Pensar la Biblia : estudios exegéticos y hermenéuticos
 9788425421167, 8425421160

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ANDRÉ LACOCQUE PAUL RICOEUR

PENSAR LA BIBLIA Estudios exegéticos y hermenéuticos

T radu cción de A n t o n io MARTÍNEZ RlU

Herder

Versión española de ANTONI M a r t ín e z RlU de la obra de A n d r é L a C o c q u e y P a u l RlCOEUR ThinkingBiblically, The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U SA .

Diseño d e la cubierta:

C la u d io B a DO y M ó NICA B a ZÁN

© 1998$ The Universiiy o f Chicago. © 2001, Empresa EditorialHerder, S.A., Barcelona

Imprenta: LlB ER D üPLE X , S.L. Depósito legal: B-18.000-2001 Printed in Spain

ISBN: 84-254-2116-0

H erder

Código catálogo: REB2116

Provenza, 388. 08025 Barcelona - Teléfono 93 476 26 26 - Fax 93 207 34 48 E-mail: [email protected] - http: // www.herder-sa.com

A Sim one Ricoeur, d e bendita m em oria 6 d e enero d e 1998

«Pondré m i espíritu en vosotros, y reviviréis» Ezequiel 37, 14

ÍNDICE

P refacio........................................................................................................................

11

Génesis 2-3 ....................................................................................................................

23 25 51

Grietas en el muro. ANDRÉ La C ocque ............................................................. Pensar la creación. PAUL RlCOEUR .......................................................................

Éxodo 20,13 .................................................................................................................. No matarás. A ndré La C o c q u e ........................................................................... «No matarás»: la obediencia amorosa. Paul RlCOEUR.......................................

Ezequiel 37, 1 -1 4 ...........................................................................................................

87 89 127

De muerte a vida. A ndré La C ocque ................................................................ Centinela de la inminencia. Paul RlCOEUR .......................................................

153 155 179

Salmos 2 2 .................................... .................................................................................

197

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? A ndré La C ocque ........................................................................................... La lamentación como plegaria. Paul RlCOEUR..................................................

199 221

Cantar de los cantares .................................................................................................... La Sulamita. A ndré La C o c q u e ........................................................................... La metáfora nupcial. Paul RlCOEUR....................................................................

Éxodo 3 ,1 4 .................................................................................................................... La revelación de las revelaciones. A ndré La C o c q u e ....................................... De la interpretación a la traducción. PAUL RlCOEUR.........................................

Génesis 4 4 ...................................................................................................................... Un relato ancestral: la historia de José. A ndré La C o c q u e ..............................

Zacarías 12, 1 0 ............................................................................................................. «Et aspicient ad me quem confixerunt». A ndré La C o c q u e ...........................

243 245 275 3 13 3 15 337 367 369 401 403

PREFACIO

El libro que el lector está a punto de leer es resultado de una colabora­ ción inusual. Reúne a un exegeta, especialista en la Biblia hebrea, y a un filóso­ fo, que se identifica con la denominada escuela hermenéutica. Ambos autores decidieron leer y comentar los mismos textos tomados de la Biblia hebrea. Pri­ mero escribió su aportación el exegeta, y luego el filósofo le daba respuesta. Segui­ damente, ambos revisaban sus contribuciones respectivas, de modo que la redac­ ción final diera lugar a un libro en el que la obra de cada autor tuviera en cuenta la del otro. Nuestro campo de trabajo se circunscribe deliberadamente a textos «fuertes» del Antiguo Testamento, representativos de los diversos géneros litera­ rios bíblicos: mítico, narrativo, prescriptivo, oracular, apocalíptico, hím nico, sapien­ cial-, y a un texto sui generis, además, tomado de Éxodo 3, sobre el nom bre de Dios. Con la mira puesta en tratar de todos los géneros literarios, André LaCocque es autor único de dos ensayos complementarios; uno sobre la historia de José en el libro de Génesis, y el otro sobre un oráculo profético sumamente contro­ vertido de Zacarías 12,10. En esta especie de monólogos, no menos que en las partes dialógicas de este libro, el lector hallará el mismo tipo de movimiento de trayectoria que caracteriza el resto de ensayos. En lo que sigue, en este Prólogo, hablaremos como una sola voz y expli­ caremos las bases de nuestra colaboración. A simple vista, puede parecer que nuestros planteamientos difieran hasta el punto de estar en oposición mutua. El exegeta recurre al método históricocrítico, modificado a la luz de las consideraciones metodológicas, de que luego tratamos, que han hecho posible nuestra colaboración en este volumen. Con todo, el método histórico-crítico plantea unas exigencias precisas, que podrían calificarse de científicas sin que sea abusar de la expresión. Son éstas suficiente­ mente conocidas, de modo que no hay necesidad alguna de citarlas aquí. Pre­ ferimos más bien hablar de los matices y complementos que hemos añadido para ir más allá de las mismas. Por su parte, el filósofo toma en consideración la recepción del texto bíbli­ co entre los pensadores inicialmente marcados por la filosofía griega y, luego, por la moderna. Y no es tanto la diversidad entre estos dos modos de pensar que se

han ocupado de la Biblia lo que es origen de problemas cuanto la introducción, en el comentario de textos bíblicos, de instrumentos del pensamiento -concep­ tos, argumentos, teorías- forjados fuera del ámbito bíblico del pensar, de los grie­ gos hasta el presente. Desde esta oposición inicial, sólo esquemáticamente indicada ahora, podría concluirse que hay una radical heterogeneidad entre ambos ejercicios de lectu­ ra presentados en cada sección de este libro. ¿No pretende ser uno de ellos eru­ dito, hasta científico, mientras que el otro sólo busca ser filosófico? ¿No se orien­ ta uno hacia lo que está detrás del texto, hacia su arqueología, mientras que el otro mira hacia lo que viene después, hacia su teleología (como si, en realidad, todas las lecturas sucesivas estuvieran unidas por un único telos, algo que está lejos de ser verdad)? Esta aparente antinomia entre retrospección y prospección, entre producción del texto y recepción del mismo, es lo que deseamos que las páginas que siguen refuten. Por un lado, el exegeta no pasa por alto el papel de la lectura en la elabo­ ración del sentido del texto, cosa que podría pensarse que sólo concierne al filó­ sofo. También toma en consideración el hecho de la lectura en su metodolo­ gía, de un modo del que luego hablamos. Por otro lado, el filósofo no ignora el carácter específico de los textos pertenecientes al corpus bíblico, como tampoco niega la originalidad de la manera hebrea de pensar y luego de la cristiana. En realidad, es tan consciente de ello, que el mismo concepto de filosofía cristia­ na, o hasta de una «metafísica bíblica», tiempo ha propuesto por Etienne Gilson, le parece totalmente inadecuado. Es en términos de este doble mecanismo, con el que cada uno hemos acep­ tado el trabajo del otro, como desearíamos ahora referirnos brevemente, justi­ ficándolo, al título Pensar la B iblia, que nos pareció caracterizaba a cada una de las fases del viaje que emprendimos a través de estos textos.

i Comenzando por la parte del exegeta, queremos señalar de qué modo, apro­ piado a su disciplina, hemos sido capaces de integrar en el método histórico-crítico uno de los planteamientos más interesantes que se han conseguido en los recientes estudios bíblicos, que podemos denominar correspondientemente la W irkungsgeschichte o hasta la N achgeschichte de los textos sagrados. En castella­ no, podríamos decir su primer plano, o su historial tradicional, en el sentido de una historia que es ai mismo tiempo tradición, donde la palabra tradición debe ser entendida en un sentido más dinámico que estático. Gracias a esta aña­ didura, el enfoque exegético se abre a la consideración de los modos y maneras como ha sido recibido un texto, a lo que el filósofo intenta añadir todavía otra dimensión. ¿Qué consideraciones determinaron esta expansión del método histórico-crítico? El primer factor que la exégesis toma en consideración guarda relación con el papel que desempeñó la escritura en la formación del corpus bíblico. La lec­ tura es una respuesta a esta escritura, hecha de múltiples maneras de las que lue­ go trataremos. Observemos simplemente, por el momento, que el primer efec­ to del leer es conferir autonomía y existencia independiente a un texto que, por lo mismo, queda abierto a ulteriores desarrollos y nuevos enriquecimientos, todos los cuales afectan a su verdadero sentido. A la luz de esto, nos gustaría recordar la maravillosa frase de Gregorio Magno, a quien Pier Cesare Bori cita en su libro significativamente titulado L’I nterpretazione infinita-. «La Escritura crece en sus lectores». El primer corolario de esta tesis sobre la autonomía del texto es el aban­ dono de la preocupación, tan característica de la hermenéutica romántica y aso­ ciada al nombre de Friedrich Schleiermacher, de recuperar las intenciones del autor y de ponerlas como determinantes de toda interpretación. Sin afirmar que las investigaciones que tienen que ver con el autor o la fecha y lugar de pro­ ducción de un texto no tienen nada que ver con la pretensión de entender un texto -los estudios que constituyen este volumen confirmarán este punto—, sos­ tenemos que el sentido de un texto es, en cada caso, un acontecimiento que nace en la intersección, por un lado, de las constricciones que el texto se impone a sí mismo y que, en buena medida, se refieren a su Sitz im Leben, con las distin­ tas expectativas, por el otro lado, de una serie de comunidades de lectura e inter­ pretación, que los presuntos autores del texto en consideración nunca pueden haber previsto. El segundo factor que impulsa al exegeta crítico a considerar la historia sub­ siguiente, que antes llamamos primer plano o historia tradicional, es el registro

del texto, contemporáneo a la formación de su primer plano, en términos de una o varias tradiciones, que a su vez han dejado su estampa en el texto en cues­ tión. Esto es especialmente evidente en el plano literario, cuando se trata de seguir la pista de la formación y acumulación de estas distintas lecturas de la tradi­ ción dentro del mismo canon de la Escritura. Lo que entonces se pone de mani­ fiesto es que el proceso interpretativo no se limita a restaurar la fuente del tex­ to a lo largo de esta secuencia de repetidas actualizaciones, sino que más bien este proceso re-inventa, re-configura y re-orienta el modelo. Este segundo fenó­ meno nos aleja algo más del principio hermenéutico de la autoridad que se vin­ cula a la presunta intención del autor. En este sentido, el fenómeno a que alu­ dimos bien podría considerarse una «trayectoria» que tiene su origen en el texto mismo. De hecho, en un momento determinado hasta consideramos la posibi­ lidad de usar Trayectorias como título adecuado para este libro. El tercer factor, el que más ha de tener en cuenta el exegeta, tiene que ver con la conexión que hay entre el texto y una comunidad viva. Este factor deri­ va de otros factores anteriores concernientes a la historia de la tradición o de las tradiciones incorporadas al corpus bíblico. En este sentido, la orientación ori­ ginal hacia el acto de lectura, constitutivo de la primera forma de la recepción de un texto, puede ser observada, en el plano de la Biblia hebrea, en lo tocante a su relación con el pueblo de Israel. Aquí, la recepción no es sólo lectura, ni que sea lectura erudita; es una palabra nueva dicha en relación con el texto y surgi­ da del texto mismo. De hecho, desde esta perspectiva habla la tradición judía tardía de una «Torá escrita» acompañada de una «Torá oralmente transmitida». No hay separación alguna entre ambas; la segunda constituye la ampliación de la primera, de su vitalidad y de su capacidad de llenar el horizonte temporal. A este aspecto, el principio hermenéutico de los reformadores del siglo XVI —resumido en la frase sola scriptura—no resulta sostenible en el plano hermenéutico. De hecho, él fue parcialmente el responsable del divorcio que la exégesis cristiana de la Biblia hebrea introdujo entre el texto y el pueblo de Israel. Cortados sus vínculos con una comunidad viva, el texto queda reducido a un cadáver manipulado para la autopsia. A pesar de sus múltiples méritos, la exégesis moderna se encuentra en gran parte viciada por esta concepción de un texto fijo, reducido de una vez por todas a su forma en curso. El reciente criticismo «canónico» contribuye —a pesar suyo, a decir verdad—a esta errónea concepción de un texto sagrado. Y el método histórico-crítico en su forma amplia marcha aún más fácilmente en esta misma dirección. De un modo artificial, considera completo el desarrollo de las Escrituras con el establecimiento de su redacción final. Es casi como si alguien pronunciara la oración fúnebre de alguien que todavía está vivo. La oración fúne­ bre podría ser cuidadosa y adecuada, pero en todo caso sería «prematura», como podría haber dicho Mark Twain.

El estadio literario de la redacción de las Escrituras hebreas no fue nunca concebido como una manera de cortar su curso vital. Por ejemplo, los oráculos no fueron consignados por escrito por los discípulos de los profetas con la idea de que, al haber sido pasada ya la página, podía ahora uno ocuparse de otros asun­ tos. Totalmente a la inversa. Durante su fase oral, estos oráculos tenían una exis­ tencia marcada por la expectativa, ella misma abierta a un horizonte que no tenía otros límites que su cumplimiento. Una vez escritos, estos oráculos adoptaron un modo de existir que los transformó, pero que no les puso punto final. La his­ toria revistió de carne a la visión profética, gracias a lo cual esta visión fue consi­ derada digna de inscribirse en esa memoria colectiva que se asegura por la media­ ción del texto escrito. El proyecto de confiar un texto a la escritura, por tanto, lejos de quedar encasillado en la retrospección, resulta ser primordialmente pros­ pectivo. La confirmación histórica hay que considerarla siempre un cumpli­ miento meramente parcial. Acontecimientos, cuyo curso fue previsto, se vuelven paradigmáticos, gracias a su interpretación profética. Apuntan aquéllos hacia una determinada dirección. Determinan una orientación histórica. En suma, participan de la naturaleza de la Torá. Por ello la redacción textual no cierra un capítulo, aun cuando la crítica histórica pueda limitarse a un análisis de la fase inicialmente oral de la existencia de un texto, desconectado de su desarrollo pos­ terior. Ésta es la razón por que la parte exegética de la presente obra ha sido con­ cebida como una ampliación del método histórico-crítico, completada con una exploración del «primer plano» del texto en consideración. Se le trata como un texto escrito, el texto que la tradición de la lectura puso en marcha, re-hecho y revitalizado. Se toma en consideración el dinamismo del texto; su curso y su tra­ yectoria se rastrean partiendo de este supuesto. Este dinamismo textual se encuentra en casi todos los géneros representa­ dos en la literatura bíblica. El mismo carácter anónimo de los textos bíblicos puede interpretarse desde este punto de vista, al ser conscientes los «autores ori­ ginales», desde el comienzo, de la irremediable incompletud de su trabajo, que busca ser «rememorado»; en otras palabras -teniendo presente la interpretación bíblica del término «memoria»—, su trabajo pide ser re-modelado, re-actualiza­ do por la comunidad, único sujeto agente de estos textos. Estas observaciones nos dan la oportunidad de añadir otro detalle concerniente a la noción de «tex­ to». Hablábamos antes de la autonomía de un texto. Este rasgo se aplica al autor del texto, no a su audiencia. El texto existe, en última instancia, gracias a la comu­ nidad, para uso de la comunidad, con la mirada puesta en dar forma a la comuni­ dad. En otras palabras, si tomamos la relación con su autor como trasfondo de un texto, la relación con el lector o los lectores viene a ser su primer plano. Debe­ mos, en consecuencia, afirmar de forma enfática que el primer plano sobrepasa al trasfondo. Lo que hemos dicho sobre la relación entre los textos de la Biblia hebrea

y la comunidad del pueblo de Israel ha de repetirse en relación con los textos del Nuevo Testamento. Fue también por respuesta a las necesidades y expectativas de una comunidad viva la razón por la cual se redactaron estos textos. Y estas necesidades y expectativas deben restaurarse, si queremos entender el sentido de estos textos en los términos de su composición y redacción coetáneas. Por ello, la trayectoria trazada por los textos del Antiguo Testamento prosigue su curso más allá de este primer corpus hasta un segundo corpus. Una de las conviccio­ nes que compartimos es que se trata de la misma trayectoria, aunque muy rami­ ficada, ciertamente, que se despliega de un conjunto textual al otro. El Primer Testamento no queda abolido por el Segundo, sino reinterpretado y, en este sen­ tido, «cumplido». Esta realización o cumplimiento presupone la consistencia de una tradición con las tradiciones ya constituidas, sin la ayuda de las cuales la nueva fe no habría sido más que un grito que se desvanece. Puede decirse, al res­ pecto, que la reinterpretación de Escrituras ya existentes mediante una nueva proclamación constituye un modelo hermenéutico -a l que a veces se le pone el título de «tipología» o «alegoría»—que determina varias de las fases subsiguien­ tes de la reapropiación de los textos canónicos en comunidades de interpreta­ ción que, a su vez, van más allá de los límites que impusieron las necesidades y expectativas de la primitiva comunidad cristiana. En este sentido, el ejercicio práctico de hermenéutica ofrecido por este volumen puede caracterizarse de judeocristiano en la medida en que la lectura cristiana no se considera un sustitutivo, sino, más bien una alternativa a la tradicional lectura judía. El exegeta se pro­ hibirá a sí mismo decir que la lectura hecha en el Nuevo Testamento es una «buena» o «mala» lectura de los textos hebreos. Hasta se limitará a destacar el aspecto básicamente judío más de lo que diversos métodos de interpretación puedan sugerir. La trayectoria del texto va así, de un polo al otro, o quizás, a otros, luego que la trayectoria se rompe en dos direcciones, con una rama que conduce a la «ortodoxia» cristiana y la otra a la «ortopraxis» judía. Una consideración final vertebra el trabajo del exegeta con el del filósofo. Tiene que ver con la «polisemia» del texto. También este fenómeno se relacio­ na estrechamente con la apertura del texto por parte de sus lectores y, más gene­ ralmente, por parte de su posterior recepción. Una hermenéutica que ponga el acento principal en la intención del autor tiende a proclamar un status unívoco para el sentido del texto, si es que lo que el autor quiso decir puede de hecho reducirse a una sola intención. Una hermenéutica atenta a la historia de la recep­ ción será respetuosa con la irreductible pluralidad del texto. Este rasgo depen­ de de la primera relación de un texto con una pluralidad de comunidades que se interpretan a sí mismas interpretando el texto. En realidad, es raro que un solo y mismo texto no engendre a varias comunidades. En este sentido, la plurivalencia del texto y una pluralidad de lecturas son fenómenos relacionados. De aquí que el texto no sea algo unilineal —algo que podría ser en virtud de la fina­

lidad instituida por la supuesta intención del autor-, sino multidimensional, tan pronto como se toma como algo que no ha de ser leído sólo a un nivel, sino según diversos planos a la vez por una comunidad histórica marcada por inte­ reses heterogéneos. De la misma manera que una obra de arte se presta a varias interpretaciones, cuyos efectos acumulativos se supone que hacen justicia a la obra y contribuyen a su vida posterior, las diversas maneras como la comunidad intérprete propone una lectura y una interpretación históricas contribuyen a la pluridimensionalidad del texto. Estas forman parte del texto. En este sentido, no hay más asombrosa indicación de este proceso que el caso de la forma semí­ tica de escribir en la que hay sólo consonantes y en la que el lector ha de apor­ tar la vocalización adecuada al leerlo. Estos son los desarrollos que la exégesis añade al método histórico-crítico. Son también los mismos que abren el comentario a la consideración de un enfoque deliberadamente filosófico. Llega el momento de dar la réplica filosó­ fica a lo que se ha dicho desde el lado exegético.

II El filósofo sube por la otra mitad del camino que lleva al encuentro con el exegeta haciéndose alumno de la escuela exegética, lo cual quiere decir que el filósofo, que no es un especialista en exégesis, se va convirtiendo en un lector de exégesis. Este aprendizaje supone una serie de exigencias. Para ser más precisos, el filósofo más dispuesto a un diálogo con el exegeta es sin duda aquel que más fácilmente lee obras de exégesis que tratados teológicos. La teología, a decir ver­ dad, es una forma de discurso muy compleja y sumamente especulativa, emi­ nentemente respetable cuando está en su sitio. Pero es también una forma mix­ ta o compuesta de discurso, en el que la especulación filosófica se ha entreverado inextricablemente con lo que merece ser llamado «pensamiento bíblico», inclu­ so cuando no asume la forma específica de Sabiduría, sino la de narración, ley, profecía o himno. Nuestra hipótesis de trabajo aquí es que hay otras maneras de pensar distintas de las que se fundan en la filosofía griega, cartesiana, kantiana, hegeliana, etc. ¿No es este el caso, por ejemplo, de los grandes textos religiosos de la India o de las tradiciones metafísicas del budismo? Por ello, la apuesta filo­ sófica inicial es aquí que los géneros literarios, de que luego hablaremos, son for­ mas de discurso que hacen surgir pensamiento filosófico. El segundo supuesto que guía al filósofo hermeneuta es que este tipo de pensamiento va unido a un corpus de textos no reducibles a los que se manejan cuando se «hace filosofía» en sentido académico y profesional. Leer el Génesis, el Deuteronomio, Isaías, un salmo, uno de los Evangelios o alguna de las Epís­ tolas del Nuevo Testamento es entrar en diálogo con todo un grupo totalmen­ te nuevo de textos comparados con, pongamos por caso, un diálogo socrático, las M editaciones de Descartes o la 'Crítica d e la razón pu ra de Kant. Lo normal aquí es el tipo de cambio deliberado de escenario, evocado por Norton Frye en su The Great Code [El gran código]. Este gran crítico literario de Toronto está en lo cierto cuando dice que, para entrar en contacto con este tipo de discurso, es necesario remitirse a un discurso que no es científicamente descriptivo o expli­ cativo, a un discurso que ni tan sólo es apologético, argumentativo o dogmáti­ co; se trata de un universo de discurso en el que el lenguaje metafórico de la poe­ sía es el equivalente secular más cercano. Sólo quizás la tragedia griega sea lo que más se acerca al lenguaje de los dichos de la Sabiduría y a los himnos del sal­ mista. Un tercer supuesto, gracias al cual el trabajo del filósofo hermeneuta se acerca al del exegeta hermeneuta, tiene que ver con la relación existente entre los textos del corpus bíblico y los de las comunidades históricas, que podemos lia-

mar aquí comunidades de lectura e interpretación. Hay algo del todo único en esto en relación con la lectura de textos filosóficos, la cual, incluso en el marco de escuelas establecidas, no conoce nada comparable a la recepción de un texto religioso por una comunidad histórica, como la de las comunidades judías y cris­ tianas. Se impone aquí un círculo verdaderamente hermenéutico, que perma­ nece siempre como fuente de asombro, y hasta de perplejidad, para el filósofo, sobre todo si el espíritu crítico prevalece sobre la convicción. El círculo se dibu­ ja de la siguiente manera. Interpretando la Escritura en cuestión, la comuni­ dad en cuestión se interpreta a sí misma. Se presenta una especie de elección mutua entre los textos considerados fundacionales y la comunidad que delibe­ radamente hemos denominado comunidad de lectura e interpretación. Si este círculo no resulta vicioso a los ojos de los fieles pertenecientes a estas comuni­ dades, es porque el papel fundacional adscrito a los textos sagrados y la condi­ ción fundada de la comunidad histórica no designan lugares intercambiables. El texto fundador enseña; y esto es lo que significa la palabra tora. Y la comuni­ dad recibe la enseñanza. Incluso si esta relación excede la de autoridad y obe­ diencia para convertirse en una relación de amor, la diferencia de altura entre la palabra que enseña con autoridad y la que responde con reconocimiento no puede ser abolida. A este respecto, la fe no es otra cosa que la confesión de esta asimetría entre la palabra del que enseña y la del discípulo, y entre los escritos en que se registran estas dos clases de palabras. El hecho de que los mismos textos puedan haber engendrado varias comu­ nidades históricas y haber dado origen al fenómeno de la pluralidad de sentidos anteriormente mencionada no altera la relación circular a que hacemos refe­ rencia aquí entre el texto elegido y la comunidad elegida. Menos aún atenúa esta relación; todavía la hace más compleja. Añadamos, de paso, que estas reflexio­ nes sobre la elección mutua entre un corpus de textos y una comunidad históri­ ca sugiere que adoptemos la clausura del canon como la causa y el efecto a la vez de esta afinidad electiva entre textos fundadores y comunidades fundadas. Y es en este círculo donde el filósofo hermeneuta ha de entrar, si quiere atender a algo así como pensar bíblicamente. Entrar en este círculo es participar, por lo menos por vía de la imaginación y de la simpatía, del acto de adhesión por el que la comunidad histórica se reconoce fundada y, si podemos decirlo así, compren­ dida, en todo el sentido del término, en y por este cuerpo particular de textos. Con todo, necesitamos inmediatamente añadir también: los lectores no tienen que «creer-con», no tienen que participar en la fe de aquellos miembros de las comunidades que se consideran fundadas por los textos bíblicos. Es pensando en estos lectores «de fuera» por que hemos hablado de una participación en la relación de mutua elección entre textos fundadores y comunidades de lectura e interpretación fundadas a través de la imaginación y la simpatía, como condi­ ción mínima para acceder al sentido de estos textos. Igual requerimiento pue­

de ser dirigido a cualquier lector por los miembros de una comunidad histórica cualquiera que se funde en corpus sagrado determinado. Bajo el signo de este triple supuesto podremos quizás entender el sentido del modo mixto de pensamiento que procede de la intersección entre pensa­ miento bíblico y otros modos de pensar, nacidos de otras culturas distintas de la judía y la cristiana. La preeminencia de la filosofía griega en la recepción de la herencia bíblica es un hecho de la mayor importancia, que merece nuestra aten­ ción final. Los autores de este libro comparten la convicción de que este encuen­ tro y las intersecciones resultantes no constituyeron una desgracia que deba ser deplorada ni una perversión que deba ser erradicada. Éste fue el mayor riesgo asumido por la experiencia de la lectura, que aseguraba el carácter perenne de los textos bíblicos. El acontecimiento de este encuentro, una vez que tuvo lugar, se convirtió en el destino constituyente de nuestra cultura. El hecho de que este destino no haya de ser deplorado ni deconstruido, marca la tarea a que debemos dedicar nuestras reflexiones con total honestidad y absoluta responsabilidad. Con todo, es también convicción común nuestra como autores que la trayectoria de lectura de los textos que hemos seleccionado tiene un alcance mucho más amplio y que, en realidad, abarca la historia entera de la recepción. Parte del destino sin­ gular de los textos bíblicos es que hayan sido aceptados por una asombrosa varie­ dad de culturas distintas de las de su Sitz im Wort original. De hecho, también la filosofía, con Descartes y Locke, Kant y Hegel, Nietzsche y Heidegger, se ha alejado de los paradigmas conceptuales que presidían las grandes síntesis teoló­ gicas de los concilios trinitarios y cristológicos. Para señalar con unas pocas palabras la senda por la que transcurre nues­ tra trayectoria, podemos acabar con las siguientes observaciones. La parte exegética de nuestra empresa abre el camino a nuestra labor interpretativa de dos modos. En primer lugar, más allá de la reconstrucción del trasfondo de un im­ perturbable texto antiguo, deja espacio para una «re-lectura» surgida de una versión «más joven», hallada en ef Nuevo Testamento o en el Midrás. De esta forma, sale a la luz la dialéctica entre retrospección y prospección, que actúa en «ambos Testamentos». En segundo lugar, la exégesis tipológica vinculada al mé­ todo histórico-crítico abre la vía a una reflexión filosófica que va más allá de los límites del canon, y se relaciona con formas contemporáneas de pensamiento, filosóficas o no. Para ilustrar esto de un modo breve: las sagas y la novela del libro del Géne­ sis plantean el problema de la permanencia de la función del relato respecto de una autocomprensión individual o colectiva. De modo parecido, la exégesis de las «Diez Palabras», pasando por la Regla de Oro, encuentra su contrapunto con­ ceptual en una reflexión contemporánea sobre la ley y la justicia. De forma para­ lela, en un siglo como el nuestro, marcado por tanta crueldad, ¿leeremos un escri­ to sapiencial sin plantearnos una vez más el abrumador problema del mal?

Esto nos lleva al canto de amor en ambos Testamentos: ¿no hace surgir acaso una meditación sobre la dialéctica del amor y la justicia? Y una reflexión agudizada por textos oraculares dará lugar a una advertencia complementaria ante una her­ menéutica del lenguaje religioso demasiado ensimismada en el ciclo narrativo, incluso cuando este ciclo es puesto en relación con el ciclo prescriptivo. Por últi­ mo, el fragmento de Éxodo 3,14, que consideramos el punto álgido, nos lleva­ rá al punto en que el hecho audaz de «nombrar a Dios» escapa a la vez de todo género literario y de toda hybris conceptual.

Génesis 2-3

GRIETAS EN EL MURO A n d r é La C o c q u e

En 1936, Gerhard von Rad publicó un importante estudio sobre la doc­ trina de la creación en la Biblia hebrea. Argumentaba en él, contundentemente, que en Israel este relato era un desarrollo secundario de la afirmación soteriológica primordial centrada en los grandes hechos salvíficos de Yhwh. Este ensa­ yo se tradujo al inglés con el título The T heological P roblem o f the O íd Testam en t D octrine ofC rea tion [El problema teológico de la doctrina de la creación del Antiguo Testamento]'. Vale la pena que nos detengamos a resumir breve­ mente su argumentación. La doctrina de la creación aparece en los Salmos (por ejemplo, Salmos 89 y 136) y en el Déutero-Isaías, como un acto de benevolencia de (hasdey Yhwh). En Salmos 74, en particular, se llama a la creacióny esu o t(actos de salvación). «La fe se expresa casi de un modo exclusivo en la idea mitológica de la batalla contra el dragón del caos» (p. 138). En este aspecto, la tradición Sacerdotal (P) seguía a Salmos y al Déutero-Isaías. También en P, la creación está condicionada por el propósito divino de redención; «en la fe genuinamente yahvista, la doctrina de la creación nunca alcanzó el nivel de una doctrina relevante e independiente. La ve­ mos invariablemente relacionada, y en realidad subordinada, a consideraciones soteriológicas» (p. 142). «La doctrina de la redención tuvo que ser en un primer momento salvaguardada con miras a que la doctrina de que también la naturale­ za es un medio de autorrevelación divina no pudiera cruzarse, distorsionándola, con la doctrina de la redención, sino que más bien la ampliara y enriqueciera» (p. 143). A partir de ahí la doctrina de la creación fue adoptada por la Sabiduría, pero a través de un «análisis absolutamente desmitologizado y materialista del orden creado» (p. 162-163), como ejemplificaron Job 28, Proverbios 8 y Eclesiástico 24. «Estos pasajes se ocupan de mostrar que las dos manifestaciones de la divinidad, en la creación y en la historia, son idénticas» (p. 163).

1. Publicado en Gerhard von Rad, The Problem o fth e Hexateuch a n d O ther Essays, trad. por E. W. Trueman Dicken, McGraw-Hill, Nueva York 1965, p. 131-143.

Este análisis de von Rad ejerció una gran influencia, pese a su evidente tendenciosidad (que algunos han atribuido a una postura polémica contra la doc­ trina política alemana de la época nazi). Sus conclusiones han sido, no obstan­ te, duramente criticadas. Por ejemplo, Richard J. Clifford contradice la tesis de von Rad en un reciente ensayo, «The Hebrew Scriptures and the Theology of Creation» [La Escritura hebrea y la teología de la creación]2. El punto central de Clifford es que hay profundas diferencias al definir la creación entre los puntos de vista antiguos y modernos, que von Rad no tuvo suficientemente en cuen­ ta. Pueden resumirse en relación con los siguientes términos: proceso, emer­ gencia, descripción y criterio de verdad. 1. Proceso: la cosmogonía antigua se presenta como un conflicto de volun­ tades entre partes en litigio, que concluye con la victoria de una de ellas. 2. Emergencia: lo que emerge es una sociedad humana organizada en un lugar determinado (cf. Enuma elis\ Salmos 77; 78, 41-45); en otras pala­ bras, la creación es un paso «de un estado de desorganización social... a la estructura y seguridad en la tierra de Yhwh (p. 510). 3. Descripción: en forma de drama, puesto que proceso quiere decir volun­ tades en conflicto, y por lo mismo trama. 4. Criterio de verdad: totalmente orientado a la verosimilitud de la his­ toria. Partiendo de esta base, Clifford cuestiona la distinción de von Rad entre creación y soteriología. La historia de la creación es soteriológica en cuanto se propone mostrar que la vida organizada emerge del caos desorganizado. Más aún, ninguna de las Lamentaciones comunitarias (Salmos 77, 74, 89, 44, 78, 135, 136, 19, 104) distingue entre la creación del mundo y la creación de Israel, o entre la redención de uno y la de otro. En el Déutero-Isaías, la situación es comparable con la re-creación/redención de Israel. Aquí, no obstante, «la pers­ pectiva difiere de la del Génesis, donde la creación del mundo ocurrió de una vez por todas» (p. 519). Clifford dirige luego su atención a los relatos clásicos de la creación del comienzo del libro del Génesis. La primera narración de la creación de Génesis 1-2, 4 es el prefacio de P al conjunto (p. 521). Ahora «la redacción sacerdotal entiende que Génesis 2, 4 - 11, 26 ... es una sola cosmogonía», de modo que aquí de nuevo creación e historia son lo mismo. Génesis 1-11 apunta en direc­ ción a la llamada de Abraham y a la elección de Israel contra el trasfondo del cui­ dado que Dios tiene del mundo entero. Es, por tanto, un error contrastar Géne­ 2. Richard J. Clifford, «The Hebrew Scriptures and the Theology of Creation», en TheologicalS tudies, 46 (1985) 507-553.

sis 1-3 con Romanos 5, 12-21 y con 1 Corintios 15, 21,28, 45-47, dando como resultado un esquema de creación-caída-redención (véase p. 520). Hemos comenzado con los estudios de von Rad y de Clifford, porque ambos contribuyen, cada uno a su manera, a destacar el punto de mayor importancia, es decir, que la creación es el comienzo de la historia, su acontecimiento ini­ cial. En P, por ejemplo, este concepto se indica con el término tdlddt{2, 4a). De modo parecido, la narración histórica del Éxodo se construye sobre el modelo de la victoria de Dios sobre el océano3. La creación es el primer hecho salvífico de Dios (ver Salmos 74, 12-17). Tal como escribe Jon Levenson acerca de Géne­ sis 1, hay que ver este capítulo «como un punto en la trayectoria que va del mito del combate del antiguo Oriente próximo a la teología de la creación evolucio­ nada de la fe de Abraham»4. Hay verdaderamente un desarrollo propio de la his­ toria de las tradiciones en lo referente a la doctrina de Israel sobre la creación, pero que no culmina reuniendo creación y actos divinos en la historia. El pro­ ducto final hallado, por ejemplo, en Isaías 40, 27-28; 44, 24-28, está ya presente, por lo menos in nuce, en la más antigua expresión israelita de fe que implica una conexión entre Israel y el don de una tierra, o en el desarrollo de una doctrina hímnica, no didáctica, de la creación como en los Salmos 136 y 148. De modo que el tema de la creación y el tema de la redención pertenecen a una misma estructura compuesta. «El milagro de la creación es un milagro de redención», dice Paul Ricoeur5. Es verdad, pero hay una trayectoria dentro de la Escritura hebrea, y ésta culmina con el género sapiencial. Von Rad, por ejem­ plo, llama la atención sobre el origen no israelita, sino egipcio y no-mitológico de esta tradición6. En los Salmos sapienciales 19, 150 o en el 8, el cosmos es el escenario de la sabiduría y del poder divinos; véase también Proverbios 3, 19; 8, 22; 14, 31; 20, 12; Job 28. Pero incluso en este grupo de textos, la íntima cone­ xión entre creación e historia muestra que la bondad de la creación no es «nat­ ural», esto es, innata e intrínseca a las criaturas. Es una fuerza dinámica que actúa dentro de la historia. Lo mismo se demuestra ya en P con el uso de la palabra tób (bueno) para expresar la gran satisfacción del Creador. Como es bien cono­ cido, tób no es declaración alguna de belleza estética o de eficacia interna. Expre­ sa la capacidad vocacional de la criatura de cumplir las expectativas de su Crea­ dor. Por ello la bondad se caracteriza como orden dentro del desorden (o «ausencia de orden»), un orden causado por Dios que ha de ser operativo, por así decir, 3. Véase, por ejemplo, Jon D. Levenson, Creation a n d the Persistence ofE vil: The Jew ish Dra­ m a ofD iv in e O m nipotence, Harper and Row, San Francisco 1988. 4. Ibídem, p. 53. 5. Paul Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», en Exégése et herm éneutique, Seuil, París 1971, p. 69. 6. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation», p. 142.

por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la llamada «caída». Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo­ nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable­ cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has­ ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci­ dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ­ cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio, con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para­ doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9. Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez­ ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia­ to -pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut, Génesis 2, 17-, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res­ piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, lOs; Amos 9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es fundamentalmente una doctrina escatológica»10. 7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152). 8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración haleway we-yaamod(que [el mun­ do] aguante). 9. Phyllis Trible, God and the Rethoric of Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Tora, continuaréis y duraréis; de otro modo haré que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo hasta el día de la revelación en el Sinaí, cuando Israel recibió y aceptó laTorá, cumpliendo de esta suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» ( Sabbat 88a, véase The Legend o f the Jews, vols. 1, p. 52. 10. «Creation», en Interpreters Dictionary of the Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1, p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf. Hermann Gunkel: From «Gotterkampfmythus» to «Volkerkampfmythus» [Del mito de la guerra

Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por J e n Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi­ nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma­ na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo, «ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien­ tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca­ do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ). Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11. El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (/). Es ahora momento de atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias. Según Martin Noth, «[_/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo­ nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12. Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene J del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui­ ción de/del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere­ mías (ver 13, 13) y Salmos 51,5. Por otra parte, el propósito de J e s introducir la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal, tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri­ llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma­ nos 5, 20). Ésta es la razón por que J contempla la historia de la humanidad, y la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque­ ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham; todas las naciones serán en él bendecidas. entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chdpfung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit. Eine religions-geschichtliche U ntersuchungüber Genesis I undA p Joh 12, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1921. 11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg, Minneápolis 1984. 12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W. Anderson, Prentice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236. 13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por MatthewJ. O’Connell, Crossroad, Nueva York 1984, p. 74.

por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la llamada «caída». Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo­ nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable­ cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has­ ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci­ dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ­ cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio, con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para­ doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9. Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez­ ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia­ to —pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut, Génesis 2, 17—, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res­ piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, 1Os; Amos 9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es fundamentalmente una doctrina escatológica»10. 7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152). 8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración halew ay w e-ya'am od (que [el mun­ do] aguante). 9. Phyllis Trible, God a n d the R ethoric o f Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Torá, continuaréis y duraréis; de otro modo haré que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo hasta el día de la revelación en el Sina!, cuando Israel recibió y aceptó la Torá, cumpliendo de esta suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» (Sabbat8&a., véase The L egend o f the Jew s, vols. 1, p. 52. 10. «Creation», en Interpreter’s D ictionary o fth e Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1, p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf. Hermann Gunkel: From «G dtterkampfmythus» to «Vdlkerkampfmythus» [Del mito de la guerra

Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por /en Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi­ nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma­ na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo, «ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien­ tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca­ do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ). Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11. El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (J). Es ahora momento de atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias. Según Martin Noth, «[/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo­ nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12. Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene / del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui­ ción de / del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere­ mías (ver 13, 13) y Salmos 51, 5. Por otra parte, el propósito de/es introducir la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal, tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri­ llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma­ nos 5, 20). Esta es la razón por que /contempla la historia de la humanidad, y la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque­ ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham; todas las naciones serán en él bendecidas. entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chopjung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit. Eine religions-geschichtliche U ntersuchung iiber Genesis 1 undA p Joh 12, Vandenhoeck 8c Ruprecht, Gotinga 1921. 11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg, Minneápolis 1984. 12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W Anderson, Prentice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236. 13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por Matthew J. O’Connell, Crossroad, Nueva York 1984, p. 74.

Escrito hacia 950, el relato /no duda en usar el nombre de «Yhwh» a par­ tir del momento de la creación. Tal como deja claro Génesis 4, 26, este atrevido paso es una afirmación de que el Dios de Israel es el Dios de la humanidad. / usó materiales, especialmente en lo que se refiere a la historia primordial, cuyo origen es sobre todo mitológico y cultual, pero estas amarras ahora han sido cor­ tadas. Los intereses de J, centrado como está en la historia y en la política, son casi únicos en la Escritura, a excepción de la T hronnachfolge [sucesión al trono] de David en 2 Samuel 9 y 1 Reyes 2, compuestos por la misma época que /, esto es, durante el reinado de Salomón, cuando los tiempos iban distanciándose cada vez más de las instituciones sagradas. Los éxitos de David proclamaban la jus­ tificación espiritual de las antiguas ordenanzas anfictiónicas. De hecho, los acon­ tecimientos eran de tal calibre, y la reivindicación real era tan desorbitada en tér­ minos de elección y de destino fijado, que era inevitable un conflicto con la esfera cultual. Para esta última, la orientación divina se encarnaba en la liturgia y se celebraba como una teofanía; el encuentro con Dios ocurría en un determina­ do lugar y de acuerdo con un ritual determinado. Pero ahora, se afirmaba, la his­ toria siempre cambiante era ella misma portadora de revelación, ¡una revelación cuya continuidad se caracterizaba por una versatilidad impredecible! / acepta­ ba el desafío de interpretar la historia hasta su época en sentido kerygmático y enteramente orientada al siglo X a.C. Su supuesto era que no hay mejor vehículo para la «teología» que la narración. Con /, contar historias sustituye a la litur­ gia del culto. De aquí que / tuviera una segunda poderosa razón para que la humanidad invocara desde sus mismos orígenes a Yhwh. El objetivo era esta­ blecer que el Dios de la creación/historia y el Dios del culto son un solo y mis­ mo Yhwh. Como dice von Rad, fue cosa de «B> volver y pasar toda la tradi­ ción al ámbito del culto14. Igual como el fresco que pinta P en Génesis 1, / presenta al adam creado como vértice de la obra de Dios. Pero / es mucho más dramático en su con­ cepto de lo humano; su creación combina elementos disparatados: arcilla y alien­ to divino (Génesis 3); esto es, podría muy bien decirse, ¡agua y fuego! Esta concepción, que no ha de confundirse con ninguna concepción dualista del cuer­ po en contraposición con el alma, es otra manera que tiene / de preparar al lector al despliegue de una historia, cuyos ingredientes son la creación divina para el bien y la inclinación humana hacia el mal. Del mismo modo, se apunta la advertencia de que lo que resulta visible del adam no agota su ser. Arcilla y aliento divino sirven como criterios para distinguir entre lo mensurable y lo imponderable, que tiene un «origen peculiar». Hay aquí un paralelo muy pró­ ximo a Génesis 1, 26s (sobre la im ago Dei). Lo que Paul Ricoeur escribe en su 14. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation», p. 77.

reflexión sobre Génesis 1-2, 4 se aplica también a la concepción de J: «El hom­ bre es creado según la forma de Elohim, es decir, según un modelo celeste que lo arranca de la esfera de lo visible. De modo que, si Dios es antropomorfo, el hombre es teomorfo»15. Nuestro interés en la trayectoria de nuestros textos nos sugiere echar una mirada a una versión mucho más antigua del mito base del Génesis 2s, esto es, a Ezequiel 28, 1 ls (sobre el rey de Tiro). Aquí también la figura central es el hombre primordial (28, 13,15); sorprendentemente, el verbo bara se usa sólo aquí, en Ezequiel (como en P, pero no en J)'G. Observemos también al respec­ to que los querubines ocupan la entrada del paraíso, como en Génesis 3. Si se comparan ambos textos, Génesis 2-3 y Ezequiel 28, queda claro que la creación de Adán era originalmente la creación de una figura real (cf. Ezequiel 28, 1213). Génesis 2s, sin embargo, procedió a «borrar las características regias»17por mor de una universalización del acontecimiento. Ezequiel 28 muestra también que el crimen del rey de Tiro (avaricia, orgullo, prepotencia) es en realidad el cri­ men del «hombre primordial... del hombre, pura y simplemente»18. Sea como fuere, mientras que todas las naciones en la antigüedad inten­ taban escapar de la circularidad del tiempo -con la magia o con la reflexión (pseudo)filosófica-, /invita a sus lectores a enfrentarse al tiempo, al mundo y a la rea­ lidad, tal como son. Este mundo ha sido creado por voluntad divina. Aunque no es divino, el universo es el producto del fia t divino y adam respira el aliento divino. Entre Dios y el mundo hay diálogo, en vez de un dualismo ontológico como sucede en muchas especulaciones religiosas. De hecho, hay creación, por­ que Dios ama a otro, o quizás deberíamos decir porque Dios se ama así mismo en otros. Volveremos luego sobre esto. De este modo se proclama, desde las primeras páginas de la Biblia, que amar es crear a alguien desde el interior de uno mismo y, a cambio, ser creado 15. Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», p. 72. Cf. Joseph Blenkinsopp, Eze­ kiel, John Knox, Louisville 1990, p. 22s, sobre Ezequiel 1, donde la figura divina emerge en todo su esplendor: «conforta que el perfil, el bosquejo, sea como el de un ser humano... Aquí Dios aparece en apariencia de humanidad (dem u t kemar' etiadam ). La humanidad es a imagen de Dios, Dios es a imagen de la humanidad -misteriosa connaturalidad... [Pablo] habla del cristiano que refleja la gloria [doxd\ del Señor y que se va transfigurando poco a poco en su imagen (2 Corin­ tios 3, 18)». 16. Ezekiel 21, 35 es un añadido secundario; en 23, 47, el verbo está en forma «piel», con otro significado. 17. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o f the Prophet Ezekiel, Chapters 25-48, trad. por James D. Martin, Fortress, Filadelfia 1983, p. 95. 18. Ibídem, p. 95. Zimmerli añade que éste es e l crimen del hombre según Ezequiel y, pro­ bablemente, según / también. El hombre es hom o in curvatus in se. La única contrapartida a esa arrogancia es lo que describe Filipenses 2, 5-11 (cf. Isaías 5, 15> 21; 10, 13, 33; 13, 1; 2, 12-17; Jeremías 9, 22s).

por este alguien. Dios es antropomorfo, y la humanidad es teomorfa. Hay un intercambio de bondades. Dios es bueno y declara buena a su criatura (tób). La bondad de la criatura está en su capacidad de responder a la bondad del creador. En Salmos 94, 7-9 se muestra con agudeza que la esencia del ser huma­ no es estar en comunicación con otros, estar volcado a d extra. En esto consiste la responsabilidad humana. Por esta razón, según Génesis 1, 28, las primeras palabras de Dios a la pare­ ja humana son mandamientos, los mandamientos de multiplicarse y de domi­ nar el mundo; es decir, relacionarse íntimamente con el otro y con el mundo, algo que/había ya proclamado antes que P. En este sentido, hay en lo humano una verdadera encamación divina. El ser humano es im ago Dei, porque se supo­ ne que todo, en él o ella, entra en comunicación con el modelo divino, de por sí totalmente «extravertido». Dios es la referencia última de lo humano que se extiende hacia el Otro. Por esto la im ago es puesta en relación con la vida sexual («macho y hembra los creó»; 1, 27; véase 2, 7,21), esto es, con la comunica­ ción por antonomasia. Lo semejante llama a lo semejante. El interlocutor divi­ no busca a alguien capaz de hablarle también a él; alguien que se compadezca de alguien capaz de compasión. Immanuel Kant expresó perfectamente estas mismas ideas cuando dijo que la analogía fid e i «no significa... una semejanza imperfecta de dos cosas, sino una semejanza perfecta de relaciones entre dos cosas totalmente distintas»19. A propósito hemos ido de/a P, y a la inversa, en lo que precede. De hecho, es un error oponer las dos «versiones» de la creación en los primeros capítulos del Génesis. P, al que debemos el Pentateuco tal como realmente nos ha llega­ do, la prologó con Génesis 1-2, 4, conociendo perfectamente la versión / de Génesis 2s. Hemos visto antes cuáles eran las intenciones de P. Se interpreta que el mito de Génesis 1 relaciona lo narrativo con lo ritual, en paralelo con el antiguo Enuma elis de Mesopotamia, por ejemplo. En contraposición, Génesis 2-3 no es más que un relato, una historia. Ejerce un papel pedagógico y expli­ cativo más que restaurador, como es del mito y el del ritual. Con la etiología de la creación de /, estamos todavía formalmente cercanos al mito, pero en cuan­ to al género la distancia respecto del mito es considerable. Si Jon Levenson está en lo cierto al decir que Génesis 1 apareció probablemente en «momentos en que Yhwh y sus promesas al pueblo parecían estar puestos en duda», con el obje­ tivo de «servir de contrafuerte a la persistencia de fuerzas oscuras identificadas con el monstruoso caos»20, estas condiciones no se suponen para Génesis 2-3. Aquí el ambiente tiene un aire sapiencial. Cierto, el interés de / es igualmente universal, pero la atmósfera es más idílica que en P, y las ideas políticas son más 19. Immanuel Kant, Prolegóm enos a toda m etafísica fu tu ra , § 58. 20. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEvil-, p. 132.

democráticas. El dibujo que traza /, decíamos, es mucho más dramático. Dios es creador, incomparablemente poderoso, rey de reyes, pero es vulnerable. Y este aspecto de su divinidad pone de relieve su antropomorfismo21. De mismo modo, la vulnerabilidad es también una característica del adam. Las relaciones huma­ nas, sobre todo las relaciones sexuales, son problemáticas, como lo son tam­ bién con la naturaleza animal. Por último, el problema humano es de índole sapiencial, de discernimiento entre el «bien» y el «mal». El carácter sapiencial de Génesis 2-3 ha sido puesto de relieve por Luis Alonso-Schokel22. Adán es un sabio (cf. Ezequiel 28 y Job 15, 6-7); da nombre a todos los animales de la creación. La exposición del texto de los cuatro ríos que bañan la tierra es otro rasgo sapiencial. Con estas abundantes corrientes de vida que abarcan el mundo entero, el alcance que busca / aparece de nuevo carac­ terísticamente universal. Es también significativo que, en el centro, esté la tierra (como en los libros sapienciales, en general). Alonso-Schokel habla de una pauta de «ascenso triangular» hacia «el hecho singular original que afectaba» a una situación concreta, llamada aquí «el hori­ zonte». Este triángulo aparece en Génesis 2, I6s, donde hallamos un precepto apodíctico subrayado con una amenaza. Luego el amor hace acto de presencia como una segunda fuerza. Y, finalmente, se añade la presencia de la tentación, la tercera fuerza, en mutua relación con las dos primeras. En Génesis 2-3, «el ascenso triangular se aplica a los orígenes de la humanidad» (p. 58). / no pro­ yecta «un acontecimiento posterior hacia el pasado, ni proyecta hacia atrás como alegoría la experiencia de todos los hombres. Vuelve en realidad al acontecimiento original», como hace un historiador. Aplica la pauta histórica de desobediencia al mandamiento que se transforma en castigo y, luego, en misericordia divina. Es importante comprobar que «el punto de partida para la reflexión no es la natu­ raleza abstracta del hombre, sino la experiencia concreta del hombre en la his­ toria de salvación» (p. 59). Así, sabiduría, historia, narración y mito convergen. Génesis 2-3 posee una tonalidad casi mítica debido a un movimiento pendular entre experiencia/his­ toria y mito/metahistoria, exigido por imperativos en conflicto, pero comple­ mentarios. Por otro lado, es también evidente un proceso de desmitologización. /ha reinterpretado drásticamente el antiguo Oriente próximo en una línea no mitológica (y hasta cierto punto sapiencial). Pero la inversa es también verda­ dera, en cuanto hay aquí, como por lo general en la literatura narrativa israeli­

21. El antropomorfismo de Dios en / es muy distinto del antropomorfismo divino «paga­ no», en cuanto acentúa, no lo erótico, sino lo «patético» [lo sensible] en Dios. 22. Luis Alonso-Schokel, «Sapiential and Covenant Themes in Genesis 1-3», en M odern B ib lica l Studies, (1965) 49-61; reimpreso en J. L. Crenshaw (ed.), Studies in A ncient Israelite Wisdom, KTAV, Nueva York 1976.

ta, una «tendencia a mirologizar episodios históricos para revelar su sentido tras­ cendente», observa Frank M. Cross23. Un claro ejemplo de este «contacto» con la mitología lo proporciona la intervención de la serpiente en la narración. Buena parte de su carácter extra­ ño en la historia de la salvación queda suprimido en /, pero no del todo. Pri­ maria y fundamentalmente, se dice aquí que la serpiente ha sido creada por Yhwh (3, 1), de modo que el acento recae sobre el hecho de haber sido creada, no sobre el simbolismo mítico que se encuentra en otros textos, como en el Libro de la Sabiduría 2, 24, o en Apocalipsis 12, 9, donde la serpiente se identifica con el diablo. La serpiente en Génesis 3 es vista primero en su condición de animal antes de que su elección la convierta en una especie de monstruo. En este sen­ tido, la evolución de la serpiente corre parejas con la caída humana en la des­ gracia. Estamos realmente dentro de la corriente desmitologizadora de J. La ser­ piente no es más que un reptil, aunque con la característica que la mitología, y por lo mismo la «ciencia natural» de la época, atribuía a la serpiente, es decir, la astucia, la malicia24. Estos atributos no son inequívocamente peyorativos. A veces pertenecen a la panoplia del sabio. La serpiente es «astuta» (lo que puede significar «perversa... o diplomática», dice Alonso-Schókel). El término se usa en un sentido sumamente positivo en Proverbios 14, 15, 18; 22, 3 y se repite en 27, 12. Pero quedan también, en el relato, ecos de la asociación de la serpiente con símbolos fálicos que la vinculan al ámbito global de la sexualidad25. De hecho, el Hebreo hace en Génesis 2, 25 y 3, 1,7, un juego de palabras con ‘a rum, «astu­ ta», y ‘a rom, «desnuda». Volveremos sobre este punto. En Génesis 3, 6, se suprime la distancia con la naturaleza animal. Es impor­ tante observar que la serpiente aparece por primera vez como «el más astuto de todos los animales» (3,1). Hemos visto ya que el término «astuto» (o cualquier otro parecido) se usa con una connotación positiva en Proverbios. Pero en el mito del Génesis, astucia y sutilidad son nada más y nada menos que medios de incentivar otra alternativa a la relación. Por esto, arum es anfibológico. En Géne­ sis 3 se pone de relieve que la serpiente es el animal por excelencia, el líder en el reino de los animales, su representante. Hablando con la serpiente, Eva habla con el animal. De modo parecido, la mujer representa aquí más que a sí misma; como madre de la humanidad, al igual que como lado «tierno» de lo andrógino, 23. Frank M. Cross, C anaanite M yth a n d H ebreui Epic: Essays in the H istory o f R eligión o f Israel Harvard University Press, Cambridge 1973, p. 144. Compárese de nuevo Génesis 2s con Ezequiel 28, 12-19 (sobre Tiro). Ambos textos «incorporan ... motivos míticos», dice Alonso-Schó­ kel. Podríamos aducir también un texto como Isaías 24-27, que presenta abundantes paralelos cer­ canos con la mitología ugarítica. 24. Cf. Mateo 10, 16. 25. Véase Flemming Hvidberg, «The Canaanite Bakground ofGenesis I-III», en Vetus Testam entum , 10 (1960) 285-294.

representa lo humano. Lo humano se vuelve hacia lo animal. De nuevo, aquí, J heredó un motivo mitológico crucial: la confrontación humana con el género animal. En el Enuma elis mesopotámico, el mito describe dramáticamente cómo el héroe Enkidu, el fiel futuro compañero de Guilgamés, abandona el reino ani­ mal, como «requisito previo del desarrollo de la cultura y del dominio de la natu­ raleza». Por ello la intervención de la serpiente (tanto en el mito de Guilgamés como en el del Génesis) aparece como «una venganza del reino animal contra el pariente que deserta»26. Entre Eva y la serpiente, hay mucho en común; en rea­ lidad, tanto que la naturaleza animal está, como el mal, dentro y fuera27. Edmond Jacob llama la atención sobre esto poniendo el acento en las seme­ janzas que hay entre humanidad y naturaleza animal en el Génesis: el animal es también n efes hayyah [ser viviente] (1, 20). Hay una peligrosa proximidad entre humanidad y animalidad evidenciada, por ejemplo, en Génesis 2, 19. Ambas son basar (6, 12,17; 7, 15; 9, 11; Salmos 36, 25. Dios puede retirar el rú a jde ambas (Salmos 104, 9; Job 34, 14). Sus destinos van entrelazados, como deja claro el acontecimiento del diluvio (cf. especialmente Génesis 6, 7; 9, 15; véase Eclesiastés 3, 9; 12, 28). Pero el hombre ha de dominar sobre el animal (Génesis 1, 28; 9, 2-4). Cae una maldición sobre el crimen sexual de la bestia­ lidad (Éxodo 22, 18s; Levítico 18, 23; Deuteronomio 27, 21). Sobre todo, el hombre puede comer animales; y así se levanta una barrera infranqueable entre el hombre y el animal28. La serpiente en el antiguo Israel se asocia con el conocimiento y la bruje­ ría (sorprendentemente, puede mudar de piel y renacer de nuevo indefinida­ mente). Otro signo de su conocimiento es su capacidad de hablar29. Aunque parece no haber ningún paralelo en el antiguo Oriente próximo con la serpien­ te en cuanto simboliza el punto álgido de la ciencia, hay no obstante, en la Biblia, una tradición firme que hace de la serpiente un animal mágico, una fuente de sabiduría oculta: Números 21, 99; 2 Reyes 18, 430. En Mesopotamia, Siria, Pales­ 26. Cf. Joel Rosenberg, K in ga n d K in , Indiana University Press, Bloomington 1986, p. 52s (los pasajes citados son de p. 54). 27. Westermann dice que la mujer se enfrenta tanto a su humanidad (desnuda = disponi­ bilidad, apertura, ofrecimiento) como a su naturaleza animal (astucia = capacidad de asociar ide­ as). Véase Westermann, Genesis 1-11, p. 234ss. 28. Edmond Jacob, Theology o f the O íd Testament, parte 1, trad. por Arthur W. Heathcote y Philip A. Allock, Hodder & Stoughton, Londres 1948, cap. 3 («Naturaleza y destino del hombre». Sobre esta confrontación con el animal, véase luego cuanto digo de la serpiente y de la sexualidad. 29. Los antiguos rabinos contrastan esta capacidad natural con el milagro del asno de Balaán, que habla con el profeta. 30. ¿Sabiduría telúrica? En Creta y en Grecia, la serpiente es «ctónica» y representa la fertili­ dad del infierno. Cf. Th. Vriezen, Onderzoek n a a rd ep a ra d ijsvoorstellin gd er ou de S em itische Volken, Wageningen 1937, p. 177s. Nótese que Hugo Gressmann (Festschrift Harnack, Tubinga 1921, p. 32s) vio la serpiente en la tradición como un dios del submundo. Hvidberg nos recuerda que a Baal se le representa a menudo como una serpiente («The Canaanite Background of Genesis I-III»).

tina y Egipto, la serpiente representa al dios de la fertilidad y de la fecundidad. No así en /, que trata el tópico de un modo polémico: Dios no dialoga para nada con la serpiente. Este ídolo, adorado por algunos, aparece aquí como un animal humillado (hum us-ligare) que repta sobre su vientre y come porquería31. En suma, pese a la radical degradación de la serpiente en el Génesis, no se ha borrado del todo en /parte de su dimensión mitológica. Queda un sím­ bolo de sabiduría infernal. De hecho, la serpiente en la versión / de la creación desempeña el papel del caos en la versión de P, El hecho no ha escapado a la atención de los simbolistas (y apocalípticos) posteriores. Igualaron la serpiente con el monstruo del caos, llamado Leviatán (Isaías 27, 1; cf. Job 26, 18). La ser­ piente posee la característica de moverse por el suelo, pese a proceder del mar (bajo la forma de Leviatán). Es a todo los efectos una criatura infernal que aca­ ba comiendo polvo, un símbolo de esterilidad e inanidad, aquello a lo que vuel­ ve el hombre tras su muerte (Génesis 3, 14). Como el mundo entero está ame­ nazado por el caos por todos lados según una larga tradición de Israel (cf. Salmos 74, lOs,18-20; 89, 26; 104, 6-9; Job 38, 8-11; Isaías 51, 9s; 54, 9s), desde un punto de vista antropológico, Adán, según /, se siente existencialmente insegu­ ro en el mundo32. También en el ámbito sexual, esto es, en lo que se refiere a la vida y a la perpetuación de la especie, Adán se siente amenazado (Génesis 3, 16). Al principio, la amenaza es sutil y aparentemente insignificante. Tras la insinuación de que hombre y mujer estaban ambos desnudos, / recurre a un sostenido travelín y nos acerca a una extraña escena en que la mujer y la ser­ piente se hablan. El compañero dialógico normal de la mujer está aquí notoria­ mente ausente. También está ausente el socio principal, Dios, que reaparecerá sólo después de que se haya consumado la conversación con la serpiente y el resultado de la misma (3, 8s). En cuanto a Adán, los antiguos rabinos daban por supuesto que había ya «conocido» a su mujer y que estaba durmiendo; una interesante idea que destaca la separación que sigue a una unión íntima. Está claro que los rabinos han pensado esto por la connotación sexual que transpira el texto33, aspecto sobre el que volveremos. Podemos observar, no obstante, que hay comunicación entre el animal y sólo una parte de lo humano. La ausencia de la otra parte es en este momento notoria. No se alude a ella para exculpar a esta otra parte por la «caída» (véase 3, 6); al contrario, destaca la brecha que existe entre el varón y la mujer.

31. Hermann Gunkel ( Genesis, übersetzt u n d erkldrt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1901, p. 15) destaca que la serpiente, en cuanto demonio del mal, queda reducida en Israel al ran­ go de un animal. 32. Como dice Rosenberg, en/hay «un solo tema persistente: el desarrollo de la identidad humana contra un telón de fondo de factores no humanos» (K in g a n d K in , p. 55). 33. Génesis Rabbá 9, 16a.

El empleo del mismo término ‘arom/'arum en los dos versículos consecu­ tivos a 2, 25 sobre la pareja humana y en 3, 1 sobre la serpiente lo ha denomi­ nado Karl Barth «un trazo genial»34. Claus Westermann recoge esta idea y criti­ ca la afirmación de Northrop Frye, que dice que «[el hombre] es el único animal desnudo del mundo, [un rasgo] que indica una relación alienada única con su entorno»35. En el Génesis, dice Westermann, hay afinidad entre hombre y ofi­ dio, entre la desnudez de ambos y su inteligencia. Incluso la alienación del entor­ no se entiende para ambos. Son distintos de lo «natural» y por ello pertenecen a una categoría distinta que el resto de animales36. Pero hay también un contras­ te entre ambos. «Desnudez» no significa lo mismo para ambos. Los humanos están desnudos, pero no vacíos (no sienten vergüenza, lo cual no es signo de inge­ nuidad, sino de santa simplicidad), mientras que la desnudez de la serpiente quie­ re decir vaciedad. No tiene compañero de su especie, no posee ninguna «ayuda» ( ezer ke-negdó, Génesis 2, 18), a diferencia de Adán y Eva. Está sola y puede con­ siderarse extranjera, «enemiga» ya (Génesis 3, 15) antes de serlo por la maldi­ ción. Sintiéndose extraña por creación, rompe los límites impuestos por el Creador entre las especies; literalmente, transgrede la diferencia y acarrea con­ fusión. Se mete con otra especie, sólo para corromperla y arrojarla a su propia soledad. Es astuta, y su saber, potencialmente, es acerbo; peor aún, es un saber mortal. La desnudez de la serpiente es una parodia de la desnudez humana. La desnudez indica no sólo debilidad, sino también disponibilidad, «vir­ ginidad». Que tanto la serpiente como el hombre estén desnudos significa que están abiertos a cualquier posibilidad; es decir, adoptando la manera de hablar del hebreo, proclives a abarcar todo el espectro de opciones éticas en una sola expresión, están abiertos al bien [tób] y al mal \ra \ . Entre las posibilidades des­ cubiertas por los tres de quienes se dice que están ‘a rom l'arum s hay evidente­ mente la del apareamiento. La desnudez de Eva en particular es como una invi­ tación (la serpiente, igual que Adán, es un ser fálico). Su desnudez no era vergonzosa frente a la desnudez de Adán, y a la inversa. Pero cuando hay otra desnudez que interfiere, entonces toda desnudez se vuelve ocasión de vergüen­ za. La tercera parte sostiene, por así decir, un espejo para que cada cual se mire en él y lo que antes era apertura hacia el otro se convierte ahora en retirada hacia uno mismo.

34. Karl Barth, C hurch D ogmatics, vol. 3, parte 2, trad. por Harold Knight y otros, T. &. T. Clark, Edimburgo 1960. 35. Northrop Frye, The G reat C ode, Harcourt, Brace, Jovanovich, Nueva York 1982, p. 109. 36. Abot d e-R abí N atán, A 1,10 dice, en el nombre de R. Shimeon ben Mansia, que la serpiente solía ser «un gran sirviente». Pudo haber sido la mejor ayuda para la humanidad, mucho más incluso que la que aporta el camello, o el asno, para toto tipo de tareas.

Vergüenza, nos dice Frye, se usa semánticamente en conexión con infecun­ didad (Génesis 30, 23; Isaías 4, 1; Lucas 1, 25); con viudedad (Isaías 54, 4); con mutilación (Jueces 1, 6s; 1 Samuel 11, 2; 2 Samuel 10, 4s); con exhibicionismo (Levítico 20, 17; Jueces 3, 25; 2 Reyes 2, 17; Ezequiel 36, 30; Lucas 14, 9). En esta perspectiva, el castigo de la serpiente encaja con su personaje: debe arrastrar­ se, lo cual es una explicación etiológica de la mutilación de sus garras. Debe co­ mer polvo, esto es, se alimenta de muerte, de nada, de vaciedad; y debe permane­ cer sola como si hubiera «enviudado» y fuera estéril. De 'arum mikkdl ayyat ha-sadeh (v. 1), se convierte en (v. 14) 'arum mikkdl ayyat ha-sadeh (que debería traducirse como «más maldita que ningún otro animal» -la serpiente es en todo el representante de la naturaleza animal, como el Behemot en Job, 40). Naturaleza animal y sexualidad van íntimamente unidas. La sensualidad hace salir en el hombre al animal, dice el refranero popular. Es así porque la racio­ nalidad pronto deja margen para el deseo indómito y descontrolado37. En este momento, la «astucia» humana canvia de significado y se convierte en la «astu­ cia» de la serpiente, un «ardor» animal indigno del control que el hombre posee sobre los instintos denominados «inferiores»38. El diálogo de la serpiente con Eva no precisa ser abiertamente sexual. Basta con que la serpiente sea el animal, en contraposición a Eva, un ser que respira el mismo aliento divino. Por esta razón las connotaciones sexuales del encuentro apenas podían pasar inadvertidas. Ya los antiguos rabinos discernían en la interposición de la serpiente entre marido y mujer un intento del animal por apoderarse del lugar de Adán39. La seducción es extraordinaria. Adán sólo puede ofrecer lo que él mismo ha recibido de Otro para ser humano, pero la serpiente convierte el don de Adán en algo tan minúsculo que pierde todo valor. Más bien, el don de la serpiente ocupará su lugar a modo de formidable alternativa. Hay algo de excitante magia envuelta en el hecho de comer la fruta que le ha de hacer semejante a Dios (o a los dioses) en conocimiento (el término usado aquí es y a d d , un conocimiento íntimo, existencial, como el que se experimenta en la relación sexual entre hom­ bre y mujer, cf. Génesis 4, 1). La serpiente aparece luego en su total desnudez fálica. No es ya e l animal; es e l pene. La serpiente simboliza el acto sexual sin amor, el apareamiento entre animales. Hay aquí de nuevo un contraste entre lo que se ve y lo que no se ve -lo mismo que pasa con el hombre, que no sólo es forma e imagen, sino también nefeshayyah (2, 7). Pero lo que es ocultación posi­ tiva en el ser humano es ocultación negativa en la serpiente. Porque se presenta

37. 4 Macabeos 2, 1-4 pone de relieve el esfuerzo mental de José para resistir con éxito al deseo sexual en casa de Putifar. 38. Paul Ricoeur escribe: «La serpiente [del Génesis] es... nuestra naturaleza animal», en The Symbolism ofE vil (trad. por Emerson Buchanan, Harper and Row, Nueva York 1957), p. 257. 39. Véase Abot de-R abí Natán, A 1, 9.

como una fuerza opuesta al mandamiento de ser imagen de Dios. Es la irreve­ rencia de la diferencia, la interrupción de la humanización de la creación. Antes de la «caída», el problema sexual no preocupa a los humanos, pre­ cisamente porque no es ningún problema. Pero cuando se pervierte la ciencia original, la realidad se rompe en dos aspectos irreconciliables. El aspecto de la diferencia se separa del aspecto de la igualdad. En ningún otro campo que no sea el sexual se experimenta con mayor claridad este divorcio, porque lo sexual es paradigma de lo existencial en su totalidad. En éste, mucho más que en cual­ quier otro ámbito, se acercan los humanos a la naturaleza animal. Irónicamen­ te, aquellos que optaron por la rebelión contra Dios para ser como dioses se vie­ ron encerrados en el mundo de lo animal; q ui veu fa ir e l ’a n ge fa i t la béte (quien quiere jugar a ángel acaba en bestia), dice Pascal. En otro estudio sobre nuestro texto, sumamente interesante pero también lleno de extrapolaciones de muy desigual garantía, Mieke Bal ha visto tam­ bién en el mandamiento divino de no comer de un determinado árbol la doctri­ na de la diferencia40. La autora prosigue con la idea de que el tema de la serpiente es lúdico. En realidad, el conocimiento sexual le hace a uno morir y no morir (Dios ha destacado el primer aspecto: 2, 17), dice. De modo que no hay mentira alguna en la promesa de la serpiente y ¡Dios mismo lo reconoce realmente en Génesis 3, 22! Sabiduría es aquí aceptación de la condición humana, incluida la muerte, y la continuidad de la historia. Pero Phyllis Tribler se acerca más a la rea­ lidad cuando insiste en que a partir de este momento, de hecho, «se les abren los ojos a ambos», «irónicamente, conocen lo opuesto de lo que la serpiente les había prometido. Saben de su desamparo, su inseguridad, su indefensión... El antes y el después de la desobediencia contrapone el estar desnudos sin percibirlo... [con] la conciencia de sentirse indefensos»41. Destaquemos que este conocimiento de una situación anterior a la con­ ciencia que tenían de ella, era, antes de que comieran de la fruta prohibida, total­ mente innecesario, porque se hallaban bajo la protección del Altísimo. Ahora, por vez primera, por así decir, están desnudos; se han mostrado su desnudez42. Una debilidad se convierte en fragilidad sólo cuando se la conoce por expe­ riencia o por revelación43. El discurso de la serpiente es engañoso y puede con­ siderarse en sí mismo mentira, como dice Juan 8, 44. La serpiente es quien mien­ te, no Dios (con la venia de Bal). 40. Mieke Bal, L ethal Love: Fem inist R eadings o f B ib lica l Love Storíes, Indiana University Press, Bloomington 1987. 41. Trible, G od a n d the R hetoric ofSexuality, p. 114. 42. De nuevo, está claro que, para /, el fenómeno es ocasión, no destino. «Desnudez» es lo que piensa Adán. 43. Este principio es el fundamento del tema de Pablo sobre la «cruz» de la Ley, que me revela mi indignidad (Romanos 3, 20).

Es verdad que cuando los humanos comieron del fruto de la ciencia suce­ dió algo que se acerca a la verdadera ciencia: sus ojos se abrieron (pqh), un verbo que se usa para describir la apertura de los ojos de un ciego (Salmos 146, 8; Isaías 35, 5). Pero lo que vieron fue sólo una realidad vergonzosa, exactamente lo con­ trario del tób de la proclamación divina de Génesis 1. Así queda claro que la rea­ lidad es nuestra interpretación (visión) de la realidad. La visión humana es un deseo de configurar el mundo; los hombres tienen el sentimiento ilusorio de que pueden hacerlo mejor que el Creador. Lo que consiguen es una distorsión de lo dado mediante una interpretación en sí misma confusa. Como la visión de la re­ alidad por parte del Creador partía de lo que es tób, sólo le queda al hombre se­ parado de Dios compartir la otra visión, la que parte de lo que es ra ‘; tertium non datur. Habrá que esperar nada menos que la llegada del Ungido para que puedan abrirse los ojos de los ciegos (Isaías 42, 7; cf. Juan 9, 1-41). Mientras, lejos de do­ minar sobre la creación, cosa que los humanos creyeron conseguir, son incapaces de reconocer aquello que es bueno para ellos; su supuesto «ver con toda claridad» es miopía (o, a otro nivel, desnudez). La ceguera es alienación de sí mismo a la vez que del otro, de modo que pueden los humanos incluso mantener la ilusión de no haber sido vistos por nadie, o de permanecer ocultos (3, 8) a los ojos de Aquel que los abarca por doquier (Salmos 139, 5). Sí, ahora saben algo que antes ignoraban: que están desnudos, en sentido propio y figurado. Lo que conocen es la superficie de las cosas, su mera materialidad, no su interior o su sentido, tam­ poco su referencia. Están centrados en sí mismos, incapaces en lo sucesivo de toda auténtica comunicación. Sus sentidos creados para verterse al exterior se han vuelto superfluos. Adán y Eva son ahora el «pueblo necio y sin cordura» de Jeremías 5, 21, «que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye». Han perdido su re­ lación de comunión con Dios, que les permitía ver como él ve, compartir su visión/interpretación (cf. Salmos 7, 10; Job 34, 21). Todo aquello que pierde su referencia con Dios carece, de hecho, de sentido y es frustrante. De manera que «comer del fruto prohibido» consiste en rechazar la vida recibida, por amor de una existencia ganada, merecida, construida «desde cero» a base de esfuerzo humano. La situación recién conseguida cambia de Génesis 2, 15 (el cultivo del jardín del Edén) a 3, 17 («maldita será la tierra por tu cau­ sa»), Pero cada «veneno», de acuerdo con la concepción del mundo de Israel, tie­ ne también su antídoto. Los ojos humanos no han de abrirse siempre sólo para ver la vergüenza. Éxodo 14, 30-31 [J) dice que, tras cruzar el Mar Rojo, Israel « vio el gran poder que había desplegado el Señor contra Egipto, y el pueblo tem ió [juego de palabras en hebreo con vio] al Señor...». El resultado de esta visión rege­ nerada es que Israel «hereda» una tierra que ha sido curada de su «enfermedad de muerte». Es una tierra que «mana leche y miel» (Éxodo 3, 8)44, lo que sirve 44. Una muy antigua expresión, de origen cananeo (?).

de trampolín a la aparición de muchos textos escatológicamente orientados, que nos hablan de la restauración del árbol de vida para los santos. Podemos refe­ rirnos aquí a Apocalipsis 2, 7; 22, 2; 4 Esdras 8, 52 («porque tú eras el árbol de vida plantado y el futuro eón preparado»); Testamento de Leví 18, lOs (el Mesí­ as alimentará a los santos con el fruto del árbol de vida); en Salmos de Salo­ món 14, 2-3 y lQHod 8, 5, de Qumrán, «árboles de vida» designa a los mismos santos. «Comer», en su connotación negativa, significa rechazar la sabiduría reci­ bida, la única que garantiza vida, a cuenta de una sabiduría adquirida, el resul­ tado de un proceso de ensayo y error, del que surge la conciencia de muerte (cf. Proverbios 3, 19-22; 4, 13; 9, 6; Eclesiastés, pássim). Luego pasamos de Génesis 2, 19-23 (la creación entera como compañera del hombre, ayuda in­ cluso) a 3, 19 (alienación del universo entero). Para /, el antídoto está en la elección de Abraham y en la promesa, hecha a él, de una innumerable descen­ dencia en una Tierra Prometida, y en la bendición de toda la familia de nacio­ nes (Génesis 12, 1-2; 15, 5-7; etc.)45. El deuteronomista, posteriormente, re­ sume la opción abrahámica y mosaica exhortando a Israel a elegir el bien y la vida mediante el cumplimiento de la voluntad divina, como dice Deuteronomio 30, 19. Más aún; «comer» -que ahora es del mismo orden que tomar, agarrar- deja atrás la inocencia original, que significaba vivir aceptando el mandato y con­ fiando en el mandante. Ahora, la inocencia da paso a la artimaña, a la astucia: a la astucia de la serpiente, y pronto a la astucia de los humanos. Consiste ésta en vivir de acuerdo con las normas que se da uno mismo, lejos del Otro y de cualquier otro, es decir, adoptando un criterio de juicio centrado totalmente en el yo. Se pasa de Génesis 2, 25 (desnudez inocente) a 3, 7 (desnudez ver­ gonzosa, vergüenza por la antigua inocencia). El antídoto, evidentemente, es el amor; un amor puesto otra vez de manifiesto por Abraham, al interceder por Sodoma en Génesis 18, 22s (J). Amor, en la concepción de Israel, es también, por paradójico que pueda parecer, mandato. Porque, si es verdad, con Maimó-

45. Cf. Michael Fishbane, Text a n d Texture: Cióse R eadings o fS elected B iblical Texts, Schocken, Nueva York, p. 112: «La triple promesa de tierra, fertilidad y bendición dada a Abraham reti­ ra de forma efectiva las maldiciones de la expulsión y lo establece como un nuevo Adán.» En el marco de la alianza, debe reanudarse y definirse de nuevo el lenguaje de los orígenes del mundo. Ante Dios, hay una sabiduría que es hayim (vida), en contraposición a la falsa sabiduría adquiri­ da en el Edén (véase Proverbios 4, 13; 3, 19-22; 9, 6; 16, 22; 10, 17, etc.). La «bondad» que desprende aquélla no es engañosa, y sí lo es la forma de esta última, pues ahora tob (bien) se iden­ tifica con hayim (véase Deuteronomio 30, 15-20; 4, 1,4,10; 6, 24; 16, 20; Salmos 34, 13; Ezequiel 18). Así, los términos «sabiduría», «bien» y «vida» se vuelven sinónimos, porque la finalidad de la sabiduría ya no es ser como dioses, sino más bien cumplir la voluntad divina tal como se revela en la empresa de la creación y en la Torá, el mapa de la alianza.

nides, que «hemos recibido el mandato de ser libres», también lo es que hemos recibido el mandamiento de amar a Dios y a nuestro prójimo (Deuteronomio 6, 5; Levítico 19, 18). Pero, mientras, todo el mundo está en guardia, ¡incluso Dios! La segunda mitad del misterioso texto de Génesis 3, 22 la traduce así la N ew R evised Stan­ d a rd Versión (NRSV): «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos­ otros, conocedor del bien y el mal; ahora podría alargar su mano y tomar tam­ bién del árbol de vida, y comer, y vivir para siempre...». La lectura judía tradicional de este texto ve en él una ironía e invita al lector a que suponga frases como «esto se cree el hombre» o «según el tentador». Por consiguiente, decide Dios, «hagámosle ver cuán equivocado está». Otra interesante interpretación rabínica lee m im m enó (no «como nosotros», sino «él solo»; el texto masorético [TM] permanece inalterado), de modo que Adán es descrito como «aquel que cono­ ce el bien y el mal por sí solo» (dice Yefé Toar). Rashi lee [el hombre es] «como el Unico (éh ad) en su género por su capacidad de discriminar entre el bien y el mal». Y el Targum de Ónqelos mezcla ambas lecturas: «único en el mundo por sí solo». Según la tradición judía, por consiguiente, Dios no expresa aquí ni temor ni celos. Sin embargo, la traducción de hayah en 3, 22 continúa siendo problemá­ tica. La NRSV traduce «el hombre se ha hecho...». Esta lectura es casi la admiti­ da por todos, pero no es la única posible. Hayah puede significar aquí también: «[el hombre] era [como uno de nosotros]»; se refiere al estado en que se hallaba antes de comer del fruto; Dios habría añadido entonces algo así como «no he­ mos de permitirle que perpetúe esta confusión eternamente». En este caso, hay una tremenda ironía en el hecho de que los humanos eran sabios, sus ojos esta­ ban en principio abiertos, pero decidieron que existía una manera mágica de ser todavía más «divinos», de superar a Dios en su divinidad. Esta lectura de hayah parece estar retrospectivamente confirmada a las claras por la réplica «pero ahora» (w e-‘a ttah) de la segunda parte del versículo46. La expulsión del paraíso significa que Adán ya no pertenece a los seres divinos (cf. Ezequiel 28, 2 y pássim). La ironía continúa con la promesa de la serpiente de no morir si comían del fruto, puesto que hasta ese momento no había habido alusión alguna a ninguna intención divina de dejarles morir en principio. Al contrario, la adver­ tencia de que comer del árbol prohibido equivaldría a m ót tamut, morir sin reme­ dio (2, 17), implica a las claras que la muerte no es una de las posibilidades «nor­

46. Cf. «Está escrito que “Dios hizo sencillo al hombre” (Eclesiastés 7, 29). Ahora “el hombre era sencillo”, tal como está escrito, “he aquí que el hombre era como uno de nosotros” (3, 22), en el sentido de que era sencillo como uno de los ángeles que sirven» (T anhum ah Bereséth, par. 7, f. 10a).

males» del Edén. En el paraíso, la muerte no ha lugar y, en caso de necesidad, hay un árbol cuyos frutos de vida conservan vivos a los humanos para siempre. Su presencia en el Edén indica que, aunque amenazadora, como el caos del capí­ tulo 1, la muerte estaba controlada por el libre don de Dios -quien puede reti­ rarlo a voluntad, como muestra el final del episodio, / recibe aquí otra vez la influencia de los antiguos mitos en los que los dioses mismos se conservan inmor­ tales por medios parecidos a un árbol de vida y a una fuente de la juventud47. Servía a la finalidad dramática de /mostrar que hasta en el paraíso la vida no debía darse por supuesta. La advertencia divina a los humanos de no comer del fruto prohibido so pena de m ot tam ut {2, 17) enfatiza la actualización de una posibilidad disponible desde el principio (cf. Salmos 82, 6-7; 74, 12-17, que ha de compararse con Isaías 25, 8, donde el Leviatán es sustituido por la muerte). Jon Levenson escribe: «La verdad es que el judaismo [y aquí hay que incluir tam­ bién la religión bíblica] no es optimista, sino redentor, y la creación de la huma­ nidad sin su potente, innata y persistente inclinación al mal es parte de su visión de la redención, no parte de su descripción de la realidad presente»48. A su vez, Paul Ricoeur dice: «Se requiere un enfoque relacional global... para pensar, simul­ táneamente, creación y persistencia del mal... La creación continúa siendo un drama, en el que la vulnerabilidad inicial del caos nos permite prever la fragili­ dad del orden creado»49. Puede ser que, en las fuentes utilizadas por /, se supusiera que el fruto del árbol de la ciencia abriría los ojos y revelaría la existencia del árbol de vida. Si fue así, esta idea no la retuvo /, porque dice explícitamente que se puede comer libremente de los frutos de todos los árboles, excepto del árbol de la ciencia. Tras la rebelión contra la voluntad de Dios, es precisamente del fruto de la vida de lo que se verán ahora privados los humanos; es ciertamente otra forma de decir, irónicamente, que ahora que creyeron asegurarse vivir como dioses van a morir igual que animales. Además, todavía parece más irónicamente paradójico todo el asun to si comprobamos que la condición humana antes de c o m e r del fruto prohibido no era una situación de ausencia de conocimiento con relación al bien y al mal, porque entonces carecerían de sentido los mandatos divinos anterior­ 47. Véase Geo Widengren, The K in g a n d the Tree o f Life in A ncient Eastern Religión-, Otto Harassowitz, Uppsala 1951. 48. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEvik p. 39 y pássim. 49. Paul Ricoeur, «Fides quaerens intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filo­ sofía, 48 (1990) 36-37. Ricoeur ha demostrado, en The Sym bolism ofE vil, que el mal «está ahí» de manera concomitante y es una elección humana. Ahora bien, con palabras de Michael Fishbane, «el mal entra en el mundo a través del hombre y de sus elecciones como criatura libre... Esta perspectiva constituye una antropología del mal... [Pero desde una] segunda perspectiva, el ori­ gen del mal es percibido... como si yaciera en lo profundo de la «naturaleza» de las cosas a des­ pecho del «orden» creado... La tentación ya está ahí, desde el comienzo, misteriosamente» ( Text a n d Texture, p. 22 y 25).

mente impuestos50. Lo que aquí se dirime, por consiguiente, es el paso a otra comprensión de realidades ya conocidas de antemano, como insistimos en decir anteriormente, no el descubrimiento nuevo de cosas mantenidas en secreto por un dios celoso. La creación procede por separación51, por discriminación entre un térmi­ no y otro, en definitiva entre opuestos de un mismo espectro: bien y mal (véa­ se Génesis 24, 50; cf. 31, 24-29; 2 Samuel 13, 22; 14, 17; Números 24, 12). El hombre quiso dominar estos dos términos, porque a fo rtio ri dominaría tam­ bién cualquier otro término que estuviera en medio, pues todas las cosas del uni­ verso han sido creadas en polaridad. Pero oposición a los ojos humanos es coin­ cidencia en el gobierno divino. «Bien y mal», ambos a una pertenecen a Dios, dice Números 24,13 y así son mantenidos en armonía, en complementariedad mutua, aunque contrapuesta, como la luz y la oscuridad (véase Génesis 1). En el momento en que el hombre escoge por sí mismo el criterio de lo «ético», esta estructura de polaridad/complementariedad se convierte en una estructura de adversidad/exclusividad. Lo que es tob (bueno) se recorta por la presencia de lo que es ra'(m alo), y lo ra se vuelve consciente y responsable por la pre­ sencia de lo que es tob. De este modo J se enfrenta a una alienación mutua de términos recíprocamente alienados que solían ser complementarios y también a la tensión, introducida por la rebelión humana, entre términos que ahora reci­ ben significados opuestos a los que tenían anteriormente. La nueva vida es muer­ te y el nuevo conocimiento, oprobio. Comer del fruto del árbol prohibido sig­ nifica contrariar el mandamiento de elegir el bien y neutralizar la confianza fundamental en la que descansaba. A este respecto, el texto del Génesis muestra de un modo incisivo la increí­ ble reducción que la recién descubierta «sabiduría» humana impone a la noción de lo que es tob. Ahora, compungidamente, el hombre acepta que hay tres ámbi­ tos de conocimiento que abarcan toda la realidad (3, 6): «bueno para comer» = placer sensual (o físico); «agradable de ver» = deleite estético (o psicológico); «codiciable para conseguir sabiduría» = gratificación intelectual (o espiritual)52. Como dice 1 Juan 2, 16, «todo lo que hay en el mundo —los deseos de la car­

50. Bueno es lo que Dios quiere, mal lo que Dios aborrece. La única base para diferenciar entre el bien y el mal es el mandamiento divino y la prohibición. No hay una aptitud (represen­ tada aquí por el fruto de un árbol) innata o adquirida. Lo que se adquiere comiendo de la fruta prohibida es la «profunda interconexión que hay entre conocimiento y muerte. El castigo pro­ metido de morir... no es sólo la mortalidad, sino también la conciencia humana de la mortalidad» (Fishbane, Text a n d Texture, p. 21). 51. Cf. Paul Beauchamp, Creation et séparation. Etude ex égétique du chapitre p rem ier d e la Genése, DDB, París 1969. 52. Debo este planteamiento a von Rad: véase su comentario en Genesis, traducido por John Marks (Westminster, Filadelfia 1972), ad?>, 6.

ne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia- no proviene del Padre, sino que procede del mundo»53. El ámbito de la sexualidad se contempla de un modo específico en la mal­ dición con que se castiga la rebelión humana. Se pone así de relieve que la decisión humana pervertida posee un efecto instantáneo sobre exactamente los medios de «conocimiento» por excelencia. Dios castiga el útero de la mujer, que es, como dice Thierry Maertens, «el órgano que, a todo lo largo de la historia del pueblo elegido, será el locus privilegiado de las bendiciones divinas» (cf. Deuteronomio 28, 2-11; Isaías 49, 21; Génesis 22, 17). Y prosigue: «Dios ha decidi­ do que la bendición florezca sólo en el sufrimiento y en la aflicción» (cf. Isaías 26, 16-19; Apocalipsis 21,4; Juan 16, 20-22)54. Para el lector moderno resulta difícil comprender por qué, según el rela­ to, le toca a la mujer la peor parte del castigo. Volveremos sobre este punto. Pero es importante recordar que, según el mito que constituye la base-de la compo­ sición de /, la mujer quedó marcada como el miembro más débil de la pareja humana. Ella fue la primera en «caer» en la tentación. Como dice Hartmut Gese, «el Antiguo Testamento adoptó el ser y la conciencia de las culturas primitivas, aunque las reorientó en sus elementos esenciales». En el mito base del relato del Génesis, añade el autor citado, la mujer actuó «ignorando el orden de la crea­ ción». Dio a comer del fruto prohibido a su marido, quien, en consecuencia, cobró conciencia. En esto consistió su caída, porque «sólo en relación con la autoconciencia el hombre experimenta la muerte». Porque en el Génesis la mujer no es ingenua. Conoce la prohibición, y sucumbe a «una tentación dirigida al centro de ...[su] ser». La muerte no es aquí ningún «acontecimiento trágico..., sino una decisión del hombre... para formar parte del mundo de la conciencia divina...» (cf. Génesis 6). Descubrimos aquí la muerte como culpa55.

53. Es verdad que hay aquí aparentemente una repetición de la descripción, hecha por Yhwh mismo en 2,9, de los árboles creados «gratos a la vista y de frutos sabrosos». Hay, no obstante, una diferencia profunda, por cuanto los placeres de los árboles no se combinan con la inteligencia o el conocimiento; ambos campos permanecen separados, sin confundirse. Además de estos árbo­ les, dice 2, 9, hay también el árbol de vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Que se lle­ gue a mencionar la estética natural además del placer sensual es una forma de destacar la tras­ cendencia humana sobre la naturaleza animal. En Génesis 2, 9, los adjetivos están al servicio de la idea de la intensidad de dicha que el Cantar de los cantares, por ejemplo, recuerda en su elo­ gio del amor. En contraposición, en Génesis 3, 6, la dicha se trueca en la tentación de dejar de amar, adoptando una actitud de hostilidad y rebelión. En el siglo X a.C., / ya había dejado claro que nada se acerca tanto a la virtud como el vicio (cf. Las nociones [por lo demás inadecuadas] de p ríva tio bon i y adm issio boni de san Agustín). 54. Thierry Maertens, La m ort a régn é depuis Adam ( Genesis II, 4b-III, 24), Abbaye de St. André, Brujas, p. 82, 81. 55. Harmut Gese, Essays in B iblical T heology, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneápolis 1981, p. 40s, sobre «La muerte en el Antiguo Testamento».

