Padre: ¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro? [417, Primera edición] 9788499200385

¿Por qué hoy la vida sacerdotal, que ha hecho felices a miles de hombres y ha contribuido enormemente al crecimiento esp

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Spanish; Castilian Pages 126 [124] Year 2010

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Índice

Introducción
I. ¿Quién es el sacerdote?
Elegido por Dios entre los hombres
Signo de la misericordia
Humanidad y santidad
Obediencia y pobreza
Servus servorum
II. El silencio
Estar con Dios
¿Qué es el silencio?
Cómo aprender el silencio
El silencio y la acción
Las nuevas tecnologías
La educación de la libertad
III. La oración
¿Que és es la oración?
Oración y trabajo
La oración de intercesión
La oración de las horas
La adoración eucarística
El rosario
IV. La liturgia
¿Qué es la liturgia?
El canto
La reforma del Vaticano II
Los riesgos del posconcilio
V. La misa
El corazón de la jornada
Cumplimiento y fin
Sacrificio y comunión
La confesión
VI. El estudio
El sentido del estudio
¿Cómo estudiar?
La homilía
La catequesis y la tradición
VII. La paternidad
Paternidad carnal y espirítual
Llegar a ser padres
El significado de la apternidad espiritual
Padres de los hombres
Mirar a Jesús
VIII. La vida en común
Comunión
Comunidad
Corrección y perdón
IX. La amistad
La amistad en el tiempo
La amistad y la conversión
X. La virginidad
La experiencia del amor
Virginidad
El sacrificio
XI. María y la mujer
El lado femenino
¿Dios es madre?
María y la mujer
María, forma de la Iglesia
María y los sacerdotes
XII. La misión en el mundo
La responsabilidad compartida de los laicos
El sacerdote y las obras
El método de la misión
Agradecimientos
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Padre: ¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro? [417, Primera edición]
 9788499200385

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Comunión y Liberación/2

La reanudación (1969-1976)

Massimo Camisasca

Tras la crisis de 1968, el autor pasa revista a los acontecimientos más relevantes que influyeron en el renacimiento y la difusión del movimiento Comunión y Liberación.

Comunión y Liberación/3

El reconocimiento (1976-1984)

Massimo Camisasca

El tercer volumen de la historia de Comunión y Liberación narra el itinerario del movimiento desde el «giro decisivo» de mediados de los años 70 hasta el pleno reconocimiento por parte de la autoridad de la Iglesia.

Un texto nacido de la experiencia directa, del contacto con seminaristas y sacerdotes de todas partes del mundo, que no evita las cuestiones más importantes en la vida de un sacerdote: la oración y el silencio como lugar de relación con Cristo; la liturgia con la que el sacerdote entra en la vida de Dios y lo convierte en compañía eficaz para los hombres; y la amistad como experiencia positiva en la vida afectiva de la persona. «La regeneración de la vida sacerdotal es una de las condiciones para que vuelva a florecer el cristianismo en Europa y más en general en nuestro Occidente cansado. He intentado trazar el camino para un renacimiento volviendo a los fundamentos del sacerdocio» (Massimo Camisasca).

El desafío de la paternidad Reflexiones sobre el sacerdocio

Massimo Camisasca Este libro recoge lecciones e intervenciones impartidas por el autor a los seminaristas y sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo.

ISBN: 978-84-9920-038-5

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Visite el foro de este libro en www.ediciones-encuentro.es

¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro?

PADRE

417

RELIGIÓN

Este libro narra los comienzos de Comunión y Liberación, hoy día una presencia evidente en la Iglesia y en la sociedad de todo el mundo.

PADRE

Massimo Camisasca

MASSIMO CAMISASCA

RELIGIÓN

Los orígenes (1954-1968)

MASSIMO CAMISASCA

Comunión y Liberación/1

¿Por qué hoy la vida sacerdotal, que ha hecho felices a miles de hombres y ha contribuido enormemente al crecimiento espiritual de la humanidad, atraviesa una crisis tan profunda? El autor, sacerdote y rector de seminario, reflexiona en este libro sobre la experiencia que puede sostener la vida sacerdotal y el modo de afrontar las dificultades más duras.

RELIGIÓN

Otros títulos en Encuentro:

Massimo Camisasca nació en Milán en 1946. Fue ordenado sacerdote en 1975. El encuentro que marcó su vida tuvo lugar a los catorce años, en el Liceo Berchet, donde conoció a Luigi Giussani. Responsable primero de Gioventù Studentesca, y después de Comunión y Liberación, ha sido también presidente diocesano de los jóvenes de Acción Católica en Milán. Profesor de Filosofía en varios institutos, en la Universidad Católica de Milán y en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma. De 1993 a 1996 fue vicepresidente del Instituto Pontificio Juan Pablo II, dedicado a los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. Fue el fundador de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo, de la que es superior general. En Ediciones ENCUENTRO ha publicado Comunión y Liberación. Los orígenes (1954-1968) (2002), Comunión y Liberación. La reanudación (1969-1976) (2004), El desafío de la paternidad (2005), Pasión por el hombre (2007) y Comunión y Liberación. El reconocimiento (1976-1984) (2007).

Ensayos 417

MASSIMO CAMISASCA

Padre ¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro?

Título original Padre Ci saranno ancora i sacerdoti nel futuro della Chiesa? © 2010 Fraternità Sacerdotale dei Missionari di San Carlo Borromeo y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid Traducción Miriam de la Viuda Revisión Juan Miguel Prim Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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¿QUIÉN ES EL SACERDOTE? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Elegido por Dios entre los hombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Signo de la misericordia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Humildad y santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Obediencia y pobreza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Servus servorum . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

13 13 14 16 17 20

EL SILENCIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estar con Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Qué es el silencio? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cómo aprender el silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El silencio y la acción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Las nuevas tecnologías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La educación de la libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

22 23 24 27 32 32 33

LA ORACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Qué es la oración? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Oración y trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La oración de intercesión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La oración de las horas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

35 35 38 39 40

5

Índice

La adoración eucarística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El rosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

42 44

LA LITURGIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Qué es la liturgia? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El canto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La reforma del Vaticano II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los riesgos del posconcilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

46 47 49 51 54

LA MISA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El corazón de la jornada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cumplimiento y fin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sacrificio y comunión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La confesión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

55 56 58 59 62

EL ESTUDIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El sentido del estudio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Cómo estudiar? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La homilía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La catequesis y la tradición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

66 68 70 71 73

LA PATERNIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paternidad carnal y espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Llegar a ser padres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El significado de la paternidad espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . Padres de los hombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mirar a Jesús . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

76 77 78 80 81 82

LA VIDA EN COMÚN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Comunión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Comunidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Corrección y perdón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

84 85 88 91

6

Índice

LA AMISTAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La amistad en el tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La amistad y la conversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

93 93 96

LA VIRGINIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 La experiencia del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 Virginidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102 El sacrificio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 MARÍA Y LA MUJER . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El lado femenino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Dios es madre? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María y la mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María, forma de la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María y los sacerdotes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

107 108 109 110 113 114

LA MISIÓN EN EL MUNDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La responsabilidad compartida de los laicos . . . . . . . . . . . . . . El sacerdote y las obras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El método de la misión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

116 117 120 121

AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

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A Gianluca Attanasio y Paolo Sottopietra

INTRODUCCIÓN

Con motivo del año sacerdotal he querido recoger las experiencias y reflexiones más importantes de mis últimos veiticinco años, durante los cuales he sido el Superior General de la Fraternidad San Carlos y, durante mucho tiempo, también Rector del Seminario. Me parece obligado ofrecer humildemente a mis hermanos lo que Dios me ha hecho ver y entender. La vida de muchos sacerdotes vive graves dificultades, incluso en este Occidente nuestro. Sin embargo, no faltan, aquí y allá, signos vivos y positivos que dejan ver lo contrario: sacerdotes que, de manera oculta, viven su vocación con una entrega sincera, serena, cotidiana; santos cuyo nombre desconocemos, que sostienen la construcción total de la Iglesia. Todo esto nos llena de gratitud hacia Dios y hacia nuestros hermanos. Pero no debe cerrarnos los ojos ante las dificultades de los demás. Hoy en día la problemática ya no es de carácter ideológico. Afortunadamente, han disminuido las aburridas diatribas sobre la identidad del sacerdote, pero no lo han hecho los abandonos, la soledad de muchos, la pérdida del gusto por una vocación que debería ser fascinante y estar llena de intensidad afectiva. Este libro no quiere ser la descripción histórico-sociológica de esta crisis, sino que desea hablar de los pasos hacia una reforma de

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Padre

la vida sacerdotal. Hay muchos problemas que proceden del mundo, es cierto, pero los mayores obstáculos están entre nosotros y dentro de nosotros. ¿Por qué ha disminuido el número de formadores que sepan guiar a los jóvenes seminaristas hacia el conocimiento de sí mismos y hacia la confianza en Dios? ¿Por qué se nos ha ilusionado con el hecho de que bastarían las ciencias humanas? ¿Por qué hemos preferido crear fanáticos de la liturgia, especialistas de la oración, profesionales de la acción social, pero no verdaderos hombres, hombres maduros, hombres de Dios? ¿Por qué el estudio de la filosofía y de la teología da pie a muchas preguntas y curiosos excursus, centenares de compendios diferentes, pero ya no sabe crear inteligencias adultas, capaces de gozar de una síntesis profunda, esencial, rigurosa y libre a la vez, nutrida por los grandes Padres y los grandes teólogos, por los genios de la humanidad, desde Platón hasta Von Balthasar? ¿Por qué ya no sabemos educar a las personas para que se dejen realmente fascinar por el silencio, la lectura y el estudio? Son preguntas que tienen que ver, de una manera u otra, con todos, pero que llaman directamente a la Iglesia y a los hombre que la gobiernan. ¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro? ¿No ha llegado la hora de preguntarnos humildemente por las direcciones de este cambio?

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I ¿QUIÉN ES EL SACERDOTE?

¿Quién es el sacerdote? Un hombre normal, pecador como los demás, investido de poderes tan extraordinarios como para convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, llamado por una vocación tan sublime como para hacer de él un puente entre el cielo y la tierra: lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo (cf. Mt 16,19). Así que no es extraño que su figura haya ocupado y siga ocupando la literatura y el cine. Pensemos en Chesterton y en su Padre Brown, en Marshall y en el Padre Smith, en el espiritual sacerdote de Bernanos, en el cura del pueblo o, en su contrario, el sacerdote tan tosco de Graham Greene en El poder y la gloria, en don Abundio, en el padre Cristóforo de Los novios, en don Camilo de Guareschi, en el padre Barry de La ley del silencio, en el cura de Yo confieso de Hitchcock. ¿Por qué tanta curiosidad y tanto empeño, si no es porque el sacerdote es un extraño ser en el límite entre el mundo del bien y el del mal?

Elegido por Dios entre los hombres No quiero seguir con las tramas, aun siendo interesantes, de estas exploraciones artísticas, sino más bien mirar directamente a lo

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Padre

que me ha sucedido, a lo que he visto y veo que viven cientos y cientos de sacerdotes, muchos de los cuales son los jóvenes a los que yo mismo he acompañado hacia el sacerdocio. Si me fijo en lo que he vivido no tengo dudas: el sacerdote es un hombre elegido por Dios entre el resto de los hombres para ser instrumento de su misericordia hacia ellos. De esta manera, el Padre le hace partícipe de la vida misma de Jesús. A lo largo de un camino que durará toda su vida de sacerdote, él va acogiendo poco a poco dentro de sí las mismas dimensiones del corazón de Cristo, sus pensamientos, su sed misionera. Por eso, acepta dejar de tener un tiempo propio para usar a su antojo, bienes que usar como quiera, apegos que lo determinen completamente. Y, sin embargo, el sacerdote no es un hombre alejado del mundo, no es un ser insensible, o peor aún, un hombre sin sentimientos. Todo lo contrario, está dominado por una pasión que le hace partícipe de todo, curioso ante todo, atento a todo lo que sucede en el mundo que tiene cerca y en el lejano. Tiene todo lo que necesita para ser un hombre verdadero, completo.

Signo de la misericordia Me he sorprendido varias veces recordando los últimos años de vida de Juan Pablo II. Ha sido un gran sacerdote, enamorado de Cristo, evangelizador, profundo conocedor del hombre, de sus miserias y grandezas. A lo largo de su intensa existencia, ha querido resumir con una única palabra quién es Dios: misericordia1. Y Karol Wojtyła obtuvo la gracia de morir precisamente la víspera de la fiesta de la Divinia Misericordia, instituida por él. 1

Cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia.

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¿Quién es el sacerdote?

¿Por qué el sacerdote es signo de la misericordia y cómo? Ante todo, porque ha recibido de Jesús el poder de perdonar los pecados, de hacer presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Éste es el camino maestro que Dios recorre para salvar al hombre, el camino abierto por la cruz. Jesús ha venido a buscar a los que se habían perdido. El sacerdote, al igual que él, no tiene que esperar a los hombres en la iglesia, como si tuviera el derecho de esperar a que los demás fueran hacia él. Todo lo contrario, debe entrar en todos los ambientes en los que viven sus coetáneos. Paradójicamente, en el pasado la Iglesia estaba más presente en los contextos de la vida de lo que pueda estar hoy en día. Más presente en los hospitales, en los colegios, entre los jóvenes. En la actualidad se va afirmando un concepto «privado» de la fe, como si dijéramos: «El mundo pertenece al hombre, las sacristías a Dios». Está claro que esta obra de presencia corresponde sobre todo a los fieles laicos. Pero huelga decir que el sacerdote está llamado por Jesús a dirigirse a todos los hombres del mundo, se encuentren en la situación en que se encuentren. También los santos van al infierno, escribió Cesbron refiriéndose a los curas obreros de la Francia del siglo pasado. Claro que la preferencia va dirigida hacia los que más la necesitan, los pequeños, los pobres, los pecadores. Los que están solos, abandonados, enfermos de cuerpo y de alma, desesperados, esclavos de las pasiones. Éstos son los primeros familiares de un sacerdote. Pero Jesús ha venido para todos: ha comido con las prostitutas y con los ricos publicanos y no ha tenido miedo de las críticas de los biempensantes. De la misma manera, el sacerdote debe ir con los pobres y los ricos, ignorantes y cultos, desheredados y poderosos. ¿Dónde encontrará el valor, la fuerza espiritual para volver una y otra vez hacia el hombre? ¿Dónde encontrará la energía para replegarse constantemente sobre nuevas heridas sin caer en un cansancio infinito o, peor aún, en la desilusión del alma, que puede llevar hacia la desazón y al final al escándalo?

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Padre

Únicamente en la certeza de ser alguien con quien se ha tenido misericordia. Con quien se tiene constantemente.

Humidad y santidad La templanza, la humildad, la pobreza de espíritu son los términos que Jesús ha empleado para expresar la paradoja del valor de quien lo sigue. Y san Pablo habla de fuerza y debilidad: cuando soy débil encuentro la fuerza dentro de mí (cf. 2 Cor 12,10). La humildad es uno de los principales caminos de la vida sacerdotal. La palabra deriva de humus que en latín significa tierra. Así, la humildad es una consideración objetiva de los propios dones y de los propios límites; es saber atribuir a Dios la fuente verdadera de los primeros y reconocer de forma serena los segundos; es no ceder ante el orgullo y la soberbia. Es un largo camino, que debemos retomar una y otra vez. Es el camino que nos identifica con el alma de Jesús. Él no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (cf. Flp 2,6-8). Un abismo de humildad que sólo podemos rozar desde muy lejos. La humildad, por tanto, no tiene que ver con la falsa cursilería, con el desconocimiento de los propios dones: todo lo contrario, es una virtud muy viril, realista y pacificadora. Igual que la humildad, la santidad también supone un gran equilibrio. Es cierto, en la santidad siempre hay algo de locura, de exagerado para nuestras pobres categorías. Los santos son todo menos burgueses, acostumbrados a vivir en un halo de bondad y tranquilidad. Sin embargo, es verdad que la santidad cristiana, incluso en casos excepcionales como el de san Francisco, el padre Pío, la madre Teresa de Calcuta, se reviste siempre de cotidianidad. Desde el momento en que Dios se hace hombre, toda nuestra relación con él se decide en los detalles, a menudo insignificantes para los ojos

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¿Quién es el sacerdote

humanos. La vida entera se decide en la grandeza con la que vivimos las cosas pequeñas. Santidad significa hacer lo que Dios me está pidiendo en este momento. Para el sacerdote es dedicarse al propio ministerio. Age quod agis, decían los romanos. «Imitad lo que tenéis en las manos», dice el Pontifical Romano2, hablando de la eucaristía. El sacerdote tiene en su ministerio todas las vías necesarias para su santidad, para su realización. Al mismo tiempo, se debe recordar que no basta únicamente con cumplir las acciones que se le encomiendan o piden. Es necesario entrar en el Espíritu de quien las ha mandado. La vida sacerdotal, apostólica, es claramente una vida activa. Pero no nos salvarán nuestras acciones si la contemplación, el silencio, la oración, el descubrimiento progresivo y continuo de la voluntad de Dios no son el alma que da forma a nuestras acciones. Para poder lanzarse al mundo, el sacerdote tiene una necesidad dura y profunda, dulce y misteriosa, como el hambre o la sed: echar raíces en Dios. Esto nace de la certeza de que uno no es sacerdote por voluntad propia. Nadie puede llegar a ser sacerdote sólo porque él quiera. Se llega a ser porque se ha sido llamado. Y porque esta vocación ha sido analizada durante mucho tiempo por la Iglesia y, al final, valorada de forma positiva.

Obediencia y pobreza Todo esto establece en la vida del sacerdote un deseo fundamental: la obediencia. La obediencia no consiste, de ninguna manera, en descargar sobre los demás la responsabilidad de las propias acciones, no es 2 Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, presbyterorum et diaconorum, n. 123.

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Padre

una disminución de la libertad o una voluntad alienada en la de otra persona. Nace más bien de la conciencia de que vivir es participar en un designio que nos precede, adherirse a una vida que se nos ha regalado, entrar en una historia de la que debemos ser servidores ante todo, si queremos reinar al final. Los medievales decían: servire Deo, regnare est. El mayor problema del posconcilio fue la pérdida del sentido de la obediencia. Se había dejado de entender su razón. O peor aún, era concebida como enemiga. «La obediencia no es una virtud», escribió don Milani. Tenía razón al decir que es imposible la obediencia, poca o mucha, si no vive dentro de una comunión. De ideales, de proyectos, de sacrificios. La comunión que es Dios, quien manda a su Hijo al mundo, quien a su vez envía a los apóstoles. Sin obediencia deja de haber Iglesia. Queda como mucho un conjunto de buenas intenciones. Hoy en día, incluso para muchos sacerdotes, la obediencia se ve como una virtud negativa, como una disminución de la propia personalidad. Sin embargo, es necesario entrar en una visión diferente de las cosas. A través de la obediencia yo participo en toda la historia de la Iglesia, me relaciono con los que me han precedido, comparto su sabiduría. Pero, sobre todo, reconozco que formo parte de un pueblo más grande que yo, guiado por Dios a través de aquellos a los que ha elegido. Ante todo Pedro y sus sucesores, y los obispos con él. La historia del mundo no empieza conmigo. Aunque alguno esté llamado a dar su propia aportación creativa a la comunidad de los hombres, a volver a vivir sin aceptar de forma pasiva lo que le ha sido transmitido, también es verdad que ninguno puede considerarse el dueño de esta tradición que le ha sido entregada. Por lo tanto, he de entrar de forma viva en ella y entregarla yo también a los que vengan después de mí. El cardenal Lercaro tuvo el gran mérito, junto a otros prelados, de presentar ante la Iglesia, durante el concilio Vaticano II, la realidad de los pobres y de la pobreza en la Iglesia. A partir de

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¿Quién es el sacerdote

ese momento, la pobreza ha sido un tema muy discutido, pero poco vivido. La dimensión sociológica y política ha tomado la delantera y se ha perdido la verdaderamente cristiana. Los «pobres» han terminado reemplazando, en el anuncio de muchos misioneros y también de muchos obispos, la realidad y el ideal de la pobreza cristiana. Por un lado, se ha creído que se debía resolver el problema de las condiciones económicas y culturales de millones de desamparados antes de poder decirles que la única esperanza de la vida es Cristo. Esto ha llevado a deducciones filomarxistas de la teología y la pastoral, con efectos devastadores en la conciencia cristiana de pueblos enteros, especialmente en América Latina, pero también en África. Por otro lado, en los países ricos de Occidente la limosna organizada por muchas iglesias con la eficacia y el estilo del mundo empresarial ha acabado por oscurecer la necesidad de educar a los cristianos en la belleza de la pobreza evangélica. De este modo, hoy en día, también en la Iglesia, pobreza es una palabra que para la mayoría significa únicamente indigencia material. En cambio, la pobreza consiste en el gran descubrimiento de que todo lo hemos recibido y lo recibimos en Cristo, todos los bienes necesarios para vivir: la fe, nuevo conocimiento del mundo, la caridad que hace que seamos capaces de amar, y la esperanza, que hace posibles la batalla y la audacia constructiva. Todo lo demás, o sirve para estos bienes o no es necesario. Por tanto, uno se puede deshacer de ello para vivir con Cristo y como Cristo. ¡Qué bello es entrar en la casa de un sacerdote y encontrarla sobria, limpia, ordenada! Por desgracia no siempre es así. También la forma de vestir tiene su importancia, incluso la manera de comer. Descuido, desorden, dejadez no tienen nada que ver con la pobreza. Ésta, si es auténtica, nunca vive sin cierta alegría, o por lo menos con cierto regocijo del corazón, que confiere dignidad y belleza al hecho de renunciar a disponer de medios.

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Padre

Servus servorum A lo largo de los años sesenta y setenta oí hablar muy a menudo de servicio dentro de la Iglesia. Esta palabra se volvió antipática para mí: me molestaba su vertiente sociológica. Poco a poco, en los años siguientes, la volví a descubrir. Hoy, instruido por san Agustín, encuentro que expresaba muy bien la identidad sacerdotal, en relación a Cristo y a la Iglesia. Es más, la palabra siervo hace que entremos en la misma realidad de la Trinidad, en la relación de Cristo con el Padre. «Si definimos al sacerdote como siervo de Jesucristo, esto significa que su existencia está determinada esencialmente como relacional […] Él es el siervo de Cristo, para ser, a partir de Él, con Él y por Él, siervo de los hombres»3. De la misma manera que Cristo ha vivido toda su existencia en relación con el Padre, el sacerdote no se pertenece a sí mismo, no puede disponer de sí. Su vida es el instrumento de una iniciativa que viene de otro. Es aferrado por Cristo para una tarea que Él quiere confiarle4. La pertenencia de los sacerdotes a Cristo dice que ellos son sus siervos, llamados a dar algo que no podrían donar por sí mismos. Lo que los sacerdotes entregan no viene de ellos: ni las palabras que dicen, ni los actos que llevan a cabo, ni lo que esas palabras o esos actos significan o realizan. A través del sacerdote es Cristo quien habla y actúa. La expresión de Cristo siervos inútiles (Lc 17,10) es muy elocuente. Se es un siervo inútil no porque no sea importante lo que se hace, sino porque la razón de servir no está en lo que se hace,

3 J. Ratzinger, «Il ministero e la vita dei presbiteri», en Studi Cattolici, 40 (1996), p. 327. 4 Cf. ib., p. 328.

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¿Quién es el sacerdote

sino en la disponibilidad hacia el otro. El sacerdote es un siervo inútil en cuanto que está llamado a entregar todo su ser a Aquel de quien lo recibe. Así, se convierte en siervo del pueblo cristiano. Jesús no quiere que el pueblo reunido en torno a Él quede sin una relación constante consigo mismo, privado de sus dones. Por eso, Él confía a los sacerdotes la tarea de participar en el ministerio a través del cual Él crea, conduce y educa a su pueblo. Igual que Cristo ha dado la vida por los suyos, pide igualmente a cada sacerdote que se entregue a sí mismo por la Iglesia. Es ésta la manera en la que el sacerdote puede realizarse y encontrar la propia felicidad.

