantes, distinta[s] de la occidental” (Arguedas 1977: 2).

9 En una carta, fechada el 28 de agosto de 1902 y dirigida a Robert Lehmann-Nit­ sche, Lenz confesará que siente mayor complacencia al obtener un breve comentario aprobatorio por parte de un tal Wilhelm Wundt, que veinte páginas de alabanza por algún chileno o similares, quienes no comprenden la importancia de la “mapuchería”. Nachlass (legado) de Robert Lehmann-Nitsche, Korrespondenzen: Briefe von Rodolfo Lenz an Robert Lehmann-Nitsche, Ibero-Amerikanisches Institut, Stiftung Preußi­ scher Kulturbesitz, Signatur: N-0070 b 420.

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Habrá que seguir la senda de Lenz, salir de la filología hispánica o románica en busca de quizás una filología crítica americana. Estoy convencido que a lo largo del siglo xx son muchos los que recorren caminos similares.

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Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz Anke Birkenmaier

Indiana University, Bloomington

La obra del joven Ortiz suele ser caracterizada por lo que no fue o lo que todavía era: el primer libro de Ortiz, Los negros brujos (1906) era todavía positivista; Entre cubanos (1913) no llegó a ser una obra mayor, sino quedó como obra del momento y crítica incipiente de la República; los dos diccionarios de Ortiz, El catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afronegrismos (1924), no eran obras filológicas serias.1 La crítica generalmente ha juzgado oportuno distinguir entre aquel temprano Ortiz, todavía marcado por su formación criminológica y empeñado en estudiar “la mala vida cubana”, y el Ortiz que a partir de los años 1920 empezó a desarrollar una seria labor de antropólogo cultural, estudiando la cultura afrocubana en todas sus manifestaciones. En lo que sigue me interesa volver a estudiar la transición de Ortiz de la antropología positivista y la llamada psicología social a la antropología cultural, prestándole especial atención a la polémica de Ortiz con la filología hispánica que data justo de esta época. Si bien durante el siglo xix la filología y la literatura habían sido discursos dominantes en la búsqueda, por parte de las élites intelectuales, de una identidad nacional o regional latinoamericana, me gustaría argumentar que Ortiz logró establecer como modelo una escritura ensayística con base en el análisis filológico y antropológico a la vez.2 Esta nueva crítica cultural 1 Estas formulaciones sobre la obra temprana de Ortiz aparecen, por ejemplo, en (Pérez Firmat 1986; Le Riverend 1987; Coronil 1995). 2 Como ha argumentado Roberto González Echevarría en su libro Mito y archivo, para los escritores latinoamericanos la antropología llegó a ser a partir de los años 1920 un discurso científico hegemónico apropiado por ellos sistemáticamente (González Echevarría 2000: 197-253). Doris Sommer en su conocido libro Foundational Fictions por otra parte destaca la importancia de la novela para fundamentar un discurso propio sobre las nuevas naciones latinoamericanas en las décadas después de su independencia (Sommer 1991). Finalmente, José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman han demostrado en su libro co-editado La batalla del idioma el vivo debate sobre política cultural que ocurrió en el siglo xix entre filólogos latinoamericanos y españoles (del Valle/Gabriel-Stheeman 2004). Estoy aprovechando estos estudios para contextualizar el posicionamiento de Ortiz entre filología y antropología.

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se produjo desde el diálogo de Ortiz con antropólogos estadounidenses y de Europa, por una parte, y, por otra, con filólogos y ensayistas latinoamericanos y españoles. Fue un momento fructífero de negociación, y valdría la pena tenerlo en mente hoy en día, a la hora de las discusiones sobre la función actual de las humanidades y el valor de la interdisciplinariedad. Todavía a principios del siglo veinte muchos intelectuales latinoamericanos veían con reojo la antropología, ya que se asociaba con lo que José Martí llamaba en “Nuestra América” las “razas de librería” (Martí 1992), es decir, con las jerarquías pseudo-científicas entre razas superiores e inferiores creadas por parte de científicos europeos tales como el conde de Gobineau.3 El ensayo de José Vasconcelos, La raza cósmica (1925) es quizás el ejemplo más notorio del desdén por parte de muchos intelectuales latinoamericanos por las definiciones antropológicas decimonónicas de la raza. Vasconcelos entendía la noción de raza en un sentido radicalmente opuesto al científico y argumentaba en su ensayo que hace falta un “salto espiritual” para comprender la vida de las civilizaciones. El mestizaje racial en América Latina era un precedente nada más para la gran era “estética” que remplazaría la edad positivista del tardío siglo xix (Vasconcelos 1997). En Cuba, como en otros países latinoamericanos, la temprana antropología era de corte positivista e impulsada por modelos europeos o norteamericanos. El departamento de antropología y antropometría de la Universidad de La Habana, bajo su director Luis Montané, había sido un resultado de la reorganización de la universidad por parte del gobierno militar estadounidense, y tenía un enfoque criminológico en la relación entre raza y crimen (Bronfman 2004: 6-8).4 Ortiz también se formó en criminología, después de haber hecho la carrera de derecho, y estudió en España con Manuel Salas y Ferré y en Génova von el italiano Cesare Lombroso y con otros. Como escribe Antonio Fernández Ferrer, su Los negros brujos, un estudio criminológico de la población negra de Cuba, hacía paralelo a 3 En la discusión sobre la unidad o la pluralidad de las razas humanas, y sobre las ventajas o no de la ‘mezcla’ entre personas de raza diferente participaban todos los naturalistas de la época, inclusive Charles Darwin y Louis Agassiz. Sobre el racismo científico de Darwin y su recepción en los Estados Unidos, ver el capítulo “Scientific Racism” en el interesante libro de James Lander, Lincoln & Darwin (Lander 2010: 76-86). Las teorías decimonónicas sobre la inferioridad de las razas ‘mezcladas’, dieron lugar a fines del siglo xix al movimiento eugenésico, un movimiento social que se radicó no sólo en Europa y en los Estados Unidos, sino que también tuvo sus seguidores en América Latina (Stepan 1991: 35-63; Moritz Schwarcz 1999). 4 El auge de la antropología cubana coincidió, como en otros países, con el auge del movimiento eugenésico en Cuba (Stepan 1991: 72; 181).

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libros españoles similares de la época, tales como La mala vida en Madrid (citado en: Santí 2002: 35-36). De vuelta en Cuba a partir de 1905, Ortiz sin embargo no escogió la carrera de antropología en la universidad sino repartió sus actividades entre varias instituciones y áreas de acción. Ocupó una cátedra de derecho en la Universidad de La Habana (1908-1917), además de ser fiscal en la Audiencia de la Habana y miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País. Fue editor de la Revista Bimestre Cubana a partir de 1910, fundó en 1924 la Sociedad Cubana del Folklore y su revista Archivos del folklore en 1924, y la Sociedad de Estudios Afrocubanos y su Revista afro-cubana en 1937. Eso sí, publicó a partir de 1910 libros y ensayos sobre antropología, historia y arqueología, entre ellos Los negros esclavos (1916), La fiesta cubana del ‘Día de Reyes’ (1925), y La ‘clave’ xilofónica de la música cubana (1935), que lo establecieron como el estudioso de la cultura afrocubana más importante de Cuba. Desde su vuelta a Cuba Ortiz empezó también a interesarse por los dos ámbitos de la crítica cultural y la filología. En su libro, La reconquista de América. Reflexiones sobre el panhispanismo (1911) polemizaba con Rafael Altamira, un hispanista español que había visitado Cuba y otros países latinoamericanos en 1909-1910, dando conferencias sobre la “raza latina”, en la cual se unían España y Latinoamérica por la lengua y religión que compartían. Las ideas de Altamira no eran tan novedosas – el historiador español ya había escrito los prólogos para dos ensayos latinoamericanos notables del comienzo del siglo, Ariel (1900) de José Enrique Rodó y de Carlos Octavio Bunge, Nuestra América (1903), donde ambos ensayistas habían igualmente apelado a un espíritu latino unido por la tradición y las letras. A Ortiz, sin embargo, le interesaba criticar a Altamira no sólo por su “panhispanismo” sino también porque insistía en que la corriente panhispanista derivaba de otras corrientes europeas tales como los movimientos pan-germánicos y pan-eslavos, inspiradas en el racismo científico decimonónico. Como argumentaba Ortiz, ni en España ni en Latinoamérica se podían aplicar criterios de pureza de raza en el sentido pseudo-científico de estos movimientos. En vez de hacer un uso ‘antropológico dubioso’ de la palabra raza, había que aplicar mejor la noción de ‘comunidad de lengua’, aunque la lengua tampoco bastaba para poder hablar de civilización: Quédase pues reducida a límites restringidos la llamada fuerza del idioma que con la de la raza y la religión, son las únicas fuerzas de que alardea España, a falta de otras más decisivas y más intensas y reales, como la industria, el co-

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mercio, la agricultura, el ejército, la marina, la escuela, la riqueza, la ciencia; en fin, la civilización (Ortiz 1910: 53).

Para Ortiz, lo que realmente importaba tener en un país era una cultura o ‘civilización’ –Ortiz todavía usaba aquí el término francés en este temprano ensayo–, la cual incluía más allá del idioma, la raza y la religión, una sólida base educativa, científica y económica. Con ello, Ortiz se oponía a la política cultural española por parte de profesores como Altamira que usaban un discurso pan-hispánico vago que carecía de bases científicas, lingüísticas o económicas. Con todo, la oposición de Ortiz al ensayismo español no fue categórica. Su segundo libro de ensayos, Entre cubanos, abría con dos cartas a Miguel de Unamuno donde Ortiz expresaba simpatía por el ilustre filósofo español y rector de la Universidad de Salamanca (Ortiz 1987). Unamuno había lamentado en su ensayo “El sepulcro de Don Quijote” la “atonía de la patria hispana”, y en particular su falta de idealismo, y Ortiz se identificaba en absoluto con ella en su crítica de la mentalidad cubana “dormida” de estos años. A lo largo de los años Ortiz estableció además vínculos estrechos con intelectuales y filólogos españoles, eso sí, siempre desde el reclamo del respeto hacia las características propias de la cultura cubana. Su primera estrategia al defender la cultura cubana contra el argumento pan-hispánico fue filológica. Eso se ve en dos publicaciones de índole claramente filológica publicadas en los años veinte. Los dos diccionarios se presentaban como apéndices al trabajo de la Real Academia Española, el Catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afro-negrismos (1924). Ambos diccionarios dan listas y explicaciones de términos africanos y locales particulares del español hablado en Cuba. Sobre todo, Ortiz aprovechaba para revelar lo que según él eran etimologías erróneas u omisiones de americanismos en el Diccionario de la Real Academia.5 Sugería que estos errores y omisiones eran algo más que negligencias; para él se trataba de estrategias para imponer una visión monolítica del español como lengua 5

En su empeño por mostrar las omisiones de palabras usadas en Hispanoamérica, Ortiz se insertaba en toda una tradición de reivindicaciones del español de América. Como menciona Gustavo Pérez Firmat, pocos años antes de que aparecieran los dos diccionarios de Ortiz se había publicado el largo ensayo de Miguel de Toro y Gisbert, “Reivindicación de americanismos” (1920-21) en el Boletín de la Real Academia (Pérez Firmat 1986: 95). El mismo Ortiz cita en el Glosario una larga lista de filólogos americanistas, entre ellos Juan Ignacio de Armas, Ciro Bayo, Rufino E. Cuervo, Juan M. Dihigo, y Alfredo Zayas.

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derivada sobre todo del latín (minimizando la influencia árabe y posiblemente de idiomas africanos sobre la lengua), hablada de manera igual en todos los países hispanoamericanos. A fin de mostrar las fallas de esta visión lingüística, Ortiz usaba una larga bibliografía de estudios filológicos, y en no menor medida su ingenio, argumentando caso por caso las posibles influencias americanas o africanas sobre determinadas palabras de uso común en Cuba y las Américas. Es verdad que el método filológico de Ortiz era algo heterodoxo, pero no por ello menos serio. Las “glosas” del Glosario de afro-negrismos son un ejemplo de su estrategia de aparente modestia de añadir notas a lo que habían escrito las autoridades.6 Por ejemplo, la glosa de Ortiz sobre la palabra “bobo” comentaba la etimología de la Real Academia, “¿del latín balbus, balbuciente?” de la siguiente manera: Es muy verosímil la hipótesis académica, por más que no cabe desconocer que esta voz pertenece radicalmente al grupo onomatopéyico universal, por el fonema bab. Entre los negros de Sierra Leona se llama bobo al “mudo de nacimiento” (Thomas 16). Igual sucede entre los malinkés (Un Miss. Ob. Cit. p. 110), lo cual puede explicarse por onomatopeya como el de la balbucencia, como el balbus latino. Por igual razón llaman al “mudo” ebaba en el Congo (Bentley, 264), ribubu en Angola (Cannecattim, p. 11), bebi los hausas, obu los ibos, mumo los fulas, mumuo los mandingas, y bobo los bambara. Habrá influido el bobo de los negros esclavos, en el castellano? Para determinarlo habría que estudiar la historia del vocablo y la época y zona de su aparición en España. Sin embargo, basta la razón onomatopéyica ya expuesta (Ortiz 1924: 58).

Así, el argumento de Ortiz era especulativo y hasta juguetón, sin embargo su implicación era que ni él ni la Academia podrían comprobar sus argumentos definitivamente, a menos que consideren otros factores extra-lingüísticos. La filología era para él una disciplina necesaria, pero no suficiente. Ortiz usaba con virtuosismo la especulación etimológica para complementar las insuficientes explicaciones de la Real Academia. Un ejemplo de ello es la entrada guarapo, una bebida azucarada popular en Cuba. Según 6 Pérez Firmat argumenta que Ortiz no conocía ninguno de los idiomas africanos usados en su análisis de palabras individuales y que presentó sus dos diccionarios de una forma a propósito desordenada, como apéndices en vez de diccionarios. Concluye Pérez Firmat: “The Catauro is a philological fiction with a political theme. One important motif in this theme is the excision of Cuban Spanish from its peninsular matrix, what Ortiz terms the ‘avoidance’ of peninsular etymologies” (Pérez Firmat 1986: 100).

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la Real Academia, la palabra era de origen “americano;” sin embargo, Ortiz opinaba que la palabra venía de garapa, usada en Angola y en Congo con referencia a una bebida fermentada hecha de maíz y yuca. Esta palabra a su vez sería derivada del portugués xarope, derivada del español jarabe, y este último derivado del árabe xarab para “bebida”. La conclusión de Ortiz: Se trata, pues, de un curioso afronegrismo, considerando la etimología en rigor. No es la palabra originaria formada por elementos de la lingüística negra; pero decimos guarapo, porque tomamos la voz tal como fue por los negros africanos corrompida la palabra, que los descubridores les enseñaron, aprendida de los árabes. Es una genealogía etimológica de zigzag: del árabe al español y portugués, de éstos al congo, y del congo otra vez al español y portugués de las colonias (Ortiz 1924: 232-33).

En estas “etimologías del zigzag” podemos ver los comienzos de la teoría más tardía de Ortiz sobre la transculturación, donde propondría precisamente que las múltiples imposiciones culturales producidas por el contacto entre cultura indígena, africanas, y europeas habían acabado por producir una cultura auténticamente cubana o ‘americana’. La lengua era sólo una instancia entre muchas donde se podía ver este prolongado contacto cultural. De hecho, ya se podía ver en la contratapa de su Glosario que el programa de Ortiz era más amplio; en ella se establecía el estudio de las culturas negras de Cuba en todas sus manifestaciones (Ortiz 1924: xiii). Este programa científico se extendía a la política cultural de Ortiz en la época de los años veinte y treinta y seguía incluyendo la cultura letrada y la filología como componente esenciales. Ortiz fundó en 1926 la Institución Hispano-Cubana de Cultura, organización que en los años siguientes invitaría a los mejores escritores y filólogos españoles, entre ellos Federico García Lorca, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez. Las revistas de la Institución Hispano-Cubana, Surco (1927-1929) y Ultra (1936-1947), publicaban fragmentos de conferencias dadas por los conferenciantes invitados, desplegando un amplio panorama de conocimiento cultural para los miembros de la Institución el cual incluía, entre muchas publicaciones sobre temas literarios y generales, artículos en traducción de Franz Boas y Melville Herskovits, tomados de revistas científicas extranjeras. También publicó Ortiz una importante serie de libros, la “Colección cubana de libros y documentos inéditos o raros”, cuyo propósito era hacer accesibles textos coloniales o poco conocidos en el ámbito cubano, sobre la historia cubana. De esta manera, Ortiz adoptó la misma visión y metodología histórica y filológica de sus colegas y amigos hispanistas, eso sí, desde

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una postura política decididamente independiente de España: no se iban a cantar “canciones a la raza, la lengua, la historia o el imperio de Cervantes” (Ortiz citado en: Naranjo Orovio & Puig-Samper Mulero 2005: 26). Al lado de sus publicaciones científicas sobre cultura afrocubana y sus actividades políticas, Ortiz se empeñaba en fortalecer vínculos internacionales en particular con España y en el ámbito latinoamericano. De su participación en organizaciones científicas internacionales no-españolas surgió su creciente compromiso con la antropología cultural.7 La crítica de Ortiz hacia las explicaciones puramente etimológicas de ciertos conceptos tales como la raza se ve con más precisión en su campaña en contra del establecimiento en las primeras décadas del siglo veinte, del 12 de octubre como fiesta nacional titulada “Día de la Raza”. Las razones políticas del éxito de esta fiesta nacional en el ámbito inter-americano son múltiples – vale la pena mencionar las celebraciones del Columbus Day en los Estados Unidos por parte de inmigrantes italianos, el auge del nacionalismo latinoamericano y ciertamente la política panhispánica del gobierno español (Trouillot 1995: 108-140; Rodríguez 2004). Lo interesante para nuestro propósito es que a diferencia de la mayoría de los ensayistas hispanoamericanos del momento, Ortiz se opuso categóricamente a esa fiesta, y que el desacuerdo tornaba alrededor del nombre mismo de la nueva fiesta nacional. Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, pronunció un discurso en el Día de la Raza en 1934 en La Plata donde le prestaba a la palabra ‘raza’ un sentido afectivo que superaba el de la palabra ‘cultura’: El vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de contenidos de sentimiento y emoción. El Día de la Raza bien podría llamarse el Día de la Cultura Hispánica, porque eso es lo que en suma representa; pero sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo cultura, en el significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la 7 Considero importante tener en mente las actividades institucionales de Ortiz en la arena internacional y de ahí sus contactos con científicos sociales latinoamericanos y norteamericanos para entender mejor su evolución intelectual desde la antropología de corte positivista a la antropología cultural. En 1928 participó en la fundación del Instituto Panamericano de Geografía e Historia con base en México y en 1943 en el Primer Congreso Demográfico Interamericano de México. En México también ayudó a fundar y fue el director del Instituto Internacional de Estudios Afro-Americanos. Además de ello, Ortiz fue miembro de la Unión Panamericana, del Instituto Indigenista Interamericano, de la Sociedad Internacional de Etnología y Geografía, presidente del Instituto cultural cubano-soviético, miembro de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos, de la Hispanic Society of America y de la Société des Américanistes en París (García Carranza, Suárez Suárez et al. 1996).

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historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da al vocablo raza (Henríquez Ureña 1998: 320).8

Similar al joven Ortiz, Henríquez Ureña, aplicaba un argumento filológico según el cual la palabra ‘raza’ en español era sinónimo de ‘cultura’, sólo que la ‘cultura’ se asociaba con un lenguaje técnico, probablemente inspirado por el relativismo cultural de la escuela antropológica americana o de la sociología durkheimiana. En este y en varios escritos lingüísticos, Henríquez Ureña usaba el contacto entre las lenguas como su principal ejemplo para argumentar a favor de la influencia cultural del español por encima de las “diferencias de raza y de origen:” Su amplio sentido humano la llevó [a España] a convivir y a fundirse con las razas vencidas, formando así estas vastas poblaciones mezcladas, que son el escándalo de todos los snobs de la Tierra, de todos los devotos de la falsa ciencia o de la literatura superficial pero que para el hombre de Mirada Honda son el ejemplo vivo de cómo puede resolverse pacíficamente, cristianamente, en la realidad, el conflicto de las diferencias de raza y de origen (Henríquez Ureña 1998: 323).9

El ensayista mexicano Alfonso Reyes en su conocido ensayo “Visión de Anáhuac” también se refería a la idea de la raza en un sentido decididamente no étnico, típico del uso que había adquirido la palabra en México desde la independencia (Lomnitz 2011): Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común (Reyes 2004: 37).

8 En efecto, en España, Ramiro de Maeztu argumentó en 1931 en la revista ultra-conservadora Acción Española que mejor que ‘raza’, ‘Hispanidad’ representaba lo que caracterizaba la cultura española e hispanoamericana, una cultura definida no tanto por el color de la piel de sus miembros, sino por “el habla y el credo” (Maeztu 1931: 8). Esta idea de hispanidad, asociada con el catolicismo y la lengua, luego formó el meollo de la ideología franquista de la hispanidad. A partir de 1939 el 12 de octubre fue celebrado como “Día de la Hispanidad” en España. 9 En un estudio reciente, sobre las publicaciones lingüísticas de Henríquez Ureña, Juan Valdez sostiene que Henríquez Ureña construyó un imaginario dominicano blanco que minimizaba el impacto africano e indígena sobre la cultura dominicana (Valdez 2011).

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Ortiz, sin embargo, no estaba de acuerdo con tales posturas, y al principio puso su esperanza para obtener una clarificación del término en la filología. Poco después de la inauguración en 1923 del Día de la Raza como fiesta nacional en Cuba, Ortiz escribió en la introducción al Catauro de cubanismos, en evidente alusión al Día de la Raza: Una iniciativa académica con ese propósito cultural haría más por los intereses morales de la ‘raza’ que esa espumosa declaración patriotera, escanciada a los brindis en todo banquete patriótico. Afortunadamente, los iberoamericanos tenemos tradición filológica que no desmerece en nada de la española y no pocos autorizados maestros (Ortiz 1923: 15).

Para los años 1940, sin embargo, estaba reclamando la ‘ciencia’ como única manera de esclarecer los prejuicios sobre la raza.10 En su discurso de apertura dado el 8 de octubre, 1942 en el Primero Congreso Nacional de Historia, escribió: ¿Es que debemos convertir estas evocaciones del descubrimiento de América, como hacen algunos, en unas “fiestas de la raza”? No. Porque no hay tal raza, pues, como dijera el buen maestro Miguel de Unamuno, “esa raza se inventó al mismo tiempo que la fiesta” y, además, ello no sería sino engañar a las ingenuas emociones colectivas, llevándolas a las mentidas y anticristianas pasiones de los racismos, cuya satánica encarnación, Adolfo Hitler, está ahora ensangrentando los continentes por el imperio de su raza; de esa raza aria tan mitológica como son las otras razas creadas para estímulo de las inculturas agresivas y encubrimiento de las políticas predatorias. No hay raza alguna en el mundo que merezca exaltación especial. La edad de los racismos ya pasó (Ortiz 1993a: 24).

Las razas, latinas u otras, se asociaban ahora para él con el racismo en general, y Ortiz se aliaba en eso claramente con los antropólogos que habían firmado declaraciones y ensayos en contra del racismo.11 En 1943 hizo 10 “Es muy apremiante que sobre las razas, como se hace sobre las enfermedades, los crímenes y los conflictos económicos, se vayan difundiendo los criterios propuestos por la ciencia; única manera de ir afrontando las desventuras sociales y poderlas reducir”(Ortiz 1946: 13). En otra conferencia presentada en 1949, “La sinrazón de los racismos”, Ortiz indica la “antropología social” como ciencia encargada de la divulgación de las nuevas ideas sobre raza y cultura (Ortiz 1955). 11 Ortiz hizo publicar en Ultra un artículo de Franz Boas sobre el prejuicio racial en los Estados Unidos (Boas 1938), como también la traducción de la “Declaración contra los racismos” de la Asociación Antropológica Norteamericana, precedida por un manifiesto de la Asociación Nacional contra las Discriminaciones Racistas intitulado “Defensa cubana contra el racismo antisemita”. El presidente de esta asociación era, naturalmente, Fernando Ortiz.

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incluso, aunque sin éxito, una petición en el Primer Congreso Interamericano de Demografía de suspender las celebraciones del Día de la Raza y de eliminar el uso de la palabra en cualquier documento jurídico o administrativo oficial (Barreal 1993: xxxi). Finalmente en su libro El engaño de las razas (1946) Ortiz argumentó en contra del ensayismo hispanoamericano que había que restituir el concepto de la ‘raza’ a su uso antropológico técnico y quitarle sus implicaciones vagas. Su reflexión allí sobre el “espectro racial” es la siguiente: Ciertamente, en más de un sentido, puede hablarse de ‘el espectro racial’. Las ‘razas’ son como espectros; irreales, pero inspiradores de muy fuertes emociones. Por eso son más temibles los racismos. ….Hay que lograr la desracialización de la humanidad. Hay que ‘desracificarla’. Hay que exorcizar a ese mal espíritu que es el espectro racial, librándonos de sus pavores. La sociedad humana, que creó las ‘razas’, habrá que suprimirlas (Ortiz 1946: 420-421).

¿Podemos ver aquí una alusión al Manifiesto Comunista de Marx y Engels, cuya primera oración famosa se refería al “espectro” del comunismo en Europa? En todo caso, al sugerir que la idea de la raza era un espectro, Ortiz implicaba que tenía una fuerza ideológica secreta pero poderosa, leyendo la raza ya no en un sentido filológico sino en tanto ideología falsa en el sentido marxista de una idea popular que parece corresponder a la realidad vivida peor que encubre una situación de injusticia y explotación.12 En una tal situación, según Marx y también según Ortiz, sólo el análisis científico de la realidad social podía revelar la falsedad de esta ideología. Es en pasajes como estos que Ortiz se perfila, más que filólogo o antropólogo, como un astuto crítico cultural. La distancia deliberada de Ortiz con la antropología de su época se ve por otra parte en cómo escribía sobre uno de sus modelos más entrañables, José Martí. Martí representa para Ortiz no sólo un poeta y político sino también un hombre instruido que conocía a fondo las asociaciones de antropología, los congresos americanistas y las teorías evolucionistas de Spencer y de otros. En su ensayo, “Martí y las razas”, presentado en 1934 como conferencia y luego publicado en español y en inglés en varias versiones, Ortiz retomaba la expresión de Martí sobre las “razas de librería” para enfatizar cuán erróneas eran las teorías decimonónicas sobre la raza. Lo que apreciaba en Martí era el buen juicio que tenía sobre tales 12 Para una discusión más detallada del concepto marxista de ideología, ver el artículo “Ideología” de Sebastiaan Faber (Faber 2009).

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teorías, afirmando que los problemas entre blancos y negros eran debidos a diferencias políticas y sociales y no tanto raciales. 13 Es notable que Ortiz estudiaba a Martí en este ensayo tanto por sus ideas como por su manera de expresarlas, mostrándose atraído por la fragmentariedad de sus escritos y el escepticismo de Martí hacia las teorías y las narrativas demasiado fáciles sobre la raza. En su ensayo, Ortiz apreciaba tanto los ensayos conocidos de Martí sobre la raza como sus esbozos literarios de tema negro, encontrando en ellos una filosofía humanista que rechazaba las aseveraciones pseudo-científicas sobre la raza, prefiriendo sobre ellas la duda y el sentido de responsabilidad hacia los conflictos sociales entre las ‘razas’. Ortiz representa de esta manera la transición entre lo que Julio Ramos ha llamado el “proyecto culturalista” de los ensayistas y poetas de principios del siglo veinte, tales como el mismo Martí, José Enrique Rodó, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Vasconcelos (Ramos 2001: 232-233), y el culturalismo antropológico, al que se iban a suscribir escritores y científicos sociales latinoamericanos posteriores a los modernistas y la generación del Ateneo. Mientras para aquella generación, la cultura se identifica con valores espirituales e intelectuales universales, para Ortiz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el haitiano Jacques Roumain, el brasileño Gilberto Freyre y otros la cultura ya no era una calidad abstracta, sino una serie de costumbres, idiomas, y prácticas materiales pertenecientes a distintos grupos sociales compuestos por diferentes etnias (palabra que poco a poco iba a reemplazar la de la raza). La cultura en ese sentido antropológico era plural e histórica, haciendo necesario el estudio de sociedades individuales con las metodologías nuevas del trabajo de campo y de la observación participante.14 Es en esta coyuntura entre dos generaciones y dos maneras distintas de entender la ‘cultura’ que la negociación del mismo Ortiz entre método filológico y método antropológico tuvo lugar. 13 “Ni siquiera se deja convencer el dialéctico Martí por las razas de librería. Y no cabe duda de que conocía las bibliotecas donde aparecían esas razas fantasmales de la alquimia antropológica, como antaño ocurría con los demonios. El dice –siente– ‘la garra de Darwin’. Leyendo a Martí se le ve tratar de las sociedades de antropología, de los congresos americanistas, de las civilizaciones precolombinas, y de los textos de sociología más en boga en su tiempo, hasta Spencer y Ribot. Y sobre todo, Martí comprende la importancia decisiva de esos problemas, lo inexcusable de su trato; y se le ve interesadísimo en estudiar objetivamente los tipos humanos tenidos por raciales y sus repercusiones en la sociedad” (Ortiz 1993b: 118). 14 Ver el capítulo interesante de George W. Stocking sobre el concepto de cultura en Franz Boas, donde Stocking argumenta que el mismo Boas fue una figura transicional que llegaría sólo poco a poco a entender la cultura como plural, histórica y relativista (Stocking 1968).

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El Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) se puede leer desde esta perspectiva como un ir y venir constante entre método ‘científico’ social y método filológico. El famoso ensayo con que abre el Contrapunteo, no hay que repetirlo, es un cuento alegórico construido sobre El libro de buen amor del Arcipreste de Hita, y a la vez un análisis de la economía cubana con enfoque en sus dos productos principales, el tabaco y el azúcar. Es un ensayo que a pesar de su enfoque en la historia económica está escrito en diálogo con la tradición del ensayismo hispanoamericano, con un virtuosismo literario que no tiene par. La segunda parte del libro, sin embargo, se divide en una serie de capítulos sueltos de longitud desigual que se parecen de cierta manera a los diccionarios de Ortiz de los años veinte. En ellos Ortiz se enfoca en cuestiones del uso de la lengua y en el análisis de citas textuales que complementan el primer ensayo largo. El más conocido de estos capítulos es el segundo, “Del fenómeno social de la ‘transculturación’ y de su importancia en Cuba” donde Ortiz explica su neologismo “transculturación” en contraste con el término antropológico norteamericano de la “aculturación”. Fernando Coronil ha leído ese desplazamiento a un capítulo corto en vez de incluirlo al ensayo principal, de un término que tanto iba a impactar la crítica cultural latinoamericana, como un procedimiento “contra-fetishista” donde Ortiz, al hacer de la transculturación una categoría complementaria en vez de central, demostraría las fuerzas sociales implícitas en la sociedad cubana, dándole importancia al proceso económico por encima de los actores sociales individuales (Coronil 2005: 144). Me gustaría añadir a ello otra posible lectura que sería la del Contrapunteo en tanto puesta en escena no sólo del contraste entre historia económica y antropología, sino entre método antropológico y método filológico. En términos filológicos, Ortiz presenta con la primera parte del Contrapunteo un texto literario el cual está complementado por el glosario de palabras presentado en la segunda parte.15 En términos antropológicos, el Contrapunteo presenta conceptos que valen por sí mismos y constituyen la “ciencia” propiamente hablando de la vida social y económica cubana. Es decir que Ortiz combina en el Contrapunteo el método filológico practicado en sus diccionarios con la escritura ensayística que había aprendido 15 Por ejemplo, el capítulo x cita a un poema andaluz sobre el tabaco, el capítulo xi trata de la diferencia entre ‘cañal’ y ‘cañaveral’, el capítulo xiii sobre ‘cachimbos’ y ‘cachimbas’; el capítulo xvii discute los significados e “cañafístola o cañandonga”; el capítulo xix trata el “tabacano”; el capítulo xxi el “tubano”; y finalmente el capítulo xxv trata sobre el “tabaco habano” y su sello de garantía.

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de José Martí, y estos a su vez con el afán de objetivación científica que había tomado de la antropología cultural anglosajona. Su tema y enfoque era estrictamente tomado de las ciencias sociales, pero su método no era tan diferente, al fin y al cabo, de la filología que tan bien conocían Reyes, Henríquez Ureña y Vasconcelos. La ‘ciencia’ de Ortiz, tal como se muestra en el Contrapunteo cubano, combinaba así el trabajo del filólogo y el del antropólogo, apoyándose en el estudio de textos con especial atención a los usos y abusos del idioma y la crítica de la ideología, y a la vez enfocada en el análisis de la vida nacional del pasado y presente en sus manifestaciones históricas no-escriturarias también. Ortiz marca así una transición en la concepción de lo que significa la cultura, de una práctica ensayística, inspirada por la literatura y la filología, a una ‘ciencia’ de la cultura, más propia de la antropología, transición que lo llevó a escribir textos como el Contrapunteo cubano o “Martí y las razas”, los cuales se sitúan en el área que hoy llamamos la crítica cultural. Son textos que pertenecen a una práctica de la escritura que rechaza la diferenciación, común después de 1945, entre humanidades y ciencias sociales. A nosotros nos ofrece el modelo de una crítica cultural a mitad de camino entre filología y antropología.

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Entre el ensayo y la filología: Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud Sergio Ugalde Quintana

Universidad Nacional Autónoma de México

Para Gustavo Flores y Victoria Pérez de León La crítica suele resaltar que el movimiento intelectual del Ateneo de la Juventud representó un cambio significativo en el ámbito de las ideas filosóficas del México de principios del siglo xx. Sin duda, figuras destacadas de este movimiento promovieron una renovación fundamental en ese sentido. Las obras de Antonio Caso y de José Vasconcelos son prueba fehaciente de ello. Sin embargo, algunos miembros de esta asociación no intentaron legitimar su discurso exclusivamente desde el ámbito de la filosofía; las fuentes que utilizaban provenían de otras disciplinas. En específico, las obras tempranas de Alfonso Reyes y de Pedro Henríquez Ureña buscaron de forma intensa la interlocución con la filología profesional del momento. Hasta ahora, frente a la relevancia que el pragmatismo de William James o las ideas de Schopenhauer tuvieron en esa generación, la importancia del universo filológico –paradigma fundamental de la configuración del saber científico durante el siglo xix (Foucault 1968 [1966]: 274-294)– ha quedado opacada.1 En lo que sigue quisiera sostener que el libro inicial de Alfonso Reyes no solo representa continuidades y rupturas con el campo intelectual y ensayístico mexicano de esos años, sino también la fundación, en el país, del discurso filológico moderno desde una perspectiva liberal

1. El silencio

En abril de 1911 apareció publicado en París, bajo el sello editorial de Paul Ollendorff, el libro Cuestiones estéticas. El volumen era la primera recopila1 Uno de los pocos estudios que resalta esta faceta en la obra de Alfonso Reyes es el libro de Robert T. Conn (Conn 2002)

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Sergio Ugalde Quintana

ción de ensayos que el joven Alfonso Reyes, de 21 años, daba a la imprenta. El escritor apenas recibió sus ejemplares en México, comenzó a repartirlos entre sus colegas y compatriotas. Entre ellos se contaban sus amigos del Ateneo de la Juventud; profesores de la Escuela Nacional Preparatoria; y compañeros y maestros de la Escuela Nacional de Jurisprudencia – donde en esos momentos estudiaba. Sin embargo, dentro del conjunto total de destinatarios se encontraba una comunidad intelectual muy específica: los profesionales de los estudios literarios, es decir, los filólogos. A ellos, de forma particular, Reyes dirigió personalmente el libro. Esto se puede constatar en la correspondencia inédita del escritor. Por varias de las cartas recibidas a partir de junio de 1911 –conservadas en el Archivo Epistolar de Alfonso Reyes– se puede afirmar que el joven ensayista se ocupó de forma diligente por remitir su primer libro a figuras centrales de la filología del momento: en España envió ejemplares a Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Adolfo Bonilla y San Martín, Federico de Onís; en Italia, a Arturo Farinelli; en Estados Unidos, al fundador de la Hispanic Society, Archer Milton Huntington; en Francia, a Ernest Martinenche, Ernest Mérimée y Raymond Foulché Delbosc; en Inglaterra, al clasicista George Saintsbury.2 Todos ellos, figuras con una reconocida trayectoria en el hispanismo o en la filología, manifestaron su asombro, su simpatía y su aprobación ante el proyecto intelectual que animaba al joven mexicano. Algunos ejemplos pueden mostrar lo que sostengo. El 19 de agosto de 1911, desde Austria, el Romanista y comparatista italiano, Arturo Farinelli, comentaba: “He leído gran parte de su libro […] y quedo en verdad pasmado del maravilloso y completo desarrollo de su crítica, […]. Nada [hay] de palabrero y vacío en todos sus artículos […]. Por las sendas hayadas [sic] por nuestro común amigo, Don Marcelino Menéndez y Pelayo, adelanta Usted, con regular desenfado y con originalidad propia”.3 La alusión a Ménedez y Pelayo no es menor. En esos momentos, el polígrafo de Santader seguía siendo una referencia obligada para todo estudioso de las letras hispánicas. Por esta razón, el propio Reyes le remitió su libro apenas lo tuvo. Así lo muestra una misiva que Pedro

2 Archivo Epistolar de la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México (en adelante AECACD) ff. Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Adolfo Bonilla y San Martín, Federico de Onís, Arturo Farinelli, Archer Milton Huntington, Ernest Martinenche, Ernest Mérimée y Raymond Foulché Delbosc, George Saintsbury. 3 AECACD, f. Arturo Farinelli.

Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud

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Henríquez Ureña dirigió al erudito español, el 15 de febrero de 1911; en ella el joven dominicano decía: Puedo asegurar a usted, señor, que aquí se ama y se admira su labor, y que por ella, más que por otra ninguna, se ha vuelto a comprender la significación de la literatura española. Esta labor la aman y la admiran, sobre todo, los jóvenes, a pesar de la irreflexión y la intemperancia que se atribuye siempre a la juventud en nuestros países de América. […] Dentro de pocas semanas enviará a usted un libro, Cuestiones estéticas, el escritor más joven y –a mi juicio– de más porvenir en México. En él se advierte, de manera evidentísima, la influencia de usted (Henríquez Ureña 1955 [1911]: 142-143).

La ‘evidentísima’ influencia de Menéndez y Pelayo es una exageración; en realidad, el proyecto filológico del sabio ultramontano y conservador fue sumamente conflictivo para estos jóvenes liberales americanos. No obstante, importa destacar el gesto de acercamiento que ambos ensayistas procuraban con el erudito. Otra figura fundamental del ámbito filológico, a quien Reyes envió su volumen, fue Ramón Menéndez Pidal. El 15 de septiembre de 1911, el ya consagrado director de la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos de Madrid, aseguraba al joven mexicano: S. D. Alfonso Reyes: Recibí sus Cuestiones estéticas, y aquí en mi veraneo […], saboreo el fruto de las variadas y eruditas lecturas de Usted. / Leyendo algunas páginas como las dedicadas a Cárcel de Amor, Góngora, pienso que libros como el de Usted corregirán algo los defectos que la anemia de lecturas, especialmente de lecturas antiguas, trae consigo para tantos jóvenes escritores que rompen toda tradición, privándose de la savia que suministran las raíces.4

Que en este caso Menéndez Pidal destaque solo ‘una’ de las tradiciones que Reyes toca en su libro –la hispánica–, no es gratuito. El filólogo, como lo ha demostrado José del Valle (2004: 109-136), proyectó, con todo el aparato legitimador de la disciplina, un discurso cultural sobre el mundo hispanoamericano donde España –y en específico Castilla– cumplía una función hegemónica. Contrario a esta visión hispanizante, el filósofo francés Émile Boutroux destacaba, el 31 de octubre de 1911, la otra vertiente que Reyes estudiaba en su libro: el mundo clásico griego: “Il est remarcable à quel degré vous avez lu et réfléchi, et vos pensées sont coulées dans le pur monde classique. Recevez, je vous prie, […] l’assurence de ma cordiale sympathie. Peut-être, quelque jour aurez vous l’idée de venir causer ici avec nous de tous ces 4 AECACD, f. Ramón Menéndez Pidal.

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grands sujets dont vous parlez avec tant de competance, de générosité et de grâce.”5 En esos mismos días recibieron el libro los filólogos e hispanistas franceses: Foulché Delbosc, Martinenche y Mérimée; estos dos últimos muy pronto promovieron las primeras dos reseñas del libro. Los comentarios se dieron a conocer en 1912 en el Bulletin de la Bibliothèque Américaine (Pérès 1996 [1912]) y en el Bulletin Hispanique (Mérimée, 1912). Como se puede confirmar por los testimonios anteriores, Reyes fue muy diligente para hacer llegar su libro a personajes fundamentales del ámbito de la filología. Varios adjetivos sobresalen en estas epístolas. A los ojos de los estudiosos, el joven ha mostrado, con sus trabajos, una capacidad ‘maravillosa’, ‘competente’, ‘profunda’, ‘reflexiva’, ‘erudita’, ‘correctiva’, ‘original’ y ‘talentosa’ para acercarse al fenómeno literario. Sin embargo, frente a todo ese caudal de elogios y estímulos, un elemento ensombrece el escenario. Si la opinión de los ‘especialistas’ era tan aprobatoria ¿por qué, entonces, no hubo siquiera una sola reseña del libro en el país de donde era originario el autor del volumen? Si buscamos comentarios críticos publicados justo en el momento en que Cuestiones estéticas llegó a México nos llevaremos una gran decepción. Ni una sola línea he podido localizar a partir de mediados de 1911 en periódicos como El Imparcial, El Hogar, La Patria o en publicaciones como Revista Moderna de México. Lo que privó en el medio intelectual mexicano fue el silencio. ¿Por qué? Una primera respuesta nos remite al intenso escenario político que vive el país en la segunda mitad de ese año. En mayo de 1911, después de más de tres décadas de estar en el poder, Porfirio Díaz renunció a la presidencia de la República. Seis meses atrás había iniciado el movimiento de la Revolución. En el accidentado panorama nacional, la familia del joven ensayista jugaba un papel importantísimo. Bernardo Reyes, padre del escritor y antiguo ministro de Guerra de Díaz, regresó a México en junio de 1911, después de vivir un destierro de poco más de año y medio en Europa. De inmediato, con el apoyo del partido Reyista, el antiguo gobernador de Nuevo León se presentó a la contienda electoral por la presidencia del país. Las diferencias, los desencuentros y las tensiones con el otro candidato, Francisco I. Madero, pronto salieron a relucir y fueron en aumento. Hacia mediados de agosto, los ánimos políticos estaban completamente caldeados. Discursos y acusaciones iban y venían entre maderistas y reyistas; agresiones y enfretamientos físicos no faltaron. Ante el encendido ambien5 AECACD, f. Émile Boutroux.

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te político, el General Reyes pretextó la falta de condiciones para realizar elecciones libres y decidió retirarse de la contienda. El viejo militar se refugió en San Antonio, Texas y, desde ahí, comenzó a preparar una sublevación. Madero fue electo presidente en octubre de ese año; un mes después tomó posesión del cargo. Bernardo Reyes, a principios de diciembre, fue arrestado en un par de ocasiones por las autoridades estadounidenses. Se le acusó de violar leyes de neutralidad del país vecino. Finalmente, el viejo general cruzó la frontera con México y buscó en vano a sus partidarios para iniciar una revuelta. Su confabulación había fracasado. Bernado Reyes fue arrestado –solo– el 25 de diciembre en Linares, Nuevo León (Niemeyer 1966: 181-220). En medio de este agitado escenario político, que el joven Reyes vivió de forma intensa,6 era poco probable que su libro de ensayos causara algún revuelo. La situación política rebasaba toda expectativa intelectual. Sin embargo, me parece que eso no explica del todo el mutismo que rodeó la aparición de Cuestiones estéticas. Algunas razones más debían haber para tan sorprendente silencio. Otra posible explicación puede darla el propio Reyes quien, en recuerdo de las primeras reacciones de sus contemporáneos, señaló: “Al recibirse mi libro en México, alguien exclamó ‘Sorpresa de la prematurez.’ […]. Pero los más descontentadizos comentaban entornando los ojos: ‘Este Henríquez Ureña, con sus consejos, nos ha matado en flor a un poeta.’” (Reyes 1990: 156).7 Este último señalamiento hace suponer que varios lectores mexicanos de su momento lamentaron el ejercicio crítico desplegado en el libro. Las razones que podrían explicar esa peculiar reacción podríamos entenderlas, creo yo, por las características del medio intelectual en el cual se concebió y se escribió el volumen. Es ahí, en las cotinuidades y en las novedades que la ensayística de Alfonso Reyes introduce en el campo intelectual y disciplinar mexicano, donde se entiende ese silencio.

6 Al respecto son reveladores los comentarios que el joven escribió en su diario, entre el 3 y el 16 de septiembre de 1911, sobre la inseguridad y desasosiego que vivía él, su familia y el país (Reyes 2010: 3-8). 7 La primera reseña de Cuestiones estéticas, publicada en México, apareció el 21 de julio de 1913 en el periódico El Independiente poco antes de que el joven ensayista saliera en el exilio rumbo a París y se debió a la pluma de Ricardo Arenales (Arenales 1996 [1913]).

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2. Los interlocutores modernistas

Cuestiones estéticas reúne 14 ensayos escritos entre agosto de 1908 y junio de 1910 (Reyes 1911), es decir, se trata de textos concebidos justo en el periodo inicial de la formación del Ateneo de la Juventud. El volumen se divide en dos secciones. En la primera, Reyes trata el teatro ateniense, la poesía de Góngora, la estética de Goethe, la obra de Mallarmé y la poesía de Augusto de Armas; en la segunda, discurre sobre los proverbios y las sentencias vulgares, sobre las canciones del momento y sobre un decir de Bernard Shaw. En términos generales, el libro es esencialmente de crítica literaria. Así lo consignó el propio autor en algunas de sus memorias: “Cabe preguntarse si el título Cuestiones estéticas era adecuado. Desde luego, el libro se limita a la crítica literaria” (Reyes 1990: 158) ¿Quiénes eran, entonces, en el medio intelectual mexicano del momento sus posibles interlocutores? ¿Cuáles eran los prácticas críticas y los fundamentos epistémicos e ideológicos de los personajes interpelados? Para contestar a estas preguntas hay que tener en cuenta un espacio de convivencia intelectual fundamental en el periodo: la Escuela Nacional Preparatoria. En esa institución, donde Reyes estudió entre 1905 y 1907, se congregaban los interlocutores de su libro. La famosa institución fundada en 1867 por Gabino Barreda se consolidó, durante el último tercio del siglo xix, como el estandarte del positivismo mexicano. Ella encarnaba, después del triunfo de los liberales sobre los conservadores, los ideales educativos de un proyecto de nación (Lemoine 1970; Bazant 2000: 159-186; Hale 1991: 231-278; Díaz y de Ovando 2006). ¿Qué enseñanzas filológicas había, a principios de siglo xx, en la famosa Escuela mexicana? Al parecer, muy pocas. El programa de estudios, organizado en seis años, pretendía proporcionar al alumno un conocimiento científico y positivo. Las humanidades jugaban un papel muy secundario. Eso se muestra en la reforma del plan de estudios de 1902 –el que cursó Reyes–, donde se contemplaban únicamente tres materias relacionadas con el estudio de la lengua y de la literatura.8 El panorama de la enseñanza literaria era tan escaso que a finales de 1903 se idearon varias conferencias y cursos libres que complementaran la formación humanística de los alumnos. La situación incluso es más desalentadora si tenemos 8 La lista completa de las materias de la reforma realizada en 1902 aparece en El Imparcial, 3 de enero de 1902.

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en cuenta el perfil de los profesores que impartían esas clases. El químico y editor Francisco Díaz de León dictaba el curso de “Raíces elementales de griego”; Jesús Urueta se encargaba de “Lecturas literarias”; Balbino Dávalos de “Literatura General”; Victoriano Salado Álvarez de “Literatura Española y Patria”; Rafael Ángel de la Peña, Carlos Díaz Dufoo, Luis G. Urbina y Manuel Revilla, entre otros, impartían los distintos cursos de “Lengua Nacional” (Díaz y de Ovando 2006: 476-490). Una buena parte de estos personajes estaba lejos de representar un proyecto profesionalizante en el estudio literario. De todos ellos se pueden deducir ciertas tendencias críticas. Por un lado, se encontraban los escritores modernista; por otro, los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre esos dos universos se dividía y se disputaba la enseñanza de la literatura en la Preparatoria. Con cada uno de estos dos grupos polemiza, entre líneas, Cuestiones estéticas. Comenzaré por los escritores modernistas; para eso tomaré el caso específico de Jesús Urueta. El antiguo director de la Revista Moderna era profesor de esa institución desde 1902; en ese año inauguró el curso de “Lecturas Literarias”. Poco después realizó, con ayuda de Luis G. Urbina y de Amado Nervo, una serie de lecturas en voz alta de las tragedias de Esquilo (Díaz y de Ovando 2006: 461-462). Al cabo de un tiempo concretó también unas charlas sobre la cultura ática. Todas estas actividades le permitieron publicar en 1904 su libro Alma Poesía. Conferencias sobre literatura griega, pronunciadas en la Escuela Nacional Preparatoria (Urueta 1904). Los ensayos que se reúnen en este volumen son emblemáticos del tipo de acercamiento que los escritores modernistas promovían en la institución educativa. ¿Cuáles eran lo parámetros con los que el orador había reconstruido el imaginario literario clásico griego? Una hojeada al libro nos muestra de inmediato su perspectiva metodológica. Se trata de una prosa artística bien cuidada, pero sin documentación crítica. Urueta hablaba de la Grecia armoniosa y juvenil que, en términos generales, habían exaltado otros modernistas de Hispanoamérica. La de Rubén Darío o la de Rodó que, por esos años, también había asegurado: “Cuando Grecia nació, los dioses le regalaron el secreto de su juventud inextinguible. Grecia es el alma joven” (Rodó 1985 [1900]: 6). Al igual que estos dos escritores, Urueta se valía de una imagen idílica de la vida ática; para él, el mundo heleno había sido el milagro de la humanidad. Las fuentes con las cuales el orador modernista construía su imagen de la antigüedad clásica eran las mismas que las cantadas por Darío: era la

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Grecia de Renan, de Brunetière, de Émile Faguet, de Paul Girard, de Émile Croiset; la Grecia de la tradición francesa. Guiado por esa imagen, Urueta privilegiaba una aproximación sentimental y emotiva a las obras literarias. Ese fue el ambiente con el cual el joven Reyes incursionó en el mundo clásico en la Escuela Nacional Preparatoria. Muy pronto, por el contrario, el joven manifestó otra idea de Grecia: más informada –hasta donde le era posible a un autodidacta–, y más crítica ¿Cómo llegó a formase este ideal de trabajo? A finales de mayo de 1907, unos meses antes de que Reyes terminara su periodo preparatoriano, comenzaron a realizarse una serie de conferencias, ideadas por el arquitecto Jesús Acevedo. Un grupo de amigos, con los cuales comenzó a frecuentarse a apartir de 1906 y que poco después se llamaría el Ateneo de la Juventud, se reunió para disertar sobre diversos temas de actualidad. Alfonso Cravioto habló sobre pintura; Antonio Caso, sobre Friedrich Nietzsche; Pedro Henríquez Ureña, sobre Gabriel y Galán; Rubén Valenti, sobre la crítica literaria; Jesús Acevedo, sobre la arquitectura doméstica; Ricardo Gómez Robelo, sobre Edgar Allan Poe. En la úlitma de las sesiones, el joven Reyes leyó una serie de sonetos en homenaje a Chenier. Se trataba de la primera jornada cultural de la nueva generación de intelectuales en México (García Morales 1992; Hernández Luna 2000; Curiel 2001; Quintanilla 2008). Después de este encuentro, y animados por el éxito que habían tenido, los jóvenes comenzaron a reunirse para leer de forma sistemática las obras centrales de la antigüedad clásica y los trabajos críticos y filológicos fundamentales sobre ese acervo literario. Con este universo de lecturas proyectaron una serie de charlas sobre la cultura griega. Las conferencias sobre Grecia nunca se realizaron; sin embargo, el universo de lecturas filológicas que estuvo presente en esas reuniones fue determinante. Los jóvenes no solo leyeron las traducciones de los poemas de Homero, de Hesiodo, de las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Platón, sino también a los filólogos y arqueólogos encargados de editarlos y comentarlos: a Curtius, a Müller, a Gomperz, a Weil, a Murray (Henríquez Ureña 2013: 83-85). Con todo este acervo disciplinario, Alfonso Reyes escribió el ensayo que abre su libro Cuestiones estéticas; me refiero a “Las tres Electras del teatro ateniense” (Reyes 1911: 9-66). Al comparar las conferencias de Urueta con el ensayo de Reyes nos damos cuenta de los nuevos caminos por los que ha transitado la idea de estudio literario de la antigüedad clásica en México: del impresionismo y lirismo modernista, a un cierto universo filológico de

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los miembros del Ateneo. El joven escritor comentaba y discutía la Grecia estética que había creado la escuela de Oxford, con Walter Pater y Gilbert Murray; pero también retomaba la imagen pesimista y desmesurada del mundo Helénico que la filología alemana había construido a lo largo del siglo xix, en las obras de Otfried Müller, Ulrich von Wilamowitz-Moel­ lendorff o Friedrich Nietzsche. Mientras Urueta describía la situación del coro en el escenario, sus ademanes, sus intervenciones, sus vestidos (Urueta 1904: 120-125); Alfonso Reyes, por el contrario, se preguntaba por la función genealógica de este elemento en la concepción global de la tragedia: Del coro ha dicho August Wilhelm Schlegel que es el ‘espectador ideal’. La crítica de esta teoría se halla condensada en las palabras de Nietzsche: ‘Nosotros [dice] habíamos pensado que el verdadero espectador, sea quien fuere, debía estar cierto de tener ante sí una obra artística y no una realidad empírica; y el coro trágico de los griegos está, por cierto, obligado a reconocer, como existencias corpóreas, las figuras escénicas’ […] el coro es el principio lírico y superviviente de la tragedia primitiva […] es la supervivencia de las danzas de sátiros en rededor de Dionisos […] según esta interpretación, en el coro residiría la verdadera tragedia puesto que, como dice Otfried Müller, ‘el interés de la tragedia clásica no se halla nunca en el hecho material. El drama que sirve de base y fondo es un drama interior, moral (Reyes 1911: 31-33).

Quizá quien más certeramente vio la diferencia entre el mundo clásico de los modernistas y de los jóvenes del Ateneo, en ese momento, fue el historiador Luis González y Obregón. El viejo maestro recibió puntualmente el volumen de Cuestiones estéticas en julio de 1911. En agradecimiento, después de leerlo, escribió en una carta una serie de comentarios que revelan el carácter peculiar de la ensayística de Reyes en el campo intelectual mexicano: Recibí su libro Cuestiones estéticas, que he estado leyendo con positivo interés, y deleitándome por lo novedoso y por lo correctamente escrito. Sorprenden, en verdad, los conocimientos que demuestra usted de Clásicos antiguos, tan desdeñados por nuestros coetáneos que, en su mayoría, sólo hojean libros ligeros de autores franceses o españoles modernistas. Los asuntos que Usted estudia con tanta erudición […], son de suyo importantísimos y de muchísima novedad.9

Hay que señalar, sin embargo, que la incursión de Reyes en el mundo de la literatura clásica griega siempre estuvo mediada por las lenguas modernas. El joven no tenía conocimientos profundos de griego. La Nacional Prepa9 AECACD, f. Gonzáles y Obregón, carta del 21 de julio de 1911.

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ratoria no ofrecía esa formación. En esos momentos, los estudios de griego y de latín en México se concentraban en las escuelas religiosas. Si revisamos el programa de estudios preparatorianos del colegio jesuita más importante de la ciudad de México (Mascarones), contemporáneo de la Escuela Nacional Preparatoria, nos percataremos de la diferencia que existía entre la formación de la escuela preparatoriana, y la ofrecida por el centro de estudio de los religiosos (Bazant 2000: 187-216). Una era el emblema de la educación liberal: científica, moderna, positivista; la otra, de la conservadora: clásica, con cursos intensos de latín y griego. Sin embargo, la escuela religiosa no tenía la perspectiva filológica. Se trataba de una formación humanista católica tradicional, donde las propuestas de Max Müller o de Wilamowitz-Moellendorff estaban desterradas. En otras palabras, ahí se aprendía la lengua no la disciplina. De esta manera, la apuesta de Reyes y de los jóvenes del Ateneo era muy peculiar: no sabían griego, porque no tenían un espacio institucional para su aprendizaje, pero se acercaban a los rudimentos crítico-históricos del campo disciplinar de los estudios filológicos. Hay otro trabajo en el libro Cuestiones estéticas que discute y polemiza con las concepciones críticas de los modernistas. Me refiero al ensayo sobre Mallarmé que Alfonso Reyes escribe en 1909 y publica en ese volumen (Reyes 1911: 143-164). El poeta francés fue bastante leído por los escritores hispanoamericanos y mexicanos de finales de siglo xix. Sin embargo, si bien fue leído e incluso imitado, pocos se atrevieron a escribir algún ensayo crítico sobre el poeta. Todo pasaba a nivel lírico; nada a nivel conceptual. Y si algo caracterizaba el proyecto de Mallarmé era su dimensión reflexiva. Las primeras notas explicativas en el mundo de lengua española sobre el poeta francés aparecieron poco después de su muerte. Rubén Darío, en octubre de 1898, publicó un artículo en el Mercurio de América de Buenos Aires; poco después, otro ensayo en la Revista Moderna de México (Darío 1899). En ambos trabajos se notaba una clara desconfianza ante las explicaciones racionales de la poética de Mallarmé. Fuera de los comentarios del nicaragüense, muy poco se ensayó sobre la obra de este poeta. Al parecer, la opinión más o menos generalizada en México era la que confesaría Rafael López a Alfonso Reyes en carta de 1911: “En voz baja le confieso a Usted que entiendo muy poco, casi nada, a este poeta.”10 Por lo tanto, el texto juvenil de Alfonso Reyes “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane 10 AHCACD, folio Rafael López, carta del 14 de agosto de 1911.