Por ello, Génesis 2s puentea la distancia que hay entre el mito («entonces») y la historia («ahora»). Entre ambos no hay discontinuidad, aunque sí una escan­ dalosa disyunción empírica. En otras palabras, Génesis 2s es más prototípico que arquetípico. Según Paul Ricoeur, «toda mujer y todo hombre son Adán; todo hombre y toda mujer son Eva; toda mujer peca “en”Adán, todo hombre es sedu­ cido “en” Eva... La serpiente... sería la parte de nosotros mismos que no reco­ nocemos... nuestra seducción ¡(evada a cabo por nosotros mismos, proyectada en el objeto seductor. La tentación vendría a ser una especie de seducción desde fuera; se desarrollaría en connivencia con la aparición que despliega el asedio al “corazón”; y, finalmente, pecar sería sucumbir» (Santiago 1, 13-14)56. «De forma parecida, identificó san Pablo la cuasi-exterioridad del deseo con la “carne”, con la ley del pecado que está en mis miembros. La serpiente, por tanto, representa este aspecto pasivo de la tentación, manteniéndose en el filo de lo exterior y lo interior... [Pero] la serpiente no es sólo la proyección del hombre que se seduce a sí mismo, no es sólo nuestra naturaleza animal... La serpiente es también “exter­ na” de un modo más radical y de muy diversas maneras... Todo individuo se topa con el mal que está y a a h í »57. Por tanto, no hay mayor razón en condenar sólo a Eva por «comer de la fruta» que la que puede haber en aplicar a Adán la frase de que él™es tomado del polvo y al polvo ha de volver (3,19). Con el motivo de la aparente ausencia de Adán mientras Eva come de la fruta prohibida, el autor de nuestro texto quiere mostrar la separación y la alienación que hay en la unidad humana. Pero en lo que concierne a la culpabilidad, ambos son condenables, porque ambos comen. De modo parecido, cuando se le dice a Adán que es polvo y que volve­ rá a ser polvo, es porque de nuevo se acentúa la división de la pareja y se da una especie de prioridad al proceso de disolución y erradicación que hiere específi­ camente a uno de ellos, en cuanto no es «portador de vida», como lo es Eva (Génesis 3, 20). La maldición del varón corre a par con la maldición de la mujer. El varón trabajará con dolor, ‘eseb, la misma palabra empleada para la futura situación de Eva. Al ’a khal (comer) de la transgresión corresponde el 'akha l c o n dolor del cas­ tigo. Tanto al tesukah (deseo) implícito que constituye la base de la tentación hu­ 56. Ricoeur, The Symbolism ofE vil, p. 255-257. 57. Ibídem. Michel Fishbane, Text a n d Texture, habla más bien de la presencia de la ser­ piente como muestra de que el mal yace en lo profundo de la «naturaleza» de las cosas (véase p. 43). En Génesis 4, en todo caso, hay una interiorización de la serpiente (el pecado acecha como la serpiente por la puerta, 4, 7). La reflexión de / sobre el pecado del hombre le lleva a la conclu­ sión de que el pecado ha estado siem pre ahí, en el espacio y en el tiempo. Pero, como dice Luis Alonso-Schókel- debemos darnos cuenta de que el autor sitúa este pecado omnipresente y ubicuo en el marco de la historia de la salvación (cf. p. 61). 58. El texto dice ’a ttah, «tú», en masculino.

mana como al m aíal (dominio) al que es sometido la hembra humana, corres­ ponde ahora el tesukah y el m asalde Génesis 3,16. El tesukah inicial aparece pri­ meramente bajo términos análogos como tób, ta’a wah, nehmad, que describen la atracción que ejerce el árbol prohibido. Y el m asal t stá de forma parecida igual­ mente implícito en la aceptación de la autoridad, sobre Eva, de alguien que no es Dios y en la adquisición de dominio sobre sí misma al comer Eva de la fruta («se­ réis como dioses»). El paso de un «deseo» al otro, y de un «dominio» al otro des­ cribe relaciones anormales y retorcidas. Sólo el eskhaton restaurará las condicio­ nes normales que prevalecían antes de la rebelión. Ezequiel 28, un texto que hemos mencionado repetidamente con anterioridad en paralelo con la versión ] de la creación, anuncia: «Y para la casa de Israel ya no habrá espina punzante ni zarza lacerante» (v. 24, véase también el locus classicusde Isaías 11). La pareja humana se yergue ahora sobre un suelo del que dependen para subsistir, pero que está maldito. A esta tierra, de la que fueron tomados, deben también volver. Por lo que se refiere a esos textos de amplio alcance, debemos recordar que aquí la cuestión no es el paso de una realidad a otra, o, por lo que aquí importa, de un mundo a otro” . Como dice Paul Beauchamp, «cielos y tierra» son orientaciones y límites60. La rebelión humana altera ambos a dos, de modo que el «oriente» se desorienta y el «límite» es transgredido. Esto no impi­ de que oriente y límite continúen para siempre siendo normas del mundo cre­ ado por Dios. Como pasa con Génesis 3, 22, donde yo he leído el verbo hayah referido al estado humano anterior a la rebelión, así también 3,16 indica un cam­ bio de valor, no de naturaleza. Esto es claro de toda evidencia por lo que con­ cierne a la tierra: es la tierra que era antes, pero en vez de cooperar con el esfuer­ zo del hombre, ahora se ha vuelto hostil (3,18). Produce como antes plantas de todas clases, pero ahora estas plantas son «espinas y cardos»; el hombre cul­ tiva la tierra como antes y esto pide esfuerzo (2, 15), pero ahora el esfuerzo es trabajo y sudor y aparece casi como estéril. Las palabras dirigidas por Dios a la mujer y al varón deben leerse con sumo cuidado, tal como hace, por ejemplo, Carol Meyers, cuya metodología nos va a servir aquí de modelo, aunque nuestros resultados sean algo distintos61. Con Meyers, traduzco las primeras palabras hebreas de 3, 16 por «multiplicaré en gran manera». La expresión indica el incremento o el empeoramiento de la situa­ ción preexistente, no la emergencia de una realidad original (cf. Génesis 16, 10). «No puede multiplicarse algo a menos que esté ya presente» (Meyers, p. 103; cf.

59. Pese al rabínico ha-‘olam ha-zeh (este mundo) frente a ha-'olam ha-ba‘{e\ mundo futu­ ro), donde, además, el vocablo ’olam debe entenderse como «economía», no como «mundo». 60. Beauchamp, Création et séparation. 61. Carole Meyers, Discovering Eve: Ancient Israelite Women in Context, Oxford University Press, Nueva York 1988.

p. 105). Lo que se multiplica es el hérón de la mujer, el período de su preñez (vis­ to exclusivamente en términos de parto; cf. Jeremías 20, 14-18). Se trata del «dolor» (más mental, quizás, que físico -véase Meyers, p. 104—, pero ciertamente no exclusivamente de esta última clase, aunque sólo sea por su mayor duración)62. Que no se trata, en este texto del Génesis, del número de preñeces (interfirien­ do inadvertidamente con un problema moderno en un texto antiguo, en cuyo contexto muchos hijos no constituirían de por sí un problema, sino más bien una bendición) lo demuestra también el uso del singular para el término hérón en el texto. El texto prosigue diciendo, b e - ‘e seb téled i banim («darás a luz hijos con dolor». El argumento de Meyers ahora da un giro. La autora intenta alejar la intencionalidad del texto de los dolores de parto, y el resultado es una especie de tour d e forcé. Sin embargo, es más sencillo entender que Dios dice a la mujer (fuiste creada para tener hijos con facilidad, pero ahora) «parirás a tus hijos con trabajos». O hasta, habida cuenta del empuje dinámico de la preposición be, «[ahora] con dolor/trabajo darás a luz a tus hijos»63. De modo parecido, debe observarse que el «deseo» femenino es «una atrac­ ción ya existente» (Meyers, p. 110). Este deseo persistirá en la nueva economía inaugurada por la rebelión humana, pese al mal resultado que da de preñeces largas y de trabajos en el parto. Las condiciones socioeconómicas del mundo antiguo64acentúan todavía más el comprensible temor de la mujer a dar a luz hijos con ese «dolor» y con un futuro tan incierto. Leído contra este fondo, se entiende el resto de la frase. Tan graves condiciones impuestas a la «maternidad» podrían acabar quizás en una paralización de las relaciones sexuales, pero enton­ ces dejamos de lado el teíukah femenino (cierto, la mujer no posee la exclusiva del deseo sexual, pero el teíukah masculino no requiere ser aquí mencionado, porque el resultado del acto amoroso no es para él comparable con el resultado que supone para la mujer. El «dolor/trabajo» para el hombre se sitúa en otra par­ te, como indica el versículo siguiente. No hay, pues, constricción alguna para que el varón vaya en esto a medias con la mujer). El teíukah de la mujer preva­ lecerá sobre sus temores, dándole así a su compañero varón «poder» sobre ella en el campo de la sexualidad (cf. Génesis 30,1). En este contexto, hay que recor­ dar que el término cardinaly a d a '(conocer, o tener contacto sexual) significa tam62. Si contrastamos esta decripción del Génesis con las expectativas escatológicas -como hicimos anteriormente, cuando tratábamos de la «ceguera» adquirida por la pareja humana- sor­ prende que los antiguos sabios vieran la época mesiánica como la que proporcionaría la condición de dar a luz en el mismo día de la concepción (véase Sabbat 30b, doctrina de rabí Gamaliel). 63. Según la promesa escatológica de Isaías 65, 23, «no tendrán hijos para sobresalto». 64. Meyers (p. 112-113) explica esto magníficamente (y con mayor detalle en «The Roots of Restríction: Women in Early Israel», en Norman K. Gottwald (ed.), The B ible a n d Liberation: P olitical a n d S ocial H ermeneutics, Orbis, Maryknoll 1983, p. 189s).

bien «tener poder sobre» alguien. Algo de este sentido hay en el conmovedor tex­ to de Amos 3, 2 («sólo a vosotros “conocí” entre todas las familias de la tierra...»). Más claro es aún en Génesis 19 o Jueces 19 (los sodomitas y los benjaminitas de Guibeá quieren «conocer» carnalmente, y dominar, a los recién llegados a su ciudad). Es por ello paradójico que la mujer permita que su compañero varón ejerza, en el ámbito de la sexualidad, dominio sobre ella por razón de la perpe­ tuación de la especie. Es el precio que hay que pagar ahora, tras rechazar la in­ mortalidad graciosamente concedida por Dios en el diálogo del Edén. Esta inmor­ talidad individual es ahora reemplazada por otra de tipo colectivo a través de la sucesión de generaciones. Por ello, Génesis 3, l6d no constituye ninguna aseveración general y solem­ ne del dominio masculino (y mucho menos de la «superioridad») sobre la mujer. Más bien es una aseveración que debe ser leída dentro del contexto inmediato que le dan las líneas que anteceden. De máxima importancia es que el «domi­ nio» del varón lo garantice la mujer misma en la relación sexual. No es que sea un acto de buena voluntad por parte de la mujer, pues el varón ejerce sobre ella (igual que ésta sobre el varón, pero con resultados muy distintos) una atrac­ ción irresistible, y la mujer es consciente de las posibles y poco gratas conse­ cuencias tanto físicas como morales y emocionales que acompañan a la (desea­ da) preñez y al parto. No hay tampoco aquí ninguna superioridad «natural» del varón que pudiera afirmarse chovinísticamente como de derecho divino por una sociedad patriarcal. El «dominio» en cuestión es aquí descrito como suma­ mente paradójico, pero es la única explicación —la única etiología sapiencial— que puede dar razón del supuesto riesgo asumido por la mujer en la relación sexual. Debería por tanto entenderse la frase bíblica de la siguiente manera: «pero él [y los peligros que representa su relación] prevalecerá65sobre ti [y tus temo­ res] ». El relato de la creación presenta un escenario en el que el destinatario está claramente ausente. Esta extraña situación la vemos también en otros luga­ res de la Biblia: «¿Dónde estabas tú?», pregunta Dios a Job (38, 4)66. Esto en sí mismo es ya una lección de humildad. Ningún lector del texto sagrado puede alardear de tener un conocimiento inmediato y de primera mano de la historia primigenia, es decir, del origen, raison d ’é tre y objetivo de todo lo que existe. Todo cuanto sabe el lector le viene de lo que el autor quiere contar y de la mane­ ra como intenta contarlo. Aquí, más que nunca, conocer es confiar en - y acep­ 65. Cf. Meyers, D iscoveringE ve, p. 117. 66. La pregunta divina, «¿dónde estás?», no es sólo desafío. Jacob Neusner cita a los rabi­ nos sobre Génesis 3, 9, quienes dicen que el adverbio interrogativo significa también «¿cómo ha podido pasarte esto?» Los rabinos parafrasean: «Lloré por él (Adán) diciendo: “¿Cómo...”» (Jacob Neusner y Andrew M. Greeley, The B ible a n d Us: A P riest a n d a Rabbi R ead S cripture Together, Warner Books, Nueva York 1990, p. 61).

tar—la autoridad de otro. Pero aquí la situación se complica aquí de un modo especial por el reconocimiento implícito de la ausencia del autor del escenario que está describiendo. Cuando Dios creó cielos y tierra, nadie estaba allí para dar testimonio de ello67. Hay, por parte del autor, y por tanto por parte del destinatario, confianza en la credibilidad de la tradición y la historia. La dis­ tancia frente al mito es enorme, pues el autor / actúa como un sabio que con­ templa el universo y como un profeta que «lee» la historia y descubre su pasa­ do y su futuro. Le interesa menos lo que ha sido que lo que es y ha de ser68. «Adán y Eva» son cada hombre y cada mujer, aquí y ahora. Este es el fondo de la cues­ tión de la autoridad de J y de su credibilidad. A esto se puede llamar «inspira­ ción», o theopneustia (2 Timoteo 3, 16). Si a / le hubiera interesado referir un mito sobre la felicidad del paraíso, no veríamos «grietas en el muro». Al con­ trario, la «historia» que narra/rebosa fuerza porque, a pesar de su supuesta ausen­ cia como destinatario, el lector está de hecho presente en el conjunto y en cada detalle. La lectora se reconoce en Eva; el lector, en Adán. Ambos reconocen que el caos nunca se ha ido; el enemigo «como león rugiente, ronda buscando a quién devorar» (1 Pedro 5, 8). La lucha es particularmente feroz entre la serpiente (que significa esterili­ dad y muerte) y la mujer (cuyo nombre es haw w ah, Eva, «la que vive, porque ella es la madre de todos los vivientes», Génesis 3, 20). En el ámbito relaciona­ do de la comida69, Adán encuentra la vida sumamente precaria. El hombre está rodeado de «espinas y cardos», esto es, de la vegetación del desierto, un resto del caos primordial. La situación, por ello, es sumamente sombría; pero, confiando siempre en su proyecto, /da cabida aquí a la esperanza a medida que introduce una dimensión claramente escatológica. Del mismo modo que, en otras fuentes de la tradición, el caos está destinado a ser superado de una vez por todas, y el Leviatán a ser destruido (Isaías 27, 1), así también aquí la cabeza de la serpien­ te será aplastada por la descendencia de la mujer (Génesis 3, 15). Hijos de la «Viviente» serán capaces de triunfar sobre «Aquel que está muerto». La ser­ piente antigua, que es el Mal y Satanás, será capturada y aherrojada y no extra­ viará más a las naciones (Apocalipsis 20, 2-3).

67. «Sin embargo, el relato es verdaderamente singular cuando el elemento de autoridad que incorpora alcanza su punto álgido, siendo objeto del relato que nadie pudo haber visto qué había antes de que el hombre existiera» (Beauchamp, Création e t séparation, p. 381). 68. Análogamente, con la «división» de Adán en dos seres (varón y hembra), la unidad de hombre y mujer ha d e llegar a ser, ha de realizarse. Es el paso del mito a la historia. 69. En hebreo, como también con frecuencia en otras culturas, «comer» se usa metafóri­ camente para la relación sexual (cf. Éxodo 2, 20-22; Proverbios 30, 20; 9, 5; etc.).

PENSAR LA CREACIÓN P a u l R ic o e u r

En las últimas décadas, un problema ha prevalecido en la exégesis y la teo­ logía del Antiguo Testamento: el de qué grado de independencia hay que con­ ceder a la doctrina de la creación en relación con la afirmación soteriológica fun­ damental que, hay que reconocerlo, atraviesa ambos Testamentos de la Biblia. Este problema interesa no sólo a los especialistas en el pensamiento del anti­ guo Israel, en el marco de las antiguas culturas del Oriente próximo; concierne también a la teología y a la predicación, que sufren su influencia, hasta el pun­ to de que la lectura definitivamente cristocéntrica de ambos Testamentos, bajo influencia de Karl Barth, se apoya en una exégesis del Antiguo Testamento que adopta como línea de orientación el tema de la H eilsgeschicbte, la historia de la salvación. En el seno de la comunidad cristiana, por tanto, es mucho lo que entra en juego con esta discusión. Espero mostrar que también afecta a todos aquellos que, ante el enigma de los comienzos o de los orígenes, sienten ansiedad, per­ plejidad o simplemente curiosidad y ganas de saber. André LaCocque nos recuerda, desde la página inicial de su escrito, el papel que desempeña en esta cuestión el muy conocido ensayo de Gerhard von Rad, de 1936, El p rob lem a teológico d e la d octrin a d e la crea ción d e l A ntiguo Testa­ m ento‘. Este exegeta alemán fue uno de los primeros en sostener que, aunque la doctrina de la creación sea de hecho inseparable de la de la salvación, sus cate­ gorías requieren, no obstante, un tratamiento distinto. André LaCocque adop­ ta la tesis —y sobre ella basaré yo también mis comentarios—de que la creación surge desde una prehistoria, cuyos hechos narrados ponen en movimiento un dinamismo de amplio alcance, que actúa en el corazón mismo de la historia2. 1. Gerhard von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, trad. por E. W. Trueman Dicken, Oliver & Boyd, Edimburgo-Londres 1966, p. 131-143. 2. André LaCocque muestra las diferentes maneras como se expresa esta solidaridad entre creación e historia. En primer lugar, el orden instituido por el acto de la creación resulta amena­ zado por un desorden que tiene su contrapartida en las tribulaciones que se suceden dentro de la historia de Israel. En s e g u n d o lugar, la estricta afin idad q u e h a y en ere el o rd en c ó s m ic o y la L ey tiene su eco en la teología de la alianza. Por último, tanto la creación como la historia tienen idén­ tico horizonte escatológico.

Las referencias a la prehistoria y a la historia a lo largo de su presentación del debate exegético contemporáneo me llevan a pensar que es en el plano de las relaciones existentes entre prehistoria o protohistoria (o mejor: historia primor­ dial) e historia donde debemos plantear esta cuestión. Si lo que se pone en cues­ tión es el sentido o el significado de la historia para la tesis soteriológica, en lo que toca a los textos relativos a la creación de lo que se trata es de los aconteci­ mientos mismos que surgen de esta historia primordial. Por consiguiente, pri­ mero debemos esclarecer el sentido en que usamos estos dos términos y su rela­ ción, tanto en el plano literario como en el de los sentidos capaces de alimentar una teología bíblica digna de su nombre. La hipótesis de trabajo que orienta los análisis siguientes puede establecer­ se en buena medida como sigue. El vínculo que une la historia primordial con la historia fechada (o fechable) debe estudiarse detenidamente. Yo lo llamaré rela­ ción de precedencia , por prudencia, por razones que voy a explicar sin más di­ lación. Lo que es paradójico en esta relación es que debe pensarse en términos de intersección de dos líneas de interpretación. La primera subraya la caesura que existe entre el tiempo primordial y el tiempo histórico. Por «caesura» entiendo algo más que la mea discontinuidad en una sucesión. Incluye también el hecho de que el tiempo de los acontecimientos primordiales en relación con el tiempo de los acontecimientos de la historia no puede coordinarse perfectamente en tér­ minos de una cierta sucesión temporal, aunque iniciemos estos últimos acon­ tecimientos en la época de los ancestros, inaugurada por la llamada dirigida a Abraham en Génesis 12, y por las insólitas promesas que acompañan la llama­ da a abandonar Ur. De un modo más fundamental, estos dos tiempos, que mejor llamaríamos dos cualidades temporales, no pueden coordinarse en términos de cronología. De aquí que no tenga sentido preguntarse si la historia de Abraham sigue a la de Adán y a la de los restantes personajes presentados en Génesis 2, 411,22. Y menos sentido tiene aún preguntarse si la historia de Abraham se sitúa después de la historia de la creación en siete días, que, como sabemos, pertene­ ce a una redacción posterior a la de Génesis 2-11, que pertenece a la secuencia acerca de la cual tanto André LaCocque como yo estamos interesados en tratar aquí. Sea lo que fuere lo que puede significar el término «precedencia», no sig­ nifica ciertamente anterioridad cronológica. Este comentario inicial es relevante no sólo para la exégesis del texto bíbli­ co, sino que afecta además al uso que se ha hecho y todavía se hace a veces, en particular por los fundamentalistas, de los relatos de la creación. Así como los acontecimientos de la historia primordial no pueden coordinarse con lo que los antiguos hebreos entendían por tiempo histórico —cosa en la que estaban de acuerdo con las antiguas culturas del Oriente próximo en general—, tampoco podemos hacerlo nosotros en la actualidad, herederos como somos de la física de Galileo y de Newton, de la teoría darwinista de la evolución y de la investí-

gación científica sobre los orígenes de la humanidad. Todas estas investigaciones -d e tipo cosmológico, biológico, antropológico, etc.- proceden en términos de un tiempo homogéneo, cuyos períodos temporales forman parte de una secuen­ cia que remite a un comienzo que más adelante llamaré inalcanzable3. Por esta razón, la «cesura» entre el tiempo primordial y el tiempo histórico no se impo­ ne sólo entre los límites de la exégesis y la teología del Antiguo Testamento, ni que los ampliemos hasta incluir el horizonte más ancho de las antiguas cultu­ ras del Oriente próximo. Afirmar esta misma «cesura» cuando nos referimos a la investigación científica sobre los comienzos y los orígenes (y ahora no distingo entre estos dos términos) es una cuestión de honestidad intelectual y, a la vez, si puedo plantearlo de esta suerte, de pensamiento sólido. Es liberador admitir que no hay invitación alguna a intentar fechar la creación de Adán en relación con el pithecanthropus o el hombre de Neanderthal. Con todo, esta primera postura, que podría llamar disyuntiva, no hace jus­ ticia a la otra idea contenida en la idea de precedencia: que los acontecimien­ tos que ocurrieron en el tiempo de los orígenes poseen un valor inaugural con relación a la historia que, en el plano literario de la narración, sigue a los acon­ tecimientos primordiales. Al comienzo de este estudio, André LaCocque plan­ tea esta relación fundacional desde una perspectiva importante: las historias narra­ das en Génesis 2-3 sirven para unlversalizar la descripción hecha allí de la condición humana. Más allá —o mejor, antes- del pueblo judío, lo que tenemos son seres humanos independientemente de la cualificación étnica que reviste ya la figura de Abraham así como la de los restantes protagonistas en la saga de los ances­ tros. Y esta relación fundacional asume otras formas que no son sólo las de arque­ tipo. Los exegetas fácilmente ponen de relieve la función etiológica de algunos de estos relatos, que explican que las cosas ocurren del modo que ocurren hoy día porque esto es lo que sucedió en el origen. Este se aplica de un modo parti­ cular al castigo del final del gran relato de Génesis 2-3. Sin embargo, ni la fun­ ción universalizadora/arquetípica ni la función causal/etiológica agotan el rol fundacional de los acontecimientos primordiales, como hemos de ver luego en el apartado de «La fundación». Entiéndase como se quiera esta noción de los acontecimientos fundaciona­ les, representa una dificultad insuperable combinar dentro de la idea de prece­ dencia el carácter incoordinable del tiempo primordial y del tiempo histórico en términos de cronología y de función fundacional asignada a los acontecimientos primordiales. Ésta es la razón por que voy a tratar sucesivamente de estas dos di­ mensiones de la idea de precedencia que, con todo, tendrá que ser considerada como algo más que una simple yuxtaposición de estos dos puntos de vista. 3. Cf. J. T. Fraser, The Genesis a n d E volution o fT im e , University of Massachusetts Press, Amherst 1982.

S e pa r a c ió n

Antes de abordar la cuestión acerca de qué plantean al pensamiento estos relatos y las demás relaciones que pueden trazarse a partir de la historia pri­ mordial, debemos ser más precisos en lo que se refiere a ciertas características formales de la LJrgeschichte, que socavan las expectativas forjadas durante siglos, milenios incluso, de uso de la Biblia. En primer lugar, antes de la era helenística se desconocía la noción de crea­ ción ex nihilo. O, mejor, no se había planteado todavía la cuestión a que daba res­ puesta esta noción. Esto está claro por lo que se refiere al relato más antiguo de la creación en el Génesis, esto es Génesis 2, 3, introducido con la notable fórmula: «cuando... no había aún sobre la tierra ningún arbusto campestre ... entonces el Señor-Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (2, 5-7). Esta fórmula, «cuando... aún no ...entonces», determina un punto de partida sin precedentes para el acto creador. (Los elementos que todavía no existían -plantas del campo, hierbas del campo, lluvia, el hombre que cultivaba la tierra- no están, propia­ mente hablando, descritos. Están simplemente nombrados por cuanto no existí­ an todavía cuando...). En la medida en que no nos planteamos la cuestión de qué pudo preceder a la actividad divina, no nos preguntamos de dónde procedía el polvo del que fue hecho el hombre, ni de qué materia eran los árboles del jardín o los ríos que lo regaban, ni de dónde provenía la tierra de que formó Dios a los animales. Crear es formar, dar figura y consistencia. Lo mismo se aplica al relato de la creación del mundo en Génesis 1: el abismo está ahí, en forma de tinieblas y de aguas primordiales. La palabra de Dios no crea de la nada, y las separaciones sucesivas que marcan los seis días de trabajo constituyen el acto creador en sí. La noción de creación ex nihilo es una respuesta a una especulación posterior que G. W. Leibniz, mucho tiempo después, denominará «el origen radical de las cosas». Una segunda expectativa que desmienten nuestros textos tiene que ver con la idea de una única creación global. Este criterio estricto se aplica sólo a Géne­ sis 1. Hablando con propiedad, Génesis 2, 5 - 3, 26 relata la creación del hom­ bre, de los animales y de la mujer, y la irrupción del mal con su rosario de cas­ tigos. Siguiendo a algunos académicos, podríamos distinguir entre comienzo «absoluto» y «relativo»4. Pero esta distinción entre lo absoluto y lo relativo es extraña tanto a la cultura hebrea como al resto de culturas del antiguo Oriente próximo. Lo que importa es la creación que hace un dios -aquí el Señor Dios, Yhwh-Dios—de algo importante, cuando todavía no existía el escenario del acto creador. La noción de comienzos múltiples supuesta aquí desempeñará un papel importante en nuestra sección titulada «La fundación». 4. Por ejemplo, P. Gibert, Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, Seuil, París 1986, p. 29.

Otra expectativa que desbaratan nuestros textos es la idea mucho más moder­ na de un comienzo como acontecimiento puntual. Esta idea depende claramente de la representación del tiempo como una línea y de los acontecimientos mis­ mos como una serie lineal, cuyo comienzo lo constituiría el primer término de la serie, que sería el punto de partida. Con la refutación de esta expectativa, entra­ mos en el corazón mismo de la noción de historia primordial. «Historia» es justamente la palabra que conviene aquí, siempre y cuando no la asimilemos al sentido de historia documental, que vemos representada en otros sitios de la Biblia por aquellos relatos, manifiestamente inspirados por los archivos regios, que tienen que ver con las peripecias de las monarquías davídicas y salomónicas. La historia primordial es historia en cuanto pone en orden una multiplicidad de acontecimientos a los que imprime la unidad de una secuencia inteligible. Claus Westermann utiliza la expresión, adecuada en este aspecto, de G eschehensbogen : un arco que da unidad a una serie de acontecimientos5. En este sentido, la forma narrativa resulta particularmente apropiada para esta relación ordenado­ ra. Génesis 2, 4b-3, 24 constituye una narración en el mejor sentido del térmi­ no. En esta secuencia, de cuya complejidad interna he de tratar más adelante, la historia primordial y el relato primordial se solapan. La noción de relato de un acontecimiento podemos aplicarla también a las peripecias, tomadas de una en una, y a la secuencia entera en cuanto persigue la unidad del llegar a ser, diga­ mos, en el caso de Génesis 2-3, de la condición humana con todas sus ambi­ güedades. Es ésta la condición que de alguna manera es expuesta como un todo por un acto cuyos detalles cuenta la narración. Más adelante necesitaremos esta noción de acontecimiento globalizador para corregir los efectos perversos que la narración misma introduce desde el momento en que relata de forma suce­ siva lo que, de algún modo, se produjo en un estallido único6. Sin embargo, el relato no es la única manera de relacionarnos con el tiem­ po primordial. Génesis 1 no es un relato, sino un poema didáctico. Sólo en sen­ tido impropio, por la sucesión de palabras y de procesos de división, podemos decir que Génesis 1 relata la creación del mundo. En todo caso, a esta cuasinarración le falta el carácter dramático de los acontecimientos relatados en Géne­ sis 2-3, que constituye desde su comienzo un relato en el sentido fuerte del tér­ mino7. Ni tampoco hemos de perder de vista las referencias a la creación en 5. Cf. Claus Westermann, Cenesis. B iblischer K om m entar, Altes Testament, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1966, p. 259-267. 6. La constricciones impuestas por la sucesión narrativa son en buena parte responsables de la reducción de todas las historias narradas a una misma línea temporal, así como también de las deplorables confusiones a las que nos hemos referido antes sobre el carácter no coordinable del tiempo primordial en relación con el tiempo histórico. 7. La iconografía restaurará la dimensión dramática de la representación de la creación. Recordemos ejemplos como el techo de la Capilla Sixtina pintado por Miguel Angel, la «Crea­

Paul Ricoeur

Salmos, donde el coro de alabanza reduce a la forma de una «cláusula narrativa» las breves secuencias narrativas, cuya forma es «gloria a ti, Señor, que hiciste [esto]...». Tendremos en cuenta estas proclamaciones con su carácter absoluta­ mente hímnico, cuando nos refiramos a la variedad de modelos de creación. Por último, tenemos que dejar espacio para una confesión de fe con un carácter tan poco narrativo como la que hallamos en 2 Macabeos 7, 25-29, don­ de la influencia helenística es de todo punto evidente8. La observación de Pierre Gibert, desconcertante al principio, de que ninguna forma literaria privilegia­ da agota la creación se sigue de tanta variedad de géneros9. Aun cuando la for­ ma narrativa sea la que mejor encaja con las secuencias más dramáticas, como las de Génesis 2-3, podemos denominar en sentido amplio «narraciones pri­ mordiales de la creación» a todas las otras «referencias a la creación», para poder explicar la sucesión de acontecimientos relatados en ellas10. Este uso amplio de la expresión «narraciones primordiales» puede justificarse por el carácter de los ción» de Hayden y el primer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Daremos razón de esta dramatización más adelante en términos de la persistencia de los temas de lucha que se conservan hasta en las más libres representaciones de la creación. 8. Mientras es torturado el más joven de los hermanos-el episodio ocurre durante la per­ secución de los judíos en el 167 a.C.-, la madre le exhorta con las siguientes palabras: «Te ruego, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra. Y viendo todas las cosas que en ellos hay, sabe que Dios no las hizo de algo que ya tuviera que ser; y que también la raza humana viene así... acepta la muer­ te...». Cf. Gibert, Bible, mythes et récits de commencement, p. 142, y nota 38 más adelante. 9. «En mi opinión, el tema de la creación y, en consecuencia, de un comienzo absoluto no postula ningún género literario particular... Puede ser retomado en diferentes géneros posibles: relatos, poemas (cf. Salmos), credos, discursos sapienciales, etc.» Gibert, Bible, mythes et récits de commencement, p. 246. André LaCocque llega a la misma conclusión: «De esta manera, conver­ gen aquí sabiduría, historia, relato y mitos» (supra, p. 11). Tiene razón al colocar la sabiduría al comienzo de la lista, siguiendo el agudo análisis de Luis Alonso-Schokel, «Motivos sapienciales y de alianza en Génesis 2-3», en Biblien, 4 (1962) 295-315, traducido como «Sapiential and Covenant Themes in Genesis 2-3», en Modern tiiblical Studies, The Bruce Publishing Company, Milwaukee 1967. El conocimiento del bien y del mai, la «astucia» de la serpiente, la sabiduría de Adán al dar nombre a los animales y a la mujer, y en caer sólo por amor, no por las artimañas, el dis­ curso detallado sobre los «cuatro ríos» y, muy claramente, todo el discurso sobre el enigma del mal son motivos sapienciales. Schokel llama «ascenso triangular» al modo como toda una serie de líne­ as horizontales de explicación se transforman para concentrarse en un solo punto de vista (el origen de la humanidad). Este el marco de la sabiduría. 10. Recurro aquí a la cuidadosa tipología de categorías literarias que por lo general tienen que ver con el género narrativo propuesto por George W. Coats en su Genesis, with an Introduction to Narrative Literature (W. B. Eerdmans, Grand Rapids, MI 1983). Distingue ese autor entre saga, cuento, novela, leyenda, historia, informe, fábula, etiología y mito. Los relatos de la creación son parte del género saga - «una saga es un relato largo y en prosa de tradiciones»- debido a su estructura episódica. La saga «primitiva» ha de clasificarse junto cona las formas «familiares» y «heroicas». Yo pondría aquí el énfasis más en el vocablo «primordial» que en el de saga. Por otra parte, estoy de acuerdo en eliminar el término mito, tomado de otros ámbitos literarios, sean helé­ nicos o de lo indios norteamericanos, que sólo añade confusión.

acontecimientos que se relatan, tanto si se trata de los episodios e incidencias que constituyen los componentes elementales de estas narraciones, poemas o himnos, como si tenemos en mente la unidad configuradora a través de la cual se expresa la unidad múltiple de un acto que postula la «cosa» creada como un todo significativo: el mundo, la humanidad, incluso el mal (aunque en este caso se trata de algo parecido a una des-creación, como sucede con el diluvio). Esta característica de evento global, de la que volveremos a hablar en «Trayectorias: ¿pensar la creación?», es lo que impone la forma literaria de la narración, en sen­ tido estricto o en sentido amplio, como la más adecuada para contar lo que suce­ dió al comienzo. En este sentido, todo cuanto tiene que ver con lo que puede ser denominado un acontecimiento puede llamarse narración. Por último, la expresión «historia primordial» se justifica como la más obvia, por cuanto en varias lenguas el término «historia» designa tanto los acontecimientos que ocu­ rren de hecho como la explicación que se da de los mismos en el plano de las formas literarias. Hablaré, por tanto, de historias primordiales para referirme a las explicaciones narrativas o cuasi-narrativas que se hacen sobre acontecimien­ tos ocurridos in illo tempore. Permítaseme añadir una última observación antes de volver a los sentidos asignados a la noción de historia primordial. La creación admite varios modelos operativos, si se puede decir así. Claus Westermann propone para ellos una tipo­ logía simple: creación por generación, creación mediante lucha, creación por fabricación, creación por la palabra11. Los Salmos 40 y 79, así como varias refe­ rencias a la creación en el libro de Job, remiten al segundo tipo. Nuestra narra­ ción de Génesis 2-3 pertenece al tercer tipo. Génesis 1 se incluye en el cuarto tipo. Sólo el primer tipo está estrictamente excluido de la Biblia hebrea. En una teoría basada en un concepto de progreso, que la historia de las religiones ape­ nas puede evitar, habría una progresión de un tipo a otro, y nuestro texto de Génesis 2 se encontraría en el punto medio. Podemos, no obstante, plantear el problema de otra forma, incluso en lo que concierne a la exégesis y —lo que es más importante—en el plano teológico. Podemos más bien preguntarnos con Jon D. Levenson12, de cuya obra hablaremos luego, qué huellas ha dejado en otros modelos el modelo de lucha, común a Israel y a otras culturas del anti­ guo Oriente próximo, en la medida en que nunca se plantea cuestión alguna acerca de la creación ex nihilo, antes de las especulaciones inspiradas por el hele­ nismo. Pienso que esta cuestión es de interés tanto teológico como exegético, por cuanto la Biblia hebrea nunca cesó de confrontar la voluntad buena del Crea­ dor y del Redentor con la persistencia del mal. Si éste es el tema de mayor alcan­ 11. Cf. Westermann, Genesis. B iblischer Kom m entar, p. 36-65. 12. Jon D. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEviL The Jeivish Drama o f D ivine O mnipoten ce, Harper and Row, San Francisco 1985.

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ce de la Biblia hebrea y quizás también de los escritos del Nuevo Testamento, ¿la hipótesis de mayor alcance no es, entonces, que la creación es un drama, sea cual fuere el modo como se haya relatado o referido? En la línea de esta discusión de los aspectos formales que, en el plano literario, hacen de la historia primordial una historia «separada», consideremos los acontecimientos mismos, tal como son referidos o relatados, y pregunté­ monos si el aspecto formal de separación no se refleja, en el plano de estos con­ tenidos, en una estructura de separación, sustancialmente vinculada a la mis­ ma noción de comienzo. Al establecer esta hipótesis para nuestra lectura, vuelvo a mis primeras observaciones sobre dos aspectos de la idea de precedencia, que a mi entender constituyen lo que, en última instancia, está en juego en las rela­ ciones entre historia primordial e historia fechada o fechable. Por una parte, el comienzo no pertenece a la secuencia de cosas contadas; pero por otra parte, inaugura y funda esta misma secuencia. La hipótesis que ahora debemos con­ trastar es si debemos sacar más consecuencias del aspecto de separación que sus­ cita la idea de comienzo, si queremos, en última instancia, dar su pleno senti­ do a la noción de acontecimientos fundacionales. Me centraré en la secuencia de Génesis 2, 4b-3, 24, que nos presenta dos historias narradas, la de la creación de la humanidad y la que Claus Westermann coloca bajo el título de «Crimen y castigo». Propongo leer estas dos historias como relatos de una separación progresiva, en la que el contenido narrado es el homólogo de su forma literaria. Cuando hablo de separación, no me refiero a abandono o a alienación. «Separación» es fundamentalmente lo que distingue al Creador de la criatura y, por lo mismo, simultáneamente indica el «retraimiento» de Dios y la consis­ tencia que pertenece a la criatura. Los aspectos propiamente humanos de esta separación son ciertamente la pérdida de la proximidad con Dios, simbolizada por la expulsión del jardín, pero, también, como intentaré demostrar, el acceso a la responsabilidad para con uno mismo y para con los demás. Culpable y castigada, la humanidad no está maldecida13. 13. Frank Crüsemann, en «Die Eigenstandigkeit der Urgeschichte: Ein Beitrag zur Diskussion um den “Jahwisten”, en Die Botschafi und die Boten: Fetschriftfiir Hans Walter Wolff (Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1981), protesta contra la tendencia dominante entre los exegetas del Antiguo Testamento para ver en Génesis 2-11 una imagen sistemáticamente « negativa» de la condición humana, destinada a servir de contraste a la bendición que acompaña la vocación de Abraham en Génesis 12. Tenemos que dejar de leer Génesis 2-11 a la luz de Génesis 12, 1-3, sostie­ ne. Liberados de este inconveniente, la descripción de la condición humana en Génesis 2-11 mues­ tra rasgos «ambiguos» de la condición humana, más que «negativos». Crüsemann concluye, si­ guiendo un cuidadoso análisis del vocabulario usado aquí y las referencias antropológicas sobre que Génesis 2-11 no fue escrito por la misma mano que Génesis 12s. Esta contribución suya al desmantelamiento habitual del llamado redactoryahvista no nos interesa aquí tanto como su reconocimien­ to de la especificidad temática de Génesis 2-11.

Lo que propongo, por tanto, es una lectura de segundo nivel de la narra­ ción de Génesis 2, basada en la exégesis que de este material hacen André LaCoc­ que y otros expertos (especialmente Claus Westermann y Paul Beauchamp), guia­ da por la idea de una progresión en la separación, que culmina en el «retraimiento» de Dios y en la expulsión del hombre del jardín edénico. No voy a hablar aquí de Génesis 1. Sin embargo, es imposible, supuesta una perspectiva teológica basada en una exégesis canónica, no introducir de algu­ na manera nuestro relato de cara a recobrar la trayectoria entera del tema de la separación. Si algo significa la creación del mundo, es, por lo menos en senti­ do negativo, que la criatura no es el Creador. Al exteriorizarse a sí mismo, tal como dice Franz Rosenzweig, utilizando un lenguaje que recuerda al último Schelling, Dios establece en la exterioridad una naturaleza que, de ahora en ade­ lante, existe, si no por sí misma, sí por lo menos en sí misma. El primer signi­ ficado que la criatura debe al hecho de haber sido creada es existir a cierta dis­ tancia de Dios, como obra distinta. Recordamos, a este respecto, cuánta fuerza y amplitud ha dado el pensamiento judío a este tema en el que el Creador se dis­ tancia de aquellos a los que él aleja de s í14. Del mismo modo que los estadios «sucesivos» —que juntos constituyen el acontecimiento único de la creación como un todo completo- se distinguen entre sí según otras tantas separaciones15, así también la creación globalmente entendida se sitúa bajo el signo de la separa­ ción, que podemos llamar «originaria», por la cual el mundo existe como reali­ dad múltiple, jerárquicamente organizada y cerrada en sí misma. Es verdad que se desconoce y se piensa poco en esta separación, debido a la falta absoluta de un testigo que pueda interiorizarla o que capte su sentido. Sin embargo, «cuan­ do Dios creó los cielos y la tierra», esta multiplicidad comenzó a existir «en sí», sin ser no obstante «para sí». El «para sí» de la separación ocurre con la creación de la humanidad, tal como se narra en Génesis 2, 4b - 3, 2416. Esta secuencia, claramente delimitada desde un punto de vista literario, cuenta «sucesivamente» dos historias, que pre­ sentan una cierta unidad narrativa, pero que se solapan. Podemos, por tanto, leerlas juntas cosiendo una a la otra. Con ello se logra un efecto de superposi­ ción que de algún modo anula la ilusión de sucesión, de la que dije anterior­ 14. Pierre Gisel, «Reposes du théme de la création», en La Création, Labor et Fides, Gine­ bra 1987, p. 79-91. Cf. J. Eisenberg y A. Abecassis, A B ible ouverte, Albín Michel, París 1978; E tD ieu créa Eve, Albin Michel, París 1979. 15. Paul Beauchamp, Création et séparation. Étude exégétique du ch a p itrep rem ier d e la Genese, Aubier/Cerf, París 1969. 16. El cosmos no se pierde de vista, en el sentido de que, cuando «Yhwh-Dios hizo la tie­ rra y los cielos», no había sobre la tierra ningún arbusto cam pestre ni hierba d el campo, no había llovido aún sobre la tierra ni existía «el hombre que cultivara el suelo». La tríada - mundo-vidahombre- está implícitamente supuesta a lo largo de la creación de la humanidad.

mente que procede de las imposiciones del género narrativo. El relato de la creación de la humanidad se extiende de Génesis 2, 7 a Génesis 2, 25, incluido un incidente relacionado con el ciclo de las «enumeraciones» que tienen que ver con los «cuatro ríos» del jardín17. El segundo relato se une con el precedente mediante el tema del «jardín» y de los «dos árboles» (2, 9). Además, lo anticipa la imposición de la prohibición en 2, 16-17. Transcurre sin interrupciones des­ de la tentación hasta la expulsión del jardín. Propiamente hablando, el segundo relato no cuenta tanto la creación como una brecha en la creación (lo que jus­ tifica el título de André LaCocque: «Grietas en el muro»). En todo caso, como relato de los comienzos del mal, proviene de la historia primordial. Si releemos cada una de estas dos mitades del relato, primero por separa­ do, luego superpuestas, guiados por la idea de la separación, nos sorprende el intenso sentido que este tema otorga a ciertos detalles de cada una de las mita­ des de la narración, esclarecimiento que aumenta todavía más por el efecto de imbricación que resulta de su superposición. En primer lugar, un único «hombre» es creado, pero en dos tiempos, o más bien en dos actos. Hay primero la formación del hombre hecho del polvo de la tierra y luego la insuflación en sus narices de un aliento de vida. No es todavía el hombre un ser vivo, y ya es dependiente. Su tarea de cultivar y supervisar el jardín (2, 15) empieza a hacerlo responsable de algo frágil que le ha sido enco­ mendado. Mayor separación indica la insistencia en un mandato que consiste en un permiso general (comer de cualquier árbol) y en una prohibición estricta (comer de todos menos de uno). «Con anterioridad» a toda culpa, el manda­ miento es una estructura del orden creado para el hombre. La Ley supone un límite, y el límite constituye al hombre en su finitud, distinto del divino Infi­ nito. Yhwh figura así como lo que está más allá del límite, lo inaccesible, al mis­ mo tiempo que es presentado como el autor de un mandamiento, no motiva­ do por su contenido (no comer del árbol), sino más bien fundado en la autoridad de quien pone el límite. En este sentido, no es que se prohíba esto o aquello, sino que, si puede decirse así, existe originariamente un límite. Alguien puede objetar que sólo bajo el dominio del pecado llega a percibirse la Ley en cuanto traumática y mutiladora. Así es cómo Pablo entendió la relación entre Ley y peca­ do. La Ley, nacida por el pecado, produce muerte. Pero, aparte del pecado, el límite habría sido sólo un límite y no una mutilación de lo humano, hostil a la vida, tal como por ejemplo lo entendió Nietzsche, apoyándose en esto en Pablo y no en Génesis 2. Entre la Ley y la Vida, la relación es la que se establece en el

17. Claus Westermann distingue en su Introducción general entre textos «enumerativos» (Aujziiblende) y «narrativos» (Erziihlende) (p. 24). Véase también su tratamiento de los versícu­ los 2, 10-14 (p. 292-298). Las Toledoth, «genealogías», pertenecen al primer tipo, igual que Géne­ sis l-2,4a.

Deuteronomio: elige el bien y vivirás. En este sentido, el límite primordial, en el marco de una creación inocente, es constitutivo de una distancia que, lejos de excluir la proximidad, la constituye. Como se habrá observado, el anuncio del límite es inmediato; es decir, independiente de cualquier mediación institucio­ nal, independiente incluso de las tablas de la Ley. Dios todavía habla directa­ mente al hombre. Este intimidad en términos de distancia define la «proximi­ dad», una relación desconocida entre Dios y el resto de la creación. Continuando por la misma línea, orientándonos por el tema de la sepa­ ración, ¿no atestigua acaso el hecho de dar nombre a los animales, el más impor­ tante acto de división y clasificación, una iniciativa hasta cierto punto emanci­ pada? ¿Y no lleva la búsqueda de una «ayuda», desorientada hasta cierto punto por la creación de los animales, a la creación de una compañía que no es Dios, sino la mujer? ¿No celebra el hombre a la mujer, con su grito de júbilo, sin nom­ brar a Dios? De este modo, la humanidad, doble pero una, surge como un even­ to acabado que indica la llegada de una humanidad separada, que vive con todo en la cercanía de Dios. La segunda mitad del relato puede también leerse desde la perspectiva de una separación progresiva en términos de un cambio cualitativo, que afecta al sentido mismo de la separación. Desde el punto de vista de la composición na­ rrativa, este medio relato incluye tres episodios: la tentación, la transgresión de la prohibición y el juicio (que a su vez se divide en tres secuencias: ocultación, des­ cubrimiento y publicación de las sentencias). Finalmente llega la expulsión del paraíso. Hemos de prestar mucha atención a la composición de la configuración del relato, si queremos mostrar acertadamente qué es lo que cuenta como histo­ ria primordial. Constituiría un error y una equivocación grave en la compren­ sión teológica de toda esta secuencia considerar la transgresión como un aconte­ cimiento que separa dos «estados» sucesivos, un estado de inocencia, el único que sería primordial, y un estado de caída, que formaría en lo sucesivo parte de la historia. La ruptura entre lo primordial y lo histórico no se produce en medio del relato, más bien separa el G eschehensbogen [el arco de los acontecimientos] como un todo18, incluyendo la prohibición, la tentación, la transgresión y el juicio de todas las historias de desobediencia atribuidas a Israel o a las naciones. Esta con­ figuración a gran escala apunta hacia un acontecimiento complejo e integral, a saber, el supuesto general de la condición humana originaria. Pero, aunque no hay dos «estados» sucesivos, uno de los cuales, el estado de inocencia, sería pri­ mordial, el relato sugiere la idea de una progresión en la separación, en el ámbito 18. En cuanto a la inseparable unidad del G eschehenablauf[A curso de los acontecimien­ tos], que excluye una brecha entre los dos «estados» separados por la caída, véase Westermann, Genesis. B iblischer K om m entar, p. 374-380. «El objetivo de Génesis 2-3», observa, «no es referir la sustitución de un “estado” por otro, sino contar la expulsión del jardín y la separación de Dios que ello supone» (ibídem, p. 377).

de una sola historia primordial; una separación que culmina con la condición empobrecida representada por el episodio de la expulsión del paraíso. Visto desde esta perspectiva, el episodio de la tentación asume un significa­ do digno de ser tenido en cuenta. Proviene del cuestionamiento de la prohibi­ ción en cuanto componente estructurador del orden creado. ¿Lo dijo Dios? Suponer esta pregunta acaba con la confianza no cuestionada en esta prohibi­ ción, como una de las condiciones de vida, que la había hecho parecer tan evi­ dente como las plantas del jardín. La era de la sospecha ha empezado15, se ha in­ troducido una falsa actitud en la condición más fundamental del lenguaje, a saber, la relación de verdad, lo que los lingüistas llaman la cláusula de sinceridad. En este sentido, la serpiente no debe ser considerada sólo desde la perspectiva de su rol narrativo, cualesquiera sean los rasgos míticos que estén detrás20. Estos ras­ gos están de hecho desmitologizados por la reducción narrativa de este tentador, que llega quién sabe de dónde21. En cuanto único otro a quien dirige la palabra la mujer, la serpiente representa la inescrutable dramatización de un mal que está ya ahí. Sea quién -o lo que- fuere la serpiente, lo importante en el desarrollo del relato global es el repentino cambio del deseo humano: «Vio la mujer que el ár­ bol tenía frutos sabrosos y que era seductor a la vista [nada condenable hay en ese «sabor» y en ese deleite «seductor»] y codiciable para conseguir sabiduría...» (3, 6). He aquí el momento exacto de la tentación: el deseo de infinito, que implica la transgresión de todos los límites. Podemos admirar en este momento cómo en esta composición el narrador ha unido sospecha, en el plano del lenguaje, y sub­ versión en el plano del deseo. Cuando el límite es sospechoso como estructura, el deseo por lo ilimitado fluye a través de la brecha que él mismo ha abierto. 19. Cf. Paul Beauchamp, «Le serpent herméneute», en L’Uti et L'Autre Testamenta vol.2: A ccom plir les Ecritures, Seuil, París 1990, p. 137-158. 20. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice André LaCocque sobre la desmitologización/remitologización del motivo de la serpiente y sobre la dialéctica entre humanidad/animalidad que funciona aquí. De hecho, incluso si decimos, con Claus Westermann, que la ser­ piente está desmitologizada debido a la reducción narrativa que acompaña su papel en esta historia, sean cuales fueren sus antecedentes míticos, su papel es tal que no puede ser desmitologizado del todo. Es necesario, si puedo decirlo así, que exista un cierto residuo mítico para transmitir el inson­ dable aspecto del poder que pervierte el lenguaje y el deseo y nos «inclina», con ello, al mal. Esta remitologización parcial de la serpiente como lo otro del hombre plantea la cuestión de los lími­ tes entre humanidad y animalidad establecidos en el episodio en que Adán da nombre a los ani­ males. Se requería un personaje fabuloso, un animal que habla, como base del relato de un dra­ ma humano, demasiado humano. 21. «La sumamente importante afirmación, para /, sobre que no hay etiología alguna d el ori­ g en d el m a l sería destruida por una interpretación en términos de mito, en la que se estableció un origen preciso» (Westermann, Genesis. B iblisch er K om m entar, p. 324). Westermann está de acuerdo con Zimmerli sobre que «la seducción se produce súbitamente como algo absolutamen­ te inexplicable dentro de la creación buena de Dios. Queda como un enigma» (Walther Zimmerli, D ie U rgeschichte M ose 1-11, Zwingli Verlag, Zúrich-Stuttgart 1967, p. 163).

Pese a todo cuanto pueda decirse sobre el enigma del tentador, el relato no orienta al pensamiento en busca de sentido hacia la idea de una implicación nece­ saria entre tentación y violación de la prohibición. Más bien el relato presenta esta violación como un acto bien diferenciado e inexplicable (3, 6b). La fuerza de la conexión narrativa en su especificidad es irreductible a una conexión lógi­ ca o física. Ésta es la razón de que sucediera «una vez». El acontecimiento se redu­ jo por lo mismo a su dimensión puntual a modo de clímax de todo el arco de cuanto ha de venir. Para nuestra reflexión, centrada en el tema de la separación, podemos con­ siderar la expulsión del Edén como la auténtica y suficiente conclusión de este relato22. Las tres sentencias de castigo son ciertamente significativas en la medi­ da en que tienden a dar un sentido punitivo a los aspectos arduos, vulnerables y mortales de la condición humana, tal como un campesino de Palestina podía experimentarlos23. Pero la expulsión del Edén es la verdadera conclusión del con­ junto del relato. Señala el final de esa proximidad en la separación, que es la característica de la condición de criatura. ¿Hay que decir, pues, que Génesis 2-3 pinta la condición humana funda­ mental en términos enteramente negativos? Podría uno sentir la tentación de decir que así es. Especialmente si leemos toda la secuencia comenzando por su conclusión, la expulsión del Edén. Es de todo punto verdad que esta peripecia marca un giro en la condición inicial descrita en 2, 8, la de una humanidad que vive en la proximidad de Dios en un jardín plantado por Dios. A partir de ahora, la historia primordial se desplegará «fuera del Edén». Quizás debería­ mos interpretar también las narraciones que transcurren entre los relatos de la creación de Génesis 2 y los de Génesis 11 en términos del escenario que esta­ blece la condición de ser arrojados del Edén. Con todo, por muy lejos que poda­ mos llevar nuestra interpretación en esta dirección, hay un límite que no po­ demos traspasar: la expulsión del Edén no supone la maldición del hombre24. 22. Coincido aquí con Westermann en cuanto a que la conclusión de toda la historia es la expulsión del jardín. Los castigos tienen un carácter tan etiológicamente pronunciado, que es difí­ cil ver en ellos la intención de describir una humanidad primordial. Sin embargo, tendremos que volver sobre estos castigos cuando planteemos la cuestión sobre si Génesis 2-3 aporta un juicio exclusivamente negativo sobre la condición humana. 23. Los comentarios de André LaCocque sobre las tres frases interpoladas entre el juicio y la expulsión del paraíso son dignos de ser tenidos en cuenta, porque toman en consideración los análisis y elaboraciones que sobre ellas ha propuesto la teología feminista. 24. Estableciendo un paralelo entre Génesis 2 y Génesis 12, 1-3 se introduce una falsa opo­ sición entre maldición y bendición. Sobre esto, vale la pena recordar la advertencia de Frank Crüsemann, referida en la nota 13: «Los dones originales de Dios vinculados a la creación no están totalmente abolidos. En cada vida, se combinan con las enfermedades que van unidas a la caída y juntos constituyen la ambigüedad propia de la condición humana» (p. 23). También vale la pena recordar que el término «pecado» sólo se usa referido a Caín en Génesis 4, 7.

Para comprender la distancia que hay entre separación y condenación, bas­ ta superponer el episodio de la creación del hombre con el de su abandono, y leer cada uno de ellos en los términos del otro. Puede entonces verse que los hombres no dejan de ser criaturas y, como tales, criaturas buenas. Permanecen las mismas capacidades fundamentales que constituyen la humanidad del ser humano, pese a quedar, no obstante, afectadas por un signo negativo. A este res­ pecto, se alude expresamente a dos características de la condición humana: la desnudez y la muerte. En el ámbito de la creación buena, la desnudez está exen­ ta de vergüenza (2, 25); la vergüenza de verse desnudos sólo surge en el domi­ nio de la caída25. Pero la vergüenza queda lejos de ser una maldición. Este sen­ timiento, estudiado por antropólogos y analizado con agudeza por Max Scheler26, constituye una adquisición cultural considerable. ¿No se comparte el gozo de la desnudez en el abrazo amoroso que celebra el Cantar de los cantares? En cuan­ to a la muerte, las dudas que surgen en el relato son instructivas. Por un lado, la amenaza de muerte de Génesis 2 no es llevada a la práctica. (El narrador dice que Adán murió fuera del Edén, sin ningún tipo de comentario, en Génesis 5). Por otro lado, la vuelta al polvo mencionada en las sentencias finales indica el fin del sufrimiento más que un nuevo castigo: Con el sudor de tu rostro / comerás el pan /, hasta que vuelvas a la tierra /, pues de ella fuiste tomado /, ya que polvo eres / y al polvo volverás (3, 19). Debemos decir, pues, de la muerte lo que dijimos de la desnudez: que la caída no crea una nueva experiencia, que sería la de la mortalidad, sino que invierte el sentido de este signo fundamental de la finitud. Morir, que debía haber sido visto como un morir «fácil», se ha con­ vertido en una fuente de angustia y de terror; lo que el apóstol Pablo llamará el «salario del pecado». Además, ¿es la muerte desesperanza, si san Francisco de Asís recibió el don de saludarla como hermana junto con el hermano sol? ¿Y qué decir del conocimiento del bien y del mal? ¿No resume este cono­ cer todas las ambigüedades de la condición humana? Sí, este conocimiento se consiguió por medio de una caída, pero designa en lo sucesivo la dimensión irre­ vocable de la condición humana. No ha de sorprender que, en la tradición de la Ilustración, y aun más allá de la misma, este conocimiento fuera saludado como una «feliz culpa». Esta especie de desafío a lo divino fue necesario para que la humanidad consiguiera su estado propio, incluso al precio de los tormentos que han ido unidos a este discernimiento, y deplorado por tantos sabios. Siento ten­ taciones de decirlo a mi manera: ¡las cosas son como son! En lo sucesivo al ser humano no le queda más remedio que comprender su condición infeliz. En este

25. Sobre la relación entre desnudez y vergüenza, véanse los comentarios de André LaCoc­ que en p. 37. 26. Max Scheler, Ressentiment, trad. por W illiam W. Holdheim, The Free Press of Glencoe, Nueva York 1961.

relato de los orígenes, incluso Dios desempeñó su papel: «Dijo entonces el Señor Dios: He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros, por haber cono­ cido el bien y el mal» (3, 22). Las cosas se vuelven más oscuras, y la ambigüedad aumenta, si pasamos de esta conquista a las anteriores insinuaciones de la serpiente y a la hermenéutica de la sospecha que empezó con ella27. Diferenciar el bien del mal, como conse­ cuencia, se vinculará en lo sucesivo a la anterior subversión de la confianza en que se funda la institución del lenguaje. En un sentido, la serpiente dice verdad: «se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (3, 5)28. Las sombras se hacen aún más densas si, siguiendo la pendiente del tex­ to, llegamos al tema que se refiere al hecho de ser apartados del árbol de vida (3, 22 y 24). Es verdad que la mayoría de exegetas tiende a ver en el episodio del árbol de vida (preparado por la alusión a los dos árboles que hay en el jardín en 2, 9) un tema discordante, procedente de otra tradición, la de Dios que sien­ te celos de los seres humanos. Con todo, este episodio pertenece a la redacción final y una lectura canónica debe tenerlo en cuenta29.¿No podríamos atrever­ nos a decir que, para coronar una reflexión sobre la condición humana en cuan­ to separada, fue quizás necesario abrir la posibilidad, proyectada hasta Dios mis­ mo, de un sentimiento de celos en lo que atañe a los logros humanos? A los seres humanos reflexivos les resulta quizás difícil distinguir correctamente entre la 27. Véanse las observaciones de Paul Beauchamp sobre la «serpiente hermenéutica» aludi­ da en la nota 19. Beauchamp se refiere a la interpretación de Hans Robert Jauss en Question a n d Ansiver: Forms o fD ia logic Understanding, trad. por Michael Hayes (University of Minnesota Press, Minneápolis 1989), p. 51-94. El objetivo de Dios era conducir a la primera pareja humana por los caminos de la historia, a través del rodeo de la «caída original», de la que el hombre no tendría que avergonzarse a los ojos de sus descendientes (p. 151, n. 31). 28. Es preciso recordar un rasgo que ya ha llamado nuestra atención: el árbol no era sólo «sabroso» y «seductor a la vista», sino también «codiciable para conseguir sabiduría» (3. 6). La bús­ queda de conocimiento surge de las profundidades del deseo, seducido, embrujado y arrastrado por la «mala finitud». 29. La difícil cuestión planteada por el papel del «árbol de vida» en todo este relato ha dado origen a una inmensa bibliografía, que lo relaciona con otros textos del antiguo Oriente próximo. Cf. Claus Westermann, Genesis. B iblischer K om m entar, p. 288s. Está claro que sólo el árbol de la ciencia del bien y del mal desempeña un papel en el drama de la tentación y de la caída, de modo que es plausible que la referencia final al árbol de vida en Génesis 3, 22 proceda de otra tradición. Parece, no obstante, igualmente legítimo que deba tener cierto sentido teológico en un lectura ca­ nónica. André LaCocque alude a la interpretación judía tradicional, según la cual el texto connota irónicamente algo que no queda dicho, como «eso se creía el hombre» o «según el tentador». La in­ terpretación que yo propongo no está tan lejos de esta tradición como podría parecer en principio. Parte de la confrontación entre el hombre y Dios está en que aquél atribuiría celos a este último, tal como atestigua, entre muy diversos mitos del antiguo Oriente, el mito griego de Prometeo. Puede constituir otra paradoja irónica el hecho de que, desde el mismo momento en que el hombre pien­ sa que puede vivir como un dios, tenga que morir como un animal. Este juego del deseo cargado de fantasía se relaciona con la hermenéutica de la sospecha articulada por la serpiente.

mera condenación del deseo de no estar sometidos a límites y la sugerencia de que los dioses no quisieron que los hombres fueran como ellos. Una vez que los seres humanos nos hemos sentido responsables de nosotros mismos y de los demás, la imagen del Dios que somos tiene que aparecer como lugar posible de una rivalidad con lo divino. Esta rivalidad es quizás meramente una fantasía, pero la fantasía es real. Es la culminación de la ambigüedad de la condición humana en el ámbito de la separación.

L a FUNDACIÓN

Al privilegiar el tema de la separación -separación entre el Creador y la cria­ tura, separación del ser humano dentro del ámbito de lo creado, separación del hombre perverso de su hondura buena como criatura—, hemos esclarecido sólo un aspecto de la idea de precedencia. Debemos considerar aún en qué sentido los acontecimientos constitutivos de la historia primordial inauguran la historia misma, primero en cuanto historia legendaria de los antepasados y luego como historia tradicional de Israel en medio de las naciones30. Esta segunda línea de interpretación la impone la Biblia tal como se nos pre­ senta en su redacción final. Surge la cuestión de qué intención pudo haber presi­ dido esta obstinada imposición de continuidad que la mayoría de exegetas atribu­ ye al redactor yahvista, y que continúa levantando problemas para una lectura ca­ nónica de la Biblia en lo que concierne a cualquier hipótesis histórico-crítica. Disponemos de una transición entre el enfoque discontinuo, impuesto por el status literario de los relatos sobre el comienzo, que los sitúa aparte de los rela­ tos históricos, incluso de los legendarios, y el enfoque continuo impuesto por el orden canónico del libro del Génesis, que constituye estos relatos en la prehis­ toria de la historia, con dos características que surgen del primer planteamien­ to. En primer lugar, se ha observado que, en lo que concierne al aspecto redaccional de Génesis 3, se mencionan tres comienzos, que podemos representar gráficamente con tres círculos concéntricos: creación del mundo, creación del hombre y creación/des-creación del mal. Son tres comienzos en el sentido de que, en cada caso, se cuenta como algo que llega a ser desde una nada prece­ dente. Alguien puede replicar que estos tres comienzos pertenecen todos ellos a lo que ordinariamente llamamos creación, pero, ¿qué diremos entonces acer­ 30. En esto me adhiero a la afirmación central de André LaCocque según la cual el yah­ vista, al situar la historia primordial en un plano de universalidad, hizo de su relato un verdade­ ro «prefacio» de la historia particular de Israel. Esta tesis es correcta, aunque Génesis 2-11 proce­ da de otra mano distinta de la de Génesis 12 o aunque el redactor de estos capítulos no tenga presente más que la oposición entre maldición y bendición. La creación sigue siendo el comien­ zo de la historia, una fuerza dinámica que opera dentro de la historia.

ca de todos esos otros comienzos relatados de Génesis 4 a Génesis 11, que, pese al vínculo generacional que abarca las rupturas, se refieren a la aparición de realidades, situaciones, relaciones y hasta instituciones desconocidas hasta ese momento? Como ya hemos observado, la ruptura producida por la expulsión del «jardín» no impide a la primera pareja proseguir su existencia en otra parte. (El relato no anuncia la muerte de Adán hasta Génesis 5, 4-5). Y la exclamación de Eva en Génesis 4, 1 -«he logrado un varón con la ayuda de Yhwh»- hace del primer nacimiento un acontecimiento comparable a la aparición de la primera mujer, recibido con un grito de júbilo parecido. Los relatos que siguen cuen­ tan otros comienzos. Por ejemplo, la muerte de Abel cuenta ciertamente como «el primer crimen entre hermanos», que complementa a su manera las expe­ riencias iniciales de la humanidad. Bajo el signo de los cinco antepasados, las genealogías que siguen hacen aparecer inventos no previstos en el Edén: la ciu­ dad, la vida pastoril, los instrumentos musicales, la forja y hasta el culto. Se dice de Enós, hijo de Set, que «fue el primero en invocar el nombre de Yhwh» (Géne­ sis 4, 26)31. No hay necesidad alguna de pasar lista a todas las novedades rela­ cionadas con el relato del diluvio o con el de la torre de Babel. Sí, se trata de relatos de variado origen, que expresan intenciones distintas. Pero, desde el punto de vista que estamos intentando adoptar aquí, todos tienden a constituir, por lo menos en el plano de la redacción final, una cadena de comienzos que toma­ dos juntos configuran la imagen de la humanidad en sus orígenes. Esta cadena de comienzos prosigue, más allá del círculo ampliado de los tiempos primordiales, hasta el mismo núcleo de los tiempos que podemos lla­ mar, en sentido lato, tiempo histórico, en contraposición a estos tiempos pri­ mordiales. Pierre Gibert habla de «comienzos relativos», con el fin de caracteri­ zar dos grandes categorías de cosas que han de llegar a ser y que siguen a las ahora mencionadas. La primera de estas categorías tiene que ver con los relatos que se refieren al nacimiento de Israel como pueblo; la segunda tiene que ver con los relatos vocacionales relativos a individuos, que Gibert vincula con los relatos de anunciación. Observemos que los relativos referentes a lo que ha de advenir a Israel se distribuyen en varios relatos de los orígenes: la llamada individual y colectiva de Abraham, el paso por el Mar Rojo durante la huida de Egipto, el paso del Jordán en el umbral de la tierra prometida. También los relatos voca­ cionales son muy diversos, por propia naturaleza. Pese a su multiplicidad, estos acontecimientos relatados deberían ser con­ siderados primordiales. No tienen precedente alguno, en el sentido fuerte de este término, entre todo cuanto los ha precedido. Y lo que es más, dibujan un encuen­ tro cara a cara entre Dios y un socio humano: Abraham o Moisés, sin tercera 31. Tal como dice André La Cocque en su ensayo «Grietas en el muro» (véase antes), Yhwh es llamado «el Dios de la humanidad».

Paul Ricoeur

parte implicada, y por tanto ¡sin testigos de ninguna clase! -se afirma que el acon­ tecimiento ha ocurrido precisamente de esta manera y no de otra, sin ofrecer ninguna justificación que pueda ser discutida. Por último, estos relatos sobre comienzos relativos recurren al simbolismo del comienzo absoluto, como ates­ tiguan dos relatos en particular, dos narraciones simétricas: el paso por el Mar Rojo y la travesía del Jordán. Las aguas del Mar Rojo se presentan amenazado­ ras igual que las aguas primordiales, pero son separadas tal como lo fueron las aguas superiores e inferiores en el momento de la creación. Para los egipcios, el desastre equivale a la «des-creación» del diluvio. De este modo, se establece una relación entre lo que podemos llamar la intersignificación entre comienzos relativos y absolutos32. Se trata incluso de una relación circular entre comienzos, que tiende a eliminar la distinción entre comien­ zo absoluto y relativo, una distinción que era extraña, como ya hemos observa­ do, a la cultura del antiguo Oriente próximo. Todo comienzo es ab-soluto, en el sentido más básico de no depender de lo que le precede. Por ello, los comienzos de Israel y los de las llamadas proféticas parecen otros tantos desgarros del cur­ so de la historia y de su continuidad. Esta relación circular asegura la transfe­ rencia de los rasgos propios de la primera creación a cada nuevo acontecimien­ to fundador y los eleva todos al status de acontecimientos de creación. Esta paradoja de una multiplicidad de acontecimientos fundadores confir­ ma mi comentario inicial sobre los prejuicios admitidos en los relatos de la crea­ ción bíblica. Nunca se trata de la creación ex nihilo, el comienzo no es único por definición y un acontecimiento primero no puede representarse por un punto sobre una línea. Estos acontecimientos poseen una densidad temporal que exige el despliegue de un relato33. En suma, la misma idea de creación surge enriqueci­ da de esta especie de proliferación de acontecimientos originarios. Por esta razón puede darse un sentido inicial a la noción de acontecimiento fundador, a saber, la de que en él se expresa lo que podemos llamar la energía del comienzo. Lo que circula entre todos los comienzos, gracias a la relación de intersignificación, y gracias a la relación circular producida por los acontecimientos iniciales, es el po­ der iniciador, inaugural y fundador de un comienzo. La continuidad que esta re­ lación circular asegura a los acontecimientos fundadores puede compararse a la de una línea que hace fluir por la cumbre de las montañas, de pico en pico la energía del comienzo que circula por esta cadena de puntos elevados. La idea de un acontecimiento fundador no se agota con esta representa­ ción de una cadena de acontecimientos, cada uno de ellos fundador a su mane­ 32. Pierre Gibert habla aquí de «un complejo juego mutuo de fusión e intercambios» ( Bible, mythes et récits de commencement, p. 36). 33. Si Westermann habla de Geschehensbogen (Genesis. Biblischer Kommentar, p. 259-267), Gibert habla de «persistencia del comienzo» (Bible, mythes et récits de commencement, p. 103-113).

ra. Hay que añadir la idea de continuación, de algo que sigue, que nos permite decir que el acontecimiento fundador comienza una historia. Esto es lo que está en juego desde el comienzo de la exégesis propuesta por André LaCocque. Aun siendo verdad que el acontecimiento fundador se distingue de la historia que inaugura mediante una palabra específica, el comienzo no es comienzo a menos que difunda lo que he llamado precisamente la energía del comienzo, no sólo hacia otros comienzos homólogos, sino hacia la historia que inauguran estos acontecimientos fundadores. Aquí es donde es preciso reflexionar sobre el par de conceptos «empezar» y «continuar». Esta reflexión es aquí tanto más oportuna cuanto que, en la Biblia, comienzo es siempre hasta cierto punto promesa34o, por lo menos, exigencia de continuación: la promesa de un mundo ordenado, o de una humanidad res­ ponsable, de una gran descendencia, de una identidad común, o de una tierra en donde habitar; una exigencia en forma de misión, de relato de llamada, la lla­ mada que inaugura las pruebas de un destino las más de las veces abrumador. Esta promesa y esta exigencia de una continuación se ven incrementadas con la garantía de que lo que Dios ha comenzado lo continuará su gracia. Lo que la Biblia llama fidelidad de Dios constituye el verdadero principio de continuidad de la historia inaugurada por los acontecimientos fundadores. De hecho, la conexión existente entre comienzo y continuación -por fami­ liar que pueda habérsenos hecho en el transcurso de nuestra experiencia indi­ vidual o colectiva—es bastante más sutil de lo que pueda parecer a primera vis­ ta; en realidad, está llena de paradojas y enigmas. La paradoja la presenta, en los términos que siguen, Pierre Gibert en la obra que ya he mencionado. Pero para un sujeto reflexivo situado en la vida, en la his­ toria de su pueblo, al final de la cadena de los seres vivos, «el comienzo es el lugar que no puede ser comprendido, un lugar que es imposible percibir o experi­ mentar como tal comienzo» (p. 8). El origen no pertenece siquiera a la memoria que sondea en las profundidades pasadas de la experiencia. En ese sentido, es in­ memorial. ¿Cómo alcanzar, pues, el origen empezando por en medio de la expe­ riencia histórica, si no es reconociendo con p osteriorid a d a los hechos la fuerza inaugural del origen en lo que continúa y perpetúa su energía inicial? En este sen­ tido, la continuación atestigua el comienzo, pero sólo tras los hechos, en la au­ sencia de cualquier testigo del comienzo. Si adoptamos el punto de vista de la conciencia actual, la paradoja de «lo posterior» queda cautiva en la aporía de un comienzo ilocalizable. Este comienzo se entrevé en el horizonte de un movi­ miento regresivo que resigue a la inversa el tiempo y se pierde en un flujo de comienzos relativos que, a su vez, retrotraen a un primer comienzo, que es, como 34. Jon Levenson ( Creation a n d the Persistence ofE vil, p. 17) da gran importancia a la pro­ mesa que Dios hace a Noé, en Génesis 8, 21, de no maldecir ya más la tierra por causa del hombre.

ya queda dicho, inalcanzable. Esta manera de plantear el problema, partiendo de la experiencia vivida, que es tanto psicológica como filosófica, es legítima a condición de que la completemos con una consideración dirigida en sentido opuesto. Corresponde aquélla al planteamiento del científico, ya sea del psico­ analista que se vuelve hacia el origen de la vida psíquica (y de éste viene, por cier­ to, la noción de «posterioridad», que utilizo aquí) o del historiador que inquie­ re en el origen de este o de aquel pueblo, del antropólogo que busca los comienzos de la humanidad, del biólogo que se pregunta por los comienzos de la vida, o del cosmólogo que se atreve a hablar, en términos de la imagen de un b ig bang, de la explosión que se supone ocurrió al «comienzo»35. No es irrazonable atribuir al narrador de los relatos de la creación un tipo de conducta comparable a la de estos científicos que buscan volver a un origen, partiendo de experiencias que pertenecen a su propia esfera de observación36. Este modo de leer hacia atrás la historia de los comienzos es plausible por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, da sentido a la afinidad, nada negligible, que relaciona el punto de vista supuestamente «mítico» con el científico37. En segundo lugar, y para nuestra investigación quizás sea esto más importante que lo anterior, esta vuelta a los orí­ genes partiendo de la experiencia del presente clarifica hasta cierto punto la dia­ léctica entre comienzo y continuación, a la que estamos intentando dar aquí sen­ tido. No hablamos del comienzo más que tras el hecho que continúa. La función inaugural del comienzo se reconoce en esta condición de «posterioridad». Sin embargo, no podemos detenernos simplemente en este paralelo tra­ zado entre la intencionalidad bíblica de los orígenes y la vuelta a los orígenes de la perspectiva psicoanalítica, histórica, antropológica, biológica o cosmoló­ gica. Este paralelo entre lo que pretende el narrador bíblico y lo que busca el científico cobra sentido sólo si atribuimos al narrador bíblico una operación de «proyección de los orígenes» desde la experiencia que comparte con sus contemporáneos. Sin embargo, ¿cómo iba a configurar la auténtica idea de un origen, si no le fuera ya familiar por los mitos, los himnos, los escritos sapien­ ciales que, para él, están ya ahí y que le hablan de una condición humana y de una situación cósmica presentes ya ahí antes de que fueran objeto de un relato? La idea de este doble «ya ahí» dice más que la de «posterioridad», lo cual con­ firma la primacía de un preguntar arraigado en el presente. Esto requiere un des35. Gibert (Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, p. 58) remite a S. Weinberg, The First Three M inutes: A M odern View o ft h e O rigin o ft h e Universe, Basic Books, Nueva York 1977. 36. Por esta razón Gibert ve un significativo paralelo entre la historia de Adán y Eva y la del rapto de Tamar por Amnón, un relato que procede de la historiografía de la época de los reyes, una experiencia contemporánea, por tanto, del narrador. 37. Gibert critica duramente el uso y el abuso del término mito en la historia comparada de las religiones {Bible, m ythes et récits d e com m en cem en t, p. 92s). Cf. el rechazo de este término en Jean-Paul Vernant, Le Temps d e la reflexión, Gallimard, París 1980, p. 21 s.

centramiento radical del sujeto. Mientras que el pensador actual vuelve al ori­ gen partiendo de su experiencia, los relatos sobre los orígenes ejercen su función inaugural y fundacional sólo determinando acontecimientos, «tras los cuales» hay una historia que sigue. Consiguen esto, claro está, explotando recursos, de por sí inmemoriales, de representaciones transmitidas que, por así decir, esque­ matizan la ida de un origen. Gracias a esta preparación, que podemos llamar «mítica», en un sentido amplio yen muchos aspectos impropio del término, los relatos de los orígenes hablan del comienzo como aquello «a partir de lo cual» hay una historia posterior. Nos vemos enfrentados así a una paradoja con dos versiones de este «a par­ tir de lo cual»: a partir de la experiencia presente y a partir de nuestro hablar sobre el origen. Esta doble paradoja es inevitable. Por un lado, si dejamos de hablar sobre el origen, no habría sentido alguno en hablar de una experiencia presente de «proyección de los orígenes», individual o colectiva, psicológica, his­ tórica, antropológica, biológica o cosmológica. Porque el origen ha sido siem­ pre contado ya, por esto podemos, tras el hecho, formar el plan de volver hacia él. Pero es verdad que esta conjunción de dos versiones del «a partir de lo cual» hace surgir un conflicto interno, que explica el carácter tumultuoso de los acon­ tecimientos fundadores. Hablar del origen, como hemos visto, supone recurrir al uso de representaciones antropomórficas (engendrar, luchar, hacer, mandar), heredadas de tradiciones insondables. Y lo que es más importante aún, hablar sobre un origen sin testigos de ningún género sólo se justifica por sí mismo. Se postula a sí mismo postulando el comienzo que narra. Este carácter de autorreferencia indica el insuperable aspecto kerygmático de este discurso. Por esto, hablar sobre el origen ejerce una función iniciática, inaugural y fundadora. Por otro lado, la vuelta a los orígenes a partir de la experiencia presente, incluso cuando en su búsqueda nos guiamos por el testimonio de un origen que la precede, ha de ejercer una función crítica respecto de todas las representa­ ciones que esquematizan cualquier discurso sobre el origen, y ha de ejercerla en la medida en que la experiencia del narrador ofrece modelos cada vez más refinados capaces de guiar la «proyección de los orígenes» y de llevar a la conje­ tura de «cómo» ocurrieron. Esto da fundamento a la respuesta de Pierre Gibert a la pregunta de por qué hay distintos relatos sobre un mismo origen, cuestión que debe diferenciarse de aquella otra que tuvimos en cuenta anteriormente sobre la multiplicidad de los comienzos. Formando una secuencia con Génesis 2-3, Génesis 1 y 2 Macabeos 7, 25-2938, ve este autor un proceso de desmitologización creciente, que 38. «Como el joven no le prestara ninguna atención, el rey [Antíoco] llamó a la madre y la exhortaba a que se convirtiera en consejera del joven, con el fin de salvarlo. Ante sus muchas exhortaciones, aceptó ella el persuadir a su hijo. Se inclinó hacia él, y burlándose del cruel tira­

atañe primero a los mitos cananeos que están en el horizonte de Génesis 2-3, luego al conocimiento protocientífico de los babilonios del horizonte de Géne­ sis 1, y luego a la completa erosión de toda representación del origen, bajo la presión de la cultura helenística, en el horizonte de 2 Macabeos. La proyección de los orígenes a partir de la experiencia contemporánea del narrador sería res­ ponsable entonces de la purga progresiva de los relatos del origen en dirección a un punto de fuga, donde el reconocimiento de la creación de todo por Dios no podría apoyarse en ninguna representación y quedaría reducido a una con­ dición de pura confesión de fe. Creo que en esto necesitamos seguir a Pierre Gibert. Pero su reflexión crí­ tica sólo asume un significado completo, si situamos el relato del origen en cada caso en el cruzamiento de dos postulados: el de un origen del que hay que hablar como aquello «a partir de lo cual» hay una historia posterior y el de la experiencia de un narrador «a partir de lo cual» este narrador intenta representar el comien­ zo en términos de un modelo que le resulta conocido39. Lo importante para todo pensamiento o discurso relativo a los comienzos, al origen, es el conflicto entre estos dos movimientos que surgen en este punto de cruce. Uno habla del origen de un modo categórico, perentorio, kerygmático; el otro lo busca y, a la postre, llega a la conclusión de que el origen es inalcanzable. Este último movimiento parte de una conciencia actual, autocentrada, que busca su propio origen; el pri­ mero parte del comienzo mismo, que descentra la conciencia y se impone como estando ya ahí antes de que la conciencia vaya en su busca40. El supuesto reli­ gioso aquí es que el origen mismo habla haciendo que se hable de él. El origen no, díjole así en su lengua nativa: Hijo mío, ten piedad de mí, que te llevé en mi seno por nueve meses, que te amamanté por tres años, que te crié, te eduqué y te alimenté hasta la edad que tie­ nes. Te ruego, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra. Y viendo todas las cosas que en ellos hay, sabe que Dios no las hizo de algo que ya tuviera ser; y que también la raza humana viene así. No temas a este verdugo; sino que, haciéndote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que en el día de su misericordia te vuelva y a encontrar con tus hermanos» (2 Macabeos 7, 25-29). El resto de este capitulo cuenta cómo el hijo y su madre murieron sufriendo «tormentos que sobre­ pasan toda medida» (véase Gibert, Bible, mythes e t récits d e com m encem ent, p. 142). 39. Podríamos preguntarnos si la intersección de estos dos «puntos a partir de los cuales» no puede verse también, de un modo atenuado, en las formas científicas contemporáneas de la búsqueda del origen. Nuestra ansiedad concerniente a nuestro origen, subrayada por el psicoa­ nálisis, presupone, por lo menos, la certeza de que yo he nacido y, una vez nacido, que descien­ do de mis padres, de mis antepasados; en pocas palabras, que tuve mi propio origen y que, en la medida en que ocurrió, este origen es anterior a toda conciencia que pueda tener de él. Pregun­ tamos de igual manera por los orígenes de la humanidad, de la vida, del mundo. 40. El fenómeno de ir tras los hechos (posterioridad), del que habla Gibert, se sitúa en la intersección de los dos «principios a partir de los cuales». De otro forma Gibert no podría hablar del «fondo último del acontecimiento», usando una expresión tomada del psicoanálisis, que hay que contrastar con la «escena originaria». Cf. Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, D icciona­ rio d e psicoanálisis, Paidós, Barcelona 1996, p. 123-124.

de las cosas y el del discurso coinciden en este punto. Esta coincidencia debe entenderse como un don: el don del ser y de hablar del ser41. Partiendo de este don, todo retorno al origen es posible, y está permitido y exigido, aun cuando todo retorno tenga que acabar en lo insondable42. T r a y e c t o r ia s .¿PENSAR LA CREACIÓN?

En esta sección, parte de cuyo título corresponde al de este ensayo, quisie­ ra explorar varios caminos que me lleven a la empresa de pensar qué pueden haber significado las diversas representaciones por cuyo medio Génesis y otros textos de la Biblia hebrea hablan de la creación. No hay en realidad una ruptu­ ra entre esta nueva investigación y las dos precedentes, mucho más cercanas a la exégesis, por cuanto los relatos de la creación, incluso los más manifiestamente arcaicos, llevan todos la señal de la reflexión de los sabios del antiguo Oriente próximo, una de cuyas partes integrantes era Israel. Aunque estos sabios pien­ san de un modo distinto a como lo hacen los griegos, muestran la misma curio­ sidad, el mismo asombro, idéntica admiración, la misma voluntad de comprender que los griegos, de los presocráticos a Plotino. Nuestra investigación puede tomar dos direcciones43. Podemos preguntar­ nos primero sobre el status de la realidad -cósmica o bien humana- en cuanto criatura. En segundo lugar, partiendo de la criatura como hecho concreto que se

41. Está también la capacidad de los lectores de reconocer que fueron creados con una incli­ nación hacia el mal. Esto es, como dice André LaCocque, la clave de la autoridad y credibilidad de J. Siguiendo a 2 Timoteo 3, 16, podríamos llamarlo «inspiración» o theopneustia. También LaCocque, con toda razón, junta la ausencia de audiencia de las palabras inquisitivas, el «¿dónde estás?» de Génesis 3, 9, con la situación del lector de los relatos de la creación. «Todo cuanto sabe el lector le viene de lo que el autor se preocupa de decir y de la manera como intenta decir­ lo». Es verdad que compensa esta declaración con el siguiente comentario: « la «historia» que narra /rebosa fuerza, porque, a pesar de su supuesta ausencia como destinatario, el lector está de hecho presente en el conjunto y en el detalle. La lectora se reconoce en Eva; el lector, en Adán.» Este reco­ nocimiento es la réplica requerida a los relatos de aquellos acontecimientos, a cuyo respecto Beau­ champ y Gibert destacan que carecen de testigos en cuanto nos preceden. 42. Será útil concluir esta explicación con una nota sobre la discusión que Gibert inicia acer­ ca de cómo se relacionan la teología y la ciencia en lo referente a la cuestión de los orígenes. Aunque el narrador bíblico se acerca al científico en su búsqueda por el origen partiendo de su conocimien­ to de la realidad presente, está solo en la intersección que forman lo ya dicho sobre el origen y la búsqueda orientada hacia un origen en última instancia inabordable. El discurso que de ahí resulta soporta el status paradójico de un discurso roto, ya pronunciado, pero siempre inadecuado. 43. La bifurcación de mi meditación es casi paralela a la propuesta por Pierre Gibert en su obra La C réation. Por un lado, está el problema de un comienzo; por el otro lado, el de la consistencia de lo real. Uso este término de «precedencia» como una manera de hablar de estas dos caras del gran enigma de la creación.

corresponde con el acto creador, podemos plantear de nuevo la cuestión del sen­ tido de la idea de precedencia que ha presidido nuestras dos secciones anteriores. Según la primera línea de pensamiento, nuestra distancia de los textos anti­ guos será especulativa y crítica. En cambio, según la otra manera de pensar tendremos en cuenta los cambios importantes que el Nuevo Testamento y el período patrístico introdujo en la idea de un comienzo y/o en la de origen. Nuestro primer ciclo de reflexiones tiene como punto de partida la pre­ gunta puesta al comienzo de este ensayo: si una teología de la creación puede ser autónoma, pese a los estrechos vínculos que ha de mantener con una teología de la salvación. Recientemente, esta cuestión ha recibido una respuesta global­ mente afirmativa por parte del teólogo y exegeta alemán Hans Heinrich Schmid, a quien debemos también una profunda investigación sobre la cuestión de la contribución del yahvista en la composición del Pentateuco. Sin embargo, no voy a tener en cuenta su D er Sogennante Jah w ist [El llamado yahvista], sino más bien su libro, de 1974, El m undo d e l antiguo O riente en la teología d e l A ntiguo T estam en té. Su tesis, en esta obra, es exegética y teológica a la vez. En el plano exegético, Schmid subraya la solidaridad del pensamiento hebreo con su mar­ co cultural en el antiguo Oriente próximo. En el plano teológico, afirma que el tema teológico de la creación no es más que la expresión de una «manera cós­ mica de pensar», que ha de ser aceptada como el Gesamthorizont, el horizonte global, de la teología bíblica45. De aquí el subtítulo de su libro: Schdpfug, Recht, Heil, creación, ley, salvación. Pensar la creación como una obra que ha sido hecha y recibida es pensar en considerar detenidamente la profunda unidad que liga tres órdenes u ordenaciones (O rdnungen), en el plano cósmico, político y jurí­ dico, con la mirada puesta en la salvación como retorno al orden en cada uno de estos diferentes registros. Me vuelvo hacia esta obra en este estadio de mi investigación, porque Schmid piensa que nuestras aspiracionesvcontemporáneas de justicia provienen del mismo tipo de pensamiento sobre el orden que, pese a su arcaísmo, ha de poder encontrar una aplicación habitual precisamente por la vía de estas aspiraciones46.

44. Hans-Heinrich Schmid, A ltorientalische Welt in d er alttestam entlichen T heologie, Theologische Verlag, Zúrich 1974. 45. Schmid llega hasta decir que el tema paulino de la «justicia de Dios» pertenece al mis­ mo «horizonte general» que nos permite denominar «nueva creación» al nuevo orden cósmico e histórico inaugurado por la resurrección. 46. Al no haber un exacto encaje entre la «justicia de Dios» y la del mundo, sólo el primer término «nos autoriza a hablar coram deo de la justicia del mundo» (Schmid, A ltorientalische Welt, p. 29). «Todo el pensamiento humano... tiene que ver con la cuestión de la correcta comprensión del mundo y de sus órdenes y, por lo mismo, con la cuestión del derecho y la justicia en el senti­ do más amplio de estos términos» (ibídem). En un nota, admite Schmid que es verdad que esta O rdnungsthematik es un «segundo grado de abstracción del intérprete» (n. 45).