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II EL SILENCIO

El ancla es lo que hace que el barco no sea sacudido por las olas, los vientos, las tormentas y llevado de aquí para allá. Hace que el barco se apoye en el fondo del mar, que, además, quizá esté a cientos o incluso a miles de metros de la tierra firme. Una tierra firme invisible y, sin embargo, real y experimentada. Para el sacerdote, el ancla no puede ser la actividad, la acción. Actuar, hacer, obrar se convierten de verdad en una fuente de alimentación sólo si, en el fondo de nuestro ser, sabemos nutrirnos constantemente de la relación con Dios. De lo contrario, la acción nos dejará vacíos, nos cansará y, después de habernos embriagado, nos destruirá. Estoy convencido de que éste es un punto clave, o mejor, el punto decisivo para el renacimiento de la vida sacerdotal. El activismo es una de las amenazas más insidiosas para la vida del sacerdote, porque se puede confundir fácilmente con la generosidad o incluso con la dedicación a los demás, con la entrega de uno mismo, con la caridad. ¿Qué las distingue? El activismo es una acción superficial: ve los problemas, se da cuenta de las necesidades, trata de responder. A menudo, el sacerdote que vive así se dispersa en múltiples direcciones y obras. La suya no es una acción negativa de por sí, pero termina siéndolo porque tiene una duración corta, tiene el tiempo de nuestras energías y de nuestros

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sentimientos. Dentro del activismo, a menudo de forma inconsciente, se esconde la ilusión de salvar a los demás a través de nuestro «hacer». La caridad, en cambio, nos empuja a entrar en la acción de Dios, a convertirnos en colaboradores de una obra que nos precede y supera.

Estar con Dios El sacerdote es un hombre llamado por Dios para los hombres. No ha sido llamado por los hombres. Tiene que responder a Dios. Para aprender cómo trabajar por el bien de los hombres tiene que ponerse a escuchar a Dios. Éste es el ancla: eligió doce para que estuvieran con él (cf. Mc 3,14). Si queremos una auténtica renovación de la vida sacerdotal tenemos que partir otra vez de aquí, del centro, no de la periferia: de la relación personal de cada sacerdote con Cristo. Asfixiados por los problemas, por las preguntas, por las expectativas de los hombres, los sacerdotes ya no tienen tiempo para estar con Dios, con quien los ha llamado. Está claro que se puede estar con Dios viviendo con los hombres. Es más, ésta es la posición madura, la normal y definitiva. Pero para estar con Dios en medio de los hombres hay que aprender a estar únicamente con Dios. Jesús también vivió sus primeros treinta años en el silencio de Nazaret. Había aprendido lo que después enseñaría en su vida pública. A lo largo de los últimos tres años de su vida, a menudo se apartaba de la gente y se retiraba para estar solo. Pasaba noches enteras en soledad (cf. Mt 21,17). Alejaba de la multitud a sus discípulos y se iba con ellos a descansar. Venid conmigo, lejos del ruido y de las pretensiones de la multitud (cf. Mc 6,31), decía, enseñando a reunirse en torno a Él. En todo esto hay algo profundamente humano y al mismo tiempo terriblemente revolucionario, contracorriente. Nuestro

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tiempo tiene miedo del silencio. Identifica el silencio con el vacío, con la nada. Al contrario, los hombres de hoy se hunden en una sobredosis de señales. Tienen encendida la televisión incluso cuando están en la mesa. Están en contacto con todo el mundo, o creen que lo están, a través de internet. Van a las discotecas, con sus altísimos decibelios, cuando no acuden a otras formas de aturdimiento. Todo con tal de que no haya silencio. Incluso estando en casa, siempre están proyectados fuera de sí mismos. Pero, ¿qué tiene que ver esto con el sacerdote, con su vida? Lo descrito es una atmósfera que envuelve a todos. Pensemos en el teléfono móvil, el ordenador, en las nuevas formas de socialización, supuesta o real, como Facebook. No le estoy pidiendo a nadie que salga del mundo, ni quiero hacer propaganda del estilo de vida de los amish o de los antiguos creyentes. El pasado no es necesariamente mejor que el presente. Al contrario, deseo que seamos conscientes y capaces de aprovechar nuestro tiempo. Precisamente por esto, para aprovechar este tiempo de la imagen y de la acción, es necesario volver a descubrir el silencio.

¿Qué es el silencio? A lo largo de mi vida me he preguntado a menudo qué era el silencio. Durante los setenta y ochenta, participé muchas veces en los ejercicios de los Memores Domini5 dados por don Giussani. Vi en él, que por aquel entonces establecía los fundamentos de esa nueva comunidad, una insistencia constante, casi obsesiva, en la importancia del silencio. Como diciendo: sin silencio no hay vida cristiana, es más, ni siquiera hay vida realmente humana. 5 La asociación eclesial Memores Domini nació dentro del movimiento de Comunión y Liberación y fue reconocida con decreto pontificio en 1988. A ella pertenecen laicos deseosos de vivir su vocación a la virginidad en el mundo laboral.

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Pero, ¿qué es el silencio? ¿Por qué es tan importante para cada hombre, sobre todo para cada cristiano, y por ende para cada sacerdote? ¿Cómo puede madurar en nosotros el hábito del silencio? El silencio hace llegar a la mente, en primer lugar, la ausencia de palabras, de sonidos. Hay un valor en todo esto, pero no podemos detenernos en este punto. Yo no quiero el silencio para no oír y no ver, para abstraerme de la vida. Todo lo contrario, deseo el silencio para poder ver con mayor profundidad, para poder escuchar las palabras más importantes, a menudo reprimidas o escondidas, para poder detenerme en ellas. Por lo tanto, si el silencio exige una determinada lejanía del bullicio y de los ruidos diarios, es para entrar con más profundidad en la realidad, para descubrir la cara verdadera de las cosas, que a menudo está escondida detrás de un velo. Para el cristiano, el silencio es la mirada de la fe sobre las cosas del mundo. No estoy diciendo que el cristiano sea un visionario. La fe no le hace ver cosas imaginarias o irreales, sino que le hace capaz de mirar con mayor profundidad las mismas cosas que todos miran. Al contrario que las filosofías o religiones orientales, el cristiano, en el silencio, no tiene delante la nada, sino un «tú» personal. El poeta Clemente Rebora ha escrito en una poesía llamada El álamo este bellísimo verso: «Y el tronco se hunde donde es más verdadero»6. Desde la ventana de mi habitación veo tres álamos piramidales. Cada vez que paso a su lado me vienen a la cabeza las palabras de Rebora. Me parece que contienen una imagen apropiada del silencio. También nosotros, como el hombre de siempre, miramos a menudo la vida en fragmentos: un acontecimiento, otro, una palabra, un suceso que descubrimos en el periódico… Todo nos parece dividido y por eso últimamente sin sentido. El silencio, 6

C. Rebora, «Il pioppo», en Le poesie, Garzanti, Milán 1994, p. 297.

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la fe, nos permiten descubrir la unión entre las cosas, los acontecimientos, las palabras. Nos permiten percibir, aunque de lejos, como en un espejo, enigmáticamente (1 Cor 13,12), el rostro de aquel por quien todo fue hecho y hacia quien todo se dirige (cf. Hch 17,2428; Col 1,16). Únicamente en el silencio podemos ser capaces de acoger el sentido de las cosas más grandes, el dolor y la alegría, el amor y el cansancio, la belleza y las heridas. Pero en el silencio hasta las cosas más pequeñas se vuelven significativas. Hace unos años vi en televisión una de las pocas entrevistas hechas a María Callas. Respondiendo a la pregunta sobre qué era para ella lo más importante que había vivido en el canto y que quisiera transmitir, dijo más o menos esto: «El silencio. Toda la grandeza del canto está en el silencio que hay entre las palabras». Que no fuera una respuesta tan extraña lo entendí cuando se la oí repetir a Giuseppe di Stefano, un grandísimo tenor italiano desaparecido recientemente. En una entrevista radiofónica, en la que se le preguntaba cuál era el secreto de su arte, respondió: «Pronunciar bien todas las palabras y hacer bien los silencios». El silencio no es una ausencia de palabras, sino el camino para descubrir su verdadero peso. Me ha llamado mucho la atención una expresión de Georges Simenon, el gran escritor francés creador del comisario Maigret: el objetivo de sus escritos era descubrir el peso de las cosas. «Hacer que un árbol viva al final del jardín […] dar a las hojas de ese árbol cierto peso, cierta presencia […] Creo que he encontrado la palabra: la presencia. La presencia del fragmento de una carta, de una franja de cielo, de un objeto cualquiera […] Si me lo permitís, el peso de la vida»7. Cuando, antes de la ordenación sacerdotal, pasé una semana en completo silencio en un monasterio benedictino a las afueras de Milán, durante las largas horas en la celda miraba muy a menudo al 7

G. Simenon, L’età del romanzo, Lucarini, Roma 1990, p. 32.

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techo. No tenía libros conmigo, ni hojas; así que no me quedaba otra que mirar a la pared. Decía para mis adentros: «A lo mejor para un monje que pasara aquí toda la vida, esas manchas de moho, en su diferente formación, podrían ser una verdadera compañía». Las cosas, observadas mucho tiempo, saben hablar. También mirando un árbol se puede entrever todo el misterio del Ser. Y si estuviera confinado entre cuatro paredes, un avión que pasara por el cielo siempre sería para mí un signo de mi relación con el infinito.

Cómo aprender el silencio He encontrado una definión brillante: el silencio es nuestra memoria llena de la conciencia de pertenecer a Jesús8. Si esto es verdad, podemos comprender que el silencio no es en absoluto el vacío. Es más, es la condición del diálogo con aquel que es el centro del mundo y el rostro secreto de todas las cosas. Si no se necesitara para vivir, el silencio no me interesaría. Año tras año he ido entendiendo y experimentando que puede ser más necesario que el agua y el aire o, por lo menos, es para nuestro espíritu tan necesario como lo son el agua y el aire para el cuerpo. El pueblo de Israel usaba esta expresión: ver el rostro de Dios, tu rostro, Señor, yo busco (Sal 27,8). Es una imagen bellísima sobre lo que es el silencio: la identificación con el amado. El silencio es el instante habitado por Otro. Quisiera contar cómo descubrí esto. Antes de nada, para aprender el silencio, hay que empezar a hacer silencio. Siguiendo la enseñanza de quienes han sido padres para mí, dedico una hora 8 Cf. Directorio de la asociación eclesial «Memores Domini», pro manuscripto, p. 23.

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cada día al silencio entendiéndolo en su sentido literal. Antes situaba esta hora al final de la tarde; luego, he ido entendiendo poco a poco que era necesario empezar el día con el silencio. Así, la primera hora de la jornada la dedico a esto. Se me ha enseñado que el tiempo de silencio se abre con unos minutos de oración de rodillas, a ser posible delante de una imagen. Es una educación muy grande empezar el día adorando, reconociendo con gratitud la belleza de lo creado, la bondad de Dios, el tiempo que nos da. El Padre como origen de todo. No quiero ser ingenuo en absoluto, ni espiritualista, ni abstracto. Hay noches en las que no duermo, otras en las que duermo poco, mañanas en las que me levanto asediado por las preocupaciones. Precisamente por esto, educar mi alma hacia la positividad de la vida, reconocer la paternidad que me ha querido, de quien quiere al mundo y lo guía, es el mayor bien. Sin silencio es imposible descubrir la paternidad de Dios, es imposible entrar en el movimiento que Dios cumple cada día para hacernos suyos. Se entiende de esta manera que el silencio tiene un valor social muy importante. Poco a poco, entrando en la paternidad de Dios, ensimismándonos con la mirada de Cristo cambia nuestra mirada sobre los demás. Como todas las cosas, los hombres se convierten en signo de Jesús. Nace de esta manera la posibilidad de perdonar, de acoger, de vivir junto a los demás. Después rezo, leyendo algunas Horas del breviario. Empezar a rezar con las palabras que Jesús nos ha enseñado, o con las que él mismo rezaba, o que la Iglesia nos ha transmitido, es el camino fundamental para entrar en esa mirada nueva de la que hablaba antes. A través de la meditación de los salmos, las palabras vuelven a tener su trascendencia, su verdad, me hablan de cosas sucedidas y que suceden, me ayudan a reconocer lo que me rodea, las verdades y las mentiras, a los amigos y los enemigos, a dar un nombre a las esperanzas, a aprender a aconsejar y consolar.

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En la hora de silencio no puede faltar la lectura meditativa. Puede ser una página de la Sagrada Escritura, un texto de los Padres de la Iglesia, los escritos de un santo especialmente significativo y cercano, un texto de espiritualidad, un libro de historia de la Iglesia. Obviamente, no todas estas obras tienen el mismo valor, pero todas pueden tenerse en cuenta para llenar mi silencio con esa luz que permanecerá encendida durante todo el día. Ante todo, sea cual sea el libro que decido leer para ayudarme en la meditación, tengo que aprender a no correr. No puedo leer las Escrituras o las obras de un santo como se lee una novela policíaca, para ver cómo va a acabar. Tengo que dar a cada palabra su importancia. En el caso de la meditación de las Escrituras, sé que esa palabra está inspirada, que ha sido escrita para hablarme de Cristo, para revelarme su persona, para hacerme entrar en su vida, en su pensamiento. Toda la Sagrada Escritura me habla de él, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo. El tiempo de la meditación no es tiempo para hacer exégesis o búsquedas eruditas, aunque un buen texto exegético siempre puede ayudar. He de dejar que las palabras penetren en mí, he de mirar a esas palabras para ver lo que está detrás, el acontecimiento que revelan. Es importante conocer los sentidos diferentes de la Escritura: desde el histórico, que nunca puede dejarse de lado, al alegórico, donde veo revelarse en la historia el rostro de Cristo a través de los modelos que han profetizado; y también el anagógico y el moral. Yo me detengo en las palabras que más me impresionan: son como el hilo que Dios me pone a mano para ir a buscar todo lo demás. A través de la meditación descubro cada vez más la unidad de la Sagrada Escritura, Antiguo Testamento y Nuevo. Trato de comprender la Escritura a través de la Escritura. Como ha escrito Benedicto XVI, en su conjunto la Biblia sigue una dirección, ya que el Antiguo y el Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí. Es necesario ver la unidad interna de las Escrituras

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para entender cada tramo de su camino9. Es imposible entender la profundidad del Nuevo Testamento sin conocer el Antiguo: la historia de la salvación es única. Es necesario leer las Escrituras como las lee la Iglesia, dentro de la vida de la Iglesia. Lo mejor para un sacerdote es partir de los textos que nos propone la liturgia. De este modo, nos es fácil acoger la unidad de la Revelación, su actualidad, la extraordinaria pertinencia de los textos bíblicos con respecto a nuestra vida cotidiana. Es útil meditar sobre los comentarios a los distintos libros de las Escrituras que los Padres de la Iglesia nos han legado. Es como si Dios hubiera querido entregarnos la Biblia a través de ellos. Se les llama Padres no sólo porque vinieron antes que nosotros, sino porque, a través de su vida y sus obras, nos han dejado una experiencia privilegiada de la sabiduría cristiana. Fueron los primeros en leer el depósito de la fe que habían recibido dentro de su tiempo, respondiendo a las preguntas de sus coetáneos: aportaron una síntesis abigarrada, y al mismo tiempo unitaria, a la que todos debemos mirar. Después, los santos. Sobre todo sus escritos, sin olvidar tampoco sus vidas, cuando logramos encontrar una edición que no sea demasiado apologética o edulcorada. De hecho, necesitamos ver en los santos el camino que podemos recorrer también nosotros. Por último, el estudio de la historia de la Iglesia. Somos un pueblo que vive en la historia. Sin el conocimiento de los acontecimientos que le sucedieron a nuestro pueblo no nos podemos comprender realmente a nosotros mismos. Elijamos, por tanto, una historia de la Iglesia escrita por un autor que ame la Iglesia. En ella, en los acontecimientos que la recorren, hechos de pecados y errores, de pasos hacia delante y de santidad, veremos reflejada nuestra historia personal y encontrará luz nuestro ministerio sacerdotal. 9 J. Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, p. 15.

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Rezar el rosario tiene también un sitio en mi silencio. Igual que me ocurre a la hora de rezar los salmos, a través de este sencillo gesto el silencio se convierte en una gran preparación para todo el día. Casi sin darme cuenta, pienso en las personas con las que me voy a encontrar. Pido a Dios y a María la gracia de que me sugieran las respuestas que tendré que dar a sus preguntas, el tono de mi voz. Pido ser capaz de escuchar, de acoger, de hacerme fuerte y sabio, para poder tomar a las personas de la mano para acompañarlas hacia donde Dios quiere que vayan. También pido la gracia de soportar la derrota, la desazón que se produce cuando no se encuentran las palabras adecuadas, cuando los problemas parece que no tienen solución, cuando el corazón del otro parece que está irremediablemente cerrado. En conclusión: a través del silencio se aprende, poco a poco, a entrar en la voluntad de Dios. Así, se lleva a cabo la invocación del Padrenuestro: hágase tu voluntad (Mt 6,10). ¿Cómo descubrir cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros y sobre los demás? ¿Y cómo adherirnos a ella? A lo largo de los años, a través de tantas caídas, olvidos y cansancios, el silencio va haciendo poco a poco que nazca en nosotros un punto de vista nuevo, más cercano al de Cristo, menos mundano, que nos permite ayudar a las personas que nos han sido confiadas. Cambia todo el día. Vivir el silencio se convierte así en el principio del cumplimiento. Una experiencia de paz serena que hace que el silencio sea deseable. Además de la hora de silencio diaria, mi vida está plagada de días, o incluso de períodos más largos, en los que el silencio ocupa la mayor parte de las horas del día. Estoy pensando en los días de retiro con los que comienzo los diferentes períodos litúrgicos del año (el Adviento, la Cuaresma, Pentecostés). Pienso en los ejercicios espirituales que desde siempre, cuando los predicaba yo o cuando los he escuchado, han sido para mí un enorme pulmón de alimentación para mi vida.

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El silencio y la acción Cuando el silencio es de verdad, se vuelve capaz de transformar las horas de la existencia. Si no puedo hacer que el mundo entre en el silencio, puedo hacer que el silencio entre en el mundo. Así que puedo mirar con mayor esperanza y mayor verdad, con mayor agilidady mayor profundidad, la historia de mi vida y la de los demás. No es cierto que el silencio nos aparte de la acción. Al contrario, genera en nosotros una capacidad nueva de acoger, de amar, de ofrecernos por los demás. Una vez les dije a mis sacerdotes que el silencio es una acción de Dios en nuestra vida, es nuestra acción habitada por Otro. Otro habita nuestro tiempo y le da su forma. El silencio no es una ausencia de cariño, es la presencia del Amor. El silencio materializa poco a poco el paso de una realidad fingida, fantaseada por mí, a la realidad verdadera, definitiva, donde los colores, los sabores y los amores son auténticos y conocidos por lo que realmente son. Trato de no renunciar con demasiada facilidad a la hora del silencio de la mañana. La fidelidad a la oración crea un habitus para el que cualquier rato, cualquier encuentro que marca el día, tiende a convertirse, en sentido literal, en oración.

Las nuevas tecnologías La eficacia del silencio en nuestra jornada se puede juzgar también por las muchas decisiones que tomamos con respecto al uso de nuestro tiempo. Por ejemplo: ¿cuánto dedicamos a la televisión? Puede que algunos se rían: los programas de la televisión son tan banales, si no horribles como los reality show, que no merece la pena ni siquiera hablar de ellos. Y, sin embargo, sí que merece la pena, y de qué manera. Muchos sacerdotes vuelven a casa cansados

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por la noche, están solos. La televisión se convierte en una forma de compañía, soportada más que elegida. Y de este modo las imágenes inundan nuestra mente y nuestro corazón y nos llevan al sueño alterados y cansados. Delante de la televisión, a cualquier edad, tenemos que aprender a vigilar y elegir. En las casas de mi comunidad les pido a todos los sacerdotes un especial cuidado. Es mejor que se elija ver una película juntos. Que el aparato televisivo esté en un lugar común, no en el dormitorio o en el cuarto de estudio. Hoy en día todo está multiplicado por la presencia de los nuevos instrumentos tecnológicos. No desconozco en absoluto la importancia de internet y de medios de comunicación parecidos. En muchos casos son realmente necesarios para el trabajo que se desarrolla. Pero, ¿para un sacerdote son siempre tan útiles? ¿Sabemos estimar cuánto tiempo pasamos delante de la pantalla del ordenador? La tecnología, aunque no nos demos cuenta, introduce en nosotros una mirada diferente sobre las cosas y las personas. Puede hacer que perdamos el asombro y nos introduzcamos en una mentalidad activista, donde lo que cuenta es hacer mucho y hacerlo rápidamente. Además, no es un misterio para nadie la potencia con la que la pornografía, esa abanderada que domina inadvertida el pensamiento común, invade la vida de las personas a través de las tecnologías. He leído en una estadística americana reciente que el sesenta o setenta por ciento de internet se usa con fines pornográficos. Los sacerdotes no son ángeles: son hombres, y su libertad es frágil. Por ello, es necesario que todo se haga para ayudar a los sacerdotes a dar un uso inteligente y consciente a las tecnologías.

La educación de la libertad Precisamente, estas nuevas e invasivas formas de comunicación ponen de manifiesto la radical importancia de una educación de la

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libertad, que tiene que darse en los años de seminario, pero sin acabar allí. Cada sacerdote, como cada hombre, se ve reconducido realmente a la pregunta fundamental: ¿qué deseo para mí? ¿De dónde espero el bien para mi vida, mi felicidad? ¿Cuáles son los caminos que pueden ayudarla y asegurarla? En un determinado momento de su vida, don Giussani tuvo una intuición genial. Dijo que toda posesión verdadera exige una distancia, o sea, un sacrificio10. Al igual que para ver bien un cuadro no se puede estar con los ojos pegados al lienzo, para poder vivir en la realidad hay que tener cierta distancia, cierto cuidado. Hay que preguntarse constantemente: ¿qué estoy buscando, a quién quiero encontrar y ver, quién puede hacerme feliz?

10 «La forma suprema de vida humana es una posesión con una distancia dentro», cf. L. Giussani, «Tú» (o de la amistad), Ediciones Encuentro, Madrid 1999, p. 135.

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III LA ORACIÓN

El silencio abre el camino a la oración. Habría podido tratar en un único capítulo estas dos experiencias. He preferido distinguirlas porque, en realidad, la oración sin preparación puede convertirse en cada uno de nosotros en una repetición de frases aprendidas de memoria, un rito, un deber del que está lejos nuestro corazón, las preguntas y las expectativas más vehementes de nuestra vida. No es casualidad que el libro sapiencial recomiende: Antes de rezar, prepara tu alma para que no parezcas uno que tienta a Dios (cf. Si 18,23). Por lo tanto, el silencio es la antesala esencial de la oración. Sin embargo, ¡cuántas veces nosotros, sobre todo nosotros los sacerdotes, empezamos la santa misa, las oraciones de la mañana o de la noche, sin ninguna pausa, sin un momento de calma! Al hacer esto introducimos en la oración la pesadez de todo lo que hemos vivido hasta unos momentos antes.

¿Qué es la oración? Jesús dice: El que tenga sed que venga a mí y beba (Jn 7,37). Esta expresión, el que tenga sed, nos habla de nuestra vida movida por el deseo. En la Carta a Proba, san Agustín dice que Dios

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quiere que en las oraciones se ejercite nuestro deseo11. Si no hay deseo, no hay petición. Si uno no tiene sed, no desea beber, no se mueve hacia la fuente, no se siente atraído por ella. El atractivo de Dios necesita encontrar en nosotros una abertura. Si la oración está precedida por un silencio verdadero, con el tiempo, más fácilmente, nuestras peticiones más profundas taladran nuestras distracciones y los problemas. Al igual que el silencio, la oración es una necesidad vital. Me he descubierto a mí mismo muchas veces, durante los años de la madurez, pensando en lo que es realmente necesario para vivir. Deseaba asentar mi corazón no en los detalles, sino en lo fundamental. De este modo, he descubierto que lo que es necesario también es gratuito, aquello que realmente necesitamos también nos viene dado, como la vida biológica, la del alma, la libertad, el amor. Si pienso en mí mismo, descubro en lo más hondo de mi yo esta verdad: «No me he hecho yo. He recibido la vida, la recibo constantemente, cada día». Cuando vivo esta transparencia de mí a mí mismo, empiezo a rezar. De hecho, la oración no es más que la petición que brota de la conciencia que tengo de ser criatura, de mi necesidad de ser llevado constantemente de la nada a la existencia. Rezar significa ante todo pedir, pedir a Dios lo que necesitamos. Aquí descubro en síntesis lo más profundo de mi vida sacerdotal. He sido llamado a ser sacerdote por Dios, a través de la Iglesia, ante todo y sobre todo para rezar. La oración no es un tributo que el sacerdote tiene que pagar para poder hacer otras cosas. A veces, en la vida de algunos sacerdotes, parece que sí: también hay que rezar, cumplir con este deber lo más rápido posible, para pasar después por fin a hacer lo que realmente cuenta, estar entre la gente. El error nace del hecho de considerarnos a nosotros mismos como actores de la salvación y, 11

Cf. Agustín, Carta a Proba, 14,25-15,28.