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Mallarmé” tiene que leerse como una afrenta y una incitación a un público modernista que evitaba reflexionar sobre los límites y las funciones del lenguaje artístico en su relación con el pensamiento: “Que nuestro lenguaje sea inferior a nuestros poderes de introspección psicológica […] es sabido ya y lo han comentado profundamente filólogos y psicólogos en varias edades” (Reyes 1911: 89). Reyes, en ese ensayo, indagaba en tres cuestiones de la poética mallarmeana: el fluir de la conciencia, el problema estético como un problema del conocimiento y, finalmente, la representación de la belleza como la totalidad de espíritu. De esta manera, el joven mexicano reunía, en su lectura, las indagaciones de William James, Benedetto Croce y Friedrich Hegel. Habría que señalar, tal vez en descargo de sus contemporáneos, que la parálisis crítica respecto de la obra mallarmeana no fue una característica exclusiva del medio intelectual mexicano. En realidad la obra de esta poeta apenas comenzó a ser comentada –incluso en el ámbito francés– al rondar la primera década del siglo xx. Los primeros trabajos críticos serios se debieron a las plumas de Camille Mauclaire y de Albert Thibaudet y fueron escritos, respectivamente, entre 1906 y 1912. El ensayo de Reyes situado en medio de estos dos proyectos era, en este sentido, un parteaguas crítico. Tiempo después, el mexicano recordaría: Tras la inesperada muerte del poeta en 1898, sus amigos y admiradores se apresuraron a pagar tributo a su memoria […]. Al fin, en 1912, aparece la excelente obra de Thibaudet, La poesía de Stephan Mallarmé, que inaugura una nueva etapa […]. Apenas me atrevo a decir que mi ensayo de adolescencia ‘Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé’ data de 1909, y que la crítica ulterior no ha rectificado uno solo de mis puntos de vista. Pero, naturalmente, estamos todavía muy lejos del anhelado día en que se conozcan entre sí y se armonicen las producciones de dos mundos lejanos y de dos lenguas diferentes. Thibaudet nunca supo que un oscuro joven mexicano se le había adelantado. Paul Valéry –lo digo con alegría y sin orgullo– tuvo noticias de mis empeños, gracias a nuestra amistad personal (Reyes 1991: 131-132).

Pero Cuestiones estéticas no solo continuaba e interpelaba al medio intelectual del modernismo mexicano. El libro también polemizaba con otros profesionales de las letras en ese momento.

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3. Retórica y política: disputas sobre los ‘principios’

Si bien a principios del siglo xx la planta de profesores de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria tenía a algunos representantes del modernismo, también es cierto que otro grupo de intelectuales dedicados profesionalmente a las letras se congregaba en ese recinto educativo: me refiero a los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Profesores de esa institución que dieron clases a Reyes fueron Manuel G. Revilla y Victoriano Salado Álvarez. Ninguno de estos dos personajes comulgaba con el credo estético ni con la forma de aproximarse al hecho literario que predicaban Jesús Urueta, Luis G. Urbina, Balbino Dávalos y Amado Nervo; por el contrario, en ellos había dos características destacables: su posición metodológica retórica y sus convicciones políticas conservadoras. Comenzaré con Manuel G. Revilla. Este profesor era un perfecto representante de una de las corrientes críticas predominantes a lo largo del siglo xix y principios del xx: el neoclasicismo retórico. Revilla, al igual que José Gómez Hermosilla y su Arte de hablar en prosa y verso –vademécum de los profesores de la centuria antepasada–, consideraba que la literatura había que estudiarla a partir de los principios de la belleza que estaban contenidos en los manuales del buen decir y escribir. Al menos eso se muestra en una pequeña polémica en la que estuvo involucrado. En su discurso de ingreso a la Academia Méxicana de la Lengua, pronunciado en 1915, es decir, varios años después de haber sido profesor de Alfonso Reyes, Manuel G. Revilla seguía asegurando que la única perspectiva válida para acercarse al estudio de la literatura era la retórica (Revilla 1954). El viejo maestro discutía ahí con un joven intelectual que, un par de años antes, había publicado un folleto donde se postulaba el estudio histórico de las letras y se declaraba la muerte de la aproximación preceptiva. El joven profesor era Pedro Henríquez Ureña. El dominicano había publicado en 1913, al momento de ingresar como profesor a la Escuela Nacional Preparatoria, el folleto “La enseñanza de la literatura”. Ahí, el ateneísta había asegurado: “La experiencia ha demostrado que es inútil el estudio de la preceptiva” “¿De qué sirve dar reglas fundadas en obras pretéritas, si veinticinco años después, habrán aparecido elementos artísticos, no comprendidos en aquellas reglas?” (Henríquez Ureña 2014 [1913]: 108). El estudio histórico del fenómeno literario que pregonaba Henríquez Ureña era, por supuesto, compartido por Alfonso Reyes. Basta revisar el extenso programa de “Historia de la lengua y la literatura castellanas”

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que el autor de Cuestiones estéticas presentó en la Escuela de Altos Estudios en abril de 1913 para confirmar este hecho.11 Revilla, ante los postulados de los jóvenes, respondió de forma tajante: “¿Concebís que un buen profesante o concursante de literatura ignore lo que es un tropo, lo que significa la armonía imitativa, lo que es una expoliación? ¿Podrá alguien que aspire a buen versificador, ignorar las leyes del ritmo y estar ayuno de los términos, hiato, sinalefa, cesura y otros?” (Revilla [1915] 1954: 107). Al final de su discurso, Revilla declaraba su credo metodológico: “Para mí la historia literaria debe ser el coronamiento de la preceptiva y de la práctica de la composición” (Revilla 1954 [1915]: 107). Esa perspectiva crítica fue parodiada sagazmente por el joven Alfonso Reyes en uno de los ensayos de su libro Cuestiones estéticas. Al final del texto “El demonio de la biblioteca” asegura, en alusión que parece dirigida a su maestro Manuel G. Revilla: “escribís como los romanos; procedéis por deducciones, por sorites interminables; sois escolásticos” (Reyes 1911: 198). Pero Revilla no sólo representaba el pasado en términos disciplinares, también encarnaba el conservadurismo político más rancio. Basta revisar el libro que le abrió las puertas de la Academia Mexicana de la Lengua para darnos cuenta de su paradigma político. En 1897 fue asesinado Antonio Cánovas del Castillo, el ideólogo del restauracionismo monárquico en España. Manuel G. Revilla, proclive a las ideas políticas del español, escribió entonces un libro con el título: Cánovas y las letras. Estudio Crítico. Ahí, el erudito mexicano realizaba un triple movimiento discursivo: por un lado, reivindicaba la figura política del ideólogo conservador; por otro, destacaba –y compartía– su desprecio por los ideales de igualitarismo que infectaban los discursos políticos del momento y, finalmente, reivindicaba los trabajos de crítica literaria de Cánovas del Castillo donde este último analizaba los caracteres de la literatura y de la cultura de la ‘raza española’ (Revilla 1898).12 No creo que sea una simple coincidencia que, poco después de 11 Se trata de un mecanuscrito de 90 páginas que Alfonso Reyes terminó de escribir en abril de 1913 y que se encuentra resguardado en AHCACM bajo el título: “Programa del curso de Lengua y literatura castellanas de la Escuela Nacional de Altos Estudios”. En otro momento analizaré este documento que es fundamental –fundacional– para entender los intentos de profesionalización de los estudios literarios en México. 12 Un par de citas pueden ayudar a definir el espectro ideológico de este personaje. Revilla asegura que Cánovas ha señalado “el grave peligro que para la sociedad entraña la corriente invasora de la democracia pura, que no retrocede ante la expectativa de convertir en legislador al proletario miserable y comunista” (Revilla 1898: 80); al mismo tiempo alaba, en la figura de Cánovas, al defensor “firme de los derechos de España sobre sus colonias” (Revilla 1898: 89) y condena a los estadounidenses porque son unos

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publicar este libro, Manuel G. Revilla haya sido nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua correspondiente de la Real Española. Las virtudes de su texto, aristocrático y monárquico, lo hacían merecedor de formar parte de la institución.13 Reyes era absolutamente consciente de lo que representaban culturalmente las aproximaciones críticas –retóricas– y las posturas políticas –conservadoras– de Manuel G. Revilla y de otros académicos de la lengua en México. Al menos eso se nota claramente en una reseña publicada en diciembre de 1911. Ahí, en la figura de Victoriano Agüeros –académico de la lengua recién fallecido–, el joven ensayista hacía un recuento de las labores del difunto y criticaba acervamente los proyectos culturales de los grupos conservadores. Para Reyes, Agüeros representaba la viva imagen de un tipo de intelectual decimonónico: católico, miembro de la Academia de la Lengua, diletante, “flojo”, “terco”, “plácido”. La serie de adjetivos son sumamente significativos si tomamos en cuenta que el joven, en ese momento, tiene 22 años y que el académico era una figura tutelar del panteón conservador. “Su obra revela una naturaleza […] maleada por la disciplina de partido, contaminada de malas letras […]. Su vocación le llevó al fin, como era de esperar, a la Academia Mexicana […]. Fue director de El Tiempo [el diario conservador por excelencia].” (Reyes [1911] 1996: 283-289) Pero la actividad más destacable de Agüeros, según Reyes, fue su labor editorial: fundó la Biblioteca de Autores Mexicanos, “copiada en el tamaño y forma de imprenta, de la Colección de Escritores Castellanos, […]. Ante todo, y para ser justo, Agüeros debió haber llamado su colección Biblioteca de Autores Católicos Mexicanos”, ya que sólo por oportunismo político publicó, aunque “bárbaramente mutiladas”, las obras de algunos escritores liberales como Ignacio Manuel Altamirano. Todos los “usurpadores de Tejas y falaces atizadores de la insurrección cubana” (Revilla 1898: 91). La filosofía cristiana, el antipositivismo y el antievolucionismo radical de Cánovas del Castillo (Revilla 1898: 26-30) hacen de él, según el mexicano, “un guía seguro de la vida pública” de los pueblos de Hispanoamérica, pues es una “gloria de nuestra raza” (Revilla 1898: 90). 13 Manuel G. Revilla ingresó a la Academia Mexicana de la lengua en 1903. Si bien es cierto que durante el porfiriato las tensiones iniciales de la Academia de la Lengua, que fue conformada en principio solo por conservadores, se diluyeron e incluso comenzaron a ser invitados personajes claramente identificado con el proyecto liberal; la verdad es que esta institución, a principios del siglo xx, seguía siendo dominada, en gran parte, por los grupos de tendencia conservadora. Por desgracia, fuera de las semblanzas hagiográficas y laudatorias de José María Carreño y José Luis Martínez, no existe un trabajo que revele las tensiones y las polémicas al interior de la Institución (Martínez 2004). El único trabajo crítico hasta el momento es el de Cifuentes (2014: 167-181).

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reparos que Reyes pone a los proyectos de Agüeros y a sus correligionarios de partido, resultan reveladores por una simple razón: estos personajes, en su mayoría, habían escrito la historia literaria de México durante el siglo xix. Francisco Pimentel, Joaquín García Icazbalceta, Victoriano Agüeros; todos ellos partidarios del sector conservador y monárquicos confesos –varios habían sido miembros del gabinete de Maximiliano de Habsburgo y se habían refugiado en la Academia de la Lengua en 1875 tras la derrota del proyecto conservador–, habían relatado el devenir de las letras patrias. ¿Cuáles eran los elementos rectores que estructuraban las historias literarias de estos personajes? En principio hay que aceptar que los términos ‘liberal’ y ‘consevador’ están lejos de definir un espectro político y cultural unitario. Sin embargo, ambos conceptos pueden ser útiles para describir ciertas actitudes culturales. Tal como Tomás Pérez Vejo lo ha asegurado, una guía para destacar las diferencias entre ambos sectores, en el México del siglo xix y de principios del xx, puede ser la relación especial que una y otra fracción asumió respecto del pasado español. Mientras los liberales hacían retroceder la explicación y el génesis del país a un sustrato prehispánico, los conservadores asumían que el origen de la patria era España. Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez remitían el origen nacional a un pasado anterior a la conquista o a Hidalgo, pero nunca a la península Ibérica; por el contrario, José María Roa Bárceana, Joaquín García Icazbalceta y Francisco Pimentel –en consonacia con Lucas Alamán– consideraban que México era fruto de una continuidad española (Pérez Vejo 2008) (Pérez Vejo 2014).14 Este ideologema central, que estuvo en constante lucha desde inicios del siglo xix hasta el triunfo de los liberales en 1867, comenzó a diluirse conforme avanzó el porfiriato en las últimas décadas de la centuria. Ya para 1910, con la conmemoración del Centenario de la Independecia, los grupos liberales –tradicionalmente hispanófobos– manifestaron una total reconciliación con el discurso hispanista. Una figura típica que representa el caso del liberal hispanófilo, miembro de la Academia de la Lengua, fue el novelista y profesor de literatura de Reyes en la Escuela Nacional Preparatoria: Victoriano Salado Álvarez.

14 Así lo resume el historiador: “El programa de los primeros [los conservadores] es la construcción de una nación en la que la herencia española se convierta en marca de identidad; el de los segundos [los liberales] es la desespañolización de México como proyecto nacional” (Pérez Vejo 2008: 22).

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Si bien Salado no compartía el origen conservador de la mayoría de los fundadores de la Academia de la Lengua, sí era partícipe de sus fobias contra el afrancesamiento de los escritores modernistas. Salado, al igual que su congéneres de institución académica, abominaba de las experimentaciones estéticas de Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Nájera. A todos ellos los calificó de “imitadores serviles” de Francia y lamentó que, en aras de seguir las modas más recientes de París, hubieran olvidado “conservarse neta y firmemente hispanos en lo que va a la expresión” (Salado Álvarez 1899: ix, 30). No es casual que este personaje impartiera en la clase de Literatura Española en la Preparatoria. Sin embargo, Salado no era un estudioso de las letras; su obra en esos momentos se dividía entre novelas naturalistas y una serie de episodios nacionales escritos a la manera de Galdós. En realidad el estudio del pasado literario español y el estudio de la literatura nacional seguía permaneciendo, en términos generales a principios del siglo xx, en manos de los conservadores. Eso lo tenía muy presente Reyes: “Solo algunos conservadores, desterrados de enseñanza oficial, se comunicaban celosamente, de padres a hijos, la reseña secreta de la cultura mexicana; y así, paradójicamente, estos vástagos de imperialistas que escondían entre sus reliquias familiares alguna librea de la efímera y suspirada corte, hacían de pronto figura de depositarios y guardianes de los tesoros patrios” (Reyes 1997: 193). Es evidente que el ensayista se refiere en este pasaje a Francisco Pimentel y a Joaquín García Icazbalceta, ambos figuras centrales del proyecto conservador y fundadores de los estudios literarios en el xix. Está claro que ese pasado literario, nacional e hispánico, tenía que ser disputado, grosso modo, por los liberales. Eso fue lo que hicieron, me parece, los Jóvenes del Ateneo cuando en 1910, a raíz de la visita de Rafael Altamira a México –cuyo viaje era parte de todo un proyecto panhispanista–, elaboraron una velada en honor del historiador español. Alfonso Reyes disertó sobre Luis de Góngora; Pedro Henríquez Ureña, sobre Hernán Pérez Oliva; Rafel López leyó una elegía a Campoamor; el propio Altamira habló sobre Literatura española contemporánea.15 ¿Qué hacía Alfonso Reyes en ese ensayo que poco después recogería en Cuestiones estéticas? La respuesta, sin duda, es evidente: una doble polémica; estética y cultural. Góngora, durante todo el siglo xix, fue tachado de poeta oscuro e impenetrable. Los preceptos neoclásicos lo habían desterrado a los terrenos del mal gusto. 15 Una reseña de ese encuentro se localiza en “El señor Altamira en El Ateneo de la Juventud”, El Imparcial, miércoles 26 de enero de 1910, p. 2.

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Reyes, por el contrario, aseguraba que “el verdadero deber crítico exige ya urgentes rectificaciones”. El joven resaltaba entonces “la elegancia, […] el anhelo de aristocrática perfección, que hacen de cada uno de sus versos, aislados, maravillas de belleza” (Reyes 1911: 108). La vehemente defensa de la estética góngorina no sólo era una reivindicación literaria; también se trataba, sobre todo en el México de ese momento, de una apropiación y una batalla cultural. Los jóvenes descendientes de liberales, ellos mismo concebidos como sujetos de una tradición liberal, se acercaban y se disputaban el acervo y la tradición hispánica, regularmente asociada a los grupos políticos conservadores. Reyes negociaba así la idea de unos “principios”, para utilizar las palabras de Arcadio Díaz Quiñones (Díaz Quiñones 2006). Su trabajo crítico tenía, de esta manera, una clara intención política: legitimar disciplinariamente la apropiación de un acervo literario para un proyecto cultural. Este recorrido, me parece, confirma el profundo perfil provocador y polémico que Cuestiones estéticas tuvo en 1911 al momento de su aparición. El ambiente intelectual mexicano de ese entonces –rodeado por los inicios de la revuelta revolucionaria– debió quedar atónito; poco o nada tenían que decir sobre este libro. Sus continuidades y sus polémicas implícitas, con los modernistas y con los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, nos muestran que el libro y el proyecto de Reyes –entre el ensayo y la tradición de la filología– interpelaban profundamente el ambiente intelectual disciplinario mexicano y establecían, al mismo tiempo, una serie de pactos culturales que, muy pronto, serán fundamentales. A partir de ellos se estructurarán los ejercicios críticos, historiográficos y filológicos de los miembros del Ateneo de la Juventud; me refiero a la Antología del Centenario, elaborada por Luis G. Urbina y Pedro Henríquez Ureña y a los textos que Reyes comenzó a escribir entre 1911 y 1913 sobre la historia literaria nacional. En ellos, sin duda, hay un proyecto historiográfico que, alejado de los parámetros conservadores, pacta con una tradición y que podríamos denominar: un hispanismo liberal americano.

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Archivos Archivo Epistolar de la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México.

Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social Liliana Weinberg

Universidad Nacional Autónoma de México

Comienzo por evocar un texto de radical importancia de Pierre Bourdieu, “Les conditions sociales de la circulation internationale des idées” (2002 [1989]), y con él rindo homenaje a un gran investigador alemán, Joseph Jurt, quien fuera amigo y destinatario del propio texto de Bourdieu. Tuve la fortuna de conocer personalmente y conversar con el Dr. Jurt cuando fui invitada por él y por el Dr. Ottmar Ette a un encuentro sobre Max Aub y André Malraux. Sirva entonces este preámbulo como homenaje a su gran estatura humana e intelectual. Regresando al texto de Bourdieu, en dicha comunicación el gran pensador francés se preocupa por el hecho de que los textos circulen sin su contexto, esto es, que no importen con ellos el campo de producción en cuyo seno nacieron, y que a su vez sean interpretados por los receptores según su propio campo de recepción. Este hecho genera “formidables malentendidos”. Dice allí: … le sens et la fonction d’une œuvre étrangère sont déterminés au moins autant par le champ d’accueil que par le champ d’origine. Premièrement, parce que le sens et la fonction dans le champ originaire sont souvent complètement ignorés. Et aussi parce que le transfert d’un champ national à un autre se fait à travers une série d’opérations sociales : une opération de sélection (qu’est-ce qu’on traduit ? qu’est-ce qu’on publie ? qui traduit ? qui publie ?) ; une opération de marquage (d’un produit préalablement “dégriffé”) à travers la maison d’édition, la collection, le traducteur et le préfacier (qui présente l’œuvre en se l’appropriant et en l’annexant à sa propre vision et, en tout cas, à une problématique inscrite dans le champ d’accueil et qui ne fait que très rarement le travail de reconstruction du champ d’origine, d’abord parce que c’est beaucoup trop difficile) ; une opération de lecture enfin, les lecteurs appliquant à l’œuvre des catégories de perception et des problématiques qui sont le produit d’un champ de production différent (Bourdieu 2002 [1989]: 3-9).1 1 Se trata de la conferencia pronunciada el 30 de octubre de 1989 con motivo de la inauguración del Frankreich-Zentrum de la Universidad de Friburgo, publicada también en 1990 en la Romanistische Zeitschrift für Literaturgeschichte/Cahiers d’Histoire des Littératures Romanes, año 14, 1-2, pp. 1-10. Puede consultarse en versión elec-

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La transferencia de ideas de un campo nacional a otro se da a través de una serie de “operaciones sociales”: una operación de selección, una operación de marcado y una operación de lectura, a través de los cuales se decide qué, quién y dónde se traduce o se publica un texto, y a través de qué casa editorial, colección, trabajo de traductor o prologuista, etc. En lo que sigue quiero releer desde esta perspectiva una de las grandes empresas editoriales y culturales que protagonizó Pedro Henríquez Ureña junto con Daniel Cosío Villegas, y que implicó precisamente una serie de operaciones propositivamente dirigidas a fundar una “Biblioteca Americana” que diera circulación a los grandes textos de nuestra tradición intelectual para generar un espacio simbólico de lo hispanoamericano. Muy tempranamente ambos intelectuales entendieron que la mejor forma de fundar una nueva colección que superara los intereses nacionales implicaba precisamente salvar el contexto de producción haciendo del prólogo, la anotación crítica e incluso la propia inserción de un libro en un conjunto mayor, la colección, formas de fundar una nueva cartografía de lectura que para ser legible implicaba dotar de inteligibilidad a cada obra y al conjunto. Pedro Henríquez Ureña fue uno de los mejores lectores del gran libro americano: un libro que, por otra parte, él contribuyó a escribir y a editar. En efecto, a lo largo de su trayectoria Pedro Henríquez Ureña propuso una lectura y escritura de nuestra experiencia cultural en clave de libro, e incorporó la propia práctica de edición como una militancia cultural en favor de la comprensión de los textos. Por una parte, contempló la historia de la cultura americana como un vasto texto que había de ser leído y editado a partir del descubrimiento de sus propias pautas de legibilidad e inteligibilidad. De este modo, hizo del rescate del contexto de los textos una toma de posición en el campo de producción y lo pensó programáticamente a la hora de publicar una colección americana que debía trascender los intereses y lecturas nacionales. Por otra parte, vio en el libro, en el modelo de la edición, de las bibliotecas, revistas, colecciones y editoriales, la base de todo proyecto viable de desarrollo cultural y educativo. Más aún, vio en la edición una forma de postular una verdad social. Por fin, concibió en el desarrollo de proyectos editoriales y empresas culturales tales como el rescate de fuentes, la constitución de un canon y la recuperación de nuestros clásicos, la incorporación de lecturas y discusiones modernas, una trónica en (24.08.2015).

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operación básica en que el libro constituía la base y el interfaz de nuestro paso del descontento a la promesa, del desencuentro a la utopía. Pedro Henríquez Ureña nació en una casa-biblioteca, e hizo a lo largo de su vida honor a la vasta colección de sus orígenes. Construyó sobre ese modelo –siguiendo a su maestros Martí, Hostos, Rodó, y siguiendo también el proyecto krausista español– una ética de vida basada en una ética del trabajo intelectual y la autoformación espiritual. Volcó sus esfuerzos en muchos casos sobre “los libros de los otros” (apelo a esta preciosa expresión de Calvino), pues consideró de imperiosa necesidad de rescatar autores olvidados, dotarlos de nueva inteligibilidad, propiciar ediciones y antologías dignas, de gran jerarquía editorial a la vez que de bajos costos comerciales que pusieran el libro al alcance de públicos cada vez más amplios. Tuvo sensibilidad para entender que en América se vivía una ampliación del fenómeno de la lectura directamente proporcional al avance de los procesos de crecimiento urbano y escolaridad, y tuvo sensibilidad para descubrir el paso de la lectura intensiva a la lectura extensiva en crecientes sectores de la población: un proceso que se correspondía ya desde las primeras décadas del siglo xx con una creciente demanda de libros, periódicos y revistas. El autor procuró dotar a los hispanoamericanos de bibliotecas concretas y bibliotecas simbólicas donde pudiéramos leernos a nosotros mismos, y no hizo más que prodigarse en proyectos editoriales y culturales de la magnitud de la Antología del Centenario preparada en México y en la que colaboró en su juventud hasta la Biblioteca Americana del fin de sus días, siempre atento al fomento de los proyectos culturales centrados en el libro, en el fortalecimiento de las bibliotecas, la preparación de colecciones y la participación en revistas. Nadie supo nunca cuándo descansaba, si se toma en cuenta que muy joven aún, apenas llegado a México, se desató en él una febril actividad como trabajador intelectual y como maestro, que sólo acabó el día de su muerte. En lo que sigue quiero evocar un momento singularmente importante para la comprensión de este proyecto magistral, que tuve la fortuna de lograr reconstruir a partir de la lectura de un valioso epistolario. Se trata de la organización de la Biblioteca Americana, colección dedicada a organizar la lectura a través de una nueva concepción del clásico. Ello implicó la realización de una serie de operaciones de selección y la toma de una serie de decisiones de edición que afortunadamente puede reconstruirse a través de un epistolario: se trata de las cartas que intercambiaron Daniel Cosío Villegas, por ese entonces director del Fondo de Cultura Económica, y

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Pedro Henríquez Ureña, ya radicado en Buenos Aires. Por fortuna dichas cartas se encuentran resguardadas en los archivos del Fondo de Cultura Económica, y ello me permitió hacer un seguimiento, en un texto que hoy se encuentra en prensa. Considero que no hay mejor forma de honrar la memoria de don Pedro que llevar a cabo un trabajo de archivo, lectura, selección, ordenamiento, interpretación de textos: un trabajo que a él mismo seguramente le hubiera gustado hacer (Weinberg 2014). El 15 de abril de 1945 Daniel Cosío Villegas dirige desde México una carta a su amigo Pedro Henríquez Ureña, y lo invita a organizar una nueva colección para el Fondo de Cultura Económica, con el propósito de “sacar a flote lo mejor que hayan escrito los hispanoamericanos de todos los países y de todos los tiempos”. La celeridad de la respuesta de Henríquez Ureña muestra de manera elocuente que se trata de un proyecto de valor estratégico para el director del Fondo a la vez que de la concreción, por parte del intelectual dominicano, de un sueño largamente acariciado y presentido: el programa de toda una vida, pensado y organizado a lo largo de muchos años, y que superará ampliamente los requisitos editoriales convencionales para convertirse en una toma de posición y una forma de intervención cultural de largo alcance. La nueva colección, cuyo primeros volúmenes aparecerán en 1947, se llamará Biblioteca Americana, y constituye una de las series de mayor personalidad, prosapia y prestigio no sólo del FCE sino de todas las colecciones dedicadas a dar a conocer las obras de autores americanos con dimensión americana. En cuanto a su sustentabilidad, el proyecto de colección se apoyaba en elementos muy concretos e incontestables: no sólo la clara expansión de la industria editorial hispanoamericana y el nuevo papel que tocó desempeñar a América en el concierto de las naciones a fines de la Segunda Guerra Mundial, sino también la comprobación del lugar que ocupaba ya por esos años el espacio cultural de nuestra América y el español americano: y en esto fue, una vez más, Henríquez Ureña el genial observador del fenómeno. En efecto, si el eje de la lengua y de la producción editorial se estaba desplazando francamente de España a América, todo hacía presagiar que pronto se asistiría a un despegue de la creación y la crítica. Fenómenos complementarios, como el de la fundación y circulación de grandes revistas culturales, contribuían a evidenciar la progresiva visibilidad de que se iban dotando la literatura y el arte hispanoamericanos en el concierto de las naciones y anunciaban el pronto agotamiento de los viejos mode-

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los reduccionistas –costumbrismo, racismo, tropicalismo– con que se solía interpretar nuestras obras. El nuevo escenario de mediados de siglo xx confirma una tendencia que había comenzado a generarse a partir del modernismo: desde fines del siglo xix empezaba a perfilarse un nuevo modelo para el equilibrio de fuerzas en un campo cultural y literario integrado por representantes del viejo y el nuevo mundo. Es así como a lo largo de la primera mitad del siglo xx y los fuertes acontecimientos marcados por las dos guerras mundiales se asistirá a un fuerte reacomodo del mapa de las relaciones culturales entre América y Europa del cual fueron conscientes muchos de nuestros más prominentes hombres de letras, quienes lo supieron traducir a través de textos clave como los Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña (1928) o las “Notas sobre la inteligencia americana” de Alfonso Reyes (1936). El propio título de la serie tiene valor programático y se inserta en una prestigiosa tradición intelectual de hacedores de programas editoriales de amplios alcances para nuestro continente, tal como lo fue en particular ese otro gran proyecto asociado a las figuras de Andrés Bello y Juan García del Río, que constituirá uno de sus principales antecedentes: se trata de La Biblioteca Americana, o Miscelánea de la literatura, artes y ciencias (1823), destinada tanto a la consolidación de un renovado sector de lectores americanos como a la promoción de la inteligencia americana entre lectores europeos. Variados y de distinto signo han sido los esfuerzos de compilación, estudio y publicación de la producción literaria e intelectual en nuestro continente: pensemos, para dar sólo dos ejemplos, en iniciativas como la Biblioteca Hispano-Americana Septentrional  de José Mariano Beristáin y Souza (1816-1821) o en la América poética de Juan María Gutiérrez (18461847). Sin embargo, fueron fundamentalmente casas editoriales externas a la región –como las francesas Garnier Hermanos, Viuda de Bouret, Paul Ollendorff, Flammarion y Michaud– las que organizaron colecciones para los libros hispanoamericanos que tenían un mercado garantizado en España y América Latina. Con el modernismo, el juvenilismo, el arielismo y el ambiente de renovación que propició la reforma universitaria, se generó un clima de simpatía hacia la creación y el fortalecimiento de circuitos culturales hispanoamericanos, como lo muestran el Mundial Magazine de Darío, la Revista de América dirigida por Francisco García Calderón (1912-1916), las múltiples antologías y estudios de Ventura García Calderón o la editorial

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América fundada por Rufino Blanco Fombona hacia 1916. Se renueva también el interés por ofrecer miradas de conjunto, como las que brindan La joven literatura hispanoamericana, antología de prosistas y poetas (1906) de Manuel Ugarte o Letras y letrados de Hispano-América del ya mencionado Blanco Fombona (1908). Si en términos amplios y en el largo plazo la noción de una Biblioteca Americana puede ligarse a estos distintos proyectos, existe también un antecedente más cercano en tiempo y atmósfera intelectual: se trata de las iniciativas para organizar una biblioteca americana que circulaban en el grupo de intelectuales reunidos en Buenos Aires hacia los años treinta, entre quienes se encontraban Reyes y el propio Henríquez Ureña: No es gratuito que el círculo intelectual rioplatense en el que se movían Reyes y Henríquez Ureña en los años treinta haya discutido con ambos escritores la necesidad de crear una ‘Biblioteca Americana’, a la manera de las colecciones emprendidas por Ventura García Calderón y Rufino Blanco Fombona; una colección que, por su nombre, fuera el eco fiel de la famosa colección emprendida por Andrés Bello en su exilio londinense, la misma colección que, proyectada por los dos amigos, llegaría a completarse en México bajo la dirección del propio Henríquez Ureña (Mondragón 2009: 70).

Asociar semánticamente las nociones de biblioteca y colección implica asimilar la idea abstracta de un conjunto de volúmenes vinculado por un cierto sentido editorial con la posibilidad de intervención concreta en el mundo cultural mediante la generación de las condiciones materiales necesarias para que, a través de una serie de obras de consulta obligada y de presencia indispensable, los lectores de distintas nacionalidades logren superar y ampliar en espacio y tiempo sus expectativas de lectura. Con una alta jerarquía editorial y un perfil definido que la han consolidado como un referente para el estudio de nuestra literatura, esta colección, dedicada a propiciar y difundir la lectura de los clásicos americanos entre un creciente número de lectores, ha convertido a su vez a cada título en un clásico del trabajo de edición rigurosa a que aspiraban sus creadores. Hoy contamos con más de cincuenta títulos publicados (esos best sellers a largo plazo de consulta obligada a que se refiere Pierre Bourdieu), así como con numerosas reimpresiones y reediciones, en obras que han alcanzado además una amplia circulación en distintos ámbitos de lectura. Esta colección ha logrado así abrir un espacio característico y generar un clima de lectura e interpretación que invita a una toma de perspectiva americana. Con todo ello la Biblioteca Americana constituye, en nuestra opinión,

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uno de los más eminentes ejemplos de los alcances que puede tener una empresa editorial y cultural tan audazmente pensada, tan rigurosamente diseñada y tan generosamente proyectada. La Biblioteca Americana será considerada desde el comienzo, y tal como consta en el folleto de presentación que acompaña su lanzamiento y la pronta publicación de los dos primeros títulos, como “la única colección de clásicos americanos”. Con esta sola declaración se está ya reconociendo y construyendo tradición, ya que la nueva serie se enlaza en el tiempo largo con los grandes esfuerzos que se venían haciendo desde principios del siglo xix, antes aún de consumada la independencia política, para dar un programa fundacional de lecturas a nuestra América. Se afirma la existencia de un amplio grupo de obras que pueden considerarse ya legítimamente como clásicas de nuestro ámbito cultural sin negar la posibilidad de que sigan registrándose a futuro nuevas obras representativas.2 En tercer lugar, y en la medida en que toda colección es a la vez un balance y un programa, un conjunto cerrado que tiene ya una cierta organización al tiempo que acepta la integración de nuevos elementos, toda declaración de apertura de una colección tiene también un fuerte carácter incoativo. En cuarto término, la editorial hace un examen del presente y un programa de futuro, ya que espera combatir “un mal antiguo y grave: el desconocimiento de los valores de la América hispánica”. En quinto lugar, se trata de un programa para generar un nuevo y creciente sector de lectura constituido por buenos entendedores capaces de inscribir los textos concretos en un horizonte más amplio que el nacional o el especializado. Un enfoque centrado en la historia cultural habría de ser el gran eje integrador de los títulos individuales, y de allí que se convirtiera en el principio ordenador de la colección. El sentido general que la anima no es sólo un afán de recuperación bibliográfica: se trata de un fin marcadamente ético y de política cultural: promover un mejor conocimiento de los valores propios de la región hispanoamericana, así como “publicar y hacer circular ampliamente libros americanos, propagadores elocuentes de la cultura de la América hispánica”. Se trata entonces de organizar una colección que confirme y reinterprete el sentido de una tradición cultural continental, 2 La preocupación de nuestro autor por los clásicos no es de ningún modo conservadora, sino que se vincula con una preocupación de larga data en torno a la necesidad de encontrar una “tabla de valores” intelectuales que permita la formación y la consolidación de una cultura intelectual para sí mismo y para la comunidad civil (Véase Henríquez Ureña 1960: 85-87).

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que constituya un horizonte más amplio y generoso capaz de integrar las tradiciones locales y nacionales, que permita que en ella se reconozcan –y a partir de ella se multipliquen– los lectores americanos, y que haga posible también dar a conocer en otros ámbitos culturales las producciones de nuestra región, reforzando así el reconocimiento a su legitimidad, a su “mayoría de edad”, a su derecho al diálogo y la interlocución en el ámbito del conocimiento. Por otra parte, no deja de ser admirable que el diseño y la apertura de la Biblioteca Americana sean el resultado de un complejo y muy elaborado proceso de diagnóstico de las condiciones propias del ámbito editorial y cultural de su momento así como un voto por la apertura de nuevas expectativas de lectura: se trata de incidir, a través de un proyecto muy bien pensado, en la renovación del modo de entender lo americano a la luz de los sucesos de la todavía cercana Segunda Guerra mundial y del reacomodo de los bloques regionales en nuevas órbitas económicas, políticas y culturales. Cuando leemos los exhaustivos listados que, con la vieja usanza de una máquina de escribir y de la ficha catalográfica, iba elaborando Henríquez Ureña, y descubrimos también sus observaciones editoriales a cada título, sus propuestas de edición, los nombres que sugiere para los prologuistas y anotadores, nos quedamos maravillados ante su enorme erudición, más sorprendente aún si se recuerda su vida viajera, las muchas bibliotecas que consultó o las colecciones que formó y debió abandonar. Y si cotejamos estos listados con los que acompañan sus obras de conjunto o las bibliografías elaboradas para sus cursos, descubrimos que el sueño de formar una biblioteca fue una de las metas de su vida. Esta meta coincide ampliamente con una permanente voluntad de hacer que los textos se hagan legibles y transmisibles a partir de la comprensión de sus contextos: como se ve, Henríquez Ureña se adelantó con su propia práctica a subsanar los futuros problemas de descontextualización que advertirá Pierre Bourdieu. La posibilidad de perseguir a través de las cartas la propia historia de la colección, las propuestas de periodización y organización de la misma, las prioridades que se van fijando, nos permite asistir a una de las más audaces estrategias de intervención editorial y al esfuerzo por trazar redes de sociabilidad intelectual convocadas por un proyecto editorial que los estudiosos debían alimentar a la vez que fueran alimentadas por ellos. En rigor los proyectos editoriales han sido una de las formas características de la sociabilidad intelectual americana, testimonio del encuentro y la colaboración en proyectos culturales estratégicos para nuestros países.

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Los dos protagonistas de nuestra historia se conocieron en 1921, en pleno clima de consolidación de la Revolución mexicana, y pronto comenzó una entrañable amistad ligada a la consolidación de una política del libro y la lectura. Esta amistad se fortaleció a través de su participación en las “misiones culturales” vasconcelianas y los primeros programas de conferencias, publicaciones y extensión académica: una atmósfera general de avanzada en apoyo de la expansión del libro y la cultura. En la Iconografía de Cosío Villegas se reproduce una fotografía que registra al grupo de amigos reunidos con motivo de la “Cena ofrecida a Daniel Cosío Villegas en Buenos Aires, ca. 1945”. Aparece allí el propio Cosío Villegas, flanqueado por las esposas de Pedro Henríquez Ureña y Francisco Romero; a su lado, casi oculto, se descubre a Pedro Henríquez Ureña, junto a Arnaldo Orfila Reynal y Gonzalo Losada. Esta fotografía, en la que alternan autores y editores, constituye casi un símbolo de ese momento dorado de la industria editorial latinoamericana cuyo eje pasaba entonces por las ciudades de México y Buenos Aires. El año 1945 constituye también la cifra del reencuentro de los dos amigos: Cosío Villegas, ya convertido en director del Fondo de Cultura Económica, había emprendido la visita a distintas ciudades de América Latina, y uno de los principales objetivos que lo condujeron a ello fue el de procurar la expansión de los proyectos editoriales y la inclusión de colaboradores de distintos rincones de América. El amigo y maestro con quien habría de reencontrarse Cosío Villegas, ligado por entonces a la revista Sur y a la editorial Losada, era sin duda la persona más calificada para organizar la nueva colección que estaba diseñando el director del Fondo. A sus profundos conocimientos en la materia, a su práctica consecuente en el mundo de los libros, a su ya vasta obra como ensayista, maestro y editor y a su amplia reflexión en torno a la tradición cultural hispanoamericana y a la necesidad de ir “en busca de nuestra expresión”, se debe sumar la “biblioteca americana imaginaria” que fue diseñando a través de sus viajes por Hispanoamérica, España y Estados Unidos, que le habían permitido consultar distintos acervos bibliográficos. Sus notas y apuntes de diario así como las cartas que dirige a sus amigos, y en particular a Alfonso Reyes, revelan su vocación de buscador de tesoros bibliográficos, su interés por recorrer bibliotecas y librerías, su pasión por las obras de síntesis, los panoramas históricos y las valoraciones de conjunto de la producción literaria. El intenso diálogo epistolar restablecido a partir de entonces entre Henríquez Ureña y Cosío Villegas evidencia la recuperación de ese pro-

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yecto de renovación educativa y cultural para la región que hizo del libro un elemento central, así como el encuentro entre dos vocaciones: editar y ensayar, y nos permite seguir paso a paso nada menos que el diseño de una política del libro a partir de una política de la cultura: generar una tradición de lectura en Hispanoamérica es al mismo tiempo generar una lectura de la tradición hispanoamericana. Editar y ensayar: representar la cultura de la región a través de una gran biblioteca o colección organizada como un conjunto a la vez cerrado y abierto, en equilibrio y en expansión, que reúna la lectura de los textos imprescindibles. Editar y ensayar esta Biblioteca Americana ha permitido llevar a cabo un programa de integración por la cultura. Y el hecho mismo de postular la posibilidad de existencia de una colección sobre Hispanoamérica contribuyó también a generar una tradición literaria y cultural que superara los límites de lo nacional y abriera nuevos espacios de vínculo en el ámbito de la “inteligencia americana”. En una carta escrita en el Instituto de Filología de Buenos Aires el 1o de julio de 1945, Henríquez Ureña sugiere un primer listado de 53 obras, al que añade algunas acotaciones, comentarios, observaciones, que son ya contribuciones a un programa de historia de la literatura y de la cultura en América Latina (no olvidemos que por esos mismos años estaba ya elaborando sus dos grandes estudios de conjunto). Este listado preliminar, esbozado al correr de la máquina y sólo factible de ser realizado por alguien con sus inmensos conocimientos, arranca con la prosa del descubrimiento, específicamente con Colón, de manera semejante al modo en que abre las conferencias Charles Elliot Norton de 1940-1941 y el libro de ellas derivado, Las corrientes literarias en la América Hispánica: “Siglos antes de que esta busca de la expresión llegase a ser un esfuerzo consciente de los hombres nacidos en la América hispánica, Colón había hecho el primer intento de interpretar con palabras el nuevo mundo por él descubierto”. La lista incluye, además de los primeros viajeros y cronistas, además de los clásicos indiscutidos de nuestra tradición intelectual (el Inca Garcilaso, Lizardi, Bolívar, Sarmiento, Martí), autores que habían merecido una larga reflexión crítica por parte de Henríquez Ureña y Alfonso Reyes – tal, particularmente, el caso de Alarcón, en quien ven cifrada una temprana idea de mexicanidad, o de Darío, al que reconocen como figura central en la reconfiguración del mapa literario hispanoamericano. Se incluye también la mención de naturalistas y científicos –tal, el caso de Caldas o Ameghino– como muestra del interés programático por incluir en la memoria co-

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lectiva un acercamiento a la tradición científica hispanoamericana – tema de interés no solo de Cosío Villegas, del FCE, de los intelectuales mexicanos y del exilio español ligados a la UNAM y El Colegio de México o de los animadores de una revista afín a ellos como Cuadernos Americanos, sino también del propio autor dominicano, como lo evidencia su Historia de la cultura. En ocasiones, breves indicaciones propias de un lector agudo y certero (que emplea, para calificar los títulos sugeridos, adjetivos como “ameno”, “importante”, “magnífico”, etc.) bastan para resaltar la necesidad y el sentido del rescate del valor literario de autores en muchos casos desatendidos o francamente olvidados. En otros casos, la sola mención del apellido, con omisión de nombre o título, evidencia que se trata de autores de amplio reconocimiento ya entre los lectores cultos. Por otra parte, cada uno de esos nombres abre a su vez a un problema mayor: las necesarias tomas de decisión en cuanto a títulos y modalidades de edición. Así, por ejemplo, la propuesta de publicar en dos volúmenes la obra de Darío muestra ya la importancia que Henríquez Ureña atribuye al gran modernista, y al modernismo en general, en la historia de las ideas estéticas en América Latina. Así, en las Corrientes dice de él que “fue considerado el más alto poeta del idioma desde la muerte de Quevedo […], sea cual fuere el juicio definitivo que merezca su obra, su influencia ha sido tan duradera y penetrante como la de Garcilaso, Lope, Góngora, Calderón o Bécquer. De cualquier poema escrito en español puede decirse con precisión si se escribió antes o después de él”. La lista prosigue con grandes escritores del modernismo, como Manuel Gutiérrez Nájera o Manuel José Othón, Julián del Casal o José Asunción Silva, y pone no sólo énfasis en los clásicos como Domingo Faustino Sarmiento, Juan María Alberdi, José María de Hostos, sino también en científicos, pensadores, historiadores. Concluye el crítico con el comentario de que se trata aproximadamente de cincuenta y tres títulos, que equivalen a cien volúmenes. Pocos días después, el 17 de julio de 1945, y como respuesta a otra carta de Cosío Villegas del 30 de mayo, Henríquez Ureña hace llegar a su amigo una propuesta ya madura, que confirma su aporte a la concepción general de esta Biblioteca, cuyas coordenadas en tiempo, espacio y sentido quedaron por fortuna planteadas a través de su correspondencia, así como, en su versión final, en el folleto de presentación, que guarda una verdadera

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herencia intelectual para los lectores de nuestra América, y sobre el que volveremos más adelante. Mi querido Daniel: Recibí tu carta del 30 de mayo y me he puesto a trabajar en el plan de tu gran colección americana. Te mando como muestra unas cuantas indicaciones: dime si bastarían para cada caso, o si se necesita más para guiar al que se encargue de la edición y de las pruebas y probablemente de escribir la advertencia inicial de cada obra. He tomado como ejemplo algunas obras muy grandes, como las de Oviedo y Las Casas; pero también otras más cortas: por ejemplo, Colón, Fernando Colón, Sarmiento. La colección debería llevar un buen título general y subdividirse en colecciones menores, como CRONISTAS DE INDIAS, ESCRITORES COLONIALES, ESCRITORES DEL SIGLO XIX [sic] (o esta serie podría subdividirse en POETAS, HISTORIADORES [sic], etc.). ¿Debe la colección incluir al Brasil? Supongo que sí, como lo incluye TIERRA FIRME [sic]. Para eso habrá que hacer buenas traducciones. Te mandaré un folleto que hemos impreso en la Editorial Losada sobre lo que deben evitar los traductores; EMECÉ [sic] imprimirá otro folleto, un poco más extenso. También podría agregarse una serie de escritores europeos que han escrito sobre América después del periodo inicial que sigue a la Conquista: autores como Azara, Humboldt, M[ada]me Calderón de la Barca (Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, legajo Daniel Cosío Villegas y Pedro Henríquez Ureña).

Considera que es necesario incluir el Brasil, y que ello implica contar con la seguridad de buenas traducciones. Opina también que se debe incluir autores europeos que hayan escrito sobre América: Azara, Humboldt, Mme. Calderón de la Barca. Muy poco después surgirá la propuesta de un título, y muy pronto también quedarán sentadas las bases de la nueva colección, su perfil y personalidad, así como sugeridos un primer criterio de ordenamiento y un listado de los cien primeros títulos: Cristóbal Colón. Diario del Descubrimiento y Cartas (según instrucciones enviadas antes, deben tomarse los textos de la publicación de la Raccolta). Hernán Cortés. Edición bajo el cuidado de Alfonso Caso. El Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales. Utilizar el texto publicado en Buenos Aires bajo el cuidado de Ángel Rosenblat. Juan Ruiz de Alarcón. Comedias [debería llegarse a publicarlas todas, en una serie de volúmenes]; el texto de la Biblioteca de Autores Españoles –Rivadeneyra– es muy bueno; si fuere posible, se consultaría el texto de las primitivas ediciones). Sor Francisca Josefa de la Concepción (“la Madre Castillo”). Vida. Sor Juana Inés de la Cruz. Poesías, teatro y prosa (debe llegar a publicarse

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todo; sería bueno encomendárselo a Toussaint). Francisco José de Caldas. De la influencia del clima en los seres organizados. Francisco Núñez de Pineda Bascuñán. Cautiverio feliz. Texto de la colección de Escritores de Chile. José Bernardo Couto. Diálogos sobre la historia de la pintura en México; con notas de Manuel Toussaint. Escritos de Bolívar. Machado de Assis. Una de las novelas (no reproducir el Don Casmurro, en traducción de un Sr. Mesa y López, en París; es muy mala; habría que hacer una traducción, pero no es difícil, si se encomienda a un buen escritor que evite las formas portuguesas como dijera por había dicho). Felipe Larrazábal. Vida de Bolívar. Evitar el texto publicado y alterado por Rufino Blanco, Fombona. Andrés Bello. Filosofía del entendimiento. Tomar el texto de la edición vieja de Obras completas; no de la nueva, que tiene muchas erratas. Vicente Pérez Rosales. Recuerdos. Justo Sierra. Historia de México (para las escuelas primarias). Es una obra maestra. Sarmiento. Campaña del Ejército Grande (de las Obras completas). Alberdi. El crimen de la guerra. Montalvo. Geometría Moral. Gregorio Gutiérrez González. Memoria sobre el cultivo del maíz en Antióquia (no Antioquía) y poesías escogidas. Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poesías. Manuel Ascensio Segura. Comedias. Eugenio María [de] Hostos. Si no parece práctico reproducir ahora la Moral social, de la cual hay dos ediciones de Buenos Aires, se haría un tomo de Ensayos. Pero es probable que las ediciones de Buenos Aires no dañen a una de México, que se vendería mucho en las Antillas. José Martí. Poesías escogidas (incluyendo completo el Ismaelillo y los Versos sencillos y quizá los Versos libres: eligiendo en lo demás). Florencio Sánchez. Los mejores dramas. Una obra de historiador chileno: Diego Barros Arana o Benjamín Vicuña Mackenna (Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, legajo Daniel Cosío Villegas y Pedro Henríquez Ureña).

Esta propuesta de arranque con veinticinco obras fundamentales resulta de particular interés, puesto que traduce aquellos autores que un conocedor como Henríquez Ureña consideraba los imprescindibles de la tradición americana (Colón, El Inca, Sor Juana, Bolívar, Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Martí…) y de este modo nos ayuda a descubrir el esbozo de un posible canon hispanoamericano. Recordemos que desde sus Seis

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ensayos el ensayista consideraba de imperiosa necesidad elaborar una “tabla de valores”, con el necesario rescate de las figuras que se consideran imprescindibles y la dolorosa exclusión de otros muchos autores. Este esfuerzo de selección se evidencia a lo largo de la correspondencia con Cosío Villegas. He aquí entonces el primer núcleo que luego habrá de completarse con nuevos autores y títulos y de ordenarse a través de un esfuerzo de periodización. A este listado se incorporarán poco después títulos procedentes de la tradición precolombina. Es así como incluye lecturas centrales en la tradición que había venido pensando al armar dichas conferencias: se centra en figuras que –como las de Colón, Sor Juana, Bolívar, Sarmiento, Martí, Hostos, Montalvo– constituían los grandes faros o ejes articuladores de la preocupación de Henríquez Ureña en cuanto a la busca de nuestra expresión, a la vez que otra serie de autores y temas que era necesario salvar del olvido o la incomprensión: desde la obra prácticamente desconocida para su época de la poeta mística Sor Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara –la Madre Castillo, clarisa de Tunja– a la del poeta popular antioqueño Gregorio Gutiérrez González, desde el teatro del autor costumbrista peruano Manuel Ascencio Segura hasta el sainete del rioplatense Florencio Sánchez.3 Aparecen también esos grandes renovadores de la prosa cuyo estudio y recuperación fue en gran medida aporte de Henríquez Ureña: Montalvo y Hostos, por ejemplo. Este último, a quien dedicó tantas páginas notables y cuyo discípulo se consideró más de una vez, ha sido –y sigue siendo– escasamente leído y reconocido.4 Es también muy valioso el esfuerzo por incluir en la lista a las escritoras, Sor Juana en primer lugar, seguida por varias otras autoras de la etapa

3 Medardo Vitier anota, respecto de su amplia solvencia en cuanto temas hispanoamericanos, lo siguiente: “Nadie conoce como él la formación intelectual de la América española. Nadie tampoco ha escrito páginas tan orientadoras respecto a la literatura de estos pueblos llenos de gérmenes” (Vitier 1945: 214). 4 En Las corrientes literarias, publicado de manera póstuma en la Biblioteca Americana, escribe: “Los intelectuales más típicos en este período fueron aquellos a quienes podríamos llamar luchadores y constructores, herederos de Bello y Heredia, de Sarmiento y Mitre, hombres que solían ver en la literatura una parte de su servicio público, siguiendo la que era ya una de nuestras tradiciones”. Es allí donde menciona a Ruy Barbosa, Juan Montalvo, Manuel González Prada, Justo Sierra, Enrique José Varona, Eugenio María de Hostos, quienes “consagraron un verdadero celo apostólico a la defensa de la libertad y a la difusión de la verdad […]. Y sus obras enriquecieron la literatura hispánica con nuevos tipos de prosa” (Henríquez Ureña 1949: 155).

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colonial, que en opinión del dominicano habían sido injustamente olvidadas o subestimadas.5 El hecho de que se trate de una biblioteca americana no impide la integración de los grandes historiadores nacionales de fines del siglo xix, y en especial la tan admirada figura de Justo Sierra, cuyo libro La evolución política del pueblo mexicano, califica como “profundo” y “magistral” (Henríquez 1949: 337). En una carta temprana ya había pedido también a su amigo que le ayudara a conseguir esta misma obra, para incluirla en la colección Grandes Escritores de América que planeaba para Losada, y le comenta: “Sabes que lo creo el libro más importante que allá se ha escrito” (Carta de Pedro Henríquez Ureña a Daniel Cosío Villegas, 26 de enero de 1939). Incluye también en esta nómina científicos, como es el caso de Caldas, en una abierta toma de posición a favor de la necesidad de recuperar la tradición científica latinoamericana. Particular interés muestra además en salvar el teatro, en cuanto es uno de los géneros en que considera se evidencian rasgos reveladores del encuentro entre dos culturas y las posibilidades de mestizaje cultural, a la vez que incorpora un nombre ajeno a la tradición del teatro culta –para gran escándalo seguramente de los académicos de entonces– en esa forma clave del teatro popular que es el sainete de Florencio Sánchez. Por fin, comienza programáticamente la inclusión de la gran literatura brasileña, con Machado de Assís, cuya novela fundamental, Memorias póstumas de Blas Cubas, se publicó en 1951 dentro de la serie, en traducción de Antonio Alatorre. Razones de tiempo y espacio me obligan a dejar aquí un tema que he seguido trabajando y que confío pronto aparecerá publicado en versión electrónica por el Fondo de Cultura Económica. Espero haber dejado a los lectores lo suficientemente intrigados y curiosos respecto de las cartas que aquí no alcanzo a citar y la propuesta que se llegó a concretar en una 5 “Las mujeres no estaban ausentes de la literatura: así aparecen, entre muchas poetisas, la monja Leonor de Ovando, en Santo Domingo, la más antigua de todas las cultísimas peruanas Clarinda y Amarilis (sólo conocemos sus seudónimos), y, entre las escritoras en prosa, la elocuente monja de Nueva Granada Sor Francisca Josefa de la Concepción, a quien era costumbre llamar ‘la madre Castillo’”, según su apellido de familia. La más ilustre es la poetisa de México Sor Juana Inés de la Cruz…” (Henríquez Ureña 1947: 95). En la Gaceta del FCE correspondiente a 1955, descubrimos el anuncio de la aparición del tercer tomo de las Obras completas de Sor Juana, dedicado a los Autos y loas, en edición de Alfonso Méndez Plancarte, quien también se había hecho cargo de los dos tomos precedentes. En época de Arnaldo Orfila Reynal se dio amplia difusión a los títulos de la Biblioteca Americana y al vínculo con autores y estudiosos de otras partes de América a ella ligados.

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colección que, como la presencia y el pensamiento de Henríquez Ureña, siguen vivos. Y no se trata sólo de la Biblioteca Americana: la vida y la obra de Pedro Henríquez Ureña pueden interpretarse, insisto, como la confección de un gran libro donde los americanos puedan leerse y encontrarse. La tarea editorial se convierte en una hazaña prometeica, digna de nuestros más grandes héroes culturales. En ella se traduce precisamente la voluntad de organización de la cultura, trabajo riguroso y ordenado, avalado por una investigación que permita reconstruir las condiciones contextuales que hagan legibles e inteligibles las condiciones textuales. Pedro Henríquez Ureña fue en todo ello un modelo de pensamiento y acción. Qué bueno sería tenerlo hoy aún aquí, para que nos ayudara a repensar con su inteligencia la flecha de anhelo capaz de sacarnos de nuestras nuevas formas del descontento y de conducirnos con el optimismo de la voluntad a eso que él llamaría, de manera certera, nuestra promesa.