Pero, ¿puede concebirse una posible teología de la creación sólo con la idea de orden, aun cuando esta idea se entienda como ordenación? Quisiera propo­ ner tres correcciones a esta idea de creación en cuanto realidad ordenada. En primer lugar, necesitamos hablar de la contingencia del orden47. Para decirlo brevemente, pensar lo real como un todo -en cuanto comprende huma­ nidad y mundo—en cualidad de criatura es concebirlo como un obra, como algo hecho. Esto implica una paradoja. Por un lado, tenemos que destacar el aspec­ to ya instituido de la creación como un todo, y esto va contra dos tendencias características de la modernidad (tal como Pierre Gisel destaca en su La Créa­ tion}. La primera de ellas, que apareció en tiempos de Galileo y Descartes con la matematización de la realidad física, lleva a eliminar cualquier opacidad de lo real y a reducirlo a un modelo matemático, homogéneo con ciertas operacio­ nes del pensamiento características de la mente humana; la segunda tendencia característica lleva a constituir al sujeto pensante en centro del universo de sig­ nificado48. Pensar en los términos del orden del mundo, volviendo a Schmid, es un llamamiento, en el plano cósmico, a la irreductibilidad de lo real a las repre­ sentaciones que la mente humana pretenda atribuirle y, en el plano antropoló­ gico, a una pasividad y receptividad que nieguen la hybris del sujeto soberano, poniéndolo de nuevo en su sitio, el que ocupa un ser humano situado dentro de una creación que le precede. Este doble llamamiento ha encontrado una favo­ rable aceptación en muchos críticos contemporáneos de la modernidad49. Sin embargo, no debemos perder de vista el otro lado de esta paradoja refe­ rente a la creación, si no queremos convertir este pensar sobre el orden en un verdadero ídolo. Pensar en términos de la idea de la creación no es lo mismo que pensar en términos de la idea de orden. Es, de un modo más fundamental, pen­ sar la creación como una génesis; esto es, concebir el orden mismo como un acontecim iento. Tanto en el lenguaje del antiguo Oriente próximo como en el de la Biblia hebrea, la idea de una irrupción súbita sin precedente alguno del orden cósmico y humano se comunica a través de representaciones tan diversas como 47. Me remito de nuevo a la tesis central de Pierre Gisel en La création. Hablando de los textos bíblicos y de cómo se aceptaban durante la patrística y la época medieval, este autor decla­ ra: «Hemos descubierto que lo que allí sucede, en todo caso, es la interacción entre una génesis y algo positivo, y debemos tener muy en cuenta la mutua irreductibilidad de estos dos términos y la recíproca necesidad que se muestran el uno al otro» (p. 241). 48. Este doble llamamiento halla amplio eco en el conjunto de críticas contemporáneas de la modernidad -en Husserl, Heidegger y Gadamer, por ejemplo- que buscan redescubrir los valo­ res concretos de una experiencia del mundo, que se resistiría a la total matematización de la natu­ raleza. 49. Pierre Gisel halla una aproximación teológica y filosófica del significado pretendido por la doctrina bíblica de la creación en el concepto tomista de «acto de ser» y en la primacía que este concepto implica de estar por encima de la esencia (cf. La Création, p. 148-167). Volveré sobre este problema más adelante en mis observaciones sobre Éxodo 3,1 4: «Yo soy el que soy.»

la lucha contra el caos, como una fabricación casi artesanal, o como la eficacia de una palabra que llama, ordena y hace existir. El significado que transcurre por estas representaciones es siempre el mismo: hay un hacer, un acto en el origen de lo que hay. Esta idea le resulta difícil a la razón aceptarla y mantenerla. Requie­ re entretejer las ideas de contingencia y necesidad y decir, casi de un modo míti­ co, que la necesidad es obra de un acto contingente, y por lo mismo no nece­ sario, un acto sin razón o precedente. Si, no obstante, unimos las ideas de necesidad y contingencia bajo la de «ordenación», podemos preguntarnos si la idea de orden de por sí no asume un sentido más dinámico que estático, en particular cuan­ do pasamos del plano cósmico al humano del derecho y de la justicia. Incluso si, siguiendo a Schmid, mantenemos correctamente que, no obstante, la idea de orden demanda justicia, tampoco este orden designa una obra acabada, sino más bien una obra todavía en proceso; un proceso enfrentado a la injusticia del mundo. Aquí hace acto de presencia un segundo ciclo de problemas y dificultades. En un artículo sobre la teología de la creación, Schmid se refiere a la dis­ cordancia (Diskrepanz) entre el orden de la creación y la experiencia histórica del mal. Esta discordancia asume la forma de un conflicto abierto si, dentro del cam­ po de una supuesta teología de la creación, extendemos la idea de orden del pla­ no cósmico al plano ético-jurídico, y si, por lo mismo, incluimos la idea de justicia en la de orden. Se abre entonces un hiato entre la «justicia» o la «recti­ tud de Dios» y la injusticia del mundo. Entonces podemos preguntarnos si, por el simple hecho de añadir la noción de justicia a la de creación en el sentido cós­ mico restringido del término, no introducimos, en el mismo núcleo de la idea de orden, un aspecto de fragilidad, un aspecto que altera el carácter inicial­ mente tranquilizador de la idea de orden, y que lo hace en mayor medida que la mera idea de contingencia del orden, en la que sólo parece ponerse en cuestión el origen de este orden. Aquí, en cambio, se cuestiona la misma ocurrencia del orden, su eficacia, como si en el «considerar detenidamente el orden cósmico», de Schmid, estuviera originariamente implicado un cierto elemento de amenaza. Aún más; mientras que la idea de discordancia parece implicar un desafío que viene de fuera, la idea de fragilidad sugiere una vulnerabilidad intrínseca al orden mismo. Varios rasgos con los que la Biblia describe la creación sugieren esto últi­ mo. En primer lugar, los redactores finales del Pentateuco conservaron Génesis 2-3 y situaron esta narración inmediatamente detrás de Génesis 1, cuyo tono tranquilizador, por no decir triunfalista, pone discretamente en entredicho. Géne­ sis 2-3 sólo narra la creación del hombre con la finalidad de preparar el escena­ rio para un relato ejemplar, al que Claus Westermann da el título de «crimen y castigo». En segundo lugar, tal como una serie de comentaristas han señalado, la sombra de Génesis 3 se proyecta retrospectivamente en Génesis 2. Por ejem­ plo, la prohibición, presentada inicialmente como una estructura del orden ere-

ado, y que proporciona a Schmid una razón para juntar «creación, justicia y sal­ vación», aparece retrospectivamente, desde la perspectiva de Génesis 3, como la ocasión de la caída. Y el relato pasa gradualmente, por medio de la astucia asig­ nada a la serpiente, de la obediencia a la tentación y de ésta a la caída. Bien pue­ de decir Schmid que la retribución surge, con todo, de pensar un orden que, tras ser alterado, es restaurado, aunque queda la posibilidad de que el mal parezca como inscrito en la estructura ética de la creación. ¿Pues qué sentido tiene una prohibición que no suponga una alternativa entre obediencia y desobediencia? ¿Y no es el árbol de la ciencia el árbol de esta alternativa, comoquiera traduzca­ mos el conocimiento del bien y del mal?50 Esta vulnerabilidad del orden en su forma ética nos invita a su vez a pre­ guntarnos si, entre todos los modelos de creación que puede diferenciar una tipo­ logía cuidadosa, no es precisamente el de la creación, concebida como una lucha entre fuerzas contrarias, el que mantiene mayores afinidades con el tipo de fra­ gilidad que la falta originaria transforma en delitos actuales. Hay aquí, a primera vista, una paradoja turbadora: ¡Qué! ¿Habían de ser las representaciones más «arcaicas», las más «típicas» y las más «bárbaras» las que mejor dieran razón de la solidaridad extraña y subterránea que parece haber entre el aspecto del mal que ya está ahí y el aspecto dramático de la creación? Esto es lo que, a mi entender, da tanta fuerza al libro de Jon Levenson, Creation a n d the Persistence ofE vil, [La creación y la persistencia del mal], que adop­ ta el tema del «dominio» más que el del orden, y hasta más que el del orden como ordenación, como tema central. La resistencia al orden no se reduce entonces desde buen comienzo a una idea de una rebelión secundaria y extrínseca, reducible en última instancia al mal humano, al pecado. Esta resistencia, expresada con la frase «la persistencia del mal», aparece por el contrario como inherente a la creación, en esencia vulnerable y frágil. La base exegética de esta concepción profundamente dialéctica de creación se desarrolla de la siguiente manera. En vez de distinguir los modelos de crea­ ción como hace Westermann, esto es, creación por generación, por lucha, por fabricación artesanal y por la palabra, Levenson los distribuye en términos de una escala de grados y modalidades de resistencia de las fuerzas que son hosti­ les a una creación bien ordenada y benéfica para los seres humanos. El primer resultado de esta investigación es que las diversas teologías de la Biblia pueden alinearse entre aquellas concepciones en que las fuerzas del caos permanecen incólumes y siempre amenazadoras —incluso tras la victoria sobre el caos, como 50. Cf. el planteamiento introducido por Claus Westermann sobre el sentido bíblico de la expresión «conocimiento del bien y del mal» ( Genesis. B iblischer K om m entar, p. 328-338). ¿Es una cuestión de discernimiento moral en el sentido preciso del Deuteronomio o, más bien, de sabiduría práctica basada en una frase evasiva sobre lo que se discute? Mi tesis es que ambas inter­ pretaciones reflejan la fragilidad del orden.

vemos en Salmos 104, 6-9, Job 38, 8-11, Salmos 74, 12-17—y la concepción de una victoria sin resistencia, como en Génesis 1, y que incluso aquí las huellas del mito de un combate con el caos no se han borrado del todo51. La segunda lección de Levenson es que en períodos de aflicción se evoca la omnipotencia de Dios, como testifican los salmos de lamentación. Los tiem­ pos de infelicidad se sienten como aquellos en los que Dios duerme, como tiempos de latencia, del retraimiento de Dios como podríamos decir hoy día. A veces el salmista implora, recordando «otros tiempos», que Dios se despierte. En oca­ siones se proyecta la victoria de Dios hasta tiempos escatológicos. Como dice Levenson, no hallamos una «fe absoluta en la bondad últim a de Dios, sino más bien una fe cualificada en su bondad próxim a» ( Creation a n d the P ersistence o f Evil, p. 45). Un tercer tema es la seguridad de que la bondad originaria y final de la cre­ ación descansa en la confianza en la fidelidad de Dios; es decir, en el juramen­ to divino, que halla su modelo en el juramento que Dios hizo, tras el diluvio, de no destruir nunca jamás su creación52. La última lección es que la creación sin resistencia, la que ejemplifica Géne­ sis 1, encuentra su sentido en un contexto esencialmente litúrgico, como atesti­ gua la referencia al Sabbat, que parece realmente ser el polo organizador de este texto inaugural. El conflicto, con todo, no queda resuelto. Ahora se insinúa entre nuestra confianza litúrgica en la omnipotencia de Dios y nuestra expe­ riencia diaria de la persistencia del mal. Debemos observar un último punto, no por último menos importante. Si la fidelidad de Dios a la alianza es la única garantía de que Dios finalmente pre­ valecerá contra las fuerzas del mal, la contribución de los seres humanos a esta victoria final es la m itzvah -la acción buena y justa. Toda la ética judía se halla así movilizada como una especie de mediación entre la fragilidad de la crea­ ción y la persistencia del mal. Debemos ahora considerar la afinidad que, por eso mismo, se sugiere entre las fuerzas hostiles inherentes al proceso de creación y el mal humano. La lec­ ción de Génesis 2-3 no es ciertamente que tengamos que confundir fragilidad y acción mala, finitud y culpa. El origen del mal se presenta aquí más bien como algo distinto y, en definitiva, enigmático. Esta es la razón por que hemos habla­ do acerca de un tercer ciclo de acontecimientos fundadores, distinto de los que 51. No parece que el vacío informe de Génesis 1, 2 haya sido creado, como tampoco las aguas que están aparte ni, de un modo especial, las tinieblas comprendidas en la luz. Pero nin­ guna de estas teologías se refieren a la creación ex nibilo. 52. El juramento y la fidelidad que comporta indica la suma cercanía de la teología de la creación y la de la alianza, que se refuerzan mutuamente. Según la primera, Dios vence el caos; según la última, la fidelidad de Dios es la única seguridad de que el caos será finalmente venci­ do, como lo fue en el origen, y de que el tiempo de la aflicción es transitorio.

se refieren a la creación de la humanidad y de los que tienen que ver con la cre­ ación del mundo. Pero, entonces, si el origen del mal no es el mismo que el de la fragilidad constitutiva de la creación, nos asalta otra perplejidad referente a la semejanza que Schmid propone entre creación y orden. Tiene que ver con la consistencia de la misma secuencia que su exégesis propone como creación, justicia, salvación. Una teología de la creación que quiera reunir en un solo pensamiento, la idea del orden cósmico, los tres términos de creación, justicia y salvación se ve superada por las fuerzas que llevan a disociar la creación, en cuanto aquello que adviene al mundo, de la justicia que requiere el ser humano y de la salva­ ción proyectada en el horizonte escatológico de la historia. En este sentido, la creación puede ser el «horizonte circundante» del campo teológico, pero no pue­ de serlo en el sentido de englobar sus diversos temas. ¿Por qué no? Porque el cam­ po teológico no puede totalizarse. Nuestras experiencias más básicas en los tres dominios que Schmid quisiera unificar -e l de la física, el de la ley y la ética y el de la esperanza de salvación- llevan de hecho a romper con cualquier intento de forjar un concepto totalizador. El punto crítico es el siguiente. Ya no sabemos cómo podemos pensar la «justicia de Dios», sea como estructura de la creación del mundo sea como exi­ gencia de organización el campo práctico, esto es, el campo de la acción humana. De entre todos los conceptos a que se refiere Schmid, y con los que termina su ensayo, es ciertamente el de «justicia de Dios» el que se nos ha vuelto más enig­ mático. Si la justicia de Dios pertenece al mismo tipo de pensamiento que la creación y la salvación, tendremos que decir que hemos abandonado el terreno en donde esta conexión es todavía concebible. Pero, ¿somos los únicos en haber­ nos convertido en extraños a este tipo de pensamiento totalizador? ¿Acaso el anti­ guo Oriente próximo y la sabiduría judía no lanzaron los primeros ataques con­ tra esta especie de pensamiento totalizador? ¿Y no se lanzaron estos primeros ataques en el terreno exacto en que el orden cósmico revelaba su fragilidad, la experiencia y el enigma del mal? La irreductibilidad de la lección de Génesis 2 a las ambiciones totalizadoras de Génesis 1 ya atestigua esto. Sí, la idea de un orden cósmico debe mantener su intención glo bal izado ra. Pero esto sólo lo con­ sigue situando la problemática del mal bajo el signo de la retribución, en la que todo sufrimiento debe purgar por algún pecado. Ésta es, ciertamente, la con­ cepción que los profetas de Israel intentaron inculcar al pueblo judío. De hecho, la doctrina de la retribución es esa concepción que gobierna usque a d nauseara en la historiografía deuteronómica, donde los gobernantes de Israel son siempre juzgados y condenados por una sola infracción, la del primer mandamiento. Pero si hay que hablar de esta teología totalizadora, ¿qué sentido podemos dar a los salmos de lamentación o a la protesta de Job? Y aunque Job finalmente se incli­ na ante Dios, resignado a un orden que le sobrepasa, queda su pregunta, mucho

más fuerte que su repuesta final. Esta pregunta es indicio de la constitución de la idea de orden como aglutinadora de las ideas de creación, justicia y salvación. La injusticia del mundo constituye un hecho tan masivo que el presunto víncu­ lo entre la idea de justicia y la de creación pierde casi toda su pertinencia. La creación continúa quizás siendo el horizonte circundante, pero cesa de ser la idea abarcante que pudiera identificarse con la idea de orden. En el análisis final, hablamos de creación, justicia y salvación en términos que suponen distintos modos de pensar. Esta grieta entre pensamiento cosmo­ lógico, pensamiento ético-político y pensamiento escatológico es quizás uno de aquellos rasgos por cuyo medio la experiencia histórica de Israel se destaca contra el trasfondo de «ideas sobre el orden cósmico», que siguió compartiendo con sus vecinos del antiguo Oriente próximo. Quiero ahora señalar dos importantes puntos del largo camino que lleva a los argumentos de la filosofía clásica y moderna sobre las ideas de un comien­ zo o de un origen. Hablo de comienzo u origen para poder tomar en conside­ ración una discusión que jugará un considerable papel en filosofía, que tiene que ver con la distinción entre la idea de un comienzo, tomada en el sentido res­ tringido de un comienzo temporal (esto es, el primer término de una serie suce­ siva de acontecimientos, estados o sistemas) y la de un origen, tomada en el sen­ tido de una fundación, en un sentido atemporal del término. Como puede verse, esta discusión prolonga la bifurcación que hemos tenido en cuenta en el plano exegético entre el aspecto separado de la historia originaria y la función funda­ dora de los acontecimientos que la comprenden. Recordemos la fórmula de Génesis 2, 4b: «Cuando Dios hizo la tierra y los cielos, no había aún...». Nada se decide aquí en cuanto al sentido temporal o atemporal del acontecimiento en cuestión. Y lo mismo parece aplicarse a la fórmula de Génesis 1,1: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra», que los principales intérpretes judíos, como Rashi, Buber y Rosenzweig leen en térmi­ nos de Génesis 2, 4b como «[Cuando] al principio Dios creó los cielos y la tie­ rra, la tierra estaba vacía y no tenía forma». El lexicón griego aportó un concepto, el de arkhé, que tendía a subordinar la noción de comienzo en sentido tempo­ ral a la de origen en el sentido atemporal de fundación. A su vez, el griego arkhé pasó a ser en latín prin cipiu m , como puede verse en la primera traducción de la Biblia al latín y en la Vulgata de Jerónimo: in prin cipio Deus... ¿Qué hay que entender por en arkhé, o por in p rin cip io? El sentido de Génesis 1 de lo que va primero, bere’sit, lo que es principal o primordial, «excelente». El sentido de la preposición es dinámico: «en vista de/por la excelencia, creó Dios...» Aquí es donde interviene la más importante decisión teológica, la decisión de asimilar este «principio» a la Palabra. El prólogo de Juan viene naturalmen­ te a la mente, como réplica explícita del Génesis: «Al principio ya existía la Pala­ bra / y la Palabra estaba junto a Dios /y la Palabra era Dios. / Ella estaba al prin­

cipio junto a Dios. /Todo llegó a ser por medio de ella / y sin ella nada se hizo de cuanto fue hecho»53. Esta asimilación entre comienzo y Palabra tiene evi­ dentemente antecedentes hebreos en los escritos sapienciales, donde la casi personificada sabiduría se asocia a una mediadora en la obra de la creación54, y la idea de un comienzo se combina con la de un origen gracias a las obras asig­ nadas a la sabiduría, elevada de esta forma al rango de un co-creador. El texto de la carta a los Colosenses es especialmente digno de ser tenido en cuenta al res­ pecto: «Primogénito de toda criatura [indicación temporal del comienzo] porque en él fueron creadas todas las cosas [indicación temporal del origen]» (1, 15). La duda o, si prefiere el lector, la sobredeterminación que hace posible escribir «comienzo y/u origen» estaba ya presente quizás en la beth de be reíit de Géne­ sis 1,1. Sin embargo, sea cual fuere el trasfondo de esta polisemia latente de «al principio», la decisión de asimilar ambas expresiones «al principio» y «en Cris­ to» (o «por» Cristo) resultó crucial para el futuro de la teología cristiana. El sen­ tido temporal de comienzo no quedaba excluido del todo, pero se subordinaba virtualmente al sentido atemporal de origen entendido como fundación. Con todo, la concurrencia entre el sentido temporal de «comienzo» y el sentido atemporal de «origen» iba a ser subrayada una vez más, durante el perí­ odo patrístico, con ocasión de la disputa con los filósofos griegos, tenaces defen­ sores de la eternidad del mundo. La tesis de la eternidad del mundo parecía incompatible con la doctrina de la creación en la medida en que aparentemen­ te suponía también la autosuficiencia del mundo. En estas circunstancias, los apologistas cristianos y los fundadores de la teología patrística tendían a unir la idea de creación con la de comienzo temporal, a modo de contrapunto, por así decir, de la idea de una fundación/origen. Al afirmar que el mundo no había existido siempre, estos pensadores cristianos confirmaban que había sido crea­ do en un momento determinado del tiempo, un día determinado. Pero, ¿qué decir del tiempo anterior a este acontecimiento inicial? Sus oponentes se mofa­ ban preguntando: «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Holgazaneaba, ese Dios omnipotente? ¿Y por qué ese Dios omnisciente decide crear el mundo en un momento dado y no en otro? ¿De qué podía carecer ese Dios, que nada necesita?» Éste es el debate que heredó Agustín cuando se dispuso a comentar los primeros versículos de Génesis en los libros X y XI de las Confesiones. Es importante notar que su primera observación fue la identificación ya señalada entre comienzo y prin cipio. «Oiga yo y entienda que al principio [in

53. No debemos perder de vista la proclamación que acompaña a este himno en la carta a los Colosenses: «El es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fue­ ron creadas todas las cosas» (1, 15). 54. «Yhwh me creó al comienzo de su acción,/ antes que sus obras más antiguas./ Desde la eternidad fui yo formada, / desde el comienzo, antes que la tierra...» (Proverbios 8, 22s).

Paul Ricoeur

prin cipio] hiciste \fecistí\ cielos y tierra» (XI, iii [5]). Hablar del comienzo es hablar de la «palabra»: «Por tanto, hablaste tú y fueron hechas las cosas. Con tu palabra las hiciste» (XI, v[7])55. Así desde el principio, tenemos fuertemente relacionada la idea inicial de un comienzo temporal con la de fundación/origen. La primera oposición que entonces se impone está entre las cosas que pasan, incluidas nuestras propias palabras, y la Palabra eterna. Esto no quiere decir que se deja de lado la cuestión de un comienzo temporal, sino más bien que en lo sucesivo se abre a una solución inteligible: la primera respuesta que ha de darse al adversario que quiere saber qué estaba haciendo Dios al crear cielos y tierra, dirigida a los maniqueos y a quien se ampare en el plano formal de la contra­ dicción, es: «no hacía nada» (XI, x ii[l4 ]). En efecto, si hubiera estado hacien­ do algo, significaría que estaba creando algo. La segunda respuesta de Agustín, dirigida más bien a los neoplatónicos, toca el corazón de nuestro problema, por­ que es la misma noción del «antes» la que es puesta en cuestión, en cuanto el tiempo como un todo fue creado junto con el resto de cosas creadas. «Tú hicis­ te todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos. Por consiguiente, no hubo un tiempo en que no había tiempo... No había “entonces” [tune], donde no exis­ tía el tiempo» (XI, xiii[15]). De este modo, la noción de precedencia adquiere un significado definido que pone en marcha nuestra investigación. Pero ya no es la prioridad de una his­ toria primordial, sino la precedencia de la eternidad, la eternidad de Dios y de su Palabra, con relación al tiempo. «Aunque tú eras antes del tiempo, no le precedes [praecedis] en el tiempo... Precedes a todos los tiempos pasados con la excelencia de tu eternidad siempre presente» (XI, xiii[16]). El sello de sucesión temporal, que las constricciones del relato imponían todavía a la noción bíbli­ ca y del antiguo Oriente próximo de historia primordial, ha desaparecido. El vocabulario de anterioridad puede mantenerse —«Tú hiciste todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos» (ibídem)-, pero la anterioridad significa ante­ cedencia, esto es, trascendencia de la eternidad con relación al tiempo. Con más precisión, la trascendencia del tiempo sobre la eternidad recibe de Agustín la sig­ nificación exacta de una oposición entre un presente que subsiste -esto es, un presente sin pasado ni futuro—y un presente humano, que, como muestra la con­ tinuación del Libro XI, 14-29, padece la «distensión» entre un presente del pasa­ do, que es memoria, y un presente del futuro, que es esperanza, y el presente del presente, que es intuición o atención. Con todo, está la necesidad de dar cabida a un comienzo temporal del mun­ do. Agustín no tuvo más remedio que hacerlo ante aquellos que defendían la 55. Agustín, C onfessions, trad. por Henry Chadwick, Oxford University Press, Nueva York 1992, p. 223 y 225 [trad. cast.: Confesiones, trad. de Pedro Rodríguez de Santidrián, Alian­ za Editorial, Madrid 1999; las citas en el texto se toman de esta edición. Nota d e l traductor\.

eternidad del mundo. Por esta razón, tras diversas interpretaciones de la expre­ sión «al principio Dios creó cielos y tierra» de las que se ocupa san Agustín, aca­ ba diciendo «otro, finalmente, entiende las palabras “en el principio Dios creó el cielo y la tierra” como que Dios -en el principio mismo [in ipso exordio] de su hacer y obrar—hizo...» (XII, xx[29]). Podemos comprender por qué habla Agus­ tín de este modo. Si las cosas creadas son cambiantes y mutables, son finitas, como lo es el tiempo total de su curso. Por consiguiente, el mundo tiene un comienzo, pero un comienzo dentro del tiempo creado. Este comienzo, por tan­ to, no ha de producir ya perplejidad, puesto que es idéntico al comienzo d el tiem­ po, el cual, tomado como un todo, es una dimensión de la creación, y por lo mismo también criatura. La cuestión del comienzo no queda, por tanto, aboli­ da; sólo simplemente exorcizada. Y es exorcizada, porque el p rin cipio es origen en el sentido de una fundación para las cosas temporales, derivadas de las cosas eternas, es decir, de Dios y de su Palabra. Debemos a este debate uno de los más vigorosos y perspicaces intentos de poner en orden los varios sentidos aceptados de «antecedencia»: prioridad en la eternidad (como en el caso de Dios con relación a las cosas); en el tiempo (como en el caso de la flor respecto del fruto); en la preferencia (como en el caso del fru­ to en relación con la flor); por origen (como en el caso del sonido respecto del canto) (XII, xxix[40]). Como admite Agustín, con inmenso candor, el primero y el cuarto de estos cuatro órdenes de prioridad son los más difíciles de entender. ¿Por qué el primero? Porque es necesario precisar bien la paradoja de un Dios in­ mutable que crea cosas mutables. ¿Y por qué el cuarto? Porque la idea de un ori­ gen expresa una prioridad meramente lógica, en tanto que nuestras palabras, las de la enarm tio de las Confesiones, se despliegan en sucesión. De aquí que, para concluir, diga Agustín: «Que en esta diversidad de opiniones —todas ellas ciertasla misma verdad haga nacer la concordia. Que nuestro Dios se apiade de nos­ otros “y usemos de su ley como ella misma pide”, pues se ordena al servicio de la caridad pura, que es su fin» (XII, xxx[4l]). ¡Una admirable lección de generosi­ dad hermenéutica!56

56. Cf. Confesiones, XII, xxiii(32) y xxvi(36) sobre la pluralidad de las interpretaciones en curso. Queriendo interpretar la intención de Moisés, a quien se le atribuyó la Torá entera, Agus­ tín concede que «Cuando escribió “Al principio”, podía estar pensando en el comienzo inicial del proceso del hacer [in ipso exordio]» (XII, xxiv[33]). Éste es el lugar en que recuerda que la verdad es inseparable de la caridad.

Para concluir estas consideraciones exegéticas, teológicas y filosóficas, qui­ siera apelar al testimonio de un pensador judío actual, Franz Rosenzweig, en su The Star o f R edem ption [La estrella de la redención]57. Esta obra es pertinen­ te en dos aspectos. En primer lugar, comienza con una crítica absoluta a toda idea de totalidad, de todo sistema en el que Dios, mundo y humanidad —los tres «objetos» propios de la metafísica clásica—sean sus distintos elementos. A este respecto, Hegel es el paradigma de ese tipo de pensamiento totalizador. No quie­ ro decir que en Hegel se trata del mismo tipo de totalidad que la que atribuye H. H. Schmid al pensamiento del antiguo Oriente próximo y, de aquí, al anti­ guo Israel. Sin embargo, en la medida en que este pensamiento arcaico es recons­ truido por exegetas y teólogos de nuestro siglo, deben éstos «repensar» la idea de orden cósmico de los babilonios y de los hebreos con la ayuda de la conceptualidad disponible en su propia época. Aquí es donde el pensamiento hegeliano de totalidad se convierte en un paso obligado para quien intente restaurar un con­ cepto, incluso un concepto arcaico, de totalidad. Y aquí es donde la demolición llevada a cabo por Rosenzweig de este pensamiento se muestra ejemplar. Tras este esfuerzo, el pensador se queda con los miembros desarticulados de una tota­ lidad rota: un Dios desconocido, un mundo que se explica sí mismo y una huma­ nidad absolutamente entregada a la tragedia del mal y de la muerte. Y sobre estas ruinas Rosenzweig reconstruye, no un sistema, sino una red, uno de cuyos nudos se llama creación, revelación y redención. Por la creación, Dios se exterioriza en un mundo, pero se habla de él sólo en tercera persona y en discurso narrativo. Por la revelación, Dios se dirige a un alma individual y le dice «¡ámame!». El diá­ logo nace cuando alguien es interpelado así. Por la redención, una esperanza se nos abre: una comunidad histórica. ¿Es éste un sistema nuevo, construido sobre una cierta oscura totalidad? No, porque la segunda idea importante de Rosenzweig, en la que quisiera con­ centrar las reflexiones finales de este ensayo, se formula de la siguiente manera. Años antes de la publicación de El ser y e l tiempo, de Heidegger, Rosenzweig ha entendido que el vínculo entre creación, revelación y redención no se debía a un modo lógico de pensamiento, sino a una temporalidad profunda, irreductible a una cronología o a una representación lineal. Si se tratase de un tiempo en suce­ sión, tendríamos que decir que creación, revelación y redención no se suceden una a otra a lo largo de una misma línea. Se trata más bien de un secuencia de estratos. La redención -la utopía, si se prefiere- constituye el nivel más elevado; la revelación, el nivel medio, mientras que la creación corresponde al nivel infe­ 57. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por William W. Hallo, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York 1970.

rior. La nueva «manera de pensar» a que apela Rosenzweig tiene algo del encan­ to de una arqueología de los tiempos bíblicos. Esta temporalidad profunda hace justicia a las discontinuidades que marcan el paso de una temática a la siguien­ te. Entre el comienzo, que es el tema tanto de la exteriorización de Dios como de las palabras que éste pronuncia, y la llamada continuada con la que Dios enta­ bla diálogo con el alma rebelde y obediente y, de nuevo, entre el diálogo con el individuo humano concreto y la llegada de los acontecimientos históricos que indican el crecimiento del reino, no hay ninguna totalidad. El vínculo temporal no destruye esas fracturas; las incorpora a una verdad que no puede expresarse más que a través de las tres figuras de la creación, la re­ velación y la redención. Hay un tiempo de creación, el tiempo del pasado in­ memorial; un tiempo de revelación, el del coloquio entre el amante y el amado; y un tiempo del reino, ese tiempo que siempre está viniendo. Rosenzweig recu­ rre cuidadosamente a subtítulos que indican esto: «La creación o la perpetua fundación de las cosas». La creación, en este sentido, está siempre detrás nues­ tro. El comienzo no es un pasado anterior, sino un comienzo incesantemente continuado. En cuanto al presente de la revelación, el hoy del gozo del amante y del amado, no es un presente que pasa, sino simplemente una transición en­ tre el futuro de la esperanza y el pasado de la memoria. Como indica el subtítu­ lo de Rosenzweig: La revelación o «el incesante renacer del alma». Este «ince­ sante renacer» prolonga la «perpetua» fundación de las cosas. Y en lo que toca al futuro del reino, el subtítulo dice de nuevo «La redención o el futuro eterno del reino». De este modo, Rosenzweig puede ayudarnos a pensar tanto la fractura del orden, tal como fue pensada quizás por los sabios del antiguo Oriente pró­ ximo y, tras ellos, por los sabios de Israel, como la recomposición de lo que ya no merece ser denominado orden, ni siquiera «ordenación», sino más bien algo parecido a una unidad rítmica, mas accesible a una mediación existencial que a un especulación filosófico-teológica. El lugar de la creación en esta unidad rít­ mica es el de lo que «siempre está ya ahí». Con este título podemos hacer justi­ cia a la interpretación antagónica que hemos estado considerando: separación del origen en aquellos relatos que tienen que ver con un tiempo no coordinable con el tiempo de historia alguna; la irrupción de múltiples comienzos que inauguran una historia o unas historias, que dan continuidad y sentido a estos comienzos fundadores. Pero, además, la idea de un pasado inmemorial nos ayu­ da a entender nuestras dos maneras de plantear el «origen»: una que parte del origen en el nombre de una palabra que carece de testimonios, y la otra que par­ te de la experiencia y procede para atrás, tras el hecho, en dirección a un comien­ zo inabordable. Por último, para unir el final con el punto de partida, que fue también el de André LaCocque, podemos afirmar que la teología de la creación no consti­

Paul Ricoeur

tuye ni un apéndice a la teología de la redención ni tampoco un tema inde­ pendiente. El siempre-ya-ahí de la creación no puede entenderse independien­ temente de la futuridad perpetua de la redención. Entre ambas se intercala el eterno ahora del «¡ámame!». Quizás sea en este ahora eterno donde surge la pro­ clamación del «yo soy el que soy», objeto futuro de otra de nuestras empresas conjuntas.

Éxodo 20, 13

NO MATARÁS ANDRÉ LACOCQUE

UN ESTUDIO SOBRE LA LEY APODÍCTICA DE ISRAEL, SU ALCANCE Y SUS LÍMITES A LA LUZ DE GÉNESIS 22 El origen de la ley en Israel es una cuestión muy debatida. Hay claramen­ te una prehistoria previa a los inicios de su desarrollo, tal como lo describe Rolf Knierim: Ai formular las leyes y coleccionarlas en corpora escritos, la comunidad por consenso parece... consentir en una leyb&st futura para los tribuna­ les, y no ya en la sucesiva transmisión de decisiones tomadas por los tri­ bunales... Se convierte así en una comunidad constitutiva de legalidad, una comunidad basada en la ley en lugar de, y/o además de, ser una comuni­ dad basada sólo en fallos consuetudinarios1. En principio, la comunidad goza de una autoridad absoluta. Decide por sí misma sobre la autoridad absoluta o relativa de una decisión, pudiendo ser esta última, según los casos, arbitrada o adjudicada. De modo que, desde el comienzo, debe quedar claro que las leyes llamadas por Albrecht Alt y Martin Noth «casuísticas» no son por naturaleza relativas, en contraste con otras leyes llamadas apodícticas o absolutas; es más bien que se centran en un caso, dife­ renciándolo de otros. Al parecer hay dos caminos para llegar hasta los orígenes de la ley en Israel. Uno de ellos se ha convertido en la vía regia por su insistencia en los conceptos de alianza y tratado. En oposición a esta vía, Erhard Gerstenberger ha sugerido con gran figor otra: la ley habría tenido su marco constitutivo original en la sabi­ duría de tribu. Vale la pena revisar una tras otra, aunque sea de un modo bre­ ve, ambas propuestas.

1. Rolf Knierim, «Thinking Biblical Law», en Semeia, 45 (1989) 17.

L ey Y TRATADOS

La forma original de tratado procede probablemente de Mesopotamia, pues los hititas no semitas —los otros candidatos a creadores del modelo de tratadoutilizan términos semíticos como riksu, alianza, y mamitu, juramento. El primer tratado que nos ha llegado se encuentra en la «Estela de los buitres» (antes de 2500), en Sumer. El segundo es el tratado de Naram-Sin (ca. 2280) en Acad. Estos antiguos tratados muestran dos formas y pertenecen a dos tipos. El trata­ do puede hacerse entre socios en plano de igualdad; se trata entonces de un «tra­ tado en paridad» -por ejemplo, el famoso tratado cerrado entre Hattusil III y Ramsés II {ca. 1280). Pero el acuerdo más generalizado es que se realiza entre un soberano y un vasallo. La estructura del tratado «sumerio» o «hitita» puede reconocerse en los tex­ tos bíblicos, las más de las veces de un modo fragmentario. En el Decálogo, por ejemplo, sólo hay tres de las seis partes usuales. Las otras tres pueden verse en otros pasajes (lo que hay que poner en el arca en Éxodo 25, 16; la lectura a inter­ valos regulares en Deuteronomio 31, 10-13; cf. Éxodo 24, 7; la invocación de testigos en Deuteronomio 4, 26; 30, 19; 32, 1; las maldiciones y las bendicio­ nes de Levítico 26 y Deuteronomio 28). Podemos encontrar, claro está, una explicación convincente de la ausencia de uno o más elementos del tratado con­ siderándolos implícitos en un determinado documento israelita. Así, para Walter Beyerlin, la forma apodíctica del Decálogo implica maldiciones y bendicio­ nes2. Este planteamiento es de mucho alcance. Establece directamente que el Sitz im Leben del Decálogo es el complejo del Sinaí. De este modo, pese al escepti­ cismo de los eruditos alemanes anteriores (en especial de Gerhard von Rad) en cuanto a una supuesta ausencia de unidad entre Éxodo y tradiciones sinaíticas, Beyerlin insiste en que, fundándose en la estructura de tratado, así como en las pruebas de una designación común de Yhwh como el Dios del Éxodo, Sinaí y Éxodo no pueden separarse. El Éxodo es el relato narrado, mientras que el com­ plejo del Sinaí aporta lo que hay de expresión aliancista en el acontecimiento. Podemos comparar esta opinión con la de Walther Zimmerli, para quien la Ley deriva de la alianza, cuya proclamación es, encarnada en la celebración litúr­ gica3. De aquí que los profetas predicaran partiendo de esta base. En cambio, Dennis McCarthy cree que la interpretación de Zimmerli es demasiado unila­ teral. Piensa, con Gerstenberger (véase luego), que actuaban también aquí las

2. Walter Beyerlin, Origins a n d H istory o ft h e O ldest S inaitic Traditions, trad. por S. Rudman, Basil Blackwell, Oxford 1965. 3. Walther Zimmerli, The Law a n d the Prophets: A Study on the M eaning o ft h e O íd Testament, trad. por R.E. Clements, Harper and Row, Nueva York 1965.

tradiciones de familia y escuela, no sólo los imperativos sagrados. D. J. McCarthy reacciona igualmente contra el aspecto implícito de los elementos sugerido por Beyerlin, pues estas cosas no están nunca implícitas en los tratados que han lle­ gado hasta nosotros4. Por su parte, Jon D. Levenson se deja también impresionar por los para­ lelos bíblicos que ofrece el tipo «hitita» de tratado5. Dice: La teología del Pentateuco está profundamente imbuida del idioma del tratado de vasallaje del Oriente próximo: Yhwh... obtiene de Israel un compromiso jurado de observar las estipulaciones que él impone... Casi igual norma puede detectarse en la literatura mitológica, del Enuma elis, por ejemplo... los dioses aceptan de buen grado y con buen talante la rea­ leza de su heroico salvador. Además, añade, hay una «curiosa dialéctica de autonomía y heteronomía» (p. 143), según el modelo del tratado de vasallaje que el vasallo pacta libre­ mente. No aceptarlo, es nada menos que un suicidio. No hay alternativa real. No obstante, el soberano debe granjearse a su vasallo (p. 144). Pero precisamente «el elemento de cortejo media entre autonomía y heteronomía» (p. 144). En resumen, «aquellos que están sometidos a la obligación de la alianza por natu­ raleza y necesidad son continuamente llamados a adoptar esta relación por libre decisión» (p. 148). La Biblia subraya la «necesidad de una renuncia continua a la autonomía». Pero «nadie puede alcanzar la heteronomía de la voluntad por sólo un acto de voluntad; la voluntad no puede conseguir su propia extinción». Por otro lado, como dice Michael Wyschogrod, «un esclavo totalmente esclavi­ zado es un objeto inanimado»6.

4. D. J. McCarthy, Treaty and Covenant: A Study in Form in the Ancient Oriental Documents and the Oíd Testament, Analecta Biblica, Roma 1963. 5. Jon D. Levenson, Crearían and the Persistence ofEvil: The Jewish Drama of Divine Omnipotence, Harper and Row, San Fracisco 1988, cap.l 1: «La dialéctica de la teonomía de la alianza». 6. Cf. Shir ha-shirim R. 8, 2 (obediencia, pero no esclavitud); Misnd AbotG, 2, sobre Éxo­ do 32, 16: R. Yehoshua b. Levi dice no leáis harut (grabado), sino hérut(libertad). Cf. David Banon: «La loi gravée est chemin de liberté», en La lecture infinie (Seuil, París 1987), p. 33, n. 2. Michael Wyschogrod: comunicación personal; véase también The Body o f Faith, God in the People Israel, Harper and Row, San Francisco 1989.

L ey y

sa b id u r ía t r ib a l

En mi opinión, el planteamiento dialéctico de Levenson enfoca la cuestión correctamente. Dígase lo que sea sobre los orígenes de la ley en Israel, el con­ cepto de «alianza» es central y tiene un carácter único en el próximo Oriente antiguo. Gerstenberger, como ya hemos observado, toma no obstante sus dis­ tancias con relación al paradigma del tratado hitita7. Recuerda que todo docu­ mento de tratado no es más que el resultado del acuerdo entre las partes, y que todo documento de este tipo lo redacta sólo una de las partes. Por consiguien­ te, no debemos considerar estos documentos aisladamente. El tratado expresa la dependencia y la obligación mutuas entre los socios, que se llaman a sí mismos «hermanos», incluso cuando la situación social de cada uno de ellos es distinta. Esa fraternidad se dirige contra un enemigo común: «Mi enemigo (amigo) es tu enemigo (amigo), y tu enemigo (amigo) es mi enemigo (amigo).» Las estipu­ laciones del tratado parecen establecerse por mor de «exigencias, deseos y obli­ gaciones particularizadoras dentro de la amistad establecida» (p. 42). Las frases condicionales superan notoriamente en número cualquier otra forma de expre­ sión (de rara ocurrencia). Apuntan a casos de emergencia y aportan soluciones para este tipo de posibilidades futuras. Deben, con todo, distinguirse de la ley casuística, que contemplaría retrospectivamente un crimen potencialmente come­ tido. Dicho de otra forma y para destacar lo más importante, las estipulaciones se imponen para proteger la alianza, que siempre va antes. No son «nada por derecho propio... llenan el vacío que hay entre el comienzo y el final de una alian­ za» (p. 46). En contraposición a este modelo, los enunciados apodícticos del Decálo­ go no son estipulaciones de la alianza8. En las estipulaciones de los tratados, no hay terceras personas u otros grupos (como el prójimo en el Decálogo). Los man­ damientos, por el contrario, están para corregir la conducta social. Se concen­ tran en la Biblia hebrea en unas pocas colecciones: Exodo 20, 7-17; 22, 17- 23, 9; Levítico 18-19; Deuteronomio 22, 1-12; 23, 1,16-26; 24, 8-22; 25, 13-159.

7. Erhard Gerstenberger, «Covenant and Commandment», en Jou rn a l o fB ib lica l Literature, (1965) 38-51. 8. Cf. D. J. McCarthy, Treaty a n d Covenant, p. 32s y 158s. Además, en Oíd Testament Cove­ nant: A Survey ofC u rren t O pinions (John Knox, Richmond), p. 57, escribe: «los orígenes de la ley apodíctica y, por lo mismo, del Decálogo deben buscarse en otra parte, no en los tratados». 9. Walter Harrelson se queja (en The Ten C om m andm ents a n d Human Rights, Fortress Press, Filadelfia 1980, p. 21) de que «Gestenberger ha subestimado el significado de los diez manda­ mientos como colección». Se trata, dice, de una lista única de diez mandamientos sin paralelo alguno en al antiguo Oriente próximo. Su crítica se dirige a la tesis principal de Gerstenberger según la cual el marco original de la ley israelita debe verse en la Sabiduría.

No tienen carácter cultual. Incluso en el caso de las exhortaciones centradas en el culto10, como por ejemplo Exodo 20, 2-6, el uso de la primera persona del sin­ gular para designar a Dios es secundario; tampoco son cultuales, sino que «refle­ jan la vida de los cuerpos civiles» (p. 48), cf. Éxodo 20, 7s; Levítico 19. Gerstenberger continúa negando que la ley apodíctica deba tener un esti­ lo unificado. Lo que es común a las leyes apodícticas es su estilo «prohibitivo», pero esto no es exclusivo de Israel y, además, no resulta adecuado para una cere­ monia cultual y de la alianza. Procede este autor a llenar el vacío que él mismo ha creado y argumenta a favor de una «ética tribal» (Sippenethos). «Los manda­ mientos apuntan a un orden dado al hombre, no creado por contrato... Los man­ damientos presuponen un orden social anterior a todo comienzo histórico y, por tanto, no es un tema de reflexión... [Con los mandamientos, el hombre] acep­ ta las reglas heredadas para su sociedad... universales e intemporales» (p. 49). En otras palabras, el marco original de la ley está en la sabiduría familiar y se refleja en la literatura sapiencial. Las exhortaciones éticas de Proverbios 3, 27-30 («No rehúses... No maquines... No litigues...») no son «leyes apodícticas», pero son, según el modelo común a todo el antiguo Oriente próximo, pres­ cripciones morales para proteger a la sociedad (cf. las enseñanzas de Amenemope y Ani, o las de Merikaré)11. «No sacerdotes ni profetas, sino padres, cabe­ zas de tribu, hombres sabios» las decretaron (p. 50). Algunas de estas prescripciones y prohibiciones recibieron un marco cultual secundario y fueron adoptadas como normas de la conducta social buena, exigida por las liturgias de iniciación. Pero esto no llegó a ser una condición general. «Sólo una muestra representati­ va de los mandamientos alcanzó esta condición» (p. 51). Por esta razón (pese a la opinión de Beyerlin reseñada anteriormente) no se observan bajo juramento o maldición. Los mandamientos se dan al hombre. Los juramentos, de hecho, contemplan una posible ruptura de la fidelidad, y por esto van acompañados de maldiciones. Gerstenberger escribe: «Los términos que expresan maldición o juramento pueden representar toda la relación de la alianza» (p. 45). En concordancia con Gerstenberger, Jacques Leclerq y Pierre Buis insisten en el paralelo existente con confesiones negativas de Mesopotamia y Egipto (cf. la segunda Tablilla Surpu y el Libro d e los m uertos 12512: «El Decálogo recu­ rre a toda la sabiduría oriental, en especial a la de Egipto, así como a las tradi­ ciones de los nómadas»)13.

10. Por ejemplo, la advertencia de que el uso impropio del Nombre pone en peligro a la comunidad entera. 11. James B. Pritchard (ed.), A ncient N ear Eastern Texts R elatin gto the O íd Testament, Princeton University Press, Princeton 1969, p. 34s. Citado de ahora en adelante como ANET. 12. Ibídem. 13. Pierre Buis y Jacques Leclercq, Le D eutéronom e, Gabalda Salutis, París 1963, p. 65.

Quizás debamos dar la última palabra a Moshe Weinfeld, para quien el uso en el Deuteronomio del tratado de vasallaje procede de sofisticados círculos ofi­ ciales, esto es, de escribas del entorno de Ezequías y Yosías, un ambiente didáctico-sapiencial. «Ellos liberaron la fe israelita de su carácter mítico, el culto religioso de su acento ritual y las leyes de la Torá de su carácter estrictamente legalista»14.

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a lia n z a

Pero debemos ir más allá. Todo cuanto precede concierne sólo a los oríge­ nes remotos de la Ley en Israel. No hemos arrojado luz alguna sobre la sorpren­ dente originalidad del Decálogo en el marco de la relación de alianza entre Dios e Israel. En primer lugar, la forma negativa de la mayoría de las Diez Palabras no las convierte en una «confesión negativa». La comparación que suele hacerse en­ tre el supuesto modelo egipcio y el Decálogo suena a veces como la que se hace entre manzanas y naranjas. Gerstenberger, por ejemplo, cita Isaías 33 y se remite a este texto, desde el versículo 13s, en apoyo de su teoría sobre la sabiduría, pero el versículo 8 habla específicamente de la alianza y sus estipulaciones. De forma parecida, no se refiere a Salmos 50, pese al evidente interés del salmo con relación a la «correcta» comprensión de la Ley y del sacrificio contra un trasfondo cul­ tual15. Es verdad que, de acuerdo con Harmut Gese, por ejemplo, Salmos 50 data del siglo IV a.C.'6, pero incluso como ejemplo tardío del cambio de lo sapiencial a lo cultual, la evolución en los marcos legales es importante. En el marco textual actual (Sitz im Wort), la relación entre Ley y alianza es inconfundible. Hay, por ejemplo, una asombrosa relación en los textos entre promesa y mandamiento. El mejor ejemplo lo ofrece la tierra prometida que requiere ser conquistada. En esta cuestión, incluso la sexualidad, de acuerdo con P, es cumplimiento de un man­ damiento divino que es a la vez promesa a la humanidad. Por esta razón Walther Zimmerli insiste en el «íntimo encuentro —dialéc­ tico- con “el Dios de Israel”, que es absolutamente único. Pero la solidaridad...

14. Moshe Weinfeld, «Deuteronomy: The Present State of Inquiry», en Jou rn a l o fB ib lica l Literature, 86 (1967) 262. 15. Gerhard von Rad, The Problem o f the H exateuch, p. 22-25, llama la atención sobre el claro paralelo que existe entre Salmos 50, 7 y Éxodo 20, 2 (cf. Salmos 50, 17: disciplina del socio en la alianza); Salmos 50, 17-20 y todo el Decálogo (v. 18 // Éxodo 20, 15, v. 18b // Éxo­ do 20, 14; v. 20 // Éxodo 20, 16). Véase también Salmos 81 (v. 8-9 // Éxodo 20, 3-4; v. 10 // Éxodo 20, 2). 16. Hartmut Gese, «Psalm 50 und das Altestestamentliche Gesetzesverstandnis», en Johannes Friedrich, Wolfgang Póhlmann y Peter Stuhlmacher (eds.), Rechtfertigung. Festschrift fu r Emst Kaseman, J.C.B. Mohr, Tubinga 1976, p. 52-77.

se basa en una llamada inequívoca a la obediencia concreta a los mandamientos de Yhwh»17. Zimmerli remite a Éxodo 34, 27s, donde se nos dice de un modo específico que el concepto de alianza se funda en las «[Diez] Palabras»; y tam­ bién a Josué 24, que muestra una clara asociación entre alianza y Ley. Zimmer­ li, por tanto, concluye que debe rechazarse la perspectiva de que «alianza y ley son fundamentalmente conceptos distintos (Gerstenberger)» (p. 55). «Josué les impuso hóq u-mispat, estatutos y normas (Josué 24, 25; cf. Éxodo 15, 25) al cul­ minar la conquista. Ahora bien, «todo don implica siempre un elemento de obli­ gación»18. La relación dialéctica de estos dos términos se confirma por el hecho de que la libertad es vista en el ámbito de una «alianza», berít, palabra que pue­ de significar también mandamiento, especialmente en los libros deuteronómicos (véase luego). «En una fase tardía de la redacción, el Decálogo de Éxodo 20, 2-17 fue deliberadamente puesto a la cabeza de los mandamientos», para que toda «responsabilidad» en Israel fuera una «respuesta» a Dios (p. 110). Como contraste, pero dentro de la misma perspectiva, «el Deuteronomio desplaza toda la proclamación de la ley del comienzo del período del desierto a su final», asociando de este modo la Ley con el don de la tierra. La Ley se hace así a las claras parte de las grandes bendiciones con que concluyen los tratados en el antiguo Oriente próximo. Un mandamiento supone promesas para el futu­ ro. La obra del deuteronomista ejemplifica este principio. Es una alternancia entre lo que Dios promete y cómo se cumple la promesa, combinando la gra­ cia de Dios con la obediencia de Israel19. Los modos verbales del Decálogo des­ tacan este punto. Están menos en imperativo que en indicativo, en la con­ fluencia de una promesa condicional y otra incondicional. La fidelidad de Israel a la alianza corresponde a la gracia de Dios. Cuando aparece esta correspon­ dencia, no se arruina, por así decir, el designio de la gracia divina y alcanza su objetivo. Por ello, «Tú no...» [dejarás de cumplir] es la garantía de que verda­ deramente «nosotros no...» [dejaremos de cumplir], siempre y cuando —como dice D—nosotros desempeñemos nuestra parte en la relación yo-tú que esta­ blece la alianza entre ambas partes. Desde esta perspectiva, el telos histórico es alcanzado no sólo por obra de Dios (la gracia) o la del hombre (cumplimiento), sino por la conjunción de ambas; pero esto es también manifestación de la gra­ cia divina. De aquí que el planteamiento de von Rad sea por lo menos en parte correc­ to. Dice: «A partir de este fundamento legal, [se desarrolló] una relación en cues-

17. Walther Zimmerli, O íd T estam ent T h eology in O utline, trad. por David E. Green, John Knox Press, Atlanta 1978, p. 53s. 18. Como dice Dietrich Bonhoffer: «Gabe ist Aufgabe» [el don es un deber], 19. Véase Robert Polzin, Moses a n d the D euteronomist, The Seabury Press, Nueva York 1980, pássim.

dones que atañen a su vida común»20. De este modo, alianza y Ley se relacionan tan íntimamente que, en el Deuteronomio y en el deuteronomista, «alianza», como dijimos antes, significa también mandamientos (von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, p. 147). Pero ahora es preciso especificar las «cuestiones que atañen a la vida común», y podemos ya discernir una estrecha relación entre Ley y relato en la conciencia de Israel. Lo cual dicta a Calum Carmichael el título de su libro21. Nos advierte este autor de que «las leyes tanto en el Deuteronomio como en el Decálogo surgen, no como una respuesta directa y práctica a las con­ diciones de vida y culto en el pasado de Israel, como casi universalmente se sostiene, sino de un escrutinio de los documentos históricos acerca de estas con­ diciones. El vínculo está entre ley y relato literario, no entre ley y vida real» (p. 17). Este vínculo, prosigue, no ha de sorprendernos. El Decálogo se incrusta en un relato, lo mismo que las leyes dadas a Noé (p. 18). El episodio de Jacob luchan­ do con el ángel termina con una norma dietética en Génesis 32, 32. La escuela deuteronómica responsable de las leyes deuteronómicas es también el redactor de la historia deuteronómica; y así sucesivamente. La importancia de la tesis de Carmichael reside en su énfasis puesto en el carácter literario de la relación entre dos géneros literarios, el narrativo y el prescriptivo. Así se respeta el Sitz im Wort. Y así también se respeta la intertextualidad entre decir y mandar (cf. Génesis 1, 3,28; 2, 16, etc.). Quisiera sólo insis­ tir en el carácter mutuo de esta relación. No hay sólo un movimiento unidireccional del género narrativo al prescriptivo. El relato no aporta sólo una trasfondo histórico (arqueológico), que muestra las aplicaciones de la Ley como praxis histórica; apunta también a una teleología, por cuanto la Ley está rodea­ da por todos lados por el proceso orientado de la relación entre Dios y el hom­ bre. Este punto será decisivo en la última parte de este estudio. Esto significa que, aunque universalmente la ley es por definición atemporal, aquí paradóji­ camente deja atrás su atemporalidad y se vuelve opción histórica. El relato remi­ te a los lectores a lo prescriptivo y lo prescriptivo los envía de nuevo a lo narra­ tivo. En esta especie de juego de pimpón, el relato ejemplifica la norma y la norma eleva el precepto al nivel de paradigma. No sólo hay en los textos canó­ nicos de la Biblia una proximidad física entre ambos géneros, sino que la críti­ ca literaria atribuye a las mismas fuentes literarias, J, E, D, P, tanto los docu­ mentos legales como los relatos.

20. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper and Row, Nueva York 1962, p. 130. «Todo lo que no puede remitirse a una relación interhuma­ na representa, no la forma superior, sino la perennemente primitiva de la religión»: Emmanuel Lévinas, Totalité et Infini, Martinus Nijhoff, La Haya 1968, p. 52. 21. Calum Carmichael, Law a n d N arrative in the B ible: The E vidence o ft h e D euteronom ic Laws a n d the D ecalogue, Cornell University Press, Ithaca 1985.

Pero debe quedar dicho, con Carmichael, que primero es el relato. La éti­ ca precede a la Ley; primero es el mandamiento, luego la ley. Esta última no care­ ce nunca de fundación histórico-existencial. Tórdh quiere decir orientación, esti­ lo de vida, educación, «pedagogía» (cf. el uso que Pablo hace del término en Gálatas 3, 24s). Como tal, la ley es interpretación y es susceptible de cambiar por interpretación. Como dice Mieke Bal, «la ley ...[es una] institución paradó­ jica ... sujeta a interpretación por sujetos q u e están sujetos a ella... Representa los actos performativos de interdicción (de la transgresión) y de promesa (de intersubjetividad social), orientados al futuro; representa también el acto constatativo de con sign ar (la transgresión en el pasado)»22. Podemos también suscribir la opinión de Moses Mendelssohn acerca de que el Estado instituye leyes, mien­ tras que la religión expresa mandamientos, por cuanto le interesa la interioridad y el pensamiento. Pero nadie ha expresado con mayor claridad la diferencia entre mandamiento y ley que Franz Rosenzweig, cuando dice: «El judaismo no es ley; crea ley, pero no se identifica con ella; el judaismo consiste en ser judío»23. Por ello, dice Rosenzweig, «la ley tiene que vérselas con el tiempo, con un futuro, con la duración. El mandamiento sólo sabe de momentos»24. Y en otra parte pro­ sigue diciendo: «Dios no es dador de leyes; sino de mandamientos. Sólo por la manera como los observa, cambia el hombre en su inercia los mandamientos en Ley, en un sistema legal con parágrafos»25. El proyecto esencial de la fe judía no es el cumplimiento de los 613 mandamientos que los rabinos computaron en toda la Escritura. «Por tanto, sea mucho o poco o quizás nada lo hecho, poco importa ante un único precepto inevitable, el de que todo lo que se haga vendrá de este poder interno [de lo divino]. Así como el conocimiento de todo lo cono­ cible no es todavía sabiduría, tampoco hacer todo lo factible es aún acción. La acción surge en el límite de lo meramente factible, donde la voz del mandamiento hace que salte la chispa del “debo” al “puedo hacerlo”»26. Ronald Miller lo dice

22. Mieke Bal, L ethal Love: F em inist Literary R eadings o fB ib lica l Love Stories, Indiana University Press, Bloomington 1987, p. 79. La autora prosigue diciendo que, en la ley, «no hay presente, el sujeto está solo». Contrastaremos esto con lo que sigue con relación a Franz Rosenz­ weig. 23. Franz Rosenzweig, B riefe u n d Tagebiicher, ed. por Edith Rosenzweig y Ernst Simón, Schocken, Berlín 1935, vol. 1, p. 762. 24. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por W. W. Hallo, Beacon Press, Bos­ ton 1972, p. 177. 25. Franz Rosenzweig, On Jew ish L earning, ed. por Nathan Glatzer, Schocken, Nueva York 1965, p. 166. 26. Ibídem, p. 86. Ronald H. Miller, D ialogue a n d D isagreement. Franz R osenzweigs Releva nce to C ontem porary Jew ish-C hristian Understanding, University Press of America, Lanham, MD 1989, p. 17, dice juiciosamente: «Pero, con todo, así como la información almacenada puede abrir la puerta de la sabiduría, así también la profusión de la observancia judía puede ser el comienzo de una vida de fe».

de esta manera. «El enunciado legal que se interpreta en tercera persona (“se le prohíbe a...”) puede transformarse en la realidad dialógica del mandamiento (“has de...”)27-

L ey y

c ó d ig o s

Contra este trasfondo, una comparación con los sumamente desarrollados sistemas legales de las naciones vecinas -tan breve como pueda ser esta compa­ ración en este estudio parcial- deja bien claro que la ley bíblica no es un códi­ go legal, si este término implica generalidad y sistematización. Especialmente intensa fue la influencia legal de Mesopotamia sobre el conjunto del antiguo Oriente próximo; se prolongó durante unos dos mil años, por lo que es com­ parable con la influencia que tuvo el derecho romano en el mundo occidental. Existen paralelos entre los tipos de legislación mesopotámica e israelita, pero la diferencia de espíritu es aún más sorprendente. En el famoso código de Hamurabi, por ejemplo, la aplicación de la ley varía con las clases sociales. Pero es espe­ cialmente en el ámbito del castigo donde se aprecia una enorme distancia entre ambas concepciones de la justicia. Según las provisiones penales de los asirios, la muerte de un hijo se castiga con la muerte del hijo del homicida, práctica que contrasta con su expresa prohibición entre los israelitas (cf. Deuteronomio 24, 16). Debe subrayarse también a este respecto, en Mesopotamia, la mutilación del cuerpo, la falta de interés por el menos favorecido en la sociedad o la pena capital por violación del derecho de propiedad. «La vida humana es barata, pero la propiedad vale mucho», dice Nahum Sarna28. En cambio, laTorá nunca impo­ ne la muerte por este tipo de crímenes. Para ella, es de máxima importancia el carácter sagrado de la vida humana. Esto llevó a Sarna a una caracterización de lo que enfáticamente denomi­ na innovaciones israelitas29. Primero, no hay, fuera de Israel, alianza alguna entre Dios y un pueblo entero. Segundo, la alianza se encarna en un relato que le da sentido y es inseparable de ella. Tercero, la aplicabilidad del Decálogo es uni­ versal, para nada condicionada a consideraciones temporales. Cuarto, y quizás sea esto lo más importante, «este panorama contrasta fuertemente con la situa­ ción del mundo antiguo, donde los legisladores son reyes, príncipes y sabios. El rey y el Estado son el origen de la ley, su sanción y la autoridad que le da respaldo.» A esto hay que añadir que, aunque los dioses quieren que la huma­

27. Ibídem, p. 67. 28. En estas explicaciones me siento en deuda con Nahum M. Sarna, H eritage o fB ib lica l Israel Schocken, Nueva York 1986. 29. Ibídem, p. 140s.

ExploringExodus: The

nidad tenga buenas leyes, «no se les concibe exigiendo comportarse de acuerdo con las leyes morales» (p. 141). En Israel, por el contrario, hay la convicción fundamental de que la Ley es voluntad de Dios y norma de Dios, no de cara a una justicia humana, sino a una divina. La Ley es un reflejo del ser de Dios. Por esta razón los preceptos del Decá­ logo son incondicionados y apodícticos. «La motivación para observar la ley no es el miedo al castigo, sino el deseo de conformarse a la voluntad de Dios. El Decálogo se convierte así en un código que se autoimpone... no en una ame­ naza de castigo que se impone por el poder coercitivo del Estado... Esto expli­ ca la total ausencia, en los Diez Mandamientos, de castigos específicos para la violación de los mandatos y prohibiciones particulares». En consecuencia, sur­ ge la necesidad del «asentimiento unánime y popular» antes de que la ley pueda ponerse por escrito; luego, el documento es leído otra vez al pueblo30. «El texto escrito se convierte en lo sucesivo en la encarnación permanente de la alianza y de sus estipulaciones para generaciones futuras»31. Finalmente, el carácter específico de la Torá está en su misma esencia, pues en ella se entretejen lo «religioso» y lo «social», formando ambos una entidad que excluye cualquier dicotomía y rechaza el planteamiento atomístico de la vida propio del antiguo Oriente próximo. En los alrededores de Israel, es caracterís­ tico asignar responsabilidades humanas a ámbitos diversos regulados por nor­ mas discretas. Así, las obligaciones civiles pertenecen al dominio de la ley —un cuerpo de prescripciones estrictamente secular; los preceptos morales pertene­ cen al dominio de la sabiduría, y las responsabilidades cultuales al dominio de los manuales sacerdotales. Israel, por el contrario, entiende la existencia huma­ na como un todo, en el que no hay división de compartimentos. El amor de Dios se refleja en el amor al prójimo (Levítico 19, 18,32,34). «Religión» y «éti­ ca» se implican mutuamente, aunque la primera es anterior a la segunda, al igual como el hombre primero se siente responsable ante Dios y luego se siente res­ ponsable ante los demás seres humanos y el resto de criaturas32. Por esto la Ley israelita no pretende agotar todos los aspectos legales de la vida. Ninguna colección de la Biblia proclama ser un «código legal». Se echa en falta un procedimiento legal para muchas esferas vitales. Además, aunque hay un gran número de verdaderos juicios, no se corresponden éstos a menudo con lo que los «códigos» prescriben. «Lo más decisivo es el hecho de que ni un solo registro judicial, que haya llegado hasta nosotros, cita nunca o remite a la colección regia por su nombre de algún modo o manera», dice Dale Patrick, quien insiste, en consecuencia, en el carácter «no escrito» de la Torá, durante el 30. Volvemos así al planteamiento de Rolf Knierim, con el que comencé este ensayo. 31. Sarna, Exploring Exodus, p. 141, 142, 175. 32. Cuestión que se demostrará crucial en ulteriores desarrollos de este ensayo.

período de su formación33. Esto quiere decir que los códigos no son «prescrip­ ciones con fuerza legal, sino declaraciones de la voluntad justa y recta de Dios». Su intención es «inculcar los valores, principios, conceptos y procedimientos de la tradición legal de Israel, no decretar normas específicas para casos concretos»34. De esto se trata en el razonamiento legal de las hijas de Selofjad en Números 27, o en el modo como se asegura el perdón Absalón en 2 Samuel 14 (el rey decre­ ta una norma que va contra todas las leyes sobre homicidios en el Antiguo Tes­ tamento; cf. Números 35, 31,33). De modo parecido, la promesa hecha a Rajab en Josué 2 es contraria a las normas de la guerra santa de Deuteronomio 20, 1518 (cf. 7, 1-5). El mismo juicio se aplica al expolio de Ay en Josué 8, 2. Josué recurre a la epieikeia, a la interpretación moderada e indulgente, y se refrena para no aplicar la ley en todo su vigor -como observa R. Polzin35. Por encima de la letra de la Ley36, hay un h esed w e’-em et en las palabras de los espías a Rajab (que representa a las naciones) en Josué 2, 14. Esta «continua reinterpretación de la ley de Moisés» es la manera como el deuteronomista se «apropia de la ley»37.

E l D e c á lo g o

La m ise au p o in t q u e precede es particularmente importante para com­ prender por qué los profetas del siglo v i i i censuran a Israel tomando como base la Ley no escrita (véase, por ejemplo, Miqueas 6, 8). Amos, otro de los pro­ fetas del siglo VIII, critica duramente a las naciones que rodean a Israel por el mismo motivo. Esta noción de ley, sin embargo, se aplica mejor a uno de sus tipos, a saber a la apodíctica. Me refiero a la clásica división de las leyes israelitas, según Albrecht 33. Dale Patrick, O íd Testamenta Jolyi Knox, Atlanta 1985, p. 69. 34. Ibídem, p. 190. Continúa: «Los libros legales buscaban no la aplicación judicial, sino la instrucción en valores, principios, conceptos y procedimientos de la ley divina no escrita... [son] homilías morales a modo de discursos persuasivos». Son «ejercicios de pensamiento legal» (p. 198, 200). 35. Robert Polzin, M oses a n d the D euteronom ist, véase p. 83 (donde, dicho sea de paso, la palabra epieikeia está mal escrita). 36. Luego mencionaré la noción talmúdica de liphnim m i-surat ha-din, que, hasta cierto punto, puede entenderse como «más allá de la letra de la ley». 37. Polzin, M oses a n d the D euteronomist, p. 208. Harrelson añade: «Según Deuteronomio 4, Dios dio los mandamientos oralmente a Moisés, de modo que son “esencialmente orales, habla­ dos... Eran palabras que mantenían todavía, en ellas y en lo que las envolvía, el calor del aliento divino» {The Ten C om m andm ents, p. 159-160). Werner Schmidt llama a los mandamientos nor­ mas para el ejercicio de la justicia ( Oíd Testament Introduction, trad. por Matthew J. O’Connell, Crossroad, Nueva York 1990, p. 114). N. M. Sarna corrobora también la existencia de leyes no escritas, oralmente transmitidas; de forma que las colecciones jurídicas en la Torá son «registros de enmiendas, suplementos o anulaciones» (Exploring Exodus, p. 171).

Alt, en casuísticas y apodícticas. Las leyes casuísticas se caracterizan por su esti­ lo impersonal (como indica el empleo que hacen de la tercera persona); no mues­ tran ninguna preocupación por lo que es moralmente justo o malo. Su estruc­ tura es típica; consiste en unaprótasis («si...», o «en el supuesto de que...») seguida de una apódosis (consecuencias legales). El Sitz im Leben de estas leyes jurispru­ denciales debe buscarse en Canaán y en el antiguo Oriente próximo en general. Las leyes apodícticas son incondicionales y axiomáticas; su aplicación no requie­ re ninguna consignación previa de una condición. «No matarás», nunca y en ninguna circunstancia. Su Sitz im Leben lo encuentra Alt fundado en la asam­ blea periódica de las tribus para renovar la alianza38. Pero los orígenes cultuales, que Alt acuerda a las prescripciones apodícticas, no dejaron de ser puestos en cuestión, como se muestra en nuestra discusión sobre la postura de Gersten­ berger. También la opinión de Alt acerca de que las leyes apodícticas israelitas tenían un carácter único y original en el antiguo Oriente próximo y eran, por ello, independientes del entorno de Israel se ha mostrado incorrecta. George E. Mendenhall, por ejemplo, ha mostrado paralelos hititas con la estructura y el carácter del Decálogo. Tanto en el Decálogo (de Éxodo 20 y Deuteronomio 5) como en los códigos hititas, sostiene, el rey/dios pronuncia su nombre y sus títu­ los y prosigue con todos o con parte de los tratados clásicos de alianza en seis partes del antiguo Oriente próximo. Esto, por cierto, permite a Mendenhall ante­ datar el origen del Decálogo. Mientras que Alt y Martin Noth rehusaron darle una autoría mosaica, Mendenhall afirma que sus principios hay que remontar­ los hasta Moisés. La forma de tratado hitita, tanto en la variante de vasallaje como en la paritaria, apareció por primera vez en el siglo XVIII antes de nuestra era, mucho antes de la época de Moisés39. Podemos, sin embargo, preguntarnos si la estructura es fundamento sufi­ ciente para emitir un juicio sobre la época y la naturaleza del Decálogo. Como 38. Albrecht Alt, D ie Ursprünge des israelitischen Rechts (1934), reimpreso en K leine Schriften zur G eschichte des Volkes Israel, vol. 1, C. H. Beck, Munich 1953, p. 278-332. Leyes casuísti­ cas las hay en Éxodo 20, 22 - 23, 19; Levítico 17-26. Las leyes apodícticas (cf. Exodo 20, 2-7; Deuteronomio 5, 27) tienen sus amarres en la fiesta de Sucot y en la renovación de la alianza. Los levitas las proclaman en voz alta y el pueblo responde «amén». Otros textos apodícticos son Éxo­ do 21, 12, 15-17; 22, 18-19; 31, 14s (más sentencias desparramadas en el Levítico; cf. Levítico 18, 7-18, donde se usa la segunda persona del singular. Lo mismo en Exodo 22, 17,21,27; 23, 1-3,6-9; cf. Levítico 19, 15s). El mismo Sitz im Leben de la fiesta de Sucot vale para el Decálogo (su introducción hímnica corresponde a una fiesta). Sucot se celebró primero en Sikem (cf. Deuteronomio 27; Josué 24). Más tarde, Sucot se convirtió en la celebración de año nuevo, sir­ viendo así de puente entre el pasado y la nueva realidad. Leyendo en voz alta las leyes apodícticas, «la comunidad vuelve a su existencia original e ideal» (Alt, G eschichte des Volkes Israel, 1, p. 328). Véase Salmos 81. 39. Cf. George E. Mendenhall, «Ancient Oriental and Biblical Law», en B iblical A rcheologist, 17 (1954) 26-46, 49-76; Law a n d C ovenant in Israel a n d the A ncient N ear East, The Bibli­ cal Colloquium, Pittsburgh 1955.

la forma apodíctica de leyes se encuentra en otras partes del antiguo Oriente pró­ ximo, probablemente es preferible centrar nuestra atención en su contenido y ver cómo éste delinea la identidad del Decálogo. Su insistencia en la exclusivi­ dad de la relación entre Dios y el pueblo es manifiesta. En esto estriba, dice Rudolph Kilian, la verdadera originalidad del código israelita, que no tiene para­ lelo alguno en ninguna otra parte del antiguo Oriente próximo40. Esto, podría argiiirse, no es ajeno a la celebración cultual de la intimidad que existe entre Yhwh e Israel (con exclusión de otros grupos y naciones). Pero esto representa probablemente sólo una fase en la trayectoria del Decálogo: es posible que haya habido más cambios evolutivos. Ya Alt tuvo que hacer una distinción entre el marco original del Decálogo (que a su entender era cultual) y su reelabora­ ción, que en última instancia dejó de lado la estructura métrica original y le dio una nueva forma, no cultual41. Según Alt, la partícula simple negativa aña­ dida a un predicado se diseñó para darle al Decálogo el alcance y aplicación lo más amplios posible y la más absoluta fuerza moral42. Alcance, sin embargo, no es lo mismo que comprensión. Von Rad insiste acertadamente en la orientación general del Decálogo. Se dirige al pueblo en general y señala una dirección para sus vidas43. No es una ley (un ancho campo de acción queda sin regular), y nunca recibe este nombre (son las «Diez Pala­ bras» en Éxodo 34, 28; Deuteronomio 4, 13; 10,4). Es efectivo sólo en las situa­ ciones marginales más extremas (muerte, idolatría, adulterio). Se contenta con establecer «postes indicadores a los lados de una amplia esfera de la vida que ha de tener en cuenta quien pertenezca a Yhwh»44. No es condición para la alianza, pero llega después de establecida la alianza45. Desde este punto de vista, se entiende que el mandamiento sea prom esa4Ú. Es así porque no hay en absoluto arbitrariedad en quien manda y en lo man­ dado. El mandamiento es una expresión de amor, por cuanto anuncia compasi­ vamente cuanto constituye un obstáculo para el cumplimiento de la alianza, y de ahí su forma negativa. Por esto cuando Josué circuncidó «por segunda vez»

40. Rudolph Kilian, Literaturkritische u n d form gesch itlich e U ntersuchung des H eiligkeitsgesetzes, Peter Hanstein, Bonn 1963. 41. Albrecht Alt, Essays on Oíd Testament History a n d Religión, trad. por R. A. Wilson, Doubleday, Garden City 1967, p. 151-153. 42. Ibídem, p. 157. 43. G. von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, p. 193-195. 44. Ibídem, p. 194. 45. G. von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, p. 24. 46. Como dice Klaus Koch, «en hebreo, la construcción [de la partícula que precede siempre a un verbo en imperfecto] equivale a una proposición en futuro indicativo: “No harás esto o aquello”» ( The Grou>th o fth e B ihlical Tradition: The Form-C riticalM ethod, trad. por S. M. Lupitt, Charles Scribner’s Sons, Nueva York 1969, p. 9).

a Israel, Dios declaró: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué 5, 9b; cf. Deuteronomio 9, 28: la gracia de Dios). Toda la historia del deuteronomista se construye sobre la estructura anticipación-confirmación. El cum­ plimiento descrito es de los «enunciados prescriptivos, predictivos o prefigurativos del texto»47. A este respecto, es de suma importancia enfatizar de nuevo el marco contextual del Decálogo. Así como la revelación del Nombre en Éxodo 3 debe leer­ se dentro del marco de la Botenspruch [misión] de Moisés48, también aquí el Decá­ logo es puesto deliberadamente por la tradición en un contexto de automanifestación/revelación divina. Lo que Dios es y su misma voluntad son la misma cosa sin distinción alguna. El prólogo de la autorrevelación divina del Decálogo es «recapitulación y sumario de... la revelación en Éxodo 6, 2 (cf. 3, 14) del nombre de Dios a Moisés»49. Brevard Childs traza la trayectoria del texto del modo siguiente: [El prólogo] remite a esta historia de redención, pero apunta también a un nuevo estadio en la relación entre Dios y su pueblo... En el acto de crear un pueblo para sí, historia y ley no son aspectos antagónicos, sino diferentes de un solo y mismo acto de automanisfestación divina50. Historia y ley establecen un derecho divino sobre Israel: «Yo soy el Señor tu Dios, porque te saqué de Egipto». Entendiéndolo así, la traducción francesa (Traduction O ecum énique d e la Bible) aporta el mérito añadido (en nota al pie de página) de acentuar el vínculo entre Éxodo 3, 14 y 20, 2. En esta perspecti­ va, se entiende mejor por qué el Decálogo no está en modo imperativo, «haz ... no hagas..». Hay aquí un invitación a recordar cuán bueno ha sido Dios y es para con su pueblo. Luego, coherentemente con tanta benevolencia histórica de su parte, se describe, a la manera de un «por tanto» y con las «Diez Palabras», el modo como ve Dios a un Israel que cumple. A los ojos de Dios, el suyo e s e 1 pueblo que no tiene otro Dios que él, que honra el Sabbat, no roba, no codi­ cia, etc. Porque el tiempo verbal fundamental en el Decálogo es el presente indi­ cativo, y la negación -que precede las más de las veces las Diez Palabras—no introduce una prohibición Cal), sino un enunciado ordinario en indicativo (lo). A Israel se le impone una tarea de honor, no una enorme orden que cumplir. Noblesse oblige. La comprobación de que Dios ve a su pueblo puro y sin man­ cha, carga sobre éste el pesado fardo de responder a las expectativas divinas y de acomodarse a la imagen que Dios amoroso se ha hecho de él. Como dice Wer-

47. 48. 49. 50.

Polzin, M oses a n d the D euteronomist, p. 105. Véase mi ensayo «La revelación de las revelaciones», en este mismo volumen. Brevard S. Childs, The Book ofExodus, Westminster, Filadelfia 1974, p. 401. Ibídem, p. 401, 402.

ner Schmidt, «al estar en su mayor parte formulados en forma negativa [los man­ damientos], ni siquiera pueden describir la relación de la humanidad con Dios, sólo afirmar los límites cuya transgresión supondría romper esta relación»51. Frank Michaéli, añade: «Podríamos casi traducir por fórmulas del tipo de «no podéis ya [tener otro dioses delante de mí]...» 52. Se dice a menudo que el Decálogo original estaba íntegramente redacta­ do en forma negativa. Pero Childs observa que «la yuxtaposición de leyes posi­ tivas y negativas en una serie es un rasgo característico de todas las leyes del Anti­ guo Testamento (cf. Éxodo 34, l4s; Levítico 19, l4s; Deuteronomio 14, 1 ls)... [Ni siquiera hay pruebas de] la prioridad histórica de la negativa»53. Lo mismo dice del cambio de persona (en el Decálogo, de la primera persona a la tercera, a partir del versículo 7. Cf. Éxodo 34, 19,23; 22, 26,27; Levítico 19, 5,8,12,19). El destinatario está siempre en segunda persona del singular (en contraste con la mayoría de series que presentan una alternancia de singular y plural [véase Éxodo 34; Levítico 19]). Por ello, Childs reacciona contra la afirmación de von Rad (y de W. Schmidt), según la cual el Decálogo «traza los límites exter­ nos de la alianza». El Decálogo aporta también «contenido positivo para la vida en el seno de la alianza» (p. 398)54. Comulgo con esta postura de Childs sólo en la medida en que, efectivamente, el objetivo del Decálogo no es la cre­ ación por parte de Dios de un «socio humano “estático”, cuya esperada respuesta fuera abstenerse de hacer esto o aquello. La negatividad de los mandamientos no es predicativa, sino diferencial, en oposición a otros valores o significados55. La negación que precede a la expresión de la voluntad divina deja un margen de imprecisión de sentido o de alcance, que justamente deja en pie la libertad huma­ na56. Antes de que se le diga a Israel qué ha de hacer, se le dice qué ha de ser, o incluso aquello que de hecho es: un pueblo libre. «Ha sido sacado de la tierra de Egipto, de la casa de los esclavos». Algunos críticos han sido particularmente sen­ sibles a este punto crucial; Josef Schreiner, por ejemplo, dice que «la humanidad del Antiguo Testamento recibe la llamada a la libertad y a la vida ordenada, a

51. Schmidt, O íd Testament Introduction, p. 115. 52. Frank Michaéli, Le livre d e l ’Exode, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1984, p. 223. 53. Childs, Exodus, p. 394. 54. De modo parecido, Ezequiel 18, 5-8 elenca doce buenas acciones, siete en forma nega­ tiva y cinco en positiva. 55. Los lingüistas verán aquí un paralelo estricto con los conceptos tal como los entiende Ferdinand de Saussure. Dice éste: «Su más exacta característica es ser lo que los otros no son» ( Cur­ so d e lingüística general, Losada, Buenos Aires 1945, cap. IV, § 2, p. 199). 56. Véase el desarrollo verdaderamente interesante de Pablo en 1 Corintios 15, donde cons­ tantemente usa formas como «no se parece a...» para decribir un estado de resurrección que en realidad no puede ser descrito por otro tipo de precisión, sino sólo contrapuesto a lo que sabemos a través de nuestra experiencia limitada de la realidad.

la responsabilidad ante Dios»57. Ya he citado anteriormente la expresión de Bonhóffer, Gabe istA ufgabe [un don es un deber]. No es que esa responsabilidad fue­ ra un precio a pagar por el don de Dios (dejaría de ser un don), sino que aquí libertad no es permiso, es mandamiento. Como dijo en una ocasión Maimónides: «Se nos ha mandado ser libres». Se trata de un mandamiento porque la liber­ tad no consiste en seguir nuestros deseos naturales, sino en trascenderlos58. La libertad no es estática, sino fruto del esfuerzo, resultado de un trabajo. A mis estudiantes les digo con frecuencia que no hay mejor manera de comprender el don de la ley dado por Dios a su pueblo que lo que el Evangelio dice de Jesús cuando cura al paralítico: El don de la curación está enteramente en la orden «¡Levántate, toma tu camilla y anda!»59. La libertad humana, por tanto, debe dise­ ñarla Dios, que es quien entrega las «Diez Palabras» en presente de indicativo, en futuro y en imperativo. Por esto las Escrituras son poco tolerantes ante aque­ llos que rechazan ver lo obvio. Todo aquel que hace caso omiso del programa de libertad de la Torá escoge la muerte (Deuteronomio 30, 15,19)60. Patrick Miller tiene, por ello, razón cuando advierte del peligro de una cierta comprensión anomística, que a veces prevalece en el movimiento llamado «teología de la libera­ ción». Una vez que Israel ha sido liberado, ha de obedecer a la ley61. El orden de las proposiciones es importante. Primero está la libertad, lue­ go la respuesta obediente a la liberación. Como pasa con el acontecimiento del reconocimiento, del que habla Zimmerli con elocuencia, que no puede sino seguir al acto de Yhwh, tampoco el mandamiento (de reconocer) es nunca lo pri­ mero. Hay aquí un interesante paralelo con la parénesis deuteronómica. Sólo a partir de la intervención de Yhwh, es invitado el pueblo a confesar que él es Dios y a vivir de acuerdo con esta realidad. El imperativo es un componente inme­ 57. «El hombre del Antiguo Testamento es llamado a ser libre por los Diez Mandamientos, a dar forma a su vida y a corresponder a Dios». Véase Josef Schreiner, D ie zehn G ebote im Leben des Gottesvolkes, Kósel, Munich 1966, p. 44. 58. Harmut Gese, hablando de la ley en el libro de Ezequiel, dice: «El culto corresponde a una realidad trascendental. Así como el Sabbate.s el Sabbat de Dios... así también todo el culto refleja las imágenes primevas trascendentales (tabnit, Exodo 25, 9,40; 26, 30 P). La ley misma «es la fiindamentación trascendental de la vida en acciones simbólicas. La realidad trascendental pue­ de proyectarse en la realidad humana» (Essays in B iblical T heology, p. 73). 59. Marcos 2, 9 y paralelos. 60. Jacob Neusner escribe: «Cuando pensamos en Moisés que rompió las tablas de los diez mandamientos, cuando pensamos en Cristo crucificado, usted y yo nos damos cuenta de la única manera como la revelación -la Torá- puede llegar hasta nosotros: como un desafío a lo que somos». En Andew M. Greely y Jacob Neusner, The B ible a n d Us, Warner Books , Nueva York 1990, p. 47-48. 61. Patrick Miller, D euteronomy, John Knox, Atlanta 1990, p. 75. Cf. W. Keszler, «Die literarische, historische und theologische Problematik des Dekalogs», en Vetus Testamentum, 7 (1959) 1-16. «Dios considera la vida de Israel como un todo y exige total obediencia en el culto, los ritos y el ethos» (ibídem, p. 14).

diato de la invitación, porque «la falta de reconocimiento es lo mismo que des­ obediencia»62. El modo indicativo en la fórmula de invitación al reconocimien­ to («sabréis») acentúa la soberana intención divina. Pero, añade Zimmerli, el indi­ cativo aquí y en cualquier parte incluye también una pizca de imperativo. La fórmula de reconocimiento en el Decálogo es un caso que deja esto claro; en D, la fórmula de reconocimiento «incluye guardar los mandamientos» (cf. 4, 39s). La fórmula «ellos sabrán que yo soy Yhwh» implica que están obligados; es tanto un imperativo como un reconocimiento de la libertad humana. «En un sentido fundamental, claro está, ambos elementos están siempre contenidos en un pronunciamiento profético»63.

«N O MATARÁS»

Llegados a este punto, quisiera volver a un ejemplo tomado de las «Diez Palabras», a saber, el mandamiento de no matar. Esta selección es deliberada. Corresponde a un grave problema que surge inmediatamente luego que se ha expresado la prohibición. Como apodíctica que es, parecería que esta prohibi­ ción vale y obliga en todo tiempo y bajo cualquier circunstancia. Como hemos visto antes al considerar la forma apodíctica del Decálogo, esta forma de ley indi­ ca incondicionalidad y absolutidad. Pero es obvio que el Israel histórico no se sintió vinculado a esta formulación en este mismo sentido. Israel emprendió gue­ rras; también parece que practicó la pena capital (cf. Éxodo 21, 15,17; 22, 18s; Levítico 20; 24, 17; etc.). Por estos dos aspectos por lo menos, la prohibición no fue ciertamente entendida en el sentido llano y radical que supone «no mata­ rás». Además, una de las más sorprendentes tradiciones de relatos de Israel nos habla de la decisión de Abraham, «el padre de los creyentes», de sacrificar a su hijo sobre el altar por habérselo pedido Dios. Este último texto nos servirá en lo que sigue como prueba de fuego de la extensión y significado de la Torá en el antiguo Israel. Pero, antes de atender a este texto, hay que decir algo más acer­ ca del alcance filológico de Éxodo 20, 13 (= Deuteronomio 5, 17). El verbo usado en la prohibición es razah, que en la forma «piel» (inten­ siva) significa «asesinar». Aquí, sin embargo, el verbo está en forma «qal» (sim­ ple), por lo que incluiría también el homicidio no intencionado y accidental (cf. Números 35; Deuteronomio 4, 41-43; Josué 20, 3; etc.), si no fuera porque, como dice Dale Patrick, «no tiene sentido prohibir accidentes»64. Razah, apare­

62. Walther Zimmerli, «Knowledge of God according to the Book of Ezekiel», en IA m Yahweh, trad. por Douglas W. Stott, John Knox, Atlanta 1982, p. 71. 63. Ibídem, p. 52 y 37. 64. Patrick, O íd Testament Law, p. 53.

ce con relativa escasa frecuencia, unas cuarenta y seis veces, en especial en el con­ texto de un enemigo personal. Se usa sólo una vez para la pena capital (Núme­ ros 35, 30). Como por lo general abarca también la muerte accidental, los docu­ mentos deuteronómicos y sacerdotales mencionan lugares de refugio para alguien culpable de razah, (Deuteronomio 4, 41-43; 19, 1-13; Números 35; Josué 2021)65. Parece, por tanto, que deberíamos seguir la corriente de los expertos moder­ nos, como Ludwig Kóhler, y ver con ellos en el mandamiento una condena de un uso abusivo de la ley que implique la muerte de la parte culpable66. En un ámbito más amplio, J. J. Stamm sugiere que razah se. usa «cuando se trata de la muerte o del asesinato de un adversario personal»67. De aquí que sea un acto anti­ social (en contraste con h a ra gy hém ith, otros términos frecuentes también que se traducen como «matar»). Como, por otro lado, la gran mayoría de casos se refieren a la venganza de la sangre, Henning Graf Reventlow cree que la prohi­ bición contempla tanto la muerte inicial como la represalia68. La ley pondría un límite a la vendetta. Pero, siguiendo a Childs, parece que deberíamos ampliar la definición hasta abarcar el hecho de matar «por enemistad, engaño u odio» (= asesinato). Más tarde, entre los profetas y los sabios, el verbo describe la vio­ lencia intencional y malévola (Isaías 1,21; Oseas 6, 9; Job 24, 14; Proverbios 22, 13, Salmos 94, 6). Es ésta la perspectiva que contempla el Decálogo en su forma actual69. Aunque la división del Decálogo en dos tablas sea problemática (Childs dice que esto no ocurrió en Éxodo 20, sino en Éxodo 34 y Deuteronomio 5; vé­ ase su Exodus, p. 395), este sexto mandamiento —primero en la serie de la «segun­ 65. Cf. Johann J. Stamm, «Sprachliche Erwagungen zum Gebot: Du sollst nicht tóten», en Theologische Zeitung, (1945) 81-90. Las ciudades de refugio constituyen «el único tratamiento legal del asesinato en la ley deuteronómica» (Patrick, Oíd Testament Law, p. 123). Estas ciudades

se nombran en varios textos: Números 35, 9-28 (Números 35, 16-23 describe casos de asesinato intencional y no intencional); Deuteronomio 4, 41-43; Josué 20, 1-6,9. O bien los jueces de la ciudad de asilo celebraban un juicio para mantener al culpable en la ciudad o devolverlo para que fuera ejecutado, o bien los jueces de la ciudad en la que ocurrió el crimen juzgaban de nuevo al criminal. La condena requería dos o más testigos, «las pruebas jugaban un papel mucho más secun­ dario» (cf. Patrick, Oíd Testament Law, p. 125). Las maquinaciones se neutralizan posiblemente con testigos cualificados (quizás Éxodo 23, 1-3; Amos 5, 10; cf. la historia de Susana. De este modo, el testigo culpable de falso testimonio carga con el castigo con que se amenazaba al acu­ sado; Deuteronomio 19, 19). 66. Ludwig Kohler, «Der Dekalog», en Theologische Rundschau, 1 (1929) 161-184; cf. p. 182. 67. Stamm, «Sprachliche Erwagungen» («cuando se trata de la muerte o del asesinato de un adversario personal»), 68. Henning Graf Reventlow, Das Heiligskeitsgesetz formgeschichtich untersucht, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1971. También W. Keszler, «Die literarische, historiche und theologische Problematik des Dekalogs». 69. Childs, Exodus, p. 421.

da tabla» que contempla las relaciones con otros seres humanos- se corresponde con el primero de la «primera tabla». Honrar debidamente a Yhwh y no tomar una vida humana son puestos a la par70. La razón está ciertamente en la santidad reconocida de la vida humana, como van Rad y Schreiner han puesto de relieve71. Este principio básico se repite una y otra vez, de una forma explícita o implícita, de modo que el mandamiento de no matar se convierte en un escenario del creci­ miento y desarrollo en sentido y fuerza del Decálogo dentro de las Escrituras y más allá de las mismas. Y esto se irá haciendo cada vez más claro con el continua­ do ensanchamiento de la definición de razah, hasta la mayor extensión de su sig­ nificado hecha por Jesús en Mateo 5, 21-26 (amor hasta del enemigo)72. Antes, y dentro de la trayectoria bíblica del texto, la versión elohísta (E) del texto de Exo­ do 20, 13 contempla una sorprendente ampliación de su significado en el texto yahvista (J) de Génesis 4, donde Caín se convierte en tipo. Quien mata a un ser humano, mata a su hermano73. La evolución continúa con el texto sacerdotal (P) de Génesis 9, 6 y la formulación de la «Ley de santidad» (H) de Levítico 19, 17s. Como dice Dale Patrick, Levítico 19, 17-18 «puede interpretarse como una ex­ pansión del mandamiento de no matar [por cuanto el mandamiento querría] desaconsejar todo tipo de acción que pudiera terminar en muerte... No odia­ rás..., sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”»74. Sobre este último texto, no puedo resistirme a la necesidad de recordar que, para Franz Rosenzweig, 70. Véase también Harrelson, The Ten Commandments, p. 112. Ya el Midrás judío saca con­ clusiones del primero y del sexto mandamientos encarando uno al otro en las dos tablas. Mekilta Bah.odesh 8 dice que los mandamientos fueron escritos cinco en una tabla y cinco en la otra. «En una fue escrito “Yo soy el Señor tu Dios” y en la opuesta “No matarás”. La Escritura mues­ tra de este modo que quien derrama sangre es visto por laTorá como si hubiera disminuido la imagen del rey divino». Luego el texto recuerda el concepto de imago Dei. 71. J. Schreiner, Die zehn Gebote, G. von Rad en Theologisches Worterbuch zum Neuen Testament, W. Kohlhammer Verla, Stuttgart, vol. II, véase la voz « zad», p. 844. Por eso, de acuerdo con la ley rabínica, el judío bajo coacción puede transgredir prescripciones menores, pero bajo nin­ guna circunstancia puede cometer idolatría, fornicación o asesinato; véase Roger Brooks, The Spirit ofTen Commandments: Shattering the Myth ofRabbinic Legalism, Harper and Row, San Francis­ co 1990, p. 142-143. En Job 24, 14-15, el asesinato va acompañado de otros dos pecados funda­ mentales; robo y adulterio. En Oseas 4, 2, son cinco; perjurio, mentira, asesinato, robo y adulterio. 72. Sarna llama la atención sobre la preocupación de la ley por el infortunado de la socie­ dad, incluido el enemigo. Cf. Exodo 23, 3-4 (ayuda que se da al enemigo en caso de un animal perdido o caído bajo su carga). «Esta conducta civilizada ha de desarmar inevitablemente la mutua hostilidad» (Exploring Exodus, p. 173). Cf. David Flusser, «A New Sensitivity in Judaism and the Christian Message», en Harvard Theological Review, 61 (1968) 126: «Está claro que el plan­ teamiento moral que hace Jesús del hombre y de Dios ... es único e incomparable. Según las ense­ ñanzas de Jesús, tienes que amar al pecador, mientras que según el judaismo no tienes que odiar al malvado, ... [pero] amar al enemigo no está mandado» 73. Génesis 4, 9 // 3, 9; 4, 11 // 3, 17. Sobre esto, véase W. Schmidt, Oíd Testament Introduction, p. 80. 74. Patrick, Oíd Testament Law, p. 254s.