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al mismo tiempo, de una percepción reducida, espiritualista, de la oración. Sin embargo, el sacerdote es ante todo hombre de oración. Esto significa que está llamado a ser voz de los hombres ante Dios. Mi oración nunca es individual. Cada una de mis peticiones hacia Dios recoge en sí misma los gritos, las expectativas, las súplicas, los agradecimientos, de todos los hombres del mundo, de los que creen y de los que no creen. De los que saben y de los que no saben. Dios quiere que no se pierda ni siquiera un pequeño lamento. Pero no puedo vivir esta tarea esencial de mi sacerdocio, no puedo vivir la realidad cósmica de la oración, si no aprendo primero a rezar yo. Aprender a rezar significa aprender lo que se debe pedir y cómo se debe pedir. Y ante todo significa aprender a quién dirigir nuestras peticiones. Santo Tomás retoma dos definiciones de oración: petición de cosas adecuadas y elevación del alma a Dios12. Ambas definiciones nacen de la consideración del Padrenuestro, de la única oración que Jesús nos ha enseñado. Es la forma de cualquier otra oración, y, entre otras cosas, contiene también la revelación definitiva de Dios al hombre. Padre, esto dice con infinita sencillez san Lucas (cf. 11,2). Si nosotros no tenemos, aunque sea al fondo de nuestra conciencia, esta conciencia de hablar al Padre, a Dios que es padre, no podemos rezar. La oración no es un pensamiento del hombre sobre Dios, sino una participación en la historia de Dios con el hombre. La oración es, por lo tanto, un diáologo, no la repetición de un mantra delante de la nada. Y aunque las palabras estén ya acuñadas, vuelven a nacer siempre nuevas en los labios del que reza de forma personal y consciente. Si nosotros entramos, aunque sea de lejos, 12 Cf. Tomás de Aquino, In Psalmos, Proemium; pars 24, n. 11; Summa Theologiae, II-II, q. 83, aa. 1, 5 y 17.

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en la paternidad de Dios, que es el autor generoso de cada cosa y de cada existencia humana, y el que nos salva perdonando nuestros pecados, descubrimos entonces el valor de las siete peticiones del Padrenuestro. Tres piden que Dios sea reconocido y amado y que todo el mundo sea modelado por su presencia. Cuatro nos invitan a pedir al Padre lo que necesitamos: el pan, material y espiritual, el perdón de los pecados, la liberación de las tentaciones y del mal. A la luz de estas peticiones cualquier otra petición es posible. En realidad, nosotros no sabemos lo que es conveniente pedir (cf. Rm 8,26), y, sin embargo, Jesús nos invita a pedir siempre, a pedir con insistencia y con fe, pero también a aceptar que nuestra petición sea escuchada de manera diferente de lo que querríamos nosotros. A través de la oración entramos en sintonía con Dios, nos ponemos en su longitud de onda. Sólo si el sacerdote vive esta escuela, irá siendo poco a poco capaz de ser cauce de las voces y de las expectativas de los hombres hacia Dios.

Oración y trabajo No hay nada más terrible para un sacerdote que vivir un enfrentamiento entre oración y actividad, entre oración y trabajo, como si la oración no fuera para el sacerdote un trabajo fundamental y también arduo. San Benito no llama por casualidad a la oración opus Dei, obra de Dios en nosotros y obra nuestra para Dios13. Conozco muy bien lo dura que puede ser y lo llena de obligaciones que puede estar la vida de un sacerdote, y lo áridas que pueden llegar a ser algunas jornadas. Pero si nosotros esperamos a estar sentados para poder rezar, poco a poco iremos dejando de 13

Cf. Benito de Nursia, La regla, XLIII.

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rezar. Y que la oración se apague es el principio del enfriamiento de la vida sacerdotal. Rezar incluso cuando no se nos oye, incluso cuando todo parece árido, lejano, incluso cuando las palabras suenan silenciosas: si permanecemos fieles a la objetividad de la oración, florecerá también en nuestra subjetividad. Al igual que en toda forma de amor, es la fidelidad la que hace que renazca el sentimiento.

La oración de intercesión La oración pone al descubierto la misteriosa y profundísima unidad que Dios ha establecido entre los hombres. Su centro más profundo es la intercesión. Interceder, pedir a favor de otro, es lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios14. Por la gracia del bautismo su corazón se convierte en un punto de paso de las súplicas entre la tierra y el cielo. Cuando rezo, estoy seguro de ser el último sucesor de Moisés, aquel que tenía los brazos levantados durante la batalla y ofrecía su sacrificio por todo el pueblo (cf. Ex 17,8-14). Se entiende así que la oración es realmente una acción. Ante todo, ella lleva dentro de sí misma las voces de los demás. Implica escuchar, dirigirse hacia los demás, interesarse por ellos, sentirlos parte de uno mismo. Se convierte así en el hecho de tomar de la mano a los demás para conducirlos hacia Dios, el ofrecimiento de uno mismo por los demás. Todo esto tiene lugar de manera sublime durante la misa. Pero toda oración es siempre intercesión. Cuando rezo, suplico a Dios por los que no son capaces de hablarle, los que no saben rezar, los que han dejado de rezar o nunca han aprendido a hacerlo. Cada sacerdote lleva ante Cristo el misterio y la vida de todos los hombres. 14

Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2635.

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En mi oración repaso constantemente los rostros de las personas que son más cercanas para mí, de mis familiares, mis amigos, conocidos, los que me han pedido que los recuerde. Como cuando, antes de dormirme, con el Ángel de Dios hago un viaje espiritual entre todas las casas de mi comunidad, dispersas por el mundo. La oración es el silencio lleno de nombres.

La oración de las horas Uno de los tesoros más preciados que la Iglesia ha puesto en manos de los sacerdotes, y de este modo de todos los fieles, es el libro de los Salmos. Los ciento cincuenta salmos constituyen, durante la semana, el esqueleto de la oración de los monjes. Para los sacerdotes, y para los laicos que quieren participar de esta oración, están distribuidos a lo largo de un mes. Hasta el Vaticano II, la oración de las horas era en latín y era mucho más larga que la actual. Además de los Laudes y las Vísperas, preveía la oración de Prima, ahora suprimida, la obligatoriedad de Tercia, Sexta y Nona (mientras que ahora se puede elegir una sola de estas tres oraciones). Además, los salmos en latín eran realmente difíciles y la oración de las horas podía resultar a menudo mecánica, obligada, una tarea que desempeñar porque está ligada a la sanción de un pecado grave. Hoy en día ya no es así. La oración de las horas se desarrolla en lengua materna y es una ayuda formidable para mantener despierta la memoria durante el día, tener vigilante el corazón y la mente, ensimismarse con las horas del día vividas por Jesús, con los tiempos de su existencia terrenal y celestial. La liturgia de las horas prevé lecturas escogidas del Antiguo Testamento y del Nuevo, oraciones, himnos, pero sobre todo, como he recordado, está enriquecida con la lectura de los salmos. Ellos constituyen un ejemplo completamente singular de oración.

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Atribuidos en gran parte al rey David, son en realidad la expresión de más autores que han recogido en ese poema los infinitos matices del alma de un hombre ante Dios. Aparece el que cree, el que duda, el que se rebela, el que suplica, el que está a prueba, en la desesperación, en el júbilo de la liberación. En este sentido, no sólo puede llegar a Dios a través de los salmos la voz de los diferentes momentos de la vida del que reza, sino que da voz también a cualquier hombre de cualquier latitud y tiempo. Cuando el salmo me obliga a rezar una alabanza de júbilo, estando yo triste, me convierto en la voz de los que exultan. Otras veces no tengo necesidades concretas o dramas que tengan que ver, pero las palabras dramáticas del salmo se convierten en expresión de muchísimos hombres y mujeres que lloran y gritan en diferentes países del mundo. A través de la liturgia de las horas, todos los días, en todo momento, la unidad del género humano avanza un paso hacia Dios. Además, la oración de los salmos no es sólo la oración del individuo o de la comunidad de los hombres que están en él. Es también, y ante todo, la oración de Jesús. Los salmos son el texto del Antiguo Testamento que Jesús ha citado más, como nos testimonian los evangelios. En la sinagoga él ha rezado con los salmos, antes de morir ha hablado con el Padre con un salmo. Por eso, nosotros tenemos la certeza de la eficacia de nuestra oración. En la liturgia de las horas no sólo rezamos nosotros a Jesús, sino que es Jesús mismo quien reza al Padre a través de nosotros. Si los salmos revelan a Dios al hombre y al hombre a sí mismo, podemos decir también que ellos revelan a Dios en sí mismo. Asumen el ritmo de un diálogo en el que el hombre llama a Dios y viceversa. Los dos se expresan contando, preguntando, a veces incluso acusándose el uno al otro. Y Dios a veces se rinde ante la invocación suplicante del hombre, hace suyas nuestras peticiones introduciéndolas en su designio y mostrándonos que en él hay

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espacio para nosotros; mitiga sus castigos, revelándose él mismo como misericordia. La naturaleza comunional de la oración de las horas está mejor expresada cuando rezamos junto a los demás, cuando al sacerdote se unen otros hermanos suyos o algunos laicos. Alguna vez al día, al menos algún día durante la semana. Este descubrimiento de la oración de los salmos no ha definido desde el comienzo mi vida sacerdotal. Han sido necesarios muchos años para que me diera cuenta de su importancia y su ayuda. Se ha convertido para mí en una ayuda muy grande a la hora de no vivir la misa de forma distraída, una preparación y una continuación del sacrificio eucarístico mismo. He encontrado la misma conciencia en algunas palabras de Juan Pablo II. Hablando con André Frossard, dijo una vez: «Nadie ignora que la jornada del sacerdote es litúrgica, no sólo por la misa, sino por la liturgia de las horas, que le otorga su especial ritmo. En conjunto, el trabajo ocupa la mayor parte del tiempo, pero todas las actividades deben tener su raíz en la oración como en una tierra espiritual. Sin embargo, el espesor de esta tierra no debe ser ni demasiado fino ni demasiado superficial»15. Hoy en día, si tengo que posponer necesariamente una parte de la oración, me siento fuera de lugar, un poco aturdido, como cuando me levanto por la mañana sin haber dormido lo suficiente.

La adoración eucarística Estos últimos años he descubierto la importancia de la adoración eucarística. El tiempo que paso ante la eucaristía expuesta en mi capillita nunca ha dejado de dar frutos. Sobre todo, me ha hecho 15 André Frossard – Juan Pablo II, «¡No tengáis miedo!», Plaza y Janés, Barcelona 1982, p. 38.

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entender muchas cosas de mí mismo y del mundo, después, de Cristo, y, por último, del Padre. Ante todo la adoración eucarística me hace entrar cada vez más en el silencio del Dios creador. Cuando todo brotó de sus manos, cuando no había ninguna voz. Algo parecido sucedió en Belén e incluso antes en Nazaret, en el momento del sí de María. De este modo, a través de la adoración, acontece una revolución en mi mente y en mi vida. Entiendo que lo que más cuenta, Dios mismo, vive en el silencio. Delante de la eucaristía aprendo que Él aceptó el riesgo de ser olvidado, pisoteado. Todo esto me enseña mucho sobre el método de mi ministerio. Me enseña que las cosas de Dios nacen de manera sigilosa y se desarrollan siguiendo lógicas que no son las de este mundo. Silencio y ocultación: así entro en la realidad del bautismo de los niños, en la confesión, es decir, en el instante secreto en el que se nos perdona, en la realidad del dolor y de la muerte, pero también de la resurrección, que tuvo lugar en la serenidad de un amanecer visto únicamente por los ángeles. Así pues, entro en la adoración, en la carnalidad del cristianismo. El Dios invisible acepta asumir la especie del pan, acepta convertirse en pan para poder transformar desde dentro nuestra vida. Así, a través de la adoración, entiendo un poco más quién es Dios, su condescendencia, su identificación con nuestra humanidad, su entrega en nuestras manos. Él ha compartido nuestra vida para hacer que florezca desde su interior. De este modo, también nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a compartir la vida de los hombres para pedir junto a ellos que sea iluminada y transformada. Ya he dicho y escrito otras veces que la adoración eucarística es para mí como un curso universitario. Es un diálogo en el que siempre aprendo algo: el hecho de ser criatura ante la inmensidad de Dios, su providencia, su sabiduría, la necesidad para mí de la

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humildad y de la confianza. A través de la adoración se vuelve más concreto todavía el hecho de rezar recordando los rostros de las personas queridas, se vuelve más concreto todavía llevarle su persona a Dios.

El rosario Entre los primeros recuerdos que tengo de mi vida está el de una gran cocina con el fogón encendido. Por la noche nos reuníamos en torno a esa llama para rezar el rosario. Evidentemente, en latín. Yo no estaba obligado a participar, tenía cuatro, cinco, seis años, pero me sumaba, al menos en parte, a la oración de los demás. Cuando me hice mayor, sacerdote, descubrí de nuevo el rosario a través de la insistencia mariana de Juan Pablo II. Don Giussani también nos hacía rezar un misterio del rosario en verano, durante las vacaciones en la montaña en la época del instituto, delante del espectáculo de los Dolomitas. Era una contemplación. Juan Pablo II ha subrayado el valor contemplativo del rosario. Se dice explícitamente: «En el primer misterio contemplamos…». Él, que había dicho «el rosario es mi oración favorita»16, retomará esta expresión de Pablo VI en su carta apostólica sobre el santo rosario: «Sin contemplación, el rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas […] Por su naturaleza, el rezo del rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso»17. Al igual que la liturgia de las horas, para mí el rosario es una preparación y una continuación de la misa. Aprendo a vivir los diferentes momentos de la vida de Jesús, muy a menudo a través de los ojos de María. La Virgen es realmente 16 17

Juan Pablo II, Ángelus, 29 de octubre de 1978. Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 12.

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para cualquier cristiano, pero sobre todo para el sacerdote, quien indica el camino, quien nos lleva a Jesús y nos ayuda a seguirlo. Juan Pablo II nos ha invitado a favorecer precisamente esta dimensión contemplativa de la oración mariana. Las palabras del Ave María se suceden casi sin darnos cuenta. Las intenciones de oración son enunciadas y abandonadas después a la misericordia de Dios. Es en la persona de Jesús en la que debemos fijar nuestra mirada. El rosario es una oración sencilla. Puede rezarse en cualquier parte, en cualquier momento del día, sean cuales sean las condiciones de nuestro ánimo. Si uno tiene poco tiempo y se distrae fácilmente, puede distribuir los cinco misterios a lo largo de las horas del día. Para mí el rosario es como una cadena que me une a Dios y a muchos hombres, encontrando así un punto de unidad entre presente, pasado y futuro de la Iglesia y del mundo. «El antiguo principio contemplata aliis tradere es siempre actual y vivificante», ha escrito Juan Pablo II. Para él, el sacerdote «tiene derecho a comunicar, única y exclusivamente, sus contemplata, es decir, pensamientos surgidos de la oración»18.

18

André Frossard, op. cit., p. 39.

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IV LA LITURGIA

La liturgia es la forma más elevada de oración, la que incluye a todas las demás y de la que todas toman consistencia. Durante la celebración litúrgica, el sacerdote y los fieles hablan con su voz, pero dicen las palabras que Jesús ha mandado en el transcurso de la tradición de la Iglesia. Esas palabras no son sólo de ellos: por encima de todo son de Cristo19. Esos gestos, esos actos, son al mismo tiempo de los hombres y de Jesús. De este modo, cuando se es fiel a la intención de quien la ha instituido, la liturgia es una oración ciertamente eficaz. En ella Cristo se nos da a conocer, se entrega a nosotros, se convierte en el corazón de nuestra existencia, de la mente, de la forma de actuar, dando forma así a nuestra vida. La liturgia es una formidable escuela para nuestro ser y nuestro saber. Participando en ella formamos parte de la nueva vida traída por Jesús a la tierra. La acción litúrgica implica palabras, cantos, colores, gestos, posiciones del cuerpo. La fe se revela no sólo como un conjunto de verdades en las que creer, sino como una vida nueva que se nos entrega, en la que se exaltan la inteligencia y los sentidos del hombre. Mediante la liturgia se combate también esa tentación nuestra 19

Cf. Sacrosanctum Concilium, n. 7.

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de activismo: sólo si nos volvemos a encontrar a nosotros mismos, si entramos en la acción que Jesús realiza con nosotros y para nosotros, podemos estar con los demás y para los demás de manera eficaz. De otro modo, llevaremos a los demás únicamente el vacío que vivimos nosotros.

¿Qué es la liturgia? La liturgia es, en cierta medida, la encarnación continua, es la prosecución de la vida de Jesús, de sus misterios, en la actualidad de nuestra historia. En ella el sacerdote experimenta que la relación con el Señor resucitado es extremadamente concreta y puede sostener toda su vida. De hecho, el Señor ya durante sus años en la tierra y después de su resurrección, a través del don del Espíritu, eligió estar presente en la historia, uniendo a las personas con él, haciéndolas partícipes de su misma vida, mediante el don del bautismo y de todos los sacramentos, mediante los diferentes carismas que dan forma a su pueblo. El protagonista de la liturgia es Cristo. Sólo si aceptamos su protagonismo podemos convertirnos a nuestra vez en protagonistas. Esta consideración me ha ido enseñando a lo largo del tiempo una sobriedad adecuada en la celebración litúrgica, una esencialidad necesaria para que aparezca aquel que la habita. El tono de la voz, la serenidad y la medida del gesto también son importantes. Pero sobre todo, es fundamental no traicionar nunca lo que la Iglesia ha transmitido a lo largo de los siglos. Participar de este modo en la liturgia nos enseña el amor a la belleza. Aparece, como en una filigrana, ese mundo definitivo al que todos estamos destinados. No podemos vivir la liturgia olvidando su infinitud cósmica, que llega hasta los confines extremos de la creación e incluye a los ángeles del cielo y a los santos de todos

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los tiempos. La liturgia es la eternidad que entra en el tiempo y en el espacio. Es el mundo tal y como Dios lo ha pensado. Da un sentido nuevo al año, a la semana, hasta determinar incluso las formas de los espacios litúrgicos y de las obras de arte. Ciertamente no es necesario insistir en lo importante que es el tema de la belleza: basta con pensar en las catedrales, en la pintura y la escultura sagradas que han marcado dos mil años de historia cristiana, en los objetos preciosos (cálices, patenas, etc.) que han sido producidos. El arte sacro hoy en día, sobre todo la arquitectura, está buscando un equilibrio nuevo, después del gran desorden que sucedió al Vaticano II. Es de todos conocido el mal que ha derivado de haber confiado a arquitectos no creyentes la construcción de muchas iglesias importantes. ¿Ayuda a vivir la liturgia, la oración? Ésta debería ser la única pregunta que habría que formular ante el proyecto arquitectónico de una nueva iglesia. Todo lo demás cobra sentido a partir de esto. Participando activamente en la liturgia nuestro corazón también se rehace: perdonados, se nos hace partícipes de las dimensiones del corazón mismo de Cristo y nos volvemos capaces de perdonar. En la liturgia aprendemos que el amor es la realidad primera, la única verdadera, y aprendemos que será también la última, la definitiva20. Incluso nuestro trabajo entra en la liturgia y recibe de ella su sentido y la dirección correcta. Recordemos la oración del ofertorio: «Este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad (…) este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre»21. Todo nuestro cansancio, el de las personas presentes, el de los hombres que conocemos, que hemos encontrado, es llevado al altar y se convierte en motivo de 20 Cf. M. Camisasca, Terra e Cielo, Cantagalli, Siena 2006, p. 26. El libro está dedicado por entero a los temas desarrollados en este capítulo. 21 Cf. «Presentación del pan y el vino», en Misal Romano, Editorial Católica 1975, pp. 308-309.

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la ofrenda del hombre a Dios. La objetividad de Dios entra en cada detalle de nuestra subjetividad, transformándola y atrayéndola hacia él. Para terminar conviene resaltar que la liturgia se convierte en el corazón de la educación cristiana. En primer lugar, porque afirma la primacía de Dios en la vida del hombre. Después, porque revela su presencia a través de las cosas cotidianas de la vida. Y por último, porque implica a las personas a escuchar y hacer, a ver y participar, en un acontecimiento dinámico en el que tienen cabida todas las dimensiones de la personalidad. Encontramos la expresión más clara de lo que es la liturgia en uno de los prefacios de la misa de Navidad: «Para que conociendo a Dios visiblemente él nos lleve al amor de lo invisible»22. Mediante la participación en los sacramentos y en la oración, vivimos ya en un mundo renovado, aunque sigamos inmersos en el tiempo.

El canto El canto es parte integrante y, por tanto, imprescindible de la celebración litúrgica. Es el camino privilegiado para entrar en consonancia con el misterio que la Iglesia celebra, a través de la singular unidad que crea entre palabra, ritmo y melodía. En este sentido, un canto es verdadero cuando es introducción al misterio. Por ello, la elección de los cantos no puede no tener presente esta objetividad: no todo es adecuado ni es para cualquier ocasión. El canto da color, consistencia y belleza a las palabras, desvela la manera en la que concebimos nuestra relación con Cristo. Se canta sólo en virtud de lo que se está viviendo como persona ante Dios. 22

Cf. Prefacio de Navidad, en ib., p. 316.

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Estoy convencido de que una adecuada educación en el canto es una de las responsabilidades primarias del sacerdote que quiere suscitar en su pueblo un espíritu de oración y adoración. Desde hace muchas décadas hasta los años sesenta, por lo menos en Italia, el pueblo cristiano casi no participaba en la celebración de la misa con el canto. Su lugar quedaba reducido a la expresión popular en las procesiones o a contadas ocasiones durante la celebración eucarística. Nadie conocía ya el gregoriano, excepto quizá la Salve Regina y los himnos eucarísticos. Incluso cuando, en la segunda mitad del siglo XX, empezaron a florecer cantos nuevos para la misa, no se tuvo el valor de volver a los salmos, a las palabras de las Escrituras. El padre Gelineau, quien mejor supo proponer la esencialidad del canto salmódico después del Concilio, fue la excepción más relevante23. Está claro que tampoco podemos olvidar la obra de algunos autores, procedentes de movimientos, que han expresado las palabras de los salmos y los himnos a la Virgen de una manera musical capaz de unir creatividad y tradición. La experiencia que he vivido a lo largo de estos veinticinco años en el seminario de la Fraternidad san Carlos, me ha persuadido de que el gregoriano representa la forma ideal de todo canto litúrgico. «Ha de tender a dar forma al resto de los cantos»24. Como ninguna otra expresión vocal, el gregoriano ha expresado desde los orígenes la serena y gozosa certeza de la fe, la alegría de la salvación, la comunión con los hermanos en una única voz delante de Dios. Todo cuanto invita a rezar, por tanto el resto de tipologías del canto litúrgico, se debe rehacer imitando su equilibrio y esencia. Nada como el canto gregoriano logra expresar el aspecto alegre de la liturgia, y al mismo tiempo, la atmósfera llena de esperanza

El padre jesuita Joseph Gelineau (1921-2008) dedicó su vida al canto litúrgico. Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008. 23 24

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y alegría contenida que la caracteriza. Nada como el gregoriano expresa la liturgia como reposo supremo en la vida. El canto litúrgico no nace de una creatividad individual cuyo criterio es representar el propio yo. Es la oración lo que florece en la melodía. Es necesario «reconocer atentamente con los oídos del corazón las leyes intrínsecas de la música de la creación misma […] y encontrar así la música digna de Dios, que entonces pasa a ser al mismo tiempo verdaderamente digna del hombre y hace resonar de forma pura su dignidad»25.

La reforma del Vaticano II Como frontera entre el tiempo y lo eterno, la liturgia vive la tentación del inmovilismo o la opuesta de una excesiva movilidad. Tras siglos de celebraciones en latín y de normas que habían tenido una larga duración, después de las reformas discretas pero valientes realizadas desde Pío X a Pío XII, el posconcilio puso en marcha un aluvión de cambios. Algunos de ellos eran realmente necesarios: la reforma de la liturgia de las horas, la proclamación de textos bíblicos en lengua materna, un acceso más rico a las Escrituras, la simplificación de algunas celebraciones… Sin embargo, otros han supuesto un gran abandono con respecto a la tradición anterior. En la predicación, incluso en la celebración misma, se ha oscurecido el valor sacrificial de la misa, en favor de una acentuación como cena de comunión. El completo abandono del latín, que habría podido ser conservado por lo menos en el canon de la misa (como preveía el Concilio), ha contribuido a reducir el carácter sagrado del acto litúrgico con respecto a la percepción de los fieles. Las traducciones de las oraciones y de los textos bíblicos, no 25

Ib.