Bibliografía Bourdieu, Pierre (2002 [1989]): “Les conditions sociales de la circulation internationale des idées”. En: Actes de la recherche en sciences sociales, 145, pp. 3-8. Henríquez Ureña, Pedro (1947): Historia de la cultura en la América Hispánica. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. ______ (1949): Las corrientes literarias en la América Hispánica. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. ______ (1960): “José M. Gabriel y Galán”. En: Obra crítica, ed. de Emma Susana Speratti Piñero y pról. de Jorge Luis Borges. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, pp. 85-87. Mondragón, Rafael (2009): “Gestos del pensar y ética de la lectura en Las corrientes literarias en la América Hispánica”. En: Liliana Weinberg (coord.): Estrategias del pensar II. Ensayo y prosa de ideas en América Latina siglo xx. México: Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe-Universidad Nacional Autónoma de México. Vitier, Medardo (1945): “Recepción crítica: Pedro Henríquez Ureña y el ensayo”. En: Del ensayo americano. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, pp. 193-215. Weinberg, Liliana (2014): Biblioteca Americana: una poética de la cultura y una política de la lectura. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.

La memoria como biblioteca. Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana Rafael Mondragón

Universidad Nacional Autónoma de México

Para Israel Ramírez y Freja Cervantes 1. “Curioso lector:…”

Hay autores que se han imaginado la memoria como un libro: un relato donde los hechos y vivencias dispersas se ordenan linealmente, de manera que uno pueda construir una experiencia de lectura si repasa esa historia desde su principio hasta su fin. Hay otros que han imaginado la memoria como una biblioteca: una estantería o un conjunto de estanterías que permiten la convivencia de libros disímiles. En ese espacio camina un “curioso lector”, que tiene la posibilidad de ordenar y desordenar la biblioteca; el lector admira la involuntaria arquitectura creada por esa reunión de volúmenes distintos, y elige por dónde comenzar a leer. Si la memoria no fuera un libro, sino una biblioteca, habría que preguntar por qué en América Latina ha sido tan constante la insistencia de publicar colecciones de clásicos perdidos: bibliotecas en que emergen voces que, siendo indispensables, son también desconocidas. Por ello, hermosas y tristes. “No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana” (Martí 1992: 114). En esas palabras de José Martí, que invitan a la lectura de ciertos textos indígenas que datan de la época colonial, resuena un eco antiguo, que puede remontarse, al menos, al siglo xvi. Desde las reflexiones del Inca Garcilaso sobre la “memoria del bien perdido”, a la fundación de la Biblioteca Ayacucho por Ángel Rama, pasando las palabras del prologuista anónimo del manuscrito de Huarochirí, la recopilación de tradición oral por Juan León Mera y los proyectos editoriales de Andrés Bello, Juan María Gutiérrez, José Toribio Medina o Rufino Blanco Fombona, entre muchos otros, uno puede ver el crecimiento de una reflexión colectiva, de larga duración, sobre los marcos sociales de la memoria en nuestra América. En ciertos sujetos sociales, como las

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voces anónimas de los sobrevivientes de la guerra civil en Guatemala, esa reflexión se convierte en pregunta por la producción colectiva del olvido en torno de ciertos hechos, voces y vivencias, que es paralela de la producción de una experiencia de vida cada vez menos rica. En otros, como Pedro Henríquez Ureña, Daniel Cosío Villegas y los ya mencionados Bello, Rama y Blanco Fombona, esa reflexión se convierte en una pregunta por la necesidad de editar, poner a disposición colecciones y bibliotecas que enriquezcan nuestra experiencia del mundo y le den resonancia a nuestros deseos e inquietudes.

2. Edición y liberación

Daniel Cosío Villegas acostumbraba llamar a Pedro Henríquez Ureña de una manera graciosa. Le decía “Peter”. De entre las cartas conservadas de lo que debió ser una amplia correspondencia, sobresalen las del intenso periodo que va de 15 de abril de 1945 al 6 de mayo de 1946, días antes de la muerte del maestro dominicano. Han pasado los tiempos lejanos en que Henríquez Ureña era maestro de la Universidad Nacional, y Cosío, un alumno ferviente que militaba en organizaciones estudiantiles y trabajaba para su maestro en un proyecto sobre la idea del hombre recto en el teatro del Siglo de Oro.1 En los tiempos de estas cartas, Cosío Villegas ya era el 1 Sobre esta época de la vida de Pedro Henríquez Ureña, véase Barcia 1994: caps. IX-XII; sobre la amistad con Cosío Villegas hay datos interesantes en Krauze 1991. Las listas de asistencia a los cursos de Henríquez Ureña, que a veces van acompañadas de breves indicaciones sobre los proyectos de final de curso propuestos por cada estudiante, dan una excelente idea de la orientación pedagógica seguida por el maestro dominicano. Véase (Ruiz 1987: 123-151). La correspondencia DCV-PHU para el periodo citado se encuentra en el expediente HUP guardado por el Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, Sección Autores 28-R-14-C/2. El expediente consta de dos legajos, que también recogen la correspondencia de Cosío Villegas con el resto de la familia Henríquez Ureña. Al citar y referir estas cartas, indicaré únicamente la fecha de la carta, que remite a los materiales conservados en dicho expediente. Las cartas de PHU se conservan en original, con firma manuscrita del autor y, a veces adiciones manuscritas en el margen; cuando el original está en mal estado, a veces, se conserva también una copia mecanoscrita de la carta que hace más sencilla la lectura. Las cartas de DCV se conservan en copia mecanografiada. Es importante señalar que no todos los materiales de la correspondencia se encuentran fechados. Los folios siguen una numeración que no siempre se corresponde con la cronología, pero los materiales sin fechar pueden ser datados siguiendo criterios de cronología absoluta a partir de los datos ofrecidos por las mismas cartas, y de cronología relativa por las referencias de una carta a otra. Fragmentos de una carta no conservada en el Archivo, y citada por Sonia Henríquez Ureña de Hlito, (Henríquez Ureña de Hlito 1993: 153), hacen suponer que la correspondencia conservada en el Fondo pudiera

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flamante director del Fondo de Cultura Económica; en Argentina, Henríquez Ureña seguía siendo el mismo profesor pobre que repartía el poco tiempo que tenía entre sus jóvenes alumnos y los trabajos en escuelas y editoriales.2 Las cartas de ese breve e intenso periodo se conservan en el Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, y hasta hoy no han sido editadas.3 Es Cosío quien inicia el intercambio: “Queridísimo Peter: hace siglos que debería haberte escrito…… ya conoces ese principio consagrado de mi correspondencia”. Las primeras respuestas de Henríquez Ureña no responden a las bromas que Cosío lanza aquí y allá. El antiguo alumno quiere proponerle un proyecto desmesurado, uno de esos “planes atrevidos”, “romántico-culturales” y “de un fortísimo olor a pachulí editorial” en donde “muy contra mi gusto, siempre termino por caer” (son todas expresiones de Cosío);4 y el antiguo maestro, en lugar de emocionarse, responde con una retahíla de reparos, preguntas y objeciones. En sus Memorias, Cosío diría que el maestro era, en el fondo, un hombre triste.5 Quizá también habría que añadir que para esta época era ya un hombre cansado. ¿Cuántas veces ha intentado proyectos similares? Desde 1938, cuando menos, las cartas de Alfonso Reyes a Virginia Ocampo y Oliverio Girondo testimonian el deseo de crear una “Biblioteca Americana”, colección de clásicos americanos que presentaría lo mejor de nuestra producción cultural, en ediciones completas o antologías, y que Reyes dirigiría junto a Henríquez Ureña, a quien, según el mismo Reyes, lo une “un compromiso moral”.6

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completarse si se tuviera acceso al archivo personal de PHU, actualmente en resguardo en El Colegio de México, así como al archivo personal de DCV. Son épocas de pobreza y persecución. El 9 de octubre de 1945, Isabel, esposa de Pedro, le escribirá a Cosío unas líneas apresuradas para contarle las enormes dificultades económicas de su familia y pedirle un poco de dinero, en adelanto del proyecto que está creando junto a Pedro. El 25 de diciembre, en la víspera del ascenso de Perón, Pedro le dirá a Cosío que no ha podido avanzar en el trabajo que ambos tienen entre manos: su hija menor, Sonia, quien le estaba ayudando a hacer copia de algunos documentos, vive absorbida por la política junto a su otra hija, Natacha, “trabajando por los movimientos democráticos”... El presente trabajo es un adelanto de las reflexiones desencadenas por la lectura de esos materiales, que me fueron facilitados por Freja Cervantes y serán editados próximamente por mí, junto a Liliana Weinberg. Son expresiones de Cosío en su carta a PHU, 15 de abril de 1945. “En el fondo, Pedro era un hombre triste, que cargaba a cuestas viejas y arraigadas preocupaciones. Rara vez sentía el gozo de la alegría y rara vez también lograba reír franca, abiertamente” (Cosío 1986: 96). Dice Reyes, en carta a Ocampo el 15 de agosto de 1938: “Ante todo, celebro el desarrollo de la Editorial Sur, con que hace tanto tiempo soñábamos, y le agradezco el

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El nombre elegido por Reyes y Henríquez Ureña, y recuperado por este último en su carta a Daniel Cosío Villegas del 17 de julio de 1945, es homenaje implícito al gran proyecto editorial emprendido por Andrés Bello en el exilio londinense. Iniciado en 1823, abandonado después de un primer número que terminó con los pocos fondos de los que Bello disponía, y después recuperado en 1826 con el nuevo título de Repertorio Americano, la Biblioteca Americana era una revista que hablaría de poesía y biología, geografía y pintura, geología y lingüística. El prospecto con que inicia su único volumen hace explícita la relación entre edición y liberación que dota de fuerza a todo el número, una relación que se transmitirá a proyectos editoriales de épocas futuras, y que en nuestra América fundará toda una manera de afrontar el trabajo de la producción y recuperación de la memoria cultural a través de los libros y la lectura: “La política española tuvo cerradas las puertas de la América por espacio de tres siglos a los demas pueblos del globo; i no satisfecha [...], la impidió también que se conociese a sí misma”; “si esta es, pues, la época de trasmitir a la América los tesoros del injenio i del trabajo [...]; todo el que tenga sentimientos americanos debe consagrar sus vijilias a tan santo objeto, contribuyendo a que se esparza la luz por aquel continente, brille en todos los entendimientos, e inflame todos los corazones”. La ignorancia, continúa Bello, es “causa de toda esclavitud, i fuente perenne de degradacion i de miseria”. Así pues, la lectura ayuda al autorreconocimiento de los pueblos colonizados; su práctica dignifica a los degradados, e “inflama […] los corazones”

haber pensado en mí desde el primero momento. Ya le expliqué a María Rosa [Oliver] el compromiso moral que me liga a Pedro Henríquez Ureña para toda posible dirección de una Colección de Clásicos Americanos. Le ruego que medite y resuelva”; y el 27 de abril de 1939 continúa con el tema: “Aquí me tiene usted a sus órdenes al frente de La Casa de España en México. Estimo que este trabajo me va a acaparar por más de un año y, entre otras cosas, tendré que escribirle a Oliverio [Girondo] dándole la mala nueva de que me es imposible por ahora ocuparme de organizar la serie americana de su editorial, cosa que en el primero momento me apresuré a aceptar por el entusiasmo que me inspira”; el editor anota que “El proyecto de hacer de Sur también una editorial –a la manera de La Revista de Occidente–, incluía una colección antológica de clásicos americanos, formada por libros de fragmentos escogidos de los autores más representativos de cada país de habla hispana del Continente. Pero Reyes proponía que, en vez de titularse latinoamericana o hispanoamericana, la colección fuera una Biblioteca Americana, pues así se podría publicar en ella a la literatura brasileña también” (Reyes /Ocampo 1983: p. 73, nota 60). Véanse, además, las muy importantes cartas intercambiadas por Reyes y Girondo entre el 14 de marzo y el 27 de abril de 1939 donde se discute el proyecto de una Biblioteca Americana (Reyes 2008: 218-233).

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de los miserables: los prepara para vivir con plenitud lo que Bello llamará después “el siglo futuro”.7 Como Bello, Henríquez Ureña ha fracasado una y otra vez en ese proyecto generoso, prometeico, que describe la lectura como luz y fuego y, por tanto, imagina su difusión como iluminación e incendio contagioso; que nos describe a nosotros, lectores potenciales, como “americanos”, es decir, hombres con vocación de madera, hechos para arder juntos por el descubrimiento de una herencia olvidada: fracasó primero en 1938, con Victoria Ocampo y la Editorial Sur, y luego, en 1939, con Girondo y Editorial Sudamericana. El fracaso se repite más adelante en Losada.8 En su respuesta del 8 de mayo de 1945, Henríquez Ureña le dice a Cosío Villegas con amargura contenida que “yo inicié en Losada una colección de Grandes Escritores de América, rival de la que quieres emprender. Se suspendió porque costaba muy caro […]. Mi colección, pues, si se llega a reanudar, marchará despacio, y, como ya me he resignado a que no exista, no me importa sacrificarla a la tuya”. Y añade: “De todos modos, una buena hace mucha falta”. En un esbozo de la ética del artista, José Martí había escrito que “sólo los que han bregado cuerpo a cuerpo con la verdad, para reducirla a la frase o al verso, saben cuánto honor hay en ser vencido por ella” (Martí 1991: 303). Henríquez Ureña tiene razón en señalar reparos, porque lo que Cosío va a proponerle es algo imposible de lograr. Por eso sigue siendo valioso hoy. Los elementos que testimonian el plan original (el folleto con el plan editorial, las cartas con la discusión de los autores a editarse), aún proyectan sobre nosotros su luz.9 Los adverbios de las cartas de Cosío señalan con claridad la voluntad totalizadora, de imposible generosidad, que anima el 7 La Biblioteca Americana, o Miscelánea de Literatura, Artes i Ciencias, por una Sociedad de Americanos, t. I, Londres, Imprenta de don G. Marchant, 1823, p. V. Al citar, respeto la ortografía del original. Para que no quede duda, al prospecto de Bello lo anteceden unos versos de Petrarca, que cito en mi propia traducción: “hoy es el tiempo de liberar nuestro cuello del antiguo yugo, y de romper el velo que se había enredado en nuestros ojos”. Sobre la Biblioteca Americana de Andrés Bello, véase Ramírez 2012: 113-121; Jaksic 2001: 67-71 y dos textos de Pedro Grases: 1981a: 307-314; 1981b: 318-328. Siguen siendo importantes las páginas dedicadas a este proyecto por Amunátegui 1882: 188-193. 8 Hace falta un estudio concienzudo que enmarque Biblioteca Americana en los proyectos editoriales emprendidos por Henríquez Ureña en sus etapas anteriores. Sobre las colecciones dirigidas por Henríquez Ureña en Losada, (Henríquez Ureña de Hlito 1993: 136-137). Sobre los intentos anteriores de fundar esta colección en Sur y Sudamericana, véase la nota 6 del presente trabajo. 9 Una primera, valiosa aproximación a los datos que ofrece el folleto de presentación de Biblioteca Americana puede leerse en (Croce 2013: 26-36).

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proyecto. Como explica Cosío en su carta del 15 de abril, se trataría de crear una colección dedicada a “sacar a flote lo mejor que hayan escrito los hispanoamericanos de todas las épocas y todos los tiempos” (15 de abril); en su segunda carta, del 30 de mayo, explicita que “nada de lo que han escrito los americanos debe estar fuera de la colección si alcanza un nivel de calidad que fijaríamos nosotros, es decir, tú” (30 de mayo). Para matizar la rotundidad de estas frases, Cosío añade graciosas expresiones coloquiales, de las que le gustaba utilizar para aderezar sus cartas: “Perdóname si con ánimo de aclarar mi idea llego a meterme francamente en camisa de once varas” (30 de mayo).

3. La importancia de lo insignificante

¿Cómo elegir todo lo mejor que los americanos han producido?10 Una colección editorial es también una propuesta de intervención en el espacio público, que busca visibilizar ciertas obras y saberes, y al tiempo, se orienta hacia la formación de un gusto, es decir, un temperamento y una sensibi10 Ya desde su primera carta, Henríquez Ureña corrige al antiguo discípulo: de realizar el proyecto, no sólo habría que pensar en los hispanoamericanos; habría que incluir al Brasil. Cosío inmediatamente responde que, además, hay que darle un espacio a las expresiones indígenas, proposición que es ampliada generosamente por Henríquez Ureña. El primer plan es ofrecido por Henríquez Ureña en su carta del 13 de julio de 1945, e incluye una lista tentativa de 50 autores; a dicha carta se añade un amplio apéndice, que incluye otra lista con algunos historiadores americanos; otra dedicada a puntear tres posibles series (Cronistas de Indias, Escritores coloniales y Escritores del siglo xix); una ficha indicativa de la orientación de la serie Cronistas de Indias; otra con orientaciones más escuetas para preparar la serie Escritores coloniales; una ficha más con indicaciones de cómo preparar la edición de los escritos completos de Colón; otra para preparar la edición de La Araucana. Además, el archivo conserva en este apéndice una lista razonada y ordenada de los primeros veinticinco títulos que parece más bien pertenecer a una carta de Henríquez Ureña del 17 de julio a la que Cosío Villegas responde el 22 de agosto y de la cual no conservamos copia. En este conjunto de apéndices a la carta del 13 de julio podemos observar la variación en torno del nombre que Henríquez Ureña preferiría para la colección: así, en la ficha dedicada a “Cronistas de Indias”, el dominicano apunta que “la colección, en su conjunto, podría llevar un gran título general, como BIBLIOTECA AMERICANA o AMÉRICA, u otro más imaginativo”; sin embargo, la lista de las primeras veinticinco obras se titula “LA TRADICIÓN DE AMÉRICA / PRIMERAS VEINTE Y CINCO OBRAS DE LA COLECCIÓN”. En su carta del 25 de diciembre, Henríquez Ureña repite el nombre “La tradición de América”, y le pregunta a su amigo, entre paréntesis: “¿se llamará así?”. Todavía en la carta de Henríquez Ureña, del 26 de enero de 1946, el dominicano se refiere a “la colección que aún no sé si llamarás La tradición de América”. El dominicano se decide por el nombre “Biblioteca Americana” apenas en su carta del 27 de marzo de 1946

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lidad (Cervantes 2009: 279-298). Detrás de cada propuesta editorial hay también una política de la lectura. Siguiendo una intuición que Henríquez Ureña ya ha explorado en su crítica literaria, Cosío aclara desde su segunda carta, el 30 de mayo, que lo que le importa es la “calidad”, no la “importancia”. Vale la pena reflexionar sobre esto. En América es común que algo de enorme calidad haya tenido importancia reducida. Por eso, uno no puede conformarse con “la repetición cómoda de verdades descubiertas” (la frase es, otra vez, de Martí 1991: 303). El proceso intelectual americano está hecho de discontinuidades, saltos bruscos y regresos inesperados. La pretensión de representatividad se juega, en nuestra tradición cultural, de manera diferente a como se acostumbra a jugar en otros lados. La estratificación social, el colonialismo cultural y la violencia han dejado su huella, y contribuyen a esa producción social del olvido a la que aludíamos brevemente al inicio de este texto. Guamán Poma de Ayala fue leído por muy poca gente de su época, y –como dijo Emir Rodríguez Monegal– las crónicas del siglo xvi son, en cierto sentido, más contemporáneas de Borges que del siglo xvii (Rodríguez Monegal 1984: 8-15). Por ello no debe sorprender que en las listas que Henríquez Ureña comienza a mandarle a su antiguo alumno a partir del 17 de julio de 1945, abunden nombres de autores desconocidos, muchas veces con una escueta indicación de “importante” que aún hoy puede provocar perplejidad: a menudo se trata de escritores que, a la fecha, no han sido editados, o lo fueron recientemente; que no están en los planes de estudios humanísticos de nuestras universidades. Tienen “calidad” pero no son “importantes”. Son, por ejemplo, los poetas mayores de Brasil, que siguen siendo, casi todos, desconocidos en Hispanoamérica; los mejores científicos de los siglos xviii y xix, ensayistas deliciosos que dibujaron las conchas y animales del mar Caribe, viajaron por América del Sur y combatieron el prejuicio racial en nuestro continente (Francisco José de Caldas, Felipe Poey); el primer investigador moderno de las lenguas indígenas de México (Manuel Orozco y Berra); una monja mística (la Madre Castillo); un apasionado historiador de la esclavitud en Cuba (José Antonio Saco); tres grandes escritoras del siglo xix (Gertrudis Gómez de Avellaneda, Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello de Carbonera); un joven pensador recientemente fallecido (José Carlos Mariátegui)… En la misma carta, Henríquez Ureña aclara

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que esta colección no debe pensarse para “eruditos”.11 Esta galería de personajes extraños no quiere componer un cuadro “representativo” para uso de los especialistas: por el contrario, sus integrantes han sido elegidos para despertar preguntas e incitar la curiosidad de la gente común.

4. Una concepción de la cultura

Pedro Henríquez Ureña había regresado de Harvard hacía cuatro años: en 1941 leyó allí las conferencias que darían origen a Las corrientes literarias en la América hispánica. En ella, como dijo un reseñista de la época, la literatura había servido de marco para hablar de “la cultura en su sentido más amplio”.12 Los textos literarios estaban enmarcados en una teoría de la cultura que veía a ésta como parte de un proceso social.13 Por ello, la amplia propuesta de Daniel Cosío Villegas será recibida con gusto por Pedro 11 Así, además de los más conocidos, como Sarmiento, Heredia, Bello, la Avellaneda, Martí y Darío, la lista del 17 de julio de 1945 incluye, por ejemplo, a la Madre Castillo (“magnífica”), el científico ilustrado Francisco José de Caldas (“importante”), el chileno Francisco Núñez de Pineda Bascuñán, Cautiverio feliz (“muy ameno”), los textos científicos del cubano Felipe Poey y la Clasificación de las lenguas de México del mexicano Manuel Orozco y Berra. En la amplia lista del 23 de enero de 1946, además de la reaparición de Caldas, la Madre Castillo, Manuel Orozco y Berra y Felipe Poey (Memorias sobre la historia natural de Cuba), aparecen marcados como muy importantes autores sólo conocidos en sus tradiciones nacionales, como Fray Gaspar de Villarroel, Gregorio Gutiérrez González, Florentino Ameghino, Manuel Antonio Segura y Juan Zorrilla de San Martín. También aparecen recomendados como muy importantes Joaquín García Izcalbalceta, José Antonio Saco (Historia de la esclavitud) y Manuel Sanguily, y se hace la apuesta de editar a escritores que en esa época eran recientes, como José Carlos Mariátegui (Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana). En esta última lista destaca la enorme cantidad de autores de Brasil, de entre los cuales están marcados como muy importantes Fray José de Santa Rita Durão (Caramurú), José Basilio da Gama (Uruguay), Tomás Antonio Gonzaga, Antonio José Lisboa “O Judeu” (Teatro), Antonio Vieira, José de Alencar, Machado de Assis, José Bonifacio de Andrada e Silva, Ruy Barbosa, Euclides da Cunha, Antonio Gonçalvez Dias, Alberto de Oliveira y Olavo Bilac. 12 Para un recuento de las reseñas y polémicas en torno de esas conferencias y de la posterior versión escrita de las mismas, véase (Mondragón 2010: 55-103) 13 Es la culminación de un método práctico presente, al menos, desde 1922, tal y como lo testifica el expediente sobre Pedro Henríquez Ureña guardado en el Archivo Histórico de la UNAM, en donde están descritas las clases del maestro dominicano, y los trabajos que preparaban sus estudiantes: todos los estudiantes eran invitados a elaborar dos trabajos (una investigación de lingüística y otra de literatura, para no separar disciplinas que deberían practicarse juntas). Pero la amplitud de ambas disciplinas queda atestiguada por el tipo de temas elegidos por los estudiantes: Samuel Ramos elabora su historia de la filosofía mexicana; José Gorostiza lee poesía medieval; Daniel Cosío Villegas trabaja la teoría del honor… Véase la nota 1 del presente trabajo.

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Henríquez Ureña. Desde el 17 de julio de 1945, Henríquez Ureña señala que lo que importa no es sólo Hispanoamérica, y que hay que incluir a Brasil; el 9 de enero de 1946, Cosío Villegas añade que se les ha olvidado incluir obras anteriores al descubrimiento de América, o que, siendo posteriores, sean de fuente indígena. Henríquez Ureña recoge esta observación con entusiasmo, y en su respuesta del 23 de enero incluye el esbozo de una serie dedicada a la literatura indígena, que a su vez subdivide en dos partes: antes y después de la conquista. El gesto intelectual es importante, porque muestra que la literatura indígena es más que la literatura prehispánica, es decir, que la cultura indígena no es algo que esté en el pasado en cuanto época superada: a pesar de la conquista armada, la destrucción sistemática de sus textos, y la posterior implantación del régimen de explotación colonial, los pueblos mantuvieron su inventiva y su dignidad: se mantuvieron en cuanto sujetos productores de cultura. Si es verdad que, como ha propuesto Aníbal Quijano, el racismo fue un dispositivo implantado en la Colonia para legitimar cierta división social del trabajo y dibujar con claridad una línea que racializa la dominación, y separa a los dominados de los dominadores; si es verdad que, como señaló una vez Walter Mignolo, ese racismo ha penetrado nuestra manera de concebir el arte, la cultura y la literatura, reduciendo esta última a las obras creadas en lengua española, limitadas a la circulación en el territorio de un Estado nacional, y transmitidas a través de la escritura, entonces el gesto de Henríquez Ureña tiene un contenido descolonizador (Quijano 2000: 342-386). Como recuerda Eduardo Matos Moctezuma, éstas son las mismas épocas en que el crítico dominicano ha terminado de publicar sus reflexiones sobre la tradición popular indígena. Su interés por los cuentos populares había sido atestiguado por la preparación de sus Cuentos de la nana Lupe, en las mismas épocas en que Henríquez Ureña le daba clases al joven Cosío Villegas. Ya desde las lejanas épocas del Instituto de Filología, el dominicano se había distinguido por una importante investigación sobre los principios de la versificación rítmica, que son fundamentales para apreciar la poesía popular. Y la Historia de la cultura en la América hispánica, que aparecerá publicada de forma póstuma, inicia con una alabanza de textos indígenas como el Popol Vuh.14 Por instrucciones del dominica14 El inicio del capítulo I de dicho libro reza así: “Treinta años atrás [es decir, aproximadamente, en 1917], se habría creído innecesario, al tratar de la civilización en la América hispánica, referirse a las culturas indígenas. Ahora con el avance y la difusión de los estudios sociológicos e históricos en general, y de los etnográficos y arqueológicos en

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no, Daniel Cosío Villegas contactará al historiador peruano Jorge Basadre, quien descubrirá ante los dos amigos las obras de Guamán Poma de Ayala, Juan de Santa Cruz Pachacuti y Titu Cusi Yupanqui (DCV a PHU, 6 de mayo de 1946). Así, en el proyecto inconcluso de Biblioteca Americana aparecen los nombres de esos grandes traductores y mediadores entre lenguas y culturas que fueron los escritores de raigambre indígena en la época colonial. Así también, se desdibuja la concepción clásica de las historias de la literatura, que partían de la unidad de la lengua nacional, correlato de la unidad de la raza que habita el Estado-nación y se expresa en su literatura; y aparece un cuadro rico y conflictivo de lenguas y tradiciones: el proceso social de una colectividad compleja en busca de su propia dignidad.

5. Un horizonte problemático

¿Qué significa leer desde la realidad histórica que dio origen a nuestros textos? A partir del debate convocado por Roberto Fernández Retamar en los años 70, se ha hecho común hablar de la necesidad de construir una “teoría literaria latinoamericana”.15 En contraste, los maestros de la primera mitad del siglo xx eran poco afectos a escribir teoría pura: preferían reflexionar a partir de ejemplos concretos. La teoría literaria de Pedro Henríquez Ureña no fue explicada con claridad en un solo texto, pero está allí, presente en una manera de leer, escenificada en una multitud de críticas puntuales. Para saber cómo entendía él nuestra literatura, uno tiene que prestar atención a la manera en que está leyendo.

particular, se piensa de modo distinto” (Henríquez Ureña 1947: 10). A la reflexión sociológica e histórica sobre las “altas culturas” en América le sigue una enumeración de los textos literarios mayas conservados y dignos de estudio: el Popol Vuh, el Rabinal Achí, los Anales de los Cakchiqueles y los libros de Chilam Balam, en el caso maya (Henríquez Ureña 1947: 15). Como se puede ver, hay una continuidad entre esta enumeración y la propuesta editorial que presentará la Biblioteca Americana. Sólo en esta época logra Henríquez Ureña una primera aproximación a un tema que le interesaba desde hacía mucho: ya el programa del curso de literatura argentina y americana dictada por el dominicano en el Instituto Nacional del Profesorado argentino, en 1925, dedicaba un inciso a recuperar los “datos que existen sobre las letras en las civilizaciones indígenas” (véase el documento en Barcia 1994: 279-282). 15 Aludimos aquí a los famosos textos de Fernández Retamar, hoy recogidos en (Fernández Retamar 1995). Para un diagnóstico de este debate y sus proyecciones actuales, remitimos a Raúl Bueno y Grínor Rojo (Bueno 1991 y Rojo 2013)

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En su primera carta, Cosío Villegas había invitado al antiguo maestro a crear una colección donde cupieran todos los géneros: “historia, novela, poesía, ensayo, teatro, ciencia inclusive”. Para responder a esa propuesta, el crítico dominicano imagina subcolecciones que reunirán cosas que parecen distintas: en lugar de agrupar los textos en subcolecciones de narrativa, de historia o de ciencia, Henríquez Ureña propone ejes problemáticos que se convertirán en claves de lectura para pensar de otra manera nuestra tradición literaria. El primero de estos ejes es llamado por Henríquez Ureña “vida y ficción”. Según explica en la misma carta, en él van reunidas las novelas, los cuentos, los artículos de costumbres y las memorias que dan fe de la vida social. Ello quiere decir que, en lugar de separar historia y literatura, Henríquez Ureña quiere averiguar cómo lo social es figurado a través del acto de recordar, describir, narrar y ficcionar. La vida no es algo distinto de la ficción. La memoria es ficción y es vida. Sabemos lo que ha sido nuestra vida en colectivo porque nos hemos hecho capaces de narrarlo.16 El segundo eje es el único que pasó al proyecto publicado. Su nombre es “pensamiento y acción”. A decir de Henríquez Ureña, en él irán juntos pensadores, filósofos, políticos, oradores, ensayistas, periodistas, críticos de arte y de literatura. De esa manera, el maestro propone un orden de los libros que incide en el debate por la caracterización del pensamiento latinoamericano, que por aquellas fechas comenzaba a tomar fuerza en los escritos de José Gaos y Francisco Romero. Nuestros pensadores no han sido nunca “filósofos puros”, y la mejor manera de leer lo que pensaron es preguntar qué querían lograr con esos textos. El pensar en América ha tenido muchas veces un carácter proyectivo y una acentuada vocación pública. Campos aparentemente ajenos como la crítica literaria, el periodismo, la política y la filosofía normalizada en realidad son parte de un esfuerzo común: participan del mismo deseo por transformar la vida colectiva.17 16 Entre los textos que Henríquez Ureña propone como muy importantes para esta sección, están los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, María de Jorge Isaacs, Recurdos de provincia de Sarmiento, Tradiciones peruanas de Ricardo Palma y alguna obra de Alberto Blest Gana, José Joaquín Fernández de Lizardi, Manuel Gutiérrez Nájera, José de Alencar y Joaquín María Machado de Assis. 17 Entre las obras anotadas por Henríquez Ureña como muy importantes se encuentran el Facundo y los Viajes de Sarmiento, la Moral social y los escritos de crítica literaria de Hostos, la Filosofía del entendimiento, los estudios críticos, la Gramática y la Ortología y métrica de Andrés Bello, la Memoria sobre la historia natural de Cuba de Felipe Poey, los discursos y artículos de Justo Sierra, los Diálogos sobre la historia de la pintura en México

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El tercer eje guarda estrecha relación con el primero. Su nombre es “historia y biografía”. Como bien lo mostró Sarmiento en su biografía de Juan Facundo Quiroga, la reflexión sobre la experiencia de una vida muchas veces se convierte en el descubrimiento de claves ocultas que permiten comprender de otra manera nuestros procesos históricos. Ello quiere decir que el saber historiográfico aquí se ha conformado de manera especial, y no puede pensarse por separado de una consideración del valor heurístico de la experiencia de sujetos concretos.18 Así, Pedro Henríquez Ureña ofrece coordenadas para pensar de otra manera lo que Carlos Rincón llamará después el problema del cambio histórico de la noción de literatura: la cultura, en su más amplio sentido, es un proceso social en donde los problemas de la vida diaria llevan a configurar de especial modo las relaciones entre historia y experiencia, prácticas del pensar y vocaciones del actuar, artes de la vida y artes de la ficción.19 De esa manera, antes de morir, Pedro Henríquez Ureña crea un arco para integrar en una sola colección la ciencia, la historia, la literatura, el pensamiento y la reflexión sobre la sociedad, tal y como se lo había propuesto Daniel Cosío Villegas: pero también imagina una serie de preguntas, cuya respuesta aún no terminamos de elaborar, que permiten leer juntos esos saberes que parecían estar aislados; textos distintos pueden ser leídos uno después de otro, como capítulos de una sola historia, integrantes de un único proceso.

de José Bernardo Couto (en edición anotada por Manuel Toussaint) y la Clasificación de las lenguas indígenas de México de Manuel Orozco y Berra (con sus sucesivos borradores y un estudio preliminar de algún lingüista especialista en lenguas indígenas, quizá norteamericano, que hable de la importancia de esta obra). Además se señala como muy importantes los siguientes autores: Alberdi, Manuel González Prada, Juan Montalvo, Rufino José Cuervo, José Enrique Rodó, Simón Bolívar, Enrique José Varona, José Martí, Ignacio Ramírez, Florentino Ameginho y los brasileños José Bonifacio de Andrada e Silva, Ruy Barbosa y Euclides da Cunha. El Facundo llevará a una pequeña discusión entre los dos amigos, porque podría ser ubicado también en “historia y biografía”. 18 Entre los títulos marcados por Henríquez Ureña como muy importantes están la Historia de Belgrano y de la independencia argentina y la Historia de San Martín y la emancipación sudamericana de Mitre, la Historia de la república argentina de Vicente Fidel López, la Campaña del Ejército Grande de Sarmiento, Un decenio de la historia de Chile de Diego Barros Arana, y la Historia universal, la Historia de México para niños, la Evolución política del pueblo mexicano y Juárez, su obra y su tiempo de Justo Sierra. Además se señala como muy importante a Joaquín García Icazbalceta. 19 Véase Carlos Rincón, El cambio de la noción de literatura y otros estudios de teoría y crítica latinoamericana, Bogotá, Colcultura, 1978.

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Opacidad, disciplina, latinoamericanismo Fernando Degiovanni

City University of New York, Graduate Center

Entender el impacto de los conflictos bélicos europeos de fines de la década de 1930 y comienzos de la de 1940 en la configuración del latinoamericanismo académico –particularmente en su rama literaria– es todavía una tarea pendiente para la crítica. El cierre del Centro de Estudios Históricos de Madrid a raíz del estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939), por un lado, y la consolidación de Hitler en el poder, por otro, crearán una de las coyunturas más consecuentes para la historia la disciplina a lo largo del siglo xx. Ambas circunstancias son inseparables del rol que Estados Unidos desempeñó en esos años como espacio político y académico privilegiado de articulación de los frentes antitotalitarios. De hecho, la emigración de un nutrido grupo de docentes e investigadores españoles a Estados Unidos justo en el momento en que el gobierno de Franklin D. Roosevelt defendía la necesidad de mantener a América Latina dentro su área de influencia geopolítica frente a los avances del fascismo en la región, definirá de modo estratégico el funcionamiento del campo en las universidades norteamericanas durante varias décadas. A diferencia de lo ocurrido con los intelectuales judíos alemanes (Krohn 1993), la inserción de los filólogos peninsulares en centros de educación superior de los Estados Unidos estará mediada en ese período por una agenda específica: la defensa del discurso panamericanista –reorientado desde 1933 bajo la rúbrica de la Política del Buen Vecino– y la ampliación del programa de cooperación hemisférica. En este trabajo me propongo abordar el modo en que la cooptación de los intelectuales antifranquistas por parte de la política panamericanista alteraría la estructura del campo de los estudios sobre América Latina existente en Estados Unidos y el propio continente, promoviendo paradójicamente la consolidación de una disciplina de perfil antidemocrático, sostenida en un relato de disciplinamiento social y cultural modelado en la autoridad histórica de España. El desarrollo de una política académica destinada a la reconstitución de la hegemonía cultural española en sus excolonias había sido una preocupación central del proyecto regeneracionista surgido después de la Guerra

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Hispano-Cubano-Norteamericana de 1898. En el marco de la Junta de Ampliación de Estudios y, en particular, desde el Centro de Estudios Históricos, Ramón Menéndez Pidal pensaría un programa de “acción cultural española” en el exterior encabezado por algunos de sus discípulos: Nueva York y Buenos Aires serían los otros dos vértices de un triángulo construido desde Madrid (Degiovanni 2010). La llegada de Federico de Onís a la Universidad de Columbia en 1916 –dos años después de la inauguración del Canal de Panamá– representaría el primer episodio de este proyecto; la fundación del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires en 1923, cuyos directores más importantes fueron Américo Castro y Amado Alonso, constituiría su segunda instancia institucional. Con el estallido de la Guerra Civil y la expansión del fascismo, Castro y Alonso –así como otros intelectuales (Navarro Tomás, Jorge Guillén, Pedro Salinas)– convergirán eventualmente en los Estados Unidos para asumir puestos de docentes de español; esto daría al exilio norteamericano un perfil que lo distinguiría fuertemente de lo ocurrido en otros países de América Latina –México es un caso paradigmático en este contexto– donde la reinserción del exiliados no pasaría centralmente por la enseñanza filológica (Faber 2002). Desprendidos del aparato institucional español, y en una suerte de misión diplomática autoconstituida, los emigrados tomarían como responsabilidad prolongar el programa académico del Centro de Estadios Históricos como modo de respaldar una visión de la cultura española en disolución; esparcidos por varios países del hemisferio, definirían en cada caso una estrategia ajustada a las circunstancias locales tanto en los modos de agenciamiento como de intervención intelectual: si los exiliados en México se acomodarían a la idea del intelectual puro, aislado de toda intervención gubernamental, trabajando en un espacio “liberado” de las circunstancias políticas inmediatas como la Casa de España o el Colegio de México –posición que les exigiría el estado mexicano para aceptarlos como refugiados (Faber 2002: 20)–, la Política del Buen Vecino requirió una activa proyección fuera de los claustros. La concreción de un programa de docencia e investigación hispanocéntrica en los Estados Unidos debería enfrentarse, en ese sentido, con un horizonte político y cultural doblemente paradójico: los emigrados esperarían realizar en el país responsable de la derrota final de la España imperial en 1898 sus ideales regeneracionistas; al mismo tiempo, los intereses hegemónicos de los Estados Unidos en América Latina, definidos por esa misma derrota, los forzaría a actuar como representantes de un programa de ampliación de los saberes e influencias

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sobre la región. En este contexto, deberían alejarse de una postura fetichizada en torno al rol de los intelectuales como sujetos separados del mundo de los negocios, la política o el trabajo. En esta batalla por la reorientación de los dominios disciplinarios, Américo Castro ocuparía desde su inserción definitiva en la academia norteamericana en 1937 –primero en Wisconsin y Texas (1937-1940) y luego en Princeton (1940-1953)– el papel de principal administrador del proceso de reconfiguración del campo en el marco de la política antifascista que demandaba la Política del Buen Vecino. En un contexto universitario permeado por la lucha antitotalitaria, Castro se convertiría rápidamente en asesor de organizaciones públicas y privadas involucradas en la expansión de los intereses norteamericanos en la región. Frente a hispanistas largamente asentados en Estados Unidos, pero que no habían llegado al país como exiliados políticos (Federico de Onís, por ejemplo), el lugar de Castro como representante de la causa aliada le otorgaría un peso central en el proyecto. Además de exembajador en Berlín de la República Española y exiliado del régimen franquista, Castro contaba con sólidos antecedentes en la articulación de programas de relaciones culturales peninsulares con América Latina. En efecto, su llegada a los Estados Unidos se ubicaba en el final de un período de casi dos décadas de intenso interés por los asuntos hispanoamericanos, que se manifestó en el rol de promotor de una política española en el exterior articulada en torno a la Oficina de Relaciones Culturales, en su propia actividad como director y docente del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires (1923) y de otras universidades latinoamericanas, en la fundación de la sección hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos de Madrid (1933), donde también colaboró con su órgano, la revista Tierra Firme, y en el estudio de diversas problemáticas lingüísticas y literarias latinoamericanas cuyos resultados publicó en medios especializados y periodísticos (La Nación de Buenos Aires y Excelsior de México) por décadas. Por último, pero no de menor importancia, era el hecho de que hubiera nacido accidentalmente en el Estado de Río de Janeiro, ya que una vez revocado su pasaporte español reclamaría la ciudadanía brasilera, y ese hecho le permitiría presentarse como latinoamericano a los ojos del gobierno de Roosevelt (Bernabéu 2002). Una vez clausurado el Centro en 1936, Castro no permanece, sin embargo, en la península para asumir un rol activo en tareas de agitación y propaganda como otros intelectuales republicanos. En privado, de hecho, no tardaría mucho en distanciarse de la causa republicana, reclamando

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para sí una posición ideológicamente neutra, ligada a un funcionariado sin anclaje partidario, lo que lo situaría entre los sectores más conservadores del grupo de exiliados. Así lo comenta a Amado Alonso: “Todo el mundo sabe que he sido un republicano in genere, sin filiación de partido, y que la República fue para mí una ocasión para servir a la cultura de mi país, y nada más”.1 Castro sale de España en 1937 con destino a la Argentina, pero decide abandonar Buenos Aires a los cuatro meses de llegado para radicarse definitivamente en los Estados Unidos. Su traslado está motivado, de hecho, por las amplias oportunidades que ofrecía entonces la Política del Buen Vecino en el ámbito académico – oportunidades que él mismo había podido comprobar en una estadía anterior en Estados Unidos (1928), donde había promovido una mayor colaboración entre los centros más importantes del hispanismo para el Centro de Estudios Históricos: Nueva York y Buenos Aires.2 Las cartas de Castro a Alonso constituyen textos decisivos para observar de cerca las batallas por la reorientación de la disciplina en el contexto norteamericano, así como las demandas de un proyecto geopolítico en busca de recursos humanos para consolidar sus objetivos. Por su correspondencia puede saberse, por ejemplo, que la oferta de trabajo que le hace la Universidad de Texas (recibida apenas después de radicarse en Madison), estaba acompañada del compromiso de enseñar precisamente “literatura sudamericana”,3 y esa oferta se producía justamente el año después de que comenzara la publicación del Handbook of Latin American Studies y en el mismo año en que la propia biblioteca de Texas había adquirido la gran colección García Icazbalceta, decisiva para la ampliación de materiales bibliográficos disponibles en Estados Unidos sobre la región (Salvatore 2006: 60-61). Una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, Castro vuelve a señalar a Alonso la “coyuntura latino-americanista”4 imperante en la academia norteamericana de entonces, así como de las presiones a que se ve sometido debido a la expectativa de que los exiliados españoles fueran activos promotores de las políticas de Washington tanto a nivel docente como de gestión. 1 Américo Castro a Amado Alonso, 1 de octubre de 1937. Todas las citas de las cartas de Castro provienen del archivo de Amado Alonso, depositado en el Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes de Madrid. 2 Américo Castro a Amado Alonso, 18 de diciembre de 1928; 9 de enero de 1929; 18 de febrero de 1929. 3 Américo Castro a Amado Alonso, 5 de junio de 1937. 4 Américo Castro a Amado Alonso, 12 de julio de 1940.

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En su correspondencia privada, Castro lamenta y rechaza tener que participar en la expansión del latinoamericanismo panamericanista. Pero lejos de oponerse públicamente a estas iniciativas encuentra en la “coyuntura latino-americanista” una oportunidad para llevar a cabo la tarea de administración general del hispanismo que el Centro de Estudios Históricos había planeado y realizado sólo parcialmente desde su fundación. En este sentido, Castro no duda en intervenir activamente como agente regulador y negociador de posiciones de poder en la disciplina, incrementando la presencia y colaboración de otros españoles en ella. Así, por ejemplo, a comienzos de 1939, cuando invita a Alonso a dar un curso de verano en Texas le hace saber que “[l]a Universidad de Texas, para eso de Latin America [sic], representa a todos los EEUU”, y le recuerda que su venida puede justificarse porque Alonso, ahora ciudadano argentino y profesor de la Universidad de Buenos Aires, puede pasar como latinoamericano y latinoamericanista. Por si no fuera claro el sentido político de su nombramiento le recuerda: “Viene V. como representante de la Argentina, lo mismo que va a venir lo mejor del Brasil, e iba a venir Reyes”.5 Y a fines de 1939, cuando Alonso está preparando sus cursos para Texas, lo instruye, en tono defensivo y sin tapujos, en torno a cuál debía ser el punto de vista a adoptar frente al latinoamericanismo universitario local, de modo que su intervención no represente una “pérdida” para España: “[a]quí empiezan a querer ocuparse de literatura de Hispano América [sic] dándole de lado a lo español, cosa absurda como les digo. Hoy más que nunca la literatura de ese continente es inseparable de lo español. Insista en su curso en el paralelismo y la conexión literaria –hoy también intelectual– entre ambos mundos”.6 La campaña contra lo “absurdo” de “dar a un lado a lo español” para “eso de Latin America [sic]” significaba rechazar la mirada sobre el continente que el panamericanismo académico había comenzado a promover desde comienzos de siglo xx a través de sus más activos representantes: Jeremiah Ford y Alfred Coester. Para ellos, la enseñanza de la literatura latinoamericana –entendida como fuente de datos para entender el “carácter” de los países “vecinos”– no suponía un interés simultáneo por el pasado español (Coester 1916). Al mismo tiempo, el señalamiento de la “inseparabilidad” de la literatura española e hispanoamericana en el caso de Castro no implicaba promover un diseño institucional en el que las dos 5 Américo Castro a Amado Alonso, 2 de enero de 1939; el subrayado es mío. 6 Américo Castro a Amado Alonso, 6 de diciembre de 1939.

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áreas de saber ocuparan una posición equivalente: en su lugar, pugnaba por salvaguardar la primacía de la enseñanza y la investigación de la literatura española amenazada en el nuevo contexto académico. Pero las demandas de la Política del Buen Vecino no sólo comprendían cuestiones de organización curricular. También se propondrían utilizar a los exiliados como informantes y asesores de organizaciones públicas y privadas norteamericanas. En el marco de una posible intervención alemana en la región, Washington esperaba que los filólogos españoles operaran como agentes de presión sobre organizaciones latinoamericanas y promovieran los intereses aliados en la guerra, preparando informes, seleccionando personal afín y atendiendo requisitorias oficiales y privadas. Así, en 1940, la División de Cooperación Intelectual de la Unión Panamericana publicó un ensayo de Castro titulado “On the Relations between the Americas”, primer trabajo de su serie Points of View, financiada por la División de Humanidades de la Fundación Rockefeller, en el que se dirigió simultáneamente a representantes del Estado y las fundaciones privadas sobre el tema.7 A poco de llegar a los Estados Unidos, Castro es también nombrado consejero de la Fundación Guggenheim para becarios de América Latina y desde esa posición controlará las líneas de investigación sobre la región.8 En relación a esos compromisos, desde Princeton le comenta a Alonso: “No hay semana que no venga aquí alguien, más o menos de Washington, a hablarme de cosas ‘Latin American’. Les digo que qué [...] apoyo va a tener de la opinión liberal hispanoamericana si ven que los EEUU no quieren defenderse a sí mismos. El único lazo que resta es el del dinero que suelten éstos, mientras puedan. En lo demás, mostrar riñones serviría más eficazmente que todo lo que V., yo y mil más estamos haciendo para estrechar lazos [...]”.9 Y cinco años más tarde, en 1946, cuando el propio Alonso llega desde Buenos Aires a Harvard expulsado de la universidad peronista, le recuerda que su nuevo puesto asigna un lugar específico a los intelectuales antifascistas: como sucesor de Jeremiah Ford, le señala, “[e]stá V. ahí ahora, haciendo obra de buen amigo”10. Pero la anuencia con estos compromisos no significará una aceptación pasiva de sus presupuestos. Castro buscará priorizar su visión del hispanismo y, en última instancia, reimponer la interpretación de que la cultura la7 Pamphlets on Inter-American Topics, 1940-1945 (Washington: Various Publishers, 1940-1945): iii. Princeton University Libraries Microfilm, 1989. 8 Américo Castro a Amado Alonso, 28 de mayo de 1938. 9 Américo Castro a Amado Alonso, 31 de octubre de 1941. 10 Américo Castro a Amado Alonso, 15 de octubre de 1945

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tinoamericana es un producto subordinado de la peninsular. Su estrategia consistía en sumarse a la vasta empresa de saber promovida por los Estados Unidos en relación a América Latina después de la apertura del Canal de Panamá (Salvatore 2006). La necesidad de reajustar los términos de la disciplina en un sentido favorable a los intereses del hispanismo peninsular será visible en la producción intelectual de Castro desde 1940. No es casual que los dos primeros libros que escribe después de su inserción a la academia norteamericana estén relacionados con América Latina: Iberoamérica: su presente y su pasado (1941), publicado en la colección de libros de texto universitarios de Dryden Press, y La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, aparecido en las actas del Segundo Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana reunido en Los Ángeles en 1940, y en Buenos Aires (1941). Ambas obras obedecen a un fuerte interés por reorientar la dirección del campo en un momento clave de expansión disciplinaria puesta en marcha por los Estados Unidos.11 Iberoamérica… es un manual destinado a estudiantes universitarios de lengua y literatura española que resulta de la creciente expansión de la oferta pedagógica y editorial que se inicia en los Estados Unidos después de la apertura del Canal de Panamá y tiene un nuevo auge hacia finales de los años 1930 con la Política del Buen Vecino. Parte de la serie Modern Language Publications de Dryden Press, el texto –que tendrá varias rediciones (1943, 1946, 1949)– muestra desde sus primeras páginas el reto que significa compatibilizar una agenda hispanocéntrica con los objetivos del Panamericanismo. Las cartas de Castro no ocultan el oportunismo de su intervención: es la necesidad de “sacar partido” de la situación es lo que lo lleva a escribir ese “librejillo”, esa “cosuca” y también lo que llama “una tontería que me ha quitado dos meses”,12 pero que resulta esencial para intervenir en los debates disciplinarios del momento y posicionarse en un mercado universitario donde se juega la formación de estudiantes con intereses en la política y la economía hemisféricas. Castro abrazará en el libro los contenidos de la Política del Buen Vecino para promover, desde allí, una nueva interpretación de la cultura hispánica y de su lugar en la academia norteamericana. Por un lado, Iberoamérica… participa abiertamente de la retórica de la “cooperación” y los “lazos” promovida por las instituciones oficiales y 11 Por razones de extensión, me centraré aquí sólo en el análisis de Iberoamérica.... 12 Américo Castro a Amado Alonso, 28 de febrero de 1941.

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privadas de los Estados Unidos. Castro propone a sus lectores un texto capaz de develar el “carácter de las gentes iberoamericanas” así como algunas soluciones a “problemas” básicos de la región (Castro 1941). Desde el comienzo el libro retoma las premisas de las políticas de conocimiento de Estados Unidos hacia América Latina implementadas desde la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana. Así postula que “[s]ólo conociendo las profundas distancias que separan a ambas Américas se podrá establecer entre ellas una corriente de simpatía y de respeto mutuos” (Castro 1941: 2), y agrega que “[l]a cooperación entre las dos Américas sólo será posible sobre esta base. Cualquier forma de coordinación y de armonía es más eficaz que la ignorancia y el desdén recíprocos” (Castro 1941: 173). En este sentido, la comprensión y el entendimiento cultural se proponen fundar un relato de igualdad hemisférica: esto implica señalar que los latinoamericanos no son “inferiores” sino simplemente “distintos” (Castro 1941: 58). En su manual, Castro también participa de otros tópicos centrales del Panamericanismo que corresponden a políticas contemporáneas de Estados Unidos. Insiste, por ejemplo, en la necesidad de mejorar y ampliar las comunicaciones en el continente con el propósito de afianzar la integración regional. Este reclamo debe leerse en paralelo con el lanzamiento de proyectos ligados al incremento de las redes de circulación y contacto hemisféricas por tierra y por aire tales como la Autopista Panamericana y Pan Am Airways. De modo muy específico, el libro se piensa como parte de una pedagogía destinada a forjar “viajeros” a la región: empresarios, funcionarios y turistas. El alumno norteamericano se configura dentro de este discurso como potencial visitante a diversos países del continente. Esta dimensión se hace patente en referencias dialectológicas que contiene el libro, tales como las que indican que en Argentina “el español vulgar ha sufrido muchas influencias italianas, que … la hacen difícil para el recién llegado” (Castro 1941: 94; el subrayado es mío); o en la indicación de que “[e]l viaje desde Barranquilla a Bogotá, siguiendo el curso del Magdalena, requiere nueve días; muchos utilizan aeroplanos, que pertenecen a empresas extranjeras” (Castro 1941: 117-118; el subrayado es mío). O cuando indica que en Machu Picchu “[c]obra creciente importancia el turismo, atraído por los monumentos de las antiguas civilizaciones”; allí, concluye Castro uniendo capital económico y capital cultural:“la tradición de belleza es un tesoro tan importante como el de las riquezas materiales” (Castro 1941: 113-114; el subrayado es mío). Por último, el libro también incluye un extenso apéndice titulado “Some Additional Information”, firmado por

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Frederic Ernst, el director de la serie editorial de Dryden Press, donde se presentan cuadros y gráficos provistos nada menos que por la Foreign Policy Association con datos de población (demográficos y raciales), producción y comercio (con cifras relativas a importaciones y exportaciones) de cada país latinoamericano; también se incluye información sobre clima, conformación territorial, principales ciudades y educación. La numerosas fotografías que acompañan el texto forman parte de una de las más originales tecnologías de representación puesta en funcionamiento por los Estados Unidos en su intento de dar mayor visibilidad y objetividad a su relato de posesión de América Latina y construir un inmenso archivo visual del continente a disposición del capitalismo corporativo y de los grandes medios de comunicación (diarios y revistas). Pero quizás el aspecto más decisivo del texto de Castro sea la manera en que trabaja el discurso del “entendimiento” hemisférico como tópico clave para otorgar centralidad a la historia y la cultura españolas en las formas de transacción simbólica entre Estados Unidos y América Latina. Iberoamérica… se presenta, en muchos sentidos, como una intervención sobre la noción misma de “entendimiento” –como saber y como pacto– puesta en circulación por el Panamericanismo. Antes que afirmar la “posibilidad” de comprensión, Castro hace de la “dificultad” de entendimiento uno de temas recurrentes de su libro. El presupuesto de transparencia que asegura la acumulación y circulación de información sobre la región son cuestionados una y otra vez en Iberoamérica... De hecho, es la opacidad de la relación gnoseológica lo que aparece como tema decisivo dentro de la pedagogía instrumental que sostiene el libro, sobre todo a partir de su articulación desde un punto de vista estrictamente lingüístico. Para los estudiantes norteamericanos, escribe Castro, “es difícil comprender la historia pasada y el modo de ser actual de los países americanos. Aunque se lleguen a conocer las lenguas española y portuguesa siempre quedará una inmensa distancia entre la América anglosajona y la hispanoportuguesa” (Castro 1941: 2; el subrayado es mío). Castro apunta en este sentido contra el paradigma dominante en los manuales de enseñanza de la lengua española, que priorizaban el abordaje de cuestiones contemporáneas, así como el aprendizaje de modos de interacción coloquial con sujetos locales.13 Al mismo tiempo, cuestiona el uso de la producción literaria reciente del mo13 Cf., por ejemplo, Fuentes, Ventura; François, Victor E. (1917): A Trip to Latin America (In Very Simple Spanish), New York: Holt; Albes, Edward; Warshaw, J. (1917):Viajando por Sud America, New York: Holt.