«como a ti mismo» significa la respuesta universal al amor incondicional de Dios para con todas sus criaturas; todo hombre, cada hombre es «como tú», un alter ego. El hombre me revela a Dios en una de sus manifestaciones. De acuerdo con Emmanuel Levinas, el rostro del otro es el inmediato portador del mensaje del Sinaí, que me dice: «¡no [me] matarás!». Resulta bastante interesante la traduc­ ción de Zimmerli de Levítico 19, 34 como «le amarás en cuanto hombre que es igual que tú»75. Aún más; es probable que Exodo 20, 13 tuviera originariamente un fraseo más expansivo y que el término «prójimo» apareciera en la formulación. En la reconstrucción que hace Eduard Nielsen, por ejemplo, de una forma más anti­ gua de las «Diez Palabras», acerca el sexto mandamiento a Jeremías 7, 6 y 22, 3 (que, en efecto, alude al Decálogo)76. Se muestra también muy sensible a la recu­ rrencia de la expresión «tu prójimo» en el séptimo, noveno y décimo manda­ miento. A partir de ahí, piensa que debió de estar presente también en el sexto: «No derramarás la sangre de tu prójimo» (saphakh dam), lo que indica una pro­ hibición del homicidio «cometido en privado», afirma. Paradójicamente, el carácter sagrado de la vida humana y el «amor al pró­ jimo» exigían que el castigo por la transgresión de la ley fuera la pena capital. La literatura rabínica cita de manera intencionada el sexto mandamiento por orden tras Levítico 24, 17 (pena capital por homicidio, cf. Talmud d e Jerusalén, Tra­ tado Baba Qamma 4, 6). Jacob J. Finkelstein, en su influyente ensayo, «The Goring Ox»77 [El buey acorneador], ha mostrado que, en el ejemplo en cuestión, se impone la pena de muerte al propietario del buey por la aversión del legisla­ dor a una compensación monetaria por la vida humana (cf. Exodo 21, 12,l6,20,22s,29; 22, 2s; en el mismo sentido, N. Sarna llama la atención sobre Números 35, 31-33)78. En cambio, «ninguna ley reguladora de la propiedad

75. Zimmerli, O íd Testament T heology in O utline, p. 137. Cf. Deuteronomio 10, 19; Gálatas 6, 10. 76. Eduard Nielsen, The Ten C om m andm ents in N ew Perspective: A Traditio-Historial Approach , trad. por David J. Bourke, Alee R. Allenson, Inc., Naperville 1968, p. 85, 90-91. Véase tam­ bién Génesis 9, 6 (P). Cf. Kalheinz Rabast, Das apodiktische Recht in D euteronom ium u n d im Heiligkeitsgesetz, Heimatdiensverlag, Berlín-Hermdorf 1948. 77. Jacob J. Finkelstein, «The Goring Ox: Some Historical Perspecdves on Deodans, Forfeitures, Wrongful Death, and the Western Notion of Sovereignty», en Temple Law Q uarterly, 46 (1973) 169-290. 78. Que lo ético no es sino otro aspecto de lo teológico, aunque independiente de él, tal como insistiremos en decir más adelante, explica por qué, por ejemplo, el mandamiento de no matar tiene un límite en Génesis 9, 6: la sangre no ha de ser derramada, «a menos que deba ser­ lo por expreso mandato de Dios mismo», como dice W. Harrelson {The The C om m andm ents , p. 113), un mandato que toma la forma de garantía plena dada a la comunidad para ejercer la pena de muerte. La prohibición de tomar una vida no se debe a una supuesta naturaleza sacro­ santa de la vida, sino a que la vida pertenece a Dios, quien tiene un exclusivo derecho sobre ella.

(excepto la de los esclavos) supone castigos que impliquen la ejecución o el castigo físico del culpable. La norma es la restitución con compensación» (Finkesltein, «The Goring Ox», p. 256). En palabras de Dale Patrick, «el sistema legal de la Biblia elevó al mundo humano por encima de la naturaleza y otorgó al ser humano un valor infinito. En contraposición, la ley mesopotámica some­ tió la sociedad humana a la naturaleza y al individuo a la sociedad»79. La prohibición de matar es, según la tradición judía unánime, uno de los mandamientos fundamentales, que había de ser obedecido siempre y en cual­ quier circunstancia80. Cuando Génesis 3-11 reflexiona sobre la invasión del mal en el mundo, comienza mostrando el asesinato como el acto pecaminoso pri­ mordial, a la vez que denomina típicamente a este acto fratricidio. Estos capí­ tulos prosiguen con la descripción de una violencia cada vez mayor sobre la tierra. En Génesis 9, una de las siete leyes fundamentales de Noé prohíbe en tér­ minos incuestionables el derramamiento de sangre humana (versículo 6; véase también Éxodo 21, 12-14; Levítico 24, 17, 21b; Números 35, 21,25,28; Deu­ teronomio 21, 1-9; 27, 24, etc.). El mismo texto invoca la cualidad divinamente otorgada al hombre de ser im ago Dei. Pero el a lca n ce de la prohibición ha de ser investigado algo más. En palabras de Paul Ricoeur, «el proceso de la justicia pasa por la reduc­ ción conceptual; el proceso del amor, por la amplificación poética»81. Abraham Heschel no habría rechazado esta opinión. Dice: «Toda observancia es apren­ dizaje en el arte de amar»82. La «amplificación poética» ha sido llevada a sus últi­ mas consecuencias por Jesús, quien fue evidentemente más poeta que legislador. Sin embargo, observa E. P. Sanders, cuando en opinión de los demás hay trans­ gresión de la Ley, Jesús ofrece una defensa legal, manifestando así su respecto por aquélla. En el Sermón de la montaña, por ejemplo, no hay oposición alguna a la Ley por parte de Jesús. Pero, como se muestra ya en los primeros términos antitéticos del Sermón -que precisamente se refieren a la prohibición de matartodo es cuestión de interpretación. El «pero yo os digo», en boca de Jesús, sue­

De modo parecido, la prohibición de no robar la propiedad que pertenece a otro no es la consa­ gración del derecho de propiedad, sino que ésta ha de reconocerse como condición para una exis­ tencia libre, concedida por Dios a los hombres. De aquí que, cuando la comunidad ejerce la pena de muerte, este derecho sólo puede ser ejercido en nom bre d e Dios (cf. Harrelson, The Ten Comm andm ents, p. 110). 79. Patrick, O íd T estam ent Law, p. 250. N. Sarna, E xploring Exodus. El caso del buey acorneador se encuentra ejemplificado en las leyes de Eshnunna (pár. 54-55) y de Hamurabi (pár. 250-252). Se refieren sólo al aspecto económico del asunto. 80. He descrito ya los parámetros de la palabra «asesinato» en el Decálogo. 81. Comunicación personal. 82. The Wisdom o f Heschel, selected by Ruth M arcus Goodhill, Farrar, Straus and Giroux, Nue­ va York 1970, p. 256.

na de forma paralela a la expresión de Qumrán «pero sobre esto, decimos» (4 QMMT). En el debate jurídico, «decir» significa «interpretar» (al igual que en la literatura rabínica). «Si se comparan las realmente discusiones menores entre Jesús y los demás con los desacuerdos importantes que separaban Qumrán de Jerusalén, se verá la cuestión»83. Es bien sabido que Jesús de Nazaret entiende el sexto mandamiento de modo que abarque un inmenso territorio de positivi­ dad. En Marcos 12, 28-34, Jesús cita Deuteronomio 6, 4-5, junto con Levíti­ co 19, 18, como auténtico epítome de la voluntad de Dios para todos los pue­ blos y para todos los tiempos84. Estos dos mandamientos de amar a Dios y al prójimo son, para él, inseparables en la teoría y en la práctica. Dentro de este amor total al Creador y a la criatura, el asesinato, la violación, el robo, la codi­ cia y el adulterio son tan inconcebibles como la idolatría o el tomar el nombre de Dios en vano. Y a la inversa, todo mandamiento, incluida la prohibición de matar, no es sino una faceta de un prisma que se expresa en su totalidad en el «sumario» de Deuteronomio 6 y Levítico 19. Anteriores a Jesús o contemporáneos, estos sumarios podían encontrar­ se en diversos sitios de la tradición judía, como, por ejemplo, Tobías 4,15; Hillel, en Sabbat 31a; Filón, en H ipotética 7, 6; o de nuevo Jesús en Mateo 7, 12. Todos estos textos, según Sanders, se basan en Levítico 19, 18 y 19, 3485. De hecho, como Éxodo 20, 13 «realmente incluye también crímenes menores, es decir, cualquier acto de violencia contra otra persona que pudiera producir la muer­ te», el paso «a la formulación positiva de Levítico 19, 17-18» no puede tar­ dar86. No quitar la vida a nadie supone, en última instancia, amar a todos y a cada uno. La forma positiva del sumario de Jesús debe ser vista desde esta pers­ pectiva y contraponerse (pero, evidentemente, no oponerse) a la forma negati­ va usada por Levítico 19. Mientras que la forma negativa del Decálogo dejaba en general un margen de libre invención al israelita obediente, llamándolo así a dar forma a la obediencia personal, la formulación positiva totalmente inclu­ siva destaca la ilegitimidad de restringir esa misma imaginación/invención87. El paso de la forma negativa a la positiva se produce ya en lo que puede quizás considerarse una última redacción88 del mandamiento del Sabbat y del mandamiento de los padres. Desde una formulación posiblemente negativa de 83. E. P. Sanders, Jew ish Law fro m Jesús to the M ishnah, Trinity Press International, Filadelfia 1990, p. 95. 84. Levítico 19 es la versión Pde los Diez Mandamientos. 85. Sanders, Jew ish Law, p. 70. 86. Patrick, O íd Testament Law, p. 53. 87. «El Decálogo es la contraparte negativa del mandamiento de amar a Dios y al próji­ mo... Supuesta esta estructura para evitar la desobediencia, uno es libre para amar a Dios o al pró­ jim o de otras maneras» (W. Harrelson, The Ten C om m andm ents, p. 186). 88. Hemos visto antes que ésta no es la opinión de Childs y de otros.

acuerdo con las restantes «Palabras» del Decálogo, la nueva formulación es un paso hacia una interpretación más amplia de entrega personal a Dios. En el man­ damiento de honrar padre y madre, en particular, hay más bien una evolución dramática hacia el amor, tal como lo espera el mismo legislador, que la simple evitación de la falta de respeto (como es el caso de los textos paralelos, Éxodo 21, 15,17; Deuteronomio 27, 16). Esta tendencia a ampliar «dentro de lo posi­ ble» el alcance de la Ley, a través del mandamiento del amor, es propiamente teológica. En correspondencia con la definición ampliada de los verbos de acción en la Ley, también se ve afectada la definición del objeto del amor. En Jueces 17, 10, al maestro de sabiduría, en este caso un sacerdote, se le llama «padre», igual como sucede con el profeta en 2 Reyes 2, 1289. Se les honra y venera como a tales. El cambio a la forma positiva, dice Nielsen, corresponde al paso de una con­ cepción de la Torá a otra, por la influencia de la Sabiduría sobre la Ley (cf. Sal­ mos 19). Primero, la función de la ley es «marcar los límites trazados por los tér­ minos de la alianza y definir la esfera dentro de la cual puede transcurrir normalmente la vida de los israelitas, pero luego la Ley se convierte en «un estímulo positivo para emprender ciertos rumbos de acción»90. Se restablece así la insistencia de Gerstenberger en el papel de la Sabiduría sobre el Decálogo, pero yo preferiría ver ese papel, con Nielsen, al final del proceso, no a sus comien­ zos. Con la Sabiduría, llegamos hasta el poste del camino que nos anuncia al telos de la ley, pero no todavía al final del proceso. La sexta «Palabra» recibe su más plena interpretación en el mandamiento del amor al enemigo, esto es, cuando la definición de prójimo se convierte en totalmente inclusiva, abarcando inclu­ so a su antónimo. Cierto, el amor al enemigo exige más de lo que uno puede cumplir. Pero este «más de lo que» es precisamente el alcance del mandamiento. Toda deli­ mitación, toda descripción de la prohibición en términos de parámetros estric­ tos nunca va lo bastante lejos, por lt>que participa del mismo acto criminal aquí prohibido. El lector reconocerá en esto, pienso yo, la argumentación de Pablo cuando habla de la «letra», es decir, en última instancia de la interpretación de la ley91. A este respecto, el primitivo sumario suministrado por Deuteronomio 6 dice ya: «Éste es el mandamiento... Amarás...».

89. Cf. Erhard Gerstenberger, Wesen u n d H erkunfi des «apodiktischen Rechts», NeukirchenerVerlag, Neukirchen-Vluyn 1965, p. 95s. 90. Nielsen, The Ten Com mandments, p. 117. 91. La «letra», igual que el «dicho» («pero yo os digo», véase antes), es interpretativa.

La cuestión que quisiera explorar, llegados a este punto, es interna a la Escri­ tura hebrea. ¿Indica ésta la manera como entiende la naturaleza de la Ley? ¿Refle­ xiona la Ley sobre su propia esencia? La importancia del marco histórico de la Ley en el Antiguo Testamento no puede exagerarse. Es una valiosa indicación decir que la ley debe ser pensada en un contexto intercontextual. La ley nos remite a la historia de la relación entre Dios y el pueblo, y la historia proporciona la razón del mandamiento de Dios al pueblo. Pero entonces, es evidente que Éxodo 20, 13 entra fácilmente en conflic­ to con la historia (o el relato a modo de historia) del intento de asesinato de Isaac en Génesis 22. Aunque la distancia cronológica existente entre ambos pasajes supone al parecer 430 años -un a distancia que Pablo en el Nuevo Testamento usa para su argumento de que la justificación por la fe tiene precedencia sobre la justificación por obediencia a la Ley (cf. Gálatas 3, 17)-, no es sólo justo, sino también necesario, que pongamos ambos textos uno junto al otro, porque ambos pertenecen a la Torá. Puede incluso hasta decirse que Génesis 22 pierde todo su sentido92, si no se le pone dentro del contexto de la prohibición de Éxodo 20, 13. Se supone que Abraham conocía la Ley. Ésta es la opinión unánime de la literatura judía que, por encima de fronteras sectarias, afirma que la Torá fue conocida por los antepasados antes de recibir definitivamente forma de colec­ ción en tiempos de Moisés. Además, leyes contra el asesinato se encuentran por todo el antiguo Oriente próximo y preceden con mucho cualquier período que queramos asignar a Abraham (si un ejercicio de este tipo tuviera algún sentido). Como ya mencionamos antes, la prohibición del asesinato se encuen­ tra ya en el Libro d e los m uertos A 14-15; B5; y en Surpu 49, donde es un acto llevado a cabo por un individuo, no por una colectividad93. Por último, y de un modo definitivo, está claro que Génesis 22 (atribuido a / ya/*) fue escrito siglos después de la codificación del Decálogo por tradicionalistas que compar­ tían iguales puntos de vista no cronológicos. Las historias de los patriarcas son historias paradigmáticas. La mayor in­ justicia que podemos hacerles es verlas como episódicas y entender que su ense­ 92. De hecho, un «plus de significado», como dice Paul Ricoeur. W illiam J. Peck, «Murder, Timing, and the Ram in the Sacrifice of Isaac», en Anglican T heological Review, 58 (1976) 25, habla de «saturación con un plus de significado». 93. Véase Buis y Leclerq, Le D eutéronom e, p. 71. Abraham «conocía» la ley; cf. Eclesiásti­ co 44, 19-21; 2 Baruc 57, 1-2; Jubíleos 16, 20-23; 1 Macabeos 2, 52; D ocum ento d e D amasco 3, 1-3; Josefo, A ntigüedades judias, 1, 225, y toda la literatura rabínica. En mi ensayo sobre Génesis 37s, vemos el mismo conocimiento atribuido a José.

ñanza sólo vale para un tiempo ya pasado94. Sea cual fuere el kerygma de Géne­ sis 22, es ciertamente ejemplar y su lección es imperativa para generaciones fu­ turas. En otros términos, hay un propósito común en lo narrativo y en lo prescriptivo en Israel. Como dijo una vez Abraham Heschel, «lo Halakhah sin lo Agadah es inerte; lo Agadah sin lo Halakhah es extraño»95. La narrativo (Agadah) introduce, por ejemplo, la costumbre/mandamiento de la circuncisión (Génesis 17, 23), mientras que lo prescriptivo (Halakhah) hace que esta cos­ tumbre sea un mandato (Levítico 12, 3, cf. Génesis 17, lOs). El relato propor­ ciona el motivo para no comer el nervio ciático de la articulación del muslo (Génesis 32, 32), y su prescripción, aunque no esté presente en el textus receptus se sobreentiende claramente. De modo similar, en una primera aproximación, el relato establece, en Génesis 22, en términos totalmente claros, que el hijo primogénito (o, a efectos prácticos, aquel que tenga el derecho de primogenitura) pertenece a Dios, que lo posee como propiedad privada suya; lo prescripti­ vo constituye repetidamente esta propiedad divina en un privilegio legal y en consecuencia prescribe los medios con que los padres naturales deben redimir a su hijo primogénito de una muerte segura, que es el modo como reclama Dios lo que es suyo. El primogénito es misteriosamente hijo de la muerte (cf. Job 18, 13) y, si vive, es un superviviente, un resucitado (Éxodo 13, 12,13,15; 22, 29; Números 3, 13; 18, 15; véase Lucas 2, 13). En otras palabras, al «no matarás», tanto en lo narrativo como en lo prescriptivo, se le opone como contraorden la exigencia divina sobre el hijo primogénito, a quien el padre (en este caso Abra­ ham) debe por Ley ofrecer en sacrificio a Dios. ¡Deberíamos llegar así a un lí­ mite adicional del sexto mandamiento, amén de la pena capital y los actos de guerra! Pero el texto de Génesis 22, así como los textos ya citados, muestran que éste no es el caso. El primogénito es el r ’ésit, el primero, el más excelente, en el sentido en que la cabeza es también el cuerpo entero (cf. Salmos 78, 51; 105, 36). El primero pertenece a Dios como signo de que todo le pertenece. En Isaac están inclui­ dos todos los hijos existentes o potenciales de Abraham. Éste toma a su «hijo, el unigénito, al que tanto ama, a Isaac», igual como, a fo rtio ri, tomaría a su otro hijo, a un hijo común, no tan amado, Ismael, por ejemplo96. Si Isaac, luego tam­ bién cualquier otro. Si Isaac, también todos los demás. Si el mandato divino es

94. Franz Rosenzweig, en su correspondencia con Gertrude Oppenheim, establece que «el descenso de Dios al mundo es mandamiento y promesa, pero no relato o descripción» (B riefe u n d Tagebücher, I -1, p. 426). 95. En The Wisdom o f Heschel, p. 260. 96. Observemos que si Génesis 22 fuera una leyenda que fundara la prohibición del sacri­ ficio infantil, serviría cualquier hijo, seguramente Ismael, a quien Abraham había tenido antes que a Isaac.

matar a éste, entonces también es matar a todos los demás. La oposición entre Éxodo 20, 13 y Génesis 22 no puede ser mayor. Éxodo 20, 13 excluye Génesis 22, tanto como Génesis 22 im pide la proclamación de Éxodo 20, 13. Con Génesis 22 como trasfondo, podemos entender la distinción que hace Rosenzweig entre Ley y mandamiento. Ya cité su expresión: «Sólo por la mane­ ra como los observa, cambia el hombre en su inercia los mandamientos en Ley, en un sistema legal con parágrafos». Como diría Soren Kierkegaard —a quien lla­ maré como testigo más adelante—, la Ley pertenece a lo general, y el manda­ miento a lo particular. Entre éste y aquélla, puede haber no sólo distancia, sino también oposición. Rosenzweig dice que esto es así porque Dios debe mantener ocultos sus verdaderos propósitos. Si no, el menos libre, el más tímido y teme­ roso sería el más «piadoso». «[Dios] debe hacer difícil, sí, hasta imposible [que entendamos su forma de actuar], de modo que el hombre tenga la posibilidad de creer y de confiar verdaderamente en él, y esto significa libertad» ( The Star, p. 266). «La primera palabra que dice Dios al alma que se abre a él es “ámame”» (ibídem, p. 177). «Sí, evidentemente, el amor no puede recibir órdenes. No hay tercero que lo mande o lo extorsione. No hay tercera persona que pueda, sólo lo puede Uno. El mandamiento del amor puede proceder sólo de la boca del ama­ do. Sólo el amado puede decir y dice: “¡ámame!” - y él en verdad lo hace» (ibí­ dem, p. 176).

L a « s u sp e n sió n

t e l e o l ó g ic a de lo é t ic o »

El judaismo rabínico tiende a lo universal, es decir, intelectualmente a lo ético y socialmente a lo colectivo. Los rabinos despliegan un notable sentido de solicitud pastoral. Aunque las exigencias de la Torá se toman con la mayor rigurosidad—de suerte que Jesús podía hablar del peso que los fariseos ponían sobre las espaldas de los demás—, la cualidad básica de la ley rabínica es que se sitúa dentro del campo de lo factible. Todo lo que, al entender de los rabinos, resultaba impracticable o impropio para la sociedad familiar se interpretó de nue­ vo y se puso al día en términos aceptables a sus contemporáneos. No continúa vigente, por ejemplo, la pena capital, excepto en caso de blasfemia obstinada y asesinato. Se recurre a las compensaciones económicas en la mayoría de casos en que la Torá escrita exigía la muerte. En general, el centro de atención de los rabi­ nos es la debilidad humana. En consecuencia, lo irracional se hace racional. Lo subversivo se alinea con lo tradicional (así es, por ejemplo, en la interpretación targúmica y midrásica del Cantar de los cantares, o del Siervo doliente). Lo extraordinario se alinea con lo providencial y lo normal (la interpretación tradicional de la Aqedah, el «sacrifi­ cio de Isaac», viene justamente al caso). Maimónides establece significativamente

que «un milagro no puede probar lo que es imposible; es útil sólo como con­ firmación de lo que es posible» ( Guía d e perplejos, III, cap. 24). Aquí se abre una de las simas más profundas entre judaismo y cristianis­ mo. Jesús de Nazaret desplegó un bajo nivel de tolerancia por lo que él consi­ deraba postura poco entusiasta y hasta hipócrita por parte de aquellos que en el Evangelio son llamados «fariseos y doctores de la Ley». A este respecto, la insis­ tencia del judaismo en ser «normativo» es un fenómeno muy revelador. Porque está claro que las enseñanzas de Jesús nunca pueden convertirse en «normativas», porque son en esencia un escándalo para unos y una locura para otros. Por esto, reflexionando sobre la Aqedah, en Temor y temblar, Kierkegaard adoptó de los Padres de la primitiva Iglesia el principio categorial del credo quia absurdum est. Absurdo, por cierto, no ha de traducirse por «sin sentido», sino que se refiere a las contradicciones lógicas que el creyente encuentra en su existencia como persona de fe97. Creo porque es absurdo, dijo Kierkegaard, y propuso al héroe solitario de la fe como el perfecto cristiano, «el caballero de la fe que en la soledad del universo nunca atiende a voz humana alguna; va solo con su terrible responsabilidad»98. Cualquiera que sea nuestra reacción a estas cuestiones y, de un modo espe­ cial, a la última de ellas, es difícil invalidar la intuición de este «lobo solitario» danés. Hay, en efecto, y a pesar de algunos argumentos midrásicos para lo con­ trario, una «suspensión teleológica de lo ético» en la Biblia, y particularmente en Génesis 22. Cuando no se reconoce esto, la Aqedah —y, en primer término, Auschwitz—deviene castigo. Pese a ello, un Midrás sobre Génesis 22 presenta el sacrificio como un castigo de Abraham, que descuidó una ceremonia sacrifi­ cial (Génesis Rabba 45). El Dios vengador exige entonces el supremo sacrificio. Abraham cumple «para justificarse a sí mismo», dice Marvin Fox, ignaro por un momento de la monstruosidad de tener Abraham que justificarse a costa de la vida de su hijo. Éste es un caso en que uno se escapa del león o del oso (de lo absurdum) para ser mordido por la culebra (de lo trem endum ; cf. Amos 5, 19). Otro intento midrásico de racionalización puede verse también en Génesis Rabba 46: Abraham llora como padre, pero se alegra por estar cumpliendo un mandamiento divino. Por este camino, descubre el Midrás la Aqedah a partir de la categoría de lo extraordinario. Pero en este proceso, la persona de Isaac que­ da marginada; lo que debe ser imitado no es el sacrificio del propio hijo, sino la fortaleza de Abraham ante la prueba. 97. Véase la respuesta de Jacob Halevi, en «Kierkegaard and the Midrash», en Judaism, 4 (1955) 13-28, al artículo de Marvin Fox, «Kierkegaard and Rabbinic Judaism», en Judaism, 1 (1953) 160-169. 98. Soren Kierkegaard, Fear and Trembling and the Sickness unto Death, trad, por Walter Lowrie, Princeton University Press, Princeton 1969, p. 90 [trad. cast.: Temory temblor, Losada,

Antes de referirnos a otras y más poderosas reflexiones midrásicas sobre la Aqedah, observemos en este punto que los estudios judíos modernos, cuando intentan prolongar la línea tradicional de interpretación, no resultan más con­ vincentes que sus antiguos modelos. Si, por ejemplo, tuviéramos que seguir a rabí J. H. Gumbiner, Génesis 22 es la demostración de que Dios no exige el sacri­ ficio de un hijo". Pero esta demostración ab absurdo implicaría, a mi entender, que otras historias nos muestran a un Dios que manda perpetrar idolatría o adul­ terio para poner a prueba. En suma, se cae entonces en una especie de «sabatianismo». Trato aparte otras lecturas midrásicas porque no eluden lo insólito del tex­ to (absurdum, también se podría hablar de riesgo, recordando la frase de Kierkegaard que dice «sin riesgo no hay fe»). La «absurdidad» de la exigencia de Dios a Abraham está muy presente, como velada por sólo una hoja de parra, cuando el Midrás imagina un debate entre Dios y Satanás, como en el prólogo de Job. Y es por instigación de Satanás que Dios «tentó a Abraham» (Sanedrín 89 b). De modo parecido, la absurdidad de la exigencia de Dios no se amortigua en modo alguno cuando Tanhumah Vayera 46 aduce como razón de Dios, para tentar a Abraham, «hacer que las naciones del mundo sepan que Yo no te escogí a ti [Abra­ ham] arbitrariamente». ¿Sólo podía mostrarse dicha elección reclamando la vida de Isaac? Y si una posible respuesta es que una orden así no es un absurdo, vinien­ do de un Dios que lo exige todo, ¿qué decir de un Abraham que deja que por su medio se cometa un infanticidio? A esto se refería exactamente Kierkegaard. J. Halevi comenta que «no es que Abraham no tuviera razón alguna [para come­ terlo], sino que su razón es comprensible a Dios y a los ángeles, y no es posible entenderla en los términos de la sociedad actual, de la familia de Abraham... [esto es], no resulta inteligible a lo universal» («Kierkegaard and the Midrash», p. 18). Pero el Midrás va más al fondo. Hay una profunda reciprocidad de efectos de la Aqedah sobre el hombre y sobre Dios. La prueba de Abraham, como la de Job, es la prueba de Dios: «Te he probado con muchas pruebas y las has supe­ rado todas satisfactoriamente. Ahora te pido que, por mi amor, resistas también ésta, de modo que el pueblo no pueda decir que todas las anteriores fueron en vano» (Sanedrín 89 b). Pero entonces nos ponemos en una perspectiva muy kierkegaardiana. Entre Dios y Abraham hay un intercambio de lo absurdo. Es ver­ daderamente absurdo por parte de Dios exigir el supremo sacrificio de Abraham sólo para ganar la aprobación del «pueblo»100.

99. J. H. Gumbiner, «Existentialism and Father Abraham», en C om m en tary, 5 (febre­ ro 1948) 143-148. 100. Comprobemos, sin embargo, cuán poco kierkegaardiano suena este último elemen­ to de aprobación o desaprobación; constituye la entrada de nuevo de lo general dentro de lo excep-

Más insólito es aún que Dios precisara de esta aprobación («por mi amor») y que, en este sentido, dependiera de su siervo (Abraham o Job). En corres­ pondencia, es insólito que Abraham obedeciera a costa de la vida de su único hijo, sólo para salvar la cara a Dios. Abraham se convierte por orden divina en un infanticida, un asesino, y contradice el mandamiento expreso de no matar, enfrentando así a Dios contra Dios. Que la historia de Génesis 22 «acabe bien» no cambia para nada el hecho de que Abraham sea un asesino y figure como tal (véase Temor y tem blor, p. 63 [trad. cast.]). Teólogos y éticos deben ahora luchar contra este hecho. Si esto no es una «suspensión teleológica de lo ético, ¿qué es? El Midrás traza un paralelo con la marcha de Abraham de la casa de su padre, en Génesis 12: «Te eximo del deber de honrar padre y madre, pero no eximo a nadie más de este deber» ( Genesis Rabba 39, 7). Se trata de una autén­ tica subversión, un contrapunto en la historia. A un nivel de la alianza, está el horror que Dios siente por el sacrificio de un niño, o por el desprecio del padre y de la madre. A otro nivel, está la «suspensión de lo ético». De modo que planteamos la pregunta: antes incluso de que la Torá fuera escrita por mano de Moisés (Éxodo 34), ¿en qué medida la Aqedah constituye un límite a la Ley? Se argumentará que lo ético no es lo definitivo, sino que está condicionado por una economía transitoria. La norma, lo ético, la Ley, han de ser trascendidos. Seguir la norma es sólo lo mínimo requerido. Pero de Abraham, porque es el «caballero de la fe» se dice que está liphnim m i-surat ha-din -como dicen los sabios del Talmud-, por encima y más allá de la línea del deber. Así, pienso yo, entiende Jesús el m iswah [mandamiento]. Su radicalismo le llevó a despachar como mediocridad el cumplimiento «mesurado» de la ley y como hipocresía que se calcule esta «medida» para satisfacer a un juez divi­ no. Cumplimiento con medida, es decir, sin la infinidad del amor, no es en modo alguno cumplimiento, enseñó. Se convierte en un yugo autoimpuesto cuando el «amarás a tu prójimo cdmo a ti mismo» requiere ser definido en cada una de sus palabras, o que se tracen los límites precisos en torno a cada término, a fin de no sentirse uno culpable por no amar a alguien que se ajusta a la definición de «prójimo», o por amarlo más de lo que uno se amaría a sí mismo101. Kierkegaard saca punta brillantemente a la cuestión cuando escribe que, «en este caso, la tentación es ella misma lo ético... que impediría [a uno] cumplir con la voluntad divina» (Véase Temor y tem blor, p. 67). Se impone aquí por sí mismo un paralelo con la concepción que Pablo tiene de la Ley. Pero Jesús transforma radicalmente el problema llamándonos a ser c 1 prójimo d e los demás, del odiado samaritano, por ejemplo. El amor no conoce límites ni definiciones restrictivas; acepta al amado hasta el punto de entregar la vida 101. ¿O quizás también, amando a alguien que «oes mi prójimo?

por amor del otro. Va liphnim m i —surnt ha-din [por encima y más allá de la lí­ nea del deber]102. Evidentemente, esto es excesivo, absurdum, pero el reino de Dios es para los que se aventuran en la fe. No una recompensa para los mediocres. Por amor al reino de Dios (lo «teleológico»), uno deja atrás esposa, padres y los propios muertos. Por el reino de Dios, uno levanta el cuchillo para separarse de un solo golpe del mayor tesoro que se posee sobre la tierra, la «Regina Olsen» de cada uno, la raison d'étre de uno mismo, todo lo que es uno, para separarse de sí mis­ mo. «Toma a tu hijo, a tu unigénito, al que tanto amas, a Isaac», y también al único vínculo de Abraham con el pasado y con el futuro. En este estudio del sexto mandamiento, nos interesa Génesis 22 y su «teleológica suspensión de lo ético», así como la manera como lo entienden Kierke­ gaard y el Midrás, porque muestra que lo «ético» o la Ley deben y pueden ser trascendidos. De no ser así, nos quedamos a este lado de la historia y nunca alcan­ zamos el más allá del «ha-‘olam ha-ba» (el reino de Dios). Por esto es un grave error creer que Génesis 22 es único, Hay otros casos de «suspensión de lo ético» en la Biblia. Hace poco hemos aludido a que el Midrás traza un paralelo con la marcha de Abraham de la casa paterna, por lo que queda exento de la ley gene­ ral de honrar padre y madre. Los rabinos nos dicen que Caín, por necesidad, tuvo que casarse con una de sus hermanas para propagar la raza, a pesar de Levítico 20, 17. Esto fue permitido por la bondad de Dios, dicen los rabinos basán­ dose en Salmos 89, 3. Las hijas de Lot se motivan con los mismos principios, cuando mantienen relaciones incestuosas con su padre para salvar a la raza huma­ na. El resultado es, ciertamente, el origen ominoso de amonitas y moabitas, pero la motivación de las protagonistas no se rechaza. Los rabinos concluyen de nue­ vo, por la ausencia de Séfora en Exodo 4-6, que Moisés se había separado de ella para estar siempre puro cada vez que Dios inesperadamente se le apareciera. A pesar de la crítica severa de Miriam y de Aarón como representantes de lo ético, está claro que Moisés tenía teológicamente razón para admitir esta excepción en su persona (cf. Rashi sobre Números 12, 1). Uno piensa también en el celibato con motivación escatológica de los esenios de Qumrán, o de Jesús y Pablo. Ya Jeremías recibe el sorprendente mandato de no casarse. A Oseas, en cambio, se le ordena que tome en matrimonio a la adúltera Gomer, y a Ezequiel que no esté de luto por la muerte de su querida esposa. Entre los antepasados de David (y del Mesías) aparecen personajes suma­ mente sorprendentes: Rajab la prostituta cananea, Tamar la cananea promis­ cua y Rut, la moabita. Los evangelios añaden a Betsabé, la mujer de Urías, al 102. Brooks, The Spirit o ft h e Ten C om m andm ents, nos apela a «actuar por encima y más allá de la llamada de la ley» (p. 143). Y Heschel afirma que «el objetivo es vivir por encima del dic­ tado de la ley» ( The Wisdom o f Heschel, p. 255).

escandaloso trío de la genealogía de Jesús (véase Mateo 1). A Moisés nunca se le reprocha haber dado muerte al egipcio y haber ocultado su cuerpo en la arena (Exodo 2, 12)'03. Jacob roba la primogenitura a su hermano, y engaña desver­ gonzadamente a su padre Isaac, aprovechándose de su ceguera, cosa específica­ mente prohibida por la ley (Levítico 19, 14; Deuteronomio 27, 18). Toda su vida es, en realidad, una «suspensión de lo ético». Manfred Vogel, sin embargo, se muestra ofendido por el principio kierkegaardiano104, y dirige nuestra mirada más bien hacia «el planteamiento profético clásico» (p. 42). Sostiene que «el planteamiento profético clásico» man­ tiene como axiomático que Dios «nunca dejará en suspenso lo ético». Pero, podríamos preguntar, ¿es esto verdad, por ejemplo, de Isaías 53? ¿de Zacacarías 12, 10? ¿de la vida profética de Jeremías (véase, por ejemplo, capítulo 12, o 16, 1-13: el celibato impuesto a Jeremías; etc.)? ¿de la obligada recuperación por Oseas de una «fulana»? ¿No recibe Ezequiel (Ezequiel 4-5) diferentes órdenes que van contra la propiedad (sacerdotal)? Debe rasurarse el pelo de la cabeza y de la barba (a pesar de Levítico 2 1 ,5 ; véase Ezequiel 44, 20), comer pan coci­ do con excrementos humanos (como última concesión, con excrementos de ani­ males), pese a lo que diga Deuteronomio 23, 14. ¿Y qué dice laTorá en Géne­ sis 12, 1Os, 16, y 21, 12? ¿y en Génesis 27 o Génesis 38, o también en Exodo 2 , 12 ?

Aunque, en la serie de los de asesinatos bíblicos «santos», el modo como se deshace David de Urías no ha de ser puesto ciertamente a la misma altura que los hechos que se atribuyen a Abraham o a Moisés, sucede que ¡la dinastía de David se perpetúa a través de su unión impura con la mujer de Urías («David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón», dice Mateo 1, 6)! La cóle­ ra homicida de Elias contra los «profetas de Baal» se justifica quizás por su celo por Dios, pero ¿qué decir de 2 Reyes 1, 9s? Sobre esto, incluso entre los sabios (y conservadores) talmúdicos, la «sus­ pensión de lo ético» no es desconocida. Se dice que la discrepancia entre ’e hyeh aser ’e hyeh en la primera parte de Éxodo 3, 14 y ’e hyeh en la segunda parte del versículo se explica como sigue: ’e hyeh significa «yo estaré con vosotros durante la esclavitud en Egipto», mientras que ’e hyeh aser ’e hyeh significa esto mismo y, adem ás, que Dios estará con Israel en las esclavitudes que han de venir. Por ello, para salvar a los hebreos en Egipto, Moisés recibió la orden de hablar en nombre de ’e hyeh sólo y de callar respecto de las restantes esclavitudes del futu­

103. Esta acción de Moisés está considerada constantemente por la tradición como una excepción de la regla contra el asesinato (cf. Exodo Rabba acerca de 2, 11, 12; Actos 7, 24). 104. Manfred Vogel, «Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethical: Some Reflections from a Jewish Perspective», en The G eorgetown Symposium on Ethics, Univesity Press of Ame­ rica, Lanham 1984, p. 19-48.

ro. (Así Jacob b. Abina en el nombre de rabí Huna de Séforis; Exodo Rabba 3, 6; cf. Rashi sobre Éxodo 3, 14)105. Es, por tanto, muy sorprendente que Kierkegaard irrite tanto a ciertos comentaristas judíos modernos. Martin Buber no hizo demasiados esfuerzos para entenderle en sus obras ¿Qué es el hom bre?y (1947) y Eclipse de Dios (1952). Rabí Milton Steinberg ha afirmado que, «desde el punto de vista judío —y en esto con­ siste uno de sus mayores méritos- lo ético nunca está en suspenso, no lo está bajo ninguna circunstancia no lo está para nadie, ni siquiera para Dios. ¡En espe­ cial no lo está para Dios!»106. Esta apasionada, aunque errónea, aseveración resul­ ta verdaderamente sorprendente. Otro judío «rabínico», Jacob Halevi, como vimos, es capaz de mostrar la sorprendente afinidad existente entre la «suspen­ sión» de Kierkegaard y el Midrás. Pero podríamos decir, siguiendo a Steinberg, que en la medida en que en el judaismo «normativo» lo Agadah queda sustitui­ do por lo Halakhah, la «suspensión de lo ético» que se encuentra en lo primero pertenece más al folclor que al paradigma. Se cita, por lo general, un texto «haláquico» con toda la seriedad, por muy irrelevante que pueda ser para los tiempos actuales, mientras que nos referimos a lo «agádico» con una sonrisa, con un gui­ ño que viene a decir «esos antiguos rabinos eran deliciosamente intrépidos, pero, ¿quién puede tomarlos en serio cuando nos cuentan historias?». En este sentido, Steinberg está en lo cierto. Es evidente que el judaismo «haláquico» no conoce ninguna «suspensión» como tal. Es también evidente que lo subversivo en la Biblia o en la literatura rabínica estará ausente de géneros que son refractarios a tal absurdidad: el género legal (por definición) y el sapien­ cial o parenético. Es, por consiguiente, una verdadera revolución o un auténtico escándalo que el Nazareno consiga hacer entrar el espíritu «agádico» (cómodo en lo narrativo) en lo «haláquico». La penetración de lo «agádico» en lo «halá­ quico» no es una novedad, sin embargo. La Biblia hebrea presenta numerosos ejemplos del fenómeno, en especial en los profetas, pero no exclusivamente en ellos. El relato transforma lo prescriptivo en el libro de Rut, por ejemplo, don­ de el matrimonio por levirato se reinterpreta de un modo conveniente para aco­ modarlo a una situación sumamente inusual, de hecho, una situación prohibi­ da por la ley: la integración de una moabita en la comunidad. Otro ejemplo nos lo da 1 Samuel 21: David y sus hombres comen panes de la proposición en el santuario de Nob. Este episodio particular de «suspensión» de lo legal y cultual lo trae a colación Jesús (Mateo 12; Marcos 2, Lucas 6).

105. Este tratamiento compasivo del pueblo cuenta como una kierkegaardiana «suspensión teleológica de la ética», dice Jacob L. Halevi («Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethical. Is It Jewish?», en Judaism , 8 (1959) 291-302; véase p. 297s). 106. Milton Steinberg, «Kierkegaard and Judaism», en M enorah Journal, 37, 2 (1949) 176.

En su artículo de 1984 sobre Kierkegaard, Vogel contrasta el judaismo con el luteranismo del danés. Para el judaismo (= «tipo I»), dice, religión y ética están inxetricablemente entretejidas y son inseparables; mientras que para el lutera­ nismo (= «tipo II»), la religión y la ética están separadas, a la vez que existe una clara superioridad de la primera sobre la segunda. Kierkegaard, en Temor y tem blor, atribuye «supremacía a lo religioso, incluso cuando lo ético está con­ tramandado en su sentido más fundamental» (p. 21). Lo ético, incluso para el tipo II «no requiere ser visto con demasiada seriedad» (p. 22). Pero, para el tipo I, hay en esto una imposibilidad. Aquí, en vez de ser una afirmación, la sus­ pensión de lo ético se convierte en un problema. Una respuesta al artículo de Vogel puede, según creo, clarificar la cues­ tión que constituye el núcleo de la presente discusión. Su contrastante plantea­ miento nos lleva hasta la línea divisoria entre las dos concepciones de la Ley, características del judaismo y del cristianismo (no sólo del luteranismo). En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la tipología que llena su ar­ tículo, esto es, la división que el autor hace entre religiones de «tipo I» y de «tipo II» es deficiente, o sumamente cuestionable. Es, con toda certeza, de lo más des­ afortunado presentar la suspensión de lo ético en Kierkegaard como algo que no requiere ser visto «con demasiada seriedad» (p. 22). Presentar toda la tragedia existencial de la vida de Kierkegaard como fácilmente soportable en razón de su confesión religiosa es no tomar en serio a Kierkegaard. En segundo lugar, hay una contradicción en el hecho de presentar la reli­ gión y la ética como entretejidas y de un valor perfectamente equiparable, por un lado, y luego denominar a la ética expresión de lo religioso, por el otro lado (cf. p. 31, 32, 36). Con la última afirmación estoy de acuerdo; con la primera, no. Porque si lo religioso es el mensaje y lo ético la expresión, es posible trazar paralelos de todo tipo que puedan explicar la relación que hay entre ambos. Podría decirse, por ejemplo que la fidelidad es una expresión de amor, y no a la inversa; la fidelidad depende claramente del amor y podemos concebir que este último exija un día un tipo de fidelidad no normativa, como cuando santa María Egipcíaca se prostituyó en Marsella para pagarse el viaje a Tierra Santa, o cuando, en tiempos de crisis, una mujer se ofrece a un tirano sin escrúpulos para conseguir la liberación de su marido prisionero. Además, Vogel mismo menciona la acerada crítica de Buber al hecho de equiparar una expresión de la voluntad de Dios con la voluntad en sí misma107. Cuando se equipara lo teológico con lo ético, Dios se convierte inevitablemen­ 107. Vogel, «Kierkegaard’s Theleological Suspensión of the Ethicai», p. 28. Como es bien conocido, para Buber ningún código escrito puede ser una declaración autoritativa de la voluntad de Dios, aunque la respuesta humana a Dios puede llevar a la producción de un código legal. Si el profeta formula un código o una prescripción, se trata de la reflexión del profeta sobre Dios. Por ello, el deber del lector es ir más allá de la formulación y llegarse a la experiencia que la inspiró, más

te en garante de la moralidad. Y si algo les pasa a los garantes de la moralidad en tiempo de Isaías, rey, profetas, sacerdotes y sabios, es que son objeto de su crí­ tica mordaz. Lo que el hijo de Amos ve en el templo es un Dios cuya principal característica es la santidad. Ahora bien, santidad no es «irreprochabilidad moral, o la más elevada forma de moralidad... lo santo es a la vez fascinosum y trem endum [en palabras de R. Otto]», dice K. Koch108. Desde esta perspectiva, es evi­ dente que, aun cuando Israel fuera la más ética de todas las comunidades huma­ nas de la tierra, continuaría siendo «un pueblo de labios impuros». Predicar a un pueblo así puede endurecer a sabiendas su corazón (Isaías 6, 10), ¡un motivo divino no muy ético (con la venia de M. Steinberg)! El objetivo principal, el único objetivo de la Torá es que Israel descubra quién es Yhwh, o simplemente que El es Yhwh (véase Ezequiel 20, 26). Por eso Ezequiel puede describir leyes dadas a Israel por Yhwh ¡como «no buenas» (20, 25-26)! Entre ellas, precisamente la exigencia de Yhwh de tomar la vida de los pri­ mogénitos (véase Miqueas 6, 7; cf. Jueces 11, 30-40). Sin embargo, estos sacrifi­ cios ocurrían durante los reinados de Ajaz (2 Reyes 16, 3) y de Manasés (2 Reyes 21, 6). Y la situación que prevaleció en alguno textos de la Torá no es tan clara. Según Éxodo 13, 11-13 y 34, 19-20 (cf. Números 3, 11-13,40-45; 8, 17s; 18, 15s), el primogénito tenía que ser redimido, pero esta provisión más bien parece un añadido posterior sobre la base de Éxodo 22, 28b-29. En todo caso, Ezequiel no argumenta contra Dios porque éste mande entregarle su propio hijo; sólo dice que esta ley particular llevó muerte, no vida (20, 25). Ve coherencia en que Dios lleve al pecador a cada vez mayores infracciones para poder castigarle con mayor severidad (Ezequiel 14,9; cf. Isaías 63,13) -lo cual a su vez tampoco es muy ético. Idéntico juicio aplica al hecho de que Dios haga que los profetas desobedezcan (Ezequiel 14, 19)yque eljusto corra hacia el desastre (3, 20). De hecho, «la Torá nos enseña que todo ha de juzgarse desde el punto de vista de lo más elevado, lo más «inaccesible, referencia, desde el nivel de lo in fin i­ to, de lo absoluto. Sólo la esfera religiosa es capaz de trascender lo aterrador y lo absurdo, esto es, de elevar lo absurdo al plano de lo sublime»109. A este respecto, el paralelo es perfecto entre el acontecimiento de Génesis 22 y el de la crucifi­ xión110. Si aquí hay «tipología», se trata de una tipología de acontecimiento, no allá del mandamiento hasta Aquel que ordena. «Un conocimiento yo-tú, fácilmente captado, pre­ servado y fácticamente transmitido, no existe en la realidad»: «Reply to my Critics», en Paul Schlipp (ed.), The Philosophy o f M artin Buber, Open Court, LaSalle, IL 1967, p. 692. 108. Klaus Koch, The Prophets, vol. 1, trad. por Margaret Kohl, Fortress Press, Filadelfia 1983, p. 110. 109. Michel LaCocque, comunicación personal. 110. Uno sospecha que la reacción de Buber y Vogel a la «suspensión de lo ético» en Kier­ kegaard está «remotamente controlada» por su rechazo del cristianismo, convenientemente categorizado como religión de un tipo distinto al judaismo.

de figura. Abraham se representa a sí mismo, e Isaac se representa a sí mismo. Pero lo que sucede entre ellos, esto es, la «teleológica suspensión de lo ético», no es ninguna «estrella errante», es una «estrella guía». Cierto, el acontecimiento de Abraham/Cristo debe ser emulado, no imitado (pese a la poco inspirada noción de la im itatio Dei/Christi). Como dice Kierkegaard, «no por el asesinato, sino únicamente por la fe puede uno asemejarse a Abraham... si todo el mundo trata­ ra de rehacer el terrible acto que el amor santificó como una proeza inmortal, en­ tonces todo está perdido, incluidos el hecho sublime y su extraviado imita­ dor»111. Con todo, Kierkegaard renuncia a casarse con Regina Olsen y, por único que pueda ser el sacrificio de la propia vida le-sém ha-sam ayim (por amor a los cielos), Jesús dice a sus discípulos: «Quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido su vida por mi causa, la encontrará» (Mateo 10, 38s; véase 16, 24). Por último, lo universal no aguanta la oposición de lo particular. Porque lo particular demuestra la opresión de lo que se considera «universal» (una conclusión que ciertamente puede sacarse de las juiciosas afirmaciones de Manfred Vogel, en la página 28 de su artículo). Sólo Dios puede ser lo Absoluto y lo Universal en cuanto viviente, pero cuando algo, incluida la voluntad expresa de Dios, se hace absoluto, entonces lo absoluto se convierte en un Ello y se vuelve opresivo. Así lo demuestra una historia, por la que no siente demasiada atrac­ ción el judaismo rabínico, a saber, la historia del libro de Job112. Aquí se mues­ tra con la más nítida claridad que hay una brecha entre lo ético y lo religioso. Job es éticamente irreprochable. No obstante, mantiene un tipo de relación con Dios que por fuerza oscila entre la desorientación y la reorientación. Cierto, en el discurso de Yhwh a Job (38s), no hay denuncia de algún pecado específico, pero es sin embargo evidente que la inocencia de Job no es lo decisivo. De hecho, algunos textos del Nuevo Testamento van incluso más allá y proclaman que la inocencia puede ser a veces un obstáculo en el camino para encontrase con Dios, como cuando Jesús dice al joven rico, respetuoso con la ley: «Todavía te queda una cosa: vende todo cuanto tienes, ... y sígueme» (Lucas 18, 18s). Cuando no elegimos lo insólito, caemos en las categorías que ridiculiza Kierkegaard: marido frente a amante, o lo general frente al héroe. Sin lo insóli­ to, por parte del danés, de la renuncia a Regina Olsen, no hubiera existido Kier­ kegaard, igual como no hubiera habido ningún Abraham sin lo insólito de Géne­ sis 22, y ningún Jonás sin su ida a Nínive. Como nos recuerda Paul Ricoeur, mientras que la Regla de Oro, propuesta por Jesús y por rabí Hillel, pertenece 111. Fear a n d Trembling, p. 42 [trad. cast.: Temor y tem blor, p. 33]. 112. Según los antiguos rabinos, los sufrimientos de Job eran merecidos por no haber adoptado la postura correcta cuando fue consultado por el faraón del Éxodo: Éxodo Rabba 1,12 y Sotah 1 la.

a una «lógica de la equivalencia» (de la misma manera que queréis que os tra­ ten los hombres, tratadlos vosotros también a ellos), el amor a los propios ene­ migos lo domina una «lógica de la superabundancia». La primera es ética, la segunda propiamente religiosa. Los límites de lo ético están en su misma gene­ ralidad (un concepto kierkegaardiano). La «generalidad» debe diferenciarse de la universalidad. El amor al enemigo empuja lo ético hacia lo universal, no a un nivel general. Por ello dice Jesús: «Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ...Tam­ bién los pecadores hacen lo mismo (Lucas 6, 33). Sólo lo religioso nos lleva has­ ta liphnim m i-surat ha-din, hasta lo gratuito, a lo que no tiene expectativa algu­ na de reciprocidad. Para decirlo bien claro, lo ético y lo religioso no son dos áreas discretas e independientes de la acción humana. Al poner Jesús una al lado del otro, la Regla de Oro y el mandamiento de amar a los enemigos, muestra de qué manera hay que interpretar lo primero a la luz de lo segundo, de forma que lo ético sea transformado (sin por ello desaparecer) por lo religioso113. En el Kuzari, del siglo XI, Yehudah Halevi insiste en que el Dios de Israel es Dios por hityahud, por particularización. Sólo la particularización hace que Dios tenga nom­ bre propio, Yhwh (K uzari4, 1). Dios se hace a sí mismo particular (ya’h ad, ’e had) por amor y para bien de los hombres, por cuanto se hace contem poráneo (ya’h ad) a ellos. La intuición de Halevi no puede sino evocar a nuestras mentes el acen­ to que Génesis 22 pone en lo particular. Dios exige a Abraham su yahid, su «úni­ co» hijo, Isaac114. Lo prescriptivo anterior al período del segundo templo es una repuesta expresa a los actos salvíficos de Dios con los que establece una alianza con su pueblo. Como dice Martin Buber, lo prescriptivo es una respuesta ética que nun­ ca puede ocupar el lugar de la verdadera voluntad divina. La alianza narrada demuestra cuán importante es la historia como fundamento de lo prescriptivo, no sólo en el pasado, sino también en cualquier época. Hay mandamiento por­ que hay relato, y los relatos están para explicar lo mandado115. Pero con Esdras y Nehemías, ambos elementos se disocian. Lo ético preponderó sobre los teoló­ gico y, en consecuencia, sobre la historia. La «institución» engulló el «aconteci­ miento». Entonces se asumió como certeza absoluta que la historia no podía ya más ir junto con lo prescriptivo. La historia se convirtió en «historia sagrada», una H eilsgeschichte de antepasados"6. La Torá se entendió como prescripción éti­ 113. Véase la siguiente aportación de Paul Ricoeur. 114. Hallamos un eco de esto en Génesis 37s: Jacob ama a José como si fuera su «único hijo». 115. Porque, en el antiguo Israel, la teología se encarna en credos narrativos (Deuterono­ mio 26; 6; Josué 24; etc.), como destaca G. von Rad; véase su «The Form-Critical Problem of the Hexateuch», en The P roblem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, p. lss. 116. Véase Yosef H. YerushaJmi, Zakhor: Jew ish H istory a n d Jew ish M em ory, University of Washington Press, Seattle 1982.

ca y como condición de pertenencia a la comunidad de la alianza, esta última entendida también como Corpus constituido, al que sólo es posible unirse por méritos. En el siglo V a.C., laTorá se convirtió en la constitución del Estado judío, en la imagen de la dat [ley] del imperio persa, y como tal en una institu­ ción d e fa cto independiente de una alianza siempre renovable o revocable. Esta inversión de prioridades constituyó una transformación fundamental a la que ni Cristo ni Pablo permanecieron indiferentes. Dicho todo esto y en razón de que, en realidad, lo ético se ha hecho sólo relativo, sin ser suprimido, por lo religioso, ha de reconocerse que, por lo que se refiere al pueblo de Dios, hay margen tanto para el enfoque rabínico como para el cristiano. Abraham y Jesús no envían al infierno a quienes no consiguen lle­ gar a su nivel. Sólo que la respuesta apasionada que dan a Dios nos avergüenza a todos nosotros, mediocres como somos en la fe. No quiere decir esto que hay una dicotomía entre los caballeros de la fe y la masa de creyentes; porque igual como los caballeros sienten la tentación de bajar peldaños y entrar de nuevo en la generalidad, así también sienten los individuos en el seno de la Qahal, de la comunidad, la llamada a convertirse en «Abrahames» y en «Jesuses» siguiendo su propia vocación117. En conclusión, podemos hablar del alcance y de los límites de la ley bíbli­ ca. El sexto mandamiento, por ejemplo, es apodíctico; es absoluto en el senti­ do de no estar sometido en su validez a ninguna circunstancia particular. «No matarás» vale siempre; hasta lleva al destinatario a la comprobación definitiva de que hay que amar al prójimo por ser persona como él. La finalidad del manda­ miento es tan amplia como pueda serlo, con la única restricción -que no per­ tenece a lo ético- de que Dios puede ordenar la declaración de una Guerra San­ ta contra los enemigos, no sólo de Israel, sino también de Dios, o de que puede exigir la vida del culpable, o en el caso de Isaac, de un inocente, por «razones que la razón no alcanza a conocer» (Pascal, Pensamientos, iv).

117. El empleo, en las leyes apodícticas en general, de la segunda persona del singular es una señal de que, aun no quedando excluida en modo alguno la comunidad como un todo, se acentúa, no obstante, la intimidad de Dios con el individuo. «Cada israelita ha de comprome­ terse con los vínculos de los mandamientos, pero los mandamientos caen sobre la comunidad de la alianza y, por lo mismo, sobre todos sus miembros» (Harrelson, The Ten Com mandments, p. 51). De hecho, la segunda persona del singular enfatiza que se alude a todos los israelitas de cual­ quier época y hasta a «todos los individuos y grupos de todo tiempo y lugar» (ibídem, p. 52).

«NO MATARÁS»: UNA OBEDIENCIA AMOROSA PAUL RICOEUR

El estudio de André LaCocque, cuya trayectoria propongo prolongar para incluir la época moderna, se centra en un mandamiento del Decálogo estable­ cido en forma apodíctica en la Biblia hebrea: «No matarás». El subtítulo que yo le añado pretende resumir la sorprendente idea central de su empresa, a saber, la afirmación a la vez del alcance y de los límites de validez de la Ley apodíctica en Israel. Esto quiere decir que el estilo del ensayo de André LaCocque es esen­ cialmente dialéctico, lo cual pide una continuación de idéntica naturaleza. Como buen exegeta, no pasa por alto la cuestión de los orígenes. Sin embar­ go, el estado actual de discusión le lleva en dos direcciones. La primera, desple­ gada por una larga tradición exegética, plantea esta cuestión en íntimo contac­ to con la idea de alianza, noción que se entiende de un modo más específico con el ejemplo de los pactos de vasallaje, muy conocidos de los especialistas en Orien­ te próximo. La segunda vía, no tan bien transitada, lleva en dirección a la sabi­ duría tribal. Pero, dando ya el primer paso, la dialéctica del alcance y de los límites está prefigurada por la conjunción, en la versión canónica del Antiguo Testamento, entre el texto recitativo del Éxodo -por consiguiente algo «narrativo»- y la legis­ lación dada en el Sinaí —por lo mismo, algo «prescriptivo». Aparece así una pola­ ridad entre el acontecimiento narrado y la ley proclamada; en realidad, algo más que una polaridad, una intersección, como indica el mero hecho de que la pro­ clamación de la Ley sea en sí un acontecimiento relatado, cuya ocurrencia lleva al recuerdo del acontecimiento fundador, que es el Éxodo. Entre estos dos aspec­ tos hay más bien una especie de sutura que una línea de ruptura. Y la sutura es tanto más notable si admitimos, con muchos exegetas, que estos dos aspectos proceden de dos tradiciones distintas. Esta conjunción entre lo prescriptivo y lo narrativo la traza André LaCocque, siguiendo los pasos de Calum Carmichael, por todo el corpus bíblico. En esta interacción, muestra que lo narrativo ejem­ plifica la Ley y, a la vez, que ésta eleva lo narrativo al rango de paradigma. A pri­ mera vista, no se percibe en todo ello ninguna discordancia, ni que doblemos el

par narrativo-prescriptivo con el de mandamiento-ley, que más adelante nos planteará un problema del todo distinto, por cuanto sugiere una distinción inter­ na en lo prescriptivo de por sí. Pero aun permaneciendo de momento en el inte­ rior del círculo de lo narrativo-prescriptivo, la misma heterogeneidad de los géne­ ros literarios en cuestión ya lleva la semilla de una futura disociación en el seno de la cultura judía. No es accidental que, en el judaismo, tal como se ha perpe­ tuado hasta el presente, haya surgido un cierto antagonismo entre lo Agadah más libre, más narrativo e imaginativo, y lo Halakhah, más estrictamente normati­ vo. André LaCocque se refiere a este punto en la parte de su ensayo dedicada a los límites de lo apodíctico, ilustrada por el increíble episodio del sacrificio de Isaac, en Génesis 22. Otro indicador de tensión, en el texto bíblico mismo, lo proporciona la forma en que se sitúa la Ley mosaica en relación con el modelo de los tratados hititas. Jon Levenson habla a este respecto de «una curiosa dialéctica entre auto­ nomía y heteronomía». La libre decisión de la persona que entra a formar par­ te de una relación desigual implica lo que no es todavía una antinomia, pero que lo será para los pensadores modernos que siguen a Kant. Dicho en pocas pala­ bras, esta antinomia puede establecerse en los siguiente términos: ¿Podemos pro­ fesar a la vez, y al mismo tiempo, autonomía moral y heteronomía religiosa? O bien, para evitar esta especie de colisión frontal, ¿no debemos formular la rela­ ción que existe entre religión y ética en otros términos? A esta difícil cuestión tendremos que dedicarnos largo y tendido, pero es un problema que surge ya con la enérgica afirmación, hecha por André LaCocque, de que las prescripcio­ nes apodícticas del Decálogo no son «estipulaciones de la alianza», en el sentido de un acuerdo fraternal dirigido contra un enemigo común, ni de un acuerdo establecido entre no iguales. Es la misma idea de una regulación apodíctica de la conducta social lo que causa problemas, proceda aquélla de los sabios, de los profetas o de los sacerdotes. Podríamos incluso decir que el problema planteado por la primacía de la heteronomía sobre la autonomía -si podemos continuar aplicando este lenguaje- se agudiza más aún con el comentario de Moshe Wein­ feld, citado por André LaCocque: « [Escribas del entorno de Ezequías y Yosías] liberaron a la fe israelita de su carácter mítico, al culto religioso de su acento puesto en lo ritual y a las leyes de la Torá de su carácter estrictamente legalista»1. Ni se atenúa tampoco la dificultad por el añadido de promesas a los manda­ mientos, ni que sea la promesa de la tierra prometida. Spinoza y Kant -que en este punto están de acuerdo- verán en esto una perversión. Podemos, en cam­ bio, escoger con André LaCocque seguir la propuesta de Franz Rosenzweig de distinguir entre mandamiento y ley, en especial si situamos -como haré yo—esta 1. Moshe Weinfeld, «Deuteronomy: The Present State of Inquiry», en Jou rn a l o fB ib lica l Literature, 86 (1967) 249-262; se cita p. 262.

distinción en el marco del amplio fresco filosófico-teológico de su The Star o f R edemption [La estrella de la redención]. Esta propuesta puede ayudarnos ya, sin embargo, a resolver el problema planteado por el status apodíctico de las «Diez Palabras». Quizás seamos también capaces de volver a ella en un momento más avanzado de nuestra meditación, que va a tener un aire poskantiano y poshegeliano, es decir, una forma de pensamiento que habrá superado la prueba de la contradicción entre heteronomía y autonomía. Que la propuesta de Rosenzweig tiene que ver más con un «puedo» que con un «debo», siguiendo una sugeren­ cia de R. H. Miller, anotada por André LaCocque, es una sugerencia que man­ tenemos en reserva para más adelante. Avanzando un poco más, podemos, con Nahum Sarna - a quien LaCoc­ que también se remite—, destacar convenientemente las «innovaciones israelitas» en relación con los tipos de legislación conocidos en el antiguo Oriente próxi­ mo. Estas innovaciones no son desdeñables —la alianza de Dios con todo un pue­ blo, la inclusión de la alianza en un relato, su aplicabilidad universal y, sobre todo, la sustitución del temor al castigo por un deseo de aceptar la voluntad divi­ na. Podemos también observar, con Dale Patrick, que la ley israelita no cubre todos los aspectos legales, sino que se limita a marcar las directrices generales de la vida y podemos decir, con Robert Polzin, que queda margen para la inter­ pretación, incluso para una aplicación más o menos laxa. Podemos incluso lle­ gar a decir, con Gerhard von Rad, que no se trata sólo de las «Diez Palabras», de otro modo no hablaríamos de leyes, sobre todo porque estas formulaciones se aplican sólo a situaciones extremas (homicidio, idolatría, adulterio). Con todo, a pesar de todas estas importantes distinciones, es verdad que Israel no se dife­ renció fundamentalmente de su marco cultural en el aspecto principal, a saber, en la idea de una legislación dada por Dios por mediación de un legislador huma­ no. Esta idea constituye la misma esencia de la heteronomía. La especificidad de la Torá, tal como se ha observado correctamente, no la aleja del trasfondo de esta idea difundida de una teonomía. Y, una vez más, es el modo como marchan jun­ tas religión y ética lo que todavía hoy constituye un problema para nosotros. Cualquier análisis se tropezará con todo esto tan pronto como se interese por aquellas leyes que, siguiendo a Albrecht Alt, se denominan apodícticas para diferenciarlas de las leyes casuísticas. Ahora bien, el sexto mandamiento, que facilita el título de estas observaciones, es uno de estos tipos de leyes y, aunque la cuestión del marco original junto con la de las sucesivas elaboraciones sea importante en el plano exegético, no puede eclipsar la cuestión que plantea la pretensión de una fundación divina. Por ello será de la mayor importancia, si es que debemos asumir la acusación de heteronomía, descubrir si la conexión exis­ tente entre el Decálogo y la revelación del Nombre en Éxodo 3,14 —es decir, entre lo apodíctico y la automanifestación divina, fundada en el recuerdo de la liberación- no invita acaso a una reformulación del problema que plantean los

pensadores modernos, que recurren al vocabulario kantiano de la autonomía. ¿Designa esta conexión, en el horizonte de la teonomía, una economía del don capaz de poner en cuestión las mismas categorías de autonomía y heteronomía, hasta el punto de eliminar por completo su antagonismo y, con ello, la equi­ paración de teonomía y heteronomía? La posibilidad de considerar en serio esta cuestión es la razón por que dejaré para el final de este ensayo el debate sobre aquellas páginas en las que André LaCocque toca la relación entre la economía del don y el mandamiento. Por el momento, es el carácter estricto de lo apodíctico lo que debemos tomar en consideración en la medida en que todo el debate actual gira en torno a la naturaleza y al fundamento de lo apodíctico o, si se prefiere, de lo categó­ rico dentro del orden moral. Sólo después de haber agotado los recursos de la aparente equivalencia entre lo apodíctico bíblico y lo categórico kantiano, sere­ mos capaces de preguntarnos si la misma noción de apodíctico no está fuera de lugar en el caso de una ley, de la que se nos dice que no es un código y que despliega un programa de libertad sobre la base de la proclamación de la libertad. Por consiguiente, nos las vamos a ver con el sexto mandamiento, «no mata­ rás», escogido precisamente por su incondicionalidad, carácter que inmediata­ mente lo sitúa entre las leyes apodícticas, pese a que su prohibición no es apli­ cable ni a la guerra ni a la pena capital, o que hay que entender que lo que prescribe se limita al caso de homicidio, esto es, al uso ilícito de leyes que autoricen el recurso a la violencia, incluida la muerte, para beneficio propio. Pero, ¿acaso, va a preguntarse a continuación Kant en la D octrina d el derecho [Primera parte de M etafísica d e las costumbres, § D], no incluye la ley la autorización de la coac­ ción, en el sentido de poner un obstáculo a otro obstáculo para así proteger la libertad? Si es así, lo que está absolutamente prohibido es el uso de la violencia pública para fines personales, la venganza, la vendetta-, en suma, la violencia que no esté permitida. Es fácil, como vemos, reescribir el mandamiento, en nombre mismo de su supuesta universalidad, usando los términos de una ética jurídica basada en unos pocos imperativos categóricos. El divorcio con el pensamiento moderno consistiría entonces manifiestamente sólo en la manera de fundar un imperativo que fuera idéntico, hasta su último fundamento y, además, en la diso­ ciación entre el primer mandamiento que se refiere a Dios y el sexto que se refie­ re al prójimo. Pero, ¿conserva el sexto mandamiento, si se le separa del primero, el mismo sentido en el plano de la enunciación? A primera vista, parece que así es. Por ejemplo, cuando el mandamiento se establece en su forma positiva en Levítico 19, 17-18 («Amarás a tu prójimo como a ti mismo»), parece que se pres­ ta a esa reconstrucción en términos de una ética autónoma, sin perder por ello su identidad semántica. Y lo que es más, aunque no deja de ser interesante —por más que discutida con frecuencia—la pretensión de que la forma negativa de la prohibición deja un campo más abierto al hallazgo de formas justas de con­

ducta que la forma positiva del mandamiento del amor, se trata, en definitiva, de una cuestión secundaria con relación a la principal, que consiste en decidir si es posible disociar el sexto mandamiento del primero en una ética que busca liberarse de toda dependencia religiosa y que, en este sentido, pretende ser autó­ noma. Esto es como preguntarse si es posible disociar el indisoluble par de man­ damientos que Jesús cita, en Marcos 12, 28-34, siguiendo otros «sumarios» de la Ley y los profetas, familiares a la tradición judía. Por ello, me gustaría ir estableciendo, a lo largo del camino por el que ha de transcurrir esta cuestión realmente crucial, la exploración que André LaCoc­ que emprende sobre los límites de la Ley supuestamente apodíctica. Hemos vis­ to ya cómo el acceso a este momento crítico estuvo preparado por sus comen­ tarios concernientes, sucesivamente, a la conjunción de lo prescriptivo con lo narrativo, a la postura de un libre consentimiento a una relación desigual entre un superior y un inferior, luego, por la sugerencia de Franz Rosenzweig a dis­ tinguir entre mandamiento y ley (punto no desarrollado en realidad) y, final­ mente, por el margen cedido a la interpretación en la enunciación de la ley y, en especial, por las excursiones en dirección a un vínculo especial entre el don y la obligación, que podrían ser prematuras en esa fase de la exégesis. LaCocque saca a relucir la evidente discordancia que existe entre el episo­ dio del «sacrificio de Isaac», en Génesis 22, y la ley apodíctica que prohíbe matar para plantear la cuestión de si no hay, en la misma Escritura hebrea, voces que se manifiesten a favor de una «supraética» y, por lo mismo, a favor de la sus­ pensión de la exigencia apodíctica. Si esta cuestión ha de preservar toda su fuer­ za, es importante preservar el carácter paradigmático de la historia contada, algo que se justifica por la insistencia desde el mismo comienzo del entramado de lo narrativo con lo prescriptivo en el mismo corazón de la Torá, lo que su vez exige dedicar tanta atención al más narrativo e imaginativo Agadah como al más prescriptivo Halakhah en la tradición judía posterior. El contraste entre ambos aspectos ha de mantenerse, con todo, si ha de ser significativo. LaCocque se siente animado a moverse en la dirección de lo que luego denominaré la retórica del exceso y de lo que ambos llamamos los rasgos de lo insólito, como los que encontramos en las palabras y las acciones de Jesús. Para poder preservar la vehemencia de este planteamiento, lucha contra todo inten­ to de racionalizar el gesto homicida de Abraham, venga del Midrás o de otra par­ te. El único Midrás que tiene algún mérito a sus ojos es el que le suena a kierkegaardiano y que es capaz de provocarle la siguiente exclamación: «La prueba de Abraham, como la de Job, es la prueba de Dios.» Abraham es y debe conti­ nuar siendo un «asesino», como dice Kierkegaard en Temor y temblor. Para preservar la fuerza subversiva de Génesis 22, André LaCocque busca también una serie de paralelos en las partes narrativas del Pentateuco y en los relatos de los libros proféticos sobre la conducta aberrante de otros sujetos ins­

pirados. Jesús evoca uno de estos episodios de suspensión de las reglas en el pasa­ je sinóptico que se encuentra en Mateo 12, Marcos 2 y Lucas 6. ¿De qué da testimonio este tipo de narración? ¿De la limitación de la Ley, que sólo controla un ámbito medio, un ámbito mediocre en el sentido literal del término, un ámbito de generalidad? «Lo “ético” o la ley pueden y deben ser tras­ cendidos». A lo «general» de acuerdo con la ley debe oponérsele lo «particular», en la terminología de Kierkegaard, o lo que Karl Jaspers denomina «la excep­ ción». Desearía ahora, a cuenta y riesgo propios, plantear la cuestión de si y cómo puede ser todavía posible hablar del mandamiento del «no matarás» como de un mandamiento divino, impuesto por Dios, toda vez que admitimos, como cir­ cunstancia cultural, que en la práctica de las instituciones y de las comunida­ des de todo tipo, y también en la de los individuos, la referencia a Dios ha de ser puesta entre paréntesis, y hasta eliminada del todo. Mi empresa podría decirse posmoderna, si esta calificación puede aplicarse a la reconstrucción y no (o no sólo) a la deconstrucción. Se tratará de reconstrucción en la medida en que supon­ drá una recuperación de los recursos de fe bíblica, olvidados o mal entendidos, hasta dejados de lado, antes de la revolución de la Ilustración. Esta reconstrucción depende en primer lugar de la correlación que ha de reconocerse entre el primer mandamiento, que define nuestra relación funda­ mental con Dios de un modo negativo, y el sexto mandamiento, que pone la prohibición en el mismo corazón de la coexistencia humana. Es la misma corre­ lación que se afirma en términos positivos en los mandamientos de amar a Dios y a nuestro prójimo. Sin embargo, sólo si formulamos estos dos mandamien­ tos en términos positivos podemos decir que son «parecidos» o similares. ¿Qué correlación, o qué diferencia o semejanza está aquí en juego? Sobre todo, ¿de qué modo puede reconstruirse esta correlación en una cultura moral, jurídica, social o política, que ha conseguido para la ley un espacio en la que ésta es autónoma y autosuficiente? La primera condición preliminar de toda reconstrucción es dar al primer mandamiento todo su pleno alcance, situando el género prescriptivo dentro de la red integral de formas literarias que llevan la invocación de Dios: relatos, pres­ cripciones, profecías, himnos y dichos sapienciales2. Los seres humanos no se enfrentan a una prescriptiva artificialmente aislada. Este primer punto es impor­ tante, si hemos de ser capaces de atribuir a la respuesta humana una corres­ pondiente variedad de formas, teniendo siempre en cuenta que la obediencia que corresponde a lo imperativo es sólo una de entre varias posibles disposicio­ 2. Véase Paul Ricoeur, «Naming God», en U nion T h eologica l S em inary Q uarterly Review , 34 (1979) 215-227, reimpreso en F igu rin g th e Sacred: R eligión, N arrative, a n d Im agin a­ rían, Fortress Press, Minneápolis 1995, p. 217-235.

nes o, tal como James M. Gustafson las denomina, «afecciones» [a ffection s), mediante las cuales se refiere a una manera de ser concernido por uno u otro de los nombres con que es nombrado Dios3. No quiero con esto dar a enten­ der que desaparece el «salto» que exige la fe bíblica, sino que se distancia ésta de una obediencia excesivamente estrecha, que pudiera identificarse demasiado fácil­ mente con una heteronomía, que a su vez se enfrentaría a lo que se entiende modernamente por autonomía. Si debemos proponer un solo nombre para carac­ terizar el conjunto de afecciones constitutivas de la repuesta humana a los nom­ bres de Dios, yo propondría el de «dependencia», cuyas diferentes modalida­ des voy a desarrollar luego como función de las muy distintas maneras en que se expresa la correlación existente entre el amor de Dios y el amor al prójimo. Podemos, no obstante, dar de inmediato a este sentimiento de dependencia su alcance pleno si vemos en él el correlato humano del retraimiento divino, sig­ nificado por el «Yo soy el que soy», de Exodo 3, 14, texto del que tratamos en otro ensayo de este volumen. Aunque Dios es nombrado de varias maneras, según las formas literarias en que ocurre esta denominación, no sólo hay una conver­ gencia entre todos estos modos de nombrar, sino también, desde el punto de vis­ ta retórico, un exceso indicado por la redundancia del ’e yeh («Yo soy») hebreo, como si los nombres de Dios no se limitaran a circular entre los distintos géne­ ros, sino que huyeran de todos ellos y apuntaran hacia Dios como hacia un pun­ to de fuga de un horizonte común a todos ellos. De este modo, se dibuja la mayor de las distancias entre un Dios des-conocido e in-efable y el ser humano atra­ pado por el abismo de la pregunta «¿quién soy yo?» Toda relación entre estos dos extremos no puede ser sino un intervalo que se ha cruzado, precisamente median­ te las otras formas de nombrar que, en cierto modo, acercan a Dios y al hom­ bre. Con todo, esta proximidad ha de ser la de una distancia superada, basada en la distancia, tal como expresa el término alemán Entfernung, que etimológi­ camente sugiere algo así como un «des-distanciamiento». La segunda consideración preliminar para nuestra reconstrucción proyec­ tada es comprender el término «amor» en la expresión «amor de Dios». Además del pleno alcance de la elección de nombre que ha de ser relacionada con este término, la atribución de amor a Dios lleva a una interpretación de la que he hablado ampliamente en otra parte4. Esta interpretación consiste en poner, una junto a la otra, la afirmación de Deuteronomio 6 («Escucha Israel, Yhwh es nuestro Dios, Yhwh es único») y la afirmación del Nuevo Testamento, en 1 Juan 4, que «Dios es amor». A la segunda fórmula, apliqué los recursos de una teo­ 3. James M. Gustafson, Ethics fr o m a T heocentric P erspective, 2 vols., University of Chica­ go Press, Chicago 1981. Para el concepto de «afección», véase vol. 1, p. 197-204. 4. Paul Ricoeur, «D’un Testament a l’autre: Essai d’herméneutique biblique», en Collana «D ialogo d i Filosofía», 9, Herder-Universitá Lateranense, Roma 1922; reimpresión en Paul Rico­ eur, Lectures III, Seuil, París 1994, p. 256-266.

ría de la metáfora, basada en la idea de una discordancia inicial superada por una mutua superposición de los dos términos que se enfrentan entre sí en la expre­ sión, que da como resultado un «aumento icónico» de cada uno de los térmi­ nos5. En otras palabras, lo que podemos pensar de Dios antes de la metáfora se altera por la atribución inesperada, y hasta extraña, de amor, igual como cam­ bian las ideas que podíamos tener antes sobre el amor. Por un lado, tenemos «un solo» Dios, según la sem á [oración] hebrea y, en este sentido, un Dios «celoso», un Dios que reduce absolutamente a quien le desafía en este sentido al rango de ídolo y que condena a los idólatras a su destrucción. Por otro lado, hay amor entre los seres humanos, que se desarrolla según las múltiples maneras que puede asumir el amor, desde el plano sexual y erótico al de la veneración y la devoción, entrelazando matices de eros, p h ilía y agapé. Ahora bien, la metáfora sugiere que imaginamos a Dios com o amor en todas las connotaciones de sus diversas formas y al amor com o Dios, observando la norma estricta de excluir todo ídolo. A este respecto, argumento que la proposición de Juan no ha de ser sustituida por la de Deuteronomio 6, sino que aquélla más bien desarrolla y enri­ quece «¡cónicamente» a ésta. La esperada respuesta por parte del hombre es proporcional a la riqueza semántica del nombre de Dios mismo, «aumentada» así por la metáfora del amor tomada del terreno de la experiencia humana. El sentimiento de dependencia, que quizás no hemos incluido en principio en la esencia de la obediencia, adop­ ta correlativamente la forma de una «obediencia amorosa»6, en la que la sumi­ sión está «icónicamente aumentada» por la dilección del amor. Gracias a la cali­ ficación de «amorosa», el sentimiento inicial de dependencia recibe el sello de «ser-amado». El genitivo de la expresión «amor de Dios» debe, por tanto, leer­ se de dos modos: dirigido a... y procedente de... Debería escribirse: amor a/de Dios. El distanciamiento evocado por la primera consideración preliminar, distancia recorrida, es este amor. La tercera condición preliminar es comprender el m andam iento del amor. Freud no fue el único ni el primero en rebelarse contra la idea de un amor man­ dado. Ni tampoco creo yo que baste replicar que, aun siendo verdad que el hom­ bre no puede exigir de otro que le ame, Dios sí puede hacerlo. O por lo menos esta respuesta es insuficiente en la medida en que es tributaria del antropomor­ fismo de una voluntad que obliga a otra. Las cosas son diferentes, si decimos que quien manda es el amor a/de Dios. Pero, ¿qué vamos a hacer luego con la fór­ mula que entonces nos viene a la cabeza, a saber, «amor obliga»? Franz Rosenz-

5. Véase mi The Rule ofM eta p h or: M ulti-D isciplinary Studies o f the C reation ofM ea n in g, trad. por Robert Czerny y otros, University ofToronto Press, Toronto 1977. 6. Tomo la expresión «amor obediente» de Paul Ramsey, Basic Christian Ethics, University of Chicago Press, Chicago 1950, p. 34, aunque invierto los términos.

weig, a quien ya hemos mencionado, intentó responder proponiendo distinguir entre mandamiento y ley7. La fórmula del mandamiento no es otra que «¡áma­ me!». La de la ley es «haz esto, no hagas lo otro». Si queremos comprender esta sorprendente proposición de un pensador judío contemporáneo, debemos situarla dentro del marco, y particularmente dentro del movimiento, del The Star o f R edem ptioif. Ante codo, c o n relación al verdadero proyecto de esta obra, que podemos clasificar como filosófico-teológica, es necesario observar que se construye sobre las ruinas del conocimiento ab­ soluto, conocimiento que incluiría a Dios, a la humanidad y al mundo en un único sistema al estilo hegeliano. Se consigue esto mediante una triple estructura dividida en partes, que incluye creación, revelación y redención, una tríada que se estructura de acuerdo con una temporalidad no cronológica que despliega una «vía». La creación ocupa el lugar de un pasado inmemorial y se corresponde con «la base perenne de las cosas»9. ¡La creación siempre ha ocurrido ya y continúa ocurriendo! La creación es el poder de Dios que se exterioriza. La revelación, que se ocupa del «nacimiento perennemente renovado del alma»10, ocupa el plano de lo presente, igual como la redención ocupa el del futuro bajo el signo del «futuro eterno del reino»". Así es cómo, en la mitad de esta obra, en una posición que re­ cuerda el instante kierkegaardiano, surge el mandamiento del amor, el «ámame» que precede y funda el «amor del prójimo», resumen de la ley. Rosenzweig no oculta el cuestionable aspecto de algo que parece incues­ tionable. Todos los mandamientos que derivan de este primero «¡ámame!» se sumergen en última instancia en el «amor del prójimo», que todo lo abar­ ca. Ahora bien, si este último es también un mandamiento de amar, ¿ cóm o puede conciliarse esto con el hecho de que aquel «¡ámame!» manda el úni­ co tipo de amor que puede ser mandado? La respuesta a esta objeción podría fácilmente anticiparse con una breve palabra. Pero es mejor que le dedi­ quemos toda la parte final de este libro. Porque esta respuesta, simple como es, contiene en sí todo cuanto los dos libros anteriores tuvieron que dejar sin resolver12. 7. Franz Rosenzweig, The Star ofRedemption, trad. por W illiam W. Hallo, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York 1971. 8. Cf. Stéphane Mosés, System and Revelation: The Philosophy of Franz Rosenzweig, trad. por Caterine Tihanyi, Wayne State University Press, Detroit 1922; Paul Ricoeur, «The Figure in “The Star of Redemption”», en Figuring the Sacred, p. 93-107. 9. Es el título de la Parte II, del Libro primero de The Star o f Redemption', véase ibídem, p. 112. 10. Ibídem, p. 156: título de la Parte II, Libro segundo. 11. Ibídem, p. 205: título de la Parte II, Libro tercero. 12. Ibídem.

Su respuesta completa sólo la dará en la sección sobre la redención y en tér­ minos de la dimensión de futuridad. El amor de Dios permanece «oculto» o, en la terminología de Rosenzweig, «sin figura», a diferencia del héroe visible de la tragedia. El alma asume figura sólo al pasar de la revelación a la redención. Y en la juntura de estas dos secciones de la Vía, lo oculto se exterioriza, igual como Dios se exterioriza en la creación. «Desde lo profundo de su alma, estalla siem­ pre de nuevo hacia lo exterior. La voluntad no lo determina, pero lo hace nacer»13. La fuerza expansiva que se extiende más allá del abandono exigido del alma en el mandamiento de amor de Dios, es el amor al prójimo. El amor al prójimo es lo que supera esta mera entrega en todo momen­ to, mientras que al mismo tiempo la presupone siempre... Podemos expre­ sarnos en el acto de amor sólo si antes Dios ha despertado nuestra alma. Sólo siendo amada por Dios puede el alma convertir su acto de amor en algo más que en un mero acto, esto es, puede convertirlo en la plenitud de un... mandamiento del amor14. En pocas palabras, «al amor no puede ser mandado por nadie más que por quien ama... El amor de Dios se expresa en el amor al prójimo»15. Podemos ahora decir algo sobre esta distinción entre mandamiento y ley. En su origen, al amor es mandado por quien ama. Luego viene «la exteriorización en el amor al prójimo». Un amor interhumano mandado separado de su origen sería escandaloso. Sí, el amor que el amor exige es sorprendente, pero no escandaloso. Quizás entendamos esto mejor si pensamos en una situación apa­ rentemente muy alejada de la idea de una legislación suprema procedente de una nube. Se trata del nacimiento de un bebé. Por el mero hecho de que el bebé está ahí, su fragilidad nos obliga a estar a su disposición16. Quizás el nacimiento de un niño, pero también el de todo aquello que está sujeto a la condición de tener que nacer, crecer y morir es la ocasión por excelencia en que nosotros los huma­ nos podemos oír algo así como «¡ámame!». Idéntica experiencia se repite , o más bien se recrea, en la madurez de un amor erótico como el del Cantar de los cantares, que a su manera es también un nacimiento, tan amenazado como pueda estarlo el infante recién nacido e igualmente exigente en cuanto a lo que puede ayudarlo a crecer. Amame, ayúdame. Volvamos a Rosenzweig. Cuando distingue entre mandamiento y ley, se sitúa de inmediato en oposición a aquello a que la época moderna ha reducido la ley, a saber, un imperativo formal, vacío de todo contenido, enraizado en la 13. Ibídem, p. 213. 14. Ibídem, p. 214. 15. Ibídem. 16. Véase Hans Joñas, The Im perative o f R esponsibility: In Search o f an Ethics f o r th e Techn ological Age, University of Chicago Press, Chicago 1984.

sola libertad humana, en la autonomía. En este sentido, el redescubrimiento de un amor que nos obliga es algo posmoderno. Sería un error querer ver en él una repetición de la escena mosaica de la entrega de la ley y , en realidad, la condición de toda ética antes de la Ilustración y antes del coronamiento de esta última en la totalidad autosuficiente del espíritu hegeliano. Somos nosotros, los posmodernos, quienes tenemos que distinguir el mandamiento que brota del amor a/de Dios de las leyes que proceden de la autonomía de una libertad per­ fectamente autosuficiente. La época moderna descubrió y reconstruyó a la vez la universalidad de todas y de cada una de las personas; la revelación apunta más allá, a la singularidad de ser amadas. A alguien se le obliga a amar. ¿Obligado por alguien? Me gustaría replicar que no, si se tratase simplemente de ir más allá de cualquier forma de antropomorfismo. Pero debería añadir también un sí toda­ vía más intenso, si lo que quiere decirse es que el Dios-amor de la gran metáfo­ ra del autor del cuarto Evangelio no puede ser nada inferior a una persona, en la medida en que él/ella/ello ha de dar origen a un amor como respuesta que ha de ser capaz de exteriorizarse, para usar la expresión de Rosenzweig, en amor al prójimo, poniéndose así en la Vía de la redención. Rosenzweig no niega esta sugerencia de un Dios que es, por lo menos, per­ sonal. Vista desde la perspectiva de la revelación, la creación sigue siendo un monólogo divino. En el «hagamos al hombre» del Génesis, el «yo» es un «yo» sin nombre. «Es por ello un yo todavía oculto tras el secreto de la tercera persona y no todavía un yo manifiesto»17. Parece como si no fuera excesivo decir que, para Rosenzweig, Dios sólo se convierte en un «yo» cuando interpela a un «tú» y da a este tú un nombre propio, un nombre que será exclusivo de este tú, y que será su nombre, de él o de ella. Como dice Rosenzweig: «El mandamiento de amar puede proceder sólo de la boca de quien ama. Sólo quien ama puede decir y dice: “¡ámame!”»18. El imperativo le va bien a esta expresión, porque, a dife­ rencia del indicativo, su presente es absolutamente puro, nada que pueda decir­ se en pasado dispone a un enunciado así. Carece de premeditación y no habla de cosas que puedan anunciarse en futuro: «El imperativo del mandamiento no hace previsiones de futuro; sólo concibe la inmediatez de la obediencia. Si tuvie­ ra que pensar en un futuro o en un siempre, no sería un mandamiento o una orden, sería una ley. La ley cuenta con el tiempo, con el futuro, con la dura­ ción»19. Si algo vergonzoso se vincula a todo esto, es no amar lo bastante. El alma confiesa en presente: «Todavía no amo tanto como... sé que soy amada»20. El lec­ tor no ha de sorprenderle saber que este capítulo de Rosenzweig acaba con la

17. 18. 19. 20.