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siempre acertadas y a veces incluso traicioneras, han supuesto un empobrecimiento de la fe, cuando no han traído la sujeción del pueblo de Dios al arbitrio de exegetas y teólogos. Hemos llegado a ver cómo muchísimas comunidades caían en la banalización de la celebración litúrgica. Lo sagrado es la santidad de Dios, que llega hasta nosotros por medio de la celebración de los santos misterios. Y el misterio cristiano no es lo incomprensible, sino lo infinito, infinitamente conocible: es el infinito en el tiempo. Nos hemos distanciado años luz de los Padres de la Iglesia, que habían hecho del misterio el centro de su predicación, de su pedagogía y de su gratitud hacia Dios. Todo esto ha desencadenado la aparición de una minoría tradicionalista que ha creído y cree que se puede identificar la obediencia a la tradición con la pura inmovilidad de las normas. Si la liturgia es vivida como un exilio en Dios que nos aleja de los hombres o, por el contrario, como un sometimiento a los hombres que nos aleja de Dios, toda nuestra existencia pierde su verdad. Esto vale en especial para el sacerdote que celebra, pero termina por implicar la conciencia del pueblo que se le ha confiado. Únicamente entrando en Dios de forma verdadera, entrando en su acción podremos estar de manera eficaz al lado de los hombres. Entrar en Dios, que es entrega, nos permite inclinarnos junto a él hacia la humanidad enferma. Entonces, ¿qué hacer? La enseñanza de Benedicto XVI contiene las directrices para responder a esta pregunta. Para el Papa, la característica principal del acto litúrgico es la belleza. Entrar en la belleza significa entrar en Dios, que es comunión, que es entrega de sí. Esta belleza resplandece en la creación, en la elección del pueblo escogido y, por último, en la revelación de Jesús. Esto es la liturgia para Benedicto XVI: «La verdadera belleza es el amor de Dios que se nos ha revelado definitivamente en el misterio pascual»26. 26

Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, n. 35.

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Por tanto, no se trata de desacralizar nuestra celebración, sino de entender realmente lo que significa sagrado. Al celebrar la misa y los sacramentos ha de crecer en nosotros la conciencia de la grandeza de Dios, que no puede ser reducida a nuestros esquemas, conceptos o previsiones. Lo sagrado no es lo oculto que sólo una lógica misteriosa reservada a unos pocos puede desvelar. Es misterioso precisamente porque es infinitamente cercano. El hecho de ser inalcanzable no reside en su lejanía, sino en la profunda infinitud de su amor. Favorecer el sentido de lo sagrado significa educar en la importancia, en la serena y agradecida conciencia de que lo que está sucediendo nos permite entrar pacientemente en la lógica del otro, de escucharlo y respetarlo por lo que él es, sin anteponer palabras nuestras que no serían más que charlatanerías, iniciativas arbitrarias o descabelladas. En el silencio se prende hasta dónde puede llegar el valor del amor y, por tanto, de la innovación. ¿Qué lugar ocupan en la liturgia las rúbricas y las normas? Nos interesan en cuanto nos aportan una tradición anti,gua, que se remonta a menudo a los primeros siglos de la Iglesia. Cuando vuelvo a leer, sobre todo en latín, las oraciones del misal, penetro en una experiencia del cristianismo que me lleva a los Padres, a los santos, a los grandes momentos de la historia de la Iglesia. Esto es lo que hace comprensible, mejor dicho, deseable, la obediencia a las rúbricas. Lamentablemente, hoy asistimos a añadidos o sustituciones arbitrarias durante la celebración de la misa o de los sacramentos. Tengo que decir, dentro de mi ya larga experiencia, que no he escuchado nunca una expresión más inteligente que la que se quería cambiar. Y es normal que sea así, porque es casi imposible que una persona improvisando durante la celebración pueda llegar a una sabiduría más profunda que la sedimentada en dos mil años de historia.

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Los riesgos del posconcilio El hecho de haber confiado la liturgia a expertos ha hecho que toda la Iglesia corriera grandes riesgos. No se puede vivir de liturgia, precisamente porque se vive de la liturgia. Muy a menudo, esta tendencia a refugiarse en los ritos procede, sobre todo en curas jóvenes, del miedo a la vida y a la historia. Así, la celebración litúrgica o el rezo del breviario se vuelven un fin en sí mismos. Los sacerdotes se hacen especialistas en la vestimenta, en los rituales, en las incensaciones, perdiendo de este modo el sentido de lo que la liturgia quiere ser realmente para el pueblo cristiano. La celebración litúrgica nunca es un fin en sí misma, sino que, como dijo acertadamente el Concilio, es culmen et fons27, es decir, lugar que educa a la comunión y expresión privilegiada de la misma. Una liturgia que se encerrara en sí misma, que se autocelebrara, que se complaciera de la propia belleza, no sería una liturgia cristiana. A lo largo de las décadas del posconcilio hemos asistido también a una reducción política de la liturgia. La santa misa se convertía no sólo en un lugar donde se empañaban las diferencias entre el celebrante y el pueblo, sino también en el lugar en donde hacer reivindicaciones sociales. Un ejemplo puede ser la democratización de la liturgia, que deriva de una corrupción igualitaria de la idea de comunión. El sacerdote es considerado alguien que ha sido elegido por la asamblea y, por tanto, fácilmente sustituible. Es verdad que el sacerdote representa a la asamblea ante Dios, pero no hay que olvidar que por encima de todo él representa a Dios ante la asamblea. La liturgia no tolera tal reducción. El verdadero significado político de ésta es la institución del reino de Dios como advenimiento de la justicia. La liturgia es fuente de justicia porque abre las puertas a la reconciliación con el Dios revelado y entregado a nosotros como Padre. Porque nos educa en la caridad con los hermanos. 27

Cf. Sacrosanctum Concilium, n. 10.

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V LA MISA

«Sin el sacerdote la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada»28. Estas palabras del cura de Ars, que podrían parecer «excesivas», como ha advertido el mismo Benedicto XVI29, son, sin embargo, iluminadoras. No sólo para comprender la grandeza del sacerdote. Son también una ayuda para los sacerdotes con el fin de que descubran el centro de su vida y de su misión. «Oh, qué grande es el sacerdote […] si él comprendiera, moriría […] Dios le obedece: él pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo a su voz y se encierra en una pequeña hostia»30. También Juan Pablo II estaba profundamente convencido de la plena relación que existe entre sacerdocio y eucaristía: «El sacerdocio existe porque Cristo ha dejado en la Iglesia, en la eucaristía, su propio sacrificio, el sacrificio de su cuerpo y de su sangre»31. Todas las demás dimensiones de la misión sacerdotal (la predicación, la paternidad, la donación hacia el pueblo...) nacen de aquí. El sacerdote es un hombre elegido por Dios, ante todo, para el 28 B. Nodet, El cura de Ars. Sus pensamientos – Su corazón, Foi Vivante, 1966, p. 100. 29 Benedicto XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del santo Cura de Ars, 2009. 30 B. Nodet, op. cit., p. 97. 31 André Frossard, op. cit., p. 185.

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sacrificio eucarístico, para ser cauce, en el tiempo y el espacio, del memorial del sacrificio de Jesús.

El corazón de la jornada La misa es el corazón de mi jornada. Justo después de mi ordenación, hace treinta años, no tenía esta conciencia, que no puede ser adquirida únicamente por los estudios. Está claro que las palabras de la teología pueden iluminar, pero mucho más útiles son las palabras y la experiencia de los santos. ¿Qué quiere decir que la misa es el centro de mi jornada? No siempre, ni siquiera ahora, estoy listo para vivir el peso de esta celebración, ni por arte de magia se van el cansancio, las inquietudes, las distracciones. Sin embargo, soy consciente de que la celebración de la misa es la acción más importante que tengo que cumplir durante el día y que a ella se unen, a través de hilos invisibles, el resto de las horas de la jornada. Por encima de todo, la misa es obra de Dios. Lo más preciado que tengo que hacer cada día es adherirme a la obra que hace Otro. No soy yo quien salva el mundo con mis palabras o mis actos. Es ésta una verdadera y propia revolución en la concepción de mí mismo, de los demás, del mundo, del tiempo. En la misa que celebro a diario «participan» no sólo los que están presentes, sino que, a través de mí, lo hacen también todas las personas que veré ese día, todos los que me pedirán algo para ellos o para sus seres queridos, las personas de las que oigo sus dramas por la radio o en el periódico. Participan también las personas que me son cercanas: mi padre, que murió hace veinte años; mi madre, que está enferma desde hace seis, mis familiares, mis amigos, mis colaboradores. Todo el mundo está allí, en torno al altar. La misa no es nunca privada, ni siquiera en una iglesia perdida en la montaña.

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La misa

Con las oraciones penitenciales del principio confieso humildemente mis pecados y me preparo para recibir la gracia, fuente única de salvación. A través de las oraciones del misal se renueva en mí la conciencia de la iniciativa de Dios que me salva. Me ha dado una mirada para poder reconocer a Cristo presente en los espacios de la jornada, en las cosas, en las personas, en los acontecimientos, en todo aquello que de otro modo sólo sería monotonía y pesadez. Los pasajes de las Escrituras elegidos por la sabiduría de la Iglesia, en especial ahora que, después del Vaticano II, podemos escuchar una amplia selección de textos en nuestra lengua materna, nos ofrecen cada día la conciencia de estar dentro de una historia que va desde Adán hasta Cristo y llega hasta nuestros días. El ofertorio de la misa, en especial después de la introducción de las oraciones de bendición elegidas por Pablo VI, que retoman las antiguas oraciones de la Berakah hebrea, es un momento absolutamente fundamental en la celebración de la misa y en mi día concreto. Junto a mis hermanos recibo las ofrendas del pan y el vino. En ellas se representan las personas que están, su cariño, su trabajo, pero también el grito de tantas personas que, a pesar de no estar presentes, han acudido a mí. En definitiva, el grito de toda la humanidad. Cuando el pan y el vino se transforman en el cuerpo y sangre de Cristo, todas estas peticiones, estas expectativas, estas palabras de alabanza se convierten en materia de la edificación de la Iglesia. A través del ofertorio vivo cada día en una confesión profunda entre el trabajo y el cariño de todos los hombres que están en camino hacia la Jerusalén definitiva. Pero es en la consagración donde se abre para nosotros y para los hombres la parte más preciada de la misa. Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre. Haced esto en conmemoración mía (cf. Lc 22,1920). No podemos estar diciendo estas palabras durante años sin que tracen también un profundo surco en nuestra existencia.

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Sabemos que actúan independientemente de nuestro estado de ánimo e incluso de nuestros pecados. Al mismo tiempo, obran tanto en nosotros —que celebramos—, como en los que recibirán ese pan y ese vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo, una verdadera identificación con Jesús. Incluso a través de una sola celebración eucarística toda la realidad del mundo camina hacia su cumplimiento.

Cumplimiento y fin Santo Tomás ha escrito que la eucaristía es el cumplimiento de la vida del hombre y el término de todos los sacramentos32. Creo que cada sacerdote debería meditar largo y tendido sobre estas palabras, entrar en ellas para comprender lo que de Dios ha recibido y ver en qué medida ha sido confiado a los hombres. Que sea el término de todos los sacramentos se comprende precisamente por ser el cumplimiento de la vida. De hecho, la finalidad de los sacramentos no es otra que la de ayudarnos a alcanzar la estatura de aquel que es el verdadero hombre: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho carne. Todo ello ocurre plenamente por obra de la gracia, pero no sin la colaboración de la libertad. En el momento en que decimos: esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre, aun siendo parte de la Iglesia, nos encontramos ante ella, estamos llamados a ofrecer toda nuestra vida para que se cumpla lo que el corazón de todos los hombres desea. La eucaristía es el movimiento del misterio hacia nosotros, es la iniciativa constante de Dios, instante tras instante, hacia nuestra persona. El hecho de inclinarse hacia nosotros empezó con la creación, se reveló definitivamente en la Encarnación, sigue ahora y seguirá hasta el final de los tiempos. 32

Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 73, a. 3, ad 1.

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La eucaristía es la manera de ser presencia constante dentro de nuestra vida cotidiana. Me parece volver a oír las palabras del arzobispo Giovanni Battista Montini: «El Señor no nos ha entregado un retrato suyo, un recuerdo suyo, una reliquia suya, un símbolo suyo, no: nos ha dado su presencia real […] el amor crea cercanía, […] es comunicación […] Cristo ha realizado la presencia de la forma más plena, misteriosa, hasta que queramos, y nos dejará siempre maravillados y sorprendidos»33. A través del cambio que opera, la eucaristía es la fuente del movimiento positivo que lleva las cosas y a los hombres hacia la orilla de lo eterno. Es un haz de luz que atraviesa, calienta y quema toda materia, incluso la más refractaria y resistente. Con la ordenación sacerdotal, y sobre todo en la celebración de la misa, además de en su obra de evangelización y educación, los sacerdotes se convierten en actores del gran dinamismo que sostiene la historia del mundo, un movimiento que parte de la insondable comunión de la Trinidad y llega a albergar dentro de sí hasta el más pequeño movimiento del hombre y la realidad más escondida de lo creado.

Sacrificio y comunión La eucaristía es el signo más elevado de la locura del amor, que queda reflejado para siempre, de manera escandalosa, en la cruz. Si pienso en mi camino —durante más de treinta años ya— de participación, de ensimismamiento con la celebración de la misa, me vienen a la cabeza sobre todo dos experiencias. La primera es la experiencia del sacrificio; la segunda, la de la comunión. 33 G. B. Montini, «Una ley de amor sublime. Homilía de Jueves Santo 1959», en Discorsi e scritti milanesi (1954-1963), II, Edizioni Studium, Roma 1997, p. 2704.

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Sobre todo, el sacrificio. No puedo decir: esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre, no puedo aceptar ser el cauce de la representación del acontecimiento de la cruz, no puedo usar ese determinante, mi, sin aceptar antes que me asemejo de manera particular, y en una medida que sólo decide Dios, a la vida de Jesús. Todo sacerdote está llamado a esto. Esta experiencia es uno de los aspectos más interesantes y más terribles de la vida sacerdotal. Todos los días nos encontramos ante la realidad del dolor y del mal, dos experiencias fuertemente unidas entre sí, pero que no se pueden superponer. Gran parte del dolor de los hombres nace del mal que hacen o reciben, pero hay aspectos del dolor, momentos, que no se pueden atribuir a una responsabilidad directa. Me estoy acordando del dolor inocente, sobre el que medito muchas veces, bien por los encuentros que tengo, bien a partir de la realidad de la celebración eucarística. Sólo la cruz de Cristo permite, no digo explicar, pero sí al menos acercarse a este terrible escándalo de la existencia. Al sacerdote que dice: esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre se le pide, como a muchos hombres, que participe del dolor de sus hermanos e incluso, alguna vez, que lleve la cruz de quien no puede o no sabe llevarla. Es un aspecto importante de la vida sacerdotal, que se ha manifestado de la forma más sublime en los estigmas de san Francisco, del padre Pío, o en el silencio de la fe vivido por Teresa de Jesús, Teresa de Lisieux y Teresa de Calcuta, entre otros santos. Todo sacerdote debe prepararse para esto, aun sin tener el valor de pedir una especial participación en la pasión de Cristo. En el día a día es suficiente con que acepte el camino que Dios le traza. La misa es, además, una experiencia de comunión. La eucaristía es llamada así por el pueblo cristiano. Al igual que el pan está hecho de muchos granos de trigo y el vino de muchas uvas, decía la antigua Didaché, también la participación en el pan y el vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo hace que seamos una

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única cosa34. Pero esta experiencia ha sido ya descrita claramente por san Pablo. Nosotros, que participamos del único pan, somos un único cuerpo (cf. 1 Cor 10,17). La eucaristía nos enseña, por tanto, el perdón, la acogida. Pero sobre todo cumple en nosotros la experiencia de la comunión, de esa comunión que Jesús vino a traer al mundo. Se habla mucho de paz y se hace, precisamente, en nuestro tiempo. Y es necesario que los hombres trabajen por la paz. De las familias a las naciones. Pero el que más hace por la paz y la reconciliación es ese pan donde está escondido el cuerpo de Cristo. Y muchas veces lo olvidamos. Si no, tendríamos mucha más consideración por nuestro ministerio y un mayor regocijo en nuestro rostro. Comunión y paz en griego son la misma palabra: Eiréne. La paz que nace de la cruz. Sacrificio y comunión: Juan Pablo II, en Ecclesia de Eucharistia, uno de sus últimos textos, ha escrito que «la Eucaristía es un verdadero banquete»35. Nunca pueden ir separadas estas dos realidades de la eucaristía, porque «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor [...] De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión»36. Vivo esto todos los días, descubriendo que la eucaristía como sacrificio reclama la entrega de mi persona. Y en esta entrega, constantemente, la comunión vuelve a acontecer.

34 35 36

Cf. Didaché (Doctrina de los doce apóstoles), IX, 4. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 16. Ib.

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La confesión Cuando hace diez años se encomendó a mi comunidad una parroquia en Alemania, descubrí que allí la confesión no se utilizaba desde hacía treinta años. La gente, simplemente, ya no se confesaba, porque los sacerdotes ya no hablaban del sacramento de la penitencia y no se sentaban en el confesionario. Un sacramento instituido por Jesús, lo que atéis... (cf. Jn 20,23), y vivo durante dos mil años, había sido eliminado. La reforma protestante había ganado. Pero la misma situación la encontré en una parroquia que se nos confió en Canadá. En el fondo de todo esto se encuentra, en primer lugar, el terrible oscurecimiento del sentido de pecado, que comienza en los propios sacerdotes. Es también evidente el influjo que en todo esto ha tenido la reacción ante una visión excesivamente legalista del sacramento de la penitencia, con tintes de sexofobia, que ha marcado su ejercicio por parte de algunos sacerdotes en la época moderna. ¿Una victoria más del puritanismo protestante? El pecado, el mal, se ilumina sólo a la luz de lo que Dios ha hecho por nosotros. Es como una sombra, que no se produce si no hay luz. Hoy en día no se da ya sentido de pecado porque ya no se tiene el sentido de lo que hemos recibido, el sentido de la presencia activa de Dios en nuestra vida. Hemos perdido la conciencia de la vida como diálogo con el Misterio y, por tanto, de estar faltando a este diálogo. Recuerdo un día en que dije a una persona que se había acercado al confesionario afirmando que no tenía pecados: «Usted seguro que no ama, porque si amara no podría decir lo que ha dicho». Dios no nos ama de forma genérica, no nos ama en conjunto, nos ama a cada uno; ha querido, ha creado, sostiene la vida, nos guía a cada uno de nosotros. El renacimiento de la confesión puede partir, por tanto, sólo de los sacerdotes. Donde haya un sacerdote que sienta la necesidad de

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confesarse, la gente lo encontrará en el confesionario y donde hay un sacerdote en el confesionario, el pueblo vuelve a confesarse. Por encima de todo, la confesión es para mí una necesidad del espíritu. Junto con la comunión y el breviario es la forma más elevada de oración en mi vida. En realidad, a mí tampoco me enseñaron en el seminario a otorgar a la confesión el lugar que le corresponde en la semana. He tenido que ir aprendiéndolo poco a poco, a través de las experiencias de la madurez y el testimonio de mis hermanos. La confesión es ante todo un encuentro con Jesús: venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados (Mt 11,28). Si no se entra en esta perspectiva no se puede hacer realmente experiencia de este sacramento. El encuentro con Jesús tiene dos momentos. Primero, él nos vuelve a sanar, nos cura de nuestras enfermedades, borra nuestros pecados, restablece nuestra humanidad herida. Esto sucede en la Penitencia. Después, infunde en nosotros una participación especial en su vida. Todo esto ocurre cada vez que nos acercamos a la eucaristía. Un sacerdote que no vuelve a descubrir por sí mismo la necesidad de la penitencia no puede ser un buen sacerdote. No sabe cómo actuar, ni con los hombres ni con Dios. Poco a poco será aplastado por su mal, se cansará, se desilusionará, se volverá cínico. El enemigo cotidiano de la vida sacerdotal no son tanto los grandes pecados cuanto la mediocridad. Los sacerdotes no confiesan porque no se confiesan. En este sentido llama la atención que el documento Reconciliatio et poenitentia, escrito por Juan Pablo II en 1984, sea casi desconocido en la Iglesia. Quien no vive la experiencia de ser perdonado no puede experimentar dentro de sí el deseo de despertar la misma sed en los demás hombres. Se evade así de la experiencia más abrasadora que Cristo ha traído a la tierra: he venido a buscar al que estaba perdido (cf. Lc 19,10). Creo haber encontrado en estas palabras otro

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nombre propio de Jesús: Aquel-que-busca-a-quien-se-ha-perdido. ¿No es esto lo que quiere decir la palabra Salvador? La experiencia de la confesión exige preparación. Todo es así en el cristianismo. Para el encuentro con una persona que amamos nos preparamos con tiempo. Y después volvemos muchas veces con el pensamiento a ese suceso. Puede que ya no recordemos las palabras que se dijeron o que oímos, pero en lo más hondo del corazón no se puede olvidar el rostro y la dulzura vislumbrados. Está claro que yendo hacia Jesús no tenemos que olvidar el mal que el pecado ha provocado, la devastación que sucedió dentro de nosotros y a nuestro alrededor, en ondas concéntricas que llegan hasta los espacios más lejanos del universo. No debemos olvidar todo el sufrimiento que le hemos causado a Jesús, el sufrimiento del amigo que quisiera vernos abandonados a la verdad, que quisiera vernos felices en los brazos del Padre; el sufrimiento de quien ha padecido lo que ha padecido y ha muerto por nosotros. Sobre todo, no podemos olvidar el sufrimiento de quien experimenta nuestra indiferencia, nuestra frialdad ante su amor. El amor no amado, como ha escrito santa María Magdalena de Pazzi. La confesión está íntimamente unida a la relación que cada cristiano tiene con la comunidad de la Iglesia. El pecado lo aleja de la comunidad, rompe uniones misteriosas y escondidas, pero reales, porque hiere siempre la comunión. La imposibilidad de recibir la eucaristía, después de haber cometido pecado mortal, es el signo visible de esta ruptura. La confesión es el gesto con el que dejo que Dios me recoja, que restaure y recree lo que se había roto. Al final, mediante la confesión, en la que es perdonado de sus propios pecados, el sacerdote aprende que Dios se comunica con los hombres por medio de otros hombres. Ni siquiera el propio sacerdote puede tener acceso al Espíritu si no pasa a través del cuerpo, que es la humanidad de Jesús que continúa en la limitada humanidad de la Iglesia. Ésta es la única manera de que pueda

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enseñar a los demás que es necesario ser humildes para reconocer que el misterio de Dios pasa a través de los pobres sacerdotes. Una vida sacerdotal sin confesión es como un día sin colores. Poco a poco todo se vuelve igual, uniforme, y, al final, se apaga. Desaparecen los matices de la vida, porque habituarse al mal cotidiano resta sensibilidad al espíritu. Ya nada turba o exalta y todo tiende a convertirse en una gran rutina. Pero, al final, todo se ve rebasado por la alegría de ser recogido de nuevo. Como cuenta la parábola del hijo pródigo, que es una catequesis sobre la confesión.

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VI EL ESTUDIO

¿Estudian los sacerdotes? En mi vida sacerdotal —ya bastante larga— no he encontrado a muchos hermanos que reservaran al estudio un tiempo adecuado. Y, sin embargo, el estudio es una necesidad que nace del silencio, del cual es prolongación. El sacerdote es un profeta. No lo afirma sólo el concilio Vaticano II37, sino una larguísima tradición anterior. ¿Qué significa ser profeta? El profeta no es alguien que habla del futuro —quizá alguna vez—, sino más bien alguien que habla en lugar de otro, que presta su voz a otro. La historia de Israel es rica en estas figuras, en verdaderos y falsos profetas. Algunos son grandísimos, mientras que de un número enorme no recordamos siquiera el nombre. Al final de los tiempos, ha escrito uno de ellos, todos vuestros hijos y vuestras hijas serán profetas (cf. Jl 3,1). En medio del pueblo cristiano, que está todo él llamado a dar testimonio de Dios, hay sacerdotes destinados, por su misma vocación, a ser en el mundo signo de contradicción, a llevar ese juicio sobre la vida que el mundo no sabría encontrar por sí mismo. Jesús dijo: mi doctrina no es mía (Jn 7,16). Él es el profeta y todos nosotros hemos de participar en su profecía. ¡Qué responsabilidad 37

Cf. Presbyterorum ordinis, n. 2.