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dernismo y del regionalismo como fundamento privilegiado para la lectura de la región. Si bien indica que la literatura permite “aprender mucho sobre la sensibilidad suramericana” (Castro 1941: 140), ya que “enseña sobre la vida y el carácter hispanoamericanos” (Castro 1941: 154), subraya la dificultad que estas dos estéticas presentan a la hora de transmitir la “información” que demanda la política panamericana y tematiza el fracaso mismo que supone la operación traductora que se espera de estos materiales. Hablando de poemas de Lugones, por ejemplo, Castro apunta que será necesario “hacer comprensible algunas de ellas por medio de resúmenes en prosa” (Castro 1941: 137); de Darío, por ejemplo, subraya que “[l]a complicación del lenguaje impide dar más muestras del estilo del poeta” (Castro 1941: 134); hablando de Doña Bárbara escribe que “no puede citarse lo mejor de la descripción, por la dificultad de su lenguaje” (Castro 1941: 155; el subrayado es mío); al comentar Don Segundo Sombra anota que “[l]a obra ofrece el obstáculo de muchas palabras del campo argentino, que el lector de fuera no comprenderá. Eso da sabor al estilo, pero reduce el alcance” (Castro 1941: 159). La construcción de una comunidad lectora hemisférica a partir de la adquisición de una segunda lengua tropieza así con sus propias promesas de igualdad y accesibilidad. La cuestión de la opacidad gnoseológica sólo puede, para Castro, salvarse con el estudio del pasado –fuera de la estricta pedagogía lingüística y dentro de la histórica–: la “historia presente [de los países iberoamericanos] –escribe– es incomprensible si no se relaciona con la de su período español, y por lo tanto con la historia de España” (Castro 1941: 8). La empresa de conocimiento puesta en marcha por los Estados Unidos fracasará sino subraya la conexión temporal que el título del libro reafirma: Iberoamérica: su presente y su pasado. Castro sugerirá, más precisamente, que la historia colonial es esencial para la política norteamericana desde el punto de vista de lo que un viejo imperio con experiencia en la zona podía ofrecer a los agentes de un nuevo imperio. No se trataba, en este sentido, de un saber destinado a la acumulación de información sobre un período “muerto” para la administración del presente. Maestra de la colonialidad latinoamericana, España podía ofrecer un cúmulo de lecciones sobre los principios de autoridad y disciplina con que había dominado esas regiones por siglos – principios sepultados luego por políticas adversas, en su opinión, al desarrollo económico, sobre todo las implementadas por los gobiernos surgidos de las luchas independentistas. En esta conquista del norte hacia el sur, la realización del programa de “cooperación” y “entendimiento” vería la

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utilidad de los dispositivos coercitivos del imperio para la experiencia contemporánea: “La dominación de aquellas magníficas tierras va relacionada con ciertos actos de indisciplina, cuyo conocimiento sirve para comprender bastantes aspectos del carácter iberoamericano, antes y ahora” (Castro 1941: 30; el subrayado es mío). Para Castro, el elemento más singular y notorio que introdujeron españoles y portugueses en las colonias había sido la noción de autoridad, asociada a la monarquía: la república aparece en Castro como representación literal de la barbarie. Republicano exiliado, insistirá una y otra vez en Iberoamérica… – como lo hará simultáneamente en La peculiaridad… – en defender las formas autoritarias de poder monárquico y clerical en los dominios ultramarinos. Castro califica a la monarquía española en América como “la única fuerza ideal” que había mantenido compacto el imperio (Castro 1941: 83). Repetidamente subraya la importancia de la mística real como método efectivo de subyugación política y cultural. No dudará, en este sentido, en justificar la implementación de severas formas de control y disciplinamiento utilizados en antiguas posesiones imperiales. Así, opone el régimen benevolente de los conquistadores al gobierno abominable de los aztecas: Castro presenta a los españoles como sujetos de “extraordinaria sensibilidad para el arte y para lo majestuoso; por ese motivo aspiraron a remplazar con edificios cristianos y señoriales aquellos templos erigidos para la bestialidad sangrienta y la antropofagia” (Castro 1941: 21-22). El éxito de la conquista se debió, concluye, “al heroísmo y a la resistencia de unos pocos hombres extraordinarios” (Castro 1941: 36). El progreso social y cultural dependía para Castro de la presencia de una elite fuerte capaz de administrar sin obstáculos el cuerpo social. Así, mientras la colonia aparece en Iberoamérica… como una época de esplendor, la emancipación se presenta literalmente como una caída. Con respecto a México, por ejemplo, apunta: “Los españoles los habían tratado [a los mexicanos] como menores de edad, capaces de hacer grandes cosas estando bien dirigidos; entregados a sí mismos no supieron alzar nuevas y magníficas ciudades, ni reorganizar la minería ni la producción agrícola” (Castro 1941: 122). En el caso de Venezuela, por ejemplo, Castro señala que su pasado “fue difícil … No surgieron grandes ciudades, ni hubo un virreinato que disciplinara a los indígenas y a los criollos” (Castro 1941: 120; el subrayado es mío). En su opinión, “cuando la monarquía y la nobleza españolas se vaciaron de fuerza y de prestigio a comienzos del siglo xix; cuando la religión española se debilitó, y dejaron además de acontecer

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los heroísmos casi fabulosos de los siglos anteriores, entonces los pueblos de Hispanoamérica se desplomaron…” (Castro 1941: 7). Por lo demás, la necesidad de defender la fundación y continuidad del legado colonial en América hace que Castro señale que la emancipación de las colonias no fue tal. En este sentido, no presenta los movimientos independentistas como producto de la agencia criolla. Se trata, para él, de un proceso de “fragmentación” debido a una “guerra civil”. De hecho, Castro insiste en la idea de que España y las repúblicas americanas comparten la misma trayectoria política aún después de la emancipación: “la independencia de Hispanoamérica no se debe a que ésta fuese de una manera y España de otra … Ambas eran esencialmente la misma cosa, y se separaron una de otra por los mismos motivos que las diferentes regiones de Hispanoamérica formaron luego naciones distintas y desunidas. Se trata, por consiguiente, de un proceso de fragmentación, no de emancipación” (Castro 1941: 86; el subrayado es mío). Frente a la época de un dominio español estable desde el punto de vista político y productivo en lo económico, la emancipación –asociada a lo “inhumano”– causó “un largo período de anarquía, que las nacientes repúblicas habían de tardar largos años en sustituir por sistemas de gobiernos más humanos y eficaces” (Castro 1941: 88). Castro condena en el fondo la idea de soberanía y autodeterminación, y usa los mismos términos que él aplica a los indígenas –“bárbaros”, “crueles”, “inhumanos” (Castro 1941: 14, 21, 41)– a la guerra de la independencia: después del régimen colonial, la “guerra de la independencia había sido bárbara y cruel; aquellos países quedaban ensangrentados, empobrecidos y, para un largo tiempo, sin rumbo ni disciplina posible” (Castro 1941: 89). Para el exiliado de la República, cualquier articulación de demandas populares colectivas resulta condenable. Frente a la “minoría culta de los que leían libros”, burócratas y comerciantes, “se alzaba el pueblo rudo y fuerte, que tenía necesidades e instintos, que no sabía de ideas porque nadie se las había enseñado” (Castro 1941: 97). La masa “rebelde a la norma y a la disciplina de la cultura tradicional” (Castro 1941: 100) debía ser domesticada progresivamente con la instalación de regímenes fuertes que buscaban “acentua[r] el carácter hispánico de su cultura” (Castro 1941: 102). Apuntaría en este sentido que la clase rectora de cada país latinoamericano que “aspira[ba] a un gran destino” (108) debía reinstaurar la tradición hispánica; es lo mismo que tenía que hacer la dirigencia norteamericana en su carácter de nueva depositaria del poder colonial en la región.

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Iberoamérica… es, en este sentido, un manual sobre el concepto de “pueblo indisciplinado” (Castro 1941: 97). En él, las dictaduras “inteligentes” aparecen como verdaderas responsables de la modernidad continental: en ellas reside la posibilidad de garantizar la cooperación y la integración, conteniendo las agitaciones políticas y facilitando el acceso a los mercados internacionales, más allá del ejercicio de la democracia electoral. Castro sugiere a los estudiantes lectores de Iberoamérica… que la producción de una sociedad de consumo requería del apoyo de estructuras de poder fuertes destinadas a contener formas de resistencia política y social popular: esas mismas estructuras de poder fuerte eran las que habían posibilitado, de hecho, la expansión de los proyectos de comunicación terrestre y aérea sobre los que aspiraba a sostenerse el Panamericanismo. Por ejemplo, el manual presenta en términos favorables el gobierno de un “tirano culto” como Gabriel García Moreno por haber extendido caminos y puentes por el territorio ecuatoriano: “[q]uienes le sucedieron –agrega– no tenían menores defectos que él, y carecían de sus positivas virtudes” (Castro 1941: 116); igualmente condona al venezolano Juan Vicente Gómez al indicar que “hay que reconocerle el mérito de haber suprimido el bandidaje en el interior del país, y de haber construido importantes vías de comunicación” (Castro 1941: 121). Pensada desde el momento de su escritura, la pedagogía latinoamericanista de Castro no puede conceptualizarse sino como una forma de apoyo a los gobiernos autoritarios surgidos en los años 1930 como consecuencia de diversos golpes de estado, así como un cuestionamiento a la acción de los movimientos de izquierda contemporáneos. Es en ese contexto que puede entenderse su preocupación por “las luchas sociales que hoy agitan a Chile” (Castro 1941: 109) y el surgimiento de doctrinas indigenistas en el Perú (Castro 1941: 112-113), en referencia al gobierno del Frente Popular de Aguirre Cerda, por un lado, y a la política aprista en otro. Iberoamérica… tiene como fin último presentar un mapeo de países hispanoamericanos en función de su disposición a lo que Castro llama “respeto” a la “autoridad”, funcional a la Política del Buen Vecino. El cálculo de rentabilidad de cada país dependía del modo en que los distintos países hubieran adoptado las nociones de orden y autoridad derivadas de la tradición hispánica. En la jerarquía de países con los cuales era posible establecer relaciones comerciales favorables a la expansión norteamericana en la región, Brasil ocupa para Castro un lugar central en la medida que constituye el ejemplo modélico de una tradición de autoridad fuerte que va desde la instalación de

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la monarquía hasta el gobierno de Getulio Vargas. Sus rasgos diferenciales con respecto a la América Española tienen que ver con la implementación de un proceso modernizador fundado en el mantenimiento de su vasta unidad territorial –favorecedora de la integración económica– así como una regulación biopolítica de su población racialmente mestiza, “uno de los más graves y característicos problemas de la civilización brasileña” (Castro 1941: 53). En oposición a otros países de la región, el paso de la vida colonial al régimen independentista bajo la supervisión de la monarquía permitió al Brasil zafar de “la anarquía más espantosa”: “esas catástrofes [traídas por la independencia] –agrega– fueron evitadas con la monarquía … que dio a aquella tierra el único principio de unidad que eran capaces de sentir y de respetar” (Castro 1941: 64). Con el régimen de Vargas, por su parte, Brasil había llegado “al punto más alto de su historia” (Castro 1941: 66) como productor de materias primas. Frente a él, la Argentina, renuente a participar de la política hemisférica, se figura como país “rebelde a la norma y a la disciplina de la cultura tradicional”; con todo, ve en los gobiernos conservadores surgidos después del golpe de estado de 1930 contra Hipólito Yrigoyen un motivo de esperanza: con la “reacción de los mejores” (Castro 1941: 100), escribe, “su personalidad [la de la Argentina] se hace más fuerte” en la medida en que se “acentúa el carácter hispánico de su cultura” (Castro 1941: 102). Finalmente, el régimen de Cárdenas en México, a pesar de su apoyo a la causa republicana española y su protección explícita de los exiliados, no despierta mayor entusiasmo en Castro: su compromiso por garantizar la participación política ampliada, así como la justicia social y la transformación educativa, tiene su origen en un populismo radical de origen revolucionario que Castro condena: de hecho, sobre el México posterior a la Revolución, subraya que “lo grave es que el General [Porfirio] Díaz no podía ser eternamente joven y fuerte. Cuando salió del país en 1911, comenzó la época más caótica de la historia de México” (Castro 1941: 123). En su intento de situar los discursos panamericanistas bajo un relato de fundación peninsular –estudiar América Latina debía ser ante todo una manera de legitimar a España– Castro debía dar un golpe de timón en la dirección epistemológica e ideológica de la disciplina. Esta operación suponía desde cuestionar la forma de nombrar al continente en Estados Unidos –“La denominación Latino América, o América Latina, es inexacta” (Castro 1941: 1), dice en Iberoamérica…, porque supone una marginalización

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y negación del legado español–,14 hasta erradicar la versión del imperio español prevalente en el imaginario anglo-americano, que no sólo lo presentaba como un régimen intolerante y brutal desde el punto de vista religioso y político –sintetizado en la “leyenda negra”–, sino también adverso a la ideología del libre comercio. Esas representaciones habían sido material de narraciones textuales y fotográficas recientes (las de la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, por ejemplo) y aparecían reflejadas también en el discurso de muchos latinoamericanistas prominentes, sobre todo en el campo de la historia y la arqueología: “Para nuestro punto de hombres modernos, habría sido mejor que los españoles no derribaran los monumentos de México y del Perú”, pero esto corresponde a “la sensibilidad de los historiadores del arte y de los turistas modernos” (Castro 1941: 22). En este contexto, uno de los objetivos centrales del manual será mostrar que el principal legado de la conquista española fue la introducción de la idea de lo “humano” en América. Castro se detiene en varios pasajes del libro a describir los sacrificios de los aztecas para justificar la sujeción general de los nativos y subrayar que los verdaderos tiranos eran los gobernantes indígenas. Reconoce en Tenochtitlan un “conjunto … de una impresionante grandeza”, y si en un punto parece admirar las construcciones indígenas tanto como la “magnificencia” de los edificios públicos y domésticos españoles (Castro 1941: 4), la referencia arquitectónica da lugar en cada caso a una construcción diferencial del poder en su dimensión epistemológica y moral: esa “impresionante grandeza”, remata, “iba acompañada de la barbarie más inhumana; la principal finalidad de aquel suntuoso conjunto eran los sacrificios humanos, ofrendados a los dioses aztecas con la más estúpida ceguera” (Castro 1941: 19). La “más estúpida ceguera”, de hecho, permite distinguir entre españoles e indígenas a partir del uso de metáforas de visión y racionalidad centrales a lo “humano”. Los grandes monumentos de Tenochtitlán deben leerse como productos de algo que está más acá o más allá del pensamiento: la “voluntad”, la “fantasía”, la “técnica”: “si entre ellos la voluntad y 14 Siguiendo la repulsa por los nombres dados al continente que “niegan” sus orígenes hispánicos iniciada por Juan Valera y Menéndez Pelayo en la última parte del siglo xix, en el primer párrafo de Iberoamérica... señala a sus lectores americanos: “Se da el nombre de Iberoamérica al conjunto de naciones americanas cuyo idioma nacional es el español o el portugués. La razón de llamarlas así es que todos esos países fueron descubiertos, colonizados y civilizados por España y por Portugal, que, juntos, constituyen la Península Ibérica” (Castro 1941: 1). Por lo demás, se ha notado cómo siempre usa el nombre Latin America en inglés en sus cartas, de modo irónico: “eso de Latin America”, “cosas ‘Latin American’”.

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la fantasía adquirieron desarrollo extraordinario, en cambio no supieron lo que es un pensamiento, ni tuvieron noción exacta de lo que significa ser un ser humano. Poseyeron técnicas, pero no tuvieron sospecha de la filosofía, de la ciencia ni de la moral …”. Mofándose agrega: “los mexicanos se comían tranquilamente a sus semejantes como si fueran animales” (Castro 1941: 21); Moctezuma –remata páginas más adelante–“tiranizaba muchos grupos indígenas, y practicaba, con los cautivos que les cogía, los sacrificios horrendos que ya conocemos” (Castro 1941: 32). En su oposición a la “barbarie” indígena –merecedora en última instancia del gobierno imperial– España cumplió una misión histórica en el tratamiento de los indígenas: “la corte española había prohibido esclavizar a los indios, de acuerdo con las ideas más humanas y generosas de aquel tiempo” (Castro 1941: 40; el subrayado es mío). E insiste más adelante: “[n]ingún pueblo europeo fue más humano con los indios” (Castro 1941: 73; el subrayado es mío). España en este contexto no apoyó la supresión de la vida, sino que de hecho garantizó su continuidad. Castro no duda en convertirse en rehabilitador y apologista de la conquista, produciendo justificaciones sobre la administración biopolítica de las colonias. Así llega a decir que “El Padre Las Casas, exageró, sin duda, sus críticas … según prueban los millones de indios y mestizos que aun subsisten” (Castro 1941: 26). En su lectura de la historia cultural, indígenas y negros son presentados como “pesares” y “complicaciones”: obstáculos para la construcción de un orden político y social: “En 1800 –escribe Castro– no había en todo el Nuevo Mundo ciudad más importante, ni más bella ni más refinada que Méjico, a pesar de sus indios y de sus contrastes de riqueza y pobreza” (Castro 1941: 74; el subrayado es mío). En Brasil, Cuba y Santo Domingo verá “una complicación más [que] traerá después la influencia de la raza negra, muy abundante…” (Castro 1941: 9; el subrayado es mío). Y en un enunciado que conecta al mismo tiempo su apoyo a la política indígena norteamericana y el subtexto turístico que recorre su texto, proyecta las bases de su modelo de gobernabilidad colonial en estos términos: “Para un norteamericano el problema de los indios no existe. La minoría que se encuentra en los estados del Sur Oeste o en otras partes, no influye en la vida general sino como un elemento pintoresco que atrae a los turistas” (Castro 1941: 9; el subrayado es mío). En otras palabras, España para Castro tuvo un raro privilegio: el de haber estado en la vanguardia de las formas de subyugación imperial: “Sin el ímpetu y la capacidad de ilusión de los

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pueblos ibéricos, América hubiera tardado Dios sabe cuánto tiempo en ser conocida, dominada y poblada por gentes europeas” (Castro 1941: 41). La narración sublimada del rol del gobierno colonial español que ofrece Castro, así como la interpretación de la historia de la región en términos de España, no es, sin embargo, particularmente original: sigue la tradición providencialista del hispanismo de otros republicanos exiliados. Sebastiaan Faber ha sostenido que los republicanos liberales y socialistas residentes en México coincidieron con los franquistas en la defensa de un hispanismo cuyo propósito era atribuir todos los logros del período colonial –incluso las contribuciones indígenas– a la cultura española: “both the language and symbolism [de fascistas y antifascistas], as well as the underlying ideology, are sometimes uncomfortably similar” (Faber 2002: 50). En esa dirección, Faber agrega que el hispanismo, para unos y otros, “while seemingly pan-nationalist, ultimately did not transcend the exile’s cultural nationalism. It never became post-national” (Faber 2002: 48); ambos “posited Hispanic culture as the only authentically human form of civilization” (Faber 2002: 137). Sin embargo, mientras los residentes en México podrían recuperar la dicotomía arielista entre materialismo y espiritualismo cara a los miembros de la Generación del 98, la crítica al capitalismo individualista –y la “overall characterization of Anglo-Saxon modernity as excesivelly ‘materialist’ and their claim of Hispanic culture’s inherent ‘spirituality’” (Faber 2002: 50)– no fue una opción para los emigrados a los Estados Unidos. El panamericanismo partía de la premisa de que era posible asociarse y dominar comercialmente a un vecino dispuesto a ingresar en la modernidad imperial. En este sentido, si para unos predominaría la construcción de una historia occidental en la que España aparecía como “salvadora” moral de una civilización destruida por el capitalismo (razón, tecnología, utilitarismo, eficiencia, secularismo) de los dos poderes que la habían liquidado como potencia imperial (Gran Bretaña y los Estados Unidos), para los otros España aparecía como la “salvadora” del proyecto norteamericano. De hecho, Castro es capaz de articular una crítica a la colonización española: “Si enfocamos la dominación española desde este punto de vista industrial y comercial, habría que decir que fue muy defectuosa”; sus líderes, “no sabían amoldarse a una vida metódica y prosaica, como si fueran comerciantes o industriales, sometidos a principios de orden y razón” (Castro 1941: 40). Pero sostiene que no todo había sido pérdida; la economía española, en última instancia, había sido una fuente crucial de creación

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artística – no de explotación y sujeción: “La América española producía sobre todo oro y plata, cuya mayor parte fue empleada en América en la construcción de templos, palacios, casas señoriales, colegios, bibliotecas, obras públicas, obras de arte, joyas, fiestas, y en general, en riqueza y suntuosidad” (Castro 1941: 6-7). Verdaderos promotores culturales, los españoles podían seguir siendo no sólo maestros de la gestión política sino también simbólica. Intelectual sin Estado, sujeto a la dependencia institucional enmarcada en el extranjero, Castro reposicionaba así a España como modelo de dominación exitoso, sacándola de los márgenes de la historia. El carácter ejemplar de la administración colonial era entendido así como forma de translatio imperii. El único error cometido por España había sido el debilitamiento de un poder central, que los Estados Unidos debían evitar. La nostalgia imperial que articula el libro es el soporte de una nueva visión de cara al futuro. La paradoja consistía en que la defensa del legado español fundado en los beneficios de la monarquía y el catolicismo, la autoridad y la disciplina, parecía más cercana a la ideología franquista que a la promoción de cualquier narrativa progresista basada en la modernidad capitalista y la democracia antifascista que promovían los Estados Unidos. Sin embargo, los editores de Dryden Press así como los agentes públicos y privados norteamericanos parecieron estar dispuestos a aceptar este esquema interpretativo: el libro de Castro siguió reditándose periódicamente por una década y su prestigio como figura central en la administración del latinoamericanismo no decreció a pesar de la finalización de la guerra en 1945: todavía en 1949, el Cuarto Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana lo invitaría a La Habana como figura estelar y éste repetiría allí sus formulaciones de siempre (Memoria 1949). En todo caso, el apoyo a gobiernos autoritarios en América nunca había sido ajeno a la política de Washington aún durante el apogeo del fascismo. Como escribió Halperín Donghi, la cruzada democrática de los Estados Unidos frente al nazismo fue apoyada, además del gobierno de Getulio Vargas, por “un nutrido pelotón de dictadores centroamericanos” (Halperín 2001: 379).

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Bibliografía Bernabéu Albert, Salvador (2002): “Un señor que llegó del Brasil: Américo Castro y la realidad histórica de América”. En: Revista de Indias, LXII, 226, pp. 651-674. Castro, Américo (1941): Iberoamérica: Su presente y su pasado. New York: Dryden Press. Coester, Alfred (1916): The Literary History of Spanish America. New York: Macmillan. Degiovanni, Fernando/Toscano, Guillermo (2010): “‘Las alarmas del doctor Américo Castro’: Institucionalización filológica y autoridad disciplinaria”, Variaciones Borges, 30, pp. 3-41. Faber, Sebastiaan (2002): Exile and Cultural Hegemony: Spanish Intellectuals in Mexico, 1939-1975. Nashville: Vanderbilt University Press. Halperin Donghi, Tulio (2001): Historia contemporánea de América Latina. Buenos Aires: Alianza Editorial. Krohn, Claus-Dieter (1993): Intellectuals in Exile: Refugee Scholars and the New School for Social Research. Amherst: University of Massachusetts Press. Memoria del Cuarto Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, celebrado en la Universidad de La Habana. La Habana: Ministerio de Educación, 1949. Pamphlets on Inter-American Topics, 1940-1945 (Washington: Various Publishers, 19401945): iii. Princeton University Libraries Microfilm, 1989. Salvatore, Ricardo (2006): Imágenes de un imperio: Estados Unidos y las formas de representación de América Latina. Buenos Aires: Sudamericana.

Crítica de la historia – historia de la crítica: Américo Castro y Ernst Robert Curtius Anne Kraume

Universität Potsdam

1. Américo Castro y Ernst Robert Curtius: ¿Correspondencia(s)?

En septiembre del 1950, el filólogo español Américo Castro, exiliado desde 1938 en Estados Unidos, le envía al profesor de letras románicas alemán Ernst Robert Curtius su libro más reciente, España en su historia. Cristianos, moros y judíos, publicado dos años antes por la Editorial Losada en Buenos Aires. En la carta con la cual acompaña el envío, el filólogo que antes de la Guerra Civil había sido embajador de la Segunda República en Alemania le comenta a su correspondiente el objetivo que está persiguiendo con este libro: Very likely you will not agree with my idea of History, in the same way that a calvinist could not agree with a catholic in the 16th century. In a new booklet (“Ensayo de historiología”) I insist on my way of approaching human history which will meet, especially in Germany, no good will at all. My rejection of the idea of the “human being”, abstract and generic, as possible prime mover of history won’t make any friends. My firm belief that a man is the result of the combination of possibilities and impossibilities [sic], will likewise meet strong disapproval.1

Visto con la distancia de varias décadas, este vaticinio parece particularmente clarividente: efectivamente, las reflexiones planteadas por Américo Castro en España en su historia iban a provocar, poco después, la controversia histórica más violenta y duradera que se presentó durante los años del Franquismo, aunque con menos repercusiones en Alemania que en España misma y entre los exiliados españoles en Estados Unidos y Lati1 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 15.09.1950 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius). La agradezco al señor Walter Gsottschneider, heredero de los derechos de autor de la obra de Ernst Robert Curtius, haberme permitido citar la carta del 19.10.1950 de Curtius a Américo Castro que utilizo en este texto. También quiero agradecer a la Fundación Xavier Zubiri la anuencia para citar la correspondencia de Américo Castro.

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noamérica (Gómez Martínez 1975). Ante esta perspectiva quizá valga la pena analizar con un poco más de detalle el párrafo citado de la carta de Castro a Curtius. Lo posiblemente problemático y polémico de España en su historia sería, según las alusiones de su autor, la interpretación de la historia en la cual se basa la argumentación del libro. En este contexto, es reveladora la comparación que utiliza Castro para referirse al desacuerdo que existirá, supone, entre sus ideas y las de su correspondiente alemán. Si, en la época de las guerras de religión, las convicciones de los calvinistas y las de los católicos difieren, sin lugar a dudas, de una manera irreconciliable y fundamental, ambos grupos comparten a pesar de ello el mismo punto de partida, es decir la fe cristiana. Sin embargo, la alusión de Castro deja bien claro que las divergencias que él conjetura habrá entre su visión y la de Curtius se reducen a la esencia misma de sus respectivas maneras de ver e interpretar el mundo y la vida. El punto de partida de Américo Castro en España en su historia es, como le explica a Curtius en su carta, la firme convicción de que no es “el hombre” en abstracto el que hace la historia, sino que hay que ver a éste como el resultado de una serie de posibilidades e imposibilidades (¡y no es en vano que subraya en su carta a esta última palabra!) vitales que se realizan en unas circunstancias concretas que es preciso tomar en cuenta cuando se quiere alcanzar una visión completa del proceso histórico. Esta interpretación de la vida como consecuencia o resultado de una circunstancia vivencial se asemeja mucho a una concepción que había formulado José Ortega y Gasset ya décadas antes, en sus Meditaciones del Quijote (1914): “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”, así reza la célebre frase clave de esta obra (Ortega y Gasset 1957: 322). De hecho, también en la época posterior a la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial de la cual datan las reflexiones de Américo Castro le sigue ocupando a Ortega la pregunta por la circunstancia. Así, en un texto publicado de manera póstuma en 1958, el filósofo explica su postura ante esta cuestión: He sido y soy enemigo irreconciliable de este idealismo que al poner el espacio y el tiempo en la mente del hombre pone al hombre como siendo fuera del espacio y del tiempo. Me encontré, pues, desde luego, con esta doble averiguación fundamental: que la vida personal es la realidad radical y que la vida es circunstancia. Cada cual existe náufrago en su circunstancia. En ella tiene, quiera o no, que bracear para mantenerse a flote (Ortega y Gasset 1962: 44).2 2 Con respecto a la noción del naufragio en Ortega, véase Kraume 2010: 153-192.

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Es en esta misma línea argumentativa que hay que entender las ideas que formula Américo Castro en su carta a Ernst Robert Curtius: si se la entiende en el contexto de la reflexión filosófica contemporánea, la historia no se construye simplemente a través de los grandes sucesos y eventos, y no se puede narrar mediante el recurso a la supuesta objetividad de la abstracción. En vez de ello, lo que le importa a Américo Castro es la relación que existe entre los sucesos y “la vida en donde acontecen y existen” – así lo describe en otro texto, La tarea de historiar, publicado pocos años después de España en su historia (Castro 1954: 21). Ahora bien, la suposición del historiador y filólogo español de que su correspondiente alemán no va a compartir plenamente este punto de vista, se fundamenta en su lectura e interpretación de la visión histórica que Curtius defiende en su obra principal Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, publicada también (como España en su historia) en 1948. De hecho, Américo Castro ha leído el libro en la versión original alemana antes de que el Fondo de Cultura Económica publicara en 1955 la traducción de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre, y se lo comenta a Curtius en otra carta a finales de 1950.3 Pues bien, no es de extrañar que para Castro, lo interesante en este contexto sea precisamente la cuestión de si era posible relacionar las ideas históricas promulgadas por Curtius en Literatura europea y edad media latina con las suyas propias, como las expone por primera vez de una manera coherente en España en su historia, y como las defenderá y refinará en sus siguientes libros y artículos. En Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, Curtius se enfoca en la idea de la continuidad del proceso histórico – continuidad que deriva de lo que él llama “die Verkettung der historischen Bezüge”, o sea “el encadenamiento de las relaciones históricas” (Curtius 1993: 385, en español 1998: 545). Lo que le fascina al filólogo alemán en razón de esta continuidad creativa es la capacidad de ésta de sobreponerse también a períodos de estancamiento y de aflojamiento, e incluso de “enrudecimiento” (como él lo formula no sin razón, dado que su libro se publica sólo tres años después de terminar la Segunda Guerra Mundial), y de esta manera promover un “espíritu europeo” que se traduciría sobre todo en la tradición literaria del continente (Curtius 1993: 398, en español 1998: 565). Por eso, en el primer capítulo de su estudio, Curtius nombra sin ambages la meta 3 Véase Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literatur­ archiv Marbach, legado Curtius).

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que está persiguiendo con las investigaciones extensas de las que consiste Literatura europea y edad media latina: se trata de promover una “europeización del cuadro histórico” (Curtius 1993: 17, en español 21998: 23), y de trascender de esta manera el fraccionamiento del espacio europeo en entidades nacionales aparentemente inconexas.4 En este contexto, Curtius está partiendo de una visión de Europa que se niega a ver en el continente una simple “expresión geográfica”, como él dice citando a Metternich (Curtius 1993: 16, en español 1998: 22), sino que lo interpreta como una “historische Anschauung” (Curtius 1993: 16, en español 1998: 22), es decir como una visión histórica. En lo que sigue precisa que para él, esta visión histórica se compone a partir de dos tradiciones complementarias: una antigua y mediterránea y otra moderna y occidental (Curtius 1993: 19, en español 1998: 26). Por consiguiente, para Ernst Robert Curtius, la historia europea es el proceso en el que se realizaría la continuidad de estas tradiciones – una continuidad que se manifiesta según su interpretación sobre todo en la literatura. ¿En qué consisten, pues, los paralelismos entre esta interpretación de la historia y la que está promoviendo Américo Castro en la misma época? ¿Dónde están las divergencias a las que éste alude con su símil de los calvinistas y de los católicos? ¿Y qué tienen que ver la historia y las distintas formas de entenderla y de interpretarla con la manera de la cual los dos correspondientes entienden la crítica literaria y su función en la sociedad? A continuación, me propongo responder a estas preguntas y averiguar, en lo posible, su relación con las polémicas que provocaron las tesis de Américo Castro, y, en una menor medida, también las de Ernst Robert Curtius.

2. Américo Castro: Historia y vida

La gran obra de Américo Castro, España en su historia (que será retocada por su autor seis años después de su primera publicación y reeditada bajo el título La realidad histórica de España),5 empieza con un epígrafe de Miguel 4 Con respecto a la visión de Europa por la que está abogando Curtius, véanse Jacquemard-de Gemeaux 1998 y Kraume 2010. 5 En una Nota previa a la publicación de España en su historia en 1983, precisa la hija de Américo Castro, Carmen Castro, que La realidad histórica de España es, efectivamente, un “libro […] totalmente nuevo, pero crecido desde idénticos supuestos ideológicos a los de su antecesor.” (Carmen Castro 2004: 143).

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de Unamuno que reza: “No hace el plan a la vida, sino que ésta se lo traza a sí misma, viviendo.” (Castro 2004: 145) La acentuación de la vida vivida a la que pone de manifiesto esta cita de Unamuno es programática para Castro: lo que va a defender en el libro que con ella se inicia es precisamente la primacía de la vida humana cuando se trata de entender lo que es, históricamente, la cultura: “Au fond, nous tous nous sommes hantés par la préoccupation de la ‘réalité’, et c’est justement pour cela qu’il doit y avoir une bonne part de vérité ‘vitale’ dans ce que nous faisons”,6 así le explica a Ernst Robert Curtius, en una carta de agosto del 1950, la convicción que constituye el fundamento de su razonamiento a partir de los años 40. No define con más detalles a esta “verdad vital”, pero el contexto en el que ésta se menciona hace probable que Castro se esté refiriendo tanto a su propia vida como a la vida humana en general. Y efectivamente es con un sugestivo neologismo, creado a partir de tal acentuación de la vida en particular y en general, que el autor hace referencia, en un texto con el título Ensayo de Historiología (texto al que alude en su carta de setiembre 1950 a Curtius y que data del mismo año que dicha carta), al que será el concepto clave de su visión historiológica: Entre la idea metafísica, ahistórica, metahistórica (o como quieran llamarla) del hombre, y la mole y [el] revoltijo inabarcables de las acciones y acontecimientos presentes o pasados con que nos enfrentamos, inserto el supuesto de las estructuras funcionales, o vividuras, pluralizadas, a fin de poder hacer pie en algo real y unívoco de la historia. Todo ser humano se nos aparece viviendo, en cuanto hombre, en y desde una vividura. Esta se hace presente en un modo y en un curso de vida, condicionados […] por ciertas tendencias posibilitantes y por ciertas tendencias excluyentes, es decir, por un cierto modo de hacer y de no hacer, por acciones y por omisiones. […] El día que la historia se enfoque desde la realidad radical del auténtico vivir histórico, será posible hablar de […] vividuras plenas y firmes, y de otras flojas o indecisas; de vividuras a medio hacer, híbridas, exhaustas, confiadas, estáticas, trágicas, muy valiosas, menos valiosas, etc. (Castro 1950: 10-11).

Es en estos términos que Américo Castro se propone analizar, en España en su historia, a la historia y la realidad españolas, enfocándose en la evolución sui generis de este país en comparación con las demás naciones europeas. Las vividuras son, en la concepción de Castro, una suerte de empalme entre la abstracción improbable de una idea intemporal y perenne del hombre 6 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 30.08.1950 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius).

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por un lado y las circunstancias muy concretas de la vida de cada uno por otro; de esta manera sirven también para subdividir la historia global en entidades manejables, abarcables e interpretables. Aunque cabe señalar que el alcance de tal visión historiográfica no se limita al caso español, sino que ésta pretende ser universal y aplicable a cualquier entidad cultural (como lo deja bien claro el autor cada vez que se refiere a su idea de la vividura), es a través de la interpretación innovadora de la historia española como la desarrolla en España en su historia que la noción de vividura despliega toda su fuerza de propulsión. Para Castro, la historia española sólo se entiende si se considera su inserción en el ámbito europeo por un lado y su peculiaridad dentro de este ámbito por otro: “España era una porción de Europa, en estrecho contacto con ella, en continuo trueque de influjos. […] España nunca estuvo ausente de Europa, y sin embargo su fisonomía siempre fue peculiar […]” (Castro 2004: 154), así lo describe al principio de su obra principal. De esta manera, el camino particular que ha emprendido España a partir de la conquista árabe en 711 y la consiguiente convivencia de las culturas cristiana, mora y judía a las que alude el subtítulo de esta obra,7 se explicaría, según él, precisamente a partir de la vividura especial que esta convivencia de las tres culturas significó para los que la experimentaron. Por tanto, si la realidad de la historia se ubica para el filólogo e historiador español, en las palabras de José Luis Gómez Martínez, “en la conexión que existe entre los hechos y las vivencias humanas que los motivaron” (Gómez Martínez 1975: 40), lo que es preciso para llegar a una interpretación adecuada de la historia española es tomar en cuenta justamente las condiciones y las consecuencias de esta convivencia de las culturas en la España medieval. De esta manera, Castro pretende hacer desaparecer la idea de una “esencia” abstracta e intemporal de España: según él, la historia española sólo se puede entender a través de la relación dinámica entre el funcionamiento básico y muy concreto de su vividura y la creación de ciertos valores específicamente españoles, por un lado, y la experiencia de ciertos problemas también irreduciblemente españoles, por otro.8

7 El título completo del libro de Castro es España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Con respecto a la noción de “convivencia” en Américo Castro, véase Gelz 2012. 8 Véase por ejemplo los comentarios respecto a la “Historia de una inseguridad” en España en su historia que explican la conciencia de sí mismo que tiene el país a partir de una “postura defensiva” que hubiera asumido frente a los demás pueblos europeos (Castro 2004: 153-175, en particular 164).

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Ahora bien, esta aplicación de su concepto global de las vividuras a la historia particular de España (y la acentuación de la convivencia cristiana, mora y judía que se deduce necesariamente de la adopción de tal punto de vista), le han valido a Américo Castro la crítica aguda y polémica de muchos hispanistas quienes se opusieron categóricamente a tal interpretación de “lo español”. Es en particular el historiador español Claudio Sánchez-Albornoz, exiliado después de la Guerra Civil como Castro mismo, quien no comparte la interpretación de la historia española en términos de una simbiosis cultural, sino quien, en vez de ello, acentúa, en libros como España, un enigma histórico (1956) o El drama de la formación de España y los españoles (1973), la importancia de la reacción española en contra de la cultura musulmana (Sánchez-Albornoz 1956 y 1973).9 Así, mientras Américo Castro aboga por una España que funcionara como un crisol en el que se juntan las influencias de las tres culturas (concepción que se dirige, por supuesto, contra la visión homogeneizante de una España unida en el catolicismo como la propagaba el Franquismo de la época), Sánchez-Albornoz construye la identidad española a partir de la contraposición clara y decidida de “lo hispano” por un lado contra “lo árabe” o “lo judío” por otro: Los largos siglos que duró la lucha contra el moro, doblados desde fines del siglo xi de la pugna, siempre violenta y a veces sangrienta, contra el judío y después contra el converso, tuvieron corolarios muy importantes en la forja de la estructura de vida y del talante hispanos. […] Desconocedor del trasfondo de la historia española y acostumbrado a la libertad creacional de los estudiosos de las producciones literarias a quienes es lícito el subjetivismo, Castro ha formulado erróneas definiciones de lo hispano que ningún auténtico historiador puede aceptar (Sánchez-Albornoz 1973: 71-72).

De hecho, en un contexto como lo era el del exilio republicano (en el que nunca se trataba de cuestiones meramente académicas, sino en el que siempre estaba en juego la interpretación adecuada de la historia española vista desde la experiencia devastadora de la Guerra Civil), no es una casualidad que Sánchez-Albornoz recurra, en su intervención, a la distinción polémica entre filólogos e historiadores y que subraye, con palabras como “libertad creacional” y “subjetivismo”, la supuesta falta de cientificidad que él considera, aparentemente, ser la característica de la filología. Si bien el texto citado fue publicado un año después de la muerte de Américo Castro y poco antes de morir también Francisco Franco, la insinuación de una 9 Véase para una reconstrucción de toda la polémica Gómez Martínez 1975.

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jerarquía de las ciencias le ayuda a su autor a reforzar su autoridad y a otorgarse a sí mismo la última palabra en el debate sobre la historia española.

3. Américo Castro y Ernst Robert Curtius: Filología e historia

Américo Castro empezó su trayectoria científica a partir de 1910 en el Centro de Estudios Históricos en Madrid (participando por ejemplo en la fundación de la Revista de Filología Española), y se dedicó en los años anteriores al exilio a trabajos filológicos y de edición. Y la literatura sigue siendo la base de su argumentación también en el exilio, después de la Guerra Civil – pero ahora el enfoque es otro. En una de las cartas que le manda en otoño de 1950 a Ernst Robert Curtius alude a este cambio de perspectivas y lo sitúa en el ámbito de su descubrimiento de la estrecha relación entre vida e historia. En este contexto habla otra vez, como ya lo había hecho en la carta en inglés de septiembre 1950 antes citada, de las diferencias que habrá, como él supone, entre su punto de vista y el de su colega alemán. Así, menciona su “temor a importunarle [a su correspondiente] con maneras de ver la historia y la vida distintas de las suyas”, y le explica que “hace unos 15 años comen[zó] a poner en duda la legitimidad de las bases teóricas en que había fundado [sus] anteriores libros y artículos”.10 Ahora bien, si estas bases teóricas puestas ahora en duda habían sido las de la filología “clásica” española como la representaba la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos bajo Ramón Menéndez Pidal, el cambio de perspectivas efectuado en el exilio (y tal vez gracias a él) implica explícitamente una ampliación de la visión de las posibilidades y tareas de la filología, y por consiguiente una interpretación distinta de la historia literaria (y no sólo literaria). Así, Castro le comenta a Ernst Robert Curtius en 1952: D’une façon générale je crois moi aussi que j’ai eu tort de faire la philologie romane comme s’il n’y avait que la Romania, la Grèce et le christianisme. Quand je vois maintenant à quel point la présence de l’Islam et des Juifs se manifeste en Europe (non seulement en Espagne) à qui sait la chercher, je ne peux m’empêcher de trouver insuffisantes nos recherches.11 10 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius). 11 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 21.03.1952 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius). Es el propio Castro quien subraya en rojo las partes señaladas en cursiva.

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Desde este punto de vista, resulta más clara la razón por la cual Américo Castro supone, en toda su correspondencia con Curtius, que éste no vaya a compartir su visión de la historia y de la vida: efectivamente, no es una casualidad que escriba en rojo la palabra “nos”, refiriéndose a “nuestras” investigaciones – no sólo considera insuficientes sus propios acercamientos a la filología romance (como los había practicada antes de su “conversión”), sino también los de su correspondiente (e igualmente los de los demás colegas de los cuales no espera mucho al respecto, como se lo comenta varias veces a Curtius en sus cartas). Aquí se nota cierta ambivalencia en la argumentación de Américo Castro: si bien la frase sobre la insuficiencia de las investigaciones filológicas tradicionales incluye también a las de Curtius, el filólogo español parece concederle más crédito que a otros colegas cuando dice a continuación: “Vos pensées vont au fond des problèmes et vous les exprimez d’une façon délicieuse (un mélange heureux de ‘Gründlichkeit’ et de grâce romane).”12 Pero aún así, no podía esperar que Curtius compartiera plenamente su giro hacia el reconocimiento de la importancia de las presencias judía y árabe en Europa para llegar a una valoración adecuada de la cultura (y la literatura) europeas. Al contrario: de hecho, la filología como la practicaba Curtius responde más bien a la descripción que hace Castro de su propia postura desfasada antes de haber ampliado el campo y el enfoque de sus investigaciones. Así, ni en sus libros anteriores a Literatura europea y edad media latina, ni tampoco en esta obra principal, Curtius toma realmente en cuenta las aportaciones del Islam o del judaísmo a la cultura y literatura europeas y en particular españolas. Al contrario, la visión de la literatura que promulga a lo largo de su vida ve a aquélla como un fenómeno meramente occidental, y se basa en una imagen de Europa que construye la tradición literaria del continente precisamente a partir de los elementos que enumera Américo Castro como insuficientes: la Romania (en este contexto, hay que señalar que Curtius parte de la idea de una “translatio Imperii” y una “translatio studii” que ubica el inicio de la cultura europea en el imperio romano (Curtius 1993: 38, en español 1998: 52)),13 Grecia (de hecho, sitúa el origen de la literatura con Homero (Curtius 1993: 22, en 12 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 21.03.1952 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius). 13 Véase también la afirmación: “Man ist Europäer, wenn man civis romanus geworden ist.” (Curtius 1993: 22) (en español: “Somos europeos cuando nos hemos convertido en cives Romani.” (Curtius 1998: 30)).

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español 1998: 30)),14 y finalmente el cristianismo (que está implícitamente presente en Literatura europea y edad media latina, dado que el enfoque de este estudio está en la continuidad de las tradiciones mediterráneas y occidentales). Es en una temprana reseña de Literatura europea y edad media latina, publicada en la revista Romance Philology justamente en la época en la que se están carteando Américo Castro y Ernst Robert Curtius, que María Rosa Lida de Malkiel reclama (entre otras cosas) este punto ciego del libro de Curtius y que critica el enfoque según ella demasiado estrecho del filólogo alemán: Base esencial de este libro es la unidad de la cultura europea, extendida en el tiempo […] y circunscrita en el espacio a la Europa mediterránea primero, y luego a la occidental. Tal como aparece a lo largo del libro, este concepto resulta algo estrecho, pues implícitamente se desprende que todo lo que no sea grecorromano y germánico no cuenta en la cultura europea […]. Los árabes aparecen como un factor negativo, que fuerza a la unidad europea a abandonar el Mediterráneo y a replegarse sobre el Oeste […]; su influjo positivo no recibe la atención adecuada (Lida de Malkiel 1951/52: 108).

Y efectivamente: si bien Curtius se da perfectamente cuenta, ya temprano en su carrera como crítico literario y filólogo, de lo singular de España dentro del contexto de la historia europea, nunca ha tratado de averiguar detenidamente las posibles explicaciones e interpretaciones de esa peculiaridad. De esta manera, en un artículo sobre José Ortega y Gasset que data del año 1924, describe a España como “el país geográfica- y mentalmente excéntrico”15, y en 1949, en otro artículo sobre el mismo autor, constata la segregación que aleja, a partir del siglo xvii, España de Europa (por cierto: desmintiendo así la afirmación de Américo Castro sobre la inserción inquebrantable de España en el ámbito europeo (Curtius 1963: 270)). Pero 14 Aquí, Curtius habla de las épocas de la literatura europea que según él empieza con Homero y llega hasta Goethe. 15 “Spanien ist geographisch und geistig das exzentrische Land.” (Curtius 1963: 265). Con excepción de las de Literatura europea y edad media latina que provienen de la edición española del Fondo de Cultura Económica, todas las traducciones de las citas de Curtius son mías (A.K.). Antes, Curtius había explicado a la historia española a partir de la idea del “espíritu castellano” que hubiera inventado la idea de la unidad española en la lucha contra los moros, para realizarla después en la expansión global (Curtius 1963: 251). En su discusión de la obra de Ortega, llega así a la conclusión de que lo que él llama “el perspectivismo” del filósofo español es la consecuencia de esta excentricidad de España: “Der Perspektivismus ist vielleicht die notwendige Perspektive Spaniens.” (Curtius 1963: 265).

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a pesar de su conciencia aguda de la posición excéntrica que asume España en Europa, Ernst Robert Curtius no llega a tratar la cuestión a fondo. Así queda claro, en su discusión de la obra de Ortega, que la importancia de éste radica para Curtius en su europeidad, y que esta europeidad se explica precisamente partiendo de las mismas premisas que el crítico alemán promueve en su obra principal, es decir del encuentro de un espíritu mediterráneo con un occidentalismo más bien vagamente definido: “El encuentro del sol mediterráneo y del clima de reflexión nórdico-alemán –y la tensión fructífera que genera este encuentro– es una de las condiciones biológicas para la obra intelectual de Ortega.”16 Ante este trasfondo, es fácil entender por qué Curtius se limita también en Literatura europea y edad media latina a un excurso de nada más dos páginas sobre lo que él llama “el retraso cultural de España” cuando se trata de explicar la cuestión de la excentricidad de España (con este excurso se basa, por cierto, en las teorías sobre dicho retraso elaboradas en los años 20 por el adversario de Américo Castro en la polémica sobre la historia de España, Claudio Sánchez-Albornoz (Curtius 1993, 524-526, en español Curtius 1998: 753-756)). Lo que le interesa a Curtius en este contexto es la persistencia de rasgos medievales en España en una época en la cual el resto de Europa ya había entrado plenamente en la Edad Moderna; pero entre los motivos para tal retraso que él alega con Sánchez-Albornoz no es central la influencia cultural que pueda haber tenido la dominación árabe (punto sin embargo central para la argumentación de Américo Castro). En vez de ello, Curtius recurre a un razonamiento político-económico para el cual dicha dominación sólo importaría de una manera indirecta cuando aduce por ejemplo el desarrollo tardío, en España, de estructuras feudales en comparación con países como Francia. Es justamente aquí donde se concretizan las diferencias entre las interpretaciones de la historia europea de Ernst Robert Curtius y de Américo Castro, y éste se da perfectamente cuenta de esta disparidad cuando le escribe a su colega: En su último admirable libro, Europäische Literatur17, hay posibilidades magníficas para articular y hacer ver la realidad vital de los distintos pueblos (o sea, distintas unidades de “vividura”) que integran lo que vagamente se denomina hoy “europäisch”. Es excelente y verdadero lo que dice […] sobre la 16 “Die Begegnung der Mittelmeersonne und des nordisch-deutschen Gedankenklimas – und die fruchtbare Spannung dieser Begegnung –, das ist eine der biologischen Voraussetzungen für das geistige Werk Ortegas.” (Curtius 1963: 271) 17 En rojo en el original (N.E.).

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“Kulturelle Verspätung” de España; la diferencia es que yo no llamaría eso “Verspätung”, sino “ritmo propio de la vividura hispánica”, tan “verspätet” hoy como en el siglo xi.18

Aquí se nombra por fin (de una manera discreta y cortés) lo que Castro supone ser, con toda la razón, la disyuntiva entre su modo de ver las cosas y él de Curtius: cuando dice que en Literatura europea y edad media latina “hay posibilidades” de referirse a las distintas vividuras (para él esenciales) de la historia europea, es precisamente porque su correspondiente alemán deja sin aprovechar estas posibilidades porque no le interesa en la misma medida que a Castro destacar las vividuras a las que éste se refiere. En la única carta de Ernst Robert Curtius a Américo Castro que hemos podido localizar, Curtius admite esta laguna sin ambages. En esta carta (que como la mayoría de las de Castro a Curtius data de otoño de 1950) le agradece a Américo Castro el envío de España en su historia, lo felicita efusivamente por esta obra a la que califica como “excelente” y “monumental”, y comenta ampliamente algunas de las preguntas que había planteado el filólogo español en su libro.19 En este contexto, Ernst Robert Curtius menciona un artículo suyo, recién publicado en la revista estadounidense Comparative Literature, en el que tocaría de pasada, según él, la cuestión central de Américo Castro – cuestión que ahora, después de su lectura de España en su historia, vuelve a presentársele a Curtius con más insistencia. Y en efecto, es de una manera más explícita que de costumbre que Curtius alude en este artículo a la simbiosis de las culturas en la España medieval al decir: Pero la Hispania de los romanos no es idéntica a la España del Cid, como tampoco es idéntica la Galia de César a la Francia de las cruzadas. Hispania es una noción geográfica y administrativa, la España del Cid es una sustancia nacional. Esta sustancia sólo pudo formarse a través de la absorción de los visigodos, a través de la simbiosis con el islam y la reconquista iniciante, como Francia a través de la absorción de los normandos.20

18 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius). 19 Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro, 19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri, Madrid, CAC-28-02-0093). 20 “Aber die Hispania der Römer ist mit der España del Cid ebenso wenig identisch wie Caesars Gallia mit dem Frankreich der Kreuzzüge. Hispania ist ein geographischer und administrativer Begriff, das Spanien des Cid ist eine nationale Substanz. Sie ist erst durch die Absorption der Westgoten, durch die Symbiose mit dem Islam und die beginnende reconquista entstanden, wie Frankreich durch die Absorption der Normannen.” (Curtius 1949: 39).

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Pero aun así, en su posterior carta a Américo Castro en la cual se refiere a esta cita, el filólogo alemán deja bien claro que está consciente de las limitaciones de su propio acercamiento a la historia española cuando dice: “Pero era una mera alusión”21, y cuando conjetura que la interpretación universal de las convivencias de las culturas en la península ibérica como la propone Américo Castro en España en su historia llevará en cambio a una “revisión general de la historia española”22. De esta manera queda claro que también Curtius estaba muy consciente de las diferencias entre su concepción histórica y la que estaba promoviendo Américo Castro; pero a diferencia de éste no interpreta a las diferencias como fundamentales, sino más bien como si fueran simplemente el resultado de enfoques distintos. Según Curtius, Castro sería el que hubiera perseguido con más tenacidad unas preguntas que también a él mismo ya le habían llamado la atención, pero a las cuales no ha podido dedicarse plenamente hasta entonces. Sin embargo, existe una diferencia más fundamental entre las dos concepciones – diferencia de la que parece haberse percatado Américo Castro más claramente que Ernst Robert Curtius. Porque si lo que cuenta para Curtius en Literatura europea y edad media latina (¡y no sólo en esta obra!) es precisamente la unidad y la continuidad de la cultura europea, este punto de vista requiere nada menos que cierta abstracción de las vividuras concretas que le interesan tanto a Américo Castro. De tal manera, Curtius explica, en Literatura europea y edad media latina, el procedimiento que está en la base de su manera de interpretar la literatura (y, por añadidura, la historia): Una vez que hemos aislado y dado nombre a un fenómeno literario, podemos ufanarnos de contar con un resultado. Hemos penetrado, en este mismo punto, en la estructura concreta de la materia literaria; hemos llevado a cabo un análisis. Si encontramos varias docenas o centenares de resultados de este tipo, queda fijado un sistema de puntos; podemos ligarlos por medio de líneas, componiendo de ese modo figuras. Si contemplamos esas figuras y las asociamos unas con otras, llegaremos a un cuadro de conjunto que las integre a todas (Curtius 1998: 547-548).23 21 “Aber es war eine blosse Andeutung” (Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro, 19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri, Madrid, CAC-28-02-0093)). 22 “eine überzeugende Darstellung grossen Stils, die zu einer allgemeinen Revision der spanischen Geschichte führen wird” (Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro, 19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri, Madrid, CAC-28-02-0093). 23 “Haben wir ein literarisches Phänomen isoliert und benannt, so ist ein Befund gesichert. Wir sind an dieser einen Stelle in die konkrete Struktur der literarischen Materie

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Partiendo de esta explicación metodológica, se deja perfilar de una manera más concreta la diferencia entre los procedimientos de Castro y de Curtius, respectivamente: para Américo Castro, el ejemplo concreto de un texto llega a ser la expresión contundente de la vividura dentro de la cual fue concebido dicho texto. Así, mientras que él, de acuerdo con su acentuación de la influencia árabe para la cultura española, lee el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita como un texto notablemente marcado por la tradición islámica (Castro 2004: 691-713), para Curtius, el valor del mismo texto consiste en ser un eslabón en la cadena de una tradición específicamente europea a la que reconstruye mencionando no sólo la Ars amandi de Ovidio, sino también la comedia baja latina Pamphilus de amore (Curtius 1993: 390). Sin embargo, a pesar de estas diferencias fundamentales resulta obvio que para ambos, tanto para Américo Castro como para Ernst Robert Curtius, la tarea de la filología y de la crítica literaria está íntimamente ligada no sólo a la vida humana en general, sino sobre todo a las distintas maneras de ésta de realizarse a lo largo de la historia. De esta manera, las obras de ambos representan un modo de ver y de practicar la filología que se opone claramente a la concepción de la filología a la que aludía Claudio Sánchez-Albornoz en sus intervenciones en la polémica con Castro. La filología, como la entienden éste y su correspondiente alemán, no tiene nada de subjetivismo; al contrario: lo que buscan Américo Castro y Ernst Robert Curtius es la objetividad que se manifiesta al relacionarse la literatura con las distintas realidades en las que fue concebida por un lado y en las que se le interpreta por otro. No es una casualidad que Américo Castro, implicado a lo largo de su vida en tantos debates polémicos, se esmere tanto en la búsqueda por el entendimiento y, tal vez, el consentimiento de Ernst Robert Curtius: a pesar de las diferencias entre sus maneras de ver a la historia y la vida, sospecha con toda la razón que exista un fondo común entre sus convicciones que se trasmitiría en sus maneras de practicar la filología y la crítica literaria, por distintas que sean. “V. […] es una de las escasas personas con quien podría entenderme”24, le escribe en noviembre eingedrungen. Wir haben eine Analyse vollzogen. Sind ein paar Dutzend oder ein paar Hundert solcher Befunde gewonnen, so ist ein System von Punkten festgelegt. Man kann sie durch Linien verbinden; das ergibt Figuren. Betrachtet und verknüpft man sie, so hat man einen übergreifenden Zusammenhang.” (Curtius 111993: 386) 24 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv Marbach, legado Curtius).