The Star ofR ed em p tion ,p . 175Ibídem, p. 176. Ibídem, p. 177. Ibídem, p. 181.

parábola del Cantar de los cantares, que él sostiene que es indivisiblemente eró­ tico y espiritual a un tiempo. ¿No empieza diciendo, sin mencionar el Cantar de los cantares, con la declaración de 8, 6, «“Fuerte es el amor como la muerte”, fuerte en el mismo sentido que lo es la muerte? Pero, ¿contra quién despliega la muerte su fuerza? Contra aquel a quien abraza»21. Antes de emprender la difícil tarea de señalar un lugar para la prohibi­ ción del homicidio dentro del ámbito de una ética de la autonomía, incluso de una ampliada con las dimensiones de la ética de la comunicación y del discur­ so, tenemos que considerar, a la luz de las consideraciones preliminares antes señaladas, el sentido de la correlación existente entre la prohibición que expre­ sa el primer mandamiento y la del sexto; o, por implicación, entre el manda­ miento del amor de Dios y el mandamiento del amor a nuestro prójimo. Lo primero que tenemos que considerar es la asimetría, la desproporción, entre estos dos polos. La sem á, reforzada por el «yo soy el que soy», tiende a aislar a la divinidad como la unidad única de algo en sí, mientras que el amor del prójimo tiende a empujar al ser humano fuera de sí mismo, hacia una plu­ ralidad sin límite de otros que están enfrente. El amor se encuentra, así, atra­ pado entre la Altura y la Exterioridad22. Partiendo de este encontrarse atrapado entre dos polos, podemos comen­ zar a pensar en la semejanza de estos dos mandamientos. Semejanza no quiere decir identidad, y mucho menos fusión. Más bien debemos aplicar a la relación de semejanza lo que antes se dijo sobre la proximidad, la cercanía como distan­ cia mantenida y a la vez superada. Lo que abre y a la vez supera este intervalo es el amor mismo que se difunde por el mandamiento que el Dios único dirige al alma. Esta mediación activa entre Altura y Exterioridad proporciona un medio que posibilita el acceso a la muy conocida, pero poco comprendida, noción de «imagen de Dios». La expresión dividida que utiliza el Génesis para caracteri­ zar la condición de la criatura humana, hecha «a imagen y semejanza de Dios», propone una dialéctica cercana a la de Altura y Exterioridad, o a la de distancia y proximidad23. Quizás la desproporción y la semejanza entre los dos amores nos ayude a comprender la noción de imagen de Dios, más que cualquier otro medio que pueda haber, por cuanto esta noción de imagen, tomada como punto de partida, únicamente en el marco de una teología de la creación se abre a infini­ tas variaciones. Esto puede ser algo bueno, en cuanto nos hace saber lo que cues­ ta intentar hallar la semejanza que hay entre ambos mandamientos, donde el amor nos obliga en términos de la diferencia y la comunidad de sus dos objetos, 21. Ibídem, p. 156. 22. Véase Paul Ricoeur, «Emmanuel Levinas: Thinker of Testimony», en F iguring the Sacred, p. 108-126. Recurro a estos dos términos para caracterizar las dimensiones cardinales del dar testimonio. 23. Véase Ramsey, Basic Christian Ethics, p. 249-283.

el Altísimo y el prójimo, con ocasión de la idea indeterminada de una im ago Dei. Consideradas estas cuestiones preliminares, quisiera emprender ahora el peligroso ejercicio de una confrontación entre lo que quisiera llamar el redescu­ brimiento del paradigma de obediencia amorosa y el principio de autonomía, tal como lo proclaman pensadores clásicos o contemporáneos24y se complementa en la ética de la comunicación25. Esta confrontación tendrá que evitar dos esco­ llos, el de la apologética y el de la refutación. Por un lado, quiero mostrar que la obediencia amorosa, lejos de oponerse a una ética de la autonomía, la ayuda a conseguir su pleno desarrollo. Por el otro lado, no pretendo transformar los ser­ vicios que la fe bíblica presta a una filosofía moral carente de coherencia en una especie de justificación indirecta de esta fe. No he olvidado la advertencia de Bonhóffer sobre una concepción de la fe bíblica a modo de un «Dios de los vacíos»26. En una cultura plural como la nuestra, lo que está en juego es sólo una contribución al debate público al que judíos y cristianos aportan sus convic­ ciones, cuyo retrato tracé antes, convicciones que, a la luz de la discusión, quie­ ren ser reconocidas como «convicciones maduradas», bien pensadas ( considered convictions), para usar la expresión favorita de John Rawls27. Mi punto de partida se acerca al punto alcanzado por André LaCocque con sus reflexiones sobre los límites de lo apodíctico, aunque teniendo en cuenta lo que ya he dicho. En su kierkegaardiana lectura de Génesis 22, André LaCocque acentúa la idea de excepción. De modo paralelo, quiero tomar en consideración la de «exce­ so», esto es, el exceso de amor en relación con la justicia. En varias de mis obras anteriores, he contrapuesto la lógica de la superabundancia, característica de lo que llamo una economía del don, a la lógica de la equivalencia, que reina en las diferentes esferas de la justicia28. Por ejemplo, como Kant muestra en su D oc­ trina d el d erech o29, la justicia conmutativa tiende a procurar que estas esferas de 24. El ensayo de Kant, «¿Qué es la Ilustración?», puede servir de guía para todo el plante­ amiento de la Ilustración. 25. Véase por ejemplo Karl-Otto Apel, Transformation d er Philosophie, Suhrkamp, Franc­ fort 1973 [trad. cast.: La transformación d e la filosofía, 2 vols.,Taurus, Madrid 1985]; Jürgen Habermas, M oral Consciousness a n d C om m uncative Action, trad. por Christian Lehardt y Shierry Weber Nicholson, MIT Press, Cambridge 1990. Véase también Apel, E r la u te r u n g zur Diskursethik, Suhr­ kamp, Francfort 1991. 26. Dietrich Bonhoffer, Letters a n d Papers fr o m Prison, trad. por R. H. Fuller, Macmillan, Nueva York 1962, p. 217-220. 27. John Rawls, A Theory ofju stice, Harvard University Press, Cambridge 1971, p. 45 [trad. cast.: Teoría de la ju sticia, Fondo de Cultura Económica, México 1993, p. 66], 28. Paul Ricoeur, «The Logic of Jesús» y «Love and Justice», en F igu rin g th e Sacred, p. 279-282 y 315-329. 29. Immanuel Kant, La m etafísica d e las costum bres, trad. y notas de Adela Cortina Orts y Jesús Conills Sancho, Tecnos, Madrid 1994, p. 55-219.

la justicia «co-existen» pese a los obstáculos que él mismo sitúa bajo el título de «insociable sociabilidad» de los seres humanos30. De modo parecido, la justicia distributiva tiende a introducir el más elevado grado de igualdad compatible con la productividad y, en general, con la eficacia de la sociedad en la distribución desigual de puestos, status y roles. Luego está la justicia correctiva, que se expre­ sa directamente en el plano de la ley penal, e indirectamente en el plano de la ley social en términos de diversas formas de redistribución, orientadas todas a compensar los fallos de justicia distributiva, en particular cuando esta última condena a grupos enteros a la exclusión de los bienes sociales. El exceso de la lógica de la superabundancia en relación con la lógica de la equivalencia se expresa ante todo mediante una desproporción que abre un espacio entre ambos polos para mediaciones prácticas capaces de afirmar el más básico proyecto moral de justicia. Esta desproporción se anuncia primero a través del lenguaje. Pues el amor habla, pero con un lenguaje distinto del que usa la justicia. El discurso del amor es ante todo un discurso de alabanza. En la alabanza, los hombres gozan a la vis­ ta de su objeto, el cual prevalece por encima de cualquier otro objeto de su inte­ rés. Por ello el juego del lenguaje que mejor encaja con la alabanza es el him­ no, la aclamación «feliz aquel que...». Situando esta observación sobre el lenguaje del amor después de lo que dije antes sobre el extraño carácter del mandamien­ to del amor, me referiré a un uso poético del imperativo, que va desde la invi­ tación amorosa a la ira del amor traicionado, pasando por la súplica. Más aún, es bajo el patrocinio de la poética del himno, ampliado para incluir el del man­ damiento, donde podemos situar el poder de metaforizar que se incluye en las expresiones de amor. Por esto el amor engendra una espiral ascendente y des­ cendente que abarca los efectos que los términos eros, p h ilía y a ga p é distin­ guen. De este modo, se ha «inventado» una analogía, descubierta y creada a la vez, entre estos efectos que a mi entender es erróneo oponer entre sí, como hace Anders Nygren en su conocido libro, Agape a n d Eros5'. Comparada con este amor que no argumenta, sino que más bien se mues­ tra, como vemos en 1 Corintios 13, la justicia puede reconocerse en principio interna a la actividad comunicativa por la confrontación entre afirmaciones y argumentos en situaciones de conflicto típico y de demanda y, luego, por esa decisión que cierra el debate y resuelve el conflicto. La racionalidad de este proceso se asegura con las actitudes procesales que controlan cada una de sus fases. Estos procedimientos, a su vez, están regidos por un formalismo que, lejos

30. Immanuel Kant, «Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita», en Filosofía d e la historia, Editorial Nova, Buenos Aires 1964, p. 43. 31. Anders Nygren, A gape a n d Eros, trad. por Philip S. Watson, Westminster, Filadelfia 1953.

de significar una carencia, es el sello de la fuerza de la justicia, uniendo la espa­ da que se abre camino por entre la argumentación con la balanza que sopesa los asuntos con equilibrio. Es este formalismo, dentro de la dialéctica de amor y jus­ ticia, lo que constituye la lógica de la equivalencia, cuya expresión primaria es la equidad antes de que la ley prevalezca. La ley de la justicia, tal como se aplica en el ámbito judicial, es tratar los casos semejantes de un modo semejante. La jus­ ticia distributiva y la conmutativa están también regidas por normas procesales, tan formales como las que presiden en principio el orden judicial32. Es a este nivel de formalismo donde el amor puede desempeñar su papel, en el corazón mismo de estas instituciones que dan a la justicia el contorno visi­ ble de la ley positiva, bajo la cual viven los ciudadanos y a la que están llama­ dos a obedecer. La sugerencia que hago aquí es que el sentido de justicia subyacente en estos formalismos no posee ese carácter unívoco que prevalece en las leyes, caracte­ rística de la ley positiva. Este sentido, que podemos llamar una emoción razo­ nable, oscila entre dos niveles que atestiguan su equivocidad. En el nivel infe­ rior, el que se aplica a la concepción contractualista que subyace en el origen del concepto de ley, tal como la entienden Hobbes, Rousseau y Kant, hasta Rawls, entendida en este caso desde una situación hipotética anterior a ese contrato, es un sentimiento de desinterés mutuo, en el sentido fuerte de un «interés» no marcado por ningún sentido de envidia, que cada uno de los que entran en el contrato procura promover. En el nivel superior, el ideal que marca nuestro sen­ tido de justicia y que revela nuestra indignación a la vista de las injusticias del mundo que nos interpelan, se expresa por un deseo de dependencia mutua, inclu­ so por lo que podemos llamar deuda mutua. La cooperación social, por ejem­ plo, tal como los principios de justicia de Rawls pretenden reforzarla, ilustra esta oscilación entre la competitividad y la solidaridad, en la medida en que los cálculos que llevan al contrato ponen la base para un sentimiento más elevado de desinterés mutuo, pero que es, no obstante, menos profundo que el senti­ miento de deuda mutua33. ¿No es, pues, función del amor conseguir que este sentido de justicia alcan­ ce el nivel de un verdadero reconocimiento mutuo por el que todos y cada uno nos sintamos en deuda con los demás? Si así es, ha de construirse un puente ente un amor que se ensalza simplemente por sí mismo, por su elevación y su belle­ za moral, y un sentido de justicia, que sospecha con razón de todo recurso a la caridad que pretenda sustituir a la justicia, y que puede incluso pretender libe­ rar a los hombres y mujeres de buena voluntad de esa pretensión sobre ellos. 32. Véase Paul Ricoeur y M ichale Rocard, «Justice and the M arket», en D issent, (1991) 505-510. 33. Véase Paul Ricoeur, «Le cercle de la démonstration», en Esprit, 2 (febrero 1988) 78-79.

Entre la confusión y la oposición, necesitamos explorar un camino difícil en el que la tensión entre las exigencias del amor y de la justicia, distintas y a veces opuestas, se convierta en ocasión de una acción razonable. Lo que dije antes sobre la obligación que el amor engendra puede marcarnos la dirección de este tipo de conducta. Si, efectivamente, el amor obliga, es ante todo a la justicia a lo que nos obliga, pero a una justicia educada en la economía del don. Es como si la economía del don buscara infiltrarse en la economía de la equivalencia. Es sobre todo en el ejercicio del juicio moral en situaciones reales34, donde debemos tomar partido en los conflictos entre deberes, o en los conflictos entre el respeto por la norma y la solicitud por los individuos implicados, o en aque­ llos casos difíciles en que la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre lo peor y lo menos malo, cuando el amor entra en liza, en nombre de la com­ pasión y de la generosidad, a favor de una justicia, que situaría abiertamente el sentido de deuda mutua por encima del de la confrontación de intereses desin­ teresados. Pero es también en el nivel de las instituciones donde esta compasión y generosidad han de expresarse. La ley penal reconoce circunstancias atenuan­ tes, exenciones del castigo, amnistías. Frente a la exclusión social, la justicia correc­ tiva representa algo así como la vía del amor en el plano de la justicia distributi­ va. Incluso la política internacional puede quedar tocada por el amor en la forma de actos inesperados de perdón, como ejemplificó el canciller alemán, W illy Brandt, cayendo de rodillas ante el monumento al «Holocausto» en Varsovia, o el rey Juan Carlos pidiendo perdón a los judíos por su expulsión de España a finales del siglo X V 35. Otra manera de convertir el amor a la justicia en su ideal más elevado es cuando contribuye a la universalización efectiva de las normas morales median­ te la fuerza ejemplar de la excepción. Esta sugerencia prolonga el estilo kierkegaardiano de interpretar que André LaCocque propone acerca del sacrificio de Isaac, en Génesis 22. La «suspensión» de lo ético, como dice él, marca el límite de la ley. M i propuesta es algo diferente, aunque complementaria. ¿No podría ser que la excepción revelara otro tipo de lím ite distinto de aquel al que lo categórico p e r se tiene que someterse? Me refiero ahora a aquellos límites fácticos impuestos a lo categórico por la experiencia histórica. La sugerencia que estoy haciendo remite directamente al debate que divi­ de a los éticos contemporáneos, que se reparten entre un universalismo formal (por ejemplo, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas) y un contextualismo concreto 34. Véase el estudio 9 de mi O n eselfas Another, trad. por Kathleen Blamey, University of Chicago Press, Chicago 1994 [trad. cast.: Sí m ism o com o otro, Siglo XXI, Madrid 1996]. 35. Véase mi «Welches neue Ethos für Europa», en P. Koslowski (ed.), Europa im aginieren, Springer, Berlín 1992, p. 108-120. En esta colaboración considero tres «modelos» para imaginar a una Europa, que no sería meramente la de los negocios: traducción, intercambio de recuerdos y perdón.

(por ejemplo, Michael Sandel, Michael Walzer, Charles Taylor y Alasdair Maclntyre)36. Los primeros están más próximos a la concepción procesal de ley, los últi­ mos ponen el acento en las limitaciones culturales que afectan las prácticas jurí­ dicas y políticas de comunidades, cuyo consenso interno descansa en ciertas concepciones de lo que es bueno y obligatorio, siempre limitadas. Ante esta apa­ rentemente insuperable antinomia, ¿no podemos decir que el universalismo, que Kant expresa con la idea de una obligación que no admite excepciones y Apel y Habermas con la de una comunidad comunicativa ideal sin límites ni trabas, no se realiza nunca en la práctica real, excepto en forma de un -aunque sea sim­ plemente supuesto- universalismo «incoativo», que busca ser reconocido por otras culturas? Si así es, los abogados de este universalismo deben aprender a escuchar a estas otras culturas, que también reclaman la genuina universalidad de sus valores, pero que son igualmente cautivas de una práctica real, que lleva el sello de limitaciones culturales simétricas a las nuestras37. ¿No debería, entonces, ser función del amor contribuir a reducir esta dis­ tancia existente entre un universalismo ideal sin restricciones y el contextualismo en el que prevalecen las diferencias culturales? El mundo bíblico, judío en primera instancia, luego cristiano, ofrece ejemplos que se han vuelto paradigmá­ ticos de esta extensión de esferas culturalmente limitadas hacia un reconoci­ miento universal efectivo. La repetida llamada al antiguo Israel a abrir las puertas «a la viuda, al huérfano y al extranjero» -en otras palabras, al otro, como benefi­ ciario de la hospitalidad- es una ilustración inicialmente ejemplar de la presión ejercida por el amor sobre la justicia, de forma que puede considerarse un ataque frontal a las prácticas de exclusión que son quizás la contrapartida de todo víncu­ lo social fuerte38. El mandamiento del amor a nuestros enemigos, tal como lo ha­ llamos en el Sermón de la montaña, constituye el ejemplo más señalado de esto. La forma imperativa dada al «nuevo mandamiento» lo inscribe en la esfera de lo ético. Pero su afinidad con el mandamiento del «¡ámame!», que Rosenzweig dis­ tingue de la ley, le da la categoría de supraético, en la medida en que procede de una economía del don tan pronto como renuncia a toda exigencia de reciproci­ dad39. Además, Jesús asocia el mandamiento del amor a nuestros enemigos a

36. M ichael Sandel, L iberalism a n d the Limits o fju s t ic e , Cambridge University Press, Nueva York 1982; Michael Walzer, Spheres ofju stice, Basic Books, Nueva York 1983; Charles Tay­ lor, The Sources o f the S e lf The M aking o fM od ern Identity, Harvard University Press, Cambrid­ ge 1989; Alasdair Maclntyre, Afier Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame, IN 1981 [trad. cast.: Tras la v irtu d trad. de Amelia Valcárcel, Crítica, Barcelona 1987]. 37. O n eself as Another, p. 273-283. 38. Los profetas de Israel lanzaron una dardo en dirección al reconocimiento del enemigo en cuanto ser humano: «Porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.» 39. Paul Ricoeur, «Ethical and Theological Reflections on the Golden Rule», en F iguring the S acred p. 293-302.

otros tipos excepcionales de conducta que desafían la lógica de la equivalencia de la justicia ordinaria. Sin embargo, el mandamiento del amor a nuestros enemi­ gos ocupa un lugar preeminente entre estos desafíos al ordinario buen sentido moral en cuanto afecta directamente al sexto mandamiento del Decálogo. El mandamiento del amor a nuestros enemigos es «nuevo» sólo por la extensión que da al concepto de prójimo, que no se libra de las restricciones que ponen de relieve las teorías contextualistas. La gravedad de este requerimiento viene del hecho de que estas restricciones parecen constitutivas hasta el día de hoy del vínculo social. En última instancia, ¿no hizo, Cari Schmitt, de la categoría ami­ go/enemigo un criterio de lo político?40El estado actual de la ley internacional confirma este diagnóstico. ¿Y no ha sido siempre la guerra, tan horriblemente ilustrada por los terrores de nuestro siglo XX, la fuerza motriz de la historia de las naciones y de los Estados? La ley internacional no es en la actualidad capaz de proporcionar una forma institucional apropiada a la universalidad sin restriccio­ nes del imperio de la justicia. De aquí que el ideal de paz perpetua, para usar el tí­ tulo del tan conocido opúsculo de Kant, debe todavía, por un largo período de tiempo, refugiarse en el reino de la utopía. Pero, por lo menos, Kant ha argu­ mentado ya en términos de justicia y de una ley que excluirían la guerra del ám­ bito de las relaciones entre Estados. En este sentido, Kant ha demostrado que la paz es una exigencia de la misma idea de ley y derecho. ¿No corresponde, pues, al amor al enemigo motivar planteamientos con­ cretos de política internacional en dirección a una paz perpetua? El sufrimien­ to que un pueblo inflige a otro no parece ser en sí mismo razón suficiente para «hacer las paces». Todo pasa como si un deseo de matar, más fuerte que el temor de la muerte, surgiera de tanto en tanto de entre los seres humanos, empuján­ dolos al desastre. Sin esa pulsión colectiva de muerte, ¿cómo vamos a explicar el odio que parece ser consustancial a las afirmaciones de identidad de tantos pue­ blos? O, por el contrario, más bien deberíamos empezar recordando el sufri­ miento infligido sobre los demás antes de atrevernos a reafirmar nuestra gloria y nuestras miserias pasadas. Pero esta m etánoia de la memoria sólo parece poder provenir del amor, de ese eros, del cual Freud, cercano ya a la propia muerte y rodeado de los graves acontecimientos que todos sabemos, inquiría si no podía acaso ponerse de acuerdo con thanatos41. No quiero dejar este tema sobre la contribución del exceso a la realiza­ ción histórica del universalismo abstracto sin referirme a otro ejemplo de origen 40. Cari Schmitt, D er B egrijfd es Politischen, Duncker und Humblot, Berlín 1987, original publicado en 1932 [trad. cast.: El con cepto d e lo p olítico: texto d e 1932 con un prólogo y tres corola­ rios, Alianza, Madrid 1998]. 41. Sigmund Freud, Civilization a n d Its D iscontents, trad. por James Strachey, W. W. Nor­ ton, Nueva York 1961 [trad. cast.: El m alestar en la cultura, en Obras com pletas, vol. XXI, Amorrortu editores, Buenos Aires 1998].

bíblico, que puede abrir una era de actualización más prometedora. No es posi­ ble no recordar las palabras del Apóstol: en Cristo ya no hay ni judío ni griego, ni varón ni mujer, ni libre ni esclavo. Hay algo más que una afinidad secreta entre esta declaración, hecha esta vez en términos del indicativo de una escatología «realizada» y el mandamiento del amor a los enemigos, por cuanto la enu­ meración paulina se basa en la ignorancia mutua, el odio y hasta la guerra. En particular, se han necesitado casi dos mil años para acabar con la esclavitud, por lo menos la legal, esto es, con el derecho de posesión y, por tanto, de comercio aplicado a las personas humanas. En realidad, siempre hemos sabido que las per­ sonas humanas no son cosas. Pero siempre ha habido seres humanos que no han contado como personas. El amor presiona a la justicia para ampliar el círculo del reconocimiento mutuo. Y es a menudo mediante la transgresión del orden esta­ blecido, mediante el caso de excepciones ejemplares, cómo el amor prosigue su obra de conversión en el plano mismo del sentido de justicia42. Otro efecto manifiesto de esta presión que el amor ejerce sobre la justicia tiene que ver con la singularidad y el carácter de insustituibles de las personas. El amor no actúa solamente en términos de extensión, sino también de inten­ sidad. Aquí debemos evocar sin duda alguna al «Dios único» de la proclamación monoteísta de la Biblia hebrea. Antes, he intentado señalar que la fórmula joánica, «Dios es amor», no deroga esta proclamación, sino que más bien la des­ arrolla de un modo metafórico. Por ello, entre el primer mandamiento y el sexto hay una especie de relación especular. De hecho, Rosenzweig piensa que el mandamiento del «¡ámame!» se dirige al alma individual, reservando así el paso a la pluralidad del prójimo a lo que él llama redención. ¿No podríamos, enton­ ces, decir que la profesión de fe israelita y joánica refuerza el reconocimiento de las personas como algo siempre único? ¿Por qué es deseable este tipo de asistencia? Una razón es que parece que no hay en esto una razón moral absolutamente constrictiva por la que la dife­ rencia entre personas deba ser, como tal, objeto de obligación. Sí, está la prác­ tica de cambio de roles en la conversación, la diferencia de posición de los actores sociales en toda transacción, la irreductible diferencia entre la memoria individual y la colectiva y, por último, la búsqueda de la responsabilidad indi­ vidual en caso de que los daños deban ser compensados o deba infligirse un cas­ tigo, pero todas estas situaciones sociales parecen convertir la diferencia entre personas en un componente irreductible de la hum ana conditio. Sin embargo,

42. Uno piensa aquí, claro está, en Gandhi, Martin Luther King, Jr. Y otros. El pensamiento jurídico ha tratado este problema en términos del derecho al regicidio, en este caso del tiranici­ dio, y de un modo más general en términos de la relación entre justitica y desobediencia civil. Ade­ más de Teoría d e la ju sticia , de Rawls, véase Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge 1978.

todas estas consideraciones parecen serlo d e fa cto, no d e iure. Podemos entrever en el horizonte del trabajo más reciente sobre manipulación genética la posibi­ lidad, que por el momento sólo es una fantasía, de fabricar un número ilimita­ do de copias de un ser humano mediante la clonación. Y , ¿por qué ha de estar esto prohibido? ¿Es porque en la ética comunitaria la diferencia está vinculada a la «otredad» y ésta es necesaria para el reconocimiento mutuo? Sin lugar a dudas. Pero, ¿qué impide hacer una excepción en esta convicción? ¿Y de dónde saca su fuerza esta convicción? Esta necesidad de refuerzo puede sentirse también de otro modo. La justi­ cia difiere de la amistad y, en general, de todas las relaciones interpersonales basa­ das en una relación cara a cara y, por ello, de la imposición forzosa que emana de la presencia directa, de todo rostro que me diga, de acuerdo con la vigorosa expresión de Emmanuel Levinas, «¡no [me] matarás!»43. El vis-ci-vis de la justicia son los demás sin rostro, es decir, cualquier persona con la que me sienta obli­ gado por ley en multitud de instituciones44. El «que está enfrente» ya no eres tú, sino todos y cada uno. Pero, ¿-cómo se impide que todos y cada uno pasen a ser «alguien», o «ellos»? Todos y cada uno son, con todo, distributivos. A cada cual lo que se le deba, a cada cual la parte que le corresponda, aun cuando la apor­ tación no sea la misma. El «alguien» es anónimo, coagula en una masa indiferenciada. Pero, ¿no toca, entonces, a la imaginación y a la mirada singularizadora del amor extender el privilegio de la relación cara a cara hasta incluir todas estas otras relaciones con los otros (anónimos)? Se aplica aquí lo mismo que en el caso del amor a nuestros enemigos, que se niega la diferencia política entre amigos y enemigos. Al atender a la problemática de todos y cada uno, el amor quiere superar la distancia que hay entre el tú y la tercera persona. Así es cómo contribuye a preservar el carácter de insustituibles que tienen las personas en todo intercambio de roles. Otra razón para esperar que el amor proteja la justicia de deslices y desvia­ ciones tiene que ver con el debate contemporáneo concerniente a los fundamen­ tos de la justicia. Antes me referí al debate entre universalización y contextualismo. Hay otro debate abierto por la objeción que le han dirigido a Kant discípulos rebeldes —Habermas y Apel, entre otros-, en nombre de una ética de la comuni­ cación. La prueba de universalización a la que cualquier sujeto debe someter la máxima de su acción lleva a un monólogo del sujeto moral consigo mismo45. Esta 43. Emmanuel Levinas, Totality a n d Infinity: An Essay on Exterioriry, trad. por Alphonso Lingus, Duquesne University Press, Pittsburgh 196. 44. Véase mi O neselfas Another, p. 194-202. 45. Esta objeción se discute en O. Hoffe, K ategoriscbe Rechtsprinzipien. Ein K ontrapunkt d er M oderne, Suhrkamp, Fráncfort 1990, caps. 12-14. Hay también una evaluación equilibrada de los términos de este debate en J. M. Ferry, L espuissances d e l ’e xpérience. Essai su r 1‘i d en tité con tem poraine, vol. 2, Les ordres d e la reconnaissance, Cerf, París 1991.

objeción está probablemente mal fundada por lo que concierne a Kant mismo. Su D octrina d el derecho presupone diversas situaciones típicas, en las que la coexis­ tencia de esferas de acción libre se ve amenazada por la animosidad y las adversi­ dades a que está expuesto el vínculo social. Pero sea lo que fuere de Kant, la cues­ tión es si una ética de la comunicación realmente consigue que su vocación dialógica esté a salvo de caer en la soledad de un monólogo. Si los sujetos invitados a discutir entre ellos deben despojarse de todo cuanto los éticos contemplan como meras convenciones, ¿qué queda de singularidad y alteridad en los socios que de­ baten? Si sus convicciones son sólo convenciones, ¿qué distingue a unos partici­ pantes de otros, sino sus propios intereses? Sólo un vivo sentido de la alteridad de las personas puede preservar la dimensión dialógica frente a toda reducción a un monólogo, llevado a cabo por un sujeto indiferenciado. Singularidad, alteridad y mutualidad son los presupuestos fundamentales de la estructura dialógica de la argumentación. ¿Hay garantía mejor, para estas tres cosas, que el amor? En las secciones precedentes, se ha puesto el acento en las diversas formas con que el amor puede asistir a la justicia ayudándola a surgir y a mantenerse en el nivel más elevado de exigencia moral. Ahora me gustaría sugerir la idea de que el amor puede también poner en guardia a la justicia contra ambiciones excesivas. El exceso aquí no está ya del lado del amor, en forma de excepción, sino del de la justicia, en forma de hybris. En este caso, la dialéctica de amor y justicia adopta una forma decididamente más polémica. Quisiera volver ahora al sentido de dependencia con el que he caracteri­ zado el sentimiento religioso. Dejado a su aire, este sentido de dependencia lle­ va a un ámbito teonómico, que parece oponerse diametralmente a la autonomía moral. Sin embargo, lo dicho hace poco sobre la identidad metafórica entre el Dios único del Exodo y el Dios del amor del Apóstol, y luego sobre la prioridad del mandamiento del amor en relación con toda ley, nos permite completar este sentimiento de dependencia con el de antecedencia. Esto implica, debo recono­ cerlo, cierta pasividad fundacional: «Porque has sido amado, ama a tu vez». No deberíamos dudar en extender este sentimiento de antecedencia a las mismas leyes llamadas apodícticas. Podemos decir que vienen de Dios, no al modo míti­ co que cuentan los relatos del Sinaí ni mediante la entrega a Moisés de tablas de la ley, sino en virtud de su afinidad con el mandamiento del amor, que proce­ de del amor que es Dios. Esto, a mi entender, es el único sentido aceptable de la noción de teonomía. Amor obliga; obliga a una obediencia amorosa. Es esta última noción la que ahora debemos fijar frente a la autonomía del imperativo kantiano y frente a la forma de la teoría comunicativa de esta auto­ nomía. Por un lado, quiero destacar que la obediencia amorosa hace nacer la res­ ponsabilidad por los intereses de los demás, en el sentido en que Emmanuel Levinas habla de ella en términos del rostro, cuyo requerimiento me llama al

cuidado de los demás, hasta el punto de convertirme en rehén suyo sabiendo ponerme en su sitio46. En este sentido, la teonomía, entendida como el sum­ mum de obediencia amorosa, engendra autonomía, entendida como el summum de responsabilidad. Aquí tocamos un punto delicado en el que cierta pasividad constitutiva se une a una aceptación de responsabilidad activa, que no tiene otro terreno donde ejercitarse que la comunicación, la búsqueda de reconoci­ miento y, en última instancia, el compromiso en el consenso y el esfuerzo por hallarlo. Esta conexión entre antecedencia de la ley y espontaneidad responsa­ ble resuena en lo profundo de la conciencia. Bajo la figura de «voz de la con­ ciencia», la Ley da testimonio de su carácter estructurador, no simplemente opresor y represivo. Sí, no encontraremos ninguna ley particular concreta que no haya sido constituida por seres humanos a lo largo de la historia. A la teoría de la ley positiva no le falta en absoluto sentido. Pero la legalidad de la ley es tanto instituyente como instituida. En cierto sentido, siempre ha estado ya ahí, igual que todo el orden simbólico sobre el que descansa toda educación y, qui­ zás toda forma de psicoterapia47. Por otro lado, quiero tomar precauciones contra una excesiva elevación de la autonomía moral. Considerada en términos de su núcleo racional, incluye numerosas proposiciones que cobran sentido sólo si se desarrollan en términos de una ética de espontaneidad responsable. ¿Qué proposiciones?48Ante todo, en el plano de una semántica de la obligación, está la afirmación de que la ley es la ratio cogn oscen di de la libertad y que la libertad es la ratio existendi de la ley. En otras palabras, sólo hay ley para los seres libres, y no hay libertad sin sumi­ sión a una obligación. Si esta obligación se lleva a efecto en el plano humano de lo imperativo, se debe al hecho del carácter recalcitrante de las inclinaciones emo­ cionales. Y si el imperativo es categórico, lo es en el sentido de que la obligación carece de toda restricción. Pero, ¿cómo reconocemos el carácter categórico de un imperativo? Por la capacidad que muestran determinadas máximas de nuestra acción de superar con éxito la prueba de la universalización. Dicho esto, pode­ mos situar con mayor precisión los puntos en que la autonomía moral parece revelarse como incompatible con la teonomía, incluso cuando ésta es entendida como obediencia amorosa. La confrontación entre ambas ocurre en dos pun­ tos específicos. En primer lugar, al nivel de la conexión entre libertad y ley, y lue­ go al nivel de la regla de universalización. En mi opinión, esta última no debe llevar al conflicto, en la medida en que sólo constituye un criterio, una prueba, 46. Véase Emmanuel Levinas, O therwise than B eing, or B eyond Essence, trad. por Alphonso Lingus, Kluwer, Boston 1991 [trad. cast.: D e otro m odo q ue ser, o más allá d e la esencia, Sígue­ me, Salamanca 1987]. 47. Marie Balmary, Le sacrifice interdit. F reud et la Bible, Grasset, París 1986. 48. Véase O. Hóffe, L ntroduction a la p h ilo so p h ie p ra tiq u e d e K ant, Castelfa, Albeur, Suiza 1985, cap. 4.

una piedra de toque para reconocer la moralidad de una intención y distin­ guirla de un simple interés disfrazado. La responsabilidad a que nos convoca una obediencia amorosa no sólo no es incompatible con este criterio, sino que lo exi­ ge, si ha de ser racional y no simplemente emocional. Queda todavía el punto crítico de la definición de autonomía como auto­ suficiencia. Podemos dudar razonablemente de si Kant consiguió fundar este principio sobre sí mismo. ¿No caracterizó la conciencia que tenemos del juicio sintético a priori que hace a la ley y a la libertad solidarias entre sí como un «hecho de razón», que se reduce a aceptar la moralidad como algo dado?45Ciertamente, este «dato» es la razón práctica misma, en otras palabras, la capacidad práctica de la razón. No obstante, más allá de la oscuridad de la noción de «hecho de razón», podemos inquirir si la libertad humana no está acaso abierta a algo más allá de sí misma, a un otro, cuando investiga esta misma capacidad en el plano de las conciencias individuales. El ser humano puede ciertamente defi­ nirse como un «sujeto capaz de» -u n sujeto capaz de hablar, de actuar, de narrar, de aceptar la responsabilidad por las acciones que le son atribuidas. Pero, ¿está esa capacidad en sí realmente a nuestro alcance? ¿No consiste el mal en una inca­ pacidad radical? Esto es lo que el mismo Kant dice en La religión dentro de los lím ites d e la sim ple razón’0. En esta obra, la reflexión sobre la religión nace con una meditación sobre el mal radical y prosigue con un examen acerca de las con­ diciones de regeneración de un sujeto moral. ¿Llega ésta por las propias fuerzas del sujeto o necesita de ayuda proveniente de otra parte? Aquí es donde la anti­ nomia, expulsada de la filosofía moral, reaparece en la filosofía de la religión51. La escasa ch a n ce que concede Kant a la idea de una ayuda gratuita basta para impedir que la filosofía práctica prohíba toda apertura a la verdaderamente úni­ ca dialéctica entre autonomía y lo que se ha denominado, estrictamente en el plano de la moralidad, heteronomía. Evidentemente, filosofía de la religión no es lo mismo que filosofía moral. Pero, ¿podemos mantener una división tajan­ te entre una ética, que distingue el principio de la obligación de cualquier con­ sideración de la capacidad de un ser humano a obedecer la ley, y la religión, que no tiene otro objeto, según Kant, que la regeneración del sujeto moral; en otras palabras, la restauración o, mejor aún, la fundación de un sujeto capaz de actuar como sujeto moral? La cuestión ahora será considerar si una ética de la comunicación tiene más éxito en fundar autónomamente la obligación por el discurso y la argumenta49. Véase ibídem, p. 136s. 50. Immanuel Kant, Religión within the Limits ofReason Alone, trad. porTheodore M. Green y Hoyt H. Hudson, Harper Torchbooks, Nueva York 1960 [trad. cast.: La religión dentro de los limites de la mera razón, trad. por F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid 1981]. Cf. mi ensayo, «A Philosophical Hermeneutics of Religión: Kant», en Figuring the Sacred, p. 75-92. 51. Véase La religión dentro de los límites de la mera razón, partes 2 y 3.

ción, lo cual se supone elimina los problemas relacionados con la idea de un «hecho de razón», o en dar una forma inmediatamente dialógica al criterio de universalización de toda máxima ética. El carácter autofundante de la ética del discurso procede, a mi entender, de un'a especie de hybris de la razón práctica, una hybris de la que Kant supo guardarse52. Pero, incluso si suponemos que KarlOtto Apel -que está más en el punto de mira, aquí, que Habermas, más preo­ cupado éste por la cuestión de la fuerza de atracción, que ejercen entre sí la teoría de la moralidad y las ciencias sociales—consigue convencer a los escépti­ cos de la solidez de su pragmática trascendental, él, igual que Kant, necesita toda­ vía tomar en cuenta la capacidad y la buena voluntad de cualquier protagonis­ ta en una discusión pública. Es a este nivel, el de la motivación, el de la «disposición» (que los filósofos alemanes expresan como Gesinnung), más que a nivel de la argumentación propiamente hablando, donde quisiera intentar arti­ cular lo que vengo llamando obediencia amorosa, que también podríamos deno­ minar la buena voluntad de entrar en diálogo, nuestro acceso a la capacidad de conversar. Para decirlo en forma de pregunta: ¿por qué, en definitiva, mejor el discurso que la violencia, usando la conocida contraposición de Eric Weil, en el comienzo de su Logique d e la Philosophie> .'li El problema deja de existir tan pron­ to como los protagonistas deciden apelar, en sus conflictos, sólo al argumento mejor. Una vez han traspasado el umbral de la argumentación, ya no sucumbi­ rán a la objeción de una «contradicción performativa». Estos últimos comentarios se relacionan con los que hice anteriormente: ¿no debe aceptar la ética de la comunicación la ayuda supraética de un amor que obliga, si es capaz de seguir manteniendo firmemente la distinción que, en el análisis final, le es más apreciable, la distinción entre razón comunicativa y razón instrumental o estratégica? ¿Qué es más fuerte que el amor al prójimo, cuando se trata de mantener la distancia que hay entre estos dos niveles de la razón práctica? Para concluir, permítaseme abrir un área más de debate. Todas las fases de que he hablado hasta este momento dan tácitamente por supuesto que los seres humanos son el único destino de la obligación moral. Cuando hablaba de la presión que el amor ejerce sobre el mandamiento, en particular en los casos de excepción y de exceso, ¿no impuse yo otro tipo de restricción que podríamos llamar «humanista»? Todo ser humano, todos los seres humanos, decía, pero sólo los seres humanos. Este «sólo» ratifica la demarcación legítima que el logosláiscurso traza entre los hombres y el resto de criaturas. A este respecto, una ética del discurso, más que ninguna otra, tiende a entender el logos sólo en términos

52. O. Hóffe, K ategorische Rechstprinzipien. Ein K ontrapuknt d er M oderne, p. 346s. 53. Eric Weil, L ogique d e laph ilosoph ie, Vrin, París 1950, p. 54-86.

de discurso. En realidad, esto es verdad de la mayoría de filósofos que siguen el «giro lingüístico». Pero entonces nos encontramos con que hemos separado a los seres humanos del resto de criaturas vivas y, especialmente, del resto de anima­ les. ¿Hay alguna forma de mantener una cierta tensión entre «sólo seres huma­ nos» y «también todos los animales»? Ciertamente, estos animales no entran directamente en el ámbito de la ética de la argumentación. Pero, ¿es que el len­ guaje, y más en particular el discurso y la argumentación, expresan la globalidad de lo que significa ser hombre? Y lo que no se expresa en los seres humanos mediante el discurso, ¿no se encuentra acaso claramente en el animal? Una refle­ xión más atenta a las conexiones existentes entre una teología de la ley y una teo­ logía de la creación puede ser una forma de responder a estas preguntas54. Esta conexión ha sido con demasiada frecuencia omitida por el tipo de fascinación que ejerce la historia de la salvación y la noción de justificación vinculada a ella. Sin embargo, si restablecemos la conexión entre la teología de la ley y la de la creación, ¿no aparecerá ante todo el ser humano como una existencia más entre otras? Y, a este respecto, ¿no es la humanidad la beneficiaría de una solicitud divi­ na que se extiende a la creación entera? No ignoro las dificultades por las que atravesará cualquier intento de reducir la redención a una mera figura de la creación55. Pero, ¿no nos invita la contemplación de la creación a otorgar una dimensión cósmica a la redención? Sin duda alguna, no podemos concluir directamente de todo ello que el animal tiene sus derechos aún cuando no pueda hacerlos prevalecer en una situa­ ción cuasi-jurídica, donde todos los antagonistas han de tener igual derecho a ser oídos. Pero por lo menos podemos deducir la consecuencia de que el ser humano tiene deberes para con los animales. ¿Son deberes a los que no corres­ ponden derechos? Sí, de hecho es justamente esta asimetría entre derechos y deberes lo que la creación instituye y protege. Y aún más, hay un elemento esté­ tico que se mezcla, en este punto, con el elemento ético-religioso. La belleza de la creación invita a una reverencia específica que no puede no tener cierta influen­ cia en la relaciones entre el animal humano y el resto de animales. Por ello, unas veces diremos «sólo seres humanos» y otras «los demás animales, también». Se requiere aquí una forma específica de solicitud, que va desde la prohibición de la crueldad hasta la búsqueda de un tipo de camaradería amistosa. Cuando se aplica al resto de animales, el mandamiento «no matarás» puede sin duda algu­ na interpretarse de diversas maneras: ¿matar sin infligir sufrimientos innecesa­ rios, matar de acuerdo con ciertas formas rituales, no matar en modo alguno? Cualesquiera sean las respuestas, si el amor al prójimo puede contribuir al ejer-

54. Cf. Pierre Gisel, La Création, Labor et Fides, Ginebra 1987. 55. Véanse, por ejemplo, nuestros ensayos sobre Génesis 2-3, en este volumen.

Paul Ricoeur

cicio de la justicia, ¿no podrá el amor de un san Francisco por los pájaros con­ tribuir, a su vez, a que amemos a nuestro prójimo, añadiendo a este amor reve­ rencia y admiración por la creación? ¿No hablaba Jesús de los lirios del campo como de un modelo de despreocupación supraética? Estas divagaciones parecen alejarnos bastante del rigor de la Ley. Pero, ¿es así en realidad?

Ezequiel 37, 1-14

DE MUERTE A VIDA ANDRÉ LACOCQUE

El honor del Dios de Israel es la prenda más segura de la resurreción del pueblo elegido R obert M artin -A ch ard 1

Hombre de grandes contrastes, orgulloso, meticuloso, sublime, vulgar, con el gusto de lo barroco (17, 1-10; 32, 1-8), dice Walther Eichrodt. El duro juicio de Ezequiel sobre sus contemporáneos y su historia pasada se equilibra con el mensaje de renovación con el que el profeta explota todos sus recursos de poe­ ta visionario, precursor del género apocalíptico. El estilo de Ezequiel es fácil­ mente reconocible. En realidad, su estilo puede caracterizarse con una sola pala­ bra: surrealismo. Llega hasta detalles sorprendentes en el relato de su visión inicial (cap. 1). «La misma actitud mental aparece», dice Jon Levenson, «en el relato de Ezequiel sobre el mercado de Tiro» (Ezequiel 27, 12-24), donde el detalle casi pedantesco es capaz de hacer enloquecer a los más entregados topógrafos y gemólogos»2. Idéntico juicio se aplica a la descripción que el profeta hace de los peca­ dos cometidos por Jerusalén (caps. 8-11) y, a fortiori, de la futura restauración de Jerusalén (caps. 40-48). En sus últimos nueve capítulos finales programáti­ cos, desempeña el papel de un sumo sacerdote, aunque no deje nunca cons­ tancia escrita de este título. Saca a la luz también el único fragmento legislativo de Israel no puesto en boca de Moisés, proclamándose así, como quien dice, un nuevo Moisés. Igual que su modelo, Ezequiel ve la tierra de lejos y no se le per­ mite establecerse en ella (Números 27, 12s; Deuteronomio 32, 49-52; 34, 1-4). En Ezequiel 40-42 (la visión del gran templo), el paralelo es sorprendente con la visión de Moisés del tabernáculo en el Éxodo. En suma, el profeta en perso­ na es llamado a jugar un papel activo en los acontecimientos que anuncia, ya sea

1. Robert Martin-Achard, D e la m ort i la résurrection d'aprés l ’A ncien Testament, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1956, p. 82-83 [trad. cast.: D e la m u erte a la resurrección según e l A ntiguo Testamento, Madrid 1968]. 2. Jon Levenson, Theology o fth e Program ofR estoration ofE zekiel 40-48, Scholars Press, Missoula, M T 1976, p. 111.

actuando o sufriendo. Contribuye a hacer revivir los huesos secos en el capítu­ lo que hemos seleccionado3. Ezequiel es profeta de los exiliados y él mismo vive en Babilonia. Pero Jerusalén es el objeto de sus oráculos, por cuanto el destino de la ciudad constitu­ ye el problema candente para aquellos que se encuentran desarraigados en Ba­ bilonia. Particularmente importantes son sus visiones de la kabód (gloria) del Señor, que vio por vez primera en el exilio (1, ls), luego una segunda vez en Jerusalén (caps. 8-11), en concreto en el templo, y en las afueras de la ciudad (11, 22s). Finalmente, la k abódvuelve al templo «por el Oriente » (43, ls). Pero, an­ tes de que ocurra este gesto divino, templo y ciudad han de ser completamente destruidos; porque Dios no conoce limitaciones terrenas, no se siente obligado ni por el pueblo de Israel (caps. 7; 9-11). Ezequiel describe, por tanto, a Dios que abandona su templo (11, 2-23). Ha habido un fallo total por parte del pueblo que no ha sabido cumplir con la parte correspondiente de la alianza (se­ gún el cap. 8, florece la idolatría en el mismo templo de Dios). Ezequiel usa re­ petidamente los términos «horror, abominación» (5, 9-11; 6, 9; 16, 22, 52; 23) y ve la raíz de esta terrible situación en la arrogancia (16, 49s; 28, 2,5,17; 32, 12; etc.). Si Dios no respondiera con el castigo y hasta quizás con el absoluto rechazo de su pueblo, esto vendría a decir que su Nombre sería deshonrado e ignorado por todas las naciones. Por ello, en oposición a las afirmaciones sacer­ dotales sobre la inviolabilidad del templo y el carácter irrevocable de la alianza con Israel, Ezequiel, en la primera mitad de su carrera, anuncia la anulación de ambas cosas. Además, el profeta contrasta a los exiliados con aquellos que se quedaron en la tierra (11, 14-21; 33-23-29), comparación que «abre el camino de la reno­ vación de la vida en Jerusalén y en la tierra de Israel mediante aquellos que vol­ vieron del exilio» 4. La salvación futura incluye un nuevo templo, y hasta cierto punto un pueblo nuevo, cuyas simientes se encuentran en el exilio y constitu­ yen un Resto (cf. 5, 3-4; 9, 4-8; 14, 22; 11, 13 [se’é rit]; 12, 16; 6, 8-10 [verbo]). Estas gentes están llamadas a desarrollarse con independencia del antiguo pue­ blo. En concordancia con la participación activa del profeta en el cumplimien­ to de la evolución proclamada de los acontecimientos, este desarrollo se pro­ duce primero en la misma casa del profeta (8, 1; 14, 1; 20, 1; 24; 19; 33, 30s), posible indicio de un origen babilónico de la sinagoga. En ella, el profeta anun­ cia la ruptura de la cadena hereditaria de culpa y castigo (véase Ezequiel 33, 1020; cf. 18, 4-20).

3. Retomaré la participación activa de Ezequiel en el cumplimiento de sus propios orácu­ los algo más tarde. 4. Rolf Rendtorff, The O íd Testament: An In trodu ction , Fortress Press, Filadelfia 1986, p. 210.

Ezequiel es consciente de proclamar la aurora de una nueva manera de entender a Dios; Dios se dará a conocer como nunca lo habrá hecho actuando tanto en Israel como entre las naciones. De modo que el conocimiento de que él es el Señor será compartido por todos. Ezequiel usa con frecuencia la expre­ sión «y sabréis que yo soy Yhwh» (Erkenntnisformel), con la que ya nos han fami­ liarizado el deuteronomista y los escritos sacerdotales5. El conocimiento de Dios se basa en los actos salvíficos de Dios, como el éxodo; pero ahora Ezequiel crea un tipo de discurso que Walther Zimmerli denomina «palabra de prueba-deidentidad». Dice este autor que este cambio de estilo es «un asunto de recono­ cimiento de Yhwh y de su actividad única»6. Este «oráculo-prueba» aparece en Ezequiel en tres contextos: 1. El contexto del juicio contra Israel; 7, 2-4, por ejemplo, habla de que «ha llegado el fin a los cuatro confines del país». Tras el castigo, el tex­ to concluye «y sabréis que yo soy Yhwh». 2. El segundo contexto es el del juicio contra las naciones; 25, 3-5 (con­ tra Ammón), dice «y sabréis que yo soy Yhwh». 3. Finalmente, y el más importante de los tres por lo que aquí nos intere­ sa, un «oráculo-prueba» cierra la visión de los «huesos secos» del capí­ tulo 37: «Pondré mi espíritu en vosotros, y reviviréis. Os estableceré en vuestra tierra: y sabréis que yo, Yhwh, lo he dicho y lo he hecho —oráculo de Yhwh». Zimmerli insiste con razón en que esta fórmula de «prueba-de-identi­ dad» nunca apela a la especulación o al esfuerzo humanos (intelectuales), pero que siempre llega como reconocimiento humano de una acción divina. Estruc­ turalmente, nunca se presenta en una posición aislada, sino normalmente a modo de conclusión. Es, dice Zimmerli, «el objetivo de Yhwh en todas sus acciones». Estas acciones van dirigidas a provocar conocimiento en el hombre (no sólo en los israelitas) (cf. 20, 26; 38, 16)7. Es de la mayor importancia que leamos el tex­ to de la visión de los huesos secos no sólo prospectivamente, del comienzo al fin, sino también retrospectivamente, del final —la fórmula de reconocimiento- a su 5. De las noventa y nueve ocurrencias del verbo y d ' e n Ezequiel, cincuenta van acompa­ ñadas de la E rkenntnisform el. Para las tradiciones posteriores a Ezequiel, cf. Isaías 43, 10; 45, 3,6; 49, 23. 6. Walther Zimmerli, IA m Yahweh, trad. por Douglas W. Scott, John Knox, Atlanta 1982, p. 31. Véase Ezequiel 14, 23. 7. Ibídem, p. 36s. La fórmula de reconocimiento en Ezequiel («Y sabréis que yo soy YHWH» aparece unas setenta y dos veces) se encuentra primero en un contexto profano; véase Géne­ sis 42, 34, «entonces sabré que no sois espías», Benjamín es la prueba-signo, Génesis 42, 33, bez’ot éda'. Nos hallamos en la «esfera del examen legal», como dice Zimmerli (ibídem, p. 37). Lo mismo vale para la fórmula de reconocimiento usada por el profeta mismo, no por Dios, en 2, 5 y 33, 33: «sabrán que hubo un profeta entre ellos».

comienzo. En otras palabras, Ezequiel 37, 1-14 debe ser leído «ideológica­ mente», y releído «arqueológicamente». Sólo se ilumina la segunda lectura con la comprobación crucial de que la «resurrección de los muertos» halla su cul­ minación y justificación en el reconocimiento de Israel de que el Dios vivo es el Señor. Llegados aquí, ya podemos desechar la idea de que la «resurrección» tendría su propia raison d ’é tre en, o sería una concesión a, la aspiración huma­ na de no volver a la nada tras la propia muerte. El texto comienza y acaba con la idea de que el nombre de Dios sea glorificado por el reconocimiento formal y existencial de que, en verdad, «yo , el Señor, he hablado y actuaré». Ezequiel 37 es teocéntrico, no antropocéntrico. Otra dimensión de Ezequiel 37 es su carácter escatológico. Al comienzo del capítulo 33, Ezequiel ha cambiado el tono. Antes de este p u n to fin a l, per­ manecía inflexible sobre la destrucción total de un pueblo y una tierra que no respetaron los términos de la alianza. Ocurrida esta destrucción (cf. 33, 21s), sin embargo, el profeta comenzó a predicar con una radicalidad comparable el adve­ nimiento de una nueva alianza de salvación. En el corazón de este nuevo men­ saje, Ezequiel 36, 16-38 se corresponde claramente con el oráculo escatológico de Jeremías 31, 31-33. Ezequiel introduce entonces una tipología -e l término resulta aquí algo impropio, como veremos luego—basada en la pauta del éxo­ do. Así como al primer éxodo de Egipto siguió inmediatamente un tiempo de peregrinación por el desierto, así también ha de ser en el caso del segundo éxo­ do. Éste, no obstante, va bastante más allá de una mera especie de repetición. La necesidad de un segundo éxodo se debe al fracaso del primero. No va a repetir­ se la historia con sólo un cambio de escenario de Egipto a Babilonia. Ezequiel no comparte la idea de un «eterno retorno» del tiempo. De acuerdo con esta cadencia cíclica, la edad dorada evoluciona inevitablemente hacia la edad de hie­ rro, antes de volver de nuevo a otra edad dorada con idéntica perspectiva poste­ rior de una degradación progresiva. Pero Ezequiel no promueve esta concepción propia de Hesíodo. En su opinión,4’ya la primera generación de israelitas que recibieron los mandamientos los transgredió rápidamente; la segunda genera­ ción (20, 18-26) oyó a Yhwh jurar que enviaría al pueblo al exilio incluso antes de entrar en la tierra. Repetidas veces, en los capítulos 16, 20 y 23, describe el profeta el pecado de Israel que empieza ya en Egipto8y, desde entonces, se trans­ mite, por así decir, de generación en generación. De hecho, toda la historia de Israel es una serie creciente de períodos de pecado (20, 4,18,24,27,30,36,42): esta pauta de recaídas de Israel anuncia la «periodización» apocalíptica de la his­ toria universal, tal como vemos en Daniel y en otros lugares. Israel mismo se caracteriza como «una raza rebelde» (2, 5) y Jerusalén como «la ciudad sangui­ naria» (24, 9). Como nación, es globalmente culpable (16; 22, 23s; etc.), de 8. Con una probable confirmación en un texto como Josué 24, 14.

modo que Ezequiel contempla cómo sólo algunas personas particulares evitarán el juicio colectivo (9, 4; 33, 1-9). Incluso el don de Dios de la Torá no impidió que el pueblo se entregara a la rebeldía (20, 13a). Una segunda entrega de la Ley tuvo lugar al final del período de la peregrinación por el desierto (28, 18s), pero en vano. En ese momento, Dios decidió dispersar al pueblo de Israel entre las naciones (20, 13), de modo que el exilio en Babilonia es el cumplimiento his­ tórico de esta resolución divina anterior, y el establecimiento en la Tierra «fue un ejercicio irrelevante», dice Ralph Klein; su mención ocupa sólo tres versos en el capítulo 20, en el que se denuncia una idolatría desbocada9. La conquista de Canaán se llevó a efecto únicamente gracias al juramento hecho por Dios tiem­ po atrás a los antepasados (20, 42). La historia entera de Israel, por tanto, cul­ mina en su destino preanunciado en Babilonia. Nacido ya tullido en Egipto, Israel muere en Babilonia. Todo parece haber sido dicho con este descubrimiento, y el profeta sólo puede concluir que el «valle» de su abandono está lleno de hue­ sos secos. Los exiliados son metafóricamente huesos secos, ellos mismos lo recono­ cen (véase el tratamiento de 37, 14, luego; cf. Lamentaciones 3, 52-55, Isaías 66, 14; Job 21, 24; en Ezequiel, véase 24, 1-14)10. Pero la muerte no llegó ines­ perada durante el exilio; Israel se hallaba ya en trance de muerte mucho antes. En otras palabras, y otra vez con un espíritu apocalíptico, se declara que la his­ toria ha fracasado del todo. Incluso la Torá, que supuestamente ha de hacer san­ to al pueblo (20, 12-20) está salpicada de «leyes que no son buenas» (20, 25-26). La H eilsgeschichte no es más que un sueño expresado en tres versos, tal como vimos antes (20, 28-29). No hay esperanza alguna de que el esfuerzo humano pueda alguna vez redimir una historia que, desde sus comienzos, no hace sino acercar cada vez más la humanidad a la muerte a imagen de la existencia misma. El fin (el telos, la finalidad) de todo no es más que «huesos secos». Por ello, la visión de Ezequiel 37 no nos lleva al escenario de un acciden­ te histórico. La descripción de los huesos secos llena toda la historia; ésta apa­ rece tal como de hecho es: estéril, sin sentido, absurda. Lo que Israel ha llama­ do historia era desde sus comienzos no-historia. En este sentido, Ezequiel es único entre los profetas. Su juicio pesimista es radical e inquebrantable. Pero su mensaje es también consistente con la declaración iconoclasta de uno de sus predecesores, Oseas, que declara que Israel es lo -‘a m m i [no-amada] y lo-ruham ah [no-mi-pueblo] (Oseas 1, 6,9). Idénticas ideas resuenan en la declaración de un profeta más tardío sobre Jerusalén, que es llamada «abandonada» y «desolación»

9. Ralph W. Klein, Ezekiel: The Prophet a n d His Message, University of South Carolina Press, Columbia 1988, p. 77. 10. La metáfora de los huesos secos se usa en poesía; cf. Isaías 66, 14; Job 21, 24. Resuena de nuevo en la predicación de Jeremías (8, 1-2).

(Isaías 62, 4). Este último término, igual que el primero, es «nada», «vanidad», un soplo ligero de una mañana helada. Cierto, el exilio supone visión; el exilio (galut) supone revelación (galah, véase Ezequiel 13, 14; cf. Daniel 2, 12, y en especial Lamentaciones 4, 22), la visión y la revelación de una existencia que lle­ va a la muerte. Por esta razón «los israelitas deben iniciar de nuevo todo el proceso», como dice Joseph Blenkinsopp11. Serán sacados del país del exilio y llevados «por un páramo de pueblos» hasta la Tierra. En esta nueva experiencia del desierto, Eze­ quiel 40s parece como si describiera en prospectiva un nuevo Sinaí, superado un nuevo éxodo. Ezequiel nos propone una nueva formación de Israel, no una reasunción del pasado. La imaginería del capítulo 37 ha de tomarse con toda seriedad cuan­ do describe la nación como muerta hace tiempo, de hecho tanto que los hue­ sos están secos y a punto de volverse polvo, esto es, de volver a la forma origi­ naria, como si el largo pasado no hubiera servido de nada12. Tras la primera parte de su libro (caps. 1-32), Ezequiel empieza el capítulo 37 sin ningún tipo de bue­ nas noticias. La muerte de la nación en Babilonia no es un simple castigo; el exi­ lio no es un eclipse, ni un período parentético, ni la noche que ha de pasar antes de que llegue la mañana, y mucho menos la muerte fingida de un iniciado. El exilio no es un sueño; es muerte, muerte sin mañana. Por esto los «profetas» del siglo VI que proclamaban «paz» eran falsos profetas; eran culpables de reduccionismo: a sus ojos, el exilio en Babilonia era un mero episodio, un contra­ tiempo histórico quizás, o, recurriendo a un tropo lingüístico, un rito de ini­ ciación (cf. el término galah, que admite esa interpretación tan optimista). Así se niega el trágico aspecto de la existencia. La religión misma se usa como ver­ gonzante velo que tapa la obscena desnudez de la vida (cf. 13, 21-23). «¡El tem­ plo de Yhwh, el templo de Yhwh, el templo de Yhwh es éste!», gritan (cf. Jere­ mías 7, 4). La falsa profecía con frecuencia es pura demagogia y autoengaño, una «negación de la muerte» que, paradójicamente, lleva a la muerte. En Ezequiel 37, el profeta invierte la frase. Si la negación de la muerte es la mejor forma de garantizar su pleno triunfo, ¿qué se obtiene por reconocerla como finalidad de la existencia y de la historia? Nada, excepto quizás un cierto margen de esperanza. Si se niega la muerte, no hay lugar para una esperanza que supere el sinsentido. Pero cuando se acepta la muerte cara a cara, se abre la posi­ bilidad de que la absolutidad del caos pueda trascenderse por la palabra crea­

11. Joseph Blenkinsopp, Ezekiel, John Knox, Louisville 1990, p. 91. 12. Nótese el acuerdo de Ezequiel con Jeremías. Este último proclamó también la cance­ lación de la historia de los antepasados (cf. 23, 7s; 31, 32,31). Véase también el paralelo entre ambos profetas sobre la restauración de la dinastía de David (Ezequiel 34, 23s [dependiente de Jeremías 23, 1-8]; Ezequiel 37, 24,25 y Jeremías 23, 5; 33, 14s; 30, 8-9).

dora del comienzo, que es también la palabra del final. El telón de fondo lo cons­ tituye la correspondencia del Endzeit [el final de los tiempos] con el Urzeit [los tiempos primigenios]. Los «huesos secos» son otra forma de hablar de la pri­ mera tóhü wd-bohü [la tierra, desierto vacío] de Génesis 1, 2; su revivificación es saludada por Ezequiel como la recuperación del paraíso (capítulo 47). Lo tóhü [lo inerte] recibe el soplo del Espíritu que le sobrevuela, y lo bóhü [lo vacío] se convierte en creación. De un modo paralelo, los huesos secos se llenan del Espí­ ritu de vida y se convierten en una inmensa multitud de vivientes; la simiente se convierte en la espiga del trigo13. Observemos, llegados aquí, que el tema de la nueva creación —que será lue­ go ampliado con profusión por el Déutero-Isaías, sucesor de Ezequiel (cf. Isaí­ as 41, 18; 51, 3,9-11)- está esbozado en el versículo 14 y luego ampliado en la continuación de nuestro pasaje, versículos 23-28. También en el Déutero-Isaías, la «vuelta a los comienzos» sigue siendo un fenómeno histórico. Tanto en Eze­ quiel como en el Déutero-Isaías, por tanto, se trata de una nueva edad tras dar por acabado un período de la historia. En suma, el Déutero-Isaías comparte con Ezequiel el «sentido del final». Ambos ven la creación como salvación; ambos ven que la salvación trasciende la historia de Israel y rebosa para beneficio de toda la creación. Tras una desolación universal, llega una restauración igualmente universal que abraza el cosmos entero. Mientras, el escándalo y la locura de reconocer que los huesos están secos es una necesidad antes de que, «¡quién sabe!» (cf. Jonás 3, 9), se les conceda la posibilidad de reunirse y volver a vivir. Para Ezequiel, es la con d itio sin e qua non del nacimiento de un nuevo Israel. Es el mismo escándalo y la misma locu­ ra que produjo la destrucción del templo de Jerusalén, que hacen posible que este último sea erigido finalmente en una ciudad, cuyo nombre es «Yhwh está allí» (48, 35). Sólo después de haber sido privado del todo de la divina presen­ cia al abandonarlo Dios (cf. Ezequiel 11, 13 y 43, 1-3), pudo el lugar llevar a efecto su convocación. La edad antigua debe quedar enterrada en la tumba de lo que está inerte. La muerte debe enterrar a sus muertos. La falsa profecía, ejem13. Este punto hay que destacarlo debidamente. Ezequiel 37, y su concepción del mundo en general, constituye el semillero de la apocalíptica posterior. Pero Ezequiel permanece, no obstante, dentro del registro histórico: la vuelta al «caos» no es mitológica, como llegará a serlo en el apocalipsis judío. La distinción formal entre estas dos vueltas al caos, una histórica y otra mitológica, confirma la aserción de J. Lindblom, en D ie Jesaja-Apokalypse, Jes. 2 4-27 (Gleerup, Lund 1938), p. 103, según la cual «lo escatológico tiene que ver con el contenido conceptual, no con la forma ni con el lugar de procedencia». A veces, ambas concepciones van juntas; así en Isaías 27, 1 y contexto; o con la «transferencia de un tema mitológico en el campo de lo históri­ co», en Isaías 25, 6-10a, como dice Wallace March, «A Study of Two Prophetic Comopositions in Isaiah 24, 1-27, 1» (tesis de doctorado, Union theological Seminary, 1955), p. 110, citado por W illiam R. M illar, Isaiah 2 4 -2 7 a n d th e O rigin o f A pocalyptic, Scholar Press, Missoula, M T 1976, p. 14.

plifícada en los «colegas» de Ezequiel, es a menudo el resultado de un rechazo temeroso de lo dialéctico. Por ello, la visión del Profeta contempla la creación, no el final de un perí­ odo de prueba. «¿Podrán revivir estos huesos» no es una pregunta retórica; y la respuesta de Ezequiel, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes» no es estilo cortés perfunctorio. No hay manera de que revivan estos huesos. En realidad, sobre todo nunca han estado vivos. Además, la pregunta que hace Dios no plantea necesa­ riamente el problema de la factibilidad; «¿pueden vivir estos huesos?», es la tra­ ducción usual, pero el texto simplemente pregunta si aquellos huesos vivirán. Y el verbo principal en 37, 3 puede traducirse por «estar vivos», más que por «ser revividos», por cuanto no se menciona para nada su existencia anterior. En todo caso, la pregunta que plantea Dios espera verdaderamente una respuesta, aun­ que sea negativa: «No, Señor, estos huesos han de volver al polvo de donde han salido. Son un ejemplo del oráculo fundamental: “polvo eres y al polvo has de volver”». Ezequiel, no obstante, se alza hasta el nivel de la fe y la confianza, y su respuesta es un signo definitivo de deferencia, pensando que, en realidad, algo debía reservarse Dios si él mismo evoca la imposible posibilidad de que la misma señal de la muerte se convierta en promesa de vida14. Lo que pregunta Dios vale lo mismo que preguntar, antes de la creación del universo, si es posi­ ble en principio que vaya a existir un universo. Es sumamente improbable, está más allá de toda imaginación, es imposible. Hasta que la creación hace de lo imposible una realidad y, a posteriori, hace que sea inimaginable la ausencia del universo. La pregunta divina al «mortal» («al hijo del hombre») Ezequiel, le interpela por el nexo mismo de esta doble imposibilidad: si esos huesos secos van a vivir de nuevo; si esos huesos secos van a quedarse para siempre sin vida. Eze­ quiel responde, prudentemente, sólo tú, Señor, puedes desatar el nudo gordia­ no, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes». El resto de la visión mostrará que estos huesos, por secos que puedan estar, pueden de hecho vivir. Pero, antes de que volvamos a esta fase del relato, hay que subrayar debidamente que sólo muriendo puede otro pueblo, un pueblo escatológico, nacer a la vida. A su cabeza irá un príncipe de la paz, que, como David, convertirá en inofensivas todas las fuerzas que amenazan la vida, incluidas las bestias salvajes (34, 24s). Pero, una vez más, la expresión «como David», aun­ que correcta, ha de ser tomada con cautela. No se habla de una repetición de acontecimientos anteriores, de un d é j a vu. Cierto, la misión que contempla Eze­ quiel está en el cumplimiento continuado de la promesa a David, y el término que emplea Ezequiel, n asi’, designa la cabeza davídica del Estado (7, 27; 12, 10,12; 19, 1; 21, 30; 34, 24; quizás también 21, 17 y 22, 6). Pero ahora el nasi’, 14. Cf. el comentario en el M etsudot, en M ikraoth Gedoloth, vol. 2, Varsovia 1862, y Eze­ quiel 37, 3: «Sólo tú sabes si es voluntad tuya que tengan que vivir.»

el príncipe, que Ezequiel prefiere a melek, rey, es -en palabras de Jon Levensonla «designación de un individuo mesiánico, liberado de las tentaciones estruc­ turales de cometer abusos... [Un título] separado de su matriz político-mitológica»15. El «David» de Ezequiel es más David mesiánico que nunca lo fuera el David histórico. No es sólo D avid redivivus, sino que es, podemos aventurarnos a decirlo, un David que vive a partir de los huesos secos que en realidad era. David-los-huesos-secos, no porque muriera unos cuatrocientos años antes, sino porque históricamente nunca fue más allá del estadio de mero «esqueleto» de aquél que con el tiempo estaba llamado a ser. El espacio de que dispongo no permite extenderme más en este punto cru­ cial de la teología de Ezequiel. Pero debe ponerse de relieve que lo que el pro­ feta anuncia no es una restauración, sino finalmente el comienzo definitivo de la H eilsgeschichte. A juicio del profeta, hasta ese momento sólo había habido intentos de cumplir la promesa divina. Pero todos esos intentos habían queda­ do en nada con el exilio en Babilonia. Ahora es tiempo de una nueva creación, una nueva alianza, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo, una nue­ va liturgia. Hasta la Torá debe ser reemplazada por una nueva Torá. Ezequiel está definitivamente más cerca de lo apocalíptico de lo que a menudo se ha pensa­ do. La radicalidad de la novedad del tiempo lo testifica. Si, pese a todo, el libro de Ezequiel no puede catalogarse como apocalíptico con todas las de la ley, es porque el profeta espera que la historia comience con buen pie a la vuelta del exi­ lio. Cuando la esperanza de Ezequiel en un cambio de relación entre Dios e Israel y/o entre Dios y la humanidad se vio ampliamente incumplida, la profecía se convirtió en apocalipsis. Este punto merece una mayor atención, pero observemos antes que Eze­ quiel 37 es una de las cuatro visiones más importantes del libro (las otras tres son: capítulos 1-3 = vocación; capítulos 8-11= visión del juicio; capítulos 40-48 = la nueva Jerusalén). Las cuatro visiones son introducidas mediante la frase «la mano de Yhwh pesaba sobre mí» (1, 3; 3, 14,22; 8, 1; 37, 1; 40, 1, un total de seis veces en el libro), que pertenece a la «fórmula palabra-acontecimiento», como dice Zimmerli (cf. «la palabra de Yhwh me fue dirigida», 1, 3: 3, 16; 6, 1; 7, 1; etc.)16. La mano de Dios empuja a Ezequiel, por así decir, de un lugar a otro'7, esto es, al mismo lugar que en la primera visión (3, 22-27). Allí, la b iq a h (valle) signi­ ficaba ausencia de inspiración profética y hacía entrever la muerte. De modo parecido, la segunda visión en el valle (8, 1,4) pregonaba la destrucción del tem­ plo. La tercera ocasión, en Ezequiel 37, a pesar de que no lamenta la ausencia de 15. Levenson, T heology o f the Program, p. 67. 16. También en Isaías 8, 11; Jeremías 15, 17; cf. Elias, 1 Reyes 18, 46; Eliseo, 2 Reyes 3, 15. 17. Desplazamiento del profeta: cf. 3, 14; 8, 3; 11, 1,24; 43, 5. Raíces de la historia de Elias: 1 Reyes 18, 12; 2 Reyes 2, 16. En ambos casos, la idea, como destacó Rashi, es de violencia. Ezequiel es tomado por la fuerza, «como si se hallara en trance» (Comentario sobre Ezequiel 1,2).

inspiración profética o la falta de templo, pertenece de nuevo al simbolismo del mundo inferior, el mundo profundo, el habitáculo de la muerte, el lugar del caos18. En la visión inaugural, se le mandaba a Ezequiel que predicara a los duros de corazón (2, 3s), pero ahora se le manda que predique incluso a los muertos19. Esta progresión retórica en negativo revela la regresión creciente del sentido de la historia de Ezequiel, otro paralelo con la convicción apocalíptica de que hay que llegar al fondo antes de que comience el nuevo designio divino. La lógica interna del libro dictaba que los huesos están en el valle (cf. también 3, 22,23; 8, 4; una designación simbólico-topográfica de Babilonia, quizás siguiendo el modelo de Génesis 11,2) , y que la «restauración» ocurre en el «monte elevado de Israel» (cf. 40. 2,23; 34, 14, esto es, en el monte Sión, visto como una mon­ taña cósmica)20. La tensión entre estos dos extremos, de la llanura como esce­ nario de condenación y la montaña como escenario del perdón, ilustra la rela­ ción dialéctica, particularmente bien desarrollada por Claus Westermann, entre juicio y salvación. El juicio, dice Westermann, es un ingrediente necesario de la historia entre Dios e Israel. Por ello ya está inserto en la historia de salvación ancestral del Pentateuco, con el episodio del becerro de oro, Exodo 3 2 - 34. Cuan­ do de nuevo se ejerce en el exilio, no se trata aún del juicio final, pero su inclu­ sión entre la salvación inicial y la redención final es digna de ser tenida en cuen­ ta. El juicio real llega tras la profecía de salvación; pero, retóricamente, primero se impone el juicio y el castigo y luego hace acto de presencia la profecía de salvación, que no retira el anuncio anterior de juicio. La compasión divina lo lle­ na todo, porque «Dios la contiene hasta después del juicio, que ha de marcar nuevos caminos»21. La compasión mostrada tras el exilio evoca la compasión expresada antes del éxodo de Egipto (cf. Éxodo 2, 24s), pero hay que diferenciar ambos gestos, porque el primero se caracteriza por el perdón que restaura la comunión rota. Para Ezequiel, al contrario, el exilio en Babilonia no se inscribe en el proceso de redención, como era propio del éxodo según las tradiciones del Pentateuco. El exilio es un desgarro, una interrupción de la historia. Sin embargo, Ezequiel

18. Ya Redaq identifica el valle en Ezequiel 37 con el de 3, 22. Ernst Haag piensa en un contraste entre la llanura de Mesopotamia y los montes de Israel. Simbólicamente, el valle es el lugar del exilio global (cf. Ezequiel 3, 22). Véase Ernst Haag, «Ezekiel 37 und der Glaube an die Auferstehung derToten», en Trierer T heologische Z eitschrift, 82 (1973) 78-92; véase p. 80. 19. Sobre esto, véase Blenkinsopp, Ezekiel, p. 155s. 20. Según Julián Morgenstern, el valle se localiza al pie del monte de los Olivos, donde tra­ dicionalmente tiene lugar la resurrección; cf. Zacarías 14, 4s y los frescos de Dura Europos; «The King-God among the Western Semites and the Meaning of Epiphanes», en Vetus Testam entum , 10 (1960) 181. 21. Claus Westermann, Theologie des Alten Testaments, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1978, parte IV, B «The Divine Compassion».

37 se inserta paradójicamente entre el anuncio de la nueva alianza con Dios y su gracioso don de un nuevo corazón, por un lado (36, 26s), y la resurrección del Israel muerto, por el otro lado. Pues tanta es la compasión de Dios que no reque­ ría condición previa alguna. Su fundamento no es ciertamente la actitud positi­ va que puedan mostrar los receptores. Anteriormente, se ha destacado que la visión de los huesos secos es antes que nada un juicio radical sobre un pueblo que está muerto, muerto del todo. No hay esperanza alguna de que pueda revivir, ni siquiera por un movimiento de reforma, una enmienda de sus costumbres o un arrepentimiento. De aquí que, decía, el profeta ve en una visión el nacimiento de un nuevo pueblo. La muerte florece como vida; la señal de la muerte se convierte en señal de la vida. Es ahora momento de destacar el otro aspecto de la compleja realidad sacada a la luz por Ezequiel 37. El pueblo nuevo con un corazón nuevo, a punto de volver a una nueva tierra a la que se concede un nuevo templo, es Israel. El vie­ jo Israel ha muerto en el exilio, pero el nuevo Israel no es otro que el pueblo que Dios ha elegido desde el comienzo, el pueblo objeto de la promesa hecha a los antepasados de la antigüedad. No hay aquí indicio alguno de «sustitución». Nin­ guna otra comunidad ocupa el lugar reservado por Dios a los hijos de Abraham. Como dice Ernst Haag, la pregunta dirigida al profeta en el versículo 3 se refie­ re menos a la capacidad divina de revivir los huesos secos que a la cuestión de si Dios, que se comprometió con su pueblo eligiéndolo, está a punto de aban­ donar a su pueblo o si va a darle de nuevo vida22. Unicamente para los israeli­ tas muertos y sepultados en el exilio cambia la llamada del Espíritu, hecha por el profeta, el signo menos puesto ante la muerte en el signo contrario. «¿Podrán vivir estos huesos?», no es ante todo una pregunta acerca del poder divino, es más bien una cuestión de justicia. ¿Pasará el sentido de la muerte de ser resul­ tado del pecado a ser una adámáh para un nuevo 'adam (una tierra fértil para un terrestre nuevo)? ¿Pueden interpretarse los huesos secos de otra forma que no sea la condenación definitiva del culpable? ¿Pueden ser signo de un sufrimiento injus­ to? La identidad de los muertos marca aquí la diferencia; pero también y sobre todo la identidad de Aquél que pronuncia la pregunta. Dejando al elegido pos­ trado en su tumba, el nombre de Dios se expone a ser profanado. Ya no habrá más testigos de la gloria de Dios en el mundo. El mundo será privado de la pre­ sencia divina, ¡convirtiéndose en una creación sin Creador! Con la derrota de Israel, es Dios el gran perdedor. Podríamos incluso decir que el hueso seco de Israel ha arrastrado a Dios a la tumba consigo. Por esto, reflexionando sobre la muerte de Cristo, el apóstol Pedro exclama: «Dios lo resucitó rompiendo las ata­ duras de la muerte, dado que no era posible (ouk en dynatori) que ella lo retu-

22. Haag, «Ezekiel 37 und der Glaube», p. 48.

viera en su poder» (Hechos de los apóstoles 2, 24). Ezequiel 37 concluye la mis­ ma posibilidad por lo que concierne a «toda la casa de Israel». Tanto en un caso como en otro, además, el cuidado particular que Dios tiene de su propio pueblo es, paradójicamente, la garantía de su universalidad. La muerte no tiene aquí nada que ver con la aniquilación. Israel vivo en Jerusalén o Israel muerto en Babilonia es siempre Israel. Si en verdad de Sión pro­ cede la Torá y de Jerusalén la palabra de Dios, entonces, sub specie universi, de los desechos del Israel muerto brota todavía esperanza y vida para el resto del mundo23. Por eso las imágenes y el vocabulario de la visión de Ezequiel se acer­ can tanto a los textos de la creación de la humanidad. La conexión entre resu­ rrección y creación (y también el milagro de la generación) no se expresa qui­ zás en ningún sitio mejor que en un texto tardío, es decir, 2 Macabeos 7, 23, donde la madre dice a sus hijos a punto de ser torturados hasta morir: El Creador del mundo, el que plasmó al hombre en su nacimiento, el que ideó el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo en su miseri­ cordia el aliento y la vida... La resurrección de Israel en el b iq ‘a h [el valle] expresa el retorno univer­ sal a la vida. El ruaj sopla desde los cuatro costados del mundo, acentuando así la dimensión cósmica del acontecimiento24. Hay, por así decir, una concentra­ ción universal de energía «en medio del valle [donde] yacen muchos huesos... que están realmente secos». Es el mismo ruaj, de Génesis 2, 7; Salmos 104, 29s; Job 34, 14; Eclesiastés 12, 9. Se corresponde con el nefeshayyah [aliento de vida] de Génesis 2, 7, que Dios insufla en las narices del humano formado del pol­ vo de la tierra. Pero como este viento proviene de todas partes a la vez en Ezequiel 37, 8-9, el ruaj, en cuestión llena el mundo entero25. Entre la primera parte de la visión y la segunda, ha habido una evolución en la identidad del rüaj, que pasa de viento/aliento a Espíritu/aliento, y de ocurrencia cósmica a acontecimiento personalizado (versículo 14, véase Ezequiel 36, 27). Esto sirve a la intención del profeta de mostrar que la historia antigua no está simplemente reasumida. Por consiguiente, el texto, dice Haag («Ezequiel 37 und der Glaube», p. 84), se vuelve pre-escatológico, aunque siempre undifferenziert (p. 91), indiferenciado. 23. Como dice san Pablo, «ni la vida ni la muerte pueden separarnos del amor de Dios...» 24. El reverso de Ezequiel 7, 2-3. 25. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o ft h e P rophet Ezekiel, Chapters 25-48, Fortress Press, Filadelfia 1979, p. 261. Esta concepción, observa Haag («Ezekiel 37 und der Glaube», p. 82), remite al espíritu divino que llena la creación, dándole así vida y sos­ tén; muerte es que Dios retire de ella su espíritu. Está «íntimamente relacionado con el aliento de Dios de Génesis 2, 7». (Nótese la presencia aquí del verbo hebreo nps). Christohper R. Seitz escri­ be: «La realidad biológica es inherentemente una realidad teológica» («Ezekiel 37, 1-14», en Inter­ pretarían, 42 [1922] 53).

Resulta también bastante sorprendente, desde una perspectiva terrena uni­ versal, que debamos examinar el tema acentuado en el versículo 12, que dice: «y os llevaré a la tierra de Israel». Este motivo se enfatiza notablemente en el ver­ sículo 14, donde el profeta traza un paralelo entre ser reanimado, «pondré mi espí­ ritu en vosotros, y reviviréis», y ser restablecido en la tierra, «os estableceré en vuestra tierra». Es un pueblo «nuevo», que comienza una «nueva» historia en relación con Dios, marcada por una relación vivificante con la tierra. Ontológicamente, cada término del enunciado sigue siendo el que siempre ha sido (espí­ ritu, tierra, suelo, historia), pero existencialmente todos los términos han cam­ biado. Pocos libros de la Biblia insisten tanto, como lo hace el de Ezequiel, en la importancia central de la tierra. Dios habita en la tierra (7, 7; cf. 45, 1; Isaías 8, 18), que es su posesión, que da a quien le place (11, 5; 20, 15), esto es, a los antepasados de Israel (36, 28; 47, 14). Este don no supone superfluidad alguna. Desde el comienzo, como queda demostrado en las sagas patriarcales, la tierra salva al pueblo de la extinción, de la no-existencia. En otras palabras, la tierra es la conditio sin e qua non para la creación de Israel26. Ya aquí, como lo desarrolla­ rá luego el Déutero-Isaías, el vínculo entre historia y geografía es obvio, como lo es también el vínculo entre salvación y creación. El motivo de los huesos secos nos llevó a las antípodas de la 'eres), la Tie­ rra. Pues la tierra es simbólicamente el locus de la vida y de la «humedad» (cf. Génesis 2, 5-7), mientras que lo que está más allá de los confines de la 'eres) es lugar de caos, sequedad y muerte. Ezequiel insiste en la sequedad de los hue­ sos, porque, de acuerdo con la mentalidad del antiguo Oriente próximo, en la medida en que está todavía «húmedo», lo que parece muerto todavía puede cons­ tituir un semillero de vida, siendo la tierra en esto como el útero que posee toda­ vía su líquido amniótico. El hombre arcaico veía el vientre materno como un lugar de oscuridad y caos y también como fuente de «abundancia absolutamente profusa». En el otro extremo, en el mundo de los infiernos, el mito habla de las aguas que pueden revivir la muerte. Pero Ezequiel no deja ambigüedad algu­ na en lo tocante a la situación del pueblo en el exilio: está seco como polvo27. No es posible que emane vida de su seno. Si hay alguna reminiscencia de la mito­ logía cananea en Ezequiel 37, es sobre todo el contraste entre Moth (como en Isaías 25, 8) y Yamm. Esto, por cierto, puede tener importancia si reflexionamos sobre la cons­ picua ausencia en Ezequiel 37 de la noción de impureza por contacto con lo muerto. El sacerdote-profeta es «puesto en medio de una llanura que estaba llena de huesos» (37, 1) y se le hace pasar «alrededor de todos ellos» (v. 2), pero 26. Por cuanto tierra/suelo es también necesario para la creación de la humanidad, según Génesis 2, 5,7. 27. Haag dice, das grosse Sterben [la gran muerte].

ni siquiera menciona su impureza contaminante para gran sorpresa de quienes estudian el capítulo. La tradición exegética judía, consciente evidentemente del problema, insiste en la expresión «alrededor de todos ellos» del versículo 2: Dios condujo al profeta alrededor, no por la llanura y por entre los huesos, dice Rashi28. Los lectores modernos coincidirán con Redac cuando argumenta éste que Ezequiel 37 es una visión profética, no un hecho acontecido. Como dice Christopher R. Seitz, el capítulo difumina «la distinción entre metáfora y realidad... [pero es] en realidad una metáfora. Habla Israel [muerto]», etc.29 Pero volvamos a la relación entre tierra y vida, tal como la encontramos una vez más destacada en Ezequiel 37, 12,14. Este vínculo no se debe a una cua­ lidad intrínseca de la tierra o de Israel. Pues, cuando se la considera desde el pun­ to de vista de su naturaleza, la tierra solía pertenecer a los cananeos y a otros pue­ blos impuros e indignos (Ezequiel 16). Si ’ eres) y is r a é l [La Tierra de Israel] llega a ser «el más espléndido de todos los países» (Ezequiel 20, 6,15; cf. 26, 20), si puede ser descrita como situada «en el ombligo de la tierra» en 38, 12 (cf. Jue­ ces 9, 37), con Jerusalén puesto «en medio de las naciones» (5, 5), se debe a la presencia divina en ella, simbolizada por el templo en Sión y manifestada por la presencia de Israel en la tierra. Ahora, en Ezequiel, la promesa a un pueblo nuevo restablecido en la tierra se expresa en 37, 25s. En una sorprendente con­ catenación, «en él vivirán para siempre», ...; «haré con ellos un alianza de paz»...; «mi morada estará entre ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»... «mi san­ tuario estará en medio de ellos para siempre». «La Tierra Santa» es una realidad dialéctica. Para siempre, la Tierra pasa a ser la Tierra Prometida. Porque es el acontecimiento del encuentro lo que hace que la tierra sea santa. A imagen del lugar sobre el que se hallaba Moisés en Madián y que no tenía cualidad propia alguna antes de que Dios empezara a 28. La traducción que hace la NRSV de 37, 2 «alrededor de ellos» cuadra con esta idea, pero no el texto francés de la TOB, que dice p a rm i eux en tous sens. 29. Seitz, «Ezekiel 37, 1-14», p. 54. Este autor añade: «Lo que queda, queda sólo para dar testimonio de todo cuanto se ha perdido» (p. 55). Además, la distinción tardía judía entre lo que es impuro y lo que es puro no se corresponde necesariamente al detalle con la situación que prevalece en tiempos de Ezequiel. A este respecto, puede sugerirse que lo que vuelve impuro en la Biblia es el estado limítrofe entre lo “positivo” y lo “negativo”, por así decir. Cuando la lepra ha contaminado todo el cuerpo, por ejemplo, la persona es de nuevo pura (Levítico 13, 13); y lo mis­ mo cabe decir, claro está, de aquel que se ha curado de una enfermedad de piel (Levítico 14, esp. v. 20; Mateo 11,5). Los “huesos secos” pertenecen inequívocamente a sólo un estado. Puede ver­ se otra analogía en el consumo de alimentos secos, que son kaser. La ausencia de humedad ha can­ celado cualquier ambigüedad en el producto, si la había. Por la misma razón, un cadáver podría haber sido considerado causa de impureza (véase Levítico 5, 2; 11,39; Números 19, lis ; 31, 19), pero no unos huesos secos. En este sentido, las cenizas de la «vaca roja» sacrificada (Números 19) no sólo no vuelven impuro, sino que purifican a todo aquel que haya tocado un cuerpo muer­ to (Números 19, 1 ls; véase N úm eros Rabba, Hukkat, 19, 8).) Todo lo dicho es, evidentemente, pura especulación por mi parte.

hablar, diciendo a Moisés: «Quítate de los pies las sandalias; pues el lugar don­ de estás, [ahora] tierra santa es» (Éxodo 3, 5); sobre este modelo, ’ eres y is r a é l «es» santa por decisión divina y «se convierte» en santa por la acción sinérgica de Dios y el pueblo. Sión se convierte en el centro del mundo p o r los acontecimientos que allí ocurren30. Por esto Ezequiel dedica una quinta parte de sus escritos a la restauración de la Tierra tras el exilio (caps. 40-48). La amplia descripción de la Jerusalén futura nos lleva obviamente más allá de una simple «restauración». La visión del profeta es propiamente escatológica. La Tierra se transforma, pero «igual como la eternidad se transforma ella sola», diría Mallarmé. Pues la Tierra ha sido siempre actualización del eskhaton. La primera entrada a la Tierra fue para el pueblo m enuhah, reposo (Deuteronomio 12, 9; 25, 19; 28, 65), y el retorno final a la Tierra inaugura el m enuhah definitivo (Ezequiel 44, 30), «para que la bendición descienda sobre vuestras casas»: cf. Isaías 11,2: «Repo­ sará sobre él el espíritu de Yhwh...»). Con la excepción de Jerónimo, los primitivos comentaristas cristianos y los rabínicos por igual hallaron en Ezequiel 37 una garantía de la creencia en la resu­ rrección de los muertos. Lo mismo hicieron los artistas que pintaron las paredes de la sinagoga de Dura Europos (entre 245 y 256 d.C.)31. Pero, ¿conocían ya el profeta y sus contemporáneos la resurrección individual? Debemos destacar pri­ mero que Ezequiel (como tampoco Job 14, 14) no sabe nada de una resurrec­ ción escatológica universal de los muertos. Como observa Walther Zimmerli, en nuestro texto nos ocupamos de un acontecimiento singular que concierne al pue­ blo de Israel en el exilio. Pero, por el otro lado, la noción misma de resurrección difícilmente era desconocida en Israel, aunque fuera en términos de renova­ ción estacional de las divinidades entre las naciones vecinas de Israel32. Más allá del posible recurso a la influencia foránea, los relatos de revivificación personal

30. Evidentemente, muchos otros lugares del mundo han sido proclamados importantes por diferentes tradiciones religiosas. Incluso inmensas extensiones de tierras se han autoproclamado «Reino Medio». Lo que distingue a la proclamación que Israel hace de Jerusalén es que no hay aquí ninguna llamada a una cualidad intrínseca o dada por la naturaleza en una tierra que, además, solía pertenecer a siete o más naciones cananeas, sino a la cualidad central y fundacio­ nal de la historia del encuentro entre Dios y su pueblo acontecida allí. 31. Harald Riesenfeld llama la atención sobre la tradición judía según la cual la visión del profeta Ezequiel ocurrió en la llanura de Dura; cf. Pirke d e Rabin Eliezer (=PRE), xxxii (G. Friedlander, p. 249); Targum Éxodo 13, 17. Nótese el añadido en determinados manuscritos de la mención «YHWH reveló a Ezequiel... que él estaba destinado a resucitar a los muertos». H. Rie­ senfeld, The R esurrection in Ezequiel xxxvii a n d in the Dura Europos Paintings, A.-R. Lundequistska Bokhandel, Upssala 1948. «La llanura de Dura» se menciona también en Daniel 3, 1, pero no se trata de Dura, en el Éufrates. 32. Uno piensa en un texto como Oseas 6, 2, que se usa, de forma bastante sorprendente, en tradiciones cristianas de última hora, desde el tiempo de Tertuliano, como testimonio profético de la resurrección de Cristo.

narrados por los profetas Elias y Eliseo demuestran que la noción en textos bíbli­ cos anteriores no precisaba ser considerada «cananea». Debemos hacer una distinción más sutil que la hecha en el pasado entre revivificación y resurrección (final). La renovaciones están presentes en la Escri­ tura hebrea y este concepto nunca desapareció por completo. No sólo hay retor­ nos de este tipo a la vida en el Nuevo Testamento, al igual que en las hagiogra­ fías judías y cristianas, sino que el asunto continúa fascinando a nuestros contemporáneos, como puede testimoniar un simposio recientemente celebra­ do (1991) en la Universidad de Chicago. La resurrección (final) ofrece seme­ janzas con la revivificación, pero el parecido entre ambas es más externo que sus­ tancial. En el último caso, se trata de un indulto divino concedido a un individuo (que lo merece). Además de los casos ya mencionados en la época de Elias y Eli­ seo, hay que hacer una referencia al rey Ezequías (Isaías 38, 5; 2 Reyes 20, 6). En cambio, la idea de una resurrección final es un desarrollo tardío en Israel. Es muy probable que se originara por influencia irania tras la vuelta del exilio, cuan­ do Judea se encontraba bajo soberanía persa33. Con Ezequiel 37, llegamos a un punto de transición, no sólo cronológica sino también ideológica. La visión de los huesos secos es una de las fases más interesantes de la doctrina de la resurrección, porque une las nociones de pasa­ do y futuro. Por un lado, la resurrección contemplada por el profeta es tempo­ ral34. El escenario del capitulo 37, como dije anteriormente, no es apocalíptico. No describe el final de la historia, sino su renovación, o bien su «comienzo»:

33. Aunque, como dice Theodore Gaster en su artículo «Resurrection» en el Interpreter's D ictionary o f the Bible, Abington, Nueva York 1962, vol. 4 -que, dicho sea de paso, no mencio­ na Ezequiel 37-, la influencia foránea sobre la idea de resurrección en Israel puede proceder también de otras partes. Deben mencionarse Egipto y Mesopotamia. Pero «ideas similares siem­ pre las hubo entre los griegos (cf. Iliada, III, 278-279; XIX, 259; Esquilo, Euménides 267s; Supli­ cantes 414 s; Demócrito, Fragm entos 199, 297; Platón, Fedro2A8s-, Gorgias 523; Leyes IX, 870; Fedón 112e) y pudieron, por ello, haber alcanzado a los judíos del período helenístico desde otras fuentes que no eran las orientales» (Ibídem, p. 43). 34. RabbíMosheEisemann, Yechezkel: The Book o f Ezekiel, Mesorah Publishing, Nueva York 1988, p. 570, se pregunta: «¿Qué sucedió a los que fueron resucitados por Yechezkel? Tres opiniones se recogen en Sanedrín 92b: Rabí Eleazar dijo: “Se alzaron sobre sus pies, dijo el sirah [un canto de júbilo a Dios] e inmediatamente murieron”. - Rabí Yose HaGallili dijo: “Subieron a la tierra de Israel, se casaron, y nacieron hijos”... -R abí Yehudah dijo: “El episodio entero era en realidad una parábola”... El M aharal(H iddusheiA ggadah allí) explica: El único propósito de la resurrección era demostrar el poder de Dios. Para conseguirlo, bastaba con que se mantuvieran vivos por un corto espacio de tiempo... Dios envió una chispa (n isos)át la auténtica resurrección (teh iath a-m étim ) que ha de ocurrir un día... Esta gente... dijo el sirah, cumplió de este modo el propósito de su creación». Y es interesante observar que ciertos textos cristianos primitivos vieron en Ezequiel 37 la revitalización de un fenómeno de la «primera resurrección», esto es, la vuelta a la vida de los muertos durante el milenio mesiánico (cf. Justino, DiáL 80, 5; Metodio de Olimpia, Conv. ix, 5, 253-255) presumi­ blemente antes de volver a morir y esperar la resurrección final; véase nota 35.