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tan tremenda! ¿Somos conscientes de haber sido enviados a comunicar, con nuestras palabras, las palabras de otro? ¿A comunicar la experiencia que nos ha sido donada por otro? El profeta es, por tanto, aquel que no tiene una sabiduría propia, que no participa de la sabiduría del mundo, sino de la de Dios. San Pablo escribe: De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación... Predicamos un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,21.24). El sacerdote es, por tanto, un hombre como los demás, llamado a decir a los hombres las palabras de Dios: palabras de consuelo, de apremio, de sensatez. Palabras mordaces y, al mismo tiempo, palabras de alivio. Para poder decirlas es necesario que tenga dentro de sí mismo la vida que le origina. Es necesario que viva una identificación con la persona de Jesús y, a través de él, con la persona del Padre. Por eso he comenzado la historia de mi experiencia del sacerdocio hablando del silencio y de la oración. Quisiera indicar en este capítulo las vías fundamentales por las que Dios invita al sacerdote a hablar a los hombres: la homilía y la catequesis. Pero, antes de nada, deseo hablar del estudio. El estudio tiene en común con el silencio la lectura de textos, de las Escrituras a los Padres, de la teología a la historia. En cambio, mientras que el silencio tiene una finalidad eminentemente contemplativa —miramos las palabras para observar a través de ellas los acontecimientos que indican—, el estudio es una reflexión analítica. Silencio y estudio no se oponen, no se excluyen. Es más, nacen el uno del otro. Si medito un capítulo de san Pablo luego siento la necesidad de volver a él, de comprenderlo en toda su visión, de estudiar mejor sus palabras, puede que incluso leyéndolo en griego. Y así, con muchos otros textos que puedo encontrar en mi ministerio.

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El sentido del estudio ¿Por qué estudiar cuando ya no hay exámenes que hacer, metas que alcanzar, cuando urgen actividades y necesidades, cuando las personas exigen de nosotros nuestro tiempo? ¿No es quizás el estudio una ausencia de caridad, que nos aparta de las heridas urgentes de las personas? La respuesta sólo puede ser negativa. Sin prolongar el silencio en el estudio se va secando poco a poco en nosotros la conciencia de lo que nos ha sucedido. Al contrario de lo que muchos creen, incluso en los orígenes franciscanos, cuando algunos frailes oponían al estudio la humildad y la pobreza, se respondía con autoridad que sin el estudio no es posible alimentarse de la Palabra de Dios y, por tanto, no se puede vivir la vida religiosa38. Las palabras se volverán repetitivas y áridas, y al final nos volveremos sacerdotes insignificantes. Si queremos conocer a Dios y a nosotros mismos tenemos que estudiar. El estudio es un trabajo que nos permite penetrar en nuestra vida, asimilar esa ciencia de Cristo y la ciencia del hombre que constituyen para nosotros el nivel más elevado y más interesante del conocimiento. La palabra latina studium significa también trabajo, compromiso que nace de una pasión. Precisamente eso es para mí el estudio: pasión por el hombre y por Dios. Los mantengo unidos, como los unía san Agustín al principio de los Soliloquios, cuando a la pregunta de la razón: «¿Qué quieres conocer?», respondió: «A Dios y al hombre»39. Sabía muy bien que uno era el rostro del Otro y que los caminos hacia uno y hacia Otro se encuentran y se cruzan. Por eso, con los seminaristas y los sacerdotes de mi comunidad, me encanta leer poesías o textos de literatura, profundizar en el conocimiento de la pintura y del arte en general, escuchar música, estudiar 38 Cf. K. Esser, Orígenes e inicios del movimiento y de la orden franciscana, Aranzazu 1976. 39 Cf. Agustín, Soliloquios, I, 2, 7.

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filosofía y teología. Jean Leclercq, gran estudioso de san Bernardo, escribió un libro donde resume toda la sabiduría monástica hecha de estudio y oración, además de trabajo manual, y lo tituló de manera significativa: L’amour des lettres et le désir de Dieu40. El estudio no parte de la nada, sino de algo que nos ha sucedido. Para nosotros, sacerdotes, el estudio es una profundización de la fe. Recordemos la fórmula usada por san Anselmo, que en realidad retoma toda la tradición agustiniana: fides quaerens intellectum41. No debemos pensar que colocar la fe en el origen del estudio empobrece o entumece nuestra búsqueda racional. La fe no es un equipaje de nociones, es ante todo un encuentro, el encuentro con quien es «el centro del cosmos y de la historia»42. En Jesús se «exhibe» ante nosotros todo un universo43. Como ningún otro, él abre de par en par para nosotros el horizonte de la realidad total que nos invita a ser indagadores e investigadores. El estudio es, por lo tanto, una relación con cosas y personas que no hemos conocido todavía o hemos conocido mal. Con el presente, con el pasado, con las grandes voces de la historia, con quienes pueden hacernos crecer. «Somos como enanos sobre los hombros de gigantes»44 y, por eso, podemos ver más lejos que los que nos han precedido. Es una extraordianaria expresión de Juan de Salisbury, un literato medieval. Sin negar la justa autonomía de cada ciencia, nosotros sabemos que todo habla de él, el Verbo de Dios hecho carne. Así, nos lo recuerda la Imitación de Cristo, haciendo eco al poeta Jacopone da Todi, que ha dejado escrito: «Omne cosa conclama»45. J. Leclercq, L’amour des lettres et le désir de Dieu, Editions du Cerf, París 1957. Anselmo, Proslogion, Proemium, 7. 42 Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 1. 43 Véase Dante, Divina Commedia, Paradiso, XXXIII, v. 87. 44 Juan de Salisbury, Metalogicon, III, IV. 45 Jacopone da Todi, «Como el alma se lamenta con Dios de la caridad ardiente infundida en ella», Lauda XC, en Le Laude, Editrice Fiorentina, Florencia 1955, p. 318. 40

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El pueblo hebreo quería ver el rostro de Dios. De forma análoga, el estudio es la petición de poder ver a Cristo escondido en cada cosa. Es el camino hacia su desvelarse y también el descubrimiento progresivo de todo lo que somos nosotros, los hombres. Si todo esto es verdad, podemos decir que el estudio no es sólo una prolongación del silencio y de la oración, sino que es una de sus formas privilegiadas.

¿Cómo estudiar? Creo que se ha de partir de las tareas que se nos han confiado: de la preparación de la homilía, de la catequesis, de las respuestas que tenemos que dar a la gente. El estudio implica una larga y paciente estratificación de conocimientos, y también algunas elecciones con respecto a las prioridades de las propias preocupaciones. Como ya he dicho en el capítulo dedicado al silencio, tenemos que acudir a libros que nos ayuden a tener una familiaridad con las Sagradas Escrituras, que nos hagan disfrutar de la historia de Dios; acudir a las obras de estudiosos que, sin estar cerrados a las investigaciones más recientes, estén atentos a la tradición y a la enseñanza de la Iglesia. Quiero detenerme en la importancia de la lectura de los clásicos. Estoy pensando en Homero, Virgilio, Cicerón, Platón, Aristóteles, Agustín, Tomás..., hasta nuestros días. Los clásicos son escritores que son actuales en cualquier época de la historia, que han sabido ser maestros en todos los tiempos. Gracias precisamente a esta capacidad que tienen de captar lo realmente esencial en la vida del hombre, ellos no se quedan en la superficie del ser, sino que saben introducirnos en el corazón palpitante de la vida y de la humanidad de Dios. Entre los clásicos ocupan un lugar relevante los Padres de la Iglesia. Ellos nos acompañan en esa visión unitaria de

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la Sagrada Escritura que hoy se ha perdido del todo. A medida que pasan los siglos, cuanto más se enriquece la historia de la Iglesia con nuevos rostros y protagonistas, más cuenta se da uno de que sus enseñanzas siguen siendo insustituibles. Por último, la escuela fundamental de estudio para los sacerdotes es la liturgia. Ahí encontramos los textos de las Escrituras, el sensus fidei del pueblo de Dios, la vida de los cristianos y sus peticiones. En los diarios de Jean Daniélou he encontrado esta expresión: «¡Que toda mi jornada sea una dilatación del Sanctus!»46. Creo que puedo aplicar estas palabras también al estudio. En uno de sus primeros discursos, en Colonia, durante la Jornada Mundial de la Juventud de 2005, Benedicto XVI dijo: «Es necesario un estudio profundo de la Sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia […] Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy»47. Por eso, un sacerdote no debe descuidar normalmente la lectura del periódico. Lo que pasa en el mundo pertenece a la historia del cuerpo de Cristo. No es necesario leerlo todo. Basta con dar prioridad a los artículos más importantes.

La homilía De cara a la homilía dominical es necesaria una preparación remota y otra próxima. La remota es el estudio, la meditación, que a lo largo de los años nunca se interrumpe. La próxima se realiza considerando los textos específicos de la liturgia de ese día y preguntándonos qué nos quieren comunicar. San Pablo dice que la fe viene de escuchar (Rm 10,17), es decir, de la meditación. Mientras 46 47

Cf. J. Daniélou, Diari spirituali, Piemme, Casale Monferrato 1998, p. 154. Benedicto XVI, Encuentro con los seminaristas, Colonia, 19 de agosto de

2005.

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que los griegos daban prioridad a la vista, la tradición judeocristiana antepone el oído. Oír es la relación fundamental entre maestro, testigo y discípulo. Para hablar a los hombres Dios se ha hecho hombre, ha elegido el camino de la relación personal, ha decidido hablar de corazón a corazón, convertirse en realidad experimentable para los hombres de todos los tiempos. Ya que la fe es un acontecimiento es imposible evitar esta dinámica. Preparar la homilía quiere decir sobre todo preguntarse: ¿Qué experiencia quiero transmitir? «La Palabra de Dios nos llega a través de hombres que la han escuchado y explicado; a través de hombres para los que Dios se ha convertido en una experiencia concreta y que, por así decir, lo conocen de primera mano»48. En la Carta séptima Platón sostenía que las cosas importantes tienen que confiarse al diálogo oral. Y Søren Kierkegaard, en La escuela del cristianismo, ha dicho que esto sólo se puede vivir como la provocación de un Principio que llega al presente a través de la existencia del prójimo49. Cicerón no habría tenido sobre san Agustín y san Bernardo la influencia que tuvo si no hubiera sido conocido sobre todo como maestro de retórica. Y Agustín se convirtió escuchando las homilías de Ambrosio. La comunicación directa fue el arma de santo Domingo, que fundó además la orden de los predicadores; y de san Francisco, que fue a hablar con el sultán en persona. También la Edad Moderna ha estado marcada por la predicación: ¿qué hubiera sido del cristianismo entre los siglos XV y XVII sin Savonarola, Bernardino de Siena, Francisco Javier y Bossuet? Y a todos nos sigue impresionando la capacidad comunicativa de Juan Pablo II y de don Giussani.

48 J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y caridad, EDICEP, Valencia 2005, p. 26. 49 Cf. S. Kierkegaard, La escuela del cristianismo, 1950, pp. 78-80.

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No olvidemos que ex abundantia cordis os loquitur (Mt 12,34): la palabra revela lo que está dentro de nosotros y lo que no. No se puede comunicar más que por una sobreabundancia de experiencia. Ésta determinará el tono de mis palabras, los gestos que la acompañen, el orden de la exposición. Antes de hablar es necesario elegir qué decir, qué priorizar. Tener claro cuál es el punto central que debe pasar de mí a mis oyentes. Esto implica decidir lo que no se va a decir o lo que se comunicará en otra ocasión. De hecho, no todo puede ni debe decirse: una homilía no es una clase. Hay que aprender a «no decir», para dar importancia a lo que se dice. En concreto, sugiero anunciar el tema al principio, subrayando, por ejemplo, una frase que se quiera comentar. Y luego, desarrollarlo con algunos ejemplos. Es muy importante enfatizar frases o palabras que pueden ser recordadas. Al final, una conclusión: un resumen o una pregunta, una llamada a otra cosa para que la reflexión pueda continuar. Sólo hay un camino para aprender a comunicar: empezar a escuchar, escuchar a quien nos sorprenda. Y luego arriesgarse a expresar lo que hemos encontrado y nos apremia porque quiere ser comunicado.

La catequesis y la tradición Juan Pablo II, en un famoso discurso pronunciado al inicio de su pontificado, habló de la cultura que mana de la fe y de la fecunda relación que se establece entre ambas: «Es todo el hombre, en lo concreto de su existencia cotidiana, quien es salvado en Cristo y es, por tanto, todo el hombre el que debe realizarse en Cristo. Una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente

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vivida»50. También don Giussani se interesó enormemente por el problema de la cultura: la definió como conciencia sistemática y crítica de la realidad51. No podemos ofrecer a nuestro pueblo sólo jirones de verdad, respuestas improvisadas a problemas particulares. El hombre es realmente maduro cuando el ideal que le mueve se convierte en una visión armoniosa, capaz de afrontar la vida entera. Creo que ésta es la exigencia que ha hecho que nazca en la Iglesia la catequesis, como camino hacia la madurez de la fe. Sin embargo, en el estudio de la teología, en muchos seminarios y facultades teológicas, todo parece ir en otra dirección: prevalecen los cursos sobre temas específicos y especializados, que presentan las opiniones, aunque sean acreditadas, de teólogos, sin que estén apoyadas y explícitamente integradas en toda la historia de la tradición. Es necesario recuperar unidad en la visión: «La teología debe ser capaz de aligerarse de la carga y de concentrarse sobre lo esencial. Debe estar en situación de distinguir entre conocimiento específico y conocimiento fundamental»52. La catequesis misma no puede concebirse como la mera preparación para recibir los sacramentos de la comunión, la confirmación o el matrimonio, sino que ha de entenderse como la comunicación de esa visión orgánica que mana de la fe. Es justo que la catequesis sea confiada a los laicos, pero es igualmente importante que los sacerdotes ayuden a estos colaboradores a entrar en una visión unitaria y sistemática de la fe. A menudo, los catequistas ignoran las verdades más importantes de la fe. Creo que

50 Cf. Juan Pablo II, Discurso a los asistentes al Congreso Nacional del Movimiento Eclesial de Compromiso Cultural, Roma, 16 de enero de 1982. 51 Cf. L. Giussani, ¿Si può (veramente?!) vivere cosi?, BUR, Milán 1996, p. 83. 52 J. Ratzinger, «Perspectivas de la formación sacerdotal», en AA.VV, Celibato y magisterio. Intervenciones de los Padres en el Concilio Vaticano II y en el Sínodo de los Obispos de 1971 y 1990, Ed. de la Conferencia Episcopal Peruana, Lima.

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los sacerdotes tienen que volver a descubrir la belleza que se experimenta al introducir a los niños, jóvenes y adultos en el descubrimiento apasionado de los misterios de la fe que iluminan la vida. Para ello dispone hoy en día la Iglesia de un instrumento útil: el Catecismo de la Iglesia Católica, y en especial su Compendio. El sacerdote tiene que encontrar en los textos catequéticos oficiales que la Iglesia propone los medios para alimentar constantemente su propia síntesis y para ofrecérsela a las personas que le han sido confiadas. Sólo cuando se alcanza una visión unitaria logra encontrar acontecimientos nuevos enriqueciéndose con ellos, sin que le hagan entrar en crisis. Por medio de la catequesis, la Iglesia transmite las experiencias fundamentales que constituyen su vida. Cada generación de hombres ha de redescubrir la tradición de la que procede; no puede reinventarla cada vez. Para ello habría de dedicar un esfuerzo tal que bloquearía la historia de la humanidad. Se entiende, por tanto, la dificultad en la que vive hoy nuestra sociedad, ya que los lugares de transmisión de experiencias —la familia, el colegio, la Iglesia— parecen haber entrado todas en crisis. Los sacerdotes pueden ser un cauce importante para hacer partícipar a las nuevas generaciones en la vida que hemos recibido, para llevarlas a una verdadera y propia comunión de vida con el resto de la Iglesia.

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VII LA PATERNIDAD

El pueblo cristiano llama a los sacerdotes padres. Encuentro enormemente significativa esta voz popular. Expresa algo enraizado profundamente en nuestra vocación: estamos llamados por Dios a ser personas maduras, adultas, que se acompañen de otros hombres y mujeres, sean de la edad que sean, para ayudarles a crecer. Nuestra sociedad necesita padres. Ha ido desapareciendo la figura de aquel que con autoridad acompaña al hijo a afrontar la batalla de la existencia, con espíritu positivo y constructivo. Las consecuencias de esta ausencia de la figura paterna se perciben, por desgracia, en la creciente inseguridad de los jóvenes, en el constante retraso en la superación de la adolescencia. Donde no ha habido una experiencia verdadera de relación con el padre se hace difícil una relación creativa con la realidad: se soporta, pero no se sabe afrontar. Nos arriesgamos a asumir, frente a la realidad, posiciones extremas que pueden ser, según las diferencias de carácter, defensivas, evasivas, de desconfianza y obcecación. O al contrario, de agresividad y de ataque preconcebido. La inseguridad y la inestabilidad son la característica del mundo juvenil de hoy. Muchos chicos ven la realidad como enemiga. Tienen miedo a salir de sí mismos, miedo a lo que pueda ocurrir.

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Por eso crean clanes apacibles donde buscar protección. Priman la relación virtual a través de las tecnologías o, de forma más dramática, se refugian en el olvido de sí mismos a través de la droga o la exasperada necesidad de relaciones sexuales.

Paternidad carnal y espiritual Tenemos que ayudar a los jóvenes a redescubrir a sus padres y tenemos que ayudar a los adultos a ser padres y madres competentes y acogedores. Esto puede suceder también por medio del ejemplo de los sacerdotes, de su paternidad espiritual. Uso esta expresión para aclarar que quiero hablar aquí no del engendramiento carnal, sino del putativo, el que asume la educación de las personas sin un nexo biológico. Es la gran enseñanza que san José representa para nosotros. Igual que el niño Jesús le fue entregado por el Padre, del mismo modo la existencia de nuestros hijos nos viene confiada por Otro. Por otro lado, también el padre carnal engendra para educar. Nadie engendra sólo para traer al mundo: no sería humano. Por lo tanto, también los sacerdotes estamos llamados a la paternidad. Precisamente nosotros, sacerdotes que, en la Iglesia latina, antes de ser ordenados hemos abrazado el don de la virginidad. Personalidades maduras y respetables no significa personalidades perfectas, sin límites ni roturas. Simplemente, personas comprometidas con la propia vida, entusiastas de la gracia recibida, seguras, no por soberbia intelectual o por adhesión ideológica a las verdades, sino porque se abandonan seriamente a Aquel que ha venido a su encuentro para salvarlos. La mayor parte de los jóvenes que he guiado al sacerdocio se ha visto marcada por la presencia de sacerdotes que no les abstraían de su vida cotidiana y normal, sino que los acompañaban en ella, mostrando cómo el estudio,

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las expectativas, las dificultades, los proyectos para el futuro, todo es más verdadero, más bello y más grande siguiendo a Cristo. Es dentro de una vida normal donde se comprende lo extraordinario de Jesús. Es esto justamente lo que impresiona a un joven: ver en el sacerdote no a un especialista de la oración, de la liturgia, y ni siquiera a un gran organizador de juegos y excursiones, sino a un hombre verdadero que ha encontrado en Cristo el desarrollo más auténtico de la inteligencia y la plenitud de su vida afectiva. La característica fundamental de la edad madura es la fidelidad. Dios es fiel (1 Cor 1,9) y la fidelidad es la forma suprema de imitación de Dios. Lo que más llama la atención a un joven es la fidelidad con la que se le ayuda a crecer como persona adulta.

Llegar a ser padres Para llegar a ser padres hay que reconocerse hijos, pertenecer a alguien. Sin este recorrido no podemos convertirnos a nuestra vez en generadores y creativos. Uno no puede ser padre, generador, si no tiene a nadie como padre. Para los sacerdotes, el padre puede ser el obispo o un superior, un sacerdote sabio, un padre espiritual o un amigo. Quiero subrayar sobre todo la importancia de la relación del sacerdote con su obispo (y un discurso parecido puede hacerse para el superior de un instituto religioso). Hay un lado institucional en esta relación. Al obispo no lo elegimos, lo encontramos. Él es objetivamente, más allá de sus datos personales, el signo de Cristo y la fuente de nuestro sacerdocio. Puede haber también un lado carismático, subjetivo, que no contradice al institucional, sino que lo enriquece. El obispo puede ser un padre, no sólo porque es la fuente objetiva del ministerio que ejercemos, sino también como guía de nuestro crecimiento.

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Hace tiempo que he llegado a la convicción de que el ejercicio del ministerio episcopal debería repensarse por completo teniendo en cuenta todo esto, para que se vean sus prioridades. Es necesario que los obispos vuelvan a vivir con los seminaristas o les dediquen por lo menos una parte importante de su tiempo, que elijan vivir una vida común con algunos sacerdotes, como hicieron grandes obispos del pasado. Me estoy acordando de san Agustín o san Carlos Borromeo. La separación entre la figura del padre y la de la autoridad existe y hace daño a la Iglesia. Es necesario, dentro de lo posible, volver a acercar las dos figuras. El obispo, que en estas últimas décadas ha sido elegido a menudo por sus dotes de administrador, tiene que volver a ser padre. No sólo a serlo de derecho, sino a vivir y a concebirse a sí mismo como padre, a ofrecerse a sus hijos, en especial a los sacerdotes y a los seminaristas. Sea quien sea nuestro padre, a través de él nos introducimos en la escuela de Dios Padre. Toda paternidad humana viene de Él (cf. Ef 3,15). Sólo descubriendo la paternidad de Dios podemos vivir el valor de toda paternidad sobre la tierra y convertirnos nosotros mismos en padres. Introduciéndonos en la escuela de los santos, de los grandes hombres que han marcado la vida de la Iglesia, nuestra existencia se abre a horizontes y fundamentos desconocidos hasta ese momento. Estas relaciones no excluyen en absoluto el resto de paternidades que se pueden encontrar en el mundo y que nos llegan a través de la literatura, el arte figurativa, la música. La tradición es un río de paternidad que nos alcanza para hacernos hombres. Sólo si nos convertimos en hijos podemos volvernos padres. Ésta es en resumen la experiencia más grande de los años de mi madurez. A través de don Giussani he vivido la experiencia de ser hijo. Él me ha hecho, en cierto sentido, volver a descubrir a mi

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padre y, todavía más importante, me ha convertido en hijo de mis hijos. He podido experimentar lo importante que es, y también lo confortante, poder aprender cosas nuevas de los propios hijos que van creciendo. Hoy yo aprendo de aquellos a los que he generado. Mis colaboradores de hoy, que son mis seminaristas de ayer, son las personas que más me enriquecen día a día. Convertirnos en padres y discípulos de los propios hijos quiere decir también aprender a perdonar. La experiencia del perdón nos hace capaces de mirar con positividad al pasado. Sólo si perdonamos las debilidades de nuestros padres podremos educar a los demás y hacernos adultos. Cuando estamos divididos por lo que nos ha precedido no podemos llevar a plenitud a aquellos que nos han sido confiados.

El significado de la paternidad espiritual La paternidad es la imitación de Dios. Jesús ha revelado la palabra definitiva de la historia: Dios es Padre y la materia del Ser es la paternidad. Dios se entrega al hombre, convirtiéndolo en padre. Paternidad significa, por tanto, cuidar al otro porque Dios es el que genera y no abandona, el que crea y educa. La paternidad carnal es la participación en la obra creativa; la espiritual, en la obra educativa. Por tanto, paternidad espiritual quiere decir simple y profundamente educación. Es, sobre todo, un gran respeto por la presencia de Dios que está en el otro. Es el arte de hacer que el otro madure hasta su estatura completa. Cristo ha confiado esta tarea sobre todo a la Iglesia. Nuestra paternidad es relativa a su maternidad. La Iglesia es el vientre que engendra a los hijos en la pila bautismal, que los alimenta y los sostiene por medio de los sacramentos, la catequesis, la pertenencia recíproca. En la Iglesia se desarrolla una vida cotidiana verdadera, que es la fuente

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generadora de la educación. Nosotros somos sólo siervos del cuerpo de Cristo. Todo esto revela una dimensión decisiva de la paternidad espiritual: quien la practica guía a los hijos no hacia él mismo, sino hacia la Iglesia. De hecho, éste es el verdadero peligro de la paternidad espiritual: orientar a las personas hacia uno mismo, desde el punto de vista afectivo, psicológico o de poder. La persona del padre espiritual se convertiría así en una pantalla entre quien le ha sido confiado y la vida de la Iglesia.