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de 1950, aludiendo seguramente no sólo a un entendimiento científico, sino también uno humano. Lamentablemente, no conocemos más cartas de Curtius a Castro que la antes citada de octubre del mismo año, y por tanto no sabemos cómo reaccionó aquél ante esta oferta de amistad científica sincera. Pero aun así podemos suponer que el filólogo alemán haya compartido el punto de vista de su correspondiente español: a fin de cuentas, no es en vano que empiece su gran obra sobre la Literatura europea con una cita de José Ortega y Gasset que reza: “Un libro de ciencia tiene que ser de ciencia; pero también tiene que ser un libro” (Curtius 1993: sin paginación), y que subraye en la misma obra la capacidad de la literatura de convertir el pasado en presente.25

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25 “Für die Literatur ist alle Vergangenheit Gegenwart, oder kann es doch werden.” (Curtius 1993: 24), en español: “Para la literatura, todo pasado es presente o puede hacerse presente.” (Curtius 1998: 33)

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Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar Friedhelm Schmidt-Welle

Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin

1. Introducción: Antonio Cornejo Polar y el latinoamericanismo

A partir de mediados de la década de 1990, el crítico peruano Antonio Cornejo Polar ha merecido una serie de trabajos que ofrecen un balance de su trayectoria en reconocimiento de la importancia de sus escritos para la historiografía literaria y cultural de América Latina (Mazzotti/Zevallos Aguilar 1996; Escajadillo 1998; Moraña 1998; Bueno/Osorio 1999; Schmidt-Welle 2002; Bueno 2004). A pesar de la publicación de esos volúmenes, es notable el enfoque casi exclusivo de la crítica en unos pocos aspectos de la obra de Cornejo Polar, como son sus conceptos teóricos de crítica cultural (heterogeneidad cultural, totalidad contradictoria, representación literaria del sujeto migrante no dialéctico) y su artículo sobre los riesgos de las metáforas (Cornejo Polar 1997). Con este último, afirma Mabel Moraña, se ha ubicado en “la encrucijada del latinoamericanismo internacional” (2000) debido a que sus posturas han causado polémicas con respecto a las perspectivas del latinoamericanismo en general y de la teoría cultural latinoamericana en especial (Moraña 2000; Ramos 2000; varios autores en: Schmidt-Welle 2002: 283-305). Este su último artículo se ha leído (y, a mi modo de ver, sobreinterpretado) a manera de un “testamento intelectual” (García Bedoya 2002: 289). Más que eso, el texto me parece ser una cuidadosa relectura de las perspectivas de una crítica cultural construida desde una posición estratégicamente latinoamericana en un contexto de globalización de las teorías metropolitanas (incluso de las que se autoconciben como vernáculas o contrahegemónicas como algunos textos poscolonialistas). Al mismo tiempo, los riesgos de las metáforas que menciona Cornejo Polar, se refieren igualmente a su propio quehacer académico, y de esa manera, el artículo se convierte en una aguda autocrítica (Bueno 2002). A pesar de eso, hasta hoy en día la polémica mencionada oscurece las perspectivas que nos ha

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abierto la obra de Cornejo Polar, tanto a nivel teórico como para el análisis concreto de las praxis simbólicas en América Latina. En cambio, considero que las nociones teóricas de Cornejo Polar incluso se podrían emplear en la interpretación de las culturas y literaturas poscoloniales en general (Schmidt 2000) porque la heterogeneidad socio-cultural caracteriza, a mi modo de ver, toda sociedad poscolonial. En otra ocasión, he escrito una introducción a la trayectoria y la obra de Cornejo Polar, considerando el ámbito y los debates académicos en los cuales esta obra se desarrollaba, y tratando, sobre todo, sus conceptos teóricos (Schmidt-Welle 2013). Lo que me propongo ahora es una revisión de sus escritos que se basa en esa introducción, pero con un enfoque en las políticas de la crítica. Para llevar a cabo esa tarea, quisiera discutir el concepto del trabajo filológico que desarrolla Cornejo Polar desde sus escritos tempranos y que mantiene incluso en las formulaciones más sofisticadas de su teoría cultural.

2. De la filología a la teoría

Cornejo Polar se inicia en los estudios literarios durante los años 60 del siglo pasado con algunos trabajos sobre la época colonial y los Siglos de Oro (Mazzotti 2002: 38)1 que quedan disimulados por sus investigaciones posteriores en los campos de las culturas y literaturas latinoamericanas de los siglos xix y xx, quizá por el hecho de que algunos de ellos se realizaron en función de una mejor comprensión de la complejidad cultural contemporánea y de sus rasgos históricos. El más importante de esos trabajos es, sin duda, Discurso en loor de la poesía: estudio y edición, publicado en 1964. Cornejo Polar acompaña su edición crítica del Discurso, de la autora anónima (o autor anónimo) “Clarinda”, y publicado originalmente en 1608, con un extenso estudio sobre la situación general de la literatura colonial, el problema de la identidad de la autora (o del autor) del texto, y un análisis minucioso de la estructura temático-formal y las fuentes (hoy en día diríamos la intertextualidad) del Discurso.

1 V., además, la bibliografía de Cornejo Polar en Mazzotti/Zevallos Aguilar (1996: 513525).

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Cornejo Polar se basa, como él mismo afirma en el prólogo, en Literatura europea y Edad Media latina, del filólogo alemán Ernst Robert Curtius,2 “libro que citaremos constantemente” (Cornejo Polar 1964, s.p., nota 2). Termina el prólogo escribiendo lo siguiente: “Si algún mérito reclamo para este libro primerizo es el de haber sido trabajado, todo él, con estricta seriedad” (Cornejo Polar 1964, s.p.). Esas afirmaciones indican no solamente la apreciación de Cornejo Polar por la filología tradicional alemana (voy a analizar este punto más en adelante), sino también su forma de trabajar minuciosa y detalladamente los textos que él analiza. Esto explica sus elogios posteriores de la “bibliografía penúltima”, elogio que va en contra de una crítica literaria cuyas modas cambian cada vez más rápidas y para cuyos conceptos teóricos el material o la materia prima, es decir, los textos literarios, muchas veces funcionan como meras ilustraciones de las hipótesis teóricas o hasta desaparecen detrás de ellas. Al mismo tiempo, el hecho de que Cornejo Polar tiene que reafirmar la seriedad de su análisis en todo el libro sugiere que esta seriedad no es un hecho natural –al menos no en el caso de la crítica peruana de la literatura de la época colonial que él considera arbitraria y llena de lugares comunes sin fundamentación en una lectura detallada de sus textos (Cornejo Polar 1964: 81-84; Mazzotti 2002: 40)– y eso más allá de las posturas ideológicas de cada caso, como muestra su juicio sobre José Carlos Mariátegui al respecto: “Mariátegui, antítesis ideológica de don José de la Riva-Agüero, se confunde con éste en la invectiva contra la literatura de la Colonia” (Cornejo Polar 1964: 83). Después de la revisión de la crítica de la literatura de la Colonia, Cornejo Polar se ocupa del problema del autor del y en el Discurso basándose en la crítica inmanentista de Wolfgang Kayser. Pero a pesar de que Cornejo Polar hace uso incluso de la noción de “ciencia de la literatura” (Cornejo Polar 1964: 100) tan característica de la filología alemana, no comparte escribir, como Kayser lo propone, una “historia de la literatura sin nombres” (Cornejo Polar 1964: 99) – pero, eso sí, una historia del texto y de los intertextos del Discurso en la cual el problema del autor se considera de menor importancia, por lo que Cornejo Polar no le dedica mucha atención a la cuestión de la autora (o del autor) anónima del mismo (Cornejo Polar 1964: 99). Lo que no menciona el crítico peruano (supongo que por desconocimiento) es la razón del procedimiento del filólogo alemán: Kayser 2 El libro de Curtius se publicó originalmente en 1948 bajo el título Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter.

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se había declarado en favor del régimen nacionalsocialista, y después de la Segunda Guerra Mundial quería emplear métodos filológicos nada sospechosos o al menos “apolíticos” para poder seguir con su carrera académica. Sea como fuere, lo que quiere establecer Cornejo Polar es un análisis filológico que parte de la interpretación de textos literarios y que –a diferencia de Kayser– considera el contexto del texto, pero nada más como arsenal de “instrumentos auxiliares de conocimiento” (Cornejo Polar 1964: 102). Esa metodología constituye una especie de núcleo de sus formulaciones teóricas posteriores, es decir, la consideración de los diferentes niveles del proceso literario de las literaturas heterogéneas con énfasis en el texto mismo. En otras palabras: la teoría de las literaturas heterogéneas se construye desde el análisis del texto, desde el trabajo filológico. Pero a diferencia de los modelos que sigue al comienzo de su carrera, es decir, la crítica inmanentista y el new criticsm de Austin Warren y René Wellek (Cornejo Polar 1964: 99-100), que fueron traducidos al español en la década de 1950, el crítico peruano propone una filología alternativa desde una perspectiva latinoamericana o hasta poscolonialista que considera la situación poscolonial y multicultural de las sociedades latinoamericanas, es decir, su real heterogeneidad sociocultural. En el centro de esta concepción filológica de la crítica literaria encontramos el problema de la relación entre contenido y forma. Siguiendo una vez más a Kayser, Cornejo Polar parte del supuesto de que el texto literario se conforma como “una estructura lingüística completa en sí misma” (Cornejo Polar 1964: 100). El texto adquiere un sentido formalizado, una literariedad propia. Al respecto, Cornejo Polar incluye en su interpretación las ideas de una “filosofía del lenguaje” expresadas por Karl Vossler y Alfonso Reyes (Cornejo Polar 1964: 101). Y sigue afirmando lo siguiente: Anótese, complementariamente, que por “sentido formalizado” entendemos todo complejo expresivo que sólo es en cuanto dicho, de suerte que el tradicional concepto dicotómico (contenido como conjunto de ideas, afectos, voliciones, etc., que luego se traduce lingüísticamente en una forma), pierde validez en cuanto todo redúcese a una forma que es, en sí misma, significativa (Cornejo Polar 1964: 100).

Es en ese ímpetu sobre el sentido formalizado del texto en que se percibe el núcleo del concepto que más tarde se definirá como la heterogeneidad cultural y literaria en el continente. En sus primeras formulaciones, la heterogeneidad es un concepto que se basa en la forma del texto y la consti-

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tución del narrador, aspectos que ya son visibles en el análisis del Discurso en loor de la poesía, aunque con la diferencia de que, en ese último caso, se trataba de poesía y no de la prosa que analiza Cornejo Polar para fundar su teoría de la heterogeneidad sociocultural y literaria. Veremos cómo se construye esa teoría. Cornejo Polar entiende por literaturas heterogéneas […] especialmente aquéllas que realizan en sí mismas la conflictividad de todo el sistema; esto es, las que se producen en la intersección de dos sistemas literarios y de sus respectivas bases sociales, en el marco de espacios de confluencia socio-cultural que delatan, con máxima claridad, los problemas de una literatura engarzada en universos distintos y hasta opuestos (Cornejo Polar 1980a: 56).

En otras palabras: las literaturas heterogéneas son una representación simbólica de la heterogeneidad de sociedades surgidas de una conquista y herederas del consiguiente conflicto entre distintas culturas. Se caracterizan por una estructura específica del proceso literario en el cual uno o más niveles del mismo provienen de o se ubican en distintas esferas culturales. Mientras que en las literaturas homogéneas la producción (el autor y su ámbito socio-cultural), el texto (con sus formas y convenciones estéticas y su intertextualidad), la difusión/recepción (los lectores y su ámbito socio-cultural, el mercado, etc.) y el referente (el mundo representado en el texto) pertenecen a la misma cultura, en el caso de las literaturas heterogéneas “[…] uno o más de sus elementos constitutivos corresponden a un sistema socio-cultural que no es el que preside la composición de los otros elementos puestos en acción en un proceso concreto de producción literaria” (Cornejo Polar 1980b: 60). El caso que más ha trabajado el mismo Cornejo Polar es el de las literaturas indigenistas en las que el referente pertenece a la cultura indígena mientras que todos los demás niveles del proceso literario pertenecen al mundo occidental u occidentalizado. Pero la distinción no tiene que ser necesariamente entre producción, texto, difusión/recepción, por un lado, y referente, por otro. Las literaturas heterogéneas se caracterizan, más bien, por la diferenciación de los elementos del proceso literario según su “pertenencia” a distintas culturas, y no por la definición de una sola ruptura como la descrita anteriormente para el caso de la literatura indigenista. Más allá de ser un mero concepto teórico que destaca la heterogeneidad básica en una sociedad colonializada, la heterogeneidad socio-cultural

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se convierte en los escritos de Cornejo Polar en una categoría metodológica que permite la interpretación concreta de textos de las literaturas heterogéneas. Retomamos, por el momento, el ejemplo de las literaturas indigenistas para destacar este aspecto crucial del pensamiento del crítico peruano, es decir, la conexión estrecha entre teoría, metodología y análisis concreto de los textos literarios – en otras palabras: el paso de la filología a la teoría. Aunque Cornejo Polar analiza todos los niveles del proceso literario, es el nivel del texto o el sentido formalizado que se encuentra en el centro de la atención del crítico. La heterogeneidad de ese texto se puede percibir, entre otras cosas, en el empleo de la escritura, en el idioma y en el género literario. A pesar de que los escritores indigenistas se identifican de cierta manera con la cultura indígena, su representación de esta última se realiza mediante elementos de la cultura dominante: la escritura, es decir, el alfabeto, el español como lengua en la cual se escriben los textos y el uso del género literario de la modernidad occidental por excelencia, la novela. Pero en las novelas indigenistas, existen una serie de elementos que no coinciden con la estructura tradicional del género novela; en ellos se manifiesta precisamente su heterogeneidad y la influencia de la cultura del referente hasta llegar a su punto máximo en las novelas de José María Arguedas, en donde la sintaxis del quechua a veces incluso va a predominar, a pesar de tratarse de textos escritos en español. La construcción de la teoría de las literaturas heterogéneas a partir del análisis concreto del sentido formalizado del texto es precisamente el punto en que los conceptos de Cornejo Polar se convierten en una filología alternativa desde América Latina. El perspectivismo de esa filología alternativa no se puede entender sin la situación colonial y poscolonial de las sociedades latinoamericanas, sin la confrontación violenta de diferentes culturas en la conquista y el consiguiente conflicto de la longue durée. Este es el punto en que los trabajos de Cornejo Polar se distinguen de los modelos que había seguido en su juventud, es decir, la crítica inmanentista y el new criticism. Y esta es su aportación a una crítica verdadera y estratégicamente latinoamericana que tanto se había discutido a partir de comienzos de los años 70 del siglo pasado. El proyecto de la crítica y teoría literaria específicamente latinoamericana fracasa, como anota el mismo Cornejo Polar en una conferencia de 1992 (Cornejo Polar 1999), entre otras cosas porque muchos de sus representantes no suelen emplear la misma metodología que el crítico peruano, es decir, no parten del análisis filológico para construir sus conceptos teóri-

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cos, sino se quedan en el reclamo abstracto, en una serie de prolegómenos y propuestas teóricas que no se verifican mediante el análisis concreto de textos, a pesar de que la idea central del proyecto había sido la de considerar la especificidad de los procesos literarios en América Latina. Antes de debatir con más detalle el concepto de la heterogeneidad en sus elaboraciones a partir de finales de la década de 1980, me gustaría regresar por unos momentos a la producción crítica de Cornejo Polar de la primera mitad de los años 70 para aclarar mejor el método que emplea en sus análisis de textos y la relación de éstos con la constitución de sus nociones teóricas. Me refiero a una serie de textos sobre novelas peruanas publicados en revistas especializadas y libros, artículos que más tarde se reúnen en el volumen La novela peruana: siete estudios (Cornejo Polar 1977b). El más antiguo de estos artículos, “La estructura del acontecimiento de Los perros hambrientos” (Cornejo Polar 1977b: 65-84), ya se había publicado en 1967 en la revista Letras (Lima). En él, Cornejo Polar no solamente analiza de manera detallada la estructura del acontecimiento y la función del narrador de la novela de Ciro Alegría, sino menciona uno de los elementos claves de su teoría de la heterogeneidad – aunque en esos momentos no emplea todavía la categoría misma de heterogeneidad: La novela se construye, pues, mediante un juego de distanciamiento y aproximaciones, con un transfondo de reflejos múltiples pero elementales, que se resuelven en una comunidad que parecía imposible: la del lector y el narrador. Y esto es así sólo por la configuración idiomática de los relatos. Lector y narrador usan una misma norma; esto es, son de un mismo mundo y ambos se proyectan sobre una realidad ajena: la que sólo es propia del Simón Robles, la Antuca, los Celedonios, que no hablan en quechua pero que modulan una expresión lingüística diversa (Cornejo Polar 1977b: 71).

Cornejo Polar anticipa aquí lo que más tarde reformulará para introducir la noción de heterogeneidad literaria: la existencia de dos mundos en el proceso literario de la novela indigenista: el de la producción, el texto y la difusión/recepción, por una parte, y el del referente indígena, por otro. En la introducción al libro, aclara su metodología. Afirma […] la necesidad de trabajar monográficamente, sobre textos aislados, como paso previo a la elaboración de visiones más amplias del proceso histórico de nuestra literatura. Este libro es el resultado de la primera parte de dicho proyecto: recoge los trabajos críticos que, bajo el modelo del “análisis e interpretación de textos”, quieren dar razón de la organización, funcionamiento y sentido de ciertas obras consideradas especialmente valiosas en la historia de la novela peruana (Cornejo Polar 1977b: 5).

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Es decir, todavía sigue el modelo de su producción crítica temprana basada en los escritos de Kayser y el new criticism, pero los análisis filológicos de textos aislados se realizan en función de una posterior ampliación y teorización. Una segunda diferencia con respecto al tradicional “análisis e interpretación de textos” o con la crítica inmanentista la aclara en la misma introducción. Cornejo Polar señala la importancia de acudir a categorías extraliterarias para […] responder a [la] convicción de que la literatura es revelación y crítica de la realidad. A este respecto se advertirá que los niveles textuales materia de estudio se remiten siempre, directa o indirectamente, a la concepción del mundo –si se quiere a la “ideología”– que los anima y explica (Cornejo Polar 1977b: 6).

Es decir, al análisis filológico se añade la crítica de la ideología. Esta última solamente se puede realizar a partir de un corpus más amplio de textos que deja entender de qué manera la literatura constituye “un hecho social” (Cornejo Polar 1977b: 6). De este modo, Cornejo Polar inscribe su trabajo en la (re-)construcción de la historia literaria nacional, proceso que culminará más tarde en el libro La formación de la tradición literaria en el Perú (Cornejo Polar 1989a). En ese contexto, lo importante es que los escritos de Cornejo Polar no forman parte de una sociología de la literatura que analiza los textos literarios a partir de hechos extratextuales, sino al revés. Parte del análisis textual, del trabajo filológico, para ampliar sus estudios mediante la crítica de la ideología. Se trata, entonces, de una sociología de la literatura en el sentido en que la define Theodor W. Adorno en su ensayo “Discurso sobre lírica y sociedad” (Adorno 1962). Este procedimiento de Cornejo Polar también es importante para el desarrollo de sus nociones teóricas posteriores, sobre todo para la heterogeneidad literaria. Ésta se basa en la existencia de una heterogeneidad sociocultural cuya representación literaria o praxis simbólica es la literatura. Al mismo tiempo, la crítica de la heterogeneidad de la novela indigenista incluye la crítica de la ideología de sus autores, es decir, su suposición de que su versión del mundo indígena sería una versión “interior” de esta esfera cultural. Pero esta crítica se realiza siempre a partir del análisis de la expresión de esa ideología en los textos literarios mismos. En otro capítulo del libro, y en esa misma línea, Cornejo Polar critica la “[…] abusiva cobertura del mundo indígena, y del mundo andino como totalidad, por

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los principios, valores e intereses de otros sectores del país” (Cornejo Polar 1977b: 31) en la novela Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner. En general, en el libro se puede percibir un desplazamiento del análisis de los acontecimientos, los personajes, la representación del espacio, y de la función del narrador (Cornejo Polar 1977b: 9, 11-20, 33-47, 50-52) hacia cuestiones de cosmovisión, sobre todo presentes en las interpretaciones de la narrativa de José María Arguedas (Cornejo Polar 1977b: 85-137). Es en ese contexto en que Cornejo Polar habla –quizá por vez primera– explícitamente de la heterogeneidad de los textos de ese escritor cuando destaca “[…] una tenaz obsesión arguediana: la dislocada e hirviente heterogeneidad del Perú, las interminables contiendas entre los mundos socio-culturales que comparten su espacio y su historia” (Cornejo Polar 1977b: 140). Y añade que, en el caso de Arguedas, se trata además de una heterogeneidad lingüística debido a su producción bilingüe (Cornejo Polar 1977b: 141). El método filológico de Cornejo Polar y el enfoque en una teorización de la heterogeneidad con base en el análisis concreto de textos literarios también son importantes con respecto a los cambios en la formulación de su teoría de la heterogeneidad sociocultural y literaria a fines de la década de 1980 cuando introduce una nueva categoría: la heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario. De cierta manera, esta heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario ya estaba presente en sus artículos anteriores, pero sin que Cornejo Polar la hubiera formulado de manera explícita en el sentido de convertirla en una noción teórica. El cambio que realiza el crítico en su teoría de la heterogeneidad conlleva un cambio de perspectiva que va desde la heterogeneidad de la producción literaria y textual como producción social (D’Allemand 2000: 123-136) hasta la representación discursiva de la heterogeneidad interna. Aunque este cambio se anuncia en su libro La formación de la tradición literaria en el Perú (Cornejo Polar 1989a), es en un artículo publicado en 1992 en donde se desarrolla plenamente, mediante una consideración de la influencia de la oralidad primaria de las culturas andinas en un poema de César Vallejo (Cornejo Polar 1992). Como hemos visto, Cornejo Polar basa sus formulaciones teóricas en el trabajo filológico concreto, en el análisis primero de textos aislados y después de conjuntos de textos como la literatura indigenista peruana, análisis que incluyen una postura crítica en cuanto a la ideología de sus autores. La misma metodología la emplea en su labor como profesor universitario, como nos recuerda José Antonio Mazzotti:

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Entre los rasgos básicos de [sus] cursos destacaba la fluidez entre el discurso teórico y sus posibles aplicaciones prácticas. Implícitamente, Antonio materializaba en sus clases la idea de un sentido concreto de la formulación teórica, convirtiendo ésta en verdadera herramienta –y no en finalidad estéril– de la reflexión (Mazzotti 1999: 36).

3. De la teoría a la filología a la teoría

Pero Cornejo Polar no se queda en el camino de la filología a la teoría y en relacionar estas dos con su labor de la enseñanza universitaria, sino que emprende otro camino más: el de la teoría a la filología. Una vez establecidas las categorías de la heterogeneidad sociocultural, la totalidad contradictoria (Cornejo Polar 1983) y la heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario, verifica y amplifica estas categorías mediante el análisis de textos literarios, es decir, se establece una especie de círculo hermenéutico entre trabajo filológico y teorización de los resultados del mismo. Lo importante al respecto es que Cornejo Polar basa sus argumentos teóricos, sus conclusiones y su proyección a otras esferas o investigaciones de la cultura latinoamericana en el análisis concreto de las representaciones textuales, pero siempre con una orientación histórica concreta, es decir, hacia el contexto social en el cual surgen estas representaciones textuales. De ahí el fuerte perspectivismo latinoamericano que no es meramente estratégico sino se deriva del análisis de los textos literarios producidos en el continente. En ese contexto, la permanente relectura de textos literarios, evidente sobre todo en sus interpretaciones de la narrativa de José María Arguedas, forma la base para las reformulaciones de sus conceptos teóricos (D’Allemand 2010: 257-258). A partir de esas relecturas permanentes –relecturas de los textos arguedianos, pero también relecturas de sus propios conceptos teóricos– formula otra categoría que nace con la constatación de la heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario mencionada anteriormente. Si ésta existe a nivel del texto o discurso, en última instancia tanto el sujeto productor como el sujeto construido a nivel discursivo se convierten en sujetos heterogéneos que se mueven entre distintas esferas socio-culturales. Esto es lo que Cornejo Polar llama el sujeto migrante, lo que determina, al mismo tiempo, su noción de la heterogeneidad no dialéctica.

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En otras palabras: la heterogeneidad discursiva, formulada al comienzo como una categoría interpretativa que se refiere casi exclusivamente a las literaturas o sistemas literarios (Cornejo Polar 1989b) en un contexto nacional, y más específicamente a la literatura indigenista (Cornejo Polar 1977a; 1978), se convierte, en el contexto de la reformulación de los conceptos teóricos a partir de los años 90, en heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario (Cornejo Polar 1992) y, más tarde, en heterogeneidad de situaciones discursivas del –y dentro del– sujeto migrante, y en heterogeneidad no dialéctica (Cornejo Polar 1993; 1994b; 1995; 1996), siempre relacionada con el trabajo filológico que posibilita la creación y recreación de nuevas categorías. En ese sentido, Cornejo Polar formula la perspectiva de una filología alternativa que retoma ciertos procedimientos de la filología tradicional para convertirlos en instrumentos de una filología con un fuerte perspectivismo latinoamericano que considera la historia colonial y la situación poscolonial en el continente.

4. Apertura: Antonio Cornejo Polar y el latinoamericanismo

Con respecto a cuestiones ideológicas o las políticas de la crítica, la obra de Cornejo Polar se inscribe en el proyecto de la década de 1970 de una historiografía literaria “latinoamericana” con métodos y conceptos teóricos que consideran la especificidad de los procesos históricos en la región. Este proyecto quedó inconcluso, como se desprende de las discusiones sobre las posibilidades de aplicar conceptos teóricos del poscolonialismo, de los estudios subalternos y de los estudios culturales, o de los Cultural Studies en general, al contexto de la historia cultural latinoamericana (de la Campa 2000; Rojo 1998), y de los debates sobre las perspectivas del “latinoamericanismo” y de los estudios latinoamericanos (Cornejo Polar 1999; de la Campa 2000; Levinson 1997; Moraña 1999 y 2000; Ramos 2000). Cornejo Polar aporta categorías propias a ese proyecto. La existencia de una pluralidad de sistemas literarios en un espacio nacional poscolonial, en el cual la coexistencia de varios sistemas (tanto literarios como culturales) había nacido con la confrontación violenta de una conquista que desencadenó todo un proceso colonialista, neocolonialista (¿y poscolonialista?), es decir, la especificidad de la historia de América Latina, se convierte en

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contexto y fondo de la heterogeneidad socio-cultural y literaria que define Cornejo Polar, e influye en toda su producción crítica. Sobre todo las categorías del “sujeto migrante” y de la “heterogeneidad no dialéctica” dialogan con las tendencias recientes más importantes de la crítica del latinoamericanismo internacional y con los estudios culturales en y sobre América Latina.3 El hecho de que Cornejo Polar no siempre mencione las nuevas teorías de los estudios culturales no significa, entonces, que éstas no tengan repercusión en su pensamiento y su obra. Se trata, más bien, de una operación estratégica para mantener el perspectivismo del conocimiento local (Kaliman 1999) de su propia teoría, para dar cuenta de su ubicación espacio-temporal y del lugar metafórico desde el cual se construye, contrarrestando de esta manera los riesgos de las metáforas totalizantes y/o globalizadoras de muchos trabajos de los estudios culturales y del poscolonialismo. La crítica de la constitución del sujeto (y del discurso identitario del mismo), que en última instancia es una crítica de la construcción del sujeto moderno en la cultura occidental(izada), coincide en parte y dialoga con la crítica de los discursos occidentales de Walter Mignolo en su concepto del posoccidentalismo (1996), concepto que se desarrolla en los mismos años que la crítica del sujeto y del discurso migrantes de Cornejo Polar. Lo mismo se podría decir –aunque hasta ahora haga falta su verificación para casos concretos– del discurso migrante y de las representaciones culturales y/o literarias de situaciones fronterizas (border cultures). En este sentido, las categorías de Cornejo Polar se encuentran precisamente en el centro de los debates actuales en los estudios culturales. Constatar, entonces, que Cornejo Polar es “uno de los propulsores de la resistencia intelectual” (Palermo 2000: 184), o afirmar que su obra crítica “podría considerarse como una de las últimas instancias de cierto discurso latinoamericanista” (Ramos 2000: 186), no me parece adecuado para entender la postura abierta de Cornejo Polar con respecto a nuevos caminos de la teoría cultural y literaria en la reformulación de sus conceptos durante los años 90. Los escritos de Cornejo Polar no solamente son ejemplares en cuanto a la conexión estrecha entre teoría e interpretación, entre la creación de nuevas categorías y análisis filológico, sino también en cuanto a su postura autorreflexiva y autocrítica. En este contexto quisiera recordar su frase “yo 3 Cf., con respecto al estado actual de los estudios culturales y la crítica cultural latinoamericanas y/o latinoamericanistas, respectivamente, Schmidt-Welle (2006; 2010).

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también soy irremediablemente (¿y felizmente?) un confuso y entreverado hombre heterogéneo” (Cornejo Polar 1994a: 24), con la cual Cornejo Polar termina la introducción de Escribir en el aire. Ella indica que la reformulación de las nociones teóricas centrales (¿o debemos decir descentralizadas? en el caso del sujeto migrante que se convierte en un sujeto descentrado, múltiple, disperso) en el contexto de su propia condición de sujeto migrante incluye una autorreferencialidad que abre su teoría a un proceso similar al que destaca en su interpretación del discurso migrante: la teoría misma tiende a convertirse en una crítica heterogénea de las representaciones culturales de América Latina. Por todo esto, no es una mera casualidad que el último capítulo de Escribir en el aire (Cornejo Polar 1994a), que trata precisamente la heterogeneidad interna en todos los niveles del proceso literario, y la relación compleja entre voz y lengua en un poema de César Vallejo, se titule “Apertura”. El rigor metodológico y epistemológico es una de las características más notables de la obra de Cornejo Polar, y explica el cuidado y la cautela que tuvo con respecto a la integración de nuevos paradigmas en sus conceptos teóricos. En ese sentido, la incansable reformulación de las categorías teóricas e interpretativas es una prueba de su actitud autocrítica que alcanza su momento culminante en Escribir en el aire (Cornejo Polar 1994a). Desde sus escritos tempranos, Cornejo Polar retoma la metodología filológica proveniente de la crítica literaria europea (sobre todo la alemana y, en menor grado, la española), pero la convierte en una filología alternativa no imperial, pensada desde una perspectiva latinoamericana y considerando las especificidades históricas concretas de las literaturas del continente. Cornejo Polar realiza la ardua tarea de revisar las teorías producidas en el centro desde esa perspectiva latinoamericana para superar la tradicional división del trabajo en que la periferia no más produce la materia prima, es decir, las expresiones artísticas (la literatura, en concreto) que después serán analizadas y teorizadas desde el centro.

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Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y el romanticismo. La narrativa como forma de crítica en el siglo xix latinoamericano Carolina Alzate

Universidad de los Andes, Bogotá

1. Introducción

Este artículo quiere mostrar la manera en que una escritora colombiana del siglo xix, Soledad Acosta de Samper (1833-1913), busca inscribir su voz en la tradición crítica hispanoamericana, específicamente en la del romanticismo. Se verán dos momentos de su producción: la primera aparición pública en sus corresponsalías desde París (1859) y un momento ulterior de desarrollo en su novela de 1876, Una holandesa en América (segunda versión de 1888). Su debate con la manera en que el romanticismo piensa los territorios de ultramar y a las mujeres no se da inicialmente en el espacio formalizado del ensayo sino dentro de la corresponsalía “femenina” y la novela. Sus publicaciones de finales del siglo sugieren que para ese momento ha ganado la autoridad suficiente para desarrollar sus ideas en el género del ensayo propiamente dicho. El artículo mostrará qué estrategias emplea esta escritora para entrar en el espacio político de discusión sobre el Nuevo Mundo del americanismo republicano y sobre el lugar dispuesto allí para las mujeres. Antes de entrar en el tema, quiero señalar que encuentro apropiado el llamado de atención hecho por Friedhelm Schmidt-Welle (2013) en el sentido de la cautela con la que se debe emplear el vocablo de romántico en el estudio de las literaturas hispanoamericanas. Tanto en Europa como en nuestro continente debe hablarse de romanticismos en plural, y el nuestro, como señalaron ya Barreda y Béjar (1999), es un conjunto heteróclito de ideas que se constituye a partir de la apropiación interesada y selectiva hecha por el grupo letrado que se auto-asignó el diseño de la nación. No sólo las historiografías del siglo xx emplearon el término de romántico: también lo hicieron los escritores y escritoras a lo largo de varias décadas del siglo xix. Qué los haya motivado a hacerlo y cuáles sean sus contenidos especí-

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ficos es un tema que requiere un estudio detenido y detallado. El artículo que aquí presento espera, en lugar de redundar en las generalizaciones, mostrar uno de los momentos del término: su aparición, caracterización y problematización en una escritora colombiana del siglo xix. Como ha mostrado Doris Meyer en la introducción a su libro de 1995, en la historia del ensayo latinoamericano se observa que las diversas generaciones de ensayistas del siglo xix, en particular, intentaron negarles a las escritoras un espacio intelectual en el cual formular y articular sus visiones de la cultura y de la sociedad (Meyer 1995: 3). Las restricciones sociales al acceso a la letra –alfabetización y educación formal– y a la cultura impresa (Pratt 1995: 10) explican que uno de los temas de las primeras ensayistas del xix fuera el de la educación para las mujeres, y que sus preocupaciones estén con frecuencia asociadas a las circunstancias femeninas (Meyer 1995: 5). A pesar de todo ellas lograron escribir, y lo hicieron superando diversas dificultades, las mismas quizá que están detrás de su casi ausencia de las antologías del ensayo latinoamericano hasta el día de hoy (Meyer 1995: 3). Hubo que esperar hasta las décadas de 1970 y 1980 para comenzar a tratar de superar esa invisibilización: la democratización de las universidades y el feminismo (Pratt 1995: 10) permitieron comenzar articular en lugares autorizados el sentido de esa ensayística de autoría femenina. Recurriendo a la expresión de Victoria Ocampo (“no me interrumpas”, del ensayo “La mujer y su expresión”, 1936), podemos afirmar que el ensayo del siglo xix se construyó como un monólogo masculino que a las mujeres se les recomendó no interrumpir (Pratt 1995: 12). Ese ensayo decimonónico de tradición masculina puede definirse como “ensayo de identidad criolla” (Pratt 1995: 14). En ese contexto, a las mujeres, producto de su estatuto legal y jurídico, se les negó el poder de hablar como ciudadanas para los ciudadanos (Pratt 1995: 14). En este medio de acceso restringido a la educación y a letra impresa, para muchas mujeres los textos cortos periodísticos fueron punto de entrada a la escritura pública (Pratt 1995: 22). Con todo, si iban a hablar, debían hacerlo como mujeres (Pratt 1995: 14). Tal es el caso de Soledad Acosta de Samper. Sus orígenes como escritora se encuentran en su diario íntimo de 1853 a 1855, pero su primera escritura pública aparece cuando ella tenía vientiséis años, en 1859: se trata de la “Revista parisiense”, la corresponsalía quincenal que envía desde París al periódico Biblioteca de Señoritas (1858-1860), una importante publicación literaria colombiana de la época.

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2. La “Revista Parisiense”1

La Biblioteca de Señoritas es una publicación semanal neogranadina que circuló entre 1858 y 1859, dieciocho meses durante los cuales publicó sesenta y siete números. Su regularidad y longevidad, mirada en contexto, hablan de la consistencia de su empresa. Aunque su nombre lo sugiera, no se trata de una revista dirigida sólo a las mujeres: su título hace referencia más bien a algo que se precisa en su primer número: “Deseosos de cooperar en algo al adelanto de nuestra literatura propia, hemos venido en fundar este periódico, bajo el patrocinio de las señoritas”, señala el Prospecto. Y continúa: la literatura, más que un pasatiempo de desocupados, es una ciencia hermosa y difícil, cuyo cultivo exige más conocimientos y más consagración que los esfuerzos baladíes de nuestros líricos de oficio. Empero, para esto se necesita un campo conocido y seguro donde sembrar los granos del talento, especie de urna de oro que recoja y guarde nuestras primeras obras como un depósito sagrado. Esa urna es la Biblioteca de Señoritas, que nosotros no hemos vacilado en poner en manos de las jóvenes neogranadinas, como en las manos mismas de las diosas protectoras del genio (“Prospecto”).

Esta es la publicación en la que aparece la “Revista Parisiense” de Soledad Acosta de Samper: el periódico espera que las mujeres resguarden lo que en él se produzca, o que sean ellas mismas productoras de discurso. La autora había viajado a Europa en 1858 con su esposo, su madre y dos hijas pequeñas; allí estuvieron, radicados principalmente en París, hasta el año de 1863. No era la primera estancia de la autora en esta ciudad: allí vivió entre los doce y los diecisiete años con sus padres, el prócer, historiador y geógrafo neogranadino Joaquín Acosta y su madre, Carolina Kemble, nacida en Nueva Escocia. En el número 38 de la Biblioteca, de enero de 1859, primer número del año dos, los redactores señalan que la publicación había dejado de circular durante tres meses y se creía desaparecida: Varias dificultades nos obligaron a suspender nuestro periódico [...] Estas dificultades han sido en parte allanadas: tenemos ya buen papel; hemos logrado 1 En lo que sigue retomo una reflexión hecha por mí, en otro contexto, en el artículo “Autobiografía y géneros autobiográficos. Soledad Acosta de Samper, entre el relato de viajes y la novela”. Relatos autobiográficos y otras formas del yo, compilación de Carmen Elisa Acosta y Carolina Alzate. Bogotá: Ediciones Uniandes y Siglo del Hombre Editores, 2010. 137-156.

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comprometer dos de nuestros primeros escritores como constantes colaboradores [...] , i conseguido fundar una correspondencia original de París, de la cual publicamos hoi la primera carta. Acerca de esta correspondencia nos escribe de aquella capital nuestro amigo el señor ***, que tanto interés ha tomado por obtener de la bondadosa e ilustrada Andina [seudónimo de Soledad Acosta] la condescendencia de honrarnos con sus cartas, lo siguiente: “Ella (Andina) desconfía mui justamente de sus fuerzas i teme no satisfacer las esperanzas de U. i de sus suscritores. Sin embargo ha convenido en trabajar i enviar cada 15 días una revista, i hoi va la primera a disposición de usted (No. 38, 1).

La colaboración que ha logrado de Andina es algo de lo que se enorgullece el periódico. Esta colaboración, como se observa también en la cita, aparece introducida por una voz masculina que obtiene el trabajo y lo envía al periódico con una nota introductoria. Su marido, José María Samper (1828-1888), es el aparente motor de la escritura y de la publicación, y en sus líneas afirma la modestia que ha tenido que vencer para lograr la correspondencia de parte de su esposa. El interés que le da poder escribir desde y sobre París ha abierto para la autora un espacio discursivo autorizado, si bien regulado como se verá a continuación. La “Revista Parisiense” aparece en la primera página del periódico, lugar que siempre ocupará a lo largo de sus quince entregas, cuatro páginas de las ocho del periódico. Su esposo ha dicho cómo procederá nuestra autora: “la Revista de los días 15 de cada mes, se contraerá a las modas en todos sus ramos, anécdotas y crónica volante. . . La de los días 30 y 31, abrazará (sin modas) la crónica de los teatros i todas las bellas artes, academias i museos, necrolojía de notabilidades en las ciencias i la literatura, inventos curiosos, baños de estío, fiestas, bailes” (No. 38, 1). Esta primera entrega de la “Revista Parisiense” tiene un subtítulo descriptivo: “Prólogo inevitable – Lujo entre las damas parisienses – Anécdotas – modas en el mes de noviembre – La modista parisiense – Crinolinas – Crónica de la quincena” (No. 38, 1). El prólogo, escrito por la autora, es interesante, pues se mueve en el doble discurso característico de las escritoras hispanoamericanas del siglo xix y cuya articulación se ciñe a las normas de lo aceptado como femenino a la vez que las cuestiona e intenta ampliarlas: Comunicación i movimiento son las palabras que caracterizan el progreso de la especie humana. [...] Es obedeciendo a esa necesidad de comunicación que [...] os pido permiso, bellas bogotanas, para entablar una serie de conversaciones íntimas adecuadas a las necesidades de nuestro sexo. [...] ¿Cuál es

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la misión de la mujer? [...] No veo la necesidad de que nos emancipen, como tampoco me parece conveniente que nos pongan en estado de sitio. [...] Lo único que pido es que nos dejen ser mujeres. ¿Acaso preguntaréis qué somos? El sexo fuerte suele decir que somos “ánjeles adorables, consuelo de la vida”, etc.; pero yo tengo mis sospechas de que otras veces i en confianza suelen llamarnos por nombres poco galantes, i en cuanto a nuestro carácter anjelical no me hago ninguna ilusión. Convengamos en una cosa mui sencilla: que así como los hombres no son más que un conjunto de cualidades i defectos, las mujeres igualmente poseen el don de hacer feliz o infeliz a su familia, i ambos sexos deben estudiarse mutuamente para seguir en armonía la senda de la vida (No. 38, 1-2).

Andina en su prólogo afirma, siguiendo lo establecido, que la misión de la mujer es “conservar, educar y agradar” (No. 38, 2) –y en ello seguiría el discurso del Prospecto de la Biblioteca–, y (pero) que para poder ejercer su influencia debe cultivar su corazón, su espíritu y su persona. Por este lugar por el cual empieza a “colarse” en el texto un espacio autónomo para las mujeres ocupado en el desarrollo de su subjetividad y que matiza la exigencia de abnegación (auto-negación) consuetudinaria: “De aquí la necesidad de leer o ver todo lo que se refiere al canto, la danza, la música, la poesía, la pintura, la escultura, la moda (en su acepción más alta), los teatros, la crónica, el romance” (No. 38, 2). El prólogo de la autora en su primera línea ha ubicado a las mujeres como parte de la especie humana, y la “comunicación” y el “movimiento” como necesarios y característicos del “progreso”, es decir, esenciales en la construcción de la nación en la que están comprometidos la escritora y los letrados –liberales, valga aclarar– de su generación, y en la cual quiere comprometer a sus congéneres colombianas. Cabe señalar además que comunicación y movimiento caracterizan en el discurso decimonónico la subjetividad masculina mas no la femenina, cuya versión patriarcal quiere a las mujeres en el silencio y la quietud, como muestran las numerosas publicaciones de la época que quieren establecer el deber ser femenino. La mujer a quien se dirige la autora de veintiséis años sale y debe salir de su espacio doméstico, tanto al espacio público de la lectura y de la escritura como al de los teatros. Lo que no dice el prólogo es que hablará también de política, si bien enmarcada dentro de la reseña de la moda. En política, sigue la corriente liberal que critica el imperio francés (ver Martínez 2001: 166-168, 210); lo sigue también en su discurso de fundación nacional. Además comenta y recomienda libros. Doris Meyer ha señalado que las mujeres del siglo xix recurren a formas híbridas de ensayo. Algo así es esta corresponsalía: un medio de expre-

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sión dentro de los confines del discurso establecido: “Para una mujer cuya identidad de género estaba definida por la Iglesia y el Estado, el ensayo ofrecía un lugar para desmitologizarse y dar testimonio sobre la realidad desde su perspectiva” (Meyer 1995: 4). Con frecuencia esas formas híbridas están signadas por la autocensura y ambivalencia (Meyer 1995: 5, 6), como también vemos que ocurre aquí. Ya en este momento tan temprano de escritura pública la autora aborda sus dos temas principales: la patria y las mujeres. Con respecto de la patria, en una de sus reseñas sobre literatura se muestra preocupada por la manera en que desde Europa se narran los territorios de ultramar, y quiere denunciar y corregir esa situación: Hace como diez o doce días que apareció en el mundo literario una novela de una señorita Girard, de la cual empiezan a hablar con elojios. Esta obrita [publicada en tres tomos pero en realidad corta] [...] lleva el epígrafe [título] de Paquita, i es una serie de cuadros de la revolución de 93, i de varias descripciones de costumbres de la India. La trama es anticuada i ridícula, [...] los caracteres, en lo jeneral, son forzados o poco naturales. En cuanto a las descripciones de la India, imajinadas por una persona que apenas conoce la Francia, no pueden ser verídicas. Esta moda de componer novelas sobre países que jamás ha visto el autor se está haciendo mui común [...] [El autor] se sueña poemas magníficos en que los personajes son estraños i nobles, i donde el vil metal llueve sobre los héroes con una constancia estraordinaria; i no hai ni serpientes, ni calor ni mosquitos, así es que no se encuentra ningún obstáculo para hacer el bien o el mal. Todo se allana ante los millonarios puestos en escena (No. 49).

La descripción que los europeos hacen de ultramar, de sus viajes y empresas allí, es un tema que preocupa a la autora y sobre el cual llama la atención de los lectores. Encuentra problemática dicha descripción, la ve como una práctica extendida y reputada, y quiere cuestionarla y desautorizarla, instaurándose como una nueva autoridad conocedora en tanto procedente de uno de esos países (des)conocidos y prolíficamente relatados desde Europa. El pseudónimo que emplea, Andina, llama la atención sobre el lugar simbólico desde el cual se produce su discurso, evidencia su origen. Con respecto a las mujeres, la vemos mencionar escritoras o libros importantes anónimos cuyos autores presumiblemente son mujeres: muestra a las mujeres, pues, leyendo y escribiendo, en movimiento y comunicación. Con frecuencia habla de George Sand, escritora que aparecía en las listas neogranadinas de libros prohibidos, calificada de inmoral en Europa y en América por el manejo autónomo de su cuerpo y de su sexualidad, por el carácter de sus textos y por su intervención en política. Andina la critica

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también pero no deja de mencionarla, y de leerla: reseña incluso su libro Él y ella, invitando casi a leerlo (No. 53, 122) a pesar suyo.2 Pero no habla sólo sobre escritoras y lectoras: se fija en otros tipos de mujeres, le preocupa la mala vida de las coquetas, tanto por el mal ejemplo moral que dan y que las damas francesas parecen seguir, como por la vida difícil que tienen, o habla de lo que cuesta convertirse en bailarina de prestigio (No. 41), por ejemplo.

3. Una holandesa en América

El tema de las versiones de ultramar vuelve a aparecer en su novela de 1876 (publicada por entregas en el periódico La Ley, y posteriormente en libro en 1888). La historia narrada se desarrolla en la década de 1850. Lucía, la protagonista holandesa, ha crecido en Holanda separada de sus padres y ahora debe ir a reunirse con ellos en la república de la Nueva Granada, hoy Colombia. Lucía quiere saber de América, y para ello lee relatos de viaje europeos que hablen de este territorio o de cualquier otra región lejana: ‘lo mismo da’, parece quejarse el texto. El tema de la India aparece de nuevo, ahora en esta obra narrativa separada casi veinte años de la “Revista Parisiense”. Quiero resaltar que en esta novela América aparece inicialmente como cosa escrita y soñada, leída por una joven holandesa en su país. Lucía se hace una idea de América por dos vías: las cartas de su padre y los relatos de viaje: “La correspondencia de Harris [el padre] estaba plagada de rumbosas descripciones de la regalada vida que llevaban él y su familia en la Nueva Granada (hoy Colombia). Allí, según él, era respetado y atendido por todos, y dueño de inmensos y valiosísimos terrenos que beneficiaban en grande escala; su existencia era igual al de un príncipe de la India” (Acosta 2007: 71-72, mi énfasis). Los relatos de viaje, por su parte, llevan a Lucía “a formarse una idea enteramente poética e inverosímil de aqueste nuevo mundo, en que creía que todo era dicha, perfumes, belleza, fiestas constantes y paseos por en medio de campos ideales” (Acosta 2007: 72-73). Un francés melancólico y romántico refugiado en Holanda –a quien Lucía ama en secreto y que después se casará con su prima holandesa, todo can2 “Esta novela es poco interesante, pasablemente inmoral y no os aconsejaría leerla”, pero “uno de los héroes principales el Alfred Musset”, las aventuras de la novela son las de Mme. Sand y muchas de las cartas publicadas son reales (No. 53, 122).

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dor y sencillez (Acosta 2007: 157)– se despide de ella diciéndole: “¡Feliz usted! [...] Usted se va a un país nuevo en donde se desconocen las intrigas y los vicios de esta vieja Europa” (Acosta 2007: 84). Cercano ya el encuentro con su padre, la novela muestra a Lucía hondamente conmovida al considerar que antes de que se pasara la semana llegaría a la espléndida morada de su padre, cuya elegancia y lujosas comodidades él la había descrito tantas veces, y allí con él y su familia querida pasaría una vida como la de aquellas princesas de la India cuyas existencias parecían un cuento de hadas, de las cuales ella había leído tantas veces narraciones que la encantaban (Acosta 2007: 117, mi énfasis).

Pero la realidad es otra. Su desembarco en América lo hace en brazos de un “negro robusto” que la lleva a tierra: el buque no logra llegar al muelle, y la lancha en que se embarca para alcanzar la costa tampoco, a causa de la marea baja (Acosta 2007: 109). En brazos del “negro” la materialidad compleja de América la toca más que literalmente: la toma en sus brazos, y le repugna. La miseria que encuentra la aterra, pero también encuentra “bellezas tropicales mayores aún de lo que ella las había ideado” (Acosta 2007: 113), si bien el bello paisaje se deja contemplar sólo por momentos y con frecuencia “el sofocante calor y los mosquitos” no dan “tregua” (Acosta 2007: 114). En América encuentra, pues, una naturaleza magnífica, bella y terrible a la vez; también sociedad, ciudades, universidades, libros, pianos, varios letrados, guerras y un amplio pueblo miserable. La América imaginada en los libros, de campos ideales y nuevo mundo sin vicios, se corrige en la novela con la experiencia americana de la holandesa. América se le revela a Lucía como una compleja materialidad que no se entiende con la dicotomía naturaleza/cultura (en la cual ‘cultura’ es Europa), y que la protagonista poco a poco va comprendiendo. Tampoco la dicotomía civilización/ barbarie opera en la novela, a no ser para matizarla: la hacienda de su padre irlandés, quien por europeo debería ser civilizador, es descrita, incluso por los naturales del país, como un desierto. El padre es considerado “un original” por los más benevolentes, y pretencioso, loco y charlatán por la mayoría. Esta novela se plantea, pues, como una versión del espacio americano que quiere corregir versiones delineadas en los espacios metropolitanos. Pero también se propone como una lectura dirigida a las mujeres, un texto que en este aspecto busca corregir las imágenes del sujeto femenino pro-

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movidas por el romanticismo. Tendríamos aquí, en ambos sentidos, otra forma híbrida de ensayo, un ensayo-novela. Teresa la limeña, una novela suya anterior, del año 1868, mostraba unas lectoras presas entre el naturalismo y el romanticismo: cínicas o condenadas a una infancia perpetua. Esa novela no sabía cómo responder, y la respuesta llega varios años después con Una holandesa en América: en este relato toma cuerpo un proyecto literario de la autora animado por el deseo de formar una subjetividad femenina fuerte –para la élite criolla, hay que añadir– que conozca las leyes que rigen el mundo que la rodea y que pueda buscar la manera de moverse dentro de él. Lucía viaja a América porque su madre ha muerto y su padre le pide hacerse cargo de la familia. Su madre, una romántica, murió postrada por la pérdida de sus ilusiones: de un lado, un mal matrimonio con Harris, en quien había creído encontrar un héroe de novela y que sólo había representado este papel para conquistarla; de otro, el traslado a una hacienda en las montañas colombianas, cuyo espacio extraño no sabe tampoco cómo enfrentar. Lucía, a diferencia de su madre, no muere: América no es lo que creyó, tampoco su padre, pero logra enfrentar su deber para con su familia y poner a marchar una hacienda que era un caos de barbarie antes de su llegada; la desilusión amorosa sí la enferma, pero se recupera al darse cuenta de que su amado, como ‘América’ y su padre, había sido también invención suya. Lucía logra sobrevivir a la desilusión y re-inventarse una vida satisfactoria en la que desarrolla sus capacidades de administradora y ejerce una función benéfica a su alrededor, tanto hacia su padre y hermanos como hacia los campesinos de la hacienda y de los territorios vecinos. Es un agente de civilización cuya labor no pasa por la de ser madre y esposa. Una pareja inglesa que vive en Colombia ha querido arreglarle un matrimonio, y la narradora se queja: “Como [la señora Cox] había sido muy feliz en su matrimonio creía que el deber de toda mujer casada era procurar que cuantas amigas solteras tenía encontrasen también un marido a todo trance [...] y pensaba que era preciso colocar [a Lucía] pronto, bien o mal” (Acosta 2007: 247); Lucía se resiste. El convento, de otro lado, en algún momento se presenta ante Lucía como una opción, pero muy pronto la rechaza también. La novela tiene una coprotagonista, una amiga colombiana de Lucía llamada Mercedes. Esta colombiana es una lectora sensible e instruida, con una subjetividad fuerte y que ejerce su labor patriótica en las conver-

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saciones con sus amigos, entre los cuales está su futuro novio, así como en la lucha contra la dictadura de 1854 (es una novela histórica); sus cartas a Lucía con frecuencia tratan con conocimiento y agudeza los problemas políticos de su momento. Se casa movida por el amor y por el deseo, pero sin idealizar por ello la institución matrimonial: Veo que Rafael desearía hallar en mí una mujer más tierna, más sumisa, más femenina quizás. Los hombres me han dicho, y yo lo siento así: buscan en el ser amado absoluta sumisión; quieren ejercer un dominio completo sobre nuestra alma; figúraseme a veces que ellos querrían vernos moralmente a sus pies, a pesar de que se fingen nuestros vasallos y nos llaman ángeles y diosas. [...] Ya me parece oírte decir: “[...] si quieres hallar en un hombre de mundo un Rafael de Lamartine o un Manfredo de Lord Byron, ¿por qué te casas?” [...] Ya me lo han dicho: el matrimonio arranca las delicadas ilusiones del alma, y la mujer casada nada tiene de poética (Acosta 2007: 250-251).

4. Cierre

Mujeres y nación, temas esenciales del romanticismo hispanoamericano y de los comienzos de nuestras repúblicas, son también los temas de la “Revista Parisiense” y de Una holandesa. En ambos espacios aparecen en su carácter escriturario, como escribibles y, sobre todo re-escribibles. Si bien para finales de siglo Soledad Acosta publicará ensayos propiamente dichos, como “Misión de la escritora en Hispanoamérica” (1895) o “Aptitud de la mujer para ejercer todas las profesiones” (1892), la autoridad y la reflexión alcanzada para hacerlo se ve formarse en la corresponsalía y la narrativa, formas híbridas de ensayo que le permiten abrirse paso en los terrenos de la reflexión pública. En esas formas híbridas aparecen sin duda formas alternativas de reflexión que vale la pena examinar. Como señaló Mary L. Pratt, en su ensayo “Don’t Interrupt Me”, la caracterización de la ensayística decimonónica en términos de “ensayo de identidad criolla” y “ensayo de género” no agotan la producción de ninguno de los sexos (Pratt 1995: 23). Los hombres también escribieron ensayo de género –el cual no ha recibido mucha atención– y las escritoras abarcaron temas no exclusivamente relacionados con género – y tampoco muy leídos. De aquí Pratt concluye que el canon del ensayo no contempla a las mujeres como autoras ni como tema, a pesar de lo prolífico de ambas: “These bodies of largely unexamined essayistic literature suggest that an

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important dimension of Latin American intellectual history has been omitted from scholarly consideration” (Pratt 1995: 25). El ensayo de género, por otra parte, no se ocupa sólo del estatuto y la realidad de las mujeres en la sociedad (Pratt 1995: 15), pues estos temas emergen y tienen relieve en el contexto del diseño de la nación. De ahí la importancia que le dieron las escritoras en su momento. Este es el contexto en el que resulta relevante la lectura de los ensayos posteriores de la autora –“Misión de la escritora en Hispanoamérica” (1895) y “Aptitud de la mujer para ejercer todas las profesiones” (1892), i. e.– y de tantos otros escritos por sus contemporáneas.

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Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri Rafael Olea Franco El Colegio de México

Para Serge I. Zaïtzeff Alfonso Reyes y Julio Torri, ambos nacidos en 1889, se conocieron en 1908, durante sus comunes estudios en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la Ciudad de México, adonde el primero había llegado en 1905, para estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria, y el segundo el mismo 1908. La estampa de su encuentro inaugural la proporciona Reyes muchos años después, el 26 de mayo de 1933, cuando desde sus funciones diplomáticas en Río de Janeiro, envía una carta a su amigo Torri en la que rememora: Fabio mío, yo te conocí escondido bajo una mesa de lectura, en la Biblioteca de la Escuela de Derecho, cuando cursábamos el primer año y tú llegabas apenas de Torreón. Unos cuantos muchachos, todos paisanos tuyos, te asediaban y te lanzaban libros a la cabeza, porque acababas de declararles, con un valor más fuerte que tú, que Vargas Vila era un escritor pésimo, si es que estas dos palabras pueden ponerse juntas. En ese momento entré yo. Tú apelaste a mi testimonio como a un recurso desesperado, y esta oportuna digresión dramática modificó el ambiente de la disputa, comenzó a apaciguar los ánimos, y te dio medio de escapar. Ya en la calle, me tomaste del brazo y me hablaste de aquel volumen de la [Biblioteca] Rivadeneyra, creo los Novelistas anteriores a Cervantes, recopilados por Buenaventura Carlos Aribáu. Desde entonces fuimos amigos (apud Torri 1995: 182-183).