¡es Génesis 1-2 redivivo! Pero, por otro lado, por virtud de sus dimensiones colec­ tivas, históricas y teológicas, la visión de Ezequiel 37 no trata de un indulto divi­ no. Su alcance es ahora mucho más amplio. No va dirigida a un individuo, sino al pueblo; no una «prolongación» de la historia pasada, sino el comienzo de la Heilsgeschichte, no una concesión enteramente centrada en el beneficiario huma­ no, sino una operación para «rescatar» el nombre de Dios dentro de la historia. Aquí la resurrección es una hazaña que pertenece a la escatología, a la escatología p rofética 35. El siguiente paso en la evolución de la noción nos lleva a Daniel 12. Las diferencias con Ezequiel 37 son considerables. Aquí la atención se centra clara­ mente en el destino humano, más específicamente en el destino del justo tras la muerte. El punto de vista del visionario es, con todo, sub specie D ei gloriae, esto es, aquí la resurrección pertenece también a la teodicea, pero la categoría de beneficiarios se sitúa entre los individuos de los relatos de Elias y Eliseo, por un lado, y la multitud de Ezequiel 37, por el otro lado. Son los justos, los már­ tires, los m ask ilim y m a hdiq im del final de los tiempos. Además, su resurrección no es un indulto, sino el punto final; la historia acaba aquí. En otras palabras, mientras que Ezequiel 37 es teocéntrico y no especulativo en cuanto al destino individual tras la muerte, Daniel 12 se encuentra entre lo teocéntrico y lo antropocéntrico. Trata de la cuestión de la justicia para aquellos que no murieron por causa de sus pecados, sino por su fe. Por consiguiente, su sacrificio debe com­ pensarse con el premio eterno. Claramente, el enfoque cambia y se abre el cami­ no a doctrinas de resurrección parcial o general al final de los tiempos. Aun hay que tomar en consideración otro texto. Desafortunadamente, es difícil poner fecha precisa a Isaías 24-27. Los textos de Isaías 26, 19 y 25, 8 son aquí centrales; ambos hablan de la derrota de la muerte y de la revivificación de (algunos de entre) los muertos. Los expertos no se ponen de acuerdo en lo que se refiere a la fecha de la composición de estos pasajes y a su sentido. Isaías 26, 19 concluye un himno a Yhwh con estas palabras: «Revivirán tus (de Dios) muertos, sus cadáveres se levantarán, se despertarán, exultarán los moradores del polvo; pues rocío de luces es tu rocío, y la tierra echará de su seno las som­ bras». Está claro que este himno triunfal no estaría fuera de lugar en Ezequiel 37 como respuesta del profeta al Dios (re)creador36. Y es verdad que el hebreo de 35. Como m a sa lque es, Ezequiel 37 es una parábola de la redención definitiva, aunque hable de una resurrección temporal, como se ha visto antes. Por razón de la característica dual de esta profecía, Justino, por ejemplo, que dio a su D iálogo una interpretación milenarista de Eze­ quiel 37 (véase nota 34), ve no obstante en IA pología el mismo texto que anuncia la resurrec­ ción final (Iii, 3-5; véase también con igual interpretación Cipriano, Didasc. v. 7, 5. 36. Sobre todo porque la visión de Ezequiel se relata en primera persona del singular. Clemente de Roma (50, 3-4), por ejemplo, combina los textos de Ezequiel 37 con Isaías 26, 20. Ezequiel 37 figura entre los primeros Testimonia (y también en Mateo 27, 52yApocalispsis 11, 11;

Isaías 26, 19 puede entenderse en modo imperativo y, por consiguiente, como una petición en medio de una lamentación comunitaria («¡Haz que tus muer­ tos vivan!»), a menos que se trate de un oráculo de salvación (Heilsoraket) en res­ puesta a la lamentación37. En todo caso, la proclamación dicha en el tono que sea aporta razón para la esperanza y la alabanza. Debe observarse que es dicha dentro de un himno, por lo que la evocación de la resurrección no puede tener el mismo peso que en Ezequiel 37 oracular. Probablemente por esto Yehezkel Kaufmann hace una lectura minimalista de Isaías 27, 1 y de otros textos análo­ gos. La base cananea de esta mitología, dice, prueba, por un lado, que el texto de Isaías puede ser antiguo y, por el otro lado, que la «resurrección» de que se habla no es nada más que una revivificación-curación del enfermo de alma o cuerpo (cf. Salmos 88, 4s). Kaufmann se equivoca, sin embargo, cuando traza un paralelo con Ezequiel 37. Cierto, en Ezequiel 37 «resurrección» significa tam­ bién liberación, no resurrección final en el juicio final, pero es algo más que la curación de que tratan los Salmos o, según la tesis de Kaufmann, también Isaías38. Siguiendo por la línea de pensamiento de este experto israelita, no hay razón alguna para dar una fecha tardía a Isaías 25, 8. «(Dios) destruirá la muerte para siempre» es la conclusión de la conocida antigua estructura del himno del Dios guerrero (amenaza/guerra/victoria/fiesta), presente en Isaías 25, 6-8. Pero el con­ servadurismo de Kaufmann lo lleva demasiado lejos. Más bien concluiría yo con W illiam R. M illar que «fecharlo en el siglo VI no deja de ser razonable»39. En otras palabras, ambos textos, Isaías 24-27 y Ezequiel 37, son probablemente com­ posiciones contemporáneas, que no obstante contemplan la «resurrección» des­ de perspectivas ligeramente distintas. Por ello, es sumamente significativo que la imagen de la revivificación de los huesos secos fuera usada por Ezequiel. Como dice Riesenfeld, «si Ezequiel es un testimonio de que la idea de la resurrección de los muertos no es del todo aje­ na a la fe religiosa de los judíos del siglo V I antes de Cristo, este pasaje no va del todo solo. Isaías 26, 19 nos lle\% aproximadamente al mismo período»40. Ezequiel decidió poner un énfasis especial a su valoración pesimista de la situación en que se hallaba el pueblo. Israel está, de hecho, muerto y el punto de

véase también Odas de Salomón 22, 8-11) como texto-prueba de la resurrección. Véase Jean Daniélou, Études d ’e xégese ju d éo-ch rétien n e (Les Testimonia), Beauchesne, París 1966, p. 111-121. 37. Joachim Begrich ha defendido la existencia de este H eiborakel a mitad de la lamenta­ ción, antes de convertirse ésta en alabanza. Véase su «Das Priesterliche Heilsorakel», en Z eitschrift fu r alttestam entliche Wissenschaft, 52 (1934) 81-92. 38. Yehezkel Kaufmann, The Religión o f Israel, University of Chicago Press, Chicago 1960, p. 385. Edward Kissane, The Book o f Isaiah, Browne and Nolin, Dublín 1941; en relación con estos textos, habla también de una renovación política, como en Ezequiel 37. 39. Millar, Isaiah 24-27, p. 115. 40. Riesenfeld, The Resurrection in Ezekiel xxxvii a n d in the Dura-Europos Paintings, p. 3-4.

vista del profeta es ex postfacto. No es que la nación se muera; es que está muer­ ta. De aquí que lo que se describe en Ezequiel 37 sea fa lta d e vida, el estado del que está muerto. Como dije anteriormente, nos hallamos exactamente en el mis­ mo punto de Génesis 1, 2, que habla del tdhü wd-bohü. Siguiendo el modelo del cambio de Génesis 1,2 a Génesis 1, 3, también hay aquí una (nueva) creación41. Pero, se produce un non se quitar en el texto profético, y en el versículo 12 la ima­ gen pasa del campo de batalla a las tumbas por separado, poniendo así el esce­ nario para una interpretación de la resurrección individual. La imagen proféti­ ca se ha convertido en la imagen de unos cadáveres enterrados. Esto puede ser un comentario posterior del profeta mismo o de uno de sus discípulos42; ade­ más, como el profeta está hablando de muerte y desolación, debe reconocerse la lógica de la mención de las tumbas. Lo que quiere evocarse, sin embargo, es algo más que apenas la idea de un cementerio. Más allá está la relación interna de la tumba con el hades. Como dice Johannes Pedersen, «todas las tumbas poseen ciertas características comunes que constituyen la naturaleza de una tumba, que no es otra que el S eol La “tumba primigenia”, que podríamos llamar Seol..., se manifiesta en cada una de las tumbas, singulares, al igual que lo m o’a b se mani­ fiesta en cada moabita singular»43. Todo esto no quita que Ezequiel 37 trate menos de la doctrina de la resu­ rrección de los muertos que del poder divino de re-crear, de la creación de nue­ vos comienzos. Creación que, por otro lado, se vincula con la noción de pu eblo y sólo resulta comprensible en el marco de la alianza con Israel. Ezequiel e Isaí­ as 24-27 no sólo preceden cronológicamente Daniel 12, sino que suministran el origen genuino de la noción de resurrección en Israel, antes de que la aten­ ción se centrara en la resurrección milagrosa de los muertos44. Al llegar a este punto, sin embargo, la resurrección se separa de sus amarraderos originales, a

4 1 . 2 Corintios 5 , 17 dice, con el mismo espíritu, «si alguno está en Cristo, nueva criatu­ ra es», kaine ktisis. 42. Véase Martin-Achard, De la m ort, p. 82. Por otro lado, la forma adoptada aquí es típicamente la de la controversia ezequieliana (v. 11: lamentación del pueblo; v. 12-14: respuesta de Dios). Además, los huesos secos esparcidos por un campo de batalla son una metáfora sensible a las variaciones. 43. Johannes Pedersen, Israel: Its Life a n d Culture, vol. 1, Oxford University Press, Lon­ dres 1926, p. 462. 44. En la mente de los cristianos primitivos, la resurrección de Cristo combina lo teocén­ trico con lo antropocéntrico. El resucitado es único desde todos los puntos de vista. Un indivi­ duo, él, es sin embargo el «primogénito» de una nueva humanidad (véase Gálatas 4). Su resu­ rrección es promesa y garantía de la resurrección universal. Hombre «fracasado», su suerte dispensa un consuelo universal: la mansedumbre, la pobreza, el hambre y el sufrimiento humanos serán reivindicados y compensados nada menos que con la vida eterna. Presencia divina en el mundo, él es también, sobre todo para el cristianismo primitivo, la reivindicación de Dios mismo. Ambos actos de reivindicación están interrelacionados.

saber, de la inauguración de la historia de salvación y se convierte, paradójica­ mente, en el fin de esta misma historia y en el comienzo de otro mundo, sin his­ toria, tal como la conocemos45. Éste no es el caso de Ezequiel. Como se dijo ante­ riormente, la H eilsgeschichte comienza con la vuelta del exilio, ya que la historia del preexilio fue sólo fracaso. Resurrección aquí está por redención, uno de cuyos aspectos constituye. Si morir quiere decir separarse de Dios, recobrar la vida sig­ nifica reconciliación, renovación. La escatología profética presentada en Ezequiel 37 habla de un nuevo comienzo. En otras palabras, omega es una nueva alfa que tiende a otra nueva omega. A cada repunte de la historia, puede decirse que la nueva era ha sido ya anunciada por la anterior. Un buen ejemplo de ello es David, que sigue siendo una figu ra hasta el final y, en última instancia, se convierte en la cabeza del reino mesiánico. Volveré sobre esto más tarde. La nueva y feliz era que contempla Ezequiel comienza con su propia pro­ fecía, en realidad con su inspiración en el sentido pleno del término. Como Pla­ tón, que concibió una república ideal en la que gobernaba el rey filósofo, tam­ bién Ezequiel ve una nueva y feliz era en la que triunfa la profecía. Como ha dicho Robert Martin-Achard, «Ezequiel no es sólo el testigo de la resurrección, es también su instrumento»46. De este modo, como prim us Ínter pares, el profe­ ta Ezequiel provoca la participación de su pueblo en la actividad divina (cf. 1, ls; 8-11; 40s). Ésta es su misión, que él introduce con la fórmula del mensaje­ ro, esto es, con la fórmula que identifica al embajador con aquel que lo envía47. 45. También en Isaías 25, 6-8, el enemigo que es vencido no es el Leviatán o algún otro monstruo marino del mismo estilo, sino la muerte (m aw et). Pero estamos todavía, no obstante, en el plano de lo mitopoético. Lo mismo debe decirse d e algunos paralelos intertestamentarios. Más o menos contemporáneo de Daniel 12, Jubileos 23, 22, en un contexto de promesa de ben­ dición futura, dice: «Sus huesos descansarán en la tierra, y sus espíritus gozarán en gran medi­ da», avalando aparentemente la ¡dea de una división entre carne y espíritu al morir con una inmor­ talidad potencial para los espíritus justos. Documentos posteriores son más explícitos sobre la resurrección de los muertos justos. En el Ttstamento d e Ju d á 25, se lee: «Tras esto, Abraham, Isaac y Jacob resucitarán para vivir de nuevo... Y quienes murieron en el dolor resucitarán de nuevo en el gozo... Y los que han padecido muerte por el Señor despertarán a la vida» (versículos 1 y 4). El Testamento d e M oisés 10, escrito en las primeras décadas del siglo I de nuestra era, no men­ ciona de un modo específico la resurrección de los muertos, pero George Nickelsburg especula acerca de que la exaltación de Israel en el versículo 9 presupone una resurrección del justo o, por lo menos, su inmediata asunción a los cielos (R esurrection, Im m ortality a n d E ternal Life in Intertestam en talJu daism , Harvard Universtiy Press, Cambridge 1972, p. 31). Johannes Tromp hace una lectura hasta cierto punto minimizadora del mismo texto a partir de la asunción de Moisés. Menciona numerosos paralelos tanto de la Biblia como de los pseudoepígrafos, incluidos ya Isa­ ías 14, 13; Jeremías 51 (28), 9; (LXX) Deuteronomio 26, 15 y Salmos 33 (32), 13-14. Véase su The Assumption ofM oses, Brill, Leiden 1993, p. 237. 46. Martin-Achard, D e la mort, p. 80-81. Cf. Agustín: «Sin Dios, no podemos, sin nosotros Dios no quiere». 47. Cf. Rolf Rendtorff, «Botenformel und Botenspruch», en Z eitsch ñ ftflir alttestam entlich e Wissenschafi, 74 (1962) 165-177.

La sinergia entre Dios y el pueblo, con el efecto de convertir una tierra ya san­ ta por elección divina en realmente santa en el ámbito de la historia y de la geo­ grafía, comienza en la persona del heraldo. En el capítulo 37, Ezequiel se sitúa, o más bien es situado por el mandato divino, entre el punto de «medianoche» entre la muerte y la vida. Ningún otro texto de la Biblia hebrea muestra con mayor dramatismo el rótulo de discurso profético. Ezequiel 37 no sólo trans­ mite este tipo de discurso, sino que, en el fondo, aporta una reflexión sobre su naturaleza. En definitiva, la pregunta divina, «¿podrán revivir estos huesos?», estaba en las antípodas de una pregunta retórica. Fue una manera de movilizar a Eze­ quiel de cara a su tarea de vivificar a los muertos. Él es quien convoca al Espí­ ritu desde las cuatro esquinas del universo. Él es quien profetiza sobre aquellos huesos, como si éstos fueran capaces de oír el oráculo: «Escuchad, huesos se­ cos, la palabra de Yhwh» (v. 4), tras lo cual les dice qué va a pasar con ellos (v. 5-6). Este papel activo de Ezequiel en la revivificación de los huesos lo ha reco­ gido la literatura rabínica. Junto con Elias y Eliseo, a Ezequiel se le atribuye el poder de despertar a los muertos. Pertenece, por ello, al tiempo del Mesías y tomará parte activa en la resurrección de los muertos48. El papel central de la profecía en la inauguración de los nuevos tiempos es tanto más sorprendente cuanto que ocupa el lugar antiguamente ocupado por la mística del guerrero divino. Este paralelismo contrastante está igualmente jus­ tificado por un tema común a ambos elementos: la proclamación de la creación como victoria sobre el caos. Una de las principales funciones del himno del gue­ rrero divino en el culto de Jerusalén era celebrar la protección que Dios ejercía sobre su pueblo contra los estragos del caos (cf. Salmos 118, 15-18; 98, 1-3; 144, 9). En una forma mitopoética, el himno describe el rechazo por Dios de los pode­ res cósmicos hostiles (cf. Éxodo 15; Salmos 48 [entre otros]; Job 9, 13; 36, 12; 40, 25). El paso de Ezequiel a la profecía es sumamente inusual. El Déutero-Isaías (al igual que Isaías 24-27), por ejemplo, vuelve decididamente a la mitopo­ ética en varios de sus oráculos (y lo mismo hace elTrito-Isaías); véase 42, 10-13; 43, I6s; 51, 9-1l 49. Sólo en Ezequiel hallamos la evocación del ru a jque llega de los cuatro costados del mundo puesto a la par con el «despertar» cultual del bra­ zo divino, con Yhwh que despierta para luchar contra sus enemigos (cf. Isaías 51,9). Por esto está claro que lo que sucede en Ezequiel 37 es complejo. Por un 48. Cf. Sanedrín 92b; 98b; PRE 32 (G. Fridlander, p. 249); etc. H. Riesenfeld, The Resurrection, p. 38, cita este hermoso texto de Q ohelet Rabba 3, 15, par. 1: «Rabí Aha dijo en nom­ bre de Rabí Halaft: “Todo cuanto el Santo... hará o renovará en su mundo en el futuro mesiámco lo ha hecho ya en parte por medio de un profeta en este mundo». 49. El Déutero-Isaías es conocido por repetir pautas e imágenes míticas. Véase Paul Hanson, The D awn o f Apocalyptic, Fortress Press, Filadelfia 1975, p. 300 en especial.

André LaCocque

lado, la invocación profética se hace litúrgica y vale como conjuro sacerdotal de una teofanía cultual. Por el otro lado, esta invocación sustituye a un ingre­ diente central en la liturgia festiva de Jerusalén (cf. Salmos 2, 9; 24; 29; 46; 47; 65; etc.) que celebra Sión como valuarte inexpugnable frente a las fuerzas del caos y de la muerte. No hay necesidad alguna, en esta coyuntura, de recordar al detalle cuán desastrosa demostró ser esta ideología para los habitantes de Jeru­ salén del siglo VI (cf. Jeremías, pássim). La atrevida sustitución del himno mitopóetico por la profecía, en Eze­ quiel, concuerda con la condenación inequívoca del pasado de Israel, que es lo que llevó al pueblo a convertirse en huesos secos esparcidos por la biq'ah. A to­ das luces el paso que da Ezequiel constituye una vuelta clara a la «inseguridad» de las palabras habladas frente a la (falsa) seguridad del mito institucionalizado o frente a la ideología. Esto confirma lo que vimos anteriormente sobre el em­ pleo que da a la figura del nasi’ [príncipe] en sus capítulos teológicamente pro­ gramáticos, 40-48, un título al que se le ha eliminado «su matriz político-mitológica». El nasi en el programa de Ezequiel es una figura litúrgica, no política, y actúa como un sumo sacerdote. Hay aquí una «despolitización de la misión mesiánica». Ezequiel rechaza la teología judía de la dinastía davídica y revive la visión del mundo de la antigua Liga. El énfasis que el capítulo 37 pone en el discurso profético recuerda el tiempo premonárquico de la Liga tri­ bal (cap. 34). En la misma línea, la distribución tribal de la tierra, de Ezequiel 47s, rehuye la ideología del reino de David y se concentra únicamente en el te­ rritorio oeste del río Jordán, según la promesa hecha a los patriarcas (véase 47, 14). «La alianza con David se convierte en el corolario de la alianza del monte Sinaí»50. En esta perspectiva, parte de la extraña y absurda arenga de Ezequiel a los esqueletos comienza a tener sentido. Según la ideología del Sinaí -con razón o sin ella considerada una alianza condicional—se busca la participación de los beneficiarios: «y sabréis que yo soyel Señor». Los huesos secos deben desear vivir y han de esforzarse por conseguir la realización de su deseo. Los muertos tie­ nen que desear su resurrección; han de estar abiertos a la venida del Espíritu. La resurrección, por ello, no se reduce a una extraña acción divina, independiente de la colaboración humana. Sólo con el tardío concepto de una resurrección uni­ versal resucitan los muertos sin que se necesite su querer o su aquiescencia. La distinción establecida tanto por Jeremías como por Ezequiel entre aquellos judí­ os que permanecieron en la tierra y aquellos que se fueron al exilio se mantiene de nuevo aquí. Los huesos secos son únicamente los exiliados. Sólo aquellos que pasaron por la muerte conocerán también la resurrección. Sólo aquellos que fue­ ron impuros en una tierra impura saldrán de su impureza de cadáveres y acce50. Sobre todo esto, véase T heology o f the Program, p. 94, en especial p. 121 s.

derán a la pureza de la vida. Más tarde, Daniel 12 también habla de una resu­ rrección para sólo los maskilim, para los mártires51. Ciertamente, la revivificación de los huesos no es presentada aquí como una compensación por el mal padecido, una recompensa por el sufrimiento del exilio. Pero la garantía gratuita que los huesos reciben de la mano de Dios va precedida de una confesión: «Mira lo que dicen: “Se han secado nuestros hue­ sos, se acabó nuestra esperanza, estamos perdidos”. Profetiza, pues, [dice Dios a Ezequiel] y diles: “Mira, voy a abrir vuestras tumbas, os sacaré de vuestras tum­ bas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel”» (versículos 11-12). Confesar que no tienen vida es lo que les hace partícipes de su propia resurrección. Sorprendentemente, la palabra de vida es pronunciada en una tierra extran­ jera, incluso en un valle de la muerte, a saber, Babilonia. Este paso no lo die­ ron los colegas de Ezequiel en el sacerdocio; más bien enseñaron que Dios reve­ ló su nombre sólo después de que hubieran partido de Egipto, ese país impuro (Éxodo 6, 2s). Pero el atrevimiento de Ezequiel es congruente con su visión de la divina presencia que se ha exiliado junto con su pueblo y que ahora vuelve «del este» a Jerusalén por la época de la restauración (cf. 43, 2; etc.). En esta pers­ pectiva, podría decirse que el nuevo comienzo surge de la tumba, la vida que vie­ ne de la muerte, la espiga de la simiente podrida. Encontramos en Ezequiel el sentimiento de que la semilla ha de morir (Juan 12, 24)52. Para Ezequiel, la historia de infidelidad del pasado debe cerrarse para que así pueda comenzar una nueva economía, igual como hace la espiga del grano muerto, igual como lo hace el resucitado de una tumba. La nueva economía tiene poco que ver con la ante­ rior, tan poco como poco tiene que ver lo vivo con lo muerto, o como una «gran multitud» con un montón de huesos secos. Pues, a diferencia de la infidelidad pasada, ahora ellos saben que Dios es el Señor (37, 6) y que la ciudad donde por fin vivirán se llama «Yhwh está allí».

51. Con el tiempo, el concepto de resurrección evolucionó y se hizo cada vez más inclusi­ vo hasta hacerse general. Paul Volz ordena adecuadamente las diferentes fases de la evolución: a) algunos personajes importantes de la antigua historia (Moisés, Elias, David, Ezequías, Daniel... Cf. Daniel 12, 13); b) mártires de un pasado más reciente (Daniel 12, 1; 2 Macabeos 7-9; 1 Henoc 90, 33); c ) e 1justo en general (Salmos de Salomón 3, lOs; 1 Henoc 91-92; etc.); d ) la humanidad entera (1 Henoc 22; especialmente 51, 1). Véase su D ie E schatologie d er jü d isch en G em einde im N eutestam entlichen Zeitalter, Tubinga 1934, p. 231-232. 52. En la resurrección de Cristo, dice Walther Zimmerli, la comunidad del Nuevo Testa­ mento «experimentó la validez de la promesa de vida hecha por Dios a su pueblo... han visto cómo cobraba expresión lo prometido por el profeta a su pueblo y... se hacía universalmente válido» (Eze­ k iel II, p. 265). Y añade (en I a m YHWH, p. 97): El acontecimiento no sólo va acompañado de su emisario en Cristo, sino que se convierte «plenamente en palabra de proclamación. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 14).» El acontecimiento del reconocimiento va unido al acontecimiento de Cristo en 1 Corintios 12, 3; cf. Juan 4, 2s.

CENTINELA DE LA INMINENCIA PAUL RICOEUR

La «trayectoria» de Ezequiel 37, 1-14 parece, a primera vista, fijada por la tradición de una manera unívoca. El judaismo primitivo y los primeros cristia­ nos, seguidos con frecuencia por los Padres de la Iglesia, vieron en su visión de un retorno a la vida de los huesos secos una anticipación, una señal todavía dudo­ sa, de lo que, poco después, se convertiría en una fe expresa en la resurrección de los muertos, entendida en el sentido corporal e individual de la frase. Quiero decir de antemano que no es cuestión de arrojar descrédito alguno sobre esa interpretación, al precio de violentar nuestra norma hermenéutica que reconoce el derecho de amplificar e innovar relecturas que, basadas en otras fuen­ tes distintas de los textos que estamos considerando, proyectan a posteriori sen­ tidos que la exégesis académica contemporánea sostendrá que son contrarios a la intención más probable del texto y hasta a la del supuesto redactor. Mi contribución quiere ser un alegato a favor de la equivocidad de la pará­ bola propuesta por la visión, pluralidad de sentidos que no es accidental sino inherente al «género» al que pertenece el texto. Vincularé esta indecisión a tres factores. Considerando, ante todo, la intención común a toda forma de expre­ sión de un mensaje profético —palabras, acciones simbólicas, visiones—, centra­ remos nuestra atención en la idea de un «anuncio», que tanto puede ser de jui­ cio como de salvación, y propondremos ver en él la primera fuente de indeterminación. Luego, centrándonos en la visión de Ezequiel 37, buscaremos en la parábola que propone el marco privilegiado de esta indeterminación. Por último, indagaremos la última y decisiva razón de la apertura que ofrece el men­ saje profético a una pluralidad de interpretaciones en el tema de «vida y muer­ te». Entonces será posible, al final de esta triple investigación, situar la inter­ pretación tradicional mencionada al inicio dentro de una panoplia más amplia de posibles lecturas de la parábola de la «resurrección».

E l ANUNCIO PROFÉTICO: ESTRUCTURA

y s ig n if ic a d o

Que la profecía es, en esencia, un anuncio es la conclusión que sacan los exegetas atentos a su forma literaria1. Tres características de esta forma requieren ser recordadas aquí: 1) la deli­ mitación del «género profético» por lo que se ha denominado la «fórmula del mensajero»: «así dice Yhwh»; 2) la estructura del anuncio, como anuncio de jui­ cio o de salvación, que el mensajero autoriza; y 3) la fórmula del «reconocimiento de Dios», que cierra el ciclo de las acciones divinas abierto por la fórmula del mensajero. Permítaseme recordar brevemente lo ya muy conocido hoy día sobre la deli­ mitación del «género profético», por lo menos durante el período de los profe­ tas escritores. Si la denominada fórmula del mensajero, «así dice Yhwh», posee el valor introductorio que generalmente le asigna su posición al comienzo del mensaje que ha de ser entregado, es porque autoriza -en el sentido literal del tér­ mino—este mensaje2. Alguien habla. En Ezequiel, éste habla en primera perso­ na del singular en un discurso que, del principio a fin, se presenta como una autobiografía. Pero quien habla no lo hace en nombre propio, sino en nombre de Otro, el verdadero autor del mensaje. Cierto que, tomando distancia respec­ to del historiador o del fenomenólogo, podríamos describir el «género proféti­ co» de la siguiente manera: alguien recibe un mensaje (palabras, acciones, visio­ nes) de alguien que dice «yo», y esta palabra «reclama» ser palabra de Dios. El mensaje tiene, pues, dos sujetos. Un «yo» divino se expresa a través de un «yo» humano. Sin embargo, entre estos dos «yoes» hay identidad y diferencia a un tiempo. Es propio justamente de la condición de mensajero hablar en nombre de... Esta relación entre el mensajero y el emisor del mensaje es desconocida en los relatos tradicionales, en los que Dios habla directamente a Adán y a Eva, a Caín y a Noé, a Moisés. Esta relación indirecta, enfatizada por la fórmula del mensajero, es importante para el resto de nuestra investigación, debido a la voca1. Véase, por ejemplo, Claus Westermann, Grundformen prophetischer Rede, C. Kaiser, Munich 1960. 2. Además de Westermann, véase Walther Zimmerli, Ezechiel, Biblischer Kommentar Altes Testament, Neukirchen 1969, vol. 1, Einleitung, p. 1-130; vol. 2, Die Auferweckung des toten Israel, p. 885-902. Rolf Rendtorff, «Botenformel und Botenspruch», en Zeitschrijifiir die alttestamentliche Wissenschafi, 74 (1962) 165-177, argumenta que no debemos confundir el concepto de Botenspruch (el mandato del mensajero), en cuanto designa un género de discurso profético, con la «fórmula» del mensajero, capaz de introducir otros actos de discurso diferentes del que consis­ te específicamente en mandar al mensajero. Su investigación, centrada principalmente de los libros históricos y que se refiere a profetas (Natán, Elias), pero también a mensajeros de todo tipo (por ejemplo, la historia de José en Génesis 45, 9), permite sacar la conclusión de que la «fórmula» del mensajero no es necesaria como característica de la situación de ser enviado.

ción a escribir que supone esta posición intermediaria. Esto no impide que el mensaje profético fuera inicialmente oral, como indica la fórmula «ve y diles». Es también claro que la primera forma de escritura fue la de la carta que lleva el mensajero, cruzando de este modo el intervalo de espacio y tiempo que sepa­ ra el emisor del receptor. Pero ya en la carta halla expresión la primera fijación literaria de un mensaje supuestamente oral. Es fácil comprender que la escritu­ ra, traspasada de la Sitz im Leben a una Sitz in Schrifi, asegura el destino del men­ saje haciendo posible que llegue a otros receptores distintos a los pretendidos por el acto de habla original. Éste es especialmente el caso de Ezequiel, respecto al cual los expertos han renunciado a decidir de una vez por todas qué relación pudo haber vinculado el profeta a sus palabras, acciones o visiones, aparte de todas las nuevas redacciones debidas a su escuela o a posteriores escribas. En este sentido, la escritura no se limita a fijar un mensaje oral inmutable, sino que con­ tribuye a encubrir su origen. Y una vez libre de su marco original, la profecía escrita podrá convertirse en la base fija de la historia posterior de la recepción y, a través de esta historia, de las relecturas que excederán por sí mismas los lími­ tes de las lecturas que llevan la garantía del canon. Sin duda alguna, no debemos ir demasiado lejos en la dirección de esta sus­ titución de la voz por la escritura. Lo mismo que se dice aquí se aplica al Sal­ mo 22: la elevación a status de literatura no elimina la fuerza expresiva del len­ guaje. En la medida en que el discurso profético es el discurso de otro, su enunciación, igual que la de una súplica, mantiene la marca de un «aconteci­ miento» personal. Algo «acontece» a alguien. Quien habla se siente tomado por la palabra de Otro. No hay contradicción alguna entre esta observación y lo que se dijo antes sobre el destino literario de los actos de habla. Es uno de los efec­ tos producidos por ciertos géneros literarios recrear, a través de la escritura, el carácter de un acto de habla. En otra parte he tratado de un fenómeno similar, el de la «voz narrativa», en el que los lectores «oyen» al narrador (que no nece­ sariamente es el autor) que les habla3. Del mismo modo, la plegaria de lamen­ tación hace que se «oiga» el grito, incluso cuando está redactado por escrito, del suplicante. La profecía escrita despliega un poder comparable de convocatoria. Los lectores no sólo leen las palabras, sino que las oyen. De este modo, se trata de un auténtico retorno a la palabra hablada a través de la palabra escrita. A su vez, nuevas interpretaciones, también quizás oídas, tendrán que guardar algo de la fuerza —incluso de la violencia- del mensaje inicial. La necesidad de una reac­ tualización perpetua de un acontecimiento personal de discurso humano cap­ tado por la palabra divina se expresa ya en el marco de la profecía que se nos 3. Véase Paul Ricoeur, Time andN arrative, vol. 2, trad. por Kathleen McLaughlin y David Pellauer, University of Chicago Press, Chicago 1985, p. 88-99 [trad. cast.: T iem po y n a rra ­ ción II, Cristiandad, Madrid 1987; vol. 2., Siglo XXI, Madrid 1985].

ha transmitido. La repetición del «así dice Yhwh», aparte de su función pura­ mente retórica y más allá de su estilo estereotipado, recuerda que cada llamada del profeta expresada por un «ve y diles» es un acontecimiento nuevo. André LaCocque destaca con fuerza que el profeta se implica en su mensaje. Aun más, el profeta mismo produce el acontecimiento de la reanimación. Es paradójica­ mente la repetición de la novedad de tal acontecimiento lo que la escritura posi­ bilita. Por lo que se refiere al mensajero mismo, lo que está realmente en juego es el anuncio (Verkündigung) de juicio o de salvación4. En este sencido, Claus Westermann ha llevado a cabo un análisis discursivo trascendental del mensaje profético. Distingue del anuncio, propiamente dicho, los enunciados que a menu­ do lo preceden: una evocación de actos salvíficos anteriores, un sumario de trans­ gresiones presentado a modo de acusación, o hasta una simple referencia al honor de Yhwh. Estas diversas declaraciones sirven como «pruebas», «justificaciones», «acreditaciones». Westermann habla a este respecto de un Erweiswort, una Selbsterw eis divina (volveré sobre esto en los términos del marco más apropiado del «reconocimiento de Dios»). El anuncio, propiamente hablando, se une a menu­ do a estas «pruebas» mediante un explícito «porque». El anuncio en sí constituye el corazón vivo y palpitante de la profecía. Eze­ quiel, de un modo más llano que cualquier otro profeta escritor, conoce sólo dos tipos de anuncios, el del juicio -esto es, el anuncio en última instancia de con­ denación, desgracia, destrucción—y el de salvación o restauración. Vemos ya sur­ gir el simbolismo de muerte y vida, en que ha de centrarse nuestra atención. ¿Qué significa aquí anunciar? No es prever, en el sentido de ver en el futu­ ro. Más bien es decir por adelantado lo que va a suceder. El anuncio, en este sen­ tido, se refiere a un futuro apodíctico, a medio camino de lo indicativo y lo impe­ rativo. Este tipo único de vínculo con el futuro guarda en reserva los enigmas que van a ocuparnos. Pero podemos destacar ya lo extraño de un futuro priva­ do de ese aspecto de contingencia dé que hablaban los «lógicos» griegos. A este respecto, otros actos de discurso hallados en el Antiguo Testamento presentan la misma relación con el futuro. Sean una promesa, una bendición, o una maldi­ ción, se trata de actos con algo así como un efecto retardado. Un segundo aspec­ to nos ayuda a aclarar este primero. El futuro anunciado en nombre de Dios será quehacer de Dios. Es Dios quien destruirá, Dios quien liberará. La certeza de que esta acción va a venir de Dios da fuerza de convicción a la voz del profeta, jun­ to con la certeza de saberse enviado para hacer este anuncio. Pero estas dos cer­ tidumbres van en realidad juntas como si fueran una sola. El profeta es un men4. Westermann distingue, incluso en los libros históricos, entre los anuncios de juicio los dirigidos contra individuos, los que se dirigen contra Israel y los que van contra los enemigos de Israel.

sajero seguro de sentirse enviado por Dios para decir lo que, con toda certeza, va a hacer Dios. Dicho esto, no parece haber fuente alguna de indeterminación en el anun­ cio profético, en cuanto los dos acontecimientos discutidos hasta ahora -e l del mensaje presente y el de la catástrofe o liberación futuras—son ciertos. Lo que hay que considerar todavía es el tenor del acontecimiento anunciado, el q u id de. lo que se anuncia. Aquí es donde se desliza la indeterminación, una indetermi­ nación que se amplificará en el caso de las visiones que hasta ahora hemos con­ siderado como una expresión, entre muchas, de anuncio profético. Para poder medir de alguna manera este margen de indeterminación, debe­ mos considerar por un momento la relación que existe entre el profeta y la his­ toria. Se impone aquí un doble contraste, con la historia tradicional y con el apo­ calipsis. Mientras que los grandes narradores se relacionan con una historia no sólo pasada, sino también tranquilizadora, el profeta se enfrenta a una historia real, fundamentalmente peligrosa y desestabilizadora. La teología narrativa, de la que hablaba tan hábilmente von Rad, es una teología que da la garantía de acontecimientos fundadores para que el pueblo se identifique, acontecimien­ tos que dan certeza a la experiencia vivida de una existencia comunitaria. La teo­ logía profética, por el contrario, procede de una confrontación con una historia que produce ansiedad, en la medida en que incluye la terrible alternativa de una destrucción o una salvación. No podemos exagerar esta oposición entre la his­ toria mítica y legendaria de la teología de las tradiciones y la historia auténtica­ mente real a la que se enfrenta el profeta. Cuando Ezequiel retumba contra Egip­ to, que había ayudado al pueblo a protegerse contra la opresión mesopotámica, lo que él tiene a la vista es un Egipto actual y no el Egipto legendario del Éxo­ do. Podemos ver en esta oposición la que existe entre una historia tradicional que da seguridad y una historia inminente, traumática. Esta absolutamente sin­ gular relación con una historia que está en proceso domina en la relación del oráculo profético con el tiempo. Visto desde este punto de vista, el anuncio, el nú­ cleo del mensaje profético, es ante todo una relación de inminencia. La posición del profeta mismo en lo que se refiere a esta inminencia se define, por el escri­ tor mismo, como la de un «centinela», un centinela de la inminencia, podría­ mos decir, para caracterizar así con una breve frase la relación del todo particu­ lar que el profeta mantiene con la historia. Déjeseme añadir dos puntos como corolarios a esta definición. En pri­ mer lugar, por muy «loco» que pueda parecer el profeta, o, para decirlo de un modo más moderado, por muy «extático» o bien «entusiasta» que sea, esta locu­ ra, que no excluye la vigilancia del centinela, se sitúa dentro de una historia que está sucediendo ahora. En segundo lugar, esta relación con la inminencia puede verse en todas las expresiones del mensaje profético, no sólo en el discurso, sino también en las acciones simbólicas y en las visiones. Tendremos que recor­

dar esto cuando lleguemos a la visión de Ezequiel 37. Todas estas formas de expre­ sión son ejercicios de vigilancia confiados al centinela de la inminencia. El segundo contraste importante tiene que ver con la diferencia funda­ mental entre profecía y escatología en lo que concierne a sus respectivas rela­ ciones con el tiempo. Por muy verdadero que pueda ser que la escatología es la heredera de la profecía, una vez que esta última perdió su chispa, en las cir­ cunstancias que más adelante consideraré, es también importante oponer la rela­ ción del oráculo de la inminencia a la relación del discurso escatológico con el «final de los tiempos». Hay otras diferencias, además, entre estos dos tipos de discurso, como el hermetismo de los que son considerados textos secretos y el papel de una figura intermediaria que rompe los sellos. Pero la sola relación con el tiempo ya establece grandes diferencias entre ellos. La inminencia a la que hace frente el profeta es decididamente intrahistórica. Esto no impide que la profe­ cía de Ezequiel vaya por el camino de la escatología, como indican esas señales que André LaCocque destaca: la novedad absoluta del tiempo de la re-creación del pueblo, un nuevo Éxodo, un nuevo Sinaí, un nuevo David, nuevas relacio­ nes con la tierra y, sobre todo, la afirmación de que la historia pasada está ago­ tada, tal como expresan los huesos «secos» de la visión. La nueva historia no será una restauración, sino una auténtica inauguración. Anterior a ésta hay só­ lo una no-historia de un no-pueblo, como en Oseas 1, 6. Y en este sentido, pode­ mos realmente hablar de la profecía de Ezequiel como de una «escatología profética». Sin embargo, es en términos de toda la amplitud de la historia como se plantea esta renovación. De aquí que no se cruce el umbral de lo apocalíptico, como confirma la comparación que instituye André La Cocque con Daniel. De modo que la profecía, considerada en términos de su relación con el tiempo, se opone tanto a la historia tradicional, mítica y legendaria, básicamente segura y confortable, como a la no-historia de los «tiempos finales», que es lo que escudriña el apocalipsis, en una postura que no es la del centinela, sino la de la persona que descifra enigmas y resuelve misterios. Habiendo clarificado esta relación única de la profecía con el tiempo his­ tórico, podemos volver a la cuestión que hemos dejado en suspenso, a saber, ¿qué margen de indeterminación se incluye en esta relación con la historia inm i­ nente? A primera vista, ninguna, porque ha de tenerse en cuenta que los acon­ tecimientos anunciados -destrucción o salvación—son obra irrevocable de Dios. Aunque incierto para los seres humanos, el futuro es cierto para Dios. Y esto es ciertamente lo que empuja al profeta. Con todo... Con todo hay que notar, como confirma el análisis literario, que al anun­ cio, constitutivo del mensaje profético, no le sigue ningún desarrollo de carác­ ter narrativo, donde se relatara el cumplimiento de la profecía. Pertenece al géne­ ro de la profecía ser un anuncio privado del relato de su cumplimiento. Es verdad

que los exegetas han intentado legítimamente establecer una correlación entre esta o aquella profecía y el curso real de los acontecimientos. Y tienden tanto más a proseguir estas investigaciones cuanto que el profeta-redactor tuvo cui­ dado de datar un buen número de sus invectivas. Ese ejercicio tiene éxito, como cabría esperar, en el caso de profecías p o st eventum , interpoladas por la escuela de Ezequiel en el texto atribuible con mayor o menor seguridad al profeta mis­ mo. Pero estas correlaciones son el resultado precisamente de una investiga­ ción de historiador. No forman parte del sentido de la profecía como «anuncio». Todo se desarrolla como si la inminencia siguiera siendo inminente, por perte­ necer el cumplimiento final del oráculo a otros géneros literarios, principalmente narrativos, pero también al de lamentación, que, ciertamente no está ausente del libro de Ezequiel. Pero una lamentación es otro género distinto del de la profe­ cía, en la medida en que puede distinguirse del anuncio. Dos factores de indeterminación proceden de este carácter digno de ser tenido en cuenta de la profecía. En primer lugar, desde un punto de vista tem­ poral, el anuncio incluye un elemento de indeterminación referente a la demo­ ra en la ejecución, pues la inminencia consiste en una relación variable entre pro­ ximidad y lejanía. Ésta es la razón de que, incluso si se pone fecha a una profecía - y requiere una fecha, como supone Paul Beauchamp5- su cumplimiento no la tiene. El oráculo no es una historia del futuro o una historia que ocurre en el futuro. En segundo lugar, por preciso que pueda ser el anuncio, deja un impor­ tante margen de incertidumbre en cuanto a la naturaleza exacta de las catástro­ fes anticipadas y, aún más, de las libertades anunciadas. Igual como el oráculo no es una historia del futuro, tampoco es un relato, comparable a una narración, de acontecimientos inminentes. A este respecto, las alegorías, las metáforas y las parábolas con que se refuerzan las profecías producen un efecto similar al pro­ ducido por la poesía de los Salmos y el Cantar de los cantares. Una vez más, estas figuras de estilo no representan más que una cuestión de variaciones del habla. ¿Qué significan las acciones simbólicas y las visiones que vamos a considerar? No es por causalidad que, en Oseas, Isaías, Jeremías y Ezequiel, estas formas no verbales de figuración se hayan entretejido cada vez con mayor frecuencia con figuras verbales. Quizás forme incluso parte del género literario de la pro­ fecía anticipar los acontecimientos anunciados de un modo no descriptivo aun­ que figurativo, si incluimos bajo esta expresión figuras verbales (alegorías, metá­ foras, parábolas) y figuras no verbales (acciones simbólicas y visiones). El oráculo profético satisface a su manera lo que Heráclito dijo de las palabras de un dios: «ni afirman ni niegan, pero tienen sentido (semainei)». O, desplazándonos de un 5. «Aun cuando la ley bíblica permita que el tiempo y la fecha queden en el olvido por una relación constante con un período arquetípico, la profecía supone un momento preciso de su pro­ ducción.»; cf. Paul Beauchamp, L’u n et l ’a utre Testament, Essai de lecture, Seuil, París 1976, p. 75.

extremo a otro de la historia de las ideas, ¿no podríamos decir, usando términos de Frege, que la profecía tiene significado, aunque no tenga referencia ni deno­ tación? Lo que tenemos es toda la distancia que hay entre anunciar y mostrar, hacer ver. Un significante con un referente flotante; en esto podría consistir el status «lógico» de lo que se anuncia en la profecía. Esta extraña condición de un acontecimiento inminente es particularmente apropiado para el anuncio de salvación de donde procede la visión de Ezequiel 37. El profeta consigue perfectamente, a través de estas imágenes figurativas, hacernos casi ver las catástrofes anunciadas y crear la ilusión de su presencia, siguiendo el procedimiento que Roland Barthes describió como un «efecto de realidad». Los acontecimientos de bendición y salvación son, en esencia, infi­ nitamente más difíciles de representar mediante figuras y, por lo mismo, más difíciles de ser vistos. La multiplicación de figuraciones puede, por tanto, ser vis­ ta como una manera de llenar esta laguna. Se acude a la tradición para tomar de ella modelos que se proyectan de nuevo hacia el futuro. De aquí que se hable de un nuevo éxodo, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo (Eze­ quiel 40-48). Y otras figuras se añaden a estas verbales: las acciones simbólicas y las visiones. Lo importante aquí es que la felicidad es más difícil de pintar y visua­ lizar que la infelicidad, y que la distancia es aquí mayor entre significar y mos­ trar. Las figuraciones de la vida restaurada no consiguen superar o eliminar esta distancia. No quiero terminar estas consideraciones generales sobre el género profé­ tico -por lo menos en términos de la forma privilegiada que encontramos en Ezequiel—, sin considerar también la fórmula de conclusión («Y sabréis que yo soy Yhwh»), igual como hice con la fórmula introductoria («Así dice el Señor Yhwh»). Este conocimiento -o , mejor dicho, este reconocimiento- proporcio­ na efectivamente una nueva ocasión de reflexionar sobre la indeterminación del mensaje profético en cuanto al suceder de los acontecimientos anunciados, que este «reconocimiento» parece a primera vista excluir. En un estudio dedicado por Walther Zimmerli a lo que él llama la «fór­ mula de reconocimiento», se plantean dos cuestiones distintas, cada una de las cuales abre un nuevo espacio de variaciones para la proyección del futuro inmi­ nente6. En primer lugar, ¿en qué sentido cuenta este reconocimiento como con­ clusión del anuncio? Mi pregunta se vincula a uno de los comentarios de André La Cocque. Como dice él, la fórmula de reconocimiento invita a una «relectu­ ra» retrospectiva del texto. La insistencia obstinada del redactor por resaltar por igual tanto el anuncio de salvación como el de destrucción, las visiones como las acciones simbólicas y el discurso, es sorprendente. Conocer, reconocer a Dios 6. Zúrich 1954.

W alther Zimmerli, E rkenntnis G ottes n a ch d em B u ch e E zechiel, Zwingli Verlag,

es la conclusión general que el profeta da a su profecía. Aún más, esta conclu­ sión no constituye un añadido marginal, representa más bien una coronación de aspecto teológico. Lo que el conocimiento y el reconocimiento completan y a lo que hacen obsequio es siempre un acto divino. Síguese esto del mismo carácter del anuncio profético: juzgar o salvar es en todo caso un acto de Dios. Este que­ hacer, este acto acaba en una especie de acontecimiento terminal: el conocimiento de Dios. Un receptor le es dado así a la intervención divina, un receptor humano. Necesitamos todavía considerar cómo llega a producirse este reconoci­ miento. Como muestra el estudio de Zimmerli, que va bastante más allá de los escritos proféticos, el «reconocimiento» de Dios procede de acontecimientos tomados como «signos» —llamémosles maravillas o milagros-, algo que Éxodo 31, 13 ilustra ejemplarmente. Estos «signos», en el sentido casi jurídico del tér­ mino, tienen el valor de una «prueba», de una acreditación. Así redescubrimos, bajo la idea de signos-prueba, el tipo de vínculo «lógico» que encontramos antes entre el anuncio del juicio y la acusación que subtiende. La misma conexión, que Zimmerli designa con los términos de Erweis [prueba] y E rweiswort [pala­ bra- prueba], es producida en este caso por los acontecimientos que se suponen sucedidos y el hecho del reconocimiento7. El primero de ellos será el signo que prueba que es Dios quien ha actuado. Obviamente, no se trata aquí de una espe­ cie de argumento de causalidad, como en las pruebas «griegas» de la existencia de Dios, sino más bien, de un discernimiento del valor de «signo» de los acon­ tecimientos dignos de ser considerados. Podríamos incluso hablar a este res­ pecto de una semiología divina, a la que son llamados los mismos vencidos, aque­ llos que sobrevivieron a la gran tribulación, y hasta todas las naciones de la tierra. Vemos en qué sentido la fórmula de reconocimiento es simétrica con la fór­ mula del mensajero. Esta última fórmula se aplica sólo en el caso del enviado de Dios; en el reconocimiento, se incluye a todo el mundo, como si un clamor cós­ mico debiera un día ratificar la pretensión del mensajero de haber hablado en nombre del Otro. Aquí es dónde la profecía de Ezequiel se unirá a la del Déutero-Isaías, que a todas luces se abre a una historia auténticamente universal. Pero qué sucede a este Erweiswort, en lo que se refiere a su univocidad, lue­ go que suponemos que sólo como signos los acontecimientos adquieren fuerza de «prueba». ¿Hemos abandonado el círculo de la significación al pasar del anun­ cio a su supuesto cumplimiento? Ciertamente, no se aplica el mismo sentido de «signo» al anuncio que, separado de su cumplimiento, fue llamado signo anti­ cipado de un acontecimiento por venir, y al acontecimiento que se supone suce­ dido y que es ahora tomado como signo de un acto divino. Sin embargo, lo que 7. Véase Walther Zimmerli, «Das Wort des góttlichen Selbsterweises (Erweiswort), eine prophetische Gattune», en M élan ees b ib liq u es réd ivés en V honneur d ’A ndré R obert, Bloud et Gay 1957, p. 154-164.

hay de común a ambos usos es la distancia entre significar y mostrar. Esta dis­ tancia es la razón de que sean posibles múltiples y opuestas interpretaciones. Esta sugerencia se apoya en la exégesis de la segunda parte de la fórmula de reconocimiento: «Reconoceréis que yo soy Yhwh». Es digno de observarse que el profeta o su escuela incorporaría posiblemente a la fórmula de reconocimiento otra fórmula que, como tal, puede hallarse en muchos otros contextos distin­ tos de los escritos proféticos, a saber, la denominada fórmula de la autopresentación con que se presenta Dios8. ¿Qué sentido teológico debió de darse a esta conjunción? Dios, dijimos anteriormente, quiere ser reconocido por sus obras. Pero este reconocimiento es un acto humano, aunque aplicado a un acto divi­ no. Peligro hay de que el sujeto de este conocimiento quiera adelantarse hasta el proscenio. Es una posibilidad excluida por la fórmula «yo soy Yhwh», en la medi­ da en que lo que debe reconocerse no es q u é sino quién. El «quién» de alguien que dice de sí mismo: yo soy. De este modo, se establece un límite a la tentación de convertir este saber en conocimiento de una cosa. Zimmerli lo expresa muy bien: la repetición de «yo soy Yhwh», en la fórmula de reconocimiento, impide que el hecho de conocer sitúe al que conoce en la posición de sujeto9. No ocu­ paba ya esta posición dominante en la fórmula del mensajero, ni lo ocupará en el anuncio de juicio o de salvación. No es un lugar que le esté permitido ocupar al descifrar los signos. Dios, el sujeto del acto, sigue siendo el sujeto que da tes­ timonio de sí mismo en el corazón mismo del conocimiento/reconocimiento. Incluso cuando el conocimiento/reconocimiento deviene acontecimiento, no es que el sujeto humano de este acto se afirme a sí mismo, sino que el sujeto divi­ no se presenta a sí mismo sin «hacerse cautivo de este conocimiento humano». «El conocimiento de Dios sólo puede llevar hasta el umbral donde claramente se indica que allí Dios dice “yo soy Yhwh”». Ésta es la razón de que no encon­ tremos aquí la fórmula opuesta, que podríamos haber esperado hallar: «Ahora sé que Dios es Yhwh». Esto sólo pueble decirlo Dios mismo: «Reconoceréis que yo soy Yhwh». Igual como la fórmula de reconocimiento concluye el mensaje 8. Aquí, Zimmerli incorpora en Erkenntnis Gottesh esencia de las conclusiones de su ensa­ yo «Ich bin Yahve», publicado antes en Festschriftflir Albrecht Alt Geschichte undAltes Testament, J. C. B. Mohr, Tubinga 1953, p. 179-209. Según Zimmerli, esta fórmula procede de las pala­ bras que acompañan a una teofanía en la que Dios se revela a través de su nombre. Estas pa­ labras podrían haber sido pronunciadas realmente por los sacerdotes en el marco de fiestas cul­ tuales extraordinarias. En este sentido, el empleo que el profeta hace de esta fórmula derivaría de su primera aparición en un marco cultual. Este problema del Sitz im Leben es del mayor interés en un enfoque histórico-crítico. Para un análisis literal, como el nuestro, el hecho significativo es la reutilización de esta fórmula como componente de la fórmula de reconocimiento. ¿Qué signi­ ficado teológico debe darse a esta conjunción? Esta es la cuestión fundamental. 9. Zimmerli habla aquí de una «pertenencia mutua», de una Zusammengehorihkeit, entre el acto (Tat) de Yhwh y su reconocimiento por los hombres. Sin embargo, es el acto divino lo que establece la base y la ocasión de este reconocimiento y este conocimiento.

profético, el divino «yo soy» se pronuncia al final de la fórmula de reconoci­ miento. Esta fusión de la fórmula de reconocimiento con la de la autopresentación tiene, por esto, el doble efecto de arrancar de raíz la autopresentación de Yhwh de su contexto cultual y, en consecuencia, de la tentación de apode­ rarse del Nombre de Dios mediante la adivinación o la magia, así como el de ahorrar al conocimiento de Dios otro mal uso, el del conocimiento objetivo. En otras palabras, cuando se la saca de su espacio sagrado insertándolo en la pala­ bra profética, la palabra de autopresentación se reorienta hacia la historia, el úni­ co lugar pertinente de aprobación o desaprobación10. Sin embargo, al mismo tiempo, la conjunción entre la fórmula de recono­ cimiento («reconoceréis que...») y la de la autopresentación («yo soy Yhwh») tie­ ne otro efecto inesperado que afecta esta vez a la misma naturaleza de un test o prueba de la verdad. En la medida en que lo que se atestigua es el «yo» divino, desprovisto de todo título, de toda cualificación que pudiera «objetivarlo», la prueba por signos, esperada a partir de los mismos acontecimientos históricos, parece ser capaz de aportar un punto final del todo inequívoco a la disputatio, encontrando un buen ejemplo de ella precisamente en la exégesis que el escritor bíblico propone para la visión de los huesos secos llamados de nuevo a la vida. La pureza, la desnudez del «yo soy Yhwh» consagra en cierto sentido la irre­ ductible indeterminación del juicio humano llamado a «reconocer» a Dios sobre la base de una fe en los «signos-prueba» exhibidos por la historia.

D

e m u e r t e a v id a : u n s im b o l is m o a b ie r t o

Volviendo ahora a la secuencia de Ezequiel 37, 1-14, buscaremos en la visión misma aquellos recursos de equivocidad que, añadidos al aspecto de inde­ terminación de la profecía considerada aparte de cómo se vehicula el mensaje, abren la vía a una pluralidad de interpretaciones, de entre las cuales el tema tradicional de la resurrección corporal e individual de los muertos es una de tan­ tas. No es indiferente que estos recursos de equivocidad se concentren dentro de una visión, y más precisamente dentro de esta visión. Recordemos ante todo que la visión de Ezequiel 37 se inscribe dentro del género profético con el mismo status que los discursos, gracias a las diversas indi­ caciones distintivas sobre las cuales construimos las explicaciones anteriores: la presencia de la fórmula del mensajero en 37, 5,9,12 (a la que podemos añadir la expresión introductoria: «La mano de Yhwh se posó sobre mí»); el mandato: «Profetiza sobre estos huesos y diles...» (v. 4 y 12); el anuncio de salvación: «Mirad, voy a infundiros Espíritu, y reviviréis...» (v. 5s), y de nuevo, «Mirad. Voy a abrir 10. Véase Zimmerli, Erkenntnis Gottes, p. 69s.

vuestras tumbas...» (v. 12, 14); y, finalmente, la fórmula de reconocimiento: «y sabréis...» (v. 14). Pero se trata de una visión y no de un discurso". Es una visión, a cuyo res­ pecto no debemos preguntar si se experimentó como un sueño o como una alu­ cinación: el profeta es transportado por el espíritu de Yhwh a «una llanura que estaba llena de huesos», y mira hacia el campo de huesos «completamente secos»; luego empieza a cumplir el mandato de profetizar; sigue el espectáculo de la rea­ nimación de los huesos, llevado a efecto en dos tiempos, como el relato de la cre­ ación en Génesis 2: primero, los huesos hacinados se cubren de tendones, músculos y piel, luego llega el espíritu, de los cuatro costados, que sopla sobre los huesos. Para completar el examen de la visión en el plano formal, añadamos la inser­ ción de un fragmento de disputatio, en la que la expresión de la duda de los super­ vivientes, incluso el desespero, se confía a las palabras del Señor: «Me dijo: “Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?”». En nombre de quienes no tienen esperanza, el profeta, que aquí no es más que un hijo de hombre, responde: «Señor Yhwh, tú lo sabes». De este modo, se evoca el terreno de impotencia sobre el que se alza la llamada del profeta, antes de que reciba la fuerza que sólo el imperativo puede comunicarle: «Profetiza sobre estos huesos». Nada hay que añadir, por tanto, en el plano formal a la visión en relación con la palabra, excepto el hecho de que la visión lleva a un anuncio que va más allá. En primer lugar, se dice que el profeta cumplió con la orden de profetizar: «Profeticé, pues, como se me había mandado» (v. 7). Ante todo, el profeta ve cumplido el anuncio de salvación que en otras partes el discurso deja en sus­ penso: «revivieron y se pusieron de pie. Era un ejército inmenso» (v. 10). Lo que antes llamamos «figuración» del cumplimiento, se ha convertido, gracias a la visión, en el espectáculo del cumplimiento, relatado en una breve sección narra­ tiva, igual como se ha narrado la orden de profetizar. Y este espectáculo del cum­ plimiento, al distinguir entre visión y discurso en el plano formal, introduce el problema de la interpretación en el plano del contenido. Porque, ¿qué sucede, en efecto, en este cumplimiento figurado? No hemos dicho todavía nada sobre una característica de esta secuencia que va del plano formal de la composición al de los contenidos, al plano de la significación. Con todo, es en este plano donde se decide la orientación de nues­ tra interpretación. Esta característica se define de la siguiente manera. La secuen­ cia 37, 1-14 consta de dos partes: la visión propiamente dicha (1-10), que hemos estado analizando antes, y una interpretación que propone una clave a nuestra lectura y, a la vez, reitera la orden de profetizar, pero al precio de un desplaza­ 11. André LaCocque incluye la visión del capítulo 37 entre las cuatro grandes visiones que pueden hallarse en el libro de Ezequiel.

miento en el simbolismo, y concluye con la fórmula del reconocimiento, sin que el profeta cuente el cumplimiento de lo significado en el marco del nuevo sim­ bolismo. Comencemos por el final: «Y sabréis que yo, Yhwh, lo he dicho y lo he hecho -oráculo de Yhwh» (v. 14). Esta conclusión determina el significado teo­ lógico de la profecía: la reanimación de los huesos secos no es resultado de una cierta capacidad natural de aquellos que los poetas griegos llaman «mortales». Ezequiel mismo es llamado «hijo de hombre», esto es, mortal. El milagro es obra de Dios, y esta obra equivale a una nueva creación. El cambio de simbolismo, la apertura de las tumbas y el resurgir de dentro de las tumbas no parece que introduzcan otra cosa, en relación con el espectácu­ lo de los huesos secos, que una simple variación en el plano figurativo. Nótese, sin embargo, que esta variación ayuda al lector a liberar el significado común a ambas escenas, a saber, el paso de muerte a vida. Es éste precisamente el sentido con que juega la frase declarativa, en la que podemos ver la clave hermenéutica de toda la secuencia: «Después me dijo: “Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel”» (v. 1 la). ¿No equivale esta declaración a una interpretación? Y, ¿no se orienta totalmente hacia una interpretación «histórica», a saber, al anun­ cio de la vuelta de la «casa de Israel» a su país? De hecho, es a éstos, a los de la «casa de Israel» a quienes se confía la segunda disputatio. Ellos son, esta vez, quie­ nes respiran desesperación: «Se han secado nuestros huesos, se acabó nuestra esperanza, estamos perdidos» (v. 11b). ¿No figuran acaso las tumbas de donde se levantan, en el marco de una alegoría del todo verbal, sustituida subrepticia­ mente por la visión de los huesos secos, la condición de estos muertos vivien­ tes condenados al exilio? Y, ¿no es la vuelta a Palestina lo que se significa en los siguientes términos: «Mira, yo abro tus tumbas y te hago resucitar de ellas, pue­ blo mío, y yo te guiaré hasta la tierra de Israel?» André LaCocque describe con gran detalle el vínculo que hay entre Vida y Tierra en Ezequiel. Es esta prome­ sa de una vuelta a la tierra de Israel lo que él ve como coronación de los capítu­ los 40 a 48, añadiéndose así a los agudos análisis de Jon Levenson de esta larga secuencia que ocupa nada menos que una quinta parte del libro de Ezequiel12. En suma, ¿no es a ellos, y sólo a ellos, a quienes se dirige el anuncio de salvación? Llegados a este punto, parece como si el texto mismo nos obligara a admi­ tir sólo una interpretación sobre los huesos secos llamados de nuevo a la vida por el Señor: se trata únicamente de la vuelta de los muertos vivientes del exilio babi­ lónico. Además de la clara declaración de Ezequiel 37, l i a , apoyan esta inter­ pretación la actitud predominante de la profecía en lo referente a la historia, antes puesta de relieve, y el papel que asume Ezequiel mismo como centinela de lo inminente. 12. Jon Levenson, T heology o f the Program ofR estoration ofE zek iel 40-48, Scholars Press, Missoula, M T 1976.

Pero quisiera hacer, no obstante, un alegato a favor de la tesis de que la visión, como visión que es, ofrece otros recursos que pueden traspasarse al dis­ curso. Podemos comenzar observando que la interpretación dada en Ezequiel 37, l i a impone un cierto límite al libre juego de la imaginación, en cuanto úni­ camente responde a una pregunta: ¿qué son estos huesos secos? «Estos huesos son toda la casa de Israel». Pero, al plantear esta pregunta, «¿qué son?», la pará­ bola se ha reducido también a una alegoría, más cercana al discurso que a la visión, incluso a un oxímoron: los muertos vivientes. ¿Constituye esta observación un alegato a favor de la interpretación, habi­ tual en el judaismo primitivo y en el primitivo cristianismo, según la cual Eze­ quiel 37, 1-14 anuncia, de una manera desmañada, la resurrección escatológica? Nada impide que lo afirmemos, en especial si tenemos en cuenta las condiciones en que se produce esta interpretación. En primer lugar, atestigua la substitución de la profecía propiamente dicha por la escatología. Antes me he referido a la considerable distancia que separa una de otra en su relación con la historia. La idea de una resurrección al final de los tiempos presupone que esta distancia se ha superado, luego que desaparece la profecía. En segundo lugar, esta interpretación infravalora el papel desempe­ ñado por las nuevas creencias en la relectura de textos como éste de Ezequiel. Estos textos incluyen una preocupación cada vez mayor por el destino del indi­ viduo en el marco del helenismo, las influencias iranias y las controversias con los filósofos griegos sobre la inmortalidad. Dentro del marco cristiano, es del todo evidente que el kerygma de la resurrección de Cristo fue el factor decisivo. Basándose en ella argumenta Pablo en 1 Corintios 15. Como se ha dicho en otra parte, una interpretación innovadora nace las más de las veces por la irrupción de un acontecimiento nuevo en el sistema de creencias. Este acontecimiento nue­ vo hace posible una «relectura» de los textos antiguos, que desplaza, ensancha y aumenta su sentido. Añadamos que se ha introducido una cierta continuidad d e fa d o entre Eze­ quiel y las interpretaciones judías primitivas y la concepción cristiana de una resurrección final, por la costumbre de situar los textos del Antiguo Testamen­ to relativos a la vida y a la muerte en serie, y de tomar la creencia explícita en la resurrección de los muertos como punto de referencia, poniéndola por tanto como el telos de todo el desarrollo13. Sería probablemente más conforme al talan­ te de la Biblia hebrea, tal como he dicho en otra parte, respetar la diversidad de caminos abiertos a la interpretación por estos venerables textos. El apocalip­ sis de Isaías 24-27 es totalmente distinto de Ezequiel 37, incluso si Isaías 25, 8 nos hace pensar en Ezequiel 37. Pero la rehabilitación del «siervo de Yhwh» en 13. Véase Robert Martin-Achard, D e la m ort h la résurrection d ’a prés l'Ancien Testament, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1956, p. 82-86 (sobre Ezekiel).

el cuarto canto en Isaías 53 es totalmente distinta, porque esta rehabilitación incluye su propia indeterminación en lo tocante no sólo a la identificación del personaje, cuyos sufrimientos son promesa de redención, sino también a la mis­ ma naturaleza de esta rehabilitación14. A mi entender, y a este respecto, si jun­ tamos Isaías 53 y Ezequiel 37, las indeterminaciones de un texto refuerzan las del otro y con lo que se libera, por tanto, el potencial de cada uno de cara a la interpretación. Leer los textos bíblicos a la manera de una serie, cuyo carácter teológico ya he señalado, no es cosa ciertamente prohibida. La disposición sin­ crónica de la Biblia permite una lectura transversal. Hasta produce un efecto de sentido absolutamente destacable e inesperado, a saber, la proyección posterior sobre la profecía de un tono de búsqueda y presentimiento. Los hebreos son los heraldos en iniciar este intento de búsqueda, los encargados de intentar este presentimiento en claroscuro. Y este efecto de significado no daña el texto, si somos conscientes de los procedimientos de lectura que lo hacen posible. El daño comienza cuando pretendemos que el autor sagrado tiene ya este signifi­ cado en su mente. Podemos decir que una exégesis que imponga una interpre­ tación posterior a un texto anterior, sin reconocer los pasos que tal lectura supo­ ne, es falsa. Pero deberíamos aceptar como plausible una exégesis innovadora que sabe qué está haciendo, cómo lo está haciendo y en nombre de quién lo hace. Dicho esto, nos está permitido preguntar qué otras interpretaciones, ade­ más de la interpretación histórica acreditada por Ezequiel 37, 1 Ib y la interpre­ tación escatológica posterior, hace posible la visión de los huesos secos llamados a la vida. Desearía volver aquí a un comentario hecho anteriormente. El tema de la vuelta de los exiliados sólo responde a una pregunta parcial, la de la identidad de los huesos secos llamados a la vida. A este respecto, vale la pena notar que la interpretación que se convirtió en tradicional permanece igualmente dentro de los límites de esta búsqueda de identidad. Se ha establecido de la siguiente mane­ ra: «Hijo de hombre, estos huesos son toda la humanidad que ha muerto». La interpretación escatológica permanece tan obstinadamente dentro de los lími­ tes de la identificación, que acaba fijando el significado literal de la visión apla­ zándolo simplemente al final de los tiempos. En este sentido, ésta es la inter­ pretación que más pasa por alto la dimensión parabólica y no sólo la dimensión alegórica de la visión. Debemos despegar del interés por identificar a los destinatarios de la pro­ fecía todo el simbolismo del paso de muerte a vida, el simbolismo de la resu­ rrección15. Este significado de la visión es el que más destaca André LaCocque 14. Ibídem, 15. Véase Walther Zimmerli, «“Leben” und “Tod” im Buche des Propheten Ezechiel», en Theologisches Z eitschrift, 13 (1957) 494-508.

por todo su ensayo. La resurrección anunciada, observa, no es el resultado de cierta capacidad humana, ni es el don de una aspiración. Su sentido es teológi­ co, no antropológico. El adjetivo «secos» pone de relieve el carácter radical de la muerte, que excluye que la vuelta a la vida se inscriba en el ciclo de un gran círculo. En este sentido, la visión actúa primero como un juicio de condenación sobre un pueblo muerto. Incluso a Dios alcanza la tumba. Israel, paralítico de nacimiento, muere en Babilonia. La muerte es así la senda olvidada de la vida como nueva creación. Esta nueva creación no encuentra garantía alguna en la existencia anterior, como está dicho en Juan 12, 24: «El grano de trigo tiene que morir para que pueda renacer». Aquí es, quizás, donde la visión va más allá del discurso profético, que osci­ la entre el anuncio del juicio y el de la salvación. La visión de los huesos secos llamados a vivir «figura» el paso de muerte a vida y, en este sentido, nos hace «ver» el salto de un anuncio al otro. Pero la confesión de la ausencia de vida es una parte integral del anuncio de la resurrección, tal como André LaCocque lo ha señalado. El final de la his­ toria es la senda que lleva a la nueva historia. Esta radicalidad dialéctica, que ignora la compensación de los discursos de condenación por los de salvación, confiere toda su gravedad a la pregunta de 37, 3: «Hijo de hombre, ¿podrán revi­ vir estos huesos?», junto con la desconsolada respuesta del profeta: «Señor Yhwh, tú lo sabes». Esta forma de interrogar la visión es quizás la que hace más justi­ cia a la visión como tal, esto es, en cuanto irreductible al discurso. A fin de cuen­ tas, ¿no difiere la visión de las palabras de salvación en que mantiene un poten­ cial simbólico que ni siquiera la prosa poética de estos discursos alcanza a transmitir? Un relato de una visión puede, en este sentido, considerarse como un equivalente en prosa de una composición poética. Para explorar los recursos del símbolo «muerte y resurrección», podemos quedarnos dentro de los límites de las Escrituras canónicas, judías y cristianas, pero también podemos prestar atención a cuanto el simbolismo bíblico com­ parte con el simbolismo de otras culturas y otras literaturas. En Ezequiel mismo, la conexión es fuerte entre vida y justicia, y entre muer­ te e injusticia en 33, 10-20. Por ello, podríamos hablar de una conversión de la injusticia en justicia al igual que de un paso de muerte a vida. Este modelo del «retorno» va acompañado de una promesa que el Señor compara a un arrepen­ timiento en Ezequiel 18, 1-3. De este modo, se atestigua que Dios es vida, Dios viviente: «Buscadme y viviréis», leemos en Amos 5, 4. Apartarse del mal es pasar de muerte a vida. Evidentemente, podemos colegir también en estos textos una indicación del simbolismo de vida y muerte, opuesta a la que reduce el anun­ cio de resurrección a un oráculo de vida tras la muerte. Las alusiones a la «ley de Yhwh» alejan al símbolo del aspecto ético-jurídico, incluso del control cultural de esta ley por los sacerdotes del templo. En este sentido, el Nuevo Testamento

reabre todo una panoplia de significaciones, aun permaneciendo dentro del hori­ zonte de una m etánoia espiritual. Pablo puede escribir, a la manera de Oseas y Ezequiel: «Estabais muertos por vuestros pecados, pero ahora estáis vivos». La fuerza del símbolo se evoca incluso más claramente en el rito del bautismo, don­ de el sentido espiritual de conversión recibe el refuerzo de la revivificación de los antiguos mitos de la inundación y del estar cubierto por las aguas. Después de haber sido «engullida», la persona bautizada es «salvada de las aguas». Su bau­ tismo significa un renacer. El Evangelio de Juan confiere una muy conocida fuer­ za y esplendor a ese símbolo de un segundo nacimiento. Por esto, la conexión entre el simbolismo de la resurrección y el de la crea­ ción originaria se reconstituye periódicamente. Sin duda alguna esta conexión es realmente antigua. Y no debemos dejar de lado, a este respecto, la sugeren­ cia que unos exegetas hacen acerca de que el simbolismo hebreo de la resurrec­ ción podría tener una de sus fuentes en el ritual de Adonis y de Osiris y también en las mitologías de la naturaleza del antiguo Oriente próximo, que han llega­ do hasta nosotros provenientes de Ugarit y de las religiones cananeas16. Como dijimos anteriormente, la reanimación por dos veces de los huesos secos evoca un profundo parentesco entre la visión de Ezequiel 37 y los relatos de la crea­ ción de Génesis 2. Este arraigo en los mitos de la creación presta su energía al simbolismo de la vida resucitada más allá de las limitaciones que, en sentido con­ trario, le aplican la concepción física de vida tras la muerte y el concepto moral de conversión. Que el Dios que dijo «yo soy» es un Dios vivo es una confesión que constituye el punto de fuga hacia donde convergen, y de donde proceden, los componentes del gran símbolo de la Vida que emerge de la Muerte. En su 16. En The R esurrection in Ezekiel xxxvii a n d D ura-E uropos Paintings, A. B. Lundequistska Bokhandeln-Otto Harrassowitz, Uppsala-Leipzig 1948, Harald Riesenfeld intenta demostrar que la idea de resurrección arraiga ya en la piedad de la liturgia anual de Año Nuevo y su ritual, que celebra la regeneración de la vida por Yhwh. La tendencia a escatologizar la fe en la nueva cre­ ación, despojándola de su ritmo anual, está incluida en el ritual mismo; Oseas 6, 2; Miqueas 7, 8, al igual que Salmos 17, 15, y hasta el sublime capítulo sobre el Siervo doliente de Isaías 53 con­ servan una huella de esta raíz cultual, como hace también la referencia al Espíritu en Ezequiel 37. Si admitimos que los ritos arcaicos se mantienen perpetuados en los mitos históricos y en las expre­ siones metafóricas, esta hipótesis es tan plausible como cualquier otra en términos de «fuentes» y «orígenes». No obstante, el desplazamiento del mito hacia la historia, y luego de la historia a la escatología, parece digno de ser tenido en cuenta. Es toda una cuestión de interpretación tipoló­ gica lo que aquí surge, en su doble aspecto de creación de un nuevo significado y de persistencia de un significado antiguo. Y es, dicho sea de paso, bajo el signo de la tipología como Riesenfeld explica la reproducción de la visión de Ezequiel en las paredes de la sinagoga de Dura Europos. Lo que está ahí pintado son las «cosas que han de venir» en la época mesiánica, la historia toma­ da como configuradora de escatología. ¿Acaso no sugiere esto que la interpretación tipológica, en el sentido de la resurrección de los muertos al final de los tiempos, es al anuncio profético de la restauración de Israel lo que esta última fue para la creeencia en la renovación de la vida en el marco cultual de la fiesta de Año Nuevo?

más amplia extensión, el símbolo invierte el orden natural esperado que hace que la muerte siga a la vida. Es justamente esta inversión lo que se significa de diversas maneras. A este respecto, podemos volver a la noción de Erweiswort, ela­ borada por Walther Zimmerli con relación a la fórmula de reconocimiento. Dios es proclamado, él mismo se da a conocer, se le conoce por sus obras. La vida que renace de la muerte es el signo-prueba por excelencia de la acción divina. Entre los múltiples signos que indican renacimiento, no ha lugar a que se establezca una jerarquía. A este respecto, la vida tras la muerte no constituye un sentido literal, el significado propio, en relación al cual la m etánoia tenga que ser un sig­ nificado derivado, el sentido figurado. Es la misma distinción entre sentido pro­ pio y sentido figurado, sentido primero y sentido derivado, lo que ha de poner­ se en cuestión. Esta distinción proviene de lo que podríamos haber llamado una reducción lingüística del alcance simbólico, una reducción alentada a veces por la tendencia materialista, a veces por la tendencia moralizante del lenguaje ordi­ nario. De aquí que no deba sorprender que el símbolo desborde el registro reli­ gioso y despliegue su fuerza poética en todos aquellos ámbitos en que Vida y Muerte significan más y de otra manera. ¡Hay tantas maneras de volver de la muerte a la vida! Es por relación con la palabra «vida» por lo que el significado al final resulta inagotable. Sin dejar el marco bíblico de estos estudios, nos gustaría comparar la exé­ gesis amplificada que hemos practicado con relación a Ezequiel 37, 1-14 con el Cantar de los cantares. El amor a mi entender abre, en torno al símbolo nup­ cial, una panoplia de significados comparable, que en este caso se despliega entre la sexualidad y la dilección espiritual. Parece como si muerte y vida ofrecieran posibilidades metafóricas paralelas. Lo que les da unidad es la idea de creación. Allí donde el cantor, en su «sabiduría», declara que el amor es fuerte como la muerte, el profeta, en su «locura», proclama que la vida es más fuerte que la muer­ te. Es preciso atender a ambas voces.

Salmos 22

DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO? ANDRÉ LACOCQUE

Salmos 22 pertenece a la categoría de «salmos de lamentaciones indivi­ duales», esto es, en su mayor parte, salmos dichos por gente que sufre enferme­ dades o pérdidas, o cualquier otro contratiempo. Como es bien sabido, la con­ cepción bíblica de enfermedad la ve como una privación de salom, como un anticipo de la muerte, preocupación que ocupaba la conciencia de los israelitas de una forma mucho más intensa de lo que ocurre hoy en día. La persona enfer­ ma se encuentra ya en los límites del SeoL Y a la inversa, la curación significa una vuelta a la vida, una especie de resurrección. De este modo se compromete el salmista en la lucha de Yhwh contra las fuerzas del mal y de la destrucción. Implora justicia, que no es sólo una noción social. Hacer justicia es restaurar salóm en todos sus aspectos; véase Mateo 25 (véase también Salmos 6; 38; 32, 1-5). En contraposición, el rico y el feliz no tienen necesidad de justicia, por consiguiente el «pobre» mira hacia ellos con desconfianza, pues siempre están al borde de convertirse en displicentes, crue­ les, autosatisfechos, y capaces en última instancia de contribuir a la injusticia por el hecho de no luchar contra ella (véase Marcos 2, 17). No necesitan implorar este pan de cada día. No extraña, pues, que sea en los salmos de lamentaciones donde hallamos los términos «pobre» y «enemigo», junto con otros que se les relacionan. Términos parecidos usan con frecuencia los profetas para denunciar a los enemigos de Dios y maldecirlos. La característica más fascinante de los salmos de lamentaciones es su paso brusco de la quej a a la alabanza. En todas las lamentaciones individuales (LI), hay una polaridad de petición y alabanza (Salmos 22, 22,25) y una progresión de la súplica a la alabanza. Parece que, de las LI, este motivo pasó a las «lamentaciones colectivas». Hermann Gunkel habla de «un abrupto cambio de ánimo». Posiblemente, había una intervención con palabras de gracia por parte de un miembro del personal del templo; cf. Salmos 85, 8s; 12, 5; 55, 22; 91, 14-16; 121, 3-5. Aceptando los argumentos de «Das priesterliche Heilsorakel» [El oráculo de salvación sacerdotal], de Joachim Begrich, se asume que había un

André LaCocque

oráculo de salvación en medio de la petición1. En Salmos 22, este oráculo sería el versículo 22. En este salmo, no obstante, la «cláusula adversativa» está ya presente en el versículo 4 y se repite en el 20, mientras que el verdadero punto de inflexión se sitúa entre los versículos 22 y 23. Como destaca Claus Westermann, este cam­ bio afecta tanto a Dios como al hombre2. Westermann distingue la siguiente estructura de la lamentación: 1. Súplica/grito en demanda de ayuda; 2. Lamentación (los verbos tienen tres sujetos posibles: Dios/yo/enemigos), cf. Salmos 79, 1-3; 13, 1-2; 3. Confesión de confianza (introducida por el w aw adversativo); 4. Petición; 5. Confianza en ser oído; 6. Doble deseo: intervención a favor y en contra; 7. Promesa de alabanza; 8. Alabanza a Dios.

Vale la pena notar que los cinco motivos básicos de la lamentación son los mismos que en los salmos babilónicos: súplica, alabanza, lamentación, peti­ ción, promesa de alabanza3. Pero, en Israel, la alabanza viene después de que el suplicante se ha convencido de que su petición ha sido oída. Sólo entonces tie­ ne uno la «certeza de que Yhwh en las alturas (Salmos 22,3 ) ha oído a quien ora en lo profundo (28, 6)»4. La promesa de alabanza es común a los salmos babilónicos y egipcios. Pro­ bablemente estaba vinculada en origen a una promesa de ofrecer sacrificio. La alabanza «pertenece a la vida del dios tanto como la comida... [Igual como] el hombre no puede existir sin alimento, pero tampoco sin cierto reconocimiento, cierto “honor”», dice Westermann5. Súplica y alabanza significan vida. Los muer1. Joachim Begrich, «Das priesterliche Heilsorakel», en Zeitschriftfiir alttestamentliche Wissenschafi, 52 (1934) 83.

2. Claus Westermann, Praise and Lament in the Psalms, trad. por Keith R. Crim y Richard N. Soulen, John Knox, Atlanta 1981. 3. David Damrosch establece un paralelo con el texto babilónico Lubdul bel Nemequi (cf. W. G. Lambert, Babylonian Wisdom Literature, Clarendon Press, Oxford 1960, p. 21-62): «La pri­ mera mitad del texto traza una imagen poderosa de la enorme difusión de la injusticia social... La segunda mitad del texto es un himno de alabanza a Marduk, quien ha oído las plegarias de quien habla y le ha salvado de todos sus eemigos y de todas sus tribulaciones» ( The Narrative Covenant: Transformations ofGenre in the Growth o f Biblical Literature, Cornell University Press, Ithaca 1987, p. 113 n. 35). 4. Westermann, Praise and Lament in the Psalms, p. 74. 5. Ibídem, p. 77. Cf. el texto de una lamentación a Astarté, citada en Bernard Anderson, Out ofthe Depths: The Psalms Speackfor Us Today, Westminster, Filadelfia 1983, p. 66s (= ANET, p. 383-385).

tos no hacen ni una cosa ni otra y, en consecuencia, quien ni suplica ni ora es como si estuviera muerto (véase Salmos 6, 5; 30, 9; 88, 10-11; Isaías 38, 18s). Dios es el único digno de ser suplicado y alabado. Y si no es Dios, entonces alguien o algo ocupa su lugar para ser exaltado, pero esto no es vida, según los Salmos, sino muerte. El salmo 22 es la lamentación individual por excelencia. Expresa un senti­ do de desamparo sólo comparable a Lamentaciones 5, 20 y a Isaías 49, 14. Em­ pieza con la pregunta «¿por qué?», surgiendo del fondo del corazón de alguien que sufre tormento. Es la pregunta de Job en la Biblia y la pregunta de cual­ quier Job de la historia. «¿Por qué?» introduce la queja, la incomprensión, la angustia de quien suplica, pero también su protesta. Su sola recurrencia en el grito de ayuda de la misma persona (o colectividad) muestra ya que la pregun­ ta no tiene fin. Hay, eso sí, momentos de alivio, pero son siempre temporáne­ os. El que implora en Salmos 22 rompe en alabanzas porque su súplica ha sido oída, pero otro salmo de lamentación reinicia otra vez la queja. La vida es vivi­ da entre los dos polos de lamentación y alabanza. Esta tensión se expresa a las claras uniendo ambas cosas en un mismo salmo. La súplica va acompañada de alabanza; la alabanza, de súplica. Súplica sin alabanza es desesperación, ausen­ cia de esperanza; alabanza sin súplica es complacencia, arrogancia. Salmos 22, 4-6 enfrenta entre sí dos de las actitudes de Dios; actitudes que chocan entre sí, dejando el enigma de su coexistencia: Dios está oculto, pero se dio a conocer a los antepasados del salmista mediante actos de liberación. Si no hubiera habido en el pasado la autorrevelación divina, no habría ningún salmo, ninguna la­ mentación, ningún porqué, sólo el silencio de la nada. Las palabras de Hans-J. Kraus van directas a la cuestión cuando dice que «sólo el Dios que se revela y se hace presente a su pueblo puede también ocultarse. La ocultación es un aspec­ to de su revelación»6. Los salmos de lamentación nos enseñan cómo vivir ante un Dios así. Es una enseñanza por implicación. Las LI no son un texto sapiencial. No hay teorización sobre el sufrimiento humano, sus causas, su sentido o su falta de sentido, o sobre sus consecuencias. La tensión entre súplica y alabanza es existencial; no hay glorificación alguna de la prudencia, del in m edio virtus. Los sabios, ciertamente, llegan a la misma conclusión en cuanto a la actitud prudente referente a la vida humana. Nos dicen que la persona feliz tendría que derramar lágrimas, y que el desdichado debería reír. Pero ésta es una lección que se ense­ ña en un ethos desapasionado. El salmo 22, en cambio, es pronunciado en la ago­ nía del tormento y en el calor de una pasión devoradora para ser oídos, ayuda­ dos, salvados. 6. Hans-J. Kraus, T heology o f th e Psalms, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneápolis !9 8 6 , p. 39.

El salmo 22 no es una pieza sapiencial, pero tampoco es un texto místico. No hay en él sufrimiento místico. Como nos recuerda Patrick Miller, el salmo «nos dice que Dios persigue fines opuestos con el sufrimiento; está plenamente presente en él y actúa para superarlo. El carácter cruciforme de la vida es por doquier aparente. La acción resucitadora de Dios es más difícil de ver»7. El lugar de la lamentación en la teología del Antiguo Testamento ha de ver­ se en el contexto de la liberación, también ella modelada según el arquetipo de la salvación de Egipto (véase Exodo 1-15: cf. Deuteronomio 25, 5-11). En ambos textos, la estructura es la siguiente: prehistoria, agonía, llamada de socorro, acep­ tación, salida, conducción, respuesta. Porque, como dice Westermann, la lamenta­ ción tiene historia en Israel. Está relacionada con los actos salvíficos de Dios. La lamentación es «un acontecimiento entre el hombre y Dios» (p. 261). De hecho, es el último recurso del hombre, que apela al tribunal de Dios, después de que han fallado todas las instancias humanas y terrenas. De acuerdo con esto, aun­ que quien habla en las LI es un individuo, la lamentación presenta una estruc­ tura dialógica. Al igual que en el marco de la historia del pueblo, los tres ele­ mentos, narrador, Dios y enemigo, están también presentes en las LI en la forma de una estructura más personalizada de un yo, un tú y los enemigos, como vimos antes. Los que dialogan son el que suplica y Dios; los enemigos están en el trasfondo y de ellos se habla. La petición del que se siente atacado es ante todo que Dios sea Dios, tal como ha sido siempre para los antepasados. (En este aspec­ to, muchos otros salmos repiten ecos de Salmos 22). La urgencia de la lamen­ tación tiene dos fuentes: el sufrimiento evidente de quien suplica y la compro­ bación de que en realidad no hay nadie más ante quien acudir excepto Yhwh. Si es displicente en su respuesta, reacio a actuar, si se muestra «durmiendo» o, ¡no lo quiera Dios!, incapaz de responder, ya no habrá nadie más. Él es el Dios de Israel, el único que tiene Israel. Está claro que hay una batalla de sentimientos conflictivos en el interior de la persona que expresa la lamentación. Por un lado, Dios es Dios; no hay duda de que es capaz de salvar a su pueblo. Por el otro lado, el mismo abandono del individuo fiel, o de la nación fiel en una lamentación del pueblo (LP), muestra una extraña impotencia o hasta mala voluntad por parte de este mismo Dios. Hay que implorarle; ¡hay que recordarle su alianza y su poder! El que suplica recuerda las actos pasados de justicia y salvación de Yhwh, pero también ha de recordárselos a Yhwh. La confianza en Yhwh se funda en la memoria. Entre el ayer y el hoy se tiende el puente de los recuerdos. Por esto Dios es también el Dios de la historia. La lamentación echa propiamente raíces en la historia, en la historia de sal­ vación. Pero pertenece también a la liturgia, es decir, tanto a esta historia redu­ 7. Patrick D. Miller, In terpretin g the Psalms, Fortres Press, Filadelfia 1986, p. 110.

cida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasado, su Vergegenwartigung, su re-presentación, como a su prolepsis, su «anticipación» del futuro. En las LI, el pasado vive, asiento del presente, histórico trono de Yhwh (Salmos 22, 4); y el futuro está h ic et nunc, tanto que el salmista pasa repentinamente de la súplica a la alabanza. Por esta razón la lamentación individual expresa su fe en el cumplimiento de la petición. Fe y certeza, la convicción de cosas no vistas. Pues Dios está con quienes sufren (Salmos 16, 8; 23, 4; 91, 15), él mismo es un «Dios doliente», según el provocativo título del libro deTerence Fretheim8. Dios sufre, pero dialécticamente él es también soberano. Por esto la lamen­ tación es, hasta cierto punto, una queja contra Dios. El abandono viene de él; de él procede el rechazo de ayuda; suya es la culpa por su sordera ante los gri­ tos de quien suplica. «Me has arrojado en el profundo de la fosa, en las tinieblas abismales;... Alejaste de mí mis familiares... Tus furores me atropellan; estoy des­ esperado. Tu furia me arrastra, tus asaltos me destruyen» (Salmos 88, 6s). Esta­ mos cerca de una auténtica acusación, de nuevo reminiscencia de procedimien­ tos judiciales. Estos acentos recuerdan los estallidos de ira y desesperación que vemos en las exposiciones narrativas. Rebeca levanta quejas así (Génesis 25, 22; 27, 46); lo mismo hace Sansón (Jueces 15, 18). Más en particular, el pro­ feta Jeremías descarga dudas existenciales sobre el sentido de la vida ante un Dios incomprensible e insondable (cf. 20, 18). Por boca del mismo profeta, sin embar­ go, la respuesta de Dios a la queja descarga firmemente el peso colectivamente sobre el pueblo: «¿Por qué discutís conmigo? Todos vosotros os habéis rebelado contra mí -oráculo de Yhwh. En vano castigué a vuestros hijos, no aceptaron la lección... Pues mi pueblo me ha olvidado días sin número» (Jeremías 2, 29s)9. Pero nadie va más lejos que Job en dureza y elocuencia. Con él la lamen­ tación alcanza su clímax y «los más extremos límites de su función como súpli­ ca», según Westermann. Job «se agarra a Dios para luchar con Dios... La duda acerca de Dios, hasta en forma de desesperación que ya no entiende a Dios, reci­ be en la lamentación un discurso que lo une a Dios, incluso cuando lo acusa»10. Por último, y con toda consecuencia desde una perspectiva bíblica, Dios mismo responde con su propia lamentación a la lamentación del que sufre. Alcan­ zamos una cierta idea de ello en lo que antecede, particularmente con Jeremí­ as. Dios responde a la pregunta «¿por qué» con otro «¿por qué» de su parte. En 8. Terence Fretheim, The S uffering God: An O íd Testament Perspective, Fortress Press, Filadelfia 1984. 9. Sobre la afinidad entre Salmos 22 y Jeremías, podemos seguir a Carroll Stuhlmueller, que destaca los siguientes, y sorprendentes, paralelos: Salmos 22, 6b y Jeremías 49, 15; Sal­ mos 22, 7a y Jeremías 20, 7b; Salmos 22, 7b y Jeremías 18, 16 (cf. Lamentaciones 2, 15); Salmos 22, 9-10 y Jeremías 1, 5; 15,10; 20,14 y 17s (cf. Isaías 49, 1). Véase su Psalms 1: A Biblical-T h eologicalC om m en tary, Michael Glazier, Wilmington, DE 1983, p. 147. 10. Westermann, Praise a n d L am ent in the Psalms, p. 273.

Jeremías 8, 5, leemos: «¿Por qué este pueblo sigue apostatando?» Aquí la ira de Dios se yuxtapone a la aflicción de Dios (12, 7-13; 15, 5-9; 18, 13-17). Pode­ mos pensar también en el libro de Oseas, cuyo estilo, dice Hans-Walter Wolff, «oscila entre la lamentación compasiva y la acusación amarga... Es testigo del hecho de que Dios lucha consigo mismo»11. El espectro bíblico de la lamenta­ ción es sorprendentemente amplio. Es una «historia que finalmente alcanza el punto en donde Dios, en cuanto Dios que juzga, sufre por su pueblo»12. En los textos escriturarios citados antes, hay un énfasis muy definido pues­ to sobre la comunidad. La ira o la lamentación de Dios están justificadas por­ que su pueblo «sigue apostatando». La teología deuteronómica, por un lado, concuerda con este juicio de alcance general. Pero surgirá con toda claridad una tensión cuando el problema del mal y del sufrimiento se individualiza y la pre­ gunta existencial «¿por qué» sea pronunciada por alguien en concreto, no nece­ sariamente por todos. Esta tensión se siente nada más comenzar Salmos 22, cuan­ do se opone la fidelidad de Dios y la salvación dada a los antepasados (v. 5) y a todo Israel (v. 4), por un lado, a la situación difícil del salmista, por el otro lado, olvidado como está de Dios. Por ello, cabe esperar que ciertos críticos vacilen ante esto y lean el «yo» de los salmos como un «yo colectivo». Rudolph Smend, para citar sólo un ejemplo, fue un defensor de la teoría colectivista basándose en los targumes y en la exégesis tradicional judía de la Edad M edia (igual que Calvino y, más tarde, de Wette). Las expresiones de confianza en los salmos de lamentaciones no podían provenir, a su entender, de individuos13. Pero Hermann Gunkel mostró que hay LI (lamentaciones individuales) lo mismo que LP (lamen­ taciones del pueblo) , junto con PI (alabanza narrativa) y también himnos (ala­ banza colectiva litúrgica). Esta conclusión supone un distinto Sitz im Leben para cada forma, y el problema de definirlas con precisión resulta oneroso. Gunkel creyó que las LI tenían un origen cultual, pero que evoluciona­ ron desde el marco litúrgico y que pudieron ser cantadas lejos de los santuarios14. Sigmund Mowinckel reaccionó enérgicamente contra esta teoría de la «espiri­ tualización». Las LI hacen juego con los ritos religiosos oficiales de penitencia y purificación15. Hans-J. Kraus cree también que el Sitz im Leben es cultual. Pero el mismo año que Kraus publicaba su comentario sobre los salmos en Alemania, Rainer Albertz, discípulo de Westermann, replicaba que en la mayoría de las 11. Hans-Walter Wolff, «Hosea», en D odek apropheten 1, Neukirchener Verlag, Neukirchen 1961, p. 151. 12. Westermann, Praise a n d L am ent in the Psalms, p. 280. 13. Rudolph Smend, «Uber das Ich der Psalmen», en Z eitsch riftfiir alttestam entliche Wissenscha.fi, 8 (1888) 49-147. 14. Hermann Gunkel y Joachim Begrich, E in leitu n g in d ie Psalm en, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1933, p. 261-263. 15. Sigmund Mowinckel, Psalmenstudien, vol. 1, Dybwad, Kristiania 1921-1924, p. 138.