Padres de los hombres Es inevitable que las personas deseen o necesiten un consejo, una opinión, consuelo, ayuda, para comprender las consecuencias para su vida de lo que la Iglesia anuncia y nos propone a todos. ¿Qué tiene que hacer el sacerdote entonces? Ante todo, mirar él mismo a la liturgia, a la palabra que se le dice al pueblo, al magisterio dirigido a los fieles. Él es un instrumento, un puente. Es como el dedo índice apuntando a otra cosa. Las personas que se nos confían tienen que poder entender siempre el hecho de que, en última instancia, no somos nosotros los que hablamos: es la Iglesia quien habla. Quienes guían tienen que percibir siempre que están llamados a participar en una vida con los demás, en una vida de comunidad. El sacerdote es el referente inmediato de la misericordia de Cristo, el signo viviente de su acogida, de su paciencia, de su inclinación hacia nosotros, como el buen samaritano. Antes de tener respuestas que dar, el sacerdote ha de ser alguien que escucha, que acoge, que hace que la persona perciba que ha vuelto a casa. Alguien que propone el camino de la Iglesia, sin cansarse nunca ante las incomprensiones, amando hasta el fondo la

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libertad y los tiempos de cada uno. Sólo una adhesión que esté movida por una libertad consciente dará frutos estables y duraderos. En la medida en que sea necesario, debe saber dar respuestas específicas que ayuden a las personas a caminar. Cuando sea necesario, el sacerdote también tiene que reprender, corregir, teniendo siempre como objetivo el bien del que tiene delante. Él es como un amigo sabio que ayuda a descubrir las correcciones que Dios quiere hacer y a reconocer los signos de sus milagros en el mundo. Nunca puede ceder a compromisos en cuanto a la doctrina, pero al mismo tiempo tiene que ser misericordioso con los errores cometidos. Las personas necesitan claridad y perdón. Ninguna de las muchas madres que han abortado se consolaría al oír que la justifican por lo que ha hecho. Tampoco basta con decir: «te has equivocado». Hay que añadir: «pero Dios te perdona». Y hay que acompañar al otro para que haga experiencia de lo que esto significa e implica.

Mirar a Jesús Convertirse en padres de los hombres significa dejar de percibir el tiempo y los bienes como algo propio. Salimos así de una concepción cómoda de la vida y, como Cristo, nos volvemos capaces de entregarnos a nosotros mismos y lo que hemos recibido. El Evangelio entero está lleno de encuentros. Jesús sabía conmoverse ante las personas. Sabía escuchar. Sabía llegar al corazón de su necesidad sin ignorar las necesidades concretas. A través de éstas, ponía de manifiesto las necesidades más profundas. No abandonaba después a las personas, sino que se hacía su compañero. Sin embargo, todo esto no bastaría. Podría seguir

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siendo sólo el signo y el éxito de una buena escuela de psicología. Se necesita más: hay que ofrecer a las personas la riqueza que se nos ha regalado y que no es nuestra. Para esto nos ha querido el Señor, para esto nos ha hecho venir a la luz de la nada en la que estábamos, nos ha dado la fe y, finalmente, nos ha llamado: para ser dispensadores de sus bienes o, como él mismo dice, administradores (cf. 1 P 4,10), para ser apóstoles. Enamorados únicamente de él. La paternidad sacerdotal se manifiesta sobre todo, al igual que en Jesús, en el poder de perdonar los pecados. Los hombres viven bajo el peso de su culpa y sus remordimientos, de su pasado. Sólo el perdón de Dios los puede liberar. Para ello, la confesión y el confesionario son un camino privilegiado de paternidad. Ésta se muestra también en la tarea de enseñar que ha sido confiada al sacerdote. Enseñar significa revelar a los hombres el designio misericordioso que tiene que ver con su vida. Tenemos que prepararnos para enseñar por medio de la oración, el silencio o el estudio. Prepararnos para hablar y para saber cuándo es mejor callar. Siendo, sobre todo, conscientes de que nosotros somos portadores de una verdad que no es nuestra, de la que sólo somos siervos. El sacerdote no es alguien que lo sabe todo y tiene respuestas para todo. Es alguien que aprende cada día de su Maestro. Jesús ha dicho: el Espíritu os lo enseñará todo (Jn 14,26). En el diálogo constante con la gente conoce nuevos problemas, nuevas fronteras de la humanidad y aprende de Jesús a acompañar a los hombres hasta esos confines. Nuestra paternidad encuentra un punto de síntesis en el don de la eucaristía. La celebración de la misa y la adoración eucarística no son expresiones marginales, sino que constituyen su corazón. A través de la eucaristía nos convertimos cada vez más en hijos y, por tanto, cada vez más en padres.

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VIII LA VIDA EN COMÚN

La cuestión afectiva es fundamental en la vida de todo hombre. Lo es también en la vida sacerdotal, marcada por la elección de no tener una familia carnal propia. Uno de los peligros más graves para un sacerdote es el vacío afectivo, la soledad. Ésta puede convivir con la actividad más desenfrenada, de la que a menudo es la otra cara. Durante el día, el sacerdote se ve asediado constantemente por infinidad de personas que le dirigen las preguntas más diversas y que pretenden que él dé respuestas claras y alentadoras. Hoy, además, con la disminución de sacerdotes, las horas del ministro de Dios transcurren a menudo de un sitio a otro, de una iglesia a otra, de una reunión a otra. Cuando vuelve a casa y no encuentra a nadie, tan sólo a veces la televisión (ya han desaparecido casi por completo las amas que antaño asistían a los curas), la soledad se siente. No disminuye siquiera por la eventual presencia de otros sacerdotes en la misma casa, a menos que el sacerdote haya sido educado en esto desde el seminario y sepa apreciar así los dones de compañía y de posibilidad de renacer que representa su cercanía. Hoy en día, en muchas diócesis, por la falta de clero, son confiados grupos de parroquias in solidum a pequeñas comunidades de sacerdotes diocesanos llamados a vivir juntos. Es un camino difícil de

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recorrer y probablemente no tendrá futuro donde no haya habido una preparación adecuada. Y, sin embargo, la tensión a la hora de compartir la vida está inscrita en la misma vocación sacerdotal, es más, en la vocación cristiana. Ello ha dado origen a diversas formas de expresión: monasterios, conventos, comunidades de canónigos, presbiterios diocesanos, institutos religosos. Recorriendo la historia de la Iglesia vemos que muy a menudo su renacimiento en el corazón de los hombres, en las circunstancias más diversas y difíciles, ha sido por obra de un grupo de amigos, de personas que vivían una comunión profunda53. Tampoco debemos olvidar que la expresión más radical de esta condición es la familia misma, a la que Dios ha querido confiar el futuro de la humanidad y la obra educativa fundamental. Dios no ha hecho que naciéramos solos. Desde el momento que venimos al mundo estamos junto a otros. Hay que aprender a vivir con los demás, y éste es también el único modo de saber quiénes somos. Hemos sido hechos para estar con los demás y para llegar a ser nosotros mismos ante los demás.

Comunión Somos llevados así a la raíz de la vida en común. Puede que esta expresión suene extraña a los oídos de muchos. Me refiero a la vida en común entre los sacerdotes. Se podría decir también vida comunitaria, pero esta expresión me parece más superficial y parcial que la primera. Vida en común nos remite a la realidad de la comunión, origen y raíz de toda comunidad.

53 Cf. Fidel González Fernández, I movimenti. Dalla Chiesa degli apostoli a oggi, BUR, Milano 2000 (Los movimientos en la historia de la Iglesia, Ediciones Encuentro, Madrid 1999).

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Comunión es una expresión de enorme amplitud y profundidad, que habla de cómo estoy hecho yo, de cómo están hechas las cosas, del destino último del hombre y de todo lo creado. Pero habla, sobre todo, de la vida misma de Dios. De hecho, al principio, cuando no existía nada, exisitía una comunión de Personas. Como ha escrito san Juan, Dios es amor (1 Jn 4,8). Todo lo que él decida libremente crear fuera de él mismo, sacándolo de la nada, tendrá inscrito en su propio ADN esta comunión: la materia misma, las piedras, las plantas, los océanos, los cielos, los animales y al final, lo que más cuenta, el hombre54. El hombre lleva dentro de sí mismo la promesa de una comunión vivida, que está llamado a realizar a escala planetaria en la participación de la vida de todos sus semejantes, en la realidad del enamoramiento y de la familia, de las diferentes formas de amistad. La gracia de Dios colma esta realidad y le confiere estabilidad en una de las diferentes vocaciones cristianas. Ya los filósofos griegos habían visto en el hombre un ser incompleto, llamado a cumplirse en otro55. El libro del Génesis profundiza mucho más. Muestra el origen de esta tensión cuando revela el pensamiento de Dios: no es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18). ¿Por qué Dios ha querido que exista el hombre? ¿Qué nos aporta nuestro diálogo con él, que el Padre no tuviera ya en su diálogo eterno con el Hijo? No sabemos responder a estas preguntas. Lo cierto es que esta gratuidad absoluta del don recíproco, que es el alma de la vida de la Trinidad, gobierna también la creación. Después de crear a Adán, Dios hace que examine el mundo. Quiere mostrar al hombre la conexión que existe entre todos los seres creados. Adán se da cuenta de la unión que existe entre él y el

54 H. de Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Ediciones Encuentro, Madrid 1983, p. 24. 55 Véase Platón, Simposio, 189d-193d.

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resto del mundo; pero, al mismo tiempo, siente una lejanía. Da nombre a las cosas, a las plantas, a los animales y, sin embargo, permanece en él un profundo sentimiento de soledad . Dios no quiere dejar abandonado a Adán. Por eso, crea a la mujer. Esta vez sí que es carne de mi carne, huesos de mis huesos (Gn 2,23), reconoce por fin Adán, como diciendo: «ahora tengo por fin un tú que puede responder a mi expectativa de comunicación». La comunión, aún antes de ser el destino, aparece aquí como la estatura secreta de nuestro ser. Y, sin embargo, la mujer y el hombre no son capaces de vivir esta promesa inscrita en sus vidas. Pretenden ser autosuficientes, niegan su comunión porque niegan a Aquel de quien la han recibido. Si Dios queda oscurecido, se oscurece también la posibilidad de paz entre los hombres. Jesús viene al mundo precisamente para reestablecer esta posibilidad de unión entre el hombre y la mujer, en la familia, entre los pueblos: De hecho, Él es nuestra paz, quien ha hecho de los dos [judíos y paganos] un solo pueblo, derribando el muro de la separación... o sea, la enemistad... para crear en sí mismo, de los dos, un sólo hombre nuevo (Ef 2,14.20; cf. Ef 4,1.6; Ef 5,21). Toda la vida de Jesús, en especial su muerte y su resurrección, muestran que la forma más elevada del amor a uno mismo, de la afirmación de uno mismo, es la entrega. Quien se pierde se encuentra (Lc 8,35). En él se reestablece la unidad que Adán y Eva habían perdido: no sólo el otro yo puede entrar en comunión conmigo, sino que es necesario para la realización de la propia personalidad. En el Génesis Dios dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza (Gn 1,26). Estas palabras indican la espiritualidad del hombre, su inteligencia, su voluntad y libertad. Pero, como han advertido algunos Padres, debajo de ellas está la comunión de vida que es la Trinidad misma. Así que no es casualidad que Jesús haya querido crear en torno a sí una comunidad de personas a las que ha llamado a dejarlo todo

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y a compartirlo todo, respetando siempre la libertad y la singularidad de cada uno. Personas muy diferentes por carácter, sensibilidad y clase social. Y, sin embargo, ha hecho de ellos una sola cosa. Cuando, después de la ascensión al cielo de su Señor, los apóstoles se alejaron unos de otros, para obedecerle a él, y se dirigieron a los puntos más lejanos de la tierra, lo que nació de ellos fue una única Iglesia, una única comunidad, aunque estuviera formada por muchos focos. No hicieron nada más que vivir, con quien los seguía, lo que habían vivido con Jesús. Eran para los demás lo que Jesús había sido para ellos: el signo y el instrumento de Dios.

Comunidad Sin la objetividad de una comunidad a la que adherirse, guiada por la autoridad que Dios ha puesto a la cabeza, cada uno de nosotros, sacerdotes o laicos, se abandonaría al final a una idea propia de Dios, acabaría por obedecerse a sí mismo, a sus propios pensamientos, ideales y proyectos. Comprender esto y educar en ello ha sido el gran mérito de san Benito: su obra es un punto de referencia no sólo para el monaquismo, sino para toda la Iglesia. Él ha demostrado, a través de su Regla y de las comunidades que creaba, que nuestra subjetividad personal, es decir, nuestro temperamento, nuestras cualidades, nuestros defectos y toda nuestra historia, se salvan únicamente cuando se adhieren a la vida objetiva de una comunidad hecha de tareas establecidas, de horarios que respetar, de paredes entre las que vivir, de responsabilidades y jerarquía. Todo esto es para Benito el contenido de la Regla. Sin una comunidad guiada por una regla nuestra vida camina a tientas en la oscuridad. Para los cristianos se trata de la misa dominical, de la oración cotidiana, de la comunión y de la confesión por lo menos anual, de la alimentación de la propia fe que

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surge de participar en la vida de su comunidad parroquial. También para los sacerdotes existe una regla de vida. He tratado de describirla en los capítulos previos dedicados al silencio, a la oración, a la celebración de los sacramentos, a la predicación, a la misión educativa. Ahora me pregunto: ¿Qué lugar ocupan los demás, las personas de la comunidad a la que pertenezco, en esta regla? Estoy profundamente convencido de que cada uno puede vivir de forma auténtica su propia vida sacerdotal sólo si vive dentro de una familia de la que participa cotidianamente. ¡Qué afortunados los sacerdotes que tienen la posibilidad de experimentar la beneficiosa ayuda representada por la fraternidad vivida con los que comparten la misma vocación! Sea cual sea la comunidad en la que participemos, la «casa» de la que formemos parte, es necesario que ésta prevea al menos algún momento de oración común durante la semana. Sin embargo, una regla de oración común no es suficiente. Por desgracia, puede suceder que, aun rezando juntos, sigamos siendo extraños los unos para los otros. Es necesario que las personas que viven en la misma casa establezcan encuentros mediante los que comunicar a los hermanos lo que están viviendo. Esto hace posible la alegría del testimonio recíproco, que puede convertirse también en corrección. A lo largo de mis viajes, participando muchas veces en encuentros de este tipo en las casas de mi comunidad, he experimentado lo que ayudan a las personas a abrirse a los demás en busca de la verdad que nos precede y supera. Además, es necesario compartir también el descanso. Durante los momentos de vacaciones que vivimos juntos, cuando la mente se ve libre de las preocupaciones cotidianas, logramos de forma más fácil acoger al otro y comunicarle lo que somos. Todo esto se convierte en un impulso formidable para afrontar la vida intensa y llena de actividades de todos los días.

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La vida en común nos abre el descubrimiento del hermano como signo sacramental de Cristo. Nosotros, occidentales, tenemos que aprender de Oriente algo que hemos ido olvidando con el tiempo: la dimensión eucarística de la Iglesia. Cristo me acoge a través de la persona que pone a mi lado. Donde hay tres hermanos, está toda la Iglesia. Sin esta experiencia, nuestra mirada sobre los demás, especialmente sobre los más cercanos (el prójimo, decía Jesús), estará marcado o por la indiferencia que tiende a desentenderse del otro como quitándose un peso de encima o por el intento de poseerlo y usarlo en nuestro propio beneficio. Cuando san Juan Berchmans exclamaba: vita communis maxima paenitentia, no pretendía lamentarse, sino todo lo contrario: indicar en la cercanía de los demás el camino principal de nuestra conversión. Ninguno de nosotros puede conocer realmente a Cristo más que a través del cambio de vida al que le lleva la presencia de los otros. Los demás cambian nuestra vida mucho más que las lluvias que surcan el terreno y liman las piedras. El hermano que se me ha dado como compañero en la vocación es sacramento porque su diversidad es precisamente el signo de una presencia que me supera y que moviliza todo mi ser. Decía Gilbert Cesbron: «Una vida que sea grande nace del encuentro con una gran casualidad»56. En compañía de Cristo, esta casualidad, esta ocasión, es quien ha sido puesto a mi lado. No sólo a través de su santidad, sino también a través de su pobreza, incluso a través de sus pecados él encamina constantemente mi vida hacia Dios. La vida en común no es un deber, una estrategia o un refugio. Es el don que Dios, creador y salvador, ha hecho al hombre para caminar hacia Él. En ella, los otros hermanos, los que jamás hubiéramos elegido y los que se han convertido en amigos, son todos 56 Véase G. Cesbron, Son las doce, doctor Schweitzer, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, p. 26.

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signo de la amistad de Cristo. De hecho, es su persona la que nos corrige, nos consuela, nos ayuda y nos indica el camino. No quiero caer en el espiritualismo o el irenismo. Conozco las dificultades y los desafíos que atraviesa la vida de toda comunidad. Sin embargo, quiero afirmar con fuerza la convicción que nace de mi experiencia con mis hermanos desde hace casi veinticinco años: la vida común entre sacerdotes, incluyendo los sufrimientos, representa, con la ayuda del Espíritu Santo, una formidable experiencia de plenitud afectiva, inicio, con el tiempo, de la promesa que el Señor ha garantizado a todos los que lo siguen (cf. Lc 12,11-12). Toda forma de vida en común debe tener una autoridad, si queremos que constituya una ayuda para nuestra peregrinación en medio de los hombres y hacia Dios. Todo sacerdote debería estar íntimamente disponible a esta dependencia. Todo obispo y todo superior tendrían que educar en esta obediencia fraternal, ofreciéndose a sus comunidades como padres afectuosos y decididos, atentos, capaces de escuchar, pero también sin temor a la hora de indicar el ideal de una vida entregada a Cristo o a la hora de corregir lo que, de algún modo, es obstáculo en la vida de los que se les ha confiado. Encomendarnos a un superior no significa desposeernos de nosotros en función de él, de su voluntad y visión de las cosas. Dios no es glorificado por nuestra destrucción. No obstante, significa reconocer en el otro el signo de una voluntad que sobrepasa la nuestra, a la que tenemos que abrirnos, que tenemos que considerar, porque la sabiduría de Dios es más grande de lo que ya hemos visto y entendido.

Corrección y perdón En la vida en común aprendemos de la corrección y el perdón. Corregir quiere decir llevar a otro a tu lado, llevar al otro del camino

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equivocado al correcto. La corrección, para ser caritativa y dar fruto, ha de hacerse en el momento justo, preferiblemente cuando el otro esté dispuesto a acogerla, cuando no nazca del resentimiento o la ira. Algunas correcciones deben hacerse, a pesar de todo, cuando el peligro para el otro es grave. Pero en otros casos podemos corregir a algunas personas simplemente recordándolas en nuestra oración. La capacidad de perdonar, además, nace en nosotros de la experiencia de ser perdonados. Dios nos amó primero, dice san Juan (1 Jn 4,19); nos amó cuando todavía éramos pecadores (cf. Rm 5,8). Él lleva constantemente nuestro ser del olvido a la memoria, de la mentira a la belleza. El estupor, el sobresalto que nace al descubrir que se nos perdona una y otra vez, hace posible que nosotros perdonemos a los hermanos. La acogida que Dios tiene con nosotros excava el hueco en el que acoger a los demás. El perdón es la máxima imitación de Dios. Es la obra de Dios en nosotros. No hay diferencia o lejanía que no pueda servir para construir la unidad.

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IX LA AMISTAD

En el árbol de la comunión y de la vida en común nace a menudo la flor de la amistad. Es la experiencia más impresionante que ha acompañado mi vida, sobre todo en la madurez. Me parece que es uno de los dones más grandes que Dios me ha dado, un don que debo custodiar con mucho esmero. El hecho de ser reflejo de la vida trinitaria convierte la experiencia de la amistad en un acontecimiento enormemente delicado, que necesita una constante conversión del corazón. Aunque tuviera que cambiarlo todo en mi existencia, seguiría siendo verdad que, desde el punto de vista cualitativo y cuantitativo, la amistad ha sido la experiencia más importante que he vivido: por el número de amigos, por la intensidad de las relaciones, por la fidelidad en el tiempo. Han sido laicos y sacerdotes, hombres y mujeres. Pero también es cierto que la común vocación y responsabilidad hacia la Fraternidad que se nos ha confiado ha hecho que la amistad con algunos de mis hermanos haya sido algo particularmente decisivo. No sin razón he querido dedicar a dos de ellos este libro.

La amistad en el tiempo En el transcurso de los años he procurado también entender lo que vivía a través de las reflexiones y lo narrado por algunos filósofos,

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literatos y, sobre todo, por los Padres de la Iglesia. He podido constatar que la amistad ha dado lugar a un ingente número de libros, dedicados enteramente a ella o en los que ocupa un lugar significativo. Por ejemplo, Aristóteles, en los libros octavo y noveno de la Ética a Nicómaco, hablando de la amistad sostiene que «no hay nada más necesario para la vida, y sin ella un bien no es bien»57. El gran Cicerón, en su diálogo Laelius de amicitia, escribe: «Más allá de la sabiduría no hay nada mejor para el hombre que la amistad, don de los dioses inmortales para su vida»58. Además añade: «Si se eliminan de la vida la caridad y la benevolencia, que son las características de la amistad, se elimina la posibilidad de alegría»59. La palabra caridad expresa para Cicerón, que no es cristiano, la gratitud que tiene que mover la amistad, mientras que la benevolencia señala, como único criterio de relación, el bien del otro. Pero lo que más me sorprende es la definición que Cicerón hace de la amistad: divinarum et humanarum rerum consensio, goce común de los bienes humanos y divinos60. Cicerón había intuido que la amistad es compartir terrenalmente, pero que tiene que ver con nuestro camino hacia Dios. Él, igual que Aristóteles, también habla del amigo como de otro 61 yo . Con el amigo se vive en concordia y en comunión: los bienes de la vida presente y los que se esperan para el futuro se convierten en un instrumento para alimentar la armonía de la vida común. Jesús elige a algunos con los que mantener una relación más estrecha. De entre sus discípulos elige a los apóstoles, a los que confiar completamente su misterio. En la experiencia de la comunidad apostólica encontramos de nuevo unidas las dos características de la 57 58 59 60 61

Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1, 1155a. Cicerón, Laelius de amicitia, XX. Ib., CII. Ib., XX. Véase Aristóteles, Ética a Nicómaco 9, 4, 1166a; Cicerón, Laelius…, LXXX.

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amistad que Cicerón ya había intuido de manera genial: el cielo y la tierra. La comunidad apostólica es la escuela más elevada de amistad de toda la historia. Por eso no sorprende el hecho de que Jesús haya dicho a sus discípulos: Os he llamado amigos, porque os he contado todo lo que el Padre me ha dado a conocer (Jn 15,15). Al mismo tiempo, ha representado para toda la historia de la Iglesia el ejemplo más concreto y humano de amistad. No es casualidad que santo Tomás vea en la amistad el culmen de la caridad, el amor desinteresado que desea el bien del otro, fundándose en una comunidad de vida, de bienes, de virtudes62. En el Speculum caritatis, Aelredo de Rievaulx habla de la amistad como genus sacratissimum caritatis, como el nivel más santo del amor, capaz de conciliar la ordenada orientación al bien, fruto de la razón y la dulzura que se funda sobre el sentimiento63. Los textos de los Padres serían infinitos. Basta con pensar en san Agustín. Gregorio Nacianceno dice de Basilio: «Parecía que teníamos una sola alma en dos cuerpos»64, expresión de Ovidio que encontramos en Agustín, en Casiano, en Isidoro. Aelredo y Ambrosio prefieren hablar, sin embargo, de un solo ánimo en dos personas. Como síntesis de la tradición oriental, quiero recordar un capítulo de La columna y el fundamento de la verdad de Pavel Florenskij. Para él los amigos constituyen una doble unidad, una díada: «El hecho de que haya hermanos, por más que se amen, no elimina la necesidad del amigo. Para vivir entre hermanos se necesita tener un amigo, aunque sea lejano»65. En la unidad, cada amigo confirma la propia personalidad, encontrando el propio yo en el yo del otro. 62 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 75, a. 3; II-II, q. 26, a. 2; II-II, q. 106, a. 1 63 Aelredo de Rievaulx, Speculum caritatis, III, 39. 64 Gregorio Nacianceno, Orationes, XLIII, 16. 65 P. Florenskij, La colonna e il fondamento della verità, Rusconi, Milán 1974, p. 477.