A partir de este accidentado suceso, se desarrolló una amistad –“entre libros”, la describe con razón Krauze (1999)– donde el despliegue de la erudición y las lecturas compartidas propiciaron tanto una complicidad literaria como diversas lecturas críticas de las que han quedado huellas profundas en su discontinua correspondencia. Por cierto que un rasgo sorprendente de ésta es la ausencia casi absoluta de referencias al ambiente cotidiano en que ambos vivían, de enorme trascendencia histórica. Por ejemplo, el 24 de diciembre de 1914, Torri declara con desfachatez: “De México no te hablo, porque debes de estar mejor enterado que yo, que nunca leo periódicos, de lo que nos sucede” (Torri 1995: 51). ¡Como si

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los sangrientos sucesos revolucionarios fueran una simple noticia periodística y no un peligro apremiante! Lo mismo puede decirse respecto de las confesiones íntimas, aunque sospecho que a veces esta carencia se debe al pudor, como sucede con Torri en su carta del 16 de julio de 1917, cuando despacha en dos líneas una noticia impactante: “He sufrido mucho con la muerte de mi padre. He pasado la noche más terrible de mi vida” (Torri 1995: 85). Reyes, en cambio, suele ser más profuso, sobre todo cuando se refiere con cierto descaro a sus lances amorosos, lo cual destruye la imagen de santón que en ocasiones se le endilga en la cultura mexicana (aunque cabe decir, en descargo suyo, que con frecuencia se muestra atormentado, porque a diferencia de su interlocutor, él sí se enamora en cada aventura). En contraste, Reyes guarda un silencio sepulcral respecto del pasado histórico mexicano, vedado para él desde el 9 de febrero de 1913, con el inicio de los sucesos bautizados en la historia mexicana como la Decena Trágica, que arrancaron ese día con la muerte de su padre, el sublevado general Bernardo Reyes y remataron, entre el 22 y el 23 de febrero, con el asesinato del presidente legítimo Francisco I. Madero, como parte del advenimiento al poder del sanguinario dictador Victoriano Huerta. En la citada carta, luego de recordar a Torri la repulsión que éste sentía contra el novelista José María Vargas Vila, celebérrimo a fines del siglo xix y principios del xx, Alfonso Reyes también se queja de este personaje, cuyo nombre resuena con inusitada frecuencia en Brasil. Para empezar, porque en la embajada mexicana a su cargo, se recibía gratuitamente la revista Némesis editada por el escritor colombiano, de seguro como resabio de los bien remunerados servicios de propaganda que él prestó en el extranjero a favor de los presidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, según documenta Pablo Yankelevich en un ensayo titulado, significativamente, “Vivir del elogio: José María Vargas Vila” (2003). Asimismo, Reyes se sorprende de que en distintos ámbitos sociales brasileños, el nombre de Vargas Vila sea epítome de una pretendida alta cultura; entre los varios testimonios que él enlista, no resisto mencionar el de una mujer llamada Amelinha, quien con cándido entusiasmo le confiesa: “Me gustan los libros intensos. Leo mucho a Vargas Vilas”, como le decían al escritor en Brasil, quizá por la concordancia del plural, especula con ironía Reyes; no obstante el ex abrupto, él disculpa a esa mujer gracias a sus atributos no intelectuales, pues la describe sensualmente como: “[…] una irresponsable frutita de la tierra, tan pagana y tan natural, tan jugosa, mansa y besucona

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que hay que perdonarle todos sus embustes y aceptarle como ella es […]” (apud Torri 1995: 184). He iniciado con esta sabrosa anécdota porque exhibe a la perfección el tono suelto y atrevido que asume la correspondencia entre Reyes y Torri, a diferencia de la que el primero establece con Pedro Henríquez Ureña, según señala José Luis Martínez: “[...] Reyes veneraba –no hay exageración en el término– a Henríquez Ureña, pero al mismo tiempo estaba cohibido ante él y reprimía su natural efusivo, lamentoso y juguetón. Si se comparan las cartas que por los mismos años escribe a Julio Torri –cariñosas, maliciosas, chispeantes y deshilvanadas–, se advertirá este cambio sensible en el tono epistolar” (Martínez 1986: 23). Es probable que los diálogos epistolares de Reyes con Henríquez Ureña contengan una mayor cantidad de información sustantiva, pero sin duda la creatividad literaria del primero aflora de manera más decidida cuando se dirige a Torri. En suma, tanto para Reyes como para Torri, el novelista colombiano encarnaba lo que desde la alta cultura se juzgaría como el “mal gusto” (imperante sobre todo en lo que ahora denominamos cultura de masas), como se percibe en el comentario de Reyes, quien relata así su reacción frente al primer brasileño que cita elogiosamente a Vargas Vila: Yo disimulé mi sorpresa, pero luego comprendí que el nombre de este autor venía a ser como un santo y seña, y que, en ciertos ambientes, se lo usa para dar a entender que se está al tanto de las sublimidades poéticas de nuestra habla. (Y conste que sólo trato aquí de “ciertos ambientes”, y que para nada toco el verdadero mundo literario, tan fuerte y serio aquí como en cualquier parte.) (apud Torri 1995: 184).

En efecto, ni siquiera los más enjundiosos defensores de Vargas Vila están convencidos de las virtudes artísticas del autor, como se percibe en el siguiente juicio, cuyo arranque encomiástico es desmentido por su irrefutable conclusión: Contrariamente a lo que afirman algunos críticos literarios, la obra de Vargas Vila resulta significativa en el ámbito de las letras latinoamericanas, por la singularidad de su estilo y por la audacia con que utiliza los recursos propios de la estética modernista […] Vargas Vila quiso ser esteta en el más puro sentido de la palabra, pero su afán de ser raro y original no le permitió diferenciar entre la grandeza y el ridículo (Triviño 1991: 10-11).

Añado, por mi parte, que basta con fijarse en los títulos de algunas de sus novelas (Aura o las violetas, Flor de fango, Las rosas de la tarde, y la trilogía

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Lirio blanco, Lirio rojo y Lirio negro) para deducir de inmediato que el lirismo exacerbado de Vargas Vila, que algunos calificarían como simple cursilería, es totalmente ajeno a los gustos estéticos de Reyes y Torri, quienes nunca se rebajaron al burdo sentimentalismo literario. No obstante, conviene agregar, en justicia, que la repulsión de Reyes también emana de oscuros motivos personales, porque él confiesa: “Vargas Vila despertaba en mí no sé qué desagrados o recuerdos de la última infancia, del autoerotismo, y del estéril ardor” (apud Torri 1995: 183). Es decir, si bien a sus más de cuarenta años el honorable embajador Reyes consideraba deleznable la estética manejada por Vargas Vila, sin duda la vertiente erótica de éste, que le generó tantos lectores, había atraído al joven Alfonso durante la época de los placeres prohibidos del autoerotismo. Como se sabe, desde su salida de México en agosto de 1913, Reyes se convirtió en el más fiel y constante promotor de los miembros de su generación, el Ateneo de la Juventud. Así, en 1913 difundió tanto en la revista parisina América, editada por los hermanos García Calderón, como en la mexicana Nosotros, su artículo “El ambiente literario”, que bajo el subtítulo de “Nosotros” hablaba de su propio grupo intelectual. Usando una primera persona del plural, Reyes dibuja así a su amigo “[...] y apenas salía de su infancia Julio Torri, nuestro hermano el diablo, duende que apaga las luces, íncubo en huelga, humorista que procede de Wilde y Heine y que promete ser uno de los primeros de América” (Reyes 1956: vol. IV, 304-305; las cursivas son mías). El calificativo de “promesa” que Reyes adjudica a Torri se atenúa en 1941, en la versión modificada de su artículo, titulado ahora “Pasado inmediato”: “Y apenas salía de su infancia Julio Torri, graciosamente diablesco, duende que apagaba las luces, íncubo en huelga, humorista heiniano que nos ha dejado algunas de las más bellas páginas de prosa que se escribieron entonces [...]” (Reyes 1941: 43-44). La promesa literaria latente en Torri empezó a plasmarse en octubre de 1917, cuando Reyes recibió en Madrid el largamente anunciado y esperado primer libro (y, por mucho tiempo, único) de su amigo: Ensayos y poemas. El diálogo epistolar que ellos entablan acerca de este volumen resulta cardinal para comprender las concepciones estéticas de los interlocutores, las cuales no siempre se declaran expresamente. El 13 de diciembre de 1916, Torri alude así a la extensión y características de los textos que casi un año después formarían Ensayos y poemas: “Mi libro te alcanzará uno de estos días. Es libro de pedacería, casi de cascajo. No puedo hacer nada de longue haleine. Tengo por ello mucho despecho,

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como puede verse en el dicho libro” (Torri 1995: 79). En el fondo, este comentario funciona como un mero mecanismo retórico (captatio benevolentiae), con el cual Torri pretende encubrir sus intenciones, pues hay muchos indicios de que su inseguridad es una simulación; entre ellos, su solicitud para que Reyes entregara ejemplares de Ensayos y poemas a connotados personajes del mundo cultural matritense, como los españoles Enrique Díez Canedo y Juan Ramón Jiménez, o el mexicano Amado Nervo, a la sazón residente en España. Es obvio que si el autor hubiera sido consciente de la modestia de su obra, no habría intentado una amplia difusión de ella. La misma conclusión se deduce de sus palabras, pues luego del pasaje que he transcrito, Torri afirma, con una seguridad opuesta al verbo inicial: “Temo que haya en él [el libro] demasiada petulancia para nuestros paladares estragados” (Torri 1995: 79). La mención de los “paladares estragados” implica que, a juicio suyo, los gustos literarios de entonces están viciados, corrompidos, por lo que los lectores podrían no ser aptos para apreciar el valor de nuevas tendencias estéticas. En suma, pese al aparente tono humilde de las líneas citadas, el escritor proclama la novedad extrema de su libro, cuyo carácter especial quizá implique la falta de comprensión de sus receptores, acostumbrados al “viciado” panorama literario de la época. La íntima pero no tan secreta confianza de Torri en la originalidad y el valor de su obra aumentó al conocer el comentario de Reyes, quien el 3 de octubre de 1917, califica Ensayos y poemas con un juicio hiperbólico: “Tu libro está escrito de una manera perfecta. Ya no necesitas aprender más” (apud Torri 1995: 96); y luego de elogiar de forma breve y cifrada varios de los textos, concluye con una ponderación extrema: “¿Por qué has vacilado tanto en publicar tu libro? ¿Qué te estás tú figurando? Tenía razón Mariano [Silva y Aceves] al decirme que era el mejor que se había escrito en México” (apud Torri 1995: 97). Pese a que Reyes sólo era unos meses mayor que Torri, había ganado ya cierta fama en el mundo literario hispánico, lo cual explica que el segundo se haya entusiasmado por las alabanzas de su corresponsal, como anota en una carta de noviembre de 1917: “Acabo de recibir tu última en que me dices cosas tan gratas de mi libro. Para un primerizo como yo, esto es para perder la cabeza” (Torri 1995: 98). La obra misma de Torri contradice el supuesto remordimiento del autor por no haber podido construir una obra de “largo aliento”, pues en diversos pasajes de sus breves escritos, se elabora una especie de teoría literaria en la que se exalta la escritura breve, al mismo tiempo que se exhibe un enorme desprecio por los artistas que producen sin reserva, por quienes

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no saben contenerse y violan el pudor verbal. De hecho, él juzga que el recato es una de las grandes virtudes a las que puede aspirar un escritor: “El horror por las explicaciones y las amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintaesencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y ánforas” (Torri 1964: 33-34). Quizá en este punto no faltará algún lector malicioso que sospeche que Torri se refiere a un escritor como Reyes, cuya abundancia es proverbial. Creo, sin embargo, que se trata de planos distintos, porque la magnitud del conjunto de una obra no implica que estilísticamente cada texto individual sea un exceso. De hecho, el 25 de enero de 1914, en la intimidad del diálogo epistolar, Reyes confiesa tanto su entrañable costumbre de escribir a vuela pluma como de enviar la misma nota con variantes a dos revistas: Esta última [nota] también la mandé a La Habana: me he hecho medianamente sinvergüenza. Tales notas están escritas sobre las rodillas, o en los puños de la camisa, como más te guste. No desearía yo que el amor de mis amigos les hiciera dar más importancia de la que tienen y les doy (apud Torri 1995: 55-56).

Creo que el mérito del escritor no disminuye si se acepta que muchas de esas colaboraciones pertenecen al género pane lucrando, el cual de hecho fue obligado a ejercer. En 1914, luego de que las diversas facciones revolucionarias derrotaron a Huerta, Venustiano Carranza ordenó cesar a todo el cuerpo diplomático nombrado por el dictador, con lo cual Reyes perdió el cargo que ostentaba en la legación mexicana parisina; en busca de su sobrevivencia, se trasladó a Madrid en septiembre de 1914, donde empezó a ganar su sustento (y el de su familia) mediante la “morralla articuleril” (así la llamó él) que lograba colocar en periódicos y revistas. En 1920, en gran medida gracias a la intermediación de su antiguo amigo ateneísta José Vasconcelos, cuya influencia en el gobierno de Obregón era notable, Reyes obtuvo un puesto regular en la embajada mexicana en Madrid; la mejoría económica que esto implicó quedó plasmada en su exultante carta del 5 de julio de 1920 a Torri: Ya supondrás que casi no lo quiero creer. ¿Tener yo seguro el sustento después de seis años de continua lucha e indecisión diaria? (Indecisión sobre si sería o no conveniente comer a medio día y cenar por la noche). No puedo creerlo, no. Tampoco es verdad (no puede serlo, no) que yo me voy de veraneo con mi mujer y mi hijo a los pueblos del Norte de España; eso no es cierto, yo estoy soñando, a mí me engañan para que después yo fallezca de dolor (apud Torri 1995: 136).

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Claro que al lado de sus textos de “pedacería”, como los habría calificado Torri, Reyes decanta y depura sus obras más cuidadas, las cuales tarda en mandar a la imprenta, como sucede con su prosa lírica de Visión de Anáhuac (1917), con el excelso poema dramático Ifigenia cruel (1924), o con su Oración del 9 de febrero (1930), cima de la escritura autobiográfica en México que por doloroso pudor él nunca se atrevió a publicar, aunque para fortuna de la literatura mexicana el texto se preservó entre sus papeles inéditos. De todos modos, en este punto conviene citar que, entre burlas y veras, Torri emite un comentario que, leído a distancia, parece premonitorio del futuro de Reyes, a quien augura: “Colecciono tus cartas […] pienso publicar en 198… 5 tomos de obras inéditas tuyas, sin permiso de los herederos del autor, quienes entre 1958 y 1973 habrán impreso la edición completa y definitiva de tus obras (40 volúmenes)” (Torri 1995: 53). El contraste entre ellos en cuanto a la cantidad de su producción escrita no podía ser mayor. A partir de su salida del país en 1913, Reyes insistió infructuosamente, primero desde Europa y luego desde Sudamérica, para que su amigo Torri le enviara sus textos para editar un libro suyo, lo cual logró hasta 1940, cuando la todavía Casa de España en México, ya dirigida por Reyes, imprimió De fusilamientos, el segundo volumen de Torri. En cambio, por medio de sus misivas Reyes no sólo daba cuenta de sus múltiples publicaciones presentes, sino también de sus vastos proyectos futuros; esto motivó que en octubre de 1917, su estéril amigo Torri –quien en vida sólo difundió tres libros individuales, aunque en gran medida el último sea una refundición de los dos previos– le escribiera, alarmado: “Recibí tu carta de septiembre. Me deja sobrecogido de espanto (tal vez de envidia también) tu laboriosidad. Quien te reconstruya según tus obras, imaginará que pesas cien kilos y que eres una encina de la Selva Negra. ¡Por los dioses, Alfonso, no trabajes tanto! El arte es largo, la salud es breve” (Torri 1995: 93-94). Pero tal vez las diferencias en la magnitud de sus respectivas obras individuales impidan percibir sus semejanzas, sobre todo la más importante de ellas: la confluencia en una estética literaria compartida. En el entorno cultural de la época, se suscitó una polémica sobre los modelos generales de escritura, visible en un artículo periodístico de Antonio Caso titulado “De la marmita al cuenta gotas”, difundido por El Universal Ilustrado el 23 de noviembre de 1917. Para comparar los dos tipos generales de estilos literarios, Caso recurrió a una alegoría basada en utensilios comunes: la marmita y el cuentagotas. Desde su perspectiva, el primero de ellos, usado

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para cocer “prosaicas legumbres y viandas de mucho sustento”, representaba el estilo decimonónico, mientras el cuentagotas era propio del estilo contemporáneo: “El cuenta gotas es aristocrático, reticente, parco como confesión estricta o tácita, como entendimiento desconfiado, como un poeta perfecto del novísimo barco, como un aprendiz de ensayista, lector asiduo de Walter Pater y Robert Louis Stevenson” (Caso 1976: 25). Al mencionar a estos dos escritores anglosajones, Caso aludía a los gustos literarios de sus colegas ateneístas, visibles en una misiva de abril de 1914 donde Torri comenta a Reyes que en la cena de despedida de México organizada en honor de Henríquez Ureña, había estado presente Antonio Álvarez Cortina, a quien describe elogiosamente como “[...] un aristócrata muy inteligente que sin influencias ni consejos de nadie, descubrió a Pater y a Stevenson” (Torri 1995: 65). Por cierto que la difusión de Pater entre los ateneístas se debió precisamente a Henríquez Ureña, quien en un registro de sus tempranas memorias, redactadas a partir de 1909, al describir su estancia en México anota: “Agregaré que desde hace un año [1908] estoy traduciendo y publicando por entregas en la Revista Moderna el libro de Estudios griegos de Walter Pater: primera traducción castellana de una obra suya” (Henríquez Ureña 2000: 124). La intención última de Caso era “equiparar a la marmita plebeya nuestra vieja literatura hispano americana, tan verbosa y desmelenada, y al gotero preciso y hermético, esta nueva literatura que ‘brota a pulsaciones’, según dijo en alguna parte, no sé con qué propósito, Alfonso Reyes” (Caso 1976: 25). Luego, él invocaba a una serie de escritores cuyo ímpetu creativo se semejaba, a juicio suyo, al proceso propio de la marmita, entre ellos Prieto, Altamirano, Riva Palacio. En contraste con esa literatura de profundo aliento y sentido, Caso consideraba que las obras de su tiempo carecían del vigor propio de la marmita: Abrid un libro de algún contemporáneo, y el esfuerzo vernáculo, hispano americano, os evocará la exactitud micrométrica del cuenta gotas. Todo en estos libros de hoy se dice a medias o cuartas partes. Como para Voltaire, créese a pie juntillas que el secreto de causar tedio está en decirlo todo claramente. Débese sugerirlo apenas, dejando al lector su autonomía espiritual, volviéndolo colaborador inteligente del que escribe; sin tiranizarlo con tempestuosos endecasílabos; sin vejarlo con explosiones de mal gusto patriótico; sin demagógicas contorsiones; sin ruido... (Caso 1976: 26).

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Esta cita, donde se definen los rasgos diferenciales de una nueva literatura, ilustra un fenómeno frecuente en la historia de la crítica literaria: el hecho de que a veces un acerbo opositor a una corriente estética renovadora alcanza a distinguir la propuesta que ésta realiza, pero debido a su personal afiliación a otra tendencia artística, está incapacitado para disfrutarla y para captar su función revolucionaria. Por ello Caso, que no era un lector descuidado, identificó el elemento fundamental de la concepción estética implícita en las nuevas corrientes literarias: la intención de que el arte fuera sobre todo sugerencia o alusión (“pulsaciones”, según Reyes); sin embargo, sus hábitos y gustos de lector (con base en sus competencias lingüística, genérica e ideológica) constituían un lastre que lo retenía en la orilla opuesta. Al parecer, la relación entre Torri y el “maestro Caso”, como ya nombraban a este ateneísta los jóvenes universitarios, no fue nunca tersa. El primero recordaba muchos años después que Caso se había formado una mala impresión sobre él por sus aficiones mundanas; y en cuanto a la disputa alrededor del calificativo “cuenta gotas” que le había endilgado, opinaba: “[Caso] Era muy generoso. Yo escribí ‘La oposición del temperamento oratorio y el artístico’ en contra suya. Antonio, le diré, emitía opiniones contradictorias en corto tiempo. El texto le molestó. Escribió dos artículos muy graciosos contra mí en El Universal. Me llamaba el ‘cuentagotas’” (apud Carballo 1986: 171). Sospecho que estas palabras tienen una sutil intención irónica, porque no obstante el calificativo inicial, la memoria de Torri no pinta a su contemporáneo como muy “generoso”. Más allá de simpatías o diferencias individuales, cabe destacar, desde una perspectiva estética, que el concepto de literatura avalado por Caso implica una idea de “utilidad” artística, de carácter social o histórico, que de ningún modo es compartida por Reyes y Torri. Así, mientras éste escribía los heterogéneos textos que formarían Ensayos y poemas –los cuales lindan entre el relato corto, el poema en prosa y el ensayo breve–, Alfonso Reyes, además de sus artículos periodísticos que le proporcionaban el sustento, preparó los textos que en octubre de 1920 formarían El plano oblicuo, libro pagado por él mismo que posee, entre paréntesis, un subtítulo descriptivo semejante al de Torri: cuentos y diálogos. Este volumen abre con un texto fechado en 1912, “La cena”, el cual es imprescindible para entender el desarrollo de la literatura fantástica en México, pues sin duda tiende un puente entre la tradición decimonónica y la del siglo xx; el epígrafe de “La cena” es un enigmático verso de San Juan de la Cruz, “La cena, que recrea y enamora”, el cual es usado en su sentido literal en

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el texto, como suele suceder en la literatura fantástica; asimismo, la trama del relato cierra con la presencia de un objeto (una humilde flor) que funciona como prueba testimonial de que ha sucedido algo extraordinario e inexplicable, en una variante del famoso pasaje de Coleridge sobre una flor imposible que años después propagaría Borges (1996). El penúltimo texto de la colección, “Estrella de Oriente”, datado en 1913, es una rara estampa biográfica (más evocación lírica que biografía descriptiva) de su contemporáneo ateneísta Martín Luis Guzmán, cuyo nombre no se enuncia porque el título alude a su apodo amistoso. También aparecen en el volumen las preocupaciones helénicas del autor, en “Diálogo de Aquiles y Elena” y “Lucha de patronos”; este último, donde intervienen Eneas y Odiseo, contiene, entre paréntesis, el subtítulo “En los Campos Elíseos”, lo cual induce a sospechar que Reyes terminó de redactarlo durante su estancia parisina, pese a que está fechado en 1910; si bien el autor no reconoce esta revisión en la obra original de 1920, sí lo hace en la edición de sus obras completas, donde respecto de El plano oblicuo dice: “Con excepción de ‘La reina perdida’, que data de París. 1914, este libro fue escrito en México, de 1910 a 1913, aunque, naturalmente, fue retocado y corregido en Madrid, antes de su publicación” (Reyes 1956: vol. III, 10). He descrito brevemente algunos textos del variado mosaico que ofrece El plano oblicuo porque me interesa destacar un rasgo común a ellos: la ausencia de los códigos literarios realistas. Este rasgo resulta novedoso si se considera que la literatura mexicana de esa época estaba dominada por el realismo (aun antes de la canonización de la llamada novela de la Revolución Mexicana). Más allá de las razones de carácter autobiográfico para que Reyes eludiera referirse a la realidad histórica de su país, conviene señalar que él y Torri coinciden en su rechazo extremo del realismo imperante en la cultura mexicana, la cual asimiló con relativa lentitud sus innovadoras propuestas. Además de que Reyes se distancia de forma voluntaria de los temas pretendidamente mexicanos, en la formación de su imagen artística también incide su lejanía física. Por ello, el 7 de diciembre de 1923, a más de diez años de su salida del país, él manifiesta su inquietud sobre la percepción de su obra que se está forjando entre las nuevas generaciones: “Dime, Julio: ¿es cierto […] que ya los muchachos de los últimos barcos no me estiman? Alguno hasta dice que no soy mexicano: ¿y Nervo sí lo era? Porque Nervo vivió más que yo fuera de México y conservó menos que yo sus ligas con su generación” (apud Torri 1995: 164). Como sabemos, este tema alcanzará

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su clímax en la famosa polémica nacionalista de 1932 (véase Reyes y Pérez Martínez 1988). Ahora bien, puesto que en principio la estética de la sugerencia o alusión manejada por Reyes y Torri demanda lectores perspicaces, su número sólo puede ser limitado (más restringido todavía que el ya de por sí escaso público global mexicano). Si bien en principio ellos parecerían ubicarse en las antípodas de una literatura que anhela la difusión masiva, esto no resulta exacto. Por ejemplo, aunque Torri reitera su idea de que el artista debe alejarse del vulgo, participa en dos empresas que buscan hacer llegar a las masas parte de la literatura canonizada. Por un lado, edita, junto con Agustín Loera y Chávez, la colección “Cvltvra”, empresa para la que incluso prepara prólogos a las obras de Andersen, Perrault, Goethe y un libro de romances, así como la traducción de las Noches florentinas de Heine; en un comentario de octubre de 1916 por la aparición de los tres primeros números de “Cvltvra” (Revista de Revistas, 8 de octubre de 1916, p. 7), describe así los objetivos de la colección: “Van encaminadas estas publicaciones a poner en las manos de todos los buenos libros. Campaña es ésta contra las novelas policíacas y folletinescas, que tan mala influencia ejercen entre nuestras clases populares, y que son ejemplares del gusto artístico más depravado” (Torri 1980: 72). Por otro lado, pocos años después participa, desde la dirección del Departamento Editorial de la Secretaría de Educación (puesto que se le ofreció primero a Reyes), en la cruzada vasconcelista para difundir masivamente un heterogéneo corpus literario y cultural; esta función resulta muy gratificante para Torri, quien en carta del 9 de junio de 1922 a Reyes, exhibe su alegría por la amplia aceptación de esos volúmenes: “¿Te dije que los tiros de estas ediciones son de 25,000 ejemplares cada una? Se venden admirablemente. En los tranvías encuentras gente leyendo a Homero. Te conmueves hasta las lágrimas, por poco sentimental que seas” (Torri 1995: 157). Un año después (octubre de 1923) reitera una experiencia análoga: “Sigo editando libros que se venden mucho y se leen en los tranvías. En un barrio –Loreto, adonde voy a parar siempre en mis correrías melancólicas de solitario– vi un día pasar a un hombre con un violín y uno de mis libros debajo del brazo. Me puse muy alegre y bendije a los dioses en mi corazón” (Torri 1995: 163). Alfonso Reyes no fue ajeno a este cambio en la concepción cultural de su amigo. El 3 de octubre de 1917, Torri le manifiesta su rechazo al vulgo, pero de inmediato su interlocutor lo corrige con energía: “En adelante, ya no es necesario que insistas en la necesidad de aislarse del vulgo. Olvida esa

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idea, para que pronto seas completamente clásico: no sientas la diferencia entre ellos y nosotros. Vive uno entonces como un beodo, pero creo que por allí se acerca más a lo fundamental” (apud Torri 1995: 96). Al mes siguiente, Torri acepta con humildad la reprimenda de su hermano levemente mayor pero ya su maestro: “Tienes muchísima razón en no aprobar mi desdén para el vulgo. A mí también me choca esto, pero tal vez en todo mi libro hay demasiada reacción contra las cosas ambientes. Asi v. g. hay por todo él una corriente de dogmatismo que me ha disgustado bastante” (Torri 1995: 98). Quizá gracias a su fortuita residencia en Madrid, Reyes resultaba inmune a eso que Torri llama “las cosas ambientes” de la cultura mexicana. De particular importancia me parece la idea reyista de que un autor clásico no debe diferenciar entre un “ellos” y un “nosotros”, puesto que le conviene intentar llegar a todo tipo de receptores, lo cual implica la confluencia de la alta cultura con la cultura popular. En última instancia, éste fue el ideal de los jóvenes que en 1907 organizaron la primera serie de variadas conferencias públicas que culminaría con la formación oficial del Ateneo de la Juventud el 28 de octubre de 1909. En el caso individual de Reyes, hasta el final de sus días, mediante su traducción fragmentaria de Homero, siguió intentando concretar ese ideal clásico, pese a sus limitados y confesos conocimientos de griego, los cuales, para ser justos y honestos, tampoco tenía el más ateniense de ellos, Pedro Henríquez Ureña (al parecer, el único del grupo que manejaba el latín y el griego era Mariano Silva y Aceves, gracias a su previa educación religiosa en un seminario). Tal vez lo más importante de esa actitud sea que mediante sus afanes de difusión cultural, Reyes quería que los mexicanos no nos conformáramos, parodiando palabras suyas, con recibir las migajas del banquete de la civilización europea, al cual él afirmó, en sus “Notas sobre la inteligencia americana” de su libro Última Tule, que los hispanoamericanos habíamos llegado tarde (Reyes 1960: 82). En última instancia, desde muy temprano los propios ateneístas reconocieron su ignorancia del griego, lo cual no obstaba para que consideraran que la experiencia (a veces mediada por traducciones inglesas o francesas) había sido provechosa; por ejemplo, cuando Guzmán reseña el reciente libro de Reyes titulado El suicida (1917), afirma: “Baste recordar que mucho se habló y escribió en ese grupo [el Ateneo de la Juventud] sobre Grecia, sobre su literatura, su arte, su filosofía, sin conocer una sola palabra del griego. Mas no por tales limitaciones, y otras análogas, el impulso primitivo resultó menos fructuoso” (Guzmán 1992: 57).

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A partir del encuentro de 1908 que evoqué al inicio de este ensayo, la amistad crítica entre Reyes y Torri se prolongó por poco más de cincuenta años, aunque, curiosamente, sus relaciones, plasmadas por medio de una correspondencia intermitente, fueron más constantes y efusivas a distancia que cuando Reyes volvió a México. Después de haber abandonado su país natal en 1913, él pasó los siguientes once años en Europa, desde donde mandó efusivas cartas a su amigo Torri. Los pocos meses de 1924 que Reyes estuvo de nuevo en México, las misivas cesaron, pero no, como cabría suponer, porque fueran sustituidas por la presencia física, sino porque al parecer la amistad entre ellos era más fluida en ausencia. Lo mismo sucedió al regreso definitivo de Reyes a México a partir de 1938, como se deduce de los reclamos mutuos por la falta de correspondencia del otro. Ya residiendo Reyes en México de forma definitiva, las escasas misivas entre él y Torri se vuelven más bien formales y esporádicas, sin aludir a los encuentros personales que de seguro sostenían. No es extraño que una amistad que empezó por una afinidad intelectual (su mutuo aborrecimiento de la obra de Vargas Vila) haya terminado por razones librescas, meses antes de la muerte de Reyes, acaecida el 22 de diciembre de 1959. En una nota del número 5 del boletín de la Biblioteca Alfonsina de mayo de 1959 –cuyo texto reproduce Serge Zaïtzeff, el mayor conocedor de la obra de Torri, en su edición de los Epistolarios de éste–, Reyes registró: Cuando salí de México para Francia, en 1913 –mi primera ausencia del país– iba en mi equipaje un ejemplar del Tesoro de la lengua de Sebastián de Covarrubias Orozco (Madrid, 1611) y dejé en México, como préstamo a un amigo, la segunda edición de esta obra, completada con el discurso de Bernandino Aldrete sobre “el origen y principio de la lengua castellana” (Madrid, 1673-1674). Yo ignoraba entonces que esta segunda edición se cotizaba a mayor precio que la primera. De esta segunda edición me despedí para siempre, pues cuando regresé al país en 1924, mi amigo no pudo darme noticia de ella (apud Torri 1995: 200).

Julio Torri interpretó de inmediato que el amigo al que Reyes se refería era él, por lo cual le mandó, airado, una carta en la que llanamente se dirigía a su antiguo camarada ateneísta por su nombre de pila: “Alfonso: Veo con pena en el Bol. 5 de tu biblioteca, que sigues creyendo que yo te birlé tu Covarrubias. Con toda energía protesto una vez más que soy absolutamente ajeno a esta pérdida” (Torri 1995: 200). Luego enlista cuatro puntos por los que no puede ser culpable. Primero, porque en 1913, teniendo Reyes

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amigos más cercanos, como Henríquez Ureña y Caso, no iba a confiar a Torri un libro tan valioso como su edición del Covarrubias-Aldrete; segundo, porque, según Torri, en la correspondencia que Reyes le dirigió desde Francia y España, no hay ninguna alusión al libro (lo cual es inexacto, ya que Reyes sí lo menciona en una de sus cartas); tercero, porque Torri deduce que tal vez Manuela Mota, la cónyuge de Reyes, para desviar la probable cólera de su esposo hacia alguno de sus familiares responsable de la desaparición del libro, echó mano del “servicial” Torri como chivo expiatorio; alega, por último, que después de cincuenta años de trato mutuo, Reyes debería conocer su probada honradez. Tres días después, Reyes contesta en un tono en principio conciliador, pero después irritado: Julio: Me apena muchísimo tu carta del 25 de mayo. Desde que tú, hace tiempo, rectificaste mi error, nunca más se me ocurrió pensar en ti con relación a la pérdida del Covarrubias-Aldrete. Jamás quise aludirte, ni se refieren a ti las palabras que te han molestado. He tenido ocasión de aclarar después muchas otras cosas (no referentes a ti). Y si de algún modo deseas que te dé una satisfacción al respecto, aunque tú no apareces allí para nada, estoy dispuesto a hacerlo; pero no creo realmente que haga falta, así como nunca pensé que te consideraras aludido. Me duele singularmente que mezcles en esto a Manuela, completamente ajena a esta historia (apud Torri 1995: 201-202).

Pero esta triste anécdota no termina aquí, pues entre los papeles de la Capilla Alfonsina, Zaïtzeff encontró, junto con la carta anterior, esta nota manuscrita de Reyes: Esta historia del libro la conté de cualquier modo nada más por darle aire. Ni me importa nada, ni menos he agraviado ni nombrado para nada a Torri, con quien mi vieja y fraternal amistad me autorizaba además a portarme con cierta travesura y buen humor. Él se puso solemne, habló de “su honradez”; y se puso el saco porque quiso. Se permitió una alusión de muy mal gusto a Manuela, y habló no sé por qué del servicial Julio Torri. Pues yo no le debo servicios y él me debe varios a mí. No tengo nada contra él y externé mi benevolencia para él como no lo hubiera hecho con nadie. Sospecho que he contribuido a darle nombre, cuando nadie le hacía caso. El pobre ha venido juntando rabia contra mí gratuitamente. Tal vez porque le molesta que siempre le pongan como en mi séquito, y en eso tiene razón. Al venir los festejos de mis 70 años y verse como secundario adorno de mis alegorías [sic], estalló. No tengo la culpa [Condescendiente, al final Reyes remata:] Lo comprendo y lo perdono (apud Torri 1995: 202).

Por fortuna, Torri nunca se enteró del comentario manuscrito de su amigo, a cuya muerte escribió sus lúcidas “Notas sobre Alfonso Reyes”, las que

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inician describiendo a éste como lo que ahora llamaríamos un profesional de las letras: Alfonso Reyes nos ofrece un ejemplo de entrega total a su vocación, desde la adolescencia hasta su muerte. Estudiar con perseverancia tenaz; escribir, mostrar a los demás cómo superarse en el cultivo de las buenas letras; divulgar en el extranjero lo valioso de nuestra literatura y de nuestra historia: éstos fueron sin duda los objetivos que dirigieron su vida, la misión espiritual que realizó en sus años de aprendizaje y en los de madurez (Torri 1964: 162).

Luego destaca un rasgo de la obra de Reyes que provocó aguda molestia en el autor porque se usó como incomprensiva acusación: Fue un escritor libresco, sin que esta palabra implique nada de peyorativo o de censurable. Toda idea trae en él el recuerdo de otras semejantes que halló en sus autores predilectos, que son legión. Es un tipo de escritor que sólo se produce en los ambientes literarios más doctos, en los países de cultura más refinada (Torri 1964: 166).

Por cierto que no deja de ser sintomático que en este rasgo, que ahora se analizaría desde el concepto de intertextualidad, Reyes coincida con su amigo argentino Jorge Luis Borges: ambos fueron autores “librescos”, calificativo que no resulta denigrante sino mera descripción de un elemento constitutivo de su arte literario. A este carácter “libresco” de la obra de Reyes aludían, de forma encubierta o directa, quienes le imputaban no haber vivido lo suficiente. En uno de los pocos pasajes en que él se refiere veladamente a su traumático pasado, comenta con disgusto: ¡Las experiencias de mi vida son tan fuertes, tan intensas! Las he asimilado tan completa e íntegramente que ni siquiera las dejo salir al exterior. ¡Ya me dicen que no he vivido, esos paseantes de una sola calle del mundo! ¿Quién de ellos puede haber sufrido y gozado lo que yo? [...] Julio: yo lo he hecho todo con mi esfuerzo, con mi voluntad. A mí me tocó un destino contaminado de mil venenos, y yo procuré rectificarlo, y deshacer la fuerza de los venenos. A mí la vida me lo ha ido dando todo un poco torcido, y soy yo –nadie más que yo– quien lo ha compuesto (apud Torri 1995: 149).

Javier Garciadiego propone la razonable hipótesis de que la “vocación literaria de Reyes, considerada por casi todos innata, surgió como un rechazo al abrumador ambiente político familiar” (2006: 166). En efecto, Alfonso Reyes creció como privilegiado hijo del prestigioso general y gobernador de Nuevo León Bernardo Reyes, cuyo poder e influencia políticos eran tales que incluso se le mencionó como fuerte candidato a suceder en la presi-

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dencia a Porfirio Díaz, de quien llegó a ser Ministro de Guerra, aunque sus diferencias con el grupo de los científicos lo distanciaron del régimen. En 1909, Díaz mandó a Reyes a Europa, en un exilio disfrazado de misión militar; pero luego del inicio de la Revolución en noviembre de 1910, creyó conveniente contar con el apoyo de uno de sus generales más prestigiosos, quien no alcanzó a regresar antes de la renuncia de Díaz a la presidencia (25 de mayo de 1911). Cuando por fin el general Reyes volvió a México en junio de 1911, se sumó a la vida política y se presentó como candidato a la presidencia, por el Partido Reyista o Republicano; sin embargo, aduciendo que el crispante ambiente político no permitía elecciones libres, salió del país en septiembre, antes de las votaciones, efectuadas en octubre. Desde Texas, Estados Unidos, se dedicó a conspirar, aunque acotado por el gobierno de ese país, que entabló un proceso judicial en su contra por violar las leyes estadounidenses de neutralidad; cuando cruzó la frontera mexicana para encabezar una rebelión militar contra Madero, quien había asumido la presidencia el 6 de noviembre, no encontró el apoyo de sus partidarios, por lo que fue apresado en Linares, Nuevo León, el 25 de diciembre de 1911. Pasó en la cárcel de Santiago Tlatelolco todo el año 1912, pero el 9 de febrero de 1913, gracias a una conspiración múltiple en la que participó el también preso Félix Díaz (sobrino del dictador), el general Reyes logró evadirse de su encierro, sólo para caer abatido ese mismo día, en un vano intento por tomar el palacio nacional (véase Niemeyer 1966). En muchos sentidos, estos sucesos marcaron indeleblemente el destino del hijo, quien en su obra creativa construyó una imagen idealizada de su padre (Arenas 2004). En primer lugar, Alfonso inscribió la trágica muerte de su progenitor como un elemento determinante para su futuro, según manifestó de forma dolorosa en la intimidad de su texto autobiográfico Oración fúnebre del 9 de febrero, publicado póstumamente: “Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día” (Reyes 1990: 39). Además, este hecho histórico implicó un estigma para él, pues de un modo u otro, lo ligó al régimen de Victoriano Huerta, nefasto personaje que, una vez consumada la sangrienta Decena Trágica que le permitió usurpar la presidencia, le ofreció la dudosa oportunidad de convertirse en su secretario particular (quizá como cínica retribución, porque él mismo había sido el mayor beneficiario de la revuelta iniciada por el general Bernardo Reyes). Aunque Alfonso Reyes eludió este ofrecimiento, el exilio diplomático fue la salida más decorosa que encontró para alejarse

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de una situación insostenible para él, entre otras razones porque, a diferencia de su hermano Rodolfo, nunca se había interesado por participar en política; así, en agosto de 1913, luego de obtener su título de abogado, abandonó el país para ocupar el modesto puesto de segundo secretario de la legación mexicana en París. En contadas ocasiones, el escritor se atrevió a expresar la infinita tristeza y el desánimo que provocaban en él sus amigos del Ateneo –quienes primero fueron antiporfiristas y luego simpatizantes de la Revolución–, cuando aludían negativamente a la posición política de su padre. Con tenacidad absoluta, él logró conjurar poco a poco el destino envenenado que le legó su familia; y lo hizo de la única forma en que un artista puede sublimarse: labrando arduamente una obra duradera. Una última anotación. Como interlocutor privilegiado de Reyes, Torri es uno de los múltiples testigos de que aquél: “Se quejaba siempre de que se le elogiaba sin leerle” (Torri 1964: 168). Yo confío en que ahora ambos sean elogiados a partir de su lectura. Con ello se cumpliría el consejo que Reyes daba a su amigo en una carta del 20 de septiembre de 1920, en la cual expresaba, a su manera, que la literatura atañe a la colectividad y no sólo al autor individual: “Abandona todo pudor. No nos pertenecemos: todas nuestras palabras debemos ofrecerlas a los hombres. Y yo te aseguro que alguien, a través del tiempo, las espera para vivir por ellas” (apud Torri 1995: 90). Así pues, procuremos hacer nuestras las palabras literarias de Reyes y Torri para poder vivir por ellas y mediante ellas.

Bibliografía Arenas, Rogelio (2004): Alfonso Reyes y los hados de febrero. México: Universidad Autónoma de Baja California-UNAM. Borges, Jorge Luis (1996): “La flor de Coleridge”. En: Otras inquisiciones [1952], en Obras completas, vol. II. Buenos Aires: Emecé, pp. 17-19. Carballo, Emanuel (1986): Protagonistas de la literatura mexicana. México, D.F.: Eds. El Ermitaño-SEP. Caso, Antonio (1976): “De la marmita al cuenta gotas”. En: Obras completas, vol. IX, pról. Leopoldo Zea, comp. Rosa Krauze de Kolteniuk. México: Universidad Nacional Autónoma de México, D.F., pp. 25-27. Garciadiego, Javier (2006): Cultura y política en el México posrevolucionario. México, D.F.: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones Mexicanas. Guzmán, Martín Luis (1992): “Alfonso Reyes y las letras mexicanas”. En: Obras completas vol. I. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 56-59.

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Henríquez Ureña, Pedro (2000): Memorias. Diario. Notas de viaje, intr. y notas Enrique Zuleta Álvarez. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. Krauze, Enrique (1999): “Julio Torri y Alfonso Reyes. Una amistad entre libros”. En: Mexicanos eminentes. México, D.F.: Tusquets, pp. 59-71. Martínez, José Luis (1986): “Introducción”. En: Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, Correspondencia I: 1907-1914, ed. José Luis Martínez. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica (Biblioteca Americana), pp. 9-39. Niemeyer, Eberhardt Victor (1966): El general Bernardo Reyes, tr. Juan Antonio Ayala, pról. Alfonso Rangel Guerra. Monterrey: Gobierno de Nuevo León-Universidad de Nuevo León. Reyes, Alfonso (1920): El plano oblicuo (cuentos y diálogos). Madrid: Tipográfica “Europa”. _____ (1941): “Pasado inmediato” y otros ensayos. México, D.F.: El Colegio de México. _____ (1956): Obras completas vols. III y IV. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. _____ (1960): Obras completas vol. XI. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. _____ (1990): Obras completas vol. XXIV. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. Reyes, Alfonso/Pérez Martínez, Héctor (1988): A vuelta de correo. Una polémica sobre literatura nacional, ed. Silvia Molina. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Torri, Julio (1964): Tres libros. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. _____ (1980): Diálogo de los libros, comp. Serge I. Zaïtzeff. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. _____ (1995): Epistolarios, ed. Serge I. Zaïtzeff. México, D.F.: UNAM. Triviño Anzola, Consuelo (1991): “Su obra: piedra de escándalo”. En: José María Vargas Vila. Antología. Bogotá: Procultura (Clásicos Colombianos Procultura), pp. 10-30. Yankelevich, Pablo (2003): “Vivir del elogio: José María Vargas Vila”. En: La Revolución mexicana en América Latina. Intereses políticos e itinerarios intelectuales. México, D.F.: Instituto Mora, pp. 44-59.

Fundación mitológica de la ficción crítica: “El acercamiento a Almotásim”, de Jorge Luis Borges Antonio Cajero Vázquez

El Colegio de San Luis Potosí

En un estudio reciente, Sergio Pastormelo perfila la imagen de Borges como crítico, desde que éste publicó sus primeras reseñas en Le Feuille hasta los prólogos de la Biblioteca Personal y La Biblioteca de Babel, colecciones inconclusas a la muerte del polígrafo argentino. De acuerdo con Pastormelo, la crítica borgeana abarcaría ensayos, prólogos, reseñas, conferencias editadas, ficciones críticas (“El acercamiento a Almotásim” o “Laberintos”, por ejemplo), textos heterogéneos por su forma y, también, por su extensión. Propone, para ello, una polémica afirmación: “Borges fue, ante todo, un crítico, y […] la poesía y la narración ocuparon un lugar relativamente lateral en su literatura […] La crítica fue el único género presente en todas las etapas de su producción literaria: Borges no siempre fue un narrador (década de 1920), no siempre fue un poeta (décadas de 1930 y 1940), pero siempre fue un crítico” (Pastormelo 2007: 17). Aunque resulta pertinente la observación, la constancia crítica de Borges apenas si ocupa un lugar en los actuales estudios borgeanos. No siempre fue así porque, en 1933, la revista Megáfono hizo una encuesta a propósito de la publicación de Discusión (1932), su cuarto libro de ensayos. También podría decirse que Borges practicó la traducción desde que era niño y hasta el final de su vida; sin embargo, con el tiempo la crítica y la traducción, y la misma poesía, terminaron ensombrecidas por su obra narrativa. Aquí, más que reivindicar al Borges crítico, que por cierto no necesita defensas de Pero Grullo, espero demostrar que “El acercamiento a Almotásim” representa el paradigma de la innovación borgeana en el ámbito de las ficciones críticas, el parteaguas en su producción, y no el automitificado “Pierre Menard, autor del Quijote”. Para ello, en seguida propongo traer a colación los testimonios que alimentan esta superstición y luego un análisis pormenorizado de “El acercamiento a Almotásim” para mostrar las particularidades de este género borgeano.

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1. Historia verdadera de una invención

Cuando aparece Historia de la eternidad (1936), Borges ya había publicado tres libros de poesía (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925; Cuaderno San Martín, 1929), una peculiar biografía (Evaristo Carriego, 1930), cinco de ensayos (Inquisiciones, 1925; El tamaño de mi esperanza, 1926; El idioma de los argentinos, 1928; Discusión, 1932; Las kenningar, 1933) y uno de relatos (Historia universal de la infamia, 1935). Había, además, colaborado en la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica; se había sumado a El Hogar y seguía participando en Sur, con decenas de prosas, biografías sintéticas y traducciones que hasta apenas hace una década empezaron a recuperarse como parte de la obra dispersa. Si bien puede considerarse un lugar común entre la crítica especializada, considero pertinente volver sobre un evento que habría desencadenado el genio narrativo de Borges y, acaso, añadir algún dato significativo. Me refiero al accidente que sufrió en la Navidad de 1938, el mismo año en que murió su padre.1 Véase el incidente y las repercusiones que Borges le atribuye. Éste cuenta a Charbonier lo que puede considerarse un accidente afortunado en la medida en que, desde la mitología personal, representaría un renacimiento: “Después de un accidente, tuve fiebre, insomnio, un insomnio interrumpido por pesadillas. Me tomé un descanso bastante largo en un sanatorio. Después me dijeron que estuve muy cerca de la muerte. Volví a casa. Tenía un miedo espantoso de haber perdido mi integridad mental, de no poder escribir más” (Charbonier 1967: 74). Líneas adelante, viene la lucubración sobre el momento en que habría surgido el narrador que, como el fénix, después del estado febril provocado por la septicemia se levanta de sus propias cenizas: “Si empiezo a escribir, si tengo la audacia

1 Ni en Un ensayo autobiográfico ni en las innúmeras entrevistas que concedió, Borges aporta la fecha de muerte de su padre. Más allá de cuanto tenga que decir al respecto el psicoanálisis, el dato apuntado por Rodríguez Monegal debe recuperarse para entender, siquiera entre brumas, el momento de indefensión en que don Jorge Guillermo habría dejado a Jorge Luis, después de haberlo modelado a la manera del pequeño Gólem de “Las ruinas circulares”. De acuerdo con su acta de defunción, don Jorge Borges muere el 12 de febrero de 1938, “de asistolia” (Vaccaro 2005); por su parte, Rodríguez Monegal fecha la muerte de Borges padre el 24 de febrero de 1938 (1987: 291). Desde este evento, las colaboraciones de Borges en Sur cesan; no reaparece sino hasta agosto del mismo año. El hecho se combinó con el vacío dejado por Leopoldo Lugones (muerto el 18 de febrero de 1938), por quien Borges expresó una suerte de admiración-odio durante su juventud y de veneración durante su madurez.

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de escribir un artículo sobre cualquier libro y no puedo hacerlo, estoy liquidado, ya no existiré” (Charbonier 1967: 74). A continuación, el dramático relato abunda sobre una decisión fundamental para la imagen que Borges busca imponer sobre su incursión en la narrativa, y que a la larga atraerá muchos adeptos: “Para hacer menos horrible tal descubrimiento, me pondré a ensayar algo que nunca he hecho. Si no tengo éxito, será menos espantoso para mí. Esto podrá prepararme para aceptar un destino no literario. Así que me pondré a escribir algo que nunca he hecho: voy a escribir una historia”. Sería más preciso si hubiera dicho “otra historia”, ya que los testimonios rectificarían sus aseveraciones: en términos de su obra publicada hasta el momento, podría decirse que al menos desde 1927 Borges había estado ensayando diversos modos y tonos narrativos, como lo confirman “Sentirse en muerte”, “Leyenda policial” y las versiones ulteriores que desembocaron en “Hombre de la esquina rosada”, así como los relatos de Historia universal de la infamia y “El acercamiento a Almotásim”. Entre la fecha de su accidente, el 24 de diciembre de 1938, y la publicación de “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges no se mantuvo completamente estéril, sino que habría escrito más de quince reseñas para el El Hogar y un artículo, “Los romances de Fernán Silva Valdés”, en el número 54 de Sur. La narración del evento por parte de la madre de Borges, doña Leonor Acevedo, presenta matices diversos, aunque no desmiente la “fundación mitológica” de la nueva narrativa borgeana: Fue en vísperas de Navidad que Georgie fue a buscar una invitada a cenar. Lo que sucedió fue que el ascensor no funcionaba y subió la escalera muy rápidamente; no se apercibió de la hoja abierta de una ventana. La herida no fue al parecer bien curada y se complica con una infección, alta temperatura y alucinaciones. Al cabo de 15 días la fiebre comienza a descender y él me pide que le lea una página. Luego de escucharla, él me dice contento: “Va bien, sí, me doy cuenta que no voy a enloquecer; he comprendido todo perfectamente”. De vuelta a su casa, continúa su madre, él se dispone a escribir un cuento fantástico, el primero. “Yo creo que alguna cosa cambió dentro de su cerebro […] Desde entonces él no ha escrito más que cuentos fantásticos, que me dan un poco de miedo, porque nos los entiendo bien” (citado en Woscoboinik 2007: 108-109).

Otro testimonio se halla, según afirma el mismo Borges, en su relato “El Sur”, donde recupera los datos generales, no los motivos por los que subía la escalera desprevenido:

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En la Navidad de 1938 –el mismo año en que falleció mi padre– sufrí un grave accidente. Subía por una escalera y de pronto sentí que algo me rozaba el cuero cabelludo. Había chocado con una ventana abierta y recién pintada. A pesar de los primeros auxilios, la herida se infectó después, y durante una semana no pude dormir, sufrí alucinaciones y tuve mucha fiebre. Una noche perdí el habla y tuve que ser llevado al hospital para una operación de urgencia. Me amenazó una septicemia, y durante un mes estuve, sin saberlo, entre la vida y la muerte. (Mucho después escribí sobre esto en mi cuento “El Sur”) (Borges 1999b: 77).2

Por su intención mitificadora, el evento en los documentos citados (la entrevista con Charbonier, el testimonio de su madre y el “El Sur”) está cruzado, en mayor o menor grado, por la ficción. Hay uno más que no he visto referido en ningún lado y que, de alguna manera, puede despejar las dudas o el pudor de Rodríguez Monegal y la llamada de la policía a casa de doña Leonor el día del accidente (Rodríguez Monegal 1987: 292-293). Se trata del relato que ofrece José Bianco en una prosa dedicada a María Luisa Bombal: Sobran razones para que el departamento de María Luisa Bombal figure en nuestra pequeña historia literaria. Allí María Luisa escribió su novela y sus cuentos; de allí surgió “El jardín de senderos que se bifurcan”. Una tarde Borges, de visita en casa de María Luisa, se echó hacia atrás y se golpeó la cabeza con el filo de una ventana entreabierta. Como le saliera mucha sangre, lo llevaron a la Asistencia Pública, lo curaron, lo vendaron y le dejaron en la herida un pedazo de masilla. Consecuencia: septicemia fulminante por la cual estuvo a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos). Durante la convalecencia y después, ya curado, Borges decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había escrito hasta entonces; que no se pudiera decir: “Es mejor o peor que el Borges de antes”. Así nació su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: “Pierre Menard, autor del Quijote”. Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entre2 Éste es el pasaje de “El Sur” donde Borges ficcionaliza detalles del accidente, que ubica “en los últimos días de febrero de 1939”: “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos” (Borges 1956: 188).

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garme –quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento–, que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: “Nunca había leído nada semejante”, y lo publiqué en primer término con toda veneración tipográfica, en el número 56 de Sur (Bianco 1988: 238-239).

Bianco aparece como principal interlocutor de Borges en este momento, porque era el editor de Sur y quien estuvo entre los primeros lectores de “Pierre Menard, autor del Quijote”. Curiosamente, los testimonios vertidos condicen la versión de Borges sobre su accidente de la Navidad de 1938: con él habría (re)nacido el narrador de relatos fantásticos. Ni doña Leonor ni Bianco parecen volver los ojos a la obra reciente de Borges: restan importancia a “El acercamiento a Almotásim”, originalmente publicado en Historia de la eternidad en 1936 y precursor de otros relatos de El jardín se senderos que se bifurcan (1941) y, por lo tanto, de Ficciones (1944); luego, en 1953, en la colección de las Obras completas de Borges en Emecé, “El acercamiento a Almotásim” volverá a aparecer en Historia de la eternidad y también en el tomo correspondiente a Ficciones, en 1956; en 1974, sin embargo, Borges decide sólo incluirlo como parte del libro en que originalmente lo publicó. Bianco, además de situar el accidente de marras en un espacio bien definido (el departamento de María Luisa Bombal [¿la mujer a la que Borges habría invitado a cenar según la versión de doña Leonor y a quien omite mencionar Rodríguez Monegal?]), parece desconocer Historia de la eternidad o, por lo menos, el carácter apócrifo de una de las “Dos Notas” de este volumen, porque de acuerdo con el editor de Sur: “Durante la convalecencia y después, ya curado, Borges decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había escrito hasta entonces”. “El acercamiento a Almotásim”, desde esta perspectiva, es despojado de su carácter fundacional en la cronología de uno de tantos géneros borgeanos, la ficción crítica o ensayo ficción. Los hechos encadenados (el accidente, la septicemia, la escritura y la afortunada recepción de “Pierre Menard, autor del Quijote”), sin duda, influyeron en la consolidación del mito. Hacia mediados de 1939, Borges empezó a colaborar con mayor asiduidad en la revista Sur y el segundo texto que entregó ese año fue precisamente “Pierre Menard, autor del Quijote”, para el número 56, de mayo de 1939. Así, la escritura de este relato habría servido a Borges para, según sus palabras, darse cuenta de que sus facultades mentales no habían menguado

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y, al mismo tiempo, ensayar unos experimentos narrativos que, a mi entender, habían sido entrevistos en “El acercamiento a Almotásim”. El argumento referido sobre la epifanía borgeana adquiere, de esta forma, dos sentidos: primero, hace tabula rasa de los experimentos narrativos entre 1927 y 1936; luego, establece el momento de la fundación de un género que escapa de las clasificaciones canónicas. Al respecto, Borges comparte el escepticismo de Croce, para quien la clasificación en géneros literarios y artísticos admite un error intelectualista que no radica, por principio, en el uso cotidiano de los términos, sino en la camisa de fuerza que significan las definiciones y las leyes impuestas a los simples vocablos y frases: Quien discurre acerca de tragedias, comedias, dramas, novelas, cuadros de género, cuadro bélicos, paisajes, marinas, poemas, poemas breves, poesía lírica, etc., tanto para hacerse comprender y para referirse aproximadamente a determinados grupos de obras, sobre las cuales quiere, por una razón o por otra, llamar la atención, no dice nada de científicamente erróneo, puesto que emplea vocablos y frases, sin establecer definiciones y leyes. El error aparece cuando queremos dar al vocablo el valor de una distinción científica […] (Croce 1982: 82-83)3.