LI no hay referencia alguna ni al culto ni al templo16. En cambio, se muestra de acuerdo con Erhard Gerstenberger, quien llega a otra conclusión partiendo de una comparación con los salmos babilónicos. Estos son rituales, pero no perte­ necen al culto oficial. Están en su elemento en ceremonias ocasionales a la cabe­ cera de la cama de un enfermo, por ejemplo. El liturgista es un «hombre de Dios» o un profeta, más o menos independiente de la institución del culto17. En el Anti­ guo Testamento, la situación es parecida. Albertz se remite a sesiones de cura­ ción en 1 Reyes 14; 17, 17-24; 2 Reyes 1; 4, 8-37; 5; 8, 7-15; e Isaías 38, por ejemplo. Si es así, desde esta perspectiva que no restringe el alcance de lo cultual a los límites del santuario, está claro que la alternativa ya no es lo cultual versus lo no cultual. Lo «cultual» lo es con matices. Respecto a la fecha de composición (en su forma final en cuanto nos ha sido transmitida por la Biblia hebrea), la cuestión de nuevo es una crux de intér­ pretes. Albertz piensa que las Lamentaciones no recibieron su forma final hasta después del exilio (p. 24). Pero los lugares paralelos, cuya lista hemos dado antes, junto con otros textos del Antiguo Testamento, llevaron a Carroll Stuhlmueller, entre otros, a concluir una afinidad, no sólo con Jeremías y sus discípulos, «sino también con un grupo creciente de “afligidos”, como el Déutero-Isaías durante el exilio, así como Job y otros tardíos “salmos de David” (Salmos 69, 71, 139), de después del exilio»18. Esto parece apoyarse en la observación de Westermann acerca de Salmos 22, 27. Habla este autor de «un universalismo que se hizo importante con el exilio y la predicación del Déutero-Isaías»19. Volveré sobre este problema sociológico más adelante. Dije que son dos los conceptos clave de Salmos 22 en cuanto representante de las LI en el salterio: el «pobre» y sus «enemigos». Voy a considerar ahora, uno tras otro, estos dos elementos fundamentales del salmo 22. El versículo 25 dice: «Él no burla ni desdeña la aflicción de los humildes ( ‘e nuth ‘a ni)», y el versículo 27: «Los pobres ( ‘a naw im ) comerán hasta saciarse; los que buscan al Señor lo alabarán». Con la excepción de Números 12, 3, sobre la sobresaliente personalidad de Moisés, el término «pobre» está ausente de los géneros literarios narrativos y prescriptivos. En cambio, lo hallamos doce veces en el género hímnico (más cinco veces en el género profético, y tres veces en el 16. Rainer Albertz, P ersonliche Frdm m igkeit u n d offiz ielle Religión, Calwer Verlag, Stuttgart 1978. 17. Erhard S. Gerstenberger, «Der klagende Mervsch», en Problem e biblischer T heologie„ Festch r ift f u r G erbard von Rad, ed. por Hans-Waiter Woiff, C. Kaiser, M unich 1971, p. 64-72Véase ahora también Gerstenberger, Psalms, Part I, w ith an In troduction to C ultic Poetry, Eerdmans, Grand Rapids, MI 1988. 18. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 147. 19. Claus Westerman, The L iving Psalms, trad. por J. R. Porter, W. B. Eerdmans, Grand Rapids, MI 1989, p. 90.

sapiencial). Tampoco en estos contextos hay mística de la pobreza. Buenas nue­ vas se anuncian a los ‘ anáwim , no porque sean infelices, sino porque su infeli­ cidad está llamada a desaparecer. Esperan en una era de justicia definitiva, y los profetas les prometen el cumplimiento de su esperanza (cf. Sofonías 2, 3). Pues Yhwh tiene una causa común con ellos (cf. Amos). La situación en los Salmos es similar. Ahora se ha comprobado que esta idea de un compromiso de Dios con la desdicha del pobre, que implica la concepción de la súplica y de la alabanza como dos caras de una misma realidad, por un lado, y la llamada de los que se lamentan ja síd im (los piadosos), sadikim (los justos), yesarim (los virtuosos), por el otro lado, va contra la teología oficial del templo en Jerusalén. Cabe du­ dar, por tanto, de que Kraus tenga razón cuando cree que los nombres dados a los lamentadores (pobres, desdichados, piadosos, justos, honrados, etc.) desig­ nan a la masa de peregrinos que se acercan al templo en las tres fiestas anuales, y no a una parte del pueblo, como creyó Anthonin Causse, siguiendo a Alfred Rahlfs20. Además, debe observarse que Kraus habla de ellos en cuanto gente que tiene problemas legales (persecución, acusación) y que carece de estatuto legal o poder (Salmos 82, 3s), «desfavorecidos», marginados, foráneos. Podríamos decir, por ello, pese a la protesta de Kraus, que constituyen una clase social. ¿Podemos ser más específicos? Quizás deberíamos buscar algo entre ambos ex­ tremos. Quienes se lamentan usan un lenguaje formulístico, que parece perte­ necer al repertorio del personal del templo (con la venia de Westermann). Pero hay que suponer, de acuerdo con la opinión de Gerstenberger y Albertz, ante­ riormente citada, que quienes hablan en las LI son tanto laicos piadosos como hombres del clero reclutados entre los estratos jerárquicos inferiores. Además, probablemente sea razonable imaginar un hiato bastante profundo entre la ide­ ología oficial del clero alto y las voces discordantes, marginales, pero vigorosa­ mente «sectarias». En todo caso, «Dios es el Dios del desamparado» es algo po­ lémico. Si no fuera así, y fuera simplemente un principio de la religión oficial, no habría enemigos entre las filas del establishment. El enunciado «Dios es el Dios del desamparado» contrasta, dije antes, con el Deuteronomio y la teología deuteronomista. Contrasta igualmente con la teología de Sión, con su insisten­ cia en el dominio de Dios sobre toda la tierra y en el reflejo de la gloria divina en el rey de la nación. Hay aquí poco margen para una lamentación que no sea comunitaria, cuando las circunstancias inducen al pueblo a implorar al Señor que intervenga en el ámbito político. Parece como si hubiera, por lo que se refiere al pobre, una reinterpretación de la teología de Sión, en el sentido de que Aquel que está en el trono de Sión, 20. Anthonin Causse, Du gro u p e etn iq u e a la com m u n a u té religieuse, Alean, París 1927; Alfred Rahlfs, 'Ani u n d Anaw in den Psalmen, Gotinga 1892.

El Elyon, no es otro que el «Dios de los desamparados» (Salmos 9, 19; 10, 17; 18, 27; 25, 9; 37, 11; 69, 32; 147, 6; 149, 4). Salmos 22, 28-29 es la expre­ sión de este clamor. El lector se sorprende allí de encontrar en medio de una ple­ garia personal la proclamación del reino universal de Dios: «Recordarán y vol­ verán hacia el Señor todos los confines de la tierra: ante él se postrarán las familias todas de las gentes. El reino es del Señor y él es el que domina en las naciones». Gran parte de esta postura, cierto, es puesta a prueba en la interpretación del versículo 27. «Los pobres comerán hasta saciarse» es a menudo entendido como si indicara que los pobres, incluyendo al que suplica, comparten litúrgi­ camente la comida sacrificial, mostrando así que no hay sectarismo en este sal­ mo. Artur Weiser, por ejemplo, piensa que el salmista promete solemnemente ofrecer a Dios un sacrificio dentro del círculo de los piadosos e invitar al pobre a comer21. De modo parecido, A. A. Anderson recuerda que las viudas, los huér­ fanos y los forasteros participan en los diezmos (Deuteronomio 14, 29; 26, 12) y en las ofrendas en las fiestas anuales (Deuteronomio 16, 1Os, 14). Se es gen­ til con ellos, de acuerdo con el principio de «comparte, porque tu ya has reci­ bido» (cf. Salmos 142, 7)22. En el trasfondo está la idea de que el oferente, el sacerdote y el altar participaron en la consumación del sacrificio. Sangre y gra­ sa para el altar, el pecho y la pierna derecha para el sacerdote, el resto para que el oferente lo coma fuera del recinto del templo (Levítico 7, 12-36). Pero la hostilidad desplegada antes en el salmo por los enemigos apunta hacia otra dirección. El pobre no sería admitido a la comida litúrgica. «Al enfer­ mo no se le permitía acudir al templo mientras no estuviera curado», recuerda Kraus. «No podemos separar la pobreza socioeconómica de la espiritual», aña­ de23. Pero ahora la voluntad de Dios es más fuerte que las prohibiciones de los hombres. El salmista exclama que «nada» en verdad «puede apartar» al pobre «del amor de Dios». Los pobres serán alimentados, y no sólo con las migajas que caen de la mesa, porque ellos quedarán saciados. En otras palabras, los enemi­ gos serán confundidos y tendrán que admitir al afligido a la mesa prohibida. Serán como Hamán, obligado a glorificar a Mardoqueo en el libro de Ester. Por esta razón, Salmos 22, 27 («Los pobres comerán...»), que inicia una conclusión probablemente añadida al salmo (v. 27-31), debe leerse, como hace Stuhlmueller, como si dijera que «otros “afligidos” proscritos son ahora invita­ dos a participar en la liturgia: forasteros, enfermos y afligidos, y hasta los que han de nacer»24. Todos se acercarán a la «mesa» y serán alimentados. Pero, ¿dón­ 21. Artur Weiser, D ie Psalm en übertsetz u n d erklürt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1959, p. 158. 22. A. A. Anderson, The N ew C entury Bible C om m entary: Psalms 1-72, B. Eerdmans, Grand Rapids, MI 1972, p. 193. 23. Kraus, T heology o ft h e Psalms, p. 53 y 95. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150. 24. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150.

de está esa «mesa»? Cierto, podría ser el altar dentro del recinto del templo, pero el salmista puede tener también en mente una mesa que esté fuera de este recin­ to y que, sin embargo, constituya el acceso al terreno sagrado defendido antes por «burgueses» como por «mastines» (v. 17). En el último caso, de nuevo nos alineamos junto con Gerstenberger y Albertz. Es raro que la oposición presente en las LI, y en Salmos 22 en particular, deba entenderse entre los pobres y sus enemigos y no entre los pobres y los ricos. Este hecho ha intrigado a los críticos. Mowinckel, por ejemplo, iguala a los pobres con las víctimas de la magia, mientras que otros ven en ellos a un partido polí­ tico. Sea como fuere, está claro que en el trasfondo hay una noción prevaleciente de justicia distributiva según la cual el justo es automáticamente feliz, porque Dios lo ha bendecido. De aquí que al enfermo se le vea como un rechazado, como un castigado. La noción es simplista, pero consistente con el realismo israe­ lita. Antes de que la bendición y la maldición sean conceptos espirituales, des­ criben situaciones de hecho. Aún más, la palabra en el antiguo Israel es mucho más performativa de lo que pueda ser en nuestros lenguajes conceptuales. Ben­ decir y maldecir, en particular, poseen un poder real de por sí. La enfermedad puede ser el resultado de una «palabra maligna». Además, los salmos nos dan a conocer una sociedad profundamente dividida en la que los sentimientos se expresan con gran intensidad. Los «enemigos» no están inactivos, maldicen, urden «asechanzas y celadas», paran trampas (Salmos 69, 23-29; 109, 6-20). Sin vergüenza alguna rechazan la pobreza del otro, con miras a proteger su propia riqueza como legítima. La pobreza ha de ser un mal merecido, para que los ricos puedan ser también una bendición merecida. Por eso vemos con frecuencia que al enemigo se le identifica con el rico, con el acaudalado. Éstos evitan tener mala conciencia rechazando toda responsabilidad por el sufrimiento ajeno y por la desdicha de los que sufren (cf. Lucas 7, 36-50). Kraus, siguiendo a Mowinc­ kel, dice que los enemigos son más que humanos, son algo mítico25. Podemos reconocer en el pumo de vista de Mowinckel y Kraus su con­ vicción fundamental con relación al marco cultural de Salmos. Las maldicio­ nes son también míticas y litúrgicas. W illy Schottroff, sin embargo, concluye de sus análisis de las maldiciones en el antiguo Israel que las maldiciones no están en modo alguno vinculadas al culto. Se las usa como medios de excluir del clan o de la tribu a los transgresores. Posteriormente, sin embargo, la conexión cultual se vuelve mucho más pronunciada26. Para entender esto, sólo necesitamos recordar qué transpiran las LP. Los enemigos de la nación están de nuevo en guerra contra Dios (por ejemplo, Sal­ 25. Kraus, T heology o fth e Psalms, p. 125s. 26. W illy Schottroff, D er a ltisraelitisch e F luchspruch, Neukirchen Verlag, NeukirchenVluyn 1969.

mos 2, 8; 18, 47; etc.). Las LP, usando una terminología estereotipada, ponen de relieve la autoridad universal de los reyes en Jerusalén y la opresión, paradó­ jica e intolerable, del pueblo de Dios. De aquí la lamentación y la petición en estos salmos. Se preguntan «¿por qué?»; y las más de las veces concluyen con un juicio divino (60, 11-12). Se preguntan «¿hasta cuándo?» (74, 10; 79, 5), para concluir reconociendo que los enemigos de la nación son azotes en la mano de Dios. Pero la hostilidad de los instrumentos de Yhwh va regularmente más allá de la medida de la ira divina. Las naciones hostiles se ponen en contra del Cre­ ador y Señor de los pueblos; pasan, de aliados de Dios, a enemigos de Yhwh (8, 3). A menudo se pide que Dios les castigue con la misma dureza con la que ellos han oprimido a Israel. La culpa pasa de Israel a los que en un principio han sido escogidos para castigar a Israel. Siguiendo el modelo de las LP, se transfiere la situación a las LI. Se trazan paralelos entre los enemigos de la nación y los adversarios del individuo; entre la culpa de ambos y el que ambos necesitan arrepentirse. Israel debe arrepen­ tirse, pero también ha de hacerlo el israelita suplicante. La queja contra el ene­ migo es la parte más desarrollada de la lamentación. Treinta y seis salmos hablan de un atentado contra la vida de quien se lamenta. A veces, el acento se pone sobre los actos preparatorios hostiles: los enemigos rodean a uno, le cercan (Sal­ mos 22, 13,14,17). Los enemigos no creen en Dios (14, 1); son poderosos y ricos, están fuera del alcance del juicio de Dios (73, 3-5, 12); no es posible opo­ nerse a ellos. Como vimos antes, la difícil situación en que se encuentra el que se lamen­ ta se agrava con el descubrimiento de una profunda brecha entre la historia per­ sonal y la colectiva. Hay un escandaloso contraste entre el «contexto amplio» y el «contexto íntimo». Estos contextos no sintonizan ente sí (Salmos 22, 3-6). Por consiguiente, los «enemigos» sienten que es justo decir: ¿Cómo podría el pobre formar parte de nosotros? Su desdicha niega la eficacia de la alianza de Dios con nosotros. Dicen: «¿dónde está tu Dios?» (42, 11; 79, 10), y el pronombre pose­ sivo en segunda persona insiste una vez más en el abismo que media entre el supuesto Dios privado del individuo y el Dios oficial de la religión oficial. Pero en las LI ha surgido un problema nuevo, no presente en las LP, a saber, una duda acerca de la validez de la alianza en lo que concierne al israelita indi­ vidual. El individuo en las LI siente preocupación por su situación dentro de la comunidad de la alianza. La cuestión es saber si los términos del acuerdo entre Dios y el pueblo son también aplicables a su caso. Pues, si es así, de acuerdo con un parte importante de los tratados del antiguo Oriente próximo, ambos socios se hallan en una relación de «parentesco». Están unidos como «hermanos», o como «padre e hijo». Esta última metáfora es especialmente importante en nues­ tro caso, por cuanto la invoca el suplicante en Salmos 22, lOs para describir el tipo de relación que percibe entre Dios y él o ella: «Tú, cierto, me sacaste del

seno maternal...» (cf. la fórmula de los tratados hititas: «como hijo [dice el sobe­ rano al vasallo] te tomo)27. Este vínculo de «sangre» une a las partes contra el ene­ migo común: «Mi enemigo es tu enemigo y mi amigo es tu amigo»28. Este con­ cepto global ilum ina la problemática de los salmos. El papel principal que desempeñan los enemigos en las LI se entiende mejor desde el punto de vista de una súplica implícita para que estos enemigos sean también enemigos de Dios, cosa que en realidad son de acuerdo con los términos del contrato entre Dios y su pueblo. Desde esta perspectiva, es crucial el énfasis que la plegaria pone en la pri­ mera persona del singular. Dios es m i Dios, no ya «nuestro» Dios o el Dios de nuestros antepasados. Y a la inversa, no es ya nuestro Dios quien se ha olvida­ do de mí, sino mi Dios, aquel en quien solía confiar y que, en cualquier cir­ cunstancia, sigue siendo mi Dios. Por esto van juntas lamentación y alabanza: «“Mi Dios” designa a la divinidad ante la cual suplica el individuo y a la que su familia o su grupo están íntimamente o hasta exclusivamente unidos. La expre­ sión indica el "Dios personal", originariamente en el culto a escala familiar en un marco ritual propio de grupos primarios»29. Aquel que dice «mi Dios» se pregunta cómo es posible vivir a un nivel colec­ tivo en una comunión de alianza con Dios, mientras que a un nivel individual uno se siente abandonado de Dios. Invocando el eje temporal, se pregunta, ¿hay alguna relación entre el pasado redimido de los antepasados y el presente irredento del individuo? ¿Aquel asombroso «libertador» suyo es también «mi» Dios? ¿Acaso mi desdicha refleja de alguna manera su bendición? A primera vista -que es el punto de vista de los enemigos- no ocurre nada de todo esto. ¿Cómo pue­ den el sufrimiento y la pérdida formar parte de la liberación y del éxito? De hecho, la solución del dilema la dan la confirmación y liberación divinas de quien sufre. Porque la situación exigía no menos que una teofanía -que queda por con­ tar (véase también Isaías 41, 8-13; 14-16; Jeremías 15, 19-21)—para que se invir­ tieran los términos de una demostración defendida por la teología oficial, per­ fectamente lógica por lo demás. Pero luego que la teofanía hace justicia al que padece, ha de ocurrir una de dos: o la teofanía convence también a los «teólogos» y estos se arrepienten, o bien se aferran a su teología en el nombre de la autoridad que les ha dado el mismo Dios que se ha mostrado a quien se lamenta. En este último caso, los teólogos oficiales persisten porfiadamente en ser los «enemigos, los mastines, los leones y 27. Véase E. F. Weidner, Boghazkoi-Studien = fase. 8-9 de M itteilungen d er vorderasiastischaegyptischen G esellschafi, Berlín 1923, n° 2, anv. 22. 28. Véase J. Nougayrol, L epalais r o y a ld ’Ugarit, Klincksieck, París 1956, vol. 4, p. 36, lOs. 29. Gerstenberger, Psalms, P artí, p. 109. Este autor indica que la palabra ’e li (mi Dios) apa­ rece sólo once veces en el Antiguo Testamento. Y añade a lo dicho: «una plegaria personal del cul­ to en pequeños grupos, que se desarrolló dentro de la sociedad israelita general» (ibídem, p. 110).

los búfalos» que persiguen a aquel que, en contraposición, es el justo y el pia­ doso. De forma significativa, en la reutilización que el Evangelio hace de Salmos 22, aquellos que desprecian y se mofan son los principales de entre los sacerdo­ tes, escribas y ancianos: Mateo 27, 39-44; Marcos 15, 29-32; Lucas 23, 35-37. Kraus ha llevado a cabo una cuidadosa investigación de la identidad de los enemigos del individuo30. Son los malvados, los sin Dios, los perseguidores. Los rasaim dicen en sus corazones: «Jamás sucumbiremos» (Salmos 10, 6). Afirman con mentiras y malicioso chismorreo que el inocente es culpable. Desean la des­ trucción del indefenso y del pobre, y ridiculizan a sus víctimas (Salmos 35). Difunden calumnias (por ejemplo, 5, 9; 27, 12; etc.). Son miembros respetables de la comunidad (4, 2 enmienda; 35, 10). La situación es de guerra (35, 1). Se les compara a bestias hambrientas (22, 12s; 17, 21-22; 35, 17; etc.). Sus vícti­ mas no pueden competir contra ellos, porque los justos son débiles (35, 10), vul­ nerables, no son nada (22, 24; 10, 2,9; etc.). Como único recurso, se «arrojan» éstos a los brazos de Yhwh. De acuerdo con el estudio de Kraus, los escenarios de las fechorías de los enemigos son dos. En primer lugar, en los tribunales, donde acusan a las vícti­ mas de no cumplir la ley. En segundo lugar, en el santuario, donde se mues­ tran como insidiosos guardianes de las instituciones de purificación para los enfermos. En realidad, consideran que la culpa es la verdadera causa de la enfer­ medad, y hay que expiar por ello31. Esto revela en verdad un aspecto perturba­ dor de la práctica de la justicia retributiva dentro de los recintos del santua­ rio32. Existen paralelos y contrastes claros entre Salmos 22 y el libro de Job. Vemos en ambos una conciencia de abandono comparable, aunque en Job hay una sor­ prendente ausencia de la alabanza. Pero no es Job, recordémoslo, israelita. No trata con un Dios al que pueda llamar Eli (Salmos 22, 2), Elohay (22, 3), o Yhwh (22, 20,24,27,28,29). La problemática es otra. Job plantea el problema del sufri­ miento injusto en general; es un problema universal. Salmos 22 no plantea el problema del sufrimiento injusto. En ningún momento clama el lamentador por su inocencia, ni llama el o la salmista mentirosos a sus acusadores. Pero en ambos lugares somos testigos de la lucha entre el que sufre y una ideología de la retri­ bución. Igual que los enemigos de Salmos 22, los «amigos» de Job están del lado de la justicia retributiva. Otra particularidad del salmo es su escenario situado en el templo, donde se juzgan los casos jurídicos difíciles (Deuteronomio 17, 813). En presencia de los enemigos (Salmos 4), el acusado describe su situación 30. Kraus, Theology o ft h e Psalms, p. 125s. 31. Véase ibídem, p. 131, 132. 32. Véase Klaus Seybold, Das G ebet des Kranken im Alten Testament, Kohlhammer, Stuttgart 1973.

como una «aflicción arquetípica del olvido de Dios... en una enfermedad mor­ tal», dice Kraus33. En todo caso, con el sufrimiento privado de un individuo, nos hallamos justo en medio de la lucha cósmica por la justicia divina. Como el o la salmista están convencidos de la victoria definitiva de Dios, termina el himno procla­ mando la victoria de Dios. Pero, antes de que el o ella puedan celebrarla, deben reconocer y asumir la presencia del mal tanto en la vida personal del suplicante como en la creación de Dios. En realidad, esto es lo que hace que el salmista se lamente, no tanto el dogma o la ideología. Cierto, muchos aspectos de la exis­ tencia y de la historia puede explicarse adecuada y decisivamente mediante la causalidad. Pero cuando llegamos a la cuestión del mal, nos vemos abocados a un dilema, porque el mal es la aporía por excelencia. Cualquier «solución defi­ nitiva» a este problema supone un crimen: el inocente es tratado como culpa­ ble, y los jueces se convierten en bestias hambrientas sedientas de sangre del pobre; ellos son los enemigos del que se lamenta. Es dudoso que podamos ir mucho más lejos en la identificación de los ene­ migos en las LI. Está claro que los que acusan y quizás juzgan a los acusados no son sus iguales. Con E. Podechard, podemos decir con confianza, no obs­ tante, que son «los que están en el poder» o bien «los oficiales»; podemos com­ parar Salmos 22, 19 con 1 Reyes 21, 15s (la historia de Nabot)34. Las leyes mesoasirias (A N E T p. 183, pár. 40) proporcionan, no obstante, una información muy incómoda. Hallamos en ellas una estipulación que arroja luz sobre Sal­ mos 22, 19. De acuerdo con ella, la ropa del condenado se da al querellante o al que arrestó al culpable35. De ser práctica corriente en Israel, se trataría para muchos de un incentivo para cercar injustamente a alguien y acusarlo de algo. Pero, en este caso, los poderosos jueces no serían los únicos «enemigos». Hay también aquellos a quienes Gerstenberger llama «vecinos», añadiendo así todavía más miseria de la que parece propia de la situación en que está el que padece (Salmos 31, 10-14; 38, 11-14; 69, 4-5; 8-13; Job 19, 13-19; 30, 1-15)36. En Sal­ mos 22, 17-19, alguien es condenado y expuesto a mofa pública (cf. Isaías 53, 3). Se le ata y es perseguido por «búfalos» (=hombres poderosos; v. 13), y por un león (= su líder; v. 14). Está a punto de perder la vida por la espada (v. 21s). Todo esto apunta, o así me lo parece, en dirección a un abismo que se vuel­ ve cada vez más profundo y que separa dos tipos de población en Israel. Estas divisiones no se originaron, como han mostrado Morton Smith y otros, como 33. Hans-Joachim Kraus, Psalmen 1-50, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1978, p. 294. 34. E. Podechard, Le Psautier: Traduction littérale et explication historique. Faculté catholique, Lyon 1949, p. 104, 107. 35. Cf. A. A. Anderson, The NCBC: Psalms, p. 191. 36. Gerstenberger, Psalms, P a rtí, p. 111.

un fenómeno del posexilio. Nada hay sorprendente en que, antes de su des­ trucción por los babilonios, hubiera en el templo de Jerusalén una tendencia pia­ dosa que no se conformara a la ideología oficial establecida. A fin de cuentas, la reiterativa insistencia de las LI sobre los poderosos enemigos que rodean al autor de la lamentación, con quienes ni siquiera sueña enfrentarse este último, manifiesta a las claras una brecha profunda entre las gentes que viven en los mis­ mos sitios y visitan idénticos tribunales y santuarios. Que estos enemigos sean comparados a perros, lobos, leones, búfalos y otros animales por el estilo, mientras que en otros géneros literarios estos animales se aplican a naciones extranjeras hostiles, muestra con cuánta seriedad hemos de tomar la odiosa y aborrecida división en dos grupos. A menos que lo hagamos así, la plegaria de intercesión por el enemigo por parte del Siervo doliente (o, más tarde, de Jesús en la cruz) no deja de ser un ejercicio retórico de autocon­ trol y magnanimidad. Pero el enemigo de los salmos está en las antípodas del h a sid (el piadoso). No pertenecen ambos, en última instancia, a la misma comu­ nidad. Una expresión de Salmos 22, como qahal rab, «la gran asamblea» (v. 26a), es quizás algo ambigua; lo es menos «los que te temen» (v. 26b); y totalmente inequívoca es la expresión «los !a n dw iim , los pobres (v. 27) o, en otros salmos, los qehaljasidim , sadikim, yessarim, ’e bionim . Los calificativos son identificadores que distinguen. En resumen, los enemigos de Salmos 22 son probablemente algo más que sólo los enemigos personales del salmista. Quizá puede haber, en la expre­ sión «la gran asamblea», un juego de palabras en el sentido de que el lamenta­ dor es consciente de pertenecer a una «gran asamblea de afligidos», distinta claro está de la Gran Asamblea de la religión oficial37. En la medida en que los «enemigos» sostienen que ellos representan la mayoría, esta pretensión es cues­ tionada. Comparten, en verdad, una ideología mayoritaria y representan la opi­ nión dominante en la «gran asamblea» en Israel. Pero el suplicante recuerda que el sufrimiento no es la suerte de unos pocos. Los privados de todo derecho cons­ tituyen también una «gran congregación». Se produce una situación semejante cuando comprobamos, con Arthur Weiser, que la cada vez mayor distancia que hay entre el «piadoso» y el «malvado» en los salmos debe explicarse desde la perspectiva de la ideología cultual38. «Humilde, pobre, etc.» son términos que proceden del vocabulario cultual en relación con la majestad divina y desde la 37. En Salmos 107, 32, por ejemplo, b iq eh al ‘a m ubem oshab zekenim designa a la comu­ nidad cultual. Cf. Salmos 35, 18; Éxodo 16, 3; Levítico 4, 13s,21; Números 10, 7; 15, 15; 17, 12; 20, 6; etc. Probablemente, en el mismo sentido, Salmos 22 habla de «mis hermanos». La expre­ sión es inusual, pero no decisiva; aparece de nuevo en plural en 69, 9 (en paralelo con «hijos de mi madre»); 122, 8 (uso general); 133, 1 («¡Cómo es bueno y delicioso el estar de los hermanos en unión!»). Para Hans-J. Kraus, los «hermanos» son simplemente compañeros de culto. 38. Weiser, D ie Psalmen übersetz u n d erklart, p. 63.

situación frecuentemente recurrente del pueblo humillado por las naciones veci­ nas, que necesita la ayuda de Dios. La extensión de este vocabulario a la esfera social dentro del mismo pueblo es por ello consecuente. Surge de la certeza de que quienes más necesitados están de ayuda han de gozar de una especial pro­ tección divina. Sin embargo, el abismo existente entre «ricos» y «pobres» no dio origen a la constitución de dos comunidades, una situación que habría sido posible si hu­ biera prevalecido el individualismo como tal. No hay en Salmos 22 ninguna pro­ testa de inocencia, pero tampoco vemos expresado ahí ningún punto de vista po­ lítico. Ni siquiera por la época de la composición del salmo observamos este tipo de oposición entre dos partidos. Sin embargo, el enemigo es un fermento que contribuye a la disolución de la comunidad. Como dice Kraus, «el sujeto no es el “individuo hebreo” (L. Kóhler), sino “el individuo en Israel”». Esto explica por qué el salmista usa un cuerpo de fórmulas en stock y acentúa así su «participación en la tradición del lenguaje de la plegaria en Israel» (Salmos 22, 3-5)39. Es posible, pues, que Rahlfs, Causse y otros que los siguen, se equivo­ quen exagerando demasiado. Sólo tras el exilio y en las circunstancias que esto supone, los hasidim/ebionim se convirtieron en un partido. No todos los salmos han de leerse como si los hubiera compuesto esta clase de gente, incluso cuan­ do emplean el término «hasidim» o cualquier otro término emparentado (con­ tra Causse). Antes de ser un partido, los hasidim fueron una clase. La definición de Kraus es inicialmente correcta: «los “pobres” son ... aquellos que gritan a Yhwh misericordia y ayuda para conseguir justicia (Salmos 9, 18; 10, 2,8-11; 18, 27; 35, 10; 74, 19)»40. Clase religiosa y económica o partido religioso y político, fue­ ron siempre la gente sin privilegios, que pedía justicia frente al establishment. Por tanto, estoy de acuerdo con Carroll Stuhlmueller, que ve en Salmos 22 un estilo de piedad emparentado con las manifestaciones no litúrgicas del sen­ timiento religioso en la primitiva historia de Israel; lo que Roland de Vaux lla­ maba el período prerreligioso de la historia israelita. Stuhlmueller supone que las lamentaciones comenzaron a recogerse «fuera de los servicios religiosos duran­ te el exilio, sin templo ni lugar sagrado»41. La sola presencia del partido verdaderamente culpable, de los arrogantes descreídos, basta para hacer de los hasidim víctimas inocentes. En resumen, no había necesidad alguna de decir con todas las palabras cuán malvados eran los adversarios o cuán inocentes eran los hasidim. «Esta concepción del pobre con­ 39. Kraus, T heology o ft h e Psalms, p. 138, 139. 40. Ibídem, p. 151. «“Pobres” son aquellos a quienes se niega justicia... que carecen de status social... Paradójicamente, la reclamación de derechos no se basa en lo que se “tiene”, sino en lo que no se tiene... Es característico de la situación humana ante Dios, que halla su expresión teo­ lógica en el Nuevo Testamento la doctrina de la justificación» (ibídem, p. 152-153). 41. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 36, 38.

tiene prácticamente una reclamación legal ante Yhwh; y fue precisamente esto lo que más tarde se convirtió en una autodenominación del piadoso ante Yhwh»42. Durante mucho tiempo ambos antagonistas carecerían de todo tipo de «pro­ grama electoral». Pero el piadoso sabía que los resa'im, «los malvados», hacían imposible la paz (salóni) y que la destruían con sólo su actitud y sus opciones fundamentales. Tras el exilio, sin embargo, los salmos, entre otras escrituras, fueron releí­ dos a la luz de las nuevas circunstancias de aquel tiempo. El vocabulario de desdicha, persecución e injusticia, por un lado, junto con el de piedad, justicia y fidelidad, por el otro lado, se reinterpretó naturalmente reflejando la nueva era de los lectores. En caso de necesidad, se producía una corrección que ponía los textos al día, como vemos en Salmos 22 en los últimos versículos del salmo. De aquí que la declaración de Kraus, acerca de que «los “pobres” no represen­ taban a un partido religioso en Israel» ( T heology o ft h e Psalms, p. 153), deba tomarse con cautela. El simple hecho de que se sienta obligado a poner cons­ tantemente la palabra «pobre» entre comillas ya es significativo. Vale la pena notar que la actitud de Jesús de denuncia y condenación se de­ bió, por lo menos en parte, a su oposición a los «pecadores», que se corresponden con los «malvados», los reía ‘im, del salterio. Se trata de la misma querella interna en tiempo de los Evangelios y en la época de las lamentaciones del piadoso en el salterio. No ha de sorprender, por tanto, que descubramos que Salmos 22 sea un texto citado con frecuencia en el Nuevo Testamento. Desempeña un papel cen­ tral en la escena de la pasión de Cristo, cuando se nos dice que Jesús pronunció, sobre la cruz, el versículo 2a. Maurice Goguel cree que la tradición es auténtica, pues nadie podía imaginar en la primitiva Iglesia que Jesús fuera abandonado de Dios43. Por ello, Salmos 22 pasa a ser una profecía seguida de su cumplimiento; en Juan 19,23s, leemos: «Así se cumplió la Escritura [Salmos 22].» De hecho, en el Evangelio, Salmos 22 era visto como una promesa cumplida por aconteci­ mientos en los que se incorporaron tres motivos del salmo: 1. La burla del que sufre (22, 7 // Marcos 15, 29 y paralelos); 2. La mofa (v. 8 // Mateo 27, 43); 3. El reparto de las vestiduras y las suertes sobre el manto (22, 19 // Mar­ cos 15, 24 y paralelos). Como destaca Harmut Gese, el Nuevo Testamento ofrece esta más antigua interpretación de la muerte de Jesús encumbrándola al más elevado grado de

42. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper & Row, Nueva York 1962, p. 400. 43. Vemos el mismo punto en Kraus: «Este grito pertenece al recuerdo imborrable de lo que ha ocurrido» ( Theology o ft h e Psalms, p. 188).

sufrimiento. El rescate de Jesús de la muerte llevado a efecto por Dios hace lle­ gar el reino de Dios. La cena del Señor trata de la todah del Resucitado»44. De forma parecida, Hebreos 2, 10-17 se refiere a Salmos 22, 23 como si fuera el texto prueba de la k enosisy la glorificación del Hijo de Dios. Pero aquí hay un elemento totalmente nuevo: Cristo dice que él vino para doxazein (glo­ rificar) a Dios y no hay duda alguna de que quiere decir que lo hizo a través de su sacrificio. Salmos 22, 23, «yo hablaré de tu nombre...» se interpreta ahora de un modo más radical como si hubiera sido dicho en la cruz. Juan 17, 1 y 26 son inequívocos al respecto; el versículo 26 dice: «Y les he revelado tu nombre...». De modo similar, Juan 21, 19: «Esto lo dijo para dar a entender de qué muerte había de glorificar a Dios». Por ello, mientras que Salmos 22 mostraba el cam­ bio de la lamentación en alabanza por la eliminación del mal y del sufrimien­ to, ahora se llega a la alabanza por medio de la muerte, en la muerte (Juan 2; 7; 12; 13; 17; y en especial Filipenses 2, 8). La Iglesia primitiva vio en el sufrimiento y la muerte de Cristo otro aspec­ to que queda esclarecido, por ejemplo, en Mateo 8, 17. Tras mostrar que Jesús curaba a todos los que estaban enfermos, el texto añade: «De modo que así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él mismo tomó nuestras flaque­ zas, y cargó con nuestras enfermedades”». Afirmar con el Nuevo Testamento que Jesús tomó sobre sí todo el sufrimiento que padecían el pueblo y los indivi­ duos en Israel significa que Cristo se identificó con todo el sufrimiento de su pueblo, soportándolo de forma vicaria. Ambos aspectos de esta interpretación deben ser tenidos en cuenta cuando los discípulos testifican que habían oído a Jesús recitar «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al citar Sal­ mos 22 en la circunstancia única de la cruz, Jesús, de acuerdo con la herme­ néutica de la Iglesia, no sólo enseñó la profunda interpretación del texto hebreo, sino que proporcionó al salmo un sentido único, decisivo y último. Es éste un ejemplo hermenéutico privilegiado de un significado añadido al texto desde el momento de su composición. Cierto, a partir de este momento inicial, el sen­ tido total del texto se encerraba ya en sus palabras, como en un joyero que habría de ser abierto tiempo después. El sujeto de la lamentación original tenía razón, a todas luces, de quejarse a Dios por sentirse abandonado. Su experiencia fue completa en sí misma porque había alcanzado el fondo del abismo. Pero el sal­ mista quiso compartir esta terrible experiencia con la comunidad entera y fue por ello también capaz de unir a toda la congregación en una sucesiva alabanza a Dios. En otros términos, la experiencia del o de la suplicante se elevó al nivel de una experiencia común universal y, por tanto, a una experiencia susceptible de ser elevada a su ultima expresión y cumplimiento. Como dice Westermann, 44. Harmut Gese, «Psalm 22 and the New Testament», en Z eitsch ríftfiir T h elogie u n d Kirche, 54 (1968) 22.

«sólo porque [el salmista] había tenido experiencia de la lejanía de Dios y del silencio de Dios pudo también experimentar su vuelta; y porque había tenido experiencia de esta vuelta, tuvo que contarla. Lo que tuvo que contar tuvo que potenciarlo aún más, pues Dios ha actuado»45. El paso gigante que universaliza la lamentación se da cuando Jesús adop­ ta las palabras de Salmos 22 para describir el acontecimiento del Calvario. Con Jesús crucificado, está kerygmáticamente claro que, desde el comienzo de su his­ toria, Israel ha sido un pueblo crucificado y que las palabras del que se lamenta reflejaban realmente la identidad profunda de toda la comunidad. Además, se aclara también que este sufrimiento posterior no ha sido en bal­ de, que no ha quedado «marginado» como una simple dimensión del ser de Israel, vuelto relativo por otras dimensiones más «aceptables». El sufrimiento vicario de Israel no ha sido en vano. En el sufrimiento de Cristo, el sufrimiento de Israel recibe su marca registrada, marca que a lo largo del tiempo esperó con con­ fianza y seguridad. Como dice la carta a los Hebreos: «De aquí que [Jesús] tuvie­ ra que ser asemejado en todo a sus hermanos, para llegar a ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en las relaciones con Dios, a fin de expiar los pecados del mundo. Porque en la medida en que él mismo ha sufrido la prueba, puede ayudar a los que ahora son probados» (2, 17-18). Así es cómo el sufrimiento de Israel se convierte en paradigma del sufri­ miento humano46. Salmos 22 mismo amplía la perspectiva individual y nacio­ nal en universal al añadir los versículos 27-31: «Ante él se postrarán las fami­ lias todas de las gentes... Sólo a él han de adorar los que duermen en la tierra ... los que bajan al polvo... Del Señor se hablará a futuras generaciones, y se pro­ clamará su liberación a un pueblo aún no nacido, diciendo lo que ha hecho por él» (NRSV). La invitación a los muertos a alabar a Dios se relaciona claramente con la penosa situación inicial del salmista, que éste ha descrito como no mejor en absoluto que la muerte misma. De modo parecido, la segunda parte del enun­ ciado, la que incluye a aquellos que todavía no han nacido, alude a la evocación anterior que el salmista hace de su nacimiento, incluso de su estado embriona­ rio, cuando Dios era ya su Dios (v. 11)47. La inclusión de los muertos en el coro de los que alaban a Dios no es necesariamente una metáfora, pues la «com­ 45. Westermann, The L ivingPsalms, p. 91. 46. La situación en que se encuentra Jesús pasa a ser paradigma de las penas del suplican­ te que se lamenta; y su experiencia de agonía personal, de desamparo de Dios, y las mofas y ata­ ques de diverso tipo de los enemigos y de los malvados nos proporcionan el ejemplo cardinal de cómo las dimensiones de la lamentación expresan la arealidad de la experiencia humana (Miller, In terpretin g the Psalms, p. 63). 47. De este modo, está claro que para la antropología bíblica, la alabanza de Dios comien­ za antes del nacimiento y dura hasta más allá de la muerte. La existencia humana tiene de por sí una preshistoria y una historia posterior.

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paración» del enfermo con el muerto es más que una comparación (más que una «exageración oriental»). En la literatura del antiguo Oriente próximo, es sim­ plemente realismo. Pero no hay consenso sobre la interpretación de la declaración del salmis­ ta. Para W. O. R. Oesterley, los muertos celebrarán a Dios en el Seol4í, mien­ tras que, para E. J. Kissane, los muertos lo celebran en la persona de sus des­ cendientes49. A. A. Anderson piensa en aquellos que estaban cerca de la muerte, como en Salmos 30, 3, de modo que el versículo significaría aquí «hasta aque­ llos que están a punto de dormirse en el S eolle. rendirán homenaje, y todos aquellos que están a punto de convertirse en polvo (del mundo subterráneo) inclinarán su rodilla ante él»50. Sea como fuere, Weiser está en lo cierto cuando habla aquí del «cumplimiento escatológico del reino de Dios»51. Gerstenberger incluso va más allá: «La última parte (v. 28-32) es de naturaleza escatológica, si no incluso apocalítptica». Estos versículos, añade, «presuponen ... la vida y la teología del posexilio tardío»52. La ausencia de rencor pertenece a la escatologización del salmista. En contraste con los salmos 2, 3, 5, 6, 7, 9, 10 y muchos otros, no hay aquí exi­ gencia alguna de venganza. Al contrario, Weiser llama la atención sobre el ca­ rácter inclusivo de una expresión usada por el salmo en la parte de acción de gracias, como es el caso de «linaje de Israel» (v. 24). En él se incluye también a los «enemigos»53. Es la primera vez que el enemigo se incluye en la súplica del mediador (cf. Isaías 53, 12). «Ésta es», dice Westermann, «la más clara cone­ xión que podemos ver entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los relatos evangélicos del sufrimiento y muerte de Jesús siguen punto por punto los Can­ tos del Siervo. En unos y otros el sufrimiento es vicario; en todos ellos quien sufre es confirmado por Dios en y a través de la muerte; en ellos él intercede por los enemigos; y, en todos ellos, hay una comunidad que cree que sufri­ miento y muerte fueron por ella»54. 48. W. O. E. Oesterley, The Psalms Translated with Text-CriticalandExegeticalNotes, 2 vols., SPCK, Londres 1939, vol. 1, p. 181. 49. EdwardJ. Kissane, The Book o f Psalms, Newman Press, Westminster, MD 1953-1954, vol. 1, p. 102. 50. Anderson, The NCBC: Psalms, p. 194. 51. Weiser, Die Psalmen übersetz underklart, p. 152. 52. Gersteberger, Psalms, Part I, p. 112. Esta opinión la comparte Westermann. Referente a todos aquellos «que duermen en la tierra», dice que «sólo en los apocalipsis hallamos expresio­ nes como ésta» (TheLivingPsalms, p. 90). 53. Weiser, Die Psalmen übersetz und erklart, p. 152. De modo similar, tenemos la «estir­ pe de Jacob/Israel» (v. 24), que llega por lo menos hasta Jeremías. Es verdad que Anderson pue­ de tener razón al situar esta expresión en paralelo con «vosotros, los que teméis al Señor» y, por ello, cree que se refiere «al verdadero Israel y no a toda la unidad étnica» (p. 192). 54. Westermann, The Living Psalms, p. 278.

Este doble «carácter insólito»55del salmo lo abre al empleo escatológico que de él hace Jesús. Los versículos 28-32 son exactamente la contrapartida de los versículos 2-3. Encontramos en este salmo la lamentación, la alabanza, la afir­ mación de que la desdicha se conjuga con la relación de alianza con Dios, y la reivindicación/glorificación de una aserción de este tipo para cualquier aspecto de la vida humana, desde antes del nacimiento (v. 11) hasta después de la muer­ te (v. 32), así como para cualquier otro aspecto de la repuesta humana a Dios. De aquí que, en su complejidad, Salmos 22 no es sólo una LI (con una clara dependencia de las LP) y un himno de acción de gracias en su segunda parte, sino que es también un salmo regio que celebra el reino universal de Dios56. Como dice el versículo 28, círculos cada vez más amplios de gente le alabarán por todos los confines de la tierra; hasta los que mueren y los ya muertos, inclui­ dos los todavía no nacidos (v. 31; cf. Salmos 117)57. El tema de todas las naciones reconociendo el reino de Dios y ensalzándole pertenece al más amplio contexto de la doctrina de la creación divina. Es inte­ resante observar que Salmos 22 alude por lo menos dos veces a Dios como cre­ ador. Es el Dios creador que es también redentor/salvador. Aquí hay otro signo de la influencia del Déutero-Isaías sobre Salmos 22. Este teología hace que el sal­ mista se atreva a dar el salto de su restauración personal a los significados cós­ micos de esta redención (v. 28s), como vimos anteriormente. Volvemos sobre ello en estas observaciones finales sobre el Salmos 22 para destacar otra cuestión. Salmos 22 es una plegaria del comienzo al fin. Hay algo engañoso en ima­ ginar que el salmista oyó un oráculo reconfortante en medio de su petición. Qui­ zás Begrich y Gunkel tengan razón al creer que hubo una intervención de este tipo, pero no hay nada ex opere operato en una respuesta tan de tipo sacerdotal o profético a la súplica. Si hay un cambio de tono entre la primera parte y la última del salmo, como ciertamente la hay, esta transformación permanece den­ tro de los límites de la súplica. Aquí, a mi entender, está el límite de la división de Westermann entre súplica y alabanza. La alabanza sigue siendo súplica has­ ta el final. Siguiendo el modelo de las LP, en las que se usa el motivo de la vic­ toria divina sobre el caos para implorar a Yhwh que sea tan poderoso con los enemigos actuales de Israel como lo fue al comienzo con los antepasados y con las generaciones pasadas, también en las LI se pide a Dios que se muestre como 55. El término [extravagance] lo usa en este contexto E D. Miller, In terpretin g the Psalms, p. 107. 56. Westermann dice que el v. 38 es «una clara reminiscencia de salmos que celebran el gobierno real de Dios, Salmos 93; 95-99 ( The L iving Psalms, p. 90). Siguiendo idéntica pauta, Bentzen y Eaton han argumentando que Salmos 22 es un salmo real con una humillación y res­ tauración simbólicas del rey. Véase Aage Bentzen, K ingandM essiah, Allenson, Naperville, IL 1955; John H. Eaton, K ingship a n d the Psalms, SCM Press, Londres 1976. 57. Cf. de Ugarit: «Sí, a aquel ante quien se inclinan todos los que duermen en la tierra».

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redentor que es y mostró ser en el pasado (Salmos 22, 5-6). «¡Me has respondi­ do!» (v. 22c) es una verdad profunda y decisiva, pero sólo para quien cree. Es un acto de fe, un voto de confianza en Dios, por así decir, un presente de indicati­ vo proléptico. Antes de que ocurra de hecho y en la historia, ya es litúrgica y espiritualmente verdadero58. Ya; pero todavía no: toda la fe «cristiana» está ple­ namente presente en Salmos 22. Debido a la ausencia de hiato entre ambos polos, el salmo lo recita Cristo en la cruz como si fuera verdaderamente la primera vez.

58. «No podemos exagerar, por tanto, la yuxtaposición no mediada, en la Biblia hebrea, de la afirmación litúrgica e hímnica de la omnipotencia de Dios con la confesión de la persistencia del mal, una confesión también ella elevada al plano lírico de la lamentación. Situar la total sobe­ ranía de Dios al final de los tiempos no hace sino subrayar la disonancia existente entre la pro­ clamación de la omnipotencia y la confesión del «terror de la historia»; Paul Ricoeur, «Fides Quaerens Intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filosofía, 68 (1990) 38.

LA LAMENTACIÓN COMO PLEGARIA PAUL RICOEUR

Pocos textos hay cuya trayectoria posterior haya tenido tanto efecto sobre su sentido original como es el caso del Salmo 22. El uso de este versículo por el Crucificado, según narran los evangelistas Marcos y Lucas, y la incorporación de todo el salterio en las liturgias de la sinagoga y de los templos cristianos de diferentes confesiones -para no hablar de su uso en el ámbito de la piedad domés­ tica o personal—testifica el sorprendente poder de reactualización de estos poe­ mas que proceden de la piedad hebrea. El estilo absolutamente particular de esta actualización no hace sino llamar nuestra atención por el aspecto de la estructura lingüística que permitió a los sal­ mos en general, y al salmo que hemos escogido en particular, perpetuarse con un extraordinario vigor. Por lo que se refiere al «gran grito» de Jesús en la cruz, es digno de ser notado que no se reduce a la «cita» de un solo versículo, como sucede en muchos otros casos en que el Nuevo Testamento toma textos de la Biblia hebrea, en especial para mostrar que las antiguas Escrituras se «cumplie­ ron» en el acontecimiento de Cristo. No se trata de una conexión hecha por el narrador, sino más bien de una nueva actualización de las mismas palabras, hecha por el personaje central de los relatos de la Pasión. Jesús agonizante envuelve su sufrimiento con las palabras del salmo, que él reviste, por así decir, desde den­ tro. El uso litúrgico del Salterio a lo largo de milenios no elude las reglas de la «citación». Descansa sobre la repetición del mismo tipo de actos lenguaje en una práctica análoga al culto comunitario o privado, que encuentra su expresión ori­ ginal en las plegarias de los salmos. Por consiguiente, es el modo del todo original de esta perpetuación actualizadora lo que nos invita a buscar en la composición poética del salmo una de las condiciones de su reactualización en plegaria posterior. Los salmos son ante todo poemas que elevan al rango de habla y de escri­ tura y, finalmente, de texto momentos fundamentales de la experiencia religio­ sa. Debemos partir, por tanto, del vínculo original que une experiencia y len­ guaje. Podemos, ciertamente, hablar de experiencia religiosa para caracterizar actitudes ante lo divino tan distintas como son un sentimiento de dependencia

absoluta, la experiencia de una confianza sin límites, la preocupación por el destino último y la conciencia de pertenecer a una economía del don que pre­ cede a todo movimiento humano de caridad. Con todo, estos sentimientos se­ rían informes si no se articularan mediante el lenguaje. Y en este sentido, la ple­ garia es el más primitivo y original acto de lenguaje que da forma a la experiencia religiosa. Si, con William James, distinguimos entre diversas «varie­ dades de la experiencia religiosa», diremos que son las distintas formas de ple­ garia lo que, en cada caso, las reviste de la carne de las palabras. La plegaria de la lamentación será, me atrevo a decir, una forma privilegiada de plegaria. Has­ ta podemos correr el riego de decir que, si hay una manera de expresar la expe­ riencia religiosa más allá de toda teología y de toda especulación, ésta es me­ diante la plegaria. Es verdad que la Biblia reconoce otras maneras de «nombrar a Dios». Las Escrituras hebreas se dividen en la Torá, los profetas y otros escritos. Si, dentro de la Torá, distinguimos entre relatos y leyes, ninguno de estos escritos, como tal, consiste en dirigirse a Dios, que es lo que la plegaria hace. Dios es el gran «actante», cuyas proezas cuenta el relato. Dios es también el legislador que hace saber a los seres humanos en primera persona lo que la ley aplica a la segunda persona: «No matarás». Los profetas hablan en primera persona en el nombre de otro que, por boca de ellos, habla también en primera persona y el cual se dirige a los seres humanos interpelados en segunda persona, como hace la ley. Y por lo que se refiere a los escritos sapienciales, el núcleo de lo que constituye el grupo de los «otros escritos», hablan más bien de Dios que a Dios, aun cuando a veces dan a la sabiduría la autoridad de la palabra de Dios o a las preguntas del sabio la forma de una oración dirigida a Dios. En este aspecto, veremos lue­ go que el ¿por qué? de los salmos de lamentación es contiguo al ¿por qué? que la sabiduría dirige a Dios. Pero veremos también la frontera que separa un porqué lanzado entre los límites de la plegaria de un porqué que se libera de este marco y entra en el campo de gravitación de la especulación que gira en torno a Dios. En la medida en que la pregunta permanece incluida dentro de los límites de una súplica a Dios, mantiene un aspecto más «existencial» que especulativo o, podríamos decir, continúa surgiendo de la práctica del culto, sea éste público o privado. Por tanto, si queremos distinguir la plegaria de otras formas en que se «nom­ bra» a Dios en la Biblia, diremos que aquélla se lleva a cabo a través de un acto de habla, que consiste en un sujeto que ora que dice «yo», dirigiendo la palabra a Dios en cuanto supremo «tú». En este sentido, aunque la plegaria sola no distingue el monoteísmo del politeísmo, sí que ocurre únicamente en una reli­ gión en la que el Dios, a quien va dirigida, es reconocido, si no en cuanto per­ sona, por lo menos como no menor que una persona. En la Biblia hebrea, y lue­ go para los escritores del Nuevo Testamento, la plegaria va dirigida a quien,

incluso antes de que el creyente se le dirija, ha declarado al creyente: «Oye, Israel, el Señor nuestro Dios es sólo Yhwh». Es momento de situar el género de la plegaria de la lamentación dentro de una tipología general de la plegaria hebrea. Igual que André LaCocque, adop­ taré también yo, sin preocuparme demasiado por sus límites, la clasificación de los salmos establecida por Hermann Gunkel, y asumida y depurada por Claus Westermann y Hans-Joachim Kraus1. Se fundamenta, como es sabido, en la opo­ sición polar entre lamentación y alabanza y continúa con la distinción entre lamentación individual y lamentación del pueblo (lamentación colectiva). De este modo, Salmos 22 encuentra su sitio entre los salmos de lamentación. Esta clasificación constituye una guía útil para orientarnos dentro de la tipología de las formas (G attungen) de los salmos. Sin embargo, lo que a mi entender es más importante no está en la clasificación, sino en el carácter perturbador, para­ dójico y casi escandaloso de la plegaria de lamentación. O, para decirlo mejor, de la «lamentación como plegaria», asumiendo el adecuado título de un libro de Ottmar Fuchs, D ie K lage ais G ebet1. Si queremos respetar el llamativo carácter 1. La obra de Hermann Gunkel, E in leitu n gin d ie Psalmen (1933), supone un importante paso en la exégesis de los salmos. Las divisiones que propone este autor se fundan en (1) el vínculo con una ocasión de devoción específica, principalmente el culto; (2) el tipo de pensamientos y sen­ timientos expresados; y (3) la estructura verbal. Claus Westermann adopta la tipología de Gunkel y la depura ulteriormente en Lob u n d K lage in den Psalmen (Vandenhoeck & Ruprecht, 1977). Superpone a la tipología de Gunkel algo así como una especie de estructura transversal que consiste en una tríada: tú (Dios)-yo (el que ora)-el Otro (los enemigos en el caso de la lamentación y la con­ gregación de «pobres» y «piadosos» en el caso del salmo de alabanza). Considerando los salmos de lamentación desde un punto de vista diacrónico, Westermann insiste en la represión de la lamenta­ ción en provecho de la súplica y la penitencia bajo la influencia de la ideología de los profetas, y par­ ticularmente de la del deuteronomista. Esta desaparición posterior propicia la aparición de otra trí­ ada, del tipo de la que podemos observar en S alm os 22, entre lamentación {Klage), súplica (Bitte) y promesa de alabanza (Lobegelübde). Hans-Joachim Kraus, (Psalmen 1-50, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1978) relativiza también las distinciones de Gunkel. Por ejemplo, a la pregunta, ¿quién se lamenta?, tenemos que replicar que, dentro del ámbito de cultura a que pertenecían los es­ critores bíblicos, nunca se considera al individuo aisladamente. De aquí que, incluso los «enemi­ gos» del individuo son pese a todo miembros, esto es, grupos de individuos dentro de la comuni­ dad. Ante todo, la lamentación es casi siempre sólo uno de los dos focos de un salmo globalmente considerado; la alabanza constituye el otro foco principal. Por último, la reflexión crítica siempre insiste en que el tema y la forma han de ser tenidos en cuenta j untos y a la vez. 2. Debo a Ottmar Fuchs (D ie K lage ais Gebet. Eine theologische B esinnung am B eispiel des Psalms 22, Kosel Verlag, Múnich 1982), -io sólo el título de este capítulo, sino también la aten­ ción que dedico por mi parte a los aspectos estructurales del poema. Fuchs vincula expresamen­ te estas características a lo que él llama la «textualización» ( Vertextung) de los sentimientos que se expresan. A su vez, estas características son responsables de la capacidad que pueda tener la forma verbal de ser reactualizada en la plegaria contemporánea judía y cristiana -¡incluso después de Auschwitz! Esta conexión entre el carácter casi in tem pora l del modelo y la capacidad generativa que el poema desarrolla en la práctica de la plegaria constituye la tesis principal que Fuchs propone sobre una teología renovada de la práctica de la plegaria.

de este título, no resulta indiferente la terminología que vayamos a emplear. La traducción del alemán K lage por lam entation en francés y por lam entación en castellano no capta la provocadora cercanía en alemán entre Klage (lamentación) y Anklage (acusación). De hecho, pronto deberemos hacer frente al enigma de una lamentación que sigue siendo, para todos los que se acogen a ella, una invo­ cación, pero que da una forma interrogativa a su lamentación, que se atreve a hablar del sufrimiento como de un «estar desamparado por Dios», y que llega, pese a todo, con hechuras de poema a las cimas de la alabanza, gracias a un cam­ bio completo no menos enigmático que el momento inaugural de la lamenta­ ción misma. Hablamos de una vía «con hechuras de poema». De hecho, es la forma de poema lo que debemos interrogar para identificar las características lingüísticas y escripturísticas que hicieron posible que el Salterio, como un todo, y Salmos 22 en particular, pudieran ser «reescritos» y, como dije anteriormente, «reactualizados» en nuevos contextos.

Est r u c t u r a

y se n t id o

Hay que hacer un comentario metodológico antes de iniciar nuestra inves­ tigación. Debido a su carácter estructural, esta investigación parece orientarse en una dirección opuesta a la del método histórico-crítico, base del planteamiento hecho por André LaCocque. En vez de poner el acento en el Sitz im Leben de los salmos dentro del culto o entre otras prácticas concretas, el análisis literario va en busca de una constante suprahistórica, susceptible de ser aislada de las con­ diciones históricas de su primera aparición y de ser reinstalada en nuevos contextos vitales3. Sin negar esta diferencia en la orientación, quisiera destacar ya el carácter complementario de ambos planteamientos metodológicos. En realidad, sólo el conocimiento de las circunstancias en que se produjo y compuso un texto nos permite, por comparación y contraste, identificar los rasgos susceptibles de con­ tribuir a lo que podemos denominar la descontextualización del mensaje y su recontextualización en un marco distinto del marco original. Todas estas características, como veremos, tienen que ver con el status textual que adquirió el salmo. Dicho con mayor precisión, sólo en calidad de poema escrito, el salmo, considerado en términos de su estado final de redac­

3. André LaCocque resume la discusión abierta por Gunkel sobre la localización de los sal­ mos de lamentación individual en el ámbito del culto y se refiere también a la cuestión de su fecha. Aborda, además, los problemas de identificación de los protagonistas al preguntarse quiénes eran los «enemigos» y los «pobres».

ción y de su marco canónico, ha podido llegar hasta nosotros en la condición de poder ser insertado, también hoy, en nuestra práctica de la oración. Este rasgo general de textualización poética conlleva un sentido especial en el caso de obras literarias, como los salmos, que expresan sentimientos, sobre todo si esos senti­ mientos hacen referencia al sufrimiento, a la angustia y al desamparo, como es el caso de los salmos de lamentación. En primer lugar, el lenguaje tuvo que dar expresión articulada a lo que podría haber sido sólo gritos, lágrimas y suspiros. Luego, la escritura —la escritura compuesta según los cánones de la poética hebreatuvo que elevar este discurso al rango de un texto que fuera capaz de ser memorizado, recitado y cantado4. En este sentido, no caen lejanos los tiempos en que, por razones de gusto romántico, se ensalzó la expresión espontánea de un alma religiosa en los salmos. Lo sorprendente, sin embargo, es que la composición poética hubiera intentado fijar y preservar esa espontaneidad emocional, y que lo hiciera ejemplarmente y de un modo comunicable, «fuera de su propio con­ texto». Necesitamos conocer los procedimientos responsables de esta poetización de la lamentación a fin de hacerlos más explícitos. El primero de ellos se presenta en el plano del léxico, en la elección de términos empleados para hablar de sufri­ miento. Consiste en una eliminación concertada de las marcas individualizadoras del sufrimiento que se expresa. Es difícil ser preciso si el que padece está enfer­ mo, se encuentra cercano a la muerte, o ignora quién es exactamente el que le persigue. Es proeza del lenguaje poético conservar suficientes indicaciones concretas para mantener la lamentación en el horizonte de una experiencia indi­ vidual y, gracias a una calculada indeterminación, elevar la expresión de sufri­ miento al rango de paradigma. Este efecto estilístico corrobora la opinión de muchos exegetas para quienes los poemas que leemos sirven como formularios disponibles en un ámbito cultual para expresar lamentaciones individuales de distinto tipo. Esta interacción entre singularización y generalización afecta a la personalidad de quien hace la plegaria tanto como su sufrimiento. Palabras como «yo», «mi», «tú» y «tuyos» pierden su función deíctica, consistente en designar a un individuo particular. En este sentido, uno de los efectos más extremos del estilo poético es transformar el «yo» en un lugar vacío, susceptible de ser ocu­ pado en cada caso distinto por un lector o un oyente distinto que, siguiendo al 4. Kraus destaca la tensión existente entre el carácter concreto de la situación de angustia y el efecto de ritualización verbal producido por la expresión poética. Aunque las acusaciones y los pensamientos que afligen al suplicante presentan una cierta definición, es difícil identificar a los individuos y grupos designados como «enemigos». En este sentido, todas las posibilidades desig­ nadas son lugares vacíos susceptibles de ser llenados por varias clases de individuos o grupos. Pare­ cida atención a la función lingüística puede verse en John S. Kselman, «Why Have You Abandoned Me? A Rethorical Study of Psalm 22», en Art a n d M ea n in g in B iblical Literature, ed. por David J. A. Clines, David M. Gunn y Alan J. Hauser, JSOT Press, Scheffield 1982, p. 172-198.

poeta, pueda decir: «Dios mío, Dios mío» (véanse los comentarios de André LaCocque sobre este posesivo, antes, en p. 209-210). Ésta es la razón de que, digamos de pasada, tantas discusiones referentes a la personalidad de quién eleva la plegaria, en particular las provocadas por la Escuela Escandinava y por los defensores de la teoría de la ideología regia, pierdan su relevancia con sólo atender al proceso de poetización que afecta a la posición del sujeto del sufri­ miento. Es momento ahora de volver a nuestro comentario inicial sobre el méto­ do. En la medida en que el método histórico-crítico permita a veces que iden­ tifiquemos el status del supuesto emisor de la lamentación, puede el análisis textual dar cuenta, a su vez, del hiato poético que confiere una especie de ejemplaridad al sufrimiento del suplicante5. En el caso de Salmos 22, esta poetización de las expresiones de sufrimien­ to toma un giro extraordinario, que es el origen de toda la problemática teoló­ gica del salmo de lamentación. Pasando de la singularidad a la ejemplaridad, el sufrimiento alcanza su máxima radicalización con la expresión «desamparado por Dios». Los exegetas hablan, por lo que a esto se refiere, de U rleiden des Gottesverlassenheit [el sufrimiento del desamparo de Dios]6. No hay ninguna des­ cripción clínica de este sufrimiento sin comparación posible, que André LaCoc­ que define como privación de salom. Esta dimensión del sufrimiento se revela sólo al suplicante que pone su desgracia ante Dios. Para él, sufrir ante Dios es sufrir por la propia mano de Dios, es considerarse como la víctima que Dios ha sacrificado. Uno de los procedimientos literarios puestos al servicio de esta universalización y radicalización consiste en el recurso a metáforas que, de algún modo, eliminan la singularidad del sufrimiento incluso cuando adoptan un giro paroxístico. Inspirándose sobre todo en el bestiario de la ferocidad, el poeta evo­ ca directamente la virulencia espiritual del sufrimiento primordial, el de haber sido abandonado de Dios. Lo mismo puede decirse de la expresión «pobres» del versículo 25, cuyas raíces históricas y cuya carga simbólica expone André LaCoc­ que. Figura en oposición al tema del «enemigo», que plantea un problema para­ lelo de identificación y generalización7. Con todo, queda la cuestión de que la metaforización opera en dirección opuesta a la búsqueda de identidad legítima­ mente emprendida por el exegeta crítico. 5. Pese a que Kraus recalca el Scharfe Profile de la persona que sufre en Salmos 22, pone el acento en el aspecto «arquetípico» de la aflicción que él llama Urleiden {Psalmen 1-50, p. 324). 6. No es generalidad, dice Kraus, sino radicalidad del sufrimiento lo que significa el tema del «desamparado de Dios». Incluso pone su comentario sobre el Salmo 22 bajo el título de: «Aus der Gottesverlassenheit erretet» [salvado del abandono de Dios] (Psalmen 1-50, p. 320). Fuchs, por su parte, propone la expresión «Urleiden der Gottesverlassenheit» [el sufrimiento primordial del abandono de Dios], 7. LaCocque habla largo y tendido del estudio que Hans-J. Kraus dedica a la identificación de los enemigos del individuo en cuestión y propone su propia solución al problema.

El segundo procedimiento poético tiene que ver con la composición del poema. Tiene que ver, más que el anterior, con la textualización del salmo. La exégesis crítica ha destacado a menudo que el salmo propone en su redacción final —y quizás en sus formas literarias más antiguas—el enigma de un aparen­ temente súbito e injustificado cambio de la lamentación que pasa a ser alaban­ za. Es ésta justamente la transformación que debemos trasponer aún más del pla­ no estructural al espiritual, esto es, al teológico. El momento exacto del cambio lo sitúan de forma muy distintas los diversos autores. André LaCocque apunta a su anticipación en la «cláusula adversativa» (el «pero» del versículo 3), que se reitera en el versículo 20. Quienes traducen el versículo 23b como «has escu­ chado mi lamentación» lo localizan precisamente a este nivel8. Algunos lo ven en la marca de un «oráculo de salvación», eventualmente pronunciado por un sacerdote o un personaje profético en la forma: «No temas...Yo estoy contigo»9. La discusión que surge de esta explicación encuentra perfecto acomodo en una investigación de tipo histórico-crítico. Pero pierde su importancia en un análi­ sis literario que sólo tiene en cuenta aquellos rasgos que pueden localizarse en el texto mismo y que, por tanto, ignoran el acontecimiento extratextual, incluso aquel que puede haber ocurrido por una palabra oracular pronunciada en algún escenario cultual. Con todo, ambos planteamientos concuerdan una vez más, si tomamos la ausencia de una sentencia oracular de este tipo como rasgo de la textualidad. Esta ausencia puede luego incluirse entre los procedimientos que «desingularizan» la expresión del sufrimiento descrita anteriormente. Igual como el «yo» poético está abierto a cualquiera que se diga «yo», el cambio intratextual se ofrece a cualquier suplicante invitado a transitar por la senda que va de la lamen­ tación a la alabanza. De este modo, el cambio poético indicado también se vuel­ ve paradigmático. De aquí que la tarea del análisis literario sea mostrar por medio de qué artificios ha llegado a construirse en y a través del texto. Si hacemos esto, vemos que toda la dinámica del texto ha de ser vista desde un punto de vista más o menos dramatúrgico. Como todo exegeta ha observado10, este cambio radical está de alguna mane­ ra anticipado en la formulación paradójica de la lamentación. Por un lado, la

8. Para el versículo 21b, Kraus adopta la traducción: «Tú me has oído» y no «mi [pobre] alma» (como en la Biblia de Jerusalén). O. Fuchs ve también en el versículo 22b, que traduce como Du has m ir erhort [tú me has oído], el núcleo del drama ejemplar que estructura Salmos 22. El clí­ max de la lamentación y el sello calificativo indicativo de una confianza nuevamente ganada coin­ ciden en este punto. 9. Véase Joachim Berich, «Das priesterlische Heilsorakel», en Z eitsch riftfü r alttestam entlich e Wissenschaft, 52 6(1934) 81-92. 10. Hans-J. Kraus insiste de un modo especial en la paradoja de una lamentación que es también una invocación. Debido precisamente a esta paradoja puede el Crucificado, dice, «reves­ tirse con las palabras de los Salmos».

lamentación se acerca mucho a una acusación; por el otro lado, se mantiene den­ tro de los límites de la invocación y de la plegaria, en la medida en que se diri­ ge Dios. La paradoja se agudiza por lo que podemos llamar la «actitud de pre­ guntar». Preguntando «¿por qué?» el Urleiden de sentirse «desamparado de Dios» se dirige a Dios. Luego viene el papel desempeñado, en el plano de la construcción poéti­ ca, por los dos episodios de conmemoración. En primer lugar, hay el recuerdo de los actos de salvación que procede de la tradición (v. 4-6), luego viene la evo­ cación nostálgica de la solicitud materna, cuando tiempo ha el suplicante se sen­ tía «en los brazos de Dios» (v. 10-12). Hay, en otras palabras, una doble asimi­ lación de la salvación personal y de la histórica a la idea de un acto de creación: ¡la creación de un pueblo, la creación del individuo abatido! Esta doble con­ memoración produce dos efectos contrarios. Por un lado, por un efecto de contras­ te, el sufrimiento actual parece ser aún más intolerable. Éste es el efecto predo­ minante. Pero, por otro lado, no ha de ser en vano que deba evocarse un pasado tan distante, tiempo en que todavía no se había conseguido confiar en Dios. Por­ que de este modo sugiere que una confianza ganada de nuevo debe en última instancia anclarse en el recuerdo de lo inmemorial. Sin duda alguna, por esto observa André LaCocque que «la lamentación pertenece a la liturgia, es decir, tanto a esta historia reducida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasa­ do, ... como a su prolepsis, su anticipación del futuro». Tenemos que tomar en cuenta también el punto de unión que la súplica (Bitte, petición) propiamente hablando desempeña entre la lamentación y la ala­ banza11. Westermann enfatiza con fuerza la estructura triádica: lamentaciónsúplica-alabanza. Según este autor, esta triple estructura padece una profunda alteración en los últimos salmos, hasta el punto de que la lamentación, consi­ derada como fuera de lugar en una teología en la que se pone el acento en la penitencia, tiende a quedar reabsorbida en la súplica. El papel mediador de la súplica descansa por ello en el hecho de que, bajo la forma de «súplica negativa» («no te alejes de mí»), prolonga todavía la lamentación, mientras que la fuerza de la invocación, subyacente en la súplica, la mantiene en la perspectiva de refundar la confianza en Dios. Por último, ¿debemos dar importancia a las sutilezas léxicas y gramaticales con las que el poeta expresa la alabanza en la última parte del salmo? El momen­ to de la alabanza se introduce como una «promesa de alabanza» (Lobegelübde). 11. Cf. antes, nota 1 sobre el énfasis puesto por W estermann en esta distinción. Este autor destaca también, como contrapunto, la prolongación de la lamentación en la «súplica nega­ tiva»: «Pero tú, o YHWH, no te alejes de mí». Fuchs intenta con sumo cuidado preservar la dife­ rencia de significado entre lamentación y súplica y asume como establecida la tesis de Wester­ mann, según el cual la reabsorción de la lamentación en súplica es una característica de los últimos salmos, en los que se repudia la audacia de la lamentación/acusación.

Además, el poeta se aprovecha de la conexión instituida entre el futuro de la intención y el presente imperativo dirigido hacia sí mismo y hacia la comuni­ dad refundada. En suma, podemos afirmar que, mediante su arte de componer, el poeta ha conseguido tanto salvaguardar la sorpresa del cambio de la lamentación en alabanza como en construir esta última como un efecto de la progresión gene­ ral del poema. Por último, no debemos hablar tanto de una tensión entre lamen­ tación y alabanza como de una mutua imbricación. La alabanza ya se anuncia en la invocación inicial, y la lamentación se mantiene, sin quedar suprimida, en la alabanza final. En este sentido, podemos decir, con André LaCocque, que la transmutación en alabanza permanece dentro de los límites de la lamentación. «Aquí», añade, «está el límite de la división propuesta por Westermann entre lamentación y alabanza. La alabanza sigue siendo lamentación hasta el final»12. Sin embargo, falta todavía algo importante en nuestro análisis de la estruc­ tura literaria del poema, a saber, tomar en consideración la misma polaridad sobre la que se construye el poema y el dinamismo que esta polaridad impone en su composición. Esta polaridad conlleva un cierto carácter de violencia, pro­ cedente del contraste extremo que el poema establece entre las expresiones de emociones igualmente extremas. «La vida», observa André LaCocque, «es vivi­ da entre los dos polos de la lamentación y la alabanza». «Está claro -añade—que el suplicante se ve envuelto en una lucha interna entre estos dos sentimientos conflictivos». Lo que hemos caracterizado como el U rleiden de sentirse «des­ amparado de Dios» es, en verdad, extremo. Es extremo en relación con cada una de las aflicciones destacadas por el poema. El procedimiento literario que utili­ za el poema para comunicar estas expresiones extremas procede de la hipérbole. A esta hipérbole pueden vincularse los procedimientos antes mencionados: atenuación de las descripciones singularizadoras, metaforización de las figuras de la ficción, radicalización de las expresiones de un dolor puesto a las puertas de la muerte. Todas estas características llevan hacia la hipérbole, la figura esti­ lística más apropiada para la expresión de extremos. Entre esta hipérbole y el Urleiden de sentirse «desamparado de Dios», hay una congruencia perfecta. Si el Urleiden no consiste en una aflicción particular, en una aflicción suplemen­ taria, si no es más que el sentimiento religioso que el poema asigna a todo sufri­ miento excesivo, las expresiones de por sí excesivas son las que resultan más ade­ cuadas para expresarlo. Con todo, la alabanza en que se convierte la lamentación 12. O. Fuchs subraya el carácter dramático del cambio producido por el salmo. Es dra­ mático en el sentido de que este cambio radical afecta a los tres protagonistas que distingue Westermann: Dios (tú), el que hace la plegaria (yo) y el otro (el enemigo-amigo). Dicho con mayor precisión, lo que se dramatiza son los vínculos entre ellos. Lo que Fuchs llama, partiendo de ahí, la dramaturgia del salmo constituye la «estructura textual profunda», que el autor pretende libe­ rar antes de proyectarla en la historia de la recepción.

consiste nada menos que en una extrema manifestación de sentimiento. Del abis­ mo a la cumbre, podríamos decir. De aquí que, una vez más, podamos situar la expresión de alabanza -o de la promesa de alabanza-, en Salmos 22, bajo el signo de la figura estilística de la hipérbole. Así, los «enemigos» denunciados por la lamentación se convierten, bajo la figura de los «pobres», en los amigos de la comunidad redescubierta. El exceso de satisfacción («los pobres comerán hasta saciarse», v. 27) se corresponde con el exceso de la queja13. Interpretados a la luz de esta retórica de la hipérbole, dos aspectos de nues­ tro salmo, que se hallan en los versículos 28-32, reciben sentido en los términos del marco de la composición literaria del salmo en su redacción final. Los exegetas, sin duda con toda razón, ven en ellos los efectos de un ajuste tardío ins­ pirado por las tendencias escatológicas del período en cuestión. Con todo, si estas adiciones pudieron ser hechas sin causar violencia a la orientación general del salmo, ¿no fue porque concordaban con el giro hiperbólico de la alabanza que ya debía encontrarse allí? André LaCocque habla, a este respecto y siguien­ do a P. D. Miller, de un doble carácter insólito. Pone también de relieve la fun­ ción universalizadora de estos versos en relación con la perspectiva individual y nacional del salmo. Además, la ausencia de todo espíritu de venganza en estos versos finales confirma la escatologización del salmo. Todos los pueblos, se dice en él, se unirán en la alabanza y ni siquiera los muertos quedarán excluidos de un júbilo que, para ser universal, ha de ser total y eterno. Tampoco parece necesario buscar aquí una doctrina dogmática sobre el destino de los muertos —enseñanza que apenas concuerda con las creencias generales de los hebreos- en este reclutamiento de los muertos en una alabanza extendida hasta los límites de la geografía y de la historia de todo pueblo. Pues, ¿qué otros júbilos que no fueran el que incluye a todas las naciones y que reúne al vivo con el muerto podí­ an ser tan profundos como profundo es el abismo en que se siente arrojado el suplicante «abandonado de Dios»? Con todo, es preciso que interpretemos este Urleiden como un theologoum enon, en la medida en que es un tema que puede recibir no sólo un sentido antropológico, sino también un sentido teológico.

13. Mis comentarios sobre el carácter hiperbólico del salmo van a la par de los de Ellen F. Davis, «Exploding the Limits: Form and Function in Psalm 22», en Jo u rn a lfo r the Study o fth e Oíd Testament, 53 (1992) 93-105. La autora subraya el carácter esencialmente sorprendente o «sub­ versivo» del lenguaje poético en general. Su exégesis de Salmos 22 esclarece los rasgos irónicos (como: la evocación del Altísimo «confortable aunque precariamente basada en antiguas alaban­ zas se vuelve tan ligera y frágil como el polvo, incluso cuando los labios de los piadosos salmistas gritan ayuda» [p. 97]. En resumen, el salmo reúne dos rarezas, la de la lamentación y la de la ala­ banza. Para concluir, Davis ve el salmo en su conjunto como atravesado por un proceso de «resim­ bolización», gracias al cual el tema del salmo como un todo consiste en la «posibilidad de la efi­ cacia y la necesidad de orar a Dios in extremis (p. 96).

¿ H a c ia

q u é t e o l o g ía ?

Se dice habitualmente que los Salmos, a diferencia de los escritos sapiencia­ les (y también de la enseñanza dispensada por la Torá y la proclamación de los profetas) no hacen afirmaciones sobre ningún tipo de doctrinas dogmáticas acer­ ca de la naturaleza divina, la creación, el curso de la historia o, por último y sobre todo, acerca del origen del mal. Esta afirmación es verdadera hasta cierto punto. Ciertamente, el cambio de la lamentación en promesa de alabanza no está moti­ vado, como ya queda dicho, en el texto del salmo. Y aunque admitamos la inter­ vención en algún momento del elemento extratextual del oráculo profético en la forma del «no temas», esta expresión no debería ser en sí misma un enunciado dogmático sobre Dios, sino en el mejor de los casos una palabra de confortación proveniente de Dios. En este sentido, el poema en su conjunto transcurre dentro de los límites de una presupuesta relación existencial («¡Dios mío, Dios mío!»), cuya crisis presenta. Se ha dicho incluso que el salmo, del comienzo al fin, es un poema de confianza en Dios, una confianza que se ve amenazada y luego ganada de nuevo. Esta confianza, se añade con razón, es un movimiento del corazón, no una razón especulativa. Lo que el poema reconstruye es un movimiento de con­ fianza p ese a todo, una promesa de alabanza p ese a... Todo esto es cierto. Un salmo no es un escrito sapiencial. En expresión de André LaCocque, «Las LI no son un texto sapiencial. No hay teorización sobre el sufrimiento humano, sus causas, su sentido o su falta de sentido, o sobre sus con­ secuencias». Dicho esto, es apropiado recordar nuestra primera reflexión sobre la expresión «desamparado de Dios». Impone un sello teológico a todo sufrimien­ to. Todo sufrimiento se designa así no sólo como un sufrimiento ante Dios, sino realmente como un sufrimiento debido a Dios. Es a nivel de este Urleiden donde surgen las preguntas de «¿por qué?» y «¿hasta cuándo». La expresión «desampara­ do de Dios» no se limita a recoger todos los sufrimientos en un sufrimiento arquetípico, más bien los orienta todos hacia una pregunta, convirtiendo el salmo en una «lamentación interrogativa». ¿Cómo podríamos, pues, dejar de tratar del contenido de esta pregunta a modo de theologoum enon, que no es más que el sen­ tido y la razón de este U rleiden? Aunque la lamentación interrogativa no produce directamente una teolo­ gía, en cuanto también ella sigue siendo una plegaria que, como tal, no forma parte de ninguna especulación, podemos preguntarnos si la expresión «desampa­ rado de Dios» no pertenece justamente a un campo teológico privilegiado por las Escrituras hebreas, y si no recibe, del hecho de estar incluida en su ámbito, un significado que el género del salmo no deja que el mismo salmo haga explícito. Claus Westermann, al considerar el «papel de la lamentación en la teología del Antiguo Testamento», se vuelve directamente hacia la teología de la historia

que se despliega en la Torá y los profetas14. Esta teología de la historia, resumida en el conocido credo de Deuteronomio 26 (según von Rad) y la secuencia pre­ sentada en Éxodo 1-15, se construye sobre el relato de las actos de liberación que ponen fin a las situaciones de aflicción. En este sentido los acontecimientos in­ cluyen «intercambios verbales entre Dios y los seres humanos». El marco de an­ gustia, súplica, respuesta («El Señor ha escuchado...»), liberación y gritos de re­ conocimiento constituye tanto las interconexiones subyacentes de una teología de la historia como el ámbito apropiado para dos tipos de actos de habla, sobre cuya polaridad se construyen los salmos: la lamentación y la alabanza. André LaCocque confirma este punto de vista: «El lugar de la lamentación en la teolo­ gía del Antiguo Testamento ha de verse en el contexto de la liberación, también ella modelada según el arquetipo de la salvación de Egipto». Esta manera de enmarcar los movimientos del corazón, convertidos en len­ guaje y escritura por los salmos, da razón de los rasgos estructurales destacados antes: el cambio de lamentación en alabanza, la tríada Dios-suplicante-enemigos, el paso de la lamentación individual a una lamentación del pueblo. Por últi­ mo, y este corolario final no es el de menor importancia, esta teología envolvente basta para sugerir el tema de la inescrutabilidad divina ( Verborgenheit Gottes). Que Dios abandone a su pueblo entregándolo a los enemigos o que lo libere de ellos, los planes divinos permanecen inexplicables e insondables. Por esto la teología de la historia no se basta por sí misma para transmitir la Palabra de Dios y por esto mismo estimula una Palabra de Dios que el salmo solamente articula. La marco de una reflexión así es ciertamente el adecuado. La única teología que produjo Israel es una teología de la historia, que, según de nuevo la perspicaz justificación de von Rad, se organiza en dos puntos focales, narración y profecía. Pero, una vez determinado este marco general, hay que estar atentos a las distin­ tas maneras en que esta teología de la historia concede a los gritos de angustia una importancia que es proporcional a la que da al tema de la liberación. Los profetas imprimieron al tema del creyente abandonado de Dios una interpretación que puede ser considerada la línea dominante en la teología de la historia hebrea. Sin embargo, debemos tener cuidado de no tomarla como inter­ pretación exclusiva de esta teología. Esta interpretación se vincula al importante acontecimiento que consti­ tuye la destrucción del templo y del Estado, el de la deportación y el exilio. Para una meditación sobre el sufrimiento, este acontecimiento se reviste de un sig­ nificado radicalmente diverso del que la tradición atribuyó a la liberación de Egipto y al Éxodo. «En aquellos días», el grito de angustia había sido escucha­ do, la alabanza podía legítimamente seguir a la lamentación del pueblo, si no a la del individuo. La prueba actual es de una naturaleza del todo distinta. La pre­ 14. Véase Westermann, Lob u n d K lage in d en Psalmen, Libro 2, cap. 7.

gunta era si no había sido vencido también Yhwh junto con su pueblo, como la teología política de todas las naciones del antiguo Oriente próximo podía suge­ rir. De modo que lo que se discutía era la ecuación entre Yhwh y su pueblo. Un grito de aflicción se alzó hacia un Dios que parecía haberse alejado del cur­ so de la historia. La falta de respuesta a este grito constituye la angustia históri­ ca más acuciante, el Urleiden a escala histórica. No debemos, por tanto, limitarnos a dibujar el marco de la historia tradi­ cional, en la que la liberación fue de hecho la respuesta a la súplica del pueblo, como el trasfondo del dinamismo que lleva de la lamentación a la alabanza. La lamentación debe situarse en el contexto de un exilio, del que se ignora si será la repetición del éxodo. La misma credibilidad del credo de Deuteronomio 26 y Exodo 1-15 se ve sacudida por este aterrador texto de la fe esencialmente his­ tórica de Israel15. Sobre la base de este crucial silencio del Dios de la elección y de la alianza compusieron los profetas -y, hasta cierto punto, impusieron- una interpretación del theobgoum enon «desamparado de Dios», a modo de una proclamación hecha por Dios mismo de abandonar a su pueblo, como respuesta a haber sido aban­ donado Dios por su propio pueblo, al que acusa de transgredir constantemen­ te la ley. En un artículo argumentado con rigor, Lothar Perlitt presenta una estruc­ tura que consiste en tres momentos: los creyentes de Israel, igual que todos los creyentes en el antiguo Oriente próximo, suplican a su Dios que no se olvide de ellos; el mensaje particular de Israel es el vínculo establecido entre la lamenta­ ción y la teología de la historia, en el momento en que esta última se somete a la prueba del posible fracaso; pero la respuesta más significativa a este peligro moral es la teología de la retribución, ya anunciada en Oseas 4, 6; 6, 5 y 13, 6 y 9 (cf. el comentario anterior de André LaCocque, p. 204, y que encuentra acentos de una violencia desconocida hasta ese momento en Isaías 1, 3s; 5, 1317 («Por eso mi pueblo va al destierro sin entenderlo»), y 29, 14b («Perecerá la sabiduría de sus sabios y se eclipsará el saber de sus sagaces»), Perlitt observa que esta idea equivale a la de hallarse desamparado de Dios, tal como vemos en Salmos 22, 2. Y lo que es más grave aún, esta revelación ha sido sellada: «Enro­ llo el testimonio, sello la enseñanza» (Isaías 8, 16). Queda reservada a un peque­ ño círculo: «Aquí estoy yo y mis hijos, los que Yhwh me ha dado, como seña­ les y portentos en Israel» (8, 18). Un siglo después de Isaías, Jeremías renueva esta violencia acusadora: «Vosotros sois la carga de Yhwh» (23, 33). El abando­ no de su pueblo por Dios se presenta aquí a modo de castigo por sus pecados. 15. Véase Hans Wildberger, «Die Neuinterpretation des Ezwahlungsglaubens Israels in der Kreise der Exilzeit», en Wort-Gebot-Glaube, ed. por Hans-Joachim Stoebe, Johann Stamm y Ernst Jenni, Zwingli Verlag, Zúrich 1970, p. 307-324.