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La amistad y la conversión Descubrir que pertenezco a la historia de Cristo en el mundo, acompañado de rostros de amigos, hace grande mi existencia. A través de los amigos he aprendido que no me pertenezco a mí mismo. Está claro que la amistad es un bien frágil: si no acepta convertirse, decae rápidamente y puede convertirse en una terrible enemistad. Por el contrario, cuando una amistad es verdadera, abre a un amor más duradero, ayuda a amar más a Cristo y a su Iglesia. Hace que uno sea responsable frente a las tareas que se le han confiado. Ésta es la prueba de la verdad de la amistad: si nos hace más libres en la dedicación, en el trabajo, en el sacrificio. En muchos seminarios y en muchas comunidades se tiene miedo de la amistad, puede que precisamente por esta fragilidad suya. Por el contrario, yo creo que revela uno de los aspectos más profundos del método que Dios usa para comunicarse con nosotros: la opción, que siempre es una elección, una preferencia. Para entrar en relación con todo el mundo, Dios ha elegido un pueblo y, dentro de él, a algunas personas. Del mismo modo, nosotros tampoco podemos amar al universo, sino sólo a algunos. Para contribuir al bien del mundo no podemos desempeñar todas las profesiones, sino sólo adherirnos a aquello para lo que nos sentimos hechos. La amistad, por tanto, es el signo más imponente de que Dios, a través de la atracción que despierta en nuestra vida por algunas cosas, por determinados trabajos, nos indica el camino a seguir. He leído en el libro de un amigo mío: «Nadie tiene derecho a la amistad, pero es necesaria para todos»66. La amistad es un don. 66 Véase M. Konrad, Dalla felicità all’amicizia, Lateran University Press, Ciudad del Vaticano 2007, p. 230.

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No es un derecho ni puede convertirse en una pretensión y, sin embargo, al mismo tiempo es un don necesario. ¿No podría ser esta característica suya lo que hace que percibamos, por encima de cualquier otra cosa, su naturaleza divina? Dios es también completamente gratuito y totalmente necesario para nosotros. «La vida natural no tiene don mejor que ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha merecido?», ha escrito Lewis67. Sólo cuando se ha entrado en la experiencia de la comunión se puede conocer la verdadera amistad. La comunión es un vínculo objetivo, que se nos da en el bautismo. Nos introduce en el cuerpo en el que viven los santos, quienes participan de los bienes traídos por Jesús. La amistad no puede vivirse con todo el mundo con la misma intensidad. El amigo es alguien que nos ha regalado el hecho de poder vivir la comunión en una implicación ideal y afectiva. Es verdad que hay quien confunde la amistad con el hecho de reflejarse en el otro, intentando sólo verse a sí mismo. Es el narcisismo, que busca sólo la aprobación y exaltación del propio yo. Eso es lo opuesto a la amistad, nace del miedo y nos encierra en nosotros mismos. Sin embargo, la amistad es una entrega recíproca; en la amistad verdadera dar y recibir se convierten en una sola cosa. La persona que, entre los educadores y formadores de los futuros sacerdotes, arremete contra la amistad para acabar con las llamadas amistades particulares, comete un error muy grave. Confunde la amistad con su patología. Está claro que es más fácil para un educador mantener la distancia con todos, sin implicarse con nadie, pero al final él pierde un camino fundamental de educación y también de disfrute de la vida. Experimentando en la amistad una victoria sobre el propio egoísmo, aparece en nosotros la esperanza de que esta chispa pueda encenderse para todo el mundo. 67

C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 2002, p. 84.

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Por eso, la amistad no puede tener otro fundamento que el amor de Dios. Es una comunicación de sí mismo que Dios hace al hombre. No es una unión entre perfectos, pero sí hacia la perfección. Es una escuela de humildad, moderación, discreción, de amor a la verdad más allá de cualquier sentimiento. La amistad verdadera no teme en absoluto los momentos de crisis. Entre verdaderos amigos pueden volar palabras fuertes. Pero no serán más que abono para una nueva profundidad. Vivir con un amigo es un camino de humildad. Sólo así la amistad se vuelve fuente de alegría y de paz. Por el amigo estamos abiertos a horizontes nuevos y estamos seguros en los momentos oscuros. Al final, somos llevados a reposar en Dios, en su voluntad, como puerto seguro de nuesta paz.

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X LA VIRGINIDAD

Hemos tenido en cuenta, en las páginas anteriores, la experiencia afectiva del sacerdote vivida en su realidad de padre, de hijo, de hermano. El sacerdote nunca está solo. Así fue también para Jesús. Cuando hubo de abandonar a José y a María, les sustituyeron los apóstoles. Los hijos se iban convirtiendo en el medio de la paternidad de Dios hacia él. Dios nos convierte en padres confiándonos a sus hijos. Con esta responsabilidad, nuestra humanidad madura hasta su cumplimiento.

La experiencia del amor Jesús, como recoge la oración hebrea del Shemá, ha confirmado que las vías fundamentales de nuestra realización humana son el amor a Dios y el amor al prójimo. Y precisa: amar a Dios con todas tus fuerzas y amar al prójimo como a ti mismo (cf. Dt 6,5; Mt 22,37-39). ¿Existe continuidad o discontinuidad entre estos amores? En la vida de la Iglesia ha habido grandes santos que han acentuado la segunda hipótesis: el amor de Dios sería de este modo exclusivo hasta exigir la cancelación de cualquier otro amor. Me estoy acordando de algunas expresiones de los Padres del desierto, pero

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también de algunas páginas de santa Teresa de Jesús, de san Juan de la Cruz y, en general, de muchos místicos. Yo prefiero pensar en el amor de Dios como un amor inclusivo, imaginar que encontramos todo en él, claro que a través de un camino de purificación, de conversión, necesario para entrar en una medida del amor diferente de la nuestra. El amor a Dios está en relación continua con el deseo profundo de nuestra naturaleza. Al mismo tiempo, estando ésta herida por el pecado, cualquier amor tiende a convertirse en posesión exclusiva, cuando no en morbosa y asfixiante. Jesús se refirió a ello cuando habló del grano de trigo que tiene que morir para que la espiga dé fruto (cf. Jn 12,24). El amor a Dios y al prójimo me enseña el camino correcto para amarme también a mí mismo, para aprender a mirarme como me mira Dios. Amarme a mí mismo significa descubrir que yo he sido querido, pensado desde la eternidad. En el origen de mi persona está la voluntad positiva de Dios, la misma voluntad que ha querido el universo. Amarme a mí mismo quiere decir entrar en esta visión positiva de la vida, en esta mirada buena sobre mí y sobre el mundo. Entrar en el Magnificat de María, que libera mi alma de cualquier tentación de conformismo, de lamento, de depresión. No es sólo que Dios me haya querido, sino que me quiere también en este momento. Así, puedo abrirme con esperanza al futuro, abandonarme a Él. De hecho, la esperanza es la fe que se proyecta en el tiempo. Sólo si hay algo más que el presente y, al final, más allá de la vida, puedo esperar en el mañana. La certeza de que Dios está más allá de la vida presente, porque es el Creador, hace que me sienta seguro de que Dios está en mi tiempo y me acompaña. Todo esto contribuye a curar el miedo al futuro, que es el temor predominante de nuestro tiempo. Así, poco a poco, cambia también mi posición ante el pasado. Aprendo a amar a quien me ha precedido, las circunstancias de mi

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vida, a mis maestros, a mis padres, pero también a quienes han sido puestos en mi camino y que, de una manera u otra, han acompañado la realización de mí mismo. Amad a vuestros enemigos (Mt 5,44), ha dicho Jesús. En esta invitación suya veo la posibilidad de la reunificación de toda mi existencia. Sin alcanzar esta meta no podremos llegar ni siquiera a la certeza de la bondad de Dios y aceptar que Él haya permitido a estos enemigos actuar contra nosotros. Con el tiempo tiende a madurar en nosotros una mirada positiva sobre nuestra historia. Nos damos cuenta de que el amor de Dios nos ha alcanzado también a través del mal que se nos ha hecho. ¿Cómo podemos amarnos a nosotros mismos, y, por tanto, al prójimo, si no es partiendo de la consideración de lo que Dios ha hecho por nosotros? Nuestra vocación es la modalidad con la que Dios nos ha pensado desde siempre. Yo no he sido sólo deseado. He sido llamado a un seguimiento especial y a la intimidad con Jesús. El amor hacia mí mismo y hacia Él coincide, por tanto, con el amor a mi vocación. Toda esta positividad no olvida mis pecados, mis dolores, mis límites, sino que más bien es la condición para poder aceptarlos y, si es posible, corregirlos. Una mirada positiva sobre mí mismo me permite, ante todo, aceptar el hecho de que Dios me ha dado estos dones y no otros, que Él quiere que yo ocupe este lugar en el designio del mundo y no otro. Si me quiero a mí mismo, me es más fácil reconocer mis errores. Éste es el modo en que mi amor se pacifica y purifica. Escribe Romano Guardini: «Sólo de la aceptación de uno mismo nace un camino que conduce al verdadero futuro, para cada uno el suyo propio»68. Debo aprender también a expiar mis pecados. Dios me ayuda a través de las pequeñas y grandes pruebas que me manda. Aprender 68

R. Guardini, La aceptación de sí mismo, Cristiandad, Madrid 1983, p. 16.

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a aceptarlas es posible únicamente deseando participar de este modo en su cruz y en su resurrección. Soy muy consciente de que mis pasiones (soberbia, celos, vanagloria, lujuria...) se oponen a la purificación del amor, quieren encerrarme en el egoísmo en vez de abrirme al infinito. El amor egoísta ve en los demás únicamente algo de lo que sacar provecho. Por el contrario, el amor verdadero hace que miremos a los demás como un bien del que no disponemos, hace que deseemos conocerlos por lo que son, valorarlos, respetarlos. Nos hace sentir inferiores a ellos, pacientes, misericordiosos (cf. Flp 2,3; 1 Cor 13). El paso del amor egoísta al amor de entrega tiene lugar sobre todo en la eucaristía y en la confesión. A través de estos sacramentos, Dios llena nuestro corazón de su amor, purifica nuestras pasiones y nos hace capaces de vivir la caridad. La otra persona es siempre un signo de Dios. De modo que no hay oposición entre Dios y el prójimo, entre amarse a sí mismo, amar a los hombres y amar a Dios.

Virginidad La vida de un sacerdote, si se alimenta de la oración y las responsabilidades del propio ministerio, puede ser una vida intensamente afectiva, plenamente realizada. Jesús ha prometido el ciento por uno a quien lo siga (cf. Mc 10,30; Mt 19,29). No debemos olvidar que esta promesa, que vale para cualquier cristiano, fue hecha por Jesús justo cuando los apóstoles respondían a su invitación de dejarlo todo para seguirlo. Seguir a Cristo no es, por tanto, una vía negativa. La virginidad no es no tener expectativas, aunque implique renunciar a una familia carnal, a la relación física con una mujer, para estar totalmente disponible para el ministerio confiado por el Señor.

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Un sacerdote que tuviera que ocuparse de la mujer, del trabajo, del mantenimiento y de la educación de los hijos, sería siempre un hombre que tendría que encontrar espacio para su ministerio en medio de otros empeños. Podría estar tentado de «reducir» el ministerio a la exigencia de la familia, exponiéndose más fácilmente a las críticas y al mal humor. Nunca podría estar tranquilamente casado, nunca podría estar totalmente disponible para el Evangelio. Otras preocupaciones, económicas y morales, atravesarían su actividad pastoral, generando conflictos. No estoy nada convencido de que renunciar al celibato aumentara el número de sacerdotes. Estoy convencido, sobre todo, de que esta elección reduciría la capacidad de testimonio que tiene hoy el sacerdote católico. Ésta viene de la posibilidad de usar las cosas del mundo sólo en función del reino de Dios y no de otras personas a las que, si estuviera casado, debería mantener. La vida familiar está hoy marcada por muchas dificultades. ¿Por qué añadirlas a las dificultades del ministerio? Sólo una objeción resulta plausible: si pudiéramos demostrar que la ausencia de la compañía de una mujer hasta la intimidad conyugal disminuye la humanidad de la persona. Pero tendríamos que llegar a la conclusión de que Jesús era un hombre disminuido. ¿Puede vivir el hombre humanamente sin la experiencia de la intimidad sexual? ¿O por el contrario la Iglesia pide a sus hijos algo imposible? O más aún, ¿sabe muy bien que no es posible vivir en virginidad y exige el celibato sólo para dirigir mejor a los sacerdotes? La experiencia de miles de sacerdotes, sostenidos por la gracia y el ejemplo de Jesús, nos lleva a responder que la abstención de las relaciones sexuales no es ni imposible ni inhumana. El gran biólogo Jérôme Lejeune ha escrito respecto de la pulsión genital: «Por fundamental que sea (de ella depende la continuación de la especie) esta función biológica es la única en que

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la falta de satisfacción de ésta, no implica ninguna patología. No se puede decir lo mismo del hambre, de la sed, de la necesidad de dormir. En el celibato la pulsión persiste, igualmente especializada, pero el deseo se generaliza. De genital que era aumenta de manera genial, volviendo a remontar el árbol de la vida hasta Aquel que la genera»69. Dicho esto, hemos de señalr que la elección de la Iglesia no nace de una visión sexofóbica. Aunque en otros siglos, sobre todo por el influjo del platonismo en la Antigüedad y del puritanismo de la Edad Moderna, algunos sectores de la Iglesia pueden haber favorecido y vivido una visión negativa de la sexualidad, la concepción cristiana del hombre no se caracteriza por este comportamiento. La familia ha encontrado repetidamente, especialmente en estas últimas décadas, el apoyo y el estímulo incluso por parte de las más altas jerarquías de la Iglesia. Es más, se puede decir amargamente que la Iglesia católica se encuentra a menudo aislada a la hora de seguir sosteniendo la familia monogámica que nace del matrimonio entre un hombre y una mujer. ¿Qué hay entonces en el origen de la elección, mantenida con decisión en la Iglesia latina desde el siglo IV, de pedir a los sacerdotes que vivan sin casarse?70. Las razones del celibato son más profundas de las que se han descrito hasta ahora. Radican simplemente en la elección que Jesús mismo hace y que pide a los suyos. Él no se casó, aunque tuviera en gran consideración a las mujeres, como demuestra la relación con su madre, con Marta y María, con la Magdalena a quien se le apareció la primera después de resucitar, con la adúltera y las J. Lejeune, «Coeli beatus: osservazioni di un biologo», en AA. VV., Solo per amore. Riflessioni sul celibato sacerdotale, Edizioni Paoline, Cinisello Balsamo 1993, p. 82. 70 Sobre este tema ver R. Cholij, «Il celibato sacerdotale nei Padri e nella storia della Chiesa», en ib., p. 31. 69

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pecadoras que encontró y perdonó. Él quiso que el matrimonio resplandeciera de nuevo en su indisolubilidad, como signo eficaz de unión entre Dios y la humanidad, entre él mismo y su Iglesia. Muy poco o nada dentro de la cultura hebrea apuntaba hacia el celibato. No tener hijos se consideraba una maldición. ¿Por qué entonces esta elección de Jesús, si no es porque consideraba que ésta expresaba, más que ninguna otra, la totalidad de su corazón en el amor del Padre y de los hombres? La virginidad cristiana puede ser comprendida sólo dentro de la fe. Es imitación de Cristo, la forma más elevada de asemejarse a su humanidad. Jesús ha vivido una total dependencia amorosa con respecto al Padre. El Hijo y el Padre son una sola cosa, Él hace lo que el Padre dice, lo que complace al Padre (cf. Jn 8,28-29; 10,30; 14,31). Esto es, ante todo, la virginidad: vivir completamente para Dios, participar de su voluntad, dedicar las propias energías a su reino en el mundo. Al mismo tiempo, Jesús se ha dado completamente para reconciliar a los hombres con el Padre, ha vivido, muerto y resucitado por ellos, ha entregado su Espíritu para formar un pueblo nuevo. También esto es virginidad: la unión indisoluble de Jesús con su Iglesia. El sacerdote también entrega la vida por sus hermanos, «realiza esa unión nupcial que, según los grandes maestros, es precisamente la perfección misma de la vida espiritual… El matrimonio ha sido elevado por Cristo a la dignidad de sacramento, porque en el amor del hombre y la mujer ya en figura se hacía presente el misterio de la unión de Cristo y de la Iglesia. La castidad perfecta en el sacerdote no es sólo una imagen de esa unión, sino su cumplimiento […] Nada ni nadie lo une o lo separa del resto. Siendo uno con Cristo, se vuelve uno con todos»71. 71

D. Barsotti, «Spiritualità del celibato sacerdotale», en ib., p. 175.

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Éste es el vértigo de la virginidad: identificándonos en este mundo con la vida de Jesús nos hace entrar en el misterio de la Trinidad, en la mirada de Dios, en el corazón de Dios. Da a nuestros instantes, a nuestras relaciones, una misteriosa, pero real, incorruptibilidad. Nos comunica la certeza de que no serán eliminados del tiempo. La virginidad es el esplendor que la gente veía en la mirada, en las palabras y en los actos de Jesús. Deberíamos volver a contemplar constantemente la mirada de Jesús hacia Zaqueo, hacia la samaritana, hacia la viuda de Naín, hacia los lirios del campo, hacia los gorriones del cielo: una mirada que nacía en él de la oración, de la relación continua con el Padre.

El sacrificio La virginidad no es posible en nuestra vida sin el sacrificio. Como ya he señalado repetidas veces en estos últimos capítulos, es necesario que madure en nosotros un distanciamiento progresivo que vaya de una forma de posesión instintiva a una mirada que ame y respete al otro por ser criatura de Dios. En este distanciamiento de la instintividad experimentamos el alba de una nueva vida. Es la experiencia del ciento por uno prometida por Jesús ya durante esta vida. Es propio de la virginidad ser testimonio, martirio, según el término antiguo. Pasión para que Cristo pueda ser conocido también por los demás y transforme su vida, para que el mundo pueda ser más humano. La virginidad es una forma de vida que grita el nombre de Cristo, que grita a Cristo como única razón y única posibilidad de plenitud en la existencia72. Es el culmen del amor, es nuestra respuesta a la predilección de Cristo, dentro de la que se aprende a amar todo lo demás. 72

Cf. L. Giussani, El templo y el tiempo, Ediciones Encuentro, Madrid 1995, pp. 28ss.

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XI MARÍA Y LA MUJER

La mujer ocupa un lugar relevante en la vida del sacerdote. Para muchos, la madre sigue siendo un punto de referencia importante. Saben que ella reza siempre por ellos, que los recuerda y espera. En los consejos pastorales, al lado del sacerdote, se sientan a menudo mujeres que tienen grandes responsabilidades. En las parroquias la presencia femenina es, estadísticamente, la mayoría. Y, sin embargo, los maestros de moral del pasado inculcaban a los sacerdotes un comportamiento prudente con respecto a las mujeres. Sin llegar al ejemplo de san Luis Gonzaga que se cuenta que no levantaba la mirada ni siquiera delante de su madre, los santos se presentaban a menudo como ascetas vigilantes ante el peligro de la mujer. Estoy convencido de que un hombre que haya elegido libremente vivir en la virginidad para ser fiel a su promesa no puede concederse licencias. Pero también estoy seguro de que esto puede y debe suceder manteniendo relaciones normales. Las amistades femeninas no se le prohíben al sacerdote, siempre que el respeto por la persona que tenemos delante evite cualquier posible ambigüedad. El sacerdote, que ha elegido ser de Cristo, debe evitar ante todo que la mujer se haga ilusiones, o que espere una intimidad que no será fuente de júbilo y de libertad. No tenemos que utilizar a nadie para cubrir nuestra soledad y nuestro cansancio.

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El lado femenino Sin el encuentro con el universo femenino y sin una adecuada reflexión sobre la diferencia sexual, nuestra visión del mundo sería obligatoriamente parcial y pobre. El ser humano es por naturaleza entrega, capacidad de estar él mismo en comunión. Esta característica suya se expresa de forma diferente en el hombre y en la mujer: el hombre se entrega a sí mismo y entregándose recibe; la mujer sobre todo recibe, y recibiendo entrega. Las dos son formas diferentes de una misma entrega. Sería equivocado tener un pensamiento unilateral, como si el hombre se limitara a dar y la mujer a recibir. Simplemente, el hombre y la mujer entregan y reciben de manera diferente73. Pero su entrega es siempre respuesta a algo que se recibe. Esta observación nos permite superar cualquier lógica de poder y de dominio sobre el otro74. Una visión del cristianismo y de la Iglesia que se limitara a considerar el aspecto «masculino» de la realidad, la línea del gobierno, de la guía, de la autoridad institucional, la línea de Pedro y de la jerarquía, resultaría parcial. En la Iglesia no hay sólo obispos: desde un punto de vista profundo, ni siquiera son la realidad más importante. Porque no son un fin en sí mismos. La jerarquía, al igual que la Escritura y los sacramentos, es ciertamente decisiva para la vida cristiana, pero es siempre un medio. Como decía san Agustín: «para vosotros soy obispo». Lo que cuenta es el fin, ser cristiano: «con vosotros soy cristiano»75. Cf. A. López, Spirits Gift: The Metaphysical Insight of C. Bruaire, CUA Press, Washington DC 2006, pp. 37-58; 114-137. 74 La Iglesia se ha pronunciado siempre con respecto al sacerdocio de la mujer. No quiero alargarme demasiado, sólo llamar la atención sobre una acertada puntualización de la Declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «La Iglesia es un cuerpo diferenciado en el que cada uno tiene su función; los papeles son diversos y no deben ser confundidos. No dan pie a superioridad de unos sobre otros ni ofrecen pretexto para la envidia» (VI, 39). 75 Agustín, Discurso del aniversario de su consagración episcopal, Sermo 340, 1. 73

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¿Qué significa ser cristiano? Todos tenemos necesidad de aprender la bellísima respuesta de una mujer: María, la madre de Jesús, llamada por el concilio de Éfeso Madre de Dios y proclamada solemnemente por el Vaticano II Madre de la Iglesia. En ella encontramos la forma de vida fundamental y común de todos los bautizados. Nadie como ella ha entrado en la voluntad de Dios. Desde su sí, el día de la Anunciación: hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). Preservada del pecado original en vista de la maternidad, María es más importante que Pedro. No hay, por tanto, ninguna razón por la que la mujer deba desear ser sacerdote. Jesús excluyó esta posibilidad no para restringir el lugar de las mujeres en la Iglesia fundada por él, sino más bien para reconocer su dignidad suprema. La mujer en la Iglesia, la mujer que sigue a María, tiene mucho que enseñar a los sacerdotes.

¿Dios es madre? Debemos mirar a la mujer, su significado simbólico, para entender en ella lo esencial de nuestra vida. Dios ha sido revelado por Jesús como padre. No puede y no debe ser llamado madre. Además de ir en contra de la revelación, esta expresión abriría las puertas a una concepción panteísta de Dios que pondría en peligro la trascendencia76. Y, sin embargo, Juan Pablo I había dicho que Dios no es sólo padre, sino también madre77. Evidentemente, quería referirse a esas características de la personalidad de Dios que se revelan en las Escrituras, identificadas con los movimientos más profundos del alma del Señor. Cf. J. Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, op. cit., pp. 173-174. Cf. Juan Pablo I, Ángelus, 10 de septiembre de 1978. Véase también Catecismo de la Iglesia católica, n. 239. 76 77

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Igual que una madre no se olvida de su hijo (Is 49,15), Dios no se olvida de nosotros. Igual que una madre consuela a su hijo (Is 66,13), Dios lo hace con su pueblo. Un salmo (131,2) habla del Señor como una madre que tiene en brazos a un niño, de Dios como una mujer que se conmueve por el hijo de sus entrañas. Todos los días en el Benedictus (Lc 1,68-79) recordamos sus entrañas de misericordia, su vientre de piedad, traducido en castellano como entrañable misericordiosa. A través de la vocación más profunda de la mujer, su capacidad de engendrar, de llevar en su seno y proteger, su capacidad de acogida, de ser «morada», de perdonar, entramos en la realidad misma de Dios. Entendemos así algo de la relación entre el Padre y el Hijo, entre Dios y los hombres. La Trinidad es una comunión, no es una familia. Por lo que estamos muy lejos de las antiguas ideas paganas que veían en el origen del universo el encuentro entre una realidad masculina y una femenina. Sin embargo, todo esto no excluye que la realidad de la madre, criatura humana, nos lleve a conocer algo de Dios y de nosotros mismos78.

María y la mujer A través de María podemos ver expresado y comprender el especial don que la mujer puede ofrecer a la humanidad y, en especial, a la Iglesia79. En la Mulieris dignitatem Juan Pablo II dice que María es la mujer tal y como fue deseada en la creación, en el eterno

78 San Pablo mismo habla de él como madre. Él ha dado a luz sus comunidades y las quiere presentar a Dios como virgen casta y sin mancha (cf. 2 Cor 11,2). 79 Mis reflexiones nacen de la lectura de dos encíclicas de Juan Pablo II: Redemptoris Mater y Mulieris dignitatem, y de dos libritos de J. Ratzinger: La figglia di Sion, Jaca Book, Milán 1979, y María, Iglesia naciente, Ediciones Encuentro, Madrid 1999.