Por su parte, Borges lleva la renuencia croceana contra el cientificismo a un plano más arriesgado. Aun cuando acepta la existencia de los géneros literarios –generalización necesaria para pensar el mundo–, la noción de género literario dependería menos del texto y de las convenciones teóricas que del efecto de lectura, como sostiene en una conferencia de 1979: “los géneros literarios dependen, quizá, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. El hecho estético requiere del lector y del texto y sólo entonces existe” (Borges 1980: 71).4 La clasificación genérica, y el texto 3 Borges leyó a Croce durante su primer periplo europeo, ya que a punto de volver a Buenos Aires, a principios de 1921, le envía la Estética a su amigo y corresponsal Maurice Abramowicz (Borges 1999a: 135 y 141). El polígrafo italiano fue decisivo en la obra borgeana, como lo demuestra su recurrencia en textos críticos y conferencias, verbigracia en una de sus seis conferencias en Harvard (1967-1968), donde sostiene que cuando “era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente” (Borges 2001: 140). 4 Al inicio de esta conferencia, Croce sirve de pretexto para la teoría borgeana del lector de ficciones policiales: “Es sabido que Croce, en unas páginas de su Estética –su formidable Estética–, dice: Afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda” (Borges 1980: 71-72). En realidad, Borges no cita textualmente. El argumento de Croce se halla más detallado (Croce 1982: 83-83).

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mismo, sería un efecto del comercio entre el texto y el lector. No habría que descartar, sin embargo, que antes ha habido una intención autoral que organiza el discurso y lo ubica en un marco de lectura; también, una tradición literaria que impide leer un texto literario fuera de sus márgenes (como un tratado litúrgico, científico o sociológico, por ejemplo) o un género que se ensancha hasta abarcar el texto en rebeldía para absorberlo en uno de los modelos establecidos o con una nueva etiqueta, pero de índole netamente literaria. Así, la Antología de la literatura fantástica (1940) prepararía la recepción de El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1935-1944) (1944), es decir, contribuiría a crear una comunidad lectora para un género y un género para una comunidad lectora. La siguiente expresión condicional, de esta suerte, concentra un significado contundente para el proceder de Borges: “si Poe creó el relato policial, creó después al tipo de lector de ficciones policiales” (Borges 1980: 73); podría parafrasearse: “si Borges renovó el género fantástico, renovó después al tipo de lector de ficciones fantásticas”. En resumen, un autor no sólo inventaría un género específico, puro o híbrido,5 sino a los lectores de ese género: “Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe”, concluye el argentino (Borges 1980: 82). A la luz de los argumentos vertidos, Borges resulta precursor de Borges, porque el estudio de “Pierre Menard, autor de el Quijote” o “Examen de la obra de Herbert Quain” arrojan, en retrospectiva, nuevas luces sobre “El acercamiento a Almotásim”. Este ejercicio, asimismo, derruye la imagen que Borges habría alimentado y que aún parece tener seguidores, como lo prueba un artículo de Woscoboinik: Borges fue poeta y ensayista hasta un cierto momento en que pudo despertar sin temor y sin prejuicios a la ficción. Aunque las mismas ya se insinuaban, no alcanzan su plena realización hasta después de la navidad de 1938. Allí está, por ejemplo, “Hombres pelearon”, en El idioma de los argentinos, de 1928, y que luego, con el agregado de un personaje femenino, se transformará en el famoso “Hombre de la esquina rosada” (Woscoboinik 2007: 108).

5 Con el adjetivo puro me refiero a los géneros sobre los cuales habría convenciones casi inmutables en determinadas épocas, por ejemplo, la épica, la ditirámbica y la tragedia en la Grecia antigua; la novela, el cuento, la poesía, el drama, el ensayo, en la actualidad; con el de híbridos, a los que buscan deliberadamente mezclar dos o más géneros instituidos: verbigracia Los reyes (poema dramático), de Cortázar; El mono gramático (ensayo poético), de Paz; Crónica de una muerte anunciada (novela periodística), de García Márquez o El beso de la mujer araña (drama novelístico), de Puig, por citar sólo algunos ejemplos hispanoamericanos con mi burda nomenclatura.

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De Historia universal de la infamia, el crítico había expresado en párrafos previos: “primer libro realmente anticipatorio de sus ficciones, considerado por algunos como ensayos” (Woscoboinik 2007: 107). No me extraña que deje fuera “El acercamiento a Almotásim”, por sus peculiaridades editoriales: cita de las Obras completas y, al parecer, desconoce no sólo el sustrato ficticio del texto, sino su trascendencia en la constitución del ensayo ficción. Además, Woscoboinik examina los prólogos de Borges más que los textos prologados; quiere hallar el texto en el paratexto. Aun cuando los paratextos tienen un gran peso semántico en la obra borgeana, me parece que Woscoboinik es víctima del ardid relatado por Bioy Casares: Muchas veces hemos comentado que alguien improvisa un prólogo para su libro, porque el editor le dice que necesita más páginas; los críticos no leen el libro, sino el prólogo, y sobre lo que ahí encuentran escriben el suelto; o mejor dicho, uno lee el prólogo y los demás leen el suelto del que leyó el prólogo, de manera que tres o cuatro ocurrencias del prólogo determinan el tono con que el libro será comentado (Bioy 2006: 335).

Muy diferente resulta la lectura de Alfredo Alonso Estenoz, quien señala sin tapujos que “El acercamiento a Almotásim” inaugura la tendencia de Borges “a borrar las fronteras entre ensayo y ficción, algo que a partir de entonces se manifestará como una práctica asidua en su narrativa y su ensayística [y] es también significativo porque echa por tierra el mito, creado por el propio Borges, de que su primer relato fue ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ y que éste, según contó en varias ocasiones, constituyó algo completamente nuevo en su obra” (Alonso Estenoz 2006: 139). Me pregunto si Woscoboinik conocía el artículo de Alonso Estenoz, pues contraviene su hipótesis de que Borges ensayaría ficciones sólo desde principios de 1939 y no desde unos años antes.

2. “El acercamiento a Almotásim” o la fundación de un género 2.1 La ficción crítica desde el paratexto

Hacia finales de 1956, según el testimonio de Bioy Casares, a la pregunta de si se debe escribir un artículo como un cuento, Borges explica: “Yo creo que todo debe ser narrativo. Todo debe tener forma de relato”. Silvina Ocampo interpela: “¿Cómo? ¿Los poemas también?” La contrarrespuesta

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resulta congruente con una práctica desarrollada durante veinte años, al menos: “Los poemas también. Todo debe ser una situación o un desenlace. Desde luego, puede uno proponerse como ideal escribir algo no narrativo, pero casi siempre fracasará. Para mantener el interés del lector, hay que hacer los artículos como pequeños cuentos”, amplía Borges (Bioy 2006: 239-240). En el caso de “El acercamiento a Almotásim” los términos tienen que adaptarse, porque implica la construcción de un cuento como si se tratara de un artículo. Si bien el “efecto de contaminación” (vid. infra), y por lo tanto de una lectura contextualizada (o descontextualizada), ayuda a explicar parcialmente la filiación genérica del relato, considero que su configuración discursiva, a caballo entre el relato y la nota crítica, además del carácter apócrifo del texto criticado (llámese The approach to Al-Mu’tasim, atribuido a Mir Bahadur Alí; la Enciclopedia de Tlön, atribuida a una progenie centenaria de sabios; o la docena de obras atribuidas a Herbert Quain), contribuyen a generar una deliberada ambigüedad. Este hecho juega con el horizonte de expectativas de los lectores, acostumbrados a determinadas marcas y estrategias textuales que le permiten identificar un poema, un cuento, un ensayo, un sermón, un artículo, en fin, una configuración discursiva plenamente identificable en una tradición. El principio de que “todo debe ser narrativo” da sentido a, por ejemplo, el ritmo prosístico, y a ratos argumentativo, de buena parte de Fervor de Buenos Aires; la fluidez, de anécdota casi, impresa a las biografías sintéticas de El Hogar; la hibridez de las biografías de Historia universal de la infamia, cuyas fuentes al final del texto imprimen un guiño de fidelidad a las vidas relatadas y, a un tiempo, disimulan su vena creativa y paródica. Podría decirse que este libro resulta un intento por borrar las fronteras entre la biografía y el cuento: que la biografía busque representar la verdad sobre la vida de seres infames no impide a Borges atribuir falsas cualidades a los personajes biografiados o inventar situaciones no referidas por las fuentes. Así, los indicios con visos de verdad (nombres, fechas, fuentes bibliográficas), por un lado, y de verosimilitud (invención de situaciones o desenlaces posibles), por otro, coexisten como principio generador del texto y, a la larga, se imponen al lector con todas las connotaciones previstas, en otro momento, por el autor.

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A mi juicio, “el efecto de contaminación” a que Carlos Rojas atribuye la ambigüedad genérica de “El acercamiento a Almotásim”6 viene postulado por el mismo texto: puede leerse como nota bibliográfica (en Historia de la eternidad) o como narración fantástica (en El jardín de senderos que se bifurcan o Ficciones), porque las estrategias discursivas que configuran el texto permiten su lectura en un sentido o en otro. Por su carácter expositivo y argumentativo, “El acercamiento a Almotásim” se ajusta más al modelo de la reseña o nota bibliográfica; por el empleo de personajes reales y ficticios, por presentarse como reseña de un libro inexistente, se acerca a una ficción que, paradójicamente, mantiene fuertes vínculos con su referente. En uno y otro contextos, el narrador-crítico desubica al lector con la disolución de las fronteras genéricas. Para dirigir (y redirigir) su lectura, Borges reubica el relato al menos en tres ocasiones: en 1936, en la primera edición de Historia de la eternidad, que carecía de prólogo pero contaba con un epígrafe de Johnson, “El acercamiento a Almotásim” formaba parte de “Dos Notas”, junto con el “Arte de injuriar”. El relato, así, se homologaba al resto de los ensayos. También cabe notar que el título induce a la polisemia y, por lo tanto, a varios planos de lectura: Borges a menudo busca que un cuento, propio o ajeno, tenga más de una dimensión. En este orden de ideas, “El acercamiento a Almotásim” puede entenderse como la traducción literal del título de la primera edición del libro; como un acercamiento crítico o interpretativo; también, puesto que se trata del resumen de un libro imaginario, como el acercamiento del lector a un libro apenas entrevisto, en el sentido de que aquél no tiene ni puede tener más que lo que el narrador-crítico le ofrece en su resumen; finalmente, como el resultado de la odisea del estudiante que dedica su vida a buscar a Almotásim, es decir, como el acercamiento físico entre el buscador y el buscado, como lo sugiere el final in absentia 6 “La forma como los textos se agrupan, la forma como constituyen unidades, los modifica, cambia las condiciones en que son leídos. Al ponerse uno al lado del otro, de alguna manera los textos se contaminan. Quizá uno de los casos más interesantes de este proceso de contaminación en la obra de Jorge Luis Borges es la introducción de una reseña apócrifa, ‘El acercamiento a Almotásim’, en una colección de ensayos, Historia de la eternidad”; luego en un libro de cuentos y, finalmente, vuelve al libro de ensayos. No pasaría lo mismo, por ejemplo, con ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ o ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, que siempre formaron parte de un libro de cuentos” (Rojas 2007: 116). La hipótesis me parece loable; sin embargo, abre paso a otras posibilidades: ¿si se incluyera en un poemario, sería leído como poema? ¿En una colección de obras de teatro, como un drama? ¿En un recetario, como una receta? Reitero: es loable, pero también deben destacarse los límites que impone el texto intrínsecamente.

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de la novela de Bahadur Alí: “El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de Almotásim– lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye” (Borges 1936: 112). Otro paratexto que implicaría una nueva intervención del autor para (des)orientar la lectura: el título de la sección final de Historia de la eternidad, “Dos Notas”, determinaría el género de “El acercamiento a Almotásim” como una nota crítica. De esta forma, la simulación de un estilo argumentativo y la etiqueta que identifica este relato inaugural refuerzan el efecto de contaminación de los textos con que coexiste. En 1941, “El acercamiento a Almotásim” se inserta en El jardín de senderos que se bifurcan, con dos nuevos paratextos: la fecha “1935” al final de dicha narración; en el “Prólogo”, Borges explica la configuración del volumen y alude a “El acercamiento a Almotásim” y su parentesco con otras piezas del volumen: si bien reconoce que los relatos no requieren mayor elucidación, en una paralipsis aclara que “El jardín de senderos que se bifurcan” es “policial” y los restantes siete, “fantásticos”. Habla sucintamente de “La lotería en Babilonia”, “La biblioteca de Babel” y “Pierre Menard, autor del Quijote”; luego dedica un amplio párrafo a “El acercamiento a Almotásim” y otros relatos del mismo corte: Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartus resartus; así Butler en The fair haven: obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios (Borges 1941: 7-8).

El autor, en este “Prólogo” de 1941, se asume como un simulador que redacta resúmenes, comentarios o notas sobre libros inexistentes que, curiosamente, pasan a formar parte de un libro real, “no menos tautológico” que los libros comentados. La ineptitud y la haraganería a que apela el autocrítico Borges, me parece, terminan por denotar lo contrario: destreza y eficacia expositivas. Después de justificar las cualidades de este peculiar procedimiento, el prologuista se refiere a “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, “Examen de la obra de Herbert Quain” y “El acercamiento a Almotásim” como ejemplos de “notas sobre libros imaginarios”. Al final, señala que la última es de 1935 y aporta un posible intertexto: “he leído hace poco The

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sacred fount (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en ‘El acercamiento a Almotásim’, presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de Z, a quien B no conoce” (Borges 1941: 8). Al establecer las relaciones textuales entre de The approach to Al-Mu’tasim y The sacred fount, Borges sugiere una suerte de continuum entre el paratexto y el texto, una mezcla de planos en que el autor del “Prólogo” asumen una posición crítica semejante a la del narrador crítico, porque el final de “El acercamiento a Almotásim” aporta otros intertextos a los que se sumaría el de James que, por cierto, sería luego suprimido. Además de los referidos cambios y aclaraciones del paratexto, también se registran variantes en el texto para inducir un efecto de lectura complementario del efecto de contaminación: la recontextualización de “El acercamiento a Almotásim” en la editio princeps de El jardín de senderos que se bifurcan, entre “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “Pierre Menard, autor del Quijote”, lo coloca en el mismo registro textual que éstos, como ficciones críticas. En dicho grupo también cabría “Examen de la obra de Herbert Quain”, como lo sugiere Bioy Casares en la reseña dedicada a la colección en 1942: por sus temas, por la manera de tratarlos, este libro inicia un nuevo género en la literatura, o, por lo menos, renueva y amplía el género narrativo. Tres de sus producciones son fantásticas, una es policial y las cuatro restantes tienen forma de notas críticas a libros y autores imaginarios. Podemos señalar inmediatamente algunas virtudes generales de estas notas. Comparten con los cuentos una superioridad sobre las novelas: para el autor, la de no demorar su espíritu (y olvidarse de inventar) a lo largo de quinientas o mil páginas justificadas por “una idea cuya exposición oral cabe en pocos minutos”; para el lector, la de exigir un más variado ejercicio de la atención, la de evitar que la lectura degenere en un hábito necesario para el sueño. Además dan al autor la libertad (difícil en novelas o en cuentos) de considerar muchos aspectos de sus ideas, de criticarlas, de proponer variantes, de refutarlas (Bioy [1942] 1987: 57).

Bioy no únicamente ratifica que con El jardín de senderos que se bifurcan Borges “inicia un nuevo género en la literatura, o, por lo menos, renueva y amplía el género narrativo”, sino que rectifica la clasificación original de los textos coleccionados: Borges decía que de las ocho piezas una era policial y siete fantásticas; para Bioy, una es policial; tres, fantásticas y cuatro, “notas críticas a libros y autores imaginarios”. En su recensión, sin embargo, Bioy nunca comenta que, cinco años antes, “El acercamiento a Almotásim” for-

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mó parte de un libro de ensayos. Además, mezclada con sus apreciaciones, Bioy alude a la teoría croceana sobre los géneros literarios que pudo servir a Borges de acicate para atreverse a inventar géneros como las biografías sintéticas, las biografías apócrifas, las vindicaciones o las ficciones críticas: Los artistas, por lo demás, aunque con palabras y fingida obediencia, han dado a entender que las aceptaban; en realidad, se han burlado de estas leyes de los géneros. Toda verdadera obra de arte ha violado un género establecido, contribuyendo así a desbarajustar las ideas de los críticos, los cuales se han visto obligados a ampliar el género, sin poder impedir el género así ampliado, no parezca demasiado estrecho, a consecuencia del nacimiento de nuevas obras de arte, seguidas, como es natural, de nuevos escándalos, de nuevos desbarajustes y de nuevas ampliaciones (Croce 1982: 81-82).

Las ficciones críticas cautivan tanto al reseñista que dedica casi la mitad de su comentario a exaltarlas y a describir sus dispositivos, ejemplos de transgresiones a las convenciones narrativas mediante la inserción de aparato crítico en un texto narrativo o la coexistencia de personajes y libros reales y ficticios. La novedad de los relatos borgeanos, así, radicaría en el extrañamiento o artificio de los recursos formales apenas explorados por sus predecesores: “Borges emplea en estos cuentos recursos que nunca, o casi nunca, se emplearon en cuentos o en novelas” (Bioy [1942] 1987: 57).7 Por cierto, en documentos críticos recientes se atribuye a Bioy un equívoco que él mismo achaca a otro protagonista en 1942. El hecho, si bien cabe en un anecdotario, no me parece menor, porque tiene ya algunos seguidores: se dice que Bioy, al leer “El acercamiento a Almotásim”, se sintió impulsado a conseguir la novela de Mir Bahadur Alí y no dio con ella. Habría sido el conejillo de indias de este experimento borgeano (Alonso Estenoz 2006: 139 y Zavala 2012: 97-98). La tensión interna del relato, entre la forma de nota crítica y la seductora trama de la metaficción, así como la inserción de “El acercamiento a Almotásim” en un libro de ensayos, Historia de la eternidad, seguramente orilló a muchos incautos a esta busca sin regreso; ya incluido en El jardín de senderos que se bifurcan, siguió siendo una tentación por su apariencia de nota crítica, como Bioy lo revela en su reseña: 7 Entre otros elementos destacables en las ficciones críticas, según Bioy, pueden considerarse los siguientes: “Hay una sabia y delicada diligencia: las citas, las simetrías, los nombres, los catálogos de obras, la notas al pie de las páginas, las asociaciones, las alusiones, la combinación de personajes, de países, de libros, reales e imaginarios, están aprovechados en su más aguda eficacia” (Bioy [1942] 1987: 58).

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En conversaciones con amigos he sorprendido errores sobre lo que en esas notas es real o es inventado. Más aún: conozco a una persona que había discutido con Borges “El acercamiento a Almotásim” y que después de leerlo pidió a su librero la novela The approach to Al-Mu’tasim, de Mir Bahadur Alí. La persona no era particularmente vaga y entre la discusión y la lectura no había transcurrido un mes. Esta increíble verosimilitud, que trabaja con materiales fantásticos y que se afirma contra lo que sabe el lector, en parte se debe a que Borges no sólo propone un nuevo tipo de cuentos, sino que ha cambiado las convenciones del género, y en parte a la irreprimible seducción de los libros inventados, al deseo justo, secreto, de que esos libros existan (Bioy 2006: 57).

Hasta donde se ve, Bioy cuenta el desaguisado de algún lector de Borges y no que haya sido él el sorprendido, a menos que secretamente se haya desdoblado en la tercera persona. Por lo demás, en la cita se confirma que dos elementos constitutivos del relato resultan cruciales para su interpretación: la “increíble verosimilitud” generada por un novedoso modo narrativo y los seductores libros inventados. Éstos, a su vez, se combinan con los recursos paratextuales y los contextos de lectura para desubicar al lector. En 1953, para la segunda edición de Historia de la eternidad, primer volumen de lo que serán sus Obras (in)completas de 1974, Borges agrega un “Prólogo” en que señala algunas rectificaciones y añadidos al volumen: “La metáfora”, de 1952, y “El tiempo circular”, de 1943. No menciona en absoluto “El acercamiento a Almotásim”, aunque sí recupera los cambios impresos en 1941 y 1944. En la edición de Ficciones, de 1956, “El acercamiento a Almotásim”, como podría suponerse, no es descartado del libro: vive la doble vida que su autor le ha impuesto. En las Obras completas, de 1974, el “El acercamiento a Almotásim” sólo aparece en el libro que originalmente lo alojó, Historia de la eternidad, y desaparece de Ficciones con todo y sus alusiones en el “Prólogo” de El jardín de senderos que se bifurcan. Diversas variantes paratextuales ayudan a borrar la huella del texto: “Las siete piezas [ya no ocho] de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima [y no la octava]”, reza la versión depurada. La referencia a “El acercamiento a Almotásim” al final de este paratexto también es suprimida y, con ello, la relación intertextual con Henry James. He aquí nuevamente el pasaje eliminado: “‘El acercamiento a Almotásim’. La última es de 1935; he leído hace poco The sacred fount (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en ‘El acercamiento a Almotásim’, presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de Z, a quien B no conoce” (Borges 1941: 8). Lo extraño es que, aun cuando

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Borges imprime los cambios mencionados, mantiene la fecha del “Prólogo”: “Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941”. Hasta donde he revisado, en Ficciones (1935-1944), Borges suprime los títulos de sus tres primeros libros de ensayos: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). En la de 1956, las fechas de ubicación que acompañaban al título en 1944 no tienen más sentido: aparece sin el (1935-1944), porque se ha excluido “El acercamiento a Almotásim” de El jardín de senderos que se bifurcan y se han agregado tres cuentos, escritos entre 1944 y 1956, a Artificios: “El Sur”, “La secta del fénix” y “El fin” (Cf. “Posdata de 1956”, en Borges 1956: 115). 2.2 La ficción crítica desde el texto

He insistido en que “El acercamiento a Almotásim” se impone al lector, más allá del libro en que Borges lo inserte, como una nota crítica o comentario por sus cualidades intrínsecas. ¿Cómo dudar del género al que pertenece, si originalmente se halla incluido en una sección denominada “Dos Notas”, al final de un conjunto de textos argumentativos o ensayísticos? ¿Cómo dudar de la sinceridad del narrador-crítico, si menciona en su discurso fuentes y autores no sólo verosímiles, sino verdaderos? Lo extraordinario, que todo el despliegue crítico recae sobre una obra y un autor imaginarios. Como expresé líneas antes, el título de esta supuesta nota bien puede asumirse como la traducción literal del título del libro de Mir Bahadur Alí o, entre otras interpretaciones, como el acercamiento crítico a The approach to Al-Mu’tasim. Sin desconocer la polisemia de la narración, para efectos de mi lectura me concentraré en la jerga crítica y los usos retóricos, por un lado, y la estructura de “El acercamiento a Almotásim” y los elementos paratextuales, por otro. En principio, el narrador-crítico aporta dos acercamientos previos a la novela imaginaria en que destaca la hibridez genérica, el de Philip Guedalla y el de Mr. Cecil Roberts. Aquél la ubica entre la alegoría mística y la novela policial; éste destaca también la relevancia del género policial, aunque no la hace derivar de Conan Doyle, sino de Wilkie Collins y del poeta persa Ferid Eddin Atar. El narrador-crítico descree de ambas posturas y, por su parte, desecha el vínculo entre la novela de Bahadur Alí y la narrativa de Chesterton. En el decurso del incipit, sale a relucir una serie de evidencias que reforzarían el discurso crítico y, por

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tanto, la factura de nota o comentario bibliográfico: autores reconocidos (y reales), Guedalla, Roberts, Conan Doyle, Collins y Chesterton, referidos como autoridades en la materia; citas textuales y paráfrasis de las fuentes revisadas; postura del narrador ante los testimonios vertidos; además, el objeto sobre el cual se debate: The approach to Al-Mu’tasim, de Mir Bahadur Alí, publicada en Bombay, en 1932. ¿Quién puede sospechar que el libro criticado sea apócrifo cuando su estudio se halla ornado de toda la parafernalia crítica? En el segundo párrafo, se ofrece una mínima, pero significativa, descripción física de The approach to Al-Mu’tasim, que habría sido publicada en 1932; dos años después, en una edición ilustrada se transformó en The conversation with the man called Al-Mu’tasim. A game with shifting mirrors. En este pasaje aflora la jerigonza crítica: el uso de latinismos especializados como editio princeps, el énfasis en elementos paratextuales (la portada, los títulos y subtítulos, las ilustraciones o el apéndice), el soporte físico (papel de diario) y la cantidad y el tipo de ediciones, el editor (Gollancz) y el prologuista (D. L. Sayers), así como las revistas que “dispensaron su ditirambo” alrededor de The approach to Al-Mu’tasim en Bombay, Alahabad y Calcuta (Bombay Quarterly Review, Bombay Gazette, Calcutta Review, Hindustan Review y Calcutta Englishman). Todo reforzaría no sólo la verosimilitud de los datos, sino un alto grado de verdad en la superficie. Una frase, sin embargo, podría haber alertado al lector sobre el fondo de los artificios. El narrador-crítico señala que trabaja con la edición de Gollancz que deriva de la edición ilustrada de 1934 que, a su vez, constituye una reescritura de la de 1932: “La tengo a la vista –dice–; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934” (Borges 1936: 108). Supongo que un apéndice no determina la superioridad o inferioridad de una obra, en principio; pero Borges demuestra que se puede hacer la crítica de una novela nunca escrita y, más aún, convencer a un auditorio de su existencia fáctica. ¿Si un apéndice permite reconstruir la edición previa de una novela, por qué no puede comentarse una novela imaginaria? Un extenso tercer párrafo pretende resumir las peripecias del anónimo personaje “en el curso general de la obra”; pero dos páginas adelante, y después de resumir los dos primeros capítulos de la obra, el narrador-crítico expresa su incapacidad de abarcar todo el texto: “Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes” (Borges 1936: 110); sin embargo, conti-

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núa con su recuento y ofrece un nuevo resumen. Y no para ahí: después de que expone “rápidamente el curso general de la obra” y se niega a cumplir con este cometido, parece que retoma fuerzas –aunque más bien utiliza la estrategia de recontar, a la manera de Ulises de regreso a Ítaca, la trama como parte de la trama que la contiene–, ya que enseguida de un segundo resumen dice resueltamente: “El argumento es éste” (Borges 1936: 110). La cuarta vez lo anuncia así: “Ya el argumento general se entrevé” (Borges 1936: 111), y después de dos puntos sigue un nuevo resumen. Esta impresión de circularidad de algún modo obnubila al lector, lo abruma con los extraordinarios eventos en que el estudiante se ve implicado durante el largo viaje de su vida: acaso para encontrase a sí mismo o acercarse a Almotásim, que puede ser no sólo un reflejo de otros, sino el suyo propio. Ya expuestos los antecedentes críticos, las condiciones de producción y recepción de la novela y un iterativo resumen, el narrador-critico vuelve a posicionarse frente al material comentado: “Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma” (Borges 1936: 112). Apresura entonces una apreciación que, nuevamente, se funda en un hecho debatible: se supone que el comentarista desconoce la edición de 1932. Esto no obsta para lanzar una contundente valoración: En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: “el hombre llamado Almotásim” tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 –la que tengo a la vista– la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico (Borges 1936: 112).

Si Borges, en “Los traductores de las 1001 noches”, puede discernir sobre las traducciones de este libro al inglés, al francés y al alemán, aun sin conocer el árabe, ¿por qué el narrador-crítico de “El acercamiento a Almotásim” no puede comparar dos ediciones “sin tener una a la vista” o, peor, sin conocerla siquiera, salvo por referencias indirectas? Amparado en el apéndice de 1934, el narrador-crítico termina por demeritar la imaginaria versión conocida ante la inasequible (pero imaginada a partir de un apéndice): “En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré” (Borges 1936: 113). Este procedimiento, me parece, sería un indicio de que “El acerca-

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miento a Almotásim” y otras prosas del mismo cariz pueden leerse como esbozos de una poética. No es gratuito que Menard o Quain cuenten en su catálogo con títulos o conductas atribuibles a Borges;8 tampoco, las autorreferencias en los relatos de la época.9 Las ficciones críticas permitirían a Borges, como sostiene Bioy Casares, desarrollar una poética del arte narrativo: “Además dan al autor la libertad (difícil en novelas o en cuentos) de considerar muchos aspectos de sus ideas, de criticarlas, de proponer variantes, de refutarlas” (Bioy 1987: 57). ¿Quién no ha notado las simpatías y diferencias entre las aficiones de Borges y Quain? Después de contrastar las opiniones previas; de enfatizar el soporte, los alcances de la difusión y los elementos paratextuales de la novela de Bahadur; de ofrecer el resumen de los dos primeros capítulos, de renunciar a esta tarea y luego a continuar recontando el argumento; de contrastar las versiones de 1932 (aunque sin haber accedido a ella) y la de 1934, finalmente, el narrador-crítico declara cierta incompetencia más cercana a la captatio benevolentiae que a la humildad crítica: “Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro” (Borges 1936: 113). Igual que el mundo tlöniano se superpone inexorablemente a la realidad, la reseña del libro imaginario ha terminado por adquirir consistencia en la imaginación del lector, aunque su sitio en el estante siga vacío. La ficción crítica cierra con una suerte de apéndice, donde el narrador-crítico expresa su reclamo contra las fáciles analogías de la crítica, por ejemplo entre la Odisea y el Ulises, de Joyce, o entre The approach to 8 Por ejemplo, entre la obra visible de Menard se halla una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético; otra sobre Descartes, Leibniz y John Wilkins; una más sobre Raymundo Lulio; dos ediciones de Les problèmes d’un problème, que trata de la paradoja de Aquiles y la tortuga: recuérdense, ahora, los textos que dedica Borges a la metáfora o a las kenningar, a Wilkins, a Lulio y los ensayos sobre el problema de Zenón de Aquiles. Ahora bien, la manías que el narrador atribuye a Menard en una nota al pie se relacionan directamente con las prácticas de Borges: “Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata” (Borges 1941: 60). De Quain, cabe destacar el título de su primera obra, The god of the labyrinth, sin duda precursor de “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Los dos reyes y los dos laberintos” o, luego, “La casa de Asterión”. 9 Verbigracia el de la posdata de 1947 en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940” (Borges 1941: 28); o el final de “Examen de la obra de Herbert Quain”: “Del tercero, Dim swords, yo cometí la ingenuidad de extraer Las ruinas circulares, que es una de las narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan” (Borges 1941: 92). Estos juegos intratextuales crearían la ilusión de que no sólo la literatura, sino que la misma realidad proviene de la literatura.

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Al-Mu’tasim y On the City Wall, de Kipling. Se aviene, sin embargo, con la de Eliot y, quizá para no ser menos que otros inquisidores, él mismo aventura una “humilde” relación intertextual: “Eliot, con más justicia, recuerda L’Arlésienne de Daudet, ese melodrama que no sabe de la heroína sino por alusión o mención. Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: Conrad, en Heart of darkness” (Borges 1936: 114). Así, el súbito lector sufre una suerte de doble engaño: termina fascinado por el metatexto desmenuzado por el narrador-crítico, por un lado; por otro, convencido de que ha leído una nota crítica bien informada. Apenas si puede reparar, en una primera lectura, en la autenticidad de los testimonios expuestos con tanta pericia y naturalidad. Al igual que Borges imprimió variantes en los paratextos de “El acercamiento a Almotásim” para inducir unos efectos y no otros en los diversos contextos de lectura entre 1936 y 1974, también lo hizo en el texto en dos ocasiones: en 1941 y en 1944. Los cambios, a mi parecer, resultan de especial relevancia, porque permiten ver la libertad con que el narrador-crítico manosea las fuentes y a los autores que emplea como autoridades en sus apócrifas querellas. El primer cambio refuerza la idea de continuum, ya aludido, entre texto y paratexto, y por tanto la permeabilidad entre autor y narrador-crítico, pues en el “Prólogo” de El jardín de senderos que se bifurcan Borges adelantaba ya la semejanza entre la novela de Bahadur Alí y The sacred fount, de Henry James. En 1936, el apartado final convocaba L’Arlésienne, de Daudet, y The Heart of Darkness, de Conrad, uno sugerido por Eliot y otro por el narrador-crítico. En 1941, estos intertextos son reemplazados por completo: Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana –como lo hace notar una censura de William Church (Spencer, 1879). Yo, con toda humildad, señalo un precursor posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que predicó la doctrina de la Ibbûr, o sea del alma de un antepasado o maestro que se infunde en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo (Borges 1941: 45-46).

En comparación con la primera versión de 1936, en la de 1941 se mantiene la estructura bipartita del pasaje para asegurar el equilibrio sintáctico de aquélla (“Eliot, con más justicia” y “Yo, con toda humildad”); sin embargo, la actualización de los intertextos incita a valorar la probidad de los datos, no de este fragmento: de todo el relato.

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Más significativa aún resulta la nota al pie que Borges intercala al final de “El acercamiento a Almotásim” en la versión de Ficciones (1935-1944). En ella, se presenta una amplia explicación sobre el Coloquio de los pájaros, de Ferid Eddin Attar: comprende un resumen del poema, sus traducciones a lenguas occidentales y la conexión con la novela de Bahadur. El añadido serviría para dar una idea más contundente del género a que, formalmente, se ajusta, el comentario o nota bibliográfica: “En el decurso de esta noticia”, dice el narrador-crítico; más adelante, “para esta nota he consultado” (Borges 1944: 48). De esta manera, los cambios en el “Prólogo”, el final del relato y la nota al pie sugieren una red interminable, in more geometrico, de relaciones entre la “novela imaginaria” y sus múltiples precursores. Pero hay más. Borges recicla años más tarde, con variantes, el pasaje dedicado a El coloquio de los pájaros en el texto sobre el Simurg, del Manual de zoología fantástica (1957), luego rebautizado como Libro de los seres imaginarios (1967). Por lo demás, en “Nota sobre Walt Withman”, de 1947, aparece referido el argumento del poema de Attar y, luego, en “El enigma de Edward FitzGerald”, de 1951, se habla de la traducción que éste hizo del poema al inglés, también mencionada en la nota añadida a “El acercamiento a Almotásim” en 1944. En general, los especialistas se han decantado por el sentido de la novela “comentada”, The Approach to Al-Mu’tasim, por la simbología, por el orientalismo del relato, por la apuesta filosófica, en fin, por el encanto de una trama de la que el lector recibe sólo unos jirones. Lo mismo ha pasado con “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o “Examen de la obra de Herbert Quain”, donde el contenido es tan provocador que resulta un reto no ser atrapado por sus “magias parciales”. Mi lectura, un poco a contrapelo, consistió en reconstruir los avatares editoriales de “El acercamiento a Almotásim”, primero; luego, en deconstruir los andamios retóricos y formales, y las argucias de que Borges se vale para generar la verosimilitud a fuerza de anclarla en la realidad, escribir un relato basado en un discurso expositivo y argumentativo y, finalmente, crear a un lector modelo para sus textos. Con lo anterior, espero haber mostrado cómo opera, como sistema, un género inventado por Borges hacia 1935, la ficción crítica o ensayo ficción, o “pseudoensayo” como él mismo lo denomina en su autobiografía a principios de los setenta: Mi siguiente cuento, “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es a la vez un engaño y un pseudoensayo. Finge ser la reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa

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edición de un editor real, Víctor Gollancz, y del prefacio de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención. Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos –tomándole cosas prestadas a Kipling e introduciendo a un místico persa del siglo xii, Farid al-Din Attar– y luego puntualicé cuidadosamente sus limitaciones. El cuento apareció el año siguiente en un volumen de ensayos, Historia de la eternidad, semioculto al final del libro, junto a un artículo sobre el “Arte de injuriar”. Quienes leyeron “El acercamiento a Almotásim” lo tomaron en serio, y uno de mis amigos llegó a solicitar la compra de un ejemplar en Londres. No fue hasta 1942 cuando lo publiqué abiertamente como cuento, en mi primera colección de cuentos, El jardín de senderos que se bifurcan. Quizá he sido injusto con ese texto: ahora me parece que pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando, y en los que luego se basaría mi reputación como cuentista (Borges 1999b: 75-76).

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Ezequiel Martínez Estrada: una lectura ­crítica de Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ Adriana Lamoso

Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca

Uno de los ensayos del escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada en el que se pone de relieve su trabajo como crítico literario y sus concepciones relativas al ejercicio de tal labor lo constituye su famoso texto Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’. Ensayo de interpretación de la vida argentina, cuya primera edición corresponde al año 1948, versión que será corregida y reeditada en 1958; la primera, en México, la segunda, a través del FCE, en Buenos Aires. La construcción figurativa singular que lo caracteriza es la distinción que realiza el ensayista del sustrato denominado ‘lo gauchesco’, espacio literario simbólico y, a su vez, tangible, donde sitúa la presencia de Hernández, en una simbiosis reveladora, a partir de una creación literaria que sustituye la biografía autodestruida y el retrato tomado de espaldas del propio escritor-poeta.1 El ensayista lee en el poema de Hernández y en su popularidad la figuración de una personalidad literaria que subsumió y reemplazó a la imagen viviente de su escritor y acabó por borrarle hasta ‘la memoria de su propia muerte’. Tal esbozo remite, en fin, a la re-construcción del trayecto oculto de una biografía (auto)negada. Junto a la delineación ‘del lado oscuro del alma’ del poeta, como la señalara Martínez Estrada, presenta una lectura analítica del Martín Fierro, a la que le asigna una cualidad ‘críptica’, en tanto encierra, a su entender, en sí misma cuatro sentidos posibles: el literal, el moral, el alegórico y el anagógico. Estos cuatro niveles de análisis se encuentran reunidos bajo lo que el ensayista llama “complejo de censura”, que atañe a: lo patricio, lo heroico, lo noble, lo que tiene estirpe y blasón (Martínez Estrada 1958: 55). Esta perspectiva, que condice con el trazado del perfil que une al personaje con la figura del escritor, constituye una postura ideológico-de1 José Hernández no dejó registro escrito de su biografía, sólo se cuenta con un retrato tomado de espaldas que, según cuenta la anécdota, envió como obsequio a su prometida, lo que constituyó para ella una grave ofensa.

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nuncialista que abarca y engloba un abanico de significados e implicancias singulares: por una parte, hace referencia a la ‘injusticia social’, al ‘desorden institucional’ y, por otra, lo enuncia en términos de raza y de clase social, a lo que une ‘carencia de sentido humano’ con ‘empresa civilizadora’. De esta manera, el ensayista reevalúa los alcances del poema de Hernández, resignificando sus representaciones sociales, a la luz de los debates, duelos discursivos, polémicas, tanto como su saber experiencial, que se deriva de los nuevos escenarios políticos, sociales y culturales por los que transitó Argentina, en especial, durante la década del gobierno del General Perón, y el foco de interés y atención que significó la base social protagónica. La naturaleza y atributos de ese pueblo que había adherido a Perón, las condiciones de su emergencia y las peculiaridades que lo distinguían, así como las políticas que actuaron como soportes para legitimar su existencia en la escala social de producción, constituyen elementos de crucial incidencia en la reelaboración del pensamiento crítico del ensayista, que se hace tangible en sus modos de interpretar el poema y la figura de Hernández. Su mirada retrospectiva sobre el siglo xix se construye, entonces, mediante la evaluación de sus constituyentes socio-raciales y sus dinámicas relacionales, que son mensurados con la mediatización de las transformaciones político-sociales-culturales y sus modos de internalización de las experiencias, en los años finales de la década del ‘40, y luego, del ‘50 del siglo pasado en Argentina.

1. Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’: un análisis desde el presente del ensayo

El trabajo crítico del ensayista consiste, por una parte, en auscultar órdenes de sentido velados en el poema, relativos a dinámicas constitutivas de ‘lo nacional’, lo que realiza metodológicamente mediante un estudio de índole etnológico, histórico, antropológico tanto como socio-racial de la República Argentina en su complexión político-institucional; por otra, implica la delineación de un trayecto biográfico revelador de lo que el propio poeta fue ‘incapaz’ de percibir en sí mismo y en su propia configuración subjetiva, según afirma Martínez Estrada. La autofiguración del ensayista como crítico cultural implica el dominio de aptitudes, habilidades y de saberes clarividentes, que vincula estrechamente con los deberes del inte-

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lectual y que se entrelaza con una postura beligerante, en la lucha por la legitimidad en el campo de las disciplinas sociales y por la validación de su inserción en el proceso de profesionalización del escritor argentino, en constante acecho, sometido a las reglas de la variabilidad e inestabilidad que el establishment impuso. En principio, el análisis de diferentes elementos y dimensiones del Martín Fierro involucra el despliegue de categorías y perspectivas de análisis que encuentran convergencia y asidero en sus esbozos realizados en ensayos precedentes, a saber, principalmente en Radiografía de la Pampa, La cabeza de Goliat, así como en Los invariantes históricos en el ‘Facundo’. Asimismo, cabe recordar que sus publicaciones previas incluyen al ensayo titulado Nietzsche, editado apenas un año antes y reeditado como parte de Heraldos de la verdad en 1958, año que coincide con la segunda publicación del ensayo que nos ocupa. En este marco, textos como Los profetas del odio y la yapa de Arturo Jauretche en 1957, que obtuvo tal éxito de ventas que significó dos ediciones solamente en el mismo año de su lanzamiento, su intención combativa que condenaba en Martínez Estrada su postura antiperonista, pero también, y fundamentalmente, su distancia respecto del pueblo, este último factor de reprobación también presente en otros intelectuales de la época, propició la revisión de los paradigmas desde los que cuales realizaba sus lecturas el ensayista argentino. Asimismo, en la dimensión latinoamericana es posible establecer un diálogo no explícito con las reflexiones del peruano José Carlos Mariátegui, quien en 1928 publicó sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, donde hace referencia a problemáticas semejantes en lo que respecta al Perú, e incluye apreciaciones contrapuestas respecto de la visión del ensayista, relativas a los rasgos que particularizan la constitución étnico-socio-racial así como las expresiones literarias propias de Argentina. Con una mirada prospectiva, singulares categorías analíticas serán desplegadas por Octavio Paz con la publicación en 1950 de su famoso texto El laberinto de la soledad, en el que refleja preocupaciones e indagaciones que se corresponden con un caudal de voces continentales que se interconectan. Asimismo, en el horizonte de la intelectualidad argentina, Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ se confronta con una postura antitética enunciada en El mito gaucho de Carlos Astrada, editado en el mismo año, como ha señalado perspicazmente la crítica (López 2007: 110-121). Ambos textos, a su vez, encuentran eco y dispar disidencia con

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El payador de Leopoldo Lugones, pronunciado en sus conferencias del año 1913 y publicado en 1916, para ilustrar sólo algunos nombres. Como sabemos, en el ámbito político la figura de Juan Domingo Perón cobró visibilidad pública después del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, a partir del cual ocupó los cargos de Secretario de Trabajo, Ministro de Guerra y Vicepresidente de la Nación. En tanto fue percibido como el “hombre fuerte” del régimen militar, polarizó el centro de las controversias, ya que la mayor parte de los partidos políticos y las élites sociales y económicas ejercieron una contundente oposición, mientras que grupos de trabajadores, dirigentes sindicales, así como intelectuales y políticos “nacionalistas” vieron auspiciosas sus políticas sociales y laborales, al tiempo que propugnaron una postura neutral ante la Segunda Guerra Mundial, frente a la posición proaliada de sus oponentes liberales. En el contexto de estos escenarios, que movilizaron fuertemente la sensibilidad e inquietudes de los intelectuales argentinos, en particular, de Ezequiel Martínez Estrada, replica en su escritura un proceso de reelaboraciones, mediante el cual las lecturas y representaciones fluctúan y se entrelazan con premisas enunciadas en sus ensayos consagratorios, a través de las que afianza y fortalece su posición en el campo de las ideas, a la par que revalida su propio discurso, mientras que las dinámicas y agentes socio-culturales cambiantes le imprimen variabilidad a sus interpretaciones. Respecto de lo dicho, en Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ rescata los elementos geofísicos y psicoanalíticos tanto como estructurales que confieren rasgos distinguibles a través de la tipología social y que encuentra presentes en los personajes del poema de Hernández. En este sentido, les asigna categorías de análisis provenientes de matrices previas, ya que correlaciona simétricamente el plano ficcional con el plano discursivo-interpretativo propio de sus dilucidaciones orientadas a auscultar las raíces ontológicas del “ser argentino”; discurre de un plano a otro indistintamente, al vincular el personaje con la vida misma de su autor, al homogeneizar las diferentes dimensiones bajo una misma lectura, que aúna condicionamientos de clima, etnografía y paisaje. Su análisis del poema permite, además, evidenciar las preocupaciones e intereses que formaban parte de las inquietudes del escritor en la época, puesto que evalúa la construcción literaria de Hernández a la luz de sus vinculaciones con el aparato político, así como en función del horizonte de recepción de su obra, en especial, a partir de los escenarios cambiantes que se situaron entre la época correspondiente a la escritura y la publicación

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de La ida de Martín Fierro, respecto de La vuelta. De este modo, a partir de su trabajo de crítico literario es posible detenernos en los aspectos que selecciona y destaca de la labor de otro escritor, las problemáticas a las que alude y los núcleos que enfatiza con relación a determinados aspectos o fenómenos. Recordemos las preocupaciones de los sectores medios argentinos a partir de los procesos políticos desencadenados por el golpe de Estado de 1943, y por las plataformas socio-económicas tanto como pedagógicas generadas en este período. Tales inquietudes se vincularon con la sospecha de un posible retorno a la educación religiosa, con el énfasis puesto sobre las mejoras laborales y salariales para la clase obrera y la invisibilidad de la clase media ante las políticas de Estado, o su detrimento mediante la expulsión de sus puestos de trabajo, como ocurrió con gran número de profesores universitarios, también con las transformaciones recientes de las costumbres sociales, así como con la inestabilidad del sistema y la truculencia instalada en la coyuntura política del momento, a partir de los sucesivos golpes de Estado, las diferentes tendencias ideológicas en pugna y sus posicionamientos frente a la Segunda Guerra Mundial. En función de ello, el trabajo crítico de Martínez Estrada distingue la presencia de componentes coloniales, a los que considera parte del andamiaje subliminal que constituye su concepto de “invariantes históricos”, en diversos planos de la sociedad argentina. Su visión abarcadora y totalizante conlleva la alusión a los aspectos en los que perviven tales condicionantes. En el caso de Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’, resalta las prácticas de Rosas que instauraron la colonia en la res pública y en las costumbres, mientras que encuentra en el poema de Hernández tal mecanismo desplegado en el idioma, a través de lo cual, afirma el ensayista, se revitalizan tales estructuras determinantes. Este pensamiento, que prolonga concepciones previas, se pone de relieve en pasajes como el siguiente: Quedó el castellano entero, mucho más que como quedó el europeo entero, íntegro en su vocabulario y en su gramática, como lengua nacional semejante a la de España. Pero no podía lógicamente seguir siendo la misma sin sufrir los trastornos de un clima, de un paisaje, de un mestizaje y de un mundo de costumbres distintas. Las deformaciones que en sí mismo sufre el castellano, bastardeado por influjos psíquicos más que por aportes lexicológicos, por presión más que por ingestión, por deformaciones sociales más que por adopciones, están en la índole misma del idioma. Obedecieron a sus leyes estructurales y orgánicas, como en la Península (Martínez Estrada 1958: 257).

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Estas disquisiciones sobre el idioma nacional constituyen aspectos de singular importancia en el desarrollo discursivo-interpretativo de los ensayos mencionados. Como señala muy agudamente Liliana Weinberg, estas matrices de pensamiento abrevan sus aguas en las especulaciones de índole antropológica que el ensayista retoma de Sarmiento: “De la idea de inmovilismo, de equilibrio estático que Sarmiento vio en la supervivencia de rasgos originados en la Colonia, Martínez Estrada extrae los caracteres básicos de su propio concepto de invariante” (Weinberg 1992: 97). Resulta significativo destacar las reflexiones de la especialista en lo que concierne a la categoría de ‘invariantes históricos’, la cual, lejos de anclar el análisis en un enfoque ahistórico, se articula en el ensayo como un ‘modelo interpretativo’, afín con el interés del ensayista por comprender el sentido de la historia argentina.2 Como consecuencia de la pervivencia del carácter colonial, Martínez Estrada plantea la construcción de una referencialidad literaria paralela al mundo del gaucho, que se superpone con él y reemplaza el marco de representaciones que conformaban el imaginario social del habitante de Argentina. Dicho procedimiento tuvo gran incidencia en el proceso de legitimación de las creencias vinculadas a “lo gauchesco” en los términos ficcionales delineados por el poema,3 de modo tal que éstas pasaron a formar parte del sustrato común compartido respecto del acervo cultural “representativo” del ser nacional y sus proyecciones presentes y futuras. Pero el ensayista observa que dicha construcción operó de manera connivente con el programa político del Estado liberal, que se apropió de tales usos y costumbres para reproducir ese sistema de creencias, a través de obras literarias, periódicos, fiestas patrióticas y carnavalescas. Estos mecanismos subliminales para el pueblo pero evidentes para el ensayista conforman a sabiendas la base más significativa de la cultura popular argentina, construida deliberadamente por las élites políticas e intelectuales decimonónicas, en un proyecto ideológico que desplegó los ele2 Remito al interesante análisis que ofrece la Dra. Weinberg respecto de la reinterpretación crítica por parte de Martínez Estrada del concepto de barbarie, a partir de su vinculación con categorías teóricas presentes en las especulaciones filosóficas de Friedrich Nietzsche. 3 Recordemos la reinterpretación de conceptos clave, presentes en el ensayo en cuestión, que han implicado las construcciones críticas elaboradas por la Dra. Liliana Weinberg, quien encuentra nuevas significaciones en las nociones de ‘frontera’ y de ‘lo gauchesco’, entendido como recurrencia histórica y no como repetición mítica (Weinberg 1992: 121).

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mentos coloniales y las producciones literarias europeístas en el entramado constitutivo del inconciente colectivo nacional. Expresa Martínez Estrada: “El Martín Fierro reemplazó, entonces, el panorama de nuestra vida rural y creó para las letras –en lo netamente argentino– la misma artificial seudonaturaleza que los poemas clásicos crearon para la percepción del mundo y que fenece en los poetas de florilegio”(Martínez Estrada 1958: 285). Más adelante agrega: “Por conocimiento de las costumbres y modalidades características de nuestro ser como pueblo, debe entenderse el sentido de un destino, de una configuración biológica y ecológica, pero rígida como de acero. Todas las estructuras sociales tienen esa increíble consistencia” (Martínez Estrada 1958: 332). La articulación del poema con la vida del país se produce mediante su incidencia en el status étnico y antropológico del ‘ser argentino’. Con este ensamble entre elementos literarios que transmutan en estructuras psíquicas, explica Martínez Estrada la configuración idiosincrásica de lo popular y su pervivencia en el presente de su escritura, con la reactualización de las políticas que consolidaron al poema de Hernández como representativo de las letras argentinas, a inicios del siglo xx. Asimismo, por la base popular más significativa entiende, a partir del ensayo, al campesinado, es decir, a la clase rural que habitaba la pampa argentina y que se encontraba sometida al dominio de los grandes terratenientes;4 clase que migró del campo a la ciudad, como consecuencia de la decadencia del modelo agroexportador y el auge correlativo de la actividad industrial, principalmente en la ciudad de Buenos Aires, así como por el cese de la ola de inmigración europea que se registró alrededor de 1930. Dicha capa social pasó a formar parte del núcleo en el que se aglutinaron los llamados sectores populares de singular incidencia durante el desarrollo del gobierno del General Perón.

4 Como afirma Liliana Weinberg: “Martínez Estrada hace de lo gauchesco una clave de sentido, concepto integrador con el cual supera otros conceptos descriptivos. Piedra de toque que hace posible relacionar autor, texto, contexto, lo gauchesco le permite también dar apoyo a la idea de necesidad y autenticidad de la obra artística en cuanto reflejo de una visión del mundo y de un tipo cultural que permanecen aun cuando el gaucho histórico haya desaparecido. El significado y el valor del Poema se fundamentan en su relación con lo gauchesco” (Weinberg 1992: 103).

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2. Funciones y figuras del intelectual en el marco interpretativo del ensayo

Las evaluaciones no se encuentran excluidas del trabajo crítico que realiza Martínez Estrada; se asientan en su consideración relativa a la falsedad de la literatura y de la historia argentinas, que caracteriza a su producción posterior, especialmente en su mirada retrospectiva sobre las letras argentinas a fines de la década de 1950. Observemos esta convergencia que se aprecia en enunciados como el siguiente: El fenómeno curioso que me interesa señalar ahora es el de los escritores, cuya misión específica queda subordinada a los planes políticos de los gobernantes, imprimiendo a la obra literaria el mismo tono condenatorio y desdeñoso de los informantes oficiales. Aparte declaraciones de algunos misioneros, nadie tuvo conciencia del problema del indígena acosado sistemáticamente y despojado de sus haciendas y sus tierras, unos y otros en la misma ley de violencia y odio […]. El sentido de la verdad y hasta la concepción entera de la realidad quedó falseada no sólo para la literatura, sino también para la historia […]. Estas observaciones equivalen a afirmar que la posición adversa de Echeverría fija el canon de repudio al indio y de eliminación de importantes factores de sensibilidad y de raciocinio en la estima de nuestra vida nacional […] (Martínez Estrada 1958: 94-5).

Según la visión de Martínez Estrada, la honradez intelectual se encuentra estrechamente ligada a la alusión y a la apreciación de los problemas del indígena en su compleja dimensión, esto es, en la necesaria referencia a la exclusión, marginalidad y acoso virulento, tanto como al despojo y al desarraigo operado sobre sus haciendas y sus tierras, bajo la ley de la violencia y el odio. Por eso alinea a los deberes de los intelectuales con los del sargento y el capataz, de esta manera, condena la ética del escritor, en tanto su práctica se desenvuelve en el marco de la perspectiva oficialista, y su ceguera no sólo la cifra en su connivencia con estos poderes, su carácter funcional con la versión oficial de tal postura, sino fundamentalmente en un tabú que vincula con “nuestro complejo de inferioridad” (Martínez Estrada 1958: 96). En estas apreciaciones, es posible percibir la convivencia de ideas nucleares características de sus discursos en décadas previas, que se articulan con la nueva toma de posición en torno a los constituyentes y dinámicas sociales. La presencia de un factor psicológico en su análisis del poema y de sus agentes concomitantes cobra especial importancia en el desarrollo del ensayo de Martínez Estrada. El ejercicio de restitución de la verdad falseada

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es asumido por el escritor en un esfuerzo por devolver el reconocimiento de su legítimo lugar al indígena, al tipo social ‘gaucho’ y al étnico ‘mestizo’ y ‘negro’,5 frente al vacío de alusiones y referencialidades de la historia y de la literatura socio-política y crítica en Argentina. De esta manera, un núcleo significativo de la segunda parte de Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ se detiene en la reconstrucción del escenario del país en la época de publicación del poema de Hernández, en lo que respecta a la población indígena que formaba parte nuclear del territorio nacional, a la situación social del gaucho, del mestizo y del negro, modos de representación que encuentran asidero en la constitución étnico-social de los mismos personajes. A modo de documento, el exhaustivo trabajo de recopilación informativa, que forma parte del ensayo, implica recoger el guante, refrendar una postura político-cultural de fuerte impacto en la historia de las ideas en Argentina, y asumir el reto que el propio escritor ha puesto en juego a través de sus ensayos: encarnar el deber ético del intelectual en la recomposición de las piezas ‘olvidadas’ o ‘falseadas’ que constituyeron parte crucial de las raíces primigenias del suelo argentino.6 Por su parte, la referencia a la labor intelectual nacional con relación a la evaluación y valoración de la figura del gaucho encuentra su sanción por parte del ensayista, ya que aúna la crítica literaria con la crítica política, en consonancia con sus posturas previas vinculadas al trabajo intelectual, en el que observa, antes que prácticas estéticas, otras repudiables en tanto se ejer-

5 Como afirma Liliana Weinberg: “Esta vez, lo que Hernández pinta como oposición (gaucho versus indio y extranjero), Martínez Estrada lo convierte en continuidad: el gaucho, el indio y el inmigrante son los tres grandes grupos explotados por los representantes de la ‘civilización’: los parias o desheredados, pero ya no en sentido ‘existencial’, sino en sentido primeramente económico y social” (Weinberg 1992: 130). 6 Respecto de este punto, resulta interesante ilustrar el posicionamiento que adquiere el ensayista, en palabras de Liliana Weinberg: “Como un verdadero estratega, el ensayista se pondrá detrás, debajo, al margen, contra, en el reverso de las visiones convencionales del Martín Fierro, y ya su misma toma de posición es la primera forma de rebatir lo que dijeron los demás y mostrar lo que él mismo propone. De este modo, descubriremos que los varios recursos empleados apoyan una ‘estrategia’ transvaluadora básica, a partir de la cual se organizan además los diversos contenidos. El término ‘estrategia’ nos permite abarcar los diferentes ‘movimientos’ que hace el ensayista en el texto: se trata de mostrar un determinado contenido de una determinada manera, pero al mismo tiempo de ganar la buena voluntad del lector y refutar las ideas de un adversario que no tiene existencia real, sino que ha sido construido por el propio ensayista” (Weinberg 1992: 149-50).

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cen desde marcos político-ideológicos que implican posturas personales alineadas con el ejercicio del poder autoritario. Expresa Martínez Estrada: Esta confusión es característica de nuestro caos intelectual, resultado de la ordenación precaria y caprichosa de la vida nacional. El país ha sido como una chacra mal administrada, pero con buena tierra y copiosas lluvias. La filosofía natural que extrajo el habitante, chacarero o legislador, o ambas cosas, tiene la virtud de que su abandono, el desorden y la torpeza nunca alcanzan a malograr las cosechas. Unos quieren que las cosas sigan por sus propias fuerzas inertes, vegetando; otros quieren imprimirles la dirección de sus deseos; otros piensan que lo más sencillo y práctico es proponerse la imitación de algún sistema que a su parecer sea adaptable con economía de esfuerzo a nuestra índole y forma de vivir. Por ejemplo, el fascismo (Martínez Estrada 1958: 213).

Este insistente posicionamiento del escritor encubre una concepción respecto de qué es la literatura, cuáles son sus alcances, cuál es su función en el marco del desenvolvimiento de las dinámicas socio-culturales, cuál es su índice de impacto en el público lector, cuáles son las condiciones de posibilidad para su existencia y cuáles las instancias de legitimación dentro de los vectores que constituyeron los procesos de consolidación del Estado nacional, de qué modos son viables, si es que lo son, sus vinculaciones con el aparato gubernamental. Y con esto, cuál es el rol del escritor en el marco de la producción de bienes simbólicos en el país, cuál es su posición en la escala social y económica, cómo funcionan los mecanismos de ‘consagración’ de sus figuras en el campo de la cultura argentina, cuáles son las instancias y los criterios de selección y de permanencia en tales plataformas, en fin, cómo se dinamiza su propia inserción en el dominio del profesional de las letras. Aunque en Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ sus postulados se enuncian mediante la obliteración de sus concepciones y, por vía negativa, señala la crítica antes que la estimación, es posible percibir la contundente persistencia de una postura que se retrotrae a sus primeras publicaciones ensayísticas, en la década anterior, y que se vincula, específicamente, con el abordaje de los “valores intrínsecos de las obras y en la idiosincrasia del país”, antes que en “los gustos personales o en […] la posición política del autor”(Martínez Estrada 1958: 213). En función de tales parámetros, configura imágenes del escritor que mensura en virtud de sus modos de valorar sus intervenciones en los ámbitos de la cultura, la sociedad y de la política argentina. Martínez Estrada habla en términos de una verdad que se ignora o que se oculta, en suma,

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que no ha sido dicha, y asienta la cualidad de tal actitud en la indulgencia que es complicidad. Expresa que “el Martín Fierro es un poema evasivo en que la intención de cantar la verdad es reprimida, y en que una censura de magnitud nacional estrangula la voz” (Martínez Estrada 1958: 220). Así, encuentra en Hernández no sólo una serie de omisiones que considera de considerable gravedad, sino que destaca su ceguera, que le atribuye a partir de la ausencia de perspicacia para apreciar las dinámicas sociales en su verdadera dimensión, lo que confiere a su análisis una lectura ético-moral en la cual la validez de la figura del escritor argentino legitimado por las instancias de consagración instituidas, queda en entredicho. Las razones de tal valoración, que se entrecruza con el enjuiciamiento proferido a Sarmiento, radican en un desplazamiento del eje de crucial interés en el marco de las lecturas políticas que enuncia el ensayista, que redundan en repudiar el desenvolvimiento de las instituciones del Estado y de los agentes que las representaron, estamentos a los que, en diferentes instancias de intervención, caracteriza como los ‘gérmenes depositarios de los males que asechan al país’.7 De esta manera, el ensayo Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ funciona como un texto bisagra, en tanto articula enunciados significativos inherentes a sus escritos previos, en particular Radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat, Sarmiento y Los invariantes históricos en el ‘Facundo’, pero también actúa como la base ideológico-discursiva (también persuasiva) que se desplegará en el análisis de los móviles que caracterizaron el pensamiento de Martínez Estrada referido al gobierno peronista, que se expresó con inusitada contundencia en el núcleo de textos publicados entre 1956 y 1958, así como en los ensayos posteriores, en especial en su mirada retrospectiva sobre las letras argentinas, en su lectura interpretativa orientada hacia los países de América Latina y hacia Cuba, e incluso en el prólogo a su Antología de 1964. En los casos mencionados, persiste explícita o su7 “Cuando Hernández cantaba a favor del gaucho contra el indio (en lo narrativo) y a favor del gaucho contra la injusticia (en las endechas), no tenía ni la más remota idea de lo indio, de lo gaucho, ni de lo que él detestaba, pues hacía años se había retirado del campo dejando allí los cuerpos, para refugiarse en las ciudades. Ni de que la barbarie combatida con seres de carne y hueso en las fronteras había ganado ya su batalla por la espalda en las legislaturas, en la prensa, en la instrucción pública, en el arzobispado y en las reparticiones del gobierno. Quiero decir que los males que el Martín Fierro localizaba en individuos de frontera están ya enquistados en las mismas instituciones creadas como baluartes para combatirlos. Y que ahora es una lucha social contra espectros que habitan los cuerpos de quienes nos dicen que combaten por la causa de la civilización” (Martínez Estrada 1958: 235-6).

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bliminalmente, pero de modo muy arraigado y fervoroso la creencia en el ineludible deber del escritor, en una misión intransferible, que se entrelaza con el prólogo a la segunda edición de La Cabeza de Goliat, y que consiste en tornar visibles los móviles más ocultos que encubre el entorno en el que se habita (Martínez Estrada 1958: 309). Dichos elementos subliminales y determinantes, altamente desdeñables, se inscriben en un aspecto que caracteriza el espíritu de los argentinos y que el ensayista percibe como una carencia de índole sustancialmente moral.

3. Para concluir

La compleja red de sentidos que diseña Martínez Estrada en su lectura crítica del poema gauchesco abre una perspectiva analítica singular que se aleja con creces de los estudios textuales inmanentes, estructurales o meramente biográficos. El ensayo crítico involucra un análisis etnológico, antropológico, social, racial, idiosincrásico, histórico, sociológico, cultural, que se fundamenta en el objetivo de brindar una interpretación de la vida, (esto es: las creencias, los dispositivos perceptivos, las sensibilidades, los condicionamientos, las imposiciones político-culturales tanto como geográficas), que conformó la trama peculiar del habitante de Argentina, en el que incluye al mismo Hernández, en consonancia con el conjunto de representaciones instituidas por los programas de las élites políticas y culturales decimonónicas. La revelación de las perspicaces y minuciosas imbricaciones que se enhebran en el Martín Fierro, se ensambla, por una parte, con la puesta de relieve de las estructuras psíquicas que caracterizan al ‘ser nacional’, por otra, con la historia y la literatura ‘falseadas’ en tanto omiten constituyentes socio-raciales de singular importancia en la conformación idiosincrásica del ‘ser’. De esta manera la crítica literaria se constituye en la vía necesaria para dar a conocer una verdad; configura una imagen del crítico cultural que discute y confronta con las versiones hegemónicas, y en tal sentido la crítica vehiculiza una denuncia que interpela a la ética del intelectual; asimismo, resemantiza el valor asignado al poema; se constituye en actividad fundante de un nuevo modo de leer la tradición crítica y literaria en Argentina.

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Universität zu Köln

La transformación experimentada por Vargas Llosa, que pasó de utopista marxista a reformador económico neoliberal, es casi un tópico de la desilusión latinoamericana y un adiós a las utopías de la izquierda de este continente en la década de 1960 (Béjar 2001: 109). Mientras que el autor peruano, en su conocido discurso con motivo del otorgamiento del premio Rómulo Gallegos (“Literatura es fuego”; Vargas Llosa 1971) abogaba todavía en el año 1967 por una literatura del cambio social bajo el signo de un socialismo fuertemente orientado al ejemplo de Cuba, Vargas Llosa se decanta hoy en día abiertamente –y en expreso distanciamiento de sus posiciones de antaño– por un liberalismo sin cortapisas, el cual no sólo garantice un progreso económico, sino también un desarrollo encaminado a la democracia y al respeto de los Derechos Humanos. Si antes para él la literatura significaba una “desviación” y una “rebelión” y la raison d’être del escritor eran la protesta, la réplica y la crítica (contra la injusticia social en todo el mundo), desde los años noventa, el novelista ha creado la imagen de un nuevo enemigo que, junto a quienes difaman al neoliberalismo, equipara con los defensores del autoritarismo y el totalitarismo (Vargas Llosa 1999). Sin embargo, ¿qué evolución podemos perfilar en este autor desde un punto de vista poetológico? A partir de la contraposición de dos de sus ensayos, La novela, de 1966, y El arte de la novela, del año 2000, podemos elucidar algunas continuidades y rupturas en la concepción de la novela de este autor peruano (Nitschack 2002: 490). La comparación de ambos textos pone en evidencia que la relación de la novela con la realidad se ha transformado de una manera decisiva. En los años sesenta, la realidad era algo que era preciso superar, y la relación del autor con ella tenía un carácter marcadamente creativo. Por entonces, Vargas Llosa pretendía oponer a la realidad vivida otra realidad ficticia que vendría a desempeñarse como una representación verbal de la primera. La “rebelión” del autor era, por lo tanto, una rebelión contra una realidad no verbal a la que él le otorgaba

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voz y hacía hablar a través de su labor literaria (Nitschack 2002: 498). A esta concepción se enfrenta la premisa del otro ensayo, El arte de la novela, en el que plantea que el autor de novelas tiene algo que “añadir” a la realidad. Esta “adición” es ahora, en el nuevo ensayo, lo esencial de la creación novelística (Vargas Llosa 2000: 10). En el eje que surge entre realidad y ficción y que va de La novela a El arte de la novela puede corroborarse una especie de desplazamiento: mientras que la ficción en los años sesenta sirve para iluminar la realidad, en El arte de la novela ésta se independiza de la realidad. Con ello la novela gana una independencia de la realidad que no tenía en los años sesenta (Nitschack 2002: 498s.). A partir de este intento de esbozo del desarrollo de la escritura de Vargas Llosa y de su repercusión pública desde comienzos de los años sesenta, quisiera mostrar ahora en qué medida estos dos pilares, que se basan en la separación de lo intra- y de lo extraliterario, se inscriben en mecanismos específicos de selección de unos estudios culturales latinoamericanos que, en los últimos cuarenta años, han participado de esa evolución y de cuyos paradigmas, tan vigentes en la década del sesenta, esos mismos estudios se han ido despidiendo a lo largo de distintas etapas. El otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Vargas Llosa puede ser interpretado, a mi juicio, como un síntoma de ese cambio de paradigmas en los estudios culturales y literarios sobre América Latina. Se trata, por lo tanto, de una relación epistemológica entre el objeto literario y la formación de paradigmas científicos. En lo adelante pretendo trazar una línea que va desde los primeros estudios sobre Vargas Llosa hasta el presente, y para ello he escogido las siguientes etapas: 1) Sus años como autor del boom, principalmente los años sesenta de la literatura de América Latina, que acaba su primera etapa con el caso Padilla en 1971. 2) Los años noventa, ya que el año 1989 marca una ruptura muy significativa. 3) Los estudios sobre Vargas Llosa de los últimos años, los cuales yo veo –de una manera implícita, por supuesto– como una preparación para la obtención del Premio Nobel. En ese sentido, es preciso apuntar que, significativamente, las interpretaciones de Vargas Llosa incluyen a menudo lecturas de otras novelas del boom, y que algunas voces representativas de esos estudios, también de un modo significativo, muy frecuentemente corren el peligro, en la búsqueda de un Pars pro toto, de transpolar características específicas de ciertos auto-

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res individuales a todos los demás. Si fuéramos a describir como una suma las posiciones de los estudios sobre Mario Vargas Llosa, tendríamos que intentar hacer una síntesis que se esfuerce conscientemente por presentar ciertas generalizaciones.

1. Lecturas de la obra temprana de Vargas Llosa como “metarrelatos identitarios”

A finales de la década de 1990 los estudios latinoamericanistas partían de la idea de que Vargas Llosa, como los demás autores del boom (como puede ser el caso de Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes) no sólo habían transitado por un cambio en su escritura, sino que, en todo ese proceso, se trataba además de un fenómeno más abarcador que tenía su origen en un cambio de paradigmas en la literatura latinoamericana en general, un cambio de paradigmas, por cierto, que Vargas Llosa consumó de un modo muy específico en su condición de protagonista destacado en el debate intra- y extraliterario sobre la identidad y que tuvo lugar en los años sesenta, y del cual sus novelas de los años noventa han de ser vistas como el punto culminante de esa evolución. Un punto de partida para el estudio de ese cambio de paradigmas dentro de la obra de Mario Vargas Llosa, es decir, de acuerdo con novelas suyas de los años sesenta como La casa verde o La ciudad y los perros es una concepción de ellas como “grandes metarrelatos identitarios”. La crítica literaria basa esta interpretación en dos interpretaciones distintas que, sin embargo, se condicionan mutuamente: En primer lugar, la lucha por conseguir una identidad se pone de manifiesto en la obra temprana de Vargas Llosa de un modo inter-textual y concreto en el recurso de los elementos míticos, en una concepción cíclica del tiempo y en el motivo de la máscara. Esos tres motivos pretenden servir de fundamento a una identidad colectiva que realce lo autóctono, lo precolombino y de ese modo se libre de la hegemonía europea. Por eso, algunos intérpretes de su obra entienden la llegada de Anselmo, en La casa verde, a la pequeña ciudad como una analogía de la llegada de los españoles al subcontinente latinoamericano (Scheerer 1991: 29). El joven y misterioso forastero es visto como un símbolo del conquistador (Scheerer 1991: 31). Vargas Llosa permite que el mito se transparente para

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luego hacer que discurra en la dirección opuesta; en ello consiste la singularidad más llamativa de su mitificación. Wolfgang Luchting habla de un “mito al revés” y nos deja ver con claridad, sobre todo a partir de la figura del padre, como los mitos tradicionales tuercen el rumbo y se convierten en su contrario: los padres ya no son asesinados por sus hijos, sino que vegetan y mueren una muerte lenta y trágica (como Lituma, Anselmo, Fushía y Jum), después de que sus hijos (como Bonifacia, Antonia y Lalita) se corrompan o mueran (Scheerer 1991: 32). Este intento emancipatorio de la creación de los mitos se potencia aún más debido a la puesta en escena formal de los aspectos relacionados con el contenido, y esto sucede, ciertamente, en la medida en que los motivos mencionados quedan integrados en novelas totales o en metarelatos utópicos. Como una característica central de la poética novelística de Vargas Llosas se enfatiza la idea de que la ficción es, simultáneamente, rebelión y mímesis fiel a la realidad. La escritura de novelas constituye siempre un acto de rebelión, es siempre “deicidio”, ya que el autor es un ente que desplaza a Dios y que procede de la familia de Lucifer, un secreto deicida que sacrifica al creador del universo en aras de la realidad creada por el propio autor. Un aspecto central de los estudios sobre Vargas Llosa consiste en llamar la atención sobre los vínculos existentes entre la totalidad formal y el momento identitario, lo cual permite leer como epopeyas novelas como La casa verde, La ciudad y los perros o incluso Conversación en La Catedral. La lectura central consiste en el proyecto, es decir, en una identidad específicamente latinoamericana que se busca recurriendo a una esencia cultural (a un origen). En segundo lugar, además de una perspectiva intraliteraria, se destaca un aspecto extraliterario: con estos grandes metarrelatos identitarios tanto de Vargas Llosa como de otros autores del boom, se cierra un ciclo evolutivo que alcanzó su punto culminante ya en Europa Occidental en la segunda mitad del siglo xix con aquello que Pierre Bourdieu denominó la “autonomía del campo literario”. El desarrollo en consecuencia de Vargas Llosa, como el de otros autores del boom, está relacionado en no poca medida con su papel como protagonista de esa constitución de autonomía. Un primer indicio socioeconómico de esa alcanzada autonomía –aunque ésta sea siempre únicamente relativa– es la independencia institucional del escritor del sistema de gobierno, lo cual se manifiesta entonces por primera vez en América Latina: “[...] por primera vez en Latinoamérica somos escritores profesionales. Cortázar fue el primero que nos dijo: Vamos a ser escritores y todo lo que no sea escribir es secundario, aunque tengamos que

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morirnos de hambre. Esta actitud termina por crear ‘conciencia profesional’” (Monsalve 1995: 92). Y la siguiente declaración de Vargas Llosa vendría a hacer historia: “Yo personalmente creo que un escritor cuando pasa a formar parte del poder y pierde esa disponibilidad y esa libertad que da la independencia frente al poder, su capacidad de creación se ve mermada, se ve disminuida” (Vargas Llosa 1985: 54). Sin embargo, más decisiva aún que la independencia económica es la independencia ética, algo que Vargas Llosa exige apelando al pueblo frente a la clase política, con lo cual se alza como un portador de valores universales. Como paradigma central se establece el siguiente: el autor exige y pretende articular las necesidades de un pueblo que se ve explotado tanto por los intereses de clase de los capitalistas y, al mismo tiempo, es sometida desde el punto de vista cultural por el predominio europeo. La escasez de un amplio sector de figuras intelectuales que sirvan como guía en las estructuras de poder socio-político le facilitó adentrarse en el campo político por primera vez a partir de un punto de vista ético autónomo, en el campo que había definido hasta entonces su radio de acción. Por lo tanto, los grandes metarrelatos identitarios de los años sesenta se interpretan al mismo tiempo como expresión y causa de esa autonomía.

2. Lecturas de Vargas Llosa como tópico del distanciamiento de los “grandes metarrelatos identitarios”

Todo parece indicar que se ha impuesto la experiencia de que resulta imposible postular un origen de la identidad colectiva en el marco de aquella concepción de representación tradicional que ve la identidad como la forma del ser en el que está dado un objeto de observación totalizador y absolutamente abarcable. Los discursos identitarios del boom se basaban en dos idealizaciones (Castro Gómez 1997: 98): por un lado, la idea de que la identidad latinoamericana tenía que ser pensada partiendo de un último fundamento, el cual une en sí mismo todas las diferencias culturales que se observan en el continente, y en segundo lugar la idea de que una identidad latinoamericana era una identidad “muy distinta” de la de la modernidad occidental. A través del cambio de perspectiva de una percepción interna a una externa, por medio de la cual, a su vez, los individuos son co-definidos

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–como sucede, por ejemplo, en El pez en el agua o en Los cuadernos de don Rigoberto, donde se parodian (en parte también de manera explícita) las utopías de la obra temprana que se petrifican–, esos mismos individuos se convierten en estereotipos, en el marco de un proceso de intensificada confrontación intercultural, pero no a través de un entendimiento. Queda abierta la cuestión sobre si la prolongada experiencia de exilio voluntario –tras perder las elecciones presidenciales de 1990, Vargas Llosa le dio la espalda a Perú por mucho tiempo– ha desempeñado en todo esto algún papel. En cualquier caso, la situación de exilio (la cual fue, dicho sea de paso, mucho más marcada en otros autores del boom que en el propio Vargas Llosa) y con ella la constante exposición del individuo a las más disímiles percepciones culturales externas fue determinante para muchos intelectuales latinoamericanos en las épocas de las dictaduras militares. Estos modos de lectura se siguen concentrando en un posicionamiento respecto de la cuestión de la identidad: Las nuevas formas de representación de la identidad perfilan éstas como problemáticas y ambivalentes, con lo cual los problemas de comunicación intercultural en las novelas de la década de 1990 se registran de un modo distanciado, a menudo irónico y casi positivista, sin que con ello se relacione la pretensión de modelar un sentimiento de pertenencia a un determinado proyecto ideológico o utópico. Si bien por un lado esto resulta sintomático de la simultaneidad híbrida de las culturas en la postmodernidad, Vargas Llosa no intenta, por otro lado, integrar el nuevo pluralismo cultural en una identidad poscolonial a todas luces marcada y más global. Lo que se enfatiza es que ha perdido vigencia el fundamento dialéctico de la oposición centro-periferia y, por lo tanto, la aún practicada crítica a las relaciones de explotación se representa como un cliché o de manera irónica. Vargas Llosa se muestra convencidamente opuesto a todos los teóricos postmodernos. Su crítica caricaturesca sobre Jacques Derrida podría ilustrarnos eficazmente esto último: Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil –si es divertido o estimulante me basta– sino porque si la literatura es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de textos autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual– ¿cuál es la razón de deconstruirlos? (Vargas Llosa 2012: 92).

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Ya no se le opone como alternativa a la concepción europea de la historia, una concepción lineal y cronológica, ninguna construcción literaria con  una estructura temporal cíclica ni elementos míticos. El filtro de la subjetividad y de la formación personal es un tema explícito de reflexión del narrador. Vargas Llosa ilustra que la historia sólo puede ser subjetiva, es decir, que sólo puede existir para un sujeto que la reciba y la narre. A raíz de esta autorreflexión se desenmascaran como construcciones algunas premisas histórico-filosóficas, como, por ejemplo, la continuidad, la progresión y la teleología. Como algo sumamente sintomático del cambio en la literatura y en las humanidades después de la modernidad, aparecen, en lugar de la historia universal (history), las muchas historias narradas (stories), las cuales coexisten sin ninguna pretensión de absoluto. Sin embargo, la característica común decisiva que vincula a Mario Vargas Llosa con los autores del boom en los años noventa y lo delimita de otras generaciones más jóvenes de escritores latinoamericanos, es la retrospectiva en torno a la propia obra (temprana) y, con ello, un mayor valor de juicio sobre la escritura autorreflexiva. En ello se expresa la posición más profundamente ambivalente en relación con la postmodernidad: Por un lado, está la misión de la antigua fe en una “mitología emancipadora”, la cual los autores creían poder oponer a la razón occidental (si bien a modo de opuesto funcional); por otro lado, está la dificultad de llegar a algo verdaderamente nuevo más allá de la reconstrucción de lo viejo. Y continuando en esta separación rigurosa entre los aspectos extra- e intraliterarios, se constata que el adiós a los grandes metarrelatos identitarios va aparejado con la renuncia a la posición autónoma en el campo literario (Volpi 2000: 56s.). A diferencia de lo ocurrido en los años sesenta, en los años noventa Vargas Llosa ya no se distancia de las élites del poder; al igual que su colega mexicano Carlos Fuentes ocupa puestos políticos, y de igual modo ve ahora su compromiso político-social como algo compatible con la incursión en el campo de la política. Vargas Llosa busca la proximidad de las élites políticas, tanto dentro como fuera de América Latina. Sus tomas de partido de carácter político ya no se basan en una esfera ético-independiente de la literatura, y no tanto porque las estructuras económicas del mundo literario institucionalizado (el mundo editorial) se hayan independizado de los autores (en la medida en que todos los autores del boom tenían sus editoriales en Europa, esto apenas desempeña ningún papel), sino, en primer término, porque los autores han perdido el suelo

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ético bajo sus pies con su puesta en entredicho del concepto emancipador de “pueblo”. Algunas constantes de los estudios sobre Latinoamérica están experimentando una revisión: precisamente la idea del pueblo oprimido como sujeto histórico (por lo menos como un sujeto histórico potencial) era un paradigma de los discursos de inspiración marxista de los años sesenta, los cuales se alimentaron del entusiasmo por Cuba –intacto hasta el caso Padilla– y, en menor medida, por el México “socialista” y por el sistema de Salvador Allende. Si, por una parte, el pueblo, en grandes regiones de América Latina, no era una voz unitaria y sólo dejaba entrever de vez en cuando, con su vocerío inarticulado, por medio de huelgas, manifestaciones y levantamientos, su poder como transformador de la historia, por otra parte Vargas Llosa –y con él muchos otros intelectuales– se sentía llamado a otorgar una voz a esa fuerza histórica primigenia. En ello se vieron flaqueados por la propaganda de la joven Cuba socialista, la cual no los veía como la manifestación de un poder político, sino como la expresión directa de un pueblo antes oprimido y ahora emancipado. La emancipación del pueblo, a la que los intelectuales querían encaminarse con su palabra y con su escritura, no era en ese sentido una instancia puramente normativa, sino que creía poder apoyarse en una primera encarnación histórica (por lo menos en el caso del subcontinente). En consecuencia, el desarrollo extraliterario es analizado de la siguiente manera: lo que condujo a una renuncia de la autonomía ética de los autores no habían sido tanto los acontecimientos históricos concretos y las ilusiones perdidas en relación con los regímenes políticos –de estos últimos uno podía distanciarse en su condición de intelectual independiente (algo que los autores hicieron en medidas distintas)–, sino la manera en que quedó minado el concepto emancipador de pueblo por otro concepto que se fue imponiendo, el de público. Tampoco queda fuera de esto otro nuevo paradigma de los años noventa: con el amplio avance de los medios de comunicación masiva, alguien como Vargas Llosa (quien ya lo había hecho desde 1971 con La tía Julia) no sólo se vio expuesto a un nuevo y poderoso competidor; lo que sucedía, sobre todo, era que ahora aquel otrora sujeto de emancipación llamado pueblo se revelaba como una masa de consumidores que desmentía a sus supuestos portavoces y desenmascaraba cualquier pretensión de representación de los defensores de una identidad como paternalismo. Los índices de audiencia y las cifras de ventas, la nueva “voz” del pueblo ahora “emancipado” en forma de público, daban fe

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de una amplia indiferencia de la población ante los mitos fundacionales precolombinos y apuntaban más bien a una creciente inclinación por la cultura hollywoodense y la de la Pepsi Cola. Con el tiempo, el proceso de la globalización cultural había reblandecido los límites del subcontinente hacia el exterior, lo cual, a su vez, contribuyó a una relativa revaloración de los límites interiores o de las diferencias inter-latinoamericanas. Ello tuvo consecuencias en la investigación para el paradigma de la identidad: el antes más o menos borroso concepto de la identidad de Vargas Llosa –y de otros intelectuales– acuñado para todo el continente americano, se fue estrechando en aras de defenderse de la invasión cultural –sobre todo de Norteamérica– en los territorios de Estados nacionales cada vez más homogéneos, lo cual, a su vez, llevó a una creciente congruencia del discurso identitario de los intelectuales con los intereses de dominio de las clases políticas. Puesto que con la cristalización del público el “mandato” del pueblo –el cual había servido expresamente o no como una legitimación de los posicionamientos políticos desde el campo autónomo de la literatura– se revelaba como una proyección condicionada por los paradigmas del discurso marxista, como una idea (equivocada) de pueblo como demandante, Vargas Llosa, en su condición de protagonista establecido entre los intelectuales latinoamericanos más respetados a nivel internacional, se vio de nuevo en un vacío legitimador, en un terreno ético vago entre la población y la clase política, pero quizás con una nueva estructura económica que lo respaldaba. Las abiertas diferencias entre el discurso literario-intelectual y los planteamientos de los encuestadores acerca del público fueron haciendo cada vez más conscientes las congruencias con los intereses identitarios del establishment político; en retrospectiva, esta nueva valoración amenazaba con golpear también al boom mismo, el cual, a pesar de toda la vaguedad de sus construcciones identitarias y literarias, podía ser reinterpretado a partir de premisas nacionalistas. Las novelas de Vargas Llosa de los años sesenta, expresión y medio de la constitución identitaria del pueblo, se van declarando en retrospectiva como novelas elitistas, cuyo efecto promotor de la identidad, paradójicamente, se transmite más allá de su éxito –y al mismo tiempo se ve comprometido– gracias al reconocimiento internacional: a partir de entonces los contenidos y la forma ya no sirvieron como base de identificación para el pueblo, sino como orgullo por la fama mundial de “su” autor. En ese sentido, cabe preguntarse si el boom puede ser visto como un proceso fracasado en su sentido como proyecto de identidad y en qué medida esto es así, un

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Gesine Müller

proyecto en el que los autores continúan trabajando hasta el día de hoy y que determina en gran medida la tendencia retrospectiva de sus obras a partir de los años noventa. Las diferentes lecturas de las posiciones de los estudios literarios y culturales de los años noventa demuestran que las interpretaciones en favor tanto de la obra temprana como de la obra posterior se orientan a una actitud de lectura de LA novela latinoamericana. Con ello, dichas interpretaciones se inscriben en unos patrones de lectura postmodernos que tienen una categoría clara como punto de referencia: la identidad. Porque el centro de la atención de un tipo de lectura de las novelas del boom como EL proyecto identitario que planteaba Julio Cortázar (“¿[...] qué es el boom sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoamericano de una parte de su propia identidad?” (cita en Rama 1982: 244)); requiere en cierto modo y forzosamente el contraste de la renuncia a él. La búsqueda no se da por perdida, sino que es declarada obsoleta. Cuando en el año 1979 Odo Marquard constataba el carácter inflacionario del concepto de identidad, una buena parte de los estudios culturales empieza a ocuparse, hasta hoy, de este paradigma. A mi juicio, en ello corresponde un papel muy especial a los estudios latinoamericanos, que, en su condición de estudios regionales, a menudo continuaron sacando su legitimidad de una referencia esencialista al continente, primeramente como base teórica del paradigma de la identidad, y más tarde –a raíz de la creación de la teoría postmoderna– con su cuestionamiento. Fuera afirmación o crítica, el punto de referencia sigue siendo obligatorio. Vargas Llosa fue considerado uno de sus objetos más agradecidos, ya que en su persona, de manera casi emblemática, se condensaba una evolución que no sólo debía ser válida para todo un grupo de renombrados intelectuales, sino también para otros procesos epistemológicos.

Bibliografía Béjar, Héctor (2001): “Vargas Llosa ciudadano”. En: Forgues, Roland (ed.): Mario Vargas Llosa. Escritor, ensayista, ciudadano y político. Encuentro Internacional Pau-Tarbes (Francia) del 23 al 26 de octubre del 2001. Lima: Minerva, pp. 103-118. Castro Gómez, Santiago (1997): “Identitätsdiskurse in der lateinamerikanischen Philosophie”. En: Nascimento, Amos/Witte, Kirsten (eds.): Grenzen der Moderne. Europa und Lateinamerika. Frankfurt am Main: IKO – Verlag für Interkulturelle Kommunikation, pp. 85-104.

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Monsalve, Alfonso (1995): “El deber revolucionario de un escritor es escribir bien”. En: Cobo Borda, Juan Gustavo (ed.): Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. Tomo I. Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, pp. 82-92. Nitschack, Horst (2002): “Mario Vargas Llosa: Potencia e impotencia de la ficción frente a la realidad”. En: Paatz, Annette/Pohl, Burkhard (eds.): Texto social. Estudios pragmáticos sobre literatura y cine. Festschrift für Manfred Engelbert. Berlín: Walter Frey Verlag – Edición Tranvía, pp. 489-502. Rama, Ángel (1982): La novela en América Latina: Panoramas 1920-1980. Bogotá: Procultura. Scheerer, Thomas M. (1991): Mario Vargas Llosa: Leben und Werk. Eine Einführung. Frankfurt am Main: Suhrkamp. Vargas Llosa, Mario (1971 [1967]): “Literatura es fuego”. En: Giacoman, Helmy F./Oviedo, José Miguel (eds.): Homenaje a Mario Vargas Llosa. Variaciones interpretativas en torno a su obra. New York: Las Américas, pp. 15-21. _____ (1985): Semana de autor (8-11 de mayo de 1984). Madrid: Ed. Cultura Hispánica – Instituto de Cooperación Iberoamericana. _____ (1999): “El liberalismo entre dos milenios”. 10.11.1999. En: (05.01.2003). _____ (2000): “El arte de la novela”. En: Vargas Llosa, Mario/Ruiz Gómez, Darío/Cruz Kronfly, Fernando/Cobo Borda, Juan Gustavo/Moreno-Durán, Rafael Humberto: El arte de la novela. Medellín: Ateneo Fondo Editorial, pp. 9-32. _____ (2012): La civilización del espectáculo. México: Santillana Ediciones Generales/Alfaguara. Volpi, Jorge (1998): La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968. México, D.F.: Era. _____ (2000): “El fin de la conjura. Los intelectuales y el poder en México en el siglo xx”. En: Letras Libres, 2, 22, pp. 56-47.

Autoras y autores

Carolina Alzate, Ph.D. de University of Massachusetts en Amherst, es Profesora Titular de la Universidad de los Andes de Bogotá. Sus áreas de investigación y docencia son la literatura colombiana del siglo xix, la literatura hispanoamericana de los siglos xix y xx, la teoría literaria, los estudios culturales (nación, género e historiografía literaria) y la autobiografía. Entre sus publicaciones recientes se encuentran los libros Soledad Acosta de Samper y el discurso letrado de género, 1853 a 1881 (2015), Redes, alianzas y afinidades. Mujeres y escritura en América Latina (coeditado con Darcie Doll, 2014) y Sujetos múltiples: indigenismo, feminismo, y colonialidad. Homenaje a Betty Osorio (coeditado con David Solodkow, 2014), así como los artículos “Otra amada y otro paisaje para nuestro siglo xix. Soledad Acosta de Samper y Eugenio Díaz frente a María” (Revista de Lingüística y Literatura 59, 2011) y “¿Comunidad de fieles o comunidad de ciudadanos? Dos relatos de viaje del siglo xix colombiano” (Revista Chilena de Literatura 77, 2010). Ha estado al frente de la reedición de varias de las obras de Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y de la difusión del trabajo crítico sobre la autora. Vicente Bernaschina Schürmann es Licenciado y Magíster en Literatura Hispánica por la Universidad de Chile. Actualmente trabaja de asistente científico en el Romanisches Seminar de la Europa-Universität Flensburg y realiza un doctorado en la Universität Potsdam con una tesis sobre la fundación de una tradición poética teológica en el virreinato del Perú a principios del siglo xvii. Además de algunas publicaciones concernientes a las literaturas del Siglo de Oro y de los virreinatos americanos, también se ha dedicado a escribir sobre crítica literaria y estudios literarios en Chile. En 2010, su ensayo “La lectura en la crisis de la educación: reconsideraciones para el bicentenario” fue reconocido con el primer lugar en el IV Concurso de Ensayo Contemporáneo en Humanidades de la Universidad Diego Portales, Goethe Institut y Revista Artes y Letras. Anke Birkenmaier, Ph.D. en Yale University, es Associate Professor en el Department of Spanish and Portuguese de Indiana University Bloomington. Es autora de los libros: Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina (2006; con esta obra obtuvo el Premio Iberoamericano

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Autoras y autores

2007 de la Latin American Studies Association –LASA–), y Versionen Montezumas. Lateinamerika in der historischen Imagination des 19. Jahrhunderts. Mit dem vollständigen Manuskript von Oswald Spenglers Montezuma. Ein Trauerspiel (1897) (2011). Ha coeditado los volúmenes Havana Beyond the Ruins. Cultural Mappings after 1989 (2011) con Esther Whitfield y Cuba: un siglo de literatura (1902-2002) (2004) con Roberto González Echevarría. Ha publicado artículos en diversas revistas especializadas de los Estados Unidos, Europa y América Latina. En 2010 fue becaria de la Alexander von Humboldt-Stiftung. Antonio Cajero Vázquez es Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y Profesor Investigador en El Colegio de San Luis desde agosto de 2009. Ha colaborado en revistas y diarios mexicanos (Este País, La Jornada, La Colmena); también, en revistas académicas nacionales e internacionales (Nueva Revista de Filología Hispánica, Semiosis, La Nueva Literatura Hispánica, Literatura Mexicana, Variaciones Borges, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea). Ha participado como conferencista y ponente en diversos foros. Investiga sobre literatura mexicana del siglo xx, en particular, y latinoamericana, en general, principalmente desde la crítica de textos. Libros recientes: en colaboración con Celene García, Gilberto Owen en El Tiempo de Bogotá, prosas recuperadas (1933-1935) [2009]; edición crítica de Gilberto Owen, Perseo vencido (2010); Gilberto Owen en Estampa. Textos olvidados y otros testimonios (2011); Palimpsestos del joven Borges: escritura y rescrituras de Fervor de Buenos Aires (2013); edición crítica de José Revueltas, El luto humano (2014). Luiz Costa Lima es Profesor de Literatura Comparada en la Pontifícia Universidade de Rio de Janeiro. Ha sido Profesor Visitante en las universidades de Minnesota, Stanford, Johns Hopkins, Montreal, Paris VIII, Universidad Iberoamericana (México). Entre sus numerosas publicaciones se encuentran los libros: O Controle do imaginário (1984; traducción al inglés de 1988, traducción al alemán de 1990); Pensando nos trópicos. (Dispersa demanda II) (1991); Vida e mimesis (1995); Mímesis: desafio ao pensamento (2000; traducción al alemán de 2012); História. Ficção. Literatura (2006); Trilogia do controle (O Controle do imaginário, Sociedade e discurso ficcional, O Fingidor e o censor) (2007); O Controle do imaginário e a afirmação do romance (Dom Quixote, Les Liaisons dangereuses, Moll Flanders e Tristram

Autoras y autores

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Shandy) (2009; con esta obra obtuvo en el año 2010 el Premio de la Academia Brasileña de las Letras en el área de ensayo y crítica literaria). Ha sido Investigador Invitado en el Zentrum für Literatur- und Kulturforschung (Berlín) y obtuvo el premio de investigación para científicos extranjeros de la Alexander von Humboldt-Stiftung en el año 1993. Fernando Degiovanni, Ph.D. por University of Maryland y Profesor Asociado de Lengua y Literatura Hispánica en el Graduate Center de City University of New York. Ha impartido cursos en diversas universidades de Estados Unidos, Europa y América Latina. Es autor del libro: Los textos de la patria: Nacionalismo, políticas culturales y canon en Argentina (2007; por esta investigación recibió en el año 2010 el premio ‘Alfredo Roggiano’ del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de University of Pittsburgh). Ha colaborado con artículos en publicaciones periódicas como Revista Iberoamericana, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Journal of Latin American Cultural Studies, Variaciones Borges, Hispamérica, Cuadernos Hispanoamericanos así como en los volúmenes colectivos A Companion to Latin American Literature and Culture, editado por Sara Castro-Klaren y la Historia crítica de la literatura argentina, editado por Noé Jitrik. Ottmar Ette es Catedrático de Literaturas Románicas en la Universität Potsdam. Desde 2010 es miembro de la Academia Europaea; desde 2013, miembro de la Berlin-Brandenburgische Akademie der Wissenschaften y desde 2014, miembro honorario de la Modern Language Association of America. Además, desde 2012 es Chevalier dans l’Ordre des Palmes Académiques. En 2014 recibió el reconocimiento Escuela Nacional de Altos Estudios otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus intereses de investigación son, entre otros, Alexander von ­Humboldt, la ciencia literaria como ciencia de y para la vida, la convivencia, los TransArea Studies, las poéticas del movimiento y las literaturas del mundo. Entre sus monografías más recientes se encuentran: ÜberLebenswissen I-III (20042010); Alexander von Humboldt und die Globalisierung (2009), Del macrocosmos al microrrelato. Literatura y creación – nuevas perspectivas transareales (2009), LebensZeichen. Roland Barthes zur Einführung (2011), TransArea. Eine literarische Globalisierungsgeschichte (2012), Viellogische Philologie. Die Literaturen der Welt und das Beispiel einer transarealen peruanischen Litera-

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Autoras y autores

tur (2013), Roland Barthes: Landschaften der Theorie (2013) y Anton Wilhelm Amo. Philosophieren ohne festen Wohnsitz (2014). Gustavo Guerrero es Doctor en Historia y Teoría Literarias por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París y Catedrático de Literatura y Cultura Hispanoamericanas Contemporáneas en la Université de Cergy-Pontoise y en la École Normale Supérieure-Paris. Ha sido Profesor Invitado en las universidades de Princeton, Cornell y Berna. Se ha desempeñado como Consejero Literario de la casa Gallimard para el área hispánica. Ha colaborado con las principales revistas del ámbito hispánico: Vuelta (México), Ínsula (Madrid), Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid), Quimera (Barcelona), Diario de Poesía (Buenos Aires), Encuentro de la Cultura Cubana (Madrid) y Letras Libres (México/Madrid). En Francia, es colaborador de la Nouvelle Revue Française. Editó, junto a François Wahl, las Obras completas (1999) de Severo Sarduy en la colección Archivos-Unesco. Ha sido asimismo responsable de la edición de los Cuentos completos (2006) de Arturo Uslar Pietri. Como poeta, es autor de los libros La sombra de otros sueños (1982) y Círculo del adiós (2005); como ensayista, ha publicado La estrategia neobarroca (1987), Itinerarios (1997), Teorías de la Lírica (1998), La religión del vacío y otros ensayos (2002) e Historia de un encargo: “La catira de” Camilo José Cela (2008), con la que obtuvo el XXXVI Premio Anagrama de Ensayo. Anne Kraume estudió Letras Francesas, Hispánicas y Alemanas en Friburgo, Granada y Colonia. Escribió y defendió su tesis de doctorado en la Universität Potsdam. Trabajó como colaboradora científica en el Institut für Romanistik de la Universität Halle-Wittenberg de 2008 a 2010. Desde 2010 es asistente en la cátedra de literaturas hispánicas y francófonas en el Institut für Romanistik de la Universität Potsdam donde está escribiendo una tesis de habilitación sobre fray Servando Teresa de Mier y la independencia mexicana. Entre sus publicaciones destacan Das Europa der Literatur. Schriftsteller blicken auf den Kontinent 1815-1945 (2010) y varios artículos sobre Europa en la literatura europea, sobre la historiografía de la independencia mexicana, sobre intertextualidades bíblicas en la literatura latinoamericana y sobre el ensayo en las literaturas europea y latinoamericana.

Autoras y autores

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Adriana Lamoso es Doctora en Letras, Profesora e Investigadora de la Universidad Nacional del Sur, Argentina, especializada en los ensayos de Ezequiel Martínez Estrada, redes e historia intelectual. Ha sido Académica Visitante en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado, entre otros, en los volúmenes colectivos: Prisons d’Amérique latine: du réel à la métaphore de l’enfermement (2009); América Latina y el Caribe: desafíos de la diversidad (2011); A través de la vanguardia hispanoamericana (2011), Rumbos del Hispanismo en el umbral del Cincuentenario de la AIH (2012), América diversa. Literatura y memoria (2013), José Martí y Nuestra América (2013). Es Investigadora del CEINA (Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre Nuestra América ‘José Martí’) y del Centro de Estudios Regionales “Prof. Félix Weinberg”; es miembro del Consejo de Administración de la Fundación Ezequiel Martínez Estrada e integra la red “El ensayo en diálogo”. Rafael Mondragón es Doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México, Investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas y Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras en la misma univerisdad. Ha realizado estancias de investigación en Berlín y Santiago de Chile, y publicado estudios sobre el pensamiento crítico latinoamericano de los siglos xix y xx, con especial énfasis en autores como Simón Rodríguez, Francisco Bilbao y Pedro Henríquez Ureña, entre otros. Además, forma parte del equipo coordinador de la Historia de las literaturas de México que actualmente prepara el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Junto a Álvaro García San Martin coordina el proyecto de edición crítica de las obras completas de Francisco Bilbao, en nueve volúmenes, el primero de los cuales apareció recientemente. Ha publicado el libro Filosofía y narración. Escolio a tres textos del exilio argentino de Francisco Bilbao (1858-1864) (2015). Gesine Müller es Catedrática de Filología Románica en la Universität zu Köln. Desde 2008 dirige el equipo de investigación Emmy Noether sobre Koloniale Transferprozesse (Deutsche Forschungsgemeinschaft/Fundación Alemana de Investigación Científica). Sus intereses de investigación son, entre otros, las literaturas latinoamericanas contemporáneas, las literaturas del Romanticismo, las literaturas del Caribe y la investigación sobre trans-

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Autoras y autores

ferencias y transformaciones culturales. Entre sus publicaciones se cuentan: Die “Boom” Autoren heute: García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Donoso und ihr Abschied von den “großen identitätsstiftenden Entwürfen” (2004); Die koloniale Karibik. Transferprozesse in frankophonen und hispanophonen Literaturen (2012); América Latina y la literatura mundial. Mercado editorial, redes globales y la invención de un continente (2015, coeditado con Dunia Gras Miravet). Rafael Olea Franco, Ph.D. in Romance Languages por Princeton University y Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Es Profesor de Tiempo Completo del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha sido Profesor Invitado en la Université Paris X (Nanterre), Duke University y Carleton College. Ha publicado los libros: Los dones literarios de Borges (2006), En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárcena, Fuentes y Pacheco (2004), El otro Borges. El primer Borges (1993). Realizó la edición crítica de La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, para la Colección Archivos. Asimismo, ha editado una docena de libros, entre ellos: Doscientos años de narrativa mexicana (2 volúmenes, 2010), In memoriam Jorge Luis Borges (2008), Agustín Yáñez: una vida literaria (2007), José María Roa Bárcena. De la leyenda al relato fantástico (2007), Fervor crítico por Borges (2006), Santa, Santa nuestra (2005), Literatura mexicana del otro fin de siglo (2001) y Borges: desesperaciones aparentes y consuelos secretos (1999). Carlos Oliva Mendoza es traductor, escritor y Doctor en Filosofía. Trabaja como Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre otros reconocimientos, ha obtenido el Premio Internacional de Narrativa, Siglo XXI y el Premio Nacional de Ensayo Literario. Es responsable del proyecto de investigación “Teoría crítica en América latina”. Sus libros más recientes son Semiótica y capitalismo. Ensayos sobre la obra de Bolívar Echeverría (2013); Hermenéutica del relajo y otros escritos sobre filosofía mexicana contemporánea (2013) y Literatura y azar. Cuatro ensayos sobre Borges (2011).

Autoras y autores

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Friedhelm Schmidt-Welle se desempeña como Investigador en Literatura y Estudios Culturales en el Instituto Ibero-Americano de Berlín. Ha enseñado Literatura Latinoamericana, Literatura Comparada y Literatura Alemana en universidades de Alemania, Chile y México. Entre 2008 y 2010 ocupó la Cátedra Extraordinaria Guillermo y Alejandro de Hum­ boldt en El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México, y en verano de 2010 ha sido Harris Dinstinguished Visiting Professor en el Dartmouth College, EE.UU. Es autor o editor de 19 libros sobre culturas y literaturas latinoamericanas y europeas. Entre los más recientes están: Mexiko als Metapher. Inszenierungen des Fremden in Literatur und Massenmedien (2011); Multiculturalismo, transculturación, heterogeneidad, poscolonialismo. Hacia una crítica de la interculturalidad (2011); Culturas de la memoria. Teoría, historia y praxis simbólica (2012); La historia intelectual como historia literaria (2014); Transformationen der Erinnerung und der Wirklichkeit in der Literatur (2014, con Olivia Díaz, Florian Gräfe y Juliana Pérez); y Nationbuilding en el cine mexicano desde la Época de Oro hasta el presente (2015, con Christian Wehr). Sergio Ugalde Quintana es Doctor en Letras Hispánicas por El Colegio de México, Profesor Titular en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan: La biblioteca en la isla. Una lectura de La expresión americana de José Lezama Lima (2011); Un cierto encanto goethiano. Correspondencia alemana de Alfonso Reyes 1914-1959 (2013). Junto a Ottmar Ette editó La filología como ciencia de la vida (2015) y con Luzelena Gutiérrez de Velasco, el volumen colectivo Banquete de imágenes en el centenario de José Lezama Lima (2015). Ha sido becario del DAAD y de la Alexander von Humboldt-Stiftung. Liliana Weinberg es Doctora en Letras Hispánicas por El Colegio de México así como Doctora Honoris Causa por la Universidad Nacional de Atenas. Actualmente es Investigadora Titular de tiempo completo en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de México y docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma institución. Es Investigadora nivel III en el Sistema Nacional de Investigadores y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Obtuvo la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos

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Autoras y autores

en el área de Investigación en Humanidades (1995), el IV Premio Anual de Ensayo Literario Hispanoamericano Lya Kostakowsky (1996), la medalla Sor Juana Inés de la Cruz de la Universidad Nacional Autónoma de México (1998) y el Cuarto Premio Internacional de Ensayo otorgado por la Editorial Siglo XXI, la Universidad Autónoma de Sinaloa y El Colegio de Sinaloa (2007). Entre sus libros se encuentran El ensayo entre el paraíso y el infierno (2001), Literatura latinoamericana: descolonizar la imaginación (2004), Umbrales del ensayo (2004), Situación del ensayo (2006), Pensar el ensayo (2007), Biblioteca Americana. Una poética de la cultura y una política de la lectura (2014), El ensayo en busca del sentido (2014), además de numerosos artículos y capítulos de libros en su especialidad. En la actualidad es integrante de la Cátedra Alfonso Reyes.

El Instituto Ibero-Americano (IAI) de la Fundación Patrimonio Cultural Prusiano en Berlín dispone de un amplio programa de publicaciones en alemán, español, portugués e inglés que surge de varias fuentes: la investigación realizada en el propio Instituto, los seminarios y simposios llevados a cabo en el IAI, los proyectos de cooperación con instituciones nacionales e internacionales, y trabajos científicos individuales de alta calidad. La „Bibliotheca Ibero-Americana“ es una serie que existe desde el año 1959 y en la que aparecen publicadas monografías y ediciones sobre literatura, cultura e idiomas, economía y política de América Latina, el Caribe, España y Portugal. Volúmenes anteriores: 161. MicroBerlín. De minificciones y microrrelatos. Ottmar Ette / Dieter Ingenschay / Friedhelm Schmidt-Welle / Fernando Valls (eds.), 2015. Este volumen se ha propuesto incluir no solamente los debates teóricos y metodológicos con respecto a la posible definición del microrrelato como “cuarto género” y los diversos análisis sobre el desarrollo y la historia del mismo. Más bien, relacionamos la minificción literaria con otras prácticas simbólicas, y consideramos las nuevas posibilidades de difusión de la minificción en los medios masivos de comunicación y, sobre todo, en las redes sociales (Facebook, Twitter) y en el Internet en general. En los cuatro apartados del volumen, sus autores se ocupan de la teoría del género y la historia del micorrelato literario; analizan la intertextualidad del nuevo género; interpretan una serie de minificciones literarias de autoras y autores hispanoamericanos y españoles; y consideran otras formas de lo micromediático, los litblogs, la producción de microrrelatos en las redes sociales, y las minificciones cinematográficas. 160. Diálogos existenciales. La filosofía alemana en la Argentina peronista (19461955). Clara Ruvituso, 2015. Hasta ahora se ha indagado poco en el hecho de que los conflictos entre intelectuales durante el primer peronismo (1946-1955) se dieran en un contexto de explosión filosófica de la producción, teniendo como eje central la problemática figura de Martin Heidegger. El presente estudio aporta un análisis socio-político del campo filosófico argentino basado en sus transformaciones y luchas internas y en las funciones del debate “existencialista” entre la búsqueda de identidad y el diálogo con el mundo filosófico alemán de posguerra. 159. El ensayo en busca del sentido. Liliana Weinberg, 2014. En su libro sobre la historia del ensayo desde Montaigne hasta algunos ensayistas latinoamericanos del siglo xx, Liliana Weinberg parte de la idea de la “buena fe” como enfoque central de la escritura de Montaigne y de los principios en los cuales se basa (juicio, razón y experiencia). El aspecto más importante del ensayo es el mismo proceso del pensar, es decir, se convierte en el género autorreflexivo por excelencia. Weinberg destaca la coincidencia entre la colonización del Nuevo Mundo y la fundación del nuevo género. Trata la ensayística de varios autores para aclarar las lecturas de Montaigne y su idea de la buena fe desde una perspectiva latinoamericana y en cierto sentido poscolonial. En ese contexto de lecturas

sobre lecturas el texto mismo de Weinberg se convierte en un ensayo en el mejor de los sentidos por su postura autorreflexiva y su profundidad en la interpretación de la historia y la epistemología del ensayo latinoamericano. 158. Las ciencias en la formación de las naciones americanas. Sandra Carreras / Katja Carrillo Zeiter (eds.), 2014. Las contribuciones aquí reunidas analizan las relaciones que existieron entre las ciencias y los Estados nacionales en América durante el ‘largo’ siglo xix. Muestran que el entrelazamiento entre ciencia y nación tuvo consecuencias para la ciencia como lugar de producción y enunciación de saberes y también implicaciones para la elaboración de determinadas interpretaciones de la nación en tanto comunidad imaginada a partir de cuatro elementos: historia, territorio, “pueblo” y lengua. Estos debates no sólo se desarrollaron en ámbitos nacionales sino que traspasaron sus límites, poniendo en evidencia las vinculaciones transnacionales y las redes que les dieron sustento. 157. El cuerpo dócil de la cultura. Poder, cultura y comunicación en la Venezuela de Chávez. Manuel Silva-Ferrer, 2014. Este libro constituye un invalorable análisis de los elementos fundamentales que determinaron la reconfiguración del mapa de la cultura venezolana a comienzos del siglo xxi, tras el ascenso al poder de Hugo Chávez y su “revolución bolivariana”. Un novedoso período que resume las contradicciones, continuidades y discontinuidades producidas por el moderno Estado petrolero venezolano a lo largo del siglo precedente. Se trata de una nueva fase para la sociedad y la cultura. Y, muy especialmente, para la comunicación, que una vez más reafirmó su preponderancia como fenómeno fundamental de la cultura latinoamericana. 156. Sonidos y hombres libres. Música nueva de América Latina en los siglos xx y xxi. Hans-Werner Heister / Ulrike Mühlschlegel (eds.), 2014. L a recopilación de trabajos Sonidos y hombres libres se centra en los compositores, musicólogos y profesores de música latinoamericanos Graciela Paraskevaídis y Coriún Aharonián, y con ellos, en la música latinoamericana de los siglos xx y xxi, sus temas y su trayectoria. Rinde homenaje a la obra y a las personalidades de ambos a través de diversos encuentros personales y experiencias de los autores. Además, presenta textos sobre la representación de la música popular en el canon de los estudios musicológicos, sobre las componentes tiempo y espacio en la música popular, sobre la terminología para describir la música popular y sobre el concepto europeo-norteamericano de world music. 155. Sondierungen. Lateinamerikanische Literaturen im 21. Jahrhundert. Rike Bolte / Susanne Klengel (Hg.) 2013. Die Literaturen Lateinamerikas bilden heute ein weites Terrain unterschiedlicher Stimmen und Schreibweisen, die schon lange magischem Realismus und Exotik abgeschworen haben. In der neuen erzählerischen Vielfalt finden sich postdiktatorische Memoria-Texte, Poetiken des Ver/rückten, Kartografien ungewöhnlicher Handlungsräume, Evokationen marginaler

Raumerfahrung und weitere Perspektiven. Immer wieder geht es um Text- und Wort-Materialität und die Anfälligkeit von Körper- und Dingwelt. Dabei berühren sich experimentelle Formen mit der zum literarischen Gegenstand gewordenen (Literatur-)Theorie. Medial und neobarock, öko- und gesellschaftskritisch, “konservativ” und innovativ, emphatisch und unterkühlt ist die aktuelle Prosa des Kontinents: Sie schreibt sich auf diese Weise dezidiert in die global literature des 21. Jahrhunderts ein. Die dreizehn Einzelstudien des Bandes und ein Interview geben eine erste Orientierung für die Sondierung dieses neuen Terrains. 154. Estudios sobre la historia económica de México desde la época de la Independencia hasta la primera globalización. Sandra Kuntz Ficker / Reinhard Liehr (eds.) 2013. En la primera globalización se multiplicaron en el mundo los flujos de información, de mercancías y servicios y de capital gracias a los nuevos medios de transporte y de comunicación y a la generalización del patrón oro en los sistemas monetarios. Al mismo tiempo, se intensificó el traslado masivo de mano de obra en el interior y entre los continentes a raíz de los movimientos migratorios. Este volumen presenta estudios que se ocupan en su mayoría de la integración de México a este nuevo mercado mundial durante este período, desde aproximadamente 1870 hasta la Gran Depresión. Se analizan así el comercio exterior e interior del país, el papel de los bancos en los mercados y flujos de capital y, además, dos ejemplos de empresas. Asimismo, un estudio vuelve hasta la época de la independencia para analizar el comercio y la producción textil en ese período. 153. Novas vozes. Zur brasilianischen Literatur im 21. Jahrhundert. Susanne Klengel / Christiane Quandt / Peter W. Schulze / Georg Wink (Hg.) 2013. Wie wenige ‘Länder des Südens’ steht Brasilien heute im Fokus der Weltöffentlichkeit. Auch die brasilianische Literatur bezieht zu der veränderten globalen Ordnung in ihren Themen und Schreibweisen auf vielfältige Weise Position. Doch trotz zunehmender Internationalisierung sind zeitgenössische brasilianische Autorinnen und Autoren im deutschsprachigen Raum noch wenig bekannt. Dieser Band möchte einen ersten Überblick und systematische Einblicke in die Literaturproduktion des beginnenden 21. Jahrhunderts vermitteln. Anhand von fünf thematischen Feldern zur literarischen Identitätskonstruktion, zur poetischen Praxis im sozialen Raum, zur neuen Stadtliteratur, zur jüngsten Internationalisierungstendenz sowie zu Text-Bild-Relationen wird dieses neue literarische Feld sondiert und in siebzehn Einzelstudien vertiefend untersucht. Der Sammelband richtet sich an Brasilianisten und Literaturwissenschaftler, aber auch allgemein an Leser der ‘Literaturen der Welt’ und Brasilieninteressierte.