La más radical expresión de esta visión punitiva de la historia se encuentra, como es sabido, en las crónicas de la escuela deuteronómica, cuya preocupación era exonerar a Dios al precio de acusar a su pueblo. Paradójicamente, el tema de la inescrutabilidad de Dios se debilita en esta teoría de la retribución, en la medi­ da en que la supuestamente insondable justicia de Dios es de ahora en adelan­ te vista en una historia entendida en términos de castigo. Sin embargo, si esta teología de la retribución hubiese conseguido agotar y disipar el misterio de la inescrutabilidad divina, la expresión de la lamentación del pueblo y, todavía más, la del individuo hubiera quedado barrida, expurga­ da de la literatura hebrea. Salmos 22, junto con otros salmos, da testimonio de que esto no fue precisamente lo que sucedió. Quisiera ahora proponer varios comentarios críticos sobre la base de esta resistencia de la plegaria como lamentación a la supresión que podrían haberle infligido discípulos, excesivamente celosos, de los grandes fiscales bíblicos. En primer lugar, por lo que se refiere a la teología de la historia contra cuyo trasfondo surge la lamentación, los defensores de una historia punitiva no han dicho en realidad la última palabra. Para un Isaías, un Jeremías y hasta un Eze­ quiel, el retraimiento de Dios sigue siendo el marco de una batalla contra la ocul­ tación. Esta batalla es lo que está realmente en juego en sus sufrimientos. El pro­ feta amonesta a su pueblo sólo para evocar, al mismo tiempo, a un pueblo «vuelto a Dios» y a un Dios que, «una vez más, vuelve hacia él su rostro misericordio­ so». La predicación de un Dios escondido no es sino una lucha para que se mani­ fieste. Después de Isaías, dice Lothar Perlitt, el retraimiento de Dios se percibe como un sufrimiento y se lucha contra de él. Si no hubiera sido así, el mensaje del Déutero-Isaías no habría sido escuchado: «Consolad, consolad a mi pue­ blo...» (40, 1), grita el nuevo profeta. Lo más sorprendente, en este aspecto, no es que a una profecía de esperanza siga otra de condenación, sino que la mis­ ma acusación que se hizo para justificar el retraimiento de Dios se mantenga dentro del anuncio del final de la tribulación. Sólo en lo profundo del rechazo puede esperarse la salvación (40, 27-31). Yhwh ofrece, me atrevería a añadir, una vez más el pecho lacerado de su propio sufrimiento para salvación de su pue­ blo (50, 1-3). Perlitt propone aquí la siguiente formulación, que viene a ser un resumen de todo su ensayo: «El Dios que se oculta a sí mismo él es el salva­ dor». Y también: «No hay salvación fuera del Dios que se ha ocultado él mis­ mo»16. Aquí la teología de la paradoja, que von Rad comparte con Karl Barth, asume el tema de la Verborgenheit Gottes'7. 16. Lothar Perlitt, «Die Verborgenheit Gottes», en P roblem e biblisch er T heologie, ed. por Hans Walter Wolff, Kaiser Verlag, Múnich 1971, p. 382. 17. Véase Gerhard von Rad, Oíd Testament Theology, vol. 2: The T heology o flsra el’s Prophetic Traditions, trad. por D. M. G. Stalker, Harper & Row, Nueva York 1965, p. 374-378. Karl Barth,

En segundo lugar, esta teología de la paradoja, que llama a la esperanza des­ as mismas profundidades de la aflicción, no es la única réplica que el Antii Testamento propone a la teología punitiva de los «profetas de la desgra. Los poemas del Siervo doliente, vinculados al tema del «Siervo de Yhwh», ieren una teología de la historia que no se circunscribe a proclamar que, en is, hasta la ira se cambia en compasión, como si el cambio de la lamentaí en alabanza, por parte del creyente, se fundara en una cambio incomisible e injustificable en el ámbito de los planes inescrutables de Dios. Estos pU>.mas anuncian también que el Siervo de Yhwh -figura sobre la que no pode­ mos decir si apunta a un individuo, a una secta, o al pueblo entero—elevará su propio sufrimiento al rango de «sufrimiento vicario». Al añadir una dimensión activa al sufrimiento p e r se, el Siervo de Yhwh abre una cuestión absolutamen­ te nueva acerca del Urleiden que supone haber sido abandonado de Dios. «Sufri­ miento vicario», el sufrimiento por otro es lo que Emmanuel Levinas llamará «sustitución»18. Por ello parece razonable dejar en cierto estado disperso las diversas mane­ ras de vivir, declarar y soportar el Urleiden del estar desamparado de Dios, que propone el Antiguo Testamento. No todas ellas concuerdan con la proclamación de que Dios ha abandonado a su pueblo porque este pueblo primero abando­ nó a su Dios, hasta el punto de quedar absorbidas por esta proclamación. El plu­ ralismo que parece imponerse en nuestra interpretación del theologoum enon «des­ amparado de Dios» a mi entender encaja mejor con el objetivo de preservar la cuestión de la divina inescrutabilidad. En tercer lugar, hay que añadir a este argumento sacado de las variaciones de la teología de la historia del Antiguo Testamento el a mi parecer considerable argumento de subrayar el simple hecho de que los Salmos de lamentación man­ tuvieron su identidad personal junto con los Salmos penitenciales, tan valora­ dos por la piedad cristiana, en especial la protestante, dadas la bases de la teo­ logía que san Pablo construyó sobre los temas del pecado, la justicia de Dios y la salvación por la fe. Los Salmos de lamentación ocupan un lugar propio en el Salterio. No muestran huella alguna de una confesión de culpabilidad ni de una reivindicación de la propia inocencia. En ellos oímos el grito del sufrimiento puro. Lo que preservan los Salmos de lamentación es, en primer lugar, el carác­ ter específico del sufrimiento individual, que ninguna teología de la historia pare­ ce capaz de explicar. La distinción entre lamentación individual y lamentación

C hurch D ogm atics, trad. por T. H. L. Parker y otros, T. & T. Clark, Edimburgo 1957, vol. 2, parte 1, 27, p. 200-204. 18. Emmanuel Levinas, O therwise than B ein g or BeyondE ssence, trad. por Alphonso Lingis, Kluwer, Boston 1991.

del pueblo encuentra aquí una nueva legitimación, pese a las superposiciones de ambos géneros, ya anteriormente mencionadas. El mismo Salmo 22, observa André LaCocque, permite que se muestre la tensión que existe entre la fe en el Dios de los antepasados y el abandono personal en que se encuentra el salmista. Lo último se inscribe fuera de la historia y fuera de la teología de la historia. Los Salmos de lamentación están para recordar que el individuo es frágil, está expues­ to a enfermedades y muerte y es vulnerable a los ataques de los demás. En el aná­ lisis final, incluyendo en él los desastres de la historia, quien sufre es el indivi­ duo. El sufrimiento exige tener en cuenta a la primera persona, cosa que el anonimato de la historia no puede garantizar. Sin duda alguna ésta es la razón de que la piedad atestiguada por el Salmo 22 incluya rasgos no litúrgicos (cf. los comentarios de André LaCocque, p. 204-205). La única convergencia que sub­ sistiría a este nivel sería la que hay entre los Salmos de lamentación y los Cantos del Siervo doliente. La cuestión de la prioridad de uno respecto del otro, tanto en el plano histórico como en el teológico, permanece abierta. Pero cualquiera que sea el modo como se solucione el problema de esta prioridad, el lector puede interpretar la singularidad de los Salmos de lamentación como una señal de una resistencia discreta a la teología acusadora de los profetas. Al preservar el «¿por qué?», impuesto por el sufrimiento, de toda reducción a una teología puni­ tiva, estos salmos mantienen la dualidad de las figuras del mal: el mal del sufri­ miento, el mal de la culpa. Al hacerlo, orientan nuestra meditación sobre la ines­ crutabilidad de Dios en otra dirección que no es la de la profecía de la condenación, esto es, en dirección sapiencial. Ya he dicho que el salmo, en cuan­ to forma de oración, no se da a la especulación. Y es dentro de la plegaria don­ de ocurre el cambio enigmático de la lamentación en alabanza. Nada más pode­ mos deducir de esta observación. Pero podemos añadirle ahora una medida suplementaria de interpretación, una vez hemos pasado ya por los textos de Isa­ ías y de Ezequiel. Habiendo oído(de boca de los profetas que Dios, de hecho y de forma deliberada, había abandonado a su pueblo, es razonable volver al «¿por qué» del salmo y oírlo como una pregunta que la respuesta de los profetas no satisface debidamente, y escucharlo como una pregunta obstinadamente rea­ bierta tras cada nueva explicación que, de algún modo, no deja intacta la ines­ crutabilidad divina. Es entonces cuando el lector de la Biblia, que tiene la libertad de moverse por el espacio abierto por la misma estrechez del canon, toma el camino que va del Salterio a los escritos sapienciales. Sólo seguramente a través de un acto de lectura, que es también un acto de interpretación, puede este lector pasar de Salmos 22 al libro de Job. Con todo, la unidad canónica de la Biblia permite jus­ tamente esta ecuación, esta sincronización, que pone uno junto al otro dos textos que proceden de escenarios sumamente diferentes y de épocas totalmen­ te distantes, y que reflejan géneros literarios muy alejados entre sí. De este modo

nos vemos inducidos, al final de un largo periplo, a leer de nuevo los Salmos de lamentación a la luz de las controversias del libro de Job. El «¿por qué?» de Salmos 22 se extrae entonces, por el shock que nos produce este encuentro, del contexto de la confianza salvaguardada por el «¡Dios mío, Dios mío!» de la invo­ cación. Al ser sacado así de su marco inicial, el «¿por qué?» de Salmos 22 pasa a ser una pregunta que espera otra respuesta, distinta de la impuesta por los pro­ fetas, una pregunta que queda pendiente de repuesta. Sería tarea de otro estudio investigar si la resignación final de Job conserva algún rasgo en común con la promesa de alabanza en que se cambia el salmo de lamentación, o si el silencio en que se envuelve esta resignación no deja acaso en suspenso, junto con la teología de la retribución, también esta promesa de alabanza. El libro de Job, observa André LaCocque, presenta «una sorprendente ausencia de alabanza. Pero Job no es, recordémoslo, israelita. No se dirige a un Dios al que pueda llamar Eli (Salmos 22, 2), Elohay (22, 3), o Yhwh (22, 20,24,27,28,29)». Lo que queda es que depende sólo de la sabiduría discernir, dentro del mismo exceso del Urlei­ den, la réplica, desde la perspectiva humana, de la inescrutabilidad divina.

U

n a h e r e n c ia m il e n a r ia

Para concluir, me interesa volver a la doble trayectoria a que me refería en las líneas iniciales de este capítulo. Quiero considerar en primer lugar, como hace André LaCocque, la repetición del Salmo 22 hecha por Marcos, el evangelista, en su relato de la crucifixión. Como dijimos al comienzo, lo que parece ser formalmente una «cita» tie­ ne sólo la apariencia de serlo. No se relata la palabra de Otro, como cuando los autores de los escritos del Nuevo Testamento recurren a un texto del Antiguo sacado de su contexto, para explicar el sentido de una nueva proclamación o para justificar una nueva afirmación mediante una declaración antigua, tomada como una profecía de la nueva era de «cumplimiento». Si del grito de Jesús puede decirse que es «cumplimiento» del Antiguo Testamento, lo es en un sentido del todo distinto. Más bien sucede que el acontecimiento narrado se «reviste» de las palabras del Antiguo testamento. Harmut Gese, de quien he tomado prestada esta potente expresión, añade que es el Salmo 22 en su conjunto lo que aquí se actualiza19. Añade, además, que el relato de la pasión revela una influencia decisiva también de este salmo en di­ versas ocasiones. Si recordamos que la declaración aterradora de Salmos 22, 2 no se encuentra aislada dentro del Salterio (cf. Salmos 9, 11; 16, 10; 27, 9; 37, 19. Hartmut Gese, «Psalm 22 und das neueTestament», en Vom Sinai zum Z ion, B eitrage z ur evan gelisch en Theologie, Chr. Kaiser Verlag, Munich 1974, p. 180-201.

28,33; 38, 22; 71, 8,12,18; 94, 14; 116, 8), el «ropaje» de que se reviste el gri­ to de Jesús crucificado consiste, a la vez, en una expresión típica y en un cam­ bio sumamente estructurado. Por consiguiente, lo que aquí se actualiza es el movimiento global del salmo. Gese hasta cree que puede discernir en esta acti­ tud la marca de la teología apocalíptica, según la cual sería dentro de un acto de liberación, que afectaría a un individuo amenazado de muerte, donde se haría presente el Basileia tou theou, el reino de Dios mentado por la conversión de las naciones y la resurrección de los muertos. En otras palabras, sería precisamente la piedad individual lo que asumiría una estructura apocalíptica: «en la salva­ ción del hombre piadoso arrancado de la muerte se revela el dominio escatológico de Dios» (p. 192). Por tanto, el evangelista Marcos no toma sólo un verso «citado» de Salmos 22, sino el tema entero de la aparición de reino de Dios, gracias a la liberación de la muerte. De aquí que no deba sorprender que el re­ lato de la crucifixión incluya tantas otras referencias (Marcos 15, 24,29) de de­ talles particulares de Salmos 22, en especial el versículo concerniente a los «ene­ migos». Los portentos y las señales cósmicas que acompañan el evento de la muerte (el velo del templo que se rasga, el temblor de tierra, la resurrección de los muertos) proceden todos de la misma espiritualidad apocalíptica. Y es a la luz de esta pendiente apocalíptica como podemos nosotros comprender que el centurión, «al ver de qué manera había expirado» pudo confesar: «realmente, este hombre era Hijo de Dios». De este modo, el centurión da «cumplimiento» a Salmos 22, 28 y 30. Esta lectura del relato de Marcos ha de interesar al lector por cuanto, por un lado, descansa en una interpretación profundamente novedosa del salmo y, por el otro lado, la reinterpretación que da al salmo es tal que libera reservas de significado todavía no percibidas hasta este momento. En esto me uno a André LaCocque cuando dice que «es éste un ejemplo hermenéutico privilegiado de un sentido añadido al texto desde el momento de su composición. Cierto, a par­ tir de este momento inicial, el sentido total del texto se encerraba ya en sus pala­ bras, como en un joyero que habría de ser abierto tiempo después. El sujeto de la lamentación original tenía razón, a todas luces, de quejarse a Dios por sen­ tirse abandonado. Su experiencia fue completa en sí misma porque había alcan­ zado el fondo del abismo» (p. 216). Al mismo tiempo, nuestra insistencia en considerar los Salmos de lamen­ tación aparte de la teología de la historia recibida de los profetas también se jus­ tifica. Aún más, la lamentación misma se justifica como una plegaria que com­ place a Dios. Dicho esto, no se nos prohíbe retener, en el mismo corazón de la pers­ pectiva escatológica, aquellas primeras interpretaciones que ya habían roto con la teología del castigo: el anuncio de la gran liberación por el Déutero-Isaías, los temas mesiánicos y, en especial, los Cantos del Siervo doliente. La escatología de

Salmos 22 añade una nueva dimensión a estos importantes temas. En este sen­ tido, podemos hasta decir que Jesús, asumiendo el rito del suplicante de Salmos 22, testifica y decide el parentesco entre todas estas interpretaciones del Urlei­ den de ser abandonado por Dios. Al final de esta meditación, surge la cuestión del sentido contemporáneo de una «lamentación como plegaria» para una edad como la nuestra marcada por la secularización y la proclamación nietzscheana de la «muerte de Dios». ¿Puede la persona de hoy día que sufre dar todavía forma de invocación a su lamentación? ¿Acaso el Urleiden actual no consiste en la sensación de que no hay nadie a quien dirigir nuestra lamentación? ¿No ha dejado ya de ser un theologou m en on la expresión «desamparado de Dios», después de que pasara a signi­ ficar no el distanciamiento, el retraimiento, la inescrutabilidad de Dios, sino su inexistencia? ¿Tienen los creyentes alguna repuesta que proponer a este des­ afío extremo? ¿Cómo pueden zafarse de la alternativa: o construir (o reconstruir) pruebas increíbles o profesar un fideísmo incomunicable? Sólo queda un camino estrecho transitable entre ambos precipicios. Sería pedir a los creyentes, una vez más hoy día, que dejaran que la «lamentación como plegaria» hablara, con una fuerza comparable a su energía inicial. Ésta es la con­ fesión formulada por Ottmar Fuchs en su libro que tan a menudo me ha servi­ do de inspiración. «La lamentación», dice en el Prólogo de su libro, «es un tipo de plegaria que ha caído en el olvido». Rehabilitémosla, concluye, en el ámbito de la espiritualidad cristiana contemporánea. Si lo conseguimos, existirá la posibi­ lidad de que la lamentación como plegaria sea de nuevo oída y pronunciada des­ pués de Auschwitz... Varias condiciones se imponen a esta rehabilitación que se interpreta como una reactualización. La primera es que la radicalidad hiperbólica de una lamen­ tación que se atreve a dar un nombre al Urleiden «desamparado de Dios» ha de preservarse frente al sinsentido vacío de una plegaria de súplica, de la que se ha expurgado cualquier huella de acusación dirigida contra Dios. La práctica exegética que cumple con esta condición reclamará todavía una mayor atención al policentrismo del texto bíblico, incluyendo las figuras de lo divino y los modos de relación entre lo humano y lo divino. Contra la tendencia a acentuar de un modo unilateral el conocido esquema de la H eilsgeschichte, que entreteje peca­ do, justicia de Dios, penitencia y castigo o satisfacción, los Salmos de lamenta­ ción son el testigo privilegiado de un resistirse a toda concepción unilateral de la teología bíblica. Liberados de la preocupación de justificar a Dios y renun­ ciando a toda teodicea con la que los seres humanos pretendan probar la ino­ cencia de Dios, la plegaria de la lamentación que pregunta no espera nada más que la compasión de un Dios, a cuyo respecto el que ora ignora cómo puede ser a un mismo tiempo justo y compasivo. Por esto no tiene más remedio que gri­ tar: «¿por qué?».

Una segunda condición acompaña a esta primera referente al telos de la interpretación, una condición vinculada a la práctica exegética misma. Se sigue de nuestro intento de análisis estructural que la energía «histórica» capaz de ser desplegada por el poema bíblico procede de la überzeitlich o «suprahistórica» cualidad que la textualización confiere a la expresión de aflicción, elevada así al rango de paradigma del sufrimiento. Si la lamentación como plegaria es todavía susceptible de ser actualizada, lo es en la medida en que la ejemplaridad que debe a la forma poética es una fuente permanente de transposición y nueva historización en condiciones culturales previamente desconocidas. No podemos pres­ tar demasiada atención, por ejemplo, a la historia de la recepción de la plegaria bíblica, dentro o fuera de la liturgia del culto. En este sentido, no debemos espe­ rar ninguna transposición automática al presente de un modelo vuelto tan atem­ poral o transhistórico como desearíamos mediante un análisis literario. Sin la mediación de una cadena de relecturas que consista en otras tantas innovacio­ nes, la antigua plegaria no se convertirá en una plegaria contemporánea. Se requie­ re siempre una tradición viva entre las estructuras invariables, puestas de mani­ fiesto por una exégesis adecuada, y la reactualización a la que apela la teología práctica. (Digo esto en parte como correctivo de los análisis de Ottmar Fuchs, que parecen puestos al servicio de una expectativa excesivamente optimista refe­ rente a la capacidad directa de historización y actualización contenida en la estruc­ tura atemporal del poema). La reasunción del Salmo 22 por el Crucificado atestigua, ante todo, el aspec­ to de innovación que compete a toda nueva actualización del poema hebreo. A esto debemos añadir que la repetición de la lamentación bíblica por el «gran gri­ to» de Cristo sobre la cruz puede convertirse a su vez en modelo de plegaria, sólo si da origen a una innovación continuada, en la plegaria de lamentación, de expresiones verbales que pueden estar tan alejadas como se quiera de la forma literaria del salmo original. Otra condición para la rehabilitafción de la plegaria de lamentación sería lo que podemos llamar su carácter agonístico, que debe también mantenerse. Visto desde la perspectiva de su final, el cambio de la lamentación en alabanza parece desarrollarse dentro de un «estar-con-Dios» individualmente. Vista des­ de su inicio, la plegaria es un movimiento que empieza por el silencio de Dios y nunca pierde su aspecto de ser una lucha por una confianza renovada. En este sentido, el punto de partida continúa contenido en el punto final, pese al cam­ bio de una confianza renovada. En otras palabras, la Vergborgenheit Gottes per­ manece como condición existencial y teológica común tanto de la lamentación como de la alabanza. La paradoja de la transformación de una en otra es inse­ parable de esta lucha, cuyo resultado nunca está garantizado. La inescrutabilidad divina no se reduce por la conversión del Urleiden en júbilo. Podríamos has­ ta decir que se ha vuelto tanto más impenetrable tan pronto como ya no significa

lo que parecía implicar espontáneamente, a saber, un acceso redescubierto a la presencia divina sin una dialéctica de la ausencia. Una última condición que debería satisfacer el suplicante o la suplicante de hoy podría ser quizás que descubriera una afinidad secreta con lo que podrí­ amos atrevernos a llamar el sufrimiento de Dios, como sugiere André LaCocque al referirse a un Dios que también se lamenta. Con esto va también una llama­ da a la práctica de la compasión personal y colectiva con relación a hermanas y hermanos nuestros, que a menudo tienen menos culpas que sufrimientos.

Cantar de bs cantares

LA SULAMITA ANDRÉ LACOCQUE

[Hay] varios métodos ...d e volver inocuo un libro indeseable. [1] [Puede hacerse que] los pasajes ofensivos ... sean inteligibles ... El siguiente copista producirá un texto... que tendrá huecos. [2] Otra manera sería ... proceder a desvirtuar el texto. [3] Lo mejor de todo, eliminar el pasaje entero y poner en su lugar otro nuevo que diga exactamente lo contrario. SiGM UN D F r e u d '

Aquella cuyo «gentilicio» conocemos sólo por el capítulo 7, a saber, la «Sulamita», recibe también, entre otros términos cariñosos, el de sosanah (lirio), con lo que se atribuye así a un personaje central de la historia el nombre de una flor. De hecho, a la imaginería del Cantar de los cantares le gustan las descrip­ ciones naturales (véase, por ejemplo, 2, 8-17; 7, 11-13). Este punto subraya el carácter inusual del poema, pues en cualquier otra parte de la Biblia hebrea el papel de la naturaleza, si alguna vez es destacado, es siempre secundario y sub­ ordinado a la función de comunicar un mensaje religioso (cf. Jeremías 1, 11, «La palabra de Yhwh me fue dirigida en estos términos: “¿Qué ves, Jeremías?” Respondí: “Estoy viendo una rama de almendro”. Yhwh me dijo: “Bien has vis­ to; porque yo estoy velando por mi palabra para cumplirla”». Véase también Amos 8, 1-2; etc.). En el Cantar de los cantares, por el contrario, encontramos arrebatadas descripciones de una serie de plantas (alheña, rosa, lirio, higuera, viña en flor, pino, cedro, manzano, palmera); frutas (uvas, nueces, granadas, dátiles, higos); productos del campo (trigo, miel, vino), y animales (gacela, cer­ vatillo, paloma, oveja, caballo). Estas evocaciones son, al parecer, puramente estéticas, sin necesidad alguna de estar «autorizadas» por un orden «superior». La naturaleza es bella en sí y de por sí. Este descubrimiento es único en las Es­ crituras hebreas. La mujer enamorada es sosanah, lirio; es también narciso, jardín, viña o viñedo, yegua, mirra, rayo de miel; vino, leche, además de otros términos meta1. Citado por Gayatri Chakravorty Spivak, Prefacio a Jacques Derrida, O f G rammatology, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1976, p. lxxvi.

fóricos de cariño, como aurora, sol, luna. Ella representa verdaderamente la belle­ za del universo entero. El amado, por su parte, es un saquito de mirra entre los pechos de su amada, un ramillete de alheña en flor, un manzano, una gacela, un cervatillo -es un rey, lingote de oro fino, Salomón «en toda su gloria». Todo esto supone ya una gran diferencia respecto de los relatos bíblicos. Pues mientras que Susana, la heroína de los A péndices a Daniel, lleva también un nombre de flor, azucena, y «Ester» etimológicamente nos hace pensar en un cuerpo celestial brillante, como de estrella, y mientras que Rut, igual que Es­ ter, utiliza perfumes y cosméticos, no muy distintos a los que encontramos profusamente en el Cantar de los cantares, no vemos en estas historias afabili­ dad por las cosas de la naturaleza, porque si en principio están lo hacen para ensalzar la belleza femenina por su «utilidad» en el cumplimiento de un desig­ nio sagrado (Susana, Judit, Ester y, por implicación, Rut). Estas heroínas, a su vez, también recurren a la estética para conseguir una finalidad histórica y teo­ lógica. Pero no es así en el Cantar de los cantares. Aquí, la estética se cultiva por sí misma, sin ningún tipo de vergüenza y sin excusa alguna. Este libro bíblico debe ser tratado aparte. Mi tesis aquí es que el objetivo del poema es subversivo —volveré sobre esto más adelante—, mientras que el tono es engañosamente lírico y pastoral. Esto es, el poeta usa supuestamente un len­ guaje galante inocente mientras que, al mismo tiempo, desafía las instituciones acostumbradas presentando al mojigato, en forma de contraste e ironía, un uni­ verso francamente erótico. El autor desecha todo aparato teológico concebido para hacer aceptable el mensaje. Desde el primer versículo del libro, se plantea un problema: el poema se atribuye a Salomón. Pero no deberíamos tomar al pie de la letra esta indicación. Es ciertamente destacable que en el cuerpo del cantar se mencione a Salomón en tercera persona, o a veces en segunda persona del singular. Con todo, recor­ damos también textos como 1 Reyes 5, 12 (en los LXX 4, 32), que dicen que Salomón compuso 1005 cantares y 3000 proverbios. El gran rey se instituyó a sí mismo patrón tradicional de los géneros literarios tanto sapienciales como de poesía lírica de Israel, y es bien sabido que «la Providencia siempre está del lado de los grandes batallones». Por otro lado, aunque el poema no sea de Salo­ món en persona, algunos críticos piensan que fue compuesto en la era salomó­ nica. Éste es el caso, por ejemplo, de un crítico al que luego nos referimos, M. H. Segal2. La atmósfera del Cantar, dice, es la propia del período en cuestión. Encontramos aquí un humanismo ideológico y también señales de un bienestar material característico de este tiempo. Incluso la amplia topografía del poema apunta en esta dirección. Es también importante destacar la acaudalada posición de la muchacha; posee una casa hermosa (1, 17; 2, 9; 3, 4); viste velo, signo de 2. M. H. Segal, «The Song ofSongs», en Vetus Testamentum, 12 (1962) 470-490.

riqueza según Isaías 3, 23 (cf. 5, 7)3; lleva joyas y usa perfumes caros (1, 10,1214; 3, 6; 5, 5; etc.). Y además, a pesar del clisé difundido por toda la literatura mundial, las diversas escenas no siempre se desarrollan en el campo, ni es la heroína siempre una muchacha campesina o una pastorcilla (véase Cantar de los cantares 3 y 5). Pero todo esto, que ha de ser sin duda considerado debidamente, no debe ser sobrestimado. Más que salomónico, el Cantar transpira la atmósfera de las «mil y una noches». Es inútil, a mi entender, intentar fecharlo recurriendo a pis­ tas históricamente imprecisas. Aunque se habla de Salomón en el Cantar, dán­ dole así un aura legendaria, el autor a quien se llama al estrado no es tanto elsabio-Salomón como el Salomón-Don Juan. Con sus cien esposas (1 Reyes 11, 3), Salomón aparece como alguien que ha conocido el amor en todas sus for­ mas, como el parangón del amor. Cierto, el-sabio-Salomón no está tampoco ausente, pues, en el antiguo Oriente próximo, las cuestiones relativas al amor y al matrimonio son tópicos atractivos para la Sabiduría. Sorprendentemente, hay abundantes paralelos lingüísticos entre el Cantar de los cantares y los Proverbios bíblicos4. Podríamos añadir que sólo en la «nueva Sabiduría» (Proverbios 1-9; Eclesiástico; Libro de la Sabiduría) encontramos el lenguaje del eros. Allí, la Sabi­ duría se personifica y representa como una mujer que atrae a los hombres a su casa (Proverbios 9, 1-5; cf. 1, 20s; 8, ls). La Sabiduría, en realidad, ama a los seres humanos y desea ser amada por ellos (Proverbios 4, 6,8; 8, 17; Eclesiásti­ co 14, 20-27; Libro de la Sabiduría 8, 2,16; 6, 12-16). Algunos lectores del Can­ tar de los cantares han concluido por ello que el libro describe en un lenguaje simbólico, hasta alegórico, los «amores» entre la Sabiduría y sus iniciados (véa­ se luego)5. Esta interpretación procede verdaderamente de la antigüedad, como acabamos de ver, pero no se corresponde con el intento original ni con el sen­ tido claro del Cantar. La Sabiduría acentúa más bien el aspecto negativo del eros

3. Nótese la connotación psicológica de estas imágenes envolventes (casa, velo, etc.; tam­ bién en otro lugar «jardín cerrado, fuente sellada»: 4, 12,15). 4. André M. Dubarle, «L’amour humain dans le Cantique des Cantiques», en Revue Biblique, 61 (1954) 67-90, traza un paralelo entre Proverbios 5, 3 y Cantar de los cantares 6, 11; Proverbios 5, 15-18 y Cantar de los cantares 4, 12; Proverbios 5, 19 y Cantar de los canta­ res 2 ,9; 4, 5; 8, 14; Proverbios 7, 17 y Cantar de los cantares 4, 14; Proverbios 6, 21,27s,34 y Cantar de los cantares 8, 6-7; Eclesiástico 26, 18 y Cantar de los cantares 5, 15; 6, 10. 5. Abravanel (fallecido en 1508) ya había escrito: ’eyn derek lehagid ha-debarim ha-ruhaniim ki ’im behamsal ha-debarim ha-gupim («las cosas espirituales sólo pueden expresarse metafórica­ mente mediante las sensibles»). Fue el primero en identificar a la esposa del Cantar de los canta­ res con la sabiduría. Entre los críticos modernos que defienden la misma tesis está Gottfried Kuhn, Erkliirung des Hohen Liedes, A. Deichert, Leipzig 1926. Este autor percibe en la persona de Salo­ món a un tipo de personalidad que busca la sabiduría. Sin embargo, Kuhn adopta también el sen­ tido literal del libro y observa: «también puede cualquier simple matrimonio ver en parte, en el Cantar de los cantares, su imagen especular» (ibídem, p. 60).

(cf. Proverbios 7), o bien la moralidad que deben acompañarlo (Proverbios 5). En el Cantar de los cantares, por el contrario, el mvestá «des-moralizado». Este aspecto no siempre lo admiten los expertos modernos, como testifica el siguien­ te pasaje tomado de las conclusiones de Brevard Childs a su análisis «canóni­ co» del Cantar: El Cantar de los cantares es una reflexión de la sabiduría sobre la natu­ raleza gozosa y misteriosa del amor entre un hombre y una mujer dentro de la institución del matrimonio. La afirmación frecuente de que el Can­ tar de los cantares es una celebración del amor humano p e r se no consi­ gue para nada ajustarse al contexto canónico... En ninguna parte celebra la literatura sapiencial al amor humano en sí mismo, y ni siquiera hace esto el Antiguo Testamento en peso. Lo divino es la sabiduría, no el amor, aun­ que el amor entre un hombre y su esposa es una fuerza inextinguible en el ámbito de la experiencia humana, «fuerte como la muerte, que el sabio busca comprender (cf. Proverbios 5, 15s)6. No podemos seguir a Childs en varias de sus afirmaciones. Ante todo, si en realidad se trata del amor entre una mujer y un hombre en el Cantar de los cantares, añadir, como hace él, «dentro de la institución del matrimonio» no tie­ nen ningún fundamento textual. Sólo en 3, 6 se menciona cierto matrimonio, que es un epitalamio para la boda de Salomón, ¡en el contexto de un sueño! (cf. 3, 1). No tiene otra finalidad que proporcionar términos de comparación. Al contrario, por todo el Cantar se rasguean las cuerdas del «amor libre», no reco­ nocido ni institucionalizado. Está claro que una declaración por parte de la fia n cée, como es la de 8, 1-3, no tendría sentido alguno si la pareja estuviera casada «por lo legal»7. Debemos insistir con fuerza en este verdaderamente decisivo pun­ to si queremos entender el poema. Por otra parte, Childs tiene razén, desde un punto de vista estadístico y objetivo, cuando dice que el amor humano nunca es celebrado en la Biblia por sí mismo. Con todo, ¡no excluyamos la posibilidad de que el Cantar de los cantares quiera crear un precedente! Excluirse uno mismo de andar por nuevos caminos, como hace Childs en este caso, puede impedirnos el acceso al sentido del texto. Y, como en el análisis de Childs se alude al canon de las Escrituras, recordemos —como hacen la mayoría de comentarios y estudios, aunque no siem­ pre felizmente- la protesta de rabí Aqiba contra el hecho de cantar (¿habitual-

6. Brevard Childs, In troduction to th e O íd Testament as Scripture, Fortress Press, Filadelfia 1979, p. 575. 7. Además, si el poema fuera un canto nupcial, no se entendería su final. De he­ cho, 8, 8-12 trata acerca de lo que debe hacerse cuando la muchacha está en edad de casarse.

mente?) el Cantar de los cantares en «banquetes»8. Mucho estaba en juego para Aqiba y sus discípulos. Su planteamiento era ir contra la corriente de una com­ prensión «profana» e imponer en su lugar una interpretación alegórica del poe­ ma, de forma que pudiera éste tener acceso al canon de las Escrituras. De aquí que el testimonio talmúdico no proporcione prueba alguna de una interpreta­ ción alegórica del Cantar. Al contrario, el método hermenéutico del rabino Aqi­ ba es demasiado bien conocido para permitir la más ligera duda a este respec­ to. No sólo leyó Aqiba alegóricamente el Cantar de los cantares o no sólo atribuyó valores espirituales al más ligero trazo de una letra del texto; este rabino leyó la Biblia entera de este modo y su éxito no siempre fue compartido por otros lec­ tores tradicionales. Pero, en cuanto al Cantar de los cantares, es su lectura la que triunfó sin duda alguna. El Targum, por ejemplo, ve en el Cantar una alegoría histórica del éxodo de Egipto. Según esta línea interpretativa, el libro tuvo que ser asociado en una fecha tardía a la fiesta de la Pascua. En este contexto, hay un enunciado en el tratado talmúdico marginal, Abot de-RabíN atán 1, 5, que, aun­ que difícil de entender, parece suponer que los libros de los «Proverbios, el Can­ tar de los cantares y el Qohelet fueron dejados de lado [¿como apócrifos?] por­ que eran mésalim [¿(sólo) proverbios? ¿parábolas?]». Permanecieron en esta especie de cuarentena hasta que «llegaron los hombres de la Gran Sinagoga y p i/ su [¿los interpretaron?]». A partir de esta afirmación ambiguamente establecida, pro­ bablemente tenemos razón para pensar que hubo, antes de la intervención de los «hombres de Ezequías», diversas interpretaciones de estos documentos «salo­ mónicos»9. Se equivoca, por tanto, Harold Fisch en cuanto a la comparación, que suele hacerse con frecuencia, entre la alegorización del Cantar de los cantares por un lado y la que de Homero hacen los estoicos, por el otro lado. La con­ clusión de Fisch es que esta comparación no se sostiene, porque «por muy atrás que vayamos, no podemos discernir huellas de una primitiva interpreta­ ción “literal” del Cantar, tal como podemos hacer con Homero»10. Pero la dis­ cusión en el Concilio de Yamnia (final del siglo I d.C.) sobre el sentido del Cantar de los cantares habría sido imposible, si la interpretación alegórica hu­

8. Tosefia Sanedrín 12, 10; la misma opinión se expresa de forma anónima en Sanedrín 101a. Aqiba dice: «El mundo entero no vale el día en que fue dado a Israel el Cantar de los cantares» (.M isná Yadayim 3, 5). También dijo: «Si no tuviéramos la Torá, el Cantar también bastaría para guiar al mundo», A gadoth Shir, ed. por Schechter (1986), p. 5. 9. En cuanto al Cantar de los cantares, es posible que la objeción a su inclusión en el canon provenga de una inclinación «puritana» y que sólo una interpretación alegórica pueda dar tran­ quilidad a moralistas inquietos. Es del todo claro que la estrechez espiritual de tiempos pasados no puede servir de excusa para una iniciación moderna. 10. Harold Fisch, P oetry w ith a Purpose, Indiana University Press, Bloomington 1988, p.

André LaCocque

biera quedado establecida de una vez para siempre o desde el comienzo. Vere­ mos también un texto del Cantar, cuya vocalización masorética significa que el libro no era leído alegóricamente por los masoretas siglos después del Concilio de Yamnia (véase 8, 5). La fecha de la composición (final) del Cantar de los cantares es también muy discutida. No es intención mía, con los límites que impone el presente estu­ dio, llegarme hasta los argumentos alegados a favor de un período o de otro. Vimos antes que hay argumentos a favor de la época salomónica. Más fiable que la «atmósfera» que rodea al poema, sin embargo, es la base filológica. Ya la pre­ sencia de arameísmos alerta al lector, aunque esto no pueda probar nada por sí solo. Pero M. H. Segal, a quien ya he mencionado, ha formado una impresio­ nante lista con los fenómenos lingüísticos que prueban una composición tar­ día del poema, tal como está actualmente escrito (en cuanto se opone a la épo­ ca de su creación). Dice este autor que «su lenguaje representa el más tardío estadio del hebreo bíblico hablado en el período helenístico, antes de convertir­ se en el dialecto de la Misná y de la literatura relacionada»". Es la fecha que ten­ dremos en mente, con Otto Eissfeldt, por ejemplo. Con Eissfeldt también, sacaremos a colación el problema esencial de la identidad del autor bíblico. El crítico alemán escribe lo siguiente sobre la atri­ bución del poema a Salomón: estaba «considerado como el más famoso de los reyes por causa de su esplendor y su fama de amante»12. También Michael V. Fox ve que «Salomón era el candidato lógico para la autoría de este libro, por­ que en él se menciona su nombre y porque era famoso, tanto por el número de esposas como por sus cantares»13. No obstante, si Salomón es sólo en aparien­ cia, pero no en realidad, el autor del Cantar de los cantares, ¿quién lo fue? Yo parto de la convicción de que el autor fue una mujer, e intentaré demostrarlo. No soy el primero en proponer esta tesis, pero mis predecesores fueron a me­ nudo bastante más tímidos de lo que yo he decidido ser. Así, en 1963, A. S. Herbert dio un paso de pionero en esta dirección14. Escribió: «El poeta retrató los sentimientos de una muchacha con tanta finura y sensibilidad, que podría­ mos incluso conjeturar que se trata de una mujer» (p. 468). Con todo, en el resto de su comentario, Herbert habla del poeta en masculino. No se tomó en 11. «The song of Songs», p. 478. Segal distingue la composición escrita de la formación oral del Cantar, y fecha esta última en la era salomónica, como vimos antes. 12. Otto Eissfeldt, Einleitungin das Alte Testament, Parte 3, J. C. B. Mohr, Tubinga 1964, p. 67 y 487. Este autor está pensando en el s. III a.C. El término appirion (palanquín), en Can­ tar de los cantares 3, 9, viene probablemente del griego phoreion, que significa lo mismo. 13. Michael V. Fox, The Song o f Songs and theAncient Egyptian Songs, University of Wisconsin Press, Madison 1985, p. 95.

serio su propia opinión15. De modo parecido, H. Lusseau llama la atención a favor de una autoría femenina del papiro Chester Beatty I, Cantos d e amor, así como de los bajorrelieves de El Amarna, donde una mujer dirige una orquesta. Con todo, no saca de esto consecuencias potenciales para el Cantar16. Rolf Rendtorff escribe, como una prueba de evidencia, que «el Cantar de los canta­ res está construido como un canto de mujer»17. Roland Murphy escribe tam­ bién que «uno se siente presionado a preguntar si el autor pudo haber sido una mujer, y seguramente lo fue, por lo menos en parte»18. Anteriormente, y con más energía, Andrew Greeley había insistido en la misma cuestión19. De hecho, en el Cantar de los cantares, la mujer lleva la voz cantante. La mayoría de discursos proceden de ella y, aunque el amado habla a menudo y también profusamente, sucede muchas veces que sus frases citan a la Sulamita. Esta situación es simplemente única en la Biblia, aunque no debió ser la pri­ mera poesía bíblica o del antiguo Oriente próximo compuesta por una mujer. Samuel Kramer ha mostrado que «el primer canto de amor» ocurrió en Sumer en el marco del «matrimonio sagrado» entre el rey y la diosa de la fertilidad per­ sonificada por una sacerdotisa20. En este género poético, es la mujer quien habla. «En las liturgias de la fertilidad», escribe Daniel Lys, «el papel de la mujer es pre­ eminente». En ellas, a la diosa se la llama esposa, madre, hija21. Esto no concierne a Israel -por lo menos no al verus Israel-, aunque aquí, como en otras partes del antiguo Oriente próximo, la mujer es una especialista en cantos de amor y cantos de guerra: los cantos de bienvenida a los guerreros tras la batalla, en particular22. S. D. Goitein menciona 1 Samuel 18, 6-7; Éxo­ do 15, 20; Jueces 4, 9; véase también Salmos 68, 12; Isaías 37, 22; Jeremías 38, 22. Aunque, pese a pertenecer a otro género, no deberíamos olvidarnos tam­ poco de mencionar lo que se dice de la Sulamita en tiempos del profeta Eliseo 15. El mismo autor mantiene una actitud parecida sobre Cantar de los cantares 6, 12, que examinaremos más tarde. 16. H. Lusseau, «Le Cantique des Cantiques», en Introduction a la Bible, ed. por A. Robert y A. Feuillet, Desclée et Cíe, Tournai 1957, vol. 1, p. 655-666. 17. Rolf Rendtorff, The Oíd Testament. An Introduction, trad. por John Bowden, Fortress Press, Filadelfia 1986, p. 263. 18. Roland E. Murphy, The SongofSongs, Fortress Press, Minneápolis 1990, p. 70. Murphy remite a Phyllis Trible, Cod and the Rhetoric ofSexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 145, y a Athalya Brenner, The Israelite Woman: Social Role and Literary Type in Biblical Literature, JSOT Press, Scheffield 1985, p. 46-50. Véase también Murphy, p. 82, 91, etc. 19. Véase Andrew M. Greeley y Jacob Neusner, The Bible and Us: A Príest and a Rabbi Read Scripture Together, Warner Books, Nueva York 1990, p. 34, 36, etc. 20. Samuel N. Kramer, The Sacred Marriage Rite: Aspects ofFaith, Myth, and Ritual in Ancient Sumer, Indiana University Press, Bloomington 1969. 21. Daniel Lys, Le plus beau chant de la création, Cerf, París 1968, p. 48. 22. Veáse S. D. Goitein, «Women as Creators of Biblical Genres», trad. por Michael Cara-

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en 2 Reyes 4, 8-37; es posible que haya servido de modelo al autor del Cantar de los cantares. También hay mujeres que pertenecen a gremios sapienciales. Una de estas mujeres llegó de Teqoa para dar una lección al rey David (2 Samuel 14, 13-14); otra es Abigáyil, la de Karmel (1 Samuel 25, 29-31). La mujer cultiva también otros géneros poéticos. Por ejemplo, el canto mor­ tuorio, que desempeña un papel muy importante en las sociedades tradiciona­ les (véase 1 Samuel 1, 24; Jeremías 9, 16-19; Lamentaciones 1; 2; 4). Además, igual que en Mari, sobre el Eufrates, el oráculo profético en Israel no es domi­ nio exclusivo de los hombres. La Escritura nos da el nombre de cuatro profeti­ sas. Miriam y Débora son «bardos, como Goitein dice atinadamente, y es difí­ cil distinguir entre oráculo y poema en lo que a ellas se refiere (cf. Jueces 5, 12). Juldá y Noadyá pertenecen al período de la profecía clásica (2 Reyes 22, 1420; Nehemías 6, 14). Pese a haber quedado excluida de la liturgia en el templo de Jerusalén, a la mujer no se le niega el acceso al templo. La historia de Ana, la futura madre de Samuel, es un buen ejemplo de ello23. Las mujeres forman grupos de cantantes o danzantes (Jueces 21, 19-21; Jeremías 31, 3-4), hecho que explica por qué encontramos en el Cantar de los cantares la designación «hijas de Jerusalén»24. En resumen, no sólo es posible, sino que cabe esperar que un canto de amor en el antiguo Oriente próximo esté escrito por una mujer. Si nos acercamos bien al contenido del Cantar de los cantares, además, podemos quedar sorprendi­ dos por la gran libertad de la Sulamita. Se la presenta tomando la iniciativa la 23. Pero debemos compararlo con un texto como Deuteronomio 16, 11,14. 24. Sobre esto, es interesante trazar paralelos entre las «hijas de Jerusalén» en Cantar de los cantares y el antiguo coro griego, que, desde el tiempo de Aristóteles, desempeña el papel de espectador del drama, representa al pueblo y defiende las opiniones comúnmente mantenidas. Este último punto explica, a mi entender, la distancia profunda que media entre este coro de las «hijas» -u n resultado posible de la influencia helenística sobre el Cantar- y la Sulamita. Podría­ mos decir, siguiendo a Soren Kierkegaard, en Temor y temblor, que las «hijas de Jerusalén» repre­ sentan lo general, mientras que los amantes en Cantar de los cantares representan lo particular. Pero sólo lo particular relativiza lo correcto de acuerdo con los mores sociales de la época. La idea de un coro en Cantar de los cantares puede también explicar en parte el texto difícil de 7, 1, donde efectivamente las versiones hablan de un doble coro (LXX, «como coros»; Pesitta: «como un coro, y como un coro de campamentos»; Vulgata: nisi chorus castroruni). Paul Joüon (Le Cantique des Cantiques: Commentaire philologique et exégétique, Beauchesne, París 1909) ad loe., traduce: [ratigées] comme un double choeurí Denis Buzy, «Le Cantique des Cantiques traduit et coramenté», en La Sainte Bible, vol. 6, Letouzey et Ané, París 1946, p. 347: h lafa$on d ’un choeur a deux parties. Más decisivo, en mi opinión, es el estudio de Jack Sasson, «The Worship of the Golden Calí», en Orient and Occident: Essays Presented to Cyrus Gordon, ed. por Harry A. Hoffner, Neukirchener Verlag, Neukírchen-Vluyn 1973, p. 151-159. Este autor muestra que el término meholah, presente en Cantar de los cantares 7 ,1 , designa un canto a manera de antífona en dos grupos com­ puestos por mujeres y músicos. En cuanto a la influencia helenística sobre el Cantar, véase la ante­ rior nota 12; podemos pensar también en la personificación del amor en Cantar de los canta­ res 2, 7; 3, 5; 8, 4,7; etc.

mayoría de veces. Esto es tan inesperado en el contexto bíblico en general que algunos críticos han creído en una influencia proveniente de la poesía Sangam de los tamiles25. Otros miran hacia Egipto, a mi entender con mayor éxito. Michael Fox, por ejemplo, escribe: [Ch.] Rabin conjetura que el Cantar fue escrito por alguien familiari­ zado con la poesía amorosa india... Pero no es necesario volverse hacia la India para hallar paralelos con las características de Cantar que Rabin considera derivadas de la poesía amorosa tamil. [Por ejemplo] la mención de la especias originarias del Oriente asiático no es (contrariamente a lo que piensa Rabin) una prueba de la influencia india... Los nombres de dos especias (n erd y karkom) fueron probablemente adoptados través de Persia2tS. En mi opinión, la influencia egipcia sobre el Cantar de los cantares está definitivamente establecida. Hay demasiados rasgos comunes a ambas literatu­ ras para ignorarla. Por esto quiero creer que el país del Nilo, con su concep­ ción más liberal de la mujer en general, sirvió de modelo al poeta del Cantar, aunque no deberíamos minimizar la importancia de las diferencias. Se sigue que hay que poner el acento, más de lo que se ha hecho hasta ahora en general, sobre la iniciativa femenina mostrada por la poesía folclórica dentro de Israel. Éste es el caso de un texto como el de Isaías 27, 2-6, donde la personificación de la viña habla como una mujer. Lo mismo puede decirse de una tradición de la Misná, importante para nuestro propósito, M isná Taanit 4, 4. Las doncellas de Jerusalén danzan entre las viñas; piden a los jóvenes que vuelvan sus ojos hacia ellas. La respuesta de los muchachos es también interesante: «¿Ha visto alguna vez alguien que un muchacho hablara el primero a una doncella?» Por esto, no ha de sorprender demasiado en definitiva que el autor del Can­ tar de los cantares sea una mujer. Es el canto de una mujer, desde el principio hasta el final, y pone a la heroína en el centro de la escena. «Todos los aconte­ cimientos se narran desde el punto de vista de la mujer, aunque no siempre con su voz, mientras que, desde el ángulo de visión del muchacho, sabemos poco aparte de cómo él la ve», dice Michael Fox ( The Song o f Songs, p. 309). Añade que la aparente ausencia de la autora es engañosa, porque ésta se encuentra por doquier, «tras las bambalinas, comunicándonos actitudes sobre los persona­ jes... y estableciendo muchas de las normas con que tenemos que comprender y evaluar a los personajes» (p. 258).

25. Ch. Rabin, «The Song of Songs and Tamil Poetry», en Studies in Religión, 3 (1973) 205219. Norman Gottwaid, Interpreter's D ictionary o fth e Bible, vol. 4, art. «Song of Songs», desarrolla también la idea de un origen indio de ciertos objetos del Cantar de los cantares. 26. Fox, The Song o f Songs, p. xxvi, n. 6.

Antes de seguir, debo dar respuesta a una objeción. Hay en la antigua li­ teratura mundial (me refiero por ejemplo al teatro japonés No) o en la litera­ tura moderna (por ejemplo, D. H. Lawrence, El am ante d e Lady Chatterley, 1928), la posibilidad de que un actor masculino represente el papel de una mujer. En consecuencia, podríamos imaginar la misma ficción por lo que se refiere al Cantar de los cantares. Pero tal cosa es absolutamente imposible en Israel, donde toda forma de «trasvestismo» (en el sentido moderno de la pala­ bra) es vista con horror. Ya no estaríamos en presencia de un acto subversivo, sino ante una blasfemia pura y simple (cf. Deuteronomio 22, 5). Un texto significativo es Cantar de los cantares 8, 12: «Mi viña, la que es mía, la retengo». Según Lys, quien habla en los versículos 11-12 es el muchacho, pero admite también que podría ser ella (véase Lys, Le plu s beau chant d e la création, p. 302). La última lectura es preferible. Ella dice que su «viña» le perte­ nece, empleando el término lepanay, que generalmente se traduce como «a mi disposición» (Génesis 13, 9; 20, 15; 24, 51; 34, 10; 47, 6; 1 Samuel 16, 16; 2 Crónicas 14, 6). La fórmula ya está presente en 1,6, en boca de la heroína. Como dice André Robert, lepanay sólo puede estar en oposición a le-noterím («los guar­ das», masculino, en el mismo versículo)27. A todas luces la Sulamita proclama que su «viña» le pertenece; ella misma cuida de ella sin recibir ayuda de nadie28. En el Cantar, la Sulamita es siempre quien dice ’a ni, «mí» o naspi «mi espíritu, mí», o hasta lib b i «mi corazón, mí» (cf. v. 10). No es una excepción Cantar de los cantares 8, 12, donde vemos que, como contraste, Salomón no permite que aquella a quien él ama tenga que guardar sola su viña, esto es, su cuerpo, y prefiere que otros la guarden en su harén. Es la continuación de] rema prece­ dente (versículos 6-7), según el cual no se puede comprar el amor; no es un algo cuantificable que pueda «comercializarse». Salomón ve el amor en términos de mil doscientos siglos —¡dejémosle que así se lo crea! Que otros le guarden su «viña», si así lo desea ; no va a ganar nada con ello. El argumento de Cantar de los cantares 8, 12 se dirige ante todo contra aquellos que son llamados «hermanos» de la Sulamita (1, 6 y 8, 8s). En ese último texto, los hermanos hablan de su obligación de defender a su hermana pequeña y de verla casada. En el Oriente medio, los hermanos desempeñan un papel importante en el compromiso matrimonial y en la boda de su hermana (Génesis 24, 29,50,55,60), así como en la protección de su castidad (Génesis 34, 6-17; 2 Samuel 13, 20,32). Debe notarse que el término ledabbér b e - en el

27. A. Robert, R, Tournay y A. Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction et commentaires, Gabalda, París p. 321.

28. Cf. Marvin H. Pope, Song ofSongs. A New Translation with Introduction and Commentary, Doubleday, Garden City 1977, p. 690: Si la mujer afirma aquí autonomía, este verso puede convertirse en un texto de oro para la liberación de la mujer».

versículo 8b (NRSV: «hablar en nombre de») significa, entre otras cosas, «pedir en matrimonio» (1 Samuel 25, 39). En el versículo 10 viene la repuesta de la muchacha, algo así como: «Si soy una muralla para Salomón, no es debido a una supuesta inmadurez mía. De hecho, tengo pechos como torres y mi castidad corre a mi cargo». Aquí, como en todo el poema, la Sulamita se muestra apa­ rentemente peligrosa, como una mujer «fácil». Es sorprendente el paralelo con la actitud de varias heroínas, como Rut en la era, por ejemplo, o Tamar a la entra­ da de Enaim, o también Judit en la tienda de Holofernes. Deberíamos decir aquí de la Sulamita lo que debe decirse de estas heroínas. Lo que defienden no es un relajamiento de la moral, y mucho menos el amor libre. La Sulamita es, en realidad, una mujer libre, pero su libertad consiste en permanecer inquebran­ tablemente fiel a quien ama. Le es fiel fuera de los vínculos matrimoniales y de las restricciones sociales. El Cantar de los cantares se opone diametralmente a las alabanzas burguesas a la fidelidad femenina (cf. Deuteronomio 22, 13-29), o a la mujer esposa y madre (cf. Proverbios 31), por ejemplo. Esta vez se alaba a la mujer como amante, en contraste con textos tan antifeministas como Eclesiastés 7, 28, o Proverbios 9, 13; 21, 9,19; 27, 15. Pues, en el Cantar, toda la estructura social es sometida a una crítica severa. Con relación a Cantar de los cantares 8, 6, Andrew Harper entiende correctamente que hay aquí una reac­ ción contra el matrimonio como un simple asunto de contrato y el precio pagado por la novia como una mera cuestión de orgullo, como sucede todavía entre los orientales. Inmediata e inevitablemente, esta declaración de la naturaleza del amor lle­ va a una condenación del punto de vista común en una frase a modo de dardo que, traspasando primero el espléndido y voluptuoso Salomón, va directo al corazón de la práctica habitual de la época29. Notemos, de paso, que la lectura del poema como pieza subversiva escla­ rece la recurrente exhortación de «no provoquéis ni desveléis a mi amada hasta que ella quisiere». Roland Murphy tiene sin duda razón cuando pone de relie­ ve que «el amor se personifica como si fuera un poder, como en 8, 6... El amor tiene sus propias leyes y no se le compra artificialmente»30. Pero la cuestión es ¿contra qué opinión se va aquí? Sugiero que se alude al intercambio habitual 29. Andrew Harper, The Song of Solomon, with Introduction and Notes, Cambridge Uni­ versity Press, Cambridge 1902, p. 58. Heinrich H. Gratz ( Schir Ha-Schirim oder das Salomonische Hohelied W. Dacobson, Breslau 1885), ve en el juramento por las gacelas y las ciervas una exhortación a las hijas de Jerusalén para que ninguna mujer firme un contrato matrimonial con­ tra su voluntad. 30. Murphy, The Song ofSongs, p. 137. Cf. Israel Bettan, The Five Scrolls: A Commentary on the Song ofSongs, Union of American Hebrew Congregations, Cincinnati 1950, sobre Cantar de los cantares 2, 7.

de presentes (compensatorios) entre las dos familias comprometidas. La exhor­ tación es de este modo un comentario interno a la declaración de 8, 7: que el amor no se compra. A decir verdad, no resulta superfluo en este momento recordar que, en el antiguo Oriente próximo, los matrimonios se disponen independientemente del mutuo acuerdo de las preferencias de aquellos a quienes ante todo concierne. Si ha de surgir amor entre los esposos, habrá de ser tras la boda. Génesis 24, 67 tra­ ta de esto. A contrario, el caso de Jacob y Raquel es inusual, pero el joven ya está viviendo con su futuro suegro. Por ello, la alusión de 8, 7 a aquellos que com­ prarían el amor no es una fantasía por parte de la autora; es exactamente lo que ella veía suceder a su alrededor, y desafía la costumbre con una ironía mor­ daz. No sólo no están casados los amantes del Cantar de los cantares, sino que, como dice Harper, en respuesta a Karl Budde31, que creyó otra cosa como muchos otros, «¿hay algo más inmoral que incitar a los jóvenes a buscar aquello que las “buenas costumbres” de su gente trataba de hacer imposible?»32. Hay otra cosa importante que recordar: no hay ninguna ley contra la poli­ gamia en la Biblia o en el judaismo antiguo. Que el Cantar de los cantares con­ sidere el auténtico amor como una relación exclusiva entre un hombre y una mujer abre una amplia perspectiva. Algunos han visto en el poema una especie de comentario sobre Génesis 2-3. También allí, el mito nos habla de un hom­ bre y de una mujer. Phyllis Trible escribe: la primera pareja pierde su unicidad por la desobediencia. Consecuen­ temente, el deseo de la mujer se convierte en dominación del hombre. La segunda pareja [la del Cantar] afirma su unicidad a través del erotismo. En consecuencia, el deseo del hombre es placer para la mujer. Puede ser tam­ bién otras cosas, pero el Cantar de los cantares es un comentario a Géne­ sis 2-3. El paraíso perdido es un paraíso ganado de nuevo33. Ahora bien, es ciertamente verdad que el Cantar de los cantares es una ce­ lebración del gozo de vivir y del gozo del amor con una ausencia total, m irabile dictu, de sentimiento de culpabilidad. La culpa sentida por la pareja original al descubrir su desnudez es aquí trascendida por un embeleso ante la différence. Pero si es así, en lugar de ver en el Cantar, con Karl Barth34 y, más tarde, Phyllis 31. Karl Budde, «Das Hohelied erklart», en K. Budde, A. Bertholet, D. G. Wildeboer, Die Fünf Megillot, J. C. B. Mohr, Tubinga 1898. 32. Harper, The Song o f Songs, p. 58.

33. Phyllis Trible, «Depatriarchalizing in Biblical Interpretación», en Journal of the Ameri­ can Academy of Religión, 41 (1973) 47. 34. Para Karl Barth, el Cantar completa el pensamiento de Génesis 2. La voz femenina esta­ ba allí implícita y se hace explícita en Cantar de los cantares 7, 11. Véase su Church Dogmatics, vol. 3, Parte 2, trad. por Harold Knight, y otros, T. &. T. Clark, Edimburgo 1960, p. 294.

Trible, un complemento a Génesis 2-3, deberíamos más bien percibir ambos textos como en oposición mutua35. No basta contrastar simplemente Génesis 3, 16 (tesuqaték, «hacia tu marido será tu anhelo [fem.]») y Cantar de los cantares 7, 11 (tesuqato, «su deseo es hacia mí [fem.]») sin más ni más. Más que un com­ plemento contrastado, hay en el Cantar oposición a la letra de Génesis 3. El Cantar de los cantares es iconoclasta, aspecto que retomaremos más adelante. Sólo distanciándose de ambos pueden los lectores concluir que estos textos no se excluyen necesariamente uno al otro, sino que son verdaderos de un modo alternativo. Esto no quiere decir que Génesis sea un texto religioso y Cantar de los can­ tares un rechazo secular de un punto de vista antiguo. Daniel Lys tiene razón en concluir su hermoso análisis del Cantar sosteniendo que el significado literal y natural del libro es teológico. El poema desmitifica lo sexual y lo remite vela­ da aunque poderosamente a la experiencia existencial de la unión entre Dios e Israel. En la medida en que ciertos textos sobre hierogamia mesopotámica pue­ dan haber influido en la poetisa -por lo menos en su vocabulario36- , se adopta aquí una postura polémica contra el espíritu de estos textos. El amor carnal no es aquí una duplicación mimética de un arquetipo divino primordial. Queda excluido todo utilitarismo, incluido el religioso. La fecundidad nunca se con­ templa en el Cantar de los cantares como justificación de la unión de la pareja humana, y este hecho hace totalmente imposible la idea de que el poema sea la «leyenda» o el guión que dicta el desarrollo de una celebración de renovación estacional o bien -otra teoría pertinaz—de una ceremonia matrimonial. Por ejem­ plo, algunos vieron en las descripciones mutuamente voluptuosas de los aman­ tes wasfs de diversos tipos, esto es, poemas que estaban de moda entre los cam­

35. Véase también Trible, God and the Rhetoric ofSexuality, p. 144-165. 36. Esta teoría la proponen en particular H. Schmóckel, Heilige Hochzeit und Hoheslied, Deutsche Morgendlanische Gesellschaft, Eiesbaden 1956; Theophile J. Meek, The Song of Songs, Interpreter’s Bible, vol. 5, Abingdon, Nashville 1992, p. 98-148; Helmer Ringgren, Das Hohe Lied, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1958; también M. H. Pope, Song ofSongs, cuya fuente de ins­ piración es la literatura cananea de Ugarit. Estos autores creen que el Cantar se halla en el canon escriturístico debido a una confusión o una anexión deliberada. El poema es un folleto sobre hierogamia sagrada, punto culminante de la celebración de Año Nuevo en Babilonia. Como en Israel hubo manifestaciones «paganas», no es sorprendente hallar un texto como el que tenemos aquí; debió ser muy conocido en círculos populares. Un editor yahvista lo liberó de sus elemen­ tos más provocativos y los reinterpretó alegóricamente como celebración del amor entre Dios y su pueblo. A esto, replicaría que los textos hierogámicos se centran en la fecundidad, puesto que el ritual tiene por objeto la renovación del año y su abundancia. No encontramos nada parecido en el Cantar de los cantares. Además, nadie explica cómo un texto revisado por yahvistas de bue­ na fe no contenga ninguna alusión al Dios de Israel o a la Heilsgeschichte. Volveremos sobre esto último más adelante.

pesinos sirios durante la ceremonia de boda, que duraba siete días37. Pero esta teoría, que pareció sumamente prometedora a finales del siglo XIX, debe recha­ zarse. No ha podido encontrarse en Palestina una confirmación de la estructu­ ra siria. Además, el Cantar es demasiado breve para una ceremonia que durase siete días. Antes de seguir adelante en nuestra investigación del método literario de subversión usado por el Cantar de los cantares, observemos lo importante que es este rasgo para establecer una unidad de autoría. En realidad, sería difícil imaginar a un grupo de autores líricos uniendo sus esfuerzos poéticos con el único y común objetivo de encomiar al Eros y la libertad respecto del establishm en t en un lenguaje que se muestra sorprendentemente consistente a lo largo del texto. Othmar Keel destaca cuánto se aleja el Cantar de los cantares de las estruc­ turas sociales ordinarias. La institución, observa, es simplemente ignorada aquí y esto explica, por ejemplo, la ausencia del padre y de los descendientes, esto es, del pasado y del futuro38. Ahora bien, la institución, la familiar o cualquier otra, incluye también lo ritual, aspecto que merece ser observado con mayor atención. De acuerdo con una costumbre ampliamente difundida, la novia se traslada durante la ceremonia nupcial a la casa de la familia de su novio. Esta última se llama b e it-’a b, esto es, literalmente, la «casa del padre». En el Cantar, no obs­ tante, el motivo de este paso ritual a la «casa del padre» es sustituido por una inesperada invitación, hecha por la novia a su novio, a entrar en la casa de su madre (3, 4; 8, 2)39. De modo que se invierten los roles, la invitación sale de la boca de la mujer, y el parentesco futuro se establece con la madre de ella. Ade­ más, como dijimos antes, no se menciona para nada en el Cantar al padre de la novia —una omisión tanto más sorprendente cuanto que una muchacha no casa­ 37. Wasfi sirios de Qasim el-Chinn fueron coleccionados por J.-C. Wetzstein, cónsul ale­ mán de Damasco en el s. XIX. «Die syriscfie Dreschtafel», en Zeitschrififtir Ethnologie, 5 (1873) 270-302. Se trata de mutuas descripciones ditirámbicas entre prometidos. Encontramos en ellas «toda la gama de sentimientos... desde el gozo sin medida hasta la depresión más profunda» (Robert, Tournay, Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction et commentaire, p. 421). El crítico alemán Karl Budde estuvo muy influido por Wetzstein en su comentario de 1898. Pero tanto entusiasmo en esto debe moderarse por muy variadas razones. Michael Fox, por ejemplo ( The Song of Songs, p. 232), observa que hay wasfi en los cantares de amor egipcios, pero no en un contexto nupcial. Y, al contrario, en los cantares nupciales, no los hay. (Por ello, serían éstos congruentes con el Can­ tar tal como nosotros lo leemos, pero no como lo leen Wetzstein y Budde). Además, Wesley J. Fuerst objeta que las costumbres sirias del s. XIX apenas arrojan luz alguna sobre una situación de los tiempos bíblicos. Véase su The Books ofRuth, Esther, Ecclesiastes, The Song of Songs, Lamentations: The Five Scrolls, Cambridge University Pres, Cambridge 1975, p. 166. 38. Othmar Keel, Deine Blicke sind Tauben: zur Metaphorik des Hohen Liedes, Vlg. Katholsiches Bibelwerk, Stuttgart 1984, p. 13. 39. Véase Génesis 24, 67: Isaac toma a su nueva esposa en la tienda de su madre y a fallecida. ,. .

da dependía del padre antes de depender de su marido40. Ya desde este punto de vista el poema se sale del marco habitual e institucional. No se propone celebrar el asentimiento social al «matrimonio convencional» de una pareja, sino cantar un amor «indisciplinado». Paul Ricoeur escribe: El Eros no es institucional. Es una ofensa reducirlo a un pacto, o al débi­ to conyugal... La ley de Eros -que ya no es en modo alguno ley—es la reci­ procidad del don. Es por esto infrajurídico, parajurídico, suprajurídico. Pertenece a la naturaleza de su demonismo amenazar la institución -cual­ quier institución, incluido el matrimonio. Luego, en una densa página, Ricoeur desarrolla este punto y muestra su carácter subversivo: Es un enigma que la sexualidad se vuelva incompatible con la trilogía humana: lenguaje-instrumento-institución... La sexualidad, cierto, movi­ liza el lenguaje; pero lo atraviesa, lo subvierte, lo vuelve sublime o cana­ lla, lo reduce a fragmentos de murmullo o a invocación; el lenguaje cesa de ser mediación. La sexualidad es Eros, no logos,... Es suprainstrumental, por cuanto sus instrumentos deben pasar desapercibidos... Por último, por mucho que se diga de su equilibrio en el matrimonio, Eros es no-institucional41. Con la intención de enaltecer al eros, la poetisa se atrevió a usar un lenguaje que los profetas y algunos sacerdotes habían empleado tradicionalmente para describir metafóricamente las relaciones íntimas entre Dios y su pueblo. Dicho brevemente, es un lenguaje aceptado en el ámbito religioso en virtud de su uso fi­ gurado. Esta es la razón de que la escuela alegorizante no tenga problema alguno en mostrar la impresionante superposición posible entre el lenguaje de los profe­ 40. Véase Roland de Vaux, Les Institutions de l'Ancien Testamenta vol. 1, Cerf, París 1958, p. 48. Cf. también R. Tournay en Robert, Tournay, Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction et commentaire, p. 385. La madre se menciona con frecuencia en Cantar de los Cantares 1, 6; 3, 4; 6, 9; 8, 2,5. Günther Krinetzki contrasta este uso del tema con paralelos egipcios, en los que la madre hace de útil intermediaria en el desarrollo del relato. Aquí ella es «protomodelo de la mucha­ cha en lo tocante a feminidad». Véase su Kommentar zum Hohenlied: Bildsprache und theologische Botschaft, Lang, Francfort 1981, p. 257, n. 231. 41. Paul Ricoeur, «Sexualité: la merveille, l’errance, l’énigme», en Histoire et vérité, Seuil, París 1955, p. 209, 208. Cf. G. Gerleman, sobre Cantar de los cantares 2, 6: «El drama del amor según el Cantar es indiferente a las costumbres y a la moralidad. Más aún, el Cantar afir­ ma tranquilamente la prioridad del amor sobre cualquier norma social y sobre cualquier rela­ ción familiar (y hasta cualquier condición de matrimonio preliminar)». Ruth; das Hohelied, Neuckirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1965, p. 120.

tas y el del Cantar de los cantares. André Robert, en particular, insiste en decir que la intención original del Cantar es alegórica. Llama además la atención sobre el hecho incontrovertible de que la profecía bíblica menciona también a reyes, pas­ tores, rebaños, viñas, jardines, Líbano, flores primaverales, despertares noctur­ nos. Para Robert, estos términos y expresiones tienen en el Cantar el mismo signi­ ficado escatológico que en los libros de los profetas. Se alude con todo ello a la res­ tauración que Dios lleva a cabo de su pueblo infiel, y a la reanudación, por así de­ cir, de su luna de miel. Israel y su tierra son amados por Dios. Los abundantes tér­ minos topográficos del Cantar de los cantares, afirma, se entienden bien cuando se los percibe como descripciones de Palestina en tiempos mesiánicos. Siguiendo por la misma línea, Robert y otros hacen hincapié en el lenguaje erótico de los profetas desde tiempos de Oseas. Pero esta escuela exegética per­ manece en silencio sobre el hecho de que los profetas se esforzaran lo indecible por evitar las alusiones explícitamente sexuales, pues se las estigmatizaba como idolatría naturalista cananea. Además, los profetas dan la clave de sus metáforas, en especial si pertenecen al campo sexual. En cambio, en el Cantar de los can­ tares en vano buscamos esta llave, por la razón obvia de que no hay puerta que deba abrirse. Muchos de sus pasajes se resisten obstinadamente a toda alegorización; la escuela alegorizante debe entonces forzarlos según moldes prefabri­ cados. Sobre Cantar de los cantares 8, 5, por ejemplo, donde encontramos el tér­ mino 'orartika («te desperté», en boca de la Sulamita), Marvin Pope escribe que «el texto recibido representaría, de acuerdo con la alegoría, a Israel que despierta a Yhwh ¡dormido bajo el manzano donde su madre le concibió y dio a luz!» (Pope, Song o f Songs, p. 663). La escuela alegorizante debe, consecuen­ temente y contra toda evidencia en contrario, alterar la vocalización masorética tradicional de texto y poner el discurso en boca del muchacho. En otras pala­ bras, los masoretas no leyeron ciertamente el poema de forma alegórica. Visto esto, es bastante difícil alegorizar, en nombre de la tradición hermenéutica anti­ gua, sobre el Cantar de los cantare's. Además, podemos aplicar a toda interpre­ tación alegórica el siguiente juicio de Daniel Lys, que sigue a su vez a Rowley: «utilizan una clave encontrada fuera del texto para interpretar el texto»42. Pero entonces, si están así las cosas, nos vemos arrojados a una situación hermenéutica sumamente paradójica. De hecho, estamos abordando un caso límite de hermenéutica bíblica. Podría trazarse la «trayectoria» del texto de la 42. Lys, Le plu s beau chant, p. 39. Tampoco H. H. Rowley encuentra nada en el Cantar «que no sea lo que parece ser, cantares de amor... Todos los otros puntos de vista ven en el Can­ tar lo que ellos mismos ponen en él». Véase su «The Interpretation of the Song of Songs, en The Servant o f the Lord a n d Other Essays on the O íd Testament, Lutterworth, Londres 1952, p. 233. Para Michael V. Fox, «la igualdad de los amantes y la igualdad de su amor, y no precisamente la sen­ sualidad terrena del Cantar, es lo que hace de su unión una analogía inadecuada del vínculo que une a Dios con Israel» ( The Song o f Songs, p. 237).

siguiente manera: primero, la autora del Cantar de los cantares des-metaforiza, podríamos decir, el lenguaje que los profetas utilizan cuando describen la rela­ ción entre Israel y Dios. Primero, el Cantar restaura así el lenguaje en su senti­ do primero y original, haciendo que el lenguaje sea de nuevo capaz de descri­ bir el amor ente un hombre y una mujer. Luego, la autora va incluso más allá. En su poema magnifica la lujuria, la naturaleza, el cortejo, el erotismo, ele­ mentos todos ellos que los profetas y los sabios consideran hasta cierto punto cuestionables (podemos comparar aquí, como hace Othmar Keel, Proverbios 7, 8 con Cantar de los cantares 4, 14; 1, 13; Isaías 3, 16 con Cantar de los canta­ res 4, 9; Oseas 4, 13 con Cantar de los cantares 1, I6s, por ejemplo). De modo que, resumiendo, el lenguaje ha trazado un círculo perfecto, pasando del senti­ do literal al metafórico, para volver de nuevo al no figurativo. Se ha producido una vez más un viraje. Lo que la autora original del Can­ tar de los cantares escribió con intención subversiva y liberadora se convirtió de nuevo por fuerza en mentalidad «burguesa» a través de posteriores lecturas del texto. Al eros del poema se le opuso artificialmente un descarnado agapé. Por esta razón, el espíritu rebelde de la obra se amansó en un himno místico y dua­ lista, en el que el carácter masculino ya no es un hombre y el femenino ya no es una mujer; ambos son personas asexuadas. Jacques Winandy está posiblemente en lo cierto al decir que ya el redactor final, mediante ciertas interpolaciones, cambió el canto de amor en una pieza sapiencial que describía el amor de Salo­ món por la Sabiduría43. En todo caso, la indicación de «Cantar de Salomón» es totalmente sospechosa. Además, los versículos finales del Cantar de los cantares pueden haber sido leídos en ciertos momentos de la transmisión del texto como portadores de una clave interpretativa del conjunto del poema, en el sentido de que el personaje femenino no sería aquí más que la misma Sabiduría. Pode­ mos luego comparar este fenómeno con uno parecido del final del Eclesiastés. Para Robert y Tournay, por ejemplo, Cantar de los cantares 8, 13-14 son apén­ dices que identifican a la Sulamita con la Sabiduría, sesgando así el tema gene­ ral del poema44. Está claro que la autora escribió un cantar, un romance, que pronto pro­ dujo embarazo a sus coetáneos judíos (y, más tarde, a los cristianos). Sin embar­ go, es bien sabido que un principio práctico de interpretación de algo que los conservadores intransigentes consideran escandaloso es el recurso a la alegoría. El texto de Freud citado al comienzo de este capítulo lo expresa muy bien. Pare­ ce que cuanto más atrevida es una escena de amor tanto más probable es que encuentre una interpretación mística. Orígenes, dice Jean Daniélou, ya había 43. Jacques Winandy, Le C antique des Cantiques, p oem e d'am our m u é en écrit de sagesse, Casterman, París 1960. 44. Robert, Tournay, Feuillet, Le Cantique, p. 35 ls.

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enunciado la regla de que «las Escrituras no pueden decirnos nada indigno de Dios, de modo que si hubiera algo indigno de Él habría que interpretarlo en sen­ tido espiritual»45. Por ello, si encontramos en el Cantar «algo indigno de Dios», se impone automáticamente una interpretación figurativa. Consiguientemente, en virtud del «principio del dominó», más que en una mujer autora, se pien­ sa en un escriba, esto es, precisamente un representante del partido conservador. M. H. Segal habla de una escuela de poesía amorosa popular; Robert Pfeiffer, de poetas profesionales; y así sucesivamente46. La paradoja está en que, cuando se quiere evitar la «indignidad» del texto literal, se cae en una indignidad mayor todavía. En el siglo IV d. C., Teodoro de Mopsuestia en Sicilia defendió el sentido literal del Cantar de los cantares. Sus ideas fueron condenadas por el concilio de Constantinopla, en 553, y sus obras destruidas. «¡Tapad ese pecho que no debo ver!». Es fácil imaginar el tipo de mensaje que un escriba desearía proponer, sobre la Sabiduría, deseable como una mujer hermosa, o sobre el frustrado aunque gra­ ciosamente mantenido amor entre Dios y su pueblo. Evitando un poema que glorifique el erosy, que por su género, puede incluso abrirse camino hasta los ba­ res y los prostíbulos, el representante oficial de la tradición y de la sabiduría reo­ rienta su Cantar hacia una interpretación más aceptable, aunque inocua y tibia. A través de la alegoría, lo erótico es sólo un instrumento retórico, mientras que el contenido literal queda santificado por la actitud distante y su espiritualidad. Cierto, si rechazamos la huida fácil del alegorismo, no por ello se evitan todos los peligros. Porque una cosa es decir que el poema es, en realidad, una canción de amor entre un hombre y una mujer, y otra muy distinta detectar cuál es el proyecto de un libro que paradójicamente resulta así más problemático. A Michael Fox, por ejemplo, le cuesta averiguar por qué se escribió inicialmente el Cantar de los cantares. Procediendo por eliminación, rechaza la idea de que fuera compuesto para favorecer d cortejo o el matrimonio, profano o sagrado, o hasta que fuera concebido como un canto funerario (normalmente asociado al culto de Tamuz y Adonis)47. Concluye que el poema fue escrito para entrete-

45. Jean Daniélou, Origine, LaTable Ronde, París 1948, p. 149. Daniélou remite a la obra de Ferdinand Pratt, Origene, le théologien et iexégete, París 1907, p. 179. Con todo, notemos que no hay complacencia en el erotismo en el Cantar. Ni siquiera en las encendidas y recíprocas des­ cripciones de la anatomía del sexo opuesto, «sus ojos no se detienen en las parte íntimas de la ana­ tomía ni se complacen en ellas» (5, 14; 7, 2-3 [1-2]), como con toda razón dice R. Murphy ( The Song of Songs, p. 102). Por esto, además, el exegeta moderno tiene que respetar la ambivalencia de las metáforas y no ha de sofocarla con una «traducción clínica» (ibídem, p. 102, n. 395). 46. M. H. Segal, The Song o f Songs-, Robert H. Pfeiffer, Introduction to the Oíd Testament, Harper and Brothers, Nueva York 1948, p. 711. 47. Sobre el Cantar de los cantares como canto funerario, véase Pope, Song o f Songs, p. 210-229.

nimiento. Una conclusión de este tipo, no obstante, constituye un grave error que debilita un por lo demás convincente libro sobre paralelos egipcios con el Cantar de los cantares. El entretenimiento puede estar justificado en lo que con­ cierne a Egipto, pero el crítico traspasa a Palestina un Sizt im Leben foráneo. Al hacerlo, olvida que ambas sociedades son en ciertos aspectos totalmente distin­ tas, en particular y sobre todo en lo que se refiere a las relaciones entre hom­ bres y mujeres. Parece cierto que en Egipto las relaciones sexuales antes del matri­ monio estaban menos controladas por las convenciones sociales que en Israel48. La poesía amorosa egipcia pudo, por tanto, adoptar un estilo más relajado y des­ inhibido. Pero no en Israel. No es, pues, evidente de por sí que se imitaran los cantos de amor egipcios. Si hubo dependencia, la hubo con un desafío inten­ cional de las tradiciones nacionales. De hecho, de un modo más general, podrí­ amos comparar la dependencia cultural en cuestión con lo que sucede en filo­ logía cuando una lengua «toma en préstamo» un término de otra lengua. El término es en definitiva el mismo en ambos lados, pero el campo semántico ori­ ginal no ha sido traspasado junto con el vocablo a la lengua receptora, con lo que los significados que asume aquí y allá ahora son distintos. La poetisa israe­ lita dirigió naturalmente su atención hacia Egipto, cuya literatura amorosa se expresaba de un modo más libre. Había en la literatura egipcia una agresividad femenina a la que la autora judía le sacó buen partido convirtiéndola en una especie de carnaval sarcástico de costumbres49. Pero la israelita no pensaba ni mucho menos en divertir a su público. Más bien quería conmocionarlo. «Salo­ món» es reducido a la ridicula dimensión de un Asuero en el libro de Ester. La familia y los guardianes familiares de la castidad de la mujer, a saber, los «her­ manos» y los vigilantes nocturnos del Cantar, son ampliamente superados por acontecimientos que ya no pueden controlar. Aquellos que consideran el futu­ ro matrimonio de su hijo o de su hija como una transacción comercial son pues­ tos en ridículo. La institución en general es dejada de lado y se glorifica el fenó­ meno del amor. Pero hay más todavía. Hemos visto antes que la institución, familiar o de otro tipo, en el antiguo Oriente próximo incluye también lo cultual. Ahora bien, sucede que la provo­ cación de nuestra autora alcanza su punto álgido cuando las fórmulas sacro­ santas del juramento se parodian irónicamente en forma de conjuros que invo­ can animales salvajes. Vamos ahora a analizar este suceso. Sin embargo, nuestra

48. Michael Fox dice que en Israel las relaciones sexuales prematrimoniales eran «anatema» para los maestros de la religión. Cita Eclesiástico 42, 9-13 ( The Song ofS on gs , p. 314, n. 13). 49. M i crítica a Fox se aplica también al comentario de Othmar Keel al Cantar de los cantares, que se apoya excesivamente en paralelos textuales e iconográficos del antiguo Oriente próximo, en especial Egipto. Véase su The Song ofS ongs, trad. por Frederick Gaiser, Fortress Press, Minneápolis 1994.

André LaCocque

investigación debe prologarse con un enunciado general que subraya la natura­ leza absolutamente irreligiosa del Cantar de los cantares50. En el libro de Ester, nos encontramos con una situación comparable, pero el Cantar va mucho más lejos. No hallamos aquí ningún motivo religioso, ninguna exhortación moral, ningún recuerdo de sucesos de la H eilsgeschichte, ningún tema nacional y nin­ guna invocación divina (ninguna plegaria, ni siquiera un ayuno, como en Ester). Carol Meyers resume este fenómeno en un juicio breve y preciso: el Cantar de los cantares, dice, es «el “menos bíblico” de todos los libros bíblicos»51. Podemos volver ahora a las fórmulas de conjuro del Cantar de los canta­ res. Se trata de juramentos «laicos», una expresión totalmente blasfema para el mundo antiguo, donde se da por supuesto que se jura por el nombre de los dio­ ses. Los críticos comprensiblemente están perplejos. Cari Siegfried llegó inclu­ so a decir que es una interpretación exagerada de Éxodo 20, 7 por parte del autor bíblico52. También para Robert Gordis, para citar otro ejemplo, se trata aquí de evitar el nombre propio de Dios y sustituirlo por otros términos inocuos (como darn por dam n [maldito], en inglés, o bleu por D ieu [Dios], en francés [o «pardiez» por «¡par Dios!», en castellano]). Por ello, una vez más, lo que en su origen es simple y llanamente irreverente se cambia, por una «ex égesis particular», en un exceso de respeto religioso. En idéntica línea están ciertas observaciones de la crítica acerca de que animales como ciervas, cabras y gacelas se asocien tradi­ cionalmente con la diosa Astarté. Se dice además que, en Israel, hay un «resto del mundo lírico pagano en su experiencia e interpretación»53. Sin embargo, Franz Delitzsch ha puesto ya de relieve el carácter de libertad absoluta que repre­ sentan los animales invocados54. No deja de ser atractivo todo esto, y probablemente es correcto hasta cier­ to punto. Pero la homofonía entre los términos seleccionados por la poetisa, por

50. En este ensayo, «religioso» y «teológico» «o son sinónimos. El Cantar de los cantares es profundamente teológico; véase más adelante. 51. Carol Meyers, Discovering Eve, Oxford University Press, Nueva York 1988, p. 177. 52. Cari Siegfried, Prediger und Hoheslied, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1898, p. 101. Cita expresiones de Sócrates en lengua vulgar, como ne ton kuna, «por el perro», o «por la calabaza», «por el ganso» (cf. Platón, Apología 221; Protágoras482b). Quizá tengamos algo simi­ lar en el siguiente poema sumerio citado por Robert Murphy: «Que se pose tu mano derecha sobre mis partes privadas, tu mano izquierda tendrá que sostener mi cabeza y, cuando hayas acercado tu boca a mi boca, cuando hayas tomado mi labio con tus dientes, [entonces], ¡así me jurarás tu promesa!» ( The Song ofSongs, p. 53). Cf. Cantar de los cantares 5, 4, referido al cual puede citar­ se otro texto sumerio: «Dumuzi golpea la puerta [gritando]: ¡Abrid pronto la puerta, señora! ¡Abrid pronto la puerta, señora! (ibídem, p 50). 53. Keel, The Song of Songs, p. 100. 54. Franz Delitzsch, Hoheslied, Leipzig 1875. No obstante, esta interpretación es preferible a la de Karl Budde, por ejemplo, que dice que se entiende que la invocación «por las gacelas» no evoque amor, porque las gacelas son tímidas (sic, «Das Hoheslied erklárt», p. 9).

un lado, y las expresiones religiosas de juramento usuales, por el otro lado, debe destacarse debidamente. Cantar de los cantares 2, 7, repetido en 3, 5 (cf. 8, 4; 5, 8), dice; «Hijas de Jerusalén, yo os conjuro por las gacelas y las ciervas de los campos». El Hebreo lee bi-sebaot ’o b e -’a yelot ha-sadeh. Sebaot es claramente el mismo término que la expresión yahvista tan conocida, Yhwh Sebaot. Ayelot sz parece tanto morfológica como etimológicamente a el, o a eloah, Dios. Final­ mente, sadeh está en asonancia con sadday, de modo que ayelot ha-sadeh evoca ’e l sadday, «Dios todopoderoso»55. El verbo del primer hemistiquio, «conjurar, afirmar para juramento», no es aquí menos sorprendente. El diccionario de Koehler-Baumgartner indica en sb ‘ {jurar, etc.): La preposición be [por] después de indica la cosa de valor que se empe­ ña en caso de que el juramento no se cumpla: Dios jura por su vida, Jere­ mías 51, 14, Amos 6, 8 ... Con be, «por» nombra al dios que es testigo y garante del juramento: b’é lohim . Génesis 21, 23; 1 Samuel 10, 15; Isaías 65, 16; Jeremías 5, 7... «Hifil» [causativo] con be, Génesis 24, 3 [«por Yhwh, Dios de los cielos y de la tierra»]; 1 Reyes 2, 42 [«por Yhwh (bajo pena de muerte); Nehemías 13, 25 [después de infligir castigos corporales, Nehemías pide que se jure en nombre de Dios; 2 Crónicas 36, 13 [«por Dios»]; [y los textos del Cantar que estamos aquí considerando]56. No es posible imaginar un juramento más solemne y performativo. Apenas cabe imaginar que los oyentes y luego los lectores del Cantar de los cantares se olvidaran de la alusión. El problema es de intención, o si se quiere de tono. La atmósfera general del poema da respuesta a esta cuestión. Al igual que «Salomón» es término empleado con ironía en el libro, por el hecho de que la autora está como, quien dice, sacándole la lengua al establishment, las fórmulas de conjuro parodian el lenguaje religioso y hacen broma con él57. Lo mismo cabe decir de la comparación obvia entre «mi amado es para mí y yo soy para él» (2, 16; 6, 3; 7, 10) y «yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» de Levítico 26, 12 (Ezequiel 36, 28; 37, 27).

55. Los LXX leen: en tais dynam esin kai en tais iskhysesin tou agrou ( = Vetus Latina; cf. Targum: «por el Señor de los ejércitos y la fuerza de la tierra de Israel»), Para R. E. Murphy, «la referencia a las gacelas y a las ciervas parece ser una imitación de una invocación de Dios» ( The son g o f Songs, p. 137). Robert, Tournay, Feuillet: «El poeta puede evocar en su fórmula de con­ juro el nombre divino ’e loh ei sebaot, “Dios de los ejércitos”, no mencionándolo de un modo ex­ plícito, sino sólo sugiriéndolo mediante una juego de palabras con 'ayelot y seb a o t (Le Cantique, p. 108). 56. Ludwig Koehler y Walter Baumgartner, Lexicón in Veteris Testamenti Libros, E. J. Brill, Leiden 1953, p. 943. 57. Otro propósito, claro está, consistente con el tono general del Cantar de los cantares era celebrar la naturaleza y la libertad de los animales del campo.

Si pasamos a otra crux interpretum , a saber 2, 17, mi manera general de entender el poema nos ha de permitir, creo yo, dar un sentido al texto más correc­ to que otros métodos hermenéuticos. El versículo 17b, recordémoslo, habla del «amado, comparable a una gacela, o a un cervatillo p o r los montes separados [harey-bater]». Es posible, evidentemente, que ahora la alusión, en su tiempo cla­ ra para la audiencia original, nos huya irremediablemente. No obstante, en la medida en que A. Robert, por ejemplo, tenga razón al ver en el texto una refe­ rencia al lenguaje de Génesis 15 donde se le dice a Abraham que «parta por la mitad» (w a-yebatter) a los animales, mitades (bittero, versículo 10; cf. Jeremías 34, 18-19) que habían de estar una frente a otra58, probablemente estemos hablan­ do aquí de nuevo de una irreverencia por parte de la poetisa. «¡Los montes sepa­ rados» se han convertido ahora en una metáfora de los pechos de una mujer!59 Por otro lado, acabamos de ver que «gacela y cervatillo» son términos que evo­ can muy de cerca nombre divinos. La imagen formada por el amado en los pechos de su amada ha reemplazado a la del Dios de la alianza con el patriarca Abra­ ham. Además, como está claro por los textos paralelos en el Cantar de los can­ tares (4, 6; 8, 14) que hablan de montes, la «geografía sagrada» ha quedado aquí radicalmente «des-moralizada, de-sacralizada». Nos hallamos en las antípodas de la alegoría espiritualizada. Sobre el tema de la «des-moralización», observemos también el proceso de «desmitologización» implicado en el pasaje central de Cantar de los cantares 8, 6. Como es bien sabido, es el único segmento del poema en que se encuentran vestigios del nombre divino; la última palabra del versículo es salbibétyah [llama de Yhwh], compuesto, al parecer, del elemento teofórico — y a h por Yhwh. Muchos comentaristas siguen a los LXX (que leen el sufijo como un pronombre en feme­ nino singular, autés, lectura que dista mucho de ser religiosa; además, debe obser­ varse que los comentaristas antiguos no explotaron aquí la posible presencia del nombre de Dios)60, si es que no corrigen el texto. Pero, es posible que, otra vez, la autora haya querido ser irreverente. Tanto más que, en el contexto cercano del versículo 7, hay una alusión a las divinidades cananeas (Mor, Résép) y a la mito­ logía del Yamm/Caos (v. 7; «aguas caudalosas», cf. Génesis 1; Isaías 51, 9-10;

58. A. Robert, «sobre los montes de la alianza» (Le Cantique, p. 128s). El Targum remite al monte Moriá y a Génesis 15, 10. El Midrás Rabba remite también a este mismo texto del Géne­ sis. Paul Joüon traduce: «los montes de las víctimas [partidas] en dos». 59. En Cantar de los cantares 8, 14, bateres reemplazado por besamim («montes de espe­ cias», NRSV)y está claro que en ambos textos, los «montes» en cuestión representan a la mucha­ cha. G. Krinetzki piensa en el mons veneris, siguiendo a Paul Haupt, The Book of Canticles: A New Rhythmical Translation with Restoration ofthe Hebrew Text, University of Chicago Press, Chica­ go 1902. Igual lectura de 8, 14 propone Wilhelm W ittekindt, Das Hohelied und seine Beziehungen zum Istarkult, Orient Buchandlung, Hannover 1926, ad hoc. 60. Cf. Pope, Song ofSongs, p. 672.

Salmos 76, 12-14; Jonás 2, 3,5-6; etc.; unas veintiocho veces en la Escritura hebrea). Volveré sobre esto en mis observaciones finales. Bastará un último texto, creo yo, para dar apoyo a mi tesis. Lo selecciono de entre los más difíciles del poema. El versículo en cuestión es 6, 12, una ver­ dadera crux interpretum . Se han propuesto muchas teorías para resolver el pro­ blema que plantea este texto y no me es posible aquí revisarlas todas. El texto hebreo masorético lee como sigue (pronunciado por la Sulamita): lo yada ti napsi samteni markebot ‘a m m i nadib. La traducción francesa de la TOB dice; J e ne reconnais pas m on p rop re m oi: il m e ren d tim ide, bien q u e filie de nobles gen s! («¡No me reconozco a mí misma: me vuelvo tímida, aunque soy hija de nobles!»). El texto es difícil ya desde la primera parte del versículo. Los LXX dan muestras de su perplejidad: «Mi alma no supo qué habían hecho de mí los carros de Aminadab» (= Vulgata, Vetus Latina, Arabe, etc., así como veinte manuscritos he­ breos). La traducción es tan literal como problemática. Las últimas palabras, 'ammi nadib, las entendieron los LXX y la Vulgata como un nombre propio, Aminadab, existente en el hebreo bíblico y que recuerda de muy cerca de otro nombre, Abinadab, dando así origen a cierta confusión. De hecho, en los LXX (como atestiguan los siguientes versículos de 1 Samuel 7, 1; 2 Samuel 6, 3s; 1 Crónicas 13, 7) siempre tenemos Aminadab, con m, incluso cuando el texto masorético lee Abinadab. ¿Qué está haciendo este Abinadab/Aminadab/amminadib en el Cantar de los cantares? Ante todo, reverenciando la transcripción del texto masorético, podemos invocar la conexión bíblica frecuente entre 'am (pue­ blo) y nadib (noble): véase Jueces 5, 9, Números 21, 18; Salmos 47, 10; 113, 8; 1 Crónicas 29, 9; etc. (= Aquila, Símmaco, Quinta, Pesitta). Y esto anima a Marvin Pope a traducir: «Sin saberlo me pusieron en el carro con el príncipe» (esto es, con el amado; am n i se entiende como la preposición ‘im, con, y napsi como un sustituto del pronombre de la primera persona del singular)61. La tradición judía traduce «mi generoso pueblo (príncipe)», y está pensando en Israel. En una perspectiva similar, A. Robert entiende 6, 12 en el sentido de que Yhwh, siguien­ do un impulso espontáneo, se ha puesto él mismo a la cabeza de su pueblo. Esta posición la comparten otros traductores franceses, como A. Crampón y J. Bonsirven, que quieren situar en aposición nadib y «mi pueblo»: «No sé..., pero el amor me ha arrojado sobre los carros de mi pueblo, ¡como un príncipe!». Por otro lado, el nombre de Aminadab (también con m en hebreo) está bien atestiguado (Éxodo 6, 23; Númerosl, 7; 2, 3; 7, 12,17; 10, 14; Rut 4, 19s: Ami­ nadab es bisabuelo de Booz; 1 Crónicas 2, 10; 6, 7; es el nombre de un levita en 1 Crónicas 15, lOs). Podemos, por tanto, distinguir entre distintos A m inadab!Abinadab-.

61. Ibídem, p. 552.

1. Un hijo de Jesé (1 Samuel 16, 8; 17, 13; 1 Crónicas 2, 13); 2. Un hijo de Saúl (1 Samuel 3 1 ,2 ; 1 Crónicas 8, 33; 9, 39; 10, 2); 3. Aquél que aceptó en su casa el arca antes de que David la trasladara a Jerusalén (1 Samuel 7, 1; 2 Samuel 6, 3s; 1 Crónicas 13, 7). Recordaremos estos textos para el desarrollo de lo que sigue. No faltan, evidentemente, propuestas de corregir el texto de 6, 12. TurSinai sugiere: «No me reconozco (tanto es mi gozo); allí, me darás tu mirra, oh hija de noble progenie» (conjetura: sam ten i morek bat ‘a m m i nadib)