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pensamiento de Dios80. Ella es al mismo tiempo el nuevo principio de la vida femenina y ha sido salvada por Jesús. En el evangelio de Juan encontramos dos episodios en los que María es llamada por Jesús no con su nombre sino con la expresión de mujer. En Caná, al inicio (cf. Jn 2,4), y bajo la cruz al final (cf. Jn 19,26). En este evangelio María nunca es llamada por su nombre: el evangelista quiere representar en ella la imagen de todo fiel, la imagen del que cree. Quiere que en esa mujer cada uno pueda verse a sí mismo, encontrar en ella el camino para seguir a Jesús. Tampoco en las Cartas de san Pablo aparece el nombre de María. Hay sólo una referencia a ella cuando Pablo escribe: nacido de mujer (cf. Ga 4,4). Y una vez más, la expresión con la que es llamada María es este término, mujer, que puede parecer genérico y, sin embargo, es profundamente significativo. Para Juan y Pablo, María es la mujer por excelencia, la nueva Eva, la primera redimida en la historia de la salvación, la criatura nueva, llena de gracia. Si los profetas hablaban de la alianza entre Dios y la humanidad a través de la imagen del matrimonio (cf. Os 2,21-22; Jr 2,2), es precisamente en María donde tiene lugar el desposorio entre Dios y la humanidad en sentido real y definitivo. En María, Dios se hace carne. Al «no» de Eva, responde el «sí» de María que la convierte en la verdadera hija de Sión, el pueblo que se une definitivamente con Dios. Dante, en el elogio que san Bernardo hace de María, en el último canto del Paraíso, habla de ella como «hija de tu hijo»81. Para ser madre, María tiene que ser ante todo hija. Es madre porque es virgen, se hace madre diciendo sí. San Agustín, en uno de esos juegos de palabras que tanto le gustan, escribe que María se convierte Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 11. «Virgen Madre, hija de tu Hijo / la más humilde y alta de las criaturas / término fijo de la eterna voluntad», en Dante, Divina Comedia, Paraíso, XXXIII. 80 81

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en madre «prius mente, quam ventre»82. Ese «sí», que el pueblo de Israel no había sido capaz de decir de una manera definitiva y estable, es pronunciado ahora y para siempre83. En conclusión, de María aprendemos la fe que nos hace miembros del pueblo cristiano. Debemos mirarla a ella para entender cómo estar con Jesús y cómo estar delante de Jesús. San Lucas dice de ella, retomando las palabras de Isabel: dichosa tú que has creído porque se cumplirá lo que te dijo el Señor (Lc 1,45). María acogió la promesa que se le hizo y no dudó. Como la mujer que, convirtiéndose en madre, acoge en su seno una nueva vida y la custodia para traerla a la luz, del mismo modo María ha acogido el Verbo de Dios que en ella se hizo carne. Esta capacidad de acoger y custodiar, que es típica de toda mujer y suma virtud de María, nos desvela cómo en todo creyente acontece y madura el milagro de la fe. En el capítulo 11 de su evangelio, Lucas retoma las palabras de una mujer que, en medio del gentío, grita: ¡Dichoso el vientre que te engendró y los pechos que te criaron! Pero Jesús responde: ¡Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen! (Lc 11,27-28). A simple vista, podría parecer un distanciamiento de su propia madre. En realidad, es una exaltación de ella. María es grande, es más grande que cualquier otra mujer y que cualquier otro hombre porque, más que nadie, ha escuchado la palabra de Dios y la ha cumplido. No basta con escuchar. Es necesario también custodiar. Mientras que escuchar exige abrirse a Dios que habla y enseña, custodiar implica dejar entrar dentro de nosotros lo que ha sido depositado, dejar crecer y madurar hasta dar fruto. Acoger la semilla que viene de otro y hacer que sea una vida nueva. En el misterio de la maternidad está custodiado el misterio de nuestra relación con Dios, con Jesús y con la Iglesia. 82 83

Agustín, Sermo 215, 4. Cf. J. Ratzinger, María, Iglesia naciente, op. cit., p. 22.

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María, forma de la Iglesia A este propósito Joseph Ratzinger, como había hecho von Balthasar en la escuela de Adrienne von Speyr, recuerda que María es la forma suprema de la Iglesia84. La figura de María nos hace mirar a la Iglesia como madre y esposa: madre en cuanto generadora de hijos, esposa en cuanto que recibe el amor del esposo y hace que fructifique en ella. La Iglesia no es una estructura que vive de actividad, sino un lugar que genera constantemente nuevos hijos. En una Iglesia en la que no hubiera un lugar para María, el cristianismo se convertiría en una árida burocracia. Sin embargo, donde ella ocupa un lugar privilegiado, el que le corresponde junto al Hijo, acontece siempre una generación nueva. Siguiendo a María podemos aprender el camino del discipulado. En las primeras páginas del evangelio de Juan, los primeros discípulos preguntan a Jesús: Maestro, ¿dónde vives? (Jn 1,38). Desean ser acogidos, recibidos. Y Él llama, recibe, habla, entra en nuestra vida, prepara para nosotros una casa. Se necesita tiempo para entender todo esto, para comprender qué nos pide Dios, qué significado tienen las palabras que nos dirige, el camino en el que nos coloca. Lucas, hablando de la Virgen, dice que guardaba en su interior las palabras que escuchaba y que las meditaba (cf. Lc 2,19). Trataba de entender, mediante lo que había comprendido, lo que aún no entendía. En ella aparece la imagen auténtica del discípulo: «María no está, ni simplemente en el pasado, ni sólo en lo alto del cielo, asentada en el ámbito reservado de Dios […] es aquí y ahora una persona que actúa […] ella nos precede. Nos explica nuestro momento histórico, no mediante teorías, sino actuando»85. 84 85

Ib. Ib., p. 34.

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Cuando recientemente nacieron las Misioneras de san Carlos escribí en mi diario estas palabras: «Tendrían que ofrecer un testimonio de adoración y de acogida». En ellas, como en toda mujer, veo a quienes me pueden enseñar la disponibilidad, la receptividad, la atención a la vida, a las cosas, a la belleza.

María y los sacerdotes Además de la fe y del discipulado, de la escucha, la obediencia y el júbilo, aprendo de María otros aspectos fundamentales de la vida sacerdotal. Desde el principio de su vida, su fe se coloca bajo el signo de la cruz: una espada te atravesará el alma (Lc 2,35). Precisamente bajo la cruz se convierte definitivamente en madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19,26). El hecho de estar en el centro de la pasión del Hijo nos enseña que ella, como todo sacerdote, está en el centro de la lucha entre Dios y el demonio. Así nos la presenta el Apocalipsis (Ap 12,2-4). María es la clave fundamental para leer la historia del cielo y la tierra, siempre madre y siempre asechada por el demonio, que no quiere que nazca Dios en el corazón de los hombres. Con el sí de María, el Hijo decide definitivamente el drama de la historia en el sentido de la bendición. Gracias al sí de una mujer, la historia tiene un resultado positivo, aunque todavía no esté realizado por entero. En María, la mujer se convierte para siempre en el signo de la esperanza de los hombres86. Ella intercede constantemente por nosotros. Éste es otro aspecto decisivo de la vida de la madre de Dios que ilumina nuestra vida sacerdotal. Juan Pablo II habla de una mediación de María con respecto a nuestra salvación87. Una expresión valiente, que suscitó infinidad de 86 87

Cf. Benedicto XVI, Ángelus, 15 de agosto de 2006. Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 44.

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polémicas. Sin embargo, está contenida en un texto del Vaticano II88. El Papa no quería relegar a un segundo plano la unicidad de la mediación de Cristo, sino subrayar que María ha participado como nadie de esa mediación. Ratzinger ha escrito: «Nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones humanas»89. La fe nos llega siempre por el testimonio de los demás. Y María vive su mediación sobre todo por medio de la súplica y la intercesión. Sigue haciendo lo que hizo en Caná, logranso siempre que Jesús adelante su hora, que salve al hombre. «Toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final, de acuerdo con su vocación a la virginidad»90. Ella sigue siendo madre, sigue escuchando, sigue haciendo madurar. «Esto significa un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo»91. Toda mujer encuentra en ella «el secreto para vivir dignamente su feminidad»92. Todo creyente, hombre o mujer, puede ver en ella el camino que recorrer a lo largo de la vida: «el total altruismo del amor, la fuerza que sabe resistir a los mayores dolores, la fidelidad ilimitada y la actividad incansable, la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo»93. Por eso, María es también la madre de los sacerdotes y nuestro ministerio debe nutrirse de la admiración de su persona, de su belleza, de su fuerza. Las letanías marianas que acompañan al rosario son el camino para adentrarnos en su conocimiento, para confiarnos a ella y para pedirle que comparta su amor por el Hijo. 88 89 90 91 92 93

Cf. Lumen gentium, nn. 60, 62. J. Ratzinger, María, Iglesia naciente, op. cit., p. 40. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 39. J. Ratzinger, María, Iglesia naciente, op. cit., p. 43. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 46. Ib.

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XII LA MISIÓN EN EL MUNDO

Para el sacerdote, como para cualquier cristiano, la misión coincide con la vida misma. Sería totalmente equivocado dividir la existencia en un tiempo únicamente de preparación de la misión y otro en el que la misión se expresara de forma concreta. Al mismo tiempo, sería equivocado pensar en la jornada dividiéndola entre momentos espirituales, privados, como la oración, el silencio, el estudio, y momentos públicos, exteriores, en el mundo. Para el sacerdote, que debe saber discernir entre las diferentes necesidades de su ministerio, todos los actos son públicos y privados, espirituales y materiales, dirigidos a Dios y a los hombres. Espero haber ilustrado bien todo esto a lo largo de las páginas de este libro. Por ejemplo: cuando reza, si la oración es verdadera, el sacerdote lleva consigo a todo el mundo. Cuando enseña en un colegio o se ocupa de los pobres de la parroquia, es de Dios de donde nace siempre su palabra y a Él a quien se dirige su acción. Conmigo lo hicisteis (Mt 25,40). El camino de la vida sacerdotal que he recorrido en estos capítulos puede razonablemente titularse: la misión del sacerdote. Y, sin embargo, siento la necesidad de decir todavía algo más, de subrayar algunas cosas. Si es verdad que la misión del sacerdote coincide con su vida, hemos de decir también que su vida coincide con la misión.

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La misión en el mundo

Jesús, cuando pensaba en sí mismo, en el fondo de su autoconciencia se concebía como aquel a quien el Padre había enviado, el enviado del Padre. He encontrado esta anotación en una de las intervenciones de don Giussani sobre el sacerdocio: «La verdad que ha sido esencialmente decisiva para mí en la consistencia o en la relación con Cristo y la Iglesia es la realidad de Cristo como Enviado del Padre. Siempre he pensado: si uno hubiera preguntado personalmente a Cristo ‘¿Cuál es el pensamiento predominante sobre ti mismo? ¿Qué eres ante tus ojos?’, me imagino que Él habría dicho: yo soy el que el Padre ha enviado»94. Lo que sucede en Jesús es también verdadero para el sacerdote: le he dado todo para que sea para los demás. El sacerdote está llamado a vivir entre los hombres. Otras vocaciones religiosas llevan a la persona a encerrarse en un monasterio o en un convento. La patria del sacerdote son las calles, los campos, las escuelas, los hospitales, las prisiones. Está situado entre el monje y el laico. Participa de la vida de ambos. Al igual que el primero, tiene la urgencia de vivir en la oración y en el silencio. Al igual que el segundo, forma parte de todos los cambios, de todas las desgracias de los hombres y de la historia.

La responsabilidad compartida de los laicos La vida y la misión de un sacerdote no encuentran su justificación en sí mismas. Por su propia naturaleza han de realizarse creando en torno a ellas un pueblo, reuniéndolo, educándolo, conduciéndolo al puerto de la vida verdadera a través de las vicisitudes del mundo. 94 Cf. L. Giussani, Vida y espíritu en el sacerdote católico, en «30 Giorni» (1993), n. 11, pp. 37-44.

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El sacerdote es, por exigencia íntima de su vocación, un pastor. El pastor, imitando al buen pastor que es Jesús, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11). Nada se opone más a la autenticidad de la existencia sacerdotal que el clericalismo. Clerical es aquel que piensa en su autoridad como en algo debido a su hábito o a su dignidad, que no se ensucia las manos con las cosas de todos los días, con los problemas de los hombres. Quiere tener a todos sometidos, cree tener siempre razón. Por el contrario, el verdadero pastor ama el crecimiento del otro, lanza a las personas al mundo, las anima hacia la responsabilidad, no quiere tenerlas atadas a su campanario. El Vaticano II habló mucho del laicado, del apostolado de los laicos, de la animación cristiana de las profesiones, de la vida política y social. Más allá de la intención del Concilio se ha producido en ocasiones una contraposición dentro de la Iglesia. Los sacerdotes han tratado de imitar a los laicos, y los laicos a los sacerdotes. Se ha razonado en términos de poder, sin partir de la común dignidad bautismal que nos hace a todos, con tareas y carismas diferentes, miembros del único cuerpo de Cristo del que somos sólo servidores. Nosotros, sacerdotes, debemos aprender a escuchar y a valorar los dones de los laicos que nos son confiados, sin dejar que imiten nuestras tareas. El secreto de la vida sacerdotal se encuentra precisamente en el respeto y en la valoración de la vocación de cada uno, en la educación en la unidad. La obra más delicada, en la edificación de una comunidad, es la de invitar a los demás a compartir nuestra disponibilidad. Hay ciertas tareas que sólo pueden ser confiadas al sacerdote. Otras pueden ser compartidas con los laicos y algunas deben confiarse completamente a ellos. Discernir entre estos tres campos es fundamental. El sacerdote no puede descargar sobre los demás tareas y

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responsabilidades que le son propias. La celebración de la misa, la predicación, la administración del sacramento de la penitencia, la escucha y la guía sabia de las personas son tareas que Dios le ha confiado a él. Este último tema, la guía espiritual, hace que entremos en tierra de nadie. Los laicos también pueden ser óptimos padres espirituales, como los son algunos monjes, y aun no siendo sacerdotes, algunas personas dedicadas a Dios, hombres y mujeres. Es necesario en este aspecto una gran humildad, un conocimiento sincero de los propios dones y los propios límites, una referencia decisiva a la vida de la comunidad. El sacerdote tiene una tarea fundamental también como promotor y animador de la caridad dentro de una comunidad. No será sólo él quien visite a los pobres y a los enfermos, pero es necesario que tenga clara la finalidad de cada una de las actividades caritativas de la Iglesia. El hecho de socorrer a quien más nos necesita, nuestro intento de responder a las necesidades más urgentes de los hombres, comenzando por las esenciales, como la fe y la esperanza, no tienen que hacernos olvidar nunca que el origen de cualquier acto de caridad auténtica es Cristo. Él nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros. En el respeto de la libertad de conciencia de cada uno, debemos conducir hacia Él a todos aquellos que encontremos. Sólo Él es la respuesta auténtica y plena a las expectativas humanas. Una vida sacerdotal privada de una expresión pública de caridad sería una vida árida, incompleta. Al mismo tiempo, un sacerdote que se diera completamente a los demás olvidando a quien lo ha llamado y enviado sería un pobre sacerdote que se perdería a sí mismo sin lograr ayudar eficazmente a los propios hermanos. Existen además campos en los que el sacerdote puede desear que otras personas de su entorno asuman determinadas responsabilidades: la catequesis, el servicio litúrgico, la administración de

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los bienes... Crear colaboración significa compartir la propia vida, hacer que los demás participen de lo que más nos importa, de los pasos que damos hacia Dios y hacia los hombres. Es la amistad, que he recordado antes como una de las experiencias más profundas de la vida sacerdotal.

El sacerdote y las obras El lugar de un sacerdote no está sólo en la guía de una parroquia. A lo largo de la historia de la Iglesia Dios ha elegido sacerdotes como iniciadores de nuevas comunidades. Sería largo recordarlos a todos. Pensemos, por ejemplo, en san Benito o en santo Domingo, dos sacerdotes que han marcado el origen de la vida monástica de Occidente y el de las órdenes mendicantes, peregrinas en el mundo, al principio y al final de la Edad Media. Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz son sacerdotes que han marcado la vida de la Iglesia en la época moderna. En los siglos ya más cercanos a nosotros encontramos un verdadero ejército de sacerdotes como punto de partida de obras educativas y caritativas. Desde Camilo de Lelis a Juan Bosco, por citar sólo dos entre los más notables. Ningún sacerdote puede programar la propia vida, puede imaginar dónde lo llevará Dios. Los mayores santos de las misiones, como Francisco Javier y Daniel Comboni, han vivido su andadura hacia tierras desconocidas como expresión de una caridad que los llamaba a no detenerse ante lo desconocido ni ante el peligro. Quiero recordar aquí a don Luigi Giussani, un gran sacerdote, especialmente querido para mí, que ha hecho de la educación en la fe la obra de su vida. Otro gran padre ha sido Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Ha habido también sacerdotes llamados por Dios a la obra política, de ellos recuerdo a don Luigi Sturzo. Pero él tenía la conciencia bien clara de la distinción entre

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las tareas de un sacerdote y las de un político. Le he citado sólo para recordar lo extraña que puede ser ante nuestros ojos la fantasía de Dios. El siglo XX ha sido el siglo de los sacerdotes santos por su caridad. Por ejemplo, Luigi Orione, Giovanni Calabria y, para situarnos en nuestros días, Carlo Gnocchi y Oreste Benzi. La obra de estos santos, a pesar de ser diferente en su expresión histórica, siempre ha estado unida a la evangelización. Un sacerdote no puede tener un objetivo distinto. Cuando de un sacerdote nacen escuelas, hospitales, centros de atención a los pobres; cuando un sacerdote va por las calles buscando a los marginados, los abandonados, los rechazados, lo hace porque siente dentro de sí mismo una urgencia irrefrenable por hacer que encuentren a Aquel a quien él ama. Incluso cuando el nombre de Cristo no se pronuncia, cuando los tiempos no están maduros para una evangelización explícita, las obras de caridad y de educación se convierten, por sí mismas, en un signo eficaz del humanismo que Jesús ha traído al mundo. Son la presencia de su misma persona que se abaja hacia los hombres para conducirlos al Padre.

El método de la misión No hay vida más fascinante que la del sacerdote. Todos los días está predispuesto a encontrar algo nuevo. Sumergiéndose constantemente en la realidad, compartiendo la vida de los demás, entra en contacto con situaciones que son siempre nuevas y diferentes. Su vida toma parte en la misma participación que Dios hace de la nuestra. Ser misioneros significa estar ante la persona misma del otro, dejando simplemente que se transparente la pasión ideal que nos mueve. Como hizo Jesús. Él despertaba la vocación en las personas

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que encontraba. Todas sus palabras, todos sus gestos tenían esta finalidad: hacerles descubrir poco a poco su nombre, la mirada con la que Dios los amaba. Cuando san Pablo escribe: Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de verdad (1 Tm 2,4), se refiere a lo que Jesús dijo y manifestó en su vida, a su manera de entablar relación con las personas, a la profundidad infinita de su sacrificio y de su resurrección. Compartir no es sólo aceptar. Si no tuviéramos algo nuevo que llevarles a los demás, nos achicaríamos y acabaríamos por no compartir nada. Lo que hemos recibido tiene un valor incalculable. Cuanto más viva esté en nosotros esta experiencia, más podrán percibir los demás la novedad y la utilidad que tiene también para ellos. ¿Cómo se puede vivir al nivel de los demás, sumergirse en su vida y ser al mismo tiempo significativos para ellos? ¿Qué nos permite hacernos todo con todos (cf. 1 Cor 9,22), sin desaparecer —escondiéndonos en ellos—, sino siendo esa sal para la vida de los demás de la que ha hablaba Jesús (cf. Mt 5,13)? El Espíritu de Cristo puede realizar todo esto. Por obra suya, lo opuesto se une, lo lejano se vuelve cercano, el enemigo se convierte en hermano, lo incomprensible se abre ante nuestros ojos. Y de este modo, todo nos pertence. El sacerdote es enviado a todos los hombres. Revive la vida de Jesús que se hizo como nosotros en todo. Aceptando humildemente nuestra condición95. De este modo, estamos invitados a romper los esquemas que nos separan de los demás, a superar los esquemas con los que tratamos de tranquilizarnos ante la provocación que Cristo representa para nuestra vida, a través de la inagotable diversidad de los demás. 95

Benedicto XVI, Ángelus, 1 de enero de 2006.

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El otro es una parte de Cristo y, por tanto, de nosotros mismos, que no conocemos todavía. La misión no es, por lo tanto, algo que se añade a nuestra experiencia de Cristo, sino la dilación y la profundización constante de ese primer momento en que Él nos invitó a seguirlo.

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AGRADECIMIENTOS

Estoy agradecido a todos aquellos que han seguido la redacción de este libro con sus consejos y su ayuda: Gianluca Attanasio, Nicolò Ceccolini, Luis Miguel Hernández, Antonio López, Cristiano Ludovici, Jonah Lynch, Tommaso Pedroli, Paolo Prosperi, Daniele Scorrano, Paolo Sottopietra y Luca Speziale. Sobre todo, doy las gracias a Emma Neri, que ha corregido pacientemente el manuscrito.

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Fotocomposición

Encuentro-Madrid Impresión y encuadernación

Estugraf Impresores-Madrid ISBN: 978-84-9920-038-5 Depósito Legal: M-19765-2010 Printed in Spain

Comunión y Liberación/2

La reanudación (1969-1976)

Massimo Camisasca

Tras la crisis de 1968, el autor pasa revista a los acontecimientos más relevantes que influyeron en el renacimiento y la difusión del movimiento Comunión y Liberación.

Comunión y Liberación/3

El reconocimiento (1976-1984)

Massimo Camisasca

El tercer volumen de la historia de Comunión y Liberación narra el itinerario del movimiento desde el «giro decisivo» de mediados de los años 70 hasta el pleno reconocimiento por parte de la autoridad de la Iglesia.

Un texto nacido de la experiencia directa, del contacto con seminaristas y sacerdotes de todas partes del mundo, que no evita las cuestiones más importantes en la vida de un sacerdote: la oración y el silencio como lugar de relación con Cristo; la liturgia con la que el sacerdote entra en la vida de Dios y lo convierte en compañía eficaz para los hombres; y la amistad como experiencia positiva en la vida afectiva de la persona. «La regeneración de la vida sacerdotal es una de las condiciones para que vuelva a florecer el cristianismo en Europa y más en general en nuestro Occidente cansado. He intentado trazar el camino para un renacimiento volviendo a los fundamentos del sacerdocio» (Massimo Camisasca).

El desafío de la paternidad Reflexiones sobre el sacerdocio

Massimo Camisasca Este libro recoge lecciones e intervenciones impartidas por el autor a los seminaristas y sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo.

ISBN: 978-84-9920-038-5

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Visite el foro de este libro en www.ediciones-encuentro.es

¿Seguirá habiendo sacerdotes en la Iglesia del futuro?

PADRE

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RELIGIÓN

Este libro narra los comienzos de Comunión y Liberación, hoy día una presencia evidente en la Iglesia y en la sociedad de todo el mundo.

PADRE

Massimo Camisasca

MASSIMO CAMISASCA

RELIGIÓN

Los orígenes (1954-1968)

MASSIMO CAMISASCA

Comunión y Liberación/1

¿Por qué hoy la vida sacerdotal, que ha hecho felices a miles de hombres y ha contribuido enormemente al crecimiento espiritual de la humanidad, atraviesa una crisis tan profunda? El autor, sacerdote y rector de seminario, reflexiona en este libro sobre la experiencia que puede sostener la vida sacerdotal y el modo de afrontar las dificultades más duras.

RELIGIÓN

Otros títulos en Encuentro:

Massimo Camisasca nació en Milán en 1946. Fue ordenado sacerdote en 1975. El encuentro que marcó su vida tuvo lugar a los catorce años, en el Liceo Berchet, donde conoció a Luigi Giussani. Responsable primero de Gioventù Studentesca, y después de Comunión y Liberación, ha sido también presidente diocesano de los jóvenes de Acción Católica en Milán. Profesor de Filosofía en varios institutos, en la Universidad Católica de Milán y en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma. De 1993 a 1996 fue vicepresidente del Instituto Pontificio Juan Pablo II, dedicado a los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. Fue el fundador de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo, de la que es superior general. En Ediciones ENCUENTRO ha publicado Comunión y Liberación. Los orígenes (1954-1968) (2002), Comunión y Liberación. La reanudación (1969-1976) (2004), El desafío de la paternidad (2005), Pasión por el hombre (2007) y Comunión y Liberación. El reconocimiento (1976-1984) (2